stas CUATRO VISIONES 1)i: I,A 111 M>KIA I'KSAI. pertenecen propiamente a las miit. p. ume-. tmipiensivas que estudian los desarrollos toiu icio s meros signos o símbolos del curso seguido poi l.i nulad. Este género-señala JOSÉ PERRA i r it Mi )UA p.iiecer un tanto fantasioso, pero posee un *levado de sugestión. En rigor, y digan lo que digan sus auto ) se trata tanto de lo que la historia, en tauhi Insloi la sal, ha sido y es, como de lo que se supone que debe ¡lie, por tal razón fundada en una esperaii/a, seni. El len resume las concepciones de cuatro graiulc s pensa y destaca el ideal moral que las anima: SAN s rlN, VICO, VOLTAIRE y HEGEL. Otras obras del en esta colección: «Diccionario de Filosofía «l<- boisi VE 8108 y 8109) y «Diccionario de grandes filosolos» I16y8117).
K1 libro de bolsillo
Primera edición en «El libro de bolsillo»: 1982 Tercera reimpresión: 1996 Primera edición en «Área de conocimiento: Humanidades»: 2006
Prefacio a la nueva edición
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'b-' Diseño de cubierta: Ángel Uriarte Ilustración: © Aisa; Álbum; J. Martin/Anaya
R e s e rv a d o s t o d o s lo s d e re c h o s . El c o n te n id o d e e s ta o b r a e stá p ro te g id o p o r la Ley, q u e e sta b le c e p e n a s d e p r is ió n y /o m u lta s , a d e m á s d e la s c o rre s p o n d ie n te s in d e m n iz a c io n e s p o r d a ñ o s y p e rju ic io s , p a r a q u ie n e s r e p r o d u je r e n , p la g ia re n , d is tr ib u y e r e n o c o m u n i c a r e n p ú b lic a m e n te , e n to d o o e n p a r te , u n a o b r a lite r a r ia , a r tís tic a o c ie n tífic a , o su tr a n s f o r m a c ió n , in te r p r e ta c ió n o e je c u c ió n a r tís tic a fija d a e n c u a lq u ie r tip o d e s o p o rte o c o m u n ic a d a a tra v é s d e c u a lq u ie r m e d io , s in la p re c e p tiv a a u to riz a c ió n .
Herederos de José Ferrater Mora Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2006 Juan Ignacio Lúea de Tena, 15; 28027 Madrid Teléfono 91393 88 88 www.alianzaeditorial.es ISBN: 84-206-6046-9 Depósito legal: M. 21.070-2006 Fotocomposición e impresión: Fernández Ciudad, S. L. Coto de Doñana, 10.28320 Pinto (Madrid) , í PrintedinSpain , tf, i
Este libro ofrece, en cuatro capítulos, cuatro gran des interpretaciones de la historia, y brinda, en su «Introducción», una interpretación de estas inter pretaciones. En la nueva edición que ahora se publi ca quiero dilucidar brevemente el problema del gé nero de literatura filosófica a que pertenecen las interpretaciones de referencia. Al ofrecerse un curso de filosofía de la historia, o al disertarse sobre esta disciplina, es todavía habi tual dividirla en dos tipos, por lo demás no siempre muy bien hermanados: la filosofía especulativa y la filosofía analítica de la historia. La filosofía especulativa de la historia, que es el tipo de filosofía de la historia más tradicional y más osada -demasiado osada para el gusto de los filóso fos de propensión analítica- se ha ocupado de bos quejar alguna interpretación global de la historia, entendida como «historia universal». La filosofía
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analítica de la historia, un tipo de filosofía de la his toria más reciente y más cautelosa -demasiado cau telosa para el gusto de los filósofos de talante espe culativo-, estudia cuestiones como la naturaleza de los hechos históricos -con el fin de contrastarlos con, y con frecuencia equipararlos a, hechos natura les o «físicos»-; la índole de la explicación histórica; la forma de las leyes históricas, caso de admitirse és tas, etc. Ha sido común caracterizar el primer tipo de filosofía de la historia no sólo mediante el susodi cho adjetivo «especulativo», sino también con adje tivos como «material» y «sustancial». Se entiende por ello que semejante filosofía se ocupa de una de terminada «materia», de algo «sustantivo» y «real», esto es, de «la historia misma» y no sólo de las con diciones del conocimiento histórico o de las estruc turas lógicas y semánticas del lenguaje historiográfico. El segundo tipo de filosofía de la historia ha recibido no sólo el nombre de «analítico», sino tam bién los nombres de «formal» y «crítico», por versar fundamentalmente sobre la «lógica del lenguaje his tórico» o sobre la estructura de las explicaciones en historia. Como ejemplo eminente de filosofía espe culativa de la historia se ha mencionado a Hegel; como ejemplo perfectamente apropiado de filosofía analítica de la historia se ha citado a Hempel. Hegel trató de dar una explicación e interpretación totales de la historia humana en conjunto. Hempel ha exa minado en qué condiciones los acontecimientos his tóricos son explicables (deducibles) a base de leyes
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generales más un número de condiciones iniciales empíricas. La división de la filosofía de la historia en especu lativa y analítica es sumamente cómoda a efectos docentes. Resulta asimismo conveniente a fines bi bliográficos. La cuestión, sin embargo, es si sirve para a l ^ rñás que como un expediente para salir del paso en las clases o en las bibliotecas. Tan pronto como se examina el asunto con alguna parsimonia se descubre, en efecto, un panorama más complejo. En primer lugar, parece haber más orientaciones en filosofía de la historia que las dos aducidas. Filó sofos como Dilthey, Windelband, Rickert, Ortega, etc., no son abiertamente especulativos. Pero no son tampoco estrictamente analíticos. Se han interesa do, entre otras cosas, por la naturaleza de «lo histó rico», ya sea como elemento supuestamente consti tutivo del ser humano, o bien como ingrediente esencial del material histórico manejado por los his toriadores profesionales. Se han interesado asimis mo por el problema epistemológico planteado por la clasificación de las ciencias en naturales y cultura les, a veces para concluir que cada una de estas dos clases de ciencias es irreductible a la otra, y a veces para descubrir qué hilos pueden ligarlas. Por otro lado, filósofos como Croce y Collingwood han estu diado, entre otros temas, el de la experiencia histó rica concebida a menudo como experiencia hu mana básica. Cabe aludir al respecto asimismo a autores decididamente inclinados hacia el examen
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de cuestiones metodológicas o de problemas con cernientes a la relación entre historiografía y socio logía. Etcétera. En segundo lugar, aun si nos confinamos a clasifi car las filosofías de la historia en orientaciones espe culativas y orientaciones analíticas, podemos descu brir en cada una de ellas una gran variedad de tendencias. Ciertos filósofos especulativos son muy recalcitrantes. Pero hay otros que están dispuestos a prestar atención a los mismos problemas lógicos y lingüísticos de que se han ocupado los autores analí ticos. También hay, por supuesto, muy recalcitrantes filósofos analíticos de la historia. Pero otros de la misma cuerda se han mostrado remisos a aceptar lo que han juzgado ser una manifestación de estrechez de miras. Se han declarado «reaccionistas», oponién dose a la idea de que hay un solo modelo legítimo de explicación histórica. Si a veces puede argüirse que hay más de un modelo, en la explicación de ciertos grupos de fenómenos naturales, ¿cómo no va a haber una posible pluralidad de modelos explicativos de acontecimientos históricos? Finalmente, ciertos autores no encajan muy bien dentro de ninguna de las tendencias, o siquiera sub tendencias, aludidas. ¿Fue Marx un filósofo especu lativo de la historia? En cierto modo, sí. Pero el mé todo, o métodos, de interpretación histórica usados por Marx no son especulativos. De alguna manera son «analíticos», aunque en una acepción de «analí tico» muy distinta de cualquiera de las reseñadas.
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Algo semejante cabría decir de autores como Max Weber, Ernst Troeltsch o Karl Mannheim. En vista de estas complejidades, parece inapro piado volver sobre el tema de los posibles tipos de fi losofía de la historia con el fin de averiguar de qué género=^n las obras de los autores estudiados en este volumen. Ahora bien, siempre que no preten damos mucho más que una clasificación pragmáti ca, siempre revisable, creo que se podría hablar -aprovechando, y modificando, los varios tipos de filosofía de la historia antes introducidos- de los si guientes géneros de esta clase de filosofía. 1. El género predominantemente, aunque no ex clusivamente, analítico y critico, al cual pertenecen no sólo las filosofías analíticas de la historia strictu sensu, sino también numerosas investigaciones concernien tes ala naturaleza del conocimiento histórico, a las ca racterísticas de la llamada «historicidad» -o, menos aparatosamente, «carácter histórico»- del ser huma no, y a las relaciones entre las ciencias históricas y otras ciencias como la sociología, la psicología, la an tropología cultural, etc. Obviamente, pueden incluir se dentro de este género los estudios concernientes a los diversos modos posibles de escribir historia a base de un examen detallado de los procedimientos em pleados por los historiadores profesionales y, en gene ral, la metodología de la historiografia. 2. El género predominantemente, aunque no ex clusivamente, sintético, al cual pertenecen muchas de las «filosofías de la historia» que tratan de avéri-
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guar, por lo pronto, si tiene sentido hablar de histo ria universal, y, caso de tenerlo, cuál es su desarrollo general; si hay o no factores básicos -relaciones eco nómicas, talantes nacionales, ideologías políticas, factores geográficos, etc.- que expliquen los aconte cimientos más destacados de toda historia humana, sea ésta universal o se halle articulada en historias de comunidades particulares; si hay o no constantes históricas; si la historia humana es primordialmente el resultado de ciertas decisiones importantes toma das por «personalidades» o la suma de un número muy grande de pequeños factores o de acciones, etc. 3. El género que cabría llamar «supersintético» u «omnicomprensivo», que atiende a ciertos concre tos desarrollos históricos, pero que los considera como signos o símbolos del curso seguido por la historia, estimada en todos los casos como historia universal. Hay, por descontado, géneros intermediarios, así como variantes de todos ellos, pero, cuando se toma el tercero en su máxima pureza puede advertirse que no se trata ya, propiamente, de una «filosofía de la historia» al uso, ni siquiera en su forma especula tiva, sino que pertenece a otro género distinto de to dos los demás indicados. Es un género que puede parecer un tanto fantasioso, pero no cabe duda de que posee un elevado poder de sugestión, pues quienes lo han cultivado han tratado de descubrir, en el aparente caos de la historia humana, su última y secreta clave. ,: , ,
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Se trata, en todo caso, de una fantasía que se fun da a la vez en la realidad y en la esperanza -esperan za de que la historia sea como se la ha descrito o ex plicado, pero sobre todo esperanza de que vaya a discurtir por el cauce que se le ha preparado al pensaifá-. Para distinguirlo de los otros géneros de ex ploración de la historia puede llamárselo «visión». Ésta es la razón del título del presente libro: las gran diosas concepciones que en él se describen son vi siones de la historia, no simplemente filosofías. En rigor y digan lo que digan sus autores, no se trata tanto de lo que la historia, en tanto que historia uni versal, ha sido y es, como más bien de lo que se su pone que debe ser y que, por tal razón fundada en una esperanza, será. Hay, pues, motivos suficientes para pensar que estas cuatro visiones de la historia son otras tantas formas de un ideal moral. J .F e r r a t e r M o r a
La unidad de las cuatro visiones
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En esta obra me ocupo de cuatro autores -San Agustín, Vico, Voltaire y Hegel- y de sus visiones de la historia universal. ¿Por qué estos cuatro entre los muchos que han especulado sobre la historia huma na? ¿Y por qué llamar a sus teorías «visiones» más bien que «filosofías»? Para responder a la primera pregunta pueden darse varias razones. Unas son un tanto arbitrarias: se trata de autores «importantes»; los conozco rela tivamente bien, o tengo cierta debilidad por ellos; sus doctrinas ofrecen un perfil bastante inequívoco, etc. Otras no lo son, o lo son menos: cada uno de estos autores representa un modo fundamental de enten der la historia; parte considerable de otras teorías sobre la historia universal pueden encajar en alguna de las cuatro presentadas, etc. Esta última razón es 17
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la de mayor fuste. Así, la teoría histórica de Bossuet puede encajar dentro del cuadro de la de San Agus tín; la de Marx puede insertarse -una vez practicada la célebre inversión por él propugnada- en el cuadro de la de Hegel; la de Spengler sigue una estructura formal parecida a la de Vico, etc. Con ello no quiero decir que las cuatro visiones de la historia universal de que me ocupo sean las únicas realmente básicas, o siquiera las únicas verdaderamente importantes, pero espero que se reconozca que son, de todos mo dos, fundamentales. A la segunda pregunta puede responderse sólo describiendo las doctrinas correspondientes; enton ces resultará razonablemente claro por qué las llamo «visiones» más bien que «filosofías». Podría termi nar, pues, aquí estas páginas preliminares y presen tar, sin más, las «visiones» anunciadas. Éstas plan tean, sin embargo, ciertos problemas, entre los cuales destacan los dos siguientes: el problema de la razón de ser de la historia, y el de la finalidad de la historia. Son problemas de gran alcance -tan grande que pue de ponerse en duda que sean, propiamente hablando, problemas, cuando menos si por problema se entien de una interrogación a la cual cabe dar, tarde o tem prano, una respuesta-. Problemas o no, son, en todo caso, cuestiones típicas de toda visión de la historia, de suerte que un examen, aun apresurado, de las mis mas, puede permitir descubrir la unidad última de nuestras cuatro -y posiblemente de cualesquiera- vi siones de la historia universal. ', ..
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Ha sido común y corriente mantener que sólo den tro del cristianismo -y, en gran parte, dentro del «hebraísmo»- se ha dado una conciencia histórica y, en consecuencia, han podido formularse -o, más rigurosamente, comenzar a formularse- filosofías y visiones de la historia. Dentro de otras religiones o dentro de otras civilizaciones, se ha alegado, hay vi siones cósmicas, mitológicas, etc., pero no, propia mente hablando, históricas. En todo caso, lo histó rico es reducido a alguna realidad no histórica y, por tanto, lo que cambia a algo que, en el fondo, no cam bia. Así, por ejemplo, en la India clásica la realidad fundamental es el Brahman-Atman que todo lo abarca y absorbe; en la China clásica la realidad básica es la sociedad de tipo tradicional, o el Tao, o lo que fuere; en Grecia, la realidad última es el Desti no, o las divinidades o la Naturaleza omnipresente y omnicomprensiva, o el mundo inteligible de las Ideas, o el Uno supremo, etc., etc. Prescindamos por el momento de las civilizacio nes y concepciones no occidentales, entre otros mo tivos porque el asunto está todavía bastante en pa ñales. Es posible, por ejemplo, que la concepción taoísta sea ahistórica, y hasta antihistórica, pero es dudoso que fuesen ahistóricas, y menos todavía an tihistóricas, las concepciones de los pensadores chi nos llamados «legalistas», tan parecidos a los «sofis tas». Aun confinándonos a la civilización helénica.
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se puede preguntar si es tan cierto como se dice que los griegos carecieron de toda conciencia histórica. Por lo pronto, hubo en Grecia auténtica historiogra fía y no sólo crónica -como, por lo demás, hubo entre muchos cristianos, en no pocas épocas, un predominio de la crónica sobre la historiografía propiamente dicha-. Pero, además, puede pregun tarse si no hubo asimismo entre los griegos atisbos cuando menos de una visión de la historia. Dos ejemplos son aquí especialmente pertinentes. Por un lado, hubo en Grecia intentos de dar una visión de la historia -y de la historia «universal»-, distin ta de la hebrea y de la cristiana, pero en muchos respectos iluminadora: tal ocurrió con lo que podría mos llamar la «visión mítica de la historia» en Pla tón, al tratar de describir cómo los «atlantes» se convirtieron en «meros» atenienses, o con la fre cuente idea, que encontramos en Píndaro y otros poetas, de una «edad de oro» que fue transformán dose y, por supuesto, degenerando en edades menos brillantes -las edades de plata, de cobre, de hierro, etc.-. Por otro lado, hubo una visión pragmática de la historia en los sofistas y, por supuesto, en los historiadores. Tucídides, por ejemplo, aspiraba a saber no sólo lo que - tí- había sucedido, sino también, y sobre todo, por qué -d iá - había sucedido. Según Karl Lówith, la historiografía griega fue «solamen te» historiografía política y con frecuencia, además, no muyt universal; pero, política o no, hubiera sido inconcebible sin alguna conciencia histórica.
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Por si ello fuera poco, hay un historiador que lle gó en este respecto mucho más lejos que Platón, los sofistas o los historiógrafos clásicos griegos: Polibio. Cierto que se trata ya de un griego con «experiencia histórica romana» y, por consiguiente, de un griego muy poco «clásico». Pero su idea de la historia se ha lla todavía dentro del marco de la cultura antigua. Ahora bien, aun dentro de este marco, Polibio pare ció sentar los fundamentos de algo muy parecido a lo que llamamos «visión de la historia». En primer lugar, Polibio tuvo presente una «totalidad» -«el mundo entero», que sólo por provincianismo, mas no por ignorancia, fue equiparado prácticamente con el «mundo romano»-. En segundo lugar, esta bleció las bases para un tratamiento sistemático, y no meramente pragmático o político, de la historia. Finalmente, y por encima de todo, tuvo la idea de que la historia es un desarrollo irreversible. En vista de todo lo dicho, puede concluirse que si ha sido común y corriente mantener que sólo ha ha bido conciencia histórica y, con ello, una posible vi sión de la historia universal empezando con el cris tianismo -y, en parte, con el «hebraísmo»-, ha sido asimismo bastante falso e infundado. Las nociones . principales en toda visión de la historia -la univer salidad, la sistematicidad y la irreversibilidad- se han dado ya, por lo visto, dentro de otros marcos culturales, religiosos o políticos. Y, sin embargo, hay ciertas razones que abonan la opinión común y corriente que acabamos de poner
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en duda. En el sentido en que aquí se entiende, una «visión de la historia» requiere más que las nociones apuntadas. No sólo es necesario que se evite toda re ducción de lo histórico a lo no histórico, si no que es menester, además, que lo histórico sea concebido como la culminación del universo entero. Para toda auténtica visión de la historia, ésta es lo fundamen tal, inclusive cuando se coloca dentro de un marco más amplio -el de la Naturaleza, el de la Creación, etc.-. La historia tiene que ser no sólo total, sino, además, y sobre todo, tener un sentido que la «vi sión» trata justamente de desentrañar. Ahora bien, ello sucede por vez primera cuando, en cierto momento de la evolución del pueblo he breo, emerge la idea de que la historia se desarrolla según un plan y no sólo como en los acontecimien tos naturales, según ciertos modelos, normas o le yes. Se dirá que los hebreos pensaron sólo en el plan de la historia como «plan divino» con respecto a su propia comunidad y que, por consiguiente, su vi sión de la historia era tan «local» como cualesquiera de las concepciones griegas. Pero no hay tal. En efecto, mientras para los griegos y, en general, para los «antiguos», lo históricamente significativo era el estado-ciudad, o, luego, el imperio, de tal suerte que los demás estados-ciudad o imperios aparecían como un vago horizonte sin significación precisa, para los hebreos «los otros» formaban asimismo parte del plan divino. Había, en efecto, que dar cuenta de ellos, ya fuera para considerarlos como
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obstáculos o bien como ejemplos. «Los otros» de sempeñaban un papel, aunque fuese en la mayor parte de los casos el papel del traidor, del dom ina dor, del vengador o del tentador. A mayor abundamiento la conciencia histórica y la visión de la historia universal surge, ya plenamen te, dentro del cristianismo. El primer gran filósofo y teófogo de la historia -San Agustín- fue a la vez el primer gran visionario de la historia universal. Lo fue, y pudo, además, serlo porque a la idea de que el drama cósmico es, en el fondo, un drama histórico -donde cada acto es, propiamente hablando, «un acto de Dios»-, unió la convicción de que puede darse una razón de este drama. Los hebreos vivie ron la historia como historia universal. Los cristia nos, y en particular San Agustín, desarrollaron inte lectualmente esta vivencia. La desarrollaron, por supuesto, con el auxilio de los conceptos imbuidos por muchos pensadores griegos que, como los neoplatónicos y los estoicos, parecían haberse compla cido en negar toda significación propia a la historia. Tentados estamos de concluir que combinando la historiografía de Polibio con las experiencias hebreas, la teoría platónica de las ideas con las creencias cris- ■ tianas, tenemos ya, hecha y derecha, la primera au téntica y plena visión de la historia universal: la vi sión cristiana de San Agustín. Ello sería desconocer, empero, la originalidad agustiniana y, en último tér mino, la originalidad cristiana en el asunto que nos ocupa. Volveremos oportunamente sobre el tema.
