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HISTORIA DE ESPAÑA SIGLO XX 1939-1996
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Jesús A. Martínez (coord.)
HISTORIA DE ESPAÑA SIGLO XX 1939-1996
Julio Aróstegui • Ángel Bahamonde Carme Molinero • Luis Enrique Otero • Pere Ysàs
CATEDRA HISTORIA. SERIE MAYOR
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© Julio Aróstegui, Ángel Bahamonde, Jesús A. Martínez, Carme Molinero, Luis Enrique Otero y Pere Ysàs © Ediciones Cátedra, S. A., 1999 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 6.324-1999 I.S.B.N.: 84-376-1703-0
Printed in Spain
Impreso en Gráficas Rógar, S. A. Navalcarnero (Madrid)
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Índice PRÓLOGO (JESÚS A. MARTÍNEZ) ………………………………………………………………..
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PRIMERA PARTE
LA CONSTRUCCIÓN DE LA DICTADURA (1939-1951) (Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez) CAPÍTULO PRIMERO. La configuración de la dictadura de Franco 1.1. Franco y la concentración del poder 1.2. La capacidad de adaptación a los tiempos 1.3. La bendición de la Iglesia
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CAPÍTULO II. La vocación fascista y las luchas por el poder (1939-1945) 2.1. Los equilibrios gubernamentales ................................................................................. 2.2. El proyecto fascista y las pugnas por el modelo de Estado .......................................... 2.3. Las Cortes Orgánicas ...................................................................................................... 2.4. El discurso de la cultura oficial...................................................................................... 2.5. Tiempo de silencio ........................................................................................................ 2.6. Una oposición dividida, clandestina y exiliada ............................................................. 2.7. La guerra mundial. Entre la no beligerancia, la intervención y la neutralidad ...........
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CAPÍTULO III. El nacionalcatolicismo, la monarquía de Franco y la nueva imagen del régimen (1945-1951) …………………………………………………… 3.1. El tercer gobierno de posguerra y el barniz católico 3.2. La imagen populista del régimen. Fuero de los Españoles y Referéndum 3.3. Las estrategias de la oposición 3.4. La alternativa monárquica 3.5. La monarquía de Franco 3.6. El aislamiento exterior y su ruptura
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CAPÍTULO IV. La España de la autarquía 4.1. El debate sobre la política económica autárquica 4.2. Política y autarquía. Las nuevas fortunas y las redes del poder 4.3. Industria y reconstrucción. El INI 4.4. Estancamiento e inflación 4.5. La agricultura. Atraso y acumulación 4.6. El retroceso de la renta nacional 4.7. Las estrecheces de la vida cotidiana
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CAPÍTULO V. Las relaciones laborales y los conflictos sociales 5.1. Encuadramiento laboral y nacionalsindicalismo 5.2. Relaciones laborales y Magistraturas de Trabajo 5.3. Las formas del conflicto. Conflicto latente y conflicto abierto 5.4. Las huelgas de 1951
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SEGUNDA PARTE
LA CONSOLIDACIÓN DE LA DICTADURA (1951-1959) (Jesús A. Martínez) CAPÍTULO VI. La reordenación política 6.1. Perfil de una década 6.2. Los cambios gubernamentales de 1951 y el equilibrio calculado 6.3. Los militares de Franco y la reserva controlada del poder 6.4. Las tensiones entre católicos y falangistas. La Ley de Enseñanzas Medias 6.5. Renovación cultural e inconformismo universitario
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CAPÍTULO VII. El agotamiento de la autarquía 7.1. La eliminación parcial de los obstáculos intervencionistas 7.2. Bajo el signo de la productividad 7.3. Las transformaciones agrarias 7.4. La vocación industrializadora y las limitaciones autárquicas
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CAPÍTULO VIII. La salida del aislamiento exterior 8.1. El «centinela» de Occidente. Los Pactos con Estados Unidos 8.2. Una apertura exterior matizada 8.3. «La reserva espiritual de Occidente». El Concordato con la Santa Sede
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CAPÍTULO IX. La sociedad española. Pautas tradicionales y síntomas de modernización 9.1. La religión católica: ritos colectivos y moral social 9.2. Una sociedad preindustrial en transformación. La emigración 9.3. Los cambios de la sociedad campesina y el modo de vida urbano. Los primeros síntomas de la modernización 9.4. La década de la radio 9.5. La cultura crítica
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CAPÍTULO X. Las tensiones del bienio 1956-1957 10.1. La protesta universitaria. La actitud contestataria de los «hijos del régimen» 10.2. Protesta ciudadana y protesta obrera 10.3. Las oposiciones políticas al régimen 10.4. Los apoyos sociales de la dictadura. Pasividad, inhibición y complicidad sociológica. El mito del «buen dictador» 10.5. La crisis política de 1956-1957. La clausura de la «revolución pendiente» 10.6. Los tecnócratas. Pragmatismo económico, reformismo técnico y apuntalamiento de la dictadura
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CAPÍTULO XI. La dictadura reforzada 11.1. El Movimiento y la ambigüedad institucional del régimen 11.2. El orden público 11.3. La inevitabilidad de Europa. La descolonización de Marruecos 11.4. La liberalización económica. El Plan de Estabilización 11.5. Veinte años de retraso. El «gigante con los pies de barro»
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TERCERA
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PARTE
MODERNIZACIÓN ECONÓMICA E INMOVILISMO POLÍTICO (1959-1975) (Carme Molinero y Pere Ysàs) CAPÍTULO XII. Los años dorados del régimen franquista 12.1. ¿Hacia una liberalización política?
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12.2. Veinticinco años de paz 12.3. Después de Franco, ¿qué? 12.4. La Ley de Prensa y las elecciones sindicales CAPÍTULO XIII. La culminación de la institucionalización del régimen y la cuestión sucesoria 13.1. La Ley Orgánica del Estado 13.2. Apertura y regresión 13.3. Juan Carlos, sucesor
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CAPÍTULO XIV. La política exterior en los años 60 14.1. Mirando a Europa y a los Estados Unidos 14.2. Gibraltar y la descolonización
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CAPÍTULO XV. El triunfo del inmovilismo 15.1. El gobierno «monocolor» 15.2. El endurecimiento de la represión 15.3. La deserción de la Iglesia 15.4. Las disensiones en la clase política franquista 15.5. Carrero, presidente del Gobierno
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CAPÍTULO XVI. Una larga etapa de crecimiento económico 16.1. La política del «Desarrollo» 16.2. El impulso exterior del crecimiento económico 16.3. La configuración de una sociedad industrial 16.4. El poder económico y la cultura gerencial 16.5. La intervención estatal en el bienestar social
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CAPÍTULO XVII. Una población en movimiento 17.1. Evolución de las magnitudes demográficas 17.2. Los movimientos migratorios 17.3. Despoblamiento y urbanización 17.4. Los cambios en la población activa
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CAPÍTULO XVIII Una época de cambios sociales 18.1. Una nueva estructura social 18.2. De la educación clasista a la enseñanza masificada 18.3. El aumento del poder adquisitivo y la distribución de la renta
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CAPÍTULO XIX. Las nuevas pautas socioculturales 19.1. Una sociedad de consumo privado 19.2. Una sociedad con carencias colectivas 19.3. Las condiciones de vida y las nuevas actitudes 19.4. El proceso de secularización CAPÍTULO XX. Conflicfividad social y oposición política 20.1. Una ascendente conflictividad laboral 20.2. La revuelta estudiantil 20.3. La protesta vecinal 20.4. La oposición política: el PCE y la «nueva izquierda» 20.5. Los socialistas y la «oposición moderada» 20.6. El antifranquismo en el País Vasco y en Cataluña
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CAPÍTULO XXI. La crisis de la dictadura franquista 21.1. Arias y el «espíritu del 12 de febrero» 21.2. El gobierno Arias entre dos crisis 21.3. Del aperturismo a la involución
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21.4. El gobierno Arias entre dos crisis 21.5. Del aperturismo a la involución
236 240 CUARTA PARTE
LA TRANSICIÓN POLÍTICA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA DEMOCRACIA (1975-1996)
(Julio Aróstegui) CAPÍTULO XXII. Años de una historia nueva: la historia del presente 22.1. Historia del presente 22.2. Etapas y coyunturas del periodo 22.3. Historia del presente, historia de grandes cambios CAPÍTULO XXIII. La crisis del franquismo y la transición desde la dictadura 23.1. La crisis del régimen 23.2. La transición a la democracia: un proceso nuevo 23.3. Las peculiaridades del caso español CAPÍTULO XXIV. La construcción del nuevo régimen 24.1. 24.2. 24.3. 24.4. 24.5.
La etapa del gobierno Arias (1975-1976) La movilización popular El gobierno Suárez. La Ley para la Reforma Política El desarrollo de la Ley para la Reforma Política La oposición antifranquista en la primera etapa de la transición
CAPÍTULO XXV. El nuevo sistema político 25.1. 25.2. 25.3. 25.4. 25.5.
La profundización de la reforma Los partidos políticos Las elecciones de 1977 Los Pactos de la Moncloa La elaboración de una Constitución
CAPÍTULO XXVI. El periodo de consolidación democrática (1979-1982)
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26.1. El primer periodo constitucional desde 1979 y la reacomodación de los par tidos 26.2. 26.3. 26.4. 26.5. 26.6.
El modelo del Estado de las Autonomías. El periodo de las «Preautonomías» La constitución estatutaria del mapa autonómico La crisis de UCD El intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 El gobierno de Calvo Sotelo y las elecciones de 1982
CAPÍTULO XXVII. El PSOE y el impulso reformista (1982-1986) 27.1. 27.2. 27.3. 27.4. 27.5.
El gobierno largo del PSOE .......................................................................................... La naturaleza generacional del reformismo socialista ................................................. Política económica y social........................................................................................... La consolidación del Estado y las políticas de gestión .................................................. Evolución de la vida política
CAPÍTULO XXVIII. La integración: de la CEE a la OTAN 28.1. Las grandes líneas de la política exterior 28.2. La integración en la CEE 28.3. Un consenso menor, la OTAN CAPÍTULO XXIX. El PSOE y el periodo social-liberal (1986-1993) 29.1. La política social-liberal, su sentido 29.2. Una nueva etapa política. Crisis y adaptación de los partidos
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29.3 E terrorismo, su evolución y consecuencias políticas 29.4. Transformación social y deterioro del consenso. La huelga del 14-D 29.5. Europa, Maastricht y los problemas de convergencia CAPÍTULO XXX. El declive del PSOE (1993-1996) 30.1. Diez años de reformismo 30.2. Una política en minoría 30.3. La corrupción y la crisis del partido gobernante 30.4. La agudización de las disidencias en el partido gobernante 30.5. Las elecciones de 1996. Fin del gobierno largo socialista
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QUINTA PARTE
LA TRANSICIÓN ECONÓMICA. DEL CAPITALISMO CORPORATIVO A LA UNIÓN EUROPEA (Luis Enrique Otero)
CAPÍTULO XXXI. La larga crisis de los años 70 31.1. El impacto de la crisis económica. La primacía de lo político sobre lo económico (1973-1977) 31.2. El primer ajuste de la crisis. Los Pactos de la Moncloa (1977) 31.3. La crisis interminable. El segundo shock del petróleo (1979-1982) 31.4. Una crisis estructural de marcado carácter industrial CAPÍTULO XXXII. El gobierno largo del PSOE. Primera etapa: la salida de la crisis 32.1. La política de ajuste económico (1983-1985). La salida de la crisis interminable. 32.2. La reconversión industrial (1983-1987). El ser o no ser de la industria española. 32.3. La crisis bancaria (1977-1985). Los costes de la modernización de un sistema financiero anquilosado CAPÍTULO XXXIII. El ingreso de España en la Comunidad Europea. La apuesta definitiva por la modernización de la economía española (1985-1996) 33.1. El ingreso de España en la Comunidad Económica Europea (12 de junio de 1985) 33.2. La expansión económica. Los felices años 80, 1986-1992 33.3. El nacimiento de la Unión Europea. El Tratado de Maastricht y los criterios de convergencia (1992) 33.4. La crisis de 1992-1993. Del europesimismo a la recuperación. En la senda del euro 33.5. Una economía abierta a Europa en el contexto de la globalización 33.6. España en el euro. Fin del gobierno largo del PSOE CAPÍTULO XXXIV. La construcción del Estado del Bienestar 34.1. La configuración de las sociedades del Bienestar 34.2. El inicio del Estado del Bienestar, la etapa de la UCD (1977-1982) 34.3. La reforma fiscal de 1977. Instrumento básico para la redistribución de la Renta 34.4. El Estado del Bienestar en la etapa socialista (1983-1996) 34.5. La política fiscal (1983-1996). La financiación del Estado de Bienestar 34.6. La distribución territorial de la renta (1973-1996) CAPÍTULO XXXV. El desempleo: el principal problema de la sociedad española 35.1. Un paro encubierto: el pleno empleo de los años 60 35.2. El sistema de relaciones laborales en la primera etapa de la transición
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35.3. La aparición del desempleo masivo en España 35.4. El componente estructural del desempleo español 35.5. Mujeres, jóvenes y parados de larga duración: las víctimas del desempleo masivo 35.6. Las razones del no estallido social de los desempleados
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SEXTA PARTE LAS INCERTIDUMBRES DE LA SOCIEDAD INFORMACIONAL (Julio Aróstegui [cap. XXXVI] Luis Enrique Otero [caps. XXXVII-XXXIX])
CAPÍTULO XXXVI. Una sociedad en rápido cambio social y cultural 36.1. Las nuevas realidades estructurales 36.2. Nuevas orientaciones en las instituciones sociales 36.3. Las pautas de comportamiento 36.4. La difícil recuperación de la creación cultural CAPÍTULO XXXVII. Globalización e innovación tecnológica. Una asignatura pendiente 37.1. El atraso de la ciencia en España 37.2. El despertar de la ciencia española. La constitución de un sistema de CienciaTecnología en España (1982-1996) 37.3. La contribución de la España Autonómica y la incorporación a Europa en la creación del sistema de Ciencia-Tecnología español CAPÍTULO XXXVIII. La revolución de las telecomunicaciones. La sociedad informacional 38.1. Telecomunicaciones y globalización. La sociedad informacional 38.2. La sociedad informacional en España 38.3. El problema de las identidades en la sociedad informacional CAPÍTULO XXXIX. Nuevos valores y formas de articulación social en la sociedad informacional. Feminismo, ecologismo y cooperación al desarrollo 39.1. Nuevos movimientos para una nueva sociedad 39.2. Las razones del retraso español en la emergencia de los nuevos movimientos sociales 39.3. El movimiento feminista 39.4. El movimiento ecologista y la crisis ecológica 39.5. El movimiento pacifista. De la desnuclearización al antimilitarismo: la objeción de conciencia y la insumisión 39.6. La cooperación al desarrollo. Una nueva forma de entender la solidaridad internacional. La explosión del movimiento de las ONG 39.7. Una nueva forma de pensar y actuar
BIBLIOGRAFÍA
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Prólogo Este texto ha seguido las pautas abiertas por anteriores volúmenes de la Historia de España, destinados al manual universitario, con la puesta al día, en forma de síntesis, de los conocimientos sobre nuestra historia reciente. La vocación con la que se ha entendido este manual, lo mismo que la de los otros volúmenes de la historia contemporánea, ha sido la de presentar un marco interpretativo que diera lógica al trasunto histórico más allá de recopilaciones ordenadas de datos. Ha pretendido ser, pues, un ensayo, con la incorporación de monografías e investigaciones diversas. Todo ello está en relación con el sentido de la didáctica universitaria: la estrecha vinculación que debe existir entre docencia e investigación y su proyección en un instrumento de trabajo como el manual, con los objetivos últimos del aprendizaje, la reflexión, el planteamiento de problemas, y el debate sobre distintas perspectivas de análisis, más que como el acopio de temas y datos. El método también ha perseguido integrar en el tiempo las distintas variables de análisis de ámbito social, económico, cultural o institucional, con el hilo conductor de la historia política, situando cada parcela de análisis en su tiempo histórico preciso, tanto en procesos de larga duración como en coyunturas de experiencia. Este volumen abarca cronológicamente los últimos sesenta años de nuestro pasado colectivo, en dos grandes etapas perfectamente diferenciadas: 1939-1975 y 19751996. La historia de España entre 1939 y 1975, con señas de identidad propias vertebradas en la dictadura del general Franco, es cada vez más y mejor conocida. El «franquismo», término utilizado para designar un modelo muy específico de régimen ligado indefectiblemente a la figura misma del dictador, ha adquirido categorías historiográficas. En los últimos tiempos se ha multiplicado el esfuerzo de muchos especialistas, la mayor parte de ellos de las nuevas generaciones de historiadores, que han imprimido seriedad metodológica, documental e interpretativa. Se han aportado muchos conocimientos sobre las instituciones, la economía, las relaciones internacionales, la historia política, o la historia social y se han enriquecido los debates como la naturaleza del régimen, las causas de su longevidad, la tipología y características de sus apoyos sociales, las condiciones de vida... La dictadura no se mide ya sólo en claves de represión o de oposición política, sino de los fundamentos y evolución de su lógica interna. Más compleja es, metodológicamente, la historia de la transición política hacia la estructuración y consolidación del Estado democrático, no sólo por la falta de muchas fuentes documentales de interés a disposición de los historiadores o por la proximidad de los acontecimientos que se postulan más como análisis de dimensiones periodísticas o sociológicas en su tratamiento, sino porque forma parte, aún abierxxxxx
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ta, de la experiencia colectiva, y está atravesada por las coyunturas y debates de presente. El régimen de Franco protagonizó una extraordinaria capacidad de adapatación a los tiempos, una versatilidad que no alteró su fundamento principal, que fue la concentración del poder en el dictador, una parca y ambigua definición institucional, y unos calculados equilibrios para ir readaptando los heterogéneos grupos que apoyaron la sublevación de 1936 y que se expresaron en «familias políticas». Más que proyectos políticos definidos y de ideologías precisas, se establecieron prácticas clientelares, relaciones personales, servicios prestados y una trama de influencias en torno al Estado, con unas redes de subordinación en cuya cúspide se situaba Franco, y que se medían en términos de lealtad hacia el dictador. Así, el franquismo tuvo varias etapas, sin que mutaran sus fundamentos esenciales. Una primera entre 1939 y 1951 marcada por la construcción de la dictadura y las pugnas internas en la forma de definir el Estado, más vocacionalmente fascista entre 1939 y 1945 y más ligada al discurso del nacionalcatolicismo entre 1945 y 1951. Era la España de la proximidad a las potencias del Eje primero y del aislamiento internacional después, la España de la autarquía, de la escasez y de los temores proyectados por la victoria y la represión. La década de los años cincuenta, en una segunda etapa (1951-1959), está asociada a la consolidación de la dictadura en todos los terrenos, mutiladas a la largo de los años cuarenta todas las posibles alternativas o matizaciones, desde dentro o desde fuera del régimen, que no fueran la dictadura personal de Franco, que quedó reforzada por el lento, pero eficaz para la prolongación del régimen, ascenso de los tecnócratas. Era la España de las primeras transformaciones en el terreno económico, de la eliminación de obstáculos autárquicos hacia la liberalización económica, de la salida formal del aislamiento internacional, pero también del nacimiento de actitudes críticas y contestatarias en la protesta ciudadana, laboral o universitaria distinta en sus estrategias de la oposición clásica. Y la tercera (19591975), la de los «años dorados», pero también la de sus crisis, precisamente por la asintonía del proceso de modernización económica, de las transformaciones sociales y de las pautas de comportamiento con el inmovilismo político. Era la España que despegaba por la senda de la industrialización, del «desarrollismo» y de la elevación de los niveles de vida, de la irrupción de nuevos valores y códigos de conducta, pero también la época de una España que exigía mayores y diferentes cambios de los que podía proporcionar el modelo invariable de la dictadura. Pero a lo largo de estas tres etapas el régimen labró el mito del «buen dictador», paternalista y populista que, por encima de la política, pretendía establecer una relación con la población en claves de lealtad. La memoria histórica de la guerra civil, una especial valoración de la seguridad, un discurso nacionalista contra todo lo extranjerizante, un catolicismo entendido como esencia de la Patria y de la moral social, con la coartada de la lucha contra los males de la civilización (el ateísmo, la masonería y el comunismo), y una proyección maniquea de la España y la anti-España, perfilaron los soportes del discurso central de la dictadura. De ello se derivaron las acepciones de «Españoles ingobernables» y «Españoles diferentes» como fórmula de la inevitabilidad de la dictadura y de la especificidad de España. Con el tiempo, cada vez más el discurso tendió a asentarse más en el mito de la prosperidad y el bienestar de un dictador que modernizaba el país. De ello se extendió y se ha proyectado en la actualidad una conclusión perversa: la de que el franquismo adjudicó las dosis de autoridad y orden que el país necesitaba para generar la industrialización y las clases mexxxxxxxxxxxxx
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dias, de lo que se ha deducido la conclusión, aún más perversa, de que la «dictadura necesaria» estaba preparando al país para la democracia y, para colmo, el franquismo hasta propició la vuelta de la monarquía. El crecimiento económico y la modernización fueron posibles por el contexto de internacionalización de la economía mundial, lejos de la iniciativa de los dirigentes del régimen hasta que los tecnocrátas aprovecharon esa inevitabilidad de la apertura económica para apuntalar la dictadura. Y ello con varios lustros de retraso. La propia dictadura y las políticas económicas lo habían retrasado, pues, veinte años, además de implicarse con carencias y desajustes de todo tipo, cuya factura se encargaría de pasar la crisis internacional de los setenta. La monarquía instaurada, no restaurada, por Franco, se entendía legitimada en los principios del Movimiento Nacional y dependiente del propio dictador, muy alejada del modelo de monarquía parlamentaria como base del estado democrático que alumbró la transición. El segundo gran bloque del libro, con entidad propia, abarca el periodo 19751996, caracterizado por el proceso de transición política —objeto de un denso debate sobre su naturaleza, especificidad, cronología y protagonistas— pero en todo caso alumbrador de un nuevo Estado democrático, con una nuevas reglas de juego en las relaciones entre los gobernantes y gobernados y entre éstos, caracterizado por el pluralismo y las libertades políticas, la organización de la sociedad civil y la plena incorporación de España a las estructuras económicas y políticas de Occidente. También es la España de los nuevos valores del consenso, el diálogo y la tolerancia en proceso de construcción, y de la lenta sedimentación de la cultura democrática. Y del debate sobre el modelo de organización territorial del Estado, del papel y futuro de las autonomías y de los nacionalismos en el contexto de ese Estado. También es la España que ha protagonizado un profundo proceso de transición y modernización económica orientada a la integración en la Unión Europea, y de transformaciones sociales y culturales, en un sentido abierto y laico. Pero es, finalmente, la etapa de las incertidumbres de la sociedad postindustrial y de la sociedad informacional, de los márgenes del Estado del Bienestar, de las dimensiones sociales del desempleo, del límite de los recursos y de la degradación medioambiental, de los movimientos sociales alternativos, en un final de siglo donde la ciencia, la tecnología y la comunicación se han desplegado socialmente y se han incrustado en las entrañas de la vida cotidiana. De estos temas se ocupa la última parte del libro. Estos dos grandes territorios del manual (1939/1975 y 1975/1996) forman parte de una racionalidad cronológica, convencionalmnete asentada por los imperativos docentes y los planes editoriales. Convencional y, por tanto, discutible, porque son dos etapas diferentes y con entidad propia, por mucho que interpretaciones nada ingenuas traten de solaparlas, unirlas y hasta confundirlas, estableciendo vínculos más que cuestionables entre franquismo y democracia, esto es, la equívoca consideración de que el sistema democrático es la herencia lógica del franquismo o su prolongación natural en una forma de continuismo. La dictadura está más ligada a la guerra civil de 1936-1939, y a la memoria histórica que de ella se desprendió, en los términos de vencedores y vencidos, que a la construcción del sistema democrático, por mucho que se insista en que una de las variables de la instalación de la democracia procedía de los engranajes internos de la dictadura. Por ello, en un futuro, según creemos, la historia desde 1975 tendrá que considerarse como una asignatura aparte y en un manual diferente. La elaboración de este manual ha continuado por la senda del trabajo en equipo, como el centro nervioso del quehacer universitario, que ha permitido el debate, el xxxxxxxxxxxxxx
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contraste de pareceres y la colaboración con un grupo de investigadores formado por Julio Aróstegui, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Carlos III, Ángel Bahamonde, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, Carme Molinero y Pere Ysàs, Profesores Titulares de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, Luis E. Otero Carvajal, Profesor Titular de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, y por el autor de estas líneas y coordinador del volumen. En todo caso, cada autor ha dispuesto de libertad de cátedra y ha proyectado dentro de la arquitectura global del libro su propia originalidad en el planteamiento de los problemas y en el resultado de su trabajo. Una experiencia colectiva enriquecedora que ha alimentado las posibilidades de estudio de nuestro pasado más reciente.
JESÚS A. MARTÍNEZ MARTÍN (COORDINADOR) UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
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PRIMERA PARTE
LA CONSTRUCCIÓN DE LA DICTADURA (1939-1951) ÁNGEL BAHAMONDE JESÚS A. MARTÍNEZ MARTÍN
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CAPÍTULO PRIMERO
La configuración de la dictadura de Franco 1.1. FRANCO Y LA CONCENTRACIÓN DEL PODER El 1 de abril de 1939 el último parte de guerra de las tropas sublevadas tres años antes clausuraba las operaciones militares certificando la derrota del ejército republicano. Se abría así una larga etapa de la historia reciente de España que se prolongaría hasta la muerte del general Franco en 1975. Un régimen político asociado a la figura del dictador que se desarticuló, en términos políticos e institucionales, poco tiempo después de su muerte, pero que se había mantenido casi cuatro décadas en el poder. Los orígenes de este régimen, construido sobre las ascuas de la guerra civil, no se remiten a la finalización de las operaciones militares, sino que tienen sus fundamentos en el mismo año del comienzo del conflicto y su articulación fue dibujada paralelamente y en conexión con la propia guerra. El profundo debate que estalló entre los defensores de la repúbli-. ca, y que aportaría importantes cotas de responsabilidad en su derrota, sobre la prioridad de la victoria en el campo militar, la revitalización y construcción del Estado o la práctica revolucionaria, no existió en las filas sublevadas, lo que no quiere decir que existiera unanimidad entre ellas. Las piezas maestras de la edificación del Estado y del funcionamiento del régimen político, en términos de dictadura personal, se habían ido levantando desde 1936, por lo que cuando se divulgó el último parte de guerra no quedaba nada sujeto a improvisaciones siguiendo la inercia inaugurada con la guerra. A lo largo de ésta, el poder personal del general Franco se fue consolidando paulatinamente. Una concentración de poder, que tipificará la dictadura a lo largo de su existencia, que había comenzado con el decreto firmado en Burgos el 29 de septiembre de 1936 por el que la Junta de Defensa Nacional nombraba a Francisco Franco Bahamonde «Generalísimo de los Ejércitos» y «Jefe del Gobierno del Estado español». El 30 de enero de 1938, la ley de administración central del Estado establecía, en su artículo 17, que correspondía al jefe del Estado «la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general». En la inmediata posguerra, la ley de reorganización de la administración central del Estado de 8 de agosto de 1939, matizaba que la potestad de dictar las normas jurídicas no tenía por qué ir precedida de la deliberación del Consejo de Ministros, cuando lo aconsejaran razones de urgencia. La cronología es, en este aspecto, elocuente. Pero no lo es tanto la definición de los contenidos del régimen ni las razones de su dilatada permanencia, sobre todo cuando se huye de simplificaciones. Existe un debate abierto sobre la naturaleza política de la dictadura de Franco que va más allá de un complicado juego de términos: ¿fascismo?, ¿dicx
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tadura militar?, ¿nacionalismo autoritario?, ¿dictadura no totalitaria?, ¿solución bonapartista?, para acabar siendo definido a través de la especificidad del modelo: «franquismo», que recogería diversos ingredientes de las fórmulas expresadas y atravesándolas en distintos tiempos, para desembocar en la singularidad de un régimen con extraordinaria capacidad de adaptación a las circunstancias y con el sello invariable de la figura del dictador. Otros dictadores contemporáneos representaban la expresión de un modelo político —nazismo, fascismo, dictaduras militares— con una pautas marcadas que los hacían de finibles más allá de la figura, eso sí importante, de los propios dictadores. Pero el caso del «franquismo» es difícilmente homogable —aunque tuviera rasgos comunes con otros modelos de dictadura—, sobre todo a través de los tiempos en que se mantuvo, y, en su conjunto, supuso una experiencia histórica sin parangón, e imposible sin la figura misma de Franco. Mientras el fascismo italiano o el nazismo alemán, e incluso las dictaduras militares en sentido estricto, tuvieron un concepto preconcebido de Estado basado en formulaciones ideológicas con señas de identidad propias, el franquismo aglutinó en sus orígenes a un heterogéneo combinado defensivo anudado por su negación al reformismo republicano: falangistas, católicos, tradicionalistas, conservadores..., que compartían la idea del poder personal del dictador pero mantenían posiciones políticas dispares aglutinadas solamente por su oposición a la democracia republicana. En esta ambientación, una vez resueltos los problemas del liderazgo militar, personajes como Serrano Suñer elaboraron un cuerpo doctrinal mínimo, justificativo del poder unipersonal de Franco, a base de presupuestos falangistas, del conservadurismo antiparlamentario y del catolicismo tradicional. Con esta orientación los militares sublevados, con su cúspide en Franco, habían ido soldando las piezas para construir durante tres años de guerra el primer basamento del Estado coincidente con otros régimenes contemporáneos en su carácter totalitario. Los propios discursos oficiales de la época se refieren con prolijidad al término «Estado totalitario», que lo asociaba con otras experiencias del momento con las que el régimen se consideraba próximo, al menos vocacionalmente. Mientras el conjunto de la legislación republicana era desarticulada en todos los terrenos, la configuración del nuevo Estado fue adquiriendo un ropaje corporativista al abrigo de otros Estados totalitarios europeos y del inicial empuje que éstos protagonizaron con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial en 1939, hasta que en 1943 empiece a adaptarse a otras realidades marcadas por el trasunto del conflicto mundial. Entre 1945 y 1951, esa adaptación a las nuevas situaciones provocadas por el contexto exterior no alteraron el poder de Franco, que reorientó el rumbo del régimen sin alterar sus fundamentos. Así, el periodo 1945-1951 puede entenderse como la época en la que el régimen cambió su corteza política y sus matices proclives a las potencias del Eje, comprendiendo lo que suponía la derrota de éstas, pero sin transformar el núcleo del propio régimen. Las formas fascistas se abandonaron desde 1945 porque convenía a la reproducción del sistema, con una querencia mayor para dotarse de barnices aportados por los católicos, mientras la autarquía económica pasaría a mejor vida cuando las condiciones de la política internacional permitieron su sustitución. 1.2. LA CAPACIDAD DE ADAPTACIÓN A LOS TIEMPOS Esta camaleónica capacidad de adaptación a los tiempos, pues, hizo que el régimen, sobre todo en los años 40, evolucionara más al calor de las variables exteriores que en función de los acontecimientos internos. La evolución institucional del régixxxx
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men desde 1939 formó parte de la lógica inaugurada ya en 1936, con su origen en una sublevación militar contra la República, momento en que no estaba prefigurada una idea de Estado, sino de planteamientos negativos vertebrados en el derrocamiento del gobierno del Frente Popular. A medida que se hizo visible el fracaso del golpe de Estado en el verano de 1936 y su conversión en una guerra civil, los sublevados empezaron a tejer una alternativa institucional a la República, amparada, más en la forma que en los contenidos, en los presupuestos fascistas que se habían extendido por Europa, bajo la retórica de un grupo hasta entonces marginal como era Falange Española. Pero la evolución institucional del régimen también debe entenderse en el papel que desempeñó el propio Franco como dictador en busca de la consolidación de su poder unipersonal por encima, no ya de elementos civiles, sino de sus compañeros de armas, además de que los avatares internacionales posibilitaron que el entramado institucional del régimen pudiera perpetuarse, hecho bien visible sobre todo a finales de la década. Hasta 1942 el régimen surgido de la guerra estuvo empapado de la retórica fascista, y su actuación estuvo presidida por una sistemática e inflexible represión de cualquier tipo de disidencias en el interior y por una política exterior vinculada al Eje. Fueron los «años azules», más ligados al formulario fascista. Pero durante 1943, los virajes en la guerra mundial, junto a las tensiones en las cúspides del poder, contribuyeron a que se hicieran menos visibles las proclividades fascistas, al mismo tiempo que empezó el distanciamiento, sin abandonar la colaboración, respecto a las potencias del Eje. Con la victoria aliada de 1945 se intensificó esta evolución hacia el poder unipersonal hasta consolidarse con la Ley de Sucesión de junio de 1947, creando una estructura duradera de poder, ambiguamente definida en una institucionalización que no sería completada hasta la Ley Orgánica de 1967, pero que tenía en el poder unipersonal de Franco la línea de continuidad entre las aparentes mutaciones del régimen. Mientras que en los regímenes fascistas Estado y partido habían quedado confundidos, tejiéndose una red de militancia y encuadramiento articulada en los engranajes mismos del Estado, el partido pretendidamente unificador en el régimen distó mucho de confundirse con el Estado, y la heterogeneidad ideológica y política fue una característica permanente. En abril de 1937, el nacimiento de FET de las JONS (Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista), tenía la vocación, al menos sobre el papel, de proporcionar cobertura política unificada al régimen, aglutinando en torno a Falange las distintas fuerzas políticas de apoyo, bajo la jefatura de Franco. A pesar de la hegemonía formal y externa de Falange y el concurso unificador, el resto de organizaciones no falangistas nunca llegaron a quedar sujetas a las directrices de Falange. Esa heterogeneidad calculada dotaba al régimen de Franco de su especificidad: la diversidad nunca se diluyó, pero el cordón umbilical que daba coherencia al conjunto era el propio dictador actuando como el referente inmutable, y dominando el haz de intereses vinculados a su figura para culminar con la sumisión de la heterogeneidad de fuerzas en las que se apoyaba. De hecho, las «familias políticas» —término convencional que hace referencia al parentesco político para definir el modelo de grupos que apoyaron a la dictadura alejados del concepto de unos partidos políticos inexistentes— eran el reflejo del conglomerado de fuerzas e intereses diversos que se habían sublevado contra la República. Y de ello, los gobiernos. Hasta 1945, en consonancia con la trayectoria del régimen, el predominio correspondió a los falangistas, mientras que desde esta fecha xxxxxxx
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existió una mayor proclividad hacia el sector católico, sin que Falange perdiese peso específico y sin que se alterasen los equilibrios marcados por el dictador, con la presencia de otros grupos y, sobre todo, con los militares leales a Franco.
1.3. LA BENDICIÓN DE LA IGLESIA El nacionalcatolicismo venía a corregir los excesos verbales de la retórica falangista para intentar presentar al exterior, sobre todo desde 1945, un discurso más acéptable. La Iglesia, que había colaborado activamente durante la guerra civil legitimando e1 discurso de los sublevados con la idea de Cruzada, acuñando un trasfondo de guerra de religión para la sublevación militar, se sintió enormemente aliviada por el triunfo final de las tropas de Franco, ya que ello suponía apartar el espectro republicano definitivamente, además de recibir la compensación económica que supuso el restablecimiento del presupuesto del clero en octubre de 1939. Sin embargo, este alivio xxxx
Franco bajo palio.
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también estaba surcado de resquemores con respecto a las relaciones con el nuevo Estado y el mantenimiento de sus parcelas de poder e influencia. Una excesiva deriva del régimen hacia posiciones fascistas podía significar la pérdida de esta secular influencia. A ello se sumaron las relaciones con el Vaticano, en las que había puntos de discrepancia, como el asunto de la elección de obispos, a pesar del exultante documento Con inmenso gozo con el que Pío XII saludó el resultado de la guerra. La provisión de obispos quedó regulada en 1941 por un convenio entre la Santa Sede y el gobierno, por el que se puso en marcha un sistema de ternas, fijado en la práctica por el Nuncio y el gobierno. La Iglesia se había implicado hasta tal extremo con el régimen que su concurso es inseparable de la propia evolución de la dictadura de los años 40 apoyando sus actuaciones. En términos institucionales, la capacidad de autonomía de la Iglesia se ventilaba en asuntos como la educación, la prensa y las asociaciones católicas, atravesados por la proyección intervencionista del falangismo, hasta que en 1945 los nuevos aires del nacionalcatolicismo tranquilizaron a la Iglesia sobre la conservación de estas áreas de influencia.
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CAPÍTULO II
La vocación fascista y las luchas por el poder (1939-1945) 2.1. LOS EQUILIBRIOS GUBERNAMENTALES Finalizada la guerra civil, los rumbos que tomó el nuevo Estado parecían dirigirse, al menos por la vocación de muchos de sus dirigentes liderados por Serrano Suñer, hacia una fascistización, próxima al modelo desplegado por Mussolini en Italia. Así se puso de manifiesto después del viaje de Serrano a Italia en mayo de 1939, del que volvió impregnado de la realidad fascista y trató de acoplarla al régimen español todavía huérfano de una clara definición de los contenidos del Estado. Pero las aspiraciones de Serrano y su identificación con el régimen italiano no pueden entenderse como una apuesta unidireccional de las fuerzas políticas de las que se nutría el régimen. Al contrario, los recelos, proyectados en el Consejo de Ministros, expresaban la lógica de las tensiones de la lucha por el poder. Y como consecuencia, la remodelación gubernamental. El 9 de agosto de 1939 quedó constituido el primer gobierno después de la guerra. El predominio falangista estaba equilibrado con la representación de militares, católicos, carlistas y antiguos miembros de la CEDA próximos a Franco. Este gobierno sustituía al que se había formado en Burgos el 1 de febrero de 1938. Concluida la guerra, era el momento en que Franco como jefe de Estado y de Gobierno, que había ratificado sus poderes, debía arbitrar a las heterogéneas fuerzas que habían apoyado la sublevación y que habían sido articuladas, pero sólo teóricamente, con la formación de un partido único. Pero las fuerzas políticas no falangistas nunca se habían acoplado al organigrama del nuevo partido ni habían admitido la hegemonía de Falange. Por el momento, la guerra había pospuesto una situación artificial. Y, sobre todo, porque los militares, que en algunos casos tenían sus propias simpatías políticas, tampoco estaban dispuestos sin más a la hegemonía falangista. Se imponía, pues, una reordenación del poder. Pero más allá de filiaciones políticas precisas —falangistas, carlistas, monárquicos de distinto signo, católicos, conservadores de la antigua CEDA...—, las relaciones de poder quedaban atravesadas por relaciones personales, clientelares y de fidelidad condicionadas por la guerra misma, y por encima, las relaciones con Franco, teóricamente indiscutible. Pero a la altura de 1939-1940 su dictadura personal no era un proceso irreversible ni inevitable porque se presentaban muchas alternativas, y debía demostrar su capacidad de arbitraje más allá de unos planteamientos condicionados por la guerra.
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Franco preside una reunión de su segundo gobierno, constituido en agosto de 1939.
Las carteras ministeriales aumentaban y se hacían más complejas. Desaparecía la vicepresidencia, hasta entonces compatibilizada con Exteriores por el general Jordana, discrepante de las actitudes de Serrano y que quedaba apeado por el momento del gobierno. El Ministerio de Defensa se desdoblaba entre Ejército, Marina y Aire; desaparecían los Ministerios de Orden Público y Organización y Acción Sindical, y se creaban dos Ministerios sin cartera, mientras la Secretaría General del Movimiento adquiría rango ministerial. El hombre clave en todo este entramado era el cuñado del dictador, Ramón Serrano Suñer, desde el Ministerio de Gobernación, y más tarde —17 de octubre— desde Exteriores. Durante la guerra había contribuido notablemente al proceso de unificación de las fuerzas políticas sublevadas. Adquirió un gran poder y fue uno de los artífices del Estado surgido de la guerra, al mismo tiempo que representaba la versión más proclive al Eje y al ideario fascista en su versión italiana. Controlaba el partido único y los resortes de propaganda, prensa e información del régimen. De hecho, la composición del nuevo gabinete fue el resultado de esa preponderancia de Serrano, siempre, aunque sólo por el momento, con la aquiescencia de Franco. Además, pertenecían a FET los dos ministros sin cartera, Sánchez Mazas y Gamero del Castillo, también Larraz —Hacienda—, antiguo miembro de CEDA y próximo a Serrano, y era conocida la la filiación falangista de los generales Yagüe —Aire— y Muñoz Grandes, quien ocupó la secretaría general del Movimiento. También figuraban los militares Beigbeder en Exteriores, Moreno en Marina, Alarcón en Industria y Comercio, y Varela —Ejército—, próximo al carlismo pero vinculado durante toda la guerra a Franco. De hecho, en este gobierno no aparecía ya ningún general de los que llevaron la candidatura de Franco a jefe del Estado en 1936. Estaban presentes los militares de Franco. Los monárquicos, por su parte, tenían una presencia testimonial con Benjumea en Agricultura, o con el carlista Bilbao en Justicia, lo xxxxx
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mismo que los católicos representados por Ibáñez Martín, aunque todos ellos reunían las condiciones de técnicos y gozaban de la confianza de Franco, más que como representantes de sus opciones en sentido estricto. 2.2. EL PROYECTO FASCISTA Y LAS PUGNAS POR EL MODELO DE ESTADO La pugna por el poder y por el modelo de Estado no quedó resuelta con este cambio de gobierno. El poder de Franco no se había resentido y por el momento había dado confianza a las pretensiones de su cuñado, haciendo descansar sobre FET el grueso del gobierno, pero con el peso de los militares vinculados a su persona, sin apear otras opciones monárquicas y católicas. En ello también influyó un contexto internacional que con el comienzo de la guerra en septiembre de 1939 inauguraba un año de especial entusiasmo por las potencias totalitarias. FET de las JONS no sólo salía reforzada con el cambio de gobierno, sino que sus estatutos aprobados la dotaban de perfiles fascistas y de instituciones con fuerza política. La retórica y los ademanes fascistas se desplegaron entre la clase política, los gestos y la iconografía respondían a esa vocación fascista de la época. Todo ello tuvo su momento álgido entre 1939 y 1942 —y se prolongaría al menos hasta 1945—, pero una cuestión eran las pretensiones y otra que se plasmaran en una realidad institucional, ideológica y política similar a los totalitarismos europeos y en particular a Italia. Franco lo había consentido, pero con la cautela y la sagacidad política que serían habituales, o lo que es lo mismo, la capacidad para extraer rentabilidad política de las situaciones en un momento de notable empuje de los proyectos fascistas como modelos políticos y de sus victorias militares en la guerra mundial. Pero Franco no se comprometía hasta tal punto de favorecer una institucionalización del régimen sobre fundamentos fascistas y relegar otras opciones, porque esa identificación le habría implicado en la suerte del partido y, sobre todo, porque la reserva de poder y la preponderancia política se encontraba en el ejército. Hubo, pues, un proyecto fascista y de politización orgánica de la sociedad española a partir de FET de las JONS, con el lenguaje de la revolución y de los fundamentos nacionalsindicalistas. Pero no hubo una verificación institucional y de organización del Estado que respondiera al control del partido. De hecho, éste no dominó al Estado, sino que con el tiempo ocurrió justamente lo contrario, una instrumentalización política del partido y una burocratización que mediatizó sus posibilidades. Para empezar, por la propia diversidad interna del partido, con la presencia de variantes ideológicas reticentes a una unificación efectiva. Además, la militancia era reciente, nutrida en la coyuntura de la guerra y por nuevas incorporaciones, pero nunca llegó a ser un partido de masas que controlara los resortes de la Administración y del poder. Su proyección social fue exigua y los intentos de encuadramiento quedaron saldados en fracaso, como puso de manifiesto por ejemplo la trayectoria del SEU (Sindicato Español Universitario), el Frente de Juventudes, la Sección Femenina o los sindicatos verticales. A partir de entonces, sectores del falangismo siempre hablarían de la revolución pendiente. Serrano Suñer todavía tendría más poder, pero también más oposición sobre todo entre los militares. En octubre, ocupó además la cartera de Asuntos Exteriores, una aspiración relacionada con su papel cada vez mayor en las relaciones del régimen con las potencias del Eje y su proclividad a entrar en el conflicto al lado de ellas. Adexxxxx
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Los falangistas aclaman a Franco en Cáceres en 1951.
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más, las sustituciones del general Yagüe el 27 de junio y del general Muñoz Grandes el 15 de noviembre de 1940, estaban salpicadas del deterioro de sus relaciones con Serrano. Por otro lado, controló desde la sustitución de Muñoz Grandes la Secretaría General de Movimiento a través de las funciones que pasaron a Gamero del Castillo. El 16 de octubre de 1940, el falangista Carceller había sustituido al general Alarcón, con lo que el poder de Falange en el gobierno era palpable. Las luchas por el poder se ventilaron en torno a Serrano y todo lo que éste significaba con sus proyectos de fascistización a la italiana y del monopolio falangista del poder, pero también quedaron atravesadas por las posiciones discrepantes respecto a la guerra mundial. Serrano era proclive a una estrecha colaboración con el Eje y partidario de la entrada de España en el conflicto, haciendo uso del radicalismo verbal en una complicada situación. Los principales opositores procedían del ejército, incómodos con el excesivo poder de Serrano y sus proyectos internos e internacionales. Las disensiones hicieron crisis a lo largo de 1941, poniendo a prueba la capacidad de Franco de arbitrar conflictos sin merma de su poder. La crisis tomó forma de cambios de gobierno, y, así, se formó el segundo gabinete el 19 de mayo de 1941. Aparentemente, se había resuelto en la misma dirección, es decir, con primacía falangista al entrar tres importantes hombres del partido en el gobierno: Girón, Arrese y Miguel Primo de Rivera, y con la presencia de anteriores ministros relacionados con las otras familias políticas. Pero Serrano cada vez era más cuestionado, sobre todo en círculos militares. De hecho, el nombramiento del general Galarza en Gobernación —expresión de las discrepancias entre falangistas y militares— despojaba a Serrano y al partido de una importante parcela de poder. La crisis se había cerrado en falso. Los enfrentamientos entre falangistas y militares continuaron durante 1941, sobre todo a finales de este año, y estallaron nuevamente en forma de crisis gubernamental en 1942. El poder de Serrano se había ido minando, y los enfrentamientos tomaron forma de declaraciones, gestos e incluso actitudes violentas de falangistas radicales, como el atentado de Begoña contra el general Varela. El 3 de septiembre de 1942, Franco optó por una de las decisiones más importantes de forma paradigmática: el cese del ministro de Ejército Várela —beligerante contra Serrano y Falange— y de Serrano Suñer, sustituidos respectivamente por los generales Jordana y Asensio. Arbitraje, compensación, equilibrio, pero ante todo preservación de su poder sin comprometerlo con nadie. Nada más y nada menos que los cesados eran Várela y Serrano —que desde entonces se apeó de la actividad política—, dos de sus más estrechos colaboradores desde 1936, en el terreno militar y político. Pero mucho más allá de estas relaciones, Franco las había sacrificado para impedir imposiciones de los distintos sectores. Bien es verdad que la vuelta de Jordana podía ser entendida como la victoria sobre Serrano y Falange, pero al mismo tiempo Galarza era relevado en Gobernación por el falangista Blas Pérez. Por encima de todo, lo cierto es que Franco había salido reforzado de la situación. 2.3. LAS CORTES ORGÁNICAS En la teoría del caudillaje elaborada desde los comienzos de la sublevación militar, todos los poderes se concentraban en manos del Jefe del Estado, principio convertido en ley, como se ha visto, el 30 de enero de 1938. Hasta 1942 el único órgano corporativo deliberante del régimen había sido el Consejo Nacional de FET de xxxxxxxx
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Franco acude a las Cortes para presidir la sesión de apertura (marzo, 1943).
las JONS, pero con funciones meramente consultivas, limitándose a escuchar y aprobar leyes sin ningún tipo de iniciativa legislativa, papel que quedó ratificado por el decreto de 31 de julio de 1939. Sin variar sus fundamentos, el régimen surgido de la guerra civil en claves de poder personal de Franco tuvo en su secuencia institucionalizadora un pieza de primera magnitud en la Ley de Cortes de 17 de julio de 1942, expresión palpable de la representación orgánica. Segunda en el tiempo de las denominadas Leyes Fundamentales del régimen, después del Fuero del Trabajo de 1938, respondía a la versión totalitaria de la representación, muy alejada en su naturaleza y funciones de los regímenes parlamentarios. La representación, por tanto, no se establecía a partir de su elección por los ciudadanos mediante sufragio universal con las candidaturas de partidos políticos libres. La representación era corporativa y por cauces naturales de representación como la familia, el municipio y el sindicato. De hecho, la publicación de esta ley coincidió con el momento de mayor empuje de los Estados totalitarios y la proclividad del régimen hacia ellos, con el triunfalismo que representó el avance alemán en Rusia meridional con la caída de Sebastopol el 1 de julio y el comienzo de la batalla de Stalingrado el 20 de agosto. Siguiendo la arquitectura totalitaria y corporativa de sus homólogos en Europa, el fundamento de la elección libre era denostado y los procuradores —denominación de los individuos de la Cámara— eran designados o procedentes de las instituciones o cuerpos según las premisas corporativas. Sus funciones eran consultivas, con carácter deliberante, puesto que la plena capacidad de legislar seguía en manos del jefe del Estado. No eran, por tanto, depositarias de soberanía nacional alguna ni existía la división de poderes, ni podían ser xxxxxxx 29
entendidas como un parlamento. En realidad, servían para ratificar las decisiones del dictador. 2.4. EL DISCURSO DE LA CULTURA OFICIAL El nacionalcatolicismo no era un producto ideológico de nuevo cuño, sino más bien la adecuación a los nuevos tiempos de los postulados del conservadurismo antiparlamentario español, lo que no contradecía en absoluto la teoría del caudillaje. El discurso nacionalcatólico, compatible con la fraseología edificada por el régimen, era heredero de la idea castellanizante de la Historia de España y de la valoración de la idea de Imperio, como piezas maestras de la propaganda de la época que asociaba la idea de Imperio a la idea de «Imperio católico mundial», en palabras de García Morente. El nacionalcatolicismo encontró su principal instrumento de reproducción en el control de la enseñanza que marcó a las generaciones de españoles nacidas después de la guerra. Una educación en claves nacionalcatólicas que quedó estructurada por la Ley de Educación Primaria de 17 de julio de 1945. Y también la Universidad, previamente reorientada por la Ley de Ordenación Universitaria de 27 de julio de 1943. En el ámbito científico, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, creado el 24 de noviembre de 1939, era el organismo que sustituía, en claves muy distintas, a las personas y las instituciones, como la Junta de Ampliación de Estudios, que habían representado la riqueza intelectual, la cultura y la ciencia crítica, abierta y cosmopolita del primer cuarto de siglo, y que en su mayor parte habían nutrido la hemorragia del exilio. En el preámbulo de la creación del nuevo organismo se decía: «En las coyunturas más decisivas de su Historia concentró la Hispanidad sus energías espirituales para crear una cultura universal. Ésta ha de ser la ambición más noble de la España del momento... Tal empeño ha de cimentarse, ante todo, en la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias, destruida en el siglo XVIII.» La cultura española había recibido un golpe traumático con la guerra civil. El fin de ésta supuso el cierre de la «edad de plata» de la cultura española que había extendido su esplendor a lo largo del primer cuarto del siglo XX. Al exilio exterior de muchos de sus protagonistas se unió el exilio interior. Este trauma hay que entenderlo no únicamente en términos literarios y humanísticos, sino también como la desaparición de un tejido científico e investigador receptor de las innovaciones del exterior, con una visión cosmopolita y un espíritu —en sus preocupaciones y en sus iniciativas— de trabajo científico, que habían creado las condiciones necesarias para un ulterior despegue de la producción científica. Hubo un retraso general del saber en España, en términos epistemológicos, conceptuales y prácticos, que mutiló las posibilidades de desarrollo cultural y científico. La concepción de saber quedaba apartada de la tradición liberal y de la cultura crítica ligadas a la idea de formación integral del individuo, con sus instrumentos de debate y reflexión. Sin embargo, para el régimen la socialización de la cultura se entendió como un aprendizaje memorístico y de cultura enciclopédica al servicio de las pautas marcadas desde el Estado, es decir, instrumentalizada con los valores que de la Patria, la religión y el Imperio se proyectaron desde el régimen. Así, intentó configurarse una cultura oficial que hasta 1945 pretendió tomar una impronta de carácter fascista, pero que, de hecho, estaba más sustentada en valores de un catolicismo tradicional y antiliberal que permitió posteriormente la preponderanxxxxxxxxxx
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Glorias imperiales.
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cia del nacionalcatolicismo. La propia visión de la historia de España, en la que se hacía hincapié en las gestas de las glorias imperiales, en la misión civilizadora en claves de un catolicismo inexpugnable, en el concepto de Hispanidad y en la crítica de cualquier heterodoxia, perfiló una idea de nación unilateral que de forma maniquea jugaba con el binomio España-anti-España. Todo ello, convenientemente regulado por una férrea y burocratizada censura, cuya pieza maestra fue la ley de 22 de abril de 1938, que actuó hasta límites de tal ortodoxia que rayaron a veces en lo esperpéntico. Las revistas Vértice, Arbor o Escorial, esta última con un tono algo más abierto, fueron el barómetro de la cultura oficial. Las revistas índice, fundada en 1945, o ínsula, en 1946, actuaron como tímidos contactos con el exterior, aportando un balón de oxígeno en el contexto de asfixia cultural. La familia de Pascual Duarte de Cela en 1942, Nada de Carmen Laforet en 1945, La sombra del ciprés es alargada de Delibes en 1948 o Historia de una escalera de Buero Vallejo en 1949, destacaron en la producción literaria de la época. Estas obras tendían a describir las realidades de la posguerra y abrían nuevas líneas expresivas y, con dificultades, se apartaban de las cánones marcados por el oficialismo cultural. También desde fuera de los circuitos oficiales, la labor de Ortega y Gasset, Marañón, Zubiri o Marías, significaron los primeros pasos de lo que se ha denominado reconstrucción de la razón y de la tradición liberal.
2.5. TIEMPO DE SILENCIO La política de los vencedores estaba en las antípodas de un modelo de integración nacional. Partió de una concepción de patria edificada en la victoria —los vencedores eran los únicos depositarios de sus esencias— y de una situación entendida como nueva y, por lo tanto, con la misión de estirpar todos aquellos elementos ajenos a las premisas del bando vencedor. La retórica que exaltó al «hombre nuevo» no estaba acoplada a la trilogía de «paz, piedad y perdón» como valores a los que Azaña había apelado para la reconciliación nacional. Concluido el enfrentamiento militar, la vida civil quedó atravesada por la acción de la victoria. Los años 40 fueron protagonistas de la represión sistemática de cualquier tipo de disidencia. La persecución, más allá de los campos de batalla, se desplegó con una política de actuación, en sus diversas formas, que tenía como objetivos no sólo la represión de las disidencias expresas, sino de las actitudes de falta de adhesión expresa. La eliminación física, los encarcelamientos, el exilio, las depuraciones, eran instrumentos que formaban parte de un todo concebido como el absoluto control político-social de la población, con su marco legal claramente determinado. Este entramado legal empezó a tomar cuerpo en las postrimerías de la guerra civil con la Ley de responsabilidades políticas de 9 de febrero de 1939 y con la de depuración de funcionarios de 10 de febrero del mismo año. En la posguerra, destacaron la Ley de represión de la masonería y el comunismo de 1 de marzo de 1940 y la Ley para la seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941. La ley de responsabilidades políticas tenía como objetivo «liquidar las culpas de responsabilidades políticas por quienes habían contribuido con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja». Estaba dotada de un carácter retroactivo en el que «ni el fallecimiento, ni la ausencia, ni la incomparecencia del presunto responsable detendrá la tramitación y fallo del expediente». Un expediente de responsabilidad política, señala Encarna Nicolás, se iniciaba de tres formas: «por haber sido condenado por la jurisdicción militar; por de xxxxx 32
nuncia escrita y firmada por cualquier persona natural o jurídica, y por iniciativa de las autoridades militares, civiles, policiales y guardia civil». En cuanto a la depuración, ésta fue minuciosa y la mera permanencia en la España republicana durante la guerra civil bastó para que se iniciase el expediente. Aunque alcanzó a todas las ramas de la Administración pública, la depuración fue especialmente intensa en todos los escalones de la enseñanza pública. Sobre todos los reprimidos pesó la acusación de «rebeldes», invirtiéndose los términos de una realidad. La represión tendió a perder intensidad a lo largo de la década, pero cualitativamente se instaló en las entrañas del régimen. Ni siquiera la represión quedó establecida en los límites de haber participado activa o indirectamente en el bando perdedor. Cualquier actitud era motivo de sospecha, como la falta de adhesión entusiasta, la indiferencia o la inhibición. En el propio bando vencedor los elementos incómodos fueron depurados o apartados, combatientes o militares no precisamente identificados con el rumbo que Franco había imprimido a la situación en la inmediata posguerra. Pero, sobre todo, para la población —excepto para los entusiastas de la victoria—, los años 40 quedaron impregnados de temores e incertidumbres. La vida cotidiana quedó atravesada por el síndrome de la represión. No se trataba ya de una búsqueda cualificada del activista, el militante o el excombatiente republicano, sino que los términos en los que se instaló la represión provocaron el temor de gran parte de la población. Las delaciones interesadas, las interpretaciones distorsionadas, la utilización de los parentescos con combatientes republicanos, o el afán de búsqueda de méritos por los conversos de la victoria, verificaron un ambiente de incertidumbres. Así se fue edificando en la posguerra un complejo entramado de relaciones personales y de subordinación, al socaire de las dificultades de supervivencia, y el permanente temor a ser objeto de los procesos de depuración. Haz de relaciones personales del que se beneficiaban la base de la pirámide social de los vencedores, para la que las estrecheces de lo cotidiano eran compensadas por la seguridad que les ofrecía sentirse del bando que había triunfado. La fidelidad quedaba así garantizada. Otro sector de la población se encontraba atenazado por el pánico derivado de su propio pasado político sujeto a sospecha, por la tenencia de algún familiar en las cárceles, el exilio o muerto en el bando de los vencidos. Para ellos, era el tiempo de silencio y la búsqueda del aval, con sus inevitables secuelas de servilismos y subordinaciones hacia los garantes. El control político de las ciudades quedaba asegurado por una tríada significativa: el jefe de barrio, el jefe de calle y el jefe de casa, dependientes de Falange, como un poder de hecho. En los medios rurales, la guardia civil revitalizó su papel de control político y social. Una minoría llevó adelante el arriesgado compromiso político, resuelto en varias dimensiones: aquellos marcados por la existencia de un familiar en las prisiones y que participaron en las redes clandestinas de ayuda a los presos; los que, procedentes de pueblos y pequeñas ciudades, se escondieron en el anonimato de la gran ciudad, y, por último, una ínfima minoría que mantuvo el compromiso político hasta sus últimas consecuencias, al intentar reconstruir los aparatos políticos para hacer frente a la dictadura. Los balances provinciales de la represión realizados hasta ahora permiten situar el número de fusilamientos en la posguerra en 40.000, cifra que aumentará cuando los estudios alcancen al conjunto del país. A ello habría que añadir los encarcelamientos, en torno a los 280.000 en 1940, para luego descender paulatinamente hasta los 40.000 aproximadamente a la altura de 1945. Además, estas muertes privaban de un importante capital humano. En efecto, si a ello unimos el exilio, el resultado será el xxxxx 33
déficit de personas preparadas que fueron apartadas del país. Guy Hermet ha estudiado el censo realizado por el Consulado general de México en Vichy en febrero de 1942 sobre 13.400 españoles emigrados con título de enseñanza superior, entre los cuales había 1.743 médicos, 1.224 abogados, 431 ingenieros y 163 profesores de Universidad sobre los 430 con que España contaba en 1936. La estructura de un Estado fuertemente centralizado administrativa y territorialmente acabó con las aspiraciones de los territorios que durante la República habían entrado en la senda de un reconocimiento específico —en términos institucionales, normativos, culturales e históricos— en el contexto del «Estado integral» republicano. Apelando a la unión de la Patria, el centralismo de la dictadura acabó con cualquier atisbo de nacionalismo distinto al entendido por el régimen. Una de las obsesiones de su discurso era precisamente el «separatismo», y se entendía por ello situaciones muy diversas, que pasó a tener casi el mismo valor semántico que otros descalificativos políticos en los que el régimen se apoyó. Con la entrada de las tropas franquistas en Cataluña, por ley de 5 de abril de 1938 quedó explícitamente derogado el Estatuto de Cataluña «en mala hora concedido por la República». En su preámbulo se hablaba de «restablecer un régimen de derecho público, que de acuerdo con el principio de unidad de la Patria, devuelva a aquellas provincias el honor de ser gobernadas en pie de igualdad con sus hermanas del resto de España». Compuesto por dos artículos, en el primero se establecía que la Administración del Estado, la provincial y la municipal se regirían por las normas generales aplicables a las demás provincias, y en el segundo, se consideraban revertidas al Estado la competencia de legislación y ejecución. A su vez, la ley de 8 de septiembre de 1939 completaba las disposiciones de la ley derogadora de abril de 1938, dejando sin efecto todas las leyes, disposiciones y doctrinas emanadas del Parlamento de Cataluña y del Tribunal de Casación. En cualquier orden de las cosas la represión no es que alcanzase en Cataluña un nivel de mayor intensidad que en otros lugares. Pero sí se trató de un represión más selectiva y estudiada, que incorporaba elementos culturales. Se prohibió el uso público del catalán en la Administración, la enseñanza y en los medios de difusión, ya fuera la prensa, la radio o cualquier otro, incluida la publicidad. Así quedó rota la relación entre lengua doméstica y lengua pública. La depuración de los funcionarios de las Administraciones públicas alcanzó unas cotas más altas que en otras partes. Aproximadamente 25.000 personas fueron objeto de esta persecución. Además, la guerra civil y la inmediata posguerra produjeron una fuerte fractura social en Cataluña. Un sector del nacionalismo más conservador de preguerra había apoyado el alzamiento militar, incluso personas que habían figurado en cargos directivos de la Lliga. A este respecto, parece paradigmática la actuación de Cambó, muy importante en lo que se refiere a la imagen exterior de los sublevados durante el conflicto bélico. Borja de Riquer ha señalado que hubo diferentes tipos de apoyo al franquismo: desde el «minoritario apoyo entusiasta» de quienes abdicaban explícitamente de su pasado catalanista, hasta quienes se alineaban en las filas del nuevo Estado por conveniencia económica, y porque aquél garantizaba una paz social en un territorio que había registrado uno de los mayores índices de conflictividad social en el primer cuarto de siglo. Por ello, antiguos miembros de la Lliga ocuparon cargos en el aparato institucional del franquismo. Otra cuestión es que este apoyo se fuera enfriando paulatinamente conforme el régimen acentuaba su versión del nacionalismo español excluyendo cualquier alternativa por modesta que fuera. 34
En el País Vasco no hubo lugar a una derogación explícita del Estatuto de Autonomía que había sido aprobado por las Cortes republicanas el 1 de octubre de 1936, ya que el franquismo nunca reconoció legitimidad y juridicidad a la producción legislativa o de cualquier otros tipo emanada de las instituciones de la República durante la guerra civil. Pero en la práctica, se aplicaron las mismas pautas de represión que en Cataluña al prohibir cualquier atributo institucional, normativo o cultural específico, con el consiguiente retroceso de la cultura vasca y de sus señas de identidad. 2.6. UNA OPOSICIÓN DIVIDIDA, CLANDESTINA Y EXILIADA Desde 1939, la oposición de las organizaciones políticas que habían apoyado a la República se movió en un difícil marco de actuación condicionado por el propio trauma de la derrota que diezmó y dispersó las heterogéneas fuerzas que habían combatido en la guerra. La intensa represión dificultó enormemente la reorganización clandestina en el interior del país. La secuencia de detenciones a lo largo de la posguerra supuso un continuo descabezamiento de dirigentes y el desmantelamiento de organizaciones precariamente constituidas. Ejecutivas y comités dirigentes nacionales, provinciales o locales engrosaron las cárceles. Además, las posibilidades de una plataforma opositora eficaz contra la dictadura se vieron mutiladas por la existencia de distintos y contradictorios proyectos políticos y organizativos, al tiempo que las divisiones internas hacían inviable cualquier estrategia conjunta. El clima de enfrentamientos, recelos y desconfianzas de la guerra civil continuó reproduciéndose en el exilio. Los problemas de hegemonía y las luchas entre organizaciones no quedaron resueltos con el fin de la guerra, sino que, incluso, se intensificaron al sumarse las mutuas acusaciones y responsabilidades sobre las causas de la derrota. A ello se unió las distintas visiones existentes, basadas en experiencias diferentes, entre la clandestinidad del interior y la diáspora del exterior, atravesada además por la evolución de la guerra mundial, que hasta 1943 estuvo marcada por la superioridad en el conflicto de las potencias del Eje. La caída del fascismo italiano en ese año alimentó las expectativas de un cambio político en España. Hasta el final de la guerra mundial, las distintas tácticas opositoras no supusieron ninguna amenaza real para la dictadura. En Londres, Negrín presidiendo los restos de un simbólico gobierno republicano se esforzó, sin éxito, por un reconocimiento británico como gobierno legítimo de España en el exilio. Los comunistas, a su vez, crearon la Junta Suprema de Unión Nacional con la frustrada pretensión de unir a toda la oposición antifascista. En octubre de 1944 nació la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, que aglutinaba a militantes socialistas, republicanos y libertarios, que apostaron por un entendimiento con grupos monárquicos del interior valorando la posibilidad del restablecimiento de una monarquía constitucional en la persona de Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII. En una opción aparentemente contradictoria, la ANFD abrió las espitas de un posibilismo en cuanto a la forma de gobierno, siempre que ello supusiera el retorno a la democracia. Mientras tanto, el mundo del exilio ocupó buena parte de sus energías, sobre todo en Francia, en la militancia dentro de las filas de la resistencia antinazi. El Partido Comunista asentado en Moscú intensificó su referente soviético, después del suicidio de su secretario general José Díaz en 1942, con la concentración de poderes en Dolores Ibárruri, Pasionaria. Era la versión comunista que trató de imponerse sobre
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otras visiones de los comunistas en Sudamérica, Francia o el interior. Por su parte, representantes del partido socialista, Unión Republicana, Izquierda Republicana y Esquerra Republicana de Catalunya, formaron en México el 20 de noviembre de 1943, presidida por Martínez Barrio, la Junta Española de Liberación, que, desde una perspectiva republicana, se alejaba de los planteamientos de los comunistas o de los monárquicos. 2.7. LA GUERRA MUNDIAL. ENTRE LA NO BELIGERANCIA, LA INTERVENCIÓN Y LA NEUTRALIDAD
Los acontecimientos internos entre 1939 y 1942 no pueden —tampoco los posteriores— desvincularse del contexto internacional, sobre todo por el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y las posiciones que fue tomando el nuevo régimen ante el conflicto. Ambos aspectos —luchas por el poder y evolución política interna y la posición española ante la guerra en distintos momentos— se alimentaron mutuamente. Tusell ha desentrañado la complicada madeja de las relaciones del régimen con la evolución del conflicto, en una situación cambiante a la que la dictadura respondió con diversas redefiniciones de su postura. Entre 1939 y 1942, el nuevo régimen no se situó en la neutralidad, sino en una vinculación a las potencias del Eje que, con la vitola de no beligerancia, proporcionó ventajas a esos países y estimó en varias ocasiones las posibilidades de intervención en el conflicto a su lado. A partir de 1942 —con el cambio del panorama de la guerra y el giro de la política exterior representado por Jordana— se inició un complicado camino hacia la neutralidad. En 1939, los lazos con la Alemania nazi y la Italia de Mussolini se habían curtido con la ayuda que estos países prestaron a los sublevados de 1936. Además, eran fuentes de inspiración para los derroteros ideológicos por los que discurría el nuevo régimen, en sus fundamentos antiliberales, antiparlamentarios y en la articulación de un orden nuevo de características totalitarias. La proclividad hacia estos países, sobre todo hacia Italia, era, pues, manifiesta, y compartía además las veleidades expansionistas. Cuando estalló la guerra mundial, la teórica neutralidad de la España de Franco fue más bien un alineamiento con el Eje con el que estaba identificado, pero sin un ánimo de intervención en la guerra. Pero desde abril de 1940, en que Italia decidió entrar en el conflicto, y desde mayo, con la victoria alemana en Francia, el régimen —entusiasmado con la situación y muy próximo ideológicamente a las posiciones italianas— se planteó, con el disfraz de la no beligerancia, la intervención en la guerra. Era la misma prebeligerancia que había mantenido hasta entonces Italia. Ante el paso arrollador de las tropas alemanas, la intervención italiana y la consideración de la situación como irreversible hacia un orden nuevo, buena parte de la clase política del régimen, guiada por Serrano, pensó en una intervención para la obtención de ventajas territoriales con mínimo esfuerzo, sobre todo en el norte de África, que colmaran las aspiraciones expansionistas en función de la idea de Imperio tan ardientemente proclamada. Pero en la práctica, ni España estaba en condiciones de intervenir, después de las traumáticas secuelas de la guerra civil, ni existía unanimidad en el asunto. Altos mandos militares discrepaban de la intervención —por las dificultades que ello entrañaba— oponiéndose al entusiasmo imprudente de Serrano, lo que se convirtió en uno de los aspectos de la lucha por el poder en el seno del régimen. Tusell ha destacado que no fue precisamente alemana la iniciativa para una hipotética
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La entrevista de Bordighera. Serrano Súñer, Franco y Mussolini.
Franco se entrevista con Hitler en Hendaya.
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entrada de España en la guerra, ni sus episódicas presiones la clave esencial, sino que fueron los dirigentes españoles, empezando por Franco, los que plantearon esa posibilidad desde junio de 1940. Pero para la Alemania de Hitler, España era una pieza muy secundaria, sin recursos y sin fuerza, que solicitaba desmesuradas compensaciones en África, incluyendo Gibraltar. Además, Hitler estaba más preocupado en el centro y el este de Europa. En este contexto, la entrevista Hitler-Franco de Hendaya de octubre de 1940, aireada por la propaganda del régimen como un éxito de Franco que evitó las presiones alemanas para entrar en la guerra, demostró por el contrario el escaso interés alemán, que obtuvo un protocolo de compromiso sin fecha para que España se incorporara al conflicto. Las escasas compensaciones —en términos territoriales y de ayuda militar y alimentaria— que Alemania ofrecía, dilataron una cuestión que fue clausurada por Alemania cuando a principios de 1941 Hitler pensaba más en los Balcanes y en Rusia. Hasta junio de 1941, los italianos tampoco estaban muy interesados en la intervención de España, a la que veían como un competidor en un hipotético reparto del Mediterráneo, a pesar de la vocación intervencionista que Franco confirmó a Mussolini en Bordiguera en febrero de 1941. En junio de 1941, la ofensiva alemana contra Rusia alimentó el entusiasmo proEje de los dirigentes del régimen, toda vez que el sustento ideológico y el argumento central de la sublevación de 1936 era el anticomunismo, asignando a Rusia la causa de los males del país. El régimen aportó una División de Voluntarios —División Azul— que operó con unos 18.000 hombres en la campaña de Rusia hasta 1944. Con la División Azul marcharon los voluntarios más entusiastas y militantes, y en los hielos de Rusia quedaron buena parte de ellos, cuyo radicalismo y espíritu revolucionario en su versión totalitaria hubieran resultado muy incómodos a Franco. En 1942, los cambios en el escenario de la guerra mundial y la evolución de la política interna española orientaron la posición del régimen hacia la neutralidad, sin abandonar la identificación con el Eje. Ello quería decir que ya no era prebeligerante. El camino no fue lineal y estuvo sujeto a dificultades. Por un lado, Estados Unidos había entrado en el conflicto y los aliados tomaban la iniciativa de la guerra, que se trasladó en uno de sus focos principales al norte de África. Por otro, la caída de Serrano significó la llegada al Ministerio de Exteriores de Jordana, partidario de una situación de neutralidad, y, con él, la lenta mutación de los dirigentes del régimen hacia esas posiciones. Respecto a las potencias del Eje, España redujo las facilidades de todo tipo que hasta entonces había concedido. Pero para Alemania, el papel de España seguía siendo irrelevante. En 1943 firmó un convenio por el que la mitad de las importaciones españolas serían de armas para defenderse en el caso de invasión aliada, y a cambio obtenía mayores cantidades de volframio de notable importancia estratégica. Italia, sin embargo, sí contempló entonces con mayor concreción la posibilidad de la intervención española, sobre todo para utilizar su suelo en una hipotética contraofensiva de Hitler, que nunca se produjo. A lo largo de 1943, la evolución de la guerra fue plegando aún más las posiciones españolas hacia la neutralidad, sobre todo después de la caída del régimen de Mussolini en julio, que había sido el modelo totalitario más venerado. La neutralidad había sido lenta y escasamente convincente, y la excesiva proclividad al Eje le iba a pasar factura al régimen. Desde 1944, los aliados orientaron su actitud hacia el aislamiento de un país comprometido con el Eje y lento y ambiguo en recuperar la neutralidad.
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CAPÍTULO III
El nacionalcatolicismo, la monarquía de Franco y la nueva imagen del régimen (1945-1951) 3.1. EL TERCER GOBIERNO DE POSGUERRA Y EL BARNIZ CATÓLICO El tercer gobierno del régimen quedó constituido el 18 de julio de 1945. El final de la guerra mundial, las incertidumbres que se abrían al régimen y las redobladas expectativas de la oposición, hicieron que Franco, sin abandonar la práctica del equilibrio, intentara dotar al régimen de un barniz católico. Hasta esa fecha las disputas internas y el equilibrismo político de Franco se habían establecido sobre todo a dos bandas: falangistas y militares, mientras que el resto de intereses monárquicos, tradicionalistas o católicos, habían tenido una presencia testimonial. En 1945, la toma de posiciones de los aliados y después la de la recién creada ONU presagiaban tiempos difíciles para Franco, condenado formalmente a una situación de aislamiento. Al mismo tiempo, sectores del régimen permanecían muy inquietos por la interinidad institucional y la monarquía cobraba enteros como alternativa organizativa del Estado, aunque las diferencias sobre su contenido eran visibles. Así, Franco, sensible a una situación que podía alterar su dictadura, recurrió al núcleo de católicos que estaban dispuestos a colaborar en el remozamiento del régimen. Con ello trataba de proyectar una nueva imagen hacia el mundo occidental que precisamente tenía en los católicos —en su versión de la democracia cristiana— parte de los fundamentos ideológicos de la edificación de sus Estados democráticos, sobre todo en los países que como Alemania e Italia habían abandonado regímenes totalitarios. Imagen que supuestamente suavizaba las proclividades totalitarias que el régimen había aireado hasta entonces. Pero en el ámbito interno, Franco volvió a aprovechar una baza esencial: las «familias» políticas no eran grupos cerrados, ni compactos, ni con programas precisos, y estaban atravesadas de relaciones clientelares y personales, en cuya cúspide se situaba el dictador. Lo mismo que los militares habían sufrido un proceso de depuración, cuyo resultado era la consolidación de los militares vinculados a Franco, pero no como poder colegiado —y aún seguirían depurándose los elementos más incómodos—, y los falangistas habían sido instrumentalizados mientras sus elementos radicales quedaban en la marginación, los católicos contaron para el poder, pero en las claves que el dictador contempló. En general, se trataba de aprovechar el capital político del que eran herederos los círculos católicos y sus fórmulas asociativas —como Acción Católica—, que arrastraban buena parte de las consignas del que fuera el parxxxxx 39
tido de masas de la derecha durante la República, la CEDA. Al mismo tiempo, con ello encajaban los atributos del nacionalcatolicismo, que servía de soporte universal para un régimen proclamado ferviente defensor del catolicismo y que no dejaba de abundar en las esencias católicas de la Patria. De derechas y católicos, precisamente las dos vitolas que sociológicamente habían alimentado la España de la sublevación. Sobre ellas, Franco proyectó una nacionalismo exacerbado vinculado a su persona y aprovechó una querencia por la valoración de la seguridad, que aglutinaron en términos de lealtad estas bases sociológicas. Para los católicos dispuestos a colaborar significaba la posibilidad de limar algunos aspectos del régimen —en su política de prensa, educación o sindical—, pero sin cuestionarlo, sobre todo apartando las claves falangistas, además de una definición monárquica y una cierta tolerancia, aunque no en el sentido de la democracia política. Sin embargo, significados líderes de la vieja CEDA, como Gil Robles o Giménez Fernández, partidarios de una restauración monárquica o abanderados del catolicismo social, fueron críticos con esas posiciones. El concurso que utilizó Franco de los católicos era la dosis y la versión de la fórmula católica que el dictador necesitaba, lo mismo que había hecho con falangistas y militares y lo haría dos años más tarde con los monárquicos. De todas formas, ese barniz católico no puede medirse cuantitativamente por las dos carteras ministeriales asignadas, sino por su significación y proyección en otros niveles del poder. De hecho, Falange seguía con su cuota de representación —cuatro ministerios: Gobernación, Agricultura, Justicia y Trabajo. Eso sí, desaparecía como Ministerio la Secretaría General del Movimiento, siguiendo la lógica apuntada, sin suponer la pérdida real de las posiciones falangistas. Pero el mayor peso de los católicos quedaba expresado en la cartera de Educación, en la que continuaba Ibáñez Martín y, sobre todo, en el ministerio de Asuntos Exteriores, ocupado por Martín Artajo, reflejo de esa nueva imagen que el régimen pretendía trasladar al exterior en tiempos de aislamiento, además del general Fernández Ladreda, de pasado cedista. Mientras, los militares de Franco seguían ocupando sus carteras correspondientes, y se apreciaba otro cambio de importancia: la ausencia de los monárquicos conservadores o carlistas, salvo por la presencia del monárquico Benjumea, más por su perfil técnico, en un momento en que personajes del régimen y sectores del exilio redoblaban las aspiraciones de una solución monárquica y, sobre todo, del retorno del heredero borbónico. 3.2. LA IMAGEN POPULISTA DEL RÉGIMEN. FUERO DE LOS ESPAÑOLES Y REFERÉNDUM El cambio de gobierno iba envuelto en una secuencia normativa —particularmente activa, que contrastaba con la costumbre de Franco de dilatar las cuestiones y salpicar las decisiones en el tiempo— encaminada en la misma dirección de sortear las dificultades abiertas en 1945, en las que se entremezclaban las cuestiones internas con el panorama internacional. El 16 de julio de 1945 fue publicado el Fuero de los Españoles, aprobado por aclamación de las Cortes Orgánicas. Tercera Ley Fundamental, pero esta vez elaborada en un contexto exterior muy distinto. Era, pues, el momento más delicado para la supervivencia del régimen en términos internacionales, una vez derrotadas las potencias totalitarias y mientras la ONU había aprobado el mes anterior la exclusión de candidaturas para ingresar en el organismo que tuvieran el carácter totalitario, y la conferencia aliada de Potsdam, inaugurada el 17 de julio de aquel año, hacía lo propio. La xxxxxxxxx 40
textura fascista del régimen había ido matizándose desde 1943 y ahora trataba de proyectar un alejamiento de las posturas mantenidas con el Eje, sin que eso variara los fundamentos de una dictadura que se esforzaba, pues, por aligerarse de los ropajes fascistas propios de su primera época. De hecho, más por su símbolo que por su contenido, fue significativo el fin de la obligatoriedad del saludo fascista el 11 de septiembre, hasta entonces propio de la iconografía del régimen. Aún había sido más significativo, como se ha señalado, el cambio de gobierno de ese mismo mes de julio con la vocación menos falangista, siempre en un calculado equilibrio, dando entrada a una cualitativa representación del sector católico. El Fuero de los Españoles consistía en un especie de tabla de derechos y deberes que tamizaría el perfil netamente totalitario, pero muy alejados en su naturaleza y garantías de los establecidos en los países democráticos o en la Declaración de Derechos Humanos realizada por la ONU meses más tarde. Para empezar, porque su relación es muy limitada —faltan aspectos básicos como la abolición de la pena de muerte y de la tortura, o está ausente cualquier referencia a la no discriminación por razones de sexo, edad, o raza—, pero sobre todo por el origen de los derechos. Según la filosofía expuesta no se trataba de derechos inherentes a los ciudadanos por el hecho de serlo y, por tanto, ilegislables e imprescriptibles, sino de una concesión del dictador, una especie de carta otorgada que tenía su origen en la expresión «vengo en disponer». Y aunque se explicitaba que el texto era amparador de las garantías de los derechos y deberes, en la práctica tales garantías eran inexistentes, por cuanto su ejercicio no podía cuestionar los principios de la dictadura. Se ponía de manifiesto, pues, el aspecto cualitativo que diferenciaba los Estados totalitarios de los democráticos en cuanto a derechos se refiere, ya que los poderes públicos en estos últimos tenían como función esencial garantizarlos y no concederlos con múltiples cortapisas. Se establecía la igualdad ante la ley, el derecho al honor personal y familiar, o el derecho de educación, el trabajo o la propiedad, pero un conjunto de derechos quedaban matizados hasta quedar desnaturalizados: libertad de creencias pero «no se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión católica»; libertad de expresión «mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado»; inviolabilidad del domicilio «a no ser con mandato de la autoridad competente» sin referencia a la autoridad judicial; libertad de reunión y asociación «para fines lícitos y de acuerdo con lo establecido por las leyes». La libertad de expresión, la inviolablidad de la correspondencia y del domicilio, la libertad de residencia, la libertad de reunión y asociación y el artículo que fijaba un plazo máximo de detención de setenta y dos horas, podían quedar explícitamente suspendidos por el gobierno total o parcialmente mediante decreto-ley. Además, el ejercicio de los derechos no podría atentar a la «unidad espiritual, nacional y social de España». De todas formas, la relación nominal de derechos contrastaba con la imposibilidad de su práctica. En todo este conjunto tampoco se hacía referencia a la forma de Estado, siempre nombrado de forma genérica y ambigua, evitando cualquier fisura en los equilibrios de las opciones políticas que rodeaban al régimen sin imponerse ninguna sobre las otras. Por el momento se consideraba prematura la adopción de la forma monárquica, en unas circunstancias, 1945, en que las aspiraciones de Juan de Borbón y la plataforma del exilio que se movía en torno suyo eran consideradas por las potencias aliadas como alternativa pactada a la dictadura. La secuencia legal que pretendía en 1945 dar una imagen institucionalizada más lejana de los pesados lastres de la fascistización de la retórica del Fuero del Trabajo xxxxxxx 41
de 1938 o de los Principios de FET de las JONS de 1937, tuvo también su expresión en la Ley de Referéndum de 22 de octubre de aquel año. Según esta ley, el jefe del Estado podría someter a referéndum los proyectos de leyes elaborados por las Cortes, «en todos aquellos casos en que, por la trascendencia de leyes o incertidumbres en la opinión, el jefe del Estado estime la oportunidad y conveniencia de esta consulta». La práctica de este tipo de consultas fue escasa, la primera con motivo de la Ley de Sucesión de 1947, pero sirvió al régimen de acto colectivo de exaltación y apoyo, convenientemente controlado, que proyectó unos índices artificiales de adhesión —por las características de la consulta, de la participación y de la manipulación de resultados— más allá de los márgenes reales de apoyo social a la dictadura. Era entendido como la consulta paternal del dictador que quería contar con la nación en los asuntos de trascendencia. Para la propaganda interna del régimen fue eficaz, pero para el exterior esta secuencia legal apeada de anteriores retóricas no impidió la condena del régimen ni la retirada de embajadores. Un momento difícil que la dictadura quiso contrarrestar tratando de mostrar al exterior un apoyo incondicional y una supuesta adhesión inquebrantable de la población, con la organización de una masiva concentración patriótica en la plaza de Oriente de Madrid el 9 de diciembre de 1946, inaugurándose así el espacio simbólico por excelencia del franquismo que se reproducirá, acudiendo a la mística del orgullo nacional, toda vez que la dictadura sea reprobada desde el exterior. 3.3. LAS ESTRATEGIAS DE LA OPOSICIÓN La finalización de la guerra mundial, con la derrota de las potencias totalitarias y el nuevo orden diseñado por los aliados, abrió las esperanzas de la oposición al régimen franquista, que se vio aislado internacionalmente. Las expectativas se multiplicaron y con ellas las estrategias se diversificaron aún más y se hicieron más complejas. Para el movimiento libertario español, el periodo 1945-1950 significó su definitivo canto de cisne. La que había sido la organización de masas más poderosa en los años 30, seguía presa de sus disensiones internas, no sólo en la práctica de la oposición, sino en sus fundamentos ideológicos. Se perfilaron tres sectores: el apolítico, heredero de una cultura anarquista de acción directa que realizaba su oposición a través del atentado puntual o las de tácticas guerrilleras; los partidarios de crear un partido político de corte sindicalista, y quienes plantearon una aproximación a los elementos más radicales del nacionalsindicalismo falangista. Esta ambientación facilitó la labor de la represión con sucesivas caídas de sus activistas y militantes más significados. La falta de cobertura internacional, como la poseían comunistas y socialistas, también propició el declive del anarcosindicalismo español. Sin embargo, el sujeto principal de la represión fueron los militantes comunistas. Su disciplina, grado de organización y la capacidad para proyectar sus actividades a través de sus aparatos de propaganda y proselitismo constante, hicieron que la dictadura los considerara sus principales enemigos. Para un régimen que había basado su principal argumento en un visceral anticomunismo, la represión de los comunistas se convirtió en un valor rentable en los comienzos de la guerra fría. Por otra parte, el PCE, vinculado a Moscú, con pretensiones de hegemonía y con opciones propias, quedó aislado del grueso de la oposición exterior, que igualmente valoró el anticomunismo como capital político ante el nuevo contexto internacional de guerra fría. En xxxxxxxx 42
todo ello, además subyacía la memoria reciente de la guerra civil en el bando republicano. Los comunistas fueron los principales impulsores de la lucha guerrillera que ya había existido desde 1939 de forma dispersa aprovechando la orografía del país. En octubre de 1944, coincidiendo con la liberación de Francia, resistentes comunistas españoles invadieron el valle de Arán. La operación se saldó con un fracaso que no significó el fin de esta táctica, cuya máximo de intensidad se dio entre 1946 y 1948, para decaer progresivamente hasta convertirse en algo episódico a partir de 1952. Con los últimos compases de la década, la acción guerrillera se hizo compatible con otras tácticas, favorecidas por los primeros recambios de cuadros dirigentes, como el aprovechamiento de las estructuras sindicales franquistas con la práctica del entrismo y la aproximación a otras fuerzas políticas en lo que se acabaría denominando política de reconciliación nacional, puesta en marcha en la década siguiente. En el exterior, el fin de la guerra mundial significó el intento de reorganizar institucionalmente la República en el exilio mexicano, tratando de presentarse ante las potencias vencedoras como el régimen legítimo de España. Esta institucionalización se verificó con la reunión de los restos de las Cortes republicanas en agosto de 1945, que eligieron a Martínez Barrio presidente de la República. Pero este hecho no supuso ni mucho menos la unidad en el campo republicano. Ya por estas fechas, el dirigente socialista Prieto planteaba claramente la accidentalidad de la forma de gobierno de una posible recuperación de la democracia en España, lo que suponía sólo un apoyo precario del partido socialista al restablecimiento de la República. De hecho, este intento republicano se situaba más bien en claves emocionales, pero con una visión distorsionada de la realidad, carente de apoyos internacionales —excepto México— y con escasísimas posibilidades de triunfar o al menos de tener eco en el contexto internacional. Por eso los socialistas, sin desvincularse de esta situación, emprendieron una vía posibilista que los llevó a aproximarse a Juan de Borbón. En noviembre de ese año, Giral, encargado por Martínez Barrio, formó un gobierno en el exilio en el que estaban presentes todas las fuerzas políticas del exilio, incluidos los comunistas. Pretendida unidad más aparente que real, ya que los socialistas y los comunistas, con sus respectivos referentes internacionales, planteaban otras opciones, mientras los republicanos quedaban arrinconados en la defensa nostálgica de unos símbolos sin peso específico en la coyuntura internacional de la época. Aún más, en el interior, el gobierno de la República pasó casi desapercibido para la misma oposición. A Giral le sucedió a comienzos de 1947 el socialista Rodolfo Llopis como jefe de Gobierno. Fórmula igualmente transitoria hasta el mes de agosto, en que los socialistas se retiraron del gobierno, en un momento en que la carta monárquica cobraba enteros. Sin los socialistas, el siguiente gobierno de la República, apoyado únicamente por republicanos, quedó definitivamente aparcado. El legitimismo republicano languideció en México durante las décadas siguientes. Apoyado por la Internacional Socialista, y aprovechando los vientos favorables hacia el socialismo democrático en la posguerra europea, el PSOE ocupó un papel significativo en la hipótesis del restablecimiento de la democracia en España desde 1946 hasta el final de la década. Prieto se convirtió en el líder indiscutible del partido. Su labor organizativa, el relevo generacional y la atracción de militancia en el exilio, sobre todo en Francia, consiguió que el partido cerrara filas en torno suyo, y que los negrinistas desaparecieran de sus cuadros dirigentes. Basado en un radical anticomunismo, muy rentable en los albores de la guerra fría, y en un posibilismo en cuanto a las formas de gobierno cada vez más acentuado, Prieto mantuvo una postura equidistanxxxxxx 43
te entre el restablecimiento de la república o el de la monarquía, que acabó por inclinarse en esta última dirección. 3.4. LA ALTERNATIVA MONÁRQUICA Se ha insistido en que si existió un peligro exterior para el régimen a la altura de 1946 fue la hipótesis de una restauración de la monarquía en la persona de Juan de Borbón, y de ello era consciente Franco, que, a partir de este momento, planteó su estrategia más para controlar esta situación que para ocuparse de la República en el exilio. Esta alternativa había tomado cuerpo con el manifiesto de Lausana de 1945 y con el traslado del pretendiente borbónico a la ciudad portuguesa de Estoril en febrero de 1946. Pero una restauración de la monarquía exigía la creación de un sólido entramado político que le sirviera como base. Y quizás Juan de Borbón no era la persona idónea para resolver esta cuestión. La búsqueda de apoyos se orientó hacia la derecha y hacia la izquierda no comunista. En el primero de los casos significaba la aproximación de los carlistas, y a ello se ofreció el conde de Rodezno, que en febrero de 1946 firmó las bases de Estoril, por las que una parte del carlismo reconocía la legitimidad de Juan de Borbón. Pero también la atracción de las elites económicas, sociales y militares del interior que se proclamaban monárquicas, pero que en última instancia no estaban dispuestas a romper con el franquismo, ya que su modelo restauracionista pasaba por un pacto, que cada vez se hizo menos posible, entre Franco y D.Juan. Para estas elites pesó más la garantía de tranquilidad social que garantizaba el general que una aventura política cuyos objetivos encerraban mucha incertidumbre. Igualmente, la búsqueda de un sólido apoyo político para su alternativa pasaba por la aproximación a la izquierda no comunista, es decir, al sector moderado de la CNT y, ante todo, al partido socialista. Ya hemos señalado el posibilismo de Prieto, pero también su presencia en las instituciones republicanas de México. Prieto tardó en definirse por entero a favor de una solución monárquica. Por su parte, la posición de Juan de Borbón era posibilista con el objetivo central de la restauración de la corona independientemente de sus contenidos políticos, esto es, restauración no equivalía necesariamente a un régimen democrático. Lo principal era la institución, lo que llevaba a una ambivalencia de posiciones, desde el acuerdo con los socialistas basta el pacto con Franco, lo que restó posibilidades de una alternativa sólida. Teniendo en cuenta la conjunción de estos elementos, la alternativa juanista fue perdiendo paulatinamente fuerza. Franco no perdió nunca el control de la situación. Su juego era más simple: acentuar su poder personal, siempre y cuando encontrase una fórmula política que pudiera ser aceptada por las potencias vencedoras de la guerra mundial para que disminuyeran la presión sobre su régimen. Franco había ganado tiempo, las cancillerías extranjeras le empezaban a contemplar en 1947 de forma diferente que en 1945. Además, supo sacar provecho de la exaltación del nacionalismo, convirtiendo ante la opinión pública española el rechazo a su persona en rechazo a España, como demostró la concentración de diciembre de 1946 contra la resolución condelatoria de la ONU. La causa monárquica había perdido su gran oportunidad. Era una solución bien vista en los países europeos, sobre todo en Londres. Incluso la dictadura salazarista de Portugal acogía en su territorio al heredero Borbón y sus consejeros. Estos se acogieron a la idea de un pacto con Franco como un relevo controlado. Esta idea de cesión xxxxxxxx 44
estaban dispuestas a aceptarla las elites monárquicas del país, pero no un enfrentamiento con Franco. Los monárquicos tenían como objetivo común el restablecimiento de la institución, pero no a costa de tal enfrentamiento. Fracasó, pues, la atracción sociológica que desde Estoril se pretendía. La heterogeneidad de los monárquicos, la doble estrategia de acercamiento hacia la derecha y la izquierda, el cambio de la situación internacional, hicieron que Franco tomara la iniciativa, si es que la había perdido alguna vez. En 1947 Franco estableció, como se ha visto, la monarquía como forma de gobierno a partir de la Ley de Sucesión. Pero no la restauración, sino la instauración de su monarquía. 3.5. LA MONARQUÍA DE FRANCO El 6 de julio de 1947 se puso en marcha la mecánica del referéndum para someter a votación precisamente una pieza maestra de la dictadura, la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, convertida en una Ley Fundamental que declaraba a España como Reino y determinaba las normas que regulaban la sucesión a la jefatura del Estado. Todo un golpe de efecto y de sagacidad política, en pleno aislamiento internacional y de incomodidad e incertidumbre de las familias políticas, que fijaba una forma de Estado, pero con tales características de ambigüedad que contentaba a las distintas opciones de apoyo al régimen sin cuestionar la esencia de la dictadura, y además se legitimaba con el populismo exhibido en el referéndum. Esta ley constituyó un antes y un después en la evolución del régimen como un instrumento de consolidación interna. En el referéndum participaron 14.145.163 votantes, y de ellos votaron afirmativamente 12.628.983, equivalentes al 82,34% del censo electoral y el 93% de los votantes, frente a 1.070.400 votos negativos, blancos y nulos. Todo un ejercicio plebiscitario, alimentado por la propaganda del régimen, que vivía días de exaltación nacionalista como habían puesto de manifiesto las respuestas ante el boicot internacional. La Ley de Sucesión, propuesta por las Cortes y consultada a la nación, pero dispuesta por Franco, consolidaba institucionalmente y de forma vitalicia la estructura dictatorial de poder personal al exponer sin parquedad que «la jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos don Francisco Franco Bahamonde». El Estado quedaba definido como «católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino». Con estas ambiguas pero certeras premisas no colmaba expresamente las aspiraciones de ninguno de los grupos políticos y clanes de apoyo a la dictadura —falangistas, católicos, monárquicos, tradicionalistas...—, pero tampoco descartaba ninguna posibilidad y animaba las expectativas de todos. No se hablaba de dinastías, incluso la sucesión podía establecerse en una persona no vinculada a ninguna. De hecho, todos los mecanismos sucesorios tenían un hilo conductor, la decisión de Franco, y una legitimidad de nuevo cuño, los principios fundamentales, es decir la situación surgida por el levantamiento militar de 1936, pero no derechos históricos previos de dinastía alguna. Un falangista, un Borbón, un carlista o un militar podrían ser titulares del Reino. El atributo católico era bien recibido por el grupo que había adquirido notoriedad sobre todo desde 1945, y los términos social y representativo —en sus términos orgánicos de representación natural de familia, municipio y sindicato—, acordes con el tono populista del régimen o con los términos falangistas de la revolución pendiente.
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La ley inauguraba dos instituciones derivadas de la nueva situación: el Consejo de Regencia y el Consejo del Reino. El primero tenía como cometido la asunción de poderes del jefe del Estado en caso de vacante, formado por el presidente de las Cortes, el prelado de mayor jerarquía y el capitán general de mayor antigüedad. El segundo, el Consejo del Reino, estaba encargado de asistir al jefe del Estado «en todos aquellos asuntos y resoluciones trascendentales de su exclusiva competencia». Carácter consultivo no vinculante para las decisiones de Franco, quien se reservaba el nombramiento de su heredero. Aunque se establecía que las Cortes debían aprobarlo, el dictador disponía de la capacidad de revocar la designación, incluso después de su aprobación en Cortes. En caso de la muerte del jefe del Estado sin haber sido designado sucesor, prevalecía en la decisión del gobierno y del Consejo de Regencia «una persona de estirpe regia», pero podría ser cualquier «personalidad que por su prestigio, capacidad y posibles asistencias a la nación deba ocupar este cargo». En todo caso, el nuevo rey o regente debía jurar las Leyes Fundamentales y lealtad a los Principios del Movimiento Nacional. Por el momento, todos los apoyos internos redoblaban sus aspiraciones, mientras quedaba mutilada la posibilidad de una alternativa monárquica representada por Juan de Borbón en las filas de la oposición. Franco había sellado aún más su poder personal, hasta el punto de institucionalizar su sucesión, en un régimen que iba depurando su vitola específica de «franquismo». 3.6. EL AISLAMIENTO EXTERIOR Y SU RUPTURA A pesar de que la política de neutralidad había sido el horizonte teórico desde 1943 y de que el régimen proporcionó alguna ventaja estratégica a los aliados, en mucha menor proporción desde luego que lo había hecho con el Eje, la dictadura se encontró con una difícil situación de aislamiento incluso antes de la finalización de la guerra. Su colaboración con el Eje y su lenta y ambigua mutación hacia la neutralidad, con un sistema político inequívocamente dictatorial, hacía que todas las bazas de su situación internacional se orientaran al acorralamiento. Durante la reunión de San Francisco en junio de 1945, donde se gestaba el nacimiento de la ONU, no se pudieron esbozar peores pronósticos para el régimen de Franco a corto plazo. En aquella reunión prosperó la iniciativa de México —el país que acogió la sede del gobierno republicano español en el exilio y que nunca reconocería al régimen de Franco—, por la que no serían admitidos en la ONU los países que habían estado en la órbita del Eje. Acuerdo que tomó mayores dimensiones cuando, en la misma dirección, los aliados en la Conferencia de Potsdam de agosto del mismo año declararon su postura de no admitir una candidatura de España para formar parte de la ONU. En esta lógica, durante 1946 el régimen estaba agobiado internacionalmente y, de hecho, parecía abocado a un callejón sin salida. En febrero de ese año, la ONU materializó su opinión mayoritaria sobre el régimen con una resolución de condena, y, por fin, el 12 de diciembre de 1946, la Asamblea del organismo aprobó una nueva resolución —con la oposición sólo de 6 votos de un total de 53— por la que recomendaba la prohibición de que España formara parte de los organismos internacionales —sobre todo las agencias de la ONU— y la retirada de embajadores, además de amenazar con otras medidas en caso de que el régimen no alterara sus fundamentos. Era la culminación simbólica de una situación de hecho. En España sólo quedaron los embajadores de Portugal, Suiza e Irlanda, aparte del Nunxxxxxxx 46
cio del Vaticano. Además, desde el 28 de febrero Francia había cerrado la frontera interrumpiendo cualquier intercambio con España. Los aliados en su conjunto habían etiquetado al régimen como fascista y todos en mayor o menor medida confluyeron en 1945 y 1946 en esta dirección. Sobre todo, los países comunistas, y a la cabeza la URSS y Polonia, proponiendo también la ruptura de relaciones comerciales. A principios de diciembre de 1946, el gobierno de Franco entregó una nota al encargado de negocios de Estados Unidos en Madrid, con motivo de la moción que este país presentó respecto a España en la ONU y que cuajaría en la citada resolución del día 12. En ella se reflejan los argumentos que esgrimieron los aliados en la ONU y la respuesta que el régimen puso en boca del pueblo español, al decir que el pueblo español rechaza el calificativo de fascista... pues el régimen no tiene nada que ver con los sistemas totalitarios por ser un régimen que respeta las libertades fundamentales de la persona humana y en el cual el ejercicio de la autoridad se halla ajustado a Derecho... El pueblo español sabe que el régimen implantado el 18 de julio de 1936 no le ha sido impuesto por la fuerza... El pueblo español niega que su régimen deba la existencia a la ayuda de los países del Eje... El pueblo español no admite la afirmación de que su régimen no le represente... El pueblo español niega que el régimen estorbe la participación de España en Naciones Unidas... El pueblo español rechaza la imputación de que su gobierno no respeta las libertades individuales...,
para culminar con el argumento central que tanto rentabilizará el régimen en su discurso de exaltación del nacionalismo: El pueblo español repele con energía la intromisión en sus asuntos internos; el atacar desde fuera sus instituciones; el excitarle a la subversión y a la revuelta, y el dictarle desde el extranjero el camino que debe seguir.
Era la demostración más palpable del inútil intento que desde 1943 hizo por desmarcarse de las potencias del Eje y de proyectar una versión del régimen alejada de la realidad. Difícil empresa de dar una nueva imagen de la dictadura. La ruptura del aislamiento no pasaba por el estéril esfuerzo de las notas diplomáticas plagadas de anacronismos para refutar las acusaciones contra el régimen. Esta situación tan comprometida —en el momento en que una amenaza de oposición conjunta en torno a D. Juan parecía tomar cuerpo— sin embargo empezó a suavizarse desde 1947, desde varios planos, todos entremezclados. Para empezar porque las potencias occidentales estaba presas de un doble juego. Por un lado, estaban las declaraciones críticas contra el régimen, la retirada de embajadores, y la posición favorable al aislamiento fundamentada en el carácter dictatorial del régimen y en su colaboración pasada con el Eje. Pero por otro, también pesaban los intereses económicos y estratégicos, que limitaban la política de aislamiento. Particularmente comprometidos quedaron los intereses económicos franceses con el cierre de la frontera. Gran Bretaña, por su parte, no veía con buenos ojos una hipotética inestabilidad en la península que amenazara la columna vertebral estratégica y comercial de Gibraltar. En términos económicos muchos países continuaron con relaciones comerciales a través de sus encargados de negocios. Además, para los países occidentales, en una política sintonizada por Gran Bretaña, les interesaba un retiro pactado de Franco, cuyo relevo podría ser una monarquía constitucional. Pero una cosa era propiciar esa xxxxxx 47
situación y otra comprometerse en una intervención de mayor alcance y en un enfrentamiento con Franco capaz de provocar un marco de inestabilidad. Así, el pragmatismo primó sobre las declaraciones de principios en un aislamiento que en realidad no fue total. En segundo lugar, a lo largo de 1947 las diferencias entre los vencedores de la guerra mundial empezaron a mostrarse como antagónicas y a diseñarse lo que a partir de esas fechas se etiquetó como guerra fría y política de bloques. Y ese nuevo marco de las relaciones internacionales condicionó notablemente las posiciones respecto al régimen de Franco. Las cuestiones ideológicas empezaron a ceder terreno a las consideraciones geoestratégicas hasta que éstas se acabaron imponiendo en los últimos compases de la década, para valorar a la dictadura como un régimen anticomunista. Fue paradigmática la posición de Estados Unidos, que compartió el radicalismo verbal contra la dictadura con una visión militar y estratégica que asignaba a España un papel notable en el flanco sur de Europa frente al bloque liderado por la URSS. Y con esta visión fueron los Estados Unidos lo que iniciaron un lento relevo de la posición respecto al régimen, para impulsar al final de la década la ruptura del aislamiento y bendecirla con el tratado que firmarían con España en 1953. Se atribuye a Franco la habilidad de un estratega que supo ver antes de tiempo la ruptura de los aliados, por lo que su política fue la de ganar tiempo. Lo cierto es que estas circunstancias le favorecieron, pero entonces su política no hizo otra cosa que aguantar el temporal del repudio internacional, no por una sutil lectura de las relaciones internacionales, sino porque su práctica habitual era la de mantener largo tiempo sus posiciones, y en 1945 no podía hacer otra cosa que esperar. Otra cuestión es que estas nuevas circunstancias le acabaran favoreciendo. En tercer lugar, Franco tomó la iniciativa diplomática allí donde únicamente podía tomarla. Se arrimó a Portugal, a los países hispanoamericanos y a los países árabes. Mantuvo una sintonía con el Portugal de la dictadura salazarista apelando al pacto ibérico, con la compensación de mantener su embajador. Pero sobre todo estrechó vínculos con los países hispanoamericanos, que, si bien en el caso de Panamá o México habían manifestado una beligerancia diplomática hacia el régimen, en su mayoría tendieron puentes a Franco con notable alivio para la dictadura. De hecho, los únicos seis países que habían votado en contra de la resolución de la ONU habían sido de este continente. Y desde 1947 un goteo de apoyos fueron sumándose de otros países de la zona. El régimen entremezcló su diplomacia en términos de política cultural, proyectando la idea de Hispanidad y de Madre patria, que institucionalmente cobró impulso con la puesta en marcha del Instituto de Cultura Hispánica en 1945. La España de Franco apeló a estos vínculos de comunidad espiritual y de tono paternalista con los países hispanoamericanos para sacar una notable rentabilidad en época de aislamiento. El caso más importante de tales apoyos fue el de la Argentina de Perón, que envió su embajador, proporcionó ayuda crediticia y un convenio comercial a principios de 1947 que supuso una válvula de oxígeno para la España aislada y autárquica con dificultades de abastecimiento. Todo ello culminó con la firma del protocolo Franco-Perón en abril de 1948. Por su parte, los jóvenes países árabes aliviaron también la situación internacional del régimen, que invocó los vínculos históricos y aprovechó su oposición a la creación del Estado de Israel. Para terminar, ya se ha visto cómo no cuajó una alternativa sólida de oposición interior articulada en torno a Juan de Borbón, y la iniciativa de Franco abortó esas posibilidades y arbitró la fórmula de la Ley de Sucesión de 1947 dando un paso muy imxxxxxx 48
portante en su consolidación. Pero, además, el acoso internacional sirvió de revulsivo —y de ello fueron conscientes las cancillerías aliadas— para la exaltación del nacionalismo que nutrió los apoyos sociológicos del régimen y labró una oposición visceral a lo que fue entendido como una injerencia del exterior. Franco desplazó así los fantasmas hacia la conspiración internacional, en sintonía con el discurso de la constante amenaza internacional judeo-masónica y comunista. Así, las medidas habían sido poco efectivas, y los criterios comerciales y estratégicos de los países cada vez pesaron más en la consideración del régimen. A lo largo de 1948 se intensificaron las relaciones comerciales, y se produjo la reapertura de la frontera francesa. En 1949 más de una decena de países mantenían relaciones diplomáticas con el régimen, y Estados Unidos, ya en plena guerra fría, había aumentado sus gestiones para el acercamiento y la normalización de relaciones. En noviembre de 1950, una nueva resolución de la ONU revocó las recomendaciones de cuatro años antes, con lo que se inició un proceso de ruptura formal del aislamiento a principios de los años 50.
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CAPÍTULO IV
La España de la autarquía 4.1. EL DEBATE SOBRE LA POLÍTICA ECONÓMICA AUTÁRQUICA Al terminar la guerra civil se consolidó un tipo de política económica, cuya originalidad ha sido a veces destacada de forma exagerada, la autarquía económica. Hasta 1951, al menos, el nuevo Estado persiguió con ahínco una política de autoabastecimiento a cualquier nivel considerado, fuertemente dirigida por el poder político. Se ha discutido hasta la saciedad el porqué de tal política. Cualquier análisis debe resolverse a la luz del entrecruzamiento de múltiples variables: ¿fue un fin en sí mismo, es decir, objetivo consciente de una estrategia económica perfectamente diseñada?, ¿representó la plasmación práctica en economía de los principios ideológicos falangistas?, ¿se trató de una política económica en función de una realidad heredada de la guerra civil y por tanto inevitable?, o ¿fue la culminación comprensible de un proceso iniciado con los virajes nacionalistas de política económica desde finales del siglo XIX? Podría argumentarse que la autarquía estuvo determinada por los desastres económicos de la guerra. En tal caso, se trataría de una solución de emergencia obligada por los acontecimientos y, por tanto, de naturaleza coyuntural, en función de la normalización de la actividad económica una vez restañadas las heridas de la guerra. En efecto, el desastre económico de la guerra fue evidente, pero quizá de menor intensidad que lo que una primera valoración pueda hacer suponer. La guerra fue especialmente costosa en lo que se refiere al capital humano. Independientemente del juego de cifras con respecto a muertos, desaparecidos y exiliados, unos 600.000 en total, lo importante es el lado cualitativo de la cuestión. En los frentes de combate, en la retaguardia o en el exilio quedaron cientos de miles de españoles en su plena edad productiva, y decenas de millares de entre ellos, plenamente cualificados intelectual y técnicamente. No sólo se cerró la «edad de plata» de la cultura española en términos humanistas, sino que quedaron encenegadas las condiciones para el despegue tecnológico y científico del país. La enorme pérdida que representaron la desaparición de García El sistema de transportes fue el sector más damnificado, con una pérdida muy sensible en el parque automotriz que condujo a sustanciales estrangulamientos y distorsiones en el mercado interior, cuestión más visible en lo referente a los ferrocarriles. Sin embargo, el patrimonio industrial y el agrario sufrieron con menor intensidad las consecuencias del conflicto. A su vez, el reordenamiento monetario, a pesar de las dificultades técnicas, llegó a su conclusión a finales de 1939.
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No obstante, el discurso del régimen legitimador del nacionalismo económico a ultranza insistió en todo momento en que la política dirigista e intervencionista iba encaminada a resolver los desequilibrios entre oferta y demanda inmediatamente heredados. De ahí su carácter temporal. Nuevas adiciones al discurso fueron produciéndose a partir de 1943. Esta vez se hacía alusión a los estrangulamientos impuestos desde el exterior como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Se continuó insistiendo en la permanencia del dirigismo estatal una vez finalizado el conflicto mundial y restablecidos los circuitos internacionales de intercambio. A partir de 1945 se añadieron nuevos elementos al discurso, pero siempre de la misma índole. Ahora se trataría del boicot internacional de los vencedores contra el régimen. La negativa del mercado mundial a comerciar con España, según los promotores del discurso autárquico, obligaría a una nueva prórroga de la autarquía económica. Habrá que esperar los nuevos aires de principios de los años 50 y el agotamiento propio del modelo, para que la transformación de la política económica empiece a ser seriamente cuestionada y la apertura del capitalismo español su consecuencia. Se pueden ampliar las explicaciones a la política económica de los años 40. En primer lugar, el nacionalismo económico era un ideal para los régimenes políticos totalitarios. Existían modelos de referencia en la Italia de Mussolini, en la Alemania de Hitler y en el corporativismo portugués. Pero más allá de los regímenes políticos dictatoriales, el nacionalismo económico se había extendido por doquier como respuesta a la crisis de 1929. El viraje de la librecambista Gran Bretaña durante los años 30 ejemplificó una tendencia, un caldo de cultivo proclive al repliegue. Por otra parte, la autarquía franquista de los años 40 puede ser considerada como un eslabón más de la cadena iniciada a finales del siglo XIX. Del incremento del proteccionismo arancelario finisecular se avanzó progresivamente hacia un intervencionismo más complejo del Estado durante el primer tercio del siglo XX, llegando a su máximo exponente con las propuestas dirigistas de la dictadura de Primo de Rivera. En esta onda, la autarquía de los años 40 marcaría una línea de continuidad enraizada en los decenios anteriores y ahora exacerbada sucesivamente por las consecuencias de la crisis de 1929, por la guerra civil, por una ambientación internacional proclive a este tipo de fórmulas económicas, por las repercusiones de la Segunda Guerra Mundial y la victoria del campo aliado y, además, por la lógica de una férrea dictadura política que entendió que el control de la economía era parte imprescindible de su cohesión y fortaleza. 4.2. POLÍTICA Y AUTARQUÍA. LAS NUEVAS FORTUNAS Y LAS REDES DEL PODER El ideal autárquico pretendía lograr la autosuficiencia económica, es decir, en su programa máximo, una sustitución total de importaciones. Un intervencionismo estatal que iba mucho más lejos de la mera imposición de barreras aduaneras para plantearse el control global del comercio exterior, que hizo arbitraria la concesión de divisas y licencias de importación. Y aquí surge otro fenómeno que ha de tenerse en cuenta a la hora de valorar la autarquía, ya que el control de la economía por parte del Estado generó una corrupción ilimitada y estructural en la que podían encontrar acomodo los negociantes de los mecanismos autárquicos y, con ello, la creación de nuevas fortunas y de clases de lujo vinculadas a la dictadura política. Así, en el desarrollo de la política autárquica confluyeron variables económicas y políticas, y posiblemente estas últimas fueron determinantes. El poder indiscutible del dictador proxxxxxxx
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pició una red de clientelas económicas labradas al calor de la autarquía con unos niveles de intervención que fueron más allá de los deseables para otros sectores del mundo empresarial, para los que los niveles extremos autárquicos comenzaron a ser una losa insoportable a lo largo de la década. En esta dirección apuntaban a finales de la década informes de las Cámaras de Comercio. Y es que este tipo de política económica posibilitaba un incremento de la concentración de poder en manos del dictador y en un círculo restringido de cortesanos. No es de extrañar su correlato inmediato: la generalización de la corrupción, que en el plano social encontraba su traducción en las prácticas estraperlistas del mercado negro. Un reducido número de personajes caracterizados de la dictadura encontró un camino expedito para la realización de grandes fortunas. El pequeño estraperlo, vital para la subsistencia de los sectores sociales más débiles, actuó de legitimador de las grandes operaciones estraperlistas: desde el tráfico de divisas hasta el trasiego con las licencias de importación, pasando por las facilidades, discrecionalmente concedidas, para reconstruir zonas devastadas y el mercado negro a gran escala de productos alimentarios. El dirigismo estatal acabó por desembocar en una economía altamente burocratizada. Sus dos piezas básicas eran el Servicio Nacional del Trigo y la Comisaría de Abastecimientos y Transportes. En torno suyo giraba toda una constelación institucional en forma de espiral sin fin. Cada nueva institución creada tenía su contrapartida en un paralelo aumento de la corrupción y del estraperlo. La creación en septiembre de 1940 de la Fiscalía de Tasas, a pesar de que configuró una abundante legislación para reprimir al mercado negro, fracasó en su intento. En 1943, según datos oficiales, un 30% de la cosecha era desviado hacia el mercado negro. Como símbolo de todo el conjunto, las cartillas de racionamiento, instauradas en la primavera de 1939, perduraron hasta 1951, ejemplificando el fracaso de uno de los lemas más repetidos por la propaganda: «Que en ningún hogar falten la lumbre y el pan.» La extensión del mercado negro afectaba a las economías familiares, pero también a las pequeñas y medianas empresas que no estuvieran bien relacionadas con determinados centros de poder. Los estrangulamientos en el suministro de materias primas y energía estaban a la orden del día. La imposibilidad de obtener licencias de importación obligaba al contrabando para obtener los recursos necesarios. Sólo una buena cobertura política aseguraba un buen funcionamiento empresarial. En este sentido, señalaba J. B. Donges: «Para muchos empresarios resultaba más rentable gastar esfuerzos en gestionar tratos preferenciales por parte de la Administración que en racionalizar su producción.» En suma, en cualquier aspecto que lo consideremos, el mercado negro y el estraperlo fueron excelentes instrumentos de control económico, social y político. 4.3. INDUSTRIA Y RECONSTRUCCIÓN. EL INI La industria española continuó a lo largo de este periodo dependiendo del ciclo agrario. El intervencionismo en política industrial giró en torno a un conjunto legislativo que vio la luz en el segundo semestre de 1939. El decreto de 8 de septiembre disponía que la instalación de cualquier industria necesitaba el permiso previo ministerial, de difícil, costosa y discrecional obtención. El 24 de octubre se declararon industrias de interés nacional todas las relacionadas con la defensa del país, lo que supondría una situación de privilegio para los beneficiarios: protección financiera del xxxxxxxx 52
Estado o ventajas a la hora de obtener licencias de importación. El 24 de noviembre, la ley de protección de la industria nacional limitó la participación del capital extranjero al 25°/o del capital de la empresa. Conjunto legal que enraizaba a la perfección con disposiciones legales de naturaleza similar de decenios anteriores, encontrando ahora su máxima expresión. El Instituto Nacional de Industria (INI), piedra angular del intervencionismo estatal en materia industrial, se constituyó por la ley de 25 de septiembre de 1941, para «dar forma y realización a los grandes programas de resurgimiento industrial de nuestra nación». En otras palabras, el INI tenía como objetivo llevar a su máximo exponente la política de sustitución de importaciones, sin valorar sus elevados costes, sobre todo en el sector vinculado a la defensa nacional. Todo ello, desde el primer momento, con el lastre secular de la ausencia de una tecnología nacional. La valoración del INI en los años 40 ha levantado un importante debate hasta conformar dos marcos de comprensión divergentes. Uno de ellos insiste en la descoordinación existente entre la actividad del INI y la acción privada, haciendo hincapié en la falta de racionalidad y coherencia de la política del Instituto, que a lo sumo lo que permitió fue la prolongación agónica de la política autárquica. El otro marco explicativo insiste más en la capacidad que tuvo el INI para crear, modelar y modernizar una infraestructura básica, pilar sobre el que se edificó la política industrial de los años 60. El INI se planteó una política industrial territorialmente diversificada, que si, por un lado, aprovechaba los territorios y tejidos industriales tradicionales, por otro, sentaba las bases para el despegue futuro de nuevas regiones industriales. Este último caso sería el de Madrid. Como nudo central de la red nacional de comunicaciones, las ventajas locacionales de la región madrileña atrajeron la atención del INI. A ello se unía el deseo del régimen de edificar una capital más poderosa acorde con el discurso del nuevo Estado, capital en la que confluyeran poder político y económico como símbolo de las directrices centralistas del régimen. Nueva valoración del fenómeno de la capitalidad, que ya fue definida en la reunión que mantuvo el primer Ayuntamiento franquista con el ministro de la Gobernación Serrano Suñer el 20 de mayo de 1939. El ministro esbozó la línea que había de seguirse: Hay que hacer un Madrid nuevo, lo que no quiere decir precisamente el gran Madrid en el sentido material y proletario de los ayuntamientos republicano-socialistas, sino el Madrid con la grandeza moral que corresponde a la España heroica. Un Madrid donde nunca más puedan cometerse las vilezas que aquí se cometieron en el dominio rojo... Trabajen ustedes para que todos podamos acabar con la españolería trágica del Madrid decadente y castizo, aunque hayan de desaparecer la Puerta del Sol y ese edificio de Gobernación que es el caldo de cultivo de los peores gérmenes políticos...
Este programa tomaba cuerpo en las palabras de Pedro Bigador, el urbanista encargado de la reconstrucción de la ciudad: «La destrucción plantea vivamente dos problemas fundamentales de la ciudad como ciudad y como la capital de la España nueva..., la revalorización de la fachada, como símbolo real de la unidad de la jerarquía y de la misión del Estado.» En el organigrama político se creó el 7 de octubre de 1939 la Junta de Reconstrucción Nacional, que sirvió de cobertura a la Junta de Reconstrucción de Madrid, dependiente de la Dirección General de Regiones Devastadas, presidida por José Moreno Torres, que años después sería alcalde de la ciudad. El INI efectuó grandes inversiones en empresas industriales y de servicios de la capixxxxxxx 53
tal y de su entorno próximo. A la altura de 1951, las empresas madrileñas más dinámicas poseían una participación mayoritaria del Instituto. El desarrollo industrial de Madrid tuvo durante los años 60, pues, sus orígenes en la política de infraestructuras esbozada en los 40. 4.4. ESTANCAMIENTO E INFLACIÓN En el plano financiero, la política del nuevo Estado fue dirigida a consolidar la plataforma bancaria existente, creando un marco no competitivo que cerraba el mercado financiero a la banca extranjera, como puso de manifiesto la ley del statu quo bancario de 1946, que, en sustancia, mantenía la misma filosofía de la ley de ordenamiento bancario de Cambó de 1921. En gran medida, la frágil política monetaria del periodo estuvo en manos de la banca privada gracias a los mecanismos de monetización de la Deuda Pública. Una de las constantes de la época era un déficit público en constante crecimiento. La insuficiencia de los ingresos ordinarios del Estado, problema no resuelto debido a la limitadísima reforma fiscal del ministro Larraz en 1940, contrastaba con el incremento de los gastos ordinarios y extraordinarios. La solución se encontró en un incremento desmesurado de la circulación fiduciaria, a través del siguiente circuito: emisión de Deuda Pública-suscripción de la misma por la banca privada-pignoración en el Banco de España-emisión de nuevos billetes. Es a partir de 1947 cuando se produjo un cierto ordenamiento monetario y un mayor control en la concesión de créditos bancarios. Situación monetaria que se tradujo en un aumento considerable de las tendencias especulativas e inflacionistas, según reconocía la Memoria del Banco de España de 1948. La expansión de la circulación fiduciaria no tuvo su contrapartida en un aumento paralelo de la renta nacional. Se acentuó así el gap inflacionista que amenazaba con la bancarrota a la renta nacional. Entre 1939 y 1950, la circulación fiduciaria pasó de 6.000 millones de pesetas a 31.600, con su correlato en la elevación del índice general de precios que, de base 100 en 1939, alcanzó el nivel de 570 en 1950. Los años 40 estuvieron marcados, pues, de dificultades y estrangulamientos que limitaron el crecimiento económico. Así, la reconstrucción posbélica se retrasó considerablemente. Habrá que esperar a 1952 para que la renta per cápita en pesetas constantes de 1935 alcance los valores de este último año. La evolución de esta magnitud ofreció un desarrollo errático a lo largo de la década. Se dibujó una ligera recuperación entre 1940 y 1944 truncada en 1945, con una leve alza en 1946 y un descenso posterior que se extiende hasta 1950. En definitiva, el asfixiante intervencionismo de los años 40 generó unos efectos perversos que afectaron al conjunto de la estructura económica española y, en particular, a cada uno de los sectores que la componían. Ni siquiera resultó la propuesta básica de todo modelo intervencionista: el Estado se convierte en el garante y en el principal protagonista de la modernización y del crecimiento económicos. En el caso español no se pudieron cumplir las mismas previsiones que en Alemania o en Italia. Un Estado excesivamente burocratizado y provisto de recursos limitados no cumplió el papel teórico que se había planteado. El gasto público español de la época estaba comprometido para el pago de la enorme cantidad de gastos corrientes que suponía esta lógica de burocratización. Si a ello se une la incapacidad para poner en marcha una reforma fiscal y asegurar una mejor nutrición de las arcas públicas, completamos xxxxxx 54
el cuadro negativo. El intento de ampliar los recursos a través de la pignoración de la Deuda Pública, es decir, de su transformación automática en dinero, desembocó en una inflación descontrolada que alteró sustancialmente la asignación de recursos y cualquier planteamiento que se realizase a medio plazo. De ahí que las incoherencias se sucedieran, bien al socaire de coyunturas muy precisas en función de la situación internacional, o en lo que se refiere a las previsiones más a medio plazo. La estructura económica española, considerada desde el lado de la oferta, no puede ofrecer un balance más pobre a lo largo de los años 40. En el plano agrario, cabe hablar de retroceso y de ausencia de cualquier atisbo de modernización, hasta el punto de que se produjo la enorme paradoja de que un país esencialmente agrario acabara el periodo con una balanza agraria deficitaria, y tuviera que recurrir a las importaciones para colmar las necesidades del mercado, dadas las escaseces de una oferta totalmente ineficiente. En el plano industrial, el estancamiento resulta igualmente visible; el producto industrial español tuvo que esperar a los primeros años 50 para recuperar su nivel de preguerra. Pero también desde el lado de la demanda se refuerza esta idea de fracaso. Tradicionalmente, la evolución de la economía española había topado siempre con la insuficiencia, cuando no raquitismo, del mercado interior. Las limitaciones de la demanda imponían trabas al crecimiento de la oferta. Esta situación se multiplicó por muchos enteros a lo largo de los años 40, cuya concreción se manifestó en el retroceso del poder adquisitivo de la inmensa mayoría de la población española, salvo la estrecha franja de beneficiados en términos políticos por el nuevo régimen. Esta disminución del poder adquisitivo ha sido suficientemente aclarada, con unos salarios reales que disminuyeron un 50% a lo largo de la década. La situación consistió en un pronunciado descenso de los salarios reales, que se extendió durante toda la década y que resultó más evidente todavía en el sector agrario. En último término, la autarquía debe valorarse, para alcanzar una comprensión total, tanto en su plano interior como en el exterior. Una de las características de la época fue el hambre continuo de divisas y las dificultades derivadas, sobre todo en lo que se refiere a la provisión de equipamiento, en la adquisición de inputs agrarios, industriales o energéticos en el mercado mundial. Durante la Segunda Guerra Mundial, las dificultades resultaron evidentes, pero se agravaron por la política pro Eje del régimen sobre todo en el ámbito energético. Después de 1945, el bloqueo internacional, que desde luego no puede ser considerado en términos absolutos, no resolvió la situación. La mayor parte de las divisas disponibles fueron destinadas a la compra de alimentos. La burocratización, la inflación, el descenso de los salarios reales, la escasez de divisas y la ineficiente asignación de recursos completan un panorama explicativo del estancamiento sufrido por la economía española durante esta época. 4.5. LA AGRICULTURA. ATRASO Y ACUMULACIÓN En el plano agrario, la situación ha sido calificada muy negativamente por la mayoría de los especialistas. Téngase en cuenta que los resultados de la guerra civil no fueron especialmente dañinos para el campo español. Posiblemente, fue el sector económico que menos sufrió las consecuencias del conflicto bélico. En todo caso, el ganado de labor fue el más afectado. Si comparamos los datos de 1939 y 1950 resalta una doble realidad: la disminución de la producción agraria en términos absolutos y per cápita, y la incapacidad para generar cualquier proceso de modernización. Algunos inxxxxx 55
El lento desarrollo agrícola.
dicadores así lo atestiguan. La producción de trigo, que en el periodo 1931-1935 se había elevado a 4.364 millones de toneladas, cayó en el quinquenio 1940-1944 a 3.206, para alcanzar su mínimo en el quinquenio siguiente, 1945-1949, en 3.177 toneladas métricas. La cebada tuvo una evolución similar. El índice 100 del quinquenio 1931-1935 descendió sucesivamente en los otros dos quinquenios considerados a 81 y 76. El resto de los cereales presentó la misma evolución. Todavía fue más pronunciado el descenso de posibles alternativas como fue el caso de la patata. El índice 100 del periodo prerrepublicano se transformó en 54 para 1945-1949. Este descenso de la producción agraria dibujó una crisis alimentaria de máxima intensidad, y además perfiló el descenso de la capacidad adquisitiva global de la estructura económica española de la época. Un descenso que tuvo su correlato en la paralela disminución de los rendimientos agrarios. Siguiendo una vez más los datos proporcionados por Barciela, los rendimientos del trigo pasaron de 9,5 quintales métricos por hectárea en 1931-1935 a 8,7 y 8 en los dos quinquenios siguientes de posguerra. Igual sucedió con el resto de los cereales. Pero si extendemos la visión a otros productos agrarios, los resultados ofrecen un balance igualmente pobre tanto en el viñedo, como en el olivar, en la remolacha o en la patata. Barciela atribuye esta evolución a las consecuencias directas de la política económica, por mucho que el discurso oficial del régimen aireara la inevitabilidad de tal política. En teoría, el intervencionismo agrario perseguía buscar un equilibrio entre oferta y demanda. El resultado fue la imposición de unos precios de tasa que los productores agrarios consideraron poco remunerativos. La consecuencia inmediata fue el florecimiento de un mercado negro que ofrecía beneficios económicos más saludables. Así, el sector agrario funcionó a través de un doble tipo de precios: el de tasa, dirigido a cumplir con la necesidad de las cartillas de racionamiento, y el del mercado negro. El ingreso gloxxxxxxxxx 56
bal del campo español fue mucho más elevado de lo que indican las estadísticas oficiales, gracias precisamente a ese mercado negro que el lenguaje popular bautizó con el término de estraperlo. Estamos ante un mecanismo considerable de acumulación, pero que se resolvió de manera muy desigual en el campo. Existe práctica unanimidad en considerar que los más beneficiados fueron los grandes propietarios. De esta situación se deriva una pregunta: ¿los beneficios del mercado negro podrían haber puesto en marcha un proceso modernizador en el campo español? La mayor parte de los beneficios obtenidos por esta vía fueron dirigidos a la compra de más tierra o de inmuebles urbanos, pero desde luego no al remozamiento de las estructuras productivas del campo español. Las causas deben localizarse tanto en la política económica en general, como en la realidad salarial en particular, y en la situación internacional, para concluir en que no se dieron las motivaciones suficientes para provocar una sustitución de factores en el agro. Tradicionalmente, el nivel de mecanización del campo español había sido muy limitado. El parque de maquinaria no sufrió de manera significativa los efectos de la guerra civil. En cualquier caso, a la altura de 1940 el factor principal de producción seguía siendo la fuerza del hombre. La ya aludida caída de los salarios reales, sobre todo en el campo, unido a la incapacidad de los trabajadores para poder gestionar mejoras salariales, abarató los costes de producción realizada por una mano de obra abundante —todavía la migración era mínima— y barata. Además, la limitada producción industrial interior no facilitaba la mecanización. Quedaba como posible la compra de inputs industriales agrarios en el exterior, pero el hambre de divisas lo impedía. Todo un ciclo que evitó las posibilidades de modernización. Esta situación colaboró a comprometer las posibilidades de desarrollo de otros sectores económicos, sobre todo el industrial, dándose la paradoja de que el campo se convirtiera en un importante foco de acumulación de capitales, pero que, dadas las limitaciones estructurales para su modernización, no implicó ningún impulso del sector industrial. 4.6. EL RETROCESO DE LA RENTA NACIONAL Según las elaboraciones realizadas por Julio Alcalde, el Producto Interior Bruto español retrocedió a lo largo de la década de los años 40. Una evolución en la que tuvo mucho que ver la situación industrial de la época. El índice de producción industrial español realizado por Carreras plantea que España tuvo que esperar a 1950 para recuperar los niveles de preguerra. Iguales resultados se obtienen en lo referente a la producción industrial per cápita o a la productividad del trabajo industrial. Estamos ante un esquema de estancamiento, cuando no de retroceso, en el que influyen todos los elementos negativos que hemos considerado anteriormente, derivados de la política económica en general, y algunos otros específicos del sector, como el capítulo energético. Las investigaciones de Sudriá en este terreno desvelan los estrangulamientos energéticos de la época, tanto en lo que refiere al carbón como a la electricidad o al petróleo. En la composición sectorial del abastecimiento energético, el carbón era el elemento predominante, que en su mayoría procedía de la cuenca minera asturiana, pero un porcentaje apreciable de este abastecimiento procedía de las importaciones. La ausencia de divisas disminuyó estas fuentes de aprovisionamiento y también los embargos de petróleo provocados por la política pro Eje durante la guerra mundial. La cuestión es que se produjo un fuerte desequilibrio entre oferta y dexxxxxxx 57
Una imagen urbana de posguerra.
manda energética que afectó considerablemente al sector industrial, además de al consumo doméstico. Las restricciones eléctricas, que fueron más apreciables a partir de 1944, ponían de manifiesto la penuria del sector. La renta per cápita solo alcanzó los niveles de preguerra a partir de 1952. De todas maneras, los indicadores de la renta esconden una realidad social de carácter dual, dándose a lo largo de toda la década una redistribución negativa de la renta. Fueron los grupos sociales menos pudientes los que soportaron el deterioro de la evolución económica. Un marco dual en el que las figuras de los nuevos ricos, bien situados en los haces de relaciones político-personales del franquismo, contrastaron vivamente con situaciones de extrema pobreza. Si tomamos como ejemplo el caso de Madrid, el desequilibrio entre salarios nominales y la evolución de los precios se intensificó entre 1945 y 1951, dibujando una reducción del poder adquisitivo. En 1947 la subsistencia básica diaria de una familia trabajadora con dos hijos se elevaba a 12,5 pesetas, mientras que en 1951 su coste se había incrementado en un 100%. Sin embargo, los salarios no habían seguido el mismo ritmo. Algunos ejemplos lo confirman. En el sector de la construcción, que ejemplifica a la perfección el conjunto del mercado de trabajo, el salario diario de un capataz se situaba en 1947 en torno a las 27, 5 pesetas, mientras que en 1951 sólo había ascendido hasta las 34,5 pesetas. Con respecto al peón especialista, el panorama no difería: 16,5 pesetas en 1947 y 21 en 1951. Como resultado de todo ello, la contracción del consumo se hacía más palpable entre los asalariados. En 1949, París Eguilaz calculaba que la disminución del consumo había sido radical en determinados artículos básicos, comparando los quinque- xxxxxxxx 58
nios 1943-1947 y el inmediatamente anterior a la guerra civil. Esta disminución se hacía especialmente sensible en el consumo de trigo, patatas, azúcar y carne, aproximadamente el 50% del período 1931-1935. En parte, estas dificultades pudieron subsanarse por la mayor incorporación de la mujer al mercado de trabajo, sobre todo al servicio doméstico. A ello se unía el incremento de las horas trabajadas, dada la situación de indefensión de los trabajadores. La documentación procedente de la Magistratura del Trabajo da sobradas muestras sobre el persistente incumplimiento de las relaciones laborales. 4.7. LAS ESTRECHECES DE LA VIDA COTIDIANA En los años 40 surgió una interesante publicística sobre los problemas de desnutrición y de salud de amplios sectores de la sociedad española. Investigaciones de afamados médicos pusieron de manifiesto las carencias de los habitantes de las medianas y grandes ciudades. Para el bienio 1941-1942, un equipo bajo la dirección del doctor Jiménez Díaz investigó la alimentación de una muestra de más de 700 familias del Puente de Vallecas de Madrid. La conclusión fue que los niveles calóricos medios representaban entre el 57,3 y el 79,9% de las necesidades mínimas. Una alimentación baja en calorías que llevaba a los investigadores a declarar: Hemos supuesto que el pan era de composición normal, cosa que no siempre ocurrió, y que la leche merecía el nombre de tal. La comprobación del consumo de ciertos productos con los datos oficiales del abastecimiento fracasó por cuanto muxxxxxxxxxxxxxxxx
Comida para niños en el Auxilio Social (1941).
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chas de las familias de los grupos más pobres venden el pan, y, sobre todo, el aceite y azúcar para comprar luego otros alimentos de menos valor.
En 1948, otro estudio, realizado por Vivanco, Palacios, Rodríguez Miño y otros colaboradores en el barrio de Cuatro Caminos de Madrid, obtuvo unos resultados ligeramente mejores que los anteriores en el número de calorías ingeridas, pero con graves desequilibrios nutricionales por la monotonía y pobreza de la dieta. Las conclusiones sanitarias ofrecían resultados alarmantes: el 37,7% tenía escasez de panículo adiposo, y el 21%, palidez en piel y mucosas; el 6% de los niños presentaba estigmas de raquitismo, y el 20% del total, adelgazamientos graves y fatiga persistente. La vida cotidiana en la España de los años 40 estuvo determinada por el sobrevivir de cada día, al menos para la mayoría de la población no relacionada con los circuitos del poder político y económico del régimen. La mayor parte de los ingresos familiares iban dirigidos al consumo alimentario. Quedaban pocos remanentes para ser destinados al ocio y a la diversión. El fútbol se convirtió en el espectáculo de masas por excelencia. Los triunfos del Atlético de Aviación, Barcelona, Real Madrid o Atlético de Bilbao se vivían intensamente. Sus éxitos se personalizaban como antídoto para una existencia mediocre. La construcción del Estadio Santiago Bernabéu en 1947 demostró la capacidad de convocatoria de este deporte. El cine, igualmente, elevó su número de espectadores. La férrea censura de la época llegaba a manipular escenas consideradas lesivas de la moral pública. Las producciones españolas recordaban los valores intrínsecos de la raza, las gestas imperiales, su ideal de familia o la maldad consustancial a los vencidos en la guerra civil. Todo ello transmitía una idea de patriotismo que se personalizaba en la figura del dictador y que dejaba traslucir dosis de xenofobia, para coadyuvar a un discurso legitimador que se movía en una dialéctica de rechazo, nosotros y ellos. Los dividendos políticos fueron enormes para el régimen. La maldad procedente del exterior fue utilizada como instrumento de cohesión interior. Al menos las grandes movilizaciones de la época tuvieron este elemento xenófobo en primer plano. El cine americano desvelaba un género de vida de ensueño, inalcanzable, pero que durante hora y media hacía al espectador copartícipe de un paraíso lejano. Por esta vía empezó la sociedad española a aproximarse al modo de vida americano que el tardío Mr. Marshall empezó a importar desde 1953. Luego, la vuelta al hogar, con escasez de lumbre y pan, con la programación radiofónica que mantenía los sueños de los más afortunados poseedores del aparato de Marconi, con concursos y canciones que remitían sistemáticamente a un onírico mundo tan abundante como las ubres de la vaca lechera, letra de una célebre canción de la época que narraba los placeres de un feliz poseedor de tal animal. Una sociedad de carpantas —personaje de los tebeos de la época—, zarras, flechas y pelayos, con el recurso en última instancia al Auxilio Social o a la beneficencia de la Sección Femenina.
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CAPÍTULO V
Las relaciones laborales y los conflictos sociales 5.1. ENCUADRAMIENTO LABORAL Y NACIONALSINDICALISMO Uno de los rasgos definidores de la ideología del nuevo Estado fue la negación de la lucha de clases, entendiéndola en un amplio marco en el que se amalgamaban repulsas teóricas propias de las doctrinas de los nacionalismos autoritarios, el recuerdo histórico de altos niveles de conflictividad social del periodo republicano y el hecho de que las organizaciones obreras de clase habían sido derrotadas en la reciente guerra civil. El conflicto social, pues, dejaba de existir. En el plano teórico la noción fascista y nacionalista del Estado, como crisol en el que se fundían los intereses de los diferentes grupos sociales en un ideal común, pretendía negar la existencia de intereses contrapuestos. En la práctica, el ideal común quedaba reforzado manu militari por la violencia institucional del régimen. Así, las relaciones de trabajo quedaron reglamentadas e intervenidas por el Estado. Pieza básica de esta regulación extrema fue la publicación el 9 de marzo de 1938 del Fuero o Carta del Trabajo, que establecía la organización corporativa de la producción y el carácter subsidiario del Estado como empresario, a la par que se prohibían las huelgas. Reforzamiento de la figura del empresario, considerado expresivamente como «jefe de la empresa», que se entendía como único responsable frente al Estado de su funcionamiento y de la subordinación de la masa laboral. Los asalariados se veían sumidos en unas relaciones laborales consistentes tanto en la prestación del trabajo y su remuneración, como en el recíproco deber de lealtad, asistencia y protección en los empresarios, y la fidelidad y la subordinación en lo personal. Los trabajadores quedaban encuadrados obligatoriamente en los sindicatos verticales, dirigidos por miembros de Falange. Cualquier veleidad de autonomía sindical ante el Estado, aunque procediera de militantes falangistas, fue rápidamente yugulada por el régimen. Baste como ejemplo la destitución del delegado nacional de Sindicatos en 1941, Gerardo Salvador Merino, porque se consideraba su discurso como excesivamente populista. Su sucesor, Arrese, fue el encargado de diseñar la pirámide sindical en consonancia con los deseos del dictador, siguiendo las directrices marcadas por la Ley Bases de la Organización Sindical de 6 de diciembre de 1940, en cuyo preámbulo se hacía hincapié en la necesidad de disciplinar la mano de obra como tarea primera del nuevo sindicalismo.
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En la práctica política del todo el franquismo, la organización sindical no cumplió las previsiones de dirigir corporativamente la economía, ya que esta función estaba en manos de la política económica emanada directamente del Estado. Con ello, el término nacionalsindicalismo se convirtió en una expresión carente de contenidos reales. La teoría de la unidad sindical, en los términos en los que aglutinaría a trabajadores y empresarios, y del verticalismo —por ramas de la producción—, se diluyó en la práctica por un sindicalismo burocratizado, y que se tradujo más bien en cantera de cuadros para el Movimiento y el Estado, y sin posibilidad autónoma de dirigir la producción. 5.2. RELACIONES LABORALES Y MAGISTRATURAS DE TRABAJO La disciplina, el encuadramiento ideológico y la represión, quedaban completados por el paternalismo que informó a la política social del régimen. La experiencia del reformismo social desde principios de siglo y el discurso nacionalsindicalista del falangismo confluyeron en la creación de la primera osamenta de la Seguridad Social, que ya tenía algunos antecedentes dispersos durante la guerra como la Ley de Bases de 18 de julio de 1938 sobre el subsidio familiar o la ley de 1 de septiembre de 1939 sobre subsidio de vejez. Se estableció un marco superficial y fragmentado más teñido de intencionalidad benéfica que de derechos sociales. La disposición más significativa fue la Ley del Seguro Obligatorio, de 14 de diciembre de 1942, que a partir de septiembre de 1944 incorporó las primeras prestaciones de medicina general y de farmacia. También de 1942 es la ley de Accidentes de Trabajo. En 1945 se organizó el régimen de subsidios familiares, y en 1947 se fijó el seguro de enfermedades profesionales, que sólo contemplaba 16 casos concretos. A todo ello se unían los Montepíos y Mutualidades Laborales, que de manera atomizada contribuyeron a completar las insuficiencias de los embrionarios seguros sociales. Habrá que esperar a la Ley de Bases de la Seguridad Social de diciembre 1963 para que se desarrolle un sistema más racional de prestaciones. La reglamentación de las relaciones laborales por parte del Estado estaría, según el título VII del Fuero del Trabajo, en manos de las Magistraturas de Trabajo, creadas en junio de 1938, lo que suponía que el tema de los conflictos laborales iba a ser sustraído a los propios protagonistas, tanto patronos como obreros, para convertirse en competencias del Estado. En este principio abundaba la ley de 30 de enero de 1938 que creaba el Ministerio de Organización y Acción Sindical, encargado de las competencias sindicales y laborales. Los sindicatos de clase, como instrumentos de integración y defensa de los trabajadores, pasaban a mejor vida en aras de un sindicalismo dependiente del Estado, de corte vertical, donde confluirían patronos y obreros en una aparente relación de igualdad que la práctica y la sobreexplotación económica de los años 40 acabaría por desmentir. En esta línea resulta comprensible el decreto de 13 de mayo de 1938 que establecía la supresión de los jurados mixtos instaurados en 1931, por ser contrarios a los principios que informaban al Movimiento, y cuyas competencias pasaron íntegras a las Magistraturas de Trabajo. En realidad, estas instituciones desbordaron el mero ámbito de su competencia como tribunales laborales, para legitimar las depuraciones políticas de las empresas realizadas a lo largo de los años 40. Se consideraban causas suficientes de despido desde el impreciso insulto al Movimiento hasta el haber intervenido en la huelga de 1934 o haber militado en alguno de los desaparecidos sindicatos de clase.
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Fuente: I. Álvarez y J. Marroquin, «La organización sindical española en organigramas», Archivo General de la Administración.
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Fuente: I. Álvarez y J. Marroquin, «La organización sindical española en organigramas», Archivo General de la Administración.
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5.3. LAS FORMAS DEL CONFLICTO. CONFLICTO LATENTE Y CONFLICTO ABIERTO Maravall ha señalado que la manifestación abierta del conflicto se hace incompatible con la actitud general de impotencia ante el propio destino. Se generaba así una actitud fatalista que dificultaba la aparición de movimientos de oposición y el encuadramiento en esta dirección de los grupos sociales que consideraban lesionados sus intereses. Resulta evidente que la afloración de los conflictos en un contexto organizativo exige un mínimo de bienestar económico y un cierto nivel de libertad, algo que contrastaba vivamente con la situación de los años 40. Las organizaciones políticas y sindicales tradicionales habían quedado desmanteladas como consecuencia de la derrota y de la represión posterior. En estas condiciones resultaba difícil la manifestación abierta del conflicto social, por mucho que el deterioro de la situación económica de la mayor parte de los trabajadores fuera constante. Hasta 1945 al menos, el conflicto abierto quedó sustituido por el conflicto latente, expresado en protestas individuales, desde el mantenimiento de unas bajas tasas de productividad hasta diversas formas de resistencia pasiva. En los expedientes procedentes de Magistratura de Trabajo se entremezclaban asiduamente como causas de despido la falta de respeto al superior, indisciplina, desobediencia, fraude, deslealtad, neglicencia, siendo el término «sabotaje» uno de los más repetidos, sobre todo en las declaraciones de los patronos. A partir de 1945 se observa un incremento de la conflictividad abierta, con la intensificación de huelgas promovidas por el tejido clandestino de los sindicatos tradicionales o de tipo espontáneo. Coincide la época con la victoria aliada en la guerra mundial y la apertura de un nuevo horizonte de esperanzas para los vencidos en la guerra civil. En el segundo semestre de 1945 estallaron huelgas aisladas en Barcelona, preludio de la mayor actividad huelguística de 1946, sobre todo la huelga general de Manresa, con repercusiones en el resto de Cataluña y en el País Vasco, donde resultará significativo el ensayo de huelga general para el primero de mayo de 1947. Estas acciones fueron dirigidas, aunque no siempre, por las redes clandestinas de la CNT y la UGT, con participación del Partido Socialista Unificado de Catalunya y del Sindicato de Trabajadores Vascos en la ría de Bilbao. Sin embargo, las acciones del 1.° de mayo en la capital vasca supusieron también el final del ambiente optimista abierto en 1945. Tengamos en cuenta que a finales de 1947, además del Referéndum de la Ley de Sucesión, el hecho de que la Asamblea General de la ONU no ratificara las sanciones a la dictadura, unido a las divergencias y recelos en el seno de la oposición obrera, propagaron un nuevo ambiente pesimista, con el consiguiente reflujo de la conflictividad social, que tendrá que esperar hasta el bienio 1950-1951 para rebrotar con tácticas diferentes y nuevas formas de estrategia. En el plano laboral, el silencio del periodo 1947-1950 tiene su correlato en el doble fracaso político de la oposición democrática: el del proyecto socialista, vinculado a ciertos grupos monárquicos del interior, tendente a la reinstauración en España de una monarquía constitucional en la persona de Juan de Borbón, y la táctica guerrillera auspiciada por el Partido Comunista, que prácticamente fue abandonada en 1948. La acción directa fue paulatinamente sustituida por el entrismo, es decir, la penetración paulatina en el sindicalismo vertical. Fue visible la importancia que dio el PSUC a esta nueva táctica en las elecciones a enlaces sindicales de octubre de 1950.
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5.4. LAS HUELGAS DE 1951 A finales de los años 40, la situación española ofrecía síntomas contradictorios. En el terreno institucional, la dictadura se afianzaba a la par que las diversas conjuras procedentes del exilio mostraban signos de agotamiento. Igualmente, la situación internacional mejoraba para el franquismo. Este afianzamiento político del régimen tenía su reverso de la moneda en el agotamiento económico. Resultaba evidente que desde 1945 el ideal autárquico comenzaba a ser inservible y era criticado no sólo desde el mundo del trabajo, sino también por sectores del mismo régimen. Además existía un cierto nivel de desacuerdo procedente del mundo empresarial, sobre todo de aquellos que estaban más lejanos de los circuitos políticos privilegiados, como pone de manifiesto la documentación procedente de las Cámaras de Comercio. En este contexto surgen las movilizaciones de la primavera de 1951 en Barcelona, País Vasco, Pamplona y Madrid. Estas movilizaciones pillaron por sorpresa tanto al régimen como a la oposición. Su carácter espontáneo encontraba su justificación en la insoportable situación económica que hundía los salarios por la inflación desatada. Estas movilizaciones revelaban un profundo malestar que sirvió de caldo de cultivo para el nacimiento y desarrollo de una serie de organizaciones de carácter parasindical, como las Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC), constituida en 1945, y la Juventud Obrera Católica (JOC), creada en 1946, bajo el paraguas protector de ciertos sectores de la Iglesia, que empezaban a romper amarras con el apoyo incondicional que el nacionalcatolicismo estaba prestando a la dictadura. Por otro lado, los años 40 se habían saldado con la derrota y el agotamiento de las organizaciones guerrilleras y de los focos de resistencia de las organizaciones obreras tradicionales como la CNT y la UGT. Estas movilizaciones de 1951 han sido definidas por Oliver y Páges como «un movimiento espontáneo carente de intencionalidad política inmediata y surgido del estado de ánimo generalizado contra el incesante aumento del coste de la vida». Por otra parte, los movimientos de la primavera de 1951 son significativos porque desvelaron el viraje que ya se observaba en el movimiento obrero español desde 1950. Estamos ante una auténtica reconversión del movimiento obrero, es decir, una nueva orientación menos determinada por la política que por unos objetivos de tipo económico y social más coyunturales. Barcelona inició la marcha del descontento a principios de 1951, para desarrollarse con todo su vigor en la primera quincena de marzo. Las sucesivas caídas de los aparatos clandestinos de la CNT habían agotado considerablemente a esta organización. La otra versión opositora, el PSUC, ya había empezado a desarrollar con cierto éxito su política de entrada en el sindicato vertical, aprovechando su estructura para desplegar su oposición desde dentro. Así, la fase de resistencia armada prácticamente había concluido. La conflictividad en Barcelona dibujó en aquella primavera de 1951 un crescendo que fue progresando desde el boicot a los tranvías, como protesta por el aumento de tarifas, hasta el ensayo de huelga general. El Consejo de Ministros de 19 de diciembre de 1950 había decidido una subida de 20 céntimos en los billetes del tranvía de Barcelona. Medida impopular de por sí, pero se agravaron más sus consecuencias cuando llegaron noticias de que el mismo xxxxxxxx 66
incremento había quedado en suspenso para Madrid. A principios de febrero empezaron a circular profusamente unas octavillas redactadas en castellano y en catalán, que quizás puedan atribuirse a la HOAC, llamando a los barceloneses a boicotear los tranvías el primero de marzo. Que la ambientación era propicia al boicot lo demuestra la nota repleta de amenazas del gobernador civil de Barcelona publicada en la prensa el 25 de febrero. No obstante, el boicot se realizó. Así lo confirma el descenso del número de viajeros entre el 1 y el 6 de marzo, día en que el gobierno civil recibió una notificación del ministro de Obras Públicas, que ordenaba con carácter provisional el restablecimiento de las antiguas tarifas. Paralelamente al asunto de los tranvías, la Asamblea de enlaces sindicales del Consejo Nacional de Sindicatos, donde ya era evidente la presencia de militantes clandestinos del PSUC, convocó una huelga general para el 12 de marzo. Aunque no tuvo un carácter masivo, sin embargo la movilización se dejó notar en Barcelona y su hinterland industrial. Como respuesta, las detenciones de cenetistas y comunistas se multiplicaron. En semanas posteriores, la policía política tuvo especial empeño en desarticular el aparato clandestino del PSUC. A principios de mayo fue detenido Gregorio López Raimundo, junto con otros dirigentes de ese partido acusados en consejo de guerra de haber organizado la huelga. Los sucesos de Barcelona tuvieron repercusión en el País Vasco los días 23 y 24 de abril. Las organizaciones tradicionales, UGT, CNT y STV, coincidieron con la HOAC en la preparación del movimiento huelguístico. Al igual que en Barcelona, también fue visible la presencia de algunos falangistas, más a título individual que otra cosa, pero que, en todo caso, mostraba las fricciones en el interior de las familias políticas del régimen. La huelga general se realizó, sobre todo en Vizcaya, aunque con unas dimensiones limitadas. Como un apéndice de menor intensidad, el 4 de mayo la huelga llegaba a Vitoria, y el 7, a Pamplona, una de las ciudades símbolo del franquismo por su vital importancia en los orígenes de la rebelión militar de julio de 1936. El momento álgido del descontento popular en Madrid correspondió al mes de mayo de 1951 en la denominada huelga blanca, traducida en el boicot a los tranvías y autobuses siguiendo la estela de Barcelona. A primeros de mayo empezaron a circular en la ciudad, mediante el método del mano a mano, octavillas que invitaban a los madrileños a protestar contra la carestía de la vida el 22 de mayo. La ausencia de coordinación entre los distintos sectores de oposición, que dieron la sensación de estar superados por los acontecimientos, se manifestó en la fijación de objetivos contradictorios que iban desde la huelga a determinadas formas de resistencia pasiva. Paulatinamente, se fue concretando el objetivo de la protesta: el boicot a los medios de transporte. Los archivos de la Empresa Municipal de Transportes nos han permitido reconstruir la intensidad de la protesta ciudadana. Por término medio, tomaba diariamente, el tranvía en Madrid un total de 570.000 viajeros. Concretamente, se vendieron 569.575 billetes el día 21. Sin embargo, al día siguiente, el fijado para la protesta, el número de billetes vendidos descendió drásticamente hasta los 266.811. El día 23, recobrada la normalidad, el número de billetes vendidos se situó en los niveles habituales: 571.288. La cifra de viajeros había descendido, por tanto, el día 22 un 53,16% en comparación con el día anterior y un 53,15% si se establece la comparación con el promedio de los días laborables de la semana precedente. En definitiva, la primavera de 1951 trajo a la palestra unas formas de conflictividad radicalmente diferentes a las de los años 40. Nuevas tácticas, nuevos objetivos esxxxxxxxx 67
tratégicos, preludio asimismo de una forma nueva de entender la oposición al franquismo, que encontraría su máxima expresión con el posterior nacimiento de las Comisiones Obreras. A corto plazo, si las movilizaciones de 1951 no fueron determinantes, al menos aceleraron el cambio ministerial barruntado desde hacía casi un año. Fue significativo sobre todo el nombramiento de Arburua como ministro de Industria y Comercio en el nuevo gobierno del 18 de julio de 1951, dando comienzo al lento desmantelamiento de la política económica autárquica. Se iniciaba un lento viraje cuyo punto de no retorno lo constituirá el Plan de Estabilización de 1959.
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SEGUNDA PARTE
LA CONSOLIDACIÓN DE LA DICTADURA (1951-1959)
JESÚS A. MARTÍNEZ
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CAPÍTULO VI
La reordenación política 6.1. EL PERFIL DE UNA DÉCADA La década de los años 50 se ha explicado en claves del desarrollo económico y de las transformaciones sociales de la década siguiente, valorándose como un periodo de transición y, por tanto, de antesala de los nuevos rumbos que tomaría el régimen. Sin embargo, la historia interna del franquismo exige que la medición de los hechos de aquella década no se haga en función de los acontecimientos que se produjeron después, que, obviamente, desconocían sus protagonistas, sino en las dimensiones de su tiempo histórico, porque si no se estaría catalogando el devenir de los años 60 como el resultado lógico, previsto e inevitable de la evolución del régimen. En suma, comprender los años 50 en términos de un proyecto calculado de transición hacia la modernización económica resuelto años más tarde, es desdibujar un conjunto de tensiones que rodeaban de incertidumbre la evolución misma del régimen y prescindir de las distintas alternativas que se abrían en 1951. A lo largo de la década, varias fechas jalonan la historia del régimen y de la sociedad española al encerrar cuestiones de primera magnitud: 1951 y el estallido de las tensiones sociales, económicas y políticas provocadas por el agotamiento de la autarquía; 1953 y la redefinición del régimen en el contexto internacional con el Concordato con la Santa Sede y los Pactos con Estados Unidos; 1956-1957 y la crisis política que marcó un antes y un después en el trasunto político interno del régimen y en sus planteamientos económicos, y 1959 con el Plan de Estabilización que culminó el cambio de rumbo del régimen en términos de apertura económica y relaciones con el exterior. Entre 1951 y 1959, por tanto, se dibujó una etapa con entidad propia, lo que no quiere decir que homogénea ni inmóvil, diferenciada de la España de la autarquía de los años 40 y de la España del «desarrollismo» de los 60. En 1951, el régimen parecía abocado a un callejón sin salida. La España aislada, hambrienta y cansada, verificaba una secuencia de protestas que desvelaban el agotamiento del modelo económico por el que hasta entonces había discurrido el régimen, mientras el aislamiento exterior y las diferentes formas de entender las alternativas al régimen hacían planear una crisis de envergadura y animaban a la oposición. Y, sin embargo, en 1959 el régimen había mitigado, por el momento, las protestas sociales, había diluido, también por el momento, el debate entre las familias políticas, había puesto en marcha un proceso de importantes transformaciones en el terreno económico, abriéndose al exterior y abandonando el modelo autárquico, y había
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El gobierno de Franco de julio de 1951.
cambiado su posición en el contexto internacional. Y, sobre todo, en 1959 se abrían nuevas expectativas, pero con un telón de fondo: la consolidación de la dictadura. Por ello, la década de los años 50 abre un segundo franquismo, invariable en lo fundamental, que se aleja de la fisonomía de la posguerra —y sus fundamentos autárquicos y nacionalsindicalistas— para consolidarse en el interior, disipando las dudas sobre una hipotética interinidad, y cambiar su signo en el terreno internacional. 6.2. LOS CAMBIOS GUBERNAMENTALES DE 1951 Y EL EQUILIBRIO CALCULADO El 19 de julio de 1951 cambió el gobierno. Los signos visibles del agotamiento autárquico, la secuencia de protestas sociales en forma de huelgas o boicot a los transportes públicos y las nuevas pautas de las relaciones internacionales hicieron que aquel año se convirtiera en una cesura en el trasunto del régimen. Para la dictadura no quedó medido en términos de crisis, pero el rumbo inaugurado en 1951 acabaría marcando su evolución, con el anuncio de cambios de mayor alcance que culminarían con el final de la década. En la fisionomía del nuevo gobierno se recogían los distintos estados de opinión de apoyo político al régimen en términos de equilibrio. La relativa proclividad al mayor peso del sector católico desde 1945 quedó compensada también por un relativo aumento de la presencia de Falange. Aquéllos estaban representados por el ministro de Exteriores Martín Artajo y por el joven embajador en el Vaticano Ruiz Giménez, que pasaba a ocupar la cartera de Educación. Los falangistas contaban con el ministro de Trabajo Girón y con Fernández Cuesta en la Secretaría General del Movimiento, que recuperaba el rango ministerial clausurado en 1945,
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además de Arias Salgado en Información y Turismo y de la filiación falangista de un militar como Muñoz Grandes. Formaban parte del gobierno también otros sectores políticos: los monárquicos, representados por el conde de Vallellano, y los tradicionalistas, por Iturmendi. Engrosaba la lista un técnico como Arburúa en Comercio que inauguraba la presencia cada vez más decisiva, con el devenir de la década, de los tecnócratas que reorientarían la política económica, sobre todo desde 1957. Franco había sido sensible a la sugerencia, que se reiteraría en 1957, de Carrero Blanco, ministro subsecretario de Presidencia que acabó consolidándose como el brazo derecho del general. Este militar de carrera, lejos de representar una determinada familia política, tenía como nexo principal la fidelidad al dictador, fórmula que por encima de tendencias caracterizaría las relaciones de Franco con la clase política de apoyo al régimen, hecho bien visible sobre todo desde finales de esta década. La pluralidad y el equilibrio entre los distintos sectores que respaldaban el régimen, según la práctica habitual del dictador, evitaban cualquier predominio susceptible de alterar la esencia misma de la dictadura personal. Pero quizá fuera la última vez en que el equilibrio fuera tan calculado, para bascular desde 1957 en favor de los tecnócratas y en la consolidación de una red de clanes y relaciones personales en claves de fidelidad al dictador más que de las tendencias políticas precisas, que acabarían diluyéndose en el régimen sin imponerse ninguna sobre las demás. Esta filosofía de integración de 1951 estaba articulada en el Movimiento Nacional, como una fórmula cualitativamente distinta de las opciones políticas y que resumía la habilidad del dictador para contentar a todas las familias, manteniendo sus expectativas, pero sin que los proyectos de ninguna se impusieran sobre el resto. Fusi ha destacado el eje vertebrador del Movimiento, acentuando el discurso labrado la década anterior de democracia orgánica y los supuestos sobre los que había edificado la forma de Estado en la Ley de Sucesión de 1947: «Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en reino.» Esta fórmula inédita había verificado la naturaleza permanente del poder personal. Con ello, había dado satisfacción calculada a todas las familias políticas, pero al mismo tiempo sin colmar las expectativas de ninguna. Se instauraba una monarquía, pero dependiendo de la designación de Franco y no una restauración de los Borbones o a favor de los tradicionalistas. La sucesión, así, se inscribía en la lógica del Movimiento, quedando las alternativas monárquicas dinásticas desactivadas. La mayoría de los monárquicos fueron basculando hacia el colaboracionismo con el régimen, mientras la naturaleza liberal de la recuperación de la monarquía quedaba reducida a algunos sectores críticos. Se desvanecía, pues, por el momento una hipótesis de la restauración borbónica, que no habría consentido Falange, ni tampoco los tradicionalistas. Los contactos que Juan de Borbón mantuvo con Franco en 1950 y 1954 se orientaron a los aspectos relacionados con la educación del príncipe Juan Carlos, mientras quedaba claro para el primero que la aparente recuperación de la forma monárquica estaba planteada en claves de poder personal del dictador. Por su parte, Falange redobló sus aspiraciones, sobre todo desde el gobierno de 1951, de controlar el Estado y hegemonizar el Movimiento, además de que la fórmula de sucesión no excluía una hipótesis de regencia en sintonía con Falange. Eso sí, con un cambio cualitativo que apeaba la idea de partido único para robustecer la del Movimiento, donde Falange era importante pero como una pieza más. Un excesivo poder de Falange hubiera estado en contradicción con los monárquicos, los católicos y buena parte de los militares. Los católicos, por su parte, valoraban la calificación de Estado social y católico, y veían cómo su peso específico en los resortes del poder había crecido desde 1945 y se
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confirmaba en 1951. Este diseño del poder, consolidando el autoritarismo personal con una fórmula inacabada y lo suficientemente ambigua de Estado, acentuó el papel del dictador articulando los hilos de la trama y proyectó en la práctica política una secuencia de tensiones que Franco se encargó de armonizar. 6.3. LOS MILITARES DE FRANCO Y LA RESERVA CONTROLADA DEL PODER Los militares eran, y seguirían siendo, una pieza central en la estructura de poder del régimen. El ejército era toda una reserva controlada de poder para Franco que, una vez depurada en la década anterior de sus elementos proclives a la monarquía o con síntomas liberales, se consolidó en términos de fidelidad. Así, el ejército como tal no actuó autónomamente, no adquirió protagonismos políticos y estableció una relación especial con Franco en términos de lealtad y disciplina, sintiéndose depositario, por encima de la sociedad civil, del mantenimiento de los valores del 18 de julio. Eran los militares de Franco, que rodearon al dictador como colectivo y como personal político de confianza. El ejército, como ha señalado Losada, lejos de representar un colectivo mudo y apolítico, era una institución fuertemente ideologizada precisamente en su papel político de defensa de los rasgos fundamentales del régimen. Por eso, fue impermeable a cualquier cambio, sus códigos y sus conductas resultaron inmutables. Fue la pieza maestra del régimen que menos evolucionó y se adaptó a los tiempos. Creyéndose radicalmente su misión de atento vigilante de los principios del régimen, se distanció de la sociedad civil y mantuvo sus pautas de cohesión y su comunidad de valores: culto místico de la nación, visión dogmática e intransigente de la religión católica, proyección del orden, la jerarquía y la disciplina en la organización política y social, código del honor y una firme creencia en la superioridad de su misión salvadora de las esencias de la patria. Estas creencias y esta actitud fueron la base de su papel político, entendido como la preservación de los valores que habían alimentado el 18 de julio. El personal militar desplegó importantes funciones políticas en los aparatos del Estado, nutriendo desde los gobiernos civiles a los ministerios, también otros niveles de la Administración, además de las labores policiales y judiciales que tenía asignadas. Fue partícipe de las redes de privilegios y servicios prestados que tejió el régimen, algunos privativos de la institución. Pero, como tal, apenas evolucionó organizativa y técnicamente. El gusto por los valores espirituales contrastó con el crecimiento limitado de los salarios, el atraso técnico y la ausencia de criterios de modernización. Los equipamientos y las instalaciones fueron quedando obsoletos, y la tecnología, anticuada, apenas mitigados por la ayuda americana. La reestructuración de su personal y la reducción de plantilla se ensayó con las leyes de reserva de 1953 a las que se acogieron el 20% de los 14.000 oficiales con mando en armas existentes en 1952. El atraso técnico no era sólo una cuestión de presupuestos; la propia mentalidad del ejército de la época quedó puesta de manifiesto con motivo del debate sobre la sustitución de caballos por carros de combate y los argumentos que se esgrimieron sobre el desprecio a las cuestiones materiales. La incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos estuvo representada durante toda la década por Muñoz Grandes al frente del Ministerio, entre 1951 y 1957, insensible para impulsar una renovación del ejército, mientras el desarrollo de la OTAN, los Pactos con Estados Unidos, la guerra fría o la descolonización del Sahara fueron cambiando notablemente el panorama del país.
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Franco inaugura la Escuela Superior del Ejército (1941).
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El inmovilismo ideológico y la defensa a ultranza y ferviente de su misión no significó que el ejército fuera una familia política, en el sentido que se ha asignado al término, para definir otros colectivos de apoyo al régimen, porque su parentesco iba más allá de la ideología, al ser una institución en sentido estricto, cerrada, con sus códigos y sus valores. Con un aparente mutismo desplegó su papel político. Vinculados al general Franco por esa relación de fidelidad y de proximidad durante la guerra, los militares tenían canales privilegiados de comunicación con el dictador, y con su mismo lenguaje, sobrio, castrense y eufemísticamente apolítico. Pero el ejército, por la propia naturaleza de sus funciones, intervino en la política. Instalados en los ministerios o desde sus puestos de mando, expresaban su opinión directamente, apenas filtrada públicamente, a su jefe natural, el «generalísimo». En la práctica, sus estados de opinión formaron parte, eso sí con la aquiescencia de Franco, de los equilibrios gubernamentales y de poder entre las distintas familias políticas. Ahora bien, durante la década, y sobre todo desde 1957, el protagonismo que el ejército había tenido durante los años 40 tendió a declinar. Su presencia directa en las estructuras de poder empezó lentamente a ser sustituida, en términos relativos, por personal civil alimentado por la tecnocracia. Los militares no fueron proclives a manifestar públicamente las tensiones con otras clases de poder político del régimen. La hegemonía política hasta 1956-1957 se la disputó sobre todo con Falange, aunque algunos militares compartían filiaciones o simpatías. Pero Falange nunca llegó a monopolizar el poder, según el calculado equilibrio del dictador. Sólo los militares manifestaron inquietud, con Carrero a la cabeza, con motivo del proyecto de Arrese de 1956, que significaba la hegemonía de los falangistas. Pero los militares tampoco veían con buenos ojos su progresivo desplazamiento, sobre todo desde 1957, por los pragmáticos de la tecnocracia que empezaban a inundar la maquinaria del Estado y la Administración. La crítica hacia los tecnócratas se asentaba sobre su vocación reformista, en sentido técnico y administrativo, que los militares asociaban con traición a los principios del 18 de julio, o con acusaciones de infiltración para desvirtuar el régimen. Tampoco era del agrado de los militares el activismo católico ligado al apostolado social y la tolerancia de sus actividades. 6.4. LAS TENSIONES ENTRE CATÓLICOS Y FALANGISTAS. LA LEY DE ENSEÑANZAS MEDIAS Amortiguadas y fragmentadas las alternativas de los monárquicos, afincados los militares en el inmovilismo y la fidelidad a Franco, el nudo central de los debates y de las tensiones se estableció principalmente a dos bandas entre católicos y falangistas, prolongándose durante toda la década. Dentro de los esquemas del régimen, los representantes católicos, sobre todo el joven ministro Ruiz Giménez, apuntaron un talante más abierto y permisivo que, sin cuestionar las pautas marcadas por el discurso del régimen, tomaron una serie de iniciativas de tolerancia matizada, para irritación falangista. Las discrepancias se manifestaron en el intento de regreso de algunos exiliados que, de forma individual y desprovistos de pasados militantes, quisieran volver a España, pero sobre todo en aspectos como la iniciativa católica de una ley de prensa o el tono crítico con que éstos se referían al sindicalismo vertical apartado de la doctrina social de la Iglesia. El proyecto de una ley de prensa permanentemente retrasada quedó vetado por los falangistas en 1952, en consonancia con el férreo
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control que ejercía el ministro falangista de Información y Turismo, Arias Salgado, que proyectó la versión más intransigente de la política de censura con argumentos obsesivos sobre la moral de los españoles. Con ello, la prensa quedaba encorsetada en márgenes muy estrechos de actuación, teniendo que esperar a los años 60 para que una ley, ya en otro contexto, tuviera de forma inevitable que referirse a una apertura matizada siempre en claves de censura. Seguía vigente, pues, la ley de prensa elaborada en plena guerra civil, en 1938, con una censura previa sistemática para todo tipo de publicaciones. Los diarios que no pertenecían al Movimiento recibían puntuales instrucciones sobre la información. Los 40 periódicos del Movimiento que había al final de la década —entre el centenar de publicaciones existentes— recibían escritos los editoriales. La principal coartada se situaba en el mantenimiento de la pureza espiritual y moral de los españoles, en esa especie de misión divina que se atribuyó el ministro de Información. Los católicos, además, exhibieron una actitud crítica con la burocracia sindical falangista, a la que consideraban distante de los postulados sociales acuñados por la doctrina vaticana. Los textos vaticanos aludían al derecho de reunión y asociación, a la autonomía y fines específicos de los organismos o asociaciones, lo que, en términos sindicales, se concretaba en el derecho fundamental de los obreros a crear libremente asociaciones, y en el derecho a participar en sus actividades sin riesgo de represalias. Doctrina que se remontaba a la Rerum Novarum, pero que actualizaban textos de Pío XII en 1945 y 1952, entendiendo que la finalidad de las asociaciones de obreros era representar y defender los intereses de los trabajadores, y que su objetivo propio era la tutela de los intereses del obrero asalariado. Principios doctrinales que contrastaban con el modelo de encuadramiento del sindicalismo oficial. Discrepancias dilatadas en el tiempo sobre las distintas formas de entender el trabajo y los asuntos sociales, y como telón de fondo, las divergencias entre las familias políticas. Pero sobre todo las discrepancias tomaron cuerpo con la actitud de relativa permisividad introducida por Ruiz Giménez en el ámbito educativo, principalmente en sus posiciones respecto a la ley de enseñanza secundaria y los sectores universitarios, todo ello en un contexto de vocación aperturista en un sentido cultural más que una hipotética tolerancia con las disidencias políticas. La ley de enseñanzas medias —ley de ordenación de la enseñanza media de 26 de febrero de 1953— fue la culminación de un denso debate en 1953, que, a su vez, formaba parte de las tensiones que, en un marco más amplio, protagonizaron el aperturismo católico y las respuestas radicales de falangistas o monárquicos reaccionarios opuestos a cualquier síntoma liberal, aunque fuera en el terreno cultural. Esta ley sustituía a la de 1938, que, en plena guerra civil, había desplegado todo el inventario de principios del Nuevo Estado y su proyección educativa: pureza de la nación española, espíritu imperial, concepto de hispanidad asociado a la defensa de la civilización y la cristiandad y sólida instrucción religiosa... que revalorizaran lo español frente a lo extranjerizante, la rusofilia y el afeminamiento. El discurso de la nueva ley cambiaba el tono. Aunque dejaba claro que la formación intelectual y moral estaba «al servicio de los altos ideales de la Fe católica y de la Patria» y que la enseñanza secundaria se ajustaba a «las normas del Dogma y de la Moral católicos y a los principios fundamentales del Movimiento», desaparecía la retórica de los primeros tiempos del régimen. La reordenación quedaba justificada apelando a la necesidad de adaptarla a los nuevos tiempos, situando como argumento la evolución de los métodos pedagógicos y la necesidad de perfeccionar procedimientos de tipo técnico, elevar el nivel cultural
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Portada de la Enciclopedia.
