José Javier Esparza
Curso General de Disidencia Apuntes para una visión del mundo alternativa
Ediciones El Emboscado/ col. “Metapol í tica”. tica”. Madrid, 1997
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Í ndice ndice I. Introducci ón: Curso General de Disidencia. II. Más allá de la modernidad (y de la posmodernidad) Qué Qué es es una visió visión del mundo.- La visió visión del mundo de la modernidad.- Descartes y el “programa del tiempo nuevo”.- La trilogí trilogí a ilustrada: libertad, igualdad, fraternidad.Crisis de la visió visión moderna del mundo.- El momento de la posmodernidad.- Un modelo para despué despué s de la posmodernidad. III. Del sentido de la Historia. Visiones de la Historia.- La visió visión moderna de la Historia y sus ideologí ideologí as.as.- La muerte del progresismo.- Elementos para una nueva idea de la Historia: el devenir como esfera.ón “trifuncional” de la Historia. Excurso: sobre la representaci representa ció IV. La cuesti ón de la t écnica. Perspectivas de la t é c nica.- La t é c nica no es neutra.- Manifestació Manifestación del problema de la écnica.écnica t é c nica.- Reconstrucció Reconstrucción: una antropologí antropologí a de la t é c nica.- T é c nica antigua y t é c nica écnica.écnica.écnica écnica moderna.- Cr í t ica metapolí metapolí tica tica de la t é c nica moderna. ítica écnica V. La trampa del humanismo (excurso a la cuesti ón de la técnica). Qué Qué es es humanismo.- Humanismo como individualismo.- Humanismo como explotació explotación del mundo.- El alejamiento del Ser.- M ás allá allá del humanismo. VI. Por un nuevo modelo de sociedad. Qué Qué es es un modelo social.- El modelo social moderno.- Crisis del modelo social moderno. Nuevos modelos de filosof í ía social.- Comunidad y sociedad.- Construir un nuevo modelo social. VII. La sociedad de la informaci ón: la influencia social de la TV. La televisió televisión.- Qué Qué es es la comunicació comunicación.- El lugar del sujeto.- ¿Es posible otra comunicació comunicación social?- El sentido de la comunicació comunicación de masas. VIII. Principios de una nueva econom í a polí tica. tica. Polí Polí tica tica econó económica y Economí Economí a polí polí tica.tica.- Gé Gé nesis nesis de la ideologí ideologí a economicista.- Grandes modelos economicistas: liberalismo, marxismo, estado del Bienestar.- Centro y periferia.Crisis del modelo econó económico occidental.- Reconstrucció Reconstrucción de una economí economí a polí polí tica. tica. IX. Ideas sobre la teor í a de la Pol í tica. tica. Crisis y cr í t icas del Estado de Derecho.- T é r minos de la teor í a nación, estado, lo íticas érminos ía: : pueblo, nació polí polí tico.tico.- Representació Representación y participació participación.- Poder presidencial.- Organizació Organización territorial. X. La idea de Naci ón. Equí vocos vocos de la resistencia frente al Estado universal. Genealogí Genealogí a de la idea de nació nación.- Un concepto dif í nación como realidad ícil. cil.- La nació
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orgá orgánica.- Nació Nación como proyecto.- La crisis del Estado-nació Estado-nación.- Hacia una redefinició redefinición de la Nació Nación.
XI. España: crisis de la conciencia nacional (excurso a La idea de Naci ón) Nació Nación y modernidad.- La nació nación españ española.- Muerte de la idea de nació nación.- ¿Una reconstrucció reconstrucción? XII. La Gran Pol í tica tica y el orden del mundo. La Gran polí polí tica.tica.- Evolució Evolución hist órica de los bloques de poder: del Imperio al Nuevo Orden del Mundo.- El aná análisis de la polí polí tica tica exterior.- La Geopolí Geopolí tica.tica.- El choque de civilizaciones.- El lugar de Españ España. XIII. El Nuevo Orden del Mundo. La construcció construcción del NOM.- Los que mandan en el mundo.- El cosmopolitismo universal. El mundo contempor áneo.- El Fin de la Historia.- La tesis de Huntington.- El combate de nuestro tiempo. XIV. La barbarie t écnica con rostro humano. La Conferencia de El Cairo sobre població población.- La cuestió cuestión del aborto.- El problema écnica.demogr á fico.- Un orden econó económico injusto.- El mundo de la modernidad t é c nica.- La t é c nica, en su sitio.- Y los derechos de los pueblos.- Dioses contra Titanes. écnica, * Procedencia de los textos: - “La sociedad de la informaci ón: la influencia social de la Televisi ón” fue presentada como ponencia en los cursos de verano de la Universidad del Pa í s Vasco (San Sebasti án, 1993). - “España y la crisis de la conciencia nacional” fue presentada como contribuci ón al seminario hom ónimo en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense (El Escorial, Madrid, 1994). - “La trampa del humanismo” y “La idea de naci ón” fueron le í dos dos ante la Universidad de Verano del Proyecto Aurora (Li érganes, Santander, 1994). - “El nuevo orden del mundo” y “La barbarie t écnica con rostro humano” recogen textos de conferencias pronunciadas en Bilbao, Madrid y Valencia (1994-1995). - “Más allá de la modernidad”, “Del sentido de la Historia”, “La cuesti ón de la técnica”, “Por un nuevo modelo de sociedad”, “Principios de una nueva econom í a polí tica”, tica”, “Ideas sobre la Teor í a de la Pol í tica” tica” y “La Gran Pol í tica tica y el orden del mundo” fueron expuestos en el primer curso de formaci ón del Proyecto Aurora (Madrid, 1995).
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I Introducción. Curso general de disidencia
¿Por qué Curso general de disidencia? Este volumen es el fruto de tres a ños de trabajo desparramados en cursos de formaci ón, universidades de verano, ciclos de conferencias y debates en foros diversos, aunque generalmente vinculados a la labor intelectual del Proyecto Aurora y la revista Hesp érides. Por eso lo hemos llamado “Curso”, en dos de los sentidos del t érmino: primero, porque es un amplio compendio de (modestas) lecciones, pero tambi én porque es el resultado de un recorrido con armas y bagajes por buena parte de í a española, desde Bilbao hasta Granada, desde Santander hasta El Escorial, la geograf í desde Valencia hasta San Sebasti án. Su contenido no es monogr áfico: antes bien, se trata de incursiones en un diverso abanico temático cuyo único punto en com ún es la trascendencia de las preguntas formuladas y el intento de ofrecer a cada una de ellas algunas respuestas que sean coherentes entre s í ; hemos tratado de ver los problemas globalmente y, desde esa globalidad, responder a cada problema particular. Por eso hemos a ñadido el calificativo de “General” a nuestro curso: porque trata de aprehender los elementos comunes de una multitud de problem áticas cuya pluralidad a veces nos desconcierta. El ejercicio, bueno es confesarlo cuanto antes, nos ha llevado por tierras poco transitadas o incluso incógnitas, muy lejos del discurso hoy dominante, muy lejos de ese “pensamiento único” que hoy se impone por todas partes y muy lejos tambi én de la obediencia a lo “polí ticamente ticamente correcto”, esa forma hist érica y fofa de inquisici ón. Cada época tiene su propio tipo de estupidez; nuestro tiempo, a juzgar por sus efectos, ha llegado m ás lejos que ningún otro anterior. Por nuestra parte, al mirar el mundo que nos rodea y tratar de explicar su por qué, nos hemos visto continuamente llevados a la m ás clamorosa de las disidencias: disidencia del conformismo imperante, disidencia de ese silencio con que hoy se intenta ocultar la presencia de cuestiones que nos superan, disidencia de ese sistema (ideol ógico, económico, técnico y, digámoslo tambi én, polí tico) tico) que trata de enmascarar su ruina con toneladas de maquillaje ante las c ámaras de televisi ón, como una vieja madama desdentada de burdel. Así pues: pues: Curso general de disidencia. *** El pulso de nuestro tiempo, en efecto, es el pulso ora mortecino, ora acelerado de quien se vé rtigo, rtigo, nos hab í amos halla en situaci ón terminal. En un libro anterior, Ejercicios de vé amos asomado a la circunstancia del alma contempor ánea: muertas las esperanzas de la modernidad, descubierta la gran trampa del relato moderno, aparec í a, a, burlesco, el fantasma de la posmodernidad y mov í a sus orejas zumbonas para decirnos que est ábamos ya en otro
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momento, que el mundo -m ás exactamente: el mundo occidental moderno, como acertadamente me precis ó Fernández de la Mora cuando presentamos ese libro en el Ateneo de Madrid- habí a mudado de piel y llegaba, al mismo tiempo que el segundo milenio, a un punto sin retorno. Ejercicios de vé vé rtigo rtigo trató de ser la topograf í í a de ese punto de no-retorno a partir de un paseo por sus pliegues m ás visibles: la mentalidad apocal í ptica, ptica, el nomadismo imperante, la tecnificaci ón de la existencia, el retorno de lo tr ágico, las nuevas formas pol í ticas ticas y sociales, etc. Y si aquello fue una topograf í a, a, ésto trata de ser una prospecci ón, un descenso a las capas más profundas de nuestro tiempo y un intento por conocer su verdadera esencia. vé rtigo, rtigo, este Curso general de disidencia no se contenta Pero, a diferencia de Ejercicios de vé con una labor descriptiva y cr í tica tica de lo que descubre: pretende, adem ás, aportar v í as as alternativas a lo descubierto, sugerir l í neas neas de respuesta a la mutaci ón que estamos viviendo. De ah í el el subt í tulo tulo escogido para este volumen: “Apuntes para una visi ón del mundo alternativa”. El mundo cambia de piel, en efecto -y probablemente tambi én de contenido-; aqu í no no sólo lo constatamos, sino que, adem ás, con soberbia inaudita pretendemos aconsejarle el nuevo traje que debe ir encargando al sastre del devenir.
*** Por supuesto, que no se busque aqu í un un recetario de soluciones. Bonita cuesti ón ésta, por cierto: “dar soluciones”. Una de las cr í ticas ticas más frecuentes contra Ejercicios de vé vé rtigo rtigo fue precisamente ésa: “No da soluciones”. El lector me entender á cuando le diga que de tener yo, pobre gacetillero, soluciones para los problemas del mundo, habr í a fundado inmediatamente una nueva religi ón. Porque uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es, precisamente, la ausencia de soluciones, o al menos de soluciones tal y como las entienden los pol í ticos, ticos, o sea como recetarios de medidas administrativas que mecánicamente se pueden poner en marcha al d í a siguiente de su publicaci ón en el Boletí n Oficial del Estado. ¿Qui én tiene soluciones mec ánicas para el problema ecol ógico, para la desagregaci ón social, para la cuesti ón de la técnica, para el nuevo orden del mundo, para la transnacionalizaci ón de la vida, para la crisis de los Estados? Podemos ver la causa del problema y podemos apuntar una v í a de escape, pero en este tipo de cuestiones la distancia entre mecanicismo y mesianismo es demasiado estrecha como para no andarse con tiento. De manera que si alguien pretende encontrar aqu í una una lista de medidas para solucionar hic et nunc los grandes problemas de nuestro mundo, puede ir cerrando este libro -y todos los demás, por cierto- y refugiarse en la linda imaginaci ón de mundos ut ópicos donde todo debe funcionar bien porque as í lo lo dicen los papeles: el liberalismo, el marxismo y dem ás opiáceas del esfuerzo mental. Lo que aqu í se se va a encontrar es m ás bien otra cosa. Lo que aqu í se se va a encontrar -y creemos honestamente que ésa es la principal aportaci ón de este Curso- es una clave de interpretaci ón para pensar nuestro tiempo. Nuestra propuesta es ofrecer una plataforma de explicaci ón de este cambio que vivimos: un lugar desde el cual observar, comprender y explicar lo que est á pasando. Nuestra perspectiva no es pol í tica, tica, sino metapol í tica. tica. Los
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fenómenos que nos rodean, desde la decadencia de las instancias pol í ticas ticas hasta la Conferencia de El Cairo sobre la poblaci ón mundial, tienen un sentido, responden a una lógica, es posible identificar sus antecedentes, su genealog í a y sus objetivos; tambi én es posible prever su evoluci ón y sus consecuencias. La labor resultar á todaví a más efectiva si además intentamos observar todos esos fen ómenos desde un mismo sitio, desde el ojo del huracán, por utilizar la figura de J ünger. En el centro del ojo del hurac án, donde reina la calma, la desbocada movilidad del mundo se advierte con nitidez meridiana; todo adquiere sentido. Esa es precisamente la gran carencia de nuestro tiempo: la del sentido. No estamos seguros de haberlo encontrado, pero este Curso general de disidencia puede tambi én definirse de esta manera: una b úsqueda del sentido. *** La gran cuesti ón que se plantea ahora es el para qu é: ¿Para qu é esta exploraci ón? ¿No tiene más objetivo que la simple especulaci ón o, por el contrario, pretende servir para la acci ón, para inspirar acciones positivas sobre el mundo que describe? Digamos de entrada que sentimos el m áximo de los respetos por la reflexi ón y la especulaci ón intelectual, que en ning ún caso nos parecen “simples”. No hay acci ón posible sin una reflexi ón previa y posterior sobre el sentido de la acci ón. Por eso Bergson, en una de sus frecuentes frases felices, defin í a al hombre completo como “aquel que act úa como hombre de pensamiento y piensa como hombre de acci ón”. El trabajo intelectual lo es esencialmente de reflexi ón y especulaci ón; sólo después cabe la acci ón y, desde nuestro punto de vista, ni siquiera ésta es necesaria para que el pensamiento obtenga su raz ón de ser: el conocimiento se basta a s í mismo, mismo, reposa sobre s í mismo mismo -porque todo, a su vez, reposa sobre el conocimiento. En los años 60 se puso de moda en Europa la figura del intelectual engagé engagé , el “comprometido”. Naturalmente, s ólo se aceptaba tal etiqueta para quien estaba comprometido con la izquierda; los otros, los comprometidos con la derecha, no eran “engagés”, sino “lacayos de la burgues í a”, a”, y el tercer grupo, el de los no comprometidos, quedaban bajo sospecha de diletantismo, de inhibici ón social o de “falsa conciencia”. Luego se ha visto que la mayor parte de aquellos “engag és” terminaron haciendo buenos negocios a la sombra de una izquierda que culmin ó la última gran revoluci ón burguesa de Occidente, la del capitalismo con preocupaci ón social, como acertadamente vio Pasolini. Tan triste trayectoria es argumento suficiente para descalificar a quienes mec ánicamente vituperan al “intelectual puro”. Pero dicho ésto, señalemos no obstante que s í , que nuestra exploraci ón es una exploraci ón comprometida, porque pretende servir para la acci ón. ¿En qué sentido? Ciertamente, no proponiendo recetas program áticas, sino abriendo l í neas neas de reflexi ón y sugiriendo v í as as para que esas reflexiones se articulen, en un momento ulterior, en forma de acciones concretas. Nuestro trabajo ha consistido en examinar los problemas, consultar a quienes los han examinado antes que nosotros, desentra ñar su lógica interna, dibujar el perfil que esos problemas hoy nos ofrecen y tratar de oponerles salidas alternativas, ya sea mediante 7
rectificaciones radicales, ya forzando su propia evoluci ón, ya apuntando un desarrollo alternativo. ¿Y para qu é? Digámoslo sin ambages, aunque el objetivo pueda parecer desmesurado: para mover a reflexi ón y para que se vaya abriendo camino la necesidad de tomar medidas, de mirar el mundo de otro modo -y, con esa mirada distinta, vivir un mundo distinto. Es m ás que probable que el objetivo nos supere; pero la audacia tambi én forma parte del trabajo intelectual. *** El método empleado en cada una de estas exploraciones ha sido, con pocas variaciones, el mismo: exponer el problema, dibujar su genealog í a, a, incluirlo en ese proceso general que llamamos modernidad, examinar las razones por las que se ha convertido en tal problema, evaluar su posible evoluci ón y, por último, proponer un esquema alternativo. Especifico el método porque la pregunta va a ser inevitable: “¿Desde d ónde habla usted?”. Pues bien: por el propio m étodo se ver á que aqu í hablamos hablamos desde despu és de la modernidad. Y ese despu és no debe interpretarse s ólo desde un punto de vista temporal (el fin del periodo moderno, el periodo posmoderno), sino tambi én desde un punto de vista filos ófico: la muerte del pensamiento moderno, la muerte de la Ilustraci ón, lo que hay (o pueda haber) cuando ya nadie cree en las ideas que la modernidad impuso como verdades universales. Pero hay más: la modernidad ha muerto, s í , pero, ¿qué nos queda? Ya se ha dicho: eso que vé rtigo. rtigo. Ahora bien, se llamó posmodernidad y que constituy ó la atmósfera de Ejercicios de vé la posmodernidad, en s í misma, misma, no ofrece salida alguna: es como seguir un camino, llegar al borde de un abismo y sentarse a esperar acontecimientos. La gran apuesta de nuestro tiempo no es ir m ás allá de la modernidad - éso ya se ha consumado por la propia fuerza de las cosas-, sino ir m ás allá de ese estupor paralizante que se ha llamado posmodernidad. Salir de la posmodernidad exige tomar una decisi ón, señalar objetivos, se ñalar “enemigos”, señalar lo que se quiere y lo que no se quiere -lo que queremos ser y lo que no queremos ser. Aquí , en esta contraposici ón de opciones, es donde se abre el debate. Volvemos a la pregunta impertinente: “¿Desde d ónde habla usted?”. Pues bien: aqu í se se habla desde una cierta tradici ón de pensamiento que fue premoderna, que ha sido anti-moderna y que ahora ya no puede ser posmoderna, sino que tiene que ir m ás allá. La crisis de la modernidad ha devuelto al primer plano de la escena concepciones y visiones del mundo que nacieron antes de la modernidad, que han llevado una vida agitada durante estos últimos siglos y que ahora, cerrado el par éntesis moderno, pueden arg üir legí timamente timamente sus razones y reivindicar sus derechos. Veamos, por ejemplo, lo que ha pasado en el mundo de las ciencias. Tras dos siglos de hegemon í a ininterrumpida de los paradigmas mecanicistas, surgidos de la mentalidad ísica ilustrada, ilustrada, la f í s ica y la biolog í a nos han hecho cambiar la visi ón de la realidad y nos han llevado a buscar nuevos paradigmas de tipo holista, donde los fen ómenos ya no reposan sobre sí mismos, mismos, sino que encuentran su sentido en una globalidad en la que todo guarda í sica relaci ón con todo. Ahora bien, éso lo habí a visto ya la metaf í sica antigua, tradicional, desde 8
Aristóteles hasta los hind úes. El progreso de las ciencias nos ha conducido, en cierto modo, a un retorno -de donde podr í amos amos legí timamente timamente deducir que ciertos principios que antes se consideraban antiguos son, en realidad, eternos. Veamos tambi én lo que ha pasado con la cr í tica tica conservadora que emergi ó en la Europa de los años veinte y treinta: considerada durante cierto tiempo como una mera reacci ón antimoderna, vituperada por las corrientes neo-ilustradas como embri ón de “fascismo”, la propia evoluci ón de la modernidad las ha devuelto al primer plano de la escena. Por ejemplo, aquel famoso neoconservadurismo que J ürgen Habermas inscrib í a en el pol í gono gono Jünger-Schmitt-Heidegger-Lorenz-Gehlen, y al que acusaba de oponerse a la triunfal marcha de las Luces, se ha convertido ahora en una referencia imprescindible para entender la agoní a del mundo moderno. Pero es que tambi én otras corrientes nacidas de la propia modernidad, como la primera Escuela de Frankfurt (la de Adorno, Horkheimer y, si se nos permite incluirle aqu í , Walter Benjamin) est á demostrando ser muy rica en sugerencias para pensar el fracaso de la Ilustraci ón, e incluso es perfectamente posible incorporarlas a un esfuerzo global para superar la extinci ón de las Luces. Tampoco es posible prescindir de otras corrientes que han emergido en los últimos decenios y que permiten tomar el pulso de los acontecimientos: el an álisis de la sociedad del espectáculo desarrollado por el situacionismo franc és entre los a ños 60 y 70; los movimientos identitarios que se han levantado en defensa de los arraigos y las especificidades culturales, contra el viejo proyecto moderno de construir una humanidad homogénea y uniforme; ese neoespiritualismo difuso que hoy surge, oscilando, es verdad, entre el esoterismo de bazar y el profundo sentido de la sagrado, pero que en cualquier caso demuestra la imposibilidad de eliminar la dimensi ón espiritual del hombre; el trabajo intelectual de la denominada nueva derecha en Francia y en Italia, que ha formulado las objeciones m ás sólidas de los últimos treinta a ños contra el mundo moderno; la estela trazada por el pensamiento d ébil del posmoderno Gianni Vattimo, en busca de una racionalidad que vaya m ás allá de la técnica y que ha redescubierto la aportaci ón trascendental de Heidegger; la escuela anti-utilitarista en las ciencias sociales, que ha dibujado un paradigma alternativo al economicismo rampante de neo-liberales y postmarxistas; la corriente comunitarista norteamericana, que ha levantado acta del colapso de la vida social en el mundo capitalista; la cr í tica tica ecologista, que a pesar de sus ocasionales excesos y de sus banalizaciones pol í ticas ticas y medi áticas ha puesto el dedo en la llaga m ás lacerante del mundo industrial... Son sólo algunos ejemplos. Y lo que nos interesa sobre todo retener es el hecho de que a partir de aquí , a partir de la convergencia de todas estas corrientes, es perfectamente posible construir una clave de interpretaci ón general y relativamente coherente de los problemas de nuestro tiempo. Dicho de otro modo: los premodernos y los posmodernos se pueden hoy dar la mano para pensar el mundo que viene. A pesar de su heterogeneidad evidente, algo está tomando forma a partir de la conjunci ón de todas estas l í neas neas de reflexi ón. El presente Curso bebe en todas esas fuentes. El resultado no puede ofrecer siempre, claro es, un perfil homogéneo. Pero quiz á pueda ser un primer paso para construir una nueva coherencia frente a la crisis actual. 9
*** Esa búsqueda de una cierta coherencia en el an álisis de los problemas de nuestro tiempo permite explicar algunas caracter í sticas sticas de este Curso general. Por ejemplo, la presencia de determinadas reiteraciones. En efecto, si de lo que se trata es de aportar una clave general de interpretaci ón, parece l ógico esperar que la clave se repita cada vez que se va a interpretar un hecho. As í , el lector encontrar á que un mismo modelo de interpretaci ón filosófica e hist órica se aplica a varios fen ómenos diferentes: a la t écnica, a la econom í a, a, al modelo social, etc., repiti éndose en todos los casos. Esa reiteraci ón, deliberada, permite al lector cubrir un triple objetivo: aprehender desde el primer momento el sentido del discurso en cada exploraci ón concreta; seguir con facilidad la coherencia general de nuestro an álisis y, por último, aplicar ese mismo modelo de interpretaci ón a diversos casos pr ácticos. ¿Cuál es esa clave de interpretaci ón que aquí proponemos? proponemos? En l í neas neas generales, podemos decir que se trata de una genealog í a de los valores y, al mismo tiempo, de una ideocr í tica tica en el sentido que Manuel de Di éguez da a este concepto. Nada ocurre porque s í . Las cosas (la econom í a, a, la sociedad, la t écnica, la pol í tica) tica) no se desarrollan por s í mismas, mismas, ajenas a las acciones de los hombres. La forma que el mundo adopta est á í ntimamente ntimamente relacionada con la mirada que el hombre proyecta sobre el mundo. Eso no quiere decir que el mundo sea siempre lo que el hombre quiere hacer de él; hay una especie de tragedia de la voluntad que con frecuencia conduce a que los para í sos sos imaginarios se conviertan en infiernos reales. Pero sí quiere quiere decir que toda forma concreta que una parcela de la realidad adopte (una determinada econom í a, a, una determinada t écnica, una determinada pol í tica) tica) procede de una voluntad humana, una voluntad que a su vez es expresi ón de una visión del mundo concreta. As í pues, pues, de lo que se trata es de recorrer el camino en sentido inverso: partir del hecho para llegar a la idea que lo produjo, tomar apoyo en esa idea para descubrir de qu é visión del mundo procede y, por último, confrontar la visi ón del mundo en cuesti ón con sus frutos reales, con su acci ón sobre la vida y sobre los hombres. Descubierto el camino, podemos intentar la exploraci ón de ví as as alternativas. En ese sentido, este Curso general de disidencia es tributario, al mismo tiempo ap éndice y anticipaci ón, de otra obra m ás amplia: Las metamorfosis de Fausto. En efecto, en esta última, que verá la luz en breve, hemos recorrido el camino de la modernidad a partir de una interpretaci ón del Fausto de Goethe. All í nuestra nuestra tesis de combate es que el Fausto goetheano fue una gigantesca met áfora de la historia de Occidente, y que tal car ácter metaf órico sigue siendo v álido -más aún: lo es especialmente- incluso para aquellos periodos que Goethe no pudo ver: los siglos XIX y XX. A partir de la narraci ón f áustica, damos un sentido al devenir de la civilizaci ón occidental. Y lo m ás asombroso es que, desde esta perspectiva, Goethe puede ser considerado como un verdadero precursor de la crí tica tica contempor ánea a la modernidad. No adelantaremos aqu í , por razones obvias, m ás detalles sobre el contenido de esta obra, pero s í es es preciso decir que la clave de interpretaci ón propuesta en este Curso general es fruto directo de la larga investigaci ón emprendida en torno a la problem ática moderna del Fausto. All í se se encontrar án las bases de
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conclusiones que aqu í pueden pueden parecer apresuradas; all í se se hallarán desarrollos que aqu í apenas quedan apuntados. Problemas como el de la t écnica, que en este Curso es omnipresente pero en el que se profundiza poco, constituyen la columna vertebral de Las metamorfosis de Fausto. En general, podemos decir que este Curso es el resultado de la adaptaci ón a temáticas concretas del esquema de interpretaci ón general allí trazado. trazado. Así pues, pues, los textos reunidos en este Curso son inseparables de su condici ón de fruto de una investigaci ón más amplia. Su car ácter expositivo y oral condiciona adem ás su estilo y su estructura. Pero no nos ha parecido apropiado dar forma literaria a textos que fueron concebidos para la exposici ón oral. Respecto a la estructura de esta compilaci ón, responde a esa misma l ógica: el fruto de una investigaci ón. Así , el Curso se abre con el planteamiento del esquema general de interpretaci ón, lo cual nos lleva a proponer una doble superaci ón: la de la modernidad y la de la posmodernidad. Despu és, complementamos lo anterior con una concepci ón general de nuestro marco hist órico, esbozando una cierta idea de la filosof í a de la Historia. A partir de ah í se se procede a aplicar el modelo de interpretaci ón a diferentes tem áticas: la t écnica (y, en relaci ón con ella, la cuesti ón del humanismo), el modelo social, el modelo econ ómico, el modelo pol í tico tico y el orden polí tico tico del mundo. Por el camino, a modo de excursos, nos detenemos en otros aspectos del mundo contempor áneo: la sociedad de la informaci ón (donde se funden las problem áticas de la t écnica y el modelo social), la crisis de la idea de naci ón o esa barbarie técnica con rostro humano que supuso la ya mencionada Conferencia de El Cairo. *** Una disidencia de la agon í a moderna. Un recorrido por las grietas de nuestro tiempo. Una exploraci ón más allá de la par álisis posmoderna. La propuesta de una clave de interpretaci ón para juzgar la evoluci ón de esta gran crisis. La b úsqueda de nuevas convergencias entre quienes se han acercado cr í ticamente ticamente al alma del mundo contempor áneo... Este Curso general de disidencia pretende ser una peque ña contribuci ón a todo éso. Si sirve para que alguien tome conciencia de la necesidad de imprimir un giro a nuestro mundo, no podremos sentirnos m ás satisfechos. Y una última nota sobre esta “toma de conciencia” a la que apelamos. En efecto, el gran problema del momento presente no es que falte vista para percibir la crisis o que falten respuestas para afrontarla; lo que falta es la voluntad, la osad í a, a, la presencia de ánimo para salir de este callej ón sin salida. Tras la ca í da da del Muro de Berl í n, n, en 1989, se ha impuesto un cierto tipo de pensamiento que es a todas luces de una fragilidad infinita, pero cuyas fronteras nadie osa traspasar: en lo econ ómico, un ultra-liberalismo que ha vuelto a polarizar el mundo entre ricos y pobres, como en los peores tiempos del capitalismo salvaje; en lo pol í tico, tico, una democracia m í nima nima que ha apartado a los pueblos de la participaci ón en su propio destino y ha entregado el poder a los grupos de presi ón y a los aparatos de los partidos; en lo social, una moralina del individualismo y del pacifismo que bajo la máscara de la “solidaridad” y la “tolerancia” pretende ocultar la abdicaci ón de todo futuro libre y de todo compromiso real del sujeto con su comunidad; en lo cultural, una mixtura de instrucci ón técnica y cultura de masas que trata de implantar en todo el globo 11
una suerte de cosmopolitismo del sinsentido... Basta ver una hora de televisi ón o escuchar el discurso de cualquier opinion-maker para captar la inveros í mil mil fuerza de esta apolog í a de la banalidad. Es lo que Ignacio Ramonet ha llamado pensamiento único y lo mismo que Guillaume Faye denomin ó soft-ideolog í a: a: paralizado por la incertidumbre de un mundo en cambio, Occidente se entrega a la repetici ón ritual de una letan í a ideológica en la que ya nadie cree, que ha sido desacreditada por la propia evoluci ón cultural y cient í fica, fica, pero que sobrevive porque sigue constituyendo un refugio seguro frente a un futuro arriesgado. Figura de la modernidad senil. En otro tiempo, la modernidad se caracteriz ó por su osadí a para afrontar los riesgos del porvenir. Era aquella deliciosa impresi ón de incertidumbre que fascinaba a Ortega, por ejemplo. Pero hoy incluso éso ha desaparecido. Occidente parece buscar desesperadamente una residencia para quemar en ese modesto retiro sus últimos años. Occidente, el Occidente moderno, desea poner fin a su historia. Si la tesis del Fin de la Historia reactualizada por Francis Fukuyama alcanz ó tal éxito, no fue por la solidez de su exposici ón -sumamente discutible-, sino porque logr ó conectar con el ánimo profundo de un mundo cansado. El “pensamiento único” responde a la misma l ógica: es un pensamiento de la tercera edad. Sin duda es más cómodo refugiarse en ciertas convicciones simples, aunque sean d ébiles, aunque en el fondo nadie las crea, aunque hagan agua por todas partes... Pero es la t écnica del avestruz. Podemos, s í , entregarnos al pensamiento único, pero la renuncia no va a aplazar o a atenuar la explosi ón de una realidad implacable. Hay que buscar caminos nuevos. Y para éso, lo primero es “tomar conciencia” de que hay que echar a andar. No es verdad que el futuro est é cerrado. Hoy est á más abierto que nunca -porque es m ás incierto que nunca. Saltemos, pues. “El Guijo”, Marzo 1996 ***
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II Más allá de la modernidad (y de la posmodernidad)
La definición de lo moderno es una tarea de tal envergadura que ha generado millares de páginas. Hay muchas formas de acercarse a la modernidad: como proceso t écnico, como impulso estético, como evoluci ón filosófica... Aquí vamos vamos a definir lo moderno desde una perspectiva que engloba a todos esos aspectos: vamos a definir lo moderno como una visi ón del mundo. 1. Qué es una visión del mundo.Una visión del mundo es el conjunto de valores, creencias, ideas y pre-juicios que dan sentido a la existencia de un conjunto humano, y en funci ón de los cuales construye ese conjunto humano su concepci ón de sí mismo mismo y de cuanto le rodea. Todo producto de un grupo humano (cultural, civilizacional, t écnico o del tipo que fuere) procede de la visi ón del mundo de ese grupo. Esa visi ón o concepci ón del mundo (Weltanschauung) constituye el marco de referencia general que orienta todos los aspectos de la vida de un conjunto humano: la pol í tica, tica, la econom í a, a, la investigaci ón cientí fica, fica, etc., aportando respuestas coherentes entre s í a a todos y cada uno de los problemas que se plantean. Esta definici ón de la visi ón del mundo como sustrato elemental de la presencia humana en la tierra implica varias cosas. Implica, por ejemplo, que todo gran cambio pol í tico tico o económico ha de pasar antes por un cambio de visi ón del mundo, un cambio de modelo cultural, es decir, un cambio de valores. As í , por ejemplo, el nacimiento del capitalismo habrí a sido imposible sin que desapareciera previamente la vieja concepci ón -comunitaria, tradicional, agraria- de la econom í a como subsistencia y “despilfarro” para ser sustituida por otra concepci ón individualista que santificaba el esfuerzo y el ahorro. Ah í hay, hay, previamente, un cambio de visi ón del mundo que provoca, a su vez, un cambio en el sistema econ ómico. El nuevo sistema no habr í a podido cuajar de no ser considerado previamente “bueno” por una mayor í a relativa de grupos sociales. Otro claro ejemplo es el de la Revoluci ón francesa: mucho antes de que las ideas ilustradas se materializaran polí ticamente, ticamente, la Ilustraci ón ya era una corriente mayoritariamente aceptada por las elites culturales europeas, que la proyectaron a su vez sobre el resto del pueblo. Los ilustrados impusieron su visi ón del mundo -y a partir de ese momento, la Ilustraci ón se impuso en el mundo. Los cambios pol í ticos ticos o econ ómicos alteran la legalidad, s í ; pero tal alteraci ón no es posible -o, al menos, no de forma duradera- si previamente no se han sembrado los nuevos valores necesarios para que el cambio sea aceptado. En otros t érminos: los cambios en la visión del mundo son los que proporcionan legitimidad a los cambios en los modelos polí ticos ticos o econ ómicos. Durante casi tres siglos, la visi ón del mundo que ha imperado en el espacio de Occidente ha sido la de la modernidad. La visi ón moderna del mundo constitu í a un marco compacto de
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ideas y valores, marco del cual se pod í an an deducir diversas interpretaciones pol í ticas ticas o económicas. Por ejemplo: el marxismo o el liberalismo son concepciones aparentemente contrapuestas, pero proceden por igual del marco cultural de la modernidad. Pues bien: lo que hoy ha entrado en crisis no es tal o cual punto del marxismo o el liberalismo, ni ambas concepciones en conjunto, sino, en general, la visi ón del mundo de la modernidad. Explicaremos, por tanto, cu ál es la visión moderna del mundo y qu é rasgos la definen; por qué ha entrado en crisis; qu é visión le ha sustituido (la posmoderna) y cu áles son sus rasgos; por qu é la nueva visión (posmoderna) es insuficiente y, en fin, qu é visión del mundo alternativa podemos nosotros proponer. 2. La visión del mundo de la Modernidad.La modernidad es una noci ón sumamente ambigua. Por convenci ón, aceptaremos definir la modernidad como el marco cultural que ha dado lugar a la civilizaci ón técnica, nacida de una sobrevaloraci ón del espí ritu ritu humano respecto a su entorno natural y representada en un marco histórico de car ácter lineal-progresista. Individualismo, materialismo y progresismo (entendido como finalismo hist órico, como fe en el car ácter lineal de la historia) son los rasgos fundamentales de la modernidad. Por tanto, para reconstruir la genealog í a de la modernidad nos hemos de remontar a las primeras formulaciones del individualismo y del materialismo, que aparecen en el ámbito cultural judeocristiano y en la Grecia tard í a. a. Las primeras formulaciones pre-modernas, que luego dar án lugar al desarrollo ideol ógico de la modernidad, pueden representarse como una sucesi ón de escisiones cuyo eje es el hombre, que se separa progresivamente de la naturaleza, del tiempo y de s í mismo. mismo. Primera ruptura: el hombre se escinde del mundo. En el mundo tradicional, el hombre se considera uno con la naturaleza, a la que otorga unas vestiduras sagradas: el hombre se representa a s í mismo mismo como parte de una naturaleza divinizada. La Naturaleza y el hombre comparten una misma esencia: son, en última instancia, lo mismo. Es un mundo encantado por el mito, hasta el extremo de que talar un árbol, por ejemplo, exige que el le ñador salude previamente al árbol con un rito religioso. Este g énero de ritos han sobrevivido en Europa hasta fechas relativamente recientes. El hombre moderno, por el contrario, considera la naturaleza como materia inerte puesta a su disposici ón y que debe ser dominada. Pues bien: el origen de esta concepci ón materialista de la naturaleza es b í blico, blico, especialmente hebreo. Es en la Biblia donde por primera vez se traza una n í tida tida lí nea nea entre el mundo del Esp í ritu, ritu, que es de Dios, y el mundo f í sico, sico, natural, materia privada de atributos espirituales y entregada al hombre para que se sirva de ella. A partir de aqu í hay hay ví a libre para la construcci ón de la civilizaci ón técnica contra la naturaleza sin alma. Y as í nace nace el materialismo. Segunda ruptura: el hombre se escinde del tiempo. En el mundo antiguo, el hombre se representa el tiempo de forma c í clica: clica: un c í rculo rculo eterno, hasta el final de los tiempos. El tiempo y el hombre fluyen simult áneamente. El hombre antiguo vive una existencia atemporal. No hay, por otra parte, fe en el futuro. El hombre moderno, por el contrario, otorga un sentido optimista y ascendente a la historia: el pasado es negativo y el futuro ser
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por definici ón positivo. De ese modo, el hombre moderno confiere autonom í a al marco temporal, al otorgarle un sentido inmanente e independiente de la voluntad humana. Aqu tiene su origen el progresismo.
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Tercera ruptura: el hombre se escinde de s í mismo. mismo. En el marco europeo, y al menos hasta el siglo -VI, no ten í a sentido oponer los conceptos de cuerpo y alma. Del mismo modo que el hombre y la naturaleza compart í an an un mismo tipo de esencia sagrada, as í el el cuerpo y el alma estaban fundidos. Cuerpo y alma son una misma potencia. La ruptura entre cuerpo (terrestre, caduco, material) y alma (celeste, eterna, espiritual) nace tambi én en el ámbito judeocristiano. judeocristiano. Respecto Respecto al mundo mundo europeo, europeo, parece que que las primeras primeras formulaciones formulaciones griegas sobre un alma celeste hay que acercarlas hasta las sectas órficas y el pitagorismo. Pero lo ísica sica de esta escisi ón: es la que en Grecia aparece es, sobre todo, una formulaci ón metaf í concepci ón socrática del espí ritu ritu en sí , correspondiente al “mundo de las ideas” de Plat ón. Así se se crean dos mundos humanos: uno, el terrestre, el f í sico, sico, vital; otro, el ideal, el ísico, metaf í s ico, racional. Raz ón y vida se separan. Y el hombre padece tambi én esta ruptura: por un lado, el cuerpo y su caducidad; por otro, el alma y su universalidad. De aqu í nacer nacerán tanto el individualismo, que consagra la subjetividad -el conocimiento subjetivo- como criterio de verdad, como el racionalismo, que presupone la existencia de una raz ón universal más allá de las contingencias materiales. Tengamos en cuenta estas tres escisiones, porque ellas nos van a servir de gu í a para interpretar el devenir de la visi ón moderna del mundo. 3. Descartes y “el programa del tiempo nuevo”.Estas tres escisiones (hombre/mundo, hombre/tiempo, hombre/hombre) van a permanecer en el ámbito religioso durante mucho tiempo, y concretamente en el ámbito religioso cristiano. No tiene una traducci ón en el mundo de la vida pr áctica o de las ideolog í as as sociales. La concepci ón del futuro como promesa de salvaci ón, fruto de la ruptura hombre/tiempo, se va a circunscribir a lo espiritual: la salvaci ón futura será la resurrecci ón de las almas. Respecto a la separaci ón del hombre y la naturaleza, quedar á atemperada por la idea de la “solicitud” hacia las cosas: el hombre es el se ñor de la naturaleza porque Dios le ha encomendado su cuidado. Del mismo modo, la separaci ón alma/cuerpo tiene tambi én sus lí mites: mites: Santo Tom ás dice que s ólo Dios es más grande que el pensamiento racional, lo cual equivale a santificar la raz ón, pero todaví a Lutero dir á que la razón es “la mayor prostituta del diablo”. Esto limita la proyecci ón filosófico-pol í tica tica de la representaci ón premoderna. Sin embargo, llega un momento en que todas estas escisiones, hasta entonces confinadas en el terreno de lo espiritual, pasan al terreno de lo f í sico sico y lo material; abandonan el continente religioso para desembarcar en los continentes pol í tico, tico, económico y social. Este proceso se llama secularizaci ón y arreciar á durante el siglo XVIII, pero su principal gu í a es del siglo anterior: Descartes. Ortega y Gasset calific ó el Discurso del M étodo de Descartes como el programa del tiempo nuevo”, es decir, el programa de la modernidad. Marx tambi én reivindicó a Descartes como “el primer materialista cient í fico”. fico”. ¿Por qu é? Porque 15
Descartes traspasa al terreno de lo material todo lo que hasta entonces estaba en el terreno de lo espiritual. La obra de Descartes tiene, ante todo, tres ejes: - El objetivo declarado de convertir al hombre en Amo y Se ñor de la naturaleza. A trav és de la razón, el hombre est á destinado a distribuir, clasificar y comprender todo lo que le rodea ísico, -el mundo f í s ico, incluidos los otros hombres y la sociedad- para utilizarlo en su beneficio. Es, en germen, la justificaci ón de la ideolog í a técnica. - El instrumento filos ófico para ello es la divisi ón radical de todo lo vivo en dos clases de realidad: Res cogitans/res extensa, es decir, las cosas del pensamiento y las cosas f í sicas. sicas. La í sico separaci ón entre mundo f í sico y mundo espiritual/mental, ya avanzada muchos siglos antes, queda as í definitivamente definitivamente establecida. El resultado es que lo sagrado, lo no-f í sico, sico, queda confinado a su vez en un pedazo de espacio distinto al que ocupa el hombre. Por eso Marx considerar á a Descartes como el primer materialista. - Una conclusi ón: “Pienso, luego existo”, es decir, que el único criterio para dictaminar sobre la existencia humana es la autoconciencia del sujeto sobre s í mismo, mismo, la existencia racional -y por tanto, que toda existencia no racional, como la del mundo natural, es una existencia en grado menor o incluso una no-existencia-. Con Descartes se consagra el imperio de la raz ón individual. Una raz ón que, por otra parte, se supone espec í fica fica y exclusivamente humana, y compartida, por tanto, por todos los hombres. El individualismo, que es uno de los rasgos de la modernidad, se convierte en argumento cient í fico. fico. Y se funde con el universalismo o cosmopolitismo, en la medida en que se cree que esa raz ón es común a todos los seres humanos. En definitiva, con Descartes se sistematizan por primera vez los grandes vectores ideológicos de la modernidad: materialismo (secularizaci ón de la escisi ón entre lo espiritual ísico), y lo f í s ico), individualismo (secularizaci ón de la autonom í a espiritual del hombre respecto a la naturaleza), racionalismo (secularizaci ón de la idea de alma), universalismo (secularizaci ón del car ácter universal de Dios)... 4. La trilogí a ilustrada: libertad, igualdad, fraternidad.La ideolog í a de las Luces (la Ilustraci ón), el primer gran movimiento decididamente moderno, construye sus t ópicos a partir de la filosof í a cartesiana. Su trilog í a (libertadIgualdad-Fraternidad), convertida en divisa filos ófico-pol í tica tica con la Revoluci ón Francesa, procede directamente de esa filosof í a. a. Veamos, en primer lugar, de d ónde viene esta reivindicaci ón de la Libertad. La libertad se concibe aqu í como como consecuencia directa del individualismo. Si el sujeto es capaz de aprehenderse a s í mismo mismo como objeto (la autoconciencia), y si es precisamente esa capacidad lo que constituye la esencia humana, el sujeto habr á de ser capaz tambi én de dirigirse a s í mismo mismo conforme a una norma racional. El contenido puro de la libertad ilustrada es ése: el sujeto empieza y termina en su propia raz ón; luego la libertad consiste en la capacidad para “ser individuo”, por encima y m ás allá de cualquier otro v í nculo nculo de lengua, pueblo, raza, religi ón o nación. La libertad ilustrada es una libertad entendida como 16
superaci ón, a través de la razón individual, de los v í nculos nculos comunitarios. Esa concepci ón, por cierto, resulta especialmente oportuna para la burgues í a, a, que desde el siglo XVII viene tratando de liberar la actividad econ ómica (esto es, su propia riqueza) de cualquier control polí tico, tico, social o religioso. Por eso Montesquieu dir á que “el único hombre verdaderamente libre es el burgu és”. Libre, ¿de qu é? Precisamente, libre de todos los viejos v í nculos. nculos. El segundo t érmino de la trilog í a, a, la igualdad, se halla en estrecha relaci ón con el anterior. En efecto, esa libertad individual, la libertad del ilustrado, exige la igualdad. ¿Por qu é? Porque si la libertad se basa sobre la capacidad de la raz ón individual para aprehenderse a s í misma, y si se considera que esa capacidad es el rasgo fundador de la humanidad, habr á de aceptarse que todos los hombres son iguales por naturaleza, como dice la Declaraci ón de Independencia de los Estados Unidos de Am érica. Hay que subrayar que esta idea de la igualdad guarda una interesante sinton í a con las aspiraciones de la burgues í a en tanto que clase social. La burgues í a, a, en efecto, es la primera que adquiere “conciencia de clase”, la primera que se ve a s í misma misma como clase en oposici ón al conjunto de la comunidad tradicional, lo cual es un rasgo espec í ficamente ficamente moderno. En tanto que clase sometida a otras (a la nobleza, al clero, etc.), la burgues í a considera que los otros estamentos son sus enemigos. Tanto como un presupuesto filos ófico, la idea de igualdad es un instrumento para romper esa subordinaci ón. Y cuando la realidad demuestre ser ajena al criterio de la igualdad, éste tratar á de imponerse por todos los medios: nacer á así el el igualitarismo como práctica polí tica. tica. Llegamos al tercer t érmino: la Fraternidad. La idea de fraternidad deriva inmediatamente de la libertad y la igualdad, y tiene mucho que ver con la noci ón ilustrada de cosmopolitismo. Todos los hombres son libres e iguales en la medida en que todos son individuos autónomos igualmente dotados de raz ón; esa autonom í a trasciende los viejos v í nculos nculos de religi ón o de naci ón, en la medida en que esa raz ón es universal. Por tanto, habr á que convenir que la condici ón humana es una y la misma por todas partes, y que la divisi ón en Estados, reinos, estamentos, etc étera, es una falsa divisi ón; el destino de la humanidad es el de constituir una sola unidad de individuos libres e iguales. La fraternidad, por tanto, no se interpreta como voluntad de existencia en com ún (éso ya exist í a en las comunidades tradionales, pre-modernas), sino como universalismo y como cosmopolitismo, y exige la tendencia hacia un gobierno mundial, como queda patente en Kant. Sobre estos tres vectores: individualismo, igualitarismo, universalismo, se construye la ideolog í a moderna y la civilizaci ón que hoy conocemos. 5. La crisis de la visi ón del mundo de la modernidad.Desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, la visi ón del mundo de la modernidad ha entrado en crisis. La raz ón fundamental es que la experimentaci ón cient í fica, fica, el pensamiento y la realidad social han rebatido los criterios fundamentales de individualismo-igualitarismo-universalismo, es decir, la aplicaci ón práctica de la trilog í a ilustrada, que deriva a su vez de las viejas escisiones operadas en el mundo pre-moderno. Esta crisis del modelo moderno se ha articulado en tres movimientos fundamentales; los 17
veremos a grandes rasgos. El primer gran golpe contra la hegemon í a de la visi ón ilustrada del mundo fue lo que Paul Ricoeur ha denominado Escuela de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud, aunque procedentes todos ellos de la propia matriz moderna, redujeron los grandes ideales abstractos de la modernidad a inter és de clase, moral de esclavos (resentimiento) o complejos ps í quicos, quicos, respectivamente. Al margen de la valoraci ón que cada uno de estos autores merezca, su importancia para nuestro an álisis estriba en haber puesto bajo sospecha las certidumbres modernas. Después llegaron las revoluciones cient í ficas ficas del siglo XX, tanto en ciencias f í sicas sicas como en ciencias humanas: la f í sica sica de part í culas culas y subat ómica (lo infinitamente peque ño), la biolog í a (especialmente la gen ética) y la etolog í a, a, la psicolog í a experimental y la astronom í a; a; la etnolog í a, a, la antropolog í a y la sociolog í a... a... Todas, como luego tendremos oportunidad de comprobar, han desmentido la veracidad de los principios individualistas, igualitarios e universalistas. Por último, la visión moderna del mundo ha chocado contra la propia realidad social y polí tica: tica: la insuficiencia de la ideolog í a ilustrada ha producido una complej í sima sima realidad social en las sociedades modernas, cuya consecuencia ha sido la implantaci ón de un estado de crisis permanente. Veremos ahora el impacto de estas crisis en cada uno de los principios de la ideolog í a moderna. El esquema, a su vez, nos servir á de guí a para llevar a cabo el recorrido que nos hemos propuesto en este curso. 5.1. Crisis de la idea de la historia y muerte del progresismo. La certidumbre de que el tiempo hist órico era una categor í a con sentido predeterminado, dirigida hacia un final feliz, ha ca í do do en nuestro siglo. La modernidad muere y nace lo que se ha llamado posmodernidad, que es un estado transitorio. Por decirlo as í , es el final de la fe en el futuro. Ya nadie puede creer con fundamento s ólido que el futuro vaya a ser mejor que el pasado o que el presente. A este respecto, las revoluciones cient í ficas ficas han sido decisivas. La biolog í a, a, por ejemplo, ha demostrado que la idea de evoluci ón darwiniana no implica una mejora continua; incluso el propio evolucionismo atraviesa momentos dif í ciles. ciles. También la astronomí a ha confirmado que la expansi ón del universo no es constante, progresiva y eterna, sino que est á abocada a un brusco final. Por último, la propia filosof í ía de la ciencia ha negado que el saber sea progresivo y acumulativo, sino, al contrario, afirma que unos conocimientos refutan y desmienten los anteriores. Veremos todo esto con m ás detalle en el cap í tulo tulo siguiente. 5.2. Transformaci ón de la idea de libertad. Muerte del individualismo. También la idea de libertad burguesa, fundada en una sobrevaloraci ón del individuo (el individualismo), ha sido desmentida por la etolog í a, a, la antropolog í a y la sociolog í a. a. Por un 18
lado, hoy empieza a considerarse que aquellos viejos v í nculos nculos que antes se supon í an an “ataduras” para la raz ón individual (la religi ón, la pertenencia social a un grupo, la pertenencia pol í tica tica a una comunidad p ública, la pertenencia cultural a un pueblo) no s ólo no son tales ataduras, sino que, al contrario, son gu í as as fundamentales para que el individuo encuentre un punto de referencia conforme al cual orientar su existencia individual. Por otro, hoy resulta obvio que el estado natural del sujeto no es el individualismo, una existencia de ente racional aut ónomo, como Robinson Crusoe (paradigma, por cierto, del individualismo ilustrado del XIX), sino que el sujeto s ólo tiene sentido -s ólo existe- en la medida en que forma parte de un grupo, porque el gupo es la forma natural de estar en el mundo. Por último, está cada vez m ás claro que el margen de libertad del individuo no es infinito, sino que en buena parte est á constreñido por impulsos hereditarios de orden biológico. Todo eso ha conducido a plantear, en t érminos filos óficos, la necesidad de una nueva antropolog í a que vaya m ás allá del individualismo y del humanismo. A t í tulo tulo de sugerencia, digamos que esa nueva antropolog í a podrí a ser algo as í como como un Suprahumanismo (una versi ón ampliada y corregida del “sobrehumanismo” de Nietzsche) y partir í a del hecho de que el espacio natural de libertad y de existencia del individuo es su marco cultural, comunitario e hist órico. 5.3. Constataci ón de las diferencias. Quiebra del igualitarismo. La idea de la igualdad, que aplicada al terreno de la pr áctica polí tica tica dio lugar al igualitarismo, tambi én ha sido ruidosamente desmentida por las ciencias y por la pr áctica social. Desde el punto de vista estrictamente biol ógico, la igualdad es una simple ilusi ón: la genética es la que dicta las diferencias, y esas diferencias son irreductibles. La etolog í a, a, por su parte, confirma que en todo grupo humano se trazan inmediatamente unas jerarqu í as as internas, igual que en cualquier grupo animal. El estado natural del hombre no es la igualdad, como so ñaron los ilustrados, sino la jerarqu í a. a. Se puede objetar que la condici ón humana no es estrictamente biol ógica, sino que lo espec í ficamente ficamente humano consiste en ser capaz de elevarse por encima de la naturaleza y construir culturas. Pero es que tambi én aquí , en el plano cultural, el esquema diferencialista no s ólo se reproduce, sino que se acentúa. Desde el punto de vista cultural, en efecto, la norma no es la igualdad, sino la diferencia: son diferentes los hombres de una misma cultura y son diferentes las culturas de una misma humanidad. La antropolog í a ha venido a demostrar que el estado propio del hombre es precisamente la construcci ón de diferencias, tanto frente a los grupos ajenos como frente a los hombres del grupo propio. M ás aún: esa diferencia y su respeto en el seno de una comunidad cualquiera son exigencias b ásicas para facilitar una convivencia arm ónica. Si se niega, el sujeto o el grupo considera que su identidad est á puesta en peligro. La psicolog í a experimental ha confirmado claramente esa tendencia innata a la diferencia, generalmente manifestada en t érminos de identidad. Se ha constatado que en las sociedades dominadas por un proyecto igualitario (tanto en los viejos pa í ses ses comunistas como en las grandes urbes industriales, igualmente sometidas a un tipo de vida uniforme), crece el n úmero de neurosis 19
producidas por un deseo de afirmaci ón frente a un medio que, por el contrario, tiende a la homogeneidad. Esa tensi ón psicológica entre el deseo individual de diferencia y el proyecto social igualitario vendr í a a avalar que la diferencia es una tendencia humana natural. Por otra parte, la mera observaci ón sociopol í tica tica en absolutamente todos los grupos humanos ha confirmado que la igualdad (entendida como igualitarismo de hecho) es un imposible: todas las sociedades construidas sobre el patr ón igualitario han creado sus propias elites y sus propias jerarqu í as. as. Del mismo modo, todos los proyectos sociales (educativos, por ejemplo) encaminados a forzar la igualdad han acabado conduciendo o bien a la injusticia hacia los mejores, o bien a la frustraci ón de los peores. 5.4. Transformaci ón y disolución del universalismo. Por último, la idea universalista ha demostrado ser racionalmente falsa, quedando reducida a una mera justificaci ón de un determinado orden internacional. No hablamos del concepto ísico metaf í s ico de universalidad, que sigue siendo un instrumento imprescindible para pensar el mundo, sino de la versi ón moderna, cartesiana, ilustrada de esa universalidad. La raz ón universal no existe m ás allá de las constataciones emp í ricas; ricas; incluso en el campo emp í rico, rico, ícil es dif í c il establecer acuerdos sobre la validez universal de las afirmaciones; por otra parte, la antropolog í a y la etnolog í a nos ense ñan que, en el campo humano, lo único universal es la capacidad de los pueblos para construir particularidades. El universalismo moderno, entendido como cosmopolitismo (esto es: como afirmaci ón de que el ser humano responde a una única esencia absoluta, y que las diferencias son meros obstáculos para la consecuci ón de esa unidad), requer í a la existencia previa de una raz ón universal: todos los hombres hab í an an de estar de acuerdo “por naturaleza” en la verdad de í sico. ciertas afirmaciones de orden filos ófico o metaf í sico. Sin embargo, el estudio comparado de las culturas ha demostrado que hay, cuando menos, dos formas de racionalidad: una empí rica, rica, material (por ejemplo, las matem áticas), donde s í puede puede afirmarse una cierta universalidad (dos y dos son cuatro en todas partes); otra cultural, metaf í sica, sica, donde la universalidad no existe, porque cada conjunto humano crea sus propias verdades sobre cuestiones como la estructura social, el sistema econ ómico, los valores comunitarios, etcétera. En el plano pol í tico tico y social, la raz ón no es universal ni hay verdades absolutas, sino que es particular: los distintos campos de verdad vienen determinados por diversos factores, y especialmente por la tradici ón cultural. En ese sentido, la idea de “raz ón universal”, nacida en el ámbito de Occidente, no ser í a sino una manifestaci ón particular de una cierta idea de lo universal. Señalemos, por otra parte, que incluso en el campo emp í rico rico no es f ácil hablar de “raz ón universal”. La F í sica sica cuántica, y especialmente el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, ha demostrado que los resultados de la observaci ón del mundo subat ómico (es decir, lo infinitamente peque ño) varí an an en función de la posici ón del observador. El observador influye sobre lo observado. Eso significa que en una gran parcela de la realidad f í s ica es imposible asentar criterios objetivos de verdad, esto es, universalmente v álidos. ísica Además, el estudio cr í tico tico sobre la experimentaci ón cientí fica fica demuestra que numerosas 20
observaciones emp í ricas ricas ven í an an condicionadas, en realidad, por apriorismos pol í ticos: ticos: es el famoso caso del bi ólogo soviético Lyssenko, que trat ó de construir una biolog í a a la medida del comunismo -hasta el extremo de negar la ciencia gen ética- y que luego fue ruidosamente desmentido por la realidad. As í las las cosas, la presunta existencia de una raz ón universal en el plano cient í fico fico tampoco puede ser esgrimida como argumento a favor del universalismo o el cosmopolitismo. Todo esto explica por qu é los hombres y los pueblos, en su acci ón viva, en su existencia, construyen particularidades, y no universalismos. En efecto, si existiera una raz ón universal, ¿por qu é los hombres se comportan como si tal raz ón no existiera? Precisamente: porque no existe. La antropolog í a y la etnolog í a, a, estudiando las culturas humanas, llegan a la conclusi ón de que la forma humana de estar en el mundo no es la universalidad, sino la particularidad. En la vida real, lo único universal es la tendencia a lo particular. Negarlo es negar la evidencia. Y por tanto, toda tentativa de construir un orden universal homog éneo está abocada al fracaso. La visión moderna del mundo ha dejado de tener validez intelectual por todas estas razones. Ello, naturalmente, no significa que haya desaparecido. Los valores de la modernidad se incubaron muy lentamente y fueron penetrando en las conciencias muy poco a poco. Es de suponer que tambi én tardarán algún tiempo en desaparecer. Lo importante, en todo caso, es que hoy sabemos que la visi ón moderna del mundo y sus valores b ásicos: individualismo, igualitarismo y universalismo/ cosmopolitismo, han dejado de ser verdad. Pueden defenderse desde un punto de vista afectivo, como todav í a hacen algunos, pero no desde el rigor intelectual. 6. El momento actual: el modelo de la Posmodernidad.El modelo cultural de la modernidad ya no goza de verosimilitud. Sin embargo, tampoco hay un modelo sustitorio, alternativo, que haya penetrado todav í a en las conciencias. Se genera un choque de fuerzas contradictorias: por una parte, los viejos valores tratan de mantenerse vivos; por otro, se empiezan a formar valores que permanecen en la nebulosa de lo desconocido. J ünger lo expresa de esta manera: los viejos valores han muerto, los nuevos aún no han visto la luz. El resultado es un paisaje contradictorio. Vivimos as í una una etapa de interregno, de transici ón. En cierto modo, estamos ante una nueva edad media. Ese es el significado de la posmodernidad. Veamos cu áles son esas fuerzas contradictorias que la alimentan. En primer lugar, observamos la contraposici ón entre mundo t écnico y fiebre ecol ógica. Por una parte, la civilizaci ón de la técnica ha alcanzado un desarrollo absoluto: nada escapa al cálculo técnico; toda la civilizaci ón se comporta como una gran m áquina; todos vivimos rodeados por aparatos t écnicos que con frecuencia son superfluos, pero sin los cuales ya no sabrí amos amos imaginarnos la vida. Pero, al mismo tiempo, la constataci ón de la degradaci ón ambiental, la certeza del colapso ecol ógico, despiertan la necesidad de replantear nuestra relaci ón con la naturaleza. La fuerza del mundo t écnico y la angustia ecol ógica generan una “histeria verde” que es una de las caracter í sticas sticas de nuestro mundo: hacemos campa ñas 21
internacionales para proteger a las ballenas mientras seguimos rompiendo el cielo para calentarnos en invierno. Y cuanto mayor es el deterioro ecol ógico, mayor es la histeria verde. Son dos fuerzas en contradicci ón, sin que de momento pueda afirmarse soluci ón alguna. También es contradictoria la idea que el hombre posmoderno se hace de s í mismo mismo como ser histórico, el lugar que se atribuye a s í mismo mismo en el devenir hist órico e incluso su propia mirada sobre ese devenir. Esta contradicci ón en la existencia hist órica del hombre posmoderno tiene tres t érminos. Por una parte, la vieja fe en el progreso mantiene algunos de sus tópicos en el nivel vivencial: determinados cambios sociales de aliento m ás o menos utópico -matrimonio de homosexuales, supresi ón de los ej ércitos, etc.-, que en realidad son producto de una simple disoluci ón de valores, pasan a ser interpretados como consecuencias de un cierto “progreso”; ya nadie cree que vayamos a ning ún lado, pero se mantiene la inercia del futuro como utop í a. a. Pero, al mismo tiempo, desaparece la certidumbre de un futuro mejor y por todas partes nacen comportamientos sociales de tipo hedonista (instalados en el placer, en el consumo, en el ocio) que ponen de manifiesto una “reducci ón al presente” de todas las expectativas: todo se quiere aqu í y y ahora; éso es lo que se ha llamado presentismo, tendencia que entra en contradicci ón con los últimos restos de futuro como proyecto que todav í a quedaban en el progresismo. Y para completar el cuadro, una tercera fuerza entra en escena y aumenta la tensi ón: es el pasadismo, es decir, el culto al pasado y a una historia m ás o menos reconstruida en funci ón de las obsesiones presentes, como corresponde a una civilizaci ón que ha llegado, precisamente al final de la Historia. Este pasadismo es perfectamente visible en numerosos comportamientos sociales: apogeo del museo como escenario espectacular de la identidad pasada, lo cual es un fen ómeno único en la historia; fiebre de lo arqueol ógico, de la antigüedad, de las culturas tradicionales y de lo pre-moderno, seg ún un esquema que se aplica incluso en las utop í as as futuristas (en efecto, en casi todos los relatos de ciencia-ficci ón se recupera el esquema medieval); por último, la emergencia de una autoconciencia hist órica interiorizada en los sujetos, que hablan de s í mismos mismos como “modernos” o “posmodernos”, mientras que un antiguo jam ás habrí a dicho de s í mismo: mismo: “Nosotros, los antiguos”. Estas tres fuerzas: progresismopresentismo-pasadismo, se combinan en un movimiento de tensi ón mutua sin que sepamos cuál prevalecer á. La tercera contradicci ón esencial de la condici ón posmoderna afecta al lugar del individuo como categor í a central de la visi ón del mundo. Es lo que podr í amos amos llamar zozobra del sujeto: por una parte, el individualismo alcanza su m áxima expresi ón; por otra, surgen nuevas formas sociales donde el individuo queda desbancado del lugar central que antes ocupaba. En efecto, el modelo individualista ha llegado a su apogeo en esta modernidad tardí a: a: todo individuo considera que su inter és privado y su conciencia (su raz ón autónoma, libre de ví nculos nculos sociales o culturales) son los únicos jueces de su existencia. En el plano ideológico estamos viviendo una época hiperindividualista, y por eso autores como Gilles Lipovetsky hablan de “revoluci ón individualista” para definir la posmodernidad. Incluso los compromisos pol í ticos ticos pasan cada vez m ás al plano privado, y no p úblico: así , en 1995, en la fiesta de San Patricio, en la comunidad irlandesa de los Estados Unidos, los disturbios no han enfrentado a protestantes y cat ólicos, como hasta hace poco tiempo, sino a los 22
grupos de gays y lesbianas irlandeses contra los irlandeses heterosexuales. Es decir, que incluso las apuestas ideol ógicas pasan a gravitar sobre rasgos individuales, privados y no sobre los habituales factores de pertenencia colectiva (la naci ón, el pueblo, la religi ón, etc.). Sin embargo, simult áneamente los soci ólogos descubren numerosos comportamientos claramente anti o post-individualistas, que surgen espont áneamente al margen del Estado y desde la propia sociedad, mientras la reflexi ón social acu ña nuevas figuras para definir esas nuevas formas de auto-organizaci ón: - Se ha hablado, por ejemplo, de retorno de las tribus (Maffesoli): la tendencia grupal humana, que es innata, reaparece con fuerza y crea nuevas formas de convivencia que van desde el grupo m ás o menos organizado hasta la tribu juvenil, pasando por la peque ña comunidad de barrio. - Se ha descubierto una tendencia espont ánea a crear formas de solidaridad org ánica entre los individuos, especialmente en la periferia socioecon ómica de las naciones m ás desarrolladas, formas que reproducen los esquemas comunitarios de la edad media. - La reflexi ón social y pol í tica tica busca f órmulas para definir lo que algunos autores norteamericanos denominan neo-comunitarismo, que vendr í a caracterizado por trazar una red de intercambios inter-individuales sobre la base de instituciones antiguas como la familia o la tribu-barrio. Constatamos as í , una vez más, la presencia simult ánea de dos fuerzas antag ónicas: por una parte, unos valores hiperindividualistas muy arraigados en los sujetos y, por otra, un renacimiento de las tendencias comunitarias org ánicas. Ambas fuerzas crean una tensi ón contradictoria donde quiz á se esté prefigurando ya un nuevo modelo de sociedad. La cuesti ón es saber c ómo será ese modelo. Cuarta contradicci ón posmoderna: la que afecta a la idea de igualdad. El igualitarismo como precepto ideol ógico convive con formas casi patol ógicas de ego í smo smo económico. Es verdad que el igualitarismo como pre-juicio ideol ógico está fuertemente arraigado en la mentalidad posmoderna. Con frecuencia, ese igualitarismo llega a deformar la noci ón polí tica tica de justicia o de equidad. Sin embargo, y al mismo tiempo, aparece en escena un factor í ntimamente ntimamente ligado a la sociedad capitalista: el ego í smo smo económico, el deseo creciente de éxito (de performance), originado por el hiperindividualismo. La conjunci ón de ambas fuerzas es perceptible en diversos fen ómenos cotidianos. Veamos, por ejemplo, cómo se manifiesta en un fen ómeno tan tí pico pico de las sociedades occidentales como es el de la inmigraci ón: por un lado, el pre-juicio igualitario mueve campa ñas de solidaridad y acogida (generalmente irreflexivas, por otra parte) hacia los inmigrantes; por otro, el egoí smo smo económico crea grandes bolsas de xenofobia econ ómica contra la poblaci ón inmigrada. La misma tensi ón antagónica constatamos en el caso de la educaci ón: por una parte, se tiende a reducir la dificultad de los planes de estudio para evitar “frustraciones” y para garantizar a todo el mundo un cierto nivel de escolaridad igualitario; simult áneamente, la competitividad de la civilizaci ón técnica exige al sujeto unos criterios de éxito y de performance que le llevan hasta la alienaci ón mental. Entre esas dos fuerzas: igualitarismo 23
dogmático y egoí smo smo competitivo, se est á jugando, sin duda, el perfil de los valores en las próximas décadas. Lo que es evidente es que juntos no pueden vivir. Quinta y última contradicci ón posmoderna (aunque sin duda es posible descubrir algunas otras): la que afecta a la idea de universalismo. Por as í decirlo, decirlo, el universalismo ha entrado en su tercera edad. Vemos as í como como el cosmopolitismo -en el peor de sus sentidos y en su manifestaci ón más primaria- convive con la resurrecci ón de lo que podr í amos amos llamar “moda arraigada”. En efecto, el cosmopolitismo, a trav és de la cultura comercial de masas, se ha convertido en una realidad: todo el mundo parece dominado por una s óla cultura universal que dicta las modas, los gustos, las m úsicas, etc étera. Esa pulsi ón cosmopolita llega también al terreno pol í tico: tico: es la abdicaci ón de las soberan í as as nacionales en provecho de un único orden mundial. Pero esta tendencia cosmopolita tiene tambi én su contrapartida: simult áneamente, se asiste a una creciente sed de arraigo cultural, una sed que llega incluso a la moda, y en lo pol í tico tico aparecen por todas partes manifestaciones de resistencia frente al cosmopolitismo, generalmente bajo la forma de nacionalismo radical. Como en las anteriores contradicciones, el modelo cultural de la posmodernidad no es capaz de darnos la soluci ón: se limita exclusivamente a plantearnos el problema. 7. Un modelo para despu és de la posmodernidad.Esa es la situaci ón de nuestro mundo: estamos en un momento de indefinici ón. La visi ón moderna del mundo ha demostrado estar superada por los acontecimientos y por sus propios errores. El modelo de la posmodernidad, por su parte, es un juego de fuerzas contradictorias que s ólo transmite una certidumbre, a saber: que hay que resolver esas contradicciones. Por nuestra parte, podemos aportar una serie de consideraciones para proponer un modelo alternativo a los grandes valores de la modernidad. Ese modelo podr í a girar en torno a una doble superaci ón: ir más allá del progresismo e ir m ás allá del antropocentrismo. En última instancia, se trata de suturar aquellas escisiones primordiales que abrieron la grieta por donde se col ó el genio de la modernidad. La superaci ón del progresismo, de la visi ón progresista de la Historia, ser á el objeto de nuestro próximo capí tulo: tulo: allí entraremos entraremos en profundidad sobre la cuesti ón. Adelantemos, no obstante, que esa superaci ón es necesaria porque la visi ón progresista de la Historia se ha convertido en una especie de dogma de fe incapaz de solucionar ninguno de los problemas que el hombre se plantea cuando se piensa a s í mismo mismo como ser hist órico. El progresismo ten í a sentido cuando exist í a la convicci ón de que se caminaba hacia alg ún lado, y esa meta justificaba los cambios sociales; hoy, por el contrario, seguimos manteniendo esa obsesi ón por el cambio, pero la meta ya no existe. ¿Qu é queda? Sólo el cambio por el cambio, lo cual es un perfecto absurdo. Para superar la tensi ón pasadismo-presentismo-progresismo, que es uno de los rasgos caracter í sticos sticos de la posmodernidad, hay que volver a pensar la situaci ón histórica del hombre, y repensar al hombre como ser que hace historia. Cuando abordemos la cuesti ón de la filosof í ía de la Historia veremos c ómo es posible plantear una alternativa a la concepci ón lineal de la Historia e ir simult áneamente más allá de la vieja concepci ón 24
cí clica, clica, repetitiva, de los antiguos. ¿C ómo? A trav és de una concepci ón esf érica, que se representa la historia como un ovillo: todo gira, gira siempre en el mismo sentido, pero puede girar en diferente direcci ón según la acci ón del hombre. La concepci ón esf érica tiene la ventaja de que permite integrar en un s ólo movimiento al pasado, al presente y al futuro, sin asignar un contenido ideol ógico a ninguno de esos estadios (por ejemplo: esa estupidez que consiste en considerar el pasado como algo necesariamente malo y el futuro como algo necesariamente bueno). En cierto modo, podemos manejar la tesis del Eterno Presente: el hombre construye, destruye y reconstruye -y as í se se construye. Sirva esto de anticipo para nuestra próxima exploraci ón. Vayamos ahora al eje de nuestro planteamiento alternativo, que es, como ha quedado dicho, la sutura de las escisiones primordiales. Hemos visto antes que el origen de la visi ón moderna del mundo es aquella triple escisi ón hombre/mundo, hombre/tiempo y hombre/hombre. Esa escisi ón corresponde a un antropocentrismo abusivo: no a la convicci ón de que el hombre sea el centro del cosmos (esa es una figura que admite diversas interpretaciones), sino, m ás bien, a la divinizaci ón y a la abstracci ón del hombre; el hombre del Humanismo antropoc éntrico no es el hombre particular, arraigado en su tierra y en su cultura, sino un hombre universal y abstracto que, en realidad, no existe. Por tanto, para superar aquella triple escisi ón primordial hay que ir m ás allá del Humanismo proponiendo una nueva visi ón orgánica del hombre. Esa nueva visi ón orgánica también encuentra un firme punto de apoyo en las disciplinas cient í ficas ficas de nuestro tiempo. Para su explicaci ón, podemos utilizar la herramienta de la Teorí a General de Sistemas, un instrumento que vamos a utilizar en numerosas ocasiones a lo largo de este Curso y cuya principal virtud es el describir la realidad en t érminos de conjuntos jerarquizados e inter-relacionados. As í , y en el caso de los conjuntos humanos, podrí amos amos apoyarnos en la TGS para definir el hecho humano como parte de la siguiente estructura: Entorno Natural Conjunto cultural Conjunto pol í tico tico y social Grupo humano primario Individuo
Esta concepci ón tiene la ventaja de que supera todos los clis és del pensamiento moderno y, por tanto, puede constituir la base de una alternativa te órica al modelo cultural de la modernidad: - Supera el individualismo, es decir, la escisi ón hombre/hombre, porque el individuo ya no 25
es un ente universal y abstracto, sino que aqu í queda queda concebido como un ser que se construye sobre la base de sus pertenencias comunitarias: grupales, nacionales, culturales, ecológicas, etc. - Por la misma raz ón, supera el igualitarismo en la medida en que el hombre pasa a definirse en funci ón de su lugar en la comunidad y de su espacio social respecto a los otros individuos. El papel de las normas sociales, por su parte, ser í a asegurar que esos espacios individuales no se escleroticen, sino que permitan al sujeto un amplio grado de libertad y una abierta circulaci ón de elites en el interior del grupo. - Supera tambi én el universalismo/cosmopolitismo, en la medida en que se reconoce al hecho de la diferencia cultural un papel primordial. El reconocimiento de la diferencia cultural supone a su vez una dignificaci ón de las diferentes maneras humanas de estar en el mundo y de construir la propia realidad. - Supera, en fin, la deformaci ón técnica, la escisi ón hombre/mundo, en la medida en que se instaura el entorno natural como punto de referencia último de la existencia humana, lo cual implica, asimismo, una superaci ón del discurso ecol ógico actual: en nuestro esquema, la naturaleza se convierte en “socio” de la presencia humana en la tierra, ya no en mero “entorno de explotaci ón”. Todas estas superaciones pueden servir de base efectiva para la construcci ón de una visión del mundo alternativa. Su primera expresi ón natural ser í a la difusi ón de una nueva jerarqu í a de valores, cuya funci ón habrí a de ser la de sustituir a los valores del modelo cultural de la modernidad. ¿C ómo construir esa nueva jerarqu í a de valores? El modelo esbozado a partir de la TGS puede servir de gu í a. a. A lo largo de este Curso especificaremos m ás los diferentes campos de an álisis. Con todo, aqu í entramos entramos en el terreno de la lucha cultural y metapol í tica, tica, que va m ás allá de la mera pol í tica tica porque propone una visi ón del mundo nueva. En ese sentido, quien quiera ganar el futuro no podr á limitarse a enunciar un mero programa t écnico para solucionar algunos problemas concretos del actual sistema de vida, sino que habr á de incluir en su programa una verdadera revoluci ón cultural como paso previo ineludible para cualquier transformaci ón real de las estructuras pol í ticas ticas y sociales. Tal revoluci ón, que era imposible cuando la visi ón del mundo de la modernidad gozaba de fuerza, se ha convertido hoy no ya en algo posible, sino en una necesidad de primer orden. Y esa revoluci ón cultural tendr á, en la práctica, un argumento central: volver a definir el hombre en funci ón de sus pertenencias sociales, comunitarias, pol í ticas, ticas, culturales y naturales. Es una v í a posible para ir m ás allá de la modernidad y de la posmodernidad. * Bibliograf í a : ía: - ADORNO, Th.W. y HORKHEIMER, Max: Dial éctica del Iluminismo, Ed. Sur, Buenos Aires, 1970. - BENOIST, Alain de y FAYE, Guillaume: Las ideas de la nueva derecha, Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1986. - BERMANN, Marshall: Todo lo s ólido se desvanece en el aire, Siglo XXI, Madrid, 1988. 26
- BERTALANFFY, Ludwig von: Perspectivas en la Teor í a General de Sistemas, Alianza, Madrid, 1982. - DESCARTES, Ren é: Discurso del M étodo, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1937 ( última edición en castellano, en Ed. C átedra). - DUMONT, Louis: Homo aequalis, G énesis y apogeo de la ideolog í a económica, Taurus, Madrid, 1982; Ensayos sobre el individualismo, Alianza, Madrid, 1983. - EYSENCK, H.J.: La desigualdad humana, Alianza, Madrid, 1981. - HEIDEGGER, Martin: Carta sobre el humanismo, Ediciones del 80, Buenos Aires, 1986. - HORIA, Vintila: Viaje a los centros de la tierra, Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1987. - KANT, Imanuel (y otros): Qu é es Ilustraci ón, Tecnos, Madrid, 1988. - LIPOVETSKY, Gilles: La era del vac í o, o, Anagrama, Barcelona, 1986. - LORENZ, Konrad: La Etolog í a, a, Ed. Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1983. - LORENZ, Konrad: Decadencia de lo humano, Plaza y Jan és, Barcelona, 1985. - LYOTARD, Jean-Fran çois: La condici ón post-moderna, C átedra, Madrid, 1984. - MAFFESOLI, Michel: El retorno de las tribus, Icaria, Madrid, 1990. - TRIAS, Eugenio y ARGULLOL, Rafael: El cansancio de Occidente, Ed. Destino, Barcelona, 1992. - VATTIMO, Gianni: E l fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 1986. - VATTIMO, G. y ROVATTI, Pier-Aldo: El pensamiento d ébil, Ed. Cátedra, Madrid, 1988.
