EDITOR ASOCIADO JUAN GRANICA TRADUCCION DE IRENE AGOFF REVISION TECNICA DE NELIDA HALFON
CATHERINE MILLOT DEPARTEMENT DE PSYCHANALYSE, VINCENNES (PARIS)
FREUD ANTI-PEDAGOGO
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Diseño de la colección Rolando & Memelsdorff
editorial PAIDOS México — Buenos Aires — Barcelona
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Título original: Freud anti-Pédagogue La Bibliothéque d'Ornicar?, París, 1979 Ia. edición en México, 1990 .© Lyse - Ornicar?, 1979 © de todas las ediciones en castellano, Editorial Paidós, SAICF; Defensa, 599; Buenos Aires; Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubi, 92; Barcelona; Tel.: 200 01 22 © de esta edición Editorial Paidós Mexicana, S.A. Guanajuato 202-302 06700 Col. Roma México, D.F. Tels.: 564-7908 • 564-5607
I - SEXUALIDAD Y CIVILIZACION
Prefacio 1.
13
La moral social: palabra prohibida y so juzgamiento sexual
17
2.
Lucifer-Amor
23
3.
Perversión y civilización
29
4.
Los excesos del sojuzgamiento sexual
35
5.
El imposible goce
43
ISBN: 968-853-160-X II - EDUCACION Y DESARROLLO Toda reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, escrita a máquina, por el sistema «multigraph», mimeógrafo, en composición tipográfica impresa, en fotocopias o mediante el sistema offset, no autorizada por los editores,^ viola derechos reservados. Impreso en México Printed in México
Facultad da Psieotogi CLASIF. EJ.
.
NO. ADQ.
6.
La sexualidad infantil
49
7.
La crítica freudiana de la educación
55
8.
Algunas propuestas para una educación de orientación analítica: Juanito
61
El Yo y la realidad
71
10.
Tótem y tabú
89
11.
El narcisismo
105
9.
h ^ L l &o<2AV
Portada: reproducción de un dibujo de Grandville
III - LO REAL Y LO IDEAL
12.
La pulsión de muerte y lo real.
13.
La educación para la realidad
14.
El malestar en la civilización
/ ^
123 129 141
IV - PSICOANALISIS Y EDUCACION
Prefacio 15.
L^ts críticas pos-freudianas
155 .
INTRODUCCION
159
16. i^yoceso educativo y proceso psicoanalítico
165
17.
El análisis de niños: ¿psicoanálisis o pedagogía?
177
18.
¿Es posible una pedagogía analítica?
189
Conclusión
207
Bibliografía
209
No encontramos en la obra de Freud ningún tratado de educación, y sería inclusive inútil buscar elementos del mismo. Es cierto que Freud se empeña en una severa crítica de las prácticas educativas de su época, pero en cambio sobre este dominio no es pródigo en consejos. ¿Se trata de negligencia o de una falta de interés personal? En este caso habría que acudir a otros autores para indagar en las relaciones del psicoanálisis con la educación y su aportación a esta última. Creemos, por el contrario, y esperamos demostrarlo, que la carencia de prescripciones pedagógicas en Freud tiene causas ligadas más esencialmente a los propios descubrimientos del psicoanálisis, en particular aquellos referidos, por una parte, a los procesos del desarrollo individual y al funcionamiento psíquico, y vinculados, por otra, a la posición del psicoanalista. No nos proponemos, pues, elaborar un tratado de pedagogía freudiana. Antes bien, nos consagramos a mostrar de qué modo esos descubrimientos conducen a un cuestionamiento de la pedagogía misma como ciencia de los medios y fines de la educación. Indagamos en la obra de Freud para tratar de responder a la cuestión de la posibilidad de basar en los hallazgos del psicoanálisis una pedagogía que extraería las consecuencias respectivas, tanto a nivel de los fines que deben asignarse a la educación, como al de los métodos. ¿Es posible una «educación analítica», en el sentido, por ejemplo, de que la educación se propondría un objetivo profiláctico con respecto a las neurosis, extrayendo así una lección de la experiencia psicoanalítica en lo que atañe al valor patógeno de la 9
INTRODUCCION
coartación de las pulsiones, generadora de represión? Veremos que Freud, quien por un tiempo creyó posible orientar sus esperanzas hacia semejante función profiláctica de la educación, ulteriormente fue llevado a enterrarlas. ¿Se puede concebir una pedagogía «analítica», en el sentido de que se propondría los mismos fines que la cura de igual nombre: resolución del complejo de Edipo y superación de la «roca de la castración»? ¿O bien en el sentido de que se inspiraría eri el método analítico para transponerlo a la relación pedagógica? ¿Puede haber en este sentido una aplicación del psicoanálisis a la pedagogía? Estas son las preguntas a las que intentaremos dar respuesta a partir de la relectura de los textos de Freud. La enseñanza de Jacques Lacan nos sirve aquí de guía, por lo cual frecuentemente hemos de recurrir a su interpretación de los textos freudianos.
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I
SEXUALIDAD
Y
CIVILIZACION
PREFACIO
El problema de la educación en la obra de Freud debe ser abordado mediante el otro, más general, de las relaciones entre el individuo y lo que Freud llamó «la civilización». En efecto, cronológicamente es a ésta a la que dirige primero sus críticas, imputándole buena parte de responsabilidad en la génesis de las neurosis, sobre todo en lo que califica como su extensión al siglo XIX. En cuanto a este último punto, Freud se sitúa en la misma línea que buen número de sus contemporáneos, especialistas en enfermedades nerviosas. Ehrenfels, por ejemplo, a quien cita en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, también atribuía a los daños producidos por la civilización industrial moderna el aumento del número de enfermedades mentales. En Francia, a finales del siglo XIX, los Annales médico-psychologiques1 dan fe de la existencia de una polémica sobre las relaciones entre civilización y enfermedades nerviosas. La agitación de la vida moderna, la competencia económica, la rivalidad, la precariedad de la vida material en el proletariado, las ansiedades debidas a la inseguridad y el surmenage son frecuentemente incriminados. Donde Freud innova es en el hecho de dirigir sus críticas, opuestamente a sus contemporáneos, a la moral sexual civilizada y no al género y ritmos de vida impuestos por la civilización industrial. Fue esto lo que le condujo a abordar el problema de la educación. En efecto, si la responsable de las neurosis es la actitud moral frente a la sexualidad, la educación que hace de vehículo a dicha moral pasa a ser el agente directo de la propagación de la 1. Cf. nuestra bibliografía.
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SEXUALIDAD
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CIVILIZACION
neurosis. Y una reforma de la educación constituiría así el camino más corto hacia una transformación de la moral sexual. La profilaxis de las neurosis está en manos del educador, quien puede acusar la influencia de la enseñanza del psicoanálisis. Si bien la introducción del problema de la educación a través del de la civilización está justificado desde un punto de vista cronológico, también encuentra su fundamento lógico en las concepciones de Freud sobre los vínculos entre el desarrollo del individuo y el desarrollo de la especie: entre ontogénesis y filogénesis. Según Freud, la historia del individuo reproduce la historia de la humanidad. En ambos niveles aparecen los mismos conflictos, las mismas soluciones y los mismos atolladeros y antinomias. Las fuerzas que presidieron la evolución de la humanidad también se encuentran en el origen del desarrollo del individuo. Fuera de ello, la relación que Freud establece entre ontogénesis y filogénesis permite definir en qué consiste para él la educación: hacer que el niño vuelva a cumplir la evolución que condujo a la humanidad hacia la civilización. Aquí se apoya en la «ley biogenética fundamental», formulada por vez primera por Haeckel, y que Comte y Spencer habrán de retomar por su lado.2 La educación es un proceso de desarrollo y maduración parcialmente inscrito en el patrimonio genético del niño, que es el producto de la historia de la humanidad. De este modo, la antinomia que Freud cree descubrir entre sexualidad y civilización reaparecerá en el interior de la relación educativa. El problema de esta antinomia a nivel de la civilización habrá de desplazarse, y Freud aspirará a verlo resuelto mediante una reforma de la educación; ello, hasta que por un movimiento inverso se vea inducido a renunciar, en gran parte, a sus esperanzas de reforma, y a justificar los límites de la acción educativa por la existencia de una renuncia original, fundadora de toda sociedad humana, a una parte esencial del goce sexual. El problema planteado por Freud a nivel de la civilización, vale decir, cómo conciliar las exigencias egoístas del individuo con las de la renuncia, impuestas por la civilización, e» el mismo que la educación tiene que resolver concretamente: cómo conciliar el desarrollo del niño hacia la civilización con la conservación 2. Cf. J. Ulman, La pensée éducative contemporaine, París, 1976. 14
PREFACIO
de su aptitud para la felicidad. No obstante, al mismo tiempo que critica la coartación sexual excesiva por parte de la civilización, Freud señala la posibilidad de que exista un elemento que haga fracasar la mira hedonista a nivel de la civilización. Ya en esa época surge la sospecha de que en el seno de ésta podría existir una dimensión diferente a la del principio del placer y al cálculo utilitarista del menor sacrificio de placer compatible con las necesidades de la supervivencia. Esta otra dimensión también se encuentra en el centro del funcionamiento psíquico del individuo y modifica, a la vez, la problemática de la civilización y de la educación. Agreguemos que en la obra de Freud la noción de civilización resulta fluctuante y poco definida. Unas veces se trata, en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna por ejemplo, de lo que podríamos llamar, con idéntica imprecisión, civilización industrial occidental, o sea lo que en otro discurso recibiría el nombre de sociedad capitalista y su ideología; otras veces, el término civilización es tomado en un sentido mucho más amplio y designa el conjunto de instituciones que una comunidad humana se da con vistas a su conservación, así como el conjunto de sus obras. En suma, el término civilización se refiere en ciertos casos a la civilización occidental de finales del siglo XIX, la de sus enfermos, ella misma enferma del desarrollo de un germen que Freud sitúa míticamente en el momento del pacto primordial que siguió al asesinato del padre primitivo, pacto que constituye el acto de nacimiento de la civilización considerada en el sentido amplio del término.3 Así, pues, la noción de civilización acabó convirtiéndose en Freud en casi un sinónimo de la Ley correlativa a la renuncia al goce.
3. «El término civilización (Kultur) designa la totalidad de las obras y organizaciones cuya institución nos aleja del estado animal de nuestros antepasados, y que sirven a dos finalidades: la protección del hombre contra la naturaleza y la reglamentación de las relaciones de los hombres entre sí.» Malaise dans la tivilisatiort, p. 37 (PUF, 1971). «[Por cultura (Kultur)] entiendo todo aquello mediante lo cual la vida humana se ha elevado por encima de las condiciones animales... y desdeño separar la civilización de la cultura», Avenir d'une illusion, p. 8 (PUF, 1971). «El malestar en la cultura», O.C., III (p. 3017). «El porvenir de una ilusión», O.C., III (p. 2961). 15
11
LA MORAL SOCIAL Palabra prohibida y sojuzgamiento sexual
«Es interés de todos que se acabe por considerar como un deber, entre los hombres y las mujeres, el logro de un más alto grado de honestidad respecto de las cosas sexuales del que hasta el presente se ha esperado de ellos. Con esto, la moral sexual no puede sino salir gananciosa. En materia de sexualidad, hoy en día somos todos hipócritas. Si, como efecto de esa honestidad general, alcanzáramos cierta tolerancia en el terreno sexual, ello no nos traería más que ventajas.» La sexualidad en la etiología de las neurosis
(1898)
En 1893, Freud formuló sus primeras críticas respecto de la civilización en nombre de la etiología sexual que creyó posible asignar a la neurastenia y a la neurosis de angustia. Estos dos tipos de neurosis, a las que calificó de «neurosis actuales» —por oposición a las «psiconeurosis de defensa», de origen esencialmente psíquico—, resultaban, a su parecer, de la insatisfacción sexual derivada de prácticas tales como el onanismo y el coitus interruptus, que el malthusianismo impuesto por las condiciones sociales y económicas habían vuelto inevitables. De este modo, las exigencias de una sexualidad sana entran en contradicción con las de la sociedad de su época. «La tarea del médico, escribe a Fliess, es enteramente de orden profiláctico. La primera parte de esta tarea, que consiste en prevenir los trastornos sexuales del primer período, se confunde con la profilaxis de la sífilis y la 123
sexualidad
ycivilizacion
LA MORAL SOCIAL: PALABRA PROHIBIDA
blenorragia, peligros que amenazan a todos aquellos que renuncian a la masturbación. El único otro sistema consistiría en autorizar la libertad de relación entre muchachos y jovencitas de buena familia, pero esto sólo podría alcanzarse si se dispusiera de métodos anticonceptivos inofensivos.» [...] «En ausencia de toda solución posible, la sociedad parece condenada a ser víctima de neurosis incurables que reducen al mínimo la alegría de vivir, destruyen las relaciones conyugales y, por obra de la herencia, traen aparejada la ruina de toda la generación venidera.» 1 En el texto que acabamos de citar, Freud se sitúa en una perspectiva estrictamente médica, y no moral o política. En este nivel, la contradicción entre sexualidad y sociedad no le parece insoluble. Orienta sus esperanzas hacia el descubrimiento de métodos contraconceptivos eficaces e inofensivos que permitirían conciliar las exigencias de la sexualidad con las de la economía. Incluso cuando preconiza las libres relaciones entre «muchachos y jovencitas de buena familia», no lo hace en nombre de una moral nueva sino en el de la higiene. Su preocupación inicial es de índole profiláctica: cuando diagnostica las causas del mal y preconiza remedios, lo hace en su carácter de médico. Con posterioridad, al atacar más directamente la moral social y la educación de su tiempo, lo hará también a partir de su posición de terapeuta y de los problemas particulares que enfrenta como clínico. La marcha de su reflexión acerca de estas cuestiones seguirá siempre estrechamente ligada a los descubrimientos de su práctica de analista. Y cuando asuma posiciones éticas, siempre será en nombre de lo que el psicoanálisis le ha enseñado. El problema del malthusianismo y de su solución preocupará a Freud durante largo tiempo. Lo evoca aún en 1908, en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, y en 1898 desarrolla ampliamente este tema en La sexualidad en la etiología de las neurosis, época en la que mucho esperaba de las investigaciones de su amigo Fliess sobre este terreno. Dentro del contexto definido por la etiología de las neurosis actuales, la profilaxis de las neurosis parece, a mayor o menor 1. Manuscrito 1956, PUF, p. 66. B del 8 de febrero de 1893, La naissance de lapsychanalyse, París,
188
Y SOJUZGAMIENTO
SEXUAL
plazo, posible. Asimismo, la antinomia entre sexualidad y sociedad, engendrada por las exigencias del malthusianismo, parece capaz de ser superada gracias a los progresos de la ciencia, lo que traería aparejado, por la fuerza de las cosas, un cambio en las costumbres. A cambio de esto, la etiología específica de la histeria y de la neurosis obsesiva (psiconeurosis de defensa) transforma los datos del problema y lleva a Freud a abordarlo bajo un ángulo diferente. En la misma época en que intenta referir la etiología de la neurastenia y de la neurosis de angustia a trastornos actuales de la función sexual, les opone el grupo de las «psiconeurosis de defensa»2 —que comprenden la histeria y la neurosis obsesiva—, así llamadas en virtud del mecanismo que preside su formación. En efecto, Freud les atribuye como causa un conflicto psíquico resultante de la defensa del sujeto contra representaciones, particularmente de naturaleza sexual, incompatibles con su ideal de pureza. La conciencia se niega a tomarlas a su cargo, y ellas sucumben a la represión; el conflicto psíquico en su conjunto permanece inconsciente y encuentra su expresión en los síntomas, que constituyen un compromiso entre las fuerzas actuantes. Esta etiología particular condujo a Freud a abordar la cuestión de la moral social. En efecto, en este caso lo patógeno, a diferencia de lo que sucede en las neurosis actuales, ya no es solamente la falta de satisfacción sexual, sino el mero hecho de la represión de las representaciones sexuales, represión imputable a la moralidad del sujeto. Esta, fruto de su educación, muestra estar operando en las neurosis, cuya frecuencia Freud cree constatar en las clases sociales donde la educación en el plano sexual es más estricta. En 1896 observaba: «Dado que el esfuerzo de defensa del Y o depende de todo el desarrollo moral e intelectual de la persona, hallaremos ahora menos incomprensible que la histeria sea mucho más rara en las clases bajas de lo que su etiología específica debería permitir». 3 2. Cf. «Les psychonévroses de défense» (1894), Nívrose, psychose etperversions, París, 1973, PUF. «Las psiconeurosis de defensa», O.C., I (p. 169). 3. «L'Etiologie de l'hystérie» (1896), Névrose, psychose et perversión, p. 102. «La etiología de la histeria», O.C., I (p. 299). 19
SEXUALIDAD
Y
CIVILIZACION
LA MORAL SOCIAL: PALABRA PROHIBIDA
Y SOJUZGAMIENTO
SEXUAL
¿Puede la necesidad económica, que impone la práctica del malthusianismo, explicar por sí sola la existencia de una moral que estigmatiza como vergonzosos no sólo la actividad sexual sino también los pensamientos a ella vinculados? La acción del educador, que apunta a prohibir a los adolescentes la manifestación de la sexualidad, ¿puede explicarse enteramente a partir de exigencias contingentes de naturaleza social? En la sociedad burguesa occidental los jóvenes se ven forzados, por razones económicas, a alcanzar una edad avanzada para poder casarse y tener relaciones sexuales; por tanto, la educación debe esforzarse en enseñarles a ser pacientes. Pero, ¿justifica esto que para lograr tal fin la sexualidad sea objeto de una condena moral que la estigmatiza como vergonzante? ¿Es para precaverse mejor contra el paso al acto de los adolescentes por lo que se les prohibe incluso pensar en él? ¿A esto se debe que lo que atañe a la sexualidad esté condenado a la represión, y a permanecer en el inconsciente al precio de la neurosis? Tal es el problema que Freud comenzó a plantearse entonces, y también él chocó con la moral sexual de su época: cuando intentó hacer conocer su descubrimiento de la etiología sexual de las neurosis vio que se le opuso una indignada no aceptación por parte del ambiente médico. Los tabúes que afectan a la sexualidad obstruyen igualmente la investigación científica. La prohibición que pesa sobre el sexo pesa también sobre el pensamiento. ¿Los medios puestos en práctica, no desbordan los fines perseguidos? Si Freud vuelve a cuestionar la moral sexual de su tiempo es en nombre de una ética de la honestidad y del respeto a la verdad. Esta ética, base de toda actividad científica, se impone más todavía en la práctica analítica: la prohibición que pesa sobre el pensamiento está en el centro de la neurosis. Ambas, la actividad científica y la profilaxis de las neurosis, exigen una transformación de la moral social. «Habría que cambiar muchas cosas. Es necesario vencer la resistencia de una generación de médicos que se han vuelto incapaces de recordar su propia juventud, triunfar sobre el orgullo de padres que no quieren rebajarse a un nivel humano frente a sus hijos, combatir la gazmoñería insensata de las madres, esas madres que actualmente consideran como un incom-
prensible e inmerecido golpe del destino el que sus hijos sean los únicos en volverse neuróticos. Pero, sobre todo, hay que dar un espacio en la opinión pública a la discusión de los problemas de la vida sexual. Tendrá que hacerse posible hablar de estas cosas sin ser considerado como factor de trastornos o como un explotador de los más bajos instintos. Y aquí también queda mucho por hacer para que durante los próximos cien años la civilización aprenda a contemporizar con las exigencias de nuestra sexualidad.»4 Más allá de una liberalización de las costumbres sexuales, lo que debe lograrse es una liberación de la palabra y del pensamiento. En la misma época de la concepción catártica elaborada por Breuer para dar cuenta de los efectos terapéuticos de la talking-cure, según expresión de Anna O., y a la que se consideró causante de una descarga de las excitaciones, de una abreacción, Freud señalaba ya que la explosión de los afectos observada en los pacientes debía ser seguida por la expresión verbal del recuerdo traumático, donde la palabra podía incluso reemplazar a la expresión emocional. En efecto, «el ser humano encuentra en el lenguaje un equivalente del acto, equivalente merced al cual el afecto puede ser abreaccionado poco más o menos en la misma forma» .5 El psicoanálisis opera por medio de la palabra. El trabajo de la cura analítica consiste en hacer posible el advenimiento de una palabra al lugar de'un síntoma. De este modo, el progreso de la cura tendría su prototipo en el desarrollo mismo de la civilización, si es cierto, como sugiere Freud en 1893, que «el primer hombre que arrojó contra su enemigo una injuria en lugar de una lanza fue el fundador de la civilización».6 Aquello que pone obstáculos a la palabra se opone de este modo al progreso de la civilización y aun de la humanidad. Vemos delinearse aquí las bases de la ética impuesta a Freud por su
21
4?
4. Standard Edition, T. III, p. 278, Etiologie sexuelle des ne'vroses. «La sexualidad en la etiología de las neurosis», O.C., I (p. 317). 5. Etudes sur l'hystérie, PUF, París, 1956, pp. 5 y 6. «Estudios sobre la histeria». O.C., I (p. 39). 6. Standard Edition, T. III, p. 36, On the PsychicalMechonism ofHysteria (1893). «El mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos (comunicación preliminar)», O.C., I (p. 41).
SEXUALIDAD Y
CIVILIZACION
íctica- de analista. Si el lenguaje es consubstancial a la humanij j ésta encuentra en él el fundamento de su vocación ética. La x ensió" k palabra cuyo advenimiento los hombres deben tar e s 'biH Reparable de la dimensión de la verdad. El psico: s demuestra que es la falta de una palabra verdadera lo que A oríg e n síntoma, que viene a ocupar su lugar. El síntoma s a ^ e m o s desde que Freud se consagró a descifrarlo; h bía Y • e 'a la verdad por causa, pero nace de una mentira. «Proton seduoSi la primera mentira de la histérica»: 1 así califica Freud a f «falsa asociación», consecutiva a la represión, que da naci• n to al síntoma. Una ética basada en la palabra es una ética de verdad. La neurosis es el fruto de una mentira que no es otra r falta de una n iuw l É falta cosa q • de rpalabra, que no nace . sino por alabra» y casi siempre es una mentira piadosa, aquella que imP n ja hipocresía general y la educación bienpensante, es decir, la q u e P r o h í b e P e n s a r Freud, pues, es llevado a denunciar aquí los abusos de una oral sexual que no se contenta con vedar los actos, eventualente perjudiciales para la sociedad, sino que llega incluso a rohibif las intenciones, y aun el mero pensamiento, trayendo P , aparejada la inhibición de la actividad intelectual. Vemos qué e n particular la cristiana, esta moral que cosa d e ^ e a ^ hostiga incluso los «malos pensamientos». Sobre este punto hará sar Freud las críticas más acerbas cuando, en Un recuerdo infantil ¿e ^ en El porvenir de una ilusión, acuse a la religión ¿e atentar contra el libre ejercicio del pensamiento. Sin embarfieud no se limita a la crítica, sino que además intenta dar una interpretación analítica que alcanza en su centro al problema de las relaciones entre civilización y sexualidad.
7 . Cf. «L'Esquisse dune psychologie scientifique», Naissance de la psycbanalvse 363. «Proyecto de una psicología para neurólogos», O.C, I (p. 209).
2 LUCIFER-AMOR
«En mi opinión, debe existir en la sexualidad una fuente independiente de displacer.» Manuscrito K, 1 de enero de 1896. ¿Por qué razón duplica la sociedad la prohibición impuesta al acto sexual —y que podrían justificar las necesidades económicas— con la prohibición moral aplicada a la palabra y al pensamiento? Dicho de otro modo, ¿cuál es el origen de la hipocresía social respecto a la sexualidad? Freud procuró brindar una explicación analítica del rechazo de la sexualidad por parte de la moral y la educación, y a ello le condujeron los problemas teóricos que le planteó su práctica de analista. ¿Basta la conciencia moral del sujeto para explicar el hecho de que la represión sólo afecta a las representaciones de carácter sexual? En el origen de las psiconeurosis Freud creyó descubrir en un principio la constancia de un acontecimiento de orden sexual sobrevenido en la primera infancia, y que cobraría en la pubertad todo su valor traumático, generador de neurosis. Así, pues, para que aparezca una neurosis, «es preciso que el incidente provocador haya sido de orden sexual, y además que se haya producido antes de la madurez sexual (condiciones necesarias de sexualidad e infantilismo)». 1 El primer problema que esta etiología plantea reside en la paradoja de un recuerdo que produce un efecto mucho más 1. Manuscrito K, del 1 de Enero de 2896, La naissance de lapsychanalyse, p. 130.
22 23
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CIVILIZACION
considerable que el propio acontecimiento. Sólo lo que pertenece al registro sexual es susceptible, según Freud, de un efecto semejante de aprés-coup, en tanto que la aparición tardía de la pubertad suministra la condición de posibilidad de esta clase de fenómenos.2 Así se explicaría que «sólo representaciones de contenido sexual pueden ser reprimidas [...] En general, el efecto correspondiente es mucho más intenso que el producido en oportunidad de la rememoración. Pero cuando la experiencia sexual tiene lugar en la época de la inmadurez sexual y su recuerdo es despertado durante o después de la época de la madurez sexual, entonces el recuerdo actúa mediante una excitación incomparablemente más intensa que la que en su momento habría presentado la experiencia; en efecto, en el ínterin, la pubertad ha incrementado enormemente la capacidad de reacción del aparato sexual. Ahora bien: es esta relación invertida entre la experiencia real y el recuerdo lo que parece entrañar las condiciones psicológicas para una represión. La vida sexual, a causa del retardo de la madurez pubertaria en relación con las funciones psíquicas, ofrece la única posibilidad de que se produzca tal inversión de la eficacia relativa. Los traumas infantiles actúan aprés-coup como experiencias nuevas, pero entonces de manera inconsciente». 3 Sin embargo, esto no basta para resolver el problema: para que haya represión tiene que haber displacer. La cantidad de excitación no puede explicar por sí sola el displacer. «Buscando el origen del displacer engendrado por una excitación sexual precoz, sin la cual no sería explicable represión alguna, penetramos en el meollo mismo del problema psicológico. La respuesta que de inmediato se presenta en nuestra mente es la que sigue: las fuerzas represoras son el pudor y la moralidad. La vecindad que la naturaleza ha conferido a los órganos sexuales debe suscitar inevitablemente, en el momento de las experiencias sexuales, un sentimiento de repugnancia. Allí donde el pudor falta (como en el individuo macho), allí donde la moralidad está ausente (como en las clases bajas de la sociedad), allí donde la repugnancia se ve debilitada por las condiciones de existencia (como en el 2. Cf. «Esquisse d'une psychologie scientifique» y «Manuscrit K», La naissance de la psychanalyse. 3. «Les Psychonévroses de défense», Ne'vrose, psychose et perversión, p. 65, n. 2. 24
i-
JUroi^b
U. A. Q, LA MORAL SOCIAL: PALABRA PROHIBIDA Y SOJUZGAMIENTO SEXUAL
campo), la represión no se produce, y entonces ninguna excitación sexual infantil trae aparejada represión ni, por consiguiente, neurosis. Me temo, no obstante, que esta explicación no podrá resistir un examen detenido. No puedo creer que¿una producción de displacer durante las experiencias sexuales pueda derivar de la intromisión fortuita de ciertos factores de displacer. La experiencia cotidiana nos enseña que cuando la libido alcanza un nivel suficientemente elevado no se produce ningún sentimiento de repugnancia. La moralidad entonces se calla. Creo que el pudor debe depender enteramente del incidente sexual. En mi opinión, debe existir en la sexualidad una fuente independiente de displacer. Si esta fuente existe, ella puede estimular las sensaciones de repugnancia y conferir su fuerza a la moralidad,»4 Freud opera aquí una inversión total del problema. No es que en el origen de la represión de la sexualidad se hallaría la moralidad, sino que ésta provendría de la naturaleza de la pulsión sexual. La causa de la neurosis no estaría en la moral, que perturba la vida sexual, sino que la moralidad posee la fuerza demostrada por la neurosis porque la sexualidad es, por esencia, perturbadora. La moralidad no es más que una, entre otras, de las armas utilizadas por los hombres para defenderse de su sexualidad: «Cuando sospechamos que la moralidad es tan sólo un pretexto, esta idea se justifica con el hecho de que la resistencia se sirve, en el curso del tratamiento, de todos los motivos posibles con vistas a una defensa».5 El pasaje que acabamos de citar, extraído de un manuscrito de 1896 dirigido a Fliess, da testimonio de lo que consideramos como la experiencia germinal de Freud. En él vemos perfilarse lo que Freud llamará «la silueta de Lucifer-Amor». 6 Allí queda circunscrito lo esencial de la problemática planteada por la neurosis y revelada por la experiencia analítica. También vemos expresarse ahí lo que calificamos de intuición central de Freud en lo que atañe al carácter problemático de la sexualidad, intuición que hasta el fin constituirá el eje de su búsqueda. Freud enfrenta aquí algo que la experiencia analítica atestigua de manera privilegia4." La naissance de la psychanalyse, p. 131. El subrayado es nuestro. 5. Ibíd., p. 135. 6. Ibíd., p. 287. 4?
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da, algo que se presenta con la forma de una paradoja, de una imposibilidad lógica y que, siguiendo a Lacan, podríamos denominar «lo Real»: esto es, que la fuente principal del placer en el ser humano es de tal naturaleza que éste se ve forzado a defenderse de ella al precio del sufrimiento de la neurosis. Freud no cesará de habérselas con este nudo. De él está suspendida la cuestión de la educación, hallando, como Freud demostrará, en la aberración de la sexualidad humana las condiciones de su posibilidad y también las de su vocación para el fracaso. Freud multiplicará las hipótesis encaminadas a dar cuenta de la naturaleza del displacer que acompaña a la sexualidad humana. Tempranamente emite una de ellas, que retomará después en El malestar en la cultura, y cuyo surgimiento es una y otra vez marca de su desconcierto y de su impotencia para explicar el enigma de la sexualidad en forma satisfactoria. El carácter mítico de esta hipótesis no deja de evocar el asesinato del padre primitivo de Tótem y tabú. También aquí se trata del origen de la humanidad y de la supervivencia en el individuo de las huellas de la filogénesis. En 1897 Freud comunica a Fliess la hipótesis de una represión orgánica primaria, contemporánea de la aparición de la posición vertical —es decir, de la humanidad misma—, que afectaría a ciertas zonas sexuales, las zonas bucal y anal, así como al placer olfativo, vedando con ello el retorno al estado anterior de la posición horizontal. Debido a la vecindad de los órganos genitales con la zona anal, también la sexualidad genital habría sido parcialmente afectada por la represión inaugural. La conquista de la posición vertical por el animal humano sería, pues, contemporánea del daño sufrido por su sexualidad. ¿No equivale esto, al menos metafóricamente, a enlazar el disfuncionamiento de la sexualidad del hombre con la «desnaturalización» del animal humano? En la misma época de estas primeras elaboraciones procuró Freud dar cuenta de la represión y de las particularidades de la sexualidad humana reveladas por las neurosis, a partir de la existencia de una bisexualidad, hipótesis que Fliess le había sugerido. Primeramente intentó explicar la represión por el rechazo en uno y otro sexo de la componente femenina de la sexualidad.7 7. Naissance de la psychanalyse, p. 180. Esta hipótesis fue rechazada ulterior26
LA MORAL SOCIAL: PALABRA PROHIBIDA Y SOJUZGAMIENTO SEXUAL
Esta idea recibió ulteriormente una elaboración conceptual más precisa dentro del marco del complejo de castración, pero en El malestar en la cultura8 Freud aún consideraba que la bisexualidad en el hombre constituía uno de los obstáculos esenciales para una plena satisfacción sexual, dado que el ser humano no podría satisfacer ambas componentes de su sexualidad con el mismo objeto sexual. Pero lo que permitió esclarecer la naturaleza de la sexualidad humana y reactivar el problema de las relaciones entre sexualidad y civilización, fue el descubrimiento de la sexualidad infantil, que arrojó una nueva luz sobre la naturaleza del proceso educativo e indujo a Freud a ocuparse de este problema.
mente por Freud en el artículo «On bat un enfant» (cf. Névrose, psychose et perversión). «Pegan a un niño», O.C., III (p. 2.465). 8. Malaise dans la civilisation, p. 58, n. 1. 4?
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«Esta disposición a todas las perversiones es algo profundo y generalmente humano.» Tres ensayos para una teoría sexual (1905)
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Si bien Freud consideró desde el inicio de su práctica que los trastornos de la función sexual se hallaban en el origen de las neurosis, necesitó algún tiempo para comprobar que la represión afectaba esencialmente a las componentes perversas de la sexualidad, y reconocer la universalidad de estas tendencias perversas en el ser humano, así como su origen infantil. El concepto de sexualidad, tal como la experiencia analítica le condujo a elaborarlo, emergió progresivamente de la noción común de sexualidad, para recibir una comprensión y una extensión diferentes que por otra parte no dejaron de trastocar la opinión corriente. El concepto de sexualidad descubierto por la experiencia psicoanalítica no corresponde a un comportamiento instintivo que tendría un objeto y un fin relativamente fijos y preformados. Aquí la propia noción de perversión es ciertamente inadecuada, pues implica la idea de una desviación, de una anomalía en relación con una norma de comportamiento que, en el marco de la sexualidad humana, no podría ser natural y sólo puede incumbir a la ética. La definición corriente de la sexuelidad, como comportamiento instintual orientado a la unión de los órganos genitales entre dospartenaires de sexo opuesto con vistas a la reproducción de la especie, sólo parcialmente recubre la extensión del concepto de sexualidad en psicoanálisis. La experiencia psicoanalítica 141
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demuestra que la sexualidad no se reduce a la genitalidad. Las zonas genitales están lejos de ser las únicas zonas erógenas. Los fines y objetos de la pulsión sexual son, por lo demás, eminentemente variables. Freud fue inducido a reconocer la existencia de una sexualidad, en sentido amplio, en el niño, después de haber tenido que renunciar a la teoría de la seducción como única explicación de las neurosis. La concepción de su origen traumático quedó parcialmente abandonada en favor de la que veía su fuente en la supervivencia inconsciente de las tendencias sexuales infantiles. El hombre padecería de un infantilismo de su sexualidad. Infantilismo, es decir, predominio de las tendencias perversas de ésta, y, por lo tanto, de las zonas erógenas no genitales. En la neurosis, son esencialmente estas tendencias perversas las que sufren la represión y constituyen el origen de los síntomas: «La neurosis es el negativo de la perversión».1 El descubrimiento de la sexualidad infantil posee una doble significación: por una parte, se trata del descubrimiento en el nifio de una actividad sexual espontánea, por ejemplo de tipo masturbatorio, que corresponde a la concepción corriente, genital, de la sexualidad. Por otra parte, significa el descubrimiento de la existencia de pulsiones sexuales no genitales, y de su importancia en la formación de la neurosis y en el desarrollo del individuo. Mientras que la sexualidad genital responde a una función biológica, las pulsiones no genitales, parciales, se caracterizan no sólo por su independencia respecto de tales funciones biológicas sino también por su capacidad para obstruir dichas funciones, como se observa en la anorexia o en la ceguera psíquica. Muestran ser básicamente generadoras de conflictos, susceptibles de venir a contrariar el ejercicio de las funciones biológicas necesarias para la conservación del individuo. Son pues, podríamos decir, doblemente aberrantes: con respecto a la sexualidad genital y a la función de reproducción, y con respecto a las funciones biológicas de conservación del individuo. Antes del descubrimiento de la sexualidad infantil, Freud veía en el origen de la represión un conflicto psíquico entre las ten1. Trois essais sur la théorie de la sexualité, París, Gallimard, 1962, p. 5 3. «Tres ensayos para una teoría sexual», O.C., II (p. 1.169). 30
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dencias sexuales y la conciencia moral del sujeto, de modo que la responsabilidad de la neurosis sería imputable a la educación y a la moral social. Sin embargo, había sospechado que la moralidad del sujeto bien pudiera ser, antes que la causa de la represión, un medio de defensa contra un displacer inherente al registro sexual. Los nuevos datos aportados por el descubrimiento de la naturaleza de la sexualidad infantil permiten poner en claro las causas de la índole conflictiva de la sexualidad. Las pulsiones sexuales ponen en peligro al organismo y comprometen la conservación del individuo. Esto llevará a Freud a elaborar la primera teoría del dualismo pulsional, que opone las pulsiones del Yo (o pulsiones de conservación) a las pulsiones sexuales. La concepción de un antagonismo simple entre la sexualidad del individuo y la civilización merece ser revisada, si el conflicto es ante todo intrapsíquico. La contradicción entre lo biológico y lo sexual en el ser humano es quizá, por el contrario, la fuente de la existencia misma de la civilización, aunque no se pueda excluir la hipótesis según la cual la civilización sería responsable de la desnaturalización de la sexualidad humana. Al problema que de este modo se plantea, y que es un problema insoluble, como todo aquel que apunte al origen, Freud se esforzará por darle respuesta en Tótem y tabú. De cualquier forma, la existencia de las neurosis no podría ser explicada únicamente por la restricción que actualmente ejerce la civilización sobre la sexualidad. Fuera de ello, la cuestión de las relaciones entre sexualidad y civilización se ve reactivada por la elucidación de las características de la sexualidad humana. Si la pulsión sexual no posee ninguna de las fijezas del instinto, si el objeto mediante el cual se satisface le es indiferente, si este objeto es intercambiable, si el fin de la pulsión sexual puede ser alcanzado por los caminos más diversos, si se trata de una pulsión desviadora por naturaleza y en cierto modo errante, entonces es susceptible de escoger rumbos socialmente útiles. «Las mismas vías por las cuales los trastornos sexuales repercuten sobre las otras funciones somáticas deben servir en el normal para otra actividad importante. Por tales vías debería perseguirse la atracción de las pulsiones sexuales hacia fines no sexuales, es decir, la sublimación de la sexuali4?
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dad ,»2 Las pulsiones sexuales parciales, no genitales, tanto pueden dar nacimiento a actividades de carácter «elevado», socialmente estimadas, como a síntomas neuróticos. La civilización y sus obras son el fruto de ese destino particular de las pulsiones al que Freud dio el nombre de sublimación. Lejos de que esta orientación de la pulsión pueda ser considerada como resultado de un forcing, de una violencia ejercida por la civilización, ella muestra ser conforme a la naturaleza misma de la pulsión, cuyo destino es transformarse, cambiar de objeto y de fin. La pulsión anal dará así nacimiento a la economía, el orden y el aseo, que son cualidades eminentemente «civilizadas»; la pulsión escópica se transformará en deseo de saber por la vía de la curiosidad sexual, fuente de la investigación científica.3 Es verdad que Freud ve en el desvío de la pulsión respecto de su fin, primitivamente sexual, el efecto de la coartación impuesta al modo primitivo de satisfacción de la pulsión. «Las fuerzas utilizables para el. trabajo cultural son adquiridas en gran parte por la sofocación de estos elementos de la excitación sexual que llamamos "perversos".» 4 El problema es saber si esta sofocación es el fruto de la evolución espontánea del sujeto o si encuentra su causa en las condiciones sociales y en la educación. Hemos visto que la pulsión sexual entra en contradicción con los fines del organismo en cuanto éste apunta a su conservación; el conflicto entre el instinto de conservación y la pulsión sexual podría hallarse, pues, en el origen de una yugulación espontánea de esta última. Pero es difícil determinar la parte respectiva de la educación y de la evolución natural. El destete, por ejemplo, que cumple un papel capital en el destino de la pulsión oral, está determinado a la vez biológicamente, por su enlace con el fenómeno de la lactancia, y culturalmente, en cuanto al momento. Freud discute el problema en Tres ensayos a propósito del período de latencia y de la génesis de los sentimientos de vergüenza y pudor. En la desaparición o, cuando menos, en la declinación de la actividad sexual a partir de los seis años, y en los 2. Ib id., p. 107. 3. Ibíd., p. 90 en particular. 4. «Morale sexuelle civilisée et maladies nerveuses des temps modernes», La vie sexuelle, París, PUF, 1969, p. 34. «La moral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna», O.C., II (p. 1.249).