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y coordinar la labor de los educadores. Una filosofía técnica y racionalizadora que articuló la enseñanza media a partir del bachillerato y que en la práctica tendría un notable alcance para las nuevas generaciones. Creaba el bachillerato elemental de cuatro cursos y el superior de dos, ambos con una reválida, que, en el caso del superior, daba acceso al Curso Preuniversitario. El título de bachillerato elemental, y con mayor motivo aún el superior, se convirtió en todo un símbolo y referencia social en el que se centraron las aspiraciones de los hijos de las clases medias y modestas y en el instrumento para llegar a ser hombres de provecho. De hecho, la obtención del bachillerato permitía el acceso a carreras de grado medio y era un salvoconducto privilegiado para acceder a trabajos de la Administración o de la banca, que se convirtieron en los objetivos preferentes de esos colectivos sociales. En los principios pedagógicos de la ley quedaba entretejida una formación moral, en el sentido de los valores proclamados por el régimen, la formación intelectual, con el complemento de aprendizajes técnicos, y la educación física. En la práctica se desplegó sobre todo la memorización a través de la Enciclopedia, como texto compendio que sistematizaba todas las materias. Además, la enseñanza religiosa quedaba garantizada en todos los centros públicos o privados —«El Estado protegerá la acción espiritual y moral de la Iglesia»—, así como su derecho de inspección. Sobre todo en el transcurso de la década siguiente, este modelo tendió a socializarse, pero las cifras indican que la generalización distaba mucho de hacerse efectiva. En los años 50 eran todavía muy pocos alumnos los que pasaban de la escuela al bachillerato, apenas un 10%, y de ellos aproximadamente un 15% lo hacía en los institutos de bachillerato, descansando el grueso de la educación en los colegios religiosos. De hecho, a pesar del aumento de la escolarización respecto a los años 40, la enseñanza oficial no había llegado en 1959 a los niveles de 1936 en número de institutos. En 1959 existían 120, todavía una treintena menos que en la época republicana. El régimen también impulsó, pero desde el Ministerio de Trabajo, un modelo que trataba de vincular enseñanza con formación técnica y profesional en las Universidades Laborales. Escala de formación profesional que continuaba en estos centros con carreras técnicas de grado medio —peritos— para tratar de acoplar la mano de obra a las nuevas condiciones económicas y al horizonte de la productividad. Durante los años 50 y sobre todo 60 estas Universidades fueron creándose por todo el país —Zamora, Gijón, Sevilla, Zaragoza, Alcalá de Henares...—, para culminar en 1969 con el Centro de Orientación de Cheste (Valencia). En teoría, iban destinadas a hijos de obreros, a través de las Mutualidades Laborales, y formaban parte de la vocación de encuadramiento y de la proyección del discurso del régimen en las nuevas generaciones, además de estar, sobre todo en sus primeros pasos, regentadas por clérigos. En la práctica, se desarrollaron en sintonía con las nuevas pautas de productividad y de los nuevos rumbos de la economía española. Bien equipadas, actuaron de cantera de muchas aplicaciones profesionales en el terreno técnico. Pero en ellas también fue germinando una semilla crítica con el régimen, sobre todo a finales de la década siguiente. Los hijos del régimen se reorientaría hacia un actitud contestataria. Se dibujaron en el ámbito de la segunda enseñanza, por tanto, la enseñanza media y la enseñanza laboral. En la misma dirección y en consonancia con las transformaciones de la década, la enseñanza técnica universitaria quedó reformulada en la significativa fecha de 1957, con la ley de ordenación de las enseñanzas técnicas de 20 de julio. Su preámbulo expresaba con claridad los supuestos de los que partía: xxxxxxxxxxxx
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Un amplio programa de industrialización y una adecuada ordenación económica y social sitúan a nuestro país en una excepcional coyuntura de evolución y progreso y exigen, para su realización, el concurso de aquel número de técnicos dotados de la sólida formación profesional que el ejercicio de la moderna tecnología requiere. Ello obliga a revisar la organización y los métodos de enseñanza, con el fin de lograr que un número mayor de técnicos pueda incorporarse en plazo breve a sus puestos de trabajo para rendir allí el máximo esfuerzo para el bien común.
La ley se hacía eco de la excesiva vinculación a la Administración que hasta entonces habían tenido las Escuelas, orientadas hacia la formación de funcionarios públicos y aisladas tecnológicamente unas de otras. Establecía dos grados escalonados en la Enseñanza Técnica: las Escuelas Técnicas de Grado Medio para la formación especializada de carácter eminentemente práctico —título de perito o aparejador— y las Escuelas Técnicas Superiores para la formación científica y la especialización tecnológica —título de arquitecto o ingeniero. La ley concebía un tipo de técnicos con mayor especialización y preparación práctica con la asistencia a talleres y laboratorios, además de una mayor coordinación entre las distintas Escuelas especializadas. Así, racionalizaba y establecía sobre el papel los nuevos rumbos por los que empezaba a entrar la economía española y el acoplamiento de la mano de obra. 6.5. RENOVACIÓN CULTURAL E INCONFORMISMO UNIVERSITARIO En el conjunto universitario, la actitud tolerante del aperturismo cultural de Ruiz Giménez tuvo consecuencias políticas de envergadura, en un proceso que culminó con el movimiento estudiantil de 1956 y la crisis política que estalló definitivamente en 1957 con el cambio de gobierno. Los nuevos aires de renovación cultural de comienzos de la década empezaron a rozar, y más tarde a chocar, con los estrechos márgenes del encuadramiento obligatorio de los estudiantes universitarios en el sindicato oficial SEU. En los rectorados de varias Universidades se instalaron intelectuales que, procedentes algunos de las propias filas de Falange, proyectaron un talante más abierto, como Laín Entralgo, Tovar y Fernández Miranda. También desde la propia cantera del régimen, jóvenes falangistas liderados por Dionisio Ridruejo adoptaron posiciones críticas, para irritación de los sectores más recalcitrantes del SEU, y de sectores monárquico-clericales liderados por Calvo Serer, opuestos a cualquier atisbo de liberalismo aunque fuera cultural. Aquellas actitudes no cuestionaban el régimen mismo, pero estaban empapadas de la tradición liberal en términos culturales más que como proyecto político alternativo. Tributarias del sentido crítico, abierto, dialogante y cosmopolita, chocaban con la doctrina oficial insistente en el dogma cristiano en su aspecto inmovilista, en la exaltación de lo hispánico y en un discurso antiliberal que despreciaba lo laico y lo extranjerizante. En esta ambientación, en la que a los profesores se les exigía la firme adhesión a los principios del Movimiento, la universidad empezó a moverse con un estado de ánimo inconformista que acabaría mutando hacia la disidencia política y convirtiéndose en la cantera de una oposición al régimen de nuevo cuño. Desde 1954, la vida universitaria empezó a estar salpicada de enfrentamientos entre estudiantes y falangistas. A principios de 1955, una serie de actividades culturales al margen del oficialismo del SEU empezaron a cuajar como fruto de encuentros literarios y debates. Un punto de referencia lo marcó la convocatoria del Congreso de xxxxxxx
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Escritores Jóvenes, así como la movilización estudiantil con motivo de la muerte de Ortega y Gasset el 18 de octubre de 1955, emblema de la tradición liberal. El Congreso llegó a ser suspendido por la actitud del SEU el 7 de noviembre, pero su convocatoria demostró que en la inquietud universitaria se habían dado cita grupos muy dispares, muchos de ellos de las filas del régimen, pero que tenían en común la capacidad de articular proyectos de envergadura para acabar con el monopolio del SEU. La inquietud universitaria fue adoptando cauces de movilización política, en una ambigua mezcla en la que coincidían desde jóvenes falangistas hasta comunistas. El 1 de febrero de 1956 se convocó un Congreso Libre de Estudiantes en la Universidad de Madrid que significaba cuestionar la hegemonía del SEU. Los enfrentamientos entre seuistas y estudiantes se trasladaron a la calle en una secuencia abierta en 1954 que culminó en febrero de 1956 con un militante del SEU herido de bala. La virulencia de la actitud falangista y el tono de las amenazas adoptó notables dimensiones, para preocupación del gobierno. Los hechos en sí mismos quedaron frenados, pero no fueron suficientes las detenciones, la suspensión de artículos del Fuero de los Españoles y la enérgica actuación del capital general de Madrid y del ministro de Guerra Muñoz Grandes. La crisis política estaba servida. Había sido el episodio culminante de una larga trayectoria, de tensiones que se multiplicaban en el trasunto del régimen. Las destituciones de Ruiz Giménez y Fernández Cuesta, en una aparente solución salomónica del dictador, abrían las espitas de la reordenación del poder entre los distintos clanes políticos y del rumbo el régimen.
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CAPÍTULO VII
El agotamiento de la autarquía 7.1. LA ELIMINACIÓN PARCIAL DE LOS OBSTÁCULOS INTERVENCIONISTAS Entre 1951 y 1959 se operaron una serie de cambios en la orientación de la política económica que representaron una lenta mutación desde el modelo intervencionista de la autarquía hacia pautas liberalizadoras. Este periodo representa el agotamiento del modelo autárquico y la transición hacia la liberalización de la economía de los años 60, en un proceso jalonado por las primeras medidas del nuevo gobierno de 1951 eliminando algunos obstáculos intervencionistas, los pactos con Estados Unidos en 1953, las actuaciones liberalizadoras del gobierno de 1957 y el Plan de Estabilización de 1959. Fue una secuencia muy dilatada que respondía a la lógica de la liberalización, pero que estuvo sometida a fuertes debates y discrepancias en el seno del régimen, por todo lo que significaba de abandonar las pautas económicas sobre las que había descansado hasta entonces. No fue una vocación planeada, ni homogénea, ni activa, sino la rendición a la evidencia del agotamiento del modelo autárquico. De hecho, el crecimiento económico y las transformaciones respecto a la etapa anterior no deben plantearse en términos exclusivos de política económica. En realidad, la política económica de nuevo cuño, iniciada en 1951 y salpicada a lo largo de la década, consistió más en eliminar las trabas intervencionistas que en aplicar nuevos criterios, actitud suficiente para aprovechar la onda de prosperidad de la economía occidental. El contexto internacional marcó la pauta con una etapa de crecimiento articulada en el nuevo orden económico internacional, desplegado después de la guerra mundial con la hegemonía de Estados Unidos, sobre la base de la liberalización de los intercambios, un sistema monetario de cambios fijos y la institucionalización de la cooperación económica internacional, mientras se ponían en marcha políticas keynesianas que impulsaron el crecimiento de las economías occidentales. Ya antes de 1951, con mucha cautela se habían dejado escuchar algunas voces de sectores de comerciantes e industriales a través de las Cámaras de Comercio e Industria que, con un sentido pragmático, y sin cuestionar el régimen, veían en la salida de la autarquía el impulso de la economía y la supervivencia del régimen mismo. En sus debates internos apelaban al mismísimo Franco para que reparara las consecuencias del intervencionismo autárquico que podría conducir, como llegó a señalarse, al «comunismo», invocando así la coartada política más querida por el régimen. El discurso de este organismo corporativo situaba la liberalización económica en la recuperación de mecanismos de mercado y en la búsqueda de la productividad. Ahora bien,
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tanto ésta como otras actitudes similares de las elites económicas del país eran más bien fruto de la racionalidad que de la postulación inexistente de un ideario liberal denostado por la dictadura. Racionalización de la política económica de la dictadura no significaba, ni mucho menos, su cuestionamiento. La regulación de los precios, las cartillas de racionamiento, los cupos y licencias de importación, el reparto anacrónico de las escasas divisas eran mecanismos intervencionistas que distorsionaban cualquier posibilidad de crecimiento económico. En suma, la mayor elites económicas postulaban la clausura de un modelo autárquico muy incómodo y la recuperación de los mecanismos de mercado con una mayor inserción de la economía española en el mercado mundial. Las expectativas se situaban ahora en el crecimiento industrial y el fin del predominio agrario. Claro está que las elites económicas vinculadas a los procedimientos autárquicos, es decir, los negociantes de la autarquía, recelaban de cualquier cambio que alterara la red de relaciones privilegiadas y el origen de sus fortunas.
7.2. BAJO EL SIGNO DE LA PRODUCTIVIDAD En los inicios de la década, una palabra empezó a inundar la terminología económica: productividad. Bajo este signo se escondían los postulados que teóricamente habrían de permitir el desarrollo y la salida del estancamiento. La incapacidad del modelo autárquico para abastecer el mercado interno y asegurar la producción era manifiesta. Era precisa una racionalización de la producción, el abastecimiento de materias primas y maquinaria, y la productividad de la mano de obra apelando a la formación técnica. La productividad era entendida por sectores empresariales como la necesidad de abrir el mercado de trabajo en contradicción con el Estado corporativo y sindical. A lo largo de la década, un contexto internacional favorable y el desmantelamiento pausado de barreras autárquicas posibilitaron un ritmo de crecimiento notable que contrastaba con el estancamiento anterior. El Producto Interior Bruto expresa un tasa media de crecimiento anual para la década del 5°/o aproximadamente, mientras la renta real por habitante creció más de un 30%; el sector que más impulsó el crecimiento fue el industrial, sensible a las importaciones de equipos y materias primas, con un índice de producción que se duplicó. El caso español no era aislado, sino que formaba parte de la trayectoria de las economías mediterráneas, con notables ritmos de crecimiento estimulados por las variables externas. Había bastado una cierta relajación de la ortodoxia intervencionista en la economía española para que se desvelara la importancia del influjo exterior. Para García Delgado, además de este ritmo de crecimiento apreciable, la década está caracterizada por ese cambio de política económica, liberalizadora pero basada sobre todo en la eliminación de obstáculos más que en el estímulo que proporcionó. De hecho, la política autárquica en un contexto de librecambismo era un contrasentido, por lo que el desbloqueo fue lo que liberó las posibilidades de la economía. En segundo lugar, se trató de una política liberalizadora de carácter gradual que, contemplada a largo plazo, tuvo profundidad, formando parte de un secuencia lógica que tendría sus episodios principales en 1951, 1957 y 1959, pero no como resultado de una estrategia calculada, sino como producto de la oposición de sectores involucionistas a los intentos de apertura.
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Los primeros síntomas de transformación se manifestaron con algunas medidas aisladas del nuevo gobierno, pero la perspectiva era la de conseguir un marco que posibilitara el crecimiento industrial, la estabilidad monetaria y el control de la inflación, la subida del nivel de exportaciones y la apertura a los canales de financiación exterior. Y ello exigía una mayor integración de España en el mercado mundial, cuestionando la filosofía autárquica e intervencionista tan querida en el discurso del régimen. En tal sentido se situó la declaración programática del gobierno: Se acordó concentrar los esfuerzos del gobierno en la estabilización de los precios continuando la política de aumento de la producción, la regularización de las importaciones y la creación de una sólida base de reserva. [...] continuar los trabajos de carácter industrial [...] propulsar en nuestra agricultura las obras de colonización y de pequeños y grandes regadíos al mismo tiempo que incrementar la producción y los rendimientos por todos los medios [...], frenar toda tendencia al exceso de dinero susceptible de elevar los precios. Para alcanzar este último objetivo, se acentuará la más severa administración de los gastos públicos [...] Al mismo tiempo, serán atentamente vigiladas, para atajar todo intento especulativo, las actividades del crédito, con la cooperación de las entidades que lo conceden.
La limitación del intervencionismo estatal y la introducción de criterios de racionalización de la producción y aumento de la productividad en la agricultura, significaron la supresión de las cartillas de racionamiento y la liberalización de la venta de determinados productos. En 1950 se había producido la libertad de comercio de algunos artículos como patatas, arroz, garbanzos o lana, aunque otros muchos seguían racionados. Entre mayo y agosto de 1952, sucesivas disposiciones gubernamentales declararon libre la venta de pan, huevos, carne, aceite, azúcar, almendras..., en un contexto favorecido por las importaciones de choque. Era el aspecto más llamativo de la relativa normalización de mercados, todavía afectados por la intervención, y sociológicamente el más destacable, por todo lo que había simbolizado en la España de los cuarenta. Sin embargo, ésta sólo era una entre las muchas transformaciones que se empezaron a poner en marcha en el ámbito agrícola, en un marco que iba más allá de una política ocupada sobre todo en aspectos técnicos y en restar medidas de intervención. 7.3. LAS TRANSFORMACIONES AGRARIAS En conjunto, la agricultura presentó cuantitativamente signos positivos, verificados, como ha señalado Barciela, en el incremento de las superficies cultivadas, de la producción y de los rendimientos, aunque todavía en la segunda mitad de la década no se habían superado producciones de la época republicana como las de algunos cereales, aceite o patatas. Por ello, aunque cualitativamente la producción empezó a superar el ciclo del estancamiento, es decir, la fragilidad del entramado agrario que la fraseología del régimen había justificado con la pertinaz sequía, los resultados obtenidos en la agricultura fueron modestos, como demuestran las estimaciones de un aumento de la producción final agraria al pasar de un índice 100 en 1953 a 121 en 1959. Así, los resultados en el terreno agrícola se remitían a la recuperación de los niveles de los años 30, con la conclusión que apunta Barciela de que «la guerra civil y la
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Cartel de inauguración de la Feria del campo (1951).
política de intervención significaron veinte años perdidos para la agricultura española». La liberalización interna de la agricultura convivió con síntomas de privilegio clásicos del intervencionismo, como la continuación del Servicio Nacional del Trigo, que alimentó un proteccionismo al sector tradicional cerealero en detrimento de otros sectores de futuro, con una anacrónica política de precios que provocó la persistencia de un importante comercio clandestino de trigo. El nudo central de la política agraria dirigida por un técnico como el ministro Cavestany, crítico con la ineficacia de la intervención, consistió en elevar los precios y difuminar las normas intervencionistas, como los cupos forzosos, las superficies obligatorias y los bajos precios de tasa, junto con una política comercial más abierta
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orientada a la compra de abonos, semillas y maquinaria, en claves de modernización del sector. El aumento de la producción y del consumo se vio acompañado de una secuencia de transformaciones estructurales de la agricultura, vinculadas a una visión técnica de la modernización, que recordaban recetas ilustradas o regeneracionistas, sin alterar la estructura social de la propiedad. Para empezar, la obra colonizadora se concretó en cerca de 200.000 ha como resultado más palpable. Además, la política de repoblación forestal tuvo un balance aproximado de un millón de ha, aunque con un importante coste a medio y largo plazo al situar como criterio la rentabilidad inmediata de carácter privado, con el consiguiente repoblamiento a base de especies muy rentables para el negocio maderero o de pasta de papel, pero anacrónicas con su entorno ecológico, y a base de expropiaciones encubiertas en la práctica de terrenos de aprovechamiento comunal. Finalmente, la política de concentración parcelaria, ensayada como antídoto para reciclar el minifundismo agrario, tuvo como episodios legales más significativos la creación, el 20 de octubre de 1952, del Servicio Nacional de Concentración Parcelaria y, dos meses más tarde, la puesta en marcha de la ley de concentración. Pero en la práctica no permitió una estructura de explotaciones más grandes. Las señales liberalizadoras y de fomento agrario —apoyo financiero, estímulo de compras de maquinaria y abonos— fueron captadas por los agricultores, que tendieron al cultivo directo, a la mecanización auspiciada por el flujo migratorio y la oferta de maquinaria, y a la intensificación de la producción agrícola. Con ello, maduró una situación muy provechosa para el sistema de agricultura tradicional, sobre todo para los grandes propietarios cerealeros, calificada como la «edad de oro de la agricultura tradicional», con una mano de obra abundante y barata, sólo alterada por los primeros pasos de la emigración y las alzas salariales, un incremento de inputs tradicionales, como el ganado de labor y los abonos —en un contexto de apertura de maquinaria, carburantes, semillas o abonos, duplicándose el número de tractores entre 1955 y 1960—, y un aumento de producción de artículos clásicos como el trigo, el aceite o el vino. Todo ello, en un marco de precios con tendencia creciente y favorable, una hacienda muy tolerante, unos excedentes comprados por el Estado a precios muy remunerados y una política de créditos y subvenciones muy ventajosa. Las transformaciones de mayor alcance fueron materializadas en la década siguiente, aunque empezaron a perfilarse, ya que la introducción pausada de criterios de productividad con los primeros pasos de la mecanización, empezó con el transcurso de la década a situar a la agricultura en condiciones de abastecer los núcleos urbanos y de liberalizar la mano de obra que iría a engrosar los mercados laborales industriales y a desplazarse al exterior con el flujo migratorio que anunció el final de la década. Además, la agricultura desempeñó un papel positivo en la industrialización, en el que las disminuciones de las aportaciones de capital fueron simultáneas a la aportación de mano de obra y al aumento de la demanda de productos industriales. Este modelo de agricultura tradicional entrará en crisis en la década siguiente. La dinamización del comercio exterior provocó cambios para las exportaciones, la apertura de diversos cupos de importaciones y la liberalización de importaciones básicas. De hecho, se inició un proceso de ruptura de la dependencia de las importaciones con respecto al comercio exterior de cítricos o minerales. Además, se buscó la financiación exterior, como los créditos para la compra de algodón.
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7.4. LA VOCACIÓN INDUSTRIALIZADORA Y LAS LIMITACIONES AUTÁRQUICAS La vocación industrializadora tenía como objetivo un crecimiento autosostenido con incremento de la productividad. La desaparición de los estrangulamientos quedó verificada en los indicadores favorables que la década presentó en el terreno industrial. El porcentaje en la estructura ocupacional de la población activa tendió a aumentar: 26,55% en 1950, para situarse en un 32,98% en 1960. Los índices de producción industrial son todavía más significativos. Las estimaciones realizadas por Carreras se sitúan en un 6,6% entre 1951 y 1955 respecto al quinquenio anterior y en un 7,4% para el periodo 1956-1960. De hecho, entre 1950 y 1960 el IPI se dobló (1913=100,1950=169 y 1960=322), lo que representa un crecimiento muy activo respecto a la situación anterior que adjudica al sector el protagonismo de la década. Para el mismo autor, el gran ciclo de la expansión industrial se concretó entre 1953 y 1960 y durante cinco años se produjeron fases de crecimiento entre el 7 y el 10%. Considerados a largo plazo, los índices de producción industrial desvelan los «costes del franquismo», con una política económica que había retrasado el crecimiento. Aunque el grueso de la ayuda norteamericana quedó vinculado a la construcción de bases y al entramado económico que lo sustentó, permitió los primeros pasos en el remozamiento del aparato industrial y el incremento de la oferta de productos alimentarios. Independientemente de su cuantía, tuvo efectos amplios en la importación de bienes de consumo, bienes de inversión y materias primas. El crecimiento industrial era la vertiente cuantitativa de un hecho cualitativo de indudable magnitud: la estructura económica y el sector industrial ya no descansarían en las fluctuaciones del sector agrario, es decir, la industria dejaba de ser dependiente de las crisis cíclicas de las cosechas, de su volumen y de su calendario. Así, el valor añadido bruto industrial superó el agrario, además de que la industria se situaba en una relación real de intercambio favorable, en detrimento de la agricultura. Para terminar, la década registró como característica los avances en la sustitución de importaciones industriales. Desde el punto de vista energético, los estrangulamientos habían provocado desde 1939 importantes repercusiones en el crecimiento industrial y en los niveles de vida. Los graves problemas energéticos se prolongaron hasta 1955, en que el fin de las restricciones al consumo, la recuperación de la capacidad de compra al exterior y el ritmo de incremento de consumo inauguraron lo que Sudriá ha denominado la «era del petróleo». La potencia hidroeléctrica se dobló entre 1950 y 1956, pero el salto cualitativo vino representado por el inicio de la dependencia del petróleo en sustitución del carbón. En 1955 representaba el 21,9% de la oferta total de energía, para situarse en un 65,3% en 1973, mientras el carbón bajaba del 61% al 16,2%, demostrándose el cambio en la distribución del consumo entre las distintas fuentes primarias. Los cambios de la política económica habían sido insuficientes para el aprovechamiento óptimo del ciclo de expansión económica del mundo occidental. A la altura de 1957 hacía falta algo más que una episódica ayuda económica, que no tenía como plasmación directa la reconstrucción económica del país, y que una tímida y discontinua política económica. Fue un periodo de transición, escasamente homogéneo, sujeto a múltiples tensiones que frenaron la liberalización, como las derivadas de la po-
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lítica fiscal y salarial, las pervivencias de medidas intervencionistas, la inflación y las limitaciones al comercio exterior. En 1953 y 1954 seguían reproduciéndose obstáculos como el régimen de licencias y permisos de importación, cupos o fijación dé precios de venta de artículos importados. En esta lenta transición intervinieron razones políticas alimentadas por la oposición de la burocracia falangista, para la que cualquier desmantelamiento de los mecanismos intervencionistas suponía modificaciones no deseadas. Fueron sobre todo dos elementos los que, en estos años, limitaron el alcance de los cambios económicos que se iban abriendo paso. En el mercado interior, las dificultades de control de los precios en un marco económico y político muy sensible a la inflación. El volumen de oferta monetaria por encima de la renta nacional no podía ser corregido ante la ausencia, en la práctica, de una política dependiente de la pignoración de la deuda pública. El acusado déficit público, la inexistencia de una reforma fiscal y una política salarial irracional fueron variables que animaron la inflación. En el caso de los salarios, hasta 1958 quedaron regulados con subidas espasmódicas, elevadas, que alimentaron la espiral inflacionista y que a los pocos meses anularon las ventajas adquisitivas obtenidas. En el capítulo exterior, la falta de divisas y el déficit de la balanza de pagos volvieron a ser acuciantes, sólo coyunturalmente suavizados por la ayuda americana. Las contradicciones entre la tendencia a las importaciones —que eran el elemento dinamizador del proceso productivo— y las dificultades de exportaciones —escasas, poco diversificadas y sujetas al cambio arbitrario de la peseta— eran palpables. En 1957, un informe de las Cámaras de Comercio insistía en la necesidad de una reforma fiscal, en los efectos nocivos del aumento de salarios de 1956 que había elevado el coste de la mano de obra en un 60%, y en las dificultades del abastecimiento de materias primas, accesorios, repuestos y maquinaria, que seguía atrapado en las prácticas de contrabando. Este informe era un resumen de la actitud de las elites económicas ante la crítica situación de aquel bienio. Además, los desequilibrios en la inflación animaron la protesta social, mientras las tensiones políticas hicieron crisis en 1956-1957.
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CAPÍTULO VIII
La salida del aislamiento exterior 8.1. EL «CENTINELA» DE OCCIDENTE. LOS PACTOS CON ESTADOS UNIDOS El 23 de septiembre de 1953, culminando una larga e intensa secuencia de acercamientos hispano-norteamericanos, se firmaron los Pactos con Estados Unidos que cambiarían la suerte del régimen. Para empezar, porque Franco conseguía el espaldarazo político de la primera potencia mundial y abría nuevas perspectivas en su reconocimiento internacional. La firma de los Pactos fue paseada por la propaganda del régimen como un colosal éxito diplomático y político que situaba a España como un aliado de primer orden en la defensa de Occidente contra el comunismo. Pero, como ha desvelado Ángel Viñas, el entusiasmo oficial escondía una realidad bien distinta que, con la vitola de secreto, alumbró unos pactos en los que España hacía concesiones de tal naturaleza que implicaban la mayor alteración de la soberanía de su historia contemporánea. Las aproximaciones a Estados Unidos no eran algo nuevo. Formaban parte de una larga trayectoria desde finales de la década anterior, durante la que se habían ido modificando las estrategias y las posiciones de Estados Unidos respecto al régimen en el contexto de las nuevas coordenadas internacionales alimentadas por la guerra fría. Mientras el régimen se había instalado en una paciente espera, convencido de su papel como baluarte de la civilización occidental frente el comunismo, el acercamiento gradual de Estados Unidos formaba parte de un debate interno en el que estaban interesados en la aproximación a España el Pentágono, círculos del Departamento de Estado y parte del Congreso, además de la influencia que desplegó el spanish lobby como grupo de presión muy plural en el que confluían intereses de muy diversa procedencia. El acercamiento se estrechó cuando el 28 de agosto de 1950 fue aprobado el Proyecto de la Ley General de Asignaciones que incluía un crédito para España de 62,5 millones de dólares, mientras quedaba más claro que, una vez obtenida la ayuda económica, el respaldo político de Estados Unidos en una guerra fría recrudecida por el conflicto de Corea no pasaría por la exigencia más esgrimida en los años 40: un cambio democratizador. Estados Unidos acabó resolviendo su debate interno en claves de interés estratégico frente a la naturaleza autoritaria del régimen. Cambió su consideración respecto a la dictadura, contemplándola de otra forma: un baluarte del anticomunismo en un contexto de guerra fría. La retórica que apelaba a la democracia y a las libertades quedó desdibujada por intereses estratégicos. De hecho, este cambio de actitud de Esta-
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Firma de los acuerdos España-Estados Unidos (septiembre, 1953).
dos Unidos contribuyó a sustentar internacionalmente el régimen y a provocar de forma indirecta su consolidación interna. Lo que unos años antes hubiera podido parecer una contradicción con el bloqueo internacional a la dictadura, ahora se situaba en toda la lógica de la guerra fría. Durante el mes de junio de 1951, en plena guerra de Corea, Estados Unidos optó por reorientar los acercamientos con España en términos de bilateralidad, sin una consulta previa con sus aliados británicos y franceses y, por tanto, desligando las negociaciones de una visión multilateral con los países occidentales. La misión del almirante Sherman en Madrid en julio de aquel año disparó definitivamente las negociaciones. Estados Unidos vinculó desde el principio los aspectos económicos a las conversaciones relativas a las bases militares y su activación. De hecho, los acuerdos quedaron retrasados porque las negociaciones sobre el establecimiento de bases militares en España quedaron ligadas a la plasmación efectiva de una ayuda económica de 125 millones de dólares votada previamente por el Congreso norteamericano. Las negociaciones quedaron atravesadas también por las reticencias de las confesiones no católicas y su falta de tolerancia en España, aspecto muy exhibido por el presidente Truman, pero quedaron finalmente impulsadas por la victoria republicana de Eisenhower, aunque las coordenadas ya estaban claramente dibujadas.
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Los Pactos consistieron en las firma de tres Convenios: Convenio defensivo, Convenio sobre ayuda para la mutua defensa y Convenio sobre ayuda económica. La pieza maestra era el primero, es decir, los aspectos militares y de seguridad, mientras los otros dos, de carácter económico, adquirían una importancia subordinada. El Convenio defensivo fue presentado públicamente en términos de equilibrio y de mutua ayuda, pero el carácter secreto escondía unas dimensiones ocultadas por la propaganda oficial: Estados Unidos obtenía la iniciativa absoluta en la puesta en alerta y uso de las bases e instalaciones militares que se construyeran en España. Además, la autorización para el despliegue de fuerzas armadas norteamericanas gozaba de un estatuto jurisdiccional secreto con régimen penal y procesal de excepción. La igualdad de trato aireada por la propaganda significaba en realidad un desequilibrio en favor de Estados Unidos, que podía aplicar los Pactos en condiciones tan unilaterales que suponían un manifiesto recorte de soberanía para España. No se trataba de una alianza, ni de compromisos bilaterales de intervención, ya que las obligaciones de Estados Unidos eran mínimas y dejaban fuera cualquier emergencia o ataque al territorio español si no eran de su interés. Tampoco aseguraba suministros suficientes para la preparación de las fuerzas armadas españolas. La aceptación secreta de estas condiciones estaba motivada por el interés del régimen en lograr a toda costa el empuje político de Estados Unidos, aunque fuera recortando la soberanía, piedra angular del discurso nacionalista del régimen. Como consecuencia del Convenio se construyeron las bases militares de Torrejón de Ardoz, Zaragoza, Morón de la Frontera y la base aeronaval de Rota, que engrosaron la nómina de instalaciones militares de Estados Unidos fuera de su territorio, pero en unas condiciones de unilateralidad muy ventajosas. La puesta en marcha de las bases dependía de la decisión estadounidense y sin que estuvieran en juego intereses españoles. Además, en sentido contrario, era dudosa la posible utilización de las bases por España en un hipotético conflicto con Marruecos ante el que Estados Unidos se inhibiría, aspecto verificado con motivo del conflicto de Ifni tres años más tarde. El Convenio sobre ayuda para la mutua defensa tenía como objetivo arbitrar los recursos necesarios para la defensa. No tenía contrapartida, a diferencia de la ayuda económica, y Estados Unidos prestaba ayuda militar en equipos, materiales, servicios y asistencia. Pero la ambigüedad, como en el anterior Convenio, era manifiesta, al no definirse su aplicación previa, ni establecerse la clase y cantidad, y además la ayuda dependía de una serie de condiciones y valoraciones unilaterales de Estados Unidos y de pactos internacionales que escapaban a cualquier opción española. De esta forma, el Convenio no aseguraba para España las posibilidades materiales de defensa de su territorio. Finalmente, el Convenio de ayuda económica era inseparable de los Pactos, desde las mismas negociaciones hasta la naturaleza y objetivos de la ayuda. Ésta, utilizada como contrapartida provechosamente por Estados Unidos, no se estableció en términos de reestructuración y empuje económico para España, tal y como había concebido la reconstrucción económica de los aliados occidentales el Plan Marshall, sino en claves subordinadas a la ayuda militar. La ayuda económica, igualmente rodeada de confidencialidad, se entendía como donación pero con una contrapartida, la de sufragar los gastos de las instalaciones militares previstas en el Convenio defensivo. La condición era que sirviera para mejorar la economía española, mientras el régimen aceptaba una serie de supuestos, como la estabilidad monetaria, el impulso de la competencia, el equilibrio presupuestario y la apertura del comercio exterior, difícilmente practicables en el contexto autárquico.
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En parte, la ayuda económica contribuyó a aliviar episódicamente la balanza de pagos española y a reorientar el rumbo de la economía en sentido liberalizador, pero sus efectos fueron limitados. Para empezar, por su cuantía, que en la práctica de los acuerdos durante diez años se elevó a 1.523 millones de dólares, de los que 610 eran préstamos que exigían devolución, cifra mucho menor que la concedida a otros países. Y además, porque los términos de la ayuda, al estar orientados a los aspectos militares, se desplegaron muy parcialmente sobre el tejido económico civil, teniendo escasos efectos. De hecho, el destino de los fondos, también secreto, estuvo enfocado al sector militar de la economía, como las necesidades de construcción y mantenimiento de instalaciones militares, la financiación del transporte interior y la producción de municiones y material militar, y no al desarrollo económico del país. En la película de Berlanga Bienvenido Mr. Marshall, el retrato paradigmático de la llegada prevista del «amigo americano» a un pueblecito del interior desveló los cánones de la sociedad de la época, con sus miserias y sus expectativas, en claro contraste con la proyección oficial que de los acuerdos realizó el régimen.
8.2. UNA APERTURA EXTERIOR MATIZADA Los Pactos, por tanto, alimentaron la cobertura de las necesidades militares y estratégicas de Estados Unidos, mientras la ayuda económica fue dependiente de las cuestiones militares. En términos de política exterior, la bilateralidad con que fueron entendidos los Pactos no implicaba que Estados Unidos tuviera como objetivo la normalización exterior del régimen. Sí es verdad que las dimensiones políticas jugaron en su favor, pero su reconocimiento por la potencia hegemónica no formaba parte de una secuencia vinculada al ingreso en la ONU, ni al cambio de su status internacional que llevaba una dinámica propia, salpicada desde los inicios de la década con la apertura de embajadas. De hecho, el régimen seguiría apartado todavía y para siempre del nudo central de los procesos de integración económica y de las estructuras militares de Occidente, esto es, del Mercado Común Europeo y de la OTAN. Sin embargo, para la transición del régimen los Pactos habían supuesto un empuje político que contribuyó a su consolidación. La salida del aislamiento era, pues, matizada. El 4 de noviembre de 1950, la Asamblea General de la ONU había retirado la resolución de 1946 por la que se habían aprobado sanciones diplomáticas contra España. En ello influyeron las posiciones de un grupo de países hispanoamericanos y árabes cuyos guiños habían supuesto un balón de oxígeno en pleno aislamiento. Pero fueron sobre todo el nuevo panorama de la guerra, la política de bloques y las relaciones económicas internacionales los aspectos que empujaron a muchos países occidentales a recuperar contactos con el régimen. Sin existir una política global, desde 1950 un goteo de apertura de relaciones y de embajadas fue moldeando un nuevo status internacional de la dictadura: embajada del Reino Unido (diciembre de 1950), intercambio de credenciales con Estados Unidos (enero y marzo de 1951), relaciones con Italia (febrero de 1951), embajada de la República Federal de Alemania (mayo de 1951). Mientras tanto, esta secuencia quedó salpicada también por la progresiva incorporación de España a las agencias especializadas de la ONU y a organismos internacionales de carácter sectorial, como el ingreso en la Organización Metereológica Mundial (febrero de 1951), en la Organización para la Agricultura y la Alimentación (abril de 1951), en
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la Organización Mundial de la Salud y en la Unión Internacional de Telecomunicaciones (mayo de 1951), en la UNESCO (noviembre de 1952), para culminar con la entrada en la ONU, como observador primero (en enero de 1955) y miembro de pleno derecho después (el 15 de diciembre del mismo año). En mayo de 1956 se incorporaría a la Organización Internacional del Trabajo, y en 1958 pasó a formar parte de organismos económicos supranacionales articulados en la posguerra para institucionalizar el nuevo orden económico internacional (OECE —Organización Europea de Cooperación Económica— en enero, FMI —Fondo Monetario Internacional— en mayo y BM —Banco Mundial— en julio), en consonancia con los nuevos rumbos de apertura de la economía española revitalizados con el nuevo gobierno de 1957. Era, pues, en este último caso, la lógica de la liberalización de la economía española y su vinculación más estrecha al mercado mundial. Pero la integración en la ONU, impulsada por la reordenación de las relaciones internacionales, y en otros organismos económicos, como fruto del pragmatismo y de la sintonía con el mercado mundial en una red coincidente de intereses, era una cosa, y la incorporación del régimen a un proyecto de futuro de la envergadura de la Comunidad Económica Europea, otra. De hecho, España todavía se situaba muy lejos de los principios políticos y económicos sobre los que se edificó la fórmula de integración europea de los años 50 y que cuajó en el Tratado de Roma de 1957.
8.3. «LA RESERVA ESPIRITUAL DE OCCIDENTE». EL CONCORDATO CON LA SANTA SEDE Otro de los aspectos en el terreno internacional en que con más esmero se empleó el régimen fueron las relaciones con la Santa Sede. Se trataba más bien de una cuestión simbólica y de una consolidación formal de un conjunto de relaciones de hecho anudadas desde los mismos orígenes del régimen. El carácter de cruzada asignado por los sublevados en 1936 a la guerra civil y el integrismo desplegado por el régimen bajo la denominación de nacionalcatolicismo, no eran sólo piezas de un discurso de legitimación, sino que sobre ellas se edificó la naturaleza confesional del régimen. La Iglesia no era sólo un soporte del régimen y de su coartada de legitimación, sino que formaba parte del régimen mismo. La sintonía era evidente, pero faltaba entrelazarla con un marco legal y una institucionalización de relaciones en las que estaba muy interesada la dictadura como un nuevo instrumento de reconocimiento internacional. La iniciativa partió del propio régimen en 1948, impulsada por el sector católico representado por el embajador en el Vaticano Joaquín Ruiz Jiménez. Las negociaciones, continuadas por Castiella después de que su antecesor se ocupara en 1951 del Ministerio de Educación, se dilataron varios años, tiempo en que quedaron limadas las reticencias de la jerarquía vaticana, para culminar con la firma del Concordato en Roma por el ministro de Exteriores Martín Artajo y monseñor Tardini el 25 de agosto de 1953. Las concesiones del Estado fueron muchas, con tal de lograr el apoyo explícito del Vaticano al régimen. Su naturaleza confesional había hecho que éste estuviera identificado con la Iglesia, pero faltaba delimitar los poderes y las relaciones. Para empezar, se verificaba formalmente tal naturaleza y se establecía la unidad religiosa, es decir, el reconocimiento de la religión católica como oficial del Estado. Además, éste se comprometía a proporcionar una dotación oficial a la Iglesia, subvencionando el culto y el clero, y se instituía un fuero eclesiástico que permitía la inmunidad judicial
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Firma del Concordato entre España y la Santa Sede (1953).
de los religiosos, y un estatuto jurídico privilegiado para las órdenes religiosas en el que se contemplaban exenciones fiscales. La Iglesia asumía competencias en causas matrimoniales, lo que daba validez civil al matrimonio canónico, y se aseguraba la obligatoriedad de la enseñanza religiosa, entre otras cuestiones. Mientras la Iglesia obtenía formalmente este conjunto de privilegios, el régimen obtenía menos ventajas tangibles pero una rentabilidad política de notables dimensiones. El sistema de nombramiento de obispos se consolidaba, al permitir la presentación de propuestas para las vacantes, y Franco obtenía privilegios y honores simbólicos como la obligatoriedad de elevar preces o la entrada en los lugares sacros bajo palio, aspecto que se convirtió en una de las claves de la imaginería del régimen. La cuestión más valorada por éste fue su reconocimiento y legitimación oficial por parte de la Iglesia, que, por añadidura, pasaba a formar parte, como una pieza de primera magnitud, en la rehabilitación internacional de la dictadura. Éxito diplomático que tuvo además una notable proyección interna, verificando formalmente lo que en la práctica era un hecho: la presencia de la Iglesia en la vida pública y su incrustación en el tejido social. La vida pública estaba empapada de una presencia efectiva de la Iglesia. Los actos oficiales estaban revestidos desde los orígenes del régimen por códigos eclesiásticos como una coartada de legitimación del régimen mismo. Pero además, las importantes competencias de la Iglesia consolidadas por el Concordato, como en el ámbito educativo o en el control de los medios de comunicación y espectáculos, atravesaron los comportamientos colectivos y la vida cotidiana de los españoles. Carácter oficial que proyectó la religión en la sociedad española en términos de moral social, conti-
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nuando con las prácticas de los años 40 y con todo el marco de valores con que la Iglesia había abrazado la sublevación militar de 1936. Tres años antes de la firma del Concordato, el 5 de agosto de 1950, un acuerdo con la Santa Sede restableció la jurisdicción eclesiástica castrense y estableció normas para la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas. Había sido una de las cuestiones previas del acercamiento que despejaban el camino hacia el Concordato, al igual que la creación de nuevas sedes episcopales en España. En el asunto de la jurisdicción castrense quedaban clarificados los ámbitos y normas de la jurisdicción eclesiástica en el ejército, dos instituciones básicas y mutuamente alimentadas en la construcción del régimen. Pero todo ello no era más que la expresión institucional y oficial, como así culminaría el Concordato, de la notable influencia de la Iglesia en todos los órdenes. El espectacular despliegue oficial del Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en Barcelona el 27 de mayo de 1952, actuó de caja de resonancia y de proyección pública de la aproximación cada vez más estrecha entre el régimen y la jerarquía eclesiástica. Fue entendido como un gran acto de legitimación, previo al Concordato, del propio régimen por el Vaticano. Espoleado por la autoridades para una masiva asistencia, acudieron cerca de 400 obispos y 15.000 sacerdotes, con multitudinarias comuniones que, en la clausura, los organizadores cifraron en medio millón de personas. Todo, en un contexto de fervor y agitación cristiana por las calles de Barcelona, socializando un discurso que ataba régimen, Iglesia y pueblo.
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CAPÍTULO IX
La sociedad española. Pautas tradicionales y síntomas de modernización 9.1. LA RELIGIÓN CATÓLICA: RITOS COLECTIVOS Y MORAL SOCIAL Mientras la economía y la sociedad española habían expresado en los inicios de la década los primeros indicios de movilidad orientados a la salida del letargo autárquico, las costumbres, los valores, y las representaciones mentales de la sociedad española no solamente permanecieron relativamente inmóviles respecto a la década anterior, sino que se reafirmó el carácter integrista con el que la Iglesia atravesó la moral y las relaciones entre los individuos. No era algo nuevo, pero sí la constatación de que el nacionalcatolicismo estaba firmemente instalado en las actitudes individuales y colectivas. Este carácter integrista de la política oficial estaba muy bien representado por el ministro de Información Arias Salgado, cuya política informativa quedó empapada hasta la obsesión de un carácter clerical que debía salvar las almas, para lo que no dudaba en aplicar una extrema censura, donde las consideraciones de tipo moral en el sentido apuntado marcaban la pauta. Y la seguirían marcando mucho tiempo. De hecho, la labor relativamente autónoma de los censores en esta década y en la siguiente, respecto a libros, publicaciones o proyecciones cinematográficas tenía, sin embargo, una vertebración en argumentos morales y clericales mucho más que en supuestos peligros de propaganda política. Las relaciones de género quedaron atravesadas por las pautas morales fomentadas por el régimen, desde una coeducación prohibida, pasando por el papel asignado a los hombres y las mujeres en los ámbitos familiares y sociales, hasta las relaciones de pareja atentamente vigiladas por una mentalidad colectiva impregnada de autocensura y de amenaza de reprobación pública. La honra femenina y la virilidad masculina eran los valores sobre los que debían descansar las relaciones de pareja, sujetas siempre a la idea de pecado. Para la mujer estaba destinada una tarea de sacrificio y abnegación asociada a las labores domésticas, pero sobre todo a un rol familiar que era entendido como el complemento subordinado del papel central del hombre. Tampoco era nada nuevo, pero sí la beligerancia con la que el régimen y la jerarquía eclesiástica lo proyectaron como consecuencia de un doble sentido: la sintonía exultante entre ambos poderes, oficializada en 1953, y las primeras amenazas a esos códigos morales y de conducta que, en algunas zonas y localidades del país, empezaron a despertar, como las vivencias de los primeros turistas, los primeros night-clubs, o la actitud de
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El clero multiplicó su influencia en todos los órdenes de la vida social.
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las nuevas generaciones más abiertas al exterior, vinculadas a la universidad y con nuevas preocupaciones. En El Jarama de Sánchez Ferlosio, publicada en 1955, quedaron ejemplarmente retratados en una excursión los códigos, actitudes y conversaciones de la juventud de la época. Con la afluencia de turistas, convertida pronto en el maná externo del régimen, que se disparó en 1951 —700.000 visitantes, aproximadamente— para duplicarse a mediados de la década —un millón y medio de turistas—, llegaron ideas y costumbres que chocaron vivamente con el despliegue del pudor colectivo y de la moral católica. Actitudes medidas en términos de pecado que provocaron todo tipo de prevenciones y de preocupaciones, como lo puso de manifiesto el I Congreso Nacional de Moralidad en Playas y Piscinas celebrado en mayo de 1951. Era una sociedad, pues, que recuperaba los símbolos externos más radicales de una moral vinculada a contenidos religiosos. Una moral que hundía sus raíces en el espíritu de la Contrarreforma y que rehabilitaba todos los signos externos de la piedad barroca y del catolicismo más conservador, anulando los proyectos secularizadores impulsados sobre todo durante la Segunda República. La asistencia a misa como acto de cumplimiento obligado, el rezo familiar del rosario, fomentado con la campaña impulsada por los obispos en 1953, y las manifestaciones públicas de devoción eran, sobre todo en los ámbitos rurales y en las pequeñas ciudades de provincias, síntomas de que el nacionalcatolicismo había culminado un largo proceso por el que la religión se había convertido en moral social y punto de referencia exigido en los comportamientos de los individuos. Y además, porque el púlpito había recuperado su papel estelar en la creación de los estados de opinión. Las alocuciones dominicales, más que cualquier otro instrumento de difusión, proporcionaban los argumentos mayores para buena parte de las actitudes colectivas y de sus relaciones con el régimen. 9.2. UNA SOCIEDAD PREINDUSTRIAL EN TRANSFORMACIÓN. LA EMIGRACIÓN La sociedad de los años 50, sobre todo en sus inicios, estaba más cerca de las estrecheces autárquicas que de los horizontes abiertos por los primeros síntomas visibles de modernización. Se trataba de una sociedad predominantemente agraria en lenta transformación, mientras las ciudades conservaban todavía signos evidentes del mundo preindustrial, de los oficios y talleres, y del pequeño comercio, con personajes simbólicos como costureras, aguadores o afiladores. El censo de 1950 situaba la población española en cifras muy próximas a los 28 millones de habitantes, de los que el 40% era población agraria. La geografía propiamente industrial estaba muy localizada y la ruptura de la modernización estaba aún por llegar. La guerra civil y la autarquía habían frenado un proceso de crecimiento a largo plazo impulsado sobre todo desde los años interseculares. En 1960, la población española había ascendido a 30.583.000 habitantes, con una tasa del crecimiento anual de 0,81%, como resultado de la bajada de las tasas de mortalidad —9,8 %o de media entre 1951-1955 y 9,2 %o en el segundo quinquenio— y del aumento de las de natalidad, cuya media del 21,5 %o entre 1956-1960 sería superior a la de los años 60. Todavía tenían una aparición muy pausada los espectaculares cambios en la vida cotidiana y en las pautas de comportamiento que la sociedad industrial provocaría en la década siguiente. Pero también se empezaban a hacer visibles las mutaciones propias de una sociedad que caminaba hacia la industrialización. A lo largo de la década
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se disparó la movilidad espacial de la población, que, procedente del ámbito agrario -sobre todo de las dos Castillas, Extremadura, Galicia y Andalucía—, pasó a engrosar los grandes núcleos urbanos, para alojarse en sus suburbios, y también en municipios próximos a aquellos que, como Alcalá de Henares, Getafe, Hospitalet, Tarrasa o Baracaldo, aumentaron notablemente su población. Más de un millón de personas protagonizaron ese trasvase a lo largo de la década, formando parte de una corriente migratoria que también se orientó en buena medida al extranjero. La emigración exterior impulsó de nuevo el destino a América, con un saldo neto de 40.000 emigrantes anuales, pero nuevos lugares de oportunidad irrumpieron para consolidarse en la década siguiente, como fueron los países europeos occidentales, que poco a poco sustituyeron la tradicional emigración a tierras americanas. Este proceso migratorio se inscribió en uno más amplio protagonizado por el conjunto de países del sur de Europa excedentarios de mano de obra, para surtir a las economías embarcadas en un excepcional periodo de crecimiento en el centro y norte de Europa. El goteo de emigrantes a Europa se disparó en 1960 —3.183 en 1950, 2.205 en 1955 y 19.610 en 1960—, para convertirse en una emigración masiva desde 1961. Este tipo de emigración exterior, como ha señalado Fernández Asperilla, estaba vinculada a la exportación de mano de obra, cambiando la imagen clásica del trauma de la emigración para mutarla en un derecho y en una búsqueda de trabajo. Así, fue tolerada, impulsada y controlada por el régimen, consciente de que la apertura de fronteras para la salida de la mano de obra aliviaría las tensiones provocadas por la incapacidad de la economía española para absorber los excedentes, y de la importancia de la repatriación de capitales. El organismo encargado de la gestión de las demandas de trabajo y de la asistencia y control de los emigrados fue el Instituto Español de Emigración, creado el 18 de julio de 1956. Se establecieron acuerdos bilaterales con varios países europeos, en forma de convenios de Seguridad Social, para trabajadores emigrados en Francia (1957), Alemania (1959) o Suiza (1959), que se aplicaron a contratos de trabajo desde 1960. En 1956, el régimen suscribió un acuerdo bilateral con Bélgica para surtir de mano de obra a las minas belgas. Los trabajadores emigrados, siempre con la idea del retorno, crearon en sus lugares de destino vínculos de solidaridad estrechados por la confluencia de emigrantes relacionados por el paisanaje, el parentesco o la amistad, siguiendo las pautas marcadas por procesos migratorios anteriores. 9.3. LOS CAMBIOS DE LA SOCIEDAD CAMPESINA Y EL MODO DE VIDA URBANO. LOS PRIMEROS SÍNTOMAS DE LA MODERNIZACIÓN En el interior, el trasvase masivo de población del campo a la ciudad transformó las sociedades campesinas que, en dos décadas, protagonizaron cambios muy rápidos. Se alteró la secular quietud campesina donde las generaciones nacían, vivían y morían en el mismo lugar, desarticulándose el apego a la tierra para buscar el deseado espacio de oportunidades que representó la ciudad. Formaba parte de la lógica del proceso de transformación económica de carácter industrial puesto en marcha. Como ha señalado Sánchez Jiménez, con la emigración constante la ciudad conquistó el mundo campesino, que se quedó sin la perspectiva de futuro labrada por sus habitantes durante generaciones. Alteró así las concepciones de la vida campesina ligada a pautas tradicionales, rompiéndose el papel de la educación familiar y sus proyectos vinculados al mundo rural y a la profesión agrícola. Una emigración entendida xxxxxxxxx
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como la búsqueda de un porvenir, una vez que se extendió la idea de una existencia imposible en el campo y la pérdida de confianza. La fuga del campo, consentida y deseada, percibió la ciudad como espacio de oportunidades y expectativas de vida, no siempre colmadas, y como sinónimo de bienestar y progreso. Y con ello se fue imponiendo el modo de vida urbano en la sociedad española. El creciente volumen de nuevos pobladores urbanos desbordó la capacidad de absorción de las ciudades y cualquier fórmula de planificación racional del espacio. La construcción de nuevas viviendas y las necesidades crecientes suponían la expresión más palpable de los desajustes económicos y sociales de un década de transformaciones. Entre 1955 y 1960 se construyeron más de 400.000 viviendas, número a todas luces insuficiente para una demanda que al inicio de la década se había situado en un millón. Las viviendas de protección oficial y la política de casas baratas amortiguaron escasamente el problema. Nuevas barriadas fueron construidas a base de materiales de ínfima calidad y huérfanas de los servicios más elementales, y se levantaron suburbios que crecían desordenadamente en la periferia o en las proximidades de la ciudades a base de chabolas. El chabolismo, lejos de presentarse como un fenómeno marginal y aislado, formó parte del paisaje en el entorno de las grandes ciudades. En el interior de las casas predominó la austeridad del brasero y la fresquera como símbolos domésticos preindustriales, pero las carencias se detectaban aún más cuando en más de la mitad del inventario de hogares faltaba el cuarto de baño y el agua corriente. Los hábitos alimenticios tendieron a olvidar el racionamiento autárquico que se levantó en los inicios de la década, y las dietas empezaron a diversificarse y a ser más cuantiosas, aunque bajas en calorías y proteínas por habitante y año. Las tiendas comenzaron a poblarse con más productos, aunque todavía existían dificultades para obtener algunos, como los yogures o el jamón york, asociados todavía durante muchos años a comida especial para enfermos. La tendencia a la normalización de los mercados contrastó con el mantenimiento de prácticas autárquicas y con la distribución clandestina de trigo o el fraude en la comercialización del aceite y del vino. Poco a poco se fueron restableciendo los niveles de alimentación de 1936, aunque todavía habrá que esperar a la recuperación de los niveles de consumo de algunos productos como la carne o el azúcar hasta los años 60. A partir de noviembre de 1954 se puso en marcha el «complemento alimenticio» en las escuelas, consistente en el reparto, sobre todo de leche en polvo, a través de Cáritas, que, actuando como «caridad organizada», según ha resaltado Sánchez Jiménez en su estudio de la institución, gestionó y repartió desde los primeros años 50 la Ayuda Social Americana. Unas cifras de ayuda que en más de diez años de existencia supusieron más de 37.500 millones de pesetas. La familia, reivindicada como el centro neurálgico de los códigos morales que el integrismo de la época proyectó sobre la sociedad española, actuó de elemento integrador ante los desajustes económicos y sociales. La solidaridad familiar, nutrida también de elementos colaterales y de más de dos generaciones, tendió a incorporar a través de las relaciones de parentesco, o incluso de origen geográfico, a individuos que fueron empujados a las ciudades en busca de un lugar de oportunidades. La familia era además el fiel reflejo de la estructura jerárquica y de los roles bien fijados para sus componentes masculinos y femeninos. En viviendas escasamente confortables y poco espaciosas en relación con el número de sus habitantes, la mesa camilla, alrededor del brasero, actuó como el espacio de sociabilidad familiar por antonomasia, donde se hacían madejas, deberes, o se rezaba el rosario, pero también donde confluían las experiencias de la vida cotidiana y se ejercitaba la memoria histórica, sobre 100
todo por los abuelos, hasta que las calefacciones, los nuevos hábitos de vida y la televisión empezaron a sustituirla en los años 60. En efecto, ya a finales de esta década se empezaron a vislumbrar los primeros síntomas de cambio que en todos estos aspectos se desplegarán en los años 60. Poco a poco los avances tecnológicos de la mano de la liberalización económica fueron rompiendo el secular aislamiento y los usos y costumbres de la vida doméstica. Nuevos materiales y productos como los plásticos y el nuevo menaje para los hogares —duralex, olla exprés, primeros electrodomésticos—, aunque todavía escasos, se empezaron a incorporar al paisaje doméstico, así como los tejidos de nailon que trastocaron los atuendos y el vestido. El mundo laboral y su estructura horaria, transformados por la dinámica fabril en términos de productividad, tendieron a modificar el conjunto de los horarios y a imprimir mayor ritmo a la vida cotidiana de las principales ciudades, con los desplazamientos más largos, la prolongación de las jornadas o la habilitación de los comedores de empresa. Era también la antesala del acceso masivo a la sociedad de consumo. Entre todos los cambios que se anunciaban, y que alterarían el paisaje y la vida colectiva en la ciudad, destacó el automóvil y su modelo protagonista, el 600, convertido en todo un símbolo de las mutaciones en las costumbres y los valores. A mediados de la década apenas el parque automovilístico llegaba a 200.000 coches. El 9 de mayo de 1950 se había creado SEAT, con capital mayoritario del INI y con licencia italiana, el 11 de noviembre de 1953 se fabricó el primer automóvil SEAT y cuatro años más tarde, el 27 de junio de 1957, se vendió el primer 600, llamado a convertirse en el ejemplo de una época asociada a las transformaciones. Las ventas se multiplicaron y, aunque no se popularizaría hasta los años 60, sus características se acoplaban bien a las expectativas que el final de la década alumbró. Todavía las calles de las ciudades alojaban como excepción automóviles, muy lejos del poder adquisitivo de la mayoría de la población, pero el coche alimentó los horizontes de una sociedad reorientada al consumo y a la modernización y se convirtió en el referente de las aspiraciones de las nuevas clases medias y modestas durante mucho tiempo. La posesión del automóvil, inalcanzable para muchos, equivalía a bienestar y era el símbolo de haber cambiado de peldaño en la pirámide social. 9.4. LA DÉCADA DE LA RADIO Entre los medios de comunicación, la radio fue el emblema de la época, no por su novedad, pero sí por sus contenidos y socialización. Se había convertido en la prioridad de la compra familiar. Ciertamente, la radio había empezado a desempeñar un papel social y político de primera magnitud antes de la guerra civil, pero ahora tendía a instalarse en la mayoría de los hogares y a favorecer su plena socialización. Conectó lugares lejanos y brindó un instrumento inmediato de distracción y evasión. Los seriales, los concursos y los musicales llenaron las casas de la época. Los seriales desataron pasiones, sobre todo en la rutina de la vida doméstica femenina, creando personajes de ficción y trasladando a la comunicación oral el discurso narrativo clásico del folletín. Los concursos alimentaron expectativas, y los musicales llenaron los hogares de sonido y de canciones dedicadas, entre ellas las primeras notas de rock and roü. En el ámbito musical, a finales de la década, hizo su aparición en el mundo del disco el «microsurco», que, a 33 revoluciones por minuto y a 45 con doble cara, transformó la grabación y la difusión musical.
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Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955).
Pero también la radio fue el espacio privilegiado para los espectáculos deportivos. Las retransmisiones deportivas, sobre todo de fútbol, retratando con la voz lo que no se veía, estimulaban las emociones con un timbre de voz calculado para desatar las pasiones. Estas retransmisiones, que conectaban además varios campos de fútbol de forma simultánea, como inauguró el programa Carrusel Deportivo, y las quinielas quedaron vinculadas para construir un fenómeno sociológico de evasión colectiva de notables dimensiones. La radio fue el medio de comunicación que narró el gol de Zarra contra Inglaterra en los Mundiales de Fútbol de 1950, marcando un hito en las retransmisiones deportivas por su popularización, sobre todo porque fue el emblema de un nacionalismo exaltado que instrumentalizó el fútbol inyectando los valores 102
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El famoso gol de Zarra en el Mundial de 1950.
más queridos por el régimen. Los jugadores eran los depositarios de la furia española y de la raza hispana. La victoria contra Inglaterra adquirió dimensiones de gesta nacional. El fútbol, junto a los toros, se consolidó como el espectáculo de masas y un privilegiado espacio de sociabilidad. Los estadios y los clubs, donde muchas veces quedaba implicada toda la familia, alojaron cada vez más aficionados. La obtención consecutiva de cinco copas de Europa por el Real Madrid desde 1956, también fue instrumentalizada, esta vez como un signo de la apertura exterior del régimen y de su nueva imagen. El deporte en su conjunto era entendido como un ingrediente de la formación del espíritu nacional y de revitalización de un nacionalismo que tenía como categoría superior la raza hispana impregnada de «viril heroísmo». De hecho, la reforma educativa había contemplado este aspecto de la formación. Pero no existió ninguna planificación que permitiera acoplar el deporte como formación integral del individuo ni su socialización. En la práctica, como en el caso del fútbol, el deporte se valoraba no en términos de una cultura física imprescindible en la formación, sino en claves del empuje de la raza hispana y con una visión castrense. Por ello, los hitos del deporte español eran gestas aisladas que, como la de Bahamontes ganando el Tour de Francia en 1958, configuraron los héroes nacionales de la época. La prensa deportiva, con un discurso bien trabado, animaba a la socialización de todos los valores de nacionalismo exaltado con tono castizo y grandilocuente. Y buena muestra de ello fue el diario deportivo Marca, publicación del Movimiento, que alcanzó una tirada de 200.000 ejemplares. La hegemonía incuestionada de la radio entre los medios de comunicación también sufrió al final de la década el primer aldabonazo del que sería uno de los principales instrumentos de cambio de la sociedad española: las emisiones de televisión. 103
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Cartel de estreno de la película Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955).
El 28 de octubre de 1956 se producía la primera emisión de Televisión Española, con un programa regular. A principios de 1958 sólo existían 30.000 receptores, pero a partir de esta fecha empezaron a multiplicarse, mientras los informativos y seriales estimulaban la audiencia de un medio todavía inalcanzable para la mayor parte de la población. Con el final de la década se establecieron las conexiones con Eurovisión, y se abrió un horizonte en el que la televisión estaba llamada a representar un papel estelar en los procesos de cambio.
9.5. LA CULTURA CRÍTICA En términos culturales, aunque no se abandonó la retórica del nacionalismo exaltado de los años 40, el discurso tendió, no obstante, a perder intensidad a lo largo de los años 50. Y aires de cambio soplaron en la producción cultural empapados de sentido crítico frente a la cultura oficial. El cine, socializado, que rivalizó en el capítulo del entretenimiento con la radio, el fútbol y los toros, estaba encorsetado en la censura, medida sobre todo en claves morales. El NODO, precediendo a los programas dobles, era el santo y seña de la intervención del régimen en un medio que multiplicaba la audiencia constantemente. El 21 de marzo de 1952 se creó la Junta de Calificación y Censura de Películas, cuya actividad mutiló escenas, cambió sentidos y adulteró los doblajes, atendiendo a las recomendaciones sobre la pureza de la moral. El gran éxito de la década fue El último cuplé de Juan de Orduña en 1957. Pero también 104
xxxxxxx el cine empezó a desplegar un sentido crítico, como otras expresiones culturales de la época. Jóvenes directores retrataron la sociedad de la época. En mayo de 1953, Bienvenido Mr. Marshall obtuvo el premio al mejor guión en el Festival de Cannes. En 1955, Muerte de un ciclista, y en 1957, Calle Mayor, ambas de Bardem, representaron el cine crítico con la realidad social, con melodramas que hablaban de miserias, soledades e insatisfacciones. En esta década confluyeron en la literatura las nuevas generaciones no implicadas directamente en la guerra, e impulsaron una literatura realista y crítica con los cánones de una sociedad anclada en la desilusión y el inmovilismo. Una larga nómina de novelistas contribuyeron a desperezar el ambiente cultural heredado de la década anterior y a alejarse del miserable ambiente narrado por Cela en La colmena: Sánchez Ferlosio, Fernández Santos, Aldecoa, García Hortelano, Goytisolo... La poesía social, tenazmente crítica, con un realismo poético entendido como instrumento de acción social y política, se disculpó con Celaya, Blas de Otero, Hierro, Crémer, Nora... y la nueva generación representada por Caballero Bonald, Ángel González, Barral, Gil de Biedma, Valente o Claudio Rodríguez, con composiciones poéticas de denuncia y protesta social, con toda la dimensión rebelde de la nueva intelectualidad. En la misma dirección, el teatro de Buero Vallejo o Alfonso Sastre reflejaron esa actitud acudiendo al realismo y la crítica de la sociedad inmóvil. Historia de una escalera, del primero, representaba todo el mundo de desesperanzas, falta de horizontes y personajes frustrados incapaces de salir de su mundo anquilosado. Mientras, el teatro de evasión de dimensiones intrascendentes escenificaba artificialmente una sociedad aparentemente inmóvil. Las nuevas generaciones inquietas, críticas, que reclamaban las novedades del exterior, empezaron a incomodar al régimen. Los textos del exterior, los debates, el tono reflexivo, la preocupación por la realidad social, el espíritu de rebeldía, eran las notas de una juventud universitaria y de unos intelectuales madurados con el discurrir del régimen. No se trataba de la oposición histórica y militante y de unos intelectuales exiliados o amordazados, sino, para mayor preocupación de la dictadura, de unas generaciones nacidas en los años 20 y 30 inquietas e inteligentemente críticas con la realidad social y el régimen en que descansaba. Más que proyectos políticos precisos, representaban un estado de ánimo y una actitud ante la España de la época. Muchos, hijos del régimen, vástagos de las clases acomodadas, estaban ligados a las aulas universitarias.
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CAPÍTULO X
Las tensiones del bienio 1956-1957 10.1. LA PROTESTA UNIVERSITARIA. LA ACTITUD CONTESTATARIA DE LOS «HIJOS DEL RÉGIMEN» Aunque Franco y las elites políticas nunca lo entendieron en términos de crisis, y mucho menos se proyectó tal consideración a la opinión pública, lo cierto es que el bienio 1956-1957 marcó un punto de inflexión en la evolución del régimen. El detonante universitario había sido para el gobierno un leve episodio protagonizado por infiltrados comunistas que habían causado desórdenes, pero todo se consideraba completamente controlado. Sin embargo, estos sucesos habían desvelado el tejido de lucha por el poder existente entre los clanes del régimen a lo largo de la década. La marcha de la economía no era en modo alguno favorable, pasados los efectos de las medidas liberalizadoras de 1951 y de las mayores dosis de integración en el mercado mundial. Éstas habían sido insuficientes, porque la maquinaria autárquica había sido desmontada sólo parcialmente. Los costes de la vocación industrializadora empezaban a pasar factura. Además, los dólares americanos se habían ido agotando. Se precisaban cambios estructurales de mayor envergadura que dieran el salto definitivo en la dirección liberalizadora emprendida. Una secuencia de huelgas iniciadas en Tarrasa en enero de 1956 inauguró un nuevo periodo de conflictividad laboral. El descontento social llevaba camino de abrir las brechas para las distintas alternativas políticas. La nueva edición del boicot a los tranvías en Barcelona en enero de 1957 y al transporte público en Madrid en febrero eran signos del malestar social azuzado por la espiral inflacionista. Pero el motivo de mayor preocupación inmediata para el gobierno había estallado en forma de movimiento estudiantil en 1956, con los enfrentamientos entre estudiantes y miembros del SEU. En teoría, la cuestión había quedado saldada con el cese de Ruiz Giménez, sobre quien descansó la acusación de responsabilidad por su política permisiva desde 1951, y de Fernández Cuesta, también hecho responsable de la virulencia con la que Falange entendió el asunto, porque hasta entonces había sido el encargado del control de los dirigentes falangistas disconformes. Como ha señalado Tusell, el aperturismo de Ruiz Giménez no había sido inicialmente conflictivo con Falange, pero al solaparse con actitudes incorformistas en el terreno político habían terminado por ser incompatibles. De todas formas, la crisis universitaria y las destituciones eran sólo el inicio de una crisis de mayor alcance que tomaría cuerpo con el cambio de gobierno del 25 de febrero de 1957. Habían subido de tono las tensiones entre las familias políticas, sobre todo entre católicos y falangistas. 106
Los desórdenes universitarios habían desvelado el inconformismo de las nuevas generaciones, pero también una forma de oposición inédita, desde dentro, que ya no cejaría hasta el final de la dictadura. Las universidades, y sobre todo la de Madrid con sus efectos amplificadores, se habían convertido en foros contestatarios del régimen. A la altura de 1956, su cobertura política era heterogénea y confusa, porque era más bien un estado de ánimo que unas alternativas políticas sólidamente construidas. En ellos se entremezclaban las respuestas de jóvenes de diferente procedencia ideológica y en muchos casos todavía no articuladas como proyectos políticos. Estas posiciones tendieron a ser instrumentalizadas por formaciones clásicas de la oposición, pero su heterogeneidad era muy variada al confluir sectores disconformes independientes, falangistas, monárquicos, liberales, etc. Fue precisamente a partir de 1956 cuando estos discursos inconformistas empezaron a adoptar coberturas políticas más precisas, aprovechando el notable caudal de oposición que llevaban, e influyeron en la redefinición y origen de formaciones políticas de oposición. Pero la mayor preocupación para las elites políticas se debía a que sus protagonistas eran los hijos del régimen, antiguos falangistas o hijos de prohombres del régimen, con apellidos insignes. La agitación universitaria había despertado la sorpresa, primero, y el temor, después, en las familias fieles al régimen, al comprobar que sus hijos se situaban en la clandestinidad. El peregrinaje por los centros de detención pidiendo la libertad de apellidos importantes de familias leales al régimen, situaba la evidencia de un peligro para la dictadura instalado en sus mismas entrañas. Se trataba de una nueva forma de oposición que procedía del régimen mismo y que estaba protagonizada por las nuevas generaciones, y no de una oposición que hundía sus raíces en la guerra civil. Una oposición mutilada, reprimida y clandestina, alejada de la realidad y con escasa capacidad de actuación y convocatoria, no era la principal preocupación del régimen, aunque siguiera constituyendo la base de la retórica oficial, sino las disensiones en el ámbito estudiantil e intelectual, por un lado, y las posiciones de la ortodoxia falangista, por otro, cuyas bases exaltadas podían salirse del guión del Movimiento. 10.2. PROTESTA CIUDADANA Y PROTESTA OBRERA Las enseñanzas de la secuencia de movilizaciones en forma de boicot o huelgas en 1951 en los núcleos más populosos del país fueron madurando a lo largo de la década. El descontento social, más que a un colectivo preciso, había tenido como protagonista a la ciudadanía afectada por las consecuencias en la vida cotidiana de la losa autárquica. El racionamiento prolongado más allá de lo humanamente soportable, las dificultades domésticas y diarias provocadas por un poder adquisitivo raquítico activaron la protesta, pero también contribuyó la respuesta social al estraperlo generalizado y a los abusos de un situación entendida como injusta por la economía moral de la multitud. Había sido el caldo de cultivo para que la situación de protesta ciudadana estallase con la subida de los precios de los tranvías y también para desperezar una protesta hasta entonces casi siempre individual, privada y silenciosa en el marco del miedo a la expresión pública del descontento o desactivada por la resignación. Los objetivos se situaban en realidades concretas y tangibles como la subida de tarifas, los salarios o la escasez, pero no en reivindicaciones políticas genéricas de lucha contra la dictadura. Así, los protagonistas, las formas de respuesta y los objetivos emxxxxxxxx
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pezaron a ser distintos respecto a la etapa anterior. Y con ello, las movilizaciones en forma de boicot o huelga dejaron descolocadas a las organizaciones clásicas de la oposición, con formas de organización y objetivos escasamente acoplados a la nueva realidad y con difíciles proyecciones en el tejido social. Atrapadas en la clandestinidad, el fraccionamiento de posiciones y ancladas en el pasado, fueron siempre a remolque de la protesta ciudadana y de la protesta obrera, aunque a lo largo de la década intentaran moldear sus posiciones. En ellas participaron o se sumaron heterogéneos grupos u organizaciones políticas, desde falangistas o católicos de las HOAC hasta comunistas o socialistas, pero nunca llegaron a actuar de cauces de la protesta. Estas formas de protesta ciudadana inauguradas en 1951 estuvieron alimentadas por el descontento de la realidad cotidiana, aunque su importancia debe situarse en el terreno cualitativo más que en su dimensión cuantitativa en una población atenazada, inhibida, resignada o en todo caso protagonista de un rechazo pasivo. Fueron movilizaciones episódicas en los grandes núcleos urbanos del país, donde las consecuencias del racionamiento eran más visibles y donde la socialización del descontento tenía más posibilidades. Entre febrero y mayo de 1951, la protesta ciudadana había tenido su prolongación natural en el inicio de una secuencia de huelgas en Cataluña, Madrid y el País Vasco, que se multiplicaron, aunque de forma irregular, a lo largo de toda la década, sobre todo entre 1956 y 1958. Una protesta obrera que se fue redefiniendo y madurando a los largo de estos años, y que tenía como centros neurálgicos la nueva geografía industrial y obrera que se fue construyendo al calor de las transformaciones del periodo en un sentido industrializador. La afluencia de contingentes de mano de obra joven porcedente del ámbito rural hacia los cinturones industriales en formación de Cataluña, Madrid, el País Vasco —además de la cuenca minera asturiana—, nutrió las filas del asalariado industrial de nuevos obreros, huérfanos de tradición obrera en su cultura y formas de organización y con escasas vinculaciones con la guerra civil. Los viejos y nuevos protagonistas de los talleres y las fábricas confluyeron para cambiar el rumbo de lo que hasta entonces había constituido la médula organizativa y reivindicativa del movimiento obrero clásico, es decir, el anterior a 1936. Siguiendo la lógica de la protesta ciudadana, los objetivos estaban empapados de reivindicaciones concretas que afectaban a la vida cotidiana y doméstica del trabajador asalariado: la lucha por el sustento, esto es, sobre todo los salarios y otras demandas relacionadas con las condiciones de trabajo en las empresas. El instrumento de respuesta utilizado fue la huelga y la práctica de formación espontánea de comisiones en las empresas como vehículo de las reclamaciones, con distintas dimensiones espacio-temporales. Fueron huelgas de envergadura, además de las de 1951 —sobre todo en el cinturón industrial barcelonés el 1 de mayo—, la desarrollada en la empresa vizcaína Euskalduna en 1953 y la secuencia de huelgas entre 1956 y 1958 en la cuenca minera asturiana, Vizcaya, Madrid, Pamplona y, sobre todo, Cataluña. La huelga del cinturón industrial barcelonés de 1951 había estado vinculada al movimiento ciudadano del boicot, lo que entrañaba aspectos políticos que superaban reivindicaciones concretas. Las reclamaciones salariales y la respuesta a la carestía y los precios fueron los argumentos del despertar huelguístico en el País Vasco, sobre todo en Vizcaya en abril y mayo de ese año, pero además se trataba de huelgas rodeadas de inquietud social manifestada por sectores católicos, toda vez que, como en el resto del país, CNT y UGT habían quedado diezmadas, además del sindicato vasco ELA. La huelga de Euskalduna en 1953 fue el eslabón de las protestas y de la forxxxxxxxxx
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mación de comisiones de obreros en el País Vasco que culminaron en el bienio 1956-1958. En Andalucía, la huelga de Sanlúcar de Barrameda en 1952 inició la secuencia de la protesta extendida con la década a toda la comarca jerezana. Mientras, desde esa fecha en Aragón las reivindicaciones concretas de los trabajadores iban adoptando forma de comisiones. Pero quizá fue en la minería asturiana donde la lógica de reivindicaciones moderadas y ampliamente compartidas sobre precios de destajo, salarios y otras condiciones, y de la utilización de conductos participativos, actuó de caldo de cultivo en la formación de comisiones de obreros, como en La Camocha en 1955 y 1956, cuya comisión actuó de portavoz en la huelga de enero de 1957. El bienio 1956-1958 marcó un periodo de especial agitación y sirvió de impulso en un movimiento obrero cada vez más configurado con nuevos instrumentos de respuesta y organización. En la primavera de 1956 estalló una cadena de huelgas, ligadas sobre todo a las dificultades de las economías obreras, en la minería asturiana, Pamplona, País Vasco —principalmente los metalúrgicos de Vizcaya—, Madrid, y, sobre todo, Barcelona, donde afectaron a empresas del metal de gran concentración obrera como La Maquinista Terrestre y Marítima, ENASA, SEAT o Hispano Olivetti, o del sector textil como Batlló. Estaban estimuladas por el escaso poder adquisitivo provocado por la espiral inflacionista y la carestía, para lo que no habían servido en absoluto las irracionales subidas decretadas por el ministro Girón, que contribuyeron a multiplicar la inflación. El clima de protesta se prolongó en 1957, y se reprodujo en las mismas zonas en 1958, ya puesta en marcha la apertura económica del nuevo gobierno y antes de la ley de convenios colectivos. Las huelgas como instrumentos, aunque tuvieran una finalidad laboral precisa, eran para el régimen, por definición, políticas, y como tales fueron entendidas por el gobierno. De hecho, aunque directamente no tuvieran objetivos políticos en su formulación, cuestionaban la armonía capital-trabajo apadrinada por el sindicalismo vertical y el corporativismo que negaba el conflicto entre patronos y trabajadores. Pero, sobre todo, las huelgas estaban asociadas a la alteración del orden público y la seguridad, principal argumento sociológico del discurso del régimen. La dimensión política estaba servida. Pero, por lo mismo, la práctica de las huelgas por los trabajadores demostraba el fracaso del modelo de la organización sindical por controlar el mundo del trabajo y por tratar de circunscribir el conflicto a su naturaleza individual y no colectiva. Negar el conflicto colectivo a la altura de mitad de la década era negar la evidencia. Por eso, la ley de convenios colectivos en la significativa fecha de 1958 trató de encauzar las protestas y situar la negociación por los salarios y las condiciones de trabajo en términos colectivos bajo el control de la Organización Sindical Española, esto es, del sindicalismo vertical. Las estrategias de este movimiento obrero de nuevo cuño, por su propia dinámica, tendieron a hacer compatible la huelga con el aprovechamiento de los cauces legales que brindaba la legislación laboral y sindical. La participación en los engranajes sindicales de la dictadura fue recibida inicialmente por las organizaciones sindicales clandestinas con desconfianza, cuando no con oposición, y en todo caso no era bien entendida por su carácter efímero y ajeno a las formas tradicionales de organización. Pero aquí también la práctica reivindicativa de los obreros en las empresas demostró a la UGT, CNT o a la OSO (Organización Sindical Obrera, impulsada por el PCE) la eficacia de sus planteamientos. Los enlaces sindicales o los jurados de empresa empezaron a ser utilizados como instrumento reivindicativo y de lucha laboral, además de que se formaban comisiones de trabajadores de forma espontánea para negociar xxxxxxxxx
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aspectos concretos que luego tendían a disolverse. De ahí el éxito de las comisiones de obreros que, sin una organización estable, fueron sumando a las reivindicaciones concretas laborales alternativas de mayor alcance de tipo político. Estas comisiones, como en el ejemplo de Cataluña o Madrid, estuvieron inicialmente impulsadas y ligadas a la acción de nuevos y jóvenes militantes comunistas y católicos, aunque no por la práctica de los partidos, para extenderse después en un movimiento socio-político de primera magnitud en la década siguiente. Las organizaciones tradicionales de oposición tendieron a dar el visto bueno a las nuevas posibilidades al final de la década en que empezaron a valorarlas, como el PCE, cenetistas o sectores socialistas — en contraste con la negativa de UGT—, aportando más tarde infraestructuras y militantes a las comisiones obreras y a la utilización de enlaces sindicales con la práctica del entrismo, es decir, la infiltración en los niveles de representación sindical oficial como práctica de lucha política. Ésta había sido una de las estrategias del PCE desde 1948, pero esto no significaba la defensa de la fórmula de comisiones, como lo demostró el hecho de que siguió potenciando OSO hasta que a finales de la década la eficacia de las comisiones había quedado demostrada. Además, el PCE no dejó de utilizar el recurso a las convocatorias de huelga general política, como las realizadas en mayo de 1958 o junio de 1959, que, por su carácter político genérico, se saldaron en fracasos. Fueron, por tanto, los militantes de las empresas, sobre todo comunistas y católicos de las HOAC y las JOC, más que los partidos, los que impulsaron esta fórmula acoplada a las circunstancias. Todo este conjunto fue configurando un nuevo movimiento obrero en sus protagonistas, objetivos e instrumentos de acción, que cuajaría en los años 60. Sus características han sido sintetizadas por Carme Molinero y Pere Ysàs: reivindicaciones muy elementales, sobre todo salarios, ampliamente compartidas, instrumentalización de los sindicatos verticales con la ocupación de la figura del enlace sindical y el jurado de empresa, con la consiguiente utilización de la legalidad pero sin descartar acciones de mayor alcance como la huelga, y creación de «comisiones» elegidas por los trabajadores en función de demandas concretas. Se abría un horizonte distinto en el movimiento obrero. Así, las comisiones de obreros en las empresas para la reclamación de salarios, horas extraordinarias y aspectos puntuales de las condiciones de trabajo, la participación en las elecciones sindicales con el acceso a enlaces o jurados y la práctica de la huelga quedaron entrelazadas para impulsar la configuración organizativa y de lucha de ese nuevo movimiento. Como ha señalado David Ruiz, esos embriones asociativos que fueron en los años 50 las dispersas, inestables y episódicas comisiones de obreros tendieron a extenderse, coordinarse y consolidarse en la década siguiente, sobre todo entre 1962 y 1964 en que adquirieron carta de organización, Comisiones Obreras, en casi todo el país. Fue en esta década cuando se manifestó una oposición sindical de masas. De hecho, Comisiones Obreras era un movimiento socio-político más que un sindicato en sentido estricto, que había entretejido la resistencia al sindicalismo vertical con la defensa de intereses inmediatos de los trabajadores sin renunciar como proyecto a la construcción de las libertades democráticas. Desarticulada la CNT y con la débil presencia de UGT anclada en su negativa a la práctica de la oposición desde dentro, las comisiones de obreros se encontraron con un amplio espacio en el mundo del trabajo con escasas conexiones con el pasado sindical, con jóvenes obreros sin referencias organizativas anteriores, para construir un movimiento de nuevo cuño moldeado más por las circunstancias precisas que como producto teórico y político. Los cambios demográficos y económicos, la liberalizaxxxxxxxxx
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ción y los convenios colectivos acabaron por consolidar el movimiento que cuajaría en los años 60.
10.3. LAS OPOSICIONES POLÍTICAS AL RÉGIMEN Las oposiciones políticas al régimen durante la década de los 50 sufrieron notables mutaciones, en sus protagonistas, naturaleza, morfología y estrategias. La evolución del régimen no puede medirse exclusivamente en términos de oposición, porque ésta se fue moldeando y diversificando precisamente en función del trasunto interno del régimen y de las circunstancias exteriores. No se puede hablar de la oposición al régimen como algo homogéneo y monolítico, sino de varias oposiciones en el tiempo, en su naturaleza y en sus características, desde las representadas por monárquicos y liberales o católicos ambiguamente retratados con el régimen hasta las fuerzas clásicas de la oposición —las que hundían sus raíces en la guerra civil—, con distintas estrategias. En general, la consolidación de la dictadura acabó con las expectativas de una oposición histórica que creía en una inminente caída del régimen, pero al mismo tiempo, sobre todo desde 1956, se alimentaron otras expectativas de unas oposiciones históricas redefinidas y otras de nuevo cuño en el seno del régimen. Todas seguían compartiendo el deseo de una caída a corto plazo del dictador, pero seguían estando alimentadas por una interpretación distorsionada de la realidad española. Al contrario, el régimen fue madurando, en términos de consolidación a todos los niveles, y fue dilatando las esperas y superando todos los pronósticos. Durante toda la década, el régimen no se vio amenazado seriamente por las distintas oposiciones de muy diversa naturaleza y procedencia. Las huelgas en el País Vasco, Asturias o Cataluña, los boicots a los transportes públicos en Madrid y Barcelona, y la subida de tono de la protesta social en 1951 y 1956, habían provocado expectativas en sectores de la oposición y cierta inquietud en el régimen, pero la valoración excesivamente triunfalista de los opositores contrastaba con la estabilidad de la dictadura, para la que eran más preocupantes las tensiones en el régimen mismo. Para la oposición histórica —republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas, nacionalistas—, la guerra fría, la ayuda norteamericana al régimen y el reconocimiento internacional del mismo, disiparon las esperanzas de una pronta caída de la dictadura, iniciándose un proceso de reconversión. Con la década desaparecían los últimos residuos de los maquis y la finalización de la estrategia de la lucha armada impulsada por los comunistas. Éstos estaban atrapados en la derrota de la guerrilla y las directrices estalinistas y con notables dificultades de diálogo con otros grupos de la oposición. Además, la ilegalización del partido comunista en Francia en 1950 mutiló su cobertura desde el exterior. Aunque seguían anclados en esa interpretación distorsionada de la realidad española, aires de renovación soplaron en 1954 cuando en noviembre el V Congreso del Partido Comunista aupó a una joven generación de comunistas, curtidos ya en la guerra, pero con menor proclividad estalinista y más dispuestos a estrechar lazos con otros grupos de la oposición y a practicar una oposición desde el interior. Esta estrategia, liderada por Carrillo, Claudín, Gallego y otros, tuvo un punto de inflexión cuando en abril de 1956 el Comité Ejecutivo del Partido Comunista proclamó en Bucarest la política de reconciliación nacional. Los comunistas acentuaron sus actividades en el interior, intentaron aproximaciones con otros grupos, y pusieron en práctica la política del entrismo proporcionada por la representaxxxxxxxx 111
ción sindical en el nuevo marco de relaciones laborales aprovechando la brecha abierta por las comisiones de obreros. Los militantes comunistas fueron el blanco prioritario de la represión del régimen, pero al mismo tiempo, al actuar de coartada de legitimación para el régimen mismo, el visceral anticomunismo revitalizado con la guerra fría, magnificó las dimensiones reales de la amenaza comunista que el régimen situó como una influyente cohorte de infiltrados. En la década de los 50, pues, representaban un peligro más percibido que real, pero que daba contenido al discurso anticomunista que el régimen paseó por las cancillerías extranjeras en plena guerra fría. Como el resto de la oposición histórica, los socialistas estaban presos de una serie de tensiones internas y de dificultades en su actuación. La consolidación del régimen en el contexto internacional había estrechado, sobre todo en Francia, los márgenes de su actuación. El PSOE perdía fuerza. Opuesto a cualquier colaboración con los comunistas, en 1951 rompía su pacto con los monárquicos, política ratificada en el V Congreso de 1952, después de que su secretario general, Indalecio Prieto, hubiera presentado su dimisión en septiembre del año anterior. Además, en el interior surgieron voces discrepantes de las nuevas generaciones con la dirección exterior del partido socialista, dirigido ahora por Llopis, férreamente anclado en la tradición y con la idea principal de preservar la organización en el exilio. La mayor proclividad de aquéllos a colaborar con otras fuerzas de la oposición, en particular con monárquicos y comunistas, chocaba con la actitud tradicional del partido en el exilio. La mayor oposición del interior procedía de la Agrupación Socialista Universitaria, salida de la cantera de la revuelta estudiantil de 1956, más proclive a colaborar con los comunistas, y con una serie de discrepancias estratégicas y organizativas con los líderes del exterior, que también mostraron personajes de la dirección del partido en Madrid o el Movimiento Socialista de Cataluña. Por si fuera poco, la UGT empezó a perder terreno, con su actitud de no presentarse a las elecciones del sindicalismo vertical, frente a unas pujantes comisiones obreras, cuya espontaneidad y provisionalidad contrastaba con el tradicional objetivo ugetista de reforzar la organización. Los monárquicos en su mayoría habían optado por el colaboracionismo con el régimen, animados por la definición monárquica del Estado y la Ley de Sucesión, pero con expectativas escasamente colmadas en la práctica. Por su parte, las tensas relaciones entre Franco y Juan de Borbón desembocaron sobre todo al final de la década en claras disidencias. Con sede en Estoril, como centro de peregrinaje monárquico, los círculos juanistas desplegaron un posibilismo que los aproximó tanto a los carlistas de Rodezno como a los grupos monárquicos liberales. Estos últimos se multiplicaron en versiones liberales monárquicas, muy alejadas de las opciones tradicionalistas o reaccionarias, y adoptaron diversas fórmulas organizativas y políticas, como la Unión Liberal de Satrústegui, la Democracia Social Cristiana de Gil Robles o la Unión Demócrata Cristiana de Giménez Fernández, de matiz democrático y empapadas de las doctrinas sociales vaticanas. También el grupo liderado por Ridruejo, procedente de Falange, adoptó forma organizativa con Acción Democrática con un ideario asentado en valores democráticos que, sin defender doctrinalmente la monarquía, consideró esta institución en claves accidentalistas como la fórmula más adecuada. Todos estos grupos de talante liberal, moderado, no representaban una amenaza tangible para el régimen, pero sí eran depositarios de un salto cualitativo en las formas de oposición. Se nutrían de hombres procedentes del régimen o de las nuevas generaciones desvinculadas de las formas clásicas de oposición y estaban instalados xxxxxxx
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en el propio régimen. Y eso causaba preocupación en las esferas del poder. Eran grupos organizados sobre todo al calor de los acontecimientos universitarios de 1956. También de las ascuas del 56 nacieron otros grupos de izquierda, críticos con las direcciones de los partidos en el exilio, y organizaciones de nuevo cuño, nutridas de diversos referentes políticos e intelectuales, pero que, reclutados de la cantera universitaria, tenían en común la valoración de la democracia con contenidos sociales. Tales fueron el Frente de Liberación Popular (FELIPE) o el grupo liderado por Tierno Galván. Todos ellos constituían un tipo de oposición más difícilmente controlable que la militancia comunista, socialista o anarquista, condenada a la clandestinidad o al exilio. Sus posiciones críticas y su difusión en medios universitarios, intelectuales y profesionales, eran motivo de preocupación, a pesar de su escasa importancia numérica. Y, sobre todo, porque habían nacido del régimen mismo sin vinculación con la guerra civil. En esta misma dirección, sectores eclesiásticos, precisamente en el momento de mayor asociación formal Iglesia-dictadura, evolucionaron hacia posiciones críticas a lo largo de la década. Si bien es verdad que se habían institucionalizado relaciones, y que la Iglesia había legitimado y se había convertido en el oráculo del régimen, también empezaron a desvelarse posturas críticas respecto a la libertad de prensa o respecto a la cuestión social en artículos de Ecclesia (órgano de Acción Católica Española), o en actividades como las protagonizadas por las HOAC o las JOC implicadas en movimientos huelguísticos, o en las intervenciones de Herrera Oria apelando a la justicia social. Esta transformación de los años 50 tuvo su versión más crítica en la actuación pastoral de sacerdotes alentados por la doctrina social de Pío XII y Juan XXIII, que animaban a una actitud misionera en contacto con la realidad de las zonas obreras más marginadas. Esto condujo a una mayor implicación con el tejido social, que se tradujo en las experiencias de curas inquietos que compartían preocupaciones y estrecheces con los trabajadores y desheredados en los suburbios de las ciudades. Un ejemplo paradigmático de esta actitud militante y comprometida lo representó el jesuita padre Llanos, que evolucionó desde la capellanía del Frente de Juventudes y el falangismo militante al contacto con la marginación del Pozo del Tío Raimundo, que, en las proximidades de la capital, representaba la versión más extrema de miseria. Estas actitudes fueron cuajando en movimientos apostólicos obreros que adoptaron la fórmula del compromiso en la década siguiente como pauta de actuación y tendieron puentes de colaboración con organizaciones políticas de la oposición. El malestar del régimen subió de tono, porque, sin ser una oposición política en sentido estricto, sus protagonistas estaban vinculados al tejido social y las formas clásicas de represión de las disidencias eran, en este caso, inoperantes. 10.4. LOS APOYOS SOCIALES DE LA DICTADURA. PASIVIDAD, INHIBICIÓN Y COMPLICIDAD SOCIOLÓGICA. EL MITO DEL «BUEN DICTADOR» Sin embargo, lejos de tambalearse, la dictadura fue tejiendo su consolidación sobre todo después de la prueba política y económica que representó el bienio 1956-1957. En esta década se ensancharon los horizontes sociológicos del régimen. El hastío de la guerra, los temores e incertidumbres de la posguerra, y las voces de los entusiastas de la victoria con sus intentos de socialización política, fueron dejando paso a un discurso desmovilizador de la población, basado en el eufemismo de la paz xxxxxx
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y los valores del orden y la religión. La configuración de unas bases sociológicas del régimen más amplias, más allá de la confluencia heterogénea de intereses en 1936, fue planteada en términos de lealtad con el dictador, favorecida por las transformaciones económicas internas y la situación exterior. Sin intermediarios, ni partidos, ni fórmulas asociativas. Discurso desmovilizador que recogía los argumentos de algunos intelectuales de principios de siglo que, acoplados en su versión conservadora, situaban los males del país en la perversidad de la política y de sus representantes y en su apelación al cirujano de hierro. Pero, además, durante la década, la salida del aislamiento, proyectada por el régimen como un éxito de su firmeza de posiciones ante el mundo occidental que le daba la razón en su lucha contra el comunismo, la supresión del racionamiento, las primeras transformaciones en el terreno económico y la mejora de los niveles de vida en términos genéricos, no hicieron sino crear el marco de consolidación de los apoyos sociales al régimen que perpetuaron su existencia al calor de la década siguiente. Si bien la memoria histórica de la guerra civil seguía estando presente en la mentalidad colectiva, el mantenimiento y consolidación de la dictadura en claves de sus apoyos sociales no puede explicarse exclusivamente a la sombra de la represión. Ésta no perdió intensidad en sus métodos y en sus objetivos, pero el grueso de disidentes activos procedentes de la guerra habían desaparecido, enmudecido o estaban en el exilio. Por otro lado, y para las nuevas generaciones, el miedo era menos tenso y las realidades cotidianas de la subsistencia o las aspiraciones democráticas eran argumentos lo suficientemente sólidos como para tantear la suerte de la disidencia y la protesta. Pero la mayor parte de la población no se opuso, o no se opuso de forma activa, con una actitud en todo caso de rechazo pasivo o privado. Es difícil hacer una valoración en términos cuantitativos, pero en esta etapa de los años 50, los apoyos originales de las elites económicas y de las clases medias católicas y conservadoras se consolidaron. Pero tampoco es posible asociar la dictadura con colectivos sociales específicos, porque también gozó de apoyos en sectores menos favorecidos. Es necesario distinguir entre la oposición más activa de los focos urbanos industriales, y las zonas rurales, sobre todo de la España interior, más proclives a la quietud y más sensibles a los discursos del régimen con una importante apoyatura en los púlpitos. Además, el tejido social de excombatientes del bando vencedor tendió a acoplarse en los distintos niveles de la Administración o a obtener el salvoconducto para acceder a otras ocupaciones, consolidándose las redes clientelares. Pero, en general, una especial valoración de la seguridad y del orden atravesó las clases sociales, con un discurso populista y paternal en términos de lealtad al dictador, incluso por encima de los «políticos», proyectándose el mito del «buen dictador», barnizado con un carácter mesiánico, y adobado de connotaciones nacionalistas y católicas. Y esas bases sociológicas, lo mismo que las elites políticas o económicas, basaron su actitud en la lealtad al dictador manteniendo un régimen labrado en claves de poder unipersonal.
10.5. LA CRISIS POLÍTICA DE 1956-1957. LA CLAUSURA DE LA «REVOLUCIÓN PENDIENTE» La crisis política de 1956 que afectó a la composición del gobierno no quedó saldada con las destituciones de Ruiz Giménez y Fernández Cuesta. Franco necesitaba seguir contando con el apoyo de Falange, pero al mismo tiempo seguir instrumentalizándola sin propiciar un proyecto autónomo o dotarla de excesivo poder. Mientras xxxxxxxx
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Jesús Rubio sustituía en Educación al cesado Ruiz Giménez, para la secretaría general del Movimiento, de la que se apeaba Fernandez Cuesta, Franco echó mano de José Luis de Arrese, falangista ortodoxo, o de los denominados puros, para redefinir las relaciones del partido único con el régimen, manteniendo la misma filosofía: cierta hegemonía de Falange respecto a otras fuerzas políticas, pero de forma controlada. Arrese elaboró un proyecto de institucionalización del régimen, tarea siempre dilatada por el dictador con calculada ambigüedad. Pero el proyecto iba más allá de las pretensiones de Franco y de las posiciones de Carrero. Mientras Franco quería renovar Falange, Arrese pretendía institucionalizar el régimen sobre la base del poder casi exclusivo del partido. Los instrumentos serían una ley del Movimiento y otras sobre el gobierno que dotaban claramente a Falange de un notable poder de forma institucionalizada. El Movimiento tendría autonomía respecto a un eventual sucesor, y contaría con un secretario general que podría vetar disposiciones ministeriales, que tendría amplias competencias y estaría elegido por un Consejo Nacional con capacidad para cesar al gobierno. El proyecto careció de apoyos, empezando por Franco, cuyas observaciones lo acabaron mutilando. También se opusieron militares, católicos y monárquicos. Y fundamental fue la posición de Carrero, a cuyos argumentos era muy sensible el general. El proyecto de Arrese se saldó con un fracaso, ya que desplazaba al resto de familias políticas y amenazaba el poder del propio dictador. La crisis de 1956 marcó un punto de inflexión en las relaciones de Falange con el régimen y las tensiones culminaron con una amplia remodelación del gobierno en 1957. Para los falangistas puros, en el sentido de su oposición a la difuminación de Falange en el régimen abandonando los supuestos doctrinales joseantonianos, significaba la última oportunidad de desarrollar la revolución pendiente. Atrás quedaban los años azules y la hipótesis de articulación del régimen con el partido único. A partir de entonces, Falange fue perdiendo parcelas reales de poder en el centro de la toma de decisiones, aunque siguiera teniendo peso específico y formalmente continuara en las mismas posiciones dentro del régimen. Pero lo que quedaba claro era que Falange no tendría la hegemonía del Movimiento. Su relevo sería lento. Además, las divisiones entre sus dirigentes se hicieron más visibles. Las contradicciones entre los dirigentes del partido único y los cuadros políticos intermedios —procuradores, alcaldes, concejales— se hicieron todavía más evidentes, como ha desvelado Sánchez Recio. En estos niveles intermedios se manifestó aún más la diversidad ideológica y política, por la resistencia de las fuerzas políticas no falangistas, demostrándose la incapacidad de la burocracia para homogeneizar el partido único. El proceso de unificación en un partido único —FET de las JONS— realizado durante la guerra para dar cobertura política a las heterogéneas fuerzas políticas que apoyaron los sublevados, hacía aguas por todas partes. La diversidad política no había hecho sino aumentar, y en esas condiciones era impensable el predominio de Falange, además del interés por parte de Franco y de los dirigentes del régimen por mantener la diversidad interna. El partido único había quedado instrumentalizado y la hegemonía de Falange neutralizada, lo que condujo a un ambiente de apatía política progresiva entre militantes falangistas y del partido, sobre todo en esos niveles intermedios. En términos gubernamentales, con la amplísima remodelación del 25 de febrero de 1957, se produjo la significativa salida de Girón del Ministerio de Trabajo, con su política anacrónica respecto a las vetas liberalizadoras de otros departamentos. La liberalización estaba reclamando un nuevo marco de relaciones laborales, alejado del encorsetamiento que había imprimido desde su Ministerio y de los presupuestos naxxxxxxxx 115
El gobierno de Franco de 1957.
cionalsindicalistas. Por su parte, Arrese fue relegado al ministerio de la Vivienda, como una salida digna —un puente de plata— en una cartera considerada secundaria y muy alejada de los ambiciosos proyectos que había diseñado. El nuevo hombre fuerte en la tarea de las relaciones entre Falange, el Movimiento y las instituciones del régimen en su conjunto fue José Solís, encargado de reconducir las pretensiones hegemónicas e institucionalizadoras de Arrese por una instrumentalización de Falange, controlada en la ambigüedad del régimen. La estructura de partido único quedó inutilizada. Falange mantenía influencia en el régimen, pero la gestión de Solís se orientó a la burocratización del partido y de los sindicatos —embarcados en una reforma que cuajaría en una primera versión a principios de los sesenta—, desmantelando los supuestos políticos y con ello los horizontes doctrinales de Falange y anulando la de que ésta —descafeinada— vertebrara el Estado. Además, Carrero se consolidó como el cerebro de la evolución del régimen a partir de entonces. De hecho, lo reorientó de manera distinta a los proyectos de Falange. El ministro subsecretario se había opuesto a las proposiciones de Arrese, era receloso de la veta fascista y de los recortes que podría suponer al poder de Franco el proyecto falangista. Sus referentes ideológicos estaban empapados del discurso de la derecha católica tradicional e integrista, y por eso sus máximas se acoplaban bien al discurso preferido por el régimen en los años 50: un régimen tradicional, católico y monárquico. Era partidario de una burocracia fiel al dictador, que él mismo fue tejiendo, apeándose del discurso movilizador y político de Falange. Además, era un militar de prestigio, con lo que reunía todos los ingredientes para convertirse en el hombre de la situación que los nuevos rumbos del régimen necesitaban. Y sobre todo su xxxxxxx 116
iniciativa acabó pesando en Franco, que le otorgó el placet de hombre de confianza. Partidario de un Estado burocrático promocionó la cantera de tecnócratas liderados por López Rodó, desde la Secretaría General Técnica de la Presidencia del Gobierno. En esta línea; los ministerios económicos quedaron ocupados por Navarro Rubio y Ullastres, quienes abrieron las espitas de la tecnocracia y el cambio definitivo del rumbo económico. Por otro lado, cesaron veteranos ministros como el católico Martín Artajo, muy crítico con Arrese, sustituido en Exteriores por Castiella, curtido en las relaciones con la Santa Sede. También Blas Pérez, sobre el que había caído la sombra de los desórdenes callejeros, fue sustituido en Gobernación por un militar de la confianza de Franco como Alonso Vega para sujetar el orden público, amenazado por la protesta social. Apertura económica, pero férreo control político y del orden público, era la dualidad que el régimen quería hacer compatible. 10.6. LOS TECNÓCRATAS. PRAGMATISMO ECONÓMICO, REFORMISMO TÉCNICO Y APUNTALAMIENTO DE LA DICTADURA
La extinción del último intento de Falange por monopolizar el poder y dar contenido al régimen con la máxima de la revolución pendiente estaba en sintonía con la llegada de los tecnócratas, apoyados en el pragmatismo y el abandono de la autarquía. Por eso, más allá de una crisis política coyuntural resuelta con el cambio de ministros, febrero de 1957 supuso un profundo giro que abandonaba la mística de la revolución nacional por la asepsia planificadora y tecnócrata. Todo un aliento para la dictadura que una vez más se acoplaba a las circunstancias internas y externas. También significaba un cambio generacional, de personas no atrapadas en el protagonismo de la contienda de 1936. Los tecnócratas incorporaban por encima de todo los criterios de racionalidad y eficacia en el funcionamiento de la economía y del Estado. Las facultades de Ciencias Económicas se convertirían en la cantera de las nuevas generaciones que se desplegaron por el tejido del Estado en la década siguiente. Los tecnócratas apostaban por un reformismo técnico inundando como expertos las altas estancias de la Administración en sustitución lenta de la burocracia de los servicios prestados, pero no llevaban implícita ninguna reforma política, ni mucho menos en su sentido liberalizador. Sin cuestionar la dictadura, formaban parte del discurso que veía en los españoles una incapacidad manifiesta para gobernarse a sí mismos. De hecho, se convirtieron en los fontaneros que repararon las fisuras que el modelo autárquico había provocado y, engrasando la maquinaria del Estado, contribuyeron decisivamente a la consolidación de la dictadura. Otra cosa muy distinta es que a medio plazo las reformas, aunque fueran técnicas y económicas en su concepción, abrieran las espitas de la modernización y la generación de alternativas sociales y políticas de mayor alcance. Por ello, los sectores falangistas, monárquicos y militares más intransigentes se oponían a cualquier tipo de reforma por limitada y técnica que fuese. Los expertos tecnócratas venían a demostrar que las cuestiones económicas se podían resolver con planificación, contabilidad e instrumentos técnicos en sustitución del imperativo de los genitales tan querido por el discurso de los años 40. Pero los tecnócratas no eran un cuerpo cerrado, ni una familia política en sí misma, ni eran el fruto de un proyecto político preciso, sino una serie de personajes, que se fueron multiplicando desde las facultades de Económicas y las escuelas técnicas, que compartían xxxxxxx 117
el pragmatismo, la racionalidad, la preparación profesional y el gusto por una sociedad competitiva y tecnificada, en claves de catolicismo moderno. Eran incondicionales del régimen que se desplegaron por la Administración, muchos de ellos vinculados al Opus Dei. No todos formaban parte de la Obra, denominación al uso de sus militantes, pero ésta sí tuvo una notable influencia con la tupida red de clientelas que desplegó por el Estado, cuyo secretismo e influencias despertaron todo tipo de recelos. Así, para la dictadura, una oposición compartimentada, clandestina o exiliada, y en todo caso reprimida, no era el único, aunque la retórica oficial así lo divulgara, ni aun el enemigo mayor, sino las tensiones entre las resistencias a ultranza, de los sectores de Falange, a un remozamiento del régimen y una política reformista sin aperturas políticas, representada por católicos y tecnócratas, para cimentar el régimen sobre fundamentos más sólidos a la altura de los años 50. Estas tensiones y estos grupos desde dentro, pues, nunca cuestionaron la dictadura, ni Franco fue sensible hacia un reformismo que alterara los principios del régimen, pero el sector aperturista era partidario de ciertas dosis de tolerancia y de racionalización, en cuanto a las cuestiones económicas y administrativas para sanear la dictadura. Esto acabaría cuajando en la apertura económica, pero no en la política, mientras se acentuaban las resistencias de la burocracia falangista instalada en los centros de poder. Incluso sus elementos más recalcitrantes podían alterar los nuevos rumbos del régimen y convertirse en elementos peligrosos saliéndose de las pautas de orden marcadas, que, sin cuestionar a Franco, sí eran reticentes a cualquier fórmula reformista o tolerante o a cualquier apertura aunque fuese económica o administrativa. El trasunto de la década consistió entre reformistas y resistentes en cómo convencer a Franco en una u otra dirección en los círculos de El Pardo, lo que culminó en la crisis de 1957 con una decisión aparentemente salomónica de equilibrio entre las familias del régimen, pero que en la práctica suponía la pérdida de poder relativo de la ortodoxia falangista y la orientación aperturista del régimen en su sentido técnico y económico. Fueron precisamente los católicos y los tecnócratas los que encontraron la fórmula de apuntalamiento de la dictadura, con sus gestiones para el reconocimiento internacional y sus proyectos de racionalización y liberalización económica. En el discurso oficial del régimen el término crisis no existió, y la protesta social y las tensiones universitarias o laborales de la década y con mayor intensidad en la siguiente, eran fruto de infiltrados al servicio de la conjura comunista, de carácter judeo-masónica, en expresión tan querida por el dictador. La conjura comunista y judeo-masónica eran los términos que el régimen y sus partidarios militantes interiorizaron para definir todo aquello que se opusiera al sistema. Así, el régimen combinó represión de las disidencias externas y mutilación de las resistencias internas junto a un posibilismo sensible a la apertura económica, con el objetivo de mantener intacta la dictadura en sus fundamentos esenciales.
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CAPÍTULO XI
La dictadura reforzada 11.1. EL MOVIMIENTO Y LA AMBIGÜEDAD INSTITUCIONAL DEL RÉGIMEN Mutiladas las aspiraciones hegemónicas de Falange, admitido el discurso tecnócrata y reordenado el conjunto de clanes políticos, el régimen institucionalizó la fórmula del ambiguo equilibrio en una Ley de Principios del Movimiento Nacional. Esto es, se prolongaba el Estado inacabado, porque era precisamente la indefinición lo que mantenía las expectativas de los grupos políticos sin colmar ninguna de ellas, lo que equivalía a consolidar la esencia del régimen en claves de dictadura personal. Esta ley de 17 de mayo de 1958 era lo suficientemente genérica en el campo de los principios que evitaba cualquier matiz político. Tenía la vitola de Ley Fundamental, y quedaba entendido el Movimiento «como comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la cruzada» para exponer doce principios básicos. Las categorías iniciales eran la definición de España como «una unidad de destino en lo universal» y sus fundamentos católicos: «La nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única, verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación.» En la forma política venía a ser la plasmación escrita del discurso del régimen al definir el Estado como monarquía tradicional, católica, social y representativa, es decir, todos los ingredientes que hacían mantener expectativas a las familias políticas, pero dependientes de la idea de Movimiento como columna vertebral del régimen. Así, la monarquía con todos los apellidos era una monarquía legitimada en el 18 de julio y dependiente del Movimiento que el futuro rey tendría que acatar. La sucesión formaba parte, pues, del Movimiento y estaba desprovista de cualquier autonomía y legitimación distinta. La acepción de tradicional, tan querida por los carlistas, tenía toda la vocación de satisfacer también a este grupo, pero implicaba además que el régimen era el garante de la continuidad histórica en la tradición. Un Estado además confesional y fervientemente católico, que matizaba que «el ideal cristiano de la justicia social... inspirará la política y las leyes». Estas premisas venían acompañadas del concepto de representación orgánica, es decir, la representación natural de las células básicas de la comunidad: familia, municipio y sindicato, lo que a continuación significaba invalidar los partidos como fórmulas de representación y el liberalismo como sistema. Todo ello se alejaba de una posible identificación con Falange y con sus principios sustentados en los 26 puntos que daban contenido ideológico al partido. El Movimiento era la fórmula del Nuevo Estado, pero entendido en xxxxxxxxxx
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claves del 18 de julio, es decir, partiendo de una situación enteramente nueva y distinta de otros proyectos previos, ya fueran monárquicos o falangistas. Lo que se consolidaba era una dictadura personal que atrapó con ambigüedad calculada a las familias políticas, sin imponerse ninguna sobre las demás, ni llegar a convertirse en iniciativas de poder. Ni Falange, ni los católicos, ni los monárquicos, ni los tradicionalistas, ni los militares. La retórica de Falange tuvo que convivir con el pragmatismo y el clericalismo de los tecnócratas, con las pretensiones monárquicas en sus distintas variables o con los militares sujetos al poder del generalísimo. Fue entonces cuando se consolidó el régimen, es decir, cuando la dictadura personal era inequívocamente el régimen mismo, y no los proyectos del Estado nacionalsindicalista, de una monarquía restaurada o de una dictadura militar colegiada. Y en esas claves del 18 de julio y con el tamiz burocrático de los tecnócratas, se puso en marcha la reforma administrativa, pero no la definitiva institucionalización del régimen, que tendría que esperar hasta la Ley Orgánica de 1967. Los supuestos políticos y cualquier definición más precisa de ellos fueron sustituidos por la burocracia que ponía orden en el juego administrativo. Esto quedó plasmado en la Ley de régimen jurídico de la Administración civil del Estado de 20 de julio de 1957, que establecía los códigos de funcionamiento administrativo, en sus procedimientos, normativa y personal, pero sin atender a aspectos políticos. Respecto a la jefatura del Estado, quedaba a salvo cualquier concreción al argumentar: «La ley no dedica ningún precepto particular al Jefe del Estado, por entender que sus atribuciones y prerrogativas, respetadas en su integridad y atendida su naturaleza esencialmente política, deben ser objeto especial de una ley.» Se enumeraban las atribuciones y competencias del Consejo de Ministros, de sus Comisiones Delegadas, de la presidencia del Gobierno y de los ministros. Después regulaba los procedimientos administrativos de disposiciones y resoluciones, y finalizaba con la regulación de la responsabilidad del Estado y de sus autoridades y funcionarios. Y en sintonía con la anterior se situó la Ley de Procedimiento Administrativo, aprobada por las Cortes el 15 de julio de 1958. 11.2. EL ORDEN PÚBLICO El nuevo gobierno había tenido que hacer frente a otro periodo de agitación en el que se entremezclaban los problemas económicos ejemplificados en la inflación, la pérdida de poder adquisitivo, la situación laboral, con la multiplicación de las expectativas de la oposición y la inquietud universitaria. Sólo días después de la formación del gobierno, el 7 de marzo de 1957, se había iniciado la huelga en la cuenca minera asturiana, en un clima de conflicto latente que volvió a estallar al año siguiente con extensión a otros núcleos como Cataluña y el País Vasco. La respuesta a las huelgas con despidos y detenciones culminó a mediados de marzo de 1958 con la declaración del estado de excepción en Asturias, mientras el 21 de marzo paraban varias Universidades, y el partido comunista redoblaba sus convocatorias en huelgas y manifestaciones. Para el gobierno, una cuestión era impulsar las transformaciones económicas y emprender reformas administrativas y técnicas, y otra, permitir cualquier disidencia o alternativa al régimen, o la alteración del orden público. El 24 de enero se aprobaba una ley de procedimientos sumarísimos en Consejos de Guerra y el 29 de julio de 1959 —una semana después de aprobarse el Plan de Estabilización Económica— salía a la luz una significativa ley de orden público, con toxxxxxxxxx 120
dos los antídotos posibles contra huelgas, reuniones y manifestaciones. Era la demostración más palpable de que el régimen no estaba dispuesto a tolerar ningún tipo de disidencias o alteraciones. Reforma administrativa y liberalización económica no tenían su equivalente en el terreno político; por tanto el gobierno apuntaló bien la cuestión del orden público, santo y seña del régimen, consciente de que cualquier reforma o actitud tolerante podría abrir las espitas de reivindicaciones de mayor alcance.
11.3. LA INEVLTABILIDAD DE EUROPA. LA DESCOLONIZACIÓN DE MARRUECOS En el contexto exterior, superado el aislamiento a ultranza y recién estrenada la incorporación a la ONU, el nuevo gobierno de 1957 coincidió con la significativa firma del Tratado de Roma que creaba la Comunidad Económica Europea. La apertura económica que impulsaría definitivamente el nuevo gobierno no significaba la sintonía del régimen con las estructuras políticas y económicas de Europa occidental. El discurso del régimen siguió empapado de un nacionalismo que, con tono populista, situaba el carácter específico de lo español frente a todo lo extranjerizante que atentaba contra los sacrosantos valores católicos y tradicionales de España. Premisas de orgullo patrio y racial que se pretendían ajenas a la contaminación del exterior. Pero la retórica oficial tuvo que convivir, a partir de entonces, con una realidad tangible y un proyecto de futuro como la integración europea, a la que el régimen no podía dar la espalda por la propia lógica emprendida de la liberalización y la modernización económica. Huérfano de una vocación europeísta, el régimen y sus elites, sin embargo, vieron el proceso de acercamiento como inevitable. Las relaciones comerciales y financieras, el trasvase de mano de obra o el turismo, empezaron a situar pragmáticamente las ventajas de estrechar vínculos con Europa. Las encuestas realizadas entre los empresarios españoles, a través del Consejo Superior de Cámaras de Comercio, después de la firma del Tratado de Roma concluían con las ventajas —siempre en un proceso cauto y controlado— del acercamiento y de su inevitabilidad en el tiempo. Opinión extendida sobre todo después del Plan de Estabilización que acabó cuajando en 1962 con la primera solicitud formal de España de incorporación al Tratado. El pragmatismo fue cuestionando la retórica, no sólo respecto al mundo europeo occidental, sino incluso cuando en los años 50 se habían puesto en marcha contactos comerciales con los mismísimos países socialistas del este europeo. El interés de Europa y España en términos de mercado era mutuo. La potencialidad del mercado español abría notables expectativas para comerciantes e inversores extranjeros, siempre y cuando modificara sus estructuras económicas. Pero la posición de Europa occidental, abierta a las relaciones económicas, situó el techo en la imposibilidad misma de la integración como salto cualitativo mientras España siguiera regida por su sistema autoritario. Exigencia que había suavizado Estados Unidos en el momento de los Pactos, y que había quedado aparcada cuando la visita de Eisenhower a Madrid en diciembre de 1958, y su multitudinario recibimiento, se convirtieron en el símbolo de la revitalización exterior del régimen y del respaldo norteamericano. Pero la posición europea también era muy convencional e incluso actuó de revulsivo para el propio discurso nacionalista del régimen. Se trataba más de un aspecto simbólico que de una condición precisa, puesto que en la práctica el posibilismo de los países europeos contribuyó con sus hombres, sus máquinas y sus capitales a la modernización económica, pero también al robustecimiento del régimen. 121
En esta época también se abrió un sendero de actuación para las fuerzas políticas de oposición al régimen, para las cuales el restablecimiento de la democracia en España era sinónimo de europeísmo. O, dicho de otra forma, su vocación europeísta estaba medida en claves del fin de la dictadura, siendo un instrumento importante de sus estrategias. Este horizonte fue precisado en la reunión que distintas fuerzas de la oposición celebrarían en Múnich en 1962. Sin embargo, en el aspecto exterior la cuestión más problemática que se presentó al régimen en el crítico bienio de 1956-1957, coincidiendo con la crisis política, fue la independencia de Marruecos y la guerra de Ifni. Fue uno de los asuntos más silenciados a la opinión pública, y en él confluían variables y significados de muy diversa índole. En un contexto descolonizador, el régimen fue presa de las contradicciones entre la amistad árabe y su presencia en forma de protectorado en África noroccidental. Aspectos atravesados por un contexto más amplio como eran los intereses franceses en la zona y la inhibición de Estados Unidos, que, una vez más, valoró por encima de pactos sus intereses estratégicos. Para el radicalismo verbal del nacionalismo, tan instrumentalizado por el régimen en términos de cohesión, y la valoración del espíritu imperial, la descolonización de Marruecos y el ataque en Ifni se mostraban como una gran contradicción a la que el régimen, a través de la información controlada, dio la vuelta y proyectó como un acto de generosidad del dictador. La independencia de Marruecos había sido entendida desde el propio régimen como inevitable en la propia lógica de la descolonización, pero no tan pronto, lo que la hizo más difícilmente explicable a una opinión empapada de discursos imperiales. Mientras la Francia de la IV República trataba de amortiguar en 1953 las actividades del nacionalismo marroquí en su zona de protectorado provocando la caída y el confinamiento del sultán Mohamed V, el régimen proyectaba simpatías con ese nacionalismo y el sultán. Con ello, reforzaba su acercamiento y el reconocimiento por el mundo árabe y perjudicaba a la IV República, pero entrañaba una posición contradictoria al alimentar la independencia que se volvería igualmente contra la zona española del protectorado. Con ello había acelerado un proceso de independencia de la zona más querida entre las ascuas del viejo imperio y de tradicional proyección de la política española en el norte de África, impulsada desde los tiempos de la Unión Liberal a mediados del siglo anterior. Referente del nacionalismo español, además el protectorado marroquí se había convertido durante el primer tercio del siglo en la cantera de un sector del ejército curtido en el norte de África, en el que se encontraba la generación de militares sublevados en 1936 y el propio Franco. Todo un símbolo para el régimen y el estamento militar. El proceso descolonizador se mostró imparable. El 13 de enero de 1956, España acordaba otorgar la independencia siempre y cuando lo hiciera Francia. Tal aserto, contemplado al menos a medio plazo, atrapó a la posición española, que se vio comprometida cuando sólo dos meses más tarde Francia reconoció la independencia en su zona y el régimen tuvo que hacer lo propio el 7 de abril de 1956. La situación no quedó resuelta, ya que el nacionalismo marroquí incluyó en sus pretensiones las zonas de Ifni y el Sahara Occidental, que no habían sido contempladas en los proyectos descolonizadores y sobre las que, además, España argumentaba derechos históricos. Se inauguró un contencioso más complicado aún con la decisión marroquí de la entrada de tropas irregulares en Ifni en el mes de noviembre de ese mismo año, para extenderse al Sahara. La guerra, mediatizada para la opinión pública, era un hecho. Los enfrentamientos con las tropas españolas se prolongaron hasta febrero de 1958. xxxxxxx 122
El cese de las hostilidades se saldó con la pérdida española de una franja de territorio al norte de Ifni, pero había logrado taponar una sangría independentista y concluir prudentemente una guerra que amenazaba unos territorios considerados parte de las posesiones españolas. Pero también se había inaugurado un contencioso que tarde o temprano, y así era entendido por el régimen, volvería a reproducirse. Marruecos se había convertido en la principal cuestión irresuelta de la política exterior. 11.4. LA LIBERALIZACIÓN ECONÓMICA. EL PLAN DE ESTABILIZACIÓN El nuevo gobierno de 1957 promocionó el salto definitivo para la eliminación de obstáculos autárquicos con la aceleración de los cambios económicos durante el bienio 1957-1959. La presencia de Alberto Ullastres en Comercio y de Mariano Navarro Rubio en Hacienda, mientras López Rodó ocupaba la Oficina de Coordinación y Programación Económica, era significativa. Estos cambios se situaban en la lógica de la liberalización económica, la vocación industrializadora y la clausura de los residuos autárquicos, y estaban asociados a una política económica que trataba de corregir los desequilibrios internos y externos. Pero era una situación entendida como inevitable, más que un programa político preciso. Las circunstancias de agotamiento interno y el empuje de un contexto exterior favorable, que reclamaba cambios estructurales en la economía española, pesaron en esta actitud. Muchos sectores del Movimiento eran reticentes, y el propio Franco no dejaba de proyectar recelos. En la práctica, fueron medidas de racionalización que allanaron el camino al punto de inflexión que significaría el Plan de Estabilización. Es en este sentido en el que se ha adjudicado a la política económica de 1957 el calificativo de preestabilizadora. En primer lugar, se estableció la fijación de un cambio exterior único para la peseta y su devaluación —42 pesetas/dólar— para estimular las exportaciones. En segundo término, una secuencia de medidas antiinflacionistas: suspensión de la monetización de la Deuda Pública que había disparado el aumento del volumen de circulación monetaria, elevación de los tipos de descuento y control del gasto público. Además, se ponía en marcha una reforma tributaria, entendida más como la puesta en orden de los ingresos públicos y la limitación del fraude que como un cambio de filosofía impositiva orientada a la progresividad del impuesto. Finalmente, se abrían las posibilidades de entrada del capital extranjero en un marco favorable auspiciado por los procesos de crecimiento e integración de las economías occidentales. Además, la ley de 24 de abril de 1958 marcó en el terreno legal una nueva etapa de las relaciones laborales, que restringió el papel desempeñado hasta entonces por las reglamentaciones de trabajo. En efecto, el Fuero del Trabajo de 1938 y las reglamentaciones de trabajo de 1942 habían establecido una centralización absoluta del Estado que, a través del Ministerio de Trabajo, fijaba las bases de regulación de las condiciones de trabajo, aspecto reiterado por la ley de contrato de trabajo de 1944. No existía como tal la negociación colectiva, pero en la práctica se multiplicaron cada vez más los convenios tácitos e informales en las empresas entre los trabajadores y el empleador sobre cuestiones prioritarias como los salarios, sobre todo desde 1956. Era, pues, la respuesta a una práctica creciente, toda vez que las transformaciones de la década hacían difícil la aplicación, en la realidad de las empresas, de las reglamentaciones de trabajo. Pero también la ley, tal y como señaló su preámbulo, se hacía en claves de modernización, es decir, bajo «el signo de la productividad», para acoplar xxxxxxx 123
Fuente: E. Fuentes Quintana, «Tres decenios de economía española en perspectiva», en J. L. García Delgado, España, economía, Madrid, Espasa-Calpe, 1989.
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una mayor flexibilidad y realismo en la fijación de los salarios y, en general, de las condiciones de trabajo. No estuvo ausente tampoco la idea de que la negociación colectiva podría servir de cauce para solución de crecientes conflictos laborales, por mucho que la ley hubiera negado la existencia de conflictos colectivos siguiendo la lógica de la armonía capital-trabajo y reconocido sólo los conflictos individuales. La ley establecía que los convenios se firmarían siempre en términos de mejora de las condiciones de trabajo, nunca en sentido contrario, y establecía cuatro tipos: grupo de trabajadores o sección de una empresa, trabajadores de una empresa, grupo de empresas con características comunes de la localidad, provincia o comarca, y grupo de empresas cubiertas por una misma reglamentación de trabajo en distintos ámbitos territoriales hasta los de carácter interprovincial. Aunque el aspecto principal de las negociaciones se centraba en los salarios, incentivos o rendimientos productivos, la ley entendía un amplio abanico de condiciones de trabajo de carácter profesional —ingresos, ascensos, clasificación profesional—, técnico —métodos de trabajo, calendarios, jornada, horarios—, social —higiene, seguridad, vacaciones, complementos por enfermedad o accidente—, etc. Pero los convenios debían elaborarse en el marco del sindicalismo vertical, y en todo caso bajo la dirección y vigilancia de la OSE, siguiendo una lógica en la que los representantes estaban mediatizados por el esquema de la organización sindical, es decir, por la intervención de las Juntas de Sección Económica y Social del Sindicato, para el nombramiento de vocales, y de la delegación provincial o jefe nacional del sindicato en el nombramiento de presidentes, secretarios y asesores de la comisión negociadora. En la práctica, sobre todo al principio, la representatividad de los negociadores estuvo afectada por las autoridades sindicales y sus trámites burocráticos. La posibilidad de la negociación colectiva significó un importante cambio cualitativo en las relaciones laborales. Las reglamentaciones de trabajo tendieron, en muchas de sus cláusulas, a ser reemplazadas por los convenios colectivos, que se convirtie ron en el instrumento principal de regulación de las condiciones de trabajo. Entre 1958 y 1961, el número de convenios siguió un ritmo ascendente, pero se multiplicaron extraordinariamente a partir de esta fecha. Según las estadísticas oficiales de la organización sindical, entre 1958 y 1961 se firmaron 782 convenios que afectaron a 255.488 empresas y 1.511.086 trabajadores, cifras que en lo relativo al número de convenios y empresas se duplicaron sólo durante el año 1962. En sintonía con las mayores dosis de integración en el mercado mundial, se produjo un espaldarazo institucional que incorporaba a España en enero de 1958 a la Organización Europea de Cooperación Económica, y en julio, al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, lo que equivalía a aceptar las pautas marcadas por la economía occidental después de la guerra mundial, y al mismo tiempo, a asegurar un marco exterior de financiación. De hecho, la orientación de la política económica sería sensible a las recomendaciones de estos organismos, como quedó verificado con el Plan de Estabilización. El Plan de Estabilización se publicó en julio de 1959, y consistió en un paquete de medidas entre el 17 de ese mes y el 5 de agosto. Técnicamente sólido, sus objetivos eran conseguir un desarrollo económico saneado y una mejor integración en el mercado mundial. Con estas premisas, el conjunto de medidas fue dirigido a conseguir la estabilidad de precios, como paso imprescindible para lograr el equilibrio inxxxxxxx 125
terno y el externo. En el primer caso, se orientó a sanear el sector público y el privado limitando las inversiones al ahorro realmente disponible y conteniendo así la demanda para estabilizar los precios. Para ello era preciso reducir el gasto público y privado y la oferta monetaria. En el sector público, se frenó la emisión de Deuda pública, se suprimieron los subsidios a empresas públicas, se contuvieron las inversiones en organismos autónomos, y se limitó el gasto público total, medidas todas ellas que habían alimentado la inflación. En el sector privado, se limitó el volumen total del crédito, que no podía aumentar en más de 11.000 millones de pesetas, se elevaron los tipos de interés para desanimar la demanda de nuevos créditos y se frenaron igualmente las operaciones activas de la banca. En el capítulo del comercio exterior, el Plan contempló la reducción de las importaciones, la devaluación de la peseta para aliviar el déficit exterior y el arancel protector del mercado interno, además de la fijación de una paridad de la peseta. Para completarlo, se establecía un depósito previo a la importación, se amnistiaba al capital en el exterior y se modificaba la ley de inversiones exteriores para permitir la importación del ahorro externo, al mismo tiempo que se aseguraba la ayuda exterior al Plan mediante créditos canalizados por la OECE y el FMI. Todo ello iba enfocado a la convertibilidad de la peseta y a la liberalización de la economía. Después de esta política de saneamiento, será el propio Estado el que anime la reactivación económica, lo que equivalía a practicar algunos aspectos del modelo keynesiano de comportamiento económico donde el Estado actuaba como principal impulsor de la demanda agregada. Finalmente, en julio de 1959 se publicaron las normas que regulaban las inversiones extranjeras en España, en condiciones de extrema generosidad para el capital extranjero. Era la culminación de una secuencia, aunque no lineal, iniciada en los primeros compases de la década y abierta con mayor determinación en 1957, pero que debe ser entendida en términos de supervivencia del régimen más que de una vocación coherente y firmemente asentada en un proyecto. De todas formas, el alcance del Plan de 1959 debe valorarse en lo que significó como premisa para el desarrollo económico de la década siguiente. Como ha destacado Fuentes Quintana, el desarrollo de los años 60 fue más un producto de la estabilización de 1959 que una consecuencia de los Planes de Desarrollo iniciados en 1964, que en realidad mediatizaron el propio avance económico. Más allá de cuestiones técnicas orientadas al equilibrio interno y la liberalización exterior, el Plan de 1959 significó el reconocimiento de que el modelo autárquico estaba definitivamente agotado y la apuesta por la adopción de un sistema económico de mercado, rompiendo la trayectoria de una vocación intervencionista que valoraba la industrialización hacia dentro. Ros Hombravella ha calificado el Plan como «puerta de cierre de toda una época de la política económica y el umbral de otra», sin el que no puede explicarse la trayectoria de la economía española de los sesenta y principios de los setenta. Después de año y medio de consecuencias del reajuste estabilizador, con una parálisis de la actividad, la economía española inició un proceso de crecimiento acelerado. Era el éxito del Plan, pero llegaba con un retraso de veinte años. Desde una perspectiva amplia, García Delgado ha valorado la década en los siguientes términos: «Sin la brillantez de la década siguiente, la de 1950 constituye un capítulo de importancia difícilmente exagerable, y sólo considerándola unitariamente y en relación siempre con la evolución de los países occidentales, se hace inteligible la operación estabilizadora y liberalizadora de 1959 como algo más que una afortunada coincidencia de circunstancias o una improvisada receta salvadora.»
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11.5. VEINTE AÑOS DE RETRASO. EL «GIGANTE CON LOS PIES DE BARRO» El proceso de transformación económica orientado a la industrialización del país y que culminó con la modernización de los años 60 se hizo no gracias a sino a pesar de la vocación del régimen. En realidad, el Plan de Estabilización de 1959 no puede contemplarse como el inicio del proceso de modernización, sino como la fecha que señalaba veinte años de retraso en un proceso de desarrollo iniciado en el primer tercio del siglo e interrumpido en 1936 por la guerra y el nuevo régimen que surgió de ella. El grueso de los países europeos que más directamente habían participado en la guerra mundial, con sus economías devastadas, tardaron apenas un lustro en sentar las bases firmes de la recuperación y de un desarrollo económico sólidamente establecido. Y paradójicamente esta recuperación más rápida de un conflicto de mayores consecuencias económicas fue la que, indirectamente primero y directamente después, favoreció el cambio de rumbo de la economía española aislada y con necesidad de articularse en el mercado mundial. Para terminar, el trauma social que provoca el tránsito de una sociedad agraria a otra industrial quedó resuelto con una fuerte corriente migratoria que alimentó la mano de obra sobrante de una economía en proceso de reconversión, alivió las tensiones sociales en el interior del país y activó un importante elemento de financiación del crecimiento económico a partir de las remesas enviadas por los emigrantes. El nuevo edificio económico se construyó con pautas liberalizadoras aconsejadas e impuestas desde fuera en el caso de su piedra angular que fue el Plan de Estabilización, pero no por una vocación de cambio, sino por la irreversibilidad de la situación, ahogada en la autarquía y el intervencionismo. Eso sí, una política económica liderada por un sector tecnócrata más pragmático que veía en la apertura económica la salida del callejón en que se encontraba el régimen. A pesar de ello, la nueva reorientación económica del régimen había tardado ocho años en prosperar hasta que las tensiones políticas entre las familias del régimen, las circunstancias económicas y las imposiciones del exterior acabaron resolviéndose por la vía de la apertura económica y cuajando en el Plan de Estabilización. La industrialización y el crecimiento económico asociados a la década siguiente presentaban otra cara del régimen, entendido como un éxito aupado en términos populistas que empezó a desbrozar un franquismo sociológico apoyado en la benignidad y el paternalismo del dictador que, además de garantizar la seguridad, modernizaba el país. De la España de posguerra, aterrada, aislada, cansada y con hambre se pasaba a una España más dinámica, abierta económicamente al exterior, mejor colmada en sus necesidades básicas y con mayores expectativas. De hecho, la propia coartada de legitimación de la dictadura empezó a descansar a partir de entonces en el desarrollo económico y en los niveles de vida, en un mensaje de legitimación que, junto al discurso de los veintincinco años de paz y de una supuesta tranquilidad del eficaz orden público, alimentó ese franquismo sociológico que ayudó a sostener a un régimen legitimado hasta entonces en la guerra, la represión, el temor y la incertidumbre. Pero el crecimiento económico estaba preñado de contradicciones para el régimen mismo. El edificio económico construido llevaba en sus cimientos una debilidad manifiesta propia de un gigante con los pies de barro, con un avance muy rápido y xxxxxxx 127
desordenado que provocó carencias y desequilibrios sectoriales y regionales, sobre todo porque descansó sobre la dependencia financiera, tecnológica y energética del exterior con un aparato productivo muy rígido e intervencionista, que hizo muy sensible la economía española a los efectos de la crisis de principios de los setenta. Además, la industrialización y el crecimiento tenían una lógica social y política que el franquismo no acopló. La configuración de las clases medias, la modificación de las pautas de comportamiento y de los roles tradicionales, la secularización, los procesos de urbanización, el nacimiento de nuevas generaciones con nuevos hábitos de vida, respuestas culturales y más conectadas al exterior, desvelaron las contradicciones de un régimen que se resistía a cualquier apertura política. Ello fue minando las bases sociales del régimen y alimentando las oposiciones políticas a una dictadura que había quedado empantanada precisamente en las consecuencias sociales y políticas de un crecimiento económico que tanto instrumentalizó como supuesta seña de identidad. Las transformaciones de los años 50 consolidaron el régimen, pero también lo embarcaron en una espiral de contradicciones que acabaron socavándolo.
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TERCERA PARTE
MODERNIZACIÓN ECONÓMICA E INMOVILISMO POLÍTICO (1959-1975) CARME MOLINERO PERE YSÀS
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CAPÍTULO XII
Los años dorados del régimen franquista 12.1. ¿HACIA UNA LIBERALIZACIÓN POLÍTICA? Los primeros años de la década de los 60 se caracterizan por un gran dinamismo económico y social que contrasta intensamente con una vida política dominada por el inmovilismo. Efectivamente, el régimen franquista inició la década de los 60 con las mismas características esenciales de sus primeros veinte años: concentración de poder en manos del generalísimo Franco; partido único, si bien con una posición aún más subalterna en el sistema político; organizaciones de encuadramiento y control de la población, aunque con un papel disminuido, incluso marginal en algunos casos, y además con notables tensiones internas; un gran aparato represivo, que continuó actuando con gran contundencia contra toda forma de protesta y de oposición de los «desafectos» al régimen, si bien incrementó la tolerancia hacia los considerados solamente «discrepantes»; finalmente, un gran aparato propagandístico, eso sí, renovado y con un nuevo y valioso instrumento: la televisión. Aparentemente sólo los rumores sobre la salud de Franco podían agitar levemente las mansas aguas de la vida política oficial. En diciembre de 1961, el dictador resultó herido de gravedad en la mano izquierda al estallarle una escopeta de caza. Este accidente —que provocó la circulación de rumores sobre un atentado, facilitados por la habitual opacidad y manipulación de la información características de un régimen dictatorial—, la cercanía del Caudillo a los setenta años —que cumplió en 1962— y la transformación socioeconómica que empezaba a experimentar la sociedad española, acentuaron la preocupación de la clase política franquista respecto a la denominada «cuestión sucesoria» y, en definitiva, respecto al futuro del régimen. Para una parte de la clase política franquista era necesario clarificar la sucesión de Franco, así como acometer algunas reformas para adaptar al régimen a unos tiempos nuevos. listas dos cuestiones se mantuvieron abiertas y sujetas a discusión a lo largo de la década. En 1961 se había abierto sin pena ni gloria una nueva legislatura —la séptima— de las Cortes orgánicas, y había culminado una nueva convocatoria de elecciones locales y provinciales que había mostrado, una vez más, la indiferencia de los «cabezas eje familia» —los únicos ciudadanos que podían participar en el proceso electoral mediante la elección de los concejales del tercio de representación familiar— hacia la democracia orgánica franquista. El 1 de octubre de aquel mismo año, en el 25 aniversario de proclamación de Franco como «Jefe del Gobierno del Estado español», el Cauxxxxxxxx
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dillo reafirmó los principios y las esencias del régimen ante el Consejo Nacional del Movimiento reunido en el monasterio burgalés de Las Huelgas, y el acto acabó con los consejeros entonando el «Cara al sol» con el brazo en alto. En 1962, el régimen franquista tuvo que hacer frente a retos imprevistos; en febrero, el gobierno español había presentado la solicitud oficial para la apertura de negociaciones con la Comunidad Económica Europea, y cuatro meses más tarde, la oposición política interior y del exilio de signo demócrata-cristiano, liberal, socialdemócrata y socialista, reunida en Múnich en el marco del IV Congreso del Movimiento Europeo, propició la aprobación de una resolución que condicionaba la asociación o adhesión española a la CEE al establecimiento de instituciones democráticas. La respuesta franquista ante el ataque de lo que percibió como una alianza entre «enemigos y traidores» fue fulminante; el día 8 de junio el gobierno suspendió en todo el territorio español el artículo 14 del Fuero de los Españoles relativo a la libertad de residencia, y los participantes que regresaron a España fueron detenidos y desterrados; otros optaron por el exilio. Paralelamente, los medios de comunicación, dirigidos desde el Ministerio de Información, desencadenaron una virulenta campaña contra los participantes en el denominado «contubernio de Múnich» en la que no faltaron incluso insultos groseros a los congresistas. Ante los ojos de la opinión pública europea se manifestaba de nuevo con claridad la naturaleza del régimen español, lo que constituía un obstáculo insalvable para la incorporación española a la CEE. La dictadura obtuvo, en cambio, la asistencia de Juan de Borbón, en un momento de relativamente plácidas relaciones entre el pretendiente al trono y Franco, al desaprobar aquél la intervención de los monárquicos participantes en la reunión de Munich, lo que determinó la exclusión de José M.ª Gil Robles del Consejo Privado. La dictadura debió también hacer frente a una oleada huelguística de apreciable intensidad que se desencadenó en la primavera en Asturias, País Vasco y Cataluña. También ante este reto, al que respondió el 4 de mayo con la imposición del estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, se manifestó la naturaleza esencialmente represiva del régimen franquista. En efecto, fueron suspendidos los artículos del 12 al 16 y el artículo 18 del Fuero de los Españoles, relativos a las libertades de expresión, reunión y asociación, secreto de la correspondencia, inviolabilidad del domicilio, detención y presentación ante la autoridad judicial en el plazo de 72 horas, aunque el carácter meramente formal de muchos de los derechos reconocidos por el Fuero debe llevar a considerar que las disposiciones excepcionales tenían en parte una función disuasoria y atemorizadora. En las conversaciones con su primo y secretario, el teniente general Francisco Franco Salgado-Araujo, el dictador comentó, quejándose de la actuación del gobernador civil de Oviedo, que «nada de lo que ocurra en una mina debe escapar a la vigilancia de la policía y de los agentes informativos», para así poder prevenir los problemas laborales y, si la protesta tiene carácter político, «se averigua quiénes son los agentes provocadores para proceder contra ellos». En julio de 1962, Franco formó un nuevo gobierno, lo que fue interpretado como un intento de recomponer la deteriorada imagen exterior del régimen y, al mismo tiempo, de prepararse para hacer frente en mejores condiciones a nuevos retos. En la gestación del gabinete tuvo otra vez una notable intervención el subsecretario de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, definido por Javier Tusell como la «eminencia gris del régimen de Franco». Del nuevo gabinete destaca, en primer lugar, la creación de la figura de vicepresidente, que sustituiría a Franco en su función de presidente del xxxxxxxx 132
Gobierno «en caso de vacante, ausencia o enfermedad», y la designación para el cargo del capitán general Agustín Muñoz Grandes —grado que solo compartía en el Ejército español con Franco. Muñoz Grandes era al mismo tiempo jefe del Alto Estado Mayor y fue encargado de la coordinación de los «departamentos afectos a la Defensa Nacional». Su vinculación a Falange —recordemos que había sido secretario general del partido único y comandante en jefe de la División Azul— contribuía al equilibrio político del nuevo gobierno, si bien todos los datos apuntan a que su influencia en el ejecutivo no fue proporcional a la relevancia del cargo. Si bien en el nuevo gobierno continuaban muchos de los ministros del anterior gabinete —entre ellos, el teniente general Camilo Alonso Vega en Gobernación, el católico Fernando María Castiella en Asuntos Exteriores, el falangista José Solís Ruiz, en la Secretaría General del Movimiento y en la Delegación Nacional de Sindicatos, y los tecnócratas miembros del Opus Dei Mariano Navarro Rubio, en Hacienda, y Alberto Ullastres, en Comercio—, se produjeron también cambios significativos, como la salida del falangista José Luis de Arrese del Ministerio de la Vivienda y la del integrista Gabriel Arias Salgado del de Información y Turismo, desde donde había dirigido la furibunda campaña contra el «contubernio de Múnich». Por otra parte, destacan las incorporaciones de Manuel Fraga Iribarne, considerado en aquel momento un «falangista del ala liberal», al mismo tiempo bien relacionado con los sectores católicos —había sido secretario general técnico del Ministerio de Educación Nacional dirigido por Joaquín Ruiz Giménez—, en sustitución de Arias Salgado, del socio del Opus Dei Gregorio López Bravo, nuevo titular de la cartera de Industria, y del falangista también próximo al Opus Jesús Romeo Gorria, en Trabajo. El nuevo gobierno reequilibraba la posición de las distintas «familias» políticas del régimen: los tecnócratas vinculados al Opus Dei salían reforzados, con un creciente control sobre los ministerios económicos, pero los falangistas conservaban importantes posiciones. Ello hizo posible la aparición y el desarrollo de una tensión, habitualmente soterrada, entre dos sectores del gobierno y de la clase política franquista, sobre todo a medida que fue indispensable formalizar propuestas y proyectos para asegurar el futuro del régimen, es decir, la continuidad del franquismo más allá de la vida de Franco. Estos dos sectores no eran, sin embargo, absolutamente impermeables ni plenamente homogéneos internamente, y podían distinguirse en su seno posiciones más «inmovilistas» y más «aperturistas»; tampoco integraban a la totalidad de la clase política franquista, aunque los sectores procedentes del tradicionalismo y de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas quedaron relegados a un segundo plano. Por otra parte, los militares continuaban presentes de forma notable en el gobierno, generalmente alineados con las posiciones más conservadoras. También cabe apuntar, por último, la aparición en la clase política franquista de diferencias imputables a factores generacionales. Javier Tusell ha advertido del carácter equívoco del concepto «aperturismo», utilizado en la prensa y en general en la sociedad española de la época, como sinónimo de cambio. En cierta manera, toda la clase política era aperturista, puesto que consideraba necesarios algunos cambios: la definitiva institucionalización de la monarquía unos; la modernización de las instituciones, otros; pero al mismo tiempo toda la clase política era inmovilista, puesto que nadie quería sustituir al régimen vigente por otro de naturaleza democrática. En otoño de 1962, el nuevo gobierno tuvo que hacer frente a otra oleada de protestas de los mineros asturianos. En 1963 se reprodujo una notable conflictividad laxxxxxxxxxxx 133
Manifestación en París contra la ejecución de Julián Grimau.
boral, que tuvo otra vez uno de sus principales focos en la minería asturiana. La torturas y vejaciones policiales a los mineros detenidos —una práctica contra los arrestados por actividades políticas y sindicales habitual y generalizada en las comisarías de policía y cuarteles de la Guardia Civil— provocó una carta de denuncia de mas de un centenar de intelectuales a Manuel Fraga, encabezada por José Bergamín, Vicente Aleixandre, Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Gabriel Celaya, Antonio Buero Vallejo, Juan y José Agustín Goytisolo y Fernando Fernán Gómez, entre otros. El ministro de Información respondió sarcásticamente negando las denuncias, aunque admitió que tal vez era cierto que se cometió la arbitrariedad de cortar el pelo al cero a dos mujeres, «acto que de ser cierto sería realmente discutible, aunque las sistemáticas provocaciones de estas damas a la fuerza pública la hacían más que explicable...». La réplica de Fraga dio origen a una segunda carta firmada por 180 intelectuales que ya no obtuvo respuesta.
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En 1963 la represión franquista originó un episodio de notable repercusión pública, tanto en España como internacionalmente, el «caso Grimau». En noviembre de 1962, fue detenido por la policía el dirigente del PCE Julián Grimau. Torturado brutalmente, fue juzgado el 18 de abril de 1963 en un consejo de guerra que le condenó a la pena de muerte por hechos supuestamente acaecidos durante la guerra civil. El juicio, como tantos otros, fue una parodia de legalidad, incluso con un fiscal que carecía de la titulación jurídica para ejercer tal función. El 20 de abril, Grimau fue fusilado; Franco ignoró las peticiones de clemencia que le llegaron de todo el mundo y de personalidades tan dispares como Willy Brandt, Harold Wilson, Nikita Jruschev, la reina Isabel II de Inglaterra —a quien respondió afirmando que «Grimau es autor de crímenes horrendos, y por lo tanto no puedo conceder el indulto»— o el arzobispo de Milán, cardenal Montini —que también había intercedido a favor del anarquista Jordi Cunill, juzgado en octubre de 1962—, que dos meses más tarde, tras la muerte de Juan XXIII, se convirtió en el nuevo Papa Pablo VI. Franco ignoró también la opinión favorable a la clemencia del ministro Castiella, consciente de la repercusión exterior de la ejecución del líder comunista, opinión que sin embargo no encontró otros apoyos en el gobierno. Dionisio Ridruejo, entonces exiliado en Francia, escribió en Le Monde que «el fusilamiento de Grimau, condenado en un juicio sumarísimo por un Tribunal militar, es un acto de guerra». El ministro Fraga fue el encargado de orquestar la justificación de la ejecución, llegando a declarar que Grimau era un asesino repugnante. Sin embargo, la acción represiva gubernamental continuó; pocos meses más tarde, dos anarquistas, Francisco Granados y Joaquín Delgado, fueron ejecutados mediante el garrote vil por su supuesta implicación en dos atentados contra dependencias de la Dirección General de Seguridad y de la Organización Sindical Española. Al inicio de los años 60 continuaban en vigor las leyes represivas más duras elaboradas en la década de los 40, a pesar de la promulgación en 1959 de una nueva Ley de Orden Público que, según Manuel Ballbé, significó un intento de administrativización de la represión. Además, un decreto de septiembre de 1960 refundió las normas de 1943 y 1947 relativas a la «rebelión militar» y a los actos de «bandidaje y terrorismo», dejando sin modificar sus tipificaciones delictivas. Así, por ejemplo, seguía considerándose rebelión militar la participación en huelgas o en asociaciones, reuniones o manifestaciones ilegales, o la difusión de noticias falsas y tendenciosas. Y la penalización de tales delitos continuaba obviamente en manos de la jurisdicción militar. En diciembre de 1963, el gobierno introdujo un sensible cambio en las instituciones represivas con la creación del Juzgado y del Tribunal de Orden Público, dentro de la jurisdicción ordinaria y con competencia en todo el territorio español, limitando así de manera importante, y por primera vez, las atribuciones de la jurisdicción militar. La ley de 2 de diciembre suprimía el Tribunal Especial de represión de la masonena y del comunismo, y derogaba el artículo segundo de decreto de septiembre de 1960 que tipificaba como rebelión militar un amplio abanico de actitudes y acciones de carácter pacífico, remitiendo al nuevo tribunal la represión de la mayor parte de los «delitos políticos». Sin embargo, la creación del TOP no significó una disminución de la represión, sino una recomposición de las instituciones represivas como consecuencia de una doble necesidad: por una parte, la de mejorar la imagen exterior de la dictadura, maltrecha tras los consejos de guerra celebrados en los últimos años y, singularmente, tras la ejecución de Julián Grimau; por otra, la de hacer frente a nuexxxxx 135
vas formas de conflictividad social y política surgidas, en buena parte, con los cambios que estaban produciéndose en la sociedad española. A lo anterior debe añadirse el impacto del informe de la Comisión Internacional de Juristas titulado El Imperio de la Ley en España, hecho público a finales de 1962, y en el que se criticaban duramente las limitaciones en el ejercicio de derechos civiles básicos y las extensísimas competencias de la jurisdicción militar. 12.2. VEINTICINCO AÑOS DE PAZ En 1964, la dictadura franquista quiso conmemorar el vigésimo quinto aniversario del final de la guerra civil, y para ello lanzó una gran campaña propagandística orquestada y dirigida por el ministro de Información, Manuel Fraga, bajo el lema «Veinticinco años de paz». A lo largo del año se organizaron numerosos actos públicos de distinto carácter en todas las provincias españolas —celebraciones oficiales, conferencias, exposiciones, programas radiofónicos y televisivos, amplios reportajes en las publicaciones periódicas—, utilizados para contrastar la paz y el orden de la España franquista con las convulsiones sociales y políticas de épocas anteriores, especialmente del periodo republicano, y con el «desorden», las tensiones y las crisis políticas de las sociedades democráticas. Paralelamente, la campaña propagandística presentaba los. primeros efectos de las transformaciones económicas y sociales como resultados de la «paz franquista» y de la acción del régimen, dirigido por un caudillo providencial. Incluso se realizó una película sobre la vida y la obra del dictador, Franco, ese hombre, dirigida por José Luis Sáenz de Heredia. A los veinticinco años del final de la guerra civil, el régimen franquista se sentía, y realmente era, fuerte. Conservaba casi intactos sus apoyos iniciales, tanto sociales como institucionales. Las Fuerzas Armadas se caracterizaban por una monolítica fidelidad a Franco y al régimen; la mayor parte de la jerarquía de la Iglesia católica esxxxxxx
Celebración de los 25 años de paz.
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pañola, aunque desconcertada por los debates y resoluciones del Concilio Vaticano II, seguía apoyando a la dictadura y legitimándola en función de su carácter «católico»; las clases burguesas, aunque con actitudes diferenciadas y con disidencias individuales, continuaban también apoyando al régimen y estaban especialmente satisfechas con el desarrollo económico; lo mismo sucedía entre amplias franjas de las clases medias, aunque aumentara el rechazo a la dictadura en otras franjas más estrechas y en las generaciones más jóvenes. Las clases trabajadoras, por último, manifestaban mucha menor hostilidad hacia el régimen que en los primeros veinte años, con amplios sectores instalados en la pasividad socio-política, y además empezaban a beneficiarse tímidamente del «milagro económico» y de la nueva sociedad de consumo. En cuanto a las relaciones internacionales, si bien la petición a la CEE fue desatendida, las relaciones bilaterales, políticas y especialmente económicas, entre España y los países europeos se intensificaron. Por otra parte, España mantenía su relación especial con los Estados Unidos y en 1963 fueron renovados los acuerdos entre los gobiernos español y norteamericano. Pero si los primeros sesenta pueden considerarse, sin duda, los años dorados del franquismo al coincidir estabilidad política, crecimiento económico y mejora general de los niveles de vida, también deben tenerse en cuenta los indicios que revelaban la aparición en un futuro no muy lejano de serios problemas para la dictadura. Entre ellos, deben destacarse el surgimiento de una conflictividad social, que será objeto de atención más adelante, y el distanciamiento de la Iglesia católica. El pontificado de Juan XXIII, el Concilio, y la llegada al sodio pontificio del cardenal Montini, Pablo VI, constituyeron un conjunto de adversidades para el régimen franquista. Además, los nuevos aires vaticanos reforzaron las actitudes críticas respecto a la dictadura de algunos sectores católicos, especialmente en el País Vasco y en Cataluña. Al mismo tiempo, favorecieron la renovación de la jerarquía española. A finales de 1963, a punto de iniciarse la conmemoración de los «Veinticinco años de paz», el abad del monasterio de Montserrat, Aureli M. Escarré, declaraba a Le Monde que «no tenemos tras de nosotros veinticinco años de paz, sino sólo veinticinco años de victoria», y añadía que el franquismo era un «régimen que se dice cristiano, pero en el que el Estado no obedece a los principios básicos del cristianismo». El Ministerio de Información manifestó inmediatamente su estupor ante las declaraciones del abad Escarré «a un periódico extranjero de reconocida malevolencia hacia España»; estupor, añadía, «ante el cúmulo de falsedades que contienen estas declaraciones que sólo a una ofuscación mental pueden atribuirse». El propio Caudillo comentó a Franco Salgado-Araujo que la encíclica Pacem in terris «se emplea como arma agresiva, atribuyendo a este pontífice intenciones que no tenía, y suponiendo que pensaba en España al redactar tan interesante documento», añadiendo a continuación que «no debe nunca haber libertad para el mal». Respecto a las declaraciones del abad Escarré, Franco manifestaba que éste trabajaba «para el retorno de una política que llevaba a España a toda velocidad al comunismo ateo». La elección de Pablo VI fue recibida con preocupación por el gobierno y el propio Franco consideró la noticia como «un jarro de agua fría», según el testimonio de Fraga. Cuando el Concilio aprobó una resolución en la que se solicitaba que los Estados renunciaran a intervenir en el nombramiento de los obispos, Franco se negó tajantemente a renunciar al derecho de presentación. En los años siguientes se confirmaría plenamente que la preocupación de los ministros y el malhumor de Franco ante el nuevo rumbo de la Iglesia católica no eran infundados. 137
12.3. DESPUÉS DE FRANCO, ¿QUÉ? A lo largo del primer quinquenio de los años 60 fueron perfilándose dos proyectos diferenciados respecto al futuro del régimen: por una parte, el promovido por el ministro secretario general, José Solís Ruiz, con el apoyo de una buena parte del aparato del Movimiento y de la Organización Sindical, que a la recurrente pregunta de después de Franco, ¿qué?, respondía: después de Franco, las instituciones; es decir, las Cortes orgánicas, el Movimiento Nacional, la Organización Sindical, eventualmente la Monarquía. Pero unas instituciones que era necesario preparar para el futuro, modernizándolas y flexibilizándolas para perpetuarlas. Por tanto, era necesario un «desarrollo político» paralelo al desarrollo económico, un desarrollo político consistente en potenciar la representación orgánica en las instituciones —es decir, la basada en la trilogía «familia, municipio, sindicato»—, en establecer unas asociaciones políticas dentro del Movimiento, para encauzar el lógico «contraste de pareceres», según el lenguaje oficial de la época, en potenciar la Organización Sindical, con nuevas estructuras horizontales para agrupar a empresarios y trabajadores potenciando al mismo tiempo su participación, todo ello además con una cierta tolerancia informativa y una flexibilización de la rígida censura cultural. Este proyecto tenía notables puntos de contacto con los proyectos de Manuel Fraga, lo que hizo posible una fluida colaboración entre ambos ministros. En cambio, provocó rechazos de los tecnócratas y, en general, de los sectores más alejados del falangismo, siempre recelosos del protagonismo del aparato del Movimiento, así como de los más inmovilistas de todos los sectores. Especial recelo provocaba entre los inmovilistas, con el propio Franco a la cabeza, la cuestión del asociacionismo político, a pesar de que estaba claro que se trataba de potenciar al propio Movimiento Nacional, mediante asociaciones fundamentadas en el ideario sintetizado en la Ley de Principios Fundamentales; por tanto, el objetivo era dar vida a asociaciones dentro del Movimiento, además sometidas al control del Consejo Nacional. Para los tecnócratas apadrinados por Carrero Blanco, la clave del futuro del régimen estaba en asegurar el crecimiento económico que aumentaría el bienestar, lo que a su vez garantizaría la estabilidad social, al tiempo que el régimen sumaría una nueva legitimidad a la originaria, lo que facilitaría el continuismo en la forma de una monarquía autoritaria, con un papel marginal de todo el entramado del Movimiento. Algunos, sin embargo, no rechazaban la conveniencia de algunas reformas para flexibiíizar el régimen. Para asegurar la estabilidad y generar la máxima confianza, este sector propugnó la designación de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco. Entre 1962 y 1965 fueron elaboradas y presentadas a Franco diversas propuestas de reforma y de institucionalización —fundamentalmente por Carrero-López Rodó, Solís, y Fraga—, sin que Franco tomara ninguna decisión importante. En este sentido, el balance del «desarrollo político» es realmente pobre. En 1964, el proyecto de Castiella para ampliar la tolerancia religiosa, proyecto que incluso tenía la conformidad de la jerarquía eclesiástica, y que debía contribuir a mejorar la imagen exterior del régimen, fue rechazado por el Consejo de Ministros. Carrero Blanco elaboró un documento, que argumentaba la oposición frontal al proyecto del ministro de Asuntos Exteriores, en el que afirmaba que «toda práctica que no sea la católica compromete la unidad espiritual de España», y que el derecho de los no católicos no podía incluir xxxxxxxxx 138
el proselitismo. Para Carrero, la unidad católica era esencial para España, y cualquier tentativa que la cuestionase resultaría un «mal servicio a Dios» y una afrenta a los Principios del Movimiento. En cambio, sí fue aprobada ese año una ley de asociaciones, aplicable solamente a actividades de carácter cultural, deportivo y recreativo. Mayor trascendencia tuvieron algunas reformas sindicales, especialmente la creación de distintas estructuras horizontales para intentar aproximar, al menos formalmente, aunque muy groseramente, el sindicalismo español a los requisitos de la Organización Internacional del Trabajo. Así, en noviembre de 1964, se crearon los Consejos de Empresarios y los Consejos de Trabajadores como órganos de «expresión, representación y coordinación intersindical de los intereses generales y comunes» de trabajadores y de empresarios, naturalmente dentro de la Organización Sindical y bajo el control de los funcionarios de la denominada «línea de mando». Los nuevos órganos no modificaron la radical desigualdad entre las posición de los patronos, que controlaban efectivamente los organismos de representación de los empresarios, y la de los trabajadores, sometidos a todo tipo de controles y restricciones por el aparato verticalista. El 7 de julio de 1965 se formó un nuevo gobierno, después de una laboriosa gestación en la que Carrero Blanco desempeñó una vez más un papel esencial. Entre los que dejaron el gabinete, destacan Mariano Navarro Rubio, Alberto Ullastres, Antonio Iturmendi y el general Jorge Vigón; entre los incorporados, Laureano López Rodó, ministro sin cartera y comisario del Plan de Desarrollo, los tecnócratas Faustino García Moncó y Juan José Espinosa Sanmartín, en Comercio y en Hacienda respectivamente, el miembro de la ACNP Federico Silva Muñoz, en Obras Públicas, y el tradicionalista Antonio María de Oriol y Urquijo, en Justicia. Su antecesor, el también tradicionalista Antonio Iturmendi, fue designado presidente de las Cortes, relevando a Esteban Bilbao, procedente de la misma «familia» política. Continuó en el gabinete el general José Lacalle Larraga, ministro del Aire, a pesar de la embarazosa situación producida meses antes cuando su hijo, Daniel Lacalle, fue detenido acusado de ser miembro del Partido Comunista. El nuevo gobierno suponía un nuevo reforzamiento de los tecnócratas, en detrimento de las otras «familias» del régimen, además visualizado especialmente con la incorporación al gabinete de López Rodó. 12.4. LA LEY DE PRENSA Y LAS ELECCIONES SINDICALES La política de Manuel Fraga al frente del Ministerio de Información apostó claramente por la flexibilización de la rígida censura y por una mayor tolerancia cultural; ello hizo posible la creación de nuevas publicaciones periódicas, como Cuadernos para el Diálogo, aparecida en 1963 y promovida por demócrata-cristianos críticos como el ex ministro Joaquín Ruiz Giménez, la publicación de libros hasta aquel momento vetados, así como una mayor permisividad en los espectáculos teatrales y cinematográficos. En cuanto a la prensa, después de sucesivos intentos, Fraga logró finalmente la aprobación de una nueva Ley de Prensa e Imprenta que sustituyera a la vigente de 1938, ley inspirada en la legislación fascista italiana que en algunos puntos la sobrepasaba en su carácter restrictivo. El proyecto de ley fue aprobado por el gobierno en octubre de 1965 y ratificado por las Cortes el 15 de mayo de 1966. La nueva ley xxxxxxxx 139
suprimía la censura previa, que se convertía en voluntaria, y las empresas editoras podían designar libremente a los directores de las publicaciones. La ley reconocía, de manera general, la libertad de expresión y el derecho a la difusión de la información, aunque establecía claramente sus límites: «el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público interior y de la paz exterior; el debido respeto a las Instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa, la independencia de los Tribunales y la salvaguardia de la intimidad y del honor personal y familiar». La denominada Ley Fraga fijaba, además, un completo cuadro sancionador de carácter administrativo para ser aplicado a autores, directores y editores, adicional a las responsabilidades exigibles penal y civilmente. Dicho cuadro sancionador fue intensamente utilizado en los años siguientes, dando lugar a un gran número de multas y suspensiones. Franco había expresado claramente su recelo ante la nueva ley, aunque también su inevitabilidad. Según el testimonio de Fraga, en el Consejo de Ministros que la aprobó el Caudillo manifestó: «Yo no creo en esta libertad, pero es un paso al que nos obligan muchas razones importantes. Y, por otra parte, pienso que si aquellos débiles gobiernos de primeros de siglo podían gobernar con prensa libre, en medio de aquella anarquía, nosotros también podremos.» Pero del recelo a la ley, manifestado especialmente por Carrero Blanco y Alonso Vega y compartido por sectores amplios de la clase política del régimen, se pasó pronto a la queja de la ley y a la crítica al ministro Fraga por no prever sus consecuencias. Porque, efectivamente, el nuevo régimen de prensa fue inmediatamente utilizado por unos medios que se sentían encorsetados por la rígida censura para empezar a expresarse más libremente, lo cual condujo a que las autoridades franquistas consideraran con frecuencia que se transgredían los límites de la ley, lo que a su vez provocó una continuada acción sancionadora. Con ella, quedaban en evidencia las limitaciones de una supuesta libertad de prensa e imprenta compatible con el régimen franquista; además, se generaba una conflictividad que erosionaba a la dictadura. Así, la ley, su aplicación y la dinámica que fue generándose, provocaron no poco malestar en una clase política acomodada a casi tres décadas de rigurosa censura política y moral. También en 1966 se convocaron elecciones sindicales, en primer lugar, para que los trabajadores renovaran sus representantes directos en el seno de las empresas, los enlaces sindicales y los vocales de los jurados de empresa. Desde la dirección de la OSE, la preceptiva convocatoria electoral fue aprovechada para dar un nuevo impulso al «sindicalismo de participación», propugnado por el ministro del Movimiento y delegado nacional de Sindicatos José Solís Ruiz, que debía dotar a la Organización Sindical de mayor legitimidad, de un nuevo dinamismo y de renovada fuerza ante las demás instituciones del régimen. Así, desde las estructuras oficiales se lanzó una gran campaña dirigida a los trabajadores con el lema «votar al mejor», incitando a la máxima participación, pero también insinuando que se eliminaban las cortapisas y las restricciones con que se habían encontrado hasta entonces los candidatos no oficialistas. Los dirigentes verticalistas trataban también de encauzar la nueva contestación obrera, incluso aprovechándose de ella para hacer avanzar sus proyectos. Se trataba, indudablemente, de una operación arriesgada. La participación electoral fue muy elevada, pero no tanto por la capacidad de convicción y movilización de los dirigentes verticalistas como por la opción del actixxxxxx 140
vismo sindical opositor, que tenía ya como principal instrumento a las Comisiones Obreras, de aprovechar todas las oportunidades ofrecidas por la legalidad franquista. Ello se tradujo en un notable éxito de las candidaturas opositoras en las empresas medianas y grandes de los principales sectores productivos radicadas en las más importantes concentraciones industriales y urbanas, lo que determinó que en la segunda fase electoral, en las elecciones indirectas para las Secciones Sociales de los Sindicatos locales, provinciales y nacionales, el aparato verticalista maniobrara en la forma habitual. Y, sobre todo, cuando en los meses siguientes se hizo evidente la imposibilidad de integrar y mantener bajo control a los nuevos cargos sindicales, los dirigentes de la OSE optaron por la tradicional vía represiva, aun a costa de hacer naufragar el reformismo sindical. En definitiva, tanto la Ley de Prensa como las elecciones sindicales mostraban las dificultades extremas para llevar a cabo una «apertura» que no implicara una amenaza de desestabilización de la dictadura.