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III Del sentido de la Historia
¿Tiene un sentido la Historia? ¿Realmente significa algo esa sucesi ón aleatoria de acontecimientos que parece gobernar la vida de los hombres? Vamos a interesarnos aqu í y y í a de la Historia, es decir: vamos a tratar de pensar la Historia entendida ahora por la Filosof í como marco temporal en que transcurre la vida de los hombres y los pueblos. Y nos vamos a acercar a ella porque, seg ún la idea que uno se haga de ese marco temporal, variar á su idea del hombre y del mundo; seg ún entendamos el escenario hist órico de un modo u otro, interpretaremos de tal o cual forma nuestra misi ón en la vida; seg ún demos a la marcha de la historia un significado u otro, otorgaremos a nuestra acci ón en el mundo una u otra funci ón. 1. Visiones de la Historia.Desde un punto de vista esquem ático, podemos decir que en el pasado ha habido tres modos fundamentales de entender la historia, tres modelos o figuras que intentan representar el sentido de la historia. La primera idea es la tradicional, c í clica. clica. Nuestros antepasados m ás lejanos interpretaban la historia como un ciclo sin fin. La historia era circular. Todo mor í a y renací a eternamente. Se supone que esta manera de interpretar la historia comienza con las culturas agrarias del Neolí tico: tico: la sucesi ón eterna de estaciones, de lluvias y sequ í as, as, de frí o y calor, de noches y dí as, as, sugerí a la idea de que todo en la vida, en la tierra y fuera de ella, respond í a a un mismo movimiento circular. Incluso en las narraciones religiosas, que tienen un final, todo lo que mor í a volví a a nacer -pero para morir de nuevo-. Entre los germanos -y, en general, entre todos los pueblos indoeuropeos-, el mundo nac í a de la guerra entre Dioses y Titanes; los dioses venc í an, an, pero llegar í a el momento en que el mundo volver í a a hundirse en el caos; sin embargo, despu és de ese caos todo volver í a a renacer -para volver a morir-. Junto a esa idea c í clica, clica, aparecen tambi én dos convicciones firmemente arraigadas en la imaginaci ón popular: una, la de que “todo tiempo pasado fue mejor”, convicci ón ilustrada por el recurso a un mundo imaginario llamado Arcadia, es decir, una Edad de Oro que nuestros antepasados situaban siempre en el pasado y respecto a la cual el presente es una degeneraci ón; la otra, la de que el futuro siempre ser á peor, como demuestra, por ejemplo, la convicción popular griega de que el mundo acabar á tras los 72.000 a ños solares que la tradici ón helení stica stica atribuí a a la duraci ón de la vida sobre la tierra. Eso s í : otras tradiciones aseguraban que, tras ese final, retornar í a la Era de los dioses y los h éroes. De nuevo la Arcadia. La combinaci ón de ambas visiones -el tiempo como un ciclo sin fin; el pasado como Edad de Oro; el futuro sin esperanza- va a permanecer en la filosof í a popular europea de la historia hasta fecha muy avanzada. Basta pensar en las coplas de nuestro Jorge í a de la historia corresponder á una actitud tr ágica y heroica: Manrique. A esa filosof í
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abandonado en medio del ciclo eterno del mundo, el hombre ha de luchar con unas armas espirituales que pasan, por ejemplo, por la ética del honor. La segunda gran forma de representarse la historia es la judeocristiana, de car ácter lineal; la historia pasa a concebirse como una l í nea nea recta. En efecto, con la incorporaci ón de los elementos judeocristianos al acervo cultural europeo tiene lugar un cambio significativo: la teolog í a hebrea va a explicar la historia en t érminos de direcci ón y de esperanza. La escatolog í a hebrea atribuye al mundo un principio: la Creaci ón, y un final: la Parus í a, a, es decir, el retorno de Dios y la Salvaci ón. La historia, por lo tanto, tiene un sentido: la resurrecci ón de las almas, y ése será el final, tras el cual no volver á a haber principio. Por eso los primeros padres de la Iglesia reprochar án a los filósofos paganos el habitar en “ciclos desconsolados”, es decir, en un mundo sin esperanza -mientras que ellos, los cristianos, mantienen la esperanza porque han dado al futuro un sentido redentor. Con todo, al hablar de la idea judeo-cristiana de la Historia es preciso hacer una salvedad. En efecto, entre la interpretaci ón judí a y la interpretaci ón propiamente cristiana hay una diferencia muy notable: para los hebreos, el final de la Historia es puramente material, porque será el triunfo eterno de Israel (es interesante saber que el “cielo” de los jud í os, os, el Sheol, es simplemente un almac én de almas de paso, oscuro y tenebroso, donde aguardar án al triunfo final de su pueblo); para los cristianos, por el contrario, el triunfo es espiritual, el final de la Historia ser á el retorno de Dios, la resurrecci ón de las almas, y el Cielo juega el papel de anticipo de la Parus í a para los muertos, que gozan ya de la contemplaci ón de Dios. Esta diferencia permiti ó que el cristianismo cuajara muy r ápido entre los europeos, cosa que hubiera sido imposible para el hebra í smo. smo. Entre otras cosas porque el cristianismo, en efecto, manten í a la idea del retorno del Rey despu és del Apocalipsis, lo cual entroncaba con determinados aspectos de la tradici ón anterior, pagana, y especialmente con el retorno de los dioses despu és de la última gran batalla. En cualquier caso, la introducci ón de la interpretaci ón judeocristiana de la historia supone el comienzo de la visi ón “lineal” del tiempo: la historia tiene un principio y un fin. Y ese fin, además, será mejor que el principio, ser á la felicidad y la salvaci ón. El mundo humano y el mundo divino, por otra parte, se divorcian: el mundo terrenal, f í sico, sico, seguir á girando en torno a los ciclos fatales de las estaciones y la naturaleza; el mundo divino, por el contrario, tiene una finalidad precisa, que es la salvaci ón, la construcci ón de la Ciudad de Dios, como dice San Agust í n. n. Y llegamos as í a a la tercera gran forma de entender la historia: es la visi ón moderna, progresista. Esta forma de entender la Historia como un progreso indefinido tiene fuentes muy claras: para el hombre moderno no era posible contentarse con una salvaci ón limitada al Más Allá. No era posible ofrecer al hombre la posibilidad de una felicidad absoluta en la vida eterna y, al mismo tiempo, negarle la posibilidad de esa misma felicidad en la vida contingente, terrenal. Era preciso materializar, terrenalizar la promesa de la salvaci ón. Así , tambi én el mundo de los hombres pasar á a estar dominado por esa visi ón lineal y ascendente de la Historia; tambi én habrá, al final de los tiempos, una salvaci ón para las cosas de la tierra. De aqu í nacer nacerá lo que hoy llamamos progresismo, que no es, al cabo, sino 29
una secularizaci ón de la escatolog í a judeocristiana, y que es la visi ón caracter í stica stica del ciclo de la modernidad que hoy se cierra. En esta tentativa de secularizar la redenci ón hay tres elementos fundamentales, consecutivos entre s í , que conviene explorar con cierto detalle para entender en qu é consisti ó exactamente esta enorme revoluci ón cultural que fue la aparici ón de la visi ón lineal de la Historia. Esos tres ilustres antepasados del progresismo moderno son los apocalipsis milenaristas jud í os, os, el género utópico de la Baja Edad Media y del Renacimiento, y el protestantismo, especialmente en su versi ón calvinista. Veamos qu é fue el Milenarismo. Los movimientos milenaristas nacieron en el ámbito hebreo, como ha demostrado Norman Cohn, y de ah í pasar pasarán al cristianismo. Su tesis fundamental era la siguiente: el retorno del Mes í as as no será sólo un acontecimiento de carácter espiritual -o sea, la resurrecci ón de las almas-, sino que significar á también un transtorno pol í tico tico y social; la salvaci ón de los creyentes se materializar á a través de una revoluci ón contra los poderosos del mundo; el Final de la Historia ser á el triunfo, la apoteosis de los creyentes y su Dios. La Iglesia terminar á prohibiendo el milenarismo, que se habí a convertido en un verdadero “bolchevismo medieval”, pero parece que su filosof í a siguió viva en amplias capas populares, especialmente en Centroeuropa. De hecho, uno de sus más notorios herederos ser á el teólogo protestante Thomas Munzer, considerado por el filósofo judeo-marxista Ernst Bloch como “el te ólogo de la revoluci ón”. Nótese, en todo caso, cuál es la importancia del Milenarismo: por primera vez, alguien considera que la trayectoria lineal y ascendente de la Historia no se limita al dominio de las almas, sino tambi én al de los cuerpos -y, consiguientemente, al de la estructura social-. Los abuelos de los progresistas actuales son estos movimientos milenaristas. El segundo vector que influir á en el nacimiento de la ideolog í a del progreso va a ser el fenómeno utópico europeo de los siglos XVI y XVII. Los ejemplos m ás prototí picos picos del pensamiento ut ópico son bien conocidos: Tomas Moro (el autor, precisamente, de La isla de Utopí a), a), Campanella, Bacon, Gott... Su motor fundamental es muy semejante al de los milenaristas: se trata de hacer posible la salvaci ón de los hombres en este mundo. El cristianismo hab í a instaurado un divorcio entre el mundo divino y el mundo humano: aqu él era el lugar de la salvaci ón, éste era el lugar de la perdici ón. Para los ut ópicos, sin embargo, el mundo de los hombres tambi én puede ser lugar de salvaci ón, y para ello imaginar án sociedades perfectas situadas en un tiempo ajeno (el futuro) y un espacio remoto (una isla, un paí s ideal). Otros autores, muchos siglos antes, tambi én habí an an imaginado sociedades perfectas: ah í est está Platón con su Rep ública. Pero Plat ón no conf í ía al futuro sus aspiraciones, Plat ón no cree que la “salvaci ón” vaya a venir como producto de la marcha del tiempo, más aún: no encontrar í a sentido en el propio concepto de “salvaci ón”. Los utópicos, por el contrario, s í . Y en sus p áginas se refleja adem ás un rasgo muy revelador. ¿Cuál es el proyecto final del ut ópico? Que el hombre viva “seg ún la naturaleza”, t ópico que se encuentra absolutamente en todos ellos. ¿Y cu ál es esa naturaleza? No la del “buen salvaje” que m ás tarde imaginar á Rousseau, sino una naturaleza que pueda interpretarse en términos de dominaci ón técnica, es decir, una naturaleza ya por fin dominada, y a este respecto es crucial otro jal ón del itinerario ut ópico: La Nueva Atl ántida de Bacon. Este 30
matiz dominador es de una gran importancia, porque aqu í vemos vemos cómo por primera vez la promesa de redenci ón del hombre gracias a la historia va a pasar por el dominio t écnico. A partir de este momento, progresismo y civilizaci ón técnica van a andar de la mano. Y llegamos as í al al tercer antepasado que podemos atribuir a la visi ón progresista de la Historia, que es el Protestantismo. Los autores fundamentales que han estudiado la reforma protestante (Max Weber, Werner Sombart, Louis Dumont) coinciden en se ñalar que el protestantismo supone un esfuerzo por hacer bajar a la tierra lo que el catolicismo limitaba al Cielo; la vida piadosa en la tierra es una prefiguraci ón y una anticipaci ón de la vida santa en el Para í so. so. No basta con esperar a que llegue la salvaci ón: hay que ponerla en pr áctica aquí y y ahora. De este modo, la vida terrenal queda puesta al servicio de la salvaci ón que vendr á al final de los tiempos. Por otra parte, la reforma protestante aporta una visi ón estrictamente individualista de la salvaci ón. Por éso el protestantismo ser á considerado como el germen del capitalismo: porque santifica la vida econ ómica y el esfuerzo individual, como veremos en este mismo Curso cuando lleguemos a la g énesis del modelo económico de la modernidad. Tanto es as í que que Hegel y Thomas Mann ver án en el protestantismo un precedente de la Revoluci ón Fancesa. Pero, de momento, qued émonos con las implicaciones del protestantismo en materia de visiones de la Historia: la Reforma contribuye decisivamente a que la promesa de redenci ón histórica abandone el plano religioso y se sit úe en el plano pol í tico tico y social. 2. La visión moderna de la Historia y sus ideolog í as.as.A partir de estos tres elementos (el milenarismo, el utopismo y la reforma protestante) se crea una visi ón de la historia donde la promesa de salvaci ón al final de los tiempos, inicialmente circunscrita al plano religioso y espiritual, se traslada al plano de la vida terrena. El progresismo, por tanto -e insistimos en ello porque la idea es importante-, es una secularizaci ón de la escatolog í a judeocristiana: la salvaci ón deja de ser divina y pasa a ser humana. Si hay que citar a un autor de referencia, éste debe ser Condorcet (1743-1794), autor de Esbozo para un cuadro hist órico de los progresos del esp í ritu ritu humano, que es el catecismo ilustrado del progresismo. Ahora bien, no podemos pasar por alto la pregunta fundamental: ¿En qu é consiste ese progreso, esa salvaci ón? Para todos los progresistas, la salvaci ón consiste en la rectificaci ón de la estructura social antigua, la supresi ón de la alianza entre el trono y el altar, la emancipaci ón del individuo frente a los lazos sociales que lo reten í an an y la traducci ón de la felicidad en t érminos econ ómicos. En esta trayectoria hay dos nombres que conviene retener: Comte y Hegel. Augusto Comte divide la historia universal en tres etapas o estadios: el primero, Teol ógico, se caracteriza por permanecer atado a las explicaciones religiosas del universo, y se le supone ignorante í sicas; ísico, de las leyes f í sicas; el segundo, Metaf í s ico, significa el paso desde lo religioso a lo filosófico, pero sin que se haya llegado a comprender la historia natural y la ciencia f í sica; sica; por último, el estadio Positivo es el momento en que gracias a la observaci ón empí rica rica se formulan leyes matem áticas sobre la naturaleza. 31
Hegel tambi én divide la Historia en tres, y el protagonista de esa historia es la conciencia individual, la afirmaci ón progresiva del sujeto a trav és de la Historia: la subjetividad comienza a implantarse con la Reforma protestante (subjetividad frente a Dios), avanza con la Ilustración (subjetividad frente al conocimiento) y culmina con la Revoluci ón Francesa (subjetividad frente al poder). Hegel dibuja la Historia universal como una historia de amor entre el hombre -concebido como individuo- y la raz ón. La vida humana es un permanente empeño por apoderarse de la Raz ón. Todo el sentido de la Historia es ése. Por tanto, en el momento en que el hombre tome conciencia de la raz ón, cuando tome la raz ón en sus manos, habrá tomado tambi én las riendas de su destino. Esa operaci ón significar á el Final de la Historia, y éso adviene con la Revoluci ón Francesa. Esta forma de entender la historia va a ser el motor de las dos ideolog í as as determinantes de los siglos XIX y XX: el liberalismo y el marxismo. El liberalismo hab í a acuñado sus conceptos fundamentales antes de Hegel y al margen de esa corriente de pensamiento, pero su esquema general de interpretaci ón es muy semejante a lo propuesto por Hegel y Comte. El liberalismo, en efecto, considera la historia como un movimiento lineal cuya meta es la progresiva emancipaci ón de lo econ ómico. El sentido de la historia est á guiado por una “mano invisible” (secularizaci ón de la vieja idea de Providencia Divina) que libera a los agentes econ ómicos (la redenci ón) y que los orienta hacia la consecuci ón de un gran mercado libre (trasposici ón económica del Para í so). so). Del mismo modo, el marxismo interpreta la historia como un movimiento lineal y ascendente destinado a la liberaci ón del género humano. Pero aqu í la la dinámica no reposa sobre la progresiva emancipaci ón de lo econ ómico, sino que reside en la lucha permanente entre los poseedores de los instrumentos de producci ón y los esclavos de los poseedores. El final de la historia vendr á cuando los esclavos, los despose í dos, dos, se conviertan a su vez en poseedores y beneficiarios. Éso es el para í so so de la “sociedad sin clases” -cuyo modelo, por cierto, no es el comunismo tal y como lo conocemos, sino una “sociedad universal de contables”, seg ún se retrata en el Libro III de El Capital-. El marxismo inaugura una etapa que desde Hegel estaba ya dibujada: la filosof í a de la historia deja lugar a la Filosof í ía de la praxis. Es decir: puesto que ya sabemos cu ál es el sentido de la historia y hacia d ónde se dirige, puesto que ya hemos tomado posesi ón de la historia, ha llegado el momento de llevar a la pr áctica el para í so so laico. ¿Cómo se hace éso? Fundamentalmente, a trav és del trabajo, a trav és del esfuerzo t écnico: el socialismo revolucionario se propone movilizar las energ í as as sociales para materializar el para í so so sobre la tierra. El arma es la t écnica. Pero no s ólo el socialismo revolucionario va a llevar a la práctica el viejo sue ño del Para í so so terrenal; tambi én el liberalismo considera llegado el momento de hacerlo. Cuando autores como Fukuyama o Popper hablan de “Final de la Historia” o de “el mejor mundo posible”, se est án refiriendo al “ensayo general con todo” para materializar el viejo sue ño liberal del gran mercado planetario. Y una vez m ás, la técnica es el arma privilegiada para esta tarea. Ahora bien: ¿Y si la certidumbre del Para í so so desaparece? ¿Y si el mito del progreso deja de 32
ser creí ble? ble? ¿Y si ya nadie cree en la salvaci ón? Entonces s ólo nos quedar í amos amos con el arma: la técnica, pero sin saber para qu é sirve. La civilizaci ón entera ser í a como una máquina sin direcci ón. Pues bien: éso es lo que ha pasado en las últimas décadas. 3.- La muerte del progresismo.En efecto, una de las grandes revoluciones de nuestro tiempo ha sido la muerte de la fe en el progreso constante y ascendente del mundo. Dicho de otro modo: la visi ón lineal de la historia, lentamente incubada y triunfante con la modernidad, ha demostrado ser falsa porque no lleva a ninguna parte. Para explicar este proceso de descr édito podemos recurrir a dos tipos de argumentos: uno, las razones te óricas que han llevado a la muerte de la fe moderna; el otro, las razones emp í ricas ricas que han hecho imposible seguir pensando que la historia posea en s í misma misma direcci ón alguna. Veamos primero los argumentos de tipo emp í rico. rico. A partir de la observaci ón cientí fica fica elemental de la existencia humana, nada permite pensar que cualquier tiempo futuro vaya a ser mejor que el presente. La interpretaci ón de la historia como una l í nea nea recta y ascendente que nos liberar á a través del conocimiento, la t écnica y la ciencia ha demostrado ser falsa. Desde el punto de vista cient í fico, fico, en el siglo XX hemos asistido a una verdadera marea que ha anegado por completo las pretensiones del discurso progresista. Y la primera de esas mareas nos vino, como en muchos otros aspectos, de la microf í sica, sica, que revolucion ó los ísica conceptos de la f í s ica clásica. Esa revoluci ón conceptual hizo que desde el campo de la ía de la ciencia se plantearan muchas dudas sobre la supuesta naturaleza progresiva filosof í del conocimiento cient í fico. fico. En efecto, uno de los puntos de apoyo fundamentales del progresismo era la presunci ón de que todo conocimiento y todo saber son acumulativos, es decir, que se suman unos a otros en un movimiento constante y eterno de perfecci ón. Es el tópico: “Cada vez sabemos m ás”. Pues bien: los fil ósofos de la ciencia contempor áneos han terminado rompiendo con esa vieja visi ón. Los conocimientos no se acumulan progresivamente. Toda nueva teor í a no completa o afina la anterior, sino que con frecuencia rechaza la teor í a precedente, porque las nuevas definiciones y conceptos suelen tener un significado distinto o contrario a los anteriores. La microf í s ica aportó un ejemplo muy claro: el concepto de “masa”, en Newton, ísica era una constante, pero para Einstein dej ó de serlo. Aqu í no no hay evoluci ón ni acumulaci ón. Lo que hay es refutaci ón. Por eso autores como Thomas S. Kuhn (La estructura de las revoluciones cient í ficas) ficas) o Paul K. Feyerabend (Contra el m étodo) sostienen que el progreso cient í fico fico es una falsedad. Otra de las grandes refutaciones cient í ficas ficas de la idea progresista ha venido del mismo campo que en su d í a sirvió para alimentarla: la evoluci ón biológica. En efecto, hasta hace poco tiempo el progresismo buscaba su fundamento en la teor í a darwiniana de la evoluci ón: la ley básica de la vida ser í a un movimiento continuo de perfecci ón de las estructuras vitales; ese movimiento de perfecci ón avalarí a la tesis seg ún la cual la regla general del mundo es el progreso “hacia lo mejor”. Pues bien: todo éso ha sido desmentido categóricamente por la biolog í a actual. Dentro del propio paradigma evolucionista, es decir, 33
dentro de los propios seguidores de Darwin, todos los c álculos estad í sticos sticos sobre el devenir de las especies demuestran que es imposible fijar el sentido y la direcci ón de las mutaciones genéticas. Hay evoluci ón, pero esa evoluci ón no es progresiva. En realidad estamos en una interacci ón permanente entre elementos “de cambio” (mutaci ón, adaptación) y elementos “de conservaci ón” (por ejemplo, las estructuras gen éticas). De manera que no hay progreso, porque no se puede fijar de antemano la direcci ón de los cambios en las estructuras vivas. Como dice el premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz (en Decadencia de lo humano), la evoluci ón es aleatoria e imprevisible. En la vida natural no hay progreso: hay azar y, con frecuencia, milagro y tragedia. M ás clara es aún la refutaci ón biológica del progresismo si salimos del paradigma darwiniano y vamos a los nuevos paradigmas de tipo organicista como el que ha expuesto Roberto Fondi, donde se contesta la propia idea de evoluci ón: en este caso, la famosa l í nea nea de la historia no aparece por ninguna parte. Y otro de los grandes argumentos progresistas que han chocado contra la realidad emp í rica rica es la presunci ón de que el devenir del cosmos obedec í a también a una regla de expansi ón constante y uniforme. Es el llamado “expansionismo”, basado en los c álculos de Hubble, astrónomo que hab í a descubierto que el alejamiento de las galaxias no se produc í a al azar, sino organizado en uniforme expansi ón. Esa expansi ón obedecí a a una medida, a una constante: la “constante de Hubble”. Ahora bien, desde los a ños setenta se sabe, entre otras cosas, que esa “constante” no es constante. Es verdad que en el cosmos hay movimiento, pero no es sólo un movimiento expansivo, sino tambi én contractivo. Las estrellas no se abren en una progresi ón eterna, sino que por la din ámica de la gravedad, como se ñaló Fred Hoyle, llegar á a cerrarse sobre s í mismo. mismo. Seg ún Paul Davies (El universo desbocado), la inevitabilidad del fin del mundo est á inscrita en las leyes de la naturaleza, y ese fin no ser á la apoteosis de la felicidad, sino una cat ástrofe de fuego. De nuevo nos encontramos al genio de lo tr ágico inscrito en el n úcleo mismo del cosmos, exactamente igual que pensaban ya nuestros antepasados. Todos estos argumentos de car ácter cient í fico fico han transformado seriamente la conciencia filosófica. Hoy ya nadie cree seriamente que la historia vaya hacia lado alguno, y menos aún que ese “final” est é predeterminado. El Fin de la Historia ha demostrado no ser m ás que un dogma de fe civil. Por la misma raz ón, no hay por qué aceptar que el camino “natural” de la historia sea la emancipaci ón de la conciencia individual o la consecuci ón de un orden econ ómico de dimensiones planetarias. Y entramos as í en en el otro grupo de argumentos que podemos utilizar para la refutaci ón del progresismo: las razones te óricas, filosóficas. La crí tica tica del progresismo -o, m ás concretamente, de la visi ón lineal de la Historia- ha sido uno de los temas permanentes del pensamiento durante este siglo. Para no complicar el análisis, podemos decir que su punto de referencia elemental es La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Por otra parte, a lo largo de este Curso nos remitimos continuamente a las fuentes de la cr í tica tica teórica a la modernidad, de manera que no nos extenderemos demasiado sobre este punto concreto. Pero s í nos nos parece importante hacer referencia a un argumento que puede tomarse como punto de partida para ulteriores análisis. Se trata del razonamiento de Karl L öwith: Buscar el sentido de la historia en la 34
propia historia es como naufragar y agarrarse a las olas. Es decir: la historia es el marco vital de la existencia humana, las olas en las que navega el hombre; por lo tanto, si convertimos la propia historia en el sentido último de nuestra vida, estaremos convirtiendo a las olas en la única razón del viaje. Dicho de otro modo: es como si en un cuadro no admiráramos la tela, sino el marco; como si en una obra teatral no escuch áramos a los actores, sino al propio escenario. En estas condiciones, la vieja fe en un sentido lineal y ascendente de la Historia ha dejado de ser presentable intelectualmente. Éso es lo que se ha llamado posmodernidad. El vasto y heter óclito movimiento de ideas que se ha dado en llamar posmodernidad significa el momento en que el pensamiento occidental, que hab í a desplegado su reflexi ón a partir de la fe en la visi ón lineal de la historia, pierde esa fe. La modernidad deja de tener sentido. Por éso se habla de “post”: estamos en otro tiempo. Es algo que ya vio muy bien Ortega cuando se defin í a como “nada moderno y muy siglo XX”. La modernidad no es m ás que una forma secularizada de la fe religiosa en la salvaci ón espiritual, a la que suplant ó. Y ahora ha corrido la misma suerte: la modernidad mat ó a la fe y ahora se mata a s í misma. misma. Más allá de la banalizaci ón de lo posmoderno (moda, m úsica, arte más o menos popular, etc), el verdadero significado de nuestro tiempo es la ruptura general con la filosof í a de la modernidad. En cierto modo es verdad que estamos en un “Fin de la Historia”. Pero lo que ha terminado no es la historia en general ni las aspiraciones humanas, sino un cierto modo de entender la Historia. La puerta est á abierta a nuevas aportaciones. Frente a este estado de cosas, la propia modernidad ha reaccionado. El discurso moderno ha levantado acta de la muerte de su fe hist órica, pero trata de ofrecer a cambio una nueva fe “vivencial”: “Es verdad -se nos dice- que la historia no es lineal, que la promesa de una redenci ón al final de la historia era falsa (una estafa) y que el progreso no est á inscrito en las leyes de la naturaleza, pero la idea era buena, de manera que tratemos de vivir como si estuvi éramos ya en el Para í so, so, como si ya hubi éramos llegado al final, como si hubi éramos ganado el combate contra el tiempo”. Este progresismo descafeinado est á detrás de todas y cada una de las iniciativas sociales del sistema: disoluci ón de los criterios pol í ticos ticos en beneficio de los econ ómicos, renuncia a la idea de comunidad pol í tica tica (por la v í a del “patriotismo constitucional”), supresi ón de los deberes sociales (insumisi ón, objeción), fractura de las instituciones cl ásicas (el caso m ás relevante es el de la familia), apolog í a de los derechos individuales (pero reducidos a términos de consumo y bienestar material), respeto pseudorreligioso hacia la opini ón del sujeto (fragmentaci ón de las viejas religiones), etc étera. El punto d ébil de esta concepci ón es que carece de un proyecto social constructivo. Por decirlo as í , el nuevo progresismo deja las grandes decisiones pol í ticas ticas en manos de “aparatos” t écnicos y econ ómicos (la burocracia estatal, los grandes bancos, la finanza internacional) y se limita a predicar una revoluci ón í ntima, ntima, una revoluci ón en el ámbito de la vida privada individual. Es lo que Andr é Gorz, teórico en otro tiempo del socialismo revolucionario, ha llamado “la revoluci ón de la vida cotidiana”. Pero es tambi én lo que podrí amos amos denominar, en palabras del fil ósofo español Javier Muguerza, como una “raz ón 35
sin esperanza”. Este neoprogresismo reaccionario ya no es capaz de explicar por qu é hay que llevar a la pr áctica la “micro-revoluci ón”. Sólo nos pide fe. ¿Pero fe en qu é? ¿En la inevitabilidad de un determinado tipo de sociedad? ¿Y d ónde queda la voluntad del hombre? ¿Hay que creer ahora que el hombre ya no puede crear? El neoprogresismo sostiene la tesis de que “es peligroso” que el hombre cree su propio destino. El neoprogresismo es una filosof í a del cansancio. Por eso puede ser considerado como una ideolog í a de la tercera edad. Frente a esto, queda la puerta abierta para crear nuevas ideas de la historia y nuevos proyectos de destino. La posmodernidad no es s ólo un fin, la imagen de un crep úsculo; es tambi én el anuncio inevitable de un nuevo principio, la imagen de una aurora. Muerta la historia como finalidad, puede volver a nacer la historia como voluntad -una voluntad que al mismo tiempo reconozca sus limitaciones en un mundo que es el que es y no puede ser otro. 4. Elementos para una nueva idea de la Historia: el devenir como esfera.Ya hemos visto que toda concepci ón del mundo tiene tras de s í una una concepci ón de la historia. Hemos visto tambi én que la interpretaci ón lineal de la historia ha muerto: el progresismo, que ha guiado los grandes movimientos ideol ógicos del mundo en los últimos siglos, ha demostrado ser una falsa ilusi ón. Nos queda la otra concepci ón clásica: la del ciclo eterno, la historia circular. Pero la concepci ón del ciclo tambi én es, a su modo, lineal, porque presupone un principio y un final determinados. Entre ambas visiones, el lugar del hombre queda sepultado. Nosotros, sin embargo, tenemos razones para creer en la capacidad humana, tanto individual como colectiva, para imprimir su sello a los acontecimientos. Necesitamos, por tanto, una nueva visi ón de la historia. Es verdad que la historia es un permanente devenir, una l í nea nea en perpetua mutaci ón. Pero esa lí nea nea no es recta ni va siempre hacia arriba. Tambi én es verdad que las cosas se repiten, que las virtudes y los vicios humanos no han cambiado en miles de a ños: el hombre y el mundo son siempre los mismos. Pero esa permanencia no implica que el hombre no pueda actuar libremente en cada momento. De alg ún modo, la l í nea nea recta y el c í rculo rculo conviven y actúan al mismo tiempo. A partir de estas constataciones, Nietzsche tuvo la intuici ón del Eterno Retorno: “Eternamente gira el anillo del ser”, dice Zaratustra. Esta idea se considera como el punto de partida de una nueva concepci ón de la historia: ya no lineal o c í clica, clica, sino esf érica, según señala Alain de Benoist. La historia ser í a como una bola en torno a la cual gira eternamente el hombre, pero pudiendo alterar permanentemente el sentido del giro. La vida nos constri ñe siempre, pero la libertad humana es una realidad radical. Tomemos otra imagen: la de un ovillo de lana en torno al cual gira siempre el hilo -y no puede sino girar-, pero cambiando siempre de direcci ón. Es una visi ón de la historia din ámica, no como la del ciclo eterno, que es est ática; y es una visi ón de la historia realista, no como la de la l í nea nea recta, que es dogm áticamente optimista.
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Para el hombre contempor áneo, que puede seguir creyendo en su capacidad de acci ón para crear destinos nuevos, pero que no puede ya hacerse ilusiones sobre el supuesto Fin de la Historia ni sobre la creaci ón del Para í so so en la tierra, el devenir podr í a responder exactamente a esa imagen: la de la esfera, la del ovillo. ¿Y no es la Historia, al fin y al cabo, el escenario de nuestro combate vital? En ésto podemos recoger la herencia de Ortega, que ya hab í a hablado del hombre como ser histórico, es decir, como ser que se realiza en la historia aportando sus obras. Desde ese punto de vista, la historia es nuestro escenario, nuestro marco vital; un marco y un escenario que construimos y reconstruimos eternamente. La historia no tiene ideales inmanentes, ideales que habiten en la propia historia, como cre í an an los progresistas; m ás bien la historia es el escenario sobre el que los hombres proyectan sus ideales -los cuales, a su vez, protagonizar án un nuevo conflicto: el que se establece entre los proyectos de los hombres y las propias constantes del mundo. La Historia est á abierta. Ese es su car ácter esencial: la apertura. Y en ese sentido, la Historia debe ser considerada como el escenario – un escenario arriesgado, azaroso, incierto, indeterminado- de los trabajos y los afanes humanos. Quien se sienta ajeno a los valores y a los principios de la modernidad, no puede sentirse afectado por ese fen ómeno actual que es la p érdida de la fe en la historia. El gran desenga ño sólo afecta a quienes hayan ca í do do y permanecido en la ilusa fe del progresismo liberal y del mesianismo socialista, que ve í an an la historia como una traducci ón terrena de la salvaci ón celeste. No tiene sentido dotar a las categor í as as temporales de un contenido moral o ideol ógico. Es un error sacralizar el pasado, entre otras cosas porque eso nos condena a un perpetuo lamento por la virtud perdida; es un error sacralizar el futuro, porque eso significa aceptar la supercher í a de que todo cambio ser á inevitablemente para mejor; es un error sacralizar el presente, porque el presente, en s í mismo, mismo, no es nada m ás que un momento transitorio. La superaci ón de la actual visi ón lineal de la Historia s ólo puede realizarse si llegamos a ser capaces de integrar los tres momentos -pasado, presente y futuro- en un s ólo movimiento; si logramos sentir simult áneamente las tres dimensiones del tiempo hist órico. Dicho de otro modo: si conseguimos aunar la memoria que nos lega el pasado, la identidad que nos otorga el presente y el proyecto que lanzamos hacia el futuro. Giorgio Locchi llam ó a esto Eterno Presente. Excurso: sobre la representaci ón trifuncional de la Historia.¿Qué sentido podemos dar nosotros a la historia, con qu é herramientas podemos interpretarla? ¿Significa realmente algo? ¿Nos dice algo el devenir? A este respecto, y a t í tulo tulo de hip ótesis instrumental, puede servirnos de gran ayuda la divisi ón tradicional de funciones que concibieron nuestros antepasados, desde los panteones de los pueblos indoeuropeos hasta los fil ósofos griegos, pasando por el orden 37
social del medievo y la estructura estamental del mundo antiguo. Esa divisi ón de funciones estructura el mundo como un todo org ánico, compacto, articulado en torno a tres potencias: - Primera funci ón: en la c úspide, la soberan í a religiosa, judicial y pol í tica, tica, los viejos diosespadres de los indoeuropeos, la “cabeza” de la Rep ública de Plat ón, los oratores del medievo, cuyo cometido es guiar a la comunidad y ponerla en relaci ón con lo sagrado, y que por lo tanto engloba a todas las dem ás funciones. - Segunda funci ón: después, la fuerza guerrera y el coraje militar, los viejos dioses y santos de la guerra, el “pecho” de la sociedad en la Rep ública plat ónica, los bellatores de la Edad Media, cuya misi ón es proteger y defender al conjunto.
- Tercera funci ón: en la base, la funci ón productora y las fuerzas de la fecundidad, los dioses del campo cultivado y de la Naturaleza virgen, el “vientre” de la comunidad platónica, los laboratores del Medievo, que tienen por cometido asegurar la supervivencia material del conjunto. Es muy interesante notar que esta visi ón del orden social ha imperado en todos los pueblos de Europa, quiz ás inconscientemente (no es ahora el momento de entrar en esta discusi ón), desde el alba de los tiempos hist óricos hasta la Revoluci ón Francesa, es decir, durante m ás de tres milenios. Si trasplantamos esta estructura ideol ógica al devenir hist órico, veremos c ómo la historia de nuestro mundo ha sido, en buena medida, una lenta degradaci ón desde el imperio de la primera funci ón hacia el dominio tir ánico de la tercera funci ón. Hoy, en efecto, los valores imperantes en nuestra sociedad son casi exclusivamente de orden econ ómico, productivo, hasta el extremo de que puede definirse a la civilizaci ón contempor ánea como un conjunto de estructuras encaminadas únicamente a la satisfacci ón de las necesidades materiales. Se trata de un proceso general de p érdida de la dimensi ón soberana y sagrada en beneficio de la dimensi ón utilitaria y econ ómica, como percibi ó perfectamente Ortega en su Interpretaci ón de la Historia Universal. La historia moderna y contempor ánea serí a la historia del triunfo de la tercera funci ón, mientras que la historia antigua ven í a definida por el imperio de la primera funci ón. El esquema tambi én sirve para explicar nuestra historia reciente. ¿Qu é fueron los movimientos fascistas en toda Europa? Es curioso, pero lo único que tienen en com ún el nacionalsindicalismo, el fascismo y el nacionalsocialismo, por ejemplo, es su pregonado sentido aristocr ático de la vida social (aunque su pr áctica polí tica tica pueda en otros casos ser definida como un avatar de la sociedad de masas), su repudio absoluto de los valores burgueses y su objetivo de introducir la fuerza del trabajo y del capital dentro de un orden más amplio, as í como como la suspensi ón del proyecto lineal-progresista de la modernidad (aunque ciertos autores defiendan, con buenas razones, que no es sino una prolongaci ón del propio genio moderno).
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Por polémica que resulte la disecci ón filosófica de los fascismos, s í podemos podemos interpretarlos como una movilizaci ón general para cerrar el par éntesis abierto por el triunfo de la tercera funci ón. Pero no pensemos que s ólo los llamados “fascismos” caben aqu í : buena parte de los movimientos nacionalistas del XIX, as í como como diversas familias socialistas de entresiglos, comparten muchos de esos afanes, al igual que otros movimientos revolucionarios que han puesto el acento en la movilizaci ón militar de la sociedad entera. Del mismo modo, hoy podr í amos amos mirar hacia las revoluciones isl ámicas. En efecto, todos esos movimientos han sido, desde esta perspectiva hist órica que estamos esbozando aqu í , resistencias ideol ógicas contra el triunfo de la tercera funci ón, de la concepci ón económica de la vida. Ahora bien, los fascismos murieron: se vieron envueltos en una guerra que acab ó con ellos. ¿Por qué fracasó este intento de cerrar el par éntesis abierto con el triunfo de la tercera funci ón? Siguiendo nuestra hip ótesis, podrí amos amos explicarlo diciendo que los fascismos, en realidad, eran resistencias contra la tercera funci ón, sí , pero desde la segunda funci ón, desde lo guerrero, es decir, desde una visi ón que sigue siendo tan parcial como la de la tercera funci ón y que, por tanto, no basta por s í misma misma para aprehender la totalidad de las dimensiones de la vida. Como vemos, el esquema de interpretaci ón de la Historia a partir de las tres funciones cl ásicas puede dar mucho de s í . En este sentido, y si estamos de acuerdo en que uno de los grandes males de nuestra civilizaci ón es el intento de uniformar el mundo en torno a los valores de la producci ón económica, en torno a los valores de la tercera funci ón, podemos perfectamente defender la tesis de que lo que har í a falta, más bien, serí a una nueva concepci ón del mundo que gravitara en torno a una l ógica de primera funci ón. Porque la primera funci ón, la función soberana y religiosa, ha demostrado ser hist óricamente la única capaz de integrar en un s ólo movimiento a las otras dos funciones: tanto el trabajo, la riqueza y la fecundidad como los valores guerreros vienen a ser puestos al servicio de la comunidad en su conjunto, respetando su cualidad particular y otorg ándoles una dignidad espec í fica. fica. Por el contrario, las ideolog í as as de la modernidad son incapaces de aprehender esta naturaleza global de las comunidades humanas: el liberalismo y el marxismo, porque son ideolog í as as de lo económico que reducen toda la realidad social a su mera dimensi ón utilitaria; los fascismos, porque la reducen a una existencia de car ácter militar. La crisis de la visi ón moderna de la Historia ha devuelto legitimidad al anhelo de construir un orden social org ánico y global, donde todas las potencias humanas encuentren su sitio. Un anhelo que, adem ás, entronca con la tradici ón filosófica más antigua de nuestros pueblos. Ese linaje nos autoriza a forjar una representaci ón ideológica de la historia y a atribuirnos un objetivo dentro de esa representaci ón. Así , podrí a adquirir carta de naturaleza histórica el objetivo de cerrar definitivamente el par éntesis abierto por las revoluciones de la ideologí a económica, sin caer en otro tipo de reduccionismos, para construir un orden nuevo donde la soberan í a polí tica tica y religiosa, el coraje guerrero y la fuerza de la producci ón material vuelvan a formar un todo arm ónico. ¿Una hip ótesis arriesgada? Sea como fuere, esta interpretaci ón de la historia -que, 39
insistimos, aportamos aqu í a a tí tulo tulo de simple hip ótesis de trabajo- tiene la ventaja de ofrecernos un marco explicativo general del devenir de los valores en nuestra historia. *
ía: Bibliograf í a : - BENOIST, Alain de: La nueva derecha, Planeta, Barcelona, 1982. - BURY, John: La idea del progreso, Alianza Ed., Madrid, 1971. - CIORAN, Emil: La ca í da da en el tiempo, Tusquets Ed., Barcelona, 1992; Contra la historia, Tusquets, Barcelona, 1983. - DUMEZIL, Georges: Mito y Epopeya, Seix-Barral, Barcelona, 1977; Los dioses de los germanos, Siglo XXI Ed., M éxico, 1973. - ELIADE, Mircea: El mito del eterno retorno, Planeta-Agostini, Barcelona, 1984. - ESPARZA, Jos é Javier: Ejercicios de V értigo, Barbarroja, Madrid, 1994. - FUKUYAMA, F.: El fin de la historia y el último hombre, Planeta, Barcelona, 1992. - HORIA, Vintila: Viaje a los centros de la tierra, Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1987. - HORKHEIMER, Max: Historia, metaf í sica sica y escepticismo, Alianza, Madrid, 1982. - LYOTARD, Jean-Fran çois: La posmodernidad explicada a los ni ños, Ed. Gedisa, Barcelona, 1987. - ORTEGA Y GASSET, Jos é: Sobre la raz ón histórica, Alianza Ed., Madrid, 1980; Una interpretaci ón de la historia universal, Revista de Occidente Ed., Madrid, 1966; Historia como sistema, Sarpe, Madrid, 1984. - PATOCKA, Jan: Ensayos her éticos, Pení nsula, nsula, Barcelona, 1988. - ROUGIER, Louis: Del para í so so a la utop í a, a, Fondo de Cultura Econ ómica, México, 1984. - SPENGLER, Oswald: Decadencia de Occidente (I y II), Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1989. - VATTIMO, Gianni: El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 1986.