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sentimientos de vergüenza y repugnancia que se elevan entonces contra los placeres perversos de la primera infancia, ¿debe verse el efecto de la coerción educativa o bien el de una evolución biológicamente determinada, acaso producida por el naciente conflicto entre pulsión sexual y pulsión de conservación? En Tres ensayos, Freud decide en favor de la espontaneidad «biológica», dice entonces, del proceso. Posteriormente reconocerá la importancia del complejo de Edipo tanto para la instauración del período de latencia como para la transformación de las pulsiones parciales en el sentido de la formación reactiva, de la sublimación y de la represión. Así, pues, el complejo de Edipo fue progresivamente promovido por Freud a la función de verdadero organizador de la evolución libidinal del individuo. Por consiguiente, la cuestión de la antinomia entre sexualidad y civilización debe ser revisada tras el ahondamiento en la naturaleza de la sexualidad humana. Cuando Freud vio en el cambio de actitud respecto a la sexualidad y en la transformación de la moral sexual, la solución al problema planteado por la profilaxis de las neurosis, le pareció que con ello podía resolverse la contradicción entre sexo y civilización. Con el esclarecimiento del papel desempeñado por las pulsiones parciales perversas en la elaboración de la civilización, la contradicción parece a la vez más radical y menos decidida. En todo caso, cambia de sentido. En efecto, si el fundamento de la civilización reside en la maleabilidad de las pulsiones perversas, hay que contar con que el medio social se consagre cuanto sea posible a poner estas pulsiones al servicio de los fines culturales, y con ello a coartar las manifestaciones no acordes con sus miras: en este sentido, la civilización es por esencia restrictiva en lo que atañe a la libre manifestación de las pulsiones perversas. Pero, por otra parte, en la misma medida en que son las pulsiones sexuales las que se hallan en la fuente del trabajo cultural, en el cual se satisfacen al mismo tiempo que se «subliman», ya no se puede hablar de una oposición radical entre sexo y civilización. En Múltiple interés del psicoanálisis (1913), Freud señala las consecuencias que entraña para la educación el descubrimiento de tendencias «perversas» en el niño —o, para ser más precisos, el de su importancia en la evolución de éste— porque, en su opi33
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nión, los educadores que por lo común se dedican a sofocarlas en verdad no pueden ignorar su existencia. Al igual que el pedagogo tradicional,5 Freud reconoce, en contra de los seguidores de Rousseau y de la «nueva» pedagogía, la existencia del «mal» en el niño. Pero considera que, lejos de que deba procurarse la extirpación de las «malas inclinaciones» del niño —de todos modos indestructibles—, hay que dejarlas derivar hacia una salida socialmente aceptable. No hay sublimación sin perversión. Precisamente porque la sexualidad humana no está fijada a ningún fin ni a ningún objeto instintivamente determinados, es susceptible de satisfacerse en actividades socialmente valoradas. Los educadores, espera Freud, «no correrán el riesgo de sobrestimar la importancia de las pulsiones perversas que se manifiestan en el niño. Por el contrario, se esforzarán en no tratar de suprimir estas pulsiones por la fuerza si aprenden que intentos de esta clase producen no menos resultados indeseables que el opuesto, tan temido por los educadores, de dejar libre curso a la «maldad» de los niños. El sojuzgamiento de las pulsiones enérgicas en el niño mediante la coerción por medios exteriores, no conduce ni a la desaparición de tales pulsiones ni a su dominio. Conduce a la represión que predispone a las enfermedades ulteriores. El psicoanálisis tiene frecuentes ocasiones de observar el papel cumplido por una severidad inoportuna e indiscriminada, entre las causas que favorecen las neurosis, o el precio pagado en pérdida de eficacia y de capacidad de placer por una normalidad que tanto aprecian los educadores».6 La «severidad inoportuna» de éstos, ¿proviene sólo del error o de la ignorancia? ¿Cómo explicar la orientación generalmente coercitiva de la educación? 5. Llamamos «tradicional» a la educación de origen cristiano en que el educador, convencido de la existencia del pecado original, desconfía ante todo de lo «natural» como fuente de una malignidad que sólo espera la ocasión de manifestarse. El pedagogo tradicional es aquel que pretende «enderezar, trastocar, arrancar de cuajo los deseos del niño» (Snyders, Lapédagogte au dix-septieme stecle). 6. «Múltiple interés del psicoanálisis», O.C., II (p. 1.851). S.E.XIII,p. 189-190. Sobre la sublimación, no obstante, no se manda. Es un proceso que escapa tanto al dominio del educador como al del sujeto (no es cuestión de voluntad). Esto es lo que la pedagogía del pastor Pfister, pretendidamente analítica, desconoce. Cf. al respecto la correspondencia Freud-Pfister y las advertencias de Freud al analista que se viera tentado de incitar a su paciente a sublimar sus pulsiones. Cf. igualmente el trabajo de O. Pfister, ¿apsychanalyseau servicedes éducateurs, Sass Fée, 1921. 34
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«Cabe preguntarse si la moral sexual de nuestra civilización vale los sacrificios que nos impone.» La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna (1908). Las características de la sexualidad humana bastan, parece ser, para dar cuenta de la represión y de la formación de síntomas neuróticos. Freud, sin embargo, en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad modefka, texto posterior a Tres ensayos para una teoría sexual, ataca vivamente, siempre dentro de una perspectiva profiláctica, la moral sexual de su época, a la cual sigue haciendo responsable de la extensión numérica de las neurosis. Si bien la posibilidad misma de estas últimas está inscrita en las características de la sexualidad humana, el incremento del número de neuróticos, que en ese tiempo muchos autores pudieron constatar (Erb, Binswanger, Krafft-Ebing, citados por Freud), debe ser imputable a la vida social moderna. Pero Freud se separa de estos autores, que veían en el agitado carácter de la vida actual la causa de la extensión de las neurosis. Si su etiología es sexual, su aumento debe responder al mismo origen, y Freud sitúa la fuente de tal extensión de las enfermedades nerviosas en el exceso de sojuzgamiento sexual de la época moderna. El entiende que en el curso de la historia de la humanidad, la moral sexual habría sufrido una evolución comparable a la de la pulsión sexual en el individuo, de modo que la ontogénesis reproduciría la filogénesis: «Remitiéndonos a la historia de la evolución de la pulsión sexual, podríamos distinguir tres estadios de civilización: una
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primera fase en la cual la actividad de la pulsión sexual, independientemente de los fines de la reproducción, es libre; una segunda, donde se refrena todo lo perteneciente a la pulsión sexual, excepto aquello que sirve a la reproducción; y un tercer estadio donde la reproducción legítima es el único fin sexual autorizado. Este tercer estadio corresponde a nuestra "moral sexual cultural" presente». 1 Freud nada nos dice acerca de la primera fase.2 La segunda, donde la moral sexual se contenta con coartar la sexualidad calificada de perversa, puede ya producir neurosis en aquellos individuos cuya potencia sexual es singularmente intensa. La capacidad de sublimación, es decir, de desplazamiento de la pulsión hacia fines no sexuales, es susceptible de importantes variaciones según los individuos. Por otra parte, tal proceso de desplazamiento no puede cumplirse indefinidamente: «como tampoco puede hacerlo, en nuestras máquinas, la transformación del calor eií trabajo mecánico». 3 La pulsión exige cierta dosis de satisfacción directa sin la cual se exterioriza en síntomas neuróticos. Freud entiende, pues, que las exigencias de la moral sexual en el segundo estadio de la civilización deben ser desigualmente soportadas por los individuos, e imponen a algunos de ellos una carga demasiado pesada: «una de las flagrantes injusticias de la sociedad es la de que el standard sexual exige de todo el mundo la misma conducta sexual, que unos alcanzan sin esfuerzo gracias a su organización 4 mientras que otros deben someterse para ello a los más graves sacrificios psíquicos».5
1. «Morale sexuelle civilisée...», La vie sexuelle, p. 34. 2. Freud no volvió a retomar la hipótesis de un primer estadio de la civilización en que habría reinado la libertad sexual. Esta hipótesis nos parece contraria al conjunto de sus desarrollos sobre la sexualidad. Si Freud llega a la suposición de un estadio comparable en la historia de la humanidad es por analogía con la emergencia de la pulsión sexual en el individuo. Tal estadio nos parece provisto de un carácter mítico inherente a la tentativa de elucidar los orígenes de la humanidad. Debe apuntarse que en ese otro mito del origen de la humanidad que es el del asesinato del padre primitivo, Freud no retoma la idea de una edad de oro de la sexualidad humana. En cambio, ¿no podría decirse que W. Reich, y tras él H. Marcuse, hicieron suyo este tema al proyectar sobre el porvenir el mito de una sexualidad libie y sin trastornos que por un momento Freud cedió a la tentación de situar en el origen? 3. Ibíd., p. 34. 4. Es decir, su constitución. Freud define la constitución en términos cuanti36
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Mientras que la moral sexual del segundo estadio perjudica a aquellos cuyas pulsiones parciales no están sometidas a la hegemonía de la genitalidad, en el tercer estadio de la civilización, donde la abstinencia sexual es exigida al menos hasta el matrimonio, y para algunos durante toda su vida, las exigencias de la moral comprometen el equilibrio psíquico de la mayoría. «No es aventurado afirmar que la tarea de dominar un impulso tan poderoso como el de la pulsión sexual por medios distintos de la satisfacción puede exigir todas las fuerzas de un ser humano.» 6 La actividad sexual en el ámbito del matrimonio, única que la moral autoriza, jio puede garantizar, debido a las exigencias del malthusianismo, una compensación bastante a todas las restricciones que por otra parte se imponen. Además, la coartación de la sexualidad hasta el matrimonio «llega con frecuencia demasiado lejos, lo cual provoca el indeseado efecto de que, una vez liberada, la pulsión sexual parece presentar daños duraderos».7 Impotencia en el hombre, frigidez en la mujer, aumento de las perversiones (a causa de la prohibición impuesta a las relaciones sexuales normales) y de las neurosis:8 tales son los efectos de la moral sexual moderna, que compromete la función de reproduc-v tativos. La constitución de un individuo depende de la mayor o menor cantidad de libido de la que está afectado. Cf. por ejemplo la discusión de Freud acerca de los límites de la influencia del psicoanálisis en Análisis terminable e interminable. 5. «Morale sexuelle civilisée», La vie sexuelle, pp. 36 y 37. 6. Ibíd., p. 37. 7. Ibíd., p. 41. 8. La tesis de Freud de que en su época habría un incremento del número de neurosis y perversiones podría ser objeto de controversia. El problema fue mucho más debatido en el siglo X I X , como atestiguan en Francia los Amales médicopsychologiques. Sin que sea posible zanjar la cuestión, dado que las primeras estadísticas datan del siglo X I X y además fueron establecidas en función de criterios elaborados en la misma época, la noción de perversión, concebida como aberración de la naturaleza, vicio constitucional que incumbe a la patología, data del siglo X I X . Antes de esta época la cosa carecía de existencia en el discurso médico, y sólo la tenía en el de la teología. Incluso podría afirmarse que ciertas perversiones no existían, por falta de nombre. Lo que llamaríamos el «tiavestismo» del abad de Choisy recibía la bendición de su obispo, y sus contemporáneos lo consideraban una inocente fantasía de muchacho. En este sentido, puede sostenerse que las «perversiones» crecieron en número. Se confeccionó su nomenclatura, y gracias a esto quizá fueron más perseguidas en el curso del siglo X I X que en los precedentes, aun cuando ciertas formas (como la sodomía) gozaron de una relativa indulgencia en relación con la hoguera que las sancionó durante largo tiempo. 37
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ción y, por consiguiente, la propia supervivencia del grupo social. También por otra vía entra la moral sexual en contradicción con sus propios fines: la coartación de la sexualidad, que va minando las fuerzas del individuo, desvía a éstas de su utilización con fines culturales. Las facultades intelectuales, cuya potencia emana de la pulsión sexual, quedan dañadas debido a los excesos de la coerción ejercida sobre esta última. Despilfarro de energía sin provecho para el individuo ni para la sociedad: tal es el balance de la moral sexual civilizada. Freud culpa enérgicamente a la educación de su tiempo, sobre la cual gravita la responsabilidad de la situación de hecho que denuncia. Una coerción puramente exterior erraría en efecto su objetivo suscitando esencialmente la rebeldía. La única sofocación eficaz de la sexualidad pasa por la internalización de las exigencias y prohibiciones morales, que la educación apunta a asegurar. Pero la nocividad de la restricción se acrecienta, pues la represión es casi siempre la consecuencia de dicha internalización. Ahora bien, el impulso sexual reprimido se vuelve culturalmente inutilizable, dado que la represión se opone a la sublimación y moviliza además, para mantenerse, grandes cantidades de energía. Freud critica acerbamente la educación dada en particular a las mujeres, a las que se impone, en mayor medida que a los hombres, la exigencia de la castidad. Además del mayor rigor de las prohibiciones que pesan sobre su sexualidad, la ignorancia de las cosas sexuales en la que se mantiene a las muchachas muestra ser de las más perjudiciales para su vocación de esposas y madres. Por otra parte, la prohibición de interesarse por la sexualidad tiene como resultado obstruir en ellas toda curiosidad intelectual: según Freud, la vida sexual es «el prototipo del ejercicio de las otras funciones».9 La inhibición del pensamiento impuesta por los educadores es el medio más seguro para obtener la represión de la sexualidad y la sumisión moral de las mujeres, pero ¡a qué precio! «No creo que, como afirmó Moebius en un trabajo muy discutido, la "debilidad mental fisiológica" de la mujer se explique por la oposición entre trabajo intelectual y actividad sexual. Pienso, por el contrario, que la inferioridad intelectual de 9. Ibíd., p. 42. 38
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tantas mujeres, que constituye una realidad incontrovertible, debe ser atribuida a la inhibición del pensamiento, inhibición requerida por el sojuzgamiento sexual.» 9 Neurosis, disminución del placer de vivir y procrear, despilfarro de inteligencias y energías: el balance es pesadamente negativo, y Freud proclama la urgente necesidad de reformar la moral sexual civilizada. Es indudable que la civilización está basada en la yugulación de las pulsiones. Al igual que en otros textos, aquí justifica Freud por las necesidades económicas de la supervivencia del grupo social la coerción ejercida sobre la sexualidad de los individuos. Sin embargo, los excesos de esta coerción, denunciados en La moral sexual«cultural» y la nerviosidad moderna, no quedan con ello explicados, pues lo que una coerción excesiva amenaza es precisamente la supervivencia del grupo. Así, pues, la antinomia sexualidad-civilización no puede ser enteramente reducida a la necesidad de fuerza de trabajo que acucia a la sociedad, esto es, la de la energía pulsional de sus miembros; dicha antinomia no recubre la existente entre la sociedad por un lado y, por el otro, el individuo obligado a sacrificarle una parte de su libertad para gozar de las ventajas que le ofrece.10 Más bien parece que la hostilidad de la civilización hacia el sexo se asemeja a la defensa que el Yo infantil erige tan precozmente contra la pulsión sexual. El conflicto psíquico, que a menudo se resuelve con la formación de un síntoma neurótico en detrimento del sujeto y a veces de su conservación, en cierto modo estaría operando igualmente en la civilización, con los mismos efectos. Una humanidad socavada por la desmesura, empeñándose, a través de la guerra contra el sexo, en su propia destrucción y en la de sus obras: tal es la visión apocalíptica que presenta este texto, escrito en 1908, mucho antes de la elaboración de la pulsión de 10. Introduction á la psychanalyse, PBP, Payot, París, 1973, p. 291: «La base sobre la cual descansa la sociedad humana es, en última instancia, de índole económica: no poseyendo medios de subsistencia suficientes para permitir a sus miembros vivir sin trabajar, la sociedad está obligada a limitar el número de éstos y a desviar su energía y actividad sexual hacia el trabajo». «Morale sexuelle civilisée...», La vie sexuelle, p. 33: «Cada individuo ha cedido una porción de su propiedad, de su poder soberano, de las tendencias agresivas y vindicativas de su personalidad, y de estas aportaciones proviene la propiedad cultural común en bienes materiales y en bienes ideales». «Lecciones introductorias al psicoanálisis», O.C., II (p. 2.123). 39
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muerte por Freud. La idea de una neurosis de la civilización, como tal sólo ulteriormente expresada por éste (en El malestar en la cultura, por ejemplo), ya aparece implicada en la denuncia del carácter antieconómico, en el sentido libidinal, de los medios utilizados en comparación con los Fines que la cultura parece llamada a perseguir. Lo absurdo del método, así como la tendencia autodestructiva que manifiesta, rubrica su carácter neurótico. Cuando Freud expresa su anhelo de unas reformas que califica de urgentes, en ello puede verse tanto un optimismo de su parte como la expresión de su inquietud respecto a una situación cuya gravedad ha demostrado. Le quedará por intentar, en Tótem y tabú, la elucidación teórica de una vocación de la humanidad por la neurosis, que se expresa en los rasgos propios de la civilización moderna, más de lo que ésta explica las neurosis individuales. Si la causa de las neurosis individuales reside en la sexualidad, es del lado de las características de la vida pulsional donde también se encuentra sin duda la clave de aquella vocación. Sin embargo, en La moral sexual«cultural» y la nerviosidad moderna ha podido verse la expresión del optimismo de un Freud humanista y reformista, que encuentra en la liberalización de las costumbres y en la suavización de los rigores de la moral, una esperanza en la lucha contra las neurosis, por el aumento del bienestar general y los progresos de la propia civilización. Optimismo del que habría desistido con la promoción, en la teoría analítica, de la pulsión de muerte, cuya razón algunos (entre los mismos analistas a quienes esta clase de hipótesis chocaba) quisieron encontrar en las experiencias de duelo y enfermedad que Freud debió padecer entonces. Una amplia vertiente de la opinión contemporánea, que cree apoyarse en Freud, reclama a voz en cuello la abolición de las prohibiciones y el derecho al goce. Así, Wilhelm Reich, rechazando las elaboraciones posteriores de Freud, se sirvió de este texto para justificar las esperanzas que le inspiraba, tanto en materia político-social como en cuanto a la profilaxis de la neurosis, la «liberación sexual». Reich veía en la coartación de la sexualidad el arma capital de la opresión política, en tanto que la represión sexual ofrecería la mejor garantía de la sumisión de las masas. Freud le habría inostrado aquí el camino al denunciar el vínculo existente entre las prohibiciones sexuales, la de pensar, y la lealtad «ciega de los buenos sujeto
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tos» 11 con que se asegurarían los gobernantes. Reich vio el remedio al malestar de la civilización en una revolución tanto política como sexual que debía suprimir todos los obstáculos para la expansión individual y colectiva. Sin embargo, ¿es posible explicar los excesos que Freud desenmascara en el seno de la civilización sólo por las necesidades de la causa burguesa (deberíamos remontarnos, como lo hizo Reich, a la instauración del patriarcado), 12 sólo por el deseo de una clase social de asegurar su dominación? Parece innegable que la neurosis de la civilización garantiza algunos «beneficios secundarios» a las clases sociales en el poder, pero los beneficios secundarios no son la causa de los síntomas. Si bien la civilización moderna puede dar parcialmente cuenta del aumento de las neurosis individuales, aún queda por explicar la neurosis que la afecta a ella misma, y que Freud denuncia cuando muestra el carácter antieconómico, en el sentido libidinal, de su modo de funcionamiento. Es cierto que el psicoanálisis puede acabar con las neurosis individuales; pero la tarea de curar a la civilización es más ardua, en la medida en que lo que se revela en el malestar moderno es la vocación de la humanidad para la neurosis. También fue sobre este texto, entre otros de la misma época, donde muy pronto se fundó la esperanza de una reforma educativa que apuntaría a prevenir los excesos de la coerción sexual y evitaría con ello las nocivas consecuencias de la represión sobre el desarrollo del individuo. Toda una generación de educadores se consagró a promover una educación inspirada en el descubrimiento del psicoanálisis. El optimismo de A. Neill, por ejemplo, se basa en el tipo de reflexiones desarrolladas por Freud en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna. El propio Freud escribía, en 1913, que la profilaxis de las neurosis descansaba entre las manos de una educación iluminada por el psicoanálisis.13
11. La vie sexuelle, p. 42. 12. Cf. W. Reich, L'irruption de la morale sexuelle, París, 1972. 13. Prefacio a La Me'thodepsycbanalytique, de O. Pfister, S.E. XII. «Prefacio para un libro de Oskar Pfister», O.C., II (p. 1.935). 41
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EL IMPOSIBLE GOCE
«Por extraño que esto parezca, creo que se debería considerar la posibilidad de que algo en la propia naturaleza de la pulsión sexual no es favorable a la realización de la entera satisfacción.» Sobre una degradación general de la vida erótica (1912). La moral sexual«cultural» y la nerviosidad moderna dejaba vislumbrar la esperanza de un remedio a la extensión de las neurosis mediante una reforma de las costumbres y la educación. Aunque los excesos en que incurre la civilización no parecen aptos para ser reducidos por la buena voluntad, como tampoco se cura una neurosis con buenos consejos, Freud no dejaba de lanzar una llamada en la que puede verse una marca de optimismo. En efecto, puesto que las exigencias de la civilización no siempre fueron tan draconianas, ¿no es legítimo esperar, gracias a una toma de conciencia, su mitigación para el porvenir? Si bien a partir de 1920, Freud, como veremos, hizo mayor hincapié en la necesidad de afrontar con lucidez la desagradable realidad de una configuración pulsional poco hecha para garantizar al hombre la felicidad y que deja escasas esperanzas de un mejoramiento de su condición, muchos son hasta esa fecha los textos en los que Freud parece entender que un cambio de mentalidad podría aligerar el fardo de la humanidad previniendo las neurosis. En esta perspectiva, la tarea del educador consiste en hallar el justo equilibrio entre el «Caribdis del dejar-hacer y el Escila de la prohibición», como enuncia Freud en las Nuevas lecciones, vale 141
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decir, abandonarse a una suerte de cálculo utilitarista del menor sacrificio de placer compatible con las necesidades de la vida social; dicho de-otro modo, asegurar esa modificación del principio del placer que es el principio de realidad. Como indica la lectura de muchos de sus textos, e incluso los más tardíos —en El malestar en la cultura es todavía en esos términos como abre el debate— Freud parece consagrarse a una problemática de tipo hedonista: ¿cómo conciliar la búsqueda individual de satisfacción con las exigencias de renunciamiento impuestas por la civilización? Problemática que abre el camino al reformismo al auspiciar la esperanza de un mejoramiento, un «plus-de-gozar», por retomar un término de J. Lacan, una mejor dosificación de las obligaciones. Pero no se detiene ahí. La experiencia analítica de las neurosis le fuerza a demostrar la existencia, en el seno de la civilización y también en el del psiquismo individual, de una dimensión diferente a la del principio del placer, de una fuerza que hace fracasar a este principio y con ello vuelve incluso caducas toda perspectiva hedonista así como la problemática inicial. La existencia de un más allá del principio del placer trae aparejadas para la educación consecuencias que trataremos de desentrañar. Ya hemos citado algunos textos donde, desde el comienzo de su práctica, Freud evocaba la existencia paradójica de un displacer inherente a las manifestaciones de la pulsión sexual. En Sobre una degradación general de la vida erótica (1912), y a p artir de los nuevos elementos provistos por la experiencia analítica, Freud aporta precisiones sobre las particularidades de la sexualidad humana y a este respecto expone sus dudas en cuanto a las esperanzas que una reforma de las costumbres puede inspirar. Cree posible afirmar que la impotencia psíquica, lejos de constituir una anomalía accidental, en diversos grados está universalmente extendida y caracteriza la vida sexual civilizada. Para explicarlo menciona las causas reveladas por el análisis como habitualmente existentes en el origen de este síntoma: la fijación incestuosa de la infancia y la abstinencia impuesta a la adolescencia. Así, pues, la familia, la moral, las condiciones económicosociales burguesas serían responsables de este disfuncionamiento general de la sexualidad, y en particular de la sexualidad genital. 44
LA MORAL SOCIAL: PALABRA PROHIBIDA Y SOJUZGAMIENTO SEXUAL
Sin embargo, Freud no se queda con eso, y expresa por vez primera la duda de que reformas especialmente orientadas a una liberación de la sexualidad puedan traer consigo un mejoramiento. A esto lo lleva la consideración de las particularidades, bien conocidas, del deseo sexual, cuyo carácter enigmático subraya. «Si la frustración inicial del goce sexual se manifiesta en el hecho de que éste, libre después en el matrimonio, ya no produce efectos tan satisfactorios, [...] la libertad sexual ilimitada concedida desde el principio no lleva a un resultado mejor.» 1 La satisfacción fácil mata el deseo, que crece con los obstáculos. Para explicarlo podrían invocarse las propiedades generales de la necesidad, cuya importancia psíquica aumenta con la privación, pero su aplacamiento no trae aparejado un desprecio tan marcado hacia su objeto. La facilidad de la satisfacción no suprime la necesidad, y podríamos añadir que la periodicidad fisiológicamente determinada de su retorno es independiente de dicha facilidad. Para tener hambre no es indispensable que esté prohibido alimentarse. En cambio, «para que la libido ascienda hace falta un obstáculo, y allí donde las resistencias naturales a la satisfacción no bastan, los hombres siempre introdujeron resistencias convencionales para poder gozar del amor». 2 La condición del deseo es la prohibición —a diferencia de la necesidad, podemos agregar. Esta prohibición, indica seguidamente Freud, se confunde con la que golpea al incesto. También alude a la que debió erigirse para imposibilitar al hombre el retorno a la posición horizontal del animal, prohibición que, con la represión de lo excremencial, arrastró la de las funciones genitales. Posición vertical, prohibición del incesto: vale decir que las aberraciones de la sexualidad del ser humano son imputables a su humanidad misma. Y cuando Freud añade que «la insatisfacción traída consigo por la civilización es consecuencia de ciertas particularidades que la pulsión sexual hizo suyas bajo la presión de la civilización»,3 debe restituirse a este último término el sentido amplio 1. «Le plus général des rabaissements de la vie amoureuse», La vie sexuelle, p. 63. «Sobre una degradación general de la vida erótica», O.C., II (p. 1.710). 2. Ibíd. 3. Ibíd., p. 65. 4?
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que posee el vocablo alemán Kultur. No debe entenderse que esto se refiera al carácter dañino de la civilización moderna, sino a la esencia misma de lo que separa al humano de la animalidad, y que constituyen las leyes sociales del intercambio cuya condición vio Lévi-Strauss en la prohibición del incesto. Por esta vía, Lacan demostró que la imposibilidad del goce está enlazada a la condición puesta a los deseos del hombre de tener que pasar por el desfiladero de la palabra que los constituye como tales. Lejos de que la prohibición se oponga al deseo, éste sólo encuentra su soporte en la ley, es decir, en el lenguaje donde el goce queda interceptado. Al demostrar el vínculo entre el lenguaje, el inconsciente y el sexo, y lo que el deseo —por oposición a la necesidad— debe a la palabra, Lacan puso en claro lo que se hallaba en juego en el término Kultur, que Freud evoca siempre a título de explicación última de la disfunción de la sexualidad humana. Bajo esta luz conviene considerar el pronóstico con que Freud pone fin a su análisis: «Tal vez habría que familiarizarse con la idea de que conciliar las reivindicaciones de la pulsión sexual con las exigencias de la civilización es una cosa totalmente imposible, y de que el renunciamiento, el sufrimiento, así como en un remoto futuro la amenaza de ver extinguirse el género humano a causa del desarrollo de la civilización no pueden ser evitados».3 Pero, añade, si el hombre pudiera satisfacerse con su goce, desde ese momento nada podría ya desviarlo de él. La civilización se ha edificado, precisamente, sobre el defecto en el seno del goce humano.
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II
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«A la edad de cuatro o cinco años el pequeño sujeto ya ha alcanzado su completa formación, y en adelante se limita a manifestar lo que hasta esa edad se habta depositado en él.» Introducción al psicoanálisis (1915). Antes de los descubrimientos vinculados con el de la sexualidad infantil, Freud había exhortado a una reforma de la educación movido por la importancia que atribuía a la influencia de la moral en la génesis de las neurosis. Si la internalización de las prohibiciones morales por las cuales la sociedad asegura el refrenamiento de la sexualidad se lleva a cabo a través de la educación, ésta muestra ser la responsable directa de la neurosis. Es por medio de la educación, y del anatema que ella arroja sobre la sexualidad, como la familia se asegura, conforme a las exigencias de la sociedad burguesa, la castidad de los adolescentes, con el riesgo de neurosis y de las consecuencias sobre la vida sexual ulterior que esto implica. Lo que sería deseable transformar ante todo es, por lo tanto, la educación. Las críticas que Freud le dirige en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna participan de la misma concepción, al tiempo que se apoyan en el descubrimiento de la importancia ejercida en la sexualidad del adulto por las tendencias perversas, es decir, las pulsiones parciales, para demostrar la nocividad de la prohibición de relaciones sexuales genitales impuesta a los adolescentes. Hallándose forzada entonces la sexualidad a escoger otros rumbos, las pulsiones parciales amenazan con escapar definitivamente a la he6
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gemonía de la genitalidad, y a no encontrar más salidas que en la perversión o la neurosis.1 Por otra clase de razones, el descubrimiento de la sexualidad infantil llevó el problema de la educación a un primer plano en el interés de Freud. En efecto, tal descubrimiento es paralelo a la revelación de la importancia de los años iniciales de la vida para el desarrollo del individuo y también para la etiología de las neurosis. Por otra parte, la claridad obtenida con los resultados de la investigación analítica sobre el proceso de desarrollo del niño, ilumina al mismo tiempo las vías por las que la educación ejerce su influencia. El psicoanálisis se halla de este modo en condiciones de revelar al educador los principios de su poder, y tal vez con ello de incrementarlo, al mismo tiempo que encuentra ser capaz de mostrarle sus errores y permitirle así una acción mejor concertada. Saber lo que se está haciendo cuando se educa, ya que no hacer lo que se quiere: tal es la esperanza que Freud suscitó. Ya hemos dicho que él mismo creyó en la misión de la educación para la prevención de las neurosis, antes de recordar, en el prefacio al trabajo de Aichhorn, que la tarea de educar ocupaba un sitio entre las profesiones imposibles.2 Recordemos brevemente la forma en que Freud, en la época de los Tres ensayos, describía la evolución de las pulsiones sexuales durante el desarrollo del individuo. La experiencia psicoanalítica reveló el pluralismo de las componentes de la sexualidad y su origen infantil, así como la existencia de zonas erógenas diferentes a las de los órganos genitales. Esas componentes no genitales, las pulsiones parciales, se encuentran casi siempre operando en los síntomas neuróticos. El autoerotismo, o, para decirlo de otro modo, la capacidad del cuerpo propio para constituirse en objeto de la satisfacción sexual, es la segunda característica de la sexualidad infantil. Tal característica reaparece igualmente en los síntomas neuróticos, y en particular los histéricos. En el segundo y tercero de los Tres ensayos para una teoría sexual, Freud describe el destino de estas características de la vida infantil durante la evolución del individuo hasta la edad adulta. En el mejor de los casos,
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1. La vie sexuelle, pp. 38 y 41. 2. Prefacio a A. Aichhorn, Verwahrloste Jugend, 1925, Berna. Cf. S.E., XIX, pp. 273-275. «Prefacio para un libro de August Aichhorn», O.C., III (p. 3.216).
es decir, cuando no encuentra obstáculos, el desarrollo conduce a la sumisión de las zonas erógenas no genitales a la primacía de los órganos genitales, esto es, a la subordinación de las pulsiones parciales a la función de reproducción, así como al paso del autoerotismo al aloerotismo, donde la satisfacción requiere un objeto ajeno. Tal evolución se cumple en dos tiempos, sufriendo la actividad sexual, desde los cinco-seis años hasta la pubertad, una interrupción que Freud denominó período de latencia. Al término de la primera fase, la relación objetal ya se encuentra establecida (de quien el niño espera la satisfacción de sus deseos sexuales es de las personas que le cuidan, en particular la madre), y la erogeneidad de los órganos genitales ha quedado revelada para el pequeño. Pero es en la etapa de la pubertad cuando las pulsiones parciales deben subordinarse definitivamente a la función de reproducción, al mismo tiempo que el adolescente renuncia a sus primeros objetos de amor y busca satisfacción junto a personas extrañas a la familia. Las concepciones de 1905 ponen el acento, por un lado, en las tendencias perversas del niño, es decir, sus pulsiones parciales, y por el otro, en la importancia del período de latencia, o sea de la instauración de la sexualidad humana en dos tiempos. Estos dos puntos constituyen el eje de la reflexión de Freud sobre la educación hasta alrededor de 1915. En 1905, la primera fase de la evolución de la sexualidad se concibe como esencialmente marcada por la emergencia del pluralismo de las corrientes pulsionales, cada una de las cuales tiende aisladamente a la satisfacción que le es propia. La ausencia de enlace entre estas corrientes, es decir, su falta de organización, caracteriza a esta fase. El niño es entonces un «perverso polimorfo». Un estado de libertad en el que reina la anarquía pulsional: tal parece ser la primera concepción de Freud sobre este período de la vida infantil. La vida sexual descrita sufre hacia los cinco-seis años una brusca detención que señala la entrada en el período de latencia. Surgen entonces los sentimientos de repugnancia, vergüenza y pudor, y el de piedad, sobre los que va a edificarse la moralidad. La actividad sexual parece quedar prohibida. Sin embargo, Freud no parece considerar que la educación sea la principal responsable de la detención de la actividad sexual ni de las formaciones morales que entonces surgen: «Ante el niño nacido en una socie-
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dad civilizada, se tiene la impresión de que sus diques son obra de la educación, y es indudable que la educación contribuye a ellos. En realidad, esta evolución condicionada por el organismo y fijada por la herencia puede producirse a veces sin intervención alguna de la educación». 3 El período de latencia estaría orgánicamente determinado (¿al igual que la pubertad?), y la educación sólo vendría a reforzar el proceso. Pudor, repugnancia y piedad constituirían las manifestaciones de fuerzas autónomas que surgirían en un momento dado del desarrollo fisiológico para oponerse a la actividad sexual del individuo. En esta época, Freud no ha atribuido todavía el período de latencia al complejo de Edipo. Pero todavía en 1915 seguía considerando que «las fuerzas que refrenan el desarrollo sexual, como la repugnancia, el pudor y la moral, son como depósitos históricos de las inhibiciones exteriores que la pulsión sexual vio imponerse en la psicogénesis de la humanidad... Puede observarse fácilmente, añade, que la repercusión de estas inhibiciones se hace sentir espontáneamente en el desarrollo del individuo cuando la educación y otras influencias exteriores la provocan». 4 Estorbadas en su manifestación, las pulsiones sexuales no por ello han desaparecido, y durante el período de latencia sufrirán transformaciones cuyo desenlace será su organización bajo la primacía de la genitalidad. Los diques psíquicos, que se oponen a su satisfacción, tendrán por función canalizarlas, hacerlas converger para asegurar la fuerza de la corriente genital, y ponerlas al servicio de la función de reproducción. La educación, al vedar las actividades sexuales perversas a lo largo de este período y contribuir a la formación de los sentimientos morales, favorece la instauración de la genitalidad, y se convierte así en auxiliar de la naturaleza. Pero no todas las corrientes perversas se funden en la sexualidad genital. Cierta cantidad de ellas quedará sometida a otro destino. La pulsión parcial podrá ser sublimada, es decir, desviada de su fin sexual primitivo hacia otros, no sexuales y socialmente valorizados. También podrá ser transformada en su contrario (formación reactiva) para dar nacimiento a las «virtudes». Las 3. Trots essais sur la tbéorie de la sexualité, p. 70. 4. Ibíd., nota 29, p. 174.
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formaciones psíquicas más estimadas por la sociedad han salido, pues, de las mismas tendencias que la sociedad condena cuando se expresan directamente. Pero también pueden producirse salidas socialmente menos favorables: si la pulsión parcial sufre una fijación en el transcurso del desarrollo, a causa de una disposición constitucional o bien debido a acontecimientos accidentales (seducción, por ejemplo) acaecidos durante la primera infancia, podrá, ya sea dar directamente nacimiento, al llegar a la madurez, a una perversión sexual, ya sea, si padece una represión, exteriorizarse en forma de síntoma neurótico. De este esquema del desarrollo del individuo tal como Freud lo trazó en 1905, va a desprenderse la tarea de la educación: «la transformación de la sexualidad infantil representa uno de los fines de la educación», dice Freud en los Tres ensayos,5 e igualmente en Introducción al psicoanálisis:6 «Una de las más importantes tareas educativas es restringir y someter la pulsión sexual a la reproducción y a una voluntad individual acorde con los fines sociales». La educación debe, por una parte, asistir y eventualmente reforzar el proceso natural que conduce a la organización de las pulsiones parciales bajo la dominación de la genitalidad y, por la otra, velar por que las pulsiones parciales que escapan a este primer destino se orienten hacia las salidas socialmente favorables de la sublimación y la formación reactiva; por último, y principalmente, «la educación es una profilaxis que debe prevenir las dos salidas, la neurosis y la perversión».7 Con vistas a ello, condenará y hostigará (cosa que siempre ha hecho) las manifestaciones de la sexualidad durante el período de latencia, primero porque a esta edad, habida cuenta del desarrollo fisiológico del niño, las manifestaciones no pueden sino ser de naturaleza perversa y amenazan con traer aparejada una fijación de la pulsión que resultará nociva para el desarrollo, y después, porque las condiciones de educabilidad de un niño residen, precisamente, en la latencia de la sexualidad: «Los educadores, en la medida ett que prestan alguna atención a la sexualidad infantil, se conducen como si compartieran nuestros puntos de vista sobre 5. Ibíd., p. 71. 6. Introduction a la psychanalyse, p. 291. 7. Prefacio a O. Pfister, La méthodepsychanalytique, S.E. XII, p. 330. 53
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la formación, a expensas de la sexualidad, de las fuerzas morales defensivas, y como si supieran por otra parte que la actividad sexual convierte al niño en un ser ineducable. Persiguen en efecto, considerándolas un vicio, todas las manifestaciones sexuales del niño, sin poder gran cosa contra ellas».8 Así como la civilización se construye sobre el refrenamiento de las pulsiones, la educación, cuya tarea es poner al niño al servicio tanto de la especie como de la colectividad social, alcanzará sus fines mediante la coartación de la sexualidad. Pero si la sexualidad constituye un obstáculo para la educación, ello sólo ocurre cuando se exterioriza en la busca de una satisfacción directa. Si este fin se encuentra inhibido, ella provee las fuerzas que servirán a la socialización y aculturación del niño. Pero ya hemos dicho que la inhibición misma es concebida entonces por Freud como el efecto, también, de una evolución natural biológicamente determinada. Sin embargo, la educación «deberá, para permanecer dentro de su ámbito, limitarse a reconocer las huellas de lo que está orgánicamente preformado, profundizarlo y depurarlo».9 En 1905, y en los años subsiguientes, las concepciones de Freud respecto de la educación descansarán en la idea de que debe contentarse con el papel de auxiliar de la naturaleza, fijándole de este modo los límites de su acción. Lo que Freud critica son sus excesos, su desmesura (así como los de la moral sexual). No es una educación negativa lo que él preconiza, al estilo de Rousseau, ya que la evolución naturalmente preformada del niño requiere, de todos modos, el sostén de la educación, la cual, por otra parte, debe favorecer la sublimación. Freud no demanda al educador abstenerse, sino velar por no excederse en sus derechos y su función mediante una restricción desmedida de la vida sexual infantil, lo cual contravendría los fines mismos de la educación al comprometer el desarrollo del niño.
8. Trois essais sur la théorie de la sexualité, p. 72. 9. Ibíd., p. 70. 54
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En La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, de 1908, Freud acusaba a la educación y a la moral sexual civilizada de comprometer inclusive uno de los fines de la educación, al prohibir no sólo la manifestación de las tendencias perversas sino también las de la sexualidad genital en la etapa de la adolescencia, forzando así a la sexualidad a elegir vías colaterales conducentes a una satisfacción perversa o neurótica, y dañando definitivamente la función reproductiva. La otra gran crítica de que hizo objeto Freud a las prácticas educativas se refiere al perjuicio que, en su opinión, producen éstas en el desarrollo de las facultades intelectuales. La yugulación de la sexualidad por la educación resulta excesiva cuando afecta a la curiosidad sexual infantil, amenazando llevar a su represión y a la ulterior extinción de la curiosidad intelectual normalmente resultante. El ejercicio de la facultad de pensar está íntimamente ligado al destino de las pulsiones parciales. En La ilustración sexual del niño (1907), así como en Teorías sexuales infantiles (1908), Freud se pronuncia en favor de la educación sexual de los niños y critica la actitud que comúnmente adoptan al respecto los padres y educadores, actitud en la que distingue los efectos de la mala conciencia que éstos deben a sus propias represiones. Para Freud, nada justifica el negarse a satisfacer la curiosidad sexual del niño con explicaciones. El temor frecuentemente invocado de atentar contra la inocencia del niño, despertando su interés hacia las cosas sexuales, no resiste a la observación. En efecto, tal objeción se apoya en el postulado de la inexistencia en el niño de una curiosidad sexual espontánea, 55
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correlativa a la supuesta ausencia de toda vida sexual infantil. La propia ceguera de los padres y educadores respecto a aquello de lo cual la observación más cotidiana debería convencerlos, requiere una explicación. Freud ve en ella la consecuencia de la amnesia infantil, es decir, de la represión, que cobra la forma del olvido de las impresiones sexuales vividas durante los primeros años de la vida, «olvido» que hace al adulto extraño tanto a su propia infancia como a la infancia en general.1 Efectivamente, al reconocimiento de la existencia de una sexualidad infantil se oponen las barreras encargadas de mantener la represión en el propio educador. Posteriormente Freud hará notar que tal desconocimiento no impide al educador perseguir severamente las manifestaciones de la sexualidad infantil que por otra parte niega.2 Así, pues, los excesos de la coerción educativa parecen proporcionales a la intensidad de las represiones del educador, lo cual permite a Freud aconsejar a quienes ejercen el oficio de educar que se sometan a un psicoanálisis personal. Tendremos ocasión de volver sobre este punto. «En cualquier caso estoy convencido, dice Freud en otro texto, de que ningún niño, al menos ninguno mentalmente sano, y aun menos ninguno que esté bien dotado intelectualmente, puede dejar de preocuparse por los problemas sexuales en los años que preceden a la pubertad.»3 Por lo demás, la experiencia demuestra que precocidad sexual y precocidad intelectual suelen estar asociadas. Sin embargo, a las preguntas formuladas por el niño (si no está ya demasiado «intimidado» para atreverse a interrogar), el adulto responde casi siempre con una fábula, cuando no lo hace con una reprobación. Freud considera esta actitud sumamente dañosa, en varios aspectos, para el desarrollo del niño. Configura a sus ojos «la primera ocasión de un conflicto psíquico, en la medida en que opiniones por las que los niños experimentan una preferencia de carácter pulsional, pero que no están "bien" a los ojos de las personas mayores, entran en oposición con otras 1. «Les droits de la psychanalyse á l'intérét scientifique», 1913, S.E. XIII, p. 189. («Múltiple interés del psicoanálisis», véase la nota 6, p. 34). 2. Introduction a la psychanalyse, S.E. XV, p. 312. 3. «Les théories socuelles infantiles», La vie sexuelle, p. 15. «Teorías sexuales infantiles», O.C., II (p. 1.262). 56
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basadas en la autoridad de las personas mayores, pero que a ellos no les convienen. Este conflicto psíquico muy pronto puede convertirse en una escisión psíquica. Una de las dos opiniones, concomitante con el hecho de ser un buen chico pero también con la detención de ia reflexión, pasa a ser la opinión consciente dominante; la otra, que mientras tanto ha recibido nuevas pruebas por obra de la labor de investigación, pruebas que no tienen derecho a ser tomadas en cuenta, se convierte en la opinión yugulada, "inconsciente". Por esta vía queda constituido el complejo nuclear de la neurosis».4 En otro aspecto, la confianza del niño en la palabra de sus padres resultará así definitivamente quebrantada, y con ella su autoridad, paso al que atribuimos una gran importancia. En él se percibe con la mayor claridad uno de los aspectos del mecanismo psíquico de la represión, y en especial su relación con la palabra. Lo que se encuentra en el origen de la represión no es tanto la prohibición impuesta al actuar como la impuesta al decir. Lo que no puede ser dicho, tampoco puede ser conscientemente pensado, porque para el niño el otro conoce todos los pensamientos y éstos se vuelven tan culpables y peligrosos como las palabras o los actos. Pero los pensamientos no se dejan suprimir con facilidad. No por ser desterrados de lo consciente dejan de subsistir. De este modo, lo Inconsciente sería aquello que el otro no tiene que saber, y el modo más seguro de lograrlo es además disimulárselo a uno mismo. Pero lo que hay que esconderle al otro es aquello de lo que éste no quiere saber nada, de manera que el niño se ve forzado a reprimir sus pensamientos porque el adulto desconoce su propia sexualidad, y en particular sus raíces infantiles. La censura ejercida sobre la palabra —es decir, la ocultación de la verdad, la mentira por omisión— constituye así el error educativo de más gravosas consecuencias, ya que provoca la formación de síntomas neuróticos por los cuales retornará la verdad reprimida, y además compromete la independencia del pensamiento, es decir, el ejercicio mismo de la función intelectual: «No hay duda de que si la intención del educador es ahogar lo antes posible toda tentativa del niño por pensar en forma independiente, en provecho de la tan valorada "honestidad", 4. Ibíd., p. 18. 57
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nada le ayudará mejor a ello que desorientarlo en el plano sexual e intimidarlo en el terreno religioso».5 Condenado a la investigación solitaria, el niño se topará con el. enigma, para él insoluble, de la naturaleza del acto de procreación, y esto por no poder reconocer la existencia de la diferencia de sexos. Los obstáculos opuestos por los adultos a su investigación no son los únicos en juego. También la angustia de castración hace fracasar la búsqueda: reconocer la ausencia de pene en la mujer equivaldría, para el varón, a confirmar la posibilidad de verse despojado de él, y para la niña, a renunciar a la esperanza de adquirirlo alguna vez. Sin embargo, la ignorancia en la que permanece el pequeño respecto de la existencia de la vagina, que lo conduce a mantener incólume su teoría de la identidad sexual entre el hombre y la mujer, es a fin de cuentas responsable del fracaso definitivo de su esfuerzo por pensar. Ahora bien, «la incesante cavilación y la duda son, sin embargo, los prototipos de todo el trabajo de pensamiento ulterior volcado a la solución de problemas, y el primer fracaso ejerce ya, para siempre, un efecto paralizante».6 En Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci, Freud describe las tres consecuencias posibles del fracaso de las primeras investigaciones del niño. La primera vía consiste en una inhibición neurótica del pensamiento, en una «debilidad adquirida». La segunda desemboca en la erotización de las operaciones intelectuales, que cobran de este modo un carácter obsesivo y están condenadas a repetir el primer fracaso y a quedar sin conclusión. En la tercera, una parte de la pulsión y del deseo consigue sublimarse, ya desde el origen, en curiosidad intelectual, y escapa a la represión: es la salida más afortunada pero también la que se presenta más raramente.7 Fuera del porvenir intelectual de los niños, que la ausencia de sinceridad e incluso de honestidad de los adultos amenaza comprometer, lo que estas prácticas educativas promueven es su actitud general respecto de la sexualidad. El secreto en el que los adultos envuelven la realidad sexual no puede sino llevarlos a 5. «Les explications sexuelles...», La vie sexuelle, p. 11. «La ilustración sexual del niño», O.C., II (p. 1.244). 6. «Les théories sexuelles infantiles», La vie sexuelle, p. 21. 7. S.E. XI, pp. 78-80.
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pensar que algo «vil y abominable» está enlazado a ella. «La mayoría de los niños pierden la única actitud correcta frente a los problemas relativos al sexo, y muchos no la recobrarán nunca.»8 Los efectos de la moral sexual denunciados por Freud hallan así una de sus raíces en los tapujos de los educadores respecto a la sexualidad. Según Freud, a la escuela le corresponde dispensar las explicaciones sexuales, dentro del marco de la enseñanza sobre el mundo animal. La sexualidad debe ser tratada en el mismo plano que las otras materias, de forma tal que el niño no tenga la sensación de que a estas cuestiones se les otorga un lugar aparte. Pero el hecho de que sea preferible la asunción de esta tarea por la escuela se debe, en gran parte, a la torpeza de que habitualmente dan prueba los padres en la formación sexual de sus hijos.9 La educación sexual debería tener un valor preventivo respecto a las neurosis, y preservar el buen funcionamiento intelectual del niño. Su introducción en el programa educativo es, por lo demás, una de las reformas de las que Freud espera la transformación de la actitud global respecto a la sexualidad. Jones comenta que Freud volvió sobre el tema durante una sesión de la Sociedad de Viena en 1909, en la que «subrayó el particular riesgo que el descuido de su necesidad de explicaciones puede implicar para el niño. En caso semejante, la sexualidad entera puede resultar inextricablemente mezclada con la idea de una prohibición de la que emanan consecuencias fatales para la vida conyugal».10 Observemos sin embargo que más adelante, en Análisis terminable e interminable, Freud confiesa haber sobrestimado el efecto preventivo de las explicaciones de orden sexual dadas a los niños. Estos, en efecto, aunque se haya aumentado sus conocimientos, conservan sus propias teorías sexuales, más conformes con su organización libidinal. La escisión psíquica, cuya responsabilidad atribuía Freud a la censura educativa, no se produce menos cuando se suministran explicaciones sexuales: «Los niños se comportan como primitivos a los que se ha inculcado el cris8. «Explications sexuelles...», La vie sexuelle, p. 12. 9. Ibíd., p. 12. 10. E. Jones, La vie et l'oeuvre de Freud, París, PUF, 1970. 59
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tianismo y que a escondidas siguen adorando a sus antiguos ídolos».11 Pero Freud no repudió por ello la educación sexual. Aunque no siempre basta para permitir al niño la superación de sus dificultades, no le hace correr el mismo riesgo que los tradicionales tapujos, cuyo más claro efecto era introducir la desconfianza en las relaciones entre niños y adultos.12 De todas formas, en la época de La ilustración sexual del niño y de Teorías sexuales infantiles, Freud vuelca sus esperanzas de prevención de las neurosis en los progresos de la clarificación. El respeto de la verdad por el educador, la libertad de expresión y de pensamiento otorgada a los niños le parecen el camino más seguro para lograrlo. Si el poder de la palabra hace al principio de la cura analítica, también habrá de apoyarse en él la educación para ayudar al niño a superar sus conflictos psíquicos. Además de la represión de la curiosidad sexual, Freud condena igualmente la excesiva severidad hacia la actividad sexual infantil: «El refrenamiento mediante la constricción de instintos poderosos a través de medios exteriores nunca culminó en un niño en la desaparición de ese instinto ni en su dominio. Conduce a la represión que predispone a las enfermedades nerviosas ulteriores».13 Entre los peligros de la coartación y su necesidad, afirmada pese a todo por Freud, la tarea del educador no revela apenas hallarse facilitada.
11. Analyse terminée, analyse interminable, S.E. XXIII, pp. 233-234. «Análisis terminable e interminable», O.C., III (p. 3.339). 12. Sobre la educación sexual de los niños, consultar Minutes de la société psycbanalytique de Vienne, T. II, París, Gallimard, 1978. Informe de la sesión del 1512-1909, pp. 347-358. 13. Les droits de la psychanalyse..., S.E., XIII, p. 189.
