SOBRE LA ESENCIA DE LA VIRTUD
Romano Guardini
[15] En estas consideraciones ha de hablarse de algo que nos afecta a todos, a cada cual a su manera: esto es, de la virtud. Probablemente esta palabra empieza por sonarnos como algo extraño e incluso antipático: fácilmente suena a anticuada y a "moralizadora". Hace cuarenta años escribió el filósofo Max Scheler un artículo que lleva por título "Para la rehabilitación de la virtud". Es un poco extraño, pero comprensible si se piensa que entonces se reanimaba la ética, que bajo el dominio de Kant se había resecado en una doctrina del deber, y se empezaba a comprender otra vez el bien como algo vivo, que afecta a todo el hombre. En esa situación, Scheler aludió a la transformación que han experimentado en el curso de la historia la palabra y el concepto "virtud", hasta tomar el penoso carácter que todavía revisten. Así, para los griegos, la virtud, arete, era el modo de ser del hombre de índole noble y de buena educación; para los latinos, virtus significa la firmeza con que el hombre noble se situaba en el Estado y en la [16] vida; la Edad Media germánica entendió por tugent la índole del hombre caballeresco. Poco a poco, sin embargo, esa virtud se volvió provechosa y "decente", hasta adquirir ese peculiar acento que sintetiza interiormente algo en el hombre crecido de modo natural. Si nuestro lenguaje tuviera otra palabra, la usaríamos. Pero no tiene más que ésta, de modo que, desde el principio, hemos de ponernos de acuerdo en que significa algo vivo y hermoso. Entonces, ¿qué quiere decir? Quiere decir que, en cada ocasión, las motivaciones, las fuerzas, el actuar y el ser del hombre quedan reunidos por un valor moral determinante, por —diríamos— una dominante ética, formando un conjunto característico. Elijamos como ejemplo una virtud sencilla: el orden. Significa que el hombre sabe dónde está el sitio de una cosa y cuándo es el momento de una acción; qué medida hay que aplicar en cada caso y en qué relación están entre sí las diversas cosas de la vida. Significa el sentido de regulación y repetición, y de lo que debe hacerse para que perduren una situación o un arreglo. Si el orden llega a ser virtud, entonces quien lo ejerce no lo realizará meramente en una decisión aislada —así, si ha de trabajar, aunque en vez de eso le gustaría hacer otra cosa, se concentra y hace [17] lo que ahora es el momento de hacer—, sino como actitud de la vida entera, como una disposición de ánimo que adquiere vigencia en todo; que no sólo determina su acción personal, sino también su ambiente, de modo que todo su mundo circundante adquiere algo claro y digno de confianza. Pero la virtud del orden, para ser viviente, debe tocar también a las otras virtudes. Para que una vida esté ordenada del modo justo, ese orden no debe convertirse en un yugo que pesa y obliga, sino que debe ayudar al crecimiento; por eso, forma parte de ella la conciencia de lo que estorba a la
vida y lo que la hace posible. Así, pues, una personalidad está rectamente ordenada si tiene energía y puede superarse, pero también si es capaz de quebrantar una regla cuando es necesario para que no resulte algo estrecho; y así sucesivamente. Una auténtica virtud representa una mirada a través de toda la existencia del hombre. En ella, como se ha dicho, un valor moral se convierte en dominante que unifica la abundancia vital de la personalidad. Ahora bien, hay dos modos de realización de la virtud del orden. Puede ser innata, entonces surge con facilidad y obviedad de la naturaleza de la persona [18] en cuestión. Todos conocemos personas así, cuya mesa está arreglada sin esfuerzo y en cuyas manos las cosas encuentran un sitio como por sí mismas. El deber de quien tiene tal carácter consiste entonces en cuidar sus disposiciones y desplegarlas, para que lleguen a ser algo obvio, que aclare y hermosee la existencia; pero también en protegerlas de una degeneración, pues pueden dar lugar a estrechez y dureza. Entonces surge el pedante, en torno al cual la vida se reseca. Pero hay también quienes tienen otro carácter, sin que el orden les sea propio por naturaleza. Se inclinan a seguir el impulso del momento, con lo cual la acción pierde su sentido consecuente, a interrumpir lo iniciado, porque se hace aburrido; a dejar estar las cosas, porque se les caen de las manos como si quisieran escaparse. Incluso el orden como tal se les hace una carga. El cuarto arreglado les parece inhabitable; prever el día y establecer un horario les parece pedantería; dar cuentas sobre entradas y salidas les parece coerción gravosa. El hecho de que haya una regla incluso los excita, provocándoles ganas de quebrantarla, porque para ellos libertad significa la posibilidad de hacer siempre lo que se les antoje. Las personas de tal carácter llegan al orden sólo al comprender que es un elemento indispensable de la vida, propia y común. Deben disciplinarse, ponerse en movimiento [19] de nuevo tras cada fracaso, luchar por el orden. Así, esta virtud adquiere en ellos un carácter de algo consciente y penoso, para luego conquistar una cierta obviedad, quedando siempre en peligro, ciertamente. Ambas formas de virtud son buenas, ambas necesarias. Es un gran error pensar que sólo es auténtica aquella virtud que surge con naturalidad del propio ser, así como es falso decir que sólo es moral lo que se logra con esfuerzo. Ambas cosas son virtud: humanidad con forma moral, sólo que realizada por diversos caminos. También se debe decir que el orden auténtico asume un carácter diverso según la índole del dominio a que se dirige. Las cosas inanimadas en un depósito se ordenan de modo diverso que, digamos, los animales vivos en el establo, o las personas en un trabajo; los soldados en su servicio, de otro modo que los niños en la escuela. Así habría mucho que seguir diciendo; por ejemplo, en conexión con el sentido del valor humano y la posición social, el sentido del orden se convierte en conducta correcta en la vida social; junto con el sentido de las situaciones, se convierte en sentido de lo oportuno, en tacto; y así sucesivamente.
