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Mariano Gaudio
Entre ideas: Una mirada filosófico-pedagógica
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Entre Ideas
Diseño de Tapa: María Laura Smoglie
Gaudio, Mariano Lucas Entre ideas: una mirada filosófico-pedagógica. 2a ed. - Bernal : Jarmat, 2012. 288 p. ; 20x15 cm. ISBN 978-987-1705-18-4 1. Enseñanza de la Filosofía. I. Título. CDD 107 Fecha de catalogación: 28/02/2012
Presentación
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Presentación En las últimas décadas del siglo XX, algunos representantes de la filosofía europea enaltecen el concepto de postmodernidad, con el cual decretan el fin de la historia y la muerte de las utopías como rasgos del contexto contemporáneo. Así, las ideas se coagulan, se aceptan, se incorporan y se naturalizan pasivamente. Al despojarlas de su dinámica, de su capacidad transformadora, quedan ahí, como adornos inofensivos frente a la imposición del pensamiento único y del dogma neoliberal. Mientras tanto, el individuo flota en el aislamiento y la indiferencia, en la imagen y el consumo, sin historia y sin horizonte. En la práctica, la postmodernidad nos lleva a bajar la cabeza, a describir lo que hay y nada más, a resignar los sueños y las posibilidades. Fragmentados, dispersos y atrofiados, no parece que podamos imaginar algo diferente o discutir la ideología dominante. Sin pérdida de tiempo, el capitalismo concentra inescrupulosamente los polos de riqueza y pobreza. El triunfo se sella de antemano cuando el sistema nos logra convencer que la realidad está congelada, que la injusticia, la opresión, la desigualdad y la miseria existieron y existirán siempre. A la colonización material y política le sigue la colonización cultural y mental. Si la resignación termina conquistando nuestros pensamientos, entonces caemos en esa cápsula artificial, y los principales beneficiarios se aseguran la reproducción del orden de cosas existente. Borrar el pasado y ahogar el futuro, anular la apertura de un abanico de concepciones sobre la sociedad y el ser humano, forman parte de las estrategias del sector dominante para consagrar su posición. Cuando comenzamos a reconstruir los caminos laberínticos que nos traen al escenario postmoderno, quebramos la anestesia y encontramos que lo aparentemente absoluto en verdad es el resultado de luchas históricas. Al rastrear sus huellas, las ideas muestran todo un recorrido, una cantidad de significados y alteraciones –con grietas, surcos y cauces que van y vienen–, y lo que pensábamos enquistado en el eterno presente echa raíces difusas y desnuda el proyecto domesticador, civilizador, que busca deslindar y asignar los roles sociales superiores e inferiores. Este mismo esquema piramidal y jerárquico, válido para el conocimiento, la ética, la organización política o la estética, se repite en los griegos, en los modernos y en la visión elitista de la Argentina. Entre ideas: una mirada filosófico-pedagógica constituye un intento por desandar esos caminos, por internarse en los recovecos para repensar el tiempo contemporáneo emancipándonos de los parámetros de la ideología dominante y de los mandatos de los países centrales. En general, los textos sobre filosofía y sobre pedagogía adolecen de algunos excesos: o presentan los problemas sin referencia alguna al contexto histórico, o prosiguen una secuencia enciclopedista y meramente compilatoria; también sucede que, o profundizan en un sin-
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número de aspectos y abundan en tecnicismos, o se tornan una versión demasiado libre, liviana e intrascendente, que impide lecturas ulteriores. Aquí trataremos de superar los dos pares de limitaciones; por ende, como cualquier ensayo de equilibrio, será susceptible de críticas de un lado y de otro. Lo que motiva la combinación entre desarrollos abstractos y complejos y un lenguaje accesible con giros coloquiales es el deseo de despertar en los lectores la curiosidad por continuar con otros textos, por recrear en sí mismo la inquietud de pensar. Si este libro, cuyo origen se remonta a los borradores que circularon entre los estudiantes, abre puertas hacia otros, habrá cumplido en alguna medida un cometido fundamental, el de recuperar el carácter vivificador de las ideas y su fuerza transformadora. Quiero agradecer la grata recepción de estudiantes y amigos que impulsaron este destino, esos estímulos indispensables y el abnegado esfuerzo de los editores: Vero, Lala, Crisius, Lina y Rodo, junto con la paciente dedicación de Juan Alberto.
M. G.
Filosofía y pedagogía: qué y para qué
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Capítulo 1
Filosofía y pedagogía: qué y para qué
§ 1-. EL SIGNIFICADO DE LOS TÉRMINOS. Antes de introducirnos en el desarrollo histórico-problemático de la cultura occidental, de los principales filósofos y de los planteos acerca del conocimiento, la sociedad, la ética, la educación, etc., conviene precisar el origen y el significado de los términos que orientan nuestra tarea: ¿qué es la filosofía?, ¿qué es la pedagogía?, ¿por qué una mirada o perspectiva? Alrededor del siglo VI a.C. (antes de Cristo), en un muy variado conjunto de ciudades ubicadas en el centro del Mar Mediterráneo nace la filosofía (occidental) como un modo distinto de entender y explicar la realidad. La palabra ÎfilosofíaÏ significa, literalmente, Îamor a la sabiduríaÏ; ÎamorÏ o ÎamistadÏ, o ÎdeseoÏ (filo), por conocer, por la sabiduría (sofía). En principio, esta palabra deriva del verbo ÎfilosofarÏ con el cual se indicaba la actividad de ciertas personas, Îlos filósofosÏ. Antes de que se invente la palabra filosofía se identificó un hacer, un modo de actuar, y con ello a la persona que lo llevaba a cabo. Primero se habló de filosofar y de filósofos, y después de filosofía.1 Esta actividad particular consistía en observar y comprender la realidad desde una óptica distinta: en vez de apelar a mitos, relatos o motivos religiosos, los filósofos buscaron explicar la realidad partiendo de argumentos racionales. Desde luego, el cambio de mirada no se dio de un día para otro, sino que fue un proceso lento y gradual. En el origen mismo de la filosofía se nos revela un dato importante: no surge como un saber acabado y completo, sino como una actividad, o una actitud, una manera de ver el mundo (lo que Gramsci llamará Îconcepción del mundoÏ). Este detalle muestra que la filosofía no equivale a poseer el conocimiento, sino a buscarlo; filósofo no es el que sabe (éste es el sabio), sino el que quiere saber. El amor hacia la sabiduría denota una carencia, algo que falta. Y filosofar consiste en tratar de llenar o darle contenido a esa carencia. El amor a la sabiduría significa, 1
Ferrater Mora, J., Diccionario de filosofía, pp. 1270-1271. La referencia completa de los textos citados o aludidos se encuentran en el apartado ÎBibliografíaÏ.
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entonces, buscar el conocimiento. Este conocimiento se diferencia de la tradición mítico-religiosa y de las opiniones. El filósofo busca un saber argumentado, cuyos motivos o fundamentos sean racionales, y no un saber que apele a fuerzas extraordinarias, a dioses que intervienen, etc., o que directamente no ofrezca más sostén que el propio modo de ver el asunto. No importa la creencia o la opinión de cada uno, sino la argumentación que pueda defender una determinada postura. Creer y opinar son dos maneras de evitar una fundamentación, mientras que la actividad filosófica se inicia cuando se cuestiona o defiende una afirmación apelando a motivos racionales, susceptibles de discusión y fundamentación. Además, el filósofo posee un amor desinteresado, no busca un saber para otra cosa, no tiene una finalidad más allá. La sabiduría resulta valiosa por sí misma, porque transforma el modo de ver la realidad y la manera de vivirla, porque para los griegos el saber y la práctica siempre van de la mano. Pero no hay otra utilidad que ésa. El filósofo no busca conocer para hacerse famoso o adinerado, no busca utilizar y sacarle provecho al conocimiento, sino que considera que lo valioso es el conocimiento en sí mismo. Su finalidad última se orienta simplemente al saber. Un par de anécdotas sobre Tales de Mileto (634-546 a.C., aproximadamente), el primero que fue identificado como filósofo, ilustran este aspecto. Se dice que solía caminar distraído, observando el cielo, y que por eso tropezó y cayó en una zanja, lo que provocó burlas y la caricatura del pensador que se ocupa de temas abstractos y generales y descuida lo cotidiano de su vida. Pero, en base a sus conocimientos astronómicos, Tales anticipó un clima favorable para el cultivo de aceitunas, y entonces alquiló terrenos, los sembró, y ganó mucho dinero con la cosecha. Independientemente de si son ciertas o no estas anécdotas, Tales se hizo famoso por predecir un eclipse de sol;2 lo demás quedó en un segundo plano, porque el valor del filósofo reside en la búsqueda del conocimiento, y no en los resultados o consecuencias. La actitud filosófica no apunta a generar certezas contundentes, respuestas acabadas, etc., sino más bien a plantear preguntas.3 Las respuestas se desgastan con el tiempo, pero los problemas renacen de las cenizas. Más que ofrecer un resultado concreto, el filósofo se cuestiona, indaga, critica, duda, investiga. Más que dar con la verdad y quedarse contento, problematiza, plantea nuevos desafíos. En una palabra, el filósofo mantiene una actitud de apertura hacia la realidad, de curiosidad por saber y preguntar incansablemente. En este sentido, no se puede dar una definición última respecto de la pregunta básica: ¿qué es la filosofía? Cada filósofo la responde a su manera, con sus problemas, con sus resoluciones, y con los nuevos problemas que surgen de sus respuestas. Cada época y cada 2
Cordero, N., La invención de la filosofía, pp. 33-36, 41. Jaspers, K., La filosofía, p. 12: ÎLa filosofía significa: ir en camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas, y toda respuesta se convierte en una nueva preguntaÏ.
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filosofar van desnudando y atando distintos cabos, mientras se abren otros. No se puede determinar quién tiene razón; ¿cómo saberlo?, ¿con qué criterio podemos decir que uno u otro poseen la verdad? La búsqueda y elaboración de un conocimiento argumentado, la apertura, la capacidad de preguntarse y problematizar, son rasgos cruciales para quienes nos dedicamos a la educación. No casualmente la filosofía y la pedagogía nacen estrechamente relacionadas. Analicemos esta segunda palabra. Nuevamente encontramos la referencia a una práctica: en principio, se llamaba ÎpedagogoÏ al esclavo que llevaba a los niños con el maestro. Más tarde la palabra se asoció al arte de conducir o guiar (ágo) al niño (pais),4 y el pedagogo pasó a ser el educador. Aunque la palabra ÎpedagogíaÏ aparecerá mucho después (recién a fines del siglo XVI) y en un contexto diferente, al igual que ÎpedagogoÏ guarda una fuerte familiaridad con paideia, que abarca muchos significados, entre los cuales se destacan: educación, cultura, tradición, civilización.5 En la paideia los griegos ponen de manifiesto un modo de ver el mundo y un modo de ver su propia cultura. En la educación se muestran aquellos valores, creencias, costumbres, conocimientos, técnicas, etc., que una comunidad considera importantes, y desea que se mantengan en las próximas generaciones. De ahí que los pedagogos guíen a los niños hacia la cultura, hacia lo que hay que conservar (la tradición) y hacia aquello que los convierte en ciudadanos, en seres de la ciudad (seres políticos) y, en este sentido, los civiliza. La palabra educación viene del latín educare, que significa ÎconducirÏ, ÎguiarÏ, y que se vincula directamente con otra palabra, educere, Îhacer salirÏ, ÎextraerÏ, Îllevar afueraÏ, Îdar a luzÏ.6 Los términos revelan que la educación consiste en explicitar lo implícito, extraer lo que ya está; es decir, al igual que la semilla respecto de la tierra, el niño ya se encuentra inmerso en una cultura, en un conjunto de prácticas y valores que asimila naturalmente, y el educador tiene que guiarlo e inducirlo, ayudarlo a expresar esa cultura implícita. Entonces, educar significa colaborar en el proceso interno de asimilación natural o espontánea de una cultura. ¿Qué se entiende por ÎculturaÏ? No se acota al gusto de unos pocos, sino que se extiende a todas las prácticas de una comunidad, desde las más importantes hasta las que parecerían insignificantes. A partir de los estudios antropológicos, la cultura se asocia al modo de vida de cualquier comunidad, sus valores, creencias, hábitos, técnicas, conocimientos, etc., que se reflejan en la práctica misma. La cultura comprende lo que una comunidad considera bueno o malo, sus ritos y ceremonias religiosas, las acciones cotidianas que los individuos realizan casi sin darse cuenta, la organización social, las habilidades técnicas para trans4
AAVV, Diccionario de las ciencias de la educación, p. 1078. Jaeger, W., Paideia: los ideales de la cultura griega, p. 2, p. 20. 6 AAVV, Diccionario de ciencias de la educación, p. 475. 5
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formar la naturaleza según las necesidades. De alguna manera, este modo de vivir se traslada naturalmente hacia los niños. Pero en un determinado momento una comunidad decide que esos aspectos culturales que la identifican se tienen que conservar y transferir con especial dedicación a las nuevas generaciones.7 La educación se define como el proceso por el cual una comunidad transmite su patrimonio cultural de una generación a otra. Desde luego, el proceso de transmisión varía según cada comunidad y cada generación, pues la cultura no es un paquete que permanezca inalterado a lo largo del tiempo, sino que se va modificando y resignificando. Las culturas de larga duración están abiertas, se dinamizan e incorporan nuevas técnicas, conocimientos, valores, etc. La durabilidad de la cultura se juega en su capacidad para, al mismo tiempo, conservarse y renovarse. En este punto interviene la pedagogía en sentido amplio, concebida como filosofía de la educación, como reflexión sobre los fines de la educación. La pedagogía se pregunta para qué educar, qué motiva la formación de las nuevas generaciones, cuáles son los fines o metas de la educación. Se pregunta por el tipo de ser humano, por el conocimiento necesario, por los valores esenciales, por las creencias que han de mantenerse, etc. Dado que estos aspectos cambian con el tiempo, requieren de discusión y de definiciones, y la pedagogía se encarga precisamente de esa difícil combinación entre lo tradicional y lo nuevo. Se trata de una reflexión filosófica que intenta definir los fundamentos de la tarea de educar. En este sentido, la pedagogía se distingue de la didáctica. Aunque parezcan significar lo mismo, la didáctica refiere a la enseñanza, se ocupa de los medios,8 y responde a la pregunta cómo enseñar, cuáles son los métodos por los cuales conviene transmitir un contenido. Ciertamente, los medios y los fines se determinan entre sí: para saber cómo enseñar se necesita saber qué y para qué –la didáctica necesita de la pedagogía–, pero al mismo tiempo para alcanzar los fines debemos transitar los medios –la pedagogía necesita de la didáctica–. Por lo tanto, son saberes complementarios, y sin embargo apuntan a horizontes distintos. Por último, ¿por qué una perspectiva? Porque en el tiempo en el que vivimos ya no podemos hablar de una mirada total o punto de vista único. Que adoptemos una perspectiva significa que hay otras miradas posibles sobre los mismos temas, y que cada una se posiciona en un determinado lugar y destaca aspectos diferentes. El espacio educativo es un espacio dinámico, cambiante y complejo. Si queremos reflexionar sobre esta actividad, sobre sus consecuencias y sus fundamentos o supuestos, y si queremos que esta reflexión sea crítica y transformadora, entonces tendremos que postergar el hallazgo de una verdad cerrada y termiAbbagnano N. – Visalberghi, Historia de la pedagogía, p. 11: ÎLa educación es pues un fenómeno que puede asumir las formas y las modalidades más diversas, según sean los diversos grupos humanos y su correspondiente grado de desarrollo; pero en esencia es siempre la misma cosa, esto es, la transmisión de la cultura de una generación a la otraÏ. 8 Abbagnano N. – Visalberghi A., Historia de la pedagogía, pp. 14-16. 7
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nada, y bucear sobre los problemas para pensarlos y volverlos a pensar. Lo primero que contribuye a la apertura son los aspectos históricos, sociales y culturales, que influyen significativamente sobre las ideas y prácticas humanas. Así, por ejemplo, en otro tiempo la educación fue considerada una herramienta imprescindible para el progreso social, económico y cultural; y hoy ya no goza de la misma confianza. El contexto nos permite una comprensión más profunda y menos aislada de los fenómenos, y por eso nuestra perspectiva sobre el pasado tiene siempre un pie en el presente, al cual volvemos, para plantearnos dónde estamos. § 2-. LA FILOSOFÍA Y EL SENTIDO HISTÓRICO. El mito del filósofo que está en las nubes, o encerrado en una biblioteca, o que usa un lenguaje inaccesible, sólo cumple una función que en las últimas décadas se ha reforzado: alejarnos del pensamiento. Desde muchos lugares hoy se nos dice –o se nos sugiere– que pensar, preguntarse, dudar, criticar, son cosas que no valen la pena, son aburridas e inútiles. Para desbaratar estos prejuicios/mitos echaremos mano a algunas ideas del filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937):9 el pensamiento crítico, la praxis, el sentido histórico, la hegemonía y el papel del intelectual. (1º) En cuanto al pensamiento crítico, Gramsci parte de que todos somos filósofos. La filosofía no concierne exclusivamente a algunas personas especializadas, sino que se encuentra inserta en el lenguaje (por ejemplo, en los términos, que implican un grado de abstracción o generalidad), en el sentido común y en las creencias populares. Dado que el pensamiento es lo propio del hombre, lo que lo define, nunca puede estar ausente, y se muestra en su modo de entender, expresar y elaborar la realidad, que se resume en frases, dichos populares, enfoques, supersticiones, etc. La filosofía está en la vida misma, porque el modo de vivir refleja una manera de ver y entender el mundo. Dice Gramsci: οQué idea se hace el pueblo de la filosofía? Se la puede reconstruir a través de los modos de decir del lenguaje común. Uno de los más difundidos es aquel de «tomar las cosas con filosofía» […]. Es cierto que contiene una implícita invitación a la resignación y a la paciencia; pero lo que parece el punto más importante es su invitación a la reflexiónÏ.10
La filosofía invita a la reflexión, a pensar sobre el propio pensar. Así nos 9 Como pocos filósofos contemporáneos, Gramsci mantuvo una fuerte coherencia y síntesis entre sus ideas y su vida. Es un referente del marxismo y una fuente de inspiración de la teoría crítica, imprescindible hoy para comprender la educación. Después de la Primera Guerra Mundial, participó de los levantamientos obreros y en 1921 fue miembro fundador del Partido Comunista Italiano. Electo diputado y encarcelado en 1926, en pleno auge del fascismo, escribió en cuadernos gran parte de su obra, y muere en la cárcel en 1937. 10 Gramsci, A., El materialismo histórico, p. 11. Véase pp. 7 y 30.
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damos cuenta de que pensamos, y este pensamiento se da en tres niveles. El sentido común constituye el nivel más elemental y el criterio con el que se suele guiar la masa de seres humanos. Pero el sentido común resulta ser subjetivo (cada uno tiene el propio), contradictorio (Îal que madruga Dios lo ayudaÏ y Îno por madrugar se amanece más tempranoÏ; Îhaz el bien sin mirar a quiénÏ y Îen todos lados se cuecen habasÏ; ¿cómo se compatibilizan estos refranes?), superficial, conservador y conformista (otros ejemplos: Îa mal tiempo, buena caraÏ, Îzapatero a sus zapatosÏ, Îel ojo del amo engorda el ganadoÏ, etc.). El segundo nivel del pensamiento lo ocupa la religión, que trata de organizar de manera coherente distintas ideas y que para ello dispone de un grupo de ideólogos, de sacerdotes. La religión se vuelve más compleja que el sentido común, se propaga a partir de la fe y la superstición, y mantiene un dogma celosamente protegido de la crítica. Sentido común y religión configuran dos maneras de pensar que se desconfían mutuamente, pero no se excluyen y comparten los mismos rasgos (contradicción, conservadurismo, etc.). Para llegar al tercer nivel de pensamiento (la filosofía) hay que romper con los dos anteriores, hay que reflexionar sobre las ideas que sostienen nuestra concepción del mundo y nuestra manera de vivir. Por lo general, no somos conscientes o no reflexionamos sobre nuestra manera de ver el mundo. Para descubrir el contenido filosófico, no alcanza con declararnos filósofos y opinar; para descubrir las ideas tenemos que activar la crítica. Al observar nuestro modo de vivir y de entender la realidad, se nos presenta una pregunta esencial: ¿elegimos nosotros ese modo de vivir, o se nos impone mecánicamente desde afuera? ¿Somos y hacemos lo que queremos, o lo que los demás quieren que seamos y hagamos? No faltará quien diga que se trata de una mezcla, y que nunca decidimos totalmente sobre nuestra vida. De acuerdo. Pero la pregunta apunta a lo más alto, al fondo de la cuestión, a si asumimos una actitud activa o pasiva frente al pensamiento y la acción. En el primer caso, construimos nuestra visión del mundo o participamos consciente y críticamente en una determinada concepción; en el segundo caso, reproducimos sin discusión ideas que provienen de otros, del ambiente, del sector social al que creemos pertenecer. La perspectiva crítica plantea la fundamentación de las ideas y de la práctica que uno adopta, mientras que la perspectiva acrítica nos instala ideas y hábitos que son de otros, que reproducimos de modo mecánico e inconsciente. No alcanza con decirnos filósofos, sino que a partir de allí tenemos que hurgar sobre nuestros conceptos y creencias, para asumir una perspectiva crítica sobre la concepción del mundo adoptada. Así, descubriremos que nuestra concepción pertenece a una determinada época y a una determinada clase social. Dice Gramsci: ÎPor la propia concepción del mundo se pertenece siempre a un determinado agrupamiento [social...]. El problema es éste: ¿a qué tipo histórico pertenece el conformismo, el hombre-masa del cual se participa? Cuando
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la concepción del mundo no es crítica ni coherente, sino ocasional y disgregada, […] la propia personalidad se forma de manera caprichosaÏ.
El hombre masa equivale a la oveja que sigue al rebaño, copia su vida y modo de pensar de los demás; quien asume la crítica, se encuentra con un problema: ÎCriticar la propia concepción del mundo es tornarla, entonces, consciente [...]. Significa también, por consiguiente, criticar toda la filosofía existente hasta ahora, en la medida en que ha dejado estratificaciones consolidadas en la filosofía popular. El comienzo de la elaboración crítica es la conciencia de lo que realmente se es, es decir, un «conócete a ti mismo» como producto del proceso histórico desarrollado hasta ahora...Ï.11
Para conocernos, tenemos que examinar nuestras ideas, la manera en que vemos el mundo y actuamos en él, conectándolas con el río del pensamiento que nos trae hasta el contexto actual. Ni seremos los primeros en pensar, ni los únicos, ni los dueños de las ideas. Hacernos conscientes de que formamos parte de un aquí y ahora que abraza la propia concepción del mundo, o de que no estamos solos sino siempre atravesados por los otros, significa también reconstruir los procesos históricos que nos conducen al presente. Nuestra cabeza tiene un pasado y excede la dimensión individual. (2º) La condición de filósofos pone de manifiesto la unidad inseparable entre pensamiento y acción, y en esa unidad consiste el concepto de praxis, con el cual se identifica la filosofía de Gramsci. La praxis implica una continua retroalimentación entre la teoría y la práctica, las ideas y el hacer. En toda práctica se hallan implícitas determinadas ideas, más allá de si somos conscientes de ellas o no. El modo de entender el mundo se refleja en el modo de actuar, y a su vez este modo de actuar plantea nuevos desafíos para la concepción del mundo. Los dos ámbitos se influyen y modifican, y a los ojos de los demás resulta demasiado visible cuando alguien dice una cosa y hace otra, cuando no es coherente la relación entre teoría y práctica. Según este concepto de praxis que elabora Gramsci, toda acción humana tiene una idea que la sustenta, y a su vez las ideas se aplican a la vida cotidiana. La unidad entre teoría y práctica suele sufrir deformaciones. Por ejemplo, algunos consideran a la teoría un complemento, un ÎaccesorioÏ ocasional al servicio de la práctica; mientras que otros desprecian a la última y se encierran en la primera. Para Gramsci, teoría y práctica se potencian mutuamente, no se puede pensar una sin la otra. La teoría permite comprender y organizar los elementos que presenta la práctica, y la práctica permite llevar a cabo las ideas que se plantean en la teoría; por ende, teoría y práctica van de la mano. Dado que el individuo 11
Gramsci, A., El materialismo histórico, p. 8.
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nunca está solo, sino siempre en relación con otros y con la naturaleza, la transformación de sí mismo involucra a su vez la transformación del entorno. Lo que piensa, lo que dice, lo que hace, lo que quiere, repercute en los demás, y al revés. Las relaciones sociales, de las cuales el individuo forma parte, son como una red, un entramado que atraviesa la personalidad. Si queremos modificar las concepciones de mundo, las creencias y costumbres arraigadas en el sentido común y la religión, las ideas que una época considera válidas, tenemos que trabajar en el plano de la praxis, de la teoría y la práctica juntas.12 En otras palabras, el ser humano no sólo piensa, sino que también actúa, y al revés. Al comienzo admitimos que todos somos filósofos, porque poseemos pensamiento; ahora tenemos que admitir que todos somos políticos, porque actuamos para transformar la realidad –según el pensamiento que nos impulsa, y que a su vez se nutre y modifica desde la realidad–. Dice Gramsci: ÎTransformar el mundo externo, las relaciones generales, significa fortalecerse a sí mismo, desarrollarse a sí mismo […]. Por ello se puede decir que el hombre es esencialmente «político», porque la actividad para transformar y dirigir conscientemente a los demás hombres realiza su «humanidad»Ï.13
Uno se hace con y hace a los demás, y los demás hacen con y a uno. Nadie está cerrado. Nadie está despolitizado, porque politizarse significa relacionarse socialmente, integrarse con el otro en la transformación de la realidad. Esta integración se orienta a un determinado fin, a un proyecto colectivo, y ÎdirigirÏ significa organizarse en la realización de ese proyecto. Ahí está el desarrollo individual, en la actividad política, social, de unidad con el otro. Y en esa acción se expresa el pensamiento: Îla mayor parte de los hombres son filósofos en cuanto obran prácticamente y en cuanto su obrar práctico […] contiene implícitamente una concepción del mundo, una filosofía. La historia de la filosofía [...] es la historia de las iniciativas de una determinada clase para cambiar, corregir, perfeccionar, las concepciones de mundo existentes en cada época determinada y para cambiar […] la actividad práctica en su conjuntoÏ.14
Cambiar una manera de pensar equivale a cambiar una manera de vivir, 12
Gramsci, A., El materialismo histórico, pp. 17, 34, 45-46, 49. Gramsci, A., El materialismo histórico, p. 42. 14 Gramsci, A., El materialismo histórico, pp. 26-27. En la cita completa aclara que comúnmente se concibe a la historia de la filosofía como historia de los filósofos; sin embargo, agrega Gramsci, una filosofía se torna representativa de una época cuando atraviesa al filósofo, al grupo social al que éste pertenece y a las masas populares, combinando aspectos de los distintos sectores. 13
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sentir, actuar, relacionarse socialmente. Teoría y práctica, o filosofía y política, resultan inseparables. Los filósofos o grupos de intelectuales intentan, desde distintos lugares, llevar adelante un cambio en la mentalidad y en la práctica de su época, pero su manera de pensar no está separada de la práctica y de las concepciones de mundo de los sectores populares. En esa tensa unidad entre pensadores y pueblo se define el devenir histórico. (3º) Para conocer por qué actuamos como actuamos, o por qué pensamos como pensamos, por qué determinadas concepciones están vigentes y otras no, o por qué algunas tienen más aceptación que otras, etc., debemos reconstruir el devenir histórico que nos trae del pasado al presente. No podemos comprender la filosofía actual sin la filosofía del pasado, ni la cultura contemporánea sin la historia de la cultura.15 Aunque nuestro modo de pensar y actuar sea libre, se halla directamente vinculado con el devenir histórico, con el contexto social que se forma y desarrolla a través del tiempo, con un proceso que lo abraza en el presente y echa raíces en distintas tradiciones. Uno se sorprende al constatar que muchas ideas que parecen propias y originales ya las expresaron otros. Al volvernos sobre el proceso histórico descubrimos que nuestro pensar y actuar no es tan nuestro, y que muchas ideas y acciones que creíamos espontáneas o naturales tienen un largo curso que las sustenta, o forman parte de un ÎclimaÏ cultural que va más allá de nuestra personalidad. El devenir histórico nos permite entender cómo se ha gestado el presente, qué ideas lo motivaron y lo sostienen. Una actitud crítica no puede desconocer este proceso, porque sería como desconocer la génesis de la realidad. La perspectiva contraria, aquella que desecha el devenir histórico como factor importante para la comprensión de la realidad, suele escaparse en el encubrimiento y en la naturalización. La pérdida del pasado, de la memoria colectiva, de los procesos que desembocan en el presente, tiene como finalidad (explícita o implícita) congelar y mantener las relaciones existentes, de modo que se instale y propague con fuerza la idea de que siempre hubo y habrá lo que hay en el presente, y que está bien que así sea. Lo mismo ocurre cuando la historia responde a los intereses de los triunfadores; en última instancia, todo resulta lineal, armónico, bien ordenado para llegar hasta donde estamos. Luego, debe aceptarse naturalmente lo que hay. ¿Qué se encubre en esta visión determinista? Básicamente se encubre la contradicción, la lucha de tendencias sociales, la voz de los derrotados, las injusticias del sistema. Por si fuera poco, de este modo se ahogan los intentos por transformar la realidad, abrir caminos diferentes, creer y luchar por lo posible; 15 Gramsci, A., El materialismo histórico, p. 8. ÎEs preciso, por consiguiente, explicar por qué sucede que en cada época coexistan muchos sistemas y corrientes filosóficas; cómo nacen, cómo se difunden, por qué la difusión sigue ciertas líneas de ruptura y ciertas direcciones, etc. […] Pero esta elaboración sólo puede y debe ser hecha en el cuadro de la historia de la filosofía, que muestra qué elaboración ha sufrido el pensamiento en el curso de los siglos y qué esfuerzo colectivo ha costado nuestro actual modo de pensar, que resume y compendia toda la historia pasadaÏ, p. 11.
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en una palabra, se ahoga la libertad. El sentido común y la religión son proclives a justificar y conservar el orden existente. Pero la perspectiva crítica quiere cambiar la realidad, y para ello tiene que conocerla, y para ello tiene que conocer cómo y por qué se ha llegado hasta esa realidad. (4º) Otro rasgo con el que se identifica la filosofía de Gramsci es el concepto de hegemonía. Esta palabra proviene del vocabulario militar griego y, en su significado original, refería al jefe del ejército, el conductor, el que guía y está al frente de los demás.16 Se trata de la cabeza que direcciona al cuerpo y que mantiene la unidad y cohesión del todo, la conducción suprema y sin disputa. En el sistema capitalista contemporáneo el poder está en manos de un sector social, la burguesía, que pese a ser minoritaria en proporción se enriquece gracias al trabajo de la gran mayoría, la masa o el pueblo. Para que las capas más altas de la sociedad –la clase dominante– logren conservar su poder sobre la masa del pueblo, las ideas de los sectores dominantes se tienen que trasladar y arraigar en los sectores dominados; es decir, se necesita difundir, promover y sostener una ideología o concepción del mundo que mantenga la unidad de la sociedad (lo que Gramsci llama ÎbloqueÏ). En una determinada época histórica, el sector dominante se afianza y consolida en el poder cuando su ideología se instala y se reproduce en el sector dominado, porque si las ideas logran prender en la gente simple –a través del sentido común o de la religión–, esas mismas ideas se traducen en determinadas prácticas acordes a la clase dominante. El esquema de poder funciona bien en tanto no despierte el sentido crítico, en tanto esas ideas se copien y reproduzcan automáticamente y sin elaboración. Esta situación genera contradicciones, tensiones, porque el pensamiento de quien expresa ideas ajenas no se condice con su modo de vivir.17 Así, por ejemplo, un pobre podrá pensar que su situación obedece al plan divino, o a su propia incapacidad, aunque también sepa que todos los días se esfuerza por vivir mejor. Esa idea se contradice con su realidad, y nada mejor para el sector dominante, que se beneficia de esta situación, que el mismo dominado crea que tiene la culpa. Por eso, el sentido común proporciona ideas conservadoras como la resignación, la paciencia, el conformismo. Para Gramsci la hegemonía no se reduce al poder de la clase dominante, sino que abarca también la construcción y organización de un contra-poder en los sectores populares dominados. El gran problema de la hegemonía tradicional – eclesiástica, nobiliaria, o burguesa, según la época que se analice– consiste en que se articula verticalmente, de arriba para abajo; en vez de observar qué piensan y sienten los sectores populares, los ideólogos del sector dominante simplemente – para usar una expresión actual– bajan línea. Además, no quieren que los de abajo se organicen y mejoren su situación, sino precisamente lo contrario, que se mantengan en esa misma condición. Los sectores conservadores no quieren cambiar 16 17
Gruppi, L., El concepto de hegemonía en Gramsci, cap. I. Gramsci, A., El materialismo histórico, pp. 10-11, 12, 55-56.
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nada, sino mantener las cosas tal cual están. (5º) Un último concepto completa el panorama: los intelectuales. Gramsci distingue varios tipos de intelectuales, entre los cuales caben destacar: los ÎpurosÏ (o que se creen independientes del contexto), los que trabajan abiertamente a favor de la ideología dominante, y los ÎorgánicosÏ o ÎcomprometidosÏ con los sectores dominados. Los Îintelectuales purosÏ desarrollan sus conceptos y teorías al margen de la masa, para un grupo selecto de entendidos, e incluso jactándose de que la mayoría no los comprenda; se consideran separados e independientes del pueblo. Los pensadores de la clase dominante, que a veces se confunden con los ÎpurosÏ, abundan en cantidad y tal vez no en calidad, porque no se necesita mucha creatividad, sino persistencia, para mantener el estado de cosas; tienen a su disposición los medios y el poder, de modo que se les facilita la tarea. A diferencia de los dos primeros, el intelectual orgánico tiene que pensar cómo se organiza el pueblo para superar la injusticia del sistema capitalista, tiene que ser creativo; no se separa, sino que se compromete en la organización, en darle o encontrarle forma al sentir y pensar de la masa, en ordenar las palabras y la construcción que se genera desde abajo. El intelectual orgánico no se dirige al pueblo a revelarle la verdad, a decirle lo que tiene que sentir y pensar; sino que se vincula orgánicamente con el sector popular, atiende a sus problemas e intenta dar con una organización superadora, articulando la práctica y la teoría. No se dirige al pueblo para que éste lo escuche a él, sino que él va a escuchar al pueblo, y busca la forma de expresarlo. Lo deseable es que los intelectuales surjan de la masa misma, del trabajo de concientización y de crítica, y que se mantengan en contacto con ese origen. Desde luego, confiesa Gramsci, esta relación entre intelectuales y masa no resulta sencilla, sino que está cargada de dificultades y contradicciones.18 Ahora bien, el grupo de los intelectuales no incluye únicamente a filósofos y pensadores, sino también a curas, maestros, escritores, periodistas, etc. La iglesia y la escuela son los dos centros masivos más importantes en la difusión de la cultura, mientras que los diarios y revistas, las organizaciones privadas, las universidades, contribuyen en un grado menor. Gramsci se sorprende de que: Îen todos los países, aunque en distinta medida, existe una gran fractura entre las masas populares y los grupos intelectuales, inclusive en los [sectores de intelectuales] más numerosos y próximos a la periferia nacional, como los maestros y los curasÏ.19 Gramsci, A., El materialismo histórico, pp. 13-14, 16-17, 22-23, 88. ÎEl elemento popular ÎsienteÏ, pero no siempre comprende o sabe. El elemento intelectual ÎsabeÏ, pero no comprende o, particularmente, [no] ÎsienteÏ. […] El error del intelectual consiste en creer que se pueda saber sin comprender y, especialmente, sin sentir ni ser apasionado […], esto es, que un intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) si se halla separado del pueblonación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, por lo tanto, explicándolas y justificándolas por la situación histórica determinadaÏ, pp. 123-124. 19 Gramsci, A., El materialismo histórico, pp. 24-25. Lo siguiente: p. 91. 18
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En la medida en que la escuela y la iglesia no guardan un vínculo orgánico con lo popular, se abre una gran distancia entre las instituciones y quienes concurren a ellas, que las ven y las viven como cosas extrañas, ajenas. Por ende, los intelectuales comprometidos con el pueblo tendrán un doble objetivo: combatir las ideologías de la clase dominante y educar a las masas, superando las fracturas y divisiones. El destino del pueblo se define a través de la educación, y los intelectuales deberán abrir ese camino. Los conceptos analizados (pensamiento crítico, praxis, sentido histórico, hegemonía) confluyen en la articulación entre intelectuales y pueblo, la praxis pedagógica donde la relación entre el educador y el estudiante: Î...es una relación activa, de vínculos recíprocos, y por lo tanto cada maestro es siempre un alumno y cada alumno, maestro. Pero la relación pedagógica no puede ser reducida a relaciones específicamente «escolares» por las cuales las nuevas generaciones entren en contacto con las viejas y absorban sus experiencias […]. Esta relación existe en toda la sociedad en su conjunto y para cada individuo respecto de los otros individuosÏ.20
La praxis pedagógica implica diálogo, vínculo, empatía e inversión de roles; implica, más allá del ámbito escolar, una relación social y política con el otro, un estar abierto a las experiencias del pasado y del presente, del ambiente y de la práctica que lleva a replantearse la teoría y las ideas. En una palabra, implica compromiso con lo popular en la organización y elaboración de un contrapoder del sector dominante. § 3-. LA PEDAGOGÍA Y LA TEORÍA CRÍTICA. Las ideas de Gramsci constituyen una de las fuentes de inspiración y de referencia para las principales teorías que adoptan una perspectiva crítica sobre la educación. En las últimas décadas, las tendencias pedagógicas que se oponen a la tradición se denominan a sí mismas ÎcríticasÏ, y se suele dar por sabido qué significa que una teoría sea crítica. ¿Qué es lo que critican estas teorías? ¿Cualquier tipo de crítica hace crítica a una teoría? Antes de responder estas preguntas analicemos los elementos involucrados en el proceso educativo. Como dijimos, la pedagogía se ocupa de determinar los motivos hacia los cuales se orienta la educación. Trazando un esquema simplista, podemos observar que toda acción educativa está vinculada con, al menos, tres componentes: la enseñanza, cuyo actor principal es el docente; el aprendizaje, protagonizado por los estudiantes; el conocimiento, que aparece gracias a la relación entre los dos primeros. A este conjunto de elementos se lo conoce como Îtríada didácticaÏ, y el peso específico de cada uno varía según la tendencia pedagógica y filosófica que se adopte. A grandes 20
Gramsci, A., El materialismo histórico, pp. 31-32.
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rasgos, las teorías pedagógicas se pueden dividir en Îno-críticasÏ o conservadoras, y ÎcríticasÏ o progresistas. (1º) Entre las pedagogías no-críticas se destacan la escuela tradicional y la escuela nueva. En el modelo tradicional todo el acento recae en la actividad del docente, en el método para enseñar con eficacia un contenido enciclopédico (en grandes cantidades y repetido memorísticamente). Según este modelo, el docente es el dueño exclusivo del saber y el alumno, como su nombre lo indica, un ignorante, un ser Îsin luzÏ que requiere de esclarecimiento. La luz le llega en el momento en que recibe el conocimiento y lo reproduce tal cual. La escuela nueva, surgida a fines del siglo XIX, propone otro modelo, más centrado en el aprendizaje y en la espontaneidad de los individuos. Así, la enseñanza se adecua a las necesidades de cada sujeto, buscando alimentar su interés por aprender y flexibilizando el régimen de materias. En este caso, el docente pasa a un segundo plano, como ÎfacilitadorÏ o ÎguíaÏ, y el conocimiento deja de ser algo rígido e inmutable para amoldarse a los intereses concretos.21 El modelo de escuela tradicional deja bien en claro que entre docente y alumnos hay una jerarquía, un superior y otros inferiores, uno que sabe y el resto que ignora, el primero civilizado y los segundos bárbaros (en el sentido de ÎsalvajesÏ), de modo que el conocimiento o la cultura se transfiere de un lado a otro. En cambio, en el modelo de la escuela nueva se intenta rescatar la actividad del aprendiz, lo cual genera toda una serie de problemas, porque, o bien se alcanzan los resultados académicamente deseables y esperados (y entonces esa libertad resulta un simulacro), o bien cada uno llega a su propio resultado (y entonces no se puede garantizar una educación medianamente igualitaria). En otras palabras, ¿qué sucede si un niño no llega a la conclusión de que dos más dos son cuatro? ¿Se le respeta su libertad de pensar así, o se lo reconduce hasta llegar al resultado ÎcorrectoÏ? Más allá de las fortalezas y debilidades de los dos modelos, se desprende que foguean valores muy disímiles. En el primer caso, un ÎbuenÏ alumno obedece y cumple con lo que se le ordena, mientras que en el segundo un ÎbuenÏ alumno es creativo y propone nuevas actividades. Se trata de dos perfiles totalmente distintos. Ahora bien, una pregunta demasiado sencilla, aunque también muy significativa, sería la siguiente: imaginemos dos escuelas, una para los sectores ricos de la sociedad y otra para los sectores pobres, ¿qué modelo adoptará cada una de ellas? ¿Por qué? La respuesta parece obvia; sin embargo, ninguna de las tendencias la explicita. Las tendencias pedagógicas no-críticas o conservadoras realizan un análisis de las relaciones enseñanza-aprendizaje sin considerar el contexto social e histórico en el que se aplican. En cierto sentido, son como recetas o fórmulas válidas para cualquier tiempo y lugar, e incluso para cualquier docente y cualquier grupo 21
AAVV, Tendencias pedagógicas en la realidad actual, cap. I y cap. II.
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de alumnos, porque el enfoque se encuentra encapsulado, desligado de lo socialcultural. Y un enfoque así presupone que el contexto no modifica lo que sucede en la escuela. (2º) Observemos cómo ayudan la historia y el contexto social en la comprensión del proceso educativo. En distintas épocas la preocupación por educar a niños y jóvenes se concentra en las capas más altas de la sociedad, porque de allí –se supone– han de provenir aquellos que en el futuro gobiernen o tengan el poder sobre el resto y decidan el destino de la comunidad entera. Así lo consideran, por ejemplo, Platón o Aristóteles en la Antigüedad. Se trata de un enfoque estratificado, con un sector dominante y un sector dominado, una cabeza y un cuerpo, unos que mandan y otros que obedecen. Contra esta división se pronuncian las sociedades modernas con los principios de ÎlibertadÏ e ÎigualdadÏ, básicamente combatiendo el orden feudal-medieval. Pero las sociedades modernas continúan reproduciendo desigualdades, aunque en otro sentido; es decir, la estratificación sigue existiendo de un modo más invisible. La división entre un orden superior y otro inferior –o civilizados y bárbaros–, desde los griegos se aplica a lo intelectual y lo manual; esto significa: algunos nacen para pensar y otros para trabajar. Para lo primero se necesita formación, para lo segundo basta con mirar y copiar. En líneas generales, son raras las excepciones donde la educación se difunde más allá del sector dominante. Tomemos tres ejemplos. En el siglo V a.C., en Grecia, con la implementación de la democracia grandes porciones de la ciudadanía acceden a lugares públicos donde se enseña gimnasia, música, primeras letras y algo de matemática. En un texto de Platón, el sofista Protágoras señala: ÎY esto [= mandar los hijos con un maestro] lo hacen los que tienen más posibilidades, como son los más ricos. Sus hijos empiezan a frecuentar las escuelas en la edad más temprana y la dejan bien tardeÏ.22
Los pobres tienen una educación más breve y básica. Por otra parte, la mayoría de la población (esclavos, extranjeros, etc.) no tiene acceso a la educación, porque no son ciudadanos, y se dedican precisamente al trabajo manual-físico, que los griegos despreciaban y lo consideraban vulgar. Otro momento histórico donde la educación se plantea llegar a los pobres: al comienzo de la Modernidad (siglo XVII), distintas congregaciones religiosas inventan las escuelas de oficios, en las cuales se encierra a jóvenes y niños de la calle, y se les enseña a trabajar, bajo la idea de que el trabajo genera orden y obediencia.23 Un tercer caso: a fines del siglo XIX y en pleno desarrollo de la Revolución Industrial y del capitalismo,24 se implementa el Îsistema educativoÏ a nivel mundial, es decir, un programa de educación básica (primaria), obligatoria, 22
Platón, Protágoras, 326c, p. 54. AAVV, Historia universal, pp. 515 y ss. 24 Zanotti, L., Los objetivos de la escuela media, pp. 22 y ss. 23
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organizado y graduado según las edades, con premios y castigos, etc., y con fuertes resonancias que asemejan la escuela a una fábrica; por ejemplo, la distribución y el respeto por el espacio, los horarios (el timbre), las autoridades, la constancia, y toda una gama de órdenes que se deben acatar. El sistema educativo se presenta como una forma de organizar la vida, y en la práctica llevó adelante lo que describimos bajo el nombre de escuela tradicional. En esa misma época, a fines del siglo XIX, nace la escuela nueva, cuya práctica creativa e individualista queda asociada a los sectores ricos. Todo esto no sucede casualmente. (3º) Los tres ejemplos históricos sirven para mostrar la divisoria de aguas entre las tendencias conservadoras y las críticas. A diferencia de las primeras, las teorías críticas atienden a los factores económicos y sociales que modifican o influyen en el proceso enseñanza-aprendizaje. Según esta perspectiva, una educación extendida a grandes sectores de la población contiene una doble cara: por un lado, incluye a los más postergados, a los que de lo contrario no tendrían nada; pero, por otro lado, los domestica, los adiestra y les inculca los valores que la sociedad, vista desde arriba, desea que todos tengan. En otras palabras, los incorpora y los moldea según la mirada del sector dominante. Esta contradicción que refleja la escuela es producto de la contradicción social. Las tendencias críticas no sólo incorporan al análisis de la educación el contexto social, histórico y cultural, sino también la distinción entre dominantes y dominados, ricos y pobres, sectores altos y sectores bajos. Entre estas clases sociales existe una tensión, una contradicción de intereses que incide en la escuela. ¿Y quiénes serán los que determinen los contenidos y las estrategias, los hábitos y los valores a enseñar en la escuela? En este sentido, D. Saviani distingue las teorías pedagógicas según la relación que éstas establezcan entre sociedad y educación. Saviani define a las teorías no-críticas como aquellas Îque entienden que la educación es un instrumento de igualación socialÏ y a las teorías críticas como las Îque entienden que la educación es un instrumento de discriminación social y, por ende, de marginaciónÏ. Las visiones conservadoras suelen subrayar que la escuela brinda oportunidades para todos, una suerte de punto de partida común; al excluir el contexto social y la diferencia de clases, explican el éxito o el fracaso escolar por las capacidades o por el esfuerzo del alumno. No importa si está alimentado o no, si duerme bien o no, si recibe estímulos o no. No importa el origen y la realidad social de ese alumno. En cambio, la teoría crítica plantea que la escuela puede convertirse en una institución que reproduzca y mantenga la división de clases, preparando al hijo del rico para mandar y tomar decisiones, y al hijo del pobre para obedecer sumisamente y aceptar su condición. Saviani especifica: Îpara el primer grupo, la sociedad es concebida como esencialmente armoniosa, que tiende a la integración de sus miembros. La marginalidad es, pues, un fenómeno accidental […], una distorsión que no sólo puede sino que debe ser corregida. La educación surge allí como un instrumento
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Entre Ideas de corrección de esas distorsiones. Constituye, entonces, una fuerza homogeneizadora que tiene por función reforzar los lazos sociales, promover la cohesión y garantizar la integración de todos los individuos...Ï.
Para las teorías conservadoras la sociedad está en armonía y la marginación ocurre por casualidad, e incluso la escuela aparece como un instrumento para solucionar el problema. Pero estas teorías ignoran o encubren las causas de la marginación, y no les preocupa el lugar asignado a los sectores bajos, ni observan que la integración presupone que los excluidos acepten y asimilen las ideas de la clase dominante. Se los integra en la medida en que respeten el orden social. Por otra parte, la teoría crítica: Îconcibe a la sociedad como esencialmente marcada por la división entre grupos o clases antagónicas […]. En ese cuadro, la marginalidad es entendida como un fenómeno inherente a la estructura propia de la sociedad [capitalista]. Porque el grupo o clase que detenta mayor fuerza se convierte en dominante, se apropia de los resultados de la producción social y tiende, en consecuencia, a relegar a los demás a la condición de marginadosÏ.25
Para las teorías críticas la sociedad está marcada por la lucha de clases: la clase dominante quiere mantener y expandir su poder, y los dominados quieren vivir mejor. Este trasfondo social repercute en la escuela, porque ésta puede convertirse en un instrumento formidable para reproducir ideas y conocimientos que colaboren en la dominación. En la misma línea de Saviani, J. Libaneo clasifica las tendencias en ÎliberalesÏ (conservadoras) y ÎprogresistasÏ (críticas). Libaneo coincide con Saviani en ubicar en el grupo de las conservadoras a la escuela tradicional y la escuela nueva. La semejanza se evidencia en el siguiente pasaje: ÎLa pedagogía liberal sostiene la idea de que la escuela tiene por función preparar a los individuos para el desempeño de roles sociales, de acuerdo con sus aptitudes individuales. Para ello, los individuos precisan aprender a adaptarse a los valores y normas vigentes en la sociedad de clases, a través del desarrollo de la cultura individual. En realidad, ese énfasis en el aspecto cultural encubre las diferencias de clases; porque, aunque difunda la idea de igualdad de oportunidades, no tiene en cuenta la desigualdad de condicionesÏ.26
Mientras las tendencias liberales justifican la desigualdad del sistema capitalista, las progresistas parten de los aspectos sociopolíticos y buscan cambiar esas condiciones.27 Tanto Libaneo como Saviani coinciden en que el compromiso 25
Saviani, D., Escola e democracia, p. 4. Libaneo, J., Democratização da escola pública, p. 9. 27 Libaneo, J., Democratização, p. 37. Saviani, D., Escola e democracia, pp. 24-26. 26
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docente está con los sectores más perjudicados. Esto repercute en la visión sobre los componentes de la tríada didáctica. Las teorías críticas centran su mirada en los alumnos y su extracción social, modificando el rol tradicional del docente, porque lo sitúan a la par de los estudiantes y en un intento por establecer relaciones democráticas y asumir la tarea de conducción colectiva al estilo gramsciano. Además, estas tendencias consideran al conocimiento atravesado por el contexto social, los intereses de clase, y en vez de apuntar a una transmisión cerrada, generan condiciones para la apertura, discusión y planteo de distintos enfoques. En suma, para instalarnos en una teoría crítica tenemos que tener presente el contexto social, la división de clases y, finalmente, en qué lugar nos situaremos o con cuál sector nos comprometeremos; ¿o acaso se puede permanecer neutral en este punto? § 4-. UNA INSTANTÁNEA DEL PRESENTE. La actualidad social y pedagógica es realmente muy compleja como para saber con certeza dónde estamos parados. Tal vez los capítulos siguientes ayuden a rastrear algunas cuestiones al respecto. A modo de anticipo, intentemos pintar en una imagen la escena presente. En el desafío de comprometerse con los sectores más postergados sobresale la figura del pedagogo brasileño Paulo Freire, de gran influencia en las teorías críticas contemporáneas. En medio de la euforia neoliberal, del pensamiento único y la globalización de la década del ’90, Freire afirma que la presencia del profesor en el aula constituye una Î...presencia política en sí mismaÏ. Lo afirma en un momento en que la política equivale a mala palabra. Los jóvenes de los ’70 estaban completamente atravesados por la política. Los jóvenes de los ’90 se declaran orgullosamente apolíticos. Esta ingenuidad se traslada a los educadores bajo la idea de ÎneutralidadÏ (en Argentina, asociada a la teoría de los dos demonios), como si se pudiera permanecer indiferente ante la pobreza, el hambre, la explotación, que se producen no por una maldad del destino, sino por la injusticia de un sistema donde la riqueza se concentra cada vez más en pocas manos. Continúa Freire: ÎCreo que el profesor progresista nunca necesitó estar tan alerta como hoy frente a la astucia con que la ideología dominante insinúa la neutralidad de la educación. Desde ese punto de vista, que es reaccionario, el espacio pedagógico, neutro por excelencia, es aquel en el que se adiestran los alumnos para prácticas apolíticasÏ.28
La clase dominante impulsa la idea de que la práctica pedagógica es ÎneutraÏ, sin ideologías. Dado que todo intento de transformación de la realidad implica una intervención política, ¿qué mejor que ensuciar la palabra ÎpolíticaÏ y fomentar la resignación? Bajo el manto de la neutralidad, la clase dominante busca 28
Freire, P., Pedagogía de la autonomía, p. 94.
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encubrir la desigualdad y la injusticia social, e inmovilizar a los sectores más perjudicados. Se trata de uno de sus tantos mecanismos para mantenerse en el poder. El punto de vista de la neutralidad no quiere cambiar nada, y esto sería aceptable si todos tuviéramos medianamente una buena calidad de vida. Pero cuando unos pocos tienen mucho y unos muchos tienen poco, ¿podemos permanecer neutrales? ¿Cómo se soporta que el 90 % de la riqueza mundial esté en el 10 % de la población? Además, Freire advierte que el avance técnico-científico, o material, no se condice con un mejoramiento de las condiciones de vida. ¿Cómo lo disfrazan los empresarios? Apelando al ÎfatalismoÏ, a las Îfuerzas ciegasÏ; es decir, a una concepción que sostiene que sucede lo que necesariamente tiene que suceder, que el curso de la realidad no se puede modificar en absoluto. De este modo, el sagrado interés del mercado importa más que sus consecuencias: ÎNo puedo volverme cómplice de un orden perverso y exculparlo de su maldad al atribuir a «fuerzas ciegas» e imponderables los daños que causa a los seres humanos. El hambre y el desempleo frente a la abundancia en el mundo son inmoralidades, y no fatalidadesÏ.
El sistema capitalista encubre la injusticia, a veces convirtiendo a la víctima en culpable, a veces apelando a fuerzas ciegas o fatalidades, y en ambos casos excluyendo la responsabilidad de la clase dominante. Intenta que se naturalice la miseria al lado de la abundancia, que se la vea como algo necesario o que siempre ocurre, para que bajemos los brazos y pensemos que no se puede cambiar nada. Hay pobreza no porque el destino lo quiso, sino porque la riqueza se concentra en pocas manos. Freire agrega: ÎSoy profesor contra el orden capitalista vigente que inventó esta aberración: la miseria en la abundancia. Soy profesor en favor de la esperanza que me anima a pesar de todoÏ.29
La esperanza surge del reconocimiento de la desigualdad y de la posibilidad de cambiar esa injusticia. Porque, si perdemos la esperanza, el sistema ya nos habrá vencido, y nos entregaríamos a la resignación. Si educar no sirve para transformar la realidad, entonces sirve para consolidar el orden de cosas; y si no creemos en las posibilidades de la educación, quedamos encerrados en ese orden desigual e injusto. En tal caso la clase dominante logró dominar nuestra cabeza, y repetiremos mecánicamente ideas que no nos pertenecen.
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Freire, P., Pedagogía de la autonomía, pp. 97 y 99, respectivamente.
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Capítulo 2
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§ 5-. LOS FILÓSOFOS DE LA NATURALEZA. Si queremos comprender nuestro presente social, cultural, histórico, filosófico y pedagógico, debemos reconocer que en cierta medida –para bien o para mal– está relacionado con la cultura occidental. Y cuando se pregunta por los fundamentos de la cultura occidental, el primer eslabón de referencia son los griegos, y particularmente en los siglos VI a IV a.C., donde florecieron las artes, la filosofía, las ciencias, la democracia, etc. En ese momento surge, se consolida y luego decae la polis, la ciudad-Estado que analizamos a continuación. De modo simplista podríamos decir que con el surgimiento y el esplendor de las ciudades aparecen los primeros filósofos (los presocráticos), con la consolidación y el inicio de la crisis aparecen los sofistas y Sócrates, y con la decadencia y agonía de la polis la filosofía alcanza su mayor elaboración en Platón y Aristóteles. Antes de instalarnos en la fisonomía de la polis griega, en el contexto de discusión de Sócrates y de los sofistas, conviene reseñar brevemente algunos aspectos. A los primeros que se animaron a filosofar se los llama y clasifica como presocráticos, en el sentido de que son anteriores a Sócrates, una figura tan importante que marca un antes y un después. Estos primeros filósofos –de los cuales quedaron unos pocos textos y testimonios– ofrecen distintas teorías acerca de la naturaleza, universo o cosmos, que para ellos son lo mismo, y refieren a toda la realidad. Los presocráticos se preguntan de qué está hecho todo lo que existe, cuál es su principio constitutivo o elemento del cual todo proviene y que estructura u organiza toda la realidad.1 Así, por ejemplo, Tales de Mileto sostuvo que todas las cosas estaban constituidas por agua, y otros filósofos propusieron diversos elementos (el aire, el fuego) o conceptos (lo indeterminado, el número, el ser) como principio organizador de la naturaleza. Cada uno da una respuesta diferente a la pregunta sobre el origen y la estructura de la realidad. Pero coinciden en el 1 [Las] primeras preguntas [de los presocráticos] serían: ¿Podemos reducir la aparente confusión del mundo a algún principio simple y unitario del que proceden las demás cosas? Y si es así, ¿de qué está hecho, en último término, el mundo? Y por último, ¿cómo cambió esa unidad originaria para dar lugar a la multiplicidad actual, y cómo está organizada ésta? En general, pues, consideran que efectivamente hubo esta unidad original –cada uno responderá, sin embargo, de modo diverso a la pregunta de cuál era. Bernabé, A., De Tales a Demócrito, p. 20.
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siguiente punto: la naturaleza es una totalidad en la cual todas las partes están conectadas entre sí, están orgánicamente vinculadas (como si fuera un cuerpo), y contienen un orden, una racionalidad, una armonía que hay que descubrir. Esa unidad y regularidad de la naturaleza afecta tanto a las cosas del cielo como a las de la tierra y, entre éstas, también a los seres humanos. Por ejemplo, para Anaximandro (610-547 a.C.), discípulo de Tales, la naturaleza entera se divide en pares de contrarios (frío-calor, seco-húmedo, etc.) que luchan entre sí, dominando transitoriamente uno sobre otro, con un sentido de justicia o equilibrio.2 Para los seguidores de Pitágoras (580-500 a.C.), todos los seres vivos son familiares entre sí, el alma migra de un ser a otro, y el universo se presenta, más allá de lo material, como una perfecta melodía donde cada cosa ocupa su lugar.3 Para Heráclito (535-470 a.C.), todo cambia continuamente (se le atribuye, en ese sentido, la frase no te bañarás dos veces en el mismo río), y sin embargo hay que descubrir la perfecta armonía de la realidad, que se mantiene a pesar del cambio. Dice Heráclito, con su estilo breve y conciso, que le valió la rúbrica de el oscuro: La auténtica naturaleza de las cosas suele estar oculta (fragmento 208); Una armonía invisible es más intensa que otra visible (207); Una sola cosa es la sabiduría: conocer con juicio verdadero cómo todas las cosas son gobernadas a través de todas las cosas (227); Tras haber oído a la razón y no a mí, es sabio reconocer que todas las cosas son una (196).4
Para Heráclito, entonces, la naturaleza guarda un orden y unidad por debajo de su constante cambio. Parménides (540-470 a.C.), otro gran filósofo presocrático, sostiene que la realidad no cambia, que todo es (o existe) y que la nada (o noser), por definición, no existe, no es. De modo concordante con la mayoría de los griegos, para Parménides no hay vacío en la naturaleza, sino que todo está lleno, pleno de ser.5 Por último, para Anaxágoras (499-428 a.C.) la realidad es una mezcla de todo con todo, y en cada cosa se encuentran partecitas o semillas de las demás; porque, dice Anaxágoras: Juntas estaban todas las cosas...6, en supuesta alusión al principio de la naturaleza. En esta brevísima síntesis de los presocráticos se vislumbra, por un lado, que cada uno fue proponiendo una teoría sobre la naturaleza y su principio constitutivo; por otro lado, que en líneas generales conciben a la realidad como un todo donde los componentes están conectados. Y ¿quién tiene razón? No lo sabe2
Bernabé, A., De Tales a Demócrito, pp. 48 y ss. Los años de nacimiento y muerte de los presocráticos (al igual que los de los sofistas) siempre son aproximados. 3 Bernabé, A., De Tales a Demócrito, pp. 69 y ss. 4 La numeración de fragmentos de Heráclito, según Kirk-Raven-Schofield, Los filósofos presocráticos, pp. 280, 295 y 273. El subrayado del último es nuestro. 5 Kirk-Raven-Schofield, Los filósofos presocráticos, pp. 356 y ss. 6 Bernabé, A., De Tales a Demócrito, p. 261.
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mos, y no importa. Lo que importa es el fermento de una discusión, de teorías y argumentaciones que se van gestando. De esta fertilidad se nutre el movimiento filosófico posterior.7 § 6-. EL CONTEXTO DE LA POLIS. El desarrollo y consolidación de la polis griega está impregnado del sentido de unidad, de totalidad, de pertenencia a un cuerpo social donde cada componente suma lo suyo. La misma organicidad que los presocráticos captaban en el plano de la naturaleza –donde todo está relacionado con todo– se traduce en el plano social. La polis implica cohesión, vínculo recíproco. Pero, a diferencia de lo que sucede en la época de los primeros filósofos, que se hallan diseminados en distintas ciudades, hacia el siglo V a.C. la actividad cultural y filosófica se concentra en Atenas, y el esplendor de ésta opaca a las demás. Además de Atenas, en el siglo V también se destaca otra ciudad, Esparta, aunque por otros motivos. Si se intenta trazar un perfil o radiografía de la polis, su característica esencial consiste en que conforma una unidad territorial autónoma, es decir, una porción de tierra y de población que establece su propia legislación, su propio sistema de leyes y de gobierno. La palabra autonomía significa, precisamente, darse a sí mismo (auto) la ley (nómos). Por eso, cada polis establece sus leyes, se legisla a sí misma y define su sistema jurídico-político. Cada polis se mantiene independiente de las demás en la organización política, en el régimen de derechos, en las instituciones, etc. Además de contener una unidad de territorio y de población y además de ser autónoma, cada polis se autoabastece de los bienes que consume, se independiza desde el punto de vista económico. Y si algunas cosas no las puede producir, las intercambia con otras ciudades. Tanto en lo espacial como en la cantidad de integrantes, una ciudad no debe ser ni demasiado pequeña como para desintegrarse, ni demasiado grande como para desorganizarse. Ahora bien, ¿cuál es el número determinado para cada aspecto? El tamaño y la densidad de la polis son temas discutidos, pero se calcula que diez mil individuos sería una cantidad proporcionada (aunque, en realidad, hubo ciudades mucho más grandes), y que la tierra tiene que ser lo suficientemente amplia como para que los individuos trabajen las parcelas sin superponerse unos con otros. Otras formas de medir la ciudad: que se pueda transitar el territorio en un par de días y que los miembros se reconozcan unos con otros, de modo que la ciudad sea un todo que cada uno llega a aprehender y conocer. En efecto, se concibe a la polis como una gran familia donde cada miembro siente algún parentesco con los demás, siente que pertenece a esa comunidad o unidad común que lo abraza, que le otorga protección, justicia e igualdad. El griego corriente o promedio se dedica, ante todo, a la granja o al campo, pero no vive en el lugar de trabajo, sino en la aldea, donde le gusta pasar la mayor parte del tiempo. Para el griego 7
Severino, E., La filosofía antigua, pp. 69 y ss. También pp. 17 y ss.
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común la vida pública tiene mucho más relevancia que la vida privada.8 En este sentido, podemos distinguir una zona rural en las afueras de la ciudad, donde se producen los bienes necesarios para la subsistencia, y una zona urbana, donde se desarrolla la vida social. En el centro de la zona urbana se encuentra el ágora o plaza pública. El ágora es el lugar compartido más importante para los griegos. Allí se reúnen los miembros de la comunidad (los ciudadanos libres, que definiremos más abajo) y desarrollan dos actividades fundamentales: el comercio de bienes (mercado) y, sobre todo, el ejercicio de la ciudadanía. En la plaza pública se reúne la Asamblea y se realiza la actividad más relevante de la vida en esta cultura: la política. Y no casualmente el ágora se sitúa en el centro de la ciudad,9 porque representa la perfección del círculo, cuyo eje o centro (el poder, la decisión última de la Asamblea) no está en manos de nadie en particular (un rey, un tirano, o una aristocracia), sino de todos los ciudadanos que participan de la política, y que son una especie de punto de la circunferencia. Cada punto, cada ciudadano, se halla en condiciones de igualdad respecto de todos los demás, y participa en igual medida del poder y de la decisión soberana. En otras palabras, la época de plenitud de la polis –y, en especial, de Atenas, pues no todas las ciudades adoptaron este sistema político– coincide con el advenimiento o invención de la democracia. La palabra significa, literalmente, gobierno del pueblo, y aunque –como veremos– no incluye absolutamente a todos, entre los ciudadanos se establece la condición de igualdad, tanto en la aplicación de leyes como en la participación política. En suma, se acaban los privilegios de unos pocos. La decisión última (el centro del círculo) sobre los asuntos de la ciudad ya no queda en manos de uno solo, o de un grupo, sino de la Asamblea constituida por los ciudadanos. ¿Cómo llega Atenas a implementar la democracia? Uno de los antecedentes destacados, Solón (640-558 a.C.), introdujo una serie de reformas orientadas a la participación social pero manteniendo la restricción económica. Un siglo después Pericles (499-429 a.C.), excelente orador y estratega, condujo a la ciudad (445429) durante su apogeo cultural, que coincide con la instalación y consolidación de la democracia. Sin embargo, este esplendor también tiene su base económica. Tras la victoria frente a los persas a comienzos del siglo V, varias ciudades aliadas quedan sometidas al dominio de Atenas (la metrópolis o ciudad madre), a la cual tienen que tributar.10 La prosperidad de esa polis donde concurrían los filósofos, los poetas, los oradores, los artistas, etc., se debe a su hegemonía sobre el resto y, además, a la gran cantidad de esclavos acumulados. Aunque la cara visible de Atenas sea la democracia y su amplia gama de actividades culturales (a esta época se la conoce como el siglo de Pericles o la edad de oro), la prosperidad y el bienestar se basan en la guerra y en la organización económica. A su vez, al reque8
H. Kitto, Los griegos, pp. 76-77, 79, 82-84, 90, 148. Vernant, J.-P., Los orígenes del pensamiento griego, p. 59. 10 Cordero, N., La invención de la filosofía, pp. 113-114. 9
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rir mayor aporte (impuestos, servicios militares, etc.) de los miembros de la polis, los gobernantes se vieron obligados a conceder y extender los derechos, de modo que la igualdad ante la ley se profundiza con una mayor distribución en la participación política, y hasta con cargas tributarias especiales para los más ricos.11 Dicho rápidamente, se vieron presionados por la masa del pueblo a abandonar la aristocracia y adoptar la democracia. Pero la democracia ateniense involucra un todos bastante reducido. Para ser ciudadano y participar de la actividad política había que reunir varias condiciones. Ante todo, ser varón, adulto, nacido en la ciudad, hijo de padre y madre atenienses; estar libres de deudas, cumplir con el servicio militar y no haber cometido ningún delito grave. Por lo tanto, quedan fuera de la participación política las mujeres, los niños, y los extranjeros, entre los cuales se incluyen los que no son hijos de atenienses y los esclavos. Por ende, los ciudadanos son realmente pocos en comparación con el total de la población, mientras que la mayoría, integrada por esclavos y extranjeros, se encarga del trabajo rural, del comercio, de los servicios domésticos y de las distintas profesiones. Lo novedoso de este período reside en que a todos los ciudadanos (los que cumplen los requisitos mencionados) se los considera por igual, sin discriminación respecto de las propiedades; es decir, los ricos y los pobres son iguales ante la ley y su voz en la Asamblea vale lo mismo. Además, se les paga por asistir a las funciones políticas, dado que éstas insumen buena parte de su atención y tiempo, aunque la Asamblea se reunía una vez por semana o por mes, y en casos extraordinarios. Un ateniense común solía pasar por distintos cargos públicos a lo largo de su vida, y sólo en los puestos militares la condición económica podía convertirse en un impedimento y los más pobres ocupaban los puestos más bajos. De todos modos, esta organización no hubiera sido posible sin el trabajo esclavo. Un signo de prosperidad económica en la época consiste en poder comprar una pareja de esclavos, generalmente destinados a tareas domésticas, y no tanto al trabajo rural o artesanal. Pese a que se los considera como de la familia (hay que alimentarlos y darles buen trato) y en el aspecto exterior se asemejan a los ciudadanos, en ciertas profesiones –por ejemplo, en las minas– se les exige trabajar hasta la muerte. Evaluar el aporte de esclavos y extranjeros en el sostenimiento de la economía ateniense resulta difícil,12 y lo mismo puede decirse sobre el grado de incorporación de los más pobres. Entonces, la democracia no discrimina a los ciudadanos por su condición económica; sin embargo, se sostiene por el trabajo y la producción de los sectores postergados o excluidos. Además, las mujeres y los extranjeros poseen derechos civiles (aunque no políticos, claro está), se los reconoce como personas, lo cual no sucede con los esclavos, definidos como instrumentos u objetos con vida –según 11
Kitto, H., Los griegos, p. 132. Kitto, H., Los griegos, pp. 77, 132, 143 y ss., 149 y ss. Cf. p. 152 donde Kitto limita el aporte de los esclavos a la economía ateniense. 12
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Aristóteles– a disposición de sus amos. En consecuencia, sólo los varones libres conforman el pueblo o conjunto de ciudadanos que se reúnen en el ágora y realizan la democracia. Por cierto, los varones libres son unos cuantos miles, lo cual supone un buen funcionamiento de las instituciones, en especial, de la administración burocrática que propone y organiza el debate sobre diferentes cuestiones, que luego se discuten y, finalmente, se votan. La filosofía surge precisamente en esa actividad pública y política del ágora, porque allí los ciudadanos ponen en práctica la tarea de argumentar en favor de la posición que quieren defender y/o en contra de la que quieren derrotar. Cuando hablamos de política nos referimos a esta vida en la polis donde los seres humanos se encuentran y discuten sobre diversas cuestiones, para luego tomar una decisión sobre el futuro de la comunidad y, de esta manera, llevar a cabo la autonomía. Se trata de un intercambio, de un diálogo, de un juego donde cada uno defiende lo que opina, a la vez que se abre a las opiniones o argumentos de los demás. En las Asambleas se despliegan argumentos en favor y en contra de las distintas propuestas. Así, por ejemplo, se puede polemizar si se va a la guerra o no, o en qué se emplearán los fondos públicos. Algunos mostrarán las ventajas de ir a la guerra y los inconvenientes de lo contrario. Después vendrán los que están en contra y procederán al revés: darán argumentos en favor de no hacer la guerra y en contra de hacer la guerra. En el debate se discuten diferentes propuestas y opiniones, luego se vota, y el resultado de la votación es una decisión soberana. Un procedimiento análogo al de la Asamblea se lleva a cabo en los tribunales. Si se cita a un ciudadano para declarar por una falta o una denuncia ante un tribunal de justicia, no puede mandar a un representante, sino que se tiene que defender (o sostener la acusación contra otro) él mismo; por ende, tiene que convencer a los miembros del tribunal, cuya cantidad oscilaría entre los 101 y 1001 integrantes.13 Así, la capacidad de hablar en público, de argumentar y persuadir, de demostrar o de soslayar las pruebas o testimonios, de posicionarse en una u otra dirección, alcanza un gran apogeo y se torna crucial para resolver la suerte de uno mismo. En este contexto, entonces, de dinamismo político y jurídico surge la filosofía como la actividad racional de dar motivos o fundamentos a determinadas posiciones y criticar la posición contraria. En una argumentación pública, apelar a mitos o intervenciones de los dioses y cosas por el estilo, no es inválido, pero tampoco resulta muy creíble. Para lograr convencer a la asamblea conviene esgrimir motivos racionales. Y su importancia no reside sólo en determinar cuestiones abstractas, sino cuestiones muy concretas, porque lo que está en juego en la actividad política, racional y argumentativa, son las decisiones de la comunidad y, por consiguiente, también la vida del individuo mismo. Las dos ciudades más importantes del período son Esparta y Atenas. Esparta 13
Kitto, H., Los griegos, p. 146; Vernant, J.-P., Los orígenes..., pp. 92-93.
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representa la fuerza y el militarismo, la potencia terrestre que mantiene el sistema aristocrático: gobiernan unas pocas familias que obtienen sus cargos por descendencia, y las asambleas se limitan a votar sí o no una determinada propuesta del consejo de ancianos, prácticamente sin debate.14 Esparta se destaca por sus valores guerreros, la perseverancia y la decisión, la capacidad de actuar y de hacer la guerra, la fortaleza física, etc. El ideal de hombre espartano es el buen guerrero, valiente, incapaz de retroceder o huir en un combate, entregado a su patria, siempre obediente y con las armas cerca de la mano. Es, sobre todo, un soldado, dispuesto y preparado para ir a la guerra en cualquier momento. En tiempos de paz, el espartano se dedica a la caza o al deporte. Poco le interesa la política, la riqueza, los bellos discursos en la plaza o los cantos de los poetas. Naturalmente, interesa (y mucho) preparar a los futuros soldados. Por ende, los niños son educados desde muy temprana edad, con dureza y rigidez, en ejercicios, valores y costumbres militares. Esparta ejemplifica claramente la influencia de la visión social y política sobre la educación: la tarea de la ciudad consiste en moldear a sus futuros ciudadanos con las cualidades que se consideran valiosas y relevantes. La otra polis, Atenas, más asociada a la razón y las artes, aunque también se destaca por su capacidad guerrera como potencia marítima, tiene otra mirada sobre el ciudadano. Con el avance de la democracia, la educación de las clases superiores se fue extendiendo al resto de los hombres libres. Para los atenienses el oficio militar sólo dura un tiempo. Por eso, a la formación del cuerpo (la gimnasia, que se desarrolla en lugares públicos, de socialización), le suman la formación del alma a través de la música, que incluye poesía y literatura. Es decir, consideran al ser humano como un todo, una armonía entre el alma y el cuerpo: la gimnasia endurece el carácter y la música lo ablanda. Más tarde y gradualmente, a la tradición oral se le añade la escritura, y entonces los educadores enseñan a leer y a escribir, quizás también a hacer cuentas. La formación de niños y jóvenes se realiza en lugares públicos, y la paga de los maestros corre por cuenta de cada familia. Más allá de las diferencias, espartanos y atenienses comparten una profunda valoración de la vida social y pública, siempre más importante que la vida familiar y privada. En ambos casos, el individuo se debe a su comunidad. También coinciden en el fervor por las competencias deportivas.15 En cuanto a la educación, la organizan según el tipo de ciudadano que desean moldear, y tanto Platón como Aristóteles adoptarán aspectos de los dos modelos. § 7-. EL ARTE DE LOS SOFISTAS. En medio del clima cultural, democrático, de intensos discursos y de fuertes 14 Jaeger, W., Paideia, pp. 86 y ss.; Vernant, J.-P., Los orígenes..., pp. 76-79; Kitto, H., Los griegos, pp. 134-135. 15 Abbagnano N. – Visalberghi A., Historia de la pedagogía, pp. 41 y ss.
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debates, en Atenas aparece un grupo de personas que rápidamente alcanzan la fama. Son los sofistas. La palabra sofista viene de sophós, que significa sabio o conocedor de muchos temas, y alude también al ejercicio de la sabiduría y a la posesión de una extraordinaria habilidad. Lamentablemente, por culpa de Platón –que casi siempre les imprime una muy mala imagen– la palabra sofista contiene una carga despectiva, y de hecho pasó a ser sinónimo de charlatán, alguien que dice cualquier cosa para convencer a los demás. Este significado se sigue usando actualmente, por ejemplo en palabras como sofistería, que alude a la mentira, al engaño, etc. En términos históricos, los sofistas representan una vuelta de página en los temas a tratar; en vez de preocuparse por la naturaleza y el origen de todas las cosas, instalan las preguntas y los debates sobre el ser humano, lo bueno y lo malo, la política, la educación. Dicho de otra manera, se desplazan hacia la parte práctica de la filosofía, esto es, hacia la antropología, la ética, la política, la pedagogía. Al igual que Sócrates, viven el auge y el comienzo de la decadencia de la polis, donde la prosperidad merma y comienzan a aflorar otros problemas.16 Hay algunos rasgos que suelen tener la mayoría de los sofistas. Por lo general, son extranjeros. Van a Atenas porque es la principal ciudad de la época; a veces buscan expandir su fama, a veces cumplen funciones políticas como embajadores. Muchos de ellos viajan de ciudad en ciudad y en cada lugar dejan una huella de su popularidad. Esta condición de viajantes los hace diferentes a los atenienses, en el sentido de que éstos creen que Atenas representa la civilización, una cultura superior a las otras, mientras que el resto de los pueblos extranjeros son bárbaros y, por ende, inferiores o menos desarrollados desde el punto de vista cultural. Los sofistas, en cambio, no creen que Atenas fuera mejor que otras ciudades. Además, por su condición de extranjeros nunca pudieron ejercer la actividad política. Pero lograron tener una gran influencia sobre la vida pública, y algunos se enriquecieron mucho. ¿Cómo? Educando a los futuros ciudadanos. Los sofistas se presentan como maestros en todo sentido y, en especial, en el arte de hablar, y cobran por ello. En cierto momento, se ponen de moda, y resulta prestigioso en la sociedad ateniense mandar a los jóvenes a estudiar con un sofista y pagar mucho. ¿Por qué fueron tan exitosos y requeridos los sofistas? Convengamos que, antes de instaurarse la democracia, los atenienses no eran (o no tenían por qué ser) hábiles oradores; más bien, fueron buenos guerreros, y consiguieron que Atenas alcance la gloria gracias a ello. Entonces, los sofistas vienen a enseñar el arte de hablar bien en público, la oratoria. Un buen orador sabe qué debe decir, cómo y en qué momento; su finalidad consiste en conmover a los que lo escuchan. La oratoria se completa con otra técnica muy difundida en la época: la retórica. La 16
Solana Dueso, J., Sofistas, pp. 89 y ss.
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retórica es el arte de convencer a los demás, de lograr que los argumentos de uno sean aceptados (y, por consiguiente, votados) por las otras personas. En muchos casos, oratoria y retórica significan lo mismo, porque conmover y convencer son piezas de una misma tarea: quien logra hablar bien, logra convencer, diga lo que diga. Los sofistas se ofrecían para enseñar a cualquiera a hablar bien en público y convencer al auditorio.17 El auge de los sofistas coincide con el comienzo del ocaso de la polis, en particular de Atenas, y con la degradación de la práctica democrática. Dado que sólo importa convencer a través de bellos discursos, el contenido de los mismos pasa a un segundo plano; es decir, ya no interesa qué se dice, sino cómo se dice. Un buen orador no se ocupa de la verdad, sino de lo verosímil, de lo creíble; no se ocupa de la realidad, sino de la palabra. El debate público pasa a ser un juego, un entretenimiento, un escenario de combate, donde la meta primordial es triunfar sobre el adversario. En un texto sumamente llamativo y bastante exagerado, Platón describe a dos sofistas, Eutidemo y Dionisodoro, como luchadores en el plano del discurso, que trabajan en tándem y se ganan las carcajadas de la muchedumbre. Según el texto de Platón, Sócrates –generalmente el personaje principal– le cuenta a un amigo cómo esos dos sofistas maltrataban al joven y bello Clinias. Cuenta Sócrates: Comenzó, pues, Eutidemo, según recuerdo, más o menos así: –Dime Clinias, ¿quiénes son las personas que aprenden: las que saben o las que ignoran? […] [Clinias] Contestó que los que aprenden son los que saben. Dijo entonces Eutidemo: […] –¿Y no era cierto que cuando aprendías todavía no conocías lo que estabas aprendiendo? [Clinias] Reconoció que no.18
La contradicción resulta evidente: Clinias primero dijo que los que aprenden son los que saben, y luego dijo lo contrario, que los que aprenden son los que ignoran. ¿Cómo reacciona el auditorio?: Apenas había terminado de hablar cuando, tal como lo hubiese hecho un coro a la señal de su director, los seguidores de Eutidemo y Dionisodoro prorrumpieron en aplausos y carcajadas; y, antes de que el joven pudiera reponerse debidamente, tomó al vuelo la palabra Dionisodoro y le dijo: –Cuando les dictaba sus lecciones el maestro de gramática, ¿quiénes eran los niños que aprendían: los que sabían o los ignorantes? –Los que sabían –respondió Clinias. –Entonces aprenden quienes saben, no los ignorantes; y no le acabas de 17 18
Marafioti, R., Temas de argumentación, pp. 13 y ss. Platón, Eutidemo, 275d-276a, pp. 211-212.
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Una nueva contradicción: el joven recién había dicho que los que aprenden son los que ignoran, y ahora admite que los que aprenden son los que saben; y se desata otro estallido de carcajadas del público. El esquema funciona así: conteste lo que conteste, Clinias va a ser refutado. En lo sucesivo, Eutidemo retoma la posta y le pregunta: –Los que aprenden, ¿aprenden lo que conocen o lo que no conocen? […] Clinias contestó a Eutidemo que los que aprenden, aprenden lo que no conocen. Éste le preguntó, entonces, de la misma manera que lo había hecho antes: –Y bien, ¿no conoces las letras del alfabeto? –Sí –dijo él. […] –Y siempre que alguien dicta algo, ¿no dicta letras? Asintió. […] –Y bien –agregó– tú aprendes las cosas que alguien dicta, ¿o aprende, en cambio, quien no conoce las letras? –No –dijo–, aprendo yo.20
El joven vuelve a caer en contradicción: primero dijo que aprenden los que no conocen, luego que aprenden los que conocen. Por si fuera poco, Dionisodoro intervino otra vez y le hizo admitir lo contrario, o sea, que aprender consiste en adquirir un conocimiento que antes no se tenía, de modo que se aprende lo que no se conoce. Por supuesto, fácilmente nos damos cuenta de que la trampa funciona con cualquier respuesta, porque aprender y conocer combina algo sabido con algo aún no sabido. Ahora bien, los sofistas no sólo trabajan en pareja, sino que además cambian de posición según convenga: en el primer caso, Eutidemo defiende la tesis según la cual uno aprende lo que no conoce, y en su segunda intervención refuta esa misma tesis y defiende la contraria. Lo mismo hace Dionisodoro, en inverso orden: primero convence a Clinias de que aprenden los que son ignorantes y luego que para aprender hay que ser ignorante. En eso consiste el juego y la lucha discursiva: en el arte de atacar o defender cualquier afirmación. § 8-. EL RELATIVISMO DE PROTÁGORAS. En cuanto a las ideas filosóficas, los sofistas en general comparten el relativismo, postura según la cual no hay una única Verdad, sino muchas, relativas a la mirada que cada uno tenga sobre las cosas. Cada sujeto ve las cosas desde su propia perspectiva, y para él ésa es la verdad, lo que le parece. Otro tendrá otra perspectiva y, por ende, otra verdad. Para el relativismo no hay una Verdad últi19 20
Platón, Eutidemo, 276b-c, pp. 212-213. Platón, Eutidemo, 276d-277a, pp. 213-214.
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ma, que agrupe todas las opiniones y las unifique, sino que solamente hay múltiples perspectivas, pluralidad de opiniones. Y las perspectivas no son unas mejores que otras, sino que todas tienen igual valor, se pueden defender o criticar en igual medida. Sin dudas, el relativismo se torna perfectamente coherente con la actividad democrática y con la capacidad de hablar y discutir, porque en el ágora se presentan muchas perspectivas sobre un mismo tema y se debaten entre sí, de modo que una pluralidad de opiniones y argumentos entran en la polémica. En principio, así como todos los ciudadanos son iguales, todas las opiniones son igualmente válidas, hasta que la discusión haga triunfar a algunas y perder a otras. Entonces, relativismo y pluralismo son dos fenómenos muy cercanos, promueven la argumentación y suponen que hay muchas opiniones que no tienen por qué coincidir, como si cada una tuviera una parte de razón, o como si la verdad fuera repartida. Ahora bien, el relativismo aparece de muchas maneras, y la diferencia reside en el tema sobre el que se aplica. En este punto, nos interesa distinguir tres tipos de relativismo: (1) sobre las cosas, o sobre el modo en que conocemos las cosas (ontológico-gnoseológico); (2) sobre lo que está bien y lo que está mal (relativismo moral); (3) sobre las leyes, costumbres y creencias, forma de gobierno, etc., de una ciudad (relativismo cultural o político). En el primer tipo, la existencia y el conocimiento de las cosas depende de cada uno; en el segundo tipo, el bien y el mal son relativos a cada uno; y en el tercer tipo las leyes y la cultura corresponden a la perspectiva de la ciudad. En los tres casos, ninguna opinión es mejor que otra. Ahora nos planteamos esta pregunta: ¿a cuál de estos tipos de relativismo adhiere el más conocido de los sofistas, Protágoras? Protágoras (480-410 a.C.) –gran orador, extranjero, famoso, adinerado– participa en el apogeo de la ciudad (la época de Pericles), y causa una profunda impresión en el público; en una palabra, resume ejemplarmente las características de un sofista. Sus escritos se perdieron, pero quedaron algunos testimonios, uno de los cuales explica que el proceso y la condena de Atenas hacia él se debieron a que comenzaba una de sus obras dudando sobre la existencia y el conocimiento de los dioses.21 La frase más importante y fundamental atribuida a Protágoras, el hombre es la medida de todas las cosas, muestra su alcance en el siguiente pasaje de un texto de Platón: como decía Protágoras, al afirmar que «el hombre es la medida de todas las cosas», en el sentido de que, tal como me parecen a mí las cosas, así son para mí, y tal como te parece que son a ti, así son para ti.22 21 Según varios testimonios, Protágoras habría escrito una obra titulada Sobre los dioses, comenzando así: Sobre los dioses no puedo saber ni que existen ni que no existen, ni cómo son respecto a su forma externa. Pues muchas cosas son las que me impiden saberlo: tanto la oscuridad [del asunto], como la breve vida humana. En Solana Dueso, J., Protágoras de Abdera, p. 123. 22 Platón, Cratilo, 385e, p. 5.
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En este sentido, Protágoras aparentemente quiso decir que cada uno tiene su propia experiencia de la realidad, la mide y la califica según su propia perspectiva o medida. El ser o existencia de los objetos se reduce al parecer, al modo como cada uno, según su propio criterio, lo evalúa y conoce. Claramente, si el sentido aludido por Platón es cierto, cumple con el primer tipo de relativismo. Además, el pensamiento de Protágoras también se presenta a través de antilogías, que son pequeñas oraciones formuladas como paradojas. Una paradoja expresa dos opiniones contrarias. Por ejemplo: que se rompan las cerámicas es malo para algunos, pero bueno para el ceramista; o que se gasten los zapatos es malo para algunos, pero bueno para el zapatero.23 Sobre un mismo hecho se puede resaltar lo bueno o lo malo: hay cosas malas para los hombres (por ejemplo, ciertos alimentos) y buenas para los animales; hay cosas buenas para las raíces de un árbol, pero malas para los brotes; hay cosas que son buenas en cierta medida y malas en otra medida, etc. Dice Protágoras: Así, el bien es algo tan variado y tan multiforme, que aun aquí lo que es bueno para las partes externas del hombre, eso mismo es dañino para las internas. Y, por eso, los médicos prohíben a los enfermos el uso del aceite, a no ser una pequeñísima cantidad en lo que vayan a comer....24
Lo bueno y lo malo dependen de aquello con lo cual tengan relación, dependen de cómo se lo use, para qué y en qué medida. Lo bueno y lo malo son relativos. Una cantidad de alimento puede resultar buena, pero una cantidad excesiva hace mal. ¿Cómo se determina esa cantidad? En relación con la persona, su estado de salud, etc. Por lo tanto, no se puede establecer una única medida para todas las cosas, sino que cada uno mide las cosas según su propio entender. ¿Esto significa que Protágoras suscribe también al relativismo moral? Aunque cada uno sea la medida de todas las cosas, en su manera de entenderlas puede estar equivocado. Así, por ejemplo, al enfermo le parecen amargos algunos alimentos, y a los demás no; de cierta forma, dice la verdad, porque su paladar le hace sentir eso. Pero está enfermo. Entonces, el médico intentará convencerlo de que le conviene curarse; es decir, intentará cambiar su estado. Del mismo modo, el sofista educa a sus discípulos y a toda la ciudad con discursos para el alma, intentando que sean mejores personas. En ambos casos, se busca lo mejor: [Los] oradores sabios y honestos logran que las ciudades crean que es justo lo beneficioso […para ellas]. Pues lo que a cada ciudad le parezca justo y recto, lo es, en efecto, para ella, en tanto lo juzgue así. Pero la tarea del sabio [o sofista] es hacer que lo beneficioso, y no lo perjudicial, 23 24
Sánchez-Cerezo de la Fuente, J., El debate ético-político en Sócrates y los sofistas, punto 6.1. Platón, Protágoras, 334b-c, p. 67.
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sea y parezca lo justo para las ciudades.25
El sofista logra torcer las opiniones erradas, las conduce hacia el bien, de modo que en cada ciudad se genere un consenso moral. Lo bueno y lo malo se definen según cada ciudad, y no hay leyes o ciudades que sean mejores que otras; por lo tanto, Protágoras suscribe al relativismo cultural o político. En cuanto al relativismo moral, Protágoras se mantiene ambiguo: reconoce que cada uno es la medida de las cosas, pero apuesta a la oratoria y la retórica para modificar las opiniones particulares erradas. Para resolver esta ambigüedad, conviene trazar una distinción: por un lado están aquellas cosas buenas o malas para uno mismo, que no afectan a los demás (en este conjunto entrarían todos los ejemplos de las antilogías anteriores); por otro lado, las cosas buenas o malas que sí afectan a los demás. Las que importan moralmente son estas últimas, porque la no-coincidencia en lo que está bien o mal con perjuicio hacia los otros podría traer consecuencias graves: ¿qué pasaría si alguien pensara que está bien secuestrar, torturar o matar? Se necesita un acuerdo mínimo en estas cuestiones. Analicemos cuál es la postura de Protágoras al respecto. En efecto, dice Protágoras –siempre según Platón–, no se castiga a los hombres por ser feos, bajos o débiles, sino por ser viciosos o malas personas, por cometer un mal. Y agrega más abajo: Al que intenta avanzar al margen de ellas [= las leyes de la ciudad] se lo castiga, y el nombre de este castigo […] es el de «rectificaciones», como si la justicia enderezara.26
Por ende, si los hombres no cumplen con lo que está bien o mal según las leyes de la ciudad, entonces se los castigará con justicia, y de ese modo se los corrige, se les enseña y se los mejora. En consecuencia, Protágoras no aceptaría un relativismo moral. Por otra parte, que cada uno decida qué comida le hace bien es un asunto personal y no afecta, en principio, al bien de la ciudad. Pero si esa decisión perjudica a otro o causa daño, o si está en contra de las leyes, entonces sí deberá ser castigado. § 9-. GORGIAS Y LA IMPORTANCIA DE LA PALABRA. Los sofistas no defienden la verdad, sino el discurso, la palabra, lo verosímil. Para conmover y convencer no hay que decir la verdad, sino ser creíble, decir lo aparentemente verdadero. Para eso, apenas se requiere seguir un conjunto de técnicas o habilidades oratorias; por ejemplo, conocer al público, apelar a sus sentimientos, a frases hechas o de sentido común, abundar en sus gustos, insistir y exagerar los argumentos propios, descalificar o minimizar los argumentos con25 26
Platón, Teeteto, 167c, p. 101. El subrayado es nuestro. Platón, Protágoras, 326d-e, p. 55. El tema abarca 323-327.
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trarios, etc. Todas estas técnicas permiten triunfar sobre el discurso del otro y hacer pasar la verdad de uno como la verdad de todos. Entonces, no importa la verdad o realidad, sino el discurso, lo que se diga que es la realidad, la imagen que se construya y la efectividad de ésta para convencer. Precisamente, del poder de la palabra se ocupa otro de los sofistas más famosos: Gorgias (483-375 a.C.); un orador espectacular, fascinante, del que nos han llegado algunas obras, como Elogio de Helena. En este discurso, Gorgias muestra su inmensa capacidad de argumentador, aunque advierte que se trata de un juego y, por ende, que no hay que tomarlo muy en serio. ¿Quién es Helena? Es la mujer más bella de la ciudad de Troya que deja a su marido para irse de aventuras amorosas con el joven Paris, hecho que desencadena la conocida guerra de Troya. Como si fuera su abogado, Gorgias sostiene que en realidad Helena no tiene la culpa de haberse entregado a su nuevo amor, porque el amor viene de los dioses, y Helena no hizo más que seguir ese impulso divino; por ende, no cabe responsabilizarla por sus actos. A lo sumo, agrega, pudo haber sido engañada por medio de la palabra. Para Gorgias la palabra tiene un poder mágico, porque hechiza, cambia los sentimientos de las personas: la palabra es un gran poder que, con un cuerpo pequeñísimo y totalmente invisible, realiza acciones divinas. Puede, en efecto, quitar el miedo, eliminar el dolor, provocar alegría, o aumentar la compasión […]. Los hechizos inspirados por medio de las palabras se convierten en placer, y eliminan la tristeza. Al mezclarse con la opinión, la palabra genera en el alma una fuerza seductora que la hechiza, la convence y la transporta.27
Por lo tanto, las palabras modifican la manera de ver, de percibir y de sentir la realidad. Las palabras producen una realidad –valga la redundancia– más intensa, más real, más creíble, que la realidad misma. Eso le pasó a Helena: fue transportada por el poder del discurso. Entonces, la apariencia sustituye a la realidad; el parecer es más importante que el ser. En este sentido, otro sofista posterior, Trasímaco, dirá que en la vida conviene, más que ser buena persona, parecer buena persona. El discurso genera un poder muy concreto: el poder de cambiar las opiniones y los sentimientos de los demás, el poder de hacer que los demás piensen como el orador quiere que piensen. Lo mismo sucede con la imagen o fama. Ese poder termina siendo decisivo, porque una vez convencida de algo, la persona analiza, percibe, siente, etc., siempre de acuerdo con esa creencia. ¿Qué sucede hoy, por ejemplo, con la publicidad, de los medios de comunicación, las modas, o de las ideas del sentido común? ¿No somos como Helena, ingenuos creyentes en la cultura de la imagen? ¿Cómo hacemos para salir de los hechizos mediáticos? 27
Gorgias, Encomio de Helena, § 8, 10.