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8 ALGUNAS PROPUESTAS PARA UNA EDUCACION DE ORIENTACION ANALITICA: JUANITO
Freud extrajo básicamente sus descubrimientos acerca de la sexualidad infantil de su experiencia analítica con neuróticos adultos. Deseoso de una confirmación procedente de la observación directa, pidió a los miembros de su círculo que recogieran para él observaciones sobre la vida sexual de sus hijos. Este fue el interés teórico que dio nacimiento a la práctica del análisis de niños, del cual fue Juanito el conejillo de Indias. Este análisis de una fobia en un niño de cinco años no fue conducido directamente por Freud sino, bajo su control, por el padre del chiquillo. Freud no practicó el análisis de niños, pero fueron muchos los que, tomando el camino inaugurado con Juanito, se consagraron a lo que luego pasó a ser una especialidad. Entre ellos, como se sabe, la propia hija de Freud. Con el análisis de niños, la aportación del psicoanálisis a la educación deja de ser únicamente teórica. No sólo esclareciendo al educador sobre la naturaleza del desarrollo pulsional del niño puede el psicoanálisis ser útil a aquél; además le aporta una técnica que le permite ayudar al niño a superar dificultades frente a las cuales las simples medidas educativas muestran ser impotentes. Rara vez escapa el niño a una ola de síntomas que por lo común hace su aparición al final de la primera infancia, antes de la entrada en el período de latencia. Es lo que Freud llama neurosis infantil, que puede desaparecer espontáneamente sin dejar huellas, pero que también puede servir de fundamento a una neurosis ulterior. Disolver estos primeros síntomas ya en su eclosión equivale, por así decir, a suprimir los gérmenes de las neurosis de la edad adulta. En términos ideales, una orientación 61
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auténticamente analítica de la educación implicaría el tratamiento analítico de la neurosis infantil. En su comunicación de la cura de Juanito, Freud no se limitaa señalar las ventajas de un tratamiento analítico precoz y a echar las bases del psicoanálisis del niño; también da a conocer algunas reflexiones sobre la orientación educativa deseable, según la perspectiva que la experiencia analítica sigue adoptando. Su enfoque del problema está determinado aquí por la preocupación profiláctica, en cuyo nombre Freud se lanza, como hemos visto anteriormente, contra las prácticas educativas demasiado coercitivas. Juanito fue, podríamos decir, uno de los primeros hijos del psicoanálisis. Sus padres formaban parte del medio analítico que empezaba a constituirse; la madre había sido paciente de Freud y el padre mantenía con él relaciones de trabajo. Su conocimiento de las teorías freudianas les incitó a utilizar con Juanito métodos educativos inspirados en las adquisiciones del psicoanálisis. Así fue como «convinieron en educar a su primer hijo sin más restricciones que las absolutamente necesarias para el mantenimiento de una buena conducta» y hacer «la prueba de dejarlo crecer lejos de toda intimidación».1 El desarrollo del texto muestra sin embargo que los padres, y especialmente la madre, no siempre estuvieron a la altura de tan buenas intenciones, como lo atestiguan la amenaza de castración y las prohibiciones impuestas a la masturbación que Juanito vio oponérsele como cualquier otro niño. De todos modos, parece haberle sido asegurada la libertad de expresión, así como la atención parental a sus dichos. Freud atribuye a esta educación el mérito de haber permitido al niño la comunicación de su angustia y de sus dificultades psíquicas, cosa que una educación corriente tal vez le habría vedado. «Cuando educamos a los niños, simplemente queremos que se nos deje en paz y vernos libres de dificultades; en síntesis, queremos hacer de él un "niño modelo", sin preguntarnos si este modo de actuar es bueno o malo para él.»2 Por el contrario, «todas las consideraciones y las mínimas
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restricciones posibles»3 caracterizarían la educación deseada por Freud: liberalismo y respeto hacia el niño. La perspectiva analítica parece aquí asociarse, confundiéndose con ella, a una perspectiva puramente ética. Pero esto se produce en la medida en que de la empresa analítica se desprende una dimensión indiscutiblemente ética: ella enseña el peso de la verdad (verdad que si es desconocida, reprimida, conduce a la enfermedad) y el poder apaciguador de la palabra verdadera mediante la cual los deseos se hacen reconocer. Al psicoanálisis le es difícil separarse de una ética de la verdad. Sin embargo, no es a un culto desinteresado de ésta a lo que se Consagra. La perspectiva analítica sería más bien de orden económico. Freud se expresa casi siempre én términos de balance. La represión es en todo sentido ventajosamente suplida por la condena consciente: die Urteilsverwerfung.* El respeto por la verdad es más compensatorio que «la política del avestruz»,5 rédito que Freud enlaza a lo que él llama función biológica de la conciencia, la cual, por su independencia relativa respecto al principio del placer, permite un mejor ajuste a lo real. Cuando más adelante (lo veremos a propósito de El porvenir de una ilusión), ya no encuentre en el respeto por la verdad la garantía de la felicidad, no por ello dejará de considerar más onerosa la ilusión que apunta a preservar la comodidad que el enfrentamiento lúcido de lo real. Al intentar levantar la represión, el tratamiento psicoanalítico busca incrementar la extensión del poder de la conciencia y, con ello, su control finalizado sobre los procesos psíquicos. Esta es también una de las metas que Freud asigna, como veremos, a la educación.6 «La educación para la realidad», que Freud preconiza en El porvenir de una ilusión, consiste en inducir al niño a considerar no sólo la realidad exterior, material y social, y sus exigencias, sino también la realidad psíquica, es decir, la realidad del deseo. Pero la mejor garantía para el educado de tener él mismo acceso a ella es, sobre todo, el reconocimiento de esta última realidad por parte del educador. La voluntad del educador de no querer
1. Cinqpsychanalyses, París, PUF, 1966, p. 94. «Análisis de la fobiá de un niño de cinco años (caso "Juanito")», O.C., II (p. 1.365). 2. Ibíd., p. 185.
3. Ibíd., p. 194. 4. Ibíd., p. 196. 5. L'interprétation des réves, París, PUF, 1967, p. 511. «La interpretación de los sueños», O.C., I (p. 343). 6. Cf. El porvenir de una ilusión.
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saber nada, da origen a sus esfuerzos por refrenar las manifestaciones de los deseos del niño. Cuando alcanza su fin, su coartación permite, aprés coup, creer en su inexistencia. La educación «no se ha propuesto hasta el presente otra tarea que la dominación o, para ser más exactos, la coartación de los instintos: el resultado no es nada satisfactorio, y allí donde este proceder ha triunfado no lo hizo sino en provecho de un pequeño número de hombres privilegiados a los que no se exigió la yugulación de sus instintos. Tampoco ha indagado nadie por qué caminos y al precio de qué sacrificios se cumplió tal yugulación de los instintos molestos». 7 Las prácticas educativas, por lo tanto, se han dado hasta ahora por único fin la coartación de las pulsiones. Su carácter irracional, sus raíces pasionales, quedan con ello denunciadas: estas prácticas no toman en consideración ni el interés del educado ni el de la colectividad. «Estar en paz», es decir, no ver cuestionado el propio equilibrio libidinal por tener en cuenta los deseos del niño: ésta parece ser la principal motivación para el educador, quien ya no quiere saber nada del niño que fue.8 El reconocimiento de los deseos del niño, de su sexualidad, amenazaría comprometer la conservación de sus propias represiones, protegidas por el velo de la amnesia infantil. «Si se sustituye esta tarea por la de volver al individuo capaz de cultura y socialmente útil, reclamándole para ello el mínimo sacrificio posible de su actividad propia, las aclaraciones que el psicoanálisis nos ha aportado acerca del origen de los complejos patógenos y del núcleo de toda neurosis, podrán aspirar a ser consideradas por el educador como inestimables indicaciones sobre la conducta que debe tenerse para con los niños.»9 Si se asigna a la educación el objetivo de asegurar al individuo un desarrollo máximo dentro del marco de la colectividad social, entonces los datos de partida del psicoanálisis podrán revelar su utilidad. Gracias a ellos, el educador podrá ante todo reconciliarse con la infancia, y en particular con las manifestaciones perversas de ésta. En efecto, el psicoanálisis pone de manifiesto «la 7. Cinq psychanalyses, p. 197. 8. Droits de la psychanalyse..., S.E., XIII, p. 189. 9. Cinq psychanalyses, p. 197.
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valiosa contribución a la formación del carácter que las pulsiones perversas y asocíales del niño aportan, si no se ven sometidas a la represión y desviadas de su fin primitivo hacia fines más válidos gracias al proceso conocido con el nombre de sublimación».10 No es mediante la restricción como un fin semejante puede_ ser alcanzado, y aun menos coartando las pulsiones por la fuerza: «Nuestras más altas virtudes se han elevado, mediante formaciones reactivas y sublimaciones, desde nuestras peores disposiciones. La educación debería evitar con todo cuidado el ahogo de tan preciosos resortes de acción, y limitarse a alentar los procesos mediante los cuales estas energías se encauzan por rumbos más sanos».11 La definición dada aquí por Freud a los fines de la educación no tiene nada de original. La idea de que toda empresa educativa tiene que lograr la conciliación de los derechos del individuo y las exigencias de la sociedad no es exclusivamente suya. A la educación le incumbe tratar de resolver las contradicciones eventuales entre sus miras respectivas. Encargada ante todo de llevar a buen puerto la aculturación del pequeño sujeto dentro del marco de una ética que acuerde su lugar al individuo, la educación no puede tomar solamente en consideración los fines sociales. Por otra parte, su posición de terapeuta no es ajena al hecho de que Freud haga justicia a las reivindicaciones del individuo de no ver limitar más allá de lo necesario sus posibilidades de acción y satisfacción. Son los individuos los que acuden a él para obtener el alivio de sus sufrimientos. La salud no puede serle indiferente, y ello aun cuando, por razones en definitiva técnicas, alerte a los analistas contra el «orgullo terapéutico», esto es, la obsesión de la curación.12 Pues bien, la definición que en otra parte da de la salud psíquica no carece de relación con las metas que propone a la educación: ser capaz de gozar y de actuar.13 El goce es un fin individual, y la acción puede ser puesta al servicio de éste tanto como al de la colectividad. Cuando Freud, en el prefacio a la obra de Pfister, define a la educación como una «profilaxis que debe 10. Droits de la psychanalyse, S.E. XIII, p. 18911. Ibíd., p. 190. 12. Cf. «Conseils aux médecins», La techniquepsychanalytique, París, PUF, 1967, p. 65. «Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico», O.C., II (p. 1.654). 13. Introduction a la psychanalyse, p. 435.
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prevenir las dos salidas, la neurosis y la perversión»,14 el enfoque médico parece todavía más manifiesto. No obstante, examinemos esto más detenidamente. La perversión no puede ser asimilada de ningún modo a una enfermedad. En sí misma no es peligrosa para el individuo desde el punto de vista de su conservación, porque el problema de la reproducción sólo concierne a la especie; y únicamente va acompañada de sufrimientos si suscita un conflicto psíquico, es decir, en definitiva, si se asocia a rasgos neuróticos. Por lo demás, es perfectamente compatible con la capacidad de acción y de goce que caracterizan para Freud a la salud. Si la perversión debe ser evitada por la educación, de hecho ello sucede en la medida en que es incompatible con las exigencias de la sociedad, que la considera perniciosa. Por otra parte, resiste a todos los esfuerzos terapéuticos, incluido el psicoanálisis, cuando el individuo no entra en conflicto con ella. Así, pues, neurosis y perversión representan dos polos que corresponden, uno, al punto de vista del individuo, y el otro, al de la sociedad. Son los «Caribdis y Escila» de la educación,15 que debe abrirse una vía entre el riesgo que las exigencias de la aculturación hacen pesar sobre la salud del individuo, y por otra parte los que el individuo puede hacer correr a la sociedad con la búsqueda de satisfacciones desviantes. Freud lo dice de manera explícita en el mismo texto: «La educación debe cumplir la tarea de velar por que nada perjudicial resulte, tanto para el individuo como para la sociedad, de ciertas disposiciones de las tendencias del niño».16 Definición en cierta forma negativa de la tarea educativa: evitar lo peor. La salud, indudablemente, no puede constituir un valor puramente individual. La sociedad está igualmente interesada en que las energías de sus miembros no sean malgastadas por la enfermedad. La neurosis es costosa para la colectividad, como subraya Freud en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna. La perversión también puede ser perniciosa para el individuo: aun en ausencia de conflicto psíquico, puede acarrear conflictos con
el medio ambiente que sólo harán padecer al sujeto. Parece así indudable que la noción de salud psíquica no puede ser considerada con independencia de todo criterio social. En Introducción al psicoanálisis, Freud destaca la relatividad de la noción de normalidad psíquica: entre la salud y la neurosis sólo hay grados. El sufrimiento individual no es el único criterio de la enfermedad mental; en este dominio, el veredicto de la sociedad pesa muchísimo. Es indudable que a la idea de salud psíquica no puede sino asociársele la de una armonía entre el individuo y su medio; armonía que, por lo que incumbe al ser humano, está condenada a resultar absolutamente relativa si, como Freud, se tiene por irreconciliables las exigencias de la sexualidad y las de la civilización. En esta perspectiva no puede esperarse más que una limitación de los estragos. Y ésta es la única tarea que se pueda asignar tanto a la terapéutica como a la educación. El hecho de que la salud psíquica sea una norma fundamentalmente social permite explicar que su definición pueda englobar la de los fines de la educación. La convergencia de estos dos registros, el médico y el educativo, se debe también a otros motivos que el psicoanálisis, precisamente, reveló al descubrir la etiología de las neurosis. La neurosis, y también la perversión (lo vimos a propósito de Tres ensayos para una teoría sexual), resulta de los fallos del proceso de desarrollo psíquico por los que el niño se hace adulto. Ahora bien, si definimos a mínima la educación como el conjunto de las prácticas que apuntan a favorecer este proceso, la neurosis debe ser considerada, con la perversión, como su fracaso más patente. Por otra parte, el psicoanálisis como terapéutica de las enfermedades mentales puede ser considerado como una pos-educación, y ésta es la forma en que Freud lo define en muchos lugares.17 La terapia analítica consiste, en efecto, en ascender hasta la fuente infantil del trastorno, es decir, hasta las fijaciones libidinales que obstaculizaron el desarrollo, a fin de liberar de la represión a las fuerzas psíquicas, que entonces podrán entrar en el proceso de maduración al que hasta ese momento habían
14. Prefacio a La méthodepsychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, p. 330. 15. Nouvelles conférences sur la psychanalyse, París, Gallimard, 1936,p. 196.«Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis», O.C., III (p. 2.101). 16. Prefacio a La méthode psychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, p. 330.
17. Cinq leqons sur la psychanalyse, PBP, Payot, París, 1971, p. 57. Introduction a la psychanalyse, p. 451. Prefacio a La méthode psychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, pp. 331-333. Prefacio al trabajo de A. Aichhorn, S.E. XIX, p. 274. «De quelques caracteres rencontrés en psychanalyse», S.E. XIV, p. 312. «Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica», O.C., III (p. 2.413).
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escapado: «La terapia se propone hacer dar marcha atrás a lo que, en estas dos salidas, las de la neurosis y la perversión, se presta a ello, e instituir una suerte de pos-educación».18 Si la educación puede ser definida en términos de profilaxis, o sea en términos de salud, el tratamiento psicoanalítico puede ser definido a su vez como una segunda educación. Educación y tratamiento analítico persiguen efectivamente los mismos fines. Las consideraciones de Freud acerca de los poderes respectivos del educador y del psicoanalista indican los límites que querría ver respetar a la acción educativa: «En un solo punto la responsabilidad del educador será mayor aun quizá que la del médico. El médico se enfrenta en general con estructuras psíquicas ya rígidas, y en la personalidad acabada del enfermo encontrará un límite para su propia acción, pero también la garantía de la autonomía del paciente. El educador, por su parte, trabaja sobre un terreno maleable, accesible a todas sus impresiones, y deberá forjarse el deber de no modelar el joven espíritu según sus ideales personales sino, antes bien, según las disposiciones y posibilidades que él encierra». 19 Educación y psicoanálisis han alcanzado el objetivo de su acción si garantizaron a las componentes pulsionales su apertura hacia una organización libidinal satisfactoria. Ni el educador ni el psicoanalista pueden arrogarse el derecho de imponer fines y objetos a las pulsiones del paciente o del educado. Hasta se podría hablar de educación negativa. No se trata ciertamente de dejar hacer a la «naturaleza», contentándose con protegerla de toda influencia corruptora: Freud no es de ningún modo un seguidor de Rousseau. Sin embargo, en los años siguientes a los Tres ensayos, parece haber considerado que el proceso de desarrollo de las pulsiones hacia la organización genital está biológicamente determinado. La educación deberá limitarse, por una parte, a no obstruir ese proceso, y por otra, a evitar las fijaciones perversas susceptibles de bloquearlo; por último, tendrá que orientar hacia fines culturales las pulsiones parciales que no se integran en la corriente genital, esto es, favorecer su sublimación. Donde el educador se halla más expuesto a abusar de su 16. Prefacio a La méthode psychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, p. 330. 19. Ibíd., p. 331. 68
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poder es en esta tercera tarea, que constituye la función propiamente civilizadora y a cuyo respecto Freud quisiera ver al educador limitarse a favorecer las virtualidades propias del educado. Tan sólo se trata de permitir el advenimiento de aquello que en el niño se encuentra en estado de germen. En sus Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico (1912), Freud no considera resguardado al psicoanalista de la tentación de abusar de sus poderes como educador: «Otra tentación emana de la función educativa que incumbe al médico aun cuando éste no lo quiera. Puede ser que al liquidar las inhibiciones que afectan al desarrollo, el médico acabe dando a las pulsiones liberadas nuevos fines. Se entiende que vea entonces como una cuestión de honor el convertir al sujeto cuya neurosis requirió tantos trabajos en alguien particularmente destacado, y que le proponga apuntar alto. Pero también aquí debe saber el médico dominarse y considerar menos sus propios deseos que las aptitudes de su paciente». 20 En suma, educador y psicoanalista deben someterse ambos a la regla de abstención que consiste en no desear por o en el lugar del educado o del paciente. La sublimación, que es la salida más deseable para las pulsiones parciales fuera de su integración en la genitalidad, en circunstancias favorables se efectúa de hecho de un modo espontáneo. Como hemos visto, la educación «deberá limitarse a alentar los procesos mediante los cuales estas energías se encauzan por rumbos más sanos».21 Así, pues, Freud enuncia, de un lado, la necesidad del refrenamiento sexual en la educación, y afirma, del otro, la nocividad de un refrenamiento por la fuerza y la ineficacia de la coerción como método educativo. ¿Pero qué otros caminos pueden llevar a tal refrenamiento de las pulsiones? El desarrollo de Freud en lo relativo al otro aspecto de la tarea educativa, aquel que concierne no ya solamente a las pulsiones sexuales sino a las pulsiones del Yo, tal vez ha de permitirnos responder a esta pregunta. En efecto, si bien Freud asigna a la educación la misión de favorecer el acceso a la genitalidad, así como la orientación socialmente útil de las tendencias perversas, su papel no se limita a esto. La educación debe permi20. La techniquepsychanalytique, París, PUF, 1967, p. 63. 21. Les Droits de la psychanalyse a l'intérét scientifique, S.E. XIII, p. 190. 69
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tir asimismo el acceso a lo que Freud llama la realidad, y aquí las pulsiones del Y o cumplen un rol esencial. Este es un aspecto de la educación que Freud no delimitó de entrada. Todavía en 1910 dirige principalmente su atención a la relación entre la educación y la sexualidad. Es la elaboración de la teoría del dualismo pulsiones sexuales - pulsiones del Yo la que aporta los nuevos elementos con los que enriquece su concepción de la educación. Con posterioridad, no cesó de poner el acento en la necesidad de esa «educación para la realidad» que preconiza en El porvenir de una ilusión.
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«Puede describirse a la educación como una incitación a la dominación del principio del placer y a su reemplazo por el principio de realidad.» Los dos principios del funcionamiento mental (1911). El problema de la represión, sus causas y mecanismo, es central para la cuestión de la educación tanto como para la teoría analítica. El tratamiento analítico apunta a levantar las represiones que intervienen en el origen de los síntomas. Dentro del marco de su misión profiláctica, la educación debe esforzarse por evitar que la represión se produzca. El problema de su origen, fuera del interés teórico que inspira, es de una gran importancia práctica para su prevención. Ya en los Estudios sobre la histeria, la represión es considerada como el producto de un conflicto psíquico, noción que seguirá siendo central en la teoría analítica. Pero antes de la elaboración de la primera teoría de las pulsiones, entre 1910 y 1915, el conflicto es concebido como esencialmente producido entre representaciones incompatibles: la conciencia rehúsa admitir las representaciones de carácter sexual a causa de su oposición con las concepciones morales del sujeto, con la idea, podríamos decir, que éste se forja de sí mismo y de lo que tiene que ser, eso que Freud llama por entonces el Yo. Las críticas de Freud respecto de la moral sexual civilizada y la educación que la transmite se sitúan en el marco de esta primera concepción de la represión. No obstante, y ya lo hemos apuntado, Freud se hallaba lejos 54 70
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de contentarse con esta explicación, sospechando tempranamente que las formaciones morales bien pódríá.n ser los efectos de las defensas del sujeto frente a la sexualidad más que sus causas, y esto le condujo a suponer la existencia de una fuente de displacer inherente a la sexualidad. En un principio intentó explicar por la aparición tardía de la pubertad el hecho de que la represión sólo afecte a representaciones vinculadas a la sexualidad. Al estar relacionados con la sexualidad, los recuerdos infantiles se volverían patógenos con el empuje sexual de la pubertad, y entonces solamente sucumbirían, aprés coup, a la represión. Contrariamente a las experiencias de índole no sexual que el Y o del sujeto integra de manera progresiva a lo largo de su desarrollo, las experiencias sexuales pueden escapar al proceso de ligazón de las excitaciones —característica del sistema secundario— gracias a su escasa intensidad en la época infantil, y permanecer así sometidas a la sola ley de la descarga inmediata del proceso primario. Al verse incrementada su intensidad con la pubertad, la inesperada violencia de su irrupción sorprende a las defensas del sistema secundario, suscita el displacer y fuerza a recurrir a la represión, mecanismo arcaico de defensa contra el dolor, equivalente a la fuga ante las excitaciones externas. El descubrimiento de la sexualidad infantil volvió parcialmente caduca esta explicación. La aparición tardía de la pubertad no alcanza para dar cuenta del hecho de que la represión se dirige a la sexualidad. La hipótesis de un desajuste entre la experiencia sexual infantil y el surgimiento, sólo al llegar la pubertad, de la excitación sexual, es invalidada por el descubrimiento de la existencia de excitaciones de índole sexual durante la primera infancia. Freud hizo intervenir entonces mucho más tempranamente, en la historia del sujeto, la represión de la sexualidad: en la instauración del período de latencia y bajo los efectos conjugados de la educación y de un proceso espontáneo biológicamente determinado. Y a en La interpretación de los sueños, la instauración tardía de la pubertad deja de ser para Freud responsable de la represión, que ahora se debe al hecho de que el sistema secundario se constituye tan sólo progresivamente a partir del sistema primario. Segundo en el tiempo, no llega a establecer por completo su dominación sobre el primer sistema, del que emanarán, a lo largo de la vida, los impulsos de deseo que constituirán para
él otras tantas constricciones: «A este retardo se debe el hecho de que una parte de nuestro material mnémico permanezca inaccesible a la investidura preconsciente». 1 Así, pues, para que haya represión es preciso que un caudal de recuerdo infantil haya escapado a la vigilancia del Preconsciente, es decir, del sistema secundario, que desde ese momento revela ser impotente para inhibir la liberación de los afectos a él enlazados. Freud no explica aquí por qué motivo son particularmente los deseos infantiles de carácter sexual los que escapan al dominio del Preconsciente. Sólo indica que la realización de algunos de estos deseos pertenecientes al sistema primario «sería contraria a las representaciones-fines del pensamiento secundario» 1 y provocaría un sentimiento de displacer. «Precisamente, esta transformación de afectos constituye el sentido de lo que hemos denominado "represión".» 1 Aquello cuyo cumplimiento es fuente de placer para un sistema se convierte en displacer para el otro. El problema de la represión permanece aquí intacto. Freud no da ninguna explicación de esa transformación del placer en displacer con el paso de un sistema al otro. Pero tampoco dice por qué ella afecta específicamente a lo que pertenece al dominio de la sexualidad. Apunta simplemente que dicha transformación está enlazada a la actividad del segundo sistema, se produce a lo largo del desarrollo y la aparición de la repugnancia en el niño da fe de ella. Todo cuanto se puede decir es que el registro de las representaciones sexuales parece estar más específicamente sometido al proceso primario, es decir, a las leyes del Inconsciente, mientras que el Yo se vincula, por el contrario, con el sistema secundario, o Preconsciente. La incompatibilidad del modo de funcionamiento propio del sistema primario con el del sistema secundario hallaría su expresión en la repulsión particular del Y o ante lo que corresponde al registro de la sexualidad. De este modo, la oposición entre el Y o y la sexualidad pasa a ser, en el marco de la teoría del aparato psíquico, oposición entre proceso primario y proceso secundario, entre Inconsciente y Preconsciente.
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¿Qué se gana con esta traducción? Freud subraya ciertamente, merced a lo que él mismo llama ficción teórica del aparato psí1. L'interprétation des réves, p. 513. 73
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quico, la extrañeza, la alteridad radical de la sexualidad con respecto al Yo, su carácter funcionalmente antinómico, cosa que la idea de un conflicto psíquico de índole moral no destaca en forma alguna. El Yo. y la sexualidad son, en un sentido, tan extraños el uno al otro, al decir de Freud, como el oso blanco y la ballena: no son del mismo mundo. A lo que tiende la cura analítica es a hacer que se reúnan, a fin de cumplir las condiciones de posibilidad de una solución del conflicto. ¿Por qué razón tal división entre dos dominios radicalmente diferentes se instaura en el seno del aparato psíquico? Dicho de otro modo, ¿qué es lo que preside el surgimiento del segundo tipo de funcionamiento? En el Proyecto, y en La interpretación de los sueños, Freud responde: la necesidad. En el marco del funcionamiento primario del aparato,2 la tensión psíquica suscitada por las excitaciones internas (necesidades fisiológicas, por ejemplo) tiende a descargarse inmediatamente en forma alucinatoria, vale decir, reactivando la huella mnémica dejada por la experiencia anterior de satisfacción. En ausencia del objeto, la satisfacción real no se produce, y bajo la tensión creciente de la necesidad el dolor aparece. El aparato psíquico se ve entonces forzado a corregir su propio funcionamiento, a modificarse inhibiendo el mecanismo alucinatorio, y a utilizar una cierta cantidad de la energía provista por la tensión en busca, a través de la motilidad, de una aparición de la percepción real del objeto de satisfacción. De este modo, el aparato psíquico se ve forzado, bajo la presión de la necesidad, a hacerse cargo de las informaciones suministradas por la realidad y a operar una discriminación con respecto al recuerdo. Se constituyen así procesos nuevos, correspondientes al pensamiento, por los cuales el aparato psíquico prepara y anticipa la acción. Puesto que tales procesos requieren cierta cantidad de excitaciones, el aparato psíquico debe inhibir su fluencia y elevar el potencial global hasta que el encuentro con el objeto de satisfacción permita la descarga. El segundo sistema implica, pues, una modificación del principio de displacer debido a que el aparato psíquico está obligado a tolerar cierta tensión. Pero en el interior del aparato psíquico, modificado así a 2. Retomamos aquí la descripción del funcionamiento del aparato psíquico del Proyecto de una psicología para neurólogos.
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causa de las necesidades y de la exigencia de recurrir al mundo exterior para satisfacerlas, subsisten procesos correspondientes al modo primitivo de funcionamiento. En el Proyecto, el Y o designa la instancia inhibidora que obstruye la fluencia de la excitación y permite la instauración del proceso secundario. El Y o no sería otra cosa que la totalidad de las investiduras en el sistema secundario, correspondiente a la energía «ligada». Vemos perfilarse así las relaciones entre el Yo, las necesidades y la realidad. Fueron las necesidades fisiológicas las que, bajo la presión del displacer, forzaron a los procesos psíquicos a evolucionar, diferenciarse y hacerse cargo de la realidad. El Yo, como función inhibidora, está al servicio de esta tarea, que consiste en mantener la integridad del aparato psíquico, amenazado por el dolor, y asegurar la conservación del organismo. Pero lo que hace que la sexualidad escape en gran parte al proceso secundario no queda con ello aclarado, como tampoco la amenaza que parece constituir para el Yo. Se comprende que la irrupción de un proceso primario en el interior del sistema secundario pueda provocar displacer en el seno de este sistema, que sólo tolera el paso de pequeñas cantidades de energía, y que éste se defienda de ello (a lo cual correspondería la irrupción de una representación sexual en el preconsciente). Pero cuesta entender de qué modo el sistema secundario sería capaz de inhibir el desarrollo de displacer ligado al recuerdo de una experiencia dolorosa (que corresponde a la irrupción de un proceso primario) y de investir la representación correspondiente (como lo atestigua el hecho de que los recuerdos de experiencias desagradables en general no se ven afectados por represión), y sería impotente para efectuar la misma labor en lo que concierne a las representaciones sexuales.3 La sexualidad sería menos dominable por el Yo que el dolor físico, y, en cierto modo, más dolorosa que el dolor. El artículo Los dos principios del funcionamiento mental, de 1911, intenta aportar una solución a este problema. Aquí Freud reanuda en términos cercanos a los del Proyecto, la descripción de la génesis del aparato psíquico, con la diferencia de que ahora prefiere el término principio de placer al de principio de displa3. L'interprétation des réves, pp. 512-513. 73
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cer, y de que introduce el de principio de realidad, al que erige como principio de funcionamiento del proceso secundario, cuya descripción, por otra parte, no modifica: ligazón de la energía, elevación de la cantidad de excitación tolerada en el sistema, emergencia de la atención, la memoria y el pensamiento con vistas a reencontrar, mediante una acción apropiada en la realidad, el objeto de la satisfacción. A la instauración de este principio de realidad corresponde la necesidad, para el aparato psíquico, de disponer de un máximo de informaciones sobre el mundo exterior, lo que lleva al abandono, al menos parcial, del principio del placer: «Lo que entonces se presentó en mi espíritu ya no fue lo agradable sino lo real, aunque fuese desagrable».4 En La interpretación de los sueños, Freud ya había indicado la necesidad de una relativa independencia del pensamiento con respecto al principio del placer, pero sin embargo consideraba que éste regía igualmente el proceso secundario.5 La aportación de este texto reside en la luz que proyecta sobre las causas de la insumisión al principio de realidad de aquello que pertenece al dominio de la sexualidad. Freud pone aquí en relación la dinámica de las pulsiones sexuales y de las pulsiones del Yo (que hacen ahora su primera aparición) con el desarrollo del aparato psíquico y sus leyes económicas. Las pulsiones del Yo, que comprenden esencialmente las de autoconservación, se dejan someter fácilmente al principio de realidad a causa de su dependencia respecto de los objetos exteriores necesarios para la satisfacción. Las pulsiones sexuales, por el contrario, prescinden originariamente de todo objeto exterior y se satisfacen de manera autoerótica, lo cual les permite escapar al proceso de desarrollo que afecta a las pulsiones del Yo y permanecer, dentro del marco del proceso primario, bajo la dominación del principio del placer. Por otra parte, en el momento en que las tendencias sexuales comienzan a orientarse hacia un objeto exterior, este proceso es interrumpido por el período de latencia, que suspende el desarrollo sexual hasta la pubertad. De la dependencia de las pulsiones del Yo con respecto a la 4. S.E. XII, p. 219. 5. L'interprétation des réves, p. 512.
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realidad, de la posibilidad de la satisfacción autoerótica unida a la existencia del período de latencia, resulta «una relación más estrecha, por un lado, entre la pulsión sexual y los fantasmas y, por el otro, entre las pulsiones del Yo y las actividades de la conciencia».6 Ahora bien, «en el reino del fantasma, la represión subsiste omnipotente: comporta la inhibición de ideas, in statu nascendi, antes de que puedan ser observadas por la conciencia, si la energía que les es adjudicada resulta capaz de suscitar displacer. Este es el punto débil de nuestra organización psíquica; y puede ser empleado para reinstalar bajo el dominio del principio del placer procesos de pensamiento que ya se habían vuelto racionales. Una parte esencial de la predisposición psíquica a la neurosis reside, de este modo, en la educación retardada de las pulsiones sexuales en comparación con la toma en consideración de la realidad y, correlativamente, en las condiciones que hacen posible dicho retardo». 1 La transformación del «yo-placer» en «yo-realidad», «es decir, la capacidad del Yo para soportar el displacer», se cumple bajo la presión de las pulsiones del Yo. Una parte de los procesos psíquicos —los vinculados a las pulsiones de autoconservación— sufre así un desarrollo que los coloca bajo la dominación del principio de realidad, mientras que la otra parte, separándose de la primera, conserva su independencia, escapa al proceso de desarrollo de la precedente y queda «ineducada», vale decir, insometida al principio de realidad. Esto lleva a Freud a dar una nueva definición de la educación: «Puede describirse a la educación como una incitación a la dominación del principio del placer y a su reemplazo por el principio de realidad, o sea que ella busca aportar su ayuda al proceso de desarrollo que afecta al Yo. Con tal finalidad se sirve del amor como de una recompensa por parte de los educadores, y por eso fracasa cuando el niño mimado piensa que posee este amor en todos los casos y que, pase lo que pase, no puede perderlo».7 Según esta nueva definición, la influencia de la educación se ejercería principalmente gracias a las pulsiones del Yo. Sólo ellas serían educables, mientras que las pulsiones sexuales quedarían sustraídas a toda influencia debido a su independencia con res6. S.E. XII, p. 222. 7. S.E. XII, p. 224.
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pecto al mundo exterior así como a su adormecimiento durante el período de latencia. Freud desarrollará este punto de vista en Introducción al psicoanálisis-. «Las tendencias sexuales y el instinto de conservación no se comportan en la misma forma con respecto a la necesidad real. Los instintos cuyo fin es la conservación y todo lo a ella vinculado son más accesibles a la educación; tempranamente aprenden a plegarse a la necesidad y a adecuar su desarrollo a las indicaciones de la realidad. Esto es comprensible, dado que no pueden procurarse de otro modo los objetos que necesitan y sin los cuales el individuo corre el riesgo de perecer. Las tendencias sexuales, que al comienzo no tienen necesidad de objeto e ignoran esta necesidad, son más difíciles de educar. Llevando, por así decir, una existencia parasitaria asociada a la de los otros órganos del cuerpo, susceptibles de hallar una satisfacción autoerótica sin salirse del propio cuerpo del individuo, escapan a la influencia educativa y a la necesidad real y, en la mayoría de los hombres, conservan en ciertos aspectos durante toda la vida ese carácter arbitrario, caprichoso, refractario, "enigmático".» 8 Las pulsiones del Yo, o pulsiones de autoconservación, no son sometidas de entrada al principio de realidad. El niño y la madre que provee a sus necesidades realizan inicialmente un sistema autárquico que Freud compara con el huevo, y gracias al cual el niño se halla a resguardo de la realidad exterior. Las exigencias de la realidad, los renunciamientos que ésta impone se encarnan primeramente para el niño en las exigencias parentales, que consisten, precisamente, en medidas educativas. Estas deben ser dosificadas en función de las posibilidades del niño, que no está en condiciones de afrontar directamente la realidad. La educación, dice Freud, debe ser un «juego de vida»,9 pero ha de preservar al niño del enfrentamiento brutal con la existencia. Las medidas educativas consisten básicamente en exigir al niño la tolerancia de cierta dosis de displacer que constituye el renunciamiento a las satisfacciones pulsionales inmediatas, a fin de obtener un placer diferente. El amor como recompensa, es decir, una 8. Introduction a la psychanalyse, p. 334. 9. Contribution a une discussion sur le suicide, S.E. XII, p. 232. «Contribuciones al simposio sobre el suicidio», O.C., II (p. 1.636).
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satisfacción de carácter sexual,10 representa ese placer en cuyo, nombre el niño aceptará el displacer impuesto. Así, pues, una parte de las pulsiones sexuales favorece el proceso educativo. Se renuncia a satisfacer ciertas componentes de la sexualidad para conservar el beneficio de otras satisfacciones igualmente libidinales. Estas últimas acaban siendo preferidas, en la medida, muy probablemente, de que al mismo tiempo favorecen las pulsiones del Yo. Como señala Freud: «No se tarda en comprobar que ser amado es una ventaja a la que se puede y se debe sacrificar muchas otras».11 Ambas, la libido y las necesidades, participan pues del proceso educativo. El hecho de que el paso del principio del placer al principio de realidad se efectúe mediante una prima de placer no es más que una paradoja aparente, si se considera, como apunta Freud más adelante, que el principio de realidad consiste precisamente en la aceptación del displacer con vistas al placer mismo. Pero, según Indica Freud, el temor de perder el amor entra también en juego. Para el niño, el amor no representa únicamente una satisfacción de índole libidinal, sino también la garantía de estar protegido del mundo exterior, y por eso interesa a las pulsiones del Yo. En último extremo, sería el temor por la autoconservación lo que conferiría su poder a la influencia educativa. Así, pues, las pulsiones del Yo serían los motores de la educación. La mira de la educación es apoyar el desarrollo del Yo, vale decir, en definitiva, reforzar las pulsiones del Yo. Estas mismas pulsiones servirían después para refrenar las pulsiones sexuales, que no son directamente influenciadles por la educación.12 El hecho de que sean los 10. Aunque inhibida en cuanto al fin, cf. Psicología de las masas y análisis del Yo. 11. S.E. XIV, p. 282. 12. Las relaciones entre lo que Freud denomina Yo (en la expresión yo-placer yo-realidad) y las pulsiones de autoconservación, a las que igualmente llama pulsiones del Yo, no son fáciles de precisar. Las pulsiones del Yo corresponden al punto de vista de la dinámica de las fuerzas obrantes en el psiquismo, mientras que el Yo atañe al punto de vista tópico sobre el aparato psíquico. En este último sentido, puede decirse que corresponde al conjunto del proceso secundario o preconsciente. Las pulsiones de autoconservación constituirían el sustrato dinámico del Yo, el cual correspondería al modo de funcionamiento del aparato psíquico orientado a dar satisfacción a las pulsiones de conservación. El Yo como instancia, dentro del marco de la segunda tópica, sería así «la agencia psíquica destinada a la conservación del individuo» (Vocabulaire de la psychanalyse, París, PUF, 1967, J . Laplanche y J.B. Pontalis, artículo Moi), {Diccionario de Psicoanálisis,
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padres, con sus exigencias, quienes constituyen para el niño la primera encarnación de la realidad, lleva a interrogarse sobre el sentido que debe otorgarse a la noción de realidad en Freud, especialmente en lo que él denomina «principio de realidad». Las exigencias parentales son difícilmente asimilables a los datos brutos del mundo exterior. La realidad a la cual el niño debe aprender a someterse, y con la cual debe contemporizar en su búsqueda de satisfacción, es, ante todo, la voluntad de los padres. O sea que, muy lejos de que tenga que vérsela con la necesidad pura, con lo que el niño se ve confrontado es con una realidad humana. Más aun que la brutal necesidad de transformar la naturaleza para sonsacarle aquello que puede satisfacer las necesidades, lo que los padres representan para los niños son las exigencias nacidas de la vida en sociedad, es decir, las de adecuar su comportamiento a normas sociales. En este sentido, la «realidad» del «principio de realidad» se confunde con la réalidad social.
En esta perspectiva, parece difícil separar las exigencias sociales de los imperativos morales cuyo carácter patógeno Freud denuncia en otra parte. Para el niño, la realidad son los otros y sus exigencias, sus demandas, sus deseos; o sea que está tejida por el lenguaje y la palabra.13 Más tarde, Freud dirá que la realidad exterior es considerada por el adulto según el modelo de su relación de hijo con sus padres.14 En Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte,15 Freud identifica además de manera explícita la presión de la realidad con la presión educativa. El medio circundante, es decir, la realidad social, viene simplemente a reemplazar para el adulto lo que para el niño eran las exigencias educativas. El factor externo que preside la transformación de las «malas inclinaciones», «consiste en la presión ejercida por la educación, que se constituye en portavoz de las exigencias del ambiente civilizado y cuya influencia queda reemplazada después Ed. Labor, Barcelona, 1971, artículo Yo), y «el yo-realidad no tiene otra cosa que hacer que tender hacia lo útil y asegurarse contra los daños» («Le double principe de fonctionnement psychique», S.E. XII, p. 223). «Los dos principios del funcionamiento mental», O.C., II (p. 1.638). 13. Casi se podría decir que para el niño la realidad social es la realidad psíquica (die psyschiche Realitát) del Otro (parental). 14. Malaise dans la civilisation, p. 83. 15. Essais de psychanalyse, p. 244, París, Payot, 1963.
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por la acción directa de este ambiente». La presión exterior se interioriza y forma la moralidad del sujeto. Sin embargo, aunque ello no aparezca con claridad en el texto Los dos principios del funcionamiento mental, no es posible conferir al principio de realidad el sentido único de principio de conformidad con las exigencias de la sociedad. Lo que Freud pone de relieve en el paso del principio del placer al principio de realidad es la nueva capacidad del aparato psíquico para hacerse cargo no ya solamente de lo que da placer, es decir, las representaciones agradables, sino también de lo que es verdadero, es decir, la conformidad de las representaciones con la realidad, aunque sean displacenteras. La capacidad de soportar el displacer es necesaria para el pensamiento, que funciona a partir de criterios de verdad y falsedad. La liberación del pensamiento frente al displacer apunta a posibilitar la integración del máximo de informaciones concernientes a la realidad exterior. Pero el pensamiento no sólo se enfrenta con esta realidad, sino que está al servicio de las necesidades y de los deseos, que constituyen para él otra realidad. Y si bien el período de latencia quita su fuerza a los deseos sexuales, éstos se imponen brutalmente al llegar la pubertad. Integrarlos constituye entonces para el pensamiento, o sea para el proceso secundario, una pesada tarea en la que a menudo fracasa. La represión es la marca de e&te fracaso. Para el pensamiento, la realidad exterior no es la única fuente de displacer a superar. Los deseos constituyen otra, que ' también debe ser asumida. Una de las tareas del pensamiento es reconocer los deseos a fin de examinar su compatibilidad con las exigencias de la realidad exterior. La condena por el juicio, die Urteilsverwerfung, vale decir, un proceso de pensamiento consciente, debe reemplazar a la represión, en el caso de que ambas revelaran ser incompatibles. Esto es lo que procura obtener el tratamiento analítico, y es aquí, precisa Freud, donde éste resulta comparable a un proceso educativo, puesto que se esfuerza en lograr que el sujeto reconozca, a pesar del displacer que a ellos se asocia, sus deseos. También el mundo de los deseos constituye, pues, una realidad a la que Freud da el nombre de «realidad psíquica». Si la meta de la educación es adaptar al niño a la realidad exterior, enseñándole a hacerse cargo de ella, el tratamiento analítico lleva al
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adulto a reconocer esa otra realidad que son sus deseos. Sin embargo, hay una relación entre la negativa a reconocer la realidad psíquica en la represión y la imposibilidad de integrar los elementos de información provistos por la realidad exterior. De este modo, la amnesia infantil del educador, es decir, la represión de su propia sexualidad infantil, le impide reconocer sus manifestaciones en los niños a los que educa. Aquí, la realidad interior se une a la realidad exterior. Tiempo después, Freud preconizará una educación para la realidad, que no le parece asegurada por el método educativo corriente en la medida en que éste descuida, o más bien niega, precisamente, los deseos, esto es, esa realidad que la sexualidad humana constituye, y no prepara a los niños para hacerse cargo de ella y afrontarla. La subsistencia de un mecanismo psíquico como la represión marca, pues, el fracaso de la educación en la tarea de asegurar la completa dominación del principio de realidad sobre el principio del placer. El proceso secundario muestra ser impotente para superar el displacer suscitado por las representaciones sexuales, así como para integrarlas. En descargo de la educación tradicional, Freud señala las dificultades específicas inherentes a la labor de integración que constituye, hablando con propiedad, la educación de las pulsiones sexuales. En efecto, a todo lo largo del período de latencia éstas se encuentran adormecidas, por lo que las representaciones a ellas asociadas quedan desinvestidas y permanecen apartadas de los procesos de desarrollo que afectan al Yo y a las pulsiones que se le atribuyen. Así, pues, la irrupción de representaciones sexuales reinvestidas, en el período de latencia, constituye una sorpresa para el proceso secundario, forzado entonces a recurrir a la represión. Podría considerarse en consecuencia que Freud de algún modo vuelve a las hipótesis formuladas en el Proyecto acerca del origen de la represión. Sin embargo, esto no es tan sencillo. Freud pone igualmente el acento sobre el autoerotismo y la capacidad de la pulsión sexual para satisfacerse de manera fantasmática. Lo que caracterizaría sustancialmente a la sexualidad sería su independencia respecto a la realidad, independencia que debe al modo de satisfacción que le es propio, o más bien a los modos de satisfacción que le son propios. 72 73
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En efecto, no cabe en absoluto confundir las satisfacciones ligadas al autoerotismo con las proporcionadas por la actividad fantasmática. Si bien presentan la característica común de prescindir de un objeto exterior, no se reducen la una a la otra. La actividad fantasmática surge con ocasión de las primeras manifestaciones masturbatorias del niño, y las acompaña. A partir del renunciamiento a la masturbación, los fantasmas asociados a ella se vuelven inconscientes. Se expresan después en los sueños o en las ensoñaciones diurnas, y eventualmente en los síntomas. El acto autoerótico como tal pone en juego el cuerpo propio y puede considerarse que éste es el objeto por medio del cual la pulsión sexual alcanza una satisfacción cuyo lugar es la zona erógena. A cambio de esto, la actividad fantasmática parece corresponder a otro tipo de satisfacción. El diferenciado empleo que hace Freud de los términos Befriedigung y Erfüllung (en Wunscherfüllung) correspondería a esta dualidad. El deseo obrante en el fantasma se satisface de alguna manera con su propia expresión, como lo prueba el sueño. El deseo equivale a su cumplimiento, dice Freud a propósito de la culpabilidad inconsciente. La satisfacción fantasmática se acercaría al modo primario de satisfacción por alucinación del objeto. Al contrario de la necesidad, el deseo sexual se satisfaría con una ilusión.16 Parecería que la existencia de una satisfacción sexual fantasmática constituyera la característica esencial de la sexualidad humana. El surgimiento de una Wunscherfiillung que acompaña a la Befriedigung de la pulsión, y que,luego se hace autónoma, muestra ser capital en el destino de la sexualidad humana. La pulsión sexual quedará sometida, para su satisfacción, a las condiciones creadas por el fantasma. El yo se sublevará no tanto contra las 16. En Fantasmes hystériques et bisexualité: «El acto masturbatorio (en el sentido más amplio: onanista) se componía entonces de dos elementos: la evocación del fantasma y, en el punto culminante de éste, el comportamiento activo orientado hacia la autosatisfacción. Este compuesto, como se sabe, es en realidad una soldadura. Originariamente, la actividad era una práctica puramente autoerótica para obtener la ganancia de placer a partir de una zona corporal determinada que debe calificarse de erógena. Más tarde, esa actividad se fusionó con una representación de deseo procedente del dominio del amor de objeto, y sirvió a la realización parcial de la situación en la cual el fantasma culminaba.» (Névrose, psychose et perversión, p. 151). «Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad», O.C., II (p. 1.349).
