John Stott
La Biblia ¿es para hoy?
Ediciones Certeza ABUA Buenos Aires, 1994
Otros títulos de John Stott en Certeza: © 1994 Ediciones Certeza ABUA 1a edición 2 10 94 ISBN 987-683-044-9 Queda hecho el depósito que marca la ley 11723. Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización de los editores. Las referencias bíblicas corresponden a la Versión Reina Valera Revisada, 1960; en algunos casos se cita Versión Popular, Dios habla hoy hoy, 1983 VP.
Ediciones Certeza abua es la casa editorial de la Asociación Bíblica Universitaria Argentina Argentina ( ABUA), un encuentro de estudiantes, profesionales y amigos de distintas iglesias evangélicas que confiesan a Jesucristo como Señor, y que se han comprometido a ejercer un testimonio vivo en las universidades del país. Informaciones en: Bernardo de Irigoyen 654, (1073) Buenos Aires. Teléfono (01) 4334-8278.
Presentación Hoy, toda forma de autoridad está siendo cuestionada: la autoridad de la familia y de los padres, la autoridad de la escuela y la universidad, la autoridad del estado, de la iglesia, de la Biblia y aun la autoridad de Dios mismo. Sin duda, es legítimo protestar contra las autoridades opresoras; pero hay una diferencia entre tiranía y autoridad, y el cristiano no puede aceptar la abolición total de la autoridad. Es preciso, por lo tanto, reconocer la verdadera autoridad. Los evangélicos declaramos que Jesucristo es Señor y que gobierna a la iglesia por medio de la s Escrituras. La tradición y la razón son importantes, pero están subordinadas a la autoridad suprema de la Biblia. Pero, ¿por qué aceptamos la autoridad de la Biblia?
Así iniciaba John Stott una serie de conferencias dictadas en 1985 en Quito, Ecuador, por invitación de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos en América Latina (CIEE). Este libro reúne esas exposiciones, en las que, con la claridad y precisión que caracterizan a este maestro de la Biblia, Stott analiza las razones por las cuales la Biblia es, hoy y siempre, el libro que nos revela la persona y los propósitos de Dios. Si realmente creemos que la Biblia es para hoy porque Dios sigue revelándose en ella, nuestro desafío es proclamar un mensaje auténticamente bíblico y a la vez pertinente a la realidad del mundo contemporáneo y de nuestro continente. Esperamos que estas ponencias de John Stott acerca de la autoridad de la Biblia y los criterios para su interpretación, nos ayuden a avanzar en ese proceso inagotable de escuchar y obedecer la palabra de Dios. Que ésta sea instrumento de su Espíritu para la transformación de nuestra vida y nuestra comunidad. Adriana Powell, Editora
1. La autoridad de las Escrituras La razón esencial por la cual la iglesia se somete a la autoridad de las Escrituras es que Jesús mismo lo hizo. La autoridad de Jesús y la autoridad de las Escrituras están íntimamente
vinculadas una con la otra. Si Jesús nuestro Señor afirmó la autoridad de las Escrituras, nosotros no tenemos libertad alguna para repudiar lo que él mismo respaldó. ¿Cómo afirmó Jesús las Escrituras? La Biblia consiste en dos partes: el Antiguo y el Nuevo Testamento; Jesús está en el centro: hacia atrás, Jesús miraba hacia el Antiguo Testamento ya cumplido, y hacia adelante, miraba al Nuevo Testamento que todavía no había hab ía sido escrito. Por eso, la forma en la que Jesús ratifica cada Testamento es diferente.
1. Cristo y el Antiguo Testamento Jesús ratificó en sus enseñanzas que el Antiguo Testamento era la Palabra de Dios. Pero no sólo debemos tener en cuenta lo que Jesucristo enseñó o dijo acerca del Antiguo Testamento. Es primordial considerar qué lugar ocupaba el Antiguo Testamento en la vida de Jesús. Cuando examinamos este aspecto, es realmente notable comprobar la forma en que nuestro Señor se sometió a la autoridad del Antiguo Testamento. Podemos comprobar esta sumisión en tres esferas: conducta, misión y confrontación religiosa. a. En su conducta moral
En los evangelios vemos cómo Jesús se subordinó voluntariamente a la Palabra de Dios. Este aspecto se percibe muy especialmente cuando fue tentado por Satanás. Jesús estaba determinado a obedecer las Escrituras en su propia vida. Pensemos por un momento en su encuentro con el diablo en el desierto de Judea. Satanás lo tentó a desobedecer a Dios y a dudar de él, pero Jesús enfrentó cada tentación con una cita muy adecuada del Antiguo Testamento. Las tres citas corresponden a Deuteronomio capítulos 3 y 8, de modo que, evidentemente, Jesús estaba meditando sobre esos pasajes de las Escrituras. Solemos decir que Jesús le citó las Escrituras al diablo, pero creo que esta no es la mejor manera de comprender el asunto. Lo que realmente hizo, fue citar las Escrituras para p ara sí mismo en la presencia del diablo. Cuando Satanás le ofreció los reinos de este mundo y toda su gloria, la condición para recibir este extraordinario obsequio era que Jesús doblase la rodilla y adorase a Satanás. Frente a esta tentación, Jesús respondió: “Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás” (Mateo 4:10). No le dijo a Satanás: ‘Tú debes adorar al Señor tu Dios.’ Se estaba recordando a sí
mismo, en la presencia del diablo, que sólo hay que adorar a Dios; él, Jesús, no adoraría a Satanás, porque su deber era adorar a Dios. Estaba escrito en la palabra de Dios, y eso era suficiente. No había necesidad de discutirlo con el diablo; no lo invitó a sentarse con él en una mesa de negociación: el asunto ya estaba resuelto por las Escrituras. “Escrito está…”
Adorar al diablo estaba fuera de toda consideración, porque las Escrituras eran la autoridad final en la vida de Jesús. b. En su misión
La segunda esfera en la que qu e Jesús se somete a la autoridad del Antiguo Testamento se refiere al entendimiento de su misión.
Los evangelios no nos dicen cómo llegó Jesús a comprender quién era él. No sabemos cómo llegó a saber que él era el Mesías, o qué era lo que había venido a hacer en el mundo. Sin embargo, lo más probable es que haya descubierto cuál era su misión mesiánica leyendo las Escrituras. Seguramente, mientras leía el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo le dijo: “Ese eres tú.”
En las Escrituras descubrió Jesús que él era el Hijo del hombre del cual Daniel había escrito. Él era el descendiente de David. Él era el Siervo Sufriente anunciado por Isaías. Allí aprendió que tenía que entrar en su gloria por medio del sufrimiento. Por eso afirmó: “A la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de él” (Marcos 14:21).
Vemos a Jesús avanzar en su misión con un sentido de necesidad, con una decisión irrevocable de cumplir lo que las Escrituras decían de él. Al leer los evangelios notamos con cuánta frecuencia aparece el concepto de ‘deber’, de ‘necesidad’. Cuando era apenas un muchacho de doce años, Jesús les dijo a José y a María, que lo buscaban con aflicción en Jerusalén: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” Y luego, en Marcos 8:31: “Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho.” ¿Por qué debe? Sencillamente, porque las Escrituras lo dicen.
En el cumplimiento de su misión Jesús se puso, voluntaria y deliberadamente, bajo la autoridad de las Escrituras. Percibió la voluntad de Dios en la Palabra de Dios, y estaba decidido a obedecerla. Recordemos, por ejemplo, lo que pasó en el Huerto de Getsemaní. Los soldados llegaron para arrestar a Jesús; Pedro quiso evitar el arresto, y desenfundó su espada para pelear. Pero Jesús lo reprendió y le ordenó que guardara su espada. Luego dijo: “¿Pero c ómo entonces se cumplirán las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo 26:54).
Después de haber resucitado de los muertos, Jesús seguía teniendo la misma convicción. En Lucas 24:44, declara: “Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era
necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos.”
Jesús sintió este impulso por cumplir las Escrituras durante toda su vida terrenal. Desde niño, a lo largo de su ministerio público y aún después de la resurrección, mantuvo esta sumisión inquebrantable a la voluntad del Padre tal como estaba revelada en el Antiguo Testamento. c. En las controversias públicas
Jesús entraba con frecuencia en discusión con los líderes religiosos de su tiempo. Ellos no estaban de acuerdo con él, ni él con ellos. En todos los debates descubrimos que la corte final de apelación eran las Escrituras. En esas controversias, Jesús argumentaba: ¿No han leído? ¿Qué está escrito en ley? ¿Cómo leen ustedes?… Criticaba tanto a los fariseos como a los saduceos por las actitudes que
tomaban hacia las Escrituras. Los fariseos habían agregado a las Escrituras sus propias tradiciones e interpretaciones; los saduceos, por el contrario, habían quitado de las Escrituras
el elemento sobrenatural, porque no creían en milagros ni en espíritus, ni en la vida después de la muerte. A ambos grupos se opuso Jesús, declarando la inviolable e inmutable autoridad de la palabra de Dios. Acusó a los fariseos de torcer los mandamientos a favor de sus tradiciones, y a los saduceos les dijo que no conocían las Escrituras ni el poder de Dios. No queda duda, entonces, de que Jesús se sometió a la autoridad del Antiguo Testamento. Para él, ésa era la palabra de su Padre; por lo tanto, era la autoridad final en lo moral, en el entendimiento de su misión y en el debate con los líderes religiosos. No hay ninguna situación en la que Jesús haya contradicho las Escrituras; la evidencia de los evangelios es clara: en corazón, mente y vida, Jesús se sometió al Antiguo Testamento. Hay quienes rechazan esta conclusión, y lo hacen a partir de uno de dos argumentos. El primero tiene que ver con lo que los teólogos llaman la ‘teoría kenótica’. Este término griego denota ‘vaciarse’, y es el que en Filipenses 2 se traduce al decir que Jesús ‘se despojó a sí mismo’. Los teólogos liberales sostienen que Jesús se despojó de sus atributos divinos, y en
consecuencia, de su infalibilidad; por lo tanto, dicen, Jesús estaba equivocado en lo que enseñó respecto del Antiguo Testamento. Sin embargo, si creemos realmente en la gloria excelsa de nuestro Señor, nunca podremos decir que estuvo equivocado. Además, toda su vida fue coherente con lo que declaraba acerca de la autoridad de las Escrituras. El segundo argumento con el que se trata de diluir el respaldo que Jesús dio al Antiguo Testamento es la ‘teoría del acomodamiento’. Sostiene que Jesús se ‘acomodó’ a las
opiniones de sus contemporáneos. Jesús sabía que las Escrituras no eran la autoridad final, pero sus contemporáneos sí lo creían; por lo tanto, se acomodó al punto de vista de sus coetáneos. Este argumento es inaceptable, porque sugiere que Jesús deliberadamente engañó a sus oyentes. Sabemos que Jesús no detestaba nada tanto como la hipocresía, y que jamás tuvo temor de manifestar su desacuerdo con las opiniones de sus contemporáneos; de modo que, si Jesús hubiese pensado que estaban equivocados en su concepto de las Escrituras, lo hubiera dicho claramente. Jesús no estaba engañado ni era un engañador. Por el contrario, sabía perfectamente de qué estaba hablando cuando afirmó la autoridad de las Escrituras. Cristo afirmó la autoridad del Antiguo Testamento; si somos sus discípulos, nosotros debemos hacer lo mismo. Él se sometió a su enseñanza y nosotros no podemos hacer menos que eso.
2. Cristo y el Nuevo Testamento Jesús mostró, en palabras y actitudes, que reconocía la autoridad de las Escrituras existentes en su época. Al mismo tiempo, hizo provisión para que fuera escrito el Nuevo Testamento, cuya autoridad es igual a la del Antiguo. El Antiguo Testamento es el registro de la intervención poderosa de Dios en la historia; el Nuevo Testamento es, por su parte, el registro y la interpretación del hecho más grande de Dios: la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo.