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§ 10-. LA CONCEPCIÓN PEDAGÓGICA DE LOS SOFISTAS. A pesar de que algunos sofistas dejaban a criterio del aprendiz el monto de sus honorarios, el hecho de que cobraran por enseñar motiva las feroces críticas de Platón, y en buena medida la mala fama viene desde entonces.28 Al respecto, conviene apuntalar algunas aclaraciones: no se sabe cómo era el intercambio económico de Sócrates y de Platón con sus discípulos; probablemente los seguidores de Sócrates no le pagaran nada, pues lo veían dialogar en lugares públicos; en la Academia de Platón no se cobraba una cuota fija, pero se aceptaban donaciones, que por lo general eran más que cuantiosas. Lo que sí se sabe es que los discípulos eran cuidadosamente seleccionados de las familias ricas, y que ninguno de los dos filósofos tuvo inconvenientes económicos. Entonces, el problema no está en la paga por enseñar, sino en pensar que por pagar mucho se obtiene un buen aprendizaje, como si el conocimiento fuese una mercancía. Platón pone esta crítica en boca de Sócrates-personaje: –¿No es cierto, Hipócrates, que el sofista es una especie de comerciante o traficante de mercancías de las que se alimenta el alma? Al menos, a mí eso me parece. –¿Pero de qué se alimenta el alma, Sócrates? –De las enseñanzas, indudablemente –dije yo–. De modo que, amigo, cuidemos que no nos engañe el sofista, alabando lo que vende […]. Porque éstos [= los comerciantes] negocian con mercancías, de las que ni ellos mismos saben cuál es provechosa o perjudicial para el cuerpo (pues, al venderlas, las alaban todas), ni lo saben los que se las compran […]. Así también, los que llevan las enseñanzas por las ciudades, vendiéndolas y traficando con ellas, ante quien siempre está dispuesto a comprar, alaban todo lo que venden.29
Según Platón, el sofista se iguala al comerciante o traficante de mercancías envasadas (conocimientos). Pero tales productos son incluso más peligrosos que los alimentos, porque a éstos se los puede analizar o pedirle a alguien que los revise, mientras que las enseñanzas quedan como estampadas en el alma y son difíciles de remover.30 En última instancia, los conocimientos envasados evitan que el aprendiz haga algún proceso de elaboración, los deja totalmente pasivos. En rigor, no todos los sofistas se ajustan a esta descripción. El cuadro más bien se asemeja a la educación tradicional, donde el maestro, portador del conocimiento, lo deposita en el aprendiz, y éste simplemente lo reproduce tal cual. El niño o el joven recibe el saber desde afuera, ya terminado y acabado, y su virtud consiste en copiarlo de la manera más fiel posible. Se trata de una educación Solana Dueso, J., Sofistas, pp. 91 y ss. Platón, Protágoras, 313c-d, pp. 33-34. 30 Platón, Protágoras, 314a-b, p. 34. 28 29
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pensada como técnica. Una técnica o arte es una receta, una fórmula en la que, si se siguen determinados pasos o reglas, se obtienen determinados resultados. El aprendizaje se da por imitación: el niño ve cómo se hace y lo hace; a partir de allí lo repite una y otra vez, lo ejercita mientras corrige los errores. La técnica se basa, precisamente, en la reproducción, en la cual el alumno jamás se pregunta por qué aprende lo que aprende, sino que lo hace hasta incorporarlo y sin saber muy bien qué está haciendo. Ese conocimiento no lo vive como propio (como algo que logró construir), sino como ajeno (como algo que hizo otro). Por ende, no lo conoce bien por dentro, no conoce su esencia, sino que conoce su apariencia o superficie. Sabrá usarlo, pero sin convicción, como quien repite algo que dijo otro. De este modo, el aprendiz permanece totalmente pasivo y su máxima eficiencia está en obedecer y adiestrarse hasta lograr el producto buscado. La técnica se utiliza en todos los oficios, y es un saber aplicado, en el sentido de que se orienta a obtener un determinado resultado. Así, por ejemplo, el carpintero utiliza una técnica para producir muebles, el agricultor para sacarle provecho a la tierra, el navegante para orientarse en el mar, el médico para curar enfermedades, etc. Y el aprendiz sigue sus reglas y consejos. Cada uno tiene su propia receta o modo de proceder, y lo que sirve para un oficio no sirve para otro. La incidencia de la técnica en la educación tradicional ateniense se observa en el dictado, donde el alumno escucha, copia y aprende de memoria larguísimos fragmentos de los textos de los poetas. También en la educación espartana la obediencia a los superiores o a los mayores significa buena conducta. Aunque algunos sofistas mantenían esta educación técnica, reproductiva y especializada, aplicándola a diferentes conocimientos (cálculos, astronomía, música, etc.) o a la retórica y la oratoria, otros intentaron diferenciarse. Por eso Protágoras se presenta como maestro en la administración de la casa y en los asuntos públicos.31 Se trata de un saber más orientado a la cultura general y a lo humanístico, a una visión integral que supere el conocimiento sesgado o especializado. En efecto, en la polis se necesita una visión de conjunto. Sócrates cuenta que en la Asamblea exponen los técnicos cuando la situación lo requiere, es decir, cuando hay que construir un puente se llama a los especialistas en el tema; sin embargo, en los asuntos generales cualquiera opina de cualquier cosa. Luego, ¿cómo se hacen buenos ciudadanos? ¿Cómo se logra un conocimiento en los asuntos generales? ¿Se puede enseñar y, por ende, aprender, esta capacidad de buen ciudadano y de buena persona? ¿Se puede ser un maestro en la virtud? Este tipo de preguntas se formula Sócrates ante Protágoras. Y Protágoras responde que sí, que se puede enseñar y aprender un conocimiento intelectual más allá del conocimiento técnico, que se puede lograr que alguien sea una mejor persona y un mejor ciudadano, lo cual significa que se haga virtuoso y bueno. Como todo gran educador, Protágoras es un optimista, y argu31
Platón, Protágoras, 318e-319a, pp. 42-43.
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menta de la siguiente manera: si uno resulta ser malo en el arte que profesa (flautista, carpintero, médico, etc.), sus conocidos se lo reprocharán, pero no constituye un peligro para la ciudad; en cambio, si uno es mala persona, se vuelve un problema. Por consiguiente, hay que hacerlo buena persona; de lo contrario, no se lo podrá responsabilizar y castigar. De hecho, la educación en la virtud comienza en la casa: Empezando desde la infancia, a lo largo de toda la vida le enseñan y aconsejan. Tan pronto como comprende lo que se dice, la nodriza, la madre, el pedagogo y el propio padre batallan por eso, para que el niño sea lo mejor posible; le enseñan, en concreto, la manera de obrar y decir, y le muestran que esto es justo, y aquello injusto, que eso es hermoso y eso otro es feo […]. Y a veces él obedece de buen grado, pero si no, lo enderezan con amenazas y golpes, como a un tallo torcido o curvado.32
Cuando van con los maestros –continúa Protágoras–, lo último y más importante que aprenden los jóvenes son las leyes de la ciudad. Y a pesar de que no todos resulten virtuosos (en eso consiste la educación: en que no se puede garantizar un resultado; además, por eso mismo se diferencia de la técnica), siempre conviene empeñarse con generosidad en la tarea conjunta de enseñarse unos a otros, y así mejorar la situación de la comunidad. En suma, el arte de la virtud –de hacerse buena persona y buen ciudadano– es el más importante de todos, y requiere de mucho cuidado y dedicación. La tarea empieza por los padres, prosigue en los maestros y termina en los ciudadanos, que se educan mutuamente en la virtud, en el ágora, en la vida pública. Pero Sócrates no le cree a Protágoras. El diálogo entre ellos –según la pluma de Platón– se desvía hacia la pregunta esencial: ¿qué es la virtud?, dejando de lado la cuestión de si se puede enseñar y cómo, básicamente porque no se ponen de acuerdo en la respuesta a esa pregunta esencial. De todos modos, podemos imaginarnos por qué Sócrates mantiene su desconfianza hacia la postura de Protágoras. Si bien la propuesta de éste parece superadora respecto de la educación tradicional reproductiva, adolece de un defecto medular: no se logra ser buena persona imitando los ejemplos u obedeciendo los consejos y amenazas, porque de ese modo se asimila la virtud desde afuera y, por consiguiente, el aprendizaje resulta semejante al de la educación técnica. Para ser buena persona hay que realizarse desde adentro, sacar la virtud desde uno mismo; para ello se requiere un aprendiz mucho más activo y comprometido con el proceso, y un maestro que en vez de dar conocimiento, ayude o guíe a su discípulo para que éste lo produzca por sí mismo.
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Platón, Protágoras, 325c-d, p. 53.
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Capítulo 3
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§ 11-. EL LEGADO DE LOS SOFISTAS. El auge y decadencia de la democracia ateniense, de los discursos en el ágora y de la prolífica discusión política, atraviesan tanto a Sócrates como a los sofistas, que además comparten esa vuelta de página en la temática de los pensadores, pues a partir de todos ellos dejan de interesar los temas relacionados con la naturaleza o cosmos, para enfocarse sobre cuestiones relacionadas con el ser humano: el conocimiento, la ética, la organización de la ciudad, la educación, etc. La imagen que la historia hereda de los sofistas resulta distorsionada por la caricatura de Platón, que ironiza y se ensaña con el cobro de las enseñanzas. Sin embargo, tratamos de valorarlos más allá de esa mala prensa. Los puntos de confrontación entre Sócrates y Platón, por un lado, y los sofistas, por otro, se resumen en tres: (1) el relativismo, (2) la preponderancia de la palabra, y (3) la concepción pedagógica. En cuanto al relativismo, observamos que Protágoras suscribe esa posición respecto del conocimiento y la existencia de las cosas, y respecto de las costumbres o leyes de una ciudad, pero que no llega a aceptar un subjetivismo total en el plano ético o moral. En este sentido, el relativismo no es tan extremo como para decir que alguien puede establecer que está bien matar, mentir, dañar a otro, etc. En cuanto a la preponderancia de la palabra, el sofista Gorgias acepta que propone un juego argumentativo, de modo que no pareciera plantearlo muy en serio. En cuanto a la concepción pedagógica, algunos sofistas como Protágoras comparten con Sócrates y con Platón el cuestionamiento a la educación tradicional, basada en la repetición memorística y en el aprendizaje al modo de una técnica. Pero, más allá del intento de Protágoras por generar una pedagogía de la virtud y de los asuntos globales de la polis, se diferencia con los filósofos en que enfoca el aprendizaje como la recepción pasiva de algo que proviene de afuera. Para Sócrates y Platón, en cambio, la virtud y el conocimiento son cosas que se producen desde adentro y con un discípulo activo, como veremos. Las diferencias no son tan acentuadas como las presenta la exagerada versión de Platón. ¿Por qué, entonces, tienen tan mala fama los sofistas? Quizás porque coin-
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ciden con la crisis de la ciudad, de la democracia, y su degeneración en demagogia, el arte de decir precisamente lo que el otro quiere escuchar. El relativismo y la preponderancia de la imagen prenden mucho en la polis, lo mismo que el aprendizaje mágico de la oratoria y la retórica como armas para convencer a cualquiera de cualquier cosa. Pero hay motivos más profundos: los sofistas representan una interpelación contundente a los ideales atenienses, y además rescatan el despreciado conocimiento técnico. Analicemos estos motivos con detenimiento. En el apogeo de la polis, ese conglomerado de ciudades liderado por Atenas se identifica a sí mismo como civilización, mientras que adjudican el rótulo de barbarie a otras culturas que expresan la diferencia, principalmente los extranjeros del oriente, los persas. Esta división entre civilización y barbarie perdura durante siglos en la mentalidad occidental. Y aunque se la quiera minimizar, implica una jerarquía, un orden donde uno es superior y otro inferior. Todo lo nogriego forma parte de lo inferior, y por eso está bien subordinarlo a la condición de esclavo. Todo lo griego es superior, y por eso está bien que tengan reservado el acceso al poder. Esta división entre civilización y barbarie incluye no sólo al plano cultural, sino también al conocimiento, a la ética y a la belleza. Sólo los griegos acceden a la verdad, el bien y la belleza; los otros, en cambio, son ignorantes, malos y feos. En consonancia con tal jerarquía, el trabajo manual y técnico resulta inferior y degradante, en comparación con el trabajo intelectual y de pensamiento, que es superior y digno. Por eso, de las tareas manuales se ocupan los esclavos y los extranjeros, o los pobres de la ciudad, mientras que de las tareas superiores se ocupan los que no tienen preocupaciones de índole económica. Los sofistas vienen a cuestionar esos dos flancos. El relativismo cultural significa que cada ciudad tiene sus propias leyes y, por lo tanto, que no hay una mejor que otra, es decir, que no tiene sentido diferenciar entre civilizados y bárbaros. Lo mismo sucede en el plano del conocimiento: no hay un saber superior y otro inferior, y de ahí que los sofistas no tengan empacho en vender sus habilidades como una receta para hablar bien y hechizar a los demás, pues no desprecian la técnica. En este plano donde todo se puede discutir se soslayan las jerarquías sociales, y lo mismo vale el punto de vista del pobre o del rico, del que sabe y del que no sabe, del ciudadano y del extranjero. Pero, claramente, esta apertura en última instancia resquebraja el sentido de totalidad y organicidad que caracterizaba a la polis. En suma, el legado de los sofistas consiste en haber contribuido al fermento de la discusión, el debate y la argumentación racional, aspectos intrínsecamente relacionados con la filosofía y con el inicio de sus grandes temas. § 12-. SÓCRATES Y EL INTENTO DE SUPERAR EL RELATIVISMO. En ese contexto aparece en escena un filósofo de enorme talla y que buscará reconducir la fragmentación y el relativismo: Sócrates (470-399 a.C.). Sócrates
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marca un antes y un después, y un cambio de agenda, como lo muestra el siguiente pasaje: FEDRO: –Te revelas, hombre admirable, como un ser extrañísimo. Pues pareces ni más ni menos un forastero que se deja llevar, como tú dices, y no uno del lugar […]. SÓCRATES: –Perdóname, buen amigo. Soy amante de aprender. Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí los hombres de la ciudad.1
A Sócrates no le interesan ni la naturaleza ni las cosas materiales, sino las personas con las que puede dialogar y aprender. Es toda una declaración de principios sobre su personalidad. Este primer filósofo ateniense produce una influencia notable, no sólo en su gran discípulo Platón, sino también en varias escuelas que siguieron parte de sus ideas; y no sólo en su tiempo, sino también hoy, porque seguimos pensando (estemos de acuerdo o no) en problemas planteados por Sócrates. Hijo de un escultor y de una partera, fue un personaje reconocido en su ciudad. Formó familia con una mujer de muy malos modales y tuvo tres hijos. En su juventud, vivió la mejor época de Atenas, el esplendor de la polis y de la democracia. Digamos dos palabras acerca de lo que se llama el problema socrático2: aunque fue un personaje famoso, Sócrates no escribió absolutamente nada, y las versiones sobre su vida son muy diferentes entre sí. El comediógrafo Aristófanes, por ejemplo, lo presenta como un pedante demasiado preocupado por los asuntos del cielo, es decir, por cosas abstractas. Del lado opuesto tenemos la versión que Platón ha construido a través de sus diálogos, donde Sócrates casi siempre ocupa el personaje principal que gana las conversaciones. Pero este Sócrates coincide en gran medida con la filosofía de Platón. Tenemos así dos versiones muy diferentes, y la pregunta (o problema socrático) es cómo fue realmente. Por lo general, se admite que los primeros diálogos de Platón reflejan más o menos lealmente la vida de Sócrates. En ellos encontramos a una persona siempre dispuesta a dialogar, a plantearse preguntas extremas, a criticar a la sociedad de su tiempo, a confrontar distintas opiniones y, sobre todo, siempre dispuesta a buscar la verdad, aunque muchas veces el intento quede frustrado y no se alcance lo que se estaba buscando. Esto significa que la búsqueda de la verdad vale más que su hallazgo, o que las preguntas son más importantes que las respuestas. Aunque para sus contemporáneos Sócrates fue un sofista más, en los diálogos de Platón se muestra como el filósofo que combate los engaños y trampas, que se enfrenta a los sofistas e intenta superar los planteos de éstos. En efecto, tanto Sócrates como Platón se oponen a los rasgos señalados más arriba: el relati1 2
Platón, Fedro, 230d, p. 285. Eggers Lan, C., Estudio preliminar, pp. 6 y ss.
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vismo, la preponderancia de la imagen o palabra y la concepción técnico-pedagógica. Ambos consideran que hay una Verdad y que se puede conocer, que hay valores morales universales, que hay un modelo de buen gobierno, etc. Ambos consideran que la Verdad importa más que el discurso, que la realidad es prioritaria respecto de la palabra, que lo fundamental está en la en la esencia (y no en la apariencia). Ambos consideran que el conocimiento no viene desde afuera, otorgado por un maestro, sino desde adentro, producido por el discípulo. Por eso Platón, con su pluma, se opone –junto con Sócrates, su personaje– rotundamente a los sofistas, los desprecia y busca dejar una mala imagen de ellos para la posteridad. El desafío socrático-platónico consiste en encontrar la unidad que fundamente y agrupe las distintas perspectivas u opiniones particulares sobre algo. Si se pueden consensuar las posiciones, entonces es posible encontrar una Verdad común a todas ellas, una unidad que las contenga y explique. Por ejemplo, si alguien opina que lo bueno consiste en ser justo, y otro opina que lo bueno en ser prudente, el desafío del filósofo reside en encontrar lo común a esos puntos de vista, lo bueno en sí mismo, lo verdadero en sí, lo bello en sí, etc. Lo en sí se manifiesta independiente de la opinión de cada uno. En este sentido, Sócrates preguntaría: acciones tales como torturar, violar, matar, mentir, ¿no son malas en sí mismas, es decir, más allá de los motivos que intenten justificarlas? E igualmente, las acciones que muestran justicia, valentía, amor, honestidad, ¿no son buenas en sí mismas? ¿Acaso no hay cosas que son verdaderas, o bellas, independientemente de nuestra opinión? En caso de responder que no, se permanece en el relativismo; en caso de responder que sí, se abre el camino para abandonar el relativismo. Además, al reconocer la existencia de una Verdad en sí, –siempre la misma y válida para todos– ya no se la puede disfrazar con apariencias. Si alguien encubre con palabras esa Verdad reconocida, entonces miente descaradamente. Desde esta posición ya no se puede sustituir la Verdad con un gran discurso; ahora el discurso tiene que descubrir, reflejar, describir o mostrar la Verdad/realidad. Esa pretensión de los sofistas de convencer a cualquier precio pierde su fuerza cuando se acepta que la realidad no cambia en nada por más que se la llene de palabras, cuando uno toma conciencia de que muchas veces lo que se dice no es lo que se hace, o que el discurso no se condice con lo real. Frente a la evidencia de la verdad, si las palabras no la reflejan pierden su eficacia y credibilidad. Sócrates se propone buscar y descubrir esa Verdad que trasciende el plano subjetivo y resulta común a las distintas perspectivas. Por ende, el filósofo busca, pregunta e investiga lo universal que contiene las opiniones particulares; y no lo hace en soledad, sino dialogando, en colaboración con sus interlocutores. En efecto, dialogar significa entresacar la razón común (o sea, lo que unifica) a las partes que intervienen aportando algo. El método socrático –que especificaremos más abajo– pone de manifiesto esta voluntad por encontrar una Verdad consensuada, que
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todos los participantes tengan que admitir como La Verdad, y que recibe varios nombres: definición universal, esencia o concepto. Se trata de lo en sí que agrupa a todas las perspectivas, las contiene en unidad y, al mismo tiempo, revela y des-cubre ese fondo universal. En última instancia Sócrates está convencido de que detrás de todos los puntos de vista o definiciones aparentes se encuentra una definición verdadera, un concepto que expresa la Verdad esencial y común. § 13-. LA TAREA DEL FILÓSOFO. En la Apología de Sócrates, obra escrita por Platón entre su juventud y su madurez, sucede lo siguiente: el gobierno de Atenas acusa a Sócrates de introducir falsos dioses (o creencias) en la ciudad, de hacer pasar por fuertes argumentos que son débiles (es decir, de actuar como un sofista), y de corromper a los jóvenes. Por estos cargos, se lo declara culpable y se lo condena a beber la cicuta, un veneno que finalmente provoca su muerte. Pero, antes de votarse esta pena, el tribunal (se calcula que pudo haber sido integrado por 500 ciudadanos) autoriza a Sócrates a realizar un discurso en su defensa, y esto motiva el texto, pues apología significa defensa. Pese al descargo, resulta condenado, aunque por apenas 30 votos de diferencia.3 Unos amigos le ofrecen organizar la fuga, sobornando a un guardia. Sin embargo, Sócrates se niega y acepta su condena, porque considera que las leyes están hechas para obedecerlas. El texto comienza directamente con el descargo del personaje principal, como si ya se hubiera formulado la acusación por parte de los fiscales, Anito y Meleto. La estrategia de Sócrates consiste en refutar una por una las acusaciones que se le imputan. Por ende, en primer lugar busca diferenciarse de los sofistas, y sostiene que no quiere construir bellos y seductores discursos, sino simplemente decir la verdad, para lo cual no se necesita ninguna habilidad técnica, sino tan solo ser honesto. Por más que le hayan hecho fama de gran orador y lo hayan confundido con los sofistas de la época, él se considera un sirviente de la verdad. Pero sucede que está descolocado, porque tiene que hacer un discurso en su defensa, y dice que se siente incómodo produciendo un monólogo. Sócrates quiere dialogar, quiere tener interlocutores que respondan a sus preguntas. Entonces, se queja, porque en el diálogo se siente más fuerte; en el fondo, se queja de tener que hablar solo y estar casi obligado a actuar como si fuera un sofista.4 Con estos elementos podemos obtener un primer perfil de la tarea del filósofo. Más que dar un bello discurso, el filósofo busca la verdad. Que busque la verdad significa que no la posee, que no es un sabio, sino alguien que desea saber. El diálogo conlleva consenso y contrapuntos, coincidencias y divergencias. Al confrontar opiniones, al formularse preguntas radicales o de fondo, muchas veces Sócrates choca con las creencias y costumbres de la sociedad, con lo que la mayo3 4
Platón, Apología de Sócrates, 36a, p. 165. Platón, Apología de Sócrates, 17a-19a, pp. 117-121.
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ría de la gente piensa. Por ejemplo, al discutir lo que ofrecían los sofistas (una buena educación para los hijos de los atenienses), o al demostrar públicamente que aquellos que la gente pensaba que eran sabios en realidad no lo eran (sino que eran unos charlatanes, como los sofistas), Sócrates pasa a ser un crítico de la sociedad y de las costumbres de su tiempo, un tábano que molesta, porque remueve las ideas que la mayoría da por válidas y muestra que no tienen fundamento.5 Muchas veces la mentira, o el simple hecho de acomodarse a lo que piensa la mayoría, llevan a que no se quiera tener noticia de la verdad. Pero el filósofo tiene como misión descubrir la verdad, aunque ello implique molestar a las personas y hacer naufragar sus creencias y costumbres. Por lo tanto, la sabiduría del filósofo se diferencia de la sabiduría de los dioses. La sabiduría divina (o sobrehumana) es infalible y completa, mientras que la sabiduría humana y racional del filósofo puede fallar y nunca es completa. Los dioses lo saben todo, los hombres sólo sabemos una parte, tenemos un saber finito, y fácilmente podemos caer en el error.6 Por eso Sócrates desprecia tanto a los sofistas; porque éstos se creen absolutamente sabios, capaces de hablar sobre cualquier cosa, como si su saber fuera absoluto, divino e infalible, como si tuvieran acceso al saber de los dioses. El filósofo, en cambio, reconoce sus limitaciones y acepta que ignora más de lo que sabe. El filósofo se dice amante o amigo del saber, pero no se define como aquel que tiene el saber, que es sabio; más bien, es un buscador, un incansable investigador de la sabiduría. Para comprender más a fondo la tarea del filósofo, Sócrates cuenta una historia según la cual el oráculo revela algo que lo deja confundido, y a partir de esa situación decide emprender una investigación que lo llevará a un par de conclusiones.7 Sócrates cuenta que un amigo, Querefonte, fue al oráculo de Delfos y recibió una importante revelación. Los oráculos son lugares sagrados donde hablan o dan señales los dioses, y lo hacen por medio de una persona (en este caso, una mujer: la pitonisa). En la ciudad de Delfos estaba el oráculo del dios Apolo, dios de la luz, del conocimiento, de la armonía. En ese oráculo se exponía un cartel que con la inscripción: conócete a ti mismo.8 Sucede que los oráculos muchas veces dicen cosas enigmáticas, con un sentido oculto, que hay que desentrañar. Este oráculo revela a Querefonte que Sócrates es el más sabio de todos los atenienses. Al enterarse, Sócrates se sintió confundido, porque, por un lado, él no se consideraba el más sabio y, por otro lado, el dios no podía mentir. Para poner a prueba lo revelado por el oráculo, se propone investigar. Aquí En efecto: si me condenan a muerte, no hallarán con facilidad otro como yo, […] una especie de tábano. Así me parece que el dios me ha aplicado a la ciudad de un modo análogo, [como un tábano] para que los despierte, persuada y reproche a cada uno en particular, sin cesar el día entero, siguiéndolos por todas partes. Platón, Apología de Sócrates, 30e-31a, p. 151. 6 Platón, Apología de Sócrates, 20d-e, p. 126. 7 Platón, Apología de Sócrates, 20e y ss., pp. 127 y ss. 8 Platón, Protágoras, 343b, p. 82. En el templo de Apolo se encontraban dos inscripciones: Conócete a ti mismo y nada demasiado. 5
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ejercita sus cualidades de filósofo. Entonces va y busca a alguien que tenga la fama de sabio. Primero se encuentra con un político. Comienza a indagarlo, y se da cuenta de que no sabe. ¿Cómo se dio cuenta? En la Apología Platón no muestra el modo en que Sócrates procede a preguntar, pero en otros textos sí. Cuando Sócrates está con alguien que se cree sabio en algo, le pregunta sobre aquello que presume saber. Y pregunta siempre de la misma manera. Al político, por ejemplo, le podría haber preguntado: ¿qué es la política?, o mejor: ¿qué es la justicia? Después veremos los pasos del método socrático. Por el momento, observemos que empieza a desengañarse, una y otra vez. Tras quedar defraudado por los políticos, Sócrates se dirige a los poetas y les pregunta acerca de sus propios versos. Pero los poetas no pueden explicar sus composiciones. Al igual que los profetas y adivinos, los poetas tienen una suerte de inspiración que los conecta con una revelación sobrehumana. De este modo, exponen un saber superior, el saber de los dioses, pero no tienen ni idea del contenido de ese saber. Hablan sin saber lo que dicen. Con esto Sócrates marca una clara diferencia: el saber filosófico es un saber argumentado, esto significa que ofrece razones para probar lo que se quiere sostener, mientras que el saber divino se agota en la simple revelación. Y los poetas, inspirados por las musas, hablan de cosas que en realidad no conocen. Después de verse con los poetas, acude a los artesanos. Si bien reconoce que son sabios en sus respectivos oficios (el zapatero sabe hacer zapatos, el carpintero sabe hacer mesas, etc.), los trabajadores manuales comparten un defecto: son tan orgullosos que creen saber absolutamente de todos los temas. En otras palabras, los artesanos tienen un saber práctico y concreto, pero ese saber no se extiende a las cuestiones abstractas (por ejemplo, las definiciones, las esencias, los conceptos). Al igual que los políticos y los poetas, los artesanos afirman mucho más de lo que saben. Consideran que, conociendo lo particular, pueden opinar sobre cualquier tema, pues extienden ese saber hacia las cuestiones generales. Con este panorama, Sócrates extrae dos conclusiones: en primer lugar, sostiene que se ha dado cuenta de que, cuanto más fama de sabio tiene una persona, más se lo cree y menos sabio es en realidad. Establece una suerte de proporción: a mayor fama, menor sabiduría. En segundo lugar, concluye que el oráculo tenía razón al decir que él era el más sabio, porque sólo él se puede jactar de saber algo más que todos los demás, y ese plus consiste en saber que no sabe. De ahí la famosa frase con la cual se resume el pensamiento de Sócrates: sólo sé que no sé nada. Esta frase da a entender que conviene tener pocos conocimientos, pero seguros (por ejemplo, la certeza de no saber), a tener muchos conocimientos, pero falsos. La ignorancia resulta más sabia que la presunción de sabiduría. En consecuencia, la sabiduría humana es pobre, dice Sócrates, y muy pequeña en comparación con la divina. Sólo en la medida en que nos curemos de las falsas imágenes, de los falsos conocimientos que nos llevan a creernos más sabios que los demás; sólo cuando reconozcamos nuestra propia ignorancia, daremos un
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paso hacia la sabiduría. Así, el filósofo empuña otro motivo contra los sofistas: hay que despojarse de apariencias (la catarsis) y reconocer la ignorancia; de este modo estamos bien preparados para iniciar la búsqueda de la verdad. § 14-. EL MÉTODO SOCRÁTICO. En la Apología, Sócrates interroga a los políticos, a los poetas y a los artesanos, y concluye que ninguno de ellos resulta ser sabio. Pero no muestra cómo procede, no muestra su método. En otros textos de Platón el personaje Sócrates sí procede siguiendo un método, que consta de tres momentos.9 Antes de analizar cada una de esos momentos, apuntemos un par de rasgos generales. El método socrático no consiste en una exposición o monólogo, sino en un diálogo que incluye a dos o más personas. La palabra diálogo significa razón compartida, discurso conjunto, entre palabras. En griego lógos significa razón, palabra, discurso, lógica, etc.; y el prefijo dia- significa lo que está entre (o con). El diálogo vincula a dos o más personas. De este modo, el trabajo del filósofo –buscar la verdad a través del diálogo– implica buscar la verdad entre y con los demás participantes, buscar la verdad compartida. Por ende, la verdad hallada no es la verdad de Sócrates, sino de todos los que intervienen en el diálogo; es una verdad común, universal. Además, el método se caracteriza por la ironía. En este caso, la palabra ironía refiere a un simulacro, a un hacer como si, un fingir… Sócrates simula no saber, simula ignorancia; se pone en el lugar del que no sabe. Es una simulación porque en realidad sí sabe, por lo menos sabe preguntar y sabe definir los términos; sin embargo, prefiere pasar por ignorante para ceder la palabra a los otros, a los que creen que saben, y luego trabajar sobre sus errores o contradicciones. Por lo tanto, la verdad no aparece en el comienzo, sino que se conquista de a poco, a medida que avanza el diálogo y se logra pulir la definición; se trata, entonces, de un proceso, y en muchos casos sin un final feliz, porque varios de los textos platónicos terminan sin dar con una definición última. El diálogo y la ironía suelen estar presentes a lo largo de toda la aplicación del método, que se divide en tres momentos: la refutación, la catarsis y la mayéutica. El primer momento del método socrático, la refutación, resulta oscuro y negativo. Por lo general, Sócrates elige alguien para dialogar y plantea el tema que esa persona considere que conoce bien. Así, con un político dialoga sobre la política o la justicia, con un poeta sobre la belleza, con un general o un soldado sobre la valentía, etc. Es decir, elige un interlocutor que crea saber sobre el tema a tratar; si no, conversa con un sofista, que obviamente se considera sabio en todos los temas. Y comienza preguntando de la siguiente manera: ¿qué es…?; ¿qué es la política?, ¿qué es la justicia?, ¿qué es la belleza?, etc. A veces sus interlocutores responden con ejemplos; pero a Sócrates no lo 9
Carpio, A., Principios de filosofía, pp. 66 y ss.
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conforman los ejemplos, porque con un ejemplo (algo particular) no se responde a la pregunta que apunta a algo general que incluye a ese ejemplo y a muchos otros. Esto sucede en el diálogo con el sofista Hipias: SÓCRATES: Recientemente, Hipias, alguien me llevó a una situación apurada en una conversación […] haciéndome esta pregunta: «¿De dónde sabes tú, Sócrates, qué cosas son bellas y qué otras son feas? Vamos, ¿podrías decir qué es lo bello?». Yo, por mi ignorancia, quedé perplejo y no supe responderle […]. Explícame adecuadamente qué es lo bello en sí mismo […]. Sin duda, tú lo conoces exactamente y éste es un conocimiento insignificante entre los muchos que tú tienes.10
Con total ironía, Sócrates abre el camino para que Hipias se luzca con la respuesta: HIPIAS: Ya entiendo, amigo; voy a contestarte qué es lo bello y es seguro que [aquel que te preguntó] no me refutará. Ciertamente una doncella bella […] es algo bello SÓCRATES: ¡Por el perro, Hipias, que has contestado bella y brillantemente! ¿Es cierto que, si responde eso, habré contestado correctamente y no hay riesgo de que se me refute?.11
Como de costumbre, Sócrates se burla de Hipias, porque no responde qué es lo bello en sí, sino cuáles cosas son bellas. Los casos particulares no alcanzan para definir el concepto universal. En otras ocasiones el interlocutor se anima a dar una definición. En el curso del diálogo se analiza esa definición inicial, y con ella pueden ocurrir dos cosas: que sea demasiado amplia e incluya casos que no debería incluir, o que sea demasiado pequeña y excluya casos que sí debería incluir. Por ejemplo, en otro texto de Platón, el Laques, unos prestigiosos militares atenienses se reúnen a conversar sobre la educación de sus hijos, y deciden consultar al renombrado Sócrates. Éste, en cambio, propone interrogarlos a ellos: SÓCRATES: En primer lugar, Laques, nos esforzaremos en definir la valentía, y en la forma de aconsejar a los jóvenes en cuanto al ejercicio y al aprendizaje. Intenta, pues, definir qué es la valentía. LAQUES: Por Zeus, amigo Sócrates, que no es difícil. Si alguien permanece en las filas para rechazar al enemigo, y no huye, ése sería valiente.12 10 Platón, Hipias Mayor, 286c-e, pp. 411-412. Hipias es un conocido sofista, al que Protágoras –en el diálogo de Platón– señala indirectamente como uno de los que se dedica a la educación técnica, a la acumulación de muchos saberes, en una palabra: un enciclopedista. Platón, Protágoras, 318e, p. 43. 11 Platón, Hipias Mayor, 287c-288a, pp. 413-414. 12 Platón, Laques, p. 105.
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Según esta primera definición, ser valiente consiste en permanecer en el lugar. Ahora bien, ¿qué sucede con los que luchan retrocediendo, como táctica para encerrar al enemigo? ¿Qué sucede con los que están en peligro en el medio del mar, o luchan contra una enfermedad, o contra la pobreza, etc.? Todos estos casos que señala Sócrates deberían estar incluidos en la definición de valentía; por ende, la propuesta de Laques resulta demasiado estrecha. Tras las observaciones, Laques intenta una nueva definición: LAQUES: Me parece que [la valentía] consiste en cierta energía del alma, si conviene expresarlo de un modo que incluya a todas las circunstancias. SÓCRATES: Eso es lo conveniente, en verdad, si deseamos responder la pregunta. Pero creo que a ti no toda la energía te parece coraje....13
Ahora la definición queda demasiado amplia, porque incluye casos que no debería: quien gasta dinero para obtener mayores ganancias, o el médico que le prohíbe al enfermo ingerir algo que le haría mal, o el soldado que se lanza a luchar solo contra un enemigo numeroso, o aquel que en un combate se sube a un caballo ignorando cómo montarlo, o el que se lanza al fondo del mar sin conocer de buceo, etc.; en todos los casos, actúan enérgicamente, con constancia, pero sin medir las consecuencias o sin saber lo que hacen, y no deberían estar incluidos en el conjunto de los valientes, sino en el de los insensatos o irracionales. Cuando el interlocutor se enreda en la telaraña de preguntas de Sócrates, y una o dos veces cae en contradicción consigo mismo (al incluir un caso que debería excluir, o a la inversa), se pasa al segundo momento: la catarsis. En este segundo momento, el interlocutor queda totalmente sorprendido y no sabe qué decir. Ha sido refutado y ha entrado en un estado de conmoción. Pensaba que sabía y ahora se da cuenta (y los demás también se dan cuenta) que no sabe. La palabra catarsis significa despojarse, quitarse de encima algo; aquí significa extirpar las falsas opiniones. Este paso es muy importante, porque para aprehender el verdadero conocimiento primero hay que purgar las falsas opiniones (por ejemplo, los prejuicios) y, sobre todo, hay que abandonar la soberbia postura de quien cree saberlo todo. La refutación y la catarsis posicionan al interlocutor de otra manera, generan un estado de apertura que antes no tenía. Por eso, se ve asaltado por un doble sentimiento: por un lado, se siente frustrado, porque creía saber algo y se acaba de dar cuenta que no sabe; por otro lado, siente deseos de investigar el tema. Así lo manifiesta Laques, cansado del interrogatorio socrático: SÓCRATES: ¿Pues qué? ¿Te parece bien nuestra situación? LAQUES: De ningún modo. SÓCRATES: ¿Quieres que aceptemos lo que decíamos? LAQUES: ¿A qué te refieres? 13
Platón, Laques, pp. 107-108.
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SÓCRATES: A la palabra que nos ordena resistir. Si lo deseas, insistiremos en la investigación, y resistiremos para que la valentía no se burle de nosotros, porque la buscamos con poco coraje; muchas veces la resistencia es valentía. LAQUES: Yo, Sócrates, estoy dispuesto a continuar, aunque no esté acostumbrado a estas discusiones. Pero ha despertado en mí el interés por lo dicho, y me indignaría si no fuera capaz de expresar lo que pienso. Me parece entender qué es el coraje, aunque de tal modo que se me escapa, y no puedo expresarlo con palabras y decir qué es.14
El diálogo tiene otro tono: las partes han entrado en condición de igualdad, han admitido la ignorancia y el deseo de buscar la verdad. A partir de este segundo momento, Sócrates deja de confrontar con su/s interlocutor/es y emprende en colaboración la búsqueda de la definición adecuada. Así se inicia el tercer momento del método socrático, el momento positivo: la mayéutica. La palabra mayéutica refiere al arte de las parteras, que ayudan a dar a luz. En el método socrático significa dar a luz los conocimientos que cada uno lleva adentro. Cada uno ya tiene en sí los conceptos que un buen partero como Sócrates, mediante ingeniosas preguntas, sabrá guiar hacia su descubrimiento. En otras palabras, las definiciones y conceptos están en nosotros, los sabemos si llevamos a cabo un adecuado examen racional, si sabemos formular las preguntas y respuestas adecuadas. Con la mayéutica pasamos de la oscuridad de la ignorancia a la claridad del conocimiento. Se trata de un proceso, un parto doloroso que cuesta trabajo. Y el resultado es como nuestro hijo, un conocimiento familiar porque nosotros mismos, en una actividad colectiva (no individual), fuimos construyendo. Un ejemplo que ilustra con fuerza este proceder se encuentra en el Menón de Platón. En esta obra, Sócrates y Menón discuten sobre si el alma posee conocimientos previos o no. Para demostrarlo, Sócrates manda llamar a un esclavo o sirviente que, en principio, no sabe nada de matemática o geometría. Con preguntas y dibujos, lo conduce de modo que el esclavo logre calcular la superficie de un cuadrado. Luego, extiende proporcionalmente las líneas de ese cuadrado, construyendo así un nuevo cuadrado, y Sócrates le hace calcular la superficie. El esclavo primero se equivoca, diciendo que el segundo cuadrado es dos veces más grande que el anterior; pero, poco después, entiende que en realidad es cuatro veces mayor.15 Con esfuerzo y gracias a la capacidad del partero, se desenvolvieron conocimientos que, aparentemente, el esclavo no tenía, o ignoraba que tenía. Ahora bien, la mayéutica aún no responde lo siguiente: ¿cómo sabe Sócrates que efectivamente tenemos algo para dar a luz? ¿Cómo sabe que el alma está preñada de conceptos? De este punto se ocupará Platón con su teoría de la reminiscencia. 14 15
Platón, Laques, pp. 110-111. Platón, Menón, 81c-83c, pp. 302-306
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Entonces, según el método socrático la búsqueda del filósofo no se orienta hacia lo particular, sino hacia lo universal. No se busca una definición parcial, que cubra una pequeña porción de lo que debe cubrir; ni una definición vaga o difusa, que cubra de más; se busca una definición precisa, la definición universal, que abarque todos los casos particulares que debe abarcar. Esta definición debe responder exactamente a la pregunta ¿qué es…?, debe mostrar la esencia de la cosa, el concepto que la define como tal. En este contexto, esencia, concepto y definición universal son sinónimos. Cuando damos una definición universal, damos con la esencia de lo que queremos definir, y la esencia hace que la cosa sea lo que es y no otra cosa. La esencia define la cosa, determina su ser. Si damos con la esencia de una cosa, podemos determinar cuáles casos o ejemplos particulares corresponden a ella y cuáles no. En efecto, definir, delimitar y determinar significan marcar el límite, y el límite permite decidir qué cae adentro y qué afuera. Como anticipamos, el descubrimiento de los conceptos, esencias o definiciones universales, le permite a Sócrates superar las posiciones de los sofistas. El concepto o esencia agrupa y contiene todas las perspectivas particulares, y constituye la verdad que hay que captar más allá de la apariencia. Los conceptos o esencias no varían, sino que siempre son lo que son. No cambian con el tiempo o el lugar. Por lo tanto, sobre ellos no sirve la opinión. Son universales, valen para todos. El filósofo tiene que descubrir o ayudar a encontrar esos conceptos, y no darlos o traerlos desde afuera. Que no logremos descubrirlos significa que todavía no nos hemos ejercitado lo suficiente o no hemos buscado lo suficiente. Además de afianzar un consenso sobre cuestiones básicas y de restaurar la verdad, el proceder de Sócrates implica una innovación pedagógica, dado que el conocimiento ya no viene de afuera –ni como una mercancía o producto terminado, ni como un ejemplo a imitar–, sino que proviene del alma de uno mismo, del que está dispuesto a aprender. En este caso, no cabe decir que el maestro le da el conocimiento a su educando, sino que el discípulo mismo lo construye y alumbra, gracias a la mayéutica. El buen maestro no enseña, en el sentido de que no muestra, no expone, no define; más bien, guía indirectamente, a través de preguntas, para que el aprendiz dé a luz la verdad por sí mismo. En esta concepción pedagógica, el discípulo no permanece pasivo y a la espera del saber, sino que tiene que asumir en primera persona una actitud de búsqueda, de deseo por conocer. En una palabra, tiene que hacerse filósofo, y producir activamente el conocimiento. De ser así, ese producto no le resultará extraño, sino muy familiar; porque será algo hecho por él mismo. § 15-. LA ÉTICA INTELECTUALISTA. Volviendo sobre la Apología, el juicio y condena a muerte de Sócrates nos plantea varias preguntas. La primera, la más inmediata: ¿por qué Sócrates no acepta que sus discípulos sobornen al guardia y así poder salvar su vida? Exami-
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nemos algunas de las respuestas: No puedo ahora rechazar las normas que siempre acepté, por el hecho de que mi suerte haya variado, y las respeto y honro igual que antes, dice Sócrates. Y continúa más abajo: La patria ha de ser honrada y venerada y tenida en la mayor consideración […]. Hay que aceptar y hacer lo que ordene, y soportarlo tranquilamente, aunque ordene sufrir, o ser azotado, o encarcelado, o marchar hacia la guerra […]. Tanto en la lucha, como en la cárcel y en todas partes, debe cumplirse todo cuanto el Estado y la patria ordenen.16
En este sentido, Sócrates sostiene que las leyes deben obedecerse siempre, y no sólo cuando nos benefician. Porque el ciudadano participa en la elaboración de esas mismas leyes, que se suponen buenas para la ciudad. Además, el bien de la ciudad es lo primordial, lo verdaderamente importante, y un buen ciudadano está dispuesto a dejar la vida por su patria. Aunque se trate de una condena exagerada (los cargos son bastante formales) e injusta, probablemente motivada por las críticas de Sócrates al sistema democrático vigente o por sus conexiones con la antigua aristocracia, o por la amenaza que representa el tábano preguntón al despertar a la juventud y volverla crítica hacia el poder consolidado,17 más vergonzoso aún sería huir cobardemente, como el soldado que abandona su puesto y a sus compañeros en medio de la batalla, con el único fin de salvarse.18 Otra de las posibles respuestas de Sócrates a por qué aceptar una condena injusta se relaciona con la incoherencia consigo mismo. Cuando el tribunal dicta su sentencia, de inmediato él podría haber replicado con una contrapropuesta, o sea, con un castigo alternativo; sin embargo, desecha semejante oportunidad.19 Más aún, para Sócrates la pena de muerte no constituye un castigo terrible (tengamos en cuenta, como al pasar, su avanzada edad); mucho más terrible sería que lo dejen vivo –dice– y le prohíban filosofar. Estaba tan consustanciado con esta misión de aguijonear a los ciudadanos con sus preguntas, que para Sócrates vivir sin filosofar equivaldría a estar muerto en vida.20 16 Platón, Critón, pp. 70, 78-79. Pero Sócrates no siempre obedeció a la autoridad y en ocasiones se enfrentó con el poder político, de modo que el compromiso con la justicia y la ciudad en ciertos casos va más allá de quienes detentan el poder de turno: T. Calvo Martínez, Sócrates, pp. 121122. 17 Tras un estudio minucioso de los aspectos jurídicos de la acusación (pp. 26-41), Eggers Lan llega a la conclusión de que la condena a Sócrates se produce por motivos políticos y por el rasgo desafiante frente al status quo. Estudio preliminar, pp. 42-43. 18 En el puesto que alguien se coloca, ya sea porque él mismo haya considerado el mejor o porque un jefe se lo haya ordenado, allí, me parece, debe permanecer arriesgándose y sin prevención contra la muerte ni ninguna otra cosa más que contra el deshonor. Platón, Apología, 28d, p. 146. 19 Platón, Apología, 36b-37d, pp. 166-168. 20 Platón, Apología, 29a-e, pp. 148-149. Cordero, N., La invención de la filosofía, p. 133. En Fedón, que también trata sobre los últimos momentos de la vida de Sócrates, Platón entronca este no-temor hacia la muerte con las demostraciones de la inmortalidad del alma.
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De todos modos, en la profundidad de la postura socrática se deja entrever una motivación ética, que se resume en la siguiente formulación: es preferible soportar la injusticia a cometerla. En otras palabras, antes que hacer el mal, Sócrates prefiere padecerlo. Este principio ético suena extraño, y hasta antinatural, dado que nadie elegiría sufrir –salvo que de ese sufrimiento obtenga algún placer–, ni tendría como deseo soportar el mal. Más bien, si nos dan a elegir, queremos que sufra otro. Pero para entender la afirmación de Sócrates hay que situarla en su justo contexto. En la Apología, por ejemplo, significa que, por más injusto que sea el castigo, es preferible soportarlo a devolver una injusticia igual o mayor. Sócrates parece razonar de la siguiente manera: si queremos vivir bien (estar bien, ser felices), que en términos sociales implica vivir con justicia, entonces nunca debemos hacer el mal, ni responder con una injusticia ante el mal ajeno. Pues en tal caso dejamos de ser buenos y de vivir bien, y nos convertimos en malos e injustos. La maldad y la injusticia siempre van en contra del bienestar, y lo último es lo que solemos elegir.21 Por supuesto que el tema genera revuelo en los diálogos platónicos, pues quienes tienen una posición afín a los sofistas no están dispuestos a concederle este principio ético a Sócrates. Por otra parte, se asemeja a la idea cristiana de poner la otra mejilla y soportar pasivamente el sufrimiento. Sin embargo, no se trata de una ética de la resignación. Que a la injusticia no se le conteste con una injusticia, que no se apele a la ley del talión (ojo por ojo, diente por diente) no quiere decir que no haya que castigar la injusticia, sino precisamente lo contrario: que se debe castigar haciendo justicia.22 Cuando los tribunales o el Estado castigan a alguien que cometió un delito realizan un acto de justicia, mientras que alguien que castiga por su cuenta no. Hacer justicia no significa devolverle la maldad a otro, precisamente porque hacer el mal a otro es malo e injusto. La ética socrático-platónica se complementa con un segundo principio, parcialmente relacionado con el primero. En gran medida la fuerza del argumento de Sócrates para preferir el padecer al cometer la injusticia apunta a que realizar el mal resulta malo para uno mismo (hacer el mal nos hace malos), va en contra del buen vivir. En efecto, natural y espontáneamente buscamos el bien, lo que hace al bienestar del alma, y para ello hay que conocer qué nos hace bien. De ahí que el segundo principio de la ética socrático-platónica, llamado tesis intelectualista23, se resuma en la siguiente frase: el que conoce el bien, actúa bien. Se la llama tesis intelectualista porque deposita toda la confianza en el intelecto, en la capacidad de conocer o entender el bien. Según este principio, quien conoce el bien lo elige, elige realizar buenas acciones, y al revés, quien realiza buenas acciones lo hace porque conoce el bien y lo elige. Si uno conoce lo que le resulta agradable, placentero, útil, saludable, etc., lo adopta como prioridad. Pero, ¿por qué, enton21
En Apología, 30d, pp. 150-151; Critón, pp. 73-76; Gorgias, 469b y ss., pp. 163 y ss. Platón, Gorgias, 476e-477a, p. 176. 23 Cf. Gómez Lobo, A., La ética de Sócrates, p. 32. 22
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ces, algunos eligen el mal? Analicemos el siguiente pasaje: SÓCRATES: […] En fin, trata de cumplir tu promesa diciéndome, en general, qué es la virtud […]. MENÓN: Me parece que la virtud consiste, como dice el poeta, en «gustar de lo bello y tener poder». Y así llamo virtud a desear las cosas bellas y ser capaz de procurárselas. SÓCRATES: Entonces, ¿afirmas que quien desea cosas bellas, desea cosas buenas? MENÓN: Ciertamente. SÓCRATES: Y ¿algunos desean las malas? MENÓN: Sí. […] SÓCRATES: ¿Qué entiendes por «desear»? ¿Querer hacer suyo? MENÓN: Desde luego.24
Al definir desear como querer hacer suyo, se sobreentiende que nadie va a desear el mal (salvo que disfrute dañándose) y, en caso de desearlo, merece lástima y se vuelve un desgraciado e infeliz. Pero, ¿por qué igualmente algunos eligen el mal? Básicamente, porque ignoran el bien. Quien elige el mal lo hace porque desconoce el bien. Y si conociera el bien, lo desearía. Por lo tanto, la tesis intelectualista se completa así: quien conoce el bien, actúa bien; y quien actúa mal, lo hace por ignorancia. En líneas generales, la ética de Sócrates traza una división entre dos grandes grupos de conceptos opuestos: de un lado, el saber, la virtud, el bien, la felicidad, la justicia, la belleza, el placer, lo agradable, la salud, etc.; del otro lado, la ignorancia, el vicio, el mal, la desgracia, la injusticia, la fealdad, el dolor, lo desagradable, la enfermedad. Naturalmente elegimos lo que forma parte del primer grupo de conceptos, y caemos en el segundo grupo por falta de conocimiento. Estas equivalencias conceptuales (saber = virtud, bien = belleza, ignorancia = maldad = fealdad) desembocan en la médula de la filosofía de Platón: para éste, lo más importante de todo es el Bien, que equivale a la Verdad y a la Belleza. Platón sitúa en la cumbre de su sistema estos tres conceptos: Bien, Verdad, Belleza. Conocer la verdad nos lleva a ser buenos, y conocer y ser buenos es algo bello. Por el contrario, la ignorancia nos conduce a actuar mal, y actuar mal es algo feo. De hecho, en ciertos casos seguimos pensando con estos conceptos: cuando alguien realiza una acción mala, decimos ¡qué feo! Incluso nos compadecemos de esa persona, porque sus malas acciones –valga la redundancia– hablan mal de ella. Ahora se entiende por qué para Platón el relativismo de Protágoras resulta tan problemático: dado que Bien, Verdad y Belleza se identifican y son lo mismo, si uno acepta el relativismo en un plano, entonces también lo acepta en el otro. Así, por ejemplo, al sostener que cada uno conoce la verdad según su propia 24
Platón, Menón, 77a-d, pp. 294-295.
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medida, o que no hay culturas superiores y culturas inferiores, o que la belleza y la fealdad se establecen según parámetros subjetivos, etc., Protágoras se vuelve relativista en todos los planos, también en el moral. Para Platón, entonces, no se pueden separar el relativismo gnoseológico y el relativismo ético. Al estar conectados entre sí, cualquier tipo de relativismo se extiende a todos los demás ámbitos. Cabe aquí atender a una de las tantas objeciones que se le podrían formular a la ética socrático-platónica: quien desea el mal, en realidad, no lo desea para sí mismo, sino para otro. Obviamente nadie quiere dañarse, pero puede querer dañar a otro,25 y tal vez obtener beneficios y bienestar de esa maldad. En otras palabras, la tesis intelectualista funciona cuando se aplica exclusivamente a uno mismo; sin embargo, ¿qué sucede si uno quiere que a otro le vaya mal? ¿Qué sucede si a uno le conviene la desgracia o la injusticia cometida contra otro? Pensemos, por ejemplo, en la competencia, en el egoísmo, en la deshonestidad, en el odio, en la lucha por el poder, etc. En esta perspectiva, uno de los personajes que interviene en la República de Platón, el sofista Trasímaco, define a la justicia como lo que le conviene al más fuerte26; es decir, el más poderoso establece las leyes de la ciudad según su propio interés y beneficio. Por ende, hace el bien para sí y el mal para los demás. Sócrates intenta refutar a Trasímaco con una analogía: así como el médico no busca la salud para sí mismo, sino para el enfermo, y así como el capitán de un barco no conduce la nave para sí, sino para los tripulantes, del mismo modo el gobernante no gobierna en beneficio propio, sino para sus gobernados. Sin embargo, Trasímaco rechaza el argumento de Sócrates: en los casos anteriores, o en el caso de un pastor que cuida sus ovejas, todos ellos lo hacen porque les conviene. El médico, el capitán de barco, el pastorcito, etc., cumplen con su tarea porque obtienen un beneficio a cambio. El gobernante piensa en su propio interés, y se aprovecha de los débiles, a quienes somete. Además, en una asociación, en las contribuciones impositivas, o en el ejercicio de los cargos públicos, los injustos siempre sacan ventaja frente a los justos y honestos.27 En suma, para Trasímaco los malos triunfan, y obtienen más bienes para sí perjudicando a los demás. En este punto, la postura del sofista Trasímaco deja al borde del naufragio a la ética socrática. No obstante, el gran filósofo ateniense no se queda atrás: [Sócrates] –Hazme un favor y contéstame lo siguiente: ¿crees que una ciudad, o un ejército, o una banda de piratas o de ladrones, o cualquier asociación de este género que se proponga un objetivo común mediante la injusticia, podría llevarlo a cabo si sus miembros actuasen entre sí con injusticia? 25
Éste sería el caso del tirano al que alude el personaje Polo en el Gorgias de Platón: 466b-c y ss.; pp. 158 y ss. 26 Platón, República, 338c, p. 136. 27 Platón, República, 342a-344a, pp. 143-146.
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–No, por cierto –dijo [Trasímaco]. –¿Tendrían mayor éxito si no actuasen con injusticia? –Desde luego que sí. –¿Y no sucede eso porque la injusticia provocaría, entre ellos, disensos, odios y luchas, mientras que la justicia genera concordia y amistad?.28
La injusticia y el mal impiden cualquier acción en común, porque llevan a la división, al odio, a la enemistad; incluso la persona injusta se pelea consigo misma, queda absorbida en su malestar. Entonces, ¿cómo podría funcionar una banda de piratas o ladrones?: es evidente que hay entre ellos cierta justicia que les impide hacerse daño mutuamente, mientras se lo hacen a todos aquellos contra quienes se dirigen; y es evidente que esta justicia les ha servido para lograr sus propósitos.29
Desde el punto de vista político, la justicia se revela como aquello que garantiza la unidad y cohesión de la ciudad, la armonía interna del conjunto. Por lo tanto, al gobernante no le conviene engendrar el mal en su propio pueblo, porque con ese tipo de acciones desembocaría en la desintegración de la comunidad; tarde o temprano el odio sembrado termina volviéndose contra él.30 De esta manera, en vez de ganarse la amistad, se gana el deseo de derrocar su gobierno, se queda solo, lo consume el rencor, etc. Si fuera miembro de la banda de piratas o ladrones, éstos se pondrían de acuerdo para excluirlo. En este sentido, querer el mal para los demás equivale, en última instancia, a querer el mal para sí mismo. Para que la comunidad funcione como tal y mantenga relaciones amistosas, familiares, de concordia, es necesario que entre sus miembros reine la justicia. Una última observación: la refutación de Sócrates que analizamos se circunscribe al mal interno a la comunidad, pero deja sin decidir cuál debería ser la actitud de la polis frente al extranjero, o sea, si debe comportarse frente a las otras ciudades con hermandad y concordia, o si debe tratarlas tal como lo haría una banda de piratas o ladrones. Se supone, con mucha benevolencia, que la primera opción se ajusta mejor al marco de la ética socrático-platónica, al menos en relación con aquellas ciudades que conforman la cultura griega. Sin embargo, muchas 28
Platón, República, 351c-d, p. 161. Platón, República, 352c, p. 163 30 En Fedón, Platón se pregunta si la muerte no sería, al fin y al cabo, una liberación para los malos e injustos que lograron eludir el castigo en esta vida terrenal. La respuesta es no; porque, cuando una persona muere, pierde su cuerpo, mientras que su alma migra hacia el Hades, donde se reencuentra con amigos y con los dioses. Y, quienes llevaron una vida injusta o cometieron delitos graves, son abandonados, se los deja solos, y en general se pierden en el camino intermedio, por carecer de compañía. Por consiguiente, si no pagaron por la maldad en esta vida, la terminan pagando en el más allá. Platón, Fedón, 107d-108b, pp. 229-231. 29
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veces la armonía interna de la comunidad se refuerza por oposición a un enemigo externo. Aunque Sócrates diga que el hombre bueno y justo debe serlo tanto con los amigos como con los enemigos,31 también dirá que los guardianes de la ciudad tienen que asemejarse a los perros, y ser fieles y amables con los ciudadanos, a la vez que feroces e implacables con los enemigos.32 Sea como fuere, en esta perspectiva sobresale la intención de demarcar un ámbito donde se cumpla la justicia, salvar la polis de su crisis interna. Para Sócrates y para Platón hay que contener y suturar la desintegración de la comunidad. Pero la huella queda intacta: ese orgullo ateniense que se auto-adjudica la civilización, y que deposita y prejuzga la barbarie en lo extranjero y desconocido, a lo largo de los siglos se convertirá en una raíz de la cultura occidental, en moneda corriente para justificar el predominio y la superioridad sobre los otros. Ese monopolio para definir lo bueno, lo bello y lo verdadero, y para caratular a todo lo no-griego como malo, feo y falso, se vio seriamente cuestionado por las ideas de los sofistas, que interpelaron la preponderancia y hegemonía de Atenas desde afuera, y desde un afuera no muy lejano.
31 32
Platón, República, 335b-e, pp. 129-131. Cf. 332d, p. 123; 334b, p. 127. Platón, República, 375a-c, pp. 201-202.
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Capítulo 4
Lo real es la Idea. Conocimiento, sociedad y educación en Platón
§ 16-. LA CRISIS DE LA POLIS. Si se lo compara con los presocráticos, con los sofistas, con Aristóteles o incluso con su maestro (Sócrates), Platón queda como el filósofo más abstracto de la época. Su mundo de las Ideas se mantiene tan alejado y separado del mundo concreto que parece inalcanzable, al modo de un sueño o modelo utópico. A pesar de la rareza de su teoría filosófica, Platón absorbe en carne propia la crisis de la polis, y la absorbe como ningún otro, desde la infancia y la juventud. En este sentido, el contexto histórico resulta acentuadamente imprescindible para comprender el significado de su filosofía, porque ésta se presenta como respuesta a los interrogantes de la situación. Un breve panorama nos pondrá al tanto. El prólogo del apogeo ateniense se escribe con las Guerras Médicas (500450 a.C.), en las cuales las distintas ciudades griegas se unen contra los persas, que eran muy numerosos, y obtienen victorias heroicas. El período de paz y estabilidad que le sigue, conocido como siglo de Pericles, dura apenas treinta años, y se sostiene gracias a la carga impositiva de Atenas sobre las demás ciudades confederadas. En este mapa de poder, la flota marítima resulta decisiva, porque representa la protección para las otras ciudades y una capacidad de movimiento superior a la de los ejércitos terrestres. Pero a su vez implica una visión ampliada, una extensión mental de las fronteras de la ciudad. El político ateniense ya no se ocupa sólo de lo interno, sino también de lo externo, y el código no es el mismo: poco a poco la preponderancia de Atenas se convierte en un imperio. La fama de Pericles se multiplica por el grado de centralismo de sus políticas; es decir, porque destina la recaudación de impuestos a la reconstrucción y embellecimiento de la metrópoli. Además, a los sectores pobres de la ciudad se los envía a distintos lugares, fundando colonias, muy útiles desde el punto de vista estratégico. Todas las medidas tienden a fortificar a Atenas, en contraste con la política exterior: las ciudades aliadas que quisieron abandonar la confederación fueron implacablemente reprimidas; en algún caso, por decisión de la Asamblea exterminaron a toda la población adulta y esclavizaron al resto. Bajo la idea de que si Atenas toleraba la disidencia de algunas ciudades perdería su lugar hegemónico, se co-
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metieron todo tipo de aberraciones. Hacia adentro, los atenienses practicaron la democracia; hacia fuera la postura era muy distinta.1 Tenemos aquí el germen del conflicto: una clara demarcación entre lo alto y lo bajo, el centro y la periferia, civilizados y bárbaros, imperio y colonias, amigos y enemigos, nosotros y ellos, etc.; y una doble política hacia el interior y hacia el exterior. El mismo factor que le otorga a Atenas la victoria sobre los persas (la flota naval) sirve de instrumento de expansión y dominación. Pero este salirse de los límites naturales de la polis conlleva una desintegración, o una deformación de la misma. Junto al fortalecimiento de Atenas crece la rivalidad con Esparta, y en el tablero se reparten las ciudades aliadas de un lado y de otro. Un conflicto menor desata esta tensión hacia el 431 a.C., y la guerra del Peloponeso se extiende por 27 años: Esparta primero hace su juego por donde más le conviene (por tierra) y rodea a Atenas, que no llega a rendirse pero sufre una peste catastrófica. Con un intervalo (421-415 a.C.) de paz, los atenienses recobran el orgullo y la iniciativa, y llevados por un orador extraordinario (Alcibíades) se lanzan ciegamente contra Esparta y pretenden derrotarla en una situación de adversidad. En este momento la democracia muta en demagogia, se multiplican las luchas internas por el poder, y la mayoría reunida en Asamblea puede conducir a cualquier resultado, hoy votando a favor de una medida y mañana en contra. En este momento además se desencadena una lucha interna entre los partidarios de la aristocracia y los de la democracia. En cuanto a la guerra, el operativo desgaste surte su efecto sobre el final del siglo, en el 404, cuando Atenas se rinde y Esparta pasa a ser la ciudad hegemónica.2 Como corolario de la humillante derrota, se instaura en Atenas –que se parecía más a una fortaleza militar que a una ciudad– un régimen oligárquico, llamado de los Treinta Tiranos (uno de los más importantes e influyentes fue Critias, el tío de Platón), que ejecuta una sangrienta dictadura, persiguiendo a opositores y destruyendo las libertades logradas hasta entonces. A Sócrates primero le prohibieron conversar con los jóvenes, y luego lo mandaron en una expedición a matar a una persona de otra ciudad; a ambas determinaciones se resistió, y no fue condenado porque el régimen duró poco. Pero el breve lapso de esta nefasta dictadura de los Treinta Tiranos (unos ocho meses) fue suficiente para asesinar más atenienses que los últimos diez años de guerra con Esparta. Con la restauración de la democracia (en el 403), las cosas no mejoraron, y uno de los síntomas de la feroz división interna de Atenas fue el juicio y condena a Sócrates, en el 399. Por ende, a los ojos de Platón las formas políticas son superficiales; al fin y al cabo, la democracia reprodujo las injusticias de la tiranía.3 La crisis de la polis llega a sus fundamentos, pues la corrupción, la rivalidad, el deseo de poder, etc., son factores que corroen y desintegran la unidad política. La salvación de la ciudad tendría que Gómez Robledo, A., Platón, pp. 470-475. Poratti, A., Teoría y práctica política en Platón. AAVV, Historia universal, pp. 188-190. 3 Gómez Robledo, A., Platón, pp. 16-21. 1 2
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ir hasta el fondo de la cuestión, no hacia una reforma de las instituciones, sino hacia la re-fundación.4 Ahora bien, si se pretende establecer la causa de la decadencia de Atenas, surgen una multiplicidad de motivos: a la caída en la guerra del Peloponeso se suman el aumento del individualismo y de los asuntos privados, el imperialismo y el cosmopolitismo (o pérdida del orgullo por la pertenencia a la ciudad), la disminución de la autarquía económica, la sencillez o falta de especialización en la cosa pública combinadas con la demagogia, una lentitud relativa en la flota marítima, la contradicción de intereses entre comerciantes y agrícolas, las diferentes concepciones sobre la virtud, etc.5 A todas estas causas Platón las envuelve y encubre bajo el manto de la corrupción ética de la sociedad, fruto del actuar de los sofistas, los importadores del relativismo. Supuestamente, la discordia viene de afuera, cuando en realidad la tendencia imperial se alimentó desde las entrañas de Atenas. En cuanto a lo biográfico, Platón (428-347 a.C.) recibió una educación digna de un joven proveniente de una familia aristocrática, tuvo tres hermanos (dos de ellos, Glaucón y Adimanto, aparecen como personajes en su texto más famoso: República, curiosamente haciéndose eco de ideas afines a los sofistas), y su verdadero nombre fue Aristocles. Se dice que le pusieron Platón de sobrenombre por sus anchos hombros. De figura esbelta y de gran belleza, sólo desentonaba por tener una voz aguda y por su timidez en público. Escribió una gran cantidad de diálogos donde el protagonista es Sócrates, y que llevan por título los nombres de algunos personajes que intervienen. Salvo por algunos viajes, pasó casi toda su vida en Atenas y fundó la Academia, un centro de estudios para los jóvenes de la ciudad, en cuya entrada decía no ingrese sin saber matemática. En su juventud, Platón absorbe la crisis de la polis. Se supone que prestó servicios como soldado y fue testigo directo de las aberraciones de los tiranos y de la democracia, es decir, de la desintegración y decadencia de Atenas. Precisamente, la Teoría de las Ideas constituye su propuesta filosófica para reconstruir los fundamentos que permitan moldear una nueva unidad política. Ante el escenario de la fragmentación y del individualismo, Platón quiere remontar lo que se dispersa a un ámbito de estabilidad, que mantenga el tejido social, de modo que lo cambiante y variable (las opiniones subjetivas) sean reducidas a núcleos de Verdad, a lo común. Así como su personaje, Sócrates, busca definiciones universales, conceptos, esencias, etc., Platón se embarca en la tarea de unificar las distintas perspectivas en algo único, verdadero, que contenga y explique lo diverso, la Idea. Pero para ello se necesita, entre otras cosas, un cambio absoluto en la manera de entender lo real, el conocimiento, la sociedad y la educación. Desde luego, la suerte de Atenas estaba echada, y en el largo plazo también 4 Dri, R., señala que a Platón no le interesa reformar la polis (como sí sucede con Aristóteles), sino refundarla. En Filosofía política aristotélica. 5 Kitto, H., Los griegos, pp. 182-190.
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la de Grecia en su conjunto; por ende, la tentativa de Platón de refundar la polis fracasa. Lo cual, por cierto, no disminuye su grandeza, sino que revela un aspecto de la realidad histórica: ese aglomerado cultural que se llamó a sí mismo civilización, por oposición a la barbarie extranjera, fue perdiendo su unidad en la medida en que se expandía. Al imperio de Atenas le sigue Esparta, Tebas, Macedonia, y la caída frente a los romanos. La historia continúa, y sin embargo deja su huella en esa pretendida superioridad sobre lo otro. Para comprender la crisis, hay que bucear en este punto, porque como buen hijo de su tiempo Platón justifica la preponderancia de los griegos sobre los demás pueblos, colocando al enemigo afuera.6 Y, en vez de reconocer en esa mirada hegemónica el síntoma de decadencia, les echa la culpa a los sofistas. De todos modos, el intento reconstructivo de Platón, a pesar del fracaso, no deja de ser una enorme pieza del pensamiento filosófico. § 17-. LA TEORÍA DE LAS IDEAS. En el corazón de la filosofía de Platón se encuentra una teoría que, a grandes rasgos, explica el mundo que percibimos a través de los sentidos a partir de otro ámbito, el de las Ideas, al cual accedemos mediante la razón. Estos dos mundos poseen características opuestas, y sin embargo son como dos caras de una misma moneda. Dos caras de las cuales sólo vemos una, mientras que para aceptar la otra hay que dejar de lado los sentidos y usar el pensamiento. Cuesta mucho admitir esa contracara porque, precisamente, la costumbre nos lleva a creer que lo real es lo que captan los sentidos. Pero, una vez liberados de tales ataduras, esa contracara descubierta se revela como la verdadera realidad, que está por encima y constituye el fundamento de nuestras percepciones. El camino a transitar consiste en descorrer el velo, des-cubrir; y, como veremos, coincide con el esfuerzo del prisionero cuando sale de la caverna. Para Platón, entonces, toda la realidad se divide en dos partes:7 el mundo inteligible (o mundo de las Ideas) y el mundo sensible (o mundo de los sentidos). Al primero accedemos a través de la razón, intelecto (inteligencia) o entendimiento. Mediante los cinco sentidos (vista, olfato, oído, gusto, tacto) accedemos al sensible. En el mundo inteligible hay Ideas o Formas. En el sensible hay cosas particulares. El primero no cambia nunca (es eterno), es uno solo, y las Ideas son universales e independientes. El segundo, por el contrario, cambia todo el tiempo, es múltiple (porque en él hay muchos objetos), y las cosas sensibles son particulares y dependientes. Algunos de estos rasgos los señala Platón en el siguiente pasaje del Fedón: [Sócrates]: –La realidad en sí […], ¿se presenta siempre del mismo modo y en idéntico estado, o cada vez de manera distinta? Lo igual en sí, lo 6 7
Platón, República, 469b-471b, pp. 368-372. Carpio, A., Principios de filosofía, pp. 81 y ss.
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bello en sí, cada una de las realidades en sí, ¿admiten un cambio cualquiera? ¿O cada una de esas realidades que tienen en sí y con respecto a sí misma una única forma [= Idea] siempre se presenta en idéntico modo y en idéntico estado […]? –Es necesario, Sócrates –respondió Cebes– que se presente en idéntico modo y en idéntico estado. –¿Y qué ocurre con la multiplicidad de las cosas bellas, como por ejemplo, hombres, caballos, mantos o demás cosas que tienen esa cualidad, o que son iguales […]? ¿Acaso se presentan en idéntico estado […]? –Así ocurre con estas cosas –respondió Cebes–: jamás se presentan del mismo modo. –Y a estas últimas cosas, ¿se las puede tocar y ver y percibir con los demás sentidos, mientras que a las que siempre se encuentran en el mismo estado sólo es posible aprehenderlas mediante la inteligencia, puesto que son invisibles […]? –Completamente cierto es lo que dices.8
Además, el mundo inteligible presenta la verdadera realidad, que contiene las esencias de las cosas (lo en sí), mientras que el mundo sensible presenta sólo una realidad aparente, y en él están las apariencias, las cáscaras o imágenes de las cosas. Las personas que sólo confían en los sentidos viven en este mundo de apariencias y están, como ciegos, aferrados a la envoltura, a las sombras; sin embargo, el pensamiento (el ojo del alma) permite ver más allá: [Sócrates] –Creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista […], y se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así, pues, me pareció que era necesario refugiarme en los conceptos [= Ideas] y contemplar en éstos la verdad de las cosas.9
En cuanto al conocimiento, del mundo de las Ideas tenemos un saber seguro, invariable, siempre verdadero, al que Platón llama ciencia (episteme). En cambio, del mundo sensible tenemos muchos conocimientos, variables, diferentes según cada persona y ocasión, relativos al punto de vista; conocimientos que se aproximan a la verdad, pero no son la verdad; y a este tipo de saber lo llama opinión (doxa). ¿Cómo se relacionan los dos mundos? Platón propone varios términos para caracterizar la relación. Por un lado, el mundo inteligible es la causa o fundamento del mundo sensible, lo que lo produce, lo que lo hace existir. Por eso, las Ideas 8 9
Platón, Fedón, 78c-79a, pp. 177-178. Platón, Fedón, 99e-100a, p. 215.
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son independientes, y los objetos sensibles dependen de las Ideas. Las cosas particulares existen gracias a que existe la Idea.10 Por otro lado, el mundo sensible es una copia (o reflejo) del inteligible, el original. También dice que el mundo sensible participa (en el sentido de: toma parte) del inteligible. Las cosas sensibles existen como copias que se asemejan a las Ideas, así como un retrato se asemeja a –y, al mismo tiempo, se diferencia de– la persona retratada.11 Conviene aquí aclarar algunos aspectos. Habitualmente asociamos la idea con algo que se nos ocurre o que está en nuestra cabeza. Ninguno de estos dos significados concuerda con el de Platón. La Idea (la ponemos con mayúscula para marcar la distinción) existe, es una cosa real, que está en el mundo inteligible, aunque yo nunca la descubra o reconozca. Ciertamente accedo a ese mundo cuando lo pienso, y en este sentido tengo noticia de las Ideas en mi mente; pero esto no significa que la Idea sea sólo algo que está en mi mente. Es algo real; más aún, constituye la verdadera realidad, el fundamento de lo que percibo. Entonces, no invento las Ideas, ni se reducen a lo que está en mi mente. Si no las descubro, no dejan de existir, sino que eso muestra mi ignorancia o mi escaso conocimiento. Además, las Ideas no son mías, sino que accedo a ellas y son universales, valen para todos. Por ende, la misma Idea que descubro ahora la va a descubrir otro dentro de mil años, o a miles de kilómetros, etc. ¿De qué hay Ideas? Absolutamente de todo. Cada cosa que existe refleja o copia una Idea. Esto incluye a los objetos que percibimos (una mesa, un árbol, etc.) y a los objetos que pensamos (el número, la belleza, la justicia, la valentía, etc.); por lo tanto, hay Ideas de objetos concretos y de objetos abstractos. Pero, ¿cómo explica Platón que las Ideas son fundamento y causa de lo que percibimos en el mundo sensible? El siguiente pasaje resulta significativo al respecto: [Sócrates] –Tomemos, pues, una de las tantas multitudes de cosas. Hay, por ejemplo, una multitud de camas y otra de mesas. ¿Estamos? –De acuerdo. –Pero las Ideas correspondientes a esos muebles son dos: una Idea de cama y otra de mesa. –Sí. –Ahora bien, ¿decimos que los artesanos que fabrican las camas y las mesas de las que nos servimos, e igualmente las demás cosas, las construDice Sócrates: si existe otra cosa bella aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que participa de eso que llamamos bello en sí. Y lo mismo digo de todo [lo en sí]. ¿Estás de acuerdo con dicha causa? […] Es por la [Idea de] belleza [el motivo] por el que todas las cosas bellas son bellas. Platón, Fedón, 100c-d, pp. 216-217. ...La belleza en sí […] siempre es consigo misma específicamente única, en tanto que todas las cosas bellas participan de ella en modo tal que, aunque nazcan y mueran, [la Idea de belleza] no aumenta ni disminuye. Platón, Banquete, 211a-b, p. 93. 11 Platón, Fedón, 73d-74a, p. 168. 10
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yen de acuerdo con la Idea que tienen de ellas? Porque ningún artesano, desde luego, construye la Idea en sí. ¿Cómo habría de hacerlo? –De ninguna manera. […] –¿Y qué hace el fabricante de camas? ¿No acabas de decir que no hace la Idea, que afirmamos que es la esencia de la cama, sino una cama determinada? –En efecto, lo acabo de decir. –Pues bien, si no hace la esencia, no hace lo que es real, sino algo que se parece a ello, pero que no es real.12
Entonces, el carpintero no inventa la mesa, sino que simplemente hace una copia de la Idea de mesa. El carpintero lleva a materia (o sea, materializa, concreta) la Idea de mesa al construir una mesa particular. Los aspectos característicos de esa mesa particular (el material, el tamaño, el color, etc.) están comprendidos dentro de la Idea de mesa; es decir, el fundamento sigue siendo la Idea. Como la Idea platónica equivale al concepto en Sócrates, si ante una mesa cualquiera preguntamos ¿qué es esto?, tenemos que responder esto es una mesa, y sus aspectos particulares se subsumen en el concepto de mesa. Queda claro que entre las Ideas y las cosas sensibles hay semejanza y diferencia, o sea, se parecen y son distintas. Lo mismo sucede con cosas abstractas como las buenas acciones, la belleza o la valentía. Las buenas acciones existen porque existe la Idea de Bien. Hay cosas bellas en el mundo porque existe la Idea de Belleza. Algunas personas son valientes gracias a que existe la Idea de valentía. En suma, los casos particulares son copias o imitaciones de lo universal: el Bien en-sí, la Belleza en-sí, etc. Dado el contexto de crisis, a Platón le preocupan las Ideas las relacionadas con la ética, con los valores morales y sociales: justicia, prudencia, sabiduría, valentía, templanza, etc. Por eso, en la cima del mundo de las Ideas ubica a la Idea de Bien, que se identifica con la Verdad y con la Belleza. Según Platón, el conocimiento de la Verdad (el mundo inteligible) nos hace bien y nos hace buenos, y hacernos buenos es algo bello. Esta trilogía de Ideas supremas (Bien-Verdad-Belleza) genera atracción; las almas, como veremos, buscan alcanzar este sol o cielo más alto, según la metáfora de la que se trate. Las almas quieren alcanzar esta trilogía Bien-Verdad-Belleza, porque le da sentido a toda la realidad. § 18-. EL MITO DE LA CAVERNA. Para ilustrar el contraste entre los dos mundos, Platón presenta un relato, mito o metáfora, conocida como alegoría de la caverna.13 Advertimos que se trata de una historia forjada para señalar un significado a reconstruir. La alegoría se resume así. En una caverna subterránea unos prisioneros están atados, con la 12 13
Platón, República, 596b-c, 597a; p. 581 y 582. Platón, República, 514a-517a, pp. 439-443.
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cabeza fija y mirando hacia una pared. Solamente pueden ver la pared. A sus espaldas hay una tapia o biombo y, detrás de ella, un fuego que proyecta luz. Entre el fuego y el biombo caminan unas personas que sostienen objetos. Por efecto de la luz del fuego, esos objetos proyectan su sombra (sin que se vea a quienes los llevan) sobre la pared que observan los prisioneros. Además, también se oyen ruidos, que los prisioneros asocian con las sombras. En un determinado momento, alguien desata a uno de los prisioneros y lo obliga a salir de la caverna. Como vivió toda su vida allí, en las penumbras, lo que empieza a ver le resulta totalmente raro. De hecho, sigue creyendo por un tiempo que los verdaderos objetos son las sombras. Es decir, el prisionero se resiste a ver lo nuevo, se resiste a aceptar que lo anterior (las sombras) era falso y no reconoce que esas sombras provenían de objetos que ahora empieza a ver realmente. Aunque se resista a la verdad, el prisionero es arrastrado hacia la parte superior, hacia el mundo de la luz y de la ciencia, hacia el afuera de la caverna. Una vez afuera, tiene serias dificultades para soportar la luz, porque estaba acostumbrado al mundo de la oscuridad. Tiempo después logra que sus ojos se adapten a la nueva realidad. Absolutamente conmovido, va descubriendo que esa nueva realidad está toda iluminada por un objeto fundamental: el sol. Sin embargo, al principio no puede ver el sol, sino sólo algunos destellos; por ejemplo, la luminosidad de los astros o de la luna, el reflejo en el agua, etc. Recién después de cierto tiempo logra ver el sol, y se da cuenta de que todo puede ser iluminado gracias al sol que, en este contexto, representa la Idea primera y fundamental, la Idea que ilumina y da sentido a todas las demás Ideas, la Idea de Bien (que equivale a Verdad y Belleza): –En los últimos límites del mundo inteligible está la Idea de Bien, que se percibe con dificultad, pero que no podemos percibir sin llegar a la conclusión de que es la causa universal de cuanto existe de recto y de bueno [= bello]; que en el mundo visible crea la luz y el astro que la dispensa; que en el mundo inteligible engendra y produce la verdad y la inteligencia, y que, por lo tanto, debemos tener fijos los ojos en ella para conducirnos sabiamente, tanto en la vida privada como en la pública.14
En consecuencia, ¿qué quiere decir Platón con este relato? Sin dudas, que hay dos mundos muy distintos: el subterráneo, donde viven los prisioneros atados, y el superior, donde aparece la luz y la verdad. ¿Cuál es el mundo sensible y cuál el inteligible? A esta altura resulta fácil: la caverna, (el mundo de las imágenes, las copias, las sombras) representa el mundo sensible. ¿Qué significa que están prisioneros? Significa que están atados a la percepción sensible, y sólo aceptan lo que captan sus sentidos, la opinión o apariencia. ¿Cuándo empieza a ser libre el prisionero? Cuando sale del mundo de la oscuridad y contempla los verdaderos 14
Platón, República, 517b-c, p. 444.
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objetos, los originales; cuando empieza a usar la razón, la inteligencia, y accede a la realidad verdadera. Así descubre y se eleva al mundo de la verdad, de la luz, del conocimiento seguro (la episteme), y comprende que todo se puede ver gracias al sol. Pero cuesta salir de la cueva. Resulta difícil romper con las opiniones, con lo que todo el mundo piensa. Curiosamente, una vez adaptado al mundo inteligible, lo difícil pasa a ser el camino inverso: si el prisionero liberado volviese a la caverna –dice Platón–, también le costaría esfuerzo reacomodar su visión a la oscuridad, y sus antiguos compañeros se reirían y burlarían de él, del mismo modo que la gente común ridiculiza a los filósofos por andar demasiado preocupados en las cosas de arriba. Además, quien descubre lo bueno en sí, lo bello en sí, lo verdadero en sí, queda como prendido a estas Ideas y ya no quiere regresar al mundo de las copias. Así como hubo que arrastrarlo para que salga de la caverna, habrá que obligarlo o forzarlo para que vuelva a ella.15 El filósofo no puede mantenerse encerrado en sus conocimientos, sino que tiene que aplicarlos a la realidad, para mejorar la situación de los que aún están atrapados. En este aspecto se trasluce la profundidad del mito de Platón. El interior de la caverna representa el mundo de lo particular-privado, la morada de los idiotas. En efecto, idiota es aquel que vive en su mundo propio16 y, como el avestruz, esconde la cabeza debajo de la tierra; esto significa que se ocupa únicamente de lo suyo. La tarea del filósofo consiste en ayudar a romper ese aislamiento, ayudar a que el prisionero levante la cabeza, salga de su mundo privado y reconozca un ámbito público, común, compartido, donde cada cosa está enlazada con la luz, el Bien. Por lo tanto, se trata de una tarea política y pedagógica, de un guiar –al estilo de la mayéutica de Sócrates– el ojo del alma, de un reformar la manera de ver la realidad, que en parte depende de la capacidad del educador, pero que en el fondo depende de una decisión personal. Con estas palabras Platón insiste en su crítica a la concepción pedagógica de los sofistas: [Sócrates] –Debemos considerar que la educación no es lo que ciertos hombres pretenden. Afirman, en efecto, que si falta ciencia en un alma ellos la proporcionan, como si infundieran visión a unos ojos ciegos. –Por cierto que lo afirman. –Pero lo que estamos diciendo nos hace ver que cada cual tiene en su alma la facultad de aprender y el instrumento destinado a ese uso […]. La educación es el arte de dirigir ese instrumento y encontrar para ello el método más fácil y eficaz. No se trata de infundirle la visión, porque ya la tiene; pero está desviado y no mira hacia donde debiera. Esto es lo que importa corregir.17 15
Platón, República, 517c-e, 519c-d; pp. 444-445, 447. Jaeger, W., Paideia, p. 792. 17 Platón, República, 518c-d, pp. 445-446. 16
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Si el aprendiz no usa el ojo por sí mismo, no ve nada. Para aprender de verdad hay que hacer que el conocimiento nazca en el discípulo, para lo cual se necesita despertar sus facultades. Entonces, enseñar no implica dar conocimiento, o dar vista, sino guiar al ojo, para que éste alcance a delimitar los objetos. Y ciego está quien no quiere aprender, quien se niega a ver la realidad. El conocimiento no viene de afuera (del maestro al discípulo), sino de adentro: consiste en empezar a usar la razón y dejar de creer que lo real es lo percibido por los sentidos. Veremos más abajo que el planteo pedagógico de Platón se completa con la teoría de la reminiscencia y se vincula directamente con su proyecto social y político. § 19-. LA CONCEPCIÓN DE LAS ALMAS. Así como el mundo sensible copia o refleja al inteligible, el cuerpo humano copia o refleja al alma. Según Platón, el alma posee atributos equivalentes a los de la Idea: es invisible, eterna, independiente, única y en esencia siempre la misma. Quizás el rasgo más complicado de sostener sea la universalidad. Por su parte, el cuerpo es lo perceptible, cambiante, y depende del alma para existir. En efecto – sostiene Platón en Fedro– el alma da vida al cuerpo, lo anima, le imprime movimiento; y cuando ya no se encuentra alojada en él, se dice que ese cuerpo ya no tiene vida. El lenguaje mismo nos condiciona al decir que alguien vino a este mundo o que se fue y, obviamente con estas expresiones no hacemos referencia al cuerpo. En este sentido, en el ser humano se unifican transitoriamente un alma (lo inteligible) y un cuerpo (lo sensible). Por ende, que el alma sea eterna, ingénita e imperecedera,18 significa que tiene una vida anterior y una vida posterior a la actual. Para describir al alma y dar cuenta de su vida anterior a la unión con un cuerpo determinado, Platón apela a otra metáfora: la alegoría de los caballos. Señalando que se trata de una metáfora, advierte explícitamente que busca simplificar y hacer comprensible algo complejo y difícil. Entonces, si se toma al pie de la letra la siguiente descripción, se desatiende a su contenido. Según Platón, se puede graficar el alma como un carro con tres partes: un caballo blanco, un caballo negro –ambos alados– y un auriga o cochero que los conduce. El caballo blanco representa lo bueno y liviano: las virtudes, la moderación, la armonía, la obediencia, la sabiduría. El caballo negro representa lo malo y pesado: los vicios o tentaciones, el desenfreno, la pasión, la discordia. El primero se comporta correctamente, el segundo resulta difícil de controlar. Con esta composición, las almas recorren el cielo, o sea, el mundo de las Ideas. Las almas más puras vuelan por lo más alto, mientras que las impuras van por sectores más bajos, hasta que en un determinado momento caen y llegan a la tierra. El momento de la caída significa que el alma se encarna en un cuerpo. ¿Por 18
Platón, Fedro, 245c-d, p. 313.
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qué algunas almas caen y se encarnan? Por un lado, tenemos las almas divinas (los dioses: Zeus y su séquito), que viajan por las alturas sin problemas, porque no tienen caballo negro, sino que ambos caballos son blancos. Allí en el cielo, contemplan el mundo inteligible, la verdadera realidad y el verdadero conocimiento al que se accede con la inteligencia; captan la Justicia en sí, la Belleza en sí, la Valentía en sí, etc. En cambio, el resto de las almas tiene que agitar sus alas para volar bien alto y tratar de ver la Verdad, que está en lo más alto del cielo, digamos: en el cielo del cielo. ¿Por qué las almas desean ver las Ideas? Porque las Ideas supremas (Bien, Verdad, Belleza) generan atracción; el mundo de las Ideas es el lugar más maravilloso al que toda alma aspira alcanzar. Las almas intentan hacer un recorrido parecido a las almas divinas, que están más cerca de las Ideas. Pero se les complica: como es perturbada por sus corceles, apenas puede contemplar las realidades [= Ideas]. A veces se alza, a veces se hunde, y por culpa de la fogosidad de los caballos ve unas cosas y otras no.19
Los caballos, y en especial los negros, desobedecen al cochero y, al rozar sus alas con otros carros, se enojan y emprenden una pelea que desorienta la marcha. De este modo, en la discordia con otros las alas se van frotando y desgastando, hasta que finalmente se marchitan del todo y se consumen. Por eso, las almas caen a la tierra y encarnan en un cuerpo, según una escala que se basa en los méritos: las mejores encarnan en un cuerpo varón y amante de la sabiduría, las peores en el de un sofista o un tirano. Dice Platón: En todas estas encarnaciones, el que haya llevado una vida justa, alcanza un destino mejor, el que haya vivido en la injusticia uno peor.20 Sucede que, cada vez que el alma va a encarnarse en un cuerpo, debe pasar por un río, el Río del Olvido, en el cual se borra lo que sabía antes. Y ¿qué sabía antes? Todo lo que llegó a ver del mundo de las Ideas. De esta concepción se desprende la teoría del conocimiento. § 20-. LA TEORÍA DE LA REMINISCENCIA. Al encarnar en un cuerpo, el alma olvida las Ideas que había visto en el cielo; por ende, cuando comienza a vivir y a conocer las cosas del mundo sensible, poco a poco empieza a recordar esas Ideas. A medida que conoce o aprende, por ejemplo, las mesas y las camas sensibles, recuerda las Ideas de mesa y de cama, que son el fundamento de tales cosas sensibles. Esto sostiene Platón con su teoría de la reminiscencia –palabra que significa recuerdo– y que se resume en la frase aprender (o conocer) es recordar. A medida que el alma recuerda las Ideas-fundamento, recorre de nuevo el camino del prisionero: vuelve al mundo de 19 20
Platón, Fedro, 248b, p. 317. Platón, Fedro, 248e-249a, p. 318.
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la luz, a ese mundo olvidado. La teoría de la reminiscencia de Platón completa un interrogante no resuelto por la mayéutica: ¿cómo sabe Sócrates que el aprendiz trae consigo el conocimiento (los conceptos o esencias)? A través de la reminiscencia o recuerdo –una suerte de rememoración que extrae del fondo de la memoria las Ideas-fundamento–, se recuperan las realidades verdaderas que el alma llegó a captar en su viaje por ese mundo, y que ha olvidado. Entonces, al (re-)conocer las Ideas fundamento de las cosas sensibles se remonta a aquella realidad originaria perdida por el olvido. Salir de la caverna significa, en última instancia, reencontrarse con la familia de Ideas, volver al origen. Por ende, cuando el alma empieza a revivir y repensar las Ideas, no conoce o aprende nada nuevo, sino que vuelve a descubrir lo que ya sabía, lo que traía guardado y no había podido alumbrar, quizás por la falta de un buen trabajo de parto. Analicemos esta teoría de la reminiscencia con un ejemplo de Platón. En Fedón, Sócrates-personaje explica lo siguiente: recordar algo significa, por definición, que a ese algo ya se lo conocía antes. Así, al ver un objeto que suele pertenecer a una persona, ese objeto nos recuerda a esa persona; al ver un retrato también recordamos a la persona retratada, o al ver a un muchacho que suele andar junto con otro, se recuerda a su habitual pareja. En todos estos casos el recuerdo activa un conocimiento perdido o desatendido, hay algo que nos hace recordar otra cosa. Luego, Platón presenta el siguiente caso: –Considera ahora –prosiguió Sócrates– si lo que ocurre es esto. Afirmamos que de algún modo existe lo igual, pero no me refiero a un leño que sea igual a otro leño, ni a una piedra que sea igual a otra […], sino a algo que es otra cosa: lo igual en sí. […] ¿Sabemos acaso lo que es en sí mismo? –Sí –respondió. –¿De dónde hemos adquirido el conocimiento de ello? […] ¿Acaso al ver leños, piedras u otras cosas iguales pensamos en lo igual en el sentido mencionado […]? Considéralo así: ¿no es cierto que piedras y leños que son iguales, aun siendo los mismos, en ocasiones parecen iguales y en ocasiones no? –En efecto […]. –Luego, no son lo mismo las cosas iguales que lo igual en sí.21
Al percibir dos objetos muy parecidos (dos leños o dos piedras) decimos que son iguales. Pero ¿de dónde sacamos que son iguales? ¿De la percepción sensible? ¿Cómo se toca, huele, degusta, etc., una igualdad? A lo sumo, se dirá que la igualdad se deduce –se razona, se piensa– a partir de las percepciones de los leños. Sin embargo, para establecer una igualdad no necesito percepciones: puedo decir que un leño es igual a otro (del mismo tamaño, o del mismo árbol, 21
Platón, Fedón, 74a-c, pp. 168-169.
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etc.), o que cinco mil millones es igual a cinco mil millones, sin haber percibido ni lo uno ni lo otro. Esto significa que puedo afirmar la igualdad más allá de la percepción. Por lo tanto, si el conocimiento de la igualdad no proviene de los sentidos, proviene de la razón, de la inteligencia. Este conocimiento nos resulta familiar, y cuando lo aprendemos o recordamos nos parece bastante obvio. Porque la igualdad que establecemos entre los dos leños nos hace recordar la Idea de igual que vimos y olvidamos, y que ahora aplicamos para dos cosas muy semejantes. La Idea de igual (o la igualdad en sí) fundamenta la igualdad entre los leños: –Luego, es necesario que nosotros hayamos conocido previamente lo igual, con anterioridad al momento en que, al ver por primera vez dos cosas iguales, pensamos que esa igualdad tiende a ser como es lo igual en sí, pero le falta algo para serlo.22
En el final de este último pasaje y en el final del anterior, Platón distingue entre la igualdad establecida entre dos cosas sensibles y lo igual en sí o Idea de igual. Como entre el mundo sensible y el mundo inteligible hay semejanza y diferencia, la igualdad de dos leños es una copia o reflejo de la Idea de igual; esto significa que se asemeja y que difiere de la Idea de igual, porque ésta es absolutamente perfecta, mientras que la primera es imperfecta. Aunque los leños sean muy, muy parecidos, jamás serán perfecta o exactamente iguales; siempre habrá entre ellos alguna diferencia. En suma, nosotros teníamos guardada y olvidada la Idea de igual que, al ver dos leños, se activa de la siguiente manera: vimos dos leños, pensamos que son iguales, y nos dimos cuenta de que esa igualdad establecida no es perfecta, sino que copia o refleja la Idea de igual. § 21-. LA COMUNIDAD SOCIAL Y POLÍTICA. Claramente, en los griegos la educación se plantea como un tema político, inseparable del modo de verse y valorarse culturalmente. Las preguntas del tipo qué, cómo, para qué educar, etc., se estructuran en base a un proyecto de ser humano y de sociedad. Los espartanos se consideran fundamentalmente guerreros, y preparan a los niños y jóvenes en esa dirección; los atenienses, en parte soldados y en parte ciudadanos, incorporan una formación equilibrada en lo uno y lo otro. En todos los casos, la educación de las nuevas generaciones constituye un asunto político, de la polis, de interés público, en el que se juega el destino de la cultura y de la sociedad. Platón aborda el tema en su libro más importante, República, en medio del diseño de la ciudad ideal o acorde al mundo de las Ideas; y produce un dispositivo pedagógico muy estricto, como si hubiera pensado que la solución de fondo de la crisis política de su época se hallase en una profunda reforma ética y educativa de los estamentos o grupos superiores de la comunidad. Primero analicemos esos 22
Platón, Fedón, 75a, p. 170.