La virtud es también un modo de relación con el [20] mundo. ¿Cómo ve el mundo uno en quien actúa el sentido del orden? Nota que todo en él está ordenado "conforme a medida, número y peso", según dice la Escritura. Sabe que nada ocurre de modo casual; todo está con sentido y en conexión. Goza viendo esa ordenación; pensemos, por ejemplo, en la imagen del mundo en los pitagóricos, que equiparaban las leyes del mundo con las de la armonía, y decían que cuanto acontece es gobernado por el son de la lira de Apolo. Quien tiene ese carácter, ve también el orden en la historia: ve que en ella tienen vigencia profundas reglas, todo tiene su causa, y nada queda sin consecuencias, como se expresa en el concepto griego de themis, según el cual toda acción de los hombres está sujeta a justicia y razón. Así, esa virtud significa a la vez una relación con toda la existencia, y da la posibilidad de descubrir en ella lados que no se hacen evidentes al que vive en desorden. Verdad es que también esa visión del orden puede volverse rígida, de modo que mire el "orden" sólo como orden natural, y éste a su vez sólo como necesidad mecánica. Entonces desaparecen las formas originales y la fecundidad viva; se pierde por completo todo lo que se llama abundancia anímica, libertad y creatividad, y la vida se queda cuajada en muda necesidad. [21] Pero una persona así también puede sufrir con eso, del mismo modo que, en general, toda virtud auténtica es un esbozo previo de alegría espiritual, tanto como de dolor espiritual. Al carente de orden, la confusión de las cosas humanas, mientras no lo afecte a él mismo, lo deja indiferente, suponiendo que no lo perciba y disfrute como el elemento de su vida. Por el contrario, quien sabe lo que es orden, siente el riesgo, más aún, la inquietud del desorden. Ésta se expresa en el viejo concepto del caos, de la disolución de la existencia; que toma forma, o mejor dicho, deformidad, en monstruos, en dragones, en el "lobo del universo", en la serpiente Midgard. A eso se refiere el modo de ser de los auténticos héroes, que no buscan aventuras, ni fama, sino que saben que tienen la misión de dominar el caos: Gilgamesh, Hércules, Sigfrido. Vencen lo que hace el mundo monstruoso, inhabitable; dan a la vida libertad y una situación de mesura. Para quien quiere orden, todo desorden en el interior del hombre, en las relaciones humanas, en el Estado y en el trabajo es algo intranquilizador, atormentador.
La virtud también puede enfermar; ya lo hemos sugerido. El orden puede dar lugar a un encadenamiento que perjudique al hombre. He conocido a un [22] hombre altamente dotado que decía: "Una vez que me he decidido a algo, no sería capaz de cambiar ya mi propia decisión, aunque lo deseara." Aquí el orden ha degenerado en coerción. O pensemos en los tormentos de conciencia con que el hombre escrupuloso se siente obligado a hacer algo, y a volverlo a hacer, una vez más y otra, forzado por un impulso que nunca lo deja libre. O en el educador que lo oprime todo en reglas firmes, para poder seguir dominando a sus alumnos, porque no es capaz de crear una ordenación elástica que sirva para la vida. O incluso en las situaciones plenamente patológicas en que uno sabe: ahora es el momento, ahora tiene que hacerse "eso"; si no, ocurrirá algo terrible; pero no se sabe qué "eso" de que ahora es el momento: una coerción de orden, que ya no tiene contenido.