Jesús mismo fue quien sentó las bases para que se escribiera el Nuevo Testamento, y lo hizo designando a los apóstoles. Estos son, respecto de los escritos del Nuevo Testamento, lo que los profetas al Antiguo. Jesús respaldó la autoridad del Nuevo Testamento al establecer, de forma incontrovertible, la autoridad de sus apóstoles. a. La autoridad de los apóstoles está respaldada por su carácter único y peculiar
El término griego apóstol significa ‘enviado’. En el Nuevo Testamento se utiliza una vez para aludir a todos los cristianos (Juan 13:16). En este sentido, toda la iglesia es enviada al mundo, y todos los miembros del cuerpo de Cristo comparten la misión apostólica. En dos o tres ocasiones, el término ‘apóstol’ alude a los apóstoles de las iglesias , lo que nosotros llamaríamos ‘misioneros’. Son los enviados por la iglesia con una misión, como envió la
iglesia de Antioquia a Pablo y Bernabé, por ejemplo. Pero el uso predominante de esta palabra en el Nuevo Testamento se refiere al pequeño y especial grupo de los doce apóstoles escogidos por Jesucristo para acompañarlo y continuar su obra. Más tarde, a estos doce se agregaron Pablo, probablemente Santiago (el hermano de Jesús), que era la cabeza de la iglesia en Jerusalén, y quizás uno o dos más. Hay un doble trasfondo del significado de la palabra ‘apóstol’, y ambos nos ayudan a comprender el carácter único de este apostolado. El primer trasfondo es el profético. El verbo hebreo que el Antiguo Testamento traduce como ‘enviar’ se usa con frecuencia para referirse a los profetas. Dios pregunta ‘¿A quién enviaré?’, e Isaías responde: ‘Heme aquí, envíame a mí.’ Isaías, Jeremías, cada uno de los profetas, fueron enviados por Dios a hablar en su nombre. De los falsos profetas Dios dice: ‘Yo no los envié.’ Este concepto de que Dios envía
a su mensajero, se traslada al Nuevo Testamento para describir a los apóstoles: enviados por Jesucristo. El segundo trasfondo de este término es el del judaísmo rabínico . El consejo del Sanedrín podía enviar a un mensajero, el shaliach, para enseñarles a los judíos en el exilio. Enviar a este mensajero era como si la propia persona hubiera ido. En otras palabras, el enviado llevaba consigo la autoridad de quien lo había enviado. Jesús conocía este doble trasfondo de la palabra, y deliberadamente escogió el nombre de ‘apóstol’ para aquellos a quienes designó como sus delegados, embajadores, representantes autorizados. Los envió en su nombre, y, por lo tanto, tenían su autoridad. Jesús mismo declaró: “El que a vosotros oye, a mí me oye” (Lucas 10:16).
Estos apóstoles elegidos eran singulares, y lo eran por tres razones: En primer lugar, habían recibido un nombramiento personal de Jesús. Cristo mismo escogió a los doce y les dio su autoridad. Lucas 6:12 –13 relata: “En aquellos días él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios. Y cuando era de día, llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó apóstoles.” Después de su ascensión, Jesús tomó a Saulo de Tarso haciéndolo no solamente discípulo, sino también apóstol. La frase que se usa en el original griego, en Hechos 26:17, es muy importante: “Ahora te envío.” Literalmente, ego apostolo: ‘te envío’, ‘te hago apóstol’.
Pablo era muy consciente de su autoridad apostólica. La Epístola a los Gálatas, por ejemplo, comienza diciendo: “Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos),…” Sabía que había recibido su comisión
apostólica directamente de Jesús, y en nueve de sus trece epístolas así lo afirma. Se trataba de un llamamiento muy similar al de los profetas en el Antiguo Testamento; es, antes que un nombramiento de la iglesia, un nombramiento personal de Jesús. En segundo lugar, los apóstoles eran testigos oculares de Jesús. Marcos 3:14 dice que Jesús les dio oportunidades especiales para que escucharan su enseñanza y vieran sus obras maravillosas, para que fueran testigos de lo que habían visto y oído. En Hechos 1, cuando era necesario reemplazar a Judas, el apóstol Pedro explicó cuáles eran los requisitos que debía cumplir un apóstol. El versículo 21 precisa que debían escoger a uno que “nos haya acompañado durante todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros y junto con nosotros debe ser un testigo de la resurrección.” Es decir, el apóstol
tenía que ser alguien que había visto al Jesús histórico, y en especial al Señor resucitado. Por eso Pablo puede ser un apóstol; si bien no había conocido a Jesús durante su ministerio, se le concedió una aparición del Jesús resucitado (1 Corintios 15:1). Al hacer una lista de las personas a quienes el Señor resucitado se apareció, Pablo afirma que finalmente se apareció también a él, aunque como fuera de tiempo, aclara, porque fue después de la ascensión del Señor resucitado. Pablo sostiene que esa fue la última aparición del Jesús resucitado, e inmediatamente agrega: “Yo soy el más pequeño de los apóstoles…” Es decir que vincula
directamente la aparición del Jesús resucitado a su propia condición de apóstol. Encontramos el mismo vínculo en 1 Corintios 9:1: “¿No soy apóstol? ¿No soy libre? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?” No queda duda de que era necesario y esencial haber tenido
una visión del Jesús histórico para ser apóstol. Por eso entendemos que hoy ya no hay apóstoles, porque no hay nadie que viva hoy que haya visto al Jesús histórico. Sin duda, hay personas que tienen ministerios apostólicos: personas que fundan iglesias, líderes de iglesias, misioneros que tienen una misión apostólica. Pero no es correcto llamarlos apóstoles, ya que los apóstoles designados por Jesucristo no tuvieron sucesores, ni siquiera los obispos católicos. El Nuevo Testamento enseña que un requisito esencial para ser apóstol era haber visto al Señor resucitado. Una tercera razón de la singularidad de los apóstoles es su extraordinaria inspiración del Espíritu Santo. Todos los cristianos hemos recibido al Espíritu Santo, y Dios mora en cada uno de nosotros. Pero Jesús prometió a los apóstoles un ministerio especial del Espíritu. En los pasajes de Juan 14 y 16 se habla del ‘paracleto’. Jesús habla allí de un doble ministerio del Espíritu. En primer lugar, el Espíritu Santo les iba a recordar todo lo que él les había
dicho. Este se aplicaba, obviamente, a los apóstoles que estaban reunidos en el aposento alto. Jesús les había enseñado muchas cosas; cuando viniera el Espíritu Santo, él les recordaría todo lo que Jesús les había dicho. El segundo ministerio del Espíritu Santo sería el de enseñar todo aquello que Jesús había dejado pendiente. En el capítulo 16 de Juan, Jesús les dice a los doce: “Tengo mucho más que decirles, pero en este momento sería demasiado para ustedes” (Juan 16:12, VP). Es una
manera de decir que no estaban todavía preparados para recibir todas sus enseñanzas; él hubiera querido enseñarles mucho más, pero no hubieran podido asimilarlo. “El Espíritu Santo, el Defensor que el Padre va a enviar en mi nombre … él los guiará a toda la verdad” (Juan 14:25; 15:13, VP).
El doble ministerio del Espíritu hacia los apóstoles, entonces, es recordarles todo lo que Jesús les había dicho y suplementar aquello que Jesús no les había podido decir. Sin duda, las promesas de Jesús respecto al Espíritu Santo tienen una aplicación general para todos los creyentes; pero la aplicación primaria de las palabras de Jesús atañe a los apóstoles que estuvieron con él en el aposento alto. Esas promesas se cumplen cuando se escribe el Nuevo Testamento. Al escribir los evangelios, el Espíritu les recuerda todo lo que habían vivido y aprendido con Jesús; luego, también por inspiración del Espíritu Santo, al escribir las epístolas suplementan lo que Jesús les había enseñado. b. La autoridad de los apóstoles está respaldada por el reconocimiento que recibieron
La singularidad de los apóstoles (es decir, haber recibido un nombramiento personal de Jesús, haber sido testigos oculares del Jesús resucitado, y haber recibido una especial inspiración del Espíritu Santo) fue ampliamente reconocida. En primer lugar, fue reconocida por los propios apóstoles. Su conciencia de ser apóstoles es algo que aparece claramente en el Nuevo Testamento. Los apóstoles escriben sus cartas a las iglesias en el nombre de Cristo. Mandan que sus cartas se lean públicamente en la asamblea cristiana, lo cual representa, sin duda, un pedido extraordinario. Si alguno de nosotros escribiese una carta al pastor de una iglesia y le dijera: ‘En el nombre de Jesús te mando que mi carta sea leída en el culto del próximo domingo’, todos pensarían que estamos locos o que
somos muy arrogantes. Sin embargo, era precisamente eso lo que los apóstoles requerían. En las asambleas cristianas primitivas se leía la ley y los profetas, es decir, el Antiguo Testamento. Sin vacilación, los apóstoles pusieron sus epístolas en el mismo nivel que aquellas Escrituras. Sus cartas también debían leerse en público. El lenguaje que usaba Pablo era enfático: ‘Les mando en el nombre del Señor Jesús…’ y ‘Si alguno no obedece lo que decimos en esta carta, marquen a ese hombre…’ (2 Tesalonicenses 3:6, 14). Nadie puede
utilizar este lenguaje en la iglesia hoy, ni siquiera sus máximas autoridades; los apóstoles lo hacían constantemente, porque sabían que habían recibido su autoridad de Jesucristo. Además, la autoridad de los apóstoles fue reconocida por la iglesia primitiva. El mejor ejemplo es el del obispo Ignacio, líder de la iglesia en Antioquia de Siria. Se estima que vivió en el año 110 d.C., es decir, poco después de que hubiesen muerto todos los apóstoles. Este es el comienzo del período post-apostólico. Ignacio era obispo y fue condenado a muerte por ser cristiano. Viajó a Roma para ser ejecutado, y en el camino a Roma escribió varias cartas a las iglesias: a los romanos, a los efesios y a otros más. Estas cartas han sobrevivido, y en varias de ellas leemos: “Yo no les envío un mandato como Pedro o Pablo, porque yo no soy un apóstol sino un simple hombre condenado.” Ignacio e ra un obispo, pero no era un apóstol
y sabía que no tenía la misma autoridad que estos. Otros líderes de la iglesia primitiva mostraron el mismo reconocimiento hacia la autoridad singular de los apóstoles.
También los reformadores entendieron y declararon claramente la autoridad única de los apóstoles de Jesús. Lutero, por ejemplo, afirma que “Jesús ha sometido todo el mundo a los
apóstoles, así que ellos son los únicos que pueden iluminarlo. Todos los pueblos del mundo, reyes, príncipes y señores, hombres sabios y educados, deben sentarse cuando los apóstoles se ponen de pie y todos deben escuchar mientras los apóstoles hablan.”
Los evangélicos de todas las épocas han considerado que la norma de pensamiento y de conducta está en la palabra de Dios, y que la autoridad de los apóstoles tiene el respaldo de Jesucristo mismo.
Conclusión Ambos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, llevan el sello de la aprobación de Cristo. Si, como creyentes en Cristo, nos sometemos a su autoridad, debemos también someternos a la autoridad de las Escrituras. Jesús consideró al Antiguo testamento como la autoridad en moral y en doctrina, y como la guía esencial para conocer y obedecer la voluntad de Dios para su vida. A su vez, Jesús delegó plena autoridad a sus apóstoles para que, por medio del Espíritu Santo, escribieran el Nuevo Testamento, continuación y complemento del Antiguo, norma de vida y doctrina para su iglesia en todo tiempo.
2. El pueblo de Dios bajo autoridad ¿Qué sucede cuando nos sometemos a la autoridad de la Biblia? ¿Qué clase de vida lleva el pueblo de Dios cuando se somete a las Escrituras? Veremos, en este capítulo, que no sólo es razonable someternos a la autoridad de la Biblia sino que también es saludable: es bueno para nuestra propia vida. Hay quienes piensan que someterse a cualquier autoridad (en este caso, la de las Escrituras) es incompatible con la libertad humana e inhibe nuestra personalidad. Por el contrario, sostenemos que la sumisión a la autoridad de las Escrituras no sólo no impide la plenitud de vida, sino que es indispensable para poder tenerla. Consideraremos aquí seis beneficios que recibimos al someternos a la autoridad de la Biblia.
1. La Biblia es el camino hacia un discipulado maduro No estoy sosteniendo que sea imposible ser hijo de Dios sin someterse a las Escrituras, porque no es el caso. Hay cristianos cuya confianza en las Escrituras es pequeña; ponen más confianza en la tradición eclesiástica, en el magisterio de la iglesia o hasta en su propia razón.