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sectores que conforman la pirámide social y luego el diseño pedagógico. El diálogo de Sócrates-personaje en República se inicia con otra de las típicas preguntas: ¿qué es la justicia? Sus interlocutores presentan distintas definiciones, hasta que interviene el sofista Trasímaco y causa un gran revuelo, porque sostiene lisa y llanamente que la justicia es el derecho del más fuerte. Esta tesis la retoman otros dos personajes, Glaucón y Adimanto, bajo la línea de que el mal triunfa ante el bien. En ese contexto argumentativo Sócrates se propone describir o construir la ciudad racional y acorde con el mundo de las Ideas, es decir, la ciudad bien organizada, bien estructurada, armónica, donde cada componente cumple su función. Y parte de la siguiente premisa básica: el bien de la ciudad es más importante que el bien individual, porque el último está contenido dentro del primero. Así, Sócrates propone examinar cada uno de los componentes de la ciudad por separado: disecciona artificialmente las partes para analizarlas, pero en la realidad están todas juntas. Una vez comprendido el cuerpo social, no habrá problema en ver cómo esa misma armonía se cumple en cada uno de los miembros. En este sentido, un individuo es una ciudad en miniatura, y una ciudad es un alma ampliada.23 En el punto de partida de la descripción de la comunidad racional Platón – en boca de Sócrates– encuentra un motivo concluyente para sostener la prioridad del todo sobre las partes: el individuo no se basta a sí mismo, es por naturaleza insuficiente y requiere de la relación con los demás.24 Dado que se define por ser incompleto, el individuo se tiene que unir con otros para sobrevivir. Pareciera, entonces, que la comunidad se justifica por la conveniencia: los otros me dan lo que yo necesito y les doy lo que ellos necesitan; a todos nos conviene –o nos viene bien– que cada uno haga lo suyo. Esa necesidad de relacionarse con otros muestra una carencia: el individuo no puede autoabastecerse solo, sino que siempre necesita de los demás. Tal necesidad está escrita en la naturaleza del individuo, en la realidad, y lleva a que siempre haya que pensar al ser humano dentro de un todo o cuerpo social, porque si se lo piensa por separado, estará incompleto, le faltará algo. Ahora bien, ¿qué necesitan los individuos para vivir? Alimentos, casa, ropa. Por lo tanto, en la comunidad algunos tendrán que encargarse de producir alimentos y otros tendrán que encargarse de producir objetos útiles (zapatos, ladrillos, tejidos, etc.). A los primeros se los llama productores y a los segundos artesanos. De esta manera, Platón introduce una incipiente división del trabajo: si cada uno se dedica a realizar una tarea (en vez de muchas), se simplifica y se multiplica la 23
Platón, República, 368d-369a, pp. 188-189. Dice Sócrates: la ciudad tiene su origen en que cada uno de nosotros no se basta a sí mismo y necesita de muchas otras cosas; Veamos, pues, siguiendo este razonamiento, cuáles son los fundamentos de la ciudad. En realidad, se basa en nuestras necesidades. Platón, República, 369b-c, pp. 189-190. Poratti, A., en Teoría política y práctica política en Platón, pone el acento sólo en el aspecto económico-utilitario. 24
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producción. Y esto sucede así por diversos motivos: porque cada uno conoce y desarrolla mejor su oficio, porque no se superponen los trabajos (y hay trabajos que sólo se pueden realizar en un determinado momento; por ejemplo, las cosechas), porque cada uno aprecia su ocupación (no la considera inútil o accesoria) y aporta al todo. Aunque los trabajos estén divididos y repartidos según el talento natural de cada uno, todos necesitan de todos: el campesino necesita herramientas, y los artesanos (herreros, carpinteros, etc.) necesitan de los agricultores para comer. Además, como la ciudad no va a poder producir absolutamente todo, es necesario que algunos traigan de otras ciudades aquello que falta. Se abre, entonces, una nueva tarea: la de los comerciantes. Y para facilitar el intercambio interno aparecen los mercaderes, que también son comerciantes, y se los llama así porque están en el mercado. Comerciantes y mercaderes se encargan de la circulación de bienes, los primeros con el exterior y los segundos al interior de la comunidad. Con la introducción de una moneda que sirva de valor de cambio universal, la circulación de bienes se facilita y agiliza. Un último componente de esta descripción son los asalariados, los que trabajan para otro y reciben una paga a cambio.25 Según Sócrates, aquí tenemos una ciudad perfecta, compuesta de productores, artesanos, comerciantes, mercaderes y asalariados; donde los individuos vivirían de manera sencilla y tranquila. En este punto del diálogo interviene Glaucón y cuestiona que en semejante ciudad no se ofrezcan variedad de comidas ni comodidades deseables. Sócrates le responde: entonces no estamos investigando el origen de la sociedad, sino el origen de una sociedad de lujo.26 El avance hacia la producción de mayor cantidad y variedad de bienes y comodidades implica, al mismo tiempo, el surgimiento de nuevas necesidades. Para que haya objetos más refinados, la ciudad tendrá que crecer en número de habitantes y ampliarse en las tareas productivas y en el intercambio. Pero, en la medida en que la ciudad se agrande, se agranda también la sombra del vecino, porque se extienden los territorios, o porque se extiende la fama de riquezas y de prosperidad, etc. Por lo tanto, comienza a necesitarse un ejército capaz de defender a la ciudad del exterior. Dado que el arte militar configura un oficio, conviene que los miembros del ejército aprendan y se especialicen en las cuestiones de la guerra. Del mismo modo como se eligió al zapatero por su talento para hacer zapatos, ahora se eligen a los guerreros por sus aptitudes naturales para esta tarea específica. En este sentido, surge un segundo grupo en la composición social de la ciudad: el de los guardianes o guerreros, comparativamente más pequeño en cantidad de miembros en relación con el primero (el grupo de productores, artesanos, 25
Platón, República, 369b-372c, pp.189-196. Platón, República, 372e, p. 197. Y advierte Sócrates: De cualquier modo, yo creo que la verdadera ciudad, o sea aquella que goza de una sana constitución, es la que acabamos de describir. Pero si tú quieres que echemos un vistazo a una ciudad malsana, nada nos lo impide. 26
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comerciantes, etc.), aunque evidentemente más poderoso. El grupo de los guardianes se va a encargar no sólo de la protección de la comunidad, sino también del gobierno;27 y, en principio, se los selecciona según ciertas cualidades: tienen que ser lúcidos, veloces, fuertes, valientes, fogosos –o sea: apasionados para luchar– y, como los perros, amables con sus conciudadanos, pero feroces con los enemigos.28 Algunos se destacarán y serán mejores que otros, y cada uno ocupará el puesto que le corresponda según el mérito demostrado; es decir, los mejores y más destacados guardianes ocuparán los cargos más altos, relacionados con la actividad público-política, mientras que los restantes ocuparán cargos subordinados, relativos al ejército. Este régimen meritocrático requiere bastante tiempo, cuidado y dedicación. Hay que prepararlos desde la más temprana infancia para que, recién en su madurez ocupen y ejerzan los cargos públicos. Por eso Platón pone todo su empeño y esperanza en la educación del grupo, confiando en que por esta vía se logrará una buena casta gobernante. Los guardianes –continúa–29 deben ser los más experimentados, los más capaces y, especialmente, los que se preocupen con mayor celo por el bien común. El bien común es el tema fundamental, y para defender y promover el bien común los guardianes se preparan desde niños y hasta los cuarenta o cincuenta años. En el lapso de su formación y según el grado de conocimiento y de virtud alcanzado, este grupo de guardianes se subdivide en dos: los auxiliares y los perfectos. Los guardianes auxiliares son los que ocupan los puestos subordinados y, por ende, reciben órdenes; mientras que los perfectos guardianes ocupan los puestos superiores de mando. Los primeros se atienen más a las funciones guerreras, y los segundos a las funciones políticas o públicas. Del último subgrupo de guardianes proviene el mejor de los suyos, el más sabio y el más virtuoso, quien mejor capta el bien común de la polis tanto por sus conocimientos como por sus bondades, el rey-filósofo. En consecuencia, si sintetizamos el recorrido y lo describimos gráficamente, Platón construye una suerte de pirámide social, cuya base (el sector más numeroso; digamos: el pueblo) está compuesta de productores, artesanos, comerciantes, mercaderes y asalariados; este sector es el conjunto de los gobernados. Luego, en la parte superior de la pirámide están los guardianes, el conjunto de los gobernantes, que a su vez se dividen en auxiliares y perfectos. Y en la cima del poder se 27
En una primera instancia, Platón presenta estas dos funciones (gobierno y ejército) de modo mezclado o confuso; luego, con el desarrollo irá deslindando funciones. Poratti, A., Teoría política y práctica política en Platón. 28 Platón, República, 373e-375e, pp. 198-203. 29 Platón, República, 412c, p. 269. Para seleccionar a los guardianes (413c y ss.; pp. 271 y ss.) hay que vigilarlos de chicos y ver cómo se comportan, haciéndolos pasar por distintos tipos de pruebas, y elegir los más memoriosos, los más difíciles de manipular, los que mejor enfrenten los dolores y los que mejor se controlen ante las tentaciones del cuerpo. En última instancia, con estas pruebas se intenta determinar la capacidad racional, la capacidad física y la capacidad para priorizar el bien común.
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encuentra el rey-filósofo. Si se traza un paralelo con la teoría de las Ideas, la parte inferior equivale al mundo sensible, la parte superior al inteligible, y la Idea de Bien representa al rey-filósofo. Las jerarquías sociales tienen su fundamento en lo superior: el Bien, la Verdad, la Belleza, se extienden desde arriba y hacia abajo. Una comunidad bien organizada conforma un cuerpo orgánico donde cada sector cumple su función y colabora en la armonía del todo. Además, esta división de tareas en favor de la comunidad se cumple también en el individuo mismo; es decir, el individuo y la comunidad son dos unidades de distinta dimensión pero con idéntico funcionamiento. Por eso Platón se permite mostrar la correspondencia entre las partes de la ciudad y las partes del alma o del cuerpo. El alma se compone de lo racional, lo irracional, y un tercer elemento que está entre uno y otro.30 La parte racional es el intelecto o inteligencia, y en el cuerpo se sitúa en la cabeza; mientras que la irracional es el deseo en su sentido más bajo, por ejemplo: comer, beber, tener relaciones sexuales, etc. En el cuerpo, la parte irracional se encuentra del estómago para abajo, incluyendo naturalmente al sexo. El tercer elemento, que no es ni racional ni irracional, sino pasional –situado en el corazón–, puede a veces seguir al primero y a veces seguir al segundo. Cuando la pasión sigue a la razón, está bien encaminada; pero cuando sigue al deseo, conduce a la perdición.31 Por lo tanto, dado que un alma bien gobernada dirige sus acciones según la razón y no según el deseo sensible, una ciudad bien gobernada se dirige por los más preparados, lo cual significa: por los perfectos guardianes –y, en última instancia, por el rey-filósofo–, y no por el pueblo. Del mismo modo, si los auxiliares se revelan contra los perfectos guardianes o se alían con el pueblo, la ciudad se vuelve indomable y desordenada. Para Platón, entonces, la armonía del todo implica un funcionamiento de cada parte en lo suyo y un respeto por la jerarquía: la cabeza debe mandar al cuerpo entero, los perfectos guardianes o el rey-filósofo deben mandar sobre el conjunto de la comunidad. En suma, lo bueno para el cuerpo, para el alma, o para la ciudad, implica que cada una de sus partes respectivas funcione orgánicamente, colaborando al todo y respetando la jerarquía natural entre lo superior y lo inferior. De acuerdo con este desarrollo, el tema planteado al comienzo de República (¿qué es la justicia?) alcanza la siguiente definición: la justicia consiste en realizar el bien de la polis, el bien de todos los miembros, el bien común y universal.32 30 En la alegoría de los caballos del Fedro, la parte racional la representa el caballo blanco, la irracional el caballo negro, y la mediadora el cochero. 31 En este esquema, los guardianes perfectos se guían por la razón o intelecto, se orientan al conocimiento (la filosofía) y a la toma de decisiones, y sus virtudes propias son la sabiduría y la prudencia. Los auxiliares, que representan el corazón, tienden a los puestos militares, a la victoria y a los honores. La virtud propia de los auxiliares guerreros es el valor o valentía. Por último, el individuo de la base de la pirámide se orienta hacia la ganancia y la conservación de los bienes; por ende, su virtud propia es la templanza o moderación. Platón, República, 435b-436b, pp. 309-311; 580d581c, pp. 556-558. Brun, J., Platón y la Academia, pp. 87-88, 107.
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La justicia es una virtud que atraviesa todos los estamentos de la ciudad y mantiene la salud y armonía social. En efecto, el bien comunitario se produce cuando cada uno de sus miembros cumple la función que le corresponde y se dedica únicamente a esa función. Así como el ojo sirve para ver y el oído para oír, y así como el ojo no sirve para oír y el oído no sirve para ver, en la polis cada uno de los grupos y cada uno de los individuos tiene que cumplir la función para la cual está preparado mejor que nadie y no invertir los roles. Por eso, los que pertenecen a un grupo se mantienen en él de por vida, salvo excepciones que demuestren cualidades de otro sector. El problema abierto por el organicismo platónico consiste en que depende en demasía de la calidad y del desempeño de los gobernantes/guerreros; ¿cómo se asegura, entonces, que los guardianes sean los mejores y se ocupen realmente del bien común? § 22-. LA EDUCACIÓN Y EL PODER DE LOS GOBERNANTES. Si la casta de guardianes (perfectos y auxiliares, más el rey) se mantiene separada de la base de la pirámide, cabe preguntarse: ¿por qué van a gobernar para el bien común, y no en beneficio propio? ¿Qué garantías ofrece Platón para que los guardianes no se vuelvan tiranos, opresores arbitrarios e injustos? Tengamos en cuenta que concentran todo el poder. La clave para resolver este problema reside, en principio, en la educación. Se trata de un dispositivo pedagógico muy estricto, que se inicia en la infancia con una serie de pruebas y que se extiende por varias décadas. No debería llamar la atención que la rigurosa educación de los guardianes sea muy similar a la espartana, pues el grupo social que le preocupa son los gobernantes y guerreros, en cuyas decisiones se define el futuro de la ciudad. La educación de los gobernantes se lleva gran parte de las páginas de República, y nos preguntamos –sin hallar respuesta– qué tipo de formación le cabría a la base de la pirámide social, la parte más numerosa; y, en consecuencia, si se lograría una buena ciudad educando sólo a los estamentos superiores. Todos los guardianes, auxiliares y perfectos, hasta los veinte años reciben la misma formación, que se inicia desde niños con juegos, cantos y fábulas. A primera vista, sobresale la obsesión por vigilar cada detalle, o la rigidez misma de ciertas normas (prohibir los lamentos, la risa inmoderada, los temores hacia el más allá, la mentira, los malos ejemplos, los exagerados besos y caricias en público, etc.), o la censura de ciertos pasajes indecentes de las narraciones de los poetas; Platón justifica esta policía educativa desde una premisa que se mantiene 32
Platón, República, 351c y ss.; pp. 160 y ss. El bien común se produce cuando cada uno realiza su propia función: cada cual debe tener una sola ocupación en la ciudad, ocupación para la que su naturaleza lo haya dotado más convenientemente. Luego, Platón define la justicia como hacer cada uno lo suyo y no ocuparse en muchas actividades. No se trata de un individualismo o indiferencia, sino de la armonía que se produce cuando cada uno se dedica a aquello que mejor sabe hacer. República, 433a-b, p. 305.
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hasta nuestros tiempos: ¿Y no sabes… –pregunta Sócrates– que lo más importante en todas las obras es su principio, sobre todo cuando se trata de seres jóvenes y delicados? Porque entonces se modela fácilmente el carácter que se quiere imprimir a cada persona.33
Según este principio pedagógico, lo primero marca profundamente al alma por el resto de la vida. De ahí la relevancia de los tempranos aprendizajes, aspecto del cual se sirve Platón para establecer un régimen muy estricto. Todas las narraciones para niños (ficticias o verídicas) deben orientarse siempre a los buenos valores; por ende, hay que recortar o censurar ciertos pasajes de las obras de los poetas. Así, por ejemplo, los pasajes donde Homero y Hesíodo presentan a los dioses con rasgos crueles34 conviene eliminarlos. Las fábulas tienen que contener una moraleja. Entre las fábulas que se cuentan a los niños, Platón propone un mito acerca del origen, según el cual la tierra es madre y nodriza de todos los que la habitan y, por lo tanto, deben cuidarla, defenderla de invasores y enemigos, y tratar a los que conviven en ella como a sus hermanos.35 Por más infantil que parezca el mito, cumple una importantísima función religiosa: subraya la pertenencia de todos los miembros a un mismo lugar, a una misma familia, a lo común. El bien común constituye el eje, el punto rector, tanto de la educación como del desempeño político. En cuanto los gobernantes pierden esa luz, pierden su condición y, en efecto, el proceso educativo selecciona a aquellos que mejor entienden este aspecto. Tras la etapa preparatoria de fábulas y juegos, el plan educativo prosigue con música y gimnasia. Todo lo que concierne al cultivo del alma, a la inspiración de las Musas, a las letras, a los bellos discursos, al ritmo y la armonía, al canto y la danza etc., Platón lo incluye dentro de la música. Por su parte, define a la gimnasia como cuidado y equilibrio del cuerpo: ejercicios, higiene, alimentación, salud, etc.; no se trata de una exigencia física demoledora, como la de los atletas, sino más suave y moderada. La música y la gimnasia hacen a la educación integral con un sentido de equilibrio, porque un exceso en la primera genera un carácter demasiado blando, y un exceso en la segunda un carácter demasiado feroz.36 Lo importante, entonces, está en cómo influyen en el alma estas dos tendencias: la música permite interesarse por temas intelectuales (por ejemplo, la matemática, la filosofía, que llegarán a su debido tiempo) y mantiene viva la sensibilidad, el 33
Platón, República, 377a-b, p. 206. El ejemplo que brinda Platón (República, 377e-378a, pp. 207-208) es muy explícito: se trata de Cronos, el dios del tiempo que, incitado por su madre, castra a su padre y, ante la profecía según la cual sería destronado por un hijo suyo, decide comérselos sistemáticamente. Graves, R., Los mitos griegos, T. 1, pp. 42 y ss. 35 Platón, República, 414d-e, p. 273. Cf. la crítica de Poratti, Teoría política y práctica política en Platón. 36 Platón, República, 410d y ss.; pp. 265 y ss. 34
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contacto con los demás; la gimnasia incentiva cualidades guerreras como el coraje, la decisión, la resistencia, la sensación de poder, la disciplina, etc. Ya desde niños se los lleva a presenciar conflictos militares no riesgosos y a partir de los dieciséis años se inician en la vida militar. A los veinte se selecciona a los mejores para continuar con los estudios. En este punto, se evidencian los filtros del plan pedagógico: quienes no integren el grupo de los mejores, pasarán a ocupar los puestos militares o cívicos correspondientes; dicho de otra manera y siguiendo la metáfora de la pirámide, se quedan en un determinado escalón. Los que continúan sus estudios empiezan por la aritmética: se les enseña a contar, calcular y razonar, en grados de complejidad creciente. Luego aprenden geometría aplicada (tan importante para el arte de la guerra) y pura. En tercer lugar, estudian astronomía, y no sólo como ciencia que describe y calcula los fenómenos celestes, sino como un saber más profundo que se ocupa de descifrar las leyes del universo. Por último, estudian música, aunque no ya como un arte o práctica, sino en sus fundamentos matemáticos. Estas cuatro disciplinas científicas (aritmética, geometría, astronomía y música) insumen diez años. A los treinta se produce una nueva selección y los mejores continúan cinco años más con la dialéctica y, finalmente, con la filosofía. En su acepción originaria, la dialéctica se define como arte del diálogo, y con Sócrates se transforma en un método, en el sentido de que la verdad nunca se presenta al comienzo, sino como resultado de un trabajo de búsqueda e intentos donde las opiniones se confrontan, oponen y refutan, hasta que se llega a un concepto o definición. La dialéctica prepara para la filosofía, entendida ésta como acceso al mundo de las Ideas y captación de la Idea de Bien.37 El estudio de las ciencias culmina a los treinta y cinco años, y equivale, en la alegoría de la caverna, a la salida del prisionero y el conocimiento del mundo inteligible. Pero toda esta formación teórica no serviría de nada si el prisionero liberado no volviese al mundo de las sombras, en el que se anidan la mayor parte de los pobladores. Durante quince años más el educando platónico se desempeñará en cargos públicos de diversa índole: como colaborador en el ejército, o en la administración, o en la educación de los jóvenes. Esta etapa de práctica política equivale, en el mito, al descenso a la caverna y el trabajo de iluminación de los que aún están prisioneros. Luego: Y una vez llegado a los cincuenta [años], los que hayan salido de las pruebas sanos y salvos y descollado absolutamente en todo, tanto en la acción como en las ciencias, […] después de contemplar el Bien en sí lo tomarán como modelo para encargarse, durante el resto de su vida, de organizar la ciudad y gobernar.38 37 38
Platón, República, 521c-539d, pp. 450-482. Gómez Robledo, A., Platón, pp. 516-534. Platón, República, 540a-b, p. 484.
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Poco más abajo, aclara Platón que también podrán dedicarse a la filosofía, y que mujeres y hombres deberán recibir el mismo trato. En suma, el dispositivo pedagógico construido por Platón para los guardianes resulta sumamente puntilloso, extenso, cargado de controles, con exigentes pruebas y selecciones, etc. En una palabra, responde al criterio de elegir a los mejores. Además, deja bien en claro que política y educación se implican mutuamente. Sin embargo, por más estricta que sea la formación, el problema planteado (a saber: ¿qué seguridad tenemos de que los gobernantes no se corrompan y abusen del poder?) no queda totalmente resuelto. En consecuencia, Platón diseña también un régimen de vida para todos los grupos superiores de la pirámide (auxiliares, superiores y rey-filósofo). En primer lugar, los guardianes no tendrán casa propia, sino que han de vivir en un lugar público, donde pueda entrar cualquiera. En segundo lugar, todos los bienes necesarios se los proveerán los gobernados (productores, artesanos, etc.), pero sin que les sobre nada; o sea: sin lujos ni pretensiones. En tercer lugar, vivirán como si estuviesen en una campaña militar, compartiendo absolutamente todo (las comidas, las habitaciones, etc.). En cuarto lugar, jamás se les permitirá tocar el oro o la plata, porque no lo van a necesitar. Entonces, así como los productores y artesanos no se tienen que encargar del gobierno, sino de producir alimentos u objetos útiles, de la misma manera los guardianes no se tienen que encargar de las funciones manuales. En una buena ciudad no se intercambian las funciones. ¿Esto significa que los guardianes viven a costa de los que trabajan? En cierto sentido, sí. Pero también es cierto que no pueden tener riquezas, ni acumular, ni comerciar. Por eso, en este régimen los guardianes no tienen contacto con ningún tipo de propiedad (tierras, bienes, monedas). Por lo tanto, están obligados a compartir todo: no tienen –por así decir– vida privada. Incluso comparten las mujeres y los hijos. Entre los guardianes todos pertenecen a todos, ninguno es el hombre de o la hija de; no hay diferencias. Este régimen de vida excluye todo tipo de propiedad y todo tipo de relaciones de parentesco. Así, Platón se asegura dos cosas: que los guardianes no se puedan desviar en intereses menores (no puedan ser ganados por el deseo de ganancia, de acumulación, etc.) y que no se tienten en favorecer a algunos (los familiares: mujeres, hijos, etc.). Dicho positivamente, se asegura que se ocupen sólo de gobernar mirando el bien común –como el pastor mira el bien de sus ovejas–, y se asegura que entre ellos gobierne la más perfecta igualdad.39 A modo de cierre abierto, podemos plantear un último problema: si los gobernantes no tienen relación con ningún tipo de propiedades, ¿tampoco se deberán preocupar por el reparto o distribución de bienes entre los gobernados? De ninguna manera. En la medida en que su función consiste en cuidar el bien común, deben atender a dos extremos indeseables: la riqueza y la indigencia. Una 39
Platón, República, 414c-417b, pp. 272-277.
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buena ciudad no debería caer en ninguno de estos dos extremos. ¿Cómo lo justifica Platón? Si un alfarero se enriquece, se vuelve un haragán y busca más la ganancia que la perfección de sus obras, es decir, deja de trabajar o hace productos de menor calidad. Y si cualquier trabajador vive en la indigencia, jamás puede hacer bien su trabajo. Ambos extremos (tener demasiado y no tener nada) llevan a la ruina de los individuos y, por extensión, de la ciudad. Para mantener la armonía y la justicia nadie deberá estar en una situación de gran riqueza ni en una situación de indigencia. Del logro de semejante equilibrio se tendrán que encargar los guardianes.40 Pero Platón no dice cómo.
40
Platón, República, 421d-e, pp. 282-283.
Aristóteles: sustancia, virtud y comunidad política
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Capítulo 5
Aristóteles: sustancia, virtud y comunidad política
§ 23-. EL DISCÍPULO IRREVERENTE. Con Aristóteles (384-322 a. C.) se completa la excepcional trilogía de los más grandes filósofos de la Época Antigua. Nunca se volvió a dar en la historia esta secuencia de extraordinarios pensadores vinculados entre sí por un trato directo: Sócrates maestro de Platón, y éste de Aristóteles. Nacido en la ciudad de Estagira e hijo de un importante médico, a los dieciséis años llega a Atenas para incorporarse a la Academia, donde se destaca como brillante discípulo y profesor durante un par de décadas, en las cuales formula críticas muy duras a la teoría de las Ideas. Se presume que estos cuestionamientos desembocarían en que el propio Platón se vea obligado a revisar su filosofía, en especial la relación entre el mundo inteligible y el mundo sensible. Este dato sirve como botón de muestra de la apertura y la profundidad de discusiones en el centro de estudios ateniense. Tras la muerte de Platón asume como director de la Academia un sobrino de él, Espeusipo. No se sabe si fue nombrado directamente o si fue electo por los profesores colegas. Lo cierto es que Aristóteles no queda conforme y abandona Atenas. Emprende una serie de viajes por distintas ciudades y vuelve trece años después, en el 335, cuando Alejandro Magno toma el poder. En ese año funda el Liceo, un centro de enseñanza rival a la Academia. En cuanto a las obras, Aristóteles escribió sobre todo los temas (metafísica, ética, política, economía, psicología, botánica, física, etc.). En general, sus escritos suelen clasificar distintas opiniones sobre algo; suelen compilar lo que se dijo, para luego aportar su visión sobre el asunto. Además, se dividen en dos grandes grupos: los textos para los que recién se inician y los textos para los que ya conocen del tema. Los escritos que se han podido conservar son los últimos, y por eso la lectura resulta tan compleja. El gran paso de Aristóteles consiste en realizar una serie de críticas fulminantes al corazón de la filosofía de su maestro: la teoría de las Ideas. Tal vez exagerando un poco, se podría decir que, a diferencia de la continuidad entre Sócrates y Platón, Aristóteles arma casi toda su concepción contra el dualismo entre lo inteligible y lo sensible. En este sentido, conviene detenerse en las críticas
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a Platón. Ante todo, digamos que estos dos grandes filósofos tienen una actitud muy diferente frente a la realidad. Así como Platón parece estar demasiado preocupado por las cosas del cielo (el mundo de las Ideas), Aristóteles parece preocuparse más por las cosas de la tierra (el mundo sensible en Platón). El primero mira el otro mundo, que está más allá; el segundo mira este mundo, que está acá. Platón se orienta a lo abstracto, Aristóteles a lo concreto. Por eso, para Aristóteles no hay un mundo de las Ideas separado de este mundo sensible. El gran desafío consiste en explicar el mundo en el que vivimos, el único mundo que hay. Las críticas, consideradas en particular, son muchísimas. En este caso, presentamos sólo tres, buscando mostrar la oposición entre estos dos grandes filósofos. Las resumimos así: (1) el mundo inteligible trae más problemas que soluciones; (2) entre los dos mundos se da una contradicción tan fuerte que resulta muy difícil relacionarlos; (3) la búsqueda de un intermediario entre los dos mundos conduce a una regresión al infinito (a esta crítica se la conoce como el argumento del tercer hombre). Analicemos la primera. Aristóteles toma como base el mundo sensible, que es el único mundo a explicar. ¿Cómo lo explica Platón? Apelando a un mundo inteligible como fundamento. Cada cosa de la realidad tiene su fundamento en la Idea, que está en el otro mundo. Dado que una Idea es un concepto universal que cubre una infinidad de casos particulares, cada cosa puede ser referida a su Ideafundamento. Así, tendremos tantas Ideas como grupos de cosas: Idea de hombre, de mesa, de piedra, etc. Para empezar, las Ideas son muchas. El problema se acentúa cuando una misma cosa se podría remitir a varias Ideas. Un hombre cualquiera, por ejemplo Sócrates, puede ser referido a la Idea de hombre, o también a la Idea de animal y a la Idea de ser racional (porque para Aristóteles el hombre se define como animal racional) o a la Idea de bípedo, porque tiene dos patas. Y podría remitirse a muchas Ideas más. Por ende, la relación entre una cosa y la Idea se vuelve compleja y, sobre todo, confusa. Por este camino, no sólo se propone una enorme cantidad de Ideas, sino también un intrincado tejido de relaciones que termina haciendo más enredado al mundo inteligible que al sensible.1 En vez de simplificar la explicación, en vez de llegar a una unidad que agrupe lo múltiple, Platón la complica innecesariamente: introduce una maraña de Ideas de la que resulta imposible salir, y el objetivo planteado (explicar el mundo sensible) se posterga. En vez de explicar este mundo, Platón nos transporta a otro, embrollando la fundamentación y multiplicando los problemas. Una segunda crítica apunta a la contradicción y separación entre los dos mundos. Según Platón, el mundo inteligible es universal, inmutable, invisible, verdadero, independiente, etc.; mientras que el sensible es particular, cambiante, visible, aparente, dependiente, etc. Los dos mundos son tan diferentes que no 1
Aristóteles, Metafísica, I, 990b, p. 142; 991a, p. 144. En esta perspectiva –continúa Aristóteles– debería haber Ideas de cosas que no se encuentran en la realidad; por ejemplo, Ideas de negación, de corrupción o cambio, de relación, etc.
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pueden tener ninguna relación. Dice Aristóteles: ÎPor encima de todo se alza una suprema dificultad: ¿cuál es la utilidad de las Ideas […]? Pues no son causas ni del movimiento ni de ningún cambio. Y en nada contribuyen al conocimiento de las demás cosas […]. Tampoco contribuyen a la existencia de las demás cosas, pues en ese caso serían inherentes a las cosasÏ.2
Las Ideas no sirven para explicar este mundo, porque no dan (ni pueden dar) una explicación del cambio, del movimiento de las cosas. Es contradictorio explicar lo que cambia (mundo sensible) a partir de lo que no cambia (mundo inteligible). Por eso, Aristóteles desconfía fuertemente del mundo de las Ideas y, en especial, de la separación. A lo sumo, si se admitiera que las Ideas son fundamento de la existencia de las cosas sensibles, tendrían que estar en las cosas mismas, y no en un mundo separado. Tenemos aquí la clave para iniciarnos en la filosofía de Aristóteles: la misma palabra que Platón usa para Idea (eidos), aquí se la traduce como forma, pero no contienen el mismo significado, dado que para Aristóteles la forma no está separada de la cosa, sino que está en la cosa. Una tercera crítica, muy emparentada con las anteriores, también alude al problema de la relación entre los dos mundos: con la teoría de las Ideas se produce una regresión al infinito, es decir, una cadena de eslabones (en este caso, de explicaciones) que se extiende sin terminar nunca. Si los dos mundos son tan diferentes, separados y contradictorios, se necesita un tercer elemento que los unifique; pero ese tercero también se diferencia de los dos primeros. Entonces, habrá que introducir un cuarto eslabón que relacione al tercero con el mundo inteligible y un quinto que relacione al tercero con el mundo sensible. Este mecanismo se reproduce al infinito. Por ejemplo, un hombre concreto tiene como fundamento la Idea de hombre; para relacionar al hombre concreto con la Idea se necesita un intermediario, al que llamamos A. (Se supone que el mediador combina aspectos de una y otra parte). Luego, entre A y la Idea de hombre necesitamos otro intermediario (llamémoslo B), y entre A y el hombre concreto otro más (C). Así se abre una cadena sin fin de intermediarios. Este argumento podría resumirse de la siguiente manera: si la distancia (entre el mundo inteligible y el mundo sensible) a cubrir por los mediadores es infinita, y si cada eslabón es diferente del otro, entonces se requieren infinitos intermediarios.3 En consecuencia, Aristóteles sostiene que hay un solo mundo (el sensible) y constituye el tema a explicar por la filosofía. § 24-. LAS MANERAS DE HABLAR DEL SER. LA SUSTANCIA. Despejada la postulación de las Ideas-fundamento, Aristóteles enfoca la rea2 3
Aristóteles, Metafísica, I, 991a; pp. 143-144. Aristóteles, Sobre las ideas, pp. 420-422. Carpio, A., Principios de filosofía, pp. 113-115.
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lidad como un solo mundo, un mundo pleno de sustancias, de cosas particulares, de entes o cosas que son o existen. En una de sus frases más famosas afirma: el ser se dice de muchas maneras (o el ser tiene muchos significados). La palabra ser refiere, ante todo y principalmente, a la sustancia y, en segundo lugar, a los accidentes, al acto y la potencia, etc. La ciencia que se ocupa del ser de lo que es (o del ente en tanto ente) es la filosofía: ÎEs evidente que incumbe a una sola ciencia [primera] el estudio de los entes en cuanto entes. En todo caso, la ciencia debe tratar principalmente de algo que es primero, es decir, de aquello de lo que todo lo demás depende […]. Entonces, si a eso se lo llama «sustancia», el filósofo tendrá que poseer los principios y las causas de las sustanciasÏ.4
La filosofía se ocupa de todo lo que existe, pero no como un saber específico que estudia un determinado aspecto de las cosas, sino como un saber general que se remonta a los fundamentos de todo lo que existe. La filosofía (o ciencia verdadera) trata centralmente la noción de sustancia. Entonces, según Aristóteles tenemos un solo mundo, un mundo de sustancias, el primer y principal sentido en que se habla del ser. La palabra sustancia (ousía) significa lo que está ahí, esto, una cosa individual, donde el ser está presente. Además, la palabra refiere a una permanencia, a un mantenerse, a algo que no cambia; por eso los latinos promulgan este sentido: sub-stancia significa estar por debajo, subsistir, y lo mismo vale para cosa (res). Sustancia y cosa significan lo que permanece siendo lo que es, a pesar de ciertos cambios.5 Y, ¿qué son sustancias para Aristóteles? Son todas aquellas cosas que tienen individualidad, que se pueden ver como una cosa; por ejemplo, esta piedra, esta planta, aquel perro, aquella persona, etc. Son sustancias todas aquellas cosas que se pueden individualizar y captar por separado de las demás. Además, las sustancias duran un cierto tiempo; no son eternas, sino que tienen un momento en el que empiezan a existir y un momento en el que dejan de existir. El mundo está poblado de sustancias o cosas individuales que tienen principio y fin en el tiempo. La noción de sustancia se complementa con la de accidente o propiedad. Las cosas tienen características o propiedades que también duran un cierto tiempo. Los accidentes –esta segunda manera de hablar del ser– existen gracias a que existe la sustancia; son propiedades de la sustancia. Los accidentes cambian y, sin embargo, la cosa sigue siendo la misma. Por ejemplo, una mesa (mejor sería decir: esta mesa particular) es una cosa individual, existe durante cierto tiempo y Aristóteles, Metafísica, IV, 1003a-b, pp. 218-219. La palabra ente remite a todo lo que es o existe. La palabra ciencia debemos tomarla en un sentido general, como saber, no como disciplina opuesta o diferente de la filosofía. En esta época no se hace tal diferenciación. 5 Ferrater Mora, J., Diccionario de filosofía, pp. 2673-2674, 3397 y ss. Sobre este tema y los siguientes: Carpio, A., Principios de filosofía, pp. 116-121; Moreau, J., Aristóteles y su escuela, pp. 67-76, 83-89, 92-97, 141 y ss. 4
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tiene un determinado color, textura, tamaño, etc. Si se me ocurre pintar la mesa, o pulirla, o dejarla al sol, o cortarla, etc., sus accidentes van a cambiar, pero la mesa va a seguir siendo la misma. Entonces, los accidentes son características de la sustancia, pueden variar, y en esas variaciones la sustancia sigue siendo la misma. La relación entre sustancia y accidente se refleja en el lenguaje. En una oración, por ejemplo: la casa es verde, algo se predica (verde) en relación con un sujeto (la casa); lo que se predica equivale al accidente, y el sujeto a la sustancia. Desde luego, puede suceder que el accidente cambie y que la sustancia siga siendo la misma (en el ejemplo: se pinta la casa de otro color); pero si la sustancia deja de existir (se destruye la casa), los accidentes también dejan de existir. El accidente depende de la sustancia para existir, pero no a la inversa. Toda sustancia posee necesariamente dos componentes: materia (aquello que responde a la pregunta: ¿de qué está hecha esa cosa?) y forma (el modo como está organizada la materia y responde a la pregunta ¿qué es esa cosa?). Toda sustancia tiene un determinado material (materia) organizado de una determinada manera (forma). La mesa, por ejemplo, es de madera o de mármol, o de piedra; y tiene la forma de mesa (y no la forma de silla o ropero). La materia y la forma están en toda sustancia, y son inseparables, en el sentido de que sólo las podemos pensar por separado, pero en la realidad siempre están juntas. En otras palabras, se puede pensar la forma mesa sin materia, pero toda mesa real y concreta tiene que tener materia. Se puede pensar el material de la mesa sin una forma, pero en la realidad ese material tiene que tener una forma. Además, la materia y la forma se unen cuando la cosa empieza a existir, y se separan cuando la cosa deja de existir; o sea, materia y forma se mantienen inseparablemente unidas mientras existe la sustancia. Por supuesto, el material madera puede corresponder a la forma mesa y a la forma silla, o a la forma ropero, etc. Entonces, hay distintas sustancias hechas del mismo material. El material madera resulta ser común a diferentes cosas. Por lo tanto, aquello que hace que la sustancia mesa sea una mesa no es la materia, sino la forma, porque si nos guiamos por la materia no sabremos qué cosa es. Por lo tanto, aquello que hace a la esencia de la cosa es la forma, y no la materia. La materia no me permite definir qué es algo; en cambio, la forma sí. Por ejemplo, si digo que una cosa es de madera, con eso no termino de decir qué es, porque puede ser una silla, una mesa, un ropero, un lápiz, etc. Lo que me permite saber de qué cosa hablo es la forma, que organiza la materia. La forma mesa hace que la mesa sea mesa. La forma nos permite identificar o individualizar a esa cosa, nos habla acerca de la esencia de esa sustancia. Cuando una cosa deja de ser lo que es y pasa a ser otra, se produce un cambio fuerte: se desprende la forma de la cosa, y esa materia pasa a estar asociada con otra forma. Por ejemplo, un árbol constituye un conjunto de materia y forma. Si viene alguien y lo corta, y de su madera hace una mesa, decimos que la materia del árbol se transformó en una mesa. Decimos que la forma árbol dejó
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de existir y que la materia pasó a estar asociada con la forma mesa. Por eso, la materia se transforma, esto significa: cambia de forma. Si quemamos la mesa que hicimos con el árbol, la forma mesa (y, por ende, la cosa llamada mesa) deja de existir, y esa misma materia ahora tiene la forma ceniza. La sustancia que deja de existir, que ha perdido su forma, también ha perdido su esencia, aquello que la caracterizaba. De este modo Aristóteles explica el cambio en la naturaleza, cuestión que ni los presocráticos ni Platón habían podido explicar tan claramente. El cambio de forma es, sin dudas, el más fuerte de todos los cambios. Pero entonces, ¿cualquier cosa se puede transformar en cualquier cosa? ¿Puede suceder, por ejemplo, que una mesa se transforme en árbol, o una piedra en ser humano? No. Para comprender mejor el cambio necesitamos otro par de conceptos referidos a la sustancia: acto y potencia. Acto y potencia configuran otros de los modos secundarios de hablar del ser. El acto señala lo que la sustancia es ahora, en este momento, en la actualidad; la potencia señala lo que la sustancia puede llegar a ser (en un futuro), lo que todavía no es, una posibilidad. Estos dos conceptos, acto y potencia, están ligados entre sí: una mesa es, en acto, una mesa y, en potencia, podrá ser una tabla, o cenizas, etc.; pero una mesa no puede ser en potencia un orangután, porque no está dentro de sus posibilidades. Además, acto y potencia son relativos al momento que corresponda. Si la sustancia en acto es un árbol, en potencia es una mesa, una silla, etc.; si ahora esa misma sustancia se transformó en mesa, es en acto una mesa y, en potencia, una tabla o cenizas, etc. Si ahora esa mesa es en acto una tabla, en potencia es ceniza o madera podrida, etc. En otras palabras, acto y potencia son relativos al momento en que se analiza. Este par de términos nos permite una nueva definición sobre el cambio: una cosa cambia cuando pasa del acto a la potencia. Que una cosa cambia significa que deja de ser lo que es en acto y pasa a ser lo que era en potencia. Por ende, una vez que la potencia se realiza, se concreta, deja de ser una potencia y pasa a ser en acto. Cuando una sustancia alcanza su potencia, la actualiza, la convierte en acto, y adquiere una nueva potencia o posibilidad. Todos estos conceptos (sustancia y accidente, materia y forma, acto y potencia), todas estas maneras de hablar del ser, revelan que para Aristóteles el mundo está organizado armoniosamente y cada cosa ocupa el lugar que la naturaleza le tiene previsto.6 Se trata de un mundo dinámico y cambiante (nótese la diferencia con Platón) y, sin embargo, no por eso caótico. Al contrario: cuando la sustancia deja de existir, la materia pasa a otra cosa; cuando se realiza la potencia de algo, se realiza ordenadamente. Para Aristóteles todo tiene un sentido, una finalidad, sirve para algo; la Naturaleza está en sí misma ordenada y organiza la realidad, y la tarea del filósofo consiste en descubrir ese orden. Esta concepción armoniosa, Moreau, J., Aristóteles y su escuela, pp. 117 y ss.; Maeso, S., La física de Aristóteles y la cosmovisión clásica, pp. 127-133; Giardina, M., La concepción aristotélica de la naturaleza, pp. 134138.
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también llamada finalismo (o teleología), no remite a un mundo trascendente que esté más allá y separado, sino que el orden está en este mundo, en las cosas mismas. Y tal organización de la realidad se expresa en una frase que Aristóteles repite una y otra vez: la naturaleza no hace nada en vano; es decir, lo planifica todo, y todo tiene un para qué, una finalidad. § 25-. EL CONOCIMIENTO COMO CAPTACIÓN DE LA FORMA. Al rechazar la existencia del mundo inteligible, Aristóteles también rechaza la explicación platónica del conocimiento, según la cual conocer significa recordar las Ideas que el alma vio antes de encarnarse y caer en este mundo. Para Aristóteles, en cambio, conocer significa captar la forma que está junto a la cosa. Señalamos que la misma palabra (eidos) que Platón usa para Idea en Aristóteles se la traduce forma, e importa subrayar que la forma no existe por separado de la cosa, en otro mundo. También señalamos que la forma hace que la cosa sea lo que es. Analicemos ahora cómo se produce el conocimiento. La obra más importante de Aristóteles, la Metafísica (texto que él no proyectó, sino que fue compilado y titulado por uno de sus seguidores, a partir de apuntes y textos sueltos que venían después de la física, y de ahí su título, que significa más allá de la física), comienza así: ÎTodos los hombres desean, por naturaleza, conocer. Prueba de ello es la estima que tienen hacia los sentidos […] y, por encima de todos [los sentidos], la vista. En efecto, […] preferimos la vista a todo lo demás. La causa de esto reside en que, entre todos los sentidos, ella nos proporciona más conocimientosÏ.7
El conocimiento empieza con los cinco sentidos y, entre éstos, el más apreciado por el común de la gente es la vista, porque nos da mayor detalle e información en las percepciones. Con los sentidos se inicia un proceso gradual; para Aristóteles el conocimiento no se logra instantáneamente, sino a través de una serie de pasos, cada uno de los cuales supone el anterior. Entonces, el contacto directo con las cosas configura el primer paso en el conocer. Los órganos sensibles (o sea, los cinco sentidos: vista, tacto, olfato, gusto, oído) entran en relación con algo exterior. Aristóteles describe esta relación como un sello duro (por ejemplo, oro o bronce) que se imprime sobre un trozo de algo maleable (por ejemplo, cera o arcilla húmeda). Esto significa que los sentidos reciben pasivamente los aspectos sensibles de las cosas, que se presentan como algo que es así, y que es siempre verdadero.8 Por ejemplo, cuando percibo una manzana, ciertas cualidades accidentales se me presentan de una determinada manera (roja, lisa, dulce, etc.), y esos datos los recibo así y no los puedo modifi7 8
Aristóteles, Metafísica, I, 980a, p. 119. Aristóteles, Acerca del alma, 427b, p. 140.
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car. En este primer contacto los órganos de los sentidos permanecen pasivos, reciben la información de las cosas. Aquí surge la famosa noción de tabla rasa: el ser humano es como una tabla lisa o virgen en la cual se va grabando la experiencia, sin que él haga nada; como si los objetos fueran marcando, sellando, al hombre a través de los sentidos.9 Pero los distintos sentidos proporcionan información variada: el olfato olores, el gusto sabores, el oído sonidos, etc.10 Esa información está diseminada, sin coordinación o unidad. Una facultad se encarga de reunir los datos dispersos que provienen de cada uno de los sentidos: la sensibilidad general o común.11 Esta facultad hace que los distintos aspectos sean referidos a un mismo objeto o cosa. Lo rojo que viene de la vista, lo dulce que viene del gusto, lo liso que viene del tacto, son unificados y sintetizados por la sensibilidad general en torno de una misma cosa (la manzana). El segundo paso en el avance del conocimiento consiste en almacenar y ordenar la información, y esta función la cumple la imaginación (phantasía) con ayuda de la memoria. La imaginación retiene imágenes de las cosas con las que entramos en contacto sensible, las va guardando con el correr del tiempo. El objeto ya no se encuentra presente ante los sentidos, sino tan solo la imagen, que es una versión deformada o simplificada del original.12 Esas imágenes se reiteran, se acumulan y se archivan en el gran registro de la memoria. De este modo, las experiencias que tuvimos con distintas cosas se van clasificando y ordenando; por ejemplo, las muchas veces que vimos y tocamos una mesa se van juntando, como si formaran un legajo o archivo que recoge esos registros. Con el tiempo y con el aumento de nuestra experiencia, podremos trazar un perfil de cada cosa, resumiendo sus características generales y dejando de lado sus características específicas (por ejemplo, los accidentes). Así, con el correr de la experiencia vamos formando una imagen universal que reúne las distintas percepciones de un mismo objeto. En el tercer paso en el plano del conocimiento captamos la forma de las cosas.13 Este paso únicamente puede darse si se han dado los anteriores. Sólo después de haber tenido muchas percepciones y de haberlas agrupado y ordenado en imágenes universales o conjuntos coherentes, estamos en condiciones de poner en marcha una nueva facultad: el entendimiento o intelecto. El intelecto o inteligencia tiene la capacidad de captar la forma que las cosas traen consigo y, por ende, de captar la esencia de las cosas. Esto diferencia al hombre de los aniSin embargo, con la tabla rasa Aristóteles se va a referir a la actividad del entendimiento en la captación de las formas: Acerca del alma, 429b-430a, p. 149. 10 Aristóteles, Acerca del alma, 424b-425a; si nos falta alguna sensación, es que nos falta, a su vez, algún órgano sensorial, p. 129; cada sensación percibe una sola cualidad, p. 131. 11 Aristóteles, Acerca del alma, 425b y ss.; pp. 132-133 y ss. 12 Dice Aristóteles: las sensaciones son siempre verdaderas, mientras que las imágenes son en su mayoría falsas. Acerca del alma, 428a, p. 142. 13 Aristóteles, Acerca del alma, 429a, p. 146. 9
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males.14 El hombre puede entender los objetos, y entender significa que puede aprehender o capturar la esencia o forma que caracteriza a cada cosa. Esa forma hace que cada cosa sea inteligible o entendible. Aunque este tercer paso suponga los dos anteriores, la captación intelectual se distingue de la captación sensible; se trata de una operación del intelecto. No captamos la forma a través de los sentidos, sino a través del pensamiento. Lo que confunde es que la forma está en la cosa y organiza la materia y responde a la pregunta ¿qué es esto? Pero tal respuesta no viene de los sentidos, sino del acto de pensar, y de preguntarse, y sólo el ser humano se formula preguntas. Además, gracias al intelecto tenemos la posibilidad de explicar la realidad. La imaginación y la memoria no son facultades para razonar, pues se limitan a ordenar la información; no pueden dar una explicación o un por qué. La capacidad de explicar pertenece al intelecto, y esto diferencia al hombre del resto de otros seres como los animales. El entendimiento aristotélico tiene dos caras: una pasiva, porque trabaja sobre la experiencia ya recibida y ordenada; y otra activa, porque organiza esa experiencia en base a una forma. Al captar y exponer la forma de la cosa, al poderla explicar, el intelecto actualiza la forma, la trae al presente. Potencialmente, el entendimiento posee todas las formas; en acto, sólo algunas, las que trae al presente. En este punto, Aristóteles se vale de otra metáfora: define al intelecto como una tablilla en la que nada está actualmente escrito15 y, podemos completar, todo está por escribirse. De nuevo, se trata de la tabla rasa u hoja en blanco, similar al sello sobre la cera, que manifiesta pasividad. Sin embargo, en este caso se pone en juego una actividad, el hecho de escribir, de interpretar los datos sensibles, de darles una forma coherente. Por ejemplo, por las percepciones e imágenes se puede detectar una antorcha de fuego a lo lejos, pero sólo gracias al intelecto se reconoce que esos datos indican que el enemigo viene hacia nosotros.16 En suma, el entendimiento aporta lo suyo. Queda claro que Aristóteles se aleja mucho de Platón. Conocer no significa recordar, sino atrapar la forma de la sustancia, y esa forma está indisolublemente atada a la cosa. Además, en Platón la Idea es eterna, en Aristóteles la forma surge y desaparece con la cosa, etc. De todos modos, ambos filósofos coinciden en que 14 En efecto, para Aristóteles el hombre es un animal racional. Por un lado, significa que comparte determinadas funciones con los animales; por ejemplo, el deseo y la percepción a través de los sentidos. A su vez, los animales (y también el hombre) comparten con las plantas las funciones de nutrición y reproducción. Por otro lado, la definición de hombre refiere a algo específico que lo distingue de los animales (y, obviamente, de las plantas): su capacidad racional o de pensamiento. En el plano del conocimiento, la capacidad racional implica captar y manejar las formas de las cosas. 15 Aristóteles, Acerca del alma, 429b-430a, p. 149. J. Moreau llama la atención sobre la diferencia entre el sello y la hoja en blanco: en Aristóteles y su escuela, pp. 177-178. Sobre el conocimiento: pp. 153-181. 16 Aristóteles, Acerca del alma, 431b, p. 156.
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la Idea y la forma son independientes de nosotros, están en la realidad y las tenemos que descubrir o captar, y si no logramos aprehenderlas, ello ocurre por una deficiencia nuestra. § 26-. LOS TRES TIPOS DE CIENCIAS O SABERES. En una de sus clasificaciones, Aristóteles sostiene que hay tres tipos de ciencias: teóricas, prácticas y productivas, que se distinguen por la actitud que asume el hombre en cada una de ellas, y que a su vez se subdividen en disciplinas específicas.17 En las ciencias teóricas, el hombre sólo mira y describe los objetos que contempla, y no los modifica en absoluto; es decir, asume una actitud pasiva. Entre las ciencias teóricas hay tres: la filosofía primera (o metafísica), que –como observamos– se ocupa del ente en cuanto ente, de las cosas que existen y del fundamento de esas cosas que existen (las sustancias). En segundo lugar, la matemática, que se ocupa de cosas abstractas y sin movimiento. En tercer lugar, la física (o filosofía de la naturaleza), que se ocupa de los cuerpos que se mueven y son materiales. En las ciencias prácticas, el hombre asume una posición activa, realiza acciones (praxis), que modifican la realidad. Las dos ramas principales de la práctica son la ética y la política, y a ellas se agregan la economía y la educación. En particular nos interesa la relación entre ética, política y educación. La ética se ocupa de lo bueno y lo malo, los valores, que se definen a través de la costumbre, la cual modifica o moldea culturalmente el carácter de las personas; como veremos, para Aristóteles la bondad de las acciones se logra a partir de un ejercicio reiterado de la virtud. La política se ocupa no sólo del sistema de gobierno de la ciudad, sino también de la sociabilidad humana. En un sentido amplio, la política abarca la vida entera del hombre en la polis, y esta vida pública está impregnada de vínculos sociales. La ética y la política se diferencian por una cuestión de grados: la primera se ocupa del bien del individuo, la segunda del bien común. Además de la economía, cuyo tema es la administración de los bienes de la casa, entre las ciencias prácticas tenemos la educación. La educación está fuertemente ligada a la ética y a la política, porque intenta transmitir los valores que los individuos y la comunidad consideran positivos para las futuras generaciones. Por último, en las ciencias productivas el hombre se dedica a producir manualmente un objeto, algo que existe fuera de él. Para la producción se emplea una técnica, un saber que se aprende viendo e imitando cómo se aplica. Como vimos, la técnica consiste en aplicar y respetar una serie de pasos y reglas que garantizan la producción efectiva de un objeto. Básicamente hay dos tipos de artes productivas: aquellas que están dedicadas a la producción de cosas bellas (y por eso se las llama bellas artes; por ejemplo, la poesía, la escultura, la danza, la 17
Aristóteles, Metafísica, VI, 1025b y ss., pp. 300 y ss.
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música, etc.) y aquellas que están dedicadas a la producción de cosas útiles, que sirven para algo (por ejemplo, la carpintería, la zapatería, etc.). A quienes hacen objetos placenteros e inútiles los llamamos artistas, y a quienes hacen objetos de uso cotidiano, artesanos. Cabe subrayar que Aristóteles no ubica a la educación entre las ciencias productivas, sino entre las prácticas. La educación no es una receta que pueda usarse infaliblemente y en cualquier caso, ni tiene un éxito garantizado. Esto lo creen y pregonan algunas pedagogías y corrientes psicológicas actuales; por caso emblemático tenemos al conductismo. En las últimas décadas del siglo XX se ha instalado –en docentes, en la opinión pública, en el sentido común, etc.– la idea de que todos los problemas educativos se resolverían con una buena técnica de enseñanza. El error de situar a la educación en el campo de la técnica no se resume solamente en la imposibilidad de garantizar un resultado, sino (y sobre todo) en la reducción del ser humano (en este caso, del alumno) a la condición de objeto producido (por el docente). Con estas consideraciones, y tras haber analizado algunos aspectos de la filosofía de Aristóteles, en lo sucesivo nos adentraremos en la trilogía práctica (ética, política y educación) y en el fuerte vínculo que estas disciplinas guardan entre sí. § 27-. LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD Y LA VIRTUD. En la visión de los griegos en general, el ser humano es un componente más de la naturaleza o realidad. En el caso de Aristóteles, con su frase la naturaleza no hace nada en vano quiere decir que todo está ordenado, que todo se orienta a una finalidad o para qué. Por ejemplo, al definir al hombre como animal racional, su para-qué consiste, precisamente, en el uso de la razón. En el plano de la práctica, entonces, el ser humano ya viene con una naturaleza, con un ethos (palabra que significa tanto carácter como costumbre, y de la cual proviene ética), una predisposición a ser de tal o cual manera. La naturaleza lo prepara con un determinado carácter. Sin embargo, ese ethos no lo condiciona totalmente, sino que apenas lo dispone para algo y lo deja abierto a modificaciones. El carácter del ser humano resulta maleable. En el curso de las acciones de su vida, el individuo va moldeando y rearmando ese ethos o modo de ser; va construyendo una segunda naturaleza según los hábitos y costumbres. Por ende, la naturaleza podrá depositar en nosotros ciertos talentos o ciertos defectos, cierta tendencia a ser de este modo o de otro; pero esas disposiciones no son inmodificables, no nos condenan a ser siempre así, sino que están abiertas a la transformación y al cambio, en las acciones de todos los días. El hacer humano, que se inicia desde la infancia, se orienta y define según lo que está bien y lo que está mal. En parte, lo bueno y lo malo ya se observan en las acciones de otros, en las costumbres; en parte, se transmiten a través de la educación. El hecho de que el carácter se pueda
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modificar en las acciones cotidianas le otorga sentido a la educación. A diferencia de Platón, que propone una Idea de Bien como cumbre del mundo inteligible, Aristóteles toma como punto de partida un hecho bastante concreto: en general, los seres humanos aspiran al bien. Si uno observara la conducta de las personas, vería que las acciones natural o espontáneamente se orientan al bienestar. La finalidad es estar bien. En este sentido, se podría trazar una paráfrasis: así como dijo todos los hombres desean, por naturaleza, conocer, ahora Aristóteles podría haber dicho: todos los hombres desean, por naturaleza, estar bien. El ser humano tiende, por su propia constitución natural, por su carácter o ethos, hacia el bien. Tenemos una predisposición natural al bien. A ese bienestar buscado todos lo llaman felicidad (eudaimonía). Entonces, los hombres tienen como fin alcanzar la felicidad.18 Pero sucede que hay muchas opiniones respecto de la felicidad o bienestar. Sucede –para usar otra paráfrasis– que el bien o la felicidad se dicen de muchas maneras. Por ejemplo, para algunos la felicidad está en los placeres del cuerpo (comer, beber, etc.); para otros, en los honores o en el reconocimiento de los demás; mientras que otros buscan la felicidad en las ganancias o acumulación de cosas. Sin embargo, ninguno de estos ejemplos echa buenas raíces en el carácter de la persona; ninguno dura demasiado ni depende del mérito propio. Los placeres del cuerpo, los honores y las riquezas son muestras de una felicidad efímera y que depende de factores externos. La verdadera felicidad reside en lo profundo, se instala en el modo de ser (el ethos) de la persona. Dice Aristóteles: el verdadero bien debe ser algo propio y difícil de arrancar.19 Ese bien propio, duradero, que no depende de los demás, se llama virtud. La verdadera felicidad consiste, entonces, en el ejercicio de la virtud. Se trata de un rasgo que se instala en la persona después de cierto tiempo y que refiere a la capacidad de actuar bien. A modo de metáfora, un músico virtuoso es aquel que, poseyendo un talento natural, con el tiempo se ejercita, y cada vez que le toca mostrar sus cualidades, lo hace magistralmente. Esta manera de actuar nos permite decir que será un buen músico. En el plano de la ética, una buena persona es aquella que, teniendo una disposición natural hacia el bien, se ejercita reiteradas veces y genera –en su carácter– el hábito o costumbre de actuar bien. Por ende, la virtud consiste en realizar (o sea, actualizar, llevar al acto) esa potencia o disposición natural a actuar bien, a hacer el bien.20 Se instala y se arraiga en nosotros cuando gana nuestra forma de ser, y ya no se nos puede quitar o borrar; por eso, dice Aristóteles: 18
Aristóteles, Ética Nicomaquea, I, I, p. 3. Las diferencias con los platónicos: I, VI, pp. 6-8. Aristóteles, Ética Nicomaquea, I, IV-V. La cita en p. 6. 20 Todo lo que nos da la naturaleza lo recibimos primero como potencialidades, que luego nosotros traducimos en actos, Aristóteles, Ética Nicomaquea, II, I, p. 18. Con razón se dice, por tanto, que el hombre se hace justo por la práctica de actos de justicia, y templado por la práctica de actos de templanza, y que sin este ejercicio nadie en absoluto estaría ni siquiera en camino de hacerse bueno. II, IV, p. 21. 19
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Îla virtud del hombre será entonces aquel hábito por el cual el hombre se hace bueno, y gracias al cual realizará bien la acción que le es propiaÏ.21
Los que no actúan (por pereza, por vagancia) y los que hacen una buena acción una sola vez, no son virtuosos, porque no adquirieron el hábito de ejercitar la virtud. Y los que, teniendo la disposición natural hacia el bien, sin embargo eligen el mal, y lo eligen muchas veces, se convierten en viciosos. Para determinar cuáles acciones corresponden a la virtud y cuáles no, Aristóteles propone el criterio del término medio, que se aplica a los casos dudosos o inciertos. Dejando aparte aquellas acciones que son en sí mismas buenas (por ejemplo, la valentía, la templanza, etc.) o malas (por ejemplo, la alegría ante el mal ajeno, la envidia, el adulterio, el robo, el homicidio, etc.), la virtud se puede calcular poniendo de un lado el exceso y del otro el defecto, de modo que el término medio orienta cuál debe ser el camino a seguir. El exceso indica que hay algo de más, y el defecto que hay algo de menos. Tenemos que buscar el equilibrio o prudencia. Por ejemplo, no tenerle miedo a nada constituye un exceso de valentía22 o imprudencia, mientras que tenerle miedo a cualquier cosa constituye una falta de valentía, y es un defecto, algo de lo cual el individuo carece. Por ende, la valentía mesurada o prudente está en el justo medio. En el mismo sentido, la templanza consiste en gozar de los placeres de la vida, pero sin desenfreno y sin privaciones inútiles. En los negocios, el exceso consiste en dar más de lo que uno tiene y el defecto en ser avaro. En los honores y reconocimientos, de un lado están los orgullosos y ambiciosos, y del otro los timoratos e indiferentes.23 En consecuencia, cuando se intenta determinar cuál debe ser la actitud propia del hombre virtuoso y prudente –dice Aristóteles– se puede calcular estableciendo esos dos casos extremos y deduciendo el término medio. Con este brevísimo panorama de la ética de Aristóteles ya podemos proyectar la relevancia de la educación. El ser humano tiene un ethos, una suerte de naturaleza virgen potencialmente buena; dependerá, entonces, de una buena educación, que esa naturaleza se ejercite en la virtud y no caiga en el vicio. La educación apunta a un fin absolutamente natural: alcanzar la felicidad, y para eso tendrá que trabajar en el desarrollo de buenos hábitos y costumbres. Dado que la ética se ocupa del bienestar del alma del individuo, se complementa con una disciplina que se ocupa del bienestar común: la política.24 Para Aristóteles, el bien (o la felicidad) del individuo está contenido dentro de un bien 21
Aristóteles, Ética Nicomaquea, II, VI, p. 22. Recordemos que en el diálogo entre Laques y Sócrates, éste le pregunta al primero si ser valiente es lanzarse a luchar solo contra un enemigo numeroso, o hacer cosas imprudentes como montar un caballo o echarse al fondo del mar sin saber de buceo, etc. En otras palabras, le pregunta si la definición de valentía incluye acciones osadas, es decir, desmedidas o inconscientes. Obviamente Laques responde que no. Véase arriba § 13. 23 Aristóteles, Ética Nicomaquea, II, VI-VII, pp. 22-25. 24 Aristóteles, Ética Nicomaquea, I, II-V, pp. 3-6. 22
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superior y supremo: el bien común, el bien de la polis. Éste es el tema de la política. § 28-. EL ÁMBITO DE LA SOCIABILIDAD NATURAL. La naturaleza resulta ser tan sabia y previsora que espontáneamente también produce lo que el ser humano necesita para sobrevivir: la polis. La polis ocurre por naturaleza; o sea, de la misma manera que nacen los hongos cuando hay humedad, nace la comunidad cuando hay hombres. El fin de la comunidad es alcanzar el bien, la felicidad, pero no ya de un individuo solo, sino de todos, porque el bien común comprende dentro de sí al bien particular. El bien común constituye el fin más importante, prioritario y fundamental, de la polis.25 Así como el cuerpo humano está compuesto de muchas partes, Aristóteles describe a la comunidad como un cuerpo social. Si se lo analiza por separado, la célula básica que compone al cuerpo social es la unidad macho-hembra, que se extiende (entre hijos, parientes y esclavos, junto con la familia de éstos) a toda la casa, a «los que comparten la mesa».26 La asociación hombre-mujer es la más elemental y se localiza en una casa. El conjunto de casas da lugar a una aldea, que podemos comparar con un órgano. Y el conjunto de aldeas da lugar a la polis o cuerpo social, la comunidad perfecta, autosuficiente, que genera lo que necesita para sostenerse. Toda sociedad humana tiene como fin natural desarrollarse hasta llegar a ser una polis. Entonces, por ejemplo, una tribu que se compone sólo de algunas familias equivale a una planta en crecimiento que todavía no ha alcanzado su plenitud. En este contexto, sociedad y política son lo mismo. Además de racional –según la anterior definición–, para Aristóteles el hombre es, por naturaleza, un animal político27, un ser necesariamente social, cívico, relacionado con otros semejantes a él. La naturaleza humana trae consigo la necesidad de relacionarse y hacerse humano en comunidad. El ethos del hombre lo predispone a vincularse espontáneamente con sus semejantes. Ahora bien, también hay animales que mantienen relaciones colectivas, incluso más armoniosas que las de los humanos; por ejemplo, las abejas y las hormigas. ¿Cuál sería la diferencia de fondo? Mientras que las abejas y las hormigas sólo siguen la voz de la naturaleza (el instinto), los hombres transforman esa voz e inventan el lenguaje, lo cual permite establecer parámetros de justicia (es decir, leyes) y, sobre todo, parámetros morales (lo bueno y lo malo). Mediante la palabra, el hombre define Dice Aristóteles: todas las comunidades tienden hacia algún bien, pero la que está por encima de todas las demás y a todas las incluye tenderá al bien que está por encima de todos los bienes. Y a esta comunidad, que es la comunidad política, se la llama polis (Política, I, 1, p. 51); La comunidad […] perfecta es la ciudad [o comunidad política], que […] existe con el fin del vivir bien [= ser feliz]. Por lo tanto, toda ciudad es [= existe] por naturaleza, (Política I, 2, p. 56). Lo que caracteriza a la polis es el lazo comunitario de filiación y amistad, y la perfección se emparenta con la finalidad: Dri, R., Filosofía política aristotélica. 26 Aristóteles, Política, I, 2, pp. 52 y ss. La cita en p. 54. 27 Aristóteles, Política, I, 2, p. 57. 25
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valores respecto de lo que está bien y lo que está mal hacer, y esos valores se asientan con la costumbre en el carácter de las personas. Como vimos, la ética conforma una segunda naturaleza, una construcción que distingue a los seres humanos del resto de los seres. La definición de hombre como animal político o ser-social resulta completamente coherente con la afirmación de la polis como lo primero-prioritario: ÎAsí, la ciudad es anterior por naturaleza a la casa y a cada uno de nosotros como individuos. En efecto, el todo es necesariamente anterior a las partesÏ.28
Así como el cuerpo es anterior a sus órganos y células, la polis es anterior a las aldeas, las casas, y los individuos que la componen. Este anterior no implica indefectiblemente una sucesión temporal, sino que señala la importancia. La comunidad siempre está por encima en relevancia y fundamentación respecto del individuo. Porque el ser humano, sin relación con otros, deja de ser humano. Sólo los seres superiores (por ejemplo, los dioses) y los inferiores (bestias, animales) no necesitan de una comunidad. Si un hombre se cría con animales, se desarrolla como un animal más. Si un hombre se aísla de la sociedad, pierde su condición humana. Aristóteles pone una comparación muy cruda: un hombre aislado equivale a una mano cortada, que llamamos mano porque no tenemos otra palabra, pero que ha perdido su vitalidad, porque ha perdido su conexión con el todo. La vida del individuo está en la comunidad. El individuo, por separado, queda incompleto, y el tejido de relaciones sociales funciona como la horma que le calza justo para completarse. El individuo se realiza socialmente. Aquí nos topamos con otra lúcida observación que Aristóteles toma de Platón: la polis permite asentar leyes, armar un sistema de justicia, fomentar la virtud y la racionalidad. Todo esto forma parte de la potencia del ser humano. Pero dada la amplia plasticidad de su carácter, el hombre puede desarrollar todas esas buenas cosas o puede seguir el camino contrario: Îasí como el hombre, llegado a su pleno desarrollo, es el mejor de los animales, así también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todosÏ.29
Ante semejante docilidad, la educación se torna fundamental para que los futuros miembros de la polis se ejerciten en la virtud. Sin embargo, ¿quiénes serán esos futuros miembros? ¿Todos? ¿Quiénes integran este todos? Al igual que Platón, Aristóteles propone una comunidad donde se distinguen, al menos, dos categorías de personas o sectores sociales: los ciudadanos libres y los esclavos. Por ende, en la polis no son todos libres, ni son todos iguales. 28 29
Aristóteles, Política, I, 2, p. 58. Aristóteles, Política, I, 2, p. 59.
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Algunos nacen para gobernar, mandar y pensar (los amos), y otros para ser gobernados, obedecer y hacer (los esclavos). En efecto, según Aristóteles los esclavos son una posesión animada o instrumento para la acción, es decir, son una parte de la casa, una propiedad del amo, como los objetos útiles o los animales para la labranza. Aunque los esclavos tengan vida propia, dependen de su amo para existir: ÎPor lo tanto, el amo es sólo amo del esclavo, pero no le pertenece, mientras que el esclavo, en cambio, no sólo es esclavo del amo, sino que también le pertenece por enteroÏ.30
El esclavo no es libre y autónomo, no puede decidir por su vida, no se pertenece a sí mismo. El esclavo no manda, sino que obedece y, en este sentido, puede percibir la racionalidad –o sea, puede comprender las órdenes–, pero no la posee. Su saber se reduce al saber-hacer, al servir, a los trabajos manuales y domésticos. El esclavo no necesita saber más, no necesita pensar, ni deliberar, ni decidir; en suma, requiere de poca virtud, la suficiente para no descuidar su tarea.31 Por el contrario, el amo sí se pertenece a sí mismo, manda, es racional, posee el saber de ordenar, deliberar y decidir, etc. Ahora bien, todo esto no significa que la relación entre amo y esclavo tenga que ser mala, pues en tal caso el amo se estaría haciendo un mal a sí mismo, se estaría perjudicando. Un esclavo malo denota un mal amo. Por eso Aristóteles considera que la relación tiene que ser cordial, amistosa.32 Por su parte, las mujeres conforman una tercera categoría de personas, superior a los esclavos e inferior al amo. El hombre libre o padre de familia (el déspota) gobierna la casa: el varón, en efecto, es por naturaleza más apto que la mujer para dirigir33; y gobierna como un político respecto de su mujer y como un rey respecto de sus hijos. En este sentido, Aristóteles considera a la mujer como un ser libre y capaz de tomar decisiones, que alterna en el poder y se convierte en autoridad máxima cuando el marido no está, mientras que la relación con los hijos se da de manera vertical, afectuosa y basada en la experiencia. Salvo raras excepciones, la dirección de la casa recae en el varón y, de haber varios, en el más maduro; pero si los asuntos públicos lo requieren –y así debía ser durante la mayor parte del día– la autoridad recae en la mujer, que posee cierto grado de racioAristóteles, Política, I, 4, p. 64; posesión animada en p. 63. Sobre la situación y las diferentes clases de esclavos: Dri, R., Filosofía política aristotélica. 31 Aristóteles, Política, I, 5, p. 67; I, 7, pp. 72-73; I, 13, p. 92, p. 94. 32 Aristóteles, Política, I, 6, p. 71: a uno le conviene ser esclavo, y al otro, ser amo, y uno debe recibir órdenes y el otro mandar […]. Y si la relación se ejerce mal, ello es nocivo para ambos, porque lo que es ventajoso para la parte lo es también para el todo […], y el esclavo es una parte del amo […]. Por eso hay un interés común y amistad recíproca. En I, 13, p. 94: el amo debe ser la causa de la virtud del esclavo […]. Por eso no hablan con acierto quienes dicen que a los esclavos no hay que darles razones, sino sólo órdenes,. 33 Aristóteles, Política, I, 12, p. 89. 30
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nalidad para pensar y decidir, pero que ante la presencia del marido se subordina a él. A modo de reflexión, cabe decir que, si en esta categorización de Aristóteles se combinan lo descriptivo (lo que es) con lo prescriptivo (lo que debe ser)34, nos interesa lo segundo. La justificación de la esclavitud, la degradación de la mujer, el desprecio por el trabajo manual, etc., son todos signos de época y, desde este punto de vista, comprensibles. Pero analizarlos históricamente no implica estar de acuerdo. En efecto, no estamos de acuerdo. Ahora bien, si queremos llegar al fondo de la cuestión –al andamiaje que sostiene las jerarquías sociales–, tenemos que descubrir el núcleo principal: la distinción entre civilización y barbarie. Los bárbaros, en tanto no pertenecen al conglomerado de ciudades griegas, son esclavos por naturaleza, y es justo que lo sean –dice Aristóteles– como producto de las conquistas mediante la guerra. En cambio, los griegos-civilizados no son esclavos por naturaleza, y aunque lo fueran en la práctica (por haber sido conquistados), no lo merecen y no es justo,35 así como no es justo que el inferior mande al superior. La distinción entre superiores e inferiores por naturaleza sustenta la jerarquización social y, en perspectiva histórica, el modo de verse y justificarse de Occidente. En este sentido, llama la atención que desde sistemas filosóficos muy distintos y hasta contrapuestos, Aristóteles y Platón coincidan en enfocarse sobre un sector minoritario de la sociedad, encargado del gobierno y, por su función en el todo, superior a los demás. Ese mismo trazado de una cabeza que manda al cuerpo social se extiende hacia el exterior de la cultura griega. De ahí que ambos filósofos coincidan también en que la suerte de la ciudad se juega en la educación de quienes serán los futuros gobernantes. § 29-. LA EDUCACIÓN DE LOS HOMBRES LIBRES. En cuanto a la organización política, Aristóteles difiere de Platón al considerar que el sector gobernante tiene que ir renovando sus cargos, por elección o por sorteo, de modo que los hombres libres participen sucesivamente de distintas funciones públicas. Platón, en cambio, proponía una suerte de casta separada de los gobernados. En cierto sentido, para Aristóteles los gobernantes están más amalgamados con el resto de la comunidad. Entonces, quienes participan de la política son los hombres libres, entre los cuales hay igualdad. Por ende, la educación está centrada en ese sector, en los niños y jóvenes que en un futuro se ocuparán de los asuntos de la ciudad. En esta perspectiva, la mejor organización política para la polis será aquella donde se logra la felicidad de sus miembros, el bienestar del cuerpo social. En una 34 En el siguiente pasaje Aristóteles mezcla los dos planos: Así, pues, es evidente que por naturaleza unos son libres y otros esclavos, y a estos últimos no sólo les conviene ser esclavos, sino que es justo que lo sean. Política, I, 5, p. 68. 35 Aristóteles, Política, I, 6, pp. 69-71.
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ciudad bien gobernada todos y cada uno de sus miembros son felices. Según la Ética, la felicidad consiste en el ejercicio reiterado de la virtud, que a su vez se compone de disposición y hábito. La disposición la otorga la naturaleza, mientras que el hábito proviene del esfuerzo y de la educación. Por lo tanto, lo que no regala la naturaleza, lo que se agrega al carácter a través de la costumbre, se puede enseñar y aprender, de modo que el hábito sea reconducido hacia las buenas acciones, hacia la virtud.36 Además, el carácter del ser humano resulta tan maleable que puede convertirse en el mejor o en el peor de los seres, según se le enseñe buenas o malas costumbres. Y conviene iniciar a la persona en los buenos hábitos tempranamente. En el ciclo de la vida, la infancia y la juventud son los momentos donde aún se forma la personalidad, donde el carácter está más abierto y permeable a las enseñanzas; con el correr de los años, el ethos se consolida y se endurece. Coherentemente, Aristóteles concentra su interés en los primeros aprendizajes, y divide la educación en etapas que van desde el nacimiento hasta la mayoría de edad, que es cuando se supone que el individuo ha alcanzado su desarrollo y el pleno uso de facultades. En la primera etapa (hasta un año) hay que cuidar la alimentación del niño (mejor la leche que el vino), ejercitar el cuerpo (en algunos pueblos usan andadores, para mantener erecta la columna) e incluso –como hacían los espartanos– exponerlo al frío, porque se tiene que ir acostumbrando cuanto antes a lo que va a recibir después, aunque siempre gradualmente.37 En la segunda etapa (entre los 2 y los 5 o 7 años) se despliegan juegos y actividades recreativas para incentivar el movimiento del cuerpo, con un sentido de equilibrio –o sea, ni muy exigentes, ni muy flojas–, y que estén orientadas a sus futuras ocupaciones. Dado que también forma parte del ejercicio corporal, Aristóteles sostiene que se debe permitir el llanto. A su vez, en esta etapa se les narra historias y relatos verídicos o míticos, que un organismo del gobierno (los inspectores de niños) se encarga de seleccionar y adecuar. Hasta aquí la educación se realiza en la casa. Precisamente, los inspectores de niños han de vigilar que el proceso se lleve a cabo correctamente. En este punto, Aristóteles muestra un principio pedagógico muy similar al de Platón, según el cual lo importante es que la virtud llegue antes que el vicio, de Aristóteles, Política, VII, 13, pp. 425-429. En p. 428 dice: Ahora bien, [los hombres] se vuelven buenos y virtuosos por tres medios: la naturaleza, el hábito y la razón. En efecto, primero es preciso ser hombre por naturaleza y no alguno de los otros seres vivos […]. Pero, respecto de algunas cualidades, tenerlas desde el nacimiento no es de ayuda, porque los hábitos las hacen cambiar. Efectivamente, algunas cualidades son, por su naturaleza, ambivalentes, y se inclinan, mediante los hábitos, hacia lo peor o hacia lo mejor […]. El hombre también [vive] por la razón […]. En consecuencia, es preciso que estas cosas [naturaleza, hábito y razón] armonicen entre sí. En otro pasaje: Así pues, que la ocupación principal del legislador [= gobernante] debe ser la educación de los jóvenes, nadie lo discutiría. En efecto, en las ciudades en que esto no ocurre se daña el régimen político, ya que la educación debe adaptarse a él. Política, VIII, 1, p. 449. 37 Aristóteles, Política, VII, 17, p. 444: Pues a todo lo que es posible acostumbrarlos, es mejor hacerlo apenas comenzada su vida, pero acostumbrarlos gradualmente. 36
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modo que el niño o joven se acostumbre primero a lo bueno. Porque lo primero que se impregna en el carácter dócil o virgen resulta decisivo. Por eso, continúa Aristóteles, quizás el actor trágico Teodoro estaba en lo cierto al no dejar que ningún otro actor salga a escena antes que él, porque el público queda impactado por la primera impresión. Lo primero que se conoce gusta y se apega al carácter convirtiéndose en hábito. Entonces, la buena formación tiene que llevar al niño hacia el ejercicio de la virtud, tratando de impedir que en él se instale el vicio.38 En la tercera y la cuarta etapa, la educación pasa a ser un tema público, de la comunidad, que merece el mayor de los cuidados. Por consiguiente, a los niños ya no se les puede enseñar en la casa y lo que a cada familia le parece, sino que tienen que asistir a las lecciones públicas y los contenidos los determina cada ciudad. La tercera etapa se inicia entre los 5 y 7 años y se extiende hasta la pubertad (los 12 o 14), cuando comienza la cuarta, que dura hasta los 21. El programa de lecciones parece ser el mismo en estas dos etapas y, aunque no haya consenso –razona Aristóteles– en el para qué y el cómo de la educación, deben enseñarse los conocimientos útiles e indispensables39 que corresponden a los hombres libres. Al respecto, las disciplinas básicas son cuatro: las primeras letras, la gimnasia, la música y el dibujo. La utilidad de las primeras letras resulta bastante obvia. En el caso del dibujo, si bien puede servir para las transacciones comerciales, contiene una finalidad más profunda: la contemplación de la belleza de los cuerpos, que a su vez contribuye al bienestar del alma. Además, no todas las enseñanzas tienen que estar regidas por la utilidad, y ciertamente quienes sólo se guían por este criterio se quedan en lo bajo y superficial. La gimnasia –prosigue Aristóteles– fomenta la valentía; pero si se la aplica en exceso, como los que entrenan a los atletas o soldados, arruina el cuerpo, lo vuelve torpe, bruto y servil. Por ende, hasta la adolescencia la gimnasia debe ser moderada; luego, tras dedicarle tres años a las otras disciplinas, sí se puede someter a los jóvenes a duros ejercicios y dietas estrictas. La idea es que lo corporal no obstruya la formación intelectual. Por último, a Aristóteles le llama la atención la música, algo innecesario e inútil. ¿Por qué, entonces, educar a los niños y jóvenes en la música? En principio, por disfrute o diversión, es decir, para gozar en el tiempo libre. Pero la música también trae consigo un motivo más profundo: transforma el carácter y el alma, la llena de entusiasmo, la anima.40 A modo de cierre, un detalle sobre la preocupación de Aristóteles por las malas palabras, y las obras de teatro, pinturas y relatos con contenidos indecentes. 38
Aristóteles, Política, VII, 17, p. 446. Aristóteles, Política, VII, 17, p. 447; VIII, 1, pp. 449-450. La cita en p. 451. 40 Aun así, se cuestiona Aristóteles, ¿por qué tienen que aprender música, y no limitarse simplemente a escuchar lo que hacen otros? Porque es importante participar del placer, y porque muy difícil o imposible es llegar a ser buenos jueces sin haber participado de la ejecución. Política, VIII, 6, p. 464. Las referencias anteriores: VIII, 3-5, pp. 452-464. 39
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Según el principio pedagógico establecido, lo que impacta es la primera imagen, y si el niño y el joven observan malos ejemplos, tenderán a copiarlos. Ahora bien, ¿de dónde provienen esas malas costumbres? No casualmente, de los esclavos.41 Lo feo y lo malo viene de abajo, de lo otro, de lo in-civilizado. Este rechazo, desprecio y condena por lo otro, lo raro, lo diferente, lo que hay que someter, se extiende más allá de Aristóteles, de la Época Antigua, de la Edad Media, de la Modernidad; atraviesa todo el pensamiento eurocéntrico y occidental, y continúa vigente en algunos discursos actuales. Desandar este camino forma parte de nuestra tarea por comprendernos, desde lo propio y desde lo ajeno, desde lo aceptable y desde lo condenable. Y hasta aquí recorrimos una gran pieza, la filosofía griega que se encumbra con Platón y con Aristóteles, dos nombres de peso y autoridad durante siglos, dos filósofos que cierran y consuman una concepción cultural, política, pedagógica, etc., y cuyo mérito compartido reside en haber respondido a la crisis de su tiempo con un esquema organicista y vinculante, pero atado a las jerarquías sociales y desentendido del movimiento y de lo bajo. En suma y volviendo sobre el tema específico, queda claro que también para Aristóteles la educación configura un asunto ético-político, focalizado sobre la natural disposición humana hacia el bien y la felicidad; que el camino hacia la virtud no es individual, sino social y comunitario, donde las partes están orgánicamente conectadas entre sí; y que esa visión de unidad sólo alcanza a los hombres libres. En este sentido, aunque el proyecto aristotélico muestre más movilidad que el platónico, comparte con éste su centramiento exclusivo en la cima de la pirámide social, en la cocina del poder y del gobierno. Este planteo reducido y vertical será uno de los blancos de ataque preferidos en la Modernidad, nuestra segunda gran pieza a comprender.
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Aristóteles, Política, VII, 17, p. 445. Esta observación constituye, en realidad, un simple botón de muestra, que se teje, por ejemplo, con la justificación de la esclavitud, el desprecio al trabajo manual, el contexto histórico-social, etc.
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Capítulo 6
Las revoluciones de la Modernidad
§ 30-. LA ÉPOCA DE LO NUEVO. La filosofía griega, después de sus grandes exponentes (Sócrates, Platón y Aristóteles), se dispersó en distintas corrientes que fueron dando cuenta, a su manera, de la crisis y ocaso de aquella cultura. Con el surgimiento del imperio romano y con la irrupción del cristianismo se produce otra vuelta de página importante, dando comienzo a lo que se llama Edad Media. Esta etapa, centrada en la teología y en la iglesia como institución preponderante sobre la filosofía, la ciencia, la educación y la cultura en general, duró al menos desde el siglo V hasta el siglo XIV. En el plano del pensamiento, el orden y armonía que los griegos atribuían a la naturaleza y a la realidad, la Edad Media lo reinterpreta como un sistema fijo e inalterable que procede de Dios (teocentrismo). El orden divino de la realidad afecta a los conocimientos y a las relaciones humanas. Así, por ejemplo, cualquier descubrimiento científico, o cualquier afirmación filosófica, tiene que estar de acuerdo con la palabra de Dios –es decir, con las Sagradas Escrituras–, o con lo que la iglesia dice que dice la Biblia. Lo mismo sucede en las relaciones sociales: la Edad Media se caracteriza por la división señor-siervo (o amo-esclavo), donde el primero es el dueño de la tierra (el feudo), y el segundo le pertenece. Por sobre los feudos están los reyes, que en esta época no poseen gran poder. Quien sí posee gran poder, el Papa, el representante de Dios en la tierra, legitima a los reyes por derecho divino, y hasta tal punto dispone de fieles, propiedades, ejércitos, recaudaciones, etc., que se presenta como la cabeza de una potencia sobresaliente en la época. En general, el señor feudal recibe la porción de tierra a administrar por sus antecedentes de nobleza, se mantiene como servidor del rey o del Papa, y parte de lo que produce en ella lo entrega a sus superiores. En el feudo también hay campesinos libres, artesanos, comerciantes; junto con los esclavos, todos ellos forman la base de la pirámide, los que trabajan. Desde el punto de vista económico, en la Edad Media el principal bien y fuente de recursos es la tierra. Entonces, esta división fundamental entre señores con títulos de nobleza y miembros de la jerarquía eclesiástica por un lado, y esclavos y trabajadores por otro, configura el orden incuestionable que sostiene el sistema feudal medieval. Esta división se mantiene inalterable y divina: un señor no puede dejar
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de ser señor, un esclavo no puede dejar de ser esclavo. Pero cuando la base de la pirámide entra en crisis, en el siglo XIV, conocido como siglo de las catástrofes –por las hambrunas y epidemias, con una gran cantidad de muertes y escasez de alimentos–, el orden divino-feudal empieza a resquebrajarse. Los profundos golpes que, paulatinamente (y no de un día para otro), van hundiendo a la Edad Media, son los mismos que fundamentan una nueva organización social y cultural. En el sentido mismo de la palabra moderno encontramos una definición por oposición: refiere lo nuevo en contra de lo viejo, lo que nace o comienza frente a lo que muere o decae por completo. Tenemos aquí la sensación que recorre los primeros siglos de la Modernidad: algo se termina y, al mismo tiempo, algo comienza. Lo que se termina es el mundo medieval; lo que comienza, la Modernidad. Ambas nociones tienen una valoración negativa y positiva, respectivamente. Los primeros modernos tienen la sensación de un final y de un inicio de época. Los cambios desatados irán hasta las raíces de la cultura occidental; por eso, hablamos de revoluciones que afectan al plano social, político, económico, religioso, científico, filosófico, etc. En general, las revoluciones modernas modifican –dando una vuelta de ciento ochenta grados, aunque no de un día para otro, ni de un siglo a otro– los conceptos de hombre y de mundo. Incluso la palabra revolución, que provenía de la astronomía y significaba movimiento circular (o volver sobre sí mismo), pasa a representar un cambio abrupto, profundo, que corta totalmente con lo anterior y que da inicio a lo nuevo. Suele considerarse convencionalmente como fecha de nacimiento de la Modernidad el año 1492, el descubrimiento de América. Ciertamente, la crisis del sistema feudal se inicia un siglo antes, en el XIV. También es cierto que los grandes cambios que llevan a pensar que se está viviendo una nueva época se dieron especialmente en el siglo XVI. Por lo tanto, resulta muy difícil ajustar los procesos a determinadas fechas. La misma dificultad surge en los intentos por establecer cuándo termina la Modernidad. Los problemas de periodización nunca se resuelven del todo y siempre son discutibles; igualmente, se pueden elegir y consensuar determinadas fechas como representativas. En este sentido, proponemos dividir la Época Moderna en tres etapas: (1) formación y consolidación (entre los siglos XVI y XVII), (2) plenitud, madurez o desarrollo (siglo XVIII, conocido como siglo de las luces o Iluminismo), y (3) crisis y visión crítica de la Modernidad (a partir del siglo XIX). Esta tercera etapa se empalma con el siglo XX, momento en el que se acentúan las críticas a la Modernidad. Pero recién en la segunda mitad del siglo XX (con las dos guerras mundiales: 1914-1918; 19391945), y más aún hacia el final, algunos pensadores plantean que la Modernidad ha terminado y que estamos en una etapa posterior, la post-modernidad. Por lo tanto, ante la gran diferencia entre las prácticas e ideas que circulan en la actualidad y aquellas que se dieron en los siglos XVI, XVII o XVIII, aunque se discuta dónde situar la línea divisoria o el acta de defunción de la Modernidad, hay bas-
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tante aceptación en que estamos más allá o en que hoy las cosas han cambiado muchísimo. En el presente capítulo trataremos las revoluciones que dieron inicio y consolidación a la Época Moderna, en los siglos XVI y XVII. En capítulos siguientes nos ocuparemos de las otras dos etapas (siglos XVIII y XIX). § 31-. DEL TEOCENTRISMO AL ANTROPOCENTRISMO. Al comienzo de la Modernidad también se lo llama Renacimiento o Humanismo, en el sentido de volver a nacer, volver a los orígenes, volver a lo humano. La fuente de inspiración de Occidente es la cultura griega, bandera con la cual los renacentistas buscan rechazar el agonizante orden feudal medieval. Las artes (pintura, literatura, escultura, arquitectura, etc.), las ciencias, la filosofía, etc., florecen en medio de un clima turbulento, de sensación de profundos cambios. Además, con el Renacimiento el hombre se pone a sí mismo como centro de la creación, y por eso la figura de Sócrates resulta central: así como este gran filósofo dejó de lado la naturaleza para ocuparse de los asuntos humanos, los renacentistas quieren dejar de lado la divinidad por el mismo motivo. Ya no interesa tanto el orden celestial-trascendente, sino el ámbito terrenal-inmanente. En otras palabras, se busca pasar del teocentrismo al antropocentrismo. Se produce, entonces, un desplazamiento de los temas principales. Pero no se trata de una sustitución, sino de un cambio de foco: lo que antes estaba en un segundo plano (el hombre), ahora pasa al centro de la escena y, aunque Dios sigue jugando algún papel en el pensamiento moderno, ese papel queda en segundo plano. Un extraordinario pensador renacentista nos ubica en estos giros radicales que se extenderán a los diversos planos de la realidad. Se trata de Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), que en su corta vida primero incursionó sobre posiciones filosóficas no muy afines a la Iglesia y luego se serenó. Preocupado por la definición y la especificidad de lo humano, Pico della Mirandola escribe un Discurso sobre la dignidad del hombre, donde dice lo siguiente: Îel sumo Padre, Dios arquitecto, había construido con leyes de antigua sabiduría esta mansión mundana que vemos […]. Pero, ya terminada la obra, deseaba que hubiese alguien que comprendiera la razón de algo tan grande, amara su belleza y admirara su inmensidad. Por ello […] pensó, por último, en producir al hombreÏ.
Claramente, Dios no desaparece de escena, sino que pasa a ocupar el rol de diseñador de la creación. Sin embargo, la creación tiene sentido cuando alguien (el hombre) puede dar cuenta de ella. De hecho, lo creado (el mundo) es como una gran casa… ¿para quién? Una de las citas bíblicas más recurrentes de la época renacentista es aquella que dice que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios: la centralidad divina se traslada a la centralidad humana en la
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creación. Sucede que Dios ha distribuido todos sus recursos por todas partes y, de modo similar al relato del Protágoras de Platón, se queda sin nada específico para otorgarle al ser humano. Como redoblando la apuesta, le da la posibilidad de ser o tener cualquier cosa, o de estar en cualquier lado. Continúa Pico della Mirandola: ÎPor consiguiente, [Dios] tomó al hombre así construido, obra de la naturaleza indefinida y, habiéndolo puesto en el centro del mundo, le habló de esta manera: « […] Te he puesto en el centro del universo para que observes más cómodamente cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, árbitro y soberano de ti mismo, te hagas y plasmes en la obra que quieras. Podrás degenerar en los seres inferiores, que son las bestias; podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores, que son divinas»Ï.
El hombre goza de la libertad y la dignidad de auto-definirse o determinarse libremente, porque carece de naturaleza o esencia fija y en sí mismo es nada. Semejante libertad o arbitrio le abre la chance de alzarse a lo divino o rebajarse a lo animal, es decir, de elegir y determinar su destino. A diferencia de todos los otros seres (incluso los divinos) que no pueden torcer su naturaleza, el hombre llega a ser lo que es porque quiere serlo o, dicho de otra manera, se hace a sí mismo, hace su ser. Es, en potencia, cualquier cosa o todas las cosas; de él depende cuál de sus gérmenes va a desarrollar. Es un ser dinámico, cambiante, adaptable al contexto en el cual se mueve. Por eso Pico della Mirandola remata este pasaje con una pregunta retórica: ¿Quién no admirará a este camaleón […]?.1 Algunos conceptos centrales de la Modernidad aparecen ligados entre sí en el discurso de Pico della Mirandola: hombre (al que luego se lo llamará sujeto), libertad, cultura, educación. Dado que la creación se centra en el hombre, éste ocupa un lugar de privilegio, un lugar especial, de modo que dispone de todo el resto de la naturaleza para realizarse, para usarla y explotarla libremente. El sujeto ya no considera la naturaleza como un orden divino-inalterable, sino una suerte de regalo a su disposición, un objeto que está fuera de él y del cual buscará obtener beneficios. En efecto, ya no la considera madre o fuente de vida, sino algo que lo ha abandonado a medio camino. Esa distancia con la naturaleza le permite observarla como objeto, quitándole todo rasgo sagrado, y pensándola como inferior a su imperio. Se trata del sujeto moderno, que se pone por encima de la natu1
Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre, pp. 48-49. Poco antes, dice así: Las bestias en el momento mismo en que nacen, sacan consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que obtendrán después. Los espíritus superiores, desde un principio o poco después, fueron lo que serán eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el Padre le confirió gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida. Y según como cada hombre los haya cultivado, madurarán en él y le darán sus frutos.
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raleza para dominarla, conocerla, transformarla y obtener beneficios. La carencia que hereda el hombre, como un ser a medio terminar, se completa con la cultura, con las relaciones sociales, con la libertad, entendida como un hacerse a sí mismo. A través de la cultura, el hombre supera los instintos y necesidades naturales, se hace libre y produce un ámbito específico, propio, con valores, creencias, costumbres, etc., que se moldean y determinan comunitariamente. Por lo tanto, no recibe ningún mandato de la naturaleza, nada que le diga cómo tiene que ser o actuar. En este punto se entronca la educación como parte del auto-hacerse cultural del género humano. La educación no acontece naturalmente, ni se da en todos los seres. Los animales y los santos no necesitan educación. El hombre sí, porque la naturaleza lo ha dejado vacío; entonces, según cómo trabaje ese espacio propio de la cultura, llegará a determinados resultados. La libertad, la cultura, la educación, son todos aspectos exclusivos del ser humano, características que lo distinguen de los demás seres y de la naturaleza entera. Con el giro antropocéntrico, la filosofía deja de amalgamarse con la teología y se enfrenta a nuevos problemas, que podemos resumir en dos grandes grupos: por un lado, el problema del conocimiento, que se ocupa de la relación sujeto-objeto (o de cómo el hombre logra conocer y someter a la naturaleza a sus fines); por otro, la fundamentación de la sociedad, que se ocupa de la relación entre los sujetos y de la formación de instituciones, hechos que ya no se dan de manera natural, sino que son un artificio, una obra específicamente humana. En los capítulos siguientes nos ocuparemos del primer grupo de problemas, en particular del racionalismo y del empirismo. Luego, iremos cediendo paso a las cuestiones sociales y políticas. Otro gran filósofo renacentista, Francis Bacon (1561-1626), anticipa la discusión –y, hasta cierto punto, el desenlace– del problema del conocimiento en la Modernidad. Dice Bacon: ÎLos que han tratado la ciencia fueron experimentadores o dogmáticos. Los experimentadores son como la hormiga; no hacen más que recoger y usar. Los razonadores se parecen a las arañas, que hacen telas con su propia sustancia. Pero la abeja toma un camino intermedio; recoge su material de las flores del jardín y del campo, pero lo transforma y digiere con poder propioÏ.2
Ante el problema del conocimiento, la filosofía moderna divide aguas entre los experimentadores, a los que llamaremos empiristas, y los dogmáticos o ra2 Bacon, F., Novum Organum, I, XCV; en Smith-Grene, De Descartes a Kant, p. 34. El pasaje continúa así: la filosofía […] ni se basa única o principalmente en las facultades del espíritu, ni toma la materia que recoge de los experimentos […] para registrarla en la memoria tal como la encuentra, sino que la deposita en el entendimiento alterada y digerida. Por lo tanto, de una combinación más íntima y pura entre estas dos facultades, la experimental y la racional (tal como nunca se ha hecho aún) puede esperarse mucho.
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cionalistas. Las arañas racionalistas creen que el conocimiento se produce única o principalmente con el aporte de la razón, sin recolectar ninguna experiencia. Al revés, las hormigas empiristas creen que el conocimiento proviene de la experiencia, sin ningún aporte del sujeto. En este sentido, los racionalistas suponen un sujeto activo y los empiristas un sujeto pasivo. La abeja, que recolecta y transforma, supera a las anteriores posiciones; en la historia de la filosofía el representante de esta visión superadora es Kant. Para Kant, el conocimiento se logra a través del aporte del sujeto y el aporte de la experiencia, de modo que el objeto resulta de una construcción a partir de esos dos componentes. ¿Por qué la filosofía moderna le otorga tanta importancia al tema del conocimiento? Se podrían enumerar muchos motivos; por ejemplo, el auge de la nueva ciencia físico-matemática, la vuelta a los asuntos terrenales, las configuraciones sobre el sujeto, la lucha contra el poder y la palabra de la Iglesia, etc. Pero en el fondo subyace un cambio de época, la aparición en escena de nuevos actores sociales (en especial, la burguesía), una revolución en lo que Gramsci denomina concepción del mundo. En los parágrafos sucesivos intentaremos reconstruir algunos aspectos de este momento fundacional de la Época Moderna, pues la filosofía no está exenta del contexto histórico-social. § 32-. LOS CAMBIOS POLÍTICOS, ECONÓMICOS Y SOCIALES. En la Modernidad se producen transformaciones muy profundas en lo político, lo económico y lo social. A grandes rasgos, la principal novedad en el plano político se da con la formación de los Estados nacionales en torno de un determinado territorio. A partir de la unificación de las diversas parcelas que gobernaban los señores feudales, se consagra el Estado monárquico, centralizado y autoritario, que tiene un poder absoluto sobre todas las regiones. En general, los primeros Estados modernos se gestan bajo la forma política de monarquías absolutas. En el plano económico, el eje productivo se desplaza hacia el comercio y los talleres de manufactura en las ciudades, instalando la primera etapa de un nuevo sistema: el capitalismo. Y en el plano social, emerge un nuevo sujeto protagonista, la burguesía. Durante la Edad Media el poder residía sobre todo en los señores feudales y en la Iglesia. En la Modernidad, ese poder se retrotrae a los reyes. El Estado moderno refleja un equilibrio entre, por un lado, la excesiva fragmentación feudal y, por otro, las pretensiones de expansión imperial. Las nuevas grandes potencias (España, Inglaterra, Francia) se consolidan en un determinado territorio, delimitan una frontera geográfica sobre la cual ejercen su soberanía, y no buscan apoderarse de Europa; más bien extienden su poder hacia el Nuevo Mundo. Además, empiezan a desplegar un complejo aparato administrativo y burocrático para centralizar el control y hacer valer la autoridad monárquica, para ir absorbiendo por distintos medios los pequeños Estados que querían mantener su organización.