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exigencias de las pulsiones sexuales como contra las representaciones fantasmáticas. La actividad sexual poseería, entonces, dos registros, dos caras podríamos decir, una de las cuales, la actividad propiamente pulsional, concerniría más al cuerpo y echaría raíces en lo biológico, y la otra, la actividad fantasmática, aunque tomando su fuerza de la primera y determinando de rebote las modalidades de su actividad, parece pertenecer al registro del lenguaje, como indican los análisis efectuados por Freud sobre el fantasma Pegan a un niño.17 Al poner de relieve la existencia de una satisfacción fantasmática, Freud destaca netamente la radical diferencia entre las pulsiones sexuales y las necesidades que él asocia a las pulsiones del yo. Diferencia de naturaleza que puede convertirse en oposición cuando, por ejemplo, el fantasma reprimido toma cuerpo en el síntoma, desviando al órgano implicado del cumplimiento de sus funciones orgánicas. La satisfacción del fantasma por medio del síntoma pone entonces en peligro la conservación del organismo, como puede verse, por ejemplo, en la anorexia mental. La insumisión de la sexualidad respecto al principio de realidad tendría, pues, su fundamento en la indiferencia de la sexualidad respecto a la conservación del individuo: lo que es placer para un sistema es displacer para el otro. Pero lo que sin duda ocurre es que el placer de uno es de un orden muy diferente al placer del otro. La naturaleza del placer en el sistema primario, suscitada por el fantasma sexual y que provoca el displacer del yo, parece emparentarse con lo que Freud creyó leer en el rostro del «Hombre de las ratas», y que describió con estas palabras: «El horror de un goce por él mismo ignorado». La oposición pulsión sexual - pulsión del Yo o de autoconservación, por la cual Freud, a partir de la década de 1910, cree poder explicar la represión, introduce la idea de que la función sexual encarna para el individuo una amenaza de muerte. Los placeres a que apunta corren el riesgo de ser mortales, y la represión responde a esta amenaza. Así, la repulsión moral del sujeto con respecto a la sexualidad, como bien había vislumbrado antes Freud, no es sino la máscara de una angustia de muerte.18 17. Névrose, psychose etperversión. 18. Las relaciones entre deseo y pulsión no son en Freud fáciles de determi-
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La existencia de una satisfacción fantasmática de la pulsión sexual, fuera de las cuestiones suscitadas por la extrañeza de semejante modo de satisfacción, plantea ciertos problemas que el texto de Freud deja en suspenso. Si bien da cuenta de las causas de la relación privilegiada entre sexualidad y proceso primario inconsciente, y de la resistencia de la sexualidad a verse integrada en el proceso secundario bajo la dominación del principio de realidad, no explica la repulsión particular de los procesos secundarios respecto a las representaciones sexuales, que Freud coloca en el origen de la represión. Dicho de otro modo, la atracción que el Inconsciente ejerce sobre lo sexual se explica por la indiferencia de lo sexual con respecto a la realidad, pero la repulsión, el rechazo activo por parte del yo, queda sin ser explicado. ¿Por qué se defiende el yo del fantasma? «En los casos en que un grupo de representaciones permanece en el Inconsciente, el psicoanálisis no deduce de ello una incapacidad constitucional para la síntesis, qu,e se manifestaría precisamente en esa disociación. Por el contrario, afirma que es la rebelión activa de otro grupo de representaciones lo que ha causado la aislación y la inconsciencia del primer grupo.»19 ¿Por qué el proceso secundario, íntegramente al servicio de las necesidades de conservación, manifiesta una resistencia particular a integrar las representaciones sexuales fantasmáticas? ¿De qué modo contraría la actividad fantasmática, por 'la que se satisfacen los deseos sexuales, las nar. Si se distingue en la pulsión, como él lo hace, el empuje, la fuente, el fin y el objeto, quizá podría decirse que el deseo toma su potencia del empuje, pero es el fantasma por el cual se expresa lo que determinará el fin y el Objeto de la pulsión. Lacan hizo observar que los destinos de la pulsión descritos por Freud corresponden a las diferentes variaciones de que es gramaticalmente susceptible una frase: inversión del sujeto y el objeto, paso de la voz activa a la voz pasiva. Los fantasmas inconscientes y sus transformaciones corresponden también a una frase y a las transformaciones de que ésta es gramaticalmente susceptible, como demostró Freud respecto del fantasma: un niño es pegado. La pulsión parte del cuerpo, donde tiene su fuente, para volver a él en la satisfacción, en la que Freud veía su fin. Pero es el lenguaje el que determina su trayecto, es el fantasma el que determina las modalidades de su satisfacción; así, pues, pulsiones y deseo estarían anudados como lo están el cuerpo y el lenguaje. 19. «Les troubles psychogénes de la visión», Névrose, psychose et perversión, p. 169. «Concepto psicoanalítico de las perturbaciones psicopatógenas de la visión», O.C., II (p. 1.631).
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representaciones del Preconsciente? ¿No podría concebirse una suerte de coexistencia pacífica de los dos sistemas, uno de los cuales, enteramente independiente de la realidad, sería la sede de los deseos sexuales y de la satisfacción alucinatoria, y el otro, sometido a la realidad, aseguraría la satisfacción de las necesidades? ¿Por qué viene el sistema primario a perturbar al segundo, como cabe inferir de la repulsión de éste respecto a lo que emana del primero? En un texto posterior, Freud suministra una respuesta, aunque incompleta, a estas interrogantes: «Una parte de las pulsiones sexuales es apta, como sabemos, para la satisfacción autoerótica, y se presta entonces a los desarrollos descritos más adelante, que se operan bajo la dominación del principio del placer. En cuanto a las pulsiones sexuales que exigen de entrada un objeto, y a las necesidades de las pulsiones del Yo, que jamás pueden satisfacerse de manera autoerótica, ellas no pueden sino trastornar ese estado y preparar la progresión». 20 Así, pues, ciertas componentes de la sexualidad impiden una satisfacción exclusivamente autárquica. También las pulsiones que presiden el desarrollo de la sexualidad bajo la primacía de la genitalidad, con vistas a la reproducción, ponen en juego a la realidad. La separación total entre proceso primario y pulsiones sexuales por un lado, y proceso secundario y pulsiones del yo por el otro, no puede ser mantenida de un modo riguroso. Freud indica este desarrollo en Los dos principios del funcionamiento mental-. «Mientras que el Yo pasa, a través de estas transformaciones, del Yo-placer al Yo-realidad, las pulsiones sexuales emprenden los cambios que las conducen desde el autoerotismo original, y a través de fases intermedias variadas, hacia el amor de objeto y la procreación». 21 El acceso a la genitalidad implica el acceso a la realidad, es decir, la integración de la sexualidad en el proceso secundario. ¿Por qué es tan difícil esta integración? Valiéndonos de lo que Freud desarrolla en Los instintos y sus destinos, propondremos la hipótesis siguiente. En el aparato psíquico las pulsiones deben hacerse representar por una representación. En la época de la
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pubertad, la corriente genital estaría forzada a asociarse a las representaciones sexuales existentes en el inconsciente y que corresponderían a los fantasmas infantiles, que entonces el Yo ya no podría aceptar debido a su incompatibilidad con sus propias representaciones-fines. La experiencia analítica demuestra que casi siempre se trata de fantasmas incestuosos que chocan, no con la renegación de la realidad, sino con la prohibición del incesto. También aquí el principio de realidad parece remitir más a las leyes sociales fundamentales —que son las de la palabra— que a las leyes de la naturaleza. El displacer suscitado por el fantasma y que trae aparejada la represión por parte del yo, correspondería a la angustia de castración provocada por el riesgo que se correría si se transgrediera esa prohibición. Así, pues, el principio de realidad designaría, por una parte, el efecto de la integración por el aparato psíquico de los datos del mundo exterior y la constitución de un criterio que permitiría distinguir lo real de lo que no lo es; por otra parte, significaría aquello en cuyo nombre ha tenido lugar este proceso, es decir, la exigencia de autoconservación: a saber, que para cierta parte del aparato psíquico, para el Yo, la inquietud por la conservación habría podido más que el apetito de goce.
20. «Pulsions et destins des pulsions», Métapsychologie, París, Gallimard, 1976, p. 37. «Los instintos y sus destinos», O.C., II (p. 2.039). 21. S.E. XII, p. 224.
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«Lo que has heredado de tus padres, adquiérelo para poseerlo.» Tótem y tabú (1913) Con Tótem y tabú, Freud vuelve a abordar el problema de la antinomia entre sexualidad y civilización, problema que nunca renunció a juzgar fundamental. Es indudable que las exigencias de la propia conservación explican en parte la represión, en la medida en que las pulsiones sexuales amenazan comprometer este objetivo. Ello llevaría a considerar que la oposición manifestada por la civilización respecto a la sexualidad es, en alguna medida, una expresión de la organización colectiva de defensa contra los riesgos mortales que la sexualidad hace correr al hombre. Si el goce está prohibido, es porque sería mortal. Pero Freud no llegó al extremo de hablar explícitamente del carácter mortífero de la sexualidad para el sujeto, aunque su oposición pulsiones sexuales - pulsiones del Yo parezca implicar tal carácter. Se mostró más bien inclinado a referir a las pulsiones del Yo las tendencias destructivas, bajo la forma del odio: «El Yo odia, detesta, persigue con la intención de destruirlos a todos aquellos objetos que son para él fuente de sensaciones de displacer y que significan una frustración de la satisfacción sexual o de la satisfacción de las necesidades de conservación».1 Aquí está aludiendo Freud a lo que por otra parte denomina Yo-placer, antes de que su transformación en Yo-realidad lo condujera a 1. «Pulsions et destins des pulsions», Métapsychologie, p. 41. 141
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sublevarse contra las exigencias de la pulsión sexual. «Puede incluso sostenerse que los verdaderos prototipos del odio no provienen de la vida sexual sino de la lucha del Yo por su conservación y afirmación.»1 Las pulsiones del Yo pueden apuntar a la destrucción de lo exterior, pero lo que amenaza al Yo mismo es la sexualidad. En Introducción al psicoanálisis, Freud concibe el desarrollo de la humanidad según el mismo modelo que el desarrollo del individuo: «En cuanto a la fuerza que ha impuesto el desarrollo a la humanidad, y cuya acción sigue ejerciéndose en la misma dirección, sabemos cuál es, se trata también de la privación impuesta por la realidad o, para llamarla por su verdadero gran nombre, la necesidad que emana de la vida, la Ananke».2 Freud no llegó, pues, a dar el paso que habría constituido el reconocer algo fundamentalmente mortífero en la sexualidad humana. En Introducción alpsicoanálisis, lo que percibe en el origen tanto de la evolución de la humanidad como del desarrollo del individuo es la necesidad de adaptarse a la realidad para sobrevivir: a la hostilidad de la naturaleza debe el hombre su evolución. La causa de la represión que afecta a la sexualidad en la civilización sería la necesidad del malthusianismo por un lado y del trabajo por el otro, y no el peligro que representa en sí misma la sexualidad. Freud vuelve aquí a un tema ya desarrollado, y sin embargo agrega la hipótesis de una herencia filogenética que determinaría la evolución del individuo. Las influencias actuales no le parecen suficientes por sí solas para explicar las características de la evolución que se observa en el niño: «Ambos desarrollos, el de la libido y el del Yo, en el fondo no son más que legados, repeticiones compendiadas de los desarrollos que la humanidad entera ha recorrido a partir de sus orígenes y que se extiende a lo largo de un extenso período». 3 Pero aquello que el individuo hereda, de todos modos tiene que adquirirlo de nuevo. «Debido, probablemente, a que las condiciones que antaño impusieron la adquisición de una particularidad dada siguen persistiendo y ejerciendo su acción en todos los individuos que se suceden.»3 Pero «estas condiciones, que antaño fueron creadoras, se han tornado provocadoras». 3 El carácter excesivo de la 2. P. 334. 3. Introduction a la psychanalyse, p. 334. 90
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restricción sexual en la civilización y en la educación, que Freud continúa denunciando, quizá se debería a la existencia de esa herencia filogenética que forzaría al individuo a imponerse renunciamientos en otro tiempo necesarios pero hoy perimidos, y que desbordan sus fines. El modo mismo según el cual se lleva a cabo la autorrestricción de la sexualidad, la represión, constituiría un residuo arcaico de las fases de desarrollo por las cuales debió pasar la humanidad. El hecho de que la ontogénesis reproduzca la filogénesis proporcionaría una explicación del carácter inadaptado de ciertas peculiaridades de la evolución del individuo. Freud volverá con frecuencia a esta hipótesis de una herencia filogenética para dar cuenta de las aberraciones que constata en el seno de la civilización y también en el desarrollo individual. Pero si bien no alude a ella en Introducción al psicoanálisis, que data de 1915, fue en Tótem y tabú, escrito en 1912, donde precisó la índole de ese «legado» que aún pesa sobre la humanidad de hoy. Es la hipótesis que invocará en última instancia en El malestar en la cultura para explicar los rigores del Superyó. En cierto modo constituye el símbolo de la insuficiencia de toda tentativa de explicación para dar cuenta de nuestro malestar. Freud no se limitó a denunciar los excesos de la coartación de la sexualidad por la civilización y en particular por la educación. Su carácter inadaptado, que acaba chocando con sus propios fines, rubrica la naturaleza sintomática de esa coartación y, en tal carácter, incumbe a la interpretación analítica. La moral civilizada y la educación parecen obrar en favor de la represión, provocándola y reforzándola, y llegando así a chocar con el objetivo de adaptación a la realidad que en principio les es propio. Su influencia se presenta, pues, como una traba para el progreso del proceso secundario en el aparato psíquico, progreso inseparable del de la humanidad y que, por el contrario, deberían proponerse asegurar. Así, la civilización y las prácticas educativas parecen hacer causa común con la represión. Las prácticas educativas en particular, como hemos dicho, están determinadas por las propias represiones del educador referidas a la parte infantil de su sexualidad; Freud declara que si la represión hace al meollo de nuestra civilización, de su moral, de sus prácticas educativas, es que hace al fundamento de la civilización misma. Esta se ha edificado 91
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sobre una primera represión, y la humanidad está obligada, de generación en generación, a repetirla. Tótem y tabú forma parte de los ensayos de Freud en psicoanálisis aplicado. Intenta allí la elucidación analítica de ciertas formaciones de la psicología colectiva cuyo testimonio fue recogido por la etnología. Dos de tales formaciones retuvieron particularmente la atención de Freud a causa de su relación con la experiencia analítica: los tabúes, por la semejanza que presentan con ciertos síntomas de la neurosis obsesiva, y el totemismo, por sus relaciones con la exogamia, es decir, con la prohibición del incesto. Tanto desde el punto de vista sociológico como desde el psicológico, esta prohibición, de la que Freud descubrió que corresponde a un deseo inconsciente común a todos los hombres, es un enigma: ¿por qué se prohibe el hombre lo que constituye su deseo más antiguo y profundo? Ni la sociología de su época, ni la psicología, ofrecían una respuesta. «Mientras que para la explicación del miedo al incesto también se podía contar con la elección entre causas sociológicas, biológicas y psicológicas, donde a su vez los factores psicológicos eran tan sólo modos de manifestación de las fuerzas biológicas, al final del análisis se ve uno obligado a suscribir la resignada admisión de Frazer: ignoramos el origen del miedo al incesto y tampoco sabemos en qué dirección debemos buscarlo. Ninguna de las soluciones del enigma propuestas hasta ahora nos parecen satisfactorias.»4 El problema es capital para los psicoanalistas. La prohibición del incesto está en el centro tanto de la neurosis como del desarrollo normal del individuo. Ya en Sobre una degradación general de la vida erótica, Freud le atribuía la responsabilidad de las limitaciones de la capacidad de goce sexual en el hombre. El problema del disfuncionamiento de la sexualidad humana, que Freud no cesa de enfrentar, parece pender de ella. Freud empieza por esclarecer la relación entre totemismo y exogamia a partir de la analogía entre el totemismo —es decir, la existencia de un animal que representa al clan rodeado de prescripciones y prohibiciones— y las fobias infantiles de animales en las que el psicoanálisis aprendió a ver el efecto de un
desplazamiento del miedo inspirado por el padre. «Si el animal totémico no es otra cosa que el padre, obtenemos en efecto lo siguiente: los dos mandamientos capitales del totemismo, las dos prescripciones tabú que constituyen su núcleo, a saber, la prohibición de dar muerte al tótem y la de desposar a una mujer perteneciente al mismo tótem, coinciden en cuanto a su contenido con los dos crímenes de Edipo, quien dio muerte a su padre y desposó a su madre, y también coinciden con los dos deseos primitivos del niño, cuya represión insuficiente o su despertar configuran quizás el núcleo de todas las neurosis.»5 De este modo, las causas que determinan el complejo de Edipo individual serían asimismo origen de ciertas instituciones sociales. Confrontando estos primeros resultados con la hipótesis de Darwin según la cual la humanidad primitiva habría vivido en hordas dominadas por el macho más viejo, monopolizador de las mujeres en detrimento de los machos jóvenes, Freud a su vez emitirá, sobre el estado primitivo de la sociedad, una hipótesis que, según dice, «puede parecer caprichosa pero presenta la ventaja de realizar, entre series de fenómenos aislados y separados, una unidad hasta entonces insospechada».6 Los hermanos miembros de la horda, rebelados contra la tiranía del padre, se habrían asociado para matarlo y después comerlo, realizando a través de este último acto su identificación con él, al incorporarse su fuerza. Este acto, del cual la comida totémica, la primera fiesta de la humanidad, sería conmemoración, habría significado el punto de partida, dice Freud, de las organizaciones sociales, las restricciones morales y las religiones. Este asesinato condujo a los hijos a imponerse como expiación el mismo renunciamiento que el padre imponía por la fuerza, vale decir, el renunciamiento a la posesión de las mujeres de la horda. La ley tomó así el lugar cíe la coerción. El padre muerto «pasó a ser más poderoso de lo que nunca lo había sido en vida».7 Por otra parte, el mismo arrepentimiento llevó a crear un sustituto del padre, el tótem, encarnado por un animal al que estará prohibido dar muerte. La creación del tótem representa una
4. Tótem et tabou, París, Payot, 1973, pp. 144-145. «Tótem y tabú» O C (p. 1.745). 92
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5. Ibíd., p. 152. 6. Ibíd., p. 162. 7. Ibíd., p. 164. 103
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repudiación del acto asesino, que con ello queda reprimido, al mismo tiempo que la comida totémica —el levantamiento ritual de la prohibición de matar al tótem y la consumición colectiva de éste— representa la conmemoración del asesinato y el retorno de lo reprimido. Sin embargo, el arrepentimiento no debió ser la única fuente de la instauración de estas prohibiciones. La rivalidad de los hombres de la horda por la posesión de las mujeres y el ejercicio del poder arriesgaba no tener salida, y debió dejar sitio a un pacto entre los hermanos —posibilitado justamente por su común remordimiento— según el cual cada uno renunciaba a sus deseos de omnipotencia, a la posesión de todas las mujeres y a acaparar el poder: «Nunca más podía ni debía nadie alcanzar la omnipotencia paterna, que era el fin primitivo de cada uno». 8 Este pacto culminó en el reemplazo del padre real y todopoderoso por la Ley, que hereda esta omnipotencia, Ley ante la cual todos son iguales. La prohibición del asesinato se extendió a todos los miembros del grupo, cada uno de los cuales adquiría el derecho a la vida mediante su renuncia a las mujeres del grupo. Las leyes así instituidas a partir del asesinato primordial, leyes de prohibición del incesto y del asesinato, y que reglamentan el ejercicio del poder, son el fundamento de todas las sociedades humanas, inducidas de este modo a imponer la renuncia a los deseos más poderosos de cada uno y en particular a la elección incestuosa de objeto, lo cual constituye «la mutilación más sangrienta impuesta quizá con el correr del tiempo a la vida amorosa del ser humano». 9 La civilización sería de algún modo la organización colectiva de la expiación de ese asesinato primordial, el intento de saldar la deuda así contraída, pero intento destinado al fracaso: cada generación estaría forzada a transmitir este legado negativo a la generación siguiente. Pero Freud subraya, por otra parte, que no puede haber sociedad sin el pacto de renunciamiento que la Ley instituye. El conjunto de los fenómenos psíquicos que la teoría psicoanalítica designa como complejo de Edipo, y por el cual pasa todo niño a lo largo de su desarrollo, correspondería a la reminiscencia en el individuo de aque8. Ibíd., p. 170. 9. Malaise dans la civilisation, p. 55.
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líos acontecimientos fundadores de la historia de la humanidad. Así, pues, la humanidad, a través de sus instituciones, perpetuaría lo que está en su fundamento. La sociedad sería de algún modo la memoria viva del crimen cuyo recuerdo fue reprimido. Cada ser humano tendría que habérselas con esa deuda original, y debería aceptar a su vez los renunciamientos que se impusieron los hermanos de la horda. Cada cual es inducido a ello a través de su paso por el complejo de Edipo, sufriendo una doble determinación. Por un lado, la de una herencia filogenética que formaría parte de su patrimonio genético —la «memoria» de estos acontecimientos originales, que lo obligaría a repetirlos; por el otro, las condiciones de actualización de este programa «innato» serían provistas por la estructura familiar en la que el niño es introducido, estructura que formaría parte del retorno de lo reprimido, siendo ella misma una conmemoración de tales acontecimientos primitivos: «La familia se ha convertido en una reconstitución de la horda primitiva de antaño en la que los padres han recuperado gran parte de los derechos de que gozaban en esa horda».10 La estructura familiar, transmitida de generación en generación por el complejo de Edipo, perpetuaría el argumento original. La existencia, postulada por Freud, de una transmisión hereditaria —en el sentido biológico— de lo atinente al acontecimiento, es a todas luces problemática. Freud no lo niega, pero los propios hechos, dice, fuerzan a esta suposición, ya que la transmisión directa por la tradición no la explica en grado suficiente. En efecto, el recuerdo del asesinato del padre primitivo cayó bajo el golpe de la represión; lo que la tradición transmitió son formaciones sintomáticas constituidas a partir del retorno de lo reprimido, y si bien perpetúan su huella, lo hacen a la manera de la renegación. Lo que la religión, por ejemplo, transmite, es la imagen de un padre omnipotente y eterno. La propia existencia de una estructura familiar que recordaría la organización de la horda primitiva no puede explicar, por sí sola, la constancia y fijeza de las reacciones psíquicas observadas. La intensidad que éstas presentan, su carácter desmesurado en relación con las circunstancias reales, exigen una explicación suplementaria que Freud no cree poder hallar de otro modo que 10. Tótem et tabou, p. 171. 95
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formulando la hipótesis de una herencia filogenética. Tiempo después, en Moisés y la religión monoteísta, rehúsa dejar a un lado esta hipótesis, aun cuando tenía conocimiento de la negación, por la biología, de la herencia de caracteres adquiridos.11 «Cuando estudiamos las reacciones a los traumas precoces suele sorprendernos comprobar que no se deben exclusivamente a los acontecimientos sucedidos, sino que derivan de éstos de una manera mucho más acorde con el prototipo de un acontecimiento filogenético; sólo se explicarían por la influencia de acontecimientos de esta clase. El comportamiento de un niño neurótico para con sus padres, cuando sufre la influencia de los complejos de Edipo y de castración, presenta una multitud de reacciones semejantes que, consideradas en el individuo, parecen irrazonables, y sólo se tornan comprensibles si se las considera bajo el ángulo de la filogénesis, enlazándolas a las experiencias vividas por las generaciones anteriores.12 En Tótem y tabú Freud considera sin embargo la existencia de otro modo de transmisión, distinto a la tradición oral o a la herencia biológica, y que resultaría de la comunicación directa de los inconscientes entre sí, de suerte que «no hay procesos psíquicos más o menos importantes que una generación sea capaz de hurtarle a la que le sigue».13 El inconsciente de cada cual sería capaz de descifrar el sentido oculto de las costumbres e instituciones, es decir, de corregir las deformaciones que ocasionan en la verdad histórica. Así, pues, el inconsciente de cada individuo estaría formado en alguna medida a partir del inconsciente de las generaciones anteriores; conservaría en cierto modo intacto su contenido, para transmitirlo a la generación siguiente. Este patrimonio sería entonces tanto más inalterable cuanto que permanecería inconsciente: como demostró el psicoanálisis en el caso de las neurosis, las representaciones que se hallan en el origen de los síntomas son inaccesibles a toda influencia, e indestructibles en cuanto que permanecen inconscientes. Curiosamente esta hipótesis, que se apoya en un fenómeno debidamente constatado en el marco de la experiencia analítica, no 11. Moise et le monothéisme, París, Gallimard, 1967, p. 135. «Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos», O.C., III (p. 3.241). 12. Ibíd., p. 134. 13. Tótem et tabou, p. 182.
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parece haber incitado a Freud a ahorrarse la de una herencia biológica del complejo de Edipo. Freud tampoco extrajo en ese momento todas las consecuencias, principalmente en cuanto a la educación, de la existencia de una comunicación entre inconscientes. Dado el poder de las representaciones inconscientes en la determinación de los comportamientos, tal comunicación de inconscientes debe revestir una importancia capital para comprender las modalidades de la influencia de los padres y educadores sobre el niño. El inconsciente de los educadores puede considerarse más determinante para el desarrollo del niño que la acción e'ducativa concertada. Lo esencial del proceso educativo escapa, así, al dominio de los educadores, en la misma medida en que éstos son gobernados por motivaciones inconscientes. No es sólo que la salida del complejo de Edipo, a causa de su relativa independencia respecto a las circunstancias reales, no puede ser eficazmente controlada por el educador; además este último, por lo que respecta a su influencia en la evolución del niño, no es dueño de sus elementos más determinantes. Estos hechos limitan en igual medida las esperanzas que puede inspirar una reforma de la educación. Cualesquiera que sean los métodos educativos utilizados, parecen tener escasa importancia frente a la parte incontrolable que cumple la influencia del inconsciente. Esto justifica la aspiración de Freud de que los educadores reciban una formación analítica que les permita, de un lado, comprender mejor al niño y, del otro, ejercer, empleando el método psicoanalítico, una acción correctiva sobre su desarrollo psíquico. Pero sólo a partir de 1925, en su prefacio al trabajo de A. Aichhorn,14 hace Freud hincapié en el valor profiláctico de un psicoanálisis para el propio educador, más aun que para el niño. Freud detalla este punto en las Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis; por entonces había puesto de relieve la importancia que ejerce el Superyó del educador, o sea de un elemento en gran parte inconsciente de su personalidad, en su comportamiento respecto al niño. «En general, estos últimos [padres y educadores] obedecen, para la educación de los niños, a las prescripciones de su propio Superyó. Cualquiera que haya sido la lucha 14. S.E. XIX, p. 274.
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trabada entre su Superyó y su Yo, frente al niño se muestran severos y exigentes. Han olvidado las dificultades de su propia infancia, y les satisface poder ahora identificarse con sus propios padres, aquellos que en otro tiempo los sometieron a duras restricciones. El Superyó del niño no se forma, pues, a imagen de los padres, sino a imagen del Superyó de éstos; se colma del mismo contenido, se convierte en el representante de la tradición, de todos los juicios de valor que de este modo subsisten a través de las generaciones.»15 El Superyó inconsciente sería entonces uno de los más eficaces vehículos de la tradición. Siendo el Superyó el heredero del complejo de Edipo, la forma en que los padres vivieron su propio complejo no puede carecer de efecto sobre las modalidades del paso de sus hijos por éste. Se podría emitir la hipótesis de que no son únicamente las modalidades particulares de este complejo las que inconscientemente se van transmitiendo de una generación a otra, sino que sus características esenciales, inmutables, se transmiten igualmente por la misma vía. Freud rechaza no obstante esta hipótesis, y mantiene hasta el final la condición de una herencia biológica. Es indudable que la sola transmisión de Inconsciente a Inconsciente del recuerdo del acontecimiento primordial, el asesinato del padre, prototipo del complejo de Edipo, no le parece apta para explicar la fijeza de estas modalidades ni la intensidad de las reacciones afectivas que la acompañan. En efecto, el Inconsciente sufre, a pesar de todo, la influencia de las circunstancias exteriores. El argumento original que el complejo de Edipo reproduce no habría podido conservarse en toda su pureza a través de las generaciones sucesivas. La inverosimilitud de la hipótesis de una transmisión genética de las huellas mnémicas dejadas por acontecimientos ocurridos hace milenios, no es el único problema suscitado por la hipótesis freudiana del asesinato del padre primitivo. También el valor histórico de semejante argumento es altamente discutible. La hipótesis darwiniana de una humanidad primitiva que habría vivido en hordas estuvo lejos de ser confirmada por los estudiosos de la prehistoria. Sin embargo, Freud sostuvo hasta el final la 15. Nouvelles confe'rences sur la psychanalyse, pp. 90-91.
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necesidad de su hipótesis; incluso con el tiempo fue expresando cada vez menos dudas acerca de la realidad histórica de ese asesinato original, como lo atestiguan Moisés y la religión monoteísta y El malestar en la cultura. Tótem y tabú, uno de los trabajos más criticados de Freud, también fue de aquellos hacia los que mayor apego demostró. Incluso consideró, mientras lo redactaba, que era la mejor obra que hubiese escrito nunca, según lo prueba la carta dirigida a Ferenczi el 4 de mayo de 1912. 16 Esto nos impone la tentativa de comprender el lugar de algo que consideramos es un mito en la teoría freudiana. Como ya dijimos, lo que impone a Freud la formulación de esta hipótesis es la existencia en el niño de una fase de su evolución durante la cual desarrolla sentimientos tiernos respecto a su madre, acompañados por hostilidad y miedo respecto al padre. El conjunto de estas reacciones afectivas que constituyen el complejo de Edipo hallan su expresión en ciertos fantasmas típicos (escena de seducción, escena primaria de coito entre los padres, amenaza de castración), omnipresentes cualesquiera que sean los acontecimientos realmente vividos por el niño: fantasmas inconscientes que sólo la investigación analítica pone al descubierto. Según Freud, únicamente la herencia puede dar cuenta del carácter estereotipado, inmutable, de estas manifestaciones. En El hombre de los lobos, Freud hace derivar el complejo de Edipo de los «esquemas filogenéticos que el niño trae al nacer, esquemas que, semejantes a "categorías" filosóficas, cumplen el papel de "clasificar" las impresiones aportadas luego por la vida».17 «Me inclino a pensar, añade, que son precipitados de la historia de la civilización humana.»17 El complejo de Edipo correspondería al a priori, al mismo título que las categorías kantianas de la razón pura. Freud sin embargo, como buen empirista, hace derivar aquello que la experiencia vivida no alcanza para explicar a nivel individual, de las marcas dejadas por la experiencia vivida por la especie; el a priori en el individuo sería la herencia de lo que para la especie fue aposteriori. Esta postura es discutible. Si se hubiera atenido a Kant, Freud tal vez hubiese errado menos. En estas categorías filosóficas que imponen al niño la ordena16. E. Jones, La vie et l'oeuvre de Freud, T. II, p. 372. 17. Cinq psychanalyses, p. 418.
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ción de su experiencia ¿cómo no reconocer lo que Lacan llamará el orden simbólico que constituye el lenguaje? No hay necesidad alguna de que el niño lo traiga consigo al nacer. Está apresado en él, en efecto, desde antes de su llegada al mundo. Pero será a través de la relación triangular edípica como accederá a él en cuanto sujeto, al precio de su división. Hacen falta tres términos para que se instaure un orden simbólico, «y puede decirse que al insistir para que el análisis de la neurosis fuera siempre devuelto al nudo del Edipo, Freud no aspiraba a otra cosa que a asegurar lo imaginario en su concatenación simbólica, porque el orden simbólico exige tres términos por lo menos».18 Pero a propósito del complejo de Edipo, Freud evoca también la analogía con la fijeza de un comportamiento instintivo. Cualquiera que fuese su origen, la experiencia analítica pone en evidencia la pregnancia de este esquema con respecto a lo vivido, tal que «allí donde los acontecimientos no se adaptan a él, éstos sufren en la imaginación una reestructuración». 19 Los fantasmas colman las lagunas de la realidad. La comparación entre las modalidades del trabajo analítico en el transcurso de la cura individual, y el desarrollo por el cual desemboca Freud en la hipótesis del asesinato del padre original, quizá pueda aclararnos la función de dicha hipótesis en la teoría freudiana. En el transcurso de la cura el trabajo analítico consiste, a partir del material provisto por los síntomas, recuerdos y asociaciones del paciente, en reconstruir la historia de éste, que se ha vuelto lacunaria a causa de las represiones, en especial la de los comienzos de su desarrollo. El análisis culmina en la reconstrucción de los acontecimientos infantiles, cuyo recuerdo eventualmente podrá no ser recuperado nunca sin que ello pueda poner en tela de juicio la validez de la reconstrucción. Freud compara este trabajo con el del arqueólogo, que deduce las partes faltantes de un edificio a partir de los vestigios que de él subsisten.20 En El hombre de los lobos, se expone en detalle este trabajo de reconstrucción que desemboca en el establecimiento 18. J . Lacan, Ecrits, París, 1966, p. 414. 19. Cinq psychanalyses, p. 418. «Historia de una neurosis infantil (caso del "Hombre de los Lobos")», O.C., II (p. 1.941). 20. Cf. en particular «Constructions dans l'analyse» (1937), S.E. XXIII, p. 255. «Construcciones en psicoanálisis», O.C., III (p. 3.365). 100
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de una sucesión cronológicamente rigurosa de acontecimientos de la niñez de su paciente, de los que Freud señala que poco importa si no han sido reales.21 Aunque hayan sido puramente fantasmáticos, sin embargo no pudieron producirse más que en las fechas determinadas por la construcción, y sólo pudieron poseer tal contenido determinado, no otro. Para la evolución del individuo, la realidad psíquica tiene el mismo valor que la realidad material. En Tótem y tabú Freud se dedica, respecto a la historia de la humanidad, a un trabajo de reconstrucción análogo al que se efectúa durante la cura individual. Él mismo emplea el término construcción. «El establecimiento del estado primitivo siempre resulta ser, pues, asunto de construcción.» 22 Las mismas exigencias que en la cura del «hombre de los lobos» lo conducen a suponer que determinado acontecimiento tuvo que ocurrir en determinada fecha, lo llevan a postular la existencia de un parricidio en los orígenes de la humanidad. Se podría decir que, también aquí, poco importa que ese acontecimiento fuese real o no: todo sucedió como si efectivamente hubiera tenido lugar. Es necesario postularlo, en tanto que sólo esta hipótesis permite llenar las lagunas de la historia de la humanidad. Es la única pieza que permite completar el rompecabezas, por retomar una imagen utilizada por el propio Freud. Pero también se podría decir que el mito del asesinato del padre original tiene por función, más que colmar un vacío, marcar sencillamente el lugar de un agujero. Freud siempre recurre a esta hipótesis cuando todas las demás fallan en cuanto a explicar la impotencia del hombre para gozar de su vida. En El malestar en la cultura, por ejemplo,23 Freud imputa en última instancia al parricidio original los rigores de los renunciamientos exigidos tanto por la civilización como por el Superyó individual, responsables de la insatisfacción y a la vez de la culpabilidad que pesa sobre el conjunto de los hombres. La insatisfacción remite a la prohibición del incesto, al imposible goce de la madre, al sentimiento de la transgresión, al inconsciente anhelo de muerte 21. Cinq psychanalyses, p. 419. 22. Tótem et tabou, p. 119, nota 2. 23. P. 89. 101
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hacia el padre, por el cual el sujeto contrajo una deuda que jamás podrá saldar: doble aspecto de la misma falta que engendra el orden simbólico. El mito de Tótem y tabú puede ser considerado como la ilustración simbólica de lo que el ser humano debe pagar como precio de su humanidad. «Lo que has recibido de tus padres, adquiérelo para poseerlo.» Esta adquisición exige un sacrificio: el del goce y el de la omnipotencia simbolizada por el falo, como indica el complejo de castración. Pero el sacrificio de que se trata es simbólico, y se refiere a algo imaginario. No por prohibido es imposible el goce para el hombre: «No es la ley misma lo que le traba al sujeto el paso hacia el goce, ella hace solamente de una traba casi natural un sujeto trabado. Pues es el placer el que aporta al goce sus límites».24 «Es la mera indicación de ese goce en su infinitud la que implica la marca de su prohibición, y, por constituir esa marca, implica un sacrificio: el que cabe en un único y mismo acto con la elección de su símbolo, el falo.»25 Es el orden simbólico el que engendra la perspectiva de ese goce infinito, que no es otro que la imagen de aquello que colmaría el lugar de la hiancia propia del deseo.
nesis reproduce la filogénesis, es decir, que el proceso de desarrollo o de educación del individuo reproduce el proceso de civilización, lo que está expresando es la necesidad, para el hombre en ciernes, de pagar el precio de su integración en el orden simbólico donde se encuentra apresado. Si esta integración se cumple a través del complejo de Edipo, le esencial del proceso educativo depende de él. Su éxito estará condicionado a la salida del complejo. En la medida en que el educador tiene la misión de favorecer el acceso del niño a la humanidad, es decir, su integración en el orden simbólico, su tarea es precisada por el descubrimiento de la función del complejo de Edipo. Pero ello no la facilita. En efecto, las condiciones que determinan la buena o mala salida de la prueba edípica quedan en la sombra. Es más bien aquí donde se sella la impotencia del educador: lo esencial escapa a su control. El complejo de Edipo es la piedra de toque de la empresa educativa. Tótem y tabú no aspira sólo a dar cuenta de las modalidades del desarrollo individual, sino también a poner en claro lo que Freud llamaba incompatibilidad entre sexualidad y civilización. Si se lo toma en serio, ya que no al pie de la letra, es preciso concluir que no puede haber sociedad que promulgue el derecho al goce, pues ella no se funda sino en la ley que lo prohibe. Pero siguiendo al mito de cerca es imposible no advertir que la prohibición de la ley viene a ocupar el lugar de una imposibilidad, representada míticamente por la fuerza coercitiva del padre. La prohibición no hace más que fijar su marca significante en el lugar de lo imposible que la muerte del padre pone al desnudo. Desde este momento, ninguna reforma, así como ninguna mitigación de las costumbres, puede abrir la esperanza de una reconciliación. La antinomia es fundamental.
Así como el mito de Tótem y tabú pretende reconstituir históricamente el paso del estado de naturaleza a la cultura, el complejo de Edipo utiliza una referencia mítica para dar cuenta del proceso de aculturación del pequeño ser humano. El interés de Tótem y tabú estriba en la revelación de la función formadora, estructurante, del complejo de Edipo, aprehendido por Freud primeramente a través de sus efectos nocivos y generadores de neurosis. A través del complejo de Edipo el niño accede a un mundo específicamente humano, es decir, en términos lacaneanos, al orden simbólico.26 Cuando Freud enuncia27 que la ontogé24. J. Lacan, Ecrits, p. 821. Escritos 1, Ed. Siglo XXI, México, 1978, p. 333. 25. Ibíd., p. 822. Escritos 1, p. 333. 26. Ibíd., p. 277: «La ley primordial es pues la que, regulando la alianza, sobrepone el reino de la cultura al reino de la naturaleza entregado a la ley del emparejamiento. La prohibición del incesto no es sino su pivote subjetivo» [...]. «Esta ley se da pues a conocer suficientemente como idéntica a un orden de lenguaje. Pues ningún poder sin las denominaciones de parentesco tiene alcance de instituir el orden de las preferencias y de los tabús que anudan y trenzan a través de las generaciones el hilo de las estirpes». Escritos 1, p. 97. 27. En El malestar en la cultura (por ej.), p. 100. 102
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Nuevos elementos aportados por la experiencia psicoanalítica conducirán a Freud a formular apreciaciones nuevas sobre las modalidades del desarrollo del niño y a elaborar una nueva «metapsicología», en cuyo marco la oposición entre pulsiones sexuales y pulsiones del Yo es sometida a revisión. A partir de 1906, los descubrimientos de los discípulos de Freud en Zurich, resultantes de la aplicación de la técnica psicoanalítica a las psicosis, a los que se agregan los que el propio Freud realizó al estudiar el caso Schreber, le llevaron a la elaboración del concepto de narcisismo, al que correspondería un modo particular de investidura libidinal que surgiría en un momento dado del desarrollo del individuo para constituir, a través de diversas transformaciones, una de las constantes de su organización pulsional. En la psicosis este tipo de investidura sería particularmente manifiesto, en la medida en que, habiendo desaparecido todos los otros modos de investidura, éste sería el único subsistente. El concepto de narcisismo, que apareció por vez primera en la obra de Freud con Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia autobiográficamente descrito (1911), es objeto de una más amplia elaboración en el artículo Introducción al narcisismo (1914), donde también se examinan sus implicaciones teóricas. El narcisismo designa la investidura libidinal del Yo en tanto que es tomado como objeto por la pulsión sexual. Correspondería, en la historia del desarrollo individual, a un estadio intermedio entre el autoerotismo y la elección de objeto, y Freud lo denomina narcisismo primario u originario. La investidura ulterior del objeto por la 105
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pulsión sexual resultaría de un desplazamiento del Yo como objeto hacia un objeto exterior. Sin embargo, sólo una parte de esa investidura es cedida a los objetos: «Fundamentalmente, la investidura del Yo persiste, y se comporta respecto a las investiduras de objeto como el cuerpo de un animálculo protoplasmático respecto al seudópodo que ha emitido».1 Por otra parte, la libido puede separarse del objeto y retornar al Yo. En este sentido, el objeto exterior y el Yo serian intercambiables. Sin embargo, el narcisismo primario —es decir, la relación entre el Yo y la porción de libido que sigue estándole afectada— padece modificaciones a lo largo del desarrollo. A la investidura primaria del Yo corresponde el sentimiento de omnipotencia del niño.2 Este es severamente cuestionado por la experiencia vivida, las comparaciones que es movido a efectuar, las críticas de los padres y educadores. Por último, el complejo de castración desaloja al niño de esta posición.2 Su Yo no puede pretender ya a la perfección en virtud de la cual se ofrecía como objeto de satisfacción para la libido. Para reemplazarlo, el sujeto formará un ideal por el cual intentará recobrar la perfección narcisística primera. Se esforzará en satisfacer su narcisismo en tanto que Yoideal, pero este ideal le acarrea al mismo tiempo la exigencia de conformarse a él esforzándose por llenar la distancia con respecto a su Yo real. En efecto, dicho ideal no hereda únicamente las perfecciones del Yo primitivo (al que corresponde el Yo-ideal: Idealich), sino que se construye a partir de las críticas y exigencias de los padres y educadores (a lo cual corresponde el Ideal-del-yo: Ich-ideal). Bajo este aspecto, incita al yo a realizarlo. Mientras se cumple esta diferenciación en el interior del yo, surge la conciencia moral encargada de preservar al Yo-ideal y de apreciar la diferencia entre el Yo y el Ideal-del-yo. Esto mueve a Freud a reconsiderar el mecanismo de la represión. A partir de ahora deja ésta de ser concebida como resultante de un conflicto entre las pulsiones sexuales y las de autoconservación, y se la entiende como efecto de la formación del ideal, es decir, de un conflicto entre la libido narcisista (la parte de
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investidura de las pulsiones sexuales que se fijó originariamente sobre el Yo) y la libido objetal (la parte de investidura de las pulsiones sexuales que no tienen al Yo por objeto). «La represión, hemos dicho, proviene del Yo, y podríamos añadir: de la autoestimación del Yo.» 3 En nombre de su ideal será conducido el Yo a reprimir las representaciones incompatibles con él a fin de preservar la satisfacción narcisista. Si la represión puede explicarse a partir del solo juego de las pulsiones sexuales, ¿es ahora necesario mantener la existencia de las pulsiones de autoconservación, cuyo rol en la dinámica psíquica ya no es posible distinguir? ¿No habrá que suponer, a la manera de Jung, un solo tipo de energía psíquica indiferenciada que no sería originariamente sexual pero que estaría en condiciones de ponerse al servicio de fines diversos, entre ellos los sexuales? La pregunta es doble: por una parte remite a la posibilidad de reemplazar el dualismo de las pulsiones por un monismo pulsional, con la perspectiva final de una armonía psíquica que al menos la teoría analítica ya no vendría a interceptar; por otra parte, la pregunta apunta a la importancia que cabe acordar al rol de la sexualidad en el psiquismo. En el caso de que fuera posible minimizarlo, y ésta es la esperanza de Jung, el carácter escandaloso del psicoanálisis, que hace derivar de la sexualidad los intereses psíquicos más «elevados», se vería con ello proporcionalmente reducido. Lo que aquí sé halla en juego es el sentido del descubrimiento analítico. Freud dirigió todo su esfuerzo a tratar de preservarlo. En Introducción al narcisismo reafirma la necesidad de mantener una concepción dualista de las pulsiones, y para ello se apoya en consideraciones biológicas: el individuo es al mismo tiempo un fin para sí mismo y un medio para la supervivencia de la especie, simple «eslabón de una cadena a la cual está sujeto».4 La sexualidad es uno de sus fines, pero por otro lado se lo puede considerar como simple apéndice de su plasma germinativo, «como el portador mortal de una sustancia quizá inmortal».5 Los fines de la
1. «Pour introduire le narcissisme», La vie sexuelle, p. 83. «Introducción al narcisismo», O.C., II (p. 2.017). 2. Ibíd., p. 97.
3. «Introduction au narcissisme», La vie sexuelle, p. 98. «Introducción al narcisismo», O.C., II (p. 2.017). 4. La vie sexuelle, p. 85. 5. Ibíd., pp. 85-86.
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especie no son los del individuo, e incluso pueden ser contrarios a ellos. El dualismo pulsiones de autoconservación - pulsiones sexuales en la teoría analítica, responde a esa dualidad de función biológica susceptible de transformarse en una oposición. La pulsión sexual es la fuerza psíquica que encarna, en el fondo del individuo, aquello que lo supera y que puede forzarlo a hacer caso omiso de los intereses de su conservación. Aunque Freud ya no explique la represión por un conflicto de esta índole, no quiere renunciar a ponerle un nombre, en la teoría analítica, a aquello que desgarra al sujeto, tironeado entre su bien y algo que es «más fuerte que él». Lo que Freud intentó conservar, para seguir siendo fiel a lo demostrado por la experiencia psicoanalítica, es la idea de una diferencia de naturaleza entre las fuerzas que obran en el psiquismo, de tal modo que no tendrían en común terreno de encuentro (lo que expresó al hablar del oso blanco y la ballena) donde poder equilibrarse y hasta armonizarse. De esta alteridad radical, que torna imposible la relación entre aquellas fuerzas, resulta ese algo irremediablemente cojo en el psiquismo humano que Freud trató de explicar con 3a oposición proceso primario-proceso secundario. La oposición libido del Yo-libido de objeto nos pone frente a una fuerza única de la cual sólo sus fines pueden entrar en contradicción. Freud muestra a propósito del amor que el narcisismo saca provecho en ello: el objeto exterior es puesto simplemente en el lugar del Yo o del Ideal-del-yo. El conjunto funciona según el principio de los vasos comunicantes: lo que el narcisismo pierde de un lado lo recupera del otro. Es verdad que las relaciones entre libido del Yo y libido de objeto no siempre funcionan de una manera tan armoniosa.6 Pero en lo que atañe a la naturaleza del conflicto entre la libido del Yo y la libido objetal el texto de Freud no resulta claro. Si se asimila libido de objeto y amor, desaparece toda posibilidad de conflicto. El propio Freud nos lo dice,7 se ama ya sea a lo que se nos asemeja o se asemeja a nuestro ideal —en cuyo caso el objeto viene a ocupar el lugar del Yo, en espejo, y la satisfacción sigue siendo narcisística—, ya sea a quien nos cuida y nos protege, y en
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este caso el término del amor es todavía el Yo: el objeto de amor tiene por misión satisfacer los intereses del Yo. Parecería entonces que lo que entra en contradicción con la libido del Yo no es el amor. Es necesario suponer, para que haya conflicto, otra forma de libido de objeto, otro tipo de relación erótica con el objeto distinto al de la relación amorosa, la cual nunca apunta a otra cosa que al Yo o a su imagen: una relación capaz de atentar contra esta imagen. La relación entre autoerotismo y narcisismo primario quizá sea susceptible de esclarecer la naturaleza de esa libido no narcisista. En el autoerotismo que precede al narcisismo primario las pulsiones sexuales se satisfacen, con independencia las unas de las otras, en el cuerpo propio, que aún no se halla constituido como unidad.8 En cuanto al narcisismo primario, éste supone que tal unidad que constituye el Yo está realizada.8 Así, pues, el Y o sería la imagen que unifica las partes del cuerpo que están en juego en el autoerotismo. Esto es lo que da a entender Freud en Duelo y melancolía (1916), donde parece hacer derivar la formación del Yo de una identificación cón el otro. «El Yo es ante todo un Yo corporal; no es solamente un ser de superficie, sino que él mismo es la proyección de una superficie.»9 «En última instancia el yo es un derivado de sensaciones corporales, principalmente de las que nacen de la superficie del cuerpo. Puede ser considerado como una proyección mental de la superficie del cuerpo, paralelamente al hecho de que representa la superficie del aparato psíquico.»10 Existiría así, por un lado, la investidura libidinal de lo que en último extremo no sería sino la imagen de una totalidad, y, por el otro, una forma de investidura que pone en juego a las partes del cuerpo, disolviendo la unidad imaginaria de éste. El conflicto entre las dos clases de investidura consistiría en la amenaza de destrucción que representa la investidura correspondiente a la pulsión parcial, amenaza que pesa sobre el Yo en cuanto unidad imaginaria del cuerpo. A esta amenaza corresponderían los fantasmas de fragmentación cuya constancia la experiencia psicoanalítica puso al descubierto. 8. Ibíd., p. 84. 9. «Le Moi et le (Ja», Essais de psychanalyse, p. 179. «El Yo y el Ello», O.C., III (p. 2.701). 10. «Le Moi et le Qa», S.E. XIX, p. 26, nota 1.