No podemos negar que son discípulos de Jesucristo, pero yo diría que su discipulado está empobrecido. Es imposible desarrollar un discipulado integral sin someternos a la autoridad de las Escrituras. La vida de discipulado cristiano abarca muchas facetas, cada una de las cuales necesita estar fundada y enriquecida por la Palabra de Dios; si no lo está, se empobrece la vida de discipulado. Algunas dimensiones esenciales de este discipulado son la alabanza, la fe, la obediencia y la esperanza. a. Alabanza
El cristiano está llamado a alabar a Dios, su Creador y Salvador, tanto en público como en privado. Pero, ¿cómo podemos alabar a Dios si no sabemos quién es, ni qué tipo de alabanza le agrada? Sin este conocimiento nuestra alabanza puede distorsionarse y transformarse en idolatría, o podemos acabar como los atenienses, que adoraban a un dios desconocido. Los cristianos estamos llamados a adorar a Dios en espíritu y en verdad, y a amarlo con toda nuestra mente y todo nuestro ser. Gloriaos en su santo nombre; alégrese el corazón de los que buscan a Jehová. Salmo 105:3
Esta es una hermosa definición de la alabanza. Alabar a Dios es gloriarnos en su santo nombre, meditar quién es Dios y gloriarnos en él. El ‘nombre’ de Dios revela su carácter. ¿Cómo podemos conocer el nombre de Dios sin
acudir a su Palabra? La Biblia nos revela el nombre de Dios. Por eso, la alabanza a Dios es siempre una respuesta a la palabra de Dios. Tanto en público como en privado, las Escrituras enriquecen nuestra adoración. Cuanto más conocemos a Dios, tanto mejor podemos alabarlo. b. Fe
El discipulado cristiano se expresa también en una vida de fe. Pero, ¿cómo puede crecer nuestra fe si no estamos seguros de la fidelidad de Dios? Hudson Taylor, el fundador de la misión al interior de la China, tradujo la expresión ‘tener fe en Dios’ diciendo: ‘Cuenten con la fidelidad de Dios.’ No es una traducción literal, pero
es veraz. Tener fe en Dios es contar con su fidelidad. En ti confiarán los que conocen tu nombre. Salmo 9:10
Una vez más, los que conocen el nombre de Dios, es decir, su persona y su carácter, ponen en él su confianza. La fe depende del conocimiento. Tener fe no es sinónimo de superstición; no es credulidad ingenua. Nietzsche decía que actuar por fe es no querer saber lo que es verdadero. Para el cristiano, sin embargo, conocer la verdad es lo que sustenta la fe. Un periodista crítico del cristianismo, dijo en una ocasión: ‘La fe podría ser descrita, brevemente, como una creencia ilógica en la ocurrencia de lo improbable.’ Es una definición muy creativa,
pero muy inadecuada. La fe no es ilógica ni irracional. La fe es una confianza razonable, y su razonabilidad se deriva del hecho de que Dios es digno de confianza. Nunca es irracional confiar en Dios. No hay ningún ser más confiable que él. La fe crece conforme meditamos en el carácter de Dios, porque él nunca miente. ¿Cómo conocemos las promesas, el carácter, y el pacto de Dios? En la Biblia Dios declara quién es, y lo comprobamos en nuestra experiencia como discípulos. Sin la Biblia no sabríamos nada sobre la confiabilidad de Dios. La fe no puede crecer sin la revelación bíblica de Dios. c. Obediencia
La obediencia es otra de las impresiones fundamentales de la vida cristiana. Para el discípulo, Jesús es tanto su Salvador como su Señor. Jesús nos llama a una vida de culto y de fe, y también a una vida de obediencia integral. ¿Cómo podríamos obedecer si no conociéramos su voluntad y sus mandamientos? Sin su palabra revelada, la obediencia sería imposible. El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama. Juan 14:21
Necesitamos conocer y guardar sus mandamientos en nuestra mente y corazón. También en esto, entonces, la Biblia resulta indispensable para el discipulado. Es en ella donde podemos conocer los mandamientos de Dios, y es a través de ella que aumenta nuestra comprensión de su voluntad. d. Esperanza
El discipulado cristiano también incluye la esperanza. La esperanza cristiana es una expectativa confiada acerca del futuro. Ningún cristiano puede ser pesimista. Aun cuando somos realistas respecto a la condición del ser humano, y no tenemos mucha confianza en la propia humanidad para la construcción de un mundo mejor, sí tenemos mucha confianza en Dios. Tenemos la seguridad de que el mal y el error no van a triunfar. Tenemos la certeza de que Jesucristo va a regresar en poder y gloria. Los muertos han de levantarse y la muerte ha de ser abolida. Va a haber un nuevo cielo y una nueva tierra, y Dios va a reinar para siempre. Todo esto está incluido en la esperanza cristiana. ¿Cómo podemos tener esta seguridad, si en todas partes parece florecer y triunfar el mal? Los corruptos se salen con la suya, los problemas del mundo se agudizan, el invierno nuclear y el efecto invernadero suspenden su amenaza en el horizonte de la humanidad. Parece haber muchas más razones para desesperar que para tener esperanza. Y así sería, si no fuera por la Biblia. Es ella la que sostiene nuestra esperanza. La esperanza cristiana no es optimismo humanista sino confianza en Dios, estimulada por sus promesas en la Biblia. Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió. Hebreos 10:23
Jesús dijo que iba a regresar y que su reinado iba a ser el de la justicia; son sus promesas, registradas en la Biblia, las que nos dan esperanza. Estos cuatro aspectos básicos del discipulado cristiano: alabanza, fe, obediencia y esperanza serían irracionales si no tuviesen una base objetiva, una revelación segura de Dios a la cual responder. La alabanza depende del conocimiento de la persona de Dios. La fe es una respuesta a la fidelidad revelada de Dios. La obediencia depende del conocimiento de los mandamientos de Dios, y la esperanza se nutre en el conocimiento de su propósito y de sus promesas. Por eso las Escrituras son indispensables para el crecimiento cristiano, y la sumisión a las Escrituras es el camino necesario hacia un discipulado maduro. Este primer argumento sería suficiente para mostrar que es saludable reconocer la autoridad de las Escrituras. Pero quedan por lo menos cinco razones más.
2. La autoridad de las Escrituras es el camino hacia la integridad intelectual Muchas personas afirmarían exactamente lo contrario. No pueden entender cómo, personas aparentemente inteligentes, pueden someterse a la autoridad de la Biblia. Consideran que es irracional creer en la infalibilidad de la Biblia. Nos acusan de falta de integridad intelectual, oscurantismo, suicidio intelectual y cosas semejantes. Frente a estas acusaciones, nos declaramos enfáticamente ‘no culpables’. Por el contrario,
insistimos en que nuestras convicciones acerca de las Escrituras surgen precisamente de la integridad intelectual. ¿Qué es integridad? La integridad implica armonía, plenitud. Significa coherencia entre lo que pensamos y lo que vivimos. No hay creencia más integradora que reconocer que Cristo es Señor. El cristiano confiesa el señorío de Cristo y se somete a su autoridad, y esto es lo que da armonía a su vida. El señorío de Jesús es lo que da integridad a la vida: él es Señor de nuestras creencias y nuestras opiniones; es Señor de nuestras ambiciones y de nuestras normas morales; es Señor de nuestro sistema de valores y de nuestro estilo de vida. Él es el Señor de todo, y eso es lo que nos da integración. Un cristiano integrado es aquel que está en paz consigo mismo: no hay en él una dicotomía entre sus creencias y su conducta. Por eso, procuramos “[llevar] cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:5).
Como vimos en el capítulo 1, Jesús mismo se sometió a la autoridad de las Escrituras, tanto en su conducta, como en el entendimiento de su misión y en sus controversias públicas. Dijo que esperaba que sus discípulos hicieran lo mismo, porque un discípulo no puede estar por encima de su Maestro ni el siervo puede estar por encima de su Señor. La sumisión a las Escrituras es una parte inseparable de la sumisión a Jesús como Señor. El discípulo de Cristo no puede mostrar una sumisión selectiva. No podemos pasearnos por las Escrituras como lo haríamos por un jardín, escogiendo una flor por acá, otra por allá, y rechazando otras. No podemos tratar así a la Biblia. Sería incoherente estar de acuerdo con la doctrina acerca de las Escrituras. Una sumisión selectiva no es sumisión en absoluto. De hecho, es una manifestación de arrogancia e inmadurez.
Cuando afirmamos la inspiración y la autoridad de las Escrituras, no estamos negando que haya dificultades al leerla. Por el contrario, encontramos problemas textuales, literarios, históricos y filosóficos, científicos, morales y teológicos. ¿Cómo podemos responder a estas dificultades, y a la vez mantener nuestra integridad]? Toda doctrina cristiana tiene problemas. No hay una sola doctrina cristiana que no presente dificultades. Por ejemplo, la doctrina de Cristo, que expresa que es una persona pero tiene dos naturalezas. O nuestra propia condición como cristianos, de pertenecer a la vez a la iglesia y al mundo. El amor de Dios es una doctrina cristiana fundamental, pero también plantea conflictos. Todos los cristianos creen que Dios es amor, pero hay muchos obstáculos para creer que realmente lo es: el origen del mal, el sufrimiento de los inocentes, los silencios de Dios, la vastedad del universo y la aparente insignificancia de los seres humanos. Cuando ocurre un desastre como una hambruna o un terremoto, o una catástrofe personal como el nacimiento de un niño minusválido, nos preguntamos por qué Dios permite estas cosas. Con todo, estos conflictos no nos autorizan a ignorar que Dios es amor. Los problemas existen. Luchamos con el problema, oramos, pensamos, lo analizamos con otros, consultamos libros, y así llega un poco de luz sobre el conflicto; sin embargo, no desaparece. Por eso, afirmamos: ‘Mantengo mi convicción sobre el amor de Dios a pesar de los problemas. Lo creo porque Jesús lo enseñó y Jesús lo demostró. Jesús me enseña el amor de Dios, y creo en el amor de Dios por Jesús, a pesar de los problemas.”
Lo mismo podemos decir respecto a la autoridad de la Biblia. Tenemos que aprender a enfrentar los problemas de la Biblia de la misma manera que los enfrentamos en el caso de cualquier otra doctrina. Supongamos que llega alguien a plantear una discrepancia aparente entre la Biblia y la ciencia, o entre dos relatos diferentes en los evangelios sobre el mismo incidente. ¿Qué hacemos? ¿Diremos: ‘A fin de mantener mi seriedad intelectual suspenderé mi fe en la Biblia hasta haber resuelto el problema’? De ninguna manera; lo que hacemos es luchar con el problema. No lo escondemos ‘bajo la alfombra’ sino que pensamos en él,
oramos, leemos, y así empieza a aparecer alguna luz. Sin embargo, el problema no se supera totalmente. ¿Qué hacemos, entonces? Mantenemos nuestra convicción sobre la palabra de Dios a pesar de los problemas. ¿Por qué? Porque Jesús lo enseñó y lo demostró en su propia vida. Creer en una doctrina porque reconocemos el señorío de Jesús, no es oscurantismo: es confiar en aquel que dijo que era la luz del mundo. Es integridad intelectual sobria.
3. La autoridad de las Escrituras es el camino hacia el entendimiento ecuménico La Biblia ofrece una base segura sobre la cual las iglesias pueden encontrarse. Hay evangélicos que tienen una actitud de sospecha hacia el movimiento ecuménico, porque perciben cierta tendencia hacia la indiferenciación doctrinal; consideran que se reinterpreta la evangelización exclusivamente en términos de acción socio-política; critican la inclinación al sincretismo y al universalismo. Entiendo sus dudas; no obstante, creo que no podemos ignorar el ecumenismo. No podemos comportarnos como si todos los cristianos no evangélicos no fueran cristianos. Además, Jesús oró para que su pueblo fuese uno, para que así el mundo creyese; tenemos que tomar muy seriamente esa oración de Jesús. El apóstol
Pablo enseñó que es preciso mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, y debiéramos acatar esa enseñanza. Sin duda, la rivalidad entre las iglesias no agrada a Dios. Calvino opinaba que uno de los más grandes infortunios es el hecho de que las iglesias estén separadas unas de otras. Se sentía tan afectado por esta situación que aseguraba que, si fuese de utilidad, no vacilaría en cruzar diez océanos, si alguien lo considerase necesario. La unidad de las iglesias que agrada a Dios, agregaba Calvino, es aquella que está de acuerdo con las Escrituras. Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo. Efesios 4:15
El amor es muy importante para alcanzar la unidad entre los cristianos; pero la verdad es igualmente importante. Sólo a partir de una combinación de amor y verdad podremos avanzar en unidad. La verdad puede ser dura si no es suavizada por el amor, pero el amor puede ser demasiado blando si no es fortalecido por la verdad. Nuevamente, las Escrituras son indispensables para proveer un fundamento sólido y equilibrado a la vida de la iglesia. Creo que el principal obstáculo para la unidad entre las iglesias es la dificultad para distinguir entre las Escrituras y la tradición. Si todos pudiésemos aceptar lo que las Escrituras enseñan, las iglesias podrían fácilmente unirse. Lo que nos separa es, a veces, la desobediencia a lo que Dios dice en su Palabra, o la falta de fe en ella, o la exaltación de la tradición al mismo nivel de las Escrituras. La auténtica sumisión a la autoridad de las Escrituras es el camino al progreso ecuménico. Si pudiésemos avanzar en nuestro acuerdo en lo que la Biblia enseña, entonces podríamos unirnos, dejando de lado nuestras tradiciones no bíblicas.
