HISTORIA ^MVNDO A n ig v o
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Esta historia obra de un equipo de cuarenta profesores de va rias universidades españolas pretende ofrecer el último estado de las investigaciones y, a la vez ser accesible a lectores de di versos niveles culturales. Una cuidada selección de textos de au tores antiguos mapas, ilustraciones cuadros cronológicos y orientaciones bibliográficas hacen que cada libro se presente con un doble valor de modo que puede funcionar como un capítulo del conjunto más amplio en el que está inserto o bien como una monografía. Cada texto ha sido redactado por. el especialista del tema, lo que asegura la calidad científica del proyecto.
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A. C aballos-J. M . S errano, Sum er y A kka d . 2. J. U rru ela , Egipto: Epoca Tinita e Imperio Antiguo. 3. C . G . W ag n er, Babilonia. 4. J. U rru ela , Egipto durante el Imperio Medio. 5. P. Sáez, Los hititas. 6. F. Presedo, Egipto durante el Imperio N uevo. 7. J. A lvar, Los Pueblos del M ar y otros movim ientos de pueblos a fines del I I milenio. 8. C . G . W agner, Asiría y su imperio. 9. C . G . W agner, Los fenicios. 10. J. M . B lázquez, Los hebreos. 11. F. Presedo, Egipto: Tercer Penodo Interm edio y Epoca Sal ta. 12. F. Presedo, J. M. S erran o , La religión egipcia. 13. J. A lv ar, Los persas.
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J. C . Berm ejo, E l m undo del Egeo en el I I milenio. A. L ozano, L a Edad Oscura. J. C . Berm ejo, E l m ito griego y sus interpretaciones. A. L ozan o , La colonización gnegtf. J. J. Sayas, Las ciudades de Jonia y el Peloponeso en el perío do arcaico. R . López M elero, E l estado es partano hasta la época clásica. R . López M elero, L a fo rm ación de la democracia atenien se, I. El estado aristocrático. R . López M elero, La fo rm a ción de la democracia atenien se, II. D e Solón a Clístenes. D . Plácido, C ultura y religión en la Grecia arcaica. M . Picazo, Griegos y persas en el Egeo. D . Plácido, L a Pentecontecia.
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J. F ernández N ieto, La guerra del Peloponeso. 26. J. F ernández N ieto, Grecia en la primera m itad del s. IV. 27. D . P lácido, L a civilización griega en la época clásica. 28. J. F ernández N ieto , V. A lon so, Las condiciones de las polis en el s. IV y su reflejo en los pensadores griegos. 29. J. F ernández N ieto , E l m un do griego y F Hipa de Mace donia. 30. M . A . R a b a n a l, A lejandro Magno y sus sucesores. 31. A. L ozano, Las monarquías helenísticas. I: El Egipto de los Lágidas. 32. A. L ozano, Las monarquías helenísticas. II: Los Seleúcidas. 33. A. L ozano, Asia M enor he lenística. 34. M . A. R abanal, Las monar quías helenísticas. III: Grecia y Macedonia. 35. A. P iñero, L a civilización he lenística.
ROMA 36. 37. 38.
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J. M artín ez-P in n a, El pueblo etrusco. J. M artín ez-P in n a, L a Rom a primitiva. S. M ontero, J. M artín ez-P in na, El dualismo patricio-ple beyo. S. M o n te ro , J. M artínez-P inn a, La conquista de Italia y la igualdad de los órdenes. G. Fatás, E l período de las primeras guerras púnicas. F. M arco, La expansión de R om a por el Mediterráneo. De fines de la segunda guerra Pú nica a los Gracos. J. F. R odríguez N eila, Los Gracos y el comienzo de las guerras civiles. M .a L. Sánchez León, R evuel tas de esclavos en la crisis de la República.
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C . G onzález R o m án , L a R e pública Tardía: cesarianos y pompeyanos. J. M. R oldán, Instituciones po líticas de la República romana. S. M ontero, L a religión roma na antigua. J. M angas, Augusto. J. M angas, F. J. Lom as, Los Julio-Claudios y la crisis del 68. F. J. Lom as, Los Flavios. G. C hic, La dinastía de los Antoninos. U . Espinosa, Los Severos. J. F ernández U biña, El Im pe rio Romano bajo la anarquía militar. J. M uñiz Coello, Las finanzas públicas del estado romano du rante el A lto Imperio. J. M. B lázquez, Agricultura y minería romanas durante el A lto Imperio. J. M. B lázquez, Artesanado y comercio durante el A lto I m perio. J. M angas-R . C id, E l paganis mo durante el A lto Imperio. J. M. S antero, F. G aseó, El cristianismo primitivo. G . B ravo, Diocleciano y las re form as administrativas del I m perio. F. Bajo, Constantino y sus su cesores. La conversión del I m perio. R . Sanz, E l paganismo tardío y Juliano el Apóstata. R. Teja, La época de los Valentinianos y de Teodosio. D. Pérez Sánchez, Evolución del Imperio Rom ano de O rien te hasta Justiniano. G . B ravo, E l colonato bajoimperial. G. B ravo, Revueltas internas y penetradones bárbaras en el Imperio i A. Jim énez de G arnica, La desintegración del Imperio R o mano de Occidente.
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ROMA
Director de la obra: Julio Mangas Manjarrés (Catedrático de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid)
Diseño y maqueta: Pedro Arjona
«No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.»
© Ediciones Akal, S.A., 1990 Los Berrocales del Jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Madrid - España Tels.: 656 56 11 - 656 49 11 Fax: 656 49 95 Depósito legal.'M.8 7 6 2 -1 9 9 0 ISBN: 84-7600 274-2 (Obra completa) ISBN: 84-7600-530-X (Tomo XUI) Impreso en GREFOL, S.A. Pol. II - La Fuensanta Móstoies (Madrid) Printed in Spain
LOS GRACOS Y EL COMIENZO DE LAS GUERRAS CIVILES J. F. Rodríguez Neila
Indice
!. La crisis republicana......................................................................................... 1. La ruptura de la unidad política .............................................................. 2. Los elementos político-sociales de la crisis ........................................... 3. La política exterior ......................................................................................
Págs. 7 7 11 12
Π. La época de los G racos.................................................................................... 1. La actitud política de Escipión Em iliano ......................................... 2. La trayectoria política de Tiberio Sem pronio G raco ..................... 3. La reacción del clan senatorial ............................................................ 4. El tribunado de Cayo G raco y su actividad legislativa....................... 5. Política exterior ............................................................................................
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III. El ascenso político de Mario ........................................................................ 1. La situación del Estado rom ano ........................................................ 2. La guerra de Yugurta ............................................................................. 3. C am pañas contra cimbrios y teutones ....................................................
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IV. El tribunado de L.Apuleyo Saturnino............................................................ 1. La alianza con Mario .................................................................... 2. Los proyectos legales ................................................................................... 3. La reacción sen a to ria l.................................................................................
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V. La guerra de los aliados ................................................................................ 1. La cuestión de los aliados ......................................................................... 2. Las actividades de los « eq uites».............................................................. 3. Livio D r u s o .................................................................................................... 4. La sublevación de Italia ................................................................... 5. Oferta romana: las leyesde ciudadanía ......................................
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VI. El enfrentamiento entre Mario y S ila .......................................................... 1. El tribunado de Sulpicio Rufo .................................................................
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2. La audaz respuesta de S ila ...................................................................... 3.El paréntesis de C inna ................................................................................. 4. La guerra contra M itrídates .................................................................... 5. Sila al asalto del p o d e r .................................................................................. VIL La 1. 2. 3.
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dictadurasilana.............................................................................................. La destrucción de los enemigos ............................................................. La reforma de las instituciones .............................................................. La retirada de Sila .....................................................................................
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Cronología.....................................................................................................................
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Bibliografía ...................................................................................................................
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Los G racos y el com ienzo de las G uerras Civiles
I. La crisis republicana
1. La ruptura de la unidad política La agitada etapa de la H istoria de Rom a, que estuvo esencialm ente ca racterizada p or los intentos reform is tas de los G racos, no fue más que el pórtico de un largo período de crisis, d u ran te el cual la R epública vio tam balearse sus fundam entos políticos e institucionales, y la sociedad experi m entó u na profunda y decisiva tran s formación en todos sus aspectos. El re sultado de este com plicado proceso acabó siendo precisam ente la desa parición del viejo sistem a republica no y la instauración del régim en im perial, con todo lo que ello supuso de cam bio en la «fisonom ía histórica» de Rom a. A tisbar las exactas causas de este com plejo p ro b lem a no es, ciertam ente, fácil, sobre todo desde el m om ento en que ya no cabe recurrir ú n icam en te al im pacto del m undo exterior sobre el vetusto Estado de R óm ulo y Rem o (expansionism o por Italia, guerras exteriores, etc.) com o facto r ex p licativo p rin c ip a l de las m u tacio n es su frid as p o r el cuerpo cívico-social o p o r las bases institu cionales. A hora es la propia sociedad ro m an a la que estalla en una fuerte dinám ica interna de revoluciones y c o n tra rre v o lu c io n e s , com o c o n s e
cuencia de una serie de fuerzas m otri ces que se h ab ían ido gestando en la etapa anterior, y que en esta fase al can zan sus m ás decisivas consecuen cias. El Estado rom ano, asentado d u ran te siglos en u nos fu n d am en to s institucionales arcaicos y lim itados, con un soporte social en esencia co n servador y sobrio, cualitativam ente diferenciado m ás en el aspecto políti co que en el económ ico o cultural, no pudo resistir el poderoso im pacto que en su seno fue m arcando u n a evolu ción histórica a la que no supo p a ra lelam ente acom odarse. Desde luego, hay que hacer h in ca pié adecuadam ente en lo que signifi có para la ciudad del T iber el desa rrollo de una com prom etida política exterior, ya no sólo en Italia, sino en diversos ám bitos del M editerráneo, durante la segunda m itad del siglo III y la prim era m itad del siglo II a. C. Las conquistas territoriales, la conso lidación de las prim eras provincias, la recaudación de tributos de guerra, la apertura de nuevos m ercados, el auge de los intereses com erciales o los im pactos culturales externos, se llaron el destino de una sociedad res quebrajada y conm ocionada en sus tradicionales fundam entos. Por p ri m era vez R om a conoció el decisivo im pacto de la riqueza, del lujo orien tal sobre su propio seno, y las diferen-
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cías sociales no h iciero n m ás que acentuarse hasta cotas imprevisibles.· Al m ism o tiem po se fue poniendo de m anifiesto la propia incapacidad del Estado para hacer frente a la com ple ja tarea de ad m in istrar un im perio en proceso de desarrollo, cuya gestión no podía abordarse con los lim itados recursos políticos que ofrecía la a n quilosada m aq u in aria republicana, y en función únicam ente de los intere ses de un reducido grupo social. Las tensiones que p ronto se apoderaron de la inestable R epública acabaron por rom per la arm onía y el equilibrio de com petencias al que se había tra tado de llegar entre el Senado y los com icios, instituciones que conoce rían ahora un período de continuos enfrentam ientos, en los que jugaría un trascendental papel el creciente protagonism o adquirido por el tribu nado de la plebe. Concordia sería a p artir de ahora uno de los vocablos preferidos, y m ás repetidos, lo que es m uy sintom ático, dentro de la term i nología política rom ana de la postre ra etapa republicana. Si algún sector de la sociedad ro m ana se h abía visto beneficiado de form a especial por el favorable resul tado de la guerra contra C artago y por el expansionism o ultram arino, lo fue sin d uda el clan senatorial, conso lidado en su papel director de la polí tica exterior rom ana y en su prestigio y peso económ ico ante los dem ás sec tores de la ciudadanía. Pero la cues tión fundam ental que conviene tener en cuenta, p or lo que a esta prepoten te nobilitas se refiere, es precisam ente su propia falta de hom ogeneidad, su in n ato egoísmo, su incapacidad para tener una línea coordinada de actua ción, la am biciosa carrera em prendi da por sus diversos com ponentes con vistas a ad q u irir los lugares de privi legio en la m aq u in aria del poder, su fácil predisposición, en sum a, para recurrir a cualquier tipo de alianzas o apoyos con el suprem o objetivo de obtener sus propósitos. N o había fre-
Templo de la Sibila en Tívoli (fines del siglo II a.C.)
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nos teóricos a la am plia com petencia de intereses que los diferentes grupos de presión senatoriales pudieran em p render dentro de la palestra institu cional del Estado. La ausencia de una carta constitucional definida, que ga rantizara las diferentes esferas de ac tuación y perfilara adecuadam ente el papel de cada pieza política, podía
perm itir un juego libre y a m enudo falto de escrúpulos, y ésto ya se había visto claro desde el m om ento en que el desarrollo de un estam ento senato rial bien consolidado en la cúspide del poder no había dejado de efec tuarse sin m enoscabo de otras institu ciones más populares, com o los co micios, reducidas en m uchos aspee-
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tos a un papel pasivo y consuetudina rio, no sólo ante el Senado, sino ante los gestores de la política estatal, los m agistrados. La época en la que vam os a cen trarnos es, no obstante, una época de cam bios, que tradicionalm ente que dan sim bolizados p or una creciente preem inencia y tom a de conciencia de los sectores m ás populares frente a los núcleos m ás conservadores y hegem ónicos de la escena política ro m ana. Es un error pensar que en la Rom a de m ediados del siglo II a. C. se hu b ieran llegado a d a r los presu puestos necesarios para que germ ina ra una auténtica revolución popular, o para que al m enos pudiera ser em prendida desde el m arco político exis tente una p ro fu n d a revisión de las bases del Estado, tendente a conse guir un superior protagonism o y unas mejores condiciones de vida para la m ayoría de la sociedad. En Rom a la tradición había asentado com o p re supuesto inexcusable que toda políti ca tenía que ser hecha «desde arri ba», y la m ism a orientación debía esperarse de cualquier tendencia que quisiera introducir m odificaciones en el aparato estatal existente. H ab lar de política po p u lar o de políticos p o p u lares puede conducir a una óptica en gañosa de los acontecim ientos, si no queda claro que con tal term inología no cabe m ás que definir una nueva form a de o rientar el tejem aneje polí tico en m anos de ciertos sectores del clan senatorial. Porque, precisam en te, es ésta un a de las m ás decisivas consecuencias de esa ruptura interna que acabó dándose dentro del esta m ento dirigente del Estado, el surgi m iento de ciertas corrientes políticas dentro de la nobilitas que, con vistas a alcan zar sus objetivos, no renuncia ron a recurrir com o fuerza de apoyo a las asam bleas populares, y com o vía ejecutiva para conseguíκ sus propósi tos a un increm ento de las atribucio nes y capacidad de gestión de los tri b u n o s de la p le b e . T o d o s e s to s
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elem entos pasaro n ahora a adoptar una acción clara y tajante frente a la m onolítica aristocracia, dentro de un cam p o de actu ació n en el que las « fo rm a s c o n s titu c io n a le s » fu ero n gradualm ente dejando paso a los dis turbios, la violencia e incluso el ase sinato. Pero, y es im portante resaltar esto, nunca llegó a consolidarse una direc ta y rei vindicati va oposición de las m asas populares contra la oligarquía en el poder, nunca llegó a cuajar una dinám ica de lucha política, dirigida fu n dam entalm ente a desalojar a la vieja nobilitas del lugar preem inente que desde tiem po inm em orial había conseguido asegurarse dentro del Es tado. Los postulados incluidos en los «p rogram as políticos p o p ulares» a m enudo aparecidos en aquellos agi tados años no fueron m ás que la p u n ta de lanza de unas am biciones defi nidas, personalizadas en quienes, por encim a de las m ejoras que pudieran beneficiar al pueblo, sólo eventual m ente contem pladas, asp ira b an en últim a instancia a com batir por este cam ino los privilegios de los grupos senatoriales m ás reaccionarios, m ovi lizando tales reform as no en función de íntim as convicciones, sino en vir tud de estratégicos intereses, que exi gían corresponder adecuadam ente al apoyo político recibido de los secto res no senatoriales. C ontem plado a fondo, sobre la base de análisis prosopográficos m uy m inuciosos, el ju e go político que se va configurando entre los diferentes grupos de presión que entran en liza p o r aquellos años resulta com plicado, cam biante, esen cialmente pragmático. Se podía llegar a com batir las opciones adversarias ofreciendo a veces soluciones aún más radicales que aquellas contra las que se luchaba. Se podían obtener nuevas fuerzas apelando a los com plejos vín culos de una sociedad, en la que las alianzas fam iliares, las adopciones o el préstam o de clientelas estaban a la orden del día. Pero el pueblo nunca
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Los Gracos y el comienzo de las Guerras Civiles
dejó de ser un sim ple instrum ento en m anos de quienes, incluso rebelán dose contra los fundam entos del sis tema, defendidos p or la más reaccio n a ria a ris to c ra c ia , no d e ja b a n de c o m p artir su n a tu ra l y trad icio n al condición «política», algo que nunca llegó a fraguar en los medios estricta m ente populares.
2. Los elem entos políticosociales de la crisis Los factores políticos, sociales y eco nóm icos, que lenta pero ineludible m ente h ab ían ido m in ando la estabi lidad interna del Estado rom ano, y que en esta etapa se m ostrarían con esp ecial v iru le n c ia , e ra n vario s y com plicados. Ya hem os m encionado los prim eros, pero nunca debe olvi darse su directa relación con la evolu ción socioeconóm ica. U na de las más decisivas consecuencias del proceso de expansión territorial ultram arina había sido un enorm e desarrollo eco nóm ico que, por lo que respecta a la agricultura, h abía repercutido decisi vam ente en la crisis del pequeño y m edio cam pesinado, con la form a ción de extensos latifundios y la inte gración en ellos, a gran escala, de la m ano de obra servil (que perm itía ex plotar la tierra a buen precio) y, por lo que hace al com ercio, había supuesto la m asiva presen cia de los co m er ciantes rom anos e itálicos en los m er cados del M editerráneo oriental. R a dicalm ente crítica p ara el equilibrio de la sociedad rom ana fue la gradual desaparición de la m ediana y peque ña propiedad, sobre las que tradicio nalm ente se h ab ían asentado los ci m ientos de un Estado, en el que la condición ciudadana, la de propieta rio de tierras y la de soldado habían ido indisolublem ente unidas. P recisam ente este últim o aspecto debe ser convenientem ente resaltado, ya que las g ra n d es c o n q u ista s de Rom a en los últim os decenios, y sus
resonantes victorias ante las poten cias rivales, h ab ían sido conseguidas m ediante un ejército fuerte, discipli n ad o y b ien p re p ara d o , pero cuya com posición social no era la apropia da para el m antenim iento de un im perio con una continua presencia m i litar. Puesto que todo ciudadano debía servir com o soldado, ya no sólo en eventuales cam pañas dentro de Italia, sino en prolongadas estancias en le janos teatros de operaciones, la mayor duración del servicio m ilitar obligó a m uchos de tales soldados, pequeños y m edianos cam pesinos, a ab an d o n ar sus tierras y desatenderlas durante largo tiem po. Ya de por sí el agro ita liano se h ab ía visto muy negativa m ente afectado por las destrucciones causadas durante la Segunda G uerra P única, pero a este desalentador p a noram a vino a añadirse el forzado absentism o de m uchos cam pesinossoldados quienes, m ás pronto o más tarde, se vieron forzados a vender sus im productivas posesiones, para tratar de encontrar m ejor acom odo en las ciu d ad es. C om o re su ltad o de este proceso vam os a asistir no sólo a un notable desarrollo de los latifundios, en m anos de aquellos ricos propieta rios que, por su fortuna, habían podi do rehacerse m ejor de la crisis e in crem entar su patrim onio com prando tierras abundantes y baratas en esta coyuntura, y haciéndolas trabajar por esclavos; tam bién se registra una m a siva afluencia de población rural a las ciudades, con el gradual desarro llo de unos núcleos urbanos, cn los que se iría gestando un inquieto y po bre proletariado. Rom a fue un claro exponente de este proceso de creci m iento, al que el gobierno republica no no supo hacer frente creando la in fra e stru c tu ra necesaria para que pudiera vivir dignam ente una masa popular, transform ada ahora por la evolución de los acontecim ientos en fuerza política potencial en m anos de líderes am biciosos. Es lógico p en sar que un servicio
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m ilitar largo y arriesgado en lejanos territorios, con co n tin u o s en fren ta m ientos contra pueblos irreductibles dispuestos a u na lucha indóm ita e in cesante, no tenía que resultar m uy atractivo p ara quienes p odían verse obligados a prestarlo. Las enorm es dificultades que el gobierno rom ano estaba en co n tran d o p a r reducir, por ejem plo, la resistencia de los pueblos hispanos, h ab ían repercutido psico lógicamente de un modo muy desfavo rable en la ciu d ad an ía rom ana, so m etida a veces a m om entos de es pecial tensión. N o extrañan, por ta n to, las noticias que las fuentes nos transm iten sobre eventuales dificulta des en el reclutam iento de los solda dos legionarios, base de un ejército que, al integrar sólo a quienes reu nían un a determ inada cualificación censitaria, tenía ya lim itadas posibili dades de increm en tar sus efectivos. Esta situ ació n se fue agravando al irse reduciendo progresivam ente, en función de las circunstancias antedi chas, el núm ero de propietarios, lo que obligó a tom ar m edidas determ i nadas, entre ellas el rebajar el censo exigido p ara poder servir en los cuer pos legionarios, o bien prolongar la perm anencia del soldado en la m ili cia, solución que resultaba im popu lar y solía provocar m otines, aunque m uchos generales recurrían a ella para te n e r tro p a s e x p e rim e n ta d a s an te cam p añ as difíciles. Las consecuen cias a que esta situación podía llevar em pezaron a ser vislum bradas por al gunos políticos de este período. R e nu n ciar a la expansión exterior y al m an ten im ien to de unas conquistas conseguidas a costa de enorm es es fuerzos, retom ando las tropas a Italia, no parecía una solución factible, por que precisamente esa apertura de Roma al m undo m editerráneo había im pulsa do unos sólidos inereses econócos, de los que se beneficiaban, de forma es pecial tanto el estam ento senatorial, cuyos m iem b ro s le h a b ía n sacado enorme partido a las tierras apropia
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das por el Estado en concepto de ager publicus, como la clase ecuestre, espe cialmente comprometida en los circuitos financieros y mercantiles, pero dentro de la cual hab ía tam bién una alta ci fra de propietarios de tierras (Nicolet). Y ambos sectores no estaban dispues tos a renunciar a sus ganancias. O tra solución estribaba en au m en tar el núm ero de propietarios, a fin de disponer de m ás individuos cualifica dos para servir en las legiones. Esto exigía, obviam ente, disponer de tie rras p ara repartir, y que el E stado asum iese esa tarea, bien redistribu yendo la propiedad existente, o invirtiendo en este program a extensiones del ager publicus. Es evidente que cualquiera de tales opciones no podía adoptarse sin que los intereses de la aristocracia senatorial se viesen seria m ente afectados. Ahí radica la causa de que los sectores más reaccionarios de la nobleza, anclados en sus privi legios, no c a lib ra ra n la verd ad era gravedad de la situación, oponiéndo se a todo intento reform ista. Y ello ex plica tam bién que tales m edidas fue ran asum idas p o r aquellos políticos populares que, interesados en q u e b rar el poder de los clanes nobiliarios más poderosos, no d udaron en b u s car el apoyo del proletariado urbano o del cam pesinado degradado ofre ciendo soluciones atractivas. D esde ese m om ento la reform a del ejército, paulatinam ente proletarizado, y la re form a socioeconóm ica (distribución de tierras, fundación de colonias, etc.), pasarían a ser pilares básicos en la profunda transform ación de las es tructuras del Estado rom ano, incre m entándose paralelam ente el activis m o p o lítico de los com icios y del tribunado de la plebe con vistas a la consecución de tales objetivos.