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CAPÍTULO XIII
La culminación de la institucionalización del régimen y la cuestión sucesoria 13.1. LA LEY ORGÁNICA DEL ESTADO En 1966 fue presentada y aprobada la Ley Orgánica del Estado, ley fundamental que pretendía coronar el edificio institucional del franquismo. La LOE reafirmaba los principios del Movimiento Nacional, introducía retoques en algunas leyes fundamentales, modificando su lenguaje depurándolo de la retórica fascista de los años 40, confirmaba la institucionalización monárquica del régimen, y pretendía dejarlo todo «atado y bien atado», según la expresión reiteradamente utilizada por el propio Franco, por ejemplo, mediante el recurso de «contrafuero» contra cualquier acto legislativo o disposición gubernamental que vulnerara los inmutables principios del Movimiento. La gestación de la ley fue extraordinariamente lenta. Un primer proyecto de Carrero databa de 1958, cuando ya para una parte considerable de la clase política franquista era indispensable culminar la institucionalización para asegurar el futuro del régimen, llenando los importantes vacíos legislativos respecto a la composición, funciones y relaciones de órganos e instituciones del Estado, vacíos hasta aquel momento sólo encubiertos por los poderes excepcionales de Franco, que toda la clase política consideraba imposibles de trasladar a su sucesor. Pero el dictador fue aplazando su decisión, incluso cuando fue sometido a una considerable presión de sus ministros en la primavera de 1965. La LOE ha sido considerada un éxito de Carrero, quien consiguió además imponer sus criterios a los del vicepresidente del gobierno Muñoz Grandes, defensor de un mayor protagonismo del Movimiento. Sin embargo, pronto quedarían en evidencia las limitaciones de la ley para provocar una respuesta unívoca a la recurrente pregunta de después de Franco, ¿qué? En el preámbulo de la ley se decía que había llegado el momento de «culminar la institucionalización del Estado nacional», de «delimitar las atribuciones ordinarias de la suprema magistratura del Estado al cumplirse las previsiones de la Ley de Sucesión» —puesto que Franco conservaba íntegramente sus poderes—, así como las características definitivas de otros órganos e instituciones, entre los que reafirmaba su papel el Consejo del Reino. Entre las disposiciones más relevantes de la LOE destacan: 1) la separación de las funciones de jefe del Estado y jefe del Gobierno; este último sería xxxxxxxxx
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Franco vota en el referéndum de la Ley Orgánica (1966).
designado por el jefe del Estado a partir de una terna elaborada por el Consejo del Reino; 2) la modificación de la ley de Cortes para hacer posible la elección por los cabezas de familia y mujeres casadas de dos procuradores de representación familiar por cada provincia; 3) la reorganización del Consejo Nacional del Movimiento, al que se asignaba particularmente la función de «defender la integridad de los Principios del Movimiento Nacional y velar por que la transformación y desarrollo de las estructuras económicas, sociales y culturales se ajusten a las exigencias de la justicia social», así como «encauzar, dentro de los Principios del Movimiento, el contraste de pareceres sobre la acción política». La Ley Orgánica fue sometida a referéndum en diciembre del mismo año 1966. Con tal motivo, Franco se dirigió a los españoles con un discurso de autoalabanza y autosuficiencia difícilmente superable. Empezaba el Caudillo llamando a la comparación entre «las desdichas de un triste pasado y los frutos venturosos de nuestro presente», destacaba a continuación el «resurgir español en todos los órdenes en estos veintisiete años de paz y buen gobierno», y afirmaba que «los tres cauces —sindical, municipal y familiar— están abiertos a la colaboración activa de los españoles a las funciones públicas y logran que la práctica de la democracia haya llegado a ser una xxxxxxxx 143
realidad hasta ahora desconocida en nuestra patria». No obstante tantas venturas, no olvidaba que «no faltan en nuestro solar quienes se dejan impresionar por lo que en el mundo todavía se lleva y sueñan con vestirse a la moda extranjera», pero justamente la realidad exterior, y especialmente la acción de la subversión, hacían ineludible «el fortalecimiento político del Estado que le permita enfrentarse con todos los peligros». Franco pedía a los españoles la participación en el referéndum, aunque no se ahorraba de recordarles sus prerrogativas: «Me bastaba el derecho del que salva a una sociedad y la potestad que me conceden las leyes para la promulgación de la ley que tantos beneficios ha de proporcionar a la nación; pero, en bien del futuro, creo necesario que os responsabilicéis con su refrendo...» Por último, pedía el voto afirmativo apelando a su dedicación a España: «Nunca me movió la ambición de mando. Desde muy joven echaron sobre mis hombros responsabilidades superiores a mi edad y a mi empleo. Hubiera deseado disfrutar de la vida como tantos españoles, pero el servicio de la patria embargó mis horas y ocupó mi vida. Llevo treinta años gobernando la nave del Estado, librando a la nación de los temporales del mundo actual, pero, pese a todo, aquí permanezco, al pie del cañón, con el mismo espíritu de servicio de mis años mozos, empleando lo que me quede de vida útil en vuestro servicio. ¿Es mucho exigir el que yo os pida, a mi vez, vuestro respaldo a las leyes que en vuestro exclusivo beneficio y en el de la nación van a someterse a referéndum?» En un discurso transmitido por radio y televisión, Carrero Blanco insistió en los mismos argumentos, empezando por el carácter mesiánico del liderazgo de Franco. Para el ministro subsecretario de la Presidencia, «la Bondad Divina, conmovida sin duda por los merecimientos de tantos mártires, nos dio un Caudillo ejemplar, sobre el que derramó con largueza la gracia de Estado, que no sólo nos condujo a la victoria de la liberación de la Patria, sino que supo calar agudamente en el origen del mal para corregirlo de raíz, asentando el futuro político de España sobre la fórmula salvadora de unir lo social con lo nacional bajo el imperio de lo espiritual». Para Carrero, el principal valor de la Ley Orgánica era «el de asegurar la continuidad de la labor realizada al completar la obra institucional»; la LOE «perfecciona y completa las demás Leyes Fundamentales en tres aspectos: institucionalizando el Movimiento a través de su Consejo Nacional, estableciendo previsiones que no habían sido contempladas en su primitiva redacción y aumentando el carácter representativo del pueblo tanto en las Cortes, como en el Consejo del Reino». Pero lo más importante era que resolvía «el cabo suelto que tenían el conjunto de las demás Leyes Fundamentales, al establecer los poderes de quien en su día haya de suceder al Caudillo en la jefatura del Estado, a título de rey o de regente, y al determinar la forma de designación del presidente de las Cortes, del de el Gobierno y demás miembros de éste, así como la de los presidentes de los Altos Órganos del Estado». Para Carrero, la LOE «cierra toda especulación sobre el futuro», y representa, por tanto, «un inapreciable bien para España y un tremendo chasco para sus enemigos». Por ello, «votarán no, o no votarán, los desarraigados de la Patria, porque conscientemente o inconscientemente [...] están bajo la obediencia de algunos de los totalitarismos extranacionales»; por contra, «los que queremos una España unida, grande y libre, los que queremos para nuestros hijos y nuestros nietos una Patria en orden y en paz [...], con nuestra emocionada gratitud al Caudillo por este nuevo y trascendental servicio a España, votaremos Sí». Con los argumentos esgrimidos por los máximos representantes de la dictadura era imprescindible que la participación electoral fuese muy elevada y el «sí», abrumaxxxxx 144
dor; de lo contrario, quedaría gravemente cuestionado el régimen. Para alcanzar los resultados convenientes se organizó desde el Ministerio de Información una extraordinaria campaña propagandística, que mereció el calificativo de «campaña a la americana», que utilizó profusamente los medios de comunicación y las nuevas técnicas publicitarias. Las calles se llenaron de grandes carteles con la imagen del dictador y con lemas, también repetidos en la radio y la televisión, del estilo de «Votar sí es votar por nuestro Caudillo. Votar no es seguir las consignas de Moscú»; «La paz quiere tu voto. ¡No se lo niegues!» o «Si dudas, vota Sí. La paz es el clima ideal para poder dudar tranquilo». Además, el gobierno recordó el carácter obligatorio del voto; en todo caso, se anunció que las empresas exigirían el certificado de votación a los trabajadores a los que se les daban horas libres para acudir a las urnas. La Iglesia tuvo un papel relativamente discreto en la campaña, aunque la propaganda oficial no dudó en utilizar los sentimientos religiosos: «El Papa ha prometido orar por el éxito del referéndum. Es una nueva manifestación del amor del Papa hacia nuestra Patria y sus gobernantes. Caballeros españoles, no decepcionéis al Papa. Vota Sí.» Naturalmente, no se admitió la propagación de ninguna otra opción, y se persiguió la propaganda de la oposición, que optó por promover la abstención. Los argumentos opositores eran simples pero claros: «votar sí, es votar por la continuación de la dictadura, votar no, es votar también por la dictadura. No votar es contribuir a la lucha por la democracia, es votar por la democracia»; o bien: «la abstención masiva es una gran batalla por las libertades democráticas. No votar es pronunciarse por la amnistía para los presos y exilados políticos y por un régimen de convivencia para todos los españoles». La consigna final se resumió en «referéndum no; democracia sí». Según las cifras oficiales, votó el 88,85% del censo electoral, con un 95,90% de votos afirmativos y un 1,79% de votos negativos. El análisis detallado de las cifras oficiales permite apreciar comportamientos menos complacientes con el régimen en determinadas circunscripciones; así, la suma de abstenciones, votos negativos y votos en blanco fue sensiblemente más acusada en Vizcaya y Guipúzcoa, Barcelona, Madrid, Navarra, Álava y Asturias que en el resto de las provincias españolas. Por otra parte, fueron múltiples las irregularidades; por ejemplo, en algunas poblaciones los votos emitidos superaron el censo electoral, lo que fue justificado con el argumento de que era el voto de los «transeúntes», al parecer desplegados masivamente por el país. El propio gobernador civil de Barcelona, en un informe confidencial relativo al referéndum dirigido al ministro de la Gobernación, señalaba que «convendrá afinar bien en los resultados definitivos», ya que circulaba el rumor que «han sobrado dos millones de votos». Con todo, es indudable que la participación fue elevada y el voto afirmativo masivo, producto del convencimiento, de la masiva propaganda, de ja coacción y del miedo, todo ello en proporciones imposibles de establecer. El gobierno pudo presentar los resultados de la consulta popular como una masiva ratificación del régimen, como una renovación de su legitimidad. Los resultados del referéndum contrastaban con la escasa participación de los «cabezas de familia» en las elecciones municipales para el tercio de representación familiar celebradas aquel mismo año, con porcentajes que superaban con dificultades el 10% del censo en muchos casos, amén de un elevadísimo número de municipios donde ni siquiera se abrieron las urnas como consecuencia de la presentación de un numero de candidatos igual al de cargos que habían de elegirse, lo que permitía su proclamación automática. 145
13.2. APERTURA Y REGRESIÓN En la estela de la aprobación de la Ley Orgánica del Estado, de la nueva Ley de Prensa, y de la tentativa de mayor protagonismo de trabajadores y empresarios en la Organización Sindical, el régimen franquista pareció alejarse, limitada y contradictoriamente, del absoluto inmovilismo, iniciando el camino de la «apertura», aunque las probablemente infundadas expectativas de liberalización que algunos sectores habían alimentado quedaron frustradas. En julio de 1967, Muñoz Grandes fue cesado —formalmente por incompatibilidad entre el cargo de vicepresidente del Gobierno y jefe del Alto Estado Mayor—, y dos meses más tarde fue nombrado vicepresidente Carrero Blanco, que poco antes había culminado su carrera militar al alcanzar el grado de almirante. De esta forma, el peso político real de Carrero se ajustaba a sus responsabilidades formales. A lo largo de 1967 fueron aprobadas tres leyes que provocaron algunas tensiones internas en la clase política del régimen, como consecuencia de la gran fuerza de las posiciones más conservadoras. La Ley de Libertad Religiosa, promulgada en junio, establecía que el Estado español reconocía el derecho a la libertad religiosa, según la doctrina establecida por el Concilio Vaticano II, aunque el ejercicio de tal libertad debía ser compatible «con la confesionalidad del Estado español proclamada en sus Leyes Fundamentales». Así, el derecho a la libertad religiosa tendría entre otras limitaciones el acatamiento a las leyes, el «respeto a la religión católica, que es la de la nación española», así como «a la moral, a la paz y a la convivencia públicas y a los legítimos derechos ajenos, como exigencias del orden público». La ley, en definitiva, establecía un régimen de tolerancia religiosa restrictivo y vigilado, en el que incluso en la letra de la ley se explicitaba el recelo hacía las confesiones no católicas. La Ley de Representación Familiar establecía el procedimiento para la elección de los 108 procuradores familiares. Este grupo de procuradores, elegidos directamente por los cabezas de familia y mujeres casadas —una concesión a los aires en favor de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres—, no alcanzaba ni una quinta parte de la cámara; por otra parte, la presentación de candidaturas era extremadamente restrictiva. Así, sólo podían ser proclamados candidatos quienes fueran o hubieran sido procuradores, los que obtuvieran el aval de cinco procuradores o de miembros de instituciones locales, o los que fueran apoyados por el 1% del censo electoral de la provincia. Las primeras elecciones de procuradores familiares se celebraron en otoño; con una presión mucho menor que en el referéndum del año anterior, la abstención fue notablemente elevada, y se produjeron acusadas desigualdades de participación. También hay que señalar que allí donde se presentaron candidatos que destacaron su «independencia» y pudieron efectuar una buena campaña propagandística obtuvieron significativos apoyos, en detrimento de los candidatos con un perfil más «oficialista». Ello levantó algunos temores, como el que expresaba un documento gubernativo confidencial al apuntar «el riesgo que corren unas futuras elecciones a las que concurran elementos contrarios al Régimen que dispongan de dinero en cantidad suficiente para realizar una eficaz propaganda». Una de los características novedosas y destacables de la nueva legislatura de las Cortes fue la formación de un pequeño grupo de procuradores familiares que pretendió dinamizar el papel de la cámara; con tal objetivo, estos procuradores promoviexxxxxxxx 146
ron reuniones que se celebraron en distintas ciudades, lo que les valió la calificación de «trashumantes». Sin embargo, los límites del supuesto aperturismo los afectaron rápidamente: en septiembre de 1968, el ministro de la Gobernación prohibió tales reuniones. La tercera ley del momento fue la Ley Orgánica del Movimiento y de su Consejo Nacional. Como han señalado Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, la ley dio lugar a un debate apasionado en las Cortes, imponiéndose finalmente el concepto de «Movimiento-organización», que significaba dejar las cosas tal y como estaban, frente al concepto de «Movimiento-comunión», que implicaba la creación y potenciación de un asociacionismo político dentro del Movimiento. Ello no obstante, en diciembre de 1968, el Consejo Nacional aprobó un Estatuto del Movimiento que hacía posible la creación de asociaciones que contribuyesen a la «formación de la opinión pública» y a promover «el legítimo contraste de pareceres», y en julio de 1969, el Consejo Nacional aprobó un Estatuto de Asociaciones, conocido como Estatuto Solís, presentado como un triunfo de los aperturistas, pero que en realidad tenía un alcance muy limitado. Las asociaciones que podrían formarse no tendrían ni la denominación de asociaciones políticas, sino de «opinión pública», por tanto, no podrían participar en los procesos electorales; por otra parte, los exigentes requisitos para ser reconocidas restringían su creación, y por último, quedaban bajo el control del Consejo Nacional del Movimiento. Al amparo del Estatuto se formaron algunas asociaciones, pero de escasa relevancia, entre otras, Acción Política, promovida por aperturistas como Pío Cabanillas, Reforma Social Española, por el falangista socializante Manuel Cantarero del Castillo, y Fuerza Nueva, dirigida por el extremista ultraderechista Blas Piñar. Pero más que el inacabable debate sobre el asociacionismo, dos problemas centraron la mayor atención de los dirigentes franquistas entre 1967 y 1969: la resolución de la cuestión sucesoria y la creciente conflictividad socio-política. En primer lugar, desde 1967 se produjo un incremento de la conflictividad laboral, acompañada de un activismo sindical opositor, impulsado por el éxito de las candidaturas promovidas fundamentalmente por las CC.OO. en las elecciones sindicales de 1966. Ello provocó que aparecieran importantes situaciones conflictivas, que en muchas ocasiones generaron graves tensiones en el interior de los propios sindicatos oficiales, que llevaron a los dirigentes sindicales y políticos del régimen a restablecer el «orden» laboral y sindical, lo que se tradujo en destituciones de cargos sindicales electos, detenciones y procesamientos. Pero la represión, que obviamente no podía tener el carácter masivo e indiscriminado de otros tiempos, tendía cada vez más a generar más tensiones y conflictos, que inevitablemente erosionaban al régimen. En segundo lugar, tras las protestas estudiantiles madrileñas de 1965 y la «capuchinada» barcelonesa de 1966, se abrió un periodo de gran agitación universitaria, con la creación de sindicatos democráticos de estudiantes, que impulsaron la celebración de masivas asambleas y protestas académicas y políticas, replicadas por las autoridades con medidas represivas que tendían muchas veces a agudizar la «anormalidad» y el «desorden», con constantes intervenciones policiales en los recintos universitarios, y el traslado de las protestas a las calles de las principales ciudades españolas. El activismo estudiantil alcanzó una notable intensidad en estos años provocando una creciente preocupación de las autoridades. Así, en 1968 fue cesado el ministro de Educación, Manuel Lora Tamayo, sustituido por José Luis Villar Palasí con el encargo de diseñar una profunda reforma del sistema educativo. 147
En las conversaciones con su primo Franco Salgado-Araujo, el Caudillo comentó en numerosas ocasiones la situación de las universidades; a finales de 1967 y en los primeros meses de 1968 manifestaba su convicción de que los estudiantes rebeldes estaban a las órdenes de elementos comunistas de España o del extranjero, y que «el gobierno no puede estar con los brazos cruzados ante la indisciplina colectiva de la universidad, que cada día se acentúa más». Por estas mismas fechas, también explicaba que «hay mucho rojo que se disfraza de falangista, lo mismo que se hacen sacerdotes para poder dar así más impunidad a la propaganda comunista», pero estaba seguro de que «sin perder las riendas ni hacer víctimas inocentes, que es lo que los rojos desean, restableceremos la legalidad y se castigará a los que resulten culpables». En enero de 1968, Franco parecía inclinarse por la adopción de medidas excepcionales para afrontar la protesta universitaria: «si se quiere que esta situación anárquica termine y no sea un mal ejemplo para otros elementos del país», al tiempo que se quejaba de la actuación de los tribunales: «hay que apretar en muchos aspectos para que la justicia no se vea envuelta en un sinfín de formulismos y garantías que emplean los abogados en la defensa de sus clientes». Y en abril de 1968, después del cambio de ministro de Educación, decía: «El gobierno está pendiente del desarrollo de la política del nuevo ministro [...] pues si éste fracasa no quedará más remedio que poner a uno ajeno a la carrera universitaria para que sin el menor prejuicio tome las medidas enérgicas para conseguir el fin a que aspiramos.» Finalmente, la opción para acabar con las protestas estudiantiles fue la declaración del estado de excepción en toda España en enero de 1969, tras graves incidentes en las universidades de Barcelona y Madrid. Impulsando las protestas obreras y universitarias las autoridades franquistas veían, acertadamente pero muchas veces muy distorsionadamente, a la oposición antifranquista, a la «subversión», según la percepción y el lenguaje de la dictadura. Por si fuera poco, las acciones violentas de la organización ETA y la presión cívica pero intensa y continuada de un renacido catalanismo ponían en primer plano el «demonio» del separatismo, dado por definitivamente aniquilado en 1939. Además, en la conflictividad socio-política intervenían dos elementos que incrementaban su impacto social y que alimentaban y agudizaban la preocupación de las autoridades. Por una parte, el papel de sectores importantes de la Iglesia católica, que ofrecían protección e incluso aliento a las acciones de obreros y estudiantes, y que denunciaban cada vez con más frecuencia y dureza la ausencia de derechos civiles, las prácticas represivas o la misma naturaleza dictatorial del régimen, lo que era visto por los franquistas como una auténtica «traición» de la Iglesia. Por otra parte, la puerta abierta por la Ley de Prensa permitía que la información sobre conflictos laborales, protestas estudiantiles y actuaciones represivas circulara con cierta fluidez, así como que aparecieran opiniones críticas hacia la actuación de las autoridades; ambas cosas provocaron una creciente irritación a los máximos dirigentes del régimen. A lo anterior, debe añadirse el malestar que les provocaba la mayor permisividad en la autorización de libros y en los espectáculos. Todo ello además agudizaba las divisiones existentes en el gobierno y, en general, en la clase política franquista. El vicepresidente Carrero estaba especialmente preocupado por la política informativa. En un informe reservado a Franco de julio de 1968, afirmaba que la prensa estaba «totalmente desmandada», consideraba por tanto que «la situación de la prensa y demás órganos de información debe ser corregida a fondo» porque estaba «produciendo un positivo deterioro moral, religioso y político». Carrero veía las librerías «abarrotadas de obras marxistas y de las novelas de erotismo más desenfrenado». Al xxxxxxx 148
final, lanzaba un dardo directo a Fraga: «Mucho me temo que el actual titular de Información no sea capaz de corregir ya el estado de cosas señalado.» Carrero, que mantenía diferencias al mismo tiempo con Solís y con Castiella, propiciaba un cambio gubernamental que, sin embargo, no se produjo hasta el otoño de 1969. Expresión clara del deterioro del «orden público», de la «paz» franquista, la encontramos en la continuada adopción de medidas excepcionales mediante la suspensión de artículos del Fuero de los Españoles: en abril de 1967 en Vizcaya, en agosto y en octubre de 1968 en Guipúzcoa, en enero de 1969 en todo el territorio español, además con la reintroducción de la censura previa en la prensa. El decreto-ley de enero de 1969 señalaba que «acciones minoritarias, pero sistemáticamente dirigidas a turbar la paz de España y su orden público, han venido produciéndose en los últimos meses, claramente en relación con una estrategia internacional que ha llegado a numerosos países»; y el ministro Fraga añadía que «se trata de acciones claramente concertadas para meter al país en una ola de confusión y de subversión mundial». El ministro de Información denunciaba «una estrategia en la que se utiliza la generosidad ingenua de la juventud para llevarla a una orgía de nihilismo, de anarquismo y de desobediencia», y lanzaba una «seria advertencia a los incitadores y a quienes los sigan a partir de este momento, porque caerá sobre ellos (y no son sólo palabras) todo el peso de la ley». Efectivamente, las acciones policiales desencadenadas tras la declaración del estado de excepción de 1969 no fueron solamente palabras. 13.3. JUAN CARLOS, SUCESOR El problema de la sucesión le había sido planteado a Franco en numerosas ocasiones, y, de manera muy directa y sincera, por personas que tenían una relación de notable confianza con el Caudillo, como por ejemplo Camilo Alonso Vega, incluso haciéndole notar los riesgos derivados de su eventual desaparición sin haber dejado resuelta la cuestión sucesoria. Pero Franco había aplazado reiteradamente su decisión. En aquellos momentos, sin embargo, las opciones del dictador eran ciertamente limitadas. Desde luego, Juan de Borbón estaba absolutamente descartado; Franco lo consideraba un liberal incorregible que destruiría su obra instaurando una monarquía liberal; en 1962 se había indignado ante la afirmación del pretendiente de querer ser rey de todos los españoles, lo que suponía, según el Caudillo, serlo de «separatistas vascos, separatistas catalanes, comunistas, anarquistas, socialistas, de la CNT, republicanos de varios matices y terroristas también, ¿por qué no?, todos son españoles»; además, Franco no había olvidado las actitudes de Juan de Borbón en determinados momentos críticos para el régimen. En junio de 1966 había dicho a Franco SalgadoAraujo que no podía «entregar el régimen de la Cruzada a un príncipe que no ha rectificado el manifiesto de 1945 y que está rodeado de personas enemigas políticas del régimen y mías». En esa misma fecha manifestaba su opción a favor de Juan Carlos, aunque dudaba si éste aceptaría la Corona, pero confiaba en que «el padre, que al fin y al cabo es un buen patriota, reaccione y comprenda que debe abdicar sus derechos en su hijo», y así «la dinastía legal se salve y tengamos un rey que no sea opuesto a los Principios del Movimiento Nacional y a la ley de sucesión, que sigue siendo la única legalidad política de España». Por otra parte, desde el inicio de la década de los 60, para Carrero Blanco y los tecnócratas, con López Rodó a la cabeza, la decisión sucesoria debía recaer en Juan Carlos.
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Proclamación de Juan Carlos de Borbón como príncipe de España en 1969.
Sin embargo, desde diversos círculos, entre ellos algunos muy próximos al propio Franco, se alimentó la expectativa de una posible designación como sucesor de Alfonso de Borbón y Dampierre, hijo mayor del primogénito de Alfonso XIII, Jaime de Borbón y Battemberg, que había renunciado a sus derechos dinásticos debido a su sordomudez. Alfonso de Borbón se había instalado en España e ingresó en el cuerpo diplomático, ganándose el aprecio de Franco, que llegó a afirmar que «podría ser una solución si Juan Carlos no da resultado». Estaba finalmente la rama carlista y su principal pretendiente Carlos Hugo de Borbón-Parma, que lideró una sorprendente reconversión socialista de una parte del carlismo, conduciéndolo incluso a las filas de la oposición democrática. Los pretendientes carlistas no fueron considerados seriamente en ningún momento por Franco ni por ningún segmento significativo de la clase política del régimen. Carlos Hugo fue expulsado de España en diciembre de 1968. Todo, por tanto, favorecía a Juan Carlos, quien, sin embargo, tuvo que moverse con extraordinaria prudencia para consolidar su posición. De ahí que, como ha afirmado Stanley G. Payne, se convirtiera en un «maestro en decir a cada uno más o menos lo que deseaba oír». En octubre de 1968, Carrero presentó un largo informe a Franco en el que se exponían todos los argumentos en torno a la cuestión sucesoria y se ratificaba la completa idoneidad de Juan Carlos. Al fin, en julio de 1969, Franco anunció la decisión de designar a Juan Carlos su sucesor; el día 22 presentó a las Cortes la proposición, que fue votada públicamente, resultando 491 votos a favor, 19 en contra y 9 abstenciones. Solís había intentado vanamente que la votación fuese secreta. Al día siguiente, Juan Carlos aceptó oficialmente la designación, jurando ante las xxxxxxx 150
Cortes lealtad a Franco, a los Principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales. La ley aprobada establecía que en tanto no se produjera la sucesión, Juan Carlos ostentaría el título de Príncipe de España, no el de Príncipe de Asturias, que era el título tradicional de los herederos del trono; quedaba así explícita la ruptura con la legitimidad dinástica. Con Juan Carlos no se restauraría la monarquía sobre la base de la legitimidad dinástica, sino que se instauraría una nueva monarquía basada en la legalidad franquista. Ante esta circunstancia, Juan de Borbón reafirmó que el rey debía serlo de todos los españoles, presidiendo un Estado de Derecho, y garantizando el respeto de las libertades individuales y colectivas, con lo que condenaba a una monarquía basada en la legalidad de la dictadura, aunque sin enfrentarse radicalmente con su hijo. Probablemente, ni Juan de Borbón ni Juan Carlos tenían otras opciones; el primero no podía renunciar a la legitimidad dinástica y a su discurso liberal, el segundo no podía rechazar la designación después de haber estado preparándose para esa eventualidad, una sucesión que inevitablemente se haría desde la legalidad y las instituciones franquistas. En una ocasión, Juan Carlos había planteado a su padre el dilema de su permanencia en España: o era para aceptar la designación como sucesor cuando se produjese o era mejor abandonar la escena inmediatamente. Pero a pesar de la ya oficial y ratificada designación de Juan Carlos, en los años siguientes no desaparecerían plenamente las dudas sobre el tema ni tentativas de modificar aquella decisión. La designación de Juan Carlos había puesto de manifiesto una vez más, aunque indirectamente, la división del gobierno, una división que había ido creciendo de manera continuada. Así, la política económica impulsada por los tecnócratas, siempre amparados por Carrero, fue criticada cada vez más abiertamente por los políticos del Movimiento liderados por Solís. En el antes citado informe de Carrero a Franco de julio de 1968, el vicepresidente del Gobierno afirmaba que el principal órgano de prensa de la Organización Sindical se había dedicado a oponerse a la política económica gubernamental, y añadía que «mientras los dirigentes de la Organización Sindical aspiren a dirigir ellos la política económica será físicamente imposible que el gobierno pueda llevar a cabo una eficaz y constructiva». A su vez, los tecnócratas continuaron frenando toda tentativa de afirmar el papel del Movimiento y de la Organización Sindical en la vida política. Así las cosas, el propio Franco tuvo que frenar las críticas de Solís al Segundo Plan de Desarrollo; por otra parte, los proyectos para la elaboración de una nueva Ley Sindical fueron seguidos con extraordinario recelo desde el sector tecnocrático, logrando bloquearlos. El propio Carrero, en un informe a Franco de mayo de 1969, denunciaba que la política de Solís era una tentativa para crear un poder autónomo capaz de condicionar de manera notable la acción del gobierno; según el vicepresidente, los dirigentes de la OSE propugnaban un «sindicalismo independiente, totalmente desligado de la autoridad del Estado», lo que significaría que nadie podría gobernar en España contra aquella organización, especialmente en el futuro, con un presidente del Gobierno que no fuese el Caudillo. En otro informe a Franco, fechado en octubre, Carrero cargaba de nuevo contra la actuación de la OSE y alertaba del gran peligro del «sindicalismo de participación», alineando en un mismo grupo a los «irresponsables por ignorancia» que se apoyaban en textos de la Iglesia y en informes de la OIT «dominada por masones y marxistas»— y a «aquellos que saben demasiado lo que quieren». Además, acentuaba su crítica a Solís, señalando que había sido incapaz de evitar la aprobación de un estatuto de asociaciones «que abre, de hecho, la puerta a los partidos, tan claramente proscritos en nuestras Leyes Fundamentales».
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El gobierno estaba también dividido respecto a otras cuestiones importantes, como por ejemplo la política exterior dirigida por Castiella. Por otra parte, continuaba agudizándose el malestar de buena parte del gabinete con la gestión informativa del ministro Fraga. Carrero, en su informe a Franco de octubre de 1969, afirmaba que el «desenfreno» desencadenado con la Ley de Prensa se había agravado, calificándolo incluso de «escalada contra el modo de ser español y la moralidad pública». En este escenario se produjo el estallido del caso Matesa, el escándalo políticoeconómico más importante del periodo franquista. La empresa Maquinaria Textil del Norte de España, S. A. creada en 1956 y dedicada a la fabricación y exportación de maquinaria textil, había crecido especialmente desde 1962, creando incluso una red de compañías subsidiarias en diversos países de América Latina. Su principal accionista y director general era el miembro del Opus Dei Juan Vilá Reyes. Matesa logró cuantiosos créditos para la exportación del Banco de Crédito Industrial, e importantes desgravaciones fiscales para promover las exportaciones. Pero una parte de estas exportaciones eran ficticias y se basaban en pedidos de las propias empresas subsidiarias. Cuando las irregularidades fueron denunciadas, el escándalo fue profusamente aireado por la prensa, que señaló la implicación de los principales ministerios económicos, en manos de tecnócratas vinculados al Opus. Si unos sectores gubernamentales vieron en el caso la manera de proceder de los tecnócratas y la ocasión propicia para que quedaran en evidencia, éstos consideraron que sus rivales estaban facilitando la profusa información sobre el tema para sacar provecho político del escándalo. Vilá, que en todo momento negó la existencia de un fraude, fue encarcelado; el Tribunal Supremo designó un juez especial para instruir el sumario, y las Cortes crearon una comisión especial para investigar el caso. La crisis gubernamental era inaplazable; entre los procesados, figuraban el gobernador del Banco de España y ex ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, y los ministros de Comercio y Hacienda, Juan José Espinosa San Martín y Faustino García Moncó. Todos ellos se beneficiaron de un indulto de octubre de 1971, en conmemoración del trigésimo quinto aniversario de la proclamación de Franco como jefe del Estado.
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CAPÍTULO XIV
La política exterior en los años 60 14.1. MIRANDO A EUROPA Y A LOS ESTADOS UNIDOS La política exterior española inició la década de los 60 con dos importantes asuntos en su agenda: las relaciones con la Comunidad Económica Europea y con los Estados Unidos. En 1961, Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca solicitaron el ingreso en la Comunidad, en tanto que Grecia firmó un acuerdo de asociación, solicitado también por Turquía. Paralelamente, la Comunidad aprobó medidas relativas a política agrícola y tratados bilaterales con terceros países que afectaban a los intereses económicos españoles, especialmente a las exportaciones agrarias. Ello precipitó la decisión del gobierno español, pese a los recelos de Franco, de solicitar oficialmente la apertura de negociaciones para lograr, en primer lugar, una asociación con la Comunidad, como primer paso en la dirección de la plena integración en el Mercado Común cuando la economía española reuniera las condiciones necesarias. Para ello, el ministro Castiella remitió, el 9 de febrero de 1962, una carta al presidente del Consejo de Ministros de la CEE, Maurice Couve de Murville, en la que manifestaba que «la vocación europea de España, repetidamente confirmada a lo largo de la historia, encuentra de nuevo ocasión de manifestarse en este momento en que la marcha hacia la integración va dando realidad al ideal de solidaridad europea». Naturalmente, la petición española obviaba cualquier consideración política, y parece que el propio Franco no consideraba que ésta fuera un obstáculo importante, al contrario, confiaba en una respuesta positiva, pues, según su primo y secretario Franco Salgado-Araujo, comentó que «hay presión de los sindicatos liberales de algunas naciones para que no se nos admita, denegando la petición de ingreso. Yo no creo que esto prevalezca, pues se trata de asuntos económicos que no tienen relación con la política». Pero los obstáculos políticos aparecieron rápidamente; por una parte, el contenido del informe Birkelbalch de la Comisión Política de la Asamblea Parlamentana de la CEE, aprobado en diciembre de 1961, establecía las condiciones que debían reunir los candidatos a integrarse en la Comunidad, condiciones tanto económicas como políticas; aquellos países que no las reunieran podrían asociarse, pero siempre y cuando adoptaran políticas destinadas a alcanzar las condiciones exigibles. Pocos meses más tarde, el posicionamiento del Movimiento Europeo en el denominado por el régimen «contubernio de Múnich» explicitaba las exigencias democráticas, provocando, como hemos visto, la irritación de las autoridades franquistas y su torpe reacción represiva que aun empeoró su imagen, una imagen que todavía se dexxxxxxx
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terioraría más con la represión de los movimientos huelguísticos de 1962 y 1963, y la ejecución en ese último año del dirigente comunista Julián Grimau. El camino hacia Europa aparecía, pues, plagado de obstáculos. En 1963 vencían los acuerdos entre España y los Estados Unidos firmados una década antes, y el ministro Castiella, con el apoyo directo de Franco, se propuso lograr una sensible mejora, consciente, que los beneficios obtenidos por España eran claramente insuficientes, sobre todo si se consideraba la ayuda americana obtenida, sin apenas contraprestaciones, por países como Yugoslavia. Así, la diplomacia española, con Antonio Garrigues ocupando la embajada en Washington, se propuso elevar el nivel de la colaboración transformando los convenios en un tratado de cooperación o de seguridad mutua; al mismo tiempo, solicitaba un incremento cuantioso de las partidas en concepto de ayuda militar; además, se pedía el apoyo de los Estados Unidos a las aspiraciones españolas de incorporación a la OTAN y a la CEE. Sin embargo, la actitud norteamericana fue poco receptiva a los planteamientos españoles, lo que dio lugar a unos meses de tensas negociaciones al adoptar las autoridades españolas una posición de firmeza. Sin embargo, cuando fue del todo evidente que los Estados Unidos no modificarían sensiblemente sus ofertas y, además, que la actitud española podía amenazar el indispensable apoyo norteamericano al régimen, el gobierno dio claras instrucciones para que se aceptaran las condiciones de los negociadores americanos, de tal manera que en septiembre se renovaron los acuerdos por un periodo de cinco años. España continuaría fuera de la Alianza Atlántica, pero consolidaba su status de aliado de los Estados Unidos, aunque la debilidad española a efectos negociadores se tradujo en una mejora de las ventajas para los norteamericanos con sólo un incremento de la ayuda económica —150 millones de dólares frente a los 300 pedidos. A cambio, en el texto del acuerdo se hacía constar que «una amenaza a cualquiera de los dos países y a las instalaciones conjuntas que cada uno de ellos proporciona para la defensa común afectaría conjuntamente a ambos países». Por otra parte, continuaron en vigor las cláusulas secretas de los acuerdos de 1953. La presencia de armamento nuclear norteamericano en territorio español no pudo ocultarse por más tiempo cuando, el 17 de enero de 1966, un accidente en Palomares causado por el choque entre un bombardero B-52 y un avión cisterna provocó la caída de cuatro artefactos nucleares sin armar, uno de los cuales no fue recuperado frente a las costas almerienses hasta pasados varios meses, lo que dio lugar a un célebre baño en esas aguas del ministro Fraga y del embajador norteamericano para demostrar la inexistencia de cualquier peligro. En 1968, los acuerdos con los Estados Unidos volvieron a ocupar el centro de atención de la política exterior española. En marzo se iniciaron unas conversaciones que estuvieron condicionadas desde el primer momento por la radicalización de las posiciones españolas bajo la dirección de Castiella. Para el responsable de la política exterior española, como en 1963 pero con más contundencia, la renovación de los acuerdos debía ser aprovechada para mejorar sustancialmente las contrapartidas obtenidas por España; por tanto, volvían a figurar entre las prioridades españolas la elevación de los pactos al nivel de tratado de alianza, en la perspectiva de la integración futura en la OTAN, y el incremento de las partidas en concepto de ayuda militar. Desde la óptica de una parte de los dirigentes franquistas, la situación en el Mediterráneo y en Oriente Próximo revalorizaba las bases españolas; además, el accidente de Palomares exigía poder neutralizar los temores presentes en la sociedad española derivados de los riesgos de las instalaciones militares norteamericanas. Pero las posiciones xxxxxxxxx 154
de la administración Johnson, en plena escalada de la guerra de Vietnam, fueron de nuevo muy poco comprensivas con las aspiraciones españolas; ello determinó que en septiembre el gobierno decidiera no proceder a la renovación de los acuerdos y utilizar la prórroga de seis meses para renegociar. En esta situación, Castiella tensó las relaciones; pero las bazas de la diplomacia española para negociar con los Estados Unidos eran muy limitadas, puesto que, como han apuntado la mayoría de los estudiosos de la política exterior española durante la dictadura, era imposible que los dirigentes franquistas llegaran a arriesgarse a una cancelación de los acuerdos, ya que ello hubiera afectado seriamente a la estabilidad política, privando al régimen de su principal aliado y valedor en la comunidad internacional. Parece ser que Castiella, inmerso en una política de afirmación nacionalista, menospreció las divergencias respecto a su actuación de importantes sectores, destacadamente de los militares y del vicepresidente Carrero. En un informe a Franco de mayo de 1969, Carrero criticaba abiertamente la gestión del ministro de Asuntos Exteriores, críticas que renovó en otro informe posterior en octubre, en puertas ya de la crisis gubernamental que apartó a Castiella del gabinete. Para Carrero, «hoy tenemos la enemiga de Inglaterra por el asunto de Gibraltar, sin que nos devuelva la plaza; están deterioradas nuestras relaciones con el Vaticano, ¿es que vamos a romper también con Estados Unidos, que es el único verdadero lazo que nos une con Occidente? ¿Es que es posible que vivamos aislados? Si no cambiamos la orientación de nuestra política exterior, creo —y repito que nada desearía más que estar totalmente equivocado— que nos podemos ver en una situación muy grave». El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo, consciente de las limitaciones de la política exterior española dadas las necesidades del régimen, recondujo las negociaciones con los Estados Unidos de acuerdo con las posiciones predominantes en el primer círculo de poder franquista. El 6 de agosto de 1970 se firmó un acuerdo de amistad y cooperación entre España y los Estados Unidos, con vigencia para cinco años, que supuso un incremento de la ayuda económica, en parte considerable de carácter no militar, la incorporación al texto de referencias generales a la seguridad e integridad de ambos países y a la conveniencia de armonizar sus políticas de defensa, y la consideración de las bases como instalaciones militares españolas. Por otra parte, fue suprimida la cláusula secreta de los acuerdos de 1953 relativa a la activación de las bases; en adelante, «en caso de amenaza o ataque extranjero contra la seguridad de Occidente, el momento y el modo de utilización por los Estados Unidos de las facilidades a las que se refiere este capítulo, para hacer frente a tal amenaza o ataque, será objeto de consultas urgentes entre ambos gobiernos». Dos meses mas tarde, como parte de su visita a diversos países europeos, el presidente Nixon realizó una breve estancia en Madrid para realzar la importancia de los acuerdos y de las relaciones entre Estados Unidos y España. En aquel mismo año, la diplomacia española consiguió su primer logro importante en relación con la Comunidad Europea, el Acuerdo Comercial Preferencial, que equiparaba la vinculación española al Mercado Común a la que tenían Marruecos o Túnez, sin alcanzar el nivel de Grecia o Turquía. El acuerdo establecía una disminución parcial de los aranceles entre España y la Comunidad que inicialmente era relativamente favorable a la economía española; en los bienes industriales, la rebaja arancelaria media comunitaria era del orden del 63°/o, frente al 25 por parte española, lo que abría oportunidades para el sector exportador español que permitieron reducir el déficit comercial con la Comunidad. En cuanto al sector agrícola, el acuerdo xxxxxxxx 155
Madrid recibe al presidente Nixon en 1970.
evitaba que los productos españoles tuvieran mayores dificultades en los mercados comunitarios. Pero los cambios derivados de los acuerdos arancelarios del GATT y la incorporación de Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca a la CEE en 1973 perjudicaron a España y obligaron a una renegociación que dio lugar a la firma de un Protocolo Adicional. En todo caso, después de diez años de la petición del gobierno español de apertura de negociaciones con la Comunidad, el acuerdo comercial era muy poca cosa, y acuerdos de mayor nivel en la perspectiva de la integración no tenían ninguna posibilidad de prosperar mientras no cambiara el régimen político español. 156
Como novedad de la política exterior dirigida por López Bravo, hay que destacar las relaciones con los países de la Europa Oriental, lo que significó el restablecimiento de relaciones consulares con Checoslovaquia, Hungría y Bulgaria, el pleno reconocimiento diplomático con la República Democrática Alemana; por otra parte, se firmaron acuerdos comerciales con los países citados y con la Unión Soviética, Polonia, Rumania y Yugoslavia. También se normalizaron las relaciones con China. 14.2. GIBRALTAR Y LA DESCOLONIZACIÓN A partir de 1963, estancada la propuesta de negociaciones con la CEE y resuelta de manera muy insatisfactoria la renovación de los acuerdos con los Estados Unidos, la política exterior española se centró en el relanzamiento de la histórica reivindicación de Gibraltar, es decir, del fin de la presencia colonial británica y la recuperación de la integridad territorial española. En 1963, el gobierno español logró un notable éxito en las Naciones Unidas, gracias a la política de amistad con los países latinoamericanos, árabes y con los nuevos Estados del Tercer Mundo, con la aprobación de una resolución que aceptaba estudiar el caso de Gibraltar. Un año después, una nueva resolución instaba a la apertura de negociaciones bilaterales entre España y la Gran Bretaña para resolver el contencioso. Dos años más tarde, España endurecía su reivindicación sobre Gibraltar con la imposición de un conjunto de restricciones que afectaron al comercio gibraltareño, pero también a toda la comarca del Campo de Gibraltar, al tiempo que deterioraban las relaciones con la Gran Bretaña. Las conversaciones hispano-británicas iniciadas en mayo 1966 derivaron pronto en un punto muerto que determinó nuevas medidas españolas, como la prohibición de sobrevolar el espacio aéreo español de vuelos con destino a Gibraltar. En septiembre de 1967, Gran Bretaña organizó un plebiscito en el que la población gibraltareña se manifestó abrumadoramente partidaria —el 95,8% de los votantes— de permanecer bajo soberanía británica; ello no obstante, la Asamblea General de la ONU se pronunció el 17 de diciembre a favor de las tesis españolas; la resolución deploraba la celebración del referéndum e instaba a la reanudación sin demora de las conversaciones bilaterales «con miras a poner fin a la situación colonial en Gibraltar y a salvaguardar los intereses de la población al término de esa situación colonial». Ignorada de nuevo la resolución de la ONU por Gran Bretaña, el gobierno español aprobó, a instancias del ministro Castiella, que había convertido el problema de Gibraltar en eje de su actividad, nuevas medidas de presión que culminaron con el cierre de la frontera y la suspensión de las comunicaciones; se imponía así al Peñón una situación de casi bloqueo que, sin embargo, no logró ningún resultado. Después del cese de Castiella, la cuestión de Gibraltar no volvió a polarizar la política exterior española. La política con respecto a Gibraltar, pero también la ola descolonizadora en el continente africano, forzó al gobierno franquista a aceptar el inicio de un proceso de descolonización de las posesiones españolas en Guinea. Esta cuestión provocó una continuada disputa entre el ministro de Exteriores, Castiella, y Carrero, que dedicó siempre una especial atención a las colonias españolas, y que dilató tanto como estuvo en su mano el proceso descolonizador. En 1961, el ministro subsecretario de Presidencia había visitado Guinea, y en 1962, elaboró un informe sobre la situación africana en el que se ocupaba obsesivamente de la presencia y la influencia soviética; para Carrero, la descolonización africana había sido prematura, impulsada por el anxxxxxxx 157
ticolonialismo norteamericano y soviético, y por la acción de una limitada intelectualidad influida por los partidos comunistas europeos. Pero a pesar de las resistencias, la descolonización fue inevitable. En agosto de 1963, el gobierno español hizo pública su voluntad descolonizadora, expuesta en la Asamblea General de la ONU por Castiella. El ministro de Exteriores era partidario de una rápida descolonización de Guinea y del Sahara, asegurando la influencia española sobre los futuros estados independientes. En primer lugar, se trataba de crear un régimen autónomo, lo que fue sometido a referéndum y aprobado por la población de Río Muni y Fernando Poo. En 1964 fue promulgada la Ley de Bases de Régimen Autónomo para Guinea, que condujo a la creación de un Consejo de Gobierno y de una Asamblea General, que compartirían el poder con las autoridades coloniales españolas. A pesar de este primer paso, se mantuvo el forcejeo entre Castiella y Carrero; éste protagonizó una actuación de continuado intervencionismo buscando prolongar el dominio colonial español en Guinea, entre otras, por la vía de fomentar las divisiones entre las fuerzas nacionalistas. Sin embargo, a pesar de las actitudes dilatorias fomentadas desde la subsecretaría de la Presidencia, se celebró finalmente una Conferencia Constitucional entre octubre de 1967 y julio de 1968. Aprobada en referéndum una constitución democrática, Guinea Ecuatorial accedió a la independencia el 12 de octubre de 1968, tras la elección de Francisco Macías como presidente de la República, un oscuro personaje que al poco tiempo instauró un régimen dictatorial tras una fracasada tentativa de golpe de Estado que contó con apoyos españoles, lo que determinó la ruptura con la antigua metrópolis. Paralelamente, a principios de 1969, España cedía Ifni a Marruecos, en tanto que continuaba abierta la cuestión del Sahara, fundamentalmente por la posición de Carrero, que en esta cuestión logró imponer sus posiciones contrarias al proceso descolonizador. El bloqueo del proceso hacia la autodeterminación tendría graves consecuencias tanto para el Sahara como para España, como se comprobaría en 1975.
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CAPÍTULO XV
El triunfo del inmovilismo 15.1. EL GOBIERNO «MONOCOLOR» El 29 de octubre de 1969, tras unos días de continuados rumores que levantaron una notable y relativamente insólita expectación, fue dada a conocer la composición del nuevo gobierno. Contra la mayoría de las previsiones, puesto que los tecnócratas habían sido los más afectados por el affaire Matesa, la resolución de la crisis gubernamental los reforzó, provocando un notable malestar en el resto de la clase política franquista, incluso abriendo heridas que ya no serían restañadas. El éxito de los tecnócratas se producía, además, cuando empezaba a manifestarse con claridad el fracaso de algunas de sus previsiones, especialmente las relativas a que el crecimiento económico garantizaría la tranquilidad social y la estabilidad política. El nuevo gobierno fue calificado abusivamente de «monocolor», aunque sin duda tenía un elevado grado de homogeneidad, en cualquier caso, muy superior a los anteriores. También más que en cualquier ocasión anterior, el papel de Carrero Blanco fue decisivo en la composición del nuevo gabinete. De hecho, aunque Carrero continuó como vicepresidente, se convirtió en el presidente de facto, por lo que en buena medida formó «su» gobierno. Debe destacarse, en primer lugar, junto a la salida de los ministros tocados por el escándalo Matesa, los ceses de Manuel Fraga, Fernando M.a Castiella y José Solís, los tres ministros que por cuestiones diversas habían sido objeto de la continuada crítica de Carrero. A la cartera de Información y Turismo llegaba Alfredo Sánchez Bella, un integrista vinculado al Opus Dei, con la misión de poner fin al «desenfreno» incontrolado por Fraga en la prensa y en los espectáculos; a Asuntos Exteriores accedía el tecnócrata opusdeísta Gregorio López Bravo, sustituido en Industria por otro miembro de la Obra, José M.ª López de Letona, que desde 1966 era subcomisario del Plan de Desarrollo. Miembros o próximos a la Obra ocuparían otros ministerios, especialmente los económicos, junto con Laureano López Rodó, quien continuó a la cabeza del Plan de Desarrollo. Otro cambio destacaole se produjo en el Ministerio de la Gobernación, donde el anciano Camilo Alonso Vega fue sustituido por Tomás Garicano Goñi, general del Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire, ex gobernador de Guipúzcoa y desde 1966 gobernador civil de Barcelona; también fueron sustituidos los militares encargados de los ministerios de las tres armas. Siguiendo el criterio de Carrero, fue separado el cargo de secretario general del Movimiento y el de delegado nacional de Sindicatos. Para el primero fue designado Torcuato Fernández Miranda, un flexible hombre del Movimiento que había sido xxxxxxxxxxxx
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profesor del príncipe Juan Carlos; para el segundo, Enrique García Ramal, empresano vinculado a la Organización Sindical desde sus orígenes. El nuevo ministro de Trabajo, Licinio de la Fuente, procedía también del Movimiento. Finalmente, continuaban en el gobierno el tradicionalista Antonio M.a Oriol, y Federico Silva Muñoz, procedente de la Acción Católica, aunque este último dimitió en abril de 1970, siendo sustituido por el tecnócrata, seudoideólogo del «crepúsculo de las ideologías», Gonzalo Fernández de la Mora. La primera declaración del nuevo gobierno señalaba que su política se inspiraría en «la unidad de poder y la coordinación de funciones», clara referencia a la voluntad de superar las divisiones que habían caracterizado al anterior gabinete. Para Carrero, era prioritario restablecer el orden y la autoridad en todos los planos, puesto que los enemigos del régimen —los de siempre: el comunismo, la masonería, el liberalismo— continuaban actuando sin descanso contra la «paz» española. Y, además, el orden y la autoridad debían restablecerse sin complejos; así, en un largo informe confidencial de marzo de 1970, se preguntaba: «Qué es peor, que nos critiquen nuestros enemigos o que les dejemos, en nombre del aperturismo y de todas esas zarandajas, lograr su objetivo de corromper la moral de nuestro pueblo, por lo que, además, Dios nos habría de pedir un día estrecha cuenta?» Con tales planteamientos, no debe extrañar que la represión fuera el principal instrumento utilizado por el gobierno para hacer frente a una creciente y diversificada conflictividad social y a una mayor agitación política; una represión que si bien conseguía neutralizar las protestas y mantener atemorizada y pasiva a una parte considerable de la población, también provocaba el crecimiento del disenso en la sociedad y en algunas instituciones, y con él, la creciente deslegitimación del régimen.
15.2. EL ENDURECIMIENTO DE LA REPRESIÓN A finales de 1970, el Consejo de Guerra celebrado en Burgos contra miembros de ETA provocó una oleada de repulsa interior e internacional. Concebido por el gobierno como un proceso ejemplar contra la organización vasca, que pondría en evidencia sus métodos violentos y sus objetivos separatistas y revolucionarios, el juicio se transformó en una acusación contra la dictadura por su misma naturaleza, y en especial, por su política respecto al País Vasco. El principal cargo contra los acusados era el asesinato del jefe de la Brigada de Investigación Social de la Policía de San Sebastián, Melitón Manzanas, ocurrido en agosto de 1968, que fue el primer atentado con victimas mortales de ETA. El fiscal pidió la pena de muerte para seis de los dieciséis acusados, dos de los cuales eran sacerdotes. El proceso de Burgos significó para el gobierno la apertura de múltiples frentes: con la Iglesia católica, con una parte de la sociedad española, singularmente con un amplio segmento de la sociedad vasca, y con una parte notable de la opinión pública europea. El 21 de noviembre, el obispo de San Sebastián, Jacinto Argaya, y el administrador apostólico de Bilbao, José María Cirarda, dirigieron una carta conjunta a sus feligreses en la que comunicaban que habían solicitado a Franco y al gobierno que el juicio se celebrara ante los tribunales ordinarios y no ante un consejo de guerra, argumentando que el delito por el que se pedían las penas más graves fue cometido en un momento en que no estaba en pleno vigor el que calificaban de «duro» decreto-ley contra el bandidaje y el terrorismo, y «dado también que la jurisdicción ordinaria perxxxxxxxxx 160
mite una más plena defensa de los inculpados, incluido un posible recurso ante tribunales superiores»; además, los obispos reiteraban la condena «de toda clase de violencias, las estructurales, las subversivas y las represivas». Inmediatamente, el Ministerio de Justicia replicó a los obispos señalando la plena legalidad del proceso, y manifestando que «resulta evidentemente grave dar igual tratamiento a la violencia del delincuente que a la actitud de la Autoridad al aplicar la Ley de conformidad con un ordenamiento preestablecido». El día 3 de diciembre se inició el proceso, produciéndose desde el primer momento un constante forcejeo entre el tribunal y los abogados defensores, entre los que se encontraban prestigiosos letrados vinculados a la oposición democrática, como Gregorio Peces-Barba, Josep Solé Barberá o Juan María Bandrés, que perseguían demostrar las actuaciones contrarias a la ley a que fueron sometidos sus defendidos, entre ellas la práctica de torturas, así como numerosas irregularidades del proceso. Paralelamente, las protestas de obreros, estudiantes e intelectuales se extendieron, alcanzando particular virulencia en el País Vasco. Un destacable impacto tuvo el encierro en el monasterio de Montserrat de unos trescientos intelectuales, profesionales y artistas catalanes, entre ellos cantantes como Joan Manuel Serrat y Raimon, cineastas como Jaime Camino, actores como Núria Espert, novelistas como Ana María Matute, Montserrat Roig y Terenci Moix, artistas como Antoni Tàpies e intelectuales como Manuel Sacristán. En Madrid, la policía detuvo a miembros de la oposición democrática que participaban en una reunión, entre ellos Enrique Tierno Galván, Jaime Sartorius, Armando López Salinas, Juan Antonio Bardem y Pablo Castellanos. Por otra parte, ETA secuestró al cónsul de la República Federal de Alemania en Bilbao, Eugenio Beihl, al que liberó el 27 de diciembre. Ante la magnitud de las protestas, el 4 de diciembre el gobierno declaró el estado de excepción en Guipúzcoa, y diez días más tarde, en todo el territorio español. Mientras tanto, continuó el proceso con constantes incidentes. El régimen se vio obligado a recurrir a una gran campaña propagandística para contrarrestar las protestas interiores y exteriores, así como a promover la movilización de sus más leales seguidores, culminándola una vez más con una gran manifestación de masas en la madrileña plaza de Oriente. El 28 de diciembre se hicieron públicas las sentencias del tribunal de Burgos: nueve penas de muerte a seis acusados —-Joaquín Gorostidi, Francisco Javier Izko de la Iglesia, Eduardo Uriarte, Mario Onaindia, Francisco Javier Larena, José M.a Dorronsoro—, más penas de largos años de cárcel a los demás encausados. En este momento, la presión interior e internacional se centró en evitar las ejecuciones; Franco y el gobierno recibieron múltiples peticiones de clemencia: del Papa Pablo VI, de la mayona de gobiernos europeos, de instituciones y corporaciones de muy diverso carácter. El 30 de diciembre, Franco, con el acuerdo unánime del gobierno, decidía ejercer el derecho de gracia. Al día siguiente, la prensa loaba el gesto de magnanimidad del Caudillo. Sin duda, en diciembre de 1970 el régimen franquista se sentía suficientemente fuerte para ser clemente, pero la erosión sufrida como consecuencia del proceso fue muy profunda, especialmente en el País Vasco. El proceso de Burgos fue un episodio desafortunado para el franquismo porque se produjo en un momento de creciente tensión, provocada por el ascenso de la conflictividad social y de la agitación antifranquista, y porque la movilización contra el consejo de guerra reforzó a la oposición. Pero, además, la tensión socio-política se incrementó por las políticas represivas del gobierno, que proseguía con su voluntad de xxxxxxxx 161
restaurar el orden y la autoridad. Estas políticas represivas empezaron a producir de forma sistemática y reiterada víctimas mortales, especialmente en conflictos obreros, como en el mismo año 1970 en Granada, en 1971 en Barcelona, en 1972 en El Ferrol, en 1973 en Sant Adrià del Besòs (Barcelona), lo que contribuyó a agravar la situación política. También la actuación policial provocó víctimas mortales en manifestaciones populares, como en Erandio en 1969 y en Eibar en 1970. Por otra parte, la conflictividad universitaria no cesaba e incluso amenazaba con extenderse a la enseñanza secundaria, amén de no ser sólo estudiantil al sumarse el joven profesorado universitario —los profesores no numerarios. Las oleadas de detenciones no lograban ya acabar con la conflictividad ni con el activismo opositor. Y a veces, además, provocaban campañas internacionales de solidaridad con los detenidos susceptibles incluso de perjudicar la política exterior española; así, por ejemplo, con motivo de la detención en 1972 de los principales dirigentes de las Comisiones Obreras, Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, Eduardo Saborido, Fernando Soto, Francisco Acosta, Miguel Ángel Zamora, Pedro Santiesteban, Juan Muñiz, Luis Fernández y el sacerdote Francisco García Salve. No debe extrañar, pues, que el «orden público» se convirtiera en una de las preocupaciones básicas del gobierno, aunque ya había aparecido anteriormente. Así, en noviembre de 1968 se había formado una especie de comisión del gobierno para ocuparse de los asuntos de orden público, formada por el vicepresidente y los ministros de Gobernación, Educación y Ciencia, Justicia, Movimiento, Ejército y Hacienda, inicialmente para tratar el problema de la conflictividad universitaria, pero que más adelante se ocupó también de otras protestas sociales y políticas. Por otra parte, también desde 1968, una unidad militar colaboró con el Ministerio de Educación para realizar tareas informativas en la lucha contra la «subversión» universitaria. Éste fue el origen del «Servicio Especial», dirigido por el coronel José Ignacio San Martín, transformado en marzo de 1972 en Servicio Central de Documentación de la Presidencia del Gobierno —SECED—, a las órdenes directas de Carrero Blanco. El SECED tenía una parte pública, que se encargaba básicamente de la realización de estudios e informes, y una parte oculta con doscientos miembros más unos cinco mil «colaboradores», organizados en dos grandes divisiones, la de información y la de operaciones, y con tres campos de actividad: el educativo, el laboral y el religioso-intelectual. También con anterioridad, el gobierno había reforzado la legislación represiva. Según Manuel Ballbé, el periodo comprendido entre 1963 y 1968 fue el único del franquismo en el que los españoles no estuvieron sometidos plenamente a los principios definidores de la Ley Marcial. El agosto de 1968, un decreto-ley relativo a los delitos de «bandidaje y terrorismo» ponía nuevamente en vigor el artículo segundo del decreto de 1960, que consideraba rebelión militar un conjunto de acciones tales como difundir «noticias falsas o tendenciosas con el fin de causar trastornos de orden público interior, conflictos internacionales o desprestigio del Estado, sus instituciones, Gobierno, Ejército o autoridades», unirse, conspirar o tomar parte en «reuniones, conferencias o manifestaciones» con los fines antes citados; también, «los plantes, huelgas, sabotajes y demás actos análogos cuando persigan un fin político o causen trastornos graves al orden público». En la exposición de motivos, el decreto-ley argumentaba que «la defensa de la unidad e integridad nacional y el mantenimiento del orden público y de la paz social aconsejan arbitrar en cada momento los medios necesarios para salvaguardar aquellos valores intangibles solemnemente proclamados por los principios del Movimiento Nacional». En correspondencia con lo anterior, se xxxxxxxxx 162
produjo un incremento del número de civiles condenados por consejos de guerra en 1969 y 1970, aunque en 1971 disminuyó como consecuencia de la derogación definitiva del decreto de 1960 por la promulgación de las leyes que modificaban el Código de Justicia Militar y el Código Penal. También en 1971 fue modificada la Ley de Orden Público de 1959, aumentándose la cuantía de las multas gubernativas e introduciendo el arresto sustitutorio en caso de impago. La preocupación por el deterioro del orden público, a pesar de todos los esfuerzos realizados, quedó patente en el discurso de Carrero Blanco ante el Consejo Nacional del Movimiento en marzo de 1972; discurso en el que aparece su paranoica percepción de la «amenaza comunista» y de la acción de la Masonería. Para Carrero, el comunismo tenía tres vías para alcanzar sus objetivos: la guerra general, las guerras limitadas y la guerra subversiva. La última era «la más peligrosa de todas, porque con ella el comunismo puede ganar mucho sin arriesgar nada». Con la guerra subversiva se intentaba «destruir a la vez la fortaleza moral y material de los pueblos, aniquilando, con todo lo que puede ser corrosivo y dañino, los valores espirituales de todo orden de las gentes y la economía de las naciones mediante las huelgas en que se manifiestan los conflictos laborales». Y se preguntaba Carrero: «¿se puede neutralizar eficazmente una subversión, promovida, organizada y financiada desde el exterior, con procedimientos exclusivamente liberales? Evidentemente, no», respondía, añadiendo que «si no se corta la escalada de esta acción corrosiva que la sociedad padece y que trabaja especialmente a la juventud mediante la pornografía, la droga, la negación de los valores espirituales, el desarraigo de sentimientos religiosos, el desprecio a la autoridad, empezando por la de los padres, la repulsa a todo sentimiento patriótico y de cumplimiento del deber, ¿qué pueden llegar a ser dentro de unos años, sólo Dios sabe cuántos, las poblaciones de los países no comunistas? Pues, lógicamente, podrían convertirse en unas pobres piltrafas humanas, incapaces de ninguna reacción, que no creerían en nada, que no tendrían ninguna idea que defender y a las que el comunismo se podría llevar por delante con un solo puntapié». Pero España no sólo era víctima de la «ofensiva subversiva desencadenada por el comunismo», sino que «a la vez somos atacados también por la propaganda liberal que la masonería patrocina». Por una lado, afirmaba Carrero, «se pretende degenerar moralmente y convertir en marxista a nuestra juventud y a nuestras masas obreras», por otro, «en servicio consciente o inconsciente de consignas liberales, se pretende convencernos de que si el Régimen no evoluciona hacia fórmulas demoliberales nos veremos excluidos del Edén europeo». Si bien la acción contra el régimen desde el exterior no era un fenómeno nuevo, estaba alcanzando una grave magnitud, por lo que el vicepresidente se preguntaba, aunque sin dar respuesta: «¿es que nos hemos confiado y, por mimetismo o por resabios demoliberales, nuestra legislación ordinaria, en algunos aspectos, defiende más los intereses del individuo, aunque éste sea en realidad un servidor de los enemigos de la Patria, que al interés del bien común de la Nación?». Respecto a la conflictividad universitaria, y aun reconociendo problemas objetivos, señalaba la responsabilidad de una minoría de profesores, que consciente o inconscientemente servían al comunismo y a la masonería, y de una minoría de estudiantes que no consideraba tales sino simples «agentes de la subversión según las mismas dos modalidades». Para resolver el problema, creía «absolutamente indispensable que salgan para siempre de la Universidad los profesores y alumnos que llevan a cabo en ella la subversión». En relación con la conflictividad obrera, Carrero también admitía la existencia de problemas derivados de las relaciones laborales, pero consideraxxxxxx 163
ba la huelga laboral «una arma de la subversión», por lo que proclamaba que «con las huelgas hay que terminar a rajatabla». Carrero acabó su intervención llamando a la resistencia contra los enemigos de siempre, a la unidad, al «acatamiento sin reservas de la doctrina», y al rechazo a todo cambio sustancial, pero al mismo tiempo no podía ocultar la creciente crisis de la dictadura al admitir que la defensa a ultranza del régimen estaba mal vista: el «triunfalismo» y el «inmovilismo», afirmaba, «estan mal vistos, porque triunfalista es el que señala todos los inmensos beneficios que a la Nación ha reportado el Régimen y ello no interesa evidentemente a nuestros enemigos. El inmovilismo también es peyorativo porque entraña el rechazar moverse hacia atrás para volver a las formas demoliberales. En cambio, el aperturismo está en alza, pero siempre que se trate de abrirse hacia esas fórmulas demoliberales». No debía caerse en la trampa de «preocuparnos por parecemos a los que se mantienen en sistemas liberales, para que no nos critiquen, porque las habilidades nunca engañan, y si nos ven serviles y vergonzantes nos despreciarán y harán muy bien; en cambio, si nos mantenemos firmes en nuestra doctrina y nos ven fuertes y unidos, nos respetarán, que es lo que importa a nuestra dignidad». 15.3. LA DESERCIÓN DE LA IGLESIA Pero al iniciarse la década de los 70 el régimen franquista empezaba a mostrar fisuras importantes. El primer lugar, las derivadas de la evolución de la Iglesia católica. Por una parte, el régimen no logró distender las relaciones con el Vaticano. Al contrario, cuando en 1968 el Papa Pablo VI pidió a Franco que renunciara a sus privilegios en la designación de obispos, el Caudillo se negó nuevamente, y ello consolidó un foco de continuada tensión. El Vaticano sorteó parcialmente la negativa de Franco mediante el nombramiento de obispos auxiliares, que no requerían su aprobación; también, presentando un solo nombre en lugar de la terna preceptiva. En diez años, de 1964 a 1974, el episcopado español cambió notablemente; la avanzada edad determinó la gradual desaparición de los máximos representantes del nacionalcatolicismo —entre ellos, Pla y Deniel, Eijo y Garay, Modrego, Arriba y Castro—, y propició un rejuvenecimiento de casi diez años en la media de edad de los obispos españoles, aunque continuaron en plena actividad beligerantes franquistas como Morcillo y Guerra Campos. En 1971, a la muerte del primero, Vicente Enrique y Tarancón, claramente comprometido con la renovación promovida por el Concilio, que desde dos años antes ocupaba la sede primada de Toledo, fue nombrado arzobispo de Madrid y elegido presidente de la Conferencia Episcopal, lo que constituyó un impulso decisivo en la renovación de la jerarquía española. Esta renovación del episcopado fue paralela a la extensión en el clero regular y secular, especialmente entre las generaciones más jóvenes, de actitudes de crítica a la dictadura, a sus políticas, y especialmente a sus prácticas represivas, así como de opciones de participación directa en movimientos sociales y políticos de carácter antifranquista. Signo claro de la extensión de estas actitudes fue la insólita creación, en un Estado confesional católico, de una cárcel especial para sacerdotes, la cárcel concordataria de Zamora. Por otra parte, se fue convirtiendo en habitual la imposición de multas a sacerdotes por sus opiniones y actitudes. El compromiso antifranquista fue especialmente intenso entre el clero vasco y entre el clero catalán, propiciado por las políticas franquistas de xxxxxx 164
represión contra los signos de identidad de aquellas comunidades, pero en general fue notable en todas las concentraciones industriales, como consecuencia de la opción en favor de la defensa de los derechos de los trabajadores de un importante sector eclesiástico, incluida una parte de la jerarquía renovada. En este sentido, es especialmente revelador que uno de los campos de actividad de SECED fuera el religioso, y que las Brigadas de Investigación Social y de Información de la Policía, las encargadas de la represión política, dedicaran una especial atención a la disidencia eclesiástica. Para las autoridades policiales, una parte del clero vasco y catalán era considerada claramente separatista, en tanto que les resultaba especialmente incomprensible la colaboración de sacerdotes con miembros del Partido Comunista. Para los máximos dirigentes del régimen, con Franco y Carrero Blanco a la cabeza, las nuevas actitudes de una parte creciente de la Iglesia española, arropada por el Vaticano, eran tan incomprensibles como irritantes. Especial animadversión suscitó entre las autoridades franquistas y los sectores más intransigentes del régimen la actuación del obispo administrador apostólico de Bilbao, José María Cirarda, que en 1970 se negó a oficiar la misa conmemorativa de la ocupación de la ciudad en 1937 por las tropas franquistas. Pero fueron cada vez más los obispos que se pronunciaban públicamente contra la represión política y en defensa de derechos civiles básicos. En 1971, la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes aprobó un documento en el que la Iglesia pedía perdón por no haber desempeñado un papel reconciliador durante y tras la guerra civil, lo que significaba una condena del mismo concepto de cruzada. Dos años más tarde, en el documento «La Iglesia y la Comunidad Política», los obispos se pronunciaron a favor de la revisión del Concordato, de que la Iglesia y el Estado renunciaran a sus respectivos privilegios para asegurar su plena independencia; también reclamaron el respeto al pluralismo ideológico y político. Una año antes se había producido un incidente entre Carrero y Tarancón al propiciar el vicepresidente la publicación en la prensa de su intervención ante Franco, con motivo del octogésimo cumpleaños del dictador, en la que recordaba el carácter de cruzada de la guerra civil, así como que «ningún gobernante en ninguna época de nuestra Historia ha hecho más por la Iglesia católica», lamentando que «con el transcurso de los años, algunos, entre los que se cuentan quienes por su condición y carácter menos debieran hacerlo, hayan olvidado esto». Las actitudes de sacerdotes y obispos propiciaron que en los medios franquistas más recalcitrantes, pero contando con la tolerancia de las autoridades, empezaran a lanzarse denuncias y ataques contra los curas y obispos «rojos»; destacaron en este terreno grupos violentos de falangistas «ultras», como los «Guerrilleros de Cristo Rey», apoyados por el SECED, o los extremistas de la asociación Fuerza Nueva, dirigida por el consejero nacional Blas Piñar, pero también muchos órganos de prensa directamente controlados por el Movimiento Nacional. 15.4. LAS DISENSIONES EN LA CLASE POLÍTICA FRANQUISTA Ciertamente, la evolución de la Iglesia católica fue privando a la dictadura de un soporte esencial. Pero, además, la unidad y cohesión pedida por Carrero a la clase política franquista resultó una inalcanzable ilusión. En primer lugar, por la actitud de los sectores que se sintieron marginados con el cambio gubernamental de 1969 pero que mantenían importantes posiciones en otras instituciones, como las Cortes y el xxxxxxxxxx 165
Consejo del Reino —cuya presidencia fue ocupada por el falangista Alejandro Rodríguez de Valcárcel—, además de en el Consejo Nacional del Movimiento. En segundo lugar, por la aparición de nuevas diferencias ante la acción gubernamental, tanto en lo relativo a los problemas de orden público y a las relaciones con la Iglesia como, sobre todo, ante las tentativas aperturistas y las actitudes inmovilistas del gabinete. En este sentido, de nuevo el asociacionismo político dentro del Movimiento se convertiría en punto central de debate. El ministro del Movimiento, Torcuato Fernández Miranda, singularmente experto en la retórica de la confusión, se pronunció tajantemente contra la introducción del «pluralismo», que significaría inevitablemente un régimen de partidos políticos, pero a favor de lo que denominó «plurimorfismo» dentro del Movimiento articulado en torno a asociaciones políticas. El tema del asociacionismo seguía provocando recelos en los máximos dirigentes del régimen, Franco y Carrero, que, sin embargo, no lo rechazaban de plano, probablemente conscientes de la necesidad de formalizar en alguna forma el «contraste de pareceres». Según Payne, Fernández Miranda se percató de que la tarea que se le había encomendado consistía en aparentar que se iba deprisa yendo lo más lentamente posible; así, empezó por reorganizar la Secretaría General del Movimiento, aumentando sus atribuciones a costa del Consejo Nacional y de algunas Delegaciones Nacionales. No obstante, en mayo de 1970, Fernández Miranda presentó ante la comisión permanente del Consejo Nacional un nuevo proyecto de Asociaciones Políticas, no muy diferente al Estatuto de Solís. Las asociaciones de «acción política» deberían tener un mínimo de 10.000 inscritos y estarían bajo el absoluto control de un nuevo delegado nacional para la Acción Política, del secretario general y del Consejo Nacional del Movimiento. En el proyecto no se especificaban las formas previsibles de «acción política» de las asociaciones. Pero a pesar de su carácter tan restrictivo, el proyectó quedó rápidamente paralizado. En 1972 se formó una comisión mixta GobiernoConsejo Nacional para ocuparse, entre otras, de esta cuestión, sin que ello significara ningún avance en el tema. Esta situación de aparente impasse generó posicionamientos públicos y actuaciones privadas de dirigentes de los distintos sectores de la clase política franquista, así como un debate público que si bien interesó intramuros del régimen, fue seguido con absoluto escepticismo por la mayor parte de la sociedad española. Dirigentes como López Rodó, con el apoyo de otros ministros, intentaron desde dentro del gobierno favorecer la materialización de alguna forma de asociacionismo, también reclamada por los dirigentes más jóvenes del aparato del Movimiento, como José Miguel Ortí Bordas, Gabriel Cisneros o Rodolfo Martín Villa, o por personajes que habían desempeñado importantes cargos, como el ex ministro Federico Silva Muñoz. Por su parte, Manuel Fraga propugnaba en 1971, en su libro El desarrollo político, un reformismo capaz de adecuar las instituciones políticas franquistas a las características y necesidades de una sociedad desarrollada. En el otro extremo del abanico franquista, José Antonio Girón de Velasco se mostraba dispuesto a aceptar como mucho la existencia de un cierto juego de tres tendencias dentro del Movimiento, la falangista, la conservadora, tradicional y católica, y la moderada y tecnocrática. Pero, en definitiva, los posicionamientos a favor del asociacionismo no quebraron la resistencia de los más inmovilistas, que tenían un apoyo esencial: el propio Franco, que puede definirse con exactitud como el primer inmovilista del régimen. Mientras tanto, Fernández Miranda prodigaba discursos, a veces difícilmente inteligibles; así, en una intervención en xxxxxxx 166
las Cortes en noviembre de 1972, afirmaba que «decir sí o no a las asociaciones es, sencillamente, una trampa saducea», añadiendo que «el tema está en ver si diciendo sí al asociacionismo político, se dice también sí o no, o no se dice sí sino no, a los partidos políticos». Y también, mientras tanto, seguían convocándose elecciones orgánicas. En 1970 y en 1973 se celebraron elecciones para renovar parcialmente las corporaciones locales; en el tercio de representación familiar, donde se concentraban los esfuerzos de las autoridades para presentar la cara más participativa de la democracia orgánica española, la apatía de los electores, «cabezas de familia y mujeres casadas», se tradujo en unos elevados porcentajes de abstención, sólo atenuados allí donde algunos candidatos lograron generar una cierta dinámica competitiva, o cuando se materializaron tentativas opositoras, como en un distrito de Barcelona con la candidatura de un dirigente vecinal, Fernando Rodríguez Ocaña, que sin embargo, y pese a vencer en las urnas, no fue proclamado concejal por una maniobra burocrática. En 1971 se celebraron las segundas elecciones de procuradores familiares a Cortes, que fueron seguidas también de forma mucho más apática que las primeras de 1967 y, en consecuencia, se desarrollaron con una alta abstención. Ciertamente, la legitimación de la democracia orgánica española seguía encontrando resistencias en la mayoría de la población. En 1971 se celebraron también elecciones sindicales, aunque con una actitud de los dirigentes de la Organización Sindical mucho menos propensa a promover la masiva participación de los trabajadores, dada la experiencia de las anteriores de 1966 y los éxitos de las Comisiones Obreras. Tampoco éstas lanzaron una campaña en toda España a favor de la participación, como consecuencia de las disensiones internas respecto a esta cuestión, aparecidas tras la represión que habían padecido los elegidos en 1966, así como de planteamientos políticos divergentes de las fuerzas políticas presentes en CC.OO. El resultado de ambos factores fue una participación mucho menor que en 1966 y con notables desigualdades entre empresas, ramas y territorios. En ese mismo año 1971 fue aprobada finalmente una nueva Ley Sindical. Su elaboración había sido larga y difícil, y finalmente quedó muy por debajo de las expectativas generadas. En torno a la Ley Sindical se produjeron notables tensiones y presiones. Por una parte, el debate previo a la elaboración de la ley, propiciado por los dirigentes de la OSE interesados aun en estimular alguna fórmula de «sindicalismo de participación», fue aprovechado por los activistas sindicales antifranquistas para exponer su defensa de un sindicalismo democrático y de los derechos de los trabajadores, provocando una cierta agitación en las estructuras sindicales de base. Por su parte, los dirigentes falangistas aprovecharon la elaboración de la ley para tratar de afirmar el poder y la independencia de la OSE, aunque también se vieron obligados a realizar algunas concesiones ante la presión a que fueron sometidos por los activistas opositores. Por último, los tecnócratas y Carrero se opusieron a las pretensiones de los dirigentes falangistas, y todos los inmovilistas miraron con recelo y temor la penetración de antifranquistas en las estructuras de representación de los trabajadores. La ley aprobada finalmente el 1971 introdujo sólo cambios menores en la legislación sindical, y no tenía en cuenta ni las pretensiones de los dirigentes falangistas, ni la resoluciones del Congreso Sindical de Tarragona, ni las peticiones formalizadas por millares de trabajadores, ni las recomendaciones de la OIT, ni la opinión de la jerarquía eclesiástica. En realidad, la Ley Sindical no fue más que la sistematización de la normativa sindical dispersa que había ido apareciendo en los años anteriores. En los meses siguientes a la promulgación de la ley fueron aprobados dos decretos, el primexxxxxxxx 167
ro regulaba muy restrictivamente el derecho de reunión de los trabajadores, por lo que fue escasamente utilizado, y el segundo ampliaba las garantías de los representantes sindicales. En cuanto a la prensa se fue configurando en estos años una situación dual. Por una parte, los periódicos reflejaron las disensiones en torno al asociacionismo dentro de la clase política franquista, las contradicciones entre el puro inmovilismo y las propuestas reformistas, la difusión de moderados planteamientos de cambio democrático, habitualmente de signo monárquico, con la participación incluso en debates periodísticos del propio Carrero con el seudónimo de Ginés de Buitrago. Pero por otra parte, bajo el mandato de Sánchez Bella, se endureció la aplicación de la Ley de Prensa; publicaciones como Cuadernos para el Diálogo y Triunfo sufrieron multas y suspensiones temporales, y Madrid, que se había convertido en el diario más crítico, fue cerrado definitivamente. La situación política acabó generando tensiones importantes dentro del propio gobierno, como la que reflejó la dimisión del subsecretario de la Gobernación, Santiago de Cruylles, en febrero de 1973. Por otra parte, la acción del antifranquismo, la conflictividad social y la extensión de las críticas al régimen radicalizaron a los sectores franquistas más extremistas. Apareció así una de las formas características de la violencia fascista, habitualmente con una notable complicidad policial, contra personas y contra bienes identificados como «rojos» o simplemente demócratas; singular objeto de estas acciones fueron determinadas librerías, también algunos espectáculos. La actividad violenta de los miembros de las bandas «ultras» fue en aumento en los años siguientes, actuando a veces paralelamente a las fuerzas policiales en la represión de manifestaciones obreras y estudiantiles. Desde estos sectores se empezó también a atacar al gobierno y, especialmente, a algunos de sus ministros, como al de Gobernación, Galicano Goñi, por considerarlos blandos con la «subversión». Todos los datos anteriores apuntan con claridad a la conformación de una crisis, una crisis no tanto de gobierno como de régimen, aunque comenzara por provocar un cambio gubernamental. La percepción de crisis la expresaba así el líder «ultra» Blas Piñar en octubre de 1972: «En España estamos padeciendo una crisis de identidad de nuestro propio Estado.» Y es que, como apuntaron Carr y Fusi, «España era un Estado católico donde la Iglesia condenaba al régimen; un Estado que prohibía las huelgas y donde éstas se producían por miles; un Estado antiliberal que buscaba alguna fórmula de legitimación democrática...». En marzo 1972 un acontecimiento familiar de los Franco cobró una dimensión política capaz de desatar nuevamente dudas en torno a la cuestión sucesoria: el matrimonio entre la nieta mayor del dictador, María del Carmen Martínez Bordiu Franco, con Alfonso de Borbón Dampierre, al que se concedió el título de duque de Cádiz. En torno a Alfonso de Borbón se hilaron burdas intrigas de opereta, propiciadas por el entorno familiar de Franco, facilitadas por las posiciones políticas ultras de Alfonso y por una campaña contra Juan Carlos, presentado como un liberal. Alfonso de Borbón fue nombrado primero embajador en Estocolmo, cargo del que dimitió al poco tiempo; después intentó infructuosamente ser designado ministro de deportes, y finalmente se le adjudicó la presidencia del Instituto de Cultura Hispánica. Alfonso de Borbón intentó, también sin éxito, ocupar el segundo puesto en el orden sucesorio. La decadencia física de Franco era ya irreversible, y probablemente ello explica el creciente papel de su entorno familiar. En las reuniones del Consejo de Ministros xxxxxxxxx 168
el Caudillo apenas intervenía y en sus escasas apariciones públicas debían adoptarse medidas especiales para disimular su estado; así, en el desfile de la «victoria» del año 1972, el dictador tuvo que usar una silla de golf plegable para dar la impresión de que se mantenía de pie en posición de firmes durante todo el desfile; con todo era imposible ocultar el debilitamiento de su voz, la rigidez del cuerpo, el andar inseguro y la expresión vacía y boquiabierta. En el mensaje televisado de fin del año 1972, cuya grabación tuvo que ser interrumpida varias veces para que descansara, su imagen era casi patética y su voz, en algunos momentos, inaudible. Todo ello influyó, sin duda, en la formación de un nuevo gobierno que tendría, por primera vez, un presidente distinto a Franco. La dimisión del responsable de Gobernación, Galicano Goñi, tras el asesinato en Madrid de un policía en una manifestación el 1 de mayo de 1973, un ministro con posiciones «aperturistas» y que había manifestado claramente su preocupación por las actuaciones de los grupos ultras, respaldadas en cambio por otros miembros del gabinete, precipitó finalmente el cambio gubernamental. 15.5. CARRERO, PRESIDENTE DEL GOBIERNO Conforme a las previsiones legales, el Consejo del Reino presentó una terna a Franco para que éste eligiera el nombre del presidente; fue, naturalmente, una formalidad, porque Franco había decidido que el presidente debía ser Carrero Blanco, que obviamente figuraba en la terna, acompañado de Manuel Fraga Iribarne y Raimundo Fernández Cuesta. El nuevo gobierno formado en junio de 1973 tenía como vicepresidente a Torcuato Fernández Miranda, que conservaba la secretaría general del Movimiento, y un beligerante falangista, José Utrera Molina, fue nombrado ministro de la Vivienda; para la clave cartera de Gobernación fue designado, por indicación directa de Franco, Carlos Arias Navarro, un «duro» del régimen, con una larga experiencia en aquel Ministerio como director general de Seguridad con Camilo Alonso Vega entre 1957 y 1965, y que posteriormente había pasado por la alcaldía de Madrid; en la cartera de Justicia fue colocado un viejo falangista, Francisco Ruiz Jarabo. El ministerio de Asuntos Exteriores fue adjudicado a Laureano López Rodó, en tanto que López Bravo abandonaba el gobierno tras el malestar que su actuación había provocado en determinados círculos, por ejemplo, su política de apertura de relaciones con los países de la Europa Oriental, o sus actitudes ante el Vaticano. Discretos tecnócratas, en ocasiones con posiciones muy independientes respecto a las antiguas «familias» del régimen, siguieron controlando los ministerios económicos. La cartera de Información y Turismo, que inicialmente tenía como candidato a Adolfo Suárez, fue asignada finalmente a Fernando de Liñán y Zofío, procedente de la burocracia del Movimiento, y la de Educación, al extravagante «ultra» Julio Rodríguez, inventor de un peculiar calendario académico universitario que fue anulado tras su cese, y que anos más tarde se «exilió» en el Chile de Pinochet. Entre los ministros que continuaban del gabinete anterior, destacan López de Letona y Fernández de la Mora. El gobierno Carrero presentaba un perfil sensiblemente distinto al anterior. En este sentido, todo apunta a que el presidente buscó un equilibrio que disminuyera algunas de las tensiones que se habían mantenido tras la crisis de 1969; así, el peso de los ministros afines al Opus Dei había disminuido, en tanto que parecía aumentar de nuevo el peso de los falangistas, aunque tal vez sea más significativa la difícil adscripción de muchos ministros más allá de su condición de franquistas y, se ha señalaxxxxxxx 169
do también, de «juancarlistas». El gobierno tenía un perfil más duro que el anterior, perfil que parecía querer tranquilizar más a los sectores inmovilistas, cada vez denominados con más frecuencia el «búnker» del régimen, que generar expectativas en los sectores más aperturistas. Muchos observadores interpretaron la composición del gobierno como un acto de «cierre de filas» ante una situación política cada vez más enrarecida internamente e incierta respecto al futuro, a pesar de la repetición constante de Franco de que todo estaba «atado y bien atado». Javier Tusell ha insistido en que uno de los propósitos de Carrero en sus seis meses de presidencia fue reconstruir la unidad de la clase política franquista, o al menos desactivar las oposiciones existentes; en este sentido ha sido interpretada la designación de Manuel Fraga como embajador en Londres. Por otra parte, Carrero mantuvo una fluida relación con Blas Piñar, con quien, en el fondo, coincidía en muchos planteamientos, como, por otra parte, ocurría entre el propio Franco y el líder de Fuerza Nueva. Sin embargo, el gobierno Carrero no tuvo apenas tiempo de actuar. El 19 de diciembre, el presidente del gobierno se entrevistó con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, a quien explicó su teoría de las tres guerras del comunismo, insistiendo en la peligrosidad de la guerra subversiva; durante la entrevista su paranoia anticomunista le llevó a afirmar que «la crisis del petróleo es una trampa preparada por la Unión Soviética en la que toman parte unos países de segunda que son los que oficialmente plantean el problema». Para una reunión con sus ministros prevista para el día siguiente, Carrero tenía preparada una intervención en la que manifestaba que el comunismo, con la colaboración de la masonería, se había infiltrado en la Universidad, en las masas trabajadoras, en los órganos de información, en los sectores intelectuales y en la Iglesia, y confiaba que aún no lo hubiera conseguido en la policía y las Fuerzas Armadas. Ante ello, la única alternativa era la defensa a ultranza del régimen sin ningún tipo de concesiones, y para ello no encontraba otras armas que la represión, el adoctrinamiento y la propaganda. Pero el 20 de diciembre, un espectacular atentado de ETA acabó con la vida de Carrero Blanco al volar su vehículo cuando circulaba desde la iglesia de San Francisco de Borja, donde asistía diariamente a misa, hacia la Presidencia del Gobierno, tras estallar una potente carga explosiva debajo de la calle, para lo cual los etarras abrieron un túnel desde el sótano de un edificio. El atentado provocó una gran conmoción en la clase política del régimen y desconcertó a la oposición democrática, que había realizado una campaña propagandística contra el proceso a los principales dirigentes de las Comisiones Obreras —el sumario 1.001— que aquel mismo día debía iniciarse en el Tribunal de Orden Público. Franco quedó gravemente afectado por la muerte de Carrero; dos días después, comentaría que «me han cortado el último lazo que me unía al mundo». De lo que no cabe duda, vistos los acontecimientos posteriores, es que la desaparición de Carrero propició el aumento de la influencia sobre el Caudillo de su círculo familiar. El vicepresidente Torcuato Fernández Miranda se hizo cargo inmediatamente de la presidencia y logró imponer serenidad, anulando la orden cursada por el director general de la Guardia Civil, el teniente general ultra Carlos Iniesta Cano, para que sus hombres reprimieran cualquier desorden sin restringir «en lo más mínimo el uso de las armas de fuego». Sin embargo, en los círculos de la oposición democrática creció la preocupación, e incluso se temió por los presos del sumario 1.001. En el entierro de Carrero se produjeron algunos incidentes provocados por elementos ultras, que gritaron «Ejército al poder, y el arzobispo de Madrid y presidenxxxxxxxx 170
te de la Conferencia Episcopal, cardenal Tarancón, fue insultado e increpado con gritos de «Tarancón al paredón». Franco no asistió al entierro, pero sí al funeral, celebrado al día siguiente. Las imágenes del acto muestran a Franco llorando irrefrenablemente ante la viuda de Carrero. ¿Qué significó para el régimen la desaparición de Carrero? Sin duda, Carrero fue designado presidente del Gobierno ante la decrepitud de Franco pero, sobre todo, para asegurar la sucesión en el marco de la legalidad y de las instituciones franquistas. En este sentido, se ha especulado en torno a su papel de serio obstáculo para un proceso de cambio democratizador; aunque también se ha apuntado razonablemente que Carrero, ya en la setentena, difícilmente hubiera resistido la presión del nuevo jefe del Estado hacia un proceso indispensable para consolidar la monarquía, con lo que su retirada de la escena aparece como una opción altamente probable. En cualquier caso, su deficiente percepción de la realidad socio-política, interpretando la creciente demanda de libertades de la sociedad española en clave de conspiración masónica y de guerra subversiva comunista, le llevaban o a un endurecimiento represivo de inciertas consecuencias a corto plazo y sin duda catastróficas a medio plazo, o a la aceptación del inicio de un proceso de cambio limitado que, una vez abierto, hubiera resultado difícilmente controlable. Por tanto, aun considerando como probable que algunas características iniciales del proceso de transición hubieran sido distintas con Carrero en la presidencia del Gobierno, parece insostenible considerar su desaparición casi como una condición indispensable para cualquier cambio democratizador.
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CAPÍTULO XVI
Una larga etapa de crecimiento económico 16.1. LA POLÍTICA DEL «DESARROLLO» La economía española experimentó entre 1961 y 1973 un crecimiento espectacular, especialmente durante la década de los 60, años en los que su tasa de crecimiento fue la segunda más importante entre los países de la OCDE, sólo detrás de Japón. En los quince años que van de 1961 a 1973, la tasa media de aumento del Producto Interior Bruto fue del 7%. El crecimiento fue tan intenso porque el nivel de partida era muy bajo, pudiéndose afirmar que, en términos europeos, el incremento era excepcional comparándolo con el de los países más desarrollados del norte, que habían experimentado un gran crecimiento en la década anterior; pero no tanto si se coteja con el de los países de la Europa mediterránea, países que en los años 60 también estaban creciendo intensamente, lo que les permitía reducir distancias en el nivel de desarrollo respecto al alcanzado en el norte. El crecimiento no fue uniforme cronológicamente, y en este periodo son claramente distinguibles dos etapas: la primera llegó hasta 1966 y se caracterizó por la expansión de todas las magnitudes económicas, mientras que durante la segunda, que se extendió hasta 1974, el crecimiento fue más moderado e irregular; así, durante el bienio 1967-1968 se produjo un proceso de ajuste, que Enrique Fuentes Quintana ha descrito como crisis de adaptación, y en 1970 tuvo lugar una crisis en la balanza de pagos. Entre 1971 y 1973, la economía vivió nuevamente una etapa expansiva, que se vio truncada al año siguiente; desde entonces se produjo una crisis de inversión que era al mismo tiempo la manifestación de una crisis profunda de la estructura productiva. Economistas e historiadores de la economía coinciden en señalar el Plan de Estabilización como una medida imprescindible para el proceso de liberalización económica, y los planes de desarrollo como instrumentos encubridores de un reforzamiento de la intervención, aunque de rasgos evidentemente distintos a la característica del primer franquismo. Tras el Plan de Estabilización, el gobierno decidió, por un lado, elaborar un Plan de Desarrollo, para el que solicitó un informe del Banco Mundial, y, por otro, crear un organismo centralizador y director de la política económica, denominado Comisaría del Plan de Desarrollo. Desde su creación en febrero de 1962 y hasta 1973, la Comisaría fue dirigida por Laureano López Rodó, quien dispuso de una gran autonomía en la determinación de la programación económica, y, al mismo tiempo, de una gran autoridad, actuando permanentemente como delegado del gobierno para la elaboración y vigilancia del plan.
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Existe también un acuerdo generalizado sobre la periodización de la política gubernamental. Se pueden distinguir dos etapas, separadas por 1965, aunque esta fecha es convencional, pues se podrían señalar como años de transición entre ellas los que van de 1964 a 1966. En la primera etapa existió la voluntad política de hacer consistentes las reformas iniciadas con el Plan de Estabilización —liberalización del mercado interior y exterior, remoción de controles directos a la inversión industrial, liberalización de las inversiones extranjeras, reforma estructural del sistema financiero, convertibilidad de la peseta para facilitar los intercambios internacionales. El impulso conseguido después de años de estancamiento comportó que en estos años el Producto Nacional Bruto aumentase un 8,6% anualmente, destacando el crecimiento de la Formación Bruta de Capital, que aumentó en un 13,8%. Desde 1964, sin embargo, la persistencia de problemas coyunturales —inflación que alcanzó los dos dígitos en 1965, déficit en la balanza de pagos— y las presiones de los grupos económicos instalados para preservar el statu quo, por un lado, y, por otro, las resistencias a la liberalización económica de buena parte de la clase política franquista, provocaron la inflexión en la voluntad reformadora y la adopción de medidas proteccionistas y restrictivas. La vacilación en la aplicación de la línea política prefijada se vio facilitada además, desde finales de la década, por la progresiva crisis del régimen, que tuvo que dedicar atención creciente a los problemas políticos y sociales, quedando el ámbito económico en segundo término. Si al intervencionismo arbitrista añadimos que el impacto más espectacular de las medidas liberalizadoras ya había pasado mediada la década, es fácilmente explicable que el aumento del PNB conespondiente a 1967-1972 disminuyera sensiblemente respecto a la etapa anterior, situándose en el 5,9%. El freno en la liberalización se arropó bajo los objetivos de los planes de desarrollo, sobre todo del segundo, que entró en vigor en 1968, y del tercero, de 1971 —el primero se inició en 1964. Teóricamente, la planificación indicativa —copia del modelo francés— tenía como objetivo dar mayor eficiencia al capitalismo español, al programar la actividad del sector público y ofrecer información y previsión a los inversores particulares. En este marco, un objetivo esencial de los planes de desarrollo era seleccionar determinadas actividades de gran incidencia en el desarrollo económico en su conjunto —pero que no eran desarrolladas por la iniciativa privada—, al mismo tiempo que tenían que servir para estimular el desarrollo de aquellas zonas del país que tenían dificultades para iniciarlo por ellas mismas. Para alcanzar esos objetivos, instrumentos esenciales habían de ser los «polos de desarrollo» y otras actuaciones como la «acción concertada». Contrariamente al discurso propagandístico, la planificación indicativa franquista fue un fracaso, en buena medida porque la ejecución de los planes de desarrollo estuvo siempre condicionada por los intereses de los grupos dominantes en los círculos del poder. En muchos casos, los proyectos del plan absorbieron recursos que eran insuficientes respecto a los objetivos teóricamente perseguidos, pero que dada su ineficacia, derivaron en puro despilfarro y fuente de enriquecimiento particular. Respecto A las acciones concertadas, que se traducían en subvenciones, exenciones tributarias, inversiones públicas, etc., se puede señalar que la mayor parte fueron captadas por sectores y empresas —la siderurgia, la construcción naval— controladas por grandes grupos económicos donde existía una red indiferenciada de influencias económicoPolíticas. La financiación privilegiada, la limitación de la competencia interna, un sistema fiscal regresivo con su correlativa falta de inversiones públicas, y la especulación fuexxxxxxx 173
ron algunos de los rasgos de la economía de estos años. El gobierno generó una exuberante legislación ordenancista e interventora que no consiguió esconder que el régimen actuó siempre de acuerdo con los intereses económicos de los grupos más poderosos. Los apologistas del franquismo han reivindicado el crecimiento económico de los años 60 y primeros 70 —el «milagro español»—, presentándolo como una consecuencia directa de la acción gubernamental, cuando en realidad ésta sólo fue determinante en la medida en que, para aprovechar la oleada de crecimiento económico en Europa, era imprescindible la eliminación de todas aquellas leyes, ordenanzas e instituciones que se habían creado en el periodo autárquico. Al margen de esta indispensable labor, el protagonismo gubernamental en el crecimiento económico fue indirecto. El régimen había convertido el crecimiento económico en un objetivo esencial de su política, y en este sentido se podría destacar que fue relevante la profusa utilización gubernamental de los medios de comunicación para transmitir el nuevo rumbo de la economía española; el discurso mediático aceleró la percepción general de que las condiciones económicas estaban cambiando, movilizándose muchas voluntades individuales. Para el gobierno, la mejora económica tenía al mismo tiempo una finalidad política; al poner el énfasis en el crecimiento económico, a nivel interno, se intentaba generar unas expectativas que limitasen la tensión social característica de los últimos años 50, malestar que explotó nuevamente en 1962; al mismo tiempo, se pretendía crear una nueva imagen internacional que hiciera fluir inversiones hacia España. La proyección de una nueva imagen también intervino en la llegada masiva del turismo. Pero, por lo demás, se puede afirmar que el crecimiento se dio «al margen de», no «a causa de» la política franquista. Existe unanimidad al señalar que fueron tres los elementos esenciales que intervinieron en la transformación global de la economía: el desplazamiento del eje de la actividad económica desde la agricultura a la industria, y en menor medida, a los servicios; el salto cualitativo en la producción, resultado de la adquisición de tecnología avanzada; y el aumento del poder adquisitivo, que permitió aumentar y después mantener altos niveles de demanda. El crecimiento económico se basó, por tanto, en el aprovechamiento del potencial interno bloqueado durante veinte años; para ese proceso fue esencial el estímulo ofrecido por las economías occidentales al crecimiento español. 16.2. EL IMPULSO EXTERIOR DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO Desde principios de la década de los 50, la economía internacional experimentaba una expansión extraordinaria de la que se pudo beneficiar la economía española en los años 60 a través de tres componentes fundamentales: la demanda exterior de mano de obra, que limitaba la presión sobre la ocupación interna que no podía absorber el conjunto del excedente agrario, la afluencia de capitales para la inversión, y el flujo de divisas que generaba la actividad turística. La disponibilidad de divisas comportaba un aumento de la capacidad importadora, con la que desaparecía uno de los estrangulamientos que había sufrido la economía española en los primeros veinte años del franquismo. Así, si las exportaciones se multiplicaron por 10 entre 1960 y 1975, las importaciones lo hicieron por 21, y eso sólo fue posible porque el déficit en la balanza comercial era ampliamente compensado por la exportación de servicios —turismo— y por las transferencias de emigrantes e inversiones extranjeras.
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Fábrica de Ensidesa en Asturias.
Las transferencias de los emigrantes no fueron una partida despreciable para la economía española; las remesas de emigrantes eran el componente esencial de las transferencias privadas en la balanza española, y pasaron de los 58 millones de dólares en 1960 a 319 en 1964, 562 en 1969 y 1.543 en 1973, lo que suponía entre una quinta parte y la mitad de los ingresos proporcionados por el turismo. Desde 1959 a 1973, las remesas directas de emigrantes superaron los 4.100 millones de dólares, y llegaron a financiar hasta el 50% del déficit comercial. El turismo fue mucho más importante, porque no sólo comportaba ingresos, sino que también generaba una importante actividad a su alrededor; desde la perspectiva financiera, la actividad turística supuso una entrada constante, creciente y neta de divisas, que pasaron de los 297 millones de dólares en 1960 a 1.157 en 1965, 1.681 en 1970 y 3.404 en 1975. La llegada de inversiones extranjeras estuvo lógicamente vinculada a la gran expectativa de beneficios que generaba el potencial de crecimiento español, pero fue sustancial para la economía española porque generalmente las inversiones de capital iban acompañadas de innovación tecnológica y una nueva concepción de la gestión empresarial; estas nuevas técnicas diseñadas en las economías más avanzadas permitieron un salto hacia mayores rendimientos productivos. Sectorialmente, las inversiones fueron a parar a las ramas de mayor capacidad de crecimiento; inicialmente, las inversiones fueron muy concentradas, llegando a absorber las industrias químicas el 59% del total en 1962, seguidas de la industria metalúrgica con un 17%, de los que casi un 3% correspondía al automóvil. En 1973, la inversión extranjera se había diversificado de forma destacada, y aunque las industrias químicas acaparaban el 26% del xxxxxxx 175
total, el 25,5% se destinaba a la metalurgia, del que un 9% correspondía a la automoción. Alimentación y construcción eran otros capítulos destacables. El capital extranjero no modificó el fuerte control que la banca tenía sobre la industria española, sino que penetró en ese modelo haciéndolo menos nacional y más dependiente tecnológicamente, situación, por otra parte, secular. Juan Muñoz, Santiago Roldán y Ángel Serrano llegaron a esas conclusiones analizando la situación de las 100 principales empresas industriales del país en 1971; al ampliar la muestra hasta las 300, constataron una mayor presencia del capital extranjero; así, un 20% del total estaba controlado directamente por éste, y en otro 20%, compartía intereses con la banca privada, el Instituto Nacional de Industria o grupos familiares del capitalismo español. De manera que se puede afirmar que el capital extranjero se articuló en la estructura industrial española, pero sin dislocarla. En este sentido, también hay que resaltar que las inversiones extranjeras no tan sólo no actuaron como contrapeso del modelo de industrialización español, basado en la concentración territorial, sino que lo profundizaron: Madrid y Cataluña, fundamentalmente Barcelona, recibieron más del 60% de las inversiones extranjeras —36 y 26% respectivamente. Las inversiones extranjeras en España fueron muy cuantiosas: según dichos autores, los ingresos netos de capital privado a largo plazo sumaron 579.214 millones de pesetas entre 1960 y 1975; ahora bien, de ellos sólo 304.531,7 millones fueron entradas netas de capital, pues el 47,42 % de aquella cantidad salió del país en concepto de beneficios y asistencia técnica y royalties, una proporción que fue superior al 50% en la década de los 70, de manera que se puede afirmar que los beneficios de aquellas inversiones se fueron limitando exclusivamente a la actividad generada. En definitiva, la reintegración en el mercado internacional y el aprovechamiento de los efectos de la onda expansiva de las economías occidentales fue imprescindible para el crecimiento español; pero el elemento determinante del crecimiento fueron los cambios en la demanda interna. 16.3. LA CONFIGURACIÓN DE UNA SOCIEDAD INDUSTRIAL En la década de los 60, España dejó de ser un país agrario y se convirtió en un país industrial donde los servicios se expandían rápidamente, y fue la demanda interna la que se convirtió en el motor del crecimiento económico. Así, considerando el periodo 1964-1974 —1964 es el año base de la nueva Contabilidad Nacional— se comprueba que la industria experimentó un crecimiento del 10% anual, mientras que los otros dos sectores en expansión —servicios y contrucción— crecieron un 6%, por debajo de la media que se situó en el 6,4%. De manera que la estructura de la producción cambió en una década de forma intensa. Si en 1964, agricultura, industria —con construcción— y servicios representaban el 17,3, 38,3 y 44,4 del PIB, respectivamente, en 1974 esos porcentajes se habían convertido en 10,1, 40,8 y 49,1, respectivamente. Desde 1960, el éxodo rural provocó la crisis de la agricultura tradicional, el sector agrario redujo su peso en el PIB, que pasó del 21 al 11% entre 1960 y 1970, y la agricultura fue la que registró las más bajas e irregulares tasas de crecimiento. Sin embargo, desde 1960 se abrió paso un rápido proceso de modernización que afectó tanto a la forma de producir como a los alimentos producidos. La mecanización y el consumo de fertilizantes se extendieron rápidamente y, para ello, los agricultores contaron con financiación pública; del alcance de la mecanización es muestra la evolución de xxxxxxx 176
las cifras de máquinas disponibles; en 1960, según datos reproducidos por Carlos Barciela, el número de tractores era de 56.845, de motocultores 2.273, y de cosechadoras de cereales 5.025; en 1975, su volumen había pasado a ser de 379.070, 148.201 y 39.674, respectivamente, lo que significa que el número de máquinas disponibles en el campo se multiplicó entre siete y sesenta y cinco veces. Por otro lado, se modificó el tipo de producciones, que se fueron adecuando a la nueva composición de la demanda urbana de alimentos, aumentando la producción de carne, lácteos y frutas, en sustitución de los cereales. El resultado fue la progresiva implantación en el campo de una agricultura más moderna, que, contando con nuevas técnicas, medios financieros y precios estables de energía, conoció una etapa de expansión desde mediados de los sesenta hasta 1973. Como hemos ya apuntado, la industria fue el motor del desarrollo español de los años 60 y su peso económico aumentó más rápidamente que la población que ocupaba. El crecimiento de la industria fue, sin embargo, muy concentrado productiva y territorialmente. Dado que las inversiones se dirigieron fundamentalmente a proyectos industriales de rentabilidad inmediata, la actividad industrial creció sobre todo en aquellas regiones que disponían de una previa actividad industrial. Así, si en 1960 el 46,8% del valor añadido neto de la industria —incluida la minería— se generaba en Cataluña —25%—, País Vasco —12,2%— y Madrid —9,6%—, en 1971 esa proporción había aumentado al 48,9% —24,7, 11,5 y 12,7% respectivamente. El dinamismo de la industria y la emergencia de sectores nuevos comportó que otras zonas también vivieran un proceso de industrialización intenso, generando importantes enclaves industriales como Valencia, El Ferrol y Vigo en Galicia, Sevilla y Cádiz en Andalucía, entre otros, aunque el peso de los grandes centros industriales no sólo no disminuyó, sino que aumentó ligeramente. Si la actividad industrial se expandió en su conjunto, determinados sectores se convirtieron en sus propulsores. Los sectores que crecieron espectacularmente fueron las ramas productoras de bienes de consumo, como automóviles y electrodomésticos, y otras producciones metálicas, actividades destinadas a cubrir la necesidades de un mercado interno en expansión. El segundo sector presente en el crecimiento de los sesenta fue el químico; la industria química ofrecía nuevos productos que cambiaron las posibilidades y pautas de consumo tanto de las familias como de la industria: fibras sintéticas y artificiales, plásticos, detergentes. La siderurgia y las industrias alimentarias también experimentaron un crecimiento extraordinario. La industria, por tanto, además de experimentar un crecimiento sostenido de la producción, sufrió un proceso de reestructuración y diversificación que supuso el avance de las ramas que tenían niveles de productividad más elevados; la mayor parte de las inversiones se destinaron a actividades que generaban importantes beneficios, para el desarrollo de las cuales fue esencial la incorporación de nueva tecnología y técnicas de racionalización del trabajo. Hay que señalar, sin embargo, que aunque la innovación tecnológica reducía la cantidad de mano de obra necesaria, la expansión de la demanda fue tal que paralelamente todos los sectores en expansión ocuparon un número creciente de trabajadores. El cuarto sector puntero del crecimiento económico —el tercero fue el turismo, del que se hablará a continuación— fue la construcción, que también forma parte del sector secundario y que en ocasiones se incluye en la actividad industrial. El «boom» de la construcción, aunque también se vio estimulado por el auge del turismo, estuvo relacionado con el desplazamiento de millones de personas desde el campo a la xxxxxxxx 177
ciudad, inmigrantes que si bien en un primer momento cubrieron sus necesidades de vivienda de forma infrahumana —barracas, hacinamiento en pisos compartidos por varias familias, etc.—, posteriormente dedicaron una parte esencial de sus ingresos al acceso a la vivienda, otro claro ejemplo —junto con la adquisición de bienes duraderos— de que un componente esencial del crecimiento industrial de estos años fue la propia demanda generada por la mayor capacidad adquisitiva de los trabajadores, entre ellos, los desplazados en cantidades ingentes desde el campo a la ciudad. Si el sector secundario actuó como catalizador del crecimiento, la propia transformación económica y la urbanización provocaron el avance de las actividades terciarias, que ampliaron su peso en la producción nacional paralelamente al número de personas ocupadas en esas actividades, pues los incrementos de productividad fueron reducidos y, también, difíciles de medir y comparar. Dentro del sector servicios, destaca la importancia de la actividad turística, que fue la tercera fuente de crecimiento de la economía española —los 6 millones de turistas de 1960 se convirtieron en 34 en 1973—; esa actividad, además de generar una corriente de divisas con las que mantener y aumentar las importaciones imprescindibles para el conjunto de la economía, proporcionó trabajo a miles de personas. El turismo que llegó a España estaba formado en una proporción muy elevada por europeos de clase media y trabajadora, a los que el crecimiento de su poder adquisitivo permitió ahorrar lo suficiente para viajar; era, por tanto, un turismo relativamente modesto, que buscaba sobre todo el sol y la playa, pero muy numeroso. Esas características comportaron un crecimiento extensivo de la actividad turística, que se desarrolló en buena medida en las zonas costeras mediterráneas en las que no había actividad industrial, de manera que una y otra se complementaban. Paralelamente al turismo crecieron de forma importante otras actividades, como el transporte y las comunicaciones en general; la modernización de la industria, igualmente, comportó una expansión de los servicios de intermediación que contribuyeron al mejor funcionamiento del sistema económico; también los servicios públicos, entre los que destacan la educación y la sanidad, vivieron una expansión considerable, aunque por debajo de las necesidades sociales. En resumen, España vivió un intenso proceso de transformación hacia las actividades propias de las sociedades industrializadas, impulsado por una fuerte demanda interna —hundida durante más de veinte años como consecuencia, primero, de la guerra civil y, después, de la política económica y social del régimen franquista—, y por una demanda de servicios externa e interna. Esa transformación se pudo realizar rápidamente porque el contexto general era muy favorable: precios bajos de materias primas y energía, bienes intermedios más baratos, aumentos de productividad como resultado de la aplicación de nuevas tecnologías y formas de organización productiva, disponibilidad de capitales, etc. Y el crecimiento económico, aunque también desequilibrado y con grandes hipotecas respecto al futuro, coadyuvó al cambio profundo que experimentó la sociedad española. 16.4. EL PODER ECONÓMICO Y LA CULTURA GERENCIAL La adopción de la planificación indicativa no provocó los recelos de los grandes grupos económicos porque respondió a los intereses y características del capitalismo español. Durante los primeros veinte años del régimen franquista, la banca privada xxxxxxxx 178
había ampliado su influencia hasta convertirse en el eje del poder económico. Aunque el grupo social más claramente vinculado públicamente a los vencedores en la guerra civil fuesen los terratenientes, desde los años 50 éstos se diluyeron como grupo social integrándose definitivamente en la burguesía financiera, un grupo social mucho más opaco pero mucho más decisivo en su apoyo al Nuevo Estado e igualmente beneficiado por él. Los grandes beneficios acumulados por los terratenientes, durante la autarquía fueron a engrosar los capitales bancarios, y sus titulares continuaron disfrutando de una posición social hegemónica, pero ya no tanto como terratenientes, sino como consejeros en industrias o entidades bancarias, aunque bien es verdad que algunos de sus signos distintivos, como propiedades rústicas, cacerías, etc., fueron adoptados por la gran burguesía industrial y comercial, de acuerdo también con usos y costumbres del poder político franquista. Un buen ejemplo de la íntima conexión entre oligarquía terrateniente y capital bancario e industrial es la presencia de aquélla en los consejos de administración de las sociedades anónimas. Según datos de Carlos Elordi, en 1972 en los consejos de administración de las sociedades anónimas con un capital superior a los dos millones de pesetas había registrados más de 333 títulos nobiliarios, que ocupaban un total de 1.100 puestos en dichos consejos, muchos de los cuales eran la presidencia. La gran burguesía industrial y financiera fue la clase que menos cambios experimentó durante la época del «Desarrollo»; su volumen creció poco y los nombres representativos de esta clase social continuaron siendo los mismos de las décadas anteriores con algunos añadidos, resultado de las grandes fortunas especulativas y, desde los años 60, de algunos representantes del capital extranjero. Los consejos de administración de los grandes bancos se convirtieron en el compendio del poder económico, dado que en el desarrollo industrial la banca tuvo un protagonismo esencial. Como puso de relieve Ramón Tamames ya en el año 1966, los siete grandes bancos disponían de casi el 70% de los recursos generados por el ahorro privado, contaban con una cartera de valores que representaban el 89% del total y concedían casi el 60% del total de créditos, lo que suponía una dependencia de las empresas respecto a la banca, dado el escaso desarrollo del mercado de valores en España. La penetración de la banca en la industria se producía a través de la configuración de agrupaciones de empresas que, sin una formulación jurídica especial, se situaban en torno a un gran banco que actuaba como cabeza de un grupo financiero. Esa red daba lugar a la interconexión entre banca e industria, que se manifestaba en la tupida red de consejeros comunes; un grupo relativamente reducido de tales consejeros comunes, no mas de mil, constituían la máxima personificación de la oligarquía financiera, el estrato social más influyente; según el Informe FOESSA de 1983, tan sólo 51 familias controlaban en 1974 la mitad de los consejos de administración de las grandes empresas españolas, de manera que, como también ha estudiado Juan Muñoz, aunque el capital financiero resultara impersonal, en realidad una tupida y poco extensa red de consejeros comunes a las grandes entidades tenía una gran capacidad de decisión. Esa situación intentó ser corregida por la ley de incompatibilidades de altos cargos en la banca privada de 1968, pero sus consecuencias fueron limitadas, además de que no afectaba a dos instituciones tan esenciales como el Consejo del Banco de España y el Consejo Superior Bancario, que actuaba como grupo de presión institucionalizado en conexión directa con el Ministerio de Hacienda. Por último, para explicar la fuerte concentración del poder económico en España, hay que señalar que paralelamente también se dio una presencia muy significatixxxxxxx 179
va de miembros destacados de la burguesía financiera en la dirección de las empresas públicas, siendo numerosos los consejeros comunes. No se ha de olvidar, por otra parte, que el sector público español se fue nutriendo progresivamente de empresas que ya no generaban beneficios para el sector privado, en algunos casos, empresas con fuertes pérdidas que fueron socializadas pagando precios elevados, aumentando sin embargo al mismo tiempo la posición social de los empresarios que hasta entonces las habían dirigido. La fuerte concentración del poder económico no fue óbice, no obstante, para que el modo de hacer negocios cambiara radicalmente desde la década de los 60. Las condiciones sociales y económicas de la primera mitad de existencia del régimen franquista habían comportado que el negocio por excelencia fuese el especulativo; el proceso de liberalización económica exigía, sin embargo, una nueva mentalidad empresarial, ajena a los mecanismos generados por la política autárquica, porque, como explicaban algunos dirigentes empresariales, ésta había comportado en el fondo una «posición fácil» para los propietarios. La etapa de crecimiento económico coincidió con la presencia de los sectores tecnocráticos vinculados al Opus Dei en los ámbitos gubernamentales de decisión económica. Así, se ha afirmado que el capital financiero encontró en los miembros del Opus Dei una corriente identificada con los intereses del capitalismo español y una fuerza impulsora de los cambios imprescindibles para el crecimiento: antiautarquismo, apertura exterior, neoliberalismo, racionalidad «tecnoburocrática», en palabras de Jacinto Ros Hombravella. Fue desde la Comisaría del Plan, como ha señalado Carlos Moya, desde donde se lanzó el «empresarismo» como ideología impulsora del crecimiento. El discurso tecnocrático aportó a la cultura económica hispana los valores calvinistas extendidos en otros países europeos: la preeminencia del éxito económico, de la profesionalidad, de la competencia. Todo ello, combinado con el puritanismo moral aplicado al ámbito privado y con una concepción ultraconservadora de la esfera política. Existía, por tanto, una identidad, que no tenía por qué ser personal, entre los grupos hegemónicos del capitalismo español y los nuevos dirigentes gubernamentales de la economía. La política realizada demostraría, además, que cuando no se dio la coincidencia entre ambos, las directivas oficiales no pasaron del papel. Por otro lado, la dirección empresarial experimentó cambios destacables, pues aumentó el peso de las grandes empresas —en algunos casos vinculadas a empresas transnacionales— y de las medianas, en las que la propiedad no coincidía con la dirección, extendiéndose los métodos gerenciales. Un conjunto de factores que comportó que la función empresarial adquiriera mayor relevancia pública. 16.5. LA INTERVENCIÓN ESTATAL EN EL BIENESTAR SOCIAL Después de la Segunda Guerra Mundial la intervención del Estado en la provisión de bienes y servicios para el conjunto de la población se convirtió en un elemento esencial de la evolución de las sociedades europeas; se creó un consenso generalizado sobre la necesidad de que la Administración pública garantizara el acceso a la educación, la sanidad, la protección social y todos aquellos factores que facilitaran el bienestar individual y colectivo. El sistema fiscal es uno de los instrumentos fundamentales que tiene la Administración pública para intervenir en la redistribución de la riqueza generada por la actixxxxxxx 180
vidad económica. Un sistema fiscal progresivo es aquél en el que los ingresos procedentes de los impuestos indirectos es menor que los percibidos por los directos, y dentro de éstos los impuestos aumentan progresivamente con el nivel de renta y patrimonio. Como queda bien reflejado en el cuadro, el sistema fiscal franquista era extraordinariamente regresivo. CUADRO 1. Estructura porcentual de los impuestos percibidos por el Estado.
1960 1965 1970 1975
Trabajo personal
Renta personal
Renta capital
Renta sociedades
Resto impuestos directos
% indirectos del total de impuestos
22,6 21,1 26,1 37,7
4,3 4,8 4,0 3,2
10,3 10,7 10,5 10,6
30,3 32,7 33,3 26,0
32,5 30,7 26,1 22,5
63,1 68,3 68,0 61,8
Fuente: Instituto Nacional de Estadística, «La distribución de la Renta en 1976», en A. Espina, Ll. Fina y F. Sáez (comps.), Estudios de Economía del Trabajo en España. II. Salarios y política de rentas, Madrid, Minis-
terio de Trabajo y Seguridad Social, 1987.
En la década de los 60 el peso de los impuestos directos disminuyó respecto al conjunto de ingresos estatales, pasando del 37% en 1960 al 32% hasta 1973, año a partir del cual el peso de la recaudación de las rentas del trabajo aumentó considerablemente. También hay que considerar que respecto al conjunto de impuestos directos, la partida más importante siempre fue la tributación de las rentas de trabajo, que dobló ampliamente su peso en el total de esos ingresos fiscales entre 1964 y 1975; evolución bien distinta fue la de los ingresos provinientes de la tributación de sociedades, que tan sólo aumentaron levemente, y los existentes sobre la renta de las personas físicas, que incluso disminuyeron unas décimas. La regresividad del sistema fiscal aparece con mayor nitidez cuando se estudian los tipos impositivos efectivos según el nivel de renta. Según L. Pérez Morales, en 1970 el estrato de renta inferior, el que no alcanzaba las 60.000 pesetas anuales, tenía un tipo medio efectivo de imposición del 36%; al estrato que tenía unos ingresos que oscilaban entre las 240 y las 500.000 pesetas le correspondía un tipo impositivo en torno al 22%, y el estrato que superaba el medio millón de pesetas tenía un tipo impositivo efectivo que oscilaba entre el 17 y el 18%. Además de la normativa fiscal, hay que considerar los resultados de la tolerancia con el fraude fiscal y las exenciones establecidas, de las que, en la práctica, sólo se beneficiaban los grupos sociales de mayores ingresos. En definitiva, la carga tributaria hasta 1975 fue muy reducida y recaía casi exclusivamente sobre las rentas del trabajo y sobre el consumo. Según datos de Enrique Fuentes Quintana, la carga fiscal media española en 1968-1970 —sin incluir las cuotas de la Seguridad Social— era del 11,8% del Producto Nacional Bruto, cuando en Gran Bretaña era del 31,8%, en Alemania del 23,2 y en Portugal del 16,5%. Dada la exigüidad de los ingresos fiscales, el gasto social no podía alcanzar el nivel necesario para cubrir las necesidades largamente acumuladas en las décadas anteriores, aunque sí aumentó de forma muy notable. El gasto público, entendido como el realizado por las Administraciones públicas, Pasó entre 1960 y 1975 del 14,8% del PIB al 24,7%. Esta proporción era, como se dexxxxx 181
duce de lo explicado anteriormente, mucho más baja que la que destinaban los países europeos de la OCDE, los cuales gastaban como media el 31,5% del PIB en 1960 y el 44,3% en 1975; es decir, que el gasto público español en 1960 no llegaba a la mitad del que se producía en los países europeos de la OCDE, aunque entre 1960 y 1975 aumentó más rápidamente que éste, situándose, mediados los setenta, algo por encima de la mitad del existente como media en los países de la OCDE. Si bien el gasto público aumentó, su estructura varió poco en los años 70. Según los datos de la Contabilidad Nacional, la partida que acaparaba el mayor porcentaje de gasto eran los Servicios Económicos, que pasaron del 23,3% en 1970 al 22,9 en 1975; a continuación, aparecía Seguridad Social y Obras Sociales, que pasaron del 20,1 al 16,1% del total, seguidas de los Gastos Diversos, Enseñanza, la cual pasó del 13,3 al 15,5%, Defensa —del 12,5 al 13,6%— y Servicios Generales de la Administración pública, que absorbían el 10% del gasto total; el resto de partidas eran inferiores al 4%. En definitiva, el Estado franquista intervino de forma limitada en la provisión de bienes y servicios al conjunto de la población. Como se verá en los apartados siguientes, los españoles experimentaron en los años 60 y 70 una mejora notable en sus condiciones materiales de vida y en el acceso a ese conjunto de bienes, pero a mucha distancia de los alcanzados en otros países europeos, y no tan sólo porque el desarrollo económico todavía era menor y el punto de partida más bajo, sino también, porque la política fiscal franquista era mucho más regresiva que la existente en el resto de Europa, lo que favorecía a los sectores acomodados, pero limitaba de forma decisiva la capacidad de generación de servicios públicos para el conjunto de la población.
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CAPÍTULO XVII
Una población en movimiento 17.1. EVOLUCIÓN DE LAS MAGNITUDES DEMOGRÁFICAS En la década de los 60 la población española experimentó la tasa de crecimiento anual más importante de todo el siglo, un 1,12%, lo que permitió pasar de 30.430.698 habitantes en 1960 a 33.823.918 en 1970. En los años 70 la población española siguió creciendo a buen ritmo, a diferencia de la trayectoria seguida en la mayor parte de los países europeos, en los que la tasa de natalidad ya se había reducido notablemente; en 1975, la población española había superado ya los 35 millones —35.833.103—, pero desde entonces la curva alcista de la población se rompió, iniciándose una etapa de reducción continuada de la tasa de crecimiento demográfico, caída que acabó siendo la más abrupta de Europa. CUADRO 2. Movimiento natural de la población española. Tasas por mil habitantes. 1960 1970 1975
Natalidad
Mortalidad
Crecimiento vegetativo
21,60 19,50 18,85
8,65 8,33 8,40
12,95 11,17 10,45
Fuente: INE, Movimiento natural de la población.
En el cuadro 2 se puede observar que al inicio de los sesenta el crecimiento vegetativo era muy elevado, tanto en términos europeos como respecto a la trayectoria hispana anterior; ello era debido a que en las décadas anteriores la tasa de mortalidad se había reducido más que la tasa de natalidad; así, desde mediados los cincuenta y hasta los setenta el volumen de nacimientos fue creciente y la mortalidad infantil se fue reduciendo, pasando entre 1950 y 1970 del 6,3 al 1,9% los nacidos que murieron antes de cumplir un año. Aunque la tasa de crecimiento vegetativo fue disminuyendo lentamente, todavía en 1975 la tasa de fecundidad estaba situada en 2,8 hijos por mujer, lo que aseguraba ampliamente el reemplazo generacional —2,1—; desde ese momento se produjo una reducción importante del número de hijos que tenían las españolas, situándose en el nivel de reemplazo equilibrado en 1980 y por debajo de ese nivel desde esa fecha. El resultado del comportamiento anterior fue que una de las características remarcables de la sociedad española en los setenta sea el peso dexxxxxxx 183
mográfico de los jóvenes. A lo largo del siglo XX y hasta 1950, los menores de 14 años habían ido disminuyendo su porcentaje en la población; en aquel año los menores de 14 años eran el 26,2 por 100 del total, pero desde entonces, el boom natalista hizo que en 1970 alcanzaran el 27,8%, situándose en el 27% en 1975. Paralelamente al aumento de jóvenes se produjo un incremento del número de personas mayores de 65 años. La esperanza de vida al nacer entre 1960 y 1975 pasó de 67 a 70 años para los hombres y de 72 a 76 para las mujeres, una de las más altas de los países desarrollados; ese dato reflejaba la mejora de las condiciones materiales que vivió la población en este periodo, y comportó que los mayores de 65 años pasaran de agrupar el 7,2% de la población en 1950 al 10,4% en 1975. 17.2. LOS MOVIMIENTOS MIGRATORIOS El crecimiento demográfico, acelerado desde la segunda mitad de los años 50, hubiera sido mucho más elevado si el crecimiento natural no se hubiera visto compensado por un saldo migratorio negativo. El cuadro 3 nos permite observar las pérdidas demográficas de determinadas regiones, las ganancias de otras y cómo las pérdidas de aquéllas fueron más voluminosas que las ganancias de éstas, lo que se explica por la emigración al extranjero. CUADRO 3. Saldos migratorios por Comunidades Autónomas 1950-1975 (miles de personas).
Andalucía Extremadura Galicia Cantabria Aragón Murcia Castilla-La Mancha Castilla y León La Rioja Navarra Baleares Asturias Canarias País Vasco Cataluña País Valenciano Madrid
1950-1960
1960-1970
1970-1975
-569 -175 -227 -26 -68 -71 -294 -349 -21 -20 3 2 -6 152 470 76 412
-844 -378 -229 -14 -34 -102 -458 -466 -13 19 74 -31 19 256 720 303 687
-294 -134 -38 -3 -32 -18 -143 -202 -3 -5 31 2 63 60 199 129 209
Fuente: para 1950-1970, Albert Carreras, Estadísticas históricas de España, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1989; para 1970-1975, INE, Censos de población de España, 1981, Madrid, 1983.
Al analizar las características del crecimiento económico señalábamos que las remesas de los emigrantes en el extranjero constituían una fuente de ingresos importante para la economía española. La emigración exterior generalmente no tuvo carácter indefinido: entre uno y dos millones de españoles vieron en la emigración exterior la 184
xxxxxxx posibilidad de obtener unos ingresos que no podían conseguir en el país, al menos en la misma medida, y poder acumular así unos ahorros, pero comúnmente con el objetivo de volver y poder emprender una nueva vida. También influyeron en la temporalidad de las migraciones al extranjero las restrictivas políticas de migración europeas que hacían muy difícil el reagrupamiento familiar, si exceptuamos el caso de Francia. Es muy difícil cuantificar la emigración exterior, por cuanto se considera que los emigrantes registrados por el Instituto Español de Emigración —emigración asistida— tan sólo eran una parte del volumen total real. Desde 1962 y hasta 1975, 1.059.000 personas recibieron asistencia para la emigración al extranjero, y a éstos hay que añadir la emigración indocumentada, que los estudiosos de esta materia calculan que fue equivalente a la mitad de aquélla. El ritmo migratorio no fue regular a lo largo de los años, siguiendo en intensidad las oscilaciones del crecimiento económico tanto europeo como español; así, en los primeros años 60, la emigración aumentó rápidamente, desacelerándose progresivamente hasta 1969, año en el que la tendencia descendente se invirtió hasta el extremo de que 1970-1972 fueron los años de mayor intensidad emigratoria, aunque la cifra cayó en picado desde 1973. La emigración exterior entre 1962 y 1975 se dirigió a muy pocos países; las cifras de emigración asistida señalan que el 95% de los emigrantes eligieron como destino: Suiza —38%—, Alemania —35%— y Francia —21%. El destino de los emigrantes tampoco fue regular a lo largo del periodo; en los años 60 el destino dominante fue Alemania, pero al final de la década, en la República Federal Alemana se produjeron restricciones a la inmigración, y a partir de entonces los emigrantes se dirigieron fundamentalmente a Suiza. Desde la perspectiva del origen territorial de la emigración exterior, hay que destacar que éste fue parecido al de las corrientes internas dominantes, con la excepción del País Valenciano; según Jaime Martín Moreno, el 55% de los emigrantes procedían de Andalucía y Galicia —30 y 25% respectivamente—, regiones a las que seguían León, País Valenciano, Castilla la Nueva y Murcia, cada una de las cuales aportaba entre el 7 y el 6% de la emigración total. Que la emigración a Europa para la mayoría se planteaba como una marcha temporal queda bien reflejado en el hecho que los emigrantes eran fundamentalmente hombres, situándose la cifra de mujeres en torno al 15% del total, y personas relativamente jóvenes, pues la edad media del emigrante era de 30 años, y el grupo más numeroso, el comprendido entre los 25 y los 30 años. La emigración exterior en términos económicos fue beneficiosa para el país porque disminuyó la presión demográfica sobre la ocupación, y las remesas enviadas por los emigrantes supusieron una fuente de ingresos adicionales con los que se pudo compensar el déficit de la balanza comercial. Pero, para el cambio social en España, muchísimo más relevantes fueron los desplazamientos internos de población desde las zonas rurales a las urbanas, y entre éstas a las zonas industrializadas, tal como se puede observar en el cuadro 3. Desde mitad de los cincuenta, de la España meridional, que tenía un fuerte potencial demográfico, emigraron millones de personas, igual que lo hicieron desde ambas Castillas y desde zonas tradicionalmente emigratorias como Galicia y Murcia. Se dirigieron a las áreas tradicionalmente inmigratorias, como Cataluña y el País Vasco, pero también a Madrid, que fue la Provincia que más inmigrantes recibió, y más tarde y con menos intensidad, al País Valenciano. Así, las cinco provincias que recibieron mayor volumen de inmi185
grantes fueron:
Madrid Barcelona Valencia Vizcaya Alicante
1961-1970
1971-1975
751.378 674.557 166.329 150.197 101.024
239.096 197.671 72.935 41.578 71.766
Como había sido tradicional, se puede establecer una geografía de la emigración; así, los inmigrantes de Barcelona y Madrid —provincias que recibieron más de un millón de inmigrantes cada una entre 1950 y 1975—, tenían una procedencia bien distinta: en Barcelona eran muy escasos los inmigrantes procedentes de las provincias comprendidas entre Asturias y Navarra, igual que de las provincias situadas en vertical desde Burgos a Toledo, mientras que en Madrid eran muy escasos los inmigrantes procedentes del cuadrante nororiental, con la excepción de Zaragoza, cuyos emigrantes se repartían en tres tercios, dos hacia Barcelona y uno hacia Madrid. Así, las corrientes migratorias reiniciadas en los años 50 e intensificadas durante los 60 tuvieron un volumen incomparablemente mayor que las que se dieron en la primera mitad del siglo; si en 1930 el 12,2% de la población española estaba censado en una provincia distinta a la de su nacimiento, en 1950 ese porcentaje había pasado al 15,3 y al 26,6% en 1975. Lógicamente, en los grandes polos de inmigración era donde la población autóctona significaba una proporción menor de sus habitantes; así, desde 1950 a 1975 los inmigrantes pasaron del 44 al 47% de los censados en Madrid, en Barcelona del 38 al 46% y en Vizcaya del 26 al 38%. Abandonando la perspectiva cuantitativa, hay que señalar que la decisión de emigrar venía determinada por múltiples causas, heterogéneas entre sí. Evidentemente, el motivo fundamental fue huir de unas condiciones de vida miserables y de la falta de expectativas. El caso paradigmático es el de los emigrantes meridionales: el crecimiento demográfico sostenido, la falta secular de trabajo y unas relaciones sociales polarizadas, que se hicieron más agobiantes para los jornaleros con el régimen franquista, convenció a muchos de que no tenían nada que perder abandonando su tierra de origen; así se explicaría que, desde los años 50, cuando la información se hizo más fluida y fueron llegando noticias sobre la posibilidad de encontrar trabajo rápidamente, un flujo continuado de emigrantes vació muchos pueblos de Andalucía o Extremadura, que antes no habían tenido tradición emigratoria. A las personas que huían de la miseria y la desesperanza se unieron otros sectores que querían evitar la irregularidad y la inseguridad del trabajo agrícola; cuando la cadena emigratoria ya había empezado, y dado que los primeros en marchar eran los más jóvenes, el estancamiento y la incertidumbre paralizó todavía más las áreas rurales; incluso las propias dificultades para contraer matrimonio se convirtieron en un factor de emigración. En los años 60 a todos los factores anteriores también hay que añadir la emigración para mejorar el nivel de vida, es decir, atraída por las oportunidades de mejora social en los grandes centros urbanos, en los que la expansión de la 186
industria y los servicios ofrecían oportunidades que podían aprovechar los sectores relativamente cualificados.
17.3. DESPOBLAMIENTO Y URBANIZACIÓN La explicación de las cadenas migratorias es bastante clara, también los resultados. Los movimientos migratorios condujeron a un desequilibrio territorial muy acusado: mientras algunas áreas, las de mayor dinamismo económico, crecían rapidísimamente, otras quedaban prácticamente despobladas o, como mínimo, estancadas. El cuadro 4 muestra la evolución de la densidad de población entre 1960 y 1970, y no debe xxxxxx CUADRO 4. Provincias de mayor y menor densidad demográfica (doble y mitad de la densidad media 1970). Media española
Barcelona
Madrid
60 67
372 508
326 474
1960 1970
Vizcaya Guipúzcoa Valencia 341 472
239 316
Alicante
133 164
121 157
Badajoz Salamanca Lérida Ciudad Real Ávila Burgos Zamora Cáceres Albacete 1960 1970
38 32
33 30
28 29
30 26
30 25
27 25
28 24
27 23
25 23
Fuente: INE, España. Panorámica social 1974, Madrid, 1975.
CUADRO 5. Distribución porcentual de la población por Comunidades Autónomas. Andalucía Extremadura Galicia Asturias Aragón Cataluña Valencia Baleares Canarias Murcia Madrid Castilla-La Mancha Castilla y León Cantabria La Rioja País Vasco Navarra España
1950 20 4,9 9,3 3,2 3,9 11,6 8,3 1,5 2,8 2,7 6,9 7,3 10,2 1,4 0,8 3,8 1,4 100
1960 19,4 4,5 8,5 3,2 3,6 12,9 8,2 1,5 3,1 2,6 8,6 6,5 9,4 1,4 0,8 4,5 1,3 100
1970 17,6 3,4 7,6 3,1 3,4 15,1 9,1 1,7 3,5 2,5 11,2 5,0 7,8 1,4 0,7 5,5 1,4 100
1980 17,1 2,8 7,3 3 3,2 15,8 9,7 1,8 3,9 2,5 12,6 4,3 6,9 1,4 0,7 5,7 1,3 100
187
Fuente: Albert Carreras (comp.), Estadísticas históricas de España, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1989.
olvidarse que en la década de los 50 los desequilibrios ya habían aumentado, dada la intensidad de las corrientes migratorias de aquellos años. Seis provincias tenían una densidad de población que, como mínimo, duplicaba la media, mientras que las que no alcanzaban la mitad de la media eran muchas más; a las que aparecen en el cuadro hay que añadir Cuenca, Huesca, Guadalajara y Teruel, que en 1970 tenían una densidad demográfica que oscilaba entre los 14 y los 11 habitantes por km2. Las cifras anteriores nos confirman el desequilibrio existente en la ocupación del territorio, sin olvidar, además, que son cifras provinciales, y aunque los desplazamientos fueron sobre todo interregionales, también fueron muy importantes los intrarregionales e interprovinciales. El peso relativo de las distintas regiones en el conjunto español cambió de forma significativa. La concentración de la población fue además general, incluso en las regiones que perdían habitantes, de manera que cambió el perfil poblacional español al disminuir extraordinariamente la proporción de los habitantes de los núcleos rurales y aumentar la de los urbanos y, dentro de éstos, la de las grandes ciudades. Así, podemos observar que en 1970 dos tercios de la población española habitaba en núcleos urbanos de más de 10.000 habitantes. CUADRO 6. Distribución de la población según el tamaño de los municipios. Hasta 2.000 hab.
De 2.001 a 10.000
De 10.001 a 100.000
Más de 100.000
1960
14,5
28,7
29,0
27,7
1970
11,0
22,5
29,7
36,8
Fuente: INE, España. Panorámica social 1974, Madrid, 1975.
En este periodo se agudizó el poblamiento típico español concentrado en las provincias costeras y en Madrid, y se desarrollaron al mismo tiempo procesos de metropolitanización. En la costa mediterránea, la red urbana era continuada y densa desde Gerona a Murcia y desde Granada a Málaga, en la costa atlántica de las provincias gallegas y en el País Vasco. Contrariamente, el interior de la península se despobló, concentrándose la población exclusivamente en algunas capitales de provincia y, sobre todo, en Madrid. Por tanto, la cadena inmigratoria reiniciada en los cincuenta, y el crecimiento económico acelerado desde los sesenta, tuvieron como resultado el crecimiento espectacular de las ciudades situadas en las áreas de mayor dinamismo económico, aunque, dada la rapidez del proceso y la impunidad con que pudieron actuar los grupos económicos especulativos, aquél se produjo en las formas más desarticuladas, como veremos más adelante. 17.4. LOS CAMBIOS EN LA POBLACIÓN ACTIVA El crecimiento de la población española desde los años 50 repercutió en un aumento de la población activa a finales de los años 60 y principios de los 70, de manera que si en 1960 la cifra de activos giraba en torno a los 11.800.000, en 1975 había 188
superado la cifra de 13.300.000. Sin embargo, aunque la población activa aumentó, la tasa de actividad se redujo, y si en 1960 la proporción de activos respecto a la poxxxxxxx blación comprendida entre 14 y 65 años era del 40,4% en 1973, el porcentaje se había reducido al 38,6%. Una tasa de actividad tan baja se explica, sobre todo, por el bajo índice de actividad femenina. Los derechos sociales de las mujeres se vieron duramente afectados por la instauración del régimen franquista; el Nuevo Estado quiso recluir a las mujeres en el espacio doméstico —afirmaba el Fuero del Trabajo que para «liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica»—, y para ello se revisaron tanto las condiciones de acceso de las mujeres al trabajo extradoméstico como los textos legales que afectaban al matrimonio, la familia, la educación, en definitiva, la posición social de la mujer. El conjunto de cambios que se produjeron situaron a la mujer en una posición de absoluta subordinación al hombre, lo que se plasmó en normas como las que obligaban a las mujeres a abandonar su puesto de trabajo en el momento del matrimonio o la exigencia de disponer de la licencia marital para trabajar; ambas normas no desaparecieron hasta 1961, año en el que se aprobó la Ley sobre Derechos de la Mujer, que aunque teóricamente consagró la igualdad jurídica, mantuvo limitaciones al acceso femenino a numerosas ocupaciones. Sin embargo, legalmente se trataba de un gran avance, porque la legislación anterior —y mucho más la práctica social— había prohibido la incorporación a ocupaciones como, por ejemplo, la de Notarios o la de Abogados del Estado. Aunque en los años 60 progresivamente se fue acceptando el trabajo femenino, la presión social que cargaba toda la responsabilidad familiar sobre la mujer continuaba existiendo; así, un decreto de 1970, con el que se pretendía proteger a la mujer trabajadora, proponía «armonizar el trabajo por cuenta ajena de la mujer con el cumplimiento de sus deberes familiares, singularmente como esposa y madre» (la cursiva es nuestra). Esa presión más la discriminación laboral explican suficientemente las bajas tasas de actividad femenina. En una Encuesta de 1977, elaborada por la Dirección General del Medio Ambiente, aparece que las mujeres que habiendo sido activas habían dejado de trabajar, hubieran preferido seguir trabajando, y que el 40% de las inactivas preferían no serlo. CUADRO 7. Composición de la población activa (en miles). Total
Hombres
Mujeres
Absol.
%
Absol.
%
1964
11.612
8.833
77,1
2.779
22,9
1967
12.138
9.217
75,9
2.921
24,1
1970
12.430
9.430
75,9
3.000
24,9
1973
13.279
9.646
72,6
3.633
27,4
1976
13.300
9.457
71,1
3.843
28,9
Fuente: Francisco Mochón et al., La economía española: 1964-1987. Introducción al análisis económico, Madrid, McGraw Hill, 1988. Elaboración propia.
Los cambios más significativos en este periodo respecto a las tasas de actividad se pueden resumir de la siguiente manera: la tasa de actividad masculina se redujo en189
tre 1960 y 1975 porque se amplió la escolarización y, en consecuencia, se retrasó la edad de incorporación al trabajo; así, entre 1950 y 1975 la tasa de actividad de los hombres jóvenes comprendidos entre los 15 y los 19 años pasó del 79,9 al 53,1%. Al xxxx mismo tiempo, en este periodo la jubilación se hizo efectiva a los 65 años. Sin embargo, en sentido inverso, el número de mujeres que se incorporó al trabajo remunerado creció continuadamente, y entre 1950 y 1975 la tasa de actividad femenina en la franja de edad de los 15 a los 19 años pasó del 19,6 al 40,5%, y entre los 20 y 24 años pasó del 21,3 al 57,4%. La caída de 20 puntos en la tasa de actividad femenina después de los 25 años señala claramente que el nacimiento de los hijos continuaba siendo en los años 60 y primeros 70 una barrera para el trabajo profesional femenino, aunque a mitad de los 70 era casi diez puntos más alta en esa edad que quince años antes; según datos de la Encuesta de Población Activa en 1960 el 51% del total de inactivos correspondía al epígrafe «Sus labores», denominación empleada para clasificar a las mujeres encargadas exclusivamente de la reproducción doméstica, mientras que en 1970 ese porcentaje se había reducido en cinco puntos, habiendo aumentado el de estudiantes y jubilados. En definitiva, se podría decir que los índices de actividad masculina y femenina evolucionaban en direcciones opuestas, aunque el aumento de la segunda no era suficientemente fuerte para compensar la reducción de la primera. Para el análisis del cambio social en España, más significativo que la variación en la composición interna de la población activa fue el cambio estructural, para el cual, dada la concentración regional de la actividad industrial y terciaria, fue imprescindible el fenómeno migratorio que hemos analizado anteriormente. Como se puede observar en el cuadro 8, el peso relativo de los tres grandes sectores económicos se modificó radicalmente, situándose el peso de la agricultura en 1975 a menos de la mitad del que tenía en 1960, cuando todavía era el sector mayoritario; en contrapartida, aumentó el porcentaje de los ocupados en la industria, que en 1970 era el sector que concentraba el mayor porcentaje de ocupados, y también en los servicios, en clara expansión, sobre todo en los años 70. CUADRO 8. Evolución de la estructura de la población activa.
1940 1950 1960 1970 1975
Agricultura
Industria
Servicios
51 50 42 29 21
24 25 32 37 38
25 25 26 34 41
Fuente: L. Enrique de la Villa y C. Palomeque, Introducción a la economía del trabajo, Madrid, Debate, 1977.
Las diferencias regionales eran muy importantes, y en 1970, mientras Galicia, Extremadura, La Mancha o Andalucía oriental tenían más del 40% de su población activa en la agricultura, en Cataluña o Madrid no alcanzaban el 9%; en sentido contrario, más de la mitad de la población activa era industrial en la región vasco-navarra y en Cataluña, mientras que no llegaba al 25% en Extramadura, Andalucía oriental y Galicia; el sector terciario tenía el mayor peso en Madrid, Canarias y Baleares, donde alcanzaba entre el 55 al 47% de la población activa. 190
El cambio en la estructura fue acompañado, además, por un crecimiento significativo de la población activa asalariada, un factor que tenía implicaciones tanto económicas como sociales.
CUADRO 9. Evolución de la población asalariada. Población activa
Población asalariada
Población asalariada ocupada
1940
9.219.700
1950
10.793.100
1960
11.816.600
7.345.600
7.169.900
1970
12.732.200
8.258.500
8.065.600
1975
13.324.900
9.390.700
8.797.900
Fuente: para 1940 y 1950, A. Carreras (comp.), Estadísticas históricas...; para 1960-1975, INE, Encuestas de población activa.
El cuadro 9 muestra que entre 1960 y 1975 la población asalariada creció de forma notable respecto al total activo, pasando del 62 al 70%, un porcentaje menor, no obstante, al de buena parte de los países desarrollados. Todos los sectores experimentaron un incremento relativo de asalariados en la población activa, aunque hay que destacar que las diferencias en el nivel de salarización eran muy importantes según los sectores productivos. Así, según las cifras del Banco de Bilbao, mientras que en la agricultura la tasa de salarización era baja —pasó del 33 al 34% entre 1962 y 1973—, en la industria era muy alta —del 84 y 90%, respectivamente—, y en los servicios se situaba en torno a la media —del 70 al 72%. El desplazamiento desde la agricultura a la industria y los servicios significó que centenares de miles de personas cambiaron de actividad, y que las nuevas generaciones se incorporaron a ocupaciones distintas a las de sus padres y a las que ellos misxxxxxxx CUADRO 10. Evolución de la población activa según la categoría socio-profesional (%). 1950
1960
1970
1975
Profesionales, técnicos y asimilados
3,3
4,1
5,5
7,6
Funcionarios públicos superiores y directores de empresa
7,3*
1,0
0,7
1,2
5,8
9,2
13,0
Personal administrativo y asimilados Comerciantes y vendedores
3,3
6,1
8,3
6,1
Trabajadores de los servicios
7,9
8,3
9,3
12,5
Trabajadores del campo
48,5
39,8
24,5
10,0
Trabajadores de la industria
27,4
32,1
39,8
48,4
Trabajadores sin clasificar
0,8
1,5
1,5
0,0
Fuerzas Armadas
1,3
1,3
1,2
1,2
* Incluye Personal administrativo y asimilados. Nota: Las cifras de 1975 hacen referencia a la población asalariada y están basadas en la Encuesta de Población Activa, mientras que las restantes corresponden a los Censos de población. En los epígrafes en los que las diferencias son más importantes, el Censo de población de 1980 señala: Profesionales y técni-
191
cos —9,7—, Comerciantes y vendedores —9,7—, Trabajadores del campo —15,4— y Trabajadores de la industria —37,5. Fuente: para 1950-1970, J. F. Tezanos, «Modernización y cambio social en España», en J. F. Tezanos et al. (eds.), La transición democrática española, Madrid, Sistema, 1989; para 1975, L. Enrique de la Villa y C. Palomeque, op. cit.
mos hubieran tenido anteriormente. Una parte pudo acceder a ocupaciones más cualificadas, porque en la industria y los servicios el abanico ocupacional era mucho más amplio. En el cuadro 10 podemos observar con más detalle la distribución de la población activa según grandes categorías socio-profesionales; la caída radical del porcentaje de personas dedicadas a las actividades agrarias se vio compensada con el aumento de obreros en la industria, que fue continuado hasta 1974, y las categorías no cualificadas del sector de los servicios. Al mismo tiempo se produjo una significativa ampliación del peso relativo de los sectores cualificados, que doblaron sus porcentajes en este periodo, lo que se reflejó en el nuevo perfil de la sociedad urbana que analizaremos a continuación.
192
CAPÍTULO XVIII
Una época de cambios sociales 18.1. UNA NUEVA ESTRUCTURA SOCIAL La evolución socio-profesional de la población activa es uno de los principales indicadores de la transformación que experimentó la sociedad española en los años 60 y 70; de los datos del cuadro 10 se puede deducir que todos los grupos sociales se vieron afectados por los cambios profesionales, aunque, lógicamente, los más importantes fueron los que experimentaron las clases populares, que protagonizaron mayoritariamente los movimientos migratorios, y los menos significativos, en términos de dinámica social, los experimentados por la alta burguesía, a la que ya se ha hecho referencia en un apartado anterior. El proceso de desruralización afectó en primer lugar a los jornaleros del campo meridional. Después de la guerra civil se desvanecieron las expectativas de cambio social alimentadas en el campo durante el primer tercio del siglo por las organizaciones revolucionarias o los movimientos reformistas; entre los jornaleros se extendió la conciencia de su derrota social, y la política del nuevo régimen en los años 40 más el inicio de la mecanización en los 50, no hizo más que profundizarla; desde los años 50, la salida individual de la emigración se convirtió en una opción colectiva. El resultado fue que durante los años 60 y 70 se produjo una reducción sustancial de los obreros agrícolas, pasando de ser un 10% de la población activa en 1964 —en los años 50 se había reducido notabilísimamente— a un 6,6% en 1976. Se puede afirmar, como ha hecho Santos Juliá, que desde los años 50 la emigración había diluido «la cuestión social» agraria, presente en la sociedad española a lo largo de un siglo. Esos jornaleros agrícolas en las ciudades engrosaron las filas de las capas menos cualificadas de la clase obrera, dado que o bien eran analfabetos —un 13% en 1970— o bien carecían de cualquier titulación —el 87%. La clase obrera creció de forma importante en los años 60, superando en 1970 la cifra de los cuatro millones de personas, de manera que englobaba un tercio de la población activa total, y la mitad de los activos asalariados. Además de crecer, se puede afirmar que en los años 60 se formó en España una nueva clase obrera por una multiplicidad de factores. Junto a la demanda de mano de obra de la industria, hay que considerar que la clase obrera vivió en esta etapa de expansión económica un proceso de diversificación profesional considerable, por cuanto a las actividades estricta193
mente industriales hay que añadir aquellas otras vinculadas al desarrollo industrial, la expansión de los servicios y el propio proceso de urbanización. Así, se ha de considexxxxxxx
rar como integrante de la nueva clase obrera una parte del sector terciario, formado en buena medida por trabajadores sin cualificación que, con frecuencia, tenían unos ingresos salariales y en muchos casos también unas condiciones de trabajo peores a las de los obreros industriales. En términos sociales, también se podrían incluir dentro de la clase obrera las franjas menos cualificadas de los trabajadores de oficina, que eran las más numerosas entre los administrativos, porque sus ingresos y condiciones de vida eran semejantes a las de los obreros industriales —un porcentaje significativo tenía ese origen familiar—; también las condiciones de trabajo de estos trabajadores fueron evolucionando, y en los años 70, con el inicio de la informatización, cada vez se hicieron más frecuentes las actividades repetitivas y mecanizadas. En definitiva, a los obreros en sentido estricto es imprescindible añadir aquellos sectores no cualificados de la población activa urbana. Sin embargo, contrariamente al fenómeno general de diversificación ocupacional, hay que señalar que entre los obreros industriales se produjo un proceso de homogeneización profesional que era resultado de las mutaciones que se estaban dando en el proceso productivo; así, tanto la nueva tecnologia de producción masiva que se implantó en la industria, como la organización del trabajo que la acompañaba, no exigían una alta cualificación, y la estratificación obrera habitual en las décadas anteriores, caracterizada por una división precisa entre obreros no cualificados —los más numerosos— y los obreros cualificados, se difuminó, apareciendo una categoría media, la de los especialistas, que agrupaba a buena parte de los obreros fabriles, quedando porcentajes más reducidos de obreros cualificados y peones. Los datos estadísticos, al simplificar la división interna entre obreros cualificados y no cualificados, integran la categoría de especialistas entre los primeros, lo que repercute en la caracterización socio-profesional global; así se explica que, según el Instituto Nacional de Estadística, en 1970 tan sólo el 20% del total obrero correspondía a obreros no cualificados, lo que no se aviene a las características de la clase obrera española. Por tanto, a diferencia de lo que ocurría en el conjunto de la actividad económica, dentro de las fábricas se vivió un proceso de homogeneización que redujo la importancia de la cualificación; los escasos conocimientos que requería la nueva tecnología fueron especialmente beneficiosos para los empresarios, dado que en el contexto expansivo de los años 60 y 70 existía una gran disponibilidad de mano de obra no cualificada procedente del campo, pero un número insuficiente de obreros cualificados, dado el crecimiento de la industria. Por otra parte, en las zonas de industrialización antigua, una parte de esos obreros pudo aprovechar la coyuntura expansiva y sus conocimientos para optar a actividades de mayor remuneración, y abandonaron en buena medida la condición fabril. Este mismo proceso de movilidad interna tuvo como consecuencia que, en los grandes centros industriales, los trabajadores fabriles fueran mayoritariamente inmigrantes recientes; si a la escasa heterogeneidad cultural se añaden los condicionamientos derivados del marco institucional franquista, y los consecuentes cambios en las formas de acción colectiva, se puede hablar en los setenta de la aparición de una nueva cultura obrera. Si importantes fueron los cambios experimentados por la clase obrera, igualmente lo fueron los vividos por aquellos sectores generalmente agrupados bajo el epígra194
fe de clases medias, que es una denominación elástica en la que se incluyen los grupos socioeconómicos que, por sus condiciones económicas y/o formas de vida, no forman parte ni de la burguesía ni de las clases trabajadoras. Estos grupos sociales tan heterogéneos también vivieron un proceso de diversificación extraordinario, que ha xxxxxxx llevado a los sociólogos a distinguir analíticamente entre la «vieja» y la «nueva» clase media. La «vieja clase media» o pequeña burguesía tradicional experimentó cambios internos destacables. En las zonas rurales, el número de pequeños propietarios agrícolas se redujo notablemente, pasando de ser casi el 23% del total de la población activa en 1964 al 14% en 1976. Entre éstos, los primeros en abandonar las tierras habían sido aquellos propietarios más pobres y con mayores dificultades para adaptarse a una agricultura más tecnificada, aunque a finales de los sesenta incluso algunos de los que poseían propiedades de mayor viabilidad económica emigraron por las expectativas de mejora vital que generaban las ciudades. En las áreas urbanas, no se redujo el número de los sectores englobables en la clase media de corte tradicional, pero se produjeron cambios suficientemente significativos en su composición interna. Si bien las actividades artesanas sufrieron un retroceso notable por el avance de la industrialización, con la consiguiente salarización de una parte de los artesanos, en sentido contrario, las propias necesidades de las grandes empresas impulsaron la aparición de talleres que producían algunos componentes para la gran industria, pequeñas empresas que estaban dirigidas por personas que habían readaptado su producción o, con mucha frecuencia, por antiguos obreros cualificados que, conociendo el proceso productivo, se habían instalado como autónomos con pocos o ningún asalariado. También hay que destacar la extensión de las actividades vinculadas al transporte o la construcción, en las que el número de pequeños empresarios no era desdeñable. El desarrollo de estas nuevas actividades y el retroceso de las tradicionales provocó que los límites de los perfiles de socialización cultural —elemento fundamental en la caracterización de las clases medias— se diluyeran en buena medida. Por otra parte, un componente esencial de la pequeña burguesía tradicional eran los comerciantes, que en 1970 representaban algo más de la mitad de los empresarios sin asalariados y trabajadores independientes, si bien este porcentaje recogía la «ayuda familiar», es decir, los miembros de la familia que, sin ser titulares del negocio, trabajaban en él sin cobrar un salario. Junto a los comerciantes, en el epígrafe estadístico de clases medias también se incluye el personal administrativo; éste dobló su peso relativo a lo largo del periodo, pero en su seno la diversificación era muy importante, como se ha explicitado anteriormente. Las capas sociales enumeradas hasta aquí responden a la estructura de clase media tradicional. Sin embargo, en el contexto del cambio social de los años 60 y 70 destaca la aparición de una «nueva» clase media, un fenómeno esencialmente urbano vinculado al desarrollo del conjunto de actividades terciarias y a la tecnocratización de la economía que se produjo durante este periodo; esta «nueva» clase media también era muy diversificada. En el cuadro 10 se puede observar que los profesionales altamente cualificados —profesionales, técnicos y directivos— doblaron su peso relativo en la población activa entre 1960 y 1975. La mayor parte de estos profesionales eran asalariados: en 1970, el 77% de los profesionales y técnicos y el 98% de los directivos; eran asalariados que trabajaban tanto para la Administración pública como 195
para la empresa privada, y que con mucha frecuencia tenían un grado notable de movilidad entre uno y otro sector, una movilidad que se acentuó desde el inicio los años 70. Su origen social mayoritario era burgués o de la clase media tradicional y su número era reducido en términos relativos, pero su influencia social y cultural fue muy destacable, dado su mayor activismo social y cultural. Paralelamente al aumento de estos xxxxxxx profesionales, en esos años también se amplió el número de aquellos otros vinculados a los servicios públicos, como la enseñanza y la sanidad, áreas que crecieron bajo la presión de las exigencias populares de unos niveles mínimos de equipamientos y servicios colectivos. Considerados globalmente los asalariados del sector público, de 1966 a 1976 pasaron del 6,5 al 9,2% del total de la población activa, un porcentaje que, sin embargo, se ampliaría mucho más en la etapa democrática. En definitiva, la estructura social española experimentó cambios extraordinarios durante los años 60 y 70, que supusieron la consolidación definitiva de una sociedad capitalista industrializada, en la que los sectores obreros eran amplios y diversificados, al tiempo que las clases medias vivían un proceso de transformación y diversificación que influyó decisivamente en las nuevas pautas de socialización. Una última cuestión que ha de considerarse respecto a la estructura social es el de la movilidad social, uno de los aspectos que más ha interesado a los sociólogos. La diversificación y cualificación profesional paralelas al crecimiento económico hicieron posible cierta movilidad social; sin embargo, el estudio FOESSA de 1975, que es el más completo respecto a esta cuestión y el más ampliamente utilizado, muestra que el grado de movilidad vertical en la sociedad española fue particularmente reducido. El proceso de crecimiento y modernización de la economía española comportó la expansión de actividades de mayores ingresos y status social, pero éstas fueron ocupadas en su mayor parte por aquellos que tenían cualificación para hacerlo: los grupos más jóvenes de las clases medias y altas. En los sectores populares, el paso de jornalero a obrero tenía implicaciones directas en los ingresos y calidad de vida —no es tan claro en el caso del pequeño propietario agrícola—, pero ese paso de la agricultura a la industria no implicaba movilidad social. En este sentido, hay que señalar que en esta etapa de intenso crecimiento económico la movilidad fue reducida, porque el 80% aproximadamente de los nacidos en familias obreras o campesinas tuvieron profesiones de este estrato socioeconómico. La percepción social, sin embargo, no coincidía con la observación estadística, y la percepción extendida en aquellos años era que se estaba viviendo una mejora social amplia. Ello es explicable porque el cambio estructural permitió acceder a ocupaciones de mayor cualificación o de mayores salarios, lo que influyó decisivamente en el poder adquisitivo. Por otra parte, un 20% de movilidad no es una proporción despreciable, y el hecho de que un porcentaje de personas procedentes de familias obreras o campesinas se convirtieran en empleados, y que otras procedentes de familias de clase media pudieran acceder a profesiones altamente cualificadas, supuso un cambio importante que extendió la percepción de mejora y favoreció la integración social característica de los años 60 y 70. En ese proceso de dinamización social la educación desempeñó un papel relevante. 18.2. DE LA EDUCACIÓN CLASISTA A LA ENSEÑANZA MASIFICADA 196
A la altura de 1970, la tasa de analfabetismo se había reducido de forma muy notable respecto al nivel de preguerra y tan sólo declaraba no saber leer ni escribir el 9% de la población, concentrándose los mayores niveles de analfabetismo en los mayores de 55 años, entre los que la tasa giraba en torno al 44%; también la diferenciación por sexos era importante, pues mientras la tasa masculina en esas edades era del 27%, xxxxxx entre las mujeres era del 58%. Además, el nivel educativo de la población adulta en su conjunto era todavía muy bajo: el 69% de la población tenía sólo estudios primaños, el 12% estudios medios, y no llegaba al 2% la que había cursado estudios superiores. El desarrollo económico de la década anterior, sin embargo, había hecho posible y a su vez exigido una mayor cualificación de la población; por otro lado, la demanda social de educación se extendía porque existía el convencimiento de que ésta era la llave para alcanzar mayores remuneraciones y status social. Todo ello había hecho obsoleto el sistema educativo tradicional; José Luis Villar Palasí, nombrado ministro de Educación y Ciencia en 1968, intentó trasladar los conceptos tecnocráticos dominantes en aquellos años en la esfera gubernamental al ámbito educativo. En 1969 se publicó un Libro Blanco sobre la educación en España, en el que se presentaban las propuestas de reforma educativas que en agosto de 1970 quedaron recogidas en la Ley General de Educación y de Financiación de la Reforma Educativa. Por primera vez en más de un siglo se diseñó una remodelación de todo el esqueleto educativo, desde la enseñanza primaria hasta la superior. La ley, en su mismo nombre, hacía referencia a las necesidades financieras de la reforma, dado que la parvedad del presupuesto educativo hasta entonces había supuesto la insuficiencia de centros, el abandono de las instalaciones, la infradotación de profesorado, etc. Sin embargo, a pesar del aumento en la asignación de recursos para la educación, todavía en 1976 España destinaba una cantidad pequeña en relación con otros países europeos; así, mientras los Países Bajos, Francia o Italia dedicaban a la educación más del 5% de su PIB, en España el porcentaje era del 2,2%. Respecto a las enseñanzas no universitarias, si las leyes de los años 40 tendían a reproducir en el ámbito educativo la división social clasista, la nueva ley pretendía democratizar la enseñanza por distintas vías; la primera, prolongando la escolarización obligatoria hasta los 14 años. Respecto a la enseñanza secundaria, por un lado, y aunque sólo fuera sobre el papel, se ponía mayor énfasis en el vínculo entre el mercado de trabajo y la educación, afianzando la Formación Profesional, mientras que, por otro, se unificaban las ramas de ciencias y letras con la creación del Bachillerato Unificado Polivalente. La Ley de Educación reforzó el proceso de ampliación de la escolarización, sobre todo en los niveles medios y superiores. Mientras la tasa de crecimiento de los alumnos de primaria aumentó en un 39% desde el curso 1961-1962 al de 1971-1972, la de bachillerato lo hizo en un 159%, y la de estudios superiores en un 142%. Aun así, en 1970 sólo el 56% de los jóvenes de sexo masculino continuaba en la escuela a los 14 años, y la proporción de escolarizados era del 35% a los 16; en 1975, la tasa de escolarización había avanzado notablemente, situándose en el 75 y 45% respectivamente. También hay que destacar que las diferencias entre la escolarización masculina y femenina todavía continuaban siendo notables, pues la tasa de jóvenes escolarizadas era en 1970 bastante más baja que la masculina, el 45 y el 23% a los 14 y 16 años; cinco años después las diferencias se habían reducido, pasando la tasa de escolarización al 64 y 37% respectivamente. Es decir, las adolescentes se incorporaban a la enseñanza media a un ritmo más intenso que los adolescentes de sexo mas197
culino, pero en 1975 todavía existía una importante diferencia entre ellos, distancia que no desapareció hasta el inicio de la década de los 80. Por otra parte, a diferencia de lo que será característico de la etapa democrática iniciada en 1977, durante los años 60, y en menor proporción los 70, el acceso a la enxxxxxx señanza continuó vinculado a la procedencia social. El informe FOESSA de 1975 señala que en 1970 el 37% de los bachilleres superiores procedían de las familias de mayores recursos, que significaban el 12% de la población, el 36% de los bachilleres procedían de los estratos medios, que representaban el 23% del total, y el 27% procedían de los sectores obreros y asimilados que agrupaban al 65% de la población. La enseñanza universitaria, por su parte, experimentó igualmente un crecimiento muy importante, aunque durante este periodo el volumen de estudiantes distaba del millón que alcanzaría a finales de la década de los 80. En el curso 1961-1962 cursaban estudios superiores 95.000 universitarios, y en 1971-1972 lo hacían 255.000, que se repartían entre facultades —188.000—, escuelas técnicas superiores —43.000— y universidades privadas —7.000—; en 1975, los estudiantes universitarios habían superado la cifra del medio millón, 350.000 estaban matriculados en facultades, 50.000 en escuelas técnicas superiores y 150.000 en escuelas universitarias. A partir de la Ley General de Educación, la política ministerial pretendía estimular el desarrollo de los estudios superiores de ciclo corto, y las escuelas universitarias tuvieron un crecimiento relativo más importante que el de facultades y escuelas técnicas superiores. Todas las universidades aumentaron el volumen de matriculados, y además se crearon varias nuevas por primera vez en la etapa franquista: en 1968 se aprobó la creación de las universidades autónomas de Barcelona y Madrid, en 1972 las de Cantabria, Córdoba y Málaga, y al año siguiente la de Extremadura. Además, en todas las universidades creció el número de titulaciones impartidas; así, si en el curso 1960-61 existían 20 facultades y 5 escuelas técnicas superiores, una década después funcionaban 50 facultades y 13 escuelas técnicas, y en el curso 1975-1976, el volumen de centros había pasado a 97 facultades, 14 escuelas técnicas y 45 escuelas universitarias. Ha de destacarse que el aumento de matriculados fue paralelo a cambios en el peso relativo de las diferentes carreras, en parte también por la creación de titulaciones antes inexistentes; por ejemplo, el incremento de los estudiantes de Derecho o Medicina fue menor que el de los estudiantes de Ciencias, Letras, Ciencias Políticas y Económicas o Ingeniería; así, entre 1960 y 1970, los licenciados en las dos primeras titulaciones pasaron del 26 al 11% y del 26 al 21% del total de licenciados, respectivamente; contrariamente, los licenciados en Ciencias pasaron del 8 al 15% y en Ingeniería del 12 al 18% del total de licenciados. Por último, también es imprescindible resaltar que aunque en los años 70 ya se produjo un proceso de democratización importante, los estudiantes universitarios continuaban siendo mayoritariamente de clase media y alta. Así, el 32% de los universitarios procedían de familias en los que la categoría profesional del padre era cuadro superior o profesional liberal, y un 15% eran hijos de cuadros medios; es decir, prácticamente la mitad de los universitarios procedían de familias que representaban el 7% de la población activa; en sentido contrario, tan sólo el 13,5% de los universitarios procedían de familias de menor cualificación profesional —obreros y trabajadores del campo—, que, sin embargo, representaban el 64,5% de la población activa.
198
18.3. EL AUMENTO DEL PODER ADQUISITIVO Y LA DISTRIBUCIÓN DE LA RENTA Una de las consecuencias más destacables del cambio económico y social de los años 60 y 70 fue el aumento del poder adquisitivo que experimentó la mayor parte de la población, y que fue consecuencia de la suma de un conjunto de factores: del xxxxxxxx propio desplazamiento de millones de personas desde las áreas rurales a las urbanas, donde los salarios eran más elevados, de los incrementos salariales que se produjeron en estos años, del proceso de cualificación de la población activa y del incremento del tiempo y la intensidad del trabajo. CUADRO 11. Crecimiento de los salarios reales (% anual). 1964
1965
1966
1967
1968
1969
1970
1971
1972
1973
1974
1975
5,5
2,1
10,1
8,6
4,0
9,3
8,0
5,4
8,1
7,5
9,5
12,0
Fuente: Felipe Sáez, «Consideraciones sobre el comportamiento sectorial de los salarios respecto a la productividad y empleo en el mercado de trabajo español», Revista de Trabajo, núm. 59-60, 1980.
Esos incrementos salariales que en términos absolutos parecen tan importantes, no lo son tanto si tenemos en cuenta el escenario en que se dieron. Por un lado, es preciso hacer referencia a los bajos niveles de partida. Los trabajadores españoles no recuperaron el nivel adquisitivo de 1935 hasta 1956; durante esos veinte años el nivel de subconsumo había sido extremo, hasta convertirse en un obstáculo para la capacidad de crecimiento de la economía española. Desde 1962, cuando ya se había iniciado el crecimiento y después de importantes movilizaciones obreras, los salarios adquirieron un ritmo alcista pero moderado respecto a los aumentos de productividad alcanzados en la industria; así, en la década de los 60 los índices de incremento salarial estuvieron por debajo o igualaron los índices de aumento de la productividad, y en los primeros 70 los superaron levemente, en un contexto de fuerte movilización obrera. Por otro lado, se debe tener en cuenta que no tan sólo aumentó el producto del trabajo obrero por la mecanización, sino que los trabajadores también necesitaron ampliar extensamente su jornada para reunir los ingresos mínimos para poder adquirir los bienes que harían más confortable la vida cotidiana, consumo que, por otra parte, era imprescindible para mantener el crecimiento económico, dado que la producción a gran escala necesita una demanda masiva. Entre 1960 y 1975, la prolongación de la jornada de trabajo fue generalizada para todas las categorías socio-profesionales, aunque adquiriera distintas formas; entre los titulados, administrativos y empleados subalternos, fue más frecuente el recurso a una ocupación complementaria —el pluriempleo—, y ese trabajo no quedó registrado en las estadísticas de horas extraordinarias. Los obreros habitualmente prolongaron su jornada de trabajo en la propia fábrica o taller. Según la Encuesta de Población Activa, en 1965, el 54% de los asalariados trabajaba entre 46 y 54 horas semanales y el 22,5% más de 55 horas a la semana; en 1970, las proporciones eran del 55 y el 19%, y en 1975, el 41 y el 18%, respectivamente. Pero los datos de la encuesta han de considerarse como mínimos; en los últimos años 60 más de la mitad de los trabajadores barceloneses, por ejemplo, tenía una jornada superior a las 55 horas semanales. En resumen, para amplios sectores de la población el aumento de la capacidad adquisitiva fue el resultado de la prolongación de la jornada laboral, que absorbía prácticamente toda la actividad perso199
nal diaria. En conjunto, y en términos reales, la renta per cápita española se duplicó holgadamente entre 1960 y 1977, y del crecimiento económico se pudo beneficiar el conjunto de la sociedad; sin embargo, quienes más beneficios obtuvieron del crecimiento en esos años fueron los propietarios del capital, de manera que no se produjo una xxxxxxxx
redistribución de la renta que compensara el retroceso sufrido por las clases populares durante la primera mitad del franquismo. Según cálculos de L. Araujo y C. Muñoz, de 1960 a 1970 la remuneración neta de los asalariados creció menos que la renta nacional; en pesetas constantes, la primera pasó a un índice 201,4 en 1970 respecto a 1960, mientras que la segunda aumentó hasta el 207,9. Un análisis superficial de la participación de las rentas salariales en el PIB puede llevar a la conclusión de que los trabajadores absorbieron una parte creciente de la riqueza generada, pero si se tiene en cuenta el aumento en el número de ocupados se comprueba que la participación de los asalariados en el PIB apenas aumentó, incluso en la primera mitad de los años 70, cuando los trabajadores consiguieron mayores retribuciones, dado el nivel de organización que habían adquirido y los efectos de la crisis política. Por otro lado, una parte de la retribución de los asalariados correspondía a las cotizaciones de la Seguridad Social, que, según la Contabilidad Nacional, en 1960 suponían el 12,5% de la remuneración de los asalariados, y en 1975, el 21,8%. CUADRO 12. Participación de los salarios en la renta nacional. 1966
1968
1970
1972
Sueldos y salarios
51,3
48,2
50,0
50,1
Seguridad Social
4,1
8,3
8,6
10,3
Fuente: INE, La Renta Nacional en 1973 y su distribución, Madrid, 1974.