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IV
La cuesti ó n de la té cnica
Inclinarse sobre la cuesti ón de la técnica es inclinarse sobre la columna vertebral de nuestro mundo. Vivimos en una civilizaci ón técnica; estamos en la Era de la T écnica. Nuestra vida es inexplicable sin la t écnica. Pero, al mismo tiempo, la t écnica es tambi én responsable de los mayores problemas de nuestro tiempo, y basta pensar en la cuesti ón ecológica. De manera que si pretendemos aportar una respuesta global a los grandes temas de nuestro tiempo, es imprescindible incluir el fen ómeno técnico dentro del an álisis. 1. Perspectivas de la t écnica.Básicamente, podemos decir que hay dos maneras fundamentales de acercarse al problema técnico: una de ellas es considerar la t écnica como algo neutro en s í mismo, mismo, un producto de los hombres que la hacen; otra es pensar que la t écnica tiene su propia esencia, su propia vida autónoma. ¿Qué se quiere decir con que la t écnica es neutra? La mayor parte de las ideolog í as as dominantes -cada vez m ás reductibles a una sola ideolog í aa- coinciden en considerar el fenómeno técnico como un hecho neutro. La t écnica ser í a simplemente un instrumento; será buena o mala seg ún el uso que el hombre haga de ella. De ese modo, un uso “bueno” convertir á a la técnica en “buena”. Una t écnica puesta al servicio del progreso humano, por ejemplo, será buena; por el contrario, una t écnica puesta al servicio del exterminio f í sico sico de los ciudadanos de Nagasaki, ser í a mala. Ahora bien, el hecho es que la potencialidad de la técnica está siempre ah í y y le es indiferente el discurso ideol ógico: así , los ciudadanos de Nagasaki pudieron ser exterminados en nombre del progreso humano y en nombre de la paz. Esa coincidencia de poder mort í fero fero y discurso moral no puede estar vac í a, a, no puede ser una broma; debe querer decir algo. Por otra parte, nadie ha conseguido impedir, desde la perspectiva de la neutralidad, el uso perverso de la t écnica, y ello a pesar de que la cuesti ón se ha planteado desde hace ya varios decenios. El hecho de estar guiada por discursos morales o humanitarios no ha impedido que la t écnica, supuestamente “neutra”, produzca efectos negativos. Lo cual deja pensar que el desarrollo t écnico posee, por utilizar esta expresi ón, una especie de alma propia, es decir, que no es neutro, que tiene un significado en sí mismo, mismo, irreductible a los discursos o justificaciones que los hombres despliegan para darle sentido. La alternativa consiste, precisamente, en pensar que la t écnica posee una esencia propia, un sentido en s í misma, misma, al margen del sentido que los hombres quieran darle en un determinado momento hist órico. Esa esencia podr í a definirse como un permanente esfuerzo por dominar y controlar todo lo vivo. La esencia de la t écnica residir í a en el poder material puro y desnudo, que se basta a s í mismo. mismo. En tal sentido, y si aceptamos esta hip ótesis
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esencialista, la obligaci ón del hombre ser í a tratar de controlar el desarrollo t écnico, someterlo a un orden, sin pensar que el desarrollo t écnico en s í mismo mismo sea un factor de “progreso”. Desde la perspectiva de la hip ótesis neutralista, la t écnica puede extenderse sin traba alguna; por el contrario, la hip ótesis esencialista implica poner barreras a la t écnica. 2. La técnica no es neutra.La mejor prueba de que la t écnica no es neutra es precisamente el hecho de que se haya convertido en una ideolog í a en sí misma. misma. Hoy, en efecto, vemos c ómo los criterios de eficacia t écnica se convierten en el horizonte com ún -y casi único-de los discursos dominantes. No es un fen ómeno nuevo: de hecho, toda la ideolog í a de la modernidad puede ser definida como una ideolog í a de la t écnica. En sesiones anteriores hemos visto cu ál es la operaci ón central del pensamiento moderno: í sico la separación radical entre el mundo f í sico y el mundo mental o espiritual. Generalmente se dice que esta operaci ón empieza con Descartes y su oposici ón res cogitans/res extensa. Es el inicio del materialismo. En realidad, como vimos tambi én, tal dicotom í a puede remontarse a los fil ósofos post-socr áticos y al pensamiento b í blico. blico. Y añadamos otro dato importante: la t écnica moderna surge y crece exclusivamente en el ámbito geogr áfico del Occidente cristiano, y de ah í dedujo dedujo Lynn White su tesis sobre el origen religioso del problema t écnico. Luego volveremos sobre ello, cuando tratemos de reconstruir el camino de la técnica moderna para plantear una alternativa. De momento, y desde este punto de vista hist órico, lo que nos interesa retener es el hecho siguiente: a partir de un cierto momento, la tierra, que antes estaba sacralizada, empieza a considerarse como una extesi ón inanimada de materia puesta al servicio del hombre para que éste la domine y la explote en beneficio propio. La primera consecuencia de esta nueva perspectiva es que el mundo f í sico sico se convierte en territorio de caza para la raz ón. Y el instrumento de esa caza es, naturalmente, la t écnica. El impulso humano de supervivencia encuentra en la t écnica su manifestaci ón primordial. Y más aún: la técnica se convierte en el eje de la nueva visi ón del mundo -porque la t écnica es ísico, el medio f í s ico, material, visible, a trav és del cual el hombre despliega sobre el mundo su dominio. A este elemento materialista del pensamiento moderno hay que a ñadir otro concepto-clave: el de progreso. Para el hombre moderno, en efecto, el despliegue de la dominaci ón técnica se justifica en tanto que es el medio para alcanzar mayores cotas de bienestar y prosperidad. Es un camino ascendente cuya meta consiste en la felicidad material absoluta. Y los avances de la t écnica son la principal manifestaci ón de ese progreso. As í , el progreso llega a identificarse con el desarrollo t écnico, y viceversa. Cuando se habla de pa í ses ses o de civilizaciones “avanzadas” o “atrasadas”, se hace en funci ón de su mayor o menor grado de desarrollo t écnico. De ese modo, la t écnica va a ser considerada durante mucho tiempo en el espacio occidental como sin ónimo de felicidad, y esto ha venido siendo as í hasta hasta una fecha relativamente reciente.
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Hoy no es f ácil seguir interpretando el desarrollo de la t écnica como sin ónimo de “felicidad” o de “progreso”. El mensaje seg ún el cual la expansi ón de la t écnica darí a lugar a un progreso sin l í mites mites del esp í ritu ritu -y, por tanto, a la felicidad- ya no es veros í mil. mil. Entre otras cosas, porque hoy somos plenamente conscientes de que la t écnica crea al menos tanto problemas como los que resuelve, y para constatarlo basta con mirar los sucios r í os os de nuestras ciudades. Sin embargo, el camino de la t écnica es imparable. Los valores que justificaban justificaban el desarrollo desarrollo t écnico a cualquier precio pr ácticamente han desaparecido, pero el desarrollo t écnico sigue su camino, y lo que es m ás importante: sigue adelante sin necesidad de nuevas coartadas ideol ógicas, sin necesidad de un discurso que lo justifique, que le de sentido. Esta supervivencia del desarrollo t écnico por encima de los discursos ideol ógicos que lo justificaban justificaban demuestra demuestra que la t écnica posee una esencia propia, una vida aut ónoma. Marx lo explicaba utilizando una vieja met áfora: la del brujo que conjura ciertas fuerzas, las hace aparecer y luego no es capaz de controlarlas. Con la t écnica ha ocurrido lo mismo: la modernidad la hizo aparecer, crey ó utilizarla para moldear el mundo, pero ha terminado siendo la t écnica la que intenta moldear el mundo a su imagen y semejanza -a imagen y semejanza de la m áquina. Así , la cuestión de la técnica se ha convertido en uno de los grandes puntos de quiebra del discurso moderno: éste no puede seguir defendi éndola, porque la t écnica ha demostrado que no es el so ñado instrumento de emancipaci ón; pero tampoco puede detener su avance, porque la t écnica es ya la esencia misma del pensamiento moderno, y éste no podr í a negarla sin negarse a s í mismo. mismo. La ideolog í a dominante se encuentra ante un callej ón sin salida. 3. Manifestaci ón del problema t écnico. En absoluto estamos ante un problema menor, o simplemente te órico, que sólo concierna a los filósofos. Para hacerse una idea de la magnitud de la cuesti ón basta con mirar alrededor, en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida. Veremos as í como como la t écnica es el factor determinante de nuestras existencias. Y acto seguido, veremos c ómo la técnica desbocada se ha convertido simult áneamente en la principal amenaza del g énero humano. Cuando decimos que estamos en una civilizaci ón de la t écnica queremos decir que la técnica se ha convertido en el eje absoluto de toda la organizaci ón de nuestras vidas: el principio rector de las relaciones entre los individuos, de sus aspiraciones í ntimas, ntimas, etc. Al igual que ha habido épocas religiosas o guerreras, hoy vivimos en una época técnica. Y eso significa que la t écnica es el criterio orientador de toda actividad en cualquier aspecto de la vida. Por ejemplo, la t écnica se ha apoderado por completo de la actividad econ ómica. Eso no quiere decir s ólo que en la actividad econ ómica se utilicen aparatos t écnicos, sino, sobre todo, que la propia concepci ón de la econom í a se ha tecnificado, y ello en perjuicio de los factores más directamente humanos. La econom í a antigua era una econom í a de supervivencia, ahorro y gasto, orientada a la subsistencia del grupo. El capitalismo temprano cambi ó mucho las cosas, pero el crecimiento en s í mismo mismo segu í a sin tener sentido 43
si no repercut í a directamente en el sujeto. Por el contrario, la econom í a moderna es una econom í a técnica porque toda la actividad del sistema se pone al servicio exclusivo del esfuerzo de producci ón. En la econom í a actual no se produce para satisfacer necesidades; se produce para producir m ás, para mantener el aparato en funcionamiento. Nadie se pregunta para qu é se produce; la única pregunta es cu ánto se produce y c ómo se puede producir más. Y por eso decimos que la econom í a ha acabado completamente subyugada por la técnica. Otro tanto ha ocurrido en la esfera de lo pol í tico. tico. La técnica se ha apoderado de la pol í tica tica porque las grandes decisiones de los estadistas ya no conciernen al destino colectivo, ni responden tampoco a actitudes filos óficas o éticas ante la vida p ública, sino que giran en torno a los conceptos de eficacia, prosperidad, crecimiento, desarrollo y bienestar, que son criterios econ ómicos y por tanto, como acabamos de ver, sometidos ya al principio t écnico. Hoy la polí tica tica no consiste en impulsar empresas audaces, y mucho menos en hallar la f órmula del buen gobierno, como dicen los tratadistas cl ásicos, sino que el único objetivo de la polí tica tica consiste en gestionar de un modo eficaz los mecanismos del Estado, y esa gestión eficaz pretende pasar por encima de cuestiones pol í ticas ticas tan elementales como la independencia de los pueblos. La tecnocracia es el ejemplo m ás acabado de la tecnificaci ón de la polí tica. tica. Y, por supuesto, la t écnica se ha apoderado tambi én de la ciencia. Originalmente, la ciencia era el conocimiento y la t écnica era la aplicaci ón de ese conocimiento. La t écnica, por así decirlo, era un movimiento posterior y subordinado al conocimiento cient í fico. fico. El propio Ortega consideraba todav í a que la t écnica podí a reivindicar el noble linaje de hija de la ciencia. Hoy, por el contrario, quienes deciden los programas de investigaci ón cientí fica fica son los bur ócratas del Estado (del sistema) que piensan, sobre todo, en la inmediata rentabilidad t écnica de esas investigaciones. Quien explore en un campo poco dado a la rentabilidad, se encontrar á con obst áculos sin fin. Todo conocimiento no traducible directamente a una aplicaci ón técnica queda fuera de juego. Ese es uno de los motivos por los que la investigaci ón en Humanidades, por ejemplo, est á llamada a desaparecer de los planes de inversi ón cientí fica, fica, pero lo mismo podr í amos amos decir de ramas enteras de las ísicas, propias ciencias f í s icas, como ha lamentado Ren é Thom. Señalemos, finalmente, que esta omnipotencia contempor ánea de la técnica no se limita al gobierno de nuestros cuerpos, sino que se extiende tambi én al gobierno de nuestras almas. La técnica se ha convertido en el nuevo motor de los mitos sociales en la civilizaci ón urbana. Desde los fen ómenos de irracionalidad colectiva (los Ovnis, por ejemplo) hasta las utopí as as futuristas (la ciencia-ficci ón), el elemento t écnico es imprescindible en la configuraci ón de los mitos sociales de nuestro siglo, del alma de nuestro tiempo. Cabe extender esta caracter í stica stica a los mitos “cient í ficos”, ficos”, vendidos en forma de vulgata por los medios de comunicaci ón, que siguen viendo en cada nuevo avance t écnico un paso m ás hacia un para í so so redentor. Existen, ciertamente, contrautop í as as que denuncian la t écnica (desde el Brave new world de Huxley hasta los escenarios apocal í pticos pticos de Mad Max), pero esto tambi én constituye un rasgo de la omnipresencia de la t écnica en el imaginario colectivo de nuestra civilizaci ón. 44
Pues bien: en ese mismo momento en que la t écnica explota y extiende su dominio sobre todos los aspectos de la vida, surge tambi én la conciencia de que la t écnica encierra graves peligros, amenazas decisivas. No es preciso, por conocida, repetir la letan í a de umbrales de crisis donde la t écnica nos ha situado: cat ástrofes nucleares, manipulaciones gen éticas, etc. Lo que aqu í nos nos interesa retener es sobre todo el siguiente hecho: temores que hasta hace poco tiempo s ólo eran compartidos por unos pocos, se han convertido ahora en convicci ón general. ¿Quién no ha o í do do hablar todav í a de la problem ática ecológica? La certidumbre de que la técnica está produciendo un grave da ño a la naturaleza es uno de los grandes t ópicos del momento. Pero no es s ólo un tópico. Es innegable que el desarrollo t écnico está alterando nuestras condiciones biol ógicas de supervivencia de un modo irreversible. Esa constataci ón ha sepultado la vieja fe que hac í a del progreso t écnico un sin ónimo de felicidad humana universal. De igual manera, se han constatado los efectos del mundo t écnico en la psicolog í a individual y colectiva: la aparici ón de patolog í as as de la civilizaci ón (stress, ansiedad, depresiones, etc.), caracter í sticas sticas de un mundo donde los criterios de eficacia t écnica han sustituido a todos los dem ás valores, lleva a los psic ólogos a preguntarse cu ánto más es posible “estirar” el equilibrio psicol ógico individual y colectivo para adaptarlo a las exigencias del mundo t écnico. Por último, se ha hecho patente el grave desajuste entre el desarrollo t écnico (cultural) y el desarrollo biol ógico del ser humano. La t écnica se mueve m ás deprisa que nuestra evoluci ón como especie, como ha explicado abundantemente Konrad Lorenz. Lo que pueda salir de ah í es es todaví a un enigma, pero las perspectivas no son nada positivas. La confrontaci ón de estas dos realidades: la t écnica como eje de nuestra vida y la t écnica como amenaza global, confiere a nuestra civilizaci ón un car ácter claramente esquizofr énico. Es como si s ólo pudiéramos sobrevivir tomando una medicina que, no obstante, sabemos que nos matar á en breve plazo. La angustia del hombre contempor áneo se sitúa en esa contradicci ón. Y éso es exactamente lo que nos obliga a replantear de un modo general el problema, reconstruyendo desde el inicio la cuesti ón de la t écnica y tratando de resolver esta contradicci ón aparentemente irresoluble. 4. Reconstrucci ón: Antropolog í a de la t écnica.Nuestra reconstrucci ón partirá del escal ón más elemental: el papel que juega la t écnica en la adaptaci ón de la especie humana a su entorno. Haremos, pues, una antropolog í a de la técnica, y desde ah í iremos iremos cubriendo etapas, interpretando el camino de la t écnica moderna, tratando de sacar a la luz su contenido profundo, hasta desembocar en una metapol í tica tica de la t écnica. Empecemos por decir que la t écnica no es una adquisici ón tardí a del hombre, o una 45
maldici ón o una desviaci ón. La técnica, en s í misma, misma, es un fen ómeno consustancial a la propia existencia de la especie humana. Tanto Arnold Gehlen como Konrad Lorenz han explicado que el ser humano, desde un punto de vista biol ógico, es un animal desprovisto por completo de instintos acabados, a diferencia de los otros animales superiores. Por eso el hombre se puede adaptar pr ácticamente a cualquier medio, desde Alaska hasta el Sahara: precisamente porque carece de especializaci ón adaptativa, algo que los dem ás animales s í r poseen. De modo que el hombre es un animal incompleto. Ahora bien: esas carencias fisiol ógicas son sustituidas por un desarrollo único de su capacidad intelectiva. Y dentro de esa capacidad intelectiva se halla la aptitud de utilizar instrumentos y servirse de ellos para adaptarse al medio. Eso es la t écnica. Por lo tanto, y desde este punto de vista antropol ógico, la t écnica no es algo ajeno a la naturaleza, sino todo lo contrario: la t écnica es la naturaleza espec í fica fica del hombre. Por la misma raz ón, la mera existencia del ser humano sobre la tierra es imposible sin técnica. No existe ni un solo grupo humano que no haya desarrollado tal o cual forma de técnica, desde el hacha de silex hasta el cohete espacial, pasando por las pir ámides y la pólvora. Esta constataci ón invalida las tesis apresuradas acerca de la maldad de toda t écnica o de la t écnica en s í misma. misma. Incluso aunque se volviera a una existencia semejante a la del Neolí tico, tico, con armas rudimentarias y útiles domésticos primarios, eso seguir í a siendo técnica. La técnica es nuestra naturaleza; es la forma humana de estar en el mundo; sin técnica, no hay humanidad propiamente dicha. Pero, si la t écnica es la naturaleza del hombre, ¿por qu é hoy la t écnica es la principal amenaza contra la propia naturaleza? ¿Acaso la naturaleza del hombre es incompatible con la naturaleza de las dem ás especies? Hoy parece que as í ocurre. ocurre. Y sin embargo, durante milenios no ha sido as í . ¿Por qu é este cambio? Aqu í entramos entramos en una de las cuestiones fundamentales de nuestra reconstrucci ón, que es el paso de la t écnica antigua a la t écnica moderna. 5. Técnica antigua y t écnica moderna.Páginas atrás hemos recordado la aparici ón del materialismo, definitiva para el surgimiento de lo que hoy llamamos t écnica. Sin embargo, esa no es la única técnica que ha conocido el hombre. Todav í a hoy es posible encontrar en otros pueblos formas t écnicas perfectamente integradas en el entorno natural. De modo que cabe concluir que hubo antes una t écnica que no se consideraba como algo opuesto a la naturaleza, y que esa vieja t écnica, la técnica antigua, desapareci ó en un momento determinado para dejar paso a la t écnica moderna. El problema de la t écnica antigua ha generado miles de p áginas. No es f ácil explicar en su totalidad este concepto. Por nuestra parte, aqu í nos nos ceñiremos a una explicaci ón general del fenómeno. Básicamente, podemos decir que la t écnica antigua se caracterizaba por poseer grandes connotaciones religiosas. En el mundo antiguo, la tierra, la materia, pose í a un alma. Hoy todaví a es posible ver c ómo en ciertos lugares del mundo se reza antes de cortar un árbol. Por nuestros historiadores sabemos que los pueblos europeos practicaban ciertos ritos antes 46
de abrir una mina o saludaban a la tierra antes de arar un campo. La tierra pose í a una sacralidad. Ese era el motivo de que no fuera posible adoptar hacia la tierra una actitud de “explotaci ón de recursos”, como se dice hoy. Una tierra sacralizada posee alma; en consecuencia, no es posible penetrar en ella sin respeto. La t écnica antigua no es una técnica de explotaci ón y de rendimiento, sino una t écnica de adaptaci ón y de convivencia. Y es que en la visi ón antigua del mundo todo guarda relaci ón con todo, el mundo es una unidad, y no se puede alterar uno de los elementos del conjunto -la tierra- sin alterar al conjunto mismo -la vida-. Por el contrario, la t écnica moderna parte de otros principios. Desde el momento en que se ve la tierra como materia inerte puesta a disposici ón del hombre, nada proh í be be penetrar en ella y obtener el m áximo rendimiento posible. El mundo deja de ser una unidad, un conjunto, para pasar a ser una “cosa”. El hombre, al alterar la materia, no tiene conciencia de estar rompiendo ning ún equilibrio ni ning ún conjunto, puesto que ignora la existencia de éste. La técnica moderna es una t écnica donde s ólo cuenta el hombre y sus deseos inmediatos de satisfacci ón de necesidades y de acumulaci ón de recursos. A partir de ese momento -y s ólo a partir de ah í -, -, la técnica se convierte en una amenaza. Este proceso de transformaci ón, este paso de la t écnica antigua a la t écnica moderna, no debi ó de ser evidente a ojos de todo el mundo. En realidad, hasta el siglo XIX la t écnica no se convierte en un mito expresamente llamado con ese nombre: t écnica. Sin embargo, sus consecuencias son ya visibles: se han levantado las viejas barreras para aplicar inmediatamente cualquier conocimiento adquirido. Antes, la adquisici ón de un conocimiento no implicaba en modo alguno el desarrollo de una t écnica; por ejemplo, sabemos que los griegos conoc í an an la fuerza del vapor, pero a nadie se le ocurri ó hacer máquinas. Hoy, sin embargo, es prácticamente imposible que un nuevo conocimiento en cualquier rama de la ciencia (la genética, la termodin ámica, la energ í a nuclear) no sea transformado en t écnica. La técnica arrastra tras de s í a a todos los productos de la civilizaci ón, y acaba arrastrando al propio hombre. Este proceso, que hoy ha llegado a su l í mite, mite, ha atravesado por diversas fases, desde la insurrecci ón del fenómeno técnico con la revoluci ón industrial hasta el imperio de la t écnica como nuevo nihilismo. Podemos hablar de insurrecci ón de la técnica, en efecto, a partir de las primeras revoluciones industriales, sobre todo entre los siglos XVIII y XIX. La burgues í a ya dominante encuentra en la t écnica su mejor aliado para una expansi ón sin lí mites mites del crecimiento econ ómico. Y como el crecimiento econ ómico -la acumulaci ón de riqueza mediante la explotaci ón cada vez mayor de los recursos naturales- se considera bueno en s í mismo, nadie tiene autoridad moral para detener el proceso. La t écnica ha de ir adelante pase lo que pase, lo cual significa que el proceso queda fuera de control. Spengler lo expresa con una met áfora sugestiva: “La criatura levanta la mano contra su creador”. La insurrecci ón de la técnica pone de relieve un rasgo caracter í stico stico de nuestro tiempo: la técnica se convierte en un fin en s í misma; misma; todas los energ í as as sociales que la t écnica moviliza no tienen m ás objetivo que acelerar el crecimiento de la propia t écnica. De ese modo, la técnica se instala en el coraz ón de nuestras sociedades como eje absoluto de los 47
objetivos comunes. Por as í decirlo, decirlo, la t écnica se convierte en destino: toda la estructura social, pol í tica tica y económica se orienta hacia el avance t écnico, identificado con el progreso humano. Y en este momento es ya imposible seguir arguyendo que la t écnica es “neutra” respecto a los valores sociales; no s ólo no es neutra, sino que ella misma se convierte en valor. Por último, la fase terminal del problema t écnico adviene cuando empieza a ponerse en cuesti ón la legitimidad de una t écnica concebida como fin en s í misma misma y como destino necesario de toda la humanidad. En primer lugar, porque la t écnica pertenece s ólo a un espacio concreto de civilizaci ón: el occidental, de manera que su pretensi ón planetaria, planetaria, incluso cuando adopta aires filantr ópicos, no deja de ocultar una forma evolucionada de colonialismo. En segundo lugar, y quiz á sobre todo, porque dos ramas concretas de la aplicaci ón técnica (la gen ética y lo nuclear) han planteado por primera vez la posibilidad real de modificar o de suprimir la vida, lo cual supone un “salto cualitativo” en el problema técnico. En efecto, a partir de este momento la t écnica se convierte en un elemento de negaci ón de la vida, de destrucci ón y, por tanto, en el exponente m ás claro del nihilismo inherente a la modernidad. En esas condiciones, es imposible seguir hablando de la t écnica como criterio de destino, y esa imposibilidad implica tambi én la negación de los grandes valores (progresistas y materialistas) que han amparado la expansi ón del dominio t écnico sobre todo lo vivo. La fase terminal del problema t écnico reclama la instauraci ón de unos nuevos valores capaces de someter a la t écnica desencadenada. 6. Crí tica tica metapol í tica tica de la técnica moderna.-
ío que va mucho m ás En estas condiciones, abordar el problema de la t écnica es un desaf í allá de las posibilidades de un partido pol í tico tico de nuestros d í as, as, por ejemplo. La superaci ón de la técnica moderna es una apuesta metapol í tica, tica, en el sentido de que apela al mundo de los valores y no s ólo al mundo de la acci ón administrativa. Sin embargo, eso no significa que los criterios pol í ticos ticos -en el más amplio sentido del t érmino- estén fuera de lugar. De hecho, autores como Arnold Gehlen, que han estudiado en profundidad la cuesti ón de la técnica, sostienen la necesidad de que una nueva élite, polí tica tica y espiritual al mismo tiempo, tome en sus riendas el problema. ¿Qu é perspectiva deber í a adoptar esa nueva elite para dar una respuesta adecuada a la cuesti ón? Desde nuestro punto de vista, sostenemos que esa nueva perspectiva pasa por los siguientes elementos. Ante todo, una nueva antropolog í a. a. La técnica moderna es el resultado de una desviaci ón antropol ógica. Es preciso partir de una antropolog í a nueva, más realista, diferente a la que ha engendrado la t écnica moderna. En esa nueva antropolog í a, a, la técnica ha de ser considerada como parte de la naturaleza humana y, por tanto, como un hecho inscrito en un orden ecológico, en una cadena vital: la t écnica materializa la adaptaci ón humana al entorno, luego la adopci ón de toda t écnica ha de ser previamente evaluada en funci ón de sus repercusiones sobre ese entorno. Eso significa, de hecho, abandonar la óptica antropoc éntrica, según la cual el hombre era el eje del universo, y adoptar otra perspectiva 48
donde la afirmaci ón del hecho humano no signifique la negaci ón o la sumisión del mundo ísico, f í s ico, natural. Después, no hay que perder de vista que el fondo del problema t écnico no es pol í tico, tico, económico o administrativo (y mucho menos t écnico), sino que estamos ante un problema filosófico, en la medida en que es producto de una determinada manera de ver el mundo. La ío filosófico. Y por eso el problema de la t écnica nos obliga hoy a pensar técnica es un desaf í de nuevo los grandes t ópicos del pensamiento moderno: el materialismo, el individualismo, el progresismo... en suma, el discurso de la Ilustraci ón, que ha actuado como m áscara de la expansi ón universal de la t écnica. Hay que pensar otra vez nuestra situaci ón en el mundo más allá del humanismo y m ás allá del nihilismo. Esta tarea significa, en el orden pr áctico, sustituir la actual escala de valores por unos valores nuevos. ¿Cu áles son esos valores nuevos? Ese es el gran problema de nuestro tiempo -y la cuesti ón de fondo de este Curso-, pero podemos apuntar algunas v í as as que habrá que explorar: frente al individualismo de masas, que produce una concepci ón económica de la existencia, la reivindicaci ón de una comunidad formada por personas singulares; frente al cosmopolitismo planetario, que favorece la expansi ón universal de la técnica, la defensa del arraigo y las identidades; frente al materialismo economicista, que obliga a todos los grupos humanos a vivir en torno a los criterios de la producci ón y la explotaci ón, una nueva espiritualidad que sea capaz de integrar a la naturaleza en su visi ón del mundo. Forjar tal concepci ón no es misi ón de los polí ticos; ticos; pero ninguna pol í tica tica podrá acercarse con una visi ón alternativa al problema de la t écnica moderna si no parte de estos supuestos. Desde esa nueva antropolog í a y desde esa nueva filosof í a, a, se puede aspirar a reconstruir un orden capaz de someter el fen ómeno técnico. Volvemos a recurrir a los patrones de la Teorí a General de Sistemas para recomponer una visi ón del mundo jerarquizada que incluya a la t écnica. Desde esa perspectiva, el orden ser í a el siguiente:
ísico. Mundo f í s ico. Naturaleza Grupos humanos (Culturas) Estructuras sociopol í ticas ticas Actividad econ ómica Instrumentos t écnicos La técnica sólo tiene sentido si est á integrada dentro de un orden que la supera y que le confiere significado. La t écnica es un producto de la civilizaci ón y la civilizaci ón es un producto de la cultura, es decir, del conjunto de valores de un grupo humano concreto en un ísico medio f í s ico concreto. Ese grupo se proyecta en la historia y se otorga un destino a trav és de lo polí tico. tico. Todos estos elementos (ecol ógicos, culturales y pol í ticos) ticos) han de ser previos a cualquier decisi ón de orden técnico. Y s ólo entonces podremos decir que hemos domado al dragón. * 49
ía: Bibliograf í a : - COLLI, Giorgio: Despu és de Nietzsche, Anagrama, Barcelona, 1978. - DESCARTES, Ren é: Discurso del m étodo (op. cit.). - FETSCHER, Iring: Condiciones de supervivencia de la humanidad, Laia/Alfa, Barcelona, 1988. - GEHLEN, Arnold: El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Ed. S í gueme, gueme, Salamanca, 1987; Antropolog í a filosófica, Paidós, Barcelona, 1993. - HEIDEGGER, Martin: Serenidad, Ed. del Serbal, Barcelona, 1988; “La pregunta por la técnica”, en Conferencias y art í culos, culos, Ed. del Serbal, Barcelona, 1995. - LORENZ, Konrad: Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Plaza y Jan és, Barcelona, 1984; Decadencia de lo humano, Plaza y Jan és, Barcelona, 1985. - ORTEGA Y GASSET, Jos é: Meditación de la t écnica (y otros ensayos), Revista de Occidente/Alianza Editorial, Madrid, 1982. - SPENGLER, Oswald: El hombre y la t écnica, Espasa-Calpe, Madrid, 1967. - VV.AA.: “La cuesti ón de la técnica”, en revista Hesp érides (Madrid), 7, primavera 1995. - VV.AA.: “Crisis ecol ógica: caminos para la alternativa”, en Hesp érides, 6, oto ño 1994.
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V La trampa del Humanismo (Excurso a la cuestión de la Técnica)
El término humanismo goza en nuestro siglo de una excelente fama. Cualquier atrocidad, por abominable que sea, parece m ás dulce si se envuelve en la palabra “humanismo”. ¿Por qué? No tanto por el significado concreto del concepto, que es en s í bastante bastante difuso, como por las connotaciones que lo envuelven: humanitarismo, amor al pr ó jimo, derechos derechos humanos, amor a las creaciones del esp í ritu ritu humano, piedad, etc. Todos conocemos a alguien que, encontr ándose en un impasse ideol ógico, ha optado por escapar por la f ácil ví a de “descubrir el humanismo”, lo cual, en la pr áctica, se ha traducido por un inmediato aburguesamiento. Y no sin motivo: porque el humanismo es, de hecho, uno de los rostros más protéicos, mas maleables y mudables y poli édricos del individualismo, que es la matriz de la ideolog í a de la modernidad. 1. Qué es humanismo.Sin embargo, cuando empleamos la palabra “humanismo” estamos corriendo un grave riesgo de contradicci ón. ¿Qué es lo humano? Todos sabemos lo que dec í a de Maistre: “Conozco franceses, ingleses y hasta persas, pero el Hombre, no lo he visto en mi vida”. El hombre, lo humano, con may úscula, no es un concepto que diga nada en s í mismo. mismo. La humanidad es un hecho biol ógico: es humano quien pertenece a la especie humana. Ahora bien, el aspecto biol ógico sólo es un aspecto de la condici ón humana, y ni siquiera es su aspecto m ás importante, porque lo que define la forma humana de estar en el mundo no es su naturaleza, su animalidad, sino su cultura, su capacidad para construir cosas, ideas, mundos a su alrededor. Cuando se habla de humanismo se est á sugiriendo la existencia de una condici ón humana universal, equivalente en todas partes y en todo momento. As í lo lo dice la ideolog í a de la Ilustraci ón: todos los hombres son lo mismo por pertenecer a la especie humana, lo cual les hace compartir una determinada raz ón, que es la raz ón universal. Ahora bien, éso es una visión muy reduccionista. En realidad, en lo único en que los hombres son iguales es, precisamente, en su aspecto menos humano, o sea, en su estructura biol ógica. Cuando miramos los aspectos propiamente humanos de la humanidad -el pensamiento, la ciencia, las lenguas, las distintas formas de estar en el mundo-, vemos que la humanidad es, por definici ón, no universal, sino plural. Lo que nos hace humanos es justamente lo mismo que impide hablar de una única humanidad. En ese sentido, si queremos superar la idea del hombre derivada del pensamiento ilustrado, hemos de explorar la cuesti ón del humanismo y hemos de preguntarnos por d ónde podemos superarlo.
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2. Humanismo como individualismo.En el contexto de la modernidad, “humanismo” equivale a condici ón universal del hombre. Para el pensamiento ilustrado, el hombre es un ser individual igual a los otros hombres. El humanismo, en esta l ógica, es una forma m ás del individualismo moderno. No obstante, esta forma de individualismo se legitima a trav és del recurso a otras concepciones filosóficas que, en la antig üedad, pusieron el acento sobre la existencia del sujeto. Pero un breve recorrido hist órico nos permitir á comprobar c ómo el humanismo antiguo y el humanismo moderno son, en rigor, contradictorios. El humanismo antiguo inclu í a en el término “humano” todo lo que rodea a la existencia terrenal y espiritual del sujeto, y además hací a referencia s ólo a unos hombres, los sabios, y en el contexto de unos pueblos donde la categor í a de “hombre” ten í a una significaci ón muy limitada. El humanismo moderno, por el contrario, elude las implicaciones intelectuales, étnicas e históricas del término y se identifica con el paradigma individualista de la modernidad, que ha separado radicalmente hombre y mundo, como hemos visto anteriormente. La primera fuente a la que se suele remontar el humanismo es la de los sabios de los viejos pueblos indoeuropeos. En la India aparece una figura de sabio sumamente original: el sannyasin o Renunciante, que se marcha de la ciudad y se dedica al conocimiento de s í mismo. Lo dir á otro sabio de Grecia: “Con ócete a ti mismo”. En Grecia, los estoicos inauguran la era de los sabios que se apartan del mundanal ruido para abrirse al conocimiento. Ahora bien: ninguno de ellos condena a la Ciudad por obstaculizar su emancipaci ón individual. El sabio griego o romano no es en absoluto individualista. Cuando a Sócrates, ya condenado, se le ofrece la oportunidad de huir y escapar as í a a la cicuta, el fil ósofo se niega porque considera que “no hay vida moral fuera de la Ciudad”. Del mismo modo, el humanismo de un Dem ócrito, para quien “el hombre es la medida de todas las cosas”, no implica que el individuo sea superior al grupo ni que el hombre sea universal. Y a mayor abundamiento, digamos que en el humanismo antiguo la idea de hombre es inseparable de la idea de comunidad y de la idea de lo sagrado; para los griegos antiguos (hasta S ócrates, precisamente, pero tambi én después de él), lo humano, lo terreno y lo divino son una y la misma cosa. El humanismo moderno, por el contrario, se va a definir contra la sociedad y contra lo sagrado. Otros pretenden encontrar una fuente del humanismo moderno en el Derecho Romano, y especialmente en el concepto de Persona. Es probable que en el plano de las hip ótesis genealógicas, que son siempre tan et éreas, pueda hallarse tal cosa. Sin embargo, lo cierto es que el concepto de Persona, en el Derecho Romano, no es m ás que una herramienta jur í dica dica para regular las relaciones dentro de la sociedad, y de ella no se deduce, en absoluto, una voluntad de antropocentrismo filos ófico ni de individualismo social. No. El humanismo en su acepci ón moderna aparece en realidad en otra tradici ón, que es la hebrea, y de all í pasar pasará, en efecto, al pensamiento griego. En la tradici ón hebrea se producen tres escisiones conceptuales que van a ser determinantes a la hora de concebir el individualismo. Las hemos visto antes, a prop ósito de la visi ón del mundo de la 52
modernidad. La cuesti ón es tan fundamental que merece la pena insistir en ella, aunque ahora nos vamos a limitar a la dial éctica hombre/Dios desde el punto de vista de la tradici ón judeocristiana. Para empezar, Dios se concibe como algo diferente al mundo. Para los jud í os, os, Dios no est á en el mundo. Lo crea desde fuera y como un acto de graciosa voluntad. No hay sacralidad en las cosas terrenales, no son en s í mismas mismas santas. Por el contrario, los dioses de los otros pueblos tradicionales -por ejemplo, los indoeuropeos- habitaban en la tierra, la tierra se hallaba encantada por lo sagrado. Simult áneamente, y siempre en la tradici ón hebrea, el hombre se concibe como algo radicalmente distinto de Dios. Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, pero no est á en él o con él, sino fuera de él, y el hombre, especialmente a partir del pecado original, se verá permanentemente perseguido por la c ólera divina. Los indoeuropeos superpon í an an la imagen de lo divino a unas fuerzas naturales dotadas de vida, que gobernaban los hechos, pero no dictaban una moral distinta a la de la comunidad. El Dios hebreo, por el contrario, dicta una moral que est á por encima de toda contingencia terrena. Como consecuencia de las dos premisas anteriores, el hombre se escinde del mundo. El mundo ya no es santo, ya no est á encantado. Su única finalidad es ser dominado con trabajo y sufrimiento porque Dios lo manda. Del mismo modo, el hombre no lleva en s í a a la divinidad, sino que ha de orientar su vida a encaminarse hacia ella a trav és de un camino de muerte y miedo: son los desiertos de Midbar y Chemama. La ciudad, Ur, queda condenada. El hombre hebreo, por tanto, flota sin v í nculos nculos que lo unan a una tierra, a un mundo sagrado, ni a una comunidad, a una forma de organizaci ón civil. Ahí es es donde nace -desde el punto de vista te órico- la primera concepci ón individualista. Se supone que algunas de estas ideas pasar án a Grecia, especialmente a S ócrates. De ahí proceder á esa otra escisi ón antes mencionada: el hombre se escinde de s í mismo, mismo, cuerpo y alma se divorcian, nace el esp í ritu ritu en s í . Por eso Nietzsche habla de “inversi ón socrática” cuando explica la decadencia del pensamiento griego. Con todo, y aunque es verdad que en Sócrates, Plat ón o Aristóteles encontramos un atisbo de concepci ón autónoma del individuo y algunos ecos de estas escisiones hebreas, la verdad es que ning ún filósofo griego, ni Sócrates, ni Plat ón ni Aristóteles proponen jam ás la condena de la Ciudad o del mundo, más bien todo lo contrario. Y cuando el cristianismo herede la tradici ón judí a, a, estará tan influido por el pensamiento griego -especialmente el neoplat ónico- que muchos de estos conceptos apenas si se har án patentes. San Agust í n es quizás el único en quien se encuentran ecos de estos conceptos hebreos, con su condena de la ciudad (Babilonia, ciudad terrestre, frente a Jerusal én, ciudad celeste), su distinci ón entre el alma y el cuerpo (respectivamente “el caballero y el caballo” en el sistema del de Hipona) y su llamada a la introspecci ón: “No salgas fuera, en tu interior reside la verdad”. Pero es el mismo San Agustí n el que predica una concepci ón sumamente respetuosa hacia la naturaleza: una “divina solicitud” hacia las cosas que Dios ha puesto a disposici ón del hombre. Las escisiones prosiguen, en efecto, pero est án muy atemperadas. Si no hubiera sido as í , San Francisco de As í s jamás habrí a podido ser canonizado. 53
El individualismo reaparece en el Renacimiento. El discurso hoy dominante sostiene que es aquí cuando cuando nace en realidad una concepci ón moderna del individuo. Los “humanistas” y los “utópicos” habr í an an redescubierto a los griegos y habr í an an “resucitado” el individualismo -un individualismo que, en el fondo nunca existi ó. Pero todo eso no es as í . El humanismo renacentista propiamente dicho, como el griego, no intenta sino dignificar la condici ón de los hombres dentro de la Ciudad, y a la propia Ciudad. Tampoco esa dignificaci ón será válida para todos los hombres: en la Utop í a de Tomás Moro, ejemplo de para í so so polí tico, tico, habí a una curiosa clase social que era la de los esclavos. Pero el Renacimiento s í aporta aporta una novedad significativa: ser á a partir de aquí cuando cuando humanismo e individualismo empiecen a significar lo mismo. Y no por los humanistas del renacimiento, sino por los comerciantes genoveses o venecianos, que beben en las fuentes clásicas y las deforman hasta reducirlas a manuales de conducta individual. Y despu és, gracias a los frailes protestantes, que con su libre interpretaci ón de las Escrituras descubren cómo la condici ón del hombre en la tierra es la de un ser escindido, puesto en relaci ón directa con Dios al margen de su Ciudad, de su comunidad de pertenencia. Puede sostenerse que las viejas escisiones operadas en el mundo hebreo resurgen aqu í , con el protestantismo. Una vez m ás, el mundo queda condenado. La diferencia es que ahora ya no habr á que abandonarlo, sino que se trata de dominarlo y explotarlo. Como vio Max Weber, con el protestantismo nace el capitalismo... para mayor gloria de Dios. 3. Humanismo como explotaci ón del mundo.Aquí el el humanismo deja de ser lo que era entre los griegos y entre los renacentistas y se convierte en una m áscara de la explotaci ón técnica del mundo. La guinda filos ófica la pone Descartes, que, como ya hemos indicado p áginas atr ás, distingue entre “res cogitans” y “res extensa”. ¿Qu é es la res cogitans? La mente, el alma, la individualidad del sujeto, que es infinita -pero la res cogitans tambi én es Dios. ¿Y qu é es la res extensa? La tierra, el mundo, ahora simplemente materia, despose í da da de su divinidad y convertida en una simple acumulaci ón de espacio medible. Esta teor í a materialista del mundo est á en la base de la filosof í ía de la Ilustraci ón. El ilustrado piensa en t érminos burgueses, es decir, individualistas y econ ómicos. Descartes tambi én habí a deshecho el mundo convirti éndolo en un pedacito de materia, como dice Giorgio Colli, y hab í a divinizado a la raz ón individual. Y es muy interesante constatar que, a partir de este momento, a partir del momento en que ya no hay nada que una al hombre con el mundo a trav és de un v í nculo nculo sagrado, comienza la verdadera explosi ón de la técnica moderna. Los antiguos saludaban a la tierra cada vez que iban a hacer agujeros; es el mismo esp í ritu ritu con que muchos de nuestros campesinos llevan sus animales a la iglesia para que el cura los bendiga en el d í a de San Antonio Abad. Pero el hombre moderno, el hombre t écnico, ve las cosas de otro modo. Para el hombre t écnico la tierra no es m ás que un objeto inanimado, y se la puede abrir, se la puede explotar, se la puede quemar... lo que 54
sea, si da un beneficio material, un progreso. Lo que importa est á en la mente del hombre, en su “Yo”, que es infinito. O eso dec í a Kant, uno de los hitos fundamentales en este camino que estamos recorriendo. La versión moderna del humanismo, que es individualista y materialista, acaba derribando los obstáculos santos, sagrados, que imped í an an la explotaci ón técnica e indefinida del entorno natural. Her ón de Alejandr í a, a, muchos años antes de Cristo, conoc í a la fuerza del vapor, pero no se le ocurri ó inventar un mecanismo para arar m ás deprisa; la m áquina de vapor la invent ó Newcomen a comienzos del XVIII. La p ólvora era conocida en Europa desde el siglo X, pero los guerreros desde ñaban su uso; el uso b élico de la p ólvora se generaliza en los siglos XVI y XVII, y a partir del XVIII es un elemento com ún para usos industriales. Los alquimistas conoc í an an muchas propiedades qu í micas micas de la materia, pero lo que buscaban era la clave para el conocimiento del mundo; en los siglos XVIII y XIX, la quí mica mica se convierte en una industria m ás. Todaví a Newton o Leibniz se consideraban a s í ísicos; mismos más teólogos que f í s icos; Alfred Nobel compondr á el TNT y luego crear á el premio Nobel de la Paz, Einstein fabricar á la bomba at ómica y se convertir á en uno de los í dolos dolos de Occidente. El individualismo, la visi ón moderna del mundo, que es la matriz del humanismo, condena de hecho a la tierra y crea las condiciones espirituales, interiores, para un desarrollo pasmoso de la t écnica. Y esto es lo m ás trágico del asunto: la t écnica, creada por el hombre moderno, termina levantando la mano contra su creador, como dijo Spengler. La m áquina se ha vuelto loca y ya no hay manera de pararla. Nos amenaza a todos con un colapso inmediato. Y como toda nuestra vida gira ya en torno a la m áquina, como no podemos prescindir de ella, nos convertimos en esclavos de la t écnica, esclavos de algo que hab í amos amos creado para ponerlo a nuestro servicio. Es as í como como el humanismo moderno, lejos de conseguir la emancipaci ón individual, la conciencia absoluta del yo, termina convirti éndonos en esclavos de algo que ya ni siquiera es divino o natural, sino mero artificio humano. Quizá desde este punto de vista, desde esta descripci ón histórica, se entender á mejor lo que querí a Nietzsche cuando hablaba del superhombre. En el mundo de Nietzsche, el hombre se habí a convertido ya en un ser desligado del mundo, de la vida, apabullado por el peso de su propio cerebro, como en el poema de Gottfried Benn. Lo que Nietzsche propone es un superhombre -ser í a mucho m ás correcto traducir el t érmino orginal como “sobrehombre”que vaya más allá del humanismo moderno y que reconquiste la vida. Es la primera andanada contra la concepci ón moderna del hombre universal. 4. El alejamiento del Ser.Con todo, quien pone en relaci ón el humanismo con la civilizaci ón técnica y quien hace que esta superaci ón del humanismo sea una operaci ón consciente es Martin Heidegger, en quien nos hemos inspirado ampliamente a la hora de desarrollar este tema. Heidegger cree que el camino de la filosof í a occidental ha sido un progresivo alejamiento del Ser. Desde las escisiones de S ócrates, que se hab í a hecho eco de las escisiones hebreas antes explicadas, toda la trayectoria de la metaf í sica sica occidental habr í a sido una progresiva separaci ón de 55
esferas: separar a los hombres de los dioses, separar a los dioses de la tierra, separar a los hombres de la tierra... Heidegger interpreta que el propio Nietzsche es el punto decisivo de esta trayectoria, porque, en efecto, Nietzsche, con su teor í a de la voluntad de poder, estar í a descubriendo el verdadero impulso de la civilizaci ón occiental: ni humanismo, ni emancipaci ón del sujeto, ni gaitas. Poder, poder puro y desnudo. Pero esa concepci ón sólo cabe cuando se han roto los viejos v í nculos. nculos. La palabra de Zaratustra, para Heidegger, ser í a la última palabra del pensamiento occidental. Ahora de lo que se tratar í a es de volver al punto de partida, antes de S ócrates; volver a pensar lo que pensaron los griegos de una forma aún más griega -y reencontrar el Ser. Es interesante rese ñar el camino que describe Heidegger, porque nos puede ayudar a reconstruir todo lo que hemos dicho hasta ahora y lo que luego vamos a decir. Son fundamentalmente cuatro pasos: - El humanismo moderno, concebido como individualismo, nace como oposici ón a la sacralidad de la existencia terrenal. Destierra a los dioses, desacraliza la tierra y la convierte en mero territorio de caza para un individuo infinito. - Aquí nace nace la t écnica moderna, que es la forma que adopta el impulso humano por adueñarse del entorno que le rodea y explotarlo. Expulsados los dioses, ya no hay barreras. El hombre queda solo y fuerte ante el mundo. Por eso la t écnica moderna es fruto del humanismo. - La técnica, por su propio devenir, que es la voluntad de poder material, termina deshumanizando al hombre, convirti éndolo en esclavo de su propia creaci ón. El mundo que nos rodea, el mundo del triunfo del humanismo, ya no es humano, sino t écnico. - En consecuencia, una superaci ón de la civilizaci ón de la técnica sólo puede pasar por una superaci ón del humanismo. Hemos de ir m ás allá de aquella concepci ón según la cual el individuo es omnipotente, libre de todo v í nculo nculo con la tierra y con los otros individuos, porque eso, que es el humanismo moderno, ha acabado conduci éndonos a un mundo donde el ser humano ya no es nada. Heidegger explora varias v í as as para superar el humanismo. Podemos resumirla en lo antes dicho: volver a ser griegos, pero m ás todaví a. a. Es decir, pensar otra vez los v í nculos nculos que religan la tetramer í a primordial: los hombres y los dioses, el cielo y la tierra, de tal modo que vuelvan a quedar bien soldados. Respecto a la t écnica, Heidegger recomienda lo que él llama Gelassenheit, y que podemos resumir como “Serenidad para con las cosas”: podemos utilizar los instrumentos t écnicos, pero s ólo a condici ón de ser capaces de prescindir de ellos; podemos usar las creaciones de nuestra civilizaci ón, pero s ólo a condici ón de reponer la jerarquí a que los hací a depender de la cultura, de los valores, de los principios, y no dejar que los instrumentos t écnicos reposen sobre s í mismos. mismos. En definitiva, se trata de instaurar una nueva jerarqu í a. a. 5. Más allá del humanismo.Desde mi punto de vista, éste es el combate m ás importante que podemos proponer para construir una visi ón del mundo alternativa: transportar una nueva manera de entender las 56
cosas de forma tal que podamos superar la crisis a la que el humanismo moderno nos ha conducido. ¿C ómo hacerlo? ¿C ómo ir más allá del humanismo? Eso implica reflexionar sobre las viejas escisiones y suturarlas de forma que nuestro mundo pueda volver a vivir. - Hay que suturar la escisi ón del hombre respecto al mundo. Eso implica acudir a una antropolog í a realista que nos muestre que el hombre es un animal, pero que es tambi én un creador de culturas, y lo es en el mundo. El hombre y el mundo son lo mismo. -Hay que suturar la escisi ón del hombre respecto a lo sagrado. Una idea completa del hombre tiene que partir del hecho de que el hombre no puede existir sin lo sagrado, y que ese elemento sagrado est á también presente en el mundo. Hay que reencantar nuestras existencias y reencantar la naturaleza. - Hay que suturar la escisi ón del hombre respecto a sus comunidades de pertenencia, que es una de las consecuencias pr ácticas de la mencionada escisi ón hombre/mundo. El hombre es un ser social, pertenece a algo, algo que es lo que le da vida m ás allá de su Ego, de su Yo. Hay que arraigarse. - Hay que suturar la escisi ón que nos ha hecho perder el control sobre la t écnica, sobre nuestra propia civilizaci ón. Y hay que hacerlo en los t érminos de la Gelassenheit, de la serenidad, de una nueva jerarqu í a donde los productos materiales est én sometidos a los criterios de una visi ón del mundo vertical. Son ví as as que podemos explorar para ir m ás allá del humanismo y plantear una alternativa a la idea moderna del hombre. *
ía: Bibliograf í a : - DUMONT, Louis: Ensayos sobre el individualismo, Alianza, Madrid, 1987. - HEIDEGGER, Martin: Carta sobre el humanismo, Ediciones del 80, Buenos Aires, 1988; Serenidad, Ed. del Serbal, cit. - HIPONA, San Agust í n de: Confesiones, Espasa Calpe, Madrid, 1954. - NIETZSCHE, Friedrich: El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid, 1973. - ROUGIER, Louis: Del para í so so a la utop í a, a, FCE, cit. - SEVERINO, Emanuele: La filosof í a antigua, Ariel, Barcelona, 1986.
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VI Por un nuevo modelo de sociedad
La idea del modelo social es una de las traducciones principales y m ás f ácilmente visibles de cualquier planteamiento filos ófico-pol í tico. tico. Cuando uno piensa el mundo que le rodea, lo primero que percibe es la necesidad de organizarlo, y esa organizaci ón es siempre, de un í a polí tica modo u otro, social. Por eso detr ás de toda filosof í tica hay una sociolog í a. a. 1. Qué es “modelo social”.-
ías No obstante, no todas las filosof í a s se acercan con el mismo esp í ritu ritu a esa vertiente sociol ógica de su reflexi ón. En rigor, puede decirse que hay dos maneras de afrontar la tarea de la organizaci ón social: una, la de quienes creen que la sociedad es como una materia moldeable e informe, “cera virgen” que el hombre puede modelar a su antojo; otra, la de quienes creen que en todo conjunto humano hay una serie de constantes predeterminadas, constantes que vienen impuestas por la propia naturaleza humana, por la tradici ón o por la cultura, y que la tarea de organizar la sociedad no puede ignorar esas constantes pre-existentes. La primera de estas concepciones sociales -la que ve los conjuntos humanos como “cera virgen”- puede ser denominada Ingenier í a social. La ingenier í a social es la creaci ón ex novo y ex nihilo de una sociedad ideal, es decir, la construcci ón con materiales abstractos (una idea preconcebida del individuo, una idea preconcebida de la justicia, etc étera) de una realidad social determinada. Es la filosof í a del “deber ser” puro. A partir de unos supuestos ideológicos no demostrados, pero en los que se cree con fe, se trata de construir una sociedad coherente con esos supuestos. Esta es la mec ánica de todas las utop í as, as, que imaginan cómo deber í a ser la sociedad ideal y tratan de manejar la realidad para que encaje en ese molde ideal. En general, la sociolog í a desplegada por las ideolog í as as modernas pueden definirse como “ingenier í as as sociales”. En las últimas décadas, los teóricos ultraliberales (von Hayek, por ejemplo) han tratado de reconvertir el concepto de ingenier í a social para aplicarlo a aquellos gobiernos que intentan intervenir en el mercado. Pero no dejemos que las palabras nos enga ñen: el propio liberalismo, en la medida en que parte de una antropolog í a imaginaria, con unos conceptos abstractos del hombre y de las reglas sociales, es una aut éntica ingenier í a social. La otra visi ón, en la medida en que no parte de conceptos abstractos previos, sino de realidades constantes y ajenas (o, por lo menos, previas) a la voluntad humana, no es una ingenier í a, a, sino una tarea de organizaci ón de la realidad social. Se trata de levantar acta de las constantes de la realidad social, sin ideas preconcebidas. A partir de esa realidad, que incluye tanto las pulsiones elementales del individuo como las tendencias naturales de los ía polí tica grupos y sus formas de auto-organizaci ón, se formula una filosof í tica que tratar á de organizar la realidad social para que funcione del modo m ás armonioso posible.