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Este nuevo mapa de relaciones de poder, en el cual se unifica y centraliza el Estado en la forma de monarquías absolutas autoritarias, se fue gestando mediante guerras, herencias, matrimonios arreglados, etc.; es decir, de manera gradual y con la proliferación de conflictos.3 Tomemos como muestra Inglaterra. Durante el siglo XV dos familias feudales (los Lancaster y los York) se disputan la corona. Hacia el final del siglo, Ricardo III en apenas dos años ejecuta una sangrienta depuración de la nobleza. Quien lo derrota y se convierte en su sucesor, Enrique VII, encuentra el camino allanado, de modo que fácilmente multiplica su poder territorial y económico. Casándose con la sobrina de Ricardo III, Enrique VII unifica las dos dinastías enfrentadas. En su reinado (1485-1509) logra dominar al Parlamento –donde la nobleza ejerce el poder–, suprimiéndole privilegios y llamándolo a sesión muy de vez en cuando, y establece alianzas con la burguesía emergente. De este modo va gestando las bases de la monarquía absoluta. En el siglo XVI, con el fermento de la Reforma protestante y la escisión del cristianismo, la monarquía resulta fortalecida. Durante el reinado de Enrique VIII (1509-1547), famoso por la cantidad de esposas (de las cuales buscaba un hijo que lo suceda en el trono), se produce la ruptura con la Iglesia de Roma, que no acepta su primer divorcio. Enrique VIII subordina el poder religioso al poder político: con el Acta de Supremacía (1534), el rey ya no requiere de la legitimación del Papa para convertirse en rey, sino que alude a la designación directa de Dios. Ahora el rey es al mismo tiempo la cabeza de la Iglesia, es el soberano absoluto, sin ningún poder que lo condicione. Esta subordinación del poder religioso al poder político implicó una larga serie de confiscaciones (bienes y tierras), sometimientos, persecuciones, reprimendas y ejecuciones. Con la sucesión de Enrique VIII, se reavivan los conflictos civiles/religiosos: María Tudor, ferviente católica, quiso dar marcha atrás con las reformas; pero el Parlamento, de mayoría protestante, se lo impidió. El conflicto entre católicos y protestantes se dirime en ríos de sangre. En consecuencia, en este proceso se consolida la monarquía centralizada, que para romper con los privilegios de los nobles otorga cada vez más poder a la burguesía emergente, a tono con las nuevas ideas protestantes. Inglaterra constituye el primer Estado que permite que los cargos parlamentarios se compren y se vendan; así, los nuevos ricos pueden acceder a la arena política. Tras una cantidad de conflictos, idas y vueltas, el siglo XVII en Inglaterra se cierra con la Revolución Gloriosa (1688) y la Declaración de derechos (1689): la monarquía conserva el poder soberano, político y eclesiástico, pero ya no de manera absoluta, porque el Parlamento se encarga de la administración y de las medidas concretas, sobre todo en lo que hace a cuestiones económicas. El Parlamento viene a dar cuenta de una nueva realidad social, caracterizada por el ascenso de la burguesía y por la creciente movilidad. 3
AAVV, Historia universal, pp. 419-421; 435 y ss.
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En el plano económico y social cambia el escenario: en la Edad Media el campo era la fuente principal de riqueza y de poder; en la Edad Moderna el protagonismo lo tienen las ciudades, donde se establecen los talleres familiares de productos manufacturados. El ejemplo más importante, la industria textil, requiere de mano de obra y de máquinas simples. La demanda de mano de obra para la incipiente industria significa un traslado de gente del campo a la ciudad. En la primera mitad del siglo XVII se satura la producción agrícola, lo cual fomenta la migración a la ciudad. Pero el desplazamiento de gente se da después de un fuerte crecimiento y expansión tanto de la agricultura como del comercio; es decir, la situación del campo sigue afectando la vida económica. Ahora bien, mientras se desarrolla esta primera etapa del capitalismo, el nuevo sistema económico occidental, una etapa donde la riqueza se acumula en manos de la burguesía, Europa cuenta –primero– con metal y –más tarde– con materia prima proveniente de América. De este modo, podemos decir, el capitalismo mercantilista orientado al comercio y a la producción industrial cuenta con una fuente extraordinaria de ingresos, que proviene de las conquistas, las sustracciones y los fraudes que las potencias europeas despliegan en el Nuevo Mundo. No casualmente los Estados más exitosos de la Modernidad se expandieron colonial y comercialmente por el resto del mundo. El antropocentrismo implica también un eurocentrismo, porque el progreso de Europa no se explica sin el aporte de las colonias. El capitalismo nace de la mano de piratas, aventureros, clérigos, agentes de los distintos gobiernos, etc., todos ellos dispuestos a engordar la riqueza de los países centrales. El actor social que gana el centro de la escena del capitalismo mercantil es la burguesía, grupo que incluye comerciantes, banqueros y artesanos enriquecidos. En esta primera etapa comienzan a acumular capital y se plantean cómo obtener buenos rendimientos de ese capital. Para mejorar el rendimiento y la productividad se implementa la división del trabajo: en vez de que un solo trabajador haga el producto completo, varios –usando instrumentos sencillos que agilizan la producción; por ejemplo, un telar– hacen, cada uno, distintas partes del producto. La división del trabajo mejora los índices de ganancia: se produce más cantidad, a más bajo costo. Este mismo criterio para obtener mayores beneficios se extiende a la producción agrícola, porque se abren nuevas tierras, se mejoran las técnicas de cultivo, se implementa la rotación, etc. Los burgueses invierten sabiendo que van a obtener ganancias. Ya en el siglo XVI los granjeros ingleses se convierten en empresarios; el movimiento de cercamiento (enclosures), cuya expresión final será el alambrado, se basa en la delimitación de las tierras a utilizar, todo un signo del hombre moderno que explota los recursos naturales.4 4
AAVV, Historia universal, pp. 515 y ss. Hobsbawm, E., En torno a los orígenes de la revolución industrial, pp. 7-70. Kriedte, P., La época de la revolución de los precios, pp. 29-83. Mantoux, P., The redestribution of the land, pp. 136-185.
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Del mismo modo, las ciudades dejan de tener formas improvisadas y laberínticas, dando lugar a calles abiertas en un espacio cuadriculado, visible y controlable, tal como lo conocemos hoy. El espacio del campo o de la ciudad se convierte en un espacio homogéneo, que se puede medir, objetivar, calcular, atravesar matemáticamente, ordenar, siempre con el fin de extraer de ese espacio mayores beneficios. Ya no se respeta las cosas como son, sino que se las hace como el hombre quiere que sean. Análogamente, el sujeto moderno se apodera del tiempo. En esta época se inventa el reloj, un mecanismo de engranajes que permite medir el tiempo, cuantificarlo, reducirlo a unidad matemática y utilizar esta medición como mecanismo de productividad. Los medievales trabajaban de sol a sol; los modernos de tal hora a tal hora. De hecho, el tiempo de producción repercute en el costo; por eso, reducirlo significa reducir el costo del producto. El burgués moderno resulta ser emprendedor, pragmático y resuelto a la hora de satisfacer su interés. No le importan los títulos de nobleza, ni el lujo, no se involucra demasiado en los signos políticos o religiosos; más bien, reacciona ante los nobles cuando ve afectado su interés y sus posibilidades de ganancia, trata siempre de ahorrar, quiere que el gobierno no se meta en sus asuntos interfiriendo con impuestos, etc. El burgués moderno considera que el éxito en la vida depende de su talento en los negocios y de la suerte. Todos nacemos libres e iguales (por eso, en el comienzo de la Modernidad la burguesía lucha contra los privilegios feudales), estamos en la misma línea de partida. El talento y el azar hacen las diferencias sociales y económicas. En este sentido, la burguesía tiene una imagen dinámica de la sociedad: unos se enriquecen y ascienden en la escala social, otros se empobrecen y, en última instancia, todo siempre se mueve.5 § 33-. LA REFORMA PROTESTANTE. Una nueva época, una nueva religión. La ecuación parece sencilla: si la Modernidad representa algo radicalmente diferente a lo anterior, tiene que transformar las bases de la cultura (creencias, costumbres, valores, etc.) y generar un nuevo cielo u horizonte para la humanidad. Sin dudas, la Reforma protestante calza con el descontento hacia las prácticas habituales de los miembros de la Iglesia y con la necesidad de legitimar nuevas ideas y prácticas acordes al modo de vida y a la movilidad económico-social de la burguesía. Dicho así parece sencillo, pero en los hechos generó un siglo y medio de conflictos, levantamientos y derrames de sangre. La lucha entre reformados y católicos se propaga en gran parte de Europa. La institución más poderosa de la Edad Media, la Iglesia de Roma, se quiebra; y a partir de aquí los cristianos se dividen en católicos y protestantes. En el esquema institucional de la Edad Media la Iglesia ocupaba un lugar preponderante: reunía un gran poder económico, militar, político, cultural e ideo5
Romero, J. L., Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 20 y ss.; 46 y ss.; 53 y ss.
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lógico. No sólo tenía llegada a los señores y los nobles, sino también a los sectores más bajos. Desde el punto de vista ideológico, controlaba el pensamiento y la difusión de ideas. Por un lado, monopolizaba el conocimiento y la educación en abadías y escuelas catedralicias; por otro, en el siglo XIII creó el Tribunal del Santo Oficio, más conocido como la Inquisición, para perseguir y reprimir acciones e ideas que sean –o resulten sospechosas de ser– contrarias a la fe. Todo descubrimiento técnico, toda investigación científica, toda propuesta filosófica, debía pasar por el examen de la Iglesia. Además, era la única institución autorizada para interpretar y decidir qué dice la Biblia y, por ende, para validar el conocimiento, o para determinar si una acción es buena o mala. En el Renacimiento surge la necesidad espiritual de volver a leer los textosfuente: los griegos y la Biblia. El impulso de la imprenta permite que se difundan numerosas traducciones de textos religiosos en idiomas locales, de modo que se hacen accesibles a gran cantidad de lectores que no conocen el latín.6 Este deseo de volver a las fuentes, y esta propagación de textos religiosos, atenta directamente contra la función central de la Iglesia, la de ser el único intérprete autorizado de la palabra de Dios. En última instancia, se percibe una fuerte e insalvable contradicción: la Iglesia muestra que está más preocupada por lo exterior (lo material, las apariencias, etc.) que por lo interior (el alma, la ética), por las cosas de la tierra que por las cosas del cielo. ¡Pero predica todo lo contrario a lo que realmente hace! Un claro ejemplo de esta contradicción es la venta de indulgencias: los ricos pueden pagar para limpiarse de sus pecados y garantizar así un buen destino en la otra vida; de esta manera, se alimentan las arcas de una institución que necesita mantener sus costosos ejércitos. Por otra parte, los teólogos se dedican a estudiar y refinar conceptos abstractos e incomprensibles; esto los aleja abismalmente de las creencias populares – más bien supersticiosas, afines a los milagros y a la santificación de personajes– y de la mentalidad burguesa, que busca una religión clara, sencilla, razonable, cercana a la realidad mundana. Acostumbrados a ganar el pan con sus propias manos, campesinos y artesanos no ven con buenos ojos que los sacerdotes sean mantenidos con sus contribuciones. Acostumbrados al trato cara a cara y a la negociación, los burgueses aceptan como algo mucho más natural la propuesta de la Reforma: el diálogo directo con Dios; mientras que la iglesia tradicional, que se presenta como el único camino legítimo a Dios, se convierte en un obstáculo burocrático y monetario. La cara más visible de la Reforma, Martín Lutero (1483-1546), da a conocer sus tesis en 1517, en 1520 propone una nueva Iglesia y lo excomulgan. Sus posiciones fundamentales son: la justificación por la fe (o sea, la fe es lo único que nos AAVV, Historia universal, pp. 467 y ss.; Febvre, L., Una cuestión mal planteada: los orígenes de la Reforma francesa y el problema de las causas de la Reforma. En El queso y los gusanos, C. Ginzburg reconstruye la vida de Menocchio, un molinero del siglo XVI que, ante la Inquisición, se atreve a presentar su particular interpretación de la Biblia.
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puede salvar), el sacerdocio universal (todos somos sacerdotes) y la autoridad de la Biblia (única autoridad competente en materia religiosa). Con tales afirmaciones la institución-Iglesia se torna innecesaria: ya no tienen validez el perdón comprado ni la confesión al sacerdote. Pero Lutero no era el único que proponía estos cambios: la Reforma se propaga rápidamente –en apenas diez años– por toda Europa, con muchos matices y referentes en cada lugar. La Reforma genera múltiples versiones e ideas, y surgen cantidad de iglesias y corrientes distintas. Los reformados fueron rechazados junto con su propuesta de tolerancia religiosa; por eso en 1530 firman una Protesta, y de ahí el nombre y las largas guerras civiles. La Reforma protestante cala profundamente en campesinos y artesanos, se extiende a casi todo el Norte de Europa, con levantamientos y revueltas contra las autoridades, pese a la condena explícita de Lutero. Sucede que entre las intenciones de éste y lo que se desata hay una distancia enorme. Por ejemplo, las ideas reformadas abren paso a la libre interpretación de la Biblia, promueven una relación directa con Dios y un desconocimiento y rebelión contra toda autoridad eclesiástica; pero Lutero no quería nada de eso. La Reforma abre el subjetivismo (cada uno tiene fe, cada uno dice qué dice Dios, cada uno decide lo que está bien o mal), una caja negra que tampoco genera simpatía en la nueva iglesia. La otra cara de la Reforma, Juan Calvino (1509-1564), avanza en dos puntos importantes: la subordinación de la Iglesia al Estado y la definición de una ética adecuada al estilo de vida burgués. Calvino, al igual que Lutero, realiza su propia lectura de la Biblia y la expone en forma de tesis. El calvinismo trae como novedad la predestinación: todo hecho forma parte de un plan diseñado por Dios antes de que suceda; nuestra libertad se somete al destino divino. La nueva religión termina convirtiéndose en un rígido dispositivo para controlar el modo de vida. En Suiza, por ejemplo, Calvino participa de la fusión entre Estado e Iglesia, donde la última queda como un aparato de control –digamos, una policía moral– que vigila las costumbres de los ciudadanos, incluso en su privacidad. El otro punto saliente del calvinismo reside en la adecuación a la moral burguesa: se instaura un fuerte culto del trabajo, del esfuerzo, la austeridad, la sencillez en la vida en este mundo. Para Calvino, un sacerdote que no trabaja con sus propias manos es un bandido, y la Iglesia de Roma conoce bien este caso. Entonces, el Dios de la Reforma, más que irritado y amenazante con el infierno, parece un Dios justo, fraternal y comprensivo de la nueva mentalidad burguesa. Lutero y Calvino representan dos caras de un movimiento heterogéneo donde cada teólogo interpreta la Biblia y expone su línea de lectura. Ahí emerge el problema de fondo: el mismo texto sagrado abre camino a diferentes lineamientos. Según esto, que es consecuencia (y no intención) de la Reforma, cada uno estaría en condiciones de leer la palabra de Dios, entenderla y exponerla. Pero ni Lutero ni Calvino admitirían otras lecturas diferentes a las suyas; ahí está la paradoja. Más bien querrían, cada uno, que su interpretación fuera la única. Aunque los reformadores no lo deseaban, en la vida concreta la Reforma abre la caja del
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subjetivismo: cada sujeto puede dar su versión de la Biblia. Por eso, Lutero y Calvino tratan de contener el fermento que generaron. Al perder tanto poder con la Reforma, la Iglesia católica se ve obligada a dar una respuesta para reordenar y reagrupar sus filas. La Contrarreforma indica esa reacción. No sólo pierden adeptos, tierras e ingresos, sino también sus fundamentos: la Reforma deja en claro que el aparato militar, económico, político e ideológico de la Iglesia es innecesario, porque ella se tiene que ocupar solamente de los asuntos del cielo, y no de los temas terrenales. Los católicos se dan cuenta del retroceso y del grado de cuestionamiento, de la diáspora de fieles y de la necesidad de reorganizarse para no caer en la ruina total. Durante el Concilio de Trento (una serie de reuniones desarrolladas entre 1545 y 1563) se restablecen las bases de la nueva Iglesia católica. Algunos puntos resueltos por la Contrarreforma son los siguientes: la Iglesia se reserva el derecho exclusivo de interpretar la Biblia; se reafirma el valor y poder de los sacerdotes (por ejemplo, en los sacramentos, en la confesión, etc.); se difunde el catecismo; se revitaliza la Inquisición; se reconocen y fundan nuevas órdenes religiosas (por ejemplo, los jesuitas). A grandes rasgos, la reestructuración no ofrece novedades.7 Sin embargo, el catecismo y el sistema de escuelas jesuíticas, famosas por su rigidez en la disciplina, motivan el interés por la educación de los niños. En este sentido, los católicos y también los protestantes entienden que la comunidad de fieles debe sembrarse desde abajo, que la fe se captura en la infancia. En suma, en la historia del pensamiento la Reforma significa la puesta en juego y el relieve de la categoría de sujeto. Cada persona ya no requiere del cura para entender qué le pide Dios, cómo salvarse, qué debe hacer o no hacer; porque cada persona tiene la capacidad y, fundamentalmente, la libertad de entender a Dios, escucharlo en su voz interior o voz de la conciencia. Se trata, entonces, de un Dios racional, que aconseja prudentemente. Más allá de las diferencias entre las intenciones y las consecuencias de la Reforma,8 con ella se inaugura la ruptura de las jerarquías sociales (todos estamos en condición de igualdad para interpretar) y de la primacía de la Iglesia. § 34-. LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA. En la Época Moderna la ciencia se separa de la pesada carga de la filosofía y de la teología, recorta su propio objeto de estudio (la parte de la realidad de la cual se va a ocupar) y define su método. Gracias a esta separación y auto-legitimación, la ciencia logra un desarrollo formidable en los siglos siguientes. Los primeros avances se dan en el terreno de la física y, más específicamente, en la astrono7
AAVV, Historia universal, pp. 472 y ss. Ginzo Fernández señala cinco puntos en los que la Reforma coincide con la Época Moderna: la vuelta a las fuentes (y, a la vez, el rechazo a lo medieval); la subjetividad; la secularización o racionalización de los contenidos religiosos; la subordinación al Estado; el cuestionamiento de la filosofía hacia la religión. Ginzo Fernández, A., Protestantismo y filosofía, pp. 21 y ss.
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mía. Pero el rasgo desafiante hacia el saber existente necesita una nueva garantía de verdad. Como la verdad ya no se toma del dogma religioso, ni de la filosofía, la ciencia moderna se vale de dos elementos para sostener sus teorías: la matemática y la experiencia. La matemática se convierte en el instrumento o método idóneo para defender sus descubrimientos y ordenar las observaciones empíricas.9 Previo al análisis de los grandes cambios en el plano científico conviene reseñar brevemente la visión aristotélica del cosmos, que se mantuvo vigente desde el siglo IV a.C. y durante la Edad Media, pues la ruptura de esta visión significa el trampolín para el avance de la ciencia moderna. Según el modelo de Aristóteles que Ptolomeo (siglo II d.C.) tradujo en cálculos matemáticos, la Tierra se encuentra inmóvil en el centro del universo, que es esférico y cerrado, y los planetas y la luna describen órbitas circulares a su alrededor. La Tierra, los planetas, la luna, y el universo entero son esféricos y se mueven de manera circular, porque para la concepción griega el círculo representa la perfección, lo que no tiene principio ni fin y condensa la eternidad. A su vez, el universo se divide en dos regiones muy diferentes: la supralunar (que está por encima de la luna) y la sublunar (por debajo de la luna). En la primera están los planetas y el cielo de estrellas fijas, que se mueven de manera circular; toda esta región se compone de un elemento muy sutil, indivisible y eterno, el éter o quintaesencia. La región sublunar se compone de los conocidos cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire –ordenados en el sentido de lo más pesado a lo más liviano–. El movimiento típico de esta región sublunar es el rectilíneo. Además, las cosas de la región sublunar están sometidas a todo tipo de cambios, y en especial al más fuerte: la generación y la corrupción; a diferencia de las cosas de la región supralunar, que son eternas. Dado que el lugar natural de lo pesado está abajo y el lugar natural de lo liviano está arriba, si nada se lo impide las cosas se dirigen a su lugar natural, que representa su potencia o finalidad. Por eso lo pesado cae y lo liviano sube, a menos que algo lo obstaculice, y lo hace por el camino más corto: la línea recta. Un último dato a tener en cuenta: el universo diseñado por Aristóteles carece de vacío, porque esta noción equivale al no-ser y, por ende, lo que no es no existe. El universo aristotélico está lleno, y equivale a un todo viviente donde cada parte se vincula con cada parte.10 En suma, los rasgos aquí apuntalados se irán refutando paulatinamente con el avance de la ciencia moderna. El primer golpe al sistema aristotélico-medieval lo proporciona Nicolás Copérnico (1473-1543), quien reintroduce la hipótesis del heliocentrismo; es decir, la Tierra no ocupa el centro del universo, como sostienen Aristóteles y la Biblia, sino el sol. Por lo tanto, el hombre no está en el centro de la creación. 9 Romero, F., Historia de la filosofía moderna, pp. 36-37. Shapin, S., La revolución científica, en especial: pp. 93-95, 108 y ss. 10 Además de los citados artículos de Maeso y Giardina (§ 24), M. Levinas, Las imágenes del universo, pp. 56-65; Zubiria, M., Aristóteles y el cosmos, pp. 29-32, 40-41, 51 y ss., 64, 69-71, 7677, 99 y ss., 108-112, 121 y ss., 151-155.
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Copérnico no tuvo mucho eco en su tiempo, curiosamente hizo muy pocas observaciones astronómicas; más bien, se basó en datos de los filósofos antiguos y de los árabes.11 Los mismos datos empíricos encajaban mejor con la hipótesis heliocéntrica. Tiempo después Johann Kepler (1571-1630) aporta otro duro golpe para la astronomía oficial: los planetas ya no giran describiendo una órbita circular, sino elíptica. Con esta hipótesis los cálculos y observaciones cierran mejor. Además, Kepler sostuvo (en su segunda ley, de la cual se deriva la primera) que la velocidad de los planetas en su órbita elíptica va cambiando: se vuelve más lenta cuando el planeta está más lejos del sol. El sol opera como un imán que acelera la velocidad orbital de los planetas cuando éstos se le acercan. La tercera ley de Kepler consiste en establecer una proporción entre el tiempo de la órbita (al cuadrado) y la distancia promedio respecto del sol (al cubo). Con Kepler, la matemática, el cálculo geométrico, se instalan en el ámbito del cosmos.12 El gran personaje de la nueva ciencia es Galileo Galilei (1564-1642). Entre tantas curiosidades, llama la atención el punto de partida filosófico: para Galileo, la naturaleza puede ser abordada desde un punto de vista subjetivo o desde un punto de vista objetivo.13 Desde el punto de vista subjetivo, captamos las cualidades sensibles de los objetos olores, colores, sabores, etc.; y todo esto forma parte de la opinión. El verdadero conocimiento se presenta cuando abordamos la naturaleza desde un punto de vista objetivo, y estudiamos los cuerpos según su posición, tamaño, forma, movimiento, etc. La opinión varía de una persona a otra, pero los aspectos objetivos de la realidad son aquellos que, estudiados matemáticamente, no pueden variar. Desde el punto de vista cuantitativo-objetivo, alcanzamos un conocimiento seguro, absoluto, equivalente al de Dios; desde el punto de vista cualitativo-subjetivo nuestro conocimiento resulta siempre parcial y variable. Así, con gran habilidad, Galileo sortea la contradicción entre ciencia y religión. Como Dios ha escrito la naturaleza con caracteres matemáticos, la ciencia no hace más que descifrar ese enigma. Dice Galileo en uno de sus textos, Il Saggiatore (que podríamos traducir: El ensayador): ÎLa filosofía está escrita en este libro que tenemos continuamente ante nuestros ojos (el universo, digo yo), pero que no puede entenderse si antes no se aprende a entender la lengua y conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin cuyo medio es imposible humanamente entender una palabra; sin ellos, todo es errar vanamente por un oscuro laberintoÏ.14 11
Levinas, M., Las imágenes del universo, pp. 113-114. Levinas, M., Las imágenes del universo, p. 146. 13 Smith T. – Grene M., De Descartes a Kant, p. 28; Romero, F., Historia de la filosofía moderna, pp. 44-45; Levinas, M., Las imágenes del universo, p. 199. 14 Citado en Cuervo, O., Alrededor de Galileo, p. 60. 12
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La naturaleza está escrita en caracteres matemáticos, al modo de libro a decodificar mediante la razón. Las observaciones empíricas tienen sentido y relevancia a partir del marco teórico de interpretación. El cambio de mirada sobre la realidad permite ver una nueva realidad. Así lo pinta el siguiente pasaje de la obra de teatro de Brecht, donde Galileo-personaje dialoga con su ayudante: ÎANDREA: Pero yo veo que el sol, a la tarde, está en un lugar distinto del de la mañana. ¡Por eso, es imposible que esté inmóvil! ¡Nunca jamás! GALILEO: ¡Tú ves! ¿Qué ves? No ves nada. Sólo abres mucho los ojos. Abrir mucho los ojos no es verÏ.15
Al igual que sobre Copérnico, se discute si Galileo hizo experimentos o no, si fueron efectivamente realizados o sólo eran deducciones mentales.16 Lo importante es que la experiencia sea ordenada y controlada de modo tal que corrobore las hipótesis que la razón proporciona. Por ende, lo relevante no está en lo observado, sino cómo se lo interpreta. En efecto, los principios que establece Galileo sobre el movimiento no son para nada experimentales; más bien son contra-intuitivos. Por ejemplo, según la ley de inercia, un cuerpo arrojado a rodar horizontalmente no debería detener jamás su movimiento, porque por inercia los cuerpos tienden a mantener su movimiento y velocidad. ¿Por qué, si arrojamos una flecha, después de un cierto tiempo, cae o detiene su marcha? Según la explicación de Galileo, porque existen obstáculos que inhiben el movimiento hasta detenerlo del todo. Dada una recta infinita, el movimiento rectilíneo sin resistencias debería extenderse al infinito. Lo mismo sucede con el principio de movimiento uniformemente acelerado: un cuerpo que cae de manera vertical acelera su velocidad de manera uniforme. En ambos principios hay un supuesto de base, puramente racional y anti-aristotélico: el espacio vacío. Entonces, la flecha daría la vuelta al mundo, o caería con un movimiento vertical uniformemente acelerado, si el espacio estuviera vacío.17 Se sabe que Galileo construyó su propio telescopio a principios de siglo y con tal instrumento pudo observar varias cosas: que había montañas en la luna (por lo cual, demuestra que no es una esfera perfecta), que había estrellas desconocidas, que había otros astros acompañando a Júpiter, que los tamaños de Marte y Venus no eran los establecidos por Copérnico… Por cierto, el telescopio abre un gran campo de observación; pero lo más importante reside en que conecta –y permite romper definitivamente con– las dos regiones aristotélicas, y con ello 15
Brecht, B., Vida de Galileo, p. 13. Shapin, S., La revolución científica, p. 112. Di Trocchio directamente sostiene que Galileo nunca hizo los experimentos que describe; sin embargo, estas trampas o falsificaciones sirvieron para abrir paso al progreso de la ciencia y establecer nuevas teorías que, aunque su origen sea espurio, se mantendrán como verdaderas durante un tiempo. Di Trocchio, F., Las mentiras en la ciencia, pp. 19-29, 407-419 y ss. 17 Levinas, M., Las imágenes del universo, pp. 165; 167-173. 16
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resurge la cuestión de la infinitud del universo.18 Se sabe que Galileo fue perseguido, censurado y condenado por la Inquisición, y abundan las anécdotas sobre el tema. En una de las más famosas, la discusión con el astrónomo eclesiástico, Galileo lo invita a mirar por el telescopio, y el teólogo se niega dudando de la confiabilidad del instrumento. Hay otra anécdota –probablemente falsa– que retrata ese espíritu de época: Galileo fue obligado a desdecirse de sus posiciones científicas, y así lo hizo, pero en su retirada habría susurrado la frase: ¡y sin embargo se mueve!, en referencia a la Tierra. Queda el último gran exponente de la gestación de la ciencia moderna: Isaac Newton (1642-1727). Con la confianza que otorga la matemática aplicada a la naturaleza (en este tratado he usado las matemáticas en lo que toca a la filosofía19, dice), Newton propone una explicación mecánica del universo, soslayando definitivamente las dos regiones aristotélicas y requiriendo la intervención de otros sistemas solares. Además, con la ley de gravedad –la fuerza de atracción que Kepler atribuía al sol y Newton extiende al conjunto de los planetas– caduca también la teoría de los lugares naturales. En consecuencia, en menos de doscientos años la ciencia moderna golpea las bases de la visión aristotélica y eclesiástica del cosmos: el geocentrismo, lo circular y lo esférico, la división de regiones, la negación del vacío, los lugares naturales, el universo cerrado... En suma, con el avance de la ciencia moderna declina la autoridad de la Iglesia y se abre una nueva mirada sobre el cosmos que coincide con la sociedad naciente. En esa mirada no hay dos regiones, sino una sola (no hay amos y esclavos; todos somos libres e iguales); el universo no está cerrado, sino abierto al infinito (como la expansión comercial); no hay lugares naturales y fijos, sino que todo se mueve (se puede ser rico o pobre, según el talento y el azar de cada uno); no está todo lleno, sino que hay vacío (lo cual contribuye a la movilidad y a la separación del individuo respecto de la naturaleza). En esa mirada se reflejan los aires de una nueva época. § 35-. INFANCIA, ESCUELA Y TRABAJO. En el transcurso de la Modernidad cambia el concepto de familia, junto con la arquitectura de las casas, la mirada sobre la niñez, la importancia de la educación, y los lazos sociales y afectivos. Al comienzo de la Modernidad las familias de distintos grupos sociales (nobles, burgueses, campesinos) se organizan de dos maneras: nucleares (sólo padres e hijos) o extendidas. En general, las casas están organizadas como un monoambiente sin separaciones ni habitaciones. Los burgueses usan sus hogares para la producción y el comercio, y la familia se asemeja a una pequeña empresa. El 18
Levinas, M., Las imágenes del universo, pp. 183-184. Newton, I., Principios matemáticos de filosofía natural, Prefacio, en Smith-Grene, De Descartes a Kant, p. 311. 19
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padre constituye la autoridad máxima e irrevocable. Los matrimonios se arreglan por dinero o conveniencia, por el acuerdo entre los padres de unos y otros; el amor, aunque pueda surgir como un regalo, no es el eje de la pareja ni de la familia. Tampoco con los hijos se genera un vínculo afectivo muy fuerte. Las expectativas de vida son bastante bajas; de hecho, era común que los chicos no sobrevivan a los primeros años. Los recién nacidos son entregados a una nodriza, que los cría hasta los cuatro años. Desde los cuatro y hasta los siete o diez, los niños viven con sus padres. A esa edad ya se lo considera prácticamente adulto; el padre lo lleva a trabajar con él o le elige un oficio y lo envía como ayudante y aprendiz con alguien que se dedique a esa profesión. En este sentido, no se reconoce la niñez como una etapa de la vida, sino como el prólogo a la adultez. El niño es un noadulto o un adulto en miniatura, que no necesita una preparación especial, sino que aprende por el solo hecho de estar entre adultos, observando y copiando su modo de trabajar y de vivir. En los siglos XVI y XVII, con la expansión de la Reforma, se acuña el concepto de infancia como etapa específica de la vida que requiere cuidado y preparación, desarrollo gradual y personas que se dediquen a la tarea más importante sobre el niño: la educación. Se reconoce la infancia y la necesidad de educar a los chicos a raíz de una preocupación moral, alimentada por cuestiones religiosas. Las costumbres morales son un eje central para los católicos y para los protestantes. Según este nuevo concepto, la infancia significa inocencia o ausencia de maldad, pero la falta de preparación lleva al niño por malos caminos. Además, que aprenda a trabajar no significa que aprenda buenos valores. Por ende, hay que educarlos en lugares especialmente preparados: las escuelas. En la Edad Media las escuelas eran centros donde se formaban los sacerdotes, y se ubicaban en las catedrales. Ahora, en la Edad Moderna, católicos y protestantes se apresuran a abrir, fundar y difundir escuelas, argumentando que los padres deben enviar a sus hijos allí. Pero sólo con la educación escolar no alcanza. Poco a poco se va gestando el concepto de familia como institución complementaria en la educación de los niños; por eso, se refuerzan los lazos afectivos, se comienza a ver el matrimonio como una unidad basada en el amor, se separa la vivienda del lugar de trabajo, se dividen los ambientes y se defiende la intimidad o vida privada. Entonces, la escuela y la familia son los dos pilares de la educación que tanto preocupa a los religiosos. Como los ricos tienen la posibilidad de contratar un profesor o docente privado para sus hijos, los sectores medios y pudientes (la burguesía) pueblan las escuelas. ¿Qué sucede con los pobres, mendigos y vagabundos excluidos de la prosperidad capitalista? Desde el siglo XVII, y también por iniciativa de congregaciones religiosas, se abren escuelas para pobres, centradas en el trabajo manual. Con escasa formación intelectual y bajo la idea de que el trabajo genera orden y obediencia, las escuelas para pobres cuentan con un taller en el que se aprende trabajando. Por un lado, reproducen esa lógica de aprender un oficio haciéndolo,
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tal como sucedía en la Edad Media; por otro, responden a las necesidades de la nueva época, marcada por el culto al trabajo y la producción, usando a los niños pobres como mano de obra barata. Las escuelas técnicas inauguran algo novedoso: el encierro. Los chicos viven dentro de las escuelas-taller. ¿Es una oportunidad? ¿O una manera de encarcelarlos y despejar las calles?20 En este contexto piensa y escribe el padre de la didáctica moderna, Juan Amós Comenio (1592-1670). De origen checoslovaco y perseguido por sus ideas, Comenio fue un pastor protestante que dedicó su vida a la pedagogía y a la reforma de las escuelas. En su monumental obra, la Didáctica magna (escrita y reescrita entre 1632 y 1657), al igual que Pico della Mirandola, parte de la definición de hombre como ser natural incompleto, que requiere de la cultura y de la educación para desarrollarse. En abundantes pasajes, Comenio subraya la importancia de la educación en la temprana edad, apelando a metáforas de la naturaleza. Por ejemplo, para tener un buen árbol, hay que preparar el terreno, regarlo, podarlo, etc., y nada mejor que un jardinero. De la misma manera, al niño hay que prepararlo, cultivarlo, alimentarlo de buenos valores y costumbres, etc., y nada mejor que un experto dedicado a ese tipo de tareas (el educador). Al igual que conviene mantener las plantas en un lugar idóneo, juntando las del mismo tamaño o especie, porque requieren de una misma cantidad de sol, o de sombra, o de riego, etc., conviene agrupar a los chicos de similares características en el lugar adecuado para que reciban el mismo trato educativo. Este invernáculo de la cultura es la escuela. A tono con la división del trabajo y con la productividad burguesas, Comenio ofrece varias razones a favor de la difusión y propagación de las escuelas: los padres no tienen tiempo ni habilidades para educar a sus hijos; resulta mejor y más eficiente que la educación esté en manos de personas notables, que conocen y se especializan en el oficio; conviene reunir a los chicos en grupos, para que se socialicen y contagien mutuamente, etc. Y define a las escuelas como talleres de humanidad. La misma separación entre casa y trabajo se aplica a la educación, pues conviene delegarla a los maestros y que se realice en un lugar específicamente diseñado para ese fin. La escuela ofrece una formación completa, durante la infancia y el crecimiento del niño, centrada en tres saberes básicos: la ciencia, la ética y la religión, que constituyen la columna vertebral del desarrollo humano.21 Esta concepción tecnicista y productivista se acentúa aún más si reparamos en la economía de esfuerzos que, según Comenio, se logra en las escuelas: con apenas cuatro horas diarias, con un solo docente para cien alumnos, con libros de texto preparados por especialistas para que el aprendizaje sea gradual y secuenciado, con imágenes y lecturas breves y sencillas, etc.; en una palabra, con poco trabajo, pero ordenado metódicamente, los frutos van a ser gigantes. (Nada más convincente para el espíritu burgués). Los maestros, sostenidos por el aparato 20 21
AAVV, Historia universal, pp. 515 y ss. Comenio, Didáctica magna, cap. VII, VIII y X.
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educativo, se convierten en artesanos de ese nuevo producto llamado alumno. Además, si se instala una educación homogénea, en similares condiciones de producción, con un único método didáctico, y con un proceso que desemboque en resultados muy similares, todo da a entender que la escuela funciona más o menos igual que una fábrica, donde entra una masa indefinida y caótica y sale un producto acabado y más o menos igual. Sin embargo, no hay que dejarse engañar. Esta crítica a la escuela-fábrica la podemos hacer hoy, que conocemos el final de la historia; en la época se está discutiendo la apertura del conocimiento y de la formación en los sectores hasta el momento excluidos, y la propuesta de Comenio significa inclusión, significa difundir el saber, extender el ámbito de posibilidades. En esta perspectiva, Comenio defiende la idea de que la escuela es algo necesario y universal, y su propuesta obedece a un principio que suena muy fuerte en ese tiempo: el ideal pansófico. Para Comenio, todos, absolutamente todos, deben ser admitidos en las escuelas. Todos, varones y mujeres, ricos y pobres, dóciles y difíciles, deben estar en la escuela. No hay motivos para elegir a unos y excluir a otros. Incluso los retardados, idiotas y estúpidos, requieren –mucho más todavía– del salvataje de la cultura. El ideal pansófico significa que todo se puede enseñar a todos, que puede haber una sabiduría (sophía) universal (pan). La clave está en el método. Las escuelas han fracasado –argumenta Comenio– por la falta de un buen método. Además de no generar un clima cordial de aprendizaje, en las escuelas tradicionales los estudios son demasiado largos, saltan de una cosa a otra sin conexión y sin atender a la complejidad o dificultad, introducen conceptos oscuros y confusos, etc. Por lo tanto, un buen método de enseñanza consiste en: lecciones breves, bien ordenadas y secuenciadas –o sea, graduales, que vayan de lo sencillo a lo complejo, que vinculen lo anterior con lo posterior–, fáciles de asimilar y aprender, con conceptos claros y que se distingan de los demás. Este método natural, donde todos avanzan sin darse cuenta –al modo de una escalera bien graduada, sin saltos abruptos–, genera entusiasmo, multiplica los deseos de aprender y de progresar. En el mismo sentido, Comenio sostiene que los castigos severos, la amenaza, la coacción, etc., que emplean las escuelas tradicionales, no sirven para nada. El estímulo de aprender se enciende por sí solo, y todo el rechazo hacia la escuela se revierte en un deseo por aprovecharla. El panorama desborda de optimismo: para Comenio, nada resulta imposible de enseñar o de aprender, nada resulta inaccesible al ser humano. Nadie es incapaz de mejorar. Nadie es totalmente inútil . Y la escuela tiene que rescatar eso. Son muy pocos los espíritus obtusos, malvados y torcidos, los casi imposibles de corregir o recuperar. La gran mayoría requiere de poco o mucho tiempo, pero vale la pena. Con un método que le muestre en sus ojos la posibilidad de progresar y aprender, todo ser humano saca lo mejor de sí. Las ideas de Comenio, aunque tal vez hayan servido para legitimar prácticas que actualmente consideramos tradicionales, reproductivas y represivas, traspasan su época. El ideal pansófico plantea objetivos muy contundentes: enseñar a
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todos, todo aquello que lo lleve a ser sabio y buena persona (ciencia, ética y religión), en la etapa previa a la adultez, con un método suave y natural, preparándolos para el verdadero y más alto conocimiento, que consiste en pensar por sí mismo. La igualdad y la libertad aparecen aquí con toda su fuerza. El acceso universal al saber manifiesta, no sólo la línea de partida que nos igualaría a todos en oportunidades, sino también la plataforma para hacernos libres, porque nos permite pensar y elegir.22 La educación deja de ser el privilegio de unos pocos (los que pueden pagarla), y renace como una necesidad cultural de todos y, por ende, una política de Estado, que en lo sucesivo tomará a la escuela como una de sus principales instituciones. Las ideas de Comenio desembocan en la educación pública, gratuita y obligatoria, algo que se va a disponer recién a fines del siglo XIX y que se concreta en el transcurso del XX.
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Comenio, Didáctica magna, cap. IX-XII.
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Capítulo 7
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§ 36-. LIBERTAD E IGUALDAD. A diferencia de la Época Antigua y Medieval, que consideran al ser humano como un elemento más de la naturaleza o del orden divino, y que reducen el problema del conocimiento a cuestiones de capacidad o incapacidad de la inteligencia –recordemos que para Platón la Idea existe aunque no la descubramos, y para Aristóteles lo mismo puede decirse de la forma–, la filosofía moderna coloca al sujeto en el centro de la escena. Para los antiguos y los medievales la realidad es independiente del sujeto; para los modernos, en cambio, el sujeto fundamenta esa realidad. Aquí las aguas se dividen en dos corrientes: los racionalistas, que proponen fundar el conocimiento y la realidad desde la razón, y los empiristas que proponen como fundamento la experiencia. El padre del racionalismo moderno, René Descartes (1596-1650), nació en una familia acomodada, estudió en el colegio jesuita de La Flèche –uno de los más importantes de la época–, se graduó en Derecho a los veinte años y rápidamente se destacó como matemático, siendo el inventor de las coordenadas cartesianas. Vivió de cerca los avances que la Iglesia, a través de la Inquisición, emprendía contra la nueva ciencia. El proceso y condena a Galileo (1633) lo llevaron a desistir de publicar sus ideas, que igualmente se difundieron después de muerto. Entre sus obras se destacan: Discurso del método (1637) y Meditaciones metafísicas (1641). Ambas fueron escritas en latín (el idioma medieval) y en francés (el idioma de la nación emergente), y abundan en testimonios en primera persona, lo cual significa una novedad y un reflejo de la nueva época. El latín es el idioma medieval; el francés, el idioma de la nación emergente.1 El yo (la primera persona) se convierte en eje , y también en un recurso para eludir la persecución, porque Descartes da a entender que sólo se ocupa de sus pensamientos, y no de un método para pensar. A pesar de los recaudos, su filosofía fue prohibida en algunas ciudades. La primera línea y los primeros párrafos del Discurso del método se podrían 1
Descartes, Discurso del método, VI, A-T 77-78, p. 97.
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resumir en la siguiente paráfrasis: La razón es la cosa mejor repartida del mundo, y dice más abajo Descartes: [la razón] es por naturaleza igual en todos los hombres.2 A diferencia del orden medieval, donde algunos (los superiores) son más racionales que otros (los inferiores) y por eso los primeros mandan y los segundos obedecen, ahora todos somos iguales en cuanto a posesión de la razón, todos somos igualmente racionales. Entonces, estamos en las mismas condiciones para discutir y argumentar, para usar nuestra facultad racional. Algunos tendrán mayores conocimientos y mayor bagaje conceptual, más sabios o más ignorantes; pero no por nacimiento o por pertenecer a un determinado grupo social, sino por estudios y formación, por haber ejercitado y desarrollado más que otros la razón. ¿En qué consiste la razón? Por el momento digamos que es la facultad de distinguir o separar lo verdadero de lo falso; e incluye varias operaciones, como por ejemplo: dudar, entender y juzgar. Para hacer un buen uso de la razón hay que seguir un método, cuyas reglas analizaremos más abajo. Inmediatamente Descartes cambia de registro: abandona la generalidad y pasa a hablar de sí mismo.3 En buena medida su estilo biográfico opera como estrategia para despistar. Al escribir sobre sí mismo, y no de manera impersonal – como suelen ser los tratados–, suaviza lo científico de sus afirmaciones, presentando todo esto como una fábula o una colección de anécdotas. Sin dudas, no sólo se protege de la censura y de la persecución religiosa, y no sólo apuesta a cautivar al lector haciéndolo cómplice, sino que también da cuenta de la libertad de sus reflexiones, del pensar por sí mismo. La libertad absoluta del pensar, de formarse un juicio autónomo e independiente de las opiniones de los demás, aparece en varios pasajes del Discurso del método4 y en un texto anterior: Îaunque sepamos de memoria las demostraciones inventadas por los demás, nunca seremos matemáticos si nuestro espíritu no es capaz de resolver por sí mismo los problemas; aunque hayamos leído todos los razona2
Descartes, Discurso del método, I, A-T 1-2, p. 13. No es, pues, mi propósito enseñar aquí el método que cada cual debe seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer de qué manera he tratado de conducir la mía. Descartes, Discurso del método, I, A-T 4, p. 14. 4 En fin, me parecía nuestro siglo tan floreciente y fértil en buenos ingenios como pudo serlo cualquiera de los siglos precedentes. Por todo lo cual me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí mismo…. Descartes, Discurso del método, I, A-T 5, p. 15. En otros pasajes del mismo texto insiste en esta perspectiva: por lo que toca a las opiniones que había aceptado hasta entonces, lo mejor que podía hacer era acometer, de una vez, la empresa de abandonarlas para sustituirlas por otras mejores o aceptarlas de nuevo cuando las hubiese sometido al juicio de la razón, II, A-T 13-14, p. 28. Mis designios no han sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que sea enteramente mío […]. La mera resolución de deshacerse de todas las opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir, II, A-T 15, p. 29. Habiendo dado Dios a cada hombre alguna luz con que distinguir lo verdadero de lo falso [= la razón], […] no debía quedarme contento ni por un momento con las opiniones ajenas, sin haberme propuesto usar mi propio juicio para examinarlas, III, A-T 27, p. 44. 3
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mientos de Platón y de Aristóteles, nunca seremos filósofos si no podemos formar un juicio fundado sobre cualquier afirmaciónÏ.5
Pensar por sí mismo constituye el desafío del sujeto moderno, y para ello dispone de la razón –bien repartida– y de la libertad para juzgar de acuerdo con la propia argumentación. Así, implícito en un simple estilo de escritura, se pone en funcionamiento el concepto más importante de la Modernidad: el yo, el sujeto, que posee dos rasgos característicos: la igualdad (todos somos igualmente racionales) y la libertad (todos podemos hacer uso de nuestra capacidad racional). En apenas unas pocas páginas, Descartes implanta una revolución en la manera de pensar. Si la razón está repartida en todos, y si cada uno puede hacer un libre uso de esa capacidad, entonces se resquebraja y desmorona el modo de pensar y de actuar de la Edad Media, donde el criterio para decidir si algo es verdadero o no (lo que Descartes llama razón) se basa en la autoridad. Un medieval que quiere sostener determinado argumento apela como fundamento de su posición a una autoridad (Aristóteles, Tomás de Aquino, la Biblia, etc.), como si pensara: porque la autoridad lo dice, es verdadero. Desde el punto de vista de la lógica, esta manera de argumentar equivale a un tipo de falacia,6 o sea: una manera incorrecta de razonar. Además, el criterio de autoridad presenta una estructura verticalista, en la cual el inferior (el siervo, por ejemplo) obedece al superior (el señor) sin pedirle motivos o razones. Para un medieval, la autoridad no se discute, y por el solo hecho de ser autoridad tiene la verdad. Descartes quiere torcer esa estructura verticalista: ahora la autoridad debe ser sometida a la razón; entonces, hay que revisar todos los fundamentos. El terreno argumentativo se ha vuelto horizontal. Todos estamos en condiciones de discutir. Y para hacer un buen uso de la razón conviene aprender determinadas reglas. § 37-. LAS REGLAS DEL MÉTODO. En relación con el conocimiento, Descartes apela con frecuencia a la metáfora del edificio. El conocimiento se estructura al modo de un edificio donde la base funciona como fundamento que sostiene los distintos pisos o niveles. En este sentido, se trata de algo artificial (no natural), de una construcción humana. Pero ¿qué sucede si las bases son débiles, son rejuntes que se van agregando sin un diseño previo que los organice? Puede derrumbarse en cualquier momento. Eso sucede si la base del conocimiento descansa en el criterio de autoridad. Como este criterio no implica un fundamento firme y seguro, sino arbitrario y caprichoso 5 Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, III, p. 99. Que haya libertad en nuestra voluntad y podamos asentir o no según nuestro arbitrio a muchas cosas, está tan manifiesto que debe computarse entre las nociones primeras y más comunes, que nos son innatas. Descartes, Los principios de la filosofía, I, XXXIX, pp. 19-20. 6 Copi, I., Introducción a la lógica, pp. 91-92.
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(¿qué me garantiza que la autoridad diga cosas ciertas?, ¿por qué no puede equivocarse?), el edificio que se vino construyendo en los últimos siglos no resulta confiable. Por eso, coherente con el deseo moderno de empezar todo de nuevo, Descartes decide emprender la destrucción y la reconstrucción de los fundamentos del conocimiento. No quiere remodelar un sector del edificio, sino destruirlo todo, porque lo que está mal es la base (el criterio de autoridad). Y para la reconstrucción no conviene improvisar, poner piezas y ver qué pasa; hay que trazar un diseño racional, como lo haría un arquitecto o un ingeniero, porque hay que establecer, desde el principio, un orden o plan para proceder; esto es: hay que seguir un método. Ya en las primeras páginas Descartes confiesa que tiene un método para progresar en el conocimiento. Lo resume en cuatro reglas elementales: (1º) no aceptar como verdadero o cierto todo aquello que ofrezca algún rasgo, por mínimo que sea, de falsedad o incertidumbre; es decir, se considerará verdadero sólo aquello que sea absolutamente evidente; y todo lo que no sea evidente al entendimiento humano, se dejará de lado, como incierto y dudoso. Para Descartes, algo es evidente si cumple con dos características: la claridad y la distinción. Claro es aquello que podemos entender mentalmente sin ninguna duda, y distinto lo que podemos entender o captar por separado. (2º) Dividir los problemas complejos en cada una de las partes simples que lo componen. (3º) Ordenar los pasos a resolver de la siguiente manera: partir de lo simple para llegar a lo complejo. (4º) Enumerar cada uno de los pasos de la resolución del problema, de modo que se pueda volver a recorrer la cadena sin perder ningún eslabón.7 El método cartesiano presenta algunos aspectos interesantes para la pedagogía. Al igual que Comenio, Descartes valora positivamente lo claro, sencillo, fácil de entender, como punto de partida. No podemos empezar con nociones que no sean evidentes, porque cometeríamos el mismo error de los medievales: construir sobre un suelo peligroso; o sea, la oscuridad del principio se traslada al desarrollo. Las primeras nociones tienen que ser absolutamente evidentes, como un axioma matemático (por ejemplo: la recta es la más corta distancia entre dos puntos). Luego, si el tema a tratar resulta difícil, conviene separarlo por partes, distinguir cada uno de sus componentes, para poder transitar esas partes de manera ordenada, y así establecer una secuencia gradual en la que lo anterior haga entendible lo posterior. Si hemos procedido prolija y ordenadamente, entonces podremos echar un vistazo a cada uno de los pasos o momentos del camino recorrido, que Comenio describe como una escalera.8 Además, lo simple y lo complejo (o la parte y el todo) son como dos caras de la misma moneda, o un mismo camino que se puede recorrer en dos direcciones: del todo a las partes (análisis) o de las partes al todo (síntesis). El análisis consiste en descomponer lo complejo en partes simples; la Descartes, Discurso del método, II, A-T 18-19, pp. 31-32. Sobre las nociones de claridad y distinción: Descartes, Los principios de la filosofía, I, XLV, pp. 21-22. 8 Comenio, Didáctica magna, véase por ejemplo cap. XI-XIII. 7
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síntesis, en el proceso inverso: reunir las partes en un todo. Son dos estrategias o procedimientos aplicables en la enseñanza. Entre las reglas del método, la primera parece exagerada o demasiado exigente. Pero recordemos la metáfora del edificio: la reconstrucción tiene que hacerse sobre una base inconmovible, totalmente indubitable; tiene que ser una certeza que no admita ningún cuestionamiento. Sólo así tendremos la seguridad de estar en un suelo firme. Si en ese suelo aparece una grieta, por pequeña que sea, no dimos con el fundamento seguro. Esta primera regla del método se convierte en el nuevo criterio de verdad, según el cual no aceptaremos como verdadero lo que no sea absolutamente verdadero para nuestro examen racional. El sujeto determina, con la razón, el suelo firme donde reconstruir el edificio. Y para esta tarea tenemos una herramienta fundamental: la duda. La duda nos lleva a cuestionar algo, a buscarle su falla. Por ende, Descartes se propone dudar absolutamente de todo, aplicar la duda universal, hiperbólica, exagerada, a todos los conocimientos; y lo impulsa la búsqueda de algo indubitable, completamente cierto, un suelo firme para reconstruir el conocimiento. § 38-. LOS MOMENTOS DE LA DUDA. En la historia de la filosofía se reconoce a Descartes como el pensador de la duda. En este contexto específico, la duda le permite dos cosas: por un lado, quitarse de encima los viejos conocimientos infundados, los escombros del antiguo saber; y, por otro lado, hallar la piedra fundamental, la primera certeza, el suelo seguro sobre el cual reconstruir el edificio del conocimiento. Descartes emprende esta tarea destructiva/constructiva en varias de sus obras, entre ellas en las Meditaciones metafísicas, que seguimos a continuación. En las primeras líneas de las Meditaciones se vislumbra ese aire nuevo, moderno, que busca remover todo y comenzar de cero. Hace tiempo que me di cuenta –dice nuestro filósofo–9 que aquellas opiniones y creencias que aceptaba sin cuestionamiento desde niño estaban sostenidas por principios endebles: el criterio de autoridad. Contra este criterio está la primera regla del método: no aceptar como cierto o verdadero todo aquello de lo cual tengamos algún margen de duda, por mínimo que sea. Pero, para que la aplicación de la duda no sea interminable, debemos atacar directamente los fundamentos del edificio. Como buen dinamitero, Descartes divide los conocimientos en dos grandes grupos: los que provienen de los sentidos y los que provienen de la razón. Si encontramos al menos un motivo de duda en cada uno de estos conocimientos, entonces deberemos descartarlos como suelo firme. Los momentos de la duda son tres, con sus respectivas objeciones.10 Los dos primeros atacan el conocimiento sensible, y el tercero el conocimiento racional. 9
Descartes, Meditaciones metafísicas, I, A-T 13-14, p. 119. Cf. Cottingham, J., Descartes, pp. 53 y ss.
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Cada momento contiene una objeción que conduce al siguiente. El camino finaliza con la objeción al tercer momento, con la certeza indubitable. Vamos a recorrer estos momentos. En primer lugar, Descartes aplica la duda al conocimiento sensible, que en general suele ser el más confiable para el común de la gente. Y lo aplica primero a los objetos lejanos, argumentando así: (1º) sucede reiteradamente que los sentidos nos engañan, y no conviene confiar –como dice la primera regla– en aquello que, aunque sea una sola vez, nos ha engañado. Aunque aquí no dé ejemplos, podemos traer varios: los días de sol vemos manchas en los caminos y creemos que es agua, o vemos algo a lo lejos y parece ser un hombre, o una torre, y tal vez sea un árbol, u otra cosa. Si nos guiásemos sólo por la vista, diríamos que el tamaño del sol se puede medir con nuestros dedos, etc. Por lo tanto, queda claro que en varios casos el conocimiento sensible falla, ofrece dudas, nos hace creer como ciertas cosas que, en realidad, son falsas. Contra este argumento objeta que, si uno se acercase o mejorase las condiciones de percepción, se reduciría notablemente el margen de duda. Dice Descartes: no sería razonable dudar de que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido con una bata, teniendo este papel en las manos11, etc. Hay cosas que percibimos de una manera tan cercana e inmediata (mis manos, mi cuerpo, los objetos que ahora tengo cerca) que no ofrecerían ningún margen de duda. Sin embargo, (2º) podemos dudar incluso de estas percepciones, con el siguiente argumento: muchas veces –dice– creí estar despierto, cuando en realidad estaba dormido. Aunque en este mismo momento esté convencido de estar despierto, me ha pasado de pensar lo mismo estando dormido. Muchas veces he soñado cosas que, en el transcurso del sueño, creía como reales. Por lo tanto, tenemos un problema: no podemos distinguir la vigilia (estar despierto) del sueño (estar dormido). Creerse despierto cuando uno está dormido sería igual a creer algo como cierto cuando en realidad es falso. Si no podemos distinguir entre el sueño y la vigilia, no podemos distinguir entre lo verdadero y lo falso. No sabemos qué es real y qué fantasía. Hasta aquí, la duda sobre el conocimiento sensible y cualitativo, sobre los objetos lejanos (1º) y sobre los objetos cercanos (2º). Luego Descartes pasa a dudar del conocimiento racional y cuantitativo. Como objeción al argumento anterior, nuestro filósofo apuntala que los contenidos de los sueños podrían ser copias o imágenes tomadas de la vigilia, composiciones y mezclas que la imaginación haría a partir de vivencias que uno tuvo estando despierto, así como el pintor se sirve de cosas reales y las deforma al componer una obra. En este sentido, nuestros sueños serían vivencias combinadas y presentadas de modo fantástico por la imaginación. Paradójicamente sucede que, desde el punto de vista cualitativo, no sabemos cómo son las cosas (ni si son 11
Descartes, Meditaciones metafísicas, I, A-T 14, p. 120.
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reales o no), y desde el punto de vista cuantitativo sabemos que se componen de extensión, figura, cantidad, lugar, duración, etc. Estos aspectos elementales son ciertos, tanto en la vigilia como en el sueño. Por ejemplo, puedo estar despierto o dormido, dudando del color de mi mano (blanco, negro o amarillo); no lo sé, y tampoco sé si esta mano es real o no; pero sí sé que es extensa (tiene un ancho, un largo y una profundidad), ocupa un determinado lugar, tiene determinada figura, etc. Aunque no sepa cuáles son sus cantidades, sé que debe tener alguna cantidad. Entonces, la objeción al argumento del sueño se resume así: despierto o dormido, los aspectos cuantitativos de las cosas se mantienen; despierto o dormido, dos más tres son cinco, el cuadrado tiene cuatro lados, y una cosa tiene una determinada extensión, figura, dura un tiempo, etc. Todos estos aspectos cuantitativos que pertenecen a la matemática y a la geometría, o al conocimiento racional en general, son verdaderos en la vigilia y en el sueño. En una palabra, el argumento del sueño no afecta a nuestros conocimientos racionales-cuantitativos. Por ende, para dudar de este conocimiento, Descartes propone un nuevo argumento (3º):12 la hipótesis del genio maligno, un ser lo suficientemente poderoso para hacer que yo mismo me engañe. Supongamos que exista un genio maligno que me manipula de modo tal que yo crea como verdaderas cosas que en realidad son falsas; o sea, un genio que haga que uno tome lo fantástico como si fuera real. Si hubiese un ser así, mis conocimientos serían falsos, y yo no me daría cuenta. Bajo esta hipótesis, creería como ciertas cosas que son falsas. Todo, absolutamente todo, pasa a estar tejido por el engaño; toda la realidad queda subsumida en la manipulación de un genio que me hace creer como reales cosas que no lo son. En esta instancia dramática, todos nuestros conocimientos (sensibles y racionales, cualitativos y cuantitativos) naufragan en el mar de la duda universal, donde ya no quedan más cimientos a destruir. Descartes cierra la Primera Meditación yéndose a dormir, como si renunciara al pensamiento, y describe esta situación con amargura, temiendo no hallar una salida al engaño total desatado con el genio maligno. § 39-. LA PRIMERA CERTEZA INDUBITABLE. La Segunda Meditación se inicia con un nuevo día y con la pregunta del millón, a saber, si hay algún conocimiento que, incluso suponiendo un genio maligno-engañador, sea indudablemente cierto. Y, en efecto, hay un conocimiento 12 En realidad, antes de establecer la hipótesis del genio maligno (Meditaciones metafísicas, I, A-T 16-17, pp. 121-123), Descartes realiza un rodeo y contempla la posibilidad de que sea Dios mismo quien haya implementado el engaño. Pero si Dios-creador quiere que su criatura viva en la mentira y en el error, entonces ¿cómo se podría decir de Dios que es Bueno, que es Suprema Bondad? Más bien hay que suponer alguien malo, un genio maligno, un ser más poderoso que yo, que utiliza toda su astucia para hacer que yo me engañe. De este modo, Dios queda al margen del error y del mal. Más abajo veremos por qué.
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que permanece firme –al igual que el punto de apoyo que pide Arquímedes para mover el mundo– a pesar de todo, que no cae con la aplicación sistemática de la duda: por más que un genio muy poderoso me engañe y me haga creer cosas que en realidad son falsas, por más que todo lo que piense acerca del mundo sea falso, por más que no exista ni mi cuerpo ni mis sentidos, y por más que las matemáticas y las deducciones de la razón también sean falsas, no obstante es verdad que yo soy yo, que mientras pienso, existo. Dice Descartes: Îhay cierto burlador muy poderoso y astuto que dedica su industria toda en engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que yo soy, puesto que me engaña y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo no sea nada. De suerte que […] hay que concluir […] que la proposición siguiente: «yo soy, yo existo», es necesariamente verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espírituÏ.13
Puede que todo lo que creo que existe en realidad no exista, que todo sea un gran engaño programado por un genio (¿una Matrix?) que me hace creer que vivo en la realidad cuando todo es mentira. Pero puedo estar seguro de que pienso, y en tanto que pienso, puedo estar seguro de que existo. Pienso, luego existo (cogito, ergo sum)14 constituye la primera certeza inmune a la duda universal. Aunque todo sea falso, jamás puede ser falso que estoy pensando; puedo dudar de todo, pero no de que yo dudo. El solo hecho de dudar o pensar, confirma que soy yo quien duda o piensa. Así llegamos a la primera certeza indubitable: mi yo o conciencia, el sujeto moderno, base o piedra fundacional del conocimiento, de la ciencia y de la filosofía. El sujeto se presenta como punto de apoyo (el centro) para mover, para entender la realidad. Aunque me engañe en todo, no me puedo engañar en que soy yo quien piensa y, por lo tanto, en que existo. Dos preguntas se formula Descartes en este punto: por un lado, ¿cuánto tiempo existo? Todo el tiempo que piense.15 La duda pudo destruir todo el mundo 13
Descartes, Meditaciones metafísicas, II, A-T 19, pp. 124-125. En Discurso del método, IV, A-T 32, p. 51, Descartes usa –al igual que en otras ocasiones– la famosa expresión pienso, luego existo, en el siguiente pasaje: Pero advertí en seguida que aun queriendo pensar, de este modo, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y al advertir que esta verdad –pienso, luego soy– era tan firme y segura […], juzgué que podía aceptarla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que buscaba. Los contemporáneos a Descartes detectaron en esta frase pienso, luego existo una suerte de razonamiento escondido, o al menos una deducción; pero Descartes responde que no se trata de una inferencia, sino de una intuición o captación inmediata de una noción sencilla y evidente. En Objeciones y respuestas, p. 115. Sobre la diferencia entre deducción e intuición: Reglas, III, pp. 99-100. Según los comentadores, pienso, luego existo no significa que la existencia se siga del pensamiento, sino que sólo implica el ser del que piensa, lo que está presupuesto en el pensar. Los problemas comienzan cuando Descartes desliza que es una cosa que piensa, lo cual da pie al sustancialismo. Hamelin, O., El sistema de Descartes, pp. 133-134, 139-140. 15 Descartes, Meditaciones metafísicas, II, A-T 21, p. 126. No sin cierta ironía, Gassendi le pregun14
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que me rodea y todo el conocimiento asentado en la experiencia y en la razón, pero no pudo destruir este núcleo: el yo, el sujeto pensante, la conciencia. Por otro lado, ¿qué soy? Antes pensaba que era un cuerpo, pero eso quedó destruido por la duda, de modo que todavía no sé si tengo un cuerpo o no, apenas sé que estoy pensando. Entonces, ¿qué soy? Soy una cosa que piensa, es decir, una cosa que duda, afirma, niega, quiere, no quiere, siente, etc. Aquí encontramos las capacidades asociadas al pensar, a la razón. El sujeto se ha salvado del engaño del genio maligno, al menos en su pensar más íntimo. Pero todavía falta recuperar el resto de conocimientos destruidos por la duda (los contenidos del pensar), en especial nuestro conocimiento del mundo. Hasta ahora sólo puedo estar seguro de que soy un yo, una cosa que piensa; puedo estar seguro de que pienso, pero no de qué pienso; o sea, no puedo estar seguro de los contenidos de mi pensar. Hasta ahora solamente tenemos un yo, que realiza ciertas operaciones, que tiene determinados pensamientos, y nada más. § 40-. DEL YO AL MUNDO. A la etapa de destrucción le sigue la etapa de reconstrucción, que se inicia con el encuentro de la primera certeza indubitable, el yo, y que debe continuarse con el rescate de aquellos conocimientos naufragados por la aplicación de la duda. El primer conocimiento que recupera Descartes es el racional. ¿Cómo? Con dos recursos: la anulación de la hipótesis del genio maligno y el hallazgo de ideas innatas en el sujeto, ideas que permiten comprender y ordenar la realidad. Para anular el engaño del genio maligno, Descartes presenta una serie de pruebas o demostraciones de la existencia de Dios.16 En este contexto, no se trata del Dios de la religión o la fe, sino más bien del Dios de la filosofía o la razón; se trata de un concepto que permite decir que existe la verdad. Si no existiese la verdad, nos quedaríamos aprisionados en el mar de la duda universal (salvo el yo, todo sería falso o dudoso). Hay que demostrar que existe la verdad, hacerla evidente, iluminarla con la razón. Entre las varias demostraciones de la existencia de Dios que brinda Descartes,17 analizaremos sólo una, el llamado argumento ontológico. El planteo consiste en pensar detenidamente la esencia que define a Dios: se trata de un ser que por definición tiene todas las perfecciones (omnipresencia, omnipotencia, bonta a Descartes sobre esta aseveración: ¿significa que mientras existo no puedo dejar de pensar? En Objeciones y respuestas, p. 213. 16 En este punto se torna evidente el círculo cartesiano: si la razón ha quedado suspendida por la hipótesis del genio maligno, ¿cómo es que ahora se permite realizar una demostración racional de la existencia de Dios? Cottingham, Descartes, pp. 105 y ss. 17 Los argumentos son varios y se podrían resumir en tres grandes grupos de demostraciones de la existencia de Dios: por las ideas (Meditaciones metafísicas, III, A-T 31 y ss., pp. 136 y ss.), por las causas (Meditaciones, III, A-T 38 y ss., pp. 142 y ss.), y el argumento ontológico. Una exposición breve y clara en M. García Morente, Lecciones preliminares de filosofía, pp. 134-136.
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dad, etc.). Si Dios tiene todas las perfecciones, entonces no puede no existir, porque la existencia es una de las perfecciones. Si no existiese, no sería perfecto, y no sería Dios. Pero Dios es perfecto; por lo tanto, existe.18 Para Descartes, este argumento resulta concluyente, no ofrece ninguna duda. Además de la existencia necesaria, a Dios no le puede faltar la bondad, otra de las perfecciones. Por ende, no sólo no me quiere engañar (en tal caso, no sería bueno), sino que tampoco puede querer que otro ser poderoso me engañe sistemáticamente, porque en tal caso habría creado un ser maligno, lo cual va contra de su esencia bondadosa.19 La existencia de Dios, entonces, disuelve el operar del genio maligno, y restituye la verdad. Ya no hay un engaño total. Sí puede haber un engaño parcial; por ejemplo, cuando hago mal una cuenta o como un alimento envenenado. Pero estos errores son aislados y se explican por el hecho de no haber prestado suficiente atención al examen de los objetos. Dado que somos libres al usar el entendimiento, y dado que nuestro deseo (o voluntad) muchas veces va más allá de lo que conocemos con seguridad, solemos caer en el error,20 que se esclarece ni bien analizamos la cosa con detalle. La otra pata de la reconstrucción del conocimiento racional son las ideas innatas. En Descartes la palabra idea significa imagen, representación, que está en la mente del sujeto (distinto de Platón, para quien la Idea era una cosa real, independiente del sujeto); por ejemplo, la imagen mental que me hago cuando pienso en una manzana (idea de manzana). Hay tres tipos de ideas: las innatas, las facticias y las adventicias.21 Las ideas innatas son las que nacen conmigo, las que traigo de nacimiento; por ejemplo, la idea de Dios, de número, de figura, de extensión, de lugar, de duración, e incluso la idea de yo. En suma, son innatas todas las ideas que forman parte de la matemática y de la geometría. Las facticias son las ideas hechas por mi mente, que invento o fabrico con la imaginación. Por ejemplo, tomo la idea de mujer y la idea de pez, y las combino; de este modo, Pues habituado […] a distinguir entre la existencia y la esencia, me persuado fácilmente de que la existencia puede separarse de la esencia de Dios y, por lo tanto, que es posible concebir a Dios como no existiendo actualmente. Sin embargo, cuando pienso en ello con más atención, encuentro que es imposible separar la esencia de Dios de su existencia, y agrega Descartes más abajo: puesto que no puedo concebir a Dios sino como existente, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por tanto, que existe verdaderamente. No soy libre de concebir a Dios sin la existencia, es decir, a un ser sumamente perfecto sin una suma perfección […], puesto que he hecho la suposición de que posee todas las perfecciones, y la existencia es una de ellas. Meditaciones metafísicas, V, A-T 52-53, pp. 156-157. Entre los contemporáneos a Descartes, Hobbes le reprocha que de la esencia de algo no se sigue la existencia, y lo mismo le cuestiona Gassendi: entre las perfecciones de un triángulo no se encuentra la existencia. En Objeciones y respuestas, p. 157 y p. 258, respectivamente. 19 Descartes, Meditaciones metafísicas, VI, A-T 63-64, p. 166. Otro de los contemporáneos a Descartes, Mersenne, observa que Dios podría engañar al hombre –como un padre a un hijo, o un médico a un enfermo– motivado por un fin noble o útil. En Objeciones y respuestas, p. 104. 20 Sobre el tema del error, Descartes se ocupa en Meditaciones metafísicas, IV, A-T 42-50, pp. 146153. 21 Descartes, Meditaciones metafísicas, III, A-T 29, p. 134. 18
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obtengo la idea de sirena. Por último, las ideas adventicias son aquellas que vienen hacia mí de afuera, de los sentidos; por ejemplo, la idea de rojo, de mesa, de manzana, de elefante, etc. Así como las ideas innatas las administra la razón o entendimiento, y las ideas facticias las administra la imaginación, las ideas adventicias son producto de mis sentidos. O sea, a cada grupo de ideas le corresponde una determinada facultad. Ahora bien, esas ideas que encuentro en mí, las innatas, ¿quién me las dio? ¿Quién hizo que yo las tenga? ¿Cómo sé que lo que afirman esas ideas es cierto? En otras palabras, ¿quién o que garantiza que la razón funcione bien? Sin dudas, Dios. Ahora sé que las ideas innatas que encuentro en mi mente dicen cosas ciertas y me permiten comprender la realidad que está fuera de mí (el mundo) con precisión matemática. Por lo tanto, lo que sé por la razón es un conocimiento seguro y ya no hay motivos para dudar. En este punto Descartes coincide con Galileo: nuestro conocimiento racional, objetivo, matemático, es seguro. No sé (no hemos recuperado el conocimiento sensible) el color exacto de la manzana, ni si otro la ve del mismo tono que la veo yo, ni si es dulce o mi paladar hace que sea dulce; pero sí sé, con seguridad, que tiene un tamaño que puedo medir y calcular. Y lo puedo medir y calcular porque estoy equipado con ideas innatas que me lo permiten y con la garantía divina según la cual la razón funciona bien y hay efectivamente una verdad. ¿Qué sucede con el conocimiento sensible (ideas adventicias)? Desde la perspectiva racionalista de Descartes, los sentidos no dejan de engañarnos, mostrando así cuán limitados somos y qué fácilmente caemos en el error si confiamos en ellos. La única salida consiste en aplicarle, hasta donde sea posible, la seguridad del conocimiento racional, y nada más.22 Por ejemplo, aunque el sol nos parezca muy pequeño, podemos aplicar los cálculos matemáticos y darnos cuenta de la falsedad de esa percepción. Lo mismo sucede con la vianda envenenada o el deseo de ciertos alimentos y bebidas perjudiciales para la salud. Únicamente el examen racional permite fundamentar al conocimiento sensible. Los colores, sabores, sonidos, siempre guardarán un margen de duda, de oscuridad y confusión; sólo se los podrá clarificar en la medida en que se los pueda racionalizar. Todo nuestro contacto con el mundo exterior –lo que sentimos, lo que imaginamos, lo que queremos, etc. – se subordina al pensamiento, a la claridad racionalizadora de nuestra mente. En consecuencia, Descartes deja un mundo cuantificado, objetivo, geométrico, y un sujeto que se constituye como centro y que posee en su capacidad racional –en el despliegue de sus ideas innatas– la llave para descifrar y entender ese mundo. Dios resulta ser el cerrajero que diría: esto va a funcionar. Semejante visión cuantificadora se trasluce en el siguiente pasaje:
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Descartes, Meditaciones metafísicas, VI, A-T 64-67, pp. 167-169.
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Entre Ideas ÎEsas antiguas ciudades, que al principio no fueron más que aldeas y que con el transcurso del tiempo se convirtieron en grandes ciudades, están por lo general muy mal trazadas si las comparamos con esas poblaciones regulares que un ingeniero diseña a su gusto en una llanura; […] viendo cómo están dispuestos [los edificios de esas antiguas ciudades] –uno grande por aquí, uno pequeño por allá– y cuán tortuosas y desiguales son por esta causa las calles, se diría que más bien es el azar, y no la voluntad de unos hombres provistos de razón, el que los ha dispuesto asíÏ.23
Las ciudades antiguas y medievales se construyen paulatinamente y sin un orden previo, de manera irregular e improvisada, sin calcular los cimientos de los edificios, etc. La visión moderna, en cambio, supone un plan, un diseño racional, porque considera al espacio de modo geométrico y cuantificable. Se trata de una ingeniería arquitectónica, porque –como decía Galileo– el lenguaje de la realidad se compone de triángulos, círculos y demás figuras. A diferencia de la visión griega del cosmos como organismo donde todo está conectado con todo, Descartes y los modernos promueven una mirada mecánica de la realidad e incluso del cuerpo humano, donde –al igual que un reloj– las piezas son independientes y se conectan de modo artificial unas con otras mediante un engranaje que las hace funcionar mecánicamente. La visión moderna de la realidad está atravesada por la matemática: el tiempo se mide, la porción de tierra se mide, y se mide con una precisión tal que la apreciación subjetiva queda afuera. La matemática se convierte en el punto de convergencia: ya no importa si viví un segundo como si fuera la vida entera, o si un recorrido parece largo o corto; eso subjetivo se traduce a un número, que se revela como lo verdadero y objetivo frente a las vivencias.24 § 41-. EL FILÓSOFO EN SOLEDAD. Considerado en su conjunto, el recorrido de Descartes contiene dos tramos inseparables: la destrucción, que despeja y allana el terreno, y la reconstrucción, que se realiza acorde al plan racional. De ser así, el dinamitero tendría diseñado el nuevo edificio antes de explotar el viejo; es decir, como buen matemático, antes de dudar de todo sabe que luego encontrará una certeza. Pero igualmente necesita llevar a cabo la destrucción, para quitarse de encima la pesada carga de la filosofía tradicional y asentar limpiamente su nuevo fundamento, el sujeto. En cierto sentido, el proceso se asemeja al método socrático: primero hay que refutar y purgar 23
Descartes, Discurso del método, II, A-T 11-12, p. 27. Este paradigma de la cuantificación y objetivación de la realidad, que nace con la ciencia moderna y que convierte al hombre en un engranaje de la maquinaria, se mantiene vigente y en ebullición durante el siglo XX. Así, por ejemplo, en el país que tal vez mejor interpretó y concretó el mensaje, Estados Unidos, se miden hasta los sentimientos y las emociones de las personas. Sabato, E., Hombres y engranajes, pp. 64-66.
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las falsas opiniones, atravesando el momento de incertidumbre y deseo de conocer (catarsis), para luego tener el camino despejado en la construcción mayéutica. En última instancia, Descartes compartiría con Sócrates la idea de que el prejuicio, o la opinión tomada de los demás sin examen o crítica, son obstáculos para el pensamiento y que, por ende, hay que removerlos. Sin embargo, las diferencias entre los dos grandes filósofos resultan notables y sugestivas, mucho más profundas que esta simple coincidencia. En primer lugar, Sócrates no tenía un destino definido, un punto de llegada, y por eso en muchos diálogos platónicos no alcanza a dar con la definición adecuada. En segundo lugar, el trabajo de parto era colectivo, de dos o más interlocutores. Para Descartes, en cambio, la tarea del filósofo en su búsqueda de la verdad se realiza en absoluta soledad. No sólo desarrolla sus meditaciones encerrado en una casa, junto al fuego de la estufa, sino que además, cuando se asoma a la ventana y observa los hombres que pasan por la calle, se pregunta: ¿qué es lo que veo desde la ventana? Sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar unas máquinas artificiales, movidas por resortes.25 El sujeto cartesiano se descubre y fundamenta solo, reflexiona separado de los otros, e incluso de ellos únicamente sabe que parecen humanos, y no si realmente lo son. Porque el sujeto sólo puede acceder a su propio yo, mientras que el yo de cada persona con la que se cruza se mantiene inaccesible, desconocido. Por lo tanto, cada uno se fundamenta a sí mismo. La claridad del razonamiento se logra individualmente. Más aún, para Descartes los otros son un estorbo: ÎPor cierto, un hombre solo no podría hacer todas las experiencias que pueden servir a mi objeto, pero tampoco podría emplear útilmente manos ajenas […]. Los que voluntariamente, por curiosidad o deseo de aprender, se ofrecieran a ayudar, aparte de prometer más de lo que cumplen […], seguramente querrían recibir como pago algunas explicaciones […], o por lo menos obtener halagos y conversaciones inútiles, que aunque ocupen poco tiempo, serían al fin y al cabo una pérdidaÏ.26
No casualmente el sujeto moderno nace con semejante aire de autosuficiencia. En él se va a asentar el edificio del conocimiento, la conquista y explotación del Nuevo Mundo, la pujanza de la burguesía, el sistema capitalista, etc.
25 Descartes, Meditaciones, II, A-T 25, p. 130. Con orgullo, cuenta lo siguiente: decidí alejarme de todos los lugares donde podía tener algunas amistades y retirarme a este país [= Holanda], en el cual […] he podido vivir tan retirado y solitario como en un apartado desierto. Discurso del método, III, A-T 31, p. 46. 26 Descartes, Discurso del método, VI, A-T 72-73, p. 94.
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Capítulo 8
Hume y el tamiz del empirismo
§ 42-. EL RESCATE DE LA EXPERIENCIA. El racionalismo que inaugura Descartes y que continúan otros filósofos del continente europeo deja como saldo el gran aporte de la razón en el conocimiento y, a su vez, una fuerte desconfianza hacia los sentidos. Desde esta perspectiva, la experiencia sensible siempre trae consigo la mancha de oscuridad y confusión y abre un margen de error; por ende, no se puede confiar en los sentidos. En la vereda opuesta se halla el empirismo, corriente que sostiene lo contrario: lo único confiable como información segura es aquello que proviene de los sentidos. De ahí su denominación; empírico refiere a lo experimentable. Y experiencia significa: contacto sensible –o sea, a través de los cinco sentidos– con un objeto. Según el empirismo, la experiencia constituye la base segura de nuestro conocimiento. Cuando la razón pretende conocer algo sin apoyarse en la experiencia sensible, inventa cosas. Sólo en dos ámbitos, matemática y moral, la razón resulta útil y no genera ilusiones o engaños. En relación con el conocimiento y la realidad, la razón produce fantasías. Después veremos cuáles. El empirismo nace en algunos filósofos que combaten el dogmatismo religioso hacia el final de la Edad Media y durante el Renacimiento. Su momento de mayor desarrollo se da en la Época Moderna, en los siglos XVII y XVIII, principalmente en las islas que conforman el Reino Unido. Los filósofos más representativos y exponentes son: Thomas Hobbes (1588-1679), John Locke (1632-1704), George Berkeley (1685-1753) y David Hume. Los cuatro parten de una misma plataforma de pensamiento: aunque lleguen a resultados muy distintos, los cuatro consideran que la experiencia es la fuente legítima del conocimiento. Así, por ejemplo, Hobbes afirma: Îno existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos. Todo lo demás deriva de este elemento primordialÏ.1 1
Hobbes, Leviatán, cap. I, p. 6.
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Entre Ideas Lo mismo, Locke: ÎSupongamos, entonces, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda inscripción, sin ninguna idea; ¿cómo llega a tenerlas? […] ¿De dónde saca todo ese material para la razón y el conocimiento? A esto contesto con una sola palabra: de la experiencia; ésta es el fundamento de nuestro saber, y de ella, en última instancia, se derivaÏ.2
Berkeley alcanza a sostener que la realidad se reduce a lo que el sujeto percibe; lo real no es más que lo percibido por la mente.3 Dentro de la gama de empiristas, elegimos a David Hume (1711-1776) porque hereda los problemas de sus antecesores y lleva esta corriente hasta sus últimas consecuencias. Sus textos más importantes desde el punto de vista filosófico, el Tratado de la naturaleza humana (1739) y la Investigación sobre el entendimiento humano (1748), al principio pasaron inadvertidos. Hume se hizo famoso con la Historia de Inglaterra (1754) y, en una década, según su propio testimonio, logró volverse rico tan solo cobrando derechos de autor. Se trata de una gran novedad del siglo XVIII: el intelectual que puede vivir de su trabajo. En cuanto al carácter, Hume se describe como un hombre cordial, con dominio de sí mismo, de buen humor, sociable, jovial, moderado y que mantuvo discretas relaciones con varias mujeres, siempre de modo placentero.4 Coherentemente con su personalidad, Hume critica a la filosofía racionalista por la distancia que establece respecto de la vida sencilla y común. En este sentido, afirma: ÎEl mero filósofo es un tipo humano que normalmente goza de poca estimación en el mundo, al suponerse que no contribuye en nada a la utilidad ni al placer de la sociedad, ya que vive alejado del contacto con la humanidad y está envuelto en principios igualmente alejados de la comprensión de éstaÏ.5
Ese mismo aislamiento que elogiaba Descartes aparece aquí como un síntoma de la esterilidad de la filosofía. Pero Hume no propone que el filósofo salga de su encierro, sino apenas que modifique su estilo, acercándose al sentido común, a una escritura más llana y llevadera. Con un estilo sencillo, el filósofo fomenta una lectura entretenida y placentera, una lectura que no termina absorbiendo la vida social del hombre. De todos modos, Hume mantiene una valoración positiva hacia el momento solitario o de aislamiento. En ese tono suave y accesible que recomienda, Hume inicia una doble tarea 2
Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, L. II, cap. I, § 2, p. 83. Berkeley, Tres diálogos entre Hylas y Filón, en Smith-Grene, De Descartes a Kant, pp. 452-454. 4 Hume, Autobiografía, pp. 56-57; 60-61; 65 y 71. 5 Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, Sección 1, p. 22. 3
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simultánea: por un lado, sienta las bases del empirismo; por otro, emprende una dura crítica a las ideas fundamentales del racionalismo. El objetivo de reconciliar a la filosofía con la vida común lo conduce a un recorte de conceptos tan fuerte que la primera queda totalmente encogida. § 43-. IMPRESIONES E IDEAS. Como punto de partida podemos hacernos las siguientes preguntas: ¿es lo mismo tocar el fuego que imaginarse el hecho de tocar el fuego? ¿Es lo mismo estar furioso que recordar un momento de furia? ¿Es lo mismo enamorarse que pensar que uno se va a enamorar? Indudablemente no. El contacto presente con un objeto es mucho más fuerte e intenso que el hecho de pensarlo (imaginarlo, recordarlo o anticiparlo). A este tipo de contacto presente y directo con el objeto Hume lo llama impresión, en el sentido de que el objeto presiona sobre mí, me marca, me deja una huella, y mi mente sería una hoja en blanco donde la experiencia (las impresiones) se inscriben, o con la otra metáfora, una tabla lisa donde las impresiones se graban o tallan, dejando su huella. Las impresiones son un tipo de percepciones que se encuentran en la mente y que gozan de fuerza y de intensidad. Otro tipo de percepciones que están en nuestra mente son las ideas, que incluyen lo que imaginamos, los recuerdos, las esperanzas, etc. Las ideas hacen alusión a nuestra experiencia (y, por lo tanto, a nuestras impresiones), pero no en el presente, sino en el pasado o en el futuro, o simplemente en la imaginación. La diferencia fundamental entre ideas e impresiones reside en la fuerza o intensidad: las ideas son mucho más débiles y atenuadas (o suaves) que las impresiones. Incluso las ideas más fuertes –dice Hume– son siempre menos fuertes que la impresión más débil. Jamás una idea podrá igualar la intensidad de una impresión. Una segunda diferencia entre impresiones e ideas: las primeras se dan sólo en el presente, mientras que las segundas pueden darse en distintos tiempos, pasado (un recuerdo), futuro (una espera o anticipación) o presente imaginario (cuando me hago una idea de algo que estaría en un ámbito del cual no tengo impresión; por ejemplo, lo que estaría pasando en este momento en otro lugar). Además, las impresiones son la experiencia original y refieren a la presentación de un objeto, mientras que las ideas son una re-presentación, es decir, una imagen mental que me hago cuando pienso un objeto. Las ideas consisten en re-vivir (volver a hacer presente, traer a la mente) experiencias que tuvimos antes, o imaginar cómo serían las que todavía no tuvimos, o las que ahora no podemos tener porque no están a nuestro alcance. En todos estos casos, las ideas son una segunda experiencia, puramente mental, y derivada de nuestras experiencias fundamentales y originarias: las impresiones.6 Para comprender cómo se derivan las ideas de las impresiones, conviene 6
Hume, Investigación, 2, pp. 32-33.
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tener en cuenta la siguiente distinción: las impresiones y las ideas pueden ser simples o complejas. Lo complejo surge de la sumatoria de lo simple, y lo simple surge de la división de lo complejo. Esto vale tanto para las impresiones como para las ideas. Por ejemplo, una impresión compleja es la impresión de manzana, cuyos componentes simples son: impresión de rojo, de dulce, de liso, de cierto olor, etc. De la misma manera, tenemos la idea compleja de manzana, que se compone de la idea de dulce, la idea de liso, etc. Lo simple hace alusión a las captaciones que obtenemos por cada uno de los sentidos por separado, y lo complejo a la unidad de esas captaciones en torno de un mismo objeto.7 Según Hume, nuestras ideas se derivan de impresiones. ¿Qué significa esto? Significa que cualquier idea tiene como sostén una impresión, que debe darse primero. Tengo la idea de manzana porque en algún momento tuve la impresión de manzana. Las ideas complejas se derivan de impresiones complejas, y las ideas simples de impresiones simples. Por lo tanto, se podría establecer una suerte de correlación exacta entre cada idea y cada impresión correspondiente. Pero ¿qué significa que se derivan? Significa que son una copia, y para hacer una copia (idea) primero necesito el original (impresión). Si no tengo una impresión de algo, no puedo tener la idea de ese algo. Todo nuestro conocimiento legítimo se apoya en impresiones. Y si alguno de nuestros sentidos falla, entonces no podemos formarnos la idea. Por ejemplo, un ciego de nacimiento no puede tener una idea de color, porque nunca tuvo una impresión de color.8 Ahora bien, sucede que la imaginación, que opera con imágenes (o sea, con ideas) goza de total libertad, y puede combinar distintas ideas y producir seres que no existen en la realidad, que no tienen un referente empírico. Por ejemplo, la idea de sirena, que surge de una combinación entre las ideas de mujer y pez. En realidad, nunca tuvimos una impresión de sirena. Sólo tuvimos la impresión de mujer y la impresión de pez. Nuestra imaginación las combina y genera una invención o fantasía. Lo mismo ocurre con la idea de caballo alado, la idea de montaña de oro, o la idea de Dios. Todas estas ideas son inventos de nuestra imaginación. Dice Hume: Îtodo este poder creativo de la mente no viene a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia. […] En resumen, […] todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o per7
Hume, Tratado de la naturaleza humana, I, p. 88. Hume, Investigación, 2, p. 35: Un ciego de nacimiento no puede formarse idea alguna de los colores, ni un hombre sordo de los sonidos. […] Un negro o un lapón no tienen noción alguna del gusto del vino. ¿Cómo se concilia este manifiesto prejuicio hacia los negros con el siguiente famoso pasaje?: aunque muchos países puedan rivalizar con nosotros [= Inglaterra] en poesía y superarnos en otras artes agradables, los progresos en la razón y en la filosofía sólo pueden deberse a la tierra de la tolerancia y la libertad. Hume, Tratado, I, p. 82; el subrayado es nuestro.
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cepciones más intensasÏ.9
Por ende, todas las ideas, simples o complejas, deben tener un sostén empírico, es decir, tienen que estar fundadas en una impresión. En este planteo, la experiencia configura el criterio para discernir qué forma parte del conocimiento seguro y qué no. Si cada idea o pensamiento tiene que derivarse de una impresión, entonces todo lo que no cumpla este requisito no estará fundado y no merecerá la calificación de conocimiento seguro. El criterio de verdad empirista establece que toda idea, para estar debidamente fundada, tiene que provenir de una impresión.10 Pero el mismo Hume se plantea una objeción a su criterio de verdad: supongamos una persona que, tras una variada y extensa experiencia, conoció y tuvo impresiones de muchos matices del color azul, menos de uno. Entonces, si a esa persona se le presentara una escala ordenada (de un lado, los más claros; del otro, los más oscuros) de matices de azul, en la cual faltase el tono que nunca experimentó, igualmente podría formarse una idea correcta del matiz de azul faltante. Así, la persona llega a hacerse una idea acertada sin haber tenido una impresión de la cual derivarla. ¿Por qué este caso atenta contra el criterio de verdad empirista? Porque, según ese criterio, no se puede tener una idea sin antes haber tenido una impresión; o, en caso de tenerla, no forma parte del conocimiento válido, sino que se trata de una invención o fantasía. No obstante, esa persona se pudo formar una idea adecuada sin tener la impresión de la cual derivarla. ¿Cómo resuelve Hume esta objeción que él mismo se plantea? Diciendo: este caso es tan excepcional que casi no vale la pena observarlo.11 ¿Por qué minimiza su propia objeción? Tal vez porque la idea resulta ser acertada sólo por casualidad, porque se puede deducir de otras ideas (los otros matices de azul) que sí se derivaron de impresiones. Si la persona no hubiese tenido impresión de los otros matices de azul (por lo menos, de los más cercanos al faltante), jamás habría podido formarse la idea. § 44-. LOS FANTASMAS DE LA REALIDAD. El criterio de verdad empirista, tan sensato y aceptable, abre toda una caja de problemas, en especial para la filosofía, porque ésta suele usar muchas palabras que carecen de un referente empírico. El criterio se convierte en un tamiz para las ideas de la parte más abstracta de la filosofía: la metafísica. El desafío de 9 Hume, Investigación, 2, p. 34. Nada es más libre que la imaginación humana; […que] tiene un poder ilimitado para mezclar, combinar, separar y dividir esas ideas en todas las variedades de ficción y quimera, 5, p. 70. 10 Todas las ideas, especialmente las abstractas, son naturalmente débiles y oscuras. […] En cambio, todas las impresiones, es decir, toda sensación […] es fuerte y vivaz […]. Por tanto, si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado […] no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva esa supuesta idea. Hume, Investigación, 2, p. 37. 11 Hume, Investigación, 2, p. 37.
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Hume consiste en confrontar esas ideas, ver si se les puede asignar una impresión correspondiente. En caso de que no se deriven de una impresión, debemos rechazar esas ideas por abstractas o infundadas; en cambio, si hallamos una impresión correspondiente, entonces esas ideas estarán bien fundadas. Algunos ejemplos a analizar según el criterio empirista son: la idea de sustancia, la idea de causalidad (o conexión necesaria) y la idea de yo. La idea de sustancia refiere a una cosa que permanece a través de sus cambios. Podemos pensar en una cosa que, aunque sufra varios cambios, sigue siendo la misma. Se trata de una idea típicamente filosófica o metafísica. En la vida cotidiana suponemos esta idea con frecuencia: en general, creemos que las cosas existen independientemente de si las percibimos o no, y que siguen existiendo incluso cuando las dejamos de percibir.12 Hume se formularía la siguiente pregunta: ¿tenemos realmente impresión de la sustancia? ¿Hay algún sentido que nos informe que esto que percibimos hoy es lo mismo que percibimos ayer? ¿Puedo tocar, oler, etc., esa mismidad de la cosa, que permanecería constante entre ayer y hoy? Por ejemplo, tenemos una impresión compleja de esta casa o de aquel árbol, y estas impresiones se repiten varios días, de modo que nos inclinamos a pensar que son la misma casa y el mismo árbol. Incluso, si un día los encontramos incendiados, igualmente creeríamos que son la misma casa y el mismo árbol. Sin embargo, para poder decir con fundamento que se trata de la misma casa y del mismo árbol tendríamos que tener, además de la impresión de un día y la de otro, una tercera que las conecte. Pero no tenemos esta tercera impresión. Entonces, la experiencia no nos autoriza a decir que la casa que percibí ayer es la misma que percibo hoy, porque no tengo impresión de la identidad entre una y otra. Podré pensar que la casa sigue siendo la misma, pero no tengo experiencia de esa mismidad.13 Por lo tanto, de acuerdo con el criterio empirista, la idea de sustancia resulta ser una idea infundada, dado que no hay una impresión que la sostenga. Algo similar ocurre con la idea de causalidad (o causa-efecto): pensamos que un hecho causa otro, y sin embargo no tenemos experiencia de aquello que supuestamente los conecta. Pensamos que la lluvia causa humedad, que el fuego causa quemazón, una comida excesiva indigestión, etc. Incluso pensamos que, si se da lo primero, necesariamente debe darse lo segundo. Por lo general, asociamos dos hechos y decimos que entre ellos hay una relación causa-efecto que resulta necesaria. Pero ¿cómo sabemos que una cosa conduce a la otra? No se trata de un conocimiento a priori, es decir, independiente o anterior a la experiencia; sólo somos capaces de asociar un hecho con otro y establecer una relación causaHume, Investigación, 12, pp. 178-180. Esta misma mesa que vemos blanca y encontramos dura, creemos que existe independientemente de nuestra percepción y que es algo externo a nuestra mente que la percibe. [Creemos que] nuestra presencia no le confiere ser, [y que] nuestra ausencia no la aniquila, p. 179. Sobre este tema: Stroud, B., Hume, pp. 142-147, y su crítica: pp. 151, 157, 159160. 13 Hume, Tratado, I, pp. 104-105. 12
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efecto si previamente tuvimos una cantidad de experiencias en esa misma dirección. Entonces, porque muchas veces experimentamos que tras una intensa lluvia aumentó la humedad, a posteriori decimos que la lluvia causa humedad; etc. Ahora bien, desde el punto de vista exclusivamente empírico, ¿qué tenemos? Tenemos la impresión de algo que hace de causa, tenemos la impresión de algo que hace de efecto, pero no tenemos la impresión de algo (un término medio) que los conecte. Es cierto que según nuestra experiencia anterior casi siempre un fenómeno (lluvia) vino asociado con otro (humedad), y por eso cuando se da uno esperamos que se dé el otro. Pero nadie podrá decir que vio, olió, degustó, etc., una causalidad o conexión necesaria; no tenemos impresión de aquello que, según nuestro pensar, conectaría los dos fenómenos. Sólo tenemos experiencia de dos hechos que se dan sucesivamente, nada más. Un ejemplo de Hume: en el billar, una bola que se mueve choca a otra; vemos el movimiento de la primera y el del la segunda, pero no captamos empíricamente la causalidad que nos permitiese afirmar, de acuerdo con la experiencia, que el movimiento de la primera causa el movimiento de la segunda (efecto). Para entender mejor el planteo conviene recrear la siguiente situación: supongamos que vemos por primera vez una mesa de billar y los implementos del juego, y que antes de cualquier movimiento nos preguntan qué sucederá si una bola se mueve hacia otra. Dado que no tenemos ninguna experiencia al respecto, nuestra imaginación se las ingenia para inventar algo: Îsi se nos presentara un objeto cualquiera, y tuviéramos que pronunciarnos acerca del efecto que resultara de él, sin consultar observaciones previas, ¿de qué manera, pregunto, habría de proceder la mente en esta operación? Habrá de inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera considerar como el efecto de dicho objeto. Y es claro que esta invención ha de ser totalmente arbitraria [= libre]. La mente nunca puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el escrutinio o examen más riguroso, pues el efecto es totalmente distinto a la causa y, en consecuencia, no puede ser descubierto en ellaÏ.14
En nuestra primera experiencia podríamos imaginar un abanico de posibles efectos (por ejemplo, que ambas bolas se queden quietas, que la primera rebote en la segunda, o simplemente que se dispersen en cualquier dirección) asociados a una misma causa. Otro ejemplo, más evidente: si una vez comí determinado pan que me resultó muy nutritivo, dice Hume, tiendo a suponer que la próxima vez que coma el mismo pan obtendré el mismo resultado. Pero cabe la posibilidad de que no suceda así. Por ende, si cabe la posibilidad de que a una determinada causa 14 Hume, Investigación, 4, p. 51. Los siguientes ejemplos: p. 56 y p. 48. También: 7, pp. 84-103. Y concluye: Todos los acontecimientos parecen absolutamente sueltos y separados. Un acontecimiento sigue a otro, pero nunca hemos podido observar un vínculo entre ellos. Parecen conjuntados, pero no conectados, pp. 98-99.