Las distintas fuentes abundan en la misma dirección, aunque cada una de ellas utiliza conceptos y/o categorías diferentes. Así, el Informe FOESSA de 1975 —que dividía el conjunto social en estratos— constataba que entre 1969 y 1974 la media de ingresos del estrato alto y medio-alto de la sociedad se había multiplicado por 2,6 en términos nominales, mientras que el de los estratos medio y obrero lo había hecho por 1,7 y 1,8, respectivamente, y el del estrato pobre por 2. Todos los datos disponibles sobre la distribución personal de la renta muestran que se produjo un aumento de la desigualdad en la década de los 60 y una ligera disminución de la desigualdad en la de los 70. Julio Alcaide, en su estudio sobre la distribución de la renta en España publicado en 1984, muestra que incluso en 1974, después de que se produjera cierto reequilibrio, la mitad de la población, la de menos ingresos, percibía el 20,9% de la renta disponible, mientras que la otra mitad reunía el 80%. En la sociedad española se daba una fuerte concentración de la riqueza en los estratos más altos: el 10% de los hogares con renta más alta, después del pago de impuestos, absorbían el 40% de la renta disponible, una proporción más elevada que la que se daba en otros países europeos que se caracterizaban también por una fuerte concentración de la renta en sus estratos más altos: Italia, Francia y Alemania, donde el décil de mayores ingresos acaparaba entre el 31 y el 30% de la renta total. En 200
el extremo opuesto la situación española era parecida a la de otros países europeos: el 10% con renta más baja tan sólo percibía el 1,8% de la renta nacional disponible, aunque evidentemente los ingresos españoles eran inferiores a los de aquellos países. Dado que la etapa de crecimiento de 1960 a 1973 se caracterizó por una elevada concentración de la población y de la actividad económica, también se produjo en xxxxxxxxx esos años un fenómeno de concentración de la renta a nivel territorial. En ese periodo, las Comunidades de mayor crecimiento de la renta fueron Baleares, Canarias y Madrid, seguidas de Cataluña. El País Valenciano, País Vasco, Murcia y Navarra crecieron en torno a la media española; por debajo de la media crecieron CastillaLa Mancha, Aragón y Andalucía y, sobre todo, Extremadura, Asturias, Cantabria, La Rioja y Castilla y León. CUADRO 13. Renta interior de España. Media española = 100. Renta per cápita
Renta familiar disponible
% particip. total española
1960
1973
1967
1973
1960
1973
Madrid
147,8
139,1
140,8
133,2
12,5
16,1
P. Vasco
175,1
138,7
145,9
128,3
7,8
7,8
Baleares
110,5
132,9
124,3
128,6
1,6
2,1
Cataluña
140,4
130,5
132,4
123,2
18,0
20,1
Navarra
117,6
111,6
113,6
109,6
1,6
1,5
La Rioja
116,9
104,4
111,4
103,3
0,9
0,7
Cantabria
127,4
102,5
112,8
100,1
1,8
1,4
P. Valenciano
115,7
102,3
100,1
103,0
9,4
9,5
Aragón
103,0
99,8
100,3
98,7
3,8
3,3
Asturias
114,2
92,8
104,0
93,3
3,7
2,9
Canarias
73,5
86,1
71,2
86,0
2,3
3,0
Castilla y León
80,1
80,7
90,8
84,3
7,5
6,0
Murcia
74,4
79,0
74,2
84,1
2,0
1,9
Galicia
70,7
71,4
77,1
78,6
6,1
5,5
Castilla-La Mancha
64,7
74,5
69,3
79,5
4,2
3,6
Andalucía
71,9
71,7
72,7
77,6
13,9
12,5
Extremadura
62,6
59,2
65,0
67,2
2,8
1,9
Fuente: Julio Alcaide, «La distribución de la renta en España», en J. Linz (ed.), España: un presente para el futuro, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984. Elaboración propia.
El cuadro 13 refleja el importante desequilibrio existente en la distribución territonal de la renta, aunque también, que éste no aumentó durante la etapa de crecimiento; así, se puede observar que no hay una correspondencia directa entre mayor crecimiento económico y aumento de la renta per cápita y renta disponible. Tomando como referencia el año 1973 podemos comprobar que, en las regiones de mayor 201
crecimiento económico, la renta familiar disponible era menor que su renta per cápita, mientras que en las de menor crecimiento sucedía lo contrario. En este sentido es necesario resaltar que, aunque en proporciones moderadas, los habitantes de las regiones de menor dinamismo económico no empeoraron su situación individual en proporción a la evolución de la renta regional o provincial, dado que al reducirse la población aumentaban los recursos disponibles, al mismo tiempo que las transferencias de las Administraciones públicas acercaban la renta familiar disponible respecto a las regiones más desarrolladas.
CAPÍTULO XIX
Las nuevas pautas socioculturales 19.1. UNA SOCIEDAD DE CONSUMO PRIVADO El desequilibrio en la distribución de la riqueza no fue óbice para que la percepción más extendida en los años 60 y primeros 70 fuera la de que la mayor parte de la población estaba experimentando una mejora continuada de su nivel de vida, lo cual, por otra parte, era cierto, dado que se partía de niveles bajísimos de consumo. CUADRO 14. Evolución y distribución de los gastos medios por persona. Total ptas. Corrientes Total ptas. constantes 1958 Incremento
1958
1964
1968
1973
10.765 10.765 100
19.974 14.168 131,6
32.415 17.701 164,4
71.723 26.238 243,7
55,5 13,6 5,0 8,3 17,8
48,6 14,9 7,4 9,2 19,9
44,4 13,5 10,3 8,1 23,7
38,0 8,5 12,0 10,7 31,6
Distribución Alimentación Vestido y calzado Vivienda Gastos de casa Gastos diversos
Fuente: Manuel García Ferrando, «Ocio, consumo y desigualdad social», en AA.DD., Política y sociedad, Estudios en homenaje a Francisco Murillo, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1987.
El aumento del poder adquisitivo hizo posible cambios cualitativos en la distribución del presupuesto familiar. El Instituto Nacional de Estadística realizó la primera encuesta de presupuestos familiares en 1958; en aquel año el 55% de los gastos fa202
miliares se destinaban a la alimentación, todavía en 1964-1965 el porcentaje que absorbían los alimentos giraba en torno al 50%, pero ya en 1968 esa proporción se había reducido al 44% y al 38 en 1973. El aumento de los ingresos hizo posible la disminución de la partida de subsistencia aumentando al mismo tiempo la calidad y variedad de los alimentos consumidos; según datos del Instituto Nacional de Estadística, el presupuesto de alimentación en pesetas constantes creció en dos tercios entre 1958 y 1973. Una «sociedad de consumo» muy incipiente se extendió en España a finales de los sesenta, como lo había hecho una década antes en el resto de Europa. Lo más urgente para un segmento amplio de la población era acceder a una vivienda digna, en especial para los inmigrantes de las áreas industriales que durante casi una década tuvieron que vivir en condiciones deplorables y hacinados. Los datos de la Encuesta muestran que la partida dedicada a la vivienda dobló ampliamente su peso en el presupuesto familiar, teniendo en cuenta además que en ese porcentaje no estaba incluido el gasto por compra de vivienda, que se consideraba una inversión. Después de la vivienda se adquirieron los electrodomésticos que harían los quehaceres cotidianos más ligeros, y una vez cubiertas esas necesidades, el coche, símbolo de la prosperidad social. Las estadísticas señalan que en 1963 tan sólo un 9% de la población disponía de frigorífico, un 33 de lavadora, un 8% de televisión, igual que de automóvil; en 1969, las proporciones se habían incrementado notablemente: un 63 y 62% tenía ya frigorífico y televisión, y un 27% automóvil. A mediados de los setenta, la disponibilidad de los principales electrodomésticos era generalizada, aunque tan sólo un 48% disponía de automóvil. A los electrodomésticos más necesarios se habían añadido progresivamente otros que no lo eran tanto —aspirador, equipo de música, etc.—, cuya compra estuvo vinculada a un mayor poder adquisitivo. Se puede hablar de sociedad de consumo con más propiedad respecto a los años 70. Se considera que existe sociedad de consumo cuando la parte del presupuesto familiar destinado a los gastos indispensables es igual o menor a aquellos de los que se puede prescindir. Y eso es lo que se produjo en España en los años 70. Los gastos diversos, que son en definitiva los que diferencian los estilos de vida de la población, en 1958 absorbían el 18% de los gastos totales, pero en 1968 habían crecido hasta el 24% y hasta el 32% en 1973. Los gastos en alimentos continuarían reduciéndose en los años siguientes y serían superados por los gastos diversos. Esos gastos diversos ampliaron notablemente sus distintas partidas, al tiempo que algunas de las preexistentes aumentaron o disminuyeron su importancia relativa. Esparcimiento y ocio, viajes, transporte y comunicaciones incrementaron su presencia en los gastos totales. Como siempre, el problema de las cifras estadísticas es que nos ofrecen medias que no tienen correspondencia social. Los datos disponibles respecto a 1968 muestran que mientras el consumo de bienes era muy alto entre las clases acomodadas, los trabajadores urbanos sólo alcanzaban a poseer los electrodomésticos más elementales, y menor aún era el consumo de los asalariados agrarios. La encuesta de presupuestos familiares de 1980 analiza la distribución del gasto según el nivel de estudios del sustentador familiar principal, partiendo del supuesto de que existía una correlación entre nivel de estudios y nivel de ingresos. De esa encuesta se deduce que mientras los sectores de menor nivel académico —analfabetos, sin estudios y estudios primanos dedicaban a la alimentación una proporción superior a la media nacional, los grupos sociales de estudios medios y superiores no alcanzaban la media. Al mismo 203
tiempo, las diferencias presupuestarias aparecen con gran nitidez en la proporción destinada a los gastos diversos; las familias del estrato superior destinaban a transporte y comunicaciones, ocio, enseñanza y cultura el 25% de su presupuesto, mientras que la población sin estudios destinaba a esas mismas partidas el 12% de su presupuesto, que era incomparablemente más reducido. También las diferenciales territoriales eran significativas a principios de los setenta. Manuel Navarro distingue tres grandes grupos regionales respecto al nivel de conxxxxxx sumo; en primer lugar, las regiones de Madrid, la catalana costera y balear, levantina y vasco-navarra, que disfrutaban de un mayor nivel de consumo; en segundo lugar, aquellas de un nivel de consumo medio: Aragón y la zona interior de Cataluña, Castilla la Vieja, Asturias, Andalucía occidental y La Mancha; y en tercer lugar, un grupo de regiones con un nivel de consumo muy bajo, y que estaba formado por Canarias, Andalucía oriental, Extremadura y Galicia. Además del nivel de renta disponible, el desequilibrio territorial respecto al consumo estaba relacionado con la proporción de población agraria; por ejemplo, en los años 70, el frigorífico era un bien extendido en las ciudades, sin embargo, tan sólo un 56% de los agricultores y un 25% de los jornaleros disponían de frigorífico. En definitiva, durante los años 60 y 70 se produjo un salto cuantitativo en la capacidad adquisitiva del conjunto de la población española de suficiente amplitud como para implicar cambios cualitativos en el nivel de vida. Se extendió entonces en España la de nominada «sociedad de consumo», que se vivió con gran intensidad porque se partía de niveles muy bajos y porque se produjo en un corto espacio de tiempo, menos de una ge neración. Sin embargo, la estandarización de las formas de vida fue muy reducida porque las diferencias sociales y territoriales continuaron siendo muy acusadas. 19.2. UNA SOCIEDAD CON CARENCIAS COLECTIVAS El incremento del poder adquisitivo generó un aumento del bienestar privado, pero la mejora del bienestar individual no fue acompañada de un desarrollo paralelo de los servicios colectivos. En las grandes aglomeraciones industriales se crearon barrios enteros que en muchos casos crecieron sin planificación urbanística; los edificios se alzaban en cualquier rincón, sin urbanizar, sin equipamientos colectivos, muchas veces sin transporte. La especulación dominó todo el proceso, y la falta de exigencia respecto a los constructores y, también, la corrupción existente, se convirtieron en una lacra para las ciudades. Del mismo modo, la falta de inversiones públicas, característica de todo el periodo franquista y que se explica en buena medida por la fiscalidad regresiva que practicaba en beneficio de los sectores sociales de mayor capacidad económica, provocaba una escolarización muy deficiente y unos prácticamente nulos servicios sanitarios en los suburbios obreros. Las ciudades crecieron de forma desordenada, y la progresiva especialización funcional que tuvo lugar dentro de ellas fue acompañada de una segregación más radical de los grupos sociales que las habitaban, apareciendo barrios en los que la calidad de vida era ínfima. En los años 50 los barrios de barracas se extendieron en las periferias urbanas. Según el censo de viviendas de 1960, existían en España 127.899 barracas que estaban ocupadas por 582.232 personas; en 1970, todavía se contabilizaban 111.826 chabolas en las que habitaban 557.630 personas. Estas cifras han de ser consideradas como mí204
nimos, sobre todo en los primeros años de la década de los 60. El déficit de viviendas había llegado a ser tan importante y el descontrol urbanístico tan evidente que en 1956 se aprobó la Ley del Suelo y al año siguiente se creó el Ministerio de la Vivienda; en ese mismo año de 1957 se aprobó un Plan de Urgencia Social para Madrid, que se amplió el año siguiente a Barcelona y Asturias y en 1959 a Vizcaya, planes que trataban de impulsar la construcción de viviendas de bajo coste mediante la adquisición y urbanización de suelo y la creación de los polígonos de viviendas.
Así, en los años 60 la expansión del tejido urbano no se debió tanto a la ocupación del suelo con viviendas autoconstruidas como a la aparición de los polígonos de viviendas; éstos tenían en común que eran conjuntos de construcciones de baja calidad, con la ausencia de equipamientos, que cuando existían eran más que deficitarios, y localizados en la periferia, aislados del casco urbano, hasta el extremo de que en algunos casos a los nuevos polígonos se les denominó «ciudades satélite». Para 1970, Horacio Capel cifra el número de polígonos financiados por el Instituto Nacional de la Vivienda en 180, con una superficie total de 15.000 ha. Por otra parte, dentro del apartado de la construcción de viviendas de promoción pública, hay que destacar la creación de Unidades Vecinales de Absorción —UVA.—, encargadas a la Obra Sindical del Hogar y que, como su nombre indica, tenían como objetivo absorber a la población que habitaba en barracas. Sin embargo, este tipo de construcciones dio lugar a lo que se conoce como barraquismo vertical, porque se trataba de polígonos de ínfima calidad de edificación, sin atención a la urbanización, además de reunir agudizados el conjunto de déficits característicos de la construcción en aquellos años. San Cosme, Pomar o Cinco Rosas en el cinturón barcelonés, o Fuencarral, Vallecas y Canillejas en Madrid, fueron algunos de los exponentes. Los problemas urbanísticos habían llegado a ser tan graves que en 1970 se aprobó un plan de Actuaciones Urbanísticas Urgentes —ACTUR— en un intento de racionalizar la expansión de las áreas metropolitanas. No toda la construcción de polígonos fue de iniciativa pública, pues, dada la demanda de viviendas existente y las excelentes perspectivas de beneficios, los inversores privados construyeron también grandes polígonos, de los que son ejemplos paradigmáticos la Ciudad de los Ángeles o San José de Valderas en Madrid, o San Ildefonso o Ciudad Meridiana en Barcelona. En realidad, el ordenamiento jurídico-urbanístico favoreció, sobre todo, a los constructores privados, hasta el extremo de que el 90% de las viviendas de protección oficial fueron construidas por la iniciativa privada en la década de los 60, ya que buena parte de los recursos públicos fueron a parar a la subvención de viviendas privadas en forma de préstamos o bonificaciones fiscales, e incluso con subvenciones a fondo perdido. Que el crecimiento urbano en la España de los años del «Desarrollo» fuera tan caótico se debió en buena medida a que estuvo absolutamente mediatizado por los intereses particulares de los propietarios del suelo, que contaron con la connivencia de los poderes públicos, y en especial, del poder político municipal, en el que la presencia de propietarios inmobiliarios fue muy importante. Desde los años 40 el precio del suelo había aumentado extraordinariamente por la demanda de solares en los que invertir parte de las ganancias realizadas con el estraperlo, al margen de que la tierra siempre había sido considerada una inversión segura. Ante la demanda generada en los años 60, los propietarios de suelo urbano, que eran tanto particulares como sociedades, pudieron obtener grandes plusvalías especulando con los terrenos del casco central o con los mucho más amplios que poseían en la periferia. Al mismo tiempo, 205
utilizaron los planes parciales de urbanismo para conseguir la recalificación de los terrenos o una utilización más intensiva que la que estaba prevista en los planes urbanísticos, aumentando el volumen de edificación. Con todo, los problemas de vivienda y urbanismo constituían sólo una parte de los déficits de servicios característicos de las décadas de los 60 y 70. La insuficiencia de centros escolares y sanitarios, así como de otros bienes colectivos, fueron el origen de una importante movilización vecinal.
19.3. LAS CONDICIONES DE VIDA Y LAS NUEVAS ACTITUDES La necesidad de prolongar la jornada de trabajo para obtener los ingresos suficientes para adquirir los bienes de consumo necesarios comportó que, para la mayor parte de la población, el tiempo de ocio fuese muy reducido, si no incluimos en éste actividades esenciales para la vida humana como comer, dormir, etc. A diferencia de la abundancia de datos disponibles sobre el tiempo de «no trabajo» existente desde la década de los 80, no es posible cuantificar ni aproximativamente la distribución del tiempo de ocio en las décadas anteriores. En general, se puede afirmar que se produjo una mayor reclusión en el espacio doméstico, que se explica porque la comodidad de las viviendas había aumentado, pero, sobre todo, por la irrupción de la televisión. El ocio en este periodo se mercantilizó en buena medida, y para la mayoría de la población la falta de espacios colectivos donde desarrollar nuevas o antiguas formas de sociabilidad influyó también en la reclusión en el espacio doméstico. Así, era más frecuente la visión de la retransmisión de actividades deportivas que no la propia práctica, que en 1975 realizaba poco más del 20% de la población adulta. Contrariamente, la propia escasez de espacios de sociabilidad en las grandes ciudades hizo que una práctica cada vez más extendida fuese la excursión campestre de los domingos, o los más afortunados, el fin de semana. La creciente urbanización, la congestión de las ciudades, las escasas ofertas lúdicas, la mejora de las carreteras y, sobre todo, la posesión del automóvil hizo posible el aumento de desplazamientos y que la aglomeración de coches entrando y saliendo de las grandes urbes se convirtiera en una de las imágenes más simbólicas de la nueva sociedad de consumo. En los años 60 eran muy pocos los españoles que viajaban en su periodo de vacaciones, ni siquiera relativamente cerca de su lugar de residencia; en los años 70 la proporción fue mayor, pero el destino y la duración de las salidas era muy heterogéneo. El Instituto Nacional de Estadística realizó la primera encuesta sobre las vacaciones de los españoles en 1973. Según la elaboración realizada por Venancio Bote sobre aquellas cifras, en ese año no llegó al 20% de los mayores de 14 años los que viajaron durante las vacaciones, pernoctando más de un día fuera de casa; de ese 20%, tan sólo un 3% viajó al extranjero. Las diferencias por nivel de renta eran lógicamente acusadas; así, el 63% de los viajeros habían realizado estudios superiores, y sólo dejaron su residencia un 5,8% de los que tenían estudios primarios. Otro dato que nos muestra la exigüidad de la sociedad de consumo para la mayoría de la población al inicio de los setenta es que en 1973 el 51% de los veraneantes se hospedó en casas de particulares, y a diferencia de los turistas extranjeros que se dirigían a la costa, su lugar de destino fue sobre todo las regiones del interior, es decir, los lugares de origen de los inmigrantes de las grandes ciudades, que aprovechaban las vacaciones para visitar a familiares y amigos. Tan sólo un 14% pasó sus vacaciones en una residencia secundaria de su propiedad, y un 35% en alojamiento turístico 206
—16% en hotel, 12% en apartamento y 2% en camping. Las nuevas pautas de consumo se extendieron paralelamente a nuevas actitudes sociales, que como los valores y las ideas están relacionadas con las formas de vivir y de trabajar, y responden a un proceso de socialización. El régimen franquista destruyó buena parte de los instrumentos de relación social y cultural de los que se habían dotado especialmente las clases populares, ya fueran ateneos, casas del pueblo o puxxxxxxxx
blicaciones periódicas, y en su lugar impuso un repertorio de manifestaciones culturales caracterizadas por la religiosidad y el casticismo, incluso en aquellas zonas donde la vida urbana las había diluido en el primer tercio del siglo. Esas exhibiciones rancias en su mayoría, sufrieron un descrédito progresivo, pero la acción represiva del régimen impidió que fueran sustituidas por otras de carácter democrático. La ausencia de libertad de expresión y la represión de cualquier manifestación cultural que el régimen interpretara como contraria a sus principios impidió la libre circulación de las ideas. El régimen tuvo siempre un control estricto sobre los medios de comunicación de masas, aunque con el paso del tiempo su actuación se centró en el control de la información y no tanto en el de la transmisión de pautas de comportamiento. El peso de la censura fue también determinante para la desaparición del interés por la prensa escrita aunque el nivel educativo fuera más elevado, y la desinformación se extendió, lo que tuvo graves consecuencias para la cultura política mayoritaria, que sólo tuvo un antídoto extraoficial en la socialización promovida por los movimientos sociales que crecieron en oposición al franquismo. En los años 60 y 70, los cambios sociales, el peso de las grandes ciudades, la mayor permisividad en los medios de comunicación, e incluso fenómenos como el turismo, comportaron nuevas actitudes y pautas de comportamiento de distinto signo. Y aunque la prensa, la radio y, sobre todo, la televisión fueron instrumentos básicos de control social, el poder político no pudo impedir, sin embargo, que a través del cine, la publicidad o la música se filtraran nuevos valores relacionados con la sociedad de consumo y los nuevos aires de contestación que se desarrollaban en la mayor parte de los países desarrollados. La cotidianidad experimentó un cambio radical. Para una mayoría bastante amplia, después de dos décadas de escasez angustiosa, el eje vital se apoyó en la cadena trabajo-ingresos-consumo; era necesario trabajar tanto como fuera posible para incrementar los ingresos y así poder adquirir los bienes apetecidos, que por otro lado iban en aumento porque, además de que se partía de grandes carencias, el sistema económico estaba generando nuevos productos de forma continuada. Para amplios sectores de la población, la cantidad de bienes disponibles se convirtió en la medida del éxito y del status social. La centralidad del consumo privado, acompañada de una extensión del individualismo, creó un espejismo de homogeneización social, estimulado por la publicidad. La publicidad convertía el consumo en sinónimo de felicidad, armonía y plenitud, un paraíso en definitiva al alcance de cualquiera. El discurso consumista fue efectivo para la integración social, aunque las desequilibrios sociales fueran muy importantes, tal como se ha señalado en páginas anteriores. Como a mediados de los setenta tener coche era una aspiración satisfecha para una parte significativa de la población, la movilidad que el automóvil generaba permitía creer que las formas de vida se habían homogeneizado, aunque el consumo de ocio, símbolo de éxito social, fuera 207
muy desigual. Así, la influencia cultural de las «nuevas clases medias» fue consolidándose progresivamente hasta el extremo de convertirse en un punto de referencia social en las formas de vida dominantes, aunque esas formas fueran en muchos casos tan sólo un referente porque no pudieron ser imitadas por un amplio sector de la población por no disponer ni de los recursos materiales ni culturales imprescindibles. El consumo cultural —a través del cual llegaba el influjo intelectual europeo— y determinadas prácticas deportivas siguieron siendo exclusivas de las minorías cultas y acomodadas, y para la mayoría, la televisión se convirtió en el principal instrumento de distracción. Esa realidad no era incompatible con la aparición de un conjunto de fenómenos que comportaron dinámicas diversas. Desde los años 60 los mismos cambios sociales y generacionales contribuyeron a una renovación cultural, en la que hay que destacar la importancia de la mejora del nivel educativo. Si el nivel educativo era considerado sinónimo de status social y condición con frecuencia necesaria de altos ingresos, desde otra perspectiva también hay que resaltar que para muchos jóvenes la educación supuso el aprendizaje de unos valores entre los que primaba la libertad. Como en los años 60 y 70 la fluidez de la información no política era extraordinaria, muchos de los jóvenes universitarios se impregnaron de los valores en alza en la Europa occidental, y por influjo de los universitarios llegaron a la mayoría de los jóvenes del país. Por lo demás, los jóvenes protagonizaron en la segunda mitad de los años 60 y primeros 70 una ruptura generacional de intensidad desconocida que tuvo múltiples manifestaciones: se rebelaron contra una estructura familiar autoritaria y jerarquizada, contra convenciones sociales que en buena medida procedían de la moral católica, contra los roles sexuales, en definitiva, contra el orden establecido. El cambio de valores se inscribía en un proceso de creación de una cultura «joven» que tenía signos de identificación distintiva: las formas de vestir —tejanos, faldas cortas, etc.—, o de hablar. Una nueva cultura que, por otro lado, se extendía simultáneamente en todos los países desarrollados porque los medios de comunicación eran los agentes fundamentales de difusión e incentivadores del proceso, que era al mismo tiempo un gran negocio. Si la educación desempeñó un papel esencial en la ocupación y en las actitudes de los jóvenes, es igualmente relevante resaltar el cambio que experimentó la condición femenina. Como hemos señalado, en los años 60 el número de mujeres que se incorporaba al trabajo remunerado creció continuadamente, sobre todo en las actividades administrativas y en los servicios. Al margen del componente económico, es importante destacar que el aumento de la proporción de mujeres activas supuso un cambio cualitativo de gran trascendencia porque repercutió en el cambio del papel social de la mujer y, por tanto, en los cambios sociales en su globalidad. La generación femenina que llegó a la edad adulta en la década de los 70 había reducido las diferencias respecto el nivel educativo masculino, y era una generación que en franjas significativas estaba imbuida de valores nuevos como la autorrealización personal y la libertad, que contestaban las normas sociales tradicionales. El proceso, observado desde la experiencia posterior, puede ser calificado de muy limitado, pero puso las bases para que pudiese continuar en los años siguientes. 19.4. EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN La renovación cultural del periodo fue acompañada de una disminución radical de la influencia de la Iglesia en todos los ámbitos de la sociedad. La Iglesia católica fue en algunos casos vehículo de los cambios que vivió España en los años 60 y 70, 208
al menos en parte, y en otros, fue la receptora principal de sus consecuencias. Las encíclicas de Juan XXIII Mater et Magister, de 1961, y Pacem in Terris, de 1963, y, sobre todo, el Concilio Vaticano II, clausurado por el nuevo papa Pablo VI en 1965, tuvieron un gran impacto en España, donde la jerarquía católica era muy conservadora y todavía mayoritariamente identificada con la dictadura franquista. La renovación vaticana dio fuerza a los sectores del clero y a los laicos católicos sensibles a los problexxxxxx
mas socio-políticos y, en Cataluña y el País Vasco, a la defensa de la identidad nacional. Algunas publicaciones vinculadas a sectores católicos como El Ciervo, Cuadernos para el Diálogo, Mundo Social, o de ámbito más restringido como la catalana Serra d'Or, fueron vehículo de expresión, pública y legal, de la disidencia católica, y canalizaron también la difusión de las propuestas de otros sectores opuestos al régimen franquista, dado que su posición de privilegio en el contexto represivo del régimen las convertía prácticamente en un refugio donde albergar el descontento. Además de las nuevas actitudes que se fueron extendiendo entre una parte de los católicos, hay que destacar la rápida radicalización de algunos sectores, tanto del clero como de los movimientos apostólicos, que en los años 60 se acercaron al pensamiento marxista, iniciando un proceso que a algunos finalmente los alejó de la Iglesia, y a otros los llevó a participar en el denominado diálogo entre marxismo y cristianismo que conduciría a la creación del movimiento Cristianos por el Socialismo en los años 60. La crisis eclesiástica se reflejaba con toda nitidez en una encuesta realizada al clero entre 1969 y 1970 a instancias de la Conferencia Episcopal Española. Jaume Barallat ha analizado la renovación que experimentó el clero en la década de los 60 por el relevo generacional: el 54,4% de los encuestados era menor de 39 años, siendo la muestra fiel a la composición del clero. La mayoría de los encuestados —un 66% a nivel global y un 85% entre los más jóvenes— consideraba negativamente el vínculo privilegiado con el régimen franquista y estaba en desacuerdo con la posición oficial de la jerarquía eclesiástica respecto a las cuestiones sociales y políticas. Tan sólo el 11% del clero era partidario de la «situación política de España en este momento», mientras que una cuarta parte —que alcanzaba el 47% de los sacerdotes jóvenes— se manifestaba a favor del socialismo como opción socio-política. La confrontación abierta entre los sectores católicos progresistas y la dictadura franquista, y las fuertes tensiones entre aquellos sectores y la jerarquía eclesiástica más inmovilista, mejoró la imagen del mundo católico entre los sectores populares, entre los que estaba extendido el anticlericalismo. Pero los importantes cambios que sacudieron el mundo católico se produjeron en un contexto de secularización profunda. Como siempre había ocurrido, las diferencias regionales en cuanto a la influencia de la religión en la vida colectiva eran muy importantes en España. Todavía en los años 70 cumplían el precepto católico de asistir a la misa dominicial una proporción muy importante de los habitantes del País Vasco y Navarra, Castilla y León y Aragón. Las reglones centrales tenían una práctica religiosa menor que las anteriores pero relativamente importante, mientras que en la España meridional y Cataluña era menor. Sin embargo, la secularización de la sociedad no dejó de acrecentarse en toda España, disminuyendo radicalmente la influencia social de la Iglesia en todos los ámbitos y provocando incluso una dramática y amenazadora «crisis de vocaciones», común por 209
otra parte a la que se estaba registrando en otros países europeos de cultura católica. Se podría afirmar que justamente la radical diferencia entre el peso y la influencia de la Iglesia católica en la sociedad española en los años 70, y el todavía abrumador peso del nacionalcatolicismo al iniciarse la década de los 60, es una de las muestras más claras de la profundidad de los cambios que había experimentado la sociedad española, y que resultaron letales para la supervivencia de la dictadura franquista.
CAPÍTULO XX
Conflictividad social y oposición política 20.1. UNA ASCENDENTE CONFUCTIVIDAD LABORAL Si el crecimiento económico y el cambio social fueron elementos distintivos de los años 60 y 70, también lo fueron la existencia de una creciente conflictividad social y de una progresiva contestación al régimen. La conflictividad social alcanzó la máxima intensidad a partir de 1970, momento en el que la confluencia de un conjunto de factores contribuyó a dinamizar la situación política hasta el extremo de erosionar el régimen de forma irreversible. Ya antes de la muerte del dictador, era evidente que el régimen era incapaz de sucederse a sí mismo, aunque, ciertamente, sus oponentes no fueran capaces de derribarlo. Desde el inicio de la década de los 60 las huelgas y otras formas de protesta y de reivindicación obrera, que continuaban fuera de la legalidad, se convirtieron en una realidad habitual en las relaciones laborales, aunque los trabajadores que las protagonizaron continuaron sufriendo la presión represiva ejercida por los patronos y por las autoridades franquistas. Los datos elaborados por el Ministerio de Trabajo y los de la Organización Sindical permiten hacer una primera aproximación al volumen de la conflictividad laboral desde 1966. Las cifras deben ser utilizadas con suma prudencia, dadas las limitaciones y contradicciones de las fuentes, lo que no es una característica exclusiva de las estadísticas españolas sobre huelgas. En el año 1962 se produjo un importantísimo movimiento huelguístico, en el que participaron entre 200.000 y 400.000 trabajadores y que fue el resultado del malestar acumulado durante los años de la estabilización económica, al tiempo que se vio propiciado por la negociación o renovación de los primeros convenios colectivos. El movimiento huelguístico se inició en abril en las minas asturianas y se extendió desde el mes de mayo al País Vasco y Barcelona. Entre 1964 y 1966 se produjo un 210
cierto reflujo, pero desde 1967 creció continuadamente, sólo con algunas fluctuaciones y con especial intensidad a partir de 1973. Durante todos estos años los conflictos tuvieron unas características parecidas, tanto respecto a las causas como a su evolución y consecuencias. A la altura de 1962, los trabajadores todavía no se habían beneficiado del crecimiento económico, pero eran conscientes de que se estaba produciendo. La nueva situación económica, aireada además por la propaganda franquista, estimuló las expectativas de mejoras sustanciales en las condiciones de vida, expectativas que adquirían carácter xxxxxxx
CUADRO 15. Conflictos laborales en España 1963-1975. Año 1963 1964 1965 1966 1967 1968 1969 1970 1971 1972 1973 1974 1975
Número de conflictos MT*
OSE
777 484 236 179 567 351 491 1.595 616 853 931 2.290 3.156
205 402 236 459 817 601 688 811 1.193 855
Trabajadores en conflicto MT
36.977 366.228(1) 130.742 205.325 460.902 222.846 277.806 357.523 685.170 647.100
Horas perdidas
OSE
MT
OSE
93.429 272.964 144.355 174.719 366.146 266.453 304.725 441.042 625.971 556.371
1.478.080 1.887.693 1.925.278 4.476.727 8.738.916 6.877.543 4.692.925 8.649.265 13.989.557 14.521.000
1.785.462 2.456.120 2.114.140 5.549.200 6.750.900 8.186.500 7.469.400 11.120.251 18.188.895 10.355.000
(1) Esta cifra aparece modificada en informes posteriores al año 1967 por la de 198.740. * MT: Ministerio de Trabajo. OSE: Organización Sindical Española. Fuente: Carme Molinero y Pere Ysàs, Trabajadores disciplinados y minorías subversivas. Clase obrera y conflictividadlaboral en la España franquista, Madrid, Siglo Veintiuno, 1998.
de urgencia por la comparación que los trabajadores realizaban con el nivel de vida de los países europeos, cada vez mejor conocido por la información transmitida por familiares y amigos emigrantes. Los informes confidenciales de la Organización Sindical Española y de las autoridades gubernativas sobre las actitudes obreras coincidían en señalar los deseos de mejoras tangibles e inmediatas. Por ejemplo, la Brigada de Información de la policía de Barcelona indicaba en mayo de 1963 que «el afán por un mejoramiento económico continúa siendo la inquietud más destacable en los medios laborales», y alertaba de la «aparición de una manifiesta impaciencia en los productores en general por conseguir niveles de vida superiores, pero de forma rápida...», habiéndose «perdido el te mor a adoptar posturas de indisciplina laboral, como medio de conseguir rápidamente mejoras sociales», se afirmaba en otro informe del mes de julio. Muchos conflictos laborales se produjeron en torno a la negociación de los convenios colectivos, pero también, y mucho más de lo que hasta ahora se había considerado, al margen de ellos, como consecuencia de que la negociación se desarrollaba a espaldas de los trabajadores directamente afectados, lo que provocaba que éstos no se sintieran comprometidos con los acuerdos firmados por su nominales representantes, y que aprovecharan las circunstancias más favorables para realizar acciones de 211
presión. La Ley de Convenios Colectivos no implantó un sistema de negociación colectiva homologable al resto de países europeos; se asemejaba formalmente, pero su naturaleza era completamente distinta, por cuanto la Organización Sindical, una estructura del Estado franquista, suplantaba la representación obrera. Incluso en aquellos casos en que los conflictos aparecían en el momento de la discusión del convenio, era habitual que la presión obrera se dirigiera hacia un doble objetivo: por una Parte, hacia los empresarios, pero, por otra, hacia los negociadores verticalistas para que tuvieran en cuenta las peticiones de los trabajadores.
Se puede afirmar que la mayoría de conflictos tuvo su origen en reivindicaciones y reclamaciones de carácter laboral, aunque fue frecuente que se «politizaran» durante su desarrollo. La politización era casi inevitable dadas las actitudes patronales y el inmovilismo del marco institucional franquista, que hasta sus últimos días siguió dejando fuera de la legalidad todo instrumento reivindicativo y, particularmente, los derechos de huelga, manifestación y asociación. La respuesta habitual de los patronos ante las actitudes obreras reivindicativas que implicaran parar la producción, disminuir el rendimiento, o incluso ante formas más suaves de protesta, fue la aplicación de la legislación laboral que les otorgaba amplios poderes sancionadores de la «indisciplina» de los obreros; la inflexibilidad patronal podía acabar con el conflicto o, contrariamente, extenderlo y radicalizarlo. Por otro lado, puesto que para las autoridades franquistas el conflicto laboral era un problema político y de orden público, su intervención era inevitable. Por una parte, la de la OSE y de las autoridades laborales para restaurar la «normalidad» laboral; por otra, de las autoridades gubernativas para mantener el orden público y para sancionar a los responsables de la protesta. Así, la represión patronal y policial significó con frecuencia la aparición de causas añadidas a la conflictividad, que podían incluso desplazar a las originarias y determinar la extensión y radicalización de los conflictos, convirtiendo la «solidaridad» en una de las causas destacables de las huelgas. En los años 60, las protestas obreras se localizaron preferentemente en aquellas zonas de mayor industrialización y, por tanto, de elevada población obrera, zonas en las que existían arraigadas tradiciones sindicales y reivindicativas. Asturias, Barcelona, Guipúzcoa y Vizcaya reunieron una parte muy sustancial de los conflictos, habitualmente entre el 50 y el 75% del total; en estos años, aunque de forma más irregular, en la industria madrileña también se desarrolló una importante conflictividad. La diversidad de estructuras productivas y las tradiciones sindicales y políticas también distintas explican que, a pesar de que las reivindicaciones fueron muy parecidas, la conflictividad presentó perfiles diferenciados en las distintas áreas industriales. Otro rasgo de la conflictividad laboral es que estuvo muy concentrada sectorialmente. Más de la mitad de los conflictos laborales se desarrollaron en un solo sector, el metalúrgico; si a éste se añaden la minería, las industrias textiles, la construcción y las químicas, cada uno de ellos en proporción variable, quedan reunidas la mayor parte de protestas laborales, entre el 85 y el 95%. También hay que destacar que la conflictividad se desarrolló principalmente en las empresas de más de 100 trabajadores, y, en especial, en las que reunían entre 100 y 500 empleados, es decir, allí donde los trabajadores podían tener menores dificultades para organizarse y actuar. Así, la protesta laboral estuvo presente en la sociedad española desde 1962. Como hemos señalado, la extensión de la movilización se explica porque un amplio segmento de la clase obrera estuvo cada vez más convencido de que la única forma para 212
conseguir mejoras en sus condiciones de vida y de trabajo era la presión reivindicativa; pero la conflictividad laboral no puede explicarse sin la aparición de una militancia obrera que estuvo nutrida sobre todo de jóvenes trabajadores, que fueron los que aglutinaron la disponibilidad para la movilización. La formación y extensión de esta militancia obrera desde mediados los años 60 se polarizó fundamentalmente, aunque no exclusivamente, en las Comisiones Obreras. Éstas eran producto de procesos diversos, con antecedentes en la década de los 50, cuando se extendió la práctica de formar «comisiones» elegidas por los trabajadores de una empresa para presentar reclamaciones o reivindicaciones a la dirección, unas xxxxxxxx
comisiones que se disolvían cumplida la función para la que habían sido creadas. Estas experiencias unitarias hicieron más evidente, si cabe, el fracaso de las organizaciones o alianzas sindicales clandestinas, que nunca sobrepasaban el nivel grupuscular de los que ya eran militantes antifranquistas. Las CC.OO. se extendieron paralelamente al ciclo de conflictividad abierto en 1962 y se consolidaron con las elecciones sindicales de 1966. Ya las elecciones sindicales de 1963 habían tenido una notable importancia en el proceso de formación de CC.OO, y una proporción significativa de los trabajadores que se habían presentado a las elecciones de enlaces sindicales respondían a la estrategia de utilizar los cargos del Sindicato Vertical para defender las reivindicaciones obreras. El aparato verticalista extremó el control sobre ellos, pero continuó la política aperturista desarrollada por José Solís. En las elecciones sindicales de 1966 la participación de los trabajadores fue muy alta porque las CC.OO, que se habían formado en las zonas de mayor conflictividad, se volcaron en el intento de ocupar con sus militantes y otros trabajadores no politizados las estructuras verticalistas a las que podían tener acceso. La actividad pública de los militantes obreros hizo ver a los dirigentes falangistas la imposibilidad de compatibilizar una apertura sindical con la salvaguarda del régimen, por lo que pronto se acabó la tolerancia. En marzo de 1967 se produjo la ilegalización formal de las Comisiones Obreras, tras una sentencia del Tribunal Supremo que las consideraba una organización «filial del Partido Comunista». Pero a pesar de la implacable represión que se desencadenó en los meses siguientes, el movimiento de las CC.OO. se extendió por toda España, impulsado por colectivos muy diversos. El principal fue el de los militantes comunistas, pero junto a ellos, y de forma muy destacada en los primeros momentos, estuvieron militantes antifranquistas de otras tendencias y organizaciones —católicos de la HOAC y de la JOC, socialistas de diversos grupos y de la Unión Sindical Obrera, además de personas no comprometidas con organizaciones políticas y sindicales clandestinas. Las CC.OO, desde el primer momento, no se configuraron como un sindicato sino como un movimiento socio-político de carácter unitario que se proponía la defensa de los intereses de los trabajadores, los intereses materiales inmediatos vinculados a la consecución de mejoras en las condiciones de vida y de trabajo, y los intereses políticos, fundamentalmente la consecución de una gran central sindical en el marco de un régimen democrático, para que los trabajadores pudieran defender de forma unitaria e independiente sus intereses y disponer de sus derechos básicos, manteniendo como horizonte final la sociedad socialista. A ese entrelazamiento de reivindicaciones laborales y políticas hay que añadir una acción que combinaba legalidad actuación abierta y pública, participación en las elecciones sindicales, utilización de todas las posibilidades legales— e ilegalidad —estructuras clandestinas, recurso a 213
la huelga y a la manifestación callejera. Esas características se fueron imponiendo de forma generalizada, pero, siendo un movimiento, sus estructuras eran muy flexibles e inestables, destacando en cualquier caso el contraste entre la notable capacidad de movilización y la endeblez organizauva. Si en las grandes empresas existió durante mucho tiempo una gran distancia entre la capacidad movilizadora y la estructura organizativa, en muchas medianas y pequeñas empresas incluso la organización como tal aparecía y desaparecía con los conflictos. Por otro lado, las características de CC.OO. también presentaban notables diferencias regionales e incluso comarcales, una diversidad asimismo vinculada a las distintas estructuras industriales y tradiciones obreras.
No obstante el protagonismo de CC.OO., debe señalarse la presencia, más modesta y con una implantación muy desigual, de núcleos organizados de la UGT, especialmente en aquellas regiones y zonas de mayor tradición socialista, así como del Sindicato de Trabajadores Vascos, especialmente en Guipúzcoa. La Unión Sindical Obrera (USO), que participó en el movimiento de Comisiones, con algunos sectores ugetistas, se creó en 1960 a partir de algunos grupos de jóvenes trabajadores de Guipúzcoa vinculados a la JOC, extendiéndose posteriormente por Vizcaya, Asturias, Madrid y Sevilla; en 1965 aprobó su Carta Fundacional inspirada en el humanismo cristiano y el socialismo democrático y autogestionario, incorporando al mismo tiempo valores procedentes del anarcosindicalismo, corriente que por otra parte no consiguió recuperarse en estos años. La USO a partir de 1967 se apartó del movimiento de CC.OO., consolidándose como organización sindical. Se puede afirmar, por tanto, que en 1967 ya estaban puestas las bases del nuevo activismo sindical. Entre ese año y hasta 1970, las posibilidades de organización fueron muy limitadas porque las sucesivas oleadas represivas debilitaron la base del movimiento; aun así, como se puede observar en el cuadro 15, ello no significó un descenso de la conflictividad laboral, que mantuvo una trayectoria claramente alcista, con especial intensidad desde 1973, y en la que los activistas sindicales tuvieron un gran protagonismo. En la década de los 70 se generó un circuito virtuoso entre el aumento de la conflictividad y el crecimiento y extensión de la organización obrera que, a su vez, impulsó nuevas movilizaciones obreras. La conflictividad además se extendió, y con creciente intensidad, a las nuevas concentraciones industriales surgidas al calor de las transformaciones económicas. Así, apareció con fuerza en Pamplona, Vitoria, El Ferrol, Vigo, Sevilla, Valencia o Valladolid. Los conflictos continuaron desarrollándose sobre todo en la industria, pero debe destacarse por su significación, y por sus considerables repercusiones públicas en algunas ocasiones, el desarrollo de importantes conflictos laborales en actividades del sector terciario como la banca, la sanidad y la enseñanza. La conflictividad laboral y el activismo militante tuvieron importantes consecuencias en la vida socioeconómica y política española, aunque una parte de la historiografía ha tendido a silenciarlas o minimizarlas. La acción reivindicativa de segmentos significativos de la clase obrera española fue una condición necesaria para la consecución de mejoras sustanciales en el nivel de vida y en las condiciones laborales de los trabajadores españoles. Por otra parte, la acción de una minoría «subversiva» de trabajadores erosionó de forma notable a la dictadura, especialmente a la OSE. Efectivamente, la Organización Sindical sufrió el crecimiento de la militancia obrera antifranquista, que no sólo la desgastó externamente, sino que le agudizó tensiones y 214
contradicciones internas. Para el régimen franquista, cada conflicto era una quiebra de «su legalidad», un cuestionamiento de su «orden» que era equivalente a su «paz»; ello explica su continuada atención hacia las actitudes de los trabajadores, materializada a través de una constante vigilancia, y su intervención para reprimir los conflictos. Pero la represión de las protestas obreras tuvo un elevado coste político para el franquismo, porque la violencia policial se extremó al extenderse la conflictividad, ocasionando incluso víctimas mortales—Granada, 1970; Barcelona, 1971; El Ferrol, 1972; Barcelona, 1973—, lo que generó tanto un rechazo interno como internacional, terreno en el que la dictadura tuvo que soportar nuevas y continuadas condenas.
El nuevo movimiento obrero fue además un eficaz vehículo de socialización antifranquista de sectores amplios de la clase obrera, un instrumento de acción opositora particularmente eficiente, y un marco de reclutamiento de activistas políticos. Para los militantes de CC.OO. especialmente —con el tiempo, una gran parte también militantes de organizaciones políticas, especialmente del PCE—, el objetivo principal de su acción era el derrocamiento de la dictadura franquista, que debía alcanzarse mediante una creciente movilización de masas. Así, para la minoría militante, la conflictividad laboral no era sólo el único instrumento para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, sino que, al mismo tiempo, era una de las pocas formas relativamente eficaces de oposición política, una forma que al mismo tiempo facilitaba la «politización» antifranquista de sectores más amplios de trabajadores. Ello permitía el incremento de la militancia, que a su vez repercutía en la conflictividad. Naturalmente, la mayoría de los trabajadores que protagonizaron acciones de protesta no adquirieron nunca un compromiso militante; en este sentido, la debilidad de las estructuras organizativas de las CC.OO. es reveladora. Pero, en cambio, muchos estuvieron dispuestos a participar en muchas acciones promovidas por Comisiones, especialmente en aquellas que planteaban demandas de carácter laboral, o en aquellas de carácter solidario, muchas veces desencadenadas en respuesta a actuaciones represivas de patronos y autoridades. 20.2. LA REVUELTA ESTUDIANTIL Si importante fue la conflictividad obrera, la conflictividad estudiantil se convirtió en obsesiva para el régimen. Entre los cambios sociales de la España de los sesenta y setenta se ha destacado la extensión de la enseñanza superior, lo que significó el acceso a las universidades de más jóvenes y de procedencias sociales más diversas, y tuvo como consecuencia, dados los escasos recursos que los gobiernos franquistas dedicaron al presupuesto de educación, una creciente masificación. Dadas la naturaleza y las características del régimen político español, las actitudes de estas generaciones jóvenes propiciaron una auténtica revuelta estudiantil contra la dictadura franquista. Hasta mitad de los sesenta surgieron en las principales universidades españolas núcleos de estudiantes antifranquistas, muchos vinculados a la oposición democrática, especialmente al PCE y a nuevos grupos como el Frente de Liberación Popular, que, como los activistas obreros en la OSE, fueron utilizando las plataformas del SEU para dinamizar la vida cultural y política en facultades y escuelas técnicas. Así, fueron ocupando los cargos representativos de elección directa de los estudiantes e impulsando un conjunto de actividades culturales que implicaban un creciente forcejeo con los jerarcas falangistas. 215
El enfrentamiento abierto entre el incipiente movimiento estudiantil, impulsado por pequeños sectores militantes que, sin embargo, tenían ya una notable capacidad de movilización, y las autoridades se materializó en 1965 en la Universidad de Madrid, cuando una serie de prohibiciones provocó una protesta estudiantil que se radicalizó con rapidez. La protesta estudiantil obtuvo el apoyo de algunos prestigiosos profesores, lo que facilitó que las protestas se extendieran rápidamente a otros distritos universitarios. La movilización madrileña culminó en una manifestación por las calles de la capital el día 2 de marzo. Las autoridades franquistas optaron, como era habitual, por la represión, que afectó a estudiantes y a los profesores que los habían xxxxxxxx
Revueltas estudiantiles. Carga policial en Barcelona.
apoyado. Sin embargo, el SEU quedó herido de muerte, siendo sustituido por unas inertes Asociaciones Profesionales de Estudiantes. Las protestas universitarias iniciadas en Madrid dieron el impulso final a la creación de sindicatos democráticos de estudiantes abiertamente enfrentados a la dictadura, pero que, lejos de la radicalización posterior, pretendían desarrollar actividades universitarias, asumibles por buena parte de los estudiantes. Especial relieve tuvo la creación del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona, en marzo de 1966, en el convento de los padres capuchinos de Sarriá, en el que participaron 450 delegados estudiantiles y otras 50 personas, entre las que se contaban conocidos intelectuales, además de profesores no numerarios y algunos periodistas. 216
El acontecimiento tuvo una notable repercusión, dado que el convento fue cercado por la policía y, después de dos días, las fuerzas del orden penetraron en el recinto religioso, identificando a los participantes y trasladando a la Comisaría de Policía a una parte de ellos. Los actos de solidaridad se sucedieron tanto en Madrid y Barcelona como en algunas capitales europeas. Los sindicatos democráticos de estudiantes fueron los dinamizadores de la agitación estudiantil durante los siguientes cursos académicos, pero finalmente no pudieron resistir ni la radicalización de una parte de la minoría politizada ni la embestida de la represión franquista, que llegó a su punto culminante en enero de 1969. En ese xxxxxxxx mes, al volver de las vacaciones navideñas, los estudiantes barceloneses protagonizaron graves incidentes en el rectorado de la Universidad, con agresiones al nuevo rector Manuel Albaladejo que, sin embargo, propugnaba una actitud más aperturista respecto a las posiciones estudiantiles que el anterior rector García Valdecasas, caracterizado por la utilización intensiva de la represión. La prensa de Barcelona y Madrid calificó los acontecimientos del rectorado barcelonés de intolerables porque, además, un grupo de estudiantes tiró un busto de Franco por la ventana. Paralelamente, el mismo día 17, la policía madrileña detenía a un grupo de estudiantes, a los que acusaba de distribuir propaganda de Comisiones Obreras; entre ellos estaba Enrique Ruano, un militante del FLP muy activo como delegado de curso. El día 20, la policía publicaba una nota según la cual Ruano se había suicidado lanzándose desde un séptimo piso, pero no admitió que se le hiciese la autopsia ni que lo viera su familia, lo que hizo más intensas las protestas en la calle, pues se extendió la noticia de que había muerto a manos de la policía. La suma de todos los acontecimientos provocó que cuatro días después el gobierno declarase el estado de excepción por tres meses en todo el territorio, medida con la que pretendía no sólo impedir más actos de contestación, sino, también, decapitar los grupos de oposición. La represión que siguió acentuó la radicalización ideológica que ya había manifestado la minoría politizada en los meses anteriores, abriendo una nueva etapa en el movimiento estudiantil claramente distinguible hasta 1972 y muy influida por los acontecimientos internacionales. En estos años, las actividades unitarias disminuyeron y prácticamente desaparecieron las reivindicaciones relacionadas con la vida académica. El PCE, o el PSUC en Cataluña, dejó de ser la organización hegemónica y experimentó un goteo de escisiones de militantes que acusaban a sus anteriores compañeros de filas de prácticas reformistas y ausencia de ideales revolucionarios. El Frente de Liberación Popular, que estaba compuesto fundamentalmente por jóvenes universitarios, se disgregó en ese mismo proceso de radicalización, y buena parte de sus escasos militantes formaron otros grupos de matriz revolucionaria, entre ellos la Liga Comunista Revolucionaria. Las discusiones dogmáticas de buena parte de la minoría politizada la alejó del conjunto de los estudiantes, pero ni esta evolución ni la represión —que logró acabar con los sindicatos estudiantiles— consiguieron eliminar la conflictividad. Los centros universitarios fueron focos permanentes de agitación, con asambleas, manifestaciones y huelgas constantes, contestadas por las autoridades políticas y académicas con el cierre de facultades y escuelas, la presencia y la actuación constante de fuerzas policiales, y sanciones académicas y gubernativas. Por otra parte, desde 1972 los profesores no numerarios —PNN— adquirieron un protagonismo esencial en las movilizaciones universitarias. Las condiciones laborales de este profesorado eran muy inestables y discriminatorias respecto a los profesores numerarios; por otro lado, los profesores no numerarios eran en buena medida jóvenes licenciados que habían participado en las movilizaciones estudiantiles en la 217
década anterior. En definitiva, la conflictividad universitaria tuvo una especial relevancia en el ámbito político. La contestación estudiantil y la represión franquista generaron una situación de «desorden» permanente, de politización antifranquista, que mostraban el fracaso definitivo de la política franquista de socialización de la juventud, convirtiendo a los jóvenes universitarios en grandes protagonistas de la ruptura permanente de la «paz» franquista. La protesta estudiantil fue también, por tanto, una forma relativamente exitosa de expresión del antifranquismo y provocó una notable erosión al réxxxxxxxx
gimen; no solo por la continuada alteración del orden público, sino por el rechazo que las actuaciones represivas provocaban en amplios sectores de la sociedad española, lo que acentuó la deslegitimación de la dictadura. Además, como ha destacado Francisco Fernández Buey, la aparición de un movimiento estudiantil en ciudades no industriales, donde la vida universitaria era un elemento importante de la actividad urbana, contribuyó a la difusión de las ideas democráticas entre sectores de las clases medias. 20.3. LA PROTESTA VECINAL En el ámbito de la conflictividad vecinal es donde más directamente se manifestó la relación entre cambios socioeconómicos y conflictividad social en la España de los años 60 y 70. Como ya se ha señalado, el crecimiento de las ciudades fue desordenado, y la carencia de infraestructuras, abrumadora. Ésta fue la causa de la aparición a finales de los años 60 de movimientos de protesta y de reivindicación vecinales en las nuevas barriadas populares de las grandes urbes, siempre a partir de las necesidades más elementales. Especialmente a partir de 1969, protestas y reivindicaciones de carácter vecinal se extendieron, chocando inevitablememte con las autoridades franquistas que, como sucedía con la conflictividad obrera, consideraban como problema político y de orden público toda protesta vecinal. Paralelamente, los afectados por todo tipo de carencias —zonas mal o insuficientemente urbanizadas, con problemas de agua, luz, alcantarillado, pavimentación, señalización, etc.; ausencia de servicios sociales básicos, tales como escuelas, ambulatorios, transportes, así como de espacios públicos— se convencieron de que debían organizarse y actuar colectivamente para resolver esos graves problemas. Éste fue el origen de un movimiento vecinal multiforme, que tuvo su principal expresión en las asociaciones de vecinos, convertidas en las grandes ciudades españolas, y particularmente en Madrid y en Barcelona, en protagonistas de importantes movilizaciones vecinales en los últimos años del franquismo. El origen de la acción vecinal fue diverso; en algunos casos, las protestas o peticiones vecinales surgieron de forma totalmente espontánea ante situaciones absolutamente insostenibles; en otros, más frecuentes, fueron pequeños núcleos de vecinos más o menos politizados los que dieron los primeros impulsos a la acción colectiva de los vecinos. En cualquier caso, no hay duda de que los problemas eran tan acuciantes y las necesidades tan obvias que existían todas las condiciones necesarias para la aparición de situaciones conflictivas. El movimiento vecinal intentó mantener de forma permanente su actuación dentro de la legalidad; sin embargo, poco a poco fue adquiriendo un nítido carácter antifranquista porque la resistencia del poder franquista a satisfacer las reivindicaciones 218
populares y la falta de intrumentos legales lo obligó a enfrentarse al poder político local. Así, más allá de respetuosas peticiones a las autoridades locales, poco podía hacerse dentro de la legalidad franquista, aunque hay que señalar que se experimentaron imaginativas formas de protesta. Así, ante, por ejemplo, la reivindicación pacífica de la instalación de un semáforo en una vía especialmente peligrosa, que no era atendida y que provocaba una manifestación y el corte del tráfico, las autoridades respondían con una actuación policial contra los vecinos concentrados; ello acrecentaba la solidaridad vecinal y facilitaba, a su vez, un proceso de socialización antifranxxxxxxx
quista, que además podía reforzar los generados en otros ámbitos, principalmente el laboral. Esta dinámica, además, facilitó el crecimiento del activismo vecinal y de la militancia política antifranquista, así como la progresiva introducción de reivindicaciones de naturaleza democrática en la protesta vecinal. Así, las asociaciones de vecinos, a pesar de tener que moverse fuera de la ley hasta el año 1976, lograron un notable desarrollo gracias a tres pilares fundamentales, analizados por Manuel Castells en su estudio del movimiento ciudadano de Madrid: la asociación abierta a todos los vecinos, utilizando todas las posibilidades legales o la tolerancia obligada de la dictadura; la defensa continuada, seria y responsable de los intereses de los vecinos; la ligazón estrecha al proceso de lucha general por la democracia, a partir de la necesidad de obtener la legalización de las propias asociaciones y una administración democrática susceptible de ser receptiva a las aspiraciones de la población. Debe destacarse también el importante papel desempeñado en el desarrollo del movimiento vecinal por numerosos profesionales y técnicos —como los abogados laboralistas en el movimiento obrero— y de algunos medios de comunicación, que aprovecharon la crítica a la política local, más tolerada que la dirigida a la política general, para informar de los problemas y de las protestas vecinales. La conflictividad vecinal y el movimiento asociativo que con ella se desarrolló contribuyeron decisivamente a la mejora de las condiciones de vida en las barriadas populares de las grandes concentraciones urbanas y, al mismo tiempo, tuvieron importantes efectos políticos: desgastaron singularmente a los poderes locales franquistas llevándolos a una absoluta deslegitimación ante la mayoría de la población, extendieron una cultura democrática, factores ambos decisivos para el cambio político, y formaron activistas que se incorporaron al antifranquismo, muchos de los cuales serían miembros de las primeras corporaciones locales democráticas elegidas en 1979. 20.4. LA OPOSICIÓN POLÍTICA: EL PCE Y LA «NUEVA IZQUIERDA» La aparición y extensión en la España de los años 60 de una conflictividad social desconocida desde el final de la guerra civil propició el crecimiento de la oposición política a la dictadura y, al mismo tiempo, este crecimiento del antifranquismo facilitó la extensión de la conflictividad social impulsada por activistas políticos en tanto que manifestación de rechazo al régimen franquista, que había llegado a identificar «paz» con orden público y con ausencia de conflictos. Pero no fue todo el espectro ideológica y políticamente antifranquista, sino que fue fundamentalmente la izquierda, y particularmente el PCE, aunque con complicidades más amplias, el que protagonizó la recuperación de la actividad de la oposición al régimen. Efectivamente, en las CC.OO., en los movimientos estudiantiles, en los grupos vecinales que darían lugar a las asociaciones de vecinos, en los colectivos de profesionales que actuaron mu219
chas veces de apoyo a los movimientos anteriores pero también propiciaron actuaciones a partir de problemas propios, encontramos una destacada presencia de militantes comunistas o de activistas que acabarían vinculándose o colaborando con el PCE. Junto a ellos encontramos también, de manera variable según el momento y el lugar, a militantes de grupos izquierdistas más radicalizados, a veces desgajados del PCE, para quienes la política impulsada por Santiago Carrillo significaba el abandono del proyecto revolucionario socialista. De forma más limitada estaban también presentes, especialmente en ámbitos profesionales y universitarios, militantes socialistas, alguxxxxxxxxx
nos miembros del PSOE, pero otros vinculados a grupos formados al margen y aun contra las posiciones oficiales del socialismo histórico dirigido en el exilio por Rodolfo Llopis. En el estudio de la trayectoria de la oposición al franquismo, especialmente de la más activa, no se ha tenido siempre en cuenta la necesidad de distinguir entre el discurso político y el propagandístico y la acción militante efectiva, lo que ha llevado a veces a visiones simples, distorsionadas, o incluso grotescas de aquellas formaciones políticas. Ello es consecuencia de obviar excesivamente las condiciones bajo las cuales operaron los grupos activos de oposición a la dictadura. En este sentido, aparece con bastante claridad la distancia existente entre las formulaciones aparecidas en la propaganda o incluso en documentos políticos del PCE, frecuentemente desbordantes de optimismo y de sobrevaloración de las expresiones de decontento y de protesta, y la acción de la mayoría de militantes mucho más apegada a la realidad sociopolítica. El PCE celebró en Praga, en enero de 1960, su VI Congreso, en el que Santiago Carrillo fue elegido secretario general, pasando Dolores Ibárruri Pasionaria a presidir el partido. El Congreso ratificó y aun profundizó la política de «reconciliación nacional»; para los comunistas, el objetivo prioritario de toda la oposición debía ser la unión para acabar con la dictadura, «con este fin, el Partido Comunista está dispuesto a hacer todas las concesiones necesarias —que no impliquen dejación de sus principios— para lograr de una u otra forma el entendimiento de todas las fuerzas antifranquistas de derecha e izquierda». Para el PCE, el camino para la consecución de la democracia seguía pasando por la movilización popular, por la huelga general; aquí aparecía de nuevo la valoración voluntarista que los dirigentes comunistas realizaban de las posibilidades de esa movilización: «Todo clama en España exigiendo un cambio político. Visiblemente el pueblo se encamina hacia nuevas y grandes acciones de masas [...] contra la dictadura, acciones que deben culminar en una gran huelga nacional pacífica. Hoy la necesidad de una acción de esta naturaleza es reconocida por millones de españoles.» Cuando en la primavera de 1962 una ola de huelgas se extendió por Asturias, País Vasco y Cataluña, los dirigentes del PCE vieron o quisieron ver en aquel fenómeno la confirmación de sus previsiones. Pero aunque ello no era así, el movimiento huelguístico de 1962 y 1963 sí que manifestaba la aparición de nuevos fenómenos en la sociedad española que crearían condiciones más favorables para la acción antifranquista, condiciones que fueron aprovechadas con éxito por el PCE. Al menos cuatro factores explican el crecimiento de la organización comunista: en primer lugar, su decidida participación en todos los movimientos susceptibles de transmitir reivindicaciones sociales y políticas de carácter democrático, impulsándolos resueltamente; en segundo lugar, su discurso que propugnaba la «reconciliación nacional» y un frente democrático unitario que, aunque no logró interlocutores, tuvo un notable atractivo 220
entre aquellos sectores más predispuestos al activismo político, lo que facilitó el crecimiento de la militancia del partido; en tercer lugar, la escasa actividad de la mayor parte de los grupos políticos y su debilidad organizativa, lo que determinó que acabaran militando en el PCE personas que en otras circunstancias se habrían integrado en otras organizaciones; en cuarto lugar, la política franquista de responsabilizar a los comunistas de todos los actos de protesta acabó favoreciendo su imagen ante aquellos sectores con actitudes de rechazo a la dictadura, aunque también supuso para los militantes comunistas pagar un elevado precio en términos represivos. Además, a dixxxxxxxxxxx
ferencia del PSOE y de los partidos republicanos, y como ya había hecho desde los años 40, la dirección exiliada del PCE concentró todos sus esfuerzos en el exterior en estimular y apoyar la acción antifranquista en España. En cambio, el PCE tuvo poco éxito en sus llamadas a la unidad antifranquista, como mostraría su exclusión de la reunión de distintos sectores de la oposición en Munich, en el marco del IV Congreso del Movimiento Europeo en junio de 1962. La mayoría de los grupos de la oposición moderada veía con notable hostilidad al Partido Comunista, y con profunda desconfianza, su política. El recelo además no disminuyó ante el papel protagonista de los militantes comunistas en las manifestaciones de conflictividad social y política. Tampoco se libró el PCE de tensiones internas e incluso de rupturas de efectos muy desiguales, pero que en ningún caso llegaron a amenazar su hegemonía en el antifranquismo. En 1963, a raíz de las divergencias que creó en el movimiento comunista la ruptura entre la URSS y China, se produjo una escisión de varios grupos pro-chinos que formarían el PCE (Marxista-Leninista); en 1964 se produjo la separación de Fernando Claudín y Jorge Semprún del Comité Ejecutivo del partido, que fue seguida de su expulsión, como consecuencia de su análisis de la realidad española que destacaba los profundos cambios socioeconómicos que se estaban desarrollando y que, en consecuencia, consideraba erróneas políticas como la de promover la huelga general política; además, denunciaban la visión «subjetivista y voluntarista» que de la realidad española tenía la dirección exiliada del partido. Sin embargo, hay que decir en relación con esta discusión, que la dirección del PCE encabezada por Carrillo acabaría integrando una parte del análisis de Claudín a sus propios análisis. Pero ambas crisis tuvieron efectos muy limitados en la mayoría de la militancia. En julio de 1965, el VII Congreso, celebrado cerca de París, ratificó las principales líneas de la política del PCE y a su dirección, acentuando su independencia en el seno del movimiento comunista internacional; ello llevó a la adopción de posiciones cada vez más abiertamente críticas respecto al régimen soviético y a la política de la URSS, que tuvieron su máxima expresión con la condena de la invasión de Checoslovaquia por fuerzas del Pacto de Varsovia en agosto de 1968. Esta actitud provocó una nueva escisión de signo prosoviético, de limitados efectos en España, pero mayores en el exterior. Poco antes, en 1967, se había producido en Cataluña una escisión del PSUC de mayor impacto, la del grupo Unidad, del que surgiría el denominado PCE (internacional). Pero sería justamente en Cataluña donde la política comunista obtendría mayor éxito. En diciembre de 1965, el II Congreso del PSUC, en el que fue elegido secretano general Gregorio López Raimundo, aprobó una propuesta de política unitaria antifranquista que logró abrirse camino en los años siguientes; el programa propuesto al conjunto de fuerzas antifranquistas catalanas tenía como uno de sus ejes, junto a la amnistía y al establecimiento de un régimen basado en el reconocimiento de las libertades democráticas, la formación de un Consejo Provisional de la Generalitat, y el res221
tablecimiento provisional del Estatuto de Autonomía de 1932 para un periodo de transición que debería culminar con la aprobación de un nuevo Estatuto, elaborado por un Parlamento de Cataluña elegido paralelamente a unas Cortes Constituyentes españolas. La creación al año siguiente de la Taula Rodona fue la primera manifestación importante de la materialización en Cataluña de una política realmente unitaria contra la dictadura franquista. La acción represiva afectó continuadamente a la oposición antifranquista. Los comunistas del PCE y del PSUC sufrieron numerosas detenciones, procesos y encarcexxxxxxx
lamientos, especialmente durante los estados de excepción de 1962 y 1969. Así, en 1962 fueron detenidos y condenados a largos años de cárcel dirigentes y destacados militantes, como Jaime Ballesteros, Agustín Ibarrola, Ramón Ormazábal, secretario general del PC de Euskadi, Pere Ardiaca y Antonio Gutiérrez Díaz, del PSUC. También sufrió el acoso policial el Frente de Liberación Popular, especialmente en 1962, con la detención, entre otros, de Nicolás Sartorius, Isidre Molas y Ramón Recalde. El Felipe, con más presencia en sectores estudiantiles que en los obreros, con la excepción de su organización catalana, el Front Obrer de Catalunya —FOC—, a partir de 1962, y especialmente después de 1968, fue inclinándose hacia posiciones de mayor radicalismo izquierdista, al tiempo que se manifestaban numerosas tensiones internas que irían generando un rosario de rupturas. Ya ante la reunión de Munich, pese a la participación a título individual de uno de sus dirigentes, Ignacio Fernández de Castro, el FLP hizo pública una dura declaración en la que afirmaba que «en contraste con los movimientos huelguistas, el pueblo no estuvo presente en Munich», añadiendo que aquella reunión «representa un intento de buscar al régimen de Franco una salida de tipo evolutivo que garantice, en definitiva, a las clases dominantes el tranquilo disfrute del poder económico oponiendo esta "solución" a la necesidad revolucionaria del pueblo que reclama para sí la totalidad del poder económico y político, con la implantación de una democracia real. El Frente de Liberación Popular no busca la violencia por la violencia, pero declara firmemente que mientras el pueblo español sufra la violencia, es una traición la renuncia anticipada de la violencia que libera frente a la violencia que oprime». Muchos militantes del FLP acabarían incorporándose al PCE y, más tardíamente, al PSOE, aunque la organización, que subsistiría hasta el final de la década, daría lugar a una serie de nuevas organizaciones, genéricamente denominadas «nueva izquierda», con influencias procedentes de diversos fenómenos característicos del fin de la década de los 60: el antiimperialismo crecido con la guerra de Vietnam, el maoísmo y la revolución cultural china, el mayo francés del 68, etc. Así, a partir del grupo Comunismo, surgido del FOC, se formó la trotskista Liga Comunista Revolucionaria; antiguos miembros del FLP se integraron también en la Organización Revolucionaria de Trabajadores, ORT, surgida de la radicalización de sectores católicos —Acción Sindical de Trabajadores, AST— evolucionados hacia el marxismo. 20.5. LOS SOCIALISTAS Y LA «OPOSICIÓN MODERADA» Los militantes socialistas en España tuvieron que enfrentarse a dificultades especialmente notables; en un contexto de radicalización izquierdista, la dirección del PSOE en el exilio estaba paralizada, anclada en el anticomunismo de guerra fría, y con una estrategia que consideraba secundaria la movilización popular y la lucha 222
clandestina, primando, en cambio, acuerdos con grupos aún más inoperantes en detrimento del movimiento real que empezaba a desarrollarse en España. En abril de 1960, la dirección del PSOE en el exilio constituyó la Unión de Fuerzas Democráticas, con el PNV, Acción Nacionalista Vasca, Izquierda Demócrata Cristiana, Alianza Republicana Democrática Española, UGT y STV. La UFD proponía la instauración de un régimen democrático a partir de la formación de un gobierno provisional sin signo institucional, que procedería a la convocatoria de una elecciones para que los españoles decidieran sobre la forma de gobierno. La declaración de constitución rechazaba xxxxxxxxxx
frontalmente toda colaboración con fuerzas «totalitarias», citándose explícitamente a los comunistas junto a los falangistas. En el plano sindical, los socialistas impulsaron la formación, también en 1960, de la Alianza Sindical, junto con STV y CNT. Las difíciles relaciones con la dirección del PSOE en el exilio y con la propia organización socialista madrileña determinaron la formación en 1968 de un Partido Socialista en el Interior, en torno a Enrique Tierno Galván y otros intelectuales y profesionales, que propugnó una política unitaria antifranquista y la participación en las CC.OO., consideradas el «principal instrumento de lucha que tiene la clase trabajadora para mejorar su nivel de vida, para reivindicar sus derechos y conseguir las libertades democráticas sindicales». La política unitaria, y especialmente la colaboración con los comunistas y la participación en las CC.OO, provocó una grave crisis interna en 1966 en el Moviment Socialista de Catalunya, al enfrentarse los sectores socialdemócratas con posiciones anticomunistas predominantes en el exilio y la mayoría de los sectores que participaban directamente en la acción clandestina antifranquista. La actitud de la dirección del PSOE en el exilio acabó provocando un creciente malestar en los pequeños grupos de militantes del interior, especialmente en los más dinámicos de Madrid, Sevilla y Vizcaya. En 1970, en el XI Congreso celebrado en Toulouse, se manifestaron claramente las diferencias entre los históricos dirigentes y los jóvenes procedentes de la acción militante en España como Felipe González, Pablo Castellanos y Enrique Múgica. Dos años mas tarde, el XIII Congreso provocó la ruptura entre el sector histórico y el sector renovado del PSOE; este último fue el que consiguió finalmente controlar la organización y ser reconocido internacionalmente, ocupándose decididamente de impulsar el proceso de resurgimiento del partido. La década de los 60 significó el definitivo declive del anarcosindicalismo, a pesar de la reunificación en 1961 de los dos sectores escindidos en 1945, y del mantenimiento de una cierta actividad en las agrupaciones del exilio. Factor decisivo de este proceso fue la incapacidad de la CNT para comprender los profundos cambios socioeconómicos que se estaban produciendo en la sociedad española y para renovar la militancia incorporando a las jóvenes generaciones obreras, lo que significó una organización cada vez más envejecida y alejada del movimiento obrero real. La reaparición de divisiones internas, el mantenimiento de actitudes de colaboracionismo con la OSE en minoritarios sectores de antiguos cenetistas, y las conversaciones en 1965 entre miembros de la CNT y representantes de la OSE que darían lugar a un acuerdo provisional después rechazado por las autoridades franquistas, acentuaron aún más la pérdida de imagen del anarcosindicalismo ante las jóvenes generaciones de trabajadores. Frente al activismo izquierdista, la oposición de signo liberal y demócrata-cristiano, en muchos casos monárquica, no pasó de ser un conglomerado de pequeños grupos más o menos organizados en torno a personalidades destacadas, con escasa actividad 223
aunque beneficiándose de una creciente tolerancia gubernamental. Naturalmente, estos grupos no tenían presencia militante en los movimientos obreros, estudiantiles y vecinales, aunque profesionales vinculados a aquellas opciones colaboraran de distintas formas con la oposición más activa, por ejemplo, asumiendo la defensa de procesados por «delitos» políticos —así, Joaquín Ruiz-Giménez fue el abogado defensor, entre otros casos, de Marcelino Camacho en el célebre proceso 1.001 contra los principales dirigentes de CC.OO. Por otra parte, la escasa organización y militancia de estos grupos no fue obstáculo para que algunos tuvieran un notable protagonismo en el antifranquismo, especialmente a través de posicionamientos públicos o semipúblicos de personalidades con una posición académica y profesional relevante que les xxxxxxxxxxxx
permitía dar a conocer sus opiniones y propuestas, a veces a través de publicaciones impulsadas por sus mismos grupos; también sus relaciones internacionales les permitieron tener ocasionalmente un papel importante en la acción antifranquista. Una especial trascendencia tuvo la reunión de la oposición «moderada» en Múnich en 1962, en el marco del IV Congreso del Movimiento Europeo. Participaron en el encuentro en la capital bávara 118 españoles, 80 del «interior», entre ellos los demócrata-cristianos José M.a Gil Robles y Fernando Álvarez de Miranda, de Democracia Social Cristiana, y Carmelo Cembrero, de Izquierda Demócrata Cristiana, los monárquicos liberales Joaquín Satrústegui y Jaime Miralles, de Unión Española, Dionisio Ridruejo, de Acción Social Democrática, junto con personalidades independientes; 38 de los asistentes eran exiliados, entre los que estaban Salvador de Madariaga, el socialista Rodolfo Llopis, el nacionalista vasco Manuel de Irujo y el republicano Fernando Valera. El Congreso del Movimiento Europeo aprobó una resolución en la que se detallaban las condiciones para que España pudiera adherirse o asociarse a la CEE: «1) El establecimiento de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el Gobierno esté fundado sobre el consentimiento de los ciudadanos. 2) La garantía efectiva de todos los derechos de la persona humana, particularmente los de libertad individual y de opinión, con supresión de la censura gubernativa. 3) El reconocimiento de la personalidad de las diversas comunidades naturales. 4) El ejercicio sobre bases democráticas de las libertades sindicales y la defensa, por los trabajadores, de sus derechos fundamentales, entre otros medios por el de huelga. 5) La posibilidad de organizar corrientes de opinión y partidos políticos, así como el respeto de los derechos de la oposición.» El Congreso manifestó también su esperanza en una evolución de la situación política española que permitiera «la incorporación de España a Europa», al mismo tiempo que tomaba nota «de que todos los delegados españoles presentes en el Consejo expresan su firme convencimiento de que la mayoría de los españoles desean que esta evolución se lleve a cabo de acuerdo con las normas de prudencia política, con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, con sinceridad por parte de todos y con el compromiso de renunciar a toda violencia activa o pasiva antes, durante y después del proceso evolutivo». Como ya hemos visto, la respuesta del régimen al «contubernio» fue rabiosa, forzando al exilio a una parte de los participantes residentes en España y confinando a aquellos que optaron por quedarse en el país. En diciembre de 1969, 131 personalidades de la vida pública española, entre las que figuraban miembros destacados de la oposición «moderada», pero también algunos nombres vinculados a la oposición izquierdista, se dirigieron públicamente a Franco mediante una carta abierta en la que pedían una amnistía y el establecimien224
to de un régimen de libertades públicas análogo al de los países de Europa occidental, con mención expresa a la libertad sindical y a la participación de obreros y patronos en los planes de desarrollo. 20.6. EL ANTIFRANQUISMO EN EL PAÍS VASCO Y EN CATALUÑA El proceso de Burgos, en 1970, movilizó al conjunto de la oposición antifranquista y, como hemos visto, esta movilización tuvo una especial incidencia en el País Vasco. Como el catalán, el antifranquismo vasco tuvo siempre un perfil particular, por
una parte, por la presencia de una organización, el PNV, que logró una notable continuidad de identificaciones y de apoyos, aun cuando estos no comportaran muchas veces actitudes activas, facilitada por su posición hegemónica en las instituciones vascas en el exilio. En todo caso, debe destacarse una recuperación de la movilización nacionalista desde 1964, que tuvo entre sus principales expresiones las conmemoraciones anuales del Aberri-Eguna (día de la patria). Pero no cabe duda que el rasgo distintivo esencial del antifranquismo vasco desde los años 60 fue ETA. Formada a partir de sectores juveniles nacionalistas muy críticos ante la pasividad del PNV, que evolucionaron rápidamente hacia planteamientos socialistas o socializantes, su opción a favor de la lucha armada resultó determinante para la evolución de la situación política en el País Vasco, generando una espiral acción-represión que tendría muy graves consecuencias. En 1966-1967, la organización sufrió una grave crisis en su V Asamblea, como consecuencia de las tensiones entre los sectores nacionalistas y los obreristas; estos últimos habían propiciado la acción de masas y la participación en las nacientes CC.OO. Un grupo apartado de ETA, ETA-Berri, transfomado después en Komunistak, sería el origen del Movimiento Comunista, un nuevo partido izquierdista formado en 1969, que se extendió posteriormente por toda España. ETA sufriría algo más tarde una nueva escisión obrerista, la VI Asamblea, fusionada en 1973 con la LCR. Lo más destacable de las posiciones predominantes en ETA fue su inclinación hacia un nacionalismo tercermundista que, como ha señalado Gurutz Jáuregui, basaba su estrategia en un antagonismo radical y absoluto entre la metrópoli y la colonia, de tal modo que la solución del conflicto debía pasar, imprescindiblemente, por la expulsión violenta del colonizador y la sustitución del viejo poder colonial por un nuevo poder autóctono. Para este autor, la estrategia tercermundista resultó efectiva, ya que el franquismo hacía casi real el «espejismo colonial» de ETA. En agosto de 1968, el atentado contra el jefe de la Brigada Social de San Sebastián, Melitón Manzanas, supuso un salto cualitativo en la acción de ETA. Ya en los años 70 la violencia etarra acabó condicionando decisivamente la vida socio-política vasca: sus acciones violentas provocaron una durísima represión que, con frecuencia, no golpeó solamente a ETA y a su entorno, sino que tuvo un carácter indiscriminado, provocando una amplia solidaridad y un reforzamiento de la identidad comunitaria. La trayectoria del antifranquismo catalán fue sensiblemente distinta al vasco. En primer lugar, debe destacarse la aparición y expansión, desde el inicio de la década de los 60, de un movimiento cívico-cultural de signo catalanista que, forcejeando continuadamente con las autoridades franquistas, alcanzó una extraordinaria proyección social. Las campañas en defensa de la cultura, la lengua y la identidad catalanas obtu225
vieron amplios apoyos, en tanto que la Nova Cançó se convertía en un fenómeno de masas con un claro carácter antifranquista y catalanista. Este heterogéneo movimiento cívico-cultural, que fundía antifranquismo, catalanismo y progresismo, facilitó notablemente el desarrollo de una política unitaria antifranquista que acabó convirtiéndose en signo distintivo del antifranquismo catalán. La formación de la Taula Rodona en 1966 significó un decisivo paso en el proceso unitario de la oposición catalana; tres años después se constituía la Comisión Coordinadora de Fuerzas Políticas de Cataluña, integrada por comunistas, socialistas, nacionalistas y demócrata-cristianos —PSUC, Moviment Socialista de Catalunya, Front Nacional de Catalunya, Unió Democrática de Catalunya y un sector de Esquexxxxxxx
rra Republicana—, a la que más tarde se añadirían el Partit Carli y el Partit Popular de Catalunya. Y en noviembre de 1971, tras la experiencia de la Asamblea de Intelectuales durante el proceso de Burgos en diciembre de 1970, nacía la Assemblea de Catalunya, una amplia plataforma unitaria que agruparía, junto a organizaciones políticas y sindicales, a grupos y colectivos profesionales, culturales, cívicos, y personalidades independientes, y que fue configurada a partir de 4 puntos profusamente divulgados: «1. La consecución de la amnistía general para los presos y exiliados políticos. 2. El ejercicio de las libertades democráticas fundamentales: libertad de reunión, de expresión, de asociación —incluida la sindical—, de manifestación y derecho de huelga, que garanticen el acceso efectivo del pueblo al poder económico y político. 3. El establecimiento provisional de las instituciones y los principios configurados en el Estatuto de 1932, como expresión concreta de estas libertades en Cataluña y como vía para llegar al pleno ejercicio del derecho de autodeterminación. 4. La coordinación de todos los pueblos peninsulares en la lucha por la democracia.» La Assemblea de Catalunya lograría impulsar una notable movilización democrática en la sociedad catalana, aunque también hay que señalar que provocó notables recelos entre los sectores democristianos más conservadores y entre los nacionalistas agrupados en torno a Jordi Pujol, preocupados por el gran protagonismo de las organizaciones obreras.
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CAPÍTULO XXI
La crisis de la dictadura franquista 21.1. ARIAS Y EL «ESPÍRITU DEL 12 DE FEBRERO» En los dos años transcurridos desde el asesinato de Carrero a la muerte de Franco, la crisis del régimen se manifestaría de forma creciente y continuada, agudizada además desde que la crisis económica internacional empezó a golpear a la economía española. Efectivamente, el régimen sufrió un profundo desgaste como consecuencia de movimientos huelguísticos de notable magnitud, continuas protestas estudiantiles, manifestaciones de distinto carácter que reivindican un régimen democrático, con una especial presión en el País Vasco y Cataluña, nuevas y más graves tensiones con la Iglesia católica, y el recrudecimiento de las acciones de grupos armados —ETA y FRAP, Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico. Ante todo lo anterior, el recurso a la represión significó un desgaste adicional con efectos perversos para la dictadura, tanto interior como internacionalmente. Por otra parte, la revolución de los claveles en Portugal y el fin de la dictadura griega acentuaron la soledad del régimen español. El reiterado fracaso de toda tentativa «aperturista» acabó provocando la fragmentación de la clase política franquista, con el inicio de deserciones significativas, en tanto que los ultras, impresionados por la inesperada caída en abril de 1974 de la dictadura portuguesa, estaban cada vez más alarmados por la evolución de la situación política española. La designación del sucesor de Carrero puso de nuevo de manifiesto la crisis interna del régimen. Torcuato Fernández Miranda, que aparecía como uno de los principales candidatos a la presidencia del Gobierno, y cuyo nombre fue sugerido a Franco por el propio Juan Carlos, parece que no tuvo ninguna opción al inclinarse el Caudillo por su viejo amigo el almirante Pedro Nieto Antúnez. Pero las presiones de lo que Paul Preston ha denominado la «camarilla de El Pardo», que veía a Nieto Antúnez demasiado próximo a reformistas como Fraga, lograron que Franco se inclinara 227
finalmente por Carlos Arias Navarro; según ha sido relatado, la propia Carmen Polo le dijo a Franco: «Nos van a matar a todos como a Carrero. Hace falta un presidente duro. Tiene que ser Arias. No hay otro.» La terna preceptiva fue completada por José Solís y José García Hernández. En el gobierno formado por Arias Navarro continuaron algunos ministros del gobierno Carrero, en algunos casos en otra cartera, aunque fueron más numerosos los cambios, y, sobre todo, destaca la exclusión de los tecnócratas opusdeístas con López Rodó a la cabeza, un apartamiento que no se limitó al Consejo de Ministros, sino xxxxxxxxx
que afectó a los escalones superiores de la Administración del Estado, y que fue vivido por los afectados como un auténtico ajuste de cuentas de los que se consideraron marginados en 1969. Mezclando a aperturistas y a inmovilistas a ultranza, Arias designó al falangista José García Hernández para la cartera de Gobernación, ministerio en el que había sido colaborador de Camilo Alonso Vega, adjudicándole además la vicepresidencia 1.a del Gobierno, en tanto que designó vicepresidente 2°, conservando la cartera de Hacienda, al tecnócrata independiente y aperturista Antonio Barrera de Irimo. Para la importante cartera de Información fue designado Pío Cabanillas, antiguo colaborador de Fraga, y para la subsecretaria de Presidencia, el también aperturista Antonio Carro Martínez. El falangista Licinio de la Fuente continuó en Trabajo y además ocupó la vicepresidencia 3.a, y el belicoso José Utrera Molina, decidido partidario del rearme ideológico del régimen, fue designado secretario general del Movimiento, en tanto que el ministerio de Relaciones Sindicales fue ocupado por un discreto funcionario, Alejandro Fernández Sordo. El difícil ministerio de Educación fue confiado al anterior responsable del Plan de Desarrollo, Cruz Martínez Esteruelas, y el de Exteriores, al diplomático Pedro Cortina Mauri. Promovidos por el ministro Carro alcanzaron importantes responsabilidades en distintos ministerios miembros del colectivo «Tácito» —por ejemplo, Marcelino Oreja fue nombrado subsecretario del de Información, y Landelino Lavilla del de Industria. El grupo Tácito estaba formado por jóvenes católicos aperturistas —vinculados a la ACNP—, que desde 1972 defendieron su propuestas mediante artículos publicados en el diario católico Ya, y que en 1974 ampliaron sus actividades con la organización de almuerzos políticos y coloquios. La mezcla de aperturismo e inmovilismo del nuevo gobierno pareció inclinarse claramente hacia la primera posición con el discurso que Arias pronunció en las Cortes el 12 de febrero de 1974, estimulado por los miembros más aperturistas del gobierno, aquellos que consideraban indispensable e inaplazable realizar una efectiva apertura política. Arias afirmó que sería tarea primordial del gobierno «acometer todas las medidas de desarrollo político», de acuerdo con las leyes del régimen, señalando que si bien, «en razón de circunstancias históricas de excepción, el consenso nacional en torno a Franco se expresa en forma adhesión», «el consenso nacional en torno al Régimen en el futuro habrá de expresarse en forma de participación». Para el nuevo presidente, ni al gobierno ni a los españoles les era lícito por más tiempo «continuar transfiriendo, inconscientemente, sobre los nobles hombros del jefe del Estado la responsabilidad de la innovación política»; por tanto, era necesario que todos asumieran las «cuotas de responsabilidad comunitaria, cuotas que queremos invitar a que suscriban treinta y cuatro millones de españoles». No se excluiría «sino a aquellos que se autoexcluyan en maximalismos de uno u otro signo; por la invocación a la violencia; por el resentimiento y el odio; por la pretensión bárbara de partir de cero; por la 228
elección de vías subversivas para postular la modificación de la legalidad». Ademas, el deseo del gobierno era «que estas exclusiones resulten mínimas. Nuestro afán es sumar y no restar; aunar voluntades y no excluir; respetar opiniones y no forzarlas»; y aunque era consciente de que el empeño era «arduo y difícil», el momento era propicio «porque España cuenta en estos instantes con una sociedad mayoritariamente sana, culta y desarrollada, sin prejuicios y con escasas minorías disolventes o perturbadoras». Pasando de los propósitos generales a medidas concretas, Arias anunciaba una nueva ley de régimen local que establecería la elección de alcaldes y presidentes de diputaciones, el desarrollo de la Ley Sindical, y un estatuto regulador del derecho xxxxxxx
de asociación, «para promover la ordenada concurrencia de criterios, conforme a los principios y normas de nuestras Leyes Fundamentales». El discurso de Arias Navarro, máximo exponente de lo que la prensa denominó «el espíritu del 12 de febrero», provocó una notable expectación: fue recibido con entusiasmo por todos los sectores aperturistas del régimen, aunque también con un cierto distanciamiento en algunos casos, y fue propagado y glosado por los medios de comunicación en general, y por los aperturistas en particular. Pero la literalidad de muchas formulaciones del discurso no debe llamar a engaño: Arias planteaba una reforma limitada del franquismo y nada más; ello explica el escepticismo de la mayoría de la oposición democrática aunque participara de una cierta actitud expectante. Por otra parte, las propuestas del nuevo gobierno fueron recibidas con sorpresa y con una desconfianza profunda por los inmovilistas de la dictadura, aunque una parte del gobierno les merecía crédito. Sin embargo, lo que irritó inmediatamente y profundamente a estos sectores fue la tolerante política de información y espectáculos promovida por el ministro Cabanillas. Si se analiza detenidamente el discurso del presidente del Gobierno se encuentran alusiones que aportan claves de algunos de los conflictos que aparecieron inmediatamente. Así, en el capítulo dedicado a las relaciones con la Iglesia, después de pronunciarse a favor de la independencia mutua y la colaboración, afirmó que el gobierno «rechazará con la misma firmeza cualquier interferencia en las cuestiones que, por estar enmarcadas en el horizonte temporal de la comunidad, están reservadas al juicio y decisión de la Autoridad Civil». Y sería justamente un episodio de tensión entre la Iglesia y el Gobierno el primero que provocaría un serio deterioro de Arias y de su «espíritu del 12 de febrero». El 24 de febrero, una homilía del obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, leída en la mayoría de las iglesias de la diócesis, aunque con algunas excepciones significativas, desencadenó el episodio más tenso de la historia de las relaciones entre la Iglesia y el régimen franquista. En la homilía, el obispo Añoveros realizaba una defensa de los derechos de los pueblos y se pronunciaba a favor del uso de la lengua vasca, todo ello de forma general y vaga. El gobierno consideró el texto como un grave ataque a la «unidad nacional» y procedió al arresto domiciliario del obispo y del vicario general de la diócesis, seguido de una orden de expulsión del país, para lo cual fue incluso enviado un avión a Bilbao para trasladar al obispo fuera de España. Con el apoyo de la mayoría de la jerarquía eclesiástica y de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal, Añoveros se negó a abandonar el país, colocando al gobierno ante la alternativa de utilizar la fuerza; paralelamente, las autoridades eran amenazadas con la excomunión si actuaban contra el prelado obligándolo a dejar su residencia. Arias, presionado por los ministros aperturistas, y con una intervención del propio Franco, se vio obligado a ceder, anulando toda sanción a Añoveros. El presidente de la Con229
ferencia Episcopal, el cardenal Tarancón, jugó claramente la carta de la firmeza ante el gobierno, consolidando la imagen de una Iglesia española totalmente alejada de la dictadura. Con la política informativa de Pío Cabanillas, el encontronazo entre las autoridades franquistas y la jerarquía fue relatado con detalle en la prensa, lo que amPlió el deterioro del gobierno y, en particular, de su presidente, a escasos días de las Promesas aperturistas. Poco después, el 2 de marzo, fue ejecutado, mediante el procedimiento del garrote vil, el anarquista catalán Salvador Puig Antich, condenado por la muerte de un policía en el forcejeo que precedió a su detención. Junto a Puig Antich fue ejecutado un xxxxxx
preso común de origen polaco, Heinz Chez, que tuvo la desdicha de ser elegido para enturbiar el carácter político de la ejecución del joven anarquista. En esta ocasión, las peticiones de clemencia fueron infructuosas; Franco se negó a conmutar las penas de muerte, lo que desencadenó una ola de protestas, tanto en España como en la mayor parte de países europeos, que supuso un segundo y grave desgaste del nuevo gobierno cuando se cumplían sólo dos meses de su formación. El día 14 de marzo, el Parlamento Europeo condenaba a la dictadura franquista con una declaración en la que afirmaba que «las repetidas violaciones por el Gobierno español de los derechos humanos y civiles básicos, así como su falta de respeto ante los derechos de las minorías en una Europa que está buscando su camino libre y democrático hacia la unidad, impiden la admisión de España en la Comunidad Europea». Para la oposición democrática, y para una parte de la sociedad española, el caso Añoveros y la ejecución de Puig Antich confirmaban el carácter engañoso de la supuesta apertura promovida por Arias Navarro. Para contrarrestar los efectos de estos acontecimientos, y para relanzar el «espíritu del 12 de febrero», se impulsó desde el gobierno una gran campaña propagandística, con algunos gestos simbólicos, como la amplia difusión de las fotografías del ministro Cabanillas con la barretina catalana. Pero también los sectores más inmovilistas, el denominado «búnker», quisieron hacer oír su voz. A finales de abril, bajo el impacto de los acontecimientos portugueses, de los que la prensa informó detalladamente, José Antonio Girón de Velasco publicó en el diario falangista Arriba un artículo en el que denunciaba vehementemente al aperturismo, y especialmente a los ministros que lo propiciaban, alertando sobre consecuencias catastróficas si no se corregía inmediatamente el rumbo político; en la portada del periódico aparecía una fotografía del autor y el titular decía: «Se pretende que los españoles pierdan la fe en Franco y en la Revolución Nacional.» El llamado gironazo se produjo a espaldas del ministro del Movimiento Utrera Molina, que tuvo noticia del manifiesto de Girón cuando estaba a punto de pronunciar un discurso en un acto conmemorativo de unos hechos de la guerra civil en Alcubierre. Utrera discrepaba de Girón en el estilo, en el momento elegido, y lógicamente estaba molesto por no haber sido informado y consultado, pero en cambio compartía todas las ideas sustanciales que aparecían en el artículo. Meses más tarde, Girón fue elegido presidente de la Confederación Nacional de Ex Combatientes, en un clima de movilización del búnker franquista. Por su parte, otros sectores «ultras» arreciaron también en su críticas contra los que Blas Piñar denominó «enanos infiltrados» que propiciaban la destrucción del régimen, así como contra la denominada «prensa canallesca». Apareció, además, una opinión «ultra» militar, representada por el general Tomás García Rebull. En estas fechas, una maniobra de militares «ultras» intentó que Iniesta Cano, director de la Guardia Civil, fuese nombrado jefe del Alto Estado Mayor, eludiendo su inminente 230
retiro, al tiempo que otro ultra accedería a la dirección del cuerpo. En esta ocasión, Arias desactivó la maniobra e Iniesta Cano tuvo que retirarse en mayo. El aperturismo únicamente era visible en la prensa y en los espectáculos, en tanto que en otras instancias aparecían constantemente signos contradictorios con aquél. Así, el 20 de junio fue destituido el jefe del Alto Estado Mayor del Ejército, teniente general Manuel Díez Alegría, principal exponente de una visión profesional de la función de las Fuerzas Armadas, y considerado por determinados sectores de la sociedad como un posible Spinola español. Pocos días antes, Arias Navarro había pronunciado en Barcelona un discurso en el que los acentos estaban más en el inmoxxxxxxxxxx
vilismo que en el aperturismo anunciado en febrero; así, destacó el protagonismo del Movimiento llegando a afirmar que «el Movimiento y el pueblo español son una misma cosa». Paralelamente, la acción represiva contra la oposición se incrementó, produciéndose un elevado número de detenciones y procesamientos en estos meses. En esta situación, Franco sufrió un ataque de flebitis que obligó a su internamiento hospitalario. El tratamiento se vio complicado por la medicación que tomaba para mitigar los síntomas de la enfermedad de Parkinson. El día 18 de julio el estado de salud de Franco empeoró, lo que determinó que el dictador decidiera traspasar interinamente sus poderes a Juan Carlos. Éste no facilitó la operación, puesto que prefería no comprometerse con una gestión política sobre la que tenía escasa capacidad de influencia, pero tuvo que aceptarla. La enfermedad de Franco generó todo tipo de especulaciones y también algunas tensiones, entre ellas, las provocadas por su círculo familiar, que anticipaban lo que sucedería al año siguiente durante la larga agonía del dictador. Algunos miembros del gobierno, especialmente Cabanillas, Carro y Barrera de Irimo, vieron el momento de proceder inmediatamente a la sucesión, en tanto Arias mantuvo una posición indefinida, pero las presiones en contra fueron muy intensas. El día 2 de septiembre, Franco reasumió sus poderes, lo que fue comunicado casi por sorpresa a Juan Carlos y a Arias. El día 13 de septiembre tuvo lugar un grave atentado en Madrid; una bomba explotó en una cafetería situada junto a la Dirección General de Seguridad y frecuentada por policías y personal administrativo del Ministerio de la Gobernación, ocasionando 12 muertos y 80 heridos. La acción terrorista fue obra de un comando de ETA que contó con la colaboración indirecta de algunos antiguos militantes comunistas situados al margen del partido, lo que permitió a las autoridades intentar responsabilizar al PCE del acto. El atentado de la calle del Correo permitió a los ultras redoblar su campaña contra los aperturistas, así como sus críticas a la supuesta debilidad del gobierno. Paralelamente, se maniobró contra algunos ministros desde el entorno de la Secretaría General del Movimiento y, particularmente, desde los periódicos Arriba y Pueblo, este último dirigido por Emilio Romero, uno de los periodistas más influyentes del régimen. El 29 de octubre, en el acto conmemorativo del aniversario de la fundación de la Falange celebrado por el Consejo Nacional del Movimiento, presidido por Franco acompañado por Juan Carlos, el consejero Francisco Labadie Otermín pronunció un agresivo discurso en el que denunció que se intentaba destruir la legitimidad histórica del 18 de Julio para erosionar al régimen desde sus raíces y proceder a una revisión total de las leyes fundamentales; frente a ello, debía defenderse con uñas y dientes la victoria de 1939.
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21.2. EL GOBIERNO ARIAS ENTRE DOS CRISIS La crisis gubernamental estalló a finales de octubre. Franco ordenó a Arias que cesara al ministro de Información, Pío Cabanillas, impresionado por los informes sobre el relajamiento de la censura que los «ultras» le hacían llegar, e irritado por las informaciones de prensa relativas a un escándalo económico, el caso de la desaparición de cuatro millones de litros de aceite de oliva, en el que estaba implicada una empresa, Reace, en la que tenía participación su hermano Nicolás. Pero el cese de Cabanillas provocó la dimisión del vicepresidente 2.° y ministro de Hacienda, Antonio Barrera xxxxxxx de Irimo, a quien siguieron un grupo relevante de altos cargos, entre ellos Marcelino Oreja, Ricardo de la Cierva, director general de Cultura Popular, y Francisco Fernández Ordóñez, presidente del INI. Para mantener un cierto equilibrio, Arias propuso a Franco la sustitución de Utrera Molina y Ruiz Jarabo, pero el Caudillo se negó en redondo. Para los miembros del grupo Tácito y para muchos observadores, la crisis gubernamental significaba el fin del aperturismo anunciado el 12 de febrero. Para dirigir el Ministerio de Información y corregir su rumbo fue designado León Herrera, antiguo colaborador de Fraga, y la cartera de Hacienda fue confiada a un técnico, Rafael Cabello de Alba. Para recuperar la iniciativa política, Arias Navarro decidió impulsar el prometido estatuto de asociaciones políticas. El anteproyecto elaborado en el Instituto de Estudios Administrativos por jóvenes aperturistas fue bloqueado por Franco; el proyecto que finalmente salió adelante fue el preparado desde la Secretaría General del Movimiento por Utrera Molina y sus colaboradores. El Estatuto Jurídico del Derecho de Asociación Política fue aprobado en diciembre por el Consejo Nacional del Movimiento, con la significativa abstención de tres aperturistas —Marcelino Oreja, Tomás Garicano Goñi y Santiago de Cruylles— y fue definido como el estatuto de los antiasociacionistas. Según el nuevo estatuto, las asociaciones políticas debían acatar los Principios del Movimiento y quedaban bajo el control del Consejo Nacional, que sería el encargado de autorizarlas; entre los requisitos para su aprobación figuraban un mínimo de 25.000 afiliados distribuidos en 15 provincias. La novedad más destacable de las asociaciones políticas era que podrían participar en procesos electorales, pero en la forma en que se regulase en el futuro. En definitiva, el estatuto de asociaciones confirmó de nuevo el fracaso de toda tentativa de reforma, aun limitada, de la dictadura franquista. A pesar de ello, la nueva norma fue denunciada por los «ultras» como el primer paso hacía la admisión de los partidos políticos, lo que significaría inevitablemente la disolución del régimen. Por su parte, la mayoría de sectores que habían propugnado una apertura acabaron por rechazar acogerse al estatuto. Algunos autores consideran que fue este rechazo el que decidió finalmente el fracaso de la «apertura de Arias»; sin embargo, para explicar las actitudes de los sectores más decididamente aperturistas, debe tenerse también en cuenta el clima de conflictividad social y agitación política, y el recrudecimiento de las acciones represivas, lo que los situaba con frecuencia en posiciones muy incómodas y comprometidas, especialmente pensando en su futuro político. En cualquier caso, en los meses siguientes, muchos «tácitos» empezaron a manifestarse claramente en favor de una reforma inequívocamente democratizadora; por su parte, Manuel Fraga, referente claro de una parte notable de los sectores reformistas, después de una tentativa fracasada de negociación con los máximos responsables gubernamentales, decidió no participar en el nuevo marco asociativo, constituyendo en cambio una sociedad de estudios políticos, Fedisa, jun232
to con Areilza, Cabanillas, Fernández Ordóñez y miembros del grupo Tácito. Al cabo de un año del «espíritu del 12 de febrero» y con otra crisis gubernamental en ciernes, Arias Navarro, en una entrevista televisada, pretendió transmitir tranquilidad y confianza a los partidarios del régimen invitándolos a «que se acerquen al palacio de El Pardo, que, aunque sea desde la lejanía, contemplen esa luz permanentemente encendida en el despacho del Caudillo, donde el hombre que ha consagrado toda su vida al servicio de España sigue, sin misericordia para consigo mismo, firme al pie del timón, marcando el rumbo de la nave para que los españoles lleguen al puerto seguro que él les desea».
Efectivamente, pocos meses después de la crisis gubernamental originada por el cese de Pío Cabanillas, el gobierno Arias vivió una segunda crisis. En este ocasión, el factor desencadenante fue la dimisión del ministro de Trabajo y vicepresidente tercero del gobierno, Licinio de la Fuente, que había estado promoviendo una reforma de la legislación laboral que contemplara una regulación, muy restrictiva por otra parte, del derecho de huelga. Así, para que una huelga fuera legal debía estar convocada en una sola empresa, votada por el 60% de la plantilla, tener un carácter exclusivamente laboral, y producirse cuando no tuviera vigencia el convenio colectivo. Pero a pesar de sus evidentes limitaciones, el proyecto de Licinio de la Fuente generó una gran oposición en la Organización Sindical, manifestada en el seno del gobierno por el ministro Fernández Sordo, así como en sectores ultras y en el Ministerio de la Gobernación. La dimisión del ministro de Trabajo abrió una crisis que fue aprovechada por Arias Navarro para reestructurar el gabinete, librándose además del para él molesto ministro secretario general del Movimiento Utrera Molina, a quien había tenido que ordenar poco antes el cese del director del diario Arriba, el «ultra» Antonio Izquierdo, orden a la que se había resistido apelando a Franco. El dictador se resistió al cese de Utrera, por su probada fidelidad personal y política, así como al de Ruiz Jarabo, pero en esta ocasión tuvo que ceder finalmente ante la firmeza de Arias, que al parecer incluso amenazó con dimitir. El 4 de marzo se anunciaron los cambios en el gobierno: la secretaría general del Movimiento fue confiada a Fernando Herrero Tejedor, falangista y miembro del Opus Dei, además de persona próxima a Juan Carlos, que había sido vicesecretario general con Solís y, posteriormente, fiscal del Tribunal Supremo. Los nuevos ministros eran Fernando Suárez en la cartera de Trabajo, José M.a Sánchez Ventura, en Justicia, José Luis Cerón Ayuso, en Comercio, y Alfonso Álvarez de Miranda, en Industria. Fernando Herrero Tejedor llegó a la Secretaría General del Movimiento con el propósito de impulsar el asociacionismo, ayudado por un grupo de políticos jóvenes, entre los que destacaba Adolfo Suárez, que fue nombrado vicesecretario general, para lo que propició contactos con los distintos sectores de la clase política del franquismo. Con el nuevo ministro pareció que reaparecía un aperturismo, aunque con perfiles muy imprecisos. Desde el aparato del Movimiento dirigido por Fernando Herrero Tejedor se promovió una asociación, Unión del Pueblo Español, UDPE, que sería presidida por Adolfo Suárez, con vocación de convertirse en la pieza esencial del asociacionismo político y promotora de un continuismo matizado por un cierto reformismo; fue la única asociación que, en septiembre de 1975, había logrado los 25.000 afiliados requeridos. Junto a la UDPE se formaron otras cinco asociaciones de origen falangista, todas con posiciones continuistas, excepto Reforma Social Española de Manuel Cantarero del Castillo, entre ellas Falange de las JONS, dirigida por Girón y Fernández Cuesta; por su parte, Federico Silva Muñoz promovió Unión Democráti233
ca Española, una asociación de signo demócrata-cristiano conservador, y un grupo de militantes monárquicos creó Unión Española. Pero la actuación de Herrero fue muy breve: en junio un extraño accidente automovilístico acabó con su vida. Para sustituirlo se incorporó de nuevo al gabinete José Solís por decisión de Franco, cada vez más sometido a las presiones de la camarilla de El Pardo, encabezada por Cristóbal Martínez Bordiu. Poco después, los inmovilistas encabezados por el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, y contra la opinión de buena parte del gobierno, lograron que Franco prorrogase por seis meses la legislatura de las Cortes, primer paso de una xxxxxx
operación que contemplaba desplazar a Arias de la presidencia del Gobierno para colocar a un franquista sin ningún tipo de veleidades aperturistas y decidido a aplicar una política de defensa numantina del régimen. En todo caso, con la prórroga se aseguraba la permanencia en un puesto clave del entramado institucional franquista de Rodríguez de Valcárcel. 21.3. DEL APERTURISMO A LA INVOLUCIÓN Producto del aparente impulso aperturista del gobierno formado en marzo, en mayo de 1975 se aprobó un decreto-ley que reconocía el derecho de huelga y lo regulaba muy restrictivamente, siguiendo muchos de los puntos del proyecto de Licinio de la Fuente, lo que determinó que tuviera un escasísimo impacto en las relaciones laborales y que la mayoría de conflictos continuaran desarrollándose al margen de la legalidad. Según el preámbulo, «se ha aceptado ya en la filosofía política del Estado español que los conflictos colectivos de trabajo, al igual que los conflictos individuales, forman parte de la realidad económica y social, y su número y complejidad aumentan cuando dicha realidad se somete a procesos de crecimiento y de cambio promovidos por el propio Estado...». Pero tanto el estatuto de asociaciones como la ley para regular las huelgas eran tardíos y absolutamente insuficientes. La sociedad española vivía desde comienzos de 1974 una ola de conflictividad laboral de considerables dimensiones, las protestas estudiantiles no cesaban, y la protesta antifranquista aparecía cada vez más abiertamente y en más escenarios. En la primavera de 1975, las preceptivas elecciones sindicales, en las que CC.OO., USO y otros grupos propugnaron la participación presentando «candidaturas unitarias y demócratas», que lograron un gran éxito, llevaron en muchas zonas a la Organización Sindical al borde del colapso. Por otra parte, los grupos violentos incrementaron sus acciones, provocando desde enero de 1974 a agosto de 1975 más de tres decenas de víctimas mortales, en su mayor parte miembros de las fuerzas policiales. El 25 de abril de 1975, el gobierno impuso el estado de excepción en Guipúzcoa y Vizcaya, suspendiendo los artículos 12, 14, 15, 16 y 18 del Fuero de los Españoles ante «la necesidad de proteger la paz ciudadana contra intentos perturbadores de carácter subversivo y terrorista», según rezaba el decreto-ley, lo que desencadenó una operación represiva de gran alcance con centenares de detenidos, muchos de los cuales fueron torturados, registros masivos, y controles e identificaciones en calles y carreteras. Un informe de Amnistía Internacional del mes de julio relataba con detalle la situación de represión intensa y generalizada que habían vivido las dos provincias vascas. Probablemente, la investigación detallada de los efectos de este estado de excepción arrojaría más luz sobre las actitudes 234
políticas de una parte sustancial de la sociedad vasca en los años posteriores. El verano de 1975 fue especialmente tenso. Con el creciente impacto de la crisis económica como telón de fondo, crecía el desasosiego entre los sectores de la clase política del régimen que habían propugnado algún tipo de aperturismo o de reformismo, incluyendo aquellos más cercanos al príncipe Juan Carlos, al tiempo que algunos se decantaban con aparente precipitación hacia posturas inequívocamente democráticas. Una cierta sensación de huida del barco encallado y hundiéndose se apoderó de determinados círculos. En mayo, el periodista del monárquico ABC, Luis María Ansón, en un artículo titulado «Cobardía moral», había denunciado el «rumor xxxxxxxxx
de ratas que abandonan la nave del régimen», proclamando su admiración, sin compartir sus ideas, «por los franquistas y los falangistas que en la actualidad continúan defendiendo [...] aquellos principios por los que pelearon bravamente en la guerra y en la paz», en tanto sentía vergüenza «por esos otros franquistas y falangistas, por esos hombres del Régimen, por esas gallinas del sistema que disimulan unas veces lo que fueron, reniegan de sus convicciones otras veces, se ciscan en los principios y en los símbolos con que medraron y se enriquecieron para apuntarse ahora al cambio y seguir en el futuro comiendo a dos carrillos». A principios de julio se produjo un hecho de especial gravedad para el régimen: la detención de oficiales de las Fuerzas Armadas miembros de la Unión Militar Democrática, UMD, que a principios de año había hecho público un manifiesto. La UMD pretendía promover una actitud favorable a la democracia y poder neutralizar una eventual tentativa involucionista del búnker militar. Anteriormente ya se habían producido algunas detenciones, pero las de julio provocaron inquietud y expectación. Por otra parte, la espiral represiva se agudizó con la aprobación de un decreto-ley contra el terrorismo que significaba un estado de excepción permanente. Así, además de limitar derechos y garantías en aras de una más eficiente actuación de la policía y los tribunales, se reforzaba el papel de la jurisdicción militar y se establecía para muchos delitos que las penas impuestas lo serían en su grado máximo; además, la nueva norma afectaba directamente a una parte importante de la oposición antifranquista totalmente ajena a la acción violenta. El decreto-ley del 27 de agosto afirmaba que «la larga paz de que viene disfrutando España no podía ser totalmente inmune a la plaga terrorista que padece el mundo», precisamente el «desarrollo pacífico y progresivo que ha caracterizado a la vida española durante cerca de cuarenta años ha concitado la irritación de las organizaciones, grupos o individuos que preconizan la violencia como instrumento de sus propósitos políticos o de sus impulsos antisociales». El decreto-ley reiteraba «la ilegalidad de los grupos u organizaciones que están ya definidas como ilegales en disposiciones anteriores de no derogada vigencia —decreto de 13 de noviembre de 1936, ley de 9 de febrero de 1939, ley de 15 de noviembre de 1971, y artículo 193 del Código Penal—», es decir, partidos y sindicatos como PSOE, PCE, PSUC, UGT, STV, CNT, etc., y añadía que «se incluyen en el Decreto-ley por tratarse de organizaciones cuyas ideologías propugnan la utilización de la violencia y del terrorismo como instrumentos de acción política». Afirmaba el texto legal que «ningún ciudadano honrado y patriota va a sentirse afectado por la circunstancial disminución de sus garantías constitucionales» y, en todo caso, «ese pequeño sacrificio está suficientemente compensado por la tranquilidad y seguridad que ha de proporcionar a toda la comunidad nacional» la defensa de la paz social. 235
Según las disposiciones de este decreto-ley se celebraron en las semanas siguientes varios consejos de guerra que concluyeron con la imposición de penas de muerte. Ello provocó, una vez más, una amplia movilización contra las penas de muerte y en demanda de su conmutación, aunque el clima represivo probablemente inmovilizó a sectores que se sentían más vulnerables o que fueron atemorizados por la actuación gubernamental. Sumando su voz a otras muchas, la comisión permanente de la Conferencia Episcopal solicitó el indulto de los condenados a la pena capital en un largo documento en el que se afirmaba que «la conciencia cristiana no puede admitir un empleo legal de la fuerza que vaya más allá del necesario», porque «todo exceso en la fuerza de la represión es también violencia»; además «una honesta y leal postura de xxxxxxxxx
oposición política o de crítica de gobierno, aun realizada asociativamente o por los medios de comunicación social, no puede ser considerada legítimamente como acto delictivo». Pero a pesar de todas las peticiones, entre ellas y nuevamente dos del Papa Pablo VI, la segunda la víspera de las ejecuciones, y de la gran movilización de la opinión pública internacional, el gobierno dio el «enterado» preceptivo, al tiempo que indultaba a seis condenados. Al amanecer del 27 de septiembre fueron fusilados los miembros del FRAP Francisco Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo, y los de ETA Ángel Otaegui y Juan Paredes Manot. La involución represiva alcanzaba así una dimensión desconocida; pero las ejecuciones no eran signo de fortaleza del régimen, sino, contrariamente, signo de su debilidad. Con ellas, Franco y los inmovilistas mostraban que se veían aislados aunque decididos a defender al régimen con uñas y dientes, con sangre. La indignación internacional fue mayúscula: masivas manifestaciones contra la dictadura se sucedieron en la mayoría de capitales europeas, en algunos casos destrozando instalaciones españolas, el incidente más grave se produjo en Lisboa con el asalto a la propia embajada; duras condenas de organizaciones e instituciones fueron hechas públicas, así como de dirigentes de muchos gobiernos. Y un hecho especialmente grave: la llamada por los gobiernos de la República Federal Alemana, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Suecia, Italia, Austria y Suiza de sus embajadores en Madrid. Ante esta situación, que recordaba los años más duros de la condena internacional del franquismo, y que no podía dejar de inquietar profundamente a los sectores de las clases burguesas que habían apostado con claridad por un proceso de aproximación a la Europa comunitaria, por tanto ante una expectativa de futuro dramáticamente incierta, la capacidad de reacción de la dictadura se limitó a la movilización de los adictos y a la tradicional manifestación en la plaza de Oriente de Madrid. El alcalde de la capital llamó a los madrileños a «expresar nuestra indignación por las intolerables agresiones que se están cometiendo con nuestra Patria». Como la convocatoria, el discurso de Franco, del 1 de octubre, parecía un salto en el túnel del tiempo para retroceder treinta años, hasta mitad de la década de los 40. Franco agradeció a la multitud, que le aclamaba con el saludo fascista del brazo en alto, «la serena y viril manifestación pública» en desagravio a los ataques sufridos «que nos demuestran, una vez más, lo que podemos esperar de determinados países corrompidos, que aclara perfectamente su política constante contra nuestros intereses». Para el dictador, todo obedecía «a una conspiración masónica izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos los envilece». Ese mismo día, cuatro policías fueron asesinados en Madrid, obra de una nueva organización terrorista, los Grupos Revolucionarios Antifas236
cistas 1.° de Octubre, GRAPO. Pocos días más tarde, el 12 de octubre, Franco hizo su última aparición pública. Los hechos de septiembre fueron reveladores de cuáles podían ser las consecuencias del puro continuismo o de una involución ultra. 21.4. CONFLICTOS SOCIALES Y MOVILIZACIÓN ANTIFRANQUISTA La agudización de la represión y la alarma de los «ultras» hay que explicarla considerando el espectacular crecimiento de la conflictividad social y de la contestación política. En 1974 se alcanzó una cifra sin precedentes de conflictos laborales, huel-
guistas y horas de trabajo perdidas, con una especial importancia en Barcelona, que registró un muy duro conflicto en la empresa Seat y dos huelgas generales en la comarca del Bajo Llobregat, la primera en julio y la segunda en diciembre, ambas seguidas masivamente. En Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra se produjo también una elevada conflictividad, además con expresiones de protesta política como la huelga general convocada por ETA para los días 2 y 3 de diciembre, que tuvo especial incidencia en Guipúzcoa, y la organizada por grupos radicales de izquierda —MCE, ORT y LCRETA VI— el día 11 de diciembre. Madrid también tuvo en 1974 una notable conflictividad laboral. En 1975, los conflictos laborales descendieron levemente, aunque su número se mantuvo elevado en las principales concentraciones industriales españolas. De nuevo en Guipúzcoa y Vizcaya se produjeron importantes movilizaciones obreras, algunas de signo marcadamente político, en muchos casos en respuesta a actuaciones represivas de las fuerzas policiales; el 20 de febrero diversas organizaciones sindicales y políticas convocaron una huelga general en protesta por la muerte de un militante antifranquista por disparos de la Guardia Civil. Como ya ha sido señalado, en abril el gobierno impuso el estado de excepción en las dos provincias vascas. El 11 de junio Ondarroa vivió una huelga general como consecuencia de la muerte de un joven también por disparos de la Guardia Civil. Pero fue en agosto y septiembre cuando la movilización alcanzó sus más altas cotas a raíz de los consejos de guerra; los días 11,12 y 29 de septiembre sendas convocatorias de huelga general tuvieron un notable seguimiento. En este contexto, no debe extrañar que la Memoria anual de la Delegación Provincial de Sindicatos de Guipúzcoa denunciara que la convivencia se había deteriorado «de manera alarmante», y que la elevada tensión laboral evidenciaba «muchas veces los problemas extralaborales, dando como consecuencia una situación de deterioro de la convivencia social». Pamplona fue también escenario de una huelga general a mitad de enero, en respuesta a la represión policial contra los trabajadores concentrados en solidaridad con los mineros encerrados en el pozo de Esparza de Potasa de Navarra. Por otra parte, la tendencia ya pronunciada a la diversificación de la conflictividad, tanto en relación con los sectores productivos como en cuanto a su localización, se acentuó aún más, declarándose huelgas en actividades del sector servicios con un gran impacto público. Debe destacarse, en este sentido, la espectacular huelga de actores que cerró los teatros madrileños y algunos de Barcelona a principios de 1975. La conflictividad laboral se vio favorecida por el aumento de la militancia sindical, fundamentalmente de las CC.OO, pero también de USO, e incluso avanzó la reorganización de la UGT más allá de sus reductos en algunas zonas del País Vasco aunque su definitivo relanzamiento no se produciría hasta 1976. Efectivamente, 237
desde 1973 se produjo un continuado crecimiento del número de activistas sindicales y de su influencia entre segmentos relativamente amplios de la clase obrera. Así, un informe policial de enero de 1974 alertaba que «los grupos de oposición, aunque en número muy reducido en comparación con la masa trabajadora, se encuentran día a día más potenciados ante sus compañeros y hacen sentir cada vez más su influencia...». Las elecciones sindicales de 1975 fueron planteadas por CC.OO., al menos en las grandes concentraciones industriales, como un auténtico asalto a la Organización Sindical; en un documento de las CC.OO. catalanas que proponía el objetivo de «que los representantes a todos los niveles sean auténticamente elegidos por los trabajadores y sean hombres dispuestos a defender nuestros intereses de clase», se afirxxxxxxx
maba que no se trataba solamente de «conquistar al máximo número de puestos que permitan una mayor defensa de los trabajadores», sino también de «preparar y llevar a cabo un verdadero asalto político y físico a través de las elecciones del Sindicato Vertical, un asalto que pueda ser definitivo, destruyendo este sindicato vertical como instrumento que ha sido y es de los intereses de la patronal y puntal del régimen fascista en la explotación y opresión de la clase obrera». Si la conflictividad obrera alcanzó altas cotas, con la consiguiente tensión política, la conflictividad estudiantil mantuvo también una situación de tensión que podía radicalizarse en función de la actitud de las autoridades académicas y gubernativas; así, si éstas adoptaban posiciones permisivas, la tensión podía disminuir en el interior de los recintos universitarios, generándose lo que en el lenguaje de la oposición se denominó «zonas de libertad», con reuniones, asambleas, carteles murales, distribución de publicaciones ilegales y actos de signo abiertamente antifranquista. Si la actitud de las autoridades se inclinaba a la represión de aquellas manifestaciones, la suspensión de clases, la intervención de la policía en facultades y escuelas y el cierre de centros, aseguraba el «desorden» público. En cualquier caso, la universidad hacía de caja de resonancia de cualquier situación conflictiva, lo que significaba una agitación permanente, dada la tensa situación socio-política de los últimos años de la dictadura, una agitación que alteraba el orden en las principales ciudades españolas. La protesta universitaria trascendió la acción de los estudiantes y adoptó una nueva dimensión por el papel de los profesores no numerarios. En 1975, una larga huelga de PNN paralizó muchos centros en las principales universidades españolas. En febrero de ese mismo año, en respuesta a las protestas estudiantiles las autoridades decidieron la clausura del curso en la Universidad de Valladolid desencadenado una ola de huelgas y protestas en todos los centros de enseñanza superior; la situación en las universidades alcanzaba así un punto insostenible. También a partir de 1973, los movimientos vecinales en las grandes ciudades españolas cobraron un nuevo impulso, erosionando profundamente los poderes locales franquistas. Como en el movimiento obrero, se generó una dinámica de mutua alimentación entre la militancia vecinal y la militancia política antifranquista. En este marco de continuado crecimiento de la militancia antifranquista destaca, en primer lugar, el auge del PCE y del PSUC, que, con la excepción del País Vasco y Navarra, consolidaron su posición hegemónica en las CC.OO.; al mismo tiempo, tenían una destacada presencia en el movimiento vecinal y en el movimiento estudiantil, así como entre los sectores más dinámicos de colectivos profesionales como enseñantes, abogados, arquitectos, periodistas etc. Pero en estos años se produjo también un notable crecimiento de otros grupos radicales de izquierda, presentes también en los distintos movimientos sociales, la mayoría autodefinidos marxistas-leninistas, con 238
influencias maoístas como el PCE (internacional), transformado en 1974 en Partido del Trabajo de España —PTE—, el Movimiento Comunista de España, la Organización Revolucionaria de Trabajadores, la Organización Comunista Bandera Roja, la trotskista Liga Comunista Revolucionaria, y otros grupos menores. A diferencia del PCE, que propugnaba una alternativa democrática a la dictadura y una política de alianzas amplia, muchos de estos grupos propugnaban como alternativa al franquismo la revolución socialista. La política unitaria antifranquista impulsada por los comunistas había tenido un destacable, aunque excepcional, éxito en Cataluña, con la formación de la Assemblea de Catalunya, que consiguió una notable capacidad movilizadora. Por otra parte, la rexxxxx
presión, especialmente las detenciones de 113 participantes un una sesión de la comisión permanente en octubre de 1973, y la de 67 en septiembre de 1974, en ambos casos en recintos religiosos, contribuyó a dar a conocer y a popularizar la Assemblea. En la primavera de 1975, dirigentes de las principales formaciones políticas catalanas —comunistas, socialistas, liberales, nacionalistas y democristianos— salían a la luz pública en un ciclo de conferencias celebrado en el Colegio de Abogados de Barcelona para exponer sus proyectos políticos a partir del denominador común de la Assemblea. La unidad antifranquista catalana era excepcional, pero justamente a partir de 1974 iban a empezar a cristalizar los esfuerzos para crear organismos realmente unitarios a escala española. En julio de 1974 se formó en París la Junta Democrática de España, integrada por el PCE, Comisiones Obreras, personalidades independientes, algunas vinculadas a Juan de Borbón, y a la que se incorporaron también el Partido Socialista Popular, dirigido por Enrique Tierno Galván y grupos socialistas regionales, el Partido Carlista de Carlos Hugo, el PTE, y otros. El programa de la Junta propugnaba la formación de un gobierno provisional que restableciera las libertades democráticas; la promulgación de una amnistía para todas las responsabilidades de naturaleza política; la legalización de todos los partidos políticos sin exclusiones; la libertad sindical y el derecho de huelga; las libertades y derechos de reunión, manifestación, opinión e información; «el reconocimiento, bajo la unidad del Estado español, de la personalidad política de los pueblos catalán, vasco y gallego y de las comunidades regionales que lo decidan democráticamente»; la celebración de una consulta popular «para elegir la forma definitiva del Estado»; y la integración española en las Comunidades europeas. La Junta Democrática logró reunir a la mayor parte de los grupos más importantes y más dinámicos del antifranquismo encabezados por el PCE, pero no logró integrar organizaciones que aunque débiles orgánicamente podían representar una parte notable de la sociedad española, como el PSOE y los demócrata-cristianos. Los recelos de estos grupos, especialmente del PSOE, procedían del claro liderazgo que desempeñaba el PCE en toda plataforma unitaria, puesto que era la organización más fuerte e implantada, así como de la presencia y el papel del PSP. Ello no obstante, la formación de la Junta, que significó además la creación de numerosas Juntas Democráticas locales y regionales, fue un aldabonazo para el conjunto de la oposición y provocó que aquellos grupos que no se integraron iniciaran contactos para formar otra plataforma unitaria. En noviembre, la policía detuvo a dirigentes opositores ajenos a la Junta —entre ellos, Felipe González, Dionisio Ridruejo y Antonio García López— cuando celebraban una reunión para discutir la formación de una plataforma al margen de la Junta, aunque fueron puestos rápidamente en libertad, lo que mostra239
ba muy claramente la represión diferencial que practicaba el régimen en plena crisis. En julio de 1975 se formó la Plataforma de Convergencia Democrática, integrada por el PSOE y la UGT, Izquierda Democrática, de Ruiz Giménez, la Unión SocialDemócrata Española, dirigida por Dionisio Ridruejo, el PNV y otros partidos nacionalistas y regionalistas, y otros grupos, entre ellos los marxistas-leninistas de la ORT. El programa dado a conocer por la Plataforma de Convergencia era parecido al de la Junta Democrática, por lo que no deben buscarse ahí las diferencias entre ambas, sino en la antes apuntada hegemonía comunista en el antifranquismo y, tal vez, en una actitud distinta respecto a las formas de actuación, más inclinadas a la movilización popular en la Junta, y más posibilistas respecto a una eventual negociación con los rexxxxxxxx
formistas del régimen en la Plataforma. En el terrero del antifranquismo debe destacarse el proceso de reorganización del PSOE, que tuvo un importante hito en la celebración del XIII Congreso en Suresnes, en octubre de 1974, y en la elección de Felipe González como primer secretario. La nueva dirección socialista, encabezada por Felipe González, combinando radicalismo retórico y práctica moderada, se lanzó a la recuperación del terreno perdido tras décadas de limitada actividad. Así pues, aun en plena crisis del régimen, la oposición antifranquista fue incapaz, excepto en Cataluña, de crear una amplia plataforma unitaria que multiplicara las posibilidades de movilización. Ello constituyó su principal debilidad, más allá incluso de su limitada implantación y militancia. Ello sin embargo no debe llevar a conclusiones precipitadas; la oposición más activa tuvo un papel esencial en el desarrollo de unos movimientos sociales —obreros, estudiantiles, vecinales— que erosionaron profundamente la dictadura y que, si bien no lograron provocar su colapso, en cambio contribuyeron decisivamente, tanto directa como indirectamente, a hacer inviables las opciones continuistas o incluso las sólo limitadamente reformistas. Sin la continuada acción de estos movimientos, en los que, por ejemplo, los trabajadores reivindicaban el derecho de huelga ejerciéndolo, y su efectos, es difícil explicar los cambios de actitudes políticas en instituciones, grupos e incluso en sectores de la clase política franquista. Al margen de las agrupaciones de la oposición democrática, la mayoría de monárquicos próximos a Juan de Borbón acentuaron también su campaña en favor de una monarquía liberal y democrática. Destacaron en este sentido los artículos en la prensa de José M.a de Areilza. En junio de 1974 se celebró en Estoril una reunión de destacados monárquicos, entre los cuales estaba Joaquín Satrústegui, y en junio de 1975, en una cena en Lisboa, Juan de Borbón, al que la Junta Democrática a través de Calvo Serer había pedido repetidamente un posicionamiento público contra el régimen y sus proyectos sucesorios y en defensa de un régimen democrático, volvió a reiterar su defensa de la instauración de una monarquía legítima y democrática, lo que provocó que el gobierno le prohibiera la entrada a territorio español, algo que violentaba especialmente la posición de Juan Carlos. Como hemos visto, en los dos últimos años de la dictadura se produjo un recrudecimiento de la violencia política. Por una parte, ETA fue incrementando sus acciones; así, desde octubre de 1974 a octubre de 1975 asesinó a 22 miembros de las fuerzas de orden público y a 14 civiles. La represión contra, ETA, muchas veces masiva e indiscriminada, despertó una amplia solidaridad comunitaria en el País Vasco, incrementando no solamente el rechazo al franquismo, sino al conjunto de instituciones estatales. Por otra parte, se produjo la aparición de un terrorismo ultraizquierdista que 240
tuvo su principal expresión en el FRAP, que también realizó atentados contra miembros de las fuerzas policiales, al igual que un grupo de igual signo surgido en octubre de 1975, el GRAPO. 21.5. LA CRISIS DEL SAHARA Y LA AGONÍA DE FRANCO Con una abierta crisis del régimen, el gobierno debió hacer frente además a un nuevo foco desestabilizador, el Sahara. La política exterior conducida por Cortina intentó afirmar un cierto protagonismo español en la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, celebrada en Helsinki en la primavera de 1975, en la que Arias Naxxxxx
varro pudo aparecer junto a los principales líderes europeos; pero, por otra parte, la extrema debilidad política del régimen le obligó a firmar el 27 de septiembre un compromiso con los Estados Unidos para proceder a la renovación de los acuerdos. En este contexto se produjo el estallido de la crisis del Sahara provocada por Marruecos. En 1966, Carrero había impulsado un pronunciamiento de las asambleas tribales a la ONU a favor de que el Sahara permaneciera unido a España, en tanto que Marruecos pasaba a defender la autodeterminación. En 1967, el gobierno español puso en funcionamiento un régimen autónomo con la formación de la Asamblea General del Sahara, al tiempo que jefes tribales eran nombrados procuradores a Cortes; paralelamente, propició la creación de una organización política defensora de la vinculación con España, el Partido de Unión Nacional Saharaui (PUNS). En 1973, el problema sahariano se complicó para España con la aparición del Frente Polisario, formación política nacionalista y socializante que propugnaba la independencia de la colonia. Por otra parte, el rey de Marruecos, Hassan II, con una grave crisis interna que se manifestó en dos tentativas de golpe de Estado, optó por utilizar la reivindicación del Sahara, olvidando su posición anterior favorable a la autodeterminación de los saharauis, para desviar hacia la agitación nacionalista el profundo malestar que estaba emergiendo en el país, aprovechando al mismo tiempo la creciente crisis del régimen franquista. El gobierno español, ante la relativamente exitosa campaña de Marruecos en busca de apoyos a su posición, optó por aceptar finalmente iniciar el proceso descolonizador y permitir la expresión de la voluntad de los saharauis en un referéndum de autodeterminación; mientras tanto, elaboró un nuevo Estatuto del Sahara que no llegó a ser aprobado. El referéndum tuvo una primera previsión de convocatoria para la primavera de 1975, en tanto que Hassan planteaba el caso ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, al mismo tiempo que, para incrementar la presión sobre España, reivindicaba también Ceuta y Melilla. El 16 de octubre, el Tribunal de La Haya falló en contra de los argumentos de Marruecos; así, tanto la ONU como el Tribunal Internacional de Justicia defendían la autodeterminación del Sahara, que era también la posición oficial española; a los países colindantes no se les reconocían derechos sobre el territorio. En aquellos mismos días, Franco iniciaba su larga agonía y la incertidumbre aumentaba entre la clase política franquista. En este escenario, Hassan decidió dar un paso arriesgado pero que resultó decisivo: anunció una invasión pacífica del Sahara —la denominada Marcha Verde— en la que participarían decenas de miles de civiles llamados a recuperar para Marruecos el territorio del Sahara. Para evitar a cualquier precio un conflicto en una situación tan crítica para el régimen, viajaron a Rabat los ministros Solís y Carro para 241
acordar con Hassan el inicio de conversaciones bilaterales que indudablemente significarían el abandono por parte española de sus compromisos internacionales. Aun así, el 6 de noviembre se inició la marcha marroquí para incrementar la presión, aunque fue suspendida tres días más tarde, antes que se produjera algún incidente grave. Pocos días después, el 14 de noviembre, se firmó el Acuerdo de Madrid, que suponía que España entregaba el Sahara a Marruecos y Mauritania; hasta febrero de 1976, fecha en que España se retiraría de la colonia, actuaría una administración conjunta de los tres países firmantes del pacto junto con la Asamblea que teóricamente representaba a los saharauis. El vergonzante abandono del Sahara por parte española significó el inicio de un conflicto, aún abierto al cabo de más de veinte años, entre Marruecos, con el apoyo esencial de los Estados Unidos, y el Frente Polisario, que procedió xxxxxxx a la creación de la República Árabe Saharaui Democrática, ante la pasividad de los organismos internacionales que habían resuelto inequívocamente en favor del derecho a la autodeterminación de los habitantes del Sahara. Ciertamente, Hassan no pudo elegir mejor el momento. El 15 de octubre Franco sufrió un ataque cardíaco al que siguieron otros dos; el 2 de noviembre fue trasladado a la Ciudad Sanitaria La Paz, y se le practicaron todo tipo de intervenciones para mantenerlo con vida, lo que no dio otro resultado que prolongar su larga agonía. En aquellos momentos parece que el principal objetivo de los sectores más inmovilistas del régimen, con el apoyo del entorno familiar del dictador, era que Franco renovara el mandado del presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, que finalizaba el día 26, y que como presidente del Consejo del Reino tenía un papel clave en la confección de la terna para designar presidente del Gobierno. Pero en la madrugada del día 20, Franco murió. Con la desaparición de Franco se iniciaría una nueva etapa en la historia española que en pocos meses mostraría lo ilusorio del «atado y bien atado» futuro preparado por el dictador, la inutilidad de tantas previsiones continuistas y de tantas discusiones estériles sobre el carácter del Movimiento o sobre las asociaciones. Aun con un notable peso en las instituciones franquistas de los partidarios del puro continuismo, una parte importante de las elites económicas y políticas llegó a la conclusión de su absoluta inviabilidad, especialmente por los riesgos de una crisis social y política de imprevisibles consecuencias, y porque significaría la definitiva marginación de España del proceso de unidad europea. A menos de dos años de la muerte del Caudillo, unas elecciones generales libres mostrarían la marginalidad en la sociedad española de los partidarios de un régimen autoritario y el amplio apoyo de aquellas fuerzas identificadas con el ideario y los proyectos de la oposición antifranquista.
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CUARTA PARTE
LA TRANSICIÓN POLÍTICA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA DEMOCRACIA (1975-1996) JULIO ARÓSTEGUI
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CAPÍTULO XXII
Años de una historia nueva: la historia del presente 22.1. HISTORIA DEL PRESENTE En el mes de noviembre de 1975 moría el general Francisco Franco, «Caudillo de España», creador y sostén insustituible hasta su muerte de un régimen que el lenguaje común ha acabado rotulando como «franquismo». Fue un periodo de difícil definición política, nacido de una guerra civil, situado entre el fascismo, la dictadura militar y el autoritarismo personal inspirado en doctrinas preliberales, y que perduró durante 39 años. De haberse cumplido realmente las previsiones sucesorias que la legislación había ido estableciendo, se habría producido la prolongación del régimen dictatorial sin la persona de su fundador, en una situación institucionalmente más confusa aún y alejada de las formas liberal-democráticas propias de los países desarrollados del siglo XX. Hubiera sido un «franquismo sin Franco», según se llamaba, en la época final del régimen, a la propuesta continuista que se pretendía desde el poder. Pero aquellas previsiones de continuidad de las instituciones creadas por el franquismo, la pretensión de que todo estaba «atado y bien atado», no se cumplieron. La historia fue por otro sitio y el indefinible régimen del general Franco desembocó en pocos años en la instauración de un nuevo Estado liberal y democrático, regido por una ley constitucional, mucho más acorde con la situación de la que disfrutaban desde decenios antes los países de nuestro entorno geopolítico e histórico. Hay que explicar, por tanto, cuál fue el mecanismo de este cambio, cómo se explica su desenvolvimiento, qué sociedad y qué dirigentes lo llevaron a término, qué factores lo hicieron posible y qué dificultades hubo de vencer, entre otros muchos aspectos posibles. Y determinar, en definitiva, a qué situación histórica ha llegado el país en el último cuarto del siglo XX. En principio, la historia de España en el último cuarto del siglo XX se identifica ya, fundamentalmente, con dos procesos de especial trascendencia: primero, la recuperación del sistema político e institucional de la democracia y, segundo, la incorporación al proceso de integración de Europa que se está viviendo en toda la segunda mitad de este siglo y, consiguientemente, la integración de España en las instituciones supranacionales de la Comunidad Económica Europea transformada hoy en la Unión Europea. Estos son, por tanto, los dos ejes básicos sobre los que debe girar cualquier estudio histórico de esta España del presente, pero, naturalmente, no son éstos los únixxxxxxxxxxxxxxx
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cos asuntos que se han desarrollado en el país desde el fin del régimen del general Franco. Hace aún muy pocos años hubiera sido impensable que la historia se ocupase de una realidad tan inmediata al hoy, que muchos ciudadanos han conocido personalmente y que puede ser recordada y contrastada por ellos mismos. En el momento actual, sin embargo, esa posibilidad está perfectamente asumida. Hoy los historiadores trabajan también en la «historia de nuestro tiempo», de la que no sólo es posible, sino inexcusable, ocuparse. En los años finales del siglo empieza a desarrollarse de manera autónoma un cierto tipo de historiografía que analiza la historia del presente, que en el caso español es hoy por hoy precisamente la historia vivida por el país tras la desaparición del régimen de Franco y la instauración de las formas políticas de la democracia liberal, constitucional y parlamentaria, en una sociedad plenamente incorporada a las formas económico-sociales del industrialismo. España ha realizado su integración plena en los medios geopolítico e histórico a los que pertenece, tras haber atravesado un tercio de siglo —el del régimen de Franco, 1936-1975— con una historia alejada de la de sus vecinos, si exceptuamos el caso comparable de Portugal. 22.2. ETAPAS Y COYUNTURAS DEL PERIODO Esta nueva historia de la España constitucional comienza, pues, en 1975, aunque como en toda historia puedan rastrearse antecedentes de sus principales rasgos desde mucho antes, y puede describirse bien hasta 1996, al menos, en que se produce un cambio de partido en el gobierno con características particulares: la derecha democrática surgida en el posfranquismo gana unas elecciones en condiciones de absoluta normalidad de las instituciones del régimen liberal y ocupa el poder. Son, por tanto, hasta el día de hoy, casi veinticinco años de historia con rasgos propios. En las sociedades avanzadas, industrializadas, en las que el sistema político democrático está normalizado, como es el caso español, la política no es ya la clave del cambio. Sin embargo, el acontecer político sigue siendo lo más cómodo, y lo más claro, para establecer periodos históricos. En nuestro caso, podemos decir que estamos ante una historia en la que es posible distinguir nítidamente dos etapas bien distintas. Una, la primera, ha adquirido una personalidad acrisolada ya históricamente por su singularidad: es el periodo llamado de la transición democrática o transición posfranquista, como momento en que se transforman las antiguas instituciones en otras distintas; en su visión cronológicamente más breve, comprende los años 1975-1982. La segunda etapa tiene también una personalidad clara desde el punto de vista político: es el momento de gobierno del PSOE, o gobierno largo del PSOE, que ha permanecido catorce años, entre 1982 y 1996, marcados por una política propia, con la particularidad también de su falta de precedentes en la historia española. Naturalmente, dentro de cada uno de estos dos grandes periodos es posible ver algunos momentos históricos más limitados que tienen su propia personalidad. La ciencia política y la historiografía hablan hoy de que en los procesos de transición a la democracia desde regímenes dictatoriales hay, a su vez, dos momentos distinguibles: el de la transición propiamente y el de la consolidación. Podemos hablar en España de un momento propio de transición y de otro posterior de consolidación de la democracia. El periodo global de la transición y consolidación democráticas, es decir, todo xxxxxxxxxxxxxxxxx
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aquel lapso de tiempo en que se produce la instauración de un régimen político democrático, en que se colocan las bases de un nuevo Estado y en que se produce la general convicción de que el proceso es irreversible, se extiende desde 1975 hasta el momento en que un partido histórico como el PSOE accede al poder a través unas elecciones normalizadas en octubre de 1982. Desde entonces, el funcionamiento del nuevo régimen puede considerarse normal. El periodo de consolidación del sistema liberaldemocrático empezaría propiamente después de aprobarse la constitución política de 1978 y cuando se celebran unas primeras elecciones legislativas normalizadas, las de 1979. Cuando en 1982, en las terceras elecciones generales legislativas —después de las de 1977 y 1979—, triunfa el Partido Socialista Obrero Español liderado por Felipe González con una abrumadora mayoría de los votos, puede decirse que comenzaba un nuevo momento histórico. Se abre entonces un nuevo periodo de la vida española que no se cierra sino en mayo de 1996, cuando tras catorce años de gobierno el PSOE es sustituido en el poder a través de nuevo de unas elecciones legislativas generales por el Partido Popular, la cristalización política de la derecha española posterior al régimen de Franco. En resumen, la historia de la España del «posfranquismo», hasta el momento actual, se extiende ya en dos periodos fácilmente distinguibles: el de la transición posfranquista, 1975-1982, y el del gobierno del Partido Socialista, 1982-1996. A partir de 1996 se ha entrado en una situación política nueva y, por los cambios operados en la Unión Europea desde 1998, puede decirse que en una situación histórica nueva también. 22.3. HISTORIA DEL PRESENTE, HISTORIA DE GRANDES CAMBIOS ¿Cuáles son los rasgos fundamentales, los caracteres más básicos que podrían definir esta historia de nuestra coetaneidad? Estos últimos veinte años de la historia española, hasta el momento actual, podrían caracterizarse diciendo que han ocurrido en ella pocos acontecimientos y, sin embargo, se han producido importantísimos cambios. ¿Cómo es esto posible? En España hubo al comienzo de la época del «posfranquismo» grandes cambios políticos, que fueron decisivos, precisamente la transición, que pusieron en marcha un país nuevo en lo político, aunque las huellas del pasado fueran visibles y poderosas. Y, sin embargo, tales cambios, aunque estuvieron acompañados de momentos de gran tensión y de actividad muy decisiva de hombres y grupos, no dieron lugar a grandes convulsiones políticas o de otro género. A medida que las nuevas instituciones se han ido normalizando y la vida política estabilizándose, son más normales, frecuentes y necesarios, justamente, los cambios políticos que se operan en el contraste y confrontación permanente entre grupos de intereses y grupos de presión, partidos, corrientes de opinión, grandes fuerzas económicas, etc., entre los cuales se discute la labor de los gobernantes y la actitud de los gobernados, los cambios de orientación en política económica, la mejora de las condiciones sociales, las perspectivas internacionales, la protección social, el equilibrio entre los poderes del Estado y las fuerzas ideológicamente hegemónicas, etc., y, finalmente, los contrastes entre poderes tan decisivamente importantes como los de los medios de comunicación masiva —prensa, televisión, telefonía, circuitos digitales, etcétera.
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Jura de Juan Carlos I de España ante las Cortes.
Son todas ellas cosas que cambian con frecuencia, pero que entran perfectamente en la mecánica de una sociedad desarrollada a fines del siglo XX en la que no se producen acontecimientos traumáticos. En todo caso, algunos acontecimientos, como los que se derivan con frecuencia de las acciones del terrorismo, han seguido estando presentes, por desgracia, en la vida española. La historia que vivimos no es ya la que se forja en los grandes acontecimientos, salvo situaciones excepcionales, pero sí la que se mueve en un cambio continuo cuyos efectos, a veces, no son tan perceptibles como los que contemplamos en el pasado. Esa historia se confunde muchas veces con la experiencia de cada día, con la vida cotidiana. Una peculiaridad absolutamente esencial de esta historia española de la última parte del siglo XX es su naturaleza de historia del presente, o, lo que es lo mismo, una historia escrita que se refiere toda ella, o una gran parte, a lo que han vivido personalmente quienes la están escribiendo, leyendo y aprendiendo. Eso la separa de todas las demás historias. Es preciso advertir, no obstante, que esta historia de nuestro presente, es decir, la vida vivida entre 1975 y los días que corren, no ha hecho sino comenzar a escribirse. La escritura de tal historia no puede apoyarse todavía en un suficiente número de escritos anteriores que nos orienten y, en ciertos casos, nos faciliten materiales indispensables. Como toda historia del presente, no puede investigar en los archivos por tratarse de hechos muy recientes, ni puede apoyarse en la existencia de monografías sobre multitud de temas básicos que se refieren a ese periodo de veinte años lleno de acontecimientos y de procesos decisivos. Por el conxxxxxxxxxxxx
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trario, estamos ante una historia con un amplio número de fuentes orales, auditivas y visuales, en la que puede echarse mano de multitud de textos escritos de diversas procedencias. La España del último cuarto del siglo XX es, sin duda, una sociedad muy lejana en sus realidades sociales de otros momentos anteriores de ella que, sin embargo, están muy cercanos en el tiempo. Es una sociedad muy distinta de la de aquellos años del desarrollismo, los de la década de 1960, aunque tenga sus raíces fundamentales en ella, pues en esos años se produjo el salto histórico decisivo a las realidades actuales. En el aspecto político, la nueva España constitucional tiene como precedente inmediato la «crisis del franquismo» que culmina precisamente en noviembre de 1975, cuando muere el general Franco. La transición que le siguió no terminó de conformar enteramente un nuevo Estado. En este sentido, los años 80 han sido decisivos, pues en ellos, además de importantes transformaciones económicas y sociales, se han dado los pasos fundamentales hacia un modelo de Estado como el autonómico, que intentaba superar definitivamente los problemas planteados por el diseño del Estado liberal en el XIX, y se ha consumado la incorporación al proceso europeo. En lo económico, un indudable progreso aparece separado en dos momentos diferentes en el periodo. El punto de inflexión decisivo entre ellos se sitúa también en la adhesión plena a la Comunidad Económica Europea, lo que tiene efecto el 1 de enero de 1986. Aunque ese cambio sustancial se encuentra matizado por la doble circunstancia de que, por una parte, bastantes de las condiciones económicas nuevas habían tenido ya algunos precedentes —tratados preferenciales, etc., saneamiento económico y reconversión—, y de que, por otra, bastantes de las condiciones nuevas de relación con la CEE serían de aplicación progresiva. En cualquier caso, a fines del siglo XX, la situación de la economía española en el marco de la Unión Europea y su unidad de mercados y de moneda se aleja cada vez más de lo que apareció en la época clave de la industrialización entre 1960 y la crisis de 1973. En fin, en el terreno del cambio social, veinte años han modificado las estructuras sociales españolas mucho más que cualquier periodo anterior, no sólo en el sentido de hacerlas mucho más homologables —aunque aún a distancia— con las de los países avanzados de la Unión Europea, sino también en el de colocar a la sociedad española ante problemas enteramente nuevos imprevisibles antes. La sociedad española se convierte en una estructura cada vez más abierta, más receptiva a nuevas corrientes, más crítica con las instituciones establecidas y más dispuesta a cambiarlas. Nuevas tendencias y nuevos problemas se presentan también en la España de los años 90. Algunos de los parámetros esenciales que fueron básicos en la transición política han sufrido una transformación clara, que explica no sólo un cambio en el gobierno como el ocurrido en 1996, por más que fuera producto de una muy ajustada victoria electoral, sino que obliga a plantear nuevas preguntas. Sobre todo, la de si, a la vista también de las nuevas dimensiones de la confrontación política, no estarán presentes en la sociedad española de la segunda mitad de los noventa ciertos síntomas de agotamiento del modelo que trajo la transición, del modelo de Estado, de sociedad, de práctica política y de expresiones culturales. La historia de esta nueva España constitucional después del paréntesis franquista, con una sociedad industrial madura, parte, pues, de un hecho histórico excepcional como fue la transición y acerca al país sostenidamente hacia su plena homologación con la trayectoria de las sociedades del mundo occidental desarrollado y también, obviamente, a los mismos problemas que tienen éstas. Los algo más de veinte años xxxxxxxxxx 249
transcurridos desde el final del régimen de Franco han sido, sin ninguna duda, de intensa historia. Tanto que algún autor ha dicho que España ha estado «puesta a prueba». En los aspectos más básicos, institucionales y legislativos, puede decirse que la democracia está consolidada, y lo está, sobre todo, en su vertiente sociológica. El futuro español en la Unión Europea es también irreversible. El destino histórico futuro de España está ligado a las instituciones europeas y ése es probablemente el rasgo más decisivo y más cargado de consecuencias de esta historia de final del siglo XX. Seguramente, en ninguna época de su historia ha estado España tan integrada en las condiciones internacionales en que ha de vivir como lo está hoy, después de aquella muy negra en casi todos los órdenes que fue el régimen del general Franco.
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CAPÍTULO XXIII
La crisis del franquismo y la transición desde la dictadura 23.1. LA CRISIS DEL RÉGIMEN En sus años finales, el régimen de Franco mostraba dificultades notables para afrontar una nueva situación interna e internacional. El aparato político, institucional e ideológico del franquismo era incapaz de adaptarse o de dirigir una sociedad profundamente cambiada. Por otra parte, la oposición, en el interior y en el exterior, y desde todos los ángulos de las ideologías políticas, no hizo sino crecer y aumentar su actividad. Frente a ello, el régimen emplea alternativamente dos procedimientos contrapuestos: o una tolerancia que muestra su debilidad, o unos golpes de dura represión, prueba de debilidad también. El progreso socioeconómico de España en los años 60 favoreció la difusión entre la población de un mejor conocimiento de lo que ocurría en el entorno europeo por parte de muchos españoles y la aparición de una nueva cultura política que incluía la aspiración a una mayor libertad. Bien es verdad que el progresivo aumento del grado de bienestar conseguido por la población hacía que una gran masa de ésta prefiriera el mantenimiento de una situación sin grandes conflictos, lo que producía una cierta desmovilización política. Pero ese mismo mayor desarrollo promovía también, por el contrario, el nacimiento de fuertes corrientes de oposición en los sectores más instruidos, más concienciados y evolucionados: la universidad, el sistema educativo en su conjunto, los profesionales urbanos, cuyo número crecía. A ello se sumaba una actitud mucho más crítica también de la Iglesia desde la celebración del Concilio Vaticano II. Entre los rasgos más importantes que destacan en este momento de la crisis del Estado franquista hay dos que merecen destacarse: la aparición de ideas y de proyectos para la «sucesión» o la «continuidad» del régimen, cuando se ve que su fin está próximo por el envejecimiento mismo de su fundador y jefe, y la reagrupación de la oposición y las nuevas estrategias que surgen en sus partidos y grupos con la creación de organismos unitarios y la búsqueda de contactos, apoyos e influencias. Las principales características de casi veinticinco años de historia española transcurridos ya desde la muerte de Franco, especialmente los del nuevo periodo constitucional desde 1978, no se explican en su desarrollo sin tener en cuenta las condiciones existentes en la España de finales del franquismo. El momento que suele señalarse xxxxxxxxx
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como decisivo en el declive del régimen fue el de la desaparición, víctima de un atentado de ETA, del almirante Luis Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973. Pero el régimen tenía otras debilidades: su ideología había envejecido extraordinariamente las disidencias entre las «familias políticas» se habían hecho más agudas, la incapacidad para promover la más mínima adaptación a las nuevas circunstancias sociales era casi completa. El conglomerado político que integraba el «Movimiento Nacional», como soporte y única agrupación política permitida por el régimen, empezaba a disgregarse. De ahí que los franquistas hablaran en los primeros años 70 de la necesidad del «rearme ideológico del régimen», ya que la crisis de los fundamentos ideológicos y, especialmente, la clara incapacidad de renovación, amenazaban con llevar a una verdadera crisis del Estado. Aquel conjunto de «familias políticas» era ya incapaz de acoger y desarrollar ninguna idea capaz de promover de verdad la libertad política y la participación democrática. Los sectores más inmovilistas del régimen seguían predominando y bloqueando la puesta en funcionamiento de nuevas leyes sobre los derechos de reunión, asociación, creación de grupos políticos, libertad de expresión, etc. La pretensión de los franquistas de que el régimen continuara vivo después de la muerte de Franco no la compartía en absoluto la mayor parte de la población, so bre todo la más joven y los nuevos grupos sociales nacidos o reforzados por el progreso de los años 60. La existencia de un régimen como el de Franco bloqueaba también en los años 70 la posibilidad de un avance en las relaciones internacionales del país, sobre todo en el proceso de integración europea. La crisis misma, la sensación de un próximo final, hacía que otra de las características del momento fuese la proliferación de ideas, de escritos y de publicaciones que trataban del futuro político español, del «posfranquismo», del destino del régimen cuando se cumplieran las previsiones sucesorias de Franco en la persona del Príncipe de España, Juan Carlos. En definitiva, empieza a plantearse más o menos claramente el problema de cómo podría sobrevivir un régimen autoritario una vez muerto su creador y esencial figura, Franco. Mientras, el régimen no tenía más remedio que ceder algo en su más cerrada represión y la oposición crecía dentro del país y fuera de él. A los partidos tradicionales de la oposición, que son una herencia histórica de los años precedentes a la instauración del régimen, el PSOE y el PCE en lo fundamental, pues los partidos republicanos han perdido su importancia histórica, se han ido sumando las nuevas corrientes políticas: la democracia cristiana, el centrismo liberal, la socialdemocracia no marxista. Los monárquicos que defendían la opción de Juan de Borbón, verdadero heredero del trono, y no de su hijo Juan Carlos, forman también un grupo definido. Igualmente actúan los sindicatos en la clandestinidad, las asociaciones universitarias, etc. Incluso empiezan a aparecer asociaciones que son, en definitiva, centros de opinión política que van agrupando a los «independientes», gentes sin partido pero de indudable posición antifranquista. Y a todo ello había que sumar que en el interior del propio régimen, en la Administración civil, en los sindicatos verticales, surgían focos de disidencia y tímidas tendencias hacia una transformación, y empezaban a proliferar posiciones distintas acerca de su pervivencia futura, al tiempo que la opinión internacional se volvía cada vez más crítica respecto a una posible continuidad de un régimen como el de Franco sin la presencia de Franco mismo. En la prensa se activa el debate sobre la sucesión con la participación de escritores políticos que a veces forman colectivos con un seudónixxxxxxxxx 252
mo, como el que se llamó «Tácito», de inspiración democristiana, que escribía en el diario Ya a partir de 1973 pidiendo la democratización del régimen. En definitiva, en los años finales del régimen se apuntaban ya algunos de los elementos históricos básicos que tendrían una decisiva presencia a partir de noviembre de 1975. Éstos eran fundamentalmente: una cierta disgregación de las posiciones políticas en el interior mismo del régimen, lo que permitía diferenciar a unos «reformistas» templados y un núcleo duro al que desde 1974 se empezó a llamar el «búnker»; la incapacidad para encontrar alguna vía que permitiera realmente renovar el régimen con algún resquicio de libertad política real; el fortalecimiento de la oposición en todos su ámbitos, desde la derecha a la izquierda, incluida la oposición sindical; la nueva orientación más contraria al régimen emprendida por instituciones como la Iglesia e, incluso, la aparición tímida en el propio Ejército de núcleos clandestinos, aunque minúsculos, de oposición, como la UME. Todo ello, y algunos extremos más, se desenvolvían sobre un fondo cada vez más amenazador de crisis económica y de crítica en el extranjero. En efecto, a la crisis política se sumaba la repercusión muy fuerte que tuvo en España la crisis económica mundial, cuyos efectos empezaron a expandirse a comienzos de la década de 1970. La llamada «crisis del petróleo» empezó a endurecer las condiciones de vida de muchos ciudadanos al desencadenarse una fuerte inflación después de la expansión general de los años 60. El gobierno de Carlos Arias fue incapaz de hacer frente a esta crisis que necesitaba enérgicas medidas de contención que eran impopulares y hubieran colocado al régimen aún en peor situación. Apareció también la búsqueda de acciones conjuntas contra el régimen de los diversos grupos de la oposición y la presentación también por parte de ellos de sus propias alternativas globales sobre el futuro del país. Hubo algunos organismos unitarios de la oposición al régimen de carácter regional, de los que el más importante fue la Asamblea de Cataluña. En el ámbito entero de España, el primero de los organismos fue la Junta Democrática de España. Vino luego la Plataforma de Convergencia Democrática y, en fin, de la unión de estas dos últimas con posterioridad a la muerte de Franco nació la entidad llamada Coordinación Democrática. Estos organismos coordinados sirvieron a partir de 1976 como gestores de la unidad de acción de la oposición, o de casi toda ella, y como interlocutores del gobierno de Suárez en cuestiones de pactos y discusión o aceptación de estrategias. El 26 de marzo de 1976 se publicaba el primer manifiesto de «Coordinación Democrática», que se constituyó realmente en el organismo unitario de la oposición antifranquista, capaz de entrar en diálogo con los gobiernos de la monarquía y en la que se agrupaban prácticamente todas las fuerzas políticas y sindicales y un numeroso grupo de Independientes. Las conversaciones con enviados del gobierno serían una realidad en el otoño de 1976 y la primavera de 1977. Estos grupos unitarios tuvieron también su razón de ser en el hecho de que los acontecimientos políticos en España se precipitaron en la fase final del régimen. En todo caso, la vida de estos organismos estuvo siempre salpicada de las dificultades derivadas de que los grupos políticos, sobre todo los partidos más consolidados, tendían a actuar de manera independiente más que conforme a intereses comunes de la oposición, y Coordinación Democrática —a la que la jerga del momento llamó la Platajunta— empezó a dejar de tener efectividad en cuanto el gobierno de Adolfo Suárez puso en marcha, en la primavera de 1977, un mecanismo efectivo de legalización de los partidos políticos.
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23.2. LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA: UN PROCESO NUEVO Aun cuando sea de forma simbólica, 1975 es una fecha que podría parangonarse perfectamente con otras que han marcado igualmente hitos en nuestra agitada historia contemporánea. Así, podríamos hacer un parangón con la de un siglo antes exactamente, la de 1875, en que se «restaura» la Monarquía constitucional, aunque no democrática, tras un agitado periodo de seis años, el «sexenio revolucionario». Pero es un craso error histórico pretender que hay una similitud, más allá de la simbólica, entre dos «restauraciones», la de 1875 y la de 1975. También es parangonable en su importancia con la de 1931, en que se instaura una República por segunda vez en la historia contemporánea española, hecho que a la larga daría lugar a todo un periodo como el franquista de tan acusados rasgos y tan excepcional en la historia española de los últimos doscientos años. Se ha hablado también de otras transiciones en la historia de España; de momentos transicionales como serían los de 1833, 1868, 1875 o 1931. Rigurosamente hablando no se puede establecer en modo alguno la analogía entre esas situaciones históricas. Se trata siempre, es verdad, de transformaciones de las configuraciones políticas de una determinada época, pero en todas ellas pueden apreciarse precedentes distintos, desarrollos históricos, protagonistas y consecuencias inmediatas diferentes también. Lo decisivo ahora es que el año 1975 no representó sólo el final de un periodo y de un régimen que había apartado claramente la trayectoria española de la de los países de su esfera, sino el hecho de que la apertura de una nueva época se realizara de una especial forma para la que se ha consagrado el nombre de transición democrática. Entre las transiciones de la historia española contemporánea, ésta es la que se ha desarrollado de forma menos traumática y con más amplio apoyo, lo que, entre otras cosas, muestra el profundo cambio operado en el país. El caso español de transición a la democracia desde un régimen de tipo dictatorial no fue, en verdad, una situación única en la Europa ni en el mundo de los años 70 y 80. Otros países de la Europa del sur, América del Sur y algo después los países del este de Europa tras los regímenes «socialistas», experimentaron fenómenos que tenían algunas similitudes con el español. De ahí que las «transiciones a la democracia» se hayan convertido en una especie de modelo histórico-político de paso de unas situaciones políticas a otras, especialmente desde regímenes políticos autoritarios y opresivos a otros de libertades. En España es posible establecer un periodo central del proceso de transición que transcurriría entre 1976 y 1978, es decir, un momento de máximo cambio, de mayor densidad histórica, en el que se cambia del régimen dictatorial al constitucional, pasando por la elaboración y aprobación de dos leyes de excepcional importancia, aunque de distinto signo y origen, la Ley para la Reforma Política de 1976 y la Constitución de 1978. De esta forma, algunos autores consideran que el periodo exacto de la transición está comprendido entre la muerte del general Franco en 1975 y marzo de 1979, fecha esta última en la que se celebran las primeras elecciones generales con un sistema democrático ya normalizado. A partir de ese momento habría comenzado el periodo de la consolidación de la democracia, no menos importante que el anterior, sin duda. Si bien hay razones para considerar que esta distribución de periodos podría ser hecha con arreglo a otros criterios, y que al fijar uno desde 1979 no se tiene xxxxxxx
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en cuenta el gran trauma que significó el intento regresivo golpista de febrero de 1981, no parece dudoso que el periodo 1975-1979 tiene una unidad e inteligibilidad políticas indudables. Las transiciones a la democracia, más allá de su contenido como procesos históricos concretos que han tenido lugar en diversos lugares del mundo en las décadas de los 60 a 90, entre ellos España, se han convertido en una categoría de análisis relacionada con cierto tipo o modelo de cambio político. Transición viene a ser así una categoría histórico-política alineada junto a las de revolución, evolución, ruptura, etc. En el último cuarto del siglo XX estas transiciones a la democracia se han producido en partes diversas del mundo, en áreas geopolíticas distintas. En la Europa mediterránea, en concreto, han tenido lugar algunos de estos típicos procesos en los años 60, aunque nunca han sido enteramente coincidentes en sus mecanismos y resultados, como es natural, en Portugal, Grecia y España. Lo ocurrido en España no es, por tanto, en modo alguno «atípico» ni menos aún «sorprendente», como se ha dicho, aunque represente una novedad en la historia española en su mismo desarrollo. Se produce aquí un mecanismo específico de desmantelamiento final del régimen del general Franco, desencadenado a la muerte de éste, desde el momento mismo de la transmisión de sus poderes a Juan Carlos de Borbón, con el título de rey según las previsiones sucesorias establecidas por el régimen mismo, y consideramos que su desenvolvimiento culminó con el advenimiento de un sistema político de democracia de partidos. Por transición política, en términos estrictos, se entiende el proceso, que se opera en ciertas sociedades en una determinada coyuntura histórica, de paso controlado de un sistema político a otro, sin que exista un momento identificable de ruptura entre el régimen precedente y el consecuente, produciéndose un cambio paulatino en el curso del cual se alteran las reglas del juego para el acceso y conservación del poder sin que durante el proceso mismo cambie el titular del poder de hecho existente... Las transiciones son un proceso enteramente asimétrico: van desde regímenes de poder autoritario a otros de poder compartido, contrapesado, y de régimen abierto, o sea, de democracia. Existe el riesgo de errar al considerar las transiciones de manera puramente formalista, haciendo de ellas más que nada un momento cronológico y convirtiéndolas sin más en un nuevo periodo histórico. Y es que las transiciones, como las revoluciones, tienen un principio y un final no fácilmente definibles y no se pueden estudiar como una simple sucesión de «acontecimientos» que parecen predeterminados. La salida de un régimen de dictadura, de poder no representativo sino impuesto, hacia regímenes de democracia puede empezar y acabar de distintas maneras y puede culminarse realmente o no. Las condiciones históricas en que puede desencadenarse una transición política como forma de salida de regímenes dictatoriales han sido interpretadas de forma diversa según los autores. Se ha dicho por unos que las transiciones desde regímenes dictatoriales son posibles y probables cuando se han conseguido previamente ciertos estados sociales de madurez en un país y cuando las estructuras han cambiado profundamente. Otros creen que las transiciones son sobre todo el producto de la decisión y la acción de ciertos actores sociales. En otros casos se ha hablado de que son el resultado de ciertas estrategias racionalmente desarrolladas. Y hay quienes creen que estas visiones son complementarias y perfectamente conjugables entre sí y que, de hecho, es obligatorio conjugarlas para entender cabalmente el fenómeno.