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Por el instante, baste con subrayar que San Agustín llevó a cabo dos tareas en apariencia contrapuestas, pero en el fondo complementarias. Una fue, por de cirlo así, «teologizar la historia», ver la historia des de el punto de vista de la teología. Otra fue «historizar la teología», ver las cuestiones teológicas como cuestiones últimamente «históricas». Esta última frase es un vivero de posibles malentendidos, por lo que intentaré aclararla brevemente. No se trata de adoptar ningún punto de vista «historicista», entre otras razones porque la historia en el sentido de San Agustín es muy distinta de la historia de que los historicistas hablan. Para San Agustín, la realidad crea da es histórica sólo porque es a la vez teológica. La Creación, la Caída y la Redención son, por ello, acontecimientos históricos, pero no porque se ha llen «en» la historia, sino lo contrario: porque todo lo histórico debe entenderse en función de esos «acontecimientos» que son la Creación, la Caída y la Redención. Las tres restantes concepciones de la historia que van a ocuparnos son muy distintas de la agustiniana. En importantes respectos son inclusive opuestas a ella. Lo que para San Agustín es decisión inelucta ble es para Vico esperanzadora decisión; lo que para Voltaire es lucha por la razón es para San Agustín aceptación del misterio; lo que para San Agustín es dualidad dramática es para Hegel inexorable uni dad. Mas por debajo de las diferencias subyacen muy fundamentales concordancias. Por lo pronto,
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las dos siguientes. Una, que la historia transcurre se gún ley, la cual puede ser engendrada por la razón o dictada por la providencia. La otra, que sin alguna «razón de ser», calcada sobre el tipo de razón descu bierto por los filósofos antiguos, no podría ni si quiera «hablarse» de la historia. «Ambas» cosas son esenciales. La suposición de que existe «una» ley de la cual puede «darse razón» constituye, en efecto, un cañamazo común sobre el cual se borda toda ulte rior diversidad. Es una diversidad considerable. Lo es tanto, que a poco que la subrayemos corremos el riesgo de des hacer la regularidad de nuestro cañamazo. Por lo pronto, no es exactamente lo mismo que la ley sea un principio racional o el dictado de una providen cia. Luego, es muy distinto sostener que la razón de la historia reside en el espíritu humano o mantener que alienta en el seno de otra realidad. Tomemos, en efecto, a San Agustín. La razón de ser -la «completa» razón de ser- de la historia, es poseída, según él, sólo por la divinidad. Por tanto, en principio sola mente Dios podría hablar con pleno sentido de la historia. Consideremos ahora a Vico o a Voltaire. La razón de ser de la historia es para ellos de naturaleza , esencialmente humana. Para Vico es algo que el hombre hace; para Voltaire, algo que el hombre des truye -o perfecciona-. Por consiguiente, la historia es la primera materia del lenguaje humano. Exami nemos, finalmente, a Hegel. La razón de ser de la historia no es divina ni humana, sino impersonal;
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la historia es una razón que se despliega dialéctica mente como un momento en la evolución del uni verso. Por tanto, sólo la razón impersonal -encarna da en ciertas comunidades o en ciertos individuospuede enunciar algo significativo acerca de la histo ria. ¿Seguiremos manteniendo que hay algo de co mún en razones de ser -o de acontecer- tan diver sas? En la medida en que pueda afirmarse algo con seguridad en materia tan reacia a toda rigurosa de mostración, ciertamente que sí. Pues lo que importa en nuestro caso no es tanto «quién» -o «qué»- deci de la historia, o «dónde» reside su razón de ser, sino el supuesto de que la historia transcurre según «una» ley de la cual «puede» darse razón. No hay duda de que nuestros cuatro autores co mulgan en esta creencia. Y de que, además, esta creencia es distinta de la que poseen el filósofo de la naturaleza o el del mundo inteligible cuando se plantean, como a veces también ocurre, la cuestión, la historia. Para ambos filósofos, en efecto, la histo ria propiamente no existe. Como lo mostraremos en el caso del estoico y del platónico, la historia es para ellos o la eflorescencia -y, por tanto, la mera superfi cie- de un mundo natural, o la copia -y, por tanto, el engaño- de un mundo inteligible. Tal vez el estoico y el platónico terminen por reconocer que la histo ria transcurre según ley. Pero nunca llegarán a afir mar que transcurre según «su propia» ley. Ahora bien, esto es lo que une de raíz a nuestros cuatro «vi sionarios». La historia es para ellos, efectivamente,
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una realidad, acaso no incompatible con la de la na turaleza o la del mundo inteligible, pero en ningún caso simplemente reductible a la de ellos. ¿Se dirá que esto es evidente solamente en algunos, como Vico o Voltaire, pero en modo alguno común a to dos? No sería difícil mostrar lo contrario. Pues si para San Agustín la historia está desde siempre en la mente de Dios, no es menos cierto que se ha hecho posible por la libertad del hombre; todos los esfuer zos de San Agustín para conciliar la libertad huma na con la predeterminación divina pueden estudiar se desde este ángulo. Y si para Hegel la historia es el resultado del desenvolvimiento dialéctico de la Idea, no es menos obvio que se ha hecho posible por el afán que tiene esta Idea de recorrer el calvario -y la delicia- de sus posibles experiencias; todas las espe culaciones de Hegel sobre el continuo trascenderse de la realidad pueden considerarse como resulta dos de su deseo de entender este proceso. ¿Se dirá entonces que Vico habla de una historia ideal eterna según el modelo de la cual tienen que transcurrir las historias particulares? No es menos evidente que es tas historias particulares le son absolutamente nece sarias a la historia ideal eterna -si es que, a la postre, no la constituyen-. Cualquiera que sea el punto de vista que se adopte, será inevitable, pues, concluir que nuestros visionarios subrayan dondequiera que la ley de la historia universal es al mismo tiempo la ley que permite afirmar la «plena realidad» de esta historia. No hay sobre este punto ningún desacuer
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do: la historia existe, y la razón de ser de ella no se al canza al escamotearla, sino al revelarla. Por eso, dar razón de la historia no equivale simplemente a ex plicarla. De ser esto, tendríamos una serie de filoso fías de la historia -m ás o menos razonables y más o menos plausibles-. Al no serlo, tenemos un con junto de visiones de la historia -acaso menos razo nables y menos plausibles que las filosofías, pero, como apuntamos al comienzo, más «comprensi vas»-. Nuestros autores aspiran, en efecto, tanto a la realidad como a la totalidad; lo que les interesa no son las causas, sino el principio de la historia. Ahora bien, este principio no es completo si se limita a po ner de relieve la ley del desenvolvimiento de la histo ria universal. Además de esto, y aun por encima de esto, pretende dar una justificación de ella. El pro blema de la razón de ser de la historia lleva por ello inmediatamente a la cuestión de su finalidad.
«Cómo» acontece la historia es cuestión complica da, pero no abrumadora; la paciente investigación historiográfica puede proporcionar al respecto muy satisfactorios resultados. «Por qué» tiene lu gar la historia es cuestión difícil, mas no insoluble; la potencia del análisis filosófico puede ayudar a no perderse del todo en ese laberinto. «Para qué» transcurre la historia es cuestión imposible; para r! V
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afrontarla no hay más remedio que acudir a la imaginación. Ninguno de nuestros cuatro autores careció de ella. Más aún: ninguno creyó que debía emplear grandes cautelas al manejarla. Es comprensible. En la busca por una razón de ser de la historia se anda todavía por un suelo relativamente firme: se supone que hay-una historia y que ésta se halla regida por una ley capaz de ordenar su aparente caos. En la busca por una finalidad de la historia, desaparece toda solidez. Por un lado, la historia no puede expli carse por algo ajeno a ella, pues en tal caso se desva necería su realidad. Por el otro, no puede explicarse por sí misma, pues en tal caso carecería de sentido buscarle un fin. Hay, pues, que imaginar algo que esté más allá de ella y que, sin embargo, sea capaz de seguir manteniendo su presencia y prestancia. Es una contradicción incómoda; nada de extraño que el modo habitual de resolverla no sea ni la descrip ción, ni el análisis, ni siquiera la especulación, sino esa forma de representarse la realidad que a través de la imaginación va a parar al sueño. Al formularse la pregunta: ¿Para qué hay histo ria?, la misma visión se convierte, en efecto, en en soñación. Las cuestiones que se plantean al respec to parecen demasiado poco vividas y perfiladas para que sean propias de los instantes de vigilia. Y, sin embargo, son las cuestiones inevitables, las que acechan al hombre cuando se halla desprevenido, cuando no está ocupado o, como Pascal diría, «dis-
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traído». La historia está ahí, como algo que le pasa al hombre. Bien. Mas, ¿para qué le pasa? ¿Qué necesi dad tiene el hombre de tener una historia? ¿No será más bien obstáculo que camino esa enorme aventu ra de la historia universal? El estoico y el platónico habían contestado, a su modo, a estas preguntas. La historia le pasa al hom bre, sostenía el primero, como le pasan todas las co sas externas: con el fin de ejercitarse en su absten ción y reconocer que son indiferentes. La historia le pasa al hombre, mantenía el segundo, como le pa san todas las cosas sensibles con el fin de ejercitarse en su dominio y reconocer que son engañosas. Más allá de la historia se hallan, una vez más, las realida des auténticas: la naturaleza o el mundo de las ideas. ¿Diremos, pues, que los mismos que negaron la au téntica realidad de la historia fueron los únicos que percibieron su finalidad? Tentados estaríamos de hacerlo si las respuestas en cuestión no tuviesen un grave inconveniente: el ser negativas. Para el estoico y el platónico la historia es, en última instancia, in necesaria. Es, a lo sumo, un ejercicio, pero no una experiencia fundamental -o, en la anterior termino logía, un obstáculo y no un camino-. En cambio, nuestros cuatro autores coinciden en que la historia es un itinerario -y un itinerario insoslayable-. Sin recorrerlo por entero no podría alcanzarse lo que constantemente buscan: una tierra de promisión. , Esta tierra de promisión no consiste en despren derse de lo temporal y contingente para elevarse a lo
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imperecedero y eterno: consiste más bien en hacer eterno e imperecedero lo que parece a primera vista contingente y temporal. Ninguno de los filósofos antiguos alcanzó -o siquiera pretendió alcanzarsemejante fin. La filosofía de las esencias tenía que negar el cambio -y con él las existencias-, haciendo de esta vida la muerte verdadera, el sepulcro del alma. La filosofía de la naturaleza omnicomprensiva tenía que negar la inmovilidad -y con ello las esencias-, haciendo de esta vida una parte del todo, una chispa del gran fuego que todo lo devora y re construye. La filosofía de las esencias culminaba en un mundo inteligible que resultaba insuficiente por falta de realidad. La filosofía de la naturaleza omnicomprensiva culminaba en un mundo existente que resultaba insuficiente por falta de plenitud. Ahora bien, la coexistencia de lo real y de lo pleno es lo que nuestros cuatro visionarios constantemente persi guen. Esto significa que intentan unir dos formas de ser que por lo usual se repelen mutuamente; las exis tencias y las eternidades. Pues la existencia -ba rruntan- no será completa si no es perdurable. Y la eternidad -sueñan- no será perfecta si no es exis tente. La salvación del hombre -eje de estas visiones de la historia- no puede hallarse, por tanto, a su en tender, ni en la huida del alma solitaria hacia el rei no de los inteligibles, ni en la aniquilación del cuer po dentro del mundo de las cosas naturales. Puede hallarse únicamente en una vida que admita, como momento integrante de ello, lo efímero y perecede
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ro; en una verdad que tenga la experiencia del error, de la culpa y de la mentira. La salvación del hombre, en suma, no puede encontrarse, según nuestros au tores, ni en lo que está ya muerto ni en lo que dema siado se siente que puede morir. Sólo cuando se encuentra -o se vislumbra- esa vida verdadera -o esa verdad viviente- puede decir se que tiene sentido ese conjunto de zozobras y es peranzas que tejen la historia humana. Por eso la historia es para nuestros autores no solamente una realidad plena, sino una realidad que tiene, además, un sentido. Desde este punto de vista puede decirse «ya» que el sentido de la historia es algo que está «más allá» de ella. Pues «más allá» no significa ya una realidad en la cual se disuelve la historia, si no una realidad «por la cual» la historia se mantie ne. En este respecto pocas diferencias hay entre nuestros autores. Cierto que su «más allá» es en cada caso muy distinto. Para San Agustín, el «más allá» es la ciudad de los elegidos; para Vico, el modelo según el cual transcurren las historias particulares; para Voltaire, el reino de la luz; para Hegel, la plenitud de la Idea. Pero todos esos «más allás» tienen algo de común: el hecho de que a la vez que el motor de la historia constituyen la justificación de ella. La histo ria universal no es, pues, innecesaria. No es un obs táculo que haya que salvar a la carrera o una reali dad que deba reducirse a otra considerada como más fundamental. Es una reahdad tan efectiva, que el «más allá» buscado hace con ella lo que, según
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Hegel, hace el proceso dialéctico: conservarla a la vez que suprimirla. La historia universal se convier te de este modo en un camino, pero en un camino tan indispensable como la posada. Si el viajero que llega a ésta se instala en ella definitivamente, lo hace con el bagaje de la historia universal. Esto es lo que nuestros visionarios piensan últim am ^te acerca de la historia y de su sentido. Por eso hemos dicho que al llegar a este punto sus espe culaciones se convierten en sueños. Hubiéramos podido agregar: y en mitos. ¿Deberemos por ello re chazarlas? Hacerlo así sería olvidar lo que Platón in sistió en poner de relieve: que ciertas cuestiones no pueden tratarse si no es tejiendo mitos en torno a ellas. La visión de la historia culmina así en una mi tología de la historia; el concepto cede el paso a la metáfora. Esto, sin embargo, no debe desazonarnos. Pues el mito es peligroso solamente cuando no te nemos conciencia de su presencia, cuando no ad vertimos que está destinado, tanto como a hacernos comprender de algún modo la realidad, a consolar nos de ella. Que esto sucede con nuestros cuatro visionarios, no me parece dudoso. De hecho, sus vi siones de la historia son -y de modo eminente«consolaciones por la historia». Las razones de la consolación son en cada caso distintas: para uno es la esperanza; para otro, la repetición; para un terce ro, la intervención activa; para un último, la impasi ble -y hasta implacable- contemplación. Pero la fi nalidad es idéntica: hacer ver que el sentido de la
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historia es la plenaria justificación de ella; hacer comprender que todo juicio final implica la historia universal. La constante fidelidad de nuestros visio narios a este común empeño ha pesado no poco en nuestra selección.
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San Agustín o la visión cristiana
Este libro está hecho a base de dejar de lado muchas cuestiones y de pasar volando sobre muchos deta lles. Lo que nos interesa es únicamente poner de re lieve, mondas y nítidas, ciertas «visiones» -no conceptuaciones o filosofías- de la historia universal. Al empezar con San Agustín y la visión cristiana, empezaremos, pues, por olvidar su complejidad, a la cual no hemos hecho más que aludir en las pági nas precedentes. Por consiguiente, no sólo prescin diremos de muchos de los elementos con los que está amasada la visión agustiniana de la historia, sino que inclusive nos abstendremos de tratar algu nos rasgos esenciales de ella. Así, por ejemplo, no diremos nada de la concepción -o concepcionesagustinianas de la civitas, de la «ciudad» o «ciudadEstado», de que tanto depende la comprensión de la compléja dialéctica entre «las dos ciudades»: la de Dios y la del diablo. No diremos ni siquiera nada 37
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de la estructura más o menos platónica de la «ciu dad espiritual» como «ciudad ideal». Más -o, si se quiere, menos- aún: forzaremos un tanto la palabra -y la idea- para que se nos dé la «vi sión» como de golpe. Así, empezaremos por con trastar un poco violentamente la visión en principio atemporal griega -cuando menos platónica o neoplatónica- con la total visión del tiempo histórico agustiniana. Diremos, pues, con todas las salveda des del caso -que son muchas-, que el griego no le encuentra sentido a la historia, porque lo que para él cuenta son realidades tales como la Naturaleza, la Razón, el Mundo Inteligible, lo Uno -en suma: lo que no cambia o, si cambia, imita lo que no cambia y es, por consiguiente, como si no cambiara-. Si hay para el griego tiempos, son tiempos «locales». Y si hay para el griego «un» tiempo, se trata entonces de uno donde ningún momento se distingue de otro salvo por formar parte de un determinado ritmo. Lo que pasa en el tiempo no es, pues, propiamente ha blando, temporal; cada cosa, o cada especie de co sas, tiene su tiempo como puede tener su lugar, o su forma, o hasta su color. Si se quiere, en el tiempo su ceden muchas cosas, pero no «pasa» nada. En todo caso, no pasa nada que sea absolutamente decisivo y, por consiguiente, absolutamente dramático. Para el cristiano, en cambio, hay un aconteci miento que divide y casi enemista los tiempos, por el cual los tiempos mismos adquieren inequívoca presencia: la llegada del Mesías, su rápido y decisivo
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paso por la tierra. Sorprenderá un poco quizá que la religión de lo eterno no excluya, sino que afirme ter minantemente, lo que parece ser negación de lo eterno. Pero el cristianismo es muchas cosas más de lo que se supone y no todas las que se cree. A veinte siglos de distancia de su nacimiento, todavía nos pregiyitamos, perplejos, en qué consiste. Y como no podemos contestar aquí de manera adecuada a esta pregunta, hemos de limitarnos a repetir lo que ya en la agónica teología de San Pablo encontramos: el cristianismo es un suceso de la historia, «y» lo que contiene y sobrepasa la historia es afán de eternidad «y» justificación del tiempo; es comprensión de la muerte «y» afirmación de la inmortalidad; es, en suma, lo uno «y» lo otro, escándalo y «locura», con traste, antagonismo y «contradicción». En esta «contradicción» se encontró el primer gran cristiano cuya visión de la historia constituye nuestro tema. No es casual que el cristianismo se hi ciera cuerpo y alma en quien, según sus propias confesiones, había sido lo que Pascal dice del hom bre: cloaca de incertidumbre y de error, simultáneo depósito de grandeza y miseria. Hasta San Agustín el cristianismo había sido «sobre todo» vivido; des de San Agustín iba a ser, «además», pensado. Ahora bien, pensar el cristianismo parecía imposible a me nos que fuera asimilada de algún modo la tradición intelectual griega, que la lucha entre los cristianos y los paganos, cuya violencia había sido templada ya en parte por los esfuerzos de San Justino, de San
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Clemente de Alejandría y de Orígenes, llegara a con vertirse en armonía. «Lo que» en San Agustín se pensaba era el cristianismo; aquello «con lo cual» se pensaba era la tradición griega. Pensar el cristia nismo fue por lo pronto, para San Agustín, tomar el helenismo como órgano, como un instrumento que sólo por su eficacia podía ser admitido al lado de lo que había aparecido como tan distinto de él. Pues bien, lo primero con que San Agustín se en cuentra al proponerse esta hazaña intelectual es la existencia de unas realidades que el griego había ex cluido por ser irracionales, por no ajustarse al impe rio, al despotismo y a la violencia de la razón. No se trata sólo de los misterios, convertidos en dogmas; no se trata sólo de Dios y del alma, a pesar de que San Agustín dice no interesarse más que por Dios y el alma. Se trata también de lo infinito, del tiempo y de la historia, justamente las realidades que el grie go había perseguido encarnizadamente sin conse guir eliminarlas. Por eso el intento de San Agustín parece hoy, desde el punto de vista religioso, una he roicidad, y desde el punto de vista filosófico, casi un despropósito. La escolástica medieval no había con cebido nunca un programa así. Obsesionada cada vez más por las soluciones «clásicas», la escolástica que culminó en Santo Tomás fue un ensayo para re cobrar la tranquilidad que el cristianismo primitivo había desterrado y que San Agustín había ignorado. Para Santo Tomás no hay contradicción entre la ra zón y la fe, porque la unidad de la verdad concilla
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cualquier desgarramiento de contrarios. Para San Agustín no hay tampoco, en el fondo, contradic ción, pero esta ausencia de contradicción no impide sino que exige cabalmente pensar la fe por la razón y justificar ésta por aquélla. Santo Tomás y toda la escolástica comprenden para creer o, si se quiere, creen y^cómprenden simultáneamente, porque la comprensión no es, siempre que rectamente se use, incompatible con la creencia. San Agustín y toda la mística creen para comprender, es decir, creen por que sólo la creencia les dará por la gracia aquella ra zón que la misma razón no puede dar. Esta vindicación de la razón por la fe o, mejor di cho, este pedir incansablemente a la fe una razón que ilumine la creencia, es característica de la medi tación agustiniana sobre la historia y sobre el tiem po, y en ella se funda en buena parte su visión de la historia. La filosofía de la historia de San Agustín es una teología de la historia. Y una teología es siem pre una teodicea, una justicia de Dios y una justifi cación de esta justicia. En la historia vista por San Agustín aparece no sólo, sin embargo, la justicia di vina, sino también su misericordia, tan infinita y tan incomprensible como su justicia. Por eso la his toria es, al mismo tiempo que castigo, redención de este castigo. Para el cristiano la historia se hace, en efecto, posible mediante el pecado, es decir, me diante el quebrantamiento de la ley divina, el afán de conocer el bien y el mal, el apartamiento de Dios, la soberbia. Pero el pecado es sólo la posibilidad y el
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fundamento de la historia, su condición necesaria y no su misma sustancia. La historia es, sin duda, his toria de los pecados humanos, pero también de la salvación de los mismos. Por eso no es una comedia, divina o humana, ni tampoco una tragedia, sino un drama. La historia es, para San Agustín, historia del gran drama de la salvación. Cuando San Agustín comenzó, hacia el año 413, a escribir su Ciudad de Dios, la penetración de los pueblos bárbaros en el Imperio había dejado de ser una filtración pacífica. Este hecho debía de in fluir decisivamente en su concepción de la historia. No debe olvidarse en ningún momento que San Agustín siente, habla y escribe desde un tiempo que había logrado poco a poco, tras enormes esfuerzos, reconocer la existencia de culturas actuales o desa parecidas a las cuales no se podía confundir, como hicieron los griegos, con una indistinta masa de bár baros. Esa época, una de las más oscuras y apasio nantes de la historia, por lo menos para nuestros días, que parecen obsesionarse por todo lo que es inestable y crítico, es la época de la disolución del mundo antiguo, de la forma de vida que había pare cido y seguía pareciendo todavía a algunos intangi ble y eterna. Las causas de la llamada «decadencia», frecuentemente confundidas con sus manifestacio nes, nos parecen hoy de índole complicada, si es que, en realidad, puede hablarse de causas. Para el cristiano, todo aquel derrumbamiento y aquel des quiciamiento, toda aquella enorme y monstruosa
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confusión del Oriente con el Occidente, del Sur con el Norte, debía aparecer como el anuncio del final del drama que San Agustín enuncia y que ya en los comentarios de Ticonio al Apocalipsis se había an ticipado. Toda época de crisis parece ser siempre el crepúsculo de la historia, la preparación para la lle gada ^el «primero, del último y del viviente». Tal sentimiento resulta mucho más explicable todavía en aquellos siglos en que parecía advenir, con la rá pida difusión del cristianismo, el desquiciamiento del Imperio y el establecimiento de los bárbaros, un fin previsto, el acto último de un drama que había comenzado en un jardín idílico e iba a terminar en lo que es más radicalmente distinto de un idilio: en un juicio. Ante el gran teatro del mundo, en me dio de las ruinas del pasado y con la esperanza y el temor de ese juicio final, escribe San Agustín su teo logía de la historia, y todo el contenido de esa visión de nuestro «visionario» debe ser entendido partien do de esta única situación. Todo debe ser comprendido desde aquí, no sólo la visión cristiana y agustiniana de la historia, sino la misma visión de la naturaleza. Si, como hemos di cho, la naturaleza era para el griego lo permanente, el gran todo al cual cada ser individual vuelve en cumplimiento de la universal justicia de la restitu ción, para el cristiano es el mal, pero el mal necesa rio e indispensable, porque tiene su sentido en la realización del drama de la historia. Para el estoico, la naturaleza es el fin de todas las cosas, porque la
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naturaleza es la razón misma, el conjunto compues to de elementos a la vez reales y racionales. Para el cristiano, la naturaleza no tiene ningún sentido si no ha sido hecha para que el hombre pudiera desen volverse en ella. El hombre es para el griego y, sobre todo, para el estoico, una parte de la naturaleza; para el cristiano, en cambio, la naturaleza es una parte del hombre, el cual es definido justamente como un compuesto de dos elementos contradicto rios y, sin embargo, coexistentes: su miseria natural y su grandeza divina, su radicación en el mundo y en la tierra y su posibilidad de llegar, por la gracia, hasta la contemplación de Dios. Esta imagen del hombre, que coincide en ciertos aspectos con la pla tónica, donde se habla, en un anticipador estilo cris tiano, de la caverna y de la superficie, de la oscuri dad y de la luz, del reflejo y del ser verdadero, es la imagen cristiana por excelencia, y por ello también la imagen agustiniana, de un San Agustín que si cristianiza el platonismo y el neoplatonismo, no deja de platonizar el contenido de la fe cristiana, de dar forma a lo que amenaza constantemente con desbordar toda forma. La naturaleza es, como dirá posteriormente Hegel, lo que está ahí, pero es lo que está ahí, muda y pacientemente, para que sobre ella pueda desenvolverse, como sobre un escenario, el drama de la historia. Un drama que, por lo pronto, se halla ya previsto, con su comienzo, nudo y desenlace, en la mente de su autor; un drama que es tal vez la comedia divina.