6. Ibíd., pp. 102, 103. 7. Ibíd., p. 95. 108
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La interpretación que acabamos de dar de lo que Freud designa como conflicto entre libido del Yo y libido objetal, fue tomada del desarrollo de Lacan a partir del estadio del espejo. En Freud no encontramos una rigurosa distinción entre la libido de objeto como amor narcisista del otro, y el modo de investidura del objeto exterior por la pulsión parcial que implica la disolución de su totalidad. Fue esencialmente la elaboración posfreudiana del concepto de objeto parcial (Abraham y Melanie Klein) lo que permitió la elucidación de la naturaleza del conflicto entre estas dos especies de investidura gracias a la distinción entre el objeto de amor —constituido por una persona como totalidad— y el objeto de la pulsión —representado por una parte del cuerpo. No obstante, si bien el término objeto parcial no aparece en Freud, la idea se halla presente cuando estudia los objetos a que se dirigen las pulsiones parciales (senos, heces, pene) y las equivalencias entre dichos objetos.11 Asimismo, cuando habla de elección de objeto o de amor de objeto se trata explícitamente de persona «total». Sin embargo, la oposición entre el todo y la parte no es expresamente deslindada por Freud. En la expresión libido de objeto, el término objeto debería tomarse más bien en el sentido amplio de objeto exterior (parte del cuerpo o persona como totalidad), con exclusión del Yo, y esto obliga a Freud a distinguir el caso en que la libido de objeto satisface al narcisismo, es decir, se halla conforme con el Yo, y aquel en que le es contraria, sin elucidar más la naturaleza de esta oposición.12 Parecería que, sin traicionar el pensamiento de Freud, podemos reemplazar tal oposición entre una investidura libidinal conforme al Yo y otra que lo contradice, por la existente entre el amor (que, como Freud muestra a las claras, se reduce al amor propio) y el deseo. Lo que se observaría en la represión es el renunciamiento a un deseo por amor a una imagen de sí mismo (como indica el término Idealich) más conforme al anhelo de la instancia parental, que el sujeto busca complacer. 11. «Sur les transpositions des pulsions...», l a vie sexuelle, pp. 106 y sig. «Sobre las transmutaciones de los instintos y especialmente del erotismo anal», O.C., II (p. 2.034). 12. La vie sexuelle, p. 103. 110
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Si, como enuncia Freud repetidamente, el amor es uno de los principales motores de la educación, ello responde al hecho de que preserva la satisfacción narcisista. Freud, sin embargo, no renunció a mantener entre los móviles de la represión el juego de las pulsiones de autoconservación, vale decir, las exigencias de satisfacción de las funciones vitales. El niño, desarmado ante el incremento de la tensión nacida de las necesidades no satisfechas, busca en el amor de los padres la garantía de una protección ante este peligro. Aquí el amor no es solamente aquello que satisface al narcisismo, sino también aquello que preserva del desasosiego orgánico creado por la necesidad. El ejemplo del amor por apoyo, que se dirige al que alimenta y protege, echa un puente entre el elemento narcisista de la libido y las pulsiones del Yo, y justifica la no eliminación de las pulsiones de autoconservación, que corresponden a las necesidades fisiológicas, del juego de fuerzas psíquicas. El narcisismo y la presión de la necesidad pueden conjugarse para producir la represión de las mociones de deseo que no están al servicio del Yo. Los deseos serían sacrificados al amor propio en sentido amplio. En la época de Introducción al narcisismo, el dualismo pulsiones del Yo - pulsiones sexuales no ha sido abolido (Freud, por otra parte, lo mantendrá siempre). Pero su importancia aparece disminuida por la atención prestada a una oposición, determinante para la represión, entre dos orientaciones de la libido. Se está frente a una doble división: entre pulsiones sexuales y pulsiones del Yo por un lado, y por el otro libido del Yo y libido de objeto. Las relaciones que mantienen unas y otras atenúan su oposición, pero no explican suficientemente la escisión entre los modos de funcionamiento radicalmente heterogéneos que se observan en el psiquismo. Si Freud colocó del mismo lado —el de las pulsiones de vida— a las pulsiones sexuales y a las del Yo, y les opuso la pulsión de muerte, fue para describir mejor la extraña índole de los fenómenos inconscientes. La pulsión de muerte está encargada de representar en la teoría analítica lo que, del inconsciente, revela pertenecer a un registro radicalmente ajeno a toda función vital. A estos motivos cabe añadir la consideración de fenómenos que ponen en cuestión el principio de placer: los que Freud engloba bajo el concepto de automatismo de repetición. ¿Cuáles fueron las aportaciones de la introducción del coníii
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cepto del narcisismo al conocimiento del proceso educativo? Hemos visto que en Introducción al narcisismo, Freud hacía derivar de las transformaciones padecidas por el narcisismo primario la constitución de un ideal que reemplaza al Yo primitivo como objeto de satisfacción. La formación de ese ideal está determinada, añade, por las críticas y exigencias de los padres y educadores, que le conferirán sus características. Constituirá después el modelo que el Yo se esforzará en realizar para la satisfacción de la libido narcisista. La conciencia moral nacerá de la diferencia entre el Yo y su ideal. Las modalidades presentadas por la influencia de la educación en la formación del individuo aparecen aquí en su aspecto positivo y no ya únicamente negativo. Para el educador ya no se trata exclusivamente de coartar las tendencias molestas, de empujar al abandono del principio del placer, sino de proponer al niño un modelo con cuya realización pueda satisfacerse. Parecería que el educador pudiese, al menos en este dominio, dar a los acontecimientos el cariz deseado. De cualquier forma, las precisiones que Freud aportó ulteriormente sobre las modalidades de la formación del Ideal-del-yo, muestran que aquí también los procesos escapan en gran parte al dominio del educador. En relación con Los dos principios del funcionamiento mental, el texto sobre el narcisismo añade la precisión del papel que cumplen las pulsiones sexuales, con la forma de libido narcisista, en la formación del individuo. Las pulsiones del Yo no son las únicas fuerzas determinantes para el desarrollo: el narcisismo es un factor poderoso de evolución, y está en el centro de la formación de lo que llamamos personalidad. Es igualmente un poderoso agente sojuzgador de las pulsiones sexuales parciales. Esta constituye además su cara negativa, que aparece en el análisis bajo la forma de la resistencia. El descubrimiento del narcisismo desemboca en la teoría freudiana en la constitución de la segunda tópica y en la descripción de los diferentes tipos de identificación en los que se basan la formación del Y o y del Superyó por diferenciación con respecto al Ello. Freud hace derivar la formación del Yo de una primera identificación al padre, previa a toda elección de objeto, identificación asimilable a una incorporación oral. Esta identificación no es todavía de tipo narcisista, pero es fundadora del narcisismo. La 106 112
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libido narcisista que entonces se constituye pasará a ser libido de objeto al separarse en parte de ese Yo nuclear. Las identificaciones ulteriores resultarán del retorno de la libido sobre el Yo, y la condición de este retorno residirá en la asimilación por el Yo de los rasgos tomados, ya sea al objeto de amor, ya sea al rival en la relación amorosa. El objeto es reemplazado por una identificación: «La identificación ha tomado el lugar de la inclinación erótica; ésta se ha transformado, por regresión, en identificación».13 La constitución del Yo resulta, pues, de la historia de sus elecciones de objeto, debido a la propiedad de la libido narcisista de transformarse en libido objetal e inversamente. El Yo se constituye por préstamos heteróclitos tomados a los objetos de amor o a los rivales, y Freud subraya su carácter combinado.14 Freud atribuye a identificaciones incompatibles entre sí los casos de doble personalidad, que no son más que la exageración de las características normales del Y o . " Freud también describe en términos de identificación los efectos estructurantes del complejo de Edipo y de la formación del Superyó. En el mejor de los casos, la investidura erótica de la madre por el niño es abandonada en provecho de una identificación al padre, rival de éste, identificación que viene a reforzar la identificación primitiva, que había estado en el origen de la formación del Yo. Pero esa identificación presenta rasgos peculiares: no consiste solamente en una asimilación, por el Yo del niño, de rasgos tomados del padre, sino que culmina en la formación de una instancia distinta del Yo: el Ideal-del-yo, a imagen del padre, ideal que por lo demás supone un carácter imperativo, forzoso respecto al Yo, que Freud designa con el término de Superyó, y que se expresa bajo la forma de un mandamiento: «Sé así» (como tu padre), duplicado en la prohibición: «No seas así» (como tu padre), «dicho de otro modo, no hagas todo lo que él hace; hay muchas cosas que sólo a él le están reservadas»,16 lo que corresponde a la prohibición del incesto. Esta identificación posee además un valor normativo sobre el 13. «Psychologie collective et analyse du Moi», Essais de psychanalyse, p. 128. «Psicología de las masas y análisis del Yo», O.C., III (p. 2.563). 14. «Le Moi et le (Ja», Essais de psychanalyse, p. 198. 15. Ibíd., p. 199. 16. Ibíd., p. 203.
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plano sexual: corresponde a la asunción por el niño de su sexo biológico, condición de su acceso ulterior a la sexualidad genital. Si bien la formación del Ideal-del-yo y del Superyó presenta una faz narcisista, marca igualmente la entrada del niño en el registro de la Ley. La función del narcisismo en el complejo de Edipo no se limita a la constitución del Ideal-del-yo; ante todo juega un papel esencial en el abandono de la relación erótica con la madre. Precisamente, el niño es conducido a ello a través del complejo de castración, vale decir, por la inquietud de preservar la integridad de su órgano fálico, en el que se concentra su libido narcisista. El amor narcisista por la parte de su Cuerpo considerada más valiosa prevalece sobre el apego erótico a la madre y lleva a renunciar a él.17 De este modo el psicoanálisis permite elucidar la bien conocida función de modelo, de ejemplo, que desempeñan los padres y educadores. Sólo a partir del juego de transformaciones de la libido de objeto y de la libido narcisista asimila el niño los rasgos de las personas que le rodean y se apropia sus exigencias. Durante el período de latencia, son los profesores y generalmente las personas encargadas de educar al niño quienes ocuparán para él el lugar de los padres, en particular del padre, y quienes heredarán los sentimientos que el niño experimentaba hacia éste a la salida del complejo de Edipo. Los educadores, investidos de la relación afectiva primitivamente dirigida al padre, se beneficiarán con la influencia que éste ejercía sobre el niño y así podrán contribuir a la formación de su Ideal-del-yo. En Sobre la psicología del colegial (1914), Freud apunta por añadidura que la adquisición de conocimientos depende estrechamente de la relación del alumno con sus profesores, que reproduce el tipo de relación con el padre instaurada por el niño a la salida del período edípico: «Para muchos, dice, el camino que llevaba a la ciencia pasaba por el profesor». 18 Así, pues, las técnicas pedagógicas de transmisión de conocimientos quedan relegadas a un segundo plano con respecto a la relación personal heredada del complejo de Edipo. Freud señala en este texto que dicha heren17. «La disparition du complexe d'Oedipe», 1924, La vie sexuelle, p, 120. «La disolución del complejo de Edipo», O.C., III (p. 2.748). 18. S.E. XIII, p. 241. 114
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cia, que incluye aspectos positivos, no carece de inconvenientes. Los sentimientos de admiración y apego transferidos del padre al profesor se acompañan de sentimientos de hostilidad antaño dirigidos al padre en razón de su rol de aguafiestas de la vida pulsional del niño. Al conmemorarse el cincuentenario de su antiguo liceo Freud dice, hablando de su relación y la de sus condiscípulos de antaño con sus profesores: «De entrada nos hallábamos igualmente inclinados al amor y al odio, a criticarlos y a respetarlos».19 Los profesores heredan los residuos de la situación edípica. En este texto Freud hace hincapié en la importancia decisiva de la salida del complejo de Edipo para la prosecución de la educación: «La naturaleza y cualidad de las relaciones de un niño con las personas de su sexo y del sexo opuesto ya han sido fijadas en el curso de los seis primeros años de su vida. Ulteriormente puede desarrollarlas y orientarlas en determinadas direcciones, pero ya no puede desembarazarse de ellas».20 Así, pues, por obra del complejo de Edipo, lo esencial del proceso educativo se juega en la relación del niño con sus padres, y esto mismo limita el papel ulterior de los educadores. La suerte está echada, ya no se trata sino de utilizar lo mejor posible el turno de dar las cartas, a saber, lo que llaman los dones del niño. El conocimiento que el psicoanálisis aporta al educador sólo le permite medir los límites de su poder... y comprender y excusar las reacciones con que tropieza. «Si no se tiene en cuenta nuestra vida infantil y familiar, nuestra conducta respecto a los maestros es no sólo incomprensible sino también inexcusable»,21 dice Freud alegando por el perdón a favor del niño. Otros textos dan a entender sin embargo que la influencia de que dispone el educador después de los padres no es desdeñable, ya que Freud cree útil ponerlo en guardia contra la tentación de modelar al niño en función de sus propios ideales y le prescribe respetar sus disposiciones y posibilidades22 (también dirige la misma alerta a los psicoanalistas). Las exigencias desmesuradas por parte del educador amenazan ser desfavorables para el niño,
19. 20. 21. 22.
S.E. XIII, p. 242. Ibíd., p. 243. S.E. XIII, p. 244. S.E. XII, p. 331. 113
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que va a acentuar, para tratar de adecuarse a ellas, la diferencia entre su Yo y un ideal que se ha vuelto inaccesible. El Ideal-delyo, que requiere la sublimación, no puede obtenerla por la fuerza, y tan sólo puede traer como consecuencia la represión y la neurosis. Parecería que el poder del educador nunca se manifiesta tanto como cuando es nocivo; ¿o será que, al menos en materia de educación, sólo hay poder para perjudicar? Pero el aviso de Freud puede ser entendido de otro modo si se atiende al hecho de que él lo profiere precisamente a propósito del ideal. Freud bien podría estar apuntando al narcisismo del propio educador, y su advertencia consistiría en remarcar que el educador (como el psicoanalista) no debe buscar satisfacer su propio narcisismo tratando de realizar su ideal a través del niño al que tiene la tarea de educar. Así, pues, Freud buscaría refrenar al educador en la pendiente de una identificación narcisista al niño. Por otra parte, en Introducción al narcisismo, es ya en ese lugar del Yo-ideal de los padres donde Freud sitúa al niño (His Majesty the babyj,n quien será investido por ellos de la tarea de realizar el ideal al que ellos mismos debieron renunciar. Sin duda, uno de los perjuicios de la educación reside particularmente en esa investidura narcisista del niño: en el hecho de que éste ocupe un lugar en el deseo del educador y de los padres, lugar alienante en todos los sentidos del término. El niño es amado y querido por sus padres y por el educador como otro, no como él mismo. No sólo como alter-ego de la relación narcisista, como Yo-ideal, sino también como objeto de goce para la pulsión anal, o como apéndice por el cual la madre trata de satisfacer su envidia del pene (como lo atestigua la ecuación inconsciente: niño=pene=heces, indicada más tarde por Freud).24 Que el niño pueda ser para su madre una fuente de satisfacciones compensatorias, y que este tipo de relación sea nociva para él, esto Freud ya lo había señalado en 1907, en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna. Los padres y educadores no son, por lo tanto, seres desencarnados preocupados por el exclusivo bien-del niño. Sus deseos y fantasmas gravitan con todo su peso en la práctica educativa. 23. La vie sexuelle, p. 93. 24. «Les transpositions des pulsions...», La vie sexuelle, p. 106 y sig. 116
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Además, Freud indica en otra parte que la severidad educativa suele poseer el valor de una revancha sobre la sufrida en otro tiempo por el propio educador.25 Es sin duda por la alienación del niño en el deseo de sus padres y educadores por lo que deben explicarse las exigencias morales excesivas que el niño hace suyas y bajo las cuales sucumbe en su esfuerzo por satisfacer los anhelos parentales. Desde el comienzo produjo el psicoanálisis un escándalo al revelar el papel de la sexualidad en la formación del niño, destruyendo con ello el mito de la pureza infantil. Pero lo que también puso al descubierto es que la relación sexual entre el niño y sus padres y educadores tiene un doble sentido: que las intenciones de estos últimos no son más «puras» que el niño que les sirve de objeto sexual. En este sentido, la teoría de la seducción, en los comienzos del psicoanálisis, nunca perdió toda actualidad. Ella contiene una parte irrebasable de verdad en tanto que los fantasmas de los niños, que ponen en escena intentos de seducción por parte de sus padres, responden a su posición efectiva en el deseo de éstos. Sin embargo, debe observarse que si bien Freud ofreció todos los elementos que permiten descubrir la importancia que cumple en la educación y el desarrollo del niño el valor erótico que representa para sus padres y educadores, en ninguna parte extrajo explícitamente las consecuencias que ello trae en la educación. Es cierto que recomienda el psicoanálisis como medida profiláctica para los educadores, y esto más expresamente en sus últimas obras. Pero casi siempre invoca, para justificar este consejo, el interés que implica para el adulto comprender al niño al que está educando. En cambio es sorprendente ver con qué insistencia alertó Freud, tanto a los educadores como a los analistas, contra el ideal, y más precisamente contra la tentación de encarnar ellos mismos ese ideal a expensas del educado o del analizado, o de querer que éstos adopten su propio ideal. «El orgullo educativo es tan poco deseable como el orgullo terapéutico.» 26 «Hemos rehusado categóricamente considerar como un bien propio nuestro al paciente que demanda nuestra ayuda y se pone en nuestras 25. Nouvelles confe'rences, pp. 90-91. 26. «Conseils aux médecins», 1912, La techniquepsychanalytique, p. 70. 117
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manos. No buscamos edificar su destino ni inculcarle nuestros ideales, ni tampoco modelarlo a nuestra imagen con el orgullo de los creadores, lo cual nos resultaría muy agradable»,27 precisa más adelante a propósito de la tarea del analista. Que el analista pueda ocupar, así fuese a su pesar, el lugar del Ideal-del-yo de su paciente, constituye a los ojos de Freud «un obstáculo más a la acción del análisis, cuyo fin consiste no en volver imposibles las reacciones mórbidas sino en dar al Yo la libertad de decidirse en un sentido o en otro». 28 Leyendo textos tan poco equívocos, puede sorprender que ciertas tendencias del psicoanálisis hayan creído poder respaldarse en Freud para fijarle a la cura la meta de la identificación del paciente con el analista. Ni siquiera cabe decir que semejante interpretación descanse en una confusión entre la labor analítica y la labor educativa, ya que Freud también pone en guardia al educador contra una tal concepción de su misión. El fin que Freud asigna a la educación implicaría más bien una destitución de esta función del ideal. En Sobre la psicología del colegial, Freud muestra que el primer desprendimiento del niño con respecto al padre, es decir, su destitución del lugar del ideal, lo abre a la influencia de personas exteriores a la familia que podrán venir a ocupar el lugar dejado libre por la «caducidad» paterna. Indica por otra parte que el niño sólo es definitivamente adulto cuando ha llegado a desprenderse de todos los sustitutos del padre, lo cual significa que nadie puede venir a ocupar ya para él el lugar del ideal, que nadie puede ser idealizado por él.29 Pero a este desprendimiento respecto al padre y sus sustitutos corresponde una caducidad de la función del ideal mismo (para Freud la ética no es una ética del ideal sino de lo real). La verdadera moral no consiste para Freud en la promoción de un ideal elevado, destinado por definición a permanecer tanto inaccesible como irrealizable, y que no conduce más que a una relación engañosa con uno mismo y con el otro. El ideal, y la idealización de la realidad que él implica, son resorte de
27. p. 138. 28. 29.
«Les voies nouvelles de la thérapeutique psychanalytique», 1918, ibíd., «Los caminos de la terapia psicoanalítica», O.C., III (p. 2.457). «Le Moi et le Qa», Essais de psychanalyse, p. 223, nota 1. S.E. XIII, p. 244.
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la ilusión e incluso del desconocimiento. Mueve al Yo a imaginarse mejor de lo que es o a exigir de sí más de lo que puede, y, en definitiva, a la hipocresía.30 Puede culminar en la represión si se revela necesario para el sostén de la ilusión de la moralidad; es decir, a fin de cuentas, puede culminar en la neurosis. En la relación con el otro, que el sujeto puede estar tentado de colocar en el lugar de su ideal, esto conduce también a una sobrestimación engañosa puramente imaginaria. La satisfacción narcisista descansa desde el inicio en una ilusión. Primeramente la de la omnipotencia del Yo primitivo, y después sobre una imagen de perfección puramente imaginaria, el Yo-ideal. El mismo Idealdel-yo se elabora a partir de las cualidades prestadas al padre o a sus sustitutos, y resulta de una sobrestimación basada en la ilusión. Cuando Freud, en sus Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, y después en El porvenir de una ilusión, exhorta a la educación a renunciar al apoyo en la ilusión y dejar sitio a la realidad, en ello puede verse el deseo de que la educación cese de conferir la primacía al narcisismo, hasta el presente utilizado, y reforzado, como principal sostén de una educación que hasta entonces se había orientado a la supresión de las pulsiones sexuales consideradas molestas. El paso del Yo-placer al Yo-realidad consistiría precisamente en esa superación de cierto modo de satisfacción narcisística. También contra el narcisismo debe luchar el analista cuando procura levantar la represión, con la cual choca el tratamiento psicoanalítico bajo la forma de la resistencia. Así, pues, ideal y narcisismo deberían ser situados de un mismo lado, aquel que Freud designa con el término ilusión, por oposición a lo que llama unas veces verdad, otras realidad, y en ocasiones necesidad, y cuya significación en su obra aún tenemos que poner en claro.
30. Cf. «Considérations sur la guerre et sur la mort», Essais de psychanalyse, p. 247. «Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte», O.C., II (p. 2.101).
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LO REAL Y LO IDEAL
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«La teoría psicoanalítica admite sin reservas que la evolución de los procesos psíquicos está regida por el principio del placer.»1 Así comienza Más allá del principio del placer. Sin embargo, dos páginas más adelante Freud pone esta hipótesis en tela de juicio: «¿Pero es acaso exacto hablar del papel predominante del principio del placer en la evolución de los procesos psíquicos? Si así fuera, la enorme mayoría de nuestros procesos psíquicos tendrían que verse acompañados de placer o conducir al placer, mientras que la mayor parte de nuestras experiencias están en flagrante contradicción con esta conclusión. Estamos así forzados a admitir que una fuerte tendencia a adecuarse al principio del placer es inherente al alma, pero que ciertas fuerzas y circunstancias se oponen a esa tendencia a tal punto que el resultado final puede perfectamente no ser siempre conforme con el principio del placer».2 Si la búsqueda de su bienestar es la meta del ser vivo, como parecen probarlo, además de la filosofía a partir de Aristóteles, «los hechos de nuestra observación cotidiana»,3 ¿cómo es posible que corrientemente se observe el fracaso de tal empeño? Esta es la paradoja que Freud encontró perpetuamente en el seno de su experiencia y que, en 1921, intenta una vez más elucidar. La teoría analítica ya trató de dar cuenta, en efecto, de dicha 1. «Au-dela du principe de plaisir», Essais de psychanalyse, p. 7. «Más allá del principio del placer», O. C, III (p. 2.507). 2. Ibíd., pp. 9 y 10. 3. Ibíd., p. 7. 123
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paradoja: el principio del placer puede ser desbaratado por las exigencias del mundo exterior. La realidad no se presta siempre a la satisfacción directa e inmediata de las pulsiones que, en ciertas circunstancias, amenazarían con poner en peligro al organismo. El principio del placer debe ceder la plaza al principio de realidad, en cuyo nombre las pulsiones de autoconservación proporcionarán la energía necesaria para la contención de las pulsiones peligrosas (en particular las pulsiones sexuales). Aquí sólo se trata, dice Freud, de una limitación «normal» del principio del placer: no puede darse por descontada una armonía constante entre el ser vivo y su medio. En segundo lugar, entre las pulsiones obrantes en el psiquismo algunas muestran ser incompatibles, durante el desarrollo del individuo, con la evolución del conjunto. Sacrificadas (reprimidas), tales tendencias seguirán buscando satisfacción, pero habida cuenta de la represión de que han sido objeto, dicha satisfacción se traducirá en displacer. Aquí nos encontramos no ya con un conflicto ante una realidad hostil, sino con un conflicto intrapsíquico que, aunque resulte parcialmente de la presión de la realidad exterior, no se reduce a ella. Freud da varias interpretaciones teóricas de este conflicto: oposición de las pulsiones del Yo a las pulsiones sexuales, y después oposición entre libido narcisista y libido objetal. En este contexto, la falta de armonía no afecta únicamente a las relaciones del hombre con el mundo, sino que parece inherente al propio funcionamiento psíquico del ser humano. En este caso, no obstante, el displacer es la consecuencia del conflicto de fuerzas que tienden a satisfacciones incompatibles entre sí, lo cual no invalida el predominio del principio del placer. La salida del conflicto puede ser considerada como un mal menor, es decir, como una solución más o menos económica conforme al principio del placer. Pero esta concepción no satisface a Freud. En efecto, no explica suficientemente un conjunto de fenómenos atestiguados por la experiencia analítica y que parecen aberrantes desde una concepción económica del funcionamiento psíquico: la existencia de comportamientos orientados a la repetición de experiencias desagradables, que no suponen ninguna forma de satisfacción. Algunos juegos de niños, los sueños de los neuróticos de 124
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guerra, ciertos aspectos de la transferencia durante la cura analítica, las neurosis de destino, dan fe de esa tendencia a la repetición que se afirma de manera independiente del principio del placer. Ello conduce a Freud a emitir la hipótesis de una pulsión de muerte, más primitiva que las pulsiones sexuales o las pulsiones de conservación, y que corresponde al retorno a un estado anterior a la vida, estado que ésta habría perturbado y que la tendencia a la repetición apuntaría a restablecer, haciendo poco caso del principio del placer que rige al ser vivo. Con esta hipótesis queda aislado el aspecto destructor y corrosivo que durante largo tiempo atribuyó Freud a la sexualidad, y desde ahora Eros será concebido como una fuerza de cohesión y de unión. El conflicto entre las fuerzas no reside ya en la oposición entre pulsiones sexuales y pulsiones del Yo, o entre libido de objeto y libido narcisista, sino entre Eros y Tánatos. Sin embargo, la pulsión de muerte jamás se manifiesta en estado puro, sino siempre a través de su alianza con las pulsiones de vida, matiza Freud en El problema económico del masoquismo (1924). Se hace manifiesta en el dolor, señal de la transgresión del principio del placer, guardián de la vida, dolor que el sujeto parece perseguir como si fuera un goce. La pulsión de muerte es aquella tendencia que culmina en el forzamiento del principio del placer, concebido como principio homeostático de conservación del ser vivo. ¿Qué lugar conceder, en relación con el conjunto del pensamiento de Freud, a esta última modificación de la teoría de las pulsiones, y cuál es el alcance de esta nueva elaboración en lo que atañe a la educación? Recordemos que los principales textos de Freud sobre la educación y la civilización (Elporvenir de una ilusión y El malestar en la cultura) son posteriores a la hipótesis de la pulsión de muerte, y probablemente consecuencia de ella. Al referirnos a Introducción al narcisismo, vimos que Freud fue inducido a cuestionar, tras el descubrimiento del narcisismo, esto es, de la existencia de una libido del Yo, la oposición pulsiones del Yo - pulsiones sexuales. El Yo y la sexualidad ya no podían considerarse como radicalmente opuestos, y no se podía rechazar enteramente la hipótesis de un monismo pulsional. Sin embargo, ésta es una hipótesis que Freud nunca estuvo dispuesto a admitir. Sólo el dualismo, correspondiente a la hipótesis de 125
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fuerzas antagónicas obrantes en el psiquismo, le parecía propio para dar cuenta del carácter dividido, desgarrado de la psique humana. La hipótesis de la pulsión de muerte permite a Freud mantener la concepción dualista y preservar, en particular con respecto al junguismo, la esencia de su descubrimiento. En Más allá del principio del placer, Freud recuerda que «el inconsciente como tal no puede ser alcanzado, y se hace oír de una manera paradójica, dolorosa, irreductible al principio del placer. Vuelve a poner así en primer plano la esencia de su descubrimiento, que se tiende a olvidar».4 Según Lacan, lo que Freud promueve con la pulsión de muerte es la existencia de la autonomía de lo simbólico, la dimensión del lenguaje en el hombre, que actúa como parásito en su ser de viviente e introduce en él el registro de un más allá de la vida. Aunque nuevo, el concepto de pulsión de muerte pone en claro fenómenos observados por Freud desde hacía mucho tiempo. La introducción de este concepto le permite acentuar con nuevo vigor cierto número de fenómenos que la experiencia psicoanalítica revela más que cualquier otra, y que dan fe de la existencia en el comportamiento humano de algo extraño, aberrante, paradójico en relación con su ser biológico, en relación con el hecho de que el hombre es un ser vivo; algo que no puede ser explicado sino recurriendo a un orden de determinación que se sitúa fuera de lo que determina al ser vivo: más allá de la vida. Este más allá de la vida es lo que Freud denomina pulsión de muerte, con lo que quedan aliados dos términos contradictorios; dicha alianza designa una realidad en sí misma inconcebible, contradictoria, o, dicho de otro modo, «imposible». La pulsión de muerte como concepto es un monstruo lógico que, por ello mismo, resulta apto para designar a la propia realidad humana como monstruosa con respecto a la de los otros seres vivos. Lacan caracteriza ese más allá de la vida como lo simbólico. Es el lenguaje lo que constituye este orden que determina al ser hablante, al ser humano, más allá de su condición de viviente; y él instituye esa desgarradura, esa división que marca a la vez la relación del ser humano con el mundo y consigo mismo, que
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engendra esa hiancia que nada puede venir a colmar, de un deseo confrontado a un imposible goce, imposible por hacer causa común con la muerte. Lacan especificó esa falla, esa hiancia producida por el injerto del lenguaje sobre el ser vivo, como la inexistencia de una «relación sexual» en el ser hablante. Por obra del lenguaje, entre el hombre y la mujer no hay complementariedad esperable de su conjunción, no cabe esperar ninguna armonía de su unión. Son inconmensurables. Freud atribuía a la prohibición del incesto el hecho de que la pulsión sexual no se preste «a la realización de la plena satisfacción»,5 es decir, a la unión con el único partenaire que podría colmar el deseo. La única relación «posible» está prohibida. ¿No será que la prohibición del incesto, fundamento de todas las sociedades humanas, es lo que viene a marcar el lugar de la imposible relación del hombre y la mujer? Lo vimos a propósito de Tótem y tabú: en el lugar mismo de lo imposible, el discurso enuncia una prohibición. Lo imposible es el agujero horadado en lo Real por lo simbólico. En El problema económico del masoquismo,6 Freud escribe que la libido encuentra a la pulsión de muerte, que le hace de obstáculo; en términos lacaneanos, podría decirse que la sexualidad encuentra en el ser humano a lo simbólico, que la desgarra, obstruyendo la relación entre los sexos, y que, desde ese momento, lo imposible de esta relación es lo Real con que tenemos que habérnoslas. A este Real intenta dar alcance la teoría analítica. En efecto, todos los días la experiencia analítica confronta al analista con este Real. Se puede decir que el psicoanálisis, como discurso, constituye la tentativa de circunscribir los bordes de lo que podría compararse a un agujero. En cuanto al agujero, a lo Real, éste escapa a lo simbólico. Lo Real es «lo que no cesa de no escribirse».7 El discurso sólo permite localizar, en cierto modo, sus bordes, trazar sus contornos. Desde este punto de vista, las diferentes etapas de la elaboración de la teoría analítica pueden considerarse como otros tantos modos de aproximación a lo
4. J. Lacan, Séminaire II, Le moi dans la théorie de Freud et dans la technique de la psychanalyse, París, Ed. du Seuil, 1978, p. 84.
5. «Contribution a la psychologie de la vie amoureuse», La vie sexuelle, p. 64. «Sobre una degradación general de la vida erótica», O. C, II (p. 1.710). 6. «Probleme économique du masochisme», Névrose, psychose et perversión, p. 291. «El problema económico del masoquismo», O. C., III (p. 2.752). 7. J. Lacan, Séminaire X X , Encoré, París, Ed. du Seuil, 1975, p. 132.
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Real por el discurso. Las diferentes etapas del pensamiento de Freud no se oponen las unas a las otras; los desarrollos recientes no invalidan a los precedentes, y cada uno constituye una manera distinta de dar alcance a lo Real. Cada modificación de la teoría freudiana, y en particular la última, marcada por la promoción de la pulsión de muerte, respondería a la inquietud de Freud de no ver debilitarse, en la teoría, lo que aspira a dar cuenta de la rotundidad de la experiencia. Pero al avanzar la hipótesis de una pulsión de muerte, Freud llegó más lejos que nunca hasta entonces en la tentativa de subrayar la radicalidad, el carácter irremisible de la aberración del funcionamiento psíquico del hombre, condenado al desgarramiento, dividido entre la búsqueda de su bienestar y el imperativo que lo fuerza a la persecución de un goce imposible, que sólo alcanza a través del dolor. En la comunidad analítica fueron muchos los que se negaron a admitir este último resultado del pensamiento de Freud. Así como en los comienzos del análisis no se consintió en aceptar la teoría analítica sino una vez amputada de la teoría de la libido, a partir de 1921 la pulsión de muerte constituyó lo que los tibios convinieron en rehusar como escandaloso. Pues bien, lejos de ser una parte accesoria de la teoría, la pulsión de muerte puede ser considerada como correspondiente a la esencia del descubrimiento de Freud. Pero ésta suprime, en efecto, toda esperanza —y de ahí su carácter escandaloso— de una armonía posible, tanto entre el hombre y el mundo como entre el hombre y él mismo, entre su bien y su deseo. Sin embargo, la educación se sitúa tradicionalmente del lado del bien. Se entiende que el educador opera por el bien de quien se halla a su cargo. En esta perspectiva no puede sino ser enemigo de deseos cuya esencia es de aberración con respecto al «bien». Y ello le conduce a negar la existencia dolorosa de éste. Una educación que la tuviera en cuenta ya no podría seguir asignándose por meta el bien o la felicidad. Pero entonces, ¿cuál podría ser su misión?
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«.Piense usted en el lamentable contraste entre la radiante inteligencia de un niño sano y la debilidad mental de un adulto medio.» El porvenir de una ilusión (1927). La civilización, cuya misión es proteger a los hombres contra la naturaleza, organizar la satisfacción de las necesidades vitales y regular las relaciones de los hombres entre sí, suscita, pese a los servicios prestados, la hostilidad del individuo, de quien reclama sacrificios demasiado gravosos. Tal es el punto de partida de la reflexión de Freud- en El porvenir de una ilusión. ¿Son inherentes estas dificultades a la esencia misma de la civilización, o bien están ligadas a condiciones históricas particulares en cuya superación es posible confiar? «Podría creerse que sería posible una nueva regulación de las relaciones humanas que, renunciando a la coerción y refrenamiento de los instintos, silenciaría las fuentes del descontento que la civilización inspira, de suerte que los hombres, librados de los conflictos internos, podrían consagrarse enteramente a la obtención y goce de los recursos naturales.»1 Freud cree poder reafirmar la ineluctabilidad de la coerción y del renunciamiento a los instintos, que en su opinión son fundamento de la civilización. Sin embargo, el problema del porvenir de la civilización puede plantearse en esta forma: «¿ Se logrará disminuir, y hasta qué punto, la carga que implica el sacrificio de sus instintos impuesto a los hombres, reconciliar a éstos con aque1. Avenir d'une illusion, pp. 9 y 10.
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líos otros sacrificios que sigan siendo necesarios y resarcirlos de ellos?».2 Si se objeta que la gran mayoría de los seres humanos no puede someterse más que a la coerción impuesta por una minoría, se puede replicar que ello es el resultado de una organización defectuosa de la civilización, y que las generaciones nuevas, educadas de otro modo, podrían prescindir de la coerción y consentir libremente los renunciamientos indispensables para la conservación de las adquisiciones culturales. Freud no excluye que una transformación de la educación permita alcanzar esta meta. En efecto, «el hombre está dotado de las más variadas disposiciones instintivas, y los acontecimientos precoces de la niñez imprimen en ellas una orientación definitiva». Pero «esto también explica por qué los límites en los que un hombre es educable determinan aquellos en los cuales es posible una modificación semejante de la cultura».3 Si lo esencial se juega en los primeros años de la vida, la educabilidad del ser humano se ve limitada con ello en otro tanto. ¿ Qué esperanzas siguen siendo legítimas? ¿ En qué medida la educación permitiría aligerar el peso de la coerción impuesta por la sociedad? Freud parece dejar en suspenso esta cuestión y acomete la crítica de la religión y sus valores. ¿Para qué sirve la religión?, se pregunta Freud. Su respuesta es clásica: para consolar. La religión pretende ofrecer una compensación a los sacrificios impuestos por la civilización. Ella apunta a exorcisar las fuerzas de la naturaleza dándoles un sentido, reconciliar al hombre con lo que sale de su dominio, en especial con la muerte, y busca resarcirlo de las privaciones que sobrelleva a causa de la civilización asignando un origen divino a las prescripciones de ésta. Las ideas religiosas han resultado, pues, de la misma necesidad que los otros aspectos de la civilización: de la necesidad de defenderse contra la naturaleza, por una parte, y de corregir las imperfecciones de la civilización, por la otra. La satisfacción que procuran es esencialmente de índole narcisista: la religión restaura el sentimiento de dignidad del
hombre, estropeado por la conciencia de su impotencia frente a la naturaleza y frente a su destino. Pero, más allá de los consuelos que aporta satisfaciendo el narcisismo, su función social básica consiste en justificar con su origen divino la coerción y los refrenamientos instintuales, y en asegurar de este modo la sumisión al orden social. Así, pues, las doctrinas religiosas serían el principal instrumento al servicio de la coartación de las pulsiones. «Sobre ellas se ha edificado nuestra civilización; la conservación de la sociedad humana tiene por premisa el que la mayoría de los hombres crean en estas doctrinas»,4 hace decir Freud a su interlocutor imaginario. Ahora bien, las creencias religiosas corresponden a lo que Freud llama «la ilusión», es decir, no necesariamente a un error sino a una idea derivada de un deseo y destinada a satisfacerlo de manera fantasmática. Así, pues, las ideas religiosas apuntarían a restaurar el narcisismo infantil. Freud no considera la religión como un simple epifenómeno. En su opinión ella es al mismo tiempo la cima del edificio y su fundamento, la base moral de la civilización. Esta en su conjunto descansaría, pues, sobre el mecanismo psicológico de la ilusión; y también sobre el de la represión si nos remitimos al análisis de Tótem y tabú, que asigna al origen de la religión la represión del asesinato del padre primitivo. ¿ Es que la civilización no puede prescindir de este fundamento? ¿No sería útil «confesar honestamente el origen puramente humano de todas las instituciones y prescripciones de la cultura»? «Al mismo tiempo que caería su pretensión a un origen sagrado, cesarían también la rigidez e inmutabilidad de estas leyes y disposiciones. Los hombres quedarían en condiciones de comprender que éstas se crearon mucho menos para dominarlos que en su propio interés, tendrían para con ellas una actitud más amistosa y, en lugar de aspirar a abolirías, sólo procurarían mejorarlas. Se trataría de un importante progreso en el camino que conduce a los hombres a reconciliarse con la presión que sobre ellos ejerce la civilización.»5 Si la religión es «la neurosis obsesiva universal de la humani4. Ibíd., p. 50. 5. Ibíd., p. 59.
2. Ibíd., p. 10. 3. Ibíd., p. 12. 130
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dad», cuyo correspondiente en el individuo sería la neurosis infantil, ¿no cabe prever que «el abandono de la religión tendrá lugar con la fatal inexorabilidad de un proceso de crecimiento»? 5 Ya es hora, añade Freud, de «reemplazar —al igual que en el tratamiento analítico de las neurosis— las consecuencias de la represión por los resultados del trabajo mental racional».6 Hasta el presente, la civilización se ha edificado, pues, sobre la represión, la renegación de la realidad y la ilusión consoladora. Y es indudable que este fundamento no carece de vínculos con los excesos de la restricción social El exceso principal —y aquí Freud retoma lo que había desarrollado en La ilustración sexual del niño (1905)— consiste en la prohibición del libre ejercicio del pensamiento, que obstaculiza el advenimiento de la racionalidad. Freud ve a la religión como la gran responsable de la prohibición impuesta al pensamiento y, a modo de consecuencia, de lo que no vacila en calificar como debilidad mental del adulto medio. La represión y la ilusión, ba.ses de la civilización, son al mismo tiempo el fundamento de la neurosis que afecta a la humanidad en su conjunto. Y así como la cura analítica apunta a reemplazar la represión por la condena por el juicio y la toma de conciencia, Freud sugiere que no es inconcebible que la civilización pueda cambiar de bases, fundarse de aquí en adelante en la razón, y orientarse a asegurar la primacía del intelecto rechazando la ilusión. Es indiscutible, concede, que los hombres son poco accesibles a los argumentos racionales, pero «¿ es completamente imposible que en gran parte sea justamente la educación religiosa la causa de esa especie de marchitamiento» de la razón humana? «Piense usted en el lamentable contraste entre la radiante inteligencia de un niño sano y la debilidad mental de un adulto medio.»7 Freud vuelca sus esperanzas de llegar a la supremacía de la razón en una transformación de la educación. En su opinión, la pedagogía actual no apunta sino a retardar el desarrollo sexual del niño sometiéndolo a la influencia de la religión, que le prohib e toda investigación sexual so pena de castigos eternos, al mis6. Ibíd., p. 62. 7. Ibíd., p. 67.
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mo tiempo que le impone aceptar sin crítica dogmas que no la resistirían. «Mientras durante sus primeros años el hombre permanezca bajo la influencia, no sólo de la inhibición mental ligada a la sexualidad, sino también de la inhibición mental religiosa y de la que de ella deriva, la inhibición mental "legitimista" para con los padres y educadores, no podremos decir qué es en realidad el hombre.» 8 La religión actúa en favor de la represión y de la irracionalidad 1 en los comportamientos humanos. Merece-intentarse la prueba \ de una educación que rechace esta orientación, una educación ( que procuraría que el hombre asuma, sin el socorro de consuelos ¡ ilusorios y del embotamiento anestesiante, «el peso de la vida, la .! cruel realidad».9 A esto se le podría llamar, dice Freud, «educa- l ción para la realidad».9 La razón es ciertamente débil frente a instintos cuyo poder demostró precisamente el psicoanálisis, pero si bien «la voz del intelecto es baja [...] no se detiene hasta haberse hecho oír [...]. A la larga, nada puede resistir a la razón y a la experiencia». 10 Tal es el programa que asigna Freud a una educación nueva en la que ve el remedio a los daños de la civilización: hacer frente a la realidad rechazando la ilusión, asegurar la supremacía de la razón sobre las fuerzas instintivas en detrimento de la represión. Freud no fue prolijo en consejos educativos. Además, sus críticas de la educación no se separan del juicio que la civilización le inspira: el hecho de que sea ella la enferma amplía ciertamente su alcance. Si bien movido por una inquietud profiláctica denuncia repetidamente los errores que sería conveniente evitar en la acción educativa, raros son los textos donde indica la orientación positiva que quisiera verle tomar. En Freud no encontramos ningún tratado de educación. La escasez de indicaciones positivas en la materia nos incita a prestar una atención particular a la formulación de los principios a -partir de los cuales querría ver j instaurarse, nos dice, una educación nueva. Sin embargo, talv formulación produce desconcierto. Razón y realidad: ¿no es aca- j so cabalmente en su nombre como educadores y maestros nos / I !