4. La autoridad de las Escrituras es el camino hacia la libertad auténtica Algunas personas sostienen que si aceptamos una autoridad externa, renunciamos a la libertad intelectual. ‘¿Cómo puede mi mente ser libre si alguna autoridad, sea la iglesia o cualquier otra, me dice qué es lo que tengo que creer?’ Mi respuesta es que sólo hay una autoridad bajo la cual la mente es libre, y esa es la autoridad de la verdad . Jesús dijo: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32).
La libertad intelectual es diferente de lo que llamaríamos libre pensamiento. Ejercer libre pensamiento es tener la libertad para creer o pensar cualquier cosa que queramos. La libertad intelectual, en cambio, es la libertad de creer únicamente en la verdad. No creer en nada no es libertad: es esclavitud a la falta de sentido. Creer en una mentira tampoco es libertad, es servidumbre a la falsedad. Creer en la verdad es la única sumisión que ofrece libertad. Esto vale tanto para la verdad científica como para la verdad bíblica. La verdad científica también implica una especie de sumisión. La verdad impone sus propios límites sobre aquello que podemos libremente creer. La tierra es redonda, aunque alguna persona crea lo contrario. El agua hierve a 100° C al nivel del mar, por más que alguien no esté de acuerdo con ello. Uno es teóricamente libre de negar esos hechos; uno puede negar la ley de la gravedad y saltar de un edificio, pero vivirá para lamentarlo, o más probablemente morirá lamentándolo. Usted puede negar que el agua hierve a cierta temperatura y puede meter el dedo para averiguarlo, pero sufrirá por hacerlo. Es decir que la ‘libertad’ para negar
los datos de la realidad científica no es libertad; por el contrario, es esclavizarse a una ilusión y siempre lleva a consecuencias desastrosas. Lo que es cierto en la ciencia es igualmente cierto en cuanto a las Escrituras. El estudio bíblico es semejante a la investigación científica, porque Dios ha escrito dos ‘libros’: uno es el libro de la naturaleza y el otro es el libro de las Escrituras. Ambos son su revelación, de manera que la investigación científica y bíblica son formas complementarias de investigar la revelación divina. Tanto los científicos como los estudiantes de la Biblia tienen datos que les son dados y no pueden ser alterados. En un caso, esos datos están dados en la naturaleza, y en el otro, están dados en las Escrituras. El trabajo del científico no es contradecir los datos de la naturaleza sino observarlos, pensarlos, medirlos, evaluarlos, interpretarlos y sistematizarlos. Sucede lo mismo con el estudiante de la Biblia. Nuestra tarea no es contradecir la revelación de Dios en las Escrituras sino meditarla, interpretarla y sistematizarla. La función de la mente es similar en ambos casos. Sólo cuando nos situemos humildemente bajo la autoridad de Dios en su palabra, será libre nuestra mente. La sumisión a la autoridad bíblica es el camino hacia una libertad intelectual auténtica.
5. La autoridad de las Escrituras es el camino hacia la fidelidad evangelística Hasta aquí, hemos considerado razones ‘internas’ que hacen saludable para el cristiano
someterse a la autoridad de la Biblia: discipulado maduro, integridad intelectual, libertad auténtica, progreso ecuménico. Todo ello se refiere a nosotros a la iglesia. Pero también hay razones que atañen al mundo externo, a los seres humanos que viven en la confusión, el temor y el error. Los problemas globales parecen no tener solución. La iglesia cristiana tiene la responsabilidad de dar alguna dirección en medio del caos. Pero, ¿hay palabras de consuelo y esperanza para una generación como esta? Por supuesto que sí. Sin embargo, en esto reside una de las grandes tragedias de la iglesia contemporánea: cuando el mundo está listo para escuchar, la iglesia parece no tener nada que decir. La iglesia misma está confundida y se suma a la confusión que caracteriza al mundo actual, en vez de ofrecer luz. Con frecuencia, la iglesia se muestra insegura de su propia identidad. Sufre una crisis similar a la del adolescente en busca de identidad: está creciendo muy rápido, pero le falta coherencia y profundidad. También la iglesia crece en números más que en madurez. Un conocimiento más cabal de las Escrituras nos ayudaría a corregir este desequilibrio. No podemos recuperar la evangelización bíblica si no recuperamos el evangelio bíblico. Para esto, es indispensable la sumisión a las Escrituras. El testimonio cristiano es testimonio de Cristo. Pero, ¿cuál Cristo? Parece haber tantos ‘Cristos’ diferentes. La respuesta es: el Cristo bíblico, el Cristo del testimonio apostólico. No tenemos ninguna autoridad para ‘editar’ y
seleccionar el evangelio. Estamos llamados a proclamarlo como heraldos, a defenderlo como abogados; pero nada de esto es posible sin la recuperación del mensaje bíblico.
6. La autoridad de las Escrituras es el camino hacia la humildad personal Nada es tan desagradable en un cristiano como la soberbia, y nada es más atractivo que la humildad. A veces me pregunto si no será ésta nuestra necesidad más grande. Urge que nos
humillemos ante Jesús como Señor y nos sentemos humildemente a sus pies como María, escuchando sus palabras. Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Juan 13:13
Este ha sido un texto muy importante en mi peregrinaje espiritual. ‘Maestro’ y ‘Señor’ eran títulos de cortesía; pero Jesús dijo que, en su caso, no eran únicamente títulos sino testimonios de una realidad: ‘Son ustedes muy corteses al usar esos títulos, y tienen razón de llamarme así, porque eso es lo que soy.’
Ambos son títulos de autoridad. Un maestro tiene alumnos a los cuales instruye y un señor tiene siervos a los que da órdenes. Jesús es nuestro Maestro y nosotros somos sus alumnos. Jesús es nuestro Señor y somos sus siervos. Por lo tanto, estamos bajo su autoridad. No tenemos libertad para no estar de acuerdo con él; no tenemos libertad para desobedecer a Jesús. Nuestra entrega a Jesucristo no será real a menos que entendamos esto. No somos realmente convertidos si no lo estamos moral e intelectualmente. No estamos intelectualmente convertidos al evangelio hasta que nuestra mente se haya sometido a la autoridad de Jesús. Y no estamos moralmente convertidos hasta que nuestra voluntad y nuestra vida estén sometidas al señorío de Jesús. Esta es una pregunta decisiva para nosotros y para la iglesia: ¿Es Jesús nuestro Señor, o no? Decimos que lo es lo llamamos Señor; pero, ¿lo es en verdad? ¿Es el Señor de la iglesia, es el que enseña y tiene mando de ella? ¿O nos permitimos, como individuos o como iglesia, acomodar y manipular la enseñanza de Cristo en las Escrituras?
Conclusión Como discípulos de Jesucristo, es esencial que nos sometamos con humildad a las Escrituras, tal como lo hizo Jesús. Si así lo hacemos, descubriremos que esa sumisión es el camino hacia la integridad intelectual y la libertad auténtica. La sujeción a las Escrituras es la única forma en que la iglesia puede unirse, es la única forma en que podemos evangelizar el mundo y es la manera de expresar nuestra sumisión humilde a Jesús, nuestro Señor. Por todas estas razones, es saludable someternos a la autoridad de las Escrituras.
3. Principios básicos para interpretar la Biblia Primera parte Hasta aquí hemos estado pensando acerca de la autoridad de la Biblia: ¿Es válido considerar a la Biblia como un libro que contiene un mensaje al que debemos obedecer? Lo que vamos a analizar en este capítulo y el siguiente es cómo debemos leer la Biblia. ¿De qué nos serviría saber que la Biblia tiene autoridad, si no podemos llegar a comprenderla?
Las personas se acercan a la Biblia con distintas actitudes. Hay algunos a quienes llamaría lectores desesperados: les resulta muy difícil comprender la Biblia y abandonan la tarea considerándola imposible. Estas dificultades disminuyen mucho con las traducciones actualizadas de la Biblia; estas tienen en cuenta las fuentes que aporta la investigación arqueológica y procuran también usar un lenguaje más comprensible a las generaciones actuales. Eugenio Nida, de la Sociedad Bíblica Americana, narra la historia de una niña pequeña que recibió una copia del Nuevo Testamento en la versión contemporánea conocida como ‘popular’. Fue corriendo a su mamá y le dijo: “¡No puede ser la Biblia porque la puedo entender!”
Otras personas se acercan con prejuicios a la Biblia, o con segundas intenciones. Son los lectores distorsionadores, aquellos que tuercen el texto para hacerlo decir lo que ellos quieren que diga. Cuando alguien me dice que es posible hacer que la Biblia diga lo que uno quiera, respondo que sí, es posible si uno no tiene escrúpulos. Pero si uno lee la Biblia usando los criterios de interpretación que corresponden a su carácter, entonces no es posible controlar la Biblia: es la Biblia la que nos controla. Considero que hay cuatro principios fundamentales para la interpretación de las Escrituras. Analizaremos tres de ellos en este capítulo, y el cuarto principio en el capítulo siguiente. Estos no son principios arbitrarios. No los he inventado sino que surgen naturalmente de la clase de libro que es la Biblia, y del tipo de Dios que nos revela. Se basan en la afirmación fundamental de que Dios ha hablado. Esta es una verdad en la que podemos maravillarnos y gozarnos. Nuestro Dios es un Dios que verdaderamente ha hablado, y en eso es totalmente diferente de los ídolos. Los ídolos son algo muerto y, en consecuencia, son mudos. Dios está vivo y ha hablando. Pero, ¿cómo ha hablado? Esta pregunta es la que nos permite definir los principios hermenéuticos o criterios para interpretar la Biblia.