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Naturalmente, el organizador podr á orientar el conjunto social hacia unos objetivos determinados, en funci ón de las necesidades del grupo y de los proyectos colectivos, y ah í entra el papel de la pol í tica; tica; pero lo que nunca har á será caer en la tentaci ón de intentar crear un “hombre nuevo”, por ejemplo. Las formas tradicionales de organizaci ón social, as í como buena parte de las ideas sociol ógicas posmodernas, corresponden a este campo. A partir de esta divisi ón de conceptos, la Sociolog í a (concebida como la disciplina que estudia el comportamiento grupal humano) se convierte en un campo de batalla ideol ógico. Habrá una Sociolog í a hecha a la medida de la ingenier í a social, para justificarla, y habr á otra Sociolog í a pensada con el objetivo m ás modesto, pero m ás realista, de organizar polí ticamente ticamente la realidad social sin violentarla. Es importante saber que, hoy en d í a, a, la ingenier í a social ha entrado en crisis; de hecho, y desde el punto de vista sociol ógico, la ingenier í a social est á acusada de propiciar el totalitarismo, y eso incluye tambi én a la ingenier í a social desarrollada en los ámbitos capitalistas y democr áticos. 2. El modelo social moderno.El modelo social moderno es un reflejo directo de los presupuestos filos óficos de la modernidad, examinados en las charlas anteriores. Los principios de individualismo, igualitarismo y cosmopolitismo adquieren forma social y construyen una sociolog í a determinada. A partir de esos principios -que son, insistimos, ideol ógicos, no sociol ógicos-, toman cuerpo diferentes interpretaciones del mismo modelo, cuya única diferencia es que pondr án el acento en uno u otro de sus elementos, de sus principios: en el individualismo, en el igualitarismo o en el cosmopolitismo. Pero el modelo b ásico, la matriz de la que proceden, es id éntica. Modelo social moderno: Submodelo individualista: doctrina del Yo social (liberalismo) Submodelo igualitario: doctrina de los Yoes iguales (socialismo) Submodelo cosmopolita: doctrina del Yo puro (mundialismo) La primera gran versi ón del modelo social moderno es la sociedad liberal, que toma al individualismo como concepto-clave, como punto de referencia ideol ógico, y que se corresponde con el esquema cl ásico del capitalismo. Aqu í vamos vamos a denominar a esta versión doctrina del “Yo social”. El eje de este modelo es el inter és del individuo. El individuo y su inter és -entendido, evidentemente, como inter és económico- se convierten en fuerza primaria de la vida en sociedad. La que impulsa este modelo es la burgues í a de los siglos XVII y XVIII. El burgu és, sometido a reglas pol í ticas ticas (aranceles, aduanas, etc étera) que limitan el beneficio económico y a una organizaci ón social que le margina en beneficio de los otros estamentos dominantes, imagina una sociedad perfecta en la que el derecho al beneficio no tendr í a lí mites, mites, y trata de justificar esa ambici ón mediante la santificaci ón de los dos elementos principales de su discurso: la santificaci ón del individuo y la santificaci ón de su inter és. Así se llega, por ejemplo, a formulaciones como la de La f ábula de las abejas de Mandeville, 59
según el cual “Los vicios privados son virtudes p úblicas”, es decir que la avaricia y el egoí smo smo del individuo revierten positivamente en el conjunto de la sociedad, en la medida en que estimulan la competitividad, la libertad y la prosperidad. Son exactamente los mismos argumentos que tratan hoy de legitimar el nuevo capitalismo internacional. Y es que es aquí donde donde nace el modelo social del capitalismo, que ha llegado hasta nuestros d í as. as. Un modelo social, pues, que se caracteriza por poner el acento sobre el Individualismo, sobre el Yo. Ahora bien, en d í as as anteriores hemos visto c ómo el Individualismo ser í a incoherente sin otro de los grandes principios de la filosof í a moderna: el igualitarismo. En efecto, para sacralizar el derecho del individuo hay que aceptar acto seguido que todos los individuos tienen iguales derechos (si no, caemos en una evidente injusticia). Sin embargo, el desarrollo del modelo social individualista/capitalista a partir de los siglos XVIII y XIX dio lugar a una situaci ón de gran desigualdad social. A partir de ese momento “se activ ó” el segundo principio, el del Igualitarismo, que estaba en germen en toda la literatura ut ópica y ía ilustrada. Nace as í otro en la propia filosof í otro submodelo social, siempre dentro del modelo social de la modernidad, que pone el acento en la condici ón igual de todos los hombres -y, naturalmente, reduce todo proyecto social a la obtenci ón de esa igualdad, identificada con la justicia-. Es lo que aqu í vamos vamos a llamar doctrina de los “Yoes iguales”. La principal aplicaci ón práctica del submodelo social igualitario ha sido el socialismo, tanto en su vertiente autoritaria como en su vertiente democr ática. Así se se decantaron en su momento dos modelos que pr ácticamente monopolizaron la oferta pol í tica. tica. De hecho, entre los años cincuenta y setenta el debate ideol ógico/pol í tico tico se centr ó en “una guerra entre dos modelos de sociedad”: a un lado, el de la libertad, el individualismo, identificado sobre todo con la derecha liberal; al otro, el de la igualdad, el socialista, identificado con la izquierda. El hundimiento posterior del bloque comunista no ha afectado sustancialmente al modelo igualitario, pero s í ha ha llevado a la reducci ón de ese doble frente (individualismo contra igualitarismo) a un s ólo modelo de sociedad: el social-liberal. La fase actual del modelo social de la modernidad proviene de ese fin de la “guerra entre dos modelos de sociedad”, que en realidad era una oposici ón entre dos variantes del modelo social moderno. Esa “guerra” se ha intentado solucionar mediante el recurso expreso a un tercer elemento caracter í stico stico de la ideolog í a de la modernidad: el cosmopolitismo, es decir, la presunción de que el Individuo es un “Yo” puro que debe romper todos sus v í nculos nculos de carácter histórico, tradicional, étnico, cultural, etc étera, considerados como obst áculo para la libertad. Estamos, pues, ante una tercera variante: la doctrina de los “Yoes puros”. De hecho, el consenso sobre el actual “modelo de sociedad” s ólo tiene sentido si se acepta que todos los hombres, por definici ón, son individuos libres e iguales, y por tanto les corresponde una sociedad universal sin diferencias de ning ún tipo. La extensi ón de una cultura mundial de masas basada en pautas de consumo homog éneas y en la difusi ón de un mismo “imaginario” (es decir, una misma representaci ón del mundo, con los mismos “buenos”, los mismos “malos” y las mismas historias y relatos) es el principal veh í culo culo para materializar hoy la fase actual del modelo social de la modernidad, que pone el acento 60
no ya en el individualismo o en el igualitarismo, sino en el universalismo -o, si se prefiere, en el mundialismo. Por eso es tan frecuente escuchar hoy, en la sociolog í a cotidiana de los medios de comunicaci ón, cómo los sucesos que ocurren en pa í ses ses lejanos o en civilizaciones distintas se interpretan, sin embargo, con los mismos criterios que se usan en Occidente. Por la misma raz ón, se tiende a pensar -y ese es el nuevo dogma de fe del modelo social moderno, del mismo modo que antes lo fue la santidad del inter és individual o el car ácter sagrado de la igualdad- que todos los pueblos han de caminar hacia un s ólo y único modelo social. Entramos as í en en la fase crepuscular del modelo social moderno. 3. La crisis del modelo social moderno.Como en otros aspectos, el modelo social de la modernidad ha entrado en crisis. Las causas son tanto pr ácticas como te óricas. En general, podemos decir que hoy asistimos a la convicci ón de que el modelo social de la modernidad no era la “forma natural de organizaci ón” del género humano, como se ha cre í do do durante m ás de dos siglos, sino que era, simplemente, el producto de una determinada ideolog í a, a, y que esa ideolog í a ha chocado con la propia realidad social. Hemos hablado de causas pr ácticas de la crisis del modelo social moderno. Eso quiere decir que el modelo social moderno ha demostrado no ser viable en ninguna de sus tres fases: capitalista, socialista y cosmopolita. Dicho de otro modo: la fuerza de los hechos ha demostrado que la propia realidad social escapa al molde en que la ideolog í a moderna trat ó de encajarlo. V éamos paso a paso por qu é. Lo que aqu í hemos hemos llamado doctrina del “Yo social”, es decir, la fase liberal-capitalista del modelo moderno, ha degenerado en “ley de la jungla”. El submodelo primario, que es el de la santificaci ón del inter és individual (aquel de “vicios privados, virtudes p úblicas”), ya demostr ó en su momento que s ólo conducí a a una situaci ón de injusticia extrema. El siglo XIX vivi ó el horror de la explotaci ón y el siglo XX vivi ó el horror de la revoluci ón, mera reacci ón de masas frente a un modelo social insoportable. Entre uno y otro, el submodelo individualista ha provocado m ás millones de muertos que ninguna otra cat ástrofe a lo largo de la historia. Hoy, cuando la modernidad entra en crisis, aparece un nuevo fen ómeno pendular que consiste en volver al modelo primario: es el neo-liberalismo norteamericano, apuntado en la “era Reagan” y acentuado a partir de 1994 con la nueva mayor í a republicana en el Congreso. Este movimiento de p éndulo encuentra su justificaci ón en el hecho de que el modelo alternativo a éste, el igualitario, ha demostrado ser ineficaz. Ahora bien, la eficacia real del modelo individualista queda por demostrar. El mejor ejemplo es la propia sociedad norteamericana, donde crecen a velocidad exponencial grandes bolsas de marginaci ón socioecon ómica. Lo mismo ocurre en otros pa í ses ses de Europa. Y lo m ás notable es que, frente a esta realidad radical, el neo-individualismo pretende resolver el problema diciendo que lo mejor es no intentar resolverlo. El proceso es b ásicamente el siguiente. Hasta el siglo XX, el modelo social capitalista cre ó una sociedad dividida en ricos y pobres; todas las gigantescas convulsiones sociopol í ticas ticas del primer tercio del siglo provienen, en buena parte, de esta fractura. Y por eso, a partir del 61
fin de la segunda guerra mundial, la sociedad de consumo trat ó de eliminar las diferencias integrando a los pobres dentro del conjunto, es decir, trat ó de borrar la marginaci ón o, por lo menos, estableci ó la “conveniencia pol í tica” tica” de intentar borrar esas zonas de marginaci ón, extendiendo a la periferia social la prosperidad del centro. Pero hoy resulta que esas zonas de marginaci ón, esa periferia social, no s ólo no se ha integrado, sino que además ha crecido por la din ámica económica del capitalismo. Lo que se propone entonces es, simplemente, abdicar de la intenci ón de integrar la marginaci ón, renunciar a integrar la periferia en el centro socioecon ómico. Y eso es lo que estamos viviendo hoy. Hay que decir que esta renovaci ón de la fractura social es del todo coherente con la visi ón individualista: en la l ógica neo-liberal, si un individuo de una sociedad libre no consigue defender su inter és económico, es porque, de hecho, est á renunciando a ser individuo, con lo cual se convierte no en v í ctima, ctima, sino en culpable. El problema es que este planteamiento es absolutamente indefendible desde una óptica que no sea exclusivamente econ ómica. En primer lugar, porque renuncia a la noci ón de justicia social, que es un criterio central en la polí tica tica de las sociedades complejas; en segundo lugar, porque es una bomba de relojer í a: a: si se deja a la periferia crecer sin medida, entregada a su propia suerte, terminar á volviéndose contra el centro. No obstante, hay que ser conscientes de que si este “pendulazo” neo-liberal ha sido posible, ello se debe sobre todo al fracaso del modelo social igualitario, que ha generado unos sistemas pol í ticos ticos y económicos que, lejos de obtener los ansiados resultados de igualdad universal, no han producido sino jerarqu í as as más discutibles -la del terror policial, por ejemplo- y grandes frustraciones personales. El igualitarismo social ha degenerado en “ley del rebaño”. En efecto, el igualitarismo es, en su ra í z, z, contrario a la naturaleza humana, porque se fija unas metas y unos objetivos completamente imaginarios. El resultado ha sido que todas las polí ticas ticas sociales igualitarias han conducido o bien a la violencia -la figura del “lecho de Procusto”, caracter í stica stica del socialismo comunista- o bien a generar pasividad social – porque se ha suprimido el requisito del esfuerzo personal y porque se penaliza la excelencia-, como ha ocurrido en las pol í ticas ticas socialdem ócratas. Las socialdemocracias europeas, que son el ejemplo m ás acabado de igualitarismo contempor áneo, han producido unas sociedades donde todo individuo considera que tiene derecho a esperarlo todo del Estado -o sea de los impuestos de los dem ás individuos-, y que desde su nacimiento posee tantos derechos como los dem ás. El problema aparece cuando el individuo aspira a determinados derechos no escritos (por ejemplo, el estatus econ ómico, el éxito acad émico, la fama, etc.) que son producto del esfuerzo personal o del m érito individual. Ah í se se produce un fen ómeno de frustraci ón de expectativas. Y a medida que la sociedad se hace í cil más compleja y las expectativas crecen, m ás dif í cil resulta satisfacerlas, de modo que mayor es la frustraci ón. El modelo social igualitario trata de resolver el problema obligando a la gente a aceptar ese requisito de igualdad como un “bien social”, pero en realidad no logra sino instaurar un estado de injusticia permanente hacia los mejores. Ese patr ón se reproduce en la educaci ón, en las relaciones laborales, en la pol í tica tica fiscal, etc. Si el modelo individualista (neo-liberal) ha instituido la ley de la jungla, el modelo igualitario 62
(socialdem ócrata) ha instituido la ley del reba ño. Ahora bien, el hombre, que no es un lobo, tampoco es un cordero: es un hombre. Respecto al cosmopolitismo, que es el rostro actual del modelo social moderno, ha degenerado en disoluci ón colectiva. El cosmopolitismo social trataba de ofrecer una respuesta a los problemas anteriores: el esfuerzo individual ha de ser recompensado en su justa medida; medida; al mismo mismo tiempo, han han de mantenerse mantenerse unas unas ciertas cotas cotas de igualdad igualdad social social para evitar conflictos internos. Sin embargo, el cosmopolitismo social tiene un punto d ébil: la incapacidad de decidir al servicio de qu é hay que poner ese esfuerzo individual y esa igualdad mí nima. nima. El cosmopolitismo hace hincapi é en el universalismo. Desde ese punto de vista, todo valor social aut ónomo y toda identidad colectiva particular deben desaparecer para dejar paso a un mundo único. Ahora bien, la gente pone sus esfuerzos al servicio de algo. Ese “algo” es lo que da cohesi ón social a un conjunto humano. Y la única respuesta que puede dar el sistema es que ese “algo” es el propio sistema, es decir, una serie de mecanismos econ ómicos que garantizan un m í nimo nimo bienestar. Eso hace depender la cohesi ón social del mayor o menor éxito del sistema econ ómico, lo cual, a la larga, significa que una sociedad plantear á más o menos problemas de cohesi ón según sea menos o más rica. Por otra parte, como el criterio del bienestar es fundamentalmente individual, la sociedad cosmopolita va desagreg ándose lentamente, porque dejan de existir las instituciones tradicionales que antes organizaban el conjunto social: la familia, el grupo profesional, etc étera. De esa manera, la sociedad cosmopolita termina aunando tanto los defectos del modelo individualista como los del modelo igualitario. Dicho de otro modo, el modelo cosmopolita es el “rostro humano” de los errores sociol ógicos de la modernidad, pero no resuelve ninguno de los problemas planteados. Hemos visto hasta aqu í las las causas pr ácticas de la quiebra del modelo social moderno, esa doctrina del Yo social. Pero a estas causas pr ácticas hay que sumar tambi én los numerosos estudios que han venido a converger en una amplia refutaci ón teórica de ese mismo modelo social. En este aspecto, como en muchos otros, el jaque mate a la filosof í a moderna lo han dado las ciencias y los estudiosos. Y en el caso concreto del modelo social, el principal vector de cr í tica tica ha venido de la Etolog í a, a, es decir, el estudio comparado de los comportamientos animal y humano, que ha demostrado c ómo el carácter social del hombre es inseparable de determinadas pulsiones instintivas, y c ómo el modelo social moderno es contrario a esas pulsiones naturales. Aunque ya hemos visto algunas de estas cr í ticas ticas en dí as as anteriores, no vendr á mal volver a ponerlas sobre la mesa. a) El instinto grupal. En primer lugar, el individualismo es absolutamente falso. Antes al contrario, el estado natural del ser humano, del individuo, es el grupo. Desde que el hombre es hombre, los humanos han formado grupos para hacer frente al medio exterior. Y cuando ese medio natural ha dejado de ser hostil, los hombres han seguido formando grupos para organizar su vida en com ún. La sociedad no se construye sobre un Yo, sino sobre un Nosotros. No hay ni un s ólo ejemplo de sociedad humana verdaderamente individualista. El individuo sólo se define en tanto que existen los otros y en tanto que forma parte de algo. b) El instinto jer árquico. Del mismo modo, el igualitarismo es un falso mito. En todo grupo 63
humano se crea inmediatamente una jerarqu í a en funci ón de criterios diversos y especí ficos: ficos: la edad, la sabidur í a, a, la combatividad, etc. No hay ning ún ejemplo hist órico de sociedad verdaderamente igualitaria. Incluso las civilizaciones que practicaban una suerte de colectivismo agrario -por ejemplo, algunas sociedades amerindias primitivas- manten í an an sin embargo una fuerte jerarqu í a en otros campos ajenos al estrictamente alimenticio: la posesi ón de mujeres, la conducci ón de la caza, etc. El igualitarismo no existe. El individuo forma siempre parte de un grupo, y en ese grupo tiende siempre a buscar su propio lugar. c) El instinto arraigado. Otro tanto ocurre con el cosmopolitismo, que es un mero prejuicio ideológico sin base real alguna. Desde sus inicios, todo grupo humano tiende a buscar instancias de identidad y de arraigo. En los animales primarios -y tambi én en el hombre-, la primera instancia de identidad y de arraigo es el territorio. En los grupos humanos m ás evolucionados, esa territorialidad se traslada tambi én a la cultura, es decir, a los rasgos que forman la identidad colectiva. Esto no quiere decir que las culturas hayan de ser como cajas cerradas, al contrario: toda cultura se construye con intercambios y con aportaciones de culturas diferentes, pero, precisamente, para que tales intercambios y aportaciones sean posibles es necesario que existan culturas distintas y aut ónomas, que las identidades se mantengan. Dig ámoslo así : yo no puedo intercambiar nada con Otro si yo no s é quién soy yo. Una cultura es abierta en la medida en que guarda su identidad. Cuando esa identidad no existe, el grupo se disuelve y la cultura desaparece -y con ella, el arraigo, que pasa a buscarse en otro tipo de criterios sustitutivos: formas de vida, pautas de consumo, etc., pero incluso en este caso sigue existiendo la necesidad de arraigarse, aunque sea en instancias de rango menor. Así las las cosas, el modelo social moderno se enfrenta hoy a una crisis sin precedentes. En buena medida, la mayor parte de los problemas sociales que vemos a nuestro alrededor pueden reconducirse hacia esta crisis general de la ideolog í a social moderna. De manera que en este punto, como en otros, la soluci ón no puede limitarse a una serie de medidas de ingenier í a social capaces de solucionar tal o cual problema, sino que hay que ir al fondo de la cuestión y esbozar un modelo social nuevo, capaz de pensar la sociedad de otro modo. 4. Nuevos modelos de filosof í a social.Antes vimos c ómo habí a dos formas de pensar la sociolog í a: a: como ingenier í a o como organizaci ón filosófico-pol í tica tica de una realidad pre-existente. El modelo social de la modernidad ha sido el de la ingenier í a: a: concebir una “sociedad ideal” y tratar de que la realidad encaje a golpes en la idea. A nosotros, por el contrario, nos corresponde m ás bien proponer el otro camino: el de pensar la realidad social a partir de ella misma y, sobre esa base, buscar v í as as de organizaci ón polí tica tica (de la polis) que proyecten a la sociedad en la historia. Por otro lado, esa v í a de la organizaci ón o auto-organizaci ón social est á siendo la más explorada por la sociolog í a de nuestros d í as. as. La sociedad posmoderna, en efecto, parece caminar espont áneamente hacia formas nuevas que ya no se pueden entender con los criterios sociales modernos. En d í as as anteriores hemos visto c ómo la sociedad posmoderna 64
estaba gobernada por un conjunto de valores en contradicci ón: narcisismo e igualitarismo, hedonismo y solidaridad primaria, etc étera. El soci ólogo más abierto hacia esta nueva realidad es el franc és Michel Maffesoli. A su juicio, la sociedad posmoderna vendr í a a caracterizarse por las siguientes caracter í sticas: sticas: - Retorno del tribalismo. Reencantamiento del mundo e ideal comunitario. Desde hace unos años venimos percibiendo un fen ómeno antes inexistente: la aparici ón de tribus, que no son (sólo) las tribus urbanas, sino que son cualquier tipo de agrupaci ón con sentimientos comunes. Ese tribalismo se expresa, ante todo, por la creaci ón de una sensibilidad -no racional, no pol í tica, tica, no técnica- común y por la voluntad de formar parte del grupo. Por ejemplo: la pe ña de un equipo de f útbol, la asociaci ón informal de lectores de tal o cual escritor, etc. - Aparici ón de la subjetividad de masas frente a la subjetividad individual, ya saturada. El sujeto que forma parte de ese grupo tribal ya no es un individuo que decide ser parte de algo, sino que alcanza su subjetividad desde el momento en que ha entrado a formar parte del conjunto. Todos los soci ólogos y los psic ólogos saben que el sujeto no se comporta igual cuando est á solo que cuando est á en grupo. Lo que hoy estar í amos amos viendo es un creciente gusto por comportarse conforme al patr ón del grupo. Esas subjetividades, por otro lado, no se expresan a trav és de opiniones comunes o de filiaciones semejantes, sino mediante unas “emociones” o “vibraciones” compartidas. Volvemos al ejemplo de la pe ña de f útbol, pero tambi én al de los amantes de la m úsica celta, por ejemplo. A ello hay que añadir el hecho del resurgimiento de los localismos: frente a unas sociedades cada vez m ás masificadas y donde se borra la distinci ón entre el pueblo y la ciudad, la gente tiende a crear sus propias estructuras de socialidad a escala local, y ese fen ómeno es tanto mayor cuanto más desarrollada t écnicamente es la ciudad donde se mueve. - Principio de relaci ón frente a principio de individuaci ón. Hasta ahora la sociolog í a partí a del individuo como hecho b ásico de lo social; eso era el llamado “principio de individuaci ón”. Ahora empieza a considerarse -por otra parte, con toda l ógica- que el hecho básico no es el individuo, sino la capacidad relacional del individuo con el grupo y viceversa, es decir, el “principio de relaci ón”, que no se agota en el sujeto. En ese sentido, la situaci ón del sujeto frente al grupo deja de ser meramente racional, como correspond í a al modelo moderno del c álculo individual, y pasa a ser, sobre todo, emotiva, afectiva. La sociedad que estamos viendo nacer se gu í a más por estos principios que por los de la modernidad -individualismo, racionalismo, etc-. Por otra parte, en los últimos años se ha desarrollado, sobre todo en los Estados Unidos, una corriente cr í tica tica altamente interesante frente al modelo social de la modernidad. Se trata de los llamados comunitaristas (Etzioni, Sandel, Taylor, MacIntyre, etc.). Los puntos centrales del comunitarismo son los siguientes: - El hombre es, antes que sujeto, un animal pol í tico tico y social. - El hombre en sociedad no es un Yo. La vida en sociedad debe ser entendida desde el 65
paradigma del Yo y Nosotros (I & We paradigm). - Los derechos del sujeto no son atributos universales y abstractos, sino la expresi ón de los valores propios de una colectividad o de un grupo diferenciado. - La justicia estriba en adoptar un tipo de existencia caracterizado por los conceptos de solidaridad, reciprocidad y bien com ún. - El Estado no es un mal, sino la expresi ón colectiva y organizada de esas aspiraciones. - Todo ser humano est á inscrito en una red de circunstancias naturales y sociales que van más allá de la individualidad. - La comunidad es la sustancia ética (Hegel) de la vida del sujeto. Por tanto, reducir la ciudadan í a a una pertenencia econ ómica y a un voto pol í tico tico cada cuatro a ños es una forma de arruinar la vida individual. Los comunitaristas deben ser situados dentro del ámbito intelectual norteamericano, hoy dominado por el enfrentamiento entre liberales (social-liberales) y libertaristas (ultraliberales). Son categor í as as muy alejadas de la realidad intelectual europea; de hecho, los comunitaristas no podr í an an encajar exactamente en ninguno (de los movimientos de ideas que aquí conocemos. conocemos. Pero su inter és es evidente, en la medida en que han planteado una crí tica tica radical al modelo social moderno en el mismo escenario donde m ás ha arraigado ese modelo social. A todo ello hay que a ñadir que las disciplinas cient í ficas ficas y la reflexi ón contempor áneas están proporcionando nuevos modelos te óricos que pueden servir de base o de patr ón para apuntalar la nueva idea de lo social. El modelo te órico de la idea social moderna era el mecanicismo, metodolog í a de moda en los siglos XVII y XVIII, y que explicaba los fenómenos mediante un esquema simple de causa-efecto y de relaciones mec ánicas entre los cuerpos (y tambi én entre los hombres, entre esos Yoes aislados que supuestamente componen la sociedad). Hoy las cosas han cambiado, se camina hacia un nuevo paradigma cient í fico fico y, por tanto, parece l ógico pensar que de ah í nacer nacerán instrumentos útiles para pensar la realidad social. En el caso concreto que estamos estudiando, los nuevos modelos teóricos son sobre todo tres: la Teor í a General de Sistemas, el neo-organicismo y el Holismo. La Teor í a General de Sistemas explica toda realidad como una relaci ón de apoyo/conflicto permanente entre los diversos componentes de un conjunto. La l ógica mecanicista era binaria y lineal: las fuerzas o se atra í an an o se repelí an, an, los objetos eran lo que eran y no podí an an ser otra cosa. Por el contrario, la l ógica sistémica es plural y circular: los objetos y las fuerzas actuar án de un modo u otro en funci ón del lugar que ocupen en el sistema; un mismo objeto podr á ser contradictorio con el conjunto en funci ón del lugar que ocupe y en funci ón del lugar que ocupen los otros objetos. Un individuo en un conjunto social ya no será sólo un individuo (principio de individuaci ón) sino que ser á un ciudadano espa ñol residente en Laredo, casado y con tres hijos, padre de familia y profesional de la metalurgia, y su funci ón social es inseparable de todas esas caracter í sticas. sticas. Ese mismo individuo, en otra situaci ón distinta, ya no ser í a ese individuo. El neo-organicismo incide en ese car ácter inevitablemente relacional de toda realidad 66
singular. Tras un notable éxito cient í fico fico a principios de nuestro siglo, el organicismo ha vuelto a aparecer con cierta fuerza en el campo biol ógico. Básicamente, podemos definirlo así : el organicismo consiste en admitir que el sistema de todos los seres vivos (pasados, presentes y futuros) constituye una unidad org ánica donde cada elemento obtiene sus razones de ser m ás í ntimas ntimas de todo lo que le rodea. La naturaleza, por ejemplo, no nos muestra sólo mecanismos de predaci ón y de selecci ón, sino tambi én de interdependencia, de mutualismo, de complementariedad y de cooperaci ón armoniosa. Por ejemplo: un lobo se come a un cordero; al hacerlo no s ólo está cumpliendo una funci ón de regulaci ón de la poblaci ón de corderos y de la poblaci ón de lobos, sino que tambi én desencadena muchos otros mecanismos naturales que son, a la larga, los que dan la raz ón de existir al lobo. Vayamos a la sociedad humana: un hombre tiene un hijo. Al hacerlo no s ólo está garantizando la continuidad de su linaje individual, sino que est á manteniendo la poblaci ón escolar, est á asegurando nuevos reclutas para el ej ército, facilitar á la continuidad de la cultura social, a ñadirá nueva mano de obra al mercado de trabajo, etc., y cada uno de estos subsistemas, a su vez, actuar án sobre los que le rodean. Organicismo es aquella concepci ón según la cual cada acci ón forma parte de un orden; en lo social, el organicismo social ser á aquella concepci ón según la cual cada acci ón del sujeto alcanza su verdadero sentido en la medida en que act úa sobre y a trav és de los órganos constitutivos de la sociedad. En la base de todas estas concepciones hallamos ecos de lo que se denomina Holismo. En el fondo, en efecto, Teor í a General de Sistemas y organicismo son interpretaciones de la realidad muy semejantes. Ambas se basan en una concepci ón global (esto es, no reduccionista) de la realidad, donde ning ún objeto de an álisis puede ser estudiado con independencia absoluta del conjunto (o el sistema, o el órgano) al que pertenece; m ás aún: el objeto s ólo tiene sentido en la medida en que forma parte de algo, de ese sistema, de ese órgano. Sin embargo, la filosof í a de fondo de estas concepciones no es nueva, sino tan antigua como la sabidur í a tradicional: se llama Holismo (del griego holon, “Todo”) y se puede reducir al siguiente lema: “Todo est á relacionado con Todo”. As í , si un elemento del conjunto var í a, a, el Todo se ve afectado. En el caso concreto de la filosof í a social, esto significa que no es posible pensar al sujeto, a la organizaci ón, al partido o a la familia como entes individuales y aut ónomos, sino que han de ser pensados dentro de su contexto. Un hombre en un conjunto pol í tico tico no es sólo un hombre, un n úmero en el censo que vota cada cuatro años, sino un ciudadano, y eso implica una serie de derechos y de deberes que ponen a ese hombre en relaci ón con los demás y consigo mismo. El Holismo es la forma cient í fica fica tradicional de pensar la globalidad. 5. Comunidad y Sociedad.Hay, por tanto, dos formas de considerar la realidad social: o como agregado de individuos (Yoes) intercambiables entre s í , según quiere el pensamiento moderno, o como conjunto estructurado de individuos, organizaciones e instituciones, lo cual incluye la relaci ón entre todos estos elementos. Las nuevas tendencias metodol ógicas y la sabidur í a tradicional se dan la mano hoy, porque, desde el Holismo hasta la Teor í a General de Sistemas, todo apunta hacia una reconsideraci ón de la globalidad, la totalidad. En la historia de la Sociolog í a, a, este cambio de paradigma ha de ser puesto en relaci ón con uno de los episodios 67
fundamentales del devenir del pensamiento sociol ógico: la distinci ón hecha por Ferdinand Tönnies entre Comunidad (Gemeinschaft) y Sociedad (Gesellschaft). La Sociedad, para T önnies, es la forma social propia de la modernidad y se caracteriza, fundamentalmente, por el hecho de que el sujeto abraza consciente e individualmente su pertenencia a un grupo, previo c álculo de su inter és personal. Es lo que Durkheim llama í sica “solidaridad mec ánica”. La estructura f í sica de la Sociedad podr í a obedecer al siguiente esquema: Sociedad=Individuo+Individuo+x. La Comunidad, por el contrario, es la forma social propia del mundo antiguo y se caracteriza por el hecho de que el sujeto es parte de ella desde el mismo momento de su nacimiento. El sujeto no tiene opci ón: forma parte de la Comunidad, que le impone sus deberes y, a su vez, le protege; y forma parte de la Comunidad a trav és de instituciones intermedias como la familia, el gremio, etc. Es lo que Durkheim llama “Solidaridad orgánica”. Su esquema ser í a el siguiente: Comunidad=Individuo+ Familia+ Gremio+ antepasados+vecinos+x. Todos los cambios en nuestra concepci ón de la sociedad -todos esos fen ómenos que acabamos de ver: el tribalismo, el comunitarismo, etc.- deben ser puestos en relaci ón con esta vieja pol émica entre Comunidad y Sociedad. As í , veremos que las formas sociales que hoy surgen no son societarias, es decir, modernas, sino comunitarias, esto es, pre-modernas o posmodernas. Y veremos tambi én que toda superaci ón del modelo social de la modernidad pasa por una reconsideraci ón del viejo modelo de la Comunidad, que parece mucho más apto para el nuevo marco que hoy se dibuja. Veamos ahora c ómo aplicarí amos amos el esquema Sociedad vs. Comunidad en tres ejemplos concretos que constatamos todos los d í as as en nuestra vida cotidiana: el aborto, la inmigraci ón y la insumisi ón. Tomemos, en primer lugar, el caso del aborto. El aborto (entendido como el derecho “libre y gratuito” a la interrupci ón artificial del embarazo) trata de justificarse mediante el argumento de que la mujer tiene derecho a elegir sobre lo que hace con su propio cuerpo. Ahora bien, ese argumento s ólo tiene sentido si consideramos los hechos sociales desde un punto de vista estrictamente individualista (moderno), es decir, si convertimos a la voluntad individual de una mujer concreta en única instancia de decisi ón. Por el contrario, desde una lógica comunitaria ese argumento no tendr í a sentido, porque en el hecho del aborto o del alumbramiento no intervendr í a sólo una voluntad, y ni siquiera s ólo dos voluntades (la de la mujer y la del feto), sino tambi én el interés social, los deberes de la comunidad hacia ese niño no-nato, los deberes de esa mujer hacia la comunidad, etc étera. Por eso el argumento del aborto libre y gratuito, hoy esgrimido por la izquierda, es en realidad un argumento individualista y burgu és, y por eso es tan dif í cil ponerle freno desde la propia l ógica del í cil modelo social de la modernidad. Por el contrario, el argumento comunitario pone un obstáculo insuperable: la decisi ón sobre una cuesti ón que afecta a otro miembro de la comunidad no puede ser s ólo una decisi ón individual.
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Algo muy semejante ocurre con la integraci ón (es decir, la laminaci ón) cultural de los inmigrantes. Desde el punto de vista del modelo social moderno, que es individualista, no hay obstáculo alguno para que las poblaciones inmigradas sean obligadas a abrazar nuestro ordenamiento legal, nuestra lengua y nuestra religi ón: al fin y al cabo, se trata de individuos que, como tales, han de aceptar las mismas condiciones que todos los dem ás individuos, y nosotros, por nuestra parte, tenemos que aceptarlo as í , porque para eso son individuos como nosotros. Ahora bien, si en lugar de ver al inmigrante como a un individuo universal-yabstracto exactamente igual a cualquier otro individuo universal-y-abstracto, lo vemos como a un sujeto vinculado a un ámbito cultural determinado, con unas aspiraciones socioecon ómicas concretas, con una identidad espec í fica fica no intercambiable por otra y, por consiguiente, como un miembro s ólo provisional de la comunidad, en ese caso el criterio abusivo de la integraci ón tendrá que ser revisado y sustituido por otro que reconozca su dignidad, pero que no atente contra su identidad. Tercer “ejemplo de campo”: la insumisi ón. El concepto de la insumisi ón es distinto al de la objeci ón de conciencia, pero su origen es el mismo (la autonom í a absoluta de la conciencia individual que predicaba el calvinista Hugo Grocio) y puede decirse que la insumisi ón es, simplemente, una radicalizaci ón de la objeci ón. La objeción forma parte tambi én del acervo ideológico moderno y se basa en la presunta superioridad absoluta de la conciencia individual sobre las exigencias sociales o comunitarias: s ólo en la conciencia individual -se nos dice- reside la moral. Por tanto, el individuo tiene derecho a oponerse (objetar) a determinadas obligaciones. La insumisi ón lleva éste planteamiento hasta el extremo: la conciencia individual tiene derecho a objetar cualquier obligaci ón que se considere disconforme con la propia moral, con la propia conciencia. Este planteamiento es absolutamente irreprochable si consideramos la sociedad como un mero agregado de individuos movidos por el c álculo racional, como presume el modelo social de la modernidad. Sin embargo, desde el punto de vista comunitario la insumisi ón no tiene sentido, al contrario: se considera como un “atentado social”. ¿Por qu é? Porque supone una ruptura unilateral de la relaci ón comunitaria, relaci ón que es previa al propio sujeto. Otra cosa serí a la objeci ón de conciencia: la comunidad puede aceptar que uno de sus miembros rehúse cumplir ciertos deberes, siempre y cuando se obligue (o se deje obligar) a cumplir otros. En todo caso, en el esquema comunitario la conciencia individual nunca gozar á de la categor í a de valor absoluto y único de Verdad. 6. Construir un nuevo modelo social.A través de las ideas expuestas hemos visto cu ál es la situaci ón del modelo social en nuestro tiempo. ¿Qu é alternativa se puede plantear? Ante todo, hay que huir del error de hacer “ingenier í a social”, tan com ún en todas las pol í ticas ticas de la modernidad. Nadie conseguir á jamás que el hombre sea bueno, o que sea igual a todos los hombres, o que sea eternamente dichoso, o que todos los ni ños tengan la inteligencia de Goethe, como dec í a Trotski que ocurrir í a cuando llegara el comunismo, ni que los mares manen limonada, como llegó a decir Fourier en sus peores delirios. M ás bien, la alternativa tiene que levantar acta de la realidad social, conocer bien sus constantes para no violentarla, mantener una idea global (hol í stica) stica) del todo comunitario y defender su cohesi ón. El objetivo principal 69
habrá de ser organizar arm ónicamente el conjunto para que sea fiel a s í mismo mismo (a su identidad) y para que pueda proyectarse en la historia, y garantizar la circulaci ón de las legí timas timas aspiraciones individuales en el interior de la comunidad, donde cada cual pueda cumplir su funci ón en el conjunto (holismo). *
ía: Bibliograf í a : - BALANDIER, Georges: El desorden. La teor í a del caos y las ciencias sociales, Gedisa, Barcelona, 1989. - BENOIST, Alain de y FAYE, Guillaume: Las ideas de la nueva derecha, Nuevo Arte Thor (cit.). - DUMONT, Louis: Homo Hierarchicus, Ed. Aguilar, Madrid, 1971; Ensayos sobre el individualismo, Alianza (cit.). - MAFFESOLI, Michel: El retorno de las tribus, Ed. Icaria (cit.). - MULHALL, Stephen y SWIFT, Adam: El individuo frente a la comunidad, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1996. - SIMMEL, Georg: Sociolog í a (I y II), Revista de Occidente, Madrid, 1977. - SOLÉ, Carlota: Ensayos de teor í a sociológica. Modernizaci ón y postmodernidad, Paraninfo, Madrid, 1987. - TÖNNIES, Ferdinand: Comunidad y sociedad, Pen í nsula, nsula, Barcelona, 1990. - WEBER, Max: Sobre la teor í a de las ciencias sociales, Pen í nsula, nsula, Barcelona, 1971. - WINKLER, E. y SCHWEIKHARDT, J.: El conocimiento del hombre. Expedici ón por la antropolog í a, a, Planeta, Barcelona, 1985.
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VII La sociedad de la información: el problema de la influencia social de la televisión
No es posible imaginar la vida actual sin la presencia de la televisi ón. Los datos de Ecotel y del Estudio General de Medios en los últimos años estiman que la cifra de espa ñoles que se ponen diariamente delante del televisor se sit úan entre 25 y 30 millones de personas. Encuestas oficiales (por ejemplo, la del Ministerio de Cultura) se ñalan que en el 96% de los hogares espa ñoles hay al menos un aparato de televisi ón. 1. La televisi ón. La televisión se ha convertido en la reina de la comunicaci ón en todos los pa í ses ses desarrollados. En los hogares, ha ocupado el lugar del fuego como punto central de la vida doméstica; en la sociedad, se ha convertido en el escenario principal de la vida comunitaria. Los padres dicen que sus ni ños deben ver televisi ón para no “aislarse” de sus compa ñeros; los intelectuales, por su parte, tratan de aparecer lo m ás posible en la peque ña pantalla para publicitar mejor sus obras y sus ideas; los pol í ticos ticos han hecho del control de la televisi ón uno de sus objetivos primordiales, y los comerciantes, a su vez, han descubierto que la publicidad televisiva no es s ólo un magn í fico fico instrumento de venta, sino tambi én un poderoso medio de control de la informaci ón. Toda nuestra vida gira, cada vez m ás, alrededor de la televisi ón.
í cil En estas condiciones, es dif í cil dudar de la enorme influencia del medio televisivo. Es un hecho que la televisi ón influye, cada vez en mayor medida, en los comportamientos sociales: no s ólo en la decisi ón de comprar uno u otro producto o de votar a uno u otro partido, sino tambi én en nuestra forma de vestir, en nuestra forma de hablar y en las referencias de la vida cotidiana. Los personajes de la televisi ón son tema común de conversaci ón en los bares o en los mercados (¿qui én no conoce a Raffaella Carra o a Loles León?), los niños adornan sus juegos con las m úsicas de los anuncios (”Hoy me siento Flex”), el último cap í tulo tulo de un culebr ón es capaz de detener la vida de un pa í s (así sucedi sucedió con el caribe ño Cristal), las gentes construyen su visi ón de la historia a partir de los argumentos de los relatos televisivos (qui énes son los buenos, qui énes los malos) y un hecho televisivo (por ejemplo, el intempestivo empe ño de Francisco Umbral en que se hablara de su último libro en un determinado programa) puede alimentar las charlas de los comunicadores durante varias semanas y, m ás aún, permanecer en la memoria colectiva durante más tiempo todav í a. a. Sí , sin ninguna duda: la televisi ón influye en los comportamientos sociales. Pero esta constataci ón lleva aparejada una pregunta: ¿Qu é hace, mientras tanto, el sujeto? El individuo -se presume- sigue siendo un ser dotado de libertad de decisi ón, lo cual le
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harí a capaz de arbitrar la influencia de la televisi ón en uno u otro sentido. Mientras exista un dedo í ndice ndice dispuesto para apagar el receptor, siempre ser á posible desviar o detener la influencia de la televisi ón; mientras el sujeto siga siendo un ser aut ónomo, siempre podr á decidir si ha de obedecer a los mensajes publicitarios (tambi én series como Sensaci ón de vivir son mensajes publicitarios) o ignorarlos; en definitiva, y al menos desde un punto de vista teórico, mientras el sujeto tenga voluntad siempre ser á posible optar entre vivir conforme a lo que la televisi ón prescribe o vivir conforme a lo que el propio sujeto decide en cada instante. La cuesti ón, sin embargo, es saber si el sujeto es capaz de huir de la televisi ón. ¿Es posible vivir al margen de la televisi ón? ¿Es posible vivir fuera de los cauces de comportamiento que la televisi ón instituye? Eso significa preguntarse si es posible esperar una reacci ón colectiva mediante la cual la mayor í a de la sociedad, de com ún acuerdo, decida, por ejemplo, que la televisi ón está bien para entretenerse, pero que no debe influir a la hora de adoptar pautas de comportamiento, remitiendo éstas a otros factores como la tradici ón, la cultura autóctona, la religi ón, los libros, una ideolog í a, a, etcétera. Ahora bien: ¿De verdad es posible encauzar, controlar una din ámica como la de la comunicaci ón de masas, en cuya misma esencia hallamos una clara vocaci ón de universalidad t écnica? ¿Es posible utilizar la televisi ón sólo como instrumento, con independencia de la naturaleza misma y de la vocación de ese instrumento? ¿Es posible hacer las cosas de modo que la televisi ón no nos influya? Esta disyuntiva nos conduce a un nuevo interrogante: ¿Es posible separar instrumento (televisi ón) y contenido (programaci ón)? El contenido de nuestra televisi ón, ¿es necesariamente el que es ahora o podr í a ser otro distinto? Si as í fuera, fuera, si el contenido de nuestra televisi ón pudiera ser otro, habr í a que mirar hacia aquellos que son responsables de los contenidos de la televisi ón, esto es, hacia los programadores, pues en manos de los programadores estar í a la decisi ón de hacer televisi ón de uno u otro modo. ¿Qu é lleva a los programadores a hacer un tipo de televisi ón cada vez más definido, basado en los concursos, la publicidad, los reality shows, etc étera? ¿Estamos ante un caso de maldad extrema por parte de un determinado sector de profesionales? ¿O es que acaso el propio instrumento televisivo exige ese lenguaje, ese contenido? ¿Qu é criterios utilizan los programadores para decidir la programaci ón con que nos obsequian? ¿Existen unos baremos determinados? Nuestra tesis es que s í : el propio medio impone esos criterios de programaci ón, porque esos criterios son los que rigen en el ámbito de la comunicaci ón de masas. Así las las cosas, nos encontrar í amos amos con el siguiente paisaje: disponemos de un medio de comunicaci ón que no podemos controlar desde su interior. S ólo hay una forma de controlar la televisi ón: haciendo que la televisi ón refleje a posteriori la cultura social. Pero lo que tenemos es m ás bien lo contrario, a saber, un instrumento que est á definiendo y produciendo en todo momento esa misma cultura social, un producto que se ha convertido en productor. ¿Es posible variar las cosas? Ello significar í a tanto como hacer borr ón y cuenta nueva, definir ex novo el papel de la televisi ón en nuestras sociedades, y hacerlo no desde posturas pr óximas al propio medio, sino desde fuera de él. A enunciar esa definici ón 72
se dirige el siguiente texto. 2. Qué es la comunicaci ón. La televisión es un instrumento para la comunicaci ón. ¿Y qué es la comunicaci ón? Empecemos por los niveles m ás elementales. La comunicaci ón es una de las actividades primarias de los animales superiores. El et ólogo W. John Smith la define como “cualquier intercambio de informaci ón de cualquier fuente” (1). Ese intercambio, esa comunicaci ón se materializa mediante actos-se ñales por los que un ser vivo comunica a otro sus intenciones. Esos actos-se ñales se han llamado, en Etolog í a, a, displays, seg ún el término acu ñado por Huxley (2). El cortejo del somormujo o los aullidos de un lobo son actos de display. Y nótese cuál es la funci ón del display: introducir una nueva informaci ón en el comportamiento social, ya se trate de una colmena de abejas o de una colonia de orangutanes. Todo acto de comunicaci ón, por elemental que sea, tiene una influencia social inmediata. Y si esto ocurre entre las especies animales m ás primarias, cu ánto más no ocurrir á en el hombre, que ha creado la estructura social m ás densa y compleja de todas cuantas existen en la naturaleza. Toda comunicaci ón crea pautas nuevas de conducta. Por tanto, es l ógico suponer que aquella comunicaci ón capaz de encontrar un canal de recepci ón masivo tendr á una influencia a ún mayor. El receptor podr á hacer caso omiso del mensaje o podr á actuar en consecuencia; lo mismo da. El hecho es que el mero t érmino “comunicaci ón” implica un cambio inmediato en la conducta social: un lobo nunca volver á a comportarse igual despu és de haber sido acobardado por los gru ñidos de un macho m ás fuerte, del mismo modo que un vascón del siglo VIII empezar í a a comportarse de un modo completamente distinto cuando supo que se acercaban los árabes. Toda comunicaci ón implica un cambio de conducta; toda comunicaci ón social, implica un cambio de conducta social. Pero, en nuestro siglo, la comunicaci ón de masas, y especialmente la informaci ón audiovisual, ha variado mucho las cosas. No es que la televisi ón no influya, al contrario; lo que pasa es que la televisi ón influye de un modo nuevo. Y no se trata de una cuesti ón cuantitativa (un medio m ás poderoso con mayor capacidad de acci ón), sino que estamos hablando, fundamentalmente, de un cambio cualitativo. Cuando el somormujo lavanco obedece a un display, o cuando el vasc ón del siglo VIII se arma al conocer que los árabes asoman la punta de la nariz por la Rioja, ambos est án respondiendo a un est í mulo mulo que procede de su medio m ás directo. En sus aspectos b ásicos, el proceso no es muy diferente del que se produce cuando Goethe se entera de que el joven Gerard de Nerval ha traducido Fausto al franc és. En todos estos casos, por dispares que nos puedan parecer, la mec ánica es la misma: la comunicaci ón se establece dentro de un mundo de referencias com ún, un mundo de representaciones compartidas. Toda comunicaci ón ejerce una influencia, porque la comunicaci ón funciona en el interior de un mundo concreto, con representaciones compartidas por todos los actores. Por as í decirlo, decirlo, toda esa informaci ón circula en un mismo escenario. Ahora bien: la informaci ón audiovisual ha roto el escenario. Con la televisi ón, la 73
informaci ón deja de estar vinculada a un mundo de representaciones comunes. Gilbert Cohen-S éat y Pierre Fougeyrollas sostienen que los medios audiovisuales han desarraigado la representaci ón del mundo: “Antes de la aparici ón de los medios audiovisuales, el conocimiento que recib í an an los individuos proven í a, a, en primer lugar, de su medio ambiente inmediato, y en segundo lugar, de los enunciados, dichos o escritos, que desempe ñaban el papel de mediadores entre este medio ambiente y el resto del mundo que pod í a relacionarse con él. Hoy el cine, la televisi ón y las im ágenes que de ellas resultan, distribuyen a las masas, cada vez m ás numerosas y densas, materiales informativos que no son en la mayor í a de los casos -o, por lo menos, no necesariamente- ni extra í dos dos de su medio ambiente próximo, ni de nada que, a primera vista, se relacione con él, y que no han sido formulados según los términos del grupo (...) Es como si la evoluci ón de la informaci ón de lo verbal a lo visual hubiese desarraigado la representaci ón del mundo y la hubiese liberado, por lo menos parcialmente, de los lazos que anta ño la uní an an al medio natural y social” (3). La televisión, por consiguiente, no es s ólo un medio m ás, un mero instrumento. La televisi ón crea una determinada forma de entender la realidad, una forma de percepci ón desconocida hasta ahora. Por eso Cohen-S éat y Fougeyrollas creen que el hombre, con las técnicas de comunicaci ón de imágenes a las masas, se ha convertido en algo distinto a lo que era antes, se ha convertido en otro tipo de hombre. A ese tipo nuevo de hombre le corresponde un nuevo tipo de realidad: una realidad desarraigada, flotante, sin v í nculos nculos con un medio ambiente espec í fico fico o con una cultura concreta. ¿Qué realidad es ésa? Obviamente, se trata de la realidad de la t écnica: una realidad cambiante, universal, sujeta a transformaciones cont í nuas, nuas, separada de los mundos de valores que hab í amos amos conocido hasta ahora. La televisi ón, en efecto, influye, pero no (o no sólo) porque sea capaz de llegar a mucha gente, sino, sobre todo, porque llega de un modo nuevo e inapelable. Con la televisi ón aparece un nuevo tipo de realidad. Y esa es la realidad de nuestro mundo. 3. El lugar del sujeto. José Luis Pinillos dice que “La televisi ón ha conseguido lo que habr í a maravillado a un Aristóteles, a saber: manejar la forma de las cosas, sin su materia, jugar con la pura similitud de lo real” (4). En efecto, estamos ante una multiplicaci ón hasta el infinito de la forma y la apariencia. Pero la gran pregunta, ahora, es saber c ómo reacciona el sujeto ante esta nueva forma de comunicaci ón. Todo parece indicar que reacciona de un modo diferente a como reaccionaba en el marco de la comunicaci ón verbal, ya fuera oral o escrita. Y, desde luego, no reacciona de forma positiva. Con la t écnica audiovisual, el sujeto cambia de lugar en la relaci ón comunicacional. Seg ún Mario Perniola, el efecto de los medios de comunicaci ón de masas es disolver la subjetividad del espectador, alejarle del mundo de imágenes y representaciones que hasta ahora era el suyo, “arrebatarle su condici ón de actor y convertirlo en cosa” (5). ¿Por qué ocurre todo esto? Porque el sujeto se ve desvalido ante un c úmulo de informaciones que no puede digerir con la suficiente soltura. Cohen-S éat y Fougeyrollas 74
sugieren que la imagen produce el impacto sobre nuestro cerebro sin que nos haya dado tiempo a activar los mecanismos de control necesarios (6). Seg ún esa tesis, lo verbal – insistimos: tanto oral como escrito- afectar í a en primer lugar a los centros superiores y a los mecanismos ya “instalados” de nuestra vida intelectual y ps í quica; quica; lo verbal atraviesa los filtros del raciocinio, y s ólo raramente alcanzar í a la sensibilidad neurovegetativa, lo cual limita sus efectos. Por el contrario, la acumulaci ón de imágenes llamativas y en r ápida sucesi ón harí a que la intuici ón y la afectividad entraran en juego antes de que las instancias de control de la personalidad hayan llegado a estar en condiciones de captar los mensajes intencionales. La televisi ón actúa sobre el instinto, no sobre el raciocinio. Es como si la televisi ón atacara por la espalda a nuestro sistema de defensa, a los dispositivos protectores de nuestro entendimiento. De ese modo, el individuo ya no puede ejercer sobre la imagen el mismo control que ejerc í a sobre la informaci ón verbal. El premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz lo expresa de este modo: “La excitaci ón instintiva reprime el comportamiento racional, el hipot álamo bloquea el c órtex” (7). Esta alteraci ón psicológica produce a su vez nuevos cambios en la naturaleza de nuestra cultura y de nuestro comportamiento social. Una cultura es una imposici ón de formas: un grupo mira alrededor de s í e e interpreta el mundo de un modo determinado, le otorga unas formas para aprehenderlo. La informaci ón visual, que es pura forma, suplanta esta operaci ón colectiva y la somete al arbitrio de la reproducci ón técnica de imágenes. De ese modo, las culturas tienden a perder su especificidad en el mundo de la imagen t écnica. En efecto, como explican Cohen-S éat y Fougeyrollas, grupos e individuos “difieren principalmente en sus representaciones intelectuales, en su afectividad consciente y en sus representaciones biogr áficas”. Recordemos lo antes dicho acerca de la cultura como instancia fundamental de la naturaleza humana. Pues bien: la imagen, que seg ún hemos visto trastorna las instancias superiores del psiquismo, trastorna tambi én esos mecanismos de diferenciaci ón. Por eso la imagen tiende a uniformar las diferencias y a alterar la jerarquí a de lo superior y lo inferior. Ahora bien, lo único que resulta de ah í es es que los individuos, al perder las referencias colectivas tradicionales, flotan sin ancla en ese nuevo mundo de im ágenes. El sujeto, que en la lógica moderna era un ser libre y consciente en plena auto-construcci ón, se convierte en una suerte de Narciso que busca un v í nculo nculo sólido al mundo consumiendo una tras otra todas las im ágenes de la pantalla, pero que, precisamente por la profusi ón de esas imágenes, termina desech ándolas. As í explica explica Lipovetski el narcisismo contempor áneo: “Una forma in édita de apat í a hecha de sensibilizaci ón epidérmica al mundo a la vez que de profunda indiferencia hacia él: paradoja que se explica parcialmente por la pl étora de informaciones que nos abruman y la rapidez con que los acontecimientos massmediatizados se suceden, impidiendo cualquier emoci ón duradera” (8). Nuestras mentes se mueven ya en un mundo nuevo. Es ese mundo fluido, l í quido quido e inaprehensible que se ha llamado Iconosfera, a saber: el imperio de las im ágenes, cada vez más numerosas, pero cada vez m ás insignificantes. Esta tiran í a icónica se convierte en una permanente amenaza para nuestro psiquismo, se convierte en un elemento de vulnerabilidad humana. Eso es especialmente perpectible en los ni ños. Como escriben Faye y Rizzi, “El 75
niño es abandonado, en un contexto permisivo, solo y ‘libre’ frente a los medias y los aparatos electr ónicos. Aparece errante entre una jungla de signos que puede ‘comprender’ técnicamente, pero de donde no obtiene ning ún sentido. Se convierte en un ser neoprimitivo. Drogado por los media, ve continuamente c ómo se alza una pantalla artificial entre él y el mundo... Es de temer que las generaciones as í educadas educadas ya no sean capaces de valorar la realidad, de descodificar el mundo exterior: la pasividad colectiva nace del embrutecimiento individual” (9). 4. ¿Es posible otra comunicaci ón social? Todas estas reflexiones acerca de la televisi ón, formuladas desde la psicolog í a y desde la sociolog í a, a, nos conducen a una conclusi ón clara: el problema de la televisi ón no está en los programas que emite; el problema de la televisi ón está en ella misma. Eso, de todas formas, no quiere decir que sea banal la pregunta acerca de cu áles deben ser los contenidos televisivos. Una de las caracter í sticas sticas esenciales de la televisi ón es que no podemos prescindir de ella, como no podr í amos amos prescindir de otros muchos logros de la t écnica, desde los autom óviles hasta los ordenadores. Eso otorga una especial relevancia a la funci ón de las personas e instituciones que tienen bajo su responsabilidad la programaci ón de los contenidos televisivos, porque se convierten en prisioneros del medio que creen dominar. Los programadores tienen en sus manos un producto cuyo alcance psicol ógico (casi dirí amos amos antropol ógico) no siempre conocen con la profudidad que ser í a deseable. No hay que olvidar esto: el programador, quiz á muy a pesar suyo, se ha convertido en un creador de cultura social. Retomando una idea de Abraham Moles, podr í amos amos decir que el programador es una especie de intermediario entre el hombre y su entorno. Como se ñala Pinillos, “las motivaciones, el pensamiento, la imaginaci ón de nuestro tiempo se hallan en manos de la medioklatura. La pantalla del televisor es el p úlpito desde el que se predica a todas horas una imagen del mundo y de la vida de la que est á empapada nuestra mente. Yo sigo siendo Yo y mi circunstancia, desde luego, pero mi circunstancia est á dejando de ser mí a, a, porque me la componen los mass media” (10). Entonces, ¿por qu é todo el mundo se queja de la televisi ón? ¿Por qué nos programan tanta cosa infumable? ¿Acaso los programadores son seres torvos que buscan ante todo el dinero sin importarles la salud mental del espectador? No, nada de eso. Los programadores se encuentran atenazados por la propia naturaleza de la comunicaci ón de masas. Todo el mundo se queja de la televisi ón, sí , pero los í ndices ndices de audiencia constatan que los programas m ás vistos son precisamente aquellos que m ás crí ticas ticas levantan. Los “culebrones”, los “reality shows” o los concursos para analfabetos funcionales son generalmente criticados por su vacuidad, pero el hecho es que son la mejor f órmula para conseguir audiencia. ¿Por qu é ocurre ésto? Por la naturaleza piramidal de la cultura en cualquier sociedad. Los argumentos complejos, las piezas musicales m ás perfectas, los cuadros más audaces o los libros m ás ricos son, salvo casos excepcionales, cuesti ón de minorí as, as, las llamadas “minor í as as cultas”, que est án en la c úspide de la pir ámide. Por el contrario, las mayor í as as menos cultas, la base de la pir ámide, incapaces de entender un matiz 76
en tal o cual pasaje de un cuento de Borges, devoran con avidez lo último de Isabel Pantoja, se emocionan con La dama de rosa o se r í en en con Ozores y Esteso. Estas últimas cosas est án al alcance de todos, de los cultos y de los incultos; por eso su éxito está asegurado. Y la cultura de masas, precisamente por ser de masas, ha de dirigirse a la base de la pir ámide. Es algo que est á en su naturaleza misma. Ahora bien: todo el mundo sabe que la cultura de masas, que naci ó con el prop ósito de extender la cultura a la base de la pir ámide, presenta muchos aspectos nocivos. Como ha explicado Christopher Lasch, la cultura de masas de las sociedades modernas, homogeneizada como es, no engendra en modo alguno una mentalidad ilustrada e independiente, sino al contrario, genera la pasividad intelectual, la confusi ón y la amnesia colectiva (11). Y entonces, ¿por qu é no hay una televisi ón para los cultos? ¿Por qu é las programaciones est án pensadas exclusivamente para la base de la pir ámide? Porque hacer una programaci ón para la base de la pir ámide es una garant í a de audiencia, y eso, en un régimen de competencia comercial, es una garant í a de dinero a trav és de la publicidad. El programador, en efecto, se encuentra atenazado entre la naturaleza piramidal de la cultura y la lógica comercial de nuestras sociedades. Y, como el n áufrago que puede optar entre hacer un poema al mar furioso o agarrase al salvavidas y flotar, el programador, por supuesto, opta por lo segundo. Por eso Juan Cueto dice que “el discurso sobre la televisi ón es una permanente lucha contra la naturaleza de la televisi ón” (12). En efecto, parece que no hay salida. ¿Qué pueden hacer las instituciones responsables de la televisi ón para invertir esta corriente? Por desgracia, s ólo pueden hacer una cosa: arriesgarse a perder dinero. Y eso, en nuestro mundo, es pecado. 5. El sentido de la comunicaci ón de masas. ¿Estamos ante un problema sin soluci ón? ¿Realmente es imposible convertir el potencial de la televisi ón en algo positivo? El subt í tulo tulo del tema que hoy nos ocupa alude al sentido de la influencia de la televisi ón sobre los comportamientos sociales. Y, ciertamente, de sentido se trata, aunque no de un sentido entendido como direcci ón, sino del sentido en tanto que significado. No podemos luchar contra la naturaleza de la televisi ón, pero quizá sí podemos podemos atribuirle un nuevo papel. ¿Qu é papel queremos atribuir a la televisi ón? Vamos a reconocer en la televisi ón aquello que realmente es: un producto t écnico, o mejor dicho, un producto de la civilizaci ón técnica que ha llegado a poseer una suerte de alma propia y que se nos quiere imponer interiormente. Ahora bien, un producto no es m ás que un producto, esto es: reclama la existencia de un productor. Y conviene no olvidar que ese productor, en última instancia, es el hombre. Podrí amos amos tratar de aprehender el problema aplicando someramente un enfoque basado en la Teorí a General de Sistemas. Si aprehendemos la naturaleza humana desde ese punto de vista sist émico, veremos que el hecho humano es una composici ón de diferentes niveles interrelacionados entre s í . Tenemos, en primer lugar, un nivel biol ógico que nos lleva a 77
comunicar y que nos asemeja al resto de los seres vivos; en este nivel, pocas cosas nos separan de aquel somormujo lavanco que cit ábamos al principio. Pero despu és tenemos un nivel cultural -el espec í ficamente ficamente humano- que nos lleva a crear representaciones del mundo e imágenes de nuestra situaci ón en la vida; son esas representaciones las que constituyen la esencia de la condici ón humana. Y en tercer lugar tenemos un nivel que podrí amos amos llamar t écnico o nivel de la civilizaci ón, y que est á constituido por los distintos productos de las diversas culturas humanas, desde una determinada forma de Gobierno hasta un arado, pasando por un aparato como la televisi ón. Miremos ahora la televisi ón: vemos que este aparato, mero producto, se ha convertido en productor y reproductor de nuestra visi ón del mundo. Es decir: el nivel t écnico ha invadido el espacio del nivel cultural. En consecuencia, el problema central de la televisi ón, y en general todo el problema de la cultura de masas, queda as í reducido reducido a esto: los productos se han convertido en productores; la creaci ón se ha convertido en creadora, pero un producto no puede producir porque carece de alma, carece de sentido, y esa es la raz ón del aparente sinsentido que nos asalta cuando permanecemos una hora delante de la televisi ón. Desde este punto de vista, el problema de la televisi ón se nos plantea como un problema de jerarquí a. a. La cultura (y no nos referimos aqu í a a los “productos culturales”, sino a ese conjunto de valores y usos que conforman la especificidad de un grupo humano) ha perdido la conexi ón con el instrumento t écnico. En consecuencia, una redefinici ón del papel de la televisi ón en nuestras sociedades habr í a de pasar por restaurar el equilibrio perdido. La televisi ón deber í a estar sujeta a la esfera cultural. Deber í a reproducir las representaciones que están arraigadas en nuestra visi ón del mundo, y no esa suerte de cosmovisi ón flotante y sin raí ces ces que hoy se nos muestra. Eso no va a impedir que se sigan produciendo los efectos negativos del instrumento t écnico; quiz á tampoco barrer á todos los inconvenientes de la cultura de masas. Pero, al menos, no nos convertir á en espectadores pasivos de la disoluci ón del mundo. El destino de la televisi ón, en definitiva, deber í a estar determinado por el destino de nuestras culturas, y no al rev és. Tal vez s ólo así podremos podremos mantener a la “bicha” dentro de un cierto control. Para ello, por supuesto, har á falta que seamos capaces de volver a dar un sentido a nuestra propia cultura. Pero eso, como dec í a Kipling, es otra historia. * Notas: (1) SMITH, John W.: Etolog í a de la comunicaci ón, Fondo de Cultura Econ ómica, México, 1977, pag. 25. (2) HUXLEY, J.: “The courtship habits of the great crested grebe”, 1914, cit. en SMITH, op. cit., pag. 18. (3) COHEN-SEAT, Gilbert, y FOUGEYROLLAS, Pierre: La influencia del cine y la televisi ón, Fondo de Cultura Econ ómica, México, 1967, pag. 12. (4) PINILLOS, Jos é Luis: La mente humana, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1991, p.245. 78
(5) PERNIOLA, Mario: “El espectador-cosa”, en REVISTA DE OC DCIDENTE, 71, Abril de 1987. (6) COHEN-SEAT, G., y FOUGEYROLLAS, P.: Op. cit., pag. 35. (7) LORENZ, Konrad: Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Plaza y Janés, Barcelona, 1984, pag. 88. (8) LIPOVETSKY, Gilles: La era del vac í o, o, Anagrama, Barcelona, 1986. (9) FAYE, G., y RIZZI, P.: “Vers la mediatisation totale”, en NOUVELLE ECOLE, 39, Otoño de 1992. (10) PINILLOS, J.L.: Op. cit., pag. 246. (11) LASCH, Christopher: “Mass Culture Reconsidered”, en DEMOCRACY, 1, 4, Octubre de 1981. (12) CUETO, Juan: “El caso de la Televisi ón”, EL PAIS, 24-4-1987.