8. Ibíd., p. 68. 9. Ibíd., p. 70. 10. Ibíd., p. 77. 133
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imponen su ley? ¿Es necesario ser freudiano para adherirse a ellas? El asombro crece ante el hecho de que Freud parece considerar adecuados estos principios para inaugurar una nueva era en la civilización, y prácticas sociales y educativas en ruptura con aquellas cuyas flaquezas experimenta. Fuera de ello, tales consignas no dejan de evocar en nosotros una concepción ortopédica del psicoanálisis que ve en la adaptación del sujeto a su mundo la meta de su acción. Fácil es el deslizamiento de la «realidad» aquí designada hacia una realidad social con la que el individuo tendría que proponerse entrar en armonía, al cabo de una evolución cuya normalidad estaría garantizada por un feliz concurso de la naturaleza y la educación. Enderezar las combaduras accidentales de un proceso semejante, reeducar: tal sería en esta perspectiva la misión del psicoanálisis. Ciertos textos de Freud sobre la educación podrían dar pie a esta clase de interpretación; por ejemplo cuando escribe, en su prefacio a El métodopsicoanatítico.áe O. Pfister, que «la psicoterapia se propone hacer dar marcha atrás a lo que, en estas dos salidas (la neurosis y la perversión) se presta a ello, y a instituir una suerte de pos- educación (Nacherziehung)»}1 Educar con vistas a la realidad: ¿significa esto que la educación debe proponerse la adaptación del sujeto a la realidad, tomada ésta en el sentido del medio circundante que, en el ser humano, es un medio social? Tal es la interpretación que primero llega al pensamiento, y corresponde al discurso ordinario de los educadores. ¿No sigue Freud esta dirección cuando afirma que la educación apunta, y siempre apuntó, a asegurar la dominación del principio de realidad sobre el principio del placer? Pero si éste es cabalmente el fin de toda educación, ¿qué aportaría Freud de nuevo al pregonar la educación para la realidad? Sin embargo, él parece presentar efectivamente este programa como apto para subvertir las prácticas educativas de su tiempo, cuyo i fundamento ilusorio denuncia. Si los valores de la civilización descansan en la ilusión, si la realidad social está tejida de ilusiones, entonces a lo que hay que adaptar al educado no puede ser a esa realidad ilusoria. Tampoco podría ser una mira adaptativa, que perseguiría cierta coaptación del sujeto y el mundo, la que 11. Gesammelte Werke, T. X, p. 449. 134
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Freud asigna a la educación. Ni la lectura de El porvenir de una ilusión ni la de El malestar en la cultura autorizan semejante interpretación: en el horizonte de la reflexión de Freud no se perfila ninguna armonía soñada entre el hombre y el mundo. Por el contrario, donde insistentemente hace Freud hincapié es en la imposibilidad que tiene el hombre de satisfacerse. Entonces, ¿qué encubre el término realidad, y la invitación a alcanzarla por las vías del intelecto? Si no es a la felicidad de una armonía por fin lograda a lo que Freud nos convida, ¿qué tarea nos asigna? La realidad y la inteligencia cuyos derechos quisiera ver reconocidos, no son asociadas por él a ninguna promesa de dicha, y lo que nos invita a enfrentar es más bien un más allá del principio del placer: ese más allá del placer al que dio el nombre de principio de realidad, y que reaparece también en el goce mortífero. El contexto en el que se inscriben las consignas que Freud nos propone es un contexto formal: excluye que se pueda encontrar en él la expresión de un racionalismo que confiaría en las virtudes de la «Aufklarung». No es un positivismo a lo Augusto Comte lo que suscribe cuando anhela que la humanidad se deshaga de una neurosis religiosa que la fija además a su infancia. De igual modo, cuando en Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte nos llama a nuestro deber de seres vivos —volver soportable la vida—, no nos insta a realizar nuestra felicidad, sino que nos habla de nuestra muerte. Ya antes del descubrimiento de la pulsión de muerte Freud expresaba, en términos cercanos a los que emplea en El porvenir de una ilusión, el deseo de que la humanidad se incline ante esta verdad, puesta al desnudo por la guerra, y que constituye nuestra actitud inconsciente frente a la muerte: «Impenetrabilidad a la representación de nuestra propia muerte, anhelo de muerte dirigido al extranjero y al enemigo, ambivalencia ante la persona amada»;12 ésta es la «realidad psíquica» (diepsyschische Realitat) a la que debemos hacer frente. Ya entonces a lo que aconsejaba renunciar era a la ilusión. «¿No haríamos bien, escribe, en asignar a la muerte, en la realidad y en nuestro pensamiento, el lugar que 12. «Considérations actuelles sur la guerre et sur la mort», Essais de psychanalyse, p. 266. 135
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le conviene, y prestar la mayor atención a nuestra actitud inconsciente frente a la muerte, esa actitud que con tanto esmero nos aplicamos a refrenar? No sería un progreso lo que de este modo cumpliríamos sino más bien, al menos en ciertos aspectos, una regresión, pero al resignarnos a ésta obtendríamos la ventaja de ser sinceros con nosotros mismos y de hacer la vida nuevamente soportable para nosotros. En efecto, hacer la vida soportable es la primera obligación del ser vivo. La ilusión pierde todo su valor cuando se opone a este deber.»13 La tendencia a la represión de esta realidad psíquica, la eliminación de la dimensión de la muerte en nuestra existencia, empobrecen la vida, a causa del renunciamiento al deseo que dicha actitud impone. Pues bien, «si vis vitam para mortem>r. si quieres poder soportar la vida, debes estar dispuesto a aceptar la muerte.14 «Die Erziehung zur Realitát», la educación hacia la realidad: no es tanto a la Wirklichkeit, a la realidad efectiva —término que Freud emplea ordinariamente para designar la realidad exterior, social en particular, que impone sus exigencias a quien quiere sobrevivir— a lo que debemos adecuarnos, sino que más bien se trata de hacer frente a un Real de discordia, a la imposible conjunción de nuestro Wohl —nuestro bienestar— y nuestros deseos. Realitát nos parece designar aquí, más aún que las amenazas que la naturaleza hace pesar sobre nosotros, la «realidad psíquica» que constituye el inconsciente: la discordancia entre las pulsiones, lo Real del sexo y de la muerte cuyo desconocimiento funda, según Freud, la realidad social, Real que la ilusión, y la religiosa en particular, tiene por fin obliterar.13
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Freud sustituye por una ética basada en lo real la ética tradicionalmente enlazada a lo ideal, es decir, a lo imaginario. Es más allá del principio del placer donde nos cita con esa «Realitát» que lo desdeña, ese Real del sexo y de la muerte cuyo desconocimiento socialmente instituido no nos hace la vida más soportable al prometernos el refugio de un razonable confort. La ilusión está, como hemos dicho, al servicio de nuestro narcisismo, que se niega a reconocer la hiancia que nos divide irremediablemente. Lo que Freud nos invita a cumplir es una superación del narcisismo. En efecto, el narcisismo sólo queda resguardado al precio de la represión. La experiencia analítica demuestra que el levantamiento de las represiones implica la superación del narcisismo, lo cual no se lleva a cabo si no se franquea la barrera del displacer, que opone resistencia. A esta superación corresponde la asunción de la castración, vale decir, de nuestra división. El principio de realidad debe ser situado en el más allá de este movimiento. Así, pues, sería en la asunción de la castración por la humanidad donde Freud divisa el único porvenir posible para la civilización. Hasta el presente la civilización se ha colocado del lado del «Yo» y del narcisismo, a expensas de las otras fuerzas psíquicas, cuyo desconocimiento ella ha organizado. Freud desea que en lo sucesivo sean el intelecto, la razón, los que tomen el relevo.
13. Ibíd., p. 267. 14. Ibíd., p. 267. 15. El término Realitát, en Freud, está lejos de ser unívoco. Según el contexto cobra valores diferentes. Las categorías lacaneanas de lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real nos permiten una discriminación de esos valores. Unas veces Realitát remite al «mundo exterior» por oposición al mundo interior, psíquico, y designa una realidad tejida por el lenguaje, esencialmente efecto de lo Simbólico. Volveremos a hallar el término Realitát en la expresión «.diepsyschische Realitát», la realidad psíquica de que habla Freud a propósito de los deseos y los fantasmas, del Wunsch (del anhelo de muerte, por ejemplo), donde la culpabilidad a él atribuida certifica su carácter de realidad al menos para el sujeto. Situaremos este empleo en la intersección de lo Simbólico (el fantasma es un efecto de él) y lo Imaginario.
La Realitát que designa «die Erziehung sur Realitát», de El porvenir de una ilusión, no puede ser reducida a las precedentes. Aquí Freud alude a lo Real, en el sentido lacaneano, definido como lo imposible —de simbolizar, de soportar—: Real del sexo —de la imposible relación entre los sexos, del imposible goce de un Otro perdido para siempre—, Real de la muerte como imposible de simbolizar pero también (esto se anilla) Real del deseo de muerte engendrado por lo Simbólico que nos mata al constituirnos como ya muertos. La noción de Realitát en «Realitátprinzip» nos parece situarse en el cruce de estos tres sentidos. El principio de realidad designa unas veces el modo de funcionamiento del aparato psíquico en tanto que se somete a la distinción entre el fantasma y el mundo exterior; otras, la capacidad de vencer el displacer inherente al reconocimiento de la realidad psíquica como verdad; y, finalmente, el más allá del principio del placer al que confronta lo Real en el sentido antedicho. La realidad social, por su parte, se hallaría en la articulación de lo Imaginario y lo Simbólico, como el fantasma y la realidad psíquica, lo que vimos a propósito de las exigencias parentales en cuanto constituyen la primera figura de las restricciones sociales y, más generalmente, de la Ananke'. Pero la Ananke' no se reduce a ellas: como destino, posee una faz puramente simbólica y otra, sin nombre, lo Real de la muerte y del sexo, como insimbolizables.
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Pero cabe preguntarse de qué poder extraerá la instancia de la razón fuerzas suficientes para imponerse. La civilización, apoyada hasta ahora en la represión y la ilusión, dispone de la fuerza del narcisismo y de las pulsiones del Yo; en definitiva, del poderoso deseo de seguir durmiendo. Las potentes auxiliares de la razón, ¿no tendrán que ser buscadas del lado de las fuerzas que, en la neurosis, provocan el retorno de lo reprimido y desbaratan las defensas del Yo? ¿No será la fuerza de los deseos inconscientes sofocados, que intentan abrirse paso? Más allá del deseo de dormir, son los deseos de un despertar quizá imposible los que intentan hacerse oír con la voz del intelecto, voz cuya insistencia, asegura Freud, no se desdice: «La voz t del intelecto es baja, pero no descansa hasta que se ha hecho oír».16 ¿Cómo no evocar aquí el automatismo de repetición, por el cual se manifiesta la insistencia de los significantes inconscientes? Deseos de ser reconocidos, deseos de ser oídos, deseos indestructibles que los repudios repetidos no agotan —«...unzáhlig oft wiederholten Abweisungen», dice el texto alemán—,17 desde el origen del psicoanálisis, el empeño de Freud fue dar su primacía a la voz que los soporta. Tales poderes del Logos, en los que confía, son los de la verdad, nunca impunemente desconocida y ante la cual nos apremia a inclinarnos. Las ilusiones no nos confortan en nuestro bienestar o malestar sino al precio de reprimirla. Lo que Freud denuncia es que ellas tejen la trama de nuestra realidad social. La educación para la ilusión se afana en conformar a cada cual con ella mediante el recurso a la prohibición de pensar, donde Freud ve al mismo tiempo el fundamento y el fin de las prácticas educativas. Y es un espectro lo que Freud nos deja ver en ese hombre «hecho», al que presenta frente al niño resplandeciente como la macilenta imagen de su porvenir de educado. La tristeza, dice Lacan, es la sanción corriente de ese pecado contra el espíritu que constituye el rechazo del inconsciente.18 Freud, a su vez, nos recuerda la divisa hanseática: «Navigare necesse est, vivere non necesse».19 16. Avenir d'une illusion, S.E. X X I , p. 53. 17. Ibíd., y Gesammelte Werke, í . XIV, p. 377, Londres, 1948. 18. J. Lacan, Télévision, p. 39, París, Seuil, 1974. «Psicoanálisis-Radiofonía & Televisión», Ed. Anagrama, Barcelona, 1977. 19. «Considérations actuelles sur la guerre et sur la mort»,Essais depsychanaly134
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Freud quiere ver reemplazada a la represión por la condena por el juicio. ¿Dónde está el beneficio, nos preguntaremos, cuando de lo que se trata no es de satisfacer los deseos? ¿ Ganamos con el cambio en la sustitución de la moral corriente, basada en la ilusión, por una ética de la verdad? En Estudios sobre la histeria, Freud responde a la objeción formulada por una paciente: más vale un infortunio banal que una miseria histérica. Nada es más costoso, dice en otra parte, que la enfermedad, salvo la estupidez.20 El reconocimiento de los deseos siempre posee una virtud pacificante: éste es el principio de la cura analítica. Sobre este mismo principio, creemos nosotros, quisiera basar Freud una educación nueva: dejar abierto el camino al reconocimiento de los deseos. No hay otra interpretación posible de su expresado anhelo por ver al educador utilizar el psicoanálisis a fin de reemplazar la represión por la condena por el juicio: decirle no a un deseo es reconocerlo como dicho, reconocerlo como deseo. El sueño demuestra que el deseo puede «satisfacerse» con ello: el deseo se «realiza» en el decir. Tal podría ser el programa de una educación.de orientación analítica. El poder de la razón consiste, y el psicoanálisis lo demuestra, en las virtudes de la palabra.
se, p. 255, 20. Etudes sur l'hystérie, p. 247. 135
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«Nos inclinaríamos a afirmar que no ha entrado en el programa de la creación el propósito de que el hombre sea feliz.» El malestar en la cultura (1929). En El malestar en la cultura, Freud vuelve una vez más al problema de las relaciones entre el individuo y la civilización. A la luz de sus recientes elaboraciones, que lo llevaron a promover la existencia de la pulsión dé muerte, vuelve a considerar los términos de la cuestión. Anteriormente el conflicto se reducía a la oposición entre las pulsiones del Yo, aliadas de la civilización, y las pulsiones sexuales, que difícilmente se ponen al servicio de lo útil. El nuevo dualismo que opone Eros a Tánatos produce un desplazamiento del acento: en El malestar en la cultura, ya no es la sexualidad sino la pulsión de muerte la que parece amenazar más el proceso de la civilización. Freud arranca de una comprobación: la insatisfacción humana, el fardo que para el ser humano constituye la existencia. Sin embargo, de acuerdo con el principio del placer, todos los hombres tienden a la felicidad: al evitamiento del dolor y a la búsqueda de «goces intensos».1 «Y sin embargo, el universo entero está en pugna con este programa, que es absolutamente irrealizable: todo el orden del universo se le opone.» 1 ¿ Cuáles son los obstáculos para su realización? El evitamiento 1. Malaise dans la civilisation, p. 20. 141
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del dolor es ya problemático, el sufrimiento nos amenaza en nuestro cuerpo a causa de la enfermedad y la muerte, y además el mundo exterior es también fuente de peligros y dolores. La búsqueda del goce no es más sencilla: «nuestra aptitud para la dicha está ya limitada por nuestra constitución»,2 el principio del placer pone límites a nuestra capacidad de goce. Por lo demás, los dos objetivos, búsqueda del goce y evitamiento del dolor, se contrarrestan: quien desea el goce es vulnerable a los sufrimientos, y el que ante todo quiere ahorrarse el dolor se priva del goce. Pero el sufrimiento de origen social, aquel que deriva de las relaciones entre los seres humanos, es de todos el más difícil de soportar, en la medida en que lo creemos evitable. «No podemos entender por qué las instituciones de las que nosotros mismos somos autores no nos dispensarían a todos protección y favores.»3 ¿Es la civilización responsable de una gran parte de nuestro infortunio? ¿O habrá que «sospechar que también aquí se disimula cierta ley de la naturaleza invencible, y que, esta vez, se trata de nuestra propia constitución psíquica»?4 A esta pregunta intenta dar respuesta Freud. La civilización, o sea «la totalidad de obras y organizaciones cuya institución nos aleja del estado animal de nuestros antepasados», sirve a dos finalidades: «proteger al hombre contra la naturaleza y regular los vínculos de los hombres entre sí».5 Si bien se mostró eficaz en la realización de su primer objetivo, no parece haber logrado asimismo proteger al hombre de los sufrimientos enlazados a la vida en común con sus semejantes. La principal fuente de los sufrimientos padecidos por el individuo a causa de su vida en sociedad estriba en el renunciamiento a las satisfacciones pulsionales impuesto por la civilización. «Es imposible no advertir en qué amplia medida el edificio de la civilización descansa sobre el principio del renunciamiento a las pulsiones instintivas, y hasta qué punto ella postula precisamente la no satisfacción (restricción, represión o cualquier otro mecanismo) de instintos poderosos: este «renunciamiento cultural» 2. 3. 4. 5.
Ibíd., Ibíd., Ibíd., Ibíd.,
p. 21. pp. 32 y 33. p. 33. p. 37.
(Kulturversagung) rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre seres humanos; y ya sabemos que en él estriba la causa de la hostilidad contra la cual tienen que luchar todas las civilizaciones.»6 Freud vuelve a abordar aquí un tema que le es familiar. ¿Es posible hallar un equilibrio entre las reivindicaciones del individuo y las exigencias culturales? «Uno de los problemas de los que depende el destino de la humanidad es el de saber si este equilibrio'es realizable, o bien si se trata, por el contrario, de un conflicto insoluble.»7 La respuesta a esta pregunta exige determinar qué fuerzas actuaron en el comienzo del desarrollo de la civilización y empujaron a los hombres a reunirse en comunidades. Freud señala dos: en primer lugar, la necesidad de colaboración para luchar mejor contra la naturaleza y asegurar la supervivencia. A esta necesidad corresponden, en el plano pulsional, las pulsiones del Yo o de autoconservación. No es nueva esta hipótesis bajo la pluma de Freud. En Introducción alpsicoanálisis ya apuntaba que «La potencia que fuerza a la humanidad a llevar a cabo su desarrollo es la presión de las necesidades vitales, la necesidad: Ananke. Ella fue un educador riguroso».8 La segunda de estas fuerzas fue la necesidad de satisfacción genital que impulsó al macho a conservar consigo su objeto sexual, y condujo a la formación de la familia primitiva, la de Tótem y tabú. «De este modo Eros y Ananke se convirtieron en los padres de la civilización humana.»9 Aquí reaparecen las mismas potencias que Freud señalaba en el origen del proceso educativo, en Los dos principios del funcionamiento mental. La evolución del individuo reproduce la evolución de la humanidad. Pero es la primera, a la que tuvo acceso con su experiencia de analista, la que sirvió a Freud de modelo para describir la segunda. En esta fase la sexualidad se halla lejos de aparecer como enemiga de la civilización. ¿Cómo comprender entonces que ésta, en cuya fuente se encuentran fuerzas tan poderosas, ya que corresponden a los dos grupos de pulsiones, las del Yo 6. 7. 8. 9.
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Ibíd., p. 47. Ibíd., p. 45. Introduction a la psychanalyse, p. 334. Malaise dans la civilisation, p. 51. 143
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y las sexuales, no haya logrado hacer felices a los hombres? La armonía original entre sexualidad y civilización tuvo que dejar sitio al conflicto: la comunidad entró sin duda en lucha con la familia, que tendía a aislarse, mientras la pareja acaparaba la energía sexual que la civilización, por su lado, procuraba desviar hacia objetivos culturales. La prohibición del incesto constituirá el sacrificio más importante impuesto por el proceso civilizador. Como Lévi-Strauss ha demostrado, su función es abrir la familia a una comunidad más vasta instituyendo el intercambio de las mujeres. Las restricciones impuestas a las satisfacciones sexuales no se detuvieron aquí: coartación de la sexualidad infantil, eliminación de las perversiones, exigencia de una elección de objeto heterosexual, obligación de la monogamia; la restricción social no cesó de verse reforzada. «La civilización actual da a entender claramente que admite las relaciones sexuales con la única condición de que tengan por base la unión indisoluble, y contraída de una vez para siempre, de un hombre y una mujer, y también deja en claro que no tolera la sexualidad como fuente autónoma de placer, y que no está dispuesta a admitirla sino a título de agente de multiplicación al que hasta hoy nada pudo reemplazar.»10 Freud retoma aquí los temas ya expuestos en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna-, la civilización es enemiga de la sexualidad. «La vida sexual del ser civilizado está pese a todo gravemente lesionada; a veces da la impresión de una función en estado de involución, como parecen serlo en cuanto órganos nuestros dientes y cabellos. Es verosímilmente legítimo admitir que disminuyó en forma sensible su importancia como fuente de felicidad, y, por consiguiente, como realización de nuestro objetivo vital.»11 Freud, con todo, no se limita a esto, y emite la hipótesis, ya perfilada en Sobre una degradación general de la vida erótica, de que la civilización podría no ser la única responsable de tal «degeneración» de la sexualidad humana: «por su propia naturaleza, la función sexual se negaría, en cuanto le compete, a concedernos plena satisfacción, y nos forzaría a elegir otros rumbos», escribe
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en El malestar en la cultura}1 En 1912, Freud expresaba ya la misma hipótesis en términos parecidos: «Por extraño que esto parezca, creo que se debería considerar la posibilidad de que algo en la propia naturaleza de la pulsión sexual no es favorable a la realización de la entera satisfacción».13 La «falta-en-gozar» [manque-á-jouir] sería así constitutiva de la sexualidad humana. Si esta falta no es un efecto de la civilización, ¿no podría emitirse la hipótesis de que bien podría ser su origen? La civilización se habría edificado sobre el fondo de esta «falta-en-gozar». La evocación que al respecto hace Freud de la bisexualidad, que convertiría en insatisfactorio a cualquierpartenaire sexual,14 ¿no indica algo del orden de esa imposible «relación» entre los sexos de que habla Lacan? De esta «no relación» derivaría la obligación impuesta a la pulsión sexual de «elegir otros rumbos», en particular los de la edificación de la civilización en el lugar de la carencia de goce. Así, pues, la civilización habría nacido de Eros, ya que Eros es falta y, como tal, al principio del deseo y de su errancia. Si bien Freud no llega a dar a esta hipótesis un desarrollo, pensamos que en su obra es posible hallar un esbozo, y especialmente, como prueba lo que sigue, en el texto que estamos estudiando. «Si como origen de la civilización, dice, consideramos sólo las fuerzas de la necesidad y del amor, podemos muy bien suponer una comunidad civilizada que estaría compuesta por tales "individuos dobles" (las parejas), los cuales, saciando en sí mismos su libido, estarían unidos por los lazos del trabajo y de intereses comunes. En semejante caso la civilización no tendría por qué sustraer a la sexualidad una suma de energía cualquiera. Pero un estado tan deseable no existe ni existió nunca.»15 Estos «individuos dobles», conformes a la tradición platónica del Banquete, representan precisamente el fantasma de una «relación sexual» posible. Pero la inexistencia de la relación sexual, reconocida de este modo por Freud, es imputada al esfuerzo de la civilización por desviar la pulsión de su fin sexual con vistas a 12. 13. 14. 15.
19. Ibíd., p. 82. 20. Ibíd., p. 85. 146
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Pp. 57 y 58. «Contribution a la psychologie de la vie amoureuse», La vie sexuelle, p. 64. Malaise dans la civilisation, p. 58. Ibíd., p. 61. 147
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reforzar los lazos sociales mediante lazos libidinales. ¿ Qué es lo que obliga a la civilización a procurar la libidinización de los lazos sociales y, con ello, a oponerse a la «relación sexual»? Homo homini lupus-, es la agresividad humana la que, irguiendo a unos individuos contra los otros, representa una amenaza para toda comunidad y fuerza a la civilización a desviar la libido de su fin primitivo, a efectos de contrarrestar las fuerzas disolventes de las tendencias agresivas. «La civilización debe utilizar todos sus recursos para limitar la agresividad humana y reducir sus manifestaciones con ayuda de reacciones psíquicas de índole ética. De ahí la movilización de métodos que incitan a los hombres a identificaciones y relaciones de amor inhibidas en cuanto a su fin; de ahí la restricción de la vida sexual.»16 En términos lacaneanos, se diría que la civilización sustituye por las relaciones sexuales la relación sexual imposible.17 Entonces, si la civilización exige el sacrificio no sólo de las tendencias sexuales sino también de la agresividad, ya no puede sorprender que el hombre no pueda ser feliz. Y si aún podemos esperar un mejoramiento de nuestras condiciones de existencia, «quizá nos familiarizaremos con la idea de que ciertas dificultades existentes están íntimamente enlazadas a la esencia [de la civilización] y no pueden ceder a ninguna tentativa de reforma».18 Ahora bien, las tendencias agresivas no son sino las manifestaciones, dirigidas hacia el exterior, de la pulsión de muerte. La civilización sería el teatro de la lucha entre Eros y Tánatos. Este es el punto en que Freud se separa de sus concepciones anteriores. La civilización ya no es considerada por él, en el más alto grado, como la enemiga de la sexualidad; por el contrario, se presenta como estando al servicio de Eros, en la medida en que tiende hacia el Uno, hacia la realización de unidades cada vez más amplias. En esta vertiente, el estorbo principal sería la pulsión de muerte, que representa a las fuerzas de disgregación y dispersión. En su lucha contra Tánatos, la civilización no se sirve únicamente de la sexualización de los vínculos sociales. También emplea otra arma, que consiste en producir una vuelta de la agresivi16. Ibíd., pp. 65 y 66. 17. J. Lacan, Seminario XIX, ... Oupire, 15 dic. 71, inédito. 18. Malaise dans la civilisation, p. 70. 146
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dad contra el propio sujeto. También aquí es el desarrollo individual lo que sirve a Freud de modelo para describir el proceso civilizador. La «introyección» de la agresividad se observa, en efecto, con ocasión de la formación del Superyó, consecutiva a la disolución del complejo de Edipo. La autoridad parental es entonces interiorizada y constituye la instancia del Superyó, que toma a su cargo la agresividad que el sujeto dirigía primitivamente contra esa autoridad, y que en lo sucesivo se dirige al Yo. La agresión del Superyó respecto del Y o es vivida en la forma del sentimiento de culpabilidad, que el sujeto experimenta entonces no sólo por haber actuado «mal» —es decir, por haber perseguido satisfacciones pulsionales vedadas por la cultura— sino aun cuando sólo hubiese cometido ese mal con el pensamiento. En efecto, «la diferencia entre hacer el mal y querer el mal se borra totalmente, pues nada puede quedar escondido para el Superyó».19 Sin embargo, como las tentaciones crecen en proporción a los renunciamientos, cuanto más «virtuoso» es el sujeto, más le agobia el sentimiento de culpabilidad. La angustia ante la autoridad lo forzó a renunciar a satisfacer sus pulsiones, y la interiorización de la autoridad obliga al sujeto no sólo al renunciamiento sino que además lo castiga con la persistencia de sus deseos. Esto constituye, dice Freud, «un grave inconveniente económico de la entrada en juego del Superyó», «se ha trocado una desgracia exterior amenazante —pérdida del amor de la autoridad exterior y castigo por parte de ésta— por un infortunio interior continuo, a saber, ese estado de tensión propio del sentimiento de culpabilidad».20 En el plano filogenético, el asesinato del padre primitivo sería el origen del sentimiento de culpabilidad; a causa de la ambivalencia de los hijos con respecto al padre, el amor resurgido tras el crimen produjo la identificación con el padre muerto, cuya imagen interiorizada pasó a agredir al Y o para castigarlo. La misma ambivalencia respecto al padre sería el origen de este sentimiento en el niño: el anhelo de muerte del padre engendraría esa deuda cuyo pago es a un mismo tiempo imposible y perpetuamente exigido por el Superyó. Así, pues, en el sentimiento de 19. Ibíd., p. 82. 20. Ibíd., p. 85. 147
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culpabilidad, en la tensión entre el Yo y el Superyó están anudados el amor y el deseo de muerte, Eros y Tánatos. Ahora bien, las comunidades amplias poseen una estructura análoga a la familia: se cimentan en ese vínculo con el padre que se convierte en adhesión al jefe, pero al extenderse la comunidad y debilitarse el vínculo libidinal, el conflicto se exacerba y la civilización no logra unir a los hombres de otro modo que reforzando cada vez más el sentimiento de culpabilidad. «Lo que comenzó con el padre se completa en la masa.»21 Para Freud, el sentimiento de culpabilidad es lo que con mayor peso gravita sobre los hombros de los seres humanos. Lo presenta como «el problema capital del desarrollo de la civilización»,22 y vislumbra el riesgo de que alcance un nivel demasiado elevado y deje de ser soportable para el individuo. Mientras que la lucha entre Eros y Tánatos caracteriza el proceso civilizador, la formación del Superyó indica que ella se encuentra igualmente en el principio de la evolución del individuo. El conflicto es interior al individuo. Aunque reaparezca a escala de la evolución de la humanidad, no se puede atribuir a la civilización la responsabilidad del carácter conflictivo de la existencia humana. El conflicto entre Eros y Tánatos no abarca el existente entre individuo y sociedad, que Freud imputa más bien a «una discordia intestina en la economía de la libido, comparable a la lucha por el reparto de ésta entre el yo y los objetos»;23 dicho de otro modo, entre la libido narcisista y la libido objetal. Pues bien, añade Freud, en la medida en que este conflicto no es irreductible en el individuo, cabe esperar que pueda hallar una solución entre el individuo y la sociedad. El verdadero problema de la civilización reside en la antinomia irreductible de las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte, y en saber si la civilización logrará yugular las fuerzas de destrucción. Ahora bien, el camino que a este fin ha tomado hasta el presente, o sea el reforzamiento del sentimiento de culpabilidad, si bien apunta a proteger a la comunidad no lo consigue más que incrementando la fuerza de los poderes autodestructivos. 21. Ibíd., p. 91. 22. Ibíd., p. 93. 23. Ibíd., p. 102.
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Así, pues, no habría conflicto irreductible entre individuo y sociedad, sino una lucha entre el «Eros eterno» y su «adversario no menos inmortal»,24 lucha que reaparece en los dos niveles, el del individuo y el de la civilización. La antinomia sexualidadcivilización, hasta entonces considerada esencial, no sería sino una de las consecuencias del conflicto entre Eros y Tánatos. Pero si así fuera, la liberación sexual no representaría esperanza alguna de alivio para la humanidad. Freud tampoco preconiza remedio alguno para el sentimiento de culpabilidad, al que concibe como fundamento del malestar de la civilización. En efecto, no puede considerarse a ésta responsable de la formación del Superyó y del sentimiento de culpabilidad. La civilización coarta las pulsiones imponiendo prohibiciones, pero la interiorización de tales prohibiciones se efectúa, para cada individuo, dentro del marco del complejo de Edipo, del que no se puede decir que lo haya impuesto la sociedad. Hemos visto, a propósito de Tótem y tabú, que dicho complejo era estructural, constitutivo tanto de lo humano como de lo social. La fuerza misma de la autorrestricción, de la autocensura, es tomada de la pulsión de muerte, de la propia agresividad del sujeto. Si Freud no ve oposición sustancial entre el individuo y la civilización, ello es en la medida en que considera similares sus procesos respectivos de evolución. La evolución de la especie humana, la filogénesis, es del mismo tipo que la del individuo, la ontogénesis. La civilización es el resultado del proceso educativo de la humanidad. «Si consideramos las relaciones entre el proceso de civilización y el de desarrollo o educación del individuo, no vacilaremos por mucho tiempo en declarar que ambos son de muy semejante naturaleza, aun cuando no son procesos idénticos aplicados a objetos diferentes.»25 «Dada la unidad de naturaleza de las metas propuestas: por una parte, agregación de un individuo a una masa humana y, por la otra, constitución de una unidad colectiva a través de muchos individuos, la homogeneidad de los medios adoptados y de los fenómenos realizados no puede causar extrañeza.» 25 Pero si la educación supone un educador, ¿qué es lo que 24. Ibíd., p. 107. 25. Ibíd., p. 100.
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cumple función de tal para la humanidad? El paralelo establecido por Freud conduciría más bien a pensar que la educación (que él hace equivaler a un proceso de desarrollo) puede muy bien prescindir del educador. Tanto con respecto al individuo como con respecto a la humanidad, sería más adecuado hablar de operador de educación, operador que es una estructura, un orden, donde son apresados tanto la humanidad como el niño, y que en Freud tiene este nombre: complejo de Edipo y asesinato del padre primordial. El niño consagra su entrada al orden simbólico constituido por el lenguaje, que funda a la humanidad como tal, por el complejo de Edipo. Sin embargo, Freud establece entre ambos procesos una diferencia: si bien uno y otro apuntan a realizar la unidad de la comunidad humana, la educación tiende a respetar la dimensión «egoísta» de la búsqueda de la felicidad personal; el programa del principio del placer queda conservado, mientras que a nivel de la civilización la felicidad no es la meta esencial: «Existe casi la impresión de que la creación de una gran comunidad humana se alcanzaría óptimamente si no hubiera que preocuparse por la felicidad del individuo».26 Eros, al servicio del cual se encuentra la civilización, podría de este modo hacer caso omiso del principio del placer —que sin embargo es guardián de la vida— en su mira unificadora. Esta es una de las muchas paradojas que presenta la doctrina freudiana. Los fines del individuo pueden contradecir los fines culturales, pero esta contradicción corresponde a la oposición interna entre las tendencias narcisistas y objetales de la libido. El desarrollo del individuo es el producto de estas dos tendencias, y debe culminar en su conciliación. Por el contrario, la oposición entre las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte no puede ser objeto de reconciliación alguna, y ésa es la realidad —realidad de los deseos sexuales pero también realidad de los deseos de muerte, de las tendencias agresivas— que Freud quisiera ver a la educación ayudar al niño a reconocer: «El hecho de ocultar a los jóvenes el papel que la sexualidad jugará en su vida no es la única falta imputable a la educación de
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hoy. También peca de no prepararlos para la agresividad de la que están destinados a ser objetos. Al dejar que la juventud salga al encuentro de la vida con una orientación psicológica tan falsa, la educación se comporta igual que si se nos ocurriera equipar a los miembros de una expedición polar con ropas de verano y mapas de los lagos italianos. Con lo cual queda demostrado que ella abusa de las prescripciones éticas. Su severidad sería menos funesta si la educación dijera: "Así es como los hombres deberían ser para hallar la felicidad y hacer dichosos a los demás; pero hay que prever que no son así". A cambio de esto, se deja creer al adolescente que todos los otros hombres obedecen a estas prescripciones, y que por lo tanto todos ellos son virtuosos. Y si se les deja creer esto, es para justificar la exigencia de que él también llegue a serlo.»21 La educación revela ser «funesta» cuando mantiene el desconocimiento de los deseos y los conflictos entre éstos. Si la moral consiste en negarlos en el otro y en uno mismo, no puede sino engendrar represión. Pues bien, lo que produce sentimiento de culpabilidad no es tanto el renunciamiento deliberado (Urteilsverwerfung) a la satisfacción de estos deseos cuanto su no reconocimiento, su represión, inevitable en todo caso para el niño si el propio educador no quiere saber nada de ellos. Así, pues, el alivio del «malestar» en la civilización podría pasar por el reconocimiento de ese Real de discordia que nuestros deseos constituyen.
27. Ibíd., p. 93, nota 1.
26. Ibíd., p. 101. 142
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Mientras que, en El porvenir de una ilusión, Freud parecía orientar sus esperanzas hacia una educación guiada por una ética de la verdad que sustituyera a la moral basada en la ilusión y el desconocimiento, en Nuevas lecciones introductorias alpsicoanálisis, de 1932, sus palabras parecen despojadas de todo optimismo y ya no hacen referencia a aquella educación para la realidad que anteriormente anhelaba ver promovida. El niño, dice, «debe aprender o empezar a aprender a dominar sus instintos y adaptarse al medio social». Para lograrlo, «es preciso que la educación, en importante medida, lo fuerce a ello»...1 «la educación debe inhibir, prohibir, sojuzgar, y en ello se ha esforzado ampliamente en todo tiempo».2 La coartación de los instintos engendra, ciertamente, neurosis, pero es «imposible dejar (al niño) una libertad total [...]. La educación debe, pues, hallar su cauce entre el Escila del dejar hacer y el Caribdis de la prohibición».2 Si el problema no es susceptible de solución, conviene buscar «el grado óptimo de esa educación, o sea la manera en que será más beneficiosa y supondrá menos peligros».2 De todos modos, la educación nunca podrá terminar con una «indócil constitución pulsional».3 La educación no puede sustraerse a la tarea de adaptar al niño al orden establecido: «La educación psicoanalítica asumiría una responsabilidad que no le incumbe al tender a convertir a quienes la reciben en revolucionarios. Su 1. Nouvelles conférences..., p. 194. 2. Ibíd., p. 196. 3. Ibíd., p. 197. 155
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tarea consiste en volver a los niños lo más sanos y capaces para el trabajo que sea posible [...] desde todo punto de vista es indeseable que los niños sean revolucionarios».4 Algunas de estas afirmaciones eran ya de vieja data en Freud: muchas veces había asegurado que la educación era represiva por naturaleza, y el que apuntase a adaptar al niño a la civilización fue uno de los temas desarrollados en El malestar en la cultura. Pero daría la impresión de que en este último texto Freud estuvo más particularmente atento a marcar los límites de la empresa educativa, incluso esclarecida por el psicoanálisis, y a alertar contra las esperanzas intempestivas, especialmente en los efectos de un liberalismo que él mismo había parecido reclamar. Aquí reafirma con vigor que el hombre no puede escapar al renunciamiento pulsional, y que este renunciamiento debe empezar por ser impuesto desde afuera. Educar al niño sin prohibiciones dejaría de ser provechoso para él. Freud menciona los conflictos con el mundo exterior a los que entonces se vería enfrentado. Pero nosotros podríamos añadir que no por ello el goce le sería más accesible. Además, sin prohibiciones, el deseo mismo se le tornaría imposible. Así, pues, el psicoanálisis no propone una pedagogía nueva, ni por los medios —prohibiciones, inhibiciones, restricción—, ni por los fines: adaptar al niño a la sociedad. En este texto, la única aportación del psicoanálisis que Freud indica consiste en la cura analítica por él preconizada: a título preventivo, para los padres y educadores, de suerte que éstos, habiendo tomado conciencia de lo dañoso de su propia educación, «darán entonces fe de una mayor comprensión frente a sus hijos y les ahorrarán muchas pruebas que ellos mismos han sufrido»,5 y a título de paliativo, interviniendo apres coup, para el niño, a fin de corregir los efectos nefastos de la educación. Por consiguiente, no hay en este texto ninguna indicación de una educación de tipo analítico. La educación con miras a la realidad, preconizada por Freud en El porvenir de una ilusión, aunque basada en un cambio de ética determinado por la experiencia analítica, sin embargo no podría responder a la noción de educa4. Ibíd., p. 199. 5. Ibíd., p. 197. 156
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ción analítica. Para suscribirla no hay necesidad ninguna, en efecto, de ser analista, y ni siquiera de estar informado acerca del análisis. No es patrimonio de quien ha recibido una formación analítica el alcanzar cierta relación auténtica con lo real de la condición humana. Así, pues, las últimas afirmaciones de Freud acerca de la educación parecen desengañadas en lo que atañe a la influencia que una reforma educativa podría ejercer sobre la profilaxis de las neurosis. Se presenta a la educación como una cuestión de tacto, un justo medio, a encontrar en cada caso, entre la libertad y la coacción. Pertenece al orden del empirismo, y el psicoanálisis no parece capaz de suministrarle bases nuevas. El único auxilio que el psicoanálisis parece capaz de aportar a la educación y al educado es de carácter... analítico. No habría educación «analítica» en el sentido de una aplicación del psicoanálisis a la educación. Pero educador y educado pueden sacar provecho de una cura analítica. En esta cuarta sección de nuestro trabajo procuraremos esclarecer la índole de las reticencias de Freud, y plantear la cuestión de la posibilidad de constituir una pedagogía analítica. Consideramos que la reserva de Freud, en particular, halla su fundamento en la existencia de una oposición radical entre el proceso analítico y el proceso pedagógico. Si Freud no aporta ningún precepto educativo nuevo, ello se debe a que la teoría analítica no es concluyente en lo que atañe al dominio de la educación. La incidencia del psicoanálisis en la civilización moderna no pasa en modo alguno por una reforma educativa: la conmoción que produce es de otra índole. Querríamos demostrar: 1) cuál es el desconocimiento en que se apoyan las tesis de quienes, en contra de la teoría fi ?udiana sobre el carácter esencialmente sojuzgante de la educación y la civilización, creyeron en la posibilidad de una sociedad y una educación no coercitivas y de una liberación sexual del individuo gracias a una reforma de la educación y de la sociedad; 2) cuál es la naturaleza de la oposición radical entre el proceso educativo y el proceso analítico y de la imposibilidad estructural de una utilización del saber obtenido en la experiencia psicoanalítica en el marco de la relación pedagógica; 157
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3) las consecuencias de tal oposición en lo concerniente a las relaciones entre la educación y el psicoanálisis de niños; y, por último: 4) volver a considerar, a la luz de lo que precede, la posibilidad de una pedagogía analítica a partir del examen de las tentativas pedagógicas que invocaron su relación con el psicoanálisis.
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«Lo verdadero en esta teoría [freudiana], es simplemente que la restricción crea la base psicológica colectiva de cierta cultura, a saber, la cultura patriarcal, en sus diferentes formas. Lo inexacto, es la afirmación de que la restricción sexual es el fundamento de la cultura en general.» La revolución sexual, Wilhelm Reich. Autores tan diferentes como Wilhelm Reich, los defensores del culturalismo americano, los neofreudianos como Erich Fromm o Herbert Marcuse, han intentado discutir, en nombre del relativismo cultural, la tesis freudiana que sostiene la imposibilidad de la resolución de la antinomia sexualidad/civilización así como del conflicto psíquico que constituye su corolario en el individuo. Según Wilhelm Reich, la restricción sexual es la consecuencia de la estructura patriarcal de la sociedad, que encuentra su más rígida expresión en la sociedad burguesa capitalista. Un cambio de las estructuras sociales que suprimiera la familia de tipo patriarcal haría posible, a su entender, la abolición de la coartación sexual y la liberación de la sexualidad, vale decir, el despliegue de la plena capacidad orgástica del individuo que es condición de toda felicidad. Reich se apoya en las ya antiguas tesis de Bachofen sobre la existencia de una sociedad matriarcal primitiva que habría precedido a la instauración de la organización patriarcal, tesis muy controvertida y que no discutiremos aquí. 138
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Reich vuelca sus esperanzas1 en una educación de tipo colectivista que sustraería al niño a la estructura familiar triangular, permitiéndole de este modo escapar «a la fijación sexual y autoritaria respecto a los padres»,2 generadora de represión, es decir, al clásico complejo de Edipo. Tras sus huellas, los estructuralistas y los neofreudianos, como Erich Fromm, también pusieron en cuestión la universalidad del complejo de Edipo. El problema es indudablemente central para el propósito de este libro. Según Freud, el complejo de Edipo es el agente principal de la estructuración psíquica del niño; por él pasa el niño del estado animal al estado humano, y constituye así el pivote de todo proceso educativo. La existencia de la prohibición del incesto es en última instancia lo que funda la tesis freudiana de la índole esencialmente represiva de la civilización, así como de la educación que permite el paso del pequeño sujeto del estado animal al estado civilizado. No hay parte alguna de la obra de Freud donde se ponga en duda la universalidad de este complejo, que hasta el final de su vida consideró como fundador de la humanidad. ¿Acaso le atribuye esta función movido por sus prejuicios etnocéntricos y por su incapacidad para concebir la existencia de otras clases de sociedad que las basadas en la familia patriarcal? Muy por el contrario, pensamos que el cuestionamiento de la universalidad del complejo de Edipo descansa en una concepción errónea y limitativa de su naturaleza. El complejo de Edipo consiste en la superación de la relación dual entre el niño y su madre, y en el acceso al orden simbólico, acceso que requiere la existencia de un tercer término cuya función es introducir a ese orden y garantizarlo. Tal función de garante radica en la función paterna. El padre constituye para el niño la referencia a una Ley que vale para todos, Ley que se impone al niño en la medida en que es reconocida por la madre. Esta introducción a un orden que lo supera pone fin a la relación dual entre la madre y el niño, relación que sin ello quedaría librada al «capricho» y la desmesura. Esta Ley se inscribe en el inconsciente con la forma de la 1. Cf. La révolutian sexuelle, París, 1968, p. 136. 2. Ibíd., pp. 137-138. 160
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prohibición del incesto, prohibición que, a la vez, obstruye el acceso a la madre como supremo objeto de goce, haciendo de algo que sería «el Bien Supremo» un bien prohibido, y sanciona, a nivel de lo simbólico, el imposible «reencuentro» con ese objeto, del cual muestra Freud a las claras que está siempre ya perdido, que sólo se constituye en cuanto perdido.3 Además, lo Simbólico no es responsable de tal pérdida, sino únicamente la «razón» de ésta. El complejo de Edipo, mito individual, por oposición al mito colectivo que constituye el del padre primitivo, es la metáfora de esa entrada en la estructura simbólica, indisociable de la existencia del lenguaje. No es en modo alguno exigible que sea el padre real —el genitor— quien se haga garante de ella. Tratándose de una función puramente simbólica, puede cumplirla cualquier otra persona y no sólo el genitor; no hay ninguna necesidad de que esta persona esté ligada al niño por un lazo natural cualquiera. Para que el niño tenga acceso al orden simbólico es preciso y basta con que sea tomado en una relación triangular de la cual un término funciona como garante de dicho orden. Esta estructura se adecúa a las formas más diversas del parentesco pero, aun así, supone precisamente la existencia de un sistema de parentesco que defina el lugar del sujeto en una filiación simbólica y no sólo biológica, y que exige entre el niño y la madre un tercer término que la funde. Lévi-Strauss demostró a través de los diferentes sistemas de parentesco la universalidad de esa estructura que tiene por corolario la prohibición del incesto. Esta interpretación del complejo de Edipo vuelve caduca la objeción de Reich y de los culturalistas, así como de los neofreudianos, acerca de la tesis freudiana de la universalidad del complejo de Edipo; por consiguiente, invalida toda esperanza en una educación que pudiera dispensar al niño de la estructuración edípica y del apresamiento de su deseo en el lenguaje, con la castración simbólica que ello implica. Ahora bien, la castración simbólica, y en esto consiste la inscripción de la prohibición del incesto en el Inconsciente, supone el reconocimiento de la separación radical del sujeto respecto del único objeto de un goce sin 3. Cf. Freud, «Esquisse d'une psychologie scientifique», La naissance de la psychanalyse, y J. Lacan, Ecrits, pp. 824-827 en particular. Escritos 1, p. 335-339. 161
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defecto, encarnado por la madre, y, a modo de consecuencia, el abandono de todo sueño de armonía, de adecuación sin falla al mundo. El único objeto está perdido, no tanto por culpa del padre como por el hecho de que se constituye como perdido, de que todo objeto de deseo no se constituye sino en el lugar de esa pérdida, y ahí el padre sólo está para conferir a tal pérdida un nombre. Consideramos que la posición de Reich descansa en la reducción de la pulsión sexual a una necesidad que, como tal, debería y podría ser satisfecha. Pero Reich desconoce el hecho de que la sexualidad humana pasa por el desfiladero del lenguaje, se encuentra sometida al juego del significante y, con ello, al deslizamiento metonímico característico del deseo, deslizamiento donde queda revelada la insaciabilidad a la que está destinado.4 El registro del deseo, en tanto que es dependiente del lenguaje, se constituye por oposición a la necesidad, y a menudo hasta el punto de no sostenerse más que de la no satisfacción de ésta, como lo hace ver la experiencia analítica. El deseo está ligado por esencia a la prohibición, es decir, a la palabra que lo constituye. De este modo, una sexualidad libre significaría una sexualidad liberada del parasitismo del significante, de su conquista por el lenguaje; vale decir que ella es inconcebible en el ser hablante. Marcuse, por su lado, afirma su fe en una nueva forma de civilización venidera que sería «libidinosa no represiva». El asimila esta liberación de la sexualidad a la del principio del placer respecto al principio de realidad, el cual, en el ámbito de nuestra civilización, tomaría la forma de lo que denomina «principio de rendimiento». Marcuse basa esta esperanza en el alivio que el desarrollo de las fuerzas productivas es susceptible de aportar a las constricciones ejercidas por la Ananké, la necesidad vital. La libido, cuyo sojuzgamiento dejaría de ser necesario, sexualizaría el conjunto de las relaciones sociales; el trabajo se transformaría en un juego erótico, «el cuerpo, que ya no sería utilizado como instrumento de trabajo a tiempo completo, se resexualizaría; asistiríamos de tal modo al renacimiento de la sexualidad polimorfa pregenital»5 y a la «declinación de la supremacía genital».5 4. Cf. J. Lacan, Ecrits, p. 515. Escritos 1, p. 200. 5. Eros et civilisation, París, 1963, p. 176. 162
LAS CRITICAS
POS-PREUDIANAS
Esta civilización se basaría en la «sublimación no represiva». Desde el punto de vista analítico, estas concepciones no se sostienen. En particular, Marcuse confiere al principio de realidad un carácter histórico, asimilando la «realidad» a una realidad social particular; ahora bien, el principio de realidad — en el marco de la teoría freudiana del aparato psíquico— no tiene «contenido». Es un principio de funcionamiento que, lejos de oponerse al principio del placer, constituye tan sólo una modificación de éste. Tal como Freud lo concibe, el principio de realidad no podría ser asimilado a un principio de rendimiento. Fuera de esto, Marcuse identifica curiosamente primacía de la genitalidad y coartación de la sexualidad. Como dice Erich Fromm: 6 «Eros y civilización ofrece al hombre nuevo de la sociedad no represiva, a manera de ideal, la reactivación de su sexualidad pregenital y particularmente de las tendencias sádicas y coprofílicas. De hecho, el ideal de la "sociedad no represiva" de Marcuse parece ser un paraíso infantil donde todo trabajo es un juego, y de donde están excluidos todo conflicto serio y toda tragedia. Jamás llega a abordar el problema del conflicto entre este ideal y la organización de una industria automatizada». A través de su rebelión contra la primacía de lo genital, a través de su reivindicación en favor de las figuras de Orfeo y de Narciso, también Marcuse apunta a una civilización, a un orden humano que prescindiría del complejo de Edipo y de la prohibición del incesto. Cuando da por modelo a la civilización venidera las «imágenes órficas-narcisistas [que] son las de la Gran Negativa: negativa a aceptar la separación respecto al objeto (o al sujeto) libidinoso... negativa [que] tiene por meta la liberación, la reunión de lo que fue separado»,7 a lo que él mismo se niega es a la necesidad de la castración simbólica (en cuanto simboliza la separación del objeto primordial) correlativa a la existencia de un orden de lenguaje, y a la necesidad para el ser hablante de hacer su duelo de la esperanza de que un progreso cualquiera le acerque alguna vez a lo que sería el Bien supremo. Tanto Marcuse como Reich y los culturalistas, pretenden fundar sus tesis en los descubrimientos extraídos de la experien6. La crise de la psychanalyse, París, 1971, p. 38. 7. Eros et civilisation, p. 151. 163
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cia analítica. Pero todos, con llamativa firmeza, cuestionan lo que Freud consideraba como la piedra angular de la teoría analítica: el complejo de Edipo, en el que se resumía para él la esencia del descubrimiento analítico, con los conceptos de Inconsciente y libido. Es que, en efecto, la existencia del complejo de Edipo implica ciertas consecuencias que estos autores muestran hasta qué punto son difíciles de aceptar el renunciamiento a la idea de progreso, correlativo a la invalidación de cualquier perspectiva que postule la existencia de un Bien, de una adecuación posible del sujeto al mundo, a los otros y a sí mismo, y la caducidad de todo ideal de completud. Que no haya Bien supremo para el «ser hablante», que por esta vía no quepa esperar progreso alguno, que todo «ser hablante» tenga, por el contrario, la misión de afrontar esa ausencia radical no es, por cierto, consolador. La prohibición del incesto, jamás enunciada, siempre inconsciente, tiene por corolario la represión de los deseos incestuosos; incluso podría decirse que estos deseos se constituyen al mismo tiempo que son reprimidos, en cierto modo con el mismo movimiento. De esa represión lógicamente, ya que no cronológicamente, primera, siguen todas las otras, con su cortejo de síntomas. No hay humanidad sin neurosis, no hay civilización —tomada en el sentido de aculturación— sin malestar. Ninguna reforma pedagógica, ninguna transformación social permitirán eximirse de esta consecuencia de la existencia del lenguaje: el Inconsciente.