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pero que puede ser llamado la tragedia humana. Mas un drama que, a diferencia de los concebidos y realizados por el hombre, no tiene espectadores, sino únicamente actores. Estos actores son los hom bres, «todos» los hombres. Por eso el hombre es, en el fondo, únicamente un actor, un ser que lleva la máscara y que por llevarla es llamado precisamente lo que, al parecer, significa «máscara»: una persona. La personalidad del hombre consiste en este su estar enmascarado, en este su desempeñar el papel que le corresponde, que le ha sido asignado de antemano desde aquellos tiempos en que no había nada, ni si quiera tiempo, porque todo estaba en el seno de Dios como modelo y paradigma. La historia co mienza propiamente cuando nace, por la voluntad de Dios, el tiempo y, con él, el mundo y, con el mun do, el hombre. Lo que había antes del mundo y del hombre era para el griego un caos sin forma, una materia sin perfil, una masa sin figura. La misión de Dios era entonces simplemente la de dar forma a esta masa informe, la de plasmar y no la de crear, porque el Dios que ha hecho el mundo es, como afirma explícitamente Platón, un demiurgo, un obrero. El Dios del cristiano no es un obrero, sino un arquitecto, porque de él surge, al dictado impe rioso de su voz, la forma y la materia, la figura de la masa y la masa misma. El hombre antiguo se en cuentra con un mundo al cual atribuye la eternidad; el cristiano se encuentra con un universo que ha surgido por la creación, que ha tenido no sólo un
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fundamento real, sino un comienzo en el tiempo. Pero el tiempo no tiene sentido si no sirve justamen te para que, a lo largo de él, se desenvuelva lo que es esencialmente temporal; la persona humana y su dramática historia. El hombre es así para el cristia no el ser vil por excelencia, el más abyecto de los ab yectos, pero a la vez el centro del mundo, la cumbre de la creación, el barro, mas barro hecho a imagen y semejanza de Dios. Sólo cuando ha nacido del barro de la tierra y del soplo divino la figura humana, des cansa Dios de su obra, la contempla y la declara bue na. El hombre ha sido hecho, como diría Unamuno, para acompañar la soledad de Dios. Mas porque el hombre tiene este soplo divino, porque consiste, en el fondo, como la mística ger mánica señala, en una inextinguible centella, no puede ser una cosa entre las cosas, sino que, junto con la gloria de haber sido colocado en el centro del universo, surge la consecuencia de esta gloria: la embriaguez, la curiosidad, el orgullo y, con él, el pe cado. Al hombre le es dado lo que ningún ser hasta entonces había recibido: la facultad de regirse por sí mismo, de elegir entre instancias opuestas, en suma, de hacerse. El hombre recibe, por la liberalidad de Dios, la posibilidad de dirigirse hacia Dios o hacia el mundo, hacia la luz o hacia las tinieblas. Criatura de Dios, es al mismo tiempo señor de las cosas y, ante todo, señor y dueño de sí mismo. Sin ese señorío y esa simultánea dependencia no podría haber eso que llamamos una historia, un drama de la humani
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dad. Sin la libertad, el hombre hubiera sido bestia o ángel. Con la libertad sola, sin auxilio divino, habría sido ángel rebelde, demonio. Por esa extraña super posición de la libertad y de la dependencia, de la gracia y de la naturaleza, puede ser el más grande de los misterios de este mundo: un hombre. Si nos-atenemos a la moderna imagen evolutiva de lalhistoria, resulta sorprendente que el hombre comience por ser, no un bruto que se desliga de la naturaleza, sino un ser que, después de haberle sido dada la imagen y figura de Dios, vuelve a revolcarse en el barro que constituye lo más alejado de Dios que pueda concebirse, lo que los neoplatónicos y, junto con ellos, los primeros padres de la Iglesia, lla maron indistintamente el no ser, el mal y la materia. La visión actual de la historia nos presenta un ori gen que se confunde con lo que nuestros abuelos lla maban, no sin cierto estremecimiento, la noche de los tiempos. La visión cristiana, coincidiendo en ello dentro de su gran disparidad con la judía y la griega, nos presenta, en cambio, un origen tan in creíblemente claro y transparente que cuesta esfuer zo inclusive pensarlo. Para el progresista moderno, en un principio fue la dispersión, y la historia con siste casi exclusivamente en el proceso en que lo dis perso se va concentrando, en que la multiplicidad se transforma en unidad. Para el cristiano, la uni dad ha sido el principio y origen de la historia y toda ella ha consistido en el desgaj amiento de esa unidad primitiva, hasta que, con la venida de Cristo, y por
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ella, lo confuso y lo múltiple se hace nuevamente unitario. Visión que es, por tanto, lo más radical mente distinto que puede darse de la idea del hom bre sostenida por el progresista moderno. Para éste, el hombre ha surgido como un producto final del desenvolvimiento del universo y es, a la vez que un ser natural, un comienzo de la conciencia que el universo tiene de sí mismo. La evolución del hom bre es el resultado de su propio esfuerzo, el afán por liberarse del terror pánico, de la oscura caverna pri mitiva, el paso lento y tenaz de la sombra a la luz, del instinto a la razón. Para la idea oriental del primer hombre, para la idea griega del alma desterrada y, desde luego, para la idea cristiana, no hay paso de la sombra a la luz, sino todo lo contrario: a la luz pri mitiva, a la claridad y transparencia de su origen, ha sucedido la confusión y la multiplicidad, la verdade ra noche en que, de Adán a Jesucristo, ha imperado, en medio de la ignorancia de los pueblos, una sola y única revelación del Dios escondido, la revelación incompleta manifestada al pueblo judío, el que ha dado muerte temporal y vida eterna al Hijo de Dios. La grandiosidad de una tal concepción de la his toria se hace más patente en el modo como es resuel to el espinoso problema de la división de las épocas. Semejante problema no existe ni para el griego ni para el judío, porque ante ellos no se despliega una sucesión de pueblos diversos, sino que al lado del propio pueblo y a veces inclusive de la propia ciudad o de la propia tribu hay sólo una masa amorfa, ca
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rente de libertad en el primer caso, ignorante del Dios verdadero en el segundo. Mas para el hombre del siglo V , que ya tiene detrás de sí no sólo la tradi ción intelectual griega y la grandeza política de Roma, sino también la irrupción de los pueblos bár baros y la desaparición de los imperios de Oriente, se perfila una más complicada figura. Todo pueblo antiguo se considera a sí mismo como el centro del mundo y ello tanto en los judíos, en los griegos y en los romanos como en los pueblos que llegaron a for mar Estados fuertes y absorbentes: en los asirios, en los babilonios, en los persas. El siglo v no podía ig norar simplemente el peso de tales pueblos en la his toria. Mucho menos el hecho tremendo de su desa parición y hundimiento. Por eso la imagen de la historia bosquejada por San Agustín es a la vez que un intento de comprender dentro de una unidad la variedad de las épocas y de los pueblos, el primer es fuerzo que se hizo en el mundo antiguo para no convertir la historia universal en una crónica do méstica. La «filosofía de la historia» de los judíos, de los griegos y de los romanos es la narración de las vicisitudes de un pueblo que existe sin preocuparse de los demás, excepto en la medida en que ello es re querido por la necesidad de la defensa de la conser vación de su independencia y dominio. La filosofía de la historia de San Agustín es, en cambio, la filoso fía de la historia de «toda» sociedad humana, la cual se halla ligada, según sus propias palabras, por
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leza». Ahora bien, ello no es posible si no se toma como punto de referencia algo que se halla más allá y por encima de la historia misma, de la evolución de un pueblo o de la comunidad de una raza. Este punto de referencia, que consistió en gran parte para el judío en su propia evolución como pueblo destinado a transmitir su revelación de Dios al mundo, fue transformado en el cristianismo por una finalidad trascendente. Por eso la visión cristia na de la historia, decididamente apoyada en la vi sión judaica, es, en el fondo, muy distinta de ésta. Muy distinta de ésta y muy distinta de todas en vir tud de la idea agustiniana de separar la ciudad terre na de la ciudad divina, de dar, según una incompa rable justicia, lo que corresponde a cada una de ellas: a César y a Dios. La separación entre Dios y el César como separa ción entre la religión y el Estado o, en el orden indi vidual, entre el hombre y el ciudadano, había sido preparada ya en el crisol de esa extraña fusión de creencias y esperanzas que se conoce con el nombre de sincretismo. El rasgo característico del régimen antiguo había sido la íntima vinculación de lo esta tal con lo religioso. La ciudad terrena era al mismo tiempo la ciudad divina, y lo que Fustel de Coulanges ha llamado el régimen municipal, esto es, el Es tado-ciudad concebido simultáneamente como Es tado-iglesia, se había mantenido sin quebranto hasta que, con la expansión de Roma, resultó impo sible conservarlo. El mundo antiguo se había man-
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tenido firmemente, dentro de sus estrechos límites, mientras no hubo separación entre lo religioso y lo profano, es decir, mientras hubo, como en los co mienzos, creencia verdadera, y no ya, como en los tiempos de Cicerón, creencia a medias. En realidad, la disolución del mundo antiguo comenzó cuando, tras la vacilación y el hueco dejado por la fe y la con fianza. en los dioses, apareció lo que fue denomina do el amor al saber, la filosofía. Con la filosofía co mienza, en efecto, no sólo una nueva ciencia, sino una nueva época, y, si ello no parece excesivo, po dría decirse que con la filosofía comienza a nacer Europa. Todo parecía haber marchado perfecta mente en la Antigüedad mientras el hombre no for muló una pregunta que hoy puede parecer un tanto inocente, pero que entonces debió de ser considera blemente grave y, sobre todo, sobremanera impía. Al preguntarse el hombre antiguo lo que eran las co sas, manifestaba su desesperación y su desconfian za: con la filosofía se sigue creyendo en los dioses, mas no ya totalmente. La filosofía ha disuelto el mundo antiguo -o la conciencia del mundo anti guo-, y quien pregunte por qué el cristianismo, que había surgido en sus primeros tiempos tan ajeno a la tradición filosófica, tan extraño a su refinamiento intelectual, se fundió luego, bien que en perpetua lucha, con ella, deberá ante todo tener en cuenta que, en última instancia, la filosofía y el cristianis mo se iban enderezando, por caminos distintos, a un solo fin. Hacia el siglo iii pudo parecer todavía
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que el cristiano y el filósofo representaban, respecti vamente, el mundo nuevo y el antiguo mundo. A es tas alturas parece evidente que ambos representa ban lo mismo. A esto hemos llamado durante siglos el Occidente. Filosofía y cristianismo, alojados en el orbe romano, han sido los pilares espirituales de la civilización occidental. Por este motivo se ha llamado a San Agustín el primer filósofo cristiano, el primer hombre moder no y el primer europeo. En él comienza la madurez de Europa, una madurez que se alcanza precisa mente cuando el hombre de Occidente confiesa que no tiene patria. La coincidencia del estoicismo, del neoplatonismo y del cristianismo tiene lugar, ante todo, en el palenque común de un cosmopolitismo que debía resultar, aun entonces, después de haber se todo confundido un poco, terriblemente subver sivo. Pero el cosmopolitismo de los estoicos y de los filósofos griegos de la última hora se parece, por lo menos, tanto como se diferencia del cristiano. Mientras los primeros sostienen que su patria es el universo, el segundo afirma que no hay otra patria que la invisible, que esa patria que San Agustín, si guiendo los precedentes de la historia antigua, ha llamado «ciudad». Ciudad divina. El filósofo griego entiende ciertamente también por «universo» algo más que el conjunto de las tierras conocidas, pero se detiene siempre ante lo que ha sido durante siglos su obsesión máxima: la naturaleza. El filósofo cristia no comienza por combatir esta naturaleza, que si en
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el orden material es concebida como barro, polvo y ceniza, en el orden histórico es llamada también una ciudad, pero con un calificativo de menosprecio: la ciudad del diablo, la ciudad terrena. La historia no es dramática para el neoplatónico y el estoico por que, en última instancia, no hay historia, sino historia^j^y aun historias siempre iguales, repetidas eter namente a lo largo de ciclos que vuelven. La historia es la misma naturaleza que evoluciona penetrada por el fuego divino que destruye y construye ince santemente los mundos, y por eso el hombre no debe tener otra preocupación que la de dejarse regir por esa naturaleza, la naturaleza verdadera, en el fondo idéntica a la razón. El hombre debe llegar a ser sí mismo, a no depender de nada más que de él, pero una vez lograda esta independencia se encuen tra con que su ser coincide con el ser total de aquel universo al cual llama indistintamente «cosmos» o «patria». El drama de la historia consiste, en cam bio, para el cristiano, en que no ocurre más que una sola vez. Por eso la historia es verdaderamente dra mática y no cabe pedir, mientras se está en ella, la paz y la tranquilidad que el estoico busca y una vez encuentra, pues la historia es, por principio, la in quietud misma, el vivir sin reposo hasta que el cora zón descanse en Dios. En la historia no hay para San Agustín ninguna paz y ningún sosiego. El sosiego se encuentra únicamente en aquella ciudad de los ele gidos en que no hay tiempo, variación ni discor dia, ciudad divina cuyos arrabales llegan hasta este
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mundo bajo la forma y el aspecto de la Iglesia. Para el primitivo griego había muchas ciudades y una sola patria: la suya. Para el romano del Imperio ha bía una sola ciudad e infinitas patrias, porque todo lugar era patria para el ciudadano. Para el cristiano había dos ciudades y una sola patria verdadera: la patria de la ciudad de Dios. La diferencia entre la ciudad de Dios y la ciudad del diablo, su nacimiento, su lucha y la victoria final y definitiva de la primera constituyen así el eje de la teología agustiniana de la historia. La ciudad divina es la ciudad de los ángeles que han perseverado y de los hombres destinados a la salvación; la ciudad te rrena es la ciudad de los ángeles que han caído y de los hombres a quienes la gracia no ha alcanzado, la verdadera y auténtica sociedad de los impíos, los amadores del mundo. Pero estas dos ciudades no aparecen en la tierra claramente separadas, como lo están una ciudad terrena de otra. La separación es sólo interna y, en realidad, sólo de Dios es conocida, porque sólo en Él están desde siempre los nombres de los habitantes de los dos mundos separados por un invisible abismo. Los nombres y sus rostros y fi guras, sus menores acciones, pues Dios, dice San Agustín, es «aquel que ni a la pluma del pájaro ni a la flor de la hierba ni a la hoja del árbol dejó sin su con veniencia». Y ello es así hasta tal punto que no basta ni siquiera estar a la sombra de la Iglesia para tener la certidumbre de pertenecer a la ciudad divina. La salvación, la pertenencia a la patria eterna y divina,
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a aquella donde «se nace, pero no se muere», está sólo en manos de Dios y está en ella desde siempre y para siempre. La presciencia divina de las cosas fu turas, la providencia de Dios rige la historia de tal modo que no hay ni puede haber en ella nada que no estuviera previsto y señalado desde la eternidad. Y, sin embargo, el hombre es libre, y lo es de tal sue»te, que es definido justamente como un ser que goza, por graciosa dádiva, de la libertad. El conflicto entre la minuciosa presciencia divina y la ancha li bertad humana, sobre el cual ha escrito San Agustín muchas y muy agitadas páginas, es, ciertamente, in comprensible para una razón que no vea en la liber tad sino lo que existe sin trabas y no, como realmen te es, aquello que «está en el orden de las causas». El hombre es libre, pero es libre sólo en tanto que hace libremente lo que Dios sabe que ha de hacer libre mente. Mas esta libertad, que tan graciosamente le es dada al hombre, es sólo, «por lo pronto», la liber tad para el pecado, la libertad para la historia. Dios concedió, ciertamente, la libertad a Adán, pero una libertad concedida a un ser finito es insuficiente, y lo es de tal manera que Adán no hubiera podido man tenerse un solo momento en la inocencia sin la gra cia divina, sin aquel don por el cual el primer hom bre estaba en disposición de hacer algo inaudito para una realidad finita y limitada: el poder no pe car. Mas este poder no pecar tiene tras sí o a su lado, como una traidora compañía, un poder que deter minará su caída y con ella su pecado y su expulsión,
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comienzo de ese vagar errante por el tiempo que es la historia. La historia comienza así con un pecado, que es a la vez original y originario, que es sabido de Dios, pero que procede del hombre, de su libertad abusada, de su mismo ser y realidad defectuosa, principio de la culpa y del mal. La posibilidad de que el hombre entrara inmediatamente a formar parte de la sociedad de Dios, de la reunión de todos los espíritus en lo que Leibniz llamó «el más perfec to Estado posible bajo el más perfecto de los monar cas», se esfumó desde el mismo momento en que el hombre hizo, por su libre albedrío «humano», una elección que determinó la historia, la existencia en cadenada al tiempo, esa cadena, la más inexorable de todas, en que cada uno de nosotros está envuelto sin posibilidad de evasión ni descanso. La historia comienza con Adán, pero sólo con un momento de la existencia de Adán: con el pecado. En los mismos límites del paraíso terrenal, pasada la frontera que el Arcángel señalaba con su espada de fuego, se levan taban los muros de la ciudad terrena, del Estado temporal, cuyo primer fundador fue el vencedor de una terrible guerra civil y fratricida, de la guerra fraternal, principio de innumerables guerras, entre Caín y Abel. Desde aquel momento la historia iba a quedar ini ciada y, al punto que iniciada, dividida por las eter nas disposiciones del cielo. Disposiciones del cielo más que acontecimientos de la tierra, pues los seis grandes períodos de que San Agustín da cuenta.