1. El principio de la sencillez: buscar el sentido natural En primer lugar, Dios habló para ser comprendido y, por lo tanto, su mensaje debe ser accesible. Un aspecto esencial de la naturaleza de Dios es que él es luz . Este símbolo bíblico de la luz es muy rico. Significa que la naturaleza de Dios de revelarse a sí mismo es análoga a la que la luz tiene de brillar. Dios es comunicativo por naturaleza: él quiere ser conocido. Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8:12). Se presentaba a sí mismo como quien
revelaría la verdad al mundo. Es cierto que Jesús dijo que Dios esconde sus verdades ‘del sabio y del entendido’, pero sólo
lo hace en la medida en que ellos se esconden de él. El Dios viviente se deleita en ser conocido. Si Dios no hubiese hablado, nada sabríamos de él . Si Dios quiere ser comprendido, podemos esperar que se comunique de manera tal que efectivamente comprendamos su mensaje. Consideremos tres implicancias de este concepto:
a. Dios se comunica por medio del lenguaje hablado
Las Escrituras dicen que Dios se ha comunicado ‘de muchas maneras’ (Hebreos 1:1). Dios se expresa, por ejemplo, a través de la creación; pero Dios no sólo habla por medio de la naturaleza sino que también se ha comunicado por medio del lenguaje. Supongamos que un orador se quedase silencioso ante su auditorio. Sus ‘oyentes’ no tendrían la menor idea de lo que podría estar pasando por su mente. Es imposible saber lo que otro piensa a menos que hable; y si no podemos leer la mente de otros seres humanos, cuánto menos podremos leer la mente de Dios. Si Dios se quedara en silencio, no tendríamos idea de lo que piensa. Pero sí ha hablado y es por sus palabras que sabemos qué es lo que quiere comunicarnos. Yo mismo me estoy expresando en estas líneas porque quiero que entiendan, porque tengo algo que decirles. Por supuesto, hay personas que son compulsivas y siguen hablando aún cuando no tienen nada que decir; pero la mayoría de las personas habla porque tiene algo que decir y lo dice porque quiere ser entendida. Si Dios ha hablado, y efectivamente lo ha hecho, podemos estar seguros de que él quiere que se le entienda. El lenguaje es, entonces, el medio más directo de comunicación entre Dios y nosotros. En consecuencia, es en su Palabra donde podemos conocerlo mejor. El propósito del lenguaje es la comunicación inteligible. Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino. Salmos 119:105
Dios no se oculta en la oscuridad, no habla para confundirnos. Por eso podemos estar seguros de que la Biblia no es un libro de enigmas oscuros ni un libro de adivinanzas. Es un libro sencillo para gente sencilla. Los reformadores se referían a esto al hablar de la ‘perspicuidad de las Escrituras’. Este término alude a la transparencia o claridad del mensaje bíblico. Los
Reformadores insistieron en que la Biblia es clara y sencilla, y que cada creyente puede leerla y entenderla. Es cierto que Dios no nos ha revelado todo, y también es cierto que en la Biblia hay cosas difíciles de comprender. El apóstol Pedro dijo que en las cartas de Pablo había algunas cosas difíciles de entender (2 Pedro 3:16). ¡Si Pedro encontró a Pablo difícil de entender, se nos puede perdonar que también a nosotros nos cueste trabajo! Esta es la razón por la cual Dios todavía da maestros a su iglesia. Si todo en la Biblia fuera claro, no necesitaríamos maestros. Gracias a Dios que da a algunos el don de enseñanza para que ellos abran la Biblia y ayuden al pueblo a entenderla. Cuando Felipe subió al carro del eunuco etíope, éste iba leyendo el libro de Isaías. Felipe le preguntó: “¿Entiendes lo que estás leyendo?” El eunuco no respondió: “Por supuesto que lo entiendo, porque las Escrituras tienen perspicuidad…” Le dijo a Felipe: “¿Cómo puedo entenderla si alguien no me la explica?” (Hechos 8:26– 30). Todos tenemos necesidad de maestros. Sin embargo, el mensaje central de la Biblia es claro. Es decir, todos podemos
comprender, leyéndola, que Dios nos ama y que el camino de la salvación es por medio de Jesucristo.
Por eso los Reformadores tradujeron la Biblia al idioma del pueblo, para que aun los campesinos sin instrucción pudiesen leerla, y hasta los niños pudiesen entender el camino de la salvación. b. Si Dios quiere comunicarse, y lo hace por medio de palabras, debemos buscar el sentido natural de las palabras
No debemos buscar en la Biblia significados sutiles o intrincados, ni alegorías fantásticas. Al leer, buscamos el sentido obvio y natural. Debemos apegarnos al significado sencillo y directo de las palabras, tal como surge de las reglas de la gramática y de los hábitos del lenguaje humano. Dios nos ha creado con recursos para la comunicación, y él mismo los usa para comunicarse con nosotros. c. Sin embargo, el sentido natural no es siempre el literal
A veces, el sentido natural es figurativo. El sentido común es, generalmente, una buena guía. Jesús criticó a sus contemporáneos por su excesivo literalismo. Cuando le dijo a Nicodemo que era necesario ‘nacer de nuevo’, éste quedó perplejo. “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?” (Juan 3:1 – 15). Este hombre estaba haciendo una interpretación literal de las palabras de Jesús. Lo mismo ocurrió con la mujer samaritana. Jesús le dijo: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.” Ella le contestó: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dón de, pues, tienes el agua viva?”
Estaba también pensando literalmente, y no entendía que Jesús usaba la expresión en sentido simbólico, para referirse a la verdadera vida que él ofrece. Después de alimentar a la multitud, Jesús dijo a los que lo buscaron: “De cierto, de cierto os
digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Juan 6:53). ¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?, fue la reacción azorada de sus oyentes. Esos ejemplos bastan para advertirnos que debemos evitar el literalismo excesivo. Todo en las Escrituras es verdad, pero no todo es literalmente verdad . La Biblia está llena
de expresiones figurativas que enriquecen la comunicación; por eso, tenemos que ser criteriosos para no confundir el uso del lenguaje. En síntesis, Dios habló para ser comprendido. Por lo tanto, debeos aplicar el principio de la sencillez para leer su Palabra.
2. El principio de la historia: buscar el sentido original En segundo lugar, Dios habló en contextos precisos, en ámbitos históricos, geográficos y culturales concretos. Dios no pronunció máximas abstractas desde el cielo azul. No habó en un vacío cultural; entró en nuestro mundo y articuló su mensaje en una particular realidad. Se reveló a sí mismo en categorías culturales que pudiésemos comprender. La expresión máxima de la comunicación de Dios es la persona de Jesucristo. El Hijo de Dios ‘vino en carne humana y habló un lenguaje humano’. Pero lo hizo de una manera muy
concreta: Jesús nació como un hombre en la Palestina del siglo I. La encarnación no es un fenómeno abstracto. Lo mismo ocurre con las Escrituras. Dios no habló en un lenguaje humano ‘a-histórico’. No hay tal cosa como un lenguaje humano general: hay idiomas como el castellano, el inglés, el japonés. Dios escogió hablar en un idioma concreto y en un marco cultural concreto, para poder ser comprendido. De este principio se derivan los siguientes criterios: a. Debemos tomar en cuenta la doble paternidad de las Escrituras
Si Dios habló, y lo hizo a través de mensajeros humanos, su mensaje tiene una doble paternidad. Dios se expresó por medio de palabras humanas; no lo hizo en algún idioma celestial sino a través de personas humanas que usaron idiomas humanos. Decir que ‘la Biblia es la palabra de Dios’ es verdad, pero es una verdad a medias y, en consecuencia, puede
resultar peligrosa. La Biblia es a la vez palabra de Dios y palabra humana. En esto, la Biblia es diferente del Corán. Los musulmanes creen que Alá dictó el Corán a Mahoma y que durante ese proceso el profeta no tuvo nada que contribuir; era sólo una especie de secretario o un dictáfono. Los cristianos no creemos que haya sido así con la Biblia. Los autores humanos de la Biblia eran personas activas en el proceso de inspiración, y a eso se debe que sus estilos literarios son diferentes. El Espíritu Santo no impuso su estilo: cada autor humano tenía su propio estilo. Mucho, quizás la mitad del contenido de la Biblia, es historia. Dios no reveló esa historia a los escritores bíblicos: ellos tuvieron que hacer su propia investigación. Lucas dice, al principio del evangelio, cómo procedió cuidadosamente en la recopilación y la investigación histórica. Los escritores de la Biblia tenían, también, diferentes énfasis teológicos, según su personalidad y su experiencia individual. El Espíritu Santo no quebró la personalidad de los autores humanos: las Escrituras son palabra de Dios y palabra de hombres. Encontramos aquí la misma situación que se dio en la persona de Jesucristo: Jesús es Dios y hombre a la vez. Si decimos que Jesús es el Hijo de Dios, es verdad, pero es una media verdad. Podría incluso ser una herejía, si al mismo tiempo negáramos la humanidad de Jesús. La verdad es que Jesús es el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, y no debemos enfatizar una realidad excluyendo la otra. En Hebreos 1:1 se nos dice que ‘Dios habló por medio de los profetas’, y en 2 Pedro 1:21 se nos dice que ‘los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo’.
Esta es la forma en que la Biblia da cuenta de sí misma: Dios habló y el hombre habló. Dios habló y, cuando lo hizo, decidió qué era lo que quería decir; pero al hacerlo, no anuló a los autores humanos. Los hombres que escribieron la Biblia, por su parte, usaron libremente sus facultades, pero sin torcer la verdad del mensaje divino. Este principio tiene consecuencias prácticas. Si la Biblia es la palabra de hombres, tenemos que leerla como cualquier otro libro. Debemos considerar el idioma y la gramática; tenemos
que tener en cuenta el género literario y el trasfondo histórico. Pero al mismo tiempo, puesto que la Biblia es la palabra de Dios, tenemos que leerla de una manera en que no leeríamos ningún otro libro. La leemos en oración, con mucha humildad, clamando al Espíritu Santo que nos dé entendimiento al hacerlo. b. El riesgo de importar ideas
Existe un serio peligro de importar ideas ajenas a la Biblia cuando la leemos. Este es uno de los errores más serios que podemos cometer al leer las Escrituras. Si leemos la Biblia introduciéndole pensamientos propios de nuestra época, convertimos a los autores bíblicos en los ‘santos patrones’ de nuestras propias opiniones.
Eso es hacer eiségesis en lugar de exégesis: es introducir conceptos propios en el texto bíblico, en lugar de extraer el pensamiento del texto mismo. La exégesis extrae del texto lo que está ahí; en cambio, la eiségesis lee en el texto algo que no está ahí. En su prefacio al comentario de Romanos, Calvino expresa claramente este principio hermenéutico básico: “El primer deber del intérprete es dejar que el autor diga lo que dice, en vez de atribuirle lo que él piensa que debería decir.” c. La intención del autor
Esta premisa se desprende de las anteriores: si el mensaje se dio en un momento y lugar de la historia, es preciso que busquemos el sentido original. ¿Qué quiso decir el autor? ¿Cómo lo comprendieron sus primeros lectores? La clave, tanto para la Biblia como para cualquier documento, es identificar la intención del autor. El profesor E. D. Hirsch ha formulado acertadamente este principio: “El texto significa lo que el autor quiso decir.” Esto es exactamente lo opuesto de lo que sostienen los existencialistas. El teólogo Bultmann, por ejemplo, dice que el texto bíblico significa ‘lo que significa para mí’.
El Pacto de Lausana declaró, en coherencia con la doctrina evangélica, la inerrancia de las Escrituras. La Biblia no contiene error, pero necesitamos preguntarnos qué quiso decir el autor, evitando conceptos previos. En muchos casos, la investigación histórica nos ayuda a conocer mejor el sentido general. Por mucho tiempo, por ejemplo, entendíamos la amonestación de Pablo a los tesalonicenses a “no andar desordenadamente” como una indicación referida a lo moral. La palabra griega usada allí es ataktos. Su opuesto, taxia, significa ‘orden’; de modo que, durante siglos, se pensó que en la iglesia de Tesalónica había un grupo ‘desordenado’ que rechazaba la
disciplina moral. A principios del siglo XX, se descubrieron papiros griegos en las arenas de Egipto. Se trataba de documentos públicos, encontrados entre los desechos del trabajo de los funcionarios. Al estudiarlos, los investigadores bíblicos encontraron esta palabra ataktos, tal como se usaba en el lenguaje corriente de la oficina o del mercado; descubrieron que en el primer siglo de nuestra era, la palabra ataktos significaba ‘ociosos’. Por ejemplo, en un documento en el cual un padre había colocado a su hijo como aprendiz de un artesano, el contrato legal tenía una cláusula sobre lo que sucedía si el muchacho no se presentaba a
trabajar. La palabra griega para describir ese tiempo en el cual el aprendiz no trabajaba era ataktos, es decir, ‘ocioso’.
Volviendo a la carta de Pablo, parece que los cristianos en Tesalónica estaban descuidando o abandonando su trabajo. Pensaban que Jesús iba a regresar en cualquier momento y, en consecuencia, no tenía sentido esforzarse. Pablo condena la ociosidad y les ordena que vuelvan a trabajar. Pero os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que anda desordenadamente, y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros …
Porque oímos que algunos de entre vosotros andan desordenadamente, no trabajando en nada, sino entremetiéndose en lo ajeno. 2 Tesalonicenses 3:6, 11
A este método para encontrar el sentido original de un pasaje se le llama exégesis históricogramatical, porque toma en cuenta la historia para encontrar el vocabulario y la gramática original. La meta es entender qué quiso decir el autor a sus destinatarios.