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Pero para captar bien el sentido que tiene un proceso de transición de un régimen a otro, su diferencia con hechos revolucionarios, constituyentes o rupturistas, lo básico es observar algunas determinaciones fundamentales de su momento histórico. Primero en el proceso transicional lo básico es, seguramente, el mantenimiento inalterado en lo esencial de la estructura social existente, un mantenimiento previamente garantizado por quienes emprenden la reforma. Lo segundo es que las transiciones son emprendidas normalmente por miembros de la clase dirigente misma del régimen de partida, los «reformistas», que pretenden un cambio controlado del sistema político el cambio de los sistemas de acceso al poder. Lo tercero es que han de controlar a las fuerzas de la oposición y a todo tipo de movimientos sociales surgidos durante el proceso transicional. Cuando las fuerzas que eran dominantes en el periodo predemocrático son las que llevan la voz cantante en el cambio político y las que aceptan el riesgo del control de ese cambio, es preciso hacerse y responder la pregunta de por qué esas elites corren tal riesgo en un momento dado. ¿No es preferible mantener el sistema de poder establecido? La respuesta, en principio, es sencilla: el régimen existente es inmantenible. Puede tratarse de un régimen en profunda crisis interna aunque controle aún los aparatos del poder —ejército, policía, fuerzas económicas—; de que sea objeto de una presión internacional fuerte que obligue a emprender el cambio; o de que la propia clase dominante piense que obtiene mayores beneficios con otro tipo de régimen; o puede tratarse, en definitiva, de la existencia de una presión desde la base del entramado social que resulta irresistible para un régimen debilitado o en crisis. Pero junto a todo esto, es preciso tener en cuenta que la transición a la democracia llevada adelante por los reformistas no es posible sin una interacción con las fuerzas de la oposición que pretenden un cambio más profundo y definitivo. Una transición real no es posible sin alguna forma de consenso con las fuerzas rupturistas: no puede hacerse contra ellas, porque eso no sería una transición sino un enfrentamiento, y no puede hacerse sin ellas, porque entonces se carecería de legitimidad. La transición es así una confrontación muy difícil entre permanencia y cambio, entre continuidad y ruptura, entre lucha y acuerdo político. Ese proceso no es, pues, una revolución, pero no es tampoco una reforma típica, sino algo distinto de esas dos cosas. Su desarrollo se ha mostrado en todo los casos como una situación abierta cuyo resultado final puede ser variado, e históricamente lo ha sido en diversas partes del mundo en los años 70 y 80 —Portugal, Grecia, diversos países hispanoamericanos y luego en el este de Europa en países antes sujetos al dominio de la URSS. Un buen procedimiento que ayuda a clarificar mejor lo ocurrido es tener en cuenta siempre los puntos de vista comparativos. Así, en América del Sur y en el suroeste de Europa, y de manera algo distinta en la Europa central y oriental posteriormente, se producen en los años 70 y 80 un conjunto de tránsitos ala democracia. En el caso de la Europa centro-oriental, al final mismo de la década de los 80 y en los 90, el modelo tiene desde luego notables diferencias y una de ellas es el contexto internacional en que se realizan. Entre todos ellos ha llegado a individualizarse un «modelo español» de transición que a veces se ha propuesto como ejemplo para otros casos. A mediados de los años 70 en Europa y de los 80 en América se van preparando y produciendo los regresos de los regímenes democráticos. Es cierto que en muchos de esos países tal regreso se ha hecho a través de la fuerza de las armas, en cruentas luchas y con difíciles pactos. En otros, puede hablarse de «transiciones a la demócra256
cia». Así, Argentina, Uruguay, Chile y Paraguay, los países llamados del cono sur, que sufrieron en la década de los 70 feroces dictaduras militares fundadas en la doctrina que ponía por encima de todo la «seguridad nacional», lo que equivalía a decir la seguridad de sus oligarquías, de sus clases tradicionalmente dominantes. Estos episodios americanos fueron más tardíos y no ocultan que el proceso de transición de la dictadura a la democracia ha tenido en la España de los años 70 su mejor ejemplo, el más singular y el más importante. Es verdad que la transición política posfranquista española fue un espectáculo y se creyó que podría ser un modelo para el mundo. Es verdad, también, que han cambiado muchas ideas sobre política, sociología e historia. Pero ello no equivale a decir que fuese «exportable», o lo que es lo mismo, que su desarrollo pudiese ser imitado en otros sitios aunque existieran muchas características comunes. 23.3. LAS PECULIARIDADES DEL CASO ESPAÑOL Se ha repetido muchas veces que el hecho de que la desaparición del régimen de Franco, una vez muerto éste, se produjese mediante un proceso de transición política, y no de otra manera más traumática, es lo que hace espectacular, sorprendente, inesperada, la historia española de este tramo final del siglo XX. La «transición a la democracia» debe tenerse ya, desde luego, por un proceso con su propia personalidad histórica. Dada la propia forma en que el régimen de Franco nació, como producto de la mayor guerra civil, del enfrentamiento social más profundo que España había sufrido, no ya en la edad contemporánea, sino seguramente en toda su historia, es comprensible la suposición de que el final de tal régimen hubiese provocado de nuevo en alguna manera un trauma social y político, una tremenda convulsión como la de sus orígenes. Sin embargo, pensar que en casi 40 años de historia, 1936-1975, los que duró el régimen de Franco, no había cambiado nada en la sociedad española, en un mundo pleno de decisivos cambios, y que podía darse un retroceso a las circunstancias de los años 30, era producto más bien de una falta de buen conocimiento de la realidad española de los años 70. El temor de un final catastrófico del franquismo se tenía, en efecto, más fuera de España que dentro. En cualquier caso, lo que ha marcado un modelo de paso de un régimen a otro en España ha sido esa eliminación del Estado que existía mediante una transición política de forma evolutiva y sin profundos traumas, y no a través de un desarrollo rupturista, o constituyente, o a través de algún tipo de proceso revolucionario. Una forma que no hubiese sido la transición hubiese llevado a la petición de responsabilidades políticas y sociales a los antiguos dirigentes y sus apoyos y al procesamiento y condena de todos los responsables políticos del régimen que desaparecía —el mismo tratamiento que había empleado el propio Franco con los dirigentes y apoyos de la República española en 1939— y a la elección por todo el pueblo del nuevo régimen que quería otorgarse —sobre todo, la opción entre monarquía o república. Para ello han tenido que concurrir unas circunstancias históricas particulares. La transición española fue verdaderamente un proceso que se encuentra tan lejos de representar «el auge de la lucha de masas» o la «ofensiva popular», como ha interpretado a veces la izquierda, especialmente la izquierda radical, como también de ser el producto no más que de una «transacción o mercadeo», un conjunto de pactos casi secretos entre dirigentes, un intercambio de opciones de poder entre elites políticas y xxxxxxx 257
grupos de interés económico, ante la pasividad fundamental de la masa de la población, como han pretendido, por su parte, las posiciones ideológicas ligadas a la derecha sociológica y política. Ni la transición fue, ciertamente, el resultado de acciones y presiones «populares», ni tampoco estrictamente un pacto o negociación oscura entre dirigentes políticos y grupos de poder. De ahí, su singularidad. Pero lo que resulta absolutamente indiscutible es que toda transición, por definición, significa un pacto y, por ello, es precisamente una transición y no otra cosa. La transición posfranquista española fue un amplio itinerario político de gobierno y de acciones de oposición recorrido en su momento álgido a lo largo de tres años, 1975-1978, que no fue simplemente una operación política de «personalidades» importantes y de políticos, o de la Corona. Existía una sociedad que respondió de maneras diversas, aunque de forma muy mayoritaria a favor del cambio, del abandono de la situación política anterior, que los políticos hubieron de tener en cuenta. En líneas generales, es posible decir que el ritmo histórico se orientó hacia el mantenimiento de unas continuidades de base más que a las rupturas políticas y sociales, pero con una voluntad decidida de establecer un nuevo juego político de libertades. Las etapas de este proceso fueron varias y complicadas. En los seis meses que van de diciembre a julio de 1975-1976, algunos políticos y grupos intentaron consolidar una «monarquía franquista» con unos retoques mínimos de las viejas Leyes Fundamentales. Fue una especie de fase preparatoria que acabó en una frustración. El presidente del Gobierno en ese periodo, un franquista irreformable como Arias Navarro, intentó imponer una pseudodemocracia sin verdadero contenido nuevo, modelada dentro de los límites del régimen anterior. La oposición, desde la muy moderada que se había generado dentro del propio régimen hasta la antifranquista más radical, desde la derecha a la extrema izquierda, empezó a efectuar sus definitivas maniobras de presión desde abajo, sobre todo las organizaciones de la izquierda de tradición obrera. La Corona era también proclive sin titubeos a un cambio inequívoco hacia un régimen plenamente democrático. En un segundo momento, desde el verano de 1976, el reformismo generado en el propio aparato del franquismo se decidió a tomar las riendas para cambiar el régimen, pero sin romper la legalidad vigente en ningún momento yendo, como se dijo, «de la ley a la ley». Esto es lo que presentó como solución el gobierno de Adolfo Suárez. Y vino entonces el momento más difícil de la dialéctica entre los «transicionistas», de una parte, el inmovilismo franquista, de otra, y la oposición antifranquista «rupturista», desde fuera del sistema. Fue el momento de la confrontación cambiante entre las posiciones que proponían la ruptura con lo anterior, frente a las que deseaban una reforma, permaneciendo en segundo plano, por ahora, la posibilidad de arbitrar una resolución pactada. El viejo aparato ideológico del franquismo no estaba dispuesto a cambio real alguno. Las circunstancias fueron cambiando progresivamente en el curso de un año decisivo, de julio de 1976 a junio de 1977. La crisis del régimen de Franco tenía bastante que ver con el cambio social de enorme trascendencia que se había producido en el decenio anterior, ante el que las estructuras políticas del régimen quedaron enteramente desfasadas, sin respuestas y casi inermes en el terreno de las ideologías. O, como se ha dicho también, con el hecho de que en la última época del régimen y en función de ese enorme cambio económico y social de los años 60 se había creado una «nueva cultura política», ligada a los valores de la democracia. La inadecuación entre la situación social y el aparato político fue en las postrimerías del régimen franquista y en su crisis final una realidad xxxxxxxxx 258
clave para impulsar el cambio. En ese sentido, y sólo en ése, la crisis del régimen de Franco puede parecerse a la crisis de la Monarquía constitucional en los años 20 de nuestro siglo que llevaría a la instauración de la República en la década siguiente. Dada la presencia de ese cambio económico y social y la transformación experimentada por la cultura política en la España de los años 60 y 70, es muy difícil que puedan señalarse unos protagonistas exclusivos de la transición, sean los políticos, o sea la masa social. La transición no se puso en marcha por un cambio alguno en la «distribución social del poder». Tanto las capas sociales que tenían el poder en el franquismo, las nuevas elites financieras y empresariales, las instituciones básicas y el grueso de la población, con la única posible excepción del Ejército y algunos centenares de sobrevivientes de la «vieja guardia», eran conscientes de que el anterior régimen era insostenible sin la figura de Franco, y cerraba a España cualquier posibilidad de cambio en su situación en el concierto europeo. La oposición antifranquista estaba convencida en principio de que el cambio no era posible si se respetaban las previsiones sucesorias de Franco. Por ello, no creían en la posibilidad de que una Monarquía con Juan Carlos se separara del régimen anterior. Hay otro detalle importante en este cambio histórico, y es el del carácter mismo de cohorte generacional que presentan los protagonistas políticos de la transición. Todos ellos, en su mayoría, pertenecen a una misma unidad generacional con independencia de sus adscripciones políticas e ideológicas. Mayoritariamente, aunque no de forma absoluta, los líderes políticos de la transición fueron gentes pertenecientes a la generación que se había incorporado a la política precisamente en los años 60, bien en puestos del régimen, bien en una oposición cada vez más activa. Habían vivido la guerra civil en la infancia o ni siquiera la habían conocido. De todas formas, había también, en todo el espectro político, y significativamente tanto en el franquismo más extremista como en el comunismo, sobrevivientes de la guerra civil. Pero parece como si lo fundamental de la transición hubiese sido hecha por una «cohorte» demográfica (en el sentido técnico de la palabra) comprendida en límites de edades entre los treinta y cinco y los cincuenta años, cuya biografía pública había empezado con los grandes cambios, y las primeras luchas políticas, de los años 60. En la transición española a la democracia la iniciativa acabó llevándola el conjunto de reformistas, más o menos avanzados, que se había desarrollado dentro del propio régimen después de los años 60 y, sobre todo, en su fase de declive y de aumento espectacular de los movimientos de oposición. Lo fundamental es que ese tipo de dirigentes es el que desarrolla las acciones esenciales, pero no bastaba con su sola voluntad. Había que contar con un pueblo maduro y la Corona, en la persona del rey Juan Carlos y algunos de sus mentores más allegados —más el propio padre del rey, Juan de Borbón—, tuvo también un fundamental papel al haber impulsado, con cautela pero con constancia, una salida no traumática del Estado franquista y, para ello, se apoyó especialmente en ese estrato reformista, aunque nunca rehusó los contactos, si bien fuesen subterráneos, con elementos clave de la oposición. Las discrepancias entre los grupos y partidos dispuestos a salir del régimen, la dicotomía reforma/ruptura, se basaba más en las diferencias sobre cómo atribuir la soberanía al pueblo, y cuándo, que en discrepancia alguna acerca de que tal soberanía tuviese ineludiblemente que ser devuelta al pueblo. Por fin, es preciso tener en cuenta que al periodo de transformación del régimen dictatorial en otro representativo, constitucional y democrático, habría de seguir, y en todas las transiciones ocurre así, uno de consolidación del nuevo sistema. En el caso español hay, pues, tres fases claras: xxxxx 259
crisis del régimen de Franco / transición política / consolidación democrática. El desarrollo de la transición en sentido estricto queda concluido en sus líneas esenciales cuando se celebra el referéndum popular que apoya la nueva Constitución, es decir, en diciembre de 1978, tres años después de comenzar el proceso. Y a partir de ahí, intervienen los mecanismos de la consolidación. Pero hay que considerar igualmente que los sucesos del mes de febrero de 1981, con un intento de golpe de Estado, y todos los acontecimientos que lo prepararon, parecen indicar que esa consolidación se retrasó significativamente, sobre todo por la falta de estabilidad del nuevo sistema de partidos creado, con uno fundamental, la UCD, que nunca fue un verdadero partido consolidado, y por la falta de normalización de nuevas instituciones capaces de superar definitivamente las antiguas, una sustitución que tardaría aún años, ya bajo el gobierno del PSOE, en llevarse a cabo.
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CAPÍTULO XXIV
La construcción del nuevo régimen 24.1. LA ETAPA DEL GOBIERNO ARIAS (1975-1976) A la muerte del general Franco, la situación española era difícil y, al mismo tiempo, abierta. Las opciones posibles para mantener el régimen dictatorial existente o para eliminarlo eran varias y en el país existían grupos de opinión proclives a una u otra de esas opciones. Seguramente, lo que más atraía a los dirigentes franquistas más inmovilistas era perpetuarse en el poder transformando el régimen en un híbrido político aún mayor de lo que era ya, a base de retocar sus Leyes Fundamentales para acomodarlas a la «democracia», una democracia ficticia, disfrazándolas de una u otra manera. Otros sectores, no propiamente enemigos del régimen pero menos comprometidos con él, abogaban por poner en marcha un mecanismo que fuese ajustándose por etapas, de manera lenta, a un cambio real que aseguraría mejor el mantenimiento intacto del orden social existente, al tiempo que garantizaría al final el establecimiento de un régimen democrático homologable a los europeos occidentales. El arquetipo de esta postura tal vez era la de Manuel Fraga y otros «reformistas». En fin, los sectores de la oposición real abogaban por una «ruptura» sin ambages y la marcha hacia un proceso constituyente. Para cumplir las disposiciones legales previstas en la sucesión de la jefatura del Estado, el Príncipe de España, Juan Carlos de Borbón, juró como nuevo jefe del Estado «a título de rey» ante las Cortes el 22 de noviembre de 1975. El problema ya anterior de quién presidiría un gobierno nuevo se resolvió al menos de forma provisional con la confirmación, que el interesado se empeñó en considerar que era continuidad obligatoria, de Carlos Arias Navarro en el puesto de presidente. Pero la «confirmación» y no la continuidad, en lo que el rey insistió de forma pública, significaba que no se aceptaba la mera continuación de un mandato originado en el régimen anterior y, por tanto, que debía procederse a la dimisión y nueva formación de un gabinete. Anas aceptó en general los deseos del monarca sobre algunos de los ministros y el nuevo gabinete tomó posesión el 13 de diciembre de 1975. Con anterioridad al fallecimiento de Franco, había habido movimientos en relación con la figura que habría de presidir el primer gobierno de la Monarquía. En torno a este asunto se desarrolló una llamada «operación Lolita», un conjunto de conversaciones y presiones que perseguían elevar a presidente del Gobierno a una persona distinta, José María López de Letona, ministro del régimen anterior pero de talante aperturista, lo que contaba con el beneplácito del rey, que nunca sintonizó con Arias. xxxxxx
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Pero esa operación acabó considerándose políticamente inviable por las resistencias que levantaría en el aparato de poder, aún intacto, del régimen. El rey hubo de ceder a la permanencia de Arias Navarro. Arias constituyó un gabinete con tres vicepresidencias, las de Defensa, Gobernación y Hacienda, desempeñadas respectivamente por el general De Santiago, Manuel Fraga y Juan M. Villar Mir. Estaban también en el gabinete José María de Areilza en la cartera de Asuntos Exteriores, Alfonso Osorio en el ministerio de la Presidencia, seguían existiendo los ministerios de la Secretaría General del Movimiento y de Relaciones Sindicales, ocupados respectivamente por Adolfo Suárez y Rodolfo Martín Villa, y en el ministerio del Trabajo continuaba el sempiterno José Solís Ruiz, que fue destinado a este ministerio, por influencia de Torcuato Fernández Miranda, para que Suárez ocupase la secretaría general del Movimiento. Se trataba de una gabinete en el que se amalgamaban viejas figuras del franquismo inmovilista, militares duros y algunos «reformistas» del régimen anterior, todos los cuales jamás constituyeron un verdadero equipo de gobierno. Del gabinete de Carlos Arias primero de la Monarquía se esperaba que, cuando menos, siguiese activando las reformas que se habían propuesto en etapas anteriores en un ambiente político «oficial» dividido entre los inmovilistas a ultranza y algunos sectores que pensaban que había de irse más lejos y más aprisa. El rey Juan Carlos y Carlos Arias evidentemente no se entendían. Éste se consideraba, ante todo, un hombre de Franco, y tenía al rey por mero sucesor de aquél. La prueba de la mezcolanza política existente la daba la presencia de un joven cargo falangista como Adolfo Suárez González en el gabinete. Torcuato Fernández Miranda, antiguo vicepresidente del Gobierno, falangista y profesor y consejero del príncipe Juan Carlos, se perfilaba como una eminencia en la sombra desde su nuevo puesto de presidente de dos instituciones clave, las Cortes y el Consejo del Reino, para lo que fue nombrado por el rey, el 3 de diciembre de 1975, una vez finalizado el mandato, el 26 de noviembre, del anterior presidente, el falangista inmovilista Alejandro Rodríguez de Valcárcel. Los hombres fuertes del gabinete eran, sin duda, Fraga, Areilza, Osorio, más los ministros militares. El talante y el procedimiento posibles para cualquier reforma real del sistema político eran en aquel momento problemáticos. De ahí que el presidente de las Cortes, Fernández Miranda, hombre claramente decidido a una reforma controlada, emprendiera operaciones para dar cierto protagonismo a las Cortes heredadas del franquismo en tal reforma, si se conseguía tenerlas en posición favorable. El día 28 de enero de 1976 volvía Carlos Arias a exponer ante esas Cortes un programa de gobierno que no iba más allá de lo expuesto dos años antes en su célebre discurso de 12 de febrero, el que configuró aquel «espíritu de febrero». Todo se reducía a la retórica de la «participación» en lugar de la «adhesión» al régimen, a pintar las características de una supuesta democracia «a la española», en la reforma del derecho de asociación política pero excluyendo los partidos. Y otros tópicos igual de ineficientes. Los reformistas del gobierno no podían actuar con eficacia y, por ello, algunos pensaban que la única vía posible para reformar era la del decreto-ley que evitaría la intervención de las Cortes. En las Cortes estaba precisamente el grueso completo de todos los apoyos del régimen del general Franco, tanto en los procuradores que las formaban como en los consejeros del Consejo Nacional del Movimiento —especie de cámara alta—, además de en los sindicatos verticales. Toda la «vieja guardia» de los franquistas se agrupaba allí en lo que en el lenguaje de la calle se llamaba ya desde antes el «búnker». 262
Fernández Miranda intentó por todos los medios activar las Cortes en función de lo que permitían las propias leyes existentes y los reglamentos, es decir, promovió «sumarlas a una reforma», permitiendo la creación de grupos parlamentarios, por ejemplo, para adaptarlas a una función de reforma aunque fuese preliminar. Se propuso introducir igualmente un «Procedimiento de Urgencia» (la disposición se publicó el 23 de abril de 1976) para la tramitación de las leyes, que evitaría que éstas se atascasen en Comisiones de estudio previo (como la de Leyes Fundamentales), que se sabía que sería la que mayor resistencia opondría al cambio. Activó igualmente el papel del Consejo del Reino, que presidía, haciéndolo reunirse cada quince días y esperando que desempeñase también un papel importante en el futuro. Estas decisiones se mostrarían luego claves en el proceso. En febrero de 1976 se creó la comisión mixta entre gobierno y Consejo Nacional del Movimiento para avanzar en la reforma política. Pero a la altura de abril, se había extendido en la opinión pública la sensación de que el gobierno presidido por Carlos Arias, dada además la significación de este mismo, era incapaz de emprender un verdadero camino de cambio. La situación empezaba a hacerse difícil. En efecto, la reforma que anunció Arias en abril de 1976 era un despropósito: la creación de un sistema político de representación bicameral, pero que se compondría de representantes por sufragio junto a otros de representación corporativa, más un jefe de Gobierno designado por un consejo que no estaría obligado por los resultados electorales. Semejante propuesta era tan retrógrada que sólo significaba ligeras modificaciones en las leyes existentes. Por ello, resultaba más significativa la aprobación del «Procedimiento de Urgencia» en las Cortes y las protestas de los inmovilistas que despertó. Aun así, el búnker franquista rechazaría en las Cortes un primer tímido proyecto de ampliación de la ley de asociaciones. El 26 de mayo de 1976, las Cortes aprobaron, sin embargo, una Ley Reguladora del Derecho de Reunión, y el 9 de junio, otra Ley Reguladora del Derecho de Asociación. Ambas leyes fueron defendidas en las Cortes por Adolfo Suárez. 24.2. LA MOVILIZACIÓN POPULAR Mientras en las alturas del gobierno se producían estas dificultades y embarrancaba la reforma, se daban síntomas de un movimiento popular más decidido. En el curso de la transición hubo indudables movilizaciones populares, de orientaciones más o menos radicales, que desempeñaron un papel relevante en las decisiones políticas adoptadas por los gobernantes. La transición no fue en modo alguno el resultado sólo de negociaciones y pactos entre elites. Aumentó espectacularmente el nivel de politización de la vida pública y de las manifestaciones culturales, lo que se reflejó, entre otras cosas, en el aumento del índice de lectura de los ciudadanos, en la aparición de periódicos, de revistas políticas y en el renovado interés por la historia y la economía. Hubo una alta identificación e interés de la juventud en la marcha de la política. Proliferó el asociacionismo. Movilización popular no puede ser groseramente identificada de forma estricta con las manifestaciones en la calle de grandes masas de ciudadanos, que también las hubo. La movilización social fue un hecho, y la llegada posterior del desencanto, también. No es menos cierto que la opción pactista de los líderes limitó en definitiva la manifestación popular en masa.
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Las primeras manifestaciones de esta movilización tienen efecto en la primavera de 1976, cuando se expanden los organismos de oposición, más o menos clandestina puesto que el «orden público» sigue siendo una de las obsesiones de un ministro como Manuel Fraga. Esta agitación toma a veces las características de los conflictos laborales en los que el contenido político era evidente. Uno de los casos más palmarios fue la huelga general de Vitoria, en marzo de este año, duramente reprimida a costa de varios muertos. Otro fue el de los sucesos de Montejurra, en mayo, en el curso de una tradicional concentración carlista donde se enfrentaron facciones de esa misma ideología, con armas de fuego y resultado de dos muertos, no sin ciertos manejos del propio gobierno. La respuesta del ministro de la Gobernación a todos los intentos de movilización callejera hizo célebre la frase de Fraga «la calle es mía». La falta de progresos en la política de sustitución del régimen de Franco era muy patente en la primavera de 1976. Las disensiones dentro del gobierno se acusaban y la confianza entre el rey y el presidente del Gobierno se hacía cada vez más difícil. Dos acciones en las que estaba implicado el rey fueron muestra clara de esto último. Las declaraciones a la revista Newsweek, en las que el rey decía que la acción política de Arias era un «desastre», aunque esas palabras fuesen luego muy suavizadas en una rectificación. Pero sobre todo la acción más decisiva fue el viaje del rey a los Estados Unidos y las declaraciones hechas allí, entre otros sitios en el Congreso, en Washington, en las que aseguró que en España se implantaría una democracia plena. La política seguida por la Corona sería entonces conseguir una dimisión del presidente Arias presentada por él mismo. Pero esto no fue fácil en principio. Al fin, las presiones, la convicción del propio Arias de que sus apoyos eran mínimos, y la decisión de la Corona, hicieron que el 30 de junio de 1976, Arias comunicara a su gobierno la decisión de dimitir. La dimisión fue presentada el 1 de julio, y entonces se puso en marcha el mecanismo para la designación de un nuevo presidente que tenía que pasar por el trámite de la propuesta de una terna de nombres por el Consejo del Reino al rey. 24.3. EL GOBIERNO SUÁREZ. LA LEY PARA LA REFORMA POLÍTICA Se abriría entonces el periodo culminante de la transición que se extendió entre el 3 de julio de 1976 y el 15 de junio de 1977. Un año en el que se avanzaría desde la operación para desmantelar el poder institucional del régimen anterior, esencialmente las Cortes, hasta la celebración de unas elecciones generales a diputados para unas Cortes normalizadas en dos Cámaras representativas, Congreso y Senado. En los primeros días del mes de julio de 1976, se vivió uno de los momentos decisivos del proceso de la transición: el del nombramiento de un nuevo presidente. Las impresiones en los círculos políticos y en la opinión pública apuntaban hacia alguna de las personas que eran más conocidas por su disposición al cambio. Probablemente era José María de Areilza el mejor calificado. El propio Areilza lo creía así. La cuestión era que cualquier nombre tenía que pasar por el filtro de esa terna propuesta por el Consejo del Reino. Este organismo no se caracterizaba tampoco, precisamente, por su aperturismo. El Consejo del Reino empezó de inmediato sus sesiones bajo la presidencia de Torcuato Fernández Miranda, pues en 48 horas tenía que presentar su terna al rey. Parece claro que el propio Fernández Miranda tenía su candidato en un joven político xxxxxxxx 264
Adolfo Suárez ante el Congreso.
como Adolfo Suárez, aunque éste no tuviese ningún pasado político reformista, sino discretamente acomodaticio. Tras un difícil trabajo, el Consejo presentó una terna final en la que figuraban Federico Silva Muñoz, Gregorio López Bravo y Adolfo Suárez. Si el preferido de Fernández Miranda y del rey era Suárez, ya no había obstáculo para designarlo. El 3 de julio de 1976 se publicó la designación de Adolfo Suárez González para presidir un nuevo gobierno. El nombramiento desconcertó prácticamente a todo el mundo dentro y fuera de España, a la opinión política y a la prensa. Suárez era tenido por un hombre del «Movimiento» sin más méritos. Hubo sectores que pensaron que lo que se intentaba era no avanzar en forma alguna en la reforma. Estaba claro que las previsiones y esperanzas puestas en hombres más aperturistas aparecían frustradas. Adolfo Suárez era tenido por la opinión reformista en general como un hombre del régimen anterior incapaz de llevar adelante un cambio real. Para los propios resistentes del franquismo se trataba de un político carente de peso y de trayectoria para mantener el régimen con mínimos retoques. De inmediato, desde todos los ángulos de la opinión, el nombramiento de Suárez fue atribuido a una maniobra en el Consejo del Reino de su presidente Fernández Miranda, que al salir de la reunión que designó la terna hizo unas ambiguas declaraciones en las que señaló que estaba en condiciones de ofrecer «lo que el rey me ha pedido». Una operación, pues, en la que quedaba comprometida y desdibujada la propia intención de la Corona —¿quería o no quería el rey el cambio?... Los acontecimientos subsiguientes aclararon esta incógnita.
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La razón de que otros políticos de más antigua y clara trayectoria y prestigio, de mayor personalidad pública, fuesen descartados estribaría justamente en que ellos tenían sus propios planes de reforma que podrían no coincidir plenamente con los diseñados desde el entorno del rey. Ése era el caso, por ejemplo, de Areilza o de Fraga y también de Silva Muñoz. Los obstáculos que éstos podrían encontrar en las aún vivas instituciones del régimen —Consejo del Reino, Cortes— podrían ser fuertes. Lo que se buscaba desde el entorno del rey para el nuevo candidato era, por tanto, «disponibilidad». Fraga comentaría además que con la designación de Suárez lo pretendido era apartar de la reforma a hombres de su misma generación para entregarla a otros más jóvenes. Suárez había ascendido con cierta rapidez entre los políticos del Movimiento de la última hora, desde los años 60. Había ocupado puestos de gobernador civil de provincia y otros de segunda fila en el aparato central de la Secretaría General del Movimiento. Hombre ideológicamente poco comprometido, tuvo como protector a un personaje fuerte, Herrero Tejedor, ministro secretario general del Movimiento. Desempeñó también el cargo de director de Televisión Española, cuando este organismo se había convertido ya en el mejor aparato de propaganda existente. Heredó de Herrero Tejedor la presidencia de una de las «asociaciones del movimiento» más conocida y viable, la Unión del Pueblo Español (UPDE), surgida del asociacionismo limitado y domesticado que el régimen permitió en sus últimos momentos. Adolfo Suárez tuvo muy notables dificultades para constituir un gobierno por la negativa de integrarse en él de la práctica totalidad de los políticos importantes del momento. En el nuevo gabinete, cuya composición se hizo pública el 8 de agosto de 1976, había veinte carteras. En él continuaban algunas personas del anterior, pero había cambios significativos. Aparecían diez nuevos ministros. Martín Villa pasaría de Relaciones Sindicales a Gobernación, llamado ahora Interior. De Exteriores se encargaba a Marcelino Oreja Aguirre, y continuaba con importante influencia Alfonso Osorio. Ninguno de los grandes personajes de la política del momento se integró en aquel gobierno: Fraga, Areilza, Silva Muñoz, etc. Existía también, en consecuencia, una cierta forma de relevo generacional. Predominaban políticos jóvenes procedentes en general de las huestes demócrata-cristianas, oposición moderada al franquismo, junto a un grupo de los que luego se llamarían «azules», los reformistas procedentes del aparato anterior, del Movimiento, hombres de la generación de los sesenta. El día 16 de julio se presentó públicamente el gabinete exponiendo un programa de actuaciones. El gobierno tenía que asumir de inmediato iniciativas concretas para institucionalizar un nuevo régimen en lo jurídico y en lo político. El mecanismo pensado desde antes por los reformistas más moderados del interior del régimen de Franco para pasar desde la situación autoritaria a otra liberal, representativa y democrática, tenía como base la idea de ir con gran cautela «de la ley a la ley» (de las leyes de Franco a las liberal-democráticas), como se diría textualmente. Se trataba, por tanto, de utilizar los propios mecanismos del régimen para acabar con él. Y aquí reside realmente toda la clave de la transición española: desmantelar el régimen desde su interior mismo y buscar el consenso para ello de las fuerzas de la oposición externa, efectuando un paso político que evitase toda ruptura real, todo interregno, revolucionario o no, y toda confrontación previa de las opciones existentes. La reforma sería imposible, no tendría credibilidad alguna, si no era aceptada por todas las fuerzas políticas que desde siempre se habían opuesto al franquismo. Y la xxxxxxxxx 266
confrontación con esas fuerzas era no menos determinante y se formuló atendiendo sucesivamente a varias estrategias posibles: desde la ruptura (se entiende que con el régimen anterior), pasando a la ruptura pactada, después a la reforma, hasta llegar a la reforma pactada. La posición de Suárez, que era, en realidad, la de Fernández Miranda, representaba de hecho un verdadero plan de transición: las propias leyes del régimen anterior podrían prestar mecanismos para forzar su real desaparición. Todo ello, sin llegar a un auténtico proceso constituyente, con ruptura, que no deseaban ni la Corona, ni la masa sociológica ni la opinión política que había mejorado su posición y prosperado en el régimen anterior. 24.4. EL DESARROLLO DE LA LEY PARA LA REFORMA POLÍTICA La pieza clave en toda la política de la transición posfranquista española se encuentra en ese documento legal que se llamó finalmente «Ley para la Reforma Política». El documento se produjo, sin ninguna duda, en el entorno del presidente de las Cortes, Fernández Miranda, y el primer borrador parece que fue redactado por él mismo. Pero ni Torcuato Fernández Miranda ni Adolfo Suárez dijeron nunca, ni a los miembros del Consejo de Ministros ni a la opinión pública, quién había sido el autor. El anteproyecto se presentó al Consejo de Ministros el 24 de agosto de 1976. El texto original de ese peculiar proyecto de Ley Fundamental contenía primero un Preámbulo que resultó muy polémico y que acabó siendo suprimido. El articulado era muy breve: cuatro artículos, con varios apartados cada uno, y una disposición transitoria. Después de declarar con contundencia que «la democracia es la organización política del Estado español», establecía unas Cortes elegidas por sufragio universal y compuestas de dos cámaras, Congreso y Senado: la primera, de 350 miembros elegidos por sufragio, mientras que el Senado tenía más bien un tinte corporativo, pues se componía de 250 miembros, de los que 102 eran electivos pero el resto designados. Antes de aprobar la reforma, el rey podría someterla a referéndum del pueblo. En estas disposiciones breves y directas se comprendía todo el meollo de la reforma. Luego se decía que la iniciativa para cualquier reforma correspondía al gobierno, las Cámaras o la Corona, pero en este último caso la iniciativa tendría que someterse a un plebiscito. La disposición transitoria era también clave, pues en ella se facultaba al gobierno para organizar por decreto-ley las primeras elecciones que habrían de celebrarse, y se mencionaba explícitamente con la palabra «partido» a los organismos que habrían de recibir los votos. El texto primitivo fue objeto de estudio por el conjunto del gobierno y lo trató más a fondo una comisión que se creó en su seno, presidida por Adolfo Suárez. El día 6 de septiembre se dio el visto bueno a un texto ligeramente retocado, y el día 10 se aprobaba definitivamente con el nuevo nombre de Ley para la Reforma Política (LRP). El día 11 se la dio a conocer al Consejo Nacional del Movimiento y se anunció por televisión su existencia a todo el país. El texto del gobierno diluía algunas expresiones del borrador primitivo y más que insistir en la democracia lo hacía en la «supremacía de la ley», añadía un artículo y ampliaba las disposiciones transitorias. No hablaba ya del número de diputados y senadores, cosa que pasaba a una disposición transitoria, y hacía a los senadores electivos o «en representación de las entidades territoriales», suprimiendo todo resabio corporativo. El rey podría nombrar directamente no más de un quinto del total de ellos. La iniciativa de la reforma de las leyes se limitaba al gobierno y al Congreso de los Dixxxxx 267
putados. El rey sólo tendría el derecho de someter a referéndum el proyecto de reforma que se le presentara, pero siempre tenía la posibilidad de promover refrendos de iniciativas suyas. El gobierno organizaría las primeras elecciones. Se decía que aquella ley tenía rango de Ley Fundamental. Se suprimía la palabra «partido». El primer examen que el anteproyecto tuvo que pasar fue el del Consejo Nacional del Movimiento. En menos de un mes —la tramitación había empezado el día 8— aquel organismo llegó a un dictamen que se publicó el 21 de octubre. El informe del Consejo fue aceptado por 80 votos contra 13 y 6 abstenciones. Después, las Cortes nombraron una Ponencia para hacer un dictamen cuya composición fue estrechamente vigilada por el presidente Fernández Miranda. Era una ponencia de gentes adictas a la reforma —Fernando Suárez, Miguel Primo de Rivera, Noel Zapico, Belén Landáburu, Lorenzo Olarte. Las normas establecidas para la tramitación de aquel esencial proyecto habían sido pensadas y sopesadas por los reformistas desde antes. Procedimiento de Urgencia, votaciones nominales, no votación previa de las enmiendas, debates con tiempo tasado. El informe de la Ponencia de las Cortes fue el primer episodio. Adolfo Suárez comunicó al presidente de la Comisión de Leyes Fundamentales, en cuyo seno funcionaba la Ponencia, qué aspectos de la ley estaba el gobierno dispuesto a negociar. La Ponencia empezó desestimando la mayoría de las enmiendas. El Pleno de las Cortes que debatió acto seguido la Ley para la Reforma Política se extendió durante los días 16, 17 y 18 de noviembre. Aquellas sesiones se desarrollaron en un clima expectante, pero no se produjo ninguna alteración significativa. El orden de los debates fue perfecto. Todo el aparato del llamado «búnker» actuó como se esperaba, oponiéndose a la reforma. Pero su fuerza era ya pequeña. Al final, lo que hubo fue un pacto fuera de las propias Cortes. Martín Villa en sus Memorias es muy explícito: «los distintos miembros del gobierno y personalidades afines habíamos tenido buen cuidado en los días anteriores [a la votación] de convencer personalmente a un buen número de procuradores». La enmienda sobre el sistema electoral para los diputados dejó establecido que sería proporcional con correcciones o mayoritario hasta un límite. El texto final de la ley resultó aprobado por 425 votos afirmativos, 59 votos negativos y 13 abstenciones. La votación fue nominal, forma impuesta por el presidente. Nadie hubiera podido suponer un éxito semejante. Se ha formulado muchas veces la pregunta de cómo fue posible que la más alta representación política de las fuerzas que apoyaron el régimen de Franco votara, y con esa mayoría además, una Ley para la Reforma Política que era el principio del fin de todo el aparato institucional existente y de la hegemonía de quienes representaban el bando de los vencedores en una guerra civil. En efecto, aceptar una votación por sufragio universal sin exclusiones parecía que apuntaba a la destrucción del poder autoritario. Pero, aunque lo parezca, no está nada claro que los franquistas que asintieron a la ley lo viesen así. Con seguridad, se les había asegurado una transición sin peligros: la conservación de su status, el predominio de la derecha, la inexistencia de petición de responsabilidades al régimen anterior, el mantenimiento en la ilegalidad de la izquierda más agresiva. El franquismo residual sabía que contaba ya con pocas bazas efectivas: internacionalmente no había otra solución, el Ejército —que no tenía un líder indiscutible ni con el prestigio suficiente— no se levantaría contra los deseos del rey. El franquismo residual creyó que salvaba en lo esencial sus posiciones y privilegios en la nueva situación. Y ello fue lo que realmente ocurrió en el plano social. 268
En el triunfo de la Ley para la Reforma Política confluyeron muchos factores políticos, sociales, históricos en el fondo, la existencia de un profundo cambio social y, sin duda, la habilidad política y capacidad de negociación de un conjunto de políticos procedentes por lo general del propio régimen anterior, que habían ido adoptando posiciones reformistas más o menos explícitas y sinceras, convencidos de que el futuro no podía estar sino en una democracia parlamentaria. Es decir, en un cambio, cuando menos, de las condiciones formales del juego político. Y al fondo estaba siempre la decisión inequívoca de la Corona a favor de ese cambio. 24.5. LA OPOSICIÓN ANTIFRANQUISTA EN LA PRIMERA ETAPA DE LA TRANSICIÓN Por su parte, la oposición exterior al aparato franquista, agrupada en Coordinación Democrática, presionaba para la adopción de medidas políticas inmediatas ya en el mes de septiembre de 1976. Y es que las iniciativas del gobierno fueron, efectivamente, rápidas pero nada espectaculares. El día 10 de este mes, se había dirigido Adolfo Suárez a la nación exponiendo sus proyectos. Un poco antes, el día 8, había reunido sin publicidad a lo que empezó a conocerse como la «cúpula militar», capitanes generales y generales con cargos importantes, a los que explicó el alcance de la reforma. Era una hábil manera de tranquilizar a las cabezas de uno de los más peligrosos escollos para cualquier cambio. Suárez aseguró a los reunidos que el PCE no sería legalizado y que no había peligro de perder unas elecciones. La oposición reclamaba también como medida inexcusable la concesión de una amnistía general para los delitos políticos que había inventado el franquismo, pero esto no era posible sin modificar el Código Penal. Esa modificación que había fracasado en junio se aprobó por las Cortes el 14 de julio, y se concedió una primera y muy parcial amnistía. El problema que subyacía también era el de la aprobación de asociaciones que pudieran tener la forma de partidos políticos y, en especial, admitir la posibilidad de un Partido Comunista legal. El organismo unitario Coordinación Democrática estuvo siempre enfrentado a una fórmula de reforma que no le parecía sino la consagración de la continuidad del régimen con un ligero retoque. En aquellos momentos, la propuesta política de la oposición se expresaba en la fórmula ruptura democrática, es decir, un procedimiento constituyente que a través de un gobierno provisional y unas elecciones generales pusiera las bases de un nuevo sistema político y un nuevo Estado. Sin embargo, desde muy temprana fecha después de la designación de Suárez, los contactos en secreto entre el gobierno y miembros de la oposición se produjeron con alguna frecuencia. El 10 de agosto Suárez recibe por vez primera a Felipe González. Y poco después, el ministro del Interior Martín Villa se entrevista con el líder nacionalista catalán Jordi Pujol. Los comunistas no son tenidos en cuenta en este momento. El 4 de septiembre de 1976 tuvo lugar la importante reunión de todos los partidos de la oposición en el hotel Eurobuilding de Madrid. Allí prevaleció el acuerdo político de mantener la opción de la ruptura democrática con todo lo que significaba el régimen anterior y se rechaza cualquier otro proyecto. En todo el periodo de 1976, al menos treinta partidos y grupos políticos no legales firmaron manifiestos que hablarían de ruptura a veces, pero que coinciden siempre en pedir un periodo constituyente que marcaría esa ruptura. Pocos días después, Suárez se reunía con la cúpula militar y exponía luego el proyecto de reforma política en Televisión.
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Varias veces más, Suárez se reuniría con líderes de la oposición como Enrique Tierno Galván, presidente del PSP, y de nuevo, con Felipe González. En noviembre, los partidos de la oposición hacen públicas sus propuestas para avanzar en la ruptura con una serie de condiciones: legalizaciones de partidos, supresión del Movimiento y los Sindicatos Verticales, libertades totales y consulta popular controlada. Como muestra de que en absoluto creía en el camino emprendido, en este mismo mes de noviembre los partidos reunidos en Coordinación Democrática presentan ante el Parlamento Europeo una petición de Resolución para que se declarase que el procedimiento seguido en España para cambiar el régimen no contaba con apoyos en la CEE. Pero ese documento no prosperó. El 28 de noviembre se celebraría en Aravaca (Madrid), en casa de José María de Areilza, una entrevista entre éste y cuatro importantes líderes: Joaquín Ruiz Jiménez, Enrique Tierno Galván, Santiago Carrillo (entrado clandestinamente) y Felipe González. El objeto sería coordinar la acción ante Adolfo Suárez. La legalización del Partido Comunista era una de las cuestiones clave. González dudaba de que ello fuese posible. Los partidos estaban más preocupados de sus ventajas en una negociación con el poder que de conseguir una igualdad para todos. Santiago Carrillo y Adolfo Suárez, que ya tenían contactos anteriores, se reunirían secretamente después, el 27 de febrero de 1977, en casa del abogado José Mario Armero. Suárez y quien era considerado un líder ineludible en la oposición, Santiago Carrillo, encontraron que estaban de acuerdo en bastantes puntos. Si la oposición rechazaba el procedimiento de la reforma política, los reformistas en el poder no querían saber absolutamente nada de una ruptura. Suárez intentaba convencer a todos de que la reforma pretendía contar con todas las fuerzas políticas, mostrando sólo ciertas ambigüedades en el caso de los comunistas. Había quienes creían que la legalización del PCE sólo podría hacerse en una fase posterior a la reforma. Pero estaba claro que la reforma no podía hacerse sin contar de alguna manera con la oposición. Sólo la participación de ésta podría dar legitimidad a un cambio de régimen. Y esa participación no podría manifestarse sino tomando parte en unas elecciones generales. Llevar a la oposición a esas elecciones era la segunda clave para el éxito del proceso, tras la primera que había sido el asentimiento del franquismo.
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CAPÍTULO XXV
El nuevo sistema político 25.1. LA PROFUNDIZACIÓN DE LA REFORMA La LRP aprobada por las Cortes del viejo régimen fue sometida a referéndum popular el 15 de diciembre de 1976. Por las razones ya dichas, toda la oposición que no creía en aquella reforma no estaba dispuesta a apoyarla, pero tampoco se opuso de manera frontal y la llamada que hizo fue a la abstención. Ésa llamada tuvo escaso éxito, porque la abstención realmente registrada en la votación rozó el 30% del electorado, salvo en el País Vasco, donde fue superior, mientras los votos afirmativos entre los votantes subieron al 81%. Aquel resultado significaba, en cualquier caso, un fortalecimiento significativo del camino emprendido. Oscuras y, sin duda, minoritarias, fuerzas políticas de la extrema izquierda y de la extrema derecha se oponían al proceso de cambio por métodos terroristas que practicaron durante todo el desarrollo del cambio. En las fechas en que había de celebrarse el referéndum de la LRP, el GRAPO (Grupos Revolucionarios Antifascistas Primero de Octubre) secuestró al presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo. El 24 de enero de 1977 se produciría la matanza de los abogados de un despacho laboralista de la calle de Atocha, en Madrid, conocidos por su ligazón con el PCE, a manos de la extrema derecha, en un intento evidente de producir una convulsión en la izquierda. Los asesinatos terroristas continuaron aún. Aprobada la Ley para la Reforma Política en referéndum popular y con una amplia mayoría, la situación española posfranquista entró en una nueva etapa. El escollo fundamental para un cambio político de gran calado estaba salvado. Se trataba ahora de poner en ejecución las previsiones de la ley y poner en marcha otros muchos mecanismos. El objetivo era crear el sistema de partidos necesario para que en las elecciones previstas pudiese aflorar el panorama de las opciones políticas que se ofrecían al país y las que éste prefería. Había que atraer a la reforma a toda la oposición, facilitar la presencia de partidos políticos y controlar aún fuertes resistencias de los mecanismos y poderes ocultos que pretendían impedir la reforma a toda costa. Entre enero y junio de 1977 transcurrió, pues, otra etapa de vital importancia en el proceso de la transición. Para la oposición al gobierno de Suárez, el triunfo de la LRP obligaba necesariamente a un cambio de estrategia. Se alejaba la posibilidad de una ruptura y había que entrar en la línea de la participación máxima en un proceso de reforma por la vía que marcaba la LRP. La negociación seguiría siendo un camino empleado, pero la vigenxxxxxxx 271
cia de los organismos unitarios de oposición se hacía cada vez más precaria, pues había llegado el momento para los grupos políticos de pasar a la acción autónoma. En el caso catalán se producía el mismo fenómeno: el protagonismo de la Asamblea de Cataluña iba a dar paso al de los partidos. En definitiva, la consolidación del gobierno y de la reforma política que había protagonizado Adolfo Suárez abrió varios frentes nuevos en el año 1977. La actividad política entre enero y mayo de 1977 se orientó en lo esencial hacia la preparación de las elecciones generales y la profundización legislativa de varios tipos de reformas liberalizadoras. Hubo otras novedades políticas, entre ellas el oscurecimiento inevitable de la labor desempeñada por el presidente de las Cortes franquistas aún existentes, Torcuato Fernández Miranda, y el progresivo alejamiento entre él y el presidente del Gobierno ahora que la esencial función de conseguir el arranque de la reforma en las Cortes había sido cumplida y había que entrar en otros campos, el de la oposición fundamentalmente. El desacuerdo entre ambos personajes parece acusarse a propósito de la legalización del Partido Comunista y la concesión de una ampliación de la amnistía. La labor de Fernández Miranda sería también menos esencial desde el momento en que Don Juán de Borbón abdicó formalmente de sus derechos a la corona, en el mes de mayo, reconociendo la Monarquía de su hijo Don Juan Carlos. La Ley para la Reforma Política se publicó en el BOE el 4 de enero de 1977. El desarrollo legislativo subsiguiente tendió a ajustar a ella el cambio y, en especial, el mecanismo de las elecciones previstas. Tres meses después, el gobierno aprueba el Real Decreto-Ley 23/1977, con fecha de 1 de abril, por el que se estructuraban los órganos dependientes del «Movimiento», es decir, el partido único anterior, y se regulaba el régimen político de las asociaciones, los funcionarios y el patrimonio dependiente de él. Ya anteriormente, el 8 de octubre de 1976, se había dado la primera disposición referente a un organismo central del régimen anterior, la Organización Sindical, que era conocida comúnmente como Sindicato Vertical. Se creó entonces la Administración Institucional de Servicios Sindicales (AISS), organismo que sería clave en la disolución del aparato sindical existente. Aún existía en el gobierno Suárez un ministro de Relaciones Sindicales, De la Mata Gorostizaga, que se mostró abierto al diálogo con los sindicatos de clase, clandestinos en aquel momento. A pesar del relativo fracaso en la llamada a la abstención en el referéndum experimentado por Coordinación Democrática, a comienzos del año 1977 este organismo y las fuerzas integradas en él seguirían manteniendo la fórmula de ruptura democrática frente a la de reforma. No obstante, la apertura de nuevas perspectivas era inevitable. La coherencia del organismo empieza a resquebrajarse, cuando determinados partidos, el PSOE fundamentalmente, entienden que la vía de la legalización y participación en las elecciones es la que tiene menores obstáculos. Suárez emplea la política de negociación con fuerzas concretas porque piensa que así es más fácil convencerlas. Se abre el camino dialéctico hacia una ruptura, pero «pactada», que pronto se convertirá en una «reforma pactada», es decir, con intervención de la oposición una vez legalizada. Entre los problemas que suscitaba el establecimiento de un nuevo sistema de partidos figuraba justamente la amplitud misma del espectro de ellos. Una de las características más peculiares del periodo de la transición fue la inmensa proliferación de grupos políticos que aparecieron al calor de la posibilidad de participar en un proceso electoral. El número de siglas fue inmenso, desde la extrema izquierda a la extrexxxxxxx 272
ma derecha. Se han contabilizado más de un centenar de grupos políticos en el año 1997, de todas las ideologías, de ámbito estatal o regional, además de los grupos sindicales y otros de caracterización más compleja aún —culturales, corporativos, etc. Los grandes grupos políticos con alguna opción a representación viable en las instituciones eran, naturalmente, muchos menos, pero aun así, el espectro político se presentaba sumamente fragmentado. 25.2. LOS PARTIDOS POLÍTICOS La constitución y consolidación de partidos era seguramente más fácil, en principio, para la izquierda, con señas de identidad delimitadas y perfiladas por una larga oposición al régimen de Franco, e incluso para lo que empezaba a perfilarse ya como «centrismo», donde confluyen muy diversas fuerzas procedentes de la oposición moderada. Por la correlación de fuerzas existente en la primavera de 1977, un punto clave era la presencia del Partido Comunista y, subsidiariamente, de la extrema izquierda en su conjunto. La construcción de partidos en la zona de la derecha democrática tenía otras dificultades, entre las que la más evidente era cómo distinguir una nueva derecha de la pura herencia del franquismo que por sí mismo representaba la más extrema y antidemocrática reacción derechista. Por ello, en todo este periodo la inestabilidad política afectó bastante más a la derecha y al centro que a la antigua izquierda de tradición obrera. En realidad, los orígenes de los partidos que surgirían de ese magma común de la oposición moderada y de los reformismos dentro del franquismo se encuentran ya en el verano de 1976. Políticos como Manuel Fraga, Pío Cabanillas, José María de Areilza, entre otros muchos, comenzaron a constituir grupos políticos. En el entorno del propio Suárez se movían otros personajes como el ministro Alfonso Osorio o Landelino Lavilla que procedían en general de los grupos democristianos. Cabanillas y Areilza constituyen en noviembre de 1976 el Partido Popular, que celebraría su primer congreso en febrero de 1977. Fraga evolucionaría muy nítidamente hacia la derecha con su proyecto de Alianza Popular. Se constituyen la Federación de Partidos Demócratas y Liberales —-Joaquín Garrigues—, el Partido Demócrata Liberal —Ignacio Camuñas—, Partido Liberal —Enrique Larroque—, Partido Progresista Liberal Juan García Madariaga. El núcleo de la socialdemocracia es más complejo y disperso. Francisco Fernández Ordoñez constituye un Partido Socialdemócrata, Eurico de la Peña es el sucesor de Dionisio Ridruejo en la Unión Socialdemócrata, Gonzalo Casado crea el Partido Socialdemócrata Independiente, y José Ramón Lasuén, la Federación Socialdemócrata. Los partidos de tipo centrista irán estrechado cada vez sus contactos con el equipo del gobierno persiguiendo la estrategia de componer una coalición que pudiese prosperar al amparo del poder. Los contactos con el Palacio de la Moncloa, que se había convertido en la residencia oficial del jefe del Gobierno, tomarían cuerpo en marzo de 1977. El primer intento, a partir de marzo de 1977, fue el de crear un «centro democrático». La operación tuvo como personajes fundamentales a Fernando Álvarez de Miranda e Íñigo Cavero, y la participación del Partido Popular —Cabanillas, Areilza. A ellos se acercarían los que acabarían conociéndose como «azules» por su Procedencia del franquismo, cuyo personaje más conocido es quizás Rodolfo Martín Villa, pero donde figuran también Jesús Sancho Rof, Fernando Suárez, Gabriel Cisxxxxxxx 273
neros, Manuel Ortí Bordás, José María Socías Umbert, Juan José Rosón, más Suárez mismo. Suárez se entendería también con la coalición previa que estaba preparando Areilza. Pero la incompatibilidad de los dos personajes se evidenció pronto. A Suárez se acercaron también partidos de ámbito regional: Social Liberal Andaluz, de Clavero Arévalo, Gallego Independiente, de José Luis Meilán, Acción Regional Extremeña, con Sánchez de León, Unión Canaria, con Lorenzo Olarte, Unión Demócrata de Murcia, con Antonio Pérez-Crespo. Este altamente heterogéneo conjunto de grupos políticos, de ideologías con alcance social y regional diverso, a los que no unía de hecho sino un tinte general de «centrismo», entre los que se incluirían los socialdemócratas de Fernández Ordoñez, acabó constituyendo una federación de partidos, la Unión de Centro Democrático, en la última decena de marzo de 1977, que sólo más tarde se transformaría formalmente en un partido político. UCD recogió entre sus militantes y votantes una buena parte del franquismo sociológico. Para dirigir la coalición se eligió a Leopoldo Calvo Sotelo, quien dejó el Ministerio de Obras Públicas para dedicarse a la nueva tarea. El trabajo más duro que le esperaba sería el de la confección de las listas electorales. La construcción de grupos políticos de la derecha más militante se vertebró en torno a un proyecto que empezó llamándose Alianza Popular y acabaría en este periodo con el nombre de Coalición Popular, habiendo pasado por el de Coalición Democrática. El hombre clave en esta empresa fue el veterano y destacado político franquista Manuel Fraga Iribarne. La primera idea para la creación de un partido de Alianza Popular la expone Manuel Fraga en septiembre de 1976 contando con personajes como Areilza y Cabanillas. El 10 de octubre aparecen en público unidos los «siete magníficos», que eran Fraga y seis conocidos franquistas, entre los que estaban López Rodó, Silva Muñoz, Fernández de la Mora y Licinio de la Fuente, que el día 21 de octubre se presentaron como el grupo «Alianza Popular» en un hotel de Madrid. Incluso más aún que Adolfo Suárez, Fraga representa la reconversión de la clase dirigente del franquismo a un nuevo modelo de supervivencia sociológica y política. Fue a comienzos de 1979 y con vistas a participar en la nueva convocatoria electoral cuando nació Coalición Democrática, AP-CD, compuesta por la propia AP y algunas figuras procedentes de la UCD —Areilza, Ossorio. Pero esta nueva formación fracasó en las elecciones de 1979. Los votos de todo el derechismo moderado se trasvasaron de CD a UCD. La nueva derecha no conseguía despegar, al tiempo que otra pequeña parte de su electorado optaba entonces por la ultraderecha. El conglomerado de fuerzas de la derecha que se aglutinaron en torno a Fraga podría interpretarse como el resultado del conservadurismo heredero del franquismo que había captado con claridad ahora la necesidad de acomodación al nuevo juego político de la democracia. Esto es lo que representó AP durante la mayor parte del tiempo de su existencia: el vehículo de adaptación a nuevos tiempos de aspiraciones y contenidos ideológicos, políticos y sociales, de gentes realmente comprometidas en su apoyo al franquismo. Sociológicamente, ésta era su diferencia esencial con la UCD, que, a su vez, representaba más bien la herencia del moderado reformismo nacido también dentro del régimen. En el espectro general de la izquierda, que en estas fechas se identificaba sobre todo con los partidos de tradición obrerista y de inspiración más o menos inmediata en el marxismo, destacaban dos partidos históricos, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Comunista de España (PCE). Pero en los años 60 habían apaxxxxxxxx 274
recido en España una importante constelación de grupos y grupúsculos que pretendían una renovación del marxismo desde influencias notables del maoísmo y de las luchas anticoloniales en zonas del tercer mundo y que representaban un rechazo de los grupos históricos de la izquierda. Constituían lo que se llamaría una «nueva izquierda», producto de las nuevas condiciones españolas y de las transformaciones en los movimientos marxistas, leninistas y maoístas en el mundo. Las trayectoria de estos grupos en España sería muy problemática. El viejo Partido Socialista español llegó a una encrucijada de su historia reciente en el comienzo de los años 60 en que se produciría la renovación de las viejas estructuras heredadas de los años 30, algunos de cuyos líderes de entonces vivían aún. En el partido se iba a operar un profundo cambio generacional y un paso al primer plano de la dirección de la militancia del interior de España frente al exilio, a costa de una escisión. En el XII Congreso en el exilio, en 1972, se puso en marcha la renovación nombrando una dirección colegiada. La Internacional socialista apoyó a esa fracción de los renovadores, frente al viejo dirigente Rodolfo Llopis. En el XIII Congreso del PSOE en el exilio, celebrado en Suresnes (París), en octubre de 1974, fue donde se produjo la elección de un nuevo secretario general, puesto para el que se pensaba, en principio, en Nicolás Redondo, el sindicalista, pero ante su negativa, las expectativas se dirigieron hacia Felipe González Márquez, un joven político que formaba justamente parte del «grupo sevillano» del socialismo clandestino en España, que fue elegido finalmente secretario general. El PSOE renovado era en el año 1977 una pieza esencial para culminar la transición. Le fue permitido celebrar de forma subrepticia su XXVII Congreso —en la lista general de ellos— en tierra española después de 45 años, y tuvo lugar entre el 5 y el 8 de octubre de 1976. El nuevo partido nacido en Suresnes se presentó en principio con un lenguaje radical y hasta «revolucionario». Sus dirigentes, Felipe González, Alfonso Guerra, Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Pablo Castellano, Luis Gómez Llorente y otros más, pertenecían a la generación de 1968 y sabían bien el papel que el socialismo democrático podría y debería representar en el nuevo régimen como encarnación o poco menos de la izquierda clásica. Mientras el PSOE se había mantenido en un plano más secundario en la oposición al franqusimo desde 1939, el verdadero bastión de ella había sido toda la organización clandestina del PCE, a la que la policía franquista persiguió con mayor intensidad. Por ello, la opinión general era que la fortaleza de la organización de este partido no tenía rival. Pero la ideología del PCE y también su significación en la década de los años 30 y en la guerra civil, la persistencia de la imagen de su dependencia de la política del la URSS y otros tópicos históricamente muy arraigados, hacía que el reformismo general inspirador de la transición mediante la reforma pactada viera muy difícil, cuando no rechazara abiertamente, la participación del comunismo en el proceso hacia la democracia. Otras fuerzas, sin embargo, y entre ellas se contaba el propio Adolfo Suárez, veían que el camino de la legitimación del nuevo régimen, que debería culminarse en las urnas, no era válido ni posible sin la concurrencia de todos los partidos, y en ese punto el PCE era inevitable. El problema del PCE en los años decisivos de la transición era de hecho de otra índole. Estribaba, más bien, en su persistencia en una trayectoria interna inversa a la del PSOE: en él no se produjo un relevo generacional de ningún tipo. Sus dirigentes eran exactamente los mismos de los años 30 o fieles continuadores de ellos: Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri «Pasionaria», Simón Sánchez Montero, Ignacio Gallego, xxxxxxxx 275
Francisco Romero Marín, José Saborido, etc. Lo cual no excluía, desde luego, la presencia de algunos dirigentes más jóvenes como Ramón Tamames y la militancia o el apoyo de un numeroso conjunto de intelectuales, profesionales, artistas, profesores, etc., en mayor grado que a ningún otro partido. Se suponía que el PCE tenía un alto número de militantes clandestinos, mayor que el de cualquier otro partido. Las tácticas políticas del PCE no dejarían en todo caso de evolucionar, y ello tuvo su representación más importante en la nueva doctrina del eurocomunismo, de la que Santiago Carrillo, el secretario general, aparecía como paladín junto al brillante dirigente italiano Enrico Berlinguer y al francés George Marchais. El viejo pleito, arrastrado desde los años 30, entre socialistas y comunistas hacía más borroso el panorama de la izqueirda de tradición obrerista y marxista. Era un pleito derivado de la trayectoria y vicisitudes en la República durante la guerra civil de 1936-1939 que no estaba resuelto y por el que el panorama de colaboración se mostraba oscuro. En la izquierda había todavía otros grupos políticos relevantes, y algunos, de una fuerza regional indudable. En el primer caso tenemos al Partido Socialista Popular, la creación del profesor Enrique Tierno Galván, que tenía como segundo a Raúl Morodo, y que procedía del anterior Partido Socialista del Interior, una alternativa al PSOE en el exilio surgida en los años del franquismo. Un caso notable por su ascenso era el de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), partido de inspiración maoísta, que formaba parte de los grupos de la nueva izquierda marxista-leninista-maoísta aparecidos en los años 60, entre los que se encontraban también el Partido de los Trabajadores de España (PTE), el Movimiento Comunista o la Liga Comunista Revolucionaria, ésta de inspiración trotskista, entre otros muchos. Pero ningún partido de los situados a la izquierda del PCE consiguió nunca un escaño de diputado, aunque la ORT y el PTE estuvieron cerca de ello, seguramente a causa de la propia naturaleza de la ley electoral. Todo el amplio espectro de grupos políticos, en la derecha, el centro y la izquierda, experimentó la misma tendencia hacia la concentración en pocos partidos. Ello afectó especialmente a la derecha, al aglutinarse en torno a la UCD y a AP, mientras la izquierda se presentaba siempre más diferenciada por la permanencia de grupos a la izquierda del PCE que éste no consigue nunca atraer a su órbita. La derecha se encuentra flanqueada, a su vez, por una extrema derecha —especialmente la militancia que se aglutina en torno a Fuerza Nueva, de Blas Piñar, a grupos que no son propiamente partidos, como la Federación de Excombatientes o a grupúsculos residuales de la vieja ideología falangista cuyas siglas estaban casi siempre relacionadas con Falange Española— que nunca tuvo verdadera fuerza, en la que pretendía encuadrarse una tan irreductible como minúscula opinión partidaria del régimen anterior, mientras la mayor parte de ella, más pragmática, se integraba en Alianza Popular. Las elecciones de 1977, y sus resultados sorprendentes en cierto sentido, empezaron a clarificar este panorama. Los grupos y partidos regionales empezaron a entrar en crisis. Pero entre esas agrupaciones de carácter regional, habría que hacer una excepción con la trayectoria de los grupos nacionalistas. Estos no hicieron sino aumentar en importancia a medida que fue transcurriendo el tiempo y el cambio en dirección a una sociedad democrática. Entre los grupos nacionalistas los había muy antiguos, como el Partido Nacionalista Vasco (PNV) o Ezquerra Republicana de Cataluña. Pero la época de la transición dio forma a nuevos partidos de carácter nacionalista, no sólo en las regiones o nacionalidades históricas, según las definiría la constitución de 1978, es decir, Cataluña, País Vasco y Galicia, sino en regiones que no habían tenido sino xxxxxxxxx 276
atisbos de nacionalismo anterior o no lo habían conocido de hecho. Así pudo verse en el caso de Valencia o de Andalucía. La cercanía de las elecciones de 1977 fue haciendo dibujarse un nuevo panorama En Cataluña, como vimos, desde la época final del régimen de Franco se fueron perfilando nuevas fuerzas políticas que tuvieron un lugar de encuentro en la Asamblea de Cataluña. El nacionalismo de derechas se iría aglutinando en torno a la formación Convergencia Democrática de Cataluña que lideraría Jordi Pujol y a la formación democristiana Unió Democrática de Cataluña. A las elecciones de junio de 1977 concurriría un «Pacte Democràtic per Catalunya» que encabezaba justamente esa CDC de Pujol y donde estaba también la UDC, dos grupos políticos cuya coalición acabaría dando lugar al grupo de «Convergencia i Unió» (CiU), eje de la derecha nacionalista catalana hasta hoy. En el caso vasco, el fenómeno fue el contrario, el de la ampliación del espectro, con la aparición de numerosos grupos que se reclamaban de un nacionalismo de izquierdas, aunque esta adscripción fuese dudosa. Así EIA, ESB, HASI, ES, EHAS, que acabarían luego confluyendo en la coalición Herri Batasuna, bajo el influjo de ETA. En Andalucía, apareció en esta línea nacionalista el Partido Socialista de AndalucíaPartido Andaluz (PSA-PA), y en Valencia, el grupo derechista de menor contenido nacionalista de Unión Valenciana. En Galicia, diferentes grupos nacionalistas acabarían convergiendo en un Bloque Nacionalista Gallego. En Navarra o en Aragón, persistieron partidos de carácter regional no estrictamente nacionalistas, como fueron Unión del Pueblo Navarro (UPN) o el Partido Aragonés Regionalista (PAR), respectivamente.
25.3. LAS ELECCIONES DE 1977 El triunfo del proyecto reformista de la LRP y la acelerada marcha hacia la constitución de partidos políticos, aun antes de que estuvieran permitidos, no significó, en todo caso, la desaparición de todos los obstáculos. Una amenaza seguía activa y provenía de la práctica terrorista, que alcanzaría especial significación entre diciembre de 1976 y enero de 1977, por obra de grupos como los GRAPO o el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), ligado éste a la extrema izquierda marxista. Pero junto a ellos, la amenaza sustancial seguía proviniendo de ETA, el terrorismo nacionalista vasco, que lejos de disminuir su actividad una vez el régimen franquista se encontraba en vías de disolución, la aumentó mostrando la verdadera cara de su estrategia y objetivos, que no era, desde luego, el fin del régimen de dictadura. Suárez continuaría sus contactos con la oposición a través ahora de una comisión de negociación creada por ésta, compuesta de diez miembros —la «Comisión de los Diez»— a los que presidía un viejo monárquico opositor al franquismo, Joaquín Satrustegui, y de la que formaban ya parte representantes específicos de regiones, como era el caso de Jordi Pujol por Cataluña, Julio Jáuregui por el País Vasco y Valentín Paz Andrade por Galicia. Uno de los objetivos fundamentales de estas conversaciones fue el acuerdo sobre las características de las elecciones previstas para junio. Precisamente, el mecanismo de la legalización de partidos fue uno de los puntos conflictivos y sufrió modificaciones significativas a lo largo de estos meses. De hecho, otros tipos de libertades adquirirían ya una materialización razonable, aunque había muchas imprecisiones y discrecionalidades para el gobierno. 277
El 4 de marzo de este año, un decreto establecía la legalidad de las huelgas con ciertas restricciones, y el 1 de abril se decretaba igualmente el derecho de asociación sindical. El gobierno de Adolfo Suárez estableció un sistema de legalización de los grupos políticos al que se pretendió dar un alto componente judicial, y en el curso de su aplicación se produjeron episodios de mucha tensión política en la primavera de 1977. Con objeto de liberar al gobierno del compromiso de legalizar los grupos políticos, según la ley que había sido aprobada en junio de 1976, el gobierno Suárez dictó el Decreto-Ley de 8 de febrero de 1977 por el que la inscripción era automática al ser solicitada en el Ministerio el Interior. Si se estimaba que los documentos presentados contenían alguna ilegalidad, el Ministerio los remitía para que resolviese al Tribunal Supremo. La responsabilidad última era así de los tribunales de justicia. El mecanismo funcionó bien hasta tropezar con el problema del PCE. A la legalización de este partido se oponían, como cabía esperar, el grueso del Ejército, toda la extrema derecha franquista, buena parte de la derecha más pragmática con Fraga a la cabeza y una parte difusa de la opinión popular que veía en ello un peligro de repetición de viejos enfrentamientos. Había quienes expusieron, como Fraga, la opinión de que esa legalización no debería hacerse sino más adelante, con la democracia ya consolidada. Cuando el PCE presentó los documentos para su legalización, el gobierno los remitió al Tribunal Supremo, pero éste dictaminó que no había ningún motivo penal de retención de la legalización. Devolvía, pues, la pelota al gobierno. Suárez, convencido de que la legalización era ineludible, hizo una preparación de ella muy sigilosa. No comunicó su intención a los ministros, especialmente a los militares, y preparó y emitió el decreto de legalización en plenas vacaciones de Semana Santa, cuando la actividad administrativa y política era mínima. Fue hecha pública esa legalización el Sábado Santo «rojo», 9 de abril de 1977, cuando los cuarteles estaban prácticamente vacíos. La legalización levantó un considerable revuelo; el alto mando militar, el Consejo Superior del Ejército, publicó una nota de repulsa y dimitió como ministro el almirante Pita da Veiga y algunos otros cargos militares. Pero las reacciones no pasaron de ahí. El último gran obstáculo para una reforma pactada estaba levantado. Para el propio PCE, el coste de la legalización no sería tampoco pequeño: significaba considerar que la forma del régimen no sería discutida, que el camino de la reforma no sería otro sino el de unas elecciones que no cuestionarían la monarquía y la aceptación de la bandera vigente frente a la republicana. Viejos oponentes internos, como Líster y otros, entendían que ello era una traición. De otra parte, empezaba también a ser prioritario un asunto como el de las autonomías de las dos regiones con opinión nacionalista arraigada y que ya habían dispuesto en los años 30 de Estatuto, es decir, Cataluña y el País Vasco, y sobre ello se empezaron a tomar también decisiones políticas. En el caso de Cataluña, comenzaron en el otoño de 1976, en noviembre, y en ellas Suárez jugó hábilmente la baza de un viejo personaje histórico, figura de la Ezquerra Republicana de Cataluña y Consejero de la Generalidad en la época republicana, Josep Tarradellas, al que envió emisarios a su exilio de Francia. Tarradellas vendría luego a Madrid a entrevistarse con Suárez y con el rey a finales de junio de 1977. La negociación con Tarradellas hizo que perdiera protagonismo la Asamblea de Parlamentarios catalanes que se había constituido después del 15 de junio. El 29 de septiembre de 1977 se restablecía la Generalitatáe. Cataluña, y el 23 de octubre se nombraba a Tarradellas su presidente, encargándole el gobierno la presidencia de un Consejo Ejecutivo de la Generalidad. Tarradellas hacía esto sin el consenso de las nuevas fuerzas políticas de Cataluña. El caso 278
vasco tuvo que esperar hasta febrero de 1978, estando ya aprobada la Constitución. Se concedieron también preautonomías a Aragón, Asturias, Canarias y Valencia. Un último periodo en el desenvolvimiento de la transición posfranquista fue el que se abrió con la efectiva celebración de las elecciones previstas para junio de 1977. La elección de un Congreso y un Senado permitió acelerar la institucionalización del régimen nuevo que, en cualquier caso, tardaría aún dos años, hasta marzo de 1979, en quedar articulado en lo esencial. Tras la elección de esas Cortes, la normalización del poder legislativo y la clarificación del panorama de los grupos políticos, se produjeron dos hechos de excepcional importancia. Uno, los Pactos de la Moncloa, una acción política que ponía las bases del acuerdo general para la gobernación del país en una coyuntura de extrema dificultad. El otro gran acontecimiento fue la elaboración, aprobación y promulgación de una Constitución, pieza angular de un nuevo Estado. El periodo de junio de 1977 a febrero de 1979 tuvo de hecho carácter constituyente. Y sólo se pasó a una nueva etapa, la de la consolidación de la democracia, con las elecciones legislativas de marzo de 1979. Las elecciones generales fueron convocadas el 15 de abril de 1977. El sistema electoral que se aplicaría se estableció definitivamente por decreto-ley de 23 de marzo de 1977, donde se recogía todo lo dispuesto por la LRP y se introducía el mecanismo de atribución de escaños de la Ley d'Hondt. Se trataba de un sistema de traducción de los votos en escaños que establecía el número mínimo de votos que habrían de obtenerse para alcanzar un escaño en cada circunscripción a través de un sistema de «restos», dividiendo el número de votantes por el de escaños en juego y que los repartía de acuerdo con ese mínimo. Se establecía un número básico de diputados por provincia —cuatro— y un número igual para todas —tres— de senadores. Presiones de la oposición consiguieron que los políticos en el poder no pudieran presentarse a las elecciones si no dimitían, con la excepción del propio presidente del Gobierno. Suárez anunció que se presentaba a las elecciones el día 3 de mayo. Cuando iban a empezar los procesos electorales en la transición, es decir, en la primavera de 1977, casi todos los grupos políticos españoles existentes carecían de infraestructuras y de aparatos electorales. Quienes únicamente tenían cierta tradición en este sentido eran socialistas y comunistas. Un grupo como el recién creado de la UCD hizo su inscripción para participar en las elecciones a última hora. Pero la participación de grupos políticos fue amplísima. No sólo auténticos partidos políticos más o menos numerosos hicieron su inscripción, sino que participaron y presentaron candidatos agrupaciones algo peregrinas, de tipo cultural o social. Entre el atomismo generalizado destacaban grupos de entidad como el PSOE, PCE, PSP, a la izquierda, UCD, AP, FN, hacia la derecha, además de Izquierda Demócrata Cristiana, de Ruiz Jiménez, o la Federación Popular Democrática, de Gil Robles, que representaban los intentos españoles más genuinos de democracia cristiana y que fueron barridos electoralmente. A ello habría que sumar la intrincada selva de los partidos de ámbito regional y hasta local y los grupos nacionalistas más arraigados. Cabría calificar aquella campaña electoral de «espectacular», sobre todo por su novedad. A pesar del influjo ya patente de los medios de comunicación social, especialmente de la televisión, aquélla fue todavía una campaña clásica en cierta forma donde prevalecía el mitin y la generalizada asistencia de los ciudadanos a los actos de propaganda. El hálito nuevo de la libertad, y de la libertad de expresión especialmente, le dio a aquella campaña un especial tinte de euforia política. Se pudo escuchar entonces a viejos políticos con trayectoria anterior al régimen de Franco, como José Maxxxxx 279
ría Gil Robles, Santiago Carrillo, Leizaola o Raimundo Fernández Cuesta, junto a nuevos como Felipe González, Jordi Pujol, Tamames o Rojas Marcos. Se contabilizan cerca de 22.000 mítines en aquella campaña. Los resultados electorales fueron decisivos, significativos del conjunto social y, en alguna manera, sorprendentes. Dibujaban un espectro político de los votantes españoles que en sus líneas básicas sigue siendo válido hoy día, en el aspecto territorial y en el aspecto cuantitativo, aun cuando los votos de derecha, centro o izquierda se han trasvasado de unos grupos a otros —por ejemplo, los de UCD a CD o al PSOE al desaparecer aquel partido. Las elecciones, sobre un censo electoral de algo más de 23,5 millones de votantes, arrojaron la participación de 18,2 millones y la abstención de 5,4 millones, es decir, un 79,92% de participación, una cifra que resulta normal, siendo ya desde entonces Galicia el sitio clásico de la abstención. Los votos nulos y en blanco fueron escasos. Censo electoral Electores participantes Votos válidos Votos nulos Votos en blanco Abstenciones
23.616.421 18.257.014 17.952.423 50.893 263.926 5.401.383
electores (72,92%) (77,89%) (0,30%) (1,45%) (20,78%)
Congreso de los Diputados Partido
Fuerza Nueva Alianza Nacional «18 de julio» Falange Española y de la JONS Alianza Popular Falange Española Independiente Círculos José Antonio Asociación Nacional para el Estudio de los Problemas Actuales Partido Popular Unión de Centro Democrático Reforma Social Española Izquierda Demócrata Cristiana Partido Nacionalista Vasco Pacte Democràtic de Catalunya-Unió Demócrata Cristiana Catalana Alianza Socialdemócrata Falange Española Auténtica Unión Socialista (Partido Socialista Popular y grupos afines) PSOE-Partit Socialista de Catalunya (PSC) PCE-PSUC Frente Democrático de Izquierdas-Esquerra Catalana Organización Revolucionaria de Trabajadores Euzkadiko Eskerra y Candidatura de Unidad Popular Frente Unido de los Trabajadores Varios
280
Votos obtenidos
Escaños obtenidos
% del cuerpo electoral
5.516 65.001 24.431 1.503.376 881 14.821 44.855
— — 16 — — —
0,03 0,36 0,21 4,57 0,005 0,08 0,25
3.708 6.309.517 63.371 250.902 304.244 666.398
— 165 — — 8 13
0,02 47,14 0,35 1,40 1,29 3,71
134.747 40.978 804.382 5.240.464 1.655.744 259.840 80.121 169.442 37.992 26.288
— — 6 118 20 1 — 1 — —
0,75 0,22 1,71 33,71 5,71 1,45 0,44 0,94 0,21 0,14
Ningún partido obtuvo la mayoría absoluta de los 350 escaños de diputados y de los 201 senadores. El partido más votado fue la UCD, resultado previsible, con más de 6 millones de votos, el 35% de los votantes, obteniendo 165 diputados. Le siguió el PSOE con 5,2 millones de votantes, el 29%, y 118 escaños. Se dibujaba a escala de España entera un mapa básicamente bipartidista, con correcciones, pero en las regiones de fuerte personalidad histórica y presencia del nacionalismo, como Cataluña y País Vasco, se dibuja ya un sistema de partidos particular: triunfo de la izquierda en Cataluña y del nacionalismo del PNV en el País Vasco. La gran sorpresa fue el PCE y el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña, que equivalía en esa región al PCE y que constituían listas únicas), que con 1,6 millones de votantes, no llegando al 10% del censo, conseguía 20 diputados y quedaba como un partido de segunda fila, demostrando que su fuerza electoral no equivalía en absoluto a su organización y colocándose en una situación de la que no ha salido nunca. El grueso de los diputados comunistas eran los obtenidos por el PSUC en Cataluña. El comunismo en modo alguno podría ser ya en la España nueva una fuerza equiparable a la del PCI en Italia o, incluso, a la del PCF en Francia. Otro fracaso notable era el del franquismo reciclado en AP. Obtenía 16 escaños con 1,5 millones de votos. El destino de esta derecha sería, sin embargo, más agitado en el futuro. Junto a estos cuatro grupos principales, resultaban destacables los escasos 6 diputados obtenidos por el PSP de Tierno Galván, y los resultados de partidos nacionalistas, el PNV con 8 diputados en el País Vasco, los 13 obtenidos por el Pacte Democràtic en Cataluña, la futura CiU de Pujol, empatando allí con la UCD pero detrás de la alianza de los socialistas. Casos ya extremos eran los de ERC en Cataluña y Euskadiko Esquerra en el País Vasco, con un diputado cada uno. Las extrema derecha e izquierda no obtenían representación, abriendo con ello una situación que se mantendría también normalmente en el futuro. A la vista de los resultados electorales, el partido gobernante sería la UCD, como minoría mayoritaria, desaparecían definitivamente las Cortes heredadas del franquismo, y pasaban a presidir el Congreso de los Diputados Fernando Álvarez de Miranda y el Senado, Antonio Fontán. Adolfo Suárez constituiría un primer gobierno de partido propiamente dicho el día 4 de julio de 1977, pero en él se practicaba también la idea de reunir a un núcleo de personalidades importantes. Se constituían tres vicepresidencias, la de Defensa, en la que continuaba el general Gutiérrez Mellado, que se había convertido ya en un colaborador insustituible; la de Asuntos Económicos, a cuyo frente aparece un prestigioso economista, Enrique Fuentes Quintana, que tendría un especial protagonismo en el diseño de la política económica y de la global de los primeros meses del régimen, y la de Asuntos Políticos, donde aparece otro hombre fuerte, Fernando Abril Martorell. El resto del gobierno tiene la característica de intentar incluir en él a todas las personalidades importantes de la coalición de UCD y a todas sus «familias»: Oreja (Asuntos Exteriores), Lavilla (Justicia), Cavero (Educación), por los democristianos, Fernández Ordóñez (Hacienda), García Díez (Comercio), por los socialdemócratas, los liberales están representados por Pío Cabanillas (Cultura), Joaquín Garrigues (Obras Públicas), Jiménez de Parga (Trabajo), Camuñas (Relaciones con las Cortes), había dirigentes regionales, como Sánchez de León y el andaluz Clavero, que se encargaría del importante asunto de las autonomías, y «azules», como Martín Villa en el nada fácil ministerio de Interior, nombre nuevo del antiguo de Gobernación. Este gobierno se mantendría hasta febrero de 1978, salvo Camuñas, que dimitiría en septiembre. 281
25.4. LOS PACTOS DE LA MONCLOA A lo largo de 1977, y una vez que las resoluciones políticas de gran urgencia estaban en marcha, la acción gubernamental y la de los partidos pudieron prestar atención a la gravedad de la situación económica, a la necesidad de introducir reformas profundas en las instituciones sociales y laborales del país y, en especial, pudo prestarse atención a la necesidad de una estrategia de gobierno que contara con un amplio respaldo para tomar decisiones difíciles con un gobierno que no tenía mayoría absoluta. Los Pactos de la Moncloa fueron una negociación y un acuerdo tomado en octubre de 1977 por todos los grupos políticos parlamentarios en los que se diseñaron unas medidas y se acordó el apoyo de todos los grupos al gobierno para ponerlas en ejecución. Es posible que los Pactos de la Moncloa fueran efectivamente el más grande acuerdo reformista que se hizo en veinte años; el más grande esfuerzo global por cambiar estructuras activas en el país arraigadas y muy paralizantes. Otra cuestión sería la propia ejecución de tales medidas, que no alcanzó los objetivos previstos. Las negociaciones se desarrollaron entre los días 8 y 21 de octubre de 1977 en el Palacio de la Moncloa, sede del presidente del Gobierno. Se firmaron los acuerdos en esta sede el 25 de octubre y fueron aprobados por el Congreso de los Diputados el 27 de octubre. Los documentos en los que se concretó el acuerdo eran extensos y, desde luego, tuvieron su mentor principal en el economista Enrique Fuentes Quintana, vicepresidente del Gobierno. Hubo primero una redacción de los puntos fundamentales del acuerdo, como una especie de declaración de intenciones. Luego vino el documento extenso, que firmaban diez personas, presididas por Fuentes Quintana. Los pactos contenían bloques de medidas monetarias, financieras, fiscales, de producción y laborales o de empleo, a corto plazo. La situación del desempleo era ya grave. El sistema tributario era escasamente progresivo y estaba por completo desfasado con respecto a la verdadera riqueza generada. La inflación era también un problema de gran gravedad, pues estaba por encima del 20% y en el centro del año había llegado incluso al 40%. De hecho, se consideraba entonces que una cifra aceptable para 1978 sería la del 22%. Se establecían criterios para elaborar los presupuestos del Estado y para una política general de saneamiento económico incluyendo las empresas públicas. Pero los pactos no se limitaban en forma alguna a los aspectos económicos, sino que se ampliaban a todo tipo de medidas de gobierno, hasta convertirse en una expresión arquetípica del consenso. Se contenían en él medidas políticas y sociales propiamente dichas. Los Pactos abordaban asuntos como el de la reforma del sistema educativo (progresiva gratuidad de la enseñanza), la función de los sindicatos, la reforma de la Seguridad Social y la política de rentas y salarios. Se diseñaba un «Programa de Actuación Jurídica y Política» en el que se hablaba de la libertad de expresión, los medios de comunicación social y la reforma de los códigos legales —penal, justicia militar, leyes de orden público, etc. Y otros muchos asuntos. Los Pactos fueron aceptados con entusiasmo por grupos políticos como el comunista que veían en ellos una forma de participación muy positiva, pero eran mirados con mayor escepticismo por grupos como el PSOE por lo que tenían de límite a la oposición. Como diría Fuentes Quintana, los Pactos eran una ocasión de convergencia entre crisis general y oportunidad democrática y eran prueba de la legitimación xxxxxxxx 282
del nuevo régimen cuando aún no existía una Constitución. En lo inmediato, contribuyeron a mejorar el equilibrio de la economía. Se consiguió bajar la inflación hasta el 16% y mejorar el déficit con el exterior. Mucho más dudosos fueron los aspectos no económicos, aunque se puso en marcha la reforma fiscal. No parece discutible que los Pactos fueron, en todo caso, pese a su progresivo incumplimiento, una pieza más en el camino que ya estaba abriendo la redacción de una Constitución. Pero la dimisión de Fuentes Quintana, en febrero de 1978, aceleró aún más el proceso del incumplimiento. 25.5. LA ELABORACIÓN DE UNA CONSTITUCIÓN Las Cortes elegidas el 15 de junio de 1977 no tenían formalmente el carácter de constituyentes. Nada decía de ello la Ley para la Reforma Política. En cualquier caso, se desarrolló cuando menos un periodo constituyente anormal, y toda la transición política tuvo ese mismo carácter. De lo que nadie dudaba era de que la primera función que aquellas Cortes habían de desarrollar era la elaboración de un documento constitucional en el que se basara un nuevo régimen liberal democrático. De forma que el primer trabajo de las Cortes fue precisamente ése y, para acentuar aún más el verdadero carácter constituyente que se les había atribuido, el gobierno de Suárez procedió a disolverlas en 1979, una vez que se hubo aprobado, refrendado y promulgado la Constitución Española de 1978. El proceso de elaboración de esa Constitución resulta, por ello, ejemplar y singular en la historia constitucional española, con independencia del propio contenido político de la Ley Fundamental. Frente al general sesgo partidista que los textos constitucionales españoles presentan entre 1837 y 1931, dejando, desde luego, aparte el caso de la Constitución inaugural, la de 1812, que es un documento excepcional porque es obra de todo el pensamiento liberal español de comienzos del siglo XIX, la Constitución de 1978 se caracteriza por una elaboración a la que presidió el célebre consenso de los partidos. Se pretendió producir una Ley Fundamental que pudiera ser aceptada por todas las fuerzas que querían un régimen nuevo democrático, sin imposiciones doctrinales de nadie y que señalara los mínimos políticos aceptables por todos. A cambio de ello, o como precio o coste de ese consenso, la Constitución de 1978 es un documento poco preciso en algunos aspectos, incluso ambiguo en otros, como todo el importante Título VIII que perfila el Estado de las Autonomías. Es un texto que deja pendientes o no resueltas del todo algunas cuestiones delicadas, como la del papel de la Iglesia católica, la función última de las Fuerzas Armadas o algunos derechos como el del aborto. No obstante, a pesar de ello o como consecuencia misma de esta amplitud y falta de definición, la Constitución se ha mostrado plenamente válida y funcional en los veinte años de su vigencia hasta hoy. Los únicos problemas de cierta entidad presentados son los referentes a la naturaleza, extensión y límites del Estado de las Autonomías. Las Cortes empezaron designando una Comisión Constitucional, el 26 de julio de 1977, y, en su seno, se designó una Ponencia, el 2 de agosto, formada por diputados y encargada de redactar el texto de la Constitución. No tuvo el auxilio de expertos jurídicos y su composición era altamente significativa. Pretendía ser, una vez más, de consenso y estuvo constituida por tres miembros de la UCD (el partido mayoritaxxxxxxx 283
rio), Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, Gabriel Cisneros y José Pedro Pérez Llorca, y uno por cada uno de los partidos: PSOE, Gegrorio Peces-Barba, AP, Manuel Fraga, PCE-PSUC, Jordi Solé Tura, y la Minoría Catalana, Miguel Roca Junyent. Siete miembros entre los que no figuraban ninguno del grupo vasco ni del grupo mixto de las Cortes, pero que eran, desde luego, ampliamente representativos. La Ponencia trabajaría sin publicidad, aunque hubo alguna filtración del texto, y tardaría mucho tiempo, casi siete meses, en consensuar una primera redacción. El Anteproyecto de la Constitución redactado por la Ponencia no apareció hasta enero de 1978. Tras la presentación de enmiendas, ese texto fue discutido en la Comisión y en el Pleno del Congreso entre los meses de mayo y julio de 1978. El Congreso lo aprobó por 258 votos a favor, 2 en contra y 14 abstenciones. El Senado lo discutió en agosto y septiembre y lo aprobó en octubre de 1978. La Comisión Mixta Congreso-Senado aprobó un texto final el 20 de octubre de 1978. El 31 de octubre fue la votación definitiva en ambas Cámaras por separado. El texto definitivo fue publicado el 6 de noviembre. Quedaba el sometimiento a referéndum popular que se efectuó el día 6 de diciembre de 1978. Luego el rey sancionó la Constitución y fue promulgada el 29 de diciembre de 1978. En las Cámaras el texto fue rechazado sólo por algunos diputados en la línea de la extrema derecha de AP (por ejemplo, Fernández de la Mora o Martínez Emperador) y de los radicales vascos. El PNV se ausentó de la votación y se abstuvieron el diputado republicano catalanista Heribert Barrera, de ERC, y algún otro. Hubo un total de 25 votos no positivos. En el referéndum popular del 6 de diciembre, de un total de casi 18 millones de votantes, 15.706.078 votaron «sí», según los datos oficiales, 1.400.505 votaron «no» y 133.786 se abstuvieron. La abstención rondó el 30% de los votantes y llegó a casi el 50% en el País Vasco, y sólo el PNV y algunas fuerzas de extrema izquierda plantearon la opción negativa. Fue aprobada por un 87% de los votantes, y sólo en el País Vasco, seguramente a causa de la propaganda nacionalista, el resultado fue menos contundente, pues allí los votos negativos más la abstención superaban a los positivos. La Constitución española de 1978, cuya glosa detenida sería aquí demasiado extensa, no es ningún prodigio de perfección técnica, pero es, indudablemente, la más progresiva que ha tenido el país —si se prescinde de algunos detalles en que es superada por la de 1931, como en la aconfesionalidad del Estado, por ejemplo— y sintonizaba con bastante perfección con el estado de la sociedad española. Sus redactores tuvieron a la vista la de 1931 y las constituciones europeas, especialmente la alemana. Constaba de un Título Preliminar y diez Títulos más donde se establecían los extremos habituales de estos grandes textos políticos. En el conjunto de las constituciones españolas es de las breves, con 169 artículos. Contiene al final disposiciones adicionales, transitorias y una Disposición Derogatoria en la que declaraba derogadas todas las Leyes Fundamentales anteriores, incluida la de Reforma Política, lo que prueba el anormal carácter constituyente con que se hizo, pues las constituciones anteriores nunca contuvieron cláusulas derogatorias, que en derecho constitucional se suponen implícitas. La Constitución de 1978 es notable, en general, por lo avanzado de su lenguaje y sus declaraciones de derechos. Declaraba a España en «Estado social y democrático de Derecho» y fundamentaba la Constitución en la «indisoluble unidad de la nación española», que estaba, si bien, integrada por «nacionalidades y regiones» a las que se garantizaba el «derecho a la autonomía». Se reconocía una lengua oficial del Estado, xxxxxx 284
Primera página del original de la Constitución española de 1978.
el castellano, cosa también novedosa, y se reconocían como co-oficiales en sus respectivas Comunidades Autónomas a «las demás lenguas españolas». Las declaraciones de derechos y libertades eran amplias y se aludía a la Declaración Universal de Derechos Humanos, dedicándose a ello todo el amplio Título Primero y, en especial, el Capítulo Segundo de éste. En los aspectos sociales y económicos se reconocía la libertad del mercado, pero también la posibilidad de planificación económica, y se preveía la intervención del Estado en la propiedad por motivos de interés colectivo. En definitiva, los Títulos de la Constitución diseñaban un Estado, en general, moderno, salvo en detalles donde la necesidad de consenso se impuso —la cooperación con la Iglesia católica, entre otros—, pero entre ellos el más llamativo era el VIII, «De la Organización Territorial del Estado», donde se diseñaba lo que ha pasado a llaxxxxxxx
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marse el Estado de las Autonomías, cosa que no se apunta en los Títulos Preliminar y Primero. El Título IX establecía un Tribunal Constitucional. La Constitución establecía en el Título X y último unos mecanismos normalizados de reforma. Cuando con posterioridad se ha planteado en algún sentido una moción de reforma constitucional, lo ha sido siempre en relación con el Título VIII, el de las Autonomías, el aspecto de la construcción del nuevo Estado español que más problemático se ha mostrado siempre. En los demás asuntos, el texto constitucional tiene efectivamente la virtud de su amplitud y la posibilidad de su prolongación en leyes orgánicas que han permitido matizaciones, como la introducida para la elección de los miembros del Consejo del Poder Judicial —artículo 122— encomendándola toda a las Cortes. Durante veinte años no se ha presentado ninguna propuesta en firme de reforma de la Constitución, aunque hoy empiezan a alzarse opiniones en otro sentido.
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CAPÍTULO XXVI
El periodo de consolidación democrática (1979-1982) 26.1. EL PRIMER PERIODO CONSTITUCIONAL DESDE 1979 Y LA REACOMODACIÓN DE LOS PARTIDOS
La prueba de que el periodo de consolidación de un régimen democrático es de tanta importancia y comporta casi los mismos riesgos y problemas que el momento de la implantación de tal régimen es el hecho de que en España, a los algo más de dos años de haberse aprobado y refrendado una Constitución, se producían una o varias conspiraciones entrelazadas que desembocarían en un intento de golpe de Estado con el objetivo de alterar profundamente las instituciones y el funcionamiento de la Monarquía parlamentaria. El camino hacia la normalización definitiva de un régimen representativo en España puede decirse que arranca de las elecciones celebradas en marzo de 1979, que tenían todo el carácter de final del periodo constituyente que transcurre entre junio de 1977 y febrero de 1979. Las elecciones de 1979 fueron las primeras que se celebraban con la concurrencia de todos los elementos que comporta un sistema político liberal democrático. Partidos normalizados, Constitución y ley electoral, garantías jurídicas y políticas de transparencia en los resultados. 1979 fue, por tanto, un año clave, año bisagra, en el que hubo importantes convocatorias electorales (las municipales, además de las legislativas) y en el que nació un gobierno continuado de la UCD durante casi cuatro años más. El periodo vivió también crisis notorias y, sobre todo, una de graves consecuencias como fue el golpe de Estado fracasado del 23 de febrero de 1981. La consolidación, por tanto, no fue fácil y se vio alterada también por la inestabilidad política derivada de la naturaleza misma del principal partido existente, UCD. La superación de la crisis de 1981 fortaleció al sistema, sin embargo, a medio plazo, aunque determinó definitivamente la crisis final y la práctica desaparición de la UCD como partido político. Cuando en 1982 accedió al poder un nuevo partido, el PSOE, tras un espectacular triunfo electoral, el proceso de consolidación no estaba seguramente terminado aún. Pero la democracia había hecho posible y había superado una prueba decisiva: la alternancia en el poder entre dos partidos. En octubre de 1982, los socialistas triunfantes en las elecciones heredarían un sistema político que ya estaba realmente en funcionamiento. Puede pensarse que la consolidación había avanzado poco si pudieron producirxxxxxxxx 287
se hechos tan graves como los de febrero de 1981. Sin embargo, es posible pensar también que la circunstancia de que el intento de golpe de Estado acabase en fracaso prueba que hubo algún funcionamiento de las instituciones. Por ello, se ha dicho que no puede hablarse de una consolidación efectiva de la democracia en España antes de 1985 o 1986, es decir, después de bien avanzado el gobierno del PSOE y, en realidad, cuando España ingresa ya en la CEE. Pero no puede negarse tampoco que, al menos formalmente, el PSOE accedía en 1982 a un sistema de poder establecido ya de forma precisa en sus instituciones. ¿Dónde podría situarse la terminación de la transición? Teniendo en cuenta que, de todas formas, la fijación de una fecha no es cuestión decisiva, puede decirse que en 1979 el proceso de la transición española entra en una problemática bien distinta de la anterior. El 29 de diciembre de 1978, al tiempo que aparecían las primeras ediciones del texto de la Constitución, Adolfo Suárez anunciaba la disolución de las Cámaras y fijaba las elecciones legislativas para el 1 de marzo de 1979. Las elecciones locales se convocaban, a su vez, para el 3 de abril. Fue una decisión que el partido en el gobierno tomó tras alguna duda, pero al aceptarla se daba por concluido realmente el periodo constituyente para pasar al periodo constitucional. La inmediata preocupación sería entonces la de consolidar o abrir nuevas posiciones para los grupos políticos españoles. Los resultados de las legislativas del 1 marzo de 1979, en cierto modo, confirmaban las tendencias fundamentales vistas ya en 1977 y, en otro sentido, hacían aflorar orientaciones nuevas que serían persistentes. Entre éstas, el ascenso de los partidos nacionalistas y regionalistas. El número de diputados al Congreso se mantenía en 350, los senadores eran ahora 208, teniendo en cuenta la desaparición de la facultad regia de designar una parte de ellos. A estas elecciones los partidos acudieron ya con sus aparatos electorales mejor preparados y los programas electorales tenían perfiladas las posiciones y ofertas a los votantes. Todos ellos pidieron créditos bancarios para sufragar los gastos de la campaña, abriendo el persistente problema de la financiación de los partidos. La ley establecería la entrega a los partidos de un millón de pesetas por escaño obtenido. La campaña electoral de 1979 fue la primera en la que se hizo un uso amplio de los medios modernos: televisión pública, con spots publicitarios y espacios de intervención, radio con las mismas condiciones, importante despliegue de propaganda por correo, labor personal de los candidatos para ganar electores, mientras decaía el sistema de mítines. Se dice que el espacio televisivo final de la campaña de UCD, en el que intervino con un discurso de cierre Adolfo Suárez, en tonos muy catastrofistas, le significó al partido un millón de votos de indecisos. Naturalmente, en los dos grandes partidos, UCD y PSOE, la intención y el esfuerzo se dirige a conseguir una mayoría absoluta de diputados que permitiera aplicar un programa de gobierno sin interferencias. El sistema mantenía su tendencia al bipartidismo. La época del consenso había quedado ya atrás. En UCD, fue Suárez mismo el que controló la elaboración de las listas electorales, aunque se dijo que no con toda la dedicación debida, dada la heterogeneidad del partido y las aspiraciones de los notables a colocar a sus seguidores. Entre los socialistas, es claro que se abre una época de liderazgo personal de Felipe González formando un equipo perfecto con Alfonso Guerra, que es quien realmente elabora las listas. La formación principal de la derecha, Alianza Popular, había ido engrosando con algunos disidentes de UCD y otros pequeños grupos, y el 15 de enero de 1979 adoptaba el nombre de Coalición xxxxxxxxx 288
Democrática. En el caso del PCE, la figura de Santiago Carrillo y su aureola de astucia y versatilidad política eran aún su principal activo. La participación electoral fue del 68% y la abstención del 32%, en porcentaje más elevado que en 1977, que había sido del 21,5%. Los resultados fueron una amplificación de los de 1977 y ciertas expectativas que se habían vaticinado de triunfo socialista quedaron desmentidas. 168 escaños de UCD frente a 121 del PSOE mostraban de hecho un avance de este último, con el que se había fusionado el PSP de Tierno Galván en 1978. El PCE quedaba definitivamente distanciado, aunque aumentaba sus escaños a 23. La derecha dura de Fraga, CD, tuvo un nuevo y sonoro fracaso al quedar con sólo 9 escaños, mientras se mantenían en general los nacionalistas y regionalistas de CiU y el PNV y avanzaban los andalucistas del PSA, que podrían constituir grupo parlamentario, mientras nacía la coalición vasca nacionalista radical Herri Batasuna, que obtenía 3 escaños, y un escaño también algunas otras fuerzas menores. La extrema derecha conseguía por vez primera un escaño para Unión Nacional en la persona de su jefe Blas Piñar. Aparecían o se consolidaban tendencias generales como la del electorado español a votar al centro con ligera deriva a la izquierda, lo que va a ser una constante en toda la historia electoral y política desde entonces. El hecho es que los dos grandes partidos habían pretendido con ahínco dar una imagen de moderación para atraer a este electorado de centro. Abstencionismo alto, que mostraba la falta de una movilización profunda de la sociedad. Y de nuevo, ningún grupo obtenía la mayoría absoluta. La sostenida fuerza de los grupos regional-nacionalistas propiciaba un mapa electoral diferenciado en ámbitos como Cataluña y el País Vasco. El nuevo presidente del Congreso sería el ucedista Landelino Lavilla, y el del Senado, Cecilio Valverde, ambos de UCD. Los comicios municipales, celebrados el día 3 de abril, primeros que se celebraban con el nuevo régimen, no tendrían menor importancia, pero sus resultados manifestaron una tendencia distinta: el triunfo selectivo de la izquierda. Las campaña electoral de la municipales vivió menor enfrentamiento que la de las legislativas. En el conjunto de España, UCD obtenía 29.614 concejales, frente a 12.220 del PSOE. Sin embargo, los grandes núcleos urbanos españoles pasan a ser regidos por la izquierda, el PSOE o la coalición PSOE-PCE, como es el caso de Madrid, con el triunfo emblemático de Enrique Tierno Galván. En las capitales de provincia, UCD y PSOE están prácticamente empatados en concejales, mientras que en los núcleos de más de 50.000 habitantes, gana el PSOE. La gran ventaja de UCD está en los núcleos rurales. Veintitrés capitales tendrán alcaldes de UCD y veintisiete, las más populosas, de los socialistas. Los resultados no ofrecían un triunfo para UCD, pese a las apariencias. El día 30 de marzo tenía lugar en las Cortes el acto de investidura como presidente del triunfador de las elecciones, Adolfo Suárez. Aquel acto fue significativo porque Suárez se negó a que tuviera lugar el acostumbrado debate después del discurso programático del candidato, en medio de la indignación de la oposición. El presidente de las Cortes, Lavilla, tuvo que hacer uso arbitrario de su potestad reglamentaria para satisfacer a Suárez. Ello mostraba a un nuevo Suárez, con su aversión al debate parlamentario en el que se sentía incómodo y mostrando carencias que antes, en el periodo álgido de la transición, habían quedado menos evidentes. En su discurso programático Suárez diría explícitamente que «el consenso ha terminado». UCD había pactado los votos necesarios y eso permitió la investidura en primera vuelta por 183 xxxxxxxxxx 289
1 marzo de 1979 Partidos
Votos obtenidos
Porcentaje Escaños Porcentaje sobre el parlamentarios censo
Partidos de ámbito nacional Unión de Centro Democrático (UCD) ……………………. Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ……………… Partido Comunista de España y su filial catalana Partit Socialista Unificat de Catalunya (PCE + PSUC) …………… Coalición Democrática (CD) …………………………….. Unión Nacional (UN) …………………………………..
6.268.593 23,26 5.469.813 20,38
268 48 121 34,57
1.911.217 7,12 1.067.732 3,98 370.740 1,38
23 6,57 9 2,57 1 0,29
Partidos de ámbito regional Cataluña Convergència i Unió …………………………………..
483.353
11,27* 1,87**
8
2,29
Ezquerra Republicana ………………………………….
123.452
2,88* 0,46**
1
0,29
Partido Nacionalista Vasco (PNV) …………………..
275.292
18* 1,03**
7
2
Herri Batasuna (HB) …………………………..……….
172.110
3
0,86
Euskadiko Eskerra (EE) ……………………………..
85.677
11,12* 0,64** 5,54* 0,32**
1
0,29
28.248
7,77* 0,11**
1
0,29
325.842
7,51* 1,21**
5
1,43
38.042
4,23* 0,14**
1
0,29
58.953
0,67* 0,22**
1
0,29
Euskadi
Navarra Unión del Pueblo Navarro (UPN) ……………. Andalucía Partido Socialista Andaluz (PSA) ……………. Aragón Partido Aragonés Regionalista (PAR) …………. Canarias Unión del Pueblo Canario (UPC) ……………….. Algunos partidos que no obtuvieron escaño parlamentario, pero cierta cantidad de votos Partido del Trabajo (PT) ……………………………… Partido Socialista Obrero Español-Histórico (PSOE-H) .. Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT)
* Ámbito regional ** Ámbito estatal.
290
192.798 133.869 127.517
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_ _ _
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votos, con el apoyo de CD, del PSA y otros regionalistas, pero no de la Minoría catalana. El 5 de abril quedó constituido el nuevo gabinete. Ya en febrero de 1978 había habido una pequeña remodelación del formado el 6 de julio de 1977, al presentar sus dimisiones Fuentes Quintana, Jiménez de Parga, Oliart y Lladó. Ahora se producían algunas novedades de interés. Se consolidaba la importancia de Abril Martorell en el gabinete al ocupar el cargo de vicepresidente para Asuntos Económicos, de los que ya se encargaba desde febrero de 1978. En este gabinete, Suárez prescindía de algunos barones importantes: Fernández Ordóñez, Martín Villa, Cabanillas y Sánchez de León. Suárez parecía querer rodearse de hombres más técnicos y más cercanos a sus posiciones. Añoveros en Hacienda, Rodríguez Sahagún en Defensa, el general Ibáñez Freire en Interior, José Luis Leal en Economía, Carlos Bustelo en Industria, eran los más importantes. Se desdoblaba el Ministerio de Educación creando uno de Universidades e Investigación, que desempeñaría Luis González Seara. Durante un año, de primavera a primavera entre 1979 y 1980, momento este último en que las dificultades y debates políticos adquieren un tono nuevo, se extiende un periodo de gobierno con bastante actividad de carácter reformista en general. Los problemas económicos, que no eran una dedicación preferente de Suárez, pasarían ahora a la dirección principal de Abril Martorell y a un equipo de ministros del ramo económico y de asuntos sociales de perfil más bien socialdemócrata. Se intentan abordar los problemas del déficit público, mal crónico, y en el terreno social la gran cuestión es la nueva ordenación de las relaciones laborales, para lo que se trabajaría en la redacción de un Estatuto de los Trabajadores. El gobierno anunció el desarrollo de 54 nuevas leyes en junio de 1979, lo que representaba un intento de abordar una inmensa obra del desarrollo legislativo de la Constitución. En 1980 se aprobaría el Estatuto de los Trabajadores y en 1981 el Acuerdo Nacional de Empleo. De otra parte, la consolidación de la democracia iniciada a comienzos de 1979 implicaba también una reacomodación de los partidos, proceso que iba a tener significados dispares según los casos. En principio, dos convocatorias electorales generales, más las municipales, habían servido para clarificar bastante el espectro de los grupos políticos. La algarabía de diminutos y pintorescos grupos políticos se redujo drásticamente, dejando el panorama reducido a una veintena de ellos y a menos de diez con verdadera actividad. Había tendencia a un mapa político de España en el que los partidos nacionalistas tenían cada vez más espacio. Y se producirían crisis de dos tipos especialmente; la del modelo de partido, como la del PCE, con crisis de liderazgo de Carrillo, paso al eurocomunismo, falta de profundidad en la renovación; y la crisis estructural, además de la de liderazgo, de un partido tipo all-catch (donde caben todos) como UCD, de tal manera que la consolidación significaría su progresiva desintegración. La materialización de UCD como partido unificado tuvo su punto clave en la celebración de su 1.er Congreso, abierto el 19 de octubre de 1978, donde el asunto central era esa constitución como partido y la designación de sus órganos de dirección. Pero en modo alguno la opinión de los prohombres o «barones» era unánime a este respecto. El proyecto de Estatutos no fue aprobado por unanimidad, sino con la alta cifra de veintiséis abstenciones. En la elección de los cargos, salvo en la de Suárez como presidente, hubo ya la primera batalla entre «familias», en la que se registró, sin embargo, una notable abstención también. De todas formas, Suárez xxxxxxxx 291
podía empezar la nueva andadura apoyado en un instrumento como un partido unificado. En Alianza Popular, la reconversión no fue menos acusada. Entre 1979 y la siguiente confrontación electoral en 1982, la reorganización de esta derecha fue completa, y el partido, prácticamente refundado. La propaganda de la que se esforzaba en ser nueva derecha insistiría en su definición liberal-conservadora, reformista, popular y democrática. Una nueva derecha parecía estar en marcha, en efecto, capitaneada sempiternamente por Fraga. Predicaba el bipartidismo y pretendía avanzar hacia lo que desde entonces se conoció machaconamente en el lenguaje de esta derecha como «mayoría natural». Semejante mayoría de los españoles, inexistente por lo demás, fue otro de los pretendidos grandes hallazgos del fraguismo: la creencia de que en la España del momento era mayoritaria una posición de derechas o, al menos, de centro y derecha. La historia de la democracia española ha mostrado, efectivamente, que el grueso de la opinión política española es efectivamente el centro. Pero vertido hacia la izquierda y no con las connotaciones supuestas por Fraga. Otra de las grandes y espectaculares reconversiones fue la del PSOE, que atravesó una notable crisis en 1979 y hubo de recurrir a un Congreso extraordinario. La batalla se libraría por la pretensión de algunos nuevos socialistas, entre los que destacaba el «grupo sevillano» capitaneado por el propio secretario general, Felipe González, de diluir la ortodoxia marxista y las rigideces del lenguaje «revolucionario» a fin de establecer una doctrina y un lenguaje más apto para atraer votantes fuera de las clientelas obreristas clásicas, situándose mucho más a la derecha, sin duda. Se trataba, en suma, de una especie de repetición de lo hecho por el SPD alemán en Bad-Godesberg en 1959: el «abandono del marxismo», dicho en lenguaje llano, aunque la propuesta pretendiera enmascararlo de alguna manera. La propuesta de eliminar del programa y estatutos del partido la referencia marxista como cuestión central ocupó al XXVIII Congreso del partido en mayo de 1979. Las resistencias encontradas fueron tales que la propuesta fue rechazada, lo que acarreó la dimisión de González y el nombramiento de una Comisión Gestora hasta un Congreso extraordinario. Entre los «críticos» destacaban Luis Gómez Llorente, Pablo Castellano, Francisco Bustelo y el ya alcalde de Madrid y antiguo presidente del PSP, Enrique Tierno Galván. Pero estos críticos no se atrevieron a proponer una secretaría general alternativa. Era evidente que el PSOE evolucionaba ya hacia un asfixiante personalismo que no podía prescindir de la figura de Felipe González, que se acusaría en el futuro, una vez abortados los intentos de aupar al liderazgo a Tierno Galván. En el Congreso extraordinario de los días 28 y 29 de septiembre del mismo año, la propuesta anterior ganaría ampliamente y González volvería fortalecido a la secretaría general. Los «críticos» estaban sentenciados —bastantes de ellos abandonarían el partido o la política después— y comenzaba la era del «felipismo». La crisis del PCE tenía también sus propias connotaciones, pero se orientaba igualmente hacia cuestiones doctrinales y de liderazgo. El giro hacia el eurocomunismo, que tuvo su momento fundamental en el IX Congreso, y hacia la adopción de un lenguaje político más flexible que la vieja ortodoxia comunista, abandonando el leninismo, llevó, sin duda, al relativo éxito de las elecciones de 1979. Pero, al mismo tiempo, demostró algunas insuficiencias e incapacidad para penetrar seriamente en las rígidas estructuras de dirección donde la «vieja guardia» carrillista se xxxxxxxxxx 292
negaba a ceder un paso. Hubo algunas disidencias con el PSUC. La aparición de los «renovadores» en 1980 fue un hito fundamental, con una orientación que pretendía abrir el partido hacia nuevas propuestas. Entre ellos estaban Ramón Tamames, Jordi Solé Tura, Manuel Azcárate y buena parte de los dirigentes vascos. Carrillo se opuso a tales aperturas, como la pretendida en el País Vasco hacia grupos nacionalistas de izquierda. En 1981, las disidencias eran patentes y abandonan el partido buena parte de sus numerosos intelectuales. También se produjeron expulsiones de disidentes. El fraccionamiento del partido pasaría su factura en las elecciones de 1982. 26.2. EL MODELO DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS. EL PERIODO DE LAS «PREAUTONOMÍAS» El diseño y construcción de un Estado distinto del centralizado, el de las Autonomías territoriales establecidas en la Constitución de 1978, fue una de las tareas emprendidas desde que se pone en marcha la reforma pactada en 1977, pero se aceleró de forma decisiva tras las elecciones de junio de ese año, aun antes de que la Constitución formulara un modelo de Estado de las Autonomías que venía a ser un híbrido o un intermedio entre el Estado centralizado y el federal. La tarea era de primera magnitud, porque la reclamación de un reparto distinto del poder político era casi unánime, con la excepción del más recalcitrante franquismo. Pero era una tarea de tal complejidad y dificultad que puede decirse que aún hoy permanece inacabada porque existe un renovado debate sobre el nivel del «cierre», es decir, la definitiva conclusión de esta distribución autonómica y su punto final de llegada. Las ideas, los proyectos y los programas sobre el alcance, sentido y camino hacia un Estado de poder descentralizado eran variados. Incluso entre los propios grupos nacionalistas de regiones como Cataluña, Vasconia o Galicia había diferencias de interpretación. Por su parte, el centralismo tradicional no deseaba sino ceder en lo imprescindible, conceder un determinado régimen autonómico a territorios muy diferenciados como Cataluña o Vasconia, en los que había una vieja reclamación de ello. De hecho, los nacionalismos de estas regiones coincidían en esa idea de limitar las autonomías a la de algunas de ellas. Otra posición, que acabaría triunfando en el seno del partido en el poder, era la proclive a hacer del proceso autonómico una política general del nuevo régimen, pensando, sin duda, que ello era el mejor antídoto contra los nacionalismos exacerbados y que el proceso podría ser mejor manejado. España es hoy un caso único por la amplitud en la distribución de los poderes territoriales del Estado, con diecisiete Autonomías que disponen de grados diferentes de autogobierno, pero en todos los casos, muy altos. La marcha hacia el Estado de las Autonomías estuvo precedida por una primera fase, la anterior a la promulgación de la Constitución, que fue llamada de las «Preautonomías». Se trataba de que de manera provisional las regiones fueran obteniendo una serie de transferencias de funciones desde el Estado, en un movimiento que fue empujado por las «asambleas de parlamentarios» que fueron apareciendo en múltiples regiones históricas españolas y no sólo en aquellas que ya habían dispuesto de estatutos de autonomía con anterioridad al régimen de Franco, es decir, Cataluña y el País Vasco, y las que disponían de una reconocida personalidad histórica, como Galicia. El momento de las preautonomías se extendió por los años 1977 y 1978. Su duxxxxxx 293
ración fue exactamente de un año, de septiembre a septiembre. Luego, una vez determinado el sistema por la Constitución, el año 1979 fue también decisivo para el proceso de la nueva territorialización del Estado, pues en él quedó plasmado, con algunas excepciones, el mapa preautonómico de España. A través de las preautonomías, que fueron establecidas mediante Reales Decretos a lo largo de 1978, y que derivaban también del cumplimiento de pactos entre fuerzas políticas que se habían establecido con anterioridad a las elecciones de junio de 1977, se delimitaba una determinada territorialización de cada «Autonomía» y se la dotaba de organismos provisionales de gobierno, que regentaban por lo común los parlamentarios de la región, y luego se establecían comisiones mixtas de transferencias entre el gobierno central y esos órganos de gobierno preautonómico. Todo ello con la cautela de que nada de los establecido ni prejuzgara ni estuviera en contradicción con lo que pudiera disponer el texto constitucional. Desde el gobierno, el máximo responsable de este proceso y de su diseño fue el ministro para las Regiones, Manuel Clavero Arévalo, que procedía del centrismo andaluz. La preautonomía primera concedida y de una forma peculiar fue la catalana, convirtiendo la figura del viejo político republicano Josep Tarradellas, que había sido presidente de la Generalitat en el exilio, en presidente de la Generalidad provisional. Pero Tarradellas en manera alguna era bien visto por todas las fuerzas y personalidades políticas de Cataluña. El caso vasco tenía otras implicaciones: una larga trayectoria autonómica anterior, la presencia de un fuerte partido nacionalista histórico como el PNV, la importancia allí del PSOE más la cuestión de Navarra en relación con la creación de una amplia Comunidad Autónoma Vasca que la incluyese, eran los principales factores. Las negociaciones se emprendieron entre el gobierno y la asamblea de parlamentarios vascos, a la que no quisieron sumarse los navarros, pertenecientes predominantemente a UCD. La preautonomía vasca, sin Navarra, se materializó en un Consejo General Vasco aprobado el 6 de enero de 1978. El tercer caso en urgencia era el gallego. Aquí la UCD intentó ya aplicar la tendencia restrictiva que predominaba en sus filas. Se prefirió entonces obviar cualquier problema de fondo creando un Xunta de Galicia provisional en marzo de 1978. Luego se constituyó la Diputación General de Aragón, una región donde la única cuestión era el temor de las provincias de Huesca y Teruel al excesivo peso demográfico y político de Zaragoza. En la región valenciana se produjo desde el principio un problema de símbolos, debate entre la idea de una Valencia peculiar o su adscripción más clara al ámbito de los países catalanes, con los que había una evidente afinidad de lengua y de historia. Se constituyó el Consell del País Valencià, con una Comunidad Autónoma de tres provincias —Valencia, Castellón y Alicante. En Baleares y, sobre todo, Canarias, se presentaban los problemas añadidos de la idiosincrasia derivada de la insularidad, donde cada isla pretende constituir un universo político y adminsitrativo propio. Mientras en Baleares no hubo mayores contratiempos para crear un Consejo General Interinsular en junio de 1978, en Canarias la tradicional rivalidad entre las dos provincias produjo mayores dificultades. En todo caso, el contencioso estaba resuelto en marzo de 1978 con una provisional Junta de Canarias que pasaría a llamarse Gobierno de Canarias con la autonomía definitiva. En Extremadura, con vieja rivalidad provincial, también acabaría adoptándose una xxxxxxxx 294
inteligente solución de compromiso al establecer los órganos autonómicos en una nueva ciudad no capital de provincia, Mérida. Mucho más complejo, inesperadamente, resultó el caso andaluz, que sería también problemático después de aprobada la Constitución. Seguramente no resultó ajeno a ello la circunstancia de que el propio ministro, Clavero, fuese natural de allí. En la fase preautonómica las discusiones duraron desde septiembre de 1977 a abril de 1978, en que se creó una Junta de Andalucía. Las dificultades graves vendrían a la hora de decidir la vía constitucional para la autonomía definitiva. No parece raro, en fin, que las dos Castillas presentaran no pocas dudas a la hora de plantearse qué regiones autónomas podrían establecerse en este amplio territorio. Había el problema, además, de qué hacer con Madrid. Serían los propios parlamentarios de las provincias de Castilla los que fueran dando las pautas que habría que seguir. El 30 de junio de 1978 se publicó el decreto-ley de constitución del Consejo General de Castilla-León. Las provincias de Santander y Logroño presentarían posteriormente a las Cortes sus estatutos uniprovinciales. Si en la Castilla del Norte el asunto era el de territorios que habían de separarse, el de Castilla la Nueva o Castilla-La Mancha era el contrario, el del deseo de incorporarse a ella territorios que se consideraban ligados a esta región natural. Ése era el caso planteado por los diputados de Albacete, que se mostraron distantes de la región a la que pertenecían tradicionalmente, Murcia. El órgano de gobierno castellano-manchego se llamaría la Junta de Comunidades. Madrid planteaba un escollo serio de otra índole, pues los parlamentarios castellanos no querían su incorporación a esta Comunidad, dado su inmenso peso. Entre los parlamentarios madrileños mismos había división de opiniones. Así, se acordó dejar pendiente el caso hasta la elaboración de la Constitución. 26.3. LA CONSTITUCIÓN ESTATUTARIA DEL MAPA AUTONÓMICO Las Autonomías definitivas quedaron reguladas por el Título VIII de la Constitución, aunque con problemas de ambigüedad. La posición política a que se ajustó fue que el territorio completo del Estado quedase dividido en Comunidades Autónomas. El camino hacia el régimen autonómico, el tiempo necesario y los órganos autonómicos finales no se regulaban de forma única, sino que se establecían posibilidades diversas en el articulado del Título VIII. El mapa autonómico fue así completándose poco a poco y según niveles diversos, establecidos por la Constitución, de competencias transferidas. Como cuestión central, el Título VIII presentaba la posibilidad de que las Autonomías se constituyesen por diversas vías, lo que se plasmó en las dos fundamentales llamadas del artículo 143 y del artículo 151, esta segunda de mayor nivel y con necesidad de someter el acuerdo de autonomía adoptado por los municipios a un referéndum. Estas Autonomías de mayor nivel eran las que tendrían necesariamente Asamblea Legislativa, Consejo de Gobierno y Tribunal Superior de Justicia. De otra parte, el artículo 144 daba una tercera posibilidad mediante iniciativa estatal. Se prohibía la federación de Comunidades Autónomas. Entre las disposiciones adicionales de la Constitución figuraba la de la devolución «de los derechos históricos de los territorios forales», lo que afectaba a las provincias vascas y a Navarra, en especial a Vizcaya y Guipúzcoa.
295
Las dos primeras Autonomías efectivamente constituidas fueron las de Cataluña y el País Vasco. Sus Estatutos fueron aprobados y sometidos a referéndum en octubre de 1979. A ellos siguió el de Galicia, de forma que esas tres Comunidades, que eran las «históricas», accedieron a la autonomía por el artículo 151 de la Constitución. En la política de UCD, que nunca llegó a tener un programa definido sobre las autonomías, la previsión era que el resto de las Comunidades se gestionaran por lo dispuesto en el artículo 143, la vía más lenta. Pero el caso andaluz fue especial. En abril de 1979, algunos municipios andaluces habían puesto en marcha la autonomía definitiva proponiendo para ello el artículo 151 de la Constitución, el de las Comunidades históricas. En septiembre de 1979, UCD decidió, por acuerdo con el que era ya presidente de la preautonomía andaluza, Rafael Escuredo, la celebración del referéndum autonómico para el 28 de febrero de 1980. Casi la totalidad de los municipios andaluces y todas las Diputaciones Provinciales habían aceptado la vía del artículo 151. Fue entonces cuando, tras las consultas en referéndum en Cataluña y el País Vasco de sus respectivos Estatutos, y dada la abstención producida, superior al 30%, el partido en el gobierno creyó llegado el momento de «frenar» el proceso, hablando de una «racionalización». La vía del artículo 151 para Andalucía quedaría bloqueada. También se intentó limitar el alcance del Estatuto de Galicia, aun cuando en aquella región era mayoritaria la UCD. UCD emprendió entonces una política en Andalucía cuya irracionalidad era manifiesta: con la pretensión de hacer fracasar el referéndum inició una campaña pidiendo a los electores la abstención, puesto que una decisión positiva necesitaba una mayoría del 50% de los votantes en cada provincia. El ministro Clavero presentó de inmediato su dimisión. El 28 de enero se celebró la consulta autonómica en Andalucía, donde se proponía a los electores una pregunta confusa sobre si se deseaba la autonomía al nivel más completo que permitía la Constitución. Esto indignó a casi todo el mundo. El resultado fue un descalabro para la política de UCD. El referéndum fue positivo en todas las provincias, menos en Almería, por escaso margen. El problema constitucional que ello representaba fue posteriormente resuelto mediante pacto y la autonomía andaluza se hizo por el artículo 151 con un coste político irremediable para la UCD, que se hundió prácticamente en aquella región. La Constitución, en el artículo 144, reconocía la posibilidad de constituirse en Comunidades uniprovinciales a aquellas provincias que fueran autorizadas por las Cortes y que no reunieran las condiciones que se exigían en el artículo 143. La situación afectaba ahora a Baleares, Navarra, Asturias, como regiones anteriores, y a Murcia, Santander y Logroño, a causa de la evolución política de las asambleas de parlamentarios respectivas. En el caso navarro, la cuestión se relacionaba con su inclusión en una Comunidad Vasca o no. Los Estatutos uniprovinciales fueron presentados de inmediato tras la aprobación de la Constitución. El caso afecto a Cantabria (Santander) y La Rioja (Logroño). Navarra, una vez rechazada allí la posibilidad de incorporarse a la Comunidad Vasca, incluso con los nuevos poderes locales ya constituidos, tuvo una manera singular de acceder a la autonomía, pues fue el único sitio donde la antigua foralidad tuvo un papel efectivo a la hora de regular el Estatuto. Las viejas instituciones forales navarras, que habían sido objeto de una ley en 1841, fueron remozadas, mediante una Ley de Amejoramiento del Fuero. 296
Madrid constituía también un caso muy peculiar, como lo serían por otras razones las plazas africanas de Ceuta y Melilla. El peso de Madrid era de tal importancia que hacía muy difícil su integración en una Comunidad sin distorsionar completamente la presencia de las otras provincias. En Madrid, por lo demás, no había espíritu autonómico alguno. La idea de Madrid como otra Comunidad uniprovincial se fue abriendo camino, aunque su Estatuto no llegó a ser aprobado antes de la disolución de las Cortes en 1982. En el caso de Ceuta y Melilla, se descartó la posibilidad de su incorporación a Andalucía; por tanto, hubo de concedérseles la posibilidad de constituirse como Autonomías independientes con características peculiares. Su camino hacia esa situación ha sido el más largo de todos. Como visión general del proceso podrían hacerse algunas consideraciones finales. En principio, la masa de la población, incluso en aquellas zonas donde había nacionalismo y una tradición autonómica, no parecía considerar la autonomía una cuestión esencial. La estructuración autonómica se hizo, en general, de forma rápida y posiblemente precipitada, lo que no dejó de dar lugar a importantes disfunciones, duplicidades y roces. Se presentaron, en consecuencia, diversos intentos de «armonizar» el proceso autonómico, cosa que la Constitución preveía. Un primer intento promovido por el ministro Martín Villa fue rechazado en abril de 1981. Antes, también, el PNV había tenido una iniciativa semejante. La idea de llegar a un «pacto autonómico», una especie de «Pactos de la Moncloa autonómicos», dijo el ministro Martín Villa, que estableciera la grandes directrices a las que hubiese de someterse el proceso de estructuración autonómica continuó adelante y dio lugar a la creación, el 3 de abril de 1981, de una comisión de los partidos estatales, auxiliada por expertos, presididos éstos por Eduardo García de Enterría, para estudiar esa armonización en el aspecto político y en el económico. El «pacto autonómico» se firmó el 31 de julio de 1981, entre el ya presidente Calvo Sotelo y Felipe González. AP y PCE se habían retirado en el último momento de esa idea de la armonización por motivos particulares en cada caso. El resultado de aquel pacto fue la elaboración de la LOAPA (Ley de Armonización del Proceso Autonómico), que llegó al Parlamento en octubre de 1981. Pero la ley fue objeto de un recurso de inconstitucionalidad por parte de algunas Comunidades Autónomas, como Cataluña y el País Vasco, y la sentencia definitiva del Tribunal Constitucional en 1983 dejó sin efecto alguno de sus artículos y prácticamente inviable, en consecuencia, su aplicación. La UCD, el partido propulsor de las Autonomías, nunca llegó a tener una doctrina programática sobre el Estado de las Autonomías. Las posturas más reticentes ante ellas estuvieron personificadas por políticos como Abril Martorell, Martín Villa, Pérez Llorca o Cabanillas. Se debe tener a Clavero Arévalo como artífice en la generalización a todo el Estado de la política autonómica. Fue significativo su apartamiento de la cuestión autonómica y su paso al ministerio de Cultura en el gobierno de abril de 1979, hasta su dimisión en enero de 1980 y su posterior abandono del partido. Parece claro que en el cúmulo de disensiones internas entre los líderes del partido, acabó predominando la idea de que la expansión de las Autonomías debía ser controlada, como si de verdad se temiese su desarrollo pleno. Donde la incoherencia de la política autonómica ucedista alcanzó su cenit fue en el caso andaluz. Esas vacilaciones se presentaron también en el PSOE, pero este partido entendió mejor el proyecto y lo utilizó mucho más en su favor, mientras el desgaste era para el gobierno y la UCD. 297
Datos básicos de las comunidades autónomas españolas Comunidad Autónoma
Superficie (en km2)
Población 1986 (en miles)
Renta per cápita 1985 (en pesetas)
Art. constitucional de acceso a la autonomía
Sistema de financiación
Composición provincial
Andalucía
87.278
6.832
460.446
151
Común
8 provincias
Aragón
47.679
1.184
683.381
143
Común
3 provincias
Asturias
10.565
1.112
604.634
143
Común
1 provincias
Baleares
5.014
681
867.997
143
Común
1 provincias
Canarias
7.273
1.443
552.929
143
Común
2 provincias
Cantabria
5.289
Castilla-La Mancha
79.226
523 1.676
680.944 471.735
143
Común
1 provincias
143
Común
5 provincias
Castilla y León
94.147
2.583
560.670
143
Común
9 provincias
Cataluña
31.930
5.936
790.883
151
Común
4 provincias
Comunidad Valenciana
23.305
3.732
670.657
143
Común
3 provincias
Extremadura
41.602
1.086
415.976
143
Común
2 provincias
Galicia
29.434
2.843
500.622
151
Común
4 provincias
Madrid
7.995
4.731
887.536
143
Común
1 provincias
Murcia
11.317
1.007
519.350
143
Común
1 provincias
Navarra
10.421
515
690.401
*
Concierto
1 provincias
País Vasco
7.261
2.135
693.998
151
Concierto
3 provincias
Rioja (La)
5.034
260
698.057
143
Común
1 provincias
38.398
638.772
—
—
—
España 504.750 * Disposición adicional primera. Fuente:: INE y Banco de Bilbao.
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26.4. LA CRISIS DE UCD El desastre político que significó para UCD el resultado del referéndum autonómico en Andalucía marca un punto de no retorno en la marcha descendente del partido y, también, en la creciente inestabilidad de la política española. Los precedentes de ese declive, desde la sesión misma de investidura de Suárez, el 30 de marzo de 1979, en la que el presidente se había negado al debate, eran también patentes. Suárez había sido un extraordinario político llevando adelante el cambio de régimen, pero sus carencias eran mucho más notorias a la hora de desenvolverse en el régimen representativo normalizado. De otra parte, la estructura de un partido como la UCD era, incuestionablemente, una rémora fundamental. Nuevos procesos electorales autonómicos, como el del 9 de marzo de 1980 en el País Vasco y el de finales de ese mismo mes en Cataluña, mostraron, junto al ascenso considerable de los partidos nacionalistas, colocándose ya el PNV como el partido más votado, lo mismo que CiU en Cataluña, el descenso imparable de UCD, que en ambos casos perdía más de la mitad de los votos cosechados en las elecciones generales de 1979. Pero las elecciones autonómicas empezarían ya a mostrar también otra carácterística: la del voto diferencial, que persistiría en el futuro. El elector se inclinaba en las elecciones autonómicas por los partidos nacionalistas, pero lo hacía menos en las legislativas. Suárez remodeló de nuevo su gobierno, «gobierno de crisis» diría Martín Villa, el 2 de mayo de 1980. Algunos cambios significativos eran la aparición de Juan José Rosón, de los «azules», al frente de Interior, al fracasar la experiencia de colocar a un militar a su frente, y la continuación de Ricardo de la Cierva (Cultura), que había sustituido en enero al dimitido Clavero Arévalo. En puestos claves continuaban Gutiérrez Mellado y Abril Martorell. Rafael Calvo Ortega dejaba el gabinete para pasar a ser el nuevo secretario general de la UCD, en cuyo seno la crisis se ahondaba. La presentación del nuevo gobierno de Suárez en el Parlamento iba a coincidir prácticamente con otro acontecimiento político de importancia: la presentación y el debate de una moción de censura contra el gobierno presentada por el Partido Socialista con propuesta de un candidato alternativo, Felipe González. La presentación de la moción de censura fue anunciada el 21 de mayo por Felipe González. El 28 de mayo fue el gran debate. La cuestión autonómica fue la que centró los discursos y Suárez impidió que la UCD se pusiera en serio peligro de escisión, pero no consiguió más votos de apoyo que los del propio partido. La moción se superó por 166 votos frente a 152, una ventaja mínima, ya que Suárez fue incapaz de arrastrar votos fuera de UCD. CD y la Minoría Catalana se abstuvieron. Aquel debate dejó al presidente muy tocado. La pérdida de iniciativa política se acusaría aún más desde comienzos del verano de 1980, y la moción de censura puede considerarse, pues, como el punto de no retorno en la trayectoria de decadencia. En estas fechas, era ya la propia política que había de practicarse por el partido en el poder la que creaba disidencias en su seno, entre Suárez, los «barones» y las «familias» del partido. Los proyectos de leyes que incidirían primordialmente en esas discordias serían el de Incompatibilidades en cargos públicos remunerados, el que afectaba a una parte esencial del sistema educativo, la Ley de Autonomía Universitaria, que acabaría siendo retirada del Parlamento bajo la presidencia de Calvo Sotelo, y el xxxxxxx 299
del Estatuto de Centros Docentes, donde se debatía sobre el ideario de los centros las subvenciones y el papel de la enseñanza pública y privada. El enfrentamiento habitual se producía entre conservadores de matiz democristiano y liberales o socialdemócratas, cuyos personajes más representativos podían ser Abril Martorell y Fernández Ordóñez. Por entonces tuvo gran repercusión en la vida del partido la reunión que sus altos dirigentes celebraron el 7 de julio de 1980. Allí se acusó a Suárez de personalismo por parte de los prohombres del partido; Suárez llegó a abandonar la reunión, y de entonces arrancó la crisis de liderazgo efectivo en UCD. Se planteó la posibilidad de sustitución del presidente. El apoyo a Suárez provino sobre todo de Abril Martorell, Arias Salgado y Calvo Sotelo. A partir de ese fecha se acusa igualmente el aumento de la influencia del vicepresidente Abril Martorell, pero esa situación cambia bruscamente cuando éste dimite el 22 de julio. Se rompe definitivamente el tándem formado por él y el presidente. En consecuencia, el 8 de septiembre se produce una nueva remodelación del gabinete con la vuelta de los principales «barones» centristas y la subida del número de ministros a veintiuno más el presidente. Calvo Sotelo se encumbra a una de las vicepresidencias, la de Asuntos Económicos, junto a la otra en la que sigue Gutiérrez Mellado con la adscripción de Seguridad y Defensa. Fue éste el definido por Suárez como «el mejor gobierno posible» de la UCD. El 15 de septiembre ese gabinete se sometía a una moción de confianza en el Congreso. En el acto del debate volvió a ser importante el tema autonómico. El gobierno prometió rectificar algunos de los errores políticos anteriores, como el autonómico andaluz, posición nueva que le permitió atraer más votos de los parlamentarios, hasta los 180 conseguidos al contar con el apoyo del partido andalucista y de la Minoría catalana. Aun ganada los moción de confianza de forma amplia, como una rectificación frente al desgaste de la moción de censura en el mes de mayo, el punto débil seguía estando en el partido. Desde octubre de 1980, los movimientos en el interior de UCD apuntan a disidencias ya casi irreversibles. Asciende en su protagonismo opositor desde la derecha la figura de Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, que se convierte en portavoz parlamentario del grupo ucedista, ante la renuncia de Antonio Jiménez Blanco. El grupo parlamentario cae con ello en manos de los «críticos». Pero seguramente el fenómeno de mayor trascendencia para el futuro es el comienzo de la circulación de propuestas para acabar con la parálisis política mediante soluciones de emergencia, propuestas en las que tiene un papel relevante la propia UCD, además de la oposición. Es a fines de 1980 cuando empieza a hablarse de gobierno de gestión, e, incluso, el rey llega a comentar con Manuel Fraga la crisis de gobierno existente. El 21 de diciembre de 1980 aparecía un manifiesto de los «críticos». En él se insistía en la necesidad de «democratizar» UCD, de distinguir en el liderazgo entre el gobierno y el partido, de forma que Suárez ostentase menos poder. Landelino Lavilla, otro de los más destacados críticos del ala derecha del partido, publicaba el 12 de enero en la prensa un texto en el que asume las críticas y realmente se pone a la cabeza del grupo. En la crisis de UCD y en la parálisis del gobierno se acusa cada vez más una pugna entre el sector del partido que desea practicar una política tendida hacia un moderado centro-izquierda, en el que figura evidentemente Suárez, y la familia, inspirada esencialmente por democristianos, algunos liberales y sectores del viejo reformismo del franquismo, que desean colocar al partido claramente a la derecha, pensando que en ese espectro se encuentra el real electorado de UCD. 300
En este contexto de parálisis, de presiones y de profunda pugna por la ideología y las posiciones de poder se produciría la dimisión de Adolfo Suárez de la presidencia del gobierno y del partido. Aún hoy siguen ignorados los acontecimientos o extremos concretos en el interior del gobierno y del partido que llevaron a Suárez a tomar la iniciativa de dimitir, si es que hubo algún hecho puntual desencadenante. Públicamente, Suárez se refirió sólo al desgaste sufrido tras cinco años de gobierno. Y ese desgaste político en todos los sentidos, en el gobierno y en el partido, era incuestionable, aunque es cierto que existían presiones y manejos que pretendían forzar una solución traumática. No puede descartarse la influencia en esta decisión del conocimiento que el presidente tenía de las acciones emprendidas por militares y políticos, algunos de ellos del PSOE, buscando un gobierno de concentración sin Suárez, a la vista de la debilidad persistente del partido y del gobierno. Esta situación ha sido relacionada con el inmediato intento posterior de golpe militar. No parece, por el contrario, que en el hecho interviniese ninguna insinuación regia. La oposición esencial era democristiana y conservadora, y su formulación más incisiva, la de que Suárez «estaba haciendo política de izquierda con votos de la derecha», mientras los socialdemócratas mostraban tendencia a acercarse al PSOE. El presidente Suárez conoció que había propuestas de solución —de Osorio, por ejemplo, pero también del comunista Tamames— mediante un gobierno con presidente militar para deshacerse de él y que políticos del PSOE tenían conversaciones con militares como Alfonso Armada, antiguo secretario del rey, en ese sentido. Suárez consideró el asunto descabellado. La ausencia de Abril Martorell pudo ser otra causa de desestabilización para él. El día 26 de enero de 1981, Suárez expuso su propósito de dimitir ante lo que se llamaba informalmente el «sanedrín» del partido, el conjunto de los ocho dirigentes más importantes que representaban las «familias». El 27 se lo hace saber al rey, y el 29 el propio Suárez anunció en televisión su dimisión. La decisión causó sorpresa en el país. El 28 de enero, Suárez había convocado de nuevo a los más importantes líderes del partido para proceder a la búsqueda de un sucesor que él se negaba a designar directamente. El comité permanente reunido consiguió consensuar la persona de Leopoldo Calvo Sotelo, entonces vicepresidente, como candidato a la presidencia del Gobierno, pero el propio candidato se opuso a que la candidatura llevase aparejada también la presidencia del partido. El comité ejecutivo acabaría aceptando esa candidatura, que sería definitivamente ratificada en el próximo congreso del partido. El siguiente episodio de la crisis fue la celebración del 2.° Congreso de UCD, previsto para fechas anteriores pero que a causa de la crisis política hubo de ser pospuesto, que tendría lugar en Palma de Mallorca entre los días 6 y 8 de febrero de 1981, cuando había un gobierno en funciones. En la preparación del Congreso se agudizaron aún más todas las contradicciones internas del partido. Frente al grupo «crítico» —Lavilla, Fontán, Alzaga, Camuñas, Luis de Grandes, Álvarez de Miranda, Herrero de Miñón, etc.—, la cabeza de los «oficialistas» era Agustín Rodríguez Sahagún, con los apoyos de Suárez, Calvo Ortega, los socialdemócratas y algunos «azules». El combate iba a enfrentar a los dos grupos. El resultado más importante del Congreso, que apenas si cerró en falso la disputa, fue el triunfo de los suaristas para los puestos más importantes. Agustín Rodríguez Sahagún sería elegido presidente y como secretario general se situaría Rafael Calvo Ortega. 301
26.5. EL INTENTO DE GOLPE DE ESTADO DEL 23 DE FEBRERO DE 1981 La actitud del Ejército frente al proceso político abierto con la muerte de Franco, las posiciones que se sabía que había en su seno mayoritariamente contrarias a un desmantelamiento del régimen anterior, la presión aplastante en sus filas de una mentalidad coincidente con la de los vencedores en la guerra civil, sobreviviendo todavía muchos militares que habían luchado en ella, eran cosas que preocuparon a la sociedad y a los políticos en todo el tiempo de la transición. Los sucesos que se desencadenaron en Madrid y Valencia el 23 de febrero de 1981 tienen bastante que ver con este problema general, aunque no exclusivamente con él, pero tienen más importancia aún por sus consecuencias para la futura marcha de la consolidación democrática en España, con efectos que influyen en el cambio de situación política de 1982 y que llegan hasta mediados de la década de los 80. Había habido desde 1976 algunos incidentes políticos con intervención de militares que eran significativos por su discordancia con el espíritu de la democracia: discursos en actos solemnes, declaraciones, insubordinaciones, resistencias a cambios —es bien conocida la resistencia a quitar las imágenes del general Franco de los sitios presidenciales en cuarteles y otros edificios. El más importante de todos ellos, desde luego, fue la conspiración urdida a fines de octubre de 1978, a la que la prensa llamaría luego «Operación Galaxia», que pretendía llevar a cabo una acción militar ocupando el Palacio de la Moncloa para detener el proceso constitucional reponiendo un régimen dictatorial. En esta trama estaba ya implicado, entre otros, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, que se haría más célebre después. Algunos discursos de altos mandos militares daban a entender la desconfianza que sentía una parte amplia del Ejército hacia el nuevo régimen constitucional y la preocupación por lo que ellos creían peligros que se cernían sobre España, los más tópicamente esgrimidos: comunismo, separatismo, relajación moral, delincuencia, etc., es decir, el repertorio típico del Ejército español en el siglo xx y especialmente desde la dictadura de Primo de Rivera en 1923. Fue sonado el enfrentamiento dialéctico del general Atarés, alto mando de la Guardia Civil, en Cartagena, con el vicepresidente del Gobierno general Gutiérrez Mellado, que, por cierto, era profundamente rechazado por el sector más ultra de los militares. Atarés fue absuelto de su insubordinación por un tribunal militar, lo que era también significativo. Una última cuestión pudo tener también influencia en esta persistencia de la mentalidad involucionista: la afrenta de que fue objeto el rey en su visita al País Vasco en el mes de enero, cuando su discurso en la Casa de Juntas de Guernica fue interrumpido por gritos y desmanes de los miembros presentes de la coalición, voz política de ETA, Herri Batasuna. El intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 está, sin duda, imbricado con toda esta situación, pero se trata, en todo caso, de un asunto mucho más complejo, cuyos orígenes y desarrollo como conspiración militar y civil permanecen bastante oscuros. Fue, desde luego, un hecho en el que no sólo intervinieron militares. Faltan testimonios personales fundamentales y conocimiento de documentación secreta aún sobre el caso, a pesar de existir una amplia literatura periodística y otra supuestamente testimonial que testimonia bien poca cosa. Los relatos de los hechos existentes hoy incurren en notables contradicciones entre ellos y dan menos información de la que prometen. El juicio militar al que 33 implicados fueron sometidos un xxxxxxxx 302
Golpe de Estado del 23 de febrero.
año después no aclaró en forma alguna la trama real de la preparación del golpe, y sirvió sólo para condenar a los intervinientes probados en los sucesos del día 23 que habían tenido responsabilidad decisoria, no así a la tropa actuante ni a algunos mandos intermedios. Los episodios que llevan al 23-F (forma periodística de denominar el suceso) arrancan en lo inmediato de la dimisión del presidente Suárez a fines de enero de 1981. Sin embargo, desde muchos meses antes había un clima político enrarecido en el que se hacían cábalas, por ejemplo, acerca de la necesidad y posibilidad de formación de un gobierno de concentración presidido por un militar, idea de la que parecían participar no pocos políticos de diversos partidos, incluida la izquierda. Un colectivo con el seudónimo de Almendros empieza a publicar en 1980 en el diario ultraderechista El Alcázar una serie de artículos, de espíritu claramente involucionista, y hasta golpista, en los que se pedía ese gobierno militar y una rectificación del régimen democrático. Aunque había firme sospecha de que sus autores eran militares, y de que entre ellos se encontraba un conocido «ultra» como el general De Santiago y Díaz de Mendívil, antiguo vicepresidente, nunca se aclaró la identidad de los articulistas. La maduración de los planes golpistas no parece que llegara nunca a estar a punto. Sobre los participantes, o sobre una buena cantidad de ellos en actitud borrosa, se sabe poco y poco, también, sobre el tiempo que ocupó la preparación, aunque se considera que comenzó en el verano anterior. En definitiva, el intento de golpe de Esxxxxxxx 303
tado se materializó con la entrada en el Congreso de los Diputados en Madrid, minutos después de las seis de la tarde del lunes 23 de febrero, de una tropa de casi dos centenares de guardias civiles armados para combate, oficiales, suboficiales y números, al mando del teniente coronel Antonio Tejero, un exaltado ultraderechista designado por los conspiradores como ejecutor del golpe, en el momento en que se estaba llevando a cabo la votación en la segunda sesión de investidura del candidato a presidente del gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, de UCD. La primera votación de investidura había tenido lugar el día 20 de febrero en el Congreso, pero Calvo Sotelo no alcanzó la mayoría absoluta (que se establecía en 169 votos). Hubo, por tanto, que convocar una segunda votación, en la que bastaría ya con una mayoría relativa, para el lunes 23 de febrero. La votación fue interrumpida por la fuerza, se realizaron disparos de intimidación y se humilló a los diputados y al gobierno en pleno, a los que se hizo arrojarse al suelo, acción a la que sólo se resistieron Gutiérrez Mellado, Carrillo y Suárez. Todos ellos quedaron a merced de los asaltantes, en espera de la llegada de una «autoridad», «militar, por supuesto», les comunicó un oficial golpista, que habría de dar a conocer las decisiones y medidas que habrían de adoptarse. Lo más increíble del caso es que como la sesión estaba siendo retransmitida por radio, y grabada en televisión para emitirla en diferido, y los golpistas ni se preocuparon de desactivar estos medios, el golpe fue conocido en directo por buena parte del país a través de la radio. Las imágenes televisivas, proyectadas después, constituyen un documento histórico sin precedentes que dio la vuelta al mundo. La conspiración había definido, además, acciones paralelas, dentro de Madrid y en todo el territorio, para asegurar el orden en las calles y el control inmediato de los centros neurálgicos de poder. La única acción de sublevación que se materializó fue la del capitán general de Valencia, general Jaime Milans del Bosch, uno de los conspiradores, que ordenó la salida a las calles de Valencia de vehículos militares acorazados y publicó un bando de militarización, tomando todos los poderes. Milans instó a los demás capitanes generales a seguir su ejemplo, pero no fue secundado. En Madrid, el alto mando de la más poderosa unidad del Ejército, la División Acorazada Brunete, permaneció deliberando y con las opiniones divididas, a pesar de que en la reunión se encontraba un golpista convencido: el general Torres Rojas, anterior jefe de la unidad. Su general jefe, José Juste, no se decidió por la acción, tras intentar conectar con el general Alfonso Armada, principal conspirador comprometido y el que empleaba el nombre del rey para justificar sus acciones. Juste intentó hablar con Armada telefoneándole a la residencia del rey en la Zarzuela, cosa que puso sobre aviso a los servicios de la Casa Real. Un destacamento tomó las instalaciones de Televisión Española y de Radio Nacional, aunque después las abandonaría. La persona a la que se esperaba en el Congreso de los Diputados, un militar para comunicar la formación precisamente de un gobierno militar, a la que en clave se llamaba «El Elefante Blanco», no se presentó. ¿Quién era tal persona? Ésa es otra de las incógnitas sin aclarar. Las cabezas visibles de más rango de la conspiración militar eran Alfonso Armada Comín, segundo jefe de Estado Mayor a la sazón y antiguo preceptor y secretario militar del rey, y el citado Milans del Bosch. Pero había bastantes generales más comprometidos, y otros que lo estaban cuando menos por omisión, es decir, mostrándose indecisos o no claramente opuestos, entre ellos, la mayoría de los capitanes generales. Quien realmente acudió al Congreso fue el general Armada, para entrevistarse con Tejero y dirigirse a los diputados. Su propuesta era la formación de xxxxxx 304
un gobierno de concentración, de militares y civiles, presidido por él mismo. Tejero rechazó de plano la propuesta y no le dejó hablar con los diputados porque, a su juicio, ello suponía pasar a una situación que no cambiaba nada. En estas condiciones, las decisiones que adoptaran los altos mandos militares que estaban al frente de unidades en diversas partes de España y, sobre todo, la actitud del rey eran, en aquella tarde y noche del día 23, esenciales para el futuro del país y del régimen. Al estar el gobierno secuestrado, se formó un gabinete de subsecretarios, presidido por Francisco Laína, subsecretario para la Seguridad del Estado, que se mantuvo en contacto con el rey. Se vivieron horas de inmensa tensión, de indecisión, de negociaciones de todo tipo, mientras los medios de comunicación, radio, televisión, etc., parecían poder actuar en libertad, en manos de sus directivos y técnicos habituales, y transmitían noticias y rumores, concentrándose, sobre todo, en lo que ocurría en el Congreso de los Diputados y en Valencia. Periódicos diarios, como El País o Diario 16 pudieron sacar a la calle ediciones especiales en aquella madrugada estando secuestrados los diputados en el Congreso. Se estaba, pues, curiosamente, ante el primer hecho de violencia política de gran gravedad que era «retransmitido» en directo. En definitiva, la posición y acción de la Corona, en cuyo nombre y servicio decían actuar los golpistas, resultaron decisivas. El rey no se dirigió a la nación, sin embargo, con prontitud, sino a la 1.14 de la madrugada por televisión. Con anterioridad, su actividad se había dirigido a realizar una gran cantidad de gestiones para convencer a los altos mandos militares de que la acción no contaba en modo alguno con su aquiescencia. El rey, en un breve parlamento por televisión, desautorizó completamente el intento anticonstitucional diciendo que la Corona no podía en absoluto tolerarlo por oponerse a los deseos manifestados por los españoles. Los conspiradores habían difundido la afirmación de que el rey estaba de acuerdo con un «golpe de timón». Armada, hombre cercano al rey, era el valedor principal de esa afirmación, que los hechos desmintieron rotundamente. Desde ese momento en que la Corona manifestó al país su rechazo frontal, la cuestión era conseguir que todos los militares obedeciesen. Milans del Bosch acabó revocando sus decisiones tras alguna resistencia, pero aún se tardó en volver a la normalidad, dada sobre todo la terca actitud de Tejero, que se creía traicionado, en el Congreso de los Diputados, negándose a abandonarlo con su tropa. Ese abandono no se realizó de hecho sino después de abundantes negociaciones, en las que Tejero obtuvo en un «pacto» la impunidad para los hombres que le habían seguido, que de hecho no conocían en su totalidad de antemano el destino de la operación. Ninguna fuerza se ejerció sobre ellos, y a mediodía del 24 fueron liberados el gobierno y los diputados. El rey convocó de inmediato a las altas instituciones militares y después a todos los líderes políticos para advertir de la trascendencia negativa de aquellos hechos, hacer una velada reconvención y pedir una «reconsideración de posiciones» y un reforzamiento de la acción política, «puesto que el rey no puede ni debe enfrentar reiteradamente, con su responsabilidad directa, circunstancias de tan considerable tensión y gravedad». Es indudable que la inmensa mayoría del país rechazó abiertamente el intento, aunque durante su desarrollo no se concitó oposición popular alguna inmediata, o no dio tiempo a ello, sintiéndose más bien una sensación de estupor, incredulidad y dependencia de los medios de comunicación. El 27 de febrero hubo grandes manifestaciones en toda España de repulsa de la intentona. Los que incuestionablemente habían participado en los hechos fueron detenidos. Sin embargo, una verdadera investigación sobre la trama del golpe no se ha emprenxxxxxxx 305
dido nunca. Tal vez porque sus implicaciones alcanzarían a una desmesurada cantidad de personas. Los procesados fueron sólo 33, con un solo civil, Juan García Carrés, antiguo dirigente de los sindicatos verticales. El juicio hizo revivir tensiones y la sensación de que las fuerzas involucionistas seguían siendo poderosas. Con un Tribunal Militar que en todo momento se mostró indulgente con los acusados y con sus defensas, las penas impuestas fueron bastante menores de lo esperado. Milans del Bosch y Tejero recibieron las mayores, treinta años de reclusión. Las demás fueron tan leves que a Armada sólo se le impusieron seis años. Una prueba más de que el problema militar estaba lejos aún de ser resuelto. Un recurso del gobierno al Tribunal Supremo hizo que esas penas fueran aumentadas, sobre todo en el caso de Armada, condenado ahora a treinta años también. Las condenas, por lo demás, en modo alguno depuraban todas las responsabilidades. Algunos militares condenados levemente y otros implicados o no opuestos al golpe continuaron con sus carreras sin contratiempos. El intento de golpe de Estado del 23-F plantea dos tipos de cuestiones. Una, el de su origen y preparación, y otra, el de la explicación de su fracaso. Con toda evidencia, el golpe se gestó sobre un trasfondo de intranquilidad militar que ya era antiguo, pero no se explica sin la existencia de unas condiciones políticas para ello. Habían empezado a proponerse por gentes diversas soluciones extraconstitucionales y algunos supusieron que el propio rey pensaba en ellas. La cuestión clave es el cúmulo de dificultades que llevaron a Suárez a dimitir, dando la impresión de un cierto vacío de poder. Pero el propio presidente ni explicó entonces ni ha explicado después las razones profundas y concretas de su dimisión. De hecho, los analistas coinciden en que el 23-F no fue el resultado de una sola conspiración, sino de varias convergentes —altos mandos militares, conjunción de militares y civiles, militares de los servicios de información— que se engarzaron con dificultad y torpeza, aprovechando el pleno de las Cortes, dando lugar a una ejecución del golpe inadecuada. Es cierto que mandos militares muy importantes, como el Capitán General de Madrid, estuvieron en contra, y que la política militar llevada adelante por Gutiérrez Mellado y Rodríguez Sahagún había alejado a algunas personas no fiables de puestos clave. El golpe carecía de coherencia y no tenía unanimidad en la solución propuesta, como muestra la entrevista Tejero-Armada. Se apoyaba más bien en muchas pasividades que en decisiones activas. Si bien es cierto que en los últimos meses anteriores al golpe la política española había entrado en una fase de inestabilidad y dificultades, las soluciones militares mostraron que eran inviables, aunque el problema militar pervivía. 26.6. EL GOBIERNO DE CALVO SOTELO Y LAS ELECCIONES DE 1982 El fracaso del golpe de Estado del 23-F marcó el principio del fin de la permanente amenaza militar sobre la sociedad civil que había sido constante en España desde 1932 al menos. El Ejército había demostrado, además, que no tenía cabezas indiscutibles y que la división en él, al menos en su recalcitrante ala anticonstitucional, era notable. El poder civil salía muy fortalecido del golpe y el prestigio y primacía de la Corona aún más. Pero ello no quería decir, en manera alguna, que no tuviera consecuencias negativas, que el peligro de involucionismo estuviera alejado del todo ni que la situación política no siguiera presentando problemas, centrados especialmente en xxxxxxxx 306
el gobierno y el partido de UCD y en otros extremos graves del país: economía, paro, construcción autonómica, terrorismo, etc. El golpe del 23-F tuvo, además, el efecto inmediato de producir una derechización general de la política, deteniendo algo el ritmo de las reformas. De esa manera fue por lo común enfocada la política de Calvo Sotelo en su momento. Pero la derechización no fue sólo de la UCD. El PSOE, que ya había consumado una política de moderación en sus propuestas, la acentuó hasta parecer renunciar a todo ánimo de reformas profundas. El 25 de febrero se procedió a la repetición de la votación interrumpida por el golpe, y después, al acto de investidura de Calvo Sotelo. El nuevo gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo prácticamente no se diferenciaba del anterior de Suárez. Fueron eliminadas las vicepresidencias y salió definitivamente del gabinete el general Gutiérrez Mellado, lo que fue, sin duda, uno de los efectos, y triunfos, del golpe. Se redujo el número de carteras ministeriales de veintidós a quince. En cuanto al partido de UCD, las consecuencias del Congreso de Palma de Mallorca fueron, en principio, pacificadoras, con la presidencia de Rodríguez Sahagún y la secretaría de Calvo Ortega. Pero las diferencias estaban sólo acalladas, no eliminadas. La primera etapa de la presidencia de Calvo Sotelo en el gobierno se extiende hasta los cambios ministeriales de diciembre de este mismo año, aunque en el verano hay ya una pequeña crisis. De hecho, la política propuesta por Calvo Sotelo en su discurso de investidura no excluía, desde luego, la continuación de la labor legislativa reformista emprendida. El primer toque de prueba sería la Ley de Divorcio que promovía el grupo socialdemócrata por obra de Fernández Ordóñez desde el Ministerio de Justicia, a la que se oponían los grupos democristianos. Una ley que, a decir de Calvo Sotelo, «tanto contribuyó a romper el grupo parlamentario de UCD». La aprobación, tras un trámite con gran debate, se hizo el 7 de abril de 1981, con el coste de una fractura en el grupo de UCD entre socialdemócratas y democristianos. Otra de las iniciativas legislativas de importancia es la que lleva en el verano de este año a la aprobación de la LOARA, la ley autonómica de armonización. Junto a la actividad legislativa, apareció en la política del país otro asunto que acabó en consecuencias políticas graves, como fue la extensión de una epidemia incontrolable en la zona centro del país que se conoció como «síndrome tóxico», en mayo de este año, que el gobierno no acertó a detener, ni los medios técnicos a diagnosticar su origen. Acabó estableciéndose que se trataba de una intoxicación digestiva por consumo de aceite adulterado, que demostraba negligencia del gobierno en la inspección del mercado y que produjo una secuela de varios centenares de afectados con algunas muertes que pusieron en evidencia la existencia de un importante fraude alimenticio, con el consiguiente escándalo político de consecuencias duraderas. El verano de 1981 fue especialmente activo políticamente y nada favorable para el partido del gobierno. El 23 de julio se constituye en el seno de UCD, aunque sus disposiciones lo prohibían, una tendencia llamada «plataforma moderada» de 39 diputados democristianos. Sus cabezas eran Herrero Rodríguez de Miñón, Alzaga, Álvarez de Miranda y Attard. Ello provoca, por reacción, el endurecimiento de posturas como la de los socialdemócratas de Fernández Ordóñez y los alineamientos más nítidos de «suaristas» y «martinvillistas» o «azules». La lucha en el interior del partido se desliza ahora al enfrentamiento entre tendencias organizadas, aun cuando la dirección intenta evitarlo. Las diversas reuniones de la ejecutiva en julio y agosto no consiguen detener el proceso. Y el problema se agrava cuando entra en cuestión la actixxxxxxx 307
tud que había de adoptarse ante el ingreso de España en la OTAN, asunto sobre el que también existían diferencias. Un chispazo más se produce con la dimisión de su ministerio de Fernández Ordóñez, al final de agosto. Ello obliga a un pequeño reajuste en el gobierno y la inestabilidad empieza de nuevo a preocupar grandemente en el panorama político. El 20 de octubre, UCD vuelve a experimentar un descalabro político en las elecciones autonómicas gallegas. Coalición Democrática, de Fraga, resulta vencedora en una espectacular remontada que le lleva a obtener 26 escaños, mientras UCD, cuyos votos descienden en picado, se queda en 24 con sólo el 27,4% de los sufragios. El partido de Fraga iniciaba la carrera hacia la presidencia de la Xunta que alcanzaría luego en la persona de Fernández Albor. Una de las consecuencias de este fracaso es la salida del partido de Fernández Ordóñez, en el mes de noviembre, del que se marcha junto a nueve diputados y seis senadores. Calvo Sotelo no consigue tampoco un entendimiento razonable con Adolfo Suárez y sus seguidores. Las propuestas que se hacen en la propia UCD de disolver las Cortes y convocar elecciones no son aceptadas por Calvo Sotelo, que el 21 de noviembre decide asumir la presidencia del partido, mientras se instala a Íñigo Cavero en la secretaría, y después procederá a remodelar el gobierno. En la portavocía del grupo parlamentario, Miguel Herrero de Miñón, que se orienta claramente ya hacia el partido de la derecha, de Fraga, es sustituido por Jaime Lamo de Espinosa. La remodelación ministerial intenta de nuevo encontrar un equilibrio, el 1 de diciembre. Vuelve a haber dos vicepresidencias, desempeñadas por Martín Villa y García Díez, que se ocupa también de la cartera de Economía. En Asuntos Exteriores estaría Pérez Llorca y continuaba Rosón en Interior, entre otros cambios. Un nuevo incidente daría muestras de la vigencia del problema militar. El 5 de diciembre un «Manifiesto de los 100», que firman oficiales y suboficiales, pide la «autonomía del Ejército», interpretando torcidamente la Constitución. Ello probaba que aún continuaba ese «desafío a la democracia» que hacía intuir a la opinión pública un «peligro militar» y que evidenciaba aún más la debilidad del gobierno. Estaba claro que nada parecía ir ahora contra la Corona tampoco, pero parece que en el Ejército muchos siguieron creyendo hasta muy tarde, finales de 1981 por lo menos, que el rey era partidario en el fondo de una solución militar. Este manifiesto, de cuyo contenido participaban, sin duda, más altas jerarquías, parecía contener un cierto intento de renovar la situación que existió bajo Alfonso XIII: la del entendimiento directo de los militares con el rey, puesto que éste era constitucionalmente Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas. Tendría que llegar la década de los 80 y un nuevo gobierno para que el cambio de rumbo de los militares fuese siendo un hecho. En enero de 1982, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, otro de los más activos disidentes de UCD, abandona el partido, pasando a CD y dedicándose a continuación a escribir contra Suárez. Pero el éxodo de miembros del partido se convierte ya en una constante en todo el año 1982. Un nuevo desastre electoral, y éste más significativo aún por la anterior política del partido, adviene en las autonómicas andaluzas de febrero de 1982. A pesar del esfuerzo de los líderes en la campaña, el PSOE se convierte en el partido hegemónico con 68 escaños, mayoría absoluta. CD obtiene 17; UCD, 15; PCA, 8, y PSA, 3. UCD había perdido el 60% de los votos anteriores y consigue ahora un 12,9%. La culminación de este hundimiento progresivo se alcanza cuando Adolfo Suárez mismo abandona UCD para crear su propio partido, el Centro Democrático y xxxxxxxxxx 308
Social (CDS), en el mes de julio. Ello ocurriría a pesar de los grandes esfuerzos de Calvo Sotelo por recomponer el liderazgo en UCD, intentando siempre atraer a Suárez a la dirección. El intento de crear un triunvirato Lavilla, Suárez, Calvo Sotelo, cediendo la presidencia a Lavilla, es deshecho por el propio Suárez. La última remodelación del gobierno de Calvo Sotelo se lleva a cabo el 28 de julio, reduciéndose las vicepresidencias a una sola, la de García Díez, saliendo del gobierno Martín Villa. El 28 de agosto, el presidente Calvo Sotelo decidía disolver las Cortes. Las elecciones generales celebradas el 28 de octubre de 1982 dieron el más profundo vuelco hasta el momento de la situación política española, al producirse una aplastante victoria del PSOE, el hundimiento de dos partidos, UCD y PCE, y el ascenso como primera fuerza de la oposición de una nítida derecha, la representada por Coalición Popular, nombre nuevo adoptado por la vieja AP, coaligada a su vez con grupos procedentes de la dispersión de la UCD, como el PDP de Óscar Alzaga. La nueva coalición política presidida por Fraga se convierte tras las elecciones de octubre de 1982 en el referente indudable de la derecha española, erigiéndose en la oposición real al PSOE en el poder, y todo ello reforzaría la creencia —potenciada también por el hundimiento del PCE de Carrillo— en la facilidad del camino hacia una Censo electoral ……………………..……….….. 26.853.909 Votos emitidos ………….…………..……..……. 21.441.673 Abstenciones ………………………...…..…..….. 5.412.236 Votos válidos ………….……………………..…. 20.923.976 Votos nulos ………………………….…………. 417.404 Votos en blanco ……………………………….. 100.291
Partidos
Votos obtenidos Votos
%
(79,85% censo) (20,15% censo) (97,58% votos emitidos) (1,95% votos emitidos) (0,47 % votos emitidos)
Congreso Escaños
%
Senado Escaños
%
1. Partido Socialista Obrero Español (PSOE) 2. Alianza Popular (AP) (1) (2)
10.127.392 5.478.533
48,40 26,18
202 106
57,71 30,28
134 54
64,73 26,09
3. Unión de Centro Democrático (UCD) (1) 4. Partido Comunista de España (PCE) 5. Convergencia i Unió (CIU) 6. Centro Democrático y Social (CDS) 7. Partido Nacionalista Vasco (PNV) 8. Herri Batasuna (HB)
1.494.667 865.267 772.726 604.309 395.656 210.601
7,14 4,13 3,69 2,89 1,89 1,01
12 4 12 2 8 2
3,43 1,14 3,43 0,57 2,29 0,57
4 7(3) 7 -
1,93 3,38 3,38 -
9. Esquerra Republicana de Catalunya (ERC)
138.116
0,66
1
0,29
-
-
10. Euskadiko Ezkerra (EE)
100.326
0,48
1
0,29
-
-
736.385 20.923.978
3,53 100,00
350
100,00
2(4) 208
1,45 100,00
11. Otros Total
1. Los votos obtenidos por la coalición AP-UCD-PDP-PDL en el País Vasco se han repartido en un 50% entre AP y UCD. 2. En coalición electoral con PDP. 3. Elegidos con el apoyo de Esquerra Republicana de Catalunya. 4. Uno de la Asamblea Majorera (Fuerteventura); otro, de la Asamblea Canaria; otro, independiente por Soria. Fuente: Anuario El País, 1983.
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estructura bipartidista. En todo caso, la disputa electoral decisiva para los grandes partidos españoles era la que se volcaba en la conquista del voto centrista. En las elecciones de 1982, la realidad espectacular fue la distribución de los votos que otorgó al PSOE una elevada cantidad de votantes nuevos. La cifra de 10.127.392 votantes era algo excepcional, un 48,4% del censo. Coalición Popular (AP-PDP-UL) obtendría 5.478.533 votos, un 26,1%, un aumento extraordinario también. Ello se traducía en 202 escaños para el PSOE, frente a 106 para CP. Se conseguía por vez primera la mayoría absoluta para un partido, el PSOE. El descalabro del Partido Comunista, y del PSUC catalán, a causa de la política de Santiago Carrillo y las grandes disidencias internas, se manifiestaría en la reducción a 4 diputados desde los 23 anteriores. El de UCD, con su reducción a 12 diputados, el 7,1% de los votantes y 1.194.000 votos. El PCE disminuía desde los algo más del millón y medio anteriores a 865.000. Los nacionalistas de CiU y PNV cambiaban algo sus posiciones, 12 y 8 diputados. El PSA andaluz perdía todos, mientras Herri Batasuna conservaba dos, Euzkadiko Ezquerra mantenía uno, y Esquerra Republicana de Cataluña, otro. Desaparecía la extrema derecha del Parlamento y Suárez obtenía el muy magro resultado para el CDS de dos escaños, lo que salvaba su propia presencia en el Parlamento. La conmoción, pues, afectaba sobre todo a los grandes partidos nacionales y el nuevo mapa que se dibujaba tendía de nuevo con más fuerza hacia el «bipartidismo imperfecto». Para nadie cabía duda de que se iniciaba una nueva época de la política española en la etapa constitucional posterior al franquismo.