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coinciden sólo muy imperfectamente con la expan sión de los grandes imperios: Lo que caracteriza las etapas de la historia no es tanto lo que ocurre en ellas como lo que sucede por encima de ellas; lo que hace de la historia un progreso no es el aumento del poder y del dominio del hombre, sino la excesiva re velación del Dios escondido. Todo lo que queda fue ra de esta revelación, queda fuera de la «historia eterna», y por eso ante la existencia de los grandes imperios que se desarrollaron conjuntamente con el pueblo judío y, sobre todo, ante la respectiva lumi nosa y tiránica presencia de Grecia y de Roma, no se puede hacer sino declararla eminentemente contin gente, hacer de estos Estados los herederos de la ciu dad fundada por Caín y, en algunos pocos casos, los partícipes de una revelación que tiene, como en Pla tón, contenido pagano, pero claro acento cristiano. Esos grandes imperios pertenecen también a la his toria, pero a una historia inferior y como aparente, pues no va encaminada a la salvación, sino al poder y al vicio, al encumbramiento de la demoníaca so berbia. La lucha de San Agustín contra los vicios es pléndidos es la lucha contra una historia que ame naza constantemente con absorber al hombre, con ahogar la voz que libremente se revela. Todos los Es tados que hacen tal historia muestran, cuando bien se los examina, su calidad perecedera y terrenal, una figura que presagia, aun en los momentos de mayor esplendor, su total destrucción y ruina. La ciudad terrena, los Estados eminentemente temporales y,
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entre ellos, los dos reinos más ilustres, el de los asi rios y el de los romanos, están dominados por su propio apetito de dominio, y por ello pertenecen a una historia que es pura y únicamente inquietud y dolor, mas no inquietud por encontrar el reposo en el seno de Dios, sino por dominar el mundo. Los ojos de los que en ellos viven y a ellos se entregan no ven más allá de sus obras terrenales y no son, como los ciudadanos de la ciudad de Dios ya en esta vida, «bienaventurados en la esperanza», pues sus dioses no pueden ayudarles. No podrán salvar a la ciudad terrena de su final hundimiento ni los dioses anti guos ni los nuevos dioses de los filósofos, que si no claman venganza no pueden ser tampoco depósito de amor y caridad. Contra esos dioses -los antiguos y los m oder nos-, contra ese estar dominado por el afán de do minio que caracteriza la existencia de los Estados temporales se dirige San Agustín en nombre de la divina y eterna patria que, si por el momento está arraigada en el tiempo y en la historia, apunta al más allá continuamente. Alrededor del símbolo de la patria celestial, en torno a la Iglesia se reúnen los elegidos, aquellos que, tras el período funesto en que no había libertad sino para el mal, han alcan zado por la gracia la libertad verdadera y por ello puede decirse que están salvados. Pero si la Iglesia es condición no es causa suficiente, y por eso aun en ella son pocos los elegidos y son muchos los condenados. Llamado a la salvación ha sido todo el
género humano en la persona de Adán; condenado ha sido también todo el género humano en la mis ma persona; definitivamente salvada será sólo, em pero, una pequeña parte de él, precisamente esta parte que, mientras vive en la historia y en el mun do, tiene fuera su alma y sus entrañas. Esta justicia de condenar a todos y esta misericordia de salvar a alguKOS es lo que da su angustioso sentido a la vi sión agustiniana de la historia y lo que hace de ella, al tiempo que el reino de la desesperación, el fun damento de la esperanza. Pues, en último término, si no hubiera historia, esto es, si no hubiera lucha entre las dos ciudades, aquí confundidas y allá es trictamente separadas, no habría ni siquiera per dón para esos pocos que han sido a la vez llamados y elegidos, que constituyen ya desde este momento el núcleo con el cual se formará, terminados los tiempos con el juicio, la patria celestial. Esta teodicea de la historia, esta justificación de una providencia que, aun sabiendo de antemano a cuán horribles padecimientos eternos será someti da la mayor parte de los hombres, no ha detenido su impulso creador, no ha vuelto a sepultar en el barro lo que del barro había nacido, puede parecer a mu chos una cruel pesadilla. Así han opinado quienes, como Orígenes, han sobrepuesto al castigo eterno, a la separación radical entre las dos ciudades, la última y definitiva unidad de todas las cosas en todo, la apocatástasis, recapitulación o vuelta de todo a Dios. Pero a esta distinta y más apacible imagen opondrá
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siempre la visión agustiniana el hecho tremendo de que la condenación de los más no es prueba de crueldad, sino de justicia, y de que la salvación de los menos no es manifestación de justicia, sino de misericordia. Orígenes se limita a señalar el castigo del pecado original y de los pecados derivados con la inmersión en la materia, con la extinción de la lla ma divina por ese mal que es el poseer una realidad defectuosa, por esa impureza que es el mundo holla do por la culpa. Pero el mal no es para él definitivo, porque la gracia alcanza, en última instancia, a to dos, y la muerte de Cristo es la muerte por la cual el género humano, en su integridad, sin separación ni elección, volverá a reunirse con su primitiva fuente, con el hontanar que le dio sucesivamente vida, muerte y resurrección. Mas si esta visión es más re confortante que la agustiniana, suprime todo lo que constituye la raíz y el principio de la historia, el ser constitutivamente un drama y no una comedia en la cual, como corresponde al género, «todo acaba bien». En la visión agustiniana no acaba todo bien, como en la comedia, ni todo mal, como en la trage dia; en ella mueren, con una eterna muerte sin repo so, los réprobos o los condenados, pero viven con una vida sin más inquietud y desasosiego los que, debiendo ser también condenados, han resultado, por una elección que escapa a la razón humana y acaso a toda razón, inscritos en el registro de una ciudad que está constituida desde siempre, pero que sólo quedará colmada cuando la historia, ese sueño
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que es una pesadilla, haya terminado de ser soñada. Puede que no haya que acusar demasiado a Dios de su aterrador dictado, porque acaso la pesadilla tam bién a Él alcanza y somos nosotros la visión que aparece constantemente en sus sueños. En los sue ños de Dios, que si tal fuera cierto, serían para el hombre más reales que la realidad.
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De la muerte de San Agustín al nacimiento de Vico transcurren poco más de trece siglos, y a lo largo de ellos transcurre el primer acto del drama europeo y el descubrimiento de que allende las montañas y los mares, en las fabulosas Indias de Oriente y de Occi dente, están pasando análoga peripecia. Pero lo que más altera la nueva visión que va a formularse de la peripecia humana, no es tanto que sea más amplia y complicada como que «no haya terminado toda vía». No se olvide que la primitiva visión cristiana de la historia es casi el anuncio del final del drama humano. A intervalos soplaron sobre Occidente pá nicos colectivos, asomos de apocalipsis, anuncios de consunción definitiva. Y, sin embargo, por enci ma de tales angustias, la historia proseguía y aun podía decirse que se hacía cada día más rica en po sibilidades. Este paradójico rejuvenecimiento del mundo, de un mundo que era ya viejo cuando San 65
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Agustín lo descubría, es lo que imprime su más in deleble carácter a la visión histórica de Vico; cuanto de ella se diga ha de tener, pues, como fondo, lo que cabría llamar «la experiencia de la renovación». La visión de Vico fue a la sazón tan nueva que du rante más de doscientos años después de su formu lación permaneció casi inadvertida, y, en la época misma en que era enunciada, absolutamente in comprendida. Los tiempos de Vico seguían embar cados en la aventura de la física, y cuanto en el saber no estuviera encaminado al descubrimiento de las regularidades naturales debía de parecer ocioso. La obra de Vico, la Nueva ciencia, aparece en su prime ra redacción poco menos de un siglo después de los Discursos de Galileo y de Descartes sobre algo que es llamado también la nueva ciencia: la ciencia mate mática de la naturaleza. Ahora bien, de estas dos ciencias, sólo a una de ellas, a la ciencia física, le fue explícitamente reconocida la novedad. A la historia, en cambio (o a lo que se entendía entonces por his toria), no podía serle reconocido el título de ciencia nueva, no sólo porque, s e ^ n los hábitos del tiempo, no era nueva, sino también, y muy especialmente, porque no era ciencia. Ciencia se llama durante el siglo X V II y buena parte del xviii exclusivamente a la física y a todo lo que, como la física, es susceptible de ser expresado en fórmulas matemáticas, de ser sometido a cantidad y medida. Lo verdadero es para aquellos apasionados de la ciencia natural lo que puede ser contado.
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Frente a esta persistente limitación de las mejores mentes a los números y a las medidas. Vico sostiene una extraña teoría del conocimiento y una todavía más extraña metafísica elaboradas al hilo de una continua oposición al cartesianismo dominante. Para éste, la mente humana es ante todo una sustan cia racional, una cosa que piensa; para Vico, en caml]¿P, lia mente no es ninguna cosa, porque no po see la razón, sino que se limita a participar de ella. Por eso nos dice paradójicamente Vico que el hom bre puede pensar en las cosas, pero no entenderlas. Toda ciencia humana es, en realidad, imitación de la ciencia divina, y como tal parte muy reducida de lo que Dios conoce y sabe. Dios lo conoce y lo com prende todo, porque lo ha hecho todo; el hombre conoce y comprende sólo algunas cosas, muy pocas, precisamente las que él mismo hace. Las demás las piensa, pero no las entiende. Ahora bien, sólo hay dos cosas que el hombre verdaderamente hace: una de ellas es la matemática, la ciencia de lo más abs tracto; otra es la historia, el saber de lo más concre to. Sólo para ellas hay criterio de verdad absoluto y, por tanto, absoluta y verdadera ciencia. La ciencia es, ante todo, para Vico, al revés que para sus con temporáneos, ciencia de los objetos no físicos, cien cia de la realidad espiritual. Por eso la historia merece ser llamada nueva cien cia al lado de la vieja ciencia matemática y contra toda pretendida ciencia nueva, contra esa insensatez que representa querer conocer las cosas que no ha-
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cemos. Pero como esta historia no es ya amena na rración de hechos transcurridos o grave justifica ción de por qué han pasado, sino imparcial enun ciación de leyes y regularidades, el desigual comba te de Vico con la física termina con una tregua en donde la propia física acaba imponiéndose a ese ca ballero andante de la historia. Vico hace, no una teo logía, ni siquiera, como hoy se dice, una psicología, sino una física de la historia. Lo que Vico pretende es, en efecto, establecer los principios de la «historia ideal eterna» de acuerdo con la cual transcurren las historias particulares; las leyes que rigen y por las cuales se explica la «naturaleza común de las na ciones». La nueva ciencia histórica es, pues, tam bién, y en una proporción que su autor no había po dido imaginar, una ciencia natural. Tal ciencia se aplica, sin embargo, a una naturale za que se resiste a ser sustancia: la naturaleza huma na. La frecuente crítica anticartesiana de Vico puede reducirse, en el fondo, a la indicación del hecho de que el filósofo seducido por la física renuncia a una experiencia menos exacta, y, desde luego, me nos cómoda, pero infinitamente más rica y compli cada que la física: la experiencia histórica. No sólo esto. Mientras el físico moderno rechaza la historia por estimarla como una de las bellas artes, ese con fuso napolitano llega a la inaudita afirmación de que si hay un saber inseguro e improbable es preci samente el saber de la naturaleza, opaca para la mente humana, que resbala sobre ella sin penetrar
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la. Si parece haber en la obra de Vico unas nupcias de la naturaleza con la historia, parece también que tal matrimonio es la consecuencia del rapto de la primera por la segunda, pues sólo por la historia puede la naturaleza y, sobre todo, la naturaleza hu mana, ser penetrada y comprendida. Ahora bien, si la nueva ciencia es la ciencia de la historia eterna ideal, forzoso será admitir que es imposible si, en el fondo, no queda reducido todo cambio y transfor mación a una naturaleza única, a una sustancia. Tras las nupcias de la naturaleza con la historia o, mejor dicho, tras el rapto de la naturaleza por la his toria ha ocurrido, como a veces pasa, el triunfo del raptado sobre el violador. Toda historia efectiva es, pues, participación casi platónica de unos sucesos en una historia ideal inal terable, pensada y dictada por una providencia. No obstante, esta providencia no es, simplemente, la sumisión de los hechos a un arbitrario poder ajeno al mundo. Si hay, en efecto, un poder extraño al mundo y superior a él, no existe para desbaratar la idea eterna de la historia humana, sino justamente para hacerla cumplir, para que en ningún momento la sociedad humana subsista sin orden, es decir, sin Dios. La providencia, que rige la historia y a la cual nada escapa, es, pues, en realidad, vigilancia, man tenimiento del orden establecido desde la eternidad, verdadera policía. La providencia rige las cosas hu manas, pero las rige con el fin de que estas cosas permanezcan dentro de su cauce. El hombre puede
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hacer lo que quiera con tal de mantenerse en este cauce; la libertad es libertad para todo menos para desbordarse. Por eso la historia humana es como un río cuyos desbordamientos se llaman crisis y cuyos recodos marcan los principios de nuevas etapas. La historia es, en suma, una serie de cursos y recursos, un vivir encajonado en una libertad que existe sólo porque hay, a derecha y a izquierda, las riberas de una inexorable fatalidad. Lo que tiene que hacer la suprema providencia es, pues, simplemente, vigilar el curso y recurso de la historia humana para que ningún desorden, excepto los muy transitorios, sea permitido. El desorden, el desbordamiento, caracteriza justamente los m o mentos de tránsito y de crisis, el instante en que, re corrida una serie de etapas, parece que las confusas aguas vayan a saltar por las riberas. El desorden es, en rigor, tan necesario como los órdenes precedente y subsiguiente, pero su necesidad se limita a lo mo mentáneo; el desorden es, más que una etapa, un lí mite. Más acá y más allá de él, el hombre vive dentro del cauce que la historia ideal ha excavado y del que no puede escapar sin que la transgresión vaya acom pañada de cualquiera de estas dos cosas: de una vio lenta restitución del orden establecido, o de una de sorientación que es la muerte. El desorden es así necesario, a su modo, pero sólo como principio de un nuevo orden y de una nueva ley. El tránsito del orden al desorden y de éste a un or den nuevo en el tiempo, pero antiguo en la idea, es
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lo que se llama los cursos y recursos de la historia humana, la cual se repite a sí misma, porque renace infatigablemente de sí misma. Por eso la visión his tórica de Vico es una visión renacentista, no sólo por ser la culminación teórica de ciertas experien cias, luego disueltas por las ideas claras y distintas, que alborearon en el Renacimiento, sino también porque s« eje lo constituye la fe en el renacimiento perpetuo de la especie humana. La historia ha naci do una sola vez con la creación del hombre, pero ha renacido ya muchas veces y parece ir en camino de un renacimiento perpetuo, de una perpetua des trucción y reconstrucción de sí misma. La historia se asemeja por ello a un proceso jurídico intermina ble; no es, pues, por azar que Vico ha elegido un tér mino exactísimo: ricorso, «recurso». El recurso es lo que tiene lugar cuando se renueva un expediente y se va remitiendo a fechas cada vez más inciertas el definitivo juicio. Para San Agustín, el juicio final condiciona la visión de la historia, la cual tiene que transcurrir rápida y violentamente porque el reo ha sido llamado ya a comparecer ante el tribunal supre mo que ha de salvarle o condenarle. Para Vico, en cambio, el hombre parece haber interpuesto ante el tribunal de Dios una instancia de apelación para que el juicio sea menos apremiante, y la primitiva inquietud de la historia, tan patente en San Agustín, se convierta en una confiada espera. Esta instancia de apelación es el recurso, la renovación constante de un expediente que, de puro interminable y compli
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cado, será ya, cuando llegue el fin de los tiempos, completamente ilegible. La historia se convierte así en el expediente de la especie humana, en su insis tente y casi mecánica apelación al supremo juez y administrador. El contenido efectivo de cada expediente, es decir, de cada historia, puede ser distinto y responder en cada caso a las condiciones particulares de la nación apelante; la forma será siempre la misma y respon derá a la inexorable formalidad jurídica. Cada una de las historias particulares de cada una de las na ciones es sólo un curso para el recurso subsiguiente y un recurso para el curso anterior, para la etapa que lo había preparado y precedido. No hay, a diferencia de algunas tan llamativas como arbitrarias morfolo gías de la cultura, pueblos distintos y casi totalmen te independientes, que siguen en su evolución las formas que les impone una supuesta y, por lo demás, metafórica constitución biológica. Si Vico supone también, como el naturalismo de nuestros días, una infancia, una juventud y una madurez o vejez de la historia, percibe, al mismo tiempo, que la vejez de cada pueblo es, en el fondo, el anuncio de la niñez de un pueblo que ha de surgir de entre sus ruinas. Los pueblos que han alcanzado la vejez no son, en rigor, menos jóvenes que los pueblos que comien zan. Si la evolución conduce, desde luego, a la con sunción, conduce también, y por el mismo camino, a una resurrección y a un milagroso renacimiento. El concepto evolutivo de la historia que se encuentra
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en Hegel, en Comte o en Spengler es, pues, bien dis tinto del más consolador y optimista de Vico. Pues no hay en éste una serie de evoluciones sin sentido de pueblos separados o un recorrido único que con duce simultáneamente a la plenitud y a la muerte, sino un curso repartido a lo largo de múltiples recursos,pná renovación que da vida a los más jove nes y esperanza a los más decrépitos. Hablar de pue blos mozos y de pueblos viejos, de naciones vigoro sas y de naciones caducas, es olvidar lo que tiene de tranquilizadora esa magnánima visión de Juan Bau tista Vico, que si hace de la historia un expediente, deja, por lo menos, que las naciones vivan confiadas en la posibilidad de su renovación perpetua. La filo sofía de la historia de Vico es la filosofía de la histo ria de los pueblos que se niegan a morir. Ahora bien, si la historia es interminable, es tam bién monótona, pues cada uno de sus cursos o de sus recursos habrá de someterse siempre al imperio de tres etapas. Estas etapas son obligatorias: lo son hasta el punto que su mejor representación gráfica no es la línea, de la cual cabe escapar, sino el círculo, de cuya férrea tenaza nadie puede evadirse. La única evasión posible para un pueblo es, en realidad, la re sistencia a pasar de una edad a otra, la permanencia dentro de uno de los tiempos que le han sido asigna dos. Éste puede ser, por ejemplo, el caso de los pue blos primitivos que siguen viviendo en tal estado y no parecen m ostrar indicios de salir de él en fecha próxima. Vico pudiera tener presentes a los pueblos
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aborígenes americanos, de los que entonces se co nocía casi únicamente el aspecto externo de su cul tura; podía tener presentes, también, a varios pue blos africanos que viven, como ha dicho Breysig, en perpetua alborada, sin decidirse a pasar de su larga niñez a una madurez que ha de ser su muerte, pero también la promesa para un futuro rejuvenecimien to. Es el caso, también, de los pueblos que, como Numancia, Capua y Cartago, han sido destruidos antes de recorrer todo su ciclo. Tales casos no son, empero, contravenciones a la ley de la común natu raleza de los pueblos: son únicamente, por así decir lo, expedientes que permanecen en su primera fase, procesos en los cuales no hay curso ni recurso, por que no ha habido todavía ninguna apelación. De jando aparte tales casos, que sin duda no demues tran, pero que tampoco invalidan, esa ley inflexible, todos los pueblos que siguen una marcha incesante, que no permanecen estancados, han de recorrer el camino que una providencia implacable les señala. Las tres épocas o edades no son, sin embargo, únicamente tres tiempos. Cada una de las épocas es, más que una época determinada, una determinada naturaleza. Lo que caracteriza, en efecto, a cada edad, es la unidad formal y de estilo de todas sus manifestaciones, la perfecta y admirable correspon dencia de todos sus ademanes. Vico llama a estas tres edades la divina, la heroica y la humana. La pri m era es la edad infantil, en la que impera el noble salvajismo; la segunda es la edad juvenil, en que el
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heroísmo domina; la tercera es la edad senil o ma dura, la época de la verdadera hümanidad. Pues bien; ¿qué es lo que a grandes rasgos carac teriza a cada una de esas épocas? ¿Qué es lo que da a cada una de ellas esa «maravillosa corresponden cia» de que Vico nos habla, y que parece más bien cosa de milagro que hecho consumado? ¿Qué nos dice Vicóxuando, aun a riesgo de aventuradas inter pretaciones, nos adentramos en su caos? La idea de las tres edades es, por lo pronto, la sis tematización de una manera de ver que en tiempos de Vico era ya proverbial, y que se refería a la infan cia, a la juventud o a la madurez del género humano. Desde el momento en que se descubrió que había una historia de la humanidad y no sólo una serie de hechos sin sentido, la correspondencia entre sus etapas y las edades humanas debía de imponerse con fuerza irresistible. Esta correspondencia era, por otro lado, el resultado de una experiencia que cada época y cada pueblo hacen en mayor o menor medida. El sentirse joven o viejo no es sólo un senti miento individual, mas también colectivo; por él se hacen los jóvenes de culturas milenarias más ancia nos que los viejos de culturas mozas. La infancia, la juventud o la madurez era, pues, y sigue siendo para nosotros, algo que nos corresponde vivir colectiva mente, más allá de nuestra edad individual, algo que manifestamos, aun sin quererlo, en cada uno de nuestros gestos y en cada una de nuestras palabras. El hecho de un posible rejuvenecimiento, de una vi-