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le siga un efecto diferente, entonces no hay una conexión necesaria entre un hecho y otro. En suma, no tenemos impresión de la conexión entre dos hechos, sino sólo una experiencia que ha mostrado que siempre (o casi siempre) se dio así, que siempre (o casi siempre) se repitieron los mismos pares de causas y efectos. Y nada más. Por lo tanto, la conexión necesaria resulta ser un invento de nuestra mente, es otra idea sin fundamento empírico. Lo mismo sucede con el yo, una variante de la identidad de la sustancia. Los filósofos abstractos hablan del yo como de una cosa, de algo que permanece idéntico a pesar de los cambios; sin embargo, ¿en qué impresión se basan para legitimarlo? Sería absurdo decir que uno tiene un contacto sensible con su yo. El yo es un pensamiento, un saber que indica que soy el que era ayer, o hace años, que fue a tal o cual lugar, etc. Es mi propia identidad. Pero se me escapa, como un fantasma: Î…siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular […]. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción [particular], y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo, durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo. Y si todas mis percepciones fueran suprimidas […] mi yo resultaría completamente aniquiladoÏ.15
Mirando nuestra mente no encontramos más que percepciones, jamás algo (una cosa, un yo) que las atraviese. Podremos hacernos una idea de yo, pero sin una impresión que convalide esa idea: Îno tenemos idea alguna del yo, de la manera que aquí se ha explicado. En efecto, ¿de qué impresión podría derivarse esta idea? Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariableÏ.16
Por lo tanto, no tengo experiencia de mi identidad, de algo que se mantenga invariable y constante a través del tiempo. Mi yo también forma parte de los inventos de la mente, de la razón o la imaginación, al modo de otra idea injustificada desde el punto de vista empírico. Como si fuera poco, a estas tres ideas (sustancia, causalidad y yo) se agrega 15
Hume, Tratado, I, pp. 399-400. Hume, Tratado, I, pp. 398-399. Según esta perspectiva de Hume, no podría distinguir entre mis percepciones y las de otro, y sin embargo sí lo puedo hacer, puesto que las primeras tienen un grado de fuerza e intensidad mayor al de las segundas. Sobre este tema: Stroud, B., Hume, pp. 187-200.
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todo el conjunto de leyes que gobiernan la naturaleza. Si no se pudo establecer una experiencia que sustente la conexión necesaria, entonces resulta imposible formular leyes apoyadas en experimentos. Los ejemplos del billar y del pan muestran que a una misma causa le podrían seguir distintos efectos, que no hay necesidad de que ocurra en el futuro lo que ocurrió en el pasado. Pero, si resulta imposible demostrar que en el futuro deberá ocurrir lo mismo que ocurrió en el pasado, entonces resulta imposible formular leyes científicas, pues las leyes científicas aspiran a una validez intemporal, es decir, se postulan como vigentes en todo tiempo y lugar.17 Además, una ley universal se postula para todos los casos, que son infinitos, mientras que nuestra experiencia se limita a un número finito de casos. Las leyes expresan un contenido universal (todo cuerpo...); sin embargo, no tenemos más que una experiencia particular (este cuerpo...). Aunque repitamos una y mil veces esa experiencia, nunca alcanzaremos la infinita cantidad que representa la palabra todo. Entonces, basándonos en la experiencia no podemos legitimar deductivamente una ley universal. A lo sumo, se puede establecer, por inducción (o sea, acumulando muchos casos, a partir de los cuales se infiere la ley), un grado de probabilidad. De este modo, tendremos leyes con mayor o menor grado de probabilidad, pero jamás completamente seguras, porque siempre cabe la posibilidad de que un nuevo caso refute la ley establecida. Por ende, las leyes de la física también son una ficción de nuestra razón. Todas las ideas analizadas por Hume (sustancia, causalidad, yo, leyes) carecen de impresiones que las fundamenten; por lo tanto, desde el punto de vista empirista son ideas injustificadas. § 45-. LA FUERZA DE LA COSTUMBRE. A diferencia del trazado de Descartes, que destruye con brújula en mano, sabiendo que va a encontrar una certeza para reconstruir, el planteo empirista de Hume no desemboca en un final feliz. Hume no se propone restaurar los conceptos naufragantes, los deja ahí. No obstante brinda una descripción psicológica, puramente mental, acerca de por qué igualmente creemos en esas ideas que la experiencia no nos permite fundamentar. Según el análisis anterior, no hay un fundamento empírico para las ideas de sustancia, causalidad, yo, ni para las leyes científicas; todas ellas son ficciones de nuestra mente. Pese a esta conclusión del examen empirista, creemos. Creemos que las cosas siguen estando ahí cuando nos vamos del lugar, que el fuego nos va a seguir quemando, que somos la misma persona que éramos ayer, que las leyes científicas tienen validez universal. ¿Por 17 Es imposible, por tanto, que cualquier argumento basado en la experiencia pueda demostrar esta semejanza del pasado con el futuro, puesto que todos los argumentos están fundados sobre la suposición de aquella semejanza. Acéptese que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto, por sí solo, sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el futuro lo seguirá siendo. Hume, Investigación, 4, pp. 60-61. Sobre la probabilidad: 6, pp. 80-83.
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qué creemos? ¿Por razonamiento? No, dice Hume; no creemos en esas ideas después de haber razonado, sino después de haber acumulado una cantidad de experiencias coherentes. La repetición de experiencias en una misma dirección nos lleva a creer que en el futuro sucederá lo mismo: ÎSólo después de una larga cadena de experiencias uniformes de un tipo, alcanzamos seguridad y confianza firme con respecto a un acontecimiento particularÏ.18
Incluso un niño, desde la primera vez que se quema con fuego, cree que le va a pasar lo mismo si de nuevo se acerca al fuego. Ante una causa similar, espera un efecto similar. Y para esperar y creer algo así no necesita razonar, sino sólo y simplemente tener la experiencia. La repetición de experiencias similares a lo largo del tiempo nos lleva a juntar dos fenómenos y asociarlos como causa y efecto. El hábito o costumbre de observar dos hechos asociados nos hace prever que el futuro será coherente con el pasado: ÎLa costumbre es una gran guía para la vida humana. Este principio solo hace que nuestra experiencia nos sea útil, y nos obliga a esperar en el futuro una serie de acontecimientos similares a los que han aparecido en el pasadoÏ.19
Ni bien se nos presente la llama del fuego, vamos a creer que a ese hecho le sigue el calor, y ni bien se nos presente la nieve, vamos a creer que le sigue el frío; porque estamos muy habituados a percibir los dos hechos juntos. Como nos acostumbramos a eso, pensamos que va a seguir pasando. El criterio empirista demostró que no hay ninguna conexión necesaria entre un hecho y otro (ni entre el pasado y el futuro); por ende, esta asociación no tiene un fundamento empírico, sino que se trata de una ficción mental. Podría suceder –se plantea Hume– que la mente, con toda la libertad de la que goza, asocie cualquier idea con cualquier idea. La libertad de la imaginación permite, por ejemplo, combinar la idea de fuego con la de frío, o la de nieve con la de calor. Sin embargo, dice Hume, no creemos en esa mezcla: ÎEn nuestra imaginación podemos unir la cabeza de un hombre al cuerpo de un caballo. Pero no está en nuestro poder creer que tal animal ha existido en realidadÏ.20
Del mismo modo, nadie creerá seriamente que al tocar la llama del fuego vaya a sentir frío. Lo puede pensar o imaginar, pero no creerlo. Porque la costum18
Hume, Investigación, 4, p. 59. El ejemplo del niño, pp. 61-62. Hume, Investigación, 5, p. 68. Lo mismo en pp. 78-79. 20 Hume, Investigación, 5, p. 71; el subrayado es nuestro. 19
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bre, en la reiteración de experiencias coherentes (o sea, de pares de hechos asociados, que se dan una y otra vez, siempre en el mismo sentido), genera un sentimiento muy fuerte y arraigado: la creencia. Si muchas veces nos hemos quemado con la llama del fuego, ni bien se presente ese hecho otra vez, la imaginación será manipulada por la creencia, por el sentimiento intenso de que va a suceder lo mismo: ÎDigo, pues, que la creencia es una imagen más vívida, intensa, firme y segura de un objeto que aquella que la imaginación, por sí sola, sea capaz de alcanzarÏ.21
Entonces, una idea fabricada por la imaginación se distingue de una creencia por el grado de fuerza, vivacidad, intensidad, etc. La creencia se impone a la mente, la empuja en una determinada dirección. La ficción, en cambio, carece de semejante fuerza. Y el peso la creencia proviene del hábito o costumbre, es decir, de toda una cantidad de experiencias que juegan como sustento, que le permiten ganar la pulseada contra la fantasía. Pero ahí termina el análisis de Hume. ¿Por qué creemos lo que creemos? Por la costumbre. Si la costumbre no arroja un resultado claro, la creencia se debilita. Por ejemplo, si no siempre que comí pan me hizo bien, entonces se debilita la intensidad de la creencia según la cual comer pan me hace bien. En la perspectiva de Hume, la mecánica de la costumbre y la activación de la creencia operan como descripciones del funcionamiento de la mente. Dado que la experiencia no proporciona un fundamento para las ideas analizadas, la costumbre y la creencia pueden jugar el rol de explicaciones psicológicas sustitutas. Aunque, insistimos, no nos proporcionan ninguna seguridad. § 46-. LA CONCEPCIÓN PEDAGÓGICA DEL EMPIRISMO. Según el desarrollo anterior, para fundamentar un conocimiento tenemos que mostrar la impresión que corresponde a cada idea; de lo contrario, la idea sería una fantasía de la mente. En el análisis de las ideas de yo, causalidad, sustancia, etc., Hume descubre que no hay ninguna impresión que las sostenga, que son ideas infundadas. Sin embargo, creemos –con mayor o menor intensidad– en tales ideas, y semejante creencia se justifica por la costumbre, por la reiteración de experiencias coherentes en un mismo sentido. Este criterio para comprender y anticipar la realidad lo aplicamos también a las personas. La conducta de los seres humanos se moldea según la costumbre y la acumulación de experiencias: ÎLas observaciones generales, atesoradas en el curso de la experiencia, nos dan la clave para el conocimiento de la naturaleza humana […]. Si no hubiera uniformidad en las acciones humanas, y si toda experiencia que 21
Hume, Investigación, 5, p. 73.
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Entre Ideas pudiéramos tener de ellas fuera anómala, sería imposible acumular observaciones generales acerca de la humanidadÏ.22
Gracias a la costumbre, podemos anticipar cómo van a actuar los otros, dado que en el pasado actuaron de determinada manera. Esto no significa –continúa Hume– que todas las personas harán lo mismo en las mismas circunstancias, pues en tal caso no tendríamos en cuenta la diversidad de caracteres, prejuicios y opiniones.23 En otras palabras, puesto que todo individuo difiere de otro en su manera de ser, en su manera de entender y según la cultura de la que forma parte, resulta imposible anticipar con total precisión las acciones de los demás. Asimismo, la libertad humana consiste justamente en la imprevisibilidad; de no ser así, no sería libre. Pero, al contar con la experiencia pasada, al conocer la particularidad de cada uno y las circunstancias concretas, la conducta del otro se puede prever –aunque siempre en un grado aproximado– incluso en las situaciones excepcionales, incluso en sus variaciones: οSon distintas las costumbres de los hombres en diferentes épocas y países? Este hecho nos enseña la gran fuerza de la costumbre y de la educación que conforman la mente humana desde la infancia y le moldean un carácter fijo y establecido. […] ¿Difieren mucho entre sí las acciones de una persona desde la infancia hasta la vejez? Esto da pie a muchas observaciones generales acerca del cambio gradual de nuestros sentimientos […]. Incluso los caracteres peculiares de un individuo ejercen una influencia uniformeÏ.24
Por tanto, con todas las diferencias y particularidades propias de cada caso, igualmente se puede anticipar la conducta del otro, porque si se da una irregularidad o cambio repentino, lo comprenderíamos al indagar el motivo. Así, por ejemplo, si una persona atenta y correcta de pronto contesta mal, tal vez tenga un dolor de muelas o hambre. En consecuencia, las situaciones raras también son predecibles. Pese a la diversidad de caracteres, circunstancias, opiniones o culturas, para Hume se puede observar que las acciones humanas son, en gran medida, unifor22
Hume, Investigación, 8, p. 109. Sin embargo, no debemos suponer que esta uniformidad de las acciones humanas se realiza hasta el punto de que todo hombre, en las mismas circunstancias, obrará exactamente de la misma manera, sin contar con la diversidad de caracteres, prejuicios y opiniones. Hume, Investigación, 8, p. 109. Hume señala esta pluralidad cultural también respecto del gusto, en Del criterio del gusto, pp. 47-48, 53-55, 59-60; pero llega a la conclusión de que son sólo unos pocos los que están capacitados para tener un buen gusto: pp. 62, 64-65. Por lo tanto, aunque reconoce la pluralidad, no abandona el prejuicio de época, según el cual algunos son superiores a otros. Aunque advierta sobre cómo distorsionan la realidad los prejuicios, y aunque dé cuenta de la pluralidad, Hume desemboca en un prejuicio y reduce lo diferente a parámetros de uniformidad. Se trata de la misma paradoja de la nota 8 de este capítulo: la tierra de la tolerancia y la libertad no pareciera incluir a todos. 24 Hume, Investigación, 8, p. 110 (subrayado nuestro); y continúa en 111-113. 23
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mes y constantes. En la anterior cita refrenda, como al pasar, que el carácter se forma y fija en la temprana infancia, de donde se deduce que la educación deja en la persona una huella de por vida. En efecto, el empirismo reflota la concepción del sujeto vacío, en cero, como una hoja en blanco o tabla rasa, en la cual la experiencia se va imprimiendo, y de este modo lo moldea, marca, talla, etc. Se trata de un sujeto pasivo, a la espera de las impresiones, y cuyo conocimiento se consolida recién cuando la experiencia se ha reiterado lo suficiente como para esperar que se siga cumpliendo lo mismo que se dio en el pasado. La experiencia tiene tanto poder y fuerza sobre el individuo que desde sus primeros impactos en la infancia se arraiga e instala en el carácter. Los empiristas se oponen al postulado del racionalismo según el cual el sujeto nace cargado de ideas; al rechazar las ideas innatas y al presentar a la experiencia como única fuente legítima de conocimiento, vacían al sujeto de contenidos y lo tornan pasivo. Desde luego, la descripción de la hoja en blanco o tabla rasa proviene de Aristóteles. Pero en este punto las diferencias son muy importantes: en primer lugar, Aristóteles (§ 25) se refiere al alma y los empiristas a la mente, y aunque tengan algún parecido, para el griego el hombre es una sustancia, y para Hume la sustancia es un invento de la filosofía. Recordemos la disolución del yo (§ 44): para Hume la mente no es más que un centro de operaciones, un teatro donde los hechos se suceden y se suponen conexos. En segundo lugar, Aristóteles considera al conocimiento sensible como un paso previo a la captación inteligible de la forma, y los empiristas no lo siguen en la misma dirección. En el caso de Hume, claramente, ni bien salimos de aquello que se justifica por la experiencia, dejamos de tener un conocimiento seguro. En tercer lugar, para Aristóteles la realidad no está centrada en el sujeto, sino que se mantiene independiente de él; en cambio, los empiristas y Hume coinciden –incluso con los racionalistas– en colocar al sujeto en el centro, y en hacer que la realidad dependa de él. Por lo tanto, ubicar a Aristóteles en la tradición empirista constituye, no sólo un anacronismo, sino también una parcialización y un falseamiento de su planteo. Apenas coinciden en la noción de tabla rasa u hoja en blanco como punto de partida del aprendizaje.25 Precisamente, según Hume el niño recibe y adopta ciertas creencias que se adhieren al fondo de su personalidad, porque sería una suerte de arcilla perfectamente maleable por las ideas, valores, prejuicios, etc., que lo rodean en su contexto específico. Y las ideas que se le inculcan en la infancia echan raíces tan o más 25 También en este punto cabe trazar una distinción, aunque más sutil: Aristóteles no equipara la noción de tabla rasa con la de hoja en blanco, pues en la primera el alma permanece totalmente pasiva, mientras que en la segunda ya colabora en la escritura de la experiencia. En su embate contra el innatismo, los empiristas pierden de vista este detalle. En el mismo sentido, para Aristóteles la educación y la sociabilidad en general trabajan como una segunda naturaleza sobre la disposición del individuo; es decir, éste no se encuentra vacío de nacimiento, sino que está naturalmente orientado al bien, posee cierto talento para ciertas actividades, etc. En suma, las diferencias entre el planteo de Aristóteles y el empirismo no son pocas, ni menores.
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fuertes que los aportes de la experiencia o de la razón: ÎTodas las opiniones y nociones a las que nos han acostumbrado desde la infancia se arraigan tan profundamente que nos es imposible erradicarlas aunque empleemos todo el poder de la razón y de la experiencia […]. Estoy persuadido de que, si las examinásemos, veríamos que más de la mitad de las opiniones predominantes entre los hombres se deben a la educación; y también estoy seguro de que los principios que así abrazamos implícitamente tienen más peso que los debidos al razonamiento abstracto o a la experiencia. Igual que los mentirosos acaban por recordar sus mentiras a fuerza de repetirlas…Ï.26
A través de la educación se instalan ficciones, ideas no justificadas ni por la experiencia ni por la razón, que acaban gobernando la mente humana de por vida. Así como el mentiroso, tras repetir una y otra vez sus fábulas, termina creyéndolas, los individuos terminan creyendo las ideas impuestas, recordadas y repetidas desde niños. La costumbre se refuerza como creencia, y la creencia en tales nociones resulta ser más fuerte y arraigada que las enseñanzas de la experiencia o de la razón. No importa que la realidad la contradiga, no importa que se le muestre lo contrario; al estar tan afianzada esa creencia, nada la remueve. Por eso, dice Hume, los padres procuran educar a sus hijos desde la más temprana edad en reglas y principios morales –muchas veces contradictorios, o acotados a la cultura en la que se vive–, de modo que se implanten en su naturaleza, en su carácter todavía virgen y maleable.27 Los pasajes citados muestran cuán pasivo, cuán influenciable, y cuán amorfo es el sujeto en la concepción empirista de Hume. Al carecer de una naturaleza propia, de características que lo diferencien de los demás, de talentos o de virtudes, etc., todo lo que el individuo llegue a ser proviene de su formación y del moldeamiento que reciba. Este sujeto no pone nada de sí, porque nada trae; más bien a la inversa, la educación se le impone desde afuera, y fija ideas y huellas que permanecerán en su carácter para siempre, del mismo modo que un niño que se quema con fuego jamás se lo olvida. Las impresiones, y en especial las primeras impresiones, se graban profundamente. En suma, para el empirismo la educación y la costumbre pueden hacernos ser cualquier cosa. Como nacemos, crecemos y nos educamos en un determinado contexto, recibimos valores y creencias, ideas y opiniones, prejuicios y sentimientos, que ese contexto sociocultural determinado considera relevantes. Romper con esa pesada herencia no parece tarea fácil para una naturaleza humana tan domesticada.
26 27
Hume, Tratado, I, pp. 231-233. Hume, Tratado, III, p. 728.
La euforia de la Modernidad: el Siglo de las Luces
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Capítulo 9
La euforia de la Modernidad: el Siglo de las Luces
§ 47-. PROGRESO Y OPTIMISMO. Después de doscientos años de gestación, crecimiento y desarrollo, la Modernidad alcanza su plenitud, su madurez, su momento más propio y representativo, en el siglo XVIII, también conocido como siglo de las luces, Iluminismo o Ilustración. Se trata de un siglo optimista, en el cual se cree que la razón ofrece un gran futuro por delante, siempre mejor que el presente y el pasado. La apuesta al progreso, a la ciencia, a las revoluciones políticas y económicas, son signos de un tiempo histórico que va a colocar a la burguesía en el centro del poder. ¿Por qué se lo llama Iluminismo? Las luces refieren al conocimiento y a la razón; lo contrario de la luz es la oscuridad, la ignorancia, y lo contrario de la razón, la fe. Los modernos del siglo XVIII viven su época como la salida definitiva de la edad oscura, la Edad Media. Quieren reemplazar a la religión por la ciencia. Consideran que ha llegado el turno del conocimiento racional, capaz de resolver todos los problemas humanos. La ciencia está encarrilada en la senda del progreso y, tarde o temprano, resolverá todos aquellos enigmas que la religión y la filosofía habían dejado como misterios en el terreno de la fe. En gran medida, los rasgos que atraviesan el Iluminismo y que desplegaremos más abajo giran en torno de tres conceptos básicos: sujeto, razón y progreso. Tales conceptos se hallan entrelazados y provienen de los siglos XVI y XVII. En efecto, la Modernidad se caracteriza por el centramiento en el sujeto (§ 31), el yo cartesiano que se auto-postula como fundamento (§ 39), el yo de la Reforma, el burgués emprendedor, el científico que recorta la realidad, etc. (§§ 32-34). En todos los casos, se trata de un individuo aislado, separado de los demás, que se define como átomo o unidad independiente y, por lo tanto, que rompe con los lazos comunitarios de pertenencia y no echa raíces en ningún lado. Este sujeto moderno se adjudica tanta libertad que se distancia de todo el afuera y no reconoce en sí mismo el influjo de los otros, con los que se puede asociar o disociar según le convenga. Este sujeto moderno que piensa y constituye la realidad se auto-describe como una estructura universal, y todo aquello que lo conecte o vin-
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cule con los otros (la lengua, la cultura, la familia, la comunidad, etc.) resulta secundario. De ahí que en el siglo XVIII se extienda el cosmopolitismo, visión que define al sujeto como ciudadano del mundo y que no pertenece a ningún lugar. Asimismo, ese distanciamiento con la naturaleza lo habilita a apoderarse de ella para sacarle provecho. La naturaleza pasa a ser su objeto a dominar. De ahí que en el siglo XVIII también se extienda el mecanicismo, visión que define a la naturaleza como un gran mecanismo de causas y efectos, un conjunto de piezas perfectamente articuladas. Basados en el enfoque cuantitativo de Descartes (§ 40), Galileo y Newton (§ 34), los iluministas consideran que el cuerpo humano y el universo entero son máquinas donde cada parte se puede separar y opera como causa o efecto sobre el resto. Se trata de un conjunto de engranajes que funciona automáticamente, como el reloj. Esta visión mecánica de la naturaleza tiene en común con el sujeto-átomo la idea de que los elementos se diseccionan y analizan por separado, quebrando su contexto de relaciones y vínculos. Ambas ideas son coherentes entre sí y serán fuertemente rechazadas en el siglo siguiente. La razón y la ciencia, el conocimiento como lo opuesto a la fe y a la religión, configuran otro pilar conceptual del Iluminismo. La fuerza que motiva esta tendencia por racionalizar y conocerlo todo reside en el decidido rechazo al dogma, a la autoridad eclesiástica, a los privilegios, etc. El Iluminismo se presenta como el momento de la luz del conocimiento al cual todo sujeto puede acceder, porque –como decía Descartes– la razón está bien repartida. Por ende, el burgués bien formado y educado se encuentra con capacidad suficiente para poner en cuestión y refutar la palabra de la Iglesia. El Iluminismo se posiciona como un movimiento crítico hacia lo establecido, hacia los residuos y costumbres que todavía perduran y provienen de la Edad Media. Lo que permite oponerse a lo tradicional es, precisamente, la posesión de conocimientos fundados, racionales. Cabe aclarar que este auge de la razón propio del siglo XVIII, al que algunos llaman genéricamente racionalismo, abarca tanto a la teoría iniciada por Descartes como al empirismo. La ciencia moderna abraza por igual la razón y la experiencia, y ser racionalista en el siglo XVIII significa, ante todo, defender el conocimiento frente a la religión. La síntesis definitiva de razón y experiencia la llevará a cabo Kant (§ 54). Hasta aquí, los rasgos del Iluminismo no resultan muy novedosos. Quizás el tercero de sus pilares, el progreso, sea el aporte más genuino y representativo del siglo XVIII. La confianza ciega en la senda del progreso se mezcla con el optimismo sobre un presente mejor que el pasado y un futuro aún más prometedor. Porque para los ilustrados, una vez que el conocimiento y la humanidad se han encarrilado en la marcha del progreso, nada podrá detener o arruinar ese paso seguro; a lo sumo, se lo podrá retrasar o contener un breve tiempo. En este sentido, al progreso se lo podría graficar como una línea recta y ascendente, donde cada punto muestra una mejoría respecto del anterior. En el destino de esa recta ascendente estaría la felicidad, el bienestar material, el hombre en su mayor grado de
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perfección, la libertad plena, la resolución de todos los enigmas del conocimiento, etc. Se trata, sin dudas, de una utopía, de un ideal, pero que no queda encerrado en los libros, sino que motoriza e incentiva a la acción. El ideal de progreso impulsa a las prácticas transformadoras, a modificar la realidad hasta moldearla según la razón. Suele suceder –y, de hecho, sucedió– que el optimismo enceguece un poco, que la realidad no es tan dócil como parece, y que el futuro prometedor selecciona a quiénes deja ingresar y a quiénes no. En principio, la promesa de progreso se abre a todos, es decir, a todos los no-privilegiados, los que no eran nobles, aristócratas o eclesiásticos; sin embargo, al final el todos se termina reduciendo a la burguesía. Ahora bien, sin esa fuerte creencia en el progreso y en que la realidad se puede cambiar, gran parte de los avances y acontecimientos del siglo XVIII no tendrían sentido. El progreso configura el prisma ilustrado, el enfoque básico con el cual el sujeto se pone por encima de la naturaleza para, mediante la razón, conocerla y transformarla.1 A continuación, analizamos algunos pensamientos que dan cuenta de la convicción de que el progreso conduciría a un bienestar tanto material, como intelectual y moral. El optimismo del siglo XVIII se torna evidente en una de las frases que resumen el pensamiento del filósofo racionalista G. Leibniz (1646-1716): estamos en el mejor de los mundos posibles. Sin dudas Leibniz deduce esta afirmación de una serie de consideraciones sobre la naturaleza de Dios. El razonamiento teológico sería así: dado que Dios es el ser más perfecto, más sabio, más bondadoso, más poderoso, etc., su conocimiento infinito lo tuvo que llevar a elegir, entre todos los mundos posibles, el más perfecto. La perfección, la sabiduría, la bondad del creador, se manifiesta en sus obras. ¿Por qué Dios elige lo más perfecto? Porque responde a su esencia, a su entendimiento, a su orden. ¿Por qué nosotros, los humanos, vemos por todas partes imperfecciones y desgracias? Porque –responde Leibniz– no podemos comprender el plan en su totalidad, sino sólo una parte. Lo que para una persona o para un momento determinado parece malo, en la economía global del todo termina revirtiéndose en algo positivo. Lo que parece malo al final termina sirviendo al bien del conjunto.2 ¡Cómo nos sorprende este optimismo de Leibniz! Desde luego, algunos contemporáneos se burlaron de él, 1 Lamanna, P., Historia de la filosofía III, pp. 282-283; Tacca, M., El siglo de las luces: el dieciocho, pp. 73-84; Forster, R., en Itinerarios de la modernidad, pp. 241-262; Solé, J., El sueño de la Ilustración, pp. 15-30. El excelente estudio de Solé, además de ofrecer las características generales, explicita las particularidades que adquiere la Ilustración en los principales países: Inglaterra, Francia y Alemania; pp. 16-20. Por otra parte, J. García-Borrón recoge la siguiente definición sobre el siglo XVIII: es un período cultural que se distingue por los esfuerzos de algunas personalidades dirigentes para hacer de la razón el ordenador absoluto de la vida humana, y esparcir la luz del conocimiento sobre la mente y conciencia de cada individuo, en Historia de la filosofía III, p. 945. 2 Leibniz, Monadología, §§ 53-55, pp. 38-39; Discurso de metafísica, 1-6, pp. 65-71; 30, pp. 101103. Como bien señala J. Solé, el optimismo del siglo XVIII se concentra en la confianza hacia la razón, dejando de lado las cuestiones teológico-metafísicas que motivaron a Leibniz. En El sueño de la Ilustración, pp. 20-21.
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mostrando las desgracias y sufrimientos por los que pasamos en esta vida.3 Pero en líneas generales la época deja de lado el componente teológico, y adhiere al triunfalismo, a la creencia de estar en el camino hacia el mejor de los mundos posibles. El padre fundador de la economía política moderna, Adam Smith (17231790), también celebra el avance del progreso, en este caso asociado con la división del trabajo y la productividad. La diferencia entre las comunidades salvajes y las civilizadas –según Smith– reside en que las primeras trabajan mucho y producen poco, mientras que las últimas trabajan menos y producen mucho más. ¿Por qué las sociedades civilizadas son tan productivas? ¿Por qué ofrecen comodidades y prosperidad? La clave está en la división del trabajo, que a su vez requiere de un capital inicial a invertir. Por ejemplo, en un pequeño taller donde los obreros realizan un trabajo artesanal –cada uno produce el objeto completo, de principio a fin– el rendimiento es muy limitado. En cambio, en una gran fábrica donde los obreros sólo hacen una parte del objeto y complementan su trabajo con una máquina, el nivel de productividad aumenta considerablemente. Un obrero que recién empieza y no ha sido adiestrado –dice Smith– en el contacto con la máquina, apenas puede producir él solo unos veinte alfileres por día. Pero en una fábrica donde los obreros conocen su oficio y se han perfeccionado en el desempeño de una partecita del trabajo total,4 se pueden producir hasta 4800 alfileres por obrero por día. Al dividir el trabajo, cada obrero mejora en la tarea que le toca, ahorra tiempo y se enfoca en el objeto. Además, con el aporte de la máquina las tareas se simplifican y coordinan, lo cual contribuye a mejorar el nivel de productividad. La máquina a vapor (el gran invento que genera la revolución industrial) representa un ahorro de fuerza humana y, por ende, de costos. Ahora bien, para poner una fábrica se requiere de un capital inicial, lo cual por otra parte justifica la ganancia del empresario. La paradoja que se encargará de señalar Marx apunta a que el progreso del capitalismo, en vez de ponerse al servicio del ser humano, en vez de contribuir a su bienestar y felicidad (esto promete el siglo XVIII), coloca al hombre –o sea, al obrero– al servicio del capital, de la máquina y del ocio del capitalista. Por el momento, el optimismo de Smith se concentra en la gran productividad que genera la división del trabajo y la implementación de la maquinaria. Sucede que Adam Smith retoma y profundiza el liberalismo inglés fundado 3
Por ejemplo, Voltaire en Cándido o el optimismo narra las desventuras de un joven ingenuo (Cándido) que, en compañía de su maestro de filosofía (el Dr. Pangloss), viaja por el mundo atravesando las peores catástrofes; irónicamente Voltaire pone en boca de sus personajes –en especial, Pangloss– frases como estamos en el mejor de los mundos posibles. 4 Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto hace la punta, un quinto lima el extremo donde recibirá la cabeza; […] y, de esta manera, el importante trabajo de hacer un alfiler queda dividido en unas dieciocho operaciones distintas. Smith, A., An Inquiry into the nature and causes of the wealth of nations [Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones], L. I, cap. 1, p. 15.
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por John Locke en el siglo XVII. Según esta teoría, el ser humano es un átomo (una unidad independiente) que se asocia con otros por conveniencia, para lograr una vida más tranquila y segura. El condimento que le agrega Smith al liberalismo consiste en acentuar su aspecto económico: el ser humano se caracteriza por la tendencia a permutar, cambiar y negociar una cosa por otra. Los animales no intercambian, no retacean, no sacan beneficios para sí. Sólo el hombre se dedica a engañar a los demás en el comercio. Gracias a este tipo de relaciones donde cada uno sigue únicamente su propio interés egoísta, la sociedad entera progresa.5 Por ejemplo, dice Smith, en una tribu de cazadores un individuo se da cuenta de su habilidad para hacer arcos y flechas; al dedicarse a esa tarea específica y al cambiar sus productos con otros, obtiene mayores beneficios que si él mismo hubiese ido a cazar. Siguiendo su propio interés, se especializa en algo, y la división de tareas contribuye al progreso y a la productividad del conjunto. Claro que el individuo de esa tribu se parece demasiado a un burgués capitalista; pero a Smith no le interesa que sea cierto, sino que sea creíble. Y para los lectores de Smith no hay nada mejor que creer en el progreso sostenido por el egoísmo. La burguesía quiere escuchar esa teoría. Pues, en otras palabras, sostiene que no se debe interferir en el libre desarrollo de las fuerzas productivas, es decir, que el mercado se regula solo, y cuanto menos intervenga el Estado mejor. El mercado se equilibra mediante las leyes de oferta y demanda: cuando sube la demanda, sube el precio; por ende, más productores querrán obtener esa interesante ganancia e invertirán capital en el objeto deseado. Y al revés, cuando cae la demanda o hay demasiada oferta, los capitales migran hacia otro rubro. Esta mágica autorregulación del mercado recibió el nombre de mano invisible6, y se convirtió en uno de los dogmas del liberalismo, dogma que comparte la actual teoría neoliberal. Más abajo nos ocuparemos del incipiente concepto de derrame. En consecuencia, la confianza en el progreso involucra no sólo a la calidad de vida, al bienestar material, sino también a la calidad de las personas mismas. Implícitamente, la noción de progreso contiene un sentido material y un sentido moral. Al aplicar el conocimiento científico a la producción de objetos, se 5 El hombre reclama casi siempre la ayuda de sus semejantes, y en vano puede esperarla de la sola benevolencia de los demás. La conseguirá con mayor probabilidad si logra interesarlos a favor de sí mismo, mostrándoles que es ventajoso para ellos hacer lo que él les pide. Quien ofrece un trato a otro le hace este tipo de propuesta: «dame lo que necesito y tendrás lo que deseas» […]. No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, de donde esperamos nuestra cena, sino de la consideración de su propio interés. No nos dirigimos a su sentimiento humanitario, sino a su egoísmo, y jamás le hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas. Smith, La riqueza de las naciones, L. I, cap. 2, pp. 26-27. 6 Smith, La riqueza de las naciones, L. II, cap. 7 y 10. En L. IV, cap. 2, p. 456, dice: Ningún individuo se propone promover el interés público, ni sabe cuánto lo está promoviendo. Al preferir el apoyo a la industria doméstica antes que a la extranjera, sólo se orienta a su seguridad; y al dirigir la industria de tal manera que sus productos tengan el mayor valor, sólo busca su propio beneficio, y en esto, como en muchos otros casos, una mano invisible lo conduce a promover un fin que no formaba parte de su intención.
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logran avances en el plano de la técnica; por ejemplo, en la construcción, en la navegación, en la electricidad, etc. Y esta línea que se inicia con la revolución industrial se acentúa durante los siglos XIX y XX con la industria pesada (el ferrocarril), el avión, las telecomunicaciones, y la enorme variedad de aparatos que hoy nos permiten tener una vida confortable. Supuestamente, entonces, tendríamos que ser más felices y mejores personas. Pero resulta que el avance técnico también desembocó en la bomba atómica, en las Guerras Mundiales, en las peores matanzas sistemáticas y planificadas de la historia, en las armas de destrucción masiva, etc. En suma, la idea del progreso material y moral terminó revelándose como una gran ilusión7; esto es, como una esperanza para la sociedad del siglo XVIII, y como un engaño para nosotros, que conocemos sus resultados. § 48-. EL DESPOTISMO ILUSTRADO. En los siglos XVI y XVII la Modernidad se configura con la monarquía centralizada y autoritaria, el inicio del capitalismo como sistema económico y el surgimiento de un nuevo sector social que será cada vez más protagonista: la burguesía. La novedad del siglo XVIII consiste en lo que podríamos denominar la llegada del conocimiento al poder. Los Estados más importantes de Europa mantienen la estructura centralizada bajo la autoridad del rey, pero incorporan funcionarios, administradores, consejeros, diplomáticos, etc., que provienen del ámbito de la cultura, y que ofrecen un conocimiento específico, acorde con el avance de la ciencia, la técnica y las artes. Se trata de una combinación entre lo viejo y lo nuevo, entre el poder y el saber. A este régimen político se lo llama despotismo ilustrado, en el cual conviven el ejercicio de la fuerza pública con la autoridad que otorga el conocimiento. En cierto sentido, el despotismo ilustrado representa una suerte de registro de la burguesía emergente, de los sectores ilustrados que luchan por el poder; sin embargo, esa apertura del Estado a los nuevos sectores no lleva al cuestionamiento de la monarquía, o de los privilegios de los sectores nobles. Recién con la Revolución Francesa semejante desigualdad se revela absolutamente contraria a los principios de la razón. En lo esencial, la estructura política se conserva; las modificaciones conciernen a detalles, a reformas internas al Estado que tiendan a la eficiencia y a una mayor aceptación. En principio, la idea no es cambiar la monarquía y abolir las distinciones de clase, sino modernizar al Estado, infundirle racionalidad y orden, de modo que el conocimiento convalide su accionar. Ahora bien, en una lectura más profunda del despotismo ilustrado encontramos que la alianza estratégica entre el máximo poder y la burguesía culta significa un cambio sustancial en la fuente de legitimación. En la Edad Media, el rey era rey por derecho divino. La Reforma protestante puso al rey a la cabeza de la Iglesia. Las teorías políticas y jurídicas de la Modernidad apuntan a que el poder 7
Sábato, E., Hombres y engranajes, pp. 61-63.
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soberano tenga aceptación en sus gobernados. Tal consentimiento se basa en un buen ejercicio del poder público, y para ello nada mejor que utilizar los conocimientos disponibles. En efecto, en el siglo XVIII no se habla de despotismo, sino de monarca ilustrado o de rey filósofo; no se lo considera un déspota o tirano. La legitimidad del rey reside en la posesión de conocimiento, que vuelca en las medidas políticas que toma. Los grandes Estados se sirven de conocedores de diversos temas (hoy diríamos: técnicos, expertos); se asesoran, toman consejos, atienden distintas variables. Así surge la economía como una ciencia con leyes propias. Y así la burguesía va ingresando en los puestos burocráticos del poder político. Concretamente, en materia económica el rey debe asesorarse y decidir lo más conveniente según las leyes naturales del mercado. La economía presenta un terreno a conocer y cuya intervención requiere planeamiento. En materia religiosa, lo racional se condice con la tolerancia hacia las distintas creencias, e incluso hacia formas cercanas al ateísmo. En lo jurídico se promueve una fuerte modificación del sistema penal, limitando los inhumanos castigos físicos, las torturas, las ejecuciones, y en ciertos casos la abolición de la esclavitud. De este modo se intenta garantizar el cumplimiento de un conjunto mínimo de derechos. En todos los ámbitos se tiende a un criterio uniforme, en parte reduciendo los privilegios y caprichos de la nobleza, y en parte promoviendo la igualdad, es decir, una aplicación más justa de la ley, una carga impositiva más pareja, etc. Por supuesto, las luces no cruzaron el Atlántico, ni el Mediterráneo; estos avances sólo valían para los Estados europeos, no para las colonias. Mientras las principales potencias aplicaban para sí los dictados de la razón, hacia el exterior mantuvieron o reforzaron la política imperialista. Aunque invisible, o al menos relegado a un segundo plano, el papel que cumplieron las colonias en el desarrollo europeo resulta crucial. Los tres Estados más importantes, España, Francia e Inglaterra, se ensancharon geográfica o económicamente gracias a la política de succión de bienes y metales fuera de Europa. Sucede que para el siglo XVIII, España y Francia pierden algunos lugares respecto de la próspera Inglaterra. Pues Inglaterra, con su monarquía parlamentaria (desde fines del siglo XVII), constituye el modelo a seguir, la modernización, el ejemplo de tolerancia religiosa y de rápida adecuación a las leyes del mercado. Precisamente, la habilidad para moverse en el mar y en el tejido de relaciones comerciales fue uno de los factores que la colocó en primer plano.8 Veremos que no casualmente en ese país se producirá la revolución industrial. Los déspotas ilustrados se enorgullecen de solventar y promover la cultura general. Tal es el caso de Federico II, rey de Prusia (1740-1786), conocido como Federico el Grande o el rey filósofo, que no sólo financia una corte en Potsdam, sino también la Academia de Ciencias de Berlín. Ambas instituciones están 8
AAVV, Historia universal, pp. 531-535, 549-551, 563-570.
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orientadas a traer de Francia las luces del progreso, para equilibrar el retraso en que, según el rey filósofo, se halla la cultura alemana. Por entonces el imperio prusiano todavía posee una estructura casi feudal, anclada en el campesinado y en la aristocracia. Federico II aparece como un político de avanzada para la época, por su entusiasmo literario y por su capacidad pragmática para llevar a cabo importantes reformas en la organización social y estatal, estimulando la actividad agropecuaria e industrial, invirtiendo en infraestructura, implantando la tolerancia religiosa y una serie de reformas jurídicas. En general, sus medidas políticas combinan lo viejo y lo nuevo, algo de reconocimiento para los sectores bajos y diplomacia y acuerdo con los sectores altos. Aunque se lo presente como el ejemplo de reformista ilustrado, las acciones de Federico II no concuerdan totalmente con sus ideas; más bien se trata de un gobernante arbitrario, controlador, y que no suele consultar sus decisiones. Se considera a sí mismo el primer servidor del Estado; o sea, un súbdito más, pero con una responsabilidad mayor, un rey que también puede ser un padre –de ahí su política paternalista–; sin embargo, más que un servidor, es un déspota. Y pese a que incorpora como funcionarios de gobierno a conocedores o expertos (Kant los llamará doctos), nunca abandona el personalismo. De todos modos, Federico II nos dejó una frase que resume la visión social del despotismo ilustrado: Todo para el pueblo, nada por medio del pueblo.9 § 49-. EL PROYECTO PEDAGÓGICO-CIVILIZATORIO. En la lucha entre los sectores nobles en decadencia y la burguesía enriquecida y con mayor peso político, la ilustración y la promesa de progreso se vuelven un instrumento ideológico, una idea que seduce al pueblo y lo pone del lado de los burgueses. Ambos sectores están en contra de los privilegios de la nobleza, de la pesada carga impositiva y de un Estado que muy rara vez atiende sus intereses. Sin embargo, los burgueses consideran que son ellos, en tanto portadores del saber, los que deben conducir el destino de la sociedad en su conjunto. Mientras el pueblo no esté alfabetizado, cultivado, civilizado, etc., no será libre y, por lo tanto, no podrá tomar decisiones por sí mismo. Dicho de otra manera, el Iluminismo se presenta como un proyecto para todos, pero ese todos se encuentra al final, como un ideal o meta a alcanzar en el futuro. En el siglo XVIII sólo unos pocos están iluminados. La gran mayoría permanece en la ignorancia (pueblo), en la fe (eclesiásticos) o en las viejas prácticas aristocráticas (nobleza). Sólo unos pocos, una elite, goza de la luz de la razón y del conocimiento. Esos pocos iluminados ya empiezan a integrarse al poder político, a un Estado que mantiene su estructura feudal, porque no reconoce el principio moderno todos somos libres e iguales. En rigor, tampoco la burguesía cree totalmente en 9
En Lamanna, Historia de la filosofía III, p. 298. AAVV, Historia universal, pp. 564-565. Tonelli, G., La filosofía alemana desde Leibniz hasta Kant, pp. 116-118.
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su propio lema, dado que el todos que promulga incluye sólo a su sector. Más que todos somos libres e iguales debería decir: todos vamos a ser libres e iguales, a medida que se vaya extendiendo el progreso de la cultura, la educación y la civilización. Pero la visión de la sociedad sigue siendo piramidal. Esto significa que la elite burguesa considera que el conocimiento y la ciencia la autorizan a ocupar los puestos de poder y a situarse por sobre los demás sectores.10 La luz del siglo XVIII en principio sólo los de arriba la irradian, mientras que los de abajo por el momento son incultos, incivilizados, bárbaros, ignorantes, etc., hasta que el proceso civilizatorio los transforme en seres aptos. En esta visión piramidal de la sociedad se fundamenta el ideario pedagógico ilustrado, es decir, el soporte teórico de la escuela tradicional y normalista, donde el docente (la luz) ocupa el lugar de autoridad incuestionable, y donde el alumno tiene que adquirir hábitos y costumbres que la sociedad –o mejor, que el sector social que se encargue de definir el sistema educativo– considera que debe tener. El proyecto pedagógico-civilizatorio es vertical y unilateral (va de arriba hacia abajo), y busca impregnar al resto de la sociedad de los valores y costumbres de los sectores dominantes. Si el educando forma parte de esa clase social, entonces será preparado para tomar decisiones, para mandar; si forma parte de la clase trabajadora y tiene la suerte de que el Estado se ocupe de su formación, será preparado para la obediencia y subordinación. Aquí debemos señalar algo importantísimo. En primer lugar, la Modernidad plantea desde sus comienzos –con Comenio (§ 35) – la propuesta de educar a todos, ricos y pobres, niños y niñas, inteligentes e ignorantes, etc. En segundo lugar, el siglo XVIII genera una mirada sobre el conocimiento y la sociedad a tono con los avances de la época, y en los escritos de los principales pensadores iluministas sobresale una característica, la de incorporar los aportes de la ciencia moderna y reformar las enseñanzas orientándolas hacia saberes útiles. Así, por ejemplo, sólo Alemania conservó las lenguas clásicas (griego y latín) o la formación teológica. El resto de los Estados marcharon al compás del progreso, absorbiendo lo nuevo. En tercer lugar, la preocupación pedagógica del siglo XVIII, su proyecto cultural-civilizatorio, recién se realizará en el siglo siguiente. La escuela tradicional, emblema distintivo del sistema educativo, se vuelve obligatoria y masiva a fines del siglo XIX. Sin dudas, hereda del Iluminismo la concepción piramidal y la división de clases, la confianza en la ciencia y en el progreso de la razón (positivismo). Pero, entonces, entre el proyecto pedagógico ilustrado y la realidad educativa del siglo XVIII hay un abismo. Que los pensadores de la época (Diderot, Condorcet, Rousseau, Condillac, Helvecio, Lessing, Herder, Kant) escriban tratados sobre educación no significa que sus ideas tuvieran eco en la práctica. Por ejemplo, en Inglaterra y en Francia la escuela elemental –lo que hoy llamamos prima10
Lefebvre, G., La Revolución Francesa y el Imperio, pp. 34-35.
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ria– casi no existe, ni forma parte de la política pública, ni de la iniciativa privada. Apenas algunas escuelas parroquiales, o mujeres que enseñan en su casa a los niños del barrio, o cursos preparatorios para la escuela media, o algunas congregaciones religiosas que se ocupan de los pobres, completan el panorama. Todos estos buenos intentos son pocos, aislados y carentes de eficacia. Se calcula que en Francia más del 90 % de los niños de 7 a 16 años prácticamente no recibía ninguna educación. Tampoco la escuela media tuvo gran concurrencia: sólo los sectores económicamente más prósperos (la burguesía floreciente y la nobleza) podían pagarla. Por cierto, la educación de los jóvenes no se presenta como una política de Estado. Algunas escuelas superiores o academias se dedican a formar a los hijos de la elite dirigente, y en ellas se implementan reformas modernizadoras, combinando el arte con las nuevas ciencias, la cultura con la utilidad. En este sector se percibe la influencia de las ideas ilustradas, la tendencia democrática y la necesidad de llevar el saber a cosas útiles. Pero el alcance social se reduce a los sectores más pudientes. Las universidades, por su parte, permanecen al margen del movimiento iluminista. En verdad, aunque algunos pensadores se hayan dedicado al tema, en los hechos la educación universal no constituye una prioridad. El proyecto pedagógico se enfoca sólo en unos pocos, y la elite ilustrada está de acuerdo en que así sea. Más aún, ni al Estado ni a la mayoría de la elite les interesa abrir escuelas primarias para los sectores bajos, e incluso consideran que las existentes son demasiadas y que alfabetizar a los pobres resulta inútil, pues únicamente deberían aprender oficios manuales. A lo sumo se diseña un sistema educativo estatal muy pequeño simplemente para quitarle poder a los grupos religiosos, en especial a los jesuitas, expulsados de Francia en 1764. Parece que esta propuesta tuvo aceptación en la época. Sin embargo, no se extiende más que a los sectores pudientes. Debemos tener en cuenta que la carencia de una formación básica dificulta o directamente imposibilita el acceso a estudios superiores.11 No deja de sorprender que el siglo de las luces caiga en semejante contradicción: ¿cómo se compatibiliza el fomento de la cultura, el progreso del género humano, el camino a la felicidad y al bienestar, los principios de libertad e igualdad, etc., con este desprecio hacia la educación masiva y hacia la escuela elemental? Una explicación muy sencilla: la luz no llega a todas partes. En última instancia, los iluministas son coherentes, porque mantienen la jerarquía social, las distinciones de clase, la cultura y el conocimiento para unos pocos. Con que la cima de la pirámide esté iluminada basta para que el progreso arrastre al conjunto de la 11
Abbagnano-Visalberghi, Historia de la pedagogía, pp. 377, 383-386. Lamanna, P., Historia de la filosofía III, pp. 304-305. Tonelli, G., La filosofía alemana desde Leibniz hasta Kant, pp. 137140. En Francia la escuela primaria recién se funda en 1793, con la Revolución, y con las siguientes características: obligatoria, gratuita y laica. Lamentablemente en un par de años se eliminaron la obligatoriedad y la gratuidad, desmantelando la propuesta inicial. Lefebvre, G., La Revolución Francesa y el Imperio, pp. 142-143. Hampson, N., Historia social de la Revolución Francesa, p. 254.
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sociedad, y de ese modo a cada uno le toque lo que le debe tocar según su posición. Por lo tanto, la frase sarmientina que tan bien representa el proyecto pedagógico del Iluminismo, educar al soberano, tiene un sentido muy restringido y acotado: educar a los hijos de la elite dirigente. Ahora bien, si con soberano se pretende señalar al pueblo, entonces habrá que esperar al futuro para encontrarlo en la condición civilizada. Por el momento (siglo XVIII) el pueblo está sumergido en la ignorancia. Se supone que el progreso será generoso, y la propagación de la cultura llegará hasta las capas más postergadas de la sociedad. Esta ilusión –en el doble sentido de la palabra– nos reconduce a la teoría económica de Adam Smith, que permite explicar cómo se distribuyen no sólo los bienes materiales, sino también los conocimientos: La gran multiplicación de las producciones en todas las diferentes artes, como consecuencia de la división del trabajo, es lo que ocasiona, en una sociedad bien gobernada, esa opulencia universal que se derrama hasta las clases inferiores del pueblo. Todo obrero dispone de una cantidad mayor de su propia obra […] y como cualquier otro trabajador […] está en condiciones de cambiar una gran cantidad de sus propios bienes por una gran cantidad de bienes creados por otros […]. Se suministran uno a otro lo que tienen, con lo cual se difunde una abundancia general en todos los rangos de la sociedad.12
El optimismo de Smith sobre las fuerzas naturales del mercado para repartir los bienes en los distintos sectores de la sociedad refleja la visión elitista y piramidal del Iluminismo. Con el ejemplo de la copa que, al rebalsar, llega hasta lo más bajo, se justifica la gran riqueza de los sectores dominantes. Para graficar la teoría del derrame, mejor que el ejemplo de la copa sería el del volcán, porque la prosperidad llega, como la lava, primero a los más acomodados, y en menor cantidad a la base social. ¿Qué sucede si el volcán detiene su erupción? Si la economía se estanca –para Smith, porque la sociedad no está bien gobernada–, el derrame de riqueza se concentra en la cima. Este mismo esquema puede trasladarse a los bienes culturales. La luz del conocimiento y de la civilización se encuentra en la cúpula dirigente y, con el tiempo, debería derramarse hacia los grupos sociales bajos, oscuros y postergados, ignorantes y bárbaros. El sector dueño de la verdad, también posee la bondad y la belleza, de modo que cumple con la trilogía de Ideas platónicas.13 En la perspectiva del progreso, el avance de la ciencia desemboca en el bienestar, en la 12
Smith, La riqueza de las naciones, L. I, cap. 1, p. 22. El subrayado es nuestro. Esto no significa que bien, verdad y belleza sean una sola cosa, como en Platón, sino que los portadores de lo uno y lo otro son los mismos. En el siglo XVIII se produce la separación definitiva de las esferas de la ética, del conocimiento y de la estética. Padín, L., Estética y verdad en la Edad Moderna, pp. 18-30. 13
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felicidad; además, para los ilustrados sólo unos pocos tienen buen gusto, un sentido para detectar la belleza de las obras de arte.14 Por tanto, sólo la élite conoce la verdad, el bien y lo bello. En contraste, el pueblo es ignorante, malo y feo o de mal gusto. Estas nociones equivalentes forman parte de una mirada ideológica sobre la sociedad. Los pobres reciben, por su situación, este tipo de calificativos, y la barbarie condensa ignorancia, maldad, fealdad. De ello se deriva la propuesta de domesticarlos, adiestrarlos u ocuparlos en oficios manuales, en instituciones de encierro. Y de ello se deriva el siguiente argumento fundamental: al ser ignorantes, los pobres se encuentran imposibilitados para tomar decisiones, para madurar y alcanzar lo que Kant denomina la mayoría de edad. El pueblo no alcanza la libertad, no se puede gobernar a sí mismo. En otras palabras, los ilustrados piensan que el conocimiento nos hace libres. Una persona ignorante no sabe, no puede, no tiene elementos para elegir; su repertorio de posibilidades queda tan reducido que termina eligiendo lo poco que conoce. Si conociera más, podría elegir mejor. Si se cultiva, educa e ilustra, se le abre un nuevo mundo, el mundo de la libertad. En tal caso, ya no necesita que otro le diga qué hacer; ya no resulta ingenua, crédula o fácil de manipular. En suma, el proyecto pedagógico del Iluminismo apunta a que, cuando el conocimiento, la cultura y la educación se extiendan al pueblo y éste internalice los valores morales y las aptitudes cívicas (o sea, se civilice), recién entonces estará en condiciones de decidir por sí mismo. Ilustrarse, cultivarse o conocer, se convierte en la condición para hacerse libre, para ser mejor persona y, por ende, un ciudadano capaz de elegir y votar. Pero este proyecto se mantiene como un ideal, un punto de llegada que, supuestamente, se conseguirá en un futuro, gracias a la marcha segura del progreso. Mientras tanto, el pueblo debe confiar en que la luz suprema continúe encendida, para que le llegue alguna vez, mediante el efecto derrame. § 50-. LA CULTURA Y EL ESPACIO PÚBLICO. El Iluminismo es un fenómeno urbano. Así como la Edad Media presentaba una mentalidad arraigada en lo natural-campesino, donde todo permanecía estable o casi idéntico, la Modernidad –y en especial el siglo XVIII– considera que la movilidad, el cambio, el futuro, la razón, están en la ciudad. En la ciudad se cristaliza el progreso intelectual y técnico. A la ciudad concurren las principales figuras y en ella nacen los grupos literarios, los cafés, los museos. Poco a poco va surgiendo el intelectual, el pensador que puede vivir de su propio trabajo como escritor. Poco a poco florece la prensa, la difusión de información y el periodismo. Poco a poco se multiplican los espacios colectivos donde se comentan y circulan las principales obras e ideas del momento. El Iluminismo apuesta a lo que Hume afirma: Así, aunque los principios del gusto sean universales, […] pocos están calificados para pronunciar un juicio de gusto sobre una obra de arte o establecer su propio sentimiento acorde al criterio de la belleza. En Del criterio del gusto, p. 62.
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Kant denominará gran público, al espacio cultural compartido por diversos sujetos y actores sociales. El ágora del siglo XVIII consiste en la publicación de libros y de diarios, y nace como contrapeso del despotismo ilustrado, como instancia de acceso de la burguesía al conocimiento. En este marco urbano, donde confluyen pensadores de diverso origen y donde se publicita el saber, nace el movimiento conocido como Enciclopedia. Escritores, filósofos, científicos y artistas se reúnen con un determinado fin: construir una obra monumental que compile todo el saber, una suerte de diccionario exhaustivo que dé cuenta del conocimiento acumulado hasta el momento. Figuras como Diderot, D’Alembert, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, y muchos otros colaboran con diversos artículos, y la Enciclopedia se publica (entre 1751 y 1772) en sucesivos volúmenes, con el siguiente título: Diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios, por una sociedad de gentes de letras. Este megaproyecto tuvo fuerte resistencia en las autoridades políticas y eclesiásticas (en especial, los jesuitas), y a su vez una grata recepción en los sectores ilustrados de la burguesía. Precisamente, los sectores ilustrados ven con muy buenos ojos la difusión de ideas científicas y del saber racional, porque representa la liberación del conocimiento de las garras de la tradición, porque se dan a luz las nuevas ideas y descubrimientos, y porque genera un escenario de argumentación y de ampliación de la cultura. En este siglo racionalista y empirista la ciencia viene a reemplazar a la religión. Con la Revolución Francesa –inspirada en Rousseau, Voltaire y la Enciclopedia–, la razón reemplaza la fe, ocupa el lugar de Ser Supremo y se la llama diosa razón. Por eso, la Enciclopedia sería la nueva Biblia, la fuente de verdad de los ilustrados.15 Por debajo de la cara visible de la Enciclopedia se gesta un intenso movimiento de apropiación y de discusión, una notable efervescencia de lo que hoy forma parte del espacio público o espacio de la opinión pública. Desde luego, los puntos de encuentro no siempre son lugares abiertos; por ejemplo, los salones o las sociedades literarias están financiadas por familias aristocráticas, en general por una mujer. A este tipo de lugares asisten los miembros de la nobleza y/o de la burguesía enriquecida y se convoca a las principales figuras del momento, como invitados o directamente como intelectuales solventados por la corte. Rousseau, por ejemplo, de origen pobre, mucho tiempo fue mantenido por damas de honor. En las reuniones, aristócratas e ilustrados hacen gala de sus conocimientos y de la puesta a tono con las novedades, porque conocer –y más aún lo nuevo, lo último– da prestigio, simboliza status social. Si ampliamos el foco, encontramos que en el siglo XVIII se fundan importantes museos, se extiende la costumbre de reunirse en los cafés para conversar, y se produce un auge de la prensa. Por cierto, tales fenómenos se dan sólo en grandes ciudades, en aquellas con algún grado de libertad y de movilidad económica. 15
Lamanna, P., Historia de la filosofía III, p. 294. AAVV, Historia universal, p. 550.
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La creación de los museos de Londres y de París significa la apertura del arte al público, la exposición de obras que anteriormente sólo circulaban entre los sectores nobles o aristocráticos. Las primeras cafeterías aparecen en las principales ciudades de Europa hacia fines del siglo XVII; en el XVIII muchos filósofos e intelectuales (Diderot, Rousseau, Voltaire) frecuentan estos lugares, que se convierten en puntos de encuentro y de difusión de ideas. Además, una variedad de publicaciones empiezan a circular en el espacio público: diarios políticos, gacetillas morales, periódicos de anuncios, revistas de interés general, revistas para la mujer, de humor, etc. Todo esto resulta posible gracias al perfeccionamiento técnico de las máquinas de impresión y, por supuesto, al hecho de que haya lectores. En este siglo nacen los diarios propiamente dichos, y el gran alcance de la prensa (el cuarto poder) genera presiones, persecuciones, operaciones, censuras, corrupción, y hasta impuestos para que los pobres no puedan acceder a ella. Recién a fines del siglo XVIII se presentarán leyes para proteger la libertad de expresión.16 Aquí cabe preguntarse cómo se compatibiliza el auge de la prensa con la escasa educación o el alto analfabetismo. En la Revolución Francesa, por ejemplo, la rapidez con que circulan las noticias resulta asombrosa, y se combina con el fuerte protagonismo del pueblo, o sea, de los que no saben leer.17 Pero el espacio público abarca mucho más que lo escrito, o que ir a un museo; representa el lugar donde se produce la comunicación boca a boca, y basta con que uno sepa leer para que el resto se entere de la noticia. Al fin y al cabo, el ágora del siglo XVIII, el ámbito de encuentro y de discusión, conserva la fuerza de la oralidad. Por diferentes medios la cultura se derrama hacia nuevos sectores sociales, y entonces esa plaza griega a la que únicamente concurrían los ciudadanos, ahora se agranda, surcando cauces tal vez inesperados. Lo fundamental está en el grado de involucramiento que se genera con ese espacio, en la participación. § 51-. LA CIENCIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. Con la alabanza a la ciencia, el progreso y la razón, uno podría imaginar a simple vista que en el siglo XVIII se produjo una oleada de descubrimientos científicos y adelantos técnicos. Sin embargo, si se lo compara con el siglo XVII y con lo que vendrá después, la época del Iluminismo no ofrece una revolución, sino que más bien continúa la línea inaugurada por Galileo y Newton y allana el camino para las importantes innovaciones de los siglos XIX y XX. En el campo de las ciencias, durante el siglo XVIII la matemática sigue 16
AAVV, Historia universal, pp. 558-559. Vovelle, M., Introducción a la historia de la Revolución Francesa, p. 36. Hampsen, N., Historia social de la Revolución Francesa, p. 154. El revolucionario M. Robespierre (1758-1794) se manifiesta claramente a favor de la libertad de expresión: Que se delibere en voz alta: la publicidad es el sostén de la virtud, la salvaguardia de la verdad […]. Los hombres libres quieren que el pueblo sea testigo de sus ideas, en Libertad, igualdad, fraternidad, p. 72; también p. 77.
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siendo un instrumento indispensable para la física (Euler, Lagrange, Bernoulli), la astronomía confirma y profundiza las teorías vigentes (Halley, Herschel, Laplace), se dan los primeros pasos en la manipulación de la electricidad (Coulomb, Volta, Galvani), nace la química moderna con el principio de conservación de la materia (Lavoisier), y en biología se alcanza una clasificación detallada de los seres vivos (Linneo) y una primera formulación de la supervivencia de las especies según su adaptación al medioambiente (Buffon). En el ámbito de la técnica, se perfeccionan los telescopios, se construyen termómetros, se inventa la pila y, junto con el manejo de la electricidad, el gran hallazgo del siglo es la máquina a vapor (Papin, Watt). El uso del vapor como fuerza motora resulta ser el puntapié de la revolución industrial. Por otra parte, se mejora notablemente la navegación, gracias a la arquitectura naval y los métodos de orientación.18 Los dos últimos elementos son fundamentales para el despegue de la primera potencia, Inglaterra. Pero la revolución industrial no se explica por el progreso de la ciencia y de la técnica. La máquina a vapor no supone una gran innovación, dado que nace de combinar las máquinas existentes en la producción de algodón. En verdad, se trata de un invento tan sencillo que se hubiera podido realizar con los instrumentos disponibles en el 1500. A su vez, para manejarla no se requiere mucho conocimiento, no se necesita una mano de obra calificada. Tampoco requiere de gran inversión económica.19 Si la máquina a vapor es tan sencilla y barata, ¿por qué no se inventó antes? ¿Por qué en Inglaterra? ¿Por qué hablamos de revolución industrial? Según el historiador E. Hobsbawm, la revolución industrial se explica por varios factores, entre ellos: la acumulación de excedentes de capital (o sea, dinero para invertir) durante doscientos años, lo cual fortalece el mercado interno; las colonias cautivas, que proporcionan materia prima barata (con mano de obra esclava) y mercado para vender los productos elaborados; y el hecho de que para fines del siglo XVIII se hizo redituable la industria del algodón, por lo que subieron las expectativas de ganancia. En Inglaterra –más que en ningún otro lugar– la política se pone al servicio de la economía; la Corona atiende los intereses de los empresarios, pues las guerras y la expansión marítima le permiten conquistar y someter a las colonias, asegurándose el monopolio de la provisión de materia prima y la colocación de productos elaborados. Al controlar las redes de circulación, Inglaterra se asegura lo que necesita para producir y la venta de lo que produce. De este modo, madura la idea de convertirse en la gran fábrica del mundo y la burguesía encuentra condiciones propicias para invertir en la industria más que en otros rubros.20 18
Lamanna, P., Historia de la filosofía III, pp. 273-282. AAVV, Historia universal, pp. 540-541. Hobsbawm, E., Industria e imperio, pp. 39, 55-59; En torno a los orígenes de la revolución industrial, pp. 76, 94, 107-108. 20 Hobsbawm, E., Industria e imperio, pp. 34-49; En torno a los orígenes de la revolución industrial, pp. 75, 78, 86, 93, 103-108. 19
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Ahora bien, ¿qué tuvo de revolucionario todo esto? Básicamente, una transformación abrupta en el plano económico y social, porque, por un lado, suben todos los indicadores. El capitalismo inicia su etapa triunfal, que desencadena en el siglo XIX una gran expansión y explosión de las ganancias. La simple máquina a vapor se aplica a la industria del carbón y, luego, al hierro. Así, en la primera mitad del siglo XIX comienza la segunda etapa de la revolución industrial, la fase de la fabricación pesada: el ferrocarril. En adelante, los progresos técnicos y científicos prosiguen en escala ascendente. Por otro lado, a partir de aquí se establece un nuevo sistema social: la sociedad pasa a estar dividida en capitalistas y obreros, se instaura la fábrica como lugar de la producción –sustituyendo al taller, de connotación familiar, por masas de trabajadores obligados a interactuar con las máquinas–, y la economía entera queda sujeta a la ganancia y acumulación capitalistas. Por cierto, que los indicadores económicos se mantengan en alza no significa que los trabajadores mejoren sus condiciones de vida. En efecto, los obreros reaccionan negativamente a los desarrollos tecnológicos, porque entienden que la máquina los vuelve prescindibles. El boom del sistema capitalista sólo beneficia a unos pocos, pero modifica íntegramente las condiciones de vida.21 En suma, durante el siglo XVIII el progreso de la ciencia y de la técnica se revela más como una promesa que como una realidad. La revolución industrial se explica por factores económicos y los cambios profundos se tornan evidentes con sus consecuencias. § 52-. LIBERTAD,
IGUALDAD, FRATERNIDAD.
El Siglo de las Luces se cierra con el acontecimiento político más extraordinario de la historia moderna: la Revolución Francesa. Se trata de un fenómeno sumamente complejo y laberíntico, y sólo aspiramos a esbozar algunos aspectos generales. A partir de 1789 y en los años sucesivos, el Antiguo Régimen soporta un breve tiempo de agonía hasta caer definitivamente. La Revolución Francesa barre con la monarquía, la aristocracia y el poder terrenal de la Iglesia, e incorpora a la discusión política y a la práctica democrática muchos sectores –desde la alta burguesía hasta las últimas filas del pueblo– que realizan su primera experiencia participativa en Asambleas, Clubes, Comités, en las ciudades y en el campo, en cualquier rincón de Francia. El grado de ebullición y sus consecuencias no tienen antecedentes. Para comprender cómo se llega a la Revolución Francesa, hay que echar una mirada sobre la pesadez del Estado despótico, que recarga los aportes de los sectores medios y bajos. En líneas generales, si el despotismo ilustrado se manifiesta como una combinación de lo viejo y lo nuevo, la Revolución Francesa viene a tensar y quebrar esa unidad contradictoria. Mientras Inglaterra prospera y se em21
Hobsbawm, E., Industria e imperio, pp. 64-69; En torno a los orígenes de la revolución industrial, pp. 92, 111 y ss.
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barca en la revolución industrial, Francia se endeuda: en la década de 1780 una serie de reveses económicos (caída de los precios de los productos agrícolas, sequías, inflación en los bienes básicos) junto con la torpeza de Luis XVI y sus medidas tendientes a complacer a la aristocracia, preanuncian la crisis del Antiguo Régimen. Por entonces el Estado francés se compone de tres estamentos: la iglesia, la nobleza y el resto (el Tercer estado, un conglomerado muy diverso, en el que sobresale la burguesía).22 Los dos primeros estamentos gozan de importantes privilegios; por ejemplo, pueden fijar impuestos, cobrar diezmos, comisiones, contribuciones extraordinarias, dictar justicia, realizar confiscaciones, etc., y todo ello con la venia del rey, que bajo las razones de Estado exige a sus subordinados mayor recaudación.23 El tufillo de hartazgo, de saturación de un sistema injusto, parece aunar fuerzas en contra del Antiguo Régimen. La Revolución se consuma el 14 de julio de 1789. Pero, aunque en esos días los franceses tienen muy en claro qué no quieren, rápidamente florecen todas las dificultades habidas y por haber en la búsqueda de un sistema político distinto. Así se recrudecen las disputas por el poder, las facciones y las intrigas, los acomodamientos de la burguesía. La aparición de grandes masas (los sans-culottes)24 de trabajadores urbanos y campesinos en las calles de París empuja decisivamente los profundos cambios políticos, económicos y sociales. Dejando de lado fechas y detalles, observemos algunos ejemplos de la transformación revolucionaria: se erradican los derechos feudales, la esclavitud,25 los títulos de nobleza, las cargas impositivas regresivas; se garantiza la provisión de alimentos, la intervención del Estado para que los comerciantes no especulen con los precios, la fijación de precios máximos para los bienes de primera necesidad; primero se limita y condiciona al rey, hasta que finalmente se lo condena a muer22 El Tercer estado se compone en su gran mayoría de burgueses de profesiones relacionadas con el derecho y la burocracia administrativa, y en menor medida de banqueros, terratenientes e industriales. Evidentemente no tiene ninguna relación con el pueblo, sino más bien con los sectores más enriquecidos de la burguesía. El Tercer estado quiere una apertura del poder político y una racionalización económica acorde a sus intereses. Hampsen, N., Historia social de la Revolución Francesa, pp. 73-76. 23 Lefebvre, G., La Revolución Francesa y el Imperio, pp. 19-22. Fontana, B., La democracia y la revolución francesa, pp. 120-137. Goubert, P., El «clima» institucional de la Francia del Antiguo Régimen, El Estado contra las sociedades. Vovelle, M., Introducción a la historia de la Revolución Francesa, pp. 11-33. 24 Los sans-culottes, según una definición de la época, son los que nada tienen, los pobres, los que están acostumbrados a trabajar con las manos. Hampsen, N., Historia social de la Revolución Francesa, p. 153. 25 ¿También en las colonias? En 1791 la Asamblea y varios revolucionarios justifican la esclavitud en las colonias francesas. Robespierre mantiene una posición ambigua: por un lado, rechaza toda forma de esclavitud; por otro, afirma: Que perezcan las colonias, si los colonos quieren, amenazándonos forzarnos a decretar lo que conviene a sus intereses, en Labica, G., Robespierre: una política de la filosofía, p. 41. Cf. Robespierre, M., Por la felicidad y la libertad, pp. 86-88. Poco después, en agosto de 1791, se produce el levantamiento de los negros en Santo Domingo, colonia que representa más de un tercio de los ingresos de Francia. Se trata del inicio de las revoluciones americanas,
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te; se confiscan las propiedades de la Iglesia, cuya actividad fue prohibida y sus miembros perseguidos o exiliados, pero luego se promulga la libertad de cultos; se inventa un nuevo calendario, partiendo del año I de la República; se efectúa la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, en la que se establecen los principios de libertad e igualdad, el respeto por la propiedad, a los cuales se agrega –sin mucho éxito– el principio de fraternidad. En consecuencia, las transformaciones apuntan a las raíces de la sociedad, a un cambio absoluto, a un comienzo desde cero, a una refundación de las instituciones, tomando como guía la luz de la razón. Sucede que la claridad y evidencia de los mandatos racionales se tiñeron de sangre. En apenas dos o tres años el clima se ensombrece tensando oposiciones. Las revueltas, levantamientos y exigencias de las acciones populares (preparadas o espontáneas) se combinan con los sectores que luchan por el poder político; las divisiones, enfrentamientos, sospechas y rumores de contrarrevolución enrarecen la atmósfera y, mientras tanto, la cosa política se polariza cada vez más. En verdad, el lema completo de la revolución dice: libertad, igualdad, fraternidad, o la muerte; lo cual significa: esto o nada, a favor o en contra. No hay espacio para la moderación o el término medio. En este sentido, el papel del pueblo resulta crucial. En sus primeros años la Revolución Francesa es conducida por la burguesía, en alianza con los sans-culottes; pero, poco a poco, la presión de las masas se hace sentir, y la conducción política se radicaliza. Entre los grupos revolucionarios, la lucha se acentúa cuando los girondinos quieren mantener con vida al rey y los montañeses quieren condenarlo por sus tratativas con otros reyes de Europa para detener la revolución. Este hecho permite comprender que sólo se plantean dos opciones: o se está a favor de la República y la revolución, o se está en contra y se desea volver a la monarquía. Así, cada grupo razona de modo tal que, quienes no estén de acuerdo con sus propuestas, son agentes de la contrarrevolución y enemigos públicos. La sola sospecha basta para mandar a los rivales a la guillotina. Mientras tanto, las dificultades económicas (inflación, falta de bienes, especulación, salarios congelados, etc.), la guerra interna o externa, inquietan al pueblo, que con frecuencia se moviliza por sus reclamos, y por lo general esa movilización desemboca en una matanza. En 1793 asciende al poder el grupo más extremo de la revolución, que viene agitando las aguas desde el Comité de Salvación Pública: los jacobinos (una extracción de los montañeses), con M. Robespierre a la cabeza, también llamado el incorruptible. Algunas reflexiones de Robespierre: El gobierno de la Revolución es el despotismo de la libertad contra la que dará lugar a la independencia de Haití en 1804. Se trata, además, de la primera revolución negra o afroamericana, que obliga a la Revolución a ser coherente con sus principios, y que cuestiona en qué sentido la luz está siempre en Europa. La esclavitud finalmente es abolida en 1794. Grüner, E., Un bicentenario reprimido. La revolución haitiana, o la modernidad maldita.
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tiranía. Los enemigos de la libertad se agitan en vano para desgarrar el seno de su patria. Les será más fácil detener el curso del sol que el curso de la razón humana. Al definir la libertad, el primero de los bienes del hombre […], han dicho, con toda razón, que estaba limitada por los derechos de los demás, pero no han aplicado este principio a la propiedad, que es una institución social. Nuestra declaración parece hecha, no para los hombres, sino para los ricos, para los monopolizadores y para los especuladores.26
Inspirado en conceptos de la época, Robespierre combina una gran dosis de moralismo (en efecto, quiere llevar a cabo una revolución ética, de modo que la República se componga de seres virtuosos) con una total intransigencia política. Más que ningún otro, quiere aplicar la razón a la realidad, aunque eso implique corregir la realidad con sangre, sudor y lágrimas. Pero los hechos no son presa fácil. Durante el gobierno revolucionario el despotismo le ganó largamente a la libertad, el progreso de la razón tuvo como desenlace el Terror, y la igualdad económica no fue más que un paliativo transitorio, un sacarle a los ricos para repartirlo entre los pobres, y no una solución de fondo. Serán muy interesantes los discursos de el incorruptible; en la práctica las cosas son más complejas y las ideas toman otro color. Cuando la teoría choca con la realidad, para Robespierre y los jacobinos el error está en la realidad. El gobierno revolucionario considera que nada debe oponerse a su ejercicio del poder; por lo tanto, todo obstáculo tiene que ser eliminado. No casualmente se definen como un gobierno de guerra y se afianzan en los organismos de seguridad y vigilancia. La misma lógica que los condujo al poder la emplean de manera férrea y extrema, declarando enemigo de la revolución a todo aquel que no esté de acuerdo o se resista a obedecer las medidas del gobierno. En estos tiempos la guillotina se afila con sangre. La excusa del complot del extranjero hace rodar cabezas. Mes a mes crece el número de condenados a muerte, y cualquiera puede ser perseguido y sentenciado sin juicio previo, sin pruebas concretas. La sola sospecha deviene realidad. En esta lógica, también los reclamos populares pasan a interpretarse como contrarrevolucionarios. Ni bien el gobierno demuestra sus excesos y la incapacidad para entender la perspectiva del pueblo, su suerte está echada. En efecto, los jacobinos fueron consumidos por su propia lógica, y el mismo Robespierre terminó decapitado en 1793.27 Una vez concluido el Gran Terror y la paranoia de los jacobinos, la Revolución –bajo la nueva conducción girondina– vuelve sobre sus pasos y, por ejem26
Robespierre, M., Libertad, igualdad, fraternidad, pp. 18, 47 y 52-53, respectivamente. Lefebvre, G., La Revolución Francesa y el Imperio, pp. 106-129. Sobre el Terror, en pp. 124-125 Lefebvre afirma: en la naturaleza del complejo revolucionario y del «clima» de guerra civil estaba el [considerar] que los tibios e «indiferentes» fueran sospechosos […]. Durante meses detuvieron a los sospechosos que quisieron. Hampsen, N., Historia social de la Revolución Francesa, pp. 228245. Vovelle, Introducción a la historia de la Revolución Francesa, pp. 43-56. 27
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plo, regenera las condiciones beneficiosas para el enriquecimiento de la burguesía, desplaza a los sans-culottes de los cargos administrativos o políticos, y comprime la democracia, dado que se reinstala el voto censatario según el cual sólo los propietarios de tierra acceden al sufragio.28 En consecuencia, la Revolución Francesa resume toda una gama de contradicciones. En términos históricos, representa el ascenso de la burguesía al poder, pero con una compañía incómoda: el pueblo. La plena confianza en el progreso, en la razón y en la aplicación de los principios que ella dicta (libertad, igualdad, o muerte), degenera en el Gran Terror, un régimen cruelmente despótico y, luego, en una serie de restauraciones conservadoras. En apenas cuatro años (1789-1793), el país del primer pueblo del mundo, de la civilización y de la superioridad que otorgan la democracia y la libertad,29 huele a sangre.
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Lefebvre, G., La Revolución Francesa y el Imperio, pp. 138-139 y ss. Hampsen, N., Historia social de la Revolución Francesa, pp. 248 y ss. Vovelle, Introducción a la historia de la Revolución Francesa, pp. 60 y ss. 29 Robespierre, M., Libertad, igualdad, fraternidad, pp. 15-16, 75-76.
El conocimiento y la concepción sociopolítica de Kant
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Capítulo 10
La mayoría de edad. El conocimiento y la concepción sociopolítica de Kant
§ 53-. LA SUPERACIÓN DEL RACIONALISMO Y DEL EMPIRISMO. En la tribuna filosófica se debate el tema del conocimiento y el rol del sujeto. De un lado, los racionalistas defienden el aporte de la razón y la actividad constructiva del sujeto. Del otro, los empiristas restituyen la experiencia y presentan un sujeto receptor y pasivo. Immanuel Kant (1724-1804), un filósofo tan raro como excepcional, se encarga de conciliar y superar esta polémica. Kant pasó su vida en un pueblo perdido en el norte de Europa, Königsberg, trabajando como docente privado o en la universidad. Sus obras más importantes, la Crítica de la razón pura (1781; 1787), Crítica de la razón práctica (1788) y Crítica del juicio (1790), las escribe y publica en la madurez de su vida, junto con muchas otras. Las anécdotas lo pintan como un ser especial, rutinario, dedicado, puntual, obsesivo, amable, anfitrión,1 que no formó familia, y que le llevó diez años meditar y resolver el problema de la Crítica de la razón pura. Y es excepcional porque se destaca en todas las disciplinas filosóficas: conocimiento, ética, política, religión, estética…; se trata de un magnífico exponente del siglo XVIII y un referente ineludible para toda la filosofía posterior. Aquella esperanza de Francis Bacon (§ 31) según la cual el progreso en la ciencia consiste en proceder como abejas (y no como las arañas racionalistas, que sólo producen los objetos desde sí; ni como las hormigas empiristas, que sólo recolectan experiencias) se cumple en la teoría de Kant. Las abejas digieren el material sensible y lo transforman en algo nuevo; es decir, combinan lo dado en la experiencia con la actividad del sujeto. Tenemos aquí la médula del planteo de Kant. En efecto, en el plano del conocimiento, Kant propone una síntesis superadora del racionalismo y del empirismo; para ello, acepta y rechaza simultáneamente aspectos de una y de otra corriente, generando como resultado una nueva concepción. La estrategia parte de ubicar a las otras dos corrientes como antece1 Un extraordinario cuadro de la personalidad de Kant se halla en el opúsculo de De Quincey, Los últimos días de Kant, más allá de si las anécdotas y caracterizaciones son verídicas o ficcionales.
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dentes de un desarrollo natural de la razón que desemboca en esta perspectiva superadora. La historia del progreso natural de la razón que traza Kant se compone de tres momentos: en una primera instancia, la razón se afirma a sí misma, prueba su fuerza y, con la confianza que otorga la matemática, avanza sobre todo tipo de cuestiones (por ejemplo, el alma, la sustancia, la causalidad, Dios, etc.), despreciando o incluso renunciando a la experiencia. En esta primera etapa racionalista la filosofía procede de manera dogmática o acrítica. En un segundo momento, surge la visión negativa y crítica de la razón; los empiristas empiezan a dudar de los avances de la filosofía, y desconfían de toda certeza y de toda afirmación que se formule sólo conceptualmente y sin apoyo en la experiencia. Según esta segunda etapa empirista, escéptica y corrosiva, que se opone a la primera, la filosofía se enreda en cuestiones abstractas, en ideas vacías; además, genera un pantano de opiniones distintas y no contribuye para nada al conocimiento.2 Finalmente, el tercer momento de la historia de la razón –o sea, la visión de Kant– se presenta como superación de los dos anteriores: por un lado, intenta (contra el empirismo) rescatar el aporte de la razón y la filosofía en el plano del conocimiento; por otro lado, busca (contra el racionalismo) limitar ese aporte a la experiencia. La propuesta de Kant, entonces, unifica y sintetiza a las anteriores, pues sostiene que no podemos conocer los objetos sin tener un contacto sensible con ellos, pero ese conocimiento supone un agregado, a saber, que el sujeto construye el objeto. En este sentido, una crítica de la razón tiene como principal motivo determinar y delimitar en qué medida la razón contribuye a la constitución del conocimiento, es decir, trazar el límite hasta el cual ese aporte se puede extender. Tal límite demarca un más acá donde la razón se aplica legítimamente, y un más allá ilegítimo, donde la razón repite los vicios del racionalismo dogmático. Ese límite que coloca a la filosofía en la senda segura es la experiencia. Cuando la razón 2 Kant, Los progresos en la metafísica, pp. 17 y ss. Un análisis minucioso y esclarecedor sobre el punto en Caimi, M., La metafísica de Kant, pp. 85 y ss. Kant presenta la historia de la razón con una gran metáfora: Hubo un tiempo en que [a la metafísica = filosofía] se la llamó reina de todas las ciencias […]. Al principio, bajo el poder de los dogmáticos [= racionalistas] su imperio fue despótico. Pero […] poco a poco fue degenerando, por guerras interiores, en una anarquía, y los escépticos [= empiristas], especie de nómadas que detestan toda obra firme sobre el suelo, demolían lentamente estas fortalezas. Pero, como por suerte éstos eran pocos, nunca pudieron impedir que los dogmáticos reconstruyeran de nuevo lo demolido […]. Ahora, después de haber ensayado todos los caminos (como se cree) inútilmente, en las ciencias gobierna el tedio y la total indiferencia, madre del caos y de la noche, e igualmente origen o al menos preludio de una próxima transformación… –esto es, de su propia filosofía. Kant, Crítica de la razón pura, Prefacio A, T. I, pp. 119-120. En el Prólogo de Prolegómenos, pp. 18-37, Kant se centra en la figura de Hume como crítico de la metafísica. Hume es quien lo despertó del sueño dogmático, y lo retrata con otra metáfora: para poner su barco en un lugar seguro, lo llevó a la playa (al escepticismo), donde podrá yacer y pudrirse; mientras que a mí me importa darle a ese navío un piloto que, provisto de una carta marina completa y de una brújula, pueda dirigirlo con seguridad, pp. 32-33. La salida del escepticismo de Hume se encuentra, según Kant, en la explicación a priori de la relación causa-efecto, que veremos más abajo.
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va más allá de la experiencia, cuando quiere producir conocimiento sin tener un material sensible en el cual basarse, entra en el terreno de la fantasía. La experiencia presenta un suelo firme, el camino seguro para la marcha de la razón. Si traspasa ese límite, la razón tropieza consigo misma, abandona el suelo firme y cae en la arena de las disputas interminables.3 Aunque este apego a la base empírica pareciera acercarlo a una de las corrientes modernas, Kant embate al mismo tiempo contra la pasividad del sujeto. Naturalmente, dado que el empirismo critica y, hasta cierto punto, representa un avance en la historia de la razón respecto del dogmatismo, si Kant pretende superar la polémica tiene que arreglar sus cuentas también con Hume. Y, para que la razón supere la esterilidad escéptica, debe recuperar su papel fundante, constitutivo de la realidad. Por eso, Kant se propone llevar a cabo una revolución copernicana: Cuando Galileo hizo rodar sobre un plano inclinado las bolas cuyo peso ya había calculado... –y continúa nombrando científicos y experimentos preparados– ...puede decirse que para los físicos apareció un nuevo día. Se comprendió que la razón sólo descubre lo que ella ha producido según sus propios planes; que debe marchar con los principios […] según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a que responda lo que se le pregunta, en vez de ser esta última quien la dirija y maneje. […] La razón se presenta ante la naturaleza, por decirlo así, llevando en una mano los principios […] y en la otra las experiencias que ha establecido por esos principios.4
Copérnico inició la revolución científica moderna, al proponer la hipótesis del sol (en lugar de la Tierra) como centro del universo. Kant quiere realizar la misma revolución en el plano del conocimiento, colocando al sujeto (en lugar del objeto) en el centro de la escena: en vez de esperar la experiencia, el sujeto tiene que ir hacia ella –como los físicos: Galileo, Torricelli, etc. – a preguntarle, a provocar el experimento, a producir el objeto. El sujeto tiene que asumir una posición activa, obligando a la naturaleza a que responda según los parámetros que la razón misma establece. Porque la razón ordena la experiencia según sus principios y a partir de tales principios la comprende. Según Kant, hay que observar el aporte del sujeto en la construcción del conocimiento: Hasta ahora se ha sostenido que todos nuestros conocimientos se tienen que regir por los objetos; pero, bajo esta suposición, todos los ensayos por establecer algo a priori […] han fracasado. De ahí que tal vez avancemos mejor en los problemas de la metafísica si se ensaya sostener que los objetos se tienen que regir por nuestros conocimientos, lo cual ya concuerda mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de 3 4
Kant, Crítica de la razón pura, Prefacio A, T. I, pp. 119, 121-123; Prefacio B, pp. 136-137 Kant, Crítica de la razón pura, Prefacio B, T. I, p. 130.
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Entre Ideas los mismos.5
Si el sujeto permanece pasivo, a la espera de los objetos (como la hormiga de Bacon, que sólo recolecta), entonces resulta imposible captar su aporte en el conocimiento. En cambio, si se lo enfoca desde la revolución copernicana, o sea, como un ser activo, entonces sí se puede mostrar su contribución. En suma, contra el racionalismo Kant sostiene que el conocimiento seguro está limitado a la experiencia; contra el empirismo, restituye la actividad y el aporte del sujeto en la construcción del objeto. Sobre esta doble base emprende su teoría. § 54-. EXPERIENCIAS Y CONCEPTOS. La teoría del conocimiento de Kant descansa sobre dos pilares: por un lado, se tiene que dar una serie de experiencias en relación con un objeto; por otro lado, el sujeto ordena y configura esas experiencias aportando conceptos. Entonces, para llegar al conocimiento de un objeto necesitamos tanto de las experiencias como de los conceptos. Según el giro copernicano, el sujeto ordena la experiencia, la construye; dicho de otra manera, la razón traslada a la naturaleza algo a priori, independiente o anterior a la experiencia. Se trata de algo que no proviene de la experiencia, sino del sujeto portador de la razón. Kant afirma: aunque todos nuestros conocimientos comienzan con la experiencia, sin embargo, no todos proceden de ella.6
En otras palabras, la experiencia sensible conforma el ingrediente principal, pero no el único, en la formación del conocimiento. Hay algo que no proviene de la experiencia, sino del sujeto. La Crítica de la razón pura de Kant apunta a mostrar cuáles son esos aportes a priori que realiza el sujeto. Para ello, debemos considerar cómo se produce un objeto: Nuestro conocimiento emana de dos fuentes principales del espíritu: la primera consiste en la capacidad de recibir representaciones (la receptividad de las impresiones [= Sensibilidad]), y la segunda en la facultad de conocer un objeto por medio de esas representaciones (la espontaneidad de los conceptos [=Entendimiento]). Por la primera, nos es dado un objeto; por la segunda, es pensado […]; de modo que, no existe conocimiento por conceptos sin la correspondiente intuición [= impresión], o por intuiciones sin conceptos.7
El racionalismo pretendía conocer sólo por conceptos y sin experiencia, y el empirismo pretendía conocer sólo mediante intuiciones (o sea, impresiones) y sin 5
Kant, Crítica de la razón pura, Prefacio B, T. I, p. 132. Kant, Crítica de la razón pura, Introducción, T. I, p. 147. 7 Kant, Crítica de la razón pura, Lógica trascendental, T. I, p. 201. 6
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conceptos. Según la teoría de Kant, necesitamos de los dos componentes; necesitamos, por un lado, que el objeto nos sea dado en la experiencia, y la capacidad de recibir esos datos se llama Sensibilidad. Y necesitamos, por otro lado, que el sujeto active una de sus facultades, llamada Entendimiento, que consiste en pensar esos datos sensibles bajo un concepto. Ambas fuentes (intuiciones o impresiones, y conceptos) o ambas facultades (Sensibilidad y Entendimiento) son imprescindibles en la conformación de un objeto, están siempre presentes y operan de manera coordinada. La Sensibilidad presenta una serie de datos dispersos que el Entendimiento enlaza en un concepto. Un ejemplo sencillo: por medio de la Sensibilidad, percibo un conjunto desordenado de datos (dulce, liso, rojo, etc.) en relación con un objeto; esto aporta de la experiencia. Por medio del Entendimiento, a ese conjunto caótico de datos sensibles le aplico un concepto, por ejemplo, el concepto de manzana. Necesito tanto del material sensible como del concepto que lo ordena. El material sensible me es dado, proviene de afuera de mí, y lo recibo a través de la Sensibilidad; desde este punto de vista, permanezco pasivo. El concepto es puesto, proviene de mí, y desde este punto de vista soy activo y construyo el objeto, lo armo, lo constituyo. Si sólo tuviera datos del objeto (sin conceptos), no lo comprendería, no lo podría determinar; si sólo tuviera el concepto (sin datos sensibles), tampoco lo conocería, porque tal concepto quedará vacío, sin completarse. Por ende, para Kant el conocimiento se logra con la colaboración de las dos facultades del sujeto: la Sensibilidad y el Entendimiento; y se logra ensamblando experiencias y conceptos. Ahora bien, ¿en qué sentido tenemos un conocimiento a priori del objeto? ¿En qué consiste el aporte anterior o independiente de la experiencia que realiza el sujeto? Por una parte, sabemos de antemano que cualquier objeto dado en la experiencia debe tener un lugar en el espacio y un lugar en el tiempo.8 Incluso antes del contacto sensible, sabemos que los objetos de la experiencia se dan en el espacio y en el tiempo. Este conocimiento a priori responde a la estructura perceptiva del sujeto. Resulta imposible que la información referida a un objeto empírico no esté ubicada espacial y temporalmente. Por otra parte, sabemos de antemano que el objeto va a caer en uno de los conceptos que posee el sujeto, y que tales conceptos, que son como lazos para agrupar los múltiples datos empíricos, los tenemos incluso antes de la experiencia. En realidad, tenemos muchos conceptos, pero entre todos ellos hay algunos que son fundamentales, pues estructuran todo el conocimiento.9 Entre esos conceptos básicos se encuentran la causalidad y la sustancia. Así, por ejemplo, cuando Hume analiza la relación causa-efecto, o la creencia de que la casa y el árbol son los mismos ayer y hoy (§ 44), se topa con la dificultad de encontrar el término medio que conecte un fenómeno con otro. Se8 9
Kant, Crítica de la razón pura, Estética trascendental, §§ 1-8, T. I, pp. 171-200. Kant, Crítica de la razón pura, Lógica trascendental, T. I, pp. 213 y ss.
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gún Hume, percibimos los dos hechos por separado, sin algo tercero que los vincule. Para Kant, a este análisis correcto le falta algo: precisamente, la relación causa-efecto, o la unidad del objeto en distintos momentos, son aportes conceptuales que realiza el sujeto. Ciertamente, diría Kant: percibimos la lluvia y la humedad, y nada más; percibimos esta casa ayer, y esta casa hoy, y nada más; ese hueco que nos queda entre un fenómeno y otro lo completa el concepto (la causalidad o la sustancia) que permite enlazar y ordenar las experiencias. Y tal concepto no proviene de los datos empíricos, sino del sujeto que construye el objeto. Lo mismo sucede con las leyes científicas: la universalidad no puede provenir de la experiencia, pero sí del sujeto que la estructura. Por consiguiente, los caóticos datos sensibles son agrupados, ordenados, armonizados, bajo conceptos que posee el sujeto, y la actividad de éste consiste en proyectar tales conceptos sobre el material sensible, dándole forma a los objetos. Con su teoría del conocimiento –aquí resumida y simplificada–, Kant supera las dificultades del racionalismo y del empirismo, subrayando simultáneamente la experiencia y la actividad del sujeto. Sin embargo, Kant no resuelve todos los problemas del conocimiento. Al limitar la filosofía al sendero de la experiencia, ciertos conceptos quedan fuera del plano del conocimiento de objetos; por ejemplo, el alma, el universo entero, Dios. Como nunca llegamos a completarlos con la experiencia, tales conceptos siempre quedan con un margen vacío o de indeterminación. Además, puesto que el sujeto sólo conoce objetos, únicamente puede conocerse a sí mismo como un objeto más. Resulta paradójico, porque el sujeto no puede conocerse tal como es en sí mismo, sino tal como parece ser; en el fondo, el sujeto es, para sí, un extraño. Por último, la teoría del conocimiento de Kant explica y describe la experiencia constituida por el sujeto, pero deja sin decidir si la realidad coincide (o no) con esa versión construida por el sujeto. Este tipo de ambigüedades y limitaciones motivarán el desarrollo de la filosofía posterior a Kant. De todos modos, en cuanto al tema del conocimiento la autoridad de Kant se extiende hasta nuestros días, y su síntesis superadora entre conceptos y experiencias se ha convertido en un pilar indiscutible de la epistemología del siglo XX. § 55-. LA INSOCIABLE SOCIABILIDAD. Como pocos, Kant no sólo proporciona un cierre al problema del conocimiento y la apertura de los temas de la filosofía venidera, sino también un retrato condensado del espíritu cultural y filosófico que atraviesa el siglo de las luces. Quizás como ninguno, traza una interpretación global sobre el significado histórico de la Ilustración, imbuido de la confianza en la ciencia y en el progreso, en la capacidad de la razón para conocer, estructurar y dominar el mundo natural y el mundo humano. En lo sucesivo, nos ocuparemos de la mirada de Kant sobre lo social, lo histórico y lo político; una mirada que hunde su raíces en lo profundo de
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las ideas compartidas en el siglo XVIII. Al igual que sus contemporáneos, Kant expresa abiertamente una total confianza en el progreso científico y moral, que no es otro que el progreso de la razón, y se inscribe hasta cierto punto en el optimismo de la época. Además, entronca esta confianza y optimismo con una visión liberal de la sociedad, visión que se asemeja a la teoría de Adam Smith. En un texto de 1784, Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, Kant sostiene que la historia trata sobre las acciones humanas cuyo fundamento reside en la voluntad o libertad. Si las acciones provienen de sujetos libres, entonces no cabría esperar de ellas un determinado resultado; es decir, si el ser humano es libre, su conducta no se puede prever o conocer antes de que se efectúe. La libertad lleva a que, ante un mismo hecho, la misma persona en las mismas circunstancias, pueda decidir cosas distintas. En eso consiste ser libre: en que no se pueda fijar de antemano una acción, pues en tal caso no sería libre. Si no puedo decidir algo distinto a lo que decido, no soy libre. Por tanto, en el ámbito humano resulta difícil –si no imposible– establecer leyes sobre el comportamiento. Pero Kant dice lo contrario: las acciones humanas están determinadas por leyes universales de la Naturaleza, tanto como cualquier otro acontecimiento natural. Por muy profundamente ocultas que puedan estar las causas de estos fenómenos, la historia –que se ocupa de narrarlos– nos permite esperar que se descubra una marcha regular de la voluntad humana, cuando considere en conjunto el juego de la libertad. De este modo, lo que nos llama la atención en los sujetos singulares, por la confusión e irregularidad que impera en ellos, podría conocerse, sin embargo, como un desarrollo constantemente progresivo, aunque lento, de disposiciones originarias del género humano.10
Desde un punto de vista superficial o singular, las acciones son caóticas, azarosas, contingentes, persiguen un fin personal; pero, en su conjunto, todas ellas responden a un plan racional y se inscriben en una marcha regular, en un desarrollo constantemente progresivo, aunque lento. Según Kant, las acciones están previstas en el plan de la Naturaleza. La Naturaleza ha preparado el fin hacia el cual se dirige el género humano, de la misma manera como ha trazado el desarrollo de las especies. Por ende, ese plan se puede conocer a priori, antes de que se produzca; desde luego, no se lo podrá conocer en sus detalles, sino en la generalidad, como hilo conductor: 10 Kant, Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, p. 17. El primer y el último subrayado son nuestros. El pasaje citado implícitamente da a entender que el avance del conocimiento permitirá, en un futuro, resolver y racionalizar lo que por el momento aparece como incomprensible, disperso o caótico. La lectura de Kant que proponemos no tiene gran aceptación entre los estudiosos kantianos, básicamente porque entra en conflicto con la libertad. A nuestro favor: Estiú, E., la vincula con la astucia de la razón de Hegel, en La filosofía kantiana de la historia, p. 26. Cf. Cordúa, C., Variedad en la razón: ensayos sobre Kant, pp. 169 y ss.; Belvedersi, R., La filosofía de la historia kantiana, pp. 94 y ss.
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Entre Ideas Los hombres, individualmente considerados, e incluso los pueblos enteros, no reparan en que, al seguir cada uno sus propias intenciones y según su particular modo de pensar, y con frecuencia en mutuos conflictos, persiguen –sin advertirlo, y como si fuese un hilo conductor– la intención de la Naturaleza, y que trabajan en su fomento, aunque ellos mismos la desconozcan. Por otra parte, si la conocieran, poco les importaría.11
Curiosamente Kant, plantándose primero en una concepción finalista (muy familiar a la de Aristóteles, la naturaleza no hace nada en vano12), la empalma luego con el terreno moderno de la competencia y del egoísmo exaltado, como motores del progreso. En la perspectiva liberal, el hecho de que cada uno se ocupe de sus cosas arroja dos resultados: aparentemente, llevaría a la desintegración de la sociedad; pero, en realidad, contribuye al progreso del conjunto. Lo que a primera vista parece negativo (el egoísmo), en un plano general se revela como algo positivo. Más aún: a diferencia de otros animales como las abejas y los castores, que mantienen al interior de su comunidad un orden y una regularidad armónica, los seres humanos en su conjunto exhiben, ante todo, conflicto, antagonismo, rivalidad, etc. Entre los hombres no hay armonía, sino lucha: El medio de que se sirve la Naturaleza para alcanzar el desarrollo de todas las disposiciones consiste en el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad, por cuanto éste llega a ser, finalmente, la causa de su orden regular. En este caso, entiendo por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres; es decir, la inclinación que los llevará a entrar en sociedad, [la cual está] ligada al mismo tiempo a una constante resistencia que amenaza continuamente con romperla.13
Dos fuerzas contradictorias confluyen en el ser humano: por un lado, la que lo lleva a socializarse y unirse con los demás, porque de este modo se realiza y completa como hombre; por otro, la que lo impulsa a separarse o resistirse, porque quiere que su deseo prevalezca sobre el resto, quiere que las cosas se hagan a Kant, Idea, p. 18. Kant, Idea, Primer principio: Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y conforme a un fin, p. 19. En la explicación del Tercer principio: En efecto, la Naturaleza no hace nada superfluo, p. 20. Poco más abajo, Kant reedita la caracterización del hombre como un ser insuficiente: La naturaleza parece haber caído en este caso [= el ser humano] en la máxima economía: en apariencia, midió el equipo animal del hombre del modo más estrecho y ajustado a las supremas necesidades de una existencia incipiente. Parece que hubiese querido que el hombre […] tuviera él solo todo el mérito. 13 Kant, Idea, Cuarto principio, p. 21. Por cierto, que en líneas generales insistamos en una interpretación liberal de los textos de Kant no significa que toda su filosofía política se reduzca a este aspecto; más bien el liberalismo kantiano convive con el republicanismo y la defensa del Estado de la Metafísica de las costumbres. Pero en estas obras en particular (Idea y ¿Qué es la Ilustración?) prevalece tal concepción. 11
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su manera.14 Además, este aislamiento se vuelve recíproco, dado que cada uno se resiste a la dirección de los demás. Precisamente este segundo aspecto, el carácter insociable del hombre, alimenta el progreso: Ahora bien, tal resistencia [a los otros] despierta todas las facultades del hombre, y lo lleva a superar la inclinación a la pereza. Impulsado por la ambición, el afán de dominio o la codicia, llega a procurarse cierta posición entre sus congéneres a los que, en verdad, no puede soportar, pero tampoco evitar. De este modo se dan los primeros pasos verdaderos que llevan de la rudeza a la cultura […]; es decir, mediante una ilustración continua se inicia la fundamentación de una clase de pensamiento que, con el tiempo, puede transformar la grosera disposición natural en discernimiento ético […]. ¡Agradezcamos, pues, a la Naturaleza, por la incompatibilidad, […] la rivalidad, por el insaciable afán de posesión o poder! Sin esto, todas las excelentes capacidades de la humanidad estarían eternamente dormidas.15
Que el hombre sienta orgullo de sí mismo, que se resista al buen trato con los otros, y que entre todos reine la discordia, son síntomas de progreso, de salida de la pereza y comodidad originarias. Las pasiones egoístas lo llevan a ponerse por encima de los demás, a los cuales soporta porque no le queda otra alternativa. Así progresa la humanidad, así pasamos de una vida bruta, grosera y sencilla – propia de la barbarie–, a una vida culta, refinada y ética, propia de seres civilizados; así avanza la Ilustración, de lo malo a lo bueno, de lo elemental a la capacidad de juzgar éticamente (el discernimiento). El hombre despliega sus capacidades dormidas o implícitas en la medida en que rivaliza, se contrapone, lucha por dominar a los demás, se embarca en el logro de su deseo de poder. Por paradójico que parezca, desde esta visión de Kant el otro es un estorbo, una molestia, un obstáculo a vencer; y, en cuanto se lo vence, se lo somete y domina, uno se supera a sí mismo, se realiza y progresa. Semejante visión negativa del otro muestra la huella del liberalismo,16 que apuesta al desenvolvimiento de las fuerzas indivi14 Este aspecto recuerda el germen del conflicto en el Leviatán de Hobbes: cada uno se estima a sí mismo por sobre los demás, y reclama de éstos ese reconocimiento. Hobbes, Leviatán, cap. 13, pp. 101-102. La siguiente cita de Kant, aludiendo al afán de poder, confirma el parentesco con Hobbes, que en Leviatán, cap. 8, dice: Las pasiones que más que nada causan las diferencias de talento son, principalmente, un mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimiento, de honores, todo lo cual puede ser reducido a lo primero, es decir, al afán de poder, p. 59. 15 Kant, Idea, Cuarto principio, pp. 21-22. Sin embargo, el mismo Kant en un texto posterior duda de este optimismo en el progreso, que no necesariamente debe conducir de una situación mala a una situación buena, sino que una y otra pueden alternarse. Kant, El conflicto de las facultades, pp. 113115. De este modo, aunque se arguya que el progreso para Kant es una mera idea regulativa o ideal inalcanzable, y no una realidad necesaria o instancia constitutiva, la dialéctica entre sociabilidad e insociabilidad no tendría por qué desembocar en un estadio mejor. Cf. Hernández Vega, Análisis de dos discursos de Kant sobre la sociedad civil, pp. 37-42. 16 Así como los árboles de un bosque, precisamente porque cada uno trata de quitarle el aire y el sol al otro, se esfuerzan por sobrepasarse, alcanzado de ese modo un bello y recto crecimiento, mien-
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duales, cada una por su cuenta, talento y suerte. A nivel global ese Gran Otro del mundo civilizado europeo, el obstáculo a vencer, a su vez constituye la gran fuente de caudales sobre la cual el capitalismo asienta su desarrollo: América (y deberíamos agregar aquí la expansión colonial, comercial o imperial por el resto del mundo); América, la gran fuente de oro, de materia prima, de trabajo esclavo o, acercándonos al presente, de países periféricos sometidos a los intereses del capital concentrado. Bajo la excusa de la superioridad técnica, científica, organizativa, racional, etc., y también moral, Europa se arroga el patrimonio exclusivo y justifica el progreso de una civilización que – valga la redundancia– civiliza; es decir, que no conforme con su luz propia, aspira a extender las luces al mundo de las sombras, de la barbarie, de los seres inferiores. Y lo hace, como la Naturaleza que evoca Kant, para el beneficio de toda la humanidad. En suma, la insociable sociabilidad permite resignificar el egoísmo y el individualismo como agentes propulsores del avance cultural de la sociedad. De este modo, para Kant se comprende cómo se despiertan las capacidades humanas y el conjunto de la humanidad transita el camino hacia la Ilustración. Al igual que la mano invisible de Adam Smith, este liberalismo de Kant explica el progreso como un destino inevitable, y lo describe como algo bueno y que se activa en la rivalidad con el otro. A continuación analizamos el proyecto ilustrado al interior de la sociedad civilizada. § 56-. ATRÉVETE A PENSAR. ILUSTRACIÓN Y ESPACIO PÚBLICO. La visión de una sociedad que progresa por la libre competencia de sujetos egoístas que, sin saberlo y sin quererlo, contribuyen al bienestar general, se complementa con una mirada sobre el significado del siglo XVIII en su conjunto: el avance de la Ilustración –en las principales potencias de Europa– consiste en un pasaje hacia la mayoría de edad. Nos topamos aquí con una gran metáfora que atraviesa al individuo, a la sociedad que lo comprende, e incluso a la humanidad en su conjunto. ¿Qué significa, entonces, ilustrarse, o alcanzar la mayoría de edad? En un texto muy cercano al anterior, Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración? (1784), Kant interpreta y define al siglo XVIII como el momento histórico donde el hombre sale de la minoría de edad, deja la tutela y empieza a gobernarse a sí mismo. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse del propio entendimiento, o sea, de pensar por sí mismo, de ser libre, de tomar decisiones. El menor de edad necesita un tutor o encargado que lo dirija, que piense y decida por él. Kant sostiene que el hombre mismo es culpable de esa tras que los que están en libertad y separados de los demás extienden las ramas caprichosamente, creciendo de modo atrofiado, torcido y encorvado, del mismo modo la totalidad de la cultura y del arte que adornan la humanidad […] son frutos de la insociabilidad. Kant, Idea, Quinto principio, p. 23. Esta metáfora de los árboles que compiten por su espacio y que, en tal competencia, se disciplinan y ordenan, muestra cabalmente cuán consustanciado está Kant con el liberalismo.
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dependencia, porque sólo los que tienen un entendimiento defectuoso no pueden salir de ella; pero los que tienen la razón en su sano juicio y, por falta de decisión o coraje, o por otros motivos, quieren continuar en la minoría de edad, están como desperdiciando las capacidades humanas. El progreso implica un paso riesgoso, doloroso, atrevido, un paso hacia la libertad y hacia el hacerse cargo de las propias decisiones. El refrán latino ¡Sapere aude! significa ¡atrévete a saber!, como si dijera: hay que arriesgarse a pensar, hay que dar valientemente el paso hacia la libertad.17 Según Kant, hace tiempo que están dadas las condiciones (suponemos que se refiere a la Modernidad en su conjunto como etapa donde la razón ha sustituido a la autoridad tradicional) para que los hombres se conduzcan por sí mismos; sin embargo, muchos permanecen en la minoría de edad. ¿Por qué? Por un lado, habla de pereza, de comodidad; por otro lado, de cobardía. Son dos respuestas de muy distinto tenor. Si alguien piensa y toma las decisiones por mí, no necesito esforzarme, y tampoco me haré responsable. Ser dominado requiere poco trabajo y nada de responsabilidad. También es cierto que los tutores –o sea, todos aquellos que detentan una posición de poder, de dominio sobre los menores– no quieren desprenderse de su situación. Entonces, amenazan; advierten sobre los riesgos y los golpes que nos esperan en la vida. Tratan, por todos los medios, de impedir que el menor empiece a pensar por sí mismo y caminar solo. Así se refuerzan los grilletes, se engrosan las cadenas de la dependencia. Así se activa el segundo motivo por el cual los hombres no han salido de la minoría de edad: la cobardía. Son pocos –dice Kant– los que han logrado deshacerse de las cadenas y andar con paso seguro, soportando el dolor y la adversidad de la emancipación. Ahora bien, estos dos motivos poseen un calibre muy distinto. La pereza se remonta a los argumentos del liberalismo clásico para apropiarse de las tierras no trabajadas. Los nativos del Nuevo Mundo fueron los principales receptores de este prejuicio; aunque, más que de un preconcepto, se trata de una excusa, un procedimiento de culpabilización. En esta perspectiva, la víctima del dominio de otro resulta ser la causa de ese mismo dominio. En cambio, la cobardía, que se deduce de la amenaza de quien defiende su posición de poder, refleja el conflicto, la contradicción, y deja bien en claro los roles dominante-dominado. En este segundo caso, el menor no siente la fuerza suficiente como para animarse a pensar; no resulta culpable, sino víctima. Kant no se inclina por ninguno de los dos motivos, sino que simplemente los expone y abandona; ni siquiera repara en que son contradictorios, pues uno defiende a los opresores y otro a los oprimidos. El argumento por la pereza sirve para justificar la posición dominante, el argumento por la cobardía para responsabilizarla, y a la inversa. Además, si uno empieza a sacar consecuencias, encuentra ideas sorprendentes. Desde la óptica de la pereza, por ejemplo, encontramos que los nativos americanos quisieron ser conquistados y esclavizados, que los pobres 17
Kant, Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?, p. 33.
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disfrutan de la comodidad de ser pobres, que las personas violadas incitaron el hecho, que los ignorantes desean ser ignorantes, etc.; en todos estos casos, la culpa la tiene la víctima. ¿Qué sucede si se lo enfoca al revés? Surge un juego de fuerzas, una lucha entre una parte más poderosa y otra más débil –o, como veremos con Hegel, una dialéctica entre amo y esclavo–; la percepción de la situación se torna completamente distinta. Más aún, si se extiende la perspectiva, el argumento por la pereza nos conduce a la sensación de que no se puede hacer nada, a la resignación; en cambio, con el argumento por la cobardía cabe la esperanza de que la situación se revierta, de que en algún momento los dominados se rebelen. Cada uno de nosotros podrá elegir por cuál camino andar; pero resulta innegable que el primero sirve a los intereses de la clase dominante, y el segundo al compromiso con los dominados. Volvamos sobre Kant: por el motivo que fuere, los menores permanecen en tal condición; entonces, ¿dónde está el optimismo del progreso? En la línea siguiente: Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se lo deje en libertad; incluso, es casi inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos […], [que] ensancharán el espíritu de una estimación racional y de una vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo.18
Siempre habrá luces encendidas, personas de espíritu libre que vean con buenos ojos la propagación de esa libertad. En última instancia, la minoría de edad implica una restricción transitoria de la libertad. Solamente con que se aflojen las cadenas y se deje que poco a poco la libertad prenda y se extienda entre las personas, el progreso inicia y acelera su marcha. Pero además resulta inevitable, porque la libertad es una capacidad humana que, de una u otra manera (tarde o temprano, por las buenas o por las malas), tiene que activarse y usarse. Así como el niño posee las piernas y no las ejercita hasta que algún día da sus primeros pasos, con la ayuda del andador y tropezando y dándose golpes, del mismo modo el ser humano dispone de la razón y de la libertad, y necesariamente usará estas facultades en determinado momento de su vida, que de lo contrario estaría desperdiciando. Como buen ilustrado, Kant piensa que los iluminados son unos pocos, y que esos pocos sirven para propagar la luz hacia el resto. Ahora bien, el gran público –la masa de la sociedad, el pueblo– se va a ir ilustrando lentamente. Se puede cambiar rápido un sistema político, dice Kant, pero no se cambia de un día para otro la manera de pensar.19 El gran público suele mantenerse en la ignorancia, y la reforma de la mentalidad lleva tiempo. Para eso sólo se requiere de libertad. Y la 18 19
Kant, ¿Qué es la Ilustración?, p. 34. Quizás por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna
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más importante de las libertades es razonar, pensar por sí mismo, y poder expresarse. Por lo tanto, el camino que conduce a la Ilustración, que según Kant está en marcha aunque falta mucho para consumar su tarea, tiene una sola consigna: dejar que las personas piensen y se expresen libremente; en otras palabras, garantizar un espacio abierto al gran público, un ámbito donde los sujetos puedan volcar sus opiniones con absoluta libertad. Este espacio, que hoy lo llamamos opinión pública, se asemeja al ágora de los atenienses, donde todos (¿todos?) tienen (¿tienen?) la misma posibilidad de expresar sus posiciones y discutirlas racionalmente. Con el optimismo de un buen ilustrado, Kant considera que con la libertad del espacio público basta para que la Ilustración empalme con la senda del progreso e ilumine a los oscuros e ignorantes. Sin embargo, más que libertades, en todas partes encontramos limitaciones; la sociedad parece ordenar: no pienses, hacé esto. Hay reglas, normas, prohibiciones, mandatos, que no nos llaman a pensar, sino a obedecer. El oficial no espera que razones y argumentes, sino que sigas sus instrucciones. Tampoco el financista, tampoco el pastor. Entonces, por un lado, la ilustración exige libertad para extenderse; por otro, hay limitaciones de todo tipo. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? Según Kant, tenemos que distinguir –y, al mismo tiempo, armonizar– dos usos de la razón, un uso privado (severamente limitado) y un uso público (que siempre debe ser libre): Entiendo por uso público de la propia razón, el que alguien hace de ella en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía.20
Ante todo, aclaremos los términos: docto significa conocedor de un determinado tema, una persona cultivada o ilustrada. Es alguien que sabe mucho de algo. Esta persona puede dirigirse al gran público, que ya no se encuentra reunido en una plaza, sino que se trata de un público lector, la opinión pública. Allí debe tener absoluta libertad de presentar sus posiciones y argumentarlas. Allí no se debe avalar ninguna limitación. Allí el docto hace un uso público de la razón. En cambio, el uso privado refiere al pensamiento de la persona cuando ocupa un determinado cargo o función dentro de la sociedad. En este caso, según la jerarquía que corresponda, recibe órdenes de sus superiores y tiene que cumplirlas. En este caso, no le está permitido pensar libremente, sino seguir las reglas establecidas. Aquí su libertad está limitada. Los ejemplos que el mismo Kant propone (el oficial, el ciudadano que paga sus impuestos, el cura) son claros al respecto. Los dos usos de razón se compleopresión interesada y dominante; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento. Kant, ¿Qué es la Ilustración?, p. 34. 20 Kant, ¿Qué es la Ilustración?, p. 35.
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mentan mutuamente: así como está permitido poner en cuestión las reglas que la sociedad adopta (uso público), mientras estén en vigencia, o una vez que se adoptan tales reglas, hay que respetarlas (uso privado). Así como tenemos derechos, tenemos obligaciones. Pero las reglas no se cambian desobedeciéndolas. Las reglas se cambian en el espacio público, exponiendo razones, rebatiendo los argumentos en contra, etc. De ahí proviene el imperativo: razoná y pensá todo el tiempo que quieras y sobre lo que quieras, pero mientras tanto obedecé. La ilustración va a estar asegurada en la medida en que no se pongan obstáculos al uso público de la razón. Ni la Iglesia en nombre de la fe, ni el poder político en nombre del Estado, pueden prohibir el progreso del conocimiento. A lo sumo, se podrá retrasar el avance, pero no renunciar a la ilustración, porque es un derecho sagrado. Tarde o temprano esa libertad se va a despertar, porque está en la naturaleza humana. Poco a poco los hombres se dan cuenta de quiénes son los que ajustan o engordan sus cadenas. Por ende, no tiene ningún sentido abortar este progreso necesario. Luego, Kant se pregunta: ¿vivimos ahora en una época ilustrada?.21 Y responde: no, no estamos plenamente en una época ilustrada, sí en un proceso de ilustración. Es decir, el siglo XVIII no ha llegado a la meta, pero ha iniciado el camino. Falta mucho, y más todavía en el pueblo; pero el progreso está en marcha. Kant celebra vivir en la época de Federico II, el príncipe ilustrado, que promueve el libre pensamiento y las artes.22 Este jefe de Estado ha comprendido que el hecho de permitir un uso público de la razón no trae peligros, sino al revés: refuerza sus lazos con los súbditos, porque ahora éstos pueden opinar sobre la legislación, criticarla y mejorarla. Digamos que en este caso la obediencia queda mucho más asegurada que en un régimen político donde la libertad de expresión esté restringida. Si no hay nada que esconder, si no hay nada que ocultar, el príncipe y el pueblo ganan en confianza mutua. § 57-. EL PROBLEMA DE LA IGUALDAD. El diagnóstico de Kant resulta muy nítido: la Ilustración ha iniciado su marcha, tiene un largo camino por delante, y sólo necesita como condición para realizarse la libertad. ¿Dónde está la luz? En unos pocos hombres cultivados, que irán contagiando al resto, en la medida en que se garantice un espacio para el libre Kant, ¿Qué es la Ilustración?, p. 38. Se trata de Federico II (1740-1786), rey de Prusia y principal exponente del despotismo ilustrado. Conocido en su época como el rey filósofo, Federico II no sólo fomentó la cultura francesa en las cortes nobiliarias alemanas, sino también la Academia de Ciencias de Berlín, donde Kant presenta este escrito (Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?) con el que gana el concurso. Los elogios de Kant se condicen con las políticas de fomento de las artes y de las ciencias, pero no con los actos de censura y el marcado paternalismo de Federico II, más coherentes con la minoría que con la mayoría de edad. En líneas generales, el avance de las nuevas ideas del siglo XVIII se combina con viejas instituciones y prácticas monárquicas centralizadas. Podemos pensar, entonces, que la amabilidad de Kant no lo exime de expresar lo que él considera un justo reclamo.
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pensamiento y expresión. Por tanto, queda claro que la ilustración se ha encendido en individuos aislados, no en la masa del pueblo. Kant reproduce esa idea tan común en la época según la cual la cultura se extiende a partir del derrame de una elite cultivada, que proyecta su luz de arriba hacia abajo, con el consentimiento de un buen gobernante que no pone obstáculos. Sin embargo, Kant no considera que ese grupo privilegiado sea compacto y organizado, sino que más bien se lo representa como pensadores o escritores aislados. Esta visión de una minoría ilustrada y de una masa pasiva, a la espera de la conducción y del conocimiento, se repite en otros textos. Por ejemplo, en Acerca del refrán: «Lo que es cierto en teoría para nada sirve en la práctica» (1793), un opúsculo donde Kant polemiza con diversos autores, entre ellos Hobbes. La línea general de su argumentación consiste en defender la libertad de expresión, desprendiéndola del control del Estado. En este marco, retoma algunas cuestiones ya planteadas en ¿Qué es la Ilustración?; por ejemplo, la unidad entre derechos y obligaciones. Dice: El derecho consiste en la limitación de la libertad de cada uno, basada en la condición de que ésta concuerde con la libertad de todos los demás, en cuanto ello sea posible según una ley universal.23
¿Qué sentido tienen las leyes en la sociedad? Sirven para delimitar las libertades. Una libertad ilimitada lesionaría la libertad del otro; por ende, para que las libertades de los distintos sujetos puedan coexistir, tienen que limitarse mutuamente según una ley universal. Éste es el por qué de la obediencia a las normas establecidas. Ahora bien, de acuerdo con el uso público de la razón, respetar las reglas no significa que no se pueda criticarlas y mejorarlas. Si no se limitan las libertades de los individuos, o si no se establece un conjunto de normas y leyes, entonces no hay sociedad que resista a semejante caos, pues cada uno haría lo que se le antoja. Para que una sociedad exista como tal, tiene que ordenarse y configurar un estado de derecho (sociedad civil), donde –de acuerdo con el uso privado de la razón– haya leyes a respetar y obedecer. Tal estado de derecho debe cumplir con tres principios básicos: libertad, igualdad e independencia. Los miembros de la sociedad han de ser libres, iguales e independientes. En cuanto a la libertad, cada uno tiene derecho de buscar su felicidad donde le parece, y no se lo puede obligar en este punto.24 Lo interesante del desarrollo de Kant reside en el segundo principio: la igualdad. Se trata de la igualdad 23 Kant, Acerca del refrán: «Lo que es cierto en teoría para nada sirve en la práctica», pp. 111112. Esta definición resulta familiar al imperativo categórico: debo obrar sólo de modo que pueda querer que mi máxima se convierta en ley universal; el criterio para actuar apunta a que sea compatible con las acciones de los demás. ¿Qué sucedería si lo que hago también lo hacen los otros? De ahí deduzco si mi acción es moral, inmoral o neutra. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), pp. 26-27, 39-40, 44-45, 47. En Crítica de la razón práctica (1788), § 7, p. 112, dice Kant: Obra de modo tal que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal. 24 Nadie me puede obligar a ser feliz según su propio criterio de felicidad […], sino que cada cual
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formal, ante la ley, donde ninguno tiene privilegios sobre otros. Esta igualdad jurídica deja totalmente de lado la desigualdad económica: Pero esa igualdad universal de los hombres dentro del Estado […] convive perfectamente bien con la mayor desigualdad, en cantidad o en grados, de sus propiedades, sea por ventajas corporales o espirituales de un individuo sobre los demás, o por bienes externos […] o por derechos […]. De esta manera, uno tiene que obedecer (como el niño al padre o la mujer al varón) y otro mandar, uno sirve (como jornalero) y otro le paga el salario, y así el bienestar de uno depende mucho de la voluntad del otro (del pobre con respecto al rico).25
Desde la óptica liberal, lo más importante es la libertad; la igualdad pasa a un segundo plano, y apunta a que todos debemos ser tratados de manera igualitaria ante la ley. Pero la aclaración lo dice todo: Kant se apresura a manifestar que la igualdad jurídica resulta perfectamente compatible con la desigualdad económica, e incluso que ésta atañe no sólo a los bienes, sino también a los derechos. Por lo tanto, no todos los miembros de la sociedad han de ser ciudadanos. Aunque más abajo Kant se pronuncie en contra de la esclavitud y de los privilegios de ciertos grupos, su visión de la sociedad se condice con el liberalismo fundado por Locke y profundizado por Adam Smith. ¿Por qué nos interesa subrayar este punto? Porque en el relieve de las desigualdades se observa la división en grupos sociales, y porque la condición económica se traduce en condición política. Desde esta concepción, sólo los burgueses acceden al poder político. El criterio para votar y ser ciudadano independiente (tercer principio) consiste en no servir a nadie en particular, sino únicamente a la comunidad en general. Para ser ciudadano hay que reunir ciertos requisitos mínimos: además de adulto y varón, se debe ser señor de sí mismo; esto significa guiarse sólo por el propio pensar y entender, y no por el de otro. Esta independencia se refleja materialmente en la propiedad. Por consiguiente, para ser ciudadano hay que ser propietario. Pero, ¿de qué? ¿De tierras? ¿De bienes? ¿De conocimientos? Kant trata de extender el concepto de propiedad al máximo, incluyendo habilidades técnicas y oficios, talento artístico y científico, etc.; es decir, considera propietarios a todos aquellos que tengan con qué mantenerse, de qué vivir. Curiosamente, se da cuenta que está en un problema sin salida: extiende la definición a los que venden objetos, y entonces debe buscar esa condición por el camino que se le ocurra, siempre que no perjudique la libertad de los demás. […] El mayor despotismo pensable […] es el de un gobierno constituido sobre el principio de la benevolencia para con el pueblo […]; es decir, un gobierno paternal. Un gobierno paternalista determina qué hace feliz a su pueblo y lo lleva a cabo; se opone, según Kant, al gobierno patriótico, donde cada uno decide lo que le hace feliz y donde cada uno, dentro del Estado (sin exceptuar a su jefe), considera a la comunidad como un regazo materno o al país como un suelo paterno, desde el cual y por el cual ha nacido. Kant, Acerca del refrán, pp. 112-113. Nótese la diferencia de este enfoque respecto de la insociable sociabilidad. 25 Kant, Acerca del refrán, pp. 113-114.
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también son propietarios los comerciantes y artesanos; luego, ¿quiénes quedan afuera? Los asalariados, todos aquellos que intercambian su fuerza de trabajo por un sueldo, pero que en este intercambio no dan un objeto suyo, sino sólo sus brazos. Por ejemplo, el personal doméstico, el ayudante de tienda, el jornalero, el peluquero… ¿Acaso el trabajo no se puede medir como un objeto de intercambio?26 ¿Acaso estos últimos no buscan también mantenerse de alguna manera? En última instancia, Kant amplía el concepto de propiedad lo suficiente como para incluir a los burgueses y excluir a los obreros. Se trata de un claro signo de época, donde el acceso a lo político comienza a abrirse para los sectores más acomodados, pero no todavía para el pueblo. Inmediatamente, Kant deja de lado la cuestión de la propiedad y pasa a un aspecto más feliz: todos los ciudadanos –o sea, todos los propietarios–, sean ricos o pobres, tienen un voto. No por ser rico se tiene derecho a más votos. Todos valen igual. Todos valen uno. Sin embargo, una vez más entra en terreno pantanoso, al razonar de la siguiente manera: si las propiedades que concentra un rico se dividieran en muchos otros, entonces se podría pensar que el rico indirectamente impide que otros puedan votar. Cuanto más acumule un solo ciudadano, menos votos habrá en el total, precisamente por el problema anterior (sólo son ciudadanos los propietarios). Pese a todo, Kant no da marcha atrás: reivindica que, por más rico o menos rico que fuera, sólo tendrá un voto, y sostiene que esa observación –sobre la cantidad de ciudadanos que podría haber si se repartieran las propiedades– no debe ser tenida en cuenta por la legislación.27 En este punto, tenemos que unir los cabos: por un lado, el espacio público supone un diseño ideal en el que todos tienen derecho a opinar y expresarse; por otro lado, las diferencias socio-económicas se convierten en un impedimento para que el pueblo acceda al plano político. Una cosa contrasta con la otra. Para que el espacio de la opinión pública funcione como lo piensa Kant todos deberían tener la misma posibilidad de hablar y ser escuchados. Desde luego, los que viven de su salario, las mujeres y los niños, quedan por sí excluidos de esta plaza periodística; entonces, ¿quiénes acceden al espacio público? ¿Quiénes pueden hacer oír su voz, y quiénes quedan en silencio, en la oscuridad, completamente invisibles? Claramente, la gran masa del pueblo, por ser ignorante, ya está sumergida en el silencio y no tiene nada para decir. Claramente, sólo los ciudadanos tienen derecho de argumentar. Pero si se reconoce que entre los ciudadanos mismos algunos tienen más poder que otros, ¿qué nos garantiza que el uso público de la razón esté bien repartido? ¿Cómo se logra que todas las voces, la de los ricos y la de los 26 En efecto, eso hizo A. Smith en La riqueza de las naciones, L. I, cap. V, p. 47: el valor de cualquier bien para la persona que lo posee, y que no piense usarlo o consumirlo, sino cambiarlo por otros bienes, es igual a la cantidad de trabajo que pueda comprar o disponer por medio suyo. Por tanto, el trabajo es la medida real del valor de cambio en todos los bienes. Este valor real queda sujeto a las leyes del mercado. 27 Kant, Acerca del refrán, pp. 117-118. En nota al pie confiesa que es muy difícil resolver el problema de la propiedad.
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pobres, tengan lugar? ¿Por qué pensar la opinión pública como un ámbito transparente y democrático, donde todo se puede decir? Y no nos referimos a hablar de la desobediencia civil, o de la violación de las normas, o cuestiones por el estilo que sin dudas escandalizarían a Kant; nos referimos a, por ejemplo, criticar a los ricos. Por cierto, la época de Kant, donde el periodismo se halla en gestación, difiere profundamente a la nuestra, donde los medios están concentrados y dominados por los sectores más poderosos. La pregunta de fondo es, entonces, quiénes son los dueños de los medios de comunicación, y a quiénes se le otorga la palabra en el espacio público y a quiénes no. El simple hecho de que el Estado no interponga censuras a la libertad de expresión no garantiza la libertad de expresión. Con las reservas y perdones que merece la diferencia entre el siglo XVIII y la actualidad, de todos modos el espacio público kantiano se presenta como un ideal inalcanzable en la realidad concreta, dado que presupone que los intereses de la prensa no servirán de filtro para mostrar ciertas cosas y encubrir otras. En suma, Kant piensa como un ilustrado-liberal; piensa que, dejando el espacio público abierto a la sociedad, por sí solo se va a repartir bien. Pero esta configuración ideal no encaja con la desigualdad económica. ¿Qué nos garantiza que el poder y la riqueza no se hagan sentir en el uso de la palabra? ¿Por qué pensar que en tal uso de la palabra defenderán los intereses de la comunidad entera, y no los de ellos mismos? ¿Para quién/es será, por ende, el progreso? En este esquema, el Estado no tiene que intervenir, porque si interviene ahoga la crítica. Semejante agujero negro –o, lo que es lo mismo, la ciega confianza en que las fuerzas se equilibran por sí mismas– opaca el ágora periodístico diseñado por Kant. Lamentablemente, algunos pensadores del siglo XX (Habermas,28 por caso) lo siguieron con la misma ingenuidad acrítica.
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J. Habermas ha dedicado buena parte de su obra a la cuestión del espacio público. En Historia y crítica de la opinión pública (1962) se plantea el tema junto con su génesis. En Teoría de la acción comunicativa (1981) amplía esta perspectiva en relación con los actos de habla y la argumentación. Su optimismo se mantiene en El discurso filosófico de la modernidad (1985), pp. 353 y ss. En Entre el naturalismo y la religión (2005), declara: la esfera pública como el espacio del trato comunicativo racional de unos con otros es el tema del que me he ocupado a lo largo de toda una vida (p. 20), y lo distingue de los medios masivos de comunicación (p. 19). El problema del planteo de Habermas esta en que prescinde o minimiza las relaciones de poder. Los argumentos, el diálogo, el debate, etc., presuponen igualdad de condiciones; incluso cumpliéndolas, es decir, dando lugar a la diferencia, ¿quién/es decide/n la agenda mediática, política, literaria o académica? La supuesta apertura del espacio público, aunque se cumpla, genera suspicacias. Que se invite a participar a distintas voces, no significa que el espacio público no se concentre o hegemonice en una sola mirada.
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Capítulo 11
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§ 58-. OTRO SUJETO, OTRA RAZÓN, OTRO PROGRESO. El siglo XVIII representa la mayoría de edad o madurez de la Época Moderna, y lo atraviesa el triunfalismo, la plena confianza en la razón, el progreso, la ciencia... Sin embargo, deja como última imagen el Gran Terror. En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, la civilización se empapa en ríos de sangre. El Romanticismo, que se inicia a fines del siglo XVIII y recorre buena parte del siglo XIX, se expone como un movimiento crítico, dispuesto a atacar los pilares fundamentales de la Modernidad: el sujeto, la razón y el progreso. Desde otra perspectiva, se puede considerar al Romanticismo como continuación de las grandes transformaciones acaecidas por entonces: tras la revolución industrial-económica (en Inglaterra) y la revolución social-política (en Francia), el Romanticismo completaría el panorama como revolución cultural, filosófica y artística (en Alemania). Estas dos interpretaciones del clima de ideas del siglo XIX –como ruptura o como continuidad con lo anterior– exponen un problema básico: en realidad, resulta muy difícil dar una definición coherente del Romanticismo.1 Se trata de un movimiento contradictorio, imposible de etiquetar. Además, alberga corrientes de pensamiento totalmente diferentes e incluso opuestas. Sea como fuere, aquí nos interesa el aspecto crítico. El Romanticismo esboza una suerte de primer balance de la Modernidad, dado que detecta las fallas del proyecto ilustrado, se apropia de sus conceptos principales y les otorga un nuevo significado. En buena medida el Romanticismo se teje como contrapropuesta al Iluminismo, y observa todo aquello que sus antecesores dejaron fuera del foco de la razón. Desde luego, el siglo XVIII tuvo sus críticos y detractores, por ejemplo: J.-J. Rousseau; pero son voces aisladas, mientras que el Romanticismo –con sus variantes y particularidades– constituye un movimiento que viene a dar una vuelta de página, mostrando un calado profundo sobre las limitaciones del sujeto, de 1
Ferrater Mora, J., Diccionario de filosofía, pp. 3113-3115.
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la razón y del progreso. La palabra romántico refiere a lo sentimental, lo novelesco y fantasioso, lo mágico, lo que está más allá de la realidad inmediata, el pasado, lo heroico, etc. Todos estos rasgos contrastan con el racionalismo ilustrado y su valoración de la ciencia, porque no forman parte del paradigma cuantitativo, del saber exacto. En general, los pensadores del siglo XIX dirigen su mirada precisamente hacia aquello que el Iluminismo –valga la paradoja– dejó sin luz. Los románticos ponen de relieve lo negativo, lo oculto, lo otro, lo invisibilizado, lo no-presente, lo nocalculable. Así, muestran los límites de la razón, del sujeto, del progreso, y se embarcan en lo que está más allá de ese límite. A continuación resumiremos algunos aspectos centrales del Romanticismo en un esquema simplista, oponiéndolos a las ideas del siglo XVIII.2 Contra la razón –la facultad más importante según los ilustrados–, los románticos reivindican el sentimiento, lo interior, la emoción, porque la razón no puede explicar lo que se siente. En una metáfora, la razón sería la cabeza, el pensar frío y calculador, que sólo extrae números de la realidad y no tiene en cuenta a su contrario, la pasión. ¿Cómo se mide un sentimiento? ¿Cómo se cuantifica una emoción? El corazón no admite explicaciones. Como diría Pascal: hay razones del corazón que la razón no entiende.3 Cuando uno racionaliza lo que siente, lo enfría, lo objetiva, lo desvirtúa. Entre la emoción original y lo racionalizado hay un abismo. Los románticos quieren recuperar esa dimensión interior que ofrece una experiencia distinta, que ya no se ajusta a la percepción sensible, sino que se abre a la creatividad de la imaginación. El sufrimiento, la melancolía, el arriesgarse, el vivir más allá de la realidad, son valores exaltados en novelas, obras de teatro, poesías, pinturas, música. Además, esta experiencia interior no tiene nada que ver con la noción de experiencia de los empiristas, porque no se orienta a la descripción de objetos externos. El sentimiento romántico apunta a la profundidad del alma, a develar los secretos más recónditos. Por eso, algunos románticos –en especial, los poetas– se deslizan hacia el irracionalismo o hacia el misticismo. Los filósofos, por su parte, van a delinear otro concepto de razón, mostrando sus contradicciones, sus limitaciones temporales, sus claroscuros. A partir del siglo XIX la razón ya no avanza linealmente, ni asegura un destino mejor. Para los filósofos del siglo XIX la razón necesita de algo que la empuje: la voluntad. Para progresar se necesita querer progresar. Sobre este aspecto volvere2
Sobre Romanticismo: Lamanna, P., Historia de la filosofía IV, pp. 9-18. Abbagnano-Visalberghi, Historia de la pedagogía, pp. 433-446. Casullo, N., Itinerarios de la modernidad, pp. 273-297. Hauser, A., Historia social de la literatura y el arte, vol. 2, pp. 178-244. 3 Blas Pascal (1623-1662), filósofo y matemático racionalista, realiza una contundente crítica a la razón, mostrando su debilidad, su corto alcance, y la miseria humana frente al universo infinito: El silencio eternal de estos espacios infinitos me aterra (Pensamientos, 91, p. 54). Bien se lo considera a Pascal como un antecedente del existencialismo de los siglos XIX y XX. Afirma: Los [hombres] que están acostumbrados a juzgar por el sentimiento, no comprenden nada en las cosas del razonamiento […]. Los que tienen la costumbre de razonar, no comprenden nada de las cosas del sentimiento (Pensamientos, 23, p. 32).
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mos. La Ilustración y el Romanticismo también se oponen en su visión sobre la ciencia. Los ilustrados consideran que la ciencia (en especial, la física y la matemática) ofrece el saber por excelencia, el lugar natural de la verdad; mientras que los románticos consideran que ese lugar lo debe ocupar el arte. En efecto, los filósofos se lanzan sobre temas que el siglo XVIII desprecia: la metafísica (la parte más especulativa de la filosofía) y la religión. En otras palabras, en el siglo XIX comienza a dejarse de lado el paradigma matemático-cuantitativo como sede de la verdad, y comienza a buscarse la verdad en otro lado: en el arte, en la metafísica, o en la religión. En consonancia con este cambio, la mirada sobre la naturaleza resulta totalmente diferente. La Modernidad reduce la naturaleza a objeto, la recorta y somete al poder del sujeto, a sus reglas y leyes (el giro copernicano de Kant: § 53). Según la física, la naturaleza es un gran mecanismo donde cada pieza opera independientemente de las demás (§ 47). Contra la visión mecanicista, los románticos reflotan una visión organicista de la naturaleza, similar a la de los griegos. Ahora se considera a la naturaleza inconmensurable e indomable, una fuente inagotable de vida. Los seres humanos no somos algo distinto y separado, sino que pertenecemos a ella. Cada parte de la naturaleza está vinculada y relacionada orgánicamente con todas las demás. Es una totalidad indivisible. Por ende, somos un elemento más del flujo de la vida. Por lo tanto, a la naturaleza hay que respetarla y valorarla. De ella venimos, ella nos regala la vida, y a ella volvemos; forma parte de nosotros y nos atraviesa. Ya no debemos considerarnos por encima, sino como productos de la naturaleza. El Romanticismo busca la reconciliación, el reencuentro del ser humano con su instancia originaria, con la tierra, la vida, lo natural. En este sentido, se vuelve a valorar la vida campesina como la vida auténtica, simple y armónica, en contraste con la vida urbana que fomentan los iluministas, donde las personas no se muestran tal como son, sino que sólo muestran una máscara.4 Coherentemente, los artistas y pensadores del siglo XIX reivindican imágenes de la Edad Media, como época campesina, o comparten con el Renacimiento la necesidad espiritual de volver a los griegos, porque éstos tenían una concepción orgánica del universo, en la que lo social y lo natural se reúnen fuertemente. En efecto, para los románticos cada individuo refleja, en miniatura, el macrocosmos; en cada parte está el todo y en el todo está cada parte. Porque todo está orgánicamente vinculado con todo. Aquella sentencia de Heráclito, todas las cosas son una (§ 5), reaparece en este ambiente como Uno y Todo5, el lema del 4 El hombre-máscara (un tópico de la novela del siglo XIX y de Nietzsche) aparece magistralmente en el siguiente pasaje de J.-J. Rousseau: El hombre de mundo está todo entero en su máscara. No estando casi nunca en sí, está siempre extraño y a disgusto cuando se ve forzado a entrar en sí mismo. Aquello que nada es [= la imagen], pasa a ser todo para él. Rousseau, Emilio, p. 263. 5 Jonkers, P., Leben bei Hegel und Jacobi. Ein Vergleich [La vida según Hegel y Jacobi. Una comparación], pp. 111-113.
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panteísmo, que literalmente significa Dios (= la Naturaleza) está en todas partes. Aquí tenemos otra diferencia importante. Para la Época Moderna y para el siglo XVIII, el sujeto es un átomo, una unidad independiente, que se puede juntar o separar de los otros. Entonces, se lo define como un individuo aparte, como si fuera autosuficiente en su aislamiento. En cambio, los románticos espesan la relación: el individuo es lo que es según cómo se vincula con los demás. Su ser responde a cómo se relaciona con los otros. El individuo no existe aislado –como quieren creer los burgueses–, sino que siempre está en comunidad. Por ende, la noción de sujeto a partir del siglo XIX va a adquirir una dimensión colectiva; el sujeto no es un yo, sino un nosotros, porque el yo se construye en interrelación con los otros, a los que también les pasa lo mismo. Uno mismo es otro para los otros. Uno mismo ve en los otros un espejo de sí mismo. Según el filósofo que analicemos, esta dimensión colectiva se extiende a la comunidad entera, o sólo a un grupo o clase social. De todos modos, el sujeto deja de ser una cápsula flotante y pasa a estar vinculado con el conjunto al cual pertenece. Recibe sus influencias a través del lenguaje, las costumbres, las ideas, etc., y al mismo tiempo influye sobre los demás. En otras palabras, el sujeto aparece sujetado a núcleos de identidad, a cosas que lo definen, que le señalan su ser. Su esencia no le pertenece exclusivamente, porque la comparte. Así, los románticos invierten la concepción liberal de la sociedad (§ 47, § 55). Los sujetos no se hallan permanentemente compitiendo por imponer su interés egoísta, ni son pedacitos de realidad flotando en el espacio vacío. Más bien son puntos de intersección de una gran red, de un nosotros compartido. El vínculo social contiene a los individuos, los unifica; y esto en el doble sentido: contener significa respaldar, albergar, sostener; y también significa reprimir, frenar, detener. La dimensión colectiva abraza al individuo, lo lleva a tener en cuenta su interés –no por encima, sino– dentro del todo al que pertenece. En este esquema el egoísmo carece de fuerza, pues sería –valiéndonos de la clásica metáfora organicista (§ 5, § 21, § 28) – como sacrificar todo el cuerpo para salvar una mano. En concordancia con la dimensión colectiva del sujeto, los románticos no adhieren, como los ilustrados, al cosmopolitismo, sino que resaltan las costumbres, valores y creencias locales, relacionadas con la pertenencia comunitaria del sujeto; resaltan la particularidad de cada nación, y en esta perspectiva se los podría considerar nacionalistas. El paisaje, las costumbres, el lenguaje, son rasgos específicos de un lugar; son rasgos que constituyen y envuelven al individuo, que lo identifican y lo arraigan a la naturaleza y a la comunidad. La tierra de origen se hace sentir en el individuo, porque la lleva en su interior –tal vez idealizado– como signo de lo propio, lo suyo, lo que lo diferencia de otras comunidades. Las comidas y las vestimentas, las palabras y los hábitos, los colores y sonidos, se presentan como huellas del sentido de pertenencia. Por último, el Romanticismo también da una vuelta de tuerca sobre la idea
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de progreso. Los ilustrados caracterizan al progreso como continuo, lineal, ascendente, lento pero irrefrenable. Los pensadores del siglo XIX, en cambio, no son tan optimistas. Por un lado, hemos visto que se apartan de la visión individualista del sujeto, aspecto típicamente burgués y poco comprometido con el entorno. Por otro lado, el rescate de lo interior (el sentimiento) contrasta con el materialismo de los burgueses, que están más preocupados por la prosperidad y el progreso económico que por el progreso espiritual y moral. Los burgueses son materialistas en el peor significado de la palabra: son mezquinos, avaros, calculadores, egoístas, etc., y sólo les preocupa acumular bienes. (Este materialismo no tiene nada que ver con lo que después Marx llamará materialismo). Los burgueses son superficiales, enfrían su corazón para engordar sus ganancias. Eso no significa mejorar. Llenarse de riqueza olvidando los sentimientos espirituales no significa mejorar; no, al menos, como persona. Por ende, para los románticos el progreso material no implica en absoluto un progreso moral. Tampoco el bienestar individual se vuelca automáticamente en bienestar del conjunto. Porque el individuo no está aislado, y no se puede ser feliz en medio de un pueblo triste. En otras palabras, el siglo XIX quiebra el optimismo ciego y pone de relieve los momentos negativos del progreso, la cara oscura de la razón. Las cosas pueden ir mejor, pero también pueden empeorar. Hay momentos de retroceso, de profunda contradicción, porque aparecen los excluidos, los pobres, los que viven en la miseria, es decir, aparecen los otros. El sistema capitalista, basado en la división del trabajo y en el aumento de la productividad y de la ganancia, dice que la riqueza se derrama de arriba hacia abajo (§ 49). Pero en el siglo XIX queda claro que no, que las grandes masas de obreros trabajan y viven en situaciones inhumanas, y que el progreso de unos pocos genera beneficios sólo para esos pocos y, a la vez, empobrece a la mayoría. El beneficio de los ricos se nutre del sacrificio de los pobres. El verdadero progreso se va a dar cuando tales contradicciones sean superadas y las relaciones se definan de otra manera. Más aún: puesto que el progreso no está garantizado de antemano, la realidad se transforma gracias al querer y hacer humanos. Al decaer la confianza ciega en la marcha de la razón, los románticos explican lo que sucede (y, por supuesto, la historia)6 a partir de la voluntad. Lo que pasa no pasa porque sí, sino porque el sujeto –no el individuo, sino el conjunto social– quiere que pase. La realidad se produce por el deseo y la acción humana, y el curso de los hechos (la dinámica de la realidad, el devenir) no sigue un mecanismo ciego y predeterminado, sino que se articula con el querer y el hacer del sujeto-colectivo. La historia no es una colección de acontecimientos por sí concatenados, sino el resultado de las aspiraciones y limitaciones de los grupos sociales que la realizan. En las filosofías del siglo XIX la voluntad ocupa el primer plano.7 Ahora bien, esto no significa que lo 6
Collingwood, R., Idea de la historia, pp. 92-93, 118-119. Hegel, G., Vorlesungen über die Philosophie des Geschichte [Lecciones sobre filosofía de la historia universal], en Hegel Werke, T. 12, pp. 523 y ss.
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que uno desea, por el solo hecho de desearlo, se haga realidad; más bien significa que entre deseo y realidad hay una tensión, una lucha, una contradicción a superar. Lo que todavía no es (lo deseado) quiere llegar a ser, quiere devenir real; por lo tanto, tiene que luchar con lo real para concretarse. La voluntad tiene que enfrentarse y superar los límites que se le presentan. Se abre, entonces, una dialéctica, una contradicción entre lo querido y lo real. Para varios filósofos del siglo XIX la dialéctica es el resorte de la realidad, lo que permite explicar el curso de la historia. Así, por ejemplo, el mundo moderno avanza en oposición al antiguo o al medieval, la burguesía progresa contra el poder monárquico-aristocrático, los trabajadores luchan contra la explotación capitalista. En suma, las tres categorías básicas de la Época Moderna reciben con el Romanticismo un nuevo significado: ante la razón surge el sentimiento, el yo deviene nosotros, el progreso (con sus momentos negativos) se logra gracias a la voluntad y la contradicción. § 59-. EL SIGLO DE LAS CONTRADICCIONES. El Romanticismo no se caracteriza por la homogeneidad, ni por la coherencia. Entre los poetas, escritores y filósofos (por citar algunos en Alemania: Hamann, Herder y Jacobi como antecesores, Goethe, Schiller, Fichte, August y Friedrich Schlegel, Novalis, Schelling, Fries, Schleiermacher, Hegel, entre otros) hay muchas diferencias. Y si nos atenemos al plano filosófico exclusivamente, el desarrollo a comienzos del siglo XIX tiene como principal corriente al idealismo (Fichte, Schelling y Hegel), pero luego se abren muchas otras: el materialismo (Feuerbach, Marx, Engels), el pesimismo (Schopenhauer) y el existencialismo (Kierkegaard), y hacia fin de siglo el nihilismo (Nietzsche) y el vitalismo (Bergson). Además, mientras florecen todas estas corrientes, que en líneas generales poseen una perspectiva crítica sobre la Modernidad, surge el positivismo (A. Comte) y el evolucionismo biológico o racista (Darwin, Spencer), que mantienen las ideas de progreso lineal y ascendente del siglo XVIII. Este breve muestreo sirve para poner de relieve la gran heterogeneidad de las ideas del siglo XIX. Por eso, el nombre Romanticismo resulta muy genérico. En cuanto al contexto histórico y sociopolítico, las dos grandes revoluciones del siglo anterior ofrecen intensas contradicciones. La Revolución Francesa culmina la primera serie de sucesivos ensayos por encontrar un sistema republicano con el ascenso de Napoleón al poder en 1799. Aquel grito de libertad, igualdad y fraternidad de 1789, se recuesta sobre un engendro bastardo, que centraliza y monopoliza la administración, y que degenera y se extiende como imperio. Una vez agotada la capacidad expansiva, cae Napoleón, en 1815. En este momento se reinstaura la monarquía. Según por dónde se la mire (en comparación con el Antiguo Régimen o con la República), representa un avance o un retroceso: una Revolución que pretendía cambiar absolutamente todo recae en el sistema políti-
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co anterior, una perspectiva de ampliación democrática casi universal termina volviendo al voto censatario (o sea, sólo pueden votar los que gozan de una buena posición económica), las exigencias de igualdad finalmente se deciden por la suerte de cada uno. A esta etapa que se abre en 1815 se la conoce, no casualmente, con el nombre de Restauración conservadora. El regreso al orden, a lo estable, a las divisiones sociales, denota una fractura: la burguesía se adapta confortablemente a la prosperidad y al acceso a cargos públicos, y el pueblo se convierte en una masa de trabajadores subordinados. ¿Qué queda, entonces, de la efervescencia de 1789, tan decepcionada por el curso de acontecimientos? Los intentos revolucionarios de 1830 y 1848, un movimiento obrero cada vez más numeroso y organizado en tendencias políticas y sociales que rescatan sus consignas, son herederos de la efervescencia revolucionaria. Por su parte, la revolución industrial inicia su segunda etapa, la más compleja desde el punto de vista tecno-científico, con la manipulación de metales y la producción de barcos a vapor y, sobre todo, del ferrocarril. En el siglo XIX el mundo se hace capitalista, y el modo de vida burgués se promociona como una carrera abierta al talento. La sociedad entera se contagia de los valores de la burguesía: el hacerse a sí mismo (uno es lo que es gracias a su propio talento y a la suerte), la confianza en el enriquecimiento y en el liberalismo, y el rechazo de las actividades que no den rédito económico. Se adora al dinero, porque significa poder, capacidad para dominar al mundo. El burgués emprendedor del siglo XIX ve negocios en todos lados, y entiende que el progreso económico se traduce inmediatamente en progreso social; la riqueza da estatus. A su vez, se reviste de bienes, decora la casa, impresiona en las reuniones, exhibe lo material, porque se lo considera sinónimo de felicidad. Cada uno llega al nivel de vida según el mérito propio, su esfuerzo, su habilidad, y algo de suerte. El mundo de la clase media está abierto, con oportunidades para todos; por ende, quienes no logren avanzar en la dimensión económica merecen desprecio. Desde esta perspectiva burguesa, el pobre es pobre porque quiere, o porque no tiene aptitud, o porque no se esfuerza, o simplemente porque es inferior. La división entre civilizados y bárbaros se instala al interior de la sociedad bajo los signos de riqueza y pobreza. El rico es más inteligente, mejor persona y más voluntarioso; su posición social se justifica a partir de las cualidades personales. Claramente, el concepto de igualdad se reduce aquí a un formalismo jurídico (la igualdad ante la ley: todos tenemos los mismos derechos y obligaciones, y la justicia se impartirá a todos de la misma manera, sin privilegios y sin animosidad); en el plano social, económico y político, brilla la desigualdad, la marca que permite distinguir y jerarquizar, situar lo superior y lo inferior.8 Con las grandes fábricas no sólo se modifica el paisaje urbano, teñido de gris y de autómatas que van y vienen de trabajar. También se modifica el estilo de vida. En los siglos anteriores, la industria se reducía al taller y al ambiente fami8
Hobsbawm, E., Las revoluciones burguesas, cap. X, pp. 325-355.
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liar. Ahora cientos de miles de personas se encuentran encerradas en inmensos galpones, adaptándose a las máquinas. En la primera mitad del siglo XIX los sectores obreros se empiezan a organizar, se gesta lo que Marx llamará conciencia de clase: se identifican como perteneciendo a un mismo sector, compartiendo intereses básicos. Surgen así las instituciones obreras: sindicatos, cooperativas, sociedades de ayuda, clubes sociales, etc., que contribuyen a la unidad y cohesión del movimiento obrero, unidad que asimismo se traduce en una percepción sobre los otros actores sociales. Esto escribe un obrero de la industria del algodón en 1818: ÎEs inútil ofender nuestro sentido común con la observación de que los trabajadores son libres, de que la ley protege por igual a ricos y pobres, y que un trabajador puede abandonar a su amo si no le gusta el salario que paga. Es cierto, puede; pero ¿dónde debe ir? A otro amo. […] Existe un abominable pacto vigente entre los amos […]. Cuando se estableció el pacto, uno de sus primeros artículos fue que ningún amo debía emplear a un hombre hasta que hubiese averiguado si su último patrono lo había despedido […]. En general, los obreros son un grupo inofensivo de hombres instruidos y sin pretensiones […], que están acostumbrados a trabajar, a partir de los 6 años, desde las cinco de la mañana hasta las ocho y las nueve de la noche. […] Si el obrero no se sometía [a las injusticias de sus superiores], debía denunciar a su patrón ante el magistrado […]; el conjunto de magistrados era del mismo origen que los patronosÏ.9
Como contrapartida, los sectores dominantes impulsan un sistema de disciplinamiento, del cual se desprende la sirena y el reloj, los mecanismos de control y encierro, la regulación del tiempo libre. Las medidas represivas incluyen desde la prohibición de bailes y espacios de juego –condenados moral o penalmente como malos hábitos–, hasta el sectario metodismo religioso, la prédica del puritanismo social (o sea, no relacionarse con los otros, salvo que acepten que se les lea la Biblia) y sexual. En una palabra, se impone la idea de ordenar la vida de los obreros dentro y fuera de la fábrica, y una de las motivaciones principales apunta a robarles la posibilidad de diversión. Entre la forma de vida burguesa y lo que los sectores dominantes prescriben para la masa de trabajadores se huele un gran abismo, una profunda contradicción social. En el plano político esa misma contradicción emerge en dos perspectivas que exceden la discusión sobre el sistema político o la desigualdad económica, porque significan una concepción global de la realidad, con valores, preocupaciones, costumbres y enfoques totalmente contrapuestos. Esta dualidad no sólo se perfila desde entonces, sino que también atraviesa el mundo contemporáneo – desde luego, con infinidad de matices y particularidades– bajo las denominaciones derecha e izquierda. 9
Citado por Thompson, E., La formación de la clase obrera en Inglaterra, T. I, pp. 209-211.
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En el período de la Restauración (1815-1830), los opositores al régimen en Francia se hallan divididos en: moderados (clase media alta, liberales, con una visión aristocrática), radicales (clase media baja, intelectuales, aspiran a una República democrática y distributiva) y socialistas (trabajadores pobres, obreros, identificados con el igualitarismo y el movimiento de los sans-culottes). Con la Revolución de 1830, los dos últimos sectores entran en tensión con los moderados, de modo que hacia 1848 la polarización alcanza su momento cumbre: por un lado, el Partido del Orden; por otro, los defensores de la democracia social, los Rojos. El movimiento rojo se organiza a través de la prensa, la circulación de publicaciones partidarias, la militancia, las sociedades secretas, las fiestas populares, las canciones políticas, las cooperativas obreras, etc. La ayuda y el colectivismo se conjugan con una intensa actividad propagandística y con un fuerte apego a las leyes bajo la idea de República democrática, donde la igualdad no quede sesgada al formalismo, sino que incluya la dimensión económica. La estructura básica de los rojos es la asociación, la unidad horizontal. En la vereda opuesta, el Partido del Orden se forma como modelo de mentalidad conservadora, verticalista, que fomenta la obediencia y pasividad de los subordinados. Según esta visión, un buen sistema político se define por el orden y por la defensa de tres principios: familia, religión y propiedad. Los partidarios del orden utilizan todos los medios disponibles para mantener en sus manos el poder, instalando la desconfianza hacia cualquier alternativa, cambio o tendencia popular. La mayor parte de la prensa comulga con las ideas conservadoras, no ahorra calumnias hacia los rojos, asusta a los burgueses con la posibilidad de levantamientos sociales y esparce una ola de rumores sobre matanzas sanguinarias. No tienen empacho en fabricar noticias falsas; los motiva un prejuicio de clase – latente o inventado, no importa– según el cual los trabajadores son peligrosos. Esa mirada sobre el otro se construye sobre la base de la ignorancia: los burgueses, que se dicen cultos y civilizados, desconocen absolutamente la realidad de los obreros. Pero eso no les impide demonizarlos o considerar anormales las pretensiones socialistas. Les generan terror las asociaciones cooperativas, las movilizaciones, los reclamos sociales o laborales, la simple idea de redistribuir propiedades. Detestan cualquier organización o iniciativa que provenga de abajo, precisamente del lugar donde depositan lo malo, vicioso, falso y feo. El Partido del Orden se vuelve el partido del odio, del autoritarismo y de la represión. La sangre derramada por las fuerzas de seguridad no escandaliza, más bien genera complacencia, y a lo sumo se preguntarán por qué no llegó antes.10 Más allá de los matices, esta división entre quienes defienden a ultranza lo establecido y quienes buscan transformarlo en algo mejor –conservadores y progresistas– atraviesa las distintas esferas de la vida y resulta crucial para compren10 Hobsbawm, E., Las revoluciones burguesas, cap. VI, pp. 201-238. Agulhon, M., 1848 o el aprendizaje de la República, cap. I y IV.
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der cualquier proceso social, cultural, político, incluso en nuestro presente. § 60-. SCHILLER Y LA FORMACIÓN CULTURAL. Uno de los máximos exponentes de la cultura alemana, F. Schiller (17591805), se sitúa a medio camino entre los ideales de la Ilustración y el inicio del Romanticismo. En el pensamiento de Schiller –poeta, dramaturgo, filósofo e historiador– conviven los dos siglos, el cierre del XVIII y el comienzo del XIX. Aquí nos centramos en una de sus obras más importantes, La educación estética del hombre (1796), donde Schiller intenta superar la contradicción entre naturaleza y libertad, contradicción que se desprende de la filosofía de Kant. Por un lado, la naturaleza es un todo mecánico, una secuencia necesaria de causas y efectos, y el hombre está sometido a ese mecanismo. Así, por ejemplo, la respiración o la circulación de la sangre suceden automáticamente. Por otro lado, la libertad define y caracteriza al ser humano, el hecho de elegir y decidir su propio destino. Si no fuese libre, no sería responsable, y no se podría decir que actuó moralmente bien o mal. Por ejemplo, alguien que golpea a otro se excusaría afirmando que no controla el movimiento de su brazo. En el hombre confluyen los dos ámbitos, la naturaleza y la libertad. Ahora bien, ¿cómo se compatibilizan? ¿Cómo se pueden conciliar esos dos mundos contradictorios? Según Schiller, la unificación del mundo mecánico y del mundo moral se logra por medio del arte y de la estética.11 En el arte se abre un espacio de comunicación, donde se exploran las relaciones intersubjetivas entre los hombres y donde se puede dialogar en vista a un acuerdo.12 Sería una suerte de nuevo espacio público (§ 56) de interacción y consenso. Antes de analizar el significado de la educación estética conviene tener en cuenta el diagnóstico que Schiller traza sobre la escena contemporánea. Con la Revolución Francesa, el hombre reacciona frente a los abusos del Estado autoritario y frente a los privilegios, y reclama legítimamente sus derechos. Sin embargo, la toma del poder político no implica que la sociedad esté lo suficientemente madura desde el punto de vista moral como para organizarse de otra manera. Schiller detecta con gran agudeza que el rechazo a la monarquía no se traduce en un reemplazo claro, precisamente porque el individuo moderno se encuentra atomizado, separado del otro. El quiebre del Estado –o sea, el Antiguo Régimen– desemboca en una gran dispersión, donde cada uno defiende su interés particular. La carencia del individuo se revela como la fortaleza en los griegos, esto es, la organicidad, el vínculo social. La sociedad no se pudo reponer de la caída del Estado absoluto porque ha perdido el sentimiento de unidad, de pertenencia, de organización, de enlace con el otro. La estética surge en el siglo XVIII (§ 49) como buen gusto o afición hacia las obras de arte, y cuyo tema consiste en la reflexión sobre la belleza. Se trata de una disciplina filosófica que alcanza su autonomía y que refiere a un saber específico, del lado de la producción (artista) o del lado de la recepción (crítico). Padín, L., Estética y verdad en la Edad Moderna, pp. 19-21. 12 Habermas, J., El discurso filosófico de la modernidad, pp. 62 y ss. 11
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En este punto, Schiller distingue entre la actitud de las clases bajas y la actitud de las clases altas. En general el pueblo es generoso, pero no razona, sino que responde al instinto. El instinto lo empuja ciegamente a rechazar las instituciones tradicionales y la injusticia, lo empuja al reclamo por sus derechos. Sin embargo, no llega a saber qué construir, o cómo organizarse. Por ende, hay que disculpar al pueblo. Quienes sí exponen un espectáculo repugnante son los miembros de la clase alta. Entregados al materialismo, a lo superficial y a las perversiones, en ellos –continúa Schiller– la cultura se pudre. Las luces de la razón no los han mejorado moralmente. Los miembros de la clase alta han instalado en la sociedad el sistema del egoísmo, en el cual gobierna el capricho subjetivo. La descripción no ahorra calificativos: ÎEn el seno de la más refinada civilidad ha impuesto su sistema el egoísmo y, sin haber alcanzado un corazón sociable, padecemos todos los males y sufrimientos […]. Sólo mantenemos y nos aferramos a nuestro capricho […]. Como en una ciudad en llamas, todos corren y se apresuran por salvar del incendio sus miserables posesionesÏ.13
La cultura, en vez de conducirnos a la libertad, nos apega a las cosas, nos hace materialistas y miserables. Cada uno se interesa sólo por conservar lo propio, por salvarse a sí mismo, y cuanto más tiene, más quiere tener. El progreso, en vez de conducir a la libertad, trae nuevas necesidades. Así, las clases altas se vuelven conservadoras y pasivas. Frente al triste espectáculo de la degradación social de su tiempo, Schiller ofrece una visión idealizada de los griegos, una suerte de modelo de vida, de saber, de belleza y de educación. La época de los griegos se caracteriza por la sencillez, la armonía entre el alma y el cuerpo, el equilibrio o prudencia en el carácter, la formación completa del hombre, la bella unidad social. Cada parte siente su pertenencia al todo, y al mismo tiempo siente que es un todo en sí mismo, que refleja en su individualidad el todo al que pertenece. El hombre moderno, en cambio, se halla dividido, fragmentado, no sólo socialmente, sino también en sí mismo. En el mundo moderno la unidad social está rota en pedazos: ÎEntre nosotros […] vemos, no sólo sujetos aislados, sino también clases enteras de hombres que desenvuelven tan sólo una parte de sus capacidades, mientras que las restantes, como órganos atrofiados, apenas se manifiestan por señales borrosas. […] Eternamente unido a una partícula del conjunto, el hombre se educa como mera partícula; al llenarse sus oídos del monótono sonido de la rueda que empuja, nunca desenvuelve la armonía de su esencia y, lejos de imprimir a su trabajo el sello de lo humano, se torna él mismo un reflejo de su laborÏ.14 13 14
Schiller, F., Cartas sobre la educación estética del hombre, V, p. 28. Schiller, Cartas, VI, pp. 31-33. Esta visión pesimista sobre el progreso, cuyo origen Schiller lo
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Con notable lucidez, Schiller capta y explicita el drama moderno: la división del trabajo y la alienación, ambos temas que después tratará Marx. Al dedicarse a un aspecto específico o una actividad mecánica, el hombre pierde el sentido de totalidad. En vez de estar la máquina al servicio del hombre, el hombre pasa a estar al servicio de la máquina. Además, la máquina lo mecaniza, porque automatiza su movimiento corporal y, paralelamente, lo reprime en el desarrollo de otras facultades, físicas o mentales. Así, se vuelve extraño, y con esa misma extrañeza observa a los demás. El hombre queda fragmentado, aislado, perdido, alienado; en sí y en relación con los otros. A pesar del diagnóstico negativo, Schiller sostiene –en la misma línea de Kant (§ 55) – que la especialización de las ciencias y de los oficios contribuye al progreso de la especie humana. Sin embargo, no le parece conveniente sacrificar al individuo por el bien universal. Schiller no celebra el progreso. Valiéndose de la metáfora organicista, expresa que especializarse en una única capacidad sería como ejercitar un solo músculo, cuando la belleza del atleta se refleja en todo el cuerpo.15 Aquello que Smith elogiaba como causa del progreso (§ 47), la división del trabajo, para Schiller se convierte en deformidad. Ahora bien, ¿cómo se puede transformar espiritualmente semejante estado de cosas? Aunque la Ilustración signifique un avance respecto del oscurantismo medieval, el conocimiento solo –el atrévete a saber (§ 56) – no alcanza para modificar la realidad. Hay que sumarle decisión, deseo, voluntad. Para superar la situación, se necesita un sentimiento interno, un cambio en el carácter de la persona. El siglo de las luces dejó en el camino dos cosas que –según Schiller– merecen ser rescatadas: la Naturaleza (el seno materno, la fuente de vida que unifica lo fragmentado) y el corazón (aquello que nos empuja a actuar, la llama interna, el complemento perfecto para el razonamiento frío).16 La solución al drama moderno se halla en la educación estética. El arte presenta el camino para unificar lo disperso. ¿Por qué? Básicamente porque el sentimiento de la belleza nos aleja de dos errores muy comunes: la grosería y la indolencia. El buen gusto por las obras de arte va de la mano con el alma cultivasitúa en la especialización de las ciencias, se emparenta y entronca con el diagnóstico que trazó J.J. Rousseau en medio de la euforia iluminista: nuestras almas se han corrompido a medida que nuestras ciencias y artes han avanzado hacia la perfección, sentencia Rousseau en el Primer discurso sobre las ciencias y las artes, p. 11. 15 Schiller, Cartas, VI, p. 38. No puedo negar que la raza humana actual, considerada en su unidad y desde el punto de vista del intelecto, es muy superior a cualquiera de las anteriores épocas. Pero, para iniciar el certamen y comparar los conjuntos, hay que empezar emparejando los individuos. ¿Quién de los modernos se atreve a salir a disputar el premio de la humanidad, hombre frente a hombre, con un ateniense?, p. 31. 16 Schiller, Cartas, VIII, pp. 42-44: Nuestra época es ilustrada […]. La libre investigación ha disuelto la variedad de conceptos fantásticos que durante largo tiempo obstruían el camino de la verdad […]. La filosofía misma, que empezó por persuadirnos de abandonar la Naturaleza, nos incita, en tono fuerte y apremiante, a volver a su regazo […] Así, pues, la ilustración del entendimiento no merece respeto si no se refleja en el carácter. Pero esto no basta; en cierto modo, la
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da, refinada, civilizada. El gusto grosero, en cambio, pertenece a la barbarie, y se lanza sobre lo nuevo, lo sorprendente, lo grotesco, los colores chillones, lo exuberante y todo aquello que lo excita; en una palabra, no comprende la sencillez. En el contexto del siglo XVIII, el gusto grosero no está asociado con lo popular, sino con los nuevos ricos (la burguesía), que se arrojan sobre las obras de arte en busca de reconocimiento social. No los mueve la necesidad espiritual, sino el materialismo, la acumulación y el deseo de consumir, el beneficio y el mercado del arte. Esta actitud agitada de los burgueses trae insensibilidad, falta de gusto, apego a las cosas. Pero la belleza se relaciona con lo calmo, lo tranquilo, lo equilibrado, la armonía de la Naturaleza, el desprendimiento de lo material; por ende, el buen gusto consiste en abrirse a la obra de arte, en conjugar el tiempo presente con el sentido intemporal, en captar en lo pequeño toda la grandeza del universo humano y natural. La belleza cruza el mundo sensible con el mundo inteligible, induce a levantar la mirada sobre los objetos particulares y contemplar el todo.17 La educación estética, entonces, se orienta a la formación cultural global, apunta a elevar el alma más allá de su mundo conocido para comprender el sentido del conjunto, esa unidad completa y armónica que se refleja en el ideal de hombre griego. Se trata, sin dudas, de una respuesta a la visión iluminista del saber reducido a la utilidad (§ 49). Schiller pareciera decir: si sólo aprendemos lo que nos conviene, y si seguimos parcializando y dividiendo el saber, jamás podremos salir de la mirada corta e inmediata; hay que recuperar una formación que atienda a todas las posibilidades humanas, que cultive el espíritu desplegando sus distintas capacidades. Además, el educador (y lo mismo vale para el político) no tiene que actuar como el artista o el artesano, que obligan a la materia a ser lo que ellos quieren que sea, porque los materiales a formar por el educador son los seres humanos. La relación pedagógica se establece sobre la base del respeto, de la consideración del otro (el educando) como un fin en sí mismo, y no como algo manipulable y maleable. Lamentablemente, a estas buenas ideas Schiller le añade el típico preconcepto iluminista según el cual los encargados de propagar la cultura y definir el camino hacia la civilización son unos pocos hombres, los grupos selectos, aunque no por su posición social, sino por el buen gusto y la sencillez natural. Por último, aquello que despierta las posibilidades humanas, la imaginación y la creatividad –tan atrofiadas en el mundo moderno–, es el libre juego. Gracias al juego entramos en el campo del gusto estético, porque se activa la fantasía y el alma se desprende del mandato de reproducir fielmente la realidad. El juego cumple la función de romper con el sentido propio e inmediato de las cosas. Nos abre los ojos para ver más allá de lo que vemos, para crear algo diferente. Por eso, en el juego las cosas no son lo que son, sino lo que la libre imaginación quiere que sean. ilustración también tiene que provenir del carácter, porque el camino que conduce al intelecto lo abre el corazón. 17 Schiller, Cartas, pp. 16, 44-50, 55, 79, 124, 140.
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Allí experimentamos la libertad de re-crear las cosas, de comenzar a producir una segunda realidad desde nosotros mismos. Con el juego se reaviva la facultad de las ideas, indispensable para captar la belleza, la armonía, la unidad que permite volver a vincular este mundo fragmentado.18 § 61-. NUEVAS IDEAS PEDAGÓGICAS: PESTALOZZI. Con el Romanticismo y la valoración de lo local, de las costumbres, de lo particular de cada comunidad, se reflotan iniciativas que apuntan a la educación popular, a ocuparse de la gran cantidad de analfabetos, y sobre todo en lugares campesinos, tranquilos, alejados del murmullo constante de la ciudad. También se multiplican los buenos intentos por crear jardines de infantes, donde la noción de juego ocupa un lugar primordial, porque –como muestra Schiller– permite desarrollar la imaginación creativa y la libertad. Sin embargo, los emprendimientos son aislados, dependen de la buena fe de quienes los encabezan, y por lo general duran muy poco tiempo, porque los problemas económicos o de organización los tornan inviables. En las primeras décadas del siglo XIX la educación sigue siendo un privilegio, y a ella sólo acceden los de mejor posición social. El ideal pansófico de Comenio (§ 35) duerme en el cajón de las promesas incumplidas. En Francia, por ejemplo, con el régimen de Napoleón (1799-1815) nuevamente se descuida la educación primaria, que la Revolución había instaurado con principios de avanzada para la época: gratuita, obligatoria y laica (§ 49). En paralelo, se refuerza la educación secundaria, que se subdivide en la orientación humanística y en la orientación técnico-profesional. Pero el deterioro de la educación primaria, el simple hecho de que no sea sostenida y financiada por el Estado, opera como filtro de selección social: sólo ingresan al secundario quienes pudieron pagar una educación básica privada. De este modo, se garantiza una educación completa únicamente para aquellos que poseen una buen pasar económico. Por otra parte, en Inglaterra se inventa el método Lancaster, que consiste en aplicar técnicas de enseñanza mutua. Bajo el lema de un maestro para mil discípulos, las clases se dividen en grupos numerosos para lengua o matemática, y el maestro instruye a un niño monitor, el más destacado del grupo, que reproduce las instrucciones frente a sus compañeros. El método Lancaster apela a la división del trabajo, a la delegación de tareas y, sobre todo, a un disciplinamiento implacable. En Inglaterra también se implementan jardines de infantes como guarderías para los hijos de los trabajadores obreros, y escuelas de oficios (mecánica, tintorería, tornería, etc.) relacionadas con las necesidades de la revolución industrial. Todo esto, insistimos, sin una organización institucional, sin convertirse en una política de Estado; los emprendimientos educativos son intentos aislados, esporádicos, llevados adelante por personas particulares.19 18 19
Schiller, Cartas, pp. 102-105, 139-140, 146-147. Abbagnano-Visalberghi, Historia de la pedagogía, pp. 448-451.
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En este contexto aparece un pedagogo suizo-alemán, típicamente romántico en sus ideas y acciones: Giovanni Pestalozzi (1746-1827). En distintos momentos de su vida, Pestalozzi fundó o dirigió escuelas en zonas rurales y para niños pobres, coherentemente con el regreso a la naturaleza y el amor a lo popular que se difunden en el ambiente romántico. En general, terminó muy mal, en bancarrota o peleado con sus colegas. En su primera experiencia educativa trata de rescatar al niño activo, y decide que la enseñanza teórica (leer y escribir, hacer cuentas) se complemente con oficios prácticos, relacionados con la industria o con la agricultura. Pese a los fracasos concretos, Pestalozzi nunca abandona sus ideales, y se salva de la penuria económica gracias a la publicación de novelas didácticas, pensadas para que las madres eduquen a sus hijos. En cuanto a su concepción pedagógica, Pestalozzi presenta el clima en el que debe desarrollarse la educación: ÎNo hay aprendizaje que valga nada si desanima o roba la alegría. Mientras el contento le encienda las mejillas, mientras el niño anime su actividad entera de júbilo, de valor y de fervor vital, nada hay que temer. Breves momentos de esfuerzo condimentados con alegría y vivacidad no deprimen el ánimoÏ.20
La cordialidad, el buen estado de ánimo, en una palabra: la alegría, impulsan el aprendizaje, y al combinarlos con el esfuerzo, el orden, la obediencia, etc., se llega a un resultado sumamente positivo. Además, Pestalozzi sostiene que el niño evoluciona en tres momentos: en una primera instancia (el estado de naturaleza), el niño se ama a sí mismo, de modo que sólo se preocupa por su propio placer y bienestar, se piensa como el centro de todo, e inocentemente cae en el egoísmo y la despreocupación frente a los demás. En un segundo momento (el estado social), el niño choca con otros niños tan egoístas como él, y entonces se da cuenta que le conviene limitar sus pretensiones para llevarse bien, para no tener problemas. Pero este segundo momento todavía es negativo, en el sentido de que no alberga una valoración positiva hacia sus semejantes, sino que aprende a controlar sus impulsos porque le conviene; por ende, la motivación sigue siendo egoísta. En este punto el conflicto se disimula, se encubre y se mantiene latente. En un tercer momento (el estado ético), cuando el niño comprende la bondad moral de aceptar a los otros tal como son, de integrarse y vincularse en una unidad superior, o cuando siente la pertenencia a una comunidad, se armoniza con los demás a través del amor, el compañerismo, la fraternidad. Hasta aquí, el desarrollo del niño. La educación primaria –según Pestalozzi– se basa en tres principios a cultivar desde la más temprana infancia: el corazón, la mente y la mano. Ante todo, hay que despertar el corazón del niño, su interior, sus buenos sentimientos; por20
Citado en Abbagnano-Visalberghi, Historia de la pedagogía, p. 469.
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que los niños son espontáneamente buenos. Aunque en su primera etapa se guíe de manera egoísta, no lo hace consciente o deliberadamente, sino sin saberlo. El amor de los padres y la fe religiosa contribuyen a despertar esa bondad innata. El segundo principio apunta a ejercitar la mente a través del conocimiento de los objetos, tanto mediante el contacto sensible como mediante la conceptualización. Un tercer principio que completa a los anteriores se relaciona con el hacer, la actividad práctica, el arte de producir y crear objetos. Los niños desean manipular los objetos, usarlos o fabricarlos, y así despliegan habilidades técnicas, capacidades que son tan importantes como comprender y sentir. La producción de objetos podrá orientarse hacia las manifestaciones artísticas o hacia las construcciones artesanales.21 En suma, el romanticismo de Pestalozzi se trasluce claramente en su concepción del ser humano activo, en la apuesta al corazón y al amor, en la relevancia de la dimensión social, en el progreso dialéctico del niño, en la unidad de las distintas facetas de la personalidad.
21
Abbagnano-Visalberghi, Historia de la pedagogía, pp. 466-475. Lamanna, P., Historia de la filosofía IV, pp. 91-108.
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Capítulo 12
Hegel y la dialéctica de la conciliación
§ 62-. EL IDEALISMO ABSOLUTO. La revolución cultural, filosófica y artística, que se inicia en Alemania a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX en el marco del Romanticismo, nos presenta una serie de filósofos que se definen como idealistas y que adoptan como punto de referencia a Kant. Pese al estilo seco y frío y pese a que nunca enseñó sus textos, la filosofía de Kant se propaga entre los jóvenes y genera un abanico de desarrollos que tienden a superarla. Es decir, los idealistas quieren, a partir de los planteos de Kant, ir más allá de Kant. Valoran su autoridad, pero se instalan en los huecos de su concepción, para reformularla. A grandes rasgos, el punto de conflicto con la filosofía de Kant reside en su fuerte empirismo,1 en la limitación de la razón y del sujeto a la experiencia. Para los idealistas, en cambio, el sujeto no se limita a reflejar lo dado, sino que, al estar dotado de libertad y de creatividad, tiene la fuerza suficiente para componer y transformar los objetos. Desde esta perspectiva, el sujeto ya no está encerrado en la experiencia, pues posee la capacidad para hacerla y rehacerla; más bien, lo único que puede circunscribir al sujeto es su propia libertad. Los objetos, entonces, pasan a ser productos de su libertad. Entre los filósofos idealistas, en la primera mitad del siglo XIX se destaca G. W. F. Hegel (1770-1831), uno de los más importantes de toda la historia e imprescindible para comprender nuestro tiempo. A diferencia de Kant, que nunca salió de su pueblo natal, Hegel se traslada de una ciudad a otra (con serios problemas económicos) y alcanza sustento y fama con la publicación de sus obras más importantes: Fenomenología del espíritu (1807), Ciencia de la Lógica (1811-ss.), Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1818). Hacia 1820, ya instalado en la Universidad de Berlín, obtiene reconocimiento e influencia en los círculos intelectuales de la época. Hegel hereda la efervescencia del idealismo postkantiano y logra darle una expresión casi definitiva, en el sentido de que todas las versiones del idealismo (anteriores y posteriores) parecieran conducir, en última instancia, a su propuesta filosófica. Con una extraordinaria habilidad argumentativa, Hegel 1
Hegel, Fe y saber, pp. 59-63.
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absorbe en su sistema a todos los demás; y, para diferenciarlo de los demás, llama a su sistema idealismo absoluto. Ante todo, se nos presenta una cuestión importante: ¿qué es el idealismo? Resulta difícil dar una definición, porque cada filósofo entiende por la palabra idea algo muy diferente; por ejemplo, esa misma palabra no significa lo mismo en Platón (§ 17) que en Descartes (§ 40) o Kant. Primero tenemos que despejar el uso común del adjetivo idealista como soñador, utópico, ingenuo, etc., y la consecuente creencia en que el idealismo se dedica a postular ideas o modelos independientes de la realidad. Todo esto no tiene ninguna relación con el idealismo.2 Desde una óptica muy general, una filosofía idealista sostiene que la realidad entera se explica a partir de las ideas; o sea, que los objetos y las acciones se fundamentan a partir del sujeto. La realidad no está ahí, como algo acabado y terminado que el sujeto viene a describir y reflejar; por el contrario, para el idealismo la realidad resulta del hacer o actuar del sujeto. Entonces, el sujeto fundamenta la realidad, la hace y actúa sobre ella, la transforma a partir de sus propias ideas. Pero, a diferencia de Descartes o Kant, para Hegel ese sujeto que fundamenta la realidad no es un individuo, sino un colectivo, un nosotros, un todocultural. El individuo sólo existe como tal en la interrelación y en el reconocimiento de y con los otros; por ende, su hacer particular forma parte de una actividad más amplia, la dinámica de la comunidad. A su vez, la comunidad tampoco está aislada ni descontextualizada, pues se va desarrollando históricamente. A este sujeto colectivo que contiene a los individuos, que interpreta y transforma la realidad y, que va cambiando a través del tiempo, Hegel lo llama Espíritu.3 Sobre esta noción volveremos más abajo. En otras palabras, el idealismo no va directamente a las cosas, sino que presenta una instancia anterior para fundamentar las cosas. Así, por ejemplo, Platón explica la existencia de la mesa a partir de la Idea de mesa, o Descartes explica su perspectiva matemático-cuantitativa a partir de las ideas innatas, o Kant explica que el conocimiento se da a partir de la construcción del objeto que hace el sujeto. Del mismo modo, Hegel explica la realidad desde una instancia anterior a las cosas: la Idea. Todos estos idealismos comparten el supuesto de que la sola experiencia sensible no alcanza para fundamentar la realidad. Desde luego, Hegel no dice lo mismo que Platón, ni que Descartes o Kant; de todos modos, se define como idealista, y esto significa que las cosas se fundamentan en la Idea. ¿Qué es la Idea? Para Hegel, es el pensamiento, la metafísica o lógica pura de la realidad; es la estructura básica a partir de la cual se organiza y entiende todo 2
Sciacca, M., Qué es el idealismo, p. 7. Sobre Hegel: pp. 32 y ss. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 377, pp. 433-434: El conocimiento del espíritu es el más concreto y, por tanto, el más elevado y difícil. Conócete a ti mismo; este precepto […] no tiene el significado de un mero autoconocimiento según las aptitudes particulares del individuo […], sino que su significado es el conocimiento de lo verdadero del ser humano, […], o sea de la esencia [= universal] misma como espíritu.
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lo existente. Con una metáfora: la Idea es un esqueleto, un sistema, una manera de ordenar y darle forma al mundo. La Idea es la realidad vista desde su lado más abstracto, como un conjunto de relaciones y conceptos generales. Lo opuesto a la Idea, lo que viene a completar ese esqueleto, es la materia, lo concreto, lo que Hegel llama Naturaleza.4 La Idea y la Naturaleza son opuestos, se contradicen totalmente: lo que es uno, no es el otro, y al revés. La Idea es invisible o imperceptible, no ocupa lugar, no es nada concreto; la Naturaleza es lo perceptible, lo que ocupa lugar, etc. Por eso, Idea y Naturaleza son dos mitades de algo que es uno, el Espíritu. En este punto hay que reunir los cabos sueltos. Ya anticipamos que el Espíritu refiere al ser humano, pero no como individuo aislado, sino como colectivo social. El Espíritu es el nosotros, la comunidad, que se expone históricamente a través de la cultura. El individuo refleja la cultura a la que pertenece, en su modo de actuar y de conocer el mundo expresa la cultura. Nunca está solo, y lo que él considera como propio y suyo, en verdad resulta un producto de la comunidad de pertenencia. En este sentido, en lo particular (individuo) se muestra lo universal (comunidad). El individuo se configura como una síntesis particular entre Idea y Naturaleza, o pensamiento y materia, o sujeto y objeto, o mente y cuerpo, etc. Esa misma contradicción y unidad manifiesta una contradicción más amplia, universal, entre Idea y Naturaleza. En otras palabras, en el individuo se muestra la contradicción y unidad entre, por ejemplo, mente y cuerpo; pero esa contradicción y unidad expresa el Espíritu. Para Hegel, entonces, el Espíritu sintetiza Idea y Naturaleza. Hasta aquí, analizamos el significado del idealismo: la realidad se fundamenta en la Idea (el pensamiento puro), que se unifica con su contrario (la Naturaleza) en el Espíritu. Ahora debemos considerar el otro aspecto con el cual Hegel caracteriza su sistema y que le permite separarse de la familia idealista:5 lo absoluto. Dado que este planteo no se ocupa tan solo de una parte de la realidad, sino de toda la realidad, se trata de un idealismo absoluto. El sistema de Hegel no deja nada afuera, nada sin comprender o explicar; su tema –el tema de la filosofía– es la totalidad de lo real. La Idea abarca todo el pensamiento, la Naturaleza todo lo material, y el Espíritu vendría a ser el todo del todo. De esta totalidad de lo real se 4
Hegel, Enciclopedia, § 14, p. 117 (Idea); §§ 245-250, pp. 303-309 (Naturaleza). Hegel, Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling, pp. 3-30, 111-139. Según Hegel, sus contemporáneos idealistas, Fichte (1762-1814) y Schelling (1775-1854), poseen el mérito de haber elevado la filosofía al tratamiento de lo absoluto, pero a su vez el defecto de haberlo considerado desde una perspectiva: Fichte, desde el lado subjetivo (el Yo, el saber), y Schelling desde el lado objetivo (la Naturaleza, el ser). Hegel mismo se sitúa como el filósofo que unifica estas dos posiciones. Habitualmente se reproduce esta clasificación con la tríada: idealismo subjetivo (Fichte), idealismo objetivo (Schelling) e idealismo absoluto (Hegel). Pero Hegel no usa esos términos: Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie [Lecciones sobre historia de la filosofía], Hegel Werke, T. 20, pp. 390-391, 403-406 (Fichte); 419-420, 436-439 (Schelling), 453-460 (Hegel). 5
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ocupa la razón;6 por eso, Hegel dirá que lo real es racional y lo racional es real. La tarea de la filosofía consiste en comprender y explicar todo lo que es, lo que hay, lo existente; captar la multiplicidad en su unidad constitutiva.7 Esta tarea no se puede llevar a cabo de golpe, de un vistazo o con una revelación. Para hablar de toda la realidad se deben recorrer sus partes, sus relaciones, considerando siempre que están insertas en un todo. Tampoco se puede llevar a cabo esta tarea en un instante, sino que se tiene que desarrollar históricamente. Cada filósofo –dice Hegel– se dedica a comprender la totalidad de lo real (lo absoluto, la razón) según el tiempo que le toca vivir; cada filósofo se dedica a explicar su presente. Porque lo absoluto se desarrolla históricamente, y en cada época se muestra de una determinada manera, se deja ver desde un determinado punto de vista. Hegel se impone a sí mismo la tarea de absorber en su sistema todo el desarrollo histórico de lo absoluto y, de este modo, explicar la totalidad de lo real. En consecuencia, el idealismo absoluto se presenta como el sistema capaz de comprender y exponer todo lo real desde sus fundamentos. § 63-. LA DIALÉCTICA HEGELIANA. Muchas veces se afirma que Hegel tiene un método con el cual presenta su filosofía, la dialéctica, y que tal método consiste en tres pasos: tesis, antítesis y síntesis. Sucede que hablar de método resulta algo equívoco, porque da a entender que se trata de una herramienta que el filósofo toma para agrupar y ordenar la realidad. Sin embargo, Hegel critica precisamente a los filósofos8 que le imponen a la realidad un método que ya poseen de antemano, e intenta hacer otra cosa, intenta mostrar cómo funciona la realidad. En este sentido, la dialéctica no expone un método, sino el modo como efectivamente funciona la realidad. La dialéctica refleja la dinámica o actividad de las cosas mismas. Entonces, la realidad es dialéctica, lo cual significa que es contradictoria y se desarrolla y avanza a través de la contradicción. Ciertamente, Hegel siempre despliega la dialéctica en tres momentos9, aunque no los llama tesis, antítesis y síntesis. La contradicción nos Hegel, Diferencia, p. 14: si lo absoluto y su manifestación, la razón, son eternamente una y la misma cosa, como así es, toda razón que se ha centrado en sí misma y se ha conocido, ha producido una verdadera filosofía y ha solucionado su tarea. Esta tarea consiste en comprender cómo se muestra la razón en el propio momento histórico en que ha surgido una filosofía determinada: Diferencia, pp. 16-18. Sobre este punto volvemos más abajo (§ 65). 7 Hegel, Diferencia, pp. 49-50: La necesidad de la filosofía puede verse satisfecha cuando ha penetrado hasta el principio de la aniquilación de toda oposición fija y hasta la referencia de lo limitado a lo absoluto; […en] el verdadero filosofar, […los] opuestos desaparecen, no sólo porque los pone en conexión con otros elementos limitados, sino también porque los pone en referencia a lo absoluto, y de este modo los supera. Encontramos aquí una incipiente formulación de la dialéctica. 8 Hegel, Ciencia de la lógica, T. I, pp. 69 y ss. En p. 71 afirma: este método es el único verdadero. Esto ya es evidente por sí mismo, porque este método no es nada distinto de su objeto y contenido, pues es el contenido en sí, la dialéctica que el contenido encierra en sí mismo, lo que impulsa hacia adelante. Sobre la dialéctica: Klein, A., Hegel y la razón dialéctica, pp. 269-287. 9 Un anticipo de los tres momentos lo encontramos en Kant (§ 53), con dogmatismo (racionalismo), 6
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conduce del primer momento al segundo y del segundo al tercero. La dialéctica está en el movimiento de la realidad misma. Analicemos los tres momentos o pasos: (1) la afirmación, la instancia donde aparece o comienza algo, su unidad primera, abstracta e inmediata, unilateral, etc. A este primer momento le sigue –no en sentido temporal, sino en el plano de la fundamentación– un segundo momento, (2) la negación, que lo contradice totalmente, se le opone,10 lo desarma y desgarra. Si lo primero era una suerte de unidad compacta, este segundo momento hace estallar esa unidad en múltiples fragmentos; por eso, en este momento surge la diferencia, lo concreto, lo mediato; aparece la contradicción. Pero este proceso revela que los dos momentos anteriores son partes de una misma unidad; por ende, gracias a la contradicción se pasa al tercer momento: (3) la síntesis o conciliación, donde la afirmación y la negación se unifican. Recién aquí se alcanza una visión completa, una visión que comprende a los elementos –cada uno con sus rasgos propios– como partes de un mismo todo. El tercer momento contiene y supera a los anteriores. En la síntesis, la contradicción se resuelve y disuelve, se produce una superación, porque los elementos ahora se reúnen;11 o sea, primero estaban compactados, luego dispersos, y finalmente están reconciliados. Todo el sistema de Hegel –o mejor, toda la realidad– se mueve con este ritmo, con esta secuencia dialéctica de tres momentos. Rápidamente observamos que la contradicción entre Idea y Naturaleza se resuelve en el Espíritu (Ejemplo 1) y que sobre esa tríada descansa el sistema hegeliano. Ahora tomemos otros ejemplos. Ejemplo 2: cualquier ser vivo atraviesa tres etapas: nacimiento y crecimiento, desarrollo y plenitud, decadencia y muerte. Los ciclos se repiten una y otra vez (no casualmente los presocráticos quedaron fascinados por la regularidad de la naturaleza: § 5), y cada elemento particular está sometido al devenir. Dice Hegel: ÎEl capullo desaparece cuando se abre la flor, y podría decirse que la flor contradice al capullo; del mismo modo, cuando aparece el fruto se explica la flor como una falsa existencia para la plantaÏ.12
La flor contradice y supera al capullo, el fruto contradice y supera a la flor. Una etapa sustituye a la otra, la sintetiza y engloba en una fase superior. En cada escepticismo (empirismo) y criticismo (la propuesta de Kant). Aquí tomamos contradicción y oposición como sinónimos. Cf. Colletti, L., La superación de la ideología, pp. 89 y ss. 11 Hegel, Ciencia de la lógica, T. I, pp. 138-139. En este punto se dividen las aguas entre quienes interpretan la dialéctica hegeliana como un proceso abierto, según el cual la síntesis conciliadora vuelve a comenzar el ciclo (o sea, se inicia una nueva afirmación, etc.), y quienes la interpretan como un proceso cerrado, según el cual la dialéctica profundiza un desarrollo interno al todo. Esta divisoria de aguas tiene importantes consecuencias en el plano histórico-político. Aquí seguimos la segunda interpretación, que es la de Dotti, J., Dialéctica y derecho. 12 Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 8. 10
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etapa está contenida la anterior, afirmada y negada. Para que la flor sea flor, primero tuvo que ser capullo, luego negarse, para después superarse y devenir fruto. Este ejemplo permite observar la fuerza de la negación o contradicción y cómo cada etapa contiene y supera a la anterior. Otro ejemplo (3) de Hegel: el amor. Se trata de un sentimiento en el que las partes se unifican y fusionan, de modo que cada uno vive enteramente para el otro. El verdadero amor se da entre los seres que sienten y gratifican la vida, que son dos y, al mismo tiempo, son uno. Quienes se aman conforman una unidad tan fuerte e intensa que supera a la simple sumatoria de partes. Ciertamente –admite Hegel–, no dejan de ser dos, no pueden evitar la finitud, la muerte; sin embargo, tienden a suprimir las diferenciaciones, tienden a ser uno y a extender el amor hasta la inmortalidad. Por ende, todo lo que los divida –por ejemplo, la propiedad– se convierte en un estorbo, porque el amor consiste en dar y recibir, y la grandeza del alma se muestra en el entregarse sin cálculo, sin esperar nada a cambio: cuanto más doy, más tengo –transcribe Hegel de Romeo y Julieta, de Shakespeare. Esta unidad alcanza su plenitud en el fruto: Îlo más íntimo y propio se unifica en el contacto, en el palparse hasta la inconsciencia, hasta la cancelación de toda distinción. […] Se ha formado un germen de la inmortalidad, un germen de lo que eternamente se desarrolla y se procrea, algo viviente. Lo unificado [de esta manera] ya no se separa más: la divinidad ha actuado, ha creado. Pero esta unidad [= el niño] es solamente un punto, un germen. […] Es así como tenemos ahora lo unido, los elementos separados y lo reunificadoÏ.13
Este caso subraya el momento de la superación, de la síntesis donde dos se hacen uno, y donde surge lo nuevo (el niño). Y se conecta con la siguiente dialéctica entre individuo y Vida (Ejemplo 4). Según el pasaje citado, lo divino aparece en la gestación de una nueva vida, pero no se termina ahí. Ese germen continúa su desarrollo como individuo. Y el concepto de individuo supone vínculo y separación con sus similares: ÎEl concepto de la individualidad comprende en sí tanto la oposición contra una multiplicidad infinita, como la unión con la misma. Un hombre es una vida individual en cuanto es algo distinto […] de la infinidad de vidas individuales que hay fuera de él; es una vida individual sólo en la medida en que es uno […] con toda la infinitud de vidas individuales fuera de él […], siendo él una parte y todo el resto la otra parteÏ.14
Ahora bien, prosigue Hegel, la Vida es un todo. Cada individuo constituye una muestra, una manifestación o exteriorización de ese todo. En efecto, que el 13
Hegel, Escritos de juventud, pp. 264-265 (subrayado nuestro); lo anterior en pp. 262-263. En p. 265 (nota) Hegel agrega, forzando el lenguaje: El niño es sus mismos padres. 14 Hegel, Escritos de juventud, Fragmento de sistema, pp. 399-400.
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individuo se individualiza significa que se diferencia, se separa y opone a los demás. Se puede partir y separar de los demás sólo porque antes existe la totalidad infinita que atraviesa y sobrepasa a los individuos; el individuo se puede separar gracias a que en él subsiste la unidad. Por lo tanto, aunque se individualice, jamás deja de estar vinculado con sus semejantes y con el todo-vital. Más abajo profundizaremos sobre el reconocimiento y la necesidad del otro para saberse sujeto. Este ejemplo permite observar cómo la unidad inicial, la Vida que se afirma a sí misma, a su vez se niega y contradice en múltiples individuos. Al diferenciarse, el individuo se contrapone al todo (la comunidad) y a cada uno de los otros; se afirma a sí mismo negando a los demás. Pero esta contradicción recién se resuelve cuando ese individuo se reintegra y reconcilia con los otros, cuando se reunifica en el concepto de comunidad o unidad superior que abarca y abraza a todos los individuos. Analicemos otro ejemplo (5) de la dialéctica. Según Hegel, las edades de la vida también se resumen en tres momentos generales: niño, adulto y anciano. (a) La niñez, que va desde el nacimiento hasta la adultez, constituye una etapa de preparación para la vida, en la cual se impregnan gran cantidad de aprendizajes en una suerte de mundo propio, que se mantiene en la adolescencia y en la juventud. Esta suerte de mundo propio donde prevalece la contención familiar se empieza a abrir con la escuela. Al iniciar una sociabilidad distinta de la familia, la escuela coloca al niño frente a nuevas situaciones y relaciones. En la adolescencia y la juventud, ese mundo propio se abre un poco más, aunque siempre tratando de recrear en amistades una especie de segunda familia. La característica distintiva del adolescente y luego del joven reside en que no soporta que el mundo real sea tan diferente a como él quiere que sea. Así, la juventud se caracteriza por la turbulencia, las pasiones inflamadas, del deseo de cambiar todo instantáneamente, las contradicciones profundas, la distancia entre las ideas y la realidad. Cuando el joven deviene adulto (b), niega y contradice su propia oposición al mundo, buscando la manera de insertarse en lo que hay. El hombre adulto ya no desea cambiar todo, sino que se amolda al trabajo, se adapta a las reglas sociales; se reconcilia con el mundo existente. Pues el adulto ya no tiene una familia que lo sostenga, sino que él mismo produce su familia y la sostiene; por tanto, considera otras variables a la hora de actuar, considera por ejemplo cómo ganarse el pan, cómo progresar y vivir bien. Por último, este hombre maduro, cuando llega a la tercera edad (c), no mira más hacia el futuro, sino hacia su pasado. El anciano concluye unificando, de alguna manera, sus contradicciones, o atando los cabos de su vida. Y la vida sigue su curso natural, porque cuando se apaga esta persona, el ciclo vuelve a comenzar en su descendencia.15 15 Hegel, Enciclopedia, § 396, p. 446. Hemos completado la exposición con una traducción inédita de los añadidos a este parágrafo en la edición de 1830 (Hegel Werke, T. 10, pp. 75-86), gentileza del Prof. M. Zubiría de la cátedra de Metafísica de la Universidad Nacional de Cuyo.
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Entre Ideas § 64-. LA LUCHA ENTRE EL AMO Y EL ESCLAVO.
En su primera gran obra, la Fenomenología del espíritu (1807), Hegel expone los distintos momentos o figuras del desarrollo de la conciencia, que al comienzo se reconoce sólo individualmente y con relación a un objeto, y que con el devenir se muestra como formando parte de un colectivo. Según este desarrollo, la conciencia o individuo sólo se podrá reconocer como tal en la medida en que se encuentre en una comunidad de relaciones. El individuo llega a saberse individuo en cuanto se reconoce como parte de la comunidad.16 Más arriba (§ 58) lo decíamos de la siguiente manera: uno mismo se espeja en los otros, se refleja, se identifica o se opone; construye su ser en-sí a partir de cómo se relaciona con los otros. Porque uno mismo es un otro para los otros.17 Entonces, en el en-sí de cada uno (en el ethos, cuestión que se planteaba Aristóteles: §§ 27-28) ya están los otros; en el lenguaje, en la cultura, en las creencias, en la educación, se observa cómo ese tejido de relaciones comunitarias atraviesan al individuo. Porque el sujeto, que en este desarrollo se descubre autoconsciente18 (frente a los objetos, que no se pueden jactar de tener conciencia; únicamente el sujeto tiene conciencia de sí mismo) sólo se reconoce como tal frente a otra autoconciencia, o sea, frente a otro ser como él: ÎLa autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia […]. En cuanto una autoconciencia es el objeto, éste es tanto yo [= sujeto] como objeto. Aquí ya está presente para nosotros el concepto de espíritu. […] El yo es el nosotros y el nosotros el yo. La conciencia sólo tiene en la autoconciencia, como el concepto de espíritu, el punto de viraje a partir del cual se aparta de la apariencia coloreada del más acá sensible y de la noche vacía suprasensible, para marchar al día espiritual del presente […]. La autoconciencia es en y para sí, en cuanto que es en sí y para sí para otra autoconciencia; es decir, sólo es [autoconciencia] en cuanto se la reconoceÏ.19
En su estilo árido y complejo, Hegel muestra la insuficiencia del yo aislado. En la medida en que el propio en sí se revela atravesado por los otros, la autoconciencia avanza hacia una nueva figura del espíritu. Este paso significa un viraje, Hegel, Fenomenología del espíritu: El puro conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro […] es el fundamento y la base de la ciencia [= filosofía] o el saber en general, p. 19. Uno se conoce a sí mismo cuando reconoce al otro. La tarea de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber hay que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al individuo universal [= Espíritu] y prosigue luego: El individuo singular es el Espíritu inacabado..., o sea, sin desarrollar, p. 21. 17 Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 107: vemos que es lo mismo el ser en sí y el ser para otro. En Ciencia de la Lógica, T. I, pp. 151-155. 18 Hegel, Fenomenología del espíritu, pp. 107-111. Kojève, A., La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, pp. 11 y ss. 19 Hegel, Fenomenología del espíritu, pp. 112-113. 16
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un nacimiento, un cambio cualitativo; significa la apertura al otro, el darse cuenta que uno no podría ser lo que es sin el otro. Por eso, la autoconciencia se satisface, se completa, en la relación con los otros; si estuviera sola, no sería lo que es. Dice Hegel: el individuo se busca y se encuentra en otro.20 Dado que nadie puede reconocerse como un yo si no está relacionado con otros, en el yo mismo está contenido el nosotros. Nuestro propio yo refleja en miniatura ese universal (la comunidad) al que pertenecemos. Entonces, para reconocerme a mí mismo como sujeto o autoconciencia, tengo que ser reconocido por los otros como tal; para saberme sujeto, tengo que ser tratado como sujeto. El reconocimiento se establece recíprocamente, va de un punto a otro. De este modo, se forma un tejido de relaciones, como si fuera una red, donde los seres humanos se reconocen y se hacen humanos entre sí. Ahora bien, uno de los pasajes más analizados, interpretados y discutidos de la Fenomenología del espíritu, la dialéctica del amo y del esclavo, se presenta como una figura de la conciencia, como un momento del desarrollo del sujeto. Más allá de sus posibles referencias históricas, la debemos considerar como una metáfora cargada de significado. La dialéctica del amo y del esclavo implica una lucha por el reconocimiento, pero con una particularidad: en este caso, la lucha no se entabla entre iguales, sino entre uno independiente y libre (el amo) y otro dependiente (el esclavo). En este caso el reconocimiento no se produce horizontalmente, entre pares, sino verticalmente: el amo se considera superior (para sí) y el esclavo se considera inferior (para otro).21 Mientras que el amo sólo vive para sí, el esclavo está encadenado a él, está a su servicio; no vive para sí, sino para otro. Pero sucede que, como decía Aristóteles (§ 28), el esclavo se especializa en las tareas domésticas, en el trabajo manual, que el señor desconoce, de modo que éste no tiene trato con las cosas, pues sólo se dedica a gozarlas. El amo –agrega Hegel– destruye las cosas, porque las consume. El esclavo, en cambio, sí se relaciona con las cosas, las transforma, las produce gracias a su propio trabajo artesanal. Por lo tanto, la independencia del amo empieza a tener otro color: Îel señor, que ha intercalado al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia de la cosa y gozarlaÏ.22
Por un lado, el señor, que primero se presenta libre e independiente, ahora aparece dependiendo del esclavo para consumir o sobrevivir. Por otro lado, el esclavo, que supuestamente depende del señor, ahora resulta que se siente amo de la cosa, porque la produce, la somete a su transformación. El esclavo se descubre 20
Hegel, Diferencia, p. 132. Como dice Kojève: no es solamente el Amo quien ve en el Otro su Esclavo; ese otro se considera a sí mismo como tal. En la dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, p. 26. Que el esclavo se vea a sí mismo como esclavo resulta fundamental para que el amo conserve su posición de poder. 22 Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 118. 21
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a sí mismo como amo y señor, pero no de otro ser humano, sino de las cosas. Por consiguiente, no alcanza el reconocimiento del otro, lo que le permitiría saberse autoconsciente, porque las cosas no pueden reconocer su trabajo. El esclavo alcanzará el reconocimiento del amo cuando éste lo vea como un ser libre, un igual, y para ello debe negar su condición de amo, lo que contradice su interés. A su vez el esclavo también descubre que su superior, en cierto sentido, depende de él. De este modo, empieza a modificarse la relación de poder. El esclavo toma conciencia de que el amo lo necesita. Sin embargo, la contradicción aún no está plenamente resuelta. Sólo cuando el esclavo se rebela ante la situación y somete al amo, la desigualdad termina de invertirse: ÎPero, para [que se dé] el reconocimiento en sentido estricto, falta otro momento: el momento en el cual lo que el señor hace contra el otro lo haga también contra sí mismo, y lo que el siervo hace contra sí lo haga también contra el otroÏ.23
Falta el momento donde el señor se haga cargo de sí mismo (volviéndose él, y no otro, esclavo de sí) y donde el esclavo se haga cargo de su libertad (volviéndose amo de sí, y dejando de ser esclavo de otro). Falta el momento donde se invierten los roles. Así, los dos alcanzan la verdadera libertad y se deshacen de los rótulos. El esclavo comienza a experimentarse independiente a través del trabajo en sentido amplio, es decir, como transformación de las cosas. El trabajo no sólo implica hacer la realidad, sino también hacerse a sí mismo, formarse, aprender y cultivarse, entrar en el ámbito de la cultura. Esta capacidad, en cuanto se va desarrollando, permite negar y superar el miedo al amo y el miedo a la realidad en general.24 Mediante el trabajo y la cultura el esclavo inicia el camino de sentirse libre, lo cual posibilita que se rebele contra el amo o busque su emancipación, y que se reconozca libre y exija del otro ese mismo reconocimiento. La lucha entre el amo y el esclavo nos deja varios puntos para reflexionar. (1) Si el Espíritu se desarrolla negando sus situaciones o momentos, queda claro que la relación amo-esclavo está destinada a negarse, invertirse y destruirse. Para que el yo del amo y el yo del esclavo se reconozcan en un Nosotros compartido, hay que aniquilar y superar la desigualdad que los caracteriza. Tiene que darse un reconocimiento en condiciones de paridad, y esto se alcanza cuando el esclavo se reconoce y logra que los otros lo reconozcan como un ser libre. (2) El planteo de Hegel pone en evidencia que las relaciones de poder, aunque por lo general se las observe de un solo lado, tienen otra cara. ¿Cuál es esa otra cara? El descubrimiento de que el amo necesita al esclavo. En este caso, el inferior encuentra algo que hasta el momento desconocía: su propio valor. En efecto, la relación de poder 23 Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 118. Kojève, A., La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, pp. 28 y ss. 24 Hegel, Fenomenología del espíritu, pp. 120-121. Sobre este tema y sobre cómo sigue el desarrollo del individuo: Dri, R., El individualismo en la Fenomenología del espíritu, pp. 145-156.
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funciona sin problemas en la medida en que el esclavo piense que su única función en la vida consiste en ser esclavo, que no sirve para otra cosa, y que debe agradecer que el amo lo acepte como su servidor. Pero, si descubre que lo que hace sirve y tiene valor, entonces junta fuerzas y autoestima para romper con ese lugar fijo, para rebelarse. No casualmente se trata de un descubrimiento, porque el hecho de que el amo lo necesite siempre se halla implícito, encubierto. (3) En la lucha entre el amo y el esclavo sólo a uno de los dos le va a interesar cambiar la relación. El amo está cómodo en su posición de poder. Más aún: el amo hará todo lo posible para conservar su dominio, y entre los mecanismos de dominación está el encubrir que necesita del otro, rebajar su autoestima, requerir agradecimiento, etc. Sólo el dominado quiere revertir la relación. Por ende, en el esclavo reside la superación. Por último (4), ese camino hacia la libertad se encuentra a través del trabajo, de la transformación de la realidad: el esclavo, al producir los objetos, comprende lo que significa darle forma y, al mismo tiempo, se forma y se produce a sí mismo. Precisamente, formarse significa educarse, cultivarse, progresar en el plano del conocimiento. La cultura y la educación constituyen el sendero de la liberación. En suma, más allá de las referencias históricas,25 Hegel nos muestra que la dialéctica entre amo y esclavo tiende a invertirse y superarse a través de la contradicción. Al igual que el menor de edad en Kant (§ 56) en algún momento se libera del tutor, el esclavo progresa al rebelarse contra su amo. El verdadero reconocimiento se alcanza cuando las partes se igualan. Lamentablemente, todavía hoy muchos siguen justificando o creyendo que unos nacen para mandar y otros para obedecer, o que poseer el conocimiento convalida una posición de superioridad. § 65-. LO REAL Y LO RACIONAL. El idealismo hegeliano se ocupa de lo absoluto, la totalidad de lo real, que se manifiesta en la razón de lo que existe, pero no de golpe, sino gradualmente. Lo verdadero es el todo, y el todo se desarrolla en etapas, contradiciéndose y superándose. Cada momento despliega las posibilidades del momento anterior y, de alguna manera, lo niega, lo contradice y supera: ÎNo es difícil darse cuenta, por lo demás, de que vivimos en tiempos de gestación y transición hacia una nueva época. El Espíritu ha roto con el mundo anterior […] y se dispone a hundirlo en el pasado, entregándose a la tarea de su propia transformación. El Espíritu, ciertamente, no permanece nunca quieto, sino que se halla siempre en movimiento incesantemente progresivo. Pero, así como el niño, tras un largo período de silenciosa nutrición [en el vientre materno], con el primer aliento rompe brus25 Rápidamente uno tiende a identificar esta dialéctica con la Edad Media. Kojève señala a Roma y los bárbaros, la Nobleza y el Tercer Estado, etc.. La dialéctica del amo y el esclavo en Hegel, p. 54.
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Entre Ideas camente la gradualidad del proceso puramente acumulativo en un salto cualitativo, y nace, así también el Espíritu que se forma va madurando lenta y silenciosamente hacia la nueva figuraÏ.26
Para desarrollarse, cada etapa niega silenciosamente a la anterior, despliega internamente sus fuerzas y la contradice. Cuando el cambio se produce, parece abrupto (por ejemplo, el nacimiento); sin embargo, es el resultado de todo un proceso. Por ende, la verdad aparece recién al final; la verdad de la semilla es la planta, y la verdad de la planta el fruto. Cada momento se muestra como un fragmento, una instancia del proceso cuyo resultado completo se evidencia al final: ÎLo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdadÏ.27
Según esto, la verdad se completa al concluir el desarrollo, lo cual significa que se desenvuelve históricamente, que la razón se muestra de cierta manera en cada momento, en cada época histórica. A su vez, cada época resulta de la anterior, de modo que el presente se entiende como producto de las fuerzas que lucharon en el pasado. Al filósofo le corresponde la tarea de comprender su propio presente en relación con el pasado, dando cuenta de las contradicciones y de la unidad conciliadora. Sin ese desarrollo previo, el presente se vuelve incomprensible; por ende, tenemos que captar las contradicciones históricas para reconstruir la racionalidad que nos conduce hasta un punto cualquiera. (Sobre ello venimos insistiendo desde el § 2). De lo contrario, caemos en el vacío, fuera del tiempo, fuera de la historia y de la realidad. Si queremos entender por qué sucede lo que sucede, nuestra tarea consiste en buscar la racionalidad que nos conduzca hacia lo que sucede. En este sentido, Hegel interpreta que a su época le corresponde reunir dos momentos contradictorios: por un lado, la unidad de los griegos –tan fuerte, tan compacta, que no dejaba lugar para el individuo–; por otro lado, la diferencia y subjetividad de los modernos –tan caótica y errante que rechaza cualquier unificación–. En la polis griega la comunidad encierra tan estrechamente al individuo que éste no tiene espacio para expresar su subjetividad. De ahí que los sofistas, que introducen la diferencia y el individualismo, fueran rechazados; precisamente porque sus ideas vienen a resquebrajar la unidad compacta y armónica. Pero los modernos retoman la centralidad del sujeto, y lo consideran un fragmento atómico que en el fondo se resiste a unificarse con los demás y, si lo hace, lo hace por conveniencia. Si la polis era demasiado pegajosa como para no dejarle lugar al individuo, la Modernidad expresa el tiempo de lo disperso, del egoísmo en el que cada uno tira para sí. Cada época histórica tiene su sentido, su razón de ser, y para 26 27
Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 12. Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 16.
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Hegel su época marca el cierre de las revoluciones modernas, como si dijera: ha llegado la hora de reunir al individuo y la comunidad, de alcanzar la síntesis definitiva. Para ello se necesita comprender la racionalidad del presente. En su Filosofía del derecho (1821), Hegel afirma: Îla filosofía, por ser la investigación de lo racional, consiste en la captación de lo presente y de lo real, y no en la posición de un más allá que sabe Dios dónde tendría que estar…Ï.28
La filosofía tiene que ocuparse de lo que pasa, de lo que hay, y no postular ideales o utopías que renieguen del mundo; tiene que explicar el presente tal como es, y no hacer predicciones. En cuanto la filosofía se dirige hacia un más allá, se vuelve abstracta y vacía, porque se queda sin un contenido concreto esencial: el presente, lo que es, lo que sucede. En cuanto pretende imponerle a la realidad un modelo, no sólo la desvirtúa o adultera, sino también la violenta, le exige ser lo que no es, de modo que la realidad deviene forzada. Para Hegel esa manía de torcer la realidad hasta que coincida con el pensamiento prediseñado tiene un solo destino: el Terror (§ 52), o sea, la eliminación de todo aquello que no mantenga la coherencia con el ideal. Pocas líneas después, Hegel lanza probablemente su frase más conocida: Lo que es racional es real, y lo que es real es racional.29 Pese a lo breve, esta frase ha generado lecturas muy diferentes. Según la interpretación que venimos siguiendo, el pasaje indica que la realidad tiene su lógica, su razón de ser, su racionalidad; porque lo racional (la Idea o el pensamiento) se concretiza, se vuelve real. Entonces, la frase señala que debemos analizar lo real para desenfundar y comprender lo racional implícito. Todo el conjunto de las acciones humanas está relacionado con una Idea devenida realidad. Por eso Hegel sostiene que no debemos buscar las Ideas en un más allá, sino en el más acá, relacionadas con lo que ocurre. Bajo esta perspectiva se delimita la tarea de la filosofía: ÎLa tarea de la filosofía es concebir lo que es, pues lo que es es la razón. En lo que respecta al individuo, cada uno es […] hijo de su tiempo; de la misma manera, la filosofía es su tiempo aprehendido en pensamientos. Creer que una filosofía pueda ir más allá de su tiempo es tan insensato 28 Hegel, Principios de la filosofía del derecho, Prefacio, p. 58. A pesar de este pasaje y de los siguientes, algunos hablan de utopía en Hegel (Brauer, D., La concepción hegeliana del Estado como utopía, pp. 79-84), o de un Hegel revolucionario (Sauerwald, G., Reconocimiento y liberación, pp. 377-385). En ambos casos, los argumentos son atendibles, pero se distancian fuertemente del texto publicado en vida de Hegel. 29 Hegel, Filosofía del derecho, p. 59. Algunos sostienen que esta frase de Hegel no es conservadora, no apunta a justificar lo existente, y apelan a manuscritos o textos donde el filósofo habría dicho: Lo que es racional se hace real, y lo que es real se hace racional, en el sentido de que lo racional todavía está por realizarse. Véase el citado artículo de Sauerwald, pp. 378-379; Avineri, S., Hegel’s theory of the modern state, pp. 123 y ss. (argumenta que la frase de Hegel no significa conformismo); Dri, R., La filosofía del Estado ético, nota 2, p. 244, resume algunas posiciones al respecto.
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Entre Ideas como creer que un individuo pueda saltar por encima de su tiempoÏ.30
La filosofía tiene que ocuparse de lo que es, porque ahí está la razón llevada a la realidad. Por ende, tiene que explicar y captar el contexto, pues nadie puede salir de su tiempo. En consecuencia, la filosofía está obligada a volver sobre lo ya sucedido: ÎPara agregar algo más […], señalemos que la filosofía llega siempre demasiado tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo sólo después que la realidad ha consumado su proceso de formación y se halla ya lista y terminada […]. Cuando la filosofía pinta con sus tonos grises, ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo alza su vuelo en el ocasoÏ.31
La madurez, la visión completa, recién llega al final, cuando las cosas ya ocurrieron. El búho de Minerva simboliza la sabiduría, que logra captar el todo con su vuelo, cuando concluye el día. Con estos pasajes Hegel queda asociado a una fuerte defensa de las instituciones vigentes, especialmente del Estado de la época.32 Contra los que postularon teorías sobre cómo debe ser el Estado (un Estado ideal, que sólo está en la cabeza del filósofo), supuestamente Hegel se dedica a explicar cómo es el Estado real, aunque su explicación no coincide exactamente con el Estado prusiano-alemán existente por entonces. Más allá del problema, lo interesante reside en cómo Hegel enfoca la sociedad civil burguesa y sus contradicciones. § 66-. EL ESTADO COMO CONCILIACIÓN SOCIAL. Hegel también analiza dialécticamente la composición social en tres momentos: familia, sociedad civil, Estado. El individuo no nace solo, sino en el seno 30
Hegel, Filosofía del derecho, p. 61. En Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie [Lecciones sobre historia de la filosofía], T. 20, p. 455, Hegel afirma: Ninguna filosofía va más allá de su tiempo. Por otra parte, lo que es se contrapone a lo que debe ser. Los filósofos del derecho natural se han dedicado a lo segundo, y no a lo primero. Cf. Bobbio, N., Hegel e il giusnaturalismo y El modelo iusnaturalista; en el primer texto acentúa la continuidad entre Hegel y los teóricos del derecho natural; en el segundo texto acentúa el contrapunto. 31 Hegel, Filosofía del derecho, pp. 62-63. ¿Qué significa este ocaso? Algunos dan a entender que se trata del fin de una época y del comienzo de otra: Weil, E., Hegel y el Estado, pp. 134-136. Avineri, en el libro citado (pp. 129-130), acepta el fin de una época, pero no el comienzo de algo nuevo. Bourgeois en algunos pasajes se inclina por una dialéctica abierta y en otros por una dialéctica cerrada: Bourgeois, B., El pensamiento político de Hegel, pp. 108 y ss., 116 y ss., respectivamente. 32 Los argumentos para desligar a Hegel de la apología del Estado prusiano apuntalan que en esa época se instaura la censura, por lo cual Hegel no podía decir lo que quería (Avineri, Hegel’s theory of the modern state, pp. 115-117; Sauerwald, Reconocimiento y liberación, p. 379). Además, su caracterización del Estado no coincide con el Estado-real de la época, al cual Hegel critica (Weil, Hegel y el Estado, pp. 40-41).
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de una familia, la unidad inmediata que reúne por lazos naturales y sanguíneos a un grupo de personas. Se trata de una unidad cerrada al exterior, con intimidad, y eso se manifiesta en la institución del matrimonio y en la propiedad. La familia contiene al individuo, hasta que éste se afirma y alcanza la mayoría de edad. Entonces niega su vida anterior e ingresa en el mundo externo a la familia, el mundo de la diferencia: la sociedad civil. En este segundo momento los hijos se van de la casa, salen a competir al mercado del trabajo, buscando satisfacer sus necesidades de manera independiente y autónoma. Naturalmente, Hegel sostiene que están destinados a formar una nueva familia, y así continuar el ciclo. En la sociedad civil cada uno persigue su propio interés egoísta, y la acentuación del progreso lleva a que la riqueza quede en unas pocas manos, mientras al mismo tiempo aumenta la cantidad de pobres y hambrientos. Por eso Hegel considera que este segundo momento lleva a una situación dialéctica que requiere de una conciliación última. La institución encargada de resolver las contradicciones de la sociedad civil es el Estado, donde las múltiples diferencias y atrocidades del mercado se solucionan en favor de la unidad.33 Cuando el individuo ingresa en la sociedad civil, necesita trabajar para ganarse el sustento y satisfacer las necesidades básicas. Pero, a diferencia de los animales, el hombre busca determinados productos elaborados; es decir, no se conforma con cualquier cosa, sino que pretende determinados bienes y servicios. Esta pretensión va de la mano con el aumento de la división del trabajo. En las sociedades modernas y avanzadas las necesidades se refinan, se complejizan; por ende, la producción de bienes también resulta ser más compleja. Lo que se necesita ya no se encuentra dado por la naturaleza, sino que requiere en gran medida de la elaboración humana. Pero con la revolución industrial los trabajos se vuelven cada vez más simples, más cortos, más abstractos, más automáticos, hasta que finalmente una máquina reemplaza la mano de obra. Hegel detecta, gracias a su ojo dialéctico,34 que junto con el progreso aumenta la dependencia recíproca entre los hombres. Con la división del trabajo dependemos cada vez más de los otros para obtener los productos que necesitamos.35 Según el esquema social liberal, para satisfacer sus necesidades el individuo sólo persigue su propio interés egoísta y, supuestamente, esa búsqueda se vuelca en un progreso de toda la sociedad, tal como aceptarían Smith (§ 47) y Kant (§ 55). Ahora bien, Hegel da un paso más, y subraya que el progreso trae consigo otro fenómeno: la desigualdad. Junto con el progreso se acrecienta la desigual33
Hegel, Enciclopedia, §§ 517 ss., pp. 540 y ss. En realidad, también debería agradecer la agudeza de J.-J. Rousseau, que en el Segundo discurso (por ejemplo, pp. 108-109) detecta precisamente que lo mismo: desde el momento en que un hombre tuvo necesidad de otro […] desapareció la igualdad, se introdujo la propiedad […] y los campos se regaron con el sudor del hombre, viendo germinar y crecer, junto con las semillas, la esclavitud y la miseria. 35 Hegel, Filosofía del derecho, §§ 190-198, pp. 313-318. Sobre estos temas: Dotti, J., Dialéctica y derecho, cap. VII-VIII. 34
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dad. Por un lado, los diversos talentos y habilidades (la rapidez, el ingenio, el sentido de oportunidad, etc.) generan que unos estén mejor que otros. Hasta aquí el argumento liberal: todos partimos de una misma línea de largada y, según el talento y la suerte de cada uno, llegamos cerca o lejos. Por otro lado, la desigualdad se traslada al patrimonio, y esto condiciona el desarrollo siguiente; o sea, quienes más tienen, más posibilidades tendrán de aumentar su patrimonio o habilidades.36 Por lo tanto, es perfectamente posible que en una sociedad que progresa algunos pasen a tener mucho y otros terminen teniendo poco o nada. La pobreza surge al lado de la riqueza y la prosperidad. Sucede que la situación de pobreza paulatinamente va cerrando las oportunidades, porque con ella se pierde la posibilidad de adquirir habilidades, conocimientos, cultura en general, etc. Además, con la pobreza emerge el resentimiento, el abandono, la sensación de injusticia, la exclusión. Por ende, la sociedad tiene que hacerse cargo de los pobres. En este punto Hegel apela a la presencia del Estado, que debe actuar como una segunda familia: conteniendo las carencias de los pobres mediante la asistencia social, restituyendo el vínculo que se quiebra a medida que crece la miseria. El Estado viene a componer lo que se desintegra, y su función social consiste en remediar las consecuencias no deseadas del progreso económico. Esta función no la puede delegar, ni a la suerte del mercado, ni a las instituciones de beneficencia. No hay que recostarse sobre la caridad, porque –dice Hegel– esta ayuda subjetiva, arbitraria y esporádica, no restituye la dignidad del trabajo, el valerse por los propios medios, y mantiene –como dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano, en alusión a un proverbio africano– la superioridad de la mano que da sobre la mano que recibe, que siempre está abajo. La caridad sólo existe conservando esa desigualdad entre el dar y el recibir. Podrá servir –continúa Hegel– como una solución a corto plazo y ante una necesidad urgente, pero no más que eso.37 Más aún, la caridad, como el árbol que nos distrae de ver el bosque, termina por encubrir el problema de fondo. El problema de fondo consiste en que el mismo progreso que hace aumentar la población, la industria y la acumulación de riquezas, genera la miseria y la pobreza; y al revés: el hecho de que haya pobres facilita la concentración de riqueza. Se cae así en un círculo vicioso donde los pobres se multiplican y se empobrecen cada vez más, y los ricos son cada vez menos en cantidad y más ricos en patrimonio: ÎCuando la sociedad civil funciona sin trabas, se produce dentro de ella el progreso de la población y de la industria. Con la universalización de la conexión entre los hombres […] se acrecienta la acumulación de riquezas […]. Pero, por otro lado, se acrecienta también la singularización y limitación del trabajo particular, y con ello la dependencia y miseria de la clase ligada a ese trabajo. […] La caída de una gran masa por debajo de 36 37
Hegel, Filosofía del derecho, §§ 199-200, pp. 319-320. Hegel, Filosofía del derecho, §§ 238-242, pp. 355-358.
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un cierto nivel mínimo de subsistencia […] y la consiguiente pérdida del sentimiento de derecho, de lo jurídico y del honor de existir por su propia actividad y trabajo, lleva al surgimiento de una plebe, que por su parte proporciona la mayor facilidad para que se concentren en pocas manos riquezas desproporcionadasÏ.38
La clave dialéctica permite comprender que la riqueza y la pobreza no son dos fenómenos disociados, sino que están directamente ligados entre sí. La contradicción progreso-miseria se encuentra en el corazón de la sociedad civil y de la economía de mercado. Y una sociedad donde crece la masa de excluidos, que luego pasan a odiar al gobierno, a las leyes, a los ricos, etc., es una sociedad que se desintegra. ¿Cómo se resuelve la desigualdad? Hegel se enfrenta al siguiente dilema: si los pobres son mantenidos sin trabajar, no recuperan la dignidad de ganarse el pan por sí mismos; pero si todos tienen trabajo, entonces aumenta en demasía la producción y los excedentes hacen caer los precios. Los dos caminos resultan perjudiciales. Ante el problema de la sobreproducción, lo primero que se le ocurre a Hegel no resulta novedoso: el colonialismo, sobre todo en sentido comercial, como colocación de productos en el exterior. El destino del progreso de la sociedad está en la conquista de mercados. El mar abre el mundo como un gran espacio vacío donde el capitalismo se expande.39 La segunda solución, más grata e institucional, apunta a agrupar a los trabajadores en asociaciones u organizaciones sociales que defiendan sus intereses. La corporación o gremio se organiza en torno de una rama productiva, algo similar a lo que hoy llamamos sindicato, y protege a sus miembros de los avatares y contingencias del mercado. Todas las asociaciones tienen que llevar y defender sus intereses sectoriales en la arena política, o sea, en el marco de las instituciones del Estado. Allí se liman las diferencias entre los distintos sectores; la política se encarga de conciliar, sintetizar y unificar esas diferencias bajo la forma del bien común. Dejamos de lado la compleja descripción hegeliana del Estado (se trata de una monarquía parlamentaria), para subrayar lo sustancial de su análisis: hay problemas que el mercado no puede resolver solo y que deben hallar una solución política. En esta perspectiva, el Estado se revela como absolutamente necesario y 38
Hegel, Filosofía del derecho, §§ 243-244, p. 359. Hegel, Filosofía del derecho, §§ 246-248, pp. 361-363. Hegel distingue dos tipos de colonización: esporádica (las personas se van y pierden toda conexión con su patria, a la que no le dejan por lo tanto ningún beneficio) y sistemática, dispuesta por el Estado, que mantiene una regulación consciente sobre los modos convenientes de ejecución; como ejemplo Hegel alude a los griegos. Y concluye: En épocas más modernas no se han concedido los mismos derechos que a los habitantes de la metrópoli, situación que ha dado lugar a guerras y finalmente a la independencia de las colonias, tal como lo muestra la historia de las colonias inglesas y españolas. La liberación de las colonias se muestra como el mayor beneficio para el Estado colonizador, lo mismo que la emancipación de los esclavos es lo más ventajoso para el amo, § 248 agregado, p. 363, subrayado nuestro. Sobre las corporaciones: §§ 250-256, pp. 364-369.
39
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fundamental, porque una sociedad sin Estado tiende, por sus contradicciones internas, a la desintegración. Además, queda claro que la defensa del interés común está por encima y prevalece sobre los intereses particulares. El Estado y la política determinan el destino de la economía, precisamente al revés de lo que predicaba y predica el liberalismo. Por último, volvemos al incómodo tema del colonialismo.40 Hegel capta y expresa la dinámica propia de un sistema capitalista que no puede dejar de crecer, y que respeta la ley en los países civilizados, mientras dicta la ley en los pueblos atrasados. El empresario no repara en las consecuencias de su accionar, no le importa si para abaratar la materia prima utiliza mano esclava, o si bloquea o arrasa las industrias de los países periféricos. Se mueve por la ganancia; por ende, cualquier medio le parece válido. Entonces, el Estado limita esa visión, contiene y retiene el germen destructivo del egoísmo; pero sólo al interior del Estado mismo. Dentro del Estado, la política se impone a la economía. ¿Y afuera? ¿Debe ser el Estado una agencia –por ejemplo, Inglaterra– al servicio de los intereses mercantiles? En este punto Hegel es digno hijo de su tiempo. Preso de un eurocentrismo letal y de un filogermanismo arbitrario, Hegel combina la genialidad de desentrañar la clave económica de la guerra, con el lamentable aval filosófico de la imposición del mundo civilizado sobre el subdesarrollado y bárbaro bajo la figura de la dialéctica del amo y del esclavo.41 En suma, para Hegel el Estado se presenta como la unidad última que concilia todas las diferencias, resuelve las contradicciones del mercado y las injusticias de la mala distribución de la riqueza. Poco después Marx critica esta concepción sosteniendo que el Estado, en realidad, se pone al servicio de un sector: la burguesía.
40
Dussel, E., El encubrimiento del otro, pp. 17-30. En p. 28 Dussel comenta este aspecto de Hegel: La «periferia» de Europa sirve así de «espacio libre» para que los pobres, fruto del capitalismo, puedan devenir propietarios y capitalistas en las colonias. 41 Hegel, Filosofía del derecho, §§ 341-360, pp. 489-500, donde hace gala de su eurocentrismo y de la superioridad germánica. En rigor, para Hegel toda guerra se explica bajo la lógica del reconocimiento (§ 324, pp. 475-479), pero de la defensa a la conquista hay apenas un paso (§ 326, p. 479). Además, entre la civilización y la barbarie no se reconoce al otro como un igual (o sea, un Estado soberano e independiente): De esta misma consideración [= la falta de instituciones] surge que naciones civilizadas consideren y traten como bárbaras a otras que no han alcanzado el mismo momento sustancial del Estado, § 351, pp. 454-455.
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Capítulo 13
Lucha de clases e ideología en Marx
§ 67-. EL MATERIALISMO: CRÍTICA Y SUPERACIÓN DEL IDEALISMO. Hacia mediados del siglo XIX los efectos de la revolución industrial se tornan visibles: cientos de miles de obreros (mujeres, chicos, jóvenes y adultos) trabajan hasta veinte horas diarias por un salario que apenas les alcanza para comer, encerrados y disciplinados en la fábrica, reproduciendo movimientos mecánicos, mientras la riqueza se multiplica en la vida de los burgueses. Además, los obreros reciben el desprecio y la condena social por su aspecto y situación económica. En este contexto resulta prácticamente imposible pensar la sociedad como un cuerpo homogéneo, donde todos son libres e iguales. ¿De qué libertad se habla para quien no consigue trabajo y, cuando lo consigue, cobra lo justo para no morirse de hambre? ¿De qué sirve la igualdad civil si el aparato jurídico responde a intereses de la burguesía? Esta atmósfera respira y atraviesa la vida de Karl Marx (1818-1884), quien sufrió la miseria en carne propia y tuvo un contacto directo con la clase obrera. Marx nace en una ciudad alemana (Tréveris), siendo el primer hijo en una familia de origen judío y de clase media acomodada. Pudo ir a la escuela y a la universidad. Su padre, un abogado entusiasmado con las ideas del siglo XVIII, quería que estudie derecho, pero Marx se inclinó por la filosofía. De muy joven participa de movimientos estudiantiles y se instala en la discusión entre los hegelianos de derecha y los hegelianos de izquierda. Trabajó como periodista y editor de publicaciones obreras, lo cual generó la censura y el exilio en París y en Londres. Al conocer a Friedrich Engels no sólo encuentra un amigo y compañero de ruta, sino también la suerte de no caer en la miseria total. En 1864 funda la Asociación Internacional de Trabajadores (la Internacional), que en pocos años llegó a tener casi un millón de afiliados. Entre las principales obras de Marx se destacan: Manuscritos filosóficos-económicos (1844), La ideología alemana (1846, en colaboración con Engels), Manifiesto comunista (1848), El capital (3 volúmenes, el primero publicado en 1867 y los dos restantes póstumamente). A la posición filosófica de Marx se la denomina genéricamente materialismo histórico o materialismo dialéctico. Algunos intérpretes prefieren distinguir
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entre los dos nombres, separando el materialismo (histórico) de Marx del materialismo (dialéctico) de Engels, el primero más relacionado con lo social y el segundo con lo natural. Otros, en cambio, sostienen que hay una unidad de fondo entre ambas posturas.1 Sea como fuere, Marx adopta y adapta la dialéctica de Hegel, la idea de que la contradicción atraviesa la realidad, aunque no con un sentido conciliatorio, sino para mostrar que la síntesis aún no se ha logrado. Se trata de una dialéctica abierta, y no cerrada como la de Hegel. Marx analiza los procesos históricos como fases de un desarrollo que se activa a partir de la lucha entre los grupos sociales con intereses contradictorios. El contexto histórico, el modo en que el hombre se relaciona con el medio en que vive y con los otros seres humanos, cumple un papel fundamental en este enfoque. No se puede entender al individuo fuera del contexto social. No se puede entender la sociedad si se desconoce su evolución histórica, sus contradicciones internas, la división del trabajo y el régimen de propiedad. Ahora bien, ¿por qué se lo llama materialismo? Ante todo, no debemos confundirlo con el sentido habitual de la palabra, es decir, la excesiva valoración de las cosas o apego a lo material. Por otra parte, tal como sucede con su antecesor, el idealismo, cada filósofo se dice materialista en un sentido diferente. Lo importante, entonces, está en definir qué se entiende por materia. Según el planteo de Engels, la realidad se puede explicar desde dos fundamentos: desde el pensamiento (la Idea, lo abstracto) o desde la naturaleza (lo concreto, lo existente). La filosofía alemana se ha lanzado por el primer camino, por la parte más alejada de la realidad (la metafísica), y Hegel fue su mayor exponente, porque justifica todo lo real como racional. Pero Hegel también fue hijo de su tiempo (§ 65), y el tiempo histórico de la Restauración conservadora termina con las revoluciones de 1830 y 1848. Así, el búho de Minerva se enfrenta a un nuevo día, que se opone al anterior y que despliega su germen interno. Este huevo de la serpiente que Hegel dejó sin desarrollar o ahogado por su deseo unificador es la contradicción. A pesar de Hegel, la realidad está plagada de luchas sociales. Entonces, el materialismo aparece como la corriente que niega, contradice y supera el idealismo abstracto de Hegel, arrancándole su propio corazón: la dialéctica.2 La propuesta de Marx y de Engels consiste en volver a lo concreto, a la naturaleza, a la realidad material, a los individuos relacionados socialmente, a la comprensión histórica, a las contradicciones del mundo capitalista. Esto no significa que el materialismo no ofrezca ideas, o que descarte el pensamiento o no constituya una teoría.3 Más bien al contrario: la lectura del joven Marx se instaura 1
Ferrater Mora, J., Diccionario de filosofía, pp. 2300-2307; Valverde, C., El materialismo dialéctico, pp. 89-165. 2 Engels, F., Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, pp. 13-16, 25, 31 y ss. 3 Como bien dice Fernández Buey respecto de Marx: Su filosofía era idealista. Su ideal: la libertad como autoconciencia. Su principal modelo filosófico era Hegel […]. El apasionamiento lo llevaba a la expresión romántica, aunque aclara (pp. 12 y 40) que a Marx le disgusta el sentimentalismo romántico y su viraje conservador. Fernández Buey, F., Marx (sin ismos), p. 50.
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en el terreno de las ideas de Hegel, porque allí encuentra la dialéctica, pero al servicio de los intereses dominantes. Muy tempranamente Marx entiende que, para superar el rasgo conservador de la dialéctica hegeliana, hay que torcerla e invertirla. Para superar a Hegel hay que usar la dialéctica en contra del mismo Hegel. Y de este ajuste de cuentas se desprende la posición materialista. El punto de partida de la estrategia de Marx reside en equiparar el idealismo abstracto de Hegel con el misticismo, la especulación, la metafísica o directamente la teología o religión; más tarde aludirá a lo mismo con el término ideología. Todas estas palabras refieren al carácter fantasioso y arbitrario de una filosofía –la de Hegel– en la que el mundo está patas para arriba, está invertido, en la cabeza de ese gran filósofo. Para comprender la realidad hay que dejar de caminar con las manos, o sea, dar vuelta al idealismo abstracto: La realidad [en el misticismo de Hegel] no es expresada tal como es ella misma, sino como algo distinto. Para Hegel lo racional no consiste en que la razón de la persona real llegue a la realidad, sino en que lo haga el concepto abstracto. Que lo racional sea real está precisamente en contradicción con la realidad irracional, que en todas partes es lo contrario de lo que expresa [Hegel], y [Hegel] expresa lo contrario de lo que es la realidad.4
Según Marx, Hegel se planta en un terreno abstracto, irreal, ilusorio, que se contradice con el mundo real. La racionalidad que postula Hegel choca con la realidad irracional de un mundo plagado de injusticias, donde la mayoría trabaja sumido en la miseria para que una minoría viva ociosamente de sus ganancias. La superación hegeliana sólo se alcanza en el concepto abstracto, en la cabeza del filósofo, mientras en la realidad florecen y se multiplican las contradicciones. En este sentido, para mostrar un mundo unificado Hegel agrupa a los hombres reales, de carne y hueso, en un concepto abstracto (el Espíritu), le otorga personalidad y vida a ese concepto, y lo desarrolla según su esquema de pensamiento. Así, los individuos concretos pasan a ser un agregado, un desprendimiento o apéndice del concepto abstracto. Al dotar de realidad al Espíritu (concepto abstracto), Hegel ignora y disuelve la verdadera realidad, la de los hombres concretos.5 4 Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, pp. 52, 71, 130, respectivamente. Esta primera gran obra del joven Marx es conocida como crítica del ‘41. La lectura que presentamos aquí se basa en Dotti, J., Dialéctica y derecho, pp. 231-258. En un texto posterior, Marx escribe junto con Engels: Hegel hace del hombre el hombre de la autoconciencia [que es una categoría pura, un mero pensamiento], en vez de hacer de la autoconciencia la autoconciencia del hombre, del hombre real, que vive en un mundo real, objetivo, y se halla condicionado por él. Pone el mundo de cabeza, lo que le permite también disolver en su cabeza todos los límites. Marx-Engels, La sagrada familia, p. 257. También en pp. 207, 225-226, 250; en p. 233: En la filosofía de la historia de Hegel, lo mismo que en su filosofía de la naturaleza, el hijo engendra a la madre, el espíritu alumbra a la naturaleza, la religión cristiana da lugar al paganismo, el resultado produce el comienzo. 5 Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, pp. 53-54 y ss., 73-74, 98. Marx-Engels, La sagrada familia, pp. 145-146, 151, donde escriben: La concepción hegeliana de la Historia presu-
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Si el misticismo hegeliano fuera tan solo literatura fantástica, no representaría un desafío, una instancia a superar. Sucede que la filosofía idealista y especulativa opera de modo similar a la religión: el problema no está en lo que dice, sino en lo que encubre; no está en lo que muestra, sino en lo que justifica por debajo. Por eso Marx afirma sin rodeos: la crítica de la religión es la condición preliminar de toda crítica.6 Porque desde esta lectura, la religión se presenta como el orden supremo que viene a justificar la situación terrenal-política: Soberanía del monarca o soberanía del pueblo –he aquí el dilema. […] La cuestión también se plantea así: ¿es Dios el soberano, o el soberano es el hombre? […] De igual modo que la religión no crea al hombre, sino que el hombre crea la religión, la constitución no crea al pueblo, sino que el pueblo crea la constitución.7
La discusión se plantea aquí entre dos órdenes, uno vertical y el otro horizontal. En el primer caso, al hombre no le queda más opción que obedecer; en el segundo, tiene que dialogar con sus pares y definir la organización política. Históricamente, la religión impone un orden vertical, sometiendo al ser humano; postula la igualdad en el cielo, junto con la desigualdad terrenal. Lo mismo hace el Estado: somete al individuo a un orden determinado, postula la igualdad ante la ley junto con la desigualdad económica, pretende conciliar lo que se deshace, lo contradictorio. Para eso, necesita engañar, necesita hacerle creer a los individuos que el orden social viene del cielo, como algo irrevocable. Coherentemente Marx afirma: La religión es el opio del pueblo.8 Es la ilusión, la anestesia que permite amalgamar lo contradictorio, unificar un orden injusto. Hay que convencer a los estafados por el sistema capitalista que, pese a su situación concreta, el Estado los protege, y que no podrían estar mejor. Mientras se extiende este manto encubridor, ¿qué ocurre en la realidad? En el mundo real, en el mundo moderno capitalista, los burgueses (los principales beneficiados por este orden de cosas) adoran a un nuevo dios, el dios dinero.9 Se diga lo que se diga, en la realidad manda el dinero. Todo se compra, todo se pone un espíritu abstracto o absoluto, el cual se desarrolla de modo que la humanidad sólo es una masa que, inconsciente o conscientemente, le sirve de soporte. […] La Historia de la humanidad se convierte en la Historia del espíritu abstracto de la humanidad, que queda, por tanto, más allá del hombre real. 6 Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, (conocida como crítica del ‘43), p. 7. 7 Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, pp. 81-82. El desarrollo siguiente en pp. 85, 98, 151-152, 169-170. En La cuestión judía, pp. 25-28. 8 Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, p. 10. La famosa cita se halla en este contexto: el hombre hace la religión, no la religión al hombre […]. Pero el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo real; el hombre es el mundo del hombre: el Estado, la sociedad. Este Estado y esta sociedad producen la religión, que es una conciencia invertida del mundo […]. La historia tiene esta misión: una vez que la verdad del más allá ha caído, tiene que establecer la verdad del más acá. […] La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política, pp. 8-11. 9 Marx, La cuestión judía, pp. 56-57: Aunque la política se encuentre en un nivel superior al
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vende, todo tiene su valor de mercado (los bienes, las personas, el trabajo), y todos aceptan como válido únicamente la moneda. El dinero transforma a las personas, las vuelve egoístas, avaras, codiciosas, miserables; en una palabra, las deshumaniza. Al convertirse en un dios, el dinero pasa a ser algo más valioso que la vida misma. Entonces, para superar el idealismo místico de Hegel se debe des-invertir el mundo al revés, poner de nuevo los pies sobre la tierra, salir de la cabeza de Hegel para entrar en lo concreto. Todas aquellas instituciones humanas –la soberanía, el Estado, la religión, el dinero, etc. – tienen que perder la presunta independencia en sí y regresar bajo el poder del hombre, pues son sus productos. La organización política, la constitución, la comunidad o Espíritu, no son entidades independientes, sino productos creados por el individuo de carne y hueso. Por lo tanto, el hombre concreto no tiene que estar al servicio del dinero, o de la religión, o del Estado, o del soberano; sino al revés, todo eso tiene que estar al servicio del hombre. Sólo así volvemos a lo real, a lo material, a lo concreto. En este retorno a lo concreto, el materialismo de Marx sostiene que el verdadero ser del hombre, su auténtica esencia, consiste en –valga la redundancia– ser un ser social. El individuo concreto se encuentra insertado en un entramado de relaciones sociales que definen su esencia, su modo de vivir, de sentir, de trabajar, de relacionarse con la naturaleza. Esta organización social lo atraviesa. La gran mentira de la mentalidad burguesa ahora queda al descubierto: el individuo no es un átomo, porque no es autosuficiente, no se basta a sí mismo, sino que necesita de los demás.10 Que el capitalismo quiera disolver ese vínculo social para que sólo gobierne el egoísmo, o que se adore al dios dinero o se confíe ingenuamente en una igualdad celestial, o que los hombres vivan cada vez más aislados y extraños unos de otros, no hace más que confirmar lo irracional del mundo moderno. Esa situación de injusticia, de contradicción, de pérdida de la cualidad social humana, son los aspectos que el materialismo viene a poner al descubierto. § 68-. EL NUDO DEL CONFLICTO. Pese a ser libre, el hombre se encuentra esclavizado por la máquina, el trabajo, el dinero, y por el hombre mismo. Pese a que necesita lo social, el hombre se dinero, en realidad es su esclava. […] El egoísmo es el fundamento de la sociedad burguesa. […] El dinero es el dios celoso de Israel [= del burgués…]. El dinero es el valor general establecido de todas las cosas. Es por esto que se ha quitado el valor intrínseco al mundo entero, tanto a los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia deshumanizada del trabajo y de la existencia del hombre. Esta esencia ajena lo domina, y él se somete a ella. En Manuscritos, p. 155, Marx afirma: El goce está, pues, subordinado al capital; el individuo que goza está subordinado al que capitaliza, y continúa en pp. 164 y ss. 10 Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, p. 71; La cuestión judía, p. 43; Manuscritos, pp. 134-136; La sagrada familia, p. 187. En la Tesis VI sobre Feuerbach, Marx afirma: la esencia humana no es algo abstracto y propio de cada individuo; es, en realidad, el conjunto de las relaciones sociales, en La ideología alemana, p. 667.
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encuentra aislado, fragmentado en sí y en relación con los demás (§ 60). La riqueza se multiplica por todas partes, y sin embargo el obrero vive cada vez más pobre. ¿Cómo se explica que en las sociedades modernas se acentúen tanto las contradicciones? Para comprender el panorama debemos ir al nudo del conflicto, la lucha de clases. En 1848, Marx y Engels escriben el Manifiesto comunista, que comienza con el siguiente pasaje: La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases […]: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, a veces oculta y a veces franca y abierta.11
En toda sociedad hay conflicto, hay un sector que se consolida en el poder y excluye a otro/s sector/es, que poco a poco se le oponen (segundo momento de la dialéctica). En la época moderna el sector social que tomó el poder –económico, político, ideológico, etc. – es la burguesía. Primero con el comercio, después con los talleres, más tarde con las fábricas y finalmente con el rendimiento del capital financiero, la burguesía se ha instalado en la cima del poder, subrayando las contradicciones sociales, de modo tal que en la sociedad se distinguen dos sectores bien definidos: capitalistas y obreros. Engels los define así: Por burguesía se comprende a la clase de los capitalistas modernos propietarios de los medios de producción social, que emplean el trabajo asalariado. Por proletarios se comprende a la clase de los trabajadores asalariados modernos que, privados de medios de producción propios, se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para poder existir.12
Con medios de producción se refiere a todo lo que sirve para producir objetos; por ejemplo, tierra, herramientas, máquinas, inmuebles, y el nuevo dios de la modernidad: el capital. Con fuerza de trabajo se refiere a la capacidad física de los obreros para trabajar: sus brazos, su cuerpo, lo que comúnmente se llama mano de obra. Tenemos aquí la gran diferencia entre burgueses y obreros: los primeros gozan de muchas propiedades, los segundos no tienen nada más que brazos y una prole de hijos para alimentar. La propiedad privada divide aguas en la sociedad.13 Ambas clases mantienen entre sí una relación de oposición, contra11
Marx-Engels, Manifiesto comunista, p. 27. En realidad, el texto comienza con una afirmación asombrosa y genial: Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma. ¿Por qué un fantasma? Cuando los sectores conservadores ven amenazado su ejercicio del poder (§ 59), están dispuestos a pensar y decir cualquier cosa. Por eso el comunismo se presenta por entonces (¡y cuántas veces en el siglo XX!) como una gran amenaza. Sobre el tema del fantasma como lo otro, lo oculto: Casullo, N., Itinerarios de la modernidad, pp. 299 y ss. 12 Marx-Engels, Manifiesto comunista, p. 27, nota de Engels a la edición inglesa de 1888. 13 Marx-Engels, La sagrada familia, p. 100: Proletariado y riqueza […] forman un todo, son modalidades del mundo de la propiedad privada […]. La propiedad privada en cuanto tal, en cuanto riqueza, se halla obligada a mantener su propia existencia, y con ella la de su antítesis, el proletariado.
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dicción, lucha; porque el interés de los capitalistas resulta diametralmente opuesto al interés de los trabajadores. Al capitalista sólo le interesa ganar plata, obtener el máximo beneficio posible al menor costo. Para ello, explota todos los recursos disponibles, y en tal explotación están incluidos los salarios, o sea, la actividad de las personas se reduce a una cantidad de valor, de dinero, y los obreros se miden de acuerdo con esa cantidad. Las personas son números, son mercancías, que se adquieren a cambio de una paga, y que se descartan ni bien dejen de servir. Por otra parte, los trabajadores sólo quieren sobrevivir, hacer que la explotación y la miseria no consuman su vida. El interés de uno contradice el interés de los otros: para que el capitalista gane más, los obreros tienen que perder; y al revés: para que éstos ganen, el primero debe perder. Se acabó el misterio. Ahora todo se rige por el número y el dinero: La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario […], ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas […] para no dejar que subsista otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado» […] en las heladas aguas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades por la única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.14
Entonces, los obreros también pasan a ser un objeto de beneficio para el capitalista, algo de lo que puede sacar ventaja. La relación entre el dueño de los medios de producción y los trabajadores es una relación de explotación. Al obrero se le paga lo mínimo e indispensable para que no muera de hambre, y se le exige el máximo de rendimiento. De la ganancia que resulte de su trabajo sólo va a percibir, en concepto de salario, una pequeñísima partecita. Dicho de otra manera, la explotación se basa en el concepto de plusvalía, en la apropiación del excedente del trabajo del obrero. La palabra significa literalmente valor agregado y, como dice Marx, no proviene de la magia del capital o de la máquina. El excedente de ganancia del capitalista proviene del trabajo del obrero. Si para satisfacer las necesidades mínimas un obrero tiene que trabajar seis horas diarias, ¿por qué trabaja doce o más? ¿Dónde va a parar ese exceso de trabajo y producción? Al capitalista, que compra la fuerza de trabajo y que, al igual que a la máquina, quiere exprimirla al máximo. Por lo tanto, la plusvalía o plustrabajo corresponde al trabajo no retribuido al obrero. Así se explica la ganancia, la acumulación del capital. Por extensión, quien presta dinero a otro, lo hace poniendo una tasa de interés, es decir, fijando un margen de ganancia sobre la ganancia que va a generar el dinero prestado. Nuevamente cabe decir que el 14
Marx-Engels, Manifiesto comunista, p. 28.
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capital no se reproduce a sí mismo. Los billetes o las monedas no engendran hijos. El capital surge del trabajo que el obrero realiza y no percibe. La riqueza del burgués y la pobreza del trabajador son hermanas, y cuando crece una, la otra también: Si del valor de una mercancía descontamos la parte destinada a reponer materias primas y otros medios de producción empleados […], el valor restante equivaldrá a la cantidad de trabajo añadida por el obrero […]. Como el capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este valor –es decir, el valor medido por el trabajo total del obrero–, que es limitado, cuanto más perciba uno, menos obtendrá el otro, y viceversa. Partiendo de una cantidad dada, una de sus partes aumentará siempre en la misma proporción en que la otra disminuye. Si los salarios cambian, cambiarán en sentido opuestos las ganancias. Si los salarios bajan, subirán las ganancias, y si los salarios suben bajarán las ganancias.15
El valor de una cosa debería determinarse según el trabajo que cuesta producirla. Pero, como los capitalistas son los dueños de los medios de producción, tienen el poder de fijar el valor según las condiciones de mercado. Marx demuestra que el margen de ganancia resulta extraordinariamente a favor del capitalista, que siempre se apropia de la plusvalía, y lo puede hacer porque posee los medios de producción. En consecuencia, el nudo del conflicto se encuentra aquí, en la lucha de clases, porque la lucha de clases expresa la absoluta contradicción entre el interés del capitalista y el interés del obrero. La plusvalía o plustrabajo que realiza uno, se lo apropia el otro, de modo que la ganancia se explica por la explotación del obrero. La riqueza proviene del trabajo no remunerado. Entre el obrero y el capitalista hay contradicción, y no armonía (ni mano invisible, ni insociable sociabilidad, ni síntesis místico-hegeliana). Porque lo que le conviene a uno, perjudica al otro, y en la sociedad moderna manda el dinero, la sed egoísta de ganancias. Por ende, el burgués está dispuesto a todo para acumular más y más riqueza. No casualmente el padre del liberalismo, Adam Smith (§ 47), describe la relación comercial como un engaño, un hacerle creer al otro algo que no es real. Ese mismo engaño se instaura en la relación entre capitalista y obreros, argumentando que la ganancia resulta mágicamente del capital invertido y, al mismo tiempo, encubriendo la explotación, el trabajo no remunerado del obrero. § 69-. LA DINÁMICA DEL MERCADO. De acuerdo con las leyes de la economía, el precio de los productos oscila 15
Marx, Salario, precio y ganancia, cap. 12. Lo anterior en capítulos 8-11. En el Manifiesto, p. 34: Lo que queremos suprimir [con el comunismo] es el carácter miserable de esa apropiación, que hace que el obrero viva para acrecentar el capital [del burgués] y sólo en la medida en que el interés de la clase dominante determina que viva. En Manuscritos, pp. 89 y ss.
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según la oferta y la demanda del mercado. Si la demanda sube y la oferta baja, los precios suben; si la demanda cae y la oferta es alta, los precios bajan. Llevado a términos globales, una economía crece o se expande cuando la tendencia de su producción está en alza, por el aumento de demanda o la falta de oferta. Por el contrario, una economía se contrae cuando tiende a producir menos. Sea como fuere, todas las situaciones por las que atraviesa la sociedad arrojan siempre un mismo resultado, dice Marx: son favorables para el capitalista y perjudiciales para el obrero. En resumidas cuentas, las posibilidades son tres: (1) que la producción disminuya, (2) que aumente, (3) que esté estancada. En el primer caso el mercado se achica, en el segundo se expande y en el tercero se mantiene igual. Cuando la riqueza cae y el mercado se contrae, el obrero lo padece directamente, por motivos bastante obvios: recorte de salarios, despidos, masa de desocupados dispuestos a trabajar en las peores condiciones y más barato, empobrecimiento general, etc. Como indica el refrán, el hilo siempre se corta en la parte más delgada. La primera variable que conoce el capitalista a la hora de ajustar tiene un solo nombre: reducir costos; y para él los trabajadores no son más que eso, costos de producción. Cuando la economía atraviesa una etapa decreciente, el burgués la puede afrontar gracias a sus ganancias acumuladas; pero el obrero, definido por el sistema como la primera variable de ajuste, no posee la misma capacidad, porque hasta entonces sólo ha recibido lo mínimo e indispensable para sobrevivir. En el tercer caso, cuando la situación se estanca –digamos, porque hay un equilibrio o proporción adecuada entre lo que la sociedad produce y lo que consume–, ¿por qué también pierde el obrero? Dado que el capitalista se apodera de la plusvalía, en un período extendido de tiempo la brecha entre ambos va creciendo, de modo que el primero siempre tiene cada vez más y el segundo nunca llega a tener nada. Además, el estancamiento contradice la expectativa de ganancia del capitalista, que igualmente quiere ganar más; por ende, intentará reducir costos o buscar fuerza de trabajo más barata. Y en este aspecto el sistema revela su verdad: incluso en una situación de equilibrio, donde el mercado ni se expande ni se contrae, hay un ejército de desocupados, disponible a cualquier cosa. Por lo tanto, los obreros siempre están sujetos a la competencia por conseguir –o por mantener su– trabajo, de modo que debe ofertarse con un salario cada vez más bajo. Queda clara la perversión del capitalismo: por un lado, para que esto funcione así, se necesita que haya desocupados, excluidos; por otro lado, los incluidos ven cómo el salario se reduce cada vez más. En un estancamiento prolongado de la economía las condiciones de vida del obrero también empeoran. Lo interesante surge con el segundo caso, cuando la sociedad prospera y crece la riqueza. Según la teoría del derrame (§ 49), si aumentan los beneficios del sector social más alto, algo de ese excedente debería llegar a los sectores bajos; así, la prosperidad de los burgueses se extendería también hacia los trabajadores. Marx aclara: que la situación de los obreros mejore en una sociedad donde crece
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la riqueza es un hecho posible, pero no necesario. Es posible porque, al aumentar la demanda de mano de obra, cae la desocupación; por consiguiente, los obreros pueden exigir mejores salarios. Pero no es necesario, por diversos factores. Ante todo, si la economía crece, tiene que crecer el volumen de producción; para ello, o los obreros deberán trabajar más, o se implementarán nuevas máquinas. En el primer caso, no perciben un mejor salario; en el segundo, empeoran sus condiciones de trabajo, porque con las nuevas máquinas las tareas son cada vez más simples y mecánicas: el obrero depende cada vez más, lisa y llanamente, del trabajo, pero de un trabajo determinado, unilateral, mecánico. Por lo tanto, así como es intelectual y físicamente rebajado a la condición de máquina, y como hombre se lo transforma en una actividad abstracta y en un vientre, del mismo modo depende cada vez más de todas las fluctuaciones del precio del mercado, de la utilización de capitales y del humor de los ricos.16
El obrero se vuelve un autómata, un apéndice de la máquina, un ser mecánico, sin vida propia. Si el mercado crece, se lo incorpora al mundo del trabajo, no porque el capitalista sea una buena persona y desee ayudarlo, sino porque lo necesita. Cuando no lo necesite más, lo descarta. En un período largo de tiempo, cuantos más obreros se incorporen a este tipo de trabajo, más competencia habrá entre ellos; por ende, disminuye su precio, o sea, el salario. Los obreros se convierten en mercancías que compiten por venderse, por vender su fuerza de trabajo. Están dispuestos a soportar las peores condiciones, porque no les queda otra alternativa. Por otra parte, cuando la economía crece también aumenta la competencia entre los capitalistas, y los grandes prevalecen sobre los pequeños. Quien posee mayor capital siempre tiene muchas más posibilidades de ganancia que quien no posee tanto. Así, los pequeños empresarios son devorados por los grandes y pasan a ser obreros. Luego, la ecuación sigue su curso: más obreros, más competencia, peores salarios, etc. Por último, el aumento de la producción en algún momento trae consigo una consecuencia indeseable: la sobreproducción, que marca el límite del crecimiento de la economía y el comienzo de las penurias para el obrero. En este punto volvemos al primer caso. En consecuencia, por diversos factores (los obreros tienen que trabajar más, o adaptarse a nuevas máquinas, o venderse como mercancías, o competir con los pequeños capitalistas fundidos que se convierten en obreros, o la sobreproducción que contrae la economía), en la época donde crece la riqueza el nivel de vida del obrero no necesariamente mejora. Tampoco en los dos casos anteriores. A modo de síntesis, Marx lo expresa con contundencia: El obrero no necesariamente gana cuando el capitalista gana, pero ne16
Marx, Manuscritos, p. 48. Un planteo similar en Salario, precio y ganancia, cap. 13.
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cesariamente pierde cuando el capitalista pierde […]. El capital siempre actúa de acuerdo consigo mismo, y es indiferente a la actividad individual real [= del obrero].17
Uno podría decir que la intuición de fondo de Marx consiste en algo muy simple: cuando alguien gana, alguien pierde, y cada uno de estos alguien corresponde a sectores sociales bien definidos (burguesía y obreros). Por ende, la concentración y la injusticia social (la riqueza y la pobreza) son fenómenos inseparables. La dialéctica le permite a Marx estudiar los hechos vinculándolos unos con otros, a diferencia del liberalismo, que los analiza por separado y aisladamente. § 70-. LA TRIPLE ALIENACIÓN. La revolución industrial distorsionó, junto con el ambiente urbano, la forma de vida de los obreros (§ 59). Al lado del lujo y de la ostentación de los burgueses, una masa de trabajadores empobrecidos sobrevive en condiciones miserables. La raíz de semejante inhumanidad se halla en el liberalismo moderno. La teoría económica liberal –dice Marx– sólo conoce al obrero como bestia de carga, como un animal reducido a sus necesidades vitales.18 De este modo, el liberalismo justifica la explotación y el hecho de que el hombre trabaje como una máquina. Para que no quede como si fuera una opinión subjetiva, Marx proporciona datos muy interesantes: en 1835 en las fábricas de algodón inglesas trabajan más mujeres que hombres (¿por qué?: porque les pagan menos), y en varios casos son más del doble. En 1835 en las hilanderías inglesas trabajan más de veinte mil niños menores de 12 años, casi el doble de 12 a 13 años y más de cien mil de 13 a 18 años. Los teóricos del liberalismo entienden que los niños y las mujeres son una mano de obra fácil y cómoda, más barata y dócil a las máquinas. No tienen ningún empacho en decir que el trabajo equivale a una mercancía y que, como tal, siempre debe bajar de precio. Tampoco tienen empacho en mostrar cómo crece en cantidad y –valga la paradoja– en calidad la miseria, ni en admitir que el capitalista es libre para dar empleo pero el trabajador está forzado a venderse. Así son las cosas, dicen los teóricos del liberalismo con total franqueza: La industria se ha convertido en una guerra, y el comercio en un juego […]: la guerra permanente es […] el único medio para obtener la paz; esta guerra se llama competencia.19
Para explicar más profundamente la situación del obrero en su nueva forma de trabajo y relación con la máquina, Marx acuña el concepto de alienación, que significa extrañamiento, enajenación, en el sentido de hacerse extraño o ajeno. 17
Marx, Manuscritos, p. 47. Marx, Manuscritos, p. 55. 19 Citado por Marx, Manuscritos, pp. 59-60. 18
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Alienarse significa estar fuera de sí, no ser uno mismo, no reconocerse en lo que uno hace. Eso le pasa al obrero en su trabajo. Al revés de lo que sucedía con el artesano antes de la revolución industrial, el obrero vive una vida extraña, una vida que siente no haber elegido, que no le pertenece. En vez de realizarse en su trabajo, de llevar su esencia al objeto producido, el obrero moderno se siente perdido, maquinizado, rebajado a una vida elemental, animal. Parece un autómata, una máquina más, un engranaje que no puede pensar ni actuar por sí mismo, que no encuentra libertad en ningún lado. Según Marx, la alienación se presenta de triple manera. En primer lugar, el obrero está alienado respecto del objeto que produce, porque lo enfrenta como un ser extraño, como un poder independiente.20 A diferencia del artesano que se realizaba a través del trabajo y hacía que el objeto sea su objeto y lleve su estilo, el obrero tiene que someterse a las reglas de la máquina y no ve el producto final. En vez de hacer el trabajo de punta a punta, hace sólo un segmento de la producción, y repite siempre el mismo mecanismo. La división del trabajo lo ha condenado a ser un servidor de la máquina: en vez de estar la máquina a su servicio, él está al servicio de la máquina. Pero además, el objeto tampoco es suyo, sino del capitalista. En segundo lugar, dado que más de las tres cuartas partes del día está trabajando, el modo en que trabaja el obrero se convierte en su modo de vivir; por lo tanto, la alienación ahora se traslada a sí mismo. La alienación también se torna subjetiva. Cuanto más autómata, maquinal y extraño se vuelve su trabajo, más se empobrece espiritualmente, en su interior. Al poner su vida en el trabajo, el obrero se queda sin vida propia, se convierte en un esclavo del objeto, no ve su trabajo como suyo, y no se ve a sí mismo en el trabajo. En consecuencia, el obrero sólo tiene la sensación de estar consigo mismo cuando está fuera de su trabajo y, cuando está en su trabajo está fuera de sí.21
Se trata, concluye Marx, de un trabajo forzado, donde el obrero sacrifica su propia vida y se mortifica, se entrega a otro y se pierde a sí mismo; lo único que le queda como propio son sus funciones animales: comer, beber y procrear. Por eso: Lo bestial se convierte en lo humano y lo humano se convierte en lo bestial. En tercer lugar, la alienación se traslada también a las relaciones sociales. Puesto que el modo de vida del obrero ha quedado reducido a sobrevivir físicamente como un animal, pierde lo que lo caracteriza como ser humano, a saber, el hecho de elegir cómo vivir. No sólo trabaja en lo que no quiere (no lo elige, lo necesita y no tiene otra opción), sino que además trabaja para otro y el beneficio de ese trabajo lo percibe otro. Nada de su vida tiene que ver con la libertad. Todas 20 21
Marx, Manuscritos, p. 101. Marx, Manuscritos, p. 104; la cita anterior, p. 102. Las siguientes en p. 105.
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sus conexiones con la realidad están teñidas por la rareza, y entonces la alienación se extiende universalmente. El extrañamiento habitual lo lleva a ver el mundo como algo extraño, la vida como algo extraño, los otros seres como seres extraños. Le resulta más cercana la máquina que otra persona. El obrero alienado ve a la sociedad como algo desconocido, porque ahora todas las relaciones sociales se caracterizan por la enajenación. En suma, concluye Marx: el hombre se vuelve extraño al hombre. Cuando el hombre se encuentra frente a sí mismo, es otro….22 Si se desconoce a sí mismo, ¿qué pensará, entonces, de los demás? § 71-. EL PAPEL DE LA IDEOLOGÍA. Mientras los obreros se desviven trabajando, los burgueses gozan de las ganancias prácticamente sin trabajar. Mientras a una fábrica asisten miles y miles de obreros, las ganancias caen, como mucho, en manos de una familia. ¿Por qué esos cientos de miles se someten y son dominados por unos pocos? Para que la dinámica acumulativa del capitalismo funcione, requiere del asentamiento de ciertas ideas. Para que la mayoría de la población trabaje más o menos mansamente para la clase dominante (y, encima, piense y diga todos somos libres e iguales), algunas ideas tienen que anclarse en la cabeza de la sociedad. No importa si tales ideas responden a lo real, importa que se impongan y acepten como si reflejasen lo real. No importa que el sudor del obrero pague el lujo del burgués, importa que el obrero esté convencido de que es el único culpable de su propia miseria. De este modo, la sociedad entera no condena la concentración de riqueza en pocas manos; la sociedad condena a los pobres por ser pobres, porque quieren ser pobres. La mirada sobre la realidad se basa en el encubrimiento, en la justificación implícita, y la crítica que Marx dirigía contra Hegel, ahora se vuelca contra la ideología dominante, los mecanismos por los cuales la sociedad burguesa se dedica a implantar determinadas ideas en el conjunto de población, precisamente aquellas ideas que sirven para legitimar, defender o expandir su condición dominante. La ideología encubre lo real. Históricamente, en la medida en que la burguesía toma el poder económico, busca que el poder político se amolde a su visión; por lo tanto, se apodera del Estado y lo usa: Cada etapa de la evolución recorrida por la burguesía ha sido acompañada del correspondiente éxito político. […] La burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el Estado representativo moderno. El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.23 22
Marx, Manuscritos, p. 109. Marx-Engels, Manifiesto comunista, p. 28. El subrayado es nuestro. Marx anticipa la idea de que el Estado se pone al servicio de una clase social en Crítica a la filosofía del Estado de Hegel, pp. 140 y ss. 23
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Aunque el Estado diga que responde a los intereses de todos, o que defiende el bien común, o que garantiza la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos, etc., en verdad responde a los intereses y los bienes de una sola clase social: la burguesía. Pero, para que esta verdadera intención no quede al descubierto, el poder político tiene que encubrirla, disimularla, envolverla, con ideas abstractas. En el plano ideal, el Estado defiende el bien común, la libertad y la igualdad de todos; en la práctica, sólo atiende a la burguesía. Por eso, en La ideología alemana (1846) Marx y Engels discuten con todos los filósofos que siguen la línea del idealismo absoluto de Hegel, donde las contradicciones encuentran una solución ficticia y se encubre el conflicto social, la explotación y las verdaderas relaciones materiales de producción. Así comienza el texto: Hasta ahora, los hombres se han formado siempre ideas falsas [= ideologías] acerca de sí mismos, acerca de lo que son o debieran ser. […] Los frutos de su cabeza han acabado por imponerse a su cabeza […]. Librémoslos de los fantasmas cerebrales, de las ideas, de los dogmas, de los seres imaginarios que los someten y degeneran. […] Estas fantasías forman el meollo de la filosofía neohegeliana en boga.24
Hegel y sus seguidores tratan las ideas políticas, morales, jurídicas, etc., bajo el manto religioso y abstracto. Esto significa que no analizan las relaciones reales, sino sólo las ideas; no se ocupan de lo que pasa, sino sólo de sus pensamientos. Se auto-engañan, creen que la realidad equivale a lo que inventan sus cabezas, y así niegan la verdadera realidad, a saber: la concentración económica y la injusticia social, el lujo y la miseria, la contradicción entre capitalistas y obreros. Por lo tanto, el papel de la ideología consiste en encubrir esas contradicciones bajo el manto de la armonía, la libertad e igualdad, etc.; la ideología tiene que negar lo real, e imponer una ficción, una fábula creíble. En la medida en que las falsas ideas se instalen y gobiernen la mente de las personas, la burguesía se garantiza la conservación del poder. En otras palabras, el Estado –controlado por la burguesía– envuelve las relaciones sociales reales y busca reproducirlas; como mínimo, quiere mantener las cosas tal como están y, si pudiera, expandir el poder del sector dominante: todas las luchas que se libran dentro del Estado […] son […] las formas ilusorias bajo las cuales se ventilan las luchas reales entre las diversas clases […]. Toda clase que aspire a implantar su dominación […] tiene que empezar conquistando el poder político, para poder presentar su interés [= particular] como el interés general.25 24 25
Marx-Engels, La ideología alemana, p. 11. Marx-Engels, La ideología alemana, p. 35.
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Los idealistas e ideólogos no han visto y no quieren ver que en el fondo de la sociedad se desarrolla una lucha de clases, y que el poder político muestra esa lucha. El Estado, en el plano ideal, dice ocuparse del bien común; pero en el plano real sólo se ocupa de los intereses de la burguesía. Ahí está el engaño, el encubrimiento: se hace pasar el interés de la burguesía por (o como si fuera) el interés de toda la sociedad. Marx y Engels exponen aquí la clave para comprender la sociedad contemporánea: la política no actúa por sí misma, sino que responde a los intereses económicos dominantes. La esfera donde se dirimen las luchas de poder, donde se libra la verdadera batalla, es la economía. La política (y lo mismo vale para el derecho, la religión, etc.) apenas sirve para legitimar la desigualdad material; queda como una cáscara, un manto con el que se cubren los burgueses para llevar adelante sus negocios. Y ¿cómo operan ideológicamente los sectores dominantes? Una vez en el poder, la burguesía presenta su propio interés particular como si fuera el interés de todos; con ideas abstractas como las de libertad e igualdad, les hace creer a los demás que el capitalismo conviene a todos. La ideología burguesa nunca acepta la lucha de clases y la contradicción de intereses; más bien habla de armonía y conciliación. Y habla en nombre de todos, incluso en nombre de los que peor están. Encubre, en el plano de las ideas, lo que sucede en la realidad. Cuando esas ideas conforman un sistema, se afianza una ideología (que significa, en efecto, sistema de ideas), la ideología de la clase dominante. Pero para instalarse en la sociedad esta ideología tiene que ocultar la injusticia que engendra el capitalismo. Para que las ideas de la burguesía sean más eficaces, se tienen que implantar en la cabeza de los mismos que resultan perjudicados por el sistema. La ideología burguesa tiende a naturalizar la desigualdad, a justificarla por todos los medios posibles. Hace creer que cualquier individuo piensa como piensa un burgués. Hace creer que está bien que unos ganen y otros pierdan. Hace creer que en la vida sólo importa satisfacer el propio interés egoísta. Que hay que vivir para trabajar, producir y consumir, y nada más. Que ser feliz equivale a tener dinero. Que todo lo hacemos a cambio de algo. La ideología burguesa aburguesa la forma de pensar. En este sentido, L. Althusser26 sostiene que las relaciones sociales pueden reproducir esa injusticia gracias a dos tipos de instituciones: los aparatos represivos del Estado (por ejemplo, el gobierno, el ejército, la policía, etc.) y los aparatos ideológicos del Estado (la religión, la escuela, la familia, los partidos políticos, los medios de comunicación, etc.). Los primeros funcionan mediante el uso de la fuerza y de la violencia; los segundos funcionan más sutilmente, mediante la implantación de la ideología dominante. Las ideas que transmiten esas institucio26 Louis Althusser (1918-1990) fue miembro del Partido Comunista francés y uno de los principales exponentes del marxismo y del estructuralismo del siglo XX. Sus ideas tuvieron una gran influencia en la década del ’60. Cabe aclarar que el marxismo en el siglo XX toma muchos cauces; sobre el tema: Anderson, P., Consideraciones sobre el marxismo occidental.
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nes tienen como finalidad básica conservar el orden establecido. Afirma Althusser: Por lo que sabemos, ninguna clase puede tener en sus manos el poder del Estado en forma duradera sin ejercer al mismo tiempo su hegemonía sobre y en los aparatos ideológicos del Estado.27
Queda claro, entonces, que para permanecer en el poder hay que dominar el plano de las ideas (lo que se piensa, lo que se cree, la verdad establecida). Según Althusser, en la etapa precapitalista, la principal institución encargada de controlar el conocimiento y el pensamiento fue la Iglesia. Con el ascenso definitivo de la burguesía al poder (siglo XIX), la nueva institución encargada de reproducir el orden dominante es la escuela. Y nosotros podríamos agregar que hoy ese papel hegemónico lo cumplen los medios de comunicación. En este esquema, la escuela que decide y organiza la burguesía tiende a reproducir las desigualdades existentes en la sociedad. En efecto, Marx y Engels lo expresan en el Manifiesto comunista: Las declamaciones burguesas sobre la familia y la educación, sobre los dulces lazos que unen a los padres con sus hijos, resultan más repugnantes a medida que la gran industria destruye todo vínculo de familia para el proletario y transforma a los niños en simples artículos para el comercio, en simples instrumentos de trabajo.28
Los burgueses y sus ideólogos nunca admitirían estas expresiones; más bien, dirían que el sistema educativo garantiza la igualdad de oportunidades, porque el hijo del rico vale lo mismo que el hijo del pobre, etc. Sin embargo, la escuela se encarga de hacerle entender a cada uno, según cuál sea su clase social, cuál será su destino.29 En suma, la ideología actúa de manera invisible, encubriendo la injusticia del sistema capitalista y asegurando que se mantenga esa situación. Incluso la 27
Althusser, L., Ideología y aparatos ideológicos del Estado, p. 32. Además, Althusser (pp. 47 y ss.) sostiene que para Marx la ideología significa únicamente falsa conciencia; aquí realizamos un análisis diferente, acorde con D’Hondt, J., Ideología de la ruptura, pp. 14-15. 28 Marx-Engels, Manifiesto comunista, p. 35; subrayado nuestro. 29 Así presenta Althusser a la escuela: toma a su cargo a los niños de todas las clases sociales desde el jardín de infantes, y desde el jardín de infantes les inculca […] «habilidades» recubiertas por la ideología dominante (el idioma, el cálculo, la historia natural, las ciencias, la literatura) o, más directamente, la ideología dominante en estado puro (moral, instrucción cívica, filosofía). Hacia el sexto año, una gran masa de niños cae «en la producción»: son los obreros o los pequeños campesinos. Otra parte de la juventud escolarizable continúa […]. Una última parte llega a la meta, para caer en la semidesocupación intelectual o para proporcionar los agentes de la explotación (capitalistas, empresarios), los agentes de la represión (militares, policías, políticos, administradores, etc.) y los profesionales de la ideología (sacerdotes de todo tipo, la mayoría de los cuales son «laicos» convencidos). Cada grupo está prácticamente provisto de la ideología que conviene al rol que debe cumplir en la sociedad de clases. En Ideología y aparatos ideológicos del Estado, pp. 43-44.
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ideología se presenta como no-ideológica. Porque los defensores de los intereses de la clase dominantes –sean políticos, maestros o periodistas, da igual– hablan desde el lugar de la neutralidad, o de lo que está bien o está mal universalmente, o del sentido común del común de la gente… En una palabra, dicen no tener ideología, no responder a ningún sector; dicen que son imparciales. Todos estos discursos no sólo desconocen la desigualdad, sino que indirectamente la niegan, o mejor aún: pasan por alto el hecho de que haya una clase social que se beneficia con este sistema. Así, los que se dicen y creen neutrales o imparciales no hacen más que colaborar con la desigualdad existente. § 72-. LA REVOLUCIÓN Y EL COMUNISMO. En este capítulo no podemos tratar la multiplicidad de aspectos del pensamiento de Marx. Por eso nos hemos atenido a la elaboración de su filosofía y a los principales conceptos. Pero el despliegue quedaría trunco si no tratáramos, aunque muy brevemente, la perspectiva que se desprende del materialismo. La contradicción entre burgueses y proletarios se supera dialécticamente con la revolución y el comunismo.30 Según el diagnóstico de Marx, la dinámica del sistema está armada de manera que los que más tienen más ganen, y los que menos tienen tengan cada vez menos. Por ende, tarde o temprano esta situación de injusticia tiende a estallar. La lógica de la acumulación genera, sucesivamente, escenas de tensión social que desembocan en una crisis, hasta que se reacomodan las cosas y el ciclo (expansión-crisis) vuelve a comenzar. Sin embargo, a largo plazo las contradicciones internas al capitalismo llevan a un momento de negación absoluta, a una crisis terminal, una revolución. En la medida en que el sistema capitalista produce una masa de pobres, desposeídos y explotados, en un mundo que se jacta de riquezas y progresos materiales, y en la medida en que esta masa de excluidos toman conciencia de su interés común y de su pertenencia a una misma clase social, entonces la lucha entre burgueses y proletarios se agudiza. En este punto, los oprimidos dejan de verse como fragmentos aislados, toman conciencia de que forman parte de un sujeto colectivo, de que la unidad resulta más fuerte e intensa que la diferencia. Dado que son mayoría, los proletarios comprenderán que el único camino posible para salir de la injusticia capitalista está en la revolución. Entonces, la revolución se presenta como una vía que lentamente se percibe como necesaria, como única salida posible. La revolución se desprende necesariamente de la estructura del sistema, porque por su propio funcionamiento el capitalismo no va a hacer nada para cambiar las cosas. La realidad dialéctica conduce de la contradicción a la superación, y el paso necesario para negar el sistema lo da la instancia revolucionaria. Por lo tanto, la transformación de la realidad no constituye una utopía, o una mera expresión de deseos, o un ideal inalcanzable. Se 30
Marx-Engels, La ideología alemana, pp. 36-38.
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origina por la creciente tensión en la lucha de clases. La revolución viene a quebrar el sistema capitalista y reemplazarlo por uno que lo contradice y supera: el comunismo. No se trata de un ideal ni de una utopía; se trata de una realidad que necesariamente se va a alcanzar como consecuencia de la lucha de clases y, sobre todo, como superación de las desigualdades. En este sentido, para Marx el comunismo significa la negación antitética del capitalismo, lo que lo niega, contradice y supera. Al comunismo se llega mediante la revolución, y el protagonista de la revolución, el sujeto histórico del cambio, es el proletariado. Los obreros, al unificarse –e incluso de manera internacional– decidirán llevar a cabo un movimiento revolucionario, y lo primero a atacar será aquello que distingue a los burgueses: la propiedad privada. Pero no para apropiarse de los bienes y convertirse en burgueses (aunque tal vez éste sea un paso o momento), porque entonces no habría más que un cambio de nombres, y se reviviría el sistema capitalista. La superación de este sistema se logra con la anulación de aquello que posibilita la distinción de clases: la propiedad, o más precisamente, de aquello que genera la desigualdad económica y social, la propiedad de los medios de producción. Con el comunismo no se anula todo tipo de propiedad, sino aquella que permite adueñarse de la plusvalía. Al disolver esta propiedad, se acaba la distinción en clases sociales. La solución comunista consiste en colectivizar o socializar los medios de producción. De esta manera, la tierra, las herramientas, las máquinas, etc., pasan a manos de todos, de modo que la plusvalía se reparte en forma equitativa, y cada uno disfruta de los bienes que produce por su propio trabajo, sin tener que soportar que otro lo explote. Y, más aún, el comunismo se propone reorganizar el sistema de producción y recuperar aquella esencia que el ser humano había perdido: la realización a través del trabajo, lo cual significa terminar con la alienación. Así, el individuo pasa a reintegrarse a la comunidad y a disfrutar en la misma medida de los beneficios comunes, sin que haya un grupo particular que se apodere de la riqueza.
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Capítulo 14
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§ 73-. LA PIRÁMIDE SOCIAL. En los capítulos anteriores hemos atravesado dos grandes modelos históricos, constitutivos de la mentalidad occidental: la cultura griega (2-6) y la Modernidad (7-13). En el presente capítulo nos dedicaremos a enlazar algunos cabos sueltos. Desde distintos puntos de vista, la Época Antigua y la Moderna construyen una visión sobre lo social, legitimando un orden en el que algunos son superiores y otros inferiores. Y esta configuración afecta no sólo al pensamiento, sino también a la práctica. Ambas épocas proponen distintos mecanismos para diferenciar en la sociedad quiénes ocuparán una posición dominante y quiénes una posición subordinada. En este sentido, el concepto de hegemonía (§ 2) acuñado por Gramsci resulta crucial, porque nos permite preguntarnos cómo y desde dónde un determinado sector social se considera autorizado para tomar decisiones que inciden directamente sobre el resto. La visión del sector dominante se vuelca en una filosofía, en un sistema político, en un criterio para determinar lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo. Desde la cima del poder se definen los conocimientos, hábitos y virtudes que merecen ser transmitidos y conservados por las nuevas generaciones; o mejor aún, se determina un tipo de educación relativa a cada sector social. En líneas generales, lo principal y prioritario fue educar a los herederos del poder, no a las masas. Y cuando la cuestión pedagógica involucra a los sectores bajos, cumple una función específica, la de reproducir y conservar el orden imperante. Un posicionamiento crítico (§ 3) no puede desconocer este factor, y debe contextualizarlo en tiempo y lugar. En relación con la Época Antigua observamos que el auge de Atenas tiene como resorte el predominio sobre el resto de las ciudades y la victoria sobre los bárbaros. En este caso, la superioridad la otorga la civilización, que efectivamente denota un florecimiento cultural importante, pero que a la vez encubre el esclavismo. El ocio, el tiempo libre de los atenienses, la dedicación a la política, a la filosofía, a la educación de los niños, no ocurren –parafraseando a Aristóteles– en vano, sino como resultado de un orden natural, prefijado e inviolable,
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que habilita a esclavizar o subordinar a los bárbaros y a los menos civilizados. Para los griegos ese orden se encuentra en la naturaleza misma, en la realidad; así como la cabeza debe gobernar al cuerpo, quienes se consideran intelectualmente superiores deben gobernar a los inferiores. Y, dado que la inversión de ese orden genera un caos –imaginemos, por ejemplo, qué sucedería si tuviésemos que pensar con los pies y caminar con la cabeza–, hay que conservarlo y respetarlo eternamente. El organicismo platónico-aristotélico se basa en la estratificación jerárquica: cada grupo social debe cumplir con el rol que le está asignado, porque para eso está, y su función la fija el orden natural (§ 21, § 28). Entonces, algunos están para pensar y tomar decisiones, otros para trabajar y obedecer. Esta división abismal entre el aspecto intelectual-pensante y el aspecto físico-actuante se traslada automáticamente a la sociedad, como si el ser humano fuera una sola cosa, o pensante, o trabajador. Además, las funciones están ordenadas conforme a una jerarquía: el trabajo físico es despreciable, bajo, vulgar, penoso; el ejercicio intelectual es superior, valioso, placentero, etc. Desde luego, semejante división no implica que los jóvenes atenienses no deban entrenar el cuerpo, sino todo lo contrario, porque el cuerpo también muestra la superioridad. Un soldado hoplita –o sea, de alta infantería– seguramente duplicaría en tamaño y masa muscular a cualquier esclavo. Pero usar el cuerpo para tareas serviles no corresponde a un joven libre. Este orden superior-inferior delimita funciones sociales, el modo como cada uno contribuye al todo, a la unidad que, de respetarse las jerarquías, se mantiene armónicamente. Y esta diferenciación al interior de la sociedad se extiende hacia afuera: las otras ciudades, incluso las griegas, son inferiores a la metrópolis (Atenas), son periféricas; y más inferiores aún son aquellas que no forman parte del mundo griego. La irrupción de los sofistas significa un paréntesis, un momento de quiebre, una profunda interpelación al narcisismo ateniense. Porque los sofistas aparecen justo en el apogeo de la democracia de Pericles, en los años donde se reconstruyen los templos sagrados y florecen las artes y la filosofía (§ 6). Y aparecen trayendo lo otro, lo distinto, lo que distorsiona la imagen en el espejo; no tanto por el relativismo respecto de la verdad (por sí inofensivo), ni por el relativismo moral (que no profesaban seriamente), sino más bien por el relativismo cultural (§ 11). Los sofistas expresan –con su sola presencia– otra civilización, otra cara respecto del conocimiento, los valores y la mirada social. Claro que no son los bárbaros en sentido estricto, no son lo absolutamente diferente; son algo parecido, medianamente familiar, pero que desde el espejo susurra una advertencia, a saber: la puesta en duda de esa arrogante superioridad. Que la civilización se pueda decir de muchas maneras resulta ingrato en este contexto. Los grandes filósofos, Sócrates, Platón y Aristóteles, se dedicaron –cada uno a su manera– a suturar puntillosamente un tejido en vías de disolución. Se dedicaron a lo permanente (conceptos, Ideas, formas), lo estable, el punto de referencia para contener lo que cambia y decae. Pero la crisis de la polis se acentúa
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junto con su expansión; lo natural se vuelve deforme, y los filósofos creyeron que enderezando el arriba se solucionaba todo el problema. Por eso Platón diseña una educación muy rigurosa para sus guardianes (§ 22) y Aristóteles se preocupa de no mezclar a los jóvenes libres con los esclavos (§ 29). Ambos comparten el presupuesto de salvación mediante la pureza y el desprecio por los de abajo, en una suerte de gesto agónico por preservar un orden precipitado hacia el derrumbe. Ahora bien, más allá del orden natural, los argumentos de los que se valen para defender el organicismo jerárquico rozan la grosería. En Platón la diferencia social se justifica por la sangre y la cuna; los hijos de guardianes serán guardianes. Aristóteles apela a un recurso meramente geográfico: si los griegos esclavizan a un pueblo bárbaro, la naturaleza lo convalida y asiente; pero si los griegos son esclavizados por un pueblo bárbaro, la naturaleza lo reprueba, y lo correcto será liberarlo. Por lo tanto, en ambos filósofos la superioridad (de lo griego sobre lo no-griego, y de Atenas sobre las ciudades aliadas) se justifica por la superioridad misma; ambos caen en un círculo argumentativo. Dejando de lado el asunto, tanto en Platón como en Aristóteles encontramos un tema importantísimo para nuestro tiempo: la preocupación por el vínculo social. El organicismo clásico adolece del defecto de establecer jerarquías inmutables; sin embargo, no debemos perder de vista que plantea un sentido de comunidad muy fuerte, un cuerpo donde cada parte está relacionada con cada parte, donde el individuo resulta inseparable del conjunto. Contra esta concepción organicista se posiciona la Época Moderna, con el sujeto-átomo, que se constituye y fundamenta a sí mismo de manera independiente y bajo los principios de libertad e igualdad. A los modernos los impulsa el deseo de quebrar el orden jerárquico, e implantar un sujeto incapaz de someterse naturalmente. Este sujeto rechaza el dogma religioso, se propone –por distintos caminos, la razón y/o la experiencia– construir el conocimiento, y genera una nueva visión de la sociedad. Pero este sujeto, ansioso por quitarse de encima las jerarquías y los privilegios de unos pocos (sacerdotes, nobles, reyes, etc.), se reivindica como un ente individual, asociable o disociable, según su conveniencia. Así, enfoca la comunidad con los otros como algo extraño, y que tal vez acepte, si le proporciona algún beneficio. La fortaleza de la mirada social griega se convierte en debilidad de la mirada moderna: la gran pregunta –del siglo XIX en adelante– reside en cómo reconstruir el vínculo, cómo tejer al sujeto-átomo con otros sujetos que no necesariamente le signifiquen la posibilidad de sacar alguna ventaja. Las nuevas ideas de la Modernidad representan, sin dudas, un gran avance respecto de la sociedad feudal; pero, al mismo tiempo, resulta cada vez más evidente que el todos del cual se predica libertad e igualdad no es tan amplio como parecía. Ese todos se termina reduciendo a la burguesía (§ 52). La libertad se comprimió en libertad de comercio o de expresión, y la igualdad en su aspecto jurídico y formal (§ 59). El resultado ya lo conocemos: una masa de trabajadores pobres, libres en la miseria, iguales en el hambre. La esclavitud se sustituye
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por explotación. Cabría preguntarse si un obrero del siglo XIX vive mejor que un esclavo del siglo V a.C. Las comparaciones son arbitrarias y caprichosas, pero sirven para deshacer el tan instalado prejuicio del progreso lineal. En el corazón del esplendor moderno nos topamos con la misma dualidad del mundo griego: la civilización la conforma una elite (§§ 47-49) destinada a conducir desde lo alto al conjunto de la sociedad, al pueblo (la mayoría) sumergido en la ignorancia y la barbarie. Los nuevos definidores de la verdad, del bien y de la belleza, invocan la posesión del conocimiento como certificado para ocupar los puestos de poder. En este mismo esquema Occidente descubre el mundo, se adjudica para sí la supremacía que le permite conquistar y apoderarse de todo lo exterior al recinto europeo. Por ende, América –o África, o Asia, o cualquier lugar donde Europa pueda ejercer su predominio– se convierte en el ámbito de la barbarie, de lo inferior, lo que se debe civilizar y domesticar. En el Nuevo Mundo se entiende perfectamente qué significa que el sujeto domine a la naturaleza, la haga su objeto y le arranque lo que le sirve (§ 31, § 34). Más aún cuando ese objeto colonizado, apropiado, sometido, despojado de sus bienes, en realidad también es un sujeto, un otro que en ningún momento llega a manifestarse como tal. Cuando Europa se ve forzada a reconocer la independencia de las colonias americanas, el viento cambia de rumbo, y el negocio ya no pasa –bien lo observa Hegel (§ 66) – por la conquista y anexión de territorios,1 sino por la dominación política, económica e ideológica. En suma, el esquema civilización-barbarie guarda un doble tándem, hacia el interior y hacia el exterior. Los griegos lo trazaron en la medida de sus posibilidades históricas: con una sociedad esclavista y con la hegemonía de Atenas sobre las restantes ciudades aliadas. La Modernidad adopta el doble tándem y lo universaliza, consagrando el eurocentrismo. La visión piramidal se extiende a todo el planeta. Europa se coloca a la cabeza y mira al resto del mundo como un espacio vacío a delimitar, conquistar y explotar, como la naturaleza-objeto puesta al servicio del sujeto. En la mentalidad del capitalismo América no tiene sujetos, sino objetos: esclavos, café, azúcar, oro, plata, todo tipo de recursos naturales; y no para ser aprovechados en el lugar, sino para proveer a la civilización. Los bienes circulan, el comercio crece, la riqueza se acumula... Ciertamente, no nos debería sorprender que en esa doble cara interna-externa el sector dominante de una sociedad se ponga de acuerdo con el sector dominante de otra sociedad, y celebren un pacto conveniente para ambas.2 De este modo se completa el panorama y, hoy 1
Debemos aclarar que esta apreciación no vale para todos los casos. La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especialicen en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta, así comienza el gran libro de Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, p. 15. Y poco más abajo agrega: La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes –dominantes hacia dentro, domina-
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más que nunca, el capital fluye –parafraseando a Marx– siempre de acuerdo consigo mismo. Sin nombres, sin raíces, sin banderas. Ahora bien, con el negocio solo no alcanza; el capitalismo necesita también de la reproducción ideológica (§ 71), mental, cultural, necesita sujetos dominados, que se consideren inferiores, que se atomicen, que se dispersen, que acepten su condición. Todos estos elementos nos servirán para comprender, desde un marco general, el caso argentino y la fundación del sistema educativo. § 74-. LOS CONCEPTOS CIVILIZACIÓN Y BARBARIE. La visión piramidal de la sociedad nos permite agrupar, de un lado, la civilización, el sector dominante, la verdad, las buenas costumbres (ética), la belleza, la luz, el poder, la iniciativa, la autoridad; y, del otro, la barbarie, el sector dominado, la falsedad, los malos hábitos, lo feo, la oscuridad, los desposeídos, la pasividad, la obediencia. Se trata, indudablemente, de una metáfora simplista, pero que refleja un orden, un posicionamiento que se justifica de distintas maneras, y que justifica distintas maneras de actuar. Este binomio civilización-barbarie se encuentra en el acta fundacional del pensamiento y de la educación en Argentina; constituye un mito, una concepción del mundo que abarca la teoría y la práctica. Antes de escriturar esa acta, conviene que analicemos el origen y desarrollo de los términos. En un magnífico estudio, el poeta y ensayista cubano R. Fernández Retamar indaga y rastrea los múltiples significados de civilización y barbarie. En principio, los términos permiten distinguir entre un nosotros y un ellos, un modo de reconocer la propia comunidad y desconocer a las extrañas. La distinción se instala en tribus y aldeas primitivas, que generalmente están muy arraigadas a un lugar y que se consideran a sí mismas como organizadas humanamente, mientras que los enemigos bárbaros –según esta perspectiva– llevan una existencia insuficientemente humana, bestial. Así, la comunidad primitiva exalta lo propio y rebaja lo extraño, convirtiendo al extranjero en un fantasma, un otro amenazante. En este esquema de distinción se mueven los griegos, que inventan la palabra bárbaro, supuestamente, como onomatopeya de un balbuceo incomprensible, y con ella aluden sobre todo a los pueblos no-griegos y, en segundo lugar, a los pueblos griegos más atrasados. La superioridad y la inferioridad se miden por el grado de desarrollo de la cultura, que a su vez se vuelca en el predominio o sumisión en los hechos. Quien corona y concluye esta concepción es Aristóteles y su justificación de la esclavitud. Históricamente, la división se traslada al Imperio Romano y perdura durante la Edad Media, hasta que en el siglo XVI Europa se declara centro del mundo y deposita el concepto de barbarie en las comunidades no europeas. En el siglo XVIII, en plena euforia de la Modernidad, los ilustrados das desde fuera– es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de carga, p. 17.