En toda virtud se esconde también la posibilidad de una mengua de libertad. Así, el hombre ha de seguir conservando el dominio sobre su virtud para alcanzar la libertad de la imagen y semejanza de Dios. La virtud alcanza a toda la existencia, como un acorde que la reúne en unidad y, asimismo, se eleva hasta Dios, o mejor dicho, desciende de Él. Eso ya lo supo Platón, cuando atribuyó a Dios el nombre de agathón, "lo bueno". De la bondad eterna de Dios desciende la iluminación moral al espíritu de [23] los hombres sensibles, y da a los diversos caracteres, en cada caso, su especial disposición para el bien. En la fe cristiana llega a su plenitud ese reconocimiento; pensemos en la misteriosa imagen del Apocalipsis según la cual la síntesis del orden, la Ciudad santa, desciende de Dios a los hombres (21, 10 y ss.). Sobre eso habría que decir más de lo que aquí cabe. Sólo podemos señalar algo básico. Hay ante todo una verdad, mejor dicho, una realidad en que descansa todo orden de la existencia. Es el hecho de que sólo Dios es "Dios", no un fundamento anónimo del universo, no mera idea, no misterio de la existencia, sino el auténtico y vivo por sí mismo, Señor y Creador, mientras que el hombre es el creado, obligado a la obediencia al Señor supremo. Ése es el orden básico de toda relación terrenal y toda acción terrenal. Contra él se rebeló ya el primer hombre, al dejarse convencer de que iba a "ser como Dios", y contra él continúa hasta hoy la rebelión de grandes y pequeños, geniales y charlatanes. Pero si se daña ese orden, por mucho poder que se obtenga, por mucho bienestar que se asegure, por mucha cultura que se edifique, todo sigue estando en el caos.
Otro modo de estar cimentada la virtud en Dios es [24] la ley inexorable de que toda injusticia exige expiación. Al hombre le gusta convertir su propio carácter olvidadizo en carácter de la historia, y, cuando ha cometido injusticia, supone que los resultados quedan inalterados, y que los efectos pretendidos siguen ahí, mientras que lo injusto ha pasado ya y se ha convertido en nada. Se ha formado una idea del Estado según la cual a éste le está permitida toda injusticia en obsequio al poder, al bienestar, al progreso. Una vez que ha alcanzado su objetivo, esa injusticia se sumerge en la nada. En realidad, sigue estando ahí: en la materia y la conexión de la historia, en la contextura vital de quienes la cometieron y quienes la padecieron; en el influjo que ha ejercido sobre los demás, en la acuñación de los ánimos, del lenguaje, de las actitudes que conforman una época. Y se expiará alguna vez; debe expiarse, ineludiblemente. De eso se ocupa Dios. El tercer modo es la revelación sobre el Juicio. La historia no es un proceso natural que tenga su sentido en sí misma, sino que debe dar cuentas. No a la opinión pública, ni aun a la ciencia; como también es falso decir que el mismo transcurso de la historia ya es el Juicio, pues ¡cuántas cosas quedan escondidas, cuántas cosas olvidadas, cuántas responsabilidades [25] se echan donde nadie llega! No, el Juicio lo aplicará Dios. Todo llegará ante su verdad y se hará patente. Todo entrará bajo su justicia y recibirá el destino definitivo.
Ya vemos que lo que hemos llamado la virtud del orden, y que al principio parecía algo tan cotidiano, entra cada vez más hondo, se hace cada vez más amplio y acaba por elevarse al mismo Dios; desciende de Él al hombre, y esta conexión es a lo que alude la palabra "virtud". A continuación vamos a perfilar una serie de formas semejantes de estar el hombre en el bien. Sin sistema, más bien imagen tras imagen, tal como se han ofrecido a partir de la diversidad de la vida. Esto nos ayudará a entender mejor al hombre, a ver más claro cómo vive, cómo se le plantea la vida como un deber, cómo cumple o echa a perder su sentido. Pero esto también nos ayudará al desarrollo práctico de nuestra propia vida. Pues hay una afinidad electiva de los diversos caracteres con las respectivas virtudes. En efecto, éstas no son ningún esquema general que se le imponga al hombre, sino la propia humanidad viviente, en cuanto es llamada por el bien y se realiza en él. Pero el bien es riqueza viva, irradiada de Dios; en su origen, infinitamente llena, y a la [26] vez, totalmente sencilla, pero diversificándose y desplegándose en la existencia humana. Toda virtud es una apertura de la simplicidad infinitamente rica hacia una posibilidad del hombre. Lo cual significa a su vez que las diversas individualidades, en cada caso, conforme a esta posibilidad suya, tienen en cada ocasión mayor o menor parentesco o extrañeza con las diversas virtudes. Así, el dotado para lo social, que entra involuntariamente en relación con otro, dispone sin más de la virtud de la comprensión, que por naturaleza le es extraña a quien actúa con conciencia de su objetivo; quien está dotado para la creación tiene una originalidad que capta de modo vivo las situaciones dadas, mientras que quien es de índole más racional se atiene a reglas fijas... Es importante ver esto para la comprensión de la vida moral de las diversas individualidades. Pero también es importante para la cotidianidad práctica. Pues la labor moral hará bien en partir de aquello en que uno se siente en su casa, para avanzar a partir de ahí y dominar también lo extraño. De Romano Guardini: “Una ética para nuestro tiempo”, Lumen, Buenos Aires: 1994. Se recomienda la lectura de la obra completa. El número entre corchetes indica el inicio de cada página en el texto original.