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talidad inacabada e inacabable de cada uno de los pueblos, no impide que la juventud revivida sea muy distinta de la prim era infancia. En suma, si bien una filosofía de la existencia humana es una fi losofía de la historia, ésta es asimismo una filosofía de la existencia humana: la realidad humana. Vico anticipó, es fundamentalmente histórica. La edad infantil es la edad divina, edad esencial mente poética o creadora, edad de los gigantes que empiezan a vivir dispersos en la soledad de las mon tañas. La fidelidad de Vico a la narración bíblica es grande; el pueblo elegido de Dios es, pues, el verda dero principio de la historia. Sin embargo, si el pue blo hebreo aparece en el umbral de la historia, no es, ni mucho menos, toda la historia primitiva. La lu minosidad de los primeros tiempos, de Adán hasta Noé, cede bien pronto el paso a una época oscura que sobreviene cuando al llegar Noé a la edad de quinientos años engendra a Sem, Cam y Jafet. Esta época nos es conservada por el mismo relato bíbli co, el cual nos habla dé la multiplicación de los hom bres sobre la tierra y, ante todo, de la aparición de los gigantes, esos héroes nacidos del ayuntamiento de los hijos de Dios con las hijas de los hombres. La corrupción de la tierra, «llena de violencia», es la prim era consecuencia de la dispersión de los des cendientes de Cam y de Jafet -«errando feroces por la gran selva de la tierra fresca»-. De ahí nacieron los pueblos paganos, esos pueblos que proliferan luego sin que se sepa cómo surgieron, pero que Vico
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hace brotar de. una dispersión que tuvo lugar tras el diluvio, cuando los hijos de los hijos de Noé se ex tendieron por las islas y por los países de Acadia y de Sumeria. Sólo con ellos comienza propiamente la edad divina, pero el paso de la unidad a la disper sión es únicamente una época de tránsito, la prime ra gran¿criáis histórica. La historia se inaugura con tres elementos, que son, a la vez el fundamento de la convivencia: la religión, el matrimonio y la sepultu ra de los muertos, y por eso el proceso de esa gran dispersión no pertenece propiamente a la edad divi na, primera fase de cada historia particular, hasta tanto no haya un reposo de su vagar errante por las montañas. Este reposo es el refugio en las cavernas, que protegen contra las primeras iras de Dios: las tempestades. Pues esos hombres primitivos, que perdieron al Dios que les dio origen, comenzaron por creerse dioses, por confundir su soledad con su omnipotencia. Sólo cuando los elementos de la na turaleza les persiguieron hasta sus oscuros refugios, comprendieron que la soledad era aparente, y que, por encima de su fuerza, a la vez brutal y sincera, ha bía un poder que no podían doblegar con sus brazos ni vencer con su indomable espíritu. Del reconoci miento de esa fuerza nacieron la piedad, como nor ma de vida, y el temor, como forma de relación en tre el hombre y lo sobrehumano. Pero si el temor ha hecho a los dioses, no ha hecho, en cambio, al Dios supremo y verdadero, que se halla por encima de todo terror y espanto, porque no es el fuego que
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todo lo devora, sino el amor que todo lo une. La ex plicación del origen de los dioses paganos puede no ser incompatible con la verdad del Dios de la reden ción y del amor. Por ser el temor la manera fundamental de la vida, todos los actos de la existencia serán, en esa prim era época, actos atemorizados, realizados de acuerdo con la divinidad y jamás fuera de ella. Tal dependencia de lo divino se manifiesta en todos los órdenes de la existencia colectiva, desde el derecho y el gobierno hasta la ciencia y el lenguaje. La uni dad de los actos no es, sin embargo, la identidad, sino, pura y simplemente, la correspondencia, la «maravillosa correspondencia». Por eso, lo primero que hacen esas sociedades primitivas es elegir quién debe regirlas, mas no como monarca, sino como re presentante de los dioses sobre la tierra. El derecho depende de Dios, y no, como en las épocas heroica y humana, de la fuerza o de la razón. Lo que caracte riza al gobierno de los hombres es, pues, la teocra cia, el gobierno de Dios en la figura de los hombres superiores, de aquellos que acaso carecen de la ra zón del sabio o tal vez no poseen la fuerza del gue rrero, pero que están llenos de la intuición del poeta y del profeta, pues son depósitos de la voz que el dios o los dioses escondidos transmiten periódicamente a los hombres. De ahí la proliferación de los orácu los, de los signos, de los sueños, de cuanto pueda ser interpretado y penetrado. En esas sociedades nada se hace sin que preceda a la acción la consulta, y no
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simplemente una consulta ritual, como las de las épocas heroicas, donde los oráculos perduran, mas sin la primigenia fuerza, sino una consulta cordial, que el corazón espera y teme a la vez, pues la voz de Dios es la voz del futuro; la voz del destino. En tal gobierno teocrático no desaparece, sin embargo, la responsabilidad de los poetas y de los profetas; éstos deben limitarse, por lo pronto, a transmitir la voz de Dios, pero junto al mudo acatamiento hay la posibi lidad de alterar la voluntad divina por la queja, por el ruego y por el llanto. Por eso la misión de la teo cracia gobernante es interpretar a los dioses, pero luego interceder cerca de ellos, no sólo viendo, a tra vés de los signos, lo que pretenden, sino también procurando que pretendan algo determinado. De ahí el primado en el lenguaje de una forma de expre sión hermética, única que conviene a la majestad de los dioses. El gobernante de las épocas divinas es a un tiempo poeta y teólogo. Como poeta, dice en sueños lo que los acontecimientos son en su entra ña. Como teólogo, habla con Dios y habla de Dios, lo interpela y transmite el resultado de su «diálogo» a los hombres. Lo que así se busca no es el saber for mulario, residuo de una experiencia milenaria, ni la esencia de las cosas, sino la conformidad con los de signios divinos, que están, por principio, ocultos, pero que no necesitan ni siquiera ser justos, con esa menguada justicia que representa el querer dar a cada cosa lo que le corresponde. No es sorprendente que los primerois filósofos griegos sean, a la vez, los
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primeros defensores de la justicia contra esa injusti cia que es, para ellos, el pretender determinar las co sas de otro modo que por las razones. En la época divina, en cambio, no hay razones, sino voluntades; no hay justificación, sino obediencia. La autoridad tiene por misión no el cumplimiento de la justicia ni la aplicación de la fuerza, sino la transmisión del mensaje. Si, en verdad, domina una razón sobre los hombres, es la razón divina, aquella que sólo Dios conoce íntegramente y revela parcialmente al hom bre. La revelación constituye una parte esencial de la historia de tales sociedades, hasta el punto de que la madurez de ellas se mide, como entre los hebreos, por la mayor o menor «cantidad» de cosas revela das, por el paso sucesivo del escondimiento a la pre sencia. La razón es cosa de la autoridad, pero la au toridad es sólo cosa del autor, es decir, del creador. A esta edad sigue casi inmediatamente una época que es también poética, pero de una poesía menos elevada y grandiosa. Ahora hay ya un verdadero Es tado, porque el hombre ha perdido una parte de su ingenuidad y necesita, al hacerse más astuto, un vínculo que le una formalmente con sus semejantes. Los protagonistas de este segundo acto de un drama eternamente repetido, no son ya los hombres-dio ses, sino simplemente los héroes, esto es, los jóve nes. El asentamiento, tras la primitiva fase nómada en una tierra, la necesidad de defenderla y defender se, da origen a una civilización donde los hombres no se creen ya dioses, pero sí herederos de los dio-
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ses. Si la época divina fue la época del predominio del agua, la época de los ríos y de los manantiales, este nuevo período comienza con el imperio de las ciudades. Su carácter distintivo no es ya la ciega y medrosa sumisión de los siervos a los señores y de los señores a los supremos dioses; la piedad y el te mor son^bien pronto sustituidos por la irritación, por la taimería, por la violencia. El campo invita, a veces, al recogimiento y a la admiración por la ma jestad de lo creado; la ciudad enfurece, y da origen, según los casos, a la opresión o ala rebeldía. Por eso, toda la época heroica está llena de las luchas entre los fuertes y los débiles, entre los patricios y los ple beyos. El derecho de la fuerza se sobrepone enton ces al derecho divino, que puede ser humanamente loco, pero que será siempre divinamente cuerdo. El derecho basado en la fuerza, de los aristócratas y los optimates, no es, en cambio, ni humana ni divina mente cuerdo; es pura locura humana del que cree que, por tener la fuerza en su brazo, tiene también la cordura en su cabeza. Por eso impera en esa edad un estilo militar, que se manifiesta en todas las formas del lenguaje, en la misma actitud frente a los dioses, actitud de soldado y no de hijo. Los dioses deben ser para estos fuertes héroes servidos más bien que adorados, defendidos antes que temidos. El héroe sigue creyendo en los dioses, pero su creencia se cir cunscribe cada vez más a la fórmula; los oráculos y los presagios, que eran absolutamente fehacientes en la época divina, son lentamente sustituidos por
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los ruegos hechos en un lenguaje que ya no se com prende. El hombre obliga a los dioses mediante un idioma donde lo que menos importa es el sentido, y lo que más decide es el rito, la fórmula y el gesto. Este formulismo invade también la jurisprudencia, cuyo carácter divino oculta siempre una voluntad humana, una voluntad que, por llamarse heroica, se coloca más allá de toda justicia y de toda misericor dia. El carácter esencialmente irracional de la ley, su independencia de la justicia, es para esas terribles épocas la mayor garantía de su excelencia. Pero sería erróneo creer que tal locura refleja la cordura de los dioses; la irracional locura de la época heroica brota de los hombres fuertes y sólo de ellos. De ahíla dife rencia, cada vez más clara, entre el creyente y el energúmeno, entre la fe y el fanatismo. La creencia superficial, desorbitada y violenta, es, en el fondo, la creencia de los hombres en sí mismos; servidores de los dioses y no hijos, llega un momento en que se re belan contra los dioses. Siguen encomendando a Dios sus actos; en rigor, lo que impera es la fuerza primitiva, la desmesura que ya no sabe ni siquiera cuál ha sido su medida. La ley acaba por ser un dic tado; no es, pues, la ley que a todos alcanza y que puede proceder, como en la edad divina, de los dio ses, o, como en la edad humana, de la razón. El fundar la ley en la razón es lo propio de la época que, por una extraña paradoja, se parece más a la di vina que a la heroica. Ahora dornina ya la humanidad sobre sí misma, mas este aparente endiosamiento del
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hombre permite hacer lo que la época heroica igno raba o prohibía: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. En la edad divina se da todo a los dioses y nada a los Césares; en la heroica, los Césa res son quienes, en nombre de Dios, pero, en verdad, en el suyo propio, lo reciben todo. En la época huma na hay una separación precisa entre lo humano y lo divino^, por consiguiente, la posibilidad para cada hombre de repartir su existencia entre el servicio pú blico y el ejercicio privado o «vida íntima». La auto ridad dimana en la edad humana de la razón, pero la razón no es, como suele afirmar el irracionalismo he roico, la servidumbre de los hombres a lo abstracto, sino el reconocimiento de algo que está por encima de los hombres, y de lo cual participan todos: el espí ritu. Espíritu que no es precisamente el orden mecá nico, la ley formal, sino el orden creador, la vida que se da sus propias normas y que las obedece por suyas. En la vida del espíritu se busca la verdad de los he chos, pero buscar la verdad de los hechos es también indagar lo que hay, en realidad, tras el hombre, tras su distracción, su violencia y su orgullo. Mas para ello es necesario antes librarse de los falsos ídolos, que acaso nos tranquilizan, pero que no nos satisfa cen. Si es cierto que, frente a lo sagrado y a lo heroico, impera en esta época humana lo simple, debe tenerse en cuenta que éste se aproxima más a la simplicidad que a la simpleza. La forma de gobierno de esta época -la república popular o la monarquía moderada- sé halla a gran distancia de la primitiva teocracia, pero
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a mayor distancia todavía de esa extraña democracia antiliberal que supone el predominio de lo heroico, de un estusiasmo que no es sino un endiosamiento. La época humana es moderada y razonable; la razón, el deber, la ley y la conciencia impiden la guerra de todos contra todos, el desencadenamiento de esos azotes ante los cuales suelen arrobarse los que se creen tocados de heroísmo: el llamado realismo, la política de gran estilo. Por eso se parece mucho más a la edad divina que a la heroica, pues si en la primera no hay razón, hay por lo menos aquello a que la ver dadera razón conduce: la «piedad». Pero si la época humana parece el cumplimiento de la esperanza de los hombres, el momento de la paz, ello no es sino una apariencia: la edad humana, como toda edad, es transitoria, y por eso la alegría de vivirla y de crearla queda continuamente empañada por la certidumbre de que, desde el mismo momento en que ha empezado, ha entrado en su agonía. Hay una experiencia que resuena constantemente a lo lar go de toda la obra de Vico, que constituye, tal vez, el núcleo de esta obra: la experiencia de la maldad de los hombres, vista y sufrida por Vico en el ambiente napolitano de su tiempo. Tan pronto como irrumpe esa «monarquía perfectísima» que es el despotismo ilustrado, apenas se han tomado las primeras dispo siciones para repartir todas las cosas según justicia, cuando la maldad humana, la incurable locura de los hombres, convierte toda paz en decadencia. Las cau sas de ésta pueden ser enumeradas en un orden pre
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ciso: la corrupción moral, los conflictos sociales, la anarquía, las guerras civiles, el utilitarismo, la tira nía, el predominio del instinto, el dinamismo infati gable, la invasión extranjera. Los pocos hombres de bien que hay al final de la época humana, esos pocos justos en nombre de los cuales pedía Abraham al Eterno que salvara a Sodoma y Gomorra, quedan anegados en la corrupción de los más; dispuestos en un principio a intervenir para salvar al mundo de su perdición, se van retirando poco a poco, se encierran en sí mismos, se quedan total y dolorosamente solos. Es el momento de la secesión, de la crisis, de la diso lución. El retorno a la simplicidad primitiva parece entonces la salvación para esa corrompida humani dad; el «estado bestial» aparece al final de la época humana, entre las ruinas de la civilización, pero este estado, que parece a primera vista el aumento de la corrupción y de la violencia, no es sino el recobro de la ingenuidad, el comienzo de otra edad divina y teo crática, la renovación del expediente. Los instintos vuelven a dominar en esta época, pero ya sin la astu cia. En ello se cumple «la identidad de sustancia» de la historia; en ello se cumple lo que la historia es, en el fondo: una transmigración, un continuo renaci-, miento, una interminable agonía. En esta agonía de la historia en que culmina la vi sión de Juan Bautista Vico se halla la razón de su pe simismo, pero también de un optimismo que, en fin de cuentas, logra vencer las mayores desilusiones. El pesimismo surge cuando se comprueba la imposibi-
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lidad de alcanzar para siempre un estado perfecto, pues la historia ideal eterna es, desde luego, eterna, pero también ideal, esto es, situada en un inasequi ble lugar celeste. Lo que Vico llama la «República eterna» está reñido con la imperturbable realidad de la historia, que sigue infatigablemente su curso, que no se detiene nunca, ni en medio de la paz ni en medio de la guerra, ni en la dulzura ni en la aspere za. La historia es perpetua agonía, pero mientras hay agonía hay vida, y mientras hay vida hay espe ranza. Si existe una identidad de sustancia de la his toria, puede encontrarse, pues, sólo en la vida agó nica. La verdad de la historia es su agonía; la realidad de la historia es su lucha. Y aquí radica, pre cisamente, el más firme consuelo de esa visión, que condena a los hombres a la inquietud sin fin, pero que les promete una existencia también sin fin, per petuamente renovada. Ante la mentira de la histo ria, San Agustín espera, con San Pablo, un final pró ximo, pues «el tiempo es corto» y «la figura de este mundo pasa»; ante la misma mentira. Vico pide que se renueve, pide seguir viviendo en la mentira, pero seguir viviendo. Y es que, en última instancia, San Agustín, Vico y tantos hombres viven en la esperan za de no morir de un modo o de otro, en esta vida o en la otra vida, en la verdad o, si es preciso, en la mentira misma. Pues el hombre, que necesita tantas cosas -comer, beber, saber a qué atenerse, ser feliz, y quién sabe qué m ás- parece empeñarse sobre todo en una: en «durar». ’ '^ mu ,
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Estamos tan habituados a ver en Voltaire al escritor de la burla constante y de la fácil y despiadada iro nía, que nos cuesta cierto esfuerzo descender de la superficie a la hondura de un hombre que tuvo, como todos los hombres, sus honduras, y, como casi todos los filósofos, sus insondables abismos. Y, sin embargo, por difícil que nos sea escapar de la super ficie, habremos de hacerlo si queremos que la reali dad humana de Voltaire y de sus sueños emerja tras su realidad mundana y cortesana. Esa realidad co mienza a descubrirse en aquella dimensión que más parece haber contribuido a modelar la imagen habi tual de Voltaire y del volterianismo: la ironía. Quie nes son de veras irónicos saben que la ironía no es, muchas veces, más que una forma de ocultar las dramáticas experiencias, una forma de henchir la vida, de ocultarse o, si se quiere, como Pascal decía, de distraerse. Por eso la ironía lleva con frecuencia 89
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prendido en su ligereza el poso de una gran amargu ra. No en vano fue el método preferido de Sócrates y de los románticos. El primero veía en ella la mane ra de hacer reconocer a los demás que ellos, tan pre suntuosos y locuaces, tampoco sabían nada; los se gundos veían en ella la manera de comportarse el verdadero genio, el que posee, frente a la seca capa cidad de análisis, la fantasía creadora. En uno y otro caso, empero, la ironía era todo menos lo que, acaso también irónicamente, creemos de ella; en el reír y en el decir irónicos, la procesión va por dentro. Por dentro iba la procesión de Voltaire mientras ironizaba, y lo que nos compete hacer, si queremos llegar, aunque sólo sea hasta los arrabales de la reali dad humana y no cortesana de Voltaire, es descubrir en qué consiste esta procesión tan encubierta. No es cosa fácil. Por una parte, Voltaire ironiza no sólo so bre lo que no cree, sino también, y muy especial mente, sobre lo que cree; sus creencias y sus dudas se hallan igualmente recubiertas por la niebla de una ironía que, a fuerza de ser tan insistente, resulta casi desesperante. Por otra parte, y a pesar de su tan proclamado amor por las razones claras, es, como muy pocos pensadores de su tiempo, un hombre de contradicciones. Con excepción de Rousseau, con quien le unen más vínculos de los que pueda hacer sospechar su rivalidad mutua, hay en Voltaire, de trás de la fachada de sus burlas y de sus veras, una vida frente a la cual el tumulto de la corte se torna la más sosegada existencia. Ni Helvecio, ni Holbach, ni
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Daubenton, ni Marmontel, ni ninguno de los cola boradores y amigos de la Enciclopedia, pueden en este aspecto comparársele. Todos ellos atraviesan la vida a bordo de la nave de un optimismo sin tacha y casi sin medida. Ello acontece, sobre todo, en quie nes, como Holbach y Helvecio, han encontrado ya, después de la destrucción de los ídolos tradiciona les, sus-nuevos ídolos. El materialismo, que no es sólo una particular concepción sobre la constitu ción del mundo físico, sino una moral y una fe, les es suficiente para sentir que han llegado a un puerto al abrigo de todas las tempestades. Pero Voltaire no es materialista ni ha llegado a ningún puerto; quiere vivir desde creencias firmes que sean a la vez ideas claras, y como el materialismo, si puede ser una fir me creencia, no es ni mucho menos una clara idea, se encuentra, junto a sus compañeros de lucha, em barcado en la misma nave que ellos, en la mayor so ledad y aislamiento. Entre otras muchas cosas, la ironía nos designa una manera de vivir que es el vi vir solo -en medio de la más estruendosa compa ñía-. La soledad de Voltaire es, así, al revés de la so ledad de Rousseau, una realidad que le es, al propio tiempo, problema. Rousseau se encuentra recilmente solo; debajo de la encina en que concibió y redac tó las primeras páginas de su primer Discurso, al lado de madame de Warens, a las puertas de Gine bra, en toda ocasión hay en Rousseau un hombre que se halla solo y se complace en su soledad, la cual no es sino una forma de llegar a una mayor intimi4
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dad con la naturaleza. Voltaire, en cambio, está m u cho peor; se encuentra, no real, sino problemática mente solo. En sus años de Londres, en Cirey, en la corte de Federico II, en Verney, en París, aclamado, rodeado, acosado, sin tiempo para volverse sobre sí propio, siente hasta qué punto es enojosa una sole dad que ni siquiera puede permitirse el consuelo de permanecer consigo misma. Por eso puede ser un alivio la firme soledad real de Rousseau frente a esa incierta y problemática pero no menos efectiva so ledad de Voltaire. Mas si Rousseau y Voltaire, que la leyenda y la his toria nos presentan tan irreconciliables, pueden unirse en la raíz común de una soledad que para uno es una realidad y para el otro es un problema, los resultados a que llegan son bien distintos. Hallar la realidad humana de Rousseau tras su quebradiza realidad mundana, es relativamente fácil, porque Rousseau es un hombre que se presenta o, por lo menos, que «quiere» presentarse, como dice al prin cipio de sus Confesiones, «en toda la verdad de su naturaleza». Ello es posible justamente porque Rousseau cree firmemente que esta su naturaleza es su realidad -y su verdad-. La experiencia funda mental de Rousseau es el descubrimiento de que verdad, realidad y naturaleza son una y la misma cosa, lo cual quiere decir, también, que son una y la misma cosa la falsedad, la apariencia y la civiliza ción o la cultura. Al presentarse como un hombre en la verdad de la naturaleza, quiere Rousseau presen
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tar como lo que para él es todo hombre una vez se ha desprendido de la impureza y el egoísmo de la cultu ra; como un corazón que siente, pero que también razona, con esa razón natural que de él brota cuan do es verdaderamente sincero, cuando tiene fe, es peranza y caridad. Experimentar esto quiere decir combatir todo lo que no sea naturaleza, sinceridad, y en última instancia, bondad. Ahora bien, cuando un hombre busca de modo tan apasionado la bon dad quiere decir que es lo que menos halla en el am biente que respira. El «más amante y sociable de los seres humanos», el que «siempre tiene el corazón en los labios», es el que «cuanto más ve el mundo, me nos puede acostumbrarse a su tono». Rousseau pre dica la naturaleza y la vuelta a la naturaleza, porque cree que con sólo volverse natural se volverá el hom bre naturalmente bueno. La experiencia de Rousseau es, así, por una parte, la experiencia de la maldad de los hombres, y, por otra, la experiencia de la posibi lidad de su curación por la regresión a su estado na tural. Si comparamos esta experiencia fundamental de Rousseau con la de Voltaire, de la cual se deriva, con su visión del hombre, su visión y su sueño de la his toria, hallaremos, como he dicho, un paisaje muy distinto, pero, más allá o a través de él, una sorpren dente coincidencia. Voltaire parte también, como Rousseau, de la maldad de los hombres. En sus es critos, en sus conversaciones, probablemente en su meditar solitario, hay unas frases que vuelven consT