310
CAPÍTULO XXVII
El PSOE y el impulso reformista (1982-1986) 27.1. EL GOBIERNO LARGO DEL PSOE Durante cuatro legislaturas, desde la de 1982 a la de 1996, casi catorce años, España estuvo gobernada por el Partido Socialista Obrero Español con un gobierno presidido siempre por Felipe González, secretario general de ese partido. En toda la historia constitucional española desde el siglo XIX no se había producido nunca una situación de gobierno de un solo partido durante un periodo tan prolongado. Tampoco tenía precedentes tan larga permanencia en el poder de un partido de la izquierda parlamentaria y de tradición obrerista. El PSOE había participado del gobierno en la Segunda República y en la guerra civil de 1936-1939, pero de forma mucho más breve. Por tanto, la personalidad de ese periodo es ya indiscutible en la historia de la España más reciente. En década y media de gobierno socialista, España experimentó otro importante impulso hacia el cambio. Ello fue notable especialmente en el terreno internacional —ingreso de España en la CEE y en la OTAN—, en la economía, aunque con altibajos, en el nivel de vida de la población, el bienestar y la legislación social y en la estabilidad política. La sociedad española evolucionó en la década de los 80 y en la primera mitad de los 90 de forma indudable, en todos los parámetros de la «modernidad», hacia el modelo de los países europeos más desarrollados. La primera década del gobierno socialista fue llamada ya por la propaganda oficial «década del cambio». Pero junto a cambios y adelantos evidentes había también aspectos en los que no se había progresado apenas: en la reforma de la Administración central del Estado y la eficacia de los servicios públicos, el problema endémico del desempleo o las diferencias de riqueza interregional. Al salir del poder los socialistas en 1996, la sensación generalizada en España era la de que, habiéndose recorrido un gran camino de «modernización», sin duda, se había avanzado mucho menos de lo que habría sido posible, con la particularidad añadida de que el progreso no había tenido un ritmo uniforme y de que la última época del gobierno de los socialistas, desde 1989, manchada por los efectos de la corrupción, había sido negativa. Por tanto, era también general la sensación de que, en cualquier caso, con el gobierno del Partido Popular en mayo de 1996 y las nuevas condiciones que se vislumbraban en la Unión Europea y en el mundo, se abría un periodo nuevo. El PSOE ganó las elecciones en cuatro convocatorias sucesivas. En los tres primeros procesos electorales —1982, 1986 y 1989— con mayoría absoluta de los escaños xxxxxx 311
Felipe González.
parlamentarios y en uno más, el de 1993, con mayoría relativa. Los diez primeros años de mayoría absoluta del PSOE en el poder fueron los más activos en su política, pero después hubo un perceptible declive. El PSOE formó en 1982 el primer gobierno de un solo partido de la izquierda democrática obrerista que ha habido en España. A partir de 1993 tuvo ya que gobernar apoyado por otras fuerzas políticas, al no tener mayoría absoluta parlamentaria, y tal apoyo le fue dado, siempre a cambio de grandes ventajas, especialmente económicas, por los nacionalistas catalanes de CiU. En 1982, el PSOE ganó el poder con un eslogan nuevo y significativo: «Por el cambio». El deseo de adentrarse en otra fase distinta de la política española después de los esfuerzos por implantar un régimen democrático fue lo que llevó a la población a votar masivamente a ese partido. Aun cuando la socialdemocracia se encontraba entonces en un momento de reflujo en Europa, era una solución inédita y esperanzadora en España. Que se hubiese producido ya un proceso de consolidación de la democracia tras la aprobación de la Constitución de 1978, no quiere decir que la transformación del viejo Estado franquista estuviese concluida, y uno, precisamente, de los objetivos fundamentales de la política española tras el cambio de gobierno en 1982 sería el de desarrollar mediante el despliegue de una intensa labor legislativa todos los elementos legales que podían dar cumplimiento a la Constitución. Por ello, esta segunda legislatura completa desde la implantación del régimen constitucional, la de 1982-1986, se caracterizó por una amplia tarea legisladora. Que no fue tampoco todo lo amplia que se esperaba. Catorce años de «gobierno socialista», o de un partido socialista, no equivalen en modo alguno a catorce años de socialismo. La palabra socialismo en la Europa y la España de los años 80 no tenía ya sus significados clásicos del siglo XIX y el primer terxxxxxx 312
cio del XX. No se abrió, pues, una «era del socialismo» en España ni nada parecido. El socialismo español en modo alguno hizo política socialista en el sentido clásico del término, ni en el moderno tampoco si se compara con el socialismo coetáneo practicado en Francia o, incluso, en la Gran Bretaña de décadas anteriores (por el Partido Laborista). Esto descolocó, además, en España la ubicación de la oposición, porque los socialistas pretendieron siempre ganar el espacio de la opinión de «centro», que se disputaban diversas fuerzas políticas. De todas formas, la política del PSOE, sobre todo en su primera época, mantuvo un alto nivel de estatismo, en economía y en política, un desarrollo amplio de las funciones del Estado compatibles con las Autonomías, lo que era un problema añadido para la propia Administración. El gobierno del PSOE no transformó de ninguna manera ni el orden social ni la mayor parte de las estructuras socioeconómicas heredadas. Más bien las consolidó haciendo una política que, desde luego, pasó por momentos y orientaciones distintos. Se observa la ausencia absoluta desde el principio de cualquier designio de modificar de forma notoria el régimen de dominación económica. Pero el país experimentó, a pesar de ello, un cambio por efecto de su nueva situación internacional, por la evolución de las mentalidades sociales y de las formas culturales y por las consecuencias derivadas de una legislación nueva. Lo que los años socialistas significaron, eso sí, fue una «era González», lo que, al menos por la duración misma de ella, es también nuevo en la España contemporánea. Felipe González presidió todos los gobiernos y gobernó con un estilo muy personal y hasta personalista. Desde su puesto de secretario general del PSOE tendió a mantener para sí una alta cuota de poder, lo que fue posible mientras el partido se mantuvo unido y lo fue menos cuando comenzaron las disensiones y cuando hubo que gobernar en minoría. La renuncia a un «programa socialista» de corte clásico en algún sentido, como el que pretendió el socialismo francés al principio de su mandato en esta misma época, estaba ya clara desde 1979 cuando se renuncia a las señas marxistas del PSOE. Pero sí se practicó un reformismo social, cultural y educativo, enraizado en el reformismo burgués español del primer tercio del siglo XX, europeizante, que insistió en la idea de «modernización» y que se volcó en cuestiones como la enseñanza pública y laica, las obras de infraestructura, la primacía de lo civil sobre lo militar, la libertad en las conductas sociales, etc. La era de gobierno del PSOE, larga y llena de acontecimientos y decisiones importantes, no puede ser llamada, pues, socialista, pero ha introducido un cambio notable en España. Esta época ha tenido, en principio, algunas bien determinadas fases o momentos diferentes marcados por la política desarrollada, la coyuntura económica y la situación internacional. De entrada, es observable que en los años ochenta, en general, el apoyo electoral que tuvo el PSOE fue muy sólido y, de alguna manera, excepcional, mientras que la oposición a la derecha, que acabaría teniendo su eje en el Partido Popular, no acababa de encontrar del todo su sitio político ni un programa claro, a pesar de haber ido creciendo en el número de diputados, ni la izquierda ampliaba su espectro más allá de la población que era su clientela habitual. En los años 80, los proyectos reformistas tuvieron primacía, la consolidación de las formas democráticas se hizo de forma firme y acelerada y, sobre todo, el proceso de integración española en las instituciones supranacionales europeas es la dominante de todo el panorama político. Los años 80 tuvieron un claro matiz de progreso en general, no sin altos costes, que se corresponde con un gobierno de los socialistas que no tenía precedentes, con un proyecto histórico propio de una generación nueva, en 313
xxxxxxxx el que participaban la burguesía progresista y el obrerismo sindical. Pero parece corno si las elecciones de 1989 marcaran una divisoria en el apoyo, pese a que el PSOE consigue aún la mayoría absoluta. Desde entonces hasta 1996 se manifiesta un claro y progresivo agotamiento del proyecto político de los socialistas, con un gobierno salpicado además por las irregularidades y por la pérdida de credibilidad. El apoyo electoral va declinando, algunas grandes carencias se hacen visibles y el comportamiento político caracterizado por una expresión clave, «corrupción», impacta de manera visible en la confianza de los ciudadanos en el sistema. La situación de irregularidad desde fines de los años 80 es empleada también como arma política por unos grupos contra otros. El proyecto del PSOE, por diversas razones, fue perdiendo fuerza y en él se fue manifestando poco a poco una pérdida de eficacia y de credibilidad, de lo que podría ser un primer síntoma inequívoco la huelga general promovida y llevada adelante con gran éxito por los sindicatos en diciembre de 1988. Pero si en vez de atender a los rasgos de lo ocurrido en la sociedad española en esos catorce años, se atiende a las políticas concretas que el partido en el gobierno desarrolló, entonces se podrían distinguir tres periodos de gobierno muy claramente diferenciados, los dos primeros de los cuales corresponden sobre todo al primer decenio de gobierno socialista, y el último, a los cuatro años finales. Hubo así, por tanto, tres momentos concretos, tres periodos, en los que la política general, la economía, la política social y la internacional, el desarrollo legislativo y el estado de la opinión pública, han tenido un desarrollo y expresión particulares. Primero se desarrolló un periodo de fuerte impulso reformista (1982-1986); segundo, un periodo de orientación social-liberal más conservadora (1987-1992), y un tercero, de declive y estancamiento de la política socialista (1993-1996), que acabó con la salida del PSOE del gobierno en las elecciones de 1996, las que, sin embargo, perdió por un estrecho margen de votos y de número de diputados conseguidos. No hubo mayoría absoluta de los nuevos vencedores. El primero de estos periodos, 1982-1986, coincide plenamente con los años de mayor impulso reformista y de reorientación de la política del país, con una visión puesta en su incorporación plena a las instituciones supranacionales europeas. Fue, sin embargo, el periodo en que las consecuencias de la crisis de los años 70 no se habían superado aún. El segundo gran momento, 1986-1993, es el que transcurre entre las elecciones generales de junio de 1986 y las del mismo mes de 1993. Es el momento más largo, siete años, y también el más complejo. Ocupa la parte central del largo gobierno del socialismo español, que en el terreno económico se inclinó ahora fuertemente hacia soluciones cada vez más ligadas a ideas y corrientes internacionales de cuño liberal y neoliberal más que propiamente socialdemócrata, y a una progresiva pérdida de fuerza de cualquier política de reformismo efectivo, económico o social. La misma idea de Estado del Bienestar empieza a ser contestada. El periodo va pasando de la bonanza económica de la segunda mitad de los ochenta a la crisis de los primeros noventa y concluye con acontecimientos de fuerte contenido político y propagandístico en las celebraciones o fastos del emblemático año 1992. El tercer periodo, 1993-1996, es de dificultades y de evidente declive, arranca de las elecciones que el PSOE gana sin mayoría absoluta y muestra las consecuencias de un fuerte desgaste en el poder que ya venían manifestándose desde antes, desde 1988, en sentido lato, y desde el comienzo de los noventa, de forma más estricta. La nueva situación hace aflorar los males que se enquistaban en una política a largo plazo basada en la mayoría absoluta y descubre fenómenos, como el de la «corrupción», que 314
xxxxxxx hacen perder credibilidad a una política ya muy carente de iniciativas. Este periodo último acaba con el cambio de gobierno que traen las elecciones de 1996. 27.2. LA NATURALEZA GENERACIONAL DEL REFORMISMO SOCIALISTA La extraordinaria mayoría de votos con la que el PSOE llegó al poder en 1982 (10 millones de votantes, el 48,4% de los votos) condicionó su forma de gobernar durante los diez años siguientes —mientras tuvo mayoría absoluta— y le permitió poner en marcha sin problemas un programa preciso de gobierno. El programa político de 1982 contenía una gran propuesta reformista en casi todos los órdenes de la vida española y algunas promesas muy importantes, incluso espectaculares, como la de crear 800.000 puestos de trabajo, siendo el paro el mayor problema del país. El partido en el gobierno pudo ignorar completamente muchas veces el criterio de la oposición, y así se hizo común en los medios de la oposición hablar del «rodillo socialista» cuando el partido en el poder promovía iniciativas o decisiones y las imponía sin aceptar enmiendas o se oponía a tomar alguna determinación poniendo todo el peso de su mayoría al servicio de la decisión adoptada. Se impuso durante diez años un estilo de gobernar en mayoría absoluta que significó una cierta devaluación del Parlamento y la vida parlamentaria de la que el partido podía prescindir. Muchas promesas podían quedar incumplidas, porque el PSOE tenía, además, un líder como Felipe González con evidente carisma, hombre con atractivo para las masas, buen orador, de gran capacidad retórica y facilidad para la maniobra política, al que acompañaban unos gobernantes jóvenes en general, procedentes de la generación que en los años 60 se había opuesto al franquismo. El programa reformista del PSOE abarcaba casi todos los aspectos de la vida económica, política y social del país. La reconversión del aparato productivo, la reforma de las relaciones laborales y la protección social, la seguridad social y la sanidad, el sistema educativo, el papel de las Fuerzas Armadas, el orden público y la seguridad, la Justicia, la Administración del Estado y las Autonomías y, por encima de todo, la integración plena en la Comunidad Europea, eran cuestiones sobre las que los socialistas tenían proyectos concretos y de alcance. El conjunto de tales proyectos se expresó siempre a través del rótulo de promover la verdadera «modernización» del país. Pero el gran hecho fue que, una vez en el gobierno, el radicalismo verbal anterior con el que se expresaban estos objetivos de cambio se atemperó de forma muy notable y se impuso la realidad desnuda de las consecuencias de las transacciones que había traído la transición. La utopía reformista hubo de llevarse a cabo con mucho menor ritmo y mucha menos profundidad. Ya desde su éxito electoral en 1977, el PSOE había ido moderando su lenguaje y sus propósitos de cambio, y desde 1981, la vida política española, además, se había hecho más conservadora. Felipe González constituyó su primer gobierno el 3 de diciembre de 1982 y en él no incluyó sino a hombres del ala moderada del partido, la menos ortodoxamente socialista. Una constante hasta 1991 fue la presencia en la única vicepresidencia existente de Alfonso Guerra, vicesecretario del partido. La cartera de Economía y Hacienda fue entregada ahora a un hombre tan poco socialista como Miguel Boyer, que la desempeñó hasta el verano de 1985. Hasta esa misma fecha también llegaría en el ministerio de Asuntos Exteriores Fernando Morán (hombre procedente del viejo PSP de Tierno Galván), sustituido luego por el polifacético Francisco Fernández Ordóñez. 315
En el Partido Socialista había dirigentes muy decididos a llevar adelante reformas reales de las estructuras socieconómicas y otros aspectos fundamentales españoles porque la propia cultura política socialista heredada del histórico partido obrerista español se nutría desde los años 30 de contenidos intelectuales de la izquierda burguesa que desde entonces había insistido en la necesidad de la «modernización» y de una tradición obrerista que siempre había sido reformista. El discurso de la modernización fue una de las constantes del lenguaje político socialista y uno de los mejores ejemplos de su formulación y realización lo daba el ministro de Educación y Ciencia, José María Maravall. El reformismo que figuraba en el programa político del PSOE en los años 80, así como su progresiva y real desconexión con el pensamiento clásico fundacional del socialismo español, que también fue siempre no más que reformista —es decir, nunca revolucionario— pero mucho más anticapitalista y pro-obrero, era más que nada el resultado de un gran cambio generacional en sus dirigentes y en su militancia. La transición posfranquista en su conjunto fue llevada adelante de manera casi general por una nueva generación de políticos, la generación activa aparecida en los años 60, como señaló el ministro ucedista Martín Villa. Pero mientras parte de esa generación se había integrado en el franquismo, si bien constituyendo su ala «reformista», en el PSOE acabó, después de 1975, una parte del sector enfrentado abiertamente con el sistema del franquismo. El carácter reformista generacional era más evidente en el PSOE porque se trataba de un viejo partido, profundamente renovado en los años 70, y no de un «partido aluvión» como UCD. Se trataba de la parte de una nueva generación que no había colaborado con el franquismo, que se encontraba entonces entre los treinta y cinco y los cincuenta años. La situación de 1982 se parecía algo a la de 1931, cuando se instauró la Segunda República. Pero ahora actuaban políticos que llevaban mucho menos tiempo en las filas del socialismo y que tenían procedencias sociales e ideológicas diversas. El partido no tenía como antiguamente líderes obreros en puestos clave. El PSOE tenía ahora mucho más contenido de militancia no obrera, burguesa baja o media. Era más un instrumento político de una generación nueva que otra cosa. Llegaba al poder más bien una nueva generación que una nueva ideología, aunque había desde luego un nuevo programa político con respecto al de la UCD. Esta nueva generación de socialistas antes de llegar al poder tenía un lenguaje mucho más radical, «revolucionario», anticapitalista y republicano. El secretario del partido, Felipe González, era un perfecto ejemplo de ello entre 1974 y 1977, como también lo era Alfonso Guerra, el vicesecretario general. Pero la experiencia política al frente desde 1977 del segundo partido en importancia en España, primero, y luego la experiencia del poder cambiaron rotundamente estos comportamientos. La generación que lideró el PSOE hizo en los años 80 el mayor movimiento de reconversión política e ideológica que se recuerda en la España del siglo XX. Desde el poder, el discurso de la transformación de España —el que se expresa bien en la castiza frase de Felipe González de la necesidad de una «pasada por la izquierda»— se transfiere al mucho más ambiguo y menos comprometido de la modernización. Es una nueva versión del discurso del republicanismo burgués, no del socialista, de los años 30. De ahí, la insistencia en la estrategia del cambio, en que se resumiría el lenguaje electoral del PSOE. El reformismo que se pone en marcha entre 1982 y 1986 tenía dos limitaciones básicas. La más sencilla era simplemente la significación sociológica misma del 316
xxxxxxxxxxxx PSOE. No se trataba ya de un partido obrero, sino de un partido burgués «de centro», ilustrado, apoyado por un obrerismo reformista tradicional, el «ugetismo», que había atravesado la recomposición de la clase obrera española en los años 60 también. La otra dimensión era más difusa y, tal vez más potente: el poder intacto que aún tenían las instituciones sociales y corporativas salidas del franquismo muy poco evolucionadas o claramente inmovilistas: la Iglesia, el Ejército, la Banca, el grueso del funcionariado de la Administración, las fuerzas de seguridad casi en bloque, buena parte de la Magistratura, etc. Es decir, todo el complejo de lo que durante años se llamó el «franquismo sociológico». La persistencia de estos poderes explica la dirección de bastantes de las políticas reformistas del PSOE, pero también algunas de sus limitaciones. El programa de reformas del PSOE en el poder nunca llegó al extremo de romper un fundamental entendimiento con lo que se llamaban los «poderes fácticos» —«poderes de hecho»— en la sociedad española. El PSOE llevó adelante con extrema cautela aquellas acciones reformistas que rozaban a la Banca, la Iglesia o el Ejército. Ninguna de las grandes decisiones se tomó sin la aquiescencia de esas fuerzas, sobre todo en aquello que las afectaba directamente. Ello no quiere decir, no obstante, que las reformas no fueran reales. El reformismo de la primera parte de los años 80 fue el más señalado de todo el gobierno del PSOE y teniendo un fuerte coste social, sobre todo las reconversiones en el aparato productivo, permitió preparar mejor al país para llegar al ingreso en la Comunidad Europea con un sistema productivo más saneado. Algunos de los grandes problemas, sin embargo, no fueron corregidos ni luego cuando llegó un mejor tiempo de bonanza económica y se practicó una política más parecida al neoliberalismo económico con algún toque social. 27.3. POLÍTICA ECONÓMICA Y SOCIAL Miguel Boyer, un neosocialista, aplicó recetas económicas buscando el gran ajuste que los Pactos de la Moncloa de 1977 no habían conseguido. Otro ministerio clave, el de Industria, sería desempeñado por Carlos Solchaga, cuya sintonía con Boyer era total. Boyer practicó un intervencionismo estatal moderado buscando equilibrios de la economía y de los gastos del Estado y procurando controlar la inflación. Se continuó con la reforma fiscal y se atacó decididamente la cuestión de la reconversión industrial. Pero los gastos del Estado seguirían siendo un gran problema que se convertiría en el detonante de la salida de Boyer del ministerio en 1985. En realidad, durante todo el periodo socialista no se logró, por diversos motivos, una reforma tributaria que diera ingresos suficientes al Estado, de forma que continuó un endeudamiento formidable, mientras no se hizo un esfuerzo verdadero hasta los años 90 por reducir el gasto público. Las reformas del ministro Fernández Ordoñez con el anterior gobierno de la UCD, nacidas también de los acuerdos de La Moncloa, habían procurado modernizar el sistema de impuestos en España, que era arcaico, ineficaz, profundamente injusto y con un alto grado de fraude. Tales reformas se profundizaron en el periodo socialista, de forma que la presión fiscal en España no dejó de crecer en toda la década de los 80. En España, la presión fiscal era bastante menor que en los países de la CEE. En diez años, los socialistas, sustancialmente por el incremento del impuesto sobre la renta de las personas físicas, consiguieron pasar de una presión del 28% (la relación del impuesto con el 317
xxxxx PIB) al 35%, que aun así era bastante inferior a la europea, que se elevaba hasta el 41%. Pero los ingresos fiscales españoles seguían y han seguido gravitando sobre las rentas del trabajo (el 21% de la fiscalidad) mucho más que sobre las del capital, y más, proporcionalmente, sobre las pequeñas empresas que sobre las grandes. La preocupación de los socialistas por la intervención del Estado en un mercado y un mundo financiero en crisis como los de los primeros años 80 tuvo una primera demostración en la expropiación de Rumasa, el holding de empresas que dirigía el truculento empresario jerezano José María Ruiz Mateos, en una acción llevada a cabo el 23 de febrero de 1983. El ministro Boyer practicó una acción documentada y rápida al conocer que ese grupo estaba en realidad al borde de la quiebra y con la contabilidad falseada, por lo que no quería facilitar al Banco de España las auditorías practicadas. Ruiz Mateos, para ocultar la crisis, había estado practicando una política de expansión continua del grupo —compró Galerías Preciados, en franca crisis. En términos económicos generales, la gran característica de este periodo fue la de su orientación hacia un fuerte ajuste económico, hacia una amplia reconversión de la economía. El discurso del gobierno insistió durante este periodo y el siguiente en que semejante ajuste era imprescindible para reanudar el crecimiento y poder aumentar el nivel de vida. En cierta forma, como objetivo macroeconómico, esa visión era correcta. Lo que ocurre es que la mejor distribución de la riqueza no llegó a ponerse en práctica nunca. La reconversión industrial fue seguramente la parte esencial y más dura de la política económica del periodo reformista del gobierno del PSOE. Esta reconversión de la industria española se hacía necesaria e inaplazable tanto porque el aparato productivo industrial se había quedado anticuado, como porque habían cambiado las condiciones del mercado internacional y era inadecuado el papel del Estado en el proceso productivo. Esto era evidente en sectores como el energético, especialmente en la minería del carbón, en la siderurgia y en la construcción naval. También había problemas en el sector metalúrgico en general y en otros como el textil. La política de reconversión industrial se presentaba como previa a cualquier posibilidad de integración en Europa. En el sector naval, el proceso afectó a los astilleros desde Vigo a Cádiz, El Ferrol y Bilbao. La siderurgia más afectada fue la de Altos Hornos del Mediterráneo, cuya planta de Sagunto fue desmantelada. En 1983 se procedería también al intento de un ajuste energético y se elabora un Plan Energético Nacional (PEN) que tendría ya las características básicas de las políticas ulteriores: resolver el problema del carbón español, que era inmensamente deficitario en sus costes de extracción, insistir en las energías renovables —hidroeléctrica, eólica—, incrementar las centrales hidroeléctricas e intentar reducir el consumo de petróleo. Ese plan llevó también a la moratoria nuclear, a la detención de cualquier construcción de centrales nucleares. Otro de los procedimientos de ajuste hubo de aplicarse al sistema financiero y, en especial, a la Banca. Una crisis bancaria profunda era en estos años otro de los síntomas de la necesidad de readaptación después de la crisis de 1973. Pero, además, se trataba de una crisis inducida por una amplia liberalización del sector financiero que aumentó la competencia e hizo difícil la vida de las empresas de menor volumen. 58 bancos se vieron afectados por crisis. Algunos bancos pequeños desaparecieron, otros fueron absorbidos y se planteó ya un primer proceso de fusiones entre grandes entidades. La necesidad de que el Estado interviniera de una manera nueva en la conformación y mantenimiento de un Estado del Bienestar era considerada también como 318
xxxxxxxxxx prioritaria en el programa reformista del PSOE. La política social tenía como objetivo favorecer un mejor «reparto de la renta» entre las clases y sectores sociales del país. La política social comprendía, por tanto, todas aquellas acciones de gobierno dirigidas a organizar mejor las relaciones sociales con referencia al producto económico, tanto políticas de ordenación de sectores, el mercado del trabajo, entre otros, como de protección social. El presupuesto a disposición de Estado para protección social y seguridad social es el comprendido en el epígrafe «gasto social». El fuerte ajuste al que el primer gobierno del PSOE sometió a la economía tuvo como contrapartida una política social de cierto vigor, y ello se reflejó en el esfuerzo por la mejora de los grandes servicios públicos —sanidad, educación, protección y previsión social, vigilancia del mercado laboral— y, en definitiva, en un aumento de la «protección social». Pero el gasto público en materia social tardó mucho en aumentar y aumentó poco a poco hasta 1986. Al final del mandato socialista, en 1996, el gasto social completo en España era el 46,5% de todo el gasto público, mientras en la UE era del 50,6%. En la primera época, la política económica de ajuste y reconversiones tuvo un impacto potente y negativo sobre las políticas sociales y de relaciones laborales. El esfuerzo de protección no fue entonces superior al que habían desarrollado los gobiernos de Adolfo Suárez hasta 1981. El coste de las reconversiones había recaído sobre el dinero público y sobre el nivel de vida de los trabajadores. Se entiende bien que el sindicalismo, fundamentalmente CC.OO. y también cada vez más UGT, la central ligada históricamente al socialismo, después de haber asistido de forma constructiva a las reconversiones con una pérdida brutal de puestos de trabajo, acabara rechazando la falta de beneficios visibles para los trabajadores, dada la práctica por el gobierno de una política que siempre aplazaba «el reparto de la riqueza» de que hablaba. La disensión acabaría después en la huelga general de 1988. Pero como una de las consecuencias de la reconversión industrial, comenzó una política social que adoptó, primero, diversas fórmulas para el fomento del empleo, aunque es cierto que la política de los socialistas tendió más a la protección del desempleo que a la práctica de políticas activas de empleo. Primero se puso en marcha el ANE o Acuerdo Nacional de Empleo, un documento que firman, el 9 de octubre de 1984, el gobierno, la patronal CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) y los sindicatos reducidos a UGT, porque CC.OO. no aceptaría los términos negociados. En 1984 se procede también a una reforma del Estatuto de los Trabajadores cuya intención era introducir alguna mayor flexibilidad en las formas de contratación, una batalla que llegaría a los años 90. Al tiempo, se reformaba en profundidad la ley de prestaciones por desempleo, ampliándolas y fijando unas condiciones mínimas más favorables a los trabajadores para su percepción. Pero la gran protección del desempleo no dejaba de tener algunos efectos nocivos, como era el fomento de la economía sumergida o el fraude en las condiciones mínimas para tener derecho a las prestaciones. 27.4. LA CONSOLIDACIÓN DEL ESTADO Y LAS POLÍTICAS DE GESTIÓN En 1982, la cuestión esencial era, indudablemente, la consolidación del nuevo modelo de Estado basado en las Autonomías. Cuando los socialistas llegaron al poder, el primer diseño y puesta en marcha del Estado de las Autonomías estaba ya casi 319
xxxxxx concluido. Aun así, la continuación y aceleración en la adaptación de las estructuras estatales dio un paso importante en esta primera época de gobierno. La legislación política proliferó a través de Leyes Orgánicas y de traspaso de competencias a las Autonomías. Pero la LOAPA, o ley de armonización autonómica, fue declarada inconstitucional en algunos artículos en 1983, con lo que quedó inservible y el proceso de las transferencias resultó menos sujeto a un orden previo. El gran año de la generalización de las elecciones autonómicas fue 1983, una vez que los Estatutos de las Autonomías estaban prácticamente aprobados en su totalidad. Las convocatorias tuvieron lugar en mayo de 1983 para todas las Autonomías, excepto Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía, cuyos Estatutos les concedían el máximo de competencias y habían celebrado sus elecciones autonómicas entre 1980 y 1982 con arreglo a sus propios calendarios. En cada caso, las elecciones autonómicas coincidían con las municipales. Los procesos electorales autonómicos y locales celebrados por vez primera bajo el gobierno del PSOE no hicieron sino repetir las tendencias anteriores en las elecciones municipales, con unos resultados que favorecían a la izquierda en todo el país, mientras que en las Comunidades Autonómicas se daba un voto más diferenciado. El voto nacionalista era ya mayoritario en el País Vasco y en Cataluña. De hecho, en las Autonomías gobernadas por los nacionalistas se dieron resultados diferentes. En Cataluña, desde el triunfo por mayoría absoluta del CiU, el gobierno ha estado en manos de ese grupo y la presidencia había sido desempeñada por Jordi Pujol. Pero en el País Vasco, la mayoría del PNV no tuvo nunca ese carácter absoluto, aun siendo el partido más votado. Por ello, el gobierno vasco se desenvolvió casi siempre en un diálogo con altibajos con la otra gran fuerza política de la Comunidad, el PSOE. El primer lehendakari estatutario fue Carlos Garaicoechea, del PNV. Pero sus diferencias con otros sectores del partido, a causa sobre todo de la Ley de Territorios Históricos, llevaron a su caída y sustitución por José Antonio Ardanza en enero de 1985. Garaicoechea acabaría fundando su propio partido, Eusko Alkartasuna, en septiembre de 1986. Las Autonomías, que constituían el mayor proceso de descentralización de toda la historia de España, suponían, por otra parte, un gran esfuerzo de adaptación de la antigua Administración. A mediados de los años 80 habían pasado tantas competencias a los gobiernos autonómicos que éstos administraban un 17% aproximadamente del gasto público. En 1990 era el 24%. Existían en este orden tres tipos o niveles de la Administración: el estatal, el autonómico y el local (Diputaciones y ayuntamientos). Pero la Administración, lejos de simplificarse, se hacía más compleja, por lo que empezaría a hablarse de la conveniencia de establecer una «Administración única». El número de funcionarios crecía sin cesar y ello enmascaraba las estadísticas de empleo, además, porque mucha parte del empleo creado era en la Administración pública a expensas del gasto del Estado. Los funcionarios eran 1,1 millones en 1982, mientras que en 1991 la Administración central tenía aún 900.000, pero las Autonomías tenían 565.000, y las Administraciones locales, 360.000. La financiación del conjunto del Estado se complicaba así también, puesto que reformar el conjunto del aparato fiscal era aún más complicado al existir Haciendas autonómicas. La mayor parte del dinero de las Autonomías procedía del que el Estado central, que era el que fijaba el gasto, les transfería. El primer gobierno de Felipe González emprendió políticas reformistas prácticamente en todos los ámbitos de la Administración del Estado. Pero ello fue más evi320
xxxxxxxx dente aún en la gestión de los grandes servicios: sanidad, educación, seguridad, fuerzas armadas, infraestructuras, si bien los ritmos y la profundidad de las reformas fueron diferentes. La amplitud de las reformas emprendidas es preciso contrastarla también con los obstáculos que se oponían a ellas y la forma en que fueron enfrentados. El principal obstáculo al cambio en la España de los años 80 provenía no tanto de determinadas clases o grupos sociales como de la resistencia de las más arraigadas instituciones corporativas, algunas de ellas del propio cuerpo del Estado, las menos proclives a la modernización, con las que el partido en el poder tuvo que llegar a diversas formas de entendimiento. Así, durante la primera etapa del gobierno socialista, trece disposiciones legales fueron objeto de Recurso Previo de Inconstitucionalidad por parte de instituciones o partidos. Pero, de hecho, ninguna de las grandes instituciones o ramas del Estado quedó fuera de esa política de profundización en la creación del Estado democrático. Los obstáculos en la relación con la Iglesia católica, una institución con gran influencia, fueron salvados en general mediante concesiones mutuas, y en el conflicto potencial desempeñaba el papel central la concepción de sistema educativo, además de las legislaciones sociales que tenían un alcance efectivo en la libertad de conciencia: divorcio, aborto, comunicación social. El ministro Maravall, por ejemplo, que permaneció al frente del Ministerio de Educación siete años, acabó saliendo de él por diferencias con los intereses de la enseñanza privada, representada fundamentalmente por la Iglesia, cosa que ya había provocado protestas y algaradas frente a la LODE (Ley Orgánica del Derecho a la Educación) desde 1984, detrás de las cuales estaban los intereses de la enseñanza religiosa. La Iglesia se resistió también con fuerza a cualquier forma de regulación del aborto, que sólo pudo ser introducida en una legislación tímida y, muchas veces, incumplida. Para procurar el entendimiento con la Iglesia, Felipe González llegó a enviar a un emisario al Vaticano, el empresario Enrique Sarasola, prescindiendo de los canales diplomáticos habituales. Respecto al Ejército, el obstáculo más tradicional, la política del PSOE fue prudente, indudablemente hábil y eficaz a medio plazo. Su artífice fue el ministro Narcís Serra, procedente del socialismo catalán. El problema que las Fuerzas Armadas españolas presentaban desde muy antiguo, desde el primer tercio del siglo XX, era su tendencia a la intervención en la política, a partir del momento en que la Monarquía constitucional española creada en el siglo XIX entró en crisis desde finales de la Gran Guerra, en 1917. Los problemas en los años 30 fueron determinantes en la tragedia final de aquella década, la guerra civil. El régimen de Franco estuvo sostenido esencialmente por el Ejército, y el último ejemplo de esa tendencia a la intervención había sido el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Había que intentar hacer un política muy firme y muy constante para que las Fuerzas Armadas españolas aceptaran reducir su papel al propiamente constitucional, aceptando la supremacía civil, prescindiendo de las leyes y fueros especiales en tiempo de paz, reduciéndose a su función de defensa militar del país y, además, disminuyendo el número de sus efectivos, que estaban claramente sobredimensionados. Los oficiales y suboficiales quedaron reducidos en una década a 58.000 y los soldados bajaron de 270.000 a 200.000. En enero de 1984 se ponía en marcha la ley clave para todo este proceso: la de Criterios Básicos de la Defensa Nacional. Un Ministerio de Defensa único sustituyó a los tres ministerios militares de la época de Franco y fue siempre desempeñado por un civil. La Ley de Personal Militar de 1989 reguló la carrera militar admitiendo a las mujeres. Desaparecieron los tribu321
xxxxxxx nales militares especiales, la división del territorio en Capitanías Generales, el grado de capitán general, mientras se reorganizaba el despliegue táctico de las fuerzas en el territorio, el proceso más lento de todos. Se reformaron las enseñanzas militares, aunque tal vez no todo lo necesario, y se emprendió una política de modernización técnica. La entrada en la OTAN facilitó y potenció esta política. La seguridad pública, incluida la antiterrorista, fue una cuestión que preocupó siempre en gran manera a los gobiernos del PSOE. En conjunto, estos gobiernos estuvieron más pendientes de asegurar la protección de la seguridad que la salvaguarda de las libertades, quizás por influencia del problema terrorista. Felipe González señaló en 1985 su interés por reforzar la seguridad. Leyes como las de Asilo y la de Extranjería de abril 1986 tuvieron orientación restrictiva. La Ley de Objeción de Conciencia, la Ley Antiterrorista de enero de 1985 y la de Extranjería fueron declaradas inconstitucionales en algunos de sus artículos. Pero seguramente la más sonada de estas disposiciones fue la Ley de Seguridad Ciudadana, llamada «ley Corcuera», de 1992, por el ministro del Interior que la llevó adelante, cuyo nombre completo era Ley Orgánica 1/92 de Protección de la Seguridad Ciudadana, que, entre otras cosas, eliminaba la necesidad de un mandamiento judicial explícito para que la policía en casos en los que se perseguía un delito pudieran allanar domicilios privados. Por eso se la llamó jocosamente la «ley de la patada en la puerta». Estaba, sin duda, pensada contra el narcotráfico y concedía unos excepcionales poderes a la policía mientras dejaba sin proteger debidamente algunos derechos fundamentales como el de la inviolabilidad del domicilio. La Ley de Seguridad Ciudadana se aplicó hasta diciembre de 1993, en que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales también aquellos artículos que permitían la «retención» de una persona o la entrada en el domicilio prescindiendo de la autorización judicial. Corcuera dimitió. Capítulo también de importancia fundamental en la seguridad ciudadana fue el del narcotráfico, una actividad ilegal que encontraba en España un territorio especialmente bien situado y propicio como puerta de la droga sudamericana o africana hacia Europa y que encontró sus bases fundamentales en las rías gallegas o en la Costa del Sol andaluza. En la lucha contra el narcotráfico, para la que se crearon organismos especiales, como una fiscalía antidroga, nunca excesivamente útiles, destacaron jueces como Baltasar Garzón. Pero hubieron de llegar los años 90 para que el Estado tomara verdadera conciencia de la gravedad del problema que movía miles de millones de pesetas y era uno de los fundamentales orígenes del «dinero negro». La Ley de Objeción de Conciencia al uso de las armas, que planteaba la exención del servicio militar por esa causa, se gestionó eludiendo considerar la «objeción sobrevenida» y se convertía en la más restrictiva de Europa. Las leyes que protegían los derechos fundamentales fueron las que más retraso sufrieron, paradójicamente en un gobierno de izquierda. Una ley de protección de los derechos fundamentales no se hizo, mientras la del Jurado y la de Huelga sólo se hicieron al final del periodo y de manera insatisfactoria. Otro problema espinoso que ya se había presentado a los gobiernos anteriores era el de la reconversión general de unas fuerzas de seguridad heredadas del régimen de Franco para que pudieran servir en un régimen de libertades públicas. Esa reconversión no fue sencilla ni rápida y encontró serias resistencias. La UCD comenzó ya la tarea, pero los ministros del Interior socialista la continuaron, siempre con prudencia. Los cargos políticos a los que se encomendaba el mando de la policía o la Guardia 322
Civil empezaron a ser civiles y no militares. Ligado a los problemas de libertades y de seguridad se encontraba, sin duda, el de la Administración de Justicia, que ha atravesado toda la época sin llegar a resolverse satisfactoriamente. En una sociedad más desarrollada y con un régimen de libertades básicas, la litigiosidad, es decir, el recurso de los ciudadanos a la Justicia, aumenta. La delincuencia aumentó también en España de manera muy notable desde 1976 en adelante y, con ello, el número de reclusos preventivos en las cárceles, que desbordaron la capacidad de éstas. Entre 1982 y 1992, el número anual de delitos se duplicó después de crecer sistemáticamente. En 1991 se contabilizaron 987.977 delitos. Toda esta problemática incidía en hacer al aparato de la Justicia absolutamente insuficente. Una Justicia con insuficiente personal y medios, con procedimientos lentos, cara, sin leyes procesales ágiles y modernas, quedó tan desbordada que los juristas más destacados han dicho que prácticamente no puede llamarse justicia a la resolución de asuntos con muchos años de demora y con las cárceles llenas de presos preventivos. En 1992 el Tribunal Supremo tenía 30.000 recursos sin resolver. La Audiencia Nacional, que era el tribunal encargado de aquellos delitos que excedían las jurisdicciones territoriales para afectar a todo el Estado —terrorismo, narcotráfico, delitos económicos graves— cumplía una gran función, pero a veces con excesivo protagonismo. Ciertamente, los políticos prestaron muy escaso interés a la resolución del problema de la Justicia, y aún menos cuando ésta se vio obligada a entrar cada vez más en el terreno de las acciones políticas desde que empezaron a delatarse escándalos de corrupción. La Administración de Justicia ha sido, en definitiva, en los tiempos posteriores a la transición, uno de los más graves problemas para la consecución de un efectivo Estado de Derecho. La política educativa, por el contrario, ha constituido, aun con sus insuficiencias, uno de los más evidentes logros del reformismo socialista. El primer gran proyecto en educación fue la LRU, o Ley de Reforma Universitaria, propuesta ya en 1983, un proyecto que venía a sustituir al antiguo de la LAU o Ley de Autonomía Universitaria que propuso y acabó retirando la UCD en el periodo anterior. La LODE o Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación como ley básica para la reforma del sistema educativo se propuso en 1985. El PSOE, y el ministro José María Maravall especialmente, quiso llevar a término una profunda reforma en la educación orientada por el laicismo y la predominancia del Estado, propuestas inspiradoras de las mejores tradiciones del reformismo laico escolar. El problema de la educación tenía como cuestiones más debatidas el dilema educación pública/educación privada, la gratuidad de una y la subvención de la otra, el laicismo, la neutralidad religiosa (el asunto de las clases de Religión) y la hegemonía ideológica. La LODE atendía sobre todo a una gran regulación de las enseñanzas pública y privada y su financiación, y fue la que levantó el conflicto más serio con la Iglesia, acostumbrada a una enseñanza minoritaria pero privilegiada. La enseñanza privada y sus privilegios fue defendida sobre todo por las órdenes religiosas con argumentos tan demagógicos como la lucha por la «libertad» de enseñanza. La solución propuesta por el gobierno era la de subvencionar la enseñanza privada a cambio de unos critenos mucho más abiertos de admisión y orientación, equiparables a la pública. La subvención a los centros privados pasó de 79.000 millones a 220.000 en diez años. La LOGSE (Ley Orgánica General de Ordenación del Sistema Educativo), de 1990, preveía entre las reformas importantes del sistema educativo preuniversitario el aumento de la edad obligatoria de escolaridad en dos cursos más. Cosa que se instituyó al fijar en 16 años la edad hasta la que llegaría la enseñanza obligatoria, que abarcaba ya 323
todo el ciclo de la ESO o Enseñanza Secundaria Obligatoria.
La ofensiva contra las reformas del sistema y especialmente contra la LODE sería desencadenada principalmente por la Confederación Católica Nacional de Padres de Alumnos (CONCAPA), capitaneada por Carmen Alvear, por la FERE (Federación Española de Religiosos de la Enseñanza) y por la CECE (Confederación de Centros de Enseñanza), entidades tras las que siempre estaba la Iglesia. La CONCAPA lograría sacar millares de manifestantes a la calle el 18 de noviembre de 1984. Los gastos en Educación se incrementaron desde pronto, pero las estimaciones son contradictorias en la cuantía. En 1982, esos gastos eran el 2,5% del PIB, cifra ridicula comparada con la de los países desarrollados. Subió en una proporción que alcanzaría entre 3,3% y el 4%, lo que era todavía muy poco. En resumen, el proceso de transformación legislativa y estructural del sistema educativo fue muy amplio en toda la época de gobierno socialista. La «reforma» de la enseñanza fue prácticamente una constante a través de grandes leyes orgánicas. Los ministros de Educación sucesivos, Maravall, Solana, Pérez Rubalcaba, no dejaron el asunto de la mano, no siempre con tacto y con el suficiente consenso entre los cooperantes del sistema —profesionales de la enseñanza, fuerzas sociales, poderes políticos, familias—, y muchas veces el dogmatismo y la falta de medios provocó gran desmovilización entre el profesorado. Los estudiantes ya se lanzaron a las huelgas a fines del año 1986. Maravall ofreció entonces la dimisión, que González no le aceptó. Poco más de un año después, al sumarse el profesorado de las Enseñanzas Medias al conflicto, a consecuencia de una reforma educativa hecha con insuficiente preparación y en contra del propio profesorado, esa dimisión se hizo efectiva. En la Sanidad pública, las reformas acometidas hicieron llegar la cobertura sanitaria del Estado a prácticamente el cien por cien de la población. La ley que hacía extensivo el sistema sanitario de la Seguridad Social a todo el país no se promulgó hasta 1986, pero antes de esa fecha la protección llegaba ya el 95% de la población, con un aumento de 4,5 millones de beneficiarios. En los primeros años del nuevo gobierno, lo que creció enormemente fue el número de personas nuevas atendidas, mientras los recursos crecían poco. Ello ocasionó que durante casi toda la década de los 80 la asistencia sanitaria perdiese calidad. Paradójicamente, España posee el más alto índice de la Unión Europea de médicos por mil habitantes, pero uno de los más bajos en camas hospitalarias por mil habitantes, 4,4 ‰. 27.5. EVOLUCIÓN DE LA VIDA POLÍTICA A lo largo de la década de los 80, el sistema de partidos políticos en España, sus relaciones y manifestaciones, no dejó de experimentar reacomodaciones casi continuas. Salvo el PSOE en el poder y algunos partidos nacionalistas, todos los demás experimentaron cambios y problemas en la década —como los experimentaría el PSOE también en los años 90. Ello probaba que el sistema de partidos español, su capacidad representativa y funcional, no estaba aún consolidada. Lo que ocurría con las organizaciones de partido tenía también reflejo en la propia imagen de los políticos, dirigentes y gobernantes. La estabilidad como organizaciones de la vida pública era más alta por entonces en los sindicatos. A comienzos de la década existía un alto aprecio de la opinión pública por la tarea de los políticos, algunos de los cuales gozaban de gran popularidad. Pero esa ima324
gen se fue deteriorando a causa, especialmente, de los ejemplos de disparidad entre xxxxxxxx discursos y acciones. La «clase política» empezó a ser paulatinamente peor valorada, mientras la política se profesionalizaba cada vez más. No siempre los políticos españoles, de cualquier partido, estaban bien cualificados para su función. Muchos de estos políticos lo eran desde hacía poco tiempo y adolecían de falta de preparación. A veces sólo eran, realmente, piezas en los engranajes de los partidos. Los cargos políticos electivos proliferaron en el país, desde senadores y diputados hasta los concejales de los ayuntamientos. Otro fenómeno fue la aparición de una clase política autonómica. La construcción del Estado de las Autonomías trajo consigo la profesionalización de ciertos políticos, en los gobiernos y parlamentos autonómicos u otros cargos, que formaban una especie de «segundo nivel» dentro de la jerarquía de los partidos. Éstos, con los políticos municipales, formaban una clase política subalterna. Sólo era de forma distinta en el caso de los partidos nacionalistas que tenían implantación meramente regional. Ese tipo de acción política y sus actores han desarrollado su propia dinámica y han creado redes de intereses de alcance ceñido al propio territorio de su actuación, redes que algunas veces entraban en contradicción con los intereses de sus grupos a escala del Estado o con los de otros grupos dentro de su propio partido pero que ejercían su acción en otro territorio. Apareció el mundo político de los llamados barones de los partidos, dirigentes regionales con gran poder, y de sus propias clientelas políticas. Todo ello, más la nueva burocracia, hizo mucho más caro el sostenimiento del Estado. El PSOE aparecía desde 1982 como el componente esencial del sector centroizquierda del espectro político. Los socialistas constituían durante aquellos primeros años de su gobierno un bloque compacto, con un firme liderazgo en la persona de Felipe González, en estrecha colaboración siempre con su segundo, Alfonso Guerra. Ese liderazgo se afianzó definitivamente tras la vuelta clamorosa de González a la secretaría general en el Congreso Extraordinario de septiembre de 1979, habiendo conseguido que el partido renunciara a considerar el marxismo la clave de su doctrina. Del partido sólo se apartaron algunos que habían pretendido una política socialista más ortodoxa y más de acuerdo con las tradiciones y la doctrina de la izquierda obrera marxista. El ejemplo arquetípico de esa posición fue el de Luis Gómez Llorente, pero no fue el único caso. En diciembre de 1984 celebraría el PSOE su XXX Congreso, en el que como prueba de los cambios que se estaban produciendo sería aprobada la permanencia de España en la OTAN. En el centro-derecha se ubicaban tanto la casi desarticulada UCD como el nuevo partido de Adolfo Suárez, el Centro Democrático y Social. Ambas formaciones políticas tenían escasa entidad y en el caso de UCD la perdería poco después enteramente al desaparecer en 1983, mientras el CDS nunca se convertiría en un gran partido, por lo que la imagen del centrismo español era asimétrica. Por esa circunstancia, fue en 1984 cuando empezó a fraguarse una gran coalición de centro que pretendía ocupar ampliamente tal espacio político. La operación se basaría en la unión de fuerzas procedentes del grupo de Antonio Garrigues Walker, el Partido Demócrata Liberal, un hombre del nacionalismo templado catalán, de CiU, Miguel Roca i Junyent, que sería el líder del nuevo grupo y por el cual aquella maniobra se llamaría «operación Roca», más algunos otros grupos regionales. La operación consistía en la creación de un partido, el Partido Reformista Democrático, PDR, para las elecciones próximas que presentaría la candidatura a la presidencia de Roca i Junyent, naturalmente con 325
el fuerte apoyo del centro-derecha catalán y con abundancia de recursos financieros xxxxxxx que proporcionó la gran Banca. Se trataba de un serio intento de alternativa al PSOE, pero acabaría en un descalabro electoral sin paliativos. La derecha y la izquierda estrictas del espectro político español eran las que más problemas afrontaban y en ambas se producirían cambios en el periodo. A partir de 1982, la historia de las derechas españolas toma un rumbo nuevo. Existía la incógnita de si la derecha sería capaz de superar ese «techo electoral» alcanzado por Manuel Fraga en 1982, entre el 25 y el 30% de los votos del censo electoral. Mientras ese techo no fuera superado, difícilmente podía pensarse en llegar al poder a través de las elecciones. No obstante, AP obtenía la mitad de sus votos aproximadamente en núcleos de más de 100.000 habitantes, lo que indicaba un desplazamiento modernizante del voto de la derecha. Pero pese a que Fraga aparecía con un cierto aire de reformador, en las filas de AP había aún excesivo viejo franquismo. La derecha española tardaría en consolidarse en un partido potente. En cuanto a la izquierda, el problema era, si cabe, más complejo. Tras las elecciones de 1977 y el desencanto que trajeron para las expectativas del PCE, se abrió un periodo de disensiones dentro del partido y la jefatura de Santiago Carrillo pasó a ser discutida, al tiempo que se abrían las opciones apareciendo grupos diversos de opinión —prosoviéticos, renovadores, carrillistas. En 1979 mejoraron algo los resultados electorales, pero en el comunismo español no acababa de romperse el círculo de la necesidad de modernización confrontada con la permanencia en la dirección de una vieja generación. Carrillo practicó una política de disciplina férrea y hubo expulsiones y abandonos del partido por militantes destacados, lo que acabó plasmándose en el X Congreso del partido en 1981. Las cosas vinieron a complicarse con el estrepitoso fracaso del PCE en las elecciones de 1982 que disminuyó a menos de una quinta parte su fuerza parlamentaria y no le permitió formar su propio grupo parlamentario. Carrillo dimitió en noviembre de 1982 y su puesto pasó a ser ocupado por un dirigente procedente del mundo obrero, el asturiano Gerardo Iglesias. Si Carrillo pensaba que a través de un hombre joven y que le era adicto en la secretaría general del partido podría seguir dirigiendo el comunismo español, se equivocó. La era Carrillo había concluido y la trayectoria del PCE estaba obligada a cambiar profundamente. La expresión más determinante de ese cambio y, en realidad, la única fue la decisión de constituir una federación de grupos de izquierda para adoptar un nuevo marchamo electoral, pero donde el PCE seguiría manteniendo la inciativa. Esa federación se llamaría Izquierda Unida y aparecería ya en las elecciones de 1986. Los nacionalismos regionales, en especial en Cataluña, Vasconia y Galicia, no harían sino ganar terreno en toda la década. En Cataluña, el catalanismo de la derecha pasaría a estar representado en exclusiva por la alianza de Convergencia Democrática de Cataluña y Unión Democrática, con el liderazgo indiscutible de Jordi Pujol. La izquierda catalanista la representaba Ezquerra Republicana de Cataluña, liderada por Heribert Barrera y mucho más cercana a las ideas independentistas, pero su presencia parlamentaria en las Cortes era pequeña y no lo era tampoco muy grande en el Parlamento catalán. En el PNV se fraguó la escisión capitaneada por Carlos Garaicoechea, después desempeñar el puesto de lehendakari de la Autonomía, para crear el partido Eusko Alkartasuna. Las señas de identidad política de este partido, que llegó a tener cierta fuerza en Guipúzcoa, no diferían grandemente de las del PNV tradicional, si bien propugnaban una estructura más moderna en la vertebración de las instituciones del país, 326
xxxxxxxxx apostaban claramente por la autodeterminación y se manifestaban en una línea semejante a la socialdemocracia. Fuera de estas agrupaciones, el nacionalismo de signo radical y de ciertas connotaciones fascistas se agrupaba en Herri Batasuna. En Galicia, un conjunto de fuerzas nacionalistas de diverso signo confluirían en el BNG (Bloque Nacionalista Galego) con tendencia izquierdista. Menor fuerza tenían los nacionalismos en ámbitos como Andalucía, Aragón o Valencia, aunque existían en ellos formaciones nacionalistas. El PSOE en el poder no cambió en estos cuatro años de forma sensible la mecánica de la vida política y especialmente la parlamentaria, que tendió por el contrario a languidecer en función de la mayoría absoluta y de la dispersión de la oposición. La ley electoral, de la que se hicieron promesas de reforma, no fue alterada. La polémica ideológica que acompañó a la subida al poder de la izquierda fue apagándose ante la falta misma de interés en ella de una izquierda que tan poco se parecía a la clásica. Contrariamente, el partido en el poder pretendía hacer aún más expedita la vía de imponer la voluntad política sin grandes obstáculos. La labor de control parlamentario apenas si se ejercía, y se dio un hecho significativo como muestra de un talante de gobernar en mayoría absoluta y la tendencia a imponer determinadas concepciones relacionadas con la voluntad de reforma. Tal fue la modificación de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para suprimir el Recurso Previo de Inconstitucionalidad. Ese recurso había conseguido detener o anular algunas leyes. La LOAPA fue declarada inconstitucional en algunos preceptos, en 1983, fue anulada la primera forma de Ley del Aborto, al anular la reforma del Código Penal en la que se despenalizaba como delito, y parte de la LODE, ambas en 1985. El Parlamento suprimió la potestad de un dictamen previo de las leyes por el Tribunal Constitucional por Ley Orgánica de 7 de junio de 1985. Las reformas no serían detenidas, aunque se abría la puerta a un no menor problema como el de la derogación de leyes cuando ya estuviesen en funcionamiento.
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CAPÍTULO XXVIII
La integración: de la CEE a la OTAN 28.1. LAS GRANDES LÍNEAS DE LA POLÍTICA EXTERIOR Con el final del régimen de Franco, se creaban en España unas condiciones enteramente nuevas para diseñar una política exterior distinta, para emprender la integración en el sistema de relaciones internacionales existente desde posiciones de plena igualdad en un régimen de democracia y de ejercicio y protección de los derechos humanos. Un régimen de las mismas características de aquellos de los países del mundo occidental. Esto era lo verdaderamente nuevo para la política española, porque en cuanto a orientaciones e intereses, había indudables continuidades con lo anterior, por razones de historia, geografía, economía y estrategia. El proceso de transición posfranquista llamó poderosamente la atención en el mundo y no sólo en el mundo occidental, y ello contribuyó mucho a situar al país en una nueva posición internacional. En efecto, en algunos Estados se temía que en España al final de la dictadura pudiera desencadenarse un grave proceso de desestabilización y violencia. Al irse desenvolviendo una situación enteramente distinta, empezó a aparecer un cierto movimiento de admiración hacia el caso español y su «modelo» de transición a la democracia y se desarrolló una política internacional en Europa occidental y Estados Unidos de ayuda a la consolidación de la «joven» democracia española. Las condiciones para ello se dieron especialmente a partir de junio de 1977 cuando, después de las primeras elecciones libres y democráticas tras 41 años (desde 1936), podía hablarse de la existencia de un régimen representativo. Esa fecha es significativa en el nacimiento de una nueva relación internacional de España. En política exterior hubo también una especie, si no de «consenso», sí de «pacto tácito», como dijo Felipe González, entre los partidos sobre lo que convenía a España en el terreno internacional a partir de 1975. Había diferencias de matiz, opiniones diversas sobre lo que convenía hacer en cada una de las grandes áreas del mundo —Asia, el mundo comunista, Iberoamérica o el hemisferio norte euroamericano—, pero la idea de que había que sacar a España del aislamiento internacional era compartida sin excepciones. Siempre estuvo claro, por tanto, que el nuevo objetivo prioritario era el de hacer participar a España con plenitud de la vida internacional, integrándose en las organizaciones supranacionales del mundo occidental y demás foros internacionales, dando fin al aislacionismo que había sido uno de los males de la política exterior española desde antiguo. 328
En todo caso, además de esas diferencias de juicio entre los grupos políticos y en la opinión pública acerca de cuáles eran, dentro de esta participación mundial, las mejores opciones para España, existían también algunas corrientes neutralistas, aunque fueran minoritarias, que enfocaban la política exterior en su conjunto, y no sólo la política de seguridad, prefiriendo mantenerse fuera de los grandes bloques del momento. Algunas otras de cierta entidad rechazaban la participación de España en alianzas militares de cualquier tipo. Había consenso, por el contrario, en que las vías de actuación incluían el mundo iberoamericano muy prioritarimente, el entorno árabe del sur y una política mediterránea activa. La política exterior española desde 1975 volvió a tener el inconveniente de que los principales políticos no estaban especialmente interesados en ella, lo que había sido muy común también en el pasado, en todo el siglo xix y la primera mitad del xx, en que España tuvo un escaso papel que representar. Éste era el caso de Adolfo Suárez, hombre con poca o ninguna experiencia exterior y cuyo sentimiento fluctuó entre el occidentalismo o una mayor cercanía a países neutralistas y tercermundistas. El primer ministro de Asuntos Exteriores después de 1975 fue José María de Areilza, pero ejerció muy poco tiempo. Suárez encargó la política exterior a Marcelino Oreja, un democristiano, que tenía más experiencia internacional y que era decidido occidentalista. Pero en su tiempo la política exterior no fue tampoco una de las prioridades del gobierno; había cosas más urgentes. No obstante, en el verano de 1977 se pidió formalmente a la CEE la apertura de negociaciones para la integración. El siguiente ministro fue José Pedro Pérez-Llorca, desde septiembre de 1980, que se mostró luego en el gobierno presidido por Leopoldo Calvo Sotelo más interesado que Suárez en política exterior y con mayor experiencia. Se atravesaba, sin embargo, una época políticamente agitada donde el consenso entre los partidos había ya desaparecido y donde la preocupación máxima fue el problema de la integración o no de España en la OTAN. La integración de España en la OTAN producía una profunda división de la opinión. Mientras tanto, las negociaciones con la CEE atravesaban una época difícil, dada la actitud del presidente francés Valery Giscard d'Estaing y de los agricultores franceses, que querían aplazar a toda costa la integración española. Sólo con la llegada al poder de los socialistas en 1982 pudo ya España disponer de un gobierno fuerte que retomó los temas internacionales en un sentido plenamente integracionista en Occidente que llevó a un espectacular cambio de posiciones socialistas en relación con las expuestas cuando estaban en la oposición. No obstante, había también una realidad nueva: Felipe González era un político interesado en política internacional, que fue abriendo sus relaciones en Europa y afianzando su prestigio, que le gustaba llevar personalmente los asuntos por lo cual no se entendió bien nunca con su primer ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán. En todo momento, González tuvo claro que no había otra dirección alternativa a la posición occidentalista, pensando que ello, además, era una forma poderosa de estabilizar la democracia interior. Hizo, por tanto, una política exterior de refuerzo de las relaciones con los Estados Unidos, cuya alianza militar fue reformada, mientras se mostraba sistemáticamente crítico con las dictaduras latinoamericanas y también mucho con Fidel Castro. Fue durante el gobierno socialista, en efecto, cuando España redefinió plenamente su posición internacional, entrando en el concierto europeo y oc329
cidental y adquiriendo la posición que se ha mantenido desde entonces.
28.2. LA INTEGRACIÓN EN LA CEE El mayor éxito de la política socialista en toda la década de los 80, y uno de los hitos, sin duda, de la historia española reciente, es la integración plena del país en la Comunidad Económica Europea. En el programa socialista, este objetivo era fundamental. Pero la historia de las pretensiones españolas arranca de mucho más atrás, desde que en 1960, en pleno régimen de Franco, se designa un embajador ante la CEE, tres años después de que ésta se constituyera. En 1962 se pidió ya la apertura de negociaciones para la adhesión, lo que era más bien un gesto propagandístico, puesto que un régimen como el español de Franco, no democrático, no podía aspirar a integrarse en la Comunidad. El régimen de Franco, desde luego, nunca desconoció la importancia económica y política de la nueva realidad europea. El 29 de junio de 1970 se consiguió la firma de un Acuerdo Preferencial en el comercio entre España y la CEE cuyos efectos beneficiosos no tardaron en notarse. El artífice de ese acuerdo fue Alberto Ullastres, ministro de Comercio entonces. La normalización del sistema liberal-democrático en España a partir de 1977 cambió las cosas, en lo político, de una manera radical. Pero la influencia directa de la nueva situación sobre los aspectos económicos implicados en la integración fue menos automática de lo que en un principio llegó a pensarse por los dirigentes y los medios económicos españoles. El 26 de julio de 1977, Adolfo Suárez pedía la apertura de negociaciones para llegar a un tratado de adhesión en regla. Tales negociaciones duraron prácticamente siete años, cuando se creyó en principio que para 1982 o 1983 se habría concluido el Tratado, y la entrada efectiva de España en la Comunidad se demoró hasta enero de 1986. El gobierno de UCD creó un Ministerio de Relaciones con las Comunidades Europeas, donde se concentraron todas las acciones derivadas de las negociaciones, y el político que las desempeñó fue Leopoldo Calvo Sotelo. Se intercambiaron, en primer lugar, informes y documentos entre el gobierno español y las instituciones comunitarias referentes al estado económico español y a las perspectivas que la CEE ofrecía. La Comisión Europea presentó un primer dictamen el 20 de abril de 1978. Las que pudieron parecer en principio unas negociaciones que sólo tendrían que superar aspectos técnicos, aunque esenciales y difíciles, se complicaron claramente con los aspectos políticos. Francia, sobre todo bajo la presidencia de Giscard D'Estaing, fue el país comunitario que más resistencias opuso y el que mayores dificultades económicas planteó con la exigencia y el objetivo de desmantelar ciertas partes de la economía española que competían claramente con la suya, especialmente en los sectores agrario y pesquero. El presidente Giscard d'Estaing empleó ya estos problemas como arma electoral a su favor en 1980, frente a la opinión interna, en su importante discurso de junio de ese año, con la declaración general de que la CEE necesitaba arreglar sus desajustes económicos internos antes de admitir nuevos socios. El problema central era la Política Agraria Comunitaria. En 1981, las negociaciones se aceleraron a la vista de los problemas de estabilidad de la democracia española que descubrían los sucesos del 23 de febrero. Pero en 1982, el nuevo presidente francés Mitterand volvió al argumento de la dificultad de ampliación de la CEE hacia el sur, a la vista de los problemas internos. Las cumbres comunitarias de Copenhague, Stuttgart y Dublín, entre 1982 y 1984, marcaron otros tantos momentos en estas dificultades negociadoras. A partir 330
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Firma del Tratado de Adhesión de España y Portugal a la CEE
de la de Copenhague, con el PSOE ya en el gobierno español, las negociaciones tomaron, sin duda, un rumbo nuevo y por parte española tuvo un destacado papel en ellas Manuel Marín, nuevo secretario de Estado para las Comunidades Europeas. La negociación con la CEE estuvo ligada e interferida por la perspectiva de la entrada de España en otros grandes organismos internacionales, fundamentalmente en la OTAN. Los gobernantes españoles presentaron el problema bajo la imagen, no enteramente real, de que esta segunda adhesión era casi obligatoria para conseguir la primera. La primera versión de esta idea la expuso el ministro Marcelino Oreja durante el gobierno de UCD. Se presentó la integración plena en la OTAN como paso obligado para el ingreso en la CEE. Esto hizo que se acentuara el apoyo de la Alemania gobernada por Helmuth Kohl. Desde 1984, las negociaciones se aceleraron. Los intereses de otros países mediterráneos, como Grecia, interfirieron también en la necesidad de que la agricultura y la ganadería españolas tuvieran que sufrir duros ajustes. A principios de 1985 se habían celebrado ya 57 sesiones de negociación, 26 de ellas a nivel ministerial. Los asuntos fundamentales por negociar eran la agricultura en su totalidad, la pesca, la movilidad de personas entre países, la legislación social y el estatuto de Canarias. Estaba además el asunto de la relación recíproca con la entrada de Portugal. Se pensó que las negociaciones se alargarían aún mucho más. Pero en marzo de 1985, la negociación entró en un proceso de trabajo sin pausa, en el que el presidente del Consejo de Ministros de Europa bajo la presidencia de Italia, Giulio Andreotti, tuvo un gran papel. Las conversaciones llegaron a acuerdos finales en París y en Bruselas a fines del mes de marzo de 1985, y el 12 de junio de 1985 se celebró la firma de los Tratados de 331
Adhesión de España y Portugal, que entraron en vigor el 1 de enero de 1986. El conxxxxxxx tenido del tratado de adhesión refleja los términos difíciles de la negociación a través de los cuales la adhesión española se hizo en condiciones de cesiones importantes en el terreno económico y con desventajas que no dejaron ya de señalarse entonces. El desarme de la agricultura era notable en ramas como la producción lechera o la oleícola. Pero las ventajas, que se fueron evidenciando con el paso del tiempo, eran también indiscutibles. Evidentemente, nuestro mercado exterior básico era la Europa comunitaria. Con independencia de los estrictos términos económicos, también políticamente España entraba en otra era de su historia en su relación con el resto del mundo. Después de enero de 1986, España ha seguido las vicisitudes de la propia CEE, ostentado su presidencia semestral por vez primera en 1989, y figurando entre los Estados más decididos a la profundización de la integración y a la adopción de una verdadera unidad europea en lo político que incluyera la existencia de una política exterior y una política de seguridad común. España figuraba como una potencia media en la CEE, sin el rango de los países principales como Alemania, Francia o el Reino Unido, pero por encima de otros más desarrollados, por su demografía, su decisión europeísta y su acelerado proceso de crecimiento. En los años 90, después de la creación de la Unión Europea, estas perspectivas de éxito se han visto confirmadas. 28.3. UN CONSENSO MENOR, LA OTAN El occidentalismo de la política española desde 1975 tendría su piedra de toque en el atlantismo, es decir, en la decisión de alinearse inequívocamente con el bloque militar occidental, presidido por los Estados Unidos, frente al otro gran bloque, el soviético. La opinión del país y de los grupos políticos estaba muy dividida y fue objeto de gran debate desde 1981 a 1986. Una parte importante de la opinión no deseaba integrase en alianzas militares, ni en uno ni en otro bloque, que comprometieran a España y que obligaran presumiblemente a una opción en cuanto al armamento nuclear. Había posiciones neutralistas y otras aislacionistas que tenían como ejemplo el caso nórdico, de Suecia en concreto, o de otros grandes países fuera del continente europeo. Esa opinión era mayoritaria en la izquierda y el PSOE participaba, en los primeros tiempos de la transición, de ella. Con el gobierno de Suárez y con Marcelino Oreja, la necesidad de pronunciarse sobre la integración en la Alianza se dejó sentir, pero se consideró que era una opción no urgente que debía ser madurada. La integración figuraba en el programa de UCD desde 1979. Pero el paso decisivo no se dio hasta el gobierno de Calvo Sotelo comenzado en febrero de 1981. Entonces hubo algunas circunstancias especiales que influyeron para que se tomara una decisión rápida en un gobierno que era políticamente débil. La primera fue el estancamiento de las negociaciones con la CEE, que iba a retrasar grandemente el ingreso de España y que hacía preciso una iniciativa en otro frente. El ministro Pérez Llorca señaló de nuevo la relación de este hecho con la entrada en la OTAN. Y era preciso disipar cierta impresión de neutralismo que había dado Adolfo Suárez yendo a la cumbre de No-Alineados a La Habana y criticando a las superpotencias. Felipe González dijo en el Parlamento en 1981 que si el gobierno integraba a España en la OTAN sin consenso popular, si llegaba al poder el PSOE, convocaría un 332
referéndum sobre el caso. Y éste es el origen de lo que se hizo efectivamente en 1986. xxxxx Con el asunto se mezclaba también el problema de la renegociación del Tratado Bilateral en materia militar con los Estados Unidos por el cual tenían arrendadas bases militares en el territorio español. En agosto de 1981, Calvo Sotelo pidió la autorización del Parlamento para integrar a España en la OTAN. Después de un fuerte debate, la autorización fue dada el 20 de octubre de 1981 por 186 votos contra 146. El 10 de diciembre de 1981 se firmaba en Bruselas el Protocolo de Adhesión de España a la OTAN. El 43% de la opinión española era entonces contraria a esa decisión. El 30 de mayo de 1982 se ingresaba formalmente en la Alianza. El PSOE había prometido un referéndum y lo reiteró en su campaña electoral de 1982. Mantuvo su oposición durante un tiempo, pero las cosas empezaron a cambiar seriamente cuando llegó al poder y tomó contacto con la política internacional. La opinión de Felipe González se fue tornando atlantista en su contacto con otros políticos europeos y se pronunció a favor del despliegue de misiles en Europa. Por fin, en octubre de 1984, el PSOE publicó un documento, «Decálogo de Paz y Seguridad», donde proponía ya un diálogo con otros partidos sobre la cuestión. En el XXX Congreso del PSOE, de diciembre de 1984, se autorizó al gobierno a que convocara el referéndum siendo ya la opinión del partido la de permanecer en la OTAN, aunque sin integrarse en su estructura militar. El cambio de opinión había sido notable. La derecha empezó entonces a pronunciarse sobre la conveniencia de permanecer en la OTAN, como fue el caso de CiU. El CDS de Suárez carecía de opinión clara y la Coalición Popular de Fraga no quería dar su apoyo al gobierno socialista. El 23 de febrero de 1986, las organizaciones partidarias del no organizarían una gran manifestación que reunió a más de cien mil personas en Madrid. Fue después de ello cuando Felipe González hace la declaración al país preguntando: «¿Y quién administra un no?», dando a entender claramente que un resultado negativo en el referéndum colocaría a España en una difícil situación internacional. Por tanto, el gobierno del PSOE empezó a pedir claramente el voto al sí en un referéndum. El ministro Fernando Morán fue sustituido por Francisco Fernández Ordóñez, mucho más favorable. El referéndum se celebró en marzo de 1986, cuando ya era un hecho el ingreso en la CEE. Los resultados dieron una mayoría al sí partidario de la permanencia más holgada de lo que se esperaba, el 52,5% frente al 39,5%, siendo el resto de los votos nulos y en blanco, una proporción alta de ellos para lo habitual. El PSOE se empleó a fondo en Andalucía, donde le favorecía ampliamente el voto rural hasta conseguir que en esa región —donde la oposición empleó el argumento de la peligrosidad de las bases militares extranjeras— el sí triunfase por el 60% frente al 30%. La integración se hacía sin entrar en la estructura militar. En diciembre de 1988 se resolvió la renegociación del Tratado Bilateral con los Estados Unidos, que ahora podía hacerse en otro contexto, después de que en 1982 se había limitado la cuestión a la prórroga del tratado existente. España impuso el abandono de la base de Torrejón de Ardoz por Estados Unidos, la separación del convenio de todos aquellos acuerdos que no fueran militares, la redefinición del uso del territorio y el espacio aéreo español en tiempos de paz y de guerra, estableciendo un nuevo tratado defensivo. La primera prueba para esta forma de colaboración tendría lugar con la guerra contra Irak o «guerra del Golfo» en 1991.
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CAPÍTULO XXIX
El PSOE y el periodo social-liberal (1986-1993) 29.1. LA POLÍTICA SOCIAL-LIBERAL, SU SENTIDO Entre las elecciones de junio de 1986 y las de 1993, una segunda etapa de gobierno del PSOE estuvo marcada fundamentalmente por la bonanza económica generalizada en Europa, y de la que disfrutó España en sus primeros años de pertenencia a la CEE, y por la práctica por los socialistas de una política general mucho más cercana a los postulados liberales que a los propiamente socialdemócratas, además de que las doctrinas sobre el Estado del Bienestar fueron cediendo terreno ante nuevas maneras de entender el papel del Estado y la liberalización de la economía. Se emprendió una política de permanente derechización en términos sociales y de decaimiento de las grandes reformas. La mejoría económica en la segunda mitad de los ochenta permitió, con la complacencia del gobierno, el enriquecimiento rápido y a veces ilícito de algunos empresarios, banqueros y especuladores, fenómeno que hizo común para designarlo la expresión «pelotazo». El periodo duró dos legislaturas completas, las de 1986 y 1989, y tiene coherencia interna indudable desde el punto de vista de la política practicada, de los procesos continuados que se dieron, y señala asimismo el camino hacia el agotamiento de los programas del PSOE en el poder. El PSOE mantiene su mayoría absoluta en el Parlamento, aunque cada vez más mermada. Precisamente, la política de mayorías absolutas agudizó la «patrimonialización» del Estado por el partido en el poder. El crecimiento económico mundial arrastró el de España perdiéndose de vista la necesidad de reformas estructurales en el sistema productivo y financiero. La política monetaria fue el principal instrumento de regulación del mercado y España solicitó antes de lo previsto la entrada en el Sistema Monetario Europeo. La nueva legislatura comenzó con las elecciones celebradas el 22 de junio de 1986. Una nueva victoria del PSOE por mayoría absoluta que no fue ya, sin embargo, de la contundencia de la de 1982. Su eslogan electoral fue en esta ocasión «para seguir avanzando». Pierde el PSOE algo más de un millón de votos y obtiene 184 escaños. El principal partido de la oposición, Coalición Popular, no aumentó sus votos, sino que perdió también algunos, alcanzando 105 escaños. Se empezaba a creer que la derecha liderada por Manuel Fraga nunca podría superar estas cifras, «romper ese techo» electoral. Un avance importante experimentó ahora el partido de Adolfo Suárez, el CDS, que recogía los votos que ya no fueron a la desaparecida UCD; obtenía 1,8 millones de votos y 19 escaños. Era la tercera fuerza política, pero la enorme distancia 334
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de los dos principales partidos con respecto al tercero y siguientes hacía que se mantuviera en España un «bipartidismo imperfecto». El Partido Reformista Democrático, la llamada «operación Roca» que pretendía convertirse en el gran centrismo español, fracasó completamente y no obtuvo ningún escaño. La izquierda clásica, es decir, el Partido Comunista de España, concurrió por vez primera a las elecciones habiendo formado ya una coalición de partidos de izquierda en la que entraron el PCE, Izquierda Republicana, ciertos grupos de los Verdes (los ecologistas), y más tarde los socialistas disidentes de Alonso Puerta y Pablo Castellano con el PASOC y algunos otros. Esa coalición se llamaría Izquierda Unida y obtuvo un pequeño aumento de escaños al pasar de los 4 del PCE anteriores a los 7 de IU. Los nacionalistas CiU y PNV tuvieron resultados contrarios a los de 1982: los primeros aumentaron a 18, mientras los vascos, aquejados de divisiones internas, bajaron de 8 a 6. Otros pequeños grupos nacionalistas de distintas regiones no llegaban a la decena de escaños. En el Senado, el predominio del PSOE era asimismo aplastante, con 124 puestos, por 63 de Coalición Popular. Congreso de los diputados
Llamar a este periodo de siete años, el más largo que puede identificarse en el gobierno del PSOE, «social-liberal» no es una arbitrariedad, sino que tiene fundamentos indudables. El PSOE había llegado al poder con un impulso reformista cierto, pero renunciando ya a hacer una verdadera política socialdemócrata. En junio de 1985, Miguel Boyer saldría del gabinete por una cuestión de competencias. Su pretensión era controlar desde una vicepresidencia la totalidad de la política económica del gobierno. Al no serle concedido ese poder decidió renunciar. El promotor de la nueva política fue en lo fundamental Carlos Solchaga, ministro de Hacienda, hombre procedente también de la derecha del partido, que pasó desde In335
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Senado
dustria a Economía y Hacienda, aunque coincidía con el sentir general del equipo de gobierno y con su presidente González. Por lo demás, este tipo de política no se introducía ahora en frío; sus precedentes estaban ya en el periodo anterior y su inspirador fue el propio Miguel Boyer. Los socialistas llegaron al poder en 1982 bajo la impresión del fracaso de las recetas económicas de los socialistas franceses: métodos keynesianos, socialización y estatalización de grandes empresas, grandes inversiones públicas y fomento del consumo para activar la economía y aumentar el empleo. En contra de ello, la política de Boyer y Solchaga fue esencialmente monetarista, restrictiva, pendiente de controlar la inflación, considerándola más como producto de la circulación monetaria que de fallos estructurales del mercado, manteniendo los tipos de interés altos. Cuando llegaron al poder la inflación era del 14%, el desempleo del 17% y el déficit público del 5,5% del PIB. Al ajuste económico siguió una política de procurar beneficios a las empresas, con el argumento de que era preciso crear primero la riqueza para repartirla después. Esa política en dos tiempos no se practicó nunca de hecho, pero es cierto que a partir de la huelga de 1988 la política del PSOE hubo de rectificarse en parte. La nueva época coincidió, sin embargo, afortunadamente, con un crecimiento económico generalizado en el mundo y con los primeros beneficios, aunque también las dificultades, de la adaptación española a la CEE. Un crecimiento que sólo empezó a cambiar de signo a partir de 1992. Llegada la hora de que, según el discurso socialista desde el poder, se procediera a un mejor reparto de la renta, el partido practicó una política más cercana al fomento de una economía de libre mercado sin trabas, de desregulación, de desmantelamiento del sector público y de integración cada vez 336
mayor en los circuitos internacionales a través de la CEE. Estas orientaciones tuviexxxxxxxxxxx ron un momento de inflexión después de la huelga general del 14 de diciembre de 1988, que si bien no tuvo efectos políticos, sí procuró a medio plazo una cierta reorientación en la política social del PSOE. La política cercana a la neoliberal llevó también a la aparición de corrientes contrarias a ella en el mismo seno del partido. A mediados del periodo comienzan las disidencias en las que los sucesos de 1988 fueron un hito fundamental. Contra lo que en alguna ocasión se manifestó, el ala socialista liderada después en los años 90 por Alfonso Guerra, el «guerrismo», nunca representó dentro del PSOE una propuesta alternativa clara a la política de signo neoliberal que caracterizó entonces al gobierno, mientras había posiciones de expertos económicos como, entre otros, José Borrell, secretario de Estado de Hacienda y luego ministro de Obras Públicas, que sí predicaban una política práctica de menor favor a los grandes poderes económicos. Es cierto, no obstante, que esta política se complementó o se contrapesó, también después de 1988, con una aceleración de políticas de protección social que afectarían a sectores o colectivos, como parados o pensionistas, lo que indicaba que el PSOE no renunció nunca programáticamente al Estado del Bienestar, si bien el mantenimiento de éste se hacía a costa de continuas concesiones al gran capital y a costa del endeudamiento progresivo y peligroso del Estado. En el comienzo de los años 90 esta doctrina social-liberal pilotada por Carlos Solchaga estaba en su apogeo. Pronto vendrían los desvelamientos de escándalos económicos con fuertes implicaciones políticas. El PSOE profundizaría entonces en una política de mayor liberalización de los sectores económicos y de liquidación del sector público, procurando empequeñecer el papel del Estado en la economía. 29.2. UNA NUEVA ETAPA POLÍTICA. CRISIS Y ADAPTACIÓN DE LOS PARTIDOS Por muchos conceptos, 1986 fue un año de triunfos políticos para el PSOE. Felipe González reestructuró desde entonces escasamente su gobierno hasta 1993. Lo hizo en julio de 1988, diciembre de 1989, después de unas elecciones, y en marzo de 1991. El gobierno de Felipe González sólo había experimentado los retoques de los ministros Boyer y Morán, sustituidos por Solchaga y Fernández Ordóñez. El formado en julio de 1986 tras las elecciones generales no tuvo tampoco sino leves variaciones y ninguna en puestos clave. Sólo se creó un ministerio nuevo, el de Relaciones con las Cortes, desempeñado por Virgilio Zapatero. En julio de 1988 hubo de nuevo algunas modificaciones. Dejó el gobierno el ministro de Educación, José María Maravall, y pasó a desempeñarlo Javier Solana. En el Ministerio del Interior un hombre nuevo, José Luis Corcuera, sustituyó a José Barrionuevo. En Cultura entró también un conocido en la vida cultural y política pero no militante socialista, Jorge Semprún, y se creó el ministerio de Asuntos Sociales, que se entregó a una sindicalista, Matilde Fernández. En 1991 pasó a ser vicepresidente del Gobierno Narcís Serra, después de la «crisis Guerra», y salió Semprún del gobierno. Las segundas elecciones del periodo fueron las de 1989 y tuvieron importantes consecuencias políticas. Si bien mostraron la continuidad de las tendencias que se habían manifestado ya en las de 1986, había cambiado la relación del PSOE con el sindicato UGT, que no pediría ya el voto para los socialistas —el partido declaró también no obligatoria la afiliación de sus militantes a la UGT—, y su programa electo337
ral tenía ahora un eslogan aún más desideologizado que decía «España en progreso». xxxxxxx Del programa se habían eliminado los extremos referentes a objetivos sindicales de la política social. Había sido redactado, justamente, por un «guerrista», supuestamente situado a la izquierda, Francisco Fernández Marugán. El PSOE seguía siendo indiscutiblemente el partido más votado en España pero tendía sistemáticamente a perder votos, si bien ese fenómeno era normal como ocurre siempre con todo grupo en el poder. El resultado en esta ocasión fue de una nueva mayoría absoluta, pero con reducción de los escaños a 175. La mitad del número total, pero que permitía mayoría absoluta por la ausencia parlamentaria del grupo vasco de Herri Batasuna. El nuevo Partido Popular obtiene 107, dos más que en las elecciones de 1986, lo que significaba que la candidatura de José María Aznar, nuevo presidente del partido, podía superar ligeramente «el techo» de Manuel Fraga. La izquierda volvía a remontar de nuevo al obtener Izquierda Unida hasta 17 escaños, si bien se esperaba mucho más. El CDS de Suárez se estancaba y descendía a 14. El nacionalismo mostraba que CiU seguía siendo fuerte, con 18 escaños, mientras que en el nacionalismo moderado vasco los escaños se repartían, 5 para el PNV y 2 para Eusko Alkartasuna. Los demás grupos nacionalistas (Partido Andalucista, Unión Valenciana, Euskadiko Esquerra, Partido Aragonés Regionalista y Agrupaciones Independientes Canarias) obtenían resultados que no sobrepasaban los dos escaños, salvo Herri Batasuna que obtenía 4. Todo esto significaba que el PSOE seguía reteniendo el 39,8% de los votos, catorce puntos por encima del PP. 8 millones de votos para el primero y 5 para el segundo. El bipartidismo imperfecto continuaba. Pero el PP ganaba significativamente en Madrid y en Castilla y León. Congreso de los diputados
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Senado
En la vida política de las Autonomías no hubo tampoco cambios espectaculares. Las segundas elecciones autonómicas globales se celebraron en 1987, aunque las Au339
tonomías de mayores techos competenciales las habían tenido antes. Tras casi diez años, pues, de Estado Autonómico, ya podían verse algunos primeros resultados y tendencias y algunos problemas también. La hegemonía política en las Comunidades Autónomas seguía siendo variada. En algunas había una clara y única predominancia desde el principio. Andalucía, Extramadura o Castilla-La Mancha eran bastiones socialistas. Galicia y Cantabria lo eran de la derecha. En el País Vasco y Cataluña la hegemonía era nacionalista. En otras, Valencia, Castilla y León, Madrid, Aragón o Navarra, habría alternancia y el PSOE iría cediendo presidencias autonómicas ante el avance del PP (Castilla y León; más tarde, Valencia, Murcia y Aragón). Al llegar 1992 era claro que el Estado Autonómico había servido en general para mejorar la administración de los servicios, para disminuir tensiones políticas en España producidas por el excesivo centralismo del antiguo Estado, exacerbado por el régimen franquista, y había permitido un mejor ajuste del poder regional. Pero resultaba ya dudoso que las Autonomías favorecieran la cohesión política y la redistribución interregional de la riqueza. Los nacionalismos periféricos no habían hecho sino crecer y, con ellos, el sentido de la insolidaridad. En el País Vasco, el voto nacionalista había pasado del 34,5% de los votantes en 1977 al 67,2% en 1991, y en Cataluña, del 20% de los votos para los diversos partidos nacionalistas en 1977 al 54,4% en 1991. comienzo de los años 90 llegó a su cenit, pues, la influencia de los nacionalismos históricos, mientras en Galicia aumentaba continuamente y se reagrupaba el voto nacionalista sin tener aún mayoría. El sentimiento independentista en el País Vasco reunía el 32% de la opinión y algo más del 15% en Cataluña. Estas altas cotas de influencia nacionalista parecieron haberse estabilizado en los años 90 en esas altas cifras, xxxxxxxxx pero los nacionalistas han empezado a proponer nuevas formas de estructurar el Estado, que no van precisamente en el sentido de la integración. En el conjunto del Estado, otro problema importante era el de la financiación de los gastos autonómicos. La política autonómica era, sobre todo, cara, por el aumento del gasto de sostenimiento de las instituciones, pero el problema más grave era el de las vías de financiación. Prácticamente todas las Autonomías tenían un importante déficit, procedían a endeudarse y la parte fundamental de sus ingresos eran las cesiones del Estado. El problema de la deuda era más grave aún si cabe en los municipios, por lo que éstos pidieron repetidamente, apoyados en la federación que habían constituido, unos nuevos sistemas de financiación. La creación de las regiones autónomas no significó pareja autonomía ni mejora para los entes locales. Si entre 1982 y 1986 hubo forzosas reacomodaciones de partidos a una nueva situación política, siendo más visible el proceso en la izquierda, el periodo 1986-1992 fue tan activo o más en los cambios y renovaciones de los partidos políticos. Desaparecida la UCD, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro se producirían conmociones, pero las más profundas afectaron ahora sobre todo a la derecha. Por su parte, empezaban a operarse movimientos también en el interior del PSOE, acusando una crisis en el partido. La reestructuración de la derecha era el producto de dos órdenes de factores, que, en realidad, convergían en uno: la necesidad de separarse del pasado franquista, lo que redundaría en una superación de los resultados electorales, lo cual no era posible tampoco sin un cambio de personas. A las elecciones de 1986 el principal grupo de la derecha española había acudido ya con el nombre de Coalición Popular. Se trataba de un grupo compuesto por las formaciones Alianza Popular, Partido Demócrata Popular y Unión Liberal. En 1986 hay también, por tanto, un punto de ruptura en el intento de reformular el conservadurismo. Pero la nueva derrota electoral ante el 340
PSOE y el estancamiento en el número de votantes arrastró con ella incluso la existencia de la propia Coalición, en cuyo seno se desencadenó una crisis que acabó con la salida de los partidos más pequeños y la discusión del liderazgo en Alianza Popular. Manuel Fraga presentó su dimisión como presidente de este partido en diciembre de 1986. Todo el síndrome de la incapacidad crónica de la derecha para crear organizaciones estables volvió a presentarse con crudeza. En el Congreso extraordinario de la agrupación en 1987 se alzó con el liderazgo un joven político, Antonio Hernández Mancha, que no tardó en mostrar su inadecuación e inmadurez para la tarea nada fácil de vertebrar esa derecha, mientras que aparecía como gran derrotado Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Fraga acabaría volviendo a la presidencia del partido. Las cosas sólo empezaron a cambiar cuando se presentó como recambio un joven político que se había hecho con la presidencia de Castilla y León, José María Aznar, donde había triunfado la Coalición después del complicado proceso que se desencadenó con la dimisión del presidente Demetrio Madrid, del PSOE, acusado de irregularidades económicas de las que luego fue absuelto. Pocos meses antes de las elecciones de 1989, Fraga cedió a las presiones del ala joven de partido que se inclinaban por el liderazgo de Aznar, quien fue elevado a la presidencia, y la agrupación pasó a llamarse Partido Popular, como reminiscencia de los popolari italianos de principios de siglo. Se pretendió refundar un partido de sentimiento católico pero no confesional, que fuese de derecha con vocación centrista y con un cambio generacional amplio en su cúspide de dirigentes. La derecha clásica, xxxxxxx insistiendo en su «viaje al centro», superaría el techo electoral de Fraga, renovando en su mayor parte el conjunto de dirigentes que colaboró con Fraga —con el abandono del partido, incluso, de algunos de ellos. Pero de mayor significación, incluso, fue el proceso operado en el principal partido de la izquierda del espectro, el PSOE en el poder, en el que aparece una cierta crisis, o síntomas de un principio de ella, que marcaría un futuro cambio de la situación. Seguramente, el punto de partida estaba en los problemas de 1988 que mostraron el impacto en las filas socialistas de un cambio profundo como el experimentado en la identidad ideológica. Los personalismos, que abren un cierto duelo felipismo/guerrismo, el desgaste del poder y las irregularidades que se descubren en forma de corrupción, que el partido no acierta a atajar, potenciaron esa crisis. La división en su seno se insinúa desde la dicotomía, artificial en buena parte en el terreno ideológico, entre el felipismo y el guerrismo. Felipismo sería un término periodístico que acabó designando sobre todo no una ideología, sino un cierto talante de hacer política y un personalismo absorbente en la figura de Felipe González. Va naciendo el felipismo, término rechazado por el partido, mientras el de guerrismo es más aceptado, a la vista del desgaste y del estilo de gobernar de González. La propia estructura del PSOE con un comité federal en el que pronto van destacándose los barones, los secretarios del partido en las regiones o Autonomías que coincidían muchas veces con el cargo de presidente de tales Autonomías, facilitaba esa concentración de poder en el secretario, elegido por muy pocas personas. El felipismo consistía en una forma de dirigir la política y el gobierno por parte de González que no coincidía con el propio programa del partido, de un extraordinario pragmatismo y al borde de la completa desideologización, que fue lo que sorprendió ya años antes a viejos militantes del partido: Luis Gómez Llorente, Nicolás Redondo, Ignacio Sotelo. Esa tendencia a la política personalista, pragmática, desideologizada, que emplea 341
el partido como instrumento y se basa en buena parte en el carisma personal de un dirigente y no en la solidez y consecuencia de sus acciones, caracteriza claramente al felipismo. Tal vez, los mejores propangandistas y «teóricos» de esa forma de entender la política se ubicaban fuera del partido, en los medios de comunicación influyentes y en algunos periodistas que crearon el término. El XXXI y el XXXII Congresos del PSOE, que se celebraron en 1988 y 1990, señalan ya la presencia de diferencias, pero el dúo González/Guerra es aún efectivo. Del XXXII Congreso, en noviembre de 1990, Guerra y el guerrismo salen muy fortalecidos, como principales elementos del «aparato» y dueños de sus listas electorales. Sólo en 1991 se consuma la «crisis Guerra» y desde 1992 el inmenso peso político de González actúa como contención de cualquier disidencia. Salvo eso, la tendencia del partido hacia posiciones cada vez más tecnocráticas y pragmáticas es clara, y aún más, ahora que se había desencadenado la disidencia entre partido y sindicato. El 1 de febrero de 1990 el vicepresidente del Gobierno y vicesecretario del partido hubo de hacer una declaración en el Parlamento explicando lo ocurrido en los locales del gobierno en Sevilla utilizados por su hermano Juan Guerra para muñir negocios. La brecha abierta entre los gobernantes fue profunda, aunque entonces no lo pareciese. Aproximadamente un año después, el 12 de febrero de 1991, en el Congreso del PSOE en Extremadura, Guerra anunció que dejaba la vicepresidencia. La evolución del panorama internacional y de la CEE hacia cotas de mayor integración tienen influencia sobre la marcha de los partidos en España y, en particular, xxxxxxx
del PSOE. La política se vuelca hacia los retos internacionales, ante los que, evidenteniente, Felipe González se mueve con gran soltura en el terreno político, aunque no le acompañaba la política económica. El debate político se centraba cada vez más a comienzos de los años 90 en las perspectivas de la gobernación de España en esta década y ante nuevos retos europeos. La oposición que practica el Partido Popular presidido por Aznar se hace cada vez más enérgica, utilizando todo tipo de estrategias de desgaste. En la izquierda, la coalición Izquierda Unida se debatía en un problema casi sempiterno. O el mantenimiento de los postulados más clásicos, y menos realistas, de la política de clase inspirados en el marxismo ortodoxo o la apertura hacia nuevas formas de izquierdismo como la que ejemplificaba en Italia la evolución del PCI hacia el Partido Democrático de la Izquierda. El PCE, dirigido ahora por un nuevo secretario, Julio Anguita, el único alcalde comunista en una capital española, Córdoba, que llega a la secretaría del partido en febrero de 1988, no ensayaba apertura doctrinal alguna y su discurso insistía sobre todo en la limpieza del juego político y la fidelidad a los programas —el célebre «programa, programa, programa», de Anguita. El peso del PCE en la coalición IU era determinante, y aunque se incorporan ahora grupos como el PASOC, pronto vendrían nuevas escisiones dentro del partido. 29.3. EL TERRORISMO, SU EVOLUCIÓN Y CONSECUENCIAS POLÍTICAS Como fenómeno político, con independencia de sus también enormes repercusiones sociales y culturales, el terrorismo fue una forma de comportamiento que estuvo presente en todo el periodo de la España constitucional hasta el final de los años 90 y que condicionó la política española en grado bien visible. Se trata de una situación que desborda las etapas que hemos fijado aquí, pues afecta a todas ellas. No obstan342
te, pueden señalarse también momentos distintos en la propia actividad terrorista, y su ideología, en la actitud del Estado y en la virulencia de los daños. Sólo a fines de 1998 se produjo un cese real, aunque de duración indeterminada, de los actos terroristas de la principal banda, ETA. La política de seguridad del Estado en los años que van de 1975 en adelante, y especialmente en el periodo que arranca de 1982, estuvo siempre presidida por la necesidad de la lucha antiterrorista más que por ninguna otra consideración. En esa lucha, las fuerzas de seguridad progresaron y mejoraron sus medios y eficacia, pero el problema para los ministros socialistas fue la reorganización de unas fuerzas de segundad con otros métodos y talante distintos de los franquistas. El terrorismo, como manifestación exclusiva y anacrónica de la violencia política, ha acompañado la historia española en los años del nuevo régimen democrático, pero no fue fenómeno nacía ahora. Con independencia de la historia anterior del terrorismo en la España contemporánea que no nos afecta aquí, el fenómeno actual tiene sus raíces en la época Franco, en relación con el nacimiento de actividades terroristas en el entorno del na cionalismo vasco (ETA) y otros nacionalismos (Terra Lliure, Exercito Guerrilleiro Do Povo Galego Ceibe) y algunas otras derivadas de la presencia de una nueva izquierda radical (GRAPO, FRAP). Indudablemente, la importancia de ETA desborda la de cualquier otra organización. Durante el régimen de Franco, ETA asesinó a 54 personas, en la época de UCD a 337, y en la socialista a 377. El total de muertes provocadas por los terroristas de ETA xxxxx desde la fundación de la organización hasta 1996 fue de 768 en más de 2.600 atentados, de los que se dedujeron además muchos heridos y daños. Se añadirían 109 secuestros. Las fuerzas de seguridad produjeron en la lucha contra el terrorismo 151 muertos y efectuaron 1.457 detenciones. El balance es, por tanto, trágico. ETA en el País Vasco y algunas otras pequeñas organizaciones en Cataluña y Galicia practicaron el terrorismo desde posiciones nacionalistas, en modo alguno de izquierda como pretendía su propio discurso, sino mucho más relacionables con la ideología fascista o nacionalsocialista. Sin embargo, existió también un terrorismo de extrema derecha formal, que produjo asesinatos como el de los abogados laboralistas de la calle Atocha, de Madrid, o el de los dirigentes de Herri Batasuna en el Hotel Alcalá, menos organizado en bandas identificables, y que tenía relación con la ideología franquista y sospechas de connivencia con fuerzas del propio Estado. El terrorismo, al menos el nacionalista, no era sin más lucha contra la dictadura de Franco, como demuestra el mero repaso a la extensión de sus acciones en el tiempo. Las acciones terroristas de ETA se recrudecieron con la llegada del régimen constitucional, aprovechando las ventajas transitorias de la dificultad de adaptación de la lucha antiterrorista a los principios del Estado de Derecho. Otros pequeños grupos de la extrema izquierda sí utilizaron el terrorismo como arma de lucha revolucionaria, política y social, en función de las características de la nueva izquierda surgida en los años 60. Pero la acción de estos grupos tuvo mucha menos importancia. Las estrategias de una organización como ETA han sido cambiantes a lo largo de sus prácticamente treinta años de existencia. Ha pasado desde la práctica de lucha contra la dictadura mediante la estrategia acción/reacción/acción hasta la de intentar doblegar al Estado a una negociación política. Este objetivo de negociar políticamente con el Estado, y con un supuesto «poder militar, a pesar de la existencia de negociaciones, como las sostenidas en Argel en 1989, sin éxito, nunca fue conseguido por la banda y sus apoyos políticos, con un programa de reivindicaciones nacionalistas fijado por la Alternativa KAS y con un brazo político visible que fue la coalición Herri 343
Batasuna. En el País Vasco, las estrategias de los grupos políticos frente al terrorismo han cambiado también a lo largo de este tiempo. No todos los partidos han denunciado con igual énfasis y sin ambigüedades la violencia política, en especial los nacionalistas, pero del intento de coordinación frente a ella nació el acuerdo llamado Mesa de Ajuria Enea, en la capital vasca, Vitoria, de resultados nada convincentes. En los años 80, la actividad asesina etarra se dirigió hacia militares, miembros de las fuerzas de seguridad o políticos (generales Lago y Quintana Lacaci, entre otros muchos, el senador Enrique Casas, la fiscal Carmen Tagle o el militar golpista Sáenz de Ynestrillas). Hubo un momento en que el método del asesinato de personas individuales por pistoleros fue sustituido, por decisión del grupo dirigente conocido como «Artapalo», por el del coche bomba con estragos multitudinarios (casa cuartel de la Guardia Civil en Sabadell, Hipercor de Barcelona o los reiterados cometidos en Madrid contra vehículos militares o de la Guardia Civil). Por el contrario, caían asesinados también por autores de identidad no aclarada algún etarra destacado, como Beñarán Ordeñana, Argala, o el dirigente de HB Santiago Brouard, mientras Moreno Bergareche, Pertur, lo era muy probablemente a manos de la propia banda, como también Dolores G. Cataraín, Yoyes, por intentar acogerse a las medidas de reinserción. En el objetivo antiterrorista del Estado la colaboración de Francia fue esencial, Pues los terroristas tenían realmente sus bases en territorio francés. Esta colaboración xxxxxxxxx
no fue, en principio, fácil y sólo empezó a ser operativa a mediados de la década de los 80, con los gobiernos socialistas en Francia y España. Tales dificultades de colaboración explican la aparición de organizaciones más o menos formales clandestinas de lucha contra el terrorismo, de las que se sospechaba una relación muy cercana con el aparato policial del Estado y con la extrema derecha. Organizaciones que empezaron siendo el «Batallón Vasco-Español» y ATE (Antiterrorismo ETA) hasta llegar a la más importante de todas, ya en la época socialista, los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación). A este último se le atribuyen 29 asesinatos y algunos secuestros entre 1983 y 1987. La colaboración francesa cambió los métodos, y con ella pudo lograrse la extradición de bastantes criminales y éxitos operativos importantes, como los de aprehensión documental en Sokoa, o la detención del grupo dirigente terrorista en Bidart. Los grupos de terrorismo antiETA dieron lugar a cuestiones de mucha importancia y repercusión política por la sospechada intervención en ellos desde el propio aparato del Estado, el Ministerio del Interior, según ha sido demostrado judicialmente en el caso de los GAL, con participación no sólo de funcionarios, como el caso arquetípico de los policías José Amedo y Miguel Domínguez, sino de políticos como José Barrionuevo, ministro del Interior, Rafael Vera, subsecretario, y otros como Julián Sancristóbal y dirigentes del PSOE como Eduardo García Damborenea. El caso del secuestro por error de un ciudadano vasco, Segundo Marey en 1983, que instruyó el juez Baltasar Garzón, fue desencadenante de todo el proceso judicial donde se implicaba la política de seguridad antiterrorista seguida por el PSOE y que llevó a la condena de varias personas, desde un ministro a funcionarios de policía. Con la cuestión de la lucha contra el terrorismo a través de medios ilegales aplicada desde el propio Estado, se relacionó el uso indebido de los fondos reservados que un Ministerio como Interior recibía cada año para aplicar a operaciones necesariamente secretas u opacas. El hecho de que los fondos reservados, siendo ministros Barrionuevo y Corcuera, fueran destinados, bien a financiar operaciones ilegales, 344
bien a ser repartidos de forma ilegal también entre altos cargos u otras personas como remuneración especial, formó parte de la amplia nómina de la corrupción destapada desde finales de los 80. 29.4. TRANSFORMACIÓN SOCIAL Y DETERIORO DEL CONSENSO. LA HUELGA DEL 14-D En 1986 comenzó una nueva fase de crecimiento económico. Afluían los capitales extranjeros, las empresas aumentaban sus beneficios, el mercado financiero y la Bolsa se adentraron en momentos de euforia, advino un auge inmobiliario, con subidas de los precios sin precedentes. Entre 1989 y 1991, la banca hizo negocios excepcionales. Toda la segunda parte de la década de los 80 fue de auge. El gobierno siguió a partir de 1986 una política de apoyo al crecimiento mediante liberalizaciones y liquidación de activos del Estado, reduciendo el sector público en 40 empresas del INI —algunas de gran volumen, Gesa, Endesa, Repsol, entre otras— que fueron privatizadas. El INI había perdido 500.000 millones de pesetas entre 1983 y 1987. SEAT fue también vendida, pero a costa de un saneamiento previo que costó 350.000 millones de pesetas, aunque salvando 35.000 empleos. La marcha de las empresas y el auge económico promovió una política de concentración capitalista, a cuya cabeza se encontraba la banca con una oleada de fusiones —Banco de Bilbao y Banco de Vizcaya se fusionan en el BBV, Central e Hispaxxxxxxxx noamericano, en 1991, formando el Central Hispano, el Banco de Santander acabaría después comprando el intervenido Banesto ya en los noventa— y también las Cajas de Ahorros. Bastantes empresas españolas de sectores clave serían compradas por multinacionales de la alimentación, comunicaciones, finanzas, etc. Las grandes fusiones dieron lugar a grandes plusvalías también cuyo pago el Estado condonó en gran parte, como ocurrió en la banca. La época de los grandes negocios llegó a España. Sin embargo, el crecimiento no sirvió para profundizar en los cambios estructurales. La Hacienda del Estado vivía igualmente un periodo de abundancia relativa. La recaudación fiscal del Estado aumentó enormemente, aunque sus gastos lo habían hecho igualmente de manera imparable. El déficit se consiguió rebajar hasta un 3,5% del PIB, el más bajo habido hasta entonces desde 1975. La inflación se situó un poco por encima del 3% y el crecimiento económico español de esos años fue bastante superior al de la media europea, situándose en el 5,6% en 1987, 5,2% en 1988 y 4,7% en 1989. En estas condiciones, pues, parecía haber llegado ya el momento del «reparto de la tarta» de la nueva riqueza generada y una de las primeras pruebas para ello sería la política salarial. Ahora bien, el gobierno socialista insistió reiteradamente ante empresarios y sindicatos en que había que practicar la «moderación salarial». No hubo otra doctrina frente a los grandes negocios empresariales, algunos de ellos simples y muy productivos «pelotazos». En 1987, Solchaga proponía una subida de salarios no mayor del 5%. Los sindicatos lo rechazaron. La conflictividad se desató de manera expansiva a la hora de firmar los convenios colectivos. Las perspectivas de ampliar el Estado del Bienestar parecían favorables y en esa tesitura Felipe González propuso una concertación de empresarios, sindicatos y gobierno para 1988 que fue imposible como se mostró al discutir los presupuestos del Estado. Fue así como se llegó a la huelga general de diciembre de ese año. En cuanto al mundo obrero, el poder salarial había subido entre 1983 y 1991 dos 345
puntos, bastante menos que los beneficios empresariales y menos que en la Comunidad Europea. La remuneración de asalariados suponía en 1982 el 52% del PIB y en 1991 había bajado al 49%. La cifras respectivas del excedente bruto de capital eran, por el contrario, del 48% y el 50%, respectivamente. El beneficio económico de la década estaba claro a favor de esta última magnitud y no en la remuneración del trabajo. Las diferencias sociales se habían acrecentado aunque el nivel de vida general hubiese subido. Fue entonces cuando UGT negó enfáticamente, por boca de su secretario general, Nicolás Redondo, que aquello pudiese ser llamado política socialista. La ruptura de los sindicatos con el gobierno socialista se venía gestando desde la Ley de Pensiones de 1985 que limitó el aumento de éstas y estrechó las condiciones para poder percibirlas, con gran oposición sindical. La tradicional hermandad y unidad de objetivos ideológicos, políticos y sociales, entre el PSOE y la UGT, que era una situación básica desde el origen histórico de ambas organizaciones, empezó a resquebrajarse. El sindicato socialista no podía secundar ya la política del PSOE, que había dejado hacía tiempo de ser un partido obrero y obrerista. Nicolás Redondo, secretario general de la UGT, abandonó entonces su escaño de diputado. Mientras, José Luis Corcuera, segundo de Redondo y futuro ministro de Interior, abandonaba la UGT para integrarse en el gobierno, como pasaría después también con Manuel Chávez. Al final de la década de los 80 ocurría un fenómeno de indudable alcance histórico en la sociedad española: la ruptura de un cierto consenso social interclasista que parecía simbolizar y representar la identidad PSOE/UGT, con raíces históricas fuerxxxxxxx tes, a causa del viraje del socialismo hacía el apoyo a los intereses del empresariado. Obviamente, la discrepancia del otro gran sindicato, Comisiones Obreras, era aún más temprana y contundente. Las consecuencias fueron duraderas. En 1988, el presidente del gobierno intentó maniobras de acercamiento a los sindicatos, muy encrespados por la cuestión salarial, las pensiones, la cobertura del desempleo, la política social en general y el Plan de Empleo Juvenil aprobado por el gobierno. El acuerdo fue imposible, al tiempo que se producía también una situación inédita preñada de consecuencias futuras: la concertación de acciones entre las grandes centrales sindicales. Concertadas, pues, las centrales convocaron una huelga general para el 14 de diciembre. La huelga fue un rotundo éxito, y su seguimiento, casi absoluto. Los huelguistas consiguieron paralizar la vida pública, controlar los medios de comunicaciones del Estado, como la radio y la televisión, el cierre de los comercios e industrias y la paralización de la enseñanza. Las calles de las ciudades aparecían desiertas. No hubo incidentes notables, constituyendo un fenómeno sin precedentes, con la paradoja sensacional de tratarse de una huelga de trabajadores contra un gobierno socialista precisamente. El desconcierto entre muchos de sus dirigentes y gobernantes fue notable. Aun si lo pretendía, lo que no parece que fuera el caso, la huelga no tuvo consecuencias políticas apreciables ni las sociales fueron inmediatas. Curiosamente, en el sector del PSOE donde la huelga fue menos entendida, más denostada, más descalificada con toda clase de dicterios y manifestaciones contrarias, fue en el sector supuestamente más izquierdista, el que controlaba Alfonso Guerra. Al otro lado, el núcleo de los futuros «renovadores», con Solchaga, daban ya por descontado que el PSOE no era un partido obrero y no tenía por qué coincidir con la visión del sindicato. Pero el partido, y sobre todo su núcleo dirigente, se repuso pronto de aquel choque. Por ello, se pudo decir que la huelga había desperdiciado una gran ocasión de hacer cambiar rotundamente la actitud del gobierno y, de paso, dar un gran salto ade346
lante en la construcción de un Estado del Bienestar, dadas las muy favorables condiciones españolas e internacionales. La huelga era, en cualquier caso, un síntoma de la ruptura social introducida por el cambio operado en la posición socialista y su abandono total de una política en interés de la clase trabajadora. Los sindicatos inaugurarían una época de acción concertada que, en sus líneas generales, no se ha roto ya. Lo cierto era que los mecanismos puestos en marcha por el gobierno para recuperar el consenso eran siempre los mismos: intento de pactos o concertaciones «a tres bandas» —sindicatos/patronal/gobierno— sobre políticas de rentas en un país en que los obreros en diez años habían perdido poder adquisitivo neto, lo mismo que el funcionariado, mientras crecía la desigualdad y la clase patronal era cada vez mas próspera. El único interés del gobierno y empresariado era reducir los costes laborales para aumentar los beneficios con la coartada de que así se generaría inversión. Pero el mercado español muy difícilmente generaba nuevos puestos de trabajo. Aun así, la realidad fue que la huelga de diciembre de 1988 incidió, a medio plazo, en una modificación de la política social del gobierno del PSOE, de forma que a partir de 1989, después de que la economía había crecido bastante en los cuatro años anteriores, fue cuando verdaderamente creció el gasto social y se intentó negociar de cerca con los sindicatos. En 1990, el gobierno accedió a pactar con ellos un plan de estabilidad para impedir el deterioro de las pensiones, pero al tiempo las condiciones económicas empezaban a empeorar de nuevo, la inflación a subir y, con ello, la espiral del desempleo crecía con cierto vértigo.
29.5. EUROPA, MAASTRICHT Y LOS PROBLEMAS DE CONVERGENCIA Con independencia de las dimensiones puramente económicas, la evolución de la unificación europea desde una Comunidad Económica hasta llegar a una Unión Europea tiene una importancia política para España de la que no es exagerado decir que abre una etapa nueva en la historia de las relaciones exteriores españolas al comienzo de los años 90. Lo cual no era, desde luego, sino un paso más en las perspectivas que se abrieron en 1986 con la integración plena en la CEE. Es cierto que, al convertirse en un miembro más de una gran unidad supraestatal, España y su política exterior perdían una parte de su autonomía, pero ello no disminuía lo más mínimo la fundamental importancia de entrar en una situación europea que reconciliaba definitivamente a España con su historia y con su entorno. Otra cosa era que la Unión Europea siguiese siendo sobre todo un «mercado», según decían posturas muy críticas hacia ella, como la mantenida siempre por la coalición Izquierda Unida. Era preciso crear una Europa social y una Europa como ideal político. La CEE y luego la Unión Europea no han significado la aparición de una nueva potencia política, pues la UE no tiene una política exterior común y ha fracasado en ciertos problemas internacionales que la afectaban directamente, como el gran conflicto de la ruptura de la antigua Yugoslavia. No obstante, los pasos dados en la década de los 90, teniendo a España como socio de pleno derecho, constituyen un hito histórico definitivo, seguramente único. En 1985, antes de que España fuera miembro de pleno derecho de la CEE, se firmó el Acta Única Europea, ratificada en 1987, por la que se creaba el mercado unificado que comenzaría a funcionar en 1993. En la reunión de Hannover de junio de 1988, el Consejo Europeo encargaba al presidente de la Comisión de la CEE, Jacques Delors, un informe acerca de cómo se podría ir progresando hacia la unión eco347
nómica y monetaria. Ese informe estaba preparado para ser discutido en la reunión de Madrid de junio de 1989 con la que se cerraba la etapa de la primera presidencia española de la CEE. La primera etapa de la UEM (Unión Económica y Monetaria) se fijaba para comenzar el 1 de julio de 1990 y se ratificaría en la cumbre de Roma de diciembre de 1990. En la historia de la Comunidad Europea, la integración de España coincidió con el desenvolvimiento de una etapa frenética de paso hacia una mayor y definitiva integración económica en la que el país desempeñó siempre, de la mano de Felipe González, en lo más positivo de su acción política, un gran papel europeísta. En mayo de 1991 se produce otro hecho crucial: la reunión de los ministros de Hacienda de la CEE en Luxemburgo donde se acuerda que los Estados pongan en marcha programas de convergencia económica para preparar la implantación de la moneda única europea. El plan genérico presentado en Luxemburgo era algo oscuro y suponía un fenomenal reto para España. Los acontecimientos decisivos tendrían lugar poco después bajo la presidencia holandesa y se plasmarían en la reunión en la ciudad de Maastricht, los días 9 y 10 de diciembre de 1991, en que se preparó el Acuerdo de la Unión Europea o Acuerdo de Maastricht. El Tratado se firmó el 7 de febrero de 1992, por los ministros de Asuntos Exteriores y de Economía y Finanzas de los doce países miembros y se ratificó en París en el mes de septiembre. El Acuerdo de la Unión Europea se concebía como xxxxxxxxx
una reforma del Tratado de Roma, creador de la CEE, y estaba dirigido esencialmente al establecimiento de una moneda única con las instituciones necesarias para ello como un Banco Central Europeo. Pero se trataba de un acuerdo tan ambicioso que los obstáculos políticos que surgieron en el proceso de ratificación fueron señaladamente grandes. El Tratado contaba ya con que países como Gran Bretaña quedasen fuera, pero la resistencias en Francia o Dinamarca fueron inesperadas. En España, la opinión europeísta fue siempre ampliamente mayoritaria, con sólo limitados núcleos de oposición, como la de Izquierda Unida, que veían una Europa meramente económica y construida sin un consentimiento explícito de los pueblos, obra sólo de la elites políticas. En 1992 proliferaron los pronunciamientos claramente pesimistas sobre el futuro del Tratado de Maastricht. La unión monetaria se preveía para 1999, con la puesta en circulación de la moneda única como valor de cuenta y cambio. El proceso de convergencia española con las economías europeas para ponerse en situación de entrar en el grupo de países que adoptarían la moneda única fue enormemente problemático en toda la primera mitad de los años 90. Nunca llegó a alcanzar los requisitos necesarios bajo el gobierno socialista, concluido en mayo de 1996, con la economía dirigida por Solchaga y luego por Pedro Solbes. Solchaga practicó una política errática y poco clara con una economía mundial en franca recesión, que tampoco favorecía al caso español, y con paro que alcanzaba el 24%. Los requisitos para la integración afectaban a cinco magnitudes: inflación, tipos de interés a largo plazo, déficit público, deuda pública y tipo de cambio. Todavía en 1996, España no cumplía el mínimo exigido en ninguno de ellos, junto a Grecia, Italia y Portugal, y el único país de la UE que cumplía todos era Alemania. La inflación mínima era del 3,1% y España tenía el 4,7%; los tipos de interés no podían subir del 10,8% y en España estaban al 11,4%; el déficit público no podía desbordar el 3% del PIB y la deuda pública el 60%, siendo las magnitudes españolas respectivamente del 6,7% 348
y el 63,5%. Tampoco se cubría el tipo de cambio de referencia de la moneda en el SME. En los últimos tiempos de gobierno socialista se pensaba que España no podría estar entre los países que adoptaran en un primer momento el euro, o moneda única, sino entre los de «segunda velocidad».
CAPÍTULO XXX
El declive del PSOE (1993-1996) 30.1. DIEZ AÑOS DE REFORMISMO Entrados ya en la década de los 90, era notorio el agotamiento del programa socialista de 1982, en materia económica, social y autonómica, sobre todo. Esto había venido haciéndose notar más desde que se produjo la ruptura ejemplificada por la huelga de 1988. Además, poco después de la llegada de los años 90, la economía entraba en fase recesiva sin que hubiera recetas nuevas para enfrentarla. Los fastos del año 1992, detuvieron esa sensación de agotamiento, pero transcurridos éstos, la antigua realidad renació con fuerza. A los problemas económicos y sociales ya desencadenados, desempleo, inflación creciente, detención del crecimiento, vinieron a sumarse algunos nuevos fenómenos políticos, como el que pronto se llamó de la «corrupción», que incidirían en esa imagen de un partido en el poder que tenía que practicar una política a la defensiva. A finales de 1992, por tanto, después de los acontecimientos conmemorativos e internacionales que habían tenido lugar en España —Expo de Sevilla, Olimpiada de 349
Barcelona, y antes, el final de la presidencia semestral de la CEE y otros éxitos de política internacional—, parecía agotado un ciclo de diez años. Desafortunadamente, la década de gobierno socialista se alcanzaba en medio de una crisis económica: devaluación monetaria, reducción de la producción y del gasto, y de una crisis social. Pronto se sumarían a ellas la crisis política. Está justificado hablar, por consiguiente, de un cierto declive del programa de gobierno del partido socialista. El PSOE había abandonado cualquier política con mínimas señas de identidad tradicionales en la ortodoxia socialista y había roto con el sindicato. El declive del gobierno socialista tenia, a su vez, dos manifestaciones principales: la práctica de una política sin nuevas ideas, sin tomar grandes y graves decisiones que eran precisas, y la pérdida creciente de credibilidad ante la opinión. No obstante este panorama, al llegar el año 1992 el partido en el poder se ocupó ya de presentar ante la opinión pública, gracias al dominio de los medios de comunicación y de una activa campaña de propaganda escrita, su visión de los diez años de gobierno socialista como «década del cambio». Esa visión muy en positivo y hasta triunfalista del gobierno socialista no tenía en cuenta los problemas que habían ido apareciendo especialmente desde el comienzo de los noventa. La propaganda gubernamental, siempre hábil en encontrar fórmulas penetrantes, designó sintéticamente las décadas de la historia española transcurridas desde la guerra civil con los nombres xxxxxxx para cada una de autarquía, estabilización, «desarrollismo», transición y cambio, sucesivamente. Esta última, como es obvio, sería la primera de gobierno del PSOE. ¿Fueron realmente esos diez años, 1982-1992, una época de cambio y, sobre todo, de progreso? La respuesta es positiva, desde luego, pero tiene que ser matizada. Como han dicho algunos destacados militantes socialistas, la obra realizada por el PSOE en los diez años primeros de gobierno poco o nada tenía que ver con la socialdemocracia. Lo cual es indudablemente cierto. Pero lo es también que la propia socialdemocracia a escala europea había cambiado también mucho, especialmente en la década de los 90, de lo que son muestra sobre todo el caso británico y el germano. El intento del Partido Socialista español fue siempre colocar su imagen ideológica y política en el «centro», y en tal pretensión coincidían prácticamente las dos grandes alas del partido. Disentía de ello la única corriente oficialmente admitida como tal, Izquierda Socialista. En cualquier caso, la obra de gobierno socialista fue duradera y los cambios introducidos en el país fueron tangibles. Se llevaron a cabo importantísimos cambios legislativos, en materias sociales, económicas, referentes a las Fuerzas Armadas o a la seguridad pública, la sanidad, educación y demás. Se acometieron importantes obras de infraestructura en todo el país: autovías, aeropuertos, ferrocarril moderno de alta velocidad (AVE), aunque se cerraron bastantes líneas antiguas. Fallaron, sin embargo, cometidos como el de conseguir un real cambio en el panorama laboral incidiendo en los problemas del empleo o el de la reforma de la Administración y el «cierre» del Estado Autonómico. La Función Pública seguiría siendo un problema en España y la prueba de ello es la reiterada legislación sobre el asunto. No hubo una verdadera reforma de la Administración, de las escalas y cuerpos de funcionarios y las formas de acceso. No se consiguió mayor simplificación, racionalización y rentabilidad —eficacia en función del costo— de la Administración pública, haciendo desaparecer privilegios y corruptelas. Se introdujeron peligrosamente principios de arbitrariedad en la designación de funcionarios para puestos específicos, puestos de libre designación, o desactivaron las funciones como la de los interventores en los grandes organismos públicos. 350
La vida política se estabilizó en la década pasando el sistema democrático a ser una realidad prácticamente no discutida más que por los grupos que apoyaban el terrorismo o por algunas organizaciones marginales. En España, sin embargo, no floreció nunca una extrema derecha potente enemiga del sistema. Se activó la labor legislativa, aunque el Parlamento no fue una verdadera caja de resonancia de la vida del país, tal vez porque la continua mayoría absoluta socialista fue un freno para ello. Cada vez se hacía más impensable, a medida, sobre todo, que se producía la incorporación de España a las grandes organizaciones supraestatales, una vuelta atrás, con procesos involutivos significativos. La amenaza del terrorismo para la democracia se vio cada vez más que era incapaz de materializarse, pese a sus estragos sociales, en movimientos involutivos. En 1992 quedaban todavía incumplidas algunas promesas electorales que iban desde una Ley de Jurado, en materia de Justicia, hasta una Ley de Huelga, pasando por los Estatutos definitivos de Ceuta y Melilla, la regulación del Consejo Económico y Social del Estado, la Ley de Objeción de Conciencia para asuntos militares o la de Colegios Profesionales. Y, además, terminaba con crisis. Crisis que se materializaba, entre otras cosas, en lo que parecían dificultades difícilmente superables para integrarse plenamente en las nuevas metas que se avecinaban a comienzos de los 90 en xxxxxx la Unión Europea, como la de la moneda única. Éste era el problema de la «convergencia». La transformación de las propias realidades sociales del país fue y evidentes realidades sociales que evolucionaron al ritmo del crecimiento económico o que fueron objeto de acciones políticas. Las leyes sobre divorcio —anterior a la etapa socialista— y el aborto, entre otras, eran prueba de la presencia de nuevas mentalidades. Evolucionó la familia en su composición, papel y permanencia. La incorporación femenina al mercado de trabajo se amplió, aunque en límites aún bastantes inferiores a los de la Unión Europea. Se expandieron decisivamente también las coberturas del sistema educativo y el sanitario. Una de las grandes transformaciones de la vida pública fue la creciente importancia e influencia de los medios de comunicación: la televisión, sobre todo por su audiencia masiva, y la prensa, por su capacidad para crear opinión en círculos algo más restringidos. La prensa ha levantado escándalos o los ha creado ella misma y ha participado plenamente de la lucha política. Entre 1982 y 1993, el PSOE perdió votantes, aunque en 1996 los recuperó en parte hasta superar los nueve millones. Pero también lo hizo el PP. Su credibilidad política sufrió un retroceso con la aparición de los escándalos de corrupción y con las dificultades para la concertación social con sectores como los sindicatos. El prestigio del presidente del Gobierno se mantenía, no obstante, todavía alto. Todas las encuestas de opinión destacaban siempre a Felipe González como el político más valorado. Había transcurrido una década de gobierno socialista y la opinión que reflejaban las variadas encuestas en la población era la de una mayoría que juzgaba positivamente lo hecho en ese tiempo, pero había altos porcentajes de otras opiniones menos favorables. 30.2. UNA POLÍTICA EN MINORÍA Una situación inédita en la vida política española desde 1982 se presentó ahora: 351
la de un gobierno sustentado por un partido en minoría en el Parlamento. La cuestión era que ante la crisis que ganaba en profundidad, ante el cúmulo de problemas, el desvelamiento ante la opinión de nuevos casos de corrupción y la presión de la opinión pública (por ejemplo, el abucheo por estudiantes en la Universidad Autónoma de Madrid que sufre el presidente cuando iba a dar una conferencia), Felipe González anuncia el 12 de abril de 1993 la disolución del Parlamento y la convocatoria de elecciones generales para el 6 de junio del mismo año. El PSOE ganó una vez más las elecciones en 1993, pero lo fue por vez primera sin mayoría absoluta. Estas elecciones se celebraron en un clima en el que, por vez primera también, el pronóstico sobre el ganador no era claro, cosa que no había ocurrido en ninguna de las convocatorias anteriores. En la campaña electoral previa a la votación, tuvieron lugar, por vez primera, debates públicos televisados de líderes políticos. Los vencedores de estos debates fueron alternativos. La opinión se inclinó primero por José María Aznar, líder del Partido Popular, pero la superior habilidad y flexibilidad dialéctica de González se impuso después. En todo caso, las encuestas de opinión mostraban un gran avance del Partido Popular en la intención de voto, mientras el partido en el poder, el PSOE, acusaba visiblemente la crisis interna.
La campaña electoral de los socialistas, y del jefe del Gobierno en particular, había realizado un esfuerzo por recuperar la iniciativa política. Esta vez la campaña fue dirigida personalmente por González y no por Guerra. González había hablado de la unidad de la izquierda y de un cambio de rumbo. Se acudió al gesto, para demostrar la disposición a atajar los males de la corrupción y la falta de transparencia, de atraer al juego político a jueces destacados por su trabajo en cuestiones graves como el narcotráfico o la corrupción, así Baltasar Garzón, puesto en la cabecera, detrás de González, de las listas por Madrid y Ventura Pérez Mariño. González declararía querer unir a la izquierda, pero los sindicatos e Izquierda Unida se mostraban escépticos. Las elecciones tuvieron una alta participación, el 77% del electorado. El PSOE acabó obteniendo alrededor de un millón de votos más que el PP, nueve millones frente a ocho. Con 159 escaños, el partido en el poder perdía por vez primera la mayoría absoluta, mientras el PP subía a 141, el mayor número alcanzado nunca. La llegada de José María Aznar a la jefatura del partido mostraba ya el cambio operado. La polarización de la opinión perjudicó a Izquierda Unida, que aun así elevó su número de diputados hasta 18 con 2,1 millones de votos. CiU, 17 escaños; PNV, 5; Coalición Canaria, 4; Herri Batasuna, 2, eran otros resultados destacables que mostraban la estabilidad del nacionalismo y la persistencia de nacionalismos minoritarios como el PAR aragonés, la UV valenciana o EA vasca que, junto a Esquerra Republicana de Cataluña, obtenían un escaño cada uno. Se quedaban sin representación el CDS de Suárez, que sería disuelto poco después, y el Partido Andalucista, en clara decadencia. Congreso de los diputados
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Senado
Al perder la mayoría absoluta, el PSOE se veía obligado después de diez años a buscar apoyos políticos para poder gobernar, intentando una coalición de gobierno o un apoyo parlamentario pactado. Lejos de dar cumplimiento a las ideas sobre unidad de la izquierda y dadas las condiciones drásticas de cambio de política que IU imponía para apoyar a Felipe González, el PSOE buscó aliarse con las fuerzas nacio353
nalistas. Se abrió un periodo de alianzas tácticas con el nacionalismo catalán, situación que seguiría dándose también después de la salida del PSOE del poder en 1996. CiU, liderada por Jordi Pujol, dominante en Cataluña, prestó ese apoyo al PSOE en la legislatura de 1993, bajo el lema siempre de una contribución «a la gobernabilidad de España», que traslucía en realidad un pacto con grandes ventajas económicas y de transferencias de competencias para los conservadores catalanes. La política del PSOE se basaría, pues, en la alianza con la derecha nacionalista, lejos de hacerlo con la izquierda a la que manifestaba querer unir. Y es que el programa de Izquierda Unida era mucho más radical en economía, políticas sociales y actitudes en la Unión Europea que el que propugnaba el PSOE. El 12 de julio se constituyó un nuevo gobierno que tenía como vicepresidente a Narcís Serra, con algunos hombres nuevos como el fiscal Juan Alberto Belloch en Justicia, y con un equipo económico presidido por Pedro Solbes, al salir definitivamente del gobierno Carlos Solchaga. Javier Solana pasaba a Asuntos Exteriores, y había dos nuevas mujeres ministras, Carmen Alborch en Cultura y Cristina Alberdi en Asuntos Sociales. El ministro del Interior José Luis Corcuera dimitiría en noviembre de este año, cumpliendo el emplazamiento que se había hecho a sí mismo previamente de hacerlo si el Tribunal Constitucional declaraba inconstitucionales algunos artículos de la Ley de Orden Público aprobada bajo su impulso ministerial. Fue sustituido por Antonio Asunción, dimitido, a su vez, a causa del «asunto Roldán», en xxxxxxxxx
abril de 1994, haciéndose cargo entonces del ministerio Juan Alberto Belloch, que rige así conjuntamente Justicia e Interior. En el periodo 1993-1996, la movilidad de los gobiernos fue mayor, pero no por voluntad del presidente, sino por las circunstancias políticas desfavorables para el partido en el poder que dan lugar a dimisiones en número desusado. El vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, y el ministro de Defensa, Julián García Vargas, han de dimitir en junio de 1995 a causa del asunto de las escuchas telefónicas ilegales en las que estaba implicado el CESID (Servicio de Información de la Defensa), dirigido por el general Alonso Manglano. Antes, había dimitido el ministro de Agricultura, Vicente Albero, al descubrirse que había defraudado a Hacienda. El último gobierno de Felipe González en el periodo se constituye a fines de junio de 1995 y duraría aproximadamente un año. No tuvo ya vicepresidencia y se mantuvo estable, salvo por la salida del ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, que ocuparía entonces la secretaría general de la OTAN en Bruselas. La política explícita de Felipe González se orientaría ahora hacia las cuestiones internas como el saneamiento de la vida pública tras los episodios más sonados de corrupción en la etapa anterior y hacia una política económica, dirigida por un experto en temas europeos como Solbes, que buscaría no perder el tren de la integración económica y no reducir al país a un segundo plano en Europa. Desde 1991 habían empezado a darse los síntomas de un nuevo cambio de fase económica que tomaron cuerpo cuando pasaron los efectos del año 1992. Así lo mostraba, por ejemplo, el problema monetario. En 1992 hay que proceder a devaluar la peseta, con las implicaciones que ello tenía estando ya España dentro del Sistema Monetario Europeo (la «serpiente monetaria»). La peseta fue devaluada, al tiempo que Italia y Gran Bretaña sacaron sus monedas del Sistema Monetario Europeo. Mientras, los sindicatos volvían a plantear huelgas concertadas, aunque ya sin el éxito de la de 1988. 354
A partir de 1992, toda la situación internacional se deterioraba al sumarse tres elementos negativos contra el efecto «locomotora» en los mercados mundiales: el saneamiento financiero en los Estados Unidos, el gasto de la reunificación en Alemania, que llevó a una política muy restrictiva del Bundesbank, y los problemas de requebrajamiento financiero en Japón. Los indicadores económicos españoles se presentaban francamente desfavorables. Muchos expertos económicos señalaban, aún en estas fechas, después de diez años de una nueva política, la rigidez de la economía española, todavía notablemente alejada de los estándares europeos. La inflación vuelve a ser alta, el déficit público no se rebaja pese a presupuestos claramente restrictivos, aumenta el desequilibrio exterior por una política de mantenimiento alto de la cotización de la peseta y el nivel de ahorro interior es insuficiente. Todo ello, más la rigidez del mercado de trabajo. Desde 1992, la política económica se convierte en el interior del PSOE en un motivo grave de división y de enfrentamiento entre el sector guerrista y Carlos Solchaga. Todo esto, además de los problemas de la política de convergencia y la oscuridad de ciertas indulgencias del ministro en algunos de los escándalos financieros del momento, fuerzan su salida tras las elecciones de 1993. Por añadidura, uno de los problemas económicos fundamentales y de los obstáculos para la convergencia española en la UE era, sin duda, el del volumen de los gastos del Estado, que daba lugar al elevado déficit público. La política económica y social del PSOE, así como el continuo aumento del funcionariado y de los gasxxxxxxxxxx
tos consuntivos, arrastró progresivamente hacia un aumento muy importante del gasto público y con ello, dadas también las imperfecciones del sistema fiscal, a un aumento del déficit público imparable. La economía sumergida, por ejemplo, se calculaba en 1992 en el 10% del PIB. Ese déficit no podía ser resuelto sino con Presupuestos de Estado muy restrictivos en gastos y por una decidida lucha contra el fraude fiscal. Ambas políticas fueron emprendidas ya por Solchaga y continuadas por Solbes. Consecuencia de una política económica anterior expansiva y permisiva fue el repunte de la crisis bancaria, ahora por motivos especulativos, como mostró el caso del Banco Español de Crédito, gobernado por Mario Conde, que fue intervenido por el Banco de España el 28 de diciembre de 1993, sus altos cargos destituidos y posteriormente procesados y en su lugar colocado un gestor oficial, Alfredo Sáenz, procedente del Banco de Santander. Pero éste no sería ni mucho menos el único escándalo. Le acompañó el de la Banca Ibercorp, con implicaciones del propio gobernador del Banco de España, los del empresario Javier de la Rosa y otros menores que salpicaban a muchos importantes personajes. En el caso de Banesto, no faltó en los medios de comunicación y en la vida política quienes vieran en la intervención una maniobra política contra las veleidades también políticas de Conde. Los procesos judiciales continuaban todavía al final de la década. En el terreno laboral y de concertación, la situación de estos tres últimos años de gobierno no fue menos complicada. La principal cuestión, el desempleo, volvió a agravarse. Y ya no era sólo el problema de su nivel altísimo, sino que, como diría el ministro Solbes, se destruía muchísimo empleo del existente. Quizás 500.000 puestos en 1992. El entendimiento con los sindicatos fue imposible y las relaciones con la UGT empeoraron, incluso, cuando el partido desde el poder intentó agudizar la crisis del sindicato y de su secretario general, Nicolás Redondo, a raíz del oscuro asun355
to del Patronato Sindical de Viviendas (PSV), donde se produjeron irregularidades económicas y financiación ilegal del sindicato, lo que llevó a una clara desestabilización de la UGT, con el procesamiento y encarcelamiento del gerente de PSV, Carlos Sotos, y la entrada en prisión también de Paulino Barrabés, antiguo secretario de Finanzas de UGT, junto al procesamiento de otros dirigentes por problemas de financiación irregular del sindicato. De hecho, el apartamiento de UGT con respecto al PSOE y su política social había sido casi obra personal exclusiva de Nicolás Redondo, a quien el PSOE no perdonó su actitud y por ello no hizo absolutamente nada para paliar la crisis sindical, sino más bien todo lo contrario. Tras atravesar momentos de intenso desprestigio, Nicolás Redondo dejó la secretaría del sindicato en 1994, con aureola de hombre honesto, y en las elecciones para la sucesión triunfó el andaluz Cándido Méndez. El relevo en CC.OO. en la secretaría general se había producido antes, y allí el histórico Marcelino Camacho, hombre neto del PCE, fue sucedido por el mucho más pragmático Antonio Gutiérrez. La política del PSOE se encontraba ahora, también, ante una dimensión nueva y muy determinante: la necesidad de tener que concertarse con los intereses del nacionalismo catalán. Ello es una de las causas, desde luego, de la reapertura en los años 90 de un vigoroso debate en ambientes políticos y de opinión acerca del modelo de Estado Autonómico, recusado desde instancias nacionalistas, debate que no ha cesado hasta la actualidad. Los grupos nacionalistas destacaban especialmente en sus alegaciones los problemas de autonomía por creer escasa su capacidad de autogobierno, xxxxxxxxxxx reclamando siempre mayores cotas de competencias, junto al problema de la financiación, lo que les llevaba hasta el planteamiento y la exigencia de un nuevo diseño de la recaudación fiscal del Estado y su reparto entre las Autonomías. En este contexto se sitúa la petición explícita del nacionalismo catalán de la cesión a las Comunidades Autónomas del 15% de la recaudación de la Hacienda del Estado en los respectivos territorios. Este problema en especial y otros del Estado Autonómico dieron lugar a confrontaciones políticas de importancia. No todos los gobiernos autonómicos compartían esa opinión sobre el reparto fiscal propuesto, del que disentían Autonomías como Andalucía, Extremadura o Galicia. Para Cataluña, pesaba mucho el modelo vasco de Concierto Económico con el Estado, que también reclamaron en algún momento. Por otra parte, el presidente de Galicia, Manuel Fraga, era el promotor de la idea de una Administración Única, es decir, una reforma de la administración del Estado que evitara duplicidades, muy frecuentes, y que hiciera responsables a las propias Autonomías con sus burocracias de los servicios del Estado en sus territorios. La idea fue rechazada por el Estado, pero nunca ha dejado de estar presente. En cualquier caso, los conflictos entre el Estado y las Comunidades aumentaron y también los litigios entre ambos en el Tribunal Constitucional. 30.3. LA CORRUPCIÓN Y LA CRISIS DEL PARTIDO GOBERNANTE Al final de la década de los 80 y, sobre todo, en la primera mitad de los 90, empieza a trascender ampliamente a la opinión pública la existencia de casos de corrupción administrativa y política en diversas esferas del poder y de irregularidades en el mercado empresarial que implicaban también a políticos. La prensa desempeñaría un 356
papel principal para el conocimiento público de estas irregularidades de la política española. El uso desviado de los caudales públicos o el enriquecimiento de personas amparadas en el poder político fueron las primeras y más importantes manifestaciones del fenómeno. La revelación de estos hechos al dominio publico se abrió con el llamado en su origen «caso Juan Guerra», a las pocas semanas de que el PSOE ganara las elecciones en la convocatoria de octubre de 1989, denunciado por la prensa después de las revelaciones de algunas personas. La corrupción administrativa y política no era, desde luego, una cosa nueva en la política. La cuestión ahora era que se producía tras una larga permanencia en el poder de un mismo partido, amparado en la mayoría absoluta y en cuyo discurso figuraba siempre la honradez y el reformismo. Juan Guerra, hermano del vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, había hecho uso en Sevilla de dependencias oficiales para realizar negocios privados en los que intervenían algunas autoridades municipales, evidentemente con conocimiento del vicepresidente. El descubrimiento público de este hecho no fue sino el comienzo de una gran oleada de «escándalos» que afectaron a muy diversos personajes de la vida pública, y no sólo del partido en el poder, sino también del de oposición, el Partido Popular, y otros como CiU. Desde 1989 hasta 1996 —y las prolongaciones judiciales desde esa fecha hasta hoy—, una lista de escándalos de corrupción recorrió la vida pública española. Se trataba de asuntos tan variados, entre otros, como la existencia de empresas dedicadas a recaudar fondos para partidos —Filesa, mayo de 1991, y otras—, de un tesorero del xxxxxxx PP, Rosendo Naseiro, que obtenía fondos para el partido por medios irregulares, en 1990, de políticos como Luis Roldán o el que fue presidente de la Comunidad Navarra, Pedro Urralburu, y algunos otros más, que cobraban comisiones de concesionarios del Estado. Del caso del gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, en 1992, que utilizaba información privilegiada para sus negocios privados, que fueron los más espectaculares. O de los negocios de Antón Cañellas, presidente de la Comunidad Balear y la financiación mediante comisiones cobradas a los casinos para la financiación de CiU y, en fin, de la obtención de comisiones por parte de las empresas que consiguieron contratos para la construcción del AVE, en 1992. La corrupción, en efecto, se relacionaba fundamentalmente con cuatro tipos de actividades. La financiación ilegal de los partidos políticos (cuyo ejemplo fue el «caso Filesa» en el PSOE, el «caso Naseiro» en el PP o el «caso de los casinos de Cataluña» en CiU); el despilfarro presupuestario (privilegios para los políticos, uso indebido de los caudales públicos o cuentas como las de la Expo de Sevilla); el clientelismo en la Administración que propiciaba el encargo de servicios a entidades o personas amigas o familiares y el cobro de comisiones por la concesión de servicios a determinadas empresas (Guardia Civil, los contratos para construcciones y demás, el AVE, etc.), y, en fin, el uso del cargo público para enriquecerse de cualquier forma, cuyo arquetipo fue Luis Roldán, durante años director general de la Guardia Civil. Lo cierto era que muchas de estas irregularidades, de las que en forma alguna participaban sólo los políticos y, por lo demás, no todas demostradas judicialmente, reflejaban lo que el periodo de euforia económica de la segunda mitad de los 80 había traído para la expansión de los negocios, en conexión siempre también con una política de permisividad y el auge del mundo social de la beautiful people, o de 357
ciertas elites sociales de vida frivola conectadas con círculos del poder. Personajes como Boyer, Solchaga o Rubio se mezclaron en esas elites de los negocios fáciles con empresarios de éxito o especuladores, de los que podrían ser ejemplo «los Albertos», De la Rosa, Conde y demás, o personajes de más alta alcurnia como Prado y Colón de Carvajal. Dos de estos casos de corrupción tuvieron máximas consecuencias políticas, el de Juan Guerra y el de Luis Roldán. Alfonso Guerra se vio obligado a explicar en el parlamento, el 1 de febrero de 1990, las actividades de su hermano e intentó justificarlas, mientras el asunto adquiría estado judicial. La situación acarreó una crisis de confianza en el seno de la dirección del partido y desembocó en la dimisión del vicepresidente en enero de 1992. Desde entonces se exacerbó el asunto del «guerrismo» y de su influencia en el seno del PSOE. El «caso Luis Roldán» era de otra especie y aún más grave. Durante su mandato como director general de la Guardia Civil desde 1986, había aprovechado todas las concesiones de obras para edificios de la Guardia Civil y todos los servicios necesarios para abastecer a la entidad —vehículos, medios electrónicos, etc.— para enriquecerse personalmente con comisiones cobradas a los concesionarios, de las que participaban también otros mandos. Las primeras denuncias aparecieron en la prensa en noviembre de 1993 y, después de intentar defenderse, Roldán dimitió en diciembre del mismo año. En este caso, por su gravedad, no sólo hubo un proceso judicial, sino también una comisión parlamentaria de investigación. Acosado judicialmente, Roldan decide huir del país el 29 de abril de 1994, y ello acarreó la dimisión del ministro del Interior Antonio Asunción, sucesor de José Luis Corcuera, a quien en un moxxxxxxxx mento estuvo a punto de suceder el propio Roldán. En febrero de 1995, Roldán es localizado en Laos y traído a España en condiciones no del todo claras. Los procesos judiciales se acumulan desde entonces con acusaciones múltiples, siendo evaluado el dinero retenido sólo de la Guardia Civil —sin la apropiación de fondos reservados— en casi 1.500 millones de pesetas. De cualquier forma, el problema en el mundo de la política era reflejo de la existencia habitual de ciertas prácticas extendidas de corrupción y amoralidad en el mundo de los negocios, especialmente en los de construcción, financieros o financieroespeculativos sin más. El fraude fiscal ha sido otra práctica comúnmente desarrollada a través de la economía sumergida, el impago del IVA, el uso de información privilegiada, la exportación ilegal de capitales o la ocultación de fondos obtenidos ilegalmente en comercios ilícitos —«dinero negro». En la época hubo, además, dos grandes escándalos y otros menores protagonizados por financieros muy conocidos: el de Mario Conde con el uso fraudulento del capital del Banco Español de Crédito para su enriquecimiento y el de sus colaboradores, aún hoy en proceso judicial, y el de Javier de la Rosa y sus manejos al frente del gran holding de KIO (Kuwait Investiment Office), o su estafa en la empresa semipública Grand Tibidabo. Ambos empresarios han pasado por la prisión. La mayor parte de estos acontecimientos o quedaron sujetos a procesos judiciales o era muy difícil obtener pruebas inculpatorias de ellos. Bastantes personajes de la política acabaron en prisión —Roldán, Urralburu, Sala, Navarro, etc. La fiscalización de la acción administrativa y política no es siempre fácil, y menos, en un Parlamento dominado absolutamente por un partido. Desde muy pronto empezó la práctica de pagar comisiones a políticos por obtener concesiones públicas, y ello ocurrió a partir de 358
la expansión económica advenida desde 1986. El asunto tenía realidad en el ámbito del Estado central y en el de las Comunidades Autónomas. La prensa se convirtió en un participante más en el juego político, en apoyo al gobierno o a la oposición. Un fenómeno que todavía no había aparecido en los tiempos de la transición. Desde las esferas del poder se argumentó que esta oleada de informaciones de prensa sobre negocios de políticos y de partidos, sobre malversación, era inútil y perjudicaba a la democracia. Pero la verdad era más bien lo contrario. Fueron los políticos quienes perjudicaron a la democracia y el paso a la opinión pública era una primera oportunidad de saneamiento. Ningún partido, pero de manera más notable el que estaba en el poder, hizo una política coherente contra la corrupción, orientándose más bien a negarlo todo y a intentar salvar de la acción de la justicia y del descrédito político a los responsables. Pero además se convirtió en una poderosa arma política que unos grupos lanzaban contra otros y que ha llevado a la «judicialización de la política», es decir, a que muchas acciones políticas se convirtieran en asuntos judiciales, al ser denunciadas como hechos presuntamente delictivos. 30.4. LA AGUDIZACIÓN DE LAS DISIDENCIAS EN EL PARTIDO GOBERNANTE El declive final del gobierno socialista era claramente, en buena manera, un resultado de la trayectoria propia del partido, un reflejo de las disidencias internas y del intenso desgaste de una larga labor de gobierno en momentos cruciales para España, en que hubieron de tomarse muy importantes decisiones. Los problemas a que había xxxxxxxxxxx dado lugar el progresivo abandono por el PSOE de sus viejas señas de identidad eran también antiguos y tenían incidencia en ese declive. Se agudizaron cuando empezó a producirse la disidencia de los sindicalistas, y más, cuando se fue abriendo la confrontación felipismo-guerrismo, o renovadores-guerristas. Desde el comienzo de la década de los 90 el problema del partido era innegable. La crisis del PSOE había entrado claramente ya en el terreno de la disputa entre tendencias, los renovadores y los guerristas. El significado de cada una de ellas distaba de ser nítido. Los primeros representaban, a pesar de su nombre, la continuidad de la política social-liberal de Felipe González. Los segundos se mostraban más proclives a las orientaciones socialdemócratas más arraigadas en la tradición del partido. Pero había, además, un problema de distanciamiento entre los anteriormente unidos líderes, González y Guerra. González seguía siendo la figura más valorada del partido y de la política española, mientras Guerra era mucho más discutido. La pérdida de credibilidad de la política socialista, en función sobre todo del fenómeno de la corrupción en la Administración, era otro de los elementos de la crisis. El germen del grupo de los renovadores estaba en los ministros que salieron de la Ejecutiva del partido en 1984: Solana, Maravall y Almunia. En 1990, el guerrismo era todavía fuerte e impidió que ese ala volviese a la ejecutiva, como hizo también con Solchaga. En cualquier caso, las diferencias en el interior del PSOE recordaban bastante poco otras divisiones históricas que habían creado en el partido hasta tres alas, las izquierdista, derechista y centrista —de Largo Caballero, Besteiro y Prieto— de los años 30. Esta división de ahora era bastante más doméstica y pedestre. Reunía cuestiones de personalismos y pugnas por el control del «aparato» mucho más que diferencias ideológicas. La disensión Gonzalez-Guerra era el origen de la dicotomía en el partido entre re359
novadores y guerristas, seguidores de uno u otro. Se había ido calentando también al socaire de los escándalos de las entidades de financiación del partido, las empresas Filesa, Malesa y Time Export, tipo de corrupción a la que los guerristas decían ser ajenos. La campaña de las elecciones de 1989 y su financiación con Alfonso Guerra a la cabeza fue objeto, sin embargo, de una difícil investigación judicial llevada adelante por el juez Marino Barbero, entorpecida por el gobierno a todos los niveles. Barbero acabó dimitiendo. Nunca unas denominaciones han dado una idea tan falsa de la realidad escondida bajo una división en sectores del partido: ni el guerrismo era un legítimo izquierdismo ni la renovación era algo más que renovación de imagen. Sencillamente, el guerrismo agrupaba a las gentes que se decían más contrarias a la política liberal, es cierto, pero no por ello parecían más socialistas. Su postura ante la corrupción, de la que no estaba limpio su propio líder, no podía ser más inane. La disputa lo era, sobre todo, dentro del aparato burocrático del partido. Ninguno de los dos sectores quería saber nada de los comunistas. Tras la dimisión de Alfonso Guerra el 12 de enero de 1991, perdido el apoyo de González, éste recompuso el gobierno el 31 de marzo con Narcís Serra de vicepresidente. La salida de Guerra de la vicepresidencia dio un vuelco a la situación. La influencia de los guerristas empezaría a declinar. De hecho, en el XXXIII Congreso del partido en 1994, el guerrismo perdería el control de la organización. La lucha en el interior del partido sale del aparato y se expande en prolongaciones regionales a través de los dirigentes autonómicos y las federaciones regionales. Las luchas centrales se trasladan al terreno autonómico. Hay Autonomías en manos de uno u otro sector u xxxxxxxx otras donde la lucha es fuerte: Andalucía, Aragón, Madrid. Algunos dirigentes montan sus propias plataformas, como Joaquín Leguina en Madrid, o fluctúan entre una y otra tendencia. La división afectó a muchos sectores del partido y no pocos intelectuales se manifestaron en contra de la línea oficial felipista. Un fenómeno notable también fue el abandono de las filas socialistas en el Parlamento por parte de los jueces incorporados, aunque las razones políticas de ello no fueran absolutamente transparentes. Garzón dimitiría en 1994 y Pérez Mariño en 1995. En 1995 también, aparece el Manifiesto de los Diecinueve, que aboga por una verdadera depuración moral del partido y un nuevo liderazgo, firmado, entre otros, por Peces-Barba, Elias Díaz, Victoria Camps y Andrés de Blas. 30.5. LAS ELECCIONES DE 1996. FIN DEL GOBIERNO LARGO SOCIALISTA Sólo después de 1993, las encuestas y barómetros de opinión empezaron a registrar con alguna insistencia la posibilidad de una victoria en las urnas del Partido Popular. Y a medida que ello se iba produciendo, la oposición se mostraba más dura. No desaprovecharía ni un solo medio para desgastar y desprestigiar al gobierno: desde los casos de corrupción hasta el fracaso de los planes de convergencia con Europa. El Partido Popular batió claramente por vez primera al PSOE en las elecciones europeas de 1994, lo que era todo un vaticinio. Las dificultades políticas generales y las de la coalición con los catalanes en particular, llevaron al presidente González a adelantar en un año el fin de la legislatura. Las elecciones de 1996 fueron de las que muestran la fragilidad de las previsio360
nes electorales hechas a través de sondeos sociométricos en su diversas variables —intención de voto, preferencias o voto efectivo a pie de urna—, evidenciando que el hecho efectivo del voto no siempre es exactamente correlativo de lo manifestado por el votante encuestado. Todas las encuestas vaticinaban un amplio triunfo del Partido Popular, cuya campaña electoral insistía en la necesidad de una mayoría absoluta para poder desarrollar íntegramente un programa de gobierno que tenía ahora más credibilidad para los electores, junto al hecho del relativo desprestigio socialista. Las previsiones que concedían esa mayoría al PP, o señalaban las «horquillas» entre el número máximo y mínimo de escaños por partido dando siempre un amplio margen de ventaja al partido de la oposición, erraron ante el hecho de que la victoria del Partido Popular fue escasa, sin posibilidad de mayoría absoluta, y sorprendente por el inesperado vuelco de los resultados. Las elecciones del 3 de marzo de 1996 arrojaron una participación del 77,38% del censo, con una abstención del 22,62%, es decir, una participación normal tirando a alta. El número de votos arrojó una apretada diferencia entre los dos grandes partidos: 9,7 millones para el PP, frente a 9,4 millones para el PSOE. Las disposiciones electorales los convertían en 156 escaños, frente a 141. El tercer partido era IU, con 21 escaños. Después venía el conjunto de los partidos regionales o nacionalistas: CiU, con 16; PNV, con 5; Coalición Canaria, con 4; BNG y HB, con 2 cada uno, y EA, ERC y UV, con 1 cada uno. En el Senado, los dos grupos mayoritarios, PP y PSOE, obtenían 112 y 81, respectivamente, y tras ellos, CiU, 8.
Congreso de los diputados
Senado 361
Ciertamente, el análisis de estos resultados presentaba la incógnita fundamental de la interpretación de la pequeña ventaja de un partido que se vaticinaba como claro vencedor. Con independencia de los errores técnicos de las encuestas, parece claro que debía introducirse el factor de la ocultación de la intención de voto, eficacia xxxxxxxx
final de la campaña extraordinariamente agresiva y sectaria que desarrolló el PSOE —las imágenes televisivas del perro doberman personificando al PP o la asimilación continua del PP con el franquismo— y mayor favor de su líderes entre la opinión, mientras el mucho más frío Aznar despertaba bastante menos entusiasmo. Era evidente que una masa de la población, especialmente en zonas rurales que se habían hecho votantes habituales del PSOE, veía con aprensión y dudas un triunfo amplio de la derecha. Cabría decir que el PSOE perdía muy pocos votos en relación con elecciones anteriores, y que los casi dos millones que ganaba el PP procedían de grupos regionalistas y del desaparecido CDS. El espectro de grupos se reducía aún más y los grandes partidos nacionalistas perdían algún escaño en provecho del PP. El caso es que el PP reunió prácticamente los votos que las encuestas preveían, pero muchos votantes del PSOE debieron de ocultar su intención. El PP estuvo cerca del número de votos del PSOE en 1982, pero éste se mantenía en un listón muy alto. En definitiva, era el espectro político el que se estrechaba, al desaparecer grupos y ser menos votados otros, porque la lucha era muy enconada, y la gran derrotada era también Izquierda Unida, con 2,6 millones de votos, aunque la coalición hablase de «tímido avance» con respecto a 1993. Las últimas elecciones autonómicas y locales habían tenido lugar entre 1993 para Galicia, 1994 para Andalucía y el País Vasco y 1995 para el resto. El mapa autonómico reflejaba igualmente un notable avance del PP, que controlaba diez Comunidades; el PSOE, tres —Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha—, mientras los nacionalistas o coaliciones de ellos gobernaban en tres —País Vasco, Cataluña y Canarias. En 1995 se celebraban también por vez primera elecciones para las asambleas autonómicas de Ceuta y Melilla, en las que triunfó el PP. El predominio de los populares era 362
igualmente cierto en los grandes ayuntamientos del país. En la segunda mitad de los años 90, en definitiva, el Partido Popular dominaba con amplitud en los gobiernos españoles tanto del Estado central como de las Autonomías. Galicia o Castilla y León eran ya serios reductos populares, pero Andalucía y Extremadura lo eran socialistas. España tenía que seguir siendo gobernada con el auxilio de un partido bisagra. De nuevo, ese partido fue CiU, la agrupación de los catalanistas de derechas. El partido vencedor propuso su entrada en el gobierno, pero éstos prefirieron como antes un apoyo extemo, un apoyo de legislatura aunque con pacto previo. El PNV apoyaría también desde fuera el gobierno de la derecha, aunque con apoyo más frágil, que ha sido roto en algún momento de la candidatura, e igualmente lo hizo Coalición Canaria. El gobierno que constituyó Aznar el 7 de mayo de 1996, después de arduas negociaciones con los catalanes para conseguir su apoyo a la investidura, era una amalgama de nuevos políticos, sus compañeros en la dirección del partido, generacionalmente más jóvenes que los que hicieron la transición, y de otros veteranos, algunos de los cuales procedían de la antigua UCD. Había dos vicepresidentes, uno político y otro económico, Francisco Álvarez Cascos y Rodrigo Rato. Rafael Arias Salgado (Fomento) procedía de UCD y Eduardo Serra (Defensa) había colaborado antes con el PSOE. Él hombre mejor valorado del equipo por la opinión, Jaime Mayor Oreja (Interior), había sido de UCD también. Había cuatro mujeres ministras, y el ministro de Asuntos Exteriores era un hombre gris, Abel Matates, empresario mallorquín. Con la victoria del Partido Popular en marzo de 1996, aun con escaso margen, se produce un cambio importante en algunas de las dimensiones de la política del país, pero no existe ningún indicio de cambio sustancial en el sistema y régimen políticos.
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QUINTA PARTE
LA TRANSICIÓN ECONÓMICA. DEL CAPITALISMO CORPORATIVO A LA UNIÓN EUROPEA LUIS ENRIQUE OTERO
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CAPÍTULO XXXI
La larga crisis de los años 70 31.1. EL IMPACTO DE LA CRISIS ECONÓMICA. LA PRIMACÍA DE LO POLÍTICO SOBRE LO ECONÓMICO (1973-1977) La economía española de la democracia se enfrentaba a una doble encrucijada: actuar urgentemente sobre los graves desequilibrios provocados por el impacto de la crisis de la primera mitad de los setenta y proceder a la transformación de la estructura económica del insostenible modelo del capitalismo corporativo español. De hecho, el gran proyecto de la sociedad española de los años 70 y 80, la incorporación a Europa, en los planos político, económico, social y cultural, obligaban en el terreno de la economía a emprender la correspondiente transición económica para su homologación con el resto de las economías europeas, requisito imprescindible para culminar con éxito las negociaciones de adhesión a la Comunidad Europea. A la hora de contemplar la transición española, por tanto, debe prestarse atención a la dimensión política, pero también a la económica. Podríamos decir que la transición española está constituida por una doble transición política y económica que acontece sucesivamente en el tiempo. En efecto, los problemas políticos de la construcción y consolidación de un sistema democrático consumieron la primera etapa de la transición, desde la muerte del dictador hasta octubre de 1982 con el triunfo del Partido Socialista, mientras que la transición económica inició su andadura con la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977 y adquirió velocidad de crucero con la llegada de los socialistas al poder y la culminación de las negociaciones y firma del Tratado de Adhesión a la Comunidad Europea el 12 de junio de 1985. Las repercusiones de la crisis mundial de los setenta se proyectaron intensivamente en una economía española que arrastraba graves problemas en su modelo de crecimiento de los sesenta, agravados por la inestabilidad política de un régimen dictatorial que agonizaba, progresivamente deslegitimado política y socialmente, y el inicio de una transición política plagada de incertidumbres sobre los derroteros que debía seguir. Así, la situación inflacionista de la economía mundial al inicio del decenio de los setenta, alimentada por los recurrentes déficits de la balanza de pagos de los Estados Unidos, con el consiguiente crecimiento desbocado de los dólares en circulación, disparó el gasto reforzando las tendencias inflacionistas. La ruptura del vínculo orodólar en 1971 y las sucesivas devaluaciones del dólar supusieron la quiebra del sistema monetario internacional, inaugurado en la conferencia de Bretton Word de 1944, sobre el que se había asentado el crecimiento y la estabilidad de la economía internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
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En este escenario de inestabilidad, la subida de los precios del petróleo en 1973, el conocido como primer shock del petróleo, representó la quiebra del modelo económico vigente desde 1945. Sus efectos se manifestaron de inmediato en la economía española. La crisis de los años 70 significó un cambio radical en la relación real de intercambio, la elevación de los precios del petróleo y de las materias primas respecto de los productos industriales golpeó con fuerza a la economía española, provocando una disminución significativa de la renta nacional, dando lugar a la caída sostenida de las tasas de crecimiento. El milagro español del crecimiento de los años 60 tocaba a su fin y comenzaba a poner de manifiesto las frágiles bases sobre las que se sustentaba. Los siguientes años no hicieron sino evidenciar los problemas estructurales del crecimiento económico español, agravados por los estertores de una dictadura agonizante que, en la búsqueda desesperada de su continuidad, trató de comprar la paz social con una política económica que acentuó hasta límites difícilmente soportables las repercusiones de la crisis económica de los años 70, legando una pesada herencia a la transición política iniciada tras la muerte del dictador en 1975. Desde 1972, los efectos de la crisis económica internacional, manifestados en la combinación de elevadas tasas inflacionistas con estancamiento económico, fenómeno novedoso respecto de la crisis inaugurada en 1929, conocido como estanflación, sacudieron con dureza a la economía española. Los datos del cuadro macroeconómico se deterioraron con rapidez: la inflación se desbocó hasta registrar en 1977 la cifra del 24,5%; las tasas de crecimiento del PIB disminuyeron por debajo del 2% y la balanza de pagos pasó a registrar saldos negativos desde 1974. La economía española había entrado en recesión a la altura de 1975. Sin embargo, mientras los países europeos adoptaban políticas de ajuste desde los inicios de la crisis, que permitieron controlar los procesos inflacionistas y poner en marcha procesos de reconversión industrial, en España las decisiones económicas marcharon en la dirección contraria. En 1974, el ministro de Hacienda, Barrera de Irimo, puso en marcha, en palabras de Fuentes Quintana, una delirante política compensatoria, que no hizo sino agudizar los efectos de la crisis mediante el mantenimiento artificial de los precios de la energía, la sustitución de la demanda exterior por la demanda interna, a través del control de determinados precios, y la sobreindiciación de los salarios, continuando la política anterior de fijar las subidas salariales dos o tres puntos por encima de la inflación, con el fin de evitar el incremento de la conflictividad social. Las consecuencias de esta política delirante no se hicieron esperar, aceleración de los déficits de la balanza de pagos y de la inflación y aparición de un déficit presupuestario que no hizo sino crecer en los años posteriores como consecuencia de la agudización de la crisis. La muerte de Franco en noviembre de 1975 y el incremento de la conflictividad social y política en los balbuceantes inicios de la transición, manifestada en la huelga de enero de 1976, impidieron la adopción de una política de ajuste económico consecuente con la gravedad de la crisis económica. De hecho, las medidas restrictivas impulsadas por Villar Mir desde el Ministerio de Hacienda, representadas por la adopción de topes salariales que frenasen el crecimiento de los costes laborales, saltaron por los aires. El gobierno de Arias Navarro adoptó una política económica permisiva que se prolongo hasta la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977, tras las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977. La naciente democracia española se encontraba en términos económicos frente a un cuadro desolador: una inflación galopante, una balanza de pagos por cuenta corriente deficitaria, una deuda exterior de 12.000 millones de dólares y una estructura xxxxxxxx 366
económica aquejada de graves problemas estructurales. Desde luego, la herencia de la dictadura, en términos económicos, puede ser calificada de todo menos brillante. Así pues, la economía española en los inicios del proceso democrático se enfrentaba a retos de considerable magnitud. De una parte, hacer frente a los efectos de la crisis económica internacional, agravados por las decisiones económicas de los últimos gobiernos de la dictadura; de otra, proceder, tarde o temprano, a un profundo reajuste de los parámetros sobre los que se había desenvuelto el crecimiento económico anterior, lastrado de múltiples problemas, desajustes e ineficacias. Un sistema económico en el que se combinaban una corrupción generalizada, a través de las prebendas y los favores políticos, favorecida por la existencia de mercados cautivos que escapaban a la lógica del mercado y distorsionaban la asignación de recursos, junto con un grosero remedo de los Estados del Bienestar que se habían construido en Europa occidental tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, a través de prácticas paternalistas que beneficiaban a determinados sectores de la sociedad española, incluidos segmentos protegidos de la población asalariada empleada en el sector público, tanto funcionarial como empresarial. Ambos elementos constituían el anverso y el reverso de ese capitalismo corporativo español que a la altura de 1977 era incapaz de continuar su reproducción. 31.2. EL PRIMER AJUSTE DE LA CRISIS. LOS PACTOS DE LA MONCLOA (1977) La transición económica resultó una empresa de enorme envergadura, no sólo por la magnitud de los problemas a los que se enfrentaba, sino también por el impacto del segundo shock petrolífero, en 1979, que sacudió con fuerza a la economía internacional y golpeó con dureza a la frágil economía española, que acababa de poner en marcha la primera política de ajuste económico con los Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de octubre de 1977. La política de ajuste de los Pactos de la Moncloa perseguía dos grandes objetivos: corregir los grandes desequilibrios provocados por los efectos de la crisis económica a través de una política de saneamiento que controlase la inflación —en el verano de 1977 alcanzaba tasas mensuales de crecimiento del 44,7%— y mejorase la relación de intercambio con el exterior —el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente superaba los 5.000 millones de dólares—, y una política de reforma que abordase la reestructuración de los sectores productivos afectados por la crisis y la corrección de los problemas estructurales que distorsionaban el funcionamiento de una economía de mercado heredados del capitalismo corporativo español. Por lo que respecta a la política de saneamiento contemplada en los Pactos de la Moncloa, sus efectos se dejaron sentir con rapidez en la economía española. El nuevo marco político surgido tras las elecciones del 15 de junio de 1977 otorgó al gobierno de UCD la necesaria legitimidad democrática para emprender la senda del ajuste económico tanto tiempo demorado. Nada más constituirse el gobierno en julio, se procedió a la devaluación de la peseta respecto del dólar en un 20%, favoreciendo las exportaciones —en un contexto favorable por la evolución positiva de las economías de los países de la OCDE— y dificultando las importaciones, posibilitando el cambio de tendencia en la balanza por cuenta corriente, que aunque no llevó a eliminar el déficit frenó su crecimiento y permitió obtener un superávit en 1978. La devaluación de la peseta fue acompañada de una política monetaria restrictiva, la escasez de xxxxxxxxxx 367
Políticas de ajuste a la crisis económica I. POLÍTICAS DE SANEAMIENTO (AJUSTE GLOBAL)
TENDENTES A CONSEGUIR:
a) Un mejor equilibrio interno reduciendo la inflación, lo que reclama la práctica de tres políticas: — Política monetaria: activa, continuada, estabilizadora, previsible, dirigida a controlar el crecimiento en la cantidad de dinero y vigilancia de los tipos de interés. — Política presupuestaria (orientada a reducir el componente estructural del déficit público): Reducir el ritmo de expansión del gasto público (limitar los aumentos estructurales). — Política de ingresos: aplicación del sistema tributario europeo con resolución del fraude fiscal, revisión de incentivos y tarifas. — Política de rentas: moderación en el crecimiento de los costes-trabajo y costes financieros.
b) Equilibrio exterior (reducir el déficit de la balanza corriente): basado en la necesaria reducción de la inflación, fijación de un tipo de cambio realista de la peseta que responda a las tensiones del mercado, articulación de una política de promoción de exportaciones y existencia de una protección arancelaria racional.
II. POLÍTICAS DE REFORMAS (AJUSTE POSITIVO)
TENDENTES A LA REFORMA DE MERCADOS DE FACTORES PRODUCTIVOS:
TENDENTES A PRACTICAR UNA POLÍTICA DE AJUSTES PRODUCTIVOS EN TRES SECTORES BÁSICOS:
— Mercado de trabajo: asegurar mayor flexibilidad en las condiciones de contratación y movilidad de la mano de obra (evitar rigidez en mercado de trabajo). — Mercados financieros: introducir una mayor competencia que reduzca los costes de intermediación, así como asegurar la movilidad en la utilización de los recursos del ahorro, con la eliminación progresiva de los coeficientes de utilización obligatoria de fondos, y procurar la moderación de los tipos de interés, lo que reclama una drástica limitación del déficit público.
— Energía: asegurar la racionalización y nacionalización máxima de la energía consumida mediante la aplicación continuada del PEN. — Producción industrial: reajustar la producción industrial a las nuevas condiciones de coste y demanda mediante la practica de las políticas de reconversión y promoción. — Producción rural: orientar la producción interna en función de la demanda, reduciendo los costes y elevando la productividad y ganar valor añadido a través de la comercialización e industrialización de los distintos productos agrarios. — Transportes: importante por sus vinculaciones productivas. Falta de ajuste en las empresas del sector (RENFE e IBERIA)
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dinero a corto plazo elevó los tipos de interés de los préstamos. Estas medidas perderían todo su sentido si no eran acompañadas de la moderación en el crecimiento de los salarios. Los Pactos de la Moncloa favorecieron dicho compromiso. El acuerdo político alcanzado por los partidos parlamentarios generó el suficiente consenso político y social para que en la negociación de los convenios colectivos los sindicatos, recientemente legalizados, aceptasen establecer las subidas salariales en función del objetivo de inflación prevista por el gobierno para el año siguiente y no en función de la inflación registrada en ese año de 1977. Los asalariados comprometieron su esfuerzo, a través de la pérdida de poder adquisitivo, con la consolidación de la naciente democracia, mediante su contribución al saneamiento del deteriorado cuadro macroeconómico que presentaba la economía española en 1977. Si bien la política de saneamiento de los Pactos de la Moncloa obtuvo resultados apreciables en la estabilización del cuadro macroeconómico, no sucedió lo mismo con la política de reforma. Varios fueron los factores que ayudan a explicar la escasez de resultados: el segundo shock petrolífero de 1979 —que abrió la senda a una nueva recesión de la economía mundial—; la crisis de la UCD tras la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978, en un contexto de creciente inestabilidad política que alcanzó su climax con el fallido intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, y, finalmente, la falta de apoyo social para imponer o consensuar con los sindicatos las duras medidas de reconversión que exigían los sectores industriales en crisis, a lo que hay que añadir la debilidad frente a los grupos de presión económica y social para emprender determinadas reformas que terminasen con los mercados cautivos y privilegiados heredados del modelo económico de la dictadura. En el campo de la imprescindible reforma fiscal, se avanzó con la aprobación del proyecto de ley de medidas urgentes de julio de 1977, que desembocó en la aprobación de la Ley del Impuesto Progresivo sobre la Renta de las Personas Físicas —IRPF— y la Ley sobre el beneficio de las sociedades. Medidas imprescindibles para modernizar el obsoleto e injusto sistema fiscal del franquismo y acercar la economía española a los parámetros tributarios de la Comunidad Europea, que años después fue complementado con la aprobación del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA). El mercado de capitales se encontraba atrapado en un círculo perverso cuyas consecuencias se hicieron notar algunos meses después cuando el control de la inflación a través de una política monetaria restrictiva, con la consecuente subida de los tipos de interés, elevó hasta niveles difícilmente soportables los costes de los pasivos financieros. La situación se tornó insostenible para numerosas empresas, cuyos costos financieros se dispararon mientras sus ventas aparecían estancadas, cuando no en franco retroceso, producto de la contracción de la demanda. Por otra parte, la necesidad de liberalizar el sistema financiero español —por razones de eficacia económica, pero también por el imperativo de acercar las reglas de juego a las existentes en la Comunidad Europea a la que se aspiraba ingresar— terminó por desembocar en una agudísima crisis del estancado sistema financiero, cuyo saneamiento tuvo que ser soportado por el conjunto de la economía española. A la hora de hacer balance de la política de reforma contenida en los Pactos de la Moncloa, podríamos concluir que en el único campo donde se registraron resultados significativos respecto de los objetivos planteados fue en el ámbito de las relaciones laborales. Los sindicatos aceptaron importantes sacrificios en aras de estabilizar la economía con el fin de tratar de hacer frente al creciente problema del desempleo. La aprobación del Estatuto de los Trabajadores en marzo de 1980 así lo atestigua. xxxxxxxxx 369
Evolución de la inflación en España, 1970-1997.
Como contrapartida, se mejoró la cobertura al desempleo y la Hacienda Pública pasó a cubrir una parte de los gastos generados por el sistema de Seguridad Social. En el caso de la empresa pública, en la política energética y, en general, en las reformas estructurales, poco se avanzó en esos años. Así pues, si en 1978 se había logrado frenar la espiral inflacionista y cambiar el signo de la balanza de pagos por cuenta corriente, los datos del cuadro macroeconómico informaban de la persistencia y gravedad de la crisis y de la necesidad de emprender reformas urgentes en la estructura económica española. 31.3. LA CRISIS INTERMINABLE. EL SEGUNDO «SHOCK» DEL PETRÓLEO (1979-1982) La evolución del calendario político del restablecimiento del sistema democrático influyó en la marcha de la coyuntura económica. La aprobación de la Constitución el 8 de diciembre de 1978 y la consecuente disolución del Parlamento, con la convocatoria de elecciones para el 1 de marzo de 1979, obligó a la prórroga de los restrictivos presupuestos de 1978, imposibilitando los planes de relanzamiento de la economía a través de la inversión pública. Cuando se quiso actuar, el escenario económico internacional había cambiado de signo, fruto del segundo shock petrolífero tras la revolución iraní. La escalada de precios se prolongó en los años siguientes, hasta 1982, a resultas del estallido de la guerra irano-iraquí. Para la frágil economía española, el
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impacto de la segunda crisis del petróleo tuvo una repercusión más aguda que para otras economías de la OCDE. España no había puesto en marcha una política energética eficaz que disminuyera la dependencia petrolífera: en 1980 el 75,2% de la energía final consumida procedía del petróleo; además, la factura petrolífera se vio incrementada como consecuencia de la escalada del dólar. Finalmente, el cambio de escenario de la economía internacional incidió con fuerza en el sector exterior de la economía española, sobre el que había descansado buena parte de la estabilización del cuadro macroeconómico de 1978, dada la debilidad de la demanda interna. Los efectos del cambio de escenario económico provocados por el segundo shock petrolífero se dejaron sentir con rapidez y sumieron a la economía en una agudísima crisis, que actuaba sobre una ya de por sí frágil estructura económica —de hecho, España no participó en la fase de expansión de 1976-1979. Su tasa de crecimiento del PIB rondó el 2% frente al 4% de los países de la OCDE. Una crisis que se proyectó en los años siguientes hasta más allá de 1982, y de mayor intensidad que la recesión registrada por las economías de los países industrializados. Además, la inestabilidad política del periodo —crisis de la UCD e intento de golpe de Estado— actuó negativamente sobre la economía al incapacitar a los sucesivos gobiernos de la UCD para adoptar las medidas necesarias con las que afrontar los desequilibrios y los ajustes estructurales que la situación demandaba. Entre 1979 y 1982, la inflación quedó estancada entre un 16 y un 14%, otro tanto ocurrió con el déficit exterior. El déficit de la balanza por cuenta corriente se situó en torno al 2% del PIB —diluyéndose el impacto positivo de la política de saneamiento de los Pactos de la Moncloa—, mientras el déficit presupuestario se disparaba a la vez que el desempleo, que superó la tasa del 16% en 1982, se convirtió en el principal problema de la sociedad española. En este contexto, el gasto público pasó del 26% del PIB en 1975 al 38% en 1982. Crecimiento del gasto impulsado por los efectos de la crisis, puesto que el grueso del mismo correspondió a las prestaciones sociales —pago de pensiones y subsidio de desempleo fundamentalmente— y a las transferencias de capital y subvenciones de explotación —consecuencia de la nacionalización de empresas en quiebra o inviables y de las ayudas públicas a las mismas—, a la vez que perdían peso la inversión pública, las compras de bienes y servicios y las retribuciones de los funcionarios. Por otra parte, la viciada estructura de la economía, heredada del capitalismo corporativo de la dictadura, puso al descubierto todos sus defectos e ineficiencias con la agudización de la crisis desde 1979. Si desde la perspectiva internacional la crisis de los años 70 puede ser calificada de una crisis estructural, queriendo indicar con ello que significó el fin del modelo de desarrollo económico que caracterizó a las economías de los países industrializados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en el caso español está aún más justificado hablar de crisis estructural. 31.4. UNA CRISIS ESTRUCTURAL DE MARCADO CARÁCTER INDUSTRIAL Al inicio del decenio de los años 70, antes incluso de que estallara la crisis económica, los primeros síntomas de agotamiento de la industria sobre la que se había asentado el crecimiento posterior a la Segunda Guerra Mundial, la llamada edad dorada, comenzaban a ser evidentes, debido a su madurez y a la saturación de los mercados. La crisis de los años 70 no hizo sino consolidar e incluso acelerar este proceso a escala internacional. Siderometalurgia, productos metálicos, textil, minerales y productos xxxxxxxx 371
no metálicos... entraron en una aguda depresión debido a las bruscas y sostenidas caídas de la demanda internacional, provocando una situación de sobreproducción difícilmente solventable por la saturación de los mercados. La drástica elevación de los precios de la energía —fundamentalmente el petróleo— no hizo sino agravar la ya de por sí delicada situación, dado el consumo intensivo de energía de estos sectores desarrollados en una época de energía barata y abundante. En los años 70, los procesos de automatización y el desarrollo de las redes comunicacionales —tanto de transporte de mercancías y personas como de la información— dieron lugar a una recomposición de los mercados productivos, a través de estrategias de deslocalización y reubicación de amplios segmentos de la industria tradicional a escala internacional, mediante transferencias tecnológicas hacia áreas geográficas donde la mano de obra resultaba sensiblemente más barata que en los países industrialmente desarrollados. Países latinoamericanos o del Sudeste asiático presentaban claras ventajas comparativas en los sectores tradicionales sobre los que se había asentado el crecimiento de los años 50 y 60, hasta el punto de poder hablarse de una nueva división internacional del trabajo, en el que nuevas áreas geográficas iniciaron una dura competencia industrial con los países desarrollados, hasta entonces monopolizadores de los mercados internacionales de productos manufacturados. Esta crisis estructural de la industrial tradicional obligó a los países desarrollados a embarcarse en duras políticas de reconversión industrial, que redujeron las dimensiones de estos sectores en sus economías, tanto en términos de producción como de empleo, a la vez que apostaban por los nuevos sectores productivos, especialmente la microelectrónica, la industria militar y aeroespacial, la informática, las tecnologías de la información o la biotecnología, consumidoras intensivas de capital, debido al alto componente tecnológico que implicaban. En este contexto internacional, la industria española por su composición y comportamiento iba a sufrir duramente las consecuencias del componente industrial de la crisis de los años 70. La industria española a principios de la década se caracterizaba por la hegemonía de los sectores maduros: siderurgia, productos metálicos, minerales y productos no metálicos, textil, calzado, juguetes... Además, el espectacular crecimiento industrial registrado en los años 60 se había realizado bajo una fuerte dependencia exterior, dada la escasa, sería más exacto decir nula, tradición de innovación tecnológica, resultando la industria española ajena por completo a lo que significaba el I+D —Investigación y Desarrollo—, todavía atrapada por el que inventen ellos cultivado por la pesada y espesa herencia de la tradición ultramontana y antimoderna del pensamiento conservador español, santo y seña de la dictadura del general Franco. Si a ello le añadimos que el crecimiento de los años 60 se realizó bajo el manto protector del capitalismo corporativo de la dictadura, por el cual numerosos sectores de la economía española quedaron al margen de la competencia, a través de la creación de mercados protegidos en los que se desenvolvían como pez en el agua los grupos de presión, económica y política, en un sistema de corrupción generalizado, sostenido por el estraperlista mercado de las licencias de importación y exportación, tendremos el cuadro completo de la comprometida situación en la que se encontró la industria española cuando estalló la crisis de los años 60. En 1975, la estructura de la industria española presentaba el siguiente cuadro: el 46,1% de la producción industrial procedía de los sectores del automóvil, caucho y plástico, maquinaria y equipo mecánico, material de transporte, alimentación, refino y papel pertenecientes al sector de demanda media establecido por la Comunidad xxxxxxxxx 372
Europea en función de las tasas de crecimiento por sectores manufactureros registradas entre 1972 y 1982 en la Comunidad Europea, los Estados Unidos y Japón; el 40,2% procedía de la siderurgia, construcción naval, productos metálicos, minerales no metálicos, madera y corcho, textil, confección, cuero y calzado, pertenecientes al sector de demanda débil, y sólo el 13,7% lo representaban el material eléctrico y electrónico, informática, instrumentos de precisión, aeronaútica, química y farmacia, correspondientes a los sectores de demanda fuerte. Una estructura industrial concentrada en los sectores industriales maduros, los más golpeados por la crisis de los años 70. La agonía de la dictadura del general Franco demoró la adopción de medidas significativas para hacer frente a la crisis económica. Se produjo así la paradójica situación de que la industria española registró hasta 1976 tasas de crecimiento positivo, a diferencia de lo que ocurría en los países de la OCDE. Tal milagro fue posible por la no repercusión de la subida de los precios del petróleo de 1973, por lo que la elevación de los costes productivos fue financiada por el conjunto de la sociedad española, una política suicida a corto plazo. Los efectos de la crisis hicieron su aparición en 1977, cuando los países de la OCDE iniciaban su recuperación tras los ajustes inducidos por el primer shock petrolífero. Se inauguraba una etapa de estancamiento y recesión industrial que se prolongaría hasta 1984. En este año se habían perdido el 24% de los empleos en la industria española respecto de las cifras de 1976, último año en el que se registraron tasas de crecimiento significativas. Igualmente esclarecedoras resultan las cifras de la compra de bienes de capital, que disminuyeron a un ritmo del 7% anual entre 1978 y 1983, lo que nos informa de la incapacidad de la industria española para renovar sus equipos, fruto de la caída de la demanda y del incremento de los costes —laborales, entre 1970 y 1977, y financieros, entre 1977 y 1984—, pero también consecuencia de su dependencia tecnológica y escaso afán innovador. La coincidencia con la transición política y la debilidad de los gobiernos de UCD entre 1979 y 1982 hicieron que salvo algunas medidas puntuales, en 1980 y 1981, no se abordase una política rigurosa de reconversión industrial capaz de enfrentarse con garantías de éxito a los problemas estructurales del sector: sobredimensionamiento, obsolescencia, falta de competitividad... En junio de 1981 se aprobó el decreto-ley de Reconversión Industrial, más tarde elevado a rango de ley, por el que se regulaba la reconversión de los sectores textil, construcción naval, acero común, forja pesada, semitransformados del cobre, equipo eléctrico para automoción, componentes electrónicos y calzado. Los resultados fueron claramente insatisfactorios, puesto que las medidas adoptadas se limitaron a la concesión de fondos públicos para reducir las sobredimensionadas plantillas y el elevado endeudamiento de las empresas. En fin, unas medidas que obviaban las cuestiones centrales de la crisis industrial española y sobrecargaban un gasto público en expansión que empezaba a gravitar en demasía sobre el creciente déficit público. Las primeras medidas de reconversión industrial llegaban con notable retraso, respecto del resto de las economías de la OCDE, a la vez que eran excesivamente tímidas, dada la gravedad del problema. Habrá que esperar al triunfo del PSOE a finales de 1982 para que podamos hablar de una continuada y, más o menos, rigurosa, política de reconversión industrial.
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CAPÍTULO XXXII
El gobierno largo del PSOE. Primera etapa: la salida de la crisis (1983-1986) 32.1. LA POLÍTICA DE AJUSTE ECONÓMICO (1983-1985). LA SALIDA DE LA CRISIS INTERMINABLE Las elecciones del 28 de octubre de 1982 cambiaron el escenario político de la democracia española. La mayoría absoluta alcanzada por el PSOE garantizaba un horizonte de estabilidad política del que habían carecido los gobiernos anteriores de la UCD; además, la transición política estaba culminada en sus aspectos básicos, aunque aún planeaban las sombras del intento de golpe de Estado de febrero de 1981. Sin embargo, en el caso de la economía, la situación era bien distinta. De una parte, los ajustes a la crisis, más allá de los acuerdos de la Moncloa de 1977, habían resultado claramente insuficientes, sobre todo tras la nueva fase recesiva inaugurada con el segundo shock petrolífero en 1979. Los desequilibrios del cuadro macroeconómico en diciembre de 1982 así lo atestiguaban. España había atravesado el decenio de los 70 y el inicio de los años 80 sin adoptar las medidas necesarias para acomodar el funcionamiento de su economía a los nuevos parámetros de la economía internacional. Apenas se habían iniciado las reformas estructurales que el obsoleto e ineficiente capitalismo corporativo heredado de la dictadura exigía para insertarse con éxito en el nuevo escenano económico internacional surgido de la crisis de los años 70, situación agravada por la necesidad de incorporar en un lapso de tiempo reducido las normas, legislación y reglas de juego vigentes en las economías de la Comunidad Europea a la que se aspiraba pertenecer. Finalmente, un tercer elemento entraba en juego, más si cabe aún desde la perspectiva socialdemócrata del nuevo gobierno surgido de las elecciones de 1982: la necesidad, por razones de justicia social pero también de convergencia política, económica y social con los países de la Comunidad Económica, de construir un Estado del Bienestar que sustituyera el injusto social y económicamente Estado paternalista de la dictadura. La inflación se situaba en el 14,4% —alrededor del doble de los países de la OCDE—, el déficit de la balanza por cuenta corriente no era capaz de bajar del 2% del PIB —cuando los países de la OCDE se situaban en torno al 0,5%—, el déficit público alcanzaba el 5,4% del PIB, mientras el PIB se encontraba estancado en el 0,5% y el desempleo sobrepasaba los dos millones de personas —el 16,5%. Ante esta comprometida situación, el gobierno del PSOE optó por la adopción de una riguroxxxxxxxxxx 374
sa política de ajuste económico que corrigiese los principales desequilibrios macroeconómicos. En la definición de la política de ajuste elegida influyó el fracaso de la política expansiva puesta en marcha en Francia por el primer gobierno del socialista François Mitterrand, recién elegido Presidente de la República. En diciembre de 1982, a los pocos días de constituido el primer gobierno socialista, se devaluó la peseta, medida acompañada de una política monetaria fuertemente restrictiva, con el fin de controlar la inflación y mejorar el saldo exterior, es decir, se optó por retomar con renovadas energías la senda del ajuste abierta por los Pactos de la Moncloa. Los resultados se vieron favorecidos por el cambio de escenario de la economía internacional: la reactivación de la economía mundial y la caída de los precios del petróleo, sobre todo desde 1985, favorecieron el éxito de las medidas de ajuste adoptadas. Así, del deficitario saldo exterior de principios de los 80 se pasó al superávit de 1984 —más relevante aún si tenemos en cuenta que la media de los países de la OCDE era en ese año negativo—, el cambio de signo de la balanza de pagos se mantuvo y proyectó en los años siguientes, llegando a superar las reservas de divisas el montante de la deuda externa al inicio de la segunda mitad de la década de los 80, algo que no sucedía desde 1974. Respecto de la inflación, la combinación de la política monetaria restrictiva —con elevados tipos de interés— con la moderación salarial permitió situar las tasas por debajo del 10% a partir de 1984, algo que no ocurría desde 1972 —disminuyendo a su vez el diferencial respecto de los países de la OCDE. La política antiinflacionista fue sostenida fundamentalmente por la población asalariada. De una parte, como consecuencia del incremento del desempleo entre 1983 y 1985 —del 16,8% de 1982 se pasó a una tasa de paro del 21,7% en 1985—, y, de otra, mediante la moderación salarial que hizo que durante esos tres años la participación de las rentas salariales cayeran 5 puntos porcentuales en la Renta Nacional, en paralelo a la recuperación registrada por los excedentes empresariales. En 1985, el año inmediatamente anterior a la incorporación de España a la Comunidad Europea, la persistencia de la política de ajuste había encauzado dos de los graves desequilibrios que la economía española venía arrastrando desde el inicio de la crisis económica: el control de la inflación —en 1985 fue del 8,8—y el déficit del sector exterior —el saldo de la balanza por cuenta corriente registró un superávit del 1,8% del PIB en 1985. Sin embargo, la política de ajuste unida a la adopción de las primeras medidas efectivas de reforma estructural y el incremento del gasto público destinado a la construcción del Estado del Bienestar provocaron el crecimiento del desempleo y del déficit público. La crisis industrial —con la consecuente reducción de plantillas y cierre de empresas— unida a la incorporación de la nuevas generaciones al mercado laboral en un contexto recesivo con destrucción neta de empleo— y la incorporación de la mujer al trabajo —expresión de las transformaciones sociales y culturales que desde finales de los sesenta venían produciéndose en la sociedad española— elevaron las tasas de desempleo hasta cerca de los tres millones de personas en 1985 —2.961.470 personas—, el 21,7% de la población activa. A pesar de todo, el ritmo de la destrucción de empleo se redujo entre 1982 y 1985, frente al periodo inmediatamente anterior. El déficit público continuó su crecimiento en los primeros años de gobierno del PSOE, desde el 5,4% del PIB de 1982 hasta el 6,2% de 1985. Las razones de este crecimiento son varias: el incremento del gasto público en el capítulo de las prestaciones sociales, consecuencia del incremento del desempleo —aumento de los gastos del subsidio de paro— y de las jubilaciones anticipadas —fruto de la reducción de xxxxxxxxx 375
plantillas— provocada por la crisis industrial; pero también debido a la política social destinada a crear las bases de una sociedad del bienestar mediante el incremento de los gastos en educación, sanidad y pensiones, en consonancia con los presupuestos socialdemócratas del gobierno y de los modelos europeos del bienestar a los que España pretendía incorporarse a través de la adhesión a la Comunidad Europea. Además el crecimiento del déficit público se vio alimentado por la adopción de una política monetaria ortodoxa destinada a combatir la inflación, por lo que se renunció a financiar el déficit a través del recurso al Banco de España, como había ocurrido en años anteriores; ello significó acudir a los mercados de capitales mediante la emisión de Deuda Pública. El año 1985 marcó el inicio de la tan demorada recuperación económica. La demanda interior comenzó a recuperarse, tanto desde el lado de la inversión como desde el consumo; otro tanto sucedió con las importaciones, dando lugar al cambio de tendencia desde el sector exterior a la demanda interna como factor de crecimiento, mientras la industria afianzaba su recuperación. El cambio de escenario económico coincidió con la incorporación de España a la Comunidad Europea. La recuperación económica se benefició de este hecho y de la continuidad de la expansión de la economía internacional iniciada en 1982, a la que España se incorporó con fuerza tras el ajuste continuado aplicado entre 1983 y 1985. Sin embargo, quedaban todavía importantes problemas estructurales por resolver. Las deficiencias en infraestructuras, las rigideces de determinados mercados —históricamente alérgicos a la competencia—, la reforma de la Administración pública y los problemas de una empresa pública —viciada por los comportamientos heredados de la dictadura— eran lastres que debían ser corregidos. Así pues, la transición económica había iniciado su andadura, pero a la altura del 1 de enero de 1986, fecha de la incorporación efectiva de España a la Comunidad Europea, no había concluido. Evolución anual del producto Interior Bruto (PIB). Tasas de variación. En pesetas constantes. Año base 1986.
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32.2. LA RECONVERSIÓN INDUSTRIAL (1983-1987). EL SER O NO SER DE LA INDUSTRIA ESPAÑOLA El PSOE se tuvo que enfrentar a la aguda crisis que atravesaba la industria española sin más dilación en el tiempo. Su amplia mayoría absoluta y su predicamento entre los trabajadores industriales le permitieron afrontar con un amplio margen de maniobra el espinoso tema de la reconversión industrial. La gravedad de la situación hacía inviable la simple prolongación de las medidas adoptadas en 1981 con el decretoley de Reconversión Industrial, esto es, la mera continuidad de las ayudas públicas para reducir plantillas y sanear el excesivo endeudamiento de las empresas. Resultaba imprescindible una amplia reestructuración de la industria española, sectores enteros como la siderurgia y la construcción naval estaban absolutamente sobredimensionados, sus costes eran insostenibles y su producción desbordaba las posibilidades de la demanda interna y externa; además, tecnológicamente habían quedado obsoletos, incapaces de competir en las nuevas condiciones del mercado mundial. Otro tanto ocurría con el sector textil, la automoción, las industrias extractivas —sobre todo la minería del carbón—, los electrodomésticos —tanto los de la línea blanca (lavadoras, frigoríficos, etc.) o la electrónica de consumo, como la denominada línea marrón (televisores, equipos de audio, etc.)— o la industria químico-farmaceútica. En suma, el conjunto de la industria española estaba aquejada de una profundísima crisis estructural que no admitía más paños calientes. Asimismo, la creciente mundialización de la economía, que ya se afirmaba en los inicios de la década de los 80, y la previsible entrada en un corto espacio de tiempo en la Comunidad Europea —con la consecuente adopción de la legislación comunitaria—, impedían el recurso tradicional de las ayudas públicas a fondo perdido o la reserva del mercado interior para la industria española, con la contrapartida que estas políticas habían tenido en etapas anteriores de subvencionar la ineficiencia y la ineficacia por el resto de la sociedad española, a través de unos precios directos o indirectos —mediante las subvenciones— sensiblemente más elevados que en el resto del mundo. El modelo del capitalismo corporativo de la dictadura no sólo era socialmente injusto y económicamente costoso, también resultaba inviable en las nuevas condiciones de la economía mundial. Los efectos de la crisis económica sobre el sector industrial se manifestaron con toda su crudeza en los años comprendidos entre 1978 y 1984, cuando las tasas de actividad industrial anotaron sus peores registros. Crisis industrial de carácter estructural, que puso en evidencia la fragilidad del tejido industrial construido durante los años del desarrollismo, dado el peso de la industria tradicional, la dependencia tecnológica y las carencias competitivas de la industria española, reflejado en la caída de las tasas de crecimiento, de la producción, la demanda, las plantillas, los excedentes y las expectativas, a la vez que en la elevación de los costes. Entre 1975 y 1985, la industria perdió un millón de empleos —de las 3.583.000 personas empleadas en 1975 se pasó a las 2.590.000 de 1985—, una reducción del 27,71% del empleo industrial existente en 1975. Esta brutal caída del empleo en el sector se vio acompañada por un paralelo incremento exponencial de los costes, con la consecuente pérdida de competitividad. En el incremento sostenido de los costes del sector, los salarios comenzaron a moderar su impacto a partir de los Pactos de la Moncloa. La moderación salarial y la sustitución de trabajo por capital —mediante la reducción de plantillas— encontró su proyección en los años siguientes a través de los distintos acuerdos suscritos por los princixxxxxxx 377
pales sindicatos dentro de la política de concertación social que se prolongó a lo largo de los años 80 y 90, una vez superado el enfrentamiento gobierno-sindicatos que desembocó en la huelga general del 14 de diciembre de 1988. En el corto plazo, la moderación en el crecimiento de los costes laborales iniciada a partir de los Pactos de la Moncloa fue sustituida por el encarecimiento de los costes financieros, fruto de las altas tasas de endeudamiento del sector industrial y la elevación sostenida de los tipos de interés que acompañó a la política antiinflacionista puesta en marcha en dichos Pactos. A la hora de hablar de la reconversión industrial no puede obviarse la situación de la empresa pública española. Entre 1983 y 1985 se frenó la perversa y costosa tradición de la estatalización de las empresas privadas en quiebra, que tendía a socializar los costes de la mala gestión empresarial. Un proceso que se acentuó durante los años de la transición política como consecuencia de los efectos combinados del comportamiento del sector público durante la dictadura y las presiones políticas y sindicales para garantizar el empleo a toda costa, sin reparar en los costes económicos y sociales que ello implicaba. De hecho, en 1983 el 70% del déficit del grupo INI —Instituto Nacional de Industria— procedía de las empresas estatalizadas entre 1977 y 1982. La reconversión industrial se realizó sin acudir al sempiterno y costoso recurso de socializar las pérdidas a través de la estatalización de las empresas industriales en crisis. La excepción a este cambio en la orientación del tratamiento de las empresas y sectores en crisis la constituyó la expropiación del grupo Rumasa, caracterizado por una gestión heterodoxa en la que las pérdidas del grupo eran encubiertas mediante ingeniería financiera, a través de la concesión de múltiples créditos cruzados sin respaldo entre los bancos y las empresas del holding. Rumasa se encontraba a finales de 1982 en una situación de quiebra técnica que llevó al gobierno a optar por su expropiación. Los costes de la expropiación fueron excesivos y es posible que ello contribuyera al cambio en la orientación de la gestión de la política de reconversión industrial por el gobierno socialista. El primer gobierno del PSOE fijó como una de sus prioridades la política de reconversión industrial. El Real Decreto de 30 de noviembre de 1983 y la Ley del 26 de julio 1986 establecieron el marco legal desde el que se actuó. Las medidas adoptadas perseguían un doble objetivo: reconvertir la industria tradicional en crisis y potenciar los nuevos sectores productivos con el fin de modernizar y asegurar el futuro del sector industrial de la economía española. En el caso de los sectores maduros la sobreproducción, la obsolescencia de los procesos productivos y el exceso de las plantillas obligaban a tratar globalmente a los distintos sectores afectados por la crisis. La eliminación de la sobreproducción y la modernización de las instalaciones industriales pasaba por el cierre de numerosas empresas y la reducción significativa de otras muchas, con el consecuente incremento del desempleo industrial. El problema resultaba agravado por la concentración de determinados sectores industriales en crisis en determinadas áreas de la geografía española, en algunos casos en situación de monocultivo industrial, por lo que el cierre de determinadas industrias significó el declive de determinadas zonas y comarcas, sobre todo en los casos de la siderurgia, la construcción naval o el sector del metal. Zonas como la cornisa cantábrica —sobre todo Asturias y el País Vasco—, pero también El Fenol en Galicia, Sagunto en el Levante mediterráneo, la bahía de Cádiz en Andalucía, la zona sur de Madrid o el cinturón industrial de Barcelona sufrieron un auténtico proceso de desertización industrial, con los problemas añadidos de desempleo, o en el mejor de los casos, de jubilaciones anticipadas, con graves repercusiones en la economía global de dichas zonas, dada su dependencia económica de los entramados industriales levantados alrededor de las grandes empresas condenadas al cierre. 378
La desaparición de estas grandes industrias dejaba tras de sí un panorama desolador no sólo en términos sociales y económicos, sino también medioambientales, debido al elevado carácter contaminante de muchas de estas industrias —agravado por la ausencia de cualquier tipo de control en el que habían desarrollado su actividad en los decenios anteriores. Ríos y bahías destruidos por los vertidos tóxicos, suelos contaminados de metales pesados dibujaban un paisaje degradado en el que difícilmente encontraban alicientes para instalarse nuevas industrias. Un panorama que generó importantes movilizaciones por parte de los trabajadores afectados, que contaron con el apoyo o la simpatía del resto de la población de las comarcas afectadas, conscientes de que el fin de la actividad de las industrias en crisis planteaba un oscuro horizonte laboral y económico-social para dichas zonas. A pesar del coste social y político, el gobierno socialista, convencido de que era la única apuesta de futuro para la supervivencia de la industria española, llevó a cabo la tan demorada reconversión industrial. Se cerraron empresas, se redujeron las dimensiones de otras y se impulsó la reordenación de los sectores industriales en crisis mediante la modernización tecnológica de los procesos productivos, bien directamente desde el sector público o a través de ayudas públicas en planes concertados con el sector privado. Paralelamente, se adoptaron medidas complementarias que trataron de ofrecer alternativas a las zonas más duramente castigadas por la crisis industrial. Fueron los Fondos de Promoción de Empleo y las Zonas de Urgente Reindustrialización —ZUR—, que pretendían recuperar el tejido social y productivo, mediante ayudas para la implantación de nuevas industrias en las zonas afectadas y la recuperación de los viejos espacios industriales, a través de inversiones en infraestructuras y la regeneración de los ecosistemas industriales dañados por la intensa contaminación de la actividad industrial pretérita. Los resultados no fueron espectaculares, el nivel de deterioro alcanzado hizo que las nuevas localizaciones industriales buscasen otras zonas menos dañadas. Finalmente, la política de reestructuración industrial persiguió un segundo gran objetivo, además de la reconversión de la industria tradicional en crisis, el impulso al desarrollo de los sectores productivos de demanda fuerte: aeroespacial, electrónica e informática, instrumentos de precisión, productos farmacéuticos... A la altura de 1986, la política de reconversión industrial había cubierto buena parte de los objetivos fijados. La reducción de plantillas afectó a 83.000 personas en los sectores en reconversión —cerca de 800 empresas—, un 80% de los objetivos previstos, mediante las jubilaciones anticipadas, las bajas incentivadas y la incorporación del resto de los trabajadores afectados a los Fondos de Promoción de Empleo. A pesar de la importancia de las cifras, la pérdida de empleo a través de los planes de reconversión sólo afectó a menos del 10% del total del empleo industrial destruido entre 1975 y 1985 —cerca de un millón de personas. El esfuerzo inversor comprometido en la modernización de las instalaciones y remodelación del aparato productivo sobrepasó en 1987 los 500.000 millones de pesetas, fundamentalmente concentrados en el sector textil —37,5%— y la siderurgia integral —34,4% del total—, cantidad que se elevó hasta los cerca de un billón y medio de pesetas por las ayudas a las empresas públicas del grupo INI, en forma de créditos, avales, ampliaciones de capital y reposición de pérdidas. La política de reconversión industrial permitió frenar el deterioro del tejido industrial, impidiendo la desaparición completa de sectores inviables a principios de los años 80 y generó las condiciones para su viabilidad en el inmediato futuro. El redimensionamiento en las plantillas y en la producción de sectores como la siderurgia, xxxxxxxx 379
aceros especiales, grandes astilleros y fertilizantes los salvaron del peligro de extinción. Lo mismo ocurrió con la recuperación de los pequeños y medianos astilleros los electrodomésticos y el textil. Se redujeron significativamente las pérdidas en aceros especiales, siderurgia, grandes astilleros y fertilizantes, y entraron en beneficios electrodomésticos, textil, equipos de automoción y componentes electrónicos. La política de reconversión industrial dejó sentir sus efectos positivos sobre la empresa publica, que mejoró en racionalización, organización, gestión y rentabilidad. Si en 1975 el 45,1% de la producción industrial correspondía a los sectores de demanda media, según la calificación de la Comunidad Europea, el 40,2% procedía de los sectores de demanda débil y sólo el 13,7% se situaba en los de demanda fuerte, diez años después, en 1985, la situación había registrado algunos cambios significativos: el 53,2% de la producción industrial procedía de los sectores de demanda media, el 32,9% de los de demanda débil y sólo el 13,9% correspondía a los de demanda fuerte. De todas formas, estos cambios en la composición de la producción industrial revelaban los problemas estructurales de la industria española. El peso de los sectores punta, aquellos que incorporan un mayor dinamismo y capacidad tecnológica, continuaban estancados en el 14% de la producción industrial, manifestación de la debilidad de la industria española, incapaz de incorporarse a los nuevos rumbos que en dicho ámbito estaban aconteciendo en el escenario internacional. Esta apreciación se ve confirmada si tomamos en consideración el peso de la innovación tecnológica —más bien habría que decir para ser precisos la ausencia de peso de la innovación tecnológica— en la industria española; los datos comparativos del periodo 1975-1985 así lo confirman. Encuesta industrial de productos, 1995 Valor de la producción industrial por agrupaciones de actividad
Fuente: Contabilidad Nacional de España (CNAE). Instituto Nacional de Estadística (INE)
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A este respecto, la industria española continuaba mostrando una clara dependencia tecnológica del exterior, uno de los factores que explican, conforme se fue liberalizando la economía por proceso de integración en la Comunidad Europea, la transferencia en la propiedad de numerosas empresas de capital español a empresas extranjeras, dada la consustancial incapacidad del empresario español para competir en condiciones de igualdad en los mercados nacional y exterior. Al menos ello supuso una limpieza de un empresariado incompetente, aunque con la consiguiente contrapartida de una mayor dependencia exterior de la industria radicada en la geografía española. Podríamos decir que como consecuencia de la crisis de los años 70 y primera mitad de los 80, la permanencia del devastador que inventen ellos se veía complementado por una aceleración de su correspondiente correlato que podríamos resumir en el que produzcan ellos en lo referente a significados sectores del empresariado español.
32.3. LA CRISIS BANCARIA (1977-1985). LOS COSTES DE LA MODERNIZACIÓN DE UN SISTEMA FINANCIERO ANQUILOSADO
La crisis económica española también afectó de manera aguda al sistema financiero. Es verdad que en el escenario internacional el sector financiero atravesó dificultades durante los años 70. Pero la gravedad y características de la crisis del sistema financiero en España fueron mayores. Dicha crisis fue producto no sólo de los efectos de la crisis económica y las tardías respuestas adoptadas para hacer frente a la misma, sino también, y de manera fundamental, debido a la estructura heredada del capitalismo corporativo de la dictadura, que en el sector financiero encontró una de sus más acabadas y perversas expresiones. La crisis del sector financiero abarcó al conjunto del mismo, desde las aseguradoras a la banca. Varias fueron las razones que explican la magnitud del problema, unas de carácter coyuntural, vinculadas a la evolución de la crisis económica, y otras de carácter estructural, producto del sistema financiero cristalizado por la Ley de Ordenación Bancaria de 1962. Respecto de las primeras, el impacto de la crisis económica se dejó sentir en el sistema bancario. De una parte, el elevado endeudamiento empresarial adquirido durante la primera etapa de la crisis colocó a numerosas empresas en una posición financiera insostenible cuando cambió la relación entre tipos de interés e inflación a partir de 1977. El crecimiento desmesurado de los costes financieros llevó a numerosas empresas hasta la insolvencia, incrementándose espectacularmente la cartera de morosos y créditos fallidos en manos del sistema bancario. Por otra parte, las elevadas carteras industriales de la banca española colocaron a las instituciones con un mayor compromiso industrial en una posición delicada dada la gravedad de la crisis industrial. Las pérdidas acumuladas en las inversiones industriales pivotaron negativamente sobre sus cuentas de resultados. Finalmente, el encarecimiento de los costos de explotación y la mala gestión, en algunos casos claramente fraudulenta, terminaron por complicar definitivamente la situación.
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A ello debemos añadir los problemas estructurales del sector, derivados de una legislación bancaria procedente de la dictadura. Un mercado claramente intervenido, en el que la geografía española quedaba repartida en áreas de negocio acotadas para las operaciones de las distintas instituciones bancarias, desembocó en la constitución de mercados cautivos que encubrían las deficiencias en la gestión y alteraban radicalmente las condiciones del mercado financiero; de forma que la mala gestión, cuando no simple y llanamente el fraude, eran repercutidos directamente sobre los clientes, particularmente los pequeños ahorradores alejados de los circuitos privilegiados de financiación, y consecuentemente los elevados costes de explotación, en ocasiones verdaderamente abusivos, eran trasladados al conjunto de la economía. Esta situación ventajista comenzó a resquebrajarse a partir de 1977 con el inicio del proceso de liberalización del sistema financiero español, por el que las instituciones bancarias vieron eliminadas las cortapisas para operar sin restricciones a lo largo y ancho de toda la geografía española, a la vez que se permitía la entrada de la banca internacional; con ello, cambiaban las reglas del juego y paulatinamente el principio de competitividad empezaba a sentirse en las cuentas de resultados de la banca. La primera respuesta al inicio de la liberalización del sistema financiero fue una alocada carrera de apertura de sucursales para captar nuevos clientes. Entre 1973 y 1983 se triplicó el número de oficinas bancarias, lo que significó un considerable incremento de los costes de explotación, con la consiguiente disminución de los márgenes de beneficios y, consecuentemente, el incremento del riesgo, ya de por si elevado, contraído por las instituciones bancarias. Fue una especie de fuga hacia delante que para algunas instituciones significó su bancarrota definitiva. Álvaro Cuervo ha estimado el coste de la crisis bancaria española entre 1977 y 1985 en cerca de dos billones de pesetas —1.911.674 millones de pesetas—, cantidad a la que hay que agregar los costes de años posteriores. Dada la magnitud de la crisis bancaria, la sociedad española tuvo que asumir en su conjunto el grueso de los costes de la misma. El riesgo de una bancarrota del conjunto del sistema bancario era muy elevado. El Banco de España, mediante la creación del Fondo de Garantía de Depósitos (FGD) en noviembre de 1977, aportó hasta 1985 la cifra de 701.225 millones de pesetas, a esta cifra hay que agregarle los 561.197 millones de pesetas que costó la crisis del Grupo Rumasa, del que se hizo cargo directamente el Estado mediante su expropiación. El FGD intervino 29 bancos hasta 1985, lo que significaba el 51,6% de los recursos ajenos de los bancos en crisis. Los casos Rumasa, Banca Catalana y Banesto fueron los ejemplos más significativos y relevantes de una crisis bancaria que puso al sistema financiero español al borde de la bancarrota, ejemplos paradigmáticos de una crisis estructural en la que se combinaron las consecuencias del perverso capitalismo corporativo español, los efectos de la crisis económica y la mala gestión que en numerosas ocasiones encubría prácticas fraudulentas, cuando no lisa y llanamente el fraude. La crisis del sistema financiero no se agotó en la banca, también alcanzó al sistema de las cajas rurales —aunque sus efectos sobre el conjunto de la economía fueron menores debido a la escasa dimensión de las mismas, su cuota de mercado sólo representaba el 3,5% del sistema bancario al inicio de la crisis—, que fueron agrupadas y tuteladas por el Banco de Crédito Agrícola —perteneciente al sector público— para proceder a su saneamiento. 382
32.4. LA CRISIS DEL SECTOR ENERGÉTICO (1975-1985)
No menos importante por sus costos y repercusiones fue la reordenación del sector energético español. Un sector que arrastraba dos graves problemas que estaban lastrando seriamente el funcionamiento de la economía española: la fuerte dependencia del petróleo y los excesos de capacidad del sector eléctrico, agravados por la aprobación el 28 de julio de 1979 del II Plan Energético Nacional (PEN), que contemplaba un horizonte de incremento del consumo eléctrico absolutamente irreal y que supuso una fuerte apuesta por el desarrollo de la energía nuclear. En 1975 se aprobó el primer Plan Energético Nacional, que fijaba unas tasas de crecimiento del consumo energético para el decenio siguiente absolutamente disparatadas y en el que la reducción de la dependencia petrolífera se fundamentaba en la apuesta por el desarrollo de la energía nuclear, la gran protagonista del Plan de 1975 al contemplar la construcción de 24 nuevos grupos con una potencia eléctrica total de 23,8 Gw, que debían cubrir la mitad de la producción eléctrica prevista para 1985. Un plan que por sus desmesuradas previsiones y su apuesta por la energía nuclear estuvo en la base de los graves problemas que el sector eléctrico atravesó en los siguientes años. Consumo de energía primaria. Miles de ktep.
383
Evolución del consumo de energía primaria en España, 1980-1996 1
Carbón o/o
Año
1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996
19,4 22,4 25,4 26,1 25,9 27 25,4 23,6 19,3 22,3 21,7 21,1 21,2 20,2 19,3 19,1 16,1
Petróleo o/o
72,8 68,7 65,5 63 58,6 55,9 55,2 55,8 56 53,6 54,2 54,4 55,7 55,7 54,9 55,2 56,6
Gas natural o/o
2,3 2,6 2,8 3,3 2,7 3,1 3,2 3,5 4,4 5,2 5,7 6,1 6,4 6,4 6,9 7,5 8,6
Hidráulica o/o
Nuclear o/o
3,7 2,8 3,3 3,5 3,9 3,8 3,1 3,1 3,8 1,9 2,5 2,6 1,9 2,4 2,6 2 3,6
2 3,7 3,4 4,1 8,6 10,3 13,3 14,1 16,6 17 16 16 15,9 16 15,3 14,7 15
Saldo o/o
-0,2 -0,2 -0,4 0 0,3 -0,1 -0,1 -0,2 -0,1 -0,2 0 -0,1 0,1 0,1 0,2 0,4 0,1
Total o/o
100 100 100 100 100 100 100 100 100 100 100 100 100 100 100 100 100
1
Incluye RSU y otros combustibles sólidos consumidos en generación eléctrica. Fuente: Ministerio de Industria y Energía. Procedencia: Anuario de El País, 1998.
Respecto de la dependencia petrolífera, los avances registrados en la diversificación de las fuentes de energía y de ahorro en el consumo habían sido inapreciables a la altura de 1983, a pesar del impacto que los dos shocks del petróleo —de 1973 y 1979— habían tenido en la profundización de la crisis económica internacional —en 1973 el 75,4% del consumo final de energía procedía del petróleo, en 1982 todavía representaba el 70,3% del consumo final, frente al 56,1% de la Comunidad Europea. Entre 1983 y 1985, las políticas de ahorro energético fueron claramente insuficientes; sin embargo, la situación mejoró a partir de 1984-1985 por los efectos combinados de la reducción de los precios del petróleo en los mercados internacionales y el fin de la escalada del dólar, moneda en la que se realizan los pagos en el mercado petrolífero. El otro gran problema del sector energético español estribaba en la estructura del sector eléctrico español y en la equivocada planificación de las previsiones contempladas en el II Plan Energético Nacional. En primer lugar, el sector eléctrico privado español ha constituido históricamente, desde su configuración en el primer tercio del siglo XX, uno de los grupos de presión económica y política más importantes del país, junto con el de la banca privada, al que por otra parte estaba estrechamente ligado. Sus intereses corporativos hicieron fracasar el intento de reconversión y racionalización del sector eléctrico contemplado en los Pactos de la Moncloa, para posteriormente en 1979 imponer sus intereses en la concepción, elaboración y aprobación de los desmesurados, por irreales, objetivos contenidos en el II PEN. Un Plan que contemplaba un crecimiento del consumo eléctrico neto para la década de los años 80 xxxxxxxxx
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que no llegó a cumplir siquiera la mitad de las previsiones establecidas. Su puesta en marcha significó una apuesta ruinosa a favor de la energía nuclear, en la que se concitaron los intereses de las eléctricas, la banca y las grandes constructoras privadas, que supuso desembolsos multimillonarios en la construcción de nuevas centrales nucleares. La envergadura de los capitales comprometidos no se vieron acompañados del previsto incremento del consumo eléctrico, debido a la combinación de las irreales previsiones, la agudización y persistencia de la crisis económica entre 1979 y 1985 y la mala gestión empresarial, que terminó por generar un gigantesco endeudamiento que colocó al sector eléctrico al borde de la bancarrota. Ante esta crítica situación, el gobierno socialista emprendió la reordenación del sector eléctrico mediante la nacionalización de la red de alta tensión, gestionada desde entonces como un servicio público a cargo de la empresa pública REDESA—4 de mayo de 1983—, la paralización del programa nuclear, el intercambio de activos empresariales con el fin de racionalizar y redimensionar las empresas eléctricas y la corrección de los graves desequilibrios financieros contraídos. En diciembre de 1985 el trasvase de activos superó los 900.000 millones de pesetas. La reorganización del sector eléctrico emprendida en 1983 creó un nuevo mapa del mismo. Los costes de dicha reorganización fueron asumidos en buena medida por el sector público y el conjunto de la sociedad española, mediante la incorporación a la factura eléctrica de un canon para financiar las multimillonarias inversiones fallidas en el programa nuclear.
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CAPÍTULO XXXIII
El ingreso de España en la Comunidad Europea. La apuesta definitiva por la modernización de la economía española (1985-1996) 33.1. EL INGRESO DE ESPAÑA EN LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA (12 DE JUNIO DE 1985) La firma del Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Europea el 12 de junio de 1985 y su incorporación efectiva desde el 1 de enero de 1986 marcó un hito en la historia contemporánea de España. Al fin, la gran aspiración de la mayoría de la sociedad española, la incorporación a Europa, se hacía realidad. La normalización democrática de España, tras el fin de la dictadura, había hecho posible el reto de varias generaciones de españoles. Desde el punto de vista económico, las conversaciones para la adhesión a la CEE, abiertas el 28 de julio de 1977, y las negociaciones para la firma del Tratado de Adhesión, iniciadas el 5 de febrero de 1979, obligaban a emprender una profunda reforma del ordenamiento y de las bases de funcionamiento de la economía española, cuya legislación debía armonizarse con la vigente en la Comunidad Europea. Con la integración de España en la CEE, el tradicional carácter proteccionista de la economía y las políticas económicas dominantes a lo largo del siglo XX pasaban al baúl de la historia. Desde la aceleración de las negociaciones de adhesión a la CEE con la llegada del PSOE al gobierno y con la entrada de España en la CEE desde el 1 de enero de 1986, el modelo corporativo del capitalismo español entró definitivamente en bancarrota, aunque todavía permaneciesen importantes resabios del mismo enquistados en determinados y significados sectores de la economía. De todas formas, a partir de 1986 España se introducía por la senda de una economía abierta, cuya trayectoria escapaba a los vaivenes de la coyuntura política. La legislación comunitaria en materia económica marcó desde entonces los límites de la acción de los gobiernos. El acuerdo preferencial con la CEE firmado en 1970 había acelerado el proceso de integración de la economía española en el área económica de la CEE; de hecho, las relaciones económicas con la CEE amortiguaron los efectos de la crisis de los 70 y primera mitad de los 80, mediante los acuerdos arancelarios suscritos que permitieron incrementar las exportaciones con destino a la CEE. De una situación deficitaria en 1970 en la balanza comercial España-CEE se pasó a una excedentaria en la segunda mitad de los 70, con superávits del 20% en 1984 y de más del 12% xxxxxxxxxxxxxxxx
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en 1985, que paliaron en cierta medida la atonía de la demanda interna durante los años de la crisis. El tramo final de las negociaciones para la Adhesión coincidió con la crisis iniciada en 1979. Con el segundo shock petrolífero, las dificultades económicas que atravesaba la economía internacional endurecieron las posiciones de partida de los países de la CEE en la fijación de las condiciones de ingreso de España. El acuerdo finalmente alcanzado fijó un calendario de desarme arancelario industrial que debía quedar completado en 1992 mediante ocho reducciones; los mismos plazos fueron establecidos para la aplicación de la tarifa exterior frente a terceros países. Asimismo, la entrada en vigor del Impuesto sobre el Valor Añadido eliminaba el proteccionismo que representaban los impuestos compensatorios de gravámenes interiores. Igualmente, en la agricultura se impusieron importantes medidas cautelares por parte de los países de la CEE, temerosos del impacto negativo que suponía el ingreso de la agricultura española en la Política Agraria Común (PAC), sobre todo en los sectores más competitivos, como frutas y verduras, con unos elevados plazos de integración —diez años—, y los cuatro primeros años de práctica no integración. En líneas generales, se estableció un periodo de siete años para la plena armonización e integración de todos los sectores de la economía española en el acervo comunitario. En cualquier caso, y a pesar de que la CEE logró imponer en las negociaciones del Tratado una posición más favorable para los países miembros, dada su posición de fortaleza, era España la que deseaba integrarse en la CEE y no la CEE en España. La entrada en la Comunidad Europea significó el fin de las tentaciones proteccionistas, tan caras al capitalismo español y al nacionalismo económico de corto vuelo de la derecha española practicado a lo largo del siglo XX. La integración de la economía española en la unión aduanera de la CEE significó la definitiva apuesta por la internacionalización de la economía, tanto en el ámbito europeo como con el resto del mundo —merced a la aplicación de la tarifa exterior comunitaria. Un proceso de internacionalización que se vio acelerado por la aprobación el 14 de junio de 1985 del programa y calendario para la puesta en marcha del Mercado Único —que entró en vigor el 1 de enero de 1993—, que sancionaba la libre circulación de mercancías, servicios, trabajadores y capitales entre los países miembros de la Comunidad Europea. 33.2. LA EXPANSIÓN ECONÓMICA. LOS FELICES AÑOS 80 (1986-1992)
El ingreso de España en la Comunidad Europea, junto con el ciclo alcista de la economía mundial, favoreció la recuperación económica iniciada en 1985, inaugurando un periodo de crecimiento económico que se mantuvo hasta 1991, año en el que se ralentizó, para entrar en una nueva fase recesiva en la segunda mitad de 1992. Entre 1985 y 1991 se registraron tasas de crecimiento superiores a las de la media de la Comunidad Europea, alcanzando su máximo entre 1987 y 1990, que se proyectaron hasta el segundo trimestre de 1992, cuando la recesión económica de 1992-1993 golpeó con particular intensidad a la economía española. El ciclo expansivo de 19851991 fue compatible, merced a la continuidad de la política antiinflacionista, con la reducción de la tasa de inflación, que del 8,2% de 1985 pasó al 5,5% de 1991 —cifra desconocida desde 1969—, y lo que no es menos importante, posibilitó la continuidad de la reducción del diferencial con la Comunidad Europea.
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Evolución de la inflación en los países de la Unión Europea Países
1961-1973 1974-1985 1986-1990 1991-1995
Alemania Austria Bélgica Dinamarca ESPAÑA Finlandia Francia Grecia Holanda Irlanda Italia Luxemburgo Portugal Reino Unido Suecia Unión Europea Estados Unidos Japón
3,5 4,1 3,7 6,6 6,5 5,7 4,8 3,5 5,1 6,3 4,9 3 3,9 4,8 4,8 4,7 3,1 6,1
4,3 5,8 7,4 9,6 15,4 10,8 10,5 17,5 5,7 13,8 15,9 7,4 22,2 12 10,3 10,7 7 6,5
1,5 2 2,3 3,7 6,6 4,5 2,9 17 0,9 3,2 6,1 2,4 12,2 5 6,7 4,3 4,1 1,2
3,4 2,9 2,7 1,7 5,6 3,1 2,3 13,7 2,5 2,4 5,7 2,7 7,4 4,2 4,7 4,1 2,9 1,2
1993
1994
1995
1996
1997
3,9 3,3 3,5 0,6 5,6 4,2 2,2 13,8 2,1 1,9 5,4 4,1 6,6 3,4 5,7 4 2,7 1,2
2,7 2,9 2,8 1,6 4,8 1,4 2,1 10,8 2,8 2,7 4,6 2,3 5,1 2,5 3 3,3 2,3 0,7
1,9 1,4 1,7 2 4,7 0,3 1,6 9,3 1,5 2 5,8 0,7 4,2 2,6 2,4 3 2,2 -0,5
1,8 2,5 2,3 2,1 3,4 1,6 1,9 8,5 1,3 1,1 4,3 1,4 3,3 2,6 1,2 2,6 2,4 0,2
2,1 1,9 1,7 2,1 2,1 1,3 1,3 6 2,1 1,4 2,2 1,6 2,2 2,4 1,8 2,1 2,1 1,5
Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea. Procedencia: Anuario de El País, 1998.
La expansión económica registrada entre 1986 y 1991 fue el resultado combinado del despegue de la inversión, tanto nacional como extranjera, y del consumo privado, dos variables que durante los años anteriores habían dado muestras de profunda debilidad, cuando no registrado tasas de crecimiento negativas. La recuperación de la demanda nacional fue uno de los motores principales del crecimiento registrado durante esos años de boom económico, que permitió crear empleo de manera significativa por vez primera desde el inicio de la transición —más de dos millones de puestos de trabajo. El alto ritmo del crecimiento, combinado con el tirón de la demanda interna, provocó una ralentización de los resultados de la política antiinflacionista —del 8,8% de 1985 se pasó al 5,9 de 1991—, a pesar de lo cual la tendencia descendente de la inflación se mantuvo, favorecida por la apertura exterior provocada por el ingreso de España en la Comunidad Europea —rompiendo con una secuencia estructural de la economía española por la que las fases expansivas del ciclo económico venían acompañadas por la aparición de tensiones inflacionistas—; asimismo, los efectos combinados del despegue de la inversión, el tirón de la demanda interna y la apertura exterior tendieron a incrementar el déficit exterior. El comportamiento de la inflación española tras el ingreso en la Comunidad Europea acentuó las diferencias en la evolución de los precios. Mientras los sectores sometidos a la competencia internacional mostraban una tendencia a la baja, particularmente en el sector industrial, aquellos sectores no sometidos a la competencia exterior, por sus características específicas o por la permanencia de situaciones de monopolio legal o efectivo, especialmente en el sector servicios, mantuvieron la presión alcista sobre los precios, favorecida por el empuje de la demanda interna. Este comportamiento diferencial de la inflación ponía de manifiesto los problemas estrucxxxxxxx 388
turales que todavía aquejaban a la economía española, acentuando la necesidad de emprender reformas estructurales que, por otra parte, se hacían inevitables en el corto y medio plazos, por la incorporación a la Comunidad Europea y, consecuentemente, la obligación de introducir criterios de competencia en algunos de los tradicionales mercados cautivos de la economía española. Las altas tasas de crecimiento registradas permitieron la mejora de las cuentas públicas, los mayores ingresos públicos a ellas asociadas hicieron posible el mantenimiento del ritmo de crecimiento del gasto público con la reducción del peso de su participación en el PIB hasta 1987. A principios de 1988 comenzaron a manifestarse los primeros síntomas del recalentamiento de la economía, debido al fuerte dinamismo que se estaba registrando —la tasa de crecimiento del PIB en 1987 fue del 5,6—, manifestados especialmente en el fuerte incrementó del déficit exterior. Con el fin de evitar los efectos perniciosos del recalentamiento de la economía, el gobierno socialista optó por endurecer la política monetaria, lo que provocó una fuerte elevación de los tipos de interés. Para que las medidas monetarias hubiesen tenido el efecto perseguido por el gobierno —mantener el crecimiento económico sin desequilibrios que amenazasen su continuidad— debían haber sido acompañadas por una política presupuestaria restrictiva, con el fin de mantener en el tiempo la reducción del déficit público —en 1989 se situó en el 3,2% del PIB, frente al 7,4 de 1985. Sin embargo, esto no ocurrió. Las crecientes tensiones entre el gobierno socialista y los sindicatos, que alcanzaron su expresión más paradigmática en el enfrentamiento protagonizado con la UGT, desembocaron en la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Las consecuencias de este enfrentamiento se manifestaron en el incremento del gasto público, sobre todo en dos grandes partidas: la inversión pública —que en dos años se duplicó— y las prestaciones sociales —que incrementaron su participación en el PIB en tres puntos entre 1988 y 1993—, por lo que el déficit público inició una nueva fase ascendente que se incrementó con el estallido de la recesión de 1992-1993. Las consecuencias de una política monetaria restrictiva, con altos tipos de interés, y una política presupuestaria expansiva, con el crecimiento del déficit público, se manifestaron en el creciente deterioro de la balanza por cuenta corriente, financiado por la entrada de capitales extranjeros, atraídos por los altos tipos de interés, que presionaron al alza a la peseta, deteriorando aún más la balanza comercial, al encarecer las exportaciones y abaratar las importaciones, con la consiguiente pérdida de competitividad de la economía española en el escenario internacional. En este contexto, de una peseta fuerte, la incorporación en junio de 1989 al Sistema Monetario Europeo, que obligaba a la defensa del tipo de cambio establecido, convirtiéndose en el eje de la política monetaria, agravó los problemas de un crecimiento económico con importantes desequilibrios, que la crisis de 1992-1993 pondría de manifiesto. A pesar de todo, la fase expansiva de 1986-1991, los felices ochenta, marcados por la euforia económica y un cierto exhibicionismo de nuevos ricos, ejemplificado en los comportamientos de determinados sectores identificados con una expresión que hizo fortuna en esos años: la beautiful people —que ocuparon sin pudor las páginas y espacios de sociedad de los mass-media—, y expandieron la cultura del pelotazo —representada por la irresistible ascensión de Mario Conde, Javier de la Rosa y los Albertos—, significó un importante avance en la convergencia real y nominal de España con el resto de los países de la Comunidad Europea, convergencia en la que se combinaron creación y redistribución de riqueza. En este sentido, el esfuerzo inversor del Estado, favorecido por el impulso de los acontecimientos de 1992 —Juegos Olímpicos de Barcelona y Exposición Universal de Sevilla—, permitió modernizar las deterioradas xxxxxx 389
y obsoletas infraestructuras del país, sobre todo en el sector de las comunicaciones —tanto de transportes, carreteras, ferrocarril, puertos y aeropuertos, como de la información— y de las grandes zonas urbanas y metropolitanas —particularmente Barcelona, Sevilla y Madrid—, cuyo retraso y deterioro estaban provocando importantes estrangulamientos para la capacidad de crecimiento de la economía y la mejora del nivel y calidad de vida de los ciudadanos. Paralelamente, en esos años de bonanza económica, se avanzó en el proceso de construcción europea, en el que España participó por primera vez como un miembro más. Fue el tránsito de la Comunidad Europea a la Unión Europea, cuyos hitos más relevantes fueron la entrada en vigor el 1 de julio de 1987 del Acta Única Europea —que fijaba para el 1 de enero de 1993 la creación del mercado único—, la firma en Madrid, el 27 de junio de 1989, del compromiso de crear la Unión Económica y Monetaria —UEM—, cuya primera manifestación se materializó el 1 de julio de 1990 con la liberalización de los movimientos de capitales, y la firma del nuevo Tratado de la Unión Europea —que sustituyó al Tratado de Roma por el que se fundó la Comunidad Europea— en Maastricht —Holanda— el 7 de febrero de 1992, que planteaba la convergencia de las políticas económicas de los miembros de la Unión Europea y la creación de una moneda común, el euro, para el 1 de enero de 1999. 33.3. EL NACIMIENTO DE LA UNIÓN EUROPEA. EL TRATADO DE MAASTRICHT Y LOS CRITERIOS DE CONVERGENCIA (1992)
La aceleración del proceso de integración económica de la Unión Europea, con la entrada en vigor del Acta Única y el horizonte inmediato de la Unión Económica y Monetaria —UEM— representó un importante trasvase de soberanía de los Estados miembros hacia la nueva Unión Europea. La aprobación de los criterios de convergencia económica estipulados en Maastricht, con el fin de crear la moneda única, y la entrada en vigor el 1 de enero de 1993 del Mercado Único significó que las grandes variables de las políticas económicas en manos de los gobiernos quedaron fuertemente limitadas por los compromisos contraídos en el seno de la Unión Europea. En el caso español, supuso el fin de las tentaciones por parte de los gobiernos a recurrir a formas, más o menos heterodoxas, para impulsar el crecimiento, paliar las consecuencias de las crisis o proteger la economía de la competencia exterior. La política monetaria quedó en una primera fase fuertemente condicionada al mantenimiento del tipo de cambio de la peseta, una vez incorporada al Sistema Monetario Europeo —SME— en junio de 1989. La Ley de Autonomía del Banco de España de 1994 reforzó esta tendencia. La aprobación de los criterios de convergencia de Maastricht estableció un rígido marco para la política monetaria de la década de los 90. Asimismo, el horizonte planteado por el Tratado de la Unión aprobado en Maastricht implicaba la adopción de una rigurosa política presupuestaria si se quería pertenecer al club de los países fundadores del euro, al establecer un límite no superior al 3% del PIB en el capítulo del déficit presupuestario y del 60% en la proporción de Deuda Pública respecto del PIB. Unas rigurosas exigencias a las que la economía española debía hacer frente si no quería verse descolgada del grupo de cabeza de los países integrantes de la Unión Europea. Un reto de considerable envergadura, si tenemos en cuenta el punto de partida y el tradicional comportamiento desequilibrado de la economía española, tanto en las fases expansivas como recesivas del ciclo económico.
390
Tipos de interés a largo plazo en los países de la Unión Europea, 1961-1997 1993
1994
1995
1996
1997
Alemania Austria Bélgica Dinamarca
Países
7,2 — 6,5 9
8 8,9 10,6 16
6,8 7,4 8,5 10,8
7,3 7,5 8,1 8,7
6,4 6,6 7,2 7,2
6,9 6,7 7,8 7,9
6,8 7,2 7,5 8,3
6,2 6,3 6,5 7,2
5,9 5,9 6 6,6
ESPAÑA
—
—
12,9
11,2
10,1
10,1
11,3
8,7
6,9
Finlandia Francia
8 6,9
11,2 12,2
11,7 9,1
9,8 7,8
8,2 6,7
8,4 7,3
8,8 7,5
7,1 6,3
6,3 5,8
Grecia Holanda Irlanda
— 5,9 —
13,6 9,4 14,6
— 7,1 10,2
— 7,4 8,5
— 6,3 7,8
— 6,9 8,1
— 6,9 8,3
— 6,2 7,3
— 5,7 6,7
7
15,1
12,3
12
11,1
10,4
11,9
9,2
7,5
Luxemburgo Portugal Reino Unido Suecia
— — 7,6 6,3
8,1 — 13 11
8 17,1 9,9 11,7
7,5 13 8,5 10
6,8 9,5 7,3 8,6
7,2 10,4 8,1 9,5
7,2 11,5 8,2 10,2
6,3 8,6 7,8 8,1
— 6,8 7,6 7,2
Unión Europea
7,1
11,6
9,8
8,9
7,8
8,2
8,6
7,3
6,5
Italia
1961-1973 1974-1985 1986-1990 1991-1995
Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea. Procedencia: Anuario de El País, 1998.
Convergencia en tipos de interés a largo plazo.
391
Diferenciales de inflación y tipos a largo plazo entre España y Alemania.
Fuente: Banco de España. (a) Tipos medios anuales de los tipos de interés a largo plazo. (b) Media de las tres economías menos inflacionistas, más dos puntos. En enero de 1998, Austria, Francia e Irlanda. (c) Hasta 1996, tasa media interanual de los IPC nacionales; a partir de 1996, IPC armonizados. Procedencia: Banco de España. Informe sobre la Convergencia, marzo de 1998
Los criterios de convergencia de Maastricht: inflación —la tasa de inflación no podría superar en más de un punto y medio la media de los tres países de la Unión con menor inflación—, déficit público —con un límite máximo del 3% del PIB—, tipos de interés —que no debían superar los dos puntos por encima de los tres países con menores tipos—, volumen de Deuda Pública —no podría superarse el 60% del PIB— y volatilidad de los tipos de cambio —mantenimiento de un tipo de cambio estable—, unido a un corto horizonte temporal definido por dos fechas emblemáticas, 1997 y 1999, para cumplir los requisitos exigidos y poder entrar a formar parte de los países participantes en la moneda única, planteaba un considerable esfuerzo para el conjunto de la sociedad española, que se vio agravado por la virulencia de la crisis de 1992-1993. Cuando se aprobó en marzo de 1992 el primer Programa de Convergencia por el gobierno socialista, los objetivos parecían estar razonablemente al alcance de la mano en el caso de mantenerse una política económica equilibrada y razonablemente rigurosa. Los datos del cuadro macroeconómico de 1991, sobre los que se construyó dixxxxxxxx 392
Convergencia en inflación.
Fuentes: Banco de España, Instituto Nacional de Estadística y OCDE. (a) Tasas medias anuales de variación del índice de precios de consumo. Desde diciembre de 1995 haste noviembre de 1996 índices transitónos de precios de consumo. Desde diciembre de 1996, índices armonizados de precios de consumo. (b) Área de cumplimiento del Criterio de Maastricht. Límite: media de las tres economías menos inflacionistas + 1,5%. Procedencia: Banco de España. Informe sobre la Convergencia, marzo de 1998.
Convergencias en las finanzas públicas. Déficit de las administraciones públicas.
393
Ingresos y gastos públicos
Deuda de las administraciones públicas
Fuentes: Intervención General de la Administración del Estado y Banco de España. Procedencia: Banco de España. Informe sobre la Convergencia, marzo de 1998.
394
Evolución del Déficit Público en los países de la Unión Europea, 1961-1997. Países
1961-1973 1974-1985 1986-1990 1991-1995
Alemania Austria Bélgica Dinamarca ESPAÑA Finlandia Francia Grecia Holanda Irlanda Italia Luxemburgo Portugal Reino Unido Suecia Unión Europea Estados Unidos Japón
0,2 1,5 -3,4 4,3 0,4 4,6 0,7 — -0,5 -4,1 -5,4 2,7 1,6 0,1 4,5 -0,6 -0,8 0,8
-2,8 -2,3 -7,8 -2,8 -2,8 3,7 -1,7 — -2,1 -10,4 -9,6 1,9 -5,8 -3,6 -1,7 -4 -2,3 -3,2
-1,5 -3,2 -7,1 0,9 -3,6 4 -1,8 -12,4 -5,1 -5,5 -10,9 — -4,7 -0,7 3,2 -3,6 -2,9 1,3
-3 -3,7 -5,8 -2,5 -5,7 -5,3 -4,5 -11,6 -3,6 -2,2 -9,3 — -5,6 -5,8 -7,7 -5,3 -3,5 -0,7
1993
1994
1995
1996
1997
-3,2 -4,1 -7,1 -2,7 -6,9 -8 -5,8 -13,8 -3,2 -2,4 -9,6 1,7 -6,1 -7,9 -12,3 -6,4 -4 -1,6
-2,4 -4,8 -4,9 -2,6 -6,3 -6,1 -5,7 -10,3 -3,8 -1,7 -9,3 2,6 -6 -6,8 -10,3 -5,4 -2,6 -2,3
-3,3 -5 -3,9 -2,4 -7,3 -5 -5 -9,8 -4 -2,1 -8 2 -5,8 -5,5 -7,1 -5,1 -2,3 -3,7
-3,4 -3,8 -3,2 -0,8 -4,7 -3,1 -4,1 -7,6 -2,3 -0,4 -6,8 2,6 -3,2 -4,9 -3,7 -4,3 -1,4 -4,4
-3 -2,8 -2,6 1,3 -2,9 -1,4 -3,1 -4,2 -2,1 0,6 -3 1,6 -2,7 -2 -1,9 -2,7 -0,3 -3,4
Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea. Procedencia: Anuario de El País, 1998.
Deuda Pública de los países de la Unión Europea, 1961-1997*. Países
Alemania Austria Bélgica Dinamarca ESPAÑA Finlandia Francia Grecia Holanda Irlanda Italia Luxemburgo Portugal Reino Unido Suecia Unión Europea
1961-1973
31,7 36,6 77,5 38,5 17,5 11,8 20,1 23,8 46,9 70,4 58,1 12,5 32,4 54,3 41 38,4
1974-1985 1986-1990 1991-1995
41,7 49,8 120,7 72 43,7 16,5 31 51,6 71,5 102,5 82,3 13 61,9 53,8 63,8 53,6
43,8 57,9 128,2 60,8 44,8 14,5 35,4 90,1 78,8 95,3 98 4,7 66,9 35,5 43,5 55,3
44,1 58 129,2 70,2 48 41,5 39,7 98,8 79,6 92,3 108,7 51 60,7 41,8 67,1 60,4
1993
1994
1995
1996
1997
48 62,7 135,1 82,1 60 58 45,3 111,6 81,2 96,3 119,1 6,1 63,1 48,5 76 66
50,2 65,4 133,5 78,4 62,5 59,6 48,2 109,6 77,9 89,1 124,9 5,7 63,8 50,4 79,3 67,9
58 69,3 131,2 73,8 65,3 58,1 52,5 111,3 79,1 82,2 124,4 5,9 66,5 53,8 78,2 71
60,4 69,5 126,9 71,6 70,1 58 55,7 112,6 77,2 72,7 123,8 6,6 65,6 54,4 77,8 73
61,8 66,1 124,7 67 68,1 59 57,3 109,3 73,4 65,8 123,2 6,7 66,2 52,9 77,4 72,4
* En porcentaje sobre el Producto Interior Bruto (PIB). Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea. Procedencia: Anuario de El País, 1998.
395
cho primer Programa de Convergencia, así parecían sugerirlo. La inflación había terminado en 1991 en el 5,9% y con una tendencia descendente —con un diferencial de 3,3 puntos respecto de los tres mejores países—, el déficit público se simó en el 4,4% del PIB, la Deuda Pública representaba el 45% del mismo y un crecimiento del PIB del 2,7%. Con estos datos en la mano, el gobierno socialista presentó un ambicioso Programa de Convergencia que pretendía cumplir, e incluso sobrepasar, los criterios de convergencia uno o dos años antes de la primera fecha establecida por el Tratado de la Unión: 1996, con una previsión de crecimiento del PIB situada en torno al 3%. 33.4. LA CRISIS DE 1992-1993. DEL EUROPESIMISMO A LA RECUPERACIÓN. EN LA SENDA DEL EURO
El escenario económico previsto cambió radicalmente de signo unos meses más tarde. En septiembre de 1992 hicieron su aparición las primeras turbulencias en el Sistema Monetario Europeo, que en seguida se vieron agravadas por el estallido de una aguda crisis económica internacional que golpeó con fuerza a los países de la Unión Europea. El boom económico de la segunda mitad de los ochenta terminó abruptamente. En España la crisis se manifestó con una fuerte virulencia. No fue una excepción. Los países de la Unión venían registrando una ralentización de su crecimiento desde 1989. En ese año, el PIB de la Unión Europea había tenido un crecimiento del 3,5%, en 1991 era tan sólo el 1,5%. En 1992, la crisis había tomado carta de naturaleza al producirse un crecimiento de un 0,9% del PIB de la Unión Europea, que se tornó en recesión un año más tarde al registrar una tasa de crecimiento negativo: el -0,5 por ciento en 1993. La intensidad de la crisis obligó a los gobiernos de los países de la Unión a abandonar los objetivos de los recientemente aprobados Programas de Convergencia. Los déficits públicos se desbocaron, pasando del 3,6% del PIB de media en 1990 al 6,2% en 1993, a la vez que los niveles de endeudamiento público se incrementaron en diez puntos porcentuales en el mismo periodo y el desempleo se disparó. Entre 1991 y 1994 se destruyeron cinco millones y medio de empleos en los países de la Unión Europea. La situación se vio complicada por la tendencia alcista de los tipos de interés, en la que los problemas de la unificación alemana desempeñaron un importante papel, dada la posición dominante del Bundesbank dentro del Sistema Monetario Europeo. La subida de tipos alemanes empujó al alza a los tipos del conjunto del SME, que se vio agravada desde septiembre de 1992 con las tormentas monetarias que se sucedieron, en las que desempeñaron un papel de primer orden los movimientos especulativos de capitales, que terminaron provocando la crisis del Sistema Monetario Europeo. El 16 de septiembre de 1992, la libra esterlina y la lira italiana abandonaban el SME y la peseta registraba la primera devaluación desde su entrada, que puso fin a los años de la peseta fuerte. Finalmente, el 2 de agosto de 1993 los doce países de la Unión Europea decidieron ampliar las bandas del fluctuación de sus divisas al 15% para poner fin a los movimientos especulativos. En esos meses, el llamado euroescepticismo se adueñó del escenario europeo, la crisis económica, el estallido del Sistema Monetario Europeo y el alejamiento generalizado de los criterios de Maastricht llevaron a muchos a pensar que los proyectos para la creación de la Unión Económica y Monetaria y el nacimiento de la moneda única eran objetivos irrealizables; además, las reticencias de amplios sectores de las opinioxxxxxx 396
Anverso de un billete de 100 euros.
nes públicas de los países de la Unión a los acuerdos alcanzados en Maastricht —a los que atribuían las consecuencias más negativas de la crisis económica—, particularmente en Dinamarca —el 2 de junio de 1992 se rechazó en referéndum la adhesión al Tratado de la Unión, sólo solventado mediante la aceptación de cuatro excepciones en la cumbre de Edimburgo de diciembre de ese año, que permitieron la ratificación del Tratado en otro referéndum el 18 de mayo de 1993—, Francia, Alemania y la tradicionalmente reticente Gran Bretaña, no invitaban al optimismo. España no vivió ajena a esta situación. La ralentización del crecimiento, aunque menor que en el resto de los países de la Unión, era perceptible al finalizar 1991, pero el impulso de los acontecimientos de 1992 demoraron algunos meses el inicio de la crisis. En el segundo semestre, la crisis se había instalado, aunque todavía sus síntomas no fueran evidentes, 1992 finalizó con un escaso 0,7% de crecimiento del PIB, que en 1993 se transformó en crecimiento negativo —el -1,2%. La recesión se había instalado con fuerza. Los efectos de la recesión se reflejaron en el incremento del desempleo —que pasó del 16,97% de la población activa en diciembre de 1991 al 23,90% en el mismo mes de 1993, según datos de la EPA— y del déficit público —que del 4,4% del PIB en 1991 pasó al 6,9% en 1993—; también se dejaron sentir con rapidez sobre la demanda interna, que registró un crecimiento negativo —del -4,2% en 1993. Las tormentas monetarias desencadenadas desde el 16 de septiembre de 1992 provocaron dos devaluaciones consecutivas de la peseta, que se depreció en un 7,3%, terminando con la política de la peseta fuerte practicada en años anteriores. La ampliación de las bandas de fluctuación del SME, acordadas en agosto de 1993, evitaron su exclusión del mismo.
397
La crisis económica de 1992-1993 coincidió con el inicio del declive electoral del PSOE, acosado por la sucesión de escándalos que desde 1993 fueron minando su sólida base electoral. Las elecciones de junio de 1993 revalidaron la mayoría parlamentaria del PSOE, pero éste perdió la mayoría absoluta y la estabilidad gubernamental dependió del apoyo de los nacionalistas catalanes de Convergencia i Unió. Se inició una etapa de fuerte crispación política provocada por la estrategia de acoso y derribo emprendida por un Partido Popular frustrado por la nueva derrota electoral, orquestada por una heterogénea coalición mediática y alimentada por una interminable sucesión de escándalos en los que estaban implicados importantes personajes del PSOE, que erosionó la capacidad de actuación del gobierno. Sin embargo, en el campo de la política económica ello no fue óbice para, a pesar de las dificultades políticas y económicas, articular un programa coherente con los objetivos fijados por los criterios de Maastricht destinado a incorporarse al grupo de países fundadores de la moneda única, merced al apoyo parlamentario de Convergencia i Unió. Los efectos de la incorporación de España a la Unión Europea se dejaron sentir en el rápido inicio de la recuperación económica. El mayor grado de apertura y dinamismo de la economía española consecuencia de su incorporación a Europa y la eliminación de las posibles tentaciones a practicar políticas heterodoxas para hacer frente a las dificultades económicas, debido a las reglas comunitarias, dejaron sentir sus influjos benéficos. La crisis fue tan aguda como corta en el tiempo, a diferencia de lo ocurrido en años anteriores. El año 1994 registró un crecimiento del 2,3% del PIB, para alcanzar el 2,7 en 1995 y cerrar 1996 con un crecimiento del PIB del 2,4%. El empleo comenzó a recuperarse —aunque las altas tasas de desempleo se mantuvieron, en diciembre de 1996 el desempleo alcanzaba al 21,77% de la población activa, frente al 23,9 de 1993— y la inflación continuó su senda descendente, hasta alcanzar mínimos históricos, 1996 se cerró con una inflación de sólo el 3,6%, a la vez que el déficit público frenó su crecimiento para a continuación pasar a reducir sus magnitudes —del 6,9 de 1993 al 4,7 de 1996— y el saldo exterior registraba por segundo año consecutivo un superávit, mientras que los tipos de interés continuaban descendiendo de manera significativa —del 13,19 de 1991 al 8,7 de 1996. En suma, un crecimiento económico que por primera vez en la historia económica de España se realizaba de forma equilibrada y acercaba a España de manera decidida al cumplimiento de los requisitos de Maastricht. La Actualización del Programa de Convergencia realizada en julio de 1994 reajustaba de forma más realista la política económica con las previsiones económicas. Las elecciones de marzo de 1996 supusieron el fin de la etapa de gobiernos socialistas con el triunfo del Partido Popular. Se iniciaba un nuevo ciclo político de la democracia española. En el terreno económico, la política del Partido Popular continuó los grandes trazos de la política del último gobierno socialista respecto del acercamiento al cumplimiento de los requisitos de Maastricht que permitieron a España incorporarse como uno de los países miembros del euro, la moneda única que entró en funcionamiento el 1 de enero de 1999. 33.5. UNA ECONOMÍA ABIERTA A EUROPA EN EL CONTEXTO DE LA GLOBALIZACIÓN El proceso de apertura exterior de la economía española, tras los primeros eslabones representados por el Plan de Estabilización de 1959, posteriormente matizados por las medidas proteccionistas ejemplificadas en el arancel de 1960, y la firma en 1970 del xxxx 398
Acuerdo Preferencial con la Comunidad Europea, prosiguió durante la transición acelerando su marcha durante el proceso negociador del Tratado de Adhesión a la Comunidad Europea firmado el 12 de junio de 1985. La entrada de España en la Comunidad Europea, efectiva desde el 1 de enero de 1986, y la puesta en marcha del Mercado Único en 1993, con la aprobación del Acta Única Europea el 1 de julio de 1987, marcaron un punto de inflexión en el proceso de apertura de la economía española al exterior. La tradicional tentación proteccionista del capitalismo español pasaba a la historia. Durante los años de la transición y en la fase más aguda de la crisis económica en España, el comportamiento del sector exterior sirvió de amortiguador de los efectos más graves de la crisis, dada la atonía de la demanda interna, con crecimientos negativos durante esos años. De hecho, el saldo de la demanda externa —exportaciones menos importaciones— representó un tercio del crecimiento del Producto Interior Bruto entre 1973 y 1985. La debilidad de la demanda interna obligó a las empresas españolas a buscar salida a sus productos en los mercados exteriores, a la vez que se reducía significativamente el peso de las importaciones, generando un saldo comercial favorable con el exterior. Ésta evolución excedentaria de la balanza comercial se vio acompañada por un paralelo proceso de apertura comercial, manifestado en el mayor peso de las exportaciones e importaciones en el PIB: en 1973, la suma de exportaciones e importaciones representaba el 20,6% del PIB, que se elevó en 1985 al 33%. Esta mayor apertura al exterior y el protagonismo alcanzado por las exportaciones elevó durante el periodo la tasa de cobertura —porcentaje del valor de las exportaciones que es capaz de pagar del valor de las importaciones— del 47,4% de 1975 al 80,9% de 1985. El ingreso de España en la Comunidad Europea significó un impulso decisivo e irreversible en el proceso de apertura de la economía española. La incorporación de la legislación comunitaria y la adaptación a las reglas de funcionamiento europeas representaron el fin de la tradicional tendencia del capitalismo español en favor de opciones de marcado carácter proteccionista tendentes a reservar el mercado nacional, dificultando la competencia procedente del exterior mediante la creación de mercados cautivos, por medio de la intrumentalización de la política arancelaria. A la vez que se abrían las puertas a la inversión extranjera para sostener y alimentar un crecimiento que de otra forma resultaba inviable, dada la debilidad del entramado industrial español. De esta forma, la balanza comercial española ha resultado históricamente deficitaria. Hasta 1985, la dependencia energética —dado el peso del petróleo en la producción y consumo de energía— y la importación de bienes de capital de alta tecnología —debida a la escasa capacidad tecnológica de la empresa española— constituyeron las dos principales fuentes del desequilibrio de la balanza comercial. Tras el ingreso de España en la Comunidad Europea, el déficit de la balanza comercial tendió a acentuarse como consecuencia de la reducción progresiva, hasta su eliminación, de las barreras arancelarias con Europa, proceso acelerado como consecuencia de la creación del Mercado Único y de la firma del Tratado de Maastricht que introdujo el objetivo de la puesta en marcha de la Unión Económica y Monetaria. Así, el déficit comercial que en 1985 representaba el 2,7% del PIB alcanzó su máximo en 1989 con el 6,5%. El déficit comercial se incrementó de la mano de la mayor apertura de la economía española entre 1985 y 1992; a pesar de la reducción del peso de la factura energética —fruto de la caída de los precios del petróleo y del descenso del dólar—, en xxxxxxxxx 399
Balanza comercial española, 1975-1997.
1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997
Importaciones 932.202 1.170.350 1.350.525 1.432.538 1.704.007 2.450.652 2.970.435 3.473.207 4.176.470 4.628.991 5.073.239 4.890.768 6.029.838 7.039.516 8.458.361 8.914.741 9.672.149 10.205.013 10.482.688 12.348.734 14.318.256 15.435.698 12.859.416
Millones de pesetas Exportaciones Saldo 441.492 -490.710 583.542 -586.808 775.307 -575.218 1.001.599 -429.939 1.221.237 -482.770 1.493.187 -957.465 1.888.422 -1.082.013 2.260.198 -1.213.009 2.838.600 -1.337.870 3.730.776 -898.215 4.104.143 -969.096 3.800.225 -1.090.543 4.195.623 -1.834.215 4.686.376 -2.353.140 5.257.628 -3.200.733 5.642.791 -3.271.950 6.225.670 -3.446.479 6.605.667 -3.599.346 7.982.702 -2.499.986 9.796.340 -2.552.394 11.423.081 -2.895.175 12.931.008 -2.504.690 10.903.452 -1.955.964
Cobertura 47,4 49,9 57,4 70 71,7 60,9 63,6 65,1 68 80,6 80,9 77,7 69,6 66,5 62,2 63,3 64,4 64,7 76,2 79,3 79,8 83,8 84,8
Fuente: Departamento de Aduanas e Impuestos Especiales. Procedencia: Anuarios de El País, 1982-1998. Elaboración propia.
este periodo fueron las importaciones de bienes las que impulsaron los crecientes déficits comerciales. Déficit comercial que fue compensado tradicionalmente por los superávits de la balanza de servicios y transferencias —debido fundamentalmente a los ingresos procedentes del turismo y a las transferencias procedentes de la Unión Europea desde 1986, que han compensado la disminución y pérdida de importancia de las transferencias procedentes de las remesas de los emigrantes, dado el fin de la emigración a partir de los años 70. Los saldos entre la balanza comercial y la balanza de servicios y transferencias continuaron siendo negativos, dando lugar a considerables déficits de la balanza por cuenta corriente. Los déficits por cuenta corriente fueron compensados por las entradas de capital, que vieron acelerado su ritmo, hasta el punto de que la inversión extranjera —directa, en cartera y en inmuebles— compensó los déficits de la balanza por cuenta corriente. De hecho, la inversión directa extranjera registró entre 1985 y 1990 la fase de crecimiento más importante de la historia de la economía española, al multiplicarse por cinco en pesetas constantes. 400
401
Balanza de Pagos española, 1970-1997 (en miles de millones de pesetas). 1 Mercancías 1970 1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997
-132,1 -411,2 -486,7 -514,7 -301,2 -489,1 -910,5 -1.035,6 -1.149,9 -1.201,6 -761,9 -992 -770,2 -1.393,5 -1.864,9 -7.985 -2.963,8 -3.159,2 -3.088,5 -1.896,7 -1.966,7 -2.200,6 -1.886,3 -1.960,6
2 Servicios 100,7 174,4 146,6 222,5 314,5 330,2 335,1 335,2 357,4 542,6 784,6 1.064,2 1.323,9 1.275,3 1.096,1 429,2 1.200,6 1.252,6 1.264,2 1.435,4 1.951,1 2.215,4 2.537,8 2.832,6
3 Transferencias 46,7 65,6 76,4 89,3 110,9 101,4 143,5 155,8 172,2 168,1 156,6 187,9 138,5 299,4 435,3 374,2 439,4 627,8 -587,6 599,7 197,8 639,7 323,9 422
4 Rentas
-359 -444,9 608,8 -447,6 -1.094,7 -496,6 -751,9 -918,9
5 = 1+2+3+4 6 Cuenta Cuenta Corriente de Capital 15,3 -171,2 -263,7 -202,9 124,2 -57,5 -431,9 -544,6 -620,3 -490,9 179,3 260,1 692,2 181,2 -333,5 -7.010,2 -1.682,8 -1.723,7 -1.803,1 -309,2 -912,6 157,9 223,7 380,8
39,7 106,3 -144,7 245,7 163,8 231,1 338 438,6 300,2 479,6 513,6 -249,8 -198,8 1.189,7 1.171,4 2.064,4 151,6 352,7 382,4 418,2 361,5 780 806,7
7 = 5+6 Balanza Básica 55 -64,9 -119 42,8 288 173,6 -93,9 -106 -320,1 -11,3 692,9 10,3 493,4 1.370,9 837,9 -4.945,9 -1.531,2 -1.371 -1.420,7 109 -551,1 937,9 1.030,4
8 Variación Reservas 60,3 -11,5 -65,2 110,2 289,7 181,7 -53 -53,1 -369,7 8,8 766,5 -371,1 318,6 1.593,2 961,8 581,8 -709,8 -1.489,1 1.777,9 573,8 7,1 855,5 -3.071,7 -1.722,3
Procedencia:J. L. García Delgado (dir.), España, economía, Madrid, Espasa Calpe, 1989 y Anuario de El País, 1998 y Anuario de Economía y Finanzas de El País, 1998. Elaboración propia.
Esta situación cambió como consecuencia de la suma de varios factores: la crisis económica de 1992-1993, las turbulencias monetarias que provocaron la depreciación de la peseta entre septiembre de 1992 y mayo de 1993 en más de un 20%, la bajada de los tipos de interés españoles y la elevación de los alemanes —derivada de las dificultades de la reunificación—, que provocaron un descenso acusado de las entradas de capital parcialmente compensadas por la reducción de las importaciones de bienes debidas a los efectos de la crisis económica y el incremento del precio de las mismas por la devaluación de la peseta. Así, el déficit de la balanza por cuenta corriente se redujo sensiblemente entre 1992 y 1994, para entrar en una situación excedentaria a partir de ese año, alcanzándose un superávit de la balanza por cuenta corriente de 223.700 millones de pesetas en 1996. Como consecuencia del fuerte impulso registrado por el capítulo de las importaciones de bienes, la tasa de cobertura descendió sensiblemente entre 1986 y 1992, para situarse desde el 80,9% de 1985 al 64,7% de 1992. España era una economía más abierta y mostraba sus debilidades competitivas frente al exterior. Sin embargo, este mayor grado de apertura dejó sentir pronto sus efectos beneficiosos, por las mejoras xxxxxxxx 402
de competitividad registradas y los efectos favorables de la combinación de la bajada de los tipos de interés y de un tipo de cambio de la peseta más favorable —con las devaluaciones de 1992-1993—, que permitieron elevar la tasa de cobertura hasta el 83,8% en 1996. En esta mejora de la competitividad y mayor dinamismo de la economía española siguió desempeñando un papel preponderante la inversión extranjera. El comportamiento de la inversión directa extranjera respondió a cuatro grandes parámetros: la evolución mundial de la inversión directa extranjera —que registró una gran expansión en la segunda mitad de los años 80, fruto de la aceleración de los procesos de globalización—, la incorporación de España a la Comunidad Europea —con el incremento de las inversiones directas procedentes de los países de la CEE y el mayor atractivo que España representaba para el resto del capital extranjero con su plena integración al mercado europeo—, el mayor dinamismo de la economía española registrado tras la superación de la larga crisis económica de los setenta y primera mitad de los ochenta y, finalmente, en cuanto a su composición, el creciente atractivo del sector servicios de una economía cada vez más terciarizada. En 1993 la inversión directa extranjera con destino a España representó más del 7% del total mundial, cuando en el periodo 1981-1986 sólo fue del 3,72%. Asimismo, su comportamiento se acompasó a las transformaciones registradas en el escenario internacional, producidas por los cambios en el escenario productivo, con el mayor protagonismo de las nuevas tecnologías de la información y la liberalización de las actividades productivas del sector terciario —telecomunicaciones, servicios financieros... En 1980, el sector secundario acaparaba el 55,2% de la inversión de destino directa extranjera en el mundo, para disminuir al 42,5% en 1990, mientras el sector terciario se elevaba hasta el 48,4%. Estos cambios también se dieron en la economía española. Entre 1960 y 1981, la industria manufacturera en España recibió el 71,46% del total de la inversión directa extranjera, y el sector servicios, el 24,97%; la tendencia cambió drásticamente entre 1986 y 1990, cuando el sector servicios recibió el 56,47% del total de la inversión directa extranjera, y la industria manufacturera, el 39,63%. Claro reflejo de las transformaciones acaecidas por la estructura económica española durante la transición y la democracia. Tendencia que se vio atemperada en los años siguientes. Los retrocesos registrados en el sector servicios eran reveladores de las importantes restricciones y rigideces que persistían en el mismo, reflejados en su escasa apertura y menor competitividad y manifestados en la presión inflacionista de este sector en España, principal responsable de la resistencia a la baja de la inflación estructural. La importancia de la inversión directa extranjera en la economía española fue una constante desde el Plan de Estabilización de 1959, sobre todo en el ámbito industrial, hasta el punto de que en 1988 el 27,67% del valor añadido industrial procedía de las empresas controladas por capital extranjero, cuando la media general de la economía se situaba en el 8,96%. Un proceso que se vio reforzado desde 1985 a impulsos del mayor grado de apertura de la economía española. La cuota de las exportaciones españolas en las de la OCDE pasó del 1,85% de 1985 al 2,37% de 1994. Una tendencia que se vio acelerada con la expansión económica, puesto que la recuperación del ritmo de las importaciones y de la demanda interna no significaron un retroceso de la capacidad exportadora. 403
Reparto de los intercambios comerciales entre España.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística. INE.
En los años 90 la penetración de las empresas españolas en los mercados mundiales ha sido ascendente, no sólo la destinada hacia los países de la Unión Europea, sino también y, especialmente, hacia Latinoamérica. A ello debe añadirse el mayor dinamismo de la inversión española en el exterior, con dos áreas privilegiadas de localización: la Unión Europea y Latinoamérica —sobre todo a partir de 1994. La mayor apertura de la economía española desde 1985 se reflejó en el mayor peso de los flujos comerciales —importaciones más exportaciones— en el PIB, así la tasa de apertura comercial pasó del 32,8% del PIB entre 1980-1985 al 36,9% en 1990-1995.
404
Inversiones directas españolas en el exterior, 1982-1997 (en millones de pesetas) 1982
Grupos Personas físicas 1 Agricultura, ganadería, caza, selvicultura y pesca 2 Producción y distribución de energía eléctrica, gas y agua 3 Industrias extractivas, refino de petróleo y t. c. 2 4 Alimentación, bebidas y tabaco 2 5 Industria textil y de la confección 2 6 Industria papel, edición, artes gráficas 3 7 Industria química 8 Otras manufacturas 9 Construcción 10 Comercio 4 11 Hostelería 12 Transporte y comunicaciones 13 Intermediación financiera, banca y seguros 14 Otros Total
1990
Millones de pts.
%
Millones de pts.
%
Millones de pts.
%
—
—
—
—
—
—
3.346
5,11
4.403
6,59
4.700
0,95
5.104
7,79
3.342
5
22.754
4,72
4.462 — — — — 9.059 1.133 6.440 — 578
6,81 — — — — 13,84 1,73 9,83 — 0,89
1.432 — — — — 12.596 391 11.119 — 640
2,14 — — — — 18,84 0,58 16,63 — 0,96
47.886 — — — — 119.700 3.382 19451 — 33.447
7,2 — — — — 11,08 0,43 6,78 — 1,45
35.159 244 65.525
53,66 0,38 100
32.552 382 66.858
48,69 0,57 100
191.352 1.553 454.814
67 0,39 100
1994
Grupos
1986
Millones de pts.
1995 %
Millones de pts.
Personas físicas 12.461 1,74 — 1 Agricultura, ganadería, caza, selvicultura y pesca 579 0,08 3.974 2 Producción y distribución de energía eléctrica, gas y agua 8.105 1,13 37.316 3 Industrias extractivas, refino de petróleo y t. c. 2.046 0,29 14.262 2 5.739 0,8 8.540 4 Alimentación, bebidas y tabaco 2 109 0,02 260 5 Industria textil y de la confección 2 11.721 1,63 17.649 6 Industria papel, edición, artes gráficas 3 10.630 1,48 9.578 7 Industria química 8 Otras manufacturas 40.179 5,6 214.616 9 Construcción 7.315 1,02 21.977 10 Comercio 15.129 2,11 24.250 4 4.204 0,59 6.630 11 Hostelería 12 Transporte y comunicaciones 370.590 51,63 89.146 13 Intermediación financiera, banca y seguros 161.571 22,51 423.013 14 Otros 67.362 9,39 76.967 Total 717.740 100 948.178
1996 %
1997 Millones de pts
Millones de pts
%
—
—
—
5.002
0,36
0,42
3.100
0,25
9.031
0,65
3,94
28.977
2,35
352.478 25,37
1,5 0,9 0,03 1,86 1,01 22,63 2,32 2,56 0,70 9,40
64.726 5.762 0 25.814 14.559 46.170 9.111 28.995 11.357 47.611
5,25 0,47 0 2,09 1,18 3,74 0,74 2,35 0,92 3,86
20.284 1,46 43.487 3,13 1.806 0,13 3.473 0,25 9.587 0,69 50.711 3,65 16.672 1,2 14.588 1,05 9.170 0,66 221.601 15,95
44,61 341.058 27,65 194.648 14,01 8,12 606.413 49,16 437.089 31,46 100 1.233.654 100 1.389.349 100
1 Enero-septiembre. 2 Los datos aparecen agregados en otras manufacturas para los años 1982, 1986 y 1990. 3 Los datos aparecen agregados en industrias extractivas, refino de petróleo y t. c. para los años 1982, 1986 y 1990. 4 Los datos aparecen agregados en comercio para los años 1982, 1986 y 1990. Fuente: Secretaría de Estado de Comercio Procedencia: Anuarios de El País, 1982-1998. Elaboración propia.
405
El ingreso de España en la Comunidad Europea alteró la estructura de las corrientes comerciales españolas. La Unión Europea incrementó su peso dentro del sector exterior de la economía. Así, las exportaciones hacia la Unión Europea pasaron del 52% en 1985 al 72% en 1995, y las importaciones, del 37% al 65%, respectivamente, del comercio exterior. Donde se registraron avances más notables por parte de la empresa española en la década de los 90 fue en su presencia en los mercados exteriores, tanto europeo como extraeuropeo, especialmente por parte de la banca, la industria eléctrica y el sector de las comunicaciones —con Telefónica— sobre todo en los mercados latinoamericanos. Esta mayor internacionalización de la empresa española fue posible, en buena medida, por la mayor apertura exterior de la economía desde el ingreso de España en Europa, que obligó a competir en una economía crecientemente abierta. En definitiva, la apertura al exterior de la economía española acelerada con el ingreso de España en la Unión Europea generó un creciente dinamismo al sector exterior, que se tradujo en los años 90 en un mejor comportamiento de las exportaciones y de la inversión directa española en el exterior. 33.6. ESPAÑA EN EL EURO. FIN DEL GOBIERNO LARGO DEL PSOE Las elecciones de marzo de 1996 pusieron fin a la larga etapa de gobiernos socialistas iniciada en octubre de 1982. La política económica desarrollada por el Partido Popular continuó la senda abierta por el Partido Socialista, con la aprobación el 17 de julio de 1994 del Programa de Actualización del Programa de Convergencia. El proceso de consolidación presupuestaria se vio acentuado a lo largo de 1996, por los recortes del gasto aprobados por los gobiernos del PSOE y posteriormente del Partido Popular, que permitieron situar el déficit público en el 4,4% del PIB. El mantenimiento de la expansión económica facilitó el cumplimiento de los objetivos del Programa de Convergencia. La reducción del gasto público, la aceleración de la política de privatizaciones y el incremento de los ingresos derivados del crecimiento económico, junto con el mantenimiento de la reducción de la tasa de inflación y de los tipos de interés, permitieron cumplir los criterios de convergencia en 1997, la inflación se situó en el 2%, los tipos de interés en el 6,9%, el Déficit Público en el 2,9% y la Deuda Pública en el 68,1% del PIB. España se incorporó el 1 de enero de 1999 al grupo de países fundadores de la moneda única, el euro. Manifestación paradigmática de las profundas transformaciones desarrolladas por la economía española entre 1975 y 1999. Veinticinco años que cambiaron radicalmente a la sociedad española y, por ende, a la economía española. Con la participación de España en la creación de la moneda única se culminaba la transición económica española. Una transición económica que desde el capitalismo corporativo de la dictadura desembocó en una economía abierta, crecientemente integrada en la economía mundial, donde la incorporación a la Comunidad Europea en 1985 constituyó un hito de relevancia histórica. La participación desde 1986 en la creación del Mercado Único y en la Unión Económica y Monetaria hizo a España por primera vez coprotagonista del proceso de construcción europea. Una aspiración de generaciones de españoles fue culminada con éxito con el restablecimiento de la democracia. Desde el punto de vista económico, el esfuerzo xxxxxxxx 406
realizado fue de enorme magnitud. La sociedad española tuvo que enfrentarse simultáneamente a cuatro grandes transformaciones: la reestructuración de la economía como consecuencia de los cambios asociados a la larga crisis económica de 1973-1985, la construcción del Estado del Bienestar, el desmantelamiento del ineficaz e injusto capitalismo corporativo de la dictadura y la incorporación a la Comunidad Europea.
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CAPÍTULO XXXIV
La construcción del Estado del Bienestar 34.1. LA CONFIGURACIÓN DE LAS SOCIEDADES DEL BIENESTAR Antes de analizar y describir el proceso de la construcción del Estado del Bienestar en España conviene que situemos el contexto histórico-social en el que surgieron: las sociedades del bienestar del decenio de los 60. El largo ciclo alcista registrado por la economía internacional tras la Segunda Guerra Mundial, que permitió la rápida reconstrucción de las economías y sociedades europeo-occidentales, alimentada por el Plan Marshall, generó un contexto económico favorable para el rápido desarrollo de las sociedades del bienestar. Junto al excepcional ciclo económico de las décadas de los 50 y 60, los Estados del Bienestar fueron posibles por el cambio de los postulados teóricos y prácticos de las políticas económicas puestas en marcha tras la guerra: el Keynesianismo, cuyo acento en las políticas de demanda, impulsadas por el Estado, pretendía garantizar un crecimiento económico sostenido. Ello fue factible por la combinación de dos grandes factores sociopolíticos en la postguerra: el espíritu de la resistencia en los países aliados y en la Italia postfascista y el estallido de la guerra fría. Esta constelación impulsó la creación de las sociedades del bienestar en los países occidentales. La combinación de los mismos sentó las bases de un amplio y sostenido consenso social. El período de entreguerras marco el cenit de la polarización social de la mano de los desajustes de la economía internacional, el impulso representado por la revolución de Octubre y el auge y ascenso de los movimientos nacionalistas totalitarios: fascismo y nacionalsocialismo, evidenciaron las profundas y, a veces, traumáticas, transformaciones que se estaban produciendo en los países europeos como consecuencia del desarrollo de los procesos de industrialización. La combinación de las transformaciones económicas, la fractura en el movimiento obrero entre socialdemocracia y comunismo tras el Octubre soviético y la oleada de pánico al peligro rojo tras el fin de la Gran Guerra, favorecieron, aunque de forma inestable todavía, el nacimiento de un marco de relaciones laborales canalizador del conflicto social, mediante los acuerdos entre organizaciones patronales y sindicatos con el concurso en muchas ocasiones de los gobiernos. Los casos de Alemania, Francia e incluso Gran Bretaña señalaban una tendencia, que se confirmaría tras la Segunda Guerra Mundial, hacia la institucionalización y normalización del conflicto entre capital y trabajo. Es lo que algunos autores han denominado como procesos de neocorporativismo, que, a diferencia de los sucedido en la Italia fascista y la Alemania nazi, se basan en la búsqueda del consenso social mediante el reconocimiento mutuo de los dixxxxxxxx 408
ferentes agentes sociales y económicos y la aceptación sin reservas del marco institucional democrático. Crecimiento económico, sistemas democráticos y paz social terminaron por cristalizar un amplísimo consenso social en torno a los Estados del Bienestar, que permitieron la extensión y consolidación de la sociedad de consumo que había iniciado sus despegue en los Estados Unidos en el período de entreguerras. En las sociedades industrialmente avanzadas el pleno empleo y la elevación de los niveles materiales de vida transformaron radicalmente los modos y las costumbres. Frente a las predicciones marxistas de una creciente polarización social ligada a las leyes del desarrollo del capitalismo surgió y se consolidó una sociedad de clases medias, de la mano de los procesos de terciarización y del crecimiento sostenido de los ingresos, tanto directos como indirectos, de los trabajadores asalariados, a través de la cualificación de la mano de obra y la acción de los sindicatos. La sociedad de consumo desactivó el carácter revolucionario del conflicto entre capital y trabajo que había acompañado a las anteriores etapas del desarrollo de la sociedad industrial. En España estos procesos se retrasaron hasta el inicio de la transición democrática. La dictadura del general Franco resultaba incompatible con los postulados ideológicos, culturales, políticos y económicos de las sociedades del bienestar europeas. Todo lo más que fue capaz de ofrecer el franquismo fueron unas prácticas asistenciales de marcado carácter paternalista, escasas en sus recursos y socialmente discriminatorias. Con la transición y la llegada de la democracia, la sociedad española se enfrentó al reto de construir un Estado del Bienestar acorde con las realidades y realizaciones de los cambios producidos durante los años del desarrollismo, y homologable a las sociedades del bienestar europeas a las cuales se aspiraba pertenecer. No fue una tarea fácil, amén de los problemas y carencias estructurales que arrastraban la economía y la sociedad españolas a me diados de los años 70; tal objetivo tuvo que realizarse en un contexto económico sumamente desfavorable; el ciclo alcista de la economía mundial iniciado tras el fin de la Se gunda Guerra Mundial se había agotado en 1973 y los cambios productivos asociados a la crisis económica internacional de los años 70 cuestionaban algunos de los pilares básicos sobre los que se habían edificado las sociedades del bienestar. Así, mientras en los países de la Comunidad Europea se iniciaba un recorte de las políticas de gasto público, aquejadas por la llamada crisis fiscal del Estado que pusieron fin a las tradicionales políticas económicas de corte Keynesiano dominantes desde los años 50, y se elevaban crecientes voces contra el Estado del Bienestar de la mano del pensamiento económico neoliberal, España tenía que recorrer todavía el camino de ida, el crecimiento del gasto público para hacer efectiva una sociedad del bienestar, antes de emprender el camino de vuelta de repensar y reorientar el Estado del Bienestar. 34.2. EL INICIO DEL ESTADO DEL BIENESTAR, LA ETAPA DE LA UCD (1977-1982) La transición política y la democracia se enfrentaron no sólo a una gravísima crisis económica, también tuvieron que edificar, desde unas bases de partida enormemente frágiles y socialmente injustas, el inexistente Estado del Bienestar, que en España había sido sustituido por unas prácticas paternalistas asociadas al capitalismo corporativo de la dictadura, acumulando un retraso de varios decenios respecto de lo sucedido en las economías europeas a las que se aspiraba pertenecer. La construcción del Estado del Bienestar tuvo que realizarse en un contexto económico sumamente desfavoxxxxxxx 409
rable, como consecuencia de la crisis de los años 70. Además, el propio desarrollo económico de la etapa del desarrollismo había incrementado las demandas de la sociedad española, tanto en servicios como en infraestructuras, y la continuidad del crecimiento exigía una mayor intervención del sector público. Esa demanda social se complementaba con la creciente movilización social a favor de una mejora de las condiciones y calidad de vida que, dado el carácter dictatorial del régimen del general Franco, pronto adquirió, por la propia naturaleza de las demandas y por las respuestas represivas de la dictadura, un acusado componente político, que se aceleró en los años finales de la dictadura. El nacimiento de una incipiente sociedad de consumo en la segunda mitad de los años 60 indujo a un acelerado proceso de laicización que casaba mal con los postulados ideológicos de la dictadura, su fuerte carácter tradicionalista y conservador, anclado en un catolicismo preconciliar, era crecientemente incompatible con los nuevos valores que se abrían paso frente a la moral represiva de la dictadura. Además de las reducidas dimensiones del gasto público durante la dictadura —en 1976 representaba el 63°/o de los niveles del gasto público vigentes en la CEE—, su estructura revelaba su carácter anquilosado, paternalista y socialmente injusto. Así, los gastos de servicios generales se situaban por encima de la media comunitaria, debido al ele vado costo de la ineficiente burocracia del Estado —espacio privilegiado de las prebendas y los favores políticos—, mientras en educación, vivienda y desarrollo comunitario, seguridad social y sanidad quedaban por debajo de la media comunitaria. Entre 1973 y 1982, el incremento sostenido del gasto público generó, a pesar del aumento de la presión fiscal producto de la reforma fiscal de 1977-1978, un déficit de 5,7 puntos del PIB, cuando en 1973 existía un superávit de 1,1 del PIB. La evolución del gasto público fue en aumento durante la transición política, derivado de la combinación de las necesidades de financiación de los costes de la crisis económica y del inicio de la construcción del Estado del Bienestar en España. Si en 1970 el gasto público alcanzaba sólo el 22,1% del PIB, en 1975, a la muerte del dictador, sólo representaba el 26,1%, elevándose al 38,2% en 1982. Un crecimiento espectacular pero todavía alejado de los parámetros del gasto público de las sociedades del bienestar europeas, aunque es preciso resaltar que durante estos años se acortaron las distancias, pasándose de los 14,5 puntos de diferencia entre España y la Comunidad Europea de 1973 a los 11,4 puntos de 1981. La gran expansión del gasto público fue protagonizada por los gastos sociales. Las partidas presupuestarias que mayor crecimiento registraron fueron las de educación, vivienda, y sanidad. Mientras que en el capítulo de mantenimiento o sustitución de rentas el crecimiento aún fue mayor, fruto de la extensión y mejora de la insuficiente cobertura social heredada de la dictadura —en pensiones y cobertura del desempleo— y de los efectos de la crisis económica. En el incremento del gasto en los capítulos de pensiones y de desempleo no sólo influyeron los efectos de la crisis —por el aumento del paro o las jubilaciones anticipadas—, sino también la mejora de los sistemas de cobertura y la subida en términos reales de las pensiones —en 1970 la pensión media de jubilación representaba el 61% del salario interprofesional, en 1980 era del 74%. Otros dos capítulos del gasto público crecieron durante la transición política, contribuyendo a su vez a amortiguar los efectos de la crisis económica. En primer lugar, la nueva configuración del Estado con la aprobación de la Constitución en 1978. La consagración del Estado de las Autonomías significó el inicio de un proceso sostenido de crecimiento del empleo público con la construcción de las Administraciones públicas autonómicas. Igualmente, la constitución de los Ayuntamientos demoxxxxxxxx 410
cráticos, tras las elecciones de 1979, incrementaron también el empleo en las Administraciones locales —dadas las nuevas competencias y servicios de los municipios—. Un crecimiento que se inició a partir de 1979-1981 y que adquirió su máxima significación en los decenios siguientes. Así, el capítulo del gasto en servicios públicos generales, que engloba los gastos de la burocracia de la Administración, pasó del 2,9% del PIB de 1975 al 3,6 de 1982. A su vez, el impacto de la crisis económica también se dejó sentir en el capítulo de subsidios y transferencias a empresas públicas y privadas. El crecimiento del gasto público en los primeros años de la transición democrática se concentró fundamentalmente, como acabamos de ver, en los gastos sociales, particularmente en pensiones, sanidad, educación, desempleo y vivienda. Estructura del gasto público que nos informa del inicio del proceso de construcción del Estado del Bienestar en España, superando las enormes carencias y desigualdades del Estado paternalista de la dictadura. Un esfuerzo que exigió el establecimiento de un sistema de prioridades en el que la gran sacrificada fue la inversión pública: del escaso 2,7% del PIB de 1975 sólo se pasó al 3,1 de 1982, particularmente en la esfera de las infraestructuras, acumulando e incrementando el retraso que España arrastraba respecto de los países de la Comunidad Europea, con los costos que para el crecimiento económico suponía, sobre todo en el sector de las comunicaciones. De manera que a pesar del crecimiento de los gastos, en las partidas de educación, sanidad y vivienda, la inversión pública en educación, transportes y comunicaciones se mantuvo estancada entre 1976 y 1981, mientras se reducía en sanidad y vivienda. Evolución de los gastos e ingresos públicos en España, 1975-1995 (en miles de millones de pesetas) Gastos totales Transferencias corrientes Prestaciones sociales
1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
558,2 723,9 954,1 1.345,7 1.715,6 1.926,3 2.401,6 2.747,5 3.232,1 3.520,3 4.039,4 4.512,0 4.990,4 5.567,2 6.276,5 7.221,2 8.370,6 9.508,9 10.295,8 10.670,8 11.047,9
Consumo Público Total
Inversión Pública Total
630,8 820 1.059,4 1.344,4 1.638,9 2.007,6 2.369,9 2.783,7 3.280,2 3.646,5 4.151,6 4.740,3 5.451,8 5.924,4 6.831,3 7.814,7 8.875,8 10.093,2 10.699,7 10.900,2 11.517
164,2 171,1 248,8 241,3 240,9 295,3 390 601,7 631,9 659 1.044,5 1.179,2 1.245,4 1.541,0 1.998,3 2.524 2.706,7 2.446,7 2.594,7 2.491,1 2.548,7
Total
Total
718,1 935,3 1.255,3 1.770,3 2.214 2.582,3 3.131,2 3.725 4.463,1 5.415,5 6.173,1 6.964,2 7.471,6 8.333,7 9.465,8 10.810,7 12.456,2 13.953,5 15.827,5 16.656 17.465
1.574,3 1.998,2 2.675 3.484,7 4.254,7 5.118,9 6.216 7.543,8 8.866,8 10.221,6 12.010,1 13.620,8 14.802,7 16.496,8 19.170,1 21.888,9 24.857,7 27.371,2 30.247,2 31.074,8 32.964,1
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Ingresos totales Ingresos corrientes Impuestos sobre producción e importación
1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
389,5 480,4 613,2 693,4 824 1.009,5 1.243 1.522,3 1.900,1 2.271,4 2.668,7 3.401,3 3.773,8 4.162 4.657,3 4.976,3 5.400,4 6.092,4 5.838,3 6.563,2 7.028,1
Ingresos de capital Impuestos sobre la Renta y Patrimonio
264,3 339 448,3 619,6 794 1.059 1.221,1 1.332,6 1.748 2.085,5 2.394,4 2.655 3.705,3 4.196,5 5.430,6 6.018,1 6.604,3 7.344,1 7.280 7.407,7 7.951
Cotizaciones sociales
620,7 796,1 1.084,8 1.409,6 1.717 1.991,9 2.273,2 2.611,1 3.054,6 3.282,2 3.660,5 4.129,3 4.617,4 5.027,9 5.760,9 6.536,9 7.256 8.281,5 8.659,3 9.090,4 9.514,3
Ingresos fiscales Total
1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
1.289,3 1.630,9 2.164,7 2.744,1 3.358,4 4.088,6 4.772,3 5.498,4 6.736,9 7.684,8 8.782 10.246,1 12.168,9 13.484,9 15.953,6 17.648,3 19.367,3 21.846,9 21.927,5 23.235,4 24.661,6
Total
Total Total
1.537,8 1.929,2 2.558,9 3.214,5 3.937,9 4.598,3 5.383,9 6.242,7 7.565,2 8.603,5 9.935,2 11.542,8 13.523,2 14.965,9 17.602,8 19.510,7 21.745,8 24.448,6 25.150,8 26.042,5 27.533,6
14,8 15,4 18,8 21,5 23,9 32,6 39,8 37,1 45,4 63,2 118,2 148,1 149,5 224,9 308,1 323,7 426,5 485,8 556,5 554,7 779,4
1.552,6 1.944,6 2.577,7 3.236 3.961,8 4.630,9 5.423,7 6.279,8 7.610,6 8.666,7 10.053,4 11.690,9 13.672,7 15.190,8 17.910,9 19.834,4 22.172,3 24.934,4 25.707,3 26.597,2 28.333
Capacidad (+) o Necesidad (-) de Financiación (A-B)
-21,7 -53,6 -97,3 -248,7 -292,9 -488 -792,3 -1.264 -1.256,2 -1.554,9 -1.956,7 -1.929,9 -1.130 -1.306 -1.259,2 -2.054,5 -2.685,4 -2.436,8 -4.539,9 -4.477,6 -4.631,1
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para el año 1995. Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española: El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996. Elaboración propia.
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34.3. LA REFORMA FISCAL DE 1977. INSTRUMENTO BÁSICO PARA LA REDISTRIBUCIÓN DE LA RENTA Es evidente que la elevación del gasto público durante los años de la transición política no podía realizarse sin una reforma fiscal que incrementase el nivel de los ingresos públicos. El sistema tributario heredado de la dictadura era una de las manifestaciones más paradigmáticas del carácter regresivo y socialmente injusto del modelo económico del capitalismo corporativo español. Así pues, por razones de eficiencia económica y de justicia social el problema del incremento de los ingresos públicos, con el fin de allegar los fondos necesarios para financiar la construcción del Estado del Bienestar, no podía consistir exclusivamente en proceder al incremento de la presión impositiva, sino que se hacía imprescindible una profunda reforma fiscal que acabase con los tradicionales privilegios que habían gozado las rentas más elevadas. La presión fiscal en España era alrededor de un 40% inferior a la media de los países de la Comunidad Europea; además, la escasa atención presupuestaria a los gastos públicos vinculados a las políticas de redistribución de la renta características de las sociedades del bienestar —en sanidad, educación y pensiones— y en infraestructuras —imprescindibles para el eficaz funcionamiento de una economía desarrollada— hicieron que, a pesar de la escasez de los ingresos, los presupuestos públicos se saldasen durante esos años finales de la dictadura con superávit o, al menos, registrasen una situación equilibrada entre ingresos y gastos. La escasez y deficiencias del gasto público revelaban una creciente e insostenible carencia en bienes y servicios públicos y comprometían el crecimiento de una economía desarrollada. Las deficiencias en infraestructuras representaban desventajas comparativas para la economía española, al incrementar los costos y disminuir la competitividad española —particularmente apreciables en el lamentable estado de las infraestructuras y red de transportes, tanto por carretera como por ferrocarril, amén de las deficiencias en puertos y aeropuertos. Por otra parte, las deficiencias en el gasto público en educación se saldaban con una deficiente formación de la población activa y de las nuevas generaciones, que incidía negativamente en la cualificación profesional incrementando los problemas de competitividad de la economía española. La injusticia y el carácter regresivo del sistema tributario de la dictadura quedaban de manifiesto en el hecho de que los impuestos sobre el consumo superaban en magnitud recaudatoria a la tributación directa sobre la renta y el patrimonio; además, los impuestos indirectos eran claramente regresivos, por la propia estructura del ITE —Impuesto sobre Tráfico de Empresas— y la existencia de numerosos impuestos especiales, en los que la subvención a la exportación encubría importantes desgravaciones fiscales, en la ya de por sí escasa presión fiscal sobre las empresas, que favorecían las prácticas fraudulentas. La estructura de los ingresos fiscales de 1975 es sumamente reveladora: el 46,1% correspondía a las cotizaciones sociales, el 27,7% a los impuestos sobre el consumo y sólo el 18,5% a los impuestos sobre la renta —12,6% al impuesto sobre las personas físicas y 5,9% al impuesto de sociedades. Es decir, que las cotizaciones sociales y los impuestos sobre el consumo representaban en 1975 el 73,8 del total de los ingresos fiscales. Si a ello le añadimos las importantes bolsas de fraude fiscal entre las rentas más elevadas, hasta el punto de constituir casi un componente estructural del sistema, tenemos un cuadro bastante completo de lo que la dictadura podía entender por xxxxxxxxx 413
justicia social en términos de recaudación tributaria. Tal como ha señalado Fuentes Quintana, el equilibrio presupuestario, e incluso el superávit presupuestario alcanzado en 1973, no descansaba sobre los rendimientos recaudatorios de un sistema tributario suficiente y actualizado adaptado a los impuestos componentes de las Haciendas desarrolladas de Europa. Precisamente, el sistema tributario heredado por nuestra democracia respondía a una estructura anticuada, asentada en el dominio de los viejos tributos de producto, en los gravámenes múltiples sobre el gasto y en la proliferación de los impuestos sobre consumos específicos. Sistema fiscal corto y rígido en su recaudación, injusto en su distribución y obstaculizador del desarrollo al bloquear la provisión de bienes y servicios públicos que el crecimiento del país demandaba.
La naciente democracia española puso en marcha una profunda reforma del sistema tributario que se prolongó por espacio de un decenio. El primer gobierno democrático de la UCD, surgido tras las elecciones del 15 de junio de 1977, emprendió una reforma fiscal que se articuló sobre la base de dos impuestos directos: el impuesto sobre la renta personal y el impuesto sobre el beneficio de las sociedades, que entraron en vigor en enero de 1979; el tercer impuesto que debía completar la reforma fiscal, el impuesto sobre el valor añadido, se demoró hasta enero de 1986, cuando el ingreso en la Comunidad Europea lo convirtió en imprescindible. Además, se reformaron los impuestos sobre las transmisiones patrimoniales, las sucesiones y donaciones, el gravamen del patrimonio neto y los impuestos sobre alcohol, hidrocarburos, cerveza, vino y tabaco. Del 21,6% del PIB que representaban los ingresos públicos en 1975 se pasó en 1982 al 32,1%, que se traducía en una presión fiscal del 25,6% del PIB, todavía alejada de los parámetros europeos. La estructura de los ingresos públicos en 1982 revelaba los primeros efectos, aunque todavía insuficientes, de la reforma fiscal puesta en marcha en 1979. Del total de los ingresos públicos, el 41,43% lo representaban las cotizaciones sociales, el 24,3% los impuestos indirectos, mientras los impuestos directos representaban el 21,2% de los ingresos públicos —el impuesto sobre la renta de las personas físicas ascendía al 14% y el impuesto de sociedades representaba el 4,1%. En 1982, el 65,73% de los ingresos públicos procedía de la suma de las cotizaciones sociales y los impuestos indirectos, frente al 73,8% de 1975. En el periodo comprendido entre 1975 y 1982, el crecimiento de la recaudación fiscal fue debido sobre todo al incremento de las cotizaciones sociales, especialmente en la segunda mitad de los años 70, y a partir de 1979, al impuesto sobre la renta de las personas físicas. Con la reforma fiscal de 1979 se iniciaba un proceso de cambio estructural del sistema tributario español que sería completado en la década de los años 80, bajo los gobiernos del PSOE, en la dirección de los sistemas fiscales europeos. Un nuevo sistema tributario caracterizado por una mayor progresividad que permitió hacer efectivas las políticas de redistribución de la renta características de las sociedades del bienestar europeas, introduciendo criterios de justicia social y eficacia económica en el reparto de las cargas tributarias. Tras la reforma fiscal de 1979, el gran problema del sistema español, una vez sentadas las bases de una fiscalidad moderna y socialmente equitativa, fue la lucha contra el fraude fiscal, cuya magnitud adulteraba los principios de progresividad y equidad establecidos, puesto que las grandes bolsas del fraude se concentraban en los segmentos altos de las rentas, sobre todo en lo referente a los ingresos no procedentes de la remuneración del trabajo asalariado.
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34.4. EL ESTADO DEL BIENESTAR EN LA ETAPA SOCIALISTA (1983-1996) Con la llegada del Partido Socialista al poder, la tendencia de crecimiento de gasto público se mantuvo e incluso se incrementó, acercándose a los parámetros de las sociedades europeas. A lo largo de la gestión socialista, la evolución del gasto público no fue homogénea. Entre 1983 y 1985, durante la fase de ajuste económico, el gasto público continuó por la senda del crecimiento, debido a la combinación de los efectos de la persistencia de la crisis en la economía española y al incremento de los gastos sociales, observándose una reducción en el periodo central de la expansión económica —entre 1985 y 1988—, para volver a retomar la senda ascendente a partir de ese último año. En la etapa del ajuste económico, los capítulos del gasto público que más crecieron fueron los gastos corrientes —sobre todo los gastos por pensiones— y el pago de los intereses de la Deuda Pública —por la financiación ortodoxa del déficit público acumulado, tras la renuncia a la monetarización del mismo vía recurso al Banco de España, mediante la emisión de Deuda Pública. Ello no fue óbice para que otras partidas del gasto público creciesen, como los gastos en servicios generales de la Administración —en buena medida debido a la construcción del Estado de las Autonomías, con la creación de las Administraciones públicas autonómicas—, e incluso viese incrementado su peso la partida de inversiones. A pesar de los costes de financiación del ajuste de la crisis sobre la política redistributiva, el gobierno socialista no obvió la continuidad y el avance en la construcción del Estado del Bienestar a través del crecimiento del peso de las partidas de pensiones, sanidad, vivienda y educación en el PIB. La comparación con la estructura del gasto público según la norma comunitaria nos permite observar la importancia de los cambios realizados: en 1976 el gasto público total representaba el 63% de la norma comunitaria, en 1985 se situaba en el 86%. Más significativo resulta aún el análisis de la estructura del gasto público, mientras los Servicios Públicos Generales representaban el 130,7% de la norma comunitaria en 1976, éstos habían descendido al 111,9% en 1985, mientras se registraban sustanciales incrementos en educación, Seguridad Social, vivienda y otros Servicios Sociales, mientras en sanidad el acercamiento a la norma comunitaria fue más moderado. Durante los dos primeros años de la expansión económica iniciada en 1985, el gasto público contuvo su crecimiento, incluso disminuyó su peso en el PIB al pasar del 42,6% de 1985 al 41% de 1987. Esta reducción fue fundamentalmente debida a las partidas correspondientes a servicios generales —perteneciente a la partida de gastos comunes—, pensiones y subvenciones de explotación, mientras que los gastos de educación continuaron creciendo a pesar de la reducción general del gasto público. En la segunda etapa del ciclo expansivo, entre 1987 y 1991, el gasto público volvió a conocer un crecimiento sostenido, para situarse en el 45,3% del PIB. Esta expansión del gasto público fue debida fundamentalmente al crecimiento de los gastos de distribución, la inversión pública y el servicio de la Deuda Pública. Dentro de la estructura del gasto público, las pensiones representaban la mayor partida consumiendo el 23,95% del gasto público total en 1991 —aunque su peso se había mantenido estable desde 1982, merced a la reforma del sistema de pensiones introducida en 1985—, xxxxxxxx 415
Evolución de los gastos e ingresos públicos en España, 1975-1995. Porcentaje sobre el Producto Interior Bruto (PIB) Gastos totales Transferencias corrientes Prestaciones sociales 1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
9,24 9,96 10,35 11,92 13 12,7 14,09 13,93 14,34 13,79 14,32 13,95 13,81 13,86 13,93 14,4 15,25 16,12 16,9 16,49 15,83
Consumo Público
Inversión Pública
Total
Total
Total
11,89 12,87 13,61 15,68 16,78 17,03 18,37 18,88 19,8 21,22 21,89 21,53 20,67 20,75 21 21,56 22,69 23,65 25,98 25,74 25,03
10,45 11,28 11,49 11,92 12,42 13,24 13,9 14,11 14,55 14,29 14,71 14,67 15,08 14,75 15,17 15,58 16,16 17,11 17,58 16,85 16,51
2,72 2,36 2,72 2,14 1,83 1,95 2,29 3,05 2,81 2,58 3,71 3,64 3,45 3,84 4,44 5,04 4,93 4,15 4,26 3,85 3,66
Total
26,07 27,5 9,01 30,88 32,25 33,76 36,47 38,24 39,34 40,05 42,58 42,12 40,95 41,08 42,55 43,65 45,27 46,4 49,67 48,03 47,25
Ingresos totales Ingresos corrientes
Total
Impuestos sobre Impuestos sobre la Cotizaciones producción e importación Renta y Patrimonio sociales
1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
6,45 6,61 6,65 6,14 6,24 6,66 7,29 7,72 8,43 8,9 9,46 10,52 10,44 10,36 10,34 9,92 9,84 10,33 9,59 10,14 10,07
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4,38 4,67 4,86 5,49 6,01 6,98 7,16 6,76 7,76 8,17 8,49 8,21 10,25 10,45 12,06 12 12,03 12,45 11,95 11,45 11,39
10,28 10,96 11,77 12,49 13,01 13,13 13,34 13,24 13,56 12,86 12,98 12,77 12,78 12,52 12,79 13,04 13,22 14,04 14,22 14,05 13,63
Ingresos de capital Total Total
25,47 26,56 27,75 28,47 29,83 30,31 31,59 31,66 33,58 33,71 35,23 35,7 37,42 37,26 39,08 38,9 39,61 41,45 41,3 40,24 39,47
0,25 0,21 0,2 0,19 0,18 0,22 0,24 0,18 0,2 0,25 0,42 0,46 0,41 0,56 0,68 0,64 0,77 0,82 0,92 0,86 1,12
25,72 26,77 27,95 28,66 30,01 30,53 31,83 31,84 33,78 33,96 35,65 36,16 37,83 37,82 39,76 39,54 40,38 42,27 42,22 41,1 40,59
Ingresos fiscales Total 1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
21,36 22,45 23,48 24,31 25,44 26,96 28 27,88 29,9 30,11 31,14 31,69 33,67 33,58 35,42 35,19 35,28 37,04 36,01 35,91 35,33
Capacidad (+) o Necesidad (-) de Financiación (A-B) -0,35 -0,73 -1,06 -2,22 -2,24 -3,23 -4,64 -6,4 -5,56 -6,09 -6,93 -5,96 -3,12 -3,26 -2,79 -4,11 -4,89 -4,13 -7,45 -6,93 -6,66
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para el año 1995. Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española: El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996. Elaboración propia.
seguidas por sanidad e inversiones —que había experimentado un sensible incremento desde 1982—, servicios generales, educación —también experimentó un importante crecimiento— y el pago de los intereses de la Deuda Pública —la partida que más había crecido desde 1982—, y a mayor distancia se situaban los gastos por desempleo —que habían disminuido su participación como consecuencia de la reducción del desempleo. La gestión del gobierno socialista en la política del gasto público entre 1982 y 1991, año en el que finalizó el ciclo expansivo de la segunda mitad de los ochenta, incrementó los niveles de las prestaciones sociales alcanzados en 1982, mientras profundizó en la política de la construcción del Estado del Bienestar respecto de la etapa de los gobiernos de UCD, sobre todo en el capítulo de la educación, a la vez que se embarcaba en una política de inversiones públicas dirigida a mejorar las precarias infraestructuras del país, no sólo como consecuencia de los acontecimientos de 1992 —-Juegos Olímpicos de Barcelona y Exposición Universal de Sevilla—, fundamentalmente en el sector de las comunicaciones, prestando particular atención al transporte por carretera —programa de construcción de la red de autovías— y ferrocarril —inversiones en cercanías, tren de alta velocidad Madrid-Sevilla y mejoras en el conjunto de la red ferroviaria. Política de inversiones públicas que durante la etapa de la transición se había resentido por los efectos combinados de la crisis económica y la ausencia de un Estado del Bienestar en el estricto sentido del término. El incremento del peso xxxxxxxxxxxxxx
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de los intereses de la Deuda Pública se debió a los efectos combinados del crecimiento del déficit público registrado durante estos años —consecuencia del incremento del gasto público—, de la financiación ortodoxa del mismo —a través de la emisión de Deuda Pública—, y de los elevados tipos de interés vigentes durante el periodo. El Presupuesto de 1992 se realizó sobre la base de los parámetros introducidos por el doble objetivo de la entrada en vigor del Mercado Único Europeo, previsto para el 1 de enero de 1993, y los criterios de convergencia contemplados en el Tratado de la Unión Europea, firmado en Maastricht el 12 de febrero de 1992, destinados a crear la moneda única en el doble horizonte de 1997 y 1999. En un corto horizonte temporal, la economía española se enfrentaba al reto más importante desde su ingreso en la Comunidad Europea: integrarse en el grupo de países llamados de la primera velocidad, es decir, aquellos que cumpliendo las exigentes condiciones de los criterios de convergencia formasen parte de los países participantes de la moneda única, lo que obligaba a un crecimiento equilibrado y sostenido, algo no habitual dados los problemas estructurales que históricamente la aquejaban. En un marco crecientemente abierto al exterior, acentuado por la entrada en vigor del Mercado Único, España se encontraba ante la necesidad de avanzar en la llamada convergencia nominal, es decir, en el cumplimiento de los criterios de convergencia de Maastricht, y en la denominada convergencia real, es decir, en el acortamiento de los diferenciales existentes respecto de la media europea en niveles de renta, infraestructuras, productividad o competitividad, si no quería verse condenada a una posición subordinada y dependiente, con graves peligros de estancamiento, cuando no de alejamiento, respecto de los parámetros de la media de los países de la Unión Europea. En este contexto, el crecimiento del gasto público, registrado de forma sostenida desde los inicios de la transición, provocados por la acción combinada de los efectos de la larga crisis económica de 1973-1985 y la construcción del Estado del Bienestar, debería efectuarse de manera equilibrada, es decir, sin incrementar los niveles de déficit público, cuestión por otra parte imprescindible, con independencia del objetivo de un déficit público no superior al 3% del PIB fijado en Maastricht, para garantizar un crecimiento saneado, equilibrado y sostenido de la economía. La situación al inicio de 1992 parecía razonablemente alcanzable sobre la base del mantenimiento de la expansión económica iniciada en 1986 y el nivel de déficit público existente en 1991, el 5% del PIB, aunque desde la huelga general del 14 de diciembre de 1988 éste había reiniciado una senda ascendente desde el 3,2% del PIB con el que finalizó ese año. El mayor problema para continuar avanzando en el desarrollo del Estado del Bienestar e incrementando las inversiones en infraestructuras sin disparar el déficit público venía de los crecientes costes de la financiación de la Deuda Pública, fruto de los altos tipos de interés vigentes provocados por el mantenimiento de un tipo de cambio fuerte de la peseta y del compromiso de estabilidad del tipo de cambio contraído con la incorporación de la moneda en el Sistema Monetario Europeo, producido en 1989. Así pues, el horizonte de alcanzar los objetivos de Maastricht parecía en 1992 realizable, siempre y cuando se mantuviera el crecimiento económico y los tipos de interés no continuaran presionando al alza los costes de financiación del nivel de endeudamiento alcanzado. Sin embargo, el horizonte económico cambió abruptamenxxxxxxx 419
te en 1992, cuando estalló una agudísima crisis económica internacional que afectó duramente a la economía española desde el segundo semestre de ese año. Un cambio de escenario económico que trastocó todas las previsiones de los gobiernos europeos, incluido el español. En 1992, una vez finalizada la fase expansiva de la segunda mitad de los ochenta e iniciada la aguda crisis de 1992-1993, los gastos de las Administraciones públicas se situaron en el 46,4% del PIB. Una senda ascendente que, con la crisis, vería acelerado su ritmo de crecimiento. Fueron las partidas dedicadas a las prestaciones sociales, junto con el servicio de la Deuda, las que experimentaron un mayor crecimiento, debido a los efectos combinados de la crisis económica, que no iniciaría su corrección hasta 1994, y a los altos tipos de interés vigentes, cuya senda descendente comenzaría a manifestarse de forma significativa a partir de 1995. El deterioro de la situación económica obligó al gobierno a adoptar en julio de 1992 una politica de ajuste global con el fin de detener el deterioro de las cuentas públicas, mediante el incremento de los ingresos y la reducción del crecimiento del gasto público; a pesar de ello y del carácter restrictivo que presidió la elaboración del Presupuesto de 1993, los efectos de la crisis ejercieron una fuerte presión sobre el gasto público, que continuó su crecimiento, a la vez que incidían negativamente sobre los ingresos públicos, al disminuir la recaudación fiscal por el descenso acusado de la actividad económica. Con el inicio de la recuperación económica en 1994, el escenario comenzó a cambiar lentamente. La acción combinada de la recuperación económica y la necesidad de adaptación presupuestaria y macroeconómica al ámbito dibujado por los criterios de convergencia de Maastricht permitieron el inicio de la corrección de dos graves desequilibrios: el crecimiento del déficit público y los elevados tipos de interés. A ello contribuyó la firma del Pacto de Toledo, en abril de 1995, destinado a garantizar el sistema público de pensiones, mediante la contención del crecimiento del gasto en pensiones sin obviar su carácter redistributivo —por el que se endurecían las condiciones para establecer el nivel de ingresos del nuevo pensionista: ampliación de los años de la base reguladora de los ocho años vigentes a quince años en el año 2002, incremento de la proporcionalidad de los años de cotización...—; a la vez que se garantizaba el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones y se favorecía a las pensiones más bajas a través de crecimientos superiores a la inflación, con el fin de acercarlas progresivamente al valor del salario mínimo. Asimismo, el inicio de la recuperación del empleo y el endurecimiento de las condiciones de prestación del desempleo frenaron el ritmo de crecimiento que venía registrando esta partida del gasto público. A la vez que se congelaban los salarios de los funcionarios y la oferta de empleo público. De esta forma, el crecimiento del gasto público ralentizó su crecimiento, situándose en 1995 en el 47,25% del PIB, reduciéndose significativamente el diferencial que separaba a España de la media europea, situada en ese año en torno al 51%. Las principales partidas correspondían a las pensiones, sanidad, intereses de la Deuda Pública, educación, inversiones y desempleo. Al finalizar la etapa socialista, el gasto público en pensiones y educación se había más que duplicado respecto de 1975; casi se había duplicado en sanidad, la inversión pública lo hacía en una vez y media y los gastos de desempleo e intereses de la Deuda se habían multiplicado por cinco. La etapa de gobierno del PSOE se caracterizó, pues, por la consolidación del Estado del Bienestar en España, como lo demuestra el. xxxxxxx 420
crecimiento y la distribución del gasto público. Fueron las partidas de la Seguridad Social, sanidad, educación y desempleo —además de la Deuda— las que registraron mayores crecimientos, aumentando sustancialmente la cantidad y calidad de los servicios y prestaciones ofrecidas por el Estado a los ciudadanos. El incremento del gasto en pensiones significó que la pensión media del sistema de Seguridad Social pasase del 33% de la renta per cápita en 1975 a un 43% en 1993, mejorando su relación respecto del salario medio desde 1990, es decir, que las pensiones crecieron desde 1985 más que la renta per cápita y desde 1990 también más que el salario medio, lo que representó una mejora del poder adquisitivo de los pensionistas. Además, no debe obviarse por su importancia no sólo cuantitativa sino también por razones de justicia social, política redistributiva y solidaridad, la generalización del sistema de pensiones, con la aparición desde 1990 de las pensiones no contributivas —sustitutivas de las asistenciales—, para aquellos jubilados que aunque no hubiesen cotizado careciesen de rentas o ingresos; a mediados de los años 90 existían alrededor de 700.000 beneficiarios. La firma del Pacto de Toledo en abril de 1995 garantizaba y estabilizaba el sistema público de pensiones, por lo que se despejaban las incertidumbres respecto de su futuro. Clasificación funcional del gasto público. La construcción del Estado del Bienestar, 1975-1995 (en miles de millones de pesetas) Prestaciones Sociales
Pensiones Desempleo 1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
339,3 489,3 681 994,3 1.244 1.301,5 1.552,9 1.794,7 2.154,4 2.447,1 2.878,6 3.241 3.507 3.874,5 4.364,6 4.972 5.630,1 6.469,8 7.031,3 7.537,8 8.114,9
Educación
Sanidad
Total
28,7 558,2 41,5 723,9 77 954,1 137,8 1.345,7 216,2 1.715,6 338,4 1.926,3 468,7 2.401,6 510,2 2.747,5 556,3 3.232,1 611,8 3.642,9 783,2 4.039,5 872,5 4.512 980,5 4.990,4 1.085 5.567,2 1.219,3 6.276,6 1.418,2 7.221,2 1.752,6 8.370,4 1.988,8 9.528 2.285 10.341,6 2.137,6 10.781,2 1.810 11.162,4
Vivienda y
Inversiones
servicios colectivos
125,9 169 225,6 331,7 410 496,7 532 592,9 722,4 842,4 1.058,8 1.224,4 1.435,5 1.557 1.849,1 2.090,1 2.273,9 2.516,5 2.762,5 2.821,9 3.011,6
227,5 284,2 337,3 462,6 528,3 687 774,1 846,6 937,2 1.005,8 1.315,8 1.472,9 1.654,8 1.902,3 2.163,2 2.452,6 2.770,2 3.401,9 3.594,7 3.779 4.133,4
62,5 79,6 99,3 102,8 117 174,6 223,8 275,3 360,6 445 565,7 594,9 663,3 701,1 725,9 789,4 839,7 980,5 1.029,3 1.104,8 1.063,2
164,2 171,1 248,8 241,3 240,9 284 390 601,7 632 759,9 1.044,5 1.179,3 1.245,4 1.541,1 1.998,2 2.524 2.706,7 2.465 2.574,4 2.506,7 2.587,3
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para el año 1995. Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española: El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996. Elaboración propia.
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La sanidad fue otro de los grandes capítulos en la construcción del Estado del Bienestar en España. En 1975, los gastos sanitarios alcanzaron los 230.000 millones, el 3,8 del PIB, en 1995 superaban los 4 billones de pesetas, el 6% del PIB. La Ley General de Sanidad, aprobada en abril de 1986, fue el marco legal que implantó un sistema sanitario público de carácter universal: el Sistema Nacional de Salud —SNS. Una Ley que supuso el tránsito de un modelo sanitario basado en la cobertura de los seguros sociales a una concepción universalista de la sanidad haciendo efectivo el derecho a la salud contenido en la Constitución de 1978 —artículos 41 y 43—, mediante la consolidación del sistema sanitario público como garante de su prestación gratuita y universal. Desde entonces, la cobertura sanitaria ha alcanzado a prácticamente toda la población —en 1997 el 98,7% estaba cubierta por el SNS—, lo que representó un crecimiento sostenido del gasto sanitario, con incrementos muy importantes en las partidas del gasto farmacéutico —de los 151.066 millones de pesetas de 1982 a los 717.972 millones de pesetas de 1995—, que obligó a su regulación mediante la Ley del Medicamento de 1990. La concepción de la sanidad como un derecho básico de los ciudadanos, reconocido en la Constitución como el derecho a la salud, introducida por la Ley General de Sanidad, implicó un replanteamiento de los mecanismos de financiación del Sistema Nacional de Salud, desde los presupuestos de la Seguridad Social nutridos por las aportaciones de sus cotizantes hacia los Presupuestos Generales del Estado. Un cambio que se fue produciendo progresivamente desde 1986, cuando todavía el 74,27% de la financiación del gasto público sanitario se realizaba mediante las cuotas de la Seguridad Social y sólo el 23,77% procedía de las aportaciones estatales. En 1997, la situación había cambiado radicalmente, el 91,85 del gasto público sanitario procedía de las aportaciones estatales, y sólo el 5,98%, de las cuotas de la Seguridad Social. El crecimiento sostenido del gasto sanitario desde 1986 llevó en 1991 a la creación de una Comisión de expertos a instancias del Parlamento para estudiar la viabilidad y futuro del sistema público de salud. Sus trabajos dieron lugar al conocido Informe Abril—por haber sido presidida la Comisión por Fernando Abril Martorell, ex vicepresidente del Gobierno con la UCD. Con el fin de racionalizar y contener el crecimiento del gasto sanitario sin afectar el carácter universal de la asistencia sanitaria, proponía la separación de las funciones de financiación —pública— de las de provisión de servicios —pública y privada—, con el fin de introducir criterios de competencia entre los proveedores, introduciendo el principio de autonomía de gestión de los centros sanitarios mediante su transformación en sociedades públicas sujetas a controles económicos y financieros. En suma, las reformas emprendidas durante la etapa socialista permitieron crear un Sistema Nacional de Salud acorde con los presupuestos de las sociedades del bienestar europeas, universalizando y mejorando las prestaciones sanitarias y haciendo efectivo el derecho a la salud reconocido por la Constitución. La envergadura de la reforma sanitaria emprendida por el PSOE explica el incremento del peso de las partidas del gasto público sanitario sobre el conjunto del gasto público total. El tercer gran pilar del desarrollo del Estado del Bienestar se localizó en la educación. El gasto en educación durante la gestión socialista creció un 120% en pesetas constantes entre 1982 y 1995, ganando casi dos puntos en su participación en el PIB, situándose en el 4,32% del PIB en 1995 —la media europea estaba en ese año en el 5,2—, alcanzando el gasto público en educación en 1995 la cifra de 3.011.600 milloxxxxx 423
Clasificación funcional del gasto público. La construcción del Estado del Bienestar, 1975-1995 (en porcentaje sobre el PIB) Prestaciones Sociales Pensiones
1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995
5,62 6,73 7,39 8,81 9,42 8,58 9,11 9,1 9,56 9,59 10,21 10,02 9,7 9,65 9,69 9,92 10,26 10,97 11,54 11,65 11,63
Desempleo
0,48 0,57 0,84 1,22 1,64 2,23 2,75 2,59 2,47 2,4 2,78 2,7 2,71 2,7 2,71 2,83 3,19 3,37 3,75 3,3 2,59
Educación
Sanidad
Vivienda y Inversiones servicios colectivos
Total
9,25 9,96 10,36 11,92 12,99 12,7 14,09 13,93 14,34 14,28 14,33 13,95 13,8 13,86 13,94 14,41 15,25 16,15 16,97 16,66 15,99
2,09 2,33 2,45 2,94 3,11 3,27 3,12 3,01 3,21 3,3 3,75 3,79 3,97 3,88 4,11 4,17 4,14 4,27 4,54 4,36 4,32
3,77 3,91 3,66 4,1 4 4,53 4,54 4,29 4,16 3,94 4,67 4,56 4,58 4,74 4,8 4,89 5,05 5,77 5,9 5,84 5,92
1,04 1,1 1,08 0,91 0,89 1,15 1,31 1,4 1,6 1,74 2,01 1,84 1,84 1,75 1,61 1,57 1,53 1,66 1,69 1,71 1,52
2,72 2,35 2,7 2,14 1,82 1,87 2,29 3,05 2,8 2,98 3,7 3,65 3,45 3,84 4,44 5,03 4,93 4,18 4,23 3,87 3,71
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para el año 1995. Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española: El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996. Elaboración propia.
nes de pesetas cuando en 1982 era de sólo 592.900 millones de pesetas. En 1981, la tasa de escolarización de la población española comprendida entre los 4 y los 24 anos era del 71,3%. En el curso 1995-1996, las tasas de escolaridad se habían elevado sensiblemente. Un esfuerzo educativo que se centró en el impulso de la educación preescolar —el 61,2% de los niños y niñas de 3 años estaba escolarizado en 1995-1996—, la enseñanza secundaria —con la introducción de la obligatoriedad de la escolarización hasta los 16 años— y la enseñanza universitaria —de 692.152 universitarios del curso 1981-1982 se pasó a 1.544.162 del curso 1996-97. Además del incremento sustancial de las tasas de escolarización, la etapa socialista se caracterizó por una profunda reforma educativa que afectó a todos los niveles, cuyos hitos más destacables fueron la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación —LODE— que entró en vigor en julio de 1985, la Ley Orgánica de Ordenación del Sistema Educativo —LOGSE— de 1990 y la Ley Orgánica de Reforma Universitaria —LRU— de 1983. Una reforma educativa que se guió por dos grandes objetivos: garantizar el derecho a la educación y la elevación de la calidad de la enseñanza. Un esfuerzo inversor que se materializó en la multiplicación de los centros educativos, especialmente en el ámbito de la enseñanza secundaria y universitaria, y xxxxxxx 424
en el crecimiento del profesorado no universitario —de los 222.857 profesores en el curso 1982-83 se pasó a los 483.037 del curso 1996-97— y universitario —de los 34.449 profesores del curso 1982-1983 a los 70.600 del curso 1996-1997. Asimismo, la política en favor de la igualdad de oportunidades en materia educativa incrementó considerablemente los recursos dedicados a las becas, que pasaron de los 6.879 millones de pesetas del curso 1982-1983 a los 99.836 millones del curso 19951996, aumentando igualmente el número de beneficiarios de los 162.269 becarios del curso 1982-1983 a los 882.778 becarios del curso 1995-1996 en los niveles de enseñanzas medias y universitaria. En definitiva, el crecimiento del gasto público durante la etapa socialista hizo posible la construcción y consolidación del Estado del Bienestar en España, registrándose cambios significativos y de enorme relevancia social y económica en tres de los grandes pilares sobre los que se asienta: en prestaciones sociales —sobre todo en pensiones y desempleo—, sanidad y educación, haciendo efectivos algunos de los derechos básicos reconocidos por la Constitución de 1978, como el derecho a la salud, el derecho a la educación y el derecho a una pensión digna para todos los ciudadanos españoles. 34.5. LA POLÍTICA FISCAL (1983-1996). LA FINANCIACIÓN DEL ESTADO DEL BIENESTAR El crecimiento del gasto público registrado entre 1983 y 1996 fue acompañado del consecuente crecimiento de los ingresos públicos, fruto de la continuidad y culminación de la reforma fiscal iniciada en 1977-1979. En 1982, los ingresos públicos representaban el 31,8% del PIB —con una presión fiscal del 25,6%—, una cifra que se elevó hasta el 40,4% del PIB en 1991 —con una presión fiscal del 34,7—, y que en 1995 alcanzó el 40,6% del PIB —con una presión fiscal del 34%. El crecimiento de los ingresos públicos se realizó fundamentalmente por el mayor protagonismo que adquirieron los impuestos directos —Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) y el Impuesto sobre Sociedades (IGS). Recordemos la secuencia de la reforma del sistema tributario español. En 1975, los ingresos públicos representaban el 25,7% del PIB, en 1982 habían ascendido hasta el 31,8, en 1991 se situaban en el 40,4 y en 1995 suponían el 40,6% del PIB. Fueron los impuestos directos los que vieron crecer su participación de forma destacable en el conjunto de los ingresos públicos. En 1975, la suma de las cotizaciones sociales y los impuestos indirectos llegaba hasta el 73,8% del total de los ingresos públicos, en 1982 se situaban en el 67,73% del total y de los ingresos públicos, en 1991 habían descendido hasta el 57,36% del total, y en 1995 la suma de las cotizaciones sociales y de los impuestos indirectos significaron el 59,1% del total de los ingresos públicos. La evolución de las cifras es elocuente de los cambios sufridos por el sistema tributario español durante la transición y la democracia, en la dirección de un sistema fiscal más moderno y acorde con los parámetros de las sociedades del bienestar europeas, con una mayor dosis de progresividad en los impuestos y un mayor protagonismo de los ingresos públicos en la economía concordante con la política redistributiva de la renta asociada a la construcción del Estado del Bienestar. En este terreno, la política reformista de los gobiernos socialistas se dejó sentir por las mayores dosis de progresividad introducidas en el sistema tributario español. 425
Evolución de las relaciones económico-financieras entre España y la Unión Europea, 1986-1997. En millones de pesetas.
El ingreso en la Comunidad Europea significó también una mejora de los ingresos públicos, dado el saldo favorable para España entre los recursos aportados y los recursos recibidos, a través de las transferencias corrientes —subsidios del FEOGA y del FSE— y las transferencias de capital de los fondos FEDER. Transferencias que vieron incrementada sustancialmente su importancia con la aprobación de los Fondos de Cohesión en la cumbre de Edimburgo del 12 de diciembre de 1992 a iniciativa del gobierno español. En 1986, primer año del ingreso en la Comunidad Europea, España presentó un saldo financiero negativo por valor de 8.405 millones de pesetas es decir, los pagos superaron los ingresos—, situación que cambió al año siguiente al presentar un saldo favorable que se mantuvo e incrementó en los años siguientes hasta alcanzar en 1996 la cifra de los 914.069 millones de pesetas de saldo financiero favorable para España, de los que 210.508,4 millones correspondieron al Fondo de Cohesión y 419.514,1 millones procedieron de los fondos FEDER, aportaciones que contribuyeron de manera sustancial a la renovación y mejora de las infraestructuras españolas.
426
Transferencias recibidas por España desde los Fondos de la Unión Europea, 1986-1997 (en millones de Pesetas) Transferencias recibidas de los fondos europeos
1986
FEOGA-Garantía
1989¹
1987
37.898
87.332
−
2.850
FEDER
40.458
48.277
FSE
23.918
37.593
FEOGA-Orientación, IFOP y otros
Fondo de Cohesión
1990¹
1991¹
1992¹
250.680,8 274.529,8 428.725,3 462.670,5 36.353,2
26.627,2
82.055,4
84.642,5
115.659,6 138.184,4 283.234,7 313.371,2 64.328,1
53.078,5 134.292,8 106.965,4
−
−
−
−
−
−
Otros
2.826
4.443
16.971,1
17.705,3
24.979,3
22.679,8
Total
105.100
180.495
Transferencias recibidas de los fondos europeos
1993
FEOGA-Garantía
483.992,8 510.125,2 953.287,5 990.329,4
1994
1995¹
1996¹
1997²
602.077,4
700.307,2
740.380
646.726,1
759.667
111.662,8
51.843,8
143.382,9
156.796,8
147.000
FEDER
279.988,4
259.630,4
447.695,4
419.514,1
350.000
FSE
105.544,8
77.262,4
244.894,4
211.360,4
286.373,6
FEOGA-Orientación, otros
Fondo de Cohesión
IFOP
y
32.448,9
60.566,5
170.269,1
210.508,4
129.606,7
Otros
14.663
15.990,3
22.496,3
19.518,8
17.875,1
Total
1.146.385,3
1.165.600,6
1.769.118,1
1.664.424,6 1.690.522,4
1 Criterio de caja. 2 Previsión de caja. Fuente: «Proyecto de Presupuestos Generales del Estado 1998», Ministerio de Economía y Hacienda. Procedencia: Anuario de El País, 1998 y revista Economistas: 10 años con Europa, núms. 66-67, 1995.
El sostenido crecimiento de los ingresos públicos resultó insuficiente frente al ritmo del crecimiento del gasto público. La secuencia temporal de la evolución del déficit público entre 1982 y 1991 revela que éste mantuvo su ritmo de crecimiento desde el 4,5% del PIB de 1982 hasta 1985, donde alcanzó un máximo del 7,4%, para iniciar una curva descendente que situó el déficit público en el mínimo del 3,2% del PIB en 1989, para reiniciar la línea ascendente a partir de esa fecha, como consecuencia del incremento del crecimiento del gasto público, en buena medida fruto de los efectos de la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Línea ascendente del crecimiento del déficit público que se vio confirmada y agravada como consecuencia de la recesión de 1992-1993. Asimismo, la financiación ortodoxa del mismo, mediante la emisión de Deuda Pública combinada con los altos tipos de interés vigentes en los años 80 y principios de los 90, presionó al alza sobre el déficit, al incrementarse significativamente la partida correspondiente al pago de los intereses de la Deuda, que en 1995 representó el 5,3% del PIB. En 1975, el volumen de la Deuda Pública representaba el 13,2% del PIB, que se elevó al 31,3% en 1982, para alcanzar en 1995 el 65,8% del PIB. Un crecimiento que combinado con el incremento del gasto público provocó una escalada del déficit desde el 0,3% del PIB existente en 1975 al 6,4% de 1982 y al 6,8 de 1993. 427
428
El peso del pago de los intereses y del nivel de la Deuda Pública no habían hecho sino crecer desde 1982. El problema no estribaba tanto en el volumen total de Deuda, sensiblemente inferior al de la media europea, existiendo además un amplio margen de maniobra respecto del criterio de Maastricht —que estipulaba un techo máximo del 60% del volumen de la Deuda Publica sobre el PIB— como de la tendencia sostenida al alza de los costes de financiación de la misma por la escalada de los tipos de interés. Esa era la situación que empezaba a alcanzarse en 1991 y que se prolongó hasta 1993. Desde entonces, en buena medida como consecuencia de los criterios de Maastricht, el gobierno inició una política de consolidación presupuestaria destinada a reducir los niveles de déficit público —basada en la contención del gasto y el mantenimiento de la presión fisca—, con el fin de alcanzar el 3% definido en el Programa de Convergencia para acceder a la moneda única. Un proceso sostenido de reducción del déficit público que llevó, tras los recortes presupuestarios de 1996 de los gobiernos del PSOE y del Partido Popular, a situar el déficit público en el 4,4% del PIB, a lo que contribuyó la reducción de los tipos de interés iniciada de forma sostenida en 1992, al aligerar la carga de los intereses de la Deuda y los recursos allegados por el proceso de privatizaciones de las empresas del sector público. Reducción del déficit que permitió cumplir sobradamente el criterio de Maastricht del 3% en la fecha fijada: 1997. 34.6. LA DISTRIBUCIÓN TERRITORIAL DE LA RENTA (1973-1996) La distribución sectorial del PIB revela la continuidad en el proceso de transformación de la estructura económica española. La reducción del peso del sector agrario y pesquero y el incremento del sector servicios, en un proceso de terciarización de la economía que hundía sus raíces en el crecimiento económico del decenio anterior. Además, el sector servicios ejerció un papel amortiguador, que se tradujo en su mayor participación en el PIB durante los años de la crisis. Transformaciones que encontraron expresión en los niveles de empleo por sectores. El empleo disminuyó en agricultura y pesca, en industria y construcción en términos absolutos y relativos durante el periodo que media entre 1973 y 1982, mientras que en el sector servicios el nivel del empleo creció tanto en valores absolutos como relativos, sirviendo de colchón amortiguador de un desempleo galopante —la tasa de paro sobre el total de la población activa pasó del 2,70 de 1973 al 16,54 de 1982. La terciarización de la economía española durante estos años de la transición política se concentró en los servicios públicos, sanitarios y educativos, consecuencia del inicio de la construcción del Estado del Bienestar, y en el sector financiero, fruto de la expansión territorial de las instituciones bancarias provocada por la liberalización emprendida a partir de 1977; mientras que el sector servicios más vinculado al proceso productivo registró unas tasas de crecimiento menores, afectado en mayor medida por la crisis y la caída de la demanda a ella asociada: fueron los casos de transportes y comunicaciones, comercio, propiedad de viviendas y hostelería. La distribución funcional de la renta produjo en el periodo de 1973-1981 un crecimiento del peso de la remuneración del trabajo asalariado, una tendencia que xxxxxxxxx
429
se quebró en 1982. Un crecimiento que se realizó a pesar del espectacular incremento del desempleo en esos años y que se saldó en ganancias reales de los salarios a pesar de la crisis económica, el desempleo y la reducción del número de horas trabajadas. Las razones que explican esta aparente paradoja se despejan si consideramos que la deslegitimación social de la dictadura durante sus últimos años y el incremento de la contestación social multiplicó la capacidad reivindicativa de los trabajadores, favorecida por la sobreindiciación de los salarios vigente durante los últimos años del franquismo; de hecho, las mayores alzas se registraron entre 1973 y 1977. Las rentas de los agricultores continuaron disminuyendo en estos años en su participación en el PIB, coherente con la disminución del peso del sector agrario en la economía española. Disminución de rentas que fue compensada en parte por la emigración rural hacia las ciudades y el incremento de las prestaciones sociales. Por otra parte, como consecuencia de la crisis, se produjo un deterioro en las rentas de capital. Del conjunto del análisis de la estructura funcional de la distribución de la renta, durante el periodo contemplado, se deduce una ganancia de once puntos en la Renta Nacional para el colectivo representado por los asalariados, parados y jubilados —estos últimos debido al incremento de las prestaciones sociales, fruto del aumento del gasto social registrado en estos años. Así pues, a pesar de la crisis económica, la transición política y el restablecimiento de la democracia permitieron corregir en alguna medida las profundas desigualdades existentes en la sociedad española producto del sistema económico y social de la dictadura. Algo que se observa con mayor nitidez si analizamos la distribución personal de la Renta Nacional. Según la encuesta sobre presupuestos familiares del INE —Instituto Nacional de Estadística— en 1974 el 10% de mayor nivel de renta acaparaba el 39,6% de la renta disponible por las familias españolas. Un fenómeno que no había hecho sino crecer en los años del desarollismo, en los que las familias con mayores niveles de renta habían aumentado de forma sostenida su participación en la Renta Nacional, en detrimento de los sectoes con menores niveles de renta, poniendo de manifiesto el desigual reparto de los beneficios del crecimiento de los años 60 y principios de los 70 en la sociedad española. En el análisis de la distribución de la renta es preciso que no olvidemos su distribución espacial, pues nos permite acercarnos al problema de las desigualdades regionales y valorar el impacto que ha tenido la construcción del Estado de las Autonomías. Durante la etapa del desarrollismo se produjo un importantísimo proceso de concentración de la población, la riqueza y la renta en un reducido grupo de provincias españolas donde tendieron a concentrarse la producción del sector industrial y del sector servicios, mientras que aquellas provincias con un marcado componente agrario registraron un acelerado proceso de despoblamiento y empobrecimiento, reflejado en la importantísima reducción de su participación en el PIB. Este proceso de empobrecimiento espacial fue compensado en parte por la disminución de la población residente que ante la falta de expectativas se vio obligada a emprender el camino de la emigración hacia los grandes núcleos urbanos en expansión o al extranjero, por lo que las desigualdades en la distribución personal de la renta en estas áreas geográficas deprimidas fueron atenuadas por el fenómeno de la emigración, no por un mejor reparto de la menguante renta disponible. Sobre esta desigual situación en el reparto espacial de la Renta Nacional, la crisis de los años 70 actuó con fuerza. La tradicional espita de la emigración fue frenada en seco como consecuencia de la crixxxxxxxxx 430
sis; la emigración al extranjero se detuvo bruscamente, iniciándose incluso el proceso inverso: el retorno de los emigrantes al perder su empleo o ver reducidas sus expectativas en el exterior. Otro tanto sucedió con la emigración a las áreas industriales del interior; la caída del empleo en la construcción y en la industria frenó el proceso migratorio, incluso se produjo un movimiento de retorno a las regiones de origen. El crecimiento económico de los años del desarrollismo de la dictadura fue desde el punto de vista espacial muy desigual en su distribución, generando importantes desequilibrios regionales. El impacto de la crisis se hizo sentir con desigual intensidad sobre el territorio español. Entre 1973 y 1981 mantuvieron o incrementaron su participación en la Renta Interior las siguientes regiones: Madrid, Canarias, Galicia, Baleares, Cantabria; mantuvieron su participación: Valencia, Asturias, Murcia, Cataluña, Andalucía y La Rioja, mientras que vieron disminuir su peso en la distribución de la Renta Interior: País Vasco, Castilla-La Mancha, Extremadura, Castilla y León, Navarra y Aragón. Renta interior per cápita por Comunidades Autónomas, 1960-1996. índice: media española = 100 1960 Baleares Madrid Cataluña La Rioja Navarra País Vasco Aragón Canarias C. Valenciana Castilla-León Cantabria Castilla-La Mancha Asturias Galicia Murcia Extremadura Andalucía
110,5 147,8 140,4 116,9 117,6 175,1 103 73,5 115,7 80,1 127,4 64,7 114,2 70,7 74,4 62,6 71,9
1973 132,9 139,1 130,5 104,4 111,6 138,7 99,8 86,1 102,3 80,7 102,5 74,5 92,8 71,4 79 59,2 71,7
1981 128 143,9 126,4 104,1 105,4 112,9 100,6 87,3 100,6 80,9 107,1 70,8 100,6 79 76,6 61,7 72,2
1985 141,4 130 123,5 107,6 109,1 113,6 110,2 93,3 102,4 90,9 97,4 78,3 96,5 82 83 67,6 70,9
1996 147,7 127,5 122,5 118,8 115,7 112,4 107,5 100,3 99,1 94,7 90,7 86,6 86 83,2 78,7 72,7 71,4
Procedencia: Anuario de El País, 1998 y J. L. García Delgado (dir.), España, economía, Madrid, Espasa-Calpe, 1989. Elaboración propia.
Si consideramos los factores de producción, extensión geográfica y población, la situación varía sensiblemente. Así, las regiones que aparecen por encima de la media española en 1981 eran Madrid, Baleares, que desplazó al País Vasco de la segunda posición que ostentaba en 1973, Cataluña, País Vasco, Cantabria, que desplazó a Navarra de la quinta plaza. Navarra y La Rioja; mientras que se situaban en 1981 en la media española Valencia, Asturias y Aragón y, por debajo, Canarias, Castilla y León, Galicia, Murcia, Andalucía, Castilla-La Mancha y Extremadura. Entre la primera región por renta per cápita y la últixxxxxxx 431
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ma, Madrid multiplicaba en 1981 por 2,33 la renta per cápita de Extremadura, prácticamente la misma diferencia que existía en 1973 antes del estallido de la crisis —era 2,35 veces superior. El impacto de la crisis se dejó sentir en el desplazamiento del segundo lugar de las industriales País Vasco y Cataluña por la turística Baleares; la crisis fue sentida con mayor intensidad por el País Vasco, que pasó del segundo puesto que ocupaba en 1973 al cuarto puesto. La nueva realidad autonómica encontró su reflejo en el ámbito económico. No sólo por la aparición de un nuevo nivel de la Administración pública, las Administraciones de las Comunidades Autónomas, sino también por el traspaso de competencias desde la Administración central del Estado hacia las Comunidades Autónomas. Importantes capítulos del gasto público pasaron a ser gestionados por las Autonomías, en un proceso continuado de transferencias. Partidas tan importantes como la sanidad o la educación fueron, o están en vías de serlo, traspasadas a las Autonomías. Además, el creciente peso de los recursos gestionados por los gobiernos autonómicos también incidió en otros capítulos del gasto público como las infraestructuras, a través del creciente papel de la inversión pública autonómica. Los efectos de la larga crisis económica dejaron su impronta sobre el territorio. En 1985, las zonas y ejes más dinámicos de España se concentraban en la costa mediterránea, el valle del Ebro, Madrid, Baleares y Canarias. Los efectos de la crisis, dado su marcado componente industrial, se manifestaron de forma más acusada en las antiguas zonas industriales, que registraron un claro retroceso; fueron los casos de la cornisa cantábrica —Asturias, Cantabria y País Vasco. Por otra parte, dada la continuidad de la pérdida de peso en la economía española de la agricultura permanecieron estancadas amplias zonas de la Meseta, el Macizo Ibérico y algunas zonas del sur peninsular. Estos cambios dieron lugar a una recomposición del mapa regional español desde el punto de vista económico. Se produjo una basculación desde el eje cantábrico hacia el eje mediterráneo y el valle del Ebro —desde Tarragona hasta Navarra y Álava—, a la vez que Madrid conservaba su posición y las islas —Baleares y Canarias— mostraban un importante dinamismo vinculado al sector turístico. La crisis de 1973-1985 generó también importantes modificaciones desde el punto de vista demográfico. Los movimientos interregionales de población y la detención de la emigración al extranjero se frenaron hasta detener el proceso de concentración geográfica de la población. Desde el punto de vista de la renta familiar disponible, las diferencias relativas de renta entre las distintas provincias españolas se redujeron apreciablemente entre 1973 y 1985 como consecuencia del papel redistributivo del sector público, manifestación de los primeros efectos de la construcción del Estado del Bienestar. Las Comunidades Autónomas de Extremadura, Andalucía, Galicia, Murcia y Castilla-La Mancha fueron receptoras netas de rentas transferidas desde el sector público y el sector exterior, mientras País Vasco, Madrid, Baleares, Navarra, Aragón y Cataluña fueron contribuyentes netas. En 1996, al finalizar la etapa socialista y cuando el proceso de construcción de la España de las Autonomías estaba considerablemente avanzado, la situación de las Comunidades Autónomas según su Producto Interior Bruto per cápita respecto de la media española había registrado algunas variaciones significativas respecto de los inicios del proceso autonómico, entre 1978 y 1983. Por encima de la media se encontraxxxxxx 433
Distribución del valor de los productos industriales, 1995.
Procedencia: Contabilidad Nacional de España (CNAE). Instituto Nacional de Estadística (INE).
ban por orden decreciente Baleares —con un 147,1%—, Madrid, Cataluña, La Rioja, Navarra, País Vasco, Aragón y Canarias —con un 100,2%—, mientras que por debajo de la media se situaban la Comunidad Valenciana —con un 99%—, Castilla y León, Cantabria, Asturias, Castilla-La Mancha, Galicia, Murcia, Extremadura y Andalucía —con un 71,4%. El primer hecho que merece la pena ser destacado es la aproximación a la media española de las Comunidades Autónomas que en 1975 aparecían más retrasadas: Castilla y León, Castilla-La Mancha, Galicia y Extremadura, manifestación espacial de los efectos redistributivos de las políticas del Estado del Bienestar. En segundo lugar, el declive de la cornisa cantábrica por el impacto de la larga crisis de los años 70 todavía se manifestaba en 1996, con la pérdida de posiciones de Asturias, Cantabria y País Vasco: en el caso de las dos primeras, descendieron por debajo de la media española, mientras el País Vasco era la Comunidad que sufrió un descenso más acusado, perdiendo 23,4 puntos porcentuales. Por el contrario, Baleares y Canarias fueron las Conunidades que vieron incrementado en más de 20 puntos su PIB per cápita, merced al impulso del sector turístico, seguidas por La Rioja. Mientras Madrid y Cataluña, aunque con ligeros retrocesos, mantenían sus posiciones. Los efectos correctores de las desigualdades territoriales de las políticas redistributivas del Estado del Bienestar se evidencian de forma aún más clara si consideramos xxxxxxx
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Renta familiar disponible por Comunidades Autónomas, 1973-1996. índice: media española = 100. Diferencias relativas en la renta per cápita disponible
Baleares Cataluña La Rioja Navarra País Vasco Madrid Aragón Castilla- León C. Valenciana Cantabria Asturias Castilla-La Mancha Galicia Canarias Extremadura Andalucía Murcia
1973
1981
1985
1996
128,6 123,2 103,3 109,6 128,3 133,2 98,7 84,3 103 100,1 93,3 79,5 78,6 86 67,2 77,6 84,1
129,4 121,7 104,3 101,9 104,1 123 101,5 85,7 104 101,6 104,7 77,4 87 88,6 71,7 81,6 85
129,7 119 109,2 102,9 101,9 120 105,6 92,6 106,3 98,2 96,3 82 88,3 89,4 78,8 80,2 89
132,9 117,8 117 116 114,5 110,9 108,2 101,9 99,6 97,4 95,8 93 91,1 90,1 80,4 79,7 79,2
Fuente: Anuarios de El País y J. L. García Delgado (dir.), España, economía, Madrid, Espasa-Calpe, 1989. Elaboración propia.
PIB por habitante, 1995. Millones de pesetas.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
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la renta familiar disponible. En 1996, Baleares con un índice 147,7 sobre la media española del PIB por habitante y de 132,8 en términos de renta familiar disponible, era la primera Comunidad por nivel de desarrollo y renta familiar, mientras que Andalucía ocupaba la posición más retrasada con unos índices del 71,4 y 79,7 respectivamente. A pesar de las diferencias, las distancias entre la Comunidad más rica y la menos rica se acortaron sensiblemente. La diferencia entre Baleares y Andalucía en términos de PIB por habitante se situaba en 1996 en el 107%, que se reduce al 66% en términos de la renta familiar disponible. Una de las manifestaciones más claras de la solidaridad interregional fue el papel desempeñado por la política fiscal. Madrid, Cataluña, Baleares, Aragón, Cantabria y La Rioja experimentaron reducciones de su renta familiar disponible per cápita por la existencia de flujos fiscales negativos, destacando Madrid con una reducción del 23,4%. Mientras que Extremadura, Andalucía, Castilla-La Mancha, Galicia, Castilla y León, Asturias, Murcia, Comunidad Valenciana y Canarias registraron flujos fiscales positivos, especialmente Extremadura, con un incremento del 42,7%, y Andalucía, con un 24%. En suma, el Estado de las Autonomías ligado a la construcción del Estado del Bienestar, con su carácter redistributivo de la renta, y a las ayudas procedentes de los fondos estructurales y de cohesión procedentes de la Unión Europea, ha generado efectos correctores de las desigualdades territoriales medidos en términos de renta per cápita y renta familiar disponible; a pesar de todo, las diferencias históricas en el grado de desarrollo económico, aunque se han atenuado en los últimos lustros, aún persisten entre unas Comunidades Autónomas y otras. En términos globales, los análisis sobre la distribución personal de la renta en España indican una disminución de las desigualdades entre 1980 y la primera mitad de los años 90, considerado desde los distintos índices de medición —índices de Gini y Theil y tasa de pobreza. En este periodo, el 10% de la población con rentas más bajas fue la que registró unas mayores tasas de crecimiento; asimismo crecieron, aunque en menor medida, las rentas de la población situadas en los tramos intermedios, mientras que el 20% de la población con las rentas más altas vio disminuida su participación.
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CAPÍTULO XXXV
El desempleo: el principal problema de la sociedad española 35.1. UN PARO ENCUBIERTO: EL PLENO EMPLEO DE LOS AÑOS 60 El crecimiento económico registrado durante los años del desarrollismo franquista se caracterizó por su escasa capacidad de crear empleo, incapaz de absorber las remesas de población expulsadas de un sector agrícola en rápida transformación, excedentes de mano de obra cuya única salida era la tradicional emigración al extranjero —ahora con destino mayoritario hacia la Comunidad Europea, frente a la tradicional emigración americana. Por otra parte, las bajas tasas de ocupación femenina durante la dictadura, debidas a los roles dominantes de la ideología franquista asignados a la mujer como esposa, madre y ama de casa, favorecieron, junto con la emigración al extranjero, una situación de pleno empleo que con la llegada de la crisis de los años 70 terminó abruptamente por el fin de la espita de la emigración, el retorno masivo de la población emigrada, el cambio de valores en la sociedad española —con la incorporación de la mujer al mercado de trabajo—, y el inicio de la llegada de las generaciones del baby boom al mercado laboral. A partir de finales de los años 70 las tasas de desempleo se dispararon hasta situarse en el primer puesto de los países desarrollados. En 1985, el 21,7% de la población activa estaba desempleada, convirtiéndose en el primer problema de la economía española del último cuarto del siglo XX. Sobre esta ya de por sí muy problemática situación, el sistema de relaciones laborales heredado de la dictadura acentuó los efectos negativos sobre el empleo. El franquismo, con el fin de garantizar la paz social y como contrapartida a la ausencia de libertades, generó un sistema de relaciones laborales intervencionista en el que la rigidez era la norma. Las relaciones laborales durante la dictadura se caracterizaban por un sistema de negociación colectiva distorsionado por la falta de sindicatos libres y limitado por las restricciones de las ordenanzas laborales, donde el gobierno mantenía una fuerte capacidad de intervención en la fijación de los salarios. Igualmente, el sistema de contratación laboral combinaba un marco muy permisivo para el despido por causas disciplinarias, políticas o derivadas de la perseguida conflictividad laboral, con una contratación indefinida y elevados costes de despido —en aquellos casos que no fuesen por razones políticas o disciplinarias, claro está— y la práctica inexistencia de una cobertura del desempleo digna de tal nombre. La rigidez del sistema de contratación laboral quedaba compensada por el bajo nivel de los salarios y su enorme flexibilidad, en un contexto expansivo con una situación de pleno empleo encubierta —dado que los excedenxxxx
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tes de mano de obra partían hacia la emigración— donde la rigidez de las formas de contratación eran de escasa relevancia. El modelo mostró su ineficacia en los años finales de la dictadura, cuando la conflictividad social registró un sostenido crecimiento. 35.2. EL SISTEMA DE RELACIONES LABORALES EN LA PRIMERA ETAPA DE LA TRANSICIÓN Las demandas sociales acumuladas durante los años finales de la dictadura, las incertidumbres políticas de los primeros años de la transición y la presión reivindicativa de una clase trabajadora movilizada tras las organizaciones sindicales, que emergían desde la clandestinidad a su reconocimiento legal, actuaron sobre los últimos gobiernos del franquismo y los primeros de la transición política y sobre el empresariado para incrementar los ingresos de los asalariados y mantener los niveles de protección del sistema de contratación. Los sindicatos aceptaron la moderación salarial fijada en los Pactos de la Moncloa para hacer frente a los efectos más perniciosos de la crisis económica, particularmente para contener la espiral inflacionista, pero se mostraron enormemente reticentes a la hora de aceptar el cambio del sistema de contratación —es decir, la flexibilización del mismo y el abaratamiento del despido—, en virtud de tres grandes consideraciones: su interpretación del contrato fijo como una conquista social a la que no estaban dispuestos a renunciar por principio, su carácter defensivo frente a los embates de la crisis económica, en unos años de destrucción masiva del empleo, y la desconfianza ante un empresariado escasamente dinámico. De tal manera que, en las negociaciones que desembocaron en la aprobación del Estatuto de los Trabajadores el 26 de marzo de 1980, los sindicatos aceptaron un nuevo sistema de relaciones laborales que mantenía importantes elementos de protección en el sistema de contratación. Actitud que podríamos simplificar bajo la fórmula de moderación salarial, sí, y despido libre, no. La elevación de los costes reales laborales incidió en la destrucción de empleo entre 1975 y 1985, particularmente en el sector industrial —el más afectado por la crisis—, pero no podemos obviar el carácter estructural de la crisis de los años 70, en el que la nueva división internacional del trabajo que empezó a configurarse en la década de los 70 —con la emergencia de nuevas áreas industriales—, la pérdida de fuelle de los sectores industriales clásicos —sobre los que se había edificado el crecimiento económico y del empleo en los decenios anteriores— y la menor intensidad de la utilización de mano de obra en las nuevas ramas productivas y en las clásicas —merced a los procesos de automatización, robotización y computerización—, lo que en términos clásicos se denomina la intensificación de la relación capital-trabajo, hizo que en las economías industrializadas y, por tanto, en la economía española, la recuperación y expansión de la actividad económica no se viese acompañada de una similar expansión de los niveles de empleo, por lo que numerosos autores han definido las altas tasas de desempleo que registraron las economías industrializadas en los años 70 y 80 como paro estructural. Con ello se quiere hacer referencia no sólo a las dificultades para retornar a las situaciones de pleno empleo de los años 60, consecuencia de un desequilibrio estructural entre crecimiento económico y creación de empleo, sino también a la aparición de un paro de larga duración que termina por expulsar del mercado laboral de forma prácticamente definitiva a importantes segmentos de la población activa —sobre todo a los trabajadores en edad madura que una vez perdido su trabajo quedan marxxxxxxxxx 439
ginados del mercado laboral. Un paro de larga duración que golpea asimismo con fuerza a las mujeres y a amplios segmentos de la juventud. 35.3. LA APARICIÓN DEL DESEMPLEO MASIVO EN ESPAÑA El desempleo se ha convertido en el principal problema de la sociedad española, pues aunque el paro ha sido un problema generalizado en las economías industrializadas desde el estallido de la crisis de los años 70, la magnitud de las cifras y su persistencia en el tiempo convierten al desempleo en un hecho diferencial de la economía española, debido a la considerable mayor incidencia del mismo respecto del resto de los países desarrollados. Hemos apuntado ya algunas características específicas del caso español, como la debilidad congénita de la economía española para emplear los recursos humanos disponibles, incluso en las épocas de expansión económica. Total de parados en España, según la Encuesta de Población Activa (EPA), 1976-1997. Años dic. 76 dic. 77 dic. 78 dic. 79 dic. 80 dic. 81 dic. 82 dic. 83 dic. 84 dic. 85 dic. 86 dic. 87 dic. 88 dic. 89 dic. 90 dic. 91 dic. 92 dic. 93 dic. 94 dic. 95 dic. 96 dic. 97
IV Trimestre Total 615.240 744.410 994.280 1.235.400 1.625.090 1.991.370 2.240.690 2.436.710 2.881.420 2.961.470 2.917.140 2.903.930 2.701.190 2.521.770 2.424.320 2.566.200 3.047.120 3.682.330 3.698.430 3.579.340 3.491.790 3.292.670
IV Trimestre Varones 428.620 508.680 659.220 826.220 1.086.980 1.315.540 1.440.810 1.580.670 1.883.650 1.897.610 1.797.270 1.539.770 1.361.270 1.239.600 1.157.590 1.248.040 1.552.970 1.937.380 1.840.910 1.750.890 1.686.520 1.519.510
IV Trimestre Mujeres 186.620 235.730 335.060 409.170 538.110 675.840 799.870 856.040 997.780 1.063.860 1.119.870 1.364.160 1.339.920 1.282.160 1.266.730 1.318.160 1.494.150 1.744.950 1.857.530 1.828.460 1.805.270 1.773.160
Fuente: Instituto Nacional de Estadística. Encuesta de Población Activa (EPA). Elaboración propia.
Detengámonos en su evolución y caracterización. El desempleo masivo hizo su aparición en España entre 1975 y 1980, cuando la crisis de los setenta cenó las puertas de la emigración y dejó sentir con fuerza sus efectos en la economía española. De las 470.000 personas desempleadas en 1975 se pasó a 1.625.090 en diciembre de 1980, el 12,44% de la población activa. Desde esa fecha, el desempleo no hizo sino aumentar hasta 1985, año de finalización del ajuste de la larga crisis económica que atravesó el país desde los xxxx 440
inicios de la transición, hasta alcanzar las 2.961.470 personas desempleadas, el 21,67% de la población activa, en diciembre de 1985. Durante los años de la expansión económica de la segunda mitad de los 80, el desempleo descendió de forma significativa, aunque las tasas de paro españolas continuaron siendo sensiblemente más elevadas que las registradas en los países de la Comunidad Europea: en diciembre de 1990 eran 2.424.320 las personas desempleadas, el 16,11% de la población activa, para volver a elevarse hasta las 3.491.790 en diciembre de 1996, el 21,77% de la población activa. En los años de la prolongada crisis económica, entre 1976 y 1985, se destruyeron en España 1.700.000 empleos: 881.000 en el sector agrícola, 772.000 en la industria, 417.000 en la construcción y 250.000 en el sector servicios, excluida la Administración pública, que permitió un crecimiento positivo para el conjunto del sector de 356.000 empleos. La fase expansiva registrada entre 1985 y 1991 se saldó con una fuerte creación de empleo, cerca de dos millones, fundamentalmente en el sector servicios, aunque también creció el empleo, aunque de forma sensiblemente más moderada, en la industria y la construcción, continuando la destrucción de empleo en el sector agrícola. El crecimiento sostenido de la población activa explica que la tasa de paro continuara siendo elevada, el 16,11%, como hemos visto. El fuerte dinamismo de la economía hizo que el 80% del empleo generado en esta fase de crecimiento fuese realizado por el sector privado. La intensidad de la crisis de 1992-1993 disparó de nuevo las tasas de paro, entre diciembre de 1990 y diciembre de 1994 el número de desempleados se incrementó en 1.274.110 personas —para alcanzar la cifra de 3.698.430 personas, el 23,91% de la población activa—, fecha en la que se inició una lenta pero sostenida recuperación del empleo —entre diciembre de 1994 y diciembre de 1996 el paro descendió en 206.640 personas, situándose la tasa de paro en el 21,77% de la población activa.
Tasas de paro según la Encuesta de Población Activa (EPA), 1976-1997.
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En España, dos efectos combinados explican la magnitud del desempleo desde el inicio de la crisis económica de los años 70. Por una parte, el crecimiento sostenido desde 1975 de la población activa —aquella situada entre los 15 y 64 años—, fruto del crecimiento vegetativo de la población —consecuencia de la incorporación de las nuevas generaciones nacidas durante el boom de la natalidad iniciado en la década de los 60— y de la masiva incorporación de las mujeres al mundo laboral a partir de la década de los 70. De otra, las tradicionales bajas tasas de actividad de la economía española respecto de los países industrializados, manifestación de su debilidad congénita para generar el suficiente empleo, incluso en las fases expansivas del ciclo económico. Ambos elementos están en la base del comportamiento diferencial en materia de empleo de la economía española respecto de los estándares existentes en los países de la Unión Europea. Reparemos en los siguientes datos: en 1986, la población activa en España era del 36,8%, frente al 44,8% de media en los países de la Unión Europea, diferencial que se redujo sensiblemente en los siguientes diez años: en 1996, la población activa representaba en España el 41,1%, frente al 45,1% de la Unión Europea, una reducción de cuatro puntos porcentuales, que nos informa de la presión que han ejercido en el mercado laboral las nuevas generaciones y la incorporación masiva de la mujer. El fuerte incremento del empleo en dicho decenio —creció entre 1986 y 1996 un 12%—, resultó insuficiente para reducir significativamente el nivel de desempleo de la población activa española. Tasas de ocupación según la Encuesta de Población Activa (EPA), 1976-1997.
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A pesar de la intensa creación de puestos de trabajo entre 1986 y 1996 —con la salvedad de la brusca caída del empleo como consecuencia de la crisis de 1992-1993—, la tasa de paro en España continuó siendo la más elevada de la Unión Europea: en 1986, el 20,9% de la población activa estaba en el paro —en la Unión Europea la tasa era del 10%—, diez años después el paro se situaba en el 21,8% de la población activa, dejándose sentir todavía los efectos de la crisis de 1992-1993, mientras que en la Unión Europea era del 10,9%, manteniéndose el diferencial de más de diez puntos. En 1986 el porcentaje de ocupados sobre el total de la población era en España el más bajo de todos los países de la Unión Europea —incluidos Grecia y Portugal—, diez años más tarde seguía ocurriendo lo mismo. 35.4. EL COMPONENTE ESTRUCTURAL DEL DESEMPLEO ESPAÑOL El fuerte diferencial de las tasas de desempleo y su persistencia en el tiempo nos indican que la economía española se enfrenta a un problema estructural que va más allá del denominado paro estructural que aqueja a las economías europeas frente a la situación de Estados Unidos y Japón. Apreciación que se ve reafirmada si tenemos en consideración que en el decenio 1986-1996 los costes laborales mantuvieron una tendencia hacia la moderación en su crecimiento y la reforma del mercado de trabajo de 1994 introdujo una fuerte flexibilización de los sistemas de contratación, termixxxxxxxx Empleo y desempleo en la Unión Europea, 1996 Tasa de paro Total Bélgica Dinamarca Alemania Grecia ESPAÑA Francia Irlanda Italia Luxemburgo Holanda Austria Portugal Finlandia Suecia Reino Unido Media UE
9,6 5,6 9,1 9,1 22,3 12,5 12,1 12,2 3,2 6,7 4,1 7,1 15 9,9 7,9 10,9
Parados de larga duración a % 1996 61 27 48 56 53 38 59 65 28 45 26 50 33 19 40 48
Tasa de empleo Contratos d Tasa de a tiempoc paro juvenil temporales b parcial % Total Total 9,8 6,9 9 9,6 22,1 12,4 11,8 12 3,3 6,3 4,4 7,3 15,7 10 8,2 10,9
7,9 15,7 10,4 2,6 3,6 9,5 6,3 3,3 4,5 24,7 9,7 4,4 6,8 16,2 16,3 —
5,9 11,2 11 11 33,6 12,5 9,2 7,5 2,6 12 8 10,4 17,3 11,6 6,9 —
Empleo Total 56,6 75,5 62,9 56,9 47,2 59,7 56,3 51,4 59,6 65,1 69,8 66 61,7 70,3 69,8 60,4
a Personas en paro desde hace un año o más. En porcentaje sobre el total de parados. b Sobre el total de la población activa. c Personas de 15 a 64 años que tienen empleo. d En porcentaje sobre el total de trabajadores que tienen un contrato. Procedencia: Anuario de El País, 1998. Elaboración propia.
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nando con las rigideces existentes y homologándolos a los del resto de los países industrializados —incluso los nuevos modelos de contratación fueron más allá de la flexibilización para introducirse por la senda de la precarización del empleo. El empleo temporal creció espectacularmente a partir de la reforma de 1994, situándose en el primer puesto de los países industrializados: en 1986 el empleo temporal sobre el total de los asalariados representaba en España el 15,6%, frente al 9,1% de media de la Unión Europea —sólo Grecia estaba por delante, con el 19%—, mientras que en 1996 el empleo temporal alcanzaba al 33,6% de la población asalariada en España, frente al 11,6% de la Unión Europea. Este exponencial crecimiento del empleo temporal registrado en España en la década de los 90 introdujo una fuerte segmentación y dualización del mercado de trabajo entre los trabajadores con empleo indefinido y los acogidos a las nuevas formas de contratación, los trabajadores precarios —con empleos discontinuos, bajos salarios, sistemas de protección menores y menor seguridad en el trabajo, una de las principales causas de la alta siniestralidad laboral española—, que dada su magnitud —un tercio de la población asalariada de 1996— revelan un intenso proceso de dualización de la sociedad española que pone en peligro las posibilidades de un crecimiento sostenido y equilibrado en el futuro. Las reformas laborales introducidas por los gobiernos socialistas en 1984 y 1994, y luego continuadas por el gobierno del Partido Popular en 1996 y 1998, han flexibilizado considerablemente el marco de relaciones laborales. El problema del elevado desempleo en España no puede ser, por tanto, achacable al finalizar la década de los 90 a la rigidez del sistema de relaciones laborales. La influencia de la evolución de los costes laborales sobre el nivel de desempleo en España ha sido esgrimida con frecuencia, junto con la rigidez del sistema de relaciones laborales, como otra de las razones principales del mismo. Este argumento es plausible para el periodo situado entre 1973 y 1979, cuando los costes laborales se incrementaron en un 42%, coincidiendo con la etapa de la transición política, en la que la movilización social y las incertidumbres sobre el modelo político que había de imponerse tras el fin de la dictadura permitieron importantes ganancias reales de los salarios, elevando sensiblemente los costes laborales; tras la firma de los Pactos de la Moncloa y la tendencia sostenida a la moderación salarial practicada desde entonces, cambió la tendencia, sobre todo desde el fin del ajuste económico en 1985. A partir de entonces, un análisis detallado de la evolución de los costes laborales entre 1986 y 1996 no parecen avalar esta difundida opinión. En 1986, el coste laboral por hora trabajada se situaba en el 70,99 de la media de los países de la Unión Europea, diez años después se elevaba al 76,71%, un crecimiento que estaba en consonancia con la posición de la economía española respecto de la media europea. Si analizamos la evolución del coste laboral unitario, esto es, incorporando la evolución de la productividad, se observa una ganancia de la productividad en España respecto de la Unión Europea entre 1986 y 1988, para perder competitividad entre ese año y 1993 —fruto de los efectos de la euforia económica de la segunda mitad de los años 80, cuya onda expansiva se prolongó hasta 1993— y volver a recuperarla entre ese año y 1996. La variación de las tasas anuales del coste laboral unitario así lo confirman, hasta el punto de que en 1996 el crecimiento del coste unitario laboral se situó por debajo de la media europea, acentuando la ganancia neta de la productividad del trabajo en España respecto de la Unión Europea. El análisis sectorial del comportamiento del empleo es clarificador sobre los problemas de la economía española a la hora de generar puestos de trabajo. A lo largo del dexxxxxx 444
Precios de importación y costes laborales unitarios
Fuentes: Banco de España, INE y OCDE.
cenio 1986-1996 se mantuvo la tendencia procedente desde el estallido de la crisis de los setenta, cuyas raíces se hundían en los años del desarrollismo, de pérdida de peso relativo de la agricultura y de la industria e incremento del sector servicios, en un proceso de terciarización de la economía común al registrado en los países de la Unión Europea, que se tradujo en pérdidas de empleo en los dos primeros y en ganancias en la construcción y, sobre todo, el sector servicios. Aunque la estructura sectorial de la economía española es similar a la de la Unión Europea, el empleo en el sector manufacturero era inferior a la media europea, tanto en 1986 como en 1996. Por otra parte, en el crecimiento del empleo registrado por el sector servicios en España, fue mayor el peso del empleo público frente al sector servicios privado —consecuencia de los avances en la construcción del Estado del Bienestar y del Estado de las Autonomías, que actuaron como colchones amortiguadores en los elevados niveles de desempleo españoles. Además, del peor comportamiento del empleo industrial en España respecto de la Unión Europea, merece ser destacado otro factor relevante, que ya se apuntaba durante el proceso de reconversión industrial de 1983-1985, la pérdida de peso y, consecuentemente, del empleo de los sectores de demanda débil y bajo nivel tecnológico, a favor de los sectores de demanda y tecnología media —27,6% en 1986 y 29,3 en 1996, frente al 31,2 y 32,5%, respectivamente, de la Unión Europea—, a la vez que se mantenían, con un ligero descenso, los niveles de los sectores de demanda fuerte y mayor componente tecnológico. Lo que nos informa de la persistencia de las carencias de la industria española, dado el estancamiento de los sectores más dinámicos y competitivos, aquellos que incorporan unas mayores dosis de innovación tecnológica y con mayor capacidad de crecimiento —12,8% en 1986 y 12,1 en 1996, frente al 18,5% de la Unión Europea. Así pues, las razones fundamentales del diferencial existente en el nivel de desempleo en España respecto de los países de la Unión Europea deben buscarse principalxxxxxxxxx 445
Distribución de la población ocupada por sectores de actividad, 1996.
Procedencia: Encuesta Población Activa (EPA). Instituto Nacional de Estadística (INE).
Ocupados por tipo de jornada y sector económico. EPA 1996.
Procedencia: Encuesta Población Activa (EPA). Instituto Nacional de Estadística (INE).
mente en los problemas estructurales que aún subsisten en la economía española, a pesar de la magnitud de los cambios producidos desde la incorporación de España a Europa, con las consiguientes mayores dosis de apertura y dinamismo introducidos, que ponen en evidencia una vez más la tradicional endeblez del sector privado de la economía española. Aunque en estos años se ha avanzado sensiblemente en un mayor dinamismo de la empresa radicada en España, todavía persisten importantes déxxxxxxxxxxxxx 446
ficits respecto de los países de la Unión Europea, especialmente en los ámbitos asociados a la innovación tecnológica, donde aún es bastante raquítica la inversión en Investigación y Desarrollo —I+D— por parte de la empresa española. Un problema más vinculado a la ausencia de una verdadera cultura empresarial que a la falta de mano de obra cualificada, dado el enorme salto dado en este terreno como consecuencia del esfuerzo educativo realizado durante la etapa de los gobiernos socialistas, hasta el punto de que en la década de los 90 no faltaban técnicos e investigadores, sino empresas dispuestas a emplear un capital humano cualificado capaz de competir en los exigentes mercados internacionales. 35.5. MUJERES, JÓVENES Y PARADOS DE LARGA DURACIÓN: LAS VÍCTIMAS DEL DESEMPLEO MASIVO
Finalmente, para terminar de comprender el problema del desempleo en España es preciso detenerse en el análisis de su composición. Tres grandes colectivos son los principales afectados por el desempleo en la Unión Europea y en España, sólo que en esta última con mayor intensidad: las mujeres, los jóvenes y los parados de larga duración. En primer lugar, destaca por su envergadura el desempleo femenino, pues aunque la tasa de actividad de la mujer es sensiblemente inferior a la del hombre en España, a pesar de la incorporación masiva de la mujer a la población activa desde la década de los 70 —en 1986 la tasa de mujeres activas era del 28,91 frente al 68,57 de activos varones, y en 1996 la proporción era del 37,24 y el 63,2 respectivamente—, la tasa de paro femenino era sensiblemente superior a la de los hombres: en 1986, 25,68 frente al 18,76, y en 1996 la tasa de paro femenino era del 29,11 frente al 17,15 de los varones. Así, de las 2.917.140 personas paradas en diciembre de 1986, 1.797.270 eran hombres y 1.119.870 mujeres, mientras en 1996 las personas paradas ascendían a 3.491.790, de las que 1.686.520 eran varones y 1.805.270 mujeres. Es decir, que en 1986 el 38,39% de las personas paradas eran mujeres, diez años después se elevaba al 51,7%, cuando sólo el 38,67% del total de la población activa eran mujeres en 1996. La evolución de la composición de la población activa por sexos y la magnitud del paro femenino hablan con claridad de la intensidad del proceso de incorporación de la mujer al sector activo de la economía, una de las grandes transformaciones que se han operado en España desde los inicios de la transición, aunque todavía las tasas de actividad femenina se mantienen por debajo de la media europea, a la vez que las tasas de paro femenino son sensiblemente superiores a las registradas en la Unión Europea. El segundo grupo social en el que el desempleo es más elevado es la juventud —entre 16 y 24 años. En 1986, el porcentaje de parados de los jóvenes entre 16 y 19 años sobre la población activa era del 52,3% y entre los jóvenes de 20 a 24 años alcanzaba la cifra del 42,2%. Diez años después, el problema del desempleo juvenil no había mejorado sustancialmente: en 1996, el porcentaje del paro sobre la población activa se situaba para el grupo de edad comprendido entre los 16 y 19 años en el 52,1% y en el grupo de entre los 20 y 24 años en el 38%. Cifras sensiblemente superiores a la media registrada en la Unión Europea, donde el desempleo juvenil se situaba en 1996 en torno al 26%.
447
Pirámide de la población según su relación con la actividad económica, 1996.
Procedencia: Cuentas Nacionales (CNAE). Ministerio de Economía y Hacienda.
Finalmente, el tercer gran colectivo social afectado por el desempleo es el denominado paro de larga duración —constituido por las personas que llevan más de un año sin empleo—, que en 1986 representaba el 57,6% del total de las personas desempleadas y en 1996 todavía representaba el 55%, con las graves consecuencias que lleva aparejado de obsolescencia de su cualificación profesional y desmoralización que dificultan su reinserción en el mercado laboral. De estos datos se desprende la gravedad, magnitud e intensidad del desempleo en España, configurándolo como una de las variables diferenciales más negativas de la economía española en el contexto de la Unión Europea. El problema del desempleo, dada la incapacidad congénita de la economía española de crear suficientes puestos de trabajo incluso en las épocas de más intenso crecimiento, habla por sí misma de las debilidades de la misma a lo largo del siglo XX, configurándolo como el principal problema estructural de la misma, agravado desde la crisis de los años 70 por las transformaciones acaecidas en el sistema productivo y por los efectos combinados de la irrupción de las nuevas generaciones nacidas con el baby boom de los años 60 y de la masiva incorporación de la mujer al mercado laboral. El cambio del modelo demográfico, con bajísimas tasas de fecundidad, del 1,2 para el quinquenio 1995-2000 —desde 1981 las tasas de natalidad en España han caído por debajo del denominado nivel de reemplazo (2,1 hijos por mujer)—, está significando desde los años finales de la década de los 90 una disminución de la presión de las nuevas generaciones sobre el mercado de trabajo, que se proyectará en los primeros decenios del siglo XXI. Aunque dada la menor tasa de actividad de la economía española respecto de la existente en la Unión Europea y la menor participación de las mujeres en la población activa, la solución del desempleo en el corto y medio plazo xxxxxxxxx 448
Número medio de hijos por mujer..
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
en España no vendrá exclusivamente como consecuencia de la caída de las tasas de natalidad, constituyendo uno de los principales problemas que la sociedad española tendrá que afrontar para avanzar en la convergencia real dentro del marco de la Unión Europea, es decir, en el acercamiento a los niveles de la media europea. 35.6. LAS RAZONES DEL NO ESTALLIDO SOCIAL DE LOS DESEMPLEADOS Cabría preguntarse por las razones de la ausencia de una respuesta social contundente ante el elevadísimo nivel de desempleo en España en el último cuarto del siglo XX. Las razones son variadas y de distinto orden. 449
En primer lugar, la falta de articulación social y política de los parados se ha revelado una constante en todos los países, incidiendo negativamente en su capacidad de influencia sobre el sistema político frente a otros grupos y colectivos sociales con un mayor grado de organización y presión socio-política. La incapacidad de los sindicatos para encontrar formulas de organización y movilización de los desempleados han hecho que su lucha contra el paro se centrase en el mantenimiento de los puestos de trabajo existentes, pues es entre los trabajadores fijos donde la presencia sindical es más relevante y consistente. Asimismo, los propios desempleados han sido incapaces de desarrollar organizaciones específicas en defensa de unas políticas más activas y efectivas de empleo, fruto de la heterogeneidad de su composición socio-profesional y su dispersión y dilución en el conjunto del tejido social —el paro se percibe como una amenaza y un problema social, pero se vive individualmente. En segundo lugar, el desarrollo de las prestaciones sociales, consecuencia de la construcción del Estado del Bienestar desde la transición y especialmente durante la etapa socialista —creación y mejora de la cobertura al desempleo, pensiones y ayudas no contributivas, jubilaciones anticipadas, plan de empleo rural (PER)...—, han actuado como colchón amortiguador de los efectos más negativos del desempleo —la pérdida de toda fuente de ingresos. En tercer lugar, particularmente en el caso español, la familia ha actuado como una amplia red de solidaridad que ha reducido considerablemente el impacto del desempleo sobre las personas. Una de las manifestaciones más claras ha sido la prolongación de la permanencia de los hijos en el hogar familiar ante la magnitud del desempleo juvenil y la precariedad de los contratos ofrecidos a los jóvenes, que ha encontrado reflejo en la extensión del periodo educativo de la juventud española ante la falta de expectativas laborales, a lo que ha contribuido la fuerte inversión en educación desarrollada por los gobiernos socialistas. Así, la edad de emancipación de los jóvenes del hogar familiar se ha venido retrasando desde los años 70 de manera continuada hasta situarse la media en cerca de los treinta años. Finalmente, no puede obviarse el papel desempeñado por la economía sumergida a la hora de allegar recursos económicos hacia las familias afectadas por el paro sobre todo entre los tres principales colectivos afectados por el desempleo: mujeres, jóvenes y parados de larga duración, a través de esa figura tan española como son las chapuzas, el trabajo doméstico para las mujeres y la economía informal para los jóvenes —trabajos esporádicos y mal pagados que les proporcionaban al menos el dinero de bolsillo para pequeños gastos. Todos estos factores contribuyen a explicar la escasa respuesta social ante el fenómeno del desempleo por parte de las personas y colectivos afectados, instalándose una especie de fatalismo ante un problema con el que la sociedad española ha aprendido a convivir antes que expresarse en una creciente y sostenida contestación social que obligara a los gobiernos y al sistema de partidos políticos a actuar de manera más enérgica sobre el problema, mediante políticas activas de empleo. En fin, parece claro que la construcción del Estado de Bienestar, acentuada durante la etapa socialista, actuó como una eficaz válvula de escape de la presión que el elevado desempleo podía haber ejercido sobre la viabilidad y estabilidad del sistema democrático en España. Los crecimientos del gasto público registrados, tanto en sus partidas de prestaciones sociales —pensiones, prestaciones por desempleo...— como los gastos sociales —educación, sanidad y vivienda— y las inversiones públicas —en infraestructuras, educación, sanidad y vivienda— actuaron de colchón sobre los efecxxxxxxxxxx 450
tos más nocivos del desempleo, aunque no lograron atajar las causas de sus elevadas tasas. Una situación compartida por la generalidad de los países europeos y manifestada en el escaso eco y seguimiento que el Libro Blanco sobre crecimiento, competitividad y empleo, aprobado en el Consejo Europeo de Corfú del 25 de junio de 1994, ha tenido en la agenda y política de la Unión Europea, fruto del protagonismo excluyeme que la creación de la Unión Económica y Monetaria y la moneda única ha tenido en la gestión económica de los gobiernos de los países de la Unión Europea. Una vez lograda la unión monetaria en 1998 y puesto en marcha el euro el 1 de enero de 1999, la agenda de los países de la Unión se encuentra polarizada por el Plan de Estabilidad, introducido por la influencia e insistencia de Alemania, para garantizar la estabilidad y fortaleza del euro, mediante la prolongación en el tiempo de los objetivos introducidos por el Programa de Convergencia de Maastricht —continuidad en la reducción de los déficits públicos hasta su práctica eliminación, bajas tasas de inflación, reducidos tipos de interés— y la pugna entre países contribuyentes netos —los países ricos, liderados por Alemania— y receptores netos —países con una renta nacional inferior a la media comunitaria receptores de los Fondos de Cohesión— sobre el mantenimiento o reducción del Presupuesto Europeo dentro de los debates sobre la Agenda 2000, materializado en la batalla por la permanencia o eliminación de los Fondos de Cohesión, mientras que las políticas activas de empleo quedaban circunscritas a la responsabilidad de los gobiernos de los distintos países de la Unión Europea, muy alejado ello de las pretensiones del Plan Delors sobre el empleo, que pretendía introducir una política activa de empleo europea, con la fijación de objetivos y la dotación de recursos para combatir las altas tasas de desempleo existentes en la Unión Europea frente a la situación de prácticamente pleno empleo de los Estados Unidos y Japón.
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SEXTA PARTE
LAS INCERTIDUMBRES DE LA SOCIEDAD INFORMACIONAL JULIO ARÓSTEGUI (CAP. XXXVI) LUIS ENRIQUE OTERO (CAPS. XXXVII‐XXXIX)
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CAPÍTULO XXXVI
Una sociedad en rápido cambio social y cultural 36.1. LAS NUEVAS REALIDADES ESTRUCTURALES La segunda mitad el siglo XX ha sido el periodo de los cambios más profundos y decisivos experimentados por la sociedad española en la edad contemporánea y quizás en toda su historia. Esos cambios tienen también como peculiaridad su rapidez y concentración en poco tiempo. En efecto, en ese medio siglo la mayor cantidad de cambio se concentra en dos coyunturas: la década de los 60, en que España da el salto a la sociedad industrial, y la década de los 80 en que los cambios se profundizan, se hacen más cualitativos y se orientan hacia una efectiva convergencia con la realidades de la Europa occidental. Los grandes procesos sociales españoles del último cuarto de siglo, desde 1975, no serían inteligibles sin la transformación que produjo la apertura de los años 60 al entorno capitalista mundial. Tampoco el gran camino recorrido en los años 80 se entendería sin el cambio de régimen que se impuso tras la muerte del general Franco. Los cambios afectaron a todos los sectores y niveles que pueden constatarse al estudiar una estructura social. Desde 1975 también, la sociedad española ha sido mucho más estudiada que en todos los periodos anteriores: encuestas, informes, trabajos sociológicos, etc. Los informes periódicos sobre la composición, cambio y opinión en la sociedad española se han hecho habituales. Los cambios se produjeron tanto en las estructuras sociales propiamente —población, ocupación, renta, vivienda, familia, etcétera—, como en la naturaleza de las instituciones sociales —sistema educativo, libertades y garantías, medios de comunicación, tecnologías, etc.—, como, en fin, en las propias pautas de comportamiento, es decir, en los aspectos culturales. Dicho esto, todos los análisis históricos que se hagan ya de los cambios de la sociedad española tienen que utilizar siempre la referencia a lo que ha ocurrido en el entorno europeo, porque ello es el término de comparación para calibrar la importancia de los cambios reales si se parte de la situación existente al final del régimen de Franco. Esos cambios han sido ya siempre más cualitativos que cuantitativos, más hacia una madurez de la sociedad industrial y posindustrial que hacia transformaciones espectaculares en las formas de vida. Esa comparación demuestra que el largo camino recorrido para acercar los indicadores de la vida social española a la europea occidental ha conseguido acortar en buena manera las distancias, pero no eliminarlas. En xxxxxxx 455
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la Europa de la Comunidad Económica o de la Unión Europea se ha crecido también, naturalmente, y el cambio español no ha sido igual de eficiente en todos los terrenos. Si los años 60 y el auge económico que se produjo entonces tuvieron una influencia notable sobre el crecimiento de la población, lo característico del último cuarto de siglo no ha sido el crecimiento, que más bien se hecho más lento, sino las pautas con que la población ha adaptado su régimen de reproducción a otro tipo de realidad y la ha acercado a modelos conocidos de desarrollo. La población tiende a envejecer, a disminuir el índice de fertilidad y natalidad y a disminuir el tamaño de las familias, mientras se afana por mejorar las condiciones de vida. La disminución del ritmo de crecimiento de la población tiene una estrecha relación con las pautas culturales derivadas de un mayor nivel de vida, pero también, de manera no menos directa, con la situación de la mujer en el mundo laboral y con la concepción de la familia como unidad económica, entre otras cosas. Durante este periodo, la protección a la familia ha sido escasa o nula, no se ha añadido nada a lo que ya existía; los servicios de apoyo a la familia —guarderías, subvenciones— serían mínimos. Todo ello contribuye a explicar la escasez de nacimientos, el declive poblacional. Por el contrario, la esperanza de vida en España está entre las más altas, 76 y 73 años para mujeres y hombres, respectivamente. Evolución de los nacimientos, defunciones, saldo vegetativo y saldo migratorio.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
La familia sigue desempeñando un papel central, de extraordinaria importancia en la vida española, lo que en modo alguno quiere decir que sea una institución sin cambios; por el contrario, los ha experimentado y notabilísimos. Sobre todo, en el número de sus componentes, en su concepción como núcleo primario, cada vez más reducido a la familia nuclear y en el papel de la mujer. La vieja familia con estructura aún patriarcal prácticamente ha desaparecido. La familia se compone hoy xxxxxxxxx 457
Cuerpo social-cuerpo electoral de España en 1996 Ciudadanos Censos I. Población potencialmente productiva 1.Población activa agraria 2.Población activa industrial 3.Población activa en construcción 4.Población activa en servicios privados 5.Población activa en Administraciones Públicas 6.En paro registrado o calculado En trabajo sumergido En paro de larga duración Paro juvenil de larga duración Paro de larga duración II. Jubilados y pensionistas
40.000.000
Electores
100
33.000.000
100
16.000.000 40 1.100.000 2,75 2.500.000 6,25 1.100.000 2,75 5.500.000 13,75 2.500.000 6,25
15.000.000 1.000.000 2.400.000 1.000.000 5.200.000 2.500.000
45,45 3,03 7,27 3,03 15,75 7,57
3.500.000
7,75
3.200.000
9,7
1.500.000
3,75
1.300.000
3,94
2.000.000 700.000 1.300.000
5
1.800.000
5,45
7/7.500.000
18,7
7.500.000
22,73
9.000.000
22,5
2.500.000
7,57
7.500.000 18,75
7.000.000
21,2
1.000.000
3,03
III. Sistema educativo Estudiantes IV. Amas de casa. Otra población V. Cera, Censo de Residentes Ausentes
500.000
Fuente: M. Martínez Cuadrado, sobre fuentes INE, EPA, Junta Electoral Central.
casi sólo de padres e hijos. Tiende a aumentar el número de familias monoparentales —en las que conviven sólo uno de los padres y los hijos—, y tiende a ser más frecuente la ruptura y recomposición. Pero sigue siendo la institución básica de la socialización y la unidad económica. El salario del cabeza de familia, que muchas veces puede ser único, ha hecho soportable la situación de paro de los otros miembros. Sin embargo, lo normal ha sido la extensión de las familias con dos sueldos, los de ambos cónyuges, dada la creciente incorporación de la mujer al trabajo fuera de casa. Un conjunto de indicadores del cambio que están entre los más significativos son los que recogen la actividad económico-laboral, ocupación, desempleo y actividades productivas en general. Es en este conjunto de realidades donde la población española, como la europea en su conjunto, ha evolucionado más. La distribución de la población española en sectores de actividad económica tiene ya una estructura propia de país industrial maduro, pero con algunos matices específicos, como, por ejemplo, la diferencia de situación entre hombres y mujeres. Los sectores primario, secundario y terciario o de servicios ocupan, respectivamente, al 11%, 33,5% y 55,4% de la población activa en 1991. En el mundo del trabajo hay dos realidades sociales nuevas e importantes: una, el cambio de estructura del mercado de trabajo, y otra, las fluctuaciones y cambios en la población activa.
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Los grandes cambios estructurales han hecho que la sociedad española altere mucho su composición profesional y de clases. Las relativas importancias de obreros, asalariados, asalariados del Estado, profesionales independientes, empresarios o rentistas se han alterado. El mundo obrero moderno nacido en España en los años 60 ha evolucionado rápidamente hacia una tecnificación creciente, una diferenciación de situaciones y una pérdida de la conciencia de clase. El mundo campesino ha perdido su peso y homogeneidad. La clases medias urbanas se han ampliado enormemente y son la espina dorsal de la sociedad. Los asalariados constituyen el núcleo esencial en la obtención de rentas. Son el 80,8% de los ocupados. Pero en la UE llegan al 90%. Otro de los factores determinantes del cambio en el mundo laboral fue la incorporación casi masiva de la mujer al trabajo, con repercusiones en otros ámbitos sociales. A fines de la década de los 80 la población activa se componía de 8,5 millones de hombres y 4 millones de mujeres. De manera paralela, puede decirse que el desempleo afectaba también más a la mujer que al hombre y, en el mismo sentido, el desempleo era inversamente proporcional al grado de cualificación de los incorporados. Al comenzar la década de los 90 el desempleo afectaba en un 23,1% a las mujeres y sólo en un 11,9% a los hombres. En todos los niveles de edades inferiores a los 55 años, el paro femenino era superior al masculino, cambiando a partir de entonces, pero por el hecho de que las mujeres de esa edad no se habían incorporado ya al trabajo siguiendo tradiciones anteriores y no entran en las estadísticas. La cuestión es cómo ha podido pervivir en España una situación de muy alto nivel de desempleo que ha producido conflictos a veces graves, pero siempre puntuales —los años de la reconversión, los primeros noventa—, que afectaban sobre todo a las decisiones de disminución de plantillas o de cierres de industrias. El desempleo de más de 3 millones de personas en la segunda mitad de los años 80 no ha producido graves alteraciones del orden social. La explicación es múltiple. Primero, porque la situación de los desempleados era muy distinta. En los parados de largo plazo, el sistema de protección consiguió una cobertura se subsidios no total, pero sí aceptable. En 1991, los perceptores del seguro eran 1,42 millones con un gasto de 1,6 billones de pesetas. El paro juvenil tenía su propia dinámica, más grave, pero en ese terreno la familia ha desempeñado un papel crucial. Los jóvenes han permanecido más tiempo en familia, donde los ingresos paternos podían sostener la situación. El paro juvenil ha sido también hasta un cierto nivel de edad inversamente proporcional a la cualificación de los desempleados. El subempleo o «empleo basura» ha sido una situación frecuente entre los jóvenes. La economía sumergida ha desempeñado también, incuestionablemente, un notable papel. Como rasgo todavía arcaizante es preciso destacar la dificultad con que la sociedad española va limando las grandes desigualdades sociales y la desigual de oportunidades en una sociedad libre. Las desigualdades sociales no son sólo las económicas, aunque éstas estén en el origen de muchas otras. Y todas ellas perviven con fuerza en España aunque hayan disminuido. El crecimiento desde el final de la crisis de los setenta no ha distribuido sus beneficios de forma proporcional. La relación en la distribución de la renta entre los más ricos y los más pobres era en España en 1991 de 4,04. En Finlandia, era del 2,75, y en Francia, el país más semejante a nosotros, del 3,48. Los asalariados han aumentado menos su participación que los empresarios y los profesionales libres.
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36.2. NUEVAS ORIENTACIONES EN LAS INSTITUCIONES SOCIALES Una nueva situación política, la reactivación misma de la política que se produjo en los primeros tiempos de la transición y luego las políticas reformistas que han incidido seriamente sobre los indicadores sociales, han hecho también que determinadas instituciones sociales se vieran afectadas por cambios modernizadores profundos o se hayan opuesto a ellos. Ése sería el caso del sistema educativo, de la actividad de la Iglesia, de los medios de comunicación, de la función de las Fuerzas Armadas y los servicios sociales, todos ellos afectados por nuevas concepciones sociales e intelectuales. Las mismas formas comunes de la reproducción social, la transmisión de valores, la laicización, la concepción más móvil de la familia, los niveles de profesionalización, están siendo afectadas por decisiones tomadas en el plano político. Y la influencia inversa es igualmente cierta. Es sabido que la Iglesia desempeñó un destacado papel político en el momento de la transición con una actitud, de la que sería paradigma la del presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Vicente Enrique y Tarancón, de apoyo al cambio, de alejamiento de la connivencia con la dictadura y de progresiva renuncia a la intervención en política. La Iglesia española de los años 70 estaba impregnada del espíritu del Concilio Vaticano II y ello constituyó una extraordinaria ayuda en momentos difíciles. Pero ni había eliminado en su seno viejos reflejos que el régimen de Franco había consolidado y privilegiado, ni el espíritu conciliar se mantuvo incólume ante la oleada de actitudes conservadoras que se sucedieron después, sobre todo con el pontificado de Juan Pablo II. La Iglesia española, con su indudable y poderosa influencia sobre una parte muy mayoritaria de la población, adoptó en los años 80 una actitud normalmente opuesta a las medidas modernizadoras. Desde la admisión del matrimonio civil, el divorcio, la enseñanza laica, el fin de los privilegios de la enseñanza en centros de la Iglesia, la admisión de otras religiones, hasta la oposición más tenaz aún a la ley del aborto, la reticencia ante libertades en la juventud, la educación sexual o la emancipación femenina, la resistencia de la Iglesia fue activa. Existía una larga lista de pautas de comportamiento o de medidas legislativas que dejaban reducido lo religioso a una opción personal a las que la Iglesia se ha opuesto con mayor o menor tenacidad. Las leyes sobre el aborto han quedado detenidas en una primera etapa porque la oposición de la Iglesia ha conseguido bloquear una legislación más amplia. La laicización de la sociedad es, sin embargo, un hecho, aunque no sea completo. Algunos de los indicadores significativos podrían ser el número de matrimonios civiles, que aumentó de 7.200 en 1981 a 34.000 en 1991; los divorcios y separaciones, de 16.400 a 47.500 en el mismo periodo, mientras que las personas divorciadas o separadas pasaban de 241.000 a 399.000. Las estadísticas sobre asistencia a servicios religiosos muestran que los practicantes no llegan a un tercio de la población que declara pertenecer a una religión, fundamentalmente la católica. La crisis de las vocaciones para la profesión en la vida religiosa es también altamente significativa, pero se trata de un proceso que viene de antes. La propensión a considerar la religión una cuestión privada, o la conversión de algunas de sus ceremonias en meros espectáculos son también indicadores de interés. Sin embargo, ha dejado de existir prácticamente el anticlericalismo.
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El papel medular que en la conformación social desempeña el sistema educativo se refleja en el hecho de que su reforma, su extensión universal, su ampliación temporal, su calidad y su financiación, hayan sido un debate constante en la historia española de este último cuarto de siglo. En el sistema educativo se han visto reflejadas todas las ideologías y acciones políticas hasta hoy mismo. El sistema educativo español, siempre problemático desde que a finales del régimen de Franco, en 1970, se publicase un primer Libro Blanco de la Educación, no sólo fue objeto a lo largo de la transición y posteriormente de cambios importantes en lo legislativo, lo técnico y lo organizativo, sino que uno de los cambios más definitivos fue la extensión casi universal del sistema, el extraordinario aumento de su volumen y los cambios sociológicos que de ello se derivaron. El incremento de la escolarización fue espectacular, y el del número de enseñantes, también. En 1980, España tenía escolarizada un 65°/o de la población entre 5 y 24 años. En 1990, ese nivel era del 74%. En este caso España estaba por delante de muchos de los países más desarrollados. Las consideraciones sobre la calidad de la enseñanza tendrían que ser más matizadas, pues no ha crecido en el mismo sentido. El número de alumnos por profesor aumentó, la calidad de los instrumentos y medios, desde instalaciones y locales a medios técnicos, no mejoró en la proporción debida. Una prueba más de los cambios sociales es el hecho de que la enseñanza ha sido objeto de casi continuo debate ideológico, centrado en su control y su capacidad de igualar o de discriminar. El asunto de las clases obligatorias de Religión, por ejemplo, fue uno de los más espinosos, pues la Iglesia siempre favoreció la obligatoriedad y la validez de esos estudios. Las disposiciones en contrario del gobierno del PSOE fueron recurridas por la Conferencia Episcopal. El momento cumbre del debate fue, sin duda, el de la primera época del gobierno del PSOE y el ministerio de José María Maravall. Pero ya la UCD tuvo problemas ideológicos en el interior del partido con su Ley de Centros Escolares de 1980. La LODE (Ley Orgánica del Derecho a la Educación) de 1984 fue recurrida por la todavía Coalición Democrática. Las reformas de la educación en España no han debilitado la enseñanza privada, sobre todo la de la Iglesia, que ha salido beneficiada, pero ha prevalecido el principio público y el protagonismo del Estado. Otro de los grandes caballos de batalla fue la enseñanza superior, su extensión y calidad. La política del PSOE fue la de favorecer una espectacular ampliación del número de universidades públicas, cercano ya al de una por provincia. La financiación de la universidades ha acabado prácticamente en manos de las Comunidades Autónomas. Pero aquí era aún más grave el problema de la calidad. Ni la estructura, ni la calidad, ni la financiación, ni la adecuación de las universidades españolas es acorde con las necesidades de los tiempos. Pero el número de universitarios españoles compite ventajosamente con el de otros países desarrollados. También se dio vía libre a la creación de universidades privadas, que han proliferado poco por la dificultad de su financiación, sólo asequible para la Iglesia y algunas otras entidades poderosas. Con la cuestión universitaria ha estado ligada la de la ciencia y la tecnología en España, su investigación y enseñanza, el papel de la financiación pública y la colaboración de los grupos económicos. Es cierto que la consideración de la ciencia y la tecnología como elementos esenciales del aparato productivo, imprescindibles para el progreso y que deben ser objeto de grandes inversiones, se ha abierto paso. Pero la situación de la ciencia en España es absolutamente inadecuada, la inversión, aun con el importante aumento de gasto que realizó el gobierno socialista, es claramente inxxxxxxxx 461
suficiente, y las oportunidades de los profesionales de la investigación, formados muchas veces en el extranjero con una notable inversión económica, siguen siendo mínimas. España se asoma con cierta timidez y retraso a la revolución tecnológica producida en el mundo entre 1975 y 1990 centrada en las tecnologías de la información. 36.3. LAS PAUTAS DE COMPORTAMIENTO En el último cuarto de siglo, la sociedad española ha ido evolucionando visiblemente hacia el desarrollo en ella de opiniones, pautas de conducta, costumbres, mentalidades y juicios que son las que en lo positivo o negativo conforman las sociedades desarrolladas de hoy. Así, junto a la liberalización de los comportamientos éticos, la libertad de juicio o la tolerancia como virtud, se desarrollan también efectos nocivos como el aumento de la delincuencia, el culto a la violencia, la sensación de inseguridad, la desprotección frente a la manipulación de la información o la ausencia de ella, etc. Tanto los efectos positivos como los negativos de esa conformación social desarrollada se han visto en la España del último cuarto de siglo. La «modernización» de los comportamientos de la sociedad española desde los años 70 tiene algunos indicadores expresivos. Entre ellos están la progresiva, aunque no completa, equiparación en todos los órdenes de la vida social entre los dos géneros, hombres y mujeres. El desprestigio de la educación diferencial sexista niños/niñas es creciente. Las posibilidades de integración y desarrollo con equiparación de hombres y mujeres han tendido a aumentar insoslayablemente. Ello no quiere decir que a fines de la década de los 90 la equiparación sea un hecho sin problemas. Las dificultades persisten en el mundo laboral, con diferencias de salarios según sexo, y permanecen reflejos de ello en la vida familiar, pero casi han desaparecido del sistema educativo. En 1991, exactamente el 50% del alumnado universitario eran mujeres, pero su proporción disminuía vertiginosamente en las escuelas técnicas. Un fenómeno del mismo tipo se daba en la vida empresarial, en las profesiones más cualificadas, públicas o privadas, en los altos cargos directivos o en la política. El predominio masculino era absoluto, pero se observaba un constante incremento de la presencia de la mujer. En la enseñanza, los puestos de profesorado tienen ya un nivel de casi equiparación entre ambos sexos. De otra parte, la sociedad española ha seguido en sus pautas de comportamiento y el cambio de mentalidad los mismos derroteros experimentados ya por otras sociedades con anterioridad. La gente se hace más sensible a los bienes materiales y su posesión, se hace consumista, enemiga de utopías y cambios con riesgo, pero fomenta también valores como la tolerancia para todo tipo de ideas, la defensa de la libertad, determinadas formas de solidaridad, el rechazo del racismo o la xenofobia y agudiza su sentido de la justicia y de exigencia a los gobernantes. Se han conseguido unos niveles de confort de la vida cotidiana desconocidos antes y que aumentan sistemáticamente desde los años 70. El gasto anual medio por persona se elevó desde las 238.000 pesetas en 1980 a las 645.000 en 1990. Y el gasto ha evolucionado hacia la mayor inversión en bienes cualificados —educación, cultura, ocio, bienes suntuarios— que en necesidades básicas de comida, vestido y vivienda. La estructura del consumo ha evolucionado profundamente hasta hacerse enteramente semejante a la europea, en la que domina el gasto alimenticio de calidad y la adquisición de bienes diversos.
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El nivel de consumo en crecimiento ha conseguido que la inmensa mayoría de la población tenga en general un «hogar electrónico»: TV y radio (con creciente codificación, cable y suscripciones de pago a medios de ocio), equipo de música, menaje doméstico electrónico, teléfono y, progresivamente, ordenador y otros tipos de equipamiento. La digitalización de los instrumentos de información y relación se produce a buen ritmo. El ingreso de España en la «sociedad informacional» es más lento, sin duda, que en otros ámbitos, pero se produce de manera constante. El hecho es que, como en otros muchos sectores, el progreso español actual ha arrancado de niveles inferiores a los de los países más desarrollados y en este campo no parece posible el salto de etapas. Por otra parte, el desarrollo económico de la segunda mitad de los años 80 fomentó especialmente la cultura del rápido enriquecimiento personal que se conoció como «cultura del pelotazo», coincidiendo con el desarrollo en los medios de comunicación de una cultura del éxito personal, de los «famosos», con un tipo de valores muy cargados en los meros atributos externos. Era la cultura de la «gente guapa». Un nuevo elitismo que no se basaba en los méritos personales, sino en las relaciones, la información privilegiada, la cercanía al poder y otras circunstancias carentes de ética, se hizo patente y gozó de admiración pública. Por lo mismo que esa sociedad desarrollada exige mayor eficacia a las instituciones, es evidente que ante la falta de repuesta se debilita la confianza en ellas. Entre los nuevos comportamientos, figura la crítica activa de las instituciones. El caso de la Justicia en España es arquetípico. En todas las encuestas de opinión, la Administración de la Justicia en España aparece como la peor valorada de las instituciones sociales y la que menos confianza inspira. La siguen los políticos, el Ejército y los funcionarios, mientras ocupan los primeros lugares la prensa o la Corona. Uno de los sectores poblacionales donde el cambio de pautas es más activo y ante las cuales es mucho más receptivo es la juventud. Los comportamientos juveniles han cambiado ampliamente en España desde los años 60. La juventud tiende a hacerse cada vez más independiente, pero también más conservadora. Las causas de ello hay que buscarlas en la dificultad de las oportunidades de empleo y la alta competitividad de la sociedad, junto a la mejora del nivel de vida. El cambio de comportamiento político, por ejemplo, ha sido notable. Un alto porcentaje del voto juvenil actual va a partidos conservadores. La actitud de la juventud ha cambiado bastante con respecto a los años 60 y, más aún, a los años de la transición. La rebeldía social no es ya una actitud normal en la juventud, pero sí lo es la transgresión, la ignorancia de las normas. La juventud está más expuesta al aumentar el nivel de vida a costumbres de ocio que no excluyen la inmoderación absoluta en el alcohol, la droga o el uso abusivo de los vehículos. Sus actitudes sexuales y sentimentales son mucho más libres y sinceras. En España se mantienen la apreciación de la familia y los lazos familiares con más fuerza que en el resto de Europa. Los jóvenes tardan mucho más en abandonar la casa paterna que en épocas anteriores por las dificultades del establecimiento independiente. Hay un acceso generalizado a los estudios superiores, que a veces se interpretan no como una etapa básica de formación, sino como un periodo más de la vida sin especiales connotaciones. Algunos momentos brillantes de la cultura juvenil y popular española como la época de la «movida» madrileña, en la primera parte de la alcaldía de Tierno Galván, a partir de 1979, tuvieron eco internacional y se caracterizaron por una amplia activixxxxxxx 463
dad y participación en la creación de nuevas formas de ocio popular, una «cultura de la calle», de la relación y el espectáculo que impregnó Madrid de nuevas vías de creación artística y de diversión, en una actitud a la que en alguna manera no era ajena la propia personalidad del alcalde Tierno y sus famosos «Bandos». La actitud de los jóvenes ante el servicio militar ha sido determinante para la introducción de un profundo cambio en la concepción sobre las Fuerzas Armadas y su papel. Las mentalidades nuevas que han hecho desarrollar la objeción de conciencia, reconocida por la legislación y la negativa a prestar un servicio militar considerado entre las obligaciones del ciudadano, han ido introduciendo la idea de lo militar como un servicio social más que ha de financiarse por el Estado y profesionalizarse con personal voluntario. En 1994 se produjo el más alto número de solicitudes de exención por objeción de conciencia, 77.121, pero el reconocimiento de ella al liberar de filas exigía la prestación de un servicio social sustitutorio que ha seguido siendo discutido también. El tiempo de servicio militar obligatorio fue progresivamente disminuido hasta los nueve meses y hasta contemplar en el horizonte del año 2000 la completa profesionalización de las Fuerzas Armadas. 36.4. LA DIFÍCIL RECUPERACIÓN DE LA CREACIÓN CULTURAL Las creaciones artísticas, en todo tipo de artes, plásticas o audiovisuales, literarias, el desarrollo intelectual en general, la producción de espectáculos, la industria del ocio, el turismo y los viajes, han dado un considerable salto, como cabía esperar, en España desde los setenta. Bienes culturales son un nuevo concepto que ha experimentado un proceso de expansión y la población ha tenido mayor acceso a ellos. Pero ello ha tenido un precio: la generalización de la cultura ha producido una cierta degradación de ella en líneas generales, mientras la «alta cultura» sigue siendo cuestión de elites. En España se ha alcanzado plenamente la era de la cultura de masas, la cultura-espectáculo y el espectáculo de masas. También, la de la «cultura basura» y la degradación del gusto. Por otra parte, en la vida española se han manifestado ciertos obstáculos a la recuperación plena de la vida intelectual, incluida la científica, y de la vida artística. En algún tiempo, a comienzos de la transición, la atonía cultural y científica del país se podía achacar a los efectos devastadores del dirigismo, la censura y el aislamiento cultural que supuso la larga etapa del régimen de Franco. Luego se constató que la libertad sin más no es un vivero de creadores, sino una condición que, si bien necesaria, no es una garantía. Las libertades en España han llegado obviamente al mundo de la cultura, pero el país no está libre en modo alguno de procesos de degradación cultural que han sido y son comunes, por lo demás, en todo el ámbito de Occidente. Un elemento determinante del cambio lo han constituido los medios de comunicación, prensa, radio, televisión. La liberalización y proliferación de estos medios, el contraste de influencias y tendencias y un aumento de la difusión son los caracteres más positivos del nuevo mundo de la comunicación en España. Pero la extraordinaria influencia de la televisión tiene muchos más aspectos negativos que positivos. Una realidad común es la «televisión basura». Las televisiones privadas, elemento clave en la ampliación de los medios de comunicación y la libertad de información, serían autorizadas por Ley en 1988 después de que mucho antes, en 1980, la empresa xxxxxxxx 464
Antena 3 Radio pidiera una concesión cuya licitud tuvo que determinar el Tribunal Constitucional. Las concesiones se hicieron en 1989 a tres canales, Antena 3, Tele 5 y Canal Plus, ésta de pago. También fue muy ampliado el número de concesiones de emisoras de radio. En la prensa, la difusión alcanza 2,2 millones de ejemplares en 1980 y 3,4 millones en 1990. El periodismo político vive un desarrollo creciente desde 1976. Los medios escritos tienen un extraordinario poder de influencia, de creación y de tergiversación de la opinión. Un gobernante como González hizo célebre la frase de que no era lo mismo «la opinión pública que la opinión publicada». Actitudes políticas como el felipismo pudieron prosperar gracias a su gran apoyo mediático. Pero la posición contraria ha podido sostenerse también en medios importantes. La televisión pública presenta un problema distinto: su control por el poder, en lo que la capacidad de maniobra del partido mayoritario y del gobierno es muy amplia. La televisión ha estado sistemáticamente desde 1977 al servicio del grupo en el poder, fuese este cual fuese. Una de las cuestiones culturales, en estrecho contacto con sus dimensiones políticas, planteadas desde 1975, es la de las lenguas que se hablan en España además del castellano, cuyo uso y derechos, que el régimen nunca ha discutido, son especialmente reivindicados por los grupos nacionalistas concernidos. Es el caso del catalán, el euskera y el gallego. La «normalización» de estas lenguas en sus territorios respectivo en confrontación con la lengua oficial castellana ha sido convertida en un problema político por los nacionalistas. Pero se trata de un problema anterior, sin duda. Las lenguas vernáculas han pasado al sistema educativo, a la Administración, a los medios de comunicación, y se pugna por que pasen a la Administración de Justicia. La ley vigente en Cataluña ha sido acusada de inconstitucional. El conflicto lingüístico, ha dicho Juan J. Linz, es uno de los más aptos para convertirse en grave. Políticas como la catalana pretenden con éxito desalojar a los no catalanohablantes de espacios como la universidad y ahora pretenden hacer lo mismo con la Administración y demás puestos públicos. La diversidad de lenguas es en estos momentos una de las constantes de la cultura española con su especial proyección al futuro. La edición de libros, por otra parte, hace de España una potencia mundial con más de cuarenta mil títulos anuales, aunque, por lo general, en cortas tiradas. Y crecen las ediciones de libros en lenguas no castellana. La creación artística se ha beneficiado de las mucho más amplias posibilidades de difusión y de mercado. La cultura artística se ha ido haciendo cada vez más ligada y hasta dependiente de impulsos de mercado. Pero también el dinero público ha afluido a ella. Apenas si hay instituciones públicas, desde los ayuntamientos al Estado, que no practiquen el mecenazgo cultural, casi nunca desinteresado, pero provechoso. Centros culturales, museos, ciclos, edición, son objetivo de los poderes públicos. Por otro lado, ello ha dado lugar a una cultura de la subvención, practicada desde medios oficiales desde que se creó un Ministerio de Cultura independiente, cosa que siempre resultó discutible. El Ministerio de Cultura ha concedido subvenciones, en las que es casi imposible evitar la discriminación, a la creación, a la edición, particularmente al cine y a la música. Un cine español que, por cierto, es una de las creaciones artísticas recientes más prósperas y difundidas internacionalmente en la huella de grandes maestros como Buñuel, Bardem, Berlanga y Saura, seguidos de otros posteriores. El cine español ha atravesado una época de esplendor e impacto, aunque su producción es aún limitada xxxxxxx 465
y no puede competir con otros cines europeos y menos aún con el americano. La producción de series de valor para la televisión es limitada. En cualquier caso, las artes españolas en los años 90 tienden a estabilizarse en una alta producción, casi inflacionaria, como ocurre con la narración literaria, mientras la ciencia progresa lenta y trabajosamente.
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CAPÍTULO XXXVII
Globalización e innovación tecnológica. Una asignatura pendiente 37.1. EL ATRASO DE LA CIENCIA EN ESPAÑA Las amplias transformaciones acontecidas durante la transición económica desde el modelo del capitalismo corporativo de la dictadura hacia una economía abierta han colocado a España ante el reto de la innovación tecnológica. Las nuevas reglas de juego instauradas con la incorporación a la Unión Europea y el creciente proceso de globalización mundial, acelerado desde la década de los 80 del siglo XX, hacen inviable un crecimiento sostenible equilibrado y duradero en el tiempo, más allá de los vaivenes del ciclo económico, sobre la base de la tradicional dependencia tecnológica española. El crecimiento económico español hasta 1975 había descansado sobre dos grandes pilares: la reserva del mercado interior, a través de una política de marcado carácter proteccionista, y la dependencia tecnológica exterior. El fracaso de la política autárquica, la liberalización económica y la dependencia tecnológica del exterior asociada a ella, unido a los escasos resultados tecnológicos alcanzados, llevaron a una reorganización del frágil entramado científico-tecnológico de la mano de los tecnócratas del Opus Dei. El 7 de febrero de 1958 se creó la Comisión Asesora de Investigación Científica Técnica —CAICYT. Se trataba de poner orden al caótico panorama de la ciencia y tecnología españolas. Comisión Asesora dependiente de la Presidencia del Gobierno y donde el CSIC —Consejo Superior de Investigaciones Científicas— se ocupaba de la infraestructura administrativa para la toma de decisiones. Además, a finales de los años 50, numerosos ministerios, siguiendo la senda abierta por el INI, habían creado o reorganizado centros de investigación propios, entre los que destacaron el INIA, el INTA o la JEN —Junta de Energía Nuclear. Otro hecho significativo que tuvo relevancia durante los años 60 fue la fundación en 1962 de la Comisaría del Plan de Desarrollo, que adquirió competencias en los ámbitos de creación y diseño de la política científica. A pesar de estos esfuerzos por racionalizar los intentos de desarrollo científico y tecnológico, la realidad era bastante poco halagüeña. En 1964, las estimaciones más favorables del gasto en I+D, con relación al PIB, no alcanzaban el 0,19%. El espíritu tecnocrático de los años 60 llevó a la creación del Fondo Nacional para la Creación Científica, el 16 de octubre de 1964, influida por el informe de la ÓCDE sobre España publicado en ese año. En esas fechas, el protagonismo de los militares alcanzaxxxxxxxx
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Fachada del edificio central del CSIC.
do en los años 40 fue sustituido por el de los tecnócratas amparados o pertenecientes al Opus Dei. El ejemplo más representativo de esta sustitución fue la constitución del nuevo gobierno en julio de 1962, donde Lora Tamayo ocupó la cartera de Educación, López Bravo, la de Industria, y López Rodó fue nombrado primer presidente de la Comisaría del Plan de Desarrollo. Entre 1964 y 1967, años de vigencia del Primer Plan de Desarrollo, el esfuerzo por impulsar el tejido científico-tecnológico obtuvo magros resultados, los gastos de I+D sólo alcanzaron el 0,29% del PIB, cifra que significaba un avance con respecto a la situación de diez años antes, pero muy alejada de los parámetros de la OCDE, institución que consideró exagerados estos datos. El Segundo Plan de Desarrollo trató de provocar un salto adelante en la situación de la ciencia española. Se incrementaron las dotaciones del Fondo Nacional para la Investigación Científica, con los objetivos de mejorar la infraestructura de personal e instalaciones, de impulsar la investigación a través de un programa de financiación de proyectos y becas y favorecer la investigación en la industria. El protagonismo alcanzado por los tecnócratas vinculados a la Comisaría del Plan de Desarrollo generó un creciente malestar y latente conflicto en los medios académicos y en el personal de las instituciones científicas, particularmente el CSIC, que veían relegado su papel a la hora de la fijación de los objetivos y la asignación de los escasos recursos frente al liderazgo de los tecnócratas. La sempiterna escasez de recursos en el capítulo de Investigación y Desarrollo en la España de Franco estaba íntimamente asociada a la menguada magnitud de los inxxxxxxxx
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gresos públicos, debido a una política fiscal profundamente regresiva. El Informe de la OCDE de 1971 estimaba que para acortar la abismal diferencia acumulada por España respecto del resto de los países desarrollados, en términos de I+D, sería precisa una asignación de 5.000 millones de pesetas anuales para aproximarse al umbral del 1% del PIB, que representaba la media de los países desarrollados. El anquilosamiento del sistema tributario hacía inviable tal objetivo. El Tercer Plan de Desarrollo hizo patente esta realidad. De los 50.866.600 de pesetas en gasto de I+D propuestos durante la vigencia del Plan (1972-1975), sólo fueron concedidos 15.702.200 de pesetas, cifra claramente insuficiente respecto de los objetivos planteados por la OCDE. El fin de la dictadura y la crisis económica de los años 70 significaron el estancamiento del tímido esfuerzo anterior. La transición política se iniciaba, pues, con un frágil sistema de ciencia y tecnología en España. Los gastos en I+D en 1975 representaban solamente el 0,3% del PIB, uno de los más bajos de todos los países de la OCDE. Los problemas políticos y económicos de la transición relegaron a un segundo plano la política científica en España. Es verdad que en la última etapa de los gobiernos de la Unión de Centro Democrático —UCD— se sentaron las bases para la racionalización y coordinación de estas políticas. El 6 de abril de 1979, nació el efímero Ministerio de Universidades e Investigación, a cuyo frente estuvo Luis González Seara hasta su desaparición el 26 de febrero de 1981. En el Ministerio de Industria y Energía, se creó, el 5 de agosto de 1977, el Centro para el Desarrollo Tecnológico Industrial —CEDTI—, que con la ayuda financiera del Banco Mundial pretendió impulsar la investigación tecnológica industrial, verdadero talón de Aquiles de la industria española, dada la importación masiva de tecnología que caracterizó la etapa del desarrollismo de los años 60, causa y consecuencia de la ausencia de una base científico-tecnológica autóctona. En noviembre de 1977, el Senado debatió la situación de la ciencia española. Sus conclusiones fueron: dispersión y falta de coordinación de los centros de investigación científica y de los organismos de la Administración afectados, carencia de una infraestructura adecuada, escasa conexión de la actividad investigadora con la actividad empresarial e insuficiencia de los recursos destinados a I+D. La radiografía era ajustada a la realidad. La balanza de pagos tecnológica —pagos e ingresos por asistencia técnica y royalties— era una de las más deficitarias de los países de la OCDE. En 1976 el déficit alcanzaba los 27.000 millones, cantidad que superaba el volumen total de gastos de investigación. Aunque los planes y proyectos de leyes impulsados por Luis González Seara desde el Ministerio de Universidades e Investigación no llegaron a ser aprobados, entre 1979 y 1980 se produjo una primera reactivación del frágil sistema científico español con el incremento presupuestario que registró el Fondo Nacional para el Desarrollo de la Investigación Científica y Técnica, administrado por la CAICYT, que pasó de los 1.100 millones de pesetas de 1979 a los 3.600 millones en 1980. Esfuerzo claramente insuficiente para levantar un sistema consistente de Ciencia y Tecnología. El dictamen de la Comisión Especial para el estudio de los problemas que afectan a la investigación científica española del Senado, publicado el 25 de junio de 1982, abundaba en el diagnóstico de 1977: escasez de recursos, alta concentración en Madrid y muy escasa participación de la empresa privada. Un sistema de Ciencia y Tecnología caracterizado por su fragilidad y subdesarrollo. En 1981, el gasto bruto en I+D estaba estancado en el 0,39% del PIB, los efectos de la larga crisis económica se habían dejado sentir con fuerza en su raquítica participación en el PIB. Las actividades de I+D xxxxxxxx 469
en ese año se distribuían entre el 52% de las empresas —abrumadoramente públicas—, el 17% procedía de la Universidad y el 31% restante correspondía a centros de investigación estatales como el CSIC, la JEN, el INIA o el INTA. En cuanto al número de investigadores, los ocupados en actividades de I+D apenas llegaba al 2‰ de la población activa. España continuaba en los lugares de cola de los países de la OCDE en términos de I+D. 37.2. EL DESPERTAR DE LA CIENCIA ESPAÑOLA. LA CONSTITUCIÓN DE UN SISTEMA DE CIENCIA-TECNOLOGÍA EN ESPAÑA (1982-1996) La llegada del PSOE al poder en octubre de 1982 marcó un punto de inflexión para el despegue del sistema científico español. A la espera de una ley sobre la ciencia, las primeras medidas consistieron en la reincorporación de España al CERN, la creación del Centro Nacional de Microelectrónica y del Centro Nacional de Biotecnología, el incremento de los fondos del CSIC y del CDTI y la ampliación de las plantillas de personal investigador. Desde el Ministerio de Industria se impulsó el Plan Electrónico e Informático Nacional —PEIN—, con el objetivo de favorecer el despegue industrial de las nuevas tecnologías de la información. Otros ministerios también tenían importantes competencias en I+D. En el Ministerio de Defensa, destacaba el Instituto Nacional de Técnica Aerospacial —INTA— o los acuerdos suscritos para la modernización del material de las Fuerzas Armadas. Las bases de contratación contemplaban contrapartidas en transferencias y participaciones tecnológicas de la industria de defensa española —mayoritariamente en el sector público—, como CASA, Santa Bárbara, los Astilleros Bazán o el propio INTA. Del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación dependía el Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias —INIA—, que además desarrollaba una política investigadora propia plasmada en el Plan de Investigaciones Agrarias. El Ministerio de Sanidad y Consumo tenía a su cargo el Instituto de Salud Carlos III, así como la labor investigadora producida en los grandes centros hospitalarios y el Fondo de Investigaciones Sanitarias —FIS. Igualmente, algunas grandes empresas públicas, como Telefónica, desarrollaban una labor de I+D propia. Por otra parte, desde la Presidencia del Gobierno se lanzó la iniciativa, a finales de 1984, sobre Nuevas Tecnologías, Economía y Sociedad en España, bajo la dirección del sociólogo Manuel Castells. El 14 de abril de 1986 se aprobó la Ley de Fomento y Coordinación General de la Investigación Científica y Técnica, cuando era José María Maravall ministro de Educación y Ciencia, más popularmente conocida como ley de la ciencia, marco legal que pretendía organizar un sistema científico y tecnológico consistente en España, que permitiera solventar el secular retraso del país. A resultas de la misma se creó la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología —CICYT—, encargada de gestionar el Plan Nacional de I+D, y el Consejo General de la Ciencia y la Tecnología, responsable de la coordinación con las Comunidades Autónomas —de carácter consultivo, tuvo poca eficacia. La ley de la ciencia trató de establecer una coordinación efectiva entre los principales centros de investigación del Estado. Bajo un marco común quedaron agrupados el CSIC, el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas —CIEMAT, antes JEN, Junta de Energía Nuclear—, el Instituto Geológico y Minero de España, el Instituto Nacional de Técnica Aerospacial xxxxxxxxx 470
Gastos internos y personal dedicados a actividades de I + D, 1996 Miles de pesetas y personas en equivalencia a dedicación plena Sector
Gastos en I + D
Personal (EDP)
Total
Total
Investigadores
TOTAL
641.024.349
87.264
51.633
EMPRESAS
309.913.974
29.431
11.100
26.209.603
2.118
940
47.683.699
4.200
1.893
5.864.664
394
166
36.950.173
3.008
1.270
138.596.376
14.988
4.631
54.609.459
4.723
2.200
ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
117.290.837
17.866
9.126
ENSEÑANZA SUPERIOR
206.768.270
38.956
30.858
7.051.268
1.011
549
Aeroespacial Maquinaria eléctrica y equipo electrónico Máquinas de oficina y ordenadores Industria farmacéutica Otras industrias manufactureras Industrias no manufactureras
INST. PRIVADAS SIN FINES DE LUCRO
¹ Personal en equivalencia a dedicación plena (EDP) es la suma del personal que trabaja en régimen de dedicación plena más la equivalencia a dicha dedicación del personal que trabaja a dedicación parcial. Procedencia: Instituto Nacional de Estadística.
Evolución de los gastos internos en I+D.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
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—INTA—, el Instituto Español de Oceanografía y el Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias —INIA—; algunos años después, el Instituto de Salud Carlos III también quedó adscrito. Tras la aprobación de la ley de la ciencia y la puesta en marcha del Primer Plan Nacional de I+D, el esfuerzo inversor creció de forma sostenida hasta 1991. En ese periodo el Ministerio de Industria puso en marcha un sistema de incentivos a la I+D empresarial, articulados desde 1990 por el Plan de Actuación Tecnológica Industrial —PATI—, que agrupó los programas existentes de innovación tecnológica —PEIN, PAUTA, el Programa de Nuevos Materiales, el Programa BQM...—, fue transformado en 1997 en la Iniciativa de Apoyo a la Tecnología, la Seguridad y la Calidad Industrial —ATYCA. La crisis de 1992-1993 representó un importante freno del esfuerzo inversor, produciéndose una contracción del gasto en I+D, que unido al proceso de consolidación presupuestaria puesta en marcha desde 1994 con el fin de cumplir los objetivos del Programa de Convergencia, con la consiguiente reducción del gasto público, hizo que a la altura de 1995 no se hubiese igualado el nivel alcanzado en 1991. En 1985 el gasto total en I+D representó el 0,55% del PIB, para elevarse hasta el 0,97 en 1993 y descender al 0,87% en 1996. En 1994 el número de investigadores llegó a los 3,l%o de la población activa. A pesar del esfuerzo realizado en la segunda mitad de los años 80 la distancia era todavía considerable en relación con los países de la Unión Europea. En 1985 el gasto total en I+D alcanzaba de media en la Comunidad Europea el 1,91% del PIB, que en 1993 se había elevado en la Unión Europea al 1,97 y en 1996 había descendido al 1,84%, por los efectos de los programas de convergencia. 37.3. LA CONTRIBUCIÓN DE LA ESPAÑA AUTONÓMICA Y LA INCORPORACIÓN A EUROPA EN LA CREACIÓN DEL SISTEMA DE CIENCIA-TECNOLOGÍA ESPAÑOL Finalmente, es preciso referirse a dos aspectos relevantes para completar el cuadro del sistema de Ciencia-Tecnología español. En primer lugar, el papel creciente del Estado de las Autonomías. Desde 1985, la construcción y consolidación de la España Autonómica ha tenido un papel cada vez más dinámico y significativo en el impulso del sistema científico español. Numerosas Comunidades Autónomas han dedicado mayores recursos públicos al impulso y desarrollo de la investigación y la ciencia en sus territorios. Desde el lado de la formación, con activas políticas de becas para la formación de personal investigador. Pero también desde el lado del impulso y creación de centros de investigación autonómicos; los casos más significativos son, en el País Vasco, la Sociedad para la Promoción de la Reconversión Industrial —SPRI—, con programas como el IMI —Introducción de la Microelectrónica en la Industria— o numerosos centros como el CADEM, LABEIN, IKERLAN... En Cataluña, el CIRIT, encargado de la gestión y coordinación de las actividades de I+D impulsadas por la Generalitat, o el CIDEM, agencia pública de promoción de la innovación tecnológica. En Madrid, el IMADE —Instituto Madrileño de Desarrollo. En Andalucía, la puesta en marcha en 1986 del Primer Plan Andaluz de I+D, o, en la Comunidad Valenciana, el IMPIVA —Instituto de la Mediana y Pequeña Industria Valenciana. En los años 90, la aportación de las Comunidades Autónomas a los gastos públicos en I+D se situaba en torno al 10% del total del gasto en España.
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Investigación científica y desarrollo tecnológico (I+D). Gastos internos totales y personal en I+D por Comunidades Autónomas, 1995. Comunidades Autónomas Total Andalucía Aragón Asturias (Principado de) Baleares (Islas) Canarias Cantabria Castilla-León Castilla-La Mancha Cataluña Comunidad Valenciana Extremadura Galicia Madrid (Comunidad de) Murcia (Región de) Navarra (Comunidad Foral) País Vasco Rioja (La)
Gastos internos totales (Miles de pesetas) Total % VABcf 590.688.470 0,92 57.350.064 0,67 14.557.700 0,65 9.599.872 0,58 2.781.126 0,18 11.922.027 0,48 5.023.245 0,6 22.332.907 0,59 11.081.418 0,48 124.307.766 1 34.757.044 0,55 3.557.987 0,29 19.660.673 0,57 200.716.370 1,96 8.450.889 0,54 9.219.066 0,88 53.412.283 1,31 1.958.032 0,4
Personal en equivalencia a dedicación plena (EDP) Total Investigadores 79.986,6 47.341,5 9.034,6 5.870,3 2.247,4 1.458,7 1.534,8 1.032,6 463,8 293,9 1.896,9 1.278,4 658,2 438,5 3.268,1 2.151,8 941,2 517,6 16.392,9 8.813,7 5.391,3 3.552,7 644,6 401,7 3.160,4 1.962,5 25.582,6 14.603 1.440,6 900,8 1.360,2 761,2 5.677,1 3.108 291,9 196,1
VABcf = Valor añadido bruto al coste de los factores. Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE), octubre 1997.
Evolución de los gastos internos en I+D respecto al PIB a precios de mercado, 1996.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
473
Gastos en I+D en los países de la Unión Europea, 1996 (en porcentaje sobre el PIB) Países
Gastos I+D % PIB
Alemania Austria Bélgica Dinamarca ESPAÑA Finlandia Francia Grecia
2,28 1,5 1,59 2,01 0,87 2,59 2,32
Irlanda Italia Países Bajos Portugal Reino Unido Suecia Unión Europea
1,4 1,03 2,08 0,61 1,94 3,59 1,84
Los datos de Bélgica, Irlanda, Países Bajos, Portugal y Suecia corresponden al año 1995. Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
En segundo lugar, la incorporación a la Comunidad Europea en 1986 significó la participación de España en los programas de formación científica e I+D desarrollados por la Unión Europea, desde los programas de intercambio de alumnos universitarios Erasmus y Sócrates a los proyectos de investigación comunitarios impulsados con la aprobación del Primer Programa Marco de I+D —vigente entre 1984 y 1987— y el programa Eureka de 1985. La firma del Acta Única Europea, el 17 de febrero de 1986, introdujo el Título VI —Investigación y Desarrollo Tecnológico— en el Tratado de la CEE. Con el Tratado de Maastricht de 1992, por el que nació la Unión Europea, la actividad de I+D veía reforzado su papel al establecer que: «la Comunidad se fija como objetivo fortalecer las bases científicas internacionales de la industria europea y favorecer el desarrollo de su competitividad internacional», aunque, desde el punto de vista presupuestario, las políticas europeas de I+D descansen sobre todo en los presupuestos nacionales, por el llamado principio de subsidiariedad. En cualquier caso, los programas de I+D intereuropeos tienen particular relevancia en el ámbito aeroespacial, física básica, astrofísica, aeronáutica..., favoreciendo y promocionando la colaboración entre los Estados miembros y las empresas europeas, El CERN y la Agencia Espacial Europea son algunos de los ejemplos más relevantes. A la altura de 1996 el sistema de Ciencia-Tecnología en España había consolidado una estructura organizativa y funcional articulada en tres grandes núcleos de investigación e innovación científico-tecnológica: la universidad, el CSIC y los centros públicos vinculados a los ministerios y empresas públicas. Se había avanzado en la coordinación de los objetivos en I+D a través del papel de la CICYT y los Planes Nacionales de I+D —en 1996 se aprobaba el III Plan Nacional, con vigencia hasta 1999—, aunque persistían disfuncionalidades en el diseño de las estrategias enxxxxxxxxx 474
tre los centros dependientes de los ministerios y las empresas públicas y la universidad y el CSIC. Asimismo, el esfuerzo inversor en el desarrollo de la educación universitaria había elevado considerablemente la cualificación técnica y profesional de las nuevas generaciones que accedían al mercado de trabajo, a la vez que la política de becas doctorales y posdoctorales había permitido formar a toda una generación de científicos e investigadores que, con sus estancias en centros de investigación internacionales, habían elevado sustancialmente el nivel de la ciencia española. Salto adelante reflejado en el incremento del número y calidad de las publicaciones científicas españolas xxxxxxx Innovación tecnológica de las empresas, 1994
Rama de actividad
Porcentaje
Gastos en
Gastos en I+D
Gastos en otras
de empresas innovadoras
innovación
(internos y
actividades
(mill. de pts.)
externos)
innovadoras
Total Extractivas Alimentación, bebidas Tabaco Textiles Prendas de vestir y peletería Cuero y calzado Madera y corcho (excepto muebles) Cartón y papel Edición, impresión y reproducción Coque, refinado de petróleo y combustible nuclear Química (excepto farmacia) Farmacia Caucho y plástico Minerales no metálicos Metales férreos Metales no férreos Manufacturas metálicas Maquinaria (N.C.O.P) Máquinas de oficina, cálculo y ordenadores Máquinas eléctricas Componentes electrónicos Aparatos de radio, TV y ordenadores Instrumentos óptica y relojería Automóviles Naval Aeroespacial Otro material de transporte Muebles Otras manufacturas Reciclaje Electricidad, gas y agua
10,7 9,6 15,5 31,8 7,3 6,2 2,8 4,8 12,2 9,5
620.238 11.505 99.256 2.673 11.664 8.892 2.512 9.741 7.317 16.175
42,9 10,4 7,6 46 23,6 20,1 20,2 1,9 20,6 8,1
57,2 89,6 92,4 54 76,4 80 79,9 98,1 79,4 91,9
41,2 28,1 43,4 18,2 13,5 10,7 15,8 8,6 12,4
5.979 36.026 42.213 19.214 29.998 11.760 2.995 21.448 31.069
83 63 74,4 36,4 19,5 37,5 31,1 22,7 61,7
17 37,1 25,6 63,6 80,5 62,5 68,9 77,4 38,3
24,4 17,4 30,9
4.130 21.169 3.778
82 45,7 72
18 54,3 28,1
45,8 21,2 21,7 6,4 34,7 28,7 6,3 5 5,2 7,9
39.517 9.280 103.217 6.560 31.543 4.955 6.163 4.362 128 15.001
86,5 59,8 40,2 70,8 79 59,2 22,5 51,4 47,9 88,9
13,6 40,2 59,8 29,2 21 40,8 77,5 48,6 52,1 11,1
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
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Innovación tecnológica de las empresas, 1996 Principales variables Empresas innovadoras De producto De proceso De producto y de proceso % de empresas innovadoras Gastos totales en innovación (miles de pesetas)
Menos de 20 empleados 11.277 7.733 9.340 5.795 7,19 75.103.139
20 y más empleados 5.558 4.478 4.741 3.661 28,84
Total 1996 16.835 12.210 14.081 9.456 9,56
719.093.313 794.196.451
Distribución porcentual por actividades innovadoras Gastos internos en I+D Gastos externos en I+D Adquisición de tecnología inmaterial Adquisición de maquinaria y equipo Gastos en diseño, ingeniería industrial, preproducción Comercialización Formación
16,7 2,69 1,03 70,94 5,01 2,88 0,75
35,89 8,72 7,02 32,29 11,89 3,18 1,01
34,07 8,15 6,45 35,94 11,24 3,15 0,99
Gastos totales en innovación por Comunidades Autónomas (miles de pesetas) Andalucía Aragón Asturias (Principado de) Baleares Canarias Cantabria Castilla-León Castilla-La Mancha Cataluña Comunidad Valenciana Extremadura Galicia Madrid (Comunidad de) Murcia (Región de) Navarra (Comunidad foral de) País Vasco Rioja (La)
7.941.689 30.130.299 38.071.987 3.418.070 53.492.813 56.910.883 443.409 6.709.533 7.152.942 383.823 2.467.476 2.851.299 423.072 4.366.344 4.789.416 157.858 8.839.316 8.997.174 3.117.051 38.963.114 42.080.164 3.899.757 18.950.683 22.850.440 17.059.926 184.169.058 201.228.984 8.917.254 44.201.671 53.118.926 602.532 1.227.106 1.829.638 1.376.161 48.629.765 50.005.926 10.073.727 168.155.993 178.229.720 9.458.467 13.657.652 23.116.119 814.843 12.574.292 13.389.136 6.657.329 75.441.509 82.098.838 358.170 7.116.690 7.474.859
Porcentaje de cifra de negocios debida a: Nuevos productos Productos sensiblemente mejorados Productos ligeramente modificados o sin alterar Otros conceptos
9,24 26,18 45,25 19,33
13,46 23,07 51,2 12,28
13,26 23,21 50,92 12,61
24,65 10,77
23,78 12,74
23,82 12,65
Porcentaje de la. cifra de negocios debida a productos nuevos o mejorados Son novedad para la empresa Son novedad en el mercado en el que opera
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en las principales revistas científicas internacionales y en la participación de científicos y grupos españoles en programas y grupos de investigación de primera línea internacional. Mientras la Universidad incrementaba sustancialmente su labor investigadora. El 45% de los recursos canalizados por el Fondo Nacional para el Desarrollo de la Investigación Científica y Técnica —FNDICYT— fueron destinados a las universidades, el 25% al CSIC, el 15% a otros centros públicos de investigación y el 20% restante a las empresas al finalizar el I Plan Nacional de I+D en 1991. Los Planes Nacionales de I+D habían introducido criterios de selección de áreas de investigación prioritaria con el objetivo declarado de optimizar los todavía escasos recursos disponibles y potenciar las áreas de investigación preferentes. Sin embargo, los avances resultaban en 1996 todavía insuficientes para consolidar definitivamente un dinámico y competitivo sistema de Ciencia-Tecnología en España. Distribución porcentual de la cifra de negocios de las empresas innovadoras según tipo de producto, 1994.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).
Dos razones explican esta situación: la todavía escasa inversión en I+D respecto de la media de los países de la Unión Europea, agravada por los efectos contractivos de la crisis de 1992-1993, y la reducción del crecimiento del gasto público obligada para disminuir los niveles de déficit público contenidos en el Programa de Convergencia y la escasa presencia de la I+D en la empresa privada española, todavía atrapada en el círculo vicioso de la dependencia tecnológica del exterior. Buen ejemplo de ello es el crónico déficit en el capítulo de royalties y rentas de la propiedad inmaterial de la balanza de pagos, en 1996, se situaba en 150.000 millones de pesetas, o el importante componente tecnológico presente en el recurrente déficit de la balanza comercial. Los datos de la Encuesta sobre Innovación del INE de 1994 eran reveladores de la debilidad empresarial española en investigación e innovación tecnológica. Sólo unas 1.800 empresas desarrollaban la manera sistemática una política de I+D y otras 2.600 de forma ocasional. Entre las primeras el liderazgo era ocupado por las empresas de menos de 100 trabajadores con más del 50% del total, la mediana empresa innovadora representaba un tercio y la gran empresa algo más del20% restante. Más relevante aún era la fuerte presencia de empresas jóvenes, nacidas alrededor de la década de los 80, reflejo del mayor dinamismo de los nuevos empresarios respecto de las anquisoladas prácticas de la tradicional empresa española. El análisis del gasto empresarial en I+D reafirmaba la fragilidad innovadora de la empresa privada española. 477
En 1994 el 71% de las empresas que invertían en I+D eran de capital privado español, pero sólo representaban el 37, 4% del gasto total empresarial. Mientras que el 25% correspondía a filiales de multinacionales instaladas en España, pero acaparan el 440/0 del gasto total empresarial en I+D. Finalmente, el 4°/o restante procedía de la empresa pública, que sin embargo acaparaba el 18,6% del gasto empresarial total en I+D. Además, la mayor parte del gasto empresarial en I+D se destinaba a desarrollo tecnológico, y sólo alrededor de la mitad de las empresas innovadoras destinaban recursos a investigaciones aplicadas y, en mucha menor medida, a investigación básica. Los datos de 1995 y 1996 abundaban en la misma dirección. Una de las manifestaciones más sangrantes de esta debilidad se encontró en las dificultades en la década de los 90 de facilitar el retorno y la incorporación de los jóvenes científicos e investigadores formados en el extranjero, debido a la combinación de la restricción de los gastos presupuestarios —que impedía su reincorporación a los centros públicos de I+D, por la ausencia de nuevas plazas— y a la escasísima presencia de la empresa privada española en actividades de I+D. La sociedad y la economía españolas se enfrentan a un reto de considerables dimensiones: consolidar el despegue de la ciencia española, requisito imprescindible para garantizar la viabilidad de un crecimiento sostenido y perdurable en el tiempo en el contexto de una economía abierta y crecientemente globalizada, donde la competitividad se resuelve cada vez más por la capacidad de generar inputs tecnológicos.
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CAPÍTULO XXXVIII
La revolución de las telecomunicaciones. La sociedad informacional 38.1. TELECOMUNICACIONES Y GLOBALIZACIÓN. LA SOCIEDAD INFORMACIONAL Los cambios acontecidos en la sociedad y en la economía españolas entre 1975 y 1996, aparte de la transición de la dictadura a la democracia, se produjeron en el contexto de la transformación de la sociedad industrial a la sociedad informacional. Las transformaciones sucedidas en la economía mundial en el último tercio del siglo xx han modificado sustancialmente los parámetros de funcionamiento y regulación de los sistemas económicos surgidos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Contemplados desde una perspectiva global, más allá de los avatares del ciclo económico, se puede afirmar que dichos cambios son de tal envergadura y alcance que nos encontraríamos ante lo que algunos autores han denominado tercera revolución industrial, y otros, el nacimiento de la sociedad posindustrial. Los nuevos sectores productivos vinculados a las telecomunicaciones, la microelectrónica, la informática, la robótica, la biotecnología y la genética, con la consecuente creación de nuevos productos y mercados, están generando un nuevo espacio productivo a escala mundial con evidentes repercusiones en las economías nacionales cada vez más transnacionalizadas por los efectos de la globalización. Los efectos combinados de la microelectrónica y la informática han revolucionado el mundo de las comunicaciones. Las nuevas tecnologías de la información, a través de las redes integradas de ordenadores, fibra óptica y satélites, han favorecido la expansión de los mercados, en especial de los financieros y bursátiles, hasta desembocar en un mercado global en tiempo real por el que transitan cientos de miles de millones de dólares a velocidades de vértigo. Merced a la revolución de las telecomunicaciones, numerosas empresas han transnacionalizado su producción, generando un espacio productivo global en el que el proceso de producción se integra a escala planetaria, de tal manera que investigación, desarrollo, administración, gestión, producción, marketing, distribución y comercialización se integran en tiempo real —instantáneamente— mediante las redes de comunicación aunque sus centros se encuentren fragmentados espacialmente, separados por distancias de miles de kilómetros. El paso de una economía-mundo articulada sobre la base de los intercambios realizados por las economías nacionales a una economía-mundo globalizada, en la que los mercados globales marcan las pautas, ha reducido los márgenes de actuación de los xxxxxxxx
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espacios nacionales, tanto en el plano del diseño de las políticas económicas —con la reducción drástica de los márgenes de discrecionalidad de la acción de los gobiernos— como en la acción y estrategias de los agentes económicos y sociales. Otro tanto ha ocurrido con los medios de comunicación de masas y la circulación de la información. Las comunicaciones por satélite, la tecnología digital y las redes informáticas y por cable han creado un mercado global de la información en el que operan grandes conglomerados empresariales multimedia, con un claro liderazgo estadounidense. La revolución de las telecomunicaciones del último tercio del siglo XX no tiene sólo una dimensión tecnológica, sino también empresarial. Los satélites, la fibra óptica y la tecnología digital han propiciado la formación de grandes gigantes de la comunicación, sectores antes segregados ahora se unifican, mediante compras, absorciones, intercambios accionariales..., en los que se funden empresas de telecomunicación, cadenas audiovisuales y estudios y productoras cinematográficas, de televisión y musicales, como los grupos Time-Warner, Disney o Murdoch. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de la nueva revolución de las comunicaciones son las autopistas de comunicación, con la red de redes Internet, cuya estructura horizontal permite la conexión en tiempo real de todos los usuarios de forma interactiva, esto es para recibir o transmitir información, en una red global que abre un universo de nuevas dimensiones culturales, sociales, económicas y políticas de un futuro inmediato que ya es realidad presente. Desde principios de la década de los 80 del siglo XX se ha asistido a la mayor transformación, cuantitativa y cualitativa, de las telecomunicaciones desde su nacimiento. De ser una actividad centrada exclusivamente en la transmisión de imágenes, voces o textos, a través de la televisión, la radio o la telegrafía, protagonizada, cuando no monopolizada, por los sectores públicos y articulada espacialmente sobre la base de los Estados nacionales ha pasado, en un cortísimo lapso de tiempo, a ser el espacio de la comunicación interactiva en el contexto del espacio-mundo. Los satélites, la cibernética y la tecnología digital, han destruido las barreras económicas, políticas y culturales, a lo largo y ancho del planeta. En 1993 el sector de las telecomunicaciones movilizaba unos recursos, a escala internacional, superiores a los 580.000 millones de dólares, que cálculos conservadores estiman que se elevarán hasta los 850.000 millones en el año 2000. Lo relevante no es lo espectacular de las cifras, sino las transformaciones internas de las partidas movilizadas. Hasta hace unos años, el parámetro de medida que se utilizaba para comparar las redes telefónicas era su densidad por habitante, a finales del siglo XX se comenzaban a manejar indicadores sobre el grado de digitalización de la red, nivel de inteligencia, densidad de teléfonos móviles..., es decir, la capacidad de ofrecer servicios múltiples en un contexto mundial; el sistema GSM de telefonía móvil es un buen ejemplo de ello. La Unión Europea no ha escapado a estas transformaciones. La creación de la Unión Económica y Monetaria y de la moneda única es una respuesta inducida y frente a la globalización. En el nuevo escenario económico internacional, las economías de los países europeos, por sí solas, se encontraban inermes ante los retos y avatares de una economía crecientemente transnacionalizada. La supervivencia de sectores básicos de la industria sólo era factible desde una dimensión europea. El caso de la industria aeronáutica y espacial es el más representativo. La viabilidad y competencia con los grandes colosos norteamericanos, como la Boeing y la NASA, sólo era posible a escala europea, como lo demostraron los proxxxxxxx 480
Satélite de comunicaciones Hispasat yectos Airbus y Arianne. Los incipientes pasos dados desde la década de los 80 dirigidos a construir un sistema de Investigación y Desarrollo europeo fueron en esa dirección. El CERN y la ESA —Agencia Espacial Europea— han sido las primeras realizaciones significativas en este terreno. La Unión Europea se desenvuelve en el marco de una economía global en el que las estrategias inversoras, los sistemas productivos y los mercados se realizan a escalas planetarias. Lo mismo ha ocurrido en el ámbito de las telecomunicaciones. Las tradicionales divisorias entre empresas-soporte de la transmisión de la información, tanto de telefonía como audiovisual, y las empresas dedicadas a llenar de contenidos dichas redes que se resolvían hasta la década de los 90 en escalas nacionales, han roto las barreras espaciales y han difuminado las divisorias existentes. La legislación comunitaria en este terreno ha servido de acicate en la ruptura de los monopolios y de las barreras espaciales. Grandes grupos de telecomunicaciones han establecido acuerdos estratégicos, a través de la toma de participaciones, fusiones o adquisiciones para operar en los mercados europeo y mundial. Son los casos de British Telecom, France Telecom, Deustche Telecom, Telefónica o Retevisión. Igualmente, se han constituido grandes grupos multimedia, que integran áreas de negocio anteriormente separadas, como la prensa escrita, el mundo editorial, la radio y la televisión. Son los casos a escala europea de la Sociedad Canal Plus, Bertelsmann, Murdoch... Telefonía, básica y móvil, radiodifusión o televisión constituyen áreas de negocios de conglomerados transnacionales que operan en el espacio europeo y que tratan de competir en el mercado mundial frente a los colosos norteamericanos representados por Time-Warner, DisneyConglomerados que han establecido estrategias de colaboración o participación con xxxxxxx
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las grandes compañías transnacionales de la electrónica, el hardware o software, como Philips, Nokia, IBM, Intel, Microsoft... 38.2. LA SOCIEDAD INFORMACIONAL EN ESPAÑA España, sobre todo desde su incorporación a la Unión Europea, no ha sido ajena a la revolución de las telecomunicaciones, tanto en la dimensión de los soportes como en la de las empresas de contenidos. Las transformaciones experimentadas entre 1975 y 1996 nos hablan del cambio de una incipiente sociedad de consumo a una sociedad de consumo desarrollada. Para expresarlo gráficamente, fue el paso de los Almacenes Arias y la televisión en blanco y negro a El Corte Inglés, las boutiques de las grandes marcas y la televisión en color y digital, con una pluralidad de ofertas en las que el consumidor es el pretendido rey soberano. La magnitud del cambio experimentado se hace evidente si consideramos que en fecha tan tardía como 1985 en España había 9.340.500 líneas telefónicas, que en apenas diez años se convirtieron en 15.342.100, un crecimiento del 64% a finales de 1994. Así, mientras que en 1982 había 21,02 teléfonos por 100 habitantes y en 1985 había 24 líneas por 100 habitantes, el 68,4% de la media europea, en 1993 España contaba con 38 líneas por 100 habitantes, el 83,3% de esa media europea, que en 1996 alcanzó la cifra de 16.304.700 líneas, equivalentes a 41 teléfonos por 100 habitantes. La irrupción en España de la revolución de las telecomunicaciones se produjo en la segunda mitad de la década de los 80. A principios de los años 80, España acumulaba un importante retraso en el sector tanto desde el punto de vista de las instalaciones como desde el prisma industrial. En 1982 la industria de las telecomunicaciones sólo alcanzaba el 0,35% del PIB, frente al 0,47% de Alemania o el 0,57 de Francia. Mayor retraso acumulaba la industria informática, con el 0,16% del PIB frente al 0,73% de Italia, el 0,68% de Alemania o el 0,57% de Francia. Otro tanto sucedía con el grado de informatización. En el sector industrial el índice de penetración informática era del 18,3% y en el sector servicios del 20,1% frente al 33,3% y el 36,8% de la media europea en 1982. El esfuerzo inversor en I+D realizado durante los años 80 tuvo especial incidencia en el sector de las telecomunicaciones, pieza básica para el desarrollo de las tecnologías de la información y requisito imprescindible para la incorporación de España a la sociedad informacional. El salto adelante fue protagonizado desde el sector público. Telefónica lideró el proceso entre 1987 y 1990. Tres fueron las grandes líneas de actuación que cambiaron significativamente el panorama de las telecomunicaciones en España: la extensión de la red básica de telefonía, medida por el incremento del número de líneas; la modernización de la red, con la puesta en marcha de los planes de digitalización de las centrales, y finalmente la inversión en I+D. Tres líneas de actuación estratégica que permitieron recortar el importante retraso acumulado y acortar distancias respecto de la media europea. En los años 90 el esfuerzo inversor de Telefónica disminuyó sensiblemente; el espectacular incremento de los ingresos, favorecido por la mejora y modernización de los servicios, se concentró en los 90 en la internacionalización del grupo, con las inversiones en Latinoamérica. La Ley de Ordenación de las Telecomunicaciones de 1992 sancionó un cambio radical con el inicio de la liberalización del sector.
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Desde el punto de vista tecnológico, la telefonía móvil fue la gran protagonista —en 1994 sólo había 3 móviles por cada mil habitantes—, sin olvidar las comunicaciones por satélite, con la puesta en órbita del sistema español Hispasat en 1992, o los primeros pasos en la organización de los sistemas de transmisión por cable y por paquetes de banda ancha. Todas estas acciones repercutieron en el desarrollo de la industria electrónica, con las nuevas inversiones realizadas por las multinacionales ya instaladas en España como IBM, Ericsson, Siemens o Philips y la nueva implantación de otras grandes empresas del sector como Hewlett Packard, ATT Neworks Systems o Motorola. Aunque desde el punto de vista de la I+D los resultados continuaron siendo magros. El dinamismo de la industria electrónica en la segunda mitad de los años 80 se fundamentó en el importante tirón de la demanda interna. La tasa media interanual de consumo electrónico se duplicó entre 1985 y 1989. Los hogares se llenaron de nuevos productos electrónicos, sobre todo televisores en color y vídeos. En los 90 los protagonistas, tras el bache sufrido por la crisis de 1992-1993, fueron los teléfonos móviles y la lenta pero sostenida irrupción de la informática. El despegue de Internet en España desde 1996 fue una demostración palmaria de la introducción en España en la sociedad informacional; a finales de 1998, más de dos millones y medio de personas se conectaron a Internet, bien desde sus domicilios o desde las empresas e instituciones públicas. Según la Encuesta General de Medios, entre febrero de 1996 y mayo de 1998 el índice de penetración de Internet pasó del 0,7% al 4,8%. En mayo de 1996 se sobrepasó la cifra de 500.000 usuarios de Internet, que dos años después, en mayo de 1998, alcanzaba los dos millones de usuarios. De todas formas, España todavía permanecía alejada de la media europea en gasto informático per cápita. En 1997, la media europea se situaba en 405 euros (67.386,3 pesetas) mientras que en España sólo alcanzaba los 157 euros (26.122,6 pesetas). La liberalización del sector de las telecomunicaciones, a impulsos de la Unión Europea, significó la ruptura del monopolio telefónico, con la entrada de nuevos operadores tanto en telefonía básica como móvil, Retevisión, Uni 2, Airtel y Amena. La telefonía móvil es un fiel reflejo de la rapidísima difusión de las innovaciones tecnológicas en la sociedad de consumo de masas desarrollada. En 1985 existían 800 conexiones de telefonía móvil, que en octubre de 1997 habían pasado a 3.931.000 abonados. La liberalización del sector de la telefonía en España ha significado, además de la aparición de nuevos operadores, la cristalización de alianzas transnacionales de las empresas del ramo, que ya están operando sobre la base del mercado mundial y no exclusivamente del nacional. Telefónica suscribió una alianza con la transnacional anglosajona MCI-WorldCom; Endesa, socio de referencia de Retevisión, se alió con la italiana STET-Telecom; Airtel, desde sus orígenes, ha estado vinculada a BritishTelecom. En el campo de los medios audiovisuales con el inicio de la liberalización del sector, por la Ley de Televisión Privada de 14 de marzo de 1988, se rompió el monopolio televisivo público. La oferta televisiva se amplificó con la aparición de las cadenas públicas autonómicas y de las empresas televisivas privadas, Antena 3, Tele 5 y Canal Plus. Una oferta que en 1996 se ensanchó con el surgimiento de la televisión por satélite, Canal Satélite Digital y Vía Digital. En 1998, la aprobación de las licencias de la televisión por cable introdujo un futuro inmediato de radical transformación del mercado televisivo. En 1996, el 99,3% de los hogares españoles poseía al menos un aparato de televisión en color, y el 63%, un aparato de vídeo; diez años antes, en 1985, del 96% de los xxxxxx 483
hogares que tenían un aparato de televisión sólo el 62% era en color, y sólo el 10% de los hogares poseía vídeo. Lo relevante no es tanto la televisización de los hogares españoles, sino la creciente presencia de más de un aparato por hogar. La guerra por el mando se ha transformado en un mando para cada uno. Numerosos sociólogos y comunicólogos hablaron en los años 80 de la televisión como principal responsable de la ruptura de los canales de comunicación en el seno familiar, al congregarse todos delante del tótem de la sociedad informacional, el televisor. Los últimos estudios sociológicos hablan de que la guerra familiar por el control del mando a distancia ha sido sustituida por la emancipación de todos los miembros, cada uno con su aparato y su mando a distancia. El 31,5% de los niños españoles tenían en 1997 un televisor en su habitación. El 42,1% de los niños y niñas pasaban más de tres horas diarias delante del televisor, y otro 36,8%, unas dos horas diarias. Con estos datos no es excesivo hablar de la sociedad informacional. Ni minimizar el papel de la publicidad en la sociedad. El mercado publicitario movió en España en el año 1996 la cifra de 1.251.962 millones de pesetas. Al cabo del año un niño veía en España en 1997 más de 18.000 anuncios. Estamos en una sociedad de consumo de masas desarrollada dirigida a través de los mass-media, donde el marquismo ha conquistado el imaginario colectivo de la población, incluidos los niños más pequeños, que desde los cuatro años solicitan sus juguetes por la marca del producto y no por su función. El mercado televisivo español está hegemonizado por tres grandes grupos multimedia, con intereses en el mercado audiovisual, la radiodifusión y la prensa, los grupos Prisa, Telefónica y Correo. Grupos multimedia que también hegemonizan el mercado de la distribución; en la medida en que a finales de los años 90 lo trascendente comenzó a ser el control sobre los contenidos más que sobre los soportes, las garantías del éxito del negocio audiovisual se sitúan en la compra de los derechos de distribución de los eventos deportivos, las producciones cinematográficas o las ofertas culturales. El grupo español con una dimensión más transnacional es el grupo Prisa, a través de su asociación con la empresa audiovisual europea Canal Plus y los derechos en exclusiva de las producciones del gran conglomerado audiovisual norteamericano Time-Warner. Igualmente, el grupo Prisa es uno de los líderes en el mercado editorial español, con su buque insignia el grupo Santillana. En el mercado editorial, además de Prisa, funcionan otros dos grandes grupos multimedia, Planeta y Havas, que en 1998 compró el grupo Anaya. 38.3. EL PROBLEMA DE LAS IDENTIDADES EN LA SOCIEDAD INFORMACIONAL La aceleración en la transmisión de la información y su globalización plantean un nuevo escenario que modifica las pautas sobre las que las sociedades y las personas habían construido tradicionalmente sus identidades. Los acontecimientos han entrado en una vorágine en la que son consumidos a velocidades de vértigo, en correspondencia con las nuevas estructuras mediáticas instaladas en una voraz carrera por la novedad y la espectacularidad destinadas a atrapar el interés de unas audiencias cada vez más saturadas de información y con menor capacidad de sorpresa. La espectacularización de la información termina por embotar los sentidos en un acelerado proceso de asimilación, banalización y aculturación. Asistimos a una auténtica paradoja: en el momento de la historia de la humanidad en el que las personas manejan un mayor xxxxxxxxx 484
volumen de información, los individuos se muestran incapaces de asimilarla y procesarla para reafirmar, reconstruir o edificar sus identidades; los acontecimientos pierden significado más allá del impacto puntual que son capaces de generar los mass-media, es lo que los comunicólogos conocen como ruido. La información ha entrado de lleno en los circuitos de la lógica del consumo fragilizando los procesos de construcción de las identidades colectivas y personales. Nos encontramos en una sociedad mediática que se rige por el principio consumista del usar y tirar. La homogeneización de las costumbres y los sistemas de valores propiciados por el sistema mediático global actúa de disolvente de las identidades nacionales y locales. Los referentes culturales y sociales sobre los que las personas construían sus identidades y permitían su posicionamiento en el mundo al proveer un sentido a sus vidas han perdido buena parte de su fuerza cohesionadora en el ámbito individual y social. La mercantilización de los usos y costumbres ha invadido las esferas privadas, afectando no sólo a las relaciones sociales, sino también a las personales, incluidas las familiares. La fragilización de las relaciones familiares entre los cónyuges y entre padres e hijos es una muestra palmaria de ello. Ante esta pérdida de identidad y de referentes sectores importantes de la sociedad occidental buscan refugio en un pasado mitificado con el que construir nuevas identidades con fuertes lazos cohesionadores, a través de la recuperación de los discursos nacionalistas, generalmente en dimensiones menores a los espacios nacionales construidos durante los siglos XIX y XX, dada la pérdida de peso específico de los Estados nacionales como consecuencia de los procesos de mundialización; o mediante la fascinación ejercida por todo tipo de sectas y movimientos, más o menos esotéricos, capaces de proveer un sentido de pertenencia en la que el individuo puede sentirse acogido y reconocido. A finales del siglo XX, la sociedad occidental se encuentra caracterizada por una fuerte ambivalencia. Por una parte, los procesos de globalización tienden a la homogeneización de las costumbres y las identidades, sobre unos parámetros planetariamente comunes; por otra, aparecen marcadas tendencias hacia la afirmación de las diferencias, mediante la construcción de identidades locales, bien territorialmente o de sistemas de creencias, en muchos casos, con un señalado componente irracional. El desarrollo de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas durante el último tercio del siglo XX plantean nuevos retos a la humanidad. Particularmente, en el ámbito de la biotecnología y la genética. Las nuevas técnicas de reproducción asistida, la manipulación genética de las especies, tanto vegetales como animales, las técnicas de clonación abren nuevas perspectivas para la solución de determinados problemas hasta entonces irresolubles en una multiplicidad de campos, desde la salud a la alimentación, pasando por la creación de nuevos materiales. Estos nuevos horizontes vienen acompañados de nuevos interrogantes sobre las posibles consecuencias de determinados avances para el equilibrio ecológico del planeta y para el futuro de la especie humana. La ética y los sistemas de valores tradicionales se muestran incapaces de ofrecer soluciones convincentes a los nuevos retos planteados, generando incertidumbres respecto de las decisiones y direcciones que han de adoptarse ante las desconocidas consecuencias que para el futuro pueden tener determinadas acciones. El debate abierto en la comunidad científica, en la sociedad política y en los massmedia se encuentra ante el problema de la aceleración del tiempo en el ámbito de la xxxxxxx 485
investigación; los nuevos adelantos y descubrimientos van muy por delante del posible establecimiento de unas reglas y normas que sean capaces de gobernar las nuevas realidades que surgen y sus posibles consecuencias. La dinámica no es nueva, así ha realidades a lo largo de la historia de la humanidad; el problema surge por el impacto global que algunas de estas nuevas realidades pueden tener, generando procesos irreversibles a escala regional o planetaria.
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CAPÍTULO XXXIX
Nuevos valores y formas de articulación social en la sociedad informacional. Feminismo, ecologismo y cooperación al desarrollo 39.1. NUEVOS MOVIMIENTOS PARA UNA NUEVA SOCIEDAD En los últimos veinticinco años toda una serie de fenómenos sociales y políticos han llamado la atención de los medios de comunicación, de politólogos y sociólogos: la irrupción en la escena pública de las sociedades industrialmente avanzadas de los llamados nuevos movimientos sociales, en referencia a los movimientos feminista, ecologista y pacifista, así como de nuevas organizaciones políticas cuyo espectro abarca los denominados partidos de nueva izquierda y los partidos verdes. Con el calificativo de nuevos movimientos y nuevos partidos se ha querido poner de manifiesto, desde los propios actores sociales y desde los investigadores, la distancia que los separa de las formas, métodos y objetivos de los movimientos sociales tradicionales y partidos surgidos al calor del desarrollo de las sociedades industriales, particularmente respecto del movimiento obrero y de la izquierda en su doble vertiente socialdemócrata y comunista. En cualquier caso, las posiciones distan de ser uniformes sobre el alcance, dimensión y continuidad de dichos fenómenos. En el último tercio del siglo XX un conjunto de fenómenos y procesos, que han discurrido por cauces paralelos y en ocasiones concurrentes, han puesto en cuestión los pilares sobre los que se ha asentado la civilización occidental, generando un amplio consenso social e intelectual a la hora de definir las problemáticas sociales, políticas, económicas, culturales y ecológicas con las que se enfrenta la humanidad en este fin de milenio. Las páginas, las pantallas y las ondas de los medios de comunicación se han referido hasta la saturación a la crisis social, la crisis política, la crisis económica, la crisis cultural o la crisis ecológica para explicar las transformaciones y alteraciones que han sacudido los diferentes escenarios de las sociedades y el ecosistema planetario en los últimos treinta años del siglo XX. Sin embargo, a la hora de caracterizar el alcance y significado de la crisis, o las crisis, los analistas han mostrado importantes divergencias y desacuerdos. A pesar de ello, se puede hablar con propiedad de la existencia de una crisis fin de siglo, constituida por una multiplicidad de manifestaciones que han cuestionado los fundamentos sobre los que parecía asentarse con firmeza la civilización occidental en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX.
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Los movimientos sociales tradicionales surgidos con la sociedad industrial, en particular el movimiento obrero, nacieron y se desarrollaron sobre una base clasista, que respondía a la estructura social característica de las sociedades industriales desde su nacimiento hasta mediados del siglo XX. Dicha estructura social se caracterizaba por una clara polarización en función de las posiciones económicas y sociales que ocupaban los distintos grupos. Las transformaciones en los modos, las costumbres y las cosmovisiones asociadas al nacimiento de la sociedad industrial coadyuvaron a la formación de los distintos movimientos sociales a lo largo del siglo XIX. Resistencias e innovaciones contribuyeron a configurar las formas de respuesta social del conflicto. El proceso histórico de conformación de las sociedades liberales contribuyó a dotar de contenido político las reivindicaciones y las identidades de los diferentes grupos sociales. Surgieron así nuevas identidades, nuevas cosmovisiones y representaciones que dotaron de cohesión interna a los distintos grupos sociales en pugna. El marxismo actuó de cimentador de las señas de identidad del movimiento obrero, dotándole de un discurso, un modelo organizativo, una práctica política y social y un horizonte que hizo posible la cristalización de dicho movimiento como clase obrera, transformando al proletariado en uno de los principales agentes de la sociedad industrial. Los nacionalismos populistas surgidos en el último tercio del siglo XIX, particularmente en Centroeuropa, actuaron de manera similar entre aquellos grupos sociales que se sentían amenazados por el avance de los procesos de industrialización, sus discursos se fundamentaron y edificaron en contraposición con los valores y los grupos que encarnaban la sociedad industrial, tanto el capitalismo, identificado míticamente con el capitalista financiero simbolizado por el judío, —reelaborando sobre nuevas bases el secular antisemitismo de la civilización occidental—, como el proletario revolucionario, construyendo unas mitologías basadas en una serie de contraposiciones: taller frente a fábrica, tierra y propiedad frente a especulación, familia frente a individualismo, nación frente a internacionalismo, tradición frente a revolución, raza frente a clase, comunidad frente a socialismo... En contraposición, los nuevos movimientos sociales se nutren de activistas y simpatías de todos los sectores de la estructura de las sociedades industrialmente avanzadas. Sus discursos, mensajes y demandas van dirigidas al conjunto de la sociedad y no a ningún grupo particular en función de la posición que ocupe social o económicamente. Se caracterizan por el carácter global de sus reivindicaciones y, a la vez, por el carácter particular de los objetivos y propuestas. Actúan más en la dirección de provocar cambios globales en la escala de valores que de provocar alteraciones en las bases funcionales del sistema político. Los movimientos ecologistas y por la paz reclutan efectivos y simpatías de un arco difuso de la estructura social. El movimiento feminista obtiene apoyos sobre la base de la desigualdad de las mujeres como género, obteniendo apoyo de las mujeres independientemente de su posición en la sociedad. El sistema social de los países industrialmente avanzados ha mostrado una gran flexibilidad a la hora de incorporar algunas de las demandas de estos movimientos. A ello ha contribuido la cristalización de la democracia como el sistema político asociado a las sociedades del bienestar. El juego político del sistema de partidos se fundamenta en la conquista de mayorías sociales, obligando a los partidos a presentar programas y actuar en conformidad con los valores y reivindicaciones predominantes en la sociedad. De tal manera que, cuando un determinado valor o demanda es asumida por un amplio sector de la población, este nuevo valor o demanda es incorxxxxxxx 488
porada por el sistema político. Este carácter magmático de las sociedades del bienestar ha permitido incorporar progresivamente reivindicaciones y valores de los movimientos sociales, ofreciendo salidas consensuales a las contradicciones presentes en la estructura social, imposibilitando o, al menos, debilitando la confrontación radical entre grupos en favor de procesos de ósmosis social. Esta porosidad de la sociedad ha influido en la dinámica de los nuevos movimientos sociales. El pluralismo de la sociedad ha encontrado traducción en dichos movimientos y la herencia antiautoritaria de las revueltas del sesentayocho ha empujado en la misma dirección. Por ello la cohesión se ha centrado en la asunción y defensa de nuevos valores y no en el ámbito organizativo, donde han primado los mecanismos de democracia de base y descentralización, mostrando los grupos dinamizadores una fuerte inestabilidad compatible con la permanencia de los nuevos movimientos sociales. La flexibilidad organizativa, con la consiguiente entrada y salida permanente de activistas, responde al carácter difuso del apoyo social que obtienen, en concordancia con los ciclos de movilización y desmovilización que les caracterizan. Sus formas de actuación tratan de optimizar los mecanismos de las sociedades mediáticas. Las campañas están pensadas y organizadas para obtener la mayor repercusión en los mass-media e influir desde ahí en la opinión pública. El espacio del conflicto se desplaza desde el centro de trabajo —la fábrica— a la calle y a los medios de comunicación, en función del carácter global de sus reivindicaciones y de las transformaciones socioculturales asociadas al papel dominante de los mass-media. El radicalismo político que proliferaba en los campus universitarios durante los años 60 no resultaba la única manifestación de las transformaciones que se estaban produciendo entre las jóvenes generaciones de las sociedades del bienestar. Antes del mayo del 68, el cambio de valores mostraba evidencias en la liberalización de las costumbres, especialmente en las relaciones entre los sexos, que dio lugar a lo que se ha dado en llamar la liberación sexual, en paralelo al nuevo papel que las mujeres reivindicaban en la sociedad, al calor de su incorporación masiva al mundo del trabajo, poniendo en cuestión los tradicionales roles asignados a la mujer como esposa y madre de familia. Autonomía e independencia de la mujer y, por tanto, reivindicación de su propio cuerpo y de su sexualidad. De esta forma, el movimiento de liberación sexual engarzó de forma natural con las otras manifestaciones de la rebeldía juvenil que eclosionaron en los mayos del 68. Fue el momento del esplendor de la antipsiquiatría, del triunfo de la escuela de Frankfurt de la mano de Herbert Marcuse y su crítica del hombre unidimensional de la sociedad de consumo. Movimiento intelectual que floreció de la mano del mayo del 68, donde nuevos actores sociales emergieron al primer plano de la actualidad: los jóvenes rebeldes, el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, el hippismo, la contracultura, lo underground, el rock and roll y el culto a los nuevos paraísos escapistas ofrecidos por la droga. Revolución de las costumbres y de los valores, que con el estallido de la crisis de los setenta se conjugó con la crisis de la ideología del Progreso. El mayo del 68 actuó como el crisol en el que se fundieron todos los síntomas del malestar que arrastraban las sociedades desarrolladas. Los nuevos valores asociados a la sociedad del bienestar, representados por las demandas de aspiraciones de unos universitarios masificados, hijos de las clases medias, que habían nacido y crecido en la floreciente sociedad de consumo, representaban una ruptura generacional que cuestionaba no sólo el orden social sino también el discurso y la práctica de la izquierda tradicional. El mayo del 68 fracasó como revoluxxxxxxxx 489
ción, pero transformó la sociedad. Fracasó como revolución desde los cánones clásicos de la izquierda, puesto que no se produjo la sustitución radical del viejo orden político. Sin embargo, cambio pautas de comportamiento e introdujo nuevos valores. Cuestiones tales como el reconocimiento de los derechos de la mujer, la liberalización de las costumbres, la democratización de las relaciones sociales y generacionales, la destrucción del autoritarismo en la enseñanza... cristalizaron simbólicamente en las calles de París. 39.2. LAS RAZONES DEL RETRASO ESPAÑOL EN LA EMERGENCIA DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES
En los años 60 y 70 la oposición a la dictadura franquista y la transición política polarizó el compromiso social y político de las nuevas generaciones, que en los países europeos estaban alimentando los nuevos movimientos sociales. Aunque El Frente de Liberación Popular —FLP—, más conocido popularmente como felipe, en la España de los años 60 podía encuadrarse dentro de los postulados de la incipiente nueva izquierda, y tras su autodisolución en 1969, las formaciones políticas surgidas a la izquierda del PCE entroncaban con lo que ocurría en el resto de Europa durante los años 70, sus postulados y su práctica política estuvieron mediatizados por la lucha contra la dictadura, que retrasó sensiblemente la aparición de los llamados nuevos movimientos sociales, más acordes con las problemáticas de las sociedades democráticas del bienestar europeas. Los nuevos grupos surgidos a la izquierda del PCE se decantaron hacia los postulados marxistas-leninistas, como el FRAP —Frente Revolucionario Antifascista Patriótico—, que prácticamente desapareció en 1973-1974 por la combinación de su radicalización y de la dura represión desencadenada a raíz de la muerte de un policía en una manifestación del FRAP, los maoístas Partido del Trabajo de España —PTE, antes Partido Comunista de España internacional—, Organización Revolucionaria de Trabajadores —ORT—, Movimiento Comunista —MC— y los trosquistas Liga Comunista y Liga Comunista Revolucionaria. Entre 1973 y 1976 desempeñaron un destacado papel en las movilizaciones de los estudiantes universitarios y en algunas zonas localizadas del país, especialmente el Partido del Trabajo y su organización juvenil la Joven Guardia Roja, la ORT y la Liga Comunista Revolucionaria. No fueron legalizados hasta después de las elecciones, y su precaria y reciente implantación les dejo fuera del Parlamento. Su situación extraparlamentaria provocó su crisis y progresiva desaparición. La nueva izquierda a pesar de su marginalidad animó en España, como ya había sucedido antes en el resto de Europa, el despertar de los nuevos movimientos sociales de los años 70 y 80, como el feminismo, el ecologismo y el pacifismo. A medio plazo, el izquierdismo se reveló como un camino que miraba más hacia el pasado que hacia el futuro. Su fracaso se manifestó en la permanente fragmentación de unos grupos que difícilmente salían de la marginalidad política y social. Su influjo también se dejó sentir en la fragilidad que algunos de los nuevos movimientos sociales mostraron o en el unilateralismo de sus planteamientos iniciales, como fue el caso del movimiento anti-Otan. Con la transición a la democracia una parte sustancial de los líderes sociales que había surgido de la oposición a la dictadura canalizó su compromiso político y xxxxxxxxxxxx 490
social hacia la construcción y consolidación del sistema democrático, tanto en su vertiente institucional como funcional, partidos políticos y sindicatos fundamentalmente. Entre 1975 y 1983 tuvieron que cubrirse los miles de puestos que reclamaba el nuevo sistema político democrático. En primer lugar, los partidos políticos y los sindicatos que emergían de la clandestinidad o que nacieron con la democracia exigían para su buen funcionamiento la dedicación exclusiva de miles de cuadros y militantes. En segundo lugar, la construcción de las instituciones democráticas demandó nuevas incorporaciones y las primeras elecciones municipales democráticas, celebradas en 1979, implicaron la creación de decenas de miles de cargos electos y de técnicos, debido a las nuevas competencias y funciones de los Ayuntamientos democráticos. Igualmente la creación del Estado de las Autonomías exigió miles de nuevos cuadros, desde parlamentarios a miembros de las nuevas Administraciones autonómicas. En el corto lapso de tiempo de un decenio, entre 1975 y 1985, una parte muy significativa de los militantes de la oposición antifranquista pasaron desde la sociedad civil al sistema institucional, descapitalizando en recursos humanos a la multiplicidad de organismos que habían proliferado en los años finales de la dictadura y los inicios de la transición democrática, dando lugar a la desaparición o al aletargamiento de numerosas organizaciones y colectivos sociales, desde asociaciones de vecinos a colectivos profesionales. Además, el tejido social de la oposición democrática se caracterizó por su fragilidad; muchas de las organizaciones habían surgido a finales de los años 60 o principios de los 70, por lo que sus estructuras y tradiciones estaban aquejadas de una doble debilidad: su reciente aparición y, no debe ser olvidado, las dificultades anejas a su clandestinidad forzosa, por la persecución de la dictadura. Por otra parte, el número de militantes que nutrían las filas de la oposición democrática en los años finales del franquismo y los inicios de la transición no superaba unas cuantas decenas de miles de personas, lo que se explicaba por la clandestinidad, la persecución y la represión. Pero también por los efectos anestesiadores que los años de crecimiento económico de los sesenta habían generado en amplios sectores de la sociedad española de la época, provocando un marcado conformismo, que algunos autores han denominado franquismo sociológico, por el que la amplia mayoría silenciosa, en aquellos años particularmente silenciosa, aceptó los últimos años de la dictadura en la esperanza, que luego se revelaría fundada, de que a la muerte de Franco el régimen político evolucionase en una dirección más o menos democrática que lo homologase con las sociedades europeas. El recuerdo temeroso de la guerra civil fue un potente aliado del marcado inmovilismo sociopolítico de una mayoría de la sociedad española que primó la estabilidad política por el miedo a poner en peligro la recién conocida prosperidad económica. Finalmente, el tránsito de la dictadura a la democracia cambió radicalmente los parámetros del compromiso político y social. Desde junio de 1977 no se trataba de luchar por la democracia sino de construir desde las instituciones el sistema democrático, con el consiguiente cambio de las estrategias y de las prácticas sociopolíticas. Muchos se incorporaron al sistema de partidos y organizaciones sindicales y sociales con la democracia, profesionalizando sus funciones y compromisos sociopolíticos; otros tantos retomaron o reiniciaron sus carreras profesionales o sus estudios interrumpidos durante los años finales de la dictadura tras años de intensa militancia clandestina o de estancia en las cárceles franquistas. La sociedad civil se resintió de ese tránsito de la dictadura a la democracia. Fueron los años del desencanto, caracterizados por una fuerte desmovilización y desmotivación social, en los que el espíritu orteguiano del «no es esto, no es esto», se insxxxxx 491
taló en la conciencia y la actitud social de numerosos militantes antifranquistas, decepcionados por el fracaso de la ruptura democrática e influidos por un marxismo de catecismo que identificaba el restablecimiento de la democracia en España con la peyorativamente devaluada democracia burguesa. En amplios sectores de las nuevas generaciones llegadas a la madurez con la democracia el desencanto se manifestó en un fuerte alejamiento de los asuntos públicos, cuya expresión más acabada encontró traducción en el nuevo concepto del pasotismo. En cualquier caso, el final de la década de los años 70 y el decenio de los 80 fue protagonizado por un marcado individualismo, por la primacía de lo privado sobre lo social. Las movilizaciones contra el ingreso y la permanencia de España en la OTAN fueron el gozne de transición desde las motivaciones fuertemente ideologizadas de la militancia antifranquista hacia las nuevas formas de compromiso social encarnadas fundamentalmente por el espíritu solidario que representa el movimiento de las ONG del decenio de los años 90. En el triunfo de lo privado sobre lo social desempeñaron un importante papel dos grandes fenómenos. En primer lugar, la adaptación de la democracia española y el sistema de partidos a la sociedad mediática, que alteró radicalmente las pautas de transmisión de los sistemas de valores y de ideas, de la construcción de identidades y de articulación de los distintos grupos sociales desde el tejido social, a través de los partidos y las organizaciones sociales, hacia los medios de comunicación de masas, prensa, radio y, sobre todo, televisión. En la democracia mediática el juego político se desenvuelve fundamentalmente desde los mass-media, de arriba-abajo, donde los gabinetes de comunicación y marketing político roban el protagonismo a la tradicional militancia, convirtiendo a los partidos políticos en máquinas electorales pendientes de los sondeos de opinión y de la capacidad de transmisión de sus mensajes por medio del entramado mediático, cada vez más vehiculizados por los eslóganes publicitarios —las ideas-fuerza de las campañas electorales. Todo esto da lugar a una creciente desconexión entre los partidos políticos y el tejido social, que se materializa en el progresivo descrédito de lo político y de la política, sintetizado en la peyorativa expresión de la clase política. En segundo lugar, el desarrollo de la sociedad de consumo desarrollada coadyuvó el triunfo de esta tendencia, al poner el acento hasta el paroxismo en el culto al individuo, fomentando un exacerbado individualismo destructivo de la sociedad civil, a través de la asfixiante presencia del universo publicitario y la tiranía de la moda, en un permanente canto de la novedad y del imperio de lo efímero. Fue en los «felices ochenta» cuando en España se impuso socialmente la cultura de la apariencia, que conquistó el imaginario social de amplios sectores de la sociedad. Fueron los años dorados de la prensa especializada como Cosmopolitan, Elle, Man o del retorno triunfal de la prensa del corazón, cuyo irresistible influjo llenó las televisiones de programas rosas e invadió las revistas y la prensa de información, donde las páginas de sociedad —de una sociedad bastante rosa— adquirieron mayor protagonismo. 39.3. EL MOVIMIENTO FEMINISTA La incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral, a partir de los años 50, la universalización de la enseñanza secundaria con la aparición de los estados del bienestar y la masificación de la universidad en los años 60 provocaron una transformación radical en el papel y los roles de la mujer en las sociedades industrialmente avanzadas. La independencia económica adquirida por las mujeres y la elevación de sus xxxxxxxx 492
niveles educativos contribuyeron de manera decisiva a la ampliación del apoyo social de los movimientos en pro de la igualdad de los derechos de la mujer, nacidos en los lustros finales del siglo XIX y representados paradigmáticamente por las sufragistas. El movimiento feminista actuó en un doble plano. Por un lado, protagonizó la demanda de la igualdad entre los sexos, mediante modificaciones en el orden jurídico y político que hicieron factible dicha igualdad, a través de las campañas en favor del divorcio, del derecho de aborto, de la igualdad de salarios, de la no-discriminación por razones de sexo..., que desembocaron en los años 80 en la reivindicación de políticas de discriminación positiva —establecimiento de cuotas para las mujeres en todos los planos de la vida social— destinadas a corregir en la práctica el tradicional descrédito de la mujer, progresivamente eliminada en el orden jurídico. Por otro lado, el discurso feminista, al desarrollar una crítica global a la sociedad patriarcal, se dirigió desde la reivindicación de la autonomía e independencia de las mujeres —del control sobre su cuerpo y de la maternidad pasando por la igualdad de derechos— a la defensa de nuevos valores asociados a la feminidad para plantear un cambio sustantivo en las formas de organización y relación social. La igualdad de derechos entre los sexos fue el caballo de batalla del feminismo de los años 70. La reivindicación de la legalización del aborto polarizó en esos años las movilizaciones del movimiento feminista. En julio de 1967 se legalizó el aborto en Gran Bretaña, en diciembre se presentó públicamente el Women's Liberation Movement británico. En febrero de 1970 se fundó en Italia el Movimento di Liberazione della Donna, en diciembre el Parlamento aprobó la ley de divorcio, por las mismas fechas nació el Mouvement de Libération des Femmes en Francia. En marzo de 1971 tuvo lugar la primera de las grandes manifestaciones del movimiento feminista británico en Londres, bajo los lemas: a igual trabajo igual salario; igualdad de oportunidades en la enseñanza y en el mundo laboral; libre circulación de los métodos anticonceptivos y liberalización del aborto; guarderías gratuitas y públicas. Un programa que resumía el conjunto de revindicaciones del movimiento feminista de los años 70 en los países occidentales. En 1979 tuvo lugar en Copenhague la importante Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación sobre la mujer. La IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, organizada por la ONU en Pekín, en 1995, fue la expresión del alcance internacional de las reivindicaciones impulsadas por el movimiento feminista desde los años 60. Del 6 al 9 de diciembre de 1975 se celebraron en Madrid las Primeras Jomadas Nacionales por la liberación de la Mujer, presentación pública del movimiento feminista en España, que desde entonces mantuvo un creciente protagonismo. Entre 1976 y 1979 se publicó la revista Vindicación Feminista, dirigida por Lidia Falcón. La Constitución de 1978 reconoció la igualdad de hombres y mujeres, condenando toda forma de discriminación por razones de sexo y poniendo fin a la situación de inferioridad legal que habían padecido las mujeres durante el régimen franquista. En mayo de 1979 se celebraron las Jomadas Feministas de Granada, punto culminante de la expansión de las organizaciones feministas en España. El 12 de abril de 1981 se aprobó en España la ley de divorcio y en febrero de 1983 el gobierno socialista presentó al Parlamento la ley de despenalización del aborto, que fue aprobada en 1985. La creación del Instituto de la Mujer en 1983 fue un paso importante desde el punto de vista institucional en la defensa de la igualdad y promoción de las mujeres en España, articuladas en los sucesivos Planes por la Igualdad. Asimismo, las Comunidades Autónomas crearon sus respectivos Departamentos de la Mujer, que pusieron en marcha xxxxxxxxxx 493
políticas activas a través de sus correspondientes Planes de Igualdad, que contribuyeron a la promoción y a la mejora de la situación de las mujeres. Tras la incorporación al ordenamiento jurídico de las principales reivindicaciones del movimiento feminista de los años 70 —ley de divorcio, despenalización del aborto en tres supuestos, igualdad legal...— disminuyó la ocupación de la calle por el movimiento feminista. Una nueva estrategia se impuso. La reivindicación de la igualdad efectiva de los sexos, tras su reconocimiento jurídico. Las campañas fueron dirigidas hacia los massmedia, con el fin de generar corrientes de opinión favorables, que elevaran la presencia de las mujeres en todas las áreas de la sociedad, especialmente en el sector público. Se crearon asociaciones o plataformas transversales que agrupaban a numerosas mujeres de los distintos ámbitos de la sociedad; especialmente dinámicas fueron las mujeres profesionales, como periodistas, profesoras de universidad, políticas, empresarias, abogadas. Dos campañas tuvieron especial repercusión. La de 1987, «Mujeres al poder», introdujo la cuestión de la discriminación positiva —mediante el establecimiento de cuotas de participación de la mujer en las esferas públicas—, cuyo primer éxito relevante fue la reserva del 25% de los puestos de las listas electorales aprobado por el PSOE en 1988, inaugurando una tendencia que luego fue seguida por la mayoría de los partidos políticos con el fin de conquistar el voto de las mujeres, que se proyectó en la campaña de 1989 «mujer vota mujer». La elevación de la presencia pública de las mujeres en España creció espectacularmente desde la aprobación de la Constitución de 1978. La socialización del mensaje igualitario propugnado por el movimiento feminista en la sociedad cambió sustancialmente el sistema de valores de los españoles, hasta el punto de que el conservador Partido Popular aceptó en su programa electoral de 1996 la no derogación de la ley de despenalización del aborto, con el fin de no enajenarse el voto femenino. Un cambio en el sistema de valores y en las relaciones sociales particularmente intenso entre las nuevas generaciones, donde las mujeres jóvenes reivindican como algo natural la igualdad entre los sexos, y su irrupción masiva en la universidad en los años 80, es un claro indicador de los cambios producidos. En los años 90 las estudiantes universitarias superaban el 50% del alumnado universitario. El control de la sexualidad por parte de las mujeres se evidenció en la drástica caída de las tasas de natalidad y el retraso de la maternidad. Las nuevas generaciones de mujeres habían conquistado su autonomía personal y no estaban dispuestas a resignarse al tradicional, dependiente y subordinado papel de esposa y ama de casa que había predominado veinte años antes. En 1997 el problema de los malos tratos ocupó la atención de los mass-media y la opinión pública. Las mujeres maltratadas salieron del armario, las denuncias por agresiones y malos tratos se multiplicaron en los años 90, símbolo de la pérdida del miedo de las mujeres al ejercicio del terror físico y psíquico de sus desalmados compañeros. Aunque a la altura de 1997 las instituciones públicas, sobre todo la Administración de Justicia, no habían demostrado la suficiente sensibilidad y eficacia para atajar los abusos y maltratos provocados por la violencia doméstica, que en numerosas ocasiones acabaron con la muerte de las víctimas. En suma, los cambios introducidos en la sociedad española con el restablecimiento de la democracia a impulsos del movimiento feminista, tanto en el ámbito jurídico e institucional como en los sistemas de valores y prácticas sociales, significaron una de las mayores y más profundas transformaciones registradas por la sociedad española del último tercio del siglo XX. La difusión y asunción de los valores y reivindicaciones del movimiento feminista redujeron la reivindicación callejera del movixxxxxxxxx 494
miento feminista español, como sucedió en el resto de los países occidentales. Otros canales y cauces fueron los empleados, tanto institucionales como mediáticos, en paralelo al desarrollo de la sociedad mediática. Nuevos agentes y sectores se incorporaron a la defensa y demandas enarboladas por el movimiento feminista, expresión de su triunfo social. 39.4. EL MOVIMIENTO ECOLOGISTA Y LA CRISIS ECOLÓGICA La crisis de los años 70, los crecientes problemas de contaminación medioambiental, la quiebra de la ideología del Progreso, la masificación urbana y el consiguiente empeoramiento de la calidad de vida dieron alas y argumentos al movimiento ecologista, que desde posiciones marginales fue ampliando su base social, despertando una nueva sensibilidad en los países industrializados, hasta el punto de llegar a condicionar la acción de los gobiernos. Los inicios del movimiento ecologista en Estados Unidos tuvieron lugar con el gran apagón, noviembre de 1963, que dejó sin electricidad a gran parte del norte de los Estados Unidos y del sur de Canadá, sobre el que Barry Commoner basó su obra Ciencia y Supervivencia, aparecida en 1966, uno de los primeros textos en los que se denuncia la espiral productivista asociada al optimismo tecnológico. Ese mismo año, 1969, la National Academy of Sciences de los Estados Unidos publicaba el informe Resources and Man —los recursos y el hombre—, primero de los estudios procedentes de la comunidad científica que alertaba sobre la limitación de los recursos y la explosión demográfica. En febrero de 1970 los matrimonios Bohlen y Stowe trataron de impedir una explosión nuclear estadounidense en Amchitka —Alaska— prevista para 1971, y fundaron para ello el grupo No Hagáis Olas, que botó un barco bajo el nombre de Greenpeace el 15 de septiembre de 1971. Con ello nació la organización ecologista Greenpeace. El 22 de marzo de 1975 se produjo el primer accidente grave —conocido— en una central nuclear, en Browns Ferry —Alabama, Estados Unidos. Desde ese año el carácter antinuclear del movimiento ecologista tendió a cobrar un creciente protagonismo hasta lograr la paralización de los programas nucleares en la mayoría de los países industrializados tras los accidentes de Harrisburg y Chernóbil. La sensibilidad medioambiental se extendió como una mancha de aceite entre las poblaciones de los países industrialmente avanzados. La ecología y el conservacionismo dejaron de ser patrimonio exclusivo del movimiento ecologista, sus demandas empezaron a encontrar eco en los partidos tradicionales, que barnizaron sus programas y discursos de un tenue color verde con el que atraer a un electorado cada vez más sensibilizado por la degradación del medio ambiente. En 1981 se anunció por científicos británicos que desde 1970 se reproducía cada primavera un agujero en la capa de ozono en la Antártida, provocado por la acción de los CFC —gases clorofluorocarbonados—; en 1990 se confirmó que otro agujero en la capa de ozono se producía en el Polo Norte. En mayo de 1984, la conferencia de Nairobi, convocada por el PNUMA, alertaba sobre los procesos de desertización provocados por la acción humana. Ese año se reunió por primera vez la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, creada por la Asamblea General de la ONU de 1983, bajo la presidencia de la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, y sus trabajos desembocaron en 1987 en el informe Nuestro futuro común, xxxxx 495
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Aumento de la temperatura media. La temperatura media del planeta se registra de manera fiable desde hace más de un siglo.
Catástrofes naturales. El coste económico de las catástrofes naturales es cada vez mayor
Avance de los desiertos.
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que proponía la adopción de un programa mundial para hacer posible un desarrollo sostenible. En marzo de 1985 se celebró en París una conferencia mundial sobre la desforestación. Cada año desaparecen más diez millones de hectáreas de superficie arbolada. Nadie podía ya negar los efectos de la lluvia ácida en los países industrializados. En junio de 1988 la NASA presentó pruebas sobre los primeros síntomas del efecto invernadero —recalentamiento del planeta a consecuencia de las emisiones de gases a la atmósfera, principalmente CO2. El 5 de junio de 1989 se celebró el Día Mundial del Medio Ambiente bajo el lema «Alerta mundial, la Tierra se calienta», propuesto por la ONU para llamar la atención sobre el efecto invernadero. La Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente celebrada en Japón en 1996 fue protagonizada por el problema del cambio climático, en ese año pocos científicos dudaban de los efectos de la acción de la civilización humana sobre el clima terrestre. La preocupación internacional sobre el Medio Ambiente ocupaba la agenda de los gobiernos y de la opinión pública. En Europa esta mayor sensibilidad se tradujo en la aparición de los partidos verdes, que alcanzaron representación paralementaria en numerosos países, llegando a formar parte de los gobiernos europeos en coalición con la socialdemocracia. En 1997 partidos verdes estaban en los gobiernos de coalición con la socialdemocracia en Francia, Italia y Alemania. Ejemplo paradigmático de la influencia social y política alcanzada por el movimiento y las reivindicaciones ecologistas. En España el movimiento ecologista tuvo un desarrollo más tardío que comenzó a alcanzar visibilidad sólo tras el fin de la transición política. El primer grupo conservacionista fundado en España fue ADENA en 1968, vinculado al WWF. En la difusión del conservacionismo en España desempeñó un papel de primer orden la figura de Felix Rodríguez de la Fuente, a través de sus documentales y programas divulgativos en televisión. En 1970 se creó AEORMA —Asociación Española para la Ordenación y Defensa del Medio Ambiente— pero habrá que esperar a los inicios de la transición para poder hablar en España de la aparición de los primeros embriones significativos del movimiento ecologista, que arrancaron en el encuentro de Pamplona de 1974. Como sucedió en la mayoría de los países europeos el componente antinuclear fue uno de los elementos centrales en su consolidación. La oposición a las centrales nucleares articuló sucesivas campañas bajo el lema «nucleares no, gracias». Las protestas contra la construcción o por la inseguridad de las centrales y el secretismo de la industria nuclear se sucedieron. Destacaron las movilizaciones contra la construcción de Lemóniz, que concentraron a miles de personas desde 1977 hasta su paralización definitiva el 12 de mayo de 1982. Este movimiento quedó profundamente alterado por la intromisión del terrorismo de ETA, con el asesinato del ingeniero José María Ryan el 6 de febrero de 1981, en un intento de apropiación del movimiento antinuclear vasco, que condujó a su declive. En otros puntos del país se desarrollaron sobre todo desde 1977 y a lo largo de los años 80 protestas contra la instalación o funcionamiento de las centrales nucleares como las de Ascò —Ascò 2 paralizada el 25 de agosto de 1986—, Valdecaballeros, Vandellòs —el 26 de noviembre de 1989 se decretó el cierre provisional de Vandellòs 1—, Garoña o Trillo. La moratoria nuclear aprobada con el Plan Energético Nacional de 1984-1992, con la consiguiente paralización de las centrales en diseño o construcción marcó el inicio del declive del movimiento antinuclear. El movimiento ecologista participó de forma activa, impulsando en numerosos ocasiones, el movimiento anti-Otan de los años 80, esta ligazón favoreció inicialmenxxxxxx 498
te su expansión con las marchas a las bases norteamericanas de Torrejón de Ardoz Zaragoza o Rota, pero tras el referéndum de 1986 sobre la OTAN y la negociación del nuevo acuerdo con los Estados Unidos que llevó al abandono de las bases de Zaragoza y Torrejón el declive del movimiento anti-Otan también afectó negativamente al movimiento ecologista. Otra de sus señas de identidad en los años 80 fue su oposición a los campos de tiro militares de Cabañeros, Anchuras, el Teleno o la isla de la Cabrera, o las movilizaciones contra la construcción del embalse de Riaño. Un movimiento ecologista fuertemente deudor de los postulados ideológicos de los restos de la izquierda del PCE, que tras su fracaso electoral en las primeras elecciones democráticas de 1977 tendió a refugiarse en los nuevos movimientos sociales, imprimiéndole un excesivo carácter antiotanista que terminó por pasar factura. La fragmentación de las organizaciones y colectivos ecologistas en España y su fascinación y mimetismo mecanicista respecto de la experiencia de los verdes alemanes dividió y debilitó aún más al movimiento ecologista. Surgieron varias y enfrentadas tentativas de partidos verdes en España en los años 80 que se saldaron con sonoros y recurrentes fracasos, faltos de credibilidad y de recursos humanos y económicos. Revistas como El Viejo topo, Transición, Ajoblanco, Integral, Mientras tanto —dirigida por el filósofo marxista hetedoroxo Manuel Sacristán— o la más científica y conservacionista Quercus difundieron el ideario ecologista, su desigual suerte, muchas desaparecieron, era fiel reflejo de las dificultades de consolidación del movimiento ecologista y de la nueva izquierda en España. La constitución de Izquierda Unida en 1986 también contribuyó a ello, al ocupar una parte del espacio político que una posible oferta verde hubiera podido tener en España en la segunda mitad de los años 80. La incorporación subordinada y anecdótica de algunos colectivos y organizaciones ecologistas en las filas de Izquierda Unida no solventó el problema, sobre todo tras la deriva hacia la comunistización —control absoluto por parte del PCE— iniciada a partir de la III Asamblea de Izquierda Unida. En los años 90 además de la conservacionista ADENA, destacaba la presencia de Greenpeace, la principal y más potente organización ecologista en España, con miles de socios, y dentro de la multiplicidad de pequeños colectivos ecologistas supervivientes, pero con escasa presencia, influencia y militantes, destacaba Aedenat. El ecologismo encontró acomodo organizativo en numerosas asociaciones de carácter conservacionista dedicadas a la protección y salvación de especies en peligro de extinción de la fauna ibérica, con una marcada competencia biológica. Un cierto conservacionismo y difuso ecologismo se instaló en la sociedad española, sin alcanzar los niveles de otros países como Alemania o los países del norte de la Unión Europea. Ejemplo de ello fue la débil respuesta social ante el desastre de la ruptura de la balsa de la mina de Aználcollar en 1998, que contaminó gravemente las proximidades del Parque Natural de Doñana. Los resultados de las elecciones al Parlamento europeo de junio de 1994 permiten realizar algunas interesantes apreciaciones. Es en los países más avanzados industrialmente y con sociedades del bienestar más desarrolladas donde los partidos verdes han logrado una mayor implantación. El grupo parlamentario verde en Bruselas se nutre de miembros procedentes de Alemania, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Luxemburgo, Italia e Irlanda. Mientras que en aquellos países europeo-occidentales con procesos de industrialización más tardía y con estados del bienestar menos desarrollados son todavía los partidos comunistas, algunos de ellos sometidos a fuertes procesos de reconversión, los que ocupan el espacio político de la nueva izquierda representada xxxxxxxx 499
por los partidos verdes, alejada de tradicional divisoria ideológica cristalizada por la sociedad industrial. Así el grupo confederal de la Izquierda Unitaria Europea, formado por 28 eurodiputados, estaba integrado por miembros de España, Grecia, Portugal, Italia —Refundación Comunista— y Francia —PCF. La anomalía estaba representada por Francia, no tanto por la presencia del PCF como por la debilidad de los verdes, motivada por las divisiones internas de los verdes franceses que les llevaron a presentar dos candidaturas y al desastre electoral. Las elecciones de 1996 que llevaron al triunfo electoral de Lionel Jospin corrigieron en cierta medida esta situación con la incorporación de varios representantes verdes en el gobierno de la izquierda plural. En otras palabras, la persistencia de la tradicional divisoria ideológica procedente de la sociedad industrial era todavía fuerte en estas sociedades. Además, en los casos de España, Grecia y Portugal la existencia de regímenes dictatoriales tras la segunda guerra mundial marcaron pautas diferenciales respecto de la evolución de los países europeo-occidentales, dado el compromiso con la lucha democrática de los respectivos partidos comunistas. Si consideramos el caso de Alemania oriental y los resultados cosechados por el PDS, el partido heredero de la tradición comunista en la Alemania unificada, con un voto fuertemente concentrado en el territorio oriental, donde llegaba a superar en numerosas circunscripciones el 20 por ciento de los votos, dicha apreciación cobra un nuevo valor. 39.5. EL MOVIMIENTO PACIFISTA. DE LA DESNUCLEARIZACIÓN AL ANTIMILITARISMO: LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA Y LA INSUMISIÓN
El nuevo movimiento por la paz que recorrió Europa en el decenio de los ochenta se fundamentó en el peligro de una guerra nuclear limitada, con escenario en Europa, a raíz de la doble decisión de la Unión Soviética y los Estados Unidos de fabricar misiles de alcance medio, con un radio de acción comprendido entre los 500 y 2000 kms., los SS-20 y los Pershing 2 y Cruise: los euromisiles. En 1976 se iniciaba por parte de la Unión Soviética la producción de misiles SS-20. En junio de 1979 Estados Unidos aprobaba el programa de construcción de los sistemas móviles de misiles MX. El 9 de diciembre de ese año se celebró en Bruselas la primera manifestación masiva en contra de la instalación de misiles de alcance medio en Europa Occidental. Tres días después, el 12 de diciembre, la OTAN adoptó la llamada doble decisión por la que se acordó la instalación en Europa occidental de los misiles de alcance medio. En abril de 1980 se fundó la END —European Nuclear Disarmament, Desarme Nuclear Europeo—, la coordinadora que aglutinó al movimiento por la paz europeo de los años 80. Dos objetivos marcaron su trayectoria: la desnuclearización de Europa, tanto occidental como oriental, y el respeto de los derechos civiles y humanos en los países del Este. Dos elementos diferenciaban el movimiento por la paz de los ochenta de las movilizaciones de los años 50 y primeros 60. De un lado, su carácter internacional, la constitución de la END hizo del movimiento por la paz un movimiento transnacional, donde las actividades y movilizaciones se desarrollaban en un triple escenario: el local, el nacional y el internacional. La estructura de la END se caracterizaba por su flexibilidad. Una Convención anual reunía a todas aquellas personas y grupos, independientemente de su tamaño e influencia, que desearan asistir. La larga sombra del mayo del 68 se dejaba sentir en el carácter asambleario, pluralista y antiautoritario de la END. Esta estructura flexible y horizontal no restó operatividad xxxxxxxxx 500
ni capacidad movilizadora a la END, antes al contrario permitió la colaboración de corrientes muy dispares, ideológica y políticamente —de las iglesias nórdicas y cristianos de base a la extrema izquierda, pasando por la socialdemocracia, los comunistas occidentales o los defensores de los derechos civiles del Este, de Solidarnosc a Carta 77 de Checoslovaquia. En España el movimiento pacifista fue en los años 80 sobre todo un movimiento antiOtan, que se alimentó del marcado antinorteamericanismo de la izquierda social y política. El ingreso de España en la OTAN, decidido por el último gobierno de la UCD presidido por Leopoldo Calvo Sotelo en 1981, y la inicial oposición del PSOE a la misma favorecieron el despegue del movimiento. El 5 de julio de ese año se celebró en Madrid el primer gran festival anti-Otan que concentró a decenas de miles de personas. Durante la campaña electoral de 1982 el PSOE se manifestó en contra de la forma en que el gobierno de Calvo-Sotelo —UCD— había decidido la entrada de España en la OTAN, comprometiéndose a celebrar un referéndum sobre el tema. El compromiso electoral del PSOE marcó el despegue del movimiento por la paz en España, polarizado en torno al desmantelamiento de las bases norteamericanas en territorio español y el No a la OTAN. Las marchas a las bases hispano-norteamericanas de Torrejón de Ardoz, sobre todo, Zaragoza y Rota se convirtieron en punto de referencia obligado de la trayectoria del movimiento por la paz en España desde principios de los años 80. El movimiento por la paz que pivotó en torno a tres grandes corrientes: la representada por las Comisiones Anti-Otan, impulsadas por el Movimiento Comunista y la Liga Comunista Revolucionaria —prácticamente las dos únicas organizaciones de la izquierda del PCE sobrevivientes de los años 70—; los grupos pacifistas y antimilitaristas no simplemente anti-Otan, como el Movimiento de Objeción de Conciencia y los grupos aglutinados alrededor de la revista En pie de paz, nacida en 1986; y, finalmente, el polo articulado en torno al Partido Comunista de España, cuya actividad se inicio más tardíamente debido a la aguda crisis interna en la que se encontraba sumido el PCE desde 1981, y materializado en la Mesa por el Referéndum en julio de 1984, reconvertida, una vez convocada por el gobierno socialista, en Plataforma Cívica por la Salida de la OTAN, que representó el inicio de la recuperación del PCE y su nueva orientación, con la llegada a la Secretaría General de Gerardo Iglesias, culminada tras el referéndum de marzo de 1986 en la constitución de Izquierda Unida. Estos tres polos se coordinaron, no sin problemas y desavenencias, en la Coordinadora Estatal de Organizaciones Pacifistas (CEOP). El 12 de marzo de 1986 triunfó en el referéndum la permanencia de España en la OTAN, pero a pesar de ello 6.829.329 personas —39,84%— votaron por la salida de la Alianza Atlántica. La actividad del movimiento por la salida de la OTAN en los meses previos al referéndum logró revitalizar al tejido social, miles de personas se incorporaron a cientos de grupos, decenas de miles participaron en manifestaciones en las principales ciudades españolas entre 1984 y marzo de 1986 —como la del 3 de junio de 1984 en Madrid o las del 10 de noviembre de 1985 en las principales ciudades españolas y del 9 de marzo de 1986 en Madrid. El 12 de marzo marcó el punto de inflexión de la influencia, apoyo social y capacidad movilizadora del movimiento por la paz en España. El triunfo del SI inició el declive del movimiento, evidenciando su marcado carácter antiatlantista. La firma en mayo de 1989 del nuevo convenio de defensa con los Estados Unidos en el que se estableció el abandono por parte del ejército norteamericano de las bases de Torrejón de Ardoz y Zaragoza fue la puntilla para xxxxxx 501
el definitivo declive del movimiento anti-Otan. En cualquier caso, la campaña por la salida de la OTAN impulsó el proceso de renovación de la izquierda del PSOE con el nacimiento de Izquierda Unida y, además, dejó un rescoldo que se avivó fugazmente con el estallido de la guerra del Golfo Pérsico, constituyendo el antecedente inmediato desde el que ha progresado de manera imparable la objeción de conciencia y la insumisión. Evolución de la Objeción de Conciencia en España, 1985-1997.
En 1977 la cifra es hasta el 30 de noviembre.
La objeción de conciencia en España se convirtió en la segunda mitad de los años 80 en potente fenómeno. A ello contribuyó el profundo descrédito del servicio militar obligatorio entre los jóvenes. Es verdad que no todos los objetores eran militantes de las tesis antimilitaristas del Movimiento de Objeción de Conciencia —MOC—, ni compartían su estrategia a favor de la insumisión, pero el número de objetores creció como la espuma entre 1985 y 1997. En 1985 hubo 12.170 solicitudes de objeción de conciencia al servicio militar, en 1990 se elevaron a 27.398, que en sólo once meses de 1997 ascendieron a 118.099. En ese mismo período los insumisos al servicio militar pasaron de los 3.000. El modelo del ejército basado en el servicio militar obligatorio resultó inviable. Muchos de los objetores simplemente rechazaban el servicio militar obligatorio y confiaron, con bastante acierto, en que la Prestación Social Sustitutoria —PSS — sería incapaz de absorber el desmesurado crecimiento de solicitudes, librándose muchos de ellos de la denostada mili y de la prestación social, como así ocurrió. Inviabilidad de un ejército de leva obligatoria que llevó al Partido Popular a defender la completa profesionalización de las Fuerzas Armadas y la eliminación del servicio militar obligatorio. Tras su llegada al gobierno en 1996 la realización completa de esta profunda transformación del ejército español habrá culminado en el año 2002.
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Finalmente, es necesario referirse al movimiento pacifista vasco, que desde los años 80 fue consolidándose en una situación enormemente difícil debido al acoso de Herri Batasuna y Jarrai, por su rechazo sistemático de la violencia terrorista. Sus denuncias permanentes de los atentados terroristas de ETA y de los GAL, le granjearon una creciente credibilidad en la sociedad vasca. Gesto por la Paz, fundada en 1986, inició una campaña de concentraciones silenciosas tras cada atentado terrorista en los municipios vascos. A pesar del acoso del radicalismo abertzale próximo a ETA mantuvieron las convocatorias. Desde las escasas decenas de personas de los primeros tiempos fueron creciendo en magnitud, hasta generar una respuesta cada vez más activa contra el terrorismo y la violencia por parte de la sociedad vasca. En 1990, Denon Artean, escindida de Gesto por la Paz, también se sumó dicha iniciativa. El secuestro de Julio Iglesias Zamora llevó a Gesto por la Paz a lanzar la iniciativa del lazo azul y provocó una de las más grandes manifestaciones celebradas en Euskadi el 11 de septiembre de 1993. El asesinato del catedrático de Derecho Constitucional y ex Presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente, en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid el 14 de febrero de 1996, movilizó a cientos de miles de ciudadanos en toda España. En Madrid la manifestación sobrepasó las 800.000 personas, siendo la más numerosa desde la transición después de la habida tras el intento del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Los estudiantes de la Universidad Autónoma de Madrid pusieron en marcha la iniciativa «manos blancas» en repudio por el asesinato de Tomás y Valiente, que a través de internet contó con miles de adhesiones, ejemplo de los nuevos tiempos y nuevas formas de acción y difusión que caracterizan a los nuevos movimientos sociales. El secuestro y asesinato del concejal popular del municipio de Ermua, Miguel Ángel Blanco, sucedido entre el 10 y el 12 de julio de 1997, marcó un punto de inflexión de la condena del terrorismo por la sociedad vasca y cientos de miles de personas se manifestaron en las principales ciudades de Euskadi. En los años 90 la acción continuada de Gesto por la Paz y Denon Artean generó una dinámica imparable contra la violencia terrorista. Las decenas de personas se convirtieron en cientos y, en los momentos álgidos, en miles que tras cada atentado terrorista se concentraban en las plazas de un número cada vez mayor de municipios vascos. Hasta el punto de ser en Euskadi donde el movimiento pacifista representado por ambas organizaciones ha encontrado mayor eco social. 39.6. LA COOPERACIÓN AL DESARROLLO. UNA NUEVA FORMA DE ENTENDER LA SOLIDARIDAD INTERNACIONAL. LA EXPLOSIÓN DEL MOVIMIENTO DE LAS ONG
En los años 50 y 60 la solidaridad con los países del Tercer Mundo se articuló a través de la movilización política de la izquierda. Era el momento en el que las antiguas colonias estaban accediendo a la independencia política. Sucesos como la guerra de Argelia, la revolución cubana o la guerra del Vietnam generaron importantes movilizaciones y unos estados de opinión en favor de lo que se denominó el tercermundismo. Estos movimientos de solidaridad se caracterizaban por su fuerte componente político. El antiimperialismo era el común denominador de todos ellos. Se identificaba la solución de los problemas del Tercer Mundo con el triunfo de las luchas guerrilleras para imponer un nuevo orden social, económico y político en los nuevos paíxxxxxx 503
ses independizados. En el Tercer Mundo el protagonismo corría de la mano de dichos movimientos guerrilleros. En el Primer Mundo la solidaridad se expresaba en la sucesión de manifestaciones contra el intervencionismo de las grandes potencias y particularmente de Estados Unidos, a la par que proliferaban los discursos contra la rapiña económica de estos países en las áreas subdesarrolladas. Se crearon nuevos mitos como los del Che Guevara o Ho chi Minh. Sus posters convivían con los de los Beatles y los Rolling Stones en las habitaciones de los jóvenes europeos y norteamericanos. En los años 70 y 80 esta solidaridad política fue erosionándose. En primer lugar, porque el mensaje fundamentalmente antinorteamericano que los caracterizaba se demostraba fuertemente unilateral. La Unión Soviética demostraba comportamientos similares en sus zonas de influencia. Fue especialmente significativa la guerra de Afganistán o el caso de Etiopía. La República Popular China no fue una excepción. El desengaño fue enorme por su apoyo a la dictadura del general Pinochet en Chile. En segundo lugar, los movimientos revolucionarios que se hicieron con el poder en este período defraudaron las expectativas de emancipación y liberación que proclamaban. Se instalaron regímenes autoritarios o que reproducían el modelo económico y político de los desacreditados países del socialismo real. La crisis de la solidaridad política no significó el fin de los movimientos de solidaridad. Ocuparon su lugar de forma progresiva las Organizaciones No Gubernamentales —ONG. Coincidiendo con el fin de la guerra fría y el desmoronamiento de los regímenes de socialismo real, surgió una nueva conciencia de la globalidad de los problemas de la humanidad. A la par se demostró el fracaso de las políticas de desarrollo impulsadas por los países occidentales en el Tercer Mundo. El hambre, la pobreza, las epidemias, el analfabetismo, la desigualdad de la mujer, lejos de solucionarse se vieron agravados por la explosión demográfica. En amplios sectores de la opinión pública de los países desarrollados resultaba insoportable aceptar que el 20 por ciento de la población mundial disfrutara de más del 80 por ciento de la renta mundial. Frente al egoismo de las sociedades del despilfarro emergió una nueva conciencia solidaria: el movimiento de las ONG. En España el movimiento de las ONG fue de más tardío desarrollo que en el resto de Europa. La politización y el compromiso social en la primera mitad de los años 70 se canalizó hacia la lucha antifranquista. Por otra parte, el menor grado de desarrollo económico y social de España en aquellos años convertía el problema de la solidaridad internacional en algo lejano y distante, más propio de las sociedades del bienestar a las que se aspiraba a pertenecer. Tuvieron que pasar los años para que el movimiento de las ONG en España despegara. Fue en el decenio de los años 90 cuando el movimiento de las ONG se puso en marcha en territorio español. Un acontecimiento marcó su espectacular irrupción: el impacto y la solidaridad social que despertó en la sociedad española el genocidio de Ruanda, por las matanzas indiscriminadas de la población tutsi a manos del ejército ruandés controlado por un gobierno de mayoría hutu, en la primavera y el verano de 1991. Miles de personas dieron su apoyo económico a las ONG españolas, especialmente a Médicos sin fronteras que en el lapso de meses pasó a contar con miles de socios. Desde entonces el movimiento de las ONGs no hizo sino crecer. Miles de personas se incorporaron a las mismas y el voluntariado ha ocupado de forma altruista el tiempo de decenas de miles de ciudadanos, especialmente jóvenes. Otro hito significativo fue la acampada en 1994 delante del ministerio de Economía y Haxxxxxx 504
cienda en demanda del 0,7 por ciento, para que el gobierno destinara el 0,7 por ciento del PIB a ayuda al desarrollo, hecho que sensibilizó a miles de personas en las principales ciudades españolas. El conflicto bélico en Bosnia fue otro puntal destacable en la extensión de la conciencia solidaria de la sociedad española. La participación de soldados españoles como cascos azules en la misión de la ONU —UNPROFOR— contribuyó a ello y representó un fuerte reconocimiento y una importante legitimación social para las Fuerzas Armadas, hasta entonces todavía dañadas por el impacto del fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Las imágenes de las atrocidades cometidas por los serbobosnios retransmitidas por las televisiones despertaron la indignación y movilizaron la solidaridad con Bosnia. España abrió sus puertas a las mujeres y niños refugiados, cientos de millones se recaudaron para la ayuda humanitaria. La labor de José María Mendiluce al frente del ACNUR en Bosnia, con sus permanentes denuncias del genocidio que se estaba cometiendo, conmovió las conciencias de cientos de miles de españoles. Sarajevo se convirtió en un símbolo de la solidaridad española y europea. El asedio y matanzas de la población bosnia de Srebrenica en el verano de 1995 llevó a la constitución de la campaña Europa por Bosnia. Impulsada por Mendiluce dio lugar a movilizaciones durante todo ese verano, sobre todo en Cataluña, en demanda de una intervención militar de la OTAN en Bosnia para poner fin a la guerra y terminar con el genocidio de la población civil. Un hecho significativo, pues en Europa por Bosnia participaron algunas ONG, como la Asamblea de Cooperación por la Paz, cuyos orígenes se remontaban a la campaña por la salida de España de la OTAN. Esta iniciativa fue una muestra de la evolución del pensamiento de amplios sectores de la sociedad a favor del derecho de injerencia internacional, canalizado y protagonizado por la ONU, para garantizar el respeto de los derechos humanos e impedir la repetición de genocidios como los de Ruanda o Bosnia. Igualmente, Europa por Bosnia fue un buen ejemplo del nuevo concepto de solidaridad representado por las ONG, pues dicha campaña no se quedó sólo en la reivindicación callejera y mediática de la intervención militar, sino que organizó también un corredor humanitario que recogió cientos de millones de pesetas y envió miles de toneladas de ayuda humanitaria a la población civil de Bosnia. Derecho de injerencia humanitaria que en la segunda mitad de los años 90 encontró su traducción en las exigencias del establecimiento de un tribunal de justicia internacional encargado de velar por el respeto de los derechos humanos y de perseguir los crímenes de guerra y contra la humanidad. Evolución del derecho internacional que se tradujo en la creciente adhesión de las naciones al Convenio contra la Tortura auspiciado en 1984 por la ONU, en la firma del Tratado para la eliminación de las minas personales de 1997, o en la causa contra los crímenes cometidos por las dictaduras militares de Chile y Argentina impulsadas por el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, que condujeron a la detención en Londres del general Pinochet en octubre de 1998 y a la solicitud de su extradición a España para responder de los delitos de genocidio, asesinato, desaparición de personas y torturas durante la dictadura chilena. El amplio eco alcanzado por el movimiento de las ONG en España y la labor de sensibillización social desarrollada en apenas un decenio han logrado amplias e inmediatas respuestas de la sociedad española. Una de sus demostraciones más expresivas fueron los miles de millones de pesetas recogidos en apenas unas semanas en apoyo xxxxxxx 505
de las víctimas del huracán Mitch en Centroamérica en diciembre de 1998. Un movimiento constituido por cientos de ONG, con decenas de miles de socios —con aportaciones regulares de dinero— y que en las grandes campañas de solidaridad moviliza la conciencia y la colaboración de cientos de miles de personas, claramente consolidado y una de las más relevantes expresiones de la nueva sociedad civil democrática que en España se fue contruyendo tras la consolidación de la democracia. Movimiento de ONG que en la segunda mitad de los 90 alcanzó su madurez organizativa, con la creciente eficacia y profesionalización en las tareas de cooperación al desarrollo y ayuda humanitaria, ganando una creciente credibilidad en la sociedad hasta el punto de ser objeto de una mayor atención por los mass-media. El espectacular desarrollo de la conciencia solidaria en la opinión pública española no condujo a la altura de 1998 al cumplimiento del gran objetivo del movimiento de las ONG de destinar el 0,7 por ciento del PIB español a la cooperación al desarrollo, aunque la implicación de las distintas administraciones, municipales, autonómicas y estatales, en la dotación de recursos para la cooperación creció a lo largo del decenio de los noventa. Movimiento de ONG de marcado carácter plural, que recoge el amplio espectro de las sensibilidades e ideologías presentes en la sociedad española, desde las laicas e independientes como la Asamblea de Cooperación por la Paz, Iepala, o Paz y Tercer Mundo a las vinculadas a la Iglesia católica, como Manos Unidas o la más conservadora Codespa —vinculada al Opus Dei—, pasando por las ONG impulsadas por militantes de los partidos y sindicatos como Solidaridad Internacional o el MPDL —vinculadas al PSOE—, Humanismo y Democracia —vinculada al Partido Popular—, Sodepaz —vinculada a Izquierda Unida— Paz y Solidaridad —de Comisiones Obreras— e Iscod —de UGT— para llegar a las grandes ONG con miles de socios como Médicos sin fronteras, Intermón, Ayuda en Acción o en menor medida Médicos del Mundo. 39.7. UNA NUEVA FORMA DE PENSAR Y ACTUAR Los estudios sociológicos realizados sobre la base social de los nuevos movimientos sociales han revelado que su composición se alimenta fundamentalmente de las nuevas clases medias urbanas: jóvenes, mujeres, universitarios, profesionales del sector público —en especial del mundo de la enseñanza y de los servicios sociales. Una base social con un nivel educativo sensiblemente superior a la media de las sociedades industrialmente avanzadas. Dichos resultados no deben extrañar si consideramos los nuevos valores enarbolados por los nuevos movimientos sociales. Nuevos valores asociados a lo que se ha dado en llamar valores postmaterialistas, queriendo significar con ello que las preocupaciones y motivaciones de los activistas, simpatizantes y votantes se deslizan más hacia las problemáticas asociadas a la calidad de vida, la igualdad en los comportamientos entre sexos, la degradación del medio ambiente, la democratización de las relaciones sociales y el pacifismo que hacia la problemática relacionada con los niveles de ingreso, motor tradicional del movimiento obrero. Los nuevos movimientos sociales representan una crítica ilustrada y universalista de la modernidad, tal como se ha configurado en la civilización occidental a lo largo de los siglos XIX y XX, articulada en torno a la ideología del progreso, aso-
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ciada a los procesos de racionalización técnica, económica, política y cultural. Generan nuevas cosmovisiones que tratan de superar sin renunciar a algunos de los valores centrales de la tradición liberal, que polarizó el conflicto sociopolítico de los siglos xviii y xix, y del movimiento obrero, que paulatinamente hegemonizó el conflicto social entre 1871 y 1939. Esbozan un nuevo esquema de racionalidad que pretende superar los efectos perversos de los procesos de modernización, asumiendo los mensajes emancipatorios y liberadores de las tradiciones liberal —libertad y derechos humanos— y socialista —igualdad y solidaridad— en un nuevo contexto universalista que comprende el conjunto de la humanidad —de ahí el hincapié en la eliminación de las desigualdades Norte-Sur, la demanda de un nuevo orden económico internacional—, las relaciones entre la humanidad y el planeta —respeto del medio ambiente, políticas ecológicas, anticonsumismo, solidaridad intergeneracional— y la relación entre hombres y mujeres —igualdad jurídica y de oportunidades, control de la natalidad y derecho a la libre realización personal— mediante los nuevos valores incorporados por el feminismo, el ecologismo y el pacifismo. Esta nueva cosmovisión trata de evitar el carácter omnicomprensivo de las anteriores racionalizaciones de la civilización occidental, que derivaban en un marcado etnocentrismo, tanto en sus versiones revolucionarias como reformistas, mediante la construcción de sistemas totalizadores y cerrados que hacían de Occidente la pauta y vanguardia del progreso de la humanidad, legitimando sus pretensiones de dominio mundial. La ausencia de una alternativa global, sistemática y totalizadora no sería, pues, una manifestación de la inmadurez y juventud de los nuevos movimientos, sino de la asunción consciente de un pluralismo en el que los valores y aportaciones de las diversas civilizaciones y cosmovisiones actuarían en igualdad de condiciones sobre la base del reconocimiento mutuo y no sobre la base de la dialéctica del dominio. La segunda mitad del siglo XX nos ofrece algunos ejemplos, a escala reducida, de los efectos de la acción del hombre sobre el planeta, desde el agujero de la capa de ozono a los procesos de desertización o de calentamiento de la atmósfera. La biotecnología y la genética plantean de una forma ampliada el problema de la responsabilidad del género humano respecto del futuro del planeta y de la propia especie, puesto que las decisiones del presente pueden condicionar irreversiblemente el futuro. Se impone una nueva ética de la responsabilidad, en la que deberán cuestionarse determinados valores que han primado la acción de la civilización occidental en los últimos tres siglos, sin por ello renunciar al avance de la ciencia y de la innovación tecnológica, pero sustituyendo el inocente optimismo de la ideología del progreso en vigor desde la Ilustración por una nueva actitud que tome en consideración las consecuencias para el futuro de los actos y decisiones del presente, reactualizando la reflexión weberiana sobre la ética de la responsabilidad. En fin, la realidad se ha demostrado más compleja de lo pensado por el hombre de ciencia de principios del siglo XX. Procesos reversibles e irreversibles conviven y conforman la Naturaleza. Leyes deterministas e indeterministas configuran la realidad de la ciencia de finales del siglo XX. Caos y causalidad, orden y desorden constituyen un entramado indisociable de la realidad de los fenómenos físicos, biológicos y sociales. La vieja pretensión cientifista de considerar la realidad como algo perfectamente previsible y determinable tiene que ceder el paso a una nueva concepción de la realidad. 507
Una nueva realidad a la que la sociedad española se ha incorporado aceleradamente durante el último tercio del siglo XX. A las puertas del nuevo milenio que inaugura el siglo XXI, los logros de la sociedad informacional y las problemáticas abiertas por las profundas transformaciones acontecidas forman parte de la realidad española, que ha dejado de ser aquel país que durante la dictadura de Franco veía los acontecimientos desde la pasiva barrera de los excluidos, expresada en aquel eslogan publicitario de «España es diferente» para atraer las imperiosas divisas de los turistas de las envidiadas sociedades del bienestar europeas.
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