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recuperan la fuerza de la palabra civilización, subrayando que la ciudad predomina sobre el campo, porque en la ciudad se acelera el progreso. Por contraste, lo bárbaro se relaciona con lo salvaje, lo natural, lo inculto, el hombre en un estadio primitivo, aún no evolucionado. Equivale al niño, o al menor de edad de Kant, que requiere de un tutor, alguien que lo conduzca y domine. Por lo tanto, las variaciones no son sustanciales, sino que se siguen sosteniendo sobre la distinción superior-inferior. Pero lo novedoso del siglo XVIII –continúa Fernández Retamar– reside en que la fórmula civilización-barbarie alcanza una extensión mundial, mucho más amplia que en los griegos y romanos. Esta proyección tiene como motivo la apertura de mercados funcionales a la expansión del sistema capitalista. Pensemos, por ejemplo, en la provisión de materias primas, de trabajo esclavo, de mercados cautivos para vender los productos, o simplemente de zonas para exportar la población excedente. La segunda novedad de la Época Moderna consiste en el avasallamiento total de los pueblos, sometidos a la servidumbre mientras en Europa se difunden las ideas de libertad e igualdad. Se instaura la explotación de los recursos naturales y humanos sin atender a las culturas locales, arrasando con todo aquello que obstaculice el progreso del capitalismo. El otro, el nativo de América, no es sujeto, sino objeto. Una tercera característica de la visión civilizatoria moderna consiste en la diferenciación social basada en el color de piel (racismo). Los blancos se auto-adjudican la superioridad sobre los negros y mulatos, como si el color de piel fuera un indicador de la bondad moral e intelectual. Sucede que el racismo apela a un criterio de clasificación inmodificable; por ende, haga lo que haga, el negro jamás dejará de ser esclavo. La condena por el color de piel permite asegurar las jerarquías y, por supuesto, la hegemonía eurocéntrica. En suma, estos tres factores (mundialización, imposición del capitalismo y semblante racista) caracterizan la moderna fórmula civilización-barbarie.3 Cuando España se convierte en potencia imperial y se apropia del Nuevo Mundo, surge una interesante polémica entre Juan Ginés de Sepúlveda (14901573) y Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566), el primero defensor y legitimador de la conquista, el segundo un crítico de los métodos y aberraciones cometidas en nombre del cristianismo. Basado en la justificación de la esclavitud de Aristóteles, Sepúlveda sostiene que la conquista humaniza, porque saca a los bárbaros de su condición bestial, los eleva a un plano superior; por consiguiente, el sometimiento representa un beneficio, un progreso para esos pueblos que viven en un estadio salvaje, inhumano. En un diálogo, tras examinar las causas y aspectos de la guerra justa (por ejemplo, la ofensa, la agresión, etc.) y amparándose en los filósofos griegos y en autores cristianos, Sepúlveda llega a afirmar: ÎHay otras causas de justa guerra menos claras y menos frecuentes, pero no por eso menos justas ni menos fundadas en el derecho natural y divi3
Fernández Retamar, J., Algunos usos de civilización y barbarie, pp. 175-184.
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no; y una de ellas es el someter con las armas, si por otro camino no es posible, a aquellos que por condición natural deben obedecer a otros y rehúsan su imperioÏ.4
El orden natural-divino convalida el justo sometimiento, de modo que a partir de esta argumentación –prosigue Sepúlveda– los reyes europeos, por derecho divino o por derecho natural, están legitimados para conquistar y apoderarse del Nuevo Mundo. En las antípodas de este planteo se ubica Bartolomé de las Casas, para quien los nativos americanos son simples, ingenuos, obedientes, humildes y pacíficos. De las Casas ofrece una visión idealizada de los indígenas, pero que le sirve para subrayar cómo actuaron los españoles en la conquista: los despedazaron, mataron, angustiaron, afligieron, atormentaron y destruyeron, a tal punto que, por ejemplo, en cuarenta años la isla de Cuba quedó despoblada. Los métodos de exterminio –cuenta De las Casas– fueron principalmente dos: Î...las injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras. La otra manera, después que han muerto todos los que podían anhelar la libertad […], los hombres varones (porque comúnmente no dejan con vida más que niños y mujeres), los oprimen con la más dura, horrible y áspera servidumbre en que jamás hombres ni bestias pudieron ser puestasÏ.5
Movidos por la codicia y ambición de oro, los conquistadores se aprovecharon de los nativos, tratándolos peor que al estiércol de las plazas. Para De las Casas, los indígenas –tan dóciles, tan fieles servidores al Cristianismo– deben ser considerados como humanos y tratados humanamente. Ahora bien, De las Casas no niega que Europa tenga el derecho de conquistar y subordinar a estos pueblos sencillos; lo que rechaza es la crueldad, mucho más bestial que los salvajes mismos. En este sentido, la civilización actúa con mayor barbarie que la barbarie que dice venir a civilizar. En el debate entre Sepúlveda y De las Casas no se pone en cuestión la supremacía de unos sobre otros, sino cómo debe ser la relación e integración entre civilizados y bárbaros. La verticalidad se mantiene en ambos casos. Como respuesta, Fernández Retamar propone que se considere a toda forma de organización social como un tipo de cultura, ni mejor ni peor que otras, sino con su especificidad. Por lo tanto, para Fernández Retamar no hay que hablar de civilización, sino de civilizaciones, y descarta totalmente el concepto de barbarie y su connotación despectiva. Cada comunidad tiene su valor, sus rasgos y costumbres característicos, y no cabe apelar a un parámetro universal, como hace Occidente, considerando desarrollados a los pueblos que se le asemejan y atrasados a los que son diferentes. Al instalar un criterio universal, Occidente se impone como Verdad, forjando una historia conforme a sus intereses: 4 5
Sepúlveda, G., De las justas causas de la guerra contra los indios, p. 289. De las Casas, B., Brevísima relación de la destrucción de las Indias, p. 20.
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Entre Ideas ÎOccidente encontró pueblos diversos en las cuatro esquinas del mundo, y les negó sus derechos a ser lo que eran; desenraizó a los hombres, pisoteó sus creaciones culturales, echó por tierra tradiciones milenarias: bajo el común denominador de la «barbarie», sujetó a todos los demás pueblos a su carro, y los obligó a tirar de él […]. Los voceros de Occidente […] vienen a decir: «¡Proletarios y explotados y humillados de todos los países, desuníos!»Ï.6
Para Fernández Retamar, entonces, la superación dialéctica de la opresión de Occidente consiste en contradecirla y restituir lo propio, las civilizaciones aplacadas y reprimidas, lo americano, hasta madurar una nueva época en que no haya divisiones sociales y racistas. § 75-. EL MITO FUNDACIONAL ARGENTINO. En el plano de las ideas, y consiguientemente en el plano de las prácticas, Argentina nace con un mito de origen, un relato fantástico incluso anterior a la compleja gestación de la unidad nacional. Vamos a invocar a la sombra, al fantasma del autor de semejante ficción: Domingo F. Sarmiento (1811-1888). Así como Sarmiento evoca el espíritu de Facundo Quiroga para explicar el drama argentino –el desgarramiento en las entrañas de la república–, nosotros lo evocamos a él para comprender su relato constitutivo del sentido común y de la mirada social, desde su época hasta nuestros días. Quizás como ningún otro personaje, Sarmiento ejerce sobre sus lectores una combinación inexplicable de fascinación y repugnancia. De familia humilde, toda la vida reivindica su capacidad de autodidacta; hijo de la revolución y de sus impulsos, entra en contacto con el círculo literario conocido como Generación del ‘37, al que admira y envidia. En este grupo se reúnen las principales figuras intelectuales del momento: E. Echeverría, J. B. Alberdi (la cabeza más importante, con el cual Sarmiento entablará un debate decisivo), J. M. Gutiérrez, Vicente F. López, B. Mitre, entre otros. Hacia fines de la década del ’30, estos jóvenes opositores y propagandistas en contra de Rosas, se refugian en Montevideo por la persecución política, y desde allí alientan a las tropas francesas e inglesas en contra del tirano rojo. En 1840 Sarmiento emprende su segundo exilio a Chile, donde escribe por fascículos Facundo, o civilización y barbarie (1845). Esta gran obra marca para la posteridad una manera de entender el país, una mirada sobre la sociedad, la política, la cultura y la educación, que se extiende hasta nuestros días. El título original fue Civilización y barbarie, pero la figura de Facundo Quiroga atrae tanto a Sarmiento que prácticamente condensa en este personaje todos los rasgos del carácter natural autóctono, la esencia del argentino bárbaro. 6
Fernández Retamar, R., Algunos usos, pp. 212-213. La última frase es una paráfrasis invertida de la última línea del Manifiesto comunista de Marx y Engels: ¡Proletarios de todos los países, uníos!, p. 42.
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En las primeras páginas se advierte la estrategia política de Sarmiento: detrás del personaje principal (Facundo) emerge el verdadero rival a vencer: Juan Manuel de Rosas. Así escribe tras evocar la sombra de Facundo, que vive en la tradición popular: ÎLa naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse […] en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo, como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión...Ï.7
Quiroga es el producto original de la pampa argentina, la barbarie en estado puro, mientras que Rosas significa una evolución, una síntesis dialéctica entre civilización y barbarie, pero donde predomina lo segundo, donde el conocimiento y la cultura están al servicio de la barbarie. Rosas utiliza la frialdad de la razón para cometer los crímenes más sanguinarios. Para desatar el nudo que explica la influencia de Facundo, de Rosas y de los caudillos provinciales, Sarmiento entiende que debe realizar un análisis social, al estilo de los pensadores europeos de la época, considerando los factores naturales: el terreno y las costumbres determinan el modo de ser de un pueblo, en este caso esencialmente bárbaro. ¿Y cómo define Sarmiento a la Argentina? Como una inmensidad desierta, una llanura despoblada, que con el acecho de los salvajes o de los animales se vuelve insegura, y a los pocos pobladores no les queda más que la resignación. Los ríos navegables no son aprovechados, y los únicos focos de luminosidad y de progreso están en las ciudades, cuyo mejor ejemplo, la civilizada Buenos Aires, rápidamente se contacta con las ideas europeas. Ahora el obstáculo para esa relación se concentra en la figura de Rosas, que ha sustituido la civilización y la libertad por la barbarie y la esclavitud. Según la interpretación de Sarmiento, Buenos Aires no compartió su prosperidad comercial con las provincias y éstas enviaron a Rosas, el tirano opresor. Encontramos aquí toda una declaración de principios: Sarmiento describe a la pampa argentina como llanura sin límites, una inmensa nada donde la barbarie brota y crece espontáneamente, instaurando la brutalidad, el dominio por la fuerza, la ausencia de ley, etc. Y ese gran regalo de la naturaleza, los recursos naturales, el gaucho lo desprecia, porque no lo explota, no le saca beneficio, no se convierte en un pequeño productor. Todos los prejuicios ilustrados se resumen en la pluma de Sarmiento: en primer lugar, los nativos son adornos del gigantesco desierto, no son personas; en segundo lugar, allí germina lo malo, asociado a la 7
Sarmiento, Facundo, p. 7.
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fuerza y también a la vagancia, a la improductividad. Además, el progreso está en las ciudades, mientras que el campo atrasa; y, si nos asociamos a las principales potencias mundiales, cumplirá el destino de grandeza, que sólo nosotros, los argentinos, solemos arruinar por nuestros propios vicios. La barbarie y la ignorancia ahogan el progreso y la civilización. El nativo rechaza la educación, rechaza el conocimiento, y se empeña por conservar la vida natural, salvaje, pobre, etc.8 De estas primeras definiciones se sigue claramente cuál será el proyecto político: poblar el desierto argentino, llenarlo de inmigrantes trabajadores o cultos, iluminar lo oscuro, civilizar la barbarie. En este proyecto Sarmiento encuentra el futuro, el progreso, el destino del país, que por su propia configuración no puede ser otro que un destino de grandeza, lamentablemente arruinado por las malas costumbres locales. Esta ficción de un destino de grandeza –tan difundida hasta nuestros días– encubre un mecanismo ideológico de dominación: el mal somos nosotros, llevamos la barbarie en nuestra sangre y en el ambiente, y a pesar de la ayuda extranjera, nos arruinamos. ¡Qué idea tan falsa y tan encubridora! ¡Qué manera de rebajarse y de presuponer que todo lo que viene de afuera es bueno y todo lo que viene de adentro es malo! Observemos el siguiente pasaje: ÎHabía, antes de 1810, en la República Argentina, dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos civilizaciones diversas: la una española, europea, culta, y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución […] sólo iba a servir de causa para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen una en presencia de otra, y después de largos años de lucha, la una absorbiese a la otraÏ.9
En otras palabras, el drama argentino consiste en que la barbarie predomina sobre la civilización, y el mejor ejemplo lo da Rosas. Por lo tanto, la solución se encuentra rápidamente, invirtiendo el orden, y para ello Sarmiento no tiene mejor idea que agitar a favor de la intervención de las potencias europeas (Inglaterra y Francia) para que derroquen al salvaje tirano. En última instancia, para Sarmiento somos una extensión de Europa, que debe seguir la línea del progreso, sin ningún sentimiento o valoración por lo propio: ÎEl bloqueo francés fue la vía pública por la cual llegó a manifestarse, sin embozo, el sentimiento llamado propiamente americanismo. Todo lo que de bárbaro tenemos, todo lo que nos separa de la Europa culta, se mostró Sarmiento, Facundo, pp. 22-38. El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada […]: allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción […]. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano […]. Parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños, p. 31. Unas páginas después se queja de la falta de República, de unidad: El progreso moral, la cultura de la inteligencia […] es aquí imposible. ¿Dónde colocar la escuela para que asistan a recibir lecciones los niños diseminados a diez leguas de distancia, en todas direcciones? Así, pues, la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal, p. 34. 9 Sarmiento, Facundo, p. 59. 8
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desde entonces en la República ArgentinaÏ.10
La defensa de los intereses nacionales frente a las potencias imperiales para Sarmiento constituye una aberración. Si Inglaterra pide consumidores, Argentina se los tiene que dar, porque Europa representa la fuente de inmigración que vendrá a reconstruir el país, el lugar donde los argentinos estudian para luego volver y encender las luces. Cuando caiga Rosas –dice Sarmiento–, el mal cometido servirá para que el Nuevo Gobierno haga todo lo contrario, y entre las medidas destacamos dos: la asociación con Europa para poblar el gran desierto, la instauración de la educación pública en toda la Argentina. En todo este planteo, insistimos, se presupone la sobrevaloración de lo extranjero y subvaluación de lo propio. Así lo expresa Sarmiento: οHemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos […]? Después de la Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América muchos pueblos que estén, como el argentino, llamados a recibir la población europea, que desborda como el líquido en un vaso? ¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio? […] ¡Oh! A este porvenir no se renuncia así no másÏ.11
La confianza en el progreso resulta evidente. La implantación de grandes porciones de inmigrantes implicará una transformación radical en el modo de ser argentino. La sola luz va a convertir a los gauchos sanguinarios en ciudadanos civilizados. En consecuencia, bajo el prisma civilización-barbarie, Sarmiento teje un proyecto de país donde la inmigración y la alianza con los intereses extranjeros cumplen un papel crucial. El mito se instala, nos corroe hasta los huesos: lo propio es malo, bárbaro, ignorante y feo;12 la luz viene de afuera, de la cultura supe10 Sarmiento, Facundo, p. 228. Lo anterior y lo siguiente, pp. 240 y ss. En Manual de zonceras argentinas, A. Jauretche se hace un festín con las ideas sarmientinas que aquí comentamos, y parte de la zoncera (o pensamiento corto) madre de todas las zonceras, civilización y barbarie, para desprender otras como la maldad de la extensión, la necesidad de poblar o la sistemática autodenigración. Las zonceras son preconceptos arraigados y reforzados por la educación tradicional. Por eso nos resultan tan familiares y anidan en el sentido común local. 11 Sarmiento, Facundo, p. 12. En otro pasaje elogia la obra de Rivadavia: Traía sabios europeos para la prensa y las cátedras, colonias para los desiertos, naves para los ríos, interés y libertad para todas las creencias, crédito y Banco Nacional para impulsar la industria […], traía, en fin, la Europa para vaciarla de golpe en América, p. 110. En p. 254 afirma: el elemento principal de orden y moralización con que la República Argentina cuenta hoy es la inmigración europea. 12 La suciedad, lo nauseabundo, el hedor, no sólo constituyen un prejuicio de los europeos sobre los nativos, sino también un aspecto de lo americano (Kusch, R., América profunda, pp. 23 y ss.) que se convierte en motivo de discriminación racista. Por lo demás, Kusch establece una línea de continuidad entre indígena, mestizo, gaucho y el –así llamado– cabecita negra; todos ellos conforman lo feo, lo popular.
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rior, a la cual debemos acatar e imitar. Este mito fundacional conlleva el desprecio por lo propio, el desconocimiento absoluto de los pobladores locales, de las costumbres y del modo de vida americano. Pero Sarmiento no duda en tensar la oposición con Rosas para implementar el modelo deseado por la clase dominante. La siguiente frase, con la que busca caracterizar al salvaje tirano, habla más de sí mismo y del modo como los grupos dominantes observan el poder: El que no está conmigo es mi enemigo.13 Esto significa, o el pueblo se domestica tal como lo establece la clase dominante, o se le declara la guerra. Pese a su origen humilde, Sarmiento muestra un inmenso desprecio por lo popular, lo bajo, lo autóctono; y pese a sus descripciones románticas de la pampa y del gaucho, el entusiasmo pertenece más a la literatura que a la práctica. Ese horror por lo popular se manifiesta también en la condena hacia los negros,14 visión que poco tiempo después desembocará claramente en el racismo. El negro es el otro, la amenaza, lo mismo que antes era el indígena, o en ese momento el gaucho, y más tarde el inmigrante (que en nada se asemeja a lo esperado por Sarmiento y Alberdi), y más tarde el cabecita, ¿y hoy? § 76-. EDUCAR AL SOBERANO. En la línea de los pensadores ilustrados, Sarmiento afirma que en una República moderna y democrática hay que educar al soberano. La palabra soberano significa supremo y refiere a quien posee la decisión última sobre la legitimidad de un gobierno o de las leyes. En el Estado absolutista, el soberano era el monarca; pero en la República moderna –inspirada en J.-J. Rousseau–15 el soberano es el pueblo, y esta segunda concepción se expande en la Revolución de Mayo por obra de M. Moreno, J. J. Castelli y otros. En un país con sólidas instituciones el pueblo participa de la elección de sus representantes, participa de la res publica, la cosa compartida; el simple individuo se vuelve ciudadano, y contribuye con su voto a la conformación de un sistema de leyes que rigen para todos. En este esquema, se re-crea la autonomía de la polis griega (§ 6), pero no de manera directa, sino a través de los representantes. Ahora bien, ¿cómo se compatibiliza esta apuesta a la soberanía del pueblo con la manera como lo caracteriza Sarmiento, a saber, como el principal portador de la barbarie? Para que el pueblo esté preparado para recibir y ejercer sus derechos políticos, primero se debe educarlo. Para que el pueblo pueda elegir a sus representantes, primero tiene que ser civilizado. Las instituciones no van a pren13
Sarmiento, Facundo, p. 209. Sarmiento, Facundo, p. 224-225: Existe en Buenos Aires una multitud de negros, de los millares quitados por corsarios durante la guerra del Brasil […]. Rosas se formó una opinión pública, un pueblo adicto en la población negra de Buenos Aires […]. Los negros, ganados así para el gobierno, ponían en manos de Rosas un celoso espionaje, por los sirvientes y esclavos, proporcionándole además excelentes e incorruptibles soldados de otro idioma y de una raza salvaje. 15 Rousseau, J.-J., El contrato social, I, cap. VI-VII, pp. 14-19. 14
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der en el alma de la gente vulgar si el Estado no prepara un sistema educativo con tal función. Por lo tanto, desde la perspectiva de Sarmiento educar al soberano significa, en realidad, educar al pueblo hasta que esté en condiciones de hacerse soberano. Mientras el pueblo no esté civilizado, no podrá gobernarse a sí mismo, ni podrá elegir a sus representantes; mientras el pueblo no esté educado, tendrá que haber una elite dirigente e ilustrada que –al igual que el tutor de Kant (§ 56) – conduzca y guíe los destinos del país. De todos modos, hay que educarlo, preparar el terreno para que en algún momento se instaure la libertad y la igualdad políticas. Poco después de la publicación de Facundo, y por encargo de un diputado chileno, Sarmiento emprende una serie de viajes por Europa (Francia, España, Italia, Alemania, Holanda, Inglaterra) y Estados Unidos, con el objetivo de observar minuciosamente la organización educativa de cada lugar y los métodos de enseñanza. En 1849 vuelca sus investigaciones en un informe, titulado De la educación popular. Allí analiza y examina con detalle cada una de las instituciones visitadas, los planes de estudios, la distribución de los espacios, los reglamentos, el material didáctico, etc. Lo que más nos interesa del informe se encuentra en la argumentación que proporciona Sarmiento en favor de la implementación de un sistema educativo. Ante todo, afirma que la escuela es un invento moderno, del siglo XIX, una nueva institución acorde a los vientos democráticos. Durante los siglos XVII y XVIII –prosigue– la educación era patrimonio exclusivo de gobernantes, sacerdotes y aristócratas, y extenderla al pueblo resultaba impensado e impensable, porque la plebe no formaba parte de la sociedad activa o participativa. El problema –según su diagnóstico– reside en que los hechos políticos (la Revolución Francesa) han acelerado la llegada del sistema democrático sin que el terreno esté lo suficientemente preparado. La participación política se anticipó a la formación. Frente a este desacople, los gobiernos tienen que armar un sistema educativo que permita producir ciudadanos, apostando a las nuevas generaciones, en las cuales la nación se juega su futuro: ÎUn hombre pobre no puede ser responsable de la educación de sus hijos; pero la sociedad en masa tiene interés vital en asegurarse que todos los individuos que con el tiempo han de venir a formar la nación, se hayan preparado, por la educación recibida en su infancia, lo suficiente para desempeñar las funciones sociales a las que serán llamados. El poder, la riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e intelectual de los individuos que la componen; y la educación pública no debe tener otro fin que el de aumentar estas fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las poseanÏ.16 16
Sarmiento, Educación popular, pp. 14-15. Lo anterior: pp. 13-14.
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En una primera mirada, la finalidad del sistema educativo popular pareciera relacionarse directamente con la cuestión política, con la formación de ciudadanos. Pero, en una segunda mirada, surge un motivo económico, productivo, que en el relato de Sarmiento va cobrando cada vez más relevancia: Îténgase presente, además, que los Estados Sud Americanos pertenecen a una raza que figura en la última línea entre los pueblos civilizados […]. Si la educación no prepara a las venideras generaciones para esta necesaria adaptación a los medios de trabajo, el resultado será la pobreza y la oscuridad nacionalÏ.17
Según Sarmiento, España ocupa el último escalón del mundo civilizado; si a esta influencia se le suma lo señalado en Facundo, las tierras de la barbarie quedan seriamente expuestas a perder el camino del progreso. Y en la puerta del camino del progreso está la revolución industrial. ¿Por qué las otras colonias han avanzado más rápidamente en este aspecto económico? Porque se quitaron el inconveniente de encima; o sea, no se mezclaron con los nativos. Los ingleses, los franceses y los holandeses directamente aniquilaron a la población salvaje del Norte de América, y constituyeron razas europeas puras, manteniendo intacta la tradición de la civilización cristiana, bien capacitada para el progreso. La colonización española, en cambio: ÎSin ser más humana que la del Norte, por aprovechar el trabajo de las razas indígenas esclavizadas […], incorporó en su seno a los salvajes; dejando para los tiempos futuros una progenie bastarda, rebelde a la cultura y sin aquellas tradiciones de ciencia, arte e industriaÏ.18
Así explica Sarmiento por qué algunos países avanzan más rápido en la senda del progreso. De esta mala cepa se sigue que, si no se instala un sistema educativo, se multiplicarán y profundizarán los vicios y perversiones que provienen de la mezcla entre la barbarie nativa y la baja calidad de los colonizadores. Todos sabemos –continúa Sarmiento– que nuestras masas son ineptas para el trabajo, que no tienen hábitos ni conocimientos adecuados y, por ende, que bloquean el progreso industrial.19 Como decíamos arriba, en este informe de Sarmiento el aspecto económico va cobrando cada vez más relevancia. Tal vez así 17
Sarmiento, Educación popular, p. 15. Sarmiento, Educación popular, p. 16. 19 Todos estamos de acuerdo sobre la ineptitud industrial de nuestras masas, producida por la falta de tradiciones de trabajo, y de la adquisición de prácticas, implementos y útiles de industria que provienen de la aplicación de las verdades matemáticas o principios de la mecánica […]. Sólo la instrucción derramada con tenacidad, con profusión, con generalidad entre la clase trabajadora, puede superar […] la incapacidad natural de nuestras gentes. Todos sabemos de […] la imposibilidad de establecer las más simples fabricaciones por la ineptitud de los trabajadores del país, para poner en movimiento y mantener en buena conservación los más simples aparatos. Sarmiento, Educación popular, p. 18. 18
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logre convencer con mayor facilidad a los gobernantes, aunque en verdad confluyen en su argumentación motivos racistas, prejuicios, y todo el desprecio hacia lo autóctono y la sobrevaloración de lo europeo. Más allá de sus repugnantes conceptos, el padre de la educación argentina pone de manifiesto que el sistema educativo debe definirse verticalmente, es decir, desde la elite cultivada y hacia la masa ignorante, y como un modo de domesticar y adiestrar la inconducta de los de abajo.20 El sistema educativo se gesta no sólo para formar ciudadanos (primer nivel), sino también y sobre todo para formar trabajadores (segundo nivel), seres humanos acordes a la imagen mental que la elite se figura del pueblo. En esta línea argumentativa se agrega un tercer nivel: la cualidad moral. Según datos estadísticos –dice Sarmiento–, quienes recibieron una educación primaria se revelan moralmente mejores que los demás. En los ejércitos y en las fábricas se nota a primera vista, porque visten bien, están aseados, son más ordenados y metódicos, y tienen deseos de progresar. La educación los convierte en mejores personas, en sujetos adaptables, capaces de aprender y desarrollarse. Por otra parte, los analfabetos pierden el tren del progreso, les cuesta adaptarse a los cambios y se vuelven cada vez más inútiles. Entonces, ¿en qué sentido Sarmiento alude a esta cuestión de la moralidad? Dicho de otra manera, ¿cuáles son los valores que la educación ha de impartir?: ÎLa concurrencia de los niños a la escuela trae el efecto moralizador de absorber una parte de tiempo, que sin ella sería disipado en ociosidad y abandono; habituar el espíritu a la idea de un deber regular, continuo, le da hábitos de regularidad en sus operaciones; añadir una autoridad más a la paterna […]. Por último, la reunión de masas de individuos, la necesidad de contener entre ellos sus pasiones, y la ocasión de estrechar relaciones de simpatía, echa sin sentirlo los primeros rudimentos de moralidad y de sociabilidad tan necesarios, para prepararlos a las obligaciones y deberes de la vida de adultosÏ.21
La estrategia de la escuela apunta a preparar al niño para el mundo, para el mundo del trabajo: basta de ocio, hábitos continuos, autoridad extra-familiar (el jefe), pudor, simpatía... Son todos rasgos de un ser humano moralizado o civilizado, o sea, adaptable a las necesidades mercantiles, a las obligaciones y deberes, y no a los derechos. Tras presentar los argumentos sobre por qué conviene adoptar un sistema educativo público, el primer problema del que se ocupa Sarmiento en 20 Esta verticalidad no sólo se vuelca a nivel social, sino también al interior del sistema. La formación de maestros que Sarmiento tanto admira, al describir la Escuela Normal de Versalles, se basa fundamentalmente en la disciplina, el control, el silencio, el respeto a las normas, el aislamiento, el dictado y la reproducción. En este convento se forman los apóstoles de la civilización, que luego irán a las provincias, a esparcir el conocimiento –seguramente, de análogo modo a cómo lo recibieron. Sarmiento, Educación popular, pp. 109 y ss. 21 Sarmiento, Educación popular, p. 24.
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su estudio es la renta, los modos de financiamiento de la escuela. ¿Cómo se convence a los ricos de que paguen impuestos para sostener la educación de los pobres? Sarmiento explora distintos modos de financiar el sistema educativo, diferenciando entre los que lo pueden pagar y los que no, y subraya los beneficios que obtendrán los empresarios al contratar trabajadores educados. Como ejemplo, cita el caso de los comerciantes e industriales de Nueva York que solicitaron a la legislatura aumentar sus impuestos para financiar la educación popular, porque de esa manera se produciría un mejor y más barato sistema de policía para contener las organizaciones obreras y un clima de tranquilidad idóneo para aumentar las ganancias.22 El moldeamiento del carácter del niño representa la piedra angular del sistema educativo que propone Sarmiento. Las salas de asilo (lo que hoy llamaríamos jardín de infantes), para niños de entre 2 y 7 años, asumen los siguientes objetivos: Îmodificar los vicios del carácter, disciplinar la inteligencia para prepararla para la instrucción, y empezar a formar hábitos de trabajo, de atención, de orden, y de sumisión voluntariaÏ.23
Según Sarmiento, no conviene confiar la educación temprana a las madres. Las clases elevadas suelen delegar la tarea en una sirvienta que, por no contradecir al niño, le da todos los gustos, volviéndolo caprichoso, manipulador, egocéntrico, etc. En las clases pobres, las condiciones de miseria, suciedad, hacinamiento, abandono, violencia, se asimilan en el niño, que tempranamente conoce la calle y acentúa sus vicios. Las salas de asilo previenen estos dos extremos perniciosos, y reúnen igualitariamente –lo que será otro mito del sistema educativo– a los hijos de los ricos y los hijos de los pobres. De este modo, los preparan intelectual y moralmente para la escuela pública elemental. Así la define Sarmiento: ÎLa instrucción de las escuelas obra sobre cierta masa de niños reunidos; y un sistema de enseñanza no es otra cosa que el medio de distribuir en un tiempo dado, la mayor instrucción posible al mayor número de alumnos. Para conseguirlo la escuela se convierte en una fábrica, en una usina de instrucción, dotada para ello del material suficiente, de los maestros necesarios, local adecuado […] y un método de proceder en la enseñanza que distribuya los estudios con economía de tiempo y dé mayores resultadosÏ.24
En suma, resulta evidente que entre los diversos motivos para fundar un sistema educativo, hay uno que prevalece: la productividad, el deseo de fabricar sujetos dóciles, adaptables al mundo del trabajo, y civilizados, capaces de convivir aceptando su condición social en base a la ilusión de progreso. 22
Sarmiento, Educación popular, pp. 37-38. Sarmiento, Educación popular, p. 155. 24 Sarmiento, Educación popular, p. 186; subrayado nuestro. 23
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§ 77-. UN MOLDE QUE BUSCA CONTENIDO. Mientras el pueblo-soberano permanece en la ignorancia, debe ser tutelado por la elite dirigente, hasta que el sistema educativo lo normalice y discipline. Además, no sólo hay que moldear al pueblo, sino también rellenarlo. La definición sarmientina inmenso desierto exige poblar, porque en la llanura campestre florece y se conserva la barbarie. Y poblar significa traer inmigrantes. A partir de 1852, las dos figuras intelectuales de la generación del ’37, Sarmiento y Alberdi, entablan un debate sobre cuál tiene que ser el contenido inmigratorio y el perfil del molde a llenar. Cómo se construye una nación ante la inmensa nada, y qué tipo de nación se quiere construir, son los interrogantes del momento. Todo esto, por supuesto, se llevará a cabo desde la elite dirigente que comanda el Estado. Según la postura de Alberdi, hay que trasplantar porciones enteras de civilización europea que, una vez injertadas en el terreno local, irán contagiando de nuevos hábitos y costumbres a los nativos. Gracias al poder de la mano invisible (§ 47) la realidad social se irá acomodando de modo tal que la vagancia espontánea se transforme en capacidad laboral y productiva. El modelo de Alberdi corresponde al liberalismo en su faceta más económica, y antepone la necesidad de gestar sujetos productivos. Ésta es la República posible, la de trabajadores que se esfuerzan por progresar; con el tiempo, se irá convirtiendo en la República verdadera, donde se extenderán los derechos políticos y las instituciones al estilo europeo.25 El modelo de Sarmiento, en cambio, invierte el orden de prioridad: antes de fabricar sujetos económicos, la República debe nutrirse de ciudadanos aptos, con vocación política, que participen en la cosa común, y la palanca para fabricar este tipo de sujetos virtuosos está en la educación, que a su vez se complementa con el proyecto de democracia agraria y la reconstrucción de ciudades. Para Sarmiento, entonces, primero hay que reforzar la unidad pública, hay que fabricar sujetos políticos, comprometidos con la República.26 Notamos aquí un viraje respecto de Educación popular, pero también un núcleo de coincidencias básicas, incluso con Alberdi: se necesita instaurar un orden, desde la conducción superior, que unifique y llene el molde vacío, y que al mismo tiempo amalgame a los sectores bajos. Este debate entre Sarmiento y Alberdi en el plano de la ideas desemboca en el proyecto político de la Generación del ‘80, en medio del auge del positivismo y con Julio A. Roca como presidente. En 1884 ve la luz la famosa Ley 1420, junto con otras medidas de corte civil no-religioso (el matrimonio, el registro de personas).27 La Ley 1420 establece la educación básica universal, gratuita, obligatoria y 25 Botana, N., La tradición republicana, pp. 263-266, 293-317, 338-362; El orden conservador, cap. II, pp. 40-64. Halperín Donghi, T., Una nación para el desierto argentino, pp. 37-44. 26 Botana, N., La tradición republicana, pp. 266-293, 317-349, 363-384. Halperín Donghi, T., Una nación para el desierto argentino, pp. 7-29, 45-55. 27 Botana-Gallo, De la República posible a la República verdadera, pp. 28-35, 202-212. Botana, N., La tradición republicana, pp. 453-471.
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laica. El Estado asume un rol activo en la civilización del ciudadano –sobra recordar la infame campaña al desierto–, y el contexto histórico resulta imprescindible para comprender el modelo de educación y de sociedad configurado en este ambiente positivista. Analicemos los dos aspectos, el positivismo y el contexto histórico. En cuanto a lo primero, el pensador francés A. Comte (1798-1857) sostiene, a contramarcha del Romanticismo, que la humanidad se encuentra en una constante evolución hacia lo mejor. Precisamente, tras atravesar el estadio teológico y el metafísico (o filosófico), la humanidad progresa hasta llegar al estadio positivo, que Comte identifica con su época. Los dos primeros estadios son negativos y abstractos, porque se ocupan de temas que no se pueden comprobar empíricamente. El estadio positivo anuncia la llegada de la ciencia, la verdad que supera a la religión y a la filosofía. Al igual que el prisma ilustrado (§ 47), el positivismo fundado por Comte sostiene que el progreso de un momento a otro se da linealmente. Como la ciencia positiva se atiene a explicar los hechos concretos –y, de este modo, el positivismo coincide con el empirismo (§§ 42-43) –, se acerca cada vez más a la verdad. Aunque Comte pareciera preocuparse por el conocimiento, en realidad su teoría se orienta hacia lo social, hacia el comportamiento humano y el progreso. Así, en el estadio teológico el poder está en manos de los sacerdotes y los reyes, que garantizan el orden social. Pero este orden comienza a desintegrarse con la filosofía, mediante la crítica y la construcción de sistemas. El estadio positivo viene a restituir el orden perdido, que ahora queda en manos de los sabios y de los industriales. Por lo tanto, en el momento más avanzado de la civilización el poder y la conducción caen en manos de la elite, porque posee el conocimiento científico adecuado para conducir el destino de la sociedad.28 El positivismo se presenta como nota distintiva de la década del ’80, en la cual se genera un nuevo clima de ideas, ideas tomadas de Europa, adaptadas y reproducidas en el ámbito local. Sin embargo, resulta difícil hablar de un positivismo argentino, porque la diversidad de producciones corre por caminos muy diferentes. Incluso se mezcla con el evolucionismo y el racismo (Darwin, Spencer, etc.), como en los últimos escritos de Sarmiento. De todos modos, algunos aspectos de la propuesta de Comte (por ejemplo, la confianza en el progreso, la conducción elitista y el aval de la ciencia) le sirven a la Generación del ’80, que bajo la inspiración de Alberdi y Sarmiento deciden construir la nación, siguiendo en parte uno y otro modelo.29 El contexto histórico en el que nace el sistema educativo argentino se halla 28
Comte, Curso de filosofía positiva, pp. 26-38. Sobre las características del positivismo: Kolakowski, La filosofía positivista, pp. 15-22. 29 Halperín Donghi, T., El espejo de la historia, pp. 239-252. Terán, O., Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo, p. 9. Todo el libro de Terán está dedicado a examinar las diferentes derivas de la perspectiva científica del positivismo. Así, por ejemplo, hay un gran contraste entre las posturas de M. Cané, J. M. Ramos Mejía y C. O. Bunge. Sobre el último Sarmiento: Fernández
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signado por la llegada de Roca a la presidencia, tras la campaña al desierto (1879). Bajo el lema Paz y administración, el país ingresa en una etapa de concentración centralizada del poder, donde el Estado nacional gana fuerza y jerarquía, e impone un orden que prevalece sobre las libertades individuales. En los hechos, la polémica entre Sarmiento y Alberdi tiene un vencedor: la República posible alberdiana se concreta con la afluencia de grandes oleadas inmigratorias. Las puertas del aluvión se abrieron de par en par, ofreciendo amplias posibilidades de enriquecimiento, de oportunidades y de sensación de movilidad social. En las dos últimas décadas del siglo XIX desembarcaron casi dos millones de inmigrantes. El desierto se empieza a poblar... Pero la elite dirigente los observa con cierto horror y escándalo. La masa de advenedizos no resulta ser tan idónea como se esperaba, porque se resisten a nacionalizarse, o hablan en dialectos incomprensibles, o vienen con aspiraciones igualitarias (socialismo, comunismo, anarquismo, etc.), o sólo les interesa hacer plata. La base de la pirámide social parece arena movediza, de un color poco blanco, y la inquietud de la casta dirigente no tarda en llegar.30 Lejos de la unificación y amalgama, la sociedad argentina de la década del ’80 se encuentra fuertemente dividida en elite y masas. Contra los recién llegados, los representantes de la civilización dirigente buscan distintas maneras de diferenciarse, de marcar rangos sociales y de contener los sacudones de una sociedad en transformación. El orden conservador instalado en 1880 y sostenido hasta 1912 bajo la farsa democrática (todas las elecciones del período son fraudulentas, por el voto cantado y bajo amenaza) se basa en que una minoría selecta, la oligarquía, controla el poder político, define los cargos más altos del gobierno.31 En suma, en el marco de la Generación del ’80 y del positivismo, el triunfo del proyecto de Alberdi resulta insuficiente; se tiene que complementar con un sistema que nacionalice, que unifique al todo piramidal, pero sin que se diluya la separación entre la elite dirigente y el pueblo. Se necesita consolidar la base, determinar una lengua uniforme, valores comunes, hábitos y costumbres delineados según el modelo de pueblo deseable. En este contexto, el proyecto alberdiano se completa con la instrucción pública que Sarmiento había diseñado casi cuarenta años antes. La maquinaria estatal se prepara para fabricar sujetos dóciles, funcionales y sumisos al sistema vigente. Al estigma de la barbarie nativa se le suma ahora el impuro oleaje de los recién llegados, por lo cual la implementación del Retamar, R., Algunos usos, pp. 193 y ss.; Orgaz, R., Sarmiento y el naturalismo histórico, pp. 119141. Sobre el origen y la especificidad del positivismo: Soler, R., El positivismo argentino, pp. 42 y ss. 30 Quien será autor de la Ley de Residencia (1902), Miguel Cané, afirma por entonces: Cerremos el círculo y velemos por él, en Prosa ligera, p. 124. Sobre lo anterior: Botana, N., El orden conservador, cap. I-III, pp. 25-81; Botana-Gallo, De la República posible, pp. 20-21, 28-31, 139-145. Romero, J. L., Breve historia de la Argentina, pp. 109-113. 31 Romero, J. L., Las ideas políticas en Argentina, pp. 171 y ss. Botana, N., El orden conservador, pp. 65-81.
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sistema educativo se hace más urgente. Por último, el caso argentino, con su antinomia civilización-barbarie, se posa sobre un grupo minoritario que busca legitimarse en la conducción del poder político, económico, cultural, pedagógico, etc. Cuando este sector dirigente encuentre rivales en las urnas, principalmente el radicalismo y el peronismo, apelará a la fuerza, los militares, la iglesia, las potencias internacionales, etc. Porque en el fondo sobrevive un mismo dogma, el de la ignorancia del pueblo, incluyendo en algunos casos a la clase media. Este panorama recorre los grandes tramos del siglo XX. Pero volvamos sobre la década del ’80: lamentablemente o –mejor– por suerte, el paradigma positivista los llevó a creer que la máquina educativa funcionaría, como los experimentos en las ciencias duras, cumpliendo los resultados esperados. Por suerte, insistimos, los seres humanos no responden siempre de la misma manera, y aunque el sistema educativo los diseñe de tal o cual forma, el resultado nunca será lo previsto. La fábrica de sujetos jamás será perfecta, porque el hombre es libertad. Y la libertad lo trastoca todo, arruina hasta los planes mejor calibrados. En este sentido, el proyecto civilizatorio puede convertirse en un proyecto emancipador; lo que el sistema espera de nosotros se puede revertir. Nuestra tarea no consiste en renunciar a la civilización, al progreso, al conocimiento, al sistema educativo, sino en transformarlo. En otras palabras, que en estas páginas hayamos quitado el velo de la maquinaria educativa no significa que deseemos desecharla; al contrario, queremos revertir la ignorancia política, queremos combatir el encubrimiento de los fines ideológicos de la educación. Recién ahí, conscientes de los intereses de las clases dominantes y de sus mecanismos y estrategias para perpetuarse en el poder, recién ahí iniciamos el auténtico camino de aprendizaje.
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Capítulo 15
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§ 78-. EL MUNDO CONTEMPORÁNEO. Los historiadores y los filósofos debaten sobre cuándo finaliza la Modernidad y cómo denominar lo que viene después. En ambas cuestiones no se ponen de acuerdo. En nuestro esquema dividimos el desarrollo de la Época Moderna en tres momentos (§ 30): su formación (siglos XVI y XVII), su plenitud (XVIII) y su retrospectiva (XIX). Ahora bien, en el siglo XIX emergen corrientes que replantean la Modernidad desde un lugar crítico (idealismo, materialismo) y corrientes que mantienen los lineamientos básicos de la Ilustración (positivismo). En el siglo XX sucede algo parecido. Cuando nos acercamos al presente, la trama de ideas se complejiza y multiplica. Para no caer en clasificaciones arbitrarias y nombres por aquí y por allá, en este capítulo queremos recrear lo que podría considerarse el último clima compartido: la postmodernidad, que se va tallando en la segunda parte del siglo XX, hasta que gana definitivamente el centro de la escena en la última década. En cuanto a los acontecimientos sobresalientes, el mundo occidental inicia una vuelta de página en la historia con la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que pareciera pequeña frente a lo que vino después, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Entre una y otra guerra se gesta la sensación de que el progreso de la ciencia y de la técnica, del capitalismo y de la razón, del sujeto que se afirma a sí mismo sobre los otros, desemboca en matanzas catastróficas. Las armas del progreso se vuelven contra el hombre, se utilizan para la destrucción y el asesinato masivo. Muy tempranamente, un destacado miembro de la elite porteña, José Ingenieros (1877-1925), declara con contundencia: ÎLa civilización feudal, imperante en las naciones bárbaras de Europa, ha resuelto suicidarse, arrojándose al abismo de la guerraÏ.1 1 Ingenieros, J., Los tiempos nuevos, p. 11. La cita corresponde a un texto redactado en 1914 con el título: El suicidio de los bárbaros. Recordemos que Ingenieros, un verdadero ecléctico, viene de abrazar las ideas del positivismo, cientificismo, darwinismo y racismo: Terán, O., José Ingenieros: pensar la nación, pp. 27 y ss.
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Consumida por su fuerza destructiva, Europa deja de ser un modelo a seguir. Apenas unos años antes, estos calificativos de bárbara y feudal resultan impensables, más aún si tenemos en cuenta el sello sarmientino que nos obliga a admirar lo extranjero y despreciar lo local. La Primera Guerra causa una gran impresión en todo el mundo, y surgen filósofos y corrientes que cuestionan el progreso, la ciencia, la técnica, la racionalidad, el modo de construir la verdad, etc. Las teorías de Benjamin, Adorno, Horkheimer, Sartre, Heidegger, se cocinan al calor de este profundo impacto, que se agudizará cuando quede al descubierto la Segunda Guerra. En este último caso, la ciencia trabaja directamente para proveer instrumentos técnicos, e incluso aprovecha los cuerpos vivos para realizar experimentos inhumanos y avanzar fuertemente. Los campos de concentración nazi (millones de personas detenidas, despojadas de sus bienes, esclavizadas, asesinadas en masa) representan el cruce de lo más irracional con lo más racional. Lo más irracional, porque el grado de crueldad no admite otra palabra, y lo más racional porque fue planificado, calculado, sistematizado, medido con precisión. La razón se vuelve fría, una herramienta que se usa sin importar para qué; con ella se calcula fríamente, y entonces los detenidos no son personas, sino objetos de experimentación. Otro capítulo se abre también con la invención de la bomba atómica y su primer ejercicio, la masacre de Hiroshima y Nagasaki, llevado a cabo por Estados Unidos. Los resultados de la Segunda Guerra Mundial se pueden titular de la siguiente manera: la mayor matanza de la historia (superada solamente por el genocidio europeo en América, que duró varios siglos). Contando civiles y militares de un lado y de otro, se calcula el número de muertos en 55 millones, de los cuales más de 30 millones fueron civiles.2 A mediados del siglo XX la comprensión de las Guerras Mundiales se conecta estrechamente con el proceso iniciado por la Modernidad. El sujeto que se afirma a sí mismo, que somete a la naturaleza, que se vale de la razón y de los instrumentos técnicos para dominarla, que confía en la ciencia y en el progreso, ese sujeto entra en crisis; y los filósofos se encuentran con la necesidad de reformular, deshacer o desandar, el camino que trajo consigo consecuencias tan nefastas. Hay que buscar otros conceptos, o romper los existentes, o configurarlos y definirlos de otro modo; hay que transformar el pensamiento, torcerlo, replantearlo, innovarlo. Mientras tanto, el mundo empieza otra guerra, no declarada, no explícita, sino invisible e indirecta. Entre las múltiples consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, destacamos dos: la aparición de una nueva superpotencia, Estados Unidos, cuya intervención define la victoria de los aliados; y la reconstrucción del desastre europeo a partir de lo que se llama Estado de Bienestar, y que retomaremos luego. En el este del mundo, emerge otra superpotencia: Rusia, o URSS (Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas). En 1917 se produce la Revolu2
AAVV, Historia universal, p. 760.
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ción Rusa, con Lenin a la cabeza, dando un salto abrupto del zarismo casi feudal a la primera experiencia real del comunismo de Marx y Engels. La temprana muerte de Lenin, la sucesión de Stalin y el exilio y asesinato de Trotski, ponen en tela de juicio en qué medida el comunismo ruso es fiel o traiciona a las ideas de Marx. Sea como fuere, el nuevo panorama de postguerra presenta a estos dos gigantes – Estados Unidos y Rusia– compitiendo entre sí, en una escalada de armamento, conocimientos científicos, bases militares estratégicas, poder marítimo o aéreo, etc. Se conoce a esta etapa como Guerra Fría, y en el plano de las ideas significa la lucha por instalar dos maneras diferentes de entender la realidad y organizarse socialmente: el capitalismo y el comunismo. Todo el globo se divide según la configuración bipolar; así, por ejemplo, los golpes de Estado en Latinoamérica son incomprensibles sin este marco de análisis. Los golpes se dieron siempre en contra de gobiernos de clara tendencia popular, auspiciados o motivados siempre por la embajada norteamericana, y con el objetivo de imponer por la fuerza las políticas que benefician a los sectores concentrados del poder económico. El fantasma del comunismo, que en 1848 –dice Marx– recorre Europa, ahora tiene un referente concreto, Rusia, y recorre el mundo. Por ende, cualquier intento revolucionario –después de Cuba, 1959–, o mejor dicho, cualquier intento por implantar políticas socialistas o de redistribución de la riqueza, se enfrenta a la oposición absoluta del capitalismo y a las maniobras explícitas o encubiertas de Estados Unidos por impedirlo, incluso derrocando gobiernos elegidos democráticamente. En sintonía, la mirada económica sufre importantes alteraciones. Tras la destrucción de la Segunda Guerra, Europa implementa el Estado de Bienestar, un modelo basado en el economista británico J. Keynes (1883-1946), que acentúa el rol del Estado como agente que debe intervenir en la economía para impulsar la producción y el consumo en el mercado interno. La teoría de Keynes estudia el problema del aumento crónico del desempleo, problema que no sorprende, si se recuerda la advertencia de Hegel (§ 66), y la solución consiste en planes de trabajo, inversión, cobertura social, salud y obras que reactiven la economía, todos ellos con el rol protagónico del Estado. Aunque este modelo le permite a Europa una pronta recuperación, la reacción conservadora y anti-keynesiana no tarda en llegar: en la Universidad de Chicago (con F. Hayek y M. Friedman) surge la corriente monetarista, que rechaza totalmente la injerencia del Estado en el mercado, pone el acento en el equilibrio fiscal y afirma que el desempleo sólo se podrá resolver a largo plazo.3 En esta perspectiva, la inversión estatal, los servicios públicos y sociales, el asistencialismo, el aparato burocrático, son todos gastos que trastornan el libre juego de las fuerzas económicas y que, por lo tanto, deben recortarse al mínimo. Son rasgos que no se condicen con la desregulación propia del capitalismo. La vertiente monetarista desemboca en el Consenso de Washing3
Mochón-Beker, Economía, pp. 756-760.
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ton (1989) y el diseño del plan neoliberal que tantos padecimientos causó en América Latina durante la década del ’90.4 Los ríos confluyen en un mismo cauce: para fines de la década del ’80 se desploma el bloque comunista soviético, y la caída del Muro de Berlín (1989)5 se interpreta como emblema del triunfo definitivo del capitalismo, el único sistema vigente y pensable en todo el universo. La caída de la URSS, la apertura de los mercados mundiales, el gran avance en las comunicaciones, aceitan un nuevo clima de época: la globalización, la fluidez de capitales que se trasladan de un lugar a otro, las multinacionales, la interconexión digital... Todo esto sucede bajo la supremacía planetaria de Estados Unidos y en una atmósfera triunfalista. No casualmente se impone el pensamiento único, que excluye propuestas, ideas, conceptos, intenciones o prácticas que no se adecuen a este nuevo orden de cosas, es decir, que no respondan a los parámetros del capitalismo financiero. Así, por ejemplo, los reclamos sociales por la desocupación, la miseria, las precarias condiciones laborales, el hambre, la contaminación, o un más justo reparto de la riqueza, son considerados anacrónicos, viejos resquicios de una izquierda en decadencia. En efecto, la izquierda moderna y adaptada acepta las reglas del mercado y se cuida de no perturbar o hacer enojar a los capitales. No hay otra alternativa, según la prédica de los neoliberales. Si Marx viviera, se haría un festín con este tipo de personificaciones ridículas, con las que se encubre en el anonimato a los sujetos que detentan el poder ultraconcentrado y ultraconservador. Hacia el final del siglo XX, el mundo contemporáneo reconoce una sola cara, la del capitalismo financiero, y mientras la riqueza se acumula y multiplica en pocas manos, los índices de desigualdad se disparan en el globo, en especial en los países desagradablemente llamados en vías de desarrollo o subdesarrollados, periféricos o del Tercer Mundo, palabras que marcan no sólo un nivel técnico-material, sino también una carga valorativa (de desprecio, claro está) y un rol bien definido: el de la subordinación y sometimiento. Por eso, insistimos, la colonización primero territorial, luego comercial, continúa hoy con la fase ideológica, donde el consumo de bienes culturales y el imperio de los medios masivos de comunicación se propagan como colaboradores directos del capital concentraEl decálogo del Consenso de Washington como plan político-económico para América Latina (el tubo de ensayo) ofrece las siguientes novedades: reducción al mínimo del Estado, apertura absoluta a las inversiones y empresas privadas y extranjeras (privatización y desregulación), confianza en que el mercado derramará la riqueza en los sectores postergados, drástica reducción del gasto público, disciplina fiscal (o sea, que los países no se endeuden; pese a lo cual, las instituciones de crédito se complacieron de aumentar préstamos, intereses y deudas), carga impositiva regresiva (impuestos básicos para todos, sin discriminar el nivel de riqueza o pobreza), mucho crédito, poco arancel a las importaciones, fomento de competitividad (en la práctica, sólo sobreviven las grandes empresas), entre otras medidas. En suma, el Consenso significa el diseño de políticas – bien llamadas recetas– en las oficinas técnicas de los organismos financieros (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial), políticas que deben ser aplicadas a rajatabla en los países periféricos. Ramos, L. (coord.), El fracaso del consenso de Washington, pp. 11-15, 113-114. 5 AAVV, Historia universal, pp. 819 y ss. 4
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do. En este marco histórico y conceptual se difunden un abanico de ideas no sistematizables, representativas de la época, y con múltiples ramificaciones; su nombre: la postmodernidad. § 79-. HUELLAS DE LA POSTMODERNIDAD. Cuando una etapa se define a sí misma como lo que viene después de, no resulta muy claro hacia dónde apunta, ni en qué se caracteriza. Dese luego, los postmodernos rechazarían este tipo de preguntas, porque solicitan una esencia o dirección que esta corriente no pretende darse. Tenemos aquí uno de los primeros rasgos problemáticos de la postmodernidad: se escapa a la definición que permita identificarla. Gráficamente, podríamos decir que es una suerte de híbrido, de mutante cuyo desenlace aún permanece desconocido. Incluso su legitimidad está cuestionada, pues algunos pensadores prefieren seguir hablando de modernidad inconclusa.6 Más allá del debate, analicemos algunas de sus principales ideas. En una síntesis admirable, el filósofo argentino N. Casullo explicita algunos aspectos de la concepción postmoderna: crisis del sistema capitalista, crisis del Estado de Bienestar, crisis de los proyectos ideológicos alternativos al capitalismo, crisis de los sujetos sociales (colectivos) históricos, crisis del sistema político representativo-burgués, globalización que favorece a las corporaciones económicas, revolución tecnológica, e instrumentación de la cultura (de la imagen, del consumo). Todas estas mutaciones profundas llevan a preguntarse si aún permanecemos en el marco de la Modernidad, o si estamos en otra etapa.7 De todas estas huellas, que abren laberínticos caminos, seguiremos algunas. En 1979, el francés J.-F. Lyotard publica La condición postmoderna, que comienza así: ÎEste estudio tiene por objeto la condición del saber en las sociedades más desarrolladas. Se ha decidido llamar a esta condición «postmoderna». El término […] designa el estado de la cultura después de las transformaciones de las reglas de juego de la ciencia, la literatura y las artes, a partir del siglo XIX. Aquí se situarán esas transformaciones con relación a la crisis de los relatosÏ.8
El estudio de Lyotard está dirigido al Primer Mundo, y este dato no es menor, porque nuestra incursión en el debate contiene aspectos particulares que señalaremos más abajo. Además, la postmodernidad (término inventado en la arquitectura, a fines del siglo XIX) encarna la crisis definitiva de los grandes relatos. Aquellas filosofías generales, que lo abarcan y explican todo, y que ofrecen 6
Habermas, J., El discurso filosófico de la modernidad, pp. 8 y ss. Casullo, N., Itinerarios de la modernidad, pp. 195-213. 8 Lyotard, J.-F., La condición postmoderna, Introducción. Los subrayados son nuestros. 7
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una perspectiva de comprensión no sólo sobre el presente, sino también sobre el porvenir, son grandes relatos. Por ejemplo, la Ilustración, el Romanticismo, el idealismo de Hegel, el materialismo de Marx, el positivismo. Lyotard afirma que tales relatos gozan de incredulidad, o sea, ya nadie cree en ellos, ni en el progreso capitalista ni en la revolución comunista. Este tipo de relatos quedan como utopías inalcanzables, expresiones de deseos, construcciones metafísicas o religiosas. El mundo contemporáneo, atravesado por la tecnología, exige operatividad, eficacia, pragmatismo, adaptación rápida a los cambios que no paran de suscitarse. Llevada a las vivencias de todos los días, la postmodernidad significa la pérdida de un horizonte nítido, un destino a conquistar a través del esfuerzo y la perseverancia. Así, por ejemplo, quienes tenían cuarenta o cincuenta años en la década del ’90, jamás imaginaron la velocidad con la que perderían sus trabajos, ni la revolución tecnológica, de instrumentos y de comunicación, que les exigía amoldarse o quedar afuera del sistema. De pronto se desayunaron con lo impensable: eran prescindibles. Esta mentalidad fue educada bajo el culto al esfuerzo y con la certeza de que en ese camino se concretaría el sueño de la casa propia y un nivel de vida aceptable. De ahí que durante mucho tiempo la educación fuese valorada como una herramienta fundamental para construir el futuro. Pero los jóvenes de los ’90, en cambio, transitan otra mirada: soportan la incerteza laboral, los contratos temporarios, la precarización, y ante sus ojos está el fracaso de los padres, desocupados y desmoralizados por no ser más el sostén de la familia. El esfuerzo de muchos años se desvanece en un par de días. La falta de trabajo se propaga, y la escuela pierde su condición de vehículo para un futuro mejor. Al mismo tiempo, la muerte de los grandes relatos significa una desconfianza letal sobre la política como instancia transformadora de la realidad. Todo lo decide la economía, los técnicos preparados específicamente para un determinado rol, para ejecutar recetas y mandamientos del Fondo Monetario; porque el sistema está armado y aceitado de modo tal que funciona automáticamente. Ya no se necesita pensar, no se necesita hacer política, no sirven las ideologías, ni las utopías; el mundo es como es, y sólo queda adaptarse. Ya no se puede soñar ni luchar por un mundo diferente, más justo, más equitativo, menos cruel; hay que resignarse a las reglas del mercado, a la represión en la calle, a los dictámenes de los poderosos, a los discursos conformistas y actualizados que, paradójicamente, se dicen a-ideológicos o a-políticos. En consecuencia, la crisis de los grandes relatos significa, en los hechos, la sujeción a las normas del sistema capitalista triunfante, el escepticismo o la incredulidad en que algo se pueda modificar, la desconfianza total hacia la política y los políticos, asociados con la corrupción y confundidos todos ellos en un fango indiscernible. En la década del ’90 se escuchaba a la gente decir, con notable jactancia: yo soy a-político, no tengo ideología, o eso de la izquierda y la derecha es un discurso atrasado, y cosas por el estilo. La ignorancia –o mejor el
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analfabetismo político– desborda por completo: no se sabe a quién votar (da lo mismo), o quiénes son senadores y diputados, o qué significa una política de derecha-conservadora o de izquierda-progresista, cuáles son las propuestas en educación, salud, trabajo; temas tan importantes y de influencia directa sobre nuestro día a día se pierden bajo el velo del encubrimiento. La tesitura de la antipolítica significa resignación, entrega sumisa a los tejes y manejes de los más poderosos. De ahí que el querido Paulo Freire (§ 4) lo haya manifestado con tanta claridad. Bajar los brazos frente al sistema implica dar por perdida una batalla antes de que comience. Y lo más paradójico del asunto reside en que la muerte de las ideologías se vuelca en la victoria del pensamiento único, la ideología hegemónica. En consonancia con el descrédito hacia los grandes relatos, en 1989 F. Fukuyama pronuncia una conferencia titulada ¿El fin de la historia?, donde desliza la tesis según la cual no se buscarán más ideologías y el capitalismo se encuentra consagrado como único sistema posible. En el diagnóstico de Fukuyama: ÎLo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, […] sino también el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad, y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humanoÏ.9
Por lo tanto, todas las aspiraciones que no se encuadren dentro de la democracia burguesa-liberal, son desechables y anacrónicas. Basta de utopías, basta de sueños, de reformas progresistas, lo único que manda en el mundo es el capital, que además dio sobradas muestras de sus fortalezas, porque superó las crisis sistemáticas y se impuso sobre el fascismo y el comunismo. Cabe hacerse la siguiente pregunta en relación con esta tesis –tan difundida y tan discutida– de Fukuyama: ¿se trata de un acta de defunción o de un golpe mortífero? ¿Se trata de un diagnóstico de la situación o de una propaganda? Se responda como se responda, el fin de la historia profetiza el fin del combate de las ideologías y la sacralización de una de ellas, ¡tal como afirmaba Marx: presentar el interés de la clase dominante como el único interés de la sociedad (§ 71)! Los defensores del capitalismo financiero son tan triunfalistas que no se dan cuenta que las ideas no se matan,10 y que su aplastamiento la revitaliza. Están ansiosos por ahogar los debates, las dudas, las críticas, las fisuras de la única manera en que debe ser entendida la realidad. En la práctica, el fin de la historia se encarnó hasta el ridículo de invalidar cualquier concepto que no se atenga al liberalismo político-económico, y mucho más se encarnó en el escepticismo y la re9 Fukuyama, F., ¿El fin de la historia?, pp. 6-7. Por suerte, para Fukuyama el Tercer Mundo todavía sigue en la historia y perdurará allí por mucho tiempo más, p. 26. Tal vez algún día el Primer Mundo se tome la molestia de observarnos seriamente. 10 Recordemos el emblemático epígrafe que Sarmiento coloca al comienzo de Facundo: A los hombres se degüella; a las ideas, no, p. 6.
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signación. La postmodernidad viene de la mano con la llamada sociedad postindustrial,11 donde la producción de bienes cede su protagonismo a los servicios, la especulación financiera y el uso de la información. A diferencia de la sociedad industrial, cuyos modelos taylorista y fordista se orientan a la producción de objetos en serie, masivos, duraderos y estandarizados, en las últimas décadas del siglo XX la tendencia postindustrial se dirige a producir bienes en menor cantidad, para un público selecto, de poca duración y más particularizados. La rueda producción-consumo ya no se motoriza ofertando productos baratos, sino a través de la sustitución o el descarte. Los objetos duran menos y en seguida hay un nuevo modelo para reemplazarlos. Además, con el avance de la tecnología las fábricas son cada vez más pequeñas, con pocos obreros; y las piezas de un objeto se producen en un lugar, se ensamblan en otro y se venden en un tercero. Todo contribuye a la reducción de costos. También el dinero se vuelve virtual, circula como un flujo invisible por todas partes, comprando y vendiendo acciones sin papel alguno, sin trabas. Todo circula, todo se mueve en el infinito espacio vacío; y circula sin raíces, sin compromisos, dejando millones de desocupados de un lado y millones de estafados del otro. En la era de la informática, el conocimiento sustituye a los objetos reales, y la producción de saber ocupa un lugar preponderante. Quienes no se pongan a tono con las nuevas tecnologías se quedan sin trabajo, y los jóvenes los reemplazan. Según Lyotard, la relación con el conocimiento está marcada por la utilidad; ya no se busca el saber por el saber mismo, sino por su uso, porque sirve para algo, porque se vuelve un objeto de consumo. Los saberes se producen para ser vendidos y comprados. De ahí que Lyotard considere que la brecha informativa entre los países del Primer Mundo y los del Tercer Mundo se irá acentuando, y que incluso será motivo de discordias. En la era de las comunicaciones, aunque se necesite al Estado para invertir en la producción de conocimiento, a la larga resulta un estorbo;12 las empresas multinacionales necesitan que las cosas y los saberes fluyan comercialmente en el espacio mundial, para que lo puedan consumir los que lo puedan pagar. Si el Estado ayuda a las condiciones del negocio o compra la información de las corporaciones privadas, bienvenido sea; pero, en última instancia, la visión planetaria lo rechaza, porque lo considera una interposición que busca regular sus negocios. La caída de los grandes relatos, el fin de la historia y la lógica de la sociedad postindustrial repercuten en el modo como se piensa a sí mismo el sujeto postmoderno. Desde la psicología, la sociología, la lingüística y demás disciplinas, el sujeto aparece cada vez más atravesado por distintos códigos, determinaciones y 11 Sobre el tema: Obiols-Di Segni, Adolescencia, postmodernidad y escuela, pp. 47 y ss.; AAVV, Las contradicciones culturales de la modernidad; Cohen, D., Tres lecciones sobre la sociedad postindustrial. Cf. Adorno, Escritos sociológicos I, pp. 536 y ss. 12 Lyotard, La condición postmoderna, cap. 1.
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dispositivos; ese fundamento de toda la realidad se ha derretido, ya no sostiene nada, y ese vínculo colectivo del siglo XIX –con el pueblo, con el Estado o con la clase social– también se ha disuelto. El sujeto postmoderno ya no es un sujeto, es apenas un fragmento, algo que está ahí, que flota, que se deja llevar de un lado a otro, que se entrega a la moda, a las opiniones de los demás, al día a día, a lo superficial. Tras caracterizar al mundo fragmentado, concluye Castoriadis: El período presente se puede definir, entonces, como la retirada general al conformismo.13 Junto con la pasividad y el conformismo, se difunde la cultura de la imagen,14 desde los aparatos técnicos hasta las campañas políticas, los medios gráficos y la exaltación de la juventud como la mejor edad de la vida. Las cirugías estéticas, las dietas, los gimnasios, el Facebook, concentran una única mirada. Los diarios se recargan de infografías y sus redacciones son cada vez más huecas y redundantes. Los políticos miden su imagen, la televisión se personifica en los rituales de la casa, y se multiplican los formatos de aparatos con pantalla. El bombardeo mediático nos dicta –como el tutor de Kant– qué pensar. El videoclip, el zapping y las películas también expresan lo fragmentario y las directrices del pensamiento hegemónico. Los niños juegan y se relacionan a través de computadoras que los individualizan, separan y dispersan. Las conversaciones son imposibles, por el ruido o por la música; el encuentro con el otro sólo requiere de buena figura y pocas palabras. La cultura de la imagen se traduce en un estilo, en una manera de diferenciarse (las tribus urbanas) e integrarse, en vestir a la moda, en el carpe diem que ordena disfrutar el momento y nada más. El modelo típico es el del joven pragmático, políticamente desideologizado y socialmente descomprometido, capaz de asimilar las nuevas tecnologías, ganarse a sus superiores y ascender rápidamente en la empresa (el yuppie). Lo viejo ya fue –dicen estos jóvenes–, lo pasado pisado (o pesado), ¿para qué volver atrás?15 Todo este libro intenta responder a esa pregunta. La cultura de la imagen se complementa con la cultura del consumo.16 Vivir significa consumir, de lo contrario, para el sistema uno pierde existencia. La realización de la persona pasa por cuántas cosas se puede comprar. La ostentación se difunde en revistas y programas de televisión que muestran las casas, autos y 13 Castoriadis, C., El mundo fragmentado, p. 25. La fragmentación alcanza a los niños: Galeano, E., Patas arriba, pp. 11-21. 14 Sobre este tema: Díaz E., La disolución del sujeto en la Argentina contemporánea, pp. 35-42. Obiols-Di Segni, Adolescencia, postmodernidad y escuela, pp. 54 y ss.; Chmiel, S., El milagro de la eterna juventud, pp. 85-101. Di Segni, S., Adultos en crisis. Jóvenes a la deriva, cap. 2. Sabato, E., La resistencia, pp. 13 y ss. 15 La despreocupación por el pasado se entronca con la ausencia del futuro: El posmodernismo es la etapa superior al capitalismo y, como escribió John Berger con toda razón, «el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir». Así ha sido. Y así es. Fernández Buey, F., Marx (sin ismos), p. 21. 16 López Gil, M., Filosofía, modernidad y postmodernidad, pp. 22-25, 140 y ss. Galeano, E., Patas arriba, pp. 255-277.
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demás lujos de los ricos y famosos, como si el mérito consistiera simplemente en poseer. La publicidad rebalsa en todas partes, incentivando los deseos más íntimos. Se multiplican los compradores compulsivos y los que se alivian cuando salen del shopping abarrotados de bolsas. Los niños reciben, a cambio del afecto o de la ausencia, juguetes por doquier. Los jóvenes de distintas clases sociales exhiben sus prendas como símbolo de estatus. La publicidad incentiva a comprar y comprar, todo forma parte de la necesidad y del bienestar. En este contexto, no cabe la pregunta ¿por qué hay estrés? Conviene medicarse y seguir, porque la rueda no se detiene. Tener, consumir, ser feliz son puntos del contorno de una misma moneda. No debería extrañarnos, entonces, que la cultura de la imagen y del consumo nos conduzca al vacío, la desolación, la indiferencia,17 cada uno como un bálsamo tratando de sobrevivir al desierto, al cruce de seres anónimos y desconocidos. No debería extrañarnos, entonces, porque estamos en la época del sinsentido, sin horizonte ni brújula. Sin embargo, este conjunto de ideas que florecen en Europa y se reproducen como la moda, olvida un aspecto fundamental: mientras allá debaten sobre los resquicios del Estado de Bienestar, gozan de seguro de desempleo, plan de salud, educación pública, derechos humanos, y un Estado que, en cierta medida, responde a sus demandas, todo lo cual brilla por su ausencia en Latinoamérica, y no causalmente. En la periferia del planeta, la postmodernidad es anacrónica, porque nunca se llegó consolidar el Estado benefactor. Como se desprende de la perspectiva de Galeano (§ 73, nota 2), el desmantelamiento neoliberal se aplica sobre el desmantelamiento histórico que sufrieron los países de la periferia. § 80-. DICTADURA Y NEOLIBERALISMO. Mientras los países centrales debaten sobre los síntomas de algo que parece escindirse del proyecto moderno, Latinoamérica se convierte en un escenario experimental. Tal como advertimos, los golpes de Estado no se explican de otro modo que bajo la paranoia del comunismo, o mejor aún, la consolidación hegemónica del único orden mundial permitido, el capitalismo. En la Guerra Fría, el planeta entero se convierte en un mapa donde cada potencia deposita sus fichas y donde sólo se puede jugar para uno de los dos bandos. Algunos ecos de las demonizaciones de aquella época todavía se escuchan bajo el falsificador rótulo de populismo, con el que se busca estigmatizar (cualquier diario de la derecha hoy lo atestigua) a aquellos presidentes latinoamericanos que no respondan sumisamente a los mandatos de Norteamérica y Europa, es decir, a sus intereses. En las décadas del ’60 y ’70, el desacuerdo se resolvía con un golpe de Estado, y Argentina bien conoce el tema, y lo conoce tempranamente (desde 1930), y con repeticiones sucesivas. Porque la elite dominante, las familias de la oligarquía terrateniente o industrial, nunca estuvieron dispuestas a compartir el poder, ni la rique17
Lipovestky, G., La era del vacío, pp. 17 y ss.
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za, y sí estuvieron dispuestas a entablar alianzas locales e internacionales para conservar o retomar las riendas. Así, los golpes de Estado se sellan con el aval de la embajada norteamericana. Una página aparte merece la dictadura de 1976-1983 encabezada, en principio, por Videla y bautizada como Proceso de reorganización nacional. Dejando de lado los cauces que desembocan en esta nefasta masacre, algunos datos estadísticos nos sirven para entender que la actualidad resulta absolutamente incomprensible si, como quieren algunos, dejamos esa etapa en el olvido y miramos para adelante. En cuanto a los datos: 30 mil detenidos desaparecidos (más de la mitad, trabajadores, y más del 20 % estudiantes), un millón de exiliados entre 1974 y 1979, disminución abrupta de la lectura (de 3,4 libros por año por habitante, a 0,8) y de la impresión de libros (de 50 a 17 millones; en un solo día se queman un millón y medio de libros), reducción del vocabulario promedio (de 4 mil o 5 mil palabras por hablante a menos de la mitad), caída del porcentaje de participación de los trabajadores en la renta (del 47 % al 25 %), depreciación del salario en un 54 %.18 Ciertamente, estos datos mezclan distintas aristas de un mismo objetivo: la aniquilación del pensamiento. La categoría de desaparecido constituye una aberración asimilable a la de los campos nazis, con agregados horrorosos: la tortura, y el secuestro y tráfico de bebés nacidos en cautiverio, cuya identidad en general fue ocultada por las familias adoptivas. Además de la persecución, la falta de garantías jurídicas, el aplastamiento de la dignidad personal, las confesiones bajo picana, los –por llamarlos de alguna manera– premios a los delatores, los fraudes y apropiaciones, la dictadura se caracteriza por sembrar el miedo, el terror de ser detenido, espiado en las bibliotecas o en las universidades, de figurar en una agenda o de tener ciertos libros. Se trata, entonces, no sólo de un proceso de exterminio (completado incluso con la destrucción de todas las fichas detalladas de los desaparecidos) de células enfermas del bando enemigo –como solían decir: esto fue una guerra–; sino también un proceso de disolución de los lazos sociales y culturales, de los elementos compartidos y de las ideas y sueños de una generación que quería transformar la realidad. La propagación del terror, de la censura y la amenaza constante, tiene como resultado el quiebre del vínculo social. Como dice F. Romero: ÎLa dictadura desterró de nuestro lenguaje y de nuestra cultura la palabra y la práctica social del nosotros como sujetos sociales y políticos protagonistas transformadores de la historia. El nosotros fue prohibido, perseguido y desaparecido de la ArgentinaÏ.19
En el plano económico, la dictadura aplica las medidas anheladas por el poder concentrado: liberalización y apertura de los mercados favoreciendo la importación, flexibilidad para el sistema bancario, debilitamiento de los servicios 18 19
Romero, F., Culturicidio, pp. 72, 78-81. Romero, F., Culturicidio, p. 82.
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estatales, exenciones impositivas a empresas privadas, endeudamiento y absorción de la deuda de los privados por parte del Estado, sistema de impuestos regresivos (se eximen las ganancias y las transacciones financieras, y se extiende el IVA a los productos de consumo popular), se eliminan los aportes patronales, se arancelan las prestaciones de salud, se reducen las construcciones de vivienda, cae el poder adquisitivo, se impulsan privatizaciones, se transfieren escuelas y hospitales a las provincias sin los fondos respectivos.20 En el plano educativo, la dictadura echa casi 13 mil docentes, interviene las universidades con la intención de desmantelarlas, se cambian todos los planes de estudio, se quitan recursos a la investigación, se difunde la idea de que la universidad no es para todos y que a la universidad hay que ir a estudiar y nada más. Los salarios de los docentes se desploman, a la vez que desde el Estado se incentiva la creación de universidades privadas y el subsidio a colegios religiosos o privados. La educación se elitiza, debe ser para unos pocos. Coherentemente, la dictadura emprende un sistema de persecución y control, e incluso instala en las escuelas palabras como guerra, enemigo, subversión e infiltración. El modelo, en última instancia, asimila el buen criterio empresarial: quebrar lo público para engordar el negocio privado.21 En su estructura misma, la última dictadura militar inaugura –con el apoyo de las familias más poderosas, la cúpula de la Iglesia Católica y de los medios de comunicación– los lineamientos básicos del programa neoliberal de la década del ’90, bajo la presidencia de Menem. En 1989 un nuevo fantasma gana la escena: el caos de la hiperinflación, de los saqueos y del bloqueo de los organismos internacionales de crédito. Ante semejante imagen, urge el orden, el disciplinamiento, el deseo de estabilizar y acomodar las cosas. El gabinete menemista se compone de un ala política y un ala técnica, con la idea de respetar la economía como ámbito sagrado, con leyes propias e inviolables. La ventaja de los técnicos reside en la supuesta especialidad (son expertos) y desideologización. No hacen política, sino que ejecutan las recetas que el mercado requiere. Y ¿qué pide el mercado? En fin, lo de siempre: apertura de las importaciones, privatizaciones de las empresas de servicios públicos, nula intervención del Estado y poco control sobre la actividad privada, ajuste en el gasto social (trabajo, educación y salud), impuestos regresivos, eliminación de incentivos a la industria, paridad precio-dólar (Ley de Convertibilidad), flexibilización laboral (menos trabas a los despidos, contratos basura, o sea, temporarios, precarios, terciarizados), arreglo y debilitamiento de los sindicatos (muchos sindicalistas se convirtieron en empresarios). Las consecuencias del modelo neoliberal: desigualdad, desocupación, indigencia, pobreza, excluidos marginales, protestas, represión...22 20
Girbal-Blacha, Zarrilli, Balsa, Estado, sociedad y economía en la Argentina, pp. 184-195. Romero, F., Culturicidio, pp. 75-78. 22 Girbal-Blacha, Zarrilli, Balsa, Estado, sociedad y economía en la Argentina, pp. 214-249. Por primera vez, en Argentina la clase dominante logra su aceptación democrática como clase dirigente. 21
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La escuela queda como desacoplada a los vientos neoliberales. La perspectiva del estudio y del trabajo en cuanto destino medianamente seguro se fisura hasta borronearse por completo. ¿De qué esfuerzo podrá hablar un padre que durante meses no consigue empleo, o un maestro que apenas cubre las necesidades básicas? ¿Para qué sirve la escuela si no enseña lo que se necesita en la vida? ¿Cuánto valor tendrán las experiencias de los mayores que hoy viven en la miseria? ¿Por qué solidarizarse con los demás, si al fin y al cabo triunfa el individualista? ¿Para qué trabajar si los medios transmiten la fama fácil y sin talento? ¿Qué utilidad tiene armar un proyecto de vida cuando no hay un horizonte? Todas estas dudas legítimas nacen y se contagian en medio de un clima que condensa el triunfalismo de los poderosos y la derrota de los débiles. Mientras tanto, en las zonas vulnerables la escuela asume otras funciones: asistir, dar de comer, animar, contener, habilitar un refugio y, tal vez, dejar una puerta abierta a la oportunidad. En los medios masivos de comunicación la escena retrata a la farándula, de la que Menem participa y aprovecha. El mundo de los ricos exhibido a los pobres, los acuerdos con el Fondo Monetario y los electrodomésticos en cuotas, la despolitización y el ideal juvenil, los hipermercados y el shopping, se configuran como distracciones que anestesian a los sujetos cada vez más fragmentados y vacíos, y cada vez más resignados y despojados de un horizonte, de algo distinto, de un motivo por el cual luchar. Así justifica Romero el título de su libro, Culturicidio: Î[el culturicidio consiste en] la aniquilación intencional de las creaciones, objetos y valores culturales, patrimonio de un pueblo, indispensables para la constitución de sus subjetividades, de su identidad nacional, con el propósito de transformar a los sujetos sociales en seres diametralmente diferentes, individuos despolitizados, temerosos, aislados en lo colectivo, disciplinados según los intereses del sector dominanteÏ.23
Este sujeto dócil, fragmentado, descomprometido, sin historia y sin futuro, adviene con la postmodernidad, como bien apunta R. Forster: Îla postmodernidad elimina el diálogo con el pasado […] y lo visita como quien va al museo, para observar cosas congeladas, puras maquetas de épocas definitivamente abandonadas. […] No cabe duda de que vivimos en un tiempo post-utópico, donde el proyecto se ha desdibujado, donde la palabra […] que cree que está abriendo la historia […] se ha retirado hacia la insustancialidad de la palabra comunicacional […]. El individualismo egocéntrico, narcisista, autista y vacío […] tiene muy poco que ver Los equipos «técnicos» de orientación neoliberal ocupan las partes claves del Estado e incluso avanzan sobre espacios no directamente ligados a la economía. Es más, algunas instituciones intermedias pasan a estar dirigidas por este tipo de intelectuales orgánicos o, a veces, incluso por los propios miembros de la clase dominante, p. 237. 23 Romero, F., Culturicidio, p. 81.
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Entre Ideas con la crítica y la mirada profunda sobre la realidad […]. Si perdemos de vista que en otro tiempo las cosas fueron diferentes, perderemos de vista que en el futuro las cosas también podrán ser diferentes. Es decir, si solamente quedamos atrapados en la presencia absoluta del presente […], perderemos el pasado y, al mismo tiempo, el futuroÏ.24
Estas postales reúnen la dictadura y el neoliberalismo de los noventa en un mismo proyecto, el del quiebre del vínculo colectivo, del pensamiento, del pasado y del futuro; el de la resignación y la fantasía de los grandes medios comunicacionales, que no son más que empresas al servicio del poder concentrado. Ambas estrategias tienden a someter al individuo, a encerrarlo, encapsularlo y esterilizarlo, despojándolo de la posibilidad de hacer historia y construir un destino diferente. Cabe preguntarse, entonces, ¿es el mismo el significado de la postmodernidad en el Primer Mundo y en Latinoamérica? ¿Han perdido vigencia las luchas sociales en este costado del planeta? § 81-. EL DESPUÉS DEL DESPUÉS. La crisis del 2001 y la caída del decepcionante gobierno de la Alianza, la devaluación y los alarmantes índices de pobreza y marginalidad, colocaron a la Argentina en una situación decisiva: la de elegir entre el modelo neoliberal y sus consecuencias devastadoras para la mayoría de la población, o ensayar un camino diferente, producto de un tipo de cambio competitivo. En el 2001 la sensación compartida es de saturación, hartazgo, rechazo total a las políticas de exclusión y miseria. Más allá de las motivaciones particulares de cada sector social (piqueteros, clase media con ahorros confiscados, etc.), sucede un fenómeno novedoso, que en parte revierte la disolución implantada sistemáticamente por la dictadura: revive el cara-a-cara, el enojo común, las ganas de cambiar todo, un aire de nosotros... Sucede un encuentro entre mágico y calculador, pero encuentro al fin, un momento donde se redescubre que fuera de la cápsula atómica de encierro y anestesia existe una dimensión comunitaria que está ahí, y que siempre estuvo ahí, desaprovechada. El fragmento redescubre el lazo social, muy efímero, pero que se daba por disuelto. También redescubre que la historia se hace y la realidad se transforma, frente a la prédica de la pasividad y resignación. Redescubre la política, el trabajo, la salida en el proyectar hacia el futuro y construirlo, aunque sin perder la memoria ni la justicia. El siglo XXI significa para el conjunto de Latinoamérica una vuelta de página, tal vez la más importante de toda su historia, no sólo por los índices económicos y sociales, sino fundamentalmente porque ha madurado y se ha impregnado en la dirigencia política y en amplios sectores de la sociedad, la idea de que el destino de los países subdesarrollados no se define en las oficinas técnicas del Primer Mundo, sino en el mapa regional y en cada país. La identidad, en el des24
Forster, R., en Casullo, N., Itinerarios de la Modernidad, pp. 262-271.
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pués del después, cobra sentido, porque ya no está depositada en los intereses ajenos, sino anclada en esta tierra. El neoliberalismo enseñó que los países centrales definen sus políticas y las nuestras con la misma receta: siguiendo sus propios intereses. ¿Los de sus pueblos? Tal vez, aunque principalmente los de sus empresas. El neoliberalismo fue el gran negocio de las multinacionales y de los bancos, que incluso con la crisis 2008-2009 lograron un salvataje de privilegio, confirmando la tendencia conservadora de Europa y Norteamérica. Quizás parezca en exceso optimista o apresurado este diagnóstico sobre el contexto latinoamericano y argentino del siglo XXI. Por otra parte, los agoreros del apocalipsis suelen acertar y ganar más adeptos. Los anuncios catastróficos sobre el fin del mundo prenden rápidamente. Pero hemos sobrevivido a las actas de defunción, y podemos observar y comprender la postmodernidad como un objeto, como algo ya recortado y analizado. Esta distancia habilita a la ruptura con el pensamiento único o no-pensamiento, a la revitalización de la política y de la discusión sobre ideas e ideologías. No son pocos los cambios en el siglo XXI. Lejos de finalizar, la historia se intensifica, se abre en distintos cursos posibles. Lejos de entregarse a los técnicos y burócratas, la política se tensa, y la sociedad polariza entre intereses opuestos. Lejos de silenciar los temas, se exploran y discuten. Lejos de olvidar el pasado, se lo investiga y relaciona con el presente. Lejos de consagrar la impunidad, se exige justicia. Lejos de resignarse, se levantan las banderas por una verdadera igualdad. Sin embargo, no debemos obviar que los intentos de modificación de las atrocidades del sistema capitalista generan resistencia. Los sectores del poder económico concentrado están allí, en las sombras, aceitando sus mecanismos de dominación. Al fin y al cabo, aspiran a preservar su posición dominante, y para ello requieren colaboradores: el sentido común, la opinión pública, los prejuicios y las mentes gobernables que escuchan y repiten los mensajes. La fórmula a reproducir es muy simple: hay que odiar a los de abajo y admirar a los de arriba. La clase media asimila este concepto y opera como filtro que tiende a proteger las posiciones sociales en la estructura vertical. Entonces, piensa que el eterno mal de la sociedad son los pobres (y en este concepto quedan incluidos todos aquellos que están en estratos inferiores al propio). Que además de malos, son ignorantes y feos. Que todo lo que hagan merece desprecio y desconfianza, porque no lo hacen por convicción o autenticidad, sino por interés y tratando de sacar ventaja. Que no son víctimas, sino culpables de su condición. Que debemos civilizarlos y domesticarlos. Que el pobre no quiere trabajar y por eso vive como vive. Que amenaza y delinque en cualquier lugar. Que roba más que los ladrones de guantes blancos. Que se divierte porque no le importa nada. Que no estudia porque no le gusta el esfuerzo. Que pasa hambre y frío porque está cómodo. Que pobres hubo y habrá siempre. Que las diferencias sociales son naturales. Que los del interior y los inmigrantes latinoamericanos resultan desagradables. Que la superioridad de los países se mide por la riqueza y la blancura de su piel. Sí, si usted piensa este tipo
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de cosas o similares, no hace más que expandir la estrategia de la ideología dominante. ¿Recuerda la sociedad esclavista, los explotados por el capitalismo o la barbarie autóctona? ¿Recuerda el individualismo postmoderno, el accionar de la dictadura o las políticas neoliberales? Volvemos al punto de inicio, a la cúpula de la pirámide que se empeña por mantener lo establecido. Volvemos a las mismas preguntas (§§ 3-4): ¿trabajaremos para conservar la desigualdad o para transformar la realidad en un sistema más justo y equitativo?
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Entre Ideas
Índice
285
Índice Capítulo 1 Filosofía y pedagogía: qué y para qué ..........
5
§ 1-. EL SIGNIFICADO DE LOS TÉRMINOS. -------------------------§ 2-. LA FILOSOFÍA Y EL SENTIDO HISTÓRICO. --------------------§ 3-. LA PEDAGOGÍA Y LA TEORÍA CRÍTICA. ----------------------§ 4-. UNA INSTANTÁNEA DEL PRESENTE. --------------------------
5 9 16 21
Capítulo 2 Los primeros maestros ...................................
23
§ 5-. LOS FILÓSOFOS DE LA NATURALEZA. ------------------------§ 6-. EL CONTEXTO DE LA POLIS. ---------------------------------§ 7-. EL ARTE DE LOS SOFISTAS. ----------------------------------§ 8-. EL RELATIVISMO DE PROTÁGORAS. -------------------------§ 9-. GORGIAS Y LA IMPORTANCIA DE LA PALABRA. --------------§ 10-. LA CONCEPCIÓN PEDAGÓGICA DE LOS SOFISTAS. -----------
23 25 29 32 35 37
Capítulo 3 Sócrates, el tábano preguntón .......................
41
§ 11-. EL LEGADO DE LOS SOFISTAS. -----------------------------§ 12-. SÓCRATES Y EL INTENTO DE SUPERAR EL RELATIVISMO. --§ 13-. LA TAREA DEL FILÓSOFO. ----------------------------------§ 14-. EL MÉTODO SOCRÁTICO. -----------------------------------§ 15-. LA ÉTICA INTELECTUALISTA. --------------------------------
41 42 45 48 52
Capítulo 4 Lo real es la Idea. Conocimiento, sociedad y educación en Platón ..............
59
§ 16-. LA CRISIS DE LA POLIS. ------------------------------------§ 17-. LA TEORÍA DE LAS IDEAS. ---------------------------------§ 18-. EL MITO DE LA CAVERNA. ----------------------------------§ 19-. LA CONCEPCIÓN DE LAS ALMAS.---------------------------§ 20-. LA TEORÍA DE LA REMINISCENCIA. ------------------------§ 21-. LA COMUNIDAD SOCIAL Y POLÍTICA. ----------------------§ 22-. LA EDUCACIÓN Y EL PODER DE LOS GOBERNANTES. -------
59 62 65 68 69 71 76
286
Entre Ideas
Capítulo 5 Aristóteles: sustancia, virtud y comunidad política ............................
81
§ 23-. EL DISCÍPULO IRREVERENTE. ------------------------------§ 24-. LAS MANERAS DE HABLAR DEL SER. LA SUSTANCIA. -----§ 25-. EL CONOCIMIENTO COMO CAPTACIÓN DE LA FORMA. -----§ 26-. LOS TRES TIPOS DE CIENCIAS O SABERES. -----------------§ 27-. LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD Y LA VIRTUD. ------------§ 28-. EL ÁMBITO DE LA SOCIABILIDAD NATURAL. ---------------§ 29-. LA EDUCACIÓN DE LOS HOMBRES LIBRES. ------------------
81 83 87 90 91 94 97
Capítulo 6 Las revoluciones de la Modernidad ..............
101
§ 30-. LA ÉPOCA DE LO NUEVO. ----------------------------------§ 31-. DEL TEOCENTRISMO AL ANTROPOCENTRISMO. ------------§ 32-. LOS CAMBIOS POLÍTICOS, ECONÓMICOS Y SOCIALES. -----§ 33-. LA REFORMA PROTESTANTE. ------------------------------§ 34-. LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA. ------------------------------§ 35-. INFANCIA, ESCUELA Y TRABAJO. ----------------------------
101 103 106 109 112 116
Capítulo 7 La duda, el yo y el mundo en el racionalismo de Descartes ..........
121
§ 36-. LIBERTAD E IGUALDAD. ------------------------------------§ 37-. LAS REGLAS DEL MÉTODO. --------------------------------§ 38-. LOS MOMENTOS DE LA DUDA. -----------------------------§ 39-. LA PRIMERA CERTEZA INDUBITABLE. ----------------------§ 40-. DEL YO AL MUNDO. ----------------------------------------§ 41-. EL FILÓSOFO EN SOLEDAD. ---------------------------------
121 123 125 127 129 132
Capítulo 8 Hume y el tamiz del empirismo.....................
135
§ 42-. EL RESCATE DE LA EXPERIENCIA. --------------------------§ 43-. IMPRESIONES E IDEAS. -------------------------------------§ 44-. LOS FANTASMAS DE LA REALIDAD. ------------------------§ 45-. LA FUERZA DE LA COSTUMBRE. ----------------------------§ 46-. LA CONCEPCIÓN PEDAGÓGICA DEL EMPIRISMO. ------------
135 137 139 143 145
Índice
287
Capítulo 9 La euforia de la Modernidad: el Siglo de las Luces ............................................................
149
§ 47-. PROGRESO Y OPTIMISMO. ----------------------------------§ 48-. EL DESPOTISMO ILUSTRADO. -------------------------------§ 49-. EL PROYECTO PEDAGÓGICO-CIVILIZATORIO. ---------------§ 50-. LA CULTURA Y EL ESPACIO PÚBLICO. ----------------------§ 51-. LA CIENCIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. --------------§ 52-. LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD. ----------------------
149 154 156 160 162 164
Capítulo 10 La Îmayoría de edadÏ. El conocimiento y la concepción sociopolítica de Kant .
169
§ 53-. LA SUPERACIÓN DEL RACIONALISMO Y DEL EMPIRISMO. --§ 54-. EXPERIENCIAS Y CONCEPTOS. ------------------------------§ 55-. LA INSOCIABLE SOCIABILIDAD. ----------------------------§ 56-. ATRÉVETE A PENSAR. ILUSTRACIÓN Y ESPACIO PÚBLICO. -§ 57-. EL PROBLEMA DE LA IGUALDAD. ---------------------------
169 172 174 178 182
Capítulo 11 El Romanticismo: una mirada crítica de la Modernidad ..............................
187
§ 58-. OTRO SUJETO, OTRA RAZÓN, OTRO PROGRESO. -----------§ 59-. EL SIGLO DE LAS CONTRADICCIONES. ---------------------§ 60-. SCHILLER Y LA FORMACIÓN CULTURAL. -------------------§ 61-. NUEVAS IDEAS PEDAGÓGICAS: PESTALOZZI. ---------------
187 192 196 200
Capítulo 12 Hegel y la dialéctica de la conciliación .......
203
§ 62-. EL IDEALISMO ABSOLUTO. ---------------------------------§ 63-. LA DIALÉCTICA HEGELIANA. -------------------------------§ 64-. LA LUCHA ENTRE EL AMO Y EL ESCLAVO. -----------------§ 65-. LO REAL Y LO RACIONAL. ----------------------------------§ 66-. EL ESTADO COMO CONCILIACIÓN SOCIAL. -----------------
203 206 210 213 216
288
Entre Ideas
Capítulo 13 Lucha de clases e ideología en Marx ...........
221
§ 67-. EL MATERIALISMO: CRÍTICA Y SUPERACIÓN DEL IDEALISMO. § 68-. EL NUDO DEL CONFLICTO. ---------------------------------§ 69-. LA DINÁMICA DEL MERCADO. ------------------------------§ 70-. LA TRIPLE ALIENACIÓN. ------------------------------------§ 71-. EL PAPEL DE LA IDEOLOGÍA. -------------------------------§ 72-. LA REVOLUCIÓN Y EL COMUNISMO. ------------------------
221 225 228 231 233 237
Capítulo 14 Civilización y barbarie: el caso argentino ..
239
§ 73-. LA PIRÁMIDE SOCIAL. --------------------------------------§ 74-. LOS CONCEPTOS ÎCIVILIZACIÓNÏ Y ÎBARBARIEÏ. ---------§ 75-. EL MITO FUNDACIONAL ARGENTINO. ----------------------§ 76-. EDUCAR AL SOBERANO. ------------------------------------§ 77-. UN MOLDE QUE BUSCA CONTENIDO. -----------------------
239 243 246 250 255
Capítulo 15 Postmodernidad, ¿y más allá? ....................
259
§ 78-. EL MUNDO CONTEMPORÁNEO. -----------------------------§ 79-. HUELLAS DE LA POSTMODERNIDAD. -----------------------§ 80-. DICTADURA Y NEOLIBERALISMO. --------------------------§ 81-. EL DESPUÉS DEL DESPUÉS. ----------------------------------
259 263 268 272
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JARMAT E. Zeballos 1538 Bernal Oeste - Argentina
[email protected] Se terminó de imprimir en Abril de 2012