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Freud renunció a alimentar esperanzas, por lo que atañe a la profilaxis de las neurosis, en una reforma pedagógica que, extrayendo las consecuencias de los descubrimientos del psicoanálisis sobre los efectos patógenos del sojuzgamiento de las pulsiones y de la represión que el mismo acarrea, se esforzaría en evitar tales efectos limitando el papel de la prohibición en los métodos educativos. Hemos visto que llegó a considerar que las presiones exteriores juegan en definitiva un papel mucho más restringido de lo que en un principio había creído. Recusa de este modo la validez de una «educación analítica» en el sentí una educacióxi .basada en una-Ape.rmismckdii-.que. dispensaría al niño de represiones y conflictos. Sin embargo, ¿podría fundarse una «educación analítica» en otro sentido, en el sentido de que la relación pedagógica podría encontrar un modelo en la relación analítica, proponerse los mismos fines que la cura analítica y utilizar métodos similares? Freud comparó reiteradamente el proceso analítico a una «pos-educación» (Nacherziehung): «Si así lo quieren, pueden ustedes considerar él tratamiento psicoanalítico ni más ni menos que como la prolongación de la educación orientada a superar los residuos, de laInfancia». 1 En 1916 (en Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica), asigna al tratamiento analítico la misma misión que a la educación tal como la había definido en Los dos principios del funcionamiento mental: «El paciente es llevado por el médico a pasar del principio del placer al principio de realidad, 1. S.E. T. XI, p. 48.
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paso por el cual la madurez se distingue de la infancia. [...] En este trabajó depós-edücáción, probablemente no hace más que repetir el proceso educativo primitivo».2 En otros textos, sin embargo, se muestra particularmente preocupado por alertar a analistas y educadores contra una confusión de sus tareas respectivas, aportando así restricciones en cuanto a la analogía de ambos procesos. En sus Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico (1912), prescribe a los analistas no abusar de la función educativa que, dice, les incumbe aun cuando no lo quieran: «Se entiende que [el analista] vea entonces como una cuestión de honor el convertir al sujeto cuya neurosis requirió tantos trabajos en alguien particularmente destacado, y le proponga apuntar alto. Pero también aquí debe saber el médico dominarse y considerar menos sus propios deseos que la capacidad de su paciente. [..,] El orgullo educativo es tan poco deseable como el orgullo terapéutico». 3 Es cierto que Freud dirige una advertencia análoga a los propios educadores que, según dice, en este plano tienen "uña responsabilidad mayor aun que eTanaíista. En efecto, como apunta en el prefacio al trabajo de Pfisterf«El médico tiene que habérselas con personas adultas de estructuras psíquicas rígidas, lo cual confiere un límite a su acción pero también comporta la garantía de la capacidad del paciente para arreglárselas solo. El educador, por el contrario, trabaja sobre una materia maleable, y JeKe considerar un deber, el no modelar al joven espíritu en función de sus ideales personales, sino más bien en función de las predisposiciones y posibilidades-del sujeto».4 En 1925 se dirige al educador formado en los métodos psicoanalíticos y lo hace para que no confunda su tarea con la del analista: «La obra educativa es de una naturaleza particular, no debe ser confundida conTós modos dé acCiÓn del psicoanálisis ni puede ser reemplazada por ellos. La educación puede recurrir al análisis de. un niño con el carácter de técnica auxiliar pero no equivalente, por razones tanto teóricas como prácticas. [...] Si bien es cierto que el psicoanálisis de un adulto neurótico puede 2. S.E. T. XIV, p. 312. 3. La tecbniquepsychanalytique, edición francesa, pp. 69-70. 4. S.E. T. XIII, p. 331. 166
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ser comparado a una reeducación, es preciso no dejarse confundir por esta idea; hay una gran diferencia entre un niño, inclusc un niño descarriado y asocial, y un neurótico adulto, como hay mucha distancia entre una reeducación y la educación de un ser en pleno crecimiento. El tratamiento psicoanalítico-repasa en condiciones muy precisas que pueden resumirse con el término de "situación analítica"; exige la formación de estructuras psicológicas determinadas, una actitud particular respecto al analista. Allí donde ella no existe—en el niño, en la adolescente asocial, y como regla general también en el delincuente dominado por sus pulsiones—, es preciso acudir a otros medios distintos del análisis, sin perjuicio de apuntar al mismo objetivo».5 ' ¿En qué resultan comparables el proceso analítico y el proce- ¡h so educativo, y en qué medida se los debe no obstante distinguir? y Partiendo de los textos que acabamos de citar, podemos plantear quej^l proceso analítico y el proceso educativo poseen al menos j u n a j ^ a coffiúriT aségirraréCel niño y enel paciente kdo®iná- [ ción d,el principio de realidad sobre eTpr'iricipio del placer. Freud f indica igualmente que poseen en común un medio de acción: el \ ^ o d e t de, sugestión conferido por el amor que el niño, o el paciente, dirigen al educador o al psicoanalista: «Digamos que el ' médico, en su trabajo educativo, se vale de una de las componentes del amor». 6 «El médico hace cuanto puede por [el paciente] con ayuda de la sugestión, que opera en un sentido educativo.»7 Si Freud pone en guardia a educador y analista contra el abuso de poder consistente en utilizar la sugestión para modelar al sujeto —niño o paciente— en función de ideales personales, es porque la sugestión constituye un poderoso instrumento del cual disponen ambos. La hipnosis, al igual que todo arte de gobierno, no posee otra herramienta. En Psicología de las masas y análisis del Yo, Freud presentó el modelo teórico que explica el fundamento psíquico de la I sugestión. El hecho de ocupar un sujeto el lugar del Ideal-del-yo i de otro sujeto le confiere el poder de someter este último a su i palabra, la cual, desde ese momento, es ley, tanto más cuanto i 5. Prefacio al trabajo de Aichhom, S.E., T. XII, pp. 274-275. 6. Quelques caracteres rencontrés enpsychanalyse, S.E., XIV, p. 312. 7. Introduction a la psychanalyse, S.E. XVII, p. 451; ed. francesa, p. 429. 167
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más maleable es la estructura psíquica del sometido. Toda influencia que un sujeto pueda ejercer sobre otro se opera de esta manera. La instancia del Ideal-del-yo, de la que el evocador usa para afirmar su poder, es el producto de la identificación primitiva al padre (o al que ha cumplido su función cerca del niño), identificación reforzada en la etapa del complejo de Edipo. Esta identificación constituye el núcleo que vendrán a enriquecer las identificaciones ulteriores con las personas que serán llevadas a ocupar el lugar del Ideal-del-yo, como los maestros y educadores, «Poco a poco [el Ideal-del-yo] toma de las influencias del medio todas las exigencias que éste plantea al Yo.» 8 E|,$ta£eso educativo requiere así que el educador ocupe el lugar del Idealdel-yo, de suerte que el educado se someta a sus exigencias, y también con el fin de que, por haber tomado ciertos rasgos del educador, el propio Ideal-del-yo del educado reciba su influencia. A partir de la integración de estas exigencias el educado se cftípca H^qHK realidad. «Entre las funciones reservadas al Ideal-del-yo» se encuentra «el ejercicio de la prueba de realidad».9 En su obra Jeunesse a l'abandon, August Aichhorn muestra que la función del Ideal-del-yo puede hallarse en el origen de la delincuencia, la inadaptación social y los trastornos caracterológicos del adolescente, como por otra parte del adulto. Conocedor de las teorías freudianas, fue capaz de formular por qué cauces lograba, en su condición de educador de jóvenes delincuentes, dar una mejor orientación a su desarrollo: «Por lo que sabemos, sólo a partir de una nueva orientación de suTdeal-delyó puede haber un cambio de carácter en el asocial. Esto sólo puede producirse por la integración de nuevos rasgos de personalidad. El primer objeto del que puede tomar esos rasgos es el educador. Este representa el objeto más importante a partir del cual el niño o el adolescente asocial pueden alcanzar a posteriori las identificaciones al padre que no tuvieron lugar o que resultaron fallidas. A través del educador y por éste, el niño establecerá igualmente con sus compañeros las relaciones afectivas indispen8. Essais de psychanalyse: Psychologie collective et analyse du Moi, ed. francesa, p. 132. 9. Essais de psychanalyse, ed. francesa, p. 138. 168
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sables, relaciones que condicionan en parte la victoria sobre la inadaptación social. La expresión '.'sustituto del padre", que de buena gana empleo cuando hablo del educador, encuentra aquí su plena justificación. ¿Cuál es el medio más importante para el reeducador? La transferencia».10 ¿Es según este modelo como debe entenderse el proceso analítico? La meta de la cura analítica, ¿ consiste en una remodelación, a través de la identificación al analista, del Ideal-del-yo del paciente? Muchos analistas creyeron poder afirmarlo. Richard Sterba afirmó que el factor terapéutico esencial en una cura analítica residía en la disociación que se efectúa en el seno del Y o del paciente, disociación que corresponde a los procesos de formación del Superyó (o Ideal-del-yo): «Por medio de una identificación —del analizado con el analista— juicios y evaluaciones procedentes del mundo exterior son recibidos en el Yo y comienzan a cobrar efecto en el interior de éste».11 James Strachey considera asimismo que la influencia terapéutica del psicoanálisis reside en las modificaciones del Superyó del paciente, resultantes de la identificación al analista. La acción terapéutica del psicoanálisis es explícitamente asimilada por él a la de la hipnosis: «[el paciente] tiende a aceptar al analista, de una u otra manera, como sustituto de su propio Superyó. Creo que al respecto puede recogerse, modificándola ligeramente, la feliz expresión de Radó acerca de la hipnosis [según la cual el hipnotizador es introyectado bajo la forma de un u Superyó parásito"] y decir que, en el análisis el paciente tiende a hacer del analista un "Superyó auxiliar"». 12 Para William Hoffer, así como para Marión Milner, lo que consagra el fin de la cura analítica es la identificación con las funciones del analista.13 Sin embargo, lo que Freud sostiene en Introducción alpsicoanálisis sobre la especificidad del método psicoanalítico en relación • 10. Jeunesse a l'abandon, París, 1973, pp. 211-212. 11. R. Sterba, «The Fate of the Ego in Analytic Therapy», InternationalJournal of Psycho-Analysis, 1934, n.° 2/3. La traducción es nuestra. 12. J. Strachey, «The Nature of Therapeutic Action of Psycho-Analysis», I.J.P., 1934, n.° 2/3. 13. W. Hoffer, «Three Psychological Criteria of Termination of Treatment», IJ.P., 1950, n." 3, pp. 194-195; y M. Milner, «A note on the Ending of an Analysis», IJ.P, 1950, n.° 3. 167
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con las otras terapias basadas en la sugestión, permite oponerse a semejante interpretación del proceso analítico y del objetivo de la cura. Es cierto que cuando el analista se sirve de la transferencia hace lo mismo que el hipnotizador. «La "sugestibilidad" no es otra cosa que la tendencia a la transferencia concebida de una manera un tanto estrecha, es decir, con exclusión de la transferencia negativa»14 [...] «y tenemos que percatarnos de que si en nuestra técnica hemos abandonado la hipnosis, también fue para descubrir nuevamente la sugestión bajo la forma de la transferencia».15 Pero la analogía se detiene aquí. En efecto, Freud prosigue: «La terapéutica hipnótica busca recubrir y enmascarar algo en la vida psíquica; la terapéutica analítica, por el contrario, busca ponerlo al desnudo y apartarlo. La primera actúa como un procedimiento cosmético, la última como un procedimiento quirúrgico. Aquélla utiliza la sugestión para prohibir los síntomas, refuerza la represión pero deja intocados todos los procesos que culminaron en la formación de los síntomas. Al contrario, la terapéutica analítica, cuando se halla en presencia de los conflictos que engendraron los síntomas, intenta remontarse hasta la raíz y se sirve de la sugestión para modificar en el sentido que ella \ desea la salida de tales conflictos».16 Pero el psicoanálisis no se contenta con ser un «tratamiento por la sugestión de un género particularmente eficaz».17 Su especificidad reside en el hecho de que «en cualquier otro tratamiento sugestivo la transferencia es cuidadosamente preservada, dejada intacta; el tratamiento analítico, por el contrario, tiene por objeto a la transferencia misma, a la que procura desenmascarar y componer sea cual sea la forma que revista. Al final del tratamiento analítico la propia transferencia debe ser destruida, y si se obtiene un éxito durable, este éxito descansa no sobre la sugestión pura y simple sino sobre los resultados obtenidos gracias a la sugestión: supresión de las resistencias interiores, modificaciones internas del enfermo». 18 14. 15. 16. 17. 18.
Introduction a la psychanalyse, ed. francesa, p. 423. Ibíd., p. 425. Ibíd., p. 428. Ibíd., p. 429. Ibíd., pp. 429-430. 171 167
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El psicoanálisis procede, retomando una expresión de Leonardo de Vinci,per via di levare-, levantamiento de las represiones, destrucción de la raíz de la transferencia, y si utiliza la sugestión es sólo con este fin. En cambio, los tratamientos basados en la sugestión proceden per via di porre, por añadido. A este título puede decirse que la educación, que opera por modelación del Ideal-del-yo a partir de la aportación de rasgos identificatorios, se emparenta más bien con esta última técnica. Educación y tratamiento por sugestión deben ser situados en la misma vertiente. Se sirven de idénticos medios —ocupar en la transferencia el lugar del Ideal-del-yo del sujeto— y se proponen los mismos fines: reforzar el Ideal-del-yo del sujeto, así como su yo. Si bien el análisis utiliza la transferencia, su fin es en cambio muy diferente, en la medida en que se propone disolver la transferencia: mediante la interpretación de sus raíces inconscientes, que son edípicas. El analista persigue su propia destitución del Ideal-del-yo de su paciente. El análisis de la transferencia, que corresponde a la resolución del conflicto edípico, va socavando por lo demás toda posibilidad de transferencia ulterior, y libera al analizado de su dependencia infantil respecto a la instancia del Ideal-del-yo. En efecto, la transferencia es índice seguro de una no resolución del complejo de Edipo, como escribe Freud en 1926: «La transferencia es la prueba de que los adultos no han superado su dependencia infantil primitiva».19 El analista no debe considerarse un educador: «Por más que al analista le tiente convertirse en educador, en modelo, en ideal para otros, y crear hombres a su imagen, nunca debe olvidar que ésa no es su tarea en la relación analítica, y que en verdad faltaría a sus deberes si se dejara llevar por tal inclinación. Si lo hiciese, estaría repitiendo el error de los padres que trituran la independencia de su hijo bajo su influencia, y reemplazaría una dependencia anterior por una nueva».20 Sólo renunciando al poder que le confiere la transferencia puede cumplir su misión hasta el final. Por su parte, también Ernest Jones destacó la antinomia entre el propósito de refuerzo del Ideal-del-yo a partir de la identifica19. S.E. XX, pp. 268-269. 20. Abrégé de psychanalyse, S.E. XXIII, p. 175. «Compendio del psicoanálisis», O.C, III (p. 3.379).
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ción narcisista, y las metas del psicoanálisis. Demostró que el refuerzo del Ideal-del-yo tiene por corolario un refuerzo de las represiones, pues vuelve al sujeto más capaz de mantenerlas sin síntomas. El análisis, en cambio, al proponerse levantar las resistencias y las represiones, no podría apoyarse sobre un refuerzo del narcisismo del paciente, en la medida en que con ello no haría más que incrementar las resistencias al exacerbar el conflicto entre las pulsiones eróticas y el Ideal-del-yo, conflicto éste que se halla en el origen de la represión. «Vemos pues que las metas perseguidas por el hipnotizador y por el analista son diametralmente opuestas. Mientras que el primero busca realmente reforzar el narcisismo del paciente, el último se afana en orientarlo hacia formas más avanzadas de actividad psíquica. La situación psicológica [identificación narcisística] más favorable a los fines del primero, revela ser fatal para los del segundo.»21 ^ Si la educación se caracteriza por apuntar a la formación y refuerzo del ídeal-del-yo. entonces cabe preguntarse cómo debe entenderse a Freud cuando afirma que el psicoanálisis es una poseducación. Volvamos a los textos: «El descubrimiento del in1 consciente, su traducción, se realizan a pesar de la resistencia continua que el paciente opone. La aparición del inconsciente se asocia a un sentimiento de displacer, y de ahí la oposición por parte del analizado. Es preciso entonces que penetren ustedes en el meollo del conflicto psíquico. Si conducen al enfermo a aceptar, por obra de una mejor comprensión, lo que hasta entonces había rechazado (reprimido) a consecuencia de una regulación automática del displacer, habrán cumplido en buena parte un trabajo educativo» [...] «Grosso modo, el tratamiento psicoanalítico puede ser considerado como una especie de reeducación que ' enseña a vencer las resistencias interiores.»22 Al igual que el educador, el analista incita al paciente a superar el displacer. Como él, utiliza para este fin las armas de la transferencia. Pero el analista no se alia a las mismas potencias ni persigue los mismos | fines. El educador toma apoyo en el narcisismo del educado para
21. «La nature de l'autosuggestion», 1923, Théorie etpratique de lapsychanalyse, París, 1969. 22. «De la psychothérapie» (1904), La technique analytique, ed. francesa, p. 2021. «Sobre psicoterapia», O.G, I (p. 1.007). 172
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asegurar la dominación de las pulsiones sexuales. Poco le importa que merced al refuerzo del narcisismo las pulsiones .acaben sucumbiendo a la represión, con tal que el Ideal-del-yo del educado logre conservarlas en el Inconsciente. El educador procura contrabalancear el displacer ligado al renunciamiento pulsional mediante las satisfacciones narcisistas que aporta el Ideal-delyo.23 El analista, por el contrario, en su esfuerzo por levantar las represiones, tiene que luchar contra un displacer de origen narcisista, que encuentra su fuente en la instancia del Ideal-del-yo. Sus aliados en esta lucha son precisamente las fuerzas pulsionales combatidas por el educador las pulsiones sexuales que el narcisismo teme. Desde el punto de vista tópico y dinámico, la acción } del educador y la del analista son exactamente contrarias. El J primero se alia al Ideal-del-yo contra el Ello, utiliza el placer- 1 displacer narcisista para refrenar las pulsiones sexuales autoeróticas; el segundo se apoya en el Ello, en las fuerzas procedentes de los deseos reprimidos que no aspiran más que a manifestarse, y debe combatir al narcisismo, que se opone, mediante el displacer, al levantamiento de la represión. Si el analista ocupa en la transferencia el lugar del Ideal-del-yo, debe cumplir ahí el rol del muerto (y éste es uno de los aspectos de lo que llaman neutralidad del analista): a diferencia del educador, desde este lugar no debe enunciar ninguna exigencia, a fin de no bloquear el proceso ^ psicoanalítico. El educador se propone que el educado logre superar el displacer resultante de la frustración de las pulsiones sexuales; el analista, que el analizado ideal narcisista cuando debe hacer frente a la verdad, es decir, que reconozca la realidad de sus deseos inconscientes..Puede "decirse que si el psicoanálisis es una reeducación, esto debe entenderse en el sentido de que es una educación al revés. Y precisamente en esta medida no se puede proceder a ella si la primera no ha tenido lugar. La labor del educador consiste en contribuir a la formación2 3. Georges Snyders (La Pédagogie en Prance aux XVIle et XVIlie siecles) muestra a las claras la lógica de un tipo de educación que, como la de los jesuítas, proponiéndose sofocar los deseos del educado a fin de volverlo más dócil a la Autoridad, no dispone más que de la pasión narcisista, pasión de la ilusión por excelencia, a la que exalta mediante la emulación. Su estudio esclarece de un modo ejemplar el vínculo entre una educación de tipo autoritario que tiende por una parte a la sumisión del educado y al sojuzgamiento de las pulsiones, y por la otra a la exaltación del narcisismo. 173
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del Ideal-del-yo, que cumple una función reguladora, normalizante, indispensable. La cura analítica, por otra parte, supone que las diversas instancias psíquicas se encuentren instaladas. El /análisis no puede ser el sustituto de la educación, puesto que es I su revés. Para este mismo punto de vista, la educación se situaría del lado del narcisismo, de lo «imaginario», del ideal, del lado de «la ilusión». El educador, cuyo poder emana de la transferencia, no puede aspirar en cuanto tal a deshacerse de él, ya que la instancia del Ideal-del-yo y la posibilidad de la transferencia fundaji el poder de todo conductor de hombres, educador o gobernador. ¿Es que la misión del educador consistiría en asegurar—gracias a lo que podría llamarse «educación imaginaria», educación del narcisismo— las condiciones de posibilidad del sometimiento del educado a la figura del «maestro»? Si se atiende a sus efectos más corrientes, tal parecería ser la mira ordinaria de la educación. Freud, sin embargo, insinúa que una educación acabada, o sea exitosa, debería permitir la- superación-de^ la, dep¿xdencia del sujeto frente a las figuras parentales.24 Educador y analista deberán proponerse, a través de, la resolución_dej^ complejo de Edipo, su propio eclipsamiento como figura ideal. Pero en este caso, ¿podría seguir apoyándose la educación en el narcisismo del educado? La disolución del complejo de Edipo no puede cumplirse sino mediante la superación del narcisismo, lo cual supone la aceptación de la castración simbólica. Resolución del complejo de Edipo y refuerzo del Yo y del Ideal-del-yo muestran ser antinómicos, como el psicoanálisis y la hipnosis. Una educación tendente al mismo objetivo que el análisis, y cuya posibilidad Freud sugirió en su prefacio al trabajo de Aichhorn, debería renunciar a apoyarse en el narcisismo. ¿Pero, es esto posible? Por otra parte, no hay que olvidar que incluso allí donde la educación de enfoque analítico fracasa, significa en cambio un éxito con respecto al poder político, dado que favorece la identificación del Ideal-del-yo al Amo, nervio motor de la «servidumbre voluntaria». Fuera de esto, aun si la educación pudiera liberarse de las
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presiones sociales, ¿el educador estaría por ello en condiciones de guiar al educado hasta la disolución del complejo de Edipo, condición de la independencia psíquica y la madurez? ¿Se trata de un proceso sobre el cual pueda ejercerse su maestría?
24. Cf. en particular Lespremierspsychanalystes - Minutes de la Sociétépsychanalytique de Vienne, T. II, p. 352. 174
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17 EL ANALISIS DE NIÑOS: ¿PSICOANALISIS O PEDAGOGIA?
Si es cierto que, tal como creemos haberlo demostrado, el psicoanálisis es una «educación al revés», ¿cómo es posible el psicoanálisis de niños, que se dirige a seres cuya educación está aún inconclusa? ¿Qué relaciones concretas pueden existir entre la cura analítica del niño y la educación? ¿Confirman los analistas de niños la tesis de la oposición entre el proceso analítico y el proceso pedagógico? Las obras de Anna Freud y Melanie Klein ofrecen dos puntos de vista diametralmente opuestos respecto a las relaciones entre ¡ el análisis de niños y la educación. Para Anna Freud, el análisis de niños debe ser asociado a medidas educativas. Melanie Klein con- \ sidera, por el contrario, que el análisis de niños sólo es posible si el analista se abstiene de ejercer una acción pedagógica sobre el y pequeño analizado. Anna Freud, quien al igual que Melanie Klein fue una de las pioneras del psicoanálisis de niños, afirma en 1928 la imposibilidad de establecer una relación puramente analítica con un niño. Según ella, las condiciones del proceso analítico, tal como fueron descubiertas en relación con los adultos, no pueden cumplirse en el niño. La técnica debe ser modificada: a los medios purámente analíticos es preciso asociarles medidas pedagógicas. Es así como las condiciones para la entrada del adulto en análisis —sufrimiento y aceptación del tratamiento— deben ser producidas artificialmente gracias a lo que Anna Freud denomina un «amaestramiento para el análisis»,1 período preparatorio du1. Le traitement psychanalytique des enfants, París, 1969, p. 15. 141
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rante el cual el analista se esforzará por inducir al niño a pasar de su actitud primitiva a la actitud ideal del paciente adulto. En otros términos, tratará de suscitar en el niño una demanda. Allí donde el sufrimiento esté ausente—cuando el niño, por ejemplo, es llevado al analista por sus padres a raíz de trastornos del comportamiento que incomodan ante todo a su medio circundante— Anna Freud intentará provocar el sufrimiento psíquico exigido según ella para la entrada en análisis, poniendo al niño en oposición consigo mismo, llevando a cabo una «escisión en el Yo íntimo del niño»,2 sugiriéndole, por ejemplo, que está «enfermo» y a punto de volverse loco. La aceptación del tratamiento, la confianza en el analista, serán obra de la instauración de una transferencia positiva del niño a su respecto, transferencia que el analista obtiene volviéndose «indispensable para el niño» hasta lograr un «estado de completa dependencia».3 Anna Freud es bien consciente de que ios medios que utiliza para hacer posible el análisis infantil contrarían las reglas analíticas habituales: «Consideren una vez más mis diferentes procedimientos: hago a la chiquilla una firme promesa de curación, estimando que no es posible exigir a un niño que se interne por un sendero desconocido con una persona extraña, si el resultado no se muestra certero. De este modo respondo a su evidente deseo de ser dirigida con autoridad y llevada de un modo seguro. Me propongo a la niña como aliada y critico con ella a sus padres. En otro caso, emprendo una lucha secreta contra el medio que rodea al pequeño y procuro ganar su afecto utilizando todos los recursos posibles. Exagero la gravedad de un síntoma y asusto al paciente para alcanzar mi fia Por último, me insinúo a la confianza del niño y me impongo a seres que están persuadidos de poder salir perfectamente del aprieto sin mi ayuda ¿Qué queda de la reserva prescrita al analista, de la prudencia con que la curación, o sólo la posible mejoría, es presentada ante los ojos del paciente como una perspectiva incierta? ¿Qué queda de la reserva absoluta en cuanto a las cosas personales, de la sinceridad absoluta sobre la apreciación de la enfermedad y de la entera libertad concedida al paciente para interrumpir por propia deci-
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sión, en cualquier momento, el trabajo en común?». 4 Anna Freud justifica estas infracciones por la necesidad de adaptar la técnica a una situación nueva, a fin de realizar las condiciones de posibilidad del análisis. El trabajo analítico propiamente dicho sólo podrá comenzar una vez artificialmente creadas la conciencia de la enfermedad y la confianza en el análisis. Pero incluso en este nivel, las técnicas habituales del análisis de adultos no pueden utilizarse tal y como son, porque no es posible inducir al niño a que proporcione «asociaciones libres». Además, el motor esencial de la cura de adultos, la neurosis de transferencia, en él no puede ser producida. En efecto, según Anna Freud, en el caso del niño la reedición de las relaciones con sus padres dentro del marco del análisis, ya que en esto consistiría la neurosis de transferencia, es imposible por cuanto la primera edición no ha sido aún agotada. Dicho de otro modo, el hecho de que en la realidad el pequeño se encuentre todavía vinculado a sus padres, es un obstáculo para el desplazamiento sobre el analista de sus relaciones afectivas con aquéllos. El analista no puede menos que compartir con los padres el afecto y el odio del niño.5 El peso de la realidad sobre la relación analítica se manifiesta igualmente en el hecho de que el material mismo deberá, según Anna Freud, ser obtenido con la familia, y consistirá en lo que sucede no en el ámbito de la sesión sino en el de la familia; de allí la necesidad de un «servicio permanente de informaciones».6 , Anna Freud considera que para la instauración de una verdadera neurosis de transferencia habría que separar al niño de su familia. Por otra parte, el analista de niños no puede ser un buen objeto de transferencia en la medida en que, para preparar al niño para el análisis, se vio forzado a abandonar su «neutralidad»: «La acción educativa que se mezcla íntimamente con el análisis [...] tiene por resultado que el niño sabe muy bien lo que es deseado o temido por el analista, lo que él aprueba y lo que censura».7 4. 5. 6. 7.
2. Ibíd., p. 22. 3. Ibíd., p. 20. 178
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Ibíd., Ibíd., Ibíd., Ibíd.,
pp. 26-27. p. 50. p. 52. p. 52. 179
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El análisis de niños se distingue también del análisis de adultos en cuanto al fin perseguido. Con los adultos la cura analítica apunta a obtener el levantamiento de las represiones. Ese es su único objetivo. Al analista le está vedado el dar a las pulsiones así liberadas una orientación cualquiera. Pues bien, Anna Freud entiende que con el niño no sucede lo mismo. En su opinión, una vez que las tendencias pulsionales han sido liberadas de la represión el niño no pensaría más que en buscar la satisfacción directa e inmediata, porque el Superyó, que en el adulto domina la vida pulsional, todavía no es bastante independiente en el niño para que éste pueda controlar sus inclinaciones.8 En el análisis infantil esta tarea de control incumbe al analista, que debe decidir lo que tiene que ser rechazado, domado o satisfecho, y ejercer de este modo una acción educativa.9 «Precisamente para prevenir el estado neurótico, debe impedirse al niño conceder, cualquiera que sea la fase que esté atravesando su sexualidad, necesariamente perversa, una satisfacción verdadera a esta sexualidad. De lo contrario, la fijación a la voluptuosidad ya experimentada pasa a ser el gran obstáculo para el desarrollo normal, y la inclinación a renovar estos goces determina una regresión a niveles inferiores.»9 Para ello, «es preciso que el analista consiga sustituirse por toda la duración del análisis al Yo-ideal del niño».10 Anna Freud no nos oculta que el psicoanálisis de niños, así concebido, corre el riesgo de resultar una labor imposible: «El analista reúne en su persona dos tareas difíciles y en el fondo contradictorias, es decir que al mismo tiempo debe permitir y prohibir, soltar y volver a atar». En lugar de una pedagogía analítica, lo que Anna Freud propone es un análisis pedagógico. Pero si se siguen sus propias consideraciones se acaba dudando de la posibilidad de una alianza semejante, y uno se pregunta qué puede subsistir de analítico en los principios que ella propone. El psicoanálisis de niños, según Anna Freud, evocaría decididamente el cuchillo de Lichtenberg, que carecía de mango y había perdido su hoja. Del análisis, ella sólo parece haber conservado el nombre. 8. Ibíd., p. 64. 9. Ibíd., p. 65. 10. Ibíd., p. 66.
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En todo caso, ésta es la dirección en que Melanie Klein orienta su crítica de las tesis de Anna Freud. Melanie Klein demuestra que con los recursos mismos que pone en práctica para «adaptar» el psicoanálisis a los niños, Anna Freud introduce un obstáculo insuperable al establecimiento de una verdadera relación analítica. Cuando denuncia la imposibilidad de utilizar la técnica analítica clásica, lo que sucede es que ella misma ha vuelto imposible el proceso analítico por la acción educativa que creyó conveniente ejercer sobre el niño a fin de prepararlo para dicho proceso. Melanie Klein plantea que la orientación pedagógica y la orientación analítica son radicalmente antinómicas, y sostiene que sólo medios analíticos permiten instaurar una situación analítica.11 Cuando Anna Freud busca obtener una escisión en el Yo del niño suscitando su angustia y su culpabilidad, con el fin de llevar su conciencia y su Yo al nivel del adulto, no hace otra cosa, según Melanie Klein, que crear un obstáculo inútil. Porque no es sobre un proyecto consciente ni sobre el Y o (que es precisamente la sede de las resistencias, como demostró Freud), donde se puede basar de un modo duradero el trabajo psicoanalítico.12 Lejos de descansar sobre la alianza del analista con el Yo y la conciencia, es decir, con las fuerzas represoras, el proceso psicoanalítico exige respaldarse en el Inconsciente, en las fuerzas psíquicas reprimidas. Por nuestra parte, creemos que aquí residen las diferencias esenciales entre la Orientación analítica y la orientación pedagó-. gica. La pedagogía se dirige al Yo y apunta a su reforzamiento, de| ' ser preciso mediante la angustia, con el fin de someter a sí las ( pulsiones. Esto hace que sólo pueda culminar en la producciónJ de represión. El análisis, por el contrario, se apoya en el inconsciente para obtener el levantamiento de aquélla. Y si Anna Freud tendió a transformar en pedagogía el análisis aplicado a los niños, ello fue en la medida en que poseía lisa y llanamente una concepción pedagógica del análisis, como por otra parte lo evidencia su obra El yo y los mecanismos de~defensa. No fue la única. Toda una corriente posfreudiana del psicoanálisis se orientó en esta dirección, privilegiando el análisis de las resistencias y proponiéndose 11. Essais de psychanalyse, París, 1968, p. 182. 12. Ibíd., p. 183.
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como meta la instauración de un «Yo fuerte» en el sujeto, obtenido merced a la identificación con el analista.13 Opuestamente, desde el punto de vista de Melanie Klein, la «debilidad» del Y o infantil puede constituir un elemento que favorezca el análisis, porque el analista puede de este modo «establecer una articulación directa con el Inconsciente del niño»14 sin pasar por el Yo, como ocurre en el caso del adulto: «Los niños se hallan tan dominados por su Inconsciente que les resulta inútil excluir deliberadamente las ideas conscientes».15 Según Melanie Klein, es preciso cuidarse de suscitar en el niño, a cualquier precio, una transferencia positiva, so pena de que resulte inanalizable; en el niño y en el adulto deben ser analizadas tanto la transferencia positiva como la negativa. Tampoco existe necesidad alguna de recurrir a las informaciones de quienes le rodean para paliar la ausencia de asociaciones libres. En el ámbito de la sesión, lo que hay que liberar en el niño son las actividades fantasmáticas, y ello, por ejemplo, gracias al juego, actividad que proporciona el «material» analítico y que reemplaza a las «asociaciones libres» del adulto. Lo cual no impide que haya que obtenerlas del niño: éste tiene que alcanzar la verbalización de sus fantasmas. La situación analítica con un niño no difiere en el fondo de la que se establece con el adulto, y es legítimo esperar resultados al menos igualmente profundos: «Si evitamos las medidas penosas, difíciles y poco seguras descritas por Anna Freud, garantizamos también a nuestro trabajo un valor pleno y el éxito de un análisis equivalente, punto por punto, al de un adulto»,16 e incluso puede llegar mucho más lejos.17 Melanie Klein tampoco está de acuerdo con Anna Freud en lo que atañe a la ausencia de neurosis de transferencia (lo cual, para esta última, limitaba las posibilidades del análisis de niños), y. afi-rma por el contrario su existencia. Según Melanie Klein, a la edad de tres años un niño ya ha atravesado la parte más impor13. Cf. por ej., La psychologie du M.oi et le problema de l'adaptation, de H. Hartmann, París, PUF, 1968. 14. Essais de psychanalyse, p. 180. 15. Ibíd., p. 190. 16. Ibíd., p. 186. 17. Ibíd., p. 194. 182
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tante del desarrollo de su complejo de Edipo. La represión ya ha afectado a los objetos primitivos, lo cual posibilita la repetición de las situaciones primitivas dentro del marco de la relación analítica. En consecuencia, el analista del niño debe observar las mismas reglas de neutralidad que con un adulto, a fin de hacer posible el desarrollo de la transferencia. Aquí la discrepancia radica en la cuestión de saber a qué edad se instala el complejo de Edipo en el desarrollo del niño. Para Melanie Klein, se instaura ya en el período del destete, aproximadamente al año y medio de edad, mientras que para Anna Freud, quien al respecto sigue el punto de vista de Freud, interviene mucho después, alrededor de los cinco años. Así, pues, Melanie Klein no vacilará en analizar el Edipo a los tres o cuatro años, mientras que Anna Freud, considerando que en los niños de esta edad sólo se halla en vías de constitución, no se atreverá a emprender su análisis por temor de obstaculizar el desarrollo de dicho complejo. Pero más allá de esta divergencia concerniente a los estadios del desarrollo se vislumbra otra más profunda, consistente en que, para Melanie Klein, los objetos que están en juego en el complejo de Edipo son esencialmente de orden fantasmático, y a veces poco deben a los padres reales, mientras que para Anna Freud parece que el complejo de Edipo tenga que ser situado en el plano de la realidad. En las primeras conferencias de Anna Freud sobre el psicoanálisis de niños la ausencia de referencia a la dimensión fantasmática, como también al complejo de Edipo, es absoluta. En cambio, la obra de Melanie Klein está íntegramente consagrada a la exploración de la fantasmática infantil, que en ella siempre se interpreta en relación con el Edipo. Al situar el Edipo exclusivamente al nivel de la realidad, el análisis queda vedado para Anna Freud: lo real, en efecto, no se presta al análisis. Melanie Klein, abriéndose a la dimensión del fantasma, lleva todas las de ganar. La pregnancia de la realidad para Anna Freud se manifiesta principalmente en su concepción de la dependencia del Superyó del niño respecto al vínculo real con aquellos que constituyen su modelo. Sobre esta dependencia del Superyó basa Anna Freud la necesidad de medidas educativas que impidan al niño entregarse sin freno a la satisfacción de las pulsiones liberadas de la repre183
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sión por el psicoanálisis. También en este punto discrepa Melanie Klein con ella. En su opinión, si bien el Yo de los niños es diferente al de los adultos, en cambio el Superyó sólo padece escasas modificaciones en el transcurso del desarrollo: aun cuando puedan añadírsele capas superficiales, su núcleo permanece inalterado.18 Este «único Superyó sólidamente arraigado, cuya naturaleza es inmutable»18 es ampliamente independiente no sólo de toda influencia exterior a lo largo de la vida, sino también, a nivel incluso de su formación, de la realidad de los objetos exteriores, vale decir, de los padres. «La severidad del Superyó queda a menudo contradicha por los objetos de amor real, o sea los padres.»19 Está enlazada a los propios fantasmas sádicos del niño, proyectados por éste sobre aquéllos. «En ningún caso debemos identificar los verdaderos objetos [los padres reales] con aquellos que los niños introyectan.» 20 La independencia del Superyó del niño frente al mundo exterior torna inútil la encarnación de esta instancia por el analista con miras a refrenar las tendencias pulsionales. Melanie Klein considera que es más temible la fuerza del Superyó que su debilidad. «Si el Superyó tuvo fuerza suficiente para llevar al conflicto o a la neurosis, su autoridad seguirá siendo sin duda suficiente, aunque en el curso del análisis poco a poco la vayamos modificando. Nunca acabé un análisis con la sensación de que esta facultad se había hecho demasiado débil.»21 Retomando los casos citados por Anna Freud, donde ésta creyó comprobar que el análisis había provocado, al mismo tiempo que el levantamiento de las represiones, una liberación inmoderada de las pulsiones, Melanie Klein los considera bajo una luz diferente. Para ella, lo que la aparente «falta de moderación» pulsional encubre es la angustia y la necesidad de castigo ligadas al conflicto edípico, y que el análisis de éste permite superar. Lejos de deberse a la supresión de la represión, el comportamiento desatado del niño corresponde a tendencias aún no descubiertas por el análisis, a un incompleto levantamiento de la represión. «En mi opinión,
18. 19. 20. 21.
Ibíd., Ibíd., Ibíd., Ibíd.,
p. p. p. p.
198. 195. 196. 205.
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escribe Melanie Klein a propósito de la pequeña paciente tratada por Anna Freud, no se trataba de orientarla hacia un dominio y un control dolorosos de sus tendencias libradas de la represión. Habría sido preciso someter a un análisis ulterior, más completo, los móviles que se ocultaban tras dichas tendencias.»22 Si Anna Freud hubiera sometido las tendencias pulsionales a un análisis más profundo, no habría sido necesario enseñar a la niña a controlarlas. Cuando una de sus pequeñas pacientes empieza a conducirse de un modo desbocado, Melanie Klein considera que ha cometido* una falta no en el terreno educativo sino en el analítico, por no haber ahondado lo suficiente en el análisis de las resistencias y de la transferencia: «Si aspiramos a que los niños puedan controlar sus tendencias sin desgastarse en una penosa lucha contra sí mismos, el análisis debe poner el desarrollo edípico al desnudo en la forma más completa posible, y los sentimientos de odio y culpabilidad resultantes deben ser examinados hasta en sus más remotos orígenes».23 Anna Freud encuentra necesario, cuando el análisis aborda el núcleo edípico, sustituir las medidas analíticas por medidas educativas, precisamente para evitar su profundización analítica; evitamiento que justifica por el temor de que el análisis del Edipo no vaya a minar la autoridad parental y no separe al niño prematuramente de sus padres, con lo que el niño así liberado de la neurosis se haría rebelde en lo sucesivo a toda exigencia educativa Por su parte, Melanie Klein considera infundados estos temores. El análisis del Edipo no va en contra de la educabilidad del niño sino que, por el contrario, libera su capacidad de amor y de sublimación gracias al levantamiento de la angustia enlazada al odio y a la culpabilidad. Las relaciones con el medio circundante son mejoradas por el análisis, que «prepara el terreno para un trabajo pedagógico fecundo»,24 precisamente con la condición de que el analista se limite a emplear medios puramente analíticos, que excluyan cualquier medida educativa. De este modo el trabajo analítico puede favorecer el trabajo educativo, pero la combinación de ambos es imposible, porque se trata de tareas 22. Ibíd., p. 203. 23. Ibíd., p. 202. 24. Ibíd., p. 218.
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que poseen orientaciones opuestas. «Si el analista, así fuese sólo temporalmente, asume la representación de las instancias educativas, si asume el rol del Superyó, obstruye a las tendencias pulsionales el camino de lo consciente, y se convierte en representante de las facultades de represión.»25 «El analista de niños, si pretende triunfar en su labor, debe tener la misma actitud del Inconsciente que un analista de adultos. Esa actitud le permitirá no querer otra cosa que analizar, y no aspirar a modelar y dirigir el pensamiento de sus pacientes.»25 Aquí se reconocen las advertencias dirigidas por Freud a los analistas de adultos. Para Melanie Klein, no se puede ser a la vez analista y educador de un niño. Pero proceso educativo y proceso analítico pueden, sin embargo, coexistir, si son conducidos por personas diferentes. Melanie Klein opta deliberadamente por la división del trabajo, pero aspira a que todos los niños puedan sacar provecho de una cura analítica y espera que un día «el análisis practicado durante la infancia será una parte tan importante de la educación como lo es en el presente la instrucción escolar». 26 ¿ Es esto lo que podríamos denominar educación analítica? Si por los términos «educación analítica» entendemos una aplicación de los descubrimientos psicoanalíticos a la pedagogía que condujera a una revisión de sus fines y medios, la propuesta de Melanie Klein se distingue de ello de un modo absoluto. Lejos de sugerir la aplicación del psicoanálisis a la pedagogía, insiste sobre su necesaria separación a nivel de los procesos en juego, de los tipos de relación que ellos implican. Cuando preconiza la agregación de la cura analítica a la educación —tomada en sentido amplio, como el conjunto de las medidas y disposiciones a tomar para ayudar al niño a convertirse en un ser humano adulto—, lo que propone no es una pedagogía analítica sino una «educación Vásistida por el psicoanálisis».27 ¿Quiere decir que Melanie Klein recusa la posibilidad de una aplicación del análisis a la pedagogía? Ella se hace cargo de las pocas directivas que el propio Freud creyó poder formular como
EL ANALISIS DE NIÑOS: ¿PSICOANALISIS O PEDAGOGIA?
consecuencia de los descubrimientos analíticos relativos a la etiología de las neurosis: desde un punto de vista analítico, el objetivo principal es evitar que se produzca la represión, y la pedagogía — cuya misión consiste, por lo demás, en lograr que el niño se someta a las exigencias de su medio— que tenga en cuenta al psicoanálisis se esforzará, sin dejar de perseguir su objetivo tradicional, en hacerlo con el menor gasto, limitando las represiones. Melanie Klein preconiza ante todo —como también Freud— la sinceridad con respecto al niño, que corre parejas con una disminución del autoritarismo, la franqueza cómo respuesta a sus preguntas acerca de la sexualidad, y de un modo general el evitamiento de un «amaestramiento» pulsional excesivamente riguroso. ¿Puede considerarse que una pedagogía que respetara estas indicaciones sería el resultado de una aplicación del psicoanálisis? ¿Puede hablarse aquí de pedagogía analítica? Los objetivos siguen siendo los mismos que en la pedagogía tradicional, o sea, en términos analíticos, la sumisión del principio del placer al principio de realidad, el dominio de las tendencias pulsionales, e igualmente los medios, en tanto que la severidad está lejos de ser preconizada por todas las pedagogías.28 Los psicoanalistas se empeñan más en prescripciones de buen sentido que en una reforma de los principios. Así, Melanie Klein escribe: «Aunque reconoz-' camos la necesidad de introducir el psicoanálisis en la educación, no estamos forzados a rechazar por ello los principios educativos que juzgábamos buenos y que hasta hoy hemos aprobado. El psicoanálisis debería servir a la educación como un auxiliar —como un perfeccionamiento— dejando intactos los principios hasta ahora aceptados. Los buenos pedagogos siempre se han esforzado —inconscientemente— por haceí lo que era bueno hacer». 29 Lo que estorbaba su éxito eran las resistencias inconscientes del niño. La introducción de la cura analítica en la educación permite suprimir este obstáculo. El niño cumple entonces las exigencias habituales de la educación, sin que el educador tenga necesidad de desplegar «una gran fuerza autoritaria».30
28. ridad» 29. 30.
25. Ibíd., p. 208. 26. Ibíd., p. 306. 27. Ibíd., p., 83. 187 183
Por lo demás, no todos los analistas están de acuerdo en recusar la «seveen este campo. Ibíd., p. 81. Ibíd., p. 109.
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La única reforma verdadera preconizada por Melanie Klein en materia de educación, consiste en la introducción de la cura analítica en uno u otro momento del desarrollo del niño, con preferencia antes de la escolarización: «Un análisis realizado con suficiente anticipación haría desaparecer las inhibiciones más o menos importantes que existen en todos los niños; el trabajo escolar debería comenzar enseguida, a partir de esta base. Cuando ya no tenga que malgastar sus fuerzas en una vana lucha contra los complejos de los niños, la escuela podrá cumplir una obra fecunda consagrándose a su desarrollo». 31 De este modo, el psicoanálisis del niño tendría la función de preparar el terreno para la educación, y no podría sustituirla, ni siquiera modificar sus principios. Para someter a prueba esta tesis y tratar de poner al descubierto sus fundamentos teóricos, abordaremos el examen de algunas experiencias pedagógicas inspiradas en el descubrimiento del psicoanálisis.
31. Ibíd., p. 109. 188
18 ¿ES POSIBLE UNA PEDAGOGIA ANALITICA?
«.. estas profesiones imposibles, donde puede tenerse la certeza de que los resultados serán insatisfactorios.» Análisis terminable e interminable (1937). ¿ Cuál fue en la práctica la influencia del psicoanálisis sobre la pedagogía contemporánea? ¿Existen actualmente aplicaciones del psicoanálisis a la pedagogía? Los tratados pedagógicos recientes dan fe del escaso sitio reservado al psicoanálisis en las doctrinas pedagógicas actuales. Centradas esencialmente en el problema de los modos de transmisión del saber, en los problemas planteados por la enseñanza, no parecen inspirarse en el psicoanálisis. Solamente en dos terrenos muestra haber ejercido este último una influencia notable: el de la educación preescolar y el de la reeducación de los niños delincuentes o que presentan trastornos caracterológicos y psicológicos diversos. En 1921, Vera Schmidt fundó en Moscú un jardín de infantes gobernado por principios educativos que se inspiraban en los descubrimientos analíticos sobre la sexualidad infantil. La experiencia no pudo ser cumplida por mucho tiempo, pues las autoridades soviéticas obligaron al establecimiento a cerrar sus puertas, con lo que se hizo difícil efectuar un balance. El rasgo esencial de la orientación pedagógica de este jardín de infantes fue el liberalismo. Las órdenes y prohibiciones estaban proscritas: «A los niños se les explicaba sencillamente por qué se les pedían ciertas cosas; no se les daba órdenes» [...] «estaba proscrita cual189
1 q \ j j 1, \\ \
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quier especie de prohibición por parte de las educadoras».1 En particular, los niños podían abandonarse libremente a actividades sexuales. El aprendizaje del aseo se cumplía sin coerción ni reprimendas. Los niños disponían ampliamente de ocasión para ejercer su actividad motriz, sin limitación. En Viena existió el Kinderheim Baumgarten, creado después de la primera guerra mundial para los niños sin hogar. También en Viena, en 1937, Edith Jackson fundó una guardería infantil experimental; más tarde, en Inglaterra, las «Nursery de Hampstead», guardería infantil y pensionado de guerra.2 Es indiscutible que el psicoanálisis ejerció alguna influencia sobre la educación de los niños en edad preescolar, no tanto a nivel de experiencias pedagógicas particulares cumplidas en las colectividades —que en resumidas cuentas resultaron aisladas—, como en el de un cambio en las costumbres. La alimentación de los lactantes empezó a concebirse de un modo menos rígido: se extendió la idea de la cría a pedido (Feed at demand), particularmente en Estados Unidos. Quedó generalmente reconocida la nocividad de un aprendizaje demasiado brutal del aseo, así corrijo la de la represión de la masturbación infantil y de las actividades, sexuales de los niños entre sí.3 ¿Permite ello hablar aquí de pedagogía analítica? Pensamos que más bien habría que decir que bajo la influencia del psicoanálisis, lo que se "abrió paso fue la constatación —aparte de s|u nocividad— de la inutilidad de las medidas educativas que se creían indispensables (como en el siglo XVII se creía indispensable encerrar al niño en un corsé, por el temor de que creciera contrahecho): el niño puede volverse «aseado» con el mínimo de coacción, y la masturbación no lo hace ni perverso ni enfermo. En definitiva, lo que el psicoanálisis introduce en pedagogía se resume en un liberalismo que no puede aspirar al status de una verdadera «reforma» educativa. En su libro publicado en 1965, Lo normal y lo patológico en el niño, 1. Cf. Wilhelm Reich, La révolution sexuelle, p. 345. 2. Cf. Dorothy Burningham y Anna Freud, Young Children in War Time, Londres, 1942; y Infants without families, Londres, 1943. 3. Aun cuando Anna Freud pueda alegar el valor formador para el carácter de la lucha contra la masturbación que un niño puede ser llevado a sostener: cf. Le normal et lepathologique chez l'enfant, pp. 4-5. 190
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Anna Freud hace un balance de medio siglo de intentos por promover una educación analítica. «Nunca se renunció a alcanzar este fin, escribe, por difíciles y desconcertantes que hayan podido revelarse a veces los resultados. Cuando ahora, tras más de cuarenta años, examinamos la historia de esas tentativas, vemos en ella una larga serie de ensayos y errores.» 4 Sin embargo, Anna Freud atribuye a la influencia del psicoanálisis «la mayor apertura y confianza que pudieron establecerse entre los padres y los hijos cuando los temas de orden sexual fueron tratados y discutidos con mayor franqueza»,5 los favorables efectos sobre la formación del carácter producidos por una educación esfinteriana más flexible. La alimentación «a pedido» del lactante reduce los trastornos de la nutrición, y el liberalismo frente a las actividades autoeróticas (masturbación y succión del pulgar) hacen desaparecer los trastornos del sueño. En cambio, dice, en otros dominios no dejan de producirse decepciones y sorpresas. La información de los niños en materia sexual resultó un fracaso. Los niños se aferran a sus propias teorías sexuales. El liberalismo de los padres no logra evitar la angustia del pequeño: «Al reducir [los padres] el miedo que podían inspirar a su hijo comprobaron simplemente que aumentaban el sentimiento de culpabilidad [...] en el niño».6 En definitiva, la educación liberal de inspiración psicoanalítica fracasó en la realización de la tarea que Freud le había asignado, en una época en que confiaba a tal educación sus esperanzas de una prevención de las neurosis. Anna Freud vincula acertadamente este fracaso con una de sus causas sustanciales: la estructura del aparato psíquico, compuesta de instancias cuyos fines respectivos no pueden sino ser conflictivos. Como hemos intentado demostrar a partir de la obra de Freud, el funcionamiento psíquico, tal como lo revela la experiencia psicoanalítica, es conflictivo por naturaleza. Y, como dice Anna Freud, el fracaso de la acción preventiva de la educación no habría causado sorpresa «si, en algunos autores, su optimismo y entusiasmo con respecto a la acción preventiva no hubiesen prevalecido sobre la estricta aplicación de los principios analíti4. Le normal et le pathologique chez l'enfant, París, 1968, p. 2. 5. Ibíd., p. 4. 6. Ibíd., p. 5. 191
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cos. Según estos principios no existe, en conjunto, "prevención de la neurosis". La división de la personalidad en un Ello, un Yo y un Superyó nos muestra, en efecto, una organización del aparato psíquico en cuyo seno cada elemento posee su origen específico, sus puntos de vista y sus restricciones propios, su médo de actividad particular. Por definición, las diferentes instancias psíquicas poseen designios opuestos». 6 El otro dominio donde el psicoanálisis ejerció una influencia notable es el de la reeducación de jóvenes delincuentes y niños con trastornos psíquicos. August Aichhorn fue el pionero en la materia. Freud, como vimos, prologó su obra Verwahrloste Jugend (Enfance á l'abandon), publicada en 1925. ¿Hay en ella materia de donde extraer la noción de una pedagogía analítica? Nos parece que no. El propio August Aichhorn señala que el éxito por él obtenido consiste en una «curación por la transferencia», o sea por la sugestión.1 El educador, explica,8 debe esforzarse por suscitar una transferencia positiva sobre su persona antes de poder ejercer una influencia educativa; si puede actuar sobre el educado, es en la medida en que éste lo coloca en el lugar de su Ideal-del-yo (y en eso consiste la transferencia). Aichhorn no pone en práctica otros recursos que los de la pedagogía tradicional. La teoría analítica sólo le sirve para comprender los fundamentos psicológicos de su práctica pedagógica, para conocer y hacer conocer cuáles son los resortes que ella pone en juego, así como para efectuar un diagnóstico del niño que le permita actuar de manera más segura cuando quiere suscitar la transferencia que necesita para ejercer su influencia. Estos métodos educativos no se distinguen de los de un educador ignorante del psicoanálisis pero dotado de una buena intuición. La teoría analítica sólo le permite comprender lo que hace y poner en claro las vías de eficacia de una pedagogía que en sí misma no propone ni nuevos fines ni nuevos medios. Actualmente este sector de la educación «especializada» conoce, especialmente en Francia, una gran extensión, como lo demuestra la multiplicación de I.M.P. (Institutos médico-pedagógicós)y"de--EIM.P. (Externados médico-pedagógicos). En ellos 7. A. Aichhorn, Enfance á l'abandon, ed. francesa, p. 105. 8. Ibíd., cf. ]a Sexta conferencia. 192
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la formación psicoanalítica de los educadores es muy estimada por los que dirigen este tipo.de institución. No obstante, como regla general, la labor pedagógica está desligada de la relación terapéutica. La psicoterapia es llevada a cabo por un analista que no desempeña función educativa. Relación educativa y relación analítica se encuentran separadas. Fuera de estos dos dominios, la influencia del psicoanálisis muestra ser muy limitada, especialmente en lo que atañe a la pedagogía de los niños en edad escolar. En los tratados consagrados a la educación esta pedagogía aparece dominada por el problema de la enseñanza. Los pedagogos reconocen que lo esencial estriba en el deseo del niño de aprender, y se ingenian en elaborar métodos susceptibles de provocarlo o estimularlo. Pero, curiosamente, parecen ignorar lá importancia de las fuentes libidinales del deseo de saber, y la inhibidora influencia de la represión sobre la curiosidad intelectual. Cuando el niño llega a la escuela, en lo que concierne a sus capacidades de sublimación lo esencial ya está jugado. Esto explica, sin duda, el desinterés de los pedagogos que se consagran al problema de la enseñanza respecto al psicoanálisis, cuyas conclusiones invalidan sus esfuerzos. De he- f cho, podría decirse que, desde un punto de vista analítico, los ¡ métodos de transmisión de los conocimientos importan poco 1 frente al deseo del niño de aprender. ' Una de las escasas experiencias pedagógicas inspiradas por el psicoanálisis, y para niños en edad escolar considerados «normales», la de A. S. Neill, lleva a conclusiones que siguen esta dirección. En efecto, A. S. Neill no se preocupa en absoluto por los métodos de transmisión de conocimientos. Los niños no son obligados a aprender, y sólo a su pedido, cuando éste se manifiesta, el enseñante les provee los medios de satisfacer su deseo. Poco importa entonces el método empleado. En la obra que dedica a esta experiencia, Libres enfants de Summerhill, la cuestión de la enseñanza ocupa poco espacio. En Summerhill, declara A. S. Neill, «no tenemos métodos nuevos, porque no pensamos que los métodos de enseñanza, en conjunto, sean muy importantes en sí mismos. Poco importa que una escuela enseñe la división por varias cifras por determinado método y que otra la enseñe por un método diferente, porque en definitiva la división en sí misma no posee ninguna importancia, salvo para el que quiere 190 192
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aprender a hacerla. Y el niño que quiere aprender a dividir lo aprenderá, cualquiera que sea la forma en que se le enseñe».9 Los informes de los inspectores subrayan el carácter «anticuado» de los métodos de enseñanza utilizados en Summerhill. Sigamos oyendo a Neill con respecto a los principios pedagógicos sobre los que fundó su escuela: «Cuando abrimos la escuela, mi primera mujer y yo teníamos una visión fundamental: la de una escuela que sirva a las necesidades del niño, antes que lo inverso» [...] «Para eso tuvimos que renunciar a toda disciplina, a toda dirección, a toda sugestión, a toda moral preconcebida, a toda instrucción religiosa cualquiera que fuese» [...] Teníamos «una creencia absoluta en el hecho de que el niño no es malo sino bueno. Casi cuarenta años después, esta creencia no ha variado, se ha convertido en una profesión de fe» [...] «Creo íntimamente que el niño es naturalmente sagaz y realista, y que, si se lo deja en libertad, lejos de toda sugestión adulta, puede desarrollarse tan completamente como sus capacidades naturales se lo permitan.»10 Educación centrada en la naturaleza del niño, fe en su «bondad natural»: reconocemos aquí nociones caras a Rousseau; pero a despecho de las apariencias —los términos naturaleza y bondad no tienen para Neill el mismo sentido que en Rousseau— Summerhill no le debe nada al Emilio. Aquí no se ha instalado ningún dispositivo que apunte a preservar al niño de una corrupción de su naturaleza por la civilización. Ningún artificio orientado a dirigir sin que él lo sepa sus relaciones con las cosas y las personas, a suscitar en él, dejándole la ilusión de la autonomía, las actitudes deseadas por el educador. En Summerhill realmente la actividad del niño es libre, y ni siquiera se busca, a diferencia de los métodos de la llamada pedagogía activa, despertar su interés hacia actividades conducentes a la adquisición de un saber o de una técnica. La «bondad del niño» no es algo que haya que preservar; para Neill, ella consiste en su capacidad de adaptación, en su «sagacidad» y su «realismo». En su opinión, no hay necesidad alguna de ejercer una coacción sobre el niño para llevarlo a evolucionar hacia la madurez y para que acepte los imperativos de la vida social. Su desarrollo espontáneo le permitirá hacer 9. Libres enfants de Summerhill, París, 1970, p. 23. 10. Ibíd., p. 22. 194
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frente a estas exigencias. En Summerhill, la libertad de cada niño se detiene donde comienza la de los demás: son los propios alumnos los que, en «asamblea general», establecen las pocas reglas indispensables para el funcionamiento de la institución. El principio esencial de esta pedagogía consiste en no imponer nada al pequeño, así fuese en nombre de su «bien»: esto es lo que Neill llama educar a un niño en «la autonomía». El educador no debe querer nada por y en el lugar del niño. ¿Cuáles fueron los resultados de esta que podría llamarse, a primera vista, una antipedagogía? Los criterios de un éxito pedagógico son, evidentemente, inciertos. Neill elige dos: el éxito social (particularmente el profesional) y la capacidad para la dicha. El primero fue mediano; ningún genio, dice Neill, salió de Summerhill, y tampoco un éxito social clamoroso, pero los ex alumnos de Summerhill pudieron hallar en general una actividad profesional que los satisfizo y a la que satisficieron. En cambio, Neill considera que dieron prueba de un equilibrio psíquico estable que los hizo capaces de alegría de vivir. Un rasgo común los distingue, apunta Neill: su independencia de espíritu. ¿Qué conclusiones podemos extraer de esta experiencia desde el punto de vista que nos ocupa? ¿Se trata también aquí de pedagogía? Es indudable que en materia educativa Neill preconizaría esencialmente la abstención. Pero sin embargo, no se puede negar el valor educativo que cumple para el niño la elección en común de las reglas que permiten la vida en grupo, el aprendizaje del respeto al otro y el compromiso que esto supone. Si en Summerhill hay algo indiscutiblemente formador es la institución de sus «asambleas generales». En ellas el niño aprende a reconocer las necesidades de una ley que no puede ser imputada al capricho del adulto, y de la cual incluso puede ser autor, pero a la que todos quedan sometidos desde el momento en que la han aceptado. El funcionamiento institucional establecido por Neill sobre el modelo de la democracia, constituye el pivote de su método pedagógico. Es interesante ¡señalar la relación de este dispositivo con lo que hemos desarrollado acerca de la importancia que reviste en la educación el acceso a lo simbólico a través del complejo de Edipo. Neill, eligiendo como principio educativo esencial la elección por los pequeños de cierto número de reglas de vida comunitaria, parece indicar con ello que el funda193
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mentó mismo del proceso educativo consiste en la introducción del niño en la dimensión del orden simbólico y de la Ley, y que la educación puede, en rigor, limitarse a hacer reconocer por el niño la necesaria supremacía de este registro. Como observa Bruno Bettelheim, 11 el aprendizaje del respeto al otro, a sí mismo y a la palabra empeñada por parte del niño, es mucho más difícil que la adquisición de un saber académico y que la aceptación dócil de la rutina escolar: «Aunque determinado marco educativo imponga pocas exigencias específicas, y éstas nunca son triviales, esta clase de instituciones es de las más exigentes». Por otra parte, el pivote esencial de la pedagogía de Neill reside, como en toda educación, en el ejemplo que él presenta a los niños mediante la fuerza y el rigor de su propia personalidad. Volvemos a encontrar aquí el mecanismo fundamental de cualquier proceso educativo: la identificación con el educador, y la introyección de las exigencias de éste, incluso y sobre todo si da pruebas de ellas, más que respecto al educado, respecto a sí mismo. Sin embargo, Neill parece ignorar que los cambios que se operan en sus alumnos los debe al impacto de su propia personalidad, y con ello atestigua que no es necesario saber lo que se hace para ser un buen educador. Neill cree, por ejemplo, que no hay ninguna necesidad de inculcar al niño una moral, ni enseñarle a distinguir el bien y el mal porque, según él, por sí solo aprenderá a discernirlos. Y es verdad, las lecciones de moral nunca hicieron virtuoso a nadie, pero la noción del bien no por ello es inherente a la naturaleza humana. Es por las vías de la identificación, por amor hacia el educador, por angustia de perder este amor y deseo de ser apreciado por aquél adecuándose a sus exigencias, como el niño adquiere estas nociones, y es por ese camino que los alumnos de Neill, como los demás, lo consiguen. Su indiscutible originalidad reside en la negativa a imponer una orientación a los deseos del niño y por consiguiente a sus actividades. Se muestra capaz de sostener esta posición hasta el fin, incluso cuando un alumno no se dedica a ninguna ocupación escolar durante años, y hasta rehusa dar respuesta a un niño que 11. A.S. Neill, La liberté,pas l'anarchie, París, Payot, 1978, p. 193, nota final de Bruno Bettelheim. 190
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le pide consejo sobre la actividad a cumplir. Muchas son las anécdotas que al respecto comenta. 12 Neill considera que se trata de un dominio propio del niño en el que nadie debe inmiscuirse, y que sobre este punto hay que dejarle su total responsabilidad. Este es uno de los aspectos esenciales de lo que él denomina «método de libertad», y que deduce de la idea, que cree tomar del psicoanálisis, de que el refrenamiento engendra la neurosis. Sus fuentes teóricas son, por tanto, endebles, pues parece ignorarlo todo acerca del cuestionamiento al que Freud sometió esta tesis, y en realidad sólo se inspira en un vago freudismo revisado y corregido por Reich. Lo que sorprende en Neill es la debilidad de teorización de su práctica. Sus concepciones son superficiales, y a todas luces no son ellas las que motivan el éxito de su pedagogía; por lo demás, y como ya hemos apuntado, no siempre parece distinguir las causas reales de este éxito. Además, subestima la importancia de la angustia en la vida psíquica humana, tanto en lo que concierne a su irreductibilidad como a su fecundidad, por la contribución a las obras de la civilización. Su optimismo en materia de naturaleza humana, que ignora el rol de las pulsiones de destrucción y de los conflictos pulsionales, así como la importancia de la inarmonía intrínseca del funcionamiento del psiquismo a causa de la propia estructura de éste, le conduce a atribuir a la sociedad toda la responsabilidad de los sufrimientos psíquicos del individuo. Cree que es necesario y suficiente con proteger a los niños de un mal cuya fuente se encuentra en la sociedad. El principio de no refrenamiento en el que se respalda podría llevar a lo peor: él mismo se dio cuenta de ello al comprobar los efectos de las interpretaciones que algunos padres y educadores dieron a sus directivas, y esto explica el título de uno de sus últimos trabajos, La liberté, pas l'anarchie [Libertad, no anarquía]. Pero lo que no advirtió son los peligros de la «libertad obligatoria», diríamos nosotros, que amenaza desembocar en la paradoja de un «deseo obligatorio», lo que quizá constituya la forma más
12. Cf., por ej., Libres enfants de Summerhill, p.44: «Enséñame algo, me aburro», le pide una chiquilla que no hacía ningún trabajo escolar desde hacía años. «De acuerdo», responde Neill con entusiasmo, «¿qué quieres aprender?» «No sé», dice ella. «Y bien, yo tampoco», responde Neill dejándola plantada. 197
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insidiosa de tornarlo imposible, mientras que una pedagogía basada en la «disciplina» tal vez le dejará —otra paradoja— mayor oportunidad de constituirse. La pedagogía de Neill no le debe mucho a la teoría analítica. Los principios de que se vale descansan más bien en su desconocimiento. Lo cual no le impidió ser por cierto un buen educador, quizás en la medida en que su buen sentido le preservó de aplicarlos con excesivo rigor. Las claves de su influencia son las de cualquier pedagogía, y consisten en las exigencias de socialización que logra imponer gracias a la identificación que sin saberlo provoca. Su excelencia como pedagogo reside en esta suma de imponderables que forman lo que se llama una personalidad excepcional. Demostraría, por si aún hiciera falta, que no se educa con la teoría sino con lo que uno es. ¿Qué significa esto? Que sobre el Inconsciente no se manda, que así como no dominamos a nuestro propio Inconsciente, tampoco dominamos los efectos de la influencia que ejercemos sobre otro ser. Ninguna teoría pedagógica permite calcular los efectos de los métodos que se ponen en práctica, porque lo que se interpone entre la medida pedagógica y los resultados obtenidos es el Inconsciente del pedagogo y el del educado. En alguna parte Freud compara al Y o consciente con el payaso de circo que finge ser la causa de todos los incidentes que le suceden (estos misterios nos superan, decía Cocteau, simulemos ser sus autores). El Y o aspira al dominio, y, cuando éste se le escabulle (por obra del Inconsciente, que es el verdadero amo), aún intenta fingir haberlo conservado. Seguir siendo dueño de la situación, a cualquier precio, salvar el prestigio: así podría resumirse el objetivo «yoico» por excelencia. En esto las doctrinas pedagógicas son decididamente yoicas, pues ante todo apuntan al dominio del niño y de su desarrollo, e implican por esencia el desconocimiento de la imposibilidad estructural de tal dominio. El objetivo tradicional de la educación, asegurar el sometimiento de las pulsiones, desemboca en su represión, y con ello las sustrae al control consciente. La idea de que la pedagogía es cuestión de teoría, de doctrina, de que puede haber uná ciencia de la educación, descansa en la ilusión de la posibilidad de dominar los efectos de la relación entre el adulto y el niño. Cuando el pedagogo cree dirigirse al Y o 190
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del niño, sin que él lo sepa, lo que ha sido alcanzado es el Inconsciente de éste, y ello ni siquiera por lo que cree comunicarle, sino por. lo que de su propio Inconsciente pasa a través de sus palabras.13 Sólo hay dominio del Yo, pero este dominio es ilusorio. Lo propiamente eficaz en la influencia de una persona sobre otra pertenece al registro de sus Inconscientes respectivos. En la relación pedagógica, el Inconsciente del educador demuestra pesar mucho más que todas sus intenciones conscientes. De la existencia del Inconsciente, demostrada por el psicoanálisis, puede deducirse que no puede haber ciencia de la educa-) ción, en el sentido de que fuera posible establecer una relación j de «causalidad» entre los medios pedagógicos empleados y los j efectos obtenidos. Y por esta misma razón no puede haber apli- i cación del psicoanálisis a la pedagogía. Tentativas de esta índole sólo pueden descansar en un malentendido, en la creencia de que un saber sobre el Inconsciente permite adueñarse de él, de que " en este terreno saber es poder. Pues bien, si hay una disciplina que invalida tal asimilación es, sin duda, la práctica psicoanalítica. No puede haber una pedagogía analítica en el sentido de una ciencia de la educación que emplearía para su provecho el saber sobre el Inconsciente adquirido por la experiencia psicoanalítica. Esto está lejos de significar que el ser humano no dispone de ningún poder sobre su semejante. La eficacia de la sugestión, sobre la cual descansa tanto el arte de gobernar como el de educar, lo atestigua.14 La experiencia psicoanalítica permitió desmontar su mecanismo. Pero saber «cómo funciona eso» es de escasa utilidad para aumentar su eficacia. La sugestión, y así lo demuestra la fragilidad de los resultados terapéuticos obtenidos por esta vía, no opera modificaciones profundas en la dinámica inconsciente, aun cuando se apoye en ella, y sólo produce efectos superficiales.
13. Cf. Freud: «He afirmado que todo hombre posee en su propio Inconsciente el instrumento con el cual es capaz de interpretar las manifestaciones del Inconsciente en el otro», «Prédisposition á la névrose obsessionnelle», Névroie, psychose et perversión. «La disposición a la neurosis obsesiva», O.C., II (p. 1.738). 14. Ambos consisten en actuar mediante la palabra sobre el Inconsciente de otro, pero el poder del conductor de hombres —gobernador o educador—depende de un saber hacer que a su vez depende de un saber inconsciente (esto es lo que el político quizá sabe mejor —sin saberlo— que el educador). 199
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El analista, se objetará, no deja de ejercer en la cura analítica cierto poder basado en el saber adquirido por la experiencia analítica sobre el Inconsciente. No cabe duda, pero sólo puede ejercer ese poder, sin dejar de ser analista, es decir, sin dejar de analizar, para levantar las represiones. Esto no le asegura ningún dominio sobre el deseo inconsciente de su paciente. Cuando Freud aconseja al analista que no trate de dar una dirección a las fuerzas inconscientes liberadas por el análisis, o sea que no intente ocupar la posición del pedagogo y de rector espiritual frente a su paciente, lo hace porque, más allá de consideraciones deontológicas, si buscara eso dejaría de poder analizar. Pero este poder del analista, que sólo puede consistir en él levantamiento de la represión, a su vez resulta muy limitado. En uno de sus últimos textos, Análisis terminable e interminable, Freud procede a la enumeración de las muchas causas que condenan al analista a la impotencia. La obra de otro analista, Ferenczi, en su mayor parte se consagró a la tentativa, demasiado a menudo infructuosa, de ampliar los límites de la acción del analista. Con conocimiento de causa, Freud afirmaba que el psicoanálisis se encontraba entre las profesiones imposibles, al lado de la educación y del arte de gobernar. Las tres descansan sobre los poderes que un hombre puede ejercer sobre otro merced a la palabra, y las tres encuentran el límite de su acción, en última instancia, en el hecho de que al Inconsciente no se lo somete, porque el que nos somete es el Inconsciente mismo. ¿Puede haber una pedagogía analítica, en el sentido de que el pedagogo podría ocupar un lugar análogo al del analista y ejercer sobre el niño una influencia de tipo analítico? Hemos intentado mostrar la diferencia radical entre los dos procesos, tal como Freud los describe, y de qué modo, según Melanie Klein, las posiciones del pedagogo y del analista se excluyen. Hay un punto en el que sin embargo la práctica pedagógica de Neill parecería indicar lo que, en este sentido, quizá podría corresponder a una pedagogía analítica. No en el sentido de que el análisis permitiría la elaboración de una nueva ciencia de la educación, sino en otro que intentaremos precisar. Es, como ya comentamos, cuando Neill se abstiene de responder a cierto tipo de demanda por parte del niño: cuando éste le pregunta lo que tiene que hacer, o sea, cuál es la demanda del propio Neill a su 190 200
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respecto. A este propósito Neill tampoco parece saber dónde está la clave de su abstención, cosa que por otra parte sólo nos es posible explicar a partir de las elaboraciones teóricas de Lacan sobre la dialéctica de la demanda y del deseo. Según Lacan, el deseo del niño se encuentra, de entrada, doblemente alienado: por una parte en el deseo de sus padres, en tanto que en ellos ocupa un lugar ya antes de su nacimiento; por otra debido a que, a causa de la existencia del lenguaje, sus necesidades deberán pasar por el desfiladero de la demanda, y a través de esta operación su deseo se constituirá como un resto irreductible que, aunque efecto del lenguaje, no podría ser expresado en forma de demanda sin desnaturalizarse. Para el niño, así como para todo sujeto, la pregunta por su deseo se formula de entrada como interrogación sobre el deseo del Otro, de quien busca obtener una respuesta; tal respuesta no puede ser sino falaz, en la medida en que, en el lugar de una respuesta estructuralmente informulable sobre el deseo sólo puede obtener, por parte del Otro, una demanda. Si la obtiene y se conforma a ella, la que queda clausurada es la pregunta por su propio deseo, al que él aliena en la tentativa de satisfacer la demanda del Otro. En la cura analítica, la neutralidad del analista, así como lo que llaman «manejo de la frustración», consiste en abstenerse de responder a la demanda del paciente (la cual, a través de sus formulaciones más diversas, no apunta sino a obtener una respuesta a la pregunta por el deseo), y precisamente a fin de dejar abierta la pregunta por su deseo; consiste en no interceptar el camino al proceso analítico por el cual el sujeto se abre la vía de una superación del registro engañoso de la demanda hacia un deseo que cesa de alienarse en ella. Neill, mediante una abstención análoga, opera una desalienación comparable: dejando abierta la pregunta del niño, le permite desprenderse de la sumisión a la demanda del Otro y ganar el acceso a su deseo propio. ¿Habríamos dado aquí con uno de los principios posibles de una pedagogía analítica? También podría sostenerse que en esos momentos Neill asume una posición analítica; dicho de otro modo, que en tanto que ocupa el lugar del Ideal-del-yo, hace el papel del muerto, cesando así momentáneamente de ser pedagogo.
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Pero esto no hace más que desplazar el problema: ¿consistiría la pedagogía analítica en adoptar, a su turno, la posición del pedagogo y la del analista? Hemos visto a propósito del análisis de niños que una misma persona no puede acumular las funciones de pedagogo y analista, y que al haber ocupado, aunque sólo sea por un tiempo, la posición del pedagogo, queda vedada la posibilidad de funcionar como analista ante una misma persona. Por otra parte, cuando Neill se abstiene de responder a la demanda, no por ello emprende con el niño un proceso analítico. E indudablemente hay una gran diferencia entre su posición y la del analista. En efecto, el anonimato relativo del analista le permite presentar al paciente el espejo pulido en que éste podrá descifrar los jeroglíficos de su deseo. El educador, padre o pedagogo, no puede aspirar a idéntica neutralidad. El niño podría descubrir rápidamente, detrás de su abstención, la demanda implícita. Con su silencio, por ejemplo, ¿no le significa Neill al niño que lo quiere libre y responsable, capaz de autonomía e independencia, que desea que este niño se determine solo? Aquí reaparece una exigencia educativa nada desdeñable. Así, pues, por el hecho mismo de la función que ejerce y de su imposibilidad de realizar una neutralidad absoluta, el educador no puede dejar libre el sitio donde el niño procura descubrir la clave de su deseo. En último extremo, para que el deseo del niño no sea alienado por el de los padres o educadores, sería preciso que éstos no se vieran animados por ningún deseo particular con respecto al niño. Pues bien, aunque ello fuera posible, imposibilitaría toda estructuración psíquica de éste, toda formación del Ideal-del-yo, y le vedaría todo acceso al deseo mismo, ya que es a partir del deseo del Otro que el suyo se constituye: no hay más deseo que el deseo alienado. v ¿Puede evitar el educador la segunda forma de alienación, consistente en el rebajamiento, en la reducción del deseo a la demanda? En este segundo tipo de alienación el niño intenta conformarse a la demanda del Otro, presentar de sí la imagen narcisista que le permitiría asegurarse el amor del otro, constituirse como Yo-ideal frente al Ideal-del-yo encarnado por el educador, imagen ideal que lo aliena y lo lleva a sacrificar su deseo. Como hemos visto, es el registro de la relación del Yo190 202
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ideal con el Ideal-del-yo lo que constituye, en la cura analítica, la fuente principal de las resistencias que se oponen al reconocimiento del deseo inconsciente. ¿Permite el educador al niño superar este registro? Para ello sería menester qüe él mismo se hubiese desprendido de los espejismos de lo imaginario. En efecto, no basta con abstenerse de formular demandas respecto al niño para que éste no sienta el peso de las que están implícitas. En este dominio sólo la autenticidad es eficaz. La experiencia analítica demuestra hasta qué punto los pacientes son sensibles al Inconsciente de su analista, y cómo toda «hipocresía» (según expresión de Ferenczi) por su parte, es rápidamente descubierta.15 El niño da pruebas de idéntica clarividencia respecto al adulto. Es en este punto donde puede resultar deseable que el educador haga un análisis personal, por razones análogas a las que imponen al analista haberse analizado él mismo: a fin de lograr reducir en su funcionamiento psíquico la importancia de ese imaginario donde el deseo se aliena con tanta facilidad, a fin de que el paciente, o el niño, pueda a su vez desprenderse de él. La reducción de lo imaginario no significa el dominio del deseo y sus efectos. Por el contrario, supone el reconocimiento de que no se puede sino estar sometido, y la renuncia a toda ambición de dominio. Así creemos que debe comprenderse el deseo de Freud de que los educadores reciban una formación analítica, al igual que sus repetidas advertencias contra los intentos de modelar al niño en función de los ideales propios del educador. Un análisis personal es quizá la condición para abstenerse auténticamente de hacer pesar sobre el educado exigencias superfluas y abusivas, en tanto que éstas encadenan al niño a la tarea de realizar sus ideales, es decir, de ofrecerse al educador como ese «Yo-ideal» en donde él mismo se aliena. , Ahora bien, según Freud, el resorte principal de la educación! es el amor, a saber, la demanda de amor que el niño dirige a sus | padres y a sus educadores. Para conquistar o conservar este amor, j propone al adulto una imagen engañosa de sí mismo mediante la 1 15. Cf. S. Ferenczi, «Confusion des langues entre l'adulte et l'enfant», «L'élasticité de la technique psychanalytique», «La fin de l'analyse», Final Contributions to the Problems and Methods of Psychoanalysis, Londres, 1955.
PSICOANALISIS Y EDUCACION iES POSIBLE UNA PEDAGOGIA ANALITICA?
ual intenta satisfacer las exigencias cuyo polo constituye el Tdeal-d e ^y 0 ' ^ P r o c e s o educativo descansa fundamentalmente sobre e s t a imaginaria, ella misma profundamente narciista y alienante. Aquí parece haber una contradicción: según Freud, el educador debería renunciar a aquello que constituye el fundamento, la clave de su poder sobre el educado. Desde el nto de vista analítico, desde el punto de vista de una profilaxis ¿e las neurosis, en cuanto éstas son la consecuencia del inevitable oflicto entre el narcisismo y el deseo, sería menester que el ducador se abstuviese de apoyarse en el registro imaginario; sin embargo* al hacerlo, renuncia a sus medios de acción como edagogo- Esta contradicción es estructural, y constituye la razón básica de la imposibilidad de fundar una pedagogía analítica. ¿Cómo interpretar entonces los consejos de Freud? Como exhortaciones a la mesura. El analista, a partir de su experiencia, puede sino poner en guardia al educador contra los abusos a los cuales su posición le haría fácilmente deslizarse. Los consejos corrientemente formulados por los analistas, y en particular los de Freud, pueden resumirse en una doble recoendación: por un lado, una mayor veracidad frente al niño, dado que la neurosis hace causa común con la mentira, esa mena m * s m o > tributaria de las mentiras parentatira q u e u n 0 s e u n a l i m i t a c t ó n de las exigencias educativas les1 P ° r o t r o ' gignificación analítica hemos procurado ofrecer. Podríamos añadir una tercera recomendación: el respeto por el niño, ya . en las dos primeras. Tales recomendaciones deben ser vinculadas con la reducción de lo imaginario, de la cual hace el s u s objetivos: limitar la acción pedagógica suponalista u n o ne por parte del educador la reducción de este campo en lo que le concierne, y, por otro lado, limita igualmente su importancia en el educado. La veracidad en la relación pedagógica también la impHca: mentira consciente o inconsciente hace causa común 16 c o n e l narcisismo.
claramente el campo legítimo de la acción pedagógica, decidiendo hasta dónde se debe llegar en las exigencias o en la abstención, ni de indicar el rumbo, el justo medio entre el «Caribdis de la prohibición y el Escila del dejar hacer». Así, pues, la educación sería esencialmente cuestión de tacto, y el tacto, según Ferenczi, se basa en la intuición de los procesos inconscientes del otro. 17 Aquí también puede serle útil al educador su análisis personal. La contribución del análisis a la educación consistiría pues, esencialmente, en el descubrimiento de la nocividad de ésta al mismo tiempo que de su necesidad. No hay aplicación posible del psicoanálisis a la pedagogía; no hay pedagogía analítica en el sentido de que el pedagogo alinearía su posición subjetiva sobre la del analista y adoptaría «una actitud analítica» respecto al ¡ educado. Todo lo que el pedagogo puede aprender del análisis y j por el análisis es a saber poner límites a su acción: saber que no J pertenece al orden de ninguna ciencia, sino del arte. J
p e r o advertimos que todo esto no permite configurar un sistema. El analista tampoco está en condiciones de delimitar 16 Cf. «Nadie de los que practican el análisis de niños negará que la mentira 1 conducta sea percibida por ellos hasta la devastación», J . Lacan, Ecrits,
pEscritos
P
2, p. 2 6 4 .
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17. S. Ferenczi, op. cit., p. 89. 205
CONCLUSION
Tras haber constatado el carácter patógeno, generador de neurosis, de la educación, Freud alentó la esperanza de que la pedagogía, esclarecida por el psicoanálisis acerca del funcionamiento del psiquismo y la naturaleza de su desarrollo, podría reformar sus métodos y objetivos y convertirse en un instrumento profiláctico. Vimos nosotros que debió renunciar a tal esperanza. Cincuenta años de tentativas de reformas pedagógicas inspiradas en el psicoanálisis confirman que los conflictos psíquicos son ineluctables, y que ningún método pedagógico puede preservar de ellos al niño. El psicoanálisis torna caducas las esperanzas de que por el sendero de la reforma educativa el hombre pueda lograr la felicidad, ya sea en el sentido de una armonía interior o en el de la plena satisfacción. A causa del complejo de Edipo, basado en la prohibición del incesto, el goce es imposible. No hay Bien Supremo. La idea de que el refrenamiento sexual por la civilización es la causa sustancial de los sufrimientos psíquicos (tesis abusivamente deducida de las primeras teorías freudianas), y de que la liberación de la sexualidad aseguraría al individuo la plena satisfacción, descansa en el desconocimiento de la estructura del deseo humano. Si el objeto de la última satisfacción está siempre ya perdido, ningún «progresismo» puede fundamentarse en los descubrimientos del psicoanálisis. El descubrimiento del Inconsciente tiene por corolario la invalidación de cualquier intento de edificar una ciencia pedagógica que permitiría determinar los medios a emplear para alcan141
CONCLUSION
zar una meta dada. A causa de la existencia del Inconsciente, lo esencial del desarrollo psíquico del individuo escapa a toda tentativa de dominio. El saber sobre el Inconsciente adquirido en la experiencia psicoanalítica tampoco puede ser aplicado por la pedagogía, pues si bien el psicoanálisis ilumina los mecanismos psíquicos en los que se funda el proceso educativo, tal esclarecimiento no incrementa el dominio de este proceso. No hay pedagogía analítica en el sentido de que el educador podría adoptar frente al educado una posición analítica, de tal suerte que le fuera posible evitar la represión o permitir su levantamiento. La antinomia entre el proceso pedagógico y el proceso analítico trae como corolario la imposibilidad de ocupar frente a la misma persona el lugar del educador y el del analista. En materia de profilaxis de las neurosis, sólo la cura psicoanalítica es eficaz. El psicoanálisis no puede interesar a la educación sino en el terreno del propio psicoanálisis: mediante el psicoanálisis del educador y del niño. En el niño, para levantar la represión; en el educador, a fin de que sepa no abusar de su papel y desprenderse del narcisismo, y de evitar el escollo consistente en colocar al niño en el lugar de su Yo-ideal. Sin embargo, de la experiencia psicoanalítica puede deducirse una ética en la que la pedagogía podría inspirarse; ética basada en la desmitificación de la función del ideal, como fundamentalmente engañoso y opuesto a una lúcida aprehensión de la realidad. «Amor» a la verdad que implica el valor de aprehender la realidad, tanto psíquica como exterior, en lo que puede tener de lesiva para el narcisismo, particularmente en lo concerniente a ese renunciamiento a todo fantasma de dominio que el reconocimiento de la existencia del Inconsciente impone. El único «progreso» que la experiencia psicoanalítica autoriza a esperar es, según lo expresa Freud en Estudios sobre la histeria, la transformación de nuestra miseria neurótica en un infortunio banal, y la de nuestra impotencia en el reconocimiento de lo imposible.
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BIBLIOGRAFIA
No daremos una bibliografía del conjunto de las obras de Freud. Sobre este punto remitimos a la muy completa bibliografía de Roger Dufresne, Bibliographie des ecrits de Freud, Payot, París, 1973. En cambio, hemos confeccionado la lista de los textos donde Freud trata acerca del problema de la educación. Las referencias que proporcionamos son de la Standard Edition, única edición realmente crítica de las obras de Freud. A lo largo de nuestro trabajo hemos ofrecido en las notas las referencias a las ediciones francesas de las que tomamos la traducción de las citas de Freud. Cuando la referencia remite a la Standard Edition, la traducción es nuestra. Tampoco suministraremos una bibliografía general sobre Freud, que sería necesariamente incompleta. Por lo que se refiere al dominio pedagógico, inútilmente hemos buscado las fuentes de las tesis de Freud sobre la educación en las teorías pedagógicas alemanas del siglo XIX. Inútil es, también aquí, señalar las etapas bibliográficas de esta infructuosa búsqueda. En cuanto a la pedagogía actual, remitimos al Traitédes sciencespédagogiques de M. Debesse y G. Mialaret, París, 1969, así como al pequeño volumen de J. Ulmann, Lapensée éducative contemporaine, París, 1976. Hemos consultado los Aúnales me'dico-psychologiques (París, T. I, 1843) sobre la cuestión de las relaciones entre enfermedad mental y civilización, así como sobre la de la educación considerada desde un punto de vista profiláctico, a fin de comparar las posiciones expresadas durante la segunda mitad del siglo XIX y las 209
BIBLIOGRAFIA
BIBLIOGRAFIA
que Freud comenzó a elaborar en la década de 1890. Proporcionaremos aquí algunas referencias. Hemos comprobado que la posibilidad de una incidencia de la vida sexual sobre la histeria no puede invocarse sino para ser desmentida. Suele acusarse a la civilización de ser causa del incremento de las enfermedades nerviosas, ya que desarrolla la «competencia industrial» y, por lo tanto, las tensiones e irritaciones. Si se la considera nociva no es por los renunciamientos que impondría a la sexualidad sino, opuestamente, a causa de la exacerbación de las pasiones que suscitaría. La educación posee un valor profiláctico y hasta curativo, pues desarrolla la moral y la cultura, únicas salvaguardias verdaderas contra la enfermedad mental: «Mala conducta, alimentación insuficiente, atmósfera viciada, falta de cultura intelectual y moral: tales son las causas que preparan al proletariado para la alienación mental», declara Sir James Coxe. Aunque los problemas planteados sean los mismos —Freud pertenece a su misma época—, las respuestas difieren sensiblemente.
B I B L I O G R A F I A DE LOS T E X T O S DE F R E U D S O B R E LA E D U C A C I O N
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Esta obra se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 1990 en los talleres de Compañía Editorial Electrocomp, S.A. de C.V. Calz. de Tlalpan 1702 Col. Country Club México, D.F.