3. La política exterior A unque la evolución política interna a d q u irió en to n ces esp ecial relieve dentro de la H istoria de Rom a, la ciu-
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dad del T iber h ab ía quedado ya com prom etida p o r sus pasadas conquis tas en la gestión de u n a cada vez más com plicada política exterior. La co n figuración de las nuevas provincias h ab ía supuesto la integración de un factor que resultaría decisivo cara a la futura evolución del Estado, pero este paso no se dio tratan d o p aralelam en te de crear los m ecanism os adm inis trativos apropiados a esta nueva rea lidad. R om a determ inó el destino de estos territorios, m uchos de ellos leja nos, con resortes an quilosados, sin adecuar las características y com pe tencias de sus instrum entos ejecuti vos, los m agistrados, a la necesidad de m an ten er u n a soberanía directa y sin interrupción sobre sus posesiones. Por prim era vez, ante la necesidad de gobernar circunscripciones m uy dis tantes de Rom a, donde a m enudo h a bía que tom ar decisiones rápidas, se planteó la exigencia de conceder a lo s . m agistrados, en este caso provincia les, un a libertad de actuación, unas
posibilidades de iniciativa, que supo n ían a su vez u n a relajación de los m edios de control que trad ic io n a l m ente hab ía tenido el Senado sobre el ejecutivo. U na de las m ás im por tantes consecuencias fue la tendencia de m uchos de esos gobernadores a aprovechar sus m andatos provincia les para enriquecerse ilícitam ente a costa de los súbditos de Rom a, entre los cuales, especialm ente los medios aristocráticos nativos, consiguieron a m enudo labrarse am plias clientelas. C on frecuencia llegaron quejas al Se nado, y aunque se trató de dar solu ción al problem a m ediante la crea c ió n d e t r i b u n a le s p e r m a n e n te s (quaestiones perpetuae), que d eb ían castigar a quienes fuesen acusados de extorsionar a los provinciales, de he cho tales ju ra d o s ac a b a ro n siendo ineficaces porq u e, en ra zó n de su com posición y esfera de com peten cias, se transform aron en cam po de batalla, prim ero entre diferentes gru pos senatoriales, luego entre la oligar
Decoración mural procedente de la Casa de los Griffi (c. 80-60 a.C.), Antiquarium, Roma
14 q u ía d irig en te y u n e stam e n to en auge, los c a b a lle ro s, que ta m b ié n ah o ra p lan tea ría só lidam ente algu nas de sus m ás firmes reivindicacio nes. A demás, las enorm es posibilida des de hacer fortuna durante el ejer cicio de los m a n d o s p ro v in c ia le s convirtieron tales cargos en objetivos codiciados p o r m uchos nobiles, que lu ch aro n ard u am en te entre sí para conseguir lo que, en últim a instancia, les p o d ía p ro p o rc io n a r riq u ezas y prestigio, que a su vez podían usarse com o una ventajosa inversión en la palestra política de Roma. E n otra cuestión se vería tam bién p ro n to cóm o el destino ulterior de R om a no iba a depender ya ún ica m ente de su propia trayectoria histó rica. Desde tiem po atrás el Estado re publicano había ido consolidando su in flu en cia d en tro de Italia, y gran parte de su capacidad de actuación hab ía estado basad a en los vínculos de alianza que se h ab ían ido consoli dando con diferentes socii quienes, a cam bio de m an ten er su autonom ía interna, h ab ían quedado obligados a ren u n ciar a cu alq u ier iniciativa de política exterior y a sum inistrar tro pas al ejército rom ano. Tal situación era en sí m ism a enorm em ente desi gual, cuando no injusta, y si bien toda esta estructura mostró, salvo ciertas fisuras, su estabilidad durante los d i fíciles años de la guerra con los carta gineses, ahora, en el ecuador del siglo II a. C., las dem andas de los itálicos iban a p asar a un prim er plano. Tam bién en las com unidades aliadas las guerras h ab ían llevado a una crítica situación al cam pesinado, provocan do la quiebra de la agricultura. U na de las consecuencias de esta difícil si tuación fue la m asiva em igración de m uchas gentes a los centros urbanos, entre los que obviam ente la ciudad del T iber ejercía la m ayor atracción. M uchos llegaron ante la posibilidad de o b ten er la c iu d a d a n ía ro m an a, con las ventajas que ello significaba. Paralelam ente, la dem ografía llegó a
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muy bajas cotas en num erosas com u nidades itálicas que, sin em bargo, se guían estando acuciadas por la obli gación de proporcionar contingentes m ilitares al ejército rom ano. A unque se tom aron algunas m edidas para p a liar estos incontrolados m ovimientos de población, lo cierto es que a la lar ga las relaciones entre Rom a y los aliados acabaron enturbiándose. La masiva afluencia de foráneos a la Urbs era en sí un exponente de lo que la ciudad del T iber significaba para m u chos italianos, una m áxim a asp ira ción, el derecho a com partir el m ejor estatuto personal, la opción a partici p ar de los beneficios del creciente im perio, la posibilidad, en sum a, de in tegrarse políticam ente en un cuerpo cívico-social con el que ya, por el con tacto de largos años, se habían ido es trechando vínculos culturales y senti m en tales. Lo lógico h u b ie ra sido asim ilar a m uchos de tales aliados dentro del cuerpo político rom ano, en una m ism a escala de derechos y res ponsabilidades, haciendo de una Ita lia unida el eje del im perio m editerrá neo, y superándose así la desfasada supervivencia de una «ciudad-estado» obligada a ejercer su dom inio sobre presupuestos superados por la propia evolución de la H istoria. Pero la clase política rom ana, y la casi totalidad de la ciudadanía en sí, no parecían dis puestas a com partir su situación p ri vilegiada, e incluso arreciaron ciega m ente en sus m edidas de control e intervencionism o sobre las com uni dades itálicas. Precisam ente cuando varios siglos de coexistencia h abían contribuido a b o rrar las fronteras n a c io n a lista s, im p u lsa n d o un s e n ti m iento de patria italiana colectiva m ente com partida, esa m ism a co n vicción en una nación com ún acabó por rebrotar condicionada, es verdad, por los propios avatares políticos in ternos de Rom a, pero sím bolo inelu dible de un reajuste en el proceso his tórico que ahora tendría que acom e terse sin más dilaciones.
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Los G racos y cl com ienzo de las G uerras Civiles
II. La época de los Gracos
1. La actitud política de Escipión Emiliano Es difícil establecer para el período que va a culm in ar con las reformas introducidas por los G racos una se cuencia lógica de los distintos aconte cim ientos que van m arcando la m a yor o m enor incidencia de toda la p ro b lem á tica a p u n ta d a d en tro del Estado rom ano. Pero para la mejor com prensión del período que vamos a an alizar es preciso clarificar al m á xim o la identidad de los diferentes grupos políticos que van a ir movili zándose, conociendo sus objetivos y las fuerzas que pusieron enjuego para su consecución. Parece evidente que en esta fase inm ediatam ente anterior a la entrada en liza de los G racos la facción política encabezada por los influyentes Escipiones es la que más hace sentir su peso. Su líder, P. C or nelio Escipión Em iliano, cónsul en 147 y 134, y censor en 142, aureolado por el prestigio conseguido a raíz de sus resonantes victorias ante Cartago y N um ancia, es ahora la principal fi gura política rom ana, en torno a la cual gira una poderosa factio, que in tegra a hom bres com o C alpurnio P i són, Q. Fabio Em iliano, herm ano de Escipión, o C. Lelio, o a adalides de la cultura rom ana, com o el filósofo Panecio, el literato Terencio o el his to riad o r Polibio. En este círculo de aristócratas el im pacto del H elenis
mo en m últiples facetas fue muy no table. O tro grupo im portante en la palestra política es el de los influyen tes Metelos, polarizado en torno a Q. Cecilio M etelo M acedónico y Apio C lau d io P ulcher. A m bas facciones son un claro exponente de esa ruptu ra de unid ad de acción que caracteri za en esta fase a la aristocracia rom a na, de cuyo seno surgen ahora quienes encabezan las más opuestas tenden cias políticas. La lucha entre las facciones nobi liarias se desarrolla en todos los terre nos institucionales, y es ciertam ente una de las novedades más interesan tes que nos aporta este período el acu sado protagonism o que va a adquirir el tribunado de la plebe, m agistratura que, si bien había surgido original m ente p a ra a su m ir la defensa del pueblo frente a la actividad de los m agistrados, había quedado progre sivam ente m aniatada por el control senatorial, y prácticam ente incapaci tada para acom eter iniciativas con plen a in d ep en d e n cia. F ue precisa m ente la cuestión del reclutam iento lo que devolvió al tribunado, a ins tancias populares, su antigua capaci dad de actuación. Las dificultades de la guerra de H ispani^ habían provo cado a m enudo una fuerte oposición pública a las levas exigidas por el go bierno, buscándose el apoyo de los tribunos para im pedir que tales reclu tam ientos se llevaran a cabo. Esta si
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tuación popular, y el papel ejercido p o r el trib u n ad o en ella, no podían d ejar de ser u tilizadas p o r algunas facciones nobiliarias en lucha, com o el clan de los Escipiones, que vieron en ello un capital político que podía canalizarse en función de sus intere ses. Así se vió claram ente con ocasión de la aprobación de las leges tabella riae, prom ovidas en 139 y 137 por los tribunos G abinio y L. Cassio, que su p o n ían introducir el voto secreto en las elecciones de los m agistrados y en los juicios, con lo cual la aristocracia senatorial vio sensiblem ente m erm a das sus posibilidades de influir en los votantes, in crem en tán d o se la in d e pendencia del pueblo ante las m an i pulaciones de los poderosos. Detrás de todo este m ontaje estuvo, obvia mente, la m ano de Escipión orien tan do la fuerza po p u lar en función de unos intereses, que no eran otros que lim itar al m áxim o el p oder de la nobi litas m ás conservadora. Esta consi guió fren ar en otras oportunidades algunas iniciativas del clan escipiónico fom entadas a través de la gestión tribunicia, pero a la larga no pudo evitar que el vencedor de C artago o b tuviera dos objetivos que se había fi jado: conseguir de nuevo el consula do, lo que lograría para el año 137 por encim a del respeto a las leyes, y reci b ir el m ando de la guerra de H ispa nia, que había tom ado un cariz m uy desfavorable p o r la resistencia de Nu~ m ancia. U na victoria m ilitar podía reportar a Escipión un enorm e presti gio, que podía invertir positivam ente en la escena política rom ana, y en persecución de este decisivo logro no dudó en recurrir a la presión popular, sacando por vez prim era a colación u n tem a, la reform a agraria, que des de entonces sería incorporado a los program as m ás progresistas. Esta ac titud le valió la fuerte oposición de al gunas de las más prestigiosas fam i lias senatoriales. De m odo particular cabe citar la enem istad surgida entre E scipión y Tiberio Sem pronio G raco.
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Este últim o, durante su cuestura en H ispania, había tenido u n papel im portante en la paz firm ada por M an cino con los num antinos. La actitud de Escipión Em iliano, espoleada por los intereses de quienes esperaban ganancias de la guerra, m arcó la p a u ta de un enfrentam iento político que, en el m arco de una situación com ple ja y crítica, se agravaría con ocasión de la elección en el 133 de Sem pronio G raco com o tribuno de la plebe.
2. La trayectoria política de Tiberio Sempronio Graco A unque poca docum entación directa nos ha llegado sobre la personalidad y la trayectoria política de los Gracos, cuyo perfil histórico debe ser trazado esencialm ente en fu nción de otras fuentes contem poráneas o posterio res, eso sí, de notable validez, son tan controvertidas, y hasta apasionadas, las opiniones que sobre estos líderes políticos la A ntigüedad nos ha lega do, que incluso la historiografía ac tual ha elaborado sus juicios sobre ellos m ediatizada p o r la parcialidad y las subjetivas interpretaciones que sus figuras suscitaron ya entonces. N o obstante, cuando se analizan a fondo los prolegóm enos de la inm e diata crisis, que en el corazón de la R epública va a provocar la aparición de los G racos en la palestra pública, y se interpretan los acontecim ientos de este período dentro de las coordena das ya definidas, podem os observar que, en últim a instancia, m ás allá de la aparente revolución p o p u lar que sus gestiones tribunicias parecen esti m ular, es de nuevo la lucha de faccio nes la que rebrota ahora con nuevos e s c e n a rio s y m ás c o m p ro m e tid o s protagonistas. Para alca n zar el trib u n ad o de la plebe en el año 133 (en plena fase económ ica depresiva, m arcada por el enrarecim iento de las em isiones m o netales y el freno del gasto público),
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18 Tiberio G raco fue apoyado por uno de los grupos senatoriales m ás fuer tes, tradicionalm ente opuesto al sec tor encabezado p or Escipión Em ilia no. En él co n tab an com o principales adalides Apio C laudio Pulcher, cón sul en el 143, M. Porcio C atón, P api rio C arbón, y los herm anos P. M ucio Escévola y P. Licinio C rasso M ucia no, éstos dos ú ltim os especialistas destacados en el cam po de la ju ris p rudencia, que p u d ieron in stru ir a Tiberio sobre la docum entación legal relativa al derecho de usufructuar do m inios públicos, lo que sería uno de sus grandes caballos de batalla. Como era frecuente en el seno de la aristo cracia rom ana, los lazos fam iliares hab ían venido a consolidar en ciertos casos las convergencias políticas, pues m ientras Tiberio G raco fue yerno de Apio Claudio, su herm ano Cayo casó con una hija de Licinio Crasso. C u rio sa m e n te , no fa lta b a n ta m p o c o ciertas vinculaciones fam iliares entre los G racos y Escipión Em iliano. En la educación de Tiberio, y sobre todo a la hora de buscar las m otivaciones de fondo que h ab rían condicionado su personalidad enérgica, altanera y revolucionaria, se ha querido ver una decisiva influencia recibida tanto de su m adre (Cornelia, hija de Escipión el Africano), com o de un círculo de intelectuales afincados en Roma, como el filósofo Blosio de C um as o el retó rico Diófanes de M itilene, muy vin culados a la doctrina estoica, quienes quizás le inform aron sobre las preo cupaciones sociales existentes en el orbe griego, y le im buyeron ideas de concordia y justicia universales, y la noción de soberanía popular (ideolo gía helenística). P robablem ente hay m ucho de cierto en todo ello, com o se desprende de su capacidad oratoria, que tan m agistralm ente supo utilizar, pero más allá de ese trasfondo idea lista, espoleado en cierto m odo por el n otable im pacto causado en cierto sector de la alta sociedad rom ana por el pensam iento helenístico, hay que
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Discurso de Tiberio Graco La filosofía que animaba la decisión de Graco perseguía no la prosperidad econó mica, sino el aumento de población, y arrebatado en sobremanera por la utilidad de la empresa, en la fe de que nada más eficaz o brillante podía ocurrirle a Italia, no consideró la dificultad que la rodeaba. Cuando llegó el momento de la votación expuso previamente otros muchos argu mentos persuasivos y de extenso conteni do. Y preguntó a aquellos si no era justo distribuir la propiedad común entre el co mún; si no era en todo momento más dig no de estima un ciudadano que un escla vo; si no era más útil un soldado que uno que no tomaba parte en la guerra y mejor dispuesto hacia los asuntos públicos el que participara de ellos. Pero, sin exten derse en demasía en la comparación, por reputarla indigna, pasó de nuevo a exponer sus esperanzas y temores sobre la patria diciendo que poseían la mayor parte del territorio por la violencia, gracias a la gue rra, y que tenían esperanzas de conquistar el resto del mundo conocido; sin embargo, en esta empresa arriesgaban todo, y o bien lograban hacerse con lo que les faltaba al poseer una población numerosa, o per dían incluso lo que ya poseían a manos de los enemigos por causa de su debilidad y envidia. Después de exagerar la gloria y la prosperidad de una de estas alternativas, y el riesgo y el temor de la otra, exhortó a los ricos a reflexionar sobr ello y a otorgar es pontáneamente, como una gracia volunta ria, si era necesario, esta tierra a la vista de las expectativas futuras a quienes iban a alimentar a sus hijos, y a no pasar por alto, mientras contendían por cuestiones de poca entidad, otras de más envergadura, pues recibían, además, como com pen sación acorde con el trabajo realizado la posesión escogida, sin costo e irrevocable para siempre, de quinientas yugadas cada uno de ellos, y cada uno de sus hijos, aquellos que los tuviesen, la mitad de esta cantidad. Graco, tras exponer m uchos otros argumentos similares y excitar a los pobres y a cuantos otros se guiaban más por la razón que por el deseo de posesión, ordenó al escriba que diera lectura a la proposición de ley. Apiano, B.C., I, 11; trad. A. Sancho.
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ver tam bién la huella m arcada en T i berio, com o en cu alquier otro joven noble de su época, p or los viejos p rin cipios republicanos, y las m otivacio nes inm ediatas que su actividad tri bunicia pudiera tener en el contexto de la pugna en tab lad a entre las fac ciones senatoriales. Desde esta perspectiva, la famosa ley agraria presentada p o r el m ayor de los G racos, sím bolo y exponente al m ism o tiem po de ese ím petu revolu cionario con el que ha quedado perfi lada ante la H istoria su gestión tribu nicia, no resulta ser tanto la lógica consecuencia de u n a iniciativa in d i vidual, casi m esiánicam ente defendi da, com o el arm a usada por una de las más potentes facciones políticas en liza, que h ab ría buscado en los p ro y ecto s ta n a rd o ro sa m e n te em prendidos por el tribuno un medio para doblegar a sus adversarios. Pre cisam ente fue en el m om ento en que el líder de esa oposición, Escipión E m iliano, se encontraba en H ispania ased ian d o N u m an cia, acom pañado por otros destacados m iem bros de su facción, cuando se presentó en Rom a dicha lex agrario, que significaba en sím ism a reem prender, aunque desde otro ángulo, una iniciativa tom ada años atrás sin éxito p or el grupo de Em iliano. La citada ley proponía que una com isión de tres m iem bros (tres viri agris dandis adsignandis) se encar garía de repartir entre los ciudadanos pobres tierras pertenecientes al ager publicus, en lotes de 30 yugadas a títu lo de posesión hereditaria, con lo cual se trataba de revitalizar una antigua y d esusada disposición, que la trad i ción adjudicaba en últim a instancia a las Leges Liciniae Sextiae del 367, la cual lim itaba a 500 iugera (unas 125 has.) la extensión m áxim a del ager publicus que cualquiera podía explo tar, señalando el núm ero de cabezas de g an a d o que allí p o d ían pastar. U na cláusula de esta Lex Sempronia Agraria am pliaba el m argen de ocu pación a 250 iugera por cada uno de
Cipo de la época de los Gracos (de la Enciclopedia Italiana, I)
los dos prim eros hijos, de forma tal que en determ inados casos se podía disponer de 1.000 iugera. U na vez es tablecidos los límites que cada posee d o r p o d ía alca n zar, las tierras so brantes tenían que ser devueltas al Estado por sus antiguos propietarios, para ser parceladas y repartidas entre los ciudadanos necesitados. Estos lo tes (de treinta yugadas) no podían ser alineados, con lo cual se trataba de evitar que retornaran por cualquier procedim iento a m anos de los lati fundistas, y a cam bio del derecho a explotar estas propiedades públicas sus beneficiarios debían ab o n ar una cantidad sim bólica (vectigal). Se p lan teó tam bién un sistem a de com pensa ciones para quienes hubieran inverti do en tierras de las que ahora eran despojados, y la necesidad de dotar a la com isión del respaldo legal perti nente. La ley, obviam ente, atentaba por u n lado a los intereses de quienes tradicionalm ente habían sacado enor me provecho de la explotación ilim i tada de las tierras estatales, utilizan do en ellas a gran escala la m ano de
20 obra servil, pero p o r otra parte podía ser una solución tan to al problem a de la em igración in controlada del cam po a las ciudades, asfixiadas p o r el in crem ento de u n a plebe m enesterosa, com o al radical descenso de la cifra de ciudadanos-propietarios, que tan hondam ente h ab ía repercutido en el reclutam iento del ejército censitario. Q uienes elab o raro n este proyecto de ley eran claram ente conscientes del im pacto que su presentación p o día causar entre los sectores m ás con servadores, y sabían de sobra que el recurso a las m asas era la m ejor vía para conseguir sus objetivos. Puesto que el en fren tam ien to se perfilaba com o un a abierta divergencia entre los más pobres, en su m ayoría plebe yos, y los m ás ricos, en su m ayoría se nadores, parecía evidente que cual quier estudio previo a la lex agraria en el Senado, antes de som eterla a vota ción en los comicios, com o había sido siem pre costum bre, significaba co n d enar el proyecto al m ás absoluto fra caso. Tiberio optó p o r presentar la ley directam ente en la asam blea, pero el clan senatorial se aprestó a u n a dura resistencia recurriendo al peso de sus clientelas. El día de la votación acudie ron en m asa, para apoyar a la plebe urbana, gran cantidad de cam pesinos e incluso aliados. C u ando la situa ción parecía que iba a inclinarse a fa vor de Tiberio, respaldado por un alto núm ero de votantes, el Senado recu rrió a la intercessio esgrim ida por O c tavio, otro tribuno de la plebe, a u n que v en d id o a los in tereses de la aristocracia. Pese al m agnífico d is curso pronunciado p or Tiberio en de fensa del proyecto, cuyo contenido nos ha llegado, el veto de Octavio p a ralizó la activ id ad com icial, d iso l viéndose a renglón seguido la asam blea. La respuesta de Tiberio G raco ante esta actitud reaccionaria y m an ip u la dora de la oligarquía no fue m enos radical y aventurada, y a p artir de este m om ento se desarrollaría en la esce
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na política u n a dura e im placable lu cha entre el tribuno, cada vez m ás ex trem ista e incluso aislado en la de fensa de sus ideales, y una oposición senatorial infatigable, una contienda en la que las partes en litigio no d u d aría n en forzar las reglas de un ju e go co n stitu cio n al trad ic io n a lm e n te aceptado. Por lo pronto, Tiberio, em pleando sus poderes tribunicios, de cretó el estado de iustitium, lo que su ponía la inm ediata paralización de las actividades públicas y los nego cios privados. A renglón seguido, con vocó a la asam blea (comitia tributa) para plantearle la condena del tribu no Octavio quien, por decisión u n á nim e, fue violentam ente despojado de sus atribuciones. Esta iniciativa, inspirada en las teorías helénicas so bre el gobierno directo del pueblo y el carácter revocable de las m agistratu ras, significaba u n a ex tra o rd in aria novedad en el panoram a institucio nal rom ano. La figura del tribuno, am parada en su inviolabilidad, siem pre había sido respetada, por lo que la actitud de G raco venía a ser un h e cho sin precedentes, no sólo p o r lo que la deposición de Octavio podía suponer com o recurso excepcional, objeto de escándalo y fuertes críticas desde m uchos sectores, sino por el papel activo y com bativo que desde ahora iba a arrogarse el tribunado de la plebe al servicio de causas políticas definidas com o «populares». El ataque contra Octavio le enaje nó a Tiberio los apoyos que había te nido entre los sectores reform istas de la aristocracia, y le convirtió en un lu chador casi solitario, am parado ú n i cam ente en el respaldo que la voluble m asa p opular pudiera prestarle. Sin ningún veto en contra, la ley agraria pudo salir en principio adelante, pero pronto quedó claro que la com isión encargada de ponerla en práctica iba a encontrar m últiples dificultades es tim uladas desde el lado m ás conser vador. E stablecer u n a clara d istin ción entre tierras privadas y públicas,
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Retrato de un patricio (primera mitad del siglo I a. C.), Roma, Museo Torlonia
o saber en cada caso qué extensiones h abía que confiscar por sobrepasar sus poseedores los m árgenes estable cidos por la ley, eran tareas com plica das y lentas, que no dejarían de susci tar controversias jurídicas. La com i sión consiguió ser dotada de los nece sarios poderes legales para actuar con efectividad, pero p ara indem nizar a Irá desposeídos o pro porcionar a los nuevos colonos los instrum entos ne cesarios para explotar sus nuevas tie rras se necesitaban recursos econó
micos, que debía suministrar un Estado cuyo aparato ejecutivo estaba en m a nos del estam ento senatorial. La co m isión recibió m edios m uy deficien tes y quedó prácticam ente paralizada. Ante esta situación Tiberio reaccionó proponiendo a la asam blea popular que la herencia dejada a la República por Atalo III de Pérgam o fuese inver tida en p o ten cia r económ icam ente las actividades de la com isión agra ria, usándola com o capital de explo tación.