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ranza, empero, surge por la visión de la posibilidad de un pulimento gradual del hombre, por el paso de la pasión a la razón, de la ignorancia al saber, de la oscuridad a la luz, de la locura al buen sentido. Pero si el hombre puede ser pulido, no puede ser trans formado; la eternidad del carácter humano no es para Voltaire incompatible con la ilustración de este carácter; ilustración, esto es, aderezamiento, composicióivy aliño. El hombre es, así, para esta deses perada esperanza que constituye la experiencia fun damental de Voltaire, una naturaleza que puede ser adornada, una ignorancia que puede alguna vez, so breponiéndose a sí misma, comenzar a razonar. Esta misma experiencia de Voltaire y de Rousseau -el hecho de que el hombre sea «en este momento actual» cruel y desenfrenado- conduce, pues, a am bos a una solución radicalmente distinta. Rousseau desconfía de todo lo que no sea civilización y puli mento. Si habla también, como hemos indicado, de una bondad natural, hay que tener en cuenta que se mejante bondad no aparece sino cuando la razón despierta de su temeroso escondite, pues la razón, tan majestuosa y resplandeciente, es, en el fondo, cobarde, y sólo irrumpe en el mundo cuando cesan las luchas que puedan comprometer su existencia. Hay un pequeño escrito de Voltaire en este respecto sobradamente significativo. En este escrito, titulado Elogio histórico de la razón, se pinta la situación de Europa desde la invasión de los bárbaros, pasando por la época merovingia, por la Edad Medía, por la
tantemente, que se repiten, aparecen donde menos pueda imaginarse, a modo de estribillo. Estas frases son: «las locuras del espíritu humano» y «la estupi dez humana», es decir, la crueldad, el egoísmo, la in justicia, la ignorancia. Pero mientras para Rousseau toda esa locura y estupidez no tienen otro motivo que el apartamiento del hombre de su auténtico ser, que es la naturaleza, para Voltaire todo es debi do a que sigue esa misma naturaleza, que es instin to, confusión y desmesura. Si el uno sostiene que el hombre es malvado, porque se ha apartado dema siado de la naturaleza, el otro indica que lo es por que no está todavía bastante lejos de ella. Uno y otro indican, empero, que el hombre es malvado, y por eso la experiencia de Rousseau y de Voltaire es, en el fondo, una y la misma, como es una y la misma su soledad, y una y la misma su esperanza. Ambos bus can con vehemencia la bondad y, en último término, poco im porta dónde sueñen que la bondad se en cuentra; poco im porta que el hombre sea, como dice Rousseau, naturalmente bueno, o que haya, como Voltaire afirma, una bondad natural del hom bre regido por la razón. Lo que se encuentra tras las nubes de la ironía de Voltaire es, pues, simultáneamente una desespera ción indisolublemente unida a una esperanza. La desesperación tiene su causa en la experiencia de la maldad, que para él equivale a la ignorancia. La maldad del hombre, su crueldad y su locura, son propias de su permanencia en la naturaleza; la espe 4 á
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toma de Constantinopla y por las sangrientas luchas religiosas de la época moderna. Pues bien, durante todo ese tiempo en que reinaron, según Voltaire, la ignorancia, el furor y el fanatismo, la razón perma neció escondida con la verdad, su hija, y sólo en cierto momento, informada de lo que ocurría, se de cidió a salir medrosamente, tocada por la piedad, aunque, añade Voltaire, «la razón no suele ser preci samente muy tierna». Esta sequedad y cobardía de la razón y de la verdad, este sorprendente filisteísmo, demuestra bien a las claras lo que Voltaire en tiende por ilustración y pulimento del hombre. La razón y la verdad pretenden sólo, al parecer, «dis frutar de los bellos días», mientras haya bellos días, y regresar a su escondite tan pronto como sobreven gan las tempestades. Ello quiere decir que la razón y la verdad pueden sucumbir fácilmente ante la furia destructora de los hombres y, por consiguiente, que son, frente a la naturaleza, lo mortal y efímero. Pero quiere decir también que la razón es todo menos la omnipotencia, que es. prudencia y buen sentido, mas también debilidad, cobardía y flaqueza. La ra zón es para Voltaire, a diferencia de lo que será para Hegel, no lo que se impone por sí mismo, sino algo que el hombre debe por su propio esfuerzo conquistar. Esta conquista de la razón, que se esconde y ocul ta de continuo, es lo que constituye precisamente la historia del hombre. La razón no se revela, sino que se descubre; se descubre dirigiéndose hacia ella, a pecho descubierto, descendiendo hasta su pozo y
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procurando convencerla. El mito de la razón oculta es, así, la demostración de esa debilidad y precarie dad del espíritu en que algunos ven hoy su modo de ser frente a la inmensa y aplastante naturaleza, que pesa mucho más y vale mucho menos. El espíritu, la razón y la verdad pueden desaparecer violentamen te, barridos por las fuerzas elementales, a quienes poco iijipórta la llama extremadamente sutil, pero extremadamente valiosa, del espíritu. Si la razón se esconde, ello puede ser atribuido a cobardía, pero también a prudencia, pues sin ese escondimiento desaparecería. El descubrimiento de la razón, su aparición sobre la superficie de la tierra y, desde lue go, sobre una muy escasa superficie, representa, por tanto, para nuestro filósofo y para todos los que, confiando en el valor de la razón humana, descon fían de su poder, el advenimiento de una edad dis puesta para el espíritu. El espíritu se instala en el pe cho de los hombres cuando éstos le han concedido el alojamiento que corresponde a su condición. Mas, ¿quiénes pueden darle alojamiento? La que bradiza fragilidad de la razón y de la verdad, su te mor, su cuidado y recelo, no parecen lo más a pro pósito para que, ya que se deciden a emerger de su pozo, se instalen en el corazón de quienes las hagan servir para fines egoístas. En realidad, la verdad y la razón no pueden, según Voltaire, instalarse en el corazón de nadie. El corazón es la gran mentira, el lugar de la agitación y del cambio, el asiento del va lor, pero también de la vinculación a esa terrible na-^
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turaleza que destruye el espíritu tan pronto como se pone en movimiento. Y el espíritu es todo menos heroico; por eso se esconde ante la crueldad y la lo cura. Quienes pueden darle seguro alojamiento no son, pues, los hombres de corazón, sino los hombres de inteligencia, los que buscan la paz y no la guerra, los que buscan el bien. La arbitrariedad del corazón es la misma arbitrariedad de las pasiones, que tal vez son bienintencionadas, pero de las que hay que desconfiar radicalmente, pues de buenas intencio nes, dice el conocido proverbio, está empedrado el infierno. Voltaire no busca, por lo pronto, la buena intención, sino la intención recta; la urgente necesi dad que tiene de que su creencia sea a la vez una cla ra idea le impide hallar para la verdad y la razón otro alojamiento que no sea el de la mente, que es tal vez fría pero no engañosa. La frialdad de la razón y de la verdad, su parquedad, su poca ternura, son precisa mente para Voltaire la mayor garantía de que jamás han de engañar. El hombre de contradicciones que es Voltaire se nos muestra ya en su prim era visión de una razón áspera y rigurosa, pero que, por su misma aspereza, puede, más que el corazón y el sentimiento, alcanzar la bondad tan buscada. La desconfianza de Voltaire hacia el corazón y el sentimiento tiene su causa, más que en ellos mismos, en el resultado de sus actos: co razón y sentimiento, estupidez y egoísmo, han he cho, hasta el presente, la historia humana. Ahora bien,'tal historia nó es para él más que la historia de
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las desmesuras, pues «la mayor parte del género hu mano ha sido y será durante largo tiempo insensato e imbécil, y acaso los más insensatos han sido los que han querido encontrar un sentido a las cosas absurdas, poner la razón en la locura». «Poner la ra zón en la locura» significa usar de la razón para apoyarlo cjue no es razonable, usar de la inteligencia para encubrir la ignorancia. El descubrimiento de la razón no es, por tanto, suficiente para convertir en civilización la barbarie; por su misma contextura y debilidad, la razón se presta a todo. Puede dar ori gen a la verdad más estricta, pero también a la más monstruosa mentira. Ahora bien, lo que se trata de buscar, tras haberle dado alojamiento a la razón, es lo realmente verdadero; es la verdad. «La» verdad es lo que Voltaire busca en la historia, a la cual quiere podar de todas esas frondosas ramas que para él son la mentira: las fábulas, los mitos, las leyendas. Voltaire busca la escueta verdad de la his toria sin advertir que todo eso que parece adorno y gala, la fábula y la leyenda, pertenecen «también» a la verdad de la historia y, contra lo que pudiera pa recer, a la verdad más desnuda. Si, por un lado, quie re comprender la historia y saber lo que verdadera mente ha pasado en ella, por el otro quiere criticarla. La actitud crítica frente a la historia se halla para Voltaire y para toda la ilustración unida a ese fino sentido histórico que el siglo xviii comienza a po seer frente al grandioso y absolutista racionalismo del siglo XVII. No es casual que quien de tal suerté
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critica el pasado sea capaz de reconstruirlo con tan buena maña; el incansable crítico de las fábulas que es Voltaire, es al mismo tiempo el hombre que puede hablar durante horas y horas de las más diversas y remotas fábulas y leyendas; el hombre que dice que «no hay otra certidumbre histórica que la certidum bre matemática», añade a continuación que todo le es bueno para hacer la historia. «Haré -dice Voltai re- como La Fleche, que se aprovechaba de todo.» Pero aprovecharse de todo es lo más distinto que puede darse de la matemática, esa ciencia de los as cetas; aprovecharse de todo es coger de las cosas todo lo que el matemático descuida: el color, el deta lle, el fondo y el trasfondo, lo que hay y lo que se su pone, lo que parece ocurrir y lo que realmente ocu rre, o, como Voltaire dice casi románticamente, «el espíritu de las naciones». La verdad de la historia es su espíritu; encontrarlo debajo de la apariencia de los hechos resonantes, de los personajes influyentes, del fragor de las guerras y de la astucia de los trata dos, es encontrar lo que la historia es: su verdad. Lo que Voltaire quiere es «leer la historia en filó sofo», y leer la historia en filósofo es para el tiempo en que vive leer el pasado a la luz de la razón y de la crítica. Nuestra época, que, pese a su tan proclama do historicismo, dispara desde la altura de su enor me petulancia los más despectivos requiebros sobre el siglo X IX , al cual, por lo menos, suele calificar de estúpido, y sobre el siglo xviii, al que, a lo sumo, y haciendo grandes concesiones, acostumbra llamar,
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con notable olvido de las propias miserias, ridículo e incomprensivo, nuestra época tiene bastante que aprender de aquellos bienintencionados filósofos, que tal vez filosofaban mal, que acaso eran un poco vanidosos, que iban sin muchas contemplaciones a lo suyo, pero que en ningún momento dejaron de ser lo que algunos de los intelectuales de hoy son cada ñía menos: verdaderos hombres. Y claro está que por ser hombre no ha de entenderse ahora lan zarse todos los minutos a la calle para acuchillar al prójimo; ser hombre verdadero es para el intelectual tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser verdad. Sólo esta enorme e ingenua con fianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendo de que esta verdad sea superficial o profunda, utópi ca o plenamente realizable, exige que el propósito de «leer la historia en filósofo» merezca algo más que la despectiva suficiencia de muchos historicistas. En fin de cuentas, el elogio volteriano de la razón es un poco más sincero y posiblemente algo más valiente que los elogios actuales de cualquier desventurada realidad. Pues también la razón y la crítica, la queja y la utopía son una realidad que hay que tener en cuenta en la historia, la cual no es sólo la historia de las gue rras y de las paces, sino también y muy en particular la historia de los deseos y de los afanes de los hom bres para que haya guerras o para que haya paces. La lectura de la historia en filósofo no significa, por tanto, más que la crítica de una realidad en favor de
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Otra realidad, tan justificada cuando menos como la primera, y para Voltaire, desde luego, mucho más digna: la realidad de la lucha por la luz, por la clari dad, contra la miseria, la oscuridad, la superstición, la exageración, el fanatismo, el desconcierto de las pasiones, la grosería de las fábulas. Todo esto -m ise ria y fanatismo, grosería y desconcierto- pertenece a la historia, y ello hasta tal punto que el propio Vol taire, apresurado desmontador de mitos, llega a pre guntarse si hay algo más que crueldad e infortunio en la historia humana. Cuando Voltaire se lo pre gunta, después de haber producido gran parte de su obra, al cumplir los sesenta y un años de edad, es precisamente cuando irrum pe en su vida la más amarga experiencia: el desastre de Lisboa, el terre moto que asoló a esta ciudad en 1755, cuando la misma naturaleza pareció resistirse a los designios de los reformadores. En realidad, todo lo que Voltai re había dicho y escrito hasta aquella fecha, todo su combate y toda su lucha, habían sido llevados a cabo, dentro de su irónica amargura, con la espe ranza de que hablaba de un pasado, de algo que no podía volver porque empezaba la época en que la humanidad, cansada de tanta indigencia, llegaba a ver un poco claro en sí misma. Ver claro en sí misma significaba para Voltaire saberse en un mundo que podía dominar con su esfuerzo, en un universo del que iba a quedar desterrada para siempre la igno rancia. La identificación del mal con la ignorancia, que había resonado con tanta insistencia durante la
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vida de Voltaire, iba, sin embargo, a quedar muy pronto más que desmentida. Hasta 1755 había en Voltaire casi por partes iguales un poco de ironía, un poco de esperanza y un poco de amargura. A partir de 1755 no le quedaba ya apenas más que la amargura. No es casual que toda la obra fundamen tal de Voltaire, aquella que responde a sus más en trañables* experiencias y no sólo a las exigencias del contorno, sea posterior, en poco o en mucho, a esta fecha, es decir, a esta experiencia. No sólo desde lue go el Poema sobre el desastre de Lisboa, donde afir ma literalmente que existe sobre la tierra un mal cuyo principio nos es desconocido, sino el grueso de su obra histórica, la mayor y la más significativa parte de sus cuentos, la lucha contra el optimismo, que parece una manía, pero que es, en el fondo, para todo buen entendedor, la expresión de una tragedia. A este Voltaire, racionalista desesperado, es al que debe referirse la visión de la historia, que si antes fue la lucha del hombre contra la naturaleza y la pasión de la naturaleza, ahora es ya la lucha contra ese des conocido, mítico y, sin embargo, terriblemente exis tente principio del mal. La historia se convierte, así, para este maniqueo sin saberlo, para este hombre deseoso de una luz que brilla débilmente en el fondo de un insondable abismo, en una cruzada, en una organización de los hombres de buena voluntad dispuestos al rescate del principio del bien. Los maniqueos suponían que en el gran teatro del mundo tenía lugar la más grandio
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sa escenografía metafísica: a cada uno de los princi pios creados por el Dios de la bondad se oponía un principio creado por el Dios del mal; a cada nueva luz, una nueva tiniebla; a cada nueva grandeza, una nueva miseria. De un modo análogo, en el no confe sado maniqueísmo de Voltaire hay una sucesiva y ja más terminada producción de bienes y de males, de alegrías y de desdichas. Pero mientras los maniqueos dejaban que el espectáculo corriera preferentemen te a cargo de los dioses, Voltaire pide una decidida intervención de los hombres. El público, que era simple espectador en la tragedia maniquea, que se alborozaba o sufría con las vicisitudes de las poten cias divinas, abandona su pasividad, sale del patio e irrumpe en el escenario. Lo que hasta entonces se le había pedido era simplemente la resignación o la queja, la actitud angustiosa y expectante hasta ver en qué paraba toda aquella fantasmagoría de luces y de tinieblas; lo que ahora se le pide es cobrar con ciencia de lo mucho que le va en el resultado del conflicto, advertir que su papel puede ser decisivo. Lo que se le pide no es alegrarse o entristecerse, sino intervenir, mezclarse con la gentuza que pulula en el escenario, revolverse quijotescamente contra las fe chorías y los entuertos. Voltaire pide, en suma, pre cisamente porque está desesperado, la intervención. Pero, ¿quién puede intervenir en la historia sino aquel que sea capaz de dar alojamiento a la razón frágil, asustada de puro andar en malas compañías? La buena voluntad no basta; la cabeza clara, bien
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que necesaria, no es suficiente. Sólo el poder que sea a la vez amante de la razón y bienintencionado po drá preservar a la razón, una vez rescatada, de los embates del mal que por doquier la acechan. De ahí esa extraña alianza propugnada por Voltaire y los iluministas de su tiempo, esa sorprendente amalga ma de la sabiduría con la espada, ese al parecer in comprensible ayuntamiento de la ilustración con el despotismo. Sólo cuando hay una unión semejante puede haber para ellos luz verdadera, sin temores de extinción al menor soplo. Ahora bien, tal unión, que es lo más deseable, es también lo más infrecuente; leer la historia en filósofo significa justamente ave riguar en qué raros instantes se ha producido en el escenario del mundo el rescate de la razón y su con servación por el despotismo ilustrado. Por eso hay que hacer la historia buscando todos aquellos indi cios que nos permitan determinar la contribución de cada pueblo a la gran cruzada, no sólo, desde lue go, de cada pueblo de Occidente, sino también de aquellos pueblos y tendencias que, poco conocidos o menospreciados hasta entonces, no han sido me nos decisivos para aliviar el peso tremebundo de la historia: la China ante todo, la India, los árabes, el judaismo racionalista, el cristianismo social. La pre ferencia de Voltaire por la China, a la que supone, como ningún otro pueblo de la tierra, razonable y moderada, coincide con el movimiento de aproxi mación a todos los pueblos de los que se conocía so lamente lo que contrastaba con la propia cultura;
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coincide con el interés por todo lo que se salía del marco de la historia de Occidente, única que había sido tratada, hasta bien entrado el Renacimiento, por los mejores historiadores. La historia occiden tal, la sucesión de los pueblos judío, griego y roma no, envueltos por una nube de bárbaros, es estima da entonces como una de las historias posibles y no como la única. El entusiasmo por una América que comenzaba entonces a perfilarse como una tierra de prom isión para todos los que estuvieran fatigados de vivir en Europa, la imagen idealizada de una Chi na próspera, culta y tolerante, el interés por todo lo humano por el hecho de ser humano, toda esa amal gama de hechos y de esperanzas se encuentra expre sada con la mayor transparencia en la visión histó rica de la ilustración racionalista. Leer la historia en filósofo es, por consiguiente, abarcar la ancha faz de la tierra, describir las costumbres de todos los pue blos y averiguar sobre todo cuál es el fondo de razón que late bajo las supersticiones y los fanatismos. Por eso la visión histórica de Voltaire es, dentro de su concordancia con el cristianismo -ningún occiden tal, aunque se llame Voltaire, puede eludirlo por en tero—,lo más alejado que cabe de la visión cristiana, no tanto por su racionalismo, por su crítica mordaz, como porque, a diferencia del cristiano, ve en la his toria una serie de hechos que se hallan alojados, con relativa independencia, en diferentes espacios y tiempos. El cristiano ve la historia como un crescendo continuo, como una sinfonía que tiene cada vez no
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tas más agudas, que acaba en una inalcanzable fuga; el racionalista de la Ilustración la ve como un con trapunto, como algo que puede ser repetido, repro ducido, redoblado. La repetición no es, sin embar go, la consecuencia de una ley, sino el producto de la intervención de los hombres —de los hombres que, teniendo el poder, son al mismo tiempo ilustrados-. En la lucha entre los principios del bien y los princi pios del mal no hay una Providencia que disponga la victoria de unos o la derrota de otros; si el principio del bien triunfa, es decir, si la luz, la razón y la ver dad consiguen sobreponerse momentáneamente al error, a la ignorancia y a las tinieblas, ello acontece por el aprovechamiento de una coyuntura extrema damente favorable, por un inesperado y magnífico azar. Lo que hay de azaroso en la historia es lo que hay de tremendo, pero también lo que hay de esperanzador, pues el azar y no la fortuna es lo que puede ser forzado. Por eso la obra de los hombres dispuestos a la lucha es tan decisiva, que puede decirse que si ha habido alguna vez épocas que han surgido de la pe numbra en que se encuentra sumergida la historia, ello ha ocurrido sobre todo por esos pocos hombres que las han forjado. En el inacabable contrapunto de la historia han existido, según Voltaire, épocas de este tipo, épocas civilizadas, lo cual significa, en su opinión, épocas en que se ha dado, aunque con bre vedad excesiva, el peregrino ayuntamiento del po der y de la clara luz de la razón que razona sobre lás
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verdades. No es sorprendente que esas épocas, que Voltaire hace ascender, en lo que toca al Occidente, a cuatro, tengan todas un mismo estilo a pesar de sus mutuas diferencias: la edad clásica de los grie gos, el siglo de Pericles y, un poco más allá, la irra diación de la cultura helénica en el Cercano Oriente por la virtud de Alejandro; la edad del esplendor ro mano, la época de Augusto; el desbordamiento de la vida y de la confianza en el Renacimiento, con los Medid; el florecimiento de la ilustración tras el siglo de Luis XIV. Todas estas edades se caracterizan, mi radas con la lupa de Voltaire, por ser la ascensión al poder de los protectores de las artes, de la libre difu sión de las ciencias: Pericles, Alejandro, Augusto, los Medid, el papa Clemente XIV, Catalina de Rusia, Federico II, el Conde de Aranda. Sería equivocado creer que por ello desprecia Voltaire todo lo que lue go se ha considerado como mucho más importante que la protección a las artes y a las ciencias: el bien estar de los súbditos, su elevación moral, la posibili dad de alcanzar una libertad verdadera. Si Voltaire y toda la ilustración ponen con tanto empeño el acen to sobre la primera de dichas obras, es porque creen firmemente que es la condición ineludible para todo lo restante. Sólo porque con el despotismo ilustrado se barren las supersticiones y los fanatismos, sólo porque el que tiene el poder se esfuerza en disipar las tinieblas, podrá un día la humanidad, toda ente ra, y no únicamente los pocos elegidos, participar de la razón.