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VIII Principios de una nueva economí a polí tica tica
La economí a es el rasgo caracter í stico stico de nuestro tiempo: vivimos en una civilizaci ón económica; el mundo moderno es un mundo esencialmente econ ómico, y ello por la misma razón por la que es un mundo esencialmente t écnico: porque la modernidad es una civilizaci ón del poder material. Por consiguiente, ninguna visi ón actual del mundo puede estar completa si carece de una perspectiva determinada sobre lo econ ómico, si renuncia a integrar el hecho econ ómico dentro de una concepci ón general de la existencia. 1. Polí tica tica económica y Econom í a polí tica. tica. Dentro del contexto que aqu í estamos estamos desarrollando, nos interesar án especialmente las relaciones entre lo econ ómico y lo pol í tico. tico. A este respecto, conviene hacer previamente, aunque sea de forma somera, una delimitaci ón de dos conceptos b ásicos: el de Pol í tica tica económica y el de Econom í a polí tica. tica. - Polí tica tica Económica es el conjunto de decisiones t écnicas concretas adoptadas por la autoridad pol í tica tica para cumplir unos objetivos econ ómicos determinados: la mayor o menor cantidad de dinero que circula en el mercado, el desarrollo de tal o cual sector industrial, las reglamentaciones comerciales, la fiscalidad... - Econom í a Polí tica, tica, término que proviene del marxismo, quiere definir el conjunto de orientaciones b ásicas que gu í an an las decisiones econ ómicas: una cierta idea de la propiedad, una concepci ón determinada del papel del Estado, de la igualdad, de la prosperidad, etc. Por así decirlo, decirlo, en la pol í tica tica econ ómica prima el factor econ ómico sobre el pol í tico, tico, mientras que en la Econom í a polí tica tica prevalecen las concepciones pol í ticas, ticas, que ponen a la econom í a a su servicio. En los últimos años, y a medida que se impon í a el modelo econ ómico hoy vigente, ha tomado cuerpo la idea de que s ólo hay una polí tica tica económica posible para asegurar unas cotas aceptables de bienestar y de riqueza; de hecho, las distintas pol í ticas ticas económicas de los paí ses ses ricos son muy semejantes, y las diferencias tienen que ver m ás con lo social que con lo propiamente econ ómico. Este argumento, frecuentemente utilizado por los tecnócratas, conduce a la creencia, ya impl í cita cita en el discurso liberal -el discurso fundador de la econom í a actual-, de que la econom í a debe funcionar sola, con las menores interferencias posibles de los agentes no econ ómicos. Hechos recientes como el de la independencia de los bancos centrales han de ser interpretados dentro de esta corriente. Ahora bien, lo que una perspectiva de Econom í a Polí tica tica contestar í a a esto es que esa “única polí tica tica económica posible” s ólo es tal desde una cierta forma de ver el mundo, desde una ideolog í a determinada; en efecto, para la ideolog í a dominante (cosmopolita, individualista, igualitaria) s ólo hay una pol í tica tica económica capaz de universalizar los
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mercados y proporcionar unos niveles altos de consumo individual al mismo tiempo que unos mí nimos nimos aceptables de igualdad (al menos sobre el papel). Pero si nuestros objetivos no son esos, sino, por ejemplo, la soberan í a nacional, o la protecci ón del medio ambiente o el reequilibrio Norte-Sur, entonces la pol í tica tica econ ómica tendr á que ser diferente. As í las las cosas, lo que hay que definir a la hora de plantear una alternativa no es una pol í tica tica económica -un conjunto de decisiones t écnicas-, sino una Econom í a polí tica tica entendida ía de la economí a dentro de una filosof í ía polí tica como una filosof í tica general, porque la Econom í a Polí tica tica siempre precede a la pol í tica tica económica. 2. Génesis de la ideolog í a economicista. El modelo econ ómico vigente en el espacio occidental no es, por tanto, el único posible, ni siquiera el mejor de los posibles, ni es tampoco un modelo estrictamente t écnico, “limpio” de consideraciones hist óricas, religiosas o culturales. El modelo econ ómico vigente es el producto de una cierta evoluci ón en el espacio cultural europeo, cuyo resultado directo ha sido precisamente el nacimiento de una civilizaci ón económica. De hecho, podemos definir a la ideolog í a occidental moderna como una “ideolog í a económica”. Merece la pena detenerse en el proceso de surgimiento de esta ideolog í a económica, cuya historia debemos poner en relaci ón con el proceso antes explicado a la hora de hablar de la t écnica moderna. Una genealog í a complementa a la otra. 2.1. La función económica tradicional. En la Europa antigua, como en todo el mundo tradicional, lo econ ómico es s ólo una de las funciones sociales. Ya hemos se ñalado en otras ocasiones hasta qu é extremo la “ideolog í a social” de los pueblos indoeuropeos era precisa a la hora de situar las funciones sociales dentro de un todo org ánico. Basta recordar la estructura de la Rep ública que enuncia Sócrates y recoge Plat ón: en la cabeza, la funci ón rectora, jur í dica dica y sacerdotal; en el pecho, las potencias de la guerra y las armas; en el vientre, la fecundidad, la riqueza, la alimentaci ón. Y esa estructura, como sabemos, concuerda con la del pante ón religioso pagano y se prolongar á durante la Edad Media cristiana. Aquí lo lo econ ómico no es en modo alguno una categor í a independiente. Est á incluida dentro de un orden social y ni siquiera ocupa un lugar especialmente relevante. Estamos ante una econom í a de necesidad y subsistencia, identificada con el mantenimiento del hogar y del reino. Todos los grandes pensadores, hasta el siglo XV, jam ás abordarán lo económico en s í mismo, sino siempre puesto en relaci ón con el “buen gobierno” y la justicia, es decir, con unos criterios de ética económica. Importa sobre todo la relaci ón hombre-hombre en el interior de la comunidad, y no la relaci ón de apropiaci ón que se establece con el objeto, la relaci ón hombre-cosas. Respecto al pueblo, se caracteriza por unos comportamientos del todo anti-econ ómicos: todaví a en el siglo XVI, los humanistas espa ñoles reprochar án a los campesinos el que trabajen como bestias durante un a ño para luego quemarlo todo en unas fiestas patronales. Es la lógica del “despilfarro” en el sentido en que la describi ó Bataille, inseparable de sus 81
hondas implicaciones religiosas y com ún a casi todas las culturas pre-modernas. Esa faceta religiosa-sacrificial es esencial para interpretar la econom í a en la Antigüedad. Así , la moneda es un s í mbolo mbolo de la equivalencia universal, de ese hilo que une a todo con todo. En Grecia la moneda se acu ña en el templo de Delfos. Est á claro el error de quienes insisten en una visión materialista de la historia. La econom í a de la antig üedad es anti-materialista. 2.2. Emergencia de la categor í a económica. Las cosas cambian cuando la econom í a se emancipa del conjunto de las normas sociales y ícil pasa poco a poco a convertirse en una visi ón del mundo en s í misma. misma. Es dif í c il saber en qu é momento exacto se produce la emergencia de la categor í a económica como funci ón autónoma. Pero la cuesti ón es importante, porque puede considerarse que a partir de aqu í comienza el mundo moderno. Por otra parte, hay razones para pensar que el fen ómeno nació de una forma m ás o menos brusca, hacia el siglo XV y especialmente en la pen í nsula nsula italiana, tras la conjunci ón de factores muy diversos. ¿Cu áles son esos factores? Entre la abundante literatura que se ha ocupado de este fen ómeno, hay que citar a Max Weber, Werner Sombart y Louis Dumont. A partir de sus estudios, podemos reconstruir el siguiente escenario. Al final de la Edad Media se produce, en Europa, una explosi ón del poder. En el siglo XV, la idea de imperio es ya s ólo un recuerdo. Por doquier aparecen nuevos poderes locales que se independizan del antiguo binomio emperador-papado. Las ciudades-Estado italianas o las nuevas urbes comerciales son un buen ejemplo de estos poderes de nuevo cu ño. Ahora bien: tales poderes, al carecer de legitimidad hist órica -puesto que ya no se remontan a la herencia de Roma o al derecho divino-, han de procurarse por s í mismos mismos los recursos para sobrevivir frente a otras potencias mayores, y eso exige gastos cada vez mayores. La v í a para ello ser á el comercio. El capitalismo nace en peque ñas ciudades-Estado -no en grandes reinos-, con mucha frecuencia portuarias y con gran ritmo comercial: G énova, Venecia, las ciudades de la Liga de la Hansa en el Norte de Europa, etc. El tr áfico comercial potencia el crecimiento de peque ñas burgues í as as locales, que se convierten en el principal apoyo de los nuevos poderes, los nuevos pr í ncipes. ncipes. El capitalismo inicial cumple as í el el objetivo de cimentar un poder precario tras la muerte de la idea imperial europea. Simult áneamente, el proceso de descomposici ón del viejo orden y la adopci ón de nuevas formas (entre ellas, las nuevas formas econ ómicas) provoca la transformaci ón de las antiguas categor í as as sociales. Durante el Medievo, la econom í a se habí a mantenido dentro del orden comunitario a trav és de los gremios de artesanos. Éstos prolongaban la forma económica tradicional, basada en la subsistencia y en la familia (el hogar) como unidad de producci ón. A partir de ahora, las nuevas exigencias de poder y la apertura de nuevos mercados van a cambiar la funci ón de la economí a, a, que ya no es la subsistencia, sino la acumulaci ón de riqueza, y tambi én la unidad de producci ón, que ya no es el hogar/familia, sino el taller y el oficio. En este contexto tiene lugar la aparici ón de una nueva ética econ ómica, inseparable del cambio en la filosof í a social que el Renacimiento trae consigo. Generalmente se contempla 82
el Renacimiento bajo el prisma de la “recuperaci ón” del pensamiento greco-latino por parte de los humanistas. Sin embargo, y como hemos visto ya anteriormente, la realidad es bastante distinta: quienes recuperaron a los cl ásicos no fueron los fil ósofos, sino los burgueses, y lo hicieron bajo la forma de recetas de “buena administraci ón” cuyo denominador com ún era recomendar prudencia. As í aparece aparece el término santa economicidad, muy extendido en la época. De manera que el primer fruto directo del renacimiento fue la aparici ón de una ética económica que ya no giraba sobre la funci ón de la riqueza en el seno de la comunidad, como quer í an an los tratadistas antiguos, sino que lo hac í a en torno a la actitud individual frente a la riqueza misma. As í se se pasa de la reflexi ón sobre la relaci ón entre hombres, caracter í stica stica del mundo antiguo, a la reflexi ón sobre la relaci ón entre hombre y cosas, concebida en t érminos de apropiaci ón, riqueza e inter és. La reforma protestante va a incidir de forma muy particular en este surgimiento de una ética económica. La sociedad europea de la Edad Media segu í a siendo tan anti-econ ómica como la de la Antig üedad, con el despilfarro instalado entre los ritos sociales y con una enorme tendencia a la ostentaci ón y el gasto, en la medida en que la riqueza se pon í a al servicio de consideraciones no econ ómicas. La moral del hidalgo, por ejemplo, es profundamente antiecon ómica. Es bien conocido el caso de aquel noble espa ñol que, obligado por el Rey a acoger en su castillo a un viejo enemigo de la patria, se vio atrapado entre la desobediencia al rey y la desobediencia a su c ódigo del honor, de manera que opt ó por quemar su propio castillo. Otro ejemplo es el c ódigo popular de la hospitalidad, que insist í a en que el anfitri ón debí a ofrecer siempre m ás de lo que los invitados pudieran consumir -de hecho, a ún sigue siendo as í en en la Europa rural-. Citemos por último, en Francia, la obra de Rabelais, que atestigua hasta qu é extremo estaba difundida en la Europa del siglo XVI una ética del derroche absolutamente dionisiaca. Todo esto es incomprensible desde la l ógica utilitaria. Y la reforma protestante, entre otras cosas, va a incidir en la crí tica tica de estos comportamientos, juzgados como inmorales. Lutero definir á al dinero como la “puta del diablo”. Y en su lugar propondr á una ascesis basada en el ahorro, la austeridad y el trabajo confiado en manos de Dios. Calvino llevar á el argumento hasta el extremo. As í el protestantismo favorecer á el desarrollo del capitalismo: al condenar la ostentaci ón y el derroche, y al predicar que la riqueza s ólo se justifica si se pone en manos de Dios, extender á una moral burguesa donde el beneficio queda santificado. Todos estos factores determinan que entre los siglos XV y XVI, y en el ámbito de la Europa occidental, lo econ ómico emerja como categor í a autónoma, cuya libertad es necesaria para el poder de los pr í ncipes ncipes y que, por otra parte, se basta a s í misma misma para facilitar la santidad a quien la practica. De aqu í nacer nacerá el capitalismo moderno. Queda claro, por tanto, que el capitalismo no es una regla necesaria de cualquier econom í a en cualquier civilizaci ón ni en cualquier momento hist órico, sino que es un producto directo de una determinada evoluci ón polí tica tica y cultural en el ámbito concreto de la civilizaci ón europea moderna. 2.3. Triunfo de la ideolog í a económica. A partir de este momento, lo econ ómico deja de ser una funci ón social integrada en un orden que la absorbe y pasa a ser, cada vez m ás, el criterio dominante de la vida pol í tica tica y 83
social. Grosso modo, podemos explicar el proceso a trav és de los siguientes pasos. En un primer momento, y como hemos visto, los nuevos poderes se encuentran con que necesitan cada vez m ás dinero para sus gastos pol í ticos ticos y militares, con el objetivo de garantizar el equilibrio en el escenario internacional. Ese dinero se lo facilita la burgues í a, a, que con su actividad comercial y con la invenci ón del crédito constituye una permanente fuente de ingresos. De este modo, la burgues í a se convierte en el sector decisivo para cualquier pa í s, s, porque de ella depende la fluidez del mercado -y del poder. Tal posición protagonista hace que la burgues í a vaya tomando poco a poco conciencia de clase (hecho único hasta entonces en la historia) y comience a plantear reivindicaciones de orden polí tico tico y jur í dico. dico. Esas reivindicaciones se apoyan en una nueva ideolog í a que consagra el inter és individual y el derecho a la riqueza como únicos criterios verdaderos de la justicia. El objetivo de la econom í a ya no ser á cimentar el poder del reino, sino hacer que la propia econom í a circule, porque se estima que en el librecambio entre los individuos, sin injerencias pol í ticas ticas o de otro orden, reside la felicidad individual. El liberalismo cl ásico aparece en este momento. Finalmente, la burgues í a, a, autoidentificada con el pueblo en su conjunto, desplaza a los estamentos que tradicionalmente ostentaban el poder y toma las riendas de ese mundo que ella misma hab í a creado: las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa significan la asunci ón total del poder por la burgues í a y el triunfo absoluto de la ideolog í a económica. El mundo en que hoy vivimos es producto de esta tendencia, iniciada hace quinientos a ños. í a social ha vivido constre ñida por el peso de lo econ ómico, hasta Desde entonces la filosof í el extremo de que las dos grandes teor í as as polí ticas ticas que han dominado durante los últimos doscientos a ños, el liberalismo y el socialismo, son en realidad meras aplicaciones al campo polí tico tico de unas teor í as as de matriz econ ómica. Esa reducci ón a lo econ ómico de todo pensamiento se llama economicismo y es una de las caracter í sticas sticas centrales del discurso dominante en el mundo moderno. 3. Grandes modelos economicistas. Los dos grandes modelos economicistas son, en efecto, el liberalismo y el socialismo, que con el transcurrir del tiempo han dado lugar a diversas evoluciones. Pero no estamos tan sólo ante sendos cuadros de “recetas” econ ómicas. Liberalismo y socialismo no son s ólo “polí ticas ticas económicas”, sino verdaderas econom í as as polí ticas, ticas, en la medida en que son producto a su vez de una determinada visi ón del mundo: la filosof í a de la modernidad, cuyo exponente más acabado va a ser la ideolog í a de la Ilustraci ón, y dentro de la cual se produce un acontecimiento capital que es el paso de la filosof í a de la Historia a la filosof í a de la praxis. Deteng ámonos brevemente en este tr ánsito, porque nos permitir á entender la lógica interna que preside el desarrollo de la ideolog í a moderna. En efecto, desde el punto de vista de la historia de las ideas podemos decir que el acontecimiento fundamental de la modernidad es el paso de la filosof í a de la Historia a la 84
ía de la praxis. Recordemos que la filosof í a de la modernidad es incomprensible si no filosof í tenemos en cuenta que se trata, ante todo, de una filosof í a de la Historia: es el permanente camino de perfecci ón del ser humano (el progreso), en su empe ño por apoderarse de su razón y ordenar el mundo conforme a ese criterio. Ese “ser humano” es, evidentemente, el burgu és europeo del siglo XVIII -en sesiones anteriores hemos explicado ya este proceso. Pues bien: la Revoluci ón Francesa va a ser percibida como el momento en que tiene lugar el descenso casi divino de la Raz ón sobre la Tierra; la raz ón se encarna en la revoluci ón, que significa el triunfo de las Luces sobre la oscuridad; el burgu és toma la raz ón histórica en sus manos. En ese instante, la Historia puede darse ya por concluida, como dec í a Hegel. Corresponder á ahora al movimiento de las Luces llevar a cabo el segundo momento del proyecto moderno, que es dar forma al mundo: la praxis. ía de la praxis se identifica as í con La filosof í con la explosi ón del dominio t écnico sobre el mundo: ese “dar forma” significa, sobre todo, dominar, imponer un orden, una racionalidad a la vida humana sobre la tierra. Y quienes han de imponer tal orden son las mismas elites económicas que hab í an an conducido a la revoluci ón, al advenimiento de la Raz ón encarnada en la Historia. Las grandes revoluciones industriales, que comienzan a finales del siglo XVIII y que se aceleran sin cesar, expresan de forma gr áfica ese esfuerzo. Toda la cuesti ón estar á entonces en saber cu ál es el factor m ás importante en la praxis moderna: si el capital, cuya circulaci ón genera riqueza por el mero hecho de circular, o si el trabajo, que incorpora a grandes masas humanas a ese mismo proceso de dominaci ón técnica. El liberalismo pone el acento en el capital; el socialismo, en el trabajo. 3.1. El liberalismo. El liberalismo es un conjunto de doctrinas que aparece en Europa entre los siglos XVI y XIX. Esta ascendencia polimorfa provoca que haya casi tantos liberalismos como personas que se dicen liberales, pero, en l í neas neas generales, las grandes familias del pensamiento liberal comparten los siguientes principios: - Providencialismo. Una “mano invisible” gu í a los comportamientos individuales y las existencias econ ómicas; el mercado, m áxima manifestaci ón de la vida social, presenta una tendencia natural y espont ánea al orden, sin necesidad de intervenciones (por ejemplo, polí ticas) ticas) exteriores a él. Así , el estado ideal de la humanidad es configurar un gran mercado planetario sin trabas para el librecambio. - Individualismo. La base de cualquier vida social es el individuo, definido como agente racional que s ólo persigue su propio inter és utilitario; el hombre se convierte en homo oeconomicus. La libertad individual consistir á en la ausencia de coacciones para perseguir el propio inter és. El egoí smo smo individual concuerda con el inter és general de la sociedad. Por eso Mandeville dir á que “Los vicios privados son virtudes p úblicas”. - Progresismo materialista. Existen leyes neutras y objetivas que gu í an an la existencia económica (leyes naturales del mercado). La tarea del conocimiento humano es llegar a aprehender esas leyes para orientar los comportamientos seg ún sus preceptos, y alcanzar as í los máximos niveles de prosperidad. El progreso en la Historia consistir á en ir desvelando esas “reglas naturales” para llegar a construir un gran para í so so universal regido por el 85
librecambio. El liberalismo en estado puro (cl ásico) predomin ó en los pa í ses ses más desarrollados industrialmente hasta bien entrado nuestro siglo. Es verdad que la gran crisis de 1929 y el surgimiento de modelos alternativos llev ó a algunas escuelas liberales a propugnar ciertos grados de intervenci ón estatal y de control sobre el mercado: fue el keynesianismo, que est á en el origen del llamado “Estado del Bienestar”, como luego veremos. Sin embargo, hoy ha terminado predominando un nuevo modelo de liberalismo puro: el neoliberalismo o monetarismo. El monetarismo se basa en la presunci ón de que las fluctuaciones econ ómicas dependen de la cantidad de dinero que circule en el mercado en un momento dado, y recomienda pol í ticas ticas neutras (esto es, de no intervenci ón, de inhibici ón polí tica: tica: polí ticas ticas impol í ticas) ticas) para que el propio mercado, que seg ún los liberales tiende espont áneamente al orden, sea el que fije la circulaci ón de la moneda. Esta corriente neoliberal tiene tres exponentes fundamentales: la “escuela de Chicago” -de hecho, la fundadora del neoliberalismo-, representada entre otros por Milton Friedman; la “escuela de Viena”, donde cabe citar a Hayek y a von Mises, y los “nuevos economistas” franceses. Su lema podrí a resumirse as í : Los defectos del capitalismo se corrigen con m ás capitalismo. Esta escuela ha pasado hoy a formar parte del acervo doctrinal de la derecha y el centro pol í ticos ticos en todo Occidente -y tambi én en numerosas pol í ticas ticas socialdem ócratas. El resultado es un modelo liberal que podr í amos amos retratar en los siguientes principios: - La finalidad última de todo hombre y de todo conjunto humano es la obtenci ón del máximo grado de bienestar material individual con el menor esfuerzo posible. El único tipo humano que se reconoce es el homo oeconomicus. Cualquier consideraci ón de otro género es una carga o un obst áculo para la libertad del sujeto. - El escenario b ásico de las relaciones entre los pueblos y entre los hombres es el mercado, que es esencialmente justo porque es impersonal y neutro. El patr ón del mercado gu í a tanto la vida en el interior de una sociedad como las relaciones a escala internacional. La pol í tica tica se pone al servicio del beneficio mercantil. - Los poderes de naturaleza no econ ómica (pol í ticos, ticos, religiosos, sociales, etc.) son percibidos como obst áculos para la libre circulaci ón de intereses y mercanc í as. as. De ahí que que sólo se justifiquen si est án sujetos al imperativo general del m áximo provecho individual y máxima libertad en el mercado. - Las diferencias ideol ógicas no tienen m ás función que encontrar dial écticamente el modo ideal de gesti ón, “neutra e ilustrada”, de la sociedad y del mercado. Cualquier modelo alternativo de sociedad no es sino una amenaza para el mercado y para la libertad individual. Hay que caminar, por tanto, hacia la configuraci ón de un sistema eficiente ante todo. La eficacia -dentro, por supuesto, del marco liberal- se convierte en el criterio elemental de toda apuesta pol í tica. tica. El liberalismo se ha convertido hoy en credo indiscutible en todo el ámbito del Occidente desarrollado; sin embargo, sus principios son tan endebles que es dif í cil cil encontrar una ía social más expuesta a la cr í tica. filosof í tica. En efecto, el liberalismo, tanto en su forma original como en sus modelos actuales, se basa en una consideraci ón de orden mágico, a saber: el funcionamiento espont áneo y naturalmente ben éfico del mercado, la existencia de 86
un “orden natural” en la circulaci ón de bienes y mercanc í as, as, circunstancia que jam ás ha podido ser demostrada por nadie. La primera consecuencia de esta fe irracional en los mecanismos del mercado es la obligatoria inhibici ón de las instancias pol í ticas ticas en el funcionamiento de la econom í a; a; de ese modo, cualquier proyecto social que no sea estrictamente mercantil queda proscrito. Las implicaciones de este planteamiento en materia de defensa nacional, por ejemplo, son obvias. Por otro lado, el liberalismo parte de una antropolog í a absolutamente imaginaria basada en la afirmaci ón de una entidad abstracta -el individuo racional y calculador- como eje absoluto de la vida humana. En suma, la econom í a polí tica tica del liberalismo es un sistema basado en dogmas de fe cuyo carácter positivo resulta ya indefendible. 3.2. El marxismo. El orden liberal demostr ó bien pronto que el provecho individual era en realidad el provecho de los individuos de una clase: la burgues í a. a. La reivindicaci ón de libertad del capital supon í a la marginaci ón de otro factor esencial en el proceso de producci ón: el trabajo. Y el trabajo, sin embargo, era la única potencia realmente visible, palpable, humana en el proceso de producci ón. Frente al capital, que segu í a dominado por una suerte de esencia mágica, el trabajo nos devolv í a a la realidad del sistema econ ómico. El socialismo nació como respuesta -absolutamente necesaria y justa, aunque igualmente reduccionista- a esta situaci ón. Inicialmente, el marxismo s ólo era una corriente m ás dentro de la familia socialista. Sin embargo, terminar í a convirti éndose en el único socialismo que realmente se llev ó a la práctica. Al hablar del marxismo es preciso hacer dos precisiones. En primer lugar, que la obra de Marx no constituye un todo homog éneo y lineal, sino que tiene, grosso modo, dos segmentos: el primero, el del “joven Marx”, permanece muy vinculado al pensamiento comunitario del romanticismo alem án; el segundo, a partir de su relaci ón con Engels y sobre todo desde El manifiesto comunista, significa ya la formulaci ón directa del materialismo hist órico. La otra precisi ón es que la obra de Marx, frente a la de otros teóricos, es simult áneamente una econom í a polí tica tica y una pol í tica tica económica; una teor í a y una praxis, y a ello debi ó, sin duda, su fuerza movilizadora. Desde un punto de vista geneal ógico, la teor í a marxista es al mismo tiempo una prolongaci ón y una rectificaci ón de la teor í a liberal. Frente a los otros socialismos del siglo XIX, de car ácter premoderno o antimoderno, el de Marx es un socialismo que entronca directamente con la filosof í a de la Ilustraci ón. Simplemente, Marx desplaza el acento desde la Historia hacia la Praxis, y especialmente hacia el Trabajo. Veamos sus puntos esenciales: - Materialismo hist órico. El liberalismo pensaba que una mano invisible reg í a la vida del mercado. Esa mano invisible era, de hecho, el motor de la historia. Marx afina esta idea y dice que los hechos econ ómicos son la causa determinante de todos los fen ómenos históricos. Pero el protagonista de este proceso econ ómico no es el capitalista en s í mismo, mismo, ni tampoco el mercado, sino el modo de producci ón, que determina todos los comportamientos individuales y colectivos (pol í ticos, ticos, morales, intelectuales, etc). El modo 87
de producci ón es la infraestructura de la vida humana; todo lo dem ás es supraestructura, productos de la infraestructura. As í , el modo de producci ón y las relaciones de propiedad que éste marca se convierten en la clave que permite reconstruir la historia entera de la humanidad. - Lucha de clases y materialismo dial éctico. Esa historia no se desarrolla de un modo pací fico, fico, sino de modo pol émico, y su agente no es el individuo, sino la clase, definida en funci ón del lugar que cada individuo ocupe en el proceso de producci ón. Hegel hab í a descrito la historia humana como la lucha del individuo por el reconocimiento. Marx no niega en ning ún momento -salvo en sus primeros escritos- el car ácter esencial del concepto de individuo -rasgo t í picamente picamente moderno-, pero reconduce la condici ón del sujeto a su condici ón de clase, y convierte la lucha individual por el reconocimiento en lucha de clases por la posesi ón de los medios de producci ón. - Mesianismo progresista. El an álisis de la historia humana en t érminos de lucha de clases por la posesi ón de los medios de producci ón es el secreto “cient í fico” fico” para llegar a la construcci ón de una sociedad sin clases, limpia de injusticias y donde habr á desaparecido la gran mancha del capitalismo: la apropiaci ón de la plusval í a (excedente generado por el trabajador) por parte del propietario. La clase obrera adquiere el papel de mes í as as que habrá de llevar a cabo la revoluci ón, la emancipaci ón universal del g énero humano. Por cierto que el género humano viene a ser equivalente de la clase obrera, igual que el liberalismo hab í a identificado al g énero humano con el burgu és. Por otra parte, cuando Marx imagina este paraí so so sin clases lo hace como “un para í so so universal de contables”; una imagen muy semejante a la del para í so so liberal del mercado planetario. Tras el autodesplome del bloque sovi ético, a partir de 1989, no puede hablarse de un modelo actual de marxismo. Los sistemas supervivientes (Cuba, Corea del Norte, etc.) oscilan entre la apertura indiscriminada de mercados y la econom í a de guerra. Por otro lado, los grandes ejemplos de econom í a marxista (URSS, China) se hallan en plena evoluci ón y es imposible saber si conducir án a nuevas formas de “capitalismo pobre” o si, por el contrario, mantendr án determinados criterios de í ndole ndole socialista. No obstante, y en lí neas neas generales, podemos decir que el modelo de la econom í a marxista se caracterizaba por los siguientes elementos: - Dirección absoluta de la econom í a por parte del Estado, identificado con el partido y, por tanto, con la clase obrera como vanguardia revolucionaria hist órica (”dictadura del proletariado”). Ese predominio del Estado permiti ó desarrollos espectaculares en determinadas áreas de la econom í a pública (la sanidad en Cuba, la astron áutica en la URSS), pero tambi én significó, de hecho, la imposibilidad de tomar decisiones econ ómicas en ninguna escala fuera del aparato estatal, lo cual condujo al gigantismo burocr ático y a la nula flexibilidad del aparato productivo. - Persecuci ón obstinada de cualquier estructura social previa (familia, credos religiosos, propiedad privada, etc.), identificadas como supervivencias del modo de producci ón capitalista. Eso condujo a un feroz totalitarismo policial en absolutamente todos los pa í ses ses marxistas y, al mismo tiempo, a una cierta frustraci ón del proyecto econ ómico-pol í tico tico del Estado, porque esas viejas estructuras no desaparecieron jam ás. De hecho, la peque ña propiedad termin ó siendo autorizada en casi todas partes. 88
- Dogmatismo igualitario en la distribuci ón de la riqueza. El objetivo del socialismo era la supresi ón de las desigualdades econ ómicas y, por tanto, el acceso obligatorio de todos y cada uno de los ciudadanos a un puesto de trabajo remunerado, al margen del esfuerzo individual. Sin embargo, el hecho es que todos los modelos marxistas generaron sus propias elites pol í ticas, ticas, en condiciones de vida notablemente superiores a la media. El dogmatismo igualitario, no obstante, sobrevivi ó hasta el final, si bien bajo un aspecto ciertamente insospechado: la militarizaci ón de la existencia social, rasgo que en el modelo asi ático ísica (chino, camboyano, etc.) alcanz ó grados extremos mediante la uniformizaci ón f í s ica de la poblaci ón. La supervivencia del modelo econ ómico marxista ya ha dejado de ser una realidad en el terreno de los hechos. Sin embargo, permanece en el terreno de la teor í a (esa “vigencia como método de análisis” a la que todav í a se refieren los marxistas recalcitrantes): la interpretaci ón economicista de los hechos hist óricos, la explicaci ón de los cambios sociales en términos de lucha de clases y la descripci ón de la “mejor sociedad posible” como aquella en la que haya desaparecido toda desigualdad, siguen siendo mitos te óricos activos en el panorama intelectual. La crí tica tica del marxismo como praxis de pol í tica tica económica no necesita de grandes refutaciones: la propia marcha de los acontecimientos se ha encargado de demostrar la invalidez de un orden econ ómico basado en la direcci ón totalitaria, la planificaci ón absoluta y la proscripci ón de la acción individual. Ahora bien: el marxismo no es s ólo una pol í tica tica ía del lugar de la económica, sino tambi én y sobre todo una econom í a polí tica, tica, una filosof í econom í a en la vida humana. Y hay razones para pensar que, contra lo que sostienen los marxistas, el verdadero error del marxismo no est á tanto en sus pol í ticas ticas económicas -mero reflejo de la teor í aa- como en la teor í a misma, basada en una serie de apriorismos muy poco cient í ficos, ficos, así como como en diversos errores de car ácter filos ófico y antropol ógico. En primer lugar, el marxismo, como el liberalismo, parte de un claro reduccionismo económico: la econom í a es el motor elemental de la historia. Ahora bien, esa presunci ón es insostenible desde el momento en que incorporamos al an álisis otras perspectivas como las de la psicolog í a (individual y colectiva), la etolog í a (que ha demostrado la “naturalidad” de los comportamientos de jerarqu í a y territorialidad) o la antropolog í a (que demuestra el carácter determinante de los patrones culturales en las formas pol í ticas ticas de un conjunto humano dado). Todos esos factores, que el marxismo cl ásico desdeñaba como simples superestructuras, han demostrado ser las verdaderas infraestructuras de la vida humana en sociedad. Por otra parte, el marxismo, como el liberalismo, reduce la condici ón del sujeto a su posición en el sistema econ ómico, y de ahí se se deducen una serie de consecuencias (lucha de clases, pulsi ón de apropiaci ón de plusval í as, as, etc.) que en realidad s ólo pueden aplicarse a una determinada época de la historia, y no a toda la historia en general ni mucho menos a cualquier sociedad de cualquier época. En fin, el marxismo sigue atado al esquema mesiánico del para í so so laico al final de la Historia, lo cual entra ya en el terreno de la magia, y no de la ciencia. Así , el gran problema del marxismo es que, pretendiendo ser un socialismo “cient í fico”, fico”, ha 89
terminado por demostrar que de “cient í fico” fico” no tiene nada. Es simplemente un credo laico travestido de terminolog í a cientí fica. fica. 3.3. El liberalismo del bienestar. El centro y la periferia. Antes hemos hablado, en escorzo, de la evoluci ón “keynesiana” del liberalismo, que le condujo a introducir elementos heterodoxos en su doctrina, en la medida en que admit í a -e incluso recomendaba- la intervenci ón de las instituciones p úblicas en la actividad de los agentes privados, y ello inclu í a el control sobre la circulaci ón de la moneda, pecado de leso liberalismo para los ortodoxos. En realidad, el sistema de Keynes no era sino una respuesta inteligente a la catastr ófica situaci ón producida por el descontrol del mercado financiero, cuyo primer gran colapso tuvo lugar en 1929. Ese descontrol hab í a conducido, adem ás, a un estado de insoportable tensi ón social. De manera que el keynesianismo se terminar í a convirtiendo en una tabla de salvaci ón para el capitalismo, en la medida en que mantuvo los aspectos básicos del sistema y adem ás permitió introducir serias correcciones en materia social, devolviendo al Estado parte de los cometidos que le hab í a arrancado el capitalismo primario. Por eso es tan frecuente que los socialdem ócratas actuales reivindiquen a Keynes -y no siempre, por cierto, con raz ón-. También el marxismo tuvo su evoluci ón. La incapacidad de llevar a la pr áctica revoluciones proletarias en pa í ses ses desarrollados -de hecho, tales revoluciones s ólo fueron posibles en pa í ses ses pobres- condujo a la aparici ón de escisiones moderadas en el movimiento socialista. Esa es la historia de la Internacional Obrera, que no vamos a desarrollar aqu í . Pero así tomaron tomaron auge en las naciones m ás industrializadas diversos grupos de car ácter socialdem ócrata cuyas caracter í sticas sticas básicas eran las siguientes: renuncia a la dictadura del proletariado como m étodo de transformaci ón social y aceptaci ón del marco pol í tico tico liberal-burgu és, pero defensa de la intervenci ón del sector p úblico en una econom í a fundamentalmente dirigida a conseguir la igualdad social y la distribuci ón igualitaria de la riqueza, sin abandonar los patrones b ásicos del materialismo hist órico. Toda la socialdemocracia europea que hoy conocemos tiene su origen aqu í . Estas corrientes terminaron confluyendo despu és de la segunda guerra mundial. Los pa í ses ses que cayeron en la esfera de influencia norteamericana abrazaron los valores del libre cambio. Pero al mismo tiempo, la desolaci ón de las econom í as as europeas tras la guerra fue el pretexto para una pol í tica tica de reconstrucci ón que se otorg ó el objetivo -m ás o menos socializante- de democratizar la prosperidad. El liberalismo de la preguerra se hab í a caracterizado por perseguir la riqueza como un fin en sí misma misma y convertirla en el objetivo de la vida social, lo cual supon í a, a, de hecho, que sólo los poseedores de la riqueza ten í an an derecho a la existencia social. El centro de la sociedad eran los propietarios; todo el resto era periferia. Frente a eso, no hab í a más alternativa que la revoluci ón de los excluidos, los proletarios. Es importante subrayar que, ante este estado de cosas, las pol í ticas ticas econ ómicas de los fascismos consiguieron introducir a todo el conjunto social en una pol í tica tica de desarrollo, lo cual explica su éxito entre las masas obreras, del mismo modo que, pocas d écadas antes, hab í an an sido los paternalismos 90
conservadores (desde Bismarck hasta Maura) quienes hab í an an creado los primeros servicios de protección social. El liberalismo de la posguerra no pod í a cometer el mismo error que su antepasado m ás directo (marginar a la periferia social), de modo que su esquema social cambi ó: el objetivo del sistema econ ómico serí a ahora integrar a la periferia en el centro, extendiendo la prosperidad a todo el mundo. Es decir: el trabajo seguir í a siendo un factor sometido al capital, pero los beneficios del capital ya no ir í an an sólo a las manos de un reducido grupo de propietarios. Ello requer í a una enorme capacidad de producci ón y, al mismo tiempo, una gran capacidad de consumo. La “primera sociedad de consumo”, en torno a los a ños sesenta, nace en este momento. Junto a ella, comienza a desarrollarse el llamado “Estado del Bienestar”, donde las instituciones p úblicas se van a encargar de mantener un m í nimo nimo de igualdad distributiva que haga soportables las fluctuaciones econ ómicas, la inflaci ón y la explosi ón permanente del mercado, con la consiguiente mundializaci ón de los intercambios. A fecha de hoy, con el marxismo arruinado en la pr áctica, puede decirse que las dos grandes corrientes de la econom í a occidental han terminado por converger: el liberalismo y la socialdemocracia han conducido a una suerte de social-liberalismo que, con muy pocas diferencias, domina en todo el mundo desarrollado. Toda pol émica se reduce a los diferentes grados de intervenci ón del Estado. Es una cuesti ón que no carece de importancia, pero no puede decirse que estemos ante una dial éctica de modelos; el modelo es el mismo. Sin embargo, estamos muy lejos de haber encontrado ese “modelo neutro de gesti ón ideal” con que soñaba el liberalismo cl ásico. La reducci ón del mercado mundial en 1981, despu és de la crisis del petr óleo en 1973, vino a demostrar que no era posible una expansi ón permanente, y eso a su vez afect ó a los niveles de bienestar en Occidente, que era el motor de la econom í a mundial y que ya no es capaz de garantizar el mismo grado de prosperidad a sus ciudadanos. Hoy se habla de crisis del Estado del Bienestar y se recomienda un retorno a los principios del liberalismo cl ásico, con la reducci ón consiguiente de gastos sociales, es decir, dejando de nuevo a la periferia entregada a su suerte y retornando, por tanto, a las l í neas neas generales del primer liberalismo; pero al mismo tiempo, nadie puede aplicar esa supuesta pol í tica tica liberal sin tener que hacer frente a problemas sociales muy serios. As í el el modelo econ ómico occidental ha entrado en crisis. 4. La crisis del modelo econ ómico occidental. Lo más importante en las sucesivas crisis que est á viviendo el modelo econ ómico occidental es el hecho de que no se trata de problemas locales o parciales, que puedan arreglarse con ajustes aqu í y y allá, sino que son problemas globales, que afectan al conjunto del sistema y que, por tanto, requieren una soluci ón global. Aquí los los examinaremos desde un punto de vista doble: por un lado, los problemas en el interior del propio sistema; por otro, los problemas creados por el sistema en su relaci ón con factores exteriores a él. 4.1. Crisis en el interior del sistema. 91
En el interior del propio sistema econ ómico occidental est á apareciendo cada vez con mayor nitidez un primer factor de crisis: el provocado por la naturaleza abstracta del capital. El permanente recurso a la especulaci ón financiera para hacer circular la riqueza ha conducido a un verdadero espejismo sobre nuestra situaci ón económica. Marx dec í a: a: “El oro circula porque tiene valor; el dinero tiene valor porque circula”. Es decir: la verdadera riqueza del capitalismo se basa en la ficci ón de una riqueza que s ólo es tal en la medida en que se mueve. Eso significa que una moneda en permanente circulaci ón, movi éndose libremente, puede generar fortunas fabulosas sin que haya ninguna riqueza material por medio. Ahora bien: los obreros de una f ábrica, los contables de una empresa o el equipamiento de una industria son entes reales, materiales, cuya vida depende de objetos producidos, vendidos y comprados, y no de un valor de cambio. En Espa ña tenemos ejemplos muy claros de esto: la circulaci ón libre del capital genera un aumento del precio del dinero que es completamente artificial, porque no responde a bienes que circulen con la misma intensidad. El resultado es que en un pa í s puede llegar a haber m ás riqueza que bienes materiales, como ocurre en Espa ña. Y eso significa, a medio plazo, que la gran masa de consumidores no va a poder consumir m ás, lo cual revertir á en el descenso de la producci ón y, finalmente, en el colapso del tejido econ ómico. La única opción, en ese caso, será reducir desde el Estado la cantidad de dinero en circulaci ón o, por el contrario, abaratar su precio, dirigiendo en cualquier caso la econom í a nacional hacia nuevos objetivos; pero eso implica salirse de la ortodoxia liberal. El segundo vector de crisis en el interior del sistema es la galopante burocratizaci ón. Liberalismo y socialdemocracia coinciden en despojar al Estado de cualquier atributo soberano en la direcci ón de la econom í a. a. El Estado no ser í a más que una instancia reguladora del mercado, un agente econ ómico como los dem ás. Ahora bien, en nuestras sociedades, cada vez m ás complejas, es imposible la supervivencia sin un poder central, aunque sólo sea a tí tulo tulo de reglamentador, o precisamente: porque es necesario sentar cada vez más reglas. Nace as í una una formidable burocracia estatal completamente desprovista de autoridad pol í tica tica y directiva, pero saturada de responsabilidades reglamentarias: controles fiscales, gestiones administrativas de importaci ón y exportaci ón, etc. Esta burocratizaci ón, inevitable, supone una carga enorme para el sector p úblico, obligado a mantener unas estructuras pol í ticamente ticamente in útiles pero administrativamente necesarias, sin que a cambio reciba la facultad de organizar nada; y es adem ás una carga para el sector privado, que la ve como a un peligroso enemigo que obstaculiza la libre iniciativa. Es la contradicci ón absoluta. Y un tercer elemento de crisis en el interior del modelo econ ómico es la tendencia a la creaci ón de oligopolios. La necesidad de incrementar la producci ón sin cesar, en ramos cada vez más especializados y en el marco de un mercado con un creciente n úmero de concurrentes, exige unas inversiones cada vez mayores que s ólo se pueden acometer desde grandes unidades de producci ón, para abaratar costes. Esa din ámica conduce a la fusi ón de grandes empresas y a la absorci ón de las peque ñas empresas por las grandes. Es un proceso que estamos viviendo en la banca, en el autom óvil y, en general, en todos los grandes sectores del mundo econ ómico. Así nacen nacen los llamados “oligopolios”. Ahora bien, los 92
oligopolios, que son consecuencia inevitable del modelo liberal (supervivencia frente a la extrema competencia), contradicen al mismo tiempo el modelo liberal, porque limitan de hecho la cantidad de agentes en el mercado (reducci ón de la competencia). Y en la l ógica liberal, la reducci ón de la competencia conduce al descenso de la producci ón y de la calidad de esa producci ón. Por otra parte, los oligopolios tienen unas consecuencias graves desde el punto de vista pol í tico tico y social, porque constituyen feudalidades cimentadas sobre su poder incontestado en el sector que dominan y terminan actuando completamente al margen del inter és general y, por supuesto, de las orientaciones pol í ticas ticas que puedan emanar del Estado, haciendo imposible la administraci ón coherente de los recursos. La especulaci ón producida por la abstracci ón del capital, la creciente burocratizaci ón y la creaci ón de oligopolios son los tres vectores fundamentales de crisis en el interior del sistema econ ómico occidental. 4.2. Crisis en el exterior del sistema. Pero un sistema econ ómico no es autosuficiente, no existe s ólo para sí mismo, mismo, sino que se halla también en necesaria relaci ón con otros elementos: los hombres y sus sociedades, el entorno natural, las relaciones pol í ticas ticas entre los agentes del sistema... En la terminolog í a que aquí estamos estamos utilizando, éstos serí an an los factores externos del sistema. Pues bien: tambi én en ese aspecto, el sistema econ ómico occidental manifiesta graves s í ntomas ntomas de crisis. Primer vector de crisis en el exterior del sistema: el acelerado aumento de las patolog í as as sociales. Todo el sistema econ ómico está basado sobre la presunci ón de que el individuo se comportar á como un agente econ ómico racional, tanto en el aspecto de la producci ón como en el del consumo. Ahora bien, lo que se est á produciendo en el interior del sistema social es algo muy distinto. Por una parte, y como saben todos los soci ólogos, el individuo rara vez es racional, sino que generalmente se mueve por impulsos est éticos, conflictuales, estrategias personales, etc., y eso tambi én se extiende al terreno econ ómico. Por otra parte, la presunción de que el individuo seguir á consumiendo siempre que pueda es err ónea, porque en los últimos años estamos viendo en todo el mundo desarrollado c ómo surge una periferia econ ómica a la que no es posible recuperar para el sistema. La conformaci ón de esa periferia obedece a dos fuerzas: una, la l ógica de la exclusi ón de los no aptos, t í pico pico dogma del credo neoliberal que est á acumulando ghettos en los suburbios del sistema económico; otra, la extensi ón de una mentalidad de “consumidor asistido” seg ún la cual el individuo tiene derecho a percibir del sistema (el “Estado”) trabajo, vivienda, seguridad, etc., tí pico pico producto de las pol í ticas ticas socialdem ócratas que crece paralelamente al enquistamiento de un paro estructural en todos los pa í ses ses desarrollados. La confluencia de ambas fuerzas har á que el consumo se reduzca, porque literalmente no habr á capacidad de consumo real a largo plazo. El resultado es una patolog í a social en el interior mismo del modelo econ ómico vigente. Segundo vector de crisis externa: el deterioro ambiental. El factor ecol ógico se ha convertido ya en una frontera de hecho para el sistema econ ómico. La necesaria 93
explotaci ón incesante de recursos provoca que todos los recursos se hagan escasos. Pero el problema no se agota aqu í -nuevas -nuevas fuentes de energ í a podrí an an paliar la amenaza-. Hay que sumar, además, el hecho de que los pa í ses ses en ví as as de desarrollo tambi én necesitan materias primas y, por otra parte, no poseen capacidad para invertir en la investigaci ón de fuentes energéticas alternativas. Ese es el problema que se plante ó en la Cumbre de R í o: o: los paí ses ses en ví as as de desarrollo, para responder al reto que les lanza el orden econ ómico internacional, necesitan impulsar sus econom í as, as, lo cual es imposible si no recurren a energ í as as contaminantes, pero eso, a su vez, pone en jaque al orden econ ómico internacional, porque le enfrenta a la posibilidad de una cat ástrofe ambiental. La contradicci ón es prácticamente irresoluble. Y tercer vector de crisis: el desorden planetario que el actual sistema econ ómico lleva consigo. En efecto, el sistema econ ómico internacional se basa sobre la atribuci ón de ramos de producci ón especializados a los pa í ses ses dependientes (el “Sur” del sistema econ ómico). Al no poder procurarse la autosuficiencia en materia productiva, estos pa í ses ses se ven abocados a pol í ticas ticas incapaces de satisfacer a sus grandes poblaciones, por otra parte crecientes. Es un hecho que la depauperaci ón del Tercer Mundo crece exponencialmente desde la descolonizaci ón. El orden econ ómico internacional es el principal responsable de las catástrofes que se viven en Africa desde los a ños setenta, por ejemplo. Eso produce grandes olas migratorias de los pa í ses ses pobres hacia los ricos. Y las migraciones suponen, a su vez, la alteraci ón de los mercados de los pa í ses ses de acogida, que en tiempos de recesi ón sólo pueden aceptar nueva mano de obra a cambio de mantener inactiva (y subsidiada) a buena parte de la poblaci ón propia. Es una situaci ón social -y mundial- insostenible. 5. Reconstrucci ón de una econom í a polí tica. tica. Hemos visto cu ál es el camino que nos ha conducido hasta el modelo econ ómico vigente, cuáles son sus bases ideol ógicas, cuáles son sus principios econ ómicos y cuáles son sus consecuencias reales. Deliberadamente hemos dejado de lado las diversas corrientes no economicistas del pensamiento econ ómico: la escuela hist órica alemana, la corriente organicista, las cr í ticas ticas de estudiosos como Maurice Allais, los modelos de “espacios autocentrados”, la alternativa sist émica, etc. Lo que nos interesa, ante todo, es mostrar el fundamento del orden econ ómico vigente y demostrar su error. Y a partir de ah í , tratar de esbozar un modelo alternativo de econom í a polí tica. tica. En efecto, ¿cu ál es la base del modelo vigente? Esa base es com ún al liberalismo y al socialismo: - El individuo es considerado como homo oeconomicus: un ser que persigue siempre y únicamente su inter és utilitario tras un c álculo racional. - La sociedad es considerada como instancia econ ómica: un mercado o un escenario de producci ón, cuyo funcionamiento s ólo se entiende si consideramos las relaciones económicas como las únicas relaciones sociales verdaderas. - La moral de las necesidades: lo que gu í a los comportamientos del ser humano en todos los aspectos de su vida y en todas las épocas de su historia es la satisfacci ón de sus necesidades 94
(no sólamente de las necesidades vitales), y esas necesidades son siempre las mismas en todas partes. Sin embargo, lo que las ciencias sociales -y la mera observaci ón- nos dicen hoy es todo lo contrario: - El individuo no es solo un homo oeconomicus, sino que es, sobre todo y al mismo tiempo, homo ludens, zoon politikon, homo faber... El hombre rara vez se comporta como un ser racional guiado por su c álculo utilitario. Reducir lo humano a la dimensi ón económica es castrar la condici ón humana. - La sociedad tampoco es una instancia fundamentalmente econ ómica. La econom í a es una parte de las funciones sociales, pero no es la que determina el conjunto de los comportamientos sociales ni los relatos comunes que se otorga una comunidad. Las reglas sociales provienen de estructuras mucho m ás complejas. Por otra parte, una sociedad reducida a su dimensi ón económica es una sociedad incompleta, donde la vida comunitaria queda desprovista de objetivo hist órico. - Por último, las necesidades de los individuos no son las mismas en todas partes ni en todas las épocas. Las necesidades individuales vienen dictadas por factores culturales y ícil cil -hasta el d í a de hoy, imposible- imponer modelos de antropol ógicos. Por eso es tan dif í producci ón homogéneos en todo el mundo sin causar trastornos incontrolables. Así las las cosas, es conveniente reconstruir un marco en el que sea posible concebir una econom í a diferente. Ese marco debe partir de constataciones que ya no es posible seguir dejando de lado. Y desde esas constataciones, pueden sentarse los principios de una nueva econom í a polí tica. tica. En primer lugar, es preciso redefinir el lugar de la econom í a. a. Al igual que en la teor í a clásica organicista, a nosotros nos parece m ás sensato pensar las sociedades humanas como conjuntos vivos integrados por diferentes sujetos y por diferentes funciones que interact úan permanentemente entre s í , y no como mecanismos racionales unidimensionales. Eso implica aceptar que la econom í a es una parte de la vida social y que el comportamiento económico es una parte de la conducta habitual del hombre, pero que en modo alguno puede considerarse como la única dimensi ón. La visi ón que aquí proponemos proponemos es antirreduccionista y pluralista. En esa misma l ógica, hemos de pensar que la econom í a no puede sobrevivir como funci ón independiente, y menos a ún sepultando a las dem ás, sino que ha de estar integrada en el conjunto de la actividad del grupo humano y puesta al servicio de la acci ón del grupo en su marco vital. Por lo tanto, los grandes objetivos de la econom í a deben estar sometidos a unos criterios pol í ticos ticos (en sentido amplio) de orientaci ón general, porque éstos son, como hemos apuntado en sesiones anteriores, los que permiten a una comunidad otorgarse un destino y proyectarse en la historia. La econom í a ha de estar al servicio de los proyectos de los hombres y sus comunidades, no a la inversa. Esa sumisi ón de lo econ ómico a lo pol í tico tico y a lo comunitario no puede hacerse a costa de 95
sepultar a su vez a la funci ón económica (eso significar í a caer en otro reduccionismo, éste de signo contrario). La funci ón económica debe seguir siendo una funci ón integrada en el conjunto. Por consiguiente, el Estado no puede hacerse cargo de la intervenci ón global de la econom í a. a. Preferiremos una econom í a privada, pero pol í ticamente ticamente dirigida, para que act úe en beneficio de los objetivos generales de la comunidad, antes que una econom í a estatalizada que act úe en funci ón de criterios de beneficio a corto plazo o seg ún dogmas ideológicos de ambici ón totalizante. El papel de lo pol í tico tico no es suplantar a lo econ ómico: es otorgarle un cauce, una direcci ón y un objetivo. A este respecto merece la pena detenerse en el papel de la propiedad, que es probablemente el aspecto m ás especí ficamente ficamente humano de toda problem ática econ ómica. Tenemos razones para estar convencidos de que toda vida econ ómica reposa sobre unos principios b ásicos que no son propiamente econ ómicos, sino antropol ógicos, y que forman parte de la estructura elemental de la cultura humana hasta el punto de poder ser considerados como instituciones necesarias. Uno de esos principios/instituciones es el de la propiedad, que no es sólo aquello que se adquiere y se posee o se disfruta, sino que es tambi én, y sobre todo, aquello que se transmite. Una nueva econom í a polí tica tica ha de partir del reconocimiento de la propiedad como una pulsi ón elemental del individuo; en ese sentido, siempre ser á preferible una sociedad formada por modestos propietarios antes que otra constituida por consumidores a cr édito o de alquiler. La propiedad es una proyecci ón inmediata del sujeto en su medio, en su futuro y en su linaje. Es un principio inviolable -porque es un principio humano. Con la misma intensidad hemos de reparar en el papel del trabajo. Si la propiedad es lo que permite al sujeto proyectarse m ás allá de sí mismo, mismo, el trabajo es lo que le proyecta en su relaci ón cotidiana con la comunidad. No es, por tanto, un factor m ás de la ecuaci ón económica -como el capital, por ejemplo-, sino que es la esencia misma de la actividad económica, el primer v í nculo nculo económico entre el sujeto y su entorno comunitario. Desde ese punto de vista, el trabajo no es s ólo un derecho, sino que es, sobre todo, un deber. Y las cosas han de organizarse de modo que ese deber sea vivido como tal por el trabajador. En ese sentido, la participaci ón del trabajador en los beneficios de su trabajo es una reivindicaci ón que no puede dejar de ser desatendida. Hay otro elemento capital que antes hemos examinado como factor externo de la crisis del sistema: el contexto mundial de la econom í a. a. En efecto, en el mundo actual es impensable una actividad econ ómica desligada del entorno geogr áfico directo. La autarqu í a en un s ólo paí s es una utopí a regresiva, tanto m ás en el momento en que todos los grandes problemas se planetarizan; hoy es imposible vivir al margen de los dem ás. Ahora bien, es un error pensar que la globalizaci ón de la econom í a supone una forma “m ás solidaria” de hacer dinero: antes bien, la experiencia demuestra que la globalizaci ón sólo ha servido para imponer en continentes enteros formas de actividad econ ómica que les son ajenas y, de paso, les ha empobrecido hasta niveles insostenibles. Veremos todo esto en detalle en próximas jornadas, cuando hablemos del llamado Nuevo Orden del Mundo. Adelantemos que, por nuestra parte, pensamos que la soluci ón más juiciosa es la enunciada por economistas como Perroux o Grjebine: una suerte de desarrollo autocentrado, de hecho una 96
autarqu í a de grandes espacios, que limite la competencia al interior de mercados culturalmente homog éneos y dentro de unos objetivos comunes de car ácter polí tico. tico. Y por último, es imprescindible hacer una referencia espec í fica fica al problema ecol ógico. En dí as as anteriores hemos visto c ómo el sistema natural es el sistema de sistemas, aquel que nos engloba y que, por tanto, debe ser considerado en primer lugar a la hora de construir un nuevo orden de las cosas. Ninguna actividad econ ómica puede ser desarrollada al margen del equilibrio ecol ógico. La Naturaleza es el suprasistema que engloba a todos los dem ás subsistemas (al social, al pol í tico, tico, al económico); como tal debe ser integrada en el an álisis de una econom í a polí tica tica nueva, lo cual tiene que llevar necesariamente a la propuesta de medidas de protecci ón y conservaci ón del medio ambiente, pero no s ólo “para que dure más”, como se ñalan los tecn ócratas del Club de Roma, sino tambi én y sobre todo porque la supervivencia de la Naturaleza ha de contar como factor prioritario de cualquier equilibrio económico. A partir de estos principios, podr á ser posible empezar a construir una verdadera alternativa al modelo econ ómico vigente.
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IX Ideas sobre la teorí a de la polí tica tica
El Estado contempor áneo se define como “Estado liberal y democr ático (o democr ático y social) de Derecho”, y es pr ácticamente un ánime el consenso sobre su bondad. Sin embargo, tambi én prácticamente todo el mundo est á de acuerdo en que el Estado de Derecho ha entrado en crisis. Aqu í nos nos proponemos hacer un recorrido por algunas de las diferentes bases te óricas y pr ácticas que desde distintos puntos de vista se han planteado para construir una alternativa al modelo de Estado y a la teor í a polí tica tica hoy dominantes. Veremos, por tanto, por qu é ha entrado en crisis el Estado de Derecho contempor áneo, qué crí ticas ticas se le formulan y desde d ónde se puede construir conceptualmente una alternativa al modelo vigente. 1. Crisis y cr í ticas ticas del Estado de Derecho. Teóricamente, Estado de Derecho puede ser todo aquel Estado donde la pr áctica polí tica tica está sometida a unas normas jur í dicas dicas dictadas por un poder ajeno al propio poder pol í tico. tico. Se exige, por tanto, la separaci ón de poderes. Un Estado donde “la voluntad del caudillo es ley” no es un Estado de Derecho; un Estado donde la ley emana de la voluntad del poder legislativo (sea elegido democr áticamente o no) es un Estado de Derecho. Esta es la clave del asunto: el Estado de Derecho es aqu él donde el poder acepta de antemano que el Derecho constituye una instancia suprema que ni siquiera el propio poder pueda franquear, ignorar o someter. En ese sentido, cualquier Estado no democr ático, pero donde las leyes las dicte alguien ajeno al poder ejecutivo y con potestades legislativas reconocidas como tales, puede ser perfectamente Estado de Derecho, cosa que parecen ignorar los pol í ticos ticos actuales. El régimen de Franco, por ejemplo, trat ó de comportarse en todo momento (y al menos desde 1942) como Estado de Derecho mediante la construcci ón, desde las Cortes, de un aparato jurí dico dico que el Gobierno deb í a acatar y respetar en su acci ón. Que lo consiguiera o no, es cuesti ón que no vamos a examinar aqu í . Lo importante es dejar claro que Estado de Derecho no equivale a democracia. Y es que la base ideol ógica del Estado de Derecho no es democr ática, sino liberal: lo importante es que los poderes est én separados; s ólo así se se garantiza que el individuo no sea ví ctima ctima de abusos por parte del poder. El individuo tiene sus derechos y el Estado se fija por meta actuar conforme a esos derechos. El Estado de Derecho se contempla a s í mismo mismo como un árbitro de los intereses individuales, un regulador que asiste como notario al contrato entre los sujetos. El hecho de que los que hacen la ley (los legisladores) sean elegidos por el pueblo es una cuesti ón distinta. ¿Por qué ha entrado en crisis el Estado de Derecho? Para responder a esta pregunta hemos de dibujar, aunque sea someramente, la trayectoria de este tipo de Estado, que podemos
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aprehender a trav és de tres momentos: a) Separaci ón de poderes. En un primer momento se sienta el principio de que quienes hacen la ley (poder legislativo) han de ser distintos a quienes la ejecutan (poder ejecutivo) y distintos tambi én a quienes la administran (poder judicial). Estamos en el Estado liberal de Derecho. b) Representaci ón de los legislados. El segundo momento adviene cuando empieza a considerarse que los legisladores han de ser representantes de la voluntad ciudadana democr áticamente expresada. As í se se otorga el voto, primero, a los ciudadanos m ás señalados (sufragio censatario) y luego, a los ciudadanos en su conjunto (sufragio universal), pero simult áneamente se arbitra la representaci ón a través de partidos pol í ticos. ticos. Nace así el el Estado democr ático y liberal de Derecho. c) Monopolio de la representaci ón por los partidos. Por último, los partidos pol í ticos ticos se convierten en las únicas estructuras de representaci ón y terminan dictando las leyes (poder legislativo por mayor í as as parlamentarias), ejecut ándolas desde el gobierno (poder ejecutivo elegido por la mayor í a parlamentaria) y eligiendo incluso a los rectores de los administradores de la justicia (designaci ón por mayor í a parlamentaria del poder judicial). Así , al final del proceso, hemos pasado del Estado liberal de Derecho al Estado Partitocr ático de Derecho. A esta evoluci ón de las estructuras pol í ticas ticas hemos de sumar otras dos evoluciones que en los dos últimos siglos han contribuido a configurar la actual crisis del Estado de Derecho. En primer lugar, la evoluci ón económica desde una econom í a de supervivencia m ás o menos dirigida, a otra de producci ón y consumo que tiende a emanciparse de cualquier control pol í tico. tico. El resultado de esta emancipaci ón de lo económico ha sido el surgimiento de grandes poderes en torno al trabajo y al capital. Esos poderes, decisivos en la sociedad moderna, terminan pesando m ás que los propios partidos a la hora de adoptar decisiones polí ticas. ticas. Aparece as í una una pol í tica tica de lobbies o grupos de presi ón al estilo norteamericano, hoy generalizada en todo Occidente. Los grupos de poder econ ómico ingresan en el escenario pol í tico tico por la puerta trasera, convirti éndose en agentes privilegiados por encima de los ciudadanos e incluso de los partidos. La segunda gran transformaci ón de los últimos tiempos ha sido la inducida por la evoluci ón social desde unas sociedades relativamente unificadas hasta otras de car ácter fragmentario, sociedades que exigen un perpetuo equilibrio entre los agentes m ás poderosos para mantener el equilibrio social. En ese juego de equilibrios, la prioridad ya no es dar cumplimiento a la voluntad de la mayor í a, a, sino tratar de mantener el sistema -o sea, mantener el propio equilibrio-. La finalidad del sistema es únicamente la autoconservaci ón del aparato de decisi ón técnica y econ ómica, incluso si para ello es preciso hurtar determinadas áreas de decisi ón a los ciudadanos y a sus instituciones representativas. Se genera así una una tendencia a la autocracia en favor de una nueva elite an ónima del poder, elite cuya función es esencialmente t écnica -la conservaci ón y autorreproducci ón del sistema- y que no se considera sometida a las exigencias de una pol í tica tica democr ática. La llamada tecnocracia es una de las posibles formas que adopta este proceso.