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3. La reacción del clan senatorial El m ayor de los G racos estaba en trando en un terreno peligroso, pues to que desde su atalaya de tribuno em p ezab a a arro g arse el d ictam en po p u lar sobre capítulos, com o la a d m inistración financiera o la política exterior, que desde siem pre h ab ían sido competencia senatorial. Su actitud h abía provocado incluso el acerca miento de facciones aristocráticas an teriorm ente opuestas, pero au n ad as ahora en una interesada defensa de su privilegiada situación dentro del Esta do, ante el acoso de lo que se estimaba ya como una auténtica y revoluciona ria sedición de los sectores sociales m ás d e p a u p e ra d o s (plebe u rb a n a , cam pesinado arruinado). Atacar vio lentamente a Tiberio mientras conser vaba su tribunado hubiera sido res ponderle con los mismos usos anti constitucionales que tanto se le habían criticado. Q uedaba claro, pues, que cuando expirara su m andato sería el m om ento apropiado para, ya simple particular, exigirle responsabilidades. Esta latente y temida posibilidad hizo nacer en la mente del tribuno la con vicción de que sólo siendo reelegido para el cargo podría m antener su segu ridad personal y am parar la ejecución de sus proyectos. Una vez que se hizo notorio que aspiraba a una prolonga ción de sus funciones, la oposición se natorial se hizo aún más fuerte y em pe zaro n a su rgir acusaciones de que pretendía la tiranía. Para garantizarse la continuidad del apoyo popular, so bre todo en el medio urbano, donde los poderosos tenían fuertes clientelas. Ti berio se lanzó a una activa propaganda y difundió la promesa de nuevas refor mas institucionales. C uando los com i cios se reunieron para votar su reelec ción, algunos de sus colegas en el tribu nado intentaron entorpecer el proce so, d iso lv ién d o se la asam b lea. T i berio, que ya temía por su propia inte gridad física, fue escoltado por la m u
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chedum bre hasta su casa. Al día si guiente, m ientras la asam blea volvía a reunirse ju n to al tem plo de Júpiter C apitolino, el Senado hacía lo m ism o no m uy lejos a la espera de los acon tecim ientos, m ientras estallaban los prim eros disturbios, atizados por los más extrem istas partidarios del fogo so tribuno. C uando los senadores exi gieron al cónsul Escévola, que perso nalm ente era partidario de la reform a agraria, una acción contundente con tra la facción de Tiberio, y aquél se negó, un grupo de ellos encabezado p or el gran pontífice C ornelio Esci pión N asica tom ó las arm as y se en frentó con los seguidores gracanos. Estos, ab andonados por la indecisa m ultitud, se vieron im potentes ante el ataque y cayeron en masa. El propio T ib e rio e n c o n tró la m u erte en la refriega. D esaparecido el líder popular, no siguieron inm ediatam ente el m ism o cam ino las iniciativas que su gestión tribunicia había auspiciado. La com i sión agraria, en la que Licinio Crasso, suegro de Cayo Graco, reem plazó a Tiberio, continuó existiendo, aunque actuó con sum a m oderación. Pronto el b an d o gracano, un vez repuesto de la sorprendente acom etida senatorial, reavivó sus ideales y em prendió un duro ataque contra aquel grupo de patres que, encabezado p o r N asica, había actuado tan sangrientam ente. Pero la oligarquía senatorial, que h a bía conseguido el consulado del 132 para dos de sus m ás reaccionarios m iem bros, Popilio Lenas y P. R upi lio, respondió con una im placable ca dena de juicios de la que fueron vícti mas m uchos partidarios de los Gracos. Al año siguiente (131 a. C.) el p an o ra ma pareció despejarse en favor de la facción gracana, que consiguió au p ar al consulado a Licinio Crasso, el n u e vo m iem bro de la com isión triunviral agraria, y obtuvo el tribunado de la plebe para uno de sus elem entos más activos y radicales, Papirio C arbón. Este asum ió la herencia com bativa
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Los Gracos y el comienzo de las Guerras Civiles
de Tiberio, buscando legalizar a pos teriori algunas de las iniciativas que a aquél m ás se le h ab ían criticado, tal es el caso de la interacción en el tribu nado, pero se encontró enfrente a un Escipión E m iliano que había retor nado triunfante de H ispania y que, pese a no disfrutar del apoyo popular de antaño, estaba dispuesto a plantar sólida resistencia frente a cualquier acción ejecutiva que tom ara la discu tida com isión agraria. Los trabajos de reestructuración y delim itación de tierras efectuados por los triunviros, testim oniados arqueo lógicam ente por varios cipos term i nales conseivados, h ab ían provocado num erosas quejas y pleitos, que a u m entaron considerablem ente cuando se exigió a m u c h a s c o m u n id a d e s aliadas la devolución de tierras que en otro tiem po h ab ían sido converti das en propiedad del Estado rom ano, pero que en la práctica hab ían sido co n servadas p o r sus antiguos u su fructuarios. Esta m edida suscitó, ob viamente, una enorme inquietud entre los aliados, que fue canalizada en su favor por el partido de Escipión, con vertido ahora, por m or de una oportu nista estrategia política, en defensor de los italianos, entre muchos de los cua les, durante los años de cam paña, ha bía estrechado alianzas y clientelas, con las cuales podía ahora contrapesar la fuerza que el grupo gracano recibía de la plebe urbana y rústica. Una pro puesta de Escipión Em iliano para des pojar a la comisión triunviral de sus c o n tro v e rtid a s p o te sta d e s legales, transfiriéndolas al consulado, encontró favorable acogida (129 a.C.). Tal deci sión significaba reducir dicha com i sión a la impotencia. Se corrió el ru m or de que Escipión aspiraba a la dictadura. Sorprendentem ente, al día siguiente de que tal hecho tuviese lu gar, el vencedor de N um ancia ap are ció m uerto en su lecho sin ninguna explicación lógica. Se especuló con el suicidio, y hasta con el asesinato, y aunque el caso no llegó a investigarse
oficialm ente, y nunca pudo dem os trarse que la m ano del bando gracano estuviera tras aquel evento, las acusa ciones enturbiaron aún más la enra recida atm ósfera política que Rom a vivía en aquellos críticos momentos. En el curso que pronto tom aron los acontecim ientos la com isión surgida de la lex agraria volvió a tener un acu sado protagonism o. C onstituida ah o ra por Cayo Graco, nuevo líder popu lar, Fulvio Flaco, uno de los colabora dores de Tiberio, y el tribuno Papirio Carbón, y en una de tantas piruetas po líticas tan frecuentes por entonces, pasó a h acer suya precisam ente la cuestión itálica, dándole un nuevo ca riz. Si la resistencia de los aliados a de volver las tierras del ager publicus que se les reclamaba había originado ten siones, que habían m aniatado a dicha comisión, la solución estribaba en con vertir a tales aliados en ciudadanos y, por tanto, beneficiarios de la ley agra ria. Ello exigía un vasto programa de revisión y división de lotes para aten der todas las demandas. La propuesta llevaba im plícita una nueva concep ción del Estado romano, cuya gestión y potencialidad dependerían tanto de los aliados com o de la propia Roma. Un nuevo proyecto de ley recogió la concesión de la ciudadanía rom a na a aquellos itálicos que lo solicita ran, reservándose el ius provocationis para quienes desearan m antenerse en su condición de aliados. Pero puesto que en las com unidades italianas eran las aristocracias locales las que de tentaban el dom inio de la m ayor p ar te de las tierras, llevar adelante este proyecto sólo podía significar dos co sas: trasplantar a tales com unidades la m ism a dialéctica ricos-pobres que sufría la sociedad rom ana, e inclinar a las oligarquías nativas hacia la cau sa defendida por la facción conserva dora senatorial. Esta se movilizó in m ediatam ente para evitar que Fulvio Flaco, m iem bro de la com isión, que aspiraba al consulado del 125, para poder im pulsar desde dicha m agis
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tratura tal proyecto, alcanzara su ob jetivo, cosa que no pudo evitar, a u n que logró que el n u e v o c ó n s u l, inmediatamente después de su elec ción, fuese enviado de cam paña a las Galias. No obstante, u n a c o n te c i miento imprevisto vino a agravar las tensiones que ya se habían suscitado en el seno de las ciudades italianas. Al ver que Fulvio Flaco no iba a p o der defender, como tenía previsto, el plan de concesión de la ciudadanía romana a los aliados, la localidad la tina de Fregellae se rebeló, un presagio de la futura «Guerra de los Aliados». La respuesta del Senado fue fulm i nante, y la ciudad sublevada fue des truida para que su ejemplo sirviera de escarmiento.
4. El tribunado de Cayo Graco y su actividad legislativa Fue en este ambiente de pasiones en contradas y esperanzas defraudadas cuando Cayo Graco se presentó como candidato al tribunado de la plebe para el año 123. Hom bre elocuente y, tal como lo presenta la tradición, a p a sionado y con dotes de líder, había participado desde años atrás en las actividades de la famosa com isión agraria, y había defendido con idénti co interés el proyecto de Fulvio Flaco. Ejerció como procuestor en C erdeña, puesto que abandonó sin au to riza ción para acudir a Roma en busca del tribunado. Esta actitud le valió duras críticas por parte de la oligarquía se natorial, que deslizó igualm ente la acusación de que, tras los sucesos de Fragellae, había estado la m ano de Cayo. Tales m aniobras no pudieron impedir, sin embargo, que Cayo re sultara nombrado tribuno, cargo para el que sería reelegido al año siguiente. A partir de este momento se lanzaría a una gran actividad legislativa, que vendría de nuevo a poner a prueba los fundamentos institucionales del Estado romano. La información de que d isp o n e
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mos sobre esta ingente obra acom eti da p o r el m enor de los G racos es muy parcial y contradictoria, pero parece evidente que sus iniciativas no fueron tom adas irreflexivam ente pues, como se deduce de su discurso de legibus promulgatis, pronunciado en los pri meros meses de su m agistratura, to dos los proyectos fueron m editados e integrados en un concienzudo p ro gram a político destinado a dar urgen tes soluciones a los más acuciantes problem as que estaban m inando pro gresivam ente la sociedad rom ana. Al igual que ocurre con Tiberio G raco, no hay tam poco que ver en Cayo a un revolucionario popular, enfrentado en solitario a su propia clase, y empeñado en cam biar hasta sus raíces las estruc turas políticas, sociales y económicas del viejo Estado republicano. Cayo, por su formación y entorno familiares, procedía del estamento senatorial, al igual que sus más directos colaborado res, pero sí era consciente de que el ex clusivismo dirigente de la egoísta oli garquía a la que pertenecía estaba convirtiendo la m aquinaria del Estado en u n a p a ra to esclerotizado, irres ponsable e inadaptado a las nuevas circunstancias históricas. Rom a ne cesitaba del equilibrio constitucional, de la integración en la gestión de go bierno de nuevos sectores sociales, de un control más efectivo de sus m agis trados, para responder al reto de tan tos y tantos problem as que en los últi mos decenios habían ido acum ulán dose. Para Cayo resultaba evidente que el organism o m otor de toda esta pro fu n d a reform a tenía que ser la asam blea popular, cuya capacidad de iniciativa dependía en buena parte de las ilusiones que en ella p u d ieran suscitar los tribunos de la plebe com o elem ento ejecutor del cam bio, sobre la b ase de n u ev o s av a n ces re fo r mistas. No es posible, a tenor de la confusa d o cu m e n ta c ió n d isp o n ib le, e n c u a d ra r con exactitud cronológica las di ferentes leyes im pulsadas por Cayo
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G raco, pero es factible conocer su contenido. La Lex ab actis, que nos transm ite P lutarco com o una de las prim eras, im pedía que un m agistrado destituido p or el pueblo pudiera re vestir otro cargo público. C on esta disposición, de la que probablem ente tenem os un fragm ento epigráfico en la llam ada Lex Latina tabulae Banti nae, se pretendía au m en tar el control del pueblo sobre sus representantes, los tribunos de la plebe, a fin de evi tar, com o frecuentem ente había ocu rrido, que se convirtieran en simples instrumentos de los intereses del Sena do. Por su parte, la denom inada Lex Sempronia de provocatione prescribía la necesidad de un decreto popular para em prender cualquier causa que en trañ ara un a condena capital. Se trata ba de salvaguardar así el derecho de ap elació n (ius provocationis) de que disfrutaba todo ciu d adano rom ano, im pidiendo que se reprodujeran si tuaciones com o la violenta persecu ción judicial de la que habían sido víc timas en el 132 los partidarios de T i berio G raco por parte de la aristocra cia senatorial. El castigo para quien fuera acusado de no respetar esta ley era el destierro, pena que recayó en Popilio Lenas, uno de los más ardien tes perseguidores de la facción gracana. O tra ley, en conexión evidente con la anterior, establecía una tajante condena para aquellos senadores o m agistrados que buscasen por cual q u ier m edio la elim in a ció n de un enem igo político. Era lugar com ún que los tribunales, m anipulados por los m iem bros del clan senatorial, uti lizaban frecuentem ente falsas acusa ciones o pruebas contra sus adversa rios, y recurrían a cualquier m edio ilícito com o el soborno. C on esta base legal, que significaba introducir nuevas pautas de conducta y una m ayor exigencia de responsabi lidad en el m arco de la adm inistra ción rom ana, podía tener m ás am plio margen de m aniobrabilidad cualquier iniciativa tribunicia que buscara reme
25 diar los más acuciantes problemas so ciales, sin quedar coartada, o incluso anulada, por los obstáculos legales que habían acabado por elim inar a Tiberio Graco de la escena política. Cayo dio nuevos bríos a los trabajos de la comi sión agraria, de la que formaba parte, m ediante una lex agraria, que proba blemente suponía devolver a los triun viros sus poderes judiciales. N o obstan te, en esta nueva etapa, precavidos ante la experiencia anterior, los triunviros actuaron con menos precipitación, cen trando esencialmente sus trabajos en áreas donde se atacara menos los inte reses del orden senatorial. Q uedaban aún vigentes el acucian te problem a de los aliados y la reanu dación de las tareas de parcelación que tantos conflictos h ab ían provoca do, pero el nuevo líder p opular consi guió hacer frente a am bos retos con dos proyectos de enorm e trascenden cia: d ar a la com isión agraria potesta des para que pudiera disponer no sólo del escaso ager publicus italiano, sino del que en gran cantidad ofrecían las provincias; y p lan tear los futuros re partos de tierras no sólo a título in d i vidual, sino colectivo, lo que suponía d ar un gran im pulso a la fundación de asentam ientos coloniales, entre los que contaron Scolacium (M inervia) y Tarento (N eptunia), y la instalación de 6.000 colonos en la colonia Iunonia, en el em plazam iento de la des truida C artago (Lex Rubria). La dife rencia entre estas colonias y las que el Estado republicano había fom entado tiem po atrás, radicaba esencialm ente en su finalidad y com posición social. N o se trataba tanto de establecim ien tos m ilitares, destinados a controlar un territorio enemigo recientemente con quistado, sino más bien de fundacio nes con propósitos económicos, en las que encontraron acomodo no sólo el propietario agrario, beneficiado con los repartos de tierra, sino tam bién ar tesanos y comerciantes instalados en colonias que reunían asimismo la con dición de puertos. E n conexión con
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este deseo de estim ular las actividades mercantiles estaría el plan gracano de im pulsar la construcción de calzadas en Italia. O tras leyes de Cayo G raco busca ron rem ediar algunos de los probíemas más acuciantes que inquietaban no tanto a la plebe rústica, com o a la m ultitudinaria población que se h a bía ido acum ulando en Roma. U na cuestión a m enudo agravada era la del abastecim iento de cereales a la Urbs y la necesidad de evitar las osci laciones que su precio sufría en el m ercado. U na Lex frum entaria p re sentada p o r Cayo regularizó las dis tribuciones m ensuales de trigo a pre cios estables, m edida que beneficiaba esencialm ente a los ciudadanos m ás pobres, que qued ab an así liberados de la frecuente especulación. C on ello rom pió la p o p u larid a d y clientelas que ganaban los poderosos m ediante los m unificentes repartos frum enta rios. No sabem os qué alcance tuvo esta iniciativa, pero parece indudable que le dio a G raco un enorm e atracti
vo entre las m asas que, pese a las fuertes críticas suscitadas en el sector senatorial, supo capitalizar adecua dam ente en favor de sus proyectos le gislativos. Por otra parte, y con la de no m in ad a Lex militaris, Cayo buscó no sólo liberar a los m enores de dieci séis años de la obligatoriedad del ser vicio m ilitar, sino tam bién responsa bilizar al E stado del equipam iento de los soldados. Es indudable que la obra em pren dida por G raco, de llevarse totalm en te a efecto, tenía que introducir nue vos principios en la forma de entender el papel del Estado con relación al contexto social. Llevar adelante algu nos de estos proyectos obligaba a la R epública a invertir ingentes recursos económ icos, pero ahí radicaba preci sam ente uno de los cam bios que la facción gracana estaba m ás interesa da en introducir: el Estado tenía que m odificar radicalm ente su im agen, y no sólo su im agen, sino tam bién sus principios de gestión. El aparato de gobierno, las provincias, el erario pú-
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Ostia, del siglo III a fines de la República (según I. Gismondi)
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blico, los tributos, etc., no podían ser ún icam ente u tilizados en provecho de la oligarquía dom inante, sino res ponsablem ente invertidos en favor de los diferentes sectores de la sociedad rom ana. Era u na quim era, desde lue go, esperar que la aristocracia senato rial cediera el usufructo de sus tra d ic io n a le s p re b e n d a s , y d e sv ia ra m uchos de los recursos económicos que controlaba en favor de una políti ca de gran alcance social que, m ode lada sobre parám etros más propios del p e n sa m ie n to lib era l griego, se presentaba a los ojos de la nobilitas m ás reaccionaria com o un verdadero experim ento revolucionario. E staba claro que si Cayo G raco quería finan ciar adecuadam ente sus planes debía buscarse él m ism o un potente respal do económico. La provincia de Asia podía ser una solución, si se sabía ex plotar sus recursos. Puesto que el Es tado carecía de m edios adm inistrati vos p a ra g a r a n tiz a rs e u n a ágil y exhaustiva recaudación, parecía con veniente arren d ar m ediante subasta el cobro de los im puestos a las pode rosas com pañías de publicanos, en cargándose de tal actividad los censo res. Eso fue lo que pretendió conseguir la Lex Sempronia de provincia Asia, aunque el proyecto diera pie a la sos pecha de que Cayo estaba intentando atraer a su b ando al sector más com prom etido con el m anejo de las fi nanzas, el segundo estam ento del Es tado, el ecuestre. La introducción de n u ev o s im p u e s to s y d e re c h o s de adu an a quedaba tam bién contem pla da com o otra altern ativ a p ara a u m entar los fondos del tesoro público. Queda, finalm ente, la más discuti da de las leyes gracanas, la Lex de re petundis, cuyo exacto contenido aún suscita m uchas dudas. Su objetivo fundam ental era san ear la adm inis tración provincial asegurando un pro cedim iento judicial m ás radical e im parcial contra los m agistrados acu sados de corrupción. A partir de en tonces, para evitar que tales m agistra
27 dos fueran ju zg ad o s lenitivam ente por sus pares, los m iem bros de los tri bunales (quaestiones de repetundis) se rían escogidos entre ciudadanos no pertenecientes al estam ento senato rial. Se endurecían las penas contra los inculpados, y se perm itía que los provinciales afectados pudieran pre sentar sus quejas directam ente, no a través de un patrono senatorial. Se gún la inform ación transm itida por autores com o Varrón, Cicerón y D io doro, los nuevos jueces, que a m enu do serían llam ad o s Gracchani p o r u na m alévola tradición, fueron reclu tados enteram ente entre los indivi duos de categoría ecuestre, quienes p or dignidad, conocim ientos e inde p e n d e n c ia eco n ó m ica p o d ía n res ponsabilizarse m ejor de unas tareas, com o las judiciales, que no estaban pagadas, y en las que fácilmente se podía ser sobornado. Se ha hablado de que la ley se habría inspirado en los dem ocráticos tribunales de Ro das, paralelo tam bién patente en la Lex frumentaria. C on la Lex de repe tundis quedó en el am biente uno de los caballos de batalla que en adelan te contribuirían más a desestabilizar la sociedad rom ana: el enfrentam ien to entre senadores y caballeros para hacerse con el control de los tribuna les, división de la que la historiografía posterior responsabilizó a Graco. El conílicto no llegó a estallar todavía en época de Cayo, quien no pudo encau zar en su favor un peso político que los equites aún no tenían, si bien algunos testimonios señalan que intentó incluir en el Senado a algunos caballeros. El líder popular sólo buscó con ello cortar los abusos de poder en que frecuente mente incurrían los magistrados sena toriales. Pero pronto la irrupción de los publicanos en el m arco de gan an cias que ofrecía la provincia de Asia iba a poner de m anifiesto que dicho estam ento, am parado en su base eco nóm ica, em pezaba tam bién a alber gar esperanzas de u n a coparticipa ción en la gestión política del Es
28 tado republicano. M ientras contó con el apoyo p opu lar, expresado ejecutivam ente en las asam bleas, Cayo pudo conseguir la ap ro b ació n de todos sus proyectos, pero la situación com enzó a d ar un decisivo giro cu an d o uno de sus cole gas en el tribunado, M. Livio Druso, pasó a actuar p o r cuenta de los inte reses senatoriales. La táctica de la oli garquía estaba clara: vencer a la opo sición con sus propias arm as. Livio em pezó p o r aprovechar una circuns tancia favorable, la ausencia de Cayo, quien tuvo que desplazarse durante dos meses a C artago para poner en m archa la colonia Iunonia. Jugó esta carta actuando de un m odo cierta m ente demagógico, pero que Fulvio Flaco, que h abía quedado al frente del partido gracano, no supo contra rrestar. H om bre elocuente, y ap aren tem ente extrem ista, el tribuno prosenatorial supo atraerse el favor p opu lar con propuestas de reform as que su peraban con creces el program a de fendido por los G racos, llevando la aplicación de la ley agraria hasta una situ a c ió n lím ite (122 a. C.). E n tre aquéllas estaba u n a rogatio para fun d ar no tres, sino doce colonias, todas ellas en Italia, cada una de las cuales acogería a tres mil colonos. Los lotes de tierra no estaría n gravados p o r ningún vectigal. Todo ello era en sí im posible, porque el Estado no con taba con territorios suficientes para acom eter tal em presa, pero al m enos así podía conm ocionarse la unánim e voluntad po p u lar que hasta entonces había auspiciado los planes de Cayo, reivindicándose la tradicional potes tad senatorial para acom eter las asig naciones coloniales. E ntre las m edidas de respuesta de G raco iba a ju g ar un im portante p a pel la den o m in ad a rogatio Sempronia de sociis et nomine Latino, que preveía la concesión del pleno· derecho de ciu dadanía a los latinos, y del ius suf fragii o derecho de voto sin restriccio nes al resto de los aliados. Llevar ade
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lante tal proyecto significaba aum entar el potencial de voto del partido de G raco, cuyos objetivos se verían res paldados aú n m ás en las asam bleas por los sufragios tanto de latinos como de aliados. La respuesta senatorial ante esta posibilidad tan negativa para sus intereses no se hizo esperar. U tili zando de nuevo a D ruso com o punta de lanza, la aristocracia logró incul car en la plebe ciudadana rom ana la idea de que el proyecto gracano sólo significaría para las m asas populares tener que com partir con los italianos derechos y beneficios (repartos de tie rras, distribuciones annonarias), que hasta entonces les h ab ían perteneci do en exclusividad. La siguiente b ata lla la dio la nobilitas con ocasión de las elecciones tribunicias para el año 121. C ayo G raco no consiguió salir elegido, quedando reducido a la sim ple condición de m iem bro de la co m isión agraria la cual, a su vez, se es cin d ió cu an d o el insolente Papirio C arbón, uno de los triunviros, se pasó a la causa senatorial, y recurrió a la religión y la superstición de la plebe, co ntribuyendo a p ro p ag ar rum ores que h ab la b a n de signos desfavora bles que presagiaban un nefasto futu ro para una colonia, com o Cartago, que ciertam ente tam poco había goza do de especial aprecio popular. Todo ello abonó el terreno para que otro tribuno, M inucio, presentara una ro gatio por la cual se abolía la funda ción de la colonia Iunonia, preceden te, no obstante, de creaciones p o s teriores similares. Este hecho propició un nuevo estallido de violencia. Cayo y sus partidarios se hicieron fuertes en el Aventino, respondiendo el Se nado con una iniciativa extraordina ria: otorgar al cónsul Opimius, m e d ia n te senatus consultum u ltim um (suspensión de garantías constitucio nales), poderes excepcionales para defender al Estado de los desórdenes. E n la in m ed iata refriega m urieron G raco y m uchos de sus seguidores (abril del 121 a. C.).