3. El principio de la armonía: buscar el sentido integral Dios habló sin contradecirse. Él nunca se contradice, de manera que no esperamos encontrar contradicciones en su palabra. Obviamente, hay una gran diversidad en las Escrituras. Como hemos señalado, cada autor tiene un énfasis teológico diferente y un estilo personal. Podríamos decir que Isaías era el profeta de la soberanía de Dios; Amós, el profeta de la justicia de Dios y Oseas, el del amor de Dios. Cada uno de ellos tiene un énfasis diferente. Lo mismo sucede en el Nuevo Testamento. Pablo es el apóstol de la gracia y la fe. Santiago es el apóstol de las obras. Juan es el apóstol del amor. Pedro es el apóstol de la esperanza. Cada uno tiene un énfasis diferente. Pero, por encima de esta rica diversidad, las Escrituras tienen una maravillosa unidad temática. a. Dios se revela progresivamente
Dios no reveló todo su mensaje de una vez. Habló gradualmente y a lo largo de un extenso período de tiempo. Paso a paso, reveló su persona y su voluntad. Sin embargo, las etapas posteriores no contradicen a las anteriores. El mejor ejemplo es la doctrina de la Trinidad. Esta es una doctrina del Nuevo Testamento que no se enseña claramente en el Antiguo. El énfasis del Antiguo Testamento es la unidad de Dios. “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:4 – 5). Sin
embargo, nosotros, que tenemos el Nuevo Testamento y conocemos la doctrina de la Trinidad, podemos descubrir algunos aspectos de esta doctrina que ya habían sido revelados en el Antiguo Testamento.
En Isaías 6:3 leemos: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos” y entendemos que alude
a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sin embargo, si sólo tuviéramos el Antiguo Testamento, no podríamos construir sobre ese solo versículo una doctrina de la Trinidad. Es el Nuevo Testamento el que enseña claramente que Dios es uno y trino a la vez: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Lo esencial es que, cuando el Nuevo Testamento enseña la doctrina de la Trinidad, no contradice la doctrina de la Unidad; y, en realidad, si no fuese por esta revelación del Antiguo Testamento, no estaríamos preparados para la doctrina de la Trinidad en el Nuevo. Podemos entender este principio de la revelación progresiva por analogía con la crianza de los niños y la educación en general. Los padres y los maestros saben que deben enseñar paso a paso. Un padre sabio nunca va a enseñar a su hijo, cuando este tiene seis años, algo que deberá contradecir cuando tenga más edad. Si lo hiciera, perdería credibilidad. Un maestro criterioso enseña de manera similar a la que pinta un artista: primero desarrolla el bosquejo y después agrega gradualmente los detalles. b. El sentido de cada pasaje se entiende a la luz de la totalidad de la revelación bíblica
Nunca debemos aislar a un texto de su contexto: ni de su contexto inmediato, ni de su contexto de toda la Biblia. Necesitamos aprender a leer cada texto a la luz de la totalidad: las partes, a la luz del todo; lo oscuro, a la luz de lo que está claro. Armonizar el mensaje de esta manera no es lo mismo que manipular el mensaje. Significa buscar la armonía interna que está allí. Este criterio permite corregir un error muy extendido entre los lectores de la Biblia. Algunos creyentes creen que se puede hojear la Biblia al azar, o cerrar los ojos y poner el dedo en algún versículo. La Biblia no es un libro de dichos independientes, sin relación entre sí. Se cuenta con humor de alguien que aprendió que esa no era la manera de leer la Biblia. La primera vez que abrió la Biblia al azar, leyó: “Judas fue y se ahorcó.” Como eso no lo entusiasmaba probó nuevamente, y esta vez puso el dedo sobre la frase: “Ve y haz tú lo mismo.” Intentó una tercera vez y leyó: “Lo que vas a hacer, hazlo rápido.” ¡Finalmente
entendió que ésa no era la forma correcta de acercarse a las Escrituras! Seguramente, Dios a veces se condesciende de nuestra debilidad, y puede guiar a quienes lo buscan de esa manera. Pero es a pesar de lo que hacen y no por lo que hacen. No tenemos justificativo alguno para tratar en esa forma a la Biblia. Este error en la lectura de la Biblia parte del supuesto de que un asunto se puede resolver citando un texto aislado. Todo lo contrario: debemos aprender a comparar un pasaje con otro dentro de las Escrituras. Muchos evangélicos, por ejemplo, piensan que la comunión es únicamente un culto recordatorio; por lo tanto, cuando tomamos los símbolos no hacemos nada más que recordar la muerte del Señor. En apoyo de esta posición, citan el pasaje que dice: “Haced esto en memoria de mí” (1 Corintios 11:24). Actúan como si nunca hubieran leído 1 Corintios 10:16: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?”
Indudablemente, podemos discutir acerca de lo que eso significa, y cómo es que tenemos comunión en el cuerpo de Cristo. Pero está claro que la Santa Cena no es únicamente una conmemoración sino también una comunión en el cuerpo y la sangre de Cristo. También tenemos que aplicar el principio de armonía si queremos entender la relación entre la gracia y las obras. No podemos leer a Pablo sin leer a Santiago, ni viceversa. Pablo declara que somos justificados por la fe y Santiago parece decir que somos justificados por las obras. Lutero llegó al extremo de rechazar la carta de Santiago, porque no podía reconciliar ambas enseñanzas. Pero en realidad, los dos apóstoles enseñan lo mismo. Pablo enseña que la fe se refleja en buenas obras: “La fe obra por el amor” (Gálatas 5:6). Santiago dice lo mismo: “Yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2:18). Es decir que ambos en señan una fe viva,
expresada en obras. Pablo enfatiza la fe que produce obras, mientras que Santiago enfatiza las obras que brotan de la fe. Es la misma doctrina, aunque hay un énfasis diferente; por lo tanto, tenemos que armonizar ambos enfoques. c. Necesitamos integrar la enseñanza bíblica en un todo coherente
Cuando leemos integralmente las Escrituras, reunimos los distintos aportes en un todo coherente. Algunos textos, por ejemplo, son muy pesimistas en cuanto al ser humano; dicen que el corazón es engañoso y malo. La Biblia, sin lugar a dudas, enseña la depravación humana total: cada parte de nuestra humanidad ha sido manchada por el pecado. Pero otros pasajes de la Biblia hablan de la dignidad de los seres humanos, porque fuimos creados a la imagen de Dios. Por eso necesitamos reunir e integrar los pasajes, manteniendo equilibrio entre los distintos aportes. Lo mismo sucede con la doctrina del Estado. No podemos sustentar nuestra doctrina del Estado sólo en Romanos 13, que plantea la sujeción del creyente a la autoridad del Estado, argumentando que las autoridades han sido puestas por Dios. Tenemos que equilibrar este concepto con el de Apocalipsis 13, que describe al Estado como un aliado de Satanás. Al elaborar la doctrina tenemos que sintetizar ambos enfoques.
Conclusión Cuando leemos la Biblia con honestidad y humildad, podemos tener la seguridad de que Dios está activamente comunicándose con nosotros. Al mismo tiempo, debemos ser cuidadosos: un conocimiento parcial de la verdad podría ser muy peligroso. Toda la Biblia es nuestro libro de texto, no solamente nuestras partes favoritas. Nuestra responsabilidad es leer y estudiar la totalidad de la revelación bíblica; sólo así podremos interpretarla correctamente. Porque Dios habló para ser comprendido, afirmamos el principio de la sencillez y buscamos el sentido natural . Porque Dios habló en contextos concretos, afirmamos el principio de la historia y buscamos el sentido original . Y en tercer lugar, porque habló sin contradecirse, afirmamos el principio de la armonía, y buscamos el sentido integral . En el próximo capítulo desarrollaremos el cuarto principio básico de interpretación de la Biblia: el principio de la modernidad.
4. Principios básicos para interpretar la Biblia Segunda parte En el capítulo anterior consideramos tres principios de interpretación de la Biblia: el principio de la sencillez, el principio de la historia, y el principio de la armonía. Estos principios implican que, al leer las Escrituras, lo hacemos buscando el sentido natural de las palabras, el sentido original y el sentido integral del mensaje. Queda un cuarto principio hermenéutico, que abordaremos en este capítulo.
4. El principio de la modernidad: buscar el sentido esencial Dios habla hoy, a través de lo que ya fue revelado. Si bien habló en el pasado y en contextos específicos, la intención era que el mensaje fuera para todos los tiempos. Es verdad que habló a personas concretas, pero Dios quería que su mensaje fuese para todas las personas. Por eso, a través de su antigua palabra, Dios se está dirigiendo también al mundo moderno. La Biblia no es una reliquia prehistórica para ser exhibida como un fósil detrás del cristal de una vitrina; todo lo contrario, es un mensaje vivo y pertinente para el mundo contemporáneo. La Biblia debe estar en la calle, no en el museo. El Dr. J. I. Packer describe a la Biblia como ‘el sermón de Dios’. Esta hermosa manera de
describirla también fue compartida por los apóstoles en el Nuevo Testamento. Citaban el Antiguo Testamento con frecuencia, y al hacerlo, introducían la cita con una de las siguientes fórmulas: gegraptai gar , que significa ‘porque está escrito’, o legei gar , que significa ‘porque dicho está’. Hay un doble contraste entre esas dos fórmulas. Uno es el contraste entre lo
escrito y lo hablado; el otro, entre lo pasado y lo presente. Los apóstoles pensaron el en Antiguo Testamento en ambos sentidos. Para ellos, las Escrituras eran un escrito del pasado y también un lenguaje del presente. A través de lo que estaba escrito en el Antiguo Testamento, Dios estaba hablándoles a su situación presente. Pablo escribió a los gálatas: “¿Qué dice la Escritura?” (4:30). Pod ríamos cuestionarle a Pablo: ‘¿Qué sentido tiene preguntar qué dice la Escritura? La Biblia es un libro del pasado y, de todos modos, los libros no hablan. ¿Cómo puedes preguntar qué está diciendo la Escritura?’ Pablo no tendría dificultad en responder: ‘Porque a través de este antiguo escrito, Dios está hablando hoy.’
Los evangélicos contemporáneos no mostramos la misma seguridad de Pablo. Nos sentimos mucho más cómodos en el texto antiguo que en el mundo moderno. Somos exégetas de una carta muerta, en vez de ser portadores de un mensaje vivo. Un incidente me ayudó a entender cómo se percibe a la Biblia hoy. Dos hermanos habían crecido en un hogar cristiano conservador, y durante su niñez asimilaron la fe de sus padres. Pero cuando fueron a la universidad, ambos la repudiaron. Uno se declaraba agnóstico y el otro ateo. En una ocasión, les pregunté si ya no creían que el cristianismo fuese verdadero. Para mi sorpresa, me respondieron que, aunque pudiera convencerlos de que el cristianismo es la verdad, no lo aceptarían. ‘El problema – explicaron – , no es si el cristianismo es verdadero o falso; lo que ocurre es que no es pertinente para el mundo moderno. ¿Qué
vigencia puede tener una religión antigua para quienes vivimos en el emocionante mundo al final del siglo XX? ¿Qué puede decirnos hoy un libro de la Palestina primitiva?’ Estoy
agradecido a Dios por aquella experiencia, porque me convenció aún más de la tarea del comunicador cristiano. El problema que enfrentamos es el abismo cultural que existe entre el mundo bíblico y el mundo moderno. Es como si de un lado de una quebrada estuviera el mundo bíblico y del otro lado, cruzando el abismo, estuviera el mundo moderno. Entre ambas márgenes hay un profundo abismo de dos mil años de cultura cambiante. Cuando leemos la Biblia, aun en una versión moderna, es como si entráramos en otro mundo: retrocedemos dos mil años, pasando la revolución electrónica, más allá de la Revolución Industrial, y llegamos a un mundo que ya hace mucho tiempo desapareció. Al leer la Biblia, nos suena anticuada, huele a moho. ¿Cómo podemos construir puentes sobre este abismo cultural? Si nos concentramos únicamente en el significado original del texto bíblico y nos quedamos en el lado lejano del abismo, sin preguntarnos qué le dice la Biblia al mundo moderno, caemos en una mentalidad anticuada que no sabe relacionarse con el presente. Pero si nos quedamos únicamente en el mundo moderno e interpretamos el mensaje de la Biblia sin antes preguntarnos qué significó en el momento en que fue escrito, caemos en una lectura subjetiva que no tiene raíces en la revelación de la Biblia. Si ya nos hemos preguntado (aplicando el principio de la historia a la interpretación bíblica) cuál era el sentido original del mensaje, ahora debemos preguntarnos, según el principio de la modernidad, qué dice la Biblia hoy. Solamente entonces será correcta y creativa nuestra interpretación, y tendrá pertinencia para el mundo actual. Pero, ¿cómo lo hacemos? a. Necesitamos reconocer los puntos ciegos de nuestra propia cultura
Cada uno de nosotros es hijo de una cultura particular. De hecho, somos prisioneros inconscientes de la cultura en la que hemos crecido. Cuando nos trasladamos a una cultura diferente, podemos ver nuestra propia cultura a través de ojos críticos. Por eso es tan valioso viajar, porque nos ayuda a mirar con perspectiva crítica nuestra cultura. Hace tiempo, después de mi primera exposición en los Estados Unidos, una persona se acercó y me dijo: ‘Me gusta mucho su acento inglés.’ Francamente, dentro de mí pensé: ‘Yo no tengo acento, eres tú el
que habla con acento. Yo hablo el inglés correcto, como debe ser hablado. Tú hablas el inglés americano.’ Poco después estuve en las Filipinas; cuando terminé de predicar, un niño se acercó, me miró a la cara y dijo: ‘Tú hablas muy gracioso.’ Tenía razón. Todos hablamos con
acento de nuestro lugar, comemos de cierta manera, nos vestimos de cierta forma y pensamos de cierta forma. Estos rasgos culturales los hemos mamado desde el nacimiento: somos hijos de nuestra cultura. Somos anglosajones, o latinos, o africanos. Algunos han crecido en un ambiente de clase media, otros en la clase trabajadora. Algunos en una cultura secular, otros en una cultura religiosa. Algunos se forman en una cultura marxista, hinduista, budista, musulmana o cristiana.
Al leer la Biblia, lo hacemos con nuestros propios cristales culturales. Es casi imposible acercarnos a ella con una mente totalmente abierta y libre de prejuicios. Es difícil mantener una objetividad genuina, porque venimos a la Biblia desde perspectivas diferentes. Tenemos preguntas diferentes. Tenemos maneras distintas de entender la pobreza y la riqueza, la iglesia y el estado, la libertad y la opresión, y aun el bien y el mal. Estamos marcados por nuestra herencia cultural y por eso vemos todo de manera diferente. Sin duda, esta es una situación muy seria, porque nos plantea grandes dificultades para escuchar a Dios, y Dios encuentra obstáculos para comunicarse con nosotros. Él quiere que su palabra atraviese nuestras defensas culturales; quiere desafiarnos y transformarnos. Pero cuando leemos las Escrituras, tendemos a oír solamente lo que queremos oír, lo que se acomoda a nuestras propias estructuras culturales. La infidelidad de la iglesia, generación tras generación, se explica por su sometimiento a la cultura imperante. La queja principal de Dios hacia su pueblo, en el Antiguo Testamento, era: ‘Ustedes no oyen.’ Creo que esa sigue siendo su queja contra la iglesia hoy. Rara vez ha
estado la iglesia verdaderamente sintonizada con la palabra de Dios. Con frecuencia, lo que vemos es una iglesia conformista y adaptada al medio, que es exactamente lo que la Escritura prohíbe que sea. En vez de desafiar a la cultura del mundo, se somete y se adapta. En lugar de criticar los valores del mundo, los asimila. Es triste reconocer que la iglesia ha sido más influenciada por el mundo que por las Escrituras. A causa de esa influencia, la iglesia tiene ‘puntos ciegos’ en su percepción. ¿Cómo pudo la conciencia cristiana aprobar las Cruzadas? ¿Cómo pudo usarse la tortura en la Edad Media para combatir la herejía? ¿Puede haber algo que se llame ‘evangelización por medio de la tortura’? Es increíble que la conciencia cristiana haya aceptado la violencia. Si pretendemos
excusarnos, diciendo que esas cosas ocurrieron antes del protestantismo, pensemos: ¿Cómo puede ser que la conciencia cristiana ha despertado, apenas recientemente, al hecho de la discriminación racial o de la contaminación ambiental? ¿Por qué el racismo y otras formas de sectarismo manchan el testimonio de la iglesia en tantos lugares del mundo? ¿Cómo es posible que la iglesia protestante durante muchos siglos no tuvo misiones? Cuando Guillermo Carey se puso de pie en una asociación de pastores para proponer una obra misionera, ¿qué le dijeron? ‘Siéntate, muchachito. Cuando Dios quiera convertir a los paganos no necesitará nuestra ayuda.’ ¿Acaso nunca habían leído la Gran Comisión? ¿Nunca habían captado la
dimensión misionera que tiene toda la Biblia? Es fácil criticar a otros por sus prejuicios; pero, ¿cuáles son nuestros puntos ciegos? ¿Qué dirán los historiadores de esta generación? ‘¿Cómo es posible que no hayan visto…?’ En mi
opinión, la iglesia cristiana en el hemisferio norte tiene por lo menos dos puntos ciegos. Uno se refiere a las armas nucleares. ¿Cómo puede la conciencia cristiana tolerar el uso de armas que causan destrucción masiva? El segundo se refiere a la inequidad económica entre los países del norte y del sur. La cultura en la que estamos inmersos nos hace ciegos y sordos a estas realidades; necesitamos orar a Dios para que atraviese y nuestras barreras culturales y podamos escuchar lo que él quiere decir y hacer en estas situaciones. La iglesia cristiana en América Latina, por su parte, necesita explorar sus propios puntos ciegos. b. Necesitamos ‘construir puentes’: hacer la transposición cultural del mensaje bíblico
Además de los obstáculos que nuestra propia cultura interpone cuando nos acercamos a las Escrituras, está el obstáculo que representa la cultura bíblica. Dios se revela en contextos culturales particulares: la cultura del Antiguo Medio Oriente, del judaísmo palestinense y del mundo greco-romano. Si la revelación de Dios se dio en esos contextos culturales particulares, ¿cómo puede ser permanente y universalmente verdadera? ¿No se limita la autoridad de la Biblia por el hecho de estar culturalmente condicionada? Si la mayor parte de la revelación de Dios se dio en una situación primitiva y rural, ¿qué pertinencia puede tener para quienes viven en las grandes ciudades modernas? Una analogía puede ayudarnos a responder esta pregunta. Fácilmente distinguimos entre una persona y la ropa que la persona lleva puesta. La mayoría de nosotros tiene varias prendas diferentes. A veces nos vestimos con elegancia, como cuando vamos a una boda. En otras ocasiones nos vestimos más sobriamente, como cuando vamos a un funeral. Tenemos ropa de trabajo, ropa de deporte, ropa de cama. Usamos ropa distinta, según la situación. (¡Aunque sospecho que algunos jóvenes siempre usan ‘vaqueros’, hasta para dormir!) A pesar de que
usamos ropa distinta, por dentro somos la misma persona. De la misma manera en que distinguimos entre la persona y la ropa que lleva, también tenemos que aprender a distinguir entre la esencia de la revelación de Dios y el ropaje cultural en el que nos llega. El contexto cultural puede pertenecer a un momento determinado y transitorio de la historia, pero la esencia de la revelación de Dios tiene validez permanente y universal. ¿Qué hacemos frente a los condicionamientos culturales del mensaje? Habría varias alternativas. Como el ropaje cultural de la revelación puede resultarnos algo muy extraño, decimos: ‘Este pasaje de las Escrituras no tiene nada que decirme, es irrelevante en mi época, puedo tomar unas tijeras y sacarlo de la Biblia.’ No recomiendo esa actitud de rechazo total.
La segunda alternativa es la opuesta: adoptar una actitud de literalismo almidonado y darle tanta importancia a la revelación como a las premisas culturales que la rodea. Estas se aceptan como si fueran normas permanentes, no importa cuán diferente sea la sociedad: tampoco es una actitud saludable. La tercera alternativa, y la única sabia, es la de efectuar una transposición cultural . Significa identificar la esencia de la revelación de Dios para preservarla y después ‘vestirla’
nuevamente en términos culturales apropiados. Veamos algunos ejemplos que ilustran este principio. En el aposento alto, Jesús lavó los pies de sus discípulos y después dijo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Juan 13:14). Aquí tenemos un
claro mandamiento de Jesús en cuanto al lavamiento recíproco de pies. Pero se trata de un mandamiento culturalmente condicionado, porque en Palestina el lavamiento de pies era una práctica social. En esa época, si me hubieran invitado a la casa de un amigo para cenar, tendría que haber caminado, posiblemente, descalzo. Las calles habrían estado polvorientas; y al llegar, un esclavo me hubiera recibido y me hubiese lavado los pies. Toda esa situación cultural ha cambiado. Hoy usamos medias y zapatos, las calles están más limpias, usamos vehículos en lugar de caminar, no hay esclavos que nos reciban y nadie nos lavará los pies (en cambio, es posible que nos pregunten si queremos lavarnos las manos). ¿Qué hacer, entonces, con el mandamiento del Señor, si toda la situación ha cambiado?
Si reaccionamos con un rechazo total, diremos: ‘Bueno, como ahora no hay lavamiento de pies, este mandamiento no rige más’, y rechazamos todo el versículo. Una segunda
alternativa sería la obediencia literal y rígida: lo hacemos porque Jesús mandó que lo hiciésemos. Si sólo es una práctica rutinaria, no tiene sentido. Algunos cristianos lo hacen en forma ceremonial. En la iglesia católica, cada jueves santo el Papa acostumbra lavar los pies de doce mendigos; los menonitas, por su parte, practican una ceremonia de lavamiento de pies en la Cena del Señor. Sin embargo, creo que Jesús no se estaba refiriendo a una ceremonia sino a una práctica cultural común; por lo tanto, no se trata de obedecer literalmente sino rescatar la esencia del mensaje y trasladarla al marco de nuestra propia cultura. Para hacer esta transposición cultural, lo primero es preguntarnos: ¿Qué quería enseñar Jesús? ¿Cuál es la esencia de su mandamiento? No es difícil responder en este caso. En el aposento alto, no hubo un esclavo que lavase los pies de los discípulos y de Jesús antes de comer; los discípulos tenían demasiado amor propio como para lavárselos unos a otros. Puedo imaginar a Pedro diciendo: ‘¿Voy a tener yo que lavarle los pies a Juan? ¡Que se lave sus propios pies apestosos! ¿Por qué debo hacerlo yo?’ Eran todavía demasiado soberbios como para lavarse los pies los unos
a los otros. Por eso, en medio de la cena, eligiendo el momento para que realmente se pusieran en evidencia y se avergonzaran, Jesús hizo por ellos lo que ellos no habían estado dispuestos a hacer. Se puso de rodillas, se puso el mandil de un sirviente y se hizo esclavo de ellos. Entonces dijo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros.” Lo que quiso decir, es: ‘Si se aman unos a otros,
tienen que servirse unos a otros con humildad; no hay ninguna tarea demasiado indigna o demasiado sucia cuando se trata de servir a otros.’ Si no necesitas que te lave los pies, con
gusto puedo ayudarte a limpiar tu bicicleta, o lavar tu ropa cuando estés enfermo. El propósito de la transposición cultural es que nuestra obediencia sea contemporánea. Un ejemplo en las epístolas es el asunto de la carne ofrecida a los ídolos. ¿Era legítimo, para los cristianos, comer carne que había sido sacrificada a los ídolos? En la iglesia primitiva, esta era una controversia muy aguda. Si en nuestra cuidad no hay prácticas idólatras, ¿qué tiene que decirnos a nosotros este pasaje? Quizás tenga pertinencia en ciertas tribus donde todavía se hacen sacrificios a los ídolos, pero no parece tenerla para nosotros. Pablo les escribió a los corintios que los ídolos no son nada, que sólo hay un Dios y un Señor, Jesucristo; los ídolos no pueden afectar la comida, y no hay razón alguna por la cual no comer carne, aunque haya sido ofrecida a los ídolos. Pablo tenía lo que él llamaba una ‘conciencia fuerte’. Pero inmediatamente, pasa a decir que hay hermanos que tienen una conciencia débil,
es decir, hermanos o hermanas recién convertidos, cuya conciencia todavía no está enseñada, y por lo tanto se sienten incómodos comiendo carne ofrecida a los ídolos. Ese hermano acaba de convertirse de la idolatría y por eso Pablo enseña que no se lo obligue a hacer nada contra su conciencia, porque su conciencia no debe ser violada. Las conciencias han de ser educadas pero, mientras tanto, no deben ser forzadas. Un cristiano con una conciencia fuerte, que no veía ninguna razón por la cual no pudiese comer esa carne, dejaba de hacerlo en presencia de un hermano débil para no incitar al hermano a hacer algo contrario a su conciencia. La esencia del mensaje puede resumirse así: ‘El amor limita la libertad.’ Mi conciencia puede
darme libertad para hacer muchas cosas; pero si algo ofende a la conciencia de otro cristiano, entonces mi amor por él limita mi libertad. Es fácil encontrar en cada cultura situaciones que
requieren esta decisión. La transposición cultural nos ayuda a descubrir, en cada ambiente, qué implica limitar mi libertad por amor, para no ofender la conciencia de mi hermano. Constantemente necesitamos construir puentes culturales entre el mensaje de la Biblia y la situación que nos toca vivir. Hacerlo requiere de nuestra parte una actitud abierta, creativa y respetuosa. La Biblia enseña sobre la relación entre hombre y mujer, sobre el trato entre amos y subordinados, y sobre tantas otras dimensiones de la vida. En cada caso, es imprescindible captar la esencia del mensaje y luego efectuar una transposición cultural. Algunos cristianos tienen miedo de la transposición cultural, porque creen que conduce al liberalismo teológico. Les parece que es una falta de respeto a la palabra de Dios o una excusa para evitar los pasajes difíciles de las Escrituras. Pero el propósito de este principio es guardar un sano equilibrio. Si rechazamos tanto la revelación como su ropaje cultural, no podeos obedecer la palabra de Dios. Si les damos a ambos autoridad permanente, nuestra obediencia se vuelve mecánica y puede llegar a ser absurda. En cambio, cuando hacemos una transposición cultural del mensaje esencial, nuestra obediencia adquiere significado.
5. Una manera bíblica de pensar Hemos procurado presentar en los capítulos anteriores las razones por las cuales es válido y también beneficioso aceptar la Biblia como revelación de la persona y la voluntad de Dios. También hemos analizado los criterios que debemos tener en cuenta para leer este libro singular y encontrar el mensaje permanente que contiene para cada generación. Esta manera de acercarnos a la Biblia y tomarla en serio no excluye otras formas de conocimiento de la realidad ni impide la reflexión crítica. Todo lo contrario. Tomar en serio las Escrituras nos permite percibir al mundo y a la vida con una perspectiva adecuada, usando todos los sentidos y facultades mentales que Dios nos ha dado. Como cristianos, estamos llamados a un ‘doble-escuchar’: por un lado, necesitamos conocer
y obedecer la revelación de Dios en las Escrituras; por otro, es preciso que conozcamos y respondamos a la realidad que nos toca vivir. Participar como cristianos en el mundo contemporáneo requiere el desarrollo de una mente cristiana, de una manera bíblica de pensar. Conocer la revelación de Dios nos permite tener una perspectiva realista y geocéntrica sobre la vida; a su vez, estar atentos a lo que ocurre en el mundo nos permite actuar concretamente en la historia para hacer el bien y combatir el mal. El discípulo de Cristo no se ocupa solamente de Dios y de lo espiritual: no adopta una actitud escapista que evita conocer e involucrarse en la realidad humana. Tampoco se fija solamente en la realidad, ni pretende interpretarla y transformarla sólo desde una perspectiva humana y con recursos netamente humanos. El cristiano tiene que estar simultáneamente atento a Dios y al mundo alrededor, si quiere pensar y actuar de una manera coherente y significativa.
Desarrollar una manera bíblica de pensar en Dios y en el mundo, no es tarea de cristianos aislados. Es una tarea que requiere de una comunidad cristiana. Para escuchar a Dios y entender su revelación necesitamos estar en compañía con otros hermanos en la fe y con toda la iglesia de Dios. También necesitamos de otros para entender la realidad y evitar las trampas de nuestros filtros culturales y personales. La iglesia ha de ser, en la práctica, una comunidad hermenéutica: juntos leemos la palabra de Dios para descubrir la mente de Dios, y juntos ‘leemos’ la realidad actual para entender lo que está sucediendo. Es en este ‘doble-escuchar’, a la palabra y al mundo, en compañía e
interacción con otros en el cuerpo de Cristo, que se va desarrollando una mente cristiana. En 1 Corintios 14:20, Pablo dice: “Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar.” En lo que se refiere a la malicia,
debemos ser tan inocentes como niños pequeños; pero en nuestra manera de pensar tenemos que ser personas maduras. ¿Qué significa desarrollar una mente cristiana? Nuestra mente, como cada aspecto de nuestra persona, ha sido manchada por la caída. El pecado ha afectado nuestra manera de pensar, de la misma manera que ha afectado nuestras emociones, nuestra voluntad, nuestra sexualidad. Todo nuestro ser ha sido pervertido por la caída, y eso incluye la mente. Pero cuando conocemos y aceptamos a Jesucristo, nuestra mente comienza a ser renovada. El Espíritu Santo transforma nuestra manera de pensar y nos permite percibir cosas que nunca antes hemos visto. El cristiano piensa sobre los mismos asuntos que cualquier otra persona, pero lo hace desde una perspectiva cristiana. Pensar bíblicamente significa buscar cuál es la voluntad de Dios en el hogar y en el trabajo, en la vida de comunidad, en cuestiones de ética social y de política. Una mente cristiana es una forma de pensar, es una manera de mirar todas las cosas a la luz de la revelación de Dios. Para eso, la mente cristiana debe ser alimentada por las verdades de la Biblia y renovada constantemente por el Espíritu Santo. No es posible en pocas páginas desarrollar las implicancias de lo que venimos diciendo, pero esbozaremos algunos rasgos singulares de lo que implica pensar la realidad de manera bíblica.
1. La perspectiva bíblica de la historia La perspectiva desde la cual razona la mente cristiana está enmarcada por los grandes hitos de la revelación bíblica. Estos hitos no están definidos por el ascenso y la caída de los imperios o las civilizaciones sino por cuatro sucesos decisivos. El primero de ellos es la creación. La Biblia declara que Dios creó el universo, y en él nuestro planeta y todas las criaturas que lo habitan. La culminar la creación, creó al ser humano, hombre y mujer; por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, somos seres racionales, morales, sociales, creativos y espirituales. El segundo hito que determina la manera bíblica de pensar la realidad es la caída. Nuestros primeros padres aceptaron la mentira de Satanás en vez de la verdad de Dios y pro eso sufrieron la separación del Creador, que fue la tragedia más grande que jamás ha sufrido el
ser humano. Los seres humanos han sido hechos por Dios, como Dios, y para Dios, y ahora están viviendo sin Dios. ¿Es posible concebir una tragedia mayor que ésta? Toda nuestra alienación y desorientación nacen en esa situación: el pecado no sólo afecta nuestro vínculo con Dios sino también las relaciones entre unos y otros y con la creación entera. La Biblia y la experiencia muestran que cada ápice de nuestra humanidad ha sido torcida por esa rebelión. El tercer gran hito en la Biblia es la redención. En vez de abandonar al ser humano, como lo merecía, Dios inmediatamente comenzó a preparar su salvación. El pacto con Abraham se cumplió en Jesucristo, y la redención que él obtuvo en la cruz restaura nuestra relación con Dios: somos re-creados a la imagen de Dios. En Jesucristo se inicia la creación de una nueva humanidad, aquella que reconoce el gobierno de Cristo. El cuarto hito que la Biblia considera esencial para entender la realidad y actuar en ella es que un día ha de venir la consumación. El reino de Dios ha entrado en la historia y la nueva creación ya se inició con Jesucristo. Ya existe la nueva comunidad. En realidad, el fin ya ha empezado pero todavía no está consumado. Nuestro cuerpo todavía no ha sido redimido. No hay todavía un cielo nuevo y una tierra nueva pero Dios ha prometido que lo habrá. Nosotros vivimos entre la inauguración del reino de Dios y la consumación de ese reino. Estas cuatro referencias cruciales que la Biblia presenta: la creación, la caída, la redención y la consumación del reino de Dios, nos dan un marco desde el cual interpretar la realidad y la historia. Son los pilares de una manera bíblica de pensar.
2. La perspectiva bíblica sobre el ser humano ¿Qué es el ser humano, desde la perspectiva de la Biblia? ¿Qué significa ser hombre? Esta es una pregunta vital que ha recibido muchas respuestas a lo largo de la historia, unas llenas de pesimismo, otras cargadas de utopía. La Biblia no cae en uno ni otro extremo. Por un lado, enseña que el ser humano tiene una dignidad única como criatura hecha en la imagen de Dios; pero por otro lado, enseña que el ser humano ha caído en la depravación total y está bajo el juicio de Dios. La dignidad nos da esperanza, pero la depravación pone límites a nuestras expectativas. Es muy importante preservar la paradoja con que la Biblia se refiere al ser humano. Esta perspectiva sobre la realidad humana nos da un marco desde el cual analizar críticamente las respuestas que el ser humano intenta dar a la pregunta sobre su propio ser. La actitud con que el ser humano se concibe a sí mismo es, a veces, demasiado ingenua en su optimismo y, otras, demasiado pesimista. Los humanistas, por lo general, son optimistas. Aunque sostienen que el hombre no es más que el resultado de un ciego proceso de evolución, a la vez tienen una tremenda confianza en el potencial que tiene el ser humano. Creen que el ser humano puede tomar la historia en sus manos y conducirla él mismo, para su propio bien. Esta perspectiva no toma en consideración el egoísmo y la maldad inherente al ser humano alienado de su Creador. Los existencialistas, en cambio, tienden a ir al extremo opuesto. Se muestran pesimistas, y aún desesperados. No hay Dios. Nada tiene sentido. Todo es absurdo. Este pesimismo no
toma en cuenta el amor, el heroísmo y el sacrificio generoso que han embellecido la historia humana. Sólo la Biblia mantiene un equilibrio realista: enseña que el ser humano es una extraña y sorprendente paradoja. Es capaz de la más alta nobleza, pero también de las crueldades más bajas. Puede pensar, elegir, crear, amar; pero también puede codiciar, pelear, odiar y matar. Esta es la paradoja del ser humano. La humanidad ha creado y construido los hospitales, las universidades donde se adquiere sabiduría y las iglesias donde se adora a Dios; pero también ha inventado cámaras de tortura, campos de concentración, bombas de hidrógeno y otras formas más sutiles de degradar y destruir. Cuando pensamos de una manera bíblica, reconocemos la paradoja del ser humano: somos nobles pero innobles, somos racionales e irracionales, somos morales pero al mismo tiempo inmorales, y nadie lo sabe mejor que nosotros mismos. Si tenemos presente esta paradoja, sin dejarnos llevar por el pesimismo existencialista sin esperanza ni por el optimismo humanista sin fundamento, podemos razonar y actuar en todos los aspectos de la vida con el equilibrio que nos da una manera bíblica de pensar. Todos sabemos lo importante que es para la salud mental descubrir nuestra identidad y tener una imagen adecuada de nosotros mismos. El concepto que tenemos de nosotros mismos comienza por reconocer que fuimos creados por Dios a su propia imagen. También implica reconocer que somos producto de la caída. Somos criaturas ambiguas: lo que somos se debe, en parte, a la creación y, en parte, a la caída. Todo lo que soy como consecuencia de la caída, lo debe negar y repudiar; pero todo lo que soy por la creación y por la redención en Cristo, no debo negarlo sino afirmarlo y acrecentarlo. Esa es la esperanza realista del cristiano. Una manera bíblica de pensar también nos da una actitud equilibrada respecto de la transformación de la sociedad. ¿Es posible el progreso social? ¿Puede el mundo ser un mejor lugar para todos? Algunas personas tienen una tremenda confianza en la acción social. Sueñan crear una utopía en el mundo pero se olvidan del incorregible egoísmo del ser humano. Pese a los logros alcanzados por muchos emprendimientos sinceros y esforzados, la humanidad sigue sufriendo por causa de la injusticia, la avaricia, la violencia. Otros caen al extremo opuesto, son tan pesimistas que dicen que es imposible cambiar a la sociedad y que no vale la pena intentarlo; se olvidan de que los seres humanos aún conservan algo de la imagen de Dios y que casi todo ser humano, cristiano o no, prefiere la paz a la guerra y la justicia a la opresión. Más aun, quienes caen en la desesperanza desconocen que Cristo vino precisamente para iniciar el camino de una restauración profunda y total. Hay progreso social. Hoy se respeta más que en otras épocas a las mujeres y a los niños. Hay mayor acceso a la educación, más preocupación por el ambiente y mayor reconocimiento de los derechos humanos. Muchos de estos avances se deben a la influencia de hombres y mujeres cristianas y también a la gracia de Dios que actúa de las formas más variadas a favor de su creación. La Biblia es realista respecto de la sociedad, como lo es respecto del ser humano. Por un lado, insta a cada persona a convertirse a Jesucristo y ponerse, como él, al servicio de Dios y del prójimo; al hacerlo, contará con la ayuda, la presencia y el poder de Dios para cambiar y