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La conjunci ón de todas estas evoluciones (pol í tica, tica, econ ómica y social) ha llevado hoy a una crisis general del Estado democr ático, liberal y partitocr ático de derecho, crisis que todos los autores reconocen: - La separaci ón de poderes ha terminado convirti éndose en una ficci ón, porque en todos ellos circula la misma elite partitocr ática, cooptada entre s í misma. misma. - La representatividad de los partidos es otra ficci ón, porque sus tomas de postura vienen determinadas por la acci ón y los intereses de los grupos de presi ón. - Todo proyecto pol í tico tico real desaparece, porque ya no hay m ás objetivo que el mantenimiento de ese mismo estado de cosas para garantizar el equilibrio del sistema. La tecnocracia surge como respuesta no democr ática a las insuficiencias de una partitocracia que tampoco es democr ática. Este estado de crisis -insistimos, reconocido por todos- se ha convertido en uno de los grandes temas del debate politol ógico durante este siglo y ha suscitado cr í ticas ticas desde diversas instancias. En realidad, toda la historia de la Ciencia Pol í tica tica de este siglo podr í a escribirse como la historia del debate sobre el Estado de Derecho. Pretender un tratamiento exhaustivo de las diferentes posiciones al respecto nos exigir í a un ejercicio enciclop édico, de manera que vamos a limitarnos a se ñalar, aún a riesgo de resultar sumarios, tres grandes frentes de cr í tica. tica. Tenemos, por ejemplo, la cr í tica tica reaccionaria, que se puede reducir a un argumento central: el Estado de Derecho no puede funcionar mientras las leyes est én sujetas a la decisi ón de los hombres, que son mudables. Las leyes deben estar en consonancia con la ley de Dios, que es inmutable y permanente. El problema que tiene esta cr í tica tica es que, por un lado, se ve obligado a demostrar que Dios existe (o, en su defecto, que existe un Derecho Natural universalmente v álido), y además tendrí a que convencer bruscamente de ello a todo el mundo, lo cual es poco viable; por otra parte, habr í a que demostrar que se puede organizar un Estado de Derecho divino sin recurrir a una forma de teocracia. La postura reaccionaria nos devuelve a la problem ática de los siglos XVIII y XIX. El segundo frente de cr í tica tica es el que podr í amos amos llamar reformista, es decir, el de aquellos que aceptan la crisis del sistema pero no quieren renunciar a él. En general, la cr í tica tica reformista coincide en pedir una profundizaci ón en uno o varios de los principios b ásicos del sistema: un mayor reconocimiento del individuo, un mayor control del poder ejecutivo, una reforma de las v í as as de representaci ón (partitocr ática), una mejora de los mecanismos de organizaci ón del sistema o una sacralizaci ón del consenso. Todas estas cr í ticas ticas son las únicas que hoy acepta el propio sistema, porque su objetivo no es cambiarlo, sino mejorarlo. Aunque cada propuesta reformista merece una respuesta particular, aqu í podemos esgrimir un único argumento para todas ellas: si el principal problema del actual modelo de Estado es que fomenta la fragmentaci ón social y la atomizaci ón del conjunto, no tiene ningún sentido proponer una mayor insistencia en tal o cual factor de fragmentaci ón. Cabe decir, no obstante, que ciertas cr í ticas ticas lanzadas desde el campo reformista (v éanse, por ejemplo, las de los populistas o los comunitaristas americanos) pueden contribuir a solucionar problemas como el de la feudalizaci ón del poder en manos de los grupos de 100
presión económicos o el de la tecnocracia. Ahora bien, tales cr í ticas ticas sólo son viables si reconocemos previamente que el poder en las sociedades democr áticas ha de ser aut ónomo y superior a las instancias econ ómicas y técnicas; eso implica una rectificaci ón general de la estructura social que pocos en el actual sistema est án dispuestos a afrontar. Y tenemos, por último, la crí tica tica alternativa, cuya base te órica general puede explicarse as í : como el problema fundamental del sistema es que ha producido un divorcio entre el Estado y la comunidad, propiciando un sistema de gobierno enmascaradamente olig árquico, hay que sustituir ese modelo de Estado por otro. Nosotros podemos suscribir aqu í una una crí tica tica de carácter alternativo, pero, naturalmente, no existe una sola teor í a alternativa, sino que su contenido depender á del significado que se atribuya a los distintos t érminos de la propuesta: qu é se entiende por “pueblo”, por “comunidad”, por “naci ón”, por “Estado”, etcétera, y después, habrá que ofrecer un conjunto de canales pr ácticos que permitan materializar la propuesta y convertirla en un modelo s ólido. Aquí vamos vamos a entregarnos a ese trabajo previo: la redefinici ón de los t érminos y el tanteo de nuevas v í as. as. 2. Los términos de una teor í a alternativa. Toda teor í a polí tica tica parte de una atribuci ón previa de significados a los elementos fundamentales de esa teor í a. a. No hay unos significados universalmente v álidos, precisamente porque los elementos son parte de la teor í a. a. Veamos el ejemplo del elemento pueblo: al pueblo concebido como “clase social” le corresponder á una teor í a del Estado distinta a la del pueblo concebido como “conjunto de la comunidad”. Por tanto, debemos fijar los términos de la teor í a para sustentar nuestra explicaci ón. Utilizaremos para ello una estructura piramidal, partiendo de los elementos no estrictamente pol í ticos, ticos, o metapol í ticos ticos (que no se agotan en una definici ón de car ácter polí tico, tico, sino que van m ás allá), para llegar a los puramente pol í ticos. ticos. 2.1. El Pueblo. El pueblo es precisamente el t érmino básico de cualquier teor í a polí tica, tica, porque se halla en el origen de todos los dem ás, y ello sin ser un elemento pol í tico tico en sí mismo. mismo. Hay diversas maneras de concebir el t érmino Pueblo. Una de ellas es el pueblo como suma de los individuos que constituyen un conjunto humano. Es la visi ón tí picamente picamente liberal/moderna, donde la base del “pueblo” es la cualidad individual de los sujetos; el pueblo es la resultante de la suma simple de los individuos; el conjunto gravita en torno a la categor í a individual. A partir de aqu í , sólo cabe concebir la estructura pol í tica tica sobre dos ejes: o bien la violencia, con la victoria de aquellos individuos m ás fuertes (por ejemplo, la dial éctica amo/esclavo de Hegel), o bien el contrato, para garantizar la paz social. La civilizaci ón capitalista asume, con m ás o menos matices, esta concepci ón. El problema surge cuando la supervivencia del conjunto exige llamar a la conciencia de los ciudadanos m ás allá de su inter és individual (por ejemplo, en una guerra). Eso demuestra los l í mites mites de la concepci ón individualista del pueblo. Otra forma cl ásica de concebir el t érmino pueblo es como masa de los individuos menos 101
favorecidos por la distribuci ón de la riqueza. Es la visi ón tí picamente picamente marxista. En esta concepci ón, el pueblo adquiere existencia hist órica cuando se constituye en clase. Entonces el pueblo tendr á que tomar las riendas de su destino destronando a las clases privilegiadas e implantando un sistema igualitario (el socialismo). El problema viene cuando ese socialismo constituye a su vez una nueva elite de poder, como ha ocurrido en todas las repúblicas socialistas. Ese efecto elitista demuestra los l í mites mites de la concepci ón del pueblo como clase. Y una tercera concepci ón es aquella que define el pueblo como un conjunto humano que comparte unos rasgos comunes relativamente estables en un periodo hist órico dado y en un determinado espacio geogr áfico. A partir de aqu í , el pueblo se define en tanto que comunidad, es decir, como identidad puesta en com ún. Aquí el el pueblo es la instancia primordial de existencia de la persona. Esta concepci ón, que es la nuestra, puede hacerse corresponder con la concepci ón clásica del pueblo (por ejemplo, el “pueblo romano”), y a ella corresponde una estructura pol í tica tica originada en factores previos al inter és individual o a la clase: la religi ón, la lengua, la ley, el mantenimiento de una tierra, etc. Son precisamente esos elementos, puestos en com ún, los que fundan la comunidad: un mismo origen étnico, una misma lengua, una religi ón compartida, una vinculaci ón familiar o tribal (todo grupo humano se estructura inicialmente en clanes, como es el caso en la historia de Europa), una larga alianza para la supervivencia, un espacio com ún, unas condiciones geogr áficas dadas, etc. En ese sentido, los diferentes tipos de pueblo pueden clasificarse en funci ón de su mayor o menor densidad: un pueblo tendr á una densidad alta cuando los elementos comunes (lengua, etnia, religi ón, espacio, etc.) sean muy numerosos; por el contrario, tendr á una densidad baja cuando los elementos comunes sean escasos. El problema viene cuando el pueblo se concibe como una esencia absoluta -es decir, cerrada en s í misma misma- y, paralelamente, cuando la cohesi ón del pueblo pretende reducirse a un s ólo elemento: la lengua, la raza, el espacio, etc. Entonces caemos f ácilmente en el reduccionismo -es decir, en una mutilaci ón del significado global del t érmino pueblo- y en una forma radical y primaria de nacionalismo. Para escapar de este riesgo es preciso subrayar que el pueblo no es sólo una entidad pol í tica, tica, sino sobre todo antropol ógica y cultural; lo pol í tico tico es un aspecto, entre otros, del pueblo. Cabe, pues, defender con vehemencia el derecho de cada pueblo a mantener su identidad, pero siendo conscientes en todo momento de dos hechos fundamentales: - primero, que los pueblos no son entes cerrados, sino abiertos, con variaciones a lo largo de su historia, luego no es posible considerarlos como una esencia absoluta. Hay diferentes pueblos con diferentes historias. Y si hay una pluralidad de pueblos, no puede haber una pluralidad de absolutos, porque el absoluto es, por definici ón, singular; - segundo, que no existe necesariamente correspondencia entre un pueblo concreto y una unidad pol í tica tica dada. Al contrario, lo que la historia nos ense ña más bien es que hay unidades pol í ticas ticas que comprenden pueblos diversos, o un s ólo pueblo que crea diversas unidades pol í ticas, ticas, e incluso “pueblos de pueblos” como el pueblo espa ñol. El pueblo es una categor í a de carácter cultural, metapol í tico, tico, no estrictamente de car ácter polí tico. tico. 102
2.2. La Naci ón. Vayamos ahora al segundo escal ón en nuestro recorrido piramidal por las categor í as as de lo polí tico: tico: la Naci ón. El concepto de Naci ón es uno de los m ás etéreos e inaprehensibles de la teorí a polí tica. tica. En su origen, en la Edad Media, el t érmino “naci ón” significaba tan s ólo lugar de nacimiento, lugar de origen. Luego, entre los siglos XVIII y XIX, aparecen las dos concepciones que van a ser cl ásicas en la teor í a polí tica: tica: la francesa -Naci ón como pueblo, como Tercer Estado (social), luego ampliada al consenso social sobre la convivencia (el “plebiscito cotidiano” de Renan)- y la alemana -naci ón como expresi ón polí tica tica de un pueblo culturalmente homog éneo-. La asunción de estos conceptos por las ideolog í as as modernas ha generado un caos te órico considerable, porque terminan vaciando de sentido el propio concepto de naci ón. Así , por ejemplo, para la ideolog í a liberal, que entiende el pueblo como conflicto o coalici ón de intereses individuales, la naci ón termina por no ser m ás que un aparato intermedio que permite la convivencia pol í tica, tica, de modo que el concepto de naci ón tiende a confundirse con el de Estado. Como el objetivo final de la ideolog í a liberal es la libre circulaci ón de mercanc í as as y capitales en un mundo sin aduanas -proyecto que sigue hoy vigente, quiz á más que nunca-, la naci ón termina convirti éndose en un obst áculo absurdo que debe progresivamente desaparecer. El liberalismo es cosmopolita. Sin embargo, la construcci ón del “nuevo orden del mundo” levanta por doquier reacciones nacionalistas, a veces muy violentas. Eso demuestra que la naci ón no es una ficci ón, sino una realidad. Asimismo, para la ideolog í a marxista la naci ón no es sino una superestructura que trata de mantener un determinado orden social (naturalmente, un orden injusto), de manera que debe desaparecer igualmente. El marxismo, en teor í a, a, es internacionalista. Sin embargo, el curso de la historia forz ó la aparición de socialismos nacionalistas (el “socialismo en un sólo paí s”). s”). Desde nuestro punto de vista, ello se debe a que la naci ón no es una superestructura de intereses, sino una categor í a más importante que la clase, en la medida en que es una instancia de identidad. Por nuestra parte, entendemos la naci ón como la proyecci ón polí tica tica de un pueblo o un conjunto de pueblos en el marco de la historia. Cuando uno o m ás pueblos se organizan para actuar pol í ticamente, ticamente, entonces surge la naci ón. Antes hemos definido el pueblo como una realidad dotada de diversas dimensiones (cultural, territorial, hist órica, polí tica, tica, etc); la nación serí a el término clave de la dimensi ón polí tica tica del pueblo -pero s ólo de ella. Esta concepci ón incluye y supera las dos definiciones cl ásicas de la Naci ón, ambas formuladas en siglos pasados, al mismo tiempo que levanta acta de la realidad radical del hecho nacional: no se puede negar que la naci ón existe; si se niega, el fen ómeno se dispara. Se nos puede reprochar que esta actitud conduce al nacionalismo., es decir, a la violencia. Ahora bien, la experiencia nos ense ña que lo que provoca el nacionalismo violento no es el reconocimiento de que las naciones existen, sino la negaci ón de su existencia. El ejemplo de la vieja Yugoslavia es suficientemente ilustrativo. Por otro lado, nuestra concepci ón de 103
la nación no es la de un absoluto, sino una concepci ón abierta. Tampoco es una concepci ón material de aparato pol í tico tico (eso es el Estado, como luego veremos), sino espiritual, en la medida en que entendemos la naci ón como una proyecci ón de la voluntad colectiva (hacia el futuro) y como una instancia de identidad (desde el pasado). Resumamos, pues, cu ál es nuestra perspectiva sobre la teor í a de la Naci ón. En primer lugar, la definimos como la proyecci ón polí tica tica de uno o varios pueblos en la historia. Cuando una comunidad se organiza para actuar pol í ticamente, ticamente, entonces surge la naci ón, con independencia de la forma pol í tica tica concreta que adopte. La naci ón como proyecci ón histórico-pol í tica tica puede estar constituida por uno o varios pueblos, e incluso por una o varias naciones -el imperio-. No hay una correspondencia necesaria entre pueblo, naci ón y Estado, como cre í an an los nacionalistas de los siglos XIX y XX. Y es que el n úcleo de la ísico, categor í a de naci ón no es s ólo f í s ico, étnico o territorial, sino que agrupa y supera a todas estas caracter í sticas sticas en la medida en que es una entidad de car ácter espiritual que construye una instancia de identidad pol í tica tica colectiva. Cuando una naci ón determinada deja de garantizar a su pueblo (o a sus pueblos) esa proyecci ón polí tica tica en la historia, la naci ón deja de tener sentido, desaparece y tiende a ser reemplazada por otras formas sustitutorias (por ejemplo, los micronacionalismos), porque esa proyecci ón polí tica tica es siempre necesaria. El caso de Espa ña es claro ejemplo de ese proceso de sustituci ón, donde los micronacionalismos perif éricos han sustituido la proyecci ón de la naci ón general. 2.3. El Estado. La tercera categor í a esencial en la estructura de lo pol í tico tico es el Estado. El concepto de Estado ha evolucionado mucho a lo largo de la historia, desde la vieja ciudad-estado griega hasta el estado moderno renacentista o el “estado de derecho” actual. Por eso no hay una definici ón canónica y universalmente v álida del término. Desde un punto de vista puramente pr áctico, podemos decir que hoy prevalecen dos concepciones del Estado: una definici ón minimalista y otra asistencial. La tesis del Estado m í nimo nimo o Estado- árbitro sostiene que la única función del Estado es regular la competencia de los agentes econ ómicos y sociales dentro de un pa í s dado, limitando sus atribuciones a la protecci ón f í s ica (militar y diplom ática) del conjunto. Es la ísica opción neo-liberal pura. Su principal inconveniente reside en que los agentes econ ómicos y sociales, carentes de direcci ón polí tica, tica, terminan creando centros de poder aut ónomos (llamados neo-feudalidades por los polit ólogos actuales) que act úan por cuenta propia, al margen del inter és común y enfrent ándose entre s í , lo cual exige nuevas intervenciones del Estado para impedir una “guerra civil de baja intensidad”. Incluso en los pa í ses ses más identificados con la ideolog í a liberal pura (por ejemplo, los anglosajones) se hace inevitable el recurso al Estado, que se convierte as í en en un árbitro con atribuciones crecientes a medida que aumenta la complejidad social. Eso aproxima este modelo de Estado-m í nimo nimo al siguiente modelo que ahora veremos, el asistencial o Estado-Providencia. La tesis del Estado asistencial, tambi én llamado Estado-Providencia y Estado-enfermera, estima que el Estado no debe limitarse a la regulaci ón de la competencia entre agentes 104
económicos libres, sino que debe encargarse, adem ás, de administrar el bienestar ciudadano, identificado con las conquistas de las clases trabajadoras. Generalmente, este modelo de Estado se presenta como una aportaci ón de la socialdemocracia. Sin embargo, conviene insistir en que grandes avances como la seguridad social no se debieron a pol í ticas ticas socialistas, sino a nacionalismos conservadores: Bismarck en Alemania, Maura en Espa ña. En su evoluci ón, este modelo ha llegado a lo que hoy se denomina Estado del Bienestar, que se enfrenta a una grave crisis porque el n úmero de ciudadanos protegidos crece sin parar, mientras disminuye el de cotizantes: no hay suficiente dinero. Con todo, no parece que ningún paí s esté dispuesto realmente a prescindir de este modelo. En todo caso, se disminuir á la participaci ón estatal en beneficio de la gesti ón privada del bienestar, lo cual terminar á aproximando el modelo de Estado-Providencia al modelo de Estado-m í nimo. nimo. A estos dos modelos cabe a ñadir una tercera categor í a histórica de concepci ón del Estado: lo que podemos llamar Estado Total, definido muy temprano, desde los a ños veinte, por autores como Carl Schmitt y cuya f órmula recog í a la experiencia de aquellos pa í ses ses donde el Estado hab í a pasado a ser el eje absoluto de la vida pol í tica. tica. El caso m ás notorio es, evidentemente, el de la Uni ón Soviética, que mediante la identificaci ón Partido = Estado = Pueblo inaugur ó el periodo de los Estados Totalitarios. Tambi én los fascismos trataron de convertir al Estado en eje de la vida pol í tica tica de la naci ón, al hacer de él encarnaci ón de la voluntad hist órica de la comunidad. Sin entrar aqu í en en el debate acerca de los totalitarismos, nos limitaremos a se ñalar que el modelo protot í pico pico de Estado total es m ás el comunista que el fascista, sin olvidar que, por otra parte, numerosos autores sostienen que el Estado democr ático actual ha entrado desde hace tiempo en esa misma din ámica de totalizaci ón. Por nuestra parte, consideramos que el Estado no debe ser m ás que un aparato t écnico al servicio de la naci ón. Por tanto, el Estado no es un fin en s í mismo, mismo, sino tan s ólo un medio, un instrumento. Nosotros vemos el Estado como un instrumento variable en funci ón de los proyectos pol í ticos ticos de la naci ón: si hoy nuestro proyecto pol í tico tico es extender la soberan í a económica de la naci ón, el aparato del Estado tendr á que incidir especialmente en esa parcela; si ma ñana nos vemos envueltos en una guerra, el Estado tendr á que aportar toda su fuerza para que salgamos bien librados; si la principal apuesta pol í tica tica es combatir la colonizaci ón cultural extranjera, el Estado tendr á que emplearse a ello. Nuestro modelo de Estado no es s ólo económico o sólo social, no es s ólo árbitro o sólo enfermera, sino que es un Estado pol í tico, tico, un Estado rector. Eso exige el mantenimiento de un aparato estatal ágil, flexible, “delgado pero musculoso”, capaz de ser puesto al servicio de la voluntad pol í tica tica de la naci ón. 2.4. Lo polí tico. tico. Si las definiciones de Pueblo, Naci ón y Estado se prestan de por s í a a la pol émica, el concepto de lo pol í tico tico es quizás el más complicado e inaprehensible de la propia teor í a polí tica. tica. ¿Qué es lo pol í tico? tico? ¿Una forma de organizaci ón? ¿Una descripci ón de la lucha por el poder? En general, las teor í as as modernas consideran lo pol í tico tico como una maldici ón, porque interfiere en la libertad de los agentes econ ómicos. Así se se “diaboliza” lo pol í tico, tico, identificado tan pronto con la imposici ón de deberes sociales (las “coacciones pol í ticas ticas 105
sobre la econom í a”, a”, por ejemplo) como con la s órdida lucha por el poder (por ejemplo, la recurrente acusaci ón de “instrumentalizar pol í ticamente ticamente las decisiones judiciales”). Lo polí tico, tico, en la ideolog í a dominante, siempre es “malo”. En ese paisaje, y para escapar a la confusi ón terminol ógica, lo mejor es formular un concepto alternativo de lo pol í tico, tico, un concepto que guarde coherencia con los conceptos aquí esbozados esbozados sobre el pueblo, la naci ón y el Estado. En ese sentido, podr í amos amos proponer la siguiente f órmula para alcanzar una definici ón de lo polí tico: tico: Lo polí tico tico es la decisi ón o conjunto de decisiones con las que una naci ón se proyecta como tal en la historia junto y frente a otras naciones. Aquí retomamos retomamos tanto el criterio cl ásico de lo pol í tico tico (el gobierno de la polis) como los conceptos modernos de decisi ón (Freund) y distinci ón amigo/enemigo (Schmitt). Debemos incorporar tambi én los desarrollos actuales acerca de la pol í tica tica como regla de organizaci ón del sistema. Lo fundamental es que no se pierda de vista el n úcleo del proceso: la base de lo polí tico tico no es s ólo un acto (la decisi ón), ni sólo una normativa (la organizaci ón), sino la proyecci ón de la naci ón en la historia, es decir, la elecci ón de un destino colectivo. Eso significa que toda decisi ón colectiva, a trav és de los canales o las personas que las tomen y las ejecuten, es una decisi ón polí tica. tica. Aquí debemos debemos señalar una distinci ón semántica entre lo pol í tico tico como categor í a y la pol í tica tica como pr áctica. Nosotros nos referimos en todo momento a la categor í a de lo Pol í tico, tico, que es, por otra parte, el único asidero s ólido para que la pol í tica tica deje de ser un baile de m áscaras. Dicho de otro modo: la polí tica tica debe estar al servicio de lo Pol í tico. tico. Todo el aparato formal de reglas, elecciones, leyes, instituciones representativas, etc., tiene por única funci ón facilitar la proyecci ón histórica colectiva (pol í tica) tica) de la naci ón, permitir que sus decisiones se lleven a la pr áctica y que, por tanto, esa naci ón siga existiendo como tal. Si lo pol í tico tico desaparece y es sustituido por lo econ ómico, como tiende a suceder hoy, la soberan í a colectiva se extingue. Por tanto, lo pol í tico tico es la piedra sobre la que descansa toda la vida de la comunidad. Ese es tambi én el principio que gu í a nuestra exploraci ón por las diferentes propuestas de estructura alternativa del Estado. 3. Los canales de una pol í tica tica alternativa. A partir de estas nociones sobre el Pueblo, la Naci ón, el Estado y lo Pol í tico, tico, podemos acercarnos a una reflexi ón sobre los canales pr ácticos para llevar a cabo nuestra propuesta alternativa. Eso implica examinar unos criterios generales de representaci ón de la comunidad y de organizaci ón territorial del Estado. Dejamos fuera otras cuestiones igualmente importantes, como son la pol í tica tica exterior, la pol í tica tica econ ómica, la teorí a social o las relaciones entre la pol í tica tica y las estructuras de la civilizaci ón técnica, todas ellas tratadas en otras sesiones. Aqu í nos nos vamos a limitar a enunciar una serie de principios en esas dos facetas -fundamentales- de la Teor í a del Estado que son la representaci ón y la organizaci ón.
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3.1. ¿Representaci ón o participaci ón? Partimos de la base de que el concepto de democracia, en s í mismo, mismo, nos parece el m ás apto para definir un modelo de representaci ón y participaci ón. Entre otras razones, porque no podemos fundamentar nuestra teor í a polí tica tica sobre la noci ón de pueblo (recordemos: la comunidad que se proyecta pol í ticamente ticamente en la historia a trav és de la naci ón) y, al mismo tiempo, negar toda validez a aquel sistema pol í tico tico que se basa, precisamente, en la soberan í a del pueblo. Dicho esto, es preciso hacer algunas precisiones sobre el significado concreto del concepto “democracia”. Históricamente, en el ámbito de la cultura europea, ha habido dos maneras igualmente aceptables e igualmente v álidas de entender la democracia. Una es la democracia de los antiguos (el modelo griego), basado en la idea de participaci ón: el ciudadano, en tanto que miembro de la ciudad, participa directamente en las decisiones de su comunidad. La otra es la democracia de los modernos (el modelo actual), basado en la idea de representaci ón: el ciudadano, que lo es en tanto que individuo, existe pol í ticamente ticamente a trav és del voto que otorga a otro ciudadano para que le represente. En el primer modelo, el griego, el ciudadano participa porque forma parte de la comunidad. En el segundo, el de los modernos, el ciudadano tiene derecho a ser representado s ólo por existir. Los males de la democracia antigua ya fueron suficientemente puestos de relieve por Platón y Aristóteles: la tendencia a la tiran í a, a, el gobierno de los peores, etc étera. Los males de la democracia moderna son de todos conocidos: los aparatos de representaci ón (los partidos) terminan monopolizando lo pol í tico tico y el papel del ciudadano queda reducido a lo que se ha llamado “democracia del segundo”, que es el tiempo que se tarda en introducir la papeleta en la urna. Por otra parte, en el modelo antiguo el ciudadano participa porque lo merece, y participa en tanto que es parte de la comunidad, de la ciudad, porque cumple en ella una funci ón: estamos ante una concepci ón orgánica. En el modelo moderno, por el contrario, cualquiera puede estar representado, sean cuales fueren sus m éritos o sus faltas, sin m ás requisito que el carné de identidad: es una concepci ón inorgánica. Desde un punto de vista estrictamente democr ático, el modelo antiguo es mucho m ás justo que el moderno. Nosotros estamos por la democracia cl ásica, participativa, org ánica: la democracia del ciudadano. No obstante, el modelo clásico tiene un inconveniente muy claro: a partir de cierto grado de complejidad social, es materialmente imposible llevarlo a la pr áctica, porque ser í a preciso hacer una especie de asamblea permanente de todos los ciudadanos, lo cual es irrealizable. Por eso se han estudiado diversas formas de representaci ón ponderada como cauce para ejercer la participaci ón. ¿Qué significa representaci ón “ponderada”? Significa que un mismo ciudadano es representado en funci ón de sus diversos ámbitos de proyecci ón pública (social, laboral, municipal, etc), y esos representantes, que el ciudadano puede nombrar o revocar con frecuencia, ejercen la participaci ón de modo directo. Así , ¿cuáles son los ámbitos de proyecci ón pública de un ciudadano cualquiera? El municipio, el ramo de producci ón, el grupo familiar -si todav í a es posible contar con este 107
ámbito-, la comunidad vecinal, etc. Nadie es individuo universal y absoluto, pero todo el mundo es padre o madre, trabajador o empresario, campesino o urbano... En consecuencia, el ciudadano participar í a directamente en el gobierno de estos ámbitos, y los representantes designados en cada ámbito participar í an an a su vez en la elecci ón de los rectores supremos del paí s. s. Esta representaci ón ponderada ha sido denominada tambi én democracia org ánica, y aunque en nuestro pa í s siempre ha sido abusivamente identificada con el franquismo, la verdad es que su fuente doctrinal no procede de la derecha hist órica, sino de los te óricos krausistas de izquierdas, como ha demostrado Fern ández de la Mora. La “democracia org ánica” viene a consistir en esto: uno tiene derecho a participar en la medida en que presta un servicio a la comunidad en uno o m ás ámbitos públicos. Es interesante notar que esta forma de democracia est á todaví a inédita -lo que en Espa ña adoptó ese nombre, insistimos, dejaba mucho que desear en cuanto a participaci ón real del ciudadano-, aunque algunos de sus conceptos han empezado a aplicarse recientemente en naciones como Austria, y que desde el punto de vista te órico es completamente inatacable si se materializa correctamente. Pero la dificultad estriba, precisamente, en organizar eficazmente los mecanismos de participaci ón y representaci ón ponderada para que el Estado no se convierta en una tertulia permanente y para que los poderes pol í ticos ticos posean suficiente capacidad de decisi ón en las cuestiones m ás vinculadas con la soberan í a. a. A este respecto, y adem ás del modelo cl ásico espa ñol ya conocido y nunca bien realizado (representaci ón en tercios por familia, municipio y sindicato), podemos aportar otros dos modelos especialmente relevantes: a) El modelo Madariaga. Salvador de Madariaga (1886-1978), en Anarqu í a y Jerarqu í a, a, esboz ó un modelo de democracia org ánica (más exactamente: “democracia org ánica unánime”, la llamaba él) que influyó mucho en el pensamiento espa ñol de los años treinta. Es importante insistir en que las fuentes donde bebe Madariaga no son tradicionalistas o conservadoras, sino vinculadas al krausismo izquierdista. Tambi én conviene recordar que Madariaga particip ó en el célebre Contubernio de Munich contra Franco y que su retorno a España fue una de las grandes operaciones de propaganda de la transici ón. Y si insistimos en estos detalles no es para procurarnos un pedigr í “limpio” “limpio” y “pol í ticamente ticamente correcto”, sino para hacer ver que el sistema org ánico de representaci ón/participaci ón democrática puede defenderse tanto desde la derecha como desde la izquierda.. MODELO MADARIAGA Ciudadanos selectos Concejales (Ayuntamientos) Diputaciones regionales Función Polí tica (decisiones soberanas)
Parlamento Gobierno (4 a ños) 108
ESTADO Función Económica (direcci ón de la producci ón y la distribuci ón)
Trabajadores (Obreros manuales, administrativos y t écnicos) Consejo de Corporaci ón (de propiedad mixta o privada) Consejo nacional de cada corporaci ón Congreso Nacional Corporativo Consejo Econ ómico Nacional (9 miembros, elegidos por el Gobierno a propuesta del CNC)
Madariaga no es partidario de prohibir los partidos pol í ticos, ticos, pero cree que deben tender a desaparecer progresivamente, para dejar paso a la unanimidad, limitando la discrepancia a la cuestión instrumental y pr áctica. Por otra parte, Madariaga es liberal y escribe en los años 20/30, de ah í que que conceda tanta importancia a la propiedad y disponga una c ámara especí fica fica para representar a la funci ón económica. Recordemos que, en aquel momento, la “revoluci ón proletaria” era una perspectiva bien cercana. b) El Modelo Zampetti. Otra aportaci ón interesante -por lo reciente- es la del catedr ático italiano Pier Luigi Zampetti, que en su libro La participaci ón popular en el poder (1976) desarrolla un sistema mixto de democracia participativa y democracia representativa. Es interesante tener en cuenta que Zampetti, muy vinculado a la órbita vaticana, interviene con frecuencia en coloquios internacionales y es muy respetado en ámbitos muy diferentes. MODELO ZAMPETTI GOBIERNO I Cámara o de los representantes (sistema de garant í as)
II Cámara o de la programaci ón (sistema de intervenciones)
CONVENCIONES PERMANENTES
Sufragio universal indiferenciado
Sufragio universal diferenciado 109
(según las opiniones)
(seg ún las funciones) Mecanismos de enlace
CIUDADANOS (electores gen éricos)
TRABAJADORES (electores espec í ficos) ficos) PARTIDOS ABIERTOS (partidos de electores) INDIVIDUOS (derechos pol í ticos) ticos)
El “Modelo Zampetti” presenta, a nuestro juicio, el inconveniente de seguir girando en torno a una definici ón individualista de los derechos de participaci ón y de mantener pese a todo los partidos pol í ticos ticos (como el sistema actual, pero con mayores garant í as as de moralidad y representatividad). En el fondo, es un sistema de representaci ón corregido. Pero es notable por lo que tiene de s í ntoma: ntoma: el propio sistema empieza a considerar viable la introducci ón de mecanismos de participaci ón y democracia org ánica dentro de s í mismo. mismo. 3.2. Sobre el poder presidencial. Las teorí as as de democracia org ánica aquí esbozadas esbozadas dejan sin resolver un problema: las atribuciones necesarias de quien est á en la cúspide. Al margen de cu ál fuere el mecanismo de elección, es importante subrayar que todas las crisis recientes de las democracias europeas se han saldado siempre con un reforzamiento del poder presidencial, incluso en aquellas rep úblicas como Italia o Alemania donde el poder presidencial est á muy limitado. A este respecto, vale la pena recordar el sistema de democracia plebiscitaria impulsado por el general De Gaulle en la V Rep ública francesa: otorgar a la presidencia poderes excepcionales por encima de los partidos y someterlos a r úbrica popular. Por nuestra parte, debemos incidir en que el poder presidencial ha de ser capaz de mantener una continuidad en la defensa de la soberan í a -esto es, en materia militar y diplom ática-, así como como en la direcci ón de las l í neas neas generales de la pol í tica tica econ ómica. Como conclusi ón, cabe decir que la adopci ón de formas de democracia org ánica y participativa es inevitable si no queremos que nuestro sistema pol í tico tico se convierta en un caos de neofeudalidades partidistas y econ ómicas, y que al mismo tiempo es preciso garantizar la capacidad de decisi ón de quien encarne la soberan í a nacional. En ambos sentidos, nuestra propuesta puede presentarse como un alegato en favor de una mayor autenticidad de la participaci ón popular en un poder definido en t érminos pol í ticos ticos de soberan í a real. 3.3. Criterios de organizaci ón territorial.
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La escasa viabilidad del Estado de las Autonom í as as creado en Espa ña por la Constituci ón de 1978 ha puesto de manifiesto la necesidad de una forma de organizaci ón territorial que cumpla estas dos funciones: por una parte, ha de garantizar la capacidad de autogobierno de las comunidades (descentralizaci ón), cada vez más necesaria a medida que avanza la burocratizaci ón y la complejidad de la maquinaria estatal; por otra y simult áneamente, ha de garantizar la soberan í a nacional, cada vez m ás amenazada por la globalizaci ón de los intercambios econ ómicos y la pretensi ón de instaurar un único poder mundial. El modelo actual (el auton ómico) se ha convertido en un permanente tira y afloja que est á siempre al borde de romper el equilibrio. Adem ás, tampoco ha cumplido sus funciones. En lugar de servir para descentralizar la toma de decisiones, el autogobierno local ha ca í do do en manos de peque ñas oligarquí as as perif éricas, las cuales han creado una especie de centralismo a peque ña escala. A pesar de ello, la realidad es que el centro de las decisiones en la vida econ ómica, industrial, social y pol í tica tica sigue siendo, de hecho, Madrid. Ahora bien, ese poder central carece de capacidad objetiva para impulsar ning ún proyecto colectivo de soberan í a nacional. Sobre este particular es preciso hacer algunas consideraciones. En primer lugar, hay que recordar que el modelo cl ásico de organizaci ón territorial en la tradici ón polí tica tica española es el modelo foral, con una autoridad soberana central muy fuerte y unas potestades legislativas muy amplias en los diversos territorios del imperio. Curiosamente, Espa ña dominó el mundo con esta f órmula imperial/foral, y empez ó a decaer hasta niveles vergonzosos cuando centraliz ó su estructura territorial. ¿Cuándo empieza la centralizaci ón del poder? Inicialmente, el modelo centralista no ten í a tanto una finalidad de organizaci ón territorial como una finalidad de control social: erradicar los privilegios sociales de la nobleza. Son los grandes monarcas absolutos del siglo XVII, especialmente en Francia, quienes instauran una pol í tica tica deliberadamente centralista. centralista. Más tarde, durante la Revoluci ón Francesa, los jacobinos multiplicar í an an por mil el modelo, y por eso jacobinismo suele utilizarse como sin ónimo de centralismo. El hecho es que su adopci ón como modelo de organizaci ón territorial ha creado unos estados absurdos donde una sola ciudad alberga todos los centros de decisi ón. Conviene saber que ni siquiera en Francia funciona. Por otra parte, su adopci ón en España, a partir del decreto de Nueva Planta y de las leyes de 1836, coincidi ó con la desaparici ón de un gran proyecto nacional -una misi ón-. El resultado ha sido la multiplicaci ón de los nacionalismos perif éricos. Lejos de unificar nada, el centralismo s ólo consigue generar desconfianza en las diversas comunidades que constituyen la naci ón. El centralismo no es soluci ón para el problema de la decadencia nacional. Desde diferentes lugares se ha propuesto para Espa ña una soluci ón de tipo federal: de ese modo se cerrar í a el proceso de desmembraci ón autonómica del Estado, manteniendo una estructura plural y un poder soberano bien visible. A este respecto, conviene se ñalar que el federalismo o el confederalismo no son, en s í mismos, mismos, ninguna soluci ón, porque hay tantos sistemas federales como estados: la Rep ública Federal Alemana y los Estados Unidos de América funcionan de un modo completamente diferente; la Confederaci ón Helvética no 111
tiene nada que ver con la vieja Confederaci ón germánica. Cuando surge la discusi ón sobre los modelos federales, hay que recordar que previamente es preciso llenar de contenido los términos que se emplean: cada pueblo tiene su propia tradici ón federal; no hay un modelo federal o confederal universalmente v álido, ni un canon del federalismo. En todo caso, si la forma tradicional de organizaci ón territorial en Espa ña ha sido la estructura foral (un poder central que se reserva las decisiones de soberan í a y unos poderes perif éricos con amplias competencias en gesti ón cotidiana, negociadas con el poder central y distintas en cada caso), no termina de verse por qu é España habrí a de buscar un modelo federal o centralista extranjero para resolver sus problemas. En ese sentido, ser í a interesante elaborar una teor í a de la reactualizaci ón de los Fueros. En la pr áctica, ese modelo foral podrí a aplicarse mediante la inclusi ón de instancias de representaci ón regional en el sistema de participaci ón orgánica antes esbozado. Sea como fuere, lo que debe quedar claro es que el colapso de los sistemas pol í ticos ticos dominantes s ólo podrá superarse si somos capaces de redefinir el papel de lo pol í tico tico en la vida de los pueblos y si alcanzamos a instaurar nuevas v í as as para la participaci ón y la representaci ón de los ciudadanos, incluidas sus comunidades m ás cercanas: territoriales, municipales, etc., imperativo éste que debe necesariamente compaginarse con un reforzamiento de las instancias soberanas, decisoras, de la comunidad pol í tica. tica. *
ía básica: Bibliograf í - FERNANDEZ DE LA MORA, G: Los te óricos izquierdistas de la democracia org ánica, Plaza y Jan és, Barcelona, 1985; El Estado de Obras, Doncel, Madrid, 1976; La partitocracia, Instituto de Estudios Pol í ticos, ticos, Madrid, 1977. - HELLER, Agnes y FEHER, Ferenc: Pol í ticas ticas de la posmodernidad, Pen í nsula, nsula, Barcelona, 1989. v- LUHMANN, Niklas: Teor í a polí tica tica en el Estado de Bienestar, Alianza Editorial, Madrid, 1994. - MADARIAGA, Salvador de: Anarqu í a o Jerarquí a, a, Aguilar, Madrid, 1970. - MICHELS, Roberto: Los partidos pol í ticos, ticos, Amorrortu, Madrid, 1991. - SCHMITT, Carl: Sobre el parlamentarismo, Tecnos, Madrid, 1990; El concepto de lo polí tico, tico, Alianza Ed., Madrid, 1991. - TENZER, Nicolas: La sociedad despolitizada, Paidos, Barcelona, 1992. - VV.AA.: “La crisis del modelo pol í tico tico contempor áneo”, en Hesp érides (Madrid), 4/5, Primavera-Verano, 1994. - ZAMPETTI, Pier Luigi: La participaci ón popular en el poder, Epesa, Madrid, 1977.
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XI España y la crisis de la conciencia nacional (Excurso a “La idea de Nación”)
El presidente del Gobierno vasco, Jos é Antonio Ardanza, ha venido a decir en fecha reciente (verano de 1994) que Espa ña no es una naci ón, pero que Euskadi s í lo lo es. La idea ha hecho alg ún ruido, aunque no es nueva y aunque se trate, adem ás, de algo que tambi én dicen los catalanes: “Somos una naci ón”. Desde varios puntos de vista, es preciso decir que ícil Ardanza tiene raz ón. Y tiene raz ón porque la nacionalidad de Espa ña es un dif í c il asunto. Lo es ahora y lo ha sido siempre. 1. Nación y modernidad. En el momento actual, muy poca gente se atreve a hablar de naci ón española, y menos aun de patria. Nuestros pol í ticos, ticos, de derechas o de izquierdas, prefieren hablar de “este pa í s” s” o del “Estado espa ñol”. Este extra ño fenómeno obedece sin duda, al menos en gran parte, a causas f ácilmente deducibles del proceso pol í tico tico que vivió España desde 1975 y que qued ó plasmado en la Constituci ón de 1978. Pero tal desafecci ón hacia lo nacional-espa ñol obedece tambi én a causas más generales, que hay que conectar con la ideolog í a imperante en la civilizaci ón occidental quiz á desde 1945, pero sobre todo desde la ca í da da del Muro de Berlí n. n. Esa ideolog í a echa sus raí ces ces en la ideolog í a ilustrada kantiana del cosmopolitismo universal, y predica la condena del hecho nacional por cuanto constituir í a un obstáculo para la emancipaci ón del individuo, un individuo que se presume independiente de v í nculos nculos materiales con los otros hombres e igual por todas partes. El hecho nacional, en esta l ógica, queda as í condenado condenado como generador de nacionalismo, entendi éndose por tal una actitud violenta que alienar í a al individuo en nombre de unos v í nculos nculos de historia, de lengua, de suelo o de sangre donde se diluye la libertad del sujeto. La crisis de la idea nacional es, por ía de la modernidad. consiguiente, un t í pico pico fenómeno ideol ógico arraigado en la filosof í Lo más chocante, sin embargo, es que la propia idea de naci ón también es una idea moderna. Es en el siglo XVIII cuando el t érmino naci ón adquiere un significado pol í tico tico autónomo. La naci ón se identifica con el Pueblo. Aun as í , lo nacional, esta naci ón-pueblo, va a presentar una ambig üedad irreductible en funci ón del ámbito cultural desde donde se enuncie. Insistamos sobre ello. En el ámbito de la ilustraci ón revolucionaria francesa, en Siéyes por ejemplo, Naci ón quiere decir Pueblo, Pueblo quiere decir Tercer Estado y Tercer Estado quiere decir Cuerpo de la Naci ón. Lo nacional se identifica con la suma de los individuos adscritos a un determinado sector social, liderado por la burgues í a, a, y que se define por oposici ón al rey, los nobles y el clero, que no son la naci ón (y por eso hay que destruirlos). Sin embargo, en el ámbito alemán, por ejemplo en Fichte, Herder o Schlegel, surge una idea distinta de Naci ón. La Nación es el Pueblo (Volk), pero el Volk no es una suma social de individuos, sino un aliento que trasciende a los sujetos, que va m ás allá de ellos y que echa sus ra í ces ces en la pertenencia a un ámbito de sangre -entendido como
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participaci ón de una herencia cultural e hist órica común- cuyo veh í culo culo será la lengua -y, especialmente, la lengua alemana-. Al margen de otras consideraciones hist óricas, podemos decir que ambas concepciones se han sucedido de forma alternativa en distintos pa í ses ses -pero sobre todo en el ámbito de la civilizaci ón europea- hasta nuestros d í as, as, en que ha terminado por prevalecer la primera idea, la idea individualista y voluntarista de la naci ón, creada por la ilustraci ón francesa. Quizás el último intento por construir una identidad nacional rom ántica en Europa fue el del general De Gaulle -parad ó jicamente jicamente en Francia, Francia, la madre de la Ilustraci Ilustraci ón-, mediante la identificaci ón -recurrente en el discurso del general- entre soberan í a nacional y tradici ón histórica. Por lo dem ás, el resto de las identidades nacionales europeas se han construido hoy sobre la idea individualista. Ahora bien: esa idea individualista de la Naci ón porta en s í el el germen de la destrucci ón de la Nación. ¿Por qué? Porque aqu í la la naci ón surge como protesta del individuo y su autoconciencia hist órica frente al poder coercitivo de los reyes. La naci ón francesa moderna no surge como apolog í a del ser franc és, sino como apolog í a del pueblo-suma de individuos frente y contra las constricciones pol í ticas ticas y sociales impuestas por el poder. As í se se constituye una naci ón-pueblo que, sin embargo, para seguir existiendo pol í ticamente ticamente tambi én necesita crear a su vez nuevas constricciones pol í ticas ticas y sociales. Esas nuevas constricciones podr án juzgarse m ás legí timas timas que las anteriores, pero no por ello dejan de entrar en contradicci ón con el norte del paradigma ideol ógico ilustrado, que es, record émoslo, la emancipaci ón individual. As í , la Nación termina por convertirse en un obstáculo para el mismo impulso que la hizo nacer. Por eso debe desaparecer. Y por eso hoy tiende a considerarse que un gobierno universal de gestores t écnicos y asistentes sociales es mejor, m ás coherente con la ideolog í a moderna, que los “viejos” Estados nacionales. La conciencia nacional es un hecho de modernidad. La crisis de la conciencia nacional, tambi én. 2. La nación española. En el caso de Espa ña, sin embargo, las cosas ocurren de modo distinto. Espa ña se configur ó como estado-naci ón antes de que el concepto de naci ón fuera aut ónomo. Aqu í la la nación era el estado, y el estado eran la Corona, la Fe y, en nuestros mejores momentos, los Fueros. Algo similar ocurri ó en Francia, por ejemplo. Pero, a diferencia de Francia, nosotros no tuvimos una revoluci ón burguesa, una revoluci ón del Tercer Estado, de modo que tampoco pudo existir una identificaci ón entre naci ón y pueblo. El ascenso de la burgues í a se produce de forma irregular y poco uniforme a lo largo del siglo XIX, y rara vez traduce una voluntad de emancipaci ón polí tica, tica, porque la cultura social predominante impulsa a la burgues í a a asimilarse con la aristocracia, y los escasos intentos de transformaci ón burguesa de la pol í tica tica espa ñola se saldaron con considerables fracasos. Eso dio lugar a una extraña mezcla de monarquismo pol í tico, tico, catolicismo social, liberalismo formal y jacobinismo jacobinismo territorial territorial cuyo mejor mejor exponente exponente es quiz quiz ás Espartero. Entre los siglos XIX y XX, ni la derecha ni la izquierda fueron capaces de consolidar una 114
conciencia nacional moderna. La izquierda, porque padec í a una notable fobia a lo nacional (o al menos a lo nacional-espa ñol) desde fecha muy temprana. La derecha, porque su concepto de naci ón seguí a absolutamente vinculado a la idea tradicional de la monarqu í a católica y a los sectores sociales aristocr áticos. Por otra parte, en toda esta trayectoria histórica hay un momento culminante: 1898. No es ning ún tópico. Y nunca se insistir á bastante sobre ello. En 1898 perece la última razón que justificaba la existencia de Espa ña, o al menos que la justificaba desde el punto de vista con que lo hab í a venido haciendo hasta ese momento: una Espa ña inicialmente configurada como naci ón de naciones, que hab í a encontrado en su proyecci ón exterior un motivo para existir. En 1898, la proyecci ón exterior de Espa ña desaparece psicol ógicamente. La crisis de la conciencia nacional es muy aguda. En torno a esa fecha -y el dato es important í simosimo- adquieren carta de naturaleza los nacionalismos vasco y catal án, que desde ese momento y hasta hoy van a levantar acta de esa pérdida de justificaci ón de Espa ña y van a presentarse como referencias alternativas para construir una nueva vida en com ún en sus respectivos ámbitos territoriales, y sobre la base -otro dato importante- de una conciencia nacional entendida al modo étnico e histórico, algo que en Espa ña acababa de morir. Pero ésa, 1898, es tambi én la fecha del Regeneracionismo, que en este contexto podemos definir como el intento por hacer nacer en España una nueva justificaci ón de sí misma, misma, una nueva conciencia que alumbre razones para seguir existiendo. ¿Qu é suerte correr á, en el aspecto pol í tico tico y nacional, el ímero ero episodio de Maura y regeneracionismo? En mi opini ón, y si exceptuamos el ef í m algunas realizaciones t écnicas del general Primo de Rivera, una suerte muy poco agradable. Desde mi punto de vista, en efecto, el único intento pol í tico tico que pudo haber consolidado una conciencia nacional moderna en Espa ña fue el de don Antonio Maura, que era burgu és (o sea, no arist ócrata), mallorqu í n (o sea, perif érico) y moderno (o sea, no nost álgico). Pero Maura, que en ese sentido podr í a haber protagonizado una aut éntica revoluci ón conservadora, concit ó sobre sí el el odio de la Corona, la aristocracia y los l í deres deres marxistas, en un extravagante contubernio que quiz á merecerí a mayores desarrollos, pero que no podemos tratar aqu í . Lo que aquí importa importa retener es que todos los intentos por asentar en España una conciencia nacional moderna fracasaron. Fracasaron en el inmenso caos de la II República y fracasaron en el inmenso aburrimiento de la Era de Franco. El concepto de lo nacional de los gobiernos de Franco era decimon ónico, o sea, mon árquico, cat ólico y jacobino (o (o centralista), centralista), de manera manera que no resolvi resolvi ó ninguno de los problemas heredados de ícil la dif í c il nacionalidad espa ñola: la identificaci ón de la unidad nacional con la Corona, la identificaci ón de la historia nacional con el proyecto misionero y la absoluta inhibici ón sobre la verdadera textura de nuestro pa í s, s, que es, insisto, una naci ón de naciones, un ente plural que se hurta a la ingenier í a polí tica tica del centralismo moderno. Franco, eso s í , dio impulso a un desarrollo econ ómico incontestable que termin ó generando una gran masa burguesa. Y esa masa burguesa, como ha ocurrido en todo el occidente desarrollado, ha traí do do consigo un espectacular aumento de las reivindicaciones individuales; ha creado, en definitiva, las condiciones para que creciera aqu í el el estilo individualista e ilustrado de la conciencia nacional. La transición polí tica tica desde 1975, en efecto, puede interpretarse como la consagraci ón definitiva en Espa ña del modelo nacional moderno: individualista, laico y democr ático. 115
Dicho de otro modo: una conciencia nacional cuya tendencia contempor ánea es la disoluci ón de lo nacional. Por otra parte, en los discursos oficiales desaparece toda alusi ón a un proyecto nacional espa ñol autónomo: el único proyecto visible es el de la Comunidad Europea, entendida como “homologaci ón con los paí ses ses de nuestro entorno”. Pero hay m ás: por el delicado equilibrio pol í tico tico de los a ños setenta, los primeros gobiernos de la Corona (y también los últimos, pero esto es otra historia) se creyeron obligados a estirar la estructura del Estado mediante concesiones a las oligarqu í as as locales de la periferia. Es la desdichada ocurrencia del “caf é para todos” de Mart í n Villa. En lo que no cayeron nuestros “primeros padres” es en que la conciencia nacional moderna, que a nivel estatal se hab í a desarrollado en t érminos de reivindicaci ón individual, en los niveles locales -especialmente en Euskadi y Catalu ña- y desde 1898 se hab í a desarrollado en los t érminos del nacionalismo étnico (si se me permite, en los t érminos del modelo del romanticismo alemán), que era precisamente lo que no hab í a en España. En otros términos: Espa ña no tení a una conciencia nacional étnica y popular; Euskadi y Cataluña, sí la la iban teniendo. Por eso Ardanza tiene raz ón. Y así llegamos llegamos a donde estamos hoy: una Espa ña-naci ón que se disuelve al mismo ritmo y por las mismas razones que se disuelve la conciencia nacional de los pa í ses ses occidentales (”los pa í ses ses de nuestro entorno”, como dice la pedanter í a polí tica tica contempor ánea), y una Espa ña-naci ón que se disuelve porque la conciencia étnica e hist órica de los pueblos perif éricos ha sido m ás fuerte y más constante que la de Espa ña en su conjunto. ¿Hay o no hay razones para hablar de crisis de la conciencia nacional? 3. La muerte de la idea nacional. Y bien: ¿Qué va a pasar ahora? Podemos intentar un peque ño análisis de anticipaci ón. En primer lugar, parece probado que en las actuales circunstancias sociales, econ ómicas y, sobre todo, ideol ógicas, los nacionalismos de car ácter étnico-hist órico terminan derivando insensiblemente hacia nacionalismos individualistas-burgueses, de modo que la presunta ícilmente emancipaci ón catalana o vasca, si es que alg ún dí a se materializa, dif í c ilmente llegar á a constituir algo m ás que un área temporal de inversi ón para los intereses econ ómicos alemanes, dentro de una Europa pol í ticamente ticamente neutralizada a trav és del Mercado Unico. Respecto al conjunto de Espa ña, estamos en los mismo que otros pa í ses ses europeos: por un lado, la universalizaci ón de los comportamientos y las culturas; por otro, la individualizaci ón de los intereses; la conjunci ón de ambos est á haciendo que dejen de existir razones para vivir juntos, bajo un s ólo poder pol í tico, tico, con un s ólo Ejército, una lengua oficial, unas fronteras, etc., e incluso una flota pesquera bien protegida. Nuestros gobiernos espa ñoles, por otra parte, parecen haberse entregado a esta tarea con una vehemencia que no comparten otros gobiernos europeos. ¿Por qué muere nuestra naci ón? Uno de los conceptos m ás bellos que hab í a alumbrado la tradici ón polí tica tica europea era el de Patria. Entre los siglos XIX y XX, ese concepto de Patria se funde con el Naci ón. Hoy la naci ón empieza a llevar una vida problem ática y la Patria, por su parte, est á enferma de muerte. Muerte: Max Weber dec í a que la Pol í tica tica tení a un arcano que la acerca a la religi ón, y es su dominio sobre el impulso de muerte. Uno 116
muere por su Patria y eso significa que muere por algo que est á mucho más allá de sí mismo. Tal cosa, sin embargo, es imposible en la fase actual de nuestros estados, donde las sociedades se definen por la protecci ón de los derechos individuales m ás allá de cualquier pertenencia comunitaria a naci ón alguna. Pocos espa ñoles dirán hoy en una encuesta que están dispuestos a morir por Ceuta y Melilla, aun cuando tenemos la certidumbre de que s í hay alguien dispuesto a matar por ellas. Es un fen ómeno inseparable del individualismo contempor áneo y de esa crisis de lo nacional que se est á viviendo en la Europa occidental, y muy notablemente en Espa ña. El problema aparece cuando la elite gobernante constata que es preciso un m í nimo nimo grado de patriotismo para seguir viviendo juntos. La existencia pol í tica tica de una comunidad exige sacrificios y compromisos colectivos, y esos sacrificios y compromisos se est án poniendo muy caros en unas sociedades fundamentadas en la sacralizaci ón del derecho individual. Por eso, y en la mente de autores como J ürgen Habermas, ha surgido últimamente la tesis del patriotismo constitucional: el patriotismo antiguo ser í a malo, porque ha dado lugar a guerras y tiran í as, as, pero como el patriotismo sigue siendo necesario, es menester definirlo en los términos aparentemente pac í ficos ficos e inocuos del ordenamiento legal vigente. No quiero extenderme sobre la refutaci ón del patriotismo constitucional, entre otras cosas porque debo ir concluyendo. Baste decir, en todo caso, que si la Constituci ón no ha sido capaz de inspirar patriotismo hasta ahora, no veo por qu é habrí a de inspirarlo a partir de Habermas. Por otro lado, uno puede entender que haya que morir por su familia, por la tierra de sus antepasados, por su cultura, por su lengua, por el futuro de sus hijos, por la independencia ícil de la comunidad a la que pertenece... Pero es m ás dif í c il morir por una cosa que puede cambiar ma ñana si dos tercios o tres quintos de la elite pol í tica tica del pa í s lo pacta de modo satisfactorio. El patriotismo constitucional, en definitiva, no parece que vaya a ser capaz de sustituir a ese poderoso creador de deber y sacrificio que era el patriotismo antiguo. Y basta ver las cifras de insumisos y objetores para asegurar que en Espa ña, a fecha de hoy, el patriotismo constitucional s ólo es una ilusi ón de aquellos que parecen satisfechos con la circunstancia presente. 4. ¿Una reconstrucci ón? Repitamos la pregunta: ¿Qu é va a pasar ahora? Parece, de momento, que lo fundamental es contestar a la pregunta de si deseamos que Espa ña continúe existiendo como naci ón en su configuraci ón presente. Y si la respuesta es afirmativa, entonces debemos aportar ideas para reconstruir una identidad nacional nueva. Esa identidad nacional nueva, por otra parte, no puede anclarse en el paradigma moderno de la naci ón, que est á haciendo agua. Esa identidad nacional nueva ha de ser capaz de superar los obst áculos que plantea la naturaleza pluricultural de Espa ña y la descomposici ón de la conciencia nacional en el occidente desarrollado. Nada podemos esperar de un nacionalismo reactivo y regresivo, entendido como simple reacci ón de defensa, patriotera y est éril, frente a un proceso que le supera por todas partes. Y ésto que decimos sobre el nacionalismo vale tanto para el nacionalismo de la periferia (vasco o catal án) como para el nacionalismo espa ñolista, el nacionalismo del centro. Es imposible no conceder que Jos é Antonio Primo de Rivera ten í a toda la raz ón del mundo cuando defini ó el nacionalismo como “el ego í smo smo de los pueblos”. 117
Después, habrá que afirmar todas estas ideas con un acto de voluntad pol í tica tica que nos entronque con nuestra historia y que nos proyecte hacia el futuro como una comunidad de destino, según querí a Frobenius. Cuando ese acto de voluntad pol í tica tica suscite la adhesi ón sentimental e intelectual, espont ánea en todo caso, de la gran mayor í a de los españoles, entonces podremos hablar de reconstrucci ón de la conciencia nacional. ¿Qué ideas pueden guiar esa reconstrucci ón? Creo que ése es el norte que debe guiar nuestro debate. A m í se se me ocurre proponer algunas: la decidida voluntad de reconocernos en nuestra historia; la defensa con u ñas y dientes de nuestra identidad cultural en el arte, el cine o la televisi ón, esos nuevos escenarios de la legitimidad; la consideraci ón de los derechos individuales como contrapartida de los deberes sociales; la confianza en unas autoridades pol í ticas ticas que realmente sean capaces de exhibir y sostener nuestra soberan í a (por ejemplo, en los caladeros del Norte), y no lo que tenemos ahora, esa diplomacia cagueta y claudicante ante “los pa í ses ses de nuestros entorno”. Pero, al mismo tiempo, tambi én es necesaria la suficiente capacidad de evoluci ón para ir más allá del nacionalismo entendido en los t érminos jacobinistas de nuestro siglo XIX, ser capaces de volver a pensar España como unidad de entes diversos, como naci ón de naciones si es preciso. Dicho de otro modo: nos resulta imprescindible aprender que lo que hay que salvaguardar es la identidad y la voluntad, no la estructura del Estado, que siempre es secundaria y posterior. Por supuesto, no es preciso decir que ni la derecha ni la izquierda est án ahí . Ambas est án comprometidas con la construcci ón del orden planetario que predica “el marido de la señora Clinton”, seg ún feliz expresi ón del profesor Dalmacio Negro. Pero gracias a C ésar Alonso de los R í os os hemos descubierto que hay en Espa ña una izquierda capaz de pensar en términos nacionales. Si nuestra derecha se desprende de sus fantasmas, sus complejos y sus servilismos, quiz ás el paisaje pueda ser interesante. Tenemos ante nosotros dos expectativas: una es la del nuevo orden del mundo, la desaparici ón de las naciones o su transformaci ón en meros aparatos estatales, la disoluci ón de las identidades en el zurriburri del nuevo orden planetario y, en definitiva, el Fin de la Historia, que es la culminaci ón del proyecto ilustrado, del programa cosmopolita establecido por Imanuel Kant. La otra es la contraria: el comienzo eterno de la Historia, el redescubrimiento de nuestras identidades y nuestras almas propias, el reconocimiento en nuestras patrias, que quiz ás habrí a que empezar a definir en t érminos de Matrias, lo que nos ha hecho nacer, lo que permanece, lo que funda... en fin, la voluntad de seguir siendo nosotros mismos. A m í , personalmente, me parece m ás sugestiva la segunda opci ón. Por lo menos, me parece que es la única desde la que podemos operar una reconstrucci ón positiva de nuestra conciencia nacional. *
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XII La Gran Polí tica tica y el Orden del Mundo
Una visión del mundo no es un juego de abstracciones; contiene tambi én, entre otras cosas, una idea concreta del orden que debe poseer el mundo vivo, el de los hombres y sus grupos. En sesiones anteriores hemos definido lo pol í tico tico como el conjunto de decisiones que la nación adopta para materializar su proyecci ón histórica. Nuestra idea de naci ón, en efecto, surge cuando un pueblo se organiza para proyectarse en la historia, esto es, cuando se atribuye un destino. Lo pol í tico tico es la forma de organizar tal proyecci ón. Y el marco de esa proyecci ón histórica es siempre y necesariamente universal. Por universal no entendemos universalista, es decir, un movimiento abocado al dominio del planeta (imperialismo) o a la disoluci ón en una civilizaci ón planetaria (cosmopolitismo), sino que por universal entendemos una doble superaci ón espacial y temporal: a) Superaci ón de las fronteras materiales de la naci ón, porque la proyecci ón histórica se define por relaci ón (ora pac í fica, fica, ora polémica, pero siempre conflictual) con las otras naciones. Más allá de cualquier sue ño pacifista o aislacionista, la realidad es que la pol í tica tica es siempre conflicto, y el escenario de ese conflicto es universal. b) Superación de la circunstancia temporal concreta en beneficio de una concepci ón continua en la historia del proyecto nacional. La continuidad en la historia es lo que otorga identidad permanente a la naci ón: los objetivos b ásicos de la pol í tica tica exterior de los zares eran los mismos que los de la URSS; los de De Gaulle, los mismos que los de Napole ón; los de Bismarck, los mismos que los de Kohl. Cambian las circunstancias materiales y la evaluaci ón de los medios, pero no los fines y objetivos últimos. Por eso la pol í tica tica exterior de una naci ón ha de estar m ás allá de las ideolog í as. as. 1. La Gran Pol í tica. tica. A partir de aqu í , podemos entender que pol í tica tica exterior es el conjunto de decisiones especí ficamente ficamente encaminadas a materializar la proyecci ón histórica y universal de la nación, esto es, su proyecci ón respecto a las otras naciones y m ás allá de las circunstancias temporales concretas. Y por eso la pol í tica tica exterior es la forma m ás completa, pura y radical de pol í tica. tica. Para nosotros, la pol í tica tica exterior, definida en estos t érminos, es la Gran Pol í tica tica pura en el mismo sentido en que la entend í a Nietzsche: aquella que crea destino y que, por tanto, justifica por por sí sola sola la existencia de la naci ón más allá de los cambios coyunturales e ideológicos que la naci ón experimente. A continuaci ón, y para verificar el car ácter permanente de la pol í tica tica exterior, veremos cu ál ha sido la marcha hist órica de los grandes bloques de poder internacionales y cu áles han
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sido sus constantes; repasaremos los m étodos cientí ficos ficos de an álisis de la pol í tica tica exterior y fijaremos los criterios geopol í ticos ticos básicos; por último, traspasaremos estos datos al caso español en nuestros d í as. as. 2. Evoluci ón histórica de los bloques de poder. La idea de un orden del mundo (aquel Nomos de la Tierra del que habla Carl Schmitt) nace exclusivamente en el ámbito cultural e hist órico de la civilizaci ón europea, al que nosotros pertenecemos. El punto de partida de ese orden es el Imperio Romano. El imperio atraviesa por dos fases bien definidas: a) La Roma imperial pagana, que basa su orden universal en la figura del emperador y que funda la idea pol í tica tica de Europa; b) La Christianitas medieval (Res publica christiana), que, tras la ca í da da de Roma y la cristianizaci ón del viejo imperio, trata de reencontrar la unidad perdida a partir del doble poder del papa y del emperador, y donde el protagonismo pasa, sobre todo, a los pueblos germánicos. La bicefalia del Imperio acent úa la crisis de la idea imperial desde la Baja Edad Media, porque instala una guerra permanente entre la autoridad espiritual y el poder temporal. Las célebres guerras entre g üelfos y gibelinos arrancan de ah í . Pero cuando el sistema se rompe definitivamente es a partir del Renacimiento, cuando surge el Estado soberano moderno, y donde el papel de Espa ña es crucial. De hecho, el imperio espa ñol de los Austrias va a ser el último intento viable de prolongar un orden imperial para Europa a partir de un Estado moderno que se atribuye esa misi ón. Las guerras de la Reforma arruinar án esa idea. 2.1. Del Imperio a la sociedad mundial. Tras la crisis de la idea imperial, los bloques de poder internacionales van a ir transform ándose hasta llegar a la actual situaci ón. El derecho internacional ir á a compás de esas transformaciones de las relaciones de poder. Siguiendo a Truyol y Serra, y por convenci ón académica, podemos estructurar esa gran transformaci ón en las siguientes fases: a) El sistema europeo de Estados, que nace en la Paz de Westfalia (1648). Europa deja de identificarse con la Cristiandad: desde el protestantismo ya no hay una sola fe cristiana; por otra parte, la evangelizaci ón ha cristianizado territorios no europeos. A partir de ahora el orden del mundo gira en torno a unos Estados soberanos celosos de su independencia. Con todo, existe una armon í a entre esos intereses, y esa armon í a se debe a tres factores: un derecho p úblico común, que ejerce de v í nculo nculo normativo; un equilibrio de poder entre las potencias y una diplomacia permanente. b) El sistema de Estados de civilizaci ón cristiana. La progresiva independencia de las colonias -la primera es la de los Estados Unidos de Am érica, en 1776- hace que el orden 120
internacional deje de ser exclusivamente europeo. Cuando Espa ña y Portugal pierdan tambi én sus colonias americanas, nacer á un nuevo mundo pol í tico tico en ese continente. El nuevo escenario pasa a definirse en funci ón de los rasgos comunes a ambos lados del Atlántico: la civilizaci ón cristiana. c) La sociedad de Estados civilizados. El orden del mundo hasta el siglo XIX era, de hecho, eurocéntrico, porque las nuevas naciones de Am érica prolongaban el ámbito de la civilizaci ón europea. Pero la situaci ón cambia a mediados del siglo XIX, cuando las potencias europeas comienzan a firmar tratados pol í ticos ticos y comerciales con los estados asiáticos y africanos. Antes hab í a existido un derecho com ún de convivencia con el Islam, Turquí a, a, etc., pero no se consideraba que estos Estados pertenecieran al orden del mundo. Sin embargo, la modernizaci ón -y, especialmente, el desarrollo de los transportes- incluir á al Oriente en la esfera pol í tica tica de Occidente. d) La sociedad mundial. Tras la primera guerra mundial, y especialmente desde la Conferencia de Paris (1919-1920), los estados no europeos entran en el derecho internacional. La descolonizaci ón acentúa el proceso. As í se se llega la llamada sociedad mundial. Desde el punto de vista jur í dico, dico, esta evoluci ón supone una evidente tendencia a incluir progresivamente a todos los Estados en el derecho internacional, es decir, en el orden del mundo. Sin embargo, desde el punto de vista de la realidad pol í tica, tica, el camino no ha sido el de una progresiva emancipaci ón del mundo no-europeo, sino el de una progresiva extensi ón de la hegemon í a occidental: la verdad es que la ampliaci ón del campo del Derecho Internacional se ha realizado a base de ca ñonazos. Por otra parte, la existencia internacional ha seguido siendo pol émica, e incluso m ás polémica que antes, desde el momento en que existen m ás actores que en el escenario anterior. Las apuestas de poder de los nuevos bloques internacionales no han desaparecido; más aún, tras el aparente universalismo del moderno Nomos de la Tierra se esconden en realidad las distintas pol í ticas ticas exteriores de las naciones m ás poderosas, que han seguido fieles a s í mismas. mismas. De hecho, las diversas fases por las que ha atravesado la “sociedad mundial” siguen mostrando esta gran competencia de poder a escala planetaria. 2.2. Las fases de la sociedad mundial. En efecto, la sociedad mundial no ha sido -ni est á siendo- un camino de rosas. La primera guerra mundial consagr ó un sistema internacional donde todo el poder pasaba a los Estados más identificados ideol ógicamente con los principios de la modernidad: democracia liberal y liberalismo econ ómico. A partir de este momento, el objetivo del orden mundial ser á impedir que aparezcan f órmulas alternativas de poder capaces de competir con los designios de esa ideolog í a. a. El resultado ha sido una nueva din ámica que Carl Schmitt estructur ó en las siguientes fases: a) Fase Monista. Las potencias vencedoras de la primera guerra mundial se al í an an frente a un 121
único enemigo: las tentaciones imperiales de Alemania, que pretender í a crear un orden mundial distinto al establecido en Versalles. b) Fase Dualista. Derrotada Alemania, las potencias modernas se enfrentan entre s í por por el dominio mundial. La divisi ón de campos opone, por un lado, a la esfera de influencia norteamericana, identificada con el mundo capitalista-liberal, y por otro, a la esfera de influencia sovi ética, identificada con el modelo econ ómico-pol í tico tico socialista. c) Fase Pluralista. A partir de la Conferencia de Bandung (1955), con la consiguiente toma de conciencia pol í tica tica de los pa í ses ses no-alienados, Schmitt preve í a la aparici ón de una fase pluralista donde el orden internacional tendr í a que aceptar la existencia de distintos destinos nacionales aut ónomos. Schmitt no se ha equivocado en su diagn óstico, pero el desplome del imperio sovi ético ha abierto una fase nueva, de car ácter fundamentalmente reactivo, donde las potencias “occidentalistas” tratan de mantener su hegemon í a absoluta tras el hundimiento del sistema bi-polar. As í , podrí amos amos actualizar el an álisis de Schmitt con un nuevo elemento: d) Fase neo-monista. Tras la desaparici ón del comunismo, el mundo capitalista-liberal se propone asumir el liderazgo en la construcci ón de un Nuevo Orden del Mundo (NOM) caracterizado por la extensi ón universal de los principios ideol ógicos, polí ticos ticos y económicos de Occidente. Para ello ha de someter a las potencias menores, que desde la Fase Pluralista hab í an an tratado de actuar como agentes soberanos en el Nomos de la Tierra. La oposición del futuro, por tanto, ya no estar á entre potencias territoriales, sino entre modelos diversos de organizaci ón polí tica tica y económica. 2.3. El nuevo escenario: el NOM. Desde este punto de vista, es evidente que no podemos interpretar la moderna “sociedad mundial” como un Nomos continuador del viejo imperio universal. M ás bien debemos pensar que la sociedad mundial, materializada hoy en el proyecto del NOM, es la consecuencia l ógica de un doble proceso: por una parte, la din ámica de la civilizaci ón técnica y econ ómica, que tiende hacia la homogeneizaci ón del mundo en un mercado planetario; por otra, el proyecto expreso de la ideolog í a que ha sustentado esa civilizaci ón económica, la ideolog í a ilustrada, que tiende, por definici ón, a una forma de universalismo entendida como cosmopolitismo: la desaparici ón de todas las diferencias en el seno de un Estado Mundial. La idea de un imperio universal es cl ásica en la tradici ón europea, pero es de esencia ísica: metaf í s ica: el poder pol í tico tico se funde con el poder espiritual en un solo designio. Por el contrario, la genealog í a del NOM es espec í ficamente ficamente moderna y su base ya no es metaf í sica sica ni religioso-pol í tica, tica, sino esencialmente econ ómica, del mismo modo que sus agentes ya no son los Estados o los pueblos, sino -al menos te óricamente- los individuos. El NOM, en efecto, s ólo es posible si los individuos abandonan sus pertenencias de tipo 122
nacional o étnico, y si los grupos humanos sustituyen las apuestas de poder en beneficio de una concepci ón exclusivamente mercantil de la vida. S ólo así , sin naciones, sin pueblos y sin polí tica, tica, puede nacer un Estado Mundial. Y esa utop í a es propiamente moderna. De hecho, el antepasado m ás ilustre del NOM es aquel “Estado Mundial” so ñado por Immanuel Kant: un s ólo macroestado planetario construido sobre la base del libre juego de intereses entre unos individuos definidos como seres radicalmente iguales y que comparten una sola raz ón universal. El NOM no es sino la f órmula contempor ánea que ha adoptado el proyecto de dominio planetario de las potencias occidentales, y especialmente de los Estados Unidos, que desde su origen han identificado su proyecto hist órico con la implantaci ón de un Estado Mundial. En efecto, los padres fundadores de los Estados Unidos, como Thomas Jefferson y John Quincy Adams, hab í an an definido el proyecto nacional de los Estados Unidos como “la construcci ón de una república pura y virtuosa cuyo destino es gobernar el globo e introducir la perfección del hombre”. El NOM no es, en realidad, sino la expresi ón más radical del proyecto nacional norteamericano. 3. El análisis de la pol í tica tica exterior. Hasta aquí hemos hemos visto la transformaci ón de las relaciones mundiales de poder en el transcurso de la historia. Naturalmente, esas transformaciones no son el producto de una “mano invisible” o de un “destino manifiesto”, sino que obedecen a causas concretas y varias: las grandes revoluciones espirituales e ideol ógicas, los cambios t écnicos, los azares climáticos... y, por supuesto, la voluntad pol í tica tica de los actores, esto es de los Estados. ¿Puede dictarse una norma general, una ley sobre las conductas pol í ticas ticas de los Estados en materia internacional? Dicho de otro modo: ¿Es posible extraer unas consecuencias objetivas de las transformaciones de las relaciones de poder en el globo y, a partir de ellas, dictar leyes que nos ayuden a prever de forma positiva la pol í tica tica exterior, igual que es posible extraer unas consecuencias de los cambios f í sicos sicos en la materia y, a partir de ellas, formular leyes cient í ficas? ficas? Si as í fuera, fuera, podrí a decirse que la pol í tica tica exterior obedece a unas leyes y a unos criterios inmutables, pero tambi én podrí a ocurrir que esas leyes nos mostraran unas tendencias “naturales” en el orden pol í tico tico del mundo. A lo largo del siglo XX, diversas escuelas y un gran n úmero de autores han intentado formular leyes o cuadros te óricos generales para aprehender la pol í tica tica internacional y las relaciones mundiales de poder. Aqu í no no nos detendremos en todos ellos, pero, muy grosso modo, podemos clasificar estas teor í as as en tres grupos: 3.1. La escuela tradicional: el realismo pol í tico. tico. Es la teorí a clásica del poder en la cultura europea y gira en torno a la noci ón de razón de Estado. Sus primeros ejemplos conocidos son la Historia de la guerra del Peloponeso del griego Tuc í dides dides (s. V a.C.) y el Artha-Sastra hind ú (s. IV a.C.). Una cita de Tuc í dides dides resume perfectamente su esp í ritu: ritu: “Por su naturaleza, que es inmutable, los dioses y los 123
hombres imperan siempre sobre aquellos a quienes superan en poder. Nosotros no hemos inventado esta ley ni la hemos aplicado los primeros, sino que la hemos encontrado ya existente y habr á de subsistir por siempre, y cualquier otro que alcanzase nuestro poder harí a lo mismo (...) A ojos de tus aliados, la seguridad no est á en la amistad que les profesas, sino en que tengas una gran seguridad militar”. Así , el poder, entendido como conjunto de recursos materiales o de otro tipo que le permiten a uno imponer su decisi ón, se convierte en criterio principal -de hecho, único- de toda polí tica tica exterior: se trata de poseerlo, mantenerlo, manifestarlo y, si es posible, aumentarlo. La buena pol í tica tica será la que no menoscabe nunca el propio poder. Esta concepci ón se prolongar á hasta nuestros d í as. as. Maquiavelo y nuestro gran Álamos de Barrientos la profesar án sin reparos. En nuestro siglo, el mayor te órico del realismo pol í tico tico aplicado al escenario internacional es el norteamericano Hans J. Morgenthau, que construye su teorí a sobre dos principios: - El concepto de inter és definido en t érminos de poder. - El concepto de sociedad internacional entendida como pluralidad de Estados y de intereses que s ólo puede ser concebida en t érminos de equilibrio de poder. 3.2. Las teor í as as cientí ficas-cuantitativas. ficas-cuantitativas. El inconveniente del realismo pol í tico tico es que no ofrece la posibilidad de formular leyes sólidas sobre la conducta exterior de los Estados. El realismo se basa en la presunci ón de que la acci ón exterior de los Estados pivotar á siempre sobre las categor í as as inmutables del poder y del equilibrio. Ahora bien, basta con que un jefe de Estado o un simple diplom ático decida actuar un d í a en funci ón de intereses distintos a los del inter és nacional, para que el realismo pierda toda su fuerza normativa. Lo que har í a falta -se arguye- ser í a un conjunto de métodos emp í ricos ricos para poder reglar y prever la pol í tica tica exterior. En esa l í nea nea ha habido varios intentos: a) Teorí as as cuantitativo-matem áticas. Buscan establecer leyes tan eficaces como las de las í sico-naturales, ciencias f í sico-naturales, prescindiendo de los factores éticos, históricos, ideológicos o estéticos. Para ello se requiere poder cuantificar las distintas variables que influyen en la acción polí tica tica -por ejemplo, la producci ón de armamentos en unas circunstancias determinadas-. El problema es la cuantificaci ón de las decisiones personales, que se hurtan a cualquier tipo de c álculo de probabilidades r í gido: gido: la astucia, por ejemplo, no es cuantificable. b) Teorí a general de sistemas y Teor í a de Modelos. La TGS concibe la relaci ón de fuerzas internacionales como un sistema compuesto por diferentes variables. Para examinar la relaci ón entre las variables hay que fabricar previamente una serie de “moldes” te óricos que den razón de circunstancias reales: una situaci ón de equilibrio de poder, una situaci ón de bipolaridad flexible, etc. Despu és, una vez creado el “molde”, hay que dictar reglas capaces de predecir cu ál será la decisión de cada actor en una situaci ón determinada. A ese efecto se han construido juegos de simulaci ón que podr í an an indicar cu ál será la decisión de un Estado ante un problema concreto y en unas condiciones determinadas. 124
Las teorí as as cuantitativo-matem áticas conocieron un gran desarrollo a lo largo de los a ños setenta y ochenta, con el eficaz apoyo de la revoluci ón informática. Sin embargo, ni uno sólo de los modelos o de los simuladores existentes consigui ó prever el hecho m ás importante en las relaciones de poder del último medio siglo: el hundimiento del comunismo. Ese fracaso permite dudar de la viabilidad real de las teor í as as cuantitativas en polí tica tica exterior. Sin duda se trata de una herramienta útil en determinadas circunstancias, pero no parece que se pueda construir sobre ella una filosof í a general de las relaciones internacionales. 3.3. La teorí a sociológica. Ciertos autores (por ejemplo, Raymond Aron) reprochan a la corriente realista el utilizar los conceptos de “equilibrio de poder” y de “inter és nacional” como categor í as as inmutables, cuando en realidad pueden variar en funci ón de los valores e ideolog í as as que orienten la polí tica tica exterior. El caso del presidente norteamericano Carter es representativo: una polí tica tica exterior guiada por prejuicios ideol ógicos que entr ó en conflicto con el inter és polí tico tico inmediato de la naci ón. Eso significa que el poder puede ser un criterio general, pero no una ley universalmente v álida. Al mismo tiempo, estos autores reprochan a las teorí as as cuantitativo-matem áticas el menospreciar otros factores igualmente determinantes: los factores filos óficos, que determinan incluso los propios postulados cient í ficos. ficos. Así surge surge la llamada “Escuela Sociol ógica”, cuya base es considerar la sociedad internacional como un conjunto sociol ógico, con reglas de car ácter interno y con variables fijas (los distintos sistemas internacionales conocidos, la naturaleza de las fuerzas en presencia, la estructura de poder en cada unidad pol í tica, tica, la cultura pol í tica tica de cada unidad y, por supuesto, las ideolog í as). as). El gran inconveniente de la teor í a sociológica es que renuncia a formular predicciones: se limita deliberadamente al estudio de las condiciones en un momento determinado, sin aportar tampoco conclusiones de car ácter normativo. En realidad, y al margen de su indudable inter és intelectual, s ólo es útil en la medida en que aporta informaci ón sobre los lí mites mites y condiciones del ejercicio del realismo pol í tico. tico. 3.4. Conclusión: la realidad del poder. Es importante se ñalar que los estudios de nuestro siglo sobre pol í tica tica internacional han demostrado la importancia de los factores sociales, étnicos, culturales o hist óricos; han señalado la eventualidad de que, en casos excepcionales, el pol í tico tico actúe según criterios ajenos al concepto de inter és nacional, as í como como han establecido la posibilidad de crear artificialmente escenarios ideales de decisi ón en función de criterios determinados. Pero ninguna de estas corrientes actuales ha logrado refutar la concepci ón esencial del realismo polí tico, tico, a saber: que el juego de poder es la m édula de la vida internacional, que ese poder depende de la capacidad de decisi ón sobre los propios recursos y, en fin, que la renuncia al poder significa un perjuicio para el inter és de la naci ón. Así las las cosas, s ólo nos queda 125
volver los ojos hacia los únicos dos criterios que realmente parecen capaces de mediatizar y condicionar la acci ón exterior -el poder- de un Estado: la geograf í a, a, que determina la posici ón del Estado en el espacio, y la civilizaci ón, que determina la posici ón de la nación en la historia y frente a s í misma. misma. 4. La geopol í tica. tica. La geopol í tica tica obedece a una constataci ón muy simple: “La pol í tica tica de los Estados est á en ía”, su geograf í a ”, decí a Napoleón. La proyecci ón histórico-pol í tica tica de una naci ón está en funci ón de su situaci ón en el espacio. 4.1. Qué es la geopol í tica. tica. Aunque se considera que su precursor fue el alem án Ratzel (1844-1904), el t érmino geopol í tica tica se debe al sueco Rudolf Kjellen (1864-1922). La invenci ón es recogida por el británico McKinder (1861-1947) y por el alem án Haushofer (1869-1946). Su punto de partida es que toda pol í tica tica exterior de un pa í s -esto es, todo juego internacional de poder concreto- est á en función del espacio que ese pa í s ocupe. A partir de ah í , se enuncia una serie de principios: a) El Estado no puede ser analizado independientemente del medio natural en que se incluye. b) Los factores que intervienen en la vida de los Estados son de dos tipos: - Constantes (clima, localizaci ón, fauna, flora, relieve, red hidrogr áfica, extensión de las costas, capacidad de relaciones exteriores a trav és del mar, permeabilidad de las fronteras, etc.) - Variables (evoluci ón demogr áfica, afinidades espirituales, caracter í sticas sticas culturales, riqueza, potencial de recursos, capacidad de exportaci ón, etc.) - La confrontaci ón de los factores constantes y los variables determinar á la capacidad de adaptaci ón de un Estado o grupo de estados en relaci ón con su medio. De esta adaptaci ón depender á la situaci ón geopolí tica tica a la que un Estado deber á hacer frente. La contribuci ón de la geopol í tica tica ha sido poco reconocida por sus implicaciones ideológicas, al hacer depender las relaciones internacionales de criterios del todo ajenos a la clase, la ideolog í a o el derecho, que son los criterios de la ideolog í a moderna. Sin embargo, ha sido de una gran importancia para la comprensi ón de las reglas de la disuasi ón nuclear y las relaciones mundiales durante los últimos años: los métodos cartogr áficos, la importancia de los recursos naturales, el sistema de relaciones entre estrategia pol í tica tica y estrategia militar, etc. 4.2. El orden del mundo seg ún la Geopolí tica. tica. En lo que respecta a las relaciones mundiales, el marco geogr áfico que dibuja la Geopolí tica, tica, especiamente debido a McKinder, es el siguiente:
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a) Una “Isla Central del Mundo” que comprende Eurasia y Africa. Dentro de esta Isla Central hay un Coraz ón Territorial (Heartland) que es á situado en Rusia y una serie de zonas de contacto (Rimlands) que son Europa, China y el mundo árabe. b) Una “Isla Perif érica” que comprende el continente americano. En los últimos años, otros desarrollos geopol í ticos ticos han desplazado el centro geogr áfico del mundo (el Coraz ón) hacia Europa, al a ñadir factores de tipo social y cultural. Europa, en efecto, ofrece la mayor densidad de poblaci ón técnicamente capacitada del planeta. Por otra parte, la perspectiva geopol í tica tica concreta de cualquier Estado o grupo de estados varí a en funci ón de su propia posici ón. Cada espacio tiene su centro geopol í tico. tico. Lo que no cambia es el marco general de la geopol í tica, tica, cuya principal ense ñanza es que quien domine el Corazón dominar á la Isla Central, y quien domine la Isla Central dominar á el mundo. 4.3. Tierra y Mar. Otro elemento de gran importancia en materia Geopol í tica tica es la divisi ón de los estados en funci ón de dos elementos mayores: Tierra y Mar. Hay, en efecto, naciones geogr áficamente abocadas a una existencia terrestre, continental, y otras abocadas a una existencia mar í tima, tima, las llamadas “Talasocracias”. Carl Schmitt dedic ó una de sus obras a glosar las diferentes caracter í sticas sticas de ambos tipos de Estados. En l í neas neas generales, y recogiendo diferentes aportaciones, podemos esbozar el car ácter de cada uno de estos pueblos del siguiente modo: a) El Estado mar í timo, timo, oceánico, busca ante todo crear una red de influencia comercial a través de su dominio de los mares (Talasocracia: poder en el agua), lo cual le empuja a una incesante mejora de sus medios de transporte y, por lo tanto, a una gran labor de creatividad técnica, esencial para mantener su poder. Su civilizaci ón es técnica y comercial. Rara vez perder á tiempo en ocupar territorios y gobernarlos. El ejemplo cl ásico de Talasocracia es Cartago; en los tiempos modernos, Inglaterra y, despu és, los Estados Unidos. Su figura mí tica tica es la ballena Behemoth. b) El Estado terrestre, continental, persigue un dominio efectivo sobre la tierra y una extensi ón de su civilizaci ón. Su objetivo es imponer un determinado orden en el mundo mediante el control de grandes espacios y su mantenimiento, lo cual le lleva a generar estructuras de poder y cultura muy conservadoras, poco dadas al desarrollo t écnico. El ejemplo cl ásico de potencia terrestre es Roma. En los tiempos modernos, el primer gran imperio terrestre fue el espa ñol, que gast ó sus esfuerzos en ordenar sus posesiones ultramarinas. Hasta hace poco, la última potencia terrestre ha sido la Uni ón Soviética, cuya proyecci ón geopolí tica tica era continuaci ón directa de la Rusia zarista. En nuestros d í as, as, sólo Europa estar í a en condiciones de jugar ese papel. Hay quien reprocha a esta divisi ón Tierra/Mar su nula adaptaci ón a una nueva imagen del mundo donde ha entrado en juego el aire como factor de proyecci ón geopolí tica. tica. Con todo, lo cierto es que no es imaginable una potencia exclusivamente a érea, porque la primera regla del poder es que sea duradero, y eso exige una ocupaci ón material, ya sea de grandes espacios terrestres o ya sea de grandes espacios aeronavales, con lo cual volvemos a la 127
divisi ón Tierra/Mar. Por otra parte, esta divisi ón no se agota en las modalidades de control militar, sino que refleja, sobre todo, tipos concretos de poder y de civilizaci ón. También en ese sentido la divisi ón sigue siendo v álida. 5. El choque de civilizaciones. La última gran teor í a que ha afectado a la concepci ón del juego de fuerzas internacionales es la formulada por el profesor de Yale Samuel Huntington en su art í culo culo “¿Choque de civilizaciones?”. Este art í culo culo ha sido crucial por un motivo: hace depender el orden del mundo de los distintos tipos de civilizaci ón que existen en el globo, con lo cual aporta nuevos criterios fijos (constantes) para analizar el equilibrio de poder. Huntington divide el mundo en ocho grandes espacios de civilizaci ón: - Occidental cristiana: Norteam érica, Europa Occidental y Australia. - Eslava ortodoxa: Rusia y su ámbito de influencia. - Islámica: el gran cintur ón de paí ses ses musulmanes. - Hindú: la India y su esfera de influencia. - Iberoamericana: Centro y Suram érica. - Confuciana: China y su ámbito de influencia. - África negra: todo el subcontinente africano. - Japón y su proyecci ón insular. La aportaci ón de Huntington es interesante porque deshace el sue ño occidental de construir un solo mundo y devuelve importancia a los factores culturales, que ser í an an la verdadera infraestructura de la civilizaci ón. Pero, por otra parte, se ha visto en el an álisis de Huntington un argumento a favor del intento por se ñalar enemigos concretos a una diplomacia tan poco dada a ello como la norteamericana, que con frecuencia sucumbe a su sueño de imponer por v í a mercantil aquel “dominio del globo” del que hablaban los “padres fundadores” de los Estados Unidos. En ese sentido, el nuevo objetivo de la pol í tica tica exterior norteamericana ser í a arruinar las culturas aut óctonas como paso previo a cualquier pol í tica tica de dominio. Asimismo, hay que se ñalar la fragilidad de los espacios de civilizaci ón que Huntington dibuja: Espa ña y Portugal tienen m ás que ver con Iberoam érica que con los Estados Unidos o Australia, aunque Huntington los incluye en el mismo espacio de civilizaci ón; por otra parte, aparecen zonas de fricci ón como Grecia (al mismo tiempo occidental y ortodoxa) o Turquí a, a, cuyo estatuto no es f ácil de definir. Estas zonas de fricci ón estarí an an llamadas a protagonizar los pr óximos conflictos de poder, pero nada se dice sobre los intereses geopol í ticos ticos concretos de cada una de estas zonas. Desde nuestro punto de vista, hay que reconocer en el an álisis de Huntington una aportaci ón interesante a la hora de establecer constantes en el juego mundial de fuerzas. El factor “civilizaci ón” o “cultura” puede, efectivamente, decidir tal o cual pol í tica tica de alianzas con ciertas garant í as as de continuidad hist órica. Pero no es posible separar este an álisis de los intereses geogr áficos concretos. 128
6. El lugar de Espa ña. De todo lo visto hasta el momento, se deduce que la pol í tica tica exterior de un Estado (aquella proyecci ón histórica universal de una naci ón de la que habl ábamos al principio) est á en funci ón de constantes geogr áficas y culturales. Estos rasgos apenas cambian -por eso son constantes-, de manera que es posible formular una pol í tica tica exterior continua a lo largo de la historia. La única condici ón necesaria para ello es que el Estado en cuesti ón no renuncie en ningún momento a ejercer su poder. En el caso de Espa ña, y especialmente a partir del siglo XVIII, ha habido pocas pol í ticas ticas exteriores conscientes de todos estos elementos. Lo más frecuente, en los tres últimos siglos, ha sido una suerte de repliegue sobre s í mismo mismo en busca de una pol í tica tica de car ácter aislacionista. El error ha sido pensar que tal aislacionismo era posible en un pa í s con muchos kil ómetros de costa, una formidable proyecci ón transatl ántica de su civilizaci ón y una evidente funci ón de “tapón” del Mediterr áneo. Por otra parte, es interesante constatar que ese auto-repliegue viene a coincidir con la decadencia del pa í s, s, es decir, con su renuncia a ejercer el poder. Ahora bien: sin ejercicio exterior del poder no hay proyecci ón histórica, y sin proyecci ón histórica no hay supervivencia de la naci ón. En gran medida, ese est á siendo el problema de Espa ña en los últimos cien a ños. ¿Cómo podrí a definirse una pol í tica tica exterior para Espa ña? A tenor de lo expuesto, podrí amos amos definirla en funci ón de los siguientes par ámetros: 6.1. Constantes desde el punto de vista geopol í tico. tico. - La constante geopol í tica tica de Espa ña es la de una pen í nsula nsula situada en el extremo suroccidental de la pen í nsula nsula europea. Somos el Rimland principal del coraz ón del mundo. Eso nos convierte en flanco de la principal apuesta geogr áfica de poder. Los rusos y los alemanes lo vieron muy claro durante nuestra guerra civil. Los Estados Unidos, despu és, tambi én, y la polí tica tica exterior de Franco fue consciente de ello en todo momento. - Por otra parte, somos el “tap ón” del Mediterr áneo, puerta de acceso al mar m ás poblado del mundo. La p érdida de Gibraltar y la internacionalizaci ón de Rota han disminuido nuestra capacidad de acci ón en este terreno, pero seguimos jugando un papel clave. - Mantenemos una capacidad de proyecci ón ultramarina importante, especialmente hacia el Atlántico Sur. 6.2. Constantes desde el punto de vista de la civilizaci ón. - Nuestro marco de civilizaci ón es Europa. No es imaginable una pol í tica tica exterior espa ñola ajena a esta realidad. Por consiguiente, tambi én nuestra proyecci ón futura pasa por la coordinaci ón con las proyecciones de los pa í ses ses europeos. - Simultáneamente, gozamos de una proyecci ón extraordinaria hacia Iberoam érica, zona en la que entramos en conflicto con el otro gran poder de la zona: los Estados Unidos. Nuestra proyecci ón allá depende de que seamos capaces de imponernos a la proyecci ón norteamericana. 129
- Por otro lado, somos frontera con otro gran espacio de civilizaci ón: el Islam. A medida que vaya creciendo la conciencia de unidad pol í tica tica del mundo isl ámico, más importante será nuestro papel como frontera occidental de un eventual conflicto. 6.3. Apuestas. Sentadas estas constantes, no es dif í cil cil imaginar una serie de reglas generales de la pol í tica tica exterior espa ñola desde el punto de vista del poder: a) Geopolí ticamente, ticamente, somos absolutamente necesarios para Europa, que no puede perder el flanco occidental de su Rimland. Nuestro inter és en la Unión Europea, por tanto, no es esencialmente econ ómico, sino geopol í tico. tico. Una Europa cohesionada en materia exterior y defensiva nos proporcionar í a la seguridad suficiente para acometer los otros objetivos geopol í ticos: ticos: el eventual conflicto con el Islam y el cierre militar del Mediterr áneo. Ello exige, evidentemente, que nosotros no renunciemos a nuestra capacidad de decisi ón en materia pol í tica tica y militar. El error de las pol í ticas ticas europeas de la II Restauraci ón ha sido enfocar la relaci ón con Europa como un paso m ás hacia la disoluci ón de la naci ón en el marco supranacional del continente, en lugar de enfocarla desde un punto de vista prioritario de inter és nacional. b) Asimismo, mantenemos una relaci ón polémica inevitable con el mundo isl ámico. En ese sentido, no pueden perderse de vista las eventuales alteraciones del mapa pol í tico tico islámico. Pero, precisamente por eso, estamos obligados a encontrar v í as as de equilibrio con el mundo islámico, sea cual fuere el inter és de nuestros actuales aliados. Nuestra obligaci ón es mantener siempre tranquilo ese flanco -pase lo que pase. Para ello nos es precisa una potencia militar suficiente y una capacidad de decisi ón propia. c) El gran campo de influencia de Espa ña es el mundo iberoamericano, porque los lazos de civilizaci ón nos permiten ejercer sobre él una influencia considerable, la cual habr á de ser utilizada a su vez para reforzar nuestra posici ón frente a los aliados militares y econ ómicos del espacio occidental y europeo. Desde ese punto de vista, Espa ña puede compartir con Iberoam érica, además de su pasado, un mismo inter és futuro en escapar a la hegemon í a mundial de los Estados Unidos, que es hoy el principal problema tanto de los europeos como de los iberoamericanos. d) Todo ello exige, naturalmente, no renunciar en ning ún momento a ejercer el poder, y eso pasa a su vez por mantener la suficiente cantidad de recursos propios tanto en materia económica como en materia militar. El error de las pol í ticas ticas recientes ha sido pensar que las apuestas pol í ticas ticas nacionales hab í an an desaparecido en el magma mercantil del NOM. Episodios como el de las querellas pesqueras -y los que vendr án- nos demuestran que tales apuestas no han desaparecido, y que es preciso mantener una importante potencia propia para negociar en buenas condiciones. Al margen de las eventuales alianzas econ ómicas y militares, Espa ña debe mantener la suficiente capacidad de decisi ón sobre sus propios recursos materiales para otorgarse una polí tica tica acorde con su especial situaci ón geopolí tica. tica. Si renuncia a ella, la propia existencia de España perderá cualquier fundamento s ólido.
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ía: Bibliograf í a : - ALAMOS DE BARRIENTOS, Baltasar: Aforismos al T ácito español (2 vols.), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987. - de BENOIST, Alain: La geopol í tica, tica, Ed. Alternativa, col. “Cuadernos Pol í ticos”, ticos”, nº 9, Barcelona, 1985. - ESCALANTE, Manuel F.: Alamos de Barrientos y la teor í a de la razón de Estado en España, Fontamara, Madrid, 1975. - SCHMITT, Carl: El Nomos de la Tierra, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1979; Tierra y Mar, Instituto de Estudios Pol í ticos, ticos, Madrid, 1952; Di álogos, Instituto de Estudios Pol í ticos, ticos, Madrid, 1962. - TRUYOL I SERRA, Antonio: Historia y Teor í a de las Relaciones Internacionales,
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XIII El Nuevo Orden del Mundo
¿Qué es el Nuevo Orden del Mundo? Podemos decir que el Nuevo Orden del Mundo es el Espí ritu ritu de nuestro tiempo, el aire que respiramos, la atm ósfera pol í tica tica e ideol ógica que envuelve nuestras vidas, tanto colectivas como individuales. Y podemos decir tal cosa por dos razones: una, porque eso, el NOM, es lo que estamos viendo surgir con fuerza en las numerosas conferencias internacionales que vienen desarroll ándose en los últimos meses; la otra, porque ese proyecto, el proyecto del NOM, no es algo que haya nacido ahora, sino que está detrás de todas y cada una de las acciones diplom áticas, polí ticas, ticas, militares e ideológicas de las potencias modernas desde hace dos siglos. El Espí ritu ritu de Nuestro Tiempo es ese: la tentativa, y ya no s ólo la tentativa ideol ógica, sino el proyecto expreso de construir un único mundo, bajo la forma de un Estado Mundial, sobre los cimientos de un único tipo de civilizaci ón y en torno a unos únicos valores: los de la modernidad t écnica. En esas condiciones, s ólo cabe una actitud para aquellos que se sienten comprometidos con la vida de su naci ón, de su comunidad, de su pueblo: examinar los acontecimientos y tomar posici ón. 1.- La construcci ón del NOM. Carlos Marx dec í a que la función del intelectual era “ser capaz de escuchar c ómo crece la hierba”. Vamos a prestar o í do. do. Aunque, en este caso, la hierba hace demasiado ruido, tanto que es imposible no darse cuenta de lo que est á pasando bajo nuestros pies. Todos hemos o í do do hablar de la “Cumbre de R í o de Janeiro”, celebrada hace unos a ños para armonizar las pol í ticas ticas ecológicas de todo el mundo. Su objetivo consist í a en que los pa í ses ses en ví as as de desarrollo dejaran de utilizar recursos y procesos industriales nocivos para el medio ambiente. Loable intenci ón que no ser í a sospechosa si no proviniera de los pa í ses ses desarrollados, ésos paí ses ses que no tuvieron empacho en utilizar esos mismos procesos tecnol ógicos para su propio desarrollo. La “cumbre” termin ó sin resultado conocido. A priori, parece que los pa í ses ses en v í as as de desarrollo van a seguir utilizando esos procesos industriales contaminantes, pero todos se han comprometido a participar en la construcci ón de un “nuevo orden ecol ógico” patrocinado, por cierto, por los Estados Unidos. ¿A qui én beneficia esta “Cumbre”? El pasado mes de enero se reuni ó en la ciudad suiza de Davos, como todos los a ños, el World Economic Forum (Foro Econ ómico Mundial). Se trata de una reuni ón de los principales financieros y pol í ticos ticos del mundo entero con el objetivo de “coordinar” todas las econom í as as del planeta. Su fin último es crear un único mundo en torno a los “valores” del mercado. A esta última reuni ón acudieron ya los ministros de Econom í a de Polonia y Rusia, que cantaron himnos al mercado libre y manifestaron su sumisi ón a la gran finanza internacional. La nota entregada a la prensa por el propio Foro Econ ómico Mundial dec í a: a:
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“El nuevo orden econ ómico internacional supone la globalizaci ón, el aumento de la competencia, una continua adaptaci ón de las estructuras y la desaparici ón del Estado del Bienestar” (Efe, 1-2-94). Globalizaci ón, ¿de qué?: de la econom í a. a. Adaptación, ¿de qu é estructuras?: de las estructuras pol í ticas. ticas. Se trata de construir una econom í a transnacional donde los Estados no tengan ya capacidad para decidir sobre su propia pol í tica tica econ ómica. ¿A quién beneficia esto? El pasado mes de septiembre se reuni ó en El Cairo la Conferencia Internacional sobre Poblaci ón y Desarrollo, bajo los auspicios de la ONU. Su objetivo: que los pa í ses ses pobres controlen dr ásticamente sus tasas de natalidad, para evitar una explosi ón demogr áfica que podrí a causar un grave desequilibrio econ ómico en el planeta. Esta Conferencia se hab í a convocado a instancias de los pa í ses ses ricos, y en ella se constat ó la oposición de los pa í ses ses pobres, que ve í an an cómo los poderosos del planeta quer í an an influir incluso en la vida sexual de los pueblos subdesarrollados. ¿A qui én beneficiar í a esta intervenci ón? Acaban de reunirse en Madrid el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que han celebrado su aniversario entre las un ánimes bendiciones de los gobiernos del mundo desarrollado, socialistas incluidos. En esta reuni ón hemos vuelto a escuchar los mismos argumentos de Davos: globalizaci ón de la econom í a, a, renuncia a la intervenci ón polí tica tica – incluso en lo social-, coordinaci ón de las pol í ticas ticas econ ómicas para introducir a los pa í ses ses pobres en la din ámica financiera de los ricos... ¿A qui én benefician todas estas orientaciones? 2.- Los que mandan en el mundo. Todas estas “cumbres” tienen un punto en com ún que resulta de la mayor importancia, porque arroja luz sobre un hecho completamente nuevo: por primera vez, los gobiernos de todo el mundo desarrollado, las instancias financieras internacionales y la Organizaci ón de las Naciones Unidas van al mismo paso. Todos ellos han aceptado con gusto el compromiso de construir un Nuevo Orden del Mundo. Y el que marca el paso en este desfile es el gobierno de los Estados Unidos de Am érica. Los que mandan en el mundo no son unos oscuros grupos de se ñores que act úan como “mano invisible”, seg ún querrí a una reaccionaria visi ón conspirativa de la Historia. Los que mandan en el mundo son los gobiernos de los pa í ses ses occidentales, las instituciones internacionales y las instancias financieras, que act úan conforme a un programa determinado y que han aceptado el liderazgo de los Estados Unidos para construir un determinado orden universal fijado de antemano. Durante muchos a ños, tanto la Uni ón Soviética como los pa í ses ses “no alineados” o potencias nacionales como Francia se hab í an an opuesto a que la ONU fuera dirigida por los intereses de la polí tica tica norteamericana. Todos recordamos las graves crisis en el seno de la Unesco, por ejemplo, que lleg ó a oponerse a lo que entonces se llam ó “nuevo orden econ ómico mundial”, as í como como al “nuevo orden informativo”. Hoy, sin embargo, esas barreras han desaparecido. Todos marchamos al paso que nos marca Washington. Y parece que no hay otra opción, o mejor dicho: nadie quiere plantear otra opci ón. 133
No olvidemos este punto fundamental: el proyecto del NOM es, en este momento, un proyecto fundamentalmente norteamericano, pero sumisamente aceptado por el resto de Occidente. Tras la ca í da da de los reg í menes menes del Este, los Estados Unidos proclamaron solemnemente el advenimiento de un Nuevo Orden. Tanto el republicano Bush como el demócrata Clinton han rubricado de buena gana ese proyecto, y las sucesivas intervenciones b élicas, desde Irak hasta Hait í , no tienen otro objetivo que ese: que nadie escape a la dimensi ón universal del orden nuevo. Un orden que no es s ólo polí tico tico o económico, sino que aspira a ser el molde de una civilizaci ón universal: un mundo único pensando, actuando y viviendo del mismo modo. Lo dec í a Milan Kundera: “La unidad de la humanidad s ólo significa, en el fondo, que nadie pueda escapar a ninguna parte”. Ahora bien: esta idea del mundo no es nueva, ni la han inventado los Estados Unidos. El NOM no es s ólo una cuesti ón polí tica tica o econ ómica. La historia de las ideas nos ense ña que el proyecto del NOM es consustancial a las ideolog í as as de la modernidad, y lo es desde el mismo nacimiento de la filosof í a de la Ilustraci ón. Si eso no se entiende, no entenderemos la verdadera dimensi ón del momento que estamos viviendo. 3.- El cosmopolitismo universal. La idea de una humanidad unida bajo un solo poder es tan vieja como la idea de imperio en Europa. Como dec í a Spengler, “el hombre noble, el patricio, aspira a ordenaci ón y ley”, y así los los pueblos europeos, mientras estuvieron vertebrados en torno a los valores de una aristocracia de la sangre, la guerra y los dioses, una aristocracia al estilo antiguo, aspiraron a dar al mundo un car ácter único. El Imperio Romano es el mejor ejemplo de una tentativa por unificar el orbe -el orbe romano-. Y los Imperios posteriores, desde el Sacro Imperio Romano Germ ánico hasta nuestro Imperio donde no se pon í a el Sol, siguieron alimentados por esa idea religiosa y pol í tica tica a la vez, aunque ahora el Dios fuera otro. El europeo antiguo tiene la convicci ón de que, bajo la diversidad del mundo, reposa una cierta unicidad. De ah í proceder procederán las primeras formulaciones del Derecho Internacional, el Ius Publicum AEuropeum, que trata de otorgar un Nomos, un orden a un mundo diverso y en permanente conflicto. Pero aquel Antiguo orden del mundo no tiene nada que ver con el presente. En primer lugar, allá, entre nuestros antepasados, el principio del orden es espiritual, y por eso cualquier orden ha de pasar por el Emperador, a ún cuando el poseedor de la corona imperial fuera menos poderoso que otros reyes vecinos. Por otra parte, no puede decirse que el Viejo Orden del Mundo tuviera una ambici ón planetaria o de dominio efectivo universal: en la teor í a del Imperio no hay una voluntad expresa de exterminio del enemigo o de aniquilaci ón de la “alteridad”, aniquilaci ón de lo que es diferente a uno. En el mundo antiguo, la existencia del enemigo es parte de la vida; de ah í la la necesidad de las guerras, pero tambi én la eventualidad de las treguas; nuestras m ás crueles guerras ser án guerras exclusivamente de religi ón, y cuando un Emperador (como el alem án Federico II Hohenstauffen o el espa ñol Felipe II) pretenda actuar por su cuenta, ya estrechando lazos con el enemigo, ya encarnando directamente la autoridad espiritual, sufrir á la hostilidad del 134
Papa. Serán precisamente las grandes guerras de religi ón -y especialmente las derivadas de la reforma protestante- las que dar án al traste con la idea de la Paz Imperial, cuando la autoridad espiritual y el poder temporal demuestran su incapacidad para detener la guerra civil en Europa. Pero insistimos: en la teor í a del Imperio -y, por lo general, en la pr áctica imperial- no se contempla el proyecto de un dominio efectivo sobre todo el globo terr áqueo ísica mediante la aniquilaci ón espiritual o f í s ica del enemigo. ¿Por qu é? Primero, porque el de Imperio no es un concepto de poder inmediato y f í sico, sico, sino que es pol í tico tico sólo y en la medida en que es espiritual; el Imperio es una metaf í sica sica del poder que no exige la extensi ón de un aparato burocr ático o de un dominio administrativo a todo el orbe. Y despu és porque, en el mundo antiguo, el concepto de humanidad no es el mismo que hoy: los términos Humanidad o Universal, entre nuestros antepasados, equivalen a los pueblos que han abrazado la Pax Romana o, despu és, a aquellos otros que han hecho lo propio con la fe cristiana; de manera que aqu í nos nos estamos moviendo en un mundo limitado – voluntariamente- por razones pol í ticas ticas o religiosas. La conclusi ón es evidente: en un orden así concebido, concebido, el “otro”, el que no es como uno, tiene derecho a seguir siendo diferente.