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El alojamiento de la razón entre los poderosos es así el camino hacia la luz, pero no la luz misma, la cual es, en el fondo, y pese a la poca ternura, una vez más la identidad fundamental de las «experiencias» de Rousseau y Voltaire, el apasionado y el irónico, irónico y no tranquilo, es decir, por debajo de su im perturbabilidad, encubridor de abismales entusias mos, ¿i Voltaire desconfía del entusiasmo, si afirma que el entusiasmo y la razón se unen en muy raras ocasiones, ello es sólo porque cree que el entusias mo es ciego, mas no porque sienta que es inválido. De un modo semejante a la pasión de Hegel, a esa fría pasión que surge de vez en cuando rompiendo la corteza de su implacable lógica, el entusiasmo de Voltaire por las épocas que llama luminosas, por los momentáneos triunfos del principio del bien sobre la ruindad y la miseria de la naturaleza y de la histo ria, es la mejor prueba de que la visión racionalista, tal como él la concebía, no es comparable a un cho rro de agua helada. Y, a su vez, entre los fanáticos no hay únicamente los energúmenos; hay también aquellos que Voltaire concibe como los defensores de la peor especie de fanatismo: «los fanáticos con sangre fría», frente a los cuales sería impotente la ra zón del fiilósofo y la prudencia del gobernante. Estos fanáticos son los verdaderos genios del mal, el as pecto oscuro de la historia, la parte desconocida y terrible de la naturaleza. El maniqueísmo de Voltai re llega de este modo a penetrar inclusive en aquello mismo que parecía estar bien definido: al entusias-
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mo de la ignorancia debe oponerse el entusiasmo del claro conocimiento; al fanatismo de la mentira, el fanatismo de la verdad; a la razón que justifica las tinieblas, la razón que revela la luz; a la naturaleza oscura y misteriosa, la auténtica naturaleza, que es, dice Voltaire, en una frase mitad panteísta y mitad cristiana, gracia de Dios. Hay algo de divino en la naturaleza como hay algo de divino en la historia, mas hay lo divino porque hay, al lado de él, en abierta lucha con él, lo dem o níaco. Sólo la contraposición de los dos poderes hace que pueda haber una historia, la cual no con sistirá así simplemente, como pudiera hacerlo pen sar la letra de Voltaire, en un apartamiento gradual de la naturaleza, en una ascensión progresiva y pau latina hacia el reino de la cultura, sino, como lo hace sospechar su espíritu, en una oposición entre la na turaleza perversa y la naturaleza bondadosa, entre la razón ignorante y malvada y la razón generosa y cuerda. Únicamente así podrá entenderse lo que significa esa «bondad natural del hombre» y lo que quiere decir esa «ignorancia que razona», a la que Voltaire alude con tanta frecuencia. Pues, en úl tima instancia, no es la razón la que derrama su luz sobre el mundo, sino la bondad, la cual es término y objetivo final de toda filosofía. La filosofía de Voltai re y, con ella, su visión de la historia se convierte de esta manera en lo que ha sido muchas veces la filo sofía: no una doctrina, sino una forma y norm a de vida; no un conjunto de ideas, sino un florilegio
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de virtudes. Rescatar la razón del pozo en que vive escondida, ponerla en manos de los poderosos, de los déspotas ilustrados, es mucho. Pero no es todo. Por encima de la protección a las artes y a las cien cias hay la verdad de la historia: la vida sencilla de los hombres que conocen perfectamente lo que los sabios ignoran, que conservan, en medio de un m unddrorrom pido, una bondad natural y una ra zón natural; la vida de los hombres que, como Can dido, no creen vivir al final en el mejor de los m un dos, pero cultivan su jardín. Cultivar su jardín era precisamente la ambición de Rousseau, que busca ba también la bondad de los hombres, la verdad de su naturaleza. Voltaire no confía enteramente en la naturaleza, pero tampoco la rechaza, pues en la na turaleza puede hallarse ese algo divino, que es la ley moral eterna, una ley que no se revela por sí misma, que debe ser tenazmente buscada para que un día, después de las luchas y de las zozobras, le sea posible al hombre cultivar tranquilamente su huerto, su jar dín, es decir, su soledad. Quedarse solo, realmente solo, libertarse de la na turaleza vengativa y de la historia tumultuosa, es la fi nalidad de Voltaire, descubierta a poco que se disi pen las nieblas de su ironía, de sus paradojas y contradicciones. Mas quedarse solo, romper de este modo con la historia y con la naturaleza, es la manera de reintegrarse al reino de la bondad, que admitirá nuevamente la naturaleza y la historia, mas purifica das, depuradas de todo lo que destruye y corrompe.
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Este reino de la bondad no se encuentra, por tanto, como en Rousseau, en la pura y simple naturaleza, ni tampoco, como en los demás ilustrados, en el progreso de la historia, pero justamente porque no se encuentra en una ni en otro puede encontrarse, al final, en ambos. Esto, conducir a una historia y a una naturaleza purificadas, es lo que debe hacer la filosofía, que acaso no instruye ni enseña nada, pero que libera, esto es, salva. La salvación significa ante todo absolución, desprendimiento y rescate, es de cir, desprendimiento del mal, absolución del error, rescate de toda fealdad y de toda miseria. Mas esto no lo puede hacer la filosofía por la sola contempla ción, sino por el combate. Hay en el mundo, por tanto, por lo menos, tres clases de hombres: unos son los que se resignan, los que ponen a mal tiempo buena cara, y éstos son dignos de respeto; otros son los que luchan e intervienen, los que van contra viento y marea, y éstos son merecedores de admira ción; otros, finalmente, son los que no se resignan, pero tampoco luchan, sino que se limitan a quejar se, y éstos son acreedores de piedad y misericordia. Voltaire, que se queja con frecuencia y que se resig na algunas veces, pasa la mayor parte de su vida in terviniendo y luchando. Y acaso sea esta su mejor recompensa, pues la lucha y el esfuerzo, por animo sos que sean, suelen atormentar menos que la nuda contemplación. ‘
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Hegel o la visión absoluta
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En 1870, un siglo después del nacimiento de Hegel y para conmemorar esta fecha, apareció un libro de Karl Ludwig Michelet cuyo título parece un desafío: Hegel, elfilósofo universal no refutado. Este libro, que es, como casi todos los libros, un símbolo, fue escrito justamente en un momento en que, tras una incom parable polvareda, parecía definitivamente muerta la gran construcción intelectual hegeliana. Pero Hegel enseñó ya que nada muere definitivamente y que toda muerte es una negación que vuelve a ser negada. Eludir a Hegel, hacer la zancadilla a Hegel, fue el ideal de un tiempo, en otros muchos respectos admirable, que intentó rehuir todo lo que no puede ser rehuido, todo lo que vuelve. Puede haber en el mundo algunas cosas que, una vez caídas, no se levantan, algunas doctrinas que, una vez dichas, no se repiten. Pero He gel se levanta y se repite, y quien quiera apartarlo de su lado queda prendido,>pdr el simple hecho de ocu: A
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parse de él, en sus invisibles redes. Hegel es el eterno revemint, el que vuelve siempre. Esta constante vuelta de Hegel empieza a resultar comprensible si, pasando por encima del áspero en cadenamiento de sus razones, nos adentramos en la pasión que les dio origen. Lo que entonces vemos es lo que menos puede hacer sospechar la filosofía de Hegel cuando se la mira de soslayo y no de frente: vemos, no una filosofía, sino una religión y aun una mística. No es casual que Hegel manifestara con fre cuencia una singular admiración por Spinoza. He gel ha proclamado alguna vez que la filosofía de Spi noza era insuficiente, esto es, incompleta y, por tanto, no falsa, mas sólo parcialmente verdadera. Fi losofía incompleta porque quiere verlo todo desde el punto de vista de lo eterno sin advertir que tam bién el momento es, a su manera, eterno. Hegel, en cambio, que aspira sin tregua a la eternidad, tiene conciencia perfecta de que ninguna filosofía puede contentarse con ella; la eternidad de Hegel no es, como la de Spinoza, algo que sobrepasa y trasciende tiempo, sino algo que lleva dentro de sí, suspendido y como «absorbido», el tiempo. Porque Spinoza busca la beatitud, que es ausencia de pasión, liber tad plena, vida conforme a la razón y al espíritu; Spinoza busca vivir para la verdad, mientras Hegel aspira a descubrir en qué consiste y cómo se realiza la plena e indiscutible verdad que es el vivir. Sólo porque el vivir pura y simplemente es verdad puede Hegel encontrar lo que Spinoza comenzó a ¿í s
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entrever al final de su profunda religión filosófica: una esencia que fuera al mismo tiempo una existen cia, un espíritu que fuese a la vez palpitante vida. Por eso es Hegel, como su fiel discípulo proclamó, el fi lósofo no refutado, no porque sea indestructible su filosofía, sino porque hay en su experiencia algo que permanece en pie en medio de las ruinas de toda filosofiWEl eterno retorno de Hegel es el resultado de esa buscada unión de la verdad con la vida, de lo pe recedero y contingente con lo inmortal y necesario. En esta unión, cuyo fruto final se llama Ideal, ad quiere la filosofía de Hegel su más preciso carácter. Feuerbach dijo una vez que en todo el pensamiento de Hegel alentaba el fantasma de la teología. Sería más exacto decir que todo el pensamiento de Hegel es, en su entraña, teología, pues la Idea, el principio, nudo y desenlace de la tragedia filosófica hegeliana, no es sino, como Hegel paladinamente declara, el desenvolvimiento de la divinidad. Desenvolvimiento que, por otro lado, no debe ser interpretado en un sentido exclusivamente panteísta, bien que el panteísmo pueda ser una de sus con secuencias, pues la filosofía de Hegel es como el pro fundo pozo de donde se saca, a mejor conveniencia, la madera y el fuego que ha de quemarla. Lo que He gel llama Idea es, ciertamente, el aspecto metafísico de lo que llama Dios el religioso, pero lo que la Idea proyecta, la Naturaleza y el Espíritu, sólo en cierto sentido son divinos. La divinidad del mundo y de lo finito radica únicamente en su aspiración a reconci-
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liarse con la realidad absoluta de la Idea, en su ten dencia a salvarse de su fínitud y contingencia, en su afán de perpetuarse. En el intrincado juego que la Idea juega consigo misma se va creando conflictos para tener el gusto de resolverlos. Crearse conflictos parece así la misión de una realidad que se presenta, ante todo, como algo que no necesita de nada más que de ella para subsistir en buena paz y armonía. Crearse conflictos parece, a primera vista, una de las habituales imaginaciones del ingenio germánico. Pero sólo a prim era vista. Si la Idea se crea conflic tos, si, desde su primitivo ser en sí misma, se des pliega en la Naturaleza y en la Historia para volver a sí misma, después de haber vencido las resistencias que, en el curso de su despliegue, se había opuesto, ello es porque, pese a su tan proclamado carácter absoluto, la Idea se siente desolada. Preguntarse por qué la Idea necesita crearse estos innumerables con flictos que se crea, equivale, por tanto, a preguntarse p or qué Dios, que no tenía necesidad del mundo, ha creado el mundo y quiére luego purificarlo. En su estado primitivo, antes de toda existencia que no fuera la propia. Dios y la Idea parecen haber tenido un día conciencia de que no se bastaban a sí mismos o, si se quiere, de que su verdad era solamente una verdad a medias, de que su vida se agotaba bien pronto en la jamás alterada identidad de su ser con sigo mismo. Una filosofía que no sea la de Hegel puede responder a esta pregunta diciendo que Dios h a creado el mundo por amor o por la propia, libé
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rrim a e inescrutable voluntad de crearlo. Pero una filosofía como la de Hegel no puede responder de modo tan arbitrario, o tan caritativo, a tan inquie tante pregunta; la creación del mundo por Dios o, dicho en términos metafísicos, el autodesenvolvimiento de la Idea, no es algo arbitrario, sino necesa rio. Estaífiecesidad no puede ser otra que la insufi ciencia de la primitiva Idea, que la urgencia que la Idea tiene de salir de sí misma para ver si hay, en ese fuera de ella que es en sí misma, algo que pueda complacerla. Lo que la Idea encuentra en esta salida de sí, es, por lo pronto, lo opuesto a ella; al salir de sí misma, la Idea se enajena, se pone fuera de sí y pier de su primitiva cordura. Mas la primitiva cordu ra de la Idea, su estar, quieta y sosegadamente, en sí misma, era la cordura del inocente, del que cierra los ojos ante el error, la maldad y la culpa. La bon dad de la Idea era, por así decirlo, la del que no se ha encontrado con el mal y, por tanto, no ha podido ni sucumbir a él ni vencerlo. La bondad y la pureza del inocente son siempre menos valiosas que la bondad y la pureza del que ha conocido el mal y, en vez de huir de él, ha iniciado con él un movido y dramáti co diálogo. Sólo el que ha vivido en medio del error y de la culpa, sólo el que ha tenido la experiencia del mal, es decir, sólo el que se ha vuelto una vez loco puede ser al final, cuando ha regresado sobre sí mis mo, definitiva y plenamente cuerdo. Esta plenitud de ser, de serlo todo, sin ser al mismo tiempo nada más que sí mismo, es justamente lo que hace que la
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Idea, esto es, aquella realidad que de nada ajeno ne cesitaba, se decida a salir de ella y a proyectarse, como Hegel dice, en el elemento de lo contingente y finito. «La Idea es todo menos puritana»; quiere ex perimentarlo todo, crearse toda suerte de conflic tos, porque solamente así alcanzará su plena verdad. Este tenaz enajenamiento de la Idea comienza ya, por consiguiente, mientras está en sí misma, mien tras se mueve desembarazadamente por el terreno familiar de la lógica. La Idea comienza a enloquecer dentro de su cordura y en su extraña demencia salta del ser a la nada, de lo uno a lo múltiple, de la cuali dad a la cantidad, de la esencia al fenómeno, bus cando siempre aquello que, anulando lo negado, pueda al propio tiempo conservarlo, un poco al modo como lo olvidado permanece. Esta primera locura de la Idea, que ni siquiera en su ser en sí po día reposar tranquila, anuncia ya lo que será su ulte rior extrañamiento, su autodestierro, su más aven turada peripecia. De modo análogo a las finezas que de enamorado hizo Don Quijote en Sierra Morena, la Idea nos anuncia, por los desafueros que comete en el terreno de la lógica, lo que hará en mojado si ha hecho esto en seco. Al enfurecerse, la Idea se contra dice a sí misma y vuelve a concordar consigo misma en una serie precisa de afirmaciones, negaciones y reafirmaciones de lo negado, pero en todo ello no llega tan lejos como para sentir que su ser peligra. Al hacer finezas en seco, la Idea sigue ensimismada, y toda aquella fantástica pirueta de la lógica no era.
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por lo visto, más que un saludable ejercicio domés tico. La Idea no corre todavía grave peligro, no se ha encontrado tan distante de su propia casa como cuando al salir resueltamente de sí misma, se ha convertido, casi mágicamente en Naturaleza. La Na turaleza es la alteridad, el ser perfectamente otro de la Idea, el punto de máxima tensión en esa armonía de lo antagónico que Heráclito vio ejemplificados como imágenes de todas las cosas, en el arco y la lira. Al apartarse de su ser, de su tranquilidad, de su ino cencia, la Idea se pierde, se extravía, queda des orientada y pervertida. El elemento en que la Idea se descarría no es, sin embargo, otra cosa que ella mis ma; la Idea se vuelve, en suma, loca, se enfurece, se altera, pero sin dejar de ser ella. El alboroto de la Idea al llegar a la Naturaleza, ese asombroso conflic to que se crea aparentemente sin necesidad alguna, era, con todo, absolutamente necesario. En su com pleta alteridad y enfurecimiento encuentra la Idea lo que tenía en sí misma sin saberlo, porque la locura, la alteración y el alboroto no son muchas veces sino una forma de descubrirse, de revelarse con esa clari dad de la embriaguez tan parecida a la claridad del relámpago. Al volverse otra, al llegar hasta lo mecá nico y lo inorgánico, descubre la Idea lo que era an tes de haberse desplegado; el objeto, el desenvolvi miento en el espacio. Pero justamente en el mismo instante en que ha alcanzado los confines de sí mis ma, en que se encuentra absolutamente perdida y desorientada, comienza la Idea a aplacarse, a volver
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de nuevo, enriquecida con todas sus experiencias, hacia sí misma. La Naturaleza era lo que no estaba sometido a razón, lo particular y diverso, mas de una particularidad y diversidad tan monótonas que su contemplación, dice Hegel, llega a producir has tío. En cambio, desde el momento en que la Idea ha dejado de ser extraña a sí misma, esto es, desde el momento en que nace, con lo orgánico, lo íntimo y subjetivo, el hastío es sustituido por un entreteni miento continuo, por una diversión interminable. En la Naturaleza se encontraba la Idea, por decirlo así, encadenada, no porque estuviera sometida a le yes, sino porque no obedecía a ley propia, a exigen cia íntima. Lo que la Idea encuentra al salir de sí misma es, ciertamente, una grande y necesaria ex periencia, pero también un castigo; al convertirse en Naturaleza, al extrañarse de sí misma, al expa triarse, la Idea se descubre como un error, y por eso comienza a emprender, como dice Hegel, un duro y enojoso trabajo contra sí misma para volver a ser lo que antes era sin saberlo y ahora será con plena, per fecta y satisfecha conciencia. Pues el fin de toda esa enorme y dilatada exploración que la Idea realiza hasta los más remotos confines de sí misma no es otro que el de reconquistar, de modo definitivo, su perdida libertad. Conquistar la libertad, replegarse sobre sí misma para llegar a ser verdaderamente ella misma, sin enajenamientos ni alteraciones, es la misión de la historia, cuyo protagonista es lo que surge de la Na
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turaleza en el instante en que hay en ella algo más que mera existencia vegetativa: el Espíritu. Espíri tu que no debe ser entendido, por otro lado, como una vaga abstracción o como una pálida quimera. El Espíritu no es nada abstracto, sino, por el contrario, algo entera e inmediatamente concreto, vivo, activo, palpitante. Tal realidad, cuya hazaña consiste, según Hegel, en saberse y conocerse, se presenta, por lo pronto, como algo no realizado, como un programa y una promesa. En el momento en que la Idea co mienza a desandar lo andado, surge de la misma Naturaleza, como brotada de ella, una voluntad de conocerse, única manera de llegar a ser lo que el Es píritu quiere ser ante todo: libre. El Espíritu quiere, por el momento, libertarse de la Naturaleza que le sostiene y, a la vez, le oprime; la Naturaleza, que es el reino de lo contingente, es a la par el reino de la es clavitud y la dependencia, pues lo contingente no es para Hegel precisamente lo libre. La noción de liber tad que aquí encontramos coincide sólo de manera parcial con lo que solemos entender por tan indefi nible palabra cuando soplan dentro de nosotros los vientos de nuestra mediterránea anarquía. Libre no es para Hegel quien hace lo que quiere, sino quien hace lo que debe hacer para realizar su esencia. La li bertad de la historia no es, por tanto, la mera contin gencia, el azar, o el acaso; la libertad de la historia es cumplimiento inexorable del fin, sumisión a sí mis mo, conocimiento cabal de lo que el espíritu es verr daderamente una vez se ha desprendido dé los ten
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táculos de la Naturaleza. Por eso dice Hegel que el progreso en la conciencia de la libertad, en que se resume la peregrinación del Espíritu hacia sí misrno, debe ser conocido en su necesidad. La Natura leza puede hacer toda suerte de locuras, porque la Naturaleza no es más que la vesania de la Idea. La historia, empero, no puede hacer locuras; el desen volvimiento de la historia, es decir, la realización del ser esencial del Espíritu, exige una sumisión riguro sa a sí mismo, una inflexible disciplina. El que está fuera de sí cree ser libre porque imagina en la em briaguez de su arrebato las más extrañas fantasías; en realidad, sólo el que está en sí mismo, el que se li bera de lo externo, de cuanto es extraño y ajeno a él puede considerarse libre. La libertad es así, para esta concepción teutónica y hegeliana, la necesidad in terna; no la alegre contingencia, sino la penosa y es forzada conciencia de la propia necesidad. Definir la historia como el progreso en la con ciencia de la libertad no equivale, por consiguiente, a considerar el progreso histórico como una marcha al final de la cual estaremos todos, según nuestro sentir mediterráneo, anárquicamente libres. Quien alcanza la libertad es, ante todo, el Espíritu, que se despliega en la conciencia humana, el Espíritu uni versal, protagonista de la vuelta de la Idea hacia sí misma. Tal Espíritu comienza, por lo pronto, por ser mero apéndice de la Naturaleza; en el instante en que surge lo individual y orgánico aparece el umbral de la subjetividad, la figura vacilante del Espíritu
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subjetivo, que está en sí mismo, pero que no se ha desarrollado enteramente porque no ha tenido una historia. La historia es, a su modo, también una lo cura, pero no la locura de la Idea al volverse Natura leza, sino la locura del Espíritu que necesita fortale cerse, salir de su satisfecha intimidad y habérselas con la cruda intemperie. La historia es así también una gráñ experiencia de la cual se conoce ya el resul tado, pero con un conocimiento imperfecto. El re sultado necesita, en efecto, no sólo ser conocido, mas también vivido. La historia termina con la libe ración definitiva del Espíritu; con la conversión del Espíritu objetivo en Espíritu absoluto, esto es, según luego veremos, en vida perfectamente cumplida, en bienaventuraza eterna. Mas alcanzar la eterna bie naventuranza, la vida imperecedera, no es posible sin pasar por el dolor, el sufrimiento y la muerte, sin que la Idea, que estaba en un comienzo tan apacible y sosegada, no haya pasado por esa experiencia que es la Naturaleza y por esa enorme peripecia que es la Historia Universal. Mas ¿cómo se realiza esta aventura que, más que evolución de un Espíritu, parece desbordamiento de la Naturaleza, desencadenamiento de todas las vehemencias y pasiones? ¿Cómo es posible que haya en toda esta extraordinaria confusión de hechos y de pueblos, de rivalidades e intereses, de gestas y sueños, la interna e implacable evolución de un Es píritu? ¿No estará ese Espíritu, que bracea para mantenerse a flote en el mar sin fondo de las óposi-
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ciones y contradicciones, en peligro de perderse para siempre? Para Voltaire, cuyo racionalismo tenía, al fin, per fil y medida, el espíritu y la razón se mantenían ocultos precisamente para no sucumbir ante los em bates de la pasión y del fanatismo. Su misión era, en todo caso, iluminar lo humanamente iluminable, insinuarse, bien resguardadas las espaldas, con el fin de apaciguar los ánimos y mostrarles hasta qué punto era desatinada y absurda la discordia. El Espí ritu era, en suma, para Voltaire, el que servía al tirano para que fuera, dentro de su tiranía, lo más discreto posible. Para Hegel, en cambio, cuyo racio nalismo no tiene contorno, el Espíritu no puede es tar al servicio de ningún tirano porque él mismo es el dictador y el tirano. La dictadura hegeliana del Es píritu es así algo muy distinto de la razón volteriana, que es cualquier cosa menos absoluta imposición, abusiva y despótica autocracia. Si, como Hegel dice, «la idea universal no se entrega a la oposición y a la lucha, no se expone al peligro», permaneciendo «in tangible e ilesa», este situarse al margen del tumulto real de la historia no es, como en la razón volteriana, el resultado de la impotencia o, en otros términos, de la finura y sutileza del Espíritu. El Espíritu de He gel, que no entiende de sutilezas ni de finuras, se si túa al margen de la lucha simplemente porque pue de dominar, sin otro instrum ento que su voz, esta terrible lucha. Las pasiones, los intereses, los egoís mos, las fuerzas irracionales y oscuras no son ex
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cluidas de la realidad de la historia. Los golpes que en la lucha recibe lo particular de la pasión han sido astutamente calculados por la Idea; son, como Hegel dice, ardides de la razón. Por eso un indivi duo que cree obrar por su propio interés y según su propio apasionamiento, no hace, en rigor, más que seguirlos dictados de ese tiránico Espíritu, que oculta étrostro, mas no precisamente por miedo. El Espíritu de Hegel, la razón que es sustancia de la his toria, forma, según dice Hegel en un párrafo sobre cogedor, los individuos que necesita para realizar su fin. Toda esta extraordinaria confusión de la historia no es, por consiguiente, sino la ininterrumpida evo lución y peregrinación de un Espíritu en busca de su libertad, esto es, de su autosuficiencia. El Espíritu quiere bastarse a sí propio, y por eso necesita hacer se, desarrollarse en una serie de fases cuyos nom bres corresponden a cada uno de los grandes pue blos que han llenado la historia. Lo que diferencia la evolución histórica de la evolución orgánica es que mientras ésta tiene lugar de un modo pacífico y so segado, la primera es constante y denodado esfuer zo, agitación frenética para deshacerse de la Natura leza, para aproximarse lo más posible al final de su camino: a la Idea absoluta. Pero la historia surge únicamente cuando el Espíritu comienza a saberse a sí propio y ha abandonado la existencia orgánica. Mientras hay ignorancia de la libertad, es decir, del bien y del mal, no hay propiámente historia, sino
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prehistoria, tímida vacilación entre la Naturaleza y el Espíritu. Objeto de la historia es sólo la presencia del Espíritu, que pasa infatigablemente de un lugar a otro, de un pueblo a otro, de uno a otro Estado. El paso de un Estado a otro no tiene lugar sólo cuando un pueblo ha desaparecido completa y definitiva mente del haz de la tierra; lo que importa al Espíritu no es la existencia efectiva de un pueblo, sino el gra do de superficialidad o de profundidad con que cada pueblo ha concebido lo que es el Espíritu. La carrera del Espíritu hacia la deseada libertad se efec túa, pues, a través de una serie de pueblos en cada uno de los cuales hay, según avanza el tiempo, una mayor conciencia de que el Espíritu alienta en ellos. Pero el Espíritu no se detiene nunca porque, en el fondo, poco le importan los pueblos en que se sus tenta. El fin de cada pueblo es revelar el Espíritu; «alcanzado este fin», dice Hegel, «ya no tiene nada que hacer en el mundo», pues una vez desaparecido del escenario de la historia le queda únicamente la duración formal, pero no la verdadera existencia. Un pueblo existe auténticamente sólo cuando lleva el Espíritu en su entraña, cuando tiene algo que ha cer en la Historia Universal. Por esta reducción de la historia a la peregrina ción de un Espíritu que va en busca de su libertad, Hegel se aproxima a ella con la actitud de un hom bre dispuesto a no hacer concesiones, diciéndose li teralmente, tras razones tan soberbias, que todo esto es «el apriori de la historia al que la experiencia
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debe responder». Escribir la historia significa para Hegel tener una idea precisa de lo que en ella verda deramente ha acontecido. Y lo que verdaderamente ha acontecido en la historia es simplemente la re conciliación del Espíritu con su concepto o, si se quiere, la eliminación del reino del Espíritu de todo lo quetno sea Espíritu, la radical e implacable espiri tualización del Espíritu. Tal llegada del Espíritu a sí mismo, se efectúa, dice Hegel, por fases: en la pri mera de ellas, que corresponde en la historia a los pueblos orientales, el Espíritu se halla todavía pren dido en las redes de lo natural y directamente vincu lado a él. La sumersión en la Naturaleza significa que el Espíritu ha alcanzado sólo de un modo muy relativo la libertad anhelada. En esta época, que puede llamarse la infancia del Espíritu, hay todavía poca conciencia de lo que éste es capaz de hacer en su desenfrenado curso por la historia; en realidad, más que en el Espíritu se confía en la Naturaleza, en la omnipotencia de lo natural, que es para esta pri mera fase vacilante lo verdaderamente sustancial y sólido. En la primera fase de la evolución del Espíri tu hay sólo un hombre libre: el déspota, el que cono ce la coincidencia de su voluntad con la voluntad de ’ la sustancia del Espíritu, aquel a quien los demás hombres están particularmente sometidos. La li bertad del Espíritu coincide con la libertad del dés pota, pero tal libertad es bien menguada si se consi dera desde el punto de vista del acto final del drama histórico. Por eso a la prim era fase infantil, en que
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reina la unidad del Espíritu con la Naturaleza, suce de la segunda fase, que es, dice Hegel, la fase de la re flexión del Espíritu sobre sí mismo, la fase de la se paración. En ella comienza el Espíritu a saberse, a conocer que existe y que se realiza, a aproximarse al final de su evolución, a su identificación o reconci liación con su concepto. Ésta es la fase de la juventud y de la virilidad, manifestada respectivamente en el mundo griego y en el mundo romano. La diferencia entre ambos es también una diferencia en el camino hacia la conquista de la libertad, pero esta libertad se alcanza justamente cuando el hombre ha dejado de vivir desde sus propios y particulares intereses para realizar sus fines a través del Estado. La apari ción de un verdadero Estado es la condición necesa ria para la casi definitiva desvinculación del Espíri tu respecto a la Naturaleza, pues en el Estado tiene lugar la concordancia del Espíritu subjetivo con el objetivo, del interés particular con el general, del in dividuo, cuya anarquía es una manifestación de la contingencia de la Naturaleza, con la sociedad, cuya disciplina es revelación auténtica del Espíritu. Mas, en rigor, tal conciliación sólo puede lograrse de un modo efectivo y definitivo en la tercera y última fase de la historia, en la fase del m undo cristiano, que éste es el nombre que da Hegel al mundo germánico. Mundo que comprende, a su entender, el Occidente entero, pues el espíritu germánico es, según Hegel, el espíritu del m undo m oderno. En este m undo se insertan el Imperio bizantino, la época de las inva
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siones, la expansión del mahometismo, el Imperio de Carlomagno, la Edad Media, el Renacimiento, la Reforma, la consolidación de los Estados europeos y, finalmente, los cursos y recursos de la Revolución Francesa. Todo este increíble amontonamiento de hechos y de vicisitudes no son para Hegel sino dife rentes etapas de una misma y única fase histórica, la fase átela, madurez del Espíritu. Madurez y no senec tud, porque el Epíritu, no vive en ella del pasado, como el individuo, sino en un presente que engloba todo pasado. Al llegar al mundo germánico, el Espí ritu comienza a vivir, por vez primera, después de su largo destierro, de su propia entraña y sustancia. El Espíritu no necesita ya de nada más que de sí mis mo; alcanza la verdad de su ser, pero no todavía la cumplida tranquilidad. El Espíritu va, pues, a lo suyo, sin interesarse por nada más que por él, pues él mismo es el fin de su ac tividad, el objetivo de su existencia. El salto de uno a otro mundo, el paso de una fase a otra, no es así más que el repliegue sobre sí mismo, pero un repliegue que es para él la más aplastante victoria. El egoísmo del Espíritu no es, empero, exclusivamente, el com pleto desinterés por todo lo que no pertenezca a su reino; el Espíritu se satisface, pero satisface a la vez al pueblo en que encarna. El Espíritu del pueblo, de Hegel y del romanticismo alemán, es así algo muy parecido y, a la vez, algo muy distinto del espíritu de las naciones, de Voltaire y de la Ilustración francesa. Para éstos, el espíritu de las naciones es lo que hay
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en ellas cuando se ha puesto aparte todo lo acciden tal; es, por decirlo así, el perfume de la historia, su más oculta y secreta cualidad, su quintaesencia. Por eso el espíritu de las naciones es lo que nunca se pierde, lo que jamás se marchita. Para Hegel, en cambio, el espíritu del pueblo es esencialmente pe recedero; nace, vive y muere como un individuo na tural y acaba pereciendo en el puro goce de sí mis mo. El espíritu del pueblo no es sino el instante maravilloso y único en que el Gran Espíritu, el Espí ritu universal y absoluto, reposa en él y le hace al canzar sus propios fines. Mientras el pueblo posee espíritu, tiene una absoluta e irreprimible necesidad de vivir. Cuando el Espíritu se ha retirado de él para pasar a otro, la necesidad se convierte en hábito, pues el Espíritu ha conseguido ya lo que quería. El pueblo elegido durante unos momentos por el Espí ritu alcanza entonces la tranquilidad, el externo so siego, pero desaparece del área de la historia. La vida ha perdido entonces, dice Hegel, su máximo y supremo interés, un interés que solamente puede hallarse allí donde hay lucha, antítesis y contradic ción. La historia de que Hegel habla en su tiránica vi sión absoluta no coincide, pues, exactamente con la historia de que nos hablan los puntualísimos histo riadores. Historia es sólo para Hegel la evolución del Espíritu y su lucha para Üegar a ser sí mismo, para desvincularse de la oprimente naturaleza y hacerse libre. Todo lo que no sea esto, debe ser descontado.
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Por eso no pertenecen a la historia ni las épocas más primitivas, en que no hay Estado, ni las épocas mo dernas, en que no hay agitación del Espíritu; por eso no pertenecen a la historia ni los pueblos que ama necen, ni las pálidas civilizaciones crepusculares. Para pertenecer a la historia importa poco el brillo externio, ló que la Ilustración comenzó a llamar, no sin cierta embriaguez, avance y progreso. Bajo la capa del progreso puede esconderse lo más prim iti vo y lo más caduco, la esperanza de ser y la nostalgia de haber sido; bajo la capa del progreso puede haber mera prehistoria, vida al margen de la actividad esencial del Espíritu. De ahí las increíbles afirma ciones de Hegel sobre América, a la que veía como la invasión de los restos de Europa, la roturación de nuevas tierras, la dispersión continua. América es taba entonces para Hegel vacía y al golpear sobre ella oía el filósofo un sordo rum or de cosa hueca. Era, en sus propias palabras, el país del porvenir, y por eso no interesaba al filósofo, que es el hombre que no hace profecías, sino que se atiene a la razón, es decir, a lo que ha sido, es y será eternamente. América era, en suma, para Hegel, una pasión en busca de una razón a la cual servir, una naturaleza espléndida, pero una naturaleza, es decir, como toda naturaleza, una locura. Pues todo lo que no es historia es locura, y aun la propia historia no es sino la locura de la Idea que se va dando cuenta de sí misma, que se va volviendo cuerda paso a paso. Tal cordura es ya evidente desde
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el momento en que surge, con la ética objetiva, la familia y la sociedad, pero solamente entra en una fase decisiva y realmente esperanzadora cuando se apa cigua la lucha interna entre la sociedad y la familia, cuando surge el Estado. Lo que Hegel dice sobre el Estado es, ciertamente, lo que puede esperarse de un hombre a quien un Estado de su tiempo -el pru siano- ha convertido en filósofo oficial, esperando, sin duda, que la definición de la filosofía como el co nocimiento de que el mundo real es tal como debe ser, salga al paso de todo intento de radical reforma. Pero una definición como ésta es siempre una peli grosa espada de dos filos. Hegel se lanza, en efecto, a una fantástica divinización del Estado, y dice, entre otras cosas aterradoras, que «sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional», que «el hombre debe cuanto es al Estado», que «todo el valor que el hom bre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene m e diante el Estado». El Estado se convierte de este modo en el único poder real de la historia, en el ver dadero portador del Espíritu, en esa extraña liber tad objetiva que parece consistir, para el hombre de carne, hueso y alma, en recibir, sin pronunciar pala bra, las más apabullantes palizas. Mas si todo lo que es, debe ser, o, en otras palabras, si todo lo racional es real y todo lo real es racional, también deben ser, porque son efectivamente, la queja, la rebelión y la utopía, y esto es lo que hubiera contestado Voltaire a Hegel con su habitual desenfado, cosa que le hubiera valido ser inmediatamente expulsadp de la Univer
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sidad berlinesa como un huésped demasiado im pertinente. La impertinencia, sin embargo, era y si gue siendo una verdad de la historia, y esta verdad no queda destruida por el simple hecho de ser ex pulsada de las aulas. Al hablar tan elogiosamente del Estado, Hegel intentaba conferir el carácter divino a un Estadg y a una situación de hecho por el mero hechrfde serlo, pues tal situación era para él la reali zación del plan de Dios en el gobierno del mundo, el necesario resultado del desenvolvimiento de la his toria. Lo que se hallara fuera de él, fuera de la dura y despiadada organización del Estado, era realidad impura, realidad corrompida que requería ser sal vada, y por eso Hegel dice que la filosofía no es un consuelo, sino una purificación de lo real y un reme dio para toda injusticia aparente. Pero la injusticia no es jamás aparente, sino positiva, efectiva y con creta, y sólo el filósofo que no sienta hasta qué punto la razón es impotente podrá considerar como apa rente la injusticia. Éste es uno de los muchos incon venientes que tiene el haber sido nombrado una vez filósofo oficial. Mas estas que Unamuno -tam bién condenado a ser expulsado, por impertinente, de las sagradas au las- llamaba exigencias del cargo, no logran nunca ocultar enteramente la pasión que hierve bajo la he lada corteza de las razones hegelianas. Esta pasión es, como se ha indicado, la pasión por una esencia que fuera al mismo tiempo una existencia, por una razón que fuera a la vez desbordante entusiasmo,
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por una vida que fuera constante trato y victoria so bre la muerte. Esta vida es el fondo de la esperanza de Hegel, el cual busca la razón de ser de todas las cosas, pero piensa que hay algunas cosas que no tie nen una razón de ser y que, sin embargo, son a lo mejor las cosas que nos consuelan. Pues si la Natu raleza y la Historia tienen una razón de ser en virtud de la necesidad que la Idea absoluta tiene de salir de sí misma y de volver a sí misma, no hay ninguna ra zón para que la Idea absoluta sea. No hay ninguna razón, pero sí una pasión que la hace ser, es decir, hay en el fondo, tras el filósofo oficial que fue Hegel, una esperanza. La Idea absoluta, convertida en Es píritu absoluto, es, finalmente, el regreso de la Idea a sí misma, el bien merecido descanso. Pero tal des canso no hubiera sido posible sin un trabajo previo, y por eso el Espíritu absoluto, al recobrar su cordu ra, no permanece lo mismo que antes, es decir, no deja de haber vivido enajenado. De no haberse deci dido a salir de sí misma^ de no haber habido, por virtud de la genial locura de la Idea, una Naturaleza y una Historia, la Idea hubiera estado tranquila, mas no satisfecha. La tranquilidad de la Idea en su primi tivo estado era la tranquilidad del que cierra los ojos para no contemplar las miserias. Su tranquilidad al final de los tiempos es, en cambio, la paz y el sosiego del que ha vivido mucho, del que ha triunfado de la muerte, saciado de hechos y de días. Y sólo una vida que ha triunfado de la muerte, que se ha enfrentado con ella, merece la pena de ser vivida. La Idea'que
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está en sí misma, antes de haberse alterado, es tam bién vida, mas una vida semejante a la de la semilla o a la del capullo, una vida que no ha sido todavía, como Hegel diría, refutada. La Idea que vuelve a sí misma, por el contrario, el Espíritu absoluto, que ha cometido todo género de desmanes y desvarios, es vida mil veces refutada, y, por consiguiente, vida eterna, vida imperecedera. Así lo dice, por lo me nos, Hegel al final de la Lógica, cuando abandonan do los razonamientos comienza a dar cuenta de sus místicas visiones: todo lo que no sea Idea absoluta, dice, es error, oscuridad, opinión, arbitrariedad, ca ducidad y muerte; sólo la Idea absoluta es ser, vida auténtica, verdad que se conoce a sí misma, entera y plena verdad. Así termina la historia, con la conquista de lo libre y de lo verdadero, con el triunfo sobre la muerte, siempre al acecho. Para llegar a este final todo ha servido; la verdad tanto como la mentira, la justicia tanto como la injusticia, la inocencia tanto como la culpa. Todo ha sido provechoso para este Espíritu en el camino hacia sí mismo: los individuos, que han sido medios, y el Estado, el Derecho y la religión que han sido materiales. La historia termina con la realización de la idea de la libertad, que sólo existe, dice Hegel, como conciencia de la necesidad. Mas esta conciencia resulta, en última instancia, insufi ciente, y toda esta fantástica marcha del Espíritu, que Hegel llama la justificación de Dios en la histo ria, la verdadera teodicea, resulta, en realidad, un
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poco triste. Por eso Hegel, que advierte más de una vez esta tristeza, hace term inar la historia con su misma vida, la filosofía con su misma filosofía. Que la historia no haya terminado todavía, que aquel su puesto final haya sido una falsa alarma, nos hace sentir ahora a nosotros, a más de cien años de dis tancia de Hegel, una desesperación y, al mismo tiempo, un consuelo: desesperación porque, por lo visto, aquella eterna vida prometida por la Idea está aún en una vaga lejanía; consuelo, porque mientras luchamos con el error y la culpa, con la desgracia y la miseria, tenemos la posibilidad de aumentar, con la experiencia, la plenitud de nuestra vida, de ver, de saber y de vivir algo nuevo. Vivir para ver pa rece ser la divisa de un mundo al cual no cesamos de ultrajar, pero en el cual cada uno de nosotros se es fuerza por mantenerse. Pues, como dijo (creo) Santayana, este mundo es una gran calamidad, pero lo peor es que no se puede vivir siempre en él.
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índice
Prefacio a la nueva e d ició n ..............................
7
La unidad de las cuatro visiones......................
15
1....................................................................... II....................................................................... III.......................................................................
17 19 28
San Agustín o la visión cristian a.....................
35
Vico o la visión renacentista............................
63
Voltaire o la visión racionalista.......................
87
Hegel o la visión absoluta................................
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