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Paso de San Gotardo Paso de Stilfser Joch
φ Ρ Γ β β Ιο π β
colonias latinas
A
colonias romanas colonias posteriores a los Gracos
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/ Paso de San Bernardo Augusta
A
INSUBRES
■• • A
Aquilela
SALASOS
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CENOMANOS
°Uria M inor ^
Augusta Taurinorum
^Cremona ■Dertona
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6fr,ifia ' ’ ·. Δ. Mutina LIGURES
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Sena Gallica Δ
Galia Cisalpina
5. Politica exterior La política exterior de este periodo no está caracterizada p o r las decisivas guerras que van a m arcar la etapa de M ario y Sila, pero h u b o aco n teci m ientos que re p erc u tiría n a m p lia m ente en la evolución histórica de Rom a. U n hecho im portante es el in tento de la facción gracana por co n d icio n ar lo que hasta ese m om ento había sido un capítulo reservado a la autoridad senatorial. U n proyecto de ley de Cayo había buscado im poner al Senado la obligación anual de fijar qué provincias debían tocar a los dos cónsules, antes de que éstos fuesen elegidos, evitándose así especulacio nes. O tra iniciativa sin g u lar h ab ía sido ju g ar la baza de la provincia de Asia p ara obtener recursos económ i
cos con los que propiciar sus reformas. El punto de partida de esa provin cia había sido el reino de Pérgamo, estado cliente de Rom a que había au m entado su influencia exterior d u rante el gobierno de Atalo II (159-139 a. C ), m ostrando una falsa prosperi dad que encubría los graves proble mas sociales y económ icos que lo es tab an desgastando internam ente. La herencia fue recogida por Atalo III, que m urió in e sp e ra d a m e n te en el 133, dejando su reino com o legado al pueblo rom ano. Se h an discutido m u cho las m otivaciones de esta extraña decisión. Q uizás Atalo era consciente de que tarde o tem prano Pérgamo es taba destinado a entrar en la órbita de Rom a, siendo m ejor adelantarse a los acontecim ientos, para que fuese la R epública la que se responsabilizara
30 Cayo Graco Y fue de este modo como Gayo Craco ob tuvo el tribunado por segunda vez. Como tenía ya com prada a la plebe, trató de atraerse también, por medio de otra ma niobra política similar, a los caballeros, que ocupaban una posición intermedia por su dignidad entre el senado y la plebe. Transfirió los tribunales de justicia, que es taban desacreditados por su venalidad, de los senadores a los caballeros, reprochan do en especial a aquéllos los casos recien tes de Aurelio Cota, Salinátor y, en tercer lugar, Manio Aquilio, el conquistador de Asia, quienes, tras haber sobornado a las claras a los jueces, habían sido absueltos por ellos, en tanto que los embajadores enviados para acusarles se hallaban toda vía presentes e iban de un lado para otro propalando con odio estos hechos. De lo cual, precisamente, el senado avergon zándose en sobremanera cedió a la ley y el pueblo la ratificó. Así fueron transferidos los tribunales de justicia desde el senado a los caballeros. Dicen que, al poco tiempo de haber entrado en vigor la ley, Graco afirmó que él había abatido el poder del senado con un golpe definitivo, y la expe riencia del curso de los acontecimientos posteriores puso de relieve en mayor me dida la veracidad de las palabras de Gra co; puesto que el hecho de que ellos pu dieran juzgar a todos los romanos e itálicos y
de hacer frente a la subversión social que em pezaba a estallar en el reino asiático. Una com isión senatorial se encargó de organizar la nueva pro vincia de Asia, en la que sólo se inclu yeron los m ejores territorios de la parte occidental de Pérgamo, cedién dose el interior a otros estados veci nos. Las ciudades griegas vieron res petada su libertad. Respecto a las dem ás provincias, cabe destacar el envío de otra com i sión senatorial a H ispania, para reor ganizarla una vez liquidada la guerra n u m a n tin a . E n cu an to a la G alia, continuó el intervencionism o rom a no tendente a la defensa»de los intere ses de la aliada M assalia, con el p ro pósito de abrir una fácil com unicación terrestre que, a través del sur de la
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también a los propios senadores, sin limi taciones, tanto en lo relativo a cuestiones de propiedad como de derechos civiles y de detierro, elevó a los caballeros, por decirlo así, a rango de dominadores, al tiempo que igualó a los senadores a la condición de súbditos. Y como los caballeros se coaliga ban con los tribunos en las votaciones y re cibían de éstos, a cambio, lo que querían, se hicieron progresivamente más temibles para los senadores. En breve, pues, sufrió un vuelco el poder del gobierno, al estar ya tan sólo la dignidad en manos del senado y el poder efectivo en los caballeros. Y prosi guiendo por este camino, no sólo detenta ron ya el poder, sino que, incluso, come tieron violencia contra los senadores en los juicios. Y, participando ellos también de la corrupción, al tiempo que disfrutaban de pingües ganancias, se comportaron a par tir de entonces de forma más vergonzosa y desmedida que los senadores. Llevaron acusadores sobornados contra los ricos y corrom pieron totalmente los juicios por causa del soborno, ya fuera coaligándose entre ellos mismos o por la fuerza, hasta el punto de que se abandonó por completo la costumbre de una tal clase de investiga ción, y la ley judicial ocasionó por mucho tiempo otra suerte de lucha civil no menor que las anteriores. Apiano, B.C., I, 22; trad. A. Sancho.
G alia, pusiera en directa relación Ita lia e H ispania. Se em prendieron al gunas cam pañas contra las tribus ga las, cu lm in ad as en el 121 con una im portante victoria sobre alóbroges y arvernos. Al año siguiente fue creada la provincia de la G alia N arbonense, respetándole a M assalia su territorio. E n el 118 la fundación de la colonia de Narbo Martius (N arbona) p ro p o r cionó un centro desde el que d irig irla adm inistración de la nueva circuns cripción. F inalm ente, otro hecho destacable fue la conquista de Baleares, realizada en el 123 por el cónsul Q. Cecilio M etelo para acab ar con dicho núcleo de piratería. Tres mil colonos procedentes de la Península Ibérica fueron asentados en las colonias de Palma y Pollentia.
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Los G racos y el com ienzo de las Guerras Civiles
III. El ascenso político de Mario
1. La situación del Estado romano La desaparición de Cayo G raco de la escena política rom ana provocó una in m e d ia ta reacció n sen a to ria l te n dente a desm ontar los logros conse guidos p o r la reform a agraria, que era en últim a instancia la que más in quietud había causado entre la oli g arq u ía nobiliaria. U na ley d atad a entre los años 121 y 119 permitió alie nar las parcelas, lo que supuso dar una solución a quienes, beneficiados por los repartos, no se habían adaptado a las actividades agrícolas. Por su parte, la denom inada Lex Thoria (119-118 a. C.) im pidió realizar cualquier nueva distribución de tierras, al garantizar a perpetuidad la posesión de aquellas extensiones del ager publicus disfruta das hasta entonces. Se confirm ó a los antiguos possessores en sus derechos, con la condición de p agar un vectigal. La co m isió n triu n v iral cread a p o r iniciativa de T. G raco, ahora innece saria, fue disuelta. U na tercera ley, fe ch ad a en el 111, convirtió en propie dad privada todo el ager publicus que hab ía sido repartido p o r los triunvi ros. La situación de la propiedad del suelo italian o quedó así definitiva m ente reglam entada, pero al no liqui
darse la cuestión social se anuló peli grosam ente cualquier posibilidad de acom eter futuros repartos de tierras en Italia. Esto obligaría a otros pro motores posteriores del program a de reform a agraria a buscar nuevas vías de solución de im previsibles conse cuencias. La inm ediata quiebra del progra ma reform ador no supuso la inactivi dad de las facciones que hab ían en trado tan ard o ro sam en te en juego. Los G racos h a b ía n conv u lsio n ad o los más sólidos fundam entos del Es tado, y habían provocado u n a decisi va tom a de conciencia, tanto en los m edios populares, com o en aquellos clanes aristocráticos m ás propensos a acom eter una m oderada renovación socioeconóm ica e in stitu cio n al. El respaldo proporcionado a sus planes p or las plebes rústica y urbana, que había perm itido ap ro b ar en las asam bleas proyectos de alcance casi revo lucionario, había m ostrado a las cla ras los beneficios que p ara ciertas opciones políticas podían derivarse de una inteligente capitalización de la gestión del tribunado de la plebe. En los años siguientes seguiría p o niéndose de m anifiesto, no obstante, la p ro p ia in c a p a c id a d del p ueblo para perseguir objetivos con plena in-
32 dependencia de intereses ajenos, e in cluso em pezarían a surgir profundas discrepancias en su seno, de las que sacarían enorm e partido no sólo las facciones senatoriales en lucha, sino tam bién u n estam ento im portante, el de los caballeros, que iba a em pezar a perfilarse com o u n a fuerza política en juego con m uchas posibilidades y num erosas reivindicaciones. La concesión del derecho a explo tar el cobro de los im puestos en la provincia de Asia, así com o la desig nación entre los equites de los m iem bros de los tribunales, h ab ían sido dos hechos im portantes, que frecuen tem ente se h an interpretado com o un intento de Cayo G raco para atraerse a tan potente estam ento en su enfren tam iento contra la nobilitas. Bien es verdad que el desarrollo de las co n quistas y la explotación de los territo rios co n tro lad o s p o r R om a h ab ían dado a los caballeros una fortaleza económ ica enorm e que, obviam ente, tenía que acab ar constituyéndose en factor de gran incidencia política. Por esta m ism a razón el sector ecuestre tenía que estar interesado, al igual que la o lig arq u ía sen ato rial, en el m antenim iento de u na activa política exterior que, desde su óptica financie ra, sólo podía suponer más ganancias en el terreno de los negocios, opera ciones bancarias, arrendamientos, ex plotación de suelo, etc., y que en última instancia no sólo beneficiaba a los negotiatores rom anos, sino tam bién a m uchos em presarios itálicos, todos los cuales iban a intensificar en este período su presencia en los distintos ám bitos provinciales. Además, trad i cionalm ente el estam ento senatorial había visto in crem entadas sus filas por la integración de algunas fam ilias ecuestres, que veían en ello una posi bilidad latente de acceder a los m ás altos honores del Estado rom ano. En todo caso este p an o ram a de intereses com unes, cifrados en com partir des de distintas perspectivas las riendas de la gestión política, lo cual había
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hecho siem pre de los caballeros un estam ento de superior dignidad, m uy p o r encim a de la m asa popular, se rom pió en la etapa de los G racos, cuando determ inados grupos ecues tres adoptaron una línea de conducta independiente de las presiones que pudieran recibir desde arriba acep tando, por ejem plo, la oferta que se les hacía de constituir los tribunales, o una posibilidad económica tan atra yente para las decididas com pañías de publicanos, com o era la gestión trib u ta ria en la provincia de Asia. Desde entonces, dentro de este ordo se pondría tam bién de m anifiesto un proceso disociativo, definiéndose sec tores con intereses muy diversos, unas veces proclives a un entendim iento con el Senado para hacer frente a las peligrosas reivindicaciones p o p u la res, otras veces propensos a u n a ac ción enérgica contra la propia aristo cracia dirigente, a fin de obtener un aum ento de su cuota de participación en la m aquinaria del Estado. Este va riopinto panoram a, unido a la p lu ra lidad de facciones senatoriales en liza (ahora va a ascender poderosam ente el clan de los Metelos), y a las diver gencias que pronto em pezarían a sur gir entre la plebe u rbana y la rústica, haría de los decenios posteriores a los G racos una de las etapas m ás com plejas en la vida de la República.
2. La guerra de Yugurta P ronto iba a retornar la inquietud en la so cied a d ro m an a , com o c o n s e cuencia del estallido de algunas gue rras exteriores, cuyas alternativas iban a repercutir decisivam ente en la evo lución del Estado republicano. El p ri m er conflicto surgió en Africa. Los rom anos h ab ían dejado regulada su situación tras la guerra contra C artago potenciando el reino de N um idia, com o reconocim iento a la ayuda que su rey M assinisa les h ab ía prestado contra los púnicos. M assinisa había sido sucedido p o r su hijo M icipsa
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(148-118), quien h abía estrechado los lazos con Rom a, acogiendo a num e rosos negotiatores rom anos e itálicos, y elevando notablem ente el nivel cul tural y económ ico de su estado, cuya capital era Cirta. Al m orir M icipsa la cuestión sucesoria quedó planteada al existir tres aspirantes al trono, los dos hijos de M icipsa, A dherbal y H iem p sal, y su sobrino Yugurta. Para regu lar este problem a fue enviado por el Senado el cónsul M. Porcio C atón en el 118. E ntre los tres aspirantes desta
caba Yugurta, tanto p o r su personali dad com o p o r su especial am bición. Adem ás, contaba con buenas relacio nes personales entre la aristocracia senatorial, puesto que había com bati do ju n to a Escipión E m iliano en el asedio de N u m an c ia , dem ostrando buenas dotes militares. Las disposiciones de C atón, repar tiendo el reino núm ida entre los tres herederos, no fueron aceptadas por Yugurta, quien preparó el asesinato de H iem psal y consiguió derrotar a
Busto de una pareja conocidos como «Cato y Porcia» (fines del período republicano), Roma, Vaticano
34 A d h e rb a l el cu a l, p a ra v en g a r la m uerte de su herm ano, había invadi do sus posesiones. A dherbal buscó la protección de Rom a, pero no obtuvo la condena de Yugurta, que supo m o vilizar en su favor las am istades que tenía entre la nobilitas. O tras com isio nes senatoriales in ten taro n obtener una solución satisfactoria para am bas partes, sobre la base de un nuevo reparto del reino núm ida entre los dos pretendientes. A A dherbal se le otorgaron las regiones orientales de N um idia, lindantes con la provincia rom ana de Africa, incluyendo la ca pital Cirta, dentro de operaciones de los com erciantes y financieros rom a nos, quedándose Yugurta con la parte m enos civilizada la occidental. Tam poco esta solución satisfizo al am bi cioso p rín cip e quien, con evidente desprecio del papel m ediador ejerci do por Rom a, realizó continuas in cursiones m ilitares en los territorios de A dherbal, com o prólogo de una invasión que tuvo lugar en el 113. Ad herbal, sitiado en Cirta, apeló de nue vo a la ayuda rom ana, pero las de m andas del Senado fueron desaten didas por Yugurta quien, cuando C ir ta fue finalm ente tom ada, ordenó d ar m uerte a sus defensores, sin respetar tam poco la vida de m uchos itálicos allí instalados. Este hecho no podía ser pasado por alto, pues superaba los límites de un sim ple conflicto dinástico, constitu yendo un verdadero reto contra la República. El Senado ordenó el envío a Africa de u n ejército al m ando del cónsul L. C alpurnio Bestia (111 a. C.) quien, con una rápida y triunfal cam paña, obligó a Y ugurta a deponer las arm as sin condiciones. G racias a esta m oderada actitud, y a cam bio de una leve im posición económ ica, el rebel de m onarca pudo m antenerse en el trono. Pero esta solución provocó un gran descontento en Rom a. Para cier tos sectores del estam ento ecuestre, com prom etidos en los negocios afri canos, acab ar cuanto antes con una
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guerra que perjudicaba sus intereses era lo mejor, pero en los m edios p o pulares pronto nació la sospecha de que el Senado no había actuado con la suficiente energía contra el provo cador Yugurta, y de que los generales se h ab ían vendido a u n a paz deshon rosa. De nuevo fue un tribuno de la plebe, C. M em m io, quien actuó com o catalizador de esta inquietud, fom en tada p o r quienes veían en ello una nueva ocasión de atacar lo que pare cía u n a sólida recuperación del pres tigio senatorial, tan afectado durante la etapa de los Gracos. Se realizó una investigación pública sobre las su puestas corrupciones, y para el escla recim iento de los hechos el propio Y ugurta com pareció en Rom a, pero el proceso fue cortado de raíz por los m anejos de la oligarquía nobiliaria, que no dudó en apelar de nuevo al veto de otro tribuno afecto a su causa. La presencia de Y ugurta no contribu yó a aclarar nada. En todo caso le sir vió al rey núm ida para com probar con sus propios ojos hasta qué punto las rivalidades internas dentro del clan senatorial p o dían entorpecer la cap a cidad de respuesta del Estado rom a no ante una agresión exterior, y hasta qué grado la iniciativa de u n a plebe inquieta y m anipulada podía conm o cionar la inestable posición de aque lla dom inante aristocracia, entre cu yos m iem bros había hecho buenas am istades. En el año 110, a raíz del m isterioso asesinato de Massiva, pri mo de Yugurta y posible nuevo can didato al trono núm ida, el cónsul Sp. A lbino recibió la orden de trasladarse a Africa con un ejército y doblegar a Yugurta. El nefasto resultado de la cam paña fue la capitulación de las tropas rom anas. La noticia de esta derrota causó en Rom a una enorm e conm oción, tanto en los m edios populares com o en los ecuestres, estos últim os sensiblem en te afectados en sus negocios por la duración del conflicto. Se levantaron voces contra la incompetencia de quie-
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36 nes h a b ía n estado al frente de las operaciones en Africa, y por iniciati va cLel tribuno C. M am ilio (109 a. C.) se form ó un tribunal especial, consti tuido p o r caballeros, para juzgar las acusaciones contra los m agistrados responsables de tales acciones m ilita res. Esta iniciativa iba a tener am plias consecuencias, porque suponía d ar incidencia política a un influyen te sector, el de los caballeros, cuya es tabilidad económ ica no podía quedar al m argen de las decisiones que, en política exterior, p u d iera tom ar en cualquier m om ento el Senado, y cu yos intereses, por la m ism a razón, no siem pre llegarían a coincidir con los de la oligrquía dirigente. En el año 109 se abriría un nuevo período en el conflicto con Yugurta, al ser elegido para el consulado Q. Cecilio M etelo, m ilitar con experien cia y hom bre íntegro, perteneciente a u na de las fam ilias senatoriales más in flu y en tes en aq u el m o m en to en Roma. F ue encargado de continuar las operaciones contra el rebelde prín cipe núm ida, tarea en la que contó com o legado con quien estaba desti nado a acabar con dicha guerra. Cayo M ario, cuya oscura familia, oriunda de la com arca de A rpinum , estaba vinculada a los M etelos por lazos de clientela. El futuro líder dem ócrata hab ía ejercido com o trib u n o de la plebe en el 119 y com o pretor en el 115. Fue después de servir com o pro pretor durante un año en la H ispania U lterior cuando M ario se integró en el ejército africano de Metelo. Las re laciones entre am bos se enturbiaron pronto. M ientras M etelo se enfrascó con decisión en la lucha contra Y u gurta, M ario se dedicó no sólo a debi litar su prestigio entre las tropas, sino tam bién a granjearse la estim ación de los soldados, y a atraerse a los in quietos sectores ecuestres con la pro mesa de que, si salfa triunfante en las elecciones consulares del 108, se en cargaría de liq u id ar rápidam ente la cuestión africana. N o era necesario
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en aquella difícil coyuntura ejercer dem asiada presión sobre la siem pre im p resio n ab le plebe ro m an a, p a ra convencerla de que el Estado republi cano necesitaba una m ano enérgica y providencial, que los sacara del des prestigio que le h ab ían acarreado al gunas recientes derrotas exteriores, no sólo ante Yugurga, sino ante las tribus germ ánicas. M ario supo actuar con astucia y decisión, fom entando u n a activa propaganda en su favor, que le supuso su prim er consulado en el 107. Y aú n más. A rrogándose deci siones en un capítulo, com o la políti ca exterior, que tradicionalm ente h a b ía c o r re s p o n d id o al S e n a d o , la asam blea p o p u lar em itió un decreto, traspasando de M etelo a M ario la di rección de las operaciones contra Y u gurta. Esta actitud suponía poner de nuevo en entredicho, por parte de la facción de los populares, el tradicional m arco de com petencias de la oligar quía nobiliaria. U na solución rápida para la guerra africana significaba, p o r lo pronto, una m ayor inversión de recursos m i litares, es decir, un increm ento del re clutam iento. Ya hem os visto las difi c u lta d e s que, en a ñ o s a n te rio re s, hab ían im pedido realizar algunas le vas de soldados. A unque, com o suce dió en la Segunda G uerra Púnica, la cualificación económ ica para servir en filas había sido gradualm ente re b ajad a a fin de aum entar los efecti vos, hecho que restaba a la reform a m ariana alcance revolucionario, no se h a b ía e n c o n tra d o aú n solución para el problem a que significaba para los propietarios tener que ab a n d o n ar sus posesiones para participar en lar gas y alejadas cam pañas provinciales donde, adem ás, se h acía necesario m antener ejércitos perm anentes. La única opción viable era separar ta jantem en te la condición de soldado de la de propietario. El ejército podía ser entonces una salida para m uchos individuos que llevaban una existen cia crítica, y que en cualquier mo-
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Paisaje del valle del Nilo Mosaico procedente del santuario de la Fortuna Primigenia en Praeneste (c. 80 a. C.). Staatliche Museum, Berlin.
38 mento podían constituir un ferm ento revolucionario. Esta orientación de la milicia podía suponer para el Estado la solución, al m enos parcial, de un grave problem a social pero, desde el momento en que se abría la puerta a la formación de un ejército de base profesional, parecía evidente que te nía que ser ese m ism o Estado el que se encargara tanto de equipar y m an tener a sus tropas, com o de dotar a los soldados, al térm ino del servicio, de los necesarios recursos para que p u dieran rehacer su vida privada sin problemas. Dentro de esa óptica hay que si tuar, pues, la fam osa reform a m ilitar efectuada por M ario (107 a. C.) quien, para reclutar el ejército que tenía que llevar a Africa, adm itió en las legio nes no sólo a quienes estaban censa dos en las cinco clases del orden centuriado, sino tam bién a quienes no disponían del nivel económ ico m íni mo par ser considerados com o üdsidui (ciudadanos censados en las cla ses tributarias, lo opuesto a proletario). Actuando así M ario no hizo m ás que confirmar una situación de hecho. El Senado no opuso ninguna resistencia a esta m edida, cuyas consecuencias eran aún imprevisibles. Pero se había dado un paso im portante. Los deno minados ccipite censi p odían servir vo luntariam ente en el ejército sin p ro blemas de tiem po, pero h ab ía que hacer atractivo el servicio con com pensaciones. Entre éstas se encontra ban el stipendium, el reparto del botín y la posibilidad de recibir tierras tras el licénciamiento para poder rehacer sus vidas. Esto significaría a la larga la renovación de la cuestión agraria desde otra perspectiva. Precisam ente fue el proletariado rústico de las colo nias y m unicipios italianos el que se enroló más activam ente en las filas de Mario. La plebe u rbana, u nida a los intereses de la 'nobleza p o r las clientelas, y m enos atraída por tal p o sibilidad de vida al beneficiarse de ciertas liberalidades estatales, se m os
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tró m ás reacia a ingresar en la m ili cia. La consecuencia m ás im portante de este proceso, insistim os en ello, se ría a la larga la necesidad de com pen sar a los veteranos del ejército con re partos de tierra. P ara conseguir del Estado tales do taciones era necesario tom ar una ini ciativa legal (la que en otro tiem po h ab ían adoptado los Gracos), que en la nueva situación sólo podía corres p o n d er al general bajo cuyo m ando h ab ían servido tales licenciados. La prolongación del servicio m ilitar d u rante m uchos años, la participación conjunta en largas cam pañas, contri b uirían en el futuro a crear estrechos lazos entre generales y soldados (la clientela m ilitar). Los prim eros po dían utilizar com o capital político el respaldo proporcionado por grandes m asas de veteranos, con los que h a bían com partido riesgos y victorias, bien com o votantes en los comicios, o com o elem ento de presión. Los se gundos, procedentes en su m ayoría de estratos sociales tradicionalm ente alejados de una directa participación política, tenían que acabar necesaria m ente considerándose de éste o aquél general, viendo en él al jefe político que, con su prestigio, podía resolver el problem a de las asignaciones agra rias tras el servicio. Esto sólo podía conducir a la form ación de ejércitos p ersonales que, com prom etidos en secundar a un líder lanzado a la p a lestra política, tenían necesariam ente que acabar in Huyendo de forma deci siva en el rum bo del Estado republi cano. Otras reform as de carácter téc nico y organizativo serían tam bién introducidas por M ario, quien desa rrolló la cohorte com o cueipo bási co d o ta d o de g ra n c a p a c id a d de m an io b ra, m ejor calidad de a rm a m ento, perfectam ente entrenado y so m etido a una dura disciplina, factores que harían del ejército rom ano una m áq u in a de com bate difícil de do blegar. La prim era prueba de fuego de su
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carrera m ilitar la pasó M añ o en Afri ca, dedicado a liq u id a r la ya larga guerra contra el irreductible Yugurta. La em presa no se le presentó tam po co fácil. No sólo los núm idas cono cían m ucho m ejor el terreno en el que se luchaba, sino que adem ás se hicie ron fuertes en las ciudades, que tuvie ron que ser asediadas una a una. En un a esforzada cam p añ a Yugurta fue poco a poco reducido a sus dom inios occidentales, limítrofes con el vecino reino de M auritania, cuyo rey Boc chus, suegro de Y ugurta, que hasta entonces se hab ía m antenido al m ar gen del conflicto, se decidió a ayudar a su yerno. Al año siguiente (106 a. C.), cuando M ario se disponía a in vernar en sus cam pam entos al este de N um idia, fue sorprendido por un ata que co n ju n to de los dos m onarcas africanos, pero logró responder con éxito, forzando a Bocchus a pedir la paz. El año 105 se consum ió sobre todo en un a ardua lab o r diplom ática tendente a conseguir que el rey m au ritano ab an d o n ara su actitud indeci sa y prestara su colaboración a los ro m anos. E n tales gestiones desem peñó u n im portante papel L. C ornelio Sila, cu esto r p o r entonces, q u ien pocos años después se convertiría en el a n tagonista de M ario en la cúspide polí tica de la República. G racias a dichas negociaciones pudo conseguirse que Yugurta, atraído con engaños, fuera hecho prisionero p o r M ario. La victo ria tuvo una enorm e resonancia en Rom a, donde la reciente cadena de derrotas exteriores estaba provocan do un a enorm e in q uietud en todos los m edios sociales. M ario, el hom bre providencial en aquella difícil coyun tura, pudo celebrar el triunfo el día prim ero del 104 a. C , alcanzando el consulado por segunda vez. Esta ite ración del consulado era en sí m ism a anticonstitucional, e incluso la consi guió estando ausente de la Urbs. La patria puso ahora en sus m anos la de fensa contra los ataques de las tribus germ ánicas.
3. Campañas contra cinabrios y teutones El sur de la G alia había centrado el interés de R om a desde el siglo ni a. C., existiendo una tradicional am is tad con Massalia, que había sido pro tegida frente a los ataques de los ligu res. Entre los Alpes y los Pirineos se había ido consolidando una provin cia para facilitar la conexión entre Italia e H ispania (Via Domitia). En el 118 se había fundado la colonia de N arbona. A hora, las recientes incur siones de algunos pueblos germ áni cos habían puesto a prueba la estabi lidad de las fronteras septentrionales del Estado y la capacidad m ilitar de un ejército, com o el rom ano, que h a bía sufrido frente a aquéllos algunas calam itosas derrotas. Entre las tribus atacan tes d estac ab an los cim brios, quizás oriundos de la península de Jutlandia, pero desplazados por cau sas no bien conocidas hacia el sur, hasta alcan zar el área del D anubio medio. Desde aquí avanzaron hacia los Alpes orientales, región ocupada p or lo tauriscos, clientes del Estado rom ano, cuya ayuda pidieron para h acer frente a los invasores. Las tro pas rom anas fueron derrotadas estre pitosam ente en Noreia (113 a. C.), lo que perm itió a los cim brios continuar su avance hacia el oeste, penetrando en la G alia tres años después. Esta si tuación suponía una am enaza directa contra territorios, com o los de la p ro vincia N arbonense, controlados por el gobierno rom ano. Varios ejércitos consulares (los de M. Junio Silano, Q. Servilio C epión, etc.) fueron sucesiva m ente vencidos en años ulteriores, m ás por ineptitud del m ando que por inferioridad m ilitar (H arm and). Es pecialm ente desastrosa fue la derrota cerca de A rausio (Orange) de las tro pas conjuntas de los cónsules Cepión y M áxim o (105 a. C.), lo que supuso, según las fuentes, la pérdida de cerca de cien mil hom bres. En esa trágica coyuntura retornaba M ario de Africa
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La campaña de Mario del 107 a. C.
Capsa Marcha de Mario bien documentada ------------------------Marcha de Mario .............................. Hay dudas sobre la identificación Muluya= Muluccha
en olor de triunfo (104 a.C.). N o h a bía en ese m om ento nadie más cap a citado y reconocido en Rom a que él, para hcer frente a un peligro, com o el germ ano, que se cernía tanto sobre la G alia com o sobre la m ism a Italia. En la Urbs, m ientras tanto, se había desatado u n a crisis de histerism o que encontró en el h u m illado C epión la víctima propiciatoria. A cusado de h a ber robado las reservas de oro acu m uladas en Toulouse, fue condenado por un tribunal tras ser desposeído de su m ando (103 a. C ). De nuevo la opinión pública volvía a poner en en tredicho la capacidad e incluso h o n radez del Senado a la hora de dirigir la p o lítica exterior. Ello benefició o b v ia m e n te a M ario , q u ie n p u d o conseguir un a repetición de su consu la d o en la s c ir c u n s ta n c ia s a n t e dichas. M ientras tanto los cim brios, que se h ab ían dirigido p o r A quitania a la Peninsula Ibérica, tras ser rechazados p o r los pueblos autóctonos (celtíbe ros), h a b ía n re to rn ad o a la G alia, hasta donde tam bién h ab ían llegado los teutones, otra tribu bárbara. M a rio, d u ra n te ese p eríodo, reelegido cónsul p o r tercera y cuarta vez conse cutivas (103-102 a. C ), se hab ía ocu
pado de p rep arar concienzudam ente a sus tropas, som etiéndolas a un fé rreo entrenam iento en Arlés. C uando en el 102 las poblaciones germ ánicas em pezaron a desplazarse hacia el sur en varias oleadas, quizás con el obje tivo de invadir Italia, M ario les salió al encuentro en la propia G alia, tras reforzar la frontera norte de la p en ín sula. El prim er encuentro tuvo lugar en Aquae Sextiae (Aix-en-Provence), y significó u n a victoria aplastante para las arm as rom anas (102 a. C.). Miles de germ anos fueron m uertos o h e chos prisioneros. E n el 101 n u ev a m ente M ario, ahora cónsul por q u in ta vez, tuvo que acudir a la región del Po, am enazada p o r u n a incursión de los cim brios. La b a ta lla definitiva acaeció en Vercellae, y constituyó otro aplastante triunfo para los ejércitos de la R ep ú b lica. M ario re to rn ó a R om a en plena oleada de entusiasm o popular, siendo aclam ado com o sal vador y nuevo fundador de Rom a. Su sexto consulado en el año 100 fue la culm inación de u n a brillante carrera política que, a p artir de ese m om ento, sin nuevas guerras en las que poder dem ostrar su providencial presencia, iba a sufrir los avatares de la incesan te lucha de facciones.
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IV. El tribunado de L. Apuleyo Saturnino
1. La alianza con Mario La coyuntura política que gira en tor no al critico año 100 es difícil de siste m atizar, no sólo p or la com plejidad de los hechos históricos que entran en juego, sino tam bién por la poca objetividad de las fuentes que nos h an quedado, enm arcadas dentro de una línea historiográfica que pode mos definir com o claram ente prosenatorial, y que presenta las iniciativas to m a d a s d e sd e el s e c to r p o p u la r com o fruto de una violenta dem ago gia revolucionaria, que habría puesto a prueba los cim ientos del Estado re publicano. N ada m ás lejos de la reali dad, desde el m om ento en que la lu ch a p o lític a ro m a n a , a h o ra com o antes, co n tin u ó siendo un pugilato entre diversas facciones de extracción aristocrática, unas em peñadas en una defensa a ultranza de los privilegios y posición d o m in an te disfrutados de siem pre por la oligarquía senatorial, otras dedicadas a com batir ese exclu sivismo político desde posiciones más bien reform adoras, utilizando la fuer za p o p u lar com o instrum ento al ser vicio de sus intereses. Los desfavora bles resultados iniciales en las guerras contra Yugurta y las tribus bárbaras hab ían contribuido, precisam ente, a poner en entredicho la capacidad del Senado com o gestor de la política ex terior, y h ab ían dado alas a ciertos sectores, com o el estam ento ecuestre
(partidario del expansionism o m ili tar) o la plebe u rbana, que habían visto en esta situación la oportunidad para presionar al sector dom inante. Por añadidura, la fuerza real signifi cada por el ejército del victorioso M a rio, en el cual se h ab ían enrolado grandes m asas de proletarios rústi cos, que esperaban encontrar en la m ilicia u n a salida para su incierta existencia, a ñ a d ía un nuevo factor de incertidum bre. En efecto, la finalización de la gue rra de Africa planteaba a M ario la cuestión de cóm o com pensar a los ve teranos por un eficaz servicio del cual debían quedar ahora licenciados. Los veteranos esperaban de su general, en ese m o m en to el h o m b re con m ás prestigio en Rom a, una acción políti ca contundente que responsabilizara al Estado del cum plim iento de tales expectativas. R esolver eficazm ente esta cuestión era para M ario vital, porque podía suponer una útil propa ganda que estim ulara futuros enrola m ientos. P uesto que su en c u m b ra m iento personal había provocado los recelos y el despecho de una oligar quía que no podía ver con buenos ojos el espectacular ascenso de aquel homo novus, parecía evidente la nece sidad de buscar otra vía para conse guir tales propósitos. M ario encontró entonces un aliado com bativo y deci dido en un joven aristócrata, L. A pu leyo Saturnino, que com partía con él
42 lina p ostura claram ente antisenato rial. P robablem ente llegaron a u n en tendim iento en el 104. El general te n ía el re s p a ld o de sus in q u ie to s veteranos. S aturnino, si conseguía sa lir elegido para el tribunado, podía in strum entar eficazm ente las corrien tes populares en las asam bleas. De la conjunción de am bas fuerzas podía esperarse una acción política potente contra la m onolítica nobilitas rom a na. Efectivam ente, S aturnino consi guió ser elegido p ara el cargo en los años 103 y 100. Al po ner de nuevo en m archa el tem a de las distribuciones de tierras, esta vez en favor de los ve teranos de M ario, cam pesinos en su m ayoría (agrestes), el problem a agra rio volvió a ocu p ar el prim er plano de la palestra política.
2. Los proyectos legales La actividad tribunicia de L. Apuleyo S aturnino se concretó en varios pro yectos legales que excitarían nueva m ente la radical oposición de los m e dios conservadores senatoriales. Así, con u n a lex fru m en taria p re te n d ió atraerse a la plebe u rb a n a, p ro p o n iendo u n a fuerte reducción en el precio del trigo que el Estado sum i nistraba. El Senado reaccionó violen tam ente ante tal iniciativa, encargan do a uno de los cuestores disolver la asam b lea p o p u la r, pero S atu rn in o re sp o n d ió m o v iliz a n d o al p u e b lo contra algunos de los oligarcas (como el desgraciado Servilio Cepión), que tan negativam ente se había distingui do en la guerra contra los cim brios y teutones. Tras un juicio lleno de alter cados, p or la intervención de los tri bunos de la plebe partidarios de la nobleza, los acusados fueron deste rrados. Esta victoria ju d icial dem ostró a los p o lític o s p o p u la re s h a s ta qué punto p odían capitalizar en su favor la gestión de los tribunales p ara aco m eter a u n a aristocracia, que se m os traba al mismo tiempo corrom pida y
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debilitada. C onstituir los jurados en plataform a de ataque contra la oli garquía conservadora sólo era posi ble si se contaba con el apoyo de un im portante sector ecuestre, que había visto con satisfacción salvaguardados sus intereses financieros con los triun fos de M ario en Africa y la G alia, y había adquirido gran preem inencia p o r ello. A esta labor se dedicó inten sam ente S aturnino en colaboración con otro activista p o p u lar llam ado Servilio G laucia. U na lex iudiciaria p rom ovida en el 106 p o r el citado cónsul C epión había quitado parcial m ente a los caballeros el control de los tribunales, devolviéndolo a los se nadores. A hora, la presión conjunta de los equites y la asam blea popular actuó eficazm ente p a ra o b ten er la aprobación de u n a Lex Servilia iudi ciaria, que pretendían devolver a los caballeros el dom inio total de los tri bunales. Por añadidura, una Lex Appuleia de maiestate dio forma a un nue vo tribunal destinado a juzgar aquellos delitos que atentaran a la dignidad del pueblo rom ano. El punto final en esta escalada legal, cuyo fin era con tentar a todos aquellos sectores confa b u lad o s contra la aristocracia d iri gente, fue la Lex Appuleia agraria para resolver el problem a de los veteranos de Mario. D icha ley suponía conce der a cada soldado licenciado cien iugera (el tipo de explotación prescrito p o r C atón) en territorio africano. Po siblem ente los así beneficiados fue ron instalados en algunas localidades de N um idia, pero sin recibir el estatu to colonial. H ubo que adoptar esta solución p o r no haber ya en Italia ager publicus disponible. Al cabo de los años venía a sancionarse así el proyecto de colonización u ltram ari n a ' que Cayo G raco hab ía iniciado en la fallida fundación de Iu nonia en C artago, proyecto que abría enorm es posibilidades, y que tendría en el fu turo grandes consecuencias para la difusión de la rom anización. El notable triunfo conseguido con .
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la aprobación de la ley agraria conso lidó de m om ento la alianza entre M a rio y Saturnino, que significaba una garantía para sus intereses, y sem bró un a gran inquietud en las filas de los grupos senatoriales, que se m oviliza ron activam ente p ara hacer frente al irresistible ascenso de los populares, entre los que se co n ta b a n algunos m iem bros de la oligarquía nobiliaria. A provechando el retorno de M ario a la G alia en el 103, y el cese de S atur nino com o tribuno, el poderoso clan de los M etelos hizo valer su fuerza. La ocasión la dio el propio Saturnino quien, para dem ostrar ante el pueblo que su causa no era m ás que la conti nuación de la que an tañ o habían de fendido los G racos, no tuvo escrúpu los en utilizar a un oscuro individuo para que se hiciera p asar por hijo de Tiberio G raco. La m aniobra tuvo eco popular, y puso de relieve hasta qué punto la m em oria de los G racos se guía a ú n vigente. N o o b stan te los censores, que pertenecían al círculo de los M etelos, se negaron a incluir al falso G raco en las listas de ciu d ad a nos, e intentaron un golpe de más fuer za con la exclusión de S aturnino y G lau cia del Senado. Tanto en este asunto, com o cuan d o se le llevó ante los tribunales p o r h ab er acusado a los enviados de M itrídates del Ponto de dejarse so b o rn ar por el Senado, S aturnino pudo salir incólum e gra cias a la gran presión popular, que dem ostró cóm o el antiguo tribuno, pese a su condición ahora de sim ple privado, seguía teniendo un enorm e ascendiente entre las masas. Al pare cer los populares, interesándose por los asuntos de Asia (lograron en el 101 la aprobación de im portantes m e didas contra la piratería en el M edite rráneo Oriental), deseaban poner de nuevo en entred ich o la tradicional capacidad del Senado para decidir en lo concierniente a la política exterior. El retorno victorioso de M ario, tras fin a liz a r la guerra co n tra los cim brios, vino a au m en tar la tirantez en
43 tre las facciones en juego. Con unos éxitos m ilitares que h ab ían devuelto la confianza a la inquieta plebe ro m ana, y con el respaldo que le daban sus veteranos, el vencedor de Yugurta era el hom bre m ás asentado en el ta blero p o lítico , q u ien m ejo r p o d ía convertirse en adalid tanto del sector de los populares, com o de aquellos núcleos ecuestres con los que m ante nía cordiales lazos. U n nuevo plan de acción conjunta quedó fraguado, con el objetivo de obtener en las eleccio nes del año 100 otro consulado para M ario, que sería el sexto, el tribunado para Saturnino, en tal caso el segun do, y la pretura para G laucia. Eran tales los intereses que se dilucidaban, y tan fuerte la tensión que en ese m o m ento vivía Rom a, que las elecciones no pudieron desarrollarse con nor m alidad. Frente a los candidatos pre sentados por la aristocracia senato rial, M ario, S aturnino y G laucia re sultaron elegidos sim plem ente por un acto de fuerza de las masas. El hecho venía nuevam ente a poner de m an i fiesto hasta qué punto la violencia fí sica y la m anipulación popular se h a b ían im puesto por su p ropio peso com o técnicas para el éxito político. Pronto, sin em bargo, quedaría de m ostrado que el entendim iento entre M ario y los líderes populares, em pe ñados m ás en conseguir am biciosos objetivos personales, que en llevar a cabo la acción reform adora que el Estado rom ano estaba necesitando, era algo inestable, que podía fracasar en cualquier m om ento. Era im pres cindible, ante todo, resolver la situa ción planteada una vez m ás por los licenciados de la guerra contra los cim brios, que esperaban recibir un trato sim ilar a los veteranos instala dos en Africa. Sendas leyes agraria y de coloniis aprobaron el reparto de lotes individuales entre los soldados en las tierras galas conquistadas al enem i go, así com o la fundación de colonias en las provincias de Africa, Acaya, M acedonia, C erdeña y Sicilia. A M a-
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rio le fue otorgado el derecho a con ceder la ciu d ad an ía rom ana en cada u n a de ellas a tres colonos, lo que confirm a que, al no tratarse de colo nias rom anas, debieron acoger a m u chos itálicos englobados en el ejército rom ano. Saturnino, con la am enaza del destierro, obligó a los senadores a que dieran inm ediatam ente su placet a la ley. Lo que no h ab ían tenido en cuenta los políticos populares era que tales iniciativas llevaban en sí el germ en de la discrim inación y podían susci tar celos entre diversos sectores. En efecto, las distribuciones coloniales, al b e n e fic ia r e se n c ia lm e n te a los m iem bros de la plebe rústica, eviden ciaban u n favoritism o hacia aquella que, lógicam ente, no tenía que ser visto con buenos ojos por la plebe u r
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bana. Por añadidura, la extensión de los repartos a los aliados italianos tam poco podía agradar a la m asa ciu dad an a, cuya conciencia exclusivista en estos aspectos ya hab ía sido an ta ño m a n ip u la d a c o n v e n ie n tem en te p o r la p ropaganda senatorial. La vo tación de las leyes, p o r ello, estuvo aco m p añ ad a de nuevo por el terror y la presión física contra los tribunos no colaboracionistas. El propio M a rio quedó en una violenta situación, pues una vez aprobados en los com i cios tales proyectos legales, tuvo que presentarlos ante un Senado, cuyos m iem bros estaban am enazados por la cláusula que castigaba con el exilio a quienes obstaculizaran la puesta en vigor de tales m edidas. M ario no era en sí u n político destinado al lideraz go popular, nunca se lo había pro-
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Estatua de Aulo Metelo, conocida como el «El orador» («L’arringatore«), (poco después del 89 a. C.), Museo arq. de Florencia
puesto. Sus alianzas con los líderes antisenatoriales h ab ían sido im pues tas por la fuerza de las circunstan cias, en especial p o r la coyuntural ne cesidad de solucionar el problem a de sus veteranos. Pero personalm ente no estaba em peñado en una línea revo lucionaría que significara despojar al S enado de to das sus trad icio n ales prerrogativas. U na vez aprobadas las leyes que salvaguardaban el futuro de sus soldados licenciados, el victorioso general no tenía especiales puntos de convergencia con los populares. Sa b ía que no p o d ía q u e m a r m ás su prestigio ante sectores que seguían conservando aún m ucha fuerza en el seno del Estado. A partir de este m o m ento M ario em pezó a distanciarse de los dirigentes populares, y pronto se encontró en una difícil disyuntiva. Las elecciones del 100 estuvieron m arcadas nuevam ente por la violen cia. S aturnino intentó conseguir otra vez el tribunado de la plebe, m ientras Glaucia optó al consulado. Era la últi m a o p o rtu n id ad que am bos tenían para m antenerse legalm ente en la es cena política, y para aprovecharla n o dudaron en m ovilizar a las bandas de seguidores arm ad o s, que acab aro n incluso con la vida de C. M em m io, otro de los candidatos al consulado.
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El Senado presionó a M ario para que, como cónsul, restableciera el orden en el Estado, p o niendo en vigor el se natus consultum ultimum votado en la asam blea de los patres. Entre seguir am p aran d o a sus antiguos aliados populares, o defender la estabilidad interna de Rom a, en beneficio de la oligarquía nobiliaria, M ario escogió esta segunda salida, encargándose de rep rim ir los d esó rd en es. El sector ecuestre le siguió en esta coyuntura y tam bién hizo frente conjunto con la aristocracia senatorial para defender la supervivencia de las instituciones. La propia plebe u rbana, m anipulado una vez m ás su descontento contra las m edidas que favorecían a la plebe rústica o a los itálicos, secundó la ac ción oficial y se encam inó al C apito lio, donde se h ab ían refugiado Satur nino y sus p artid ario s, encabezada por los m agistrados. La resistencia de los sediciosos fue inútil, pese a las ga rantías dadas p o r M ario, y term inó con la m uerte de los sitiados. Fue así como se cerró una agitada etapa transicional, que iba a d a r paso a otro pe ríodo decisivo para la supervivencia de la República.
3. La reacción senatorial Si alguien había quedado en difícil situación tras los azarosos aconteci mientos del año 100 era, sin duda, Mario. La actividad política de Satur nino le h abía colocado en una situa ción com prom etida ante los senado res y la propia plebe. Bien es verdad que gracias a su prestigio en el Seno del Estado los proyectos legales de su desaparecido aliado no fueron dero gados de inm ediato, aunque tam poco llevados a la práctica, pero en tan crí tica coyuntura el vencedor de los cim brios no había tom ado partido clara mente por la causa popular. Tampoco se había m ostrado decidido a la hora de reprim ir los disturbios que habían asolado Rom a, por lo que en el S ena do se desconfiaba de su persona. M a
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rio se daba cuenta de que su p o pula rid a d h a b ía registrado un n o tab le descenso, y so lam en te le q u ed a b a com o salida trata r de recuperar su prestigio, com o antaño, lejos de la Urbs. En ese m om ento el área más conflictiva para el Estado republica no era probablem ente Asia M enor, donde operaban con enormes ganan cias las com pañías com erciales y los publicanos de la clase ecuestre, entre los que M ario contaba con buenas alian zas. Tan d eso rb itad a ex p lo ta ción económ ica había provocado ya un trem endo m alestar entre la pobla ción, que veía a la adm inistración ro m ana bajo el prism a de la opresión y la injusticia. N o se ocultaba a los po líticos m ás sagaces del m om ento, y M ario se encontraba entre ellos, el gran peligro que significaba para la estabilidad de la zona las am biciones del vecino rey M itrídates del Ponto. A p artir de ah o ra quedaba claro que una de las m ás im portantes bazas de la política rom ana se iba a jugar en el Oriente. La ausencia de M ario facilitó a la oligarquía senatorial la tarea de liqui dación de los restos del partido p opu lar, que ahora se encontraba sin líde res destacados. U na cadena de juicios, en los que obviam ente los m iem bros del orden ecuestre tuvieron u n a acti va participación, se desató con los m ás fútiles pretextos contra quienes hab ían secundado a Saturnino, d a n do rienda suelta a las venganzas per sonales. El Senado se garantizó, ade más, los recursos legales necesarios para m an iatar en lo posible las in i ciativas de la asam blea popular. Pero una vez que el enem igo estuvo derro tado, y los privilegios de casta bien salvaguardados, nuevam ente salieron a la superficie la discordias internas entre las diferentes facciones de la no bilitas, incapaces, por sus am biciones y egoísmos, de encontrar la vía apro piada para co o rd in ar u n a enérgica gestión tendente a evitar la ruina del Estado rom ano.
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V. ¡La guerra de los aliados
1. La cuestión de los aliados El problem a de los aliados itálicos fue uno de los m ás graves que tuvo que resolver la clase política rom ana en estos difíciles años. Tras un p arén tesis en que quedó relegado a un se gundo plano, después de la defensa que de la causa itálica había hecho Escipión E m iliano, volvió a resurgir con fuerza en los años 90, poniendo nuevam ente su evidencia la ineptitud de los d irigentes sen ato riales para aju star el Estado republicano a las m odernas circu n stan cias históricas. En aquel tiem po h ab ía aum entado entre los pueblos aliados el deseo de incorporarse a la ventajosa ciu d ad a nía rom ana, aún a costa de perder su a u to n o m ía in tern a . Tal asp ira ció n adquiría ahora valor por sí m isma, apareciendo desvinculada de la co n sabida cuestión agraria. M uchos de tales itálicos, tras servir en el ejército rom ano, se h ab ían constituido en ve hículo ro m anizador para sus com u nidades nativas, entre las que los sen tim ientos n ac io n a listas h a b ía n d e caído, au n q u e p arad ó jicam en te re b rotarían con fuerza ahora com o es tandarte de unas reivindicaciones de satendidas por la aristocracia senato rial. Puesto que los aliados tenían ve dada cualquier iniciativa en política exterior, habían asimilado con gran in tensidad la cultura rom ana, y era en
la ciudad del Tiber donde estaba el centro de decisión del Estado en que se encontraban inm ersos, parecía evi dente que tal integración en la civitas Rom ana co n stitu ía el m ejor cauce p ara hacerse valer y d em o strar su peso en la vida de la República. Claro está, entre todas las com unidades itá licas la situación no era la m isma, e incluso dentro de ellas las diferencias sociales m arcaban distintas opciones ante la hipotética recepción del esta tuto superior. C onviene recordar ah o ra el im portante papel que desde h a cía algún tiem po estaban desem pe ñando los negotiatores itálicos en la explotación económ ica de las provin cias (donde curiosam ente se les con sideraba com o «R om anos»). Ellos, que podían invertir en tierras parte de sus ganancias m ercantiles, estaban por obvias razones especialm ente in teresados en las iniciativas del gobier no rom ano en política exterior. En este sentido, solam ente para las aristocracias de las ciudades italia nas, entre las que se reclutaban tales individuos, la integración en la ciu d adanía significaba una im portante oportunidad de tener capacidad deci soria, a través de asam bleas y m agis traturas, en aquellas directrices políti cas del Estado rom ano con especial incidencia en la econom ía. Al mismo tiem po podían beneficiarse de opor tunidades, com o el acceso a los arren dam ientos públicos, o a la participa-
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ción en los trib u n a le s, que p o r el m om ento sólo estaban al alcance del estam ento ecuestre (G abba). Para lle gar a los m ás altos escalafones de la política rom ana esos nobles itálicos podían hacer valer no sólo sus esti m ables fortunas, procedentes tanto de sus p ro p ie d a d e s in m o b ilia ria s com o de las inversiones en operacio nes m ercantiles, sino tam bién los vín culos de am istad o clientela estrecha dos desde tiempo atrás con importantes fam ilias rom anas. Por el contrario, las ventajas que p odían derivarse del acceso a la civitas Romana eran para las clases sociales italia n as m enos a fo rtu n a d a s de otro orden. P uesto que la m ayor op o rtu n idad de convi vencia entre rom anos e italianos se daba en el ejército, donde actuaban en cuerpos sep arad o s, parecía evi dente que un a extensión de la ciuda danía rom ana a los segundos les p ro porcionaría una situación de igualdad y, por añ ad id u ra, la posibilidad de beneficiarse de los repartos agrarios entre veteranos. La ciu d adanía supo nía, asim ism o, qu ed ar exento de cier tos tributos y, si se em igraba a Rom a, una m ejor situación laboral y el acce so a las liberalidades estatales. Ya vimos, sin em bargo, cóm o se h a bía propagado entre la plebe rom ana, tanto-rústica com o urb ana, la convic ción de que h acer partícipes a los aliados de las ventajas de la ciu d ad a nía solam ente podía significar la pér did a de u n a situ ació n privilegiada que debía defenderse. Tam poco en los medios ecuestres podía verse con buenos ojos la com petencia que en el plano de los negocios o subastas p ú blicas podían p resen tar los negotiato res italianos, aunque frecuentem ente se h abía cooperado con ellos en m u chas em presas. Y desde el punto de vista de la oligarquía dirigente el peso político de las asam bleas, con el in crem ento de sus m ienibros, podía au m entar de form a peligrosa para sus intereses. M ientras el problem a que dó reducido a su m ínim a expresión
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Templó de la Fortuna Virilis en el Foro Boario (siglo I a.C.)
Los Gracos y e! com ienzo de las Guerras Civiles
no suscitó tensiones en la esfera polí tica. Así, por ejem plo, las concesiones de la ciudadanía perm itidas a M ario fueron respetadas, lo que en cierto m odo proporcionó al ilustre m ilitar fieles clientelas en m uchas partes de Italia. Es más, la benigna actuación de ciertos censores facilitó la inclu sión en las listas de ciudadanos de
m uchos itálicos que se habían trasla dado a Rom a, hasta tal punto que en el año 95 a. C. tuvo que prom ulgarse una ley (Lex Licinia Mucia), p o r la que quedaban excluidos de la civitas Ro mana quienes la hubieran obtenido fraudulentam ente, nom brándose un tribunal especial para considerar las concesiones dudosas.
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2. Las actividades de los «equites» Otro foco im portante de problem as p ara el E stado republicano radicaba, com o hem os visto, en Asia, donde los publicanos, am parados en la ley de Cayo G raco que les reconocía el co bro de los im puestos, h abían entrado a saco para acu m u lar grandes fortu nas, ex to rsio n an d o a la población. Esta actitud no era prudente, puesto que la provincia lim itaba con una se rie de reinos algunos de los cuales, com o el del Ponto, podían aprove charse de cualquier inestabilidad in terna, p oniendo en peligro la frontera oriental del imperio. Roma se había visto obligada a m antener con los di nastas vecinos un prudente tanteo di plom ático, enviando em bajadas ante M itrídates del Ponto y N icom edes de Bitinia, los m ás activos, para frenar sus am biciones territoriales a costa de otros estados vecinos. Especialm ente im portante fue la delegación encabe zada p o r el senador Escauro quien, a su regreso a la Urbs, presentó un in forme detallado sobre las negativas consecuencias que para la m archa de la provincia estaba teniendo la nefas ta adm inistración rom ana. Para re solver la situación se optó por enviar u n g o b ern ad o r de rango co n su lar, cargo que recayó en Q. M ucio Escévola, hom bre honesto vinculado, al igual que Escauro, al clan de los Metelos. Escévola fue acom pañado por otro consular experto en tem as de ju risprudencia, P. Rutilio Rufo, a quien d ejó la d ire c c ió n de la p ro v in c ia cuando le tocó retornar. La actividad reorganizativa de Escévola, especialm ente en el terreno judicial, fue positiva, pero chocó frontalm entc contra los intereses de los p u b lican o s y negotiatores ecuestres, que h ab ían hecho de la provincia un coto exclusivo de explotación. C u a n do su legado R utilio regresó a Rom a, los caballeros se m ovilizaron contra él y, tras llevarle ante los tribunales
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con falsas acusaciones, consiguieron su destierro (92 a. C ). Este hecho ori ginó una fuerte tensión entre el esta m ento senatorial y el sector ecuestre, enfrentados otra vez por el tem a del control de los jurados, lo que signifi có la ruptura de intereses que había inclinado a am bos grupos a una ac ción conjunta contra Saturnino en el año 100. La respuesta senatorial no se hizo esperar, y partió esta vez del p o deroso clan de los Metelos el cual, re curriendo al consabido procedim ien to de u tiliz a r a un trib u n o adicto, encontró en un noble joven y am b i cioso, M. Livio Druso, hijo del tribu no del m ism o nom bre que se había enfrentado a Cayo Craco, el m edio para intentar recuperar el control de los tribunales.
3. Livio Druso Livio D ruso inició su gestión tribuni cia en el año 91 sin m ostrar abierta m ente cuáles eran sus exactas inten ciones. Es más, se hizo portavoz de algunas dem andas populares que tra dicionalm ente habían sido rechaza das por la oligarquía senatorial. Por ejem plo, una ley frum entaria propi ciada por él preveía distribuciones de trigo a la plebe a muy bajos precios. C on otra ley agraria buscó seducir a la plebe rústica, prom etiendo nuevos repartos de tierras y fundaciones co loniales. El siguiente paso, una vez am ordazada cualquier iniciativa p o pular, fue u n a lex iudiciaria que con tem plaba la posibilidad de que el Se nado, increm entado con la entrada en sus filas de trescientos equites, fue se la institución encargada de elabo rar las listas de jueces. Los caballeros no aceptaron el proyecto, e incluso contaron con la inesperada alianza de algunos m iem bros de la aristocra cia senatorial, com o Q. Servilio Cepión, quienes, por enem istad con los M etelos o descontento con la citada ley, se aprestaron a colaborar con el estam ento ecuestre para derrocar los
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Livio Druso Tras éstos, fue tribuno de la plebe Livio Druso, hombre de muy ilustre cuna, que, a solicitud de los aliados itálicos, les prome tió proponer, de nuevo, la ley referente a la ciudadanía; deseaban ésta sobre todo, porque creían que con este solo requisito se convertirían de inmediato en gobernan tes en vez de súbditos. Y Druso, tratando de congraciarse al pueblo con vistas a esta ley, condujo muchas colonias a Italia y Si cilia las cuales habían sido votadas mucho tiempo atrás, pero todavía no habían sido enviadas. Al senado y a los caballeros, que veían agudizadas entonces sus dife rencias por la cuestión de los tribunales de justicia, intentó reconciliarlos por medio de una ley común, y como no podía transferir nuevamente al senado los tribunales de justicia, urdió para unos y otros el siguiente plan. Puesto que el número de senadores era por entonces de apenas trescientos, a causa de las sediciones, propuso que se añadiese un número igual a éste, elegido entre los caballeros en razón de mérito, y que en el futuro se eligieran de entre todos ellos los tribunales de justicia; y añadió como cláusula de la ley que los jueces es tuvieran sometidos a rendición de cuentas por causa de venalidad, pues procesos de este tipo eran desconocidos, debido a que
planes de Druso. La m ism a actitud fue adoptada por otros círculos nobi liarios, lo que radicalizó aún m ás la postura del tribuno, quien no dudó en u s a rla violencia contra algunos de sus op o n en tes, y en suscitar fin a l mente, com o últim o recurso, la vieja cuestión de los aliados. Tal actitud su ponía forzar la situación hasta el ex trem o, m áxim e cuando la facción de los M etelos, que había estado respal d an d o a D ruso, había dado ya so bradas m uestras tiem po atrás de su oposición a la integración en la civi tas Romana de las posibilidades itá licas. Es evidente que Livio D ruso estaba muy al corriente de cuáles eran las asp ira cio n es y ex pectativas de los aliados cara a la ciu d adanía rom ana, pues tenía vínculos de hospitalidad, com o ocurría en otras fam ilias ro m anas, con uno de los líderes itálicos,
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la corrupción se había convertido en mo neda corriente. Estos eran sus proyectos para ambos estamentos, pero resultaron contrarios a sus esperanzas. Pues el senado se tomó muy a mal que se le sumaran de golpe un número tan elevado de personas mediante elección y que fueran transferidas del or den ecuestre a la máxima dignidad; y es que pensaban que era previsible que, lle gando a ser senadores, se opusieran co mo bloque a los senadores antiguos con más poder aún. Los caballeros, a su vez, sospechaban que, en virtud de esta aten ción, los tribunales de justicia en el futuro pasarían de su estamento al del senado exclusivamente, y, después de haber dis frutado de grandes ganancias y del poder, no soportaban, sin pesar, la sospecha. Un gran número de caballeros mantenían du das y recelos mutuos sobre quiénes pare cían ser más dignos para ser enrolados en los trescientos, y a los demás les invadía la envidia hacia los mejores. Pero, sobre to das las cosas, estaban irritados porque se hubiera resucitado la acusación por vena lidad, que consideraban que había sido suprimida de raíz hasta entonces gracias al esfuerzo de ellos. Apiano, B.C., I, 35; trad. A. Sancho.
el m arso Popedio Silón. D ado que su proyecto de ley agraria suponía recla m ar a los aliados los territorios del ager publicus que ocupaban, para el tribuno quedaba claro que debía ga rantizarse su apoyo con una com pen sación, la concesión de la ansiada ciudadanía. Livio pretendía así capi talizar el apoyo de los itálicos no en favor de la facción popular, como ha bía ocurrido anteriorm ente, sino en beneficio del estam ento senatorial, pero un im portante sector de la oli garquía dirigente se opuso a sus in tenciones, no siendo ajeno M ario a tales m anejos. Los proyectos legales de D ruso fueron anulados por el Se nado, sin que su p ro m o to r hiciera nada por defenderlos. Algunos días después fue m isteriosam ente asesina do. C on él desaparecía la últim a es peranza de los aliados para hacer va ler sus dem andas.
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4 . La sublevación de Italia P ronto entre los itálicos se expandie ron la sem illa de la guerra y las an sias de independencia (fines del 91). Para ellos estaba claro que el objetivo de D ruso (ro m an izar Italia) debía ser superado p or otro, la creación de una Italia de los italianos. Algunas inicia tivas violentas fueron conjuradas por las gestiones diplom áticas de Rom a, pero en u n a de tales em bajadas el pretor Q. Servilio provocó a los h a b i tantes de Asculum , quienes respon dieron asesinándole y m atando a to dos los rom anos que estaban en la ciudad. El Senado responsabilizó en bloque de tal m asacre a las com uni dades aliadas. Estas enviaron una de legación para tratar nuevam ente de sus frustradas pretensiones, pero so lam ente encontraron exigencias difí ciles de cum plir. Por añ ad id u ra, la oligarquía nobiliaria, m ostrando su tradicional desprecio hacia las posi bilidades organizativas y m ilitares de los aliados, en vez de aprestar el E sta do para la inm inente guerra, se dedi có a p erseguir a los seguidores de D ruso con la acusación de traición, apro b an d o una Lex Varia que castiga ba toda connivencia con los rebeldes, pero que, dada la actitud reticente de los ju eces ecuestres, se m ostró in efectiva. La revuelta de los aliados no afectó a la totalidad de las com unidades itá licas. Oseos, um bros y latinos perm a necieron fieles a R om a, que contó igualm ente con la ayuda de las colo nias instaladas en el sur de la p en ín sula. El m ovim iento rebelde se inició entre las poblaciones de origen sabelio asentadas en las áreas m o n tañ o sas del1centro y sur de Italia, desta cando especialm ente dos núcleos, los m arsos y los sam nitas, la facción ex trem ista itálica p artidaria ú n icam en te de la independencia. Tam poco la respuesta fue un án im e entre todos los sectores sociales, pues hubo núcleos adictos a R om a en algunas ciudades,
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especialm ente los m ejor situados. Al gunas fuentes parecen ap u n tar una incipiente estructura federal entre los aliados, que eligieron com o capital la ciudad pelignia de C orfinium (llam a da por ellos Italia), y se dotaron de instituciones según el modelo estatal rom ano: dos cónsules, doce pretores y un senado de 500 miembros. F ue ron acuñadas m onedas con la leyen da Italia y el toro sam nita em bistien do a la loba romana. El senado decidía sobre las cuestiones bélicas, las apor taciones m ilitares de las doce com u nidades aliadas estaban encabezadas por un pretor, y finalm ente hubo dos cónsules que tuvieron el m ando su prem o en cada uno de los teatros de operaciones, al norte el citado Q. Popedio Silón, en el frente sam nita C. Papio M utilo. La fuerza m ilitar itáli ca era im portante y estaba bien entre nada, pues no en balde m uchos de sus com ponentes h ab ían servido en las filas rom anas, y estaban fam iliari zados con sus arm as y elem entos tác ticos. Es más, la convivencia castren se du ran te el largo servicio m ilitar h ab ía estrechado fuertes relaciones de am istad e identidad cultural entre quienes se veían ahora envueltos en u n a auténtica guerra fratricida. La m oral com bativa de los itálicos fue m uy alta. N o obstante, la superiori dad del Estado republicano era evi dente en varios aspectos: mejores m e dios económ icos, m ayor experiencia bélica, más unidad de m ando, cola boración de los latinos, apoyo de las colonias, respaldo de las provincias, dom inio naval, etc. Los rebeldes, que p u d ie ro n m o v iliza r unos cien mil hom bres, quedaron reducidos a las regiones m ás atrasadas del interior peninsular. Frente a ellos Roma apres tó catorce legiones, con tropas auxilia res reclutadas en Hispania, las Galias y Africa. La guerra, que tuvo su fase álgida en el año 90, se desarrolló principal m ente en dos frentes, el septentrional (M arsos, Picenos, Vestinos, Pelignos y
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M arrucinos) y el m eridional (Sam ni tas, H irpinos y Frentanos). D urante el invierno del 91-90 el Estado rom a no, cu an d o aú n no se h ab ía n em prendido operaciones de envergadu ra, pudo disponer sus efectivos y or g anizar dos ejércitos consulares. El dirigido por P. Rutilio Lupo tuvo como oponente al de Popedio Silón en el frente m arso, m ientras que las tropas al m ando de L. Julio C ésar se lan za ban contra los contingentes sam nitas en el sur. Entre los legados que acom- i
paniano, m anteniendo su conexión con Roma. Los éxitos iniciales correspondie ron, no obstante, a los aliados, que co nsiguieron lev an ta r el asedio de Asculum , aunque no pudieron suble var a las regiones de Etruria y U m bría. En una acción decidida el ejér cito marso, dirigido por Vettio Escatón, consiguió contactar con las milicias sam nitas, venciendo al cónsul L. Ju lio César, que tuvo que refugiarse en Teanum . Poco después los rebeldes
Moneda acuñada por los aliados durante la guerra (c. 91-88 a. C.), Biblioteca Nacional de París, Gabinete de Medallas
p añ a b an a Rutilio figuraban M ario y C n. P o m peyo E s tra b ó n , p a d re de Pom peyo el M agno. E strabón, que contaba con fuertes clientelas cn la región del Piceno, fue encargado de las o p e ra c io n e s c o n tra A scu lu m , m ientras que los restantes efectivos de R utilio tratab an de im pedir la p ro pagación del foco rebelde m arso h a cia el país oscoum bro. Por su parte, L. Ju lio C ésar, ju n to al cual actu ab a com o legado L. C ornelio Sila, tuvo com o principal m isión salvaguardar la integridad del rico territorio cam-
obtuvieron otra im portante victoria ante el cónsul R utilio cerca de C ar seoli. El geneal rom ano pereció en el com bate. Al frente del ejército del norte quedaron entonces los legados C epión y M ario. Pronto sería M ario el único jefe, al m orir C epión en otra desgraciada batalla. El triunfador de los cim brios optó desde entonces por una táctica más prudente, buscando m antener sus posiciones, sin arries garse a un enfrentam iento decisivo. Paralelam ente Pompeyo volvió a em prender el sitio de Asculum , episodio
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en el que se lucirían las tropas h isp a nas bajo su m ando. En el sur, sin em bargo, los resultados fueron desfavo rables para la causa rom ana, pues no solam ente se rebelaron las regiones de L ucania y A pulia, sino que las m i licias sam nitas de Papio M utilo con siguieron apoderarse de varias locali d a d e s de C a m p a n ia . E tru s c o s y um bros no tardaron m ucho en ad h e rirse a la revuelta itálica.
5. Oferta romana: las leyes de ciudadanía Los resultados negativos de la guerra acentuaron en los m edios políticos de R om a la convicción de que solam en te cabía un a salida airosa, negociar u na solución pacífica que acogiera las d em an d as de las com u n id ad es italianas. El propio cónsul L. Julio C ésar fue el prom otor de una Lex Iulia que ofrecía la ciu dadanía rom ana a todos los latinos y poblaciones itáli cas que hubiesen perm anecido fieles a la República, estableciendo un cier to núm ero de tribus donde debían vo tar los nuevos ciudadanos. U na cláu sula autorizaba a los magistrados cum imperio a conferir, con el concurso de su consilium, la civitas Romana entre sus tropas extranjeras. U na ap lica ción práctica de ello lo tenem os en el denom inado Bronce de Asculum, que contiene el acta de otorgamiento de la ciu d ad an ía efectuado por Pompeyo E strabón en favor de los integrantes de la Turma Salluitana, un escuadrón auxiliar de caballería com puesto por jinetes reclutados en el valle del Ebro. A la Lex Julia siguieron las leyes Cal purnia (90 a. C ), que facultó a los co m andantes m ilitares para d a r la ciu d ad an ía a los aliados considerados merecedores de ella, y Plautia Papiria (89 a. C.). Esta últim a acordó la ciu d ad an ía rom ana a todos los socii que en el día de la rogatio de la lex estuvie ran dom iciliados en Italia y lo solici taran al pretor urbano en un plazo de sesenta días. Por su parte, el cónsul
Pompeyo E strabón im pulsó una Lex Pompeia (89 a. C.), que reconocía el Ius Latii a los habitantes de las co m arcas situadas entre los Alpes y el río Po, la denom inada G alia C isalpi na. C on estas conciliadoras ofertas se pretendía, obviam ente, estim ular las deserciones entre las com unidades itálicas que todavía no h ab ían d e puesto las arm as, evitando que la re belión se dilatase. Insistían, sin em bargo, en una idea, rom anizar Italia, no en italianizar el Estado republica no. Las consecuencias de estas m edi das fueron decisivas para el final de las hostilidades. G ra n parte de las pobla cio n es a lia d a s h a b ía n en tra d o en guerra para conseguir lo que ahora p a c ífic a m e n te se les ofrecía. P ara quienes perm anecían aún en rebel día, desconfiando de que la Lex Iulia fuera realm ente aplicada, la situación se tornaba difícil, pues al am pliarse el cupo de ciudadanos con las nuevas incorporaciones el ejército legionario rom ano quedaba reforzado. La últim a fase del conflicto estuvo m arcada por una resistencia desespe rada de los m ás indóm itos núcleos re beldes. E n el invierno del 90-89 un in tento m arso para apoyar la revuelta en E tru ria y U m b ría fracasó ante Pom peyo Estrabón, que fue elegido cónsul para el 89 ju n to a Porcio C a tón. M ientras que L. Sila se encarga ba en el sur de las operaciones contra los sam nitas, para cerrarles el acceso a las com arcas etrusca y um bra, los cónsules atac aro n el frente m arso. C atón m urió en un com bate. Pom pe yo, ahora único jefe, estrechó m ás el asedio de Asculum , que no tardó en caer. Al desm oronarse a renglón se guido la resistencia m arsa, la capital aliada se trasladó de C orfinium a Bo vianum , en el país sam nita. Los éxi tos acom pañaron tam bién las accio nes de Sila en la C am pania, donde tuvo que recuperar el control sobre P om peya, p a ra in tern arse seguida m ente en el Sam nium , donde derrotó a Papio M utilo y se apoderó de Bo-
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vianum . Los itálicos se reorganizaron en un postrero esfuerzo en torno a A esernia y N ola, eligiendo como jefe suprem o al m arso Popedio Silón, que contaba ya únicam ente con los efecti vos sam nitas y lucanos. P ronto los ú l timos focos de resistencia, com o L u cania, m antenidos gracias a los sub sidios del rey M itrídates, quedaron definitivam ente doblegados. Las consecuencias de la «G uerra de los A liados» fueron m últiples para la posterior configuración del Estado rom ano. Por lo pronto, la m ayor p a r te de los habitantes de Italia queda ron igualados jurídicam ente y dota dos de idénticos derechos políticos. Se superaba la ancestral lim itación del Estado republicano a la ciudadestad o de R o m a, su stitu id a desde ahora p or un a nueva entidad, Italia. Las com unidades del solar itálico p a saron a estructurarse adm inistrativa m ente siguiendo cánones rom anos, su rg ien d o p o r d o q u ie r nu m ero so s municipia civium Romanorum. No se encontraron, sin em bargo, vías para que los habitantes de las ciudades in corporadas al Estado participaran en las tareas p o líticas a través de las asam bleas, que q u edaron fundam en talm ente controladas por la plebe u r b ana. Parece evidente la constante preocupación del gobierno oligárqui co rom ano por el peso decisorio que los noui dues pu d ieran tener en los co mitia tributa. La falta de op o rtu n id a des reales p ara in te rv e n ir d ire c ta mente en los asuntos de gobierno selló decisivam ente la m entalidad de una p o b lació n en la que el ciu d ad a n o co m p ro m e tid o fue s u s titu id o g ra dualm ente p o r el súbdito pasivo. Esa incapacidad quedó m anifiesta desde el m om ento en que la nueva m asa de ciudadanos surgida de la aplicación de las leyes Iulia y Plautia Papiria, que num éricam ente podría haber tenido efectos decisivos en la m archa de las asam bleas, quedó a efectos com iciales integrada en u n a cifra muy redu cida de tribus.
Lex Iulia de Civitate Mientras tenían lugar estos sucesos en la vertiente adriática de Italia, los pueblos que habitaban al otro lado de Roma, etrus cos y umbros y otros pueblos vecinos su yos, al conocer estos hechos, se sintieron animados a hacer defección. Por consi guiente, el senado, temiendo que la guerra los rodeara por todas partes y fuera incon trolable, establecieron guarniciones en la zona costera entre Cumas y la ciudad a cargo de hombres libertos, que entonces por primera vez habían sido enrolados en el servicio militar a causa de la escasez de soldados. El senado decretó, además, que aquellos aliados itálicos que aún permane cían en la alianza obtuvieran el derecho de ciudadanía, lo cual era precisamente la cosa que más deseaban casi todos. Así pues, envió este decreto a los etruscos, quienes aceptaron encantados la ciudada nía. Con esta gracia, el senado hizo a los fieles, más fieles, confirmó a los que esta ban dudosos, y dulcificó a los enemigos con una cierta esperanza de medidas simi lares. Sin embargo, los romanos no inscri bieron a estos nuevos ciudadanos en las treinta y cinco tribus que existían entonces, a fin de que no vencieran en las votaciones al ser superiores en número a los ciudada nos antiguos, sino que los dividieron en diez partes y designaron otras tantas tribus en las que ellos votaban en último lugar. Y en muchas ocasiones su voto resultó inútil, puesto que las treinta y cinco eran llama das antes a votar y sumaban más de la mi tad. Y precisamente este hecho, ya sea porque entonces pasó desapercibido o, no obstante, porque los aliados estuvieran conformes con él, al ser reconsiderado después fue origen de otro conflicto. Apiano, B.C., I, 49; trad. A. Sancho.
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VI. El enfrentamiento entre Mario y Sila
1. El tribunado de Sulpicio Rufo La guerra contra los aliados, aunque significó la liquidación del conten cioso que en los últim os decenios h a bía enrarecido las relaciones entre los itálicos y Rom a, dejó negativas secue las en varios aspectos. En el terreno económ ico, por ejem plo, los gastos m ilitares, la destrucción de m uchas ciudades, la ruina de las cosechas, la dism inución de la capacidad tributa ria de los c iu d a d a n o s, su p u siero n para el Estado republicano una fuerte quiebra, pronto agudizada por la gue rra m itridática. E n el plano de la po lí tica exterior tam bién se harían sentir los efectos del conflicto, que obligó al gobierno rom ano a desatender algu nos territorios provinciales teórica m ente conflictivos. Esto se vio muy claro con relación al Asia M enor, donde el rey M itrídates VI del Ponto aprovechó la favorable coyuntura para d ar rienda suelta a sus apetencias expansionistas. La inm inente cam paña de castigo ofrecía beneficiosas opor tunidades al general que se encargara de ella, lo que m otivó fuertes tensio nes en las elecciones consulares para el 88, en las que resultaron elegidos Q. Pompeyo Rufo y Sila. En el violen to clim a en qu e se d e s a rro lla ro n aquellos com icios se destacó un tri
buno procedente de las filas aristo cráticas, P. S ulpicio Rufo, antiguo partidario de Livio Druso, quien, vin culado inicialm ente a la facción de los Metelos, pronto evolucionaría a posiciones m ás radicales, dentro de la tendencia reform ista inaugurada por los Gracos. Sulpicio puso sobre el tapete una cuestión que había quedado sólo p a r cialm ente resuelta, la integración efec tiva de los aliados en el cuerpo cívico romano. Dicha integración había sido m ás teórica que real, al m enos en el plano político, por cuanto la inciden cia de los nuevos ciudadanos en la gestión del E stado h ab ía q uedado desvalorizada al ser excluidos, a efec tos comiciales, de las treinta y cinco tribus tradicionales, concentrándose su voto en un núm ero limitado. En la defensa de su program a Sulpicio no dudó en recurrir al apoyo de los m e dios políticos populares. En ese m is mo proceso resulta casi lógico que contactara con alquien, com o M ario, que, re sp ald ad o p o r u n influyente sector de equites y núcleos m ercanti les su d itálic o s, cuyos in tereses en Asia estaban com prom etidos por el belicism o de M itrídates, estaba m a n io b ran d o activam ente para conse guir el m ando de la cam paña orien tal. Los c a b a lle ro s fa v o reciero n a
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• Panticapeum Chersonesus
COLCHIS
Sinope
Apollonia THRACIA
Amasea • Comana
Heraclea ·
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Thessalonica THESSALIA
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CILICIA PAMPHILIA
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Carrhae REINO PARTO
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Termessus
• Gythion
RHODUS ARABES ESCENITAS
CYPRUS
CRETA
Sidon· .Damascus Tyrus · Samaria· WDAEA •Jerusalem Cyrene
DESIERTO DE SIRIA
ARABES NABATEOS • Petra
Alexandria · CYRENAICA AEGYPTUS
El Oriente mediterráneo en el siglo I a.C
58 Sulpicio, no sólo porque estaban dis gustados con la oligarquía senatorial que había dado el m ando de la gue rra asiática a alguien, com o Sila, que se hab ía opuesto a los abusos allí co m etidos p o r los publicani. Tam bién d eseaban hacer frente com ún con las aristo cracias m u n icip ales italia n as p ara co n trarrestar el peso de la nobili tas en el gobierno de la República. Sulpicio, que defendía la inclusión sin restricciones de los nuevos ciuda danos italianos, así com o de los liber tini, dentro de las citadas 35 tribus, pasó tam bién a prom over la ca n d id a tura de M ario para dirigir la guerra contra M itrídates..E sta provocadora in iciativ a le valió g ra n d es críticas desde el sector conservador. Es facti ble que el tribuno defendiese el repar to equitativo de los nuevos ciu d ad a nos en las tribus com o m edio para au m en tar la incidencia com icial de M ario cu a n d o se votara el m ando asiático. De hecho, si quería llevar adelante sus postulados reform istas, Sulpicio sólo tenía una opción, bus car la cobertura política de un h o m bre, com o M ario, que seguía gozando de gran aquiescencia ante el pueblo. R azones sim ilares explican el acerca miento del tribuno al estam ento ecues tre, cuyos intereses prestam istas se cundó al defender un proyecto de ley que preveía duras sanciones contra los senadores endeudados en aquella crítica coyuntura. La presentación de estos proyectos d esencadenó grandes disturbios en Rom a, dado que los apoyos que p u diera tener Sulpicio estaban co n tra rrestados p o r el peso de las clientelas que la nobilitas tenía entre la plebe u r bana. A unque los cónsules decreta ron un iustitium, que suponía la p a ra liz a c ió n de to d a s las a c tiv id a d e s públicas, la asam blea fue convocada. C uando los cónsules intentaron a n u larla estalló u na violenta revuelta, que obligó al propio Sila a escapar de R om a y h u ir a Ñola, donde estaban preparadas las tropas que debía co n
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ducir contra M itrídates. Ya sin obstá culos fue ap ro b ad a una de las leyes presentadas por Sulpicio, la que co n cedía a M ario la dirección de la gue rra m itridática. In m ed iatam en te el vencedor de Yugurta envió a Ñ ola al gunos oficiales para ponerse al frente del ejército allí acantonado.
2. La audaz respuesta de Sila Tal decisión tendría im portantes con secuencias. Asistim os ahora a uno de esos m om entos claves en la vida de la R epública, com o lo fue ulteriorm ente el paso del R ubicón por César, en que un político audaz y sin escrúpulos adopta una línea de actuación perso nal y decidida, que com prom ete el fu turo de las instituciones. Tal fue lo que ocurrió al conocer Sila la resolu ción de la asam blea de Roma, que le despojaba del m ando en la cam paña de Asia. Sin perder tiem po tanteó a las tropas concentradas en Ñola, h a ciéndolas ver que, si M ario le reem plazaba, ellas tam bién serían sustitui das a la hora de percibir los bene ficios que prom etía la guerra m itridá tica, puesto que lo lógico era que su sustituto condujera a sus propios sol dados, vinculados fielm ente a su ge neral. Su proclam a tuvo el efecto de seado, y el peligro de un p ro n u n cia m iento m ilitar se hizo entonces evi dente, inaugurando una cadena que acabaría d an d o el golpe de gracia a la cada vez m ás agonizante República. A partir de ese m om ento los frenos constitucionales q uedaban en entre dicho, el respeto al juego institucio nal venía a ser un recuerdo del p asa do, y la voluntad del político m ás fuerte, y m ejor resp ald ad o m ilitar mente, se convertía en el factor deci sorio en la vida del Estado. Las inter venciones del ejército en la evolución política de R om a serían desde ese m om ento algo norm al. Al optar p o r m archar con sus tro pas sobre la Urbs Sila actuaba con la convicción de que estaba salvaguar-
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Supuesto retrato de Sila (80-75 a. C.), Museo Arqueológico de Venecia
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I
Anfiteatro de Pompeya, vista exterior (hacia el 70 a.C.)
dando la estabilidad de la República, am enazada por la dem agogia p opu lar, al hacer frente a su obligación com o cónsul de velar por el orden es tablecido, recurriendo incluso a las arm as. Para que dicha acción fuese legal era preciso que el Senado hubie ra decretado un senatus consultum ul timum que nunca adoptó. Los patres, al
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margen de que Sila beneficiara con su postura a la oligarquía dirigente, vis lum braron las negativas consecuencias que podían derivarse de tal proceder, y enviaron una delegación para intentar cer a Sila de que renunciara a sus intenciones. No pudieron conseguirlo. L as leg io n es, sin n in g u n a o p o s i ción, ocuparon inmediatamente la ciudad
Puesto que la grave situación en Asia exigía que el cónsul acudiera rá pidam ente allí con sus tropas, Sila necesitaba urgentem ente controlar la situación con m edidas que observa ran la legalidad vigente. Sin tener que presionar m ucho, puesto que a fin de cuentas su actitud había consolidado la posición de la nobilitas, am enazada por la coalición entre Sulpicio y M a rio, Sila obtuvo del Senado la publi cación de varios decretos que le deja b a n las e sp a ld a s b ie n g u ard ad as. Tanto M ario com o Sulpicio, así como un grupo de sus m ás destacados p ar tidarios, fueron declarados enemigos públicos, al m ism o tiem po que se abolían los proyectos legales im pul sados por Sulpicio. Este fue ejecuta do, m ientras que M ario conseguía h u ir a A frica. Las Leges Corneliae Pompeiae, som etidas a los comicios centuriados, traslad aro n a aquéllos las com petencias legislativas que has ta entonces hab ían tenido los concilia plebis tributa. Adem ás, cualquier pro yecto legal presentado a la asam blea tenía que contar con la previa an uen cia senatorial, con lo que quedaba m uy recortada la capacidad de ac ción que hasta entonces en ese terre no h ab ían tenido los tribunos de la plebe. Lo que no consiguió Sila fue dejar en la Urbs para el 87 dos cónsu les adictos a su causa. Uno de los ele gidos, L. C ornelio C inna, era un claro adversario suyo, pero para dejarlo m aniatado el futuro dictador le hizo ju ra r respeto al o rd en am ien to que había establecido, dejando el control m ilitar de Italia a su colega Pompeyo Rufo con las legiones que Pompeyo E strabón había conservado en la re gión del Piceno.
3. El paréntesis de Cinna Todavía Sila no había abandonado Italia con destino a Oriente, cuando se desencadenó una serie de aconteci mientos que, en últim a instancia, iban a d ar al traste con una situación que,
62 a fin de cuentas, sólo había sido p re cariam ente asentada por la fuerza de las armas. Pom peyo Rufo m urió en un m otín que estalló entre las tropas acantonadas en el Piceno, m ientras que C inna se desentendía de los ju ra m entos que h abía prestado. Es más, resucitó el proyecto de Sulpicio para repartir los nuevos ciudadanos en el conjunto de las tribus, tras com pro bar que la gestión del tribuno había dejado una im portante huella en los medios populares, como lo había de m ostrado el fracaso de los candidatos silanos para las elecciones consulares del 87. Otra de sus iniciativas fue la am nistía para los exiliados. Am bas propuestas provocaron una inm ediata y tajante reacción de la oli garquía senatorial, a la que pertene cía Cn. Octavio, el otro cónsul, quien expulsó a C inna de Rom a y le despo seyó de su m agistratura. C inna, huido a Ñola, reaccionó de forma sim ilar a com o antes lo h abía hecho Sila, y o r ganizó en torno a su persona una se rie de contingentes m ilitares, engro sados pronto con las tropas que le enviaron aquellas com unidades itáli cas, cuya total integración en la m a quinaria política del Estado había a r dorosam ente defendido. Tam bién se le añ adieron los exiliados por Sila, entre ellos M ario, que regresó a E tru ria, donde reclutó tropas. Los ejérci tos de C in n a desde el sur (con la alianza sam nita) y de M ario desde el norte se dirigieron contra R om a (se repetía, paso a paso, el peligroso pre cedente m arcado por Sila), m ientras que el Senado se disponía a defender la ciudad con los efectivos que había conducido E strabón desde el Piceno. Este últim o general, tras haber inten tado negociar con los sitiadores, m u rió a consecuencia de una epidem ia. Pronto se hizo inútil la resistencia. A fi nes del 87 C inna y Mario, cuyo decreto de exilio había sido anulado por la asam blea, entraron triunfalm ente en Roma. D u ran te tres años (86-84), C inna
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llevaría las riendas de la República com o cónsul, con una gestión perso nalista y autoritaria, que una tradi ción historiográfica claram ente prosen ato rial no dudó en calificar de tiránica. Para em pezar, la actitud de M ario y C inna tras ocupar la Urbs fue d ec id id a m e n te vengativa co n tra la nobilitas senatorial, algunos de cuyos m iem bros m ás destacados (como P. Licinio Craso, L. Julio César, o el p ro pio cónsul Octavio) fueron elim ina dos en la ola de venganza entonces d esa la d a. O b v iam en te la reacció n contra Sila fue m ás radical. D eclara do enem igo público, su casa fue in cendiada y sus bienes confiscados. M ario y C inna fueron elegidos cón sules para el 86, pero el prim ero lo fue p o r poco tiem po, dado que m urió m uy pronto. A C inna le quedaba la tarea de consolidar sin el concurso del prestigioso general un m odele de Estado que aunara intereses a priori m uy contrapuestos. Tenía que cum plir con los nuevos ciudadanos itáli cos, que eficazm ente habían apoyado su asalto al poder, y con aquellos gru pos ecuestres que hab ían secundado a M ario. Y, sobre todo, tenía que ga rantizarse la colaboración del sector m o d era d o del S enado, que seguía conservando una fuerte incidencia en los resortes del Estado. C inna sabía que el clan senatorial m antenía una gran capacidad de m aniobra sobre la plebe urbana gracias a las clientelas, y esa plebe tenía sin duda más potes tad decisoria en la m aquinaria políti ca a través de las asam bleas que los dispersos nuevos ciudadanos, inscri tos en los registros censuales con gran lentitud. Y C inna sabía tam bién que la situación era perentoria, porque Rom a vivía la atm ósfera inquietante de un inm inente retorno de Sila vic torioso desde Oriente. Com o se ha destacad o ad ecu ad am en te, la obra política de C inna estuvo encam inada esencialm ente a conseguir un acuer do entre las m ás opuestas facciones. En la búsqueda de este objetivo cesa
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ron los atentados contra la aristocra cia, y se ap arcaro n proyectos, com o la equiparación política de los itálicos, nunca bien vistos p o r el estam ento nobiliario. O tras m edidas en el terre no eco n ó m ico (sa n e a m ie n to de la m oneda, condonación de deudas) se adoptaron en favor de sectores, como el ecuestre, m uy afectado por la situa ción de O riente, o el senatorial, fre cuentem ente endeudado con los ca balleros en aquella crítica coyuntura. Tam bién du ran te este período se rea lizó una revisión del censo, repartién dose los nuevos ciudadanos entre las antiguas tribus.
4. La guerra contra Mitrídates M itrídates VI del Ponto había here dado una tradición de política expansionista en A natolia y el M ar Negro, que sólo h ab ía q u ed ad o tem p o ra l m ente frenada al crearse la provincia rom ana de Asia. En el área del Ponto Euxino intervino para defender a los reinos del Q uersoneso y del Bosforo Cim erio de la am enaza de sárm atas y escitas. Tras u n a victoriosa expedi ción, se incorporó am plios territorios al norte del M ar Negro, que enlazó luego con su reino al conquistar la costa oriental. Esos países le p ropor cionaron tropas, m etales y trigo. Por lo que respecta a A natolia, la frag m entación política en que estaba su m ida sólo podía favorecer sus proyec tos. U nicam ente el reino de Bitinia, donde gobernaba N icom edes III, te nía cierta entidad. En principio N ico medes y M itrídates llegaron a un en tendim iento para ocupar y repartirse Paflagonia y G alatia, aprovechando una apropiada coyuntura, las guerras contra Yugurta y los germ anos (107 a. C.), que m an ten ían distraído al Esta do rom ano de los asuntos de Oriente. Pero la introm isión de N icom edes en C apadocia, a espaldas del rey póntico, provocó una airada respuesta de éste, que instaló en el trono capadocio a uno de sus hijos. Rom a decidió
intervenir, exigiendo la evacuación de Paflogonia y C apadocia. En este últim o estado colocó a un protegido, A riobarzanes, expulsado dos veces por M itrídates con la ayuda de A rm e nia. Algún tiem po después, cuando Rom a sufría la guerra de los aliados, M itrídates intervino en Bitinia, d o n de colocó a su candidato. Desde el año 89 la atención del go bierno rom ano pudo centrarse en el problem a asiático. Prim ero se m andó una com isión senatorial encabezada por M anio Aquilio, que devolvió los tronos de C apadocia y Bitinia a sus legítimos ocupantes (A riobarzanes y Nicomedes IY), y exigió a Mitrídates una indem nización. El m onarca póntico desatendió esa dem anda. A qui lio, actuando provocativam ente pre sionado por los negotiatores (Gabba), ordenó a los reyes clientes de C ap a docia y B itin ia que in v ad iero n el Ponto. Sólo el segundo, N icom edes IV, coaccionado por los financieros rom anos, con los que estaba endeu dado, lo hizo. M itrídates, tras pedir inútilm ente a Rom a que castigase el agresor, respondió atacando a C ap a docia en el invierno del 89-88. Esto significaba declarar la guerra a Roma, que en ese m om ento tenía pocos efec tivos m ilitares en Asia. A ureolado por una activa propaganda que lo presen taba com o filoheleno y liberador de la opresión rom ana, M itrídates reali zó una m archa triunfal hasta la costa egea, barriendo a las escasas tropas rom anas. Instalado en Efeso, dio or den de elim inar a todos los rom anos e itálicos asentados en la provincia por motivos com erciales. U nas 80.000 personas, según las fuentes, sucum bieron en la terrible m atanza. Los h a bitantes de las ciudades griegas, que quedaron señalados ante Roma como ejecutores de la m asacre, se aprove charon tanto del expolio de las pro piedades de las víctimas, com o de la dem agógica exención tributaria de cretada por M itrídates por cinco años. Los territorios fueron organizados en
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Akal Historia del Mundo Antiguo
Interior del anfiteatro de Pompeya
satrapías. El siguiente ataque, antes de p asar a la G recia continental, lo lanzó el rey póntico contra las islas, refugio de los supervivientes ro m a nos. En Délos fueron asesinados otros 20.000 itálicos, y en Lesbos fue ejecu tado Aquilio. Fracasó, sin em bargo, ante Rodas. C o n tando con la alianza de A tenas pudo M itrídates extender su radio de acción a algunas partes de G recia (M acedonia, Tesalia, G recia Central). Esta era la situación cuando Sila, que h abía partido hacia O riente con la convicción de que sólo u n a victoria ante M itrídates podía devolverle su posición en R om a, desem barcó con sus tropas (cinco legiones) en el Epiro (prim avera del 87). El prim er ataque lo dirigió contra Atenas, que ocupó destruyendo el puerto del Pireo. Las tropas pónticas, reorganizadas por el general A rquelao, y con nuevos re fuerzos llegados de Asia, se enfrenta ron al ejército de Sila, inferior en n ú
mero, en Q ueronea. En esta batalla, com o en la que tuvo lugar poco des pués en O rcóm enos, el futuro dicta dor salió triunfador. Fue una cam p a ña m uy dura para Grecia, sufriendo su población las rapiñas y represalias de am bos contendientes. M ientras tanto en Rom a el Senado, a instancias de C inna, decidió enviar al cónsul L. Valerio Flaco con dos le giones para apoyar a Sila. Realm ente lo que se pretendía era im pedir que Sila se beneficiara con exclusividad de un hipotético triunfo, al m ism o tiem po que se buscaba un com prom i so con él. Sin em bargo, las cosas sa lieron de otra forma. Al ver que sus soldados se pasab an al ejército sila no, Valerio Flaco decidió em prender por su cuenta operaciones contra M i trídates en los Estrechos y Asia M e nor. Los reveses en G recia h ab ían de bilitado la posición del rey póntico que, para m antener el ritm o de p repa rativos bélicos, tuvo que aum entar los
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im puestos. Esto provocó el descon tento de m uchas ciudades, especial m ente entre las clases acom odadas, desengañada^ ante la ficticia libertad que se les hab ía prom etido. M itrída tes respondió asolando las ciudades sublevadas y expoliando a sus enem i gos. Para co n trarrestar la oposición de las a risto cracia s p ro c la m ó u n a v erd ad era situ ació n revolucionaria que in clu ía la au to n o m ía para las ciudades, repartos de tierras, libera ción de esclavos, supresión de deu das, etc. P ronto cundió la inquietud en Asia ante los éxitos de Sila y el temor a la revancha rom ana p or la m asacre del 88. Las m edidas radicales no evitaron
a M itrídates la catástrofe que se le avecinaba. A unque estalló un m otín entre las tropas de Valerio Flaco, que causó su muerte, Flavio Fim bria, su sustituto, em prendió con éxito una ca m p a ñ a en A n ato lia que le llevó h asta Pérgam o. Sila d esaten d ió la o ferta de c o la b o ra c ió n h e c h a p o r F im bria, pero se aprovechó de sus triunfos sobre M itrídates para forzar al rey a una capitulación, que se llevó a efecto en la prim avera del 85 (Paz de D árdanos). M itrídates tuvo que ab a n d o n ar todo lo que había ocupa do en Asia M enor, las islas y Europa desde el inicio del conflicto, devolver prisioneros y fugitivos, entregar parte de su flota a Rom a, pagar una fuerte
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Templo del Foro Boario, Roma, consagrado tal vez a Portumnus (época de Sila)
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66 indem nización de guerra y aceptar la reinstauración de los reyes vasallos de C ap ad o cia y Bitinia. R odas fue prem iada p or su fidelidad. La Paz de D árdanos, puesto que había sido acordada por quien, com o Sila, no tenía representatividad legal del gobierno rom ano, se presentaba com o un acuerdo frágil que, com o pronto se vería, no auguraba larga vi gencia. A ún qued ab an otras cuestio nes urgentes por resolver. C on rela ción a las tro p as de F im bria, Sila consiguió incorporarles a su ejército. Por lo que respecta a la provincia de Asia, se ad o p taro n decisiones radica les que agotaron económ icam ente a sus ciudades: supresión de la autono m ía para las localidades que habían secundado a M itrídates, anulación de su program a económ ico-social, pago de los gastos de guerra y de una enor me contribución de 20.000 talentos, cantidad que, sum ada al adelanto de cinco años de im puestos, sirvió para atender las expectativas de ganancias que los soldados h ab ían traído a la cam p añ a asiática. Los provinciales tuvieron adem ás que albergar a las tropas en sus casas.
5. Sila al asalto del poder D u ran te este tiem po Sila no h ab ía perdido de vista la situación en Roma. U n a inteligente p ro p a g a n d a h ab ía trab ajad o in sistentem ente para m i n ar las com ponendas políticas en que se hab ía sustentado el régim en cinnano. El sector más receptivo a sus pro puestas tenía que ser, obviam ente, el Senado, m uchos de cuyos com ponen tes albergaban la esperenza de llegar a un com prom iso con el victorioso general, m ediante el cual se librara a la R epública de u n a nueva güera ci vil. Las cartas de Sila causaron el im pacto deseado, y tanto C inna com o su colega co nsular en el 85, Papirio C arb ó n , en c o n traro n enorm es d ifi cultades cuando se aprestaron a dis p oner la defensa de Italia ante el in
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m inente retorno de su enemigo. El p ropio C in n a m urió al estallar un m otín entre las tropas que se negaban a ser tra sla d a d a s al otro lad o del A driático para fijar allí la prim era lí nea de resistencia (84 a. C.). Papirio C arbón, ahora único cónsul, se en contró cada vez m ás enfrentado con un estam ento senatorial im presiona do por los triunfos silanos. Incluso al gunos senadores, com o M etelo Pío, Licinio C rasso o C neo Pompeyo, és tos dos últim os los futuros triunviros, no sólo ob stacu lizaro n los recluta m ientos que P apirio C arbón había ordenado, sino que incluso reunieron sus p ro p ias tropas entre clientelas adictas, para ponerlas a disposición de Sila. Este desem barcó en B rindisi con su enfervorizado ejército (40.000 hom bres) en la prim avera del 83, ven ciendo a renglón seguido a los cónsu les L. C ornelio Escipión y C. N o rb a no. E n R o m a, m ie n tra s ta n to , se preparab a una resistencia desespera da dirigida p o r C arb ó n , cónsul de nuevo en el 82 ju n to al hijo adoptivo de M ario, quien en este m om ento de cisivo atrajo a su lado a los antiguos veteranos de su padre, así com o a los lucanios y sam nitas que hab ían lo grado la civitas Rom ana gracias al vencedor de Yugurta, aunque luego Sila la había anulado. Sin em bargo, la situ ació n evolucionó fav o rab le m ente para Sila, especialm ente tras su victoria en Sacriporto ante las tro pas de M ario, que provocó la desban dada del partido cinnano. En la p ri m avera del 82 Sila entró en la ciudad del T iber sin apenas oposición, pero la guerra continuó unos meses, pues to que quedaban los efectivos reclutados por C arbón y los que M ario h a bía conseguido refugiar en Preneste. C arbón huyó a Africa. Sus tropas fue ron derrotadas m uy cerca de la Urbs, en la batalla de Porta C ollina. P re neste, ya sin ningún apoyo, capituló, m ientras que M ario y sus seguidores optaron p o r el suicidio para evitar la revancha silana.
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VII. La dictadura silana
1. La destrucción de los enem igos En ese m om ento todo el aparato institucional del Estado rom ano esta ba en suspenso. El vencedor se dispu so a po n er en m archa de nuevo la m aquinaria del gobierno recurriendo personalmente a una magistratura ex traordinaria, com o la dictadura, que iba a revestir con características muy singulares, pues no iba a tener una d uración tem poral, ni se iba a ejercer con poderes lim itados constitucional mente. Sila se dirigió a quien en ese m om ento d esem p eñ ab a com o intetrex, Valerio Flaco, exponiéndole la necesidad de n o m b rar un dictador para que se encargara de devolver a la R epública la estabilidad y la soli dez legal perdidas durante el reciente conflicto civil. Y aún más. Se mostró dispuesto a asum ir la función. A un que la idea de la necesidad de una dictadura para reform ar el Estado ya había sido discutida en ambientes cua lificados desde época gracana, es difí cil saber hasta qué punto la oligar quía dom inante respaldó con since ridad esta iniciativa. Lo cierto es que u n a ley (Lex Valeria) aprobada por la asam blea nom bró a Sila dictator le gibus scribundis et rei publicae consti tuendae sin lim ite tem poral y con ex tensos poderes. Poco después, y pese a que com o dictador podía nom brar
a los cónsules, dejó tal prerrogativa a los com icios centuriados, que desig naron para tales m agistraturas a sus candidatos. U na vez recom puesto el m ecanism o ejecutivo del Estado, el triunfador sobre M itrídates se dispu so a celebrar su victoria sobre el rey póntico, hecho por el que fue aclam a do com o salvador y padre de la p a tria. N um erosos honores, que presa giaban lo que pronto sería el culto casi m onárquico dado a m uchos esta d istas, le fu e ro n trib u ta d o s, todos ellos aprobados por la asam blea po pular: derecho a usar en su nom bre el epíteto de Felix, estatuas y juegos en su honor, etc. Tal aparato incidía en un m ism o aspecto de ilim itadas con secuencias: resaltar la condición su perior, casi divina, de quien en una dificilísim a coyuntura había provi d en c ia lm e n te re sta u rad o la ag o n i zante República. Hay un aspecto, no obstante, que ha em pañado tradicionalm ente en la historiografía la figura de Sila con to nos de m o rbosidad y venganza, el peso de las proscripciones por él de cretadas. Q ue Sila, u n a vez firm e m ente asentado a la cabeza de la Re pública, em prendiera una oleada revanchista contra quienes le habían com batido, no sin utilizar las m ismas arm as, era algo que a nadie podía ex trañ a r en Rom a. El propio Sila lo h a bía anunciado en las cartas enviadas desde Asia, y al tom ar tal decisión no
68 hacía m ás que co n tin u ar la cadena de re p resio n es in s titu c io n a liz a d a s que, com o recurso político, hab ían instaurado antes los dos bandos com batientes en la «G uerra de los A lia dos», o el m ism o M ario en el año 88 tras o cupar la Urbs. El am biente de guerra civil, donde se caldearon siem pre tales acciones violentas, sería algo consustancial con la m archa política de R om a hasta la llegada al poder de Augusto. Para Sila estaba claro que la supervivencia del Estado, su consoli dación cara al futuro, pasaba por la com pleta destrucción de quienes h a bían aten tad o contra la tradicional p reem in en cia del p o d er senatorial. La oleada de asesinatos que, sin n in gún freno legal, sin ningún asom o de clem encia, asoló entonces a Rom a, en m edio de un am biente de terror e incertidum bre, se inició ya tras la b a talla de Porta C ollina, a la que siguió la m atanza de miles de prisioneros sam nitas que h ab ían com batido en el ejército m arianista. A renglón seguido Sila expuso ante los com icios su intención de acabar con quienes se le h ab ían enfrentado. Sintiéndose totalm ente dueño de la situación, con un Senado dócil e im potente, vacilante entre el m iedo o la convicción de que el dictator fortale cía así su posición, dio a conocer p ú blicam ente la relación de quienes, al ser declarados enem igos del Estado, podían ser perseguidos y entregados por cualquiera que quisiera obtener las recom pensas establecidas a tal efecto. Los bienes de los proscritos quedaron confiscados, y sus descen dientes, adem ás de la tacha de infa mia, fueron condenados con la pérdi da de algunos derechos civiles, com o el ejercicio de las m agistraturas. Los esclavos de los ajusticiados fueron li berados y, fieles a su benefactor, p a saron a form ar parte de la clientela silana. El resultado d e.tales proscrip tiones fue m ás allá de lo inicialm ente establecido, p o rq u e la ocasión fue aprovechada por m uchos para safis-
Akal Historie del M undo Antiguo
facer venganzas personales o am bi ciones sobre las propiedades de per sonas inocentes, añ a d id a s u lterio r m ente a las listas de proscritos. Entre éstos la m ayoría pertenecía a los dos altos ordines del Estado, el senatorial y el ecuestre. Sus bienes, confiscados y subastados a veces a muy bajos pre cios, proporcionaron enorm es benefi cios al partido silano. Italia no quedó tam poco al m argen de esta furia re presiv a. C iu d a d e s com o P ren este, Ñ ola y C apua, que h ab ían com batido a Sila, fueron aniquiladas, m uriendo m uchos de sus habitantes. En P renes te se asentó u n a colonia de veteranos y se consagró un tem plo a la Fortuna para conm em orar la victoria del dic tador sobre los itálicos. La población sam nita, que tan decididam ente h a bía ap ostado p o r M ario, fue d u ra m ente represaliada, siendo arrasado su territorio y aniquilada su peculiar cultura. En el m arco de esta acción revanchista cabe insertar la colonización m ilitar em prendida por Sila. Com o en tiem pos de M ario, Sila estaba tam bién com prom etido con sus vetera nos, soldados que fielm ente le h abían seguido en los teatros de operaciones de Oriente, y que luego le habían aupa do al poder en Roma. En la línea ya consabida, tales licenciados esperaban convertirse en propietarios de un lote de tierra en alguna parte de Italia. El dictador optó por la «solución italia na», convencido de que la coloniza ción ultram arina aún no había cala do suficientem ente en la m entalidad rom ana. Para entonces no había en la península itálica ager publicus dispo nible para acom eter tal em presa, pero el sistem a em pleado por Sila, a fin de atender tanto a los repartos indivi duales com o a las colonias de vetera nos, fue diferente y, a la larga, negati vo: Las legiones fueron instaladas en las tierras confiscadas lo m ism o a los castigados en las proscriptiones que a aquellas com unidades que se le h a bían opuesto en la pasada guerra ci-
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vil. El resultado fue u n a tensa convi vencia entre los veteranos silanos y aquellas ciudades condenadas que di fícilm en te p o d ía n re n u n c ia r a sus sentim ientos, m áxim e tras ser despo jad as de sus pensiones. H ubo enfren tam ien to s en tre co lonos y nativos, teniendo a veces que ser instalados los p rim ero s se p a ra d a m e n te . A d e más, m uchos soldados no se ad a p ta ron a la vida de agricultores, e incluso se arru in aro n pronto. Sin em bargo, para el gobierno silano tales vetera nos pasaro n a constituir el m ejor m e dio de control sobre áreas de dudosa fidelidad a la causa rom ana, como Etruria o C am p an ia, y una posibili dad para disponer en todo m om ento de m ilicias adictas. Este gran proyec to co lo n iza d o r constituye el prece dente m ás im portante del que luego desarrollarían a gran escala C ésar y Augusto. Sila lo acom etió en virtud de sus p otestades d ictatoriales, sin co n tar con la aprobación del Senado o los comicios. Tal sería el procedi m iento seguido p o steriorm ente por m uchos generales, rom piéndose así, u n a vez más, con la tradición consti tucional. En virtud de ello las colo nias q u edarían vinculadas a las clien telas de sus prom otores, y com o sím
bolo de dicha relación incorporararían el nom bre de su fundador o el de u n a d e i d a d p r o t e c t o r a ( Veneria —Venus—, en el caso de Sila) al suyo pro p io . E n tre las co lo n ias silan as pueden citarse Hadria, Arretium, Nola, Pompeii, Praeneste, Florentia, etc.
2. La reforma de las instituciones E n este apartado debem os considerar en prim er lugar las am plias m odifica ciones in tro d u cid as p o r Sila en la com posición y fu n cionam iento del Senado. E n este, com o en algunos otros aspectos, sus iniciativas enlazan con los proyectos de Livio Druso. Dos factores h ab ían en los últimos años afectado m uy negativam ente a la institución que tradicionalm ente h ab ía llevado el tim ón del Estado: una considerable sangría de m iem bros a causa de las alternativas de la guerra civil y las proscripciones sub siguientes; y una gradual pérdida de autoridad en m uchos terrenos, como consecuencia de la oposición presen tada por los populares en las asam bleas o m ediante los tribunos de la plebe, o por otros sectores en alza
Sección del templo de la Fortuna Primigenia en Praeneste (80 a.C.)
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com o el ecuestre. El gobierno aristo crático necesitaba un a revigorización en todos los órdenes, algo que ya h a bía ap u n tad o Sila, y que en ese m o m ento solam ente él podía acom eter en virtud de sus atribuciones dicta toriales. Sila, p o r lo pro n to, au m entó los efectivos de la institución hasta seis cientos m iem bros, el doble de la cifra n o rm a l h a s ta en to n ce s (in tro d u jo
unos 450 nuevos senadores). Aprove chó la oportunidad para prem iar con la inclusión en el rango de m uchos oficiales de su ejército, cuyo único m érito era la fidelidad a su persona. Tam bién reclutó m uchos senadores en las filas ecuestres, particularm ente entre fam ilias m unicipales italianas (G abba). Serían escogidos por las tri bus. Tales elementos, los novi homines a los que alude frecuentem ente Cice-
Dictadura y reformas de Sila
veinticuatro fasces, número igual al que precedía a los antiguos reyes, y se hacía rodear de una numerosa guardia personal; abolía unas leyes y promulgaba otras; pro hibió que se ejerciera la pretura antes de la cuestura y que se fuera cónsul antes que. pretor, y también vetó que se desempeña ra la misma magistratura antes de haber transcurrido diez años. De igual modo, casi destruyó también el poder de los tri bunos de la plebe, debilitándolo en grado máximo al impedir por ley que un tribuno pudiera ejercer ya ninguna otra magistra tura. Por lo cual todos aquellos que por ra zón de fama o linaje competían por esta magistratura la rechazaron en el futuro. Yo no puedo decir con exactitud si Sila, como ocurre ahora, transfirió este cargo del pue blo al senado. Incrementó el número de senadores, que había quedado bastante menguado a causa de las luchas civiles y las guerras, con trescientos nuevos miem bros reclutados entre los caballeros más destacados, concediendo a las tribus el voto sobre cada uno de ellos. A su vez, inscribió en el partido popular a los escla vos más jóvenes y robustos, más de diez mil, de aquellos ciudadanos muertos, des pués de haberles concedido la libertad y les otorgó el derecho de ciudadanía roma na y les dio el nombre de Cornelios por su propio nombre, a fin de tener dispuestos a todo a diez mil personas entre el partido del pueblo. Persiguiendo el mismo objetivo con respecto a Italia distribuyó a las veinti trés legiones que habían servido bajo su mando, según he dicho, una gran cantidad de tierra en numerosas ciudades, de la que una parte era propiedad pública que estaba aún sin repartir y la otra se la había quitado a las ciudades en pago de una multa.
Estas eran las propuestas de la carta de Sila. Y los romanos, contra su voluntad, pero no pudiendo celebrar ya una elección conforme a la ley y al juzgar que el asunto en su conjunto no dependía de ellos, reci bieron con alegría, en medio de su total penuria, el simulacro de elección a modo de una imagen externa de libertad, y eli gieron a Sila dictador por el tiempo que quería. Ya antes, el poder de los dictadores era un poder absoluto, pero limitado a un corto espacio de tiempo; en cambio enton ces, por primera vez, al llegar a ser ilimita do en su duración devino en auténtica tira nía. Tan sólo añadieron, para dar pres tancia al título, que lo elegían dictador para la promulgación de las leyes que estimara convenientes y para la organización del Estado. De este modo los romanos, des pués de haberse gobernado por reyes du rante más de sesenta olimpíadas y por una democracia con cónsules elegidos anual mente durante otras cien olimpíadas, en sayaron de nuevo el sistema monárquico. Entonces corría entre los griegos la ciento setenta y cinco olimpíada, pero ya no se celebraba en Olimpia ninguna com peti ción atlética a excepción de la carrera en el estadio, porque Sila se había llevado a Roma a los atletas y todos los demás es pectáculos para celebrar sus triunfos so bre Mitrídates o en las guerras de Italia, aunque el pretexto había sido conceder un respiro y procurar diversión al pueblo de sus fatigas. Sila, no obstante, para mantener la apa riencia de la constitución patria encargó que fueran designados cónsules, y resul taron elegidos Marco Tulio y Cornelio Do labella. Y el propio Sila, como si se tratase de un rey, era dictador sobre los cónsules. Se hacía preceder, com o dictador, de
Apiano, B.C., I, 99-100; trad. A. Sancho.
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Los Gracos y el comienzo de las Guerras Civiles
Proscripciones de Sila Con tal arrojo perecieron los habitantes de Norba. Quebrantada totalmente la situa ción en Italia por las guerras, el fuego y las abundantes muertes, los generales de Sila visitaron las ciudades y pusieron bajo cus todia a aquellas que les parecieron sospe chosas, y Pompeyo fue enviado a Africa contra Carbo, y a Sicilia contra los amigos de éste que se amotinaron allí. Sila en per sona, habiendo convocado en asamblea a los romanos, dijo muchas cosas en tono grandilocuente sobre sí mismo, profirió otros en son de amenaza para atemorizar los y terminó diciendo que llevaría al pue blo a un cambio provechoso, si le obede cían, pero que no libraría a ninguno de sus enemigos del peor castigo, antes bien, se vengaría con toda su fuerza en los genera les, cuestores, tribunos militares y en todos aquellos que habían cooperado de alguna forma con el resto de sus enemigos des pués del día en que el cónsul Escipión no se mantuvo en lo acordado con él. Nada
rón, irrum pirían con fuerza en la p ri m era línea política en la etapa postsilana. Esta y otras iniciativas parecen descartar la tópica hostilidad silana hacia el orden ecuestre, ficción crea da por los demócratas pro-marianistas (Nicolet). Por lo que respecta a las funciones otorgadas a la magna asam blea, se le devolvió el control exclusi vo del aparato judicial (Lex Cornelia iudiciaria), uno de los caballos de b a talla de los pasados decenios, pero se com pensó adecuadam ente de esta pér did a a los caballeros m an ten ien d o sus prebendas (así los arren d am ien tos públicos) en el aparato económ i co del Estado. En el terreno judicial, y por lo que respecta al D erecho Penal, se crearo n varios trib u n ales p erpe tuos para ju zg ar los diferentes tipos de crím enes: de maiestate, de repetun dis, de falsis, de iniuriis, etc. C ada ju ra do, com puesto p o r senadores, estaría presidido p o r un pretor. C on relación a las m agistraturas, conocem os un a Lex Cornelia de m a gistratibus que restableció el intervalo decenal entre la elección para u n a
más haber pronunciado estas palabras proscribió con la pena de muerte a cua renta senadores y a unos mil seiscientos caballeros. Parece que él fue el primero que expuso en una lista pública a los que castigó con la pena de muerte, y que esta bleció premios para los asesinos, recom pensas para los delatores y castigos para los encubridores. Al poco tiempo fueron añadidos a la lista otros senadores. Algu nos de ellos, cogidos de improviso, pere cieron allí donde fueron apresados, en sus casas, en las calles o en los templos. Otros, llevados en volandas ante Sila, fue ron arrojados a sus pies; otros fueron arrastrados y pisoteados sin que ninguno de los espectadores levantara la voz, por causa del terror, contra tales crímenes; otros sufrieron destierro, y a otros les fue ron confiscadas sus propiedades. Contra aquellos que habían huido de la ciudad fueron despachados espías, que rastrea ban todo y mataban a cuantos cogían. Apiano, B.C., I, 95; trad. A. Sancho.
m ag istratu ra y la siguiente, fijó la edad m ínim a para acceder a las fun ciones (40 años para la pretura, 43 para el consulado, y diez años como m ínim o para desem peñar de nuevo este honor), y precisó el orden en que d eb ían revestirse los cargos dentro del cursus honorum. Para atender al increm ento de las atribuciones adm i nistrativas y judiciales reservadas al Senado se aum entó paralelam ente la cifra de cuestores a veinte y la de pre tores a ocho. Respecto al tribunado de la plebe, la com bativa m agistratu ra usada p o r los agitadores p opula res, Sila restringió drásticam ente sus poderes. A partir de ahora cualquier proyecto de ley presentado a la asam blea por un tribuno necesitaría co n ta r con la au to riz a c ió n senatorial. Esto suponía d ar u n golpe de gracia a las posibilidades políticas que los tri bunos hab ían tenido, reducidas ah o ra a la sim ple defensa del pueblo (ius auxilii, ius intercedendi). Adem ás, ejer cer com o tribuno im posibilitaba para ocupar otras m agistraturas. En el cam po de la adm inistración
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provincial la gestión silana tam bién introdujo modificaciones. La Lex Cor nelia de provinciis ordinandis buscó im pedir la consolidación de fuertes m andos en las provincias, que pudie ran utilizarse contra la autoridad se natorial. Los m agistrados que goza ban de imperium (cónsules y pretores) tenían que ejercer du rante un año su com etido en R om a, y únicam ente tras ese p erío d o p o d ía n g o b e rn a r o tra a n u a lid a d en u n a p ro v in cia com o procónsules o propretores. Estos p ro m ag istrad o s co n se rv ab a n su im pe rium hasta la llegada del sucesor, de bien d o a b a n d o n a r la provincia en treinta días. Al ser el núm ero de go bernadores disponibles diez (dos cón sules y ocho pretores salientes), igual al de provincias, no tenían por qué darse prórrogas en los m andos p ro vinciales. Por otra parte, una Lex Cor nelia de maiestate reguló el procedi m iento para el crimen maiestatis m e diante u na quaestio perpetua. Se casti gaba duram ente toda obstaculización o falta de respeto hacia los m agistra dos del Estado y sus funciones, pero al m ism o tiem po se controlaba la ges tión del poder ejecutivo, prohibiendo a los gobernadores que franquearan con sus tropas sin perm iso del S ena do las fronteras de la provincia bajo su jurisdicción, o que entraran e Ita lia con un ejército, precisam ente lo contrario de lo que en su m om ento Sila había hecho. Sólo el Senado que daba facultado paa perm itir a un m a gistrado operar extraordinariam ente fuera de los límites de su provincia. C om o la actividad reform adora de Sila abarcó las m ás diversas esferas del E stado, d eb en señ a la rse fin a l m ente un conjunto de disposiciones relativas a varios cam pos: restableci m iento para los colegios sacerdotales de la cooptatio, aum entándose a q u in ce el núm ero de pontífices y augures; abolición de las frumentationes; m edi das contra el lujo y la inm oralidad; disposiciones sobre testam entos; in crem ento de los recursos financieros
Akal Historia del Mundo Antiguo
del Estado, etc. Tam bién se estim uló notablem ente durante este período el desarrollo de la vida m unicipal italia na, uniform izándose los estatutos y sistem as de gobierno de m uchas ciu dades. La ciudadanía local se integró en la estatal.
3. La retirada de Sila Toda esta enorm e actividad reform a dora, en la que Sila em pleó escasa m ente dos años, fue culm inada con u n a decisión sorprendente e inespe rada: la abdicación de todos los po deres públicos que el dictador había disfrutado. D espués de revestir la dic tadura en el 81, y el consulado com partido en el 80, y tras esperar la pro clam ación de los cónsules para el 79, el vencedor de M itrídates, a quien se le hab ía ofrecido el proconsulado de la G alia, cedió todas sus atribuciones ante la asam blea popular, m ostrando su absoluta disposición a presentar cuentas de su m andato. N ada se le exigió. Com o sim ple particular, Sila se retiró a vivir con seguridad a P u teoli, guardado por los esclavos de los proscritos, a los que había m anum iti do y hecho ciudadanos, y muy cerca de donde estaban instalados m uchos de sus viejos veteranos. Allí m urió a principios del 78 a. C. El Senado le decretó pom posos funerales y u n a tum ba en el C am po de M arte. C on él desapareció u n a de las figuras más controvertidas y enigm áticas de la historia rom ana: sim ple ejecutor de los planes defendidos por la oligar quía m oderada, que supo renunciar a sus extraordinarias potestades, u n a vez culm inada su tarea (como lo ve G abba); o bien estim ulante ejemplo, el del dictador m ilitar, que serviría de m odelo a la tendencia absolutista y m onárquica de algunos am biciosos estadistas posteriores, que contribui rían por esa vía a liquidar los últim os rescoldos de la languideciente R epú blica, abriendo las puertas al régim en im perial (la visión de Carcopino).
Los Gracos y el comienzo de las Guerras Civiles
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Cronología
Acontecimientos Año a.C. 133
T ribunado de Tiberio Graco. Propuesta d q Lex Agraria. O po sición senatorial y deposición del tribuno Octavio. C om isión triunviral. Atalo III lega el reino de Pérgamo a Roma. Asesi nato de Tiberio Graco. Escipión Emiliano captura Numancia.
132
Los cónsules Popilius y Rupilius persiguen a los gracanos. F in de la revuelta servil en Sicilia. Rebelión de Aristónico en Asia.
131
La Lex Tabellaria del tribuno Papirio C arbón introduce la vo tación secreta en los comicios legislativos.
129
M uerte de Escipión Em iliano. O rganización de la provincia de Asia por M anius Aquilius.
125
Proposición de M. Fulvio Flaco sobre la ciudadanía de los itálicos rechazada por el Senado. Rebelión de la colonia la tina de Fregellae.
124
P rim er triunvirato de Cayo Graco. C am pañas en la G alia contra los salluvios.
123
Proyectos legales de Cayo Graco. F undación fallida de la co lonia Iunonia en Cartago.
122
Segundo tribunado de C. Graco. C ontrapuestas del tribuno M. Livio Druso. Lex Acilia repetundarum. Lex Sempronia de sociis et nomine Latino. G raco no consigue la reelección para el 121. C onquista de Baleares por Q. Cecilio Metelo. F u n d a ción de colonias en Palm a y Pollentia.
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Akal Historia del M undo Antiguo
121
M uerte de Cayo Graco. O pim ius ejecuta a los partidarios de Graco.
120
A cusación contra O pim ius por ejecutar ciudadanos iniussu civium.
119
A bolición de la com isión agraria gracana. Nueva cam paña gala contra los escordiscos.
118
F undación de la colonia de Narbo Martius en la G alia Tran salpina. M uerte de M icipsa, sucesor de M asinissa. A dherbal, H iem psal y Yugurta aspirantes al trono de N um idia.
117
M uerte de H iem psal, hijo de M icipsa.
116
Yugurta consolida su poder. Envío de u n a com isión senato rial para regular los asuntos de N um idia.
115
M itrídates VI, rey del Ponto. C om ienzo de su política de ex pan sión territorial. Lex Aemilia del cónsul Em ilio Escauro, regulando la distribución de libertos entre las tribus.
114
C. M arius en H ispania.
113
Cn. C arbón derrotado por los cim brios en Noreia (Nórico). Y ugurta saquea Cirta, capital de N um idia; asesinato de los negotiatores itálicos.
112
R om a declara la guerra a Yugurta.
111
Lex Agraria en Rom a. A cuerdo provisional con Yugurta.
110
Quaestio Mamilia en Rom a. Se reanuda la guerra en Africa.
109
Exitos de M etelo frente a Yugurta. D errota de Silano en la Galia.
107
P rim er consulado de M ario; com ienza el reclutam iento de v o lu n ta rio s y p ro leta rio s. M ario d irige la c a m p a ñ a de Africa.
106
Ofensiva de M ario hacia el oeste de N um idia. A presam iento de Yugurta.
105
D errota de las tropas rom anas en A rausio ante cim brios y teutones.
104
M ario reorganiza el ejército rom ano durante su segundo consúlado.
103
Lex Frumentaria del tribuno Apuleyo Saturnino. Lex Apuleia demaiestate estableciendo una nueva quaestio perpetua. Satur-
Los Gracos y e! comienzo de las Guerras Civiles
75
nino proporciona lotes de tierra en Africa a los veteranos de M ario. Tercer consulado de M ario; preparativos m ilitares en la G alia Transalpina. 102
C uarto consulado de M ario. Victoria rom ana ante los teuto nes en Aquae Sextiae. C am paña rom ana contra los piratas en Cilicia.
101
Q uinto consulado de M ario. Victoria rom ana ante los cim brios en Vercelli. M itrídates VI del Ponto y Nicom edes II de B itinia se reparten Paflagonia y ocupan G alatia.
100
Sexto consulado de M ario. Legislación de Saturnino. Fin de la alianza M ario-Saurnino-G laucia. Altercados en Roma: M ario restaura el orden. M uerte de S aturnino y Glaucia.
99
R eacción senatorial contra los populares. M ario en O rien te.
98
Q. M ucius Scaevola y Rutilius Rufus gobierna en la provin cia de Asia.
95
Lex Licinia Mucia contra los aliados. M itrídates expulsado de Paflagonia y C apadocia por Roma. Tigranes, rey de Ar menia.
92
C ondena de P. Rutilius Rufus.
91
T ribunado de M. Livio Druso. Fracaso de sus reformas. Ase sinato de Druso. Se inicia la G uerra de los Aliados. M asacre de rom anos en Asculum.
90
D errotas rom anas ante los aliados. Lex Varia de maiestate. Lex Iulia ofreciendo la ciudadanía rom ana a las com unidades no rebeldes. Roma ordena a N icom edes IV de Bitinia castigar a M itrídates del Ponto.
89
Lex Plautia Papiria aum entando la oferta de la civitas Romana entre los aliados. C aptura de Asculum por los rom anos. Vic torias de Pompeyo Estrabón y Sila. Intervención de M. A qui lio en Asia.
88
Resistencia sam nita. Reform as del tribuno Sulpicio Rufo. C oncesión del m ando en Asia a M ario en lugar de Sila. M ar cha de Sila sobre Roma. Abolición de las leyes de Sulpicio Rufo. H uida de Mario. A taque de M itrídates VI contra la provincia rom ana de Asia: ordena la m asacre de rom anos e italianos. Atenas se alia con M itrídates.
87
C om ienza el m andato de C inna. Regreso de M ario. R evan cha contra los partidarios de Sila. Sila inicia su cam paña en Grecia.
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Aka! Historia del M undo Antiguo
86
C onsulado de C inna (87-84). Valerio Flaco y Fim bria envia dos a Asia. Sila tom a Atenas. B atallas de Q ueronea y Orcómenos.
85
Paz de D árdanos.
84
Regulación de los asuntos de Asia por Sila. M uerte de C inna. Papirio C arbón queda com o único cónsul.
83
R etorno de Sila a Italia. G uerra civil en Italia.
82
Batallas de Sacroporto y Porta C ollina. Asedio de Preneste, Sila, dueño de Roma. Las proscripciones. Sertorio parte para H ispania.
81
Sila dictador. Reform as constitucionales y judiciales. La co lonización militar.
80
Sertorio dirige la rebelión de los lusitanos en H ispania. D e rrota de Fufidius.
79
Sila abdica de la dictadura. M etelo Pío derrotado por Sertorio.
78
Sila m uere en la C am pania. G olpe de estado de Em ilio Lépido.
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Los Gracos y el com ienzo de las Guerras Civiles
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