ísica Por el contrario, todas las ideas de aniquilaci ón f í s ica del enemigo aparecer án –por supuesto, convenientemente moralizadas- en la modernidad, a partir del siglo XVII y, sobre todo, en el siglo XVIII. Es el momento en que los Ilustrados y sus predecesores, los utópicos, empiezan a imaginar la sociedad humana como fruto de un contrato, al mismo tiempo que se empieza a pensar que todo el mundo, todos los hombres, son sustancialmente idénticos, e igualmente sometidos, por tanto, a la regla supuestamente natural del contrato. Y no se tardar á en aplicar esa figura del contrato al orden internacional, a la existencia polémica de las naciones. Aquí encontramos encontramos tambi én el origen de la visi ón liberal, economicista, que piensa que todo en la vida funciona como un intercambio de mercanc í as, as, y que es preciso dejar que ese intercambio circule libremente, sin “interferencias” pol í ticas. ticas. Siguiendo esta l ógica del contrato, no s ólo cambia la idea del orden social, sino que tambi én cambia la idea del orden del mundo. En la Europa antigua, el principio del orden era espiritual y ten í a lí mites mites polí ticos ticos y espirituales -en una época en que la pol í tica tica y el esp í ritu ritu iban de la mano-; en la Europa de la Ilustraci ón, por el contrario, ese principio ser á económico y moral, y no reconocer á lí mites mites territoriales porque la econom í a, a, como la moral abstracta, se cree con derecho a extender su manto sobre todo lo vivo. Hay muchos nombres en esta tentativa ilustrada: Emerico Cruc é, Sully, el Abate de SaintPierre (véase su Proyecto de paz perpetua en Europa, fechado en 1713)… Pero el verdadero teórico del nuevo orden del mundo, el gran fil ósofo de un universo cosmopolita es Imanuel Kant, que expuso sus tesis, sobre todo, en dos obras: Ideas para una Historia Universal en clave cosmopolita y La Paz Perpetua. Kant, m ás que Hegel, es el verdadero inspirador de la ía de la Historia de la Ilustraci ón, cuna de las diversas ideolog í as filosof í as de la Modernidad. Kant cree que la Historia es una marcha del g énero humano hacia su moralizaci ón; esa moralizaci ón significa una cosa: la emancipaci ón absoluta del individuo. Emancipaci ón, 135
¿de qué? De todos los v í nculos nculos que en el mundo antiguo le reten í an: an: la comunidad, la religi ón, los reyes, la tradici ón... Sólo un hombre libre de esos enojosos v í nculos nculos llegar á a ser verdaderamente libre, verdaderamente “moral”. Y, liberado, podr á marchar hacia el futuro del género humano, que es el de un mundo unificado bajo los valores de la emancipaci ón individual, la civilizaci ón moderna, la libertad del mercado... Ese es el proyecto cosmopolita de Kant. Para Kant, el primer gran paso hacia ese nuevo orden ha sido la Revoluci ón francesa, que define como Entusiasmo. Hay, no obstante, un enemigo en el horizonte: el Imperio austr í aco, aco, sí ntesis ntesis del trono y el altar y met áfora, por tanto, de esos viejos v í nculos nculos que el nuevo hombre moral debe abandonar. S ólo la guerra contra Austria podr á liberar a la entera humanidad. Y cuando est é liberada, habr á de caminar, primero, hacia una Federaci ón de Estados, y luego, por fin, hacia un Estado Mundial; un Estado Mundial que se considera como el supremo bien. Nótese cuál es el punto de partida de Kant: existe una aspiraci ón natural de los hombres hacia una existencia moral. Kant define lo moral a su manera, pero no demuestra ni que él tiene razón, ni que ésa es la aspiraci ón “natural” de todos los hombres. Kant parte de un prejuicio ideol ógico -la identificaci ón entre existencia moral y libertades burguesas- y además recurre a un truco muy com ún en todo el pensamiento ilustrado: identificar al burgu és ilustrado europeo del siglo XVIII con el g énero humano en su conjunto; identificar los intereses del burgu és liberal con los intereses de todo ser humano. Dicho de otro modo: Kant justifica moralmente -y ésa es su perversidad, si se me permite el t érmino- la imposici ón de las ideolog í as as de la modernidad en todo el mundo, de buen grado o por la fuerza. Y por eso está también legitimada la guerra de exterminio contra los obst áculos con que se topa la modernidad. Kant coge el viejo argumento de la “guerra justa” y lo manipula a su manera. La “guerra justa”, para nuestros antepasados, era toda guerra contra el enemigo de la comunidad; luego, fue la guerra contra los enemigos de la Cristiandad; pero, a partir de Kant, “guerra justa” ser á la guerra contra los enemigos de la Modernidad. Y de ese planteamiento -aunque en este caso la paternidad kantiana es m ás discutible- nacer á otro argumento muy caracter í stico stico de las ideolog í as as modernas: el de “la guerra que pondr á fin a todas las guerras”. Toda guerra queda justificada si se hace contra los enemigos de la modernidad y con la pretensi ón de que, aniquilando por completo al enemigo, sea la última guerra. No es un azar si volvemos a encontrar ese argumento en todas las guerras libradas por las potencias modernas (Francia, Inglaterra y, sobre todo, los Estados Unidos) desde el siglo XIX hasta nuestros d í as. as. “ Pero todo esto son s ólo filosof í as”, se me dir á. Sí , son filosof í a s, pero no cometamos el í as”, ías, error de infravalorar el poder de las ideas. El propio Kant habla expresamente de la posibilidad de incluir un art í culo culo secreto en los tratados internacionales donde quedara dicho que los estadistas seguir í an an las ideas de los fil ósofos (en el sobreentendido, por supuesto, de que todos los fil ósofos pensar í an an lo mismo que Kant). No vamos a defender aquí la la extravagante tesis de que los pol í ticos ticos de los dos últimos siglos han obedecido a Kant y han incluido en sus tratados ese “art í culo culo secreto”; nos basta con constatar que todos 136
esos tratados han seguido las consignas universalistas o cosmopolitas se ñaladas por Kant y por los que pensaban como él. Por otra parte, las cosas est án clarí simas: simas: basta ver la evoluci ón reciente del orden del mundo para comprobar hasta qu é extremo Kant supo captar la vocaci ón, el destino del mundo moderno. El mundo est á caminando exactamente en la direcci ón que Kant marc ó, Estado Mundial incluido. ¿Puede ser casualidad? No, no lo es: acabamos de ver c ómo nace la ideolog í a que hoy intenta imponerse en todo el mundo; estamos describiendo el camino de un mismo proceso. Y es importante saber de d ónde viene cada cual. 4.- El mundo contempor áneo. Veamos ahora la evoluci ón del mundo contempor áneo, la evoluci ón de las relaciones de poder. Como ya hemos visto, un gran estudioso de la Teor í a del Estado, el alem án Carl Schmitt, describi ó en los a ños cincuenta la trayectoria del Nomos, el orden de la Tierra, y lo hizo en los siguientes t érminos. Desde el siglo XIX, el mundo hab í a vivido una fase Monista, en la que un solo poder real -en este caso, el Occidente moderno- se enfrentaba a un sólo enemigo, un enemigo que primero fue Austria -como dec í a Kant- y luego, en 1914 y en 1939, Alemania. A partir de 1945 se inaugura otra fase, la Dualista, marcada por la “Guerra Fr í a” a” y por la partici ón del mundo en dos bloques: el capitalista y el comunista. Pero a raí z de la descolonizaci ón, en los años cincuenta, cab í a imaginar una tercera fase: la Pluralista, marcada por la competencia entre las nuevas potencias emergentes. Schmitt escrib í a influido por el movimiento de los “no alineados” y la Conferencia de Bandung, en 1955. Luego volveremos a hablar de ello. Retengamos de momento esta tripartici ón, estas tres fases, porque el viejo Carl Schmitt nunca hablaba a humo de pajas. En 1944, cuando parec í a ya inevitable que la fase Monista del orden del mundo se transformara en una fase distinta, las potencias aliadas -y aqu í la la iniciativa es especialmente anglosajona- perge ñan dos tratados: uno es la “Carta Atl ántica”, que supone la extinci ón de los viejos imperios ultramarinos y que dar á lugar a esa gran trampa de la descolonizaci ón; otro es el de la Conferencia de Bretton Woods, que se acaba de conmemorar en Madrid y que significa el nacimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Toda esta operaci ón responde a una meta claramente definida de la pol í tica tica del presidente americano, Roosevelt: la creaci ón de un One World, un único mundo. El objetivo de esas instituciones es regentar, gestionar, dirigir la vida econ ómica del planeta. Ambos acontecimientos son de una gran trascendencia para lo que aqu í estamos estamos diciendo: a partir de ese momento, las potencias aliadas, y sobre todo los Estados Unidos, ponen los medios para construir un nuevo orden del mundo, de ambici ón planetaria y talante econ ómico, legitimado a trav és de la presunta superioridad moral de su sistema de convivencia (libertad individual, democracia, etc.); exactamente tal y como lo hab í a deseado Kant. La semilla del actual NOM ya est á plantada. La polí tica tica del FMI tuvo una consecuencia inmediata: la vieja divisi ón del mundo entre Metrópolis imperiales y Colonias, herencia de los siglos anteriores, es sustituida por la divisi ón entre paí ses ses pobres y pa í ses ses ricos. No olvidemos que uno de los puntos fundamentales del programa kantiano era acabar con los imperios; como por azar, eso era 137
tambi én lo que ped í an an los liberales, porque era m ás cómodo y barato comerciar directamente con burgues í as as locales, que hacerlo a trav és de grandes y costosos aparatos militares y pol í ticos. ticos. A partir del fin de la segunda guerra mundial, la estructura imperialcolonial desaparece; s ólo habrá paí ses ses ricos y pa í ses ses pobres. No creamos, sin embargo, que un manto de libertad se extiende por el planeta. Los pa í ses ses pobres, sí , están ya pol í ticamente ticamente emancipados, pero esa independencia es tan s ólo el pretexto moral para dar paso a una absoluta sujeci ón económica. Es natural: en una óptica universalista, la independencia no puede consistir en una libertad real para fijar los objetivos aut ónomos de una comunidad soberana, porque eso significar í a dar jaque al universalismo. Todo lo contrario: en el proyecto cosmopolita, la emancipaci ón polí tica tica sólo es un paso previo para que la comunidad reci én emancipada ingrese en el orden del mundo. Estamos asistiendo desde este momento a la condena a muerte de vastas extensiones del planeta. ¿Por qu é? Porque la pol í tica tica de los vencedores, plasmada en las “recomendaciones” del FMI y del Banco Mundial, consiste en dividir el mundo en grandes “zonas de producci ón”: los paí ses ses pobres van a aportar sus econom í as as a la civilizaci ón universal, y lo van a hacer especializ ándose en productos determinados. De ese modo, todos los pa í ses ses pobres, obligados a producir en masa uno o dos productos b ásicos, pierden la posibilidad real de automantenerse, de autoabastecerse, y quedan obligados a depender de las compras extranjeras y de los cr éditos internacionales para la producci ón. La mayor parte de África ha corrido este destino: convertirse en pa í ses ses miserables, obligados a depender eternamente de las compras extranjeras. Para abastecerse, no les queda m ás remedio que endeudarse... en d ólares, por supuesto, porque ésa es la moneda-patr ón desde Bretton Woods. Es otra forma de esclavitud. Eso s í , con una gran diferencia: ahora, esos pueblos son nominalmente libres, democr áticos, están “emancipados”. “La moral”, dec í a Kant. Pero sigamos con el Nomos de la Tierra desde 1945. Simult áneamente a Bretton-Woods, una nueva ruptura parece adue ñarse del mundo: es la oposici ón entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, los vencedores de 1945, que compiten ahora entre s í por por el dominio del planeta. Es importante se ñalar que ambas potencias proceden, ideol ógicamente, del mismo mundo: las ideolog í as as de la modernidad, y su objetivo es el mismo: instaurar un orden universal regido ya por el libre mercado (el caso americano), ya por la dictadura del proletariado (el caso sovi ético -y recordemos una vez m ás, por cierto, que Marx ve í a la dictadura del proletariado como una simple etapa transitoria: su objetivo final era la instauraci ón de un “paraí so so universal de contables”, como dice el III Tomo de El Capital). La propaganda pol í tica tica de posguerra har á que nadie escape a esa confrontaci ón. Una especie de terror helado se extiende por todo el planeta, que empieza a vivir agobiado por la amenaza de una guerra nuclear. La hostilidad entre una potencia y otra es tan radical, tan ícil, hondo el conflicto y la conciliaci ón tan dif í c il, que se dir í a que la guerra es inevitable. Sin embargo, en algo s í estar estarán de acuerdo ambas potencias: en que nadie pueda marchar por una tercera v í a. a. Los no-alineados en 1955, Hungr í a en 1956, Checoslovaquia en 1968... Todos ellos intentaron escapar a la bipolaridad USA-URSS, pero los dos monstruos 138
impedir án cualquier escapatoria. Por eso puede hablarse, objetivamente y m ás allá de la “Guerra Fr í a”, a”, de un condominio americano-sovi ético. Y es en ese momento cuando empieza a hacerse patente la verdadera naturaleza del conflicto de nuestro siglo: la verdadera guerra no es la que se libra entre capitalismo y comunismo, entre Occidente y Oriente, sino la que opone, de un lado, a los partidarios del Dualismo, del condominio americano-sovi ético, y por otro, a los partidarios del Pluralismo, de las identidades nacionales y populares. La revoluci ón islámica en Irán tendrá la virtud de aclarar la situaci ón: por encima de la enemistad USA-URSS, y pese a los discursos oficiales que pretend í an an someter a todo el mundo a esa bipartici ón de campos, ambas potencias, Washington y Mosc ú, eran aliados objetivos en el mantenimiento de un cierto statu quo internacional; y la única forma de romper ese statu quo ser á apelar a la identidad de los pueblos, a su ra í z más profunda y al derecho de cada pueblo a ser él mismo. Esa era la situaci ón del mundo cuando, s úbitamente y sin que los analistas oficiales se enteraran, el bloque sovi ético se derrumba. Gorbachov liquida los restos del imperio ruso; revueltas populares m ás o menos ama ñadas derriban a los dictadores marxistas; cae el Muro de Berl í n y la relaci ón de poder en el mundo deja de ser dualista para volver a ser Monista. Pero vayamos por partes. ¿Por qu é cae el comunismo? La causa directa es la imposibilidad de seguir la fren ética carrera de tecnolog í a militar impuesta por los Estados Unidos de Reagan. Pero la causa profunda es la incapacidad de una filosof í a utópica, ficticia -la del marxismo-, para organizar el mundo sin recurrir a la represi ón permanente. El hecho es que, derrumbado el comunismo -”v í ctima ctima de sus propias contradicciones”, como dir í amos amos en la jerga marxista-, s ólo queda un poder que encarne el proyecto unificador de la modernidad: los Estados Unidos y su ámbito de influencia, lo que se llama “Occidente”. No caigamos en el error de juzgar el fracaso del comunismo como una victoria del capitalismo. Un ensayista franc és, Pascal Bruckner, ha escrito un libro muy revelador, La melancol í a democr ática, donde las cosas se ponen en su sitio: la verdad es que el comunismo no ha ca í do do porque la democracia liberal sea mejor sistema o porque la presi ón polí tica tica de Occidente haya mermado la capacidad de reacci ón comunista; el comunismo ha caí do, do, simplemente, por sus propios errores, porque era un sistema ineficaz. El enemigo del capitalismo se ha suicidado. No hay victoria. 5.- El Fin de la Historia. Sin embargo, el capitalismo se atribuye esa victoria y al d í a siguiente de la ca í da da del Telón de Acero declara su intenci ón de crear un Nuevo Orden del Mundo. Hemos llegado, por fin, al momento cumbre so ñado por Kant y que nunca hab í a dejado de estar ausente del programa ideol ógico de la modernidad. Los estalinistas rusos empiezan a ser llamados “conservadores”; la vieja URSS empieza a ser definida como el último imperio -¿no huele a Kant? Y ahora, muerto el último imperio, la humanidad puede caminar hacia el Estado Mundial con un l í der der indiscutido: los Estados Unidos. 139
En esa tesitura, aparece un nuevo referente intelectual que va a tratar de dar cuenta de la situaci ón en un tono declaradamente apolog ético: el ensayo de Francis Fukuyama sobre El Fin de la Historia. A pesar de lo mucho que se ha escrito y hablado sobre este hombre y su tesis, no parece que se haya entendido demasiado bien lo que quer í a decir: ¿Que la Historia se termina? ¿Es el apocalipsis? Pero no, no se trata de eso. Fukuyama no est á diciendo ninguna estupidez. Y lo entenderemos mejor si vemos que lo que Fukuyama llama “Fin de la Historia” equivale a lo que Kant llamaba “Estado Mundial”. Seguimos movi éndonos en la lógica de la Ilustraci ón, de la visi ón cosmopolita de la Historia, de la Historia entendida como un movimiento guiado por un finalismo moral. Kant hab í a dado a la Historia una direcci ón determinada y concreta: la consecuci ón de una unificaci ón universal bajo los valores de la modernidad, cuyo eje es la raz ón universal y la emancipaci ón individual (en t érminos actuales: democracia liberal y capitalismo mundial). En ese misma l ógica, Hegel considera que la Historia es una lucha por conseguir esa emancipaci ón universal, identificada con el triunfo de la Raz ón Ilustrada, la raz ón universal, en todo el globo; por consiguiente, cuando la Raz ón Ilustrada se imponga, cuando ya no haya enemigos, el mundo nacer á a un nuevo orden y la Historia habr á terminado. Lo que Fukuyama hace es bucear en la ideolog í a moderna, actualizar los planteamientos de Kant y Hegel y aplicarlos a la situaci ón contempor ánea. Y Fukuyama, con toda l ógica, llega a la conclusi ón de que ese Fin de la Historia se ha producido ya, desde el momento en que nadie parece que vaya a detener el triunfo de la Modernidad, justamente justamente identificada identificada con la victoria del del libre mercado, mercado, las democraci democracias as liberales liberales y la hegemon í a de los Estados Unidos. El Fin de la Historia no significa otra cosa: los últimos imperios, los últimos obstáculos para la victoria de la ideolog í a moderna han desaparecido. Por consiguiente, el sue ño de Kant y Hegel se ha realizado ya. Conviene entender la tesis de Fukuyama como lo que es: un discurso de legitimaci ón del nuevo status quo internacional, del mismo modo que los discursos de Kant y Hegel eran legitimaciones de las revoluciones burguesas. Y podr á sonarnos más o menos extra ño, pero la verdad es que los mismos que gobiernan el mundo, los miembros de esas instituciones que hemos mencionado al principio de esta exposici ón, comparten el an álisis de Fukuyama y creen, como él, que hemos llegado al mejor mundo posible, y que toda oposici ón a este estado de cosas debe ser ahogada antes de que nazca. La casta dirigente del planeta vive, mentalmente, espiritualmente, en el Fin de la Historia y en el Estado Mundial. De este modo se van dibujando los contornos de un programa: el de la aplicaci ón práctica del NOM, una aplicaci ón que debe ejecutarse ya, puesto que el último gran enemigo ha sido vencido. Y una mera ojeada a los distintos aspectos de nuestra vida colectiva nos permitir á ver cómo el programa del NOM empieza ya a aplicarse en todos los terrenos. El NOM, evidentemente, lleva ya muchos a ños aplicándose en el campo econ ómico, que es siempre la vanguardia de la ideolog í a ilustrada. ¿C ómo se está aplicando? Siguiendo religiosamente las recomendaciones del FMI y el Banco Mundial. Unas recomendaciones que ahora se extienden por primera vez a la China continental y a los viejos pa í ses ses del Este de Europa. Se trata de implantar en todas partes la libre circulaci ón de mercanc í as as y, sobre 140
todo, de capitales: ese es el dogma de fe del NOM. Las Conferencias Internacionales, como las que antes hemos citado, sirven para dar orientaciones, armonizar, coordinar las pol í ticas ticas económicas de todos los pa í ses ses y siempre, siempre, advertir a los Gobiernos que es in útil oponerse a “la naturaleza libre del dinero”. Por lo dem ás, la partici ón en “zonas de producci ón” instaurada en 1944 -y de la que hemos hablado anteriormente- sigue manteni éndose: a pesar del fracaso del sistema, patente en las hambrunas y las cat ástrofes que están asolando África y Asia en los últimos decenios, el NOM insiste en que ése es el único sistema posible, y si el hombre no se adapta al sistema, el hombre tendr á que desaparecer, como dijo, refiri éndose a África, el soci ólogo Daniel Bell. Es lo mismo de la conferencia de El Cairo: si los hombres no respetan las cifras previstas por el sistema, reduzcamos la cifra de hombres: nada de variar los c álculos del sistema. En esa espantosa pretensi ón, disfrazada de filantrop í a moral, descubrimos el verdadero rostro del NOM: la ambici ón de someter la vida humana, la vida de los pueblos, a las exigencias de la civilizaci ón técnica; agarrar a la vida por el cuello y golpearla hasta que entre en los márgenes de un cuaderno de c álculo. Es la mayor opresi ón que jamás ha vivido el esp í ritu ritu humano. Al servicio de esa aspiraci ón titánica, en la terminolog í a de Jünger, se despliega toda la polí tica tica del NOM. Porque el NOM se est á aplicando ya en el terreno pol í tico. tico. ¿Cómo? Mediante la coalici ón internacional frente a los hipot éticos enemigos del Estado Mundial, aquéllos que por razones religiosas, pol í ticas ticas o intelectuales quieren mantener una cierta preferencia nacional o, simplemente, reh úsan someterse a los criterios econ ómicos y culturales de una civilizaci ón mundial. El mejor ejemplo es el del Islam. Toda potencia islámica se ha convertido en un enemigo declarado del Estado Mundial, del NOM. Y el caso más claro no es el de Irak, sino el de Argelia. Uno de los criterios b ásicos del NOM es la implantaci ón de democracias liberales en todos los pa í ses, ses, sea cual fuere su estructura social o cultural. Recordemos que, en la óptica ilustrada, democracia liberal equivale a polí tica tica moral. Pero en Argelia, un partido pol í tico tico opuesto al NOM, el Frente Isl ámico de Salvaci ón, ganó limpiamente unas elecciones. Y el NOM patrocin ó, con un vergonzoso consenso internacional, un golpe de Estado contra los nuevos gobernantes de Argelia. Los miembros del FIS fueron apartados del poder, perseguidos, encarcelados e incluso ejecutados. ¿Por qu é? Porque no quer í an an el NOM. Ni una sola voz oficial del resto del mundo se alz ó contra ese atropello. Tanto derechas como izquierdas, de acuerdo en mantener este orden internacional y los valores que lo sustentan, saludaron la intervenci ón militar auspiciada por los gobiernos occidentales. Y ahora nos escandalizamos, horrorizados, porque determinados grup úsculos fundamentalistas andan por ah í en en plena locura, degollando extranjeros. El terror, s í , engendra terror, y el de la Argelia de los a ños 90 ha alcanzado cumbres espantosas. Pero ese terror no lo comenzaron ellos: lo comenz ó el NOM. Para legitimar ese injustificable estado de cosas, el NOM goza de un arma mucho m ás poderosa que la bomba at ómica: los medios de comunicaci ón, y especialmente la televisi ón internacional. La televisi ón bombardea todos los d í as as a todos los hombres del mundo, sean cuales fueren sus culturas de origen, sus creencias y sus tradiciones, con los mismos mensajes. “Todos los hombres poseen la misma aspiraci ón natural”, dec í a Kant. Eso no es 141
verdad. Pero s í es es verdad que la televisi ón implanta en todo el mundo las mismas aspiraciones: el lujo, el consumo, el placer de una existencia hedonista... Series como “Dallas” o “Falcon Crest” no se emiten s ólo en el espacio occidental: llenan tambi én las pantallas en Kenia o el Senegal. Y esas series son mucho m ás eficaces que unos informativos, porque, a trav és de esos productos, se va construyendo una universalizaci ón de las formas de vida que constituye, de hecho, la mayor empresa de colonizaci ón espiritual jamás emprendida por potencia alguna. As í se se extienden de modo uniforme unas amplias expectativas que contribuyen a consolidar un determinado sistema social y econ ómico. La gente ve ah í , en la pantalla, que puede ser feliz; se lo cree y comienza a imitar los comportamientos que la pantalla le muestra; despu és, tras la adopci ón de las pautas de conducta, se imponen tambi én los valores, unos valores ajenos a los del individuo en cuesti ón. Es lo que Iring Fetscher ha llamado “democratizaci ón de la satisfacci ón”: todos deben asumir como propia la opulencia del sistema. Evidentemente, la realidad frustra una y otra vez esas expectativas, especialmente en los paí ses ses pobres. Sin embargo, los mensajes de la comunicaci ón mundial de masas no responsabilizar án de esa frustraci ón al sistema que la ha engendrado, sino que dirigir án sus crí ticas ticas al pasado, a la barbarie, a las tradiciones, que se convierten en obst áculos para que el ciudadano de Mauritania llegue a ser como J.R. Ewing. As í se se cierra el cí rculo. rculo. El recurso a la tradici ón, a la identidad, queda proscrito. El hombre ya no sabe a d ónde mirar... Y se contenta con lo que tiene: la televisi ón, pero tambi én lo que hay dentro de ella, ese mundo que la televisi ón le muestra y que se convierte en el mundo ideal. Entramos as í en en un tercer aspecto del NOM: el ideol ógico, lo que podr í amos amos llamar la Bomba “i”, que es peor que la Bomba “H”. Ning ún sistema puede mantenerse en el poder si no tiene una visi ón del mundo, un discurso, un relato, un conjunto de ideas que lo muestre como el sistema m ás indicado. Del mismo modo, el sistema moderno, el NOM, ofrece un relato legitimador a sus s úbditos; ese relato es, en distintos niveles, el de la ilustraci ón, y lo podrí amos amos reducir a los siguientes t ópicos: 1- El hombre es igual en todas partes y en todas partes tiene las mismas aspiraciones; esas aspiraciones son, fundamentalmente, econ ómicas. Por tanto, el orden natural del mundo será el de un Estado Mundial construido sobre criterios econ ómicos. 2- Esa igualdad radical se ve obstaculizada por las culturas aut óctonas, los valores y las creencias heredadas, siempre y cuando sean ajenas o irreductibles al cuadro de valores de la modernidad. Por consiguiente, es leg í timo timo eliminar esas barreras. 3- Dado que la igualdad es universal y moral, todo obst áculo polí tico tico o de otro tipo debe ser desarraigado. As í , por ejemplo, queda condenado el nacionalismo como delito mayor de nuestro tiempo. 4- La historia es un proceso de car ácter finalista, con un sentido determinado, y ese sentido es el de construir un mundo homog éneo, la convergencia de todos los pueblos y todas las culturas en el modelo occidental. Quien se oponga a eso, se opone a la marcha de la Historia. Podrí amos amos añadir otros desarrollos, pero estos son, grosso modo, los dogmas 142
fundamentales del NOM. Centenares de escritores, profesores e intelectuales, apoyados por fundaciones privadas o centros oficiales y publicitados por los medios de comunicaci ón, construyen y divulgan d í a a dí a esta ideolog í a, a, con el objetivo de que todos los hombres la asuman como propia. Y quien no rubrique sus presupuestos, queda marginado, condenado como “peligroso” o “fascista”. Esta es la fe de nuestro tiempo. ¿Y cómo nos afecta todo esto? Est á claro. En esta tesitura, est á claro el papel que el NOM nos tiene reservado: va a desaparecer nuestra identidad cultural, va a desaparecer nuestra soberan í a polí tica tica y va a desaparecer nuestra independencia econ ómica. Mirémonos: los españoles somos espa ñoles, somos europeos y somos hispanoamericanos. Pero Europa se está convirtiendo en el esclavo predilecto del NOM, Hispanoam érica se convierte poco a poco en un mercado seguro para la finanza internacional y Espa ña misma empieza a dejar de existir para abandonarse a la dulce extinci ón de su ser en el magma blando e inodoro del NOM. Si no reaccionamos, nuestra suerte est á echada. 6.- La zozobra: la tesis de Huntington. ¿Todo está perdido? No. Al menos, no todav í a. a. El NOM se est á construyendo a pasos agigantados, pero hay muchos obst áculos. Y, del mismo modo que le ocurri ó al comunismo, el principal obst áculo que encuentra el NOM no es un poder extranjero, sino sus propios fundamentos, sus propios cimientos ideol ógicos, que chocan frontalmente contra la realidad. La ideolog í a ilustrada -aquella de Kant- nos dice que el mundo es homogéneo, que la raz ón es universal y que las aspiraciones de los hombres son las mismas en todas partes. Pero, ¿y si eso no fuera verdad? En ese caso, todo el aparato filos ófico del NOM caerí a por su propio peso. El NOM dejar í a de ser verdad. Si las culturas fueran elementos irreductibles, si realmente en ellas se contiene una visi ón del mundo -y por tanto una visión del orden econ ómico y polí tico-, tico-, las culturas se convertir í an an en obst áculos imposibles de vencer, porque dejar í a de ser evidente que el destino natural del globo es la convergencia en el modelo de la modernidad occidental. Pues bien: eso es lo que est á pasando ahora: que todo eso ha dejado de ser evidente. Ya hemos hablado anteriormente de un notable intelectual de la Universidad norteamericana, Samuel Huntington, que ha expuesto todo este problema en un ensayo que es una especie de anti-Fukuyama. Ese ensayo se llama “¿Choque de civilizaciones?” y su tesis es la siguiente: el mundo no camina hacia la unificaci ón, sino que las civilizaciones, producto de culturas en muchos casos milenarias, van a terminar eligiendo sus propias v í as as de desarrollo, al margen del modelo occidental. Huntington eval úa los datos econ ómicos y polí ticos, ticos, y concluye que es inevitable la partici ón del mundo en grandes zonas caracterizadas por compartir una misma civilizaci ón. Esas zonas -las repetimos- son las siguientes: Occidente (que para Huntington abarca desde los Estados Unidos hasta la Europa de la UE, pasando por Australia), el mundo eslavo (Rusia y su cintur ón centroeuropeo), el área confuciana (liderada por China), el Jap ón, la India, el Islam, el África Negra y el espacio Iberoamericano. Podemos pensar que esta partici ón es discutible: por razones hist óricas, culturales y 143
polí ticas, ticas, España está más cerca de Ruman í a y de la Argentina que del Canad á. No obstante, y sin perjuicio de que esta cuesti ón pueda ser debatida posteriormente, creo que hay que valorar el ensayo de Huntington en sus justos t érminos: por primera vez, uno de los laboratorios del NOM reconoce que el sue ño de la convergencia universal es imposible, que las civilizaciones (las culturas) son m ás fuertes que las econom í as as y, por tanto, que la verdad del NOM ha dejado de ser verdad. Insisto: quien dice esto no es un “tercerista” o un no-alineado, sino una Universidad que funciona como laboratorio del NOM. De hecho, en los Estados Unidos y en Gran Breta ña la polémica ha sido notable. Vale la pena citar, a t í tulo tulo de ejemplo, la agria respuesta que el sociólogo Daniel Bell ha dispensado a Huntington: el choque de civilizaciones es imposible -dice Bell-, porque la econom í a, a, la polí tica tica y la cultura responden a l ógicas diferentes. Es el viejo discurso ilustrado. Ahora bien: lo que est á en cuestión es precisamente esa “diferencia de l ógicas”, y est á en cuesti ón porque nadie ha conseguido demostrar jam ás que eso que dice Bell sea verdad. M ás bien al contrario: cuanto m ás avanza la sociolog í a, a, más patente queda que cultura, econom í a y polí tica tica no son l ógicas diferentes, sino que unas se conectan con otras jer árquicamente, tal y como hemos expuesto aqu í utilizando utilizando el modelo de la Teor í a General de Sistemas. A una cultura determinada -esto es, a una forma determinada de entender la realidad-, le corresponde una forma concreta de organizarla, o sea, una pol í tica, tica, y a esta pol í tica tica particular -que viene configurada por una cultura particular- le corresponde una econom í a particular. A una cultura como la occidental, que a partir del siglo XVII -y a ún antes- consagr ó el individualismo y el esfuerzo t écnico, le corresponde necesariamente una pol í tica tica burguesa, y de esa pol í tica tica burguesa se deduce por fuerza una econom í a que es el libre mercado. A una cultura como la isl ámica, que es comunitaria y tradicionalista, le corresponde una pol í tica tica definida en t érminos de religi ón, y por tanto, una econom í a donde el bienestar individual no tiene el mismo valor que aqu í , en el occidente burgu és. Ya desde los a ños cincuenta, algunos economistas de la Unesco (como Perroux, Partant o Grjebine) hab í an an advertido que el modelo impuesto en Bretton Woods era absurdo, porque, por así decirlo, decirlo, expand í a un aire que no serv í a para todos los pulmones. Y estos economistas propon í an an aplicar un modelo de desarrollo autocentrado: dividir el mundo en grandes zonas de producci ón y consumo que mantuvieran la soberan í a sobre sus propias econom í as, as, grandes espacios aut árquicos definidos, precisamente, en funci ón de criterios culturales. El África negra podr í a constituir uno de esos espacios; el Magreb, otro; Europa, otro, etcétera. Lo que era evidente a ojos de todos es que el modelo de desarrollo mundial único era insostenible, porque estaba llevando al mundo pobre a la ruina. A ún no hace muchos años, una joven economista camerunesa, Axelle Kabou, escribi ó un libro important í simo simo titulado as í : ¿Y si Africa rechazara el desarrollo? Lo que esta se ñorita propon í a era algo tan simple y tan de sentido com ún como lo siguiente: dejadnos encontrar nuestra propia v í a para el desarrollo econ ómico; dejadnos que seamos nosotros quienes juzguemos juzguemos en qué consiste el desarrollo, c ómo hemos de entenderlo y qu é medios hemos de utilizar para conseguirlo. Por mucho que Camer ún sea de cultura francesa, por mucho que las elites camerunesas se hayan formado en las universidades de Paris y por mucho que la televisi ón bombardee con “Dallas” a los pobres cameruneses, nunca se conseguir á impedir 144
que los elementos m ás lúcidos usen el cerebro. Y lo que el cerebro dice es que una cultura, un arraigo, una identidad, siempre es m ás fuerte que una Balanza de Pagos. ¿Os acord áis de Carl Schmitt? El hab í a dicho que la fase Dualista del Nomos de la Tierra terminar í a llevando a una fase Pluralista. Schmitt, ya lo veis, nunca hablaba a humo de pajas. Lo que estamos viendo en el an álisis de Huntington es el surgimiento de lo mismo que intuí a Schmitt: no el nuevo Monismo de Fukuyama, sino otra cosa completamente distinta. El mundo es plural, y la realidad del mundo, la pluralidad, es m ás poderosa que el proyecto técnico, la utop í a técnica y econ ómica del cosmopolitismo moderno. Las identidades culturales, las ra í ces, ces, los arraigos pugnan por detener la ut ópica imaginaci ón del NOM. Mientras haya pueblos conscientes de serlo, no habr á Nuevo Orden del Mundo, porque no ser á posible el Estado Mundial. 7.- Conclusión: el combate de nuestro tiempo. En estas condiciones, se dibujan dos campos con toda nitidez. Por una parte, el cosmopolitismo del NOM: los que creen que el mundo debe ser s ólo uno, que ese único mundo ha de estar regido por los criterios del capitalismo financiero, que las culturas, las tradiciones y las ra í ces ces son negativas, obst áculos que hay que eliminar por la fuerza si es preciso. En el campo opuesto, los partidarios de la Identidad: aquellos que creen -que creemos- que el mundo es plural y que ésa es su riqueza; que no se puede obligar a todos los pueblos, sea cual fuere su metabolismo espiritual, a marchar al mismo paso; que cada cual debe elegir la v í a que le resulte m ás propia; que las culturas, las ra í ces ces y las tradiciones son no s ólo positivas, sino necesarias, porque ellas constituyen lo que nos hace especí ficamente ficamente humanos, lo que define nuestra forma de estar en el mundo. Para quienes interpretamos el NOM como un monstruoso intento de arrasar el mundo y entregarlo a una civilizaci ón sin alma, a la civilizaci ón técnica; para quienes queremos seguir siendo lo que somos, el combate de hoy se plantea en esos t érminos. Es un combate nuevo donde muchas viejas fronteras -por ejemplo, la frontera entre derecha e izquierda- se deshacen. Ahora las apuestas son otras. En lo pol í tico, tico, la apuesta consiste en defender la soberan í a de nuestras naciones, y en eso pueden coincidir una cierta derecha, una cierta izquierda y aquellos que jam ás se han sentido ni de izquierdas ni de derechas. En lo intelectual, la apuesta consistir á en defender el pluralismo del mundo y la identidad de las culturas, y en eso pueden coincidir los viejos n áufragos de un cierto socialismo, los restos dormidos de un cierto conservadurismo y los nuevos intelectuales que fundamentan su reflexi ón en la cr í tica tica de la civilizaci ón técnica, en la senda de Ortega, J ünger o Heidegger. Gane quien gane en esta guerra, nadie puede permanecer indiferente. Estamos ante el combate decisivo de nuestro tiempo. Porque lo que nos estamos jugando es el aspecto que ofrecer á el mundo dentro de veinte a ños, el mundo en que vivir án nuestros hijos. Hace m ás de medio siglo, Oswald Spengler escribi ó: “Ahí est están los dados del terrible juego. ¿Qui én se atreve a echarlos?”. Hay que atreverse. * 145
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XIV La barbarie técnica con rostro humano (A propósito de la Conferencia de El Cairo)
Hace algunos a ños, cuando me encargaba de la informaci ón cultural en el diario ABC, en Madrid, tuve la grata oportunidad de entrevistar al profesor Iren äus Eibl-Eibesfeldt, director del Instituto Max Planck, disc í pulo pulo del Nobel Konrad Lorenz, profundo estudioso de la Etolog í a (la comparaci ón de los comportamientos animal y humano) y autor, entre otros libros de éxito, de El hombre pre-programado, donde se nos dice que el hombre es un animal provisto de insitintos, como los otros animales, pero que se trata de unos instintos inacabados, imperfectos, y por eso el hombre los completa con la cultura, los valores, el espí ritu. ritu. Dicho de otro modo: lo que nos hace espec í ficamente ficamente humanos es precisamente la imperfecci ón de nuestros instintos. Pues bien: Eibl-Eibesfeldt me dijo algo que entonces me hizo pensar mucho y que todav í a hoy sigo pensando, a saber: que el principal problema de las sociedades humanas va a ser la superpoblaci ón. Si tenemos en cuenta las muy l úcidas páginas que Eibl-Eibesfeldt ha dedicado a la cr í tica tica de la sociedad de masas y de nuestras desmesuradas ciudades, acusadas de crear una forma inhumana de existencia, es imposible no darle la raz ón. Nuestras grandes ciudades, en efecto, han creado una forma de vida donde el hombre no tiene espacio vital para su desarrollo etol ógico -dicho de otro modo: para su comportamiento natural-, donde la excesiva proximidad hace que uno se vea constantemente amenazado, hostilizado por un entorno que, por su masificaci ón, supone un permanente conflicto. Quiz á los comportamientos extremos que a todas horas vemos en nuestras ciudades -los fen ómenos de marginaci ón social deliberada, como, por ejemplo, las tribus urbanas- tengan mucho que ver con esto. Recordemos lo escrito por Jos é Luis Pinillos acerca de la psicopatolog í a de la gran ciudad. Pero la opini ón de Eibl-Eibesfedt me viene siempre a la cabeza cuando se plantean las grandes cuestiones acerca de la demograf í a o la superpoblaci ón. En efecto, hay un problema, la superpoblaci ón es un problema, pero, ¿por qu é lo es? ¿Porque hay demasiada gente para unos recursos escasos? ¿O quiz á porque el tipo de vida impuesto por nuestra civilizaci ón, la civilizaci ón técnica, obliga a que esas masas humanas vivan apiñadas en hormigueros artificiales, seg ún un patr ón de existencia profundamente inhumano? ¿Somos demasiados, o es que vivimos de un modo en que es imposible no molestarnos unos a otros? En cierto modo, ésa es la gran cuesti ón. 1. La Conferencia de El Cairo. Acaba de celebrarse, hace apenas un mes, la Conferencia de El Cairo sobre Poblaci ón y Desarrollo. All í tienen tienen las ideas muy claras: hay demasiada gente y pocos recursos; dentro de unos años, habrá todaví a más gente y, por tanto, todav í a menos recursos. Por consiguiente, de lo que se trata es de evitar que haya m ás gente. ¿Qué hacer? Controlar la natalidad.
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Presentado as í el el asunto, la verdad es que caben pocas discusiones: o paramos el ritmo de crecimiento demogr áfico, o esto se va a poner dif í cil, cil, especialmente en aquellos pa í ses ses que tienen dificultades para procurarse sus propios recursos. No dir é lo que un colega m í o, o, que amenazaba a su audiencia con el argumento de que “Dentro de poco no vamos a caber en el mundo” (la verdad es que la capacidad period í stica stica para la estupidez es infinita, y me incluyo en ese reproche). Pero, sin llegar a esos extremos, s í que que parec í a haber razones para la preocupaci ón. En esa lógica, también parecí a justificado incluso el recurso a m étodos de contracepci ón radicales, como el aborto. Y de ah í , entre otras cosas, surgieron esas grandes y radicales oposiciones entre los discursos religiosos y los laicos que hemos visto a propósito de la mencionada Conferencia, pero que son permanentes en nuestra sociedad. Dado que el control de la poblaci ón parecí a ser una exigencia del progreso de la humanidad, éstos, los laicos, parec í an an defender la raz ón y el progreso frente a los primeros, los religiosos, que se manten í an an en posturas “retardatarias”. Puede decirse que ése es el paisaje creado por los medios de comunicaci ón a propósito de la Conferencia de El Cairo: la luz de la raz ón contra las tinieblas del oscurantismo; el progreso y el desarrollo t écnico contra el hacinamiento y la pobreza. No obstante, la cosa se complica un poco cuando empezamos a hacernos algunas preguntas: ¿Es verdad que el discurso laico lleva necesariamente al control de la poblaci ón por cualquier m étodo? ¿Qué entendemos por “discurso laico”? ¿Es que s ólo cabe un discurso laico? ¿Y s ólo una actitud religiosa? ¿Es verdad que la actitud religiosa implica necesariamente una actitud “retardataria”? Por otra parte, ¿de verdad la situaci ón demográfica es tan desesperada? ¿Es verdad que hay grandes masas de poblaci ón condenadas a no poder procurarse jam ás sus propios recursos? ¿Por qu é? ¿Es verdad que el control de la poblaci ón del Tercer Mundo es necesario para el progreso de la humanidad? Incluso: ¿De verdad existe el progreso? Y la pregunta fundamental: ¿Pueden los poderosos del mundo organizar la vida del planeta hasta en sus m í nimos nimos detalles? ¿Y desde qu é criterios? Todas estas preguntas son las sombras que se proyectan sobre la Conferencia de El Cairo. Y me parece importante dedicar unos minutos a demostrar que las respuestas no est án en absoluto claras. Y ello no por razones t écnicas -a los problemas t écnicos sólo caben soluciones t écnicas-, sino por razones estrictamente filos óficas, que son, desde mi punto de vista, las más importantes. En efecto, el gran problema de la Conferencia de El Cairo no es que plantee soluciones t écnicas discutibles, sino que plantea soluciones t écnicas a problemas que no son t écnicos, sino humanos, y por tanto filos óficos. Vamos a ver las dos cuestiones: la cuesti ón técnica y la cuesti ón filosófica, pasando previamente por los puntos más polémicos del problema. 2. La cuestión del aborto. En primer lugar, no es verdad que se pueda identificar el discurso laico con el discurso del control de la poblaci ón. Dicho de otro modo: un discurso racional no conduce necesariamente a la adopci ón de medidas anti-natalistas. Veamos el caso del aborto, por 148
ejemplo. Uno puede oponerse perfectamente al aborto libre (y mucho m ás al aborto impuesto) en virtud de argumentos civiles, sociales, no necesariamente morales, o no al menos desde el punto de vista de una moral revelada. No es preciso creer que existe un alma en una vida no-nata ( ése es el fundamento de la postura cristiana) para oponerse a la destrucci ón de esa vida. Basta con creer que, para una sociedad, es sumamente peligroso otorgar a un individuo el derecho a prescindir de otro individuo. Desde un punto de vista social, la comunidad no puede renunciar a su obligaci ón de proteger a todos sus miembros, y con más razón a sus miembros m ás desprotegidos, que son los que todav í a no pueden valerse por s í mismos. mismos. Y ello sin entrar en la consideraci ón de que, para una sociedad, es imprescindible garantizar su supervivencia, y esa supervivencia no queda garantizada si no se protegen los nacimientos. Por lo tanto, y desde el punto de vista de una filosof í a social, laica, civil, no teol ógica, el aborto libre significar í a una dejaci ón de responsabilidad absolutamente injustificable. Otra cosa ser í a si consider áramos la sociedad no como un todo, no como algo con entidad propia, sino como una suma arbitraria y aleatoria de individuos, sin m ás ví nculos nculos entre s í que el azar. En ese caso, evidentemente, el derecho individual tender á a ser siempre mayor, más importante, que el derecho colectivo, el derecho de la comunidad. Y eso es lo que pasa en casi todas las ideolog í as as de la modernidad: que son individualistas. Aqu í s sí , en efecto, el discurso laico se inhibe sobre cualquier consideraci ón de tipo social o comunitario. Si la sociedad es s ólo una suma aleatoria de individuos, no hay impedimentos de car ácter general que impidan un aborto, por ejemplo; todo el problema se reconducir á hacia la voluntad del individuo, sin más obstáculos que su propia conciencia. Ahora bien, y esto me parece especialmente importante: no todo discurso laico lleva necesariamente a esa conclusi ón; sólo aquellos discursos laicos nacidos de las ideolog í as as individualistas pueden otorgar a la conciencia individual el derecho a decidir sobre una cosa así . Por consiguiente, no es verdad lo que nos ha dicho el “discurso de El Cairo”; no hay necesariamente oposici ón entre discurso laico y discurso religioso. La oposici ón es otra: lo que hay es una oposici ón entre el discurso individualista, moderno, y el discurso comunitario, tradicional, ya revista éste una forma laica o una forma religiosa. Conviene tener esto en cuenta. 3. El problema demogr áfico. Vayamos a la segunda pregunta: ¿De verdad la situaci ón demogr áfica es tan desesperada? Aquí hay hay que matizar much í simo. simo. Un cálculo reciente se ñala que toda la poblaci ón del mundo, con una casita y su peque ño jardí n, n, no ocuparí a más que el territorio de Texas, que es aproximadamente como Espa ña más buena parte de Francia. Evidentemente, es verdad que hay anchas zonas del planeta que resultan inhabitables (incluso en Texas), como es verdad que una concentraci ón de ese g énero terminar í a asolando el lugar en el curso de unas pocas generaciones, sobre todo si se aplica un tipo de vida industrial. Con todo, el cálculo es interesante por lo que tiene de ilustrativo: la Tierra todav í a da de s í . Por otra parte, en el mundo desarrollado hay zonas de una densidad demogr áfica exagerada 149
que no padecen problemas de miseria. Es el caso del Jap ón, pero tambi én es el caso del Benelux. La densidad demogr áfica del Benelux llega al extremo de que, en los planes del viejo Ejército Rojo para invadir Europa, atravesar el Benelux costaba cerca de dos d í as, as, y no por la oposici ón de un hipot ético ejército contrario, sino por la dificultad de moverse a través de esa enmara ñada red de ciudades y pueblos pegados unos a otros, que forman una tremenda barrera artificial desde la desembocadura del Rhin hasta las monta ñas suizas. Es otro dato ilustrativo: el mundo rico est á muy lejos de aquellos tiempos en que a cada europeo le hubiera correspondido un bosque para él solo. En todas partes cuecen habas, aunque nuestra pir ámide de poblaci ón sea francamente regresiva. Sin embargo, las recomendaciones de la Conferencia de El Cairo no se dirig í an an a Japón o al Benelux, sino a los paí ses ses pobres. ¿Por qu é? ¿Acaso esos pa í ses ses no podr í an an soportar la presi ón que soportan otros? “Es que son pobres”, se nos dir á. Pero, ¿por qu é son pobres? “Porque no tienen recursos”. ¿Y entonces? Bastar í a en ese caso con que fueran capaces de procurarse sus propios recursos y organizar su propia vida econ ómica, ¿no es as í ? 4. Un orden econ ómico injusto. Llegamos as í a a la tercera pregunta: ¿Es verdad que hay grandes masas de poblaci ón condenadas a no poder procurarse jam ás sus propios recursos? ¿Por qu é? Para contestar a esta pregunta deber í amos amos mirar a otra Conferencia internacional reciente, celebrada esta vez en Madrid: la reuni ón del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, que son los principales responsables de que haya pa í ses ses incapaces de procurarse sus propios recursos. En 1944, las potencias anglosajonas, ya pr ácticamente vencedoras en la segunda guerra civil europea de este siglo, organizan el planeta en torno a dos ejes: uno es la Carta Atlántica, donde se prefigura el proceso de descolonizaci ón; otro es la conferencia de Bretton Woods, donde se crea el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para gestionar el nuevo orden del mundo. El resultado de ambas acciones es el siguiente: el mundo entero -y con la excepci ón, sólo parcial, del área de influencia sovi ética- pasa a organizarse seg ún una econom í a globalizada cuyo patr ón será el dólar. Las naciones reci én descolonizadas tambi én se integrar án en ese orden -para eso precisamente se hizo la descolonizaci ón-; para ello, para integrarlas, habr án de especializarse en determinados productos de f ácil salida y que contribuyan al desarrollo económico internacional. “¿Que tiene usted un magn í fico fico cacao? Excelente: a m í me me falta cacao. Especial í cese cese usted en el cacao, que de lo dem ás ya nos encargamos nosotros”. Sin embargo, esa especializaci ón significa que los pa í ses ses pobres pierden toda capacidad para autoabastecerse: todo lo que necesiten tendr án que comprarlo en el mercado internacional – o sea, en los pa í ses ses ricos-, y para ello se les concede cr éditos en dólares disfrazados de ayuda al desarrollo. “Usted haga s ólo cacao. ¿Que necesita adem ás caucho y acero? Cómprelo. ¿No tiene usted dinero? Yo se lo presto, y se lo voy a prestar en d ólares, porque eso me ayuda adem ás a mantener fuerte mi divisa; pero luego usted, claro, me lo tiene que devolver”. Tal coyuntura exige a los pa í ses ses pobres una gran capacidad de organizaci ón económica para adaptarse al mercado internacional, una capacidad de organizaci ón que es inherente al tipo de econom í a capitalista. Ahora bien, esas naciones no han tenido capitalismo en su vida: no saben lo que es, no lo entienden, no tiene nada que ver con sus 150
tradiciones ni con su estructura social. Son incapaces de desarrollar una estructura capitalista que pueda hacer frente a las exigencias internacionales. Resultado: los pa í ses ses pobres quedan endeudados, arruinados y sin capacidad para sobrevivir por s í mismos. mismos. En esas condiciones, la cuarta pregunta, aqu élla que planteaba la necesidad de que el Tercer Mundo controle su poblaci ón para que la humanidad progrese, adquiere un color m ás bien oscuro, y digámoslo con claridad: bastante c í nico. nico. ¿Qué progreso? El orden econ ómico del mundo implantado en 1944 pretend í a extender el progreso t écnico y econ ómico a todo el planeta, convertido as í en en un gran mercado. El resultado ha sido la cat ástrofe. Y en una situaci ón semejante, la existencia de muchos hijos es para el pobre una tabla de salvaci ón. Todo el mundo sabe que, cuando una sociedad es pobre, los hijos son como inversiones, a los que hay que mantener cinco o seis a ños, pero que luego empiezan a dar sus frutos y empiezan a colaborar en la econom í a doméstica. Basta mirar las barriadas marginales de nuestras ciudades -cada vez m ás amplias, por cierto-, para constatar ese hecho. Cuando la muerte est á a un paso, los nacimientos son la única esperanza. Un sociobi ólogo dirí a que se trata de una pulsi ón instintiva de conservaci ón de la especie. Sea como fuere, lo cierto es que la gran tasa de natalidad del Tercer Mundo no es producto de la ignorancia acerca de los métodos anticonceptivos, como pretende hacernos creer la opini ón progresista, sino un modo elemental de no morir. En esas condiciones, ¿qui én está autorizado para exigir a los pueblos pobres que dejen de parir? ¿Y para qu é? Llegamos as í a a la última pregunta, la que yo considero la pregunta fundamental: ¿Desde qué criterios quieren organizar el mundo los poderosos, los poderes econ ómicos y técnicos que hoy dominan el planeta? Con frecuencia he contado c ómo el soci ólogo Daniel Bell, ese maleducado, le dijo una vez a mi compa ñero Torres Murillo, en El Correo, que los pueblos africanos, si no se acoplaban al desarrollo t écnico, tendrí an an que desaparecer. Es abominable, pero en la simpleza brutal de esa opini ón se esconde toda la verdad acerca del Nuevo Orden del Mundo. De lo que se trata es de crear un universo homog éneo, modelado según el patrón del mercado, y bajo cuyos imperativos tiene que someterse absolutamente todo lo que existe en la tierra, seres humanos incluidos. Ese mundo homog éneo, ese gran mercado universal se identifica con el progreso; todo lo que se le oponga, se opone tambi én al progreso. Por lo tanto, debe adaptarse o desaparecer. 5. El mundo de la modernidad t écnica. ¿Qué es esta enormidad vestida de moral progresista? ¿Ante qu é estamos? Estamos ante el imparable impulso de la civilizaci ón técnica. El hombre, ser incompleto, ser necesitado de apoyos e instrumentos -recordemos lo que dec í a Eibl-Eibesfeldt-, ha creado la t écnica para adaptarse al mundo. Pero, en un determinado momento, la t écnica se ha vuelto contra su creador y, como dec í a Spengler, le ha levantado la mano, la criatura ha levantado la mano a su creador. Antes la t écnica era una mera herramienta; por el contrario, en el mundo moderno el hombre se ha convertido en herramienta del proyecto de la civilizaci ón técnica, y a él debe someterse. ¿Cuál es ese proyecto? Lo explic ó Heidegger con una frase muy gr áfica: convertir todo lo 151
que existe en una gigantesca gasolinera. Para la visi ón del mundo de la civilizaci ón técnica, que es la que hoy impera, todo lo que existe sobre la Tierra es susceptible de transformarse en objeto de explotaci ón, en recurso natural, en un simple problema t écnico. Ésa visión incluye al hombre. Por eso Heidegger dec í a que la ingenier í a genética era peor que la bomba de hidr ógeno: la ingenier í a genética pretende convertir al hombre en puro recurso material, materia cuyo secreto va a ser desentra ñado con fines que no tienen por qu é ser positivos. Y es que el problema no son los fines: el problema es si es leg í timo timo entrar en la esencia de un ser humano. Pero, para la modernidad t écnica, ese problema no existe. La modernidad t écnica sostiene que el hombre debe plegarse a las exigencias del nuevo Zeitgeist, del nuevo Esp í ritu ritu del Tiempo: el robot. El gran robot ha hecho sus planes, ha calculado sus cifras, ha programado el desarrollo. Y si la cifra de humanos sobre el planeta no se adapta al c álculo del robot, lo que habr á que hacer es variar la cifra de humanos, nunca modificar el c álculo del robot. Eso es lo que se nos ha dicho en El Cairo. ¿Cómo hemos llegado a esta situaci ón? ¿Cómo es posible que los hombres pasen a ser considerados materia prima? Antes, a prop ósito del aborto, nos hemos referido a las ideolog í as as de la modernidad y a su matriz individualista. Tambi én acabamos de evocar, hablando de la pobreza de los pobres, el Nuevo Orden del Mundo. Ahora nos hemos topado con la civilizaci ón técnica. Pues bien: individualismo, Nuevo Orden del Mundo y civilizaci ón técnica responden al mismo impulso: el impulso nihilista de la modernidad. ¿Cómo nació el individualismo? El individualismo naci ó cuando alguien consider ó que la esencia real del hombre, su único ser, era su Yo. Estamos en la ideolog í a de la Ilustraci ón. El Yo. Todo lo dem ás sobra. Los viejos v í nculos nculos como la religi ón, la patria, la comunidad, la propia cultura... todo eso no eran sino obst áculos para el Yo moderno. Para que el Yo fuera libre, para que el Yo se emancipara, era preciso romper con esos viejos v í nculos: nculos: reducir la religi ón a espiritualidad personal desacralizada, abandonar la patria en provecho de un universo cosmopolita, romper con la comunidad y acceder a una existencia libre de obligaciones, ir m ás allá de la propia cultura, la propia tradici ón, y renegar de ella en nombre del progreso. Eso ha sido la modernidad. Y quien la llev ó a cabo fue el burgu és europeo del siglo XVIII. Montesquieu dijo que el burgu és era “el hombre libre por excelencia”. Libre, ¿de qu é? Libre, exactamente, de esos v í nculos nculos que antes le reten í an an y que se juzgaban opresivos. As í mueren mueren las sociedades tradicionales, que eran todas ellas, sin excepci ón, comunitarias, hol í sticas, sticas, como se ñala el antrop ólogo Louis Dumont. Este individuo, este Yo convertido en único horizonte de s í mismo mismo es algo exclusivo de las sociedades occidentales. Y de ah í nace nace un nuevo tipo de sociedad dominada por los intereses individuales, que acaban de ser identificados con la libertad, la moral y el progreso. El discurso que fundamenta la vida en com ún se convierte en una mera justificaci justificación de egoí smos. smos. Por eso Flaubert, en su Diccionario de t ópicos, llamaba burgu és a “todo aquel que piensa bajamente”. El Nuevo Orden del Mundo tiene la misma matriz. Concretamente es Kant quien lo perge ña en La paz perpetua e Ideas para una Historia Universal en clave cosmopolita. Kant -y permí tanme tanme que aqu í simplifique simplifique- cree que la raz ón ilustrada es universal. Por tanto, todos los hombres tiene las mismas aspiraciones. ¿Cu áles son esas aspiraciones? La libertad 152
entendida en los t érminos en que la entiende el individualismo. Eso obliga a romper con los viejos ví nculos nculos tradicionales all á donde todaví a existan. La funci ón de la pol í tica tica ilustrada será construir un mundo en torno a esos valores individualistas, Yo í stas. stas. Y el estadio final de ese proyecto ser á un Estado Mundial regido por la filosof í a de la emancipaci ón del Yo. Ahora bien, ¿c ómo se entiende ese Yo? En t érminos econ ómicos. Lo que Kant est á haciendo es legitimar ideol ógicamente las aspiraciones pol í ticas ticas y econ ómicas de la burgues í a de su tiempo. En la mente de estas gentes, el mundo todo gira en torno a una concepci ón mercantil de la existencia. La suprema felicidad es la libre circulaci ón de bienes. Toda la tierra debe ser abierta al comercio, al mercado. Todo es susceptible de ser entendido mediante un c álculo de costes y beneficios. Y en esa misma época aparece el factor determinante de nuestro tiempo: la explosi ón de la civilizaci ón técnica. Entre los siglos XVIII y XX, la t écnica se desarrolla a una velocidad que jam ás habí a conocido. Y ese desarrollo tiene lugar en el mismo espacio que hab í a alumbrado la ideolog í a de la ilustraci ón y el sueño del Estado Mundial, es decir, la Europa que terminar á en la revoluci ón de 1789. ¿Es un azar semejante coincidencia? No: son gestos distintos de un mismo rostro. Heidegger dec í a que la t écnica es el último escalón del humanismo, entendido como individualismo, como Yo í smo. smo. Lo que el humanismo occidental hace es desvincular al hombre de todo lo que tiene alrededor: la tierra, la tradici ón, los otros hombres... y los dioses. Sólo existe el hombre. En una tierra as í , sin alma, sin existencia propia, todo est á a nuestra merced. En esa mentalidad late ya el desarrollo de la t écnica, porque no hay nada que obstaculice la empresa de depredaci ón racional del entorno. El discurso ilustrado de la emancipaci ón individual dar á una justificaci ón moral a esa empresa. Del mismo modo, la fe en el progreso, entendido en t érminos de mero progreso material, abre la veda para la técnica. Por eso el humanismo acaba trayendo consigo la t écnica, y ésta, despu és, da el golpe de gracia al humanismo, porque el hombre se convierte en un mero ap éndice de la máquina. Es l ógico: si pensamos que la civilizaci ón de la máquina es producto del progreso y de la libertad individual, tendremos que acabar reconociendo que nuestra funci ón es mantener a la m áquina. Así estamos: estamos: somos esclavos de nuestra propia creaci ón. Pido perd ón si este desarrollo ha parecido demasiado extenso, pero es que de aqu í ha ha nacido el mundo en el que estamos, y del cual la Conferencia de El Cairo es una muestra patente. ¿Ante qu é estamos? Estamos ante la tentativa de imponer en el mundo un único orden. Ese orden ya no pertenece al mundo del esp í ritu, ritu, como el Orbe romano o la vieja idea del Imperio Cristiano, sino que el Nuevo Orden del Mundo reposa sobre la t écnica. Por eso nos dicen que el progreso de la humanidad exige que haya un s ólo modelo de desarrollo, que el Tercer Mundo controle su natalidad, que nosotros mismos debemos hacerlo y que entonces seremos felices, porque todos tendremos mucho bienestar material y pocos competidores para repartirlo. Aunque la vida se haya convertido en una simple carrera en pos del último gadget aparecido en el mercado. Ahora bien, ¿qu é serí a un mundo dominado por la t écnica? ¿Qu é serí a un mundo donde el papel del hombre se reduce a mantener la m áquina, alimentarla, cuidarla para que no deje 153
de funcionar? Ser í a un mundo absurdo, un mundo de esclavos convencidos de que son libres, que es la peor de las esclavitudes. 6. La técnica, en su sitio. Parece lógico, por tanto, buscar v í as as de salida. Y quiz á lo primero que habr í a que hacer es preguntarnos si este orden t écnico que nos hemos fabricado tiene alg ún sentido. ¿Qu é es la técnica? Un artificio humano. ¿Y c ómo puede ser que ahora el hombre se haya convertido en un artificio t écnico? Porque se ha invertido una cierta jerarqu í a. a. En varias ocasiones hemos explicado nuestro punto de vista sobre esto vali éndonos de la Teor í a General de Sistemas, que es una herramienta muy eficaz. Si miramos a nuestro alrededor, veremos que nosotros, los hombres, nos hacemos nuestra composici ón del mundo a partir de una cierta estructura jer árquica. Por ejemplo: sin una Naturaleza, no habr í a vida humana; sin vida humana, no existir í an an culturas ni civilizaciones; sin esas culturas tampoco habr í a comunidades, sociedades, y sin ellas no habr í a polí tica, tica, que es la forma de organizar la vida de la comunidad, ni econom í a, a, que es la forma de organizar las relaciones de subsistencia en el seno de una comunidad determinada. Lo que podemos hacer con la Teor í a General de Sistemas es concebir todo esto como una superposici ón de esferas, de sistemas y subsistemas que se engloban unos a otros jer árquicamente: el mundo natural, el gran sistema, engloba a los hombres, a las comunidades; el subsistema comunidad engloba a su vez al subsistema cultura, que es la creac ón especí fica fica de esa comunidad, su forma de estar en el mundo; y este subsistema cultura engloba a su vez a subsistemas m ás pequeños, la polí tica tica o la econom í a. a. El conjunto de todo eso en un momento hist órico determinado podemos llamarlo civilizaci ón. Y de la civilizaci ón nace una determinada gama de herramientas utilitarias para adaptarse al medio que nos rodea, que es la t écnica. Eso es la técnica: sólo una herramienta. Está claro que estamos en los ant í podas podas de la visi ón moderna, ilustrada, la visi ón individualista, la visi ón del Yo. Por eso se ha dicho con alguna frecuencia que la Teor í a General de Sistemas, pese a su g énesis moderna, es una versi ón actualizada del viejo pensamiento organicista, que ve í a los conjuntos humanos como un todo. Pero veamos el problema que estamos examinando, el de la poblaci ón y el desarrollo, desde esta perspectiva, la perspectiva de la Teor í a General de Sistemas o, si ustedes lo prefieren – y a mí no no me molesta el calificativo-, la perspectiva de un “nuevo organicismo” de corte ya no pre-moderno o moderno, sino propiamente posmoderno. Vamos a ver la primera gran cuesti ón: la del derecho absoluto de la conciencia individual a determinarse a s í misma, misma, la absoluta omnipotencia del Yo. Desde un punto de vista biológico -el primer, el gran sistema-, eso es perfectamente absurdo: no existe el Yo absoluto. Lo que existe es un ser abandonado en medio de un entorno hostil, y ese ser, por tanto, se ve obligado a agruparse con otros iguales que él y a construir una cultura a su alrededor para dominar el ambiente y que no lo devore. ¿Y qu é pasa en este nuevo nivel, el nivel cultural? ¿Existe el Yo absoluto? El Yo absoluto de la modernidad es sin duda un fruto de la cultura, pero, por mucho que lo intente, jam ás conseguir á desprenderse de esa 154
cultura. El Yo absoluto es un invento del Occidente moderno. No es un hecho universal, como pensaba Kant. No se puede presumir que los dem ás Yoes tambi én se tomen a s í mismos por Yoes absolutos. Dicho de otro modo: estamos ante una imaginaci ón individual, fruto de unas determinaciones sociales y culturales. De manera que ese Yo no es tan absoluto como él cree; al contrario, sigue ligado a una comunidad, a una visi ón del mundo determinada y a un determinado orden del esp í ritu. ritu. No tiene sentido pensar que ese Yo se emancipa realmente de los v í nculos nculos que le retienen. El Yo absoluto es una entelequia. El idividualismo, por tanto, es una entelequia. El hombre est á ligado, vinculado a su comunidad, hacia la que tiene deberes y obligaciones, y que le dispensa derechos. No quiero meterme en el debate acerca de s í existe existe o no una raz ón universal o un derecho natural. Lo que me parece incontrovertible es que la conciencia individual no puede considerarse jam ás ajena a lo que tiene alrededor, o pensar que es una proyecci ón de sí misma, que s ólo sobre sí misma misma reposa. Si aplicamos esto a la cuesti ón del aborto lo veremos con toda nitidez: un Yo no basta para suprimir otro Yo. El individualismo absoluto, que es el individualismo al que conduce la ideolog í a moderna, no s ólo es nocivo para la existencia social, sino que es un error: solipsismo en estado puro. Vayamos a la otra cuesti ón a la que nos hemos referido como una de las “sombras” de la Conferencia de El Cairo: el problema de los recursos naturales, los modelos de desarrollo y el Nuevo Orden Mundial. Hemos visto que cada grupo humano construye de un modo diferente y espec í fico fico su forma de adaptarse al mundo. Eso es una cultura. Todos los hombres sienten que lo que tienen alrededor es sagrado, y por eso todos tienen religi ón, pero cada cultura lo interpreta de un modo, y por eso hay distintas religiones y distintas formas de sacralidad. De esa cultura, de ese conjunto de ideas y valores con que los hombres se adaptan al mundo, nacen distintas formas de entender la relaci ón entre el hombre y el mundo. Nacen instituciones distintas, y nacen tambi én distintas econom í as, as, distintas maneras de asegurarse la subsistencia, siempre en funci ón de esos valores a los que nos refer í amos amos antes. En ese sentido, imponer un único modelo de econom í a a todo el mundo es tanto como ignorar que los pueblos son distintos y que sus culturas son distintas. Es decir: imponer por todas partes el modelo de desarrollo econ ómico occidental es tanto como amputar la realidad, ignorar deliberadamente la diversidad de las formas humanas de estar en el mundo. 7. Y los derechos de los pueblos.¿De verdad puede creer alguien que cualquier persona de cualquier civilizaci ón puede o debe comportarse como un honesto comerciante? No. Parece m ás lógico pensar que cada pueblo encontrar á sus formas propias de asegurarse un desarrollo econ ómico, y que ese desarrollo ser á entendido de uno u otro modo en funci ón del pueblo, la cultura en que estemos. Hubo economistas que en los a ños cincuenta vieron que el orden econ ómico internacional, el de Bretton-Woods, chocaba frontalmente con la realidad étnica del planeta, y por eso propusieron que naciones diferentes, pero unidas por una cultura semejante, constituyeran espacios autocentrados, grandes zonas de desarrollo semiaut árquico. Fran çois Perroux, Fran çois Partant, Andr é Grjebine... No les hicieron caso, evidentemente. Sin 155
embargo, ésta sigue siendo una de las reivindicaciones fundamentales de las mentes m ás lúcidas de Africa, como el Nobel Wole Soyinka o como la economista camerunesa Axelle Kabou, que en un libro llamado ¿Y si Africa rechazara el desarrollo? planteaba las cosas con toda claridad: dejadnos decidir nuestra propia v í a económica, dejadnos decidir qu é entendemos por desarrollo y c ómo queremos alcanzarlo de un modo que est é en consonancia con nuestra forma de ser. Desde este punto de vista, seguir pretendiendo que el destino del mundo es el de una inevitable convergencia de todo el planeta sobre Occidente, en un proceso guiado por un Estado Mundial, es un perfecto absurdo. Parece mucho m ás lógico pensar que cada pueblo habr á de encontrar su propio camino conforme a su metabolismo espiritual; en el caso que nos ocupa, que habr á de ser cada pueblo quien decida sobre su cifra de natalidad conforme a sus creencias y sus valores. A este respecto, por cierto, se han producido en fecha reciente algunos estudios muy interesantes. Me refiero sobre todo al an álisis de Samuel Huntington llamado “¿Choque de civilizaciones?”, que ya hemos tenido oportunidad de destripar en otra sede y donde se nos dice que el paisaje hacia el que va el mundo no es el de un planeta homog éneo, unificado en torno a los valores del mercado transnacional, sino que ser á un mundo dividido en grandes zonas que vendr án definidas, precisamente, por su civilizaci ón, por su idea del mundo y de la vida. Algunos consideran esto una amenaza. A m í , personalmente, me parece tranquilizador: al menos da por sentado que las diferencias culturales existen, lo cual no es poca cosa en la presente coyuntura. Pero vayamos ahora al tercero de los puntos que me he permitido considerar centrales: el de la técnica, la imposici ón uniforme de una civilizaci ón técnica planetaria. ¿Qu é es la técnica? Ya lo hemos visto: un producto. Un producto de la cultura, o sea, de los hombres. Pero nosotros hemos creado una civilizaci ón exclusivamente basada sobre factores de posesi ón material individual, y por eso la t écnica se ha convertido en la due ña del mundo. Fí jense ustedes: ustedes: nunca, nunca, en miles de a ños, ha sentido el hombre la necesidad de aplicar inmediatamente todos sus conocimientos; el mecanismo del vapor lo descubri ó Herón de Alejandr í a bastantes a ños antes de nuestra era, y no le ocurri ó hacer máquinas para arar, no: sólo hizo relojes. Nuestra civilizaci ón, por el contrario, es la única que se cree obligada a aplicar inmediatamente todo nuevo conocimiento, o sea, a convertir en t écnica toda ciencia. Desde nuestro punto de vista, eso ha ocurrido porque hemos perdido el sentido de la jerarquí a, a, de esa jerarqu í a de niveles que antes hemos enunciado. La técnica no es un fin en s í misma. misma. La t écnica es una herramienta. En una civilizaci ón mejor ordenada, la t écnica deber í a ser tan sólo un instrumento y los hombres deber í an an ser quienes le pusieran el alma; en la nuestra, por el contrario, los instrumentos somos nosotros y el alma la pone la propia t écnica. El resultado es que el factor humano deja de ser tal, y pasa a convertirse en un elemento m ás de la civilizaci ón técnica. Por eso se explica que alguien, como ha ocurrido en El Cairo, considere que las previsiones del sistema económico internacional son m ás importantes que la cifra de seres humanos. ¿Qu é hay que hacer? Domar a la t écnica. Carl Schmitt dec í a que eso, domar la t écnica, es el nuevo challenge, el nuevo desaf í o de nuestro tiempo. ¿Y c ómo se hace eso, c ómo se doma la técnica? 156
Heidegger propon í a una solución: lo que él llamaba Gelassenheit, Serenidad, serenidad hacia las cosas, hacia los objetos que tenemos a nuestro alrededor. Podemos seguir viviendo con instrumentos t écnicos y podemos seguir vali éndonos de ellos, pero mirándolos como lo que son, como simples instrumentos, sin dejarnos dominar por ellos, sin que una cifra de una tabla demogr áfica sea más importante que el hombre concreto de carne y hueso. Todo El Cairo, toda su problem ática, que no es t écnica, sino filos ófica, está aquí . Podemos seguir pensando que el individuo tiene derecho a decidir sobre las vidas de otros individuos, que la aspiraci ón natural de los hombres es desprenderse de sus culturas y sus raí ces ces e integrarse en una econom í a mundial; podemos seguir pensando que el desarrollo técnico y econ ómico puede guiar las vidas de los hombres, regular su cifra y regular sus vidas, como números de un cuidadoso c álculo. En ese caso, estaremos apostando por el reinado de la civilizaci ón técnica y por la muerte de los hombres. Por el contrario, podemos pensar que el individuo no es nada sin su comunidad, y que por eso no puede decidir libremente sobre las vidas de otros miembros de esa comunidad; podemos pensar que la aspiraci ón natural de los hombres y de los pueblos es ser ellos mismos, vivir conforme a sus creencias, sus ideas y sus valores, tener ra í ces ces y saber dónde están; y podemos pensar, en fin, que la bestia de la t écnica debe ser domada, que el desarrollo es s ólo un medio, no un fin, y que ning ún cálculo técnico vale el sacrificio de una vida. En este caso, estaremos apostando -y yo apuesto por ello- por el reino del hombre y de su espí ritu, ritu, y por la destrucci ón de este abominable imperio de la t écnica. 8. Dioses contra Titanes. ¿Por qué? En otro lugar -y perd ón por la autocita- he escrito lo que, a mis ojos, significa esta tentativa de imponer el imperio planetario de la t écnica: coger a la vida por el cuello y golpearla hasta que entre en los m árgenes de un cuaderno de c álculo. ¿Y si la vida se resiste? Entonces, se prescinde de parte de ella. ¿Saben ustedes qui én era Procusto? Procusto era un bandido griego que ten í a un lecho; Procusto asaltaba a la gente, la raptaba y colocaba a sus v í ctimas ctimas sobre el lecho; si la v í ctima ctima era más grande que el lecho, mutilaba la parte que sobrara; si la v í ctima, ctima, por el contrario, era m ás pequeña, la estiraba hasta que diera el mismo tama ño del lecho. Todas estas cosas de El Cairo son un poco lo mismo: nos ponen a todos en el lecho de Procusto, el lecho de El Cairo, y nos dicen cu ántos hemos de ser y cómo hemos de ser. Nos mutilan y nos estiran. Y nos dicen que lo hacen en nombre del progreso de la humanidad. Me parece que va siendo hora de acabar ya con esta supercher í a de la t écnica. Precisamente, una de las grandes conmociones de este siglo ha sido la p érdida de la fe en el progreso. Ya nadie puede creer seriamente que el progreso t écnico, económico, material, es el objetivo de la vida humana sobre la tierra, y que en él reside la felicidad. Por eso surgi ó, hace aún pocos años, una gran pol émica entre pesimismo o nihilismo: si todo esto no va a ninguna parte, ¿qu é hacer? ¿Mover la cabeza, compadecerse de la marcha del mundo y 157
esperar con resignaci ón el final de todo esto, tratando de que sea lo m ás dulce posible? Eso serí a el pesimismo. ¿O bien rebelarse, romperlo todo, empezar desde cero o, simplemente, no empezar, fabric ándonos un peque ño apocalipsis dom éstico como el de las pel í culas culas de temática post-nuclear? Eso ser í a el nihilismo. Ambas opciones son incapaces de dar un sentido a la vida. Quiz á por eso hemos visto en los últimos años cómo se extiende una especie de optimismo desenga ñado, cómo nos sometemos a la m áquina, como si a ún creyéramos en ella, pero con la í ntima ntima certidumbre de que no hay nada que hacer. Desde mi punto de vista, ése es el espí ritu ritu de El Cairo: un optimismo desenga ñado, una voluntad blanda -o, mejor, una abulia- que nos induce a seguir someti éndonos al imperio de la técnica, pero llen ándonos la boca con discursos sobre la emancipaci ón individual, por ver si así conjuramos conjuramos al monstruo. Pero eso tampoco es soluci ón. Hay que hacer otras cosas. Bien: ¿Qué cosas? El filósofo Eugenio Tr í as as mantiene últimamente la tesis de que nos acercamos a un cambio de referentes: dejamos la época de la técnica para pasar a la época del espí ritu. ritu. En el fondo, es lo que ped í a Heidegger cuando dec í a que sólo un Dios puede salvarnos, y tambi én lo mismo que dec í a Jünger cuando nos contaba que en nuestra época ha empezado de nuevo la eterna lucha entre los Dioses y los Titanes, entre el Esp í ritu ritu y la Potencia elemental. Esa potencia elemental es la t écnica, que se ha desencadenado. Se ha desencadenado hasta el extremo de que alguien, en El Cairo, ha pensado que la cifra de seres humanos es mudable o variable en funci ón de los criterios econ ómicos del desarrollo internacional. Creo que a medida que el imperio de la t écnica se vaya haciendo m ás opresivo, a medida que vayamos sinti éndonos más y más agobiados, veremos con m ás claridad esta gran confrontaci ón que nos ha tocado vivir: el impulso material del hombre contra el impulso espiritual del hombre. H ölderlin dec í a que allá donde está el peligro, all í nace nace lo que salva. Esperemos que este peligro de la t écnica, cada vez mayor, nos ayude a abrir los ojos en busca de una salvaci ón. *
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