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INAP INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PUBLICA
Fernando Sáinz Moreno
Estudios para la reforma de la Administración Pública
Director MINISTERIO DE ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
Estudios para la reforma de la Administración Pública Antoni Bayona i Rocamora Amador Elena Córdoba Germán Fernández Farreres Juan Junquera González Juan José Lavilla Rubira Joan Prats Catalá Manuel Rebollo Puig Carmen Román Riechmann Fernando Sáinz Moreno (Director) Miguel Sánchez Morón Juan Alfonso Santamaría Pastor Santiago Segarra Tormo Francisco Javier Velázquez López Reyes Zataraín del Valle
P.V.P. 35,00 euros (IVA incluido)
INAP
19/04/2004, 12:00
ESTUDIOS PARA LA REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
Antoni BAYONA I ROCAMORA Amador ELENA CÓRDOBA Germán FERNÁNDEZ FARRERES Juan JUNQUERA GONZÁLEZ Juan José LAVILLA RUBIRA Joan PRATS CATALÁ Manuel REBOLLO PUIG
Carmen ROMÁN RIECHMANN Fernando SÁINZ MORENO (Director) Miguel SÁNCHEZ MORÓN Juan Alfonso SANTAMARÍA PASTOR Santiago SEGARRA TORMO Francisco Javier VELÁZQUEZ LÓPEZ Reyes ZATARAÍN DEL VALLE
ESTUDIOS PARA LA REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA MADRID 2004
FICHA CATALOGRÁFICA DEL CENTRO DE PUBLICACIONES DEL INAP Estudios para la reforma de la Administración Pública / Fernando Sáinz Moreno (director). — 1.ª ed. — Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública, 2004. — 580 p. (Estudios). ISBN 84-7088-742-4. — NIPO 329-04-006-4
Primera edición: abril 2004
Edita:
INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
ISBN: 84-7088-742-4 NIPO: 329-04-006-4 Depósito Legal: M-9108-2004 Fotocomposición e impresión: Rumagraf, S.A. O.T. 36341
NOTA SOBRE EL ORIGEN DE ESTOS ESTUDIOS
El origen de las ponencias que se publican en este libro se encuentra en los trabajos realizados por el Grupo de Expertos para el Estudio de las Principales Líneas de Reforma de las Administraciones Públicas, constituido por Orden APU/1014/2003, de 25 de abril, dictada por el Ministro Javier Arenas Bocanegra, con la siguiente composición: Presidente: Fernando Sáinz Moreno; Vocales: Antoni Bayona i Rocamora, Amador Elena Córdoba, Germán Fernández Farreres, Juan Junquera González, Juan José Lavilla Rubira, Joan Prats Catalá, Manuel Rebollo Puig, Carmen Román Riechmann, Miguel Sánchez Morón, Juan Alfonso Santamaría Pastor, Santiago Segarra Tormo, Francisco Javier Velázquez López y Reyes Zataraín del Valle. Se designó, asimismo, a Gloria Martínez Herrán como secretaria del Grupo. La tarea encomendada al Grupo de Expertos fue la elaboración, con carácter independiente, de un informe sobre las principales líneas de reforma de las Administraciones Públicas que pudiera ser tenido en cuenta, como un elemento de juicio, por la Comisión de Régimen de las Administraciones Públicas del Congreso de los Diputados en sus trabajos parlamentarios. Constituido el Grupo de Expertos, inició sus reuniones el día 14 de mayo de 2003, celebrando sesiones semanalmente, todos los miércoles, hasta el mes de diciembre de 2003. En estas reuniones de trabajo se discutieron las ponencias preparadas por los miembros del Grupo sobre los temas seleccionados. La selección de temas realizada por el propio Grupo no pretende afrontar todas las cuestiones que han de ser tratadas en una reforma de la Administración, pero sí algunas de las que, en este momento, pueden considerarse muy relevantes, como son: a) la necesidad y sentido de una reforma de la Administración Pública ante las transformaciones del poder público en nuestro tiempo, el valor de la Administración en la sociedad actual y la exigencia de una nueva cultura de servicios públi-
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NOTA SOBRE EL ORIGEN DE ESTOS ESTUDIOS
cos; b) la mejora de la posición del ciudadano en sus relaciones con la Administración, en base a una realización más plena de la seguridad jurídica, de una mayor transparencia, de un control más depurado de la Administración y de una responsabilidad más ajustada a la realidad social; c) la reorganización de la Administración más descentralizada y coordinada, con especial consideración de las grandes Administraciones, de la Administración Local, de las nuevas Administraciones instrumentales y de las corporaciones de Derecho público; d) la reconsideración de las potestades reguladoras, inspectoras y sancionadoras; e) la reforma del empleo público y el fortalecimiento de una ética pública positiva, y f) finalmente, pero de no menor importancia, el papel de las tecnologías de la información y de las comunicaciones en la nueva Administración. De esta selección de temas se ha excluido la contratación administrativa, debido a que por Resolución del Secretario de Estado de Hacienda, de 10 de junio de 2003, se ha constituido una Comisión de Expertos para el Estudio y Diagnóstico de la Situación de la Contratación Pública, así como la gestión económica de las tareas públicas, cuyo adecuado tratamiento requiere, a juicio de los miembros del Grupo de Expertos, el nombramiento de una comisión de especialistas en esta materia. La variedad de los temas tratados y la distinta procedencia y formación de quienes integran el Grupo han hecho que los debates en el seno del mismo hayan tenido una gran riqueza de contenido, impidiendo que todos los miembros tengan la misma opinión sobre cada una de las cuestiones tratadas. Por ello, al disolverse las Cámaras, por Real Decreto 100/2004, de 19 de enero, el Grupo de Expertos concluyó sus sesiones de trabajo y decidió publicar los estudios realizados por cada ponente, bajo su propio nombre, para que puedan ser útiles en futuras reformas de la Administración Pública. Aunque el contenido de cada ponencia corresponde a su autor, todas ellas reflejan, en mayor o menor medida, los debates que tuvieron lugar en las sesiones del Grupo de Expertos. El Grupo de Expertos agradece especialmente a su secretaria, Gloria Martínez Herrán, por su magnífica ayuda, asistencia a todas las sesiones, redacción de las actas y de los resúmenes de los debates que tan útiles han sido para el trabajo de los expertos. También agradece la gran ayuda de recopilación bibliográfica y documental que han realizado los investigadores del INAP, Alfredo González Gómez, M.ª Isabel Martín Benítez, Elisa García López e Isabel M.ª Martínez Madueño.
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NOTA SOBRE EL ORIGEN DE ESTOS ESTUDIOS
Asimismo, quiere dejar constancia del excelente trabajo realizado por Matilde Fernández Garrido, Raquel Gil Esteban, M.ª del Mar Olivares Herranz y Esther Yerro Cabeza a lo largo de todo el año que han durado los trabajos del Grupo, incluido el mes de agosto, durante el cual han mantenido una constante comunicación con sus miembros, actualizando, ajustando y distribuyendo las sucesivas versiones de las ponencias que incesantemente se han ido produciendo. F. S. M.
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SUMARIO
Pág. I. NECESIDAD Y SENTIDO DE LA REFORMA DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS — PRATS CATALÁ, Joan: Las transformaciones de las Administraciones Públicas de nuestro tiempo ................................ 1. Los grandes desafíos y transformaciones de la sociedad y de las Administraciones Públicas españolas ...................... 1.1. Las Administraciones Públicas se han adaptado a las grandes transformaciones vividas por la sociedad y el Estado desde la transición democrática ...................... 1.2. Nuevos desafíos y la necesidad de un nuevo modelo de Administraciones Públicas .................................... 1.3. Especial consideración de los impactos de la globalización en las funciones, organización y capacidades de las Administraciones Públicas ............................... 1.4. Fortalecer las capacidades de formulación de políticas públicas en un contexto de globalización ............. 1.5. Nuevas funciones y capacidades de las Administraciones Públicas al servicio de la competitividad y la solidaridad internacional ............................................ 1.5.1. Competitividad ................................................. 1.5.2. Solidaridad internacional ................................. 1.6. La Sociedad del Riesgo .............................................. 2. Sentido de las transformaciones: de la burocracia a la gerencia; de la gerencia a la gobernanza ............................... 2.1. El paradigma burocrático y las razones de su arraigo y limitada vigencia actual ...........................................
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SUMARIO
Pág. 2.2. De la burocracia a la gerencia: contribuciones y límites de la nueva gestión pública ................................... 2.3. Reinventando el Estado regulador y construyendo las nuevas capacidades reguladoras ................................. 2.4. La gobernanza como modo de gobernación característico de nuestro tiempo ................................................... 2.4.1. Características de la gobernanza ...................... 2.4.2. Principios de buena gobernanza ....................... 2.4.3. La gobernanza como gestión de redes ............. 2.4.4. Una modalidad específica de gobernanza ........ 2.4.5. Algunas implicaciones para la reforma administrativa ........................................................... — SÁINZ MORENO, Fernando: El valor de la Administración Pública en la sociedad actual ................................................. II. Sobre el poder público y la Administración ...................... 1. Nuevos hechos, nuevos conocimientos, nuevas ideas ... A) Los grandes temas .................................................. B) Las respuestas tópicas ............................................. C) Una valoración crítica. Habent sua fata verba ....... 2. Gestión moderna de la Administración ........................ A) Exigencias de la modernización: gestión y resultados ........................................................................ B) Límites de la aplicación a la Administración de los principios de la gestión empresarial ........................ 3. La posición de los individuos ante los nuevos poderes. La Administración Pública defensora de los derechos fundamentales ............................................................... II. La Administración Pública española ................................. 1. La Administración en la Constitución de 1978 ............ 2. Valoración general de la Administración española. ¿Reformar o reforzar la Administración? ..................... — VELÁZQUEZ LÓPEZ, Francisco Javier: La cultura de gestión de los servicios públicos .................................................. 1. La cultura tradicional ......................................................... 2. Razones para cambiar la cultura tradicional ...................... 3. Líneas de trabajo de una nueva cultura .............................. 4. Líneas de actuación de una nueva cultura ..........................
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SUMARIO
Pág. II.
LA POSICIÓN DEL CIUDADANO
— ELENA CÓRDOBA, Amador: Fortalecimiento de la posición del ciudadano .................................................................. 1. Una relación conflictiva ..................................................... a) Causas ........................................................................... b) El ciudadano como objeto pasivo de la acción administrativa. Las incomprensiones ........................................ c) Agravantes circunstanciales .......................................... 2. Objetivos de una reforma ................................................... a) Nuevos elementos de legitimación de la Administración ante la sociedad ..................................................... b) Explicar la Administración ........................................... c) Participar en la Administración .................................... d) Normas necesarias, accesibles y comprensibles ........... e) Conocer las demandas de los ciudadanos ..................... f) Servicios integrados, orientados a la demanda social ... g) Utilización adecuada de soluciones tecnológicas ......... 3. Medidas para la reforma .................................................... a) Medidas de reforma del proceso de elaboración de normas ........................................................................... b) Reforma de la atención al ciudadano ............................ c) Accesibilidad de la acción administrativa ..................... d) Accesibilidad y transparencia de las políticas públicas. e) Reforzamiento de la cooperación entre Administraciones ............................................................................ f) Nuevas Cartas de Servicios ........................................... g) Reforma del diseño de los procesos y los servicios públicos ............................................................................. h) La Administración electrónica ..................................... — LAVILLA RUBIRA, Juan José: Seguridad jurídica .............. 1. Consideraciones generales acerca de la seguridad jurídica. 2. La seguridad jurídica en la creación administrativa de las normas ................................................................................ 3. La seguridad jurídica en la aplicación administrativa de las normas .......................................................................... A) Conocimiento de los precedentes administrativos .......
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SUMARIO
Pág. B) Previsibilidad del contenido de los actos administrativos: consultas de los ciudadanos a la Administración . C) Formalización de la voluntad administrativa, especialmente en determinados sectores de la Administración económica .................................................................... — SÁINZ MORENO, Fernando: Secreto y transparencia ......... 1. La democracia exige un incesante proceso hacia la máxima transparencia de la Administración .............................. a) Política activa de comunicación administrativa con los ciudadanos. Imagen y conocimiento ............................. b) Sin claridad no existe transparencia ............................. c) El acceso a la documentación administrativa tiene como presupuesto la existencia de reglas claras sobre el deber de crear y conservar la documentación, así como sobre su expurgo. Necesidad de precisar estas reglas ............................................................................. 2. Información administrativa ................................................ a) Información entre Administraciones Públicas .............. b) Información de la Administración a sus funcionarios y autoridades. El supuesto de los concejales ................... c) Información administrativa al ciudadano ...................... Información general por iniciativa de la Administración ............................................................................... Información a solicitud de los ciudadanos .................... ¿Existe deber de informar sobre la información suministrada? ........................................................................ d) Lucha contra las informaciones privilegiadas .............. 3. Necesidad de precisar los límites del deber de transparencia .................................................................................. 4. Programas de formación sobre la transparencia administrativa ................................................................................. — SANTAMARÍA PASTOR, Juan Alfonso: Los controles sobre la actuación de las Administraciones Públicas ................ III. Introducción ..................................................................... III. El sistema de recursos ...................................................... A) Los fines institucionales del sistema .........................
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SUMARIO
Pág. B) Los recursos administrativos ..................................... 1. Deficiencias del régimen actual ............................ 2. Propuestas de reforma ........................................... 3. Las técnicas alternativas de resolución de conflictos .......................................................................... C) Los recursos contencioso-administrativos ................. 1. Las insuficiencias del control jurisdiccional ......... 2. Líneas generales para una reforma ....................... III. Los controles preventivos ................................................ A) La necesidad de controles a priori sobre la actuación administrativa ............................................................ B) La situación de las Administraciones españolas ........ C) Propuestas de reforma ................................................ IV. Los controles parlamentarios ........................................... A) La funcionalidad de estos medios de control ............ B) Los controles informativos: preguntas, interpelaciones y comparecencias ................................................ C) Los controles indagatorios: las comisiones de investigación ...................................................................... — REBOLLO PUIG, Manuel: Sobre la reforma del régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración ................ 1. La responsabilidad de la Administración como instrumento de la reforma y mejora administrativa .................. 2. De la conveniencia de la reforma de la actual regulación de la responsabilidad patrimonial de la Administración .. 3. Sobre la pretensión y objeto de este informe en cuanto a la responsabilidad de la Administración .......................... 4. Presupuestos constitucionales .......................................... 5. Justificación de un régimen específico de responsabilidad administrativa que no prejuzga su contenido ni originalidad radical .................................................................. 6. Posible extensión legal a ciertos sujetos privados de un régimen de responsabilidad idéntico o similar al de la Administración Pública .................................................... 7. Extensión del régimen de responsabilidad administrativa a las personificaciones de Derecho privado de titularidad pública ..............................................................................
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SUMARIO
Pág. 8. Delimitación material de la responsabilidad patrimonial extracontractual de la Administración y diferenciación de otras instituciones ........................................................ 9. Responsabilidad directa de la Administración y acción de regreso contra autoridades, funcionarios y demás personal administrativo ......................................................... 10. Regla general de responsabilidad por funcionamiento anormal y delimitación legal más precisa sobre las condiciones de la responsabilidad por funcionamiento normal de los servicios públicos ........................................... 11. Criterios normativos para delimitar el funcionamiento anormal de los servicios públicos .................................... 12. Responsabilidad por mal funcionamiento de la inspección, control o supervisión administrativa ....................... 13. Responsabilidad de la Administración por los delitos de los funcionarios y autoridades ......................................... 14. Responsabilidad por los daños causados por los contratistas de la Administración ............................................... 15. Sobre el aseguramiento de la responsabilidad administrativa y sus consecuencias sustantivas y procesales ............ 16. Indemnizaciones por responsabilidad y otras compensaciones y ayudas ante los mismos eventos dañosos ........... III.
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ORGANIZACIÓN
— BAYONA ROCAMORA, Antoni: Descentralización y coordinación .................................................................................. 1. El modelo de organización territorial español ................... 2. El desarrollo autonómico ................................................... 3. El desarrollo de la autonomía local .................................... 4. Las relaciones interadministrativas .................................... 5. El marco legal regulador de la autonomía local ................. 6. Descentralización y Unión Europea ..................................
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— ZATARAÍN DEL VALLE, Reyes: Configuración de las grandes Administraciones Públicas ....................................... 1. Introducción ....................................................................... 2. Configuración de la Administración General del Estado ..
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SUMARIO
Pág. 2.1. Situación actual .......................................................... 2.2. Evolución de las funciones del Estado ....................... 2.3. Revisión de las estructuras internas de los Ministerios y adaptación a las nuevas funciones de planificación, coordinación, regulación, seguimiento y supervisión de la AGE ................................................................... 2.4. Revisión del marco normativo de funcionamiento ..... 2.5. Potenciación de la autonomía de los Organismos Públicos .......................................................................... 2.6. Revisión de los Órganos Colegiados y adecuación a las nuevas funciones del Estado ................................. 3. Configuración de las Comunidades Autónomas ................ 3.1. Situación actual .......................................................... 3.2. Principios comunes para la organización y funcionamiento ......................................................................... 3.3. Potenciación de los órganos de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas: Órganos Mixtos ......................................................................... 4. El impacto de la Administración electrónica en las estructuras administrativas .......................................................... 4.1. Los países de nuestro entorno, a la hora de construir una Administración electrónica, han optado por dos tipos de estrategias para el despliegue de una política adecuada ..................................................................... 4.2. Las necesidades de cooperación entre las grandes Administraciones Públicas para el Impulso de la AE . — JUNQUERA GONZÁLEZ, Juan: La reforma y modernización de la Administración local española ............................... 1. La Administración local en el Estado de las Autonomías . 1.1. El crecimiento progresivo de las Comunidades Autónomas ......................................................................... 1.2. La limitación paulatina del Estado a las funciones clásicas o de soberanía ............................................... 1.3. El crecimiento considerable, pero insuficiente, de la Administración local .................................................. 2. La Administración local española en el ámbito de la Unión Europea ...................................................................
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SUMARIO
Pág. 2.1. Delimitación previa del ámbito de investigación: el primer escalón municipal (comunas, municipios y distritos) y el segundo nivel local (provincias, departamentos, condados, agrupaciones locales y regiones municipales) ............................................................... 2.2. La expansión y desarrollo de las Administraciones locales en la Unión Europea ....................................... 2.2.1. Rasgos peculiares de las Administraciones locales más desarrolladas (Dinamarca, Suecia y Finlandia): la importancia moderada de las funciones tradicionales o clásicas y la extraordinaria incidencia de las actividades docentes, sanitarias y sociales .......................................... 2.2.2. El considerable desarrollo de la Administración local en el Reino Unido ............................ 2.2.3. Algunos perfiles característicos de las Administraciones locales de expansión media (v.g., Países Bajos, Italia, Francia, Austria y Alemania) . 2.2.4. El insuficiente desarrollo de la Administración local española ................................................... 3. La posición de la Administración local española ante la reforma de sus estructuras y funciones .............................. 3.1. La Asamblea General Extraordinaria de la Federación Española de Municipios y Provincias (noviembre de 1993) ................................................................ 3.1.1. La inexistencia de una conveniente y adecuada participación de las Corporaciones locales en la construcción del Estado de las Autonomías . 3.1.2. La insuficiente descentralización del gasto público .................................................................. 3.1.3. La necesaria formalización de un «Pacto Local» para impulsar la transferencia o cesión de competencias a las Entidades locales ............... 3.2. Las «Bases para el Pacto Local» (24 de septiembre de 1996) ........................................................................... 3.2.1. Principales reivindicaciones de la FEMP ......... 3.2.2. La naturaleza de las peticiones formuladas por la FEMP ...........................................................
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302 306 307 308 309 311 311 312 313 313 314 317
SUMARIO
Pág. 3.3. Las «Medidas para el desarrollo del Gobierno Local», aprobadas por el Consejo de Ministros el 17 de julio de 1998 ............................................................... 3.3.1. Iniciativas legislativas (La entidad y trascendencia limitadas de los Proyectos de Ley integrados en el «Pacto Local») ............................. 3.3.2. Medidas administrativas (Quince soluciones concretas, pendientes, en parte, de implantación). 3.3.3. Código de conducta política ............................. 4. Tres propuestas esenciales para la reforma, desarrollo y modernización de la acción pública local .......................... 4.1. La transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones a las Entidades locales desde la Administración General del Estado ......................................... 4.2. La transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones a las Entidades locales desde las Comunidades Autónomas ....................................................... 4.2.1. Ámbito de las transferencias: las sesenta peticiones contenidas en las «Bases para el Pacto Local» .............................................................. 4.2.2. Procedimientos para llevar a cabo las transferencias o traspasos: la intervención decisiva de las Comunidades Autónomas ........................... 4.3. La necesaria reforma de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local ................................................ 4.3.1. La nueva atribución de competencias a las Diputaciones Provinciales .................................... 4.3.2. La regulación de la participación ciudadana .... 4.3.3. El régimen especial de organización y funcionamiento de los municipios de gran población.. 4.3.4. Una cuestión pendiente: la superación del «inframunicipalismo» ........................................... 5. A modo de epílogo ............................................................. — FERNÁNDEZ FARRERES, Germán: Administraciones instrumentales ............................................................................. 1. La complejidad organizativa de los entes instrumentales carece de una ordenación completa y unitaria ...................
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SUMARIO
Pág.
2. 3.
4.
5.
Falta una regulación común ............................................... Falta una disciplina unitaria ............................................... «Autoridades o administraciones independientes», «agencias», «organismos o entidades públicas de regulación ..... Imprecisa delimitación de los organismos públicos (organismos autónomos y entidades públicas empresariales) .... Indeterminación del régimen jurídico de las dos categorías de entes instrumentales ...................................................... Insuficiente regulación de las sociedades mercantiles de titularidad pública y de las fundaciones privadas de iniciativa pública o en mano pública .......................................... Sociedades mercantiles de titularidad pública ................... Fundaciones públicas y fundaciones privadas de iniciativa pública ................................................................................ Revisión de la LOFAGE ....................................................
— FERNÁNDEZ FARRERES, Germán: Corporaciones de Derecho público .......................................................................... 1. Variedad de entes que reciben la denominación de Corporaciones de Derecho público .............................................. 2. Corporaciones públicas de carácter económico ................. 3. Colegios Profesionales ....................................................... Necesidad de una Ley Básica de Colegios Profesionales .. IV.
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LAS POTESTADES DE LA ADMINISTRACIÓN
— SANTAMARÍA PASTOR, Juan Alfonso: La Administración como poder regulador ............................................................. 1. Introducción ....................................................................... 2. Problemas de orden material .............................................. A) Asimétrica relación entre normas legales y normas reglamentarias ................................................................. 1) La desproporción cuantitativa entre leyes y reglamentos ..................................................................... 2) El incierto límite de la reserva de ley ..................... B) La hiperinflación normativa ......................................... 1) Los datos .................................................................
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375 375 378 378 378 382 384 384
SUMARIO
Pág. 2) Las consecuencias .................................................. 3) Las causas ............................................................... 4) Las líneas de corrección ......................................... C) La ausencia de orden y racionalidad en el ejercicio de la potestad normativa ................................................... 1) La tendencia a la dispersión y fragmentación ........ 2) La volatilidad de los contenidos normativos .......... 3) La indeterminación de las vigencias ...................... 4) Propuestas ............................................................... D) Los déficit de racionalidad en el contenido de las normas .......................................................................... 1) Hiperregulación regimentalista ................................ 2) La retroactividad y el respeto a las situaciones consolidadas ................................................................... 3) Las situaciones de disparidad regulatoria injustificada .......................................................................... 3. Disfunciones de orden formal ............................................. A) La titularidad de la potestad reglamentaria ................... 1) Dispersión ................................................................ 2) Titularidad incierta ................................................... 3) Indeterminación de ámbito ...................................... B) El procedimiento de elaboración de normas ................. 1) La precariedad del procedimiento vigente ............... 2) El proceso de elaboración del texto inicial .............. 3) La fase interministerial ............................................ 4) Los trámites de participación externa ...................... 5) El tratamiento de los supuestos de urgencia ............ C) Publicación, autenticidad y entrada en vigor ................ 1) Las deficiencias del sistema de publicidad .............. 2) La carencia de sistemas de autenticación ................ 3) La reconsideración del régimen de entrada en vigor. — REBOLLO PUIG, Manuel: Propuesta de regulación general y básica de la inspección y de las infracciones y sanciones administrativas ....................................................................... 1. La inspección administrativa ............................................. 2. Potestad sancionadora de la Administración .....................
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SUMARIO
Pág. V.
EMPLEO PÚBLICO
— ROMÁN RIECHMANN, Carmen; SÁNCHEZ MORÓN, Miguel, y VELÁZQUEZ LÓPEZ, Francisco Javier: Líneas de reforma del empleo público ............................................... Los empleados públicos que tenemos .................................... La distribución de los empleados públicos ............................. El régimen jurídico del empleo público ................................. La selección de los empleados públicos ................................. El desempeño de los empleados públicos ............................... La formación de los empleados públicos ............................... Directivos públicos ................................................................. Las retribuciones de los empleados públicos .......................... La negociación colectiva de los empleados públicos ............. La responsabilidad del empleado público .............................. — SÁINZ MORENO, Fernando: Ética pública positiva ............ 1. El sentido de una ética pública positiva ............................. 2. Compatibilidad entre el desempeño de una tarea en la función pública y la vida personal .......................................... 3. Consideración subjetiva: ética de los derechos y deberes estatutarios ......................................................................... a) Deber básico: el trabajo bien hecho .............................. b) Dedicación .................................................................... c) Sometimiento a la ley y convicciones personales ......... d) Deber de obediencia ..................................................... e) Lealtad .......................................................................... f) Imparcialidad: política y amistad .................................. g) Honorabilidad ............................................................... h) Confianza legítima y buena fe ...................................... 4. Consideración objetiva ....................................................... a) Normas que facilitan la realización de los principios de ética pública .................................................................. b) ¿Código de ética pública? ............................................. 5. Cargos electos en la Administración Pública .....................
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SUMARIO
Pág. VI. EL PAPEL DE LAS TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN Y DE LAS COMUNICACIONES EN LA REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN — SEGARRA TORMO, Santiago: El papel de las tecnologías de la información y de las comunicaciones en la reforma de la Administración ................................................................... 1. Introducción ....................................................................... 2. La participación de los particulares ................................... 2.1. Planteamiento ............................................................. 2.2. El particular como afectado en un procedimiento específico ....................................................................... 2.2.1. Oficina virtual .................................................. 2.2.2. Identificación electrónica y firma digital ......... 2.2.3. Acceso a los criterios administrativos .............. 2.3. El particular como afectado por el interés general ..... 3. La participación de terceros ............................................... 3.1. Planteamiento ............................................................. 3.2. La representación voluntaria en las relaciones telemáticas ........................................................................ 3.2.1. La acreditación de la representación en cada actuación .......................................................... 3.2.2. La acreditación de la representación a través del vector de representaciones ......................... 3.2.3. Régimen presuntivo de representación en la colaboración social ........................................... 3.2.4. Cuadro recapitulativo ....................................... 4. El tratamiento de la información y la gestión del conocimiento ................................................................................ 4.1. Planteamiento ............................................................. 4.2. Los datos: la información en formato estructurado .... 4.3. Los documentos electrónicos: la información en formato no estructurado .................................................. 4.4. El capital intelectual: el conocimiento ....................... 5. La redefinición de los procedimientos y de la organización ..................................................................................... 5.1. La redefinición de los procedimientos: planteamiento. 5.2. Actuación administrativa automatizada .....................
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SUMARIO
Pág. 5.2.1. Actuación administrativa automatizada para el ejercicio de potestades regladas ....................... 5.2.2. Actuación administrativa automatizada para el ejercicio de potestades discrecionales .............. 5.2.3. Aplicación de la gestión del conocimiento en la actuación administrativa automatizada ........ 5.3. Notificaciones telemáticas .......................................... 5.4. Cooperación electrónica interadministrativa .............. 5.4.1. Modalidades de cooperación electrónica ......... 5.4.2. Colaboración en la instrucción de un procedimiento .............................................................. 5.4.3. Sustitución de la aportación de los certificados administrativos exigidos por una Administración distinta a la que los emite ......................... 5.4.4. Ventanilla única electrónica ............................. 5.4.5. Tramitación telemática de la Sociedad Limitada Nueva Empresa ............................................ 5.5. Estructuras organizativas y tecnologías de la información y de las comunicaciones: planteamiento general. 5.6. Las unidades responsables de las TICs ...................... 5.7. Crisis del criterio de competencia por razón de territorio ............................................................................ 6. Empleados públicos ........................................................... 6.1. Las TICs como herramienta de trabajo ...................... 6.2. El empleado como miembro de la organización pública ............................................................................ 6.3. E-learning ................................................................... 6.4. Teletrabajo ..................................................................
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558 561 562 564 566 566 567 568 570 572 574 575 576 577 577 578 578 579
I.
NECESIDAD Y SENTIDO DE LA REFORMA DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
LAS TRANSFORMACIONES DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS DE NUESTRO TIEMPO JOAN PRATS CATALÁ SUMARIO: 1. Los grandes desafíos y transformaciones de la sociedad y de las Administraciones Públicas españolas: 1.1. Las Administraciones Públicas se han adaptado a las grandes transformaciones vividas por la sociedad y el Estado desde la transición democrática. 1.2. Nuevos desafíos y la necesidad de un nuevo modelo de Administraciones Públicas. 1.3. Especial consideración de los impactos de la globalización en las funciones, organización y capacidades de las Administraciones Públicas. 1.4. Fortalecer las capacidades de formulación de políticas públicas en un contexto de globalización. 1.5. Nuevas funciones y capacidades de las Administraciones Públicas al servicio de la competitividad y la solidaridad internacional: 1.5.1. Competitividad. 1.5.2. Solidaridad internacional. 1.6. La Sociedad del Riesgo.—2. Sentido de las transformaciones: de la burocracia a la gerencia; de la gerencia a la gobernanza: 2.1. El paradigma burocrático y las razones de su arraigo y limitada vigencia actual. 2.2. De la burocracia a la gerencia: contribuciones y límites de la nueva gestión pública. 2.3. Reinventando el Estado regulador y construyendo las nuevas capacidades reguladoras. 2.4. La gobernanza como modo de gobernación característico de nuestro tiempo: 2.4.1. Características de la gobernanza. 2.4.2. Principios de buena gobernanza. 2.4.3. La gobernanza como gestión de redes. 2.4.4. Una modalidad específica de gobernanza. 2.4.5. Algunas implicaciones para la reforma administrativa.
1.
1.1.
LOS GRANDES DESAFÍOS Y TRANSFORMACIONES DE LA SOCIEDAD Y DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS ESPAÑOLAS Las Administraciones Públicas se han adaptado a las grandes transformaciones vividas por la sociedad y el Estado desde la transición democrática
España es uno de los países más exitosos del mundo considerando su trayectoria durante el último cuarto del siglo XX, una de las épocas en que mayores cambios ha registrado la Humanidad. Hay indicadores internacionalmente reconocidos que prueban sobradamente esta afirmación.
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Por ejemplo, España ocupa el lugar 19 del Índice de Desarrollo Humano del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Informe de 2003), que agrega indicadores de expectativa de vida, escolarización y PIB por habitante. Comparada con los países de la Europa de los 15 estamos, sin embargo, detrás de todos, a excepción de Italia, Portugal y Grecia. Y preciso es reconocer que la dinámica de los últimos años —unida al cambio en los criterios de agregación— nos ha hecho perder posiciones en relación a las más privilegiadas que llegamos a ocupar a mediados de los noventa. Consideremos ahora algunos índices agregados elaborados por el Instituto del Banco Mundial con referencia a 2002 (www.worldbank.org/wbi/ governance). Tomemos primero el indicador de «participación y responsabilidad», que mide agregadamente la calidad de los procesos políticos, el nivel de las libertades civiles y políticas vigentes, la independencia de los medios de comunicación y el grado efectivo de responsabilidad política. Nuevamente resulta que comparados con el mundo y con como estuvimos no andamos mal, pero comparados con nuestros socios europeos sólo vamos por delante de Grecia e Italia. La convergencia real, insistimos, no es sólo un problema económico. Si tomamos el índice de «estabilidad política y ausencia de violencia», que agrega diversos indicadores que miden la percepción de la probabilidad de desestabilización o caída del gobierno por medios inconstitucionales, incluidos la violencia y el terrorismo, resulta que nos hallamos por detrás de todos los socios europeos, aunque ligeramente por delante de tres llamativos países: Reino Unido, Italia y Francia. Considerando el índice agregado de «efectividad de los gobiernos», que mide la calidad en la provisión de los servicios públicos, la calidad de la burocracia, la competencia de los funcionarios públicos, su independencia política y la credibilidad del compromiso del gobierno con sus políticas, resulta que estamos por detrás de todos nuestros socios europeos, con las únicas excepciones de Portugal, Italia y Grecia. Considerando el índice agregado de «calidad regulatoria», que mide la incidencia de las políticas desfavorecedoras de la eficiencia de los mercados, la calidad de la supervisión bancaria y de otros mercados regulados y la percepción de las cargas injustificadamente impuestas al desarrollo de las operaciones empresariales, resulta que sólo estamos ligeramente por delante de Francia, Italia y Bélgica.
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El índice «Estado de Derecho» agrega diversos indicadores que miden hasta dónde los ciudadanos, empresas y organizaciones tienen confianza y se sienten vinculados por las normas jurídicas. Incluye percepciones de la incidencia de la criminalidad, de la efectividad y previsibilidad de la justicia, del cumplimiento efectivo de los contratos... El índice agregado trata de medir, en conjunto, hasta qué punto ha sido exitosa una sociedad en establecer un «gobierno de las leyes» en el que las expectativas de los actores económicos y sociales se forman considerando el Derecho formal vigente. Sólo Italia y Grecia van por detrás de nosotros. Finalmente, el índice de «control de la corrupción», que agrega indicadores sobre «pagos adicionales para que se muevan los asuntos», efectos de la corrupción en el entorno de negocios, gran corrupción en la arena política, frecuencia y éxito de las élites en la «captura del Estado», arroja que, en términos europeos, sólo estamos por delante de Francia, Portugal, Italia y Grecia1. Los indicadores reseñados y la observación experta corroboran la opinión, ampliamente compartida interna e internacionalmente, de que la transición es el mejor negocio que hemos hecho los españoles en el siglo XX. Pero no nos permiten la autocomplacencia al hacernos conscientes de que todavía es significativo el diferencial que nos separa de los países más avanzados en dimensiones institucionales críticas que tanta correspondencia guardan con el bienestar o desarrollo humano a largo plazo. El incremento de las capacidades institucionales (concepto que incluye el diseño institucional, la formulación de políticas públicas y la gestión pública) es un objetivo irrenunciable del mantenimiento y elevación del nivel de vida de los/as españoles/as. La reforma de las Administraciones Públicas forma parte destacada del mismo. La reforma de las Administraciones Públicas debe situarse, en primer lugar, en el contexto de las grandes transformaciones vividas por nuestra sociedad y nuestro Estado, que aún están en gran parte en curso (registrando mayores o menores niveles de imperfección) y que incluyen, al menos, las siguientes: • La transición de un régimen político autoritario, fuertemente represor pero exitoso económicamente y con hondo calado social y cultural, a un sistema democrático básico que va asentándose y avanzando 1 Para una exposición del marco conceptual, las reglas de agregación y el alcance y límites
de estos indicadores puede verse D. KAUFMANN, A. DARI y M. MASTRUZZI, Governance Matters III: Governance Indicators for 1996-2002, en www.worldbank.org/wbi.
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gradual y problemáticamente en la cultura cívica y las prácticas políticas y mediáticas españolas. • La transición de un régimen de mera legalidad administrativa, que desconocía las libertades políticas y gran parte de los derechos civiles y sociales, a un Estado de Derecho que todavía se encuentra a considerable distancia de los que caracterizan las economías y sociedades más avanzadas. • La transición desde un sistema centralista y uniformista a un Estado de las Autonomías que garantiza formalmente el derecho al autogobierno de las nacionalidades y regiones e institucionaliza la autonomía local, pero que no consigue incluir a los nacionalismos democráticos en un proyecto renovado de España y que todavía no ha sido capaz de articular unas relaciones intergubernamentales cooperativas y eficaces. • La transición desde un Estado fuertemente interventor de un mercado predominantemente interno a un Estado en línea con la constitución económica europea y a un mercado cada vez más y mejor integrado internacionalmente, sin perjuicio de presentar diferenciales importantes de corrupción, propensión de las élites a la captura política, deficiencias de los sistemas regulatorios y bajos niveles de productividad y competitividad. • La transición de un Estado con acción social muy limitada a un Estado social que todavía se halla a considerable distancia de los Estados europeos del bienestar. • La transición de un Estado aislado y subordinado internacionalmente a un Estado con presencia internacional política, económica, cultural, de cooperación al desarrollo y de ayuda humanitaria, aunque con el grave inconveniente de haber roto el consenso interno en política internacional, desalineado del eje Bonn-París y corriendo el riesgo de grave pérdida de relevancia en la construcción europea. • La transición desde una sociedad cerrada y autoritaria a unas sociedades abiertas, valoradoras y respetuosas de la diversidad, tolerantes y plurales, emprendedoras, responsables y solidarias, políticamente exigentes y activas, crecientemente respetuosas del orden constitucional y jurídico que fundamenta la seguridad y las libertades, que no ha podido, no obstante, erradicar el terrorismo ni desarrollar las capacidades para enfrentar el gran desafío planteado por la inmigración. • La transición, apenas iniciada, de una sociedad desigualmente industrializada a una sociedad globalizada y del conocimiento que exige un replanteamiento drástico de los marcos institucionales que fueron capaces de producir crecimiento, empleo y bienestar en las sociedades in-
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dustriales y que ya no pueden hacerlo en las condiciones tecnológicas del mundo de hoy. Contra lo que en un primer momento creyeron algunos, las Administraciones Públicas no fueron un obstáculo mayor para el despliegue de estos procesos traídos a la agenda por la transición democrática y, aunque tampoco fueron un dinamizador decisivo de los mismos, los acompañaron siempre, se fueron adaptando a ellos y, en algunas ocasiones importantes, hasta los facilitaron. Baste con recordar el papel jugado durante la transición por importantes colectivos de funcionarios españoles que se contaron entre los muchos que asumieron como referentes movilizadores la democratización y la europeización. A lo largo del cuarto de siglo de democratización que hemos vivido las Administraciones españolas también se han ido transformando, aunque se trate de cambios principalmente incrementales, espontáneos, casuísticos, que no responden a grandes diseños o modelos orientadores. No ha habido entre nosotros ninguna «gran reforma» o estrategia administrativa, sino una sucesión de medidas de reforma, casi siempre contingentes que han ido adaptando (o alterando parcialmente) el modelo burocrático y autoritario heredado a las nuevas exigencias del buen desempeño administrativo. Más específicamente, España apenas ha vivido sino como pálido reflejo el gran movimiento reformista experimentado en casi todos los países de la OCDE, plasmado en políticas nacionales de modernización administrativas, elaboradas bajo la inspiración de la «nueva gestión pública», cuyos principales contenidos se exponen más adelante. Las Administraciones españolas presentan hoy, en cualquier caso, un cuadro muy diferente al del inicio de la transición. Han sufrido muchos cambios —a veces no intencionales— que las convierten en un paisaje muy diferente contempladas desde afuera y en conjunto. Casi todas estas transformaciones podrían interpretarse como respuestas asistemáticas y de alcance muy limitado a la necesidad de introducir complejidad, diversidad y dinamismo en la estructura normativa, organizativa, de relaciones con el sector privado, en los procedimientos de decisión, en las relaciones con el sector no gubernamental, en la estructura de personal, en los sistemas de dirección, en la incorporación de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en las formas de solución de conflictos, y un largo etcétera. Al no responder estos cambios a un sistema, plan o modelo general y constituir muchas de ellas excepciones al paradigma de racionalidad le-
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gal y gerencial, representado por la burocracia weberiana, se ha tendido a interpretar muchas veces como «huidas del Derecho» lo que en realidad son expresión de las crisis de adaptación del modelo burocrático a las exigencias de buena administración de nuestro tiempo. En realidad, los riesgos de las reformas realizadas no han procedido tanto del alejamiento de las viejas ideas cuanto de la falta de nuevas con las que encarar los problemas nuevos. También es cierto que la experimentación de los nuevos diseños institucionales no siempre ha sido acertada. De hecho, nunca se deben desconsiderar los riesgos de la captura de los intereses públicos por grupos de interés, ya sean políticos, burocráticos, corporativos, empresariales o mediáticos. La ética nunca sobra, pero la mala política, como la mala administración, no se resuelven con ética, sino con buen diseño institucional que incentive los comportamientos político, administrativo, empresarial y cívico correctos y responsables. 1.2.
Nuevos desafíos y la necesidad de un nuevo modelo de Administraciones Públicas
El dato decisivo viene constituido, en todo caso, por los nuevos desafíos que, como consecuencia de los procesos de globalización y transición a la sociedad del conocimiento, enfrenta hoy la sociedad española, los cuales se traducen en necesidades, valores y demandas sociales nuevos que requieren de un impulso decisivo e integral a los movimientos espontáneos de reforma administrativa hasta ahora registrados. Por ello, la Orden APU/1014/2003, de 25 de abril, reconoce que «se hace necesario impulsar la reforma global de las Administraciones Públicas», a cuyo efecto se constituye un grupo de expertos para elaborar un diagnóstico de la situación actual y proponer las principales líneas de reforma de las Administraciones Públicas, el cual se remitirá por el Ministro de Administraciones Públicas a la Comisión de Régimen de las Administraciones Públicas del Congreso. Paralelamente, esta Comisión del Congreso, por Resolución de 21 de mayo de 2003, acuerda la creación de una Subcomisión para «el estudio de las principales líneas de reforma y la búsqueda del consenso político necesario para el diseño del nuevo modelo» de Administraciones Públicas. Las Administraciones Públicas a las que se aspira deben ser un reflejo coherente con la sociedad que se ambiciona. No hay buena administración con mala sociedad y no hay buena sociedad que dure sin una buena administración que la sirva. Si los valores, principios y procedi-
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mientos de una buena administración no llegan a constituir valores sociales, si no se insertan en la cultura cívica del país, si son sólo valores de buena técnica o de buena administración, fallará la demanda social y la presión política que son condición necesaria de toda reforma administrativa auténtica. Las Administraciones deben ser valoradas desde la sociedad a la que sirven, y sus servidores —los funcionarios— deben reconceptualizarse como servidores civiles antes que como servidores del Estado. El objetivo central debe ser construir una buena sociedad, y el instrumento imprescindible para ello, entre otros, es construir una buena Administración. Si aspiramos a una sociedad democrática avanzada, que alcance los niveles de libertad, bienestar, seguridad, cohesión y equidad de los países con que de verdad aspiramos a converger, tendremos que abordar decididamente la puesta a punto de nuestras Administraciones Públicas. Para ello habrá que superar la dinámica de los parcheos y plantear de una vez una estrategia integral de reforma administrativa. Por ello y las razones adicionales que más adelante se exponen, somos partidarios decididos de replantear el modelo aún dominante al que responden en general (aunque muy desigualmente) las Administraciones españolas, es decir, el modelo burocrático con fuertes inercias autoritarias, bajo nivel de Estado de Derecho, escasa y desigual información y participación ciudadanas, bajo nivel de responsabilidad, carga burocrática y procedimental excesiva para ciudadanos y empresas, escasa orientación a los resultados, bajos niveles de transversalidad y colaboración interadministrativa, excesivos niveles de corrupción, bajas competencias para el accionar internacional, y aprovechamiento escaso, desigual e insuficiente de las potencialidades brindadas por las TICs (tecnologías de la información y la comunicación). Consideramos un grave error la creencia de que los avances indudables de la sociedad española durante el último cuarto de siglo podrán mantenerse con simples reformas incrementales del modelo administrativo vigente. Al contrario, creemos que España no podrá ponerse a la altura de los países más avanzados democrática y socialmente si, como han hecho y están haciendo muchos de estos países, no se replantea de manera drástica su modelo de Administraciones Públicas. Para ello: 1) habrá que partir de las raíces históricas de las Administraciones españolas, pues no vale ni el copiar ni el trasponer ligeramente soluciones institucionales producidas por procesos históricos diferentes del nuestro, que hoy, afortunadamente, y como consecuencia del mar-
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gen de experimentación abierto por las autonomías, ya no es un modelo único ni uniforme, sino crecientemente diversificado y plural, más a tono con la gestión de la complejidad, diversidad y dinamismo de nuestro tiempo; 2) habrá que tomar en cuenta los nuevos desafíos que hoy se ofrecen para el bienestar futuro de la ciudadanía, las nuevas correspondientes tareas de las Administraciones, las nuevas condiciones y entornos sociales y culturales, las nuevas tecnologías disponibles, y 3) habrá que explicitar y reforzar el cuerpo de valores y principios que deben informar y desde los que se debe cohesionar y legitimar la organización y la actuación de las Administraciones de nuestro tiempo, sin perjuicio de abrirse desde ellos a la pluralidad cooperativa de experimentaciones y aprendizajes. Los nuevos desafíos proceden fundamentalmente de los procesos en curso de globalización y transición a la sociedad del conocimiento. Estos procesos están generando una complejidad, diversidad y dinamismo sin precedentes. Están generando, asimismo, una interdependencia desigual que hace emerger la llamada «sociedad del riesgo». Todo esto modula o altera decisivamente las tareas tradicionales de las Administraciones, exige tareas nuevas y obliga a plantear todas ellas en condiciones nuevas. Por ejemplo, la procura de bienes públicos indivisibles (servicios uti universitatis), objeto de la tradicional función de policía, se plantea de modo completamente diferente. La prevención de la salud, la seguridad interior y exterior —incluido el terrorismo—, las catástrofes naturales, la sostenibilidad ambiental, los accidentes de circulación, laborales, productivos, de transporte, de manipulación genética y un largo etcétera, no puede hacerse sino de modo parcial y subordinado mediante las intervenciones tradicionales de reglamentación, inspección y sanción. Las tareas fundamentales hoy son otras: creación de observatorios, sistemas de información y conocimiento, sistemas de alerta temprana, dispositivos de coordinación de acciones públicas, privadas y civiles, campañas de sensibilización, programas de formación... Incluso intervenciones clásicas como las regulaciones cambian de sentido, pues al darse a nivel supranacional, o hasta global, requieren capacidades para influir efectivamente en la regulación —no siempre formal— de los flujos de bienes, servicios, personas, información, capitales, etc., en que la globalización consiste. Igual sucede con funciones tan señaladas como las de producción de normas, preparación de políticas y programas o de aseguramiento de bienes públicos divisibles o de mérito mediante la prestación de servicios públicos (uti singuli). Hoy no basta con que la norma —incluida la
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ley— sea legítima jurídico-formalmente. Se exige que se halle debidamente instruida —que manifieste la ratio y no sólo la voluntas a que responde— y que lo haga no sólo mediante una fundamentación suficiente, sino además considerando los diversos intereses y valoraciones existentes en la sociedad y dando la posibilidad de deliberación informada a todos ellos, sin perjuicio de la decisión final que sólo a las autoridades democráticamente representativas compete. De ahí la importancia creciente que para el Estado democrático de Derecho va tomando el tema de la «calidad de las normas», medida y valorada no sólo en términos de rigor técnico y de seguridad jurídica, sino también de legitimidad democrática, medida a su vez por las posibilidades de información y participación deliberativa efectivamente otorgadas a los diversos grupos de interés concernidos por la norma. Igual sucede con las políticas públicas. Ya no se entienden legítimas si procuran sólo el rigor técnico y la decisión de la autoridad democráticamente representativa. El mundo ha cambiado sustancialmente y la democracia representativa tal como se practicaba en las sociedades industriales ha entrado en crisis. Especialmente en las sociedades más avanzadas, los ciudadanos se sienten más libres, mejor informados, más capaces de analizar por sí mismos las políticas públicas de su interés, son menos ideológicos y más independientes políticamente y también más desconfiados hacia la acción unilateral de las instituciones, los políticos y los tecnócratas. Como comúnmente se señala, estamos pasando de un modelo de democracia representativa en que los votantes delegaban su poder cada equis años a sus representantes electos a una democracia representativa en que el compromiso y el interés directo del ciudadano es casi constante. Por eso, en casi todos los países más avanzados se desarrollan esfuerzos sistemáticos de información y participación ciudadana, bien conscientes de que la legitimidad y eficacia de las políticas públicas quedan cuestionadas si su elaboración y puesta en práctica no cuentan con la representación de los grupos de interés —privados o cívicos— directamente concernidos por las mismas. Lo mismo puede decirse de las nuevas formas de organización y prestación de los servicios públicos uti singuli (proveedores de lo que los economistas llaman bienes públicos divisibles, que incluyen tanto las «utilidades públicas» —agua, luz, gas, comunicaciones, transportes...— como los servicios personales decisivos para la formación de capital humano y social, como la educación o las prestaciones sanitarias y sociales), tema al que nos referimos después más circunstanciadamente. Baste ahora con señalar que:
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1) La productividad en la prestación de muchos de estos servicios exige la creación de organizaciones empresariales capaces de movilizar importantes recursos financieros, de innovación tecnológica y gerenciales, muchas veces formando parte de conglomerados económicos transnacionales. Este dato plantea una contradicción: por un lado, abona la superioridad de la gestión privada de los servicios; pero, por otro, plantea una clara asimetría entre la empresa prestadora y la Administración responsable de la prestación del servicio. Esta contradicción exige innovaciones importantes tanto de régimen jurídico como de construcción de capacidades institucionales en la Administración y de involucramiento de los usuarios en la prestación del servicio. 2) La prestación de los servicios de naturaleza personal (educación, salud, asistencia social, culturales...) ante la diversidad de usuarios a los que se dirige ya no consiente su organización y producción uniformes. En sociedades plurales, desiguales en niveles de cultura y renta, cuando no multiétnicas y pluriculturales, el modelo burocrático de organización y prestación de servicios públicos ya no es «racional». Se buscan formas alternativas como la organización de mercados planificados o cuasimercados, la construcción de competencia fortaleciendo la demanda a través de bonos o, más recientemente, la construcción de modelos que combinan la jerarquía en el centro con redes de agentes plurales de servicio público capaces de articular el esfuerzo y conocimiento que se halla disperso entre todos ellos. Obviamente, todas estas innovaciones plantean la exigencia de nuevas funciones, organización y capacidades en las Administraciones Públicas tradicionales. En definitiva, de un nuevo modelo de Administración. 1.3.
Especial consideración de los impactos de la globalización en las funciones, organización y capacidades de las Administraciones Públicas
La globalización hace referencia al proceso de integración creciente de las sociedades y las economías no sólo en términos de bienes, servicios y flujos financieros, sino también de ideas, normas, información y personas. La globalización contemporánea es más rápida, intensa y barata que cualquiera de los procesos de internacionalización que la han precedido. Las redes mundiales en expansión en las que se mueven los capitales, las ideas, las informaciones, los conocimientos, los tráficos ilegales, las actividades criminales, las pandemias, la lluvia ácida o el
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CO2... conforman un tejido cada vez más denso y fluido de interdependencias. La vida, no sólo de las empresas, sino de los pueblos y de la gente, resulta cada vez más afectada: hoy, el trabajo, el bienestar, la paz, la seguridad, las comunicaciones, la sostenibilidad... y, en general, las expectativas de vida de las personas dependen cada vez más de procesos económicos, sociales, políticos y culturales que sólo de manera muy limitada están bajo el control de los Estados. El tipo de cohesión social conseguido históricamente mediante el poder regulador de los Estados democráticos de Derecho hoy resulta imposible si algunos poderes reguladores clave no se transfieren desde el Estado nacional hacia unidades que alcancen y se pongan al mismo nivel que la economía transnacional. Ahora bien, como el conglomerado diverso (de Estados, organismos multilaterales, empresas transnacionales y, ocasionalmente, ONGs de ámbito global) que hoy ejerce el poder regulador a nivel global no responde ante los pueblos, se origina inevitablemente un déficit de legitimación democrática de las regulaciones globales. La globalización ha puesto en cuestión la constelación nacional que había surgido trabajosamente de la Paz de Westfalia. El Estado territorial, la nación y la economía circunscritas y autodeterminadas dentro de las fronteras nacionales, sede de la institucionalización del proceso democrático, ya no existen más como ideal creíble. Como ha señalado Habermas, si el Estado soberano ya no puede concebirse como indivisible sino compartido con agencias e instancias internacionales, si los Estados ya no tienen control pleno sobre sus propios territorios, si las fronteras territoriales y políticas son cada vez más difusas y permeables, entonces los principios fundamentales de la democracia liberal (el autogobierno, el demos, el consenso, la representación y la soberanía popular) se vuelven problemáticos. La política nacional ya no coincide con el espacio donde se juega el destino de la comunidad política nacional. Consideramos importante destacar tres procesos interrelacionados producidos por la globalización que están en la base de las transformaciones de la gobernabilidad de nuestro tiempo: 1) El primero acontece en el interior del Estado y se expresa en el fenómeno universalizado de la devolución o descentralización. Los gobiernos nacionales ya no pueden pretender asumir toda la responsabilidad por el desarrollo nacional. Los desafíos específicos del desarrollo se dan también hoy y preponderantemente (como tendremos oportunidad de desarrollar después, al referirnos a las funciones de las Administra-
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ciones Públicas en la competitividad económica) en el espacio metropolitano y regional. La movilización de energías colectivas a este nivel se consigue mediante la construcción de espacios públicos democráticos regionales o metropolitanos, que responden o acaban generando identidades y comunidades que es preciso saber articular dentro del Estadonación o plurinacional y a nivel global. 2) El segundo se refiere a la globalización de las regulaciones de la economía global, es decir, de las normas, estándares, principios y reglas que gobiernan la producción y el comercio global, así como los mecanismos de coerción previstos para garantizar su cumplimiento, los cuales enmarcan después, cuando no determinan directamente, muchas de las regulaciones económicas que «cantarán» los Parlamentos nacionales. Estas regulaciones resultan de un proceso deliberativo plasmado en acuerdos entre actores colectivos, los cuales no pueden tener la legitimidad procedente de una sociedad civil constituida políticamente. El déficit democrático de las regulaciones transnacionales brinda la oportunidad de que las organizaciones no gubernamentales se vayan filtrando en el proceso deliberativo y obtengan ocasionalmente éxitos importantes. Surge así cada vez con más fuerza la idea de una sociedad civil global a construir sobre el suelo firme de unos derechos de Humanidad globales efectivamente garantizados. 3) El tercero se refiere a la repercusión de la globalización sobre el sustrato cultural/nacional de la sociedad civil forjado desde el proyecto de un Estado nacional. La revalorización de lo local y lo singular, la incapacidad del Estado nacional para integrar los ideales de progreso en la forja de una sola identidad nacional, los flujos migratorios y las solidaridades comunitarias de origen… están liquidando la nación cultural única como el sustrato histórico-social de la solidaridad civil. Los Estados desarrollados se están haciendo todos multiculturales o plurinacionales y plantean la necesidad, históricamente nueva, de construir una ciudadanía multicultural o plurinacional. Todo lo anterior no significa en absoluto desconocer la importancia central que va a seguir desempeñando el Estado-nación en la gobernabilidad de nuestro tiempo. Contrariamente, el Estado-nación va a seguir siendo la arena política y el recurso indispensable y más potente de que hoy disponemos para favorecer positivamente las transformaciones antes indicadas. Aunque los Estados nacionales van a perder necesariamente poderes en favor de entidades subestatales y supranacionales, y sus tareas y funciones se están transformando de hecho, ello no implica
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en absoluto pérdida de relevancia ni de centralidad política. El Estado democrático de Derecho sigue siendo la instancia decisiva, pero su papel cambia: deberá renunciar a ser el «solucionador omnipotente de todos los problemas», delegando «hacia arriba» (al nivel internacional, a organizaciones multilaterales y supranacionales), de modo que la arquitectura de la gobernabilidad global vaya asentándose sobre núcleos regionales eficientes; simultáneamente, los actores locales ganan significación dentro de la nación y los actores no estatales asumen funciones que hasta ahora se adjudicaban al Estado. Están surgiendo los contornos de una sociedad red en la que el Estado-nacional cumple funciones de articulación e integración hacia adentro y hacia afuera, y en la que también las instituciones no estatales y las empresas han de asumir responsabilidades por el desarrollo. A los Estados les va a corresponder cada vez más un papel de «gestor de las interdependencias» entre desafíos, actores y estrategias situados a lo largo del eje local-global. Esto exige grandes capacidades de seguimiento, jurisdicción y coordinación internacional, así como de comunicación y una gran disposición a aprender que trascienda las fronteras. La política va a tener lugar en estructuras horizontales y verticales cada vez más fuertes: estructuras en redes dentro de las sociedades están adquiriendo cada vez más importancia; la conducción jerárquica dentro de una instancia política se convierte en excepción; sistemas de soberanía compartida perforan la soberanía nacional; una estructura multinivel de la arquitectura de la gobernabilidad global, en la que actúa una pluralidad de actores privados y públicos, se superpone al sistema internacional del mundo de los Estados. La transformación de la política en esa dirección está en marcha desde hace tiempo debido al proceso de globalización. «La globalización no ha debilitado a los Estados, que siguen siendo los actores clave en la arena política interna e internacional. Pero están cambiando sus roles. Los Estados dejan de ser los proveedores universales para convertirse en catalizadores, habilitadores, protectores, orientadores, negociadores, mediadores y constructores de consensos. La globalización está produciendo un nuevo orden de roles, asociaciones, partenariados entre los gobiernos, los ciudadanos y las empresas y fortaleciendo la influencia del público en las instituciones y los gobiernos... Crecientemente, el Estado es llamado a actuar como el vínculo entre los diversos actores implicados en los procesos de planificación, regulación, consulta y toma de decisiones. El Estado sigue procurando su función de cohesión social, pero aho-
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ra apareciendo como el hub de actividades que conectan distintos actores en los más diversos campos, actividades, regiones, culturas, profesiones e intereses. Para eso no sirven las viejas estructuras burocráticas decisionales jerárquicas. La diferenciación creciente de necesidades, tecnologías, habilidades, ideologías e intereses ha producido una gran difusión del poder. Las estructuras monocráticas, compactas, piramidales, que constituyen el legado del racionalismo del XVIII, ya no representan la realidad de las Administraciones Públicas contemporáneas...» [Naciones Unidas, Departamento de Asuntos Económicos y Sociales (2001), World Public Sector Report. Globalization and the State]. La globalización está produciendo, en efecto, que todas las políticas internas sean o estén teñidas de internacionalidad. Los Ministerios de Asuntos Exteriores pierden su monopolio tradicional sobre la acción exterior del Estado; los presidentes se involucran cada vez más en política exterior y, de hecho, la dirigen; los ministros de línea desarrollan sus propias redes internacionales; numerosos agentes descentralizados o no gubernamentales hacen lo propio. En este contexto, se hace necesario, en primer lugar, replantear el papel, la capacidad institucional y la organización de los Ministerios de Asuntos Exteriores. El primer riesgo a conjurar es la fragmentación de la acción externa del Estado, dada la inevitabilidad del incremento del número de actores internos participantes en la misma. Para ello es necesario mejorar drásticamente la coordinación interna de la acción exterior. La experiencia internacional aconseja establecer o fortalecer mecanismos eficaces de coordinación que pueden responder a muy diversos modelos. A estos efectos, quizá lo más urgente es crear o fortalecer la capacidad central necesaria para gestionar las interconexiones políticas que resultan de la globalización. Entre otras cosas, se ha de poder proveer a los responsables de las distintas políticas sectoriales de una percepción fundada de las ramificaciones internas e internacionales de sus decisiones sectoriales. Para ello deberá adoptarse una visión estratégica y a largo plazo de los intereses y prioridades exteriores, centrándose sólo en el seguimiento y apoyo de las políticas directamente referidas a los mismos. El que este rol de coordinación sea jugado por los Ministerios de Asuntos Exteriores mediante una red que los vincule con la Presidencia y los Ministerios de Economía, Hacienda e Interior, al menos, o que, alternativamente, sea asumido por una unidad situada en la Presidencia, resulta ya un tema debatible que deberá resolverse pragmáticamente en cada caso. Tampoco aquí hay modelo indiscutible.
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La disminución de soberanía que la globalización conlleva puede ser compensada con la oportunidad que la misma abre para influir en los demás países y en el orden global resultante. Pero para lograr esta influencia hace falta superar la mera presencia y conseguir representación e involucramiento regular en las deliberaciones internacionales. Ahora bien, como los Estados no pueden pretender involucrarse eficazmente en todo y a la vez, deberán por ello desarrollar la capacidad de establecer objetivos y prioridades estratégicas. Sobre esta base podrán definir fundadamente los ejes de su participación en los foros internacionales, partiendo de una mejor conceptuación de los intereses nacionales en relación a determinados eventos internacionales. Cuando no se tiene fuerza suficiente, ganar influencia pasa por la credibilidad internacional, y ésta sólo se consigue con consistencia política y coherencia interna. La credibilidad e influencia internacional se acrecienta cuando los demás Estados perciben que un gobierno sabe lo que dice y tiene voluntad y autoridad de cumplir lo que promete. La habilidad de un gobierno para fundamentar sus compromisos en base a un cuerpo de principios y prioridades nacionales puede también ayudar a mejorar su credibilidad internacional y a la construcción de los consensos internos para aplicar los compromisos. Todo ello exige la capacidad de desarrollar un marco de referencia para la acción exterior que, al menos, defina o garantice: • los objetivos de la política y la acción exterior en cada uno de los foros; • las competencias y limitaciones de las instituciones y procesos involucrados; • los medios a través de los que el Gobierno nacional participará e influirá en las decisiones internacionales; • la gestión de las relaciones continuas entre los actores internos clave, y en especial del flujo de información y de los procedimientos de resolución de conflictos entre ellos (especialmente entre los ministros y la unidad central de coordinación); • la consistencia con los objetivos y políticas nacionales afectados; la compatibilidad constitucional y legal. La globalización mejora también las oportunidades de compartir con los colegas de otros países que están viviendo los mismos problemas. La emergencia progresiva de redes y de organizaciones facilitadoras de las mismas permite multiplicar los contactos, compartir experiencias y for-
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talecer el proceso de aprendizaje. La globalización significa también que los gobiernos podrán apoyarse en la experiencia de otros países para formular e implementar sus propias políticas. Esto no tiene nada que ver con copiar o importar. Exige el desarrollo de una capacidad política y gerencial ajena a la función pública tradicional, la cual, a juicio de algunos autores, constituye un rasgo destacado de la competitividad nacional. Todo ello nos lleva a una última y obvia exigencia de la globalización: la redefinición de los conocimientos, actitudes y habilidades requeridos de los líderes políticos y de la función pública. Las habilidades lingüísticas; la sensibilidad multicultural; la capacidad de construcción y manejo de redes; la visión y gestión estratégica; la capacidad de negociar, de construir equipos, de gerenciar la tensión y el conflicto, y, quizá sobre todo, de mantener la credibilidad necesaria para dirigir procesos de experimentación y aprendizaje, resultan aspectos críticos de la reinvención del liderazgo político y de la función pública que requiere nuestro tiempo. 1.4.
Fortalecer las capacidades de formulación de políticas públicas en un contexto de globalización
Aunque las políticas públicas se formulan e implementan crecientemente en base a redes de actores interdependientes, esto no obsta a reconocer que el motor y corazón de las políticas públicas sigue radicando en los poderes ejecutivos de nuestros distintos niveles de gobierno. Ante las transformaciones tan radicales que la globalización impone, la clave radica en el fortalecimiento de las capacidades de apoyo al liderazgo de la Presidencia de los ejecutivos con un doble propósito: 1) fortalecer la capacidad de previsión y manejo de los conflictos político-sociales con la intención de hacer del conflicto la oportunidad para acelerar el proceso de aprendizaje social de nuevas reglas, valores y capacidades para la acción colectiva, y 2) garantizar la coherencia de la acción del gobierno tanto entre sus distintos componentes como con los actores relevantes de la sociedad civil y del sector privado. Esto último presupone la capacidad de producción y de comunicación de una visión o agenda presidencial creíble, soportada en la coherencia del comportamiento y en el debido manejo de la imagen, capaz de movilizar una coalición suficiente de intereses y de opinión. La búsqueda de un modelo de políticas públicas coherente con lo an-
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terior puede apoyarse en la distinción propuesta por Dror entre: 1) las funciones de servicio, ejecución y gestión de los gobiernos, y 2) sus funciones de orden superior. Las primeras son cuantitativamente más numerosas, pero las segundas son las más importantes, pues a ellas pertenecen todas las relacionadas con la modificación de las trayectorias colectivas mediante decisiones que, en esencia, constituyen intervenciones en el proceso histórico. Todas las políticas abocadas a dirigir las transformaciones de las sociedades y los gobiernos de España para su adaptación a las nuevas realidades de la globalización y la sociedad de la información pertenecen claramente a las funciones de orden superior y son responsabilidad, en último término, de la autoridad presidencial. Fortalecer su capacidad, y en general la del poder ejecutivo, para formular e implementar tales políticas resulta crítico. Para encontrar el modelo de formulación de políticas públicas de orden superior es necesario trascender las nociones convencionales de «eficiencia» y «eficacia» (no obstante su importancia) y concentrarse en lo que podría llamarse la capacidad de influir en el futuro en la dirección deseada. Éste es el principal objetivo de la mejora de las políticas públicas. Ésta es la justificación también del movimiento internacional observable por lograr un gobierno más compacto, que concentre sus esfuerzos en las funciones básicas de orden superior y traslade a otras estructuras (agencias independientes, sector privado, Administraciones descentralizadas) las tareas de servicio, de ejecución y de gestión. Un modelo de formulación de políticas que atienda a estas funciones de orden superior debería tomar en cuenta los aspectos siguientes: a) Las políticas deben enmarcarse en una estrategia nacional de convergencia real con las naciones más avanzadas, pero deben responder a la vez a una visión realista; para ello es necesario vincular mejor las políticas a largo plazo y las decisiones inmediatas con la finalidad de suscitar credibilidad y movilización de apoyo; esto exige la difícil combinación de un conocimiento muy preciso a la vez de la realidad sobre la que se opera y de los procesos históricos profundos que han producido el auge y decadencia de las naciones. b) Las políticas deben responder a una priorización de las cuestiones críticas, salvando el riesgo de desviación a lo urgente; a su vez, es necesario introducir «creatividad» en el planteamiento de las opciones políticas, habida cuenta de que las exigencias del presente y del futuro se alejan cada vez más de las pautas y opciones exitosas en el pasado. c) La formulación de políticas desde una visión de largo plazo ha
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de incorporar el dato ineludible de la incertidumbre; ésta hace que todas las decisiones no dejen de ser sino apuestas imprecisas con la historia, por lo que la formulación requiere de gran sutileza con la finalidad de obtener ventajas y de disminuir los riesgos ante los comportamientos inesperados. d) La formulación ha de responder a un enfoque de sistemas, a una visión integrada que atienda a la interacción entre las distintas decisiones sectoriales; la cohesión se intenta con equipos de personal con cometido de integración, tales como las oficinas presupuestarias y diversos mecanismos de coordinación; la experiencia demuestra, sin embargo, que la visión integral resulta muy difícil, lo que abunda en la necesidad de adoptar un enfoque amplio de sistemas, a fin de que las decisiones puedan tener en cuenta las interacciones y las repercusiones amplias y de que se puedan agrupar varias decisiones con el propósito de conseguir efectos sinérgicos. e) Las políticas deben responder a un razonamiento moral y a la afirmación de valores, con la finalidad de incrementar el nivel de compromiso y de cultura cívica. f) Una formulación de políticas de calidad debe tener cabalmente en cuenta los recursos en sentido amplio, comprensivos tanto de los recursos económicos como de los recursos políticos, morales y cívicos, actuales y de futuro, lo que implica mejorar la capacidad para efectuar cálculos de costos de las políticas y de establecer presupuestos al respecto. g) La formulación de políticas, especialmente en los países inmersos en grandes procesos de autotransformación, debe tomar como objetivo prioritario las instituciones y su evolución, incluidas las estructuras, los procesos, el personal, los sistemas de incentivos, el medio cultural, etc. El Derecho reviste, en este sentido, particular interés debido a su doble función de marco constrictivo de las políticas y de principal instrumento de las mismas. h) El éxito de la formulación de políticas depende en gran medida de la participación intelectual de toda la sociedad sobre una base pluralista; esto responde no sólo a una exigencia moral; la participación social es también una necesidad funcional de la formulación de políticas, porque la creatividad es un proceso difuso al que la atmósfera gubernamental no le resulta propicia. i) En entornos turbulentos como los actuales, la formulación de políticas debe atender a la gestión de las crisis; éstas abren la oportunidad de poner en práctica lo que en circunstancias normales resultaría impo-
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sible; por lo que uno de los objetivos de la formulación de políticas ha de consistir en mejorar la adopción de decisiones relacionadas con las crisis, contando siempre con la inevitable improvisación, pero tratando de detectar las esferas más propensas a la crisis y mejorando la capacidad de las instituciones y el personal encargados de la gestión de las mismas. j) Un modelo de formulación de políticas debe concluir con el reconocimiento de la necesidad de organizar un aprendizaje constante; para ello es indispensable evaluar sistemáticamente los resultados de las grandes políticas; a estos efectos no siempre valen los indicadores de resultados; cuando se están evaluando políticas complejas de amplio alcance, los resultados pueden no ser indicadores fiables de la calidad de las políticas; la evaluación puede avanzar entonces mediante un examen crítico de las hipótesis y los procesos que dieron lugar a las políticas2; esto no obsta, sin embargo, a la necesidad de ir desarrollando los marcos institucionales y las capacidades organizativas que hagan viables y confiables la necesaria medición y evaluación de las políticas. Del modelo que acaba de evocarse se desprenden una serie de recomendaciones claras y específicas. La primera y más importante es la necesidad de avanzar en la profesionalización de la formulación de políticas. España sigue teniendo un déficit importante de think-tanks y de think and do tanks, cuyos roles institucionales no pueden ser sustituidos 2 Los sistemas y las técnicas de medición de resultados plantean exigencias que no son fáciles de colmar. En Estados Unidos, la Ley que implantó en 1993 un vigoroso programa de medición de resultados en todas las Agencias del Gobierno Federal está produciendo importantes beneficios, aunque también levantando nuevos e imprevistos problemas. Entre ellos, los procedentes de públicos con perspectivas diferentes, de falta de claridad en la definición de las misiones y los objetivos, de la formulación de metas múltiples y contradictorias, de la diferente información requerida para la evaluación y para el monitoreo, de la falta de consideración de todos los resultados e impactos realmente producidos, de la dificultad de medir la satisfacción de los clientes en mercados regulados... Se llega incluso a la conclusión paradójica de que los sistemas de medición de resultados pueden desinformar tanto o más que informar cuando los usuarios de tales sistemas no son conscientes de sus sutiles limitaciones. Los especialistas en sistemas de medición del desempeño acaban siempre advirtiendo que las mediciones no pueden utilizarse nunca como sustitutos ni del conocimiento experto ni del procedente de la gestión directa de los programas. El proceso de aprendizaje organizacional no puede depender exclusivamente de «indicadores». Todos los usuarios deben reconocer el potencial y los límites de estos sistemas y desarrollar fuentes adicionales de información sobre el desempeño. Especialmente en programas amplios, complejos y diversos, los sistemas de medición del desempeño pueden actuar, a lo más, como complementos del juicio experto procedente de la experiencia directa. No debe olvidarse que es en esta experticia y en el compromiso ético con los intereses generales donde reside la clave del aprendizaje, la adaptación y la mejora permanentes de los programas y servicios públicos.
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por la simple consultoría. Las competencias requeridas para la formulación de políticas de calidad exigen la formación de profesionales avanzados en análisis de políticas. Ello plantea la necesidad de fortalecer y extender también los centros de investigación y formación en políticas públicas, los cuales, desde su independencia, deben cumplir la doble función de producir conocimiento válido para la acción de gobierno y de alimentar el debate, aprendizaje y participación social (además de contribuir a la formación de los profesionales futuros y de los cuadros actuales). Plantea también la necesidad de construir en las Presidencias y en algunos Ministerios unidades de análisis de políticas, a cargo de profesionales que merezcan la confianza de los políticos y conozcan las realidades de la política, pero que actúen desde su responsabilidad exclusivamente técnica. Dichos centros y unidades pueden constituirse en redes que colaboran y compiten, contribuyendo con ello al proceso general de aprendizaje social. Obviamente, esto supone la superación de la estructura y funciones de los tradicionales gabinetes, en la línea propuesta por tantas reformas europeas. 1.5.
Nuevas funciones y capacidades de las Administraciones Públicas al servicio de la competitividad y la solidaridad internacional
La globalización ha expandido los mercados y acentuado considerablemente la competencia. Por otro lado, los enormes beneficios creados por la globalización han ido acompañados de procesos de desigualdad, pobreza y marginación que están en la base de muchos de los conflictos característicos de nuestro tiempo. Ello significa que los gobiernos y las sociedades van a tener que enfrentar la globalización en dos frentes básicos: 1) la mejora necesaria de la competitividad, y 2) la acción decidida a favor de la paz, la acción humanitaria y la cooperación al desarrollo. El desequilibrio entre estos frentes determinará o bien la pérdida de posiciones nacionales en la economía global o bien la generación de un orden global de dudosa gobernabilidad y sostenibilidad. 1.5.1.
Competitividad
El descubrimiento de que la calidad de la ubicación es un determinante fundamental de la competencia empresarial y del bienestar de la
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población es un dato reciente. De él se derivan nuevas formas de concebir las relaciones entre gobiernos nacionales y locales, por un lado, y empresas, por otro, todo lo cual influye en la concepción misma de las políticas públicas. Una ubicación —sea un país, una región, una ciudad— no resulta hoy competitiva porque ofrezca a las empresas mano de obra, capital, recursos humanos, recursos naturales, infraestructuras o subvenciones. Esto puede encontrarse cada vez en más lugares. Lo decisivo es que ofrezca un entorno de negocios que permita a las empresas la aplicación de todos aquellos factores con alta productividad. La productividad es el determinante fundamental a largo plazo del nivel de vida de una nación. Un territorio sólo gana ventaja competitiva cuando es capaz de ofrecer a sus empresas la posibilidad de mejorar permanentemente la productividad. Las empresas que innovan y mejoran permanentemente la productividad se encuentran radicadas en territorios que aseguran las cuatro condiciones siguientes, siguiendo en este punto a Porter: 1) factores de producción necesarios, como son los recursos humanos especializados o la infraestructura requerida para competir en un sector determinado; 2) una demanda interior informada y exigente en relación al producto o servicio; 3) presencia en el territorio de sectores proveedores y afines que sean internacionalmente competitivos, y 4) condiciones culturales e institucionales facilitadoras de la creación y la buena gestión empresarial, incluida la presencia de una competencia interior efectiva. La creación de estas condiciones es una responsabilidad compartida de los gobiernos y las empresas. Las Administraciones Públicas tienen un papel irrenunciable en la conformación del contexto y la estructura institucional que rodea a las empresas y en crear un entorno que las estimula a lograr ventajas competitivas. Las Administraciones no pueden crear directamente sectores competitivos. Sólo las empresas pueden hacerlo. El papel de las Administraciones es catalizador y estimulador, tratando de reforzar las cuatro condiciones antes indicadas. La clave está en elegir bien los instrumentos de política, pues el tiempo requerido para lograr ventaja competitiva es largo (normalmente más de diez años), mientras que la preferencia política se orienta a ventajas a corto plazo tales como subvenciones, protección, fusiones convenidas, proyectos conjuntos de I+D, etc., que tienden a retrasar la innovación. Frente a quienes siguen creyendo que la globalización tiende a decrecer la importancia de la ubicación, ya que las empresas pueden apro-
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visionarse de bienes, capital y tecnología en cualquier parte del mundo, ubicando sus actividades donde les resulte más económico, la realidad muestra un panorama diferente. La competencia y la competitividad no dependen sólo de condiciones generales positivas, sino de condiciones específicas a nivel territorial que son las que permiten la aparición de los clusters o determinantes últimos de la ventaja competitiva. Los clusters son concentraciones geográficas de empresas interconectadas, suministradores especializados, proveedores de servicios, empresas de sectores afines e instituciones conexas (por ejemplo, universidades, institutos de normalización, asociaciones comerciales) que compiten pero que también cooperan. Pueden definirse como un sistema de empresas e instituciones interconectadas cuyo valor global es mayor que la suma de sus partes. Los clusters son una nueva manera de ver la economía que deja entrever nuevas funciones para las empresas, los poderes públicos y otras instituciones comprometidas en mejorar la competitividad. En una economía mundial, la ventaja competitiva depende de los clusters y, al tener éstos un marcado carácter local, resulta que la globalización ha reforzado la importancia de la ubicación, de lo local, en las políticas económicas. Los clusters surgen de la concentración en una región o ciudad determinada de técnicas y conocimientos muy especializados, instituciones, rivales, empresas afines y clientes avanzados y expertos. La proximidad geográfica, cultural e institucional permite tener un acceso especial, unas relaciones especiales, una información mejor, unos mayores incentivos y otras ventajas para la productividad y para el crecimiento de la productividad que son difíciles de aprovechar a distancia. Es fácil obtener materiales, información y tecnología ordinarios gracias a la globalización, mientras que las dimensiones más avanzadas de la competencia siguen estando sometidas a limitaciones geográficas. La ubicación importa, y mucho, aunque de modo muy diferente al pasado. De todo lo anterior se concluye que la función de las Administraciones Públicas a favor de la productividad y la competitividad de las economías registra tres aspectos principales: 1) Asegurar condiciones macro y microeconómicas positivas, tales como la estabilidad macroeconómica, el aumento de la calidad y eficiencia de los factores que necesitan las empresas (mano de obra preparada, infraestructura, información económica puntual y confiable), unas instituciones que los faciliten, así como una serie de reglas e incen-
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tivos microeconómicos generales que rijan la competencia y que fomenten el crecimiento de la productividad (mediante la garantía de la competencia interna, un sistema fiscal y unas leyes de propiedad industrial e intelectual que fomenten la investigación, un sistema jurídico justo y eficiente, unas leyes que garanticen la protección de los consumidores, unas normas sobre la gobernanza empresarial que establezcan la responsabilidad de los directivos por resultados y regulaciones que promuevan la innovación). Todo este cúmulo de políticas y actuaciones corresponden principalmente al Gobierno y a las Administraciones Públicas del Estado. 2) Pero con sólo lo anterior no se asegura la ventaja competitiva. Es necesario que, además, los poderes públicos faciliten el desarrollo y mejora de los clusters, con la finalidad de superar la fase de la competencia basada en el coste de los factores. Y como los clusters son de naturaleza fundamentalmente local y regional, la intervención de las Administraciones regionales y urbanas resulta decisiva. Los clusters se originan inicialmente con independencia de las intervenciones públicas, y a veces a pesar de ellas. Los clusters sólo se forman en lugares que ofrezcan en principio unas ventajas básicas suficientes. Las Administraciones Públicas deben reforzar y potenciar los clusters existentes y los que vayan surgiendo, y no tratar de crear otros absolutamente nuevos y, por lo general, abocados al fracaso. Una política de competencia orientada a los clusters se fija no en empresas o sectores aislados, sino en complejos de productores, proveedores, sectores afines, proveedores de servicios e instituciones. Las inversiones públicas derivadas de dicha política, al no fijarse en empresas o sectores específicos, no recortarán, sino que incentivarán la competencia, a la vez que se traducirán en bienes públicos o cuasipúblicos que tienen efectos significativos sobre muchas empresas y sectores vinculados entre sí. 3) Los clusters contribuyen a superar viejos conceptos sobre las divisiones competenciales y exigen nuevos mecanismos para la articulación de la colaboración entre las empresas y las Administraciones Públicas en sus distintos niveles. El diálogo tradicional entre el Gobierno y las tradicionales organizaciones empresariales y sindicales no puede ir más allá de las condiciones económicas y sociales generales. Como la productividad y el bienestar de la gente ya no sólo dependen de las condiciones económicas generales o sectoriales, sino de la salud y dinamismo de los clusters, es a nivel de éstos donde debe articularse el diálogo y la colaboración entre todos los afectados, que, al representar empresas y sectores diversos y al incorporar a las instituciones y, en ocasiones, a
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los clientes, desincentivarán la tendencia de las agrupaciones empresariales a limitar la competencia. Todo lo anterior se traduce en la necesidad de desarrollar nuevas capacidades institucionales en el conjunto de las Administraciones Públicas para que éstas puedan jugar su nuevo rol de gestores estratégicos de la competitividad. La economía ha dejado de ser una cuestión departamental y exclusiva del Estado central. En el nuevo entorno global, las políticas de bienestar social son inseparables de las políticas de productividad y competitividad. La eficacia y eficiencia de estas políticas no se compadece ni con las divisiones competenciales tradicionales, ni con los esquemas de departamentalización o sectorialización de políticas, ni con las formas tradicionales de entender la relación entre las Administraciones y las empresas. Contrariamente, apuntan a la generación de nuevos modelos de cooperación intergubernamental, de diseños organizativos transversales en las distintas Administraciones, así como de generación de capacidades de construcción y gestión de redes entre Administraciones, empresas e instituciones diversas. Un cluster funciona no sólo como agregado de empresas e instituciones, sino por haberse establecido entre ellas una conciencia, una capacidad y una confianza interrelacionales —lo que algunos llaman el capital o aglutinador social del cluster— que hacen que el sistema sea mucho más que la suma de sus partes. Esta creación no puede hacerse sin las Administraciones Públicas debidamente reformadas, es decir, con conciencia de sus nuevas funciones y con programas de desarrollo de las capacidades institucionales necesarias para su desempeño. 1.5.2.
Solidaridad internacional
La cohesión y solidaridad social siempre ha sido una función de las Administraciones Públicas modernas. Su fundamento estriba en los llamados fallos del mercado. Una economía de mercado eficiente es capaz de procurar crecimiento, pero lo hace siguiendo pautas de «creación destructiva» que pueden poner en riesgo la cohesión social y, a la larga, la viabilidad de la propia economía de mercado. Las economías de mercado eficientes garantizan el incremento de la riqueza total, pero no pueden garantizar la distribución de la riqueza en base a criterios de mérito. Por eso, hasta los liberales más extremados reconocen que el mercado es incompatible con la justicia distributiva y sólo consiente una justicia
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formal o procedimental. Por eso, en todas las economías avanzadas las Administraciones Públicas y las organizaciones sociales han asumido funciones de compensación de las graves contradicciones generadas por el mercado con el fin de salvar la cohesión o solidaridad social, es decir, la ciudadanía o sentido de pertenencia a una misma comunidad para que no se convierta en cinismo la proclamación de la igualdad ante la ley. El Estado social es el correlato institucional de un proceso histórico cargado de conflictos que hoy expresa el aprendizaje realizado por los diversos actores económicos y sociales. El Estado social, como concepto, se encuentra plenamente vigente. La a veces llamada crisis del Estado social expresa la necesidad de redefinir las prestaciones específicas, así como las formas de organización y provisión de los servicios sociales. No se trata sólo de la insostenibilidad financiera de algunas prestaciones conquistadas históricamente (por ejemplo, el derecho universal a la salud entendido como el derecho a ser atendido de cualquier mal por cualquier medio de curación técnicamente disponible). Se trata también de una crisis de las grandes burocracias nacionales como formas de organización y prestación de los grandes servicios sociales. A medida que la sociedad se ha hecho más compleja y diversa, los servicios sociales han de irse acomodando a las necesidad de un público crecientemente heterogéneo. El uniformismo y la jerarquía característicos de las grandes burocracias sociales ya no constituyen las formas «racionales» de prestación de servicios sociales. Al tema nos referimos por extenso en el epígrafe siguiente. La segunda gran transformación de la función de cohesión y solidaridad de las Administraciones Públicas consiste en su internacionalización. El bienestar de la población ya no depende sólo de la cohesión y solidaridad internas. La globalización está produciendo una situación de interdependencia desigual en la que ningún país tiene el bienestar de su población bajo su exclusivo control, tal como demostró el 11 de septiembre de 2001. Los mercados globales son altamente imperfectos y fuertemente discriminatorios de los países más débiles. De ahí que la globalización beneficie fundamentalmente a los países más avanzados y esté generando niveles de pobreza y desigualdad insospechados. Y aunque la pobreza y la desigualdad y discriminación no son la causa inmediata de los males públicos de nuestro tiempo (guerras, terrorismo, criminalidad, tráficos ilegales, riesgo grave de insostenibilidad medioambiental, de pandemias, etc.), es evidente que constituyen su mejor caldo de cultivo. La viabilidad de la globalización exige el reconocimiento de la exis-
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tencia de unos bienes o intereses públicos globales (paz, sostenibilidad ambiental, desarrollo con equidad, seguridad, lucha contra el terrorismo y el crimen organizados, legalidad y justicia internacional, democracia, derechos humanos, prevención y erradicación de pandemias, preservación de identidades y espacios culturales, estabilidad macroeconómica y financiera a nivel global, comercio internacional justo...), cuya provisión es responsabilidad de todos los miembros de la comunidad internacional: organismos multilaterales, supranacionales, Estados, gobiernos subestatales, empresas y organizaciones no gubernamentales. La procura de estos bienes está relacionada pero no debe confundirse con la acción exterior del Estado, ni encajarse en el título competencial de las relaciones internacionales. Aquí no se trata de promover ni defender intereses españoles, sino intereses de cohesión y solidaridad global que sólo reflejamente contribuyen a nuestro bienestar. Por eso, la acción de cooperación y solidaridad internacional está abierta a los poderes regionales y locales y a las organizaciones empresariales y de la sociedad civil. En el caso particular de España, estamos viviendo una espléndida multiplicación de esfuerzos, gubernamentales y no gubernamentales, a favor de los bienes públicos globales. Algunos de éstos son principalmente gubernamentales y dependientes de organismos específicos del Estado. Pero la acción a favor del desarrollo y de la solidaridad y la paz internacional está recibiendo un apoyo creciente por parte del voluntariado, las organizaciones no gubernamentales, las fundaciones empresariales y las Admistraciones Públicas en sus diversos niveles. Se prevé para los próximos años un importante incremento de los presupuestos públicos y de los fondos y esfuerzos privados destinados a estos fines. Pero la práctica de una cooperación eficaz no se produce espontáneamente. Exige una gobernanza de la cooperación en la que el Estado, tras reconocer el protagonismo del resto de actores, juega un papel primordial. A la Administración del Estado le corresponde, en primer lugar, planificar y ejecutar la política estatal de cooperación al desarrollo. Le corresponde, asimismo, influir positivamente en los organismos multilaterales de cooperación, lo que exige fondos y capacidades de direccionamiento. Le corresponde también facilitar la coordinación de la acción de los poderes locales y de las organizaciones no gubernamentales, no mediante la limitación de su autonomía, sino por la provisión de servicios de información, análisis, conocimiento, formación, de colaboración y de apoyo, cuya eficacia fomente la acción colectiva entre los diversos actores españoles implicados en la cooperación internacional. La
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Administración del Estado tiene también el papel fundamental en la coordinación con los gobiernos beneficiarios y con los donantes bilaterales y multilaterales operantes en cada país. En definitiva, la Administración del Estado tiene un papel estratégico en el diseño, financiamiento, organización, coordinación y eficacia del conjunto de la cooperación española al desarrollo. Preciso es reconocer que, a pesar de los múltiples avances realizados desde la transición democrática, las capacidades institucionales de nuestras Administraciones Públicas, y especialmente, dado su papel clave, de la Administración del Estado, distan de estar a la altura de las exigencias. Los recursos son insuficientes; la eficacia de los proyectos y programas es a veces problemática; los recursos humanos se encuentran escasamente profesionalizados; la AECI depende en exceso del Ministerio de Asuntos Exteriores, por un lado, y no alcanza a dirigir y coordinar la acción de los distintos departamentos ministeriales, por otro. Las capacidades de coordinación de la cooperación descentralizada y de las organizaciones no gubernamentales son muy limitadas. La influencia en la cooperación multilateral va poco más allá de la gestión compartida de los fondos constituidos. Subsisten mecanismos de financiación al desarrollo vía préstamos de dudosa eficacia. Se practica todavía una cooperación basada en proyectos excesivamente dispersos, poco coordinada con el resto de la cooperación internacional y poco capaz de influir en las políticas y programas de desarrollo de los países beneficiarios. En resumen, aunque la cooperación española ha avanzado extraordinaria y meritoriamente en los últimos años, tal como ha reconocido la revisión realizada por la OCDE en 2002, para poder influir eficazmente en el desarrollo, además de aplicar más consistentemente las recomendaciones de este organismo, necesita dar un gran salto adelante que, a nuestro modo de ver, tiene dos componentes: 1) la creación de un Ministerio de la Cooperación que asuma directamente la política de cooperación y solidaridad internacional del Estado y que defienda y garantice en el Consejo de Ministros el principio de coherencia con el desarrollo de las diversas acciones exteriores del Estado, asegurando la necesaria coordinación a nivel estatal y con la cooperación descentralizada y no gubernamental, y procurando la información y el conocimiento necesarios para la eficacia de las políticas, programas y proyectos, y 2) la conversión de AECI en una agencia dotada de verdadera competencia técnica y autonomía política responsable de la ejecución de la política, planes y programas del Gobierno, dotada de las capacidades de información, conocimiento y técnicas necesa-
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rias, de los recursos profesionales apropiados y de autonomía de actuación, sin perjuicio de la responsabilidad por resultados.
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La Sociedad del Riesgo
La globalización está transformando también la naturaleza de la (in)seguridad y los riesgos personales, familiares y colectivos, lo que demanda importantes transformaciones de las funciones y capacidades de las Administraciones Públicas. Es bien conocida la construcción de la «sociedad del riesgo» realizada por Ulrich Beck. Los riesgos humanos siempre han estado asociados a catástrofes naturales o a comportamientos de los propios humanos (guerras, criminalidad, sujeción a la arbitrariedad de otro, negligencias, enfermedades...). Uno de los fundamentos de la cohesión social y primerísima función del Estado ha sido siempre la provisión de servicios de seguridad y de prevención de riesgos. Pero lo característico de las sociedades globales y tecnológicas actuales es la intensificación y multiplicación de los riesgos como consecuencia del curso tomado por el desarrollo humano. Los riesgos ecológicos, nucleares, energéticos, infraestructurales, químicos, genéticos, demográficos, de guerra, de salud, alimentarios, de transporte, laborales, de ruptura social y un largo etcétera no tienen parangón con los vividos hasta la década de los setenta del pasado siglo. Son los compañeros de viaje indeseados del modelo de desarrollo seguido, expresan bienes a la vez que males. Tienden, además, a ser transfronterizos y, a veces, de efectos globales. Inquietan y tienden a alcanzar al conjunto de la población, pero su distribución propende a seguir el mapa de las desigualdades sociales. Muchos son difíciles de percibir (demografía, efecto invernadero, vacas locas, desigualdad y pobreza crecientes...) hasta que no se produce el daño, y resultan más difíciles de incorporar a la agenda democrática dados los tiempos electorales. Considerados en conjunto, los riesgos hoy registrados no sólo moldean el orden social, sino que cuestionan la propia supervivencia humana. El riesgo siempre ha sido una construcción social, como también las instituciones y capacidades de gestión creadas para enfrentarlo. No podemos enfrentar los riesgos de las sociedades globales y del conocimiento con las construcciones y capacidades de la sociedad industrial. Ésta respondió, a nivel privado, con las instituciones de la responsabilidad por daños y el seguro y, a nivel público, con la acción
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preventiva de las Administraciones Públicas en varios frentes (sanitario, de seguridad ciudadana, de seguridad social, disuasión militar, de aseguramiento de mínimos de calidad en la industria...) integrantes de las acciones reguladora, inspectora y sancionadora características de la tradicional función de policía. Diversas iniciativas y propuestas se encuentran en marcha para ir construyendo las nuevas capacidades institucionales. Una primera aborda cómo ir construyendo capacidades para gestionar los riesgos de largo plazo. Éstos, como el cambio climático o el envejecimiento de las sociedades, registran en primer lugar márgenes importantes de incertidumbre. El conocimiento científico resulta tan imprescindible como limitado. En segundo lugar, los políticos son muy renuentes a confrontarlos porque siempre es más fácil prometer certidumbres a los votantes de hoy a costa de los riesgos inciertos de mañana que pedir sacrificios ciertos hoy para evitar inciertos riesgos de mañana. Además, la creciente interdependencia económica hace que las acciones preventivas en un solo país puedan resultar insuficientes. Para superar todos estos obstáculos se recomienda la adopción por los gobiernos de una serie de medidas: • La provisión periódica a la ciudadanía por los distintos niveles de gobierno de una revisión de los principales riesgos estructurales —demográfico, geopolítico, económico, climático, de recursos naturales y de seguridad—) que la sociedad está enfrentando a largo plazo. • Mejorar los flujos de información presupuestaria mediante mejores técnicas de contabilidad que permitan conocer los costes de las decisiones políticas con efectos presupuestarios a largo plazo. Estas medidas (por ejemplo, la fijación de la edad de jubilación) pueden combinarse con otras previsiones que introduzcan flexibilidad, como la reciente reforma de las pensiones en Suecia que ha permitido al Gobierno ajustar periódicamente las pensiones en respuesta a cambios en la expectativa de vida o en las tasas de interés. • Incluir consistentemente el análisis del riesgo y de su impacto en la formulación de políticas sectoriales. • Mejorar la coordinación de políticas a nivel internacional3. 3 Vid. P. S. HELLER, Who will pay? Coping with aging societies, climate change and other long-term fiscal challenges, International Monetary Fund, 2003.
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La Comisión Europea, DG XII, ha lanzado un programa sobre la gestión social del riesgo. El programa ha identificado dos paradigmas de gestión del riesgo: el vertical y el de la confianza mutua. El paradigma vertical, jerárquico o burocrático, está centrado en el protagonismo de la autoridad pública, a la que corresponde tanto la justificación de la actividad peligrosa como la apreciación y gestión del riesgo, tarea que se expresa en regulaciones detalladas orientadas al problema. Aspectos delicados del proceso de decisión tales como la incertidumbre del conocimiento disponible, los conflictos objetivos, las compensaciones o los conflictos residuales tratan, por lo general, de ignorarse. A los expertos se les pide que provean soluciones óptimas. Cada actor involucrado se entiende que defiende su interés específico y que sólo la autoridad pública defiende el interés general. Pero las regulaciones basadas en este paradigma se encuentran con crecientes problemas de legitimidad. Cada vez se acepta menos que la ciencia sea criterio suficiente para fundamentar las opciones políticas que se hallan tras una decisión reguladora. Cada vez se hace más evidente que las proposiciones científicas no contestables científicamente son siempre limitadas en relación a problemas complejos y que es necesario conocer el pluralismo científico, los márgenes de incerteza y los valores e intereses influyentes en las decisiones. Éstas se enfrentan a crecientes dificultades y bloqueos, y ello porque aunque muchas veces elevan los estándares de seguridad no se consigue, sin embargo, restablecer la confianza pública. Al exagerar el papel de los expertos se acaba ocultando los problemas, se genera desconfianza y se hace más conflictiva la relación entre los diversos actores involucrados. El paradigma de la confianza mutua se contrapone claramente al anterior y encaja plenamente en el concepto de gobernanza. Se caracteriza por implicar ampliamente a los actores involucrados en la gestión y apreciación del riesgo y en la justificación de las actividades que lo determinan. Las regulaciones de las autoridades públicas se orientan al proceso y se elaboran con amplia participación de los involucrados. La toma de decisiones se descentraliza tanto como se puede. La ciencia ya no se presenta como el único factor determinante de la decisión. El saber experto se hace pluralista y disponible para todos los involucrados. El reconocimiento de las limitaciones e incertidumbre del conocimiento altera la pretensión burocrática de regular centralizada y detalladamente el problema. La autoridad central se limita a fijar los máximos y mínimos niveles de riesgo, y abre espacio a las negociaciones para la fijación del nivel final aceptable de riesgo que puede ser diferente en diversos
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contextos locales. Se reconoce así que la verdadera naturaleza de la regulación del riesgo no es evitarlo —lo que sería una ilusión o hasta delirio—, sino permitir la asunción colectiva de riesgos tolerables derivados de actividades beneficiosas que localmente los justifican. Especial mención merecen las transformaciones que en los sistemas nacionales de seguridad están impulsando desafíos nuevos como son el terrorismo internacional, el crimen organizado, los tráficos ilegales de personas y mercancías, las migraciones masivas forzosas, la corrupción y el lavado de dinero o las amenazas a las redes de computadores... Los sectores de seguridad de los Estados se hallan bajo presión. Los roles y las estructuras de las fuerzas armadas se están transformando bajo el impulso tecnológico y de las nuevas circunstancias políticas. Sus funciones se amplían al mantenimiento de la paz y la prevención de conflictos. Las líneas divisorias entre las tareas militares y no militares de las fuerzas armadas, así como las diferencias entre los diversos servicios de seguridad, se hacen menos precisas y se observa una mezcla creciente de los roles interno y externo de las fuerzas militares y de seguridad. Todo esto complica su dirección, organización, formación y estructuras. En este contexto se requiere de un control parlamentario y civil mayor que nunca. Como se señala en el informe del Centro de Estudios de la Seguridad de Zurich, los requerimientos de eficacia en la lucha antiterrorista amenazan las libertades civiles, el control democrático, la transparencia y la rendición de cuentas. En este sentido se avanzan una serie de principios y reglas generales a los que debería conformarse la reforma de los sistemas de seguridad y que incluyen: • • • • • •
La existencia de sólidas bases constitucionales. Respeto por las reglas del Derecho interno e internacional. Adhesión a los derechos humanos. Un sistema de justicia fuerte y efectivo. Representación étnica adecuada en las burocracias de seguridad. Control parlamentario del espectro de instituciones del sector seguridad. • Transparencia de los presupuestos de seguridad y defensa, así como de la provisión de armas y de la administración general de la defensa, seguridad e instituciones de ejecución de la ley. • Responsabilidad pública de todas las autoridades involucradas en la gestión del sector seguridad. • Profesionalización de todas las fuerzas de defensa y seguridad.
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• Definición clara de los roles y funciones de dichas fuerzas. • Involucramiento de la sociedad civil en el debate público sobre las cuestiones de defensa y seguridad. • Libertad de prensa4.
2.
2.1.
SENTIDO DE LAS TRANSFORMACIONES: DE LA BUROCRACIA A LA GERENCIA; DE LA GERENCIA A LA GOBERNANZA El paradigma burocrático y las razones de su arraigo y limitada vigencia actual
A lo largo del último cuarto del siglo XX hemos visto discurrir en el ámbito de las Ciencias de la Administración un movimiento que nos ha llevado de la administración a la gerencia y de la gerencia a la gobernanza. Este movimiento contiene el cambio de los paradigmas intelectuales que subyacen a las principales reformas administrativas impulsadas hasta mediados de los setenta («administración o burocracia»), desde mediados de los setenta hasta mediados de los noventa («gerencia o management») y desde entonces hasta la actualidad («gobernanza»). Hasta mediados de los setenta, las reformas administrativas se inspiraron en el modelo burocrático weberiano, sobre el cual se construyó la arquitectura institucional del Estado democrático y social de Derecho. Dicho modelo fue considerado a la vez como expresión de la racionalidad «gerencial» y de la racionalidad «legal», es decir, como el más apropiado para garantizar: 1) la eficacia y eficiencia de la acción administrativa, y 2) la sumisión plena de las Administraciones Públicas al Derecho. El modelo inspiró la construcción del llamado «Estado administrativo» y fue el paradigma desde el que se desarrolló tanto la primera fase de las Ciencias de la Administración como el Derecho administrativo del proyecto antidiscrecional. El modelo o tipo ideal burocrático es bien conocido: supone que las organizaciones administrativas sirven intereses públicos perfectamente separados de los intereses privados de sus funcionarios; que este servicio se realiza con pleno sometimiento a las normas y planes vigentes, por lo que el comportamiento burocrático resulta perfectamente previsi4 M. SPILLMAN, A. HESS, A. WENGER y K. FINK (eds.), Setting the 21st Century Agenda. Proccedings of the 5th International Security Forum, Peter Lang Pub Inc, 2003, pp. 180-181.
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ble y calculable; que los funcionarios se encuentran perfectamente separados del oficio que ocupan y que los oficios se encuentran jerárquicamente ordenados; que los funcionarios son seleccionados y promocionados en base al mérito; que la realidad en la que la Administración opera puede ser plenamente conocida por la cúspide jerárquica de las organizaciones; que éstas pueden traducir el conocimiento en planes o normas que serán ejecutados con plena fidelidad por la jerarquía de funcionarios según las tareas asignadas a cada puesto y oficio; que los funcionarios sirven exclusivamente a los intereses generales mediante la aplicación de los planes y las normas y que para ello se encuentran estatutariamente protegidos frente a las presiones políticas y sociales; que los intereses generales son trascendentes y no inmanentes al juego conflictivo de los intereses privados y que corresponde al Estado y a sus funcionarios el monopolio de su definición... Razones de la hegemonía histórica y la vigencia parcial actual del modelo burocrático: «La razón decisiva que explica el progreso de la organización burocrática ha sido siempre su superioridad técnica sobre cualquier otra organización. Un mecanismo burocrático perfectamente desarrollado actúa con relación a las demás organizaciones de la misma forma que una máquina con relación a los métodos no mecánicos de fabricación. La precisión, la rapidez, la univocidad, la oficialidad, la continuidad, la discreción, la uniformidad, la rigurosa subordinación, el ahorro de fricciones y de costas objetivas y personales son infinitamente mayores en una administración severamente burocrática, y especialmente monocrática, servida por funcionarios especializados, que en todas las demás organizaciones de tipo colegial, honorífico o auxiliar. Desde el momento en que se trata de tareas complicadas, el trabajo burocrático pagado es no sólo más preciso, sino con frecuencia inclusive más barato que el trabajo honorífico formalmente exento de remuneración...» (Max Weber, 1922 y 1987, p. 731). «Tras cada acto de un gobierno auténticamente burocrático existe en principio un sistema de “motivos” racionalmente discutibles, es decir, una subsunción bajo normas o un examen de fines y medios... La “igualdad jurídica” y la exigencia de garantías ju-
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rídicas contra la arbitrariedad requiere una “objetividad” racional formal por parte del régimen de gobierno, en oposición al capricho personal libre derivado de la gracia propia de la antigua dominación patrimonial» (Weber, 1922-1989, p. 735). «La burocracia tiene un carácter “racional”: la norma, la finalidad, el medio y la impersonalidad “objetiva” dominan su conducta. Por lo tanto, su origen y propagación han influido siempre en todas partes revolucionariamente, tal como suele hacerlo el progreso del racionalismo en todos los sectores. La burocracia aniquiló con ello formas estructurales de dominación que no tenían un carácter racional (como los sistemas de dominación patriarcal, patrimonial y carismático)» (p. 752). «El progreso hacia lo burocrático, hacia el Estado que juzga y administra asimismo conforme a un Derecho estatuido y a reglamentos concebidos racionalmente, está en la conexión más íntima con el desarrollo capitalista moderno. La empresa capitalista moderna descansa internamente ante todo en el cálculo. Necesita para su existencia una justicia y una administración cuyo funcionamiento pueda calcularse racionalmente, por lo menos en principio, por normas fijas generales con tanta exactitud como puede calcularse el rendimiento probable de una máquina» (p. 1062)5. Otra clave para entender el modelo burocrático es la teoría de la delegación: el poder soberano del pueblo se ejerce representativamente por el Parlamento, pero al no poder éste conocer todos los detalles de una sociedad compleja, delega buena parte de su ejercicio en el poder ejecutivo, que se estructura burocrática y departamentalmente; la institución de la responsabilidad ministerial por los actos departamentales expresa la unidad de concepción y dirección tanto de las políticas sectoriales como de la correspondiente normativa reglamentaria. (En el Estado neocorporativo característico de la Europa continental de postguerra, la delegación se efectúa de hecho a favor de un espacio de concierto y decisión tripartita entre Administración, empresariado y sindicatos.) De este modo, la actuación administrativa tiene una doble legitimidad: 1) la 5 Max WEBER, Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der Versthenden Soziologie, Tubin-
ga: J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), 1922. Las citas realizadas corresponden a la versión española: Economía y Sociedad, 8.ª reimpresión, México: Fondo de Cultura Económica, 1987.
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democrática, que deriva del ejercicio de poderes delegados por el Parlamento, representante de la soberanía popular, y 2) la legal y técnica, derivada del cumplimiento de las normas y procedimientos establecidos tanto en garantía de los derechos de los administrados como de la eficacia y eficiencia del actuar administrativo. El modelo de administración burocrática fue el paradigma inspirador de todo el movimiento internacional de reforma administrativa de los años cincuenta y sesenta. La racionalidad legal y gerencial burocrática, que ya había presidido la construcción histórica de los Estados liberales de Derecho, fue también el modelo que inspiró tras la segunda guerra mundial tanto la construcción institucional de los Estados en desarrollo como la de los grandes servicios nacionales del bienestar característicos del Estado social. Durante los años cincuenta y sesenta, el modelo burocrático no era una alternativa organizativa entre otras, sino «el» modelo expresivo de la racionalidad legal y gerencial, de validez y aplicación universales (de hecho, eliminado el elemento democrático, inspiró también el desarrollo administrativo de los países del antiguo bloque comunista). 2.2.
De la burocracia a la gerencia: contribuciones y límites de la nueva gestión pública
Aunque la contestación al pretendido valor universal del modelo burocrático viene de antes, las críticas no se tradujeron en reformas administrativas hasta que la crisis fiscal del Estado, unida a la crisis democrática de la delegación, la percepción cívica de la irresponsabilidad y alejamiento de las burocracias, la irrupción de las nuevas tecnologías, el primer impulso de la globalización y, con todo ello, el incremento de la complejidad, diversidad y dinamismo de las sociedades, hicieron necesario acudir a nuevas ideas capaces de inspirar las reformas necesarias. Mediados de los setenta marca el comienzo no de una era de cambios, sino de un cambio de era —el inicio del paso de la sociedad industrial a la llamada sociedad de la información y del conocimiento—. Y esto afectó también a la hegemonía del modelo burocrático. Ya en los años cincuenta y sesenta, muchos autores habían puesto en evidencia la pretendida universalidad del modelo burocrático, señalando muchas de sus insuficiencias y límites. Herbert Simon desarrolló una teoría de la organización partiendo del concepto de que sólo era posible una «racionalidad limitada», lo que cuestionaba un supuesto fundamen-
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tal de la racionalidad burocrática. Michel Crozier puso sucesivamente de relieve la incapacidad de las organizaciones burocráticas para adaptarse incrementalmente a los cambios del entorno, así como la imposibilidad objetiva de erradicar la discrecionalidad en el actuar administrativo y la existencia de poderes fácticos y de reglas informales dentro de la organización. Niskanen y otros pusieron de relieve cómo los burócratas no eran sólo servidores de los intereses generales, sino que interpretaban éstos tomando en cuenta en primer lugar sus propios intereses funcionariales. Numerosos estudios empíricos cuestionaron la imparcialidad política, económica y social real de los funcionarios públicos. A partir de los años setenta, los cambios crecientes del entorno en que operan las Administraciones Públicas llevan al abandono de la idea de un modelo organizativo de racionalidad universal. Desde entonces, la teoría organizativa se instalará en la contingencia estructural. Ya no se reconoce ningún tipo ideal organizativo como el encarnador de una racionalidad supuestamente universal. La racionalidad de la estructura organizativa dependerá de su adaptación a toda una serie de contingencias internas o externas a la organización, tales como el tamaño, complejidad, tipo de tecnología utilizable, grado de dinamismo y turbulencia del entorno, etc.6. Por otro lado, el carácter centralizador y uniformista de las grandes burocracias del bienestar hace que no sean capaces de adaptarse a la diversidad de situaciones de los usuarios y beneficiarios del sistema: entra en crisis la planificación nacional y la provisión de prestaciones uniformes en el terreno sanitario, educativo y de los servicios sociales; contrariamente, el principio de igualdad ante las prestaciones exige ahora tomar en cuenta la diversidad de los usuarios, lo que resulta incompatible con el uniformismo del modelo burocrático y plantea la necesidad de la devolución o descentralización de los servicios, así como la participación creciente de profesionales, empresas y usuarios en su diseño y prestación. Desde la teoría democrática se cuestiona también la irresponsabilidad de las burocracias, su deferencia o connivencia hacia los grupos de interés privilegiados y la incapacidad de los políticos para asegurar su dirección y control efectivo. 6 Sobre la evolución de la teoría organizativa tras la contestación del paradigma burocrático puede verse Steward R. CLEGG y Cynthia HARDY, «Organizations, Organization and Organizing», en Steward R. CLEGG et al. (eds.), Handbook of Organizations Studies, Londres: Sage Publications, 1996, pp. 1-28, y sobre la génesis y evolución de la teoría de la contingencia estructural puede verse Lex DONALDSON, «The Normal Science of Structural Contingency Theory», en Steward R. CLEGG et al. (eds.), Handbook of Organization Studies, Londres: Sage Publication, 1996, pp. 57-76.
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La crisis del modelo burocrático coincidió en el tiempo y forma parte de la revisión de las relaciones entre Estado y mercado que se produjo en todo el mundo a partir de mediados de los setenta. Le hegemonía del keynesianismo —que fue acompañada de la prevalencia del paradigma burocrático— fue sustituida por la de la economía neoclásica, más conocida por neoliberalismo —que fue acompañada por la prevalencia de la «nueva gerencia pública»—. Ello se corresponde con un muy importante cambio de agenda política: frente a la agenda política socialdemócrata, hasta entonces prevaleciente, fue afirmándose una nueva agenda neoliberal que ha dominado claramente las dos últimas décadas del siglo XX. Conviene fijar bien el contraste entre ambas agendas7, pues el paso de una a otra marca la transición de la burocracia a la nueva gerencia pública. La «agenda política socialdemócrata» suponía: a) Que los grandes objetivos del Gobierno eran el aseguramiento del pleno empleo; la protección económica de los ciudadanos contra los azares del mercado y de la vida, y la promoción de una cultura de responsabilidad y de paz social. b) Que los grandes retos que confrontaba la sociedad consistían en contrarrestar los efectos negativos o inesperados del capitalismo (fallos del mercado); en dar oportunidades a los grupos de renta baja y media, y en salvaguardar la paz internacional en el marco de arreglos internacionales representados por la guerra fría. c) Que la eficiencia económica se basaba en el adecuado manejo de la demanda agregada y otros mecanismos de dirección de sello keynesiano; en la utilización de estructuras neocorporativas para la toma de grandes decisiones económicas, y en la aceptación del Estado del Bienestar y de la economía mixta como datos. d) Que las grandes políticas a desarrollar por los gobiernos eran las medidas fiscales contracíclicas; las nacionalizaciones de sectores económicos clave; la regulación estricta de la vida econó7 Por agenda se entiende aquí un cuerpo de ideas que ha conseguido arraigo y hegemonía social, de modo que ningún partido puede acceder y ejercer el poder sin asumirlas, aunque de modo diferente en base a la distinta tradición ideológica y a los sectores sociales que predominantemente representan.
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mica; la promoción de la democracia industrial, y la consideración de los derechos sociales como derechos de ciudadanía, con la consiguiente universalización de las prestaciones y el inevitable desarrollo de las grandes burocracias del bienestar. e) Que tal agenda recibiría el apoyo de una coalición mayoritaria integrada por el movimiento sindical; de los perceptores de rentas bajas y medias; de ciertas subculturas políticas, y de los grupos actitudinales de izquierda y centro-izquierda. La agenda política neoliberal: a) Acepta la globalización de los mercados como un dato y el objetivo principal de los gobiernos pasa a ser la mejora de la competitividad de sus economías; se habla más de mercado abierto y competitivo y menos de capitalismo: la liberación de las fuerzas del mercado (rompiendo rigideces regulatorias, monopolios y enclaves corporativos) y la revalorización de la cultura empresarial y de la competencia pasan a ser objetivos fundamentales. b) Se considera que los mayores problemas que enfrenta la sociedad son los «fallos del Estado» providencial o paternalista (ineficiencia, corporativismo, desincentivación de la responsabilidad individual y social, incapacidad de responder a sus promesas...), por lo que hay que resituar el centro de decisiones económicas en el mercado; reducir y reconvertir los gobiernos, incluido el gasto social; en particular, avanza la idea de que el gasto social debe orientarse no a la generación de igualdad, sino a la creación de redes de protección que acojan a quienes no pueden valerse por sí mismos y a las víctimas del infortunio. c) La aproximación económica prevaleciente se centra en la oferta: las políticas monetaristas prevalecen; la conquista y mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos es la condición sine qua non de la credibilidad económica; las estructuras neocorporativas reducen su función o desaparecen; el Estado del Bienestar se cuestiona y la economía mixta pierde terreno en beneficio del mercado. d) Las principales políticas consisten en privatizaciones, desregulaciones, reducciones de cargas fiscales y sociales, flexibilización del mercado de trabajo, reducción o limitación de las
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prestaciones sociales, endurecimiento de la inmigración, desburocratización de los grandes servicios públicos mediante su apertura a la competencia limitada de los «cuasimercados», revalorización de la seguridad jurídica y, en algunos países, incremento de los gastos de policía y defensa. e) La coalición mayoritaria que se espera apoye esta agenda política se integra por las asociaciones empresariales; los autoempleados y los profesionales liberales; las «nuevas clases medias», integradas por empleados de empresas que compiten en el mercado; los jóvenes, que ya no esperan la seguridad del empleo vitalicio, sino de la abundancia de oportunidades; los grupos conservadores tradicionales y los de la «nueva derecha»... Las principales características de la administración pública gerencial, contrastadas con las de la administración burocrática, son: a) Orientación de la acción del Estado para el ciudadano-usuario o ciudadano-cliente. b) Énfasis en el control de los resultados a través de los contratos de gestión. c) Reconocimiento de la discrecionalidad necesaria de los gerentes públicos. d) Separación entre las instancias formuladoras de políticas públicas, de carácter centralizado, y las unidades funcional o territorialmente descentralizadas, ejecutoras de esas mismas políticas. e) Distinción de dos tipos de unidades funcionalmente descentralizadas: 1) los organismos ejecutivos, que realizan actividades de autoridad exclusivas de Estado, por definición monopolistas, y 2) los servicios de previsión de bienes públicos divisibles, de posible carácter competitivo, en que el poder del Estado no está involucrado. f) Transferencia hacia las empresas y las organizaciones no gubernamentales de los servicios de prestación de bienes públicos divisibles o de mérito. g) Adopción acumulativa, para controlar las unidades descentralizadas, de los mecanismos: 1) de control social directo; 2) de contrato de gestión en que los indicadores de desempeño sean claramente definidos y los resultados medidos, y 3) de la formación de «cuasi-mercados» en que se da la competencia administrada.
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h) Tercerización de las actividades auxiliares o de apoyo, que pasan a ser licitadas competitivamente en el mercado. La nueva gestión pública ha sido el paradigma de reforma administrativa prevaleciente hasta mediados de los noventa, acompañando a la hegemonía de la agenda neoliberal antes descrita. Naturalmente, no se aplicó en todos los países por igual: tuvo gran influencia en los países angloamericanos —aunque con grandes diferencias entre ellos—, menos en los países nórdicos y escasa en los países de matriz latina y germánica. En España su influencia práctica ha sido escasa, aunque desigual. La nueva gerencia pública ha impregnado, desde luego, el discurso sobre la Administración Pública y legitimado la fuerza que los gerentes han tomado en muchas Administraciones, especialmente locales y autonómicas. En todo caso, para comprender el proceso actual de crisis de la nueva gerencia pública y de ascenso del nuevo paradigma representado por la gobernanza es preciso comprender la idea fundamental que subyace a las propuestas reformistas de la nueva gerencia pública. Ésta consiste en la pretensión de restablecer el control político democrático sobre los agentes burocráticos mediante la reducción en lo posible de las ambigüedades de la delegación. La idea fuerza es que los ciudadanos, a través de sus representantes políticos, retomen el control del Estado, desplazado impropiamente a las manos de los burócratas y de los grupos de interés (recuérdese el carácter neocorporativista que acompañó en muchos casos a la agenda socialdemócrata). Para ello hacía falta una profunda transformación de la organización y el ámbito del gobierno. Conviene remarcar este aspecto, pues la presentación normal gerencialista de la nueva gerencia pública tiende a subrayar el cambio del control y responsabilidad por cumplimiento de normas y procedimientos al control y responsabilidad por resultados —enfatizándose los valores de la economía, eficacia y eficiencia, las famosas tres Es, versus el valor legalidad administrativa, lo que es una oposición falsa—. Lo que los «gerencialistas» tienden a olvidar es la finalidad política y democrática a que responde el movimiento: recuperar la definición y realización de los intereses generales por los políticos representantes democráticos del pueblo soberano. Para ello había que reconceptualizar las relaciones entre política y administración, separando institucionalmente la concepción de la ejecución de las políticas. Para evitar lo que se ha llamado desviación burocrática y neocorporativa (la desviación de los intereses generales en in-
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terés de funcionarios o asociaciones empresariales y sindicales) se resuelve separar la concepción y formulación de las políticas y las estrategias, que se asigna a los ministros políticamente nombrados y a un staff de expertos completado por consultores contratados (cambiándose de este modo la idea de los anteriores gabinetes ministeriales), de su ejecución, que se asigna a los funcionarios públicos, ahora conceptualizados como gerentes públicos. De esta manera se acota y reduce la responsabilidad de los ministros, que ya no abarca la ejecución, sino sólo la formulación de las políticas. La relación entre políticos y gerentes públicos se configura como una relación entre principal y agente. Para que el agente actúe en función de los intereses generales definidos por el principal resulta conveniente que se concentre en un sector o área de acción específicos. Cuanto más claros y menos conflictivas resulten las metas y objetivos propuestos al agente, menor discrecionalidad tendrá éste para asignar recursos entre diversos programas y, de este modo, podrá concentrar su discrecionalidad técnica en la mejor manera de alcanzar los resultados específicos predeterminados en el contrato de gestión o agencia. Esto, obviamente, determina una tendencia al estrechamiento y sectorialización de la acción administrativa que tiene sus inconvenientes, como después veremos. Al mismo tiempo, el control y la responsabilidad de los gerentes, dado el amplio margen de discrecionalidad técnica que se les reconoce, exigen poner en práctica medidas de evaluación del desempeño, expresadas normalmente en indicadores (completadas en algunos países con medidas de transparencia y control social). Cuanto más se simplifican las tareas, más fácil resulta medir el desempeño gerencial. La gestión pública superará de este modo las viejas negociaciones entre intereses y funcionarios públicos; por fin, la gestión de los asuntos públicos podrá basarse en resultados. Los sistemas y las técnicas de medición de resultados plantean exigencias que no son fáciles de colmar. En Estados Unidos, la Ley que implantó en 1993 un vigoroso programa de medición de resultados en todas las Agencias del Gobierno Federal está produciendo importantes beneficios, aunque también levantando nuevos e imprevistos problemas. Avanzar hacia una administración gerencial, en la que los resultados debidamente medidos actúen como incentivo eficaz, plantea ir creando los marcos institucionales y las condiciones organizativas que hagan viables los
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sistemas de medición. No es sencillo y va a tomar su tiempo. Baste con considerar las exigencias planteadas por un sistema de medición de desempeño fiable8: a) Una comprensión clara de los objetivos de cada programa o del sistema multiprogramas de que se trate; esto significa partir del conocimiento de la misión y las estrategias organizacionales, de las que fluirán los objetivos principales y secundarios; sólo sobre esta base pueden desarrollarse los estándares y medidas específicos para el reconocimiento y la interpretación de resultados. b) Desarrollar una estrategia explícita de medición que incluya las categorías específicas a medir (insumos, productos, resultados, etc.), las mediciones específicas dentro de cada categoría, los datos a considerar, el procedimiento de recolección, archivo y acceso a los datos, el sistema de producción de informes y la especificación del entorno tecnológico; todo lo cual se orienta a construir un sistema que permita indicadores fundados sobre la eficacia y la eficiencia de los programas. c) Implicar realmente —y no consultar meramente— a los clientes y usuarios clave en la fase de diseño y desarrollo del sistema de medición, tomando todos conciencia de las potencialidades y limitaciones del sistema que se acabe estableciendo; este esfuerzo, aunque arduo y costoso, resulta necesario para asegurar la credibilidad del sistema y para evitar futuros malentendidos en su aplicación. d) Racionalizar la estructura de los programas, pues no hay medición sensata cuando la estructura de los programas no es racional; ello implica revisar principalmente las situaciones de «embrollo» programático, en las que la mezcla o confusión de programas y de objetivos estratégicos carece de fundamento; el desarrollo de sistemas de medición ofrece así la oportunidad de resolver no pocas inconsistencias estructurales. e) Deben desarrollarse series múltiples de mediciones cuando existen usuarios clave con intereses y necesidades diver8 KRAVCHUK y SHACK, «Designing Effective Performance-Measurement Systems under the
Government Performance and Result Act of 1993», Public Administration, julio-agosto 1996, vol. 46, n.º 4.
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sos de información sobre el desempeño. El desempeño de muchos programas estará sometido a interpretaciones diversas y a veces conflictivas. Los diseñadores deben considerar este dato como parte ineludible del proceso político democrático, por lo que deberán incorporar las necesidades de información de todos los usuarios clave, evitando sesgar el proceso de aprendizaje organizacional. f) Al diseñar el sistema de medición deben considerarse las necesidades, aspiraciones y criterios de satisfacción de los clientes; tal consideración debe estar presente tanto en la fase de fijación de objetivos como en la determinación de mediciones; se trata, en definitiva, de evitar el hiato entre la satisfacción de los administradores y la satisfacción de los clientes por el mismo programa. g) Todo diseño enfrentará el dilema entre completud y adaptabilidad; una falta de información puede no permitir realizar inferencias fundadas acerca del desempeño; pero un exceso de información puede introducir sobrecargas inmanejables y un exceso de rigidez en el sistema; los criterios prevalecientes deben ser la suficiencia y la flexibilidad; de hecho, todo sistema debe incorporar un grado mínimo de flexibilidad, pues debe ser capaz de ser adaptado cada vez que se modifiquen los supuestos del programa de que se trate o cada vez que la evaluación o la experiencia revelen inconsistencias en el sistema vigente. La nueva gerencia pública asumió que todo el desempeño podía ser medido y que el principal poseía suficiente conocimiento para fijar unilateral o negociadamente los objetivos de desempeño del agente. De este modo se abría paso a la contractualización de los servicios, ya fuera con agencias estatales, con corporaciones locales, con el sector privado o con organizaciones no gubernamentales. Se asumió que al ciudadano, ahora conceptualizado como cliente, no le interesaba la naturaleza del ente prestador del servicio, sino el estricto cumplimiento por éste de los términos contractuales con el principal. Los contratos de gestión y su supervisión por el principal eran la garantía de que no prevalecerían los intereses de los agentes, ya fueran funcionarios, ya empresas, ya organizaciones no gubernamentales. Pero desde mediados de los noventa, pasada ya más de una década
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desde el inicio de las reformas inspiradas en la nueva gestión pública, se echa de ver que, evaluado por su propio estándar (la restauración de la responsabilidad y la eficacia del gobierno), los resultados del movimiento han sido, cuando menos, equívocos. Muchos autores observan que en los países de tradición británica, tras las reformas, el gobierno es menos responsable y no más eficaz que antes. Ello se debe principalmente a dos razones, ambas relacionadas con la teoría de la agencia subyacente al movimiento: 1) Nuevamente se ha revelado imposible separar la concepción de la ejecución, la política de su implementación. La distinción entre principal y agente no ha podido mantenerse porque la fijación correcta de las metas y objetivos en que se concretan los intereses generales no puede hacerse sin el conocimiento, que sólo se revela durante la ejecución o implementación. La formulación de políticas es un estadio inicial del ciclo de las políticas políticas públicas que se va reformulando a medida que avanza la implementación y, con ella, el conocimiento antes no disponible y que obtienen los implementadores públicos y privados de su propia experiencia o de la relación con los usuarios o clientes. En Gran Bretaña la experiencia muestra que, a pesar de los grandes esfuerzos desarrollados para fortalecer las capacidades de formulación y supervisión de los ministros, las agencias ejecutivas acaban desarrollando un cuasimonopolio de la experticia en el respectivo ámbito de política. Conscientes de ello, los Ministerios, para afirmar sus poderes de dirección, tienden a inmiscuirse en los detalles operativos de la agencia. Por su parte, el ministro puede inhibirse de los defectos de ejecución pretextando que su responsabilidad se agota en la formulación... No parece que la configuración organizativa en base a la relación principal-agente haya mejorado la responsabilidad política democrática pretendida. 2) Al estrechar y simplificar los programas para hacer posible la evaluación por resultados, se ha dificultado considerablemente la coordinación y la colaboración interadministrativa y con los sectores empresariales y sociales. La nueva gerencia pública, con su visión de la Administración Pública como una constelación de agencias ejecutivas, no ha tenido en cuenta que la mayoría de los bienes públicos o intereses generales de los que depende el bienestar de nuestro tiempo no dependen de la acción de un único departamento y agencia, sino que requieren la capacidad de coordinación y colaboración entre una pluralidad de actores públicos, privados y civiles. Los grandes desafíos del bienestar de nuestro tiempo (seguridad, libertades, competitividad, servicios de cohesión
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social, educación, desempleo...) no se corresponden con las jurisdicciones departamentales y no pueden ser alcanzados sólo con la acción pública. 2.3.
Reinventando el Estado regulador y construyendo las nuevas capacidades reguladoras
Un aspecto olvidado por la nueva gerencia pública ha sido la función reguladora del Estado. Dentro de la propia agenda neoliberal, aunque la tendencia general fue la desregulación, nunca se renunció a construir una capacidad reguladora del Estado que remediara los innegables fallos del mercado, sin dejar de considerar en ningún caso lo que la economía de la elección pública ha llamado los «fallos del Estado»9. Hoy, más allá del debate entre neoliberales y socialdemócratas, se reconoce generalmente que la construcción de capacidades institucionales para producir regulaciones de calidad es un aspecto clave de la modernización administrativa de nuestro tiempo. Hay que acabar de una vez con la falsa cuestión de si tendríamos que tener más o menos gobierno o más o menos mercados libres. Esas dicotomías son demasiado crudas. Los mercados dependen de los gobiernos. Algunas veces, los gobiernos pueden mejorar los mercados existentes mediante la creación de buenos incentivos para comportamientos socialmente deseables. Algunas veces, los mercados deben ser complementados por servicios gubernamentales como los de educación, formación y salud. No hay inconsistencia entre urgir una mayor confianza en los mecanismos del mercado en determinadas áreas y en insistir a la vez en un mayor rol para el sector público en otras. Los problemas no se enfrentan adecuadamente preguntándonos si debería existir más 9 El concepto de regulación que utilizaremos en este trabajo es muy amplio, en la misma lí-
nea adoptada por la OCDE. Por regulación entenderemos toda la serie de instrumentos mediante los cuales los gobiernos establecen requerimientos sobre la libre actividad de las empresas y de los ciudadanos. En este sentido, las regulaciones son limitaciones impuestas a la libertad de los ciudadanos y de las empresas por presumibles razones de interés público. Las regulaciones, así entendidas, se expresan tanto en leyes como en reglamentos y órdenes o actos administrativos producidos en los diferentes niveles de gobierno o en las organizaciones no gubernamentales o autorreguladas que tengan poderes reguladores delegados.
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o menos regulación. La cuestión real es qué clase de regulaciones (incluyendo las que hacen posibles los mercados) promueven el bienestar humano en diferentes contextos y cómo conquistar la capacidad para producir y administrar eficazmente tales regulaciones10. Cuando las regulaciones son inapropiadas pueden resultar en costes o ineficiencias sustanciales impuestos tanto sobre el sector regulado como sobre la economía en su conjunto. Tales costes pueden emerger de diversas formas. Las malas regulaciones pueden desincentivar la economía de recursos por las empresas, lo que puede traducirse en sobreinversión en capital o en exceso de fuerza de trabajo o en una organización ineficiente de la producción. La falta de competencia producida por los malos marcos reguladores puede resultar en la captura de un exceso de renta por los productores y/o los trabajadores, que percibirán beneficios y/o salarios superiores a los correspondientes a un mercado competitivo, trasladando este exceso sobre los precios o las transferencias presupuestarias y perjudicando a la economía en su conjunto. Las regulaciones inapropiadas pueden imponer costes innecesarios de cumplimiento de los requerimientos reguladores tanto sobre los gobiernos como sobre las empresas y los consumidores y usuarios. Además, existe ya suficiente evidencia en contra de la suposición tradicional de que los excesos en beneficios derivados de la atribución por la regulación de una posición de poder en el mercado se traducirán en tasas más elevadas de inversión en investigación y desarrollo y en innovación. Antes al contrario, todo parece indicar que la falta de competencia tiende a disminuir los incentivos para las empresas de perseguir innovaciones tecnológicas en la producción o en la creación de nuevos bienes y servicios. En suma, los resultados directos de las regulaciones inapropiadas en un sector particular se van a traducir, muy 10 C. R. SUNSTEIN, Free Markets and Social Justice, New York: Oxford University Press, 1997, p. 7.
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probablemente, en costos y precios más elevados, en una mala asignación de recursos, en falta de innovación del producto y en pobre calidad del servicio. La conciencia de los costes derivados de las malas regulaciones ha ido paralela a la de los beneficios que podían obtenerse mediante el desarrollo de la capacidad para producir regulaciones apropiadas. De ahí que en muchos países, y especialmente en los de la OCDE, se haya introducido el tema en la agenda política y hayan surgido políticas y programas de reforma y mejora de la capacidad y calidad reguladora. Estudios realizados por la OCDE muestran que las reformas reguladoras pueden producir avances de productividad en prácticamente todos los sectores. Los estudios se basan en la apreciación de diferencias sustanciales entre países por lo que hace a los niveles de productividad del capital y del trabajo que no pueden explicarse en términos de dotación de recursos, así como en las experiencias en curso de reformas reguladoras en diversos países miembros y en una serie de estudios nacionales. El objetivo para mejorar la eficiencia a través de la mejora de las regulaciones resulta amplio (hasta un 40% de incremento en el factor de productividad total en las industrias de electricidad y telecomunicaciones de Alemania, Francia y España). Existen potenciales similares en Japón, Holanda y Suecia. El potencial es menor en Estados Unidos y el Reino Unido, por haberse producido ya buena parte de las reformas. Las experiencias en curso confirman también los beneficios esperables de las reformas. Las reformas emprendidas por los Estados Unidos y el Reino Unido en diversos sectores, y las experimentadas por otros países de la OCDE en los sectores financiero, del transporte terrestre y por carretera, en telecomunicaciones y en energía, son concluyentes en este sentido. Otros países investigados en este informe, tales como Holanda, Suecia y España, muestran similar potencial de mejora de la productividad agregada a través de la reforma de los marcos y administraciones reguladoras. La reforma puede implicar, desde luego, costos a corto plazo en sectores y países con altos niveles de ineficiencia. Las altas ganancias de productividad que se estiman para Europa pueden ir
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acompañadas de pérdidas de empleos en sectores específicos. Pero, como muestra la experiencia en telecomunicaciones, tales pérdidas pueden compensarse mediante el incremento de la demanda y de la producción tecnológicamente innovada en diversos sectores. Otras pérdidas no son reales al derivarse de la externalización decidida para muchas tareas previamente internalizadas por los operadores. Las pérdidas pueden también moderarse en la medida en que la innovación y los menores precios incrementan la demanda de los bienes y servicios producidos por el sector regulado o inducen un crecimiento más rápido en otros sectores. A largo plazo, el impacto de la reforma reguladora sobre el empleo no será significativo y, en la medida en que las ganancias de productividad sectorial no sean absorbidas inmediatamente por incrementos salariales en los sectores concernidos, hasta puede producir un efecto positivo sobre el empleo11. Un marco regulador viene constituido no sólo por los contenidos reguladores, sino también por el mecanismo elegido para asegurar su cumplimiento. Cuando el legislador ha decidido regular una determinada actividad o sector, su problema no es sólo determinar los contenidos de la regulación, sino si procederá y en qué medida a delegar parte de dicha determinación; qué poderes de supervisión conferirá a la autoridad administrativa delegada; qué grado de discrecionalidad e independencia tendrá ésta; cómo se nombran sus dirigentes; cuál será el régimen de su personal; a qué procedimientos deberá someter el ejercicio de sus atribuciones y qué derecho de participación se reconocerá a los grupos interesados; qué grado se pretende de revisión judicial y de supervisión legislativa... Asegurar la calidad de la intervención reguladora es también tener la capacidad de plantearse y enfrentar positivamente todo este tipo de cuestiones. Además, la forma en que se resuelvan estas cuestiones no sólo es importante para superar un fallo del mercado. También lo es porque en buena medida determina el «quién gana qué» en el proceso político. La opción institucional por un determinado arreglo administrativo determina la distinta capacidad de los funcionarios, de los diversos grupos de interés y de los representantes electos para influir eficazmente en las decisiones administrativas. También de11 OCDE, http://www.oecd.org/puma/regref, 1998, pp. 1-2.
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termina en buena medida el sistema de incentivos que estos actores enfrentan12. Las políticas o programas de reforma de las regulaciones sólo comenzaron a germinar en los setenta, a desarrollarse en los ochenta y a implantarse con fuerza en los noventa. Su implantación está relacionada con la mayor o menor calidad del proceso político democrático vigente en cada país. Por su propia estructura, el intercambio político que se produce en la elaboración y aplicación de las regulaciones es altamente imperfecto dada la prevalencia en el mismo de los grupos de interés altamente concentrado sobre los grupos de intereses difusos. A mayor concentración de los intereses, mayores son los costes o beneficios directamente derivables de la regulación por sus titulares y menores son los costes de organización y participación en la producción y administración de la regulación. Cuanto más difusos son los intereses, más se diluyen los beneficios y cargas individuales y mayor resulta el coste de la organización y participación. De ahí deriva otra observación obvia: la calidad del proceso político de un determinado país, apreciada en función de la capacidad del sistema político para representar equilibradamente todos los intereses implicados, determinará en gran medida la calidad de las regulaciones. Lo anterior explica también por qué ha sido y sigue siendo tan difícil poner en marcha la reforma de las regulaciones, a pesar de existir evidencias sobradas sobre los altos costes económicos y sociales que deben pagarse por la inadecuación de las mismas. En realidad, la resistencia al cambio sólo ha podido vencerse cuando han surgido nuevos actores que han roto el corporativismo tripartito tradicional que subyacía a muchos viejos marcos reguladores y expresaba principal o exclusivamente los intereses patronales, político-administrativos y sindicales. La emergencia de nuevos actores (diversificación de los intereses empresariales y laborales, ecologistas, consumidores y otros) se corresponde con la debilitación o fraccionamiento de los viejos actores corporativos y ha transformado el proceso político. Ello, unido a las presiones derivadas de la globalización y la mayor competencia internacional, ha hecho saltar por los aires el viejo modelo tecnocrático y centralizado de producción de regulaciones. Las dificultades siguen siendo, sin embargo, considerables, y tanto mayores cuanto más imperfecto resulte el sistema político. 12 M. J. HORN, The Political Economy of Public Administration. Institutional Choice in the Public Sector, Cambridge, Mass.: Cambridge U.P., 1995.
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Existe una dinámica política pro reguladora derivada del hecho de que la producción de las regulaciones es un expediente apropiado para conquistar intereses de grupo a costa de los intereses más difusos de los consumidores, de las próximas generaciones y, en general, de los grupos escasa o nulamente relevantes en el proceso político. Esta dinámica se ve fortalecida por la ausencia de genuinos mecanismos de rendición de cuentas y responsabilidad, aun en el caso de poderse demostrar fácilmente los costes innecesariamente impuestos por muchas regulaciones. Por ejemplo, el coste total para las empresas y los ciudadanos del cumplimiento de las regulaciones es desconocido en la generalidad de los países de la OCDE, a pesar de que los estudios disponibles sugieren que es sustancial. En los Estados Unidos, el coste anual agregado del cumplimiento por los ciudadanos, empresas y gobiernos descentralizados de las regulaciones federales se estimó en torno a los 500 billones de dólares para 1992, lo que representaba el 10% del PIB y unos 5.000 dólares por hogar. En Australia dicho coste se estimó que ascendía al 9,14% del PIB en 1986, y los incrementos en el PIB derivables de una reducción a las barreras reguladoras a la competencia se estimaron en un potencial del 5,5% anual. La tarea es enorme y difícil. La calidad reguladora es un bien público que tiene pocos protectores y muchos detractores. Es un bien público porque, aunque todos percibimos sus beneficios, pocos son los que están realmente incentivados para mantener y mejorar la salud del sistema regulador... (OCDE, 1998, p. 2, cit.). La OCDE ha establecido tres fases en la reciente construcción histórica de las capacidades reguladoras. La primera se inició a finales de los setenta y se desarrolló a lo largo de los ochenta y puede llamarse de desregulación y desburocratización. Se persiguieron principalmente tres objetivos: 1) eliminar todas las barreras a la libre competencia impuestas por las regulaciones existentes que no estuvieran justificadas por la preservación de intereses o bienes públicos; 2) eliminar los costes y cargas de cumplimiento de las obligaciones impuestas por regulación cuando no estuvieran estrictamente justificados; 3) combatir la inflación y confusión normativa mediante la codificación, simplificación y transparencia de las regulaciones vigentes. En esta primera fase el trabajo se
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orientó, pues, a revisar las regulaciones producidas en el pasado. Se trataba, pues, de una fase reactiva, en la que el concepto de calidad reguladora fue limitado o inexistente. El volumen y la complejidad de leyes, reglamentaciones, exigencias y formalidades administrativas ha alcanzado un nivel récord en los países de la OCDE, superando la capacidad de los responsables de la regulación de asegurar la aplicación efectiva de sus prescripciones, la capacidad del sector privado para cumplirlas y de los elegidos para controlar la acción gubernamental. La inflación reglamentaria perjudica de manera desproporcionada a las pequeñas y medianas empresas y multiplica las posibilidades de mal uso por la Administración de sus poderes y los riesgos de corrupción. En Italia, por ejemplo, existe tal proliferación de leyes y reglamentaciones en todos los ámbitos que ni las empresas ni los administradores públicos saben con certidumbre qué reglamentación es aplicable. En tales casos, la aplicación de la ley se hace sobre la base de negociaciones caso por caso con las autoridades responsables. Las incertidumbres y el espacio así abierto al abuso constituyen, a juicio de algunos analistas, uno de los elementos que explican la débil tasa de inversión en la actividad comercial de este país. Las pequeñas y medianas empresas resultan especialmente penalizadas por esta situación, pues son menos capaces de orientarse por los arcanos de las regulaciones y la burocracia y para ellas el coste de cumplimiento de las regulaciones es más elevado. En Francia gastan un promedio de 34.000 dólares anuales en cumplimiento de formalidades. En Canadá, las formalidades absorben el 8% de la cifra de negocio de las empresas más pequeñas y el 2% de las grandes. En Holanda, el coste por asalariado de las formalidades representa seis veces más para las pequeñas empresas que para las grandes. Teniendo en cuenta que las pequeñas y medianas empresas representan entre el 40 y el 80%, del empleo total, según el país considerado, y que prácticamente todo el empleo nuevo creado en Europa en los últimos años lo ha sido en este tipo de empresa, no parece irrelevante incluir la desregulación y la desburocratización como un tema fuerte de la agenda de desarrollo económico y social actual.
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El momento desregularizador y desburocratizador, a pesar de sus logros evidentes, no consiguió contener el flujo desbordante de producción reguladora ni mejoró sensiblemente la transparencia, es decir, la claridad y seguridad en la definición de las obligaciones jurídicas impuestas por las regulaciones ni el acceso a la elaboración y aplicación de las mismas. Se inició entonces un nuevo movimiento dirigido a asegurar la calidad individual de las nuevas regulaciones. Esta segunda fase se gestó a lo largo de los ochenta y se ha puesto en práctica principalmente durante los noventa. Su objetivo fundamental ha sido, y sigue siendo, la mejora de la calidad de cada una de las nuevas regulaciones mediante la introducción de toda una serie de nuevos arreglos institucionales e instrumentos técnicos tales como la mejora de la información, consulta y participación públicas, la utilización de principios para la buena decisión reguladora como son los incorporados a las checklists, o el análisis del impacto de las regulaciones. En esta lógica, tras considerar las mejores prácticas internacionalmente utilizadas, el Consejo de la OCDE, en 1995, adoptó el primer estándar internacional sobre calidad de las regulaciones, que se concretó en una checklist para la adopción de decisiones reguladoras, que incluía las diez preguntas siguientes: 1) ¿Ha sido correctamente identificado el problema, su naturaleza, su génesis y los actores e intereses implicados? 2) ¿Se encuentra justificada la acción del gobierno dada la naturaleza del problema, los costes y beneficios de la acción realistamente estimados y los mecanismos alternativos existentes para enfrentar el problema? 3) ¿Constituye la regulación la mejor forma de acción o existen instrumentos alternativos más convenientes en términos de coste-beneficio, impactos redistributivos o requerimientos administrativos? 4) ¿Respeta la regulación propuesta, en su contenido y procedimiento de elaboración, las exigencias del Estado de Derecho? 5) ¿Se adopta la regulación al nivel de gobierno más apropiado? Y cuando varios niveles gubernamentales están implicados, ¿se han previsto los niveles de coordinación necesarios? 6) ¿Los beneficios esperados explícitamente de la regulación justifican sus costes de acuerdo con un análisis y estimación realistas? ¿Se ha determinado previamente y hecho transparente la distribución de costes y beneficios que la regulación producirá entre los diversos intereses y grupos sociales? 7) ¿Resulta la regulación clara, consistente, comprensible y accesible a los usuarios? 8) ¿Han tenido todos los grupos interesados la oportunidad de expresar sus puntos de vista y han estado efectivamente considerados? ¿Cómo se conseguirá el cumplimiento efectivo de la regulación?
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La utilización efectiva y progresiva de esta técnica de la checklist, junto con la muy cercana de análisis del impacto de la regulación, está constituyendo un paso importante dado en diversos países para reducir la arbitrariedad en la elaboración y aplicación de regulaciones. Con ello se reduce también el espacio abierto a la captura del proceso regulador por grupos especiales de interés en perjuicio de la eficiencia económica y la equidad distributiva. En algunos países, tales principios de buena regulación se corresponden o se están convirtiendo en principios generales del Derecho que inspiran el mejoramiento de las prácticas organizativas internas o de la legislación sobre el procedimiento de elaboración de normas legislativas y reglamentarias, y hasta la propia jurisprudencia en revisión de las regulaciones (OCDE, 1995). Sin embargo, cuando la reforma de las regulaciones se centra casi exclusivamente en el mejoramiento de la calidad de cada nueva regulación se pierde la perspectiva del sistema regulador en su conjunto. En efecto, los problemas que más presionan para mejorar la calidad de las regulaciones (tales como el del coste agregado para los ciudadanos y las empresas del conjunto de regulaciones incidentes en un determinado sector, o el de la complejidad, cantidad y consistencia entre regulaciones, o el de la transparencia, acceso y consideración real del conjunto de intereses concernidos, o el del grado de apertura o privacidad a garantizar, o el del tipo de arreglos o alternativa administrativa más adecuada para la aplicación de las normas..., por sólo citar unos cuantos) proceden del desarrollo y funcionamiento del sistema regulador en su conjunto y no son detectables ni pueden ser debidamente abordados en el momento de la elaboración y aplicación de cada específica regulación. Esta percepción ha determinado el paso a la tercera fase, en la que se trata de crear la capacidad institucional necesaria para gerenciar debidamente el sistema regulador. Los objetivos de las políticas reguladoras correspondientes a esta tercera fase son más amplios que en las dos anteriores: gestionar los efectos agregados del conjunto de regulaciones; mejorar la efectividad de los regímenes regulatorios; mejorar la flexibilidad o capacidad de adaptación al cambio de dichos regímenes; implementar reformas estructurales a largo plazo del sistema regulador vigente; gestionar el fenómeno de la globalización de las regulaciones resultante de la globalización general; proponer y utilizar alternativas a la intervención mediante regulaciones; asegurar la transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad del conjunto del sistema regulador. Se trata de capacidades políticas y de gestión nuevas que demandan su propia institucionalidad de producción, ya que no pueden emerger de
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las instituciones previamente existentes, a las que era ajeno este nuevo rol, y que, como máximo, podían cuidar de la calidad de cada regulación singular. De ahí procede el que muchos países de la OCDE, más allá de las específicas agencias reguladoras, estén creando nuevos cuerpos o asignando a cuerpos anteriores la nueva responsabilidad de la gestión del sistema regulador en su conjunto. El movimiento se está plasmando en las formas organizativas más diversas: agencias especializadas en la reforma del sistema regulador, comités consultivos, comités gubernamentales para la calidad reguladora, comités parlamentarios y comités intergubernamentales. Algunos observadores consideran que se apunta hacia la creación de un nuevo sistema gerencial central complementador de otros tradicionales como el de gestión de recursos financieros o humanos. Sea como fuere, la variedad de formas organizativas hoy observables en los 13 países estudiados por la OCDE es muy grande y lo que el establecimiento de tales sistemas centrales implica no es el desapoderamiento de las autoridades reguladoras ministeriales o independientes, sino la necesidad de coordinar y completar la acción de éstas con la de una nueva instancia responsable de la calidad del sistema regulador en su conjunto (OCDE, 1998, cit.). En el año 2000, una misión de la OCDE realizó un estudio sobre la reforma de las regulaciones en España13, el cual contiene, entre otros, un «informe de base sobre la capacidad del gobierno para asegurar la calidad reguladora». Tras reconocer el gran esfuerzo realizado por España, especialmente con ocasión y como consecuencia de su adhesión a la UE, el informe plantea una serie de recomendaciones que conservan plena vigencia: «Se han dado pasos necesarios, pero no son suficientes para alcanzar mejorar el entorno para el crecimiento de las empresas, especialmente las pequeñas y medianas. Por ejemplo, la eficiencia de alcanzar objetivos de política social, tales como la calidad medioambiental, mediante regulaciones y formalidades administrativas no ha merecido suficiente atención. La reforma en estas áreas produciría grandes beneficios. Fortalecer la gestión reguladora, a través de una unidad especializada, que supervise el uso de los poderes reguladores en toda la Administración, resulta también necesario. Establecer estándares de calidad reguladora hará más transparentes las malas re13 OECD reviews of regulatory reform, Regulatory Reform in Spain, París: Governance, OECD, 2000.
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gulaciones y reducirá la amplia discrecionalidad de que gozan los ministros. La interdependencia de ambos elementos —estándares de calidad reforzados por un cuerpo efectivo de supervisión— podría mejorar la calidad reguladora y promover un cambio cultural en la Administración. Estas reformas deberían también estimular al sistema regulador español a pasar de la lógica de “mandato y control” y la aproximación legalista a una lógica favorecedora del cumplimiento y a una aproximación basada en el desempeño. Para apoyar este cambio, el cuestionario actual de evaluación debería convertirse en un verdadero análisis de impacto regulador públicamente accesible. “Noticia y comentario” debería requerirse para toda nueva propuesta reguladora con el fin de fortalecer la consulta de los interesados. Finalmente, los gobiernos regionales y locales, que tienen un papel creciente en los temas reguladores, necesitan implicarse más para asegurar que todos los beneficios derivados de las reformas se extienden al conjunto del sistema regulador español. Potencialmente podrían obtenerse grandes beneficios si el Gobierno español: • adoptara una amplia política sobre la reforma reguladora que establezca objetivos claros, principios de responsabilidad y marcos para su implementación; • estableciera una unidad de supervisión que: 1) tenga autoridad legal para hacer recomendaciones al Consejo de Ministros; 2) disponga de capacidad para coordinar el programa en toda la Administración; 3) disponga de un secretariado con bastantes recursos y capacidades analíticas para proveer opiniones independientes sobre cuestiones reguladoras; • revisara los cuestionarios de evaluación existentes para conformarlos con las mejores prácticas de la OCDE y lo hiciera obligatorio para toda propuesta reguladora, incluidas las órdenes ministeriales, así como dando publicidad a las respuestas en tanto que parte del proceso de participación y consulta; • implementara un programa progresivo de implantación del análisis del impacto regulador para todas las regulaciones nuevas y las revisiones de las anteriores; el análisis avanzaría paso a paso, comenzando por el de los costes de los impactos directos y la apreciación cualitativa de los beneficios, para avanzar progresivamente a formas más rigurosas y cuantitativas de análisis a medida que se construyan las correspondiente capacidades en la Administración;
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• mejorara la transparencia haciendo progresar el proceso de consulta pública existente mediante la adopción de un sistema uniforme de noticia y comentario y mediante el lanzamiento de un programa de codificación que reduzca la incertidumbre legal; • establecer un registro centralizado de seguridad positiva (vinculante para la Administración) en el que se contengan todos los requerimientos reguladores; • fortalecer la política de simplificación administrativa mediante: 1) el aseguramiento de que los estándares y principios de calidad son utilizados en la revisión de las formalidades vigentes; 2) dotando a la Comisión de Simplificación de un secretariado dedicado con experticia analítica y recursos suficientes, y 3) estableciendo como alta prioridad la reducción o simplificación de autorizaciones, licencias y permisos; • fomentando la reforma reguladora mediante la coordinación de iniciativas con las Comunidades Autónomas y las Municipalidades y asistiéndolas para que desarrollen las capacidades de gestión de la calidad reguladora»14. Habida cuenta de las dificultades antes expuestas para una reforma reguladora de la envergadura de la planteada (en especial la oposición entre intereses concentrados e intereses difusos), creemos que si dicha reforma se deja a las meras fuerzas reformistas del Gobierno los avances que se lograran serían escasos. Por eso proponemos la elaboración de un libro blanco sobre la reforma reguladora en España, elaborado por una comisión independiente que integre funcionarios, expertos y representantes de grupos de interés económicos y sociales, que sirva como base de un amplio proceso deliberativo capaz de generar presión sobre los diversos gobiernos territoriales para la adopción coordinada de las políticas de reforma propuestas. Como pasos importantes que pueden acompañar o anticipar el proceso del libro blanco podrían considerarse: 1) desarrollar, mediante programas de formación, competencias reguladoras en todo el funcionariado involucrado en la elaboración y revisión de regulaciones; 2) crear una comisión técnica que, en consulta con todos los intereses concernidos por cada regulación considerada, proceda, selectivamente, a proponer las reformas en las regulaciones vigentes que produzcan notorias reducciones de costes innecesariamente impuestos a los ciudadanos y empresas; 3) proceder 14 Ibidem, pp. 104-105.
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a una reformulación del marco legal para la elaboración de proyectos de ley y de reglamentos con la finalidad de establecer un procedimiento de elaboración que garantice la transparencia y la calidad y la «razonabilidad» de la regulación resultante. 2.4. 2.4.1.
La gobernanza como modo de gobernación característico de nuestro tiempo Características de la gobernanza
El paradigma de las reformas cambia de nuevo a mediados de los noventa, en buena parte por la incapacidad de la nueva gestión pública de resolver los problemas antes expuestos de la delegación democrática y de la provisión de bienes públicos que exigen la colaboración interdepartamental o interagencias. Desde mediados de los noventa, emerge un consenso creciente en torno a que la eficacia y la legitimidad del actuar público se fundamentan en la calidad de la interacción entre los distintos niveles de gobierno y entre éstos y las organizaciones empresariales y de la sociedad civil. Los nuevos modos de gobernar en que esto se plasma tienden a ser reconocidos como gobernanza, gobierno relacional o en redes de interacción público-privado-civil a lo largo del eje local/global. La reforma de las estructuras y procedimientos de las Administraciones Públicas pasa a ser considerada desde la lógica de su contribución a las redes de interacción o estructuras y procesos de gobernanza referidos. En efecto, tanto la teoría administrativa como las políticas de reforma administrativa en los últimos tiempos (desde la recesión del movimiento de la nueva gestión pública, a mediados de los noventa) en los países de la OCDE han establecido como foco de análisis no la estructura y funcionamiento de las organizaciones públicas, sino las interacciones entre los diversos niveles de éstas y entre ellas y las organizaciones privadas y de la sociedad civil, sin dejar de considerar nunca a la persona, el ciudadano (no el cliente), como el referente último de todo el actuar público. Esto no quiere decir que se abandone la consideración de la estructura, las funciones y los procesos administrativos públicos, sino que el estudio y la reforma de éstos se sitúan en el ámbito de las interacciones entre lo público-privado-civil, es decir, de los desafíos que dicha interacción presenta para la actualización de las instituciones y capacidades institucionales tradicionales.
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A esto se alude con la referencia, cada vez más generalizada en el lenguaje político y administrativo comparado, a la gobernanza, al gobierno interactivo, al gobierno emprendedor, al gobierno socio o facilitador... A ello corresponde también el actuar diario de los directivos políticos y gerenciales de nuestras Administraciones Públicas. En España estamos ante una situación de «realidades en busca de teoría». La metáfora de las «redes» tiende a expresar esta realidad: la práctica cotidiana de los políticos y gerentes públicos pasa por crear y gerenciar estas redes de actores diversos, autónomos e interdependientes, sin cuya colaboración resulta imposible enfrentar los desafíos más urgentes de nuestro tiempo. Los nuevos modos de gobernación que se reconocen crecientemente como «gobernanza» no significan anulación, sino modulación y reequilibrio de los anteriores. Como señala Koiman15, estamos asistiendo más a un cambio por reequilibrio que a una alteración por abandono de las funciones estatales tradicionales. Hay un incremento de los roles del gobierno como socio facilitador y cooperador. Pero ello no determina la obsolescencia de las funciones tradicionales. La gobernanza moderna se explica por una conciencia creciente de que: • Los gobiernos no son los únicos actores que enfrentan las grandes cuestiones sociales. Éstas son hoy desafíos también para las organizaciones de la sociedad civil y las empresas. • Para enfrentar eficazmente esas grandes cuestiones, además de los modos tradicionales de gobernación (burocracia y gerencia), debemos contar con nuevos modos de gobernanza. Ésta no elimina en absoluto la burocracia ni la gerencia, convive con ellas y designa sencillamente el cambio de foco en la búsqueda del buen gobierno. • No hay un modelo único de gobernanza: las estructuras de gobernanza deben diferir según el nivel de gobierno y el sector de actuación administrativa considerados. A diferencia del universalismo de la burocracia y la gerencia pública, la gobernanza es multifacética y plural, busca la eficiencia adaptativa y exige flexibilidad, experimentación, aprendizaje por prueba y error. • Las cuestiones o desafíos sociales hoy son el resultado de la interacción entre varios factores que rara vez son plenamente conocidos ni 15 J. KOIMAN, Governing as Governance, en www.iigov.org. Conferencia Internacional
«Democracia, Gobernanza y Bienestar en las Sociedades Globales», Barcelona, 27-29 de noviembre de 2003. Básicamente, seguimos el marco conceptual y analítico propuesto por este autor.
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están causados ni se hallan bajo el control de un solo actor. El conocimiento y los recursos de control son siempre limitados y presentan márgenes de incertidumbre y, además, se hallan fragmentados entre los diversos actores involucrados. Sin articular la cooperación entre éstos, difícilmente puede lograrse una decisión razonable. • Los objetivos de la gobernación no son fáciles de decidir y están sujetos a revisión frecuente. Los intereses generales se componen en procesos de conflicto, negociación y consenso entre los diversos actores involucrados. No hay interés general trascendente a los intereses sociales y privados. No hay monopolio de los intereses generales por las organizaciones gubernamentales. • Sólo mediante la creación de estructuras y procesos sociopolíticos interactivos que estimulen la comunicación entre los actores involucrados y la creación de responsabilidades comunes, además de las individuales y diferenciadas, puede hoy asegurarse la gobernación legítima y eficaz. • El gran desafío de las reformas administrativas hoy es reestructurar las responsabilidades, tareas y actividades de la gobernación en base a la integración y a la diferenciación de las diversas inquietudes e intereses y de los actores que los expresan en los diversos procesos de interacción. El gran desafío es hoy hacer productivas las interacciones en que consiste la gobernación. • Para ello, tanto las reformas como la teoría tienen que focalizarse en la interacción más que, como sucedía en la aproximación tradicional, en el gobierno como actor único o sobredeterminante de la gobernación. La Comisión Europea, en la preparación de su Libro Blanco sobre la Gobernanza de 2001, adoptó la visión de que el modelo de gobernanza por redes se adaptaba mejor que los modelos jerárquicos tradicionales al contexto socio-económico actual, que se caracteriza por los cambios rápidos, la fragmentación y problemas de políticas interconectados y complejos. Romano Prodi, al presentar el Libro Blanco al Parlamento, argumentaba que «tenemos que dejar de pensar en términos de niveles jerárquicos de competencias separadas por el principio de subsidiariedad y comenzar a pensar en arreglos en red entre todos los niveles de gobierno, los cuales conjuntamente enmarcan, proponen, implementan y supervisan las políticas». Más explícita resultaba todavía la experiencia de las ciudades europeas, tal como se señalaba en la contribución de Eurocities a los trabajos de consulta del Libro Blanco: «Nuestras ciudades vienen desarrollando asociaciones entre el sector público, voluntario
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y privado sobre bases cada vez más sistemáticas. Estamos abandonando un modelo de gobierno de arriba abajo. En su lugar estamos haciendo evolucionar modelos más participativos de gobernanza comprometiendo, envolviendo y trabajando mucho más con los ciudadanos, grupos locales, empresas y agencias asociadas»16. El concepto de gobernanza desarrollado desde la Comisión Europea no reduce el papel de los gobiernos a un actor más en las redes o estructuras de interdependencia en que la gobernanza consiste. Los gobiernos tienen una legitimidad y una responsabilidad diferenciada y reforzada. La gobernanza no quita nada al valor de la representación democrática, aunque plantea condiciones más complejas para el ejercicio efectivo de la autoridad. La gobernanza no elimina, sino que refuerza el papel de emprendedor, facilitador, mediador, dirimidor de conflictos, negociador y formulador de reglas que corresponde a los gobiernos; pero reconoce que algunas de estas funciones pueden ser también ejercidas por otros actores empresariales o sociales. Por encima del enjambre de opiniones doctrinales propias de la etapa de nacimiento de un nuevo paradigma, la gobernanza no elimina la necesidad de los gobiernos, aunque replantea sus roles, formas organizativas y procedimentales, los instrumentos de gestión pública, las competencias de los funcionarios y las capacidades de dirección política de la Administración. «Teniendo en cuenta el carácter horizontal de las redes y el poder coactivo de los poderes públicos, éstos pueden optar por diferentes estrategias. En primer lugar pueden decidir no incorporarse a las redes e imponer sus ideas y objetivos a los actores que participen. En segundo lugar pueden decidir incorporarse a las redes y utilizar fórmulas de cooperación con el resto de actores. Una tercera opción es adoptar el papel de gestor de las redes, facilitando los procesos de interacción entre los actores y en el caso de bloqueo o estancamiento reimpulsar los procesos a través de la mediación o el arbitraje. Finalmente los gobiernos pueden construir redes y mantener la estabilidad y seguridad a través de su especial autoridad» (Agustín Cerrillo, La Gobernanza y sus Repercusiones en el Derecho Administrativo, texto inédito).
16 El Diccionario de la Real Academia de la Lengua ha incluido una nueva definición de
gobernanza (un viejo galicismo en desuso) en su última edición, entendiéndola como «el arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía».
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2.4.2.
Principios de buena gobernanza
El reconocimiento de la necesidad de la gobernanza en todos los ámbitos del actuar administrativo, en que la complejidad, diversidad, dinamismo e interdependencia implicados por la definición y realización de los intereses generales hacen que los modos de gobernación tradicionales de la jerarquía y la gerencia no resulten ni eficaces, ni eficientes, ni efectivos, ni legítimos, no deja de plantear considerables problemas. El primero y fundamental es el de la relación potencialmente conflictiva entre democracia y gobernanza. Para que una estructura interactiva de gobernanza sea democrática es preciso que el conjunto de intereses concernidos por el proceso decisional se encuentren simétricamente representados en el proceso decisional público de que se trate. Un mero partenariado entre sector público y privado puede constituir gobernanza, pero no será democrático sino en la medida en que los intereses sociales tengan oportunidad efectiva para organizarse, informarse y participar en la interacción decisional. La gobernanza no es, pues, sólo ni lobby ni participación. Estos conceptos pueden ser plenamente operativos en los modos de gobernación representados por la burocracia y la gerencia, pues por sí no implican interacción decisional. Si no se maneja un concepto exigente de democracia y se reduce éste, por ejemplo, al concepto de poliarquía de Robert Dahl, el conflicto entre gobernanza y democracia está servido. Si las estructuras de interacción decisional características de la gobernanza permiten la exclusión o el ninguneo de grupos de interés significativos, el riesgo de deslegitimación o desafección democrática es muy elevado. Y el de inefectividad de la decisión también, pues es bien sabido que los intereses difusos que no pueden superar los costes de organización y participación ex ante pueden hacerlo perfectamente ex post, actuando como veto players en el momento de la ejecución de la decisión. Si la democracia tiene su fundamento axiológico en el valor igual de toda vida humana, del que se deriva el fundamento político del derecho a la igual participación en el proceso político, cuando se rompe el mito de la exclusiva vinculación de los representantes democráticos a los intereses generales y se reconoce la necesidad de formular e implementar las decisiones públicas en redes de interacción, el ideal democrático exige la inclusión simétrica en las mismas de todos los intereses concernidos. Ello, sin duda, comporta nuevas exigencias para las autoridades públi-
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cas en relación al fomento de la organización, información y participación de aquellos intereses difusos que soportan los mayores costes. Se abre así todo un campo de acción gubernamental a favor del fortalecimiento de las organizaciones autónomas de la sociedad civil para su inclusión en las estructuras de gobernanza, lo que incluye y supera a la vez el planteamiento tradicional de la participación ciudadana. A pesar de su juventud, las redes ya han sido objeto de crítica al considerarlas estructuras de representación de intereses poco transparentes e impenetrables que amenazan la efectividad, eficacia, eficiencia y legitimación democrática del sector público. Kickert ha sistematizado esas críticas: • Los gobiernos pueden desatender el interés general dado que participar en redes implica negociar y llegar a compromisos, lo que impide realizar los objetivos preestablecidos. • Las redes de gobernanza pueden obstaculizar los cambios e innovaciones políticos al dar un peso excesivo a los diversos intereses implicados. • Los procesos decisionales pueden no ser transparentes. La interacción formal, las estructuras de consulta complejas y el solapamiento de las posiciones administrativas hacen imposible determinar quién es responsable de cada decisión. • Si la estructura decisional verdadera se encuentra en la interacción entre los intereses privados, sociales y los gobiernos, el margen dejado para la intervención parlamentaria y los órganos de autoridad representativa es escaso, lo que puede plantear déficits democráticos graves. Frente a estas amenazas, las redes de gobernanza presentan aspectos positivos que están justificando su uso y extensión: • La formulación e implementación de políticas se enriquece con la información, el conocimiento y la colaboración aportados por los diversos actores interactuantes. • Las políticas y su implementación pueden alcanzar una mayor aceptación y legitimación social, consiguiendo una ejecución menos costosa y más efectiva. • La participación interactiva y simétrica supone que una amplia variedad de intereses y valores serán tenidos igualmente en cuenta, lo que favorece el principio democrático.
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• Las redes incrementan las capacidades unilaterales de los gobiernos para orientar la definición y solución de las cuestiones sociales, incrementándose así su efectividad y eficacia. • Las redes reducen los costes de transacción en situaciones de toma de decisión complejas al proveer una base de conocimiento común, experiencia y orientación, lo que reduce la inseguridad al promover el intercambio mutuo de información. • Las redes pueden reequilibrar las asimetrías de poder al aportar canales adicionales de influencia más allá de las estructuras formales. • Las redes incrementan el capital social de las comunidades17. El Libro Blanco de la Gobernanza Europea ha avanzado cinco principios de una buena gobernanza: «apertura, participación, responsabilidad, eficacia y coherencia. Cada uno de estos principios resulta esencial para la instauración de una gobernanza más democrática. No sólo son la base de la democracia y el Estado de Derecho de los Estados miembros, sino que pueden aplicarse a todos los niveles de gobierno: mundial, europeo, nacional, regional y local... La aplicación de estos cinco principios refuerza a su vez los de proporcionalidad y subsidiariedad»18. No corresponde desarrollar aquí los principios expresados. La gobernanza es hoy un concepto que describe el movimiento o transición a un nuevo modo de gobernación, la gobernanza, la formulación de cuyos principios institucionales y valorativos tomará su tiempo. Por lo demás, no habrá un modelo universal de buena gobernanza. Podrá haber unos principios institucionales mínimos o básicos, como los que ha tratado de codificar la Comisión de las Comunidades Europeas, pero la diversidad de entornos decisionales modulará estos principios y añadirá otros de manera muy difícil de predecir. Debemos reiterar un aspecto que nos parece clave: contra la opinión que trata de diluir los gobiernos como un actor más en las estructuras de gobernanza, creemos que el principio democrático y de Estado de Derecho al que la gobernanza debe servir exige el reconocimiento de un rol, unas formas organizativas y de funcionamiento y una responsabilidad especial a las Administraciones Públicas. Éstas son actores en estructuras de interdependencia, pero no un actor más. No creemos en la gobernanza como sustituto del gobier17 Exposición realizada siguiendo a A. CERRILLO, La Gobernanza y sus Repercusiones en el Derecho Administrativo, pendiente de publicación. 18 COMISIÓN DE LAS COMUNIDADES EUROPEAS, La Gobernanza Europea. Un Libro Blanco, Bruselas, 25 de julio de 2001.
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no, sino en la gobernanza con gobierno, como modalidad de gobernación. La gobernanza no puede diluir, sino fortalecer y legitimar la autoridad democrática. Para que ello sea así necesitaremos de un Derecho administrativo renovado que, desde el reconocimiento de las nuevas realidades y sus desafíos, vaya estableciendo los principios institucionales que nos permitan orientar la construcción y proceder a la valoración de la gobernanza, que ya ha llegado para quedarse.
2.4.3.
La gobernanza como gestión de redes
El concepto de red, aunque susceptible de diversas concreciones, no acoge cualquier forma de relación. De hecho, o la red sirve para resolver problemas de acción colectiva que los modos de gobernación jerárquicos no alcanzan o la red y la gobernanza carecen de fundamento. En muchos ámbitos de la acción administrativa sigue bien vigente el modelo administrativo o burocrático y en otros puede resultar perfectamente idóneo el modelo gerencial. En realidad, sólo existe una red cuando se establecen y utilizan sistemáticamente (gerencia) vínculos internos y externos (comunicación, interacción y coordinación) entre gente, equipos y organizaciones (nodos) con la finalidad de mejorar el desempeño administrativo. Las características de las redes que expresan y completan este concepto son las siguientes: • Las redes vinculan no sólo a productores de servicios, sino también a éstos con las organizaciones de usuarios, con las autoridades administrativas reguladoras, con centros de investigación relevantes, etc. Las redes se utilizan crecientemente para conseguir una identificación mejor y más específica de las necesidades de los usuarios y de la mejor manera de satisfacerlas. • Las vinculaciones son interactivas. Cada punto nodal de la red tiene que especificar claramente el beneficio que espera obtener de su participación en la misma. No hay red sin interacción, y ésta es siempre costosa. Si los beneficios de la participación no superan el coste, la red no será viable. • Las redes requieren un nivel básico de autorregulación; pueden estar enmarcadas por directrices o marcos reguladores formales, pero su gestión tiene requerimientos específicos: no se gestiona una red del mismo modo que una jerarquía; los liderazgos son diversos y cambiantes,
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los procesos de trabajo son singulares...; la competencia para la gestión de redes deberá añadirse al cuadro de competencias tradicionales de los gerentes públicos. • Los participantes en una red han de compartir un propósito común: en el caso de las redes públicas, ha de ser una mejor forma de satisfacer los intereses generales; este propósito ha de estar bien definido; en el entendido de que la composición concreta de los intereses generales se realiza a través de la interacción en la red tomando en cuenta los intereses y expectativas de todos los intervinientes en la misma... De ahí la importancia que los participantes en la red expresen el conjunto de intereses y expectativas sociales en relación al propósito de la misma. • Las redes van y vienen, son estructuras dinámicas que cambian en cuanto a su modalidad, número y roles de los participantes... • Las redes vinculan personas. Los medios electrónicos las hacen posibles y fortalecen, pero: 1) los intercambios electrónicos requieren un buen nivel de códigos de significación acordados, respeto y confianza para su éxito; 2) los intercambios virtuales tienen que completarse con encuentros personales regulares, orientados más a afianzar la confianza y la comunicación que a tareas específicas. • La viabilidad de las redes más amplias requiere la capacidad de crear y mantener un sentido de pertenencia, cohesión y fortalecimiento de valores y expectativas. El uso de modos de gobernanza en red es creciente y común al sector público y privado, y ello se funda en que estas estructuras son, en muchos casos, más capaces de procurar eficacia e innovación. En efecto, las estructuras en red: a) permiten acceder a una variedad mayor de fuentes de información; b) ofrecen mayores oportunidades de aprendizaje; c) ofrecen bases más flexibles y estables para la coordinación y el aprendizaje interactivo; d) representan mecanismos adecuados para la creación y el acceso al conocimiento tácito. «Empezamos a entender que parte del conocimiento básico para las políticas y la innovación no puede fácil ni solamente ser capturado en forma escrita, pues no se agota en la investigación académica ni en los informes sobre la experiencia y las mejores prácticas. Mucho conocimiento valioso se encuentra embebido en las estructuras sociales, y en y entre las organizaciones. Es muy
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difícil, y a veces imposible, hacer explícito este conocimiento. En educación, por ejemplo, hace unos treinta años había la expectativa optimista de que la investigación proveería el conocimiento de base para la política y la práctica. Estas expectativas han tenido que ser atemperadas a la luz de la experiencia. La razón no está en la pobre calidad de la investigación educativa, en su volumen insuficiente o en la falta de mecanismos de transferencia. Un factor más básico es que el conocimiento para la mejora de la educación es en gran parte (algunos estiman que entre el 70-90%) de naturaleza tácita. Y el intercambio y desarrollo del conocimiento tácito requiere procesos y estructuras diferentes que la producción e implementación de la investigación. Las redes resultan especialmente apropiadas. Es más, para ser capaz de usar el conocimiento codificado se necesita conocimiento tácito complementario, porque el primero no tiene sólo un componente informativo, sino también social, y la gente necesita desarrollar «significaciones interpretativas» para poder usarlo. Las redes ayudan a desarrollar este conocimiento complementario. La interacción entre el conocimiento tácito y codificado que las redes procuran actúa como el generador de la creación de conocimiento»19. A pesar de que las redes tienen manifestaciones muy diversas, resulta útil distinguir entre los tres tipos siguientes de redes, aunque en la práctica pueden también ofrecerse combinados: a) «Comunidades de prácticas», que son redes creadas por la necesidad que tienen los gestores y expertos de encontrar soluciones a problemas prácticos. El conocimiento intercambiado y embebido en estas redes es a menudo no codificado. El intercambio suele basarse en la formulación y reformulación de experiencias, en la redundancia y las metáforas, en conocer quién sabe. Algunas redes de este tipo combinan una base de datos de experiencias codificadas bien organizada con investigación y comunicación interactivas rápidas. b) La «organización en red», que puede describirse como «una cooperación implícita o explícita entre organizaciones autónomas median19 Hans F. VAN AALST, «Networking in Society, Organisations and Education», en OECD,
Schooling for Tomorrow. Networks of Innovation. Towards New Models for Managing Schools and Systems’, París: OECD, 2003, pp. 35-36.
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te el establecimiento de relaciones semiestables». La organización en red añade valor a cada uno de los miembros, poniendo al alcance de cada uno las competencias y posicionamiento de los otros. c) La «comunidad virtual», que es una expresión utilizada para cubrir una amplia variedad de comunidades que utilizan las TICs para intercambiar información, construir influencia pública y obtener resultados específicos. Es una forma de importancia creciente para la gobernanza pública. A pesar de ser la gobernanza mediante redes un fenómeno relativamente reciente, que expresa la necesidad de asociaciones o partenariados múltiples para conseguir la realización más eficaz e innovativa de los intereses públicos, la OCDE20, en base a las experiencias conocidas, ya ha podido elaborar unas primeras directrices estratégicas para la gestión de redes de interés público: 1) Asegurar que las metas de política propuestas para la red son consistentes a nivel central entre los diferentes departamentos y agencias de las Administraciones implicadas. Las redes no deben responder sólo ante un departamento o agencia, sino ante todos los que resulten necesarios para el logro de sus propósitos. Los interactuantes en la red deben tener claro cuál es su papel en la formulación e implementación de la política o servicio de que se trate. 2) Adaptar el marco estratégico de la red a las necesidades de los intervinientes. La red sólo tiene sentido si cada uno de los intervinientes puede mejorar sensiblemente su responsabilidad específica, ya sea como gerente público, empresa, asociación cívica, institución académica, etc. Para ello es necesario transparentar tanto la contribución de cada parte a la estrategia común de la red como el aporte que de ésta podrá derivar cada uno. 3) Fortalecer la responsabilidad de los participantes. Ello exige que la gestión de la red no sólo defina la función de planificación estratégica, apreciación de proyectos o provisión de asistencia, sino que transparente además quién hace qué, quién representa a quién, quién responde de qué y ante quién; en una palabra, un mecanismo eficaz de distribución de las responsabilidades. Si las redes se convierten en un mecanismo de dilución de responsabilidades, quedarán en pie pocas de las virtudes que se postulan de las mismas. 20 OECD, Local Partnerships for Better Governance, París: OECD, 2001, pp. 22-23
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4) La flexibilidad en la gestión de los programas públicos es una condición para el buen funcionamiento de las redes. Esta flexibilidad no impide un marco claro de distribución de funciones y responsabilidad entre las Administraciones Públicas, responsables últimas de los servicios públicos y las redes de agentes diversos implicados en su mejor producción efectiva. Garantizar la flexibilidad de la red y la unidad de dirección política está dando paso a interesantes tendencias, como la que reseñamos a continuación. 2.4.4.
Una modalidad específica de gobernanza
Como algunos autores21 sugieren, partiendo de la observación de la evolución de algunos campos administrativos, la solución de problemas públicos cuya definición cambia en el tiempo, que requiere además soluciones diferentes para los diferentes contextos locales-económicos-sociales, necesita nuevos modelos de gobernanza que, en lugar de suponer la sustitución de la burocracia por la red, combinen estos dos rasgos aparentemente inconciliables: las burocracias formales y las redes informales. Este modelo supone un nuevo modo de concebir las relaciones entre el centro formulador y responsable democrático último de las políticas y la red de actores necesarios para la implementación de las mismas. El caso de la reforma de las escuelas en Chicago22 se presenta como paradigmático para comprender no sólo el modelo, sino las condiciones en que puede emerger. Se trata, además, de un caso que expresa desarrollos generales en Estados Unidos que han culminado en innovaciones de gobernanza en áreas tales como la regulación ambiental, el tratamiento de la drogadicción, la protección de la infancia y otros servicios a las familias en riesgo, la reforma de la policía y otros aspectos de la justicia criminal... Exhaustos de muchas décadas de estéril antagonismo entre los defensores de más dinero para la escuela pública y los partidarios de su privatización y acceso mediante bonos; habiéndose relajado el doctrinarismo de unos y otros ante la evidencia de que las experiencias existentes sólo arrojaban éxitos parciales: más dinero para las 21 Charles SABEL y Rory O’DONNELL (2001), «Democratic Experimentalism: What to Do
About Wicked Problems after Whitehall», en OECD, Devolution and Globalisation. Implications for Local Decision-Makers, París: OECD, Governance. 22 La exposición que hacemos de este caso está tomada de SABEL y O’DONNELL, cit., pp. 84-90.
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escuelas por sí solo no resultaba en mejores niveles de aprendizaje por los estudiantes; por su parte, los programas piloto de privatización de escuelas mostraban lo difícil que resulta escribir contratos de desempeño y disciplinar a los proveedores. Ante la urgencia de los problemas educativos (escuelas desbordadas, fracaso escolar creciente), los actores en conflicto se decidieron a explorar nuevas vías, sin necesidad de renunciar a las diferencias en valores. Sobre esta base y contando con la experiencia previa, comenzaron a desarrollar un sistema que tiene los elementos siguientes: 1) Los actores locales (que son las escuelas individuales, es decir, los estudiantes, profesores y padres que las constituyen), a los que se concede libertad sustancial para establecer sus metas de mejora de rendimiento, así como los medios para alcanzarlas. A cambio, las escuelas deben proponer medidas para evaluar sus progresos y para proveer información valiosa sobre su propio desempeño. 2) El centro (el departamento de educación municipal o estatal), que recoge la información proporcionada por los actores locales y la ordena en base a medidas de su desempeño (periódicamente revisadas) que sustantivizan los estándares de excelencia y las definiciones de lo inadecuado. En los mejores casos, el centro provee asistencia a las escuelas que no avanzan tan positivamente como sus similares. Eventualmente, impone sanciones a las que experimentan fracasos continuados. Este sistema incrementa la innovación local porque permite a las escuelas verificar, dentro de límites ciertos pero amplios, sus supuestos acerca de lo que funciona mejor. Al mismo tiempo, hace que esta discreción local sea suficientemente transparente para asegurar la responsabilidad pública, permitiendo que cada escuela local aprenda de la experiencia de las otras articuladas con ella en red y que el centro y la comunidad (la polity) obtengan lecciones de la experiencia de todas. De este modo se crea un marco para aprender lo que resulta actualmente factible en general y para cada unidad local. No se presume que el centro conozca o pueda conocer esto a través de procesos de consulta para trasladarlo después en una reglamentación que las unidades locales simplemente ejecutarían. La política educativa se expresa en un marco amplio que permite experimentar la discrecionalidad de las unidades locales dentro de una
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gestión transparente sujeta a responsabilidad por resultados. Esto permite que cada escuela conozca cuándo está por debajo de los estándares medios esperados y se esfuerce por alcanzarlos, a la vez que incentiva a las escuelas sobresalientes a seguir avanzando, investigándose siempre por la red y el centro y poniendo a disposición de todo el sistema las razones de los éxitos y los fracasos. Esta arquitectura institucional es experimentalista en la medida que toma su punto de partida como arbitrario y lo va adaptando al proceso de aprendizaje permanente que procura las relaciones entre el centro y la red de unidades locales. El marco de política para las unidades locales evoluciona constantemente, como lo hacen las metas, los medios para alcanzarlas y los criterios de información y evaluación de las escuelas locales. El sistema facilita el involucramiento en la mejora permanente del rendimiento escolar de los padres, profesores, directores, administradores y políticos. Este modelo no emerge por diseño, sino fruto de una dura experiencia de la Administración municipal. El sistema escolar de Chicago comprende 560 escuelas básicas y 12 secundarias. Chicago fue una de las últimas ciudades norteamericanas en superar el spoil system educativo mediante la construcción de un sistema burocrático altamente profesionalizado. El Departamento educativo municipal gestionaba centralizadamente el presupuesto, las compras y las decisiones de personal; establecía los planes educativos y la programación escolar, así como la selección de textos. Dentro de este marco, la responsabilidad por el aprendizaje en las aulas se confiaba a los profesionales de la docencia, quienes respondían según sus propios estándares profesionales, y a la dirección de los centros, configurados como jerarquías burocráticas. El sistema se fue haciendo progresivamente más centralizado, más sindicalizado, más caro, menos receptivo a los cambios del entorno y menos responsable. Con el movimiento de derechos civiles surgió la crítica de que el sistema educativo ignoraba las demandas de la diversidad local. Las regulaciones centrales bloqueaban el ajuste local: los profesores ni siquiera podían programar reuniones para la mejora del funcionamiento de sus escuelas sin el permiso del Departamento de Educación. La situación fue empeorando y, a mediados de los ochenta, la ciudadanía estaba tan frustrada que emergió un movimiento, protagonizado por empresas locales y grupos sociales muy diversos, pidiendo la descentralización del sistema, elaborando programas al respecto y creando redes de discusión y apoyo.
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La primera ruptura con este sistema burocrático profesionalizado se produjo en 1987 y se tradujo en una forma meticulosa y convencional de descentralización. El ímpetu para la reforma vino de una huelga de profesores —la novena en los diecinueve años precedentes— que vino a simbolizar la impotencia del sistema. El conflicto levantó el compromiso de círculos amplios con nuevos proyectos educativos. El resultado fue una alianza entre dos movimientos reformistas importantes («Diseños para el Cambio» y la Asociación de empresarios locales) a favor de nueva legislación estatal que permitiera la descentralización. Bajo esta descentralización, cada escuela tenía que ser gobernada por un consejo escolar local elegido compuesto, para las escuelas básicas, por seis padres, dos profesores, dos miembros de la comunidad y el administrador principal. Los institutos de secundaria añadían un miembro más en representación de los estudiantes. Los consejos escolares tenían atribuido el poder de contratar y despedir al administrador principal, preparar el presupuesto y desarrollar planes integrales trianuales de mejora. Como parte del compromiso con la comunidad empresarial, los proponentes de la descentralización aceptaron un sistema de seguimiento por resultados a cargo de una oficina central creada con este propósito. Los primeros resultados del sistema fueron mixtos: algunos consejos escolares hicieron uso sabio de sus poderes; otros, no. Hubo casos de corrupción. La realidad de la descentralización hizo evocar las virtudes de la centralización. El siguiente y decisivo desarrollo reformista fue la aprobación en 1995 de nueva legislación clarificando la relación entre la gobernanza central y local del sistema y manifestando una nueva división del trabajo entre estos niveles. La nueva ley incrementó los poderes y capacidad de los consejos escolares para proseguir su propio curso de acción, pero simultáneamente incrementó también los poderes del Departamento central para intervenir en el caso de que los resultados de los centros locales fueran insatisfactorios. Por ejemplo, para incrementar la capacidad y autonomía local, el dinero que anteriormente el Departamento de Educación pasaba a las escuelas para fines específicos —por ejemplo, zonas deportivas— se asignaría ahora en bloque para gastarlo como sugirieran las cambiantes circunstancias locales. La autoridad sobre los ingenieros de construcción a los vigilantes pasó del Departamento de Educación a los consejos escolares. La determinación del tamaño de la clase y la programación del año académico fueron excluidas
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como contenido de las negociaciones entre el Departamento de Educación y el sindicato de profesores y se asignaron a las negociaciones locales. La aplicación de la nueva ley requirió formación adicional (financiada por el Departamento central) para la preparación de los presupuestos escolares y los planes de mejora, así como para la selección de los administradores principales. Para incrementar la responsabilidad de las escuelas locales, la ley autorizó al Departamento de Educación a intensificar la supervisión de las escuelas de pobre desempeño y a colocar a las más pobres —considerando tales todas aquellas en las que menos del 15% de los estudiantes se hallaban por debajo de los estándares nacionales— en una lista de escuelas a prueba o en remedio. Todas estas escuelas serían inspeccionadas por un «equipo de intervención» que asesoraría al consejo escolar local y al equipo profesional de la escuela sobre cómo mejorar el gobierno, la administración y la instrucción en la misma. En la práctica, los consejos escolares son suficientemente autónomos para emprender una reorganización fundamental de las escuelas locales, mientras que los equipos de intervención central tienen capacidades remediales para establecer la responsabilización, pero de una manera que reduce el peligro de reversión al control centralizado. De este modo, en los planes trianuales de mejora los consejos escolares locales pueden proponer programas especializados en, por ejemplo, danza o negocios, métodos innovativos para la enseñanza de disciplinas como las matemáticas, o pedagogías nuevas y colaborativas ampliamente aplicables a casi todo el currículo. En los mismos planes, los consejos escolares pueden obtener financiamiento para construcciones que faciliten las reformas curriculares o hagan las escuelas más acogedoras. Un consejo escolar ambicioso puede reorientar la escuela y sus métodos para poner el aprendizaje al servicio de un proyecto social, o viceversa: se dio el caso de una escuela que fue redireccionada como academia de enseñanza de un currículo agro-céntrico mediante el método de experimentación directa, considerado por el administrador principal y por una parte del consejo escolar (aunque sólo por una minoría de los expertos en educación) especialmente beneficioso para los estudiantes desaventajados. Por su parte, los funcionarios del nuevo Departamento central ejercen su autoridad para complementar, no para desafiar, la autonomía local. Hasta que una escuela funciona tan mal que su cierre
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resulta inminente, el nuevo Departamento central no emite directivas para su reconstrucción. En lugar de ello, el propósito principal del equipo de intervención es ayudar al consejo escolar a preparar un «plan de remedio» para remover los bloqueos a la discusión y la toma de decisiones local que están impidiendo la mejora por medios normales. Sólo si estos planes de cambio radical fracasan, la escuela acaba siendo «reconstituida» y los profesores y el administrador principal tienen que solicitar nuevos empleos. Esto significa que la intervención consiste más en analizar con los participantes locales las causas de sus dificultades que proponer, o mejor imponer, medidas concretas de reorganización. La responsabilización mediante los planes de remedio no planta, en otras palabras, la semilla de la recentralización. Existen primeras indicaciones de que la nueva maquinaria institucional funciona. Una medida cruda del interés y de la participación de los padres en la reforma escolar es que la elección para los consejos escolares locales atrae candidatos competentes en número suficiente. Y a pesar de que podría esperarse que sólo las comunidades ricas sacan provecho de las nuevas instituciones, lo cierto es que las comunidades pobres han hecho tan buen uso del control local como aquéllas. Los estudios que ordenan los consejos escolares por su eficacia en el uso de los planes de mejora muestran que los mejores se encuentran indistintamente localizados en distritos pobres, de clase media o alta. El rendimiento estudiantil es creciente, pero hasta hoy no en una pauta que pueda ser directamente conectada a los efectos de la descentralización... Otros Estados, tales como Texas, Florida y Kentucky, están construyendo instituciones para la evaluación del desempeño de las escuelas y sus estudiantes. En lugar de establecer niveles mínimos uniformes de desempeño para unas y otros, como fue habitual en los ochenta, los nuevos sistemas fijan estándares para la mejora de las escuelas y los redefinen periódicamente a la luz de la experiencia ganada. En lugar de focalizarse exclusivamente en medidas globales de resultados (notas de matemáticas, tasas de graduación), los nuevos sistemas proveen medidas más afinadas de aprendizaje (habilidad para formular un problema matemático, habilidad para elegir y manejar el formalismo apropiado). Estos estándares orientadores y operacionales permiten a los profesores y a los estudiantes ver de dónde vienen los problemas y corregir lo necesario antes de que se ramifique. Finalmente, en lugar de sancionar a los desempeños más
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pobres, los nuevos sistemas proveen recursos en forma de programas de desarrollo profesional para profesores, infraestructura para el intercambio de experiencias y fondos para el plan de mejora de cada escuela local. En resumen, todos estos Estados y muchos otros que siguen su ejemplo están deviniendo nuevos centros de experimentación, completando y reforzando así las reformas de gobernanza ilustradas en la experiencia de Chicago. La arquitectura institucional y organizativa expuesta para la educación puede ser, lógicamente, trasladable a otros ámbitos del actuar administrativo como la salud, la prevención y represión de la criminalidad, los servicios a la infancia y las familias, la protección medioambiental y otros muchos. La clave está no sólo en la red de proveedores locales de servicios, sino en la importante función jugada por el Departamento central. Éste no pretende tener el conocimiento necesario para agotar la toma de decisiones sobre el servicio. Lo que hace es establecer un marco para la experimentación mediante la definición de problemas amplios, el establecimiento de estándares provisionales, la medición del desempeño de los centros locales, la ayuda a los de pobre desempeño, y la revisión general y continuada de estándares y metas conforme a los resultados observados. El proveedor de servicios, el solucionador de los problemas, es siempre la unidad local. Es ella, y no el Departamento central, quien experimenta con las diversas soluciones disponibles, combina diversos paquetes de servicios prestados a través de diversos medios en función de lo que las circunstancias aconsejan. Vistas aisladamente, estas unidades locales se comportan, como las redes antes mencionadas, sin demasiado cuidado de cruzar jurisdicciones competenciales. Pero lo decisivo es que no actúan aisladamente. Cada unidad local de la red responde ante el centro y ante sus bases locales —de las que emerge el consejo escolar local—, las cuales participan en la formulación de sus planes y las evalúan en función de las metas establecidas y en comparación al desempeño de otras unidades locales de características similares. Se trata de un sistema de responsabilidad diferente al que se deriva de la administración burocrática y de la gerencial basada en la relación principal-agente. Pero se trata de una responsabilidad y disciplina real y de una ayuda efectiva al aprendizaje sistémico. El modelo de gobernanza que acaba de exponerse cambia también la función del legislador. La ley no puede pretender realizar el diseño institucional y organizativo completo. Su función es «enmarcar el marco»: crear un espacio amplio dentro del cual los ministros puedan facilitar la
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búsqueda y la evaluación de soluciones. Esto no significa que la delegación tradicional de los legislativos en la burocracia se haya ampliado. Los ministros no están autorizados a llenar los detalles en nombre del legislativo. Estos detalles van a ser rellenados experimental y cambiantemente, en condiciones de transparencia y responsabilidad similares a las antes indicadas, por las unidades administrativas locales, por los ciudadanos y sus representantes y por los grupos de interés afectados por el servicio en cuestión, todos ellos crecientemente organizados en red/es. Se trata de un cambio importante que expresa nuevas combinaciones entre democracia representativa y participativa.
2.4.5.
Algunas implicaciones para la reforma administrativa
Las implicaciones de la gobernanza para la orientación de las reformas administrativas en España son varias: 1) Entre nosotros, la gobernanza existe en la práctica; es una práctica cotidiana de muchos políticos y gerentes públicos que está demandando teoría, modelos, metodologías e instrumentos. Existe un saber tácito sobre el tema que es necesario poner en relación con el progresivo conocimiento codificado disponible. El desarrollo de algunos programas de investigación, mejor si se ejecutan en red, combinando académicos y prácticos, brindaría un conocimiento muy valioso sobre el desarrollo de los nuevos modos de gobernanza entre nosotros. 2) Paralelamente, deberían desarrollarse programas de formación sobre la gobernanza y la gestión de redes en base a las experiencias y mejores prácticas nacionales e internacionales. Estos equipos deberían integrarse progresivamente con los ya existentes a nivel europeo e internacional. 3) Asimismo, en los planes de reforma de algunos grandes servicios públicos deberían tomarse en cuenta los desarrollos que la gobernanza está suponiendo en el panorama internacional de reformas administrativas. Desconocer la gobernanza a la hora de realizar opciones institucionales y organizativas por el legislador equivale a huir de las realidades de nuestro tiempo. 4) Particularmente, la llamada «segunda descentralización» debería tomar en cuenta la arquitectura institucional sugerida por la gobernanza, para no reiterar a nivel local los mismos modelos institucio-
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nales y organizativos previamente centralizados. Cuando se hicieron las transferencias a las Comunidades Autónomas no se disponía del conocimiento de la trayectoria histórica aquí expuesta. No tendría justificación técnica repetir lo que no pudo evitarse en la primera descentralización.
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EL VALOR DE LA ADMINISTRACION PÚBLICA EN LA SOCIEDAD ACTUAL FERNANDO SÁINZ MORENO SUMARIO: I. Sobre el poder público y la Administración: 1. Nuevos hechos, nuevos conocimientos, nuevas ideas: A) Los grandes temas. B) Las respuestas tópicas. C) Una valoración crítica. Habent sua fata verba. 2. Gestión moderna de la Administración: A) Exigencias de la modernización: gestión y resultados. B) Límites de la aplicación a la Administración de los principios de la gestión empresarial. 3. La posición de los individuos ante los nuevos poderes. La Administración Pública defensora de los derechos fundamentales.—II. La Administración Pública española: 1. La Administración en la Constitución de 1978. 2. Valoración general de la Administración española. ¿Reformar o reforzar la Administración?
I.
SOBRE EL PODER PÚBLICO Y LA ADMINISTRACIÓN
1.
Nuevos hechos, nuevos conocimientos, nuevas ideas
A) Los grandes temas En el horizonte del nuevo milenio aparecen hechos radicalmente nuevos para cada hombre y para los pueblos que habitan la Tierra. Dos son trascendentales: los descubrimientos en materia genética, cuya aplicación comienza a sentirse ya, y las nuevas tecnologías de la información y de las comunicaciones, que están alterando las bases de las relaciones sociales, políticas y económicas en el mundo entero. La magnitud del primero no es comparable a la del segundo, pues todo indica que va a tener consecuencias impredecibles para la naturaleza del hombre mismo. El segundo, en otro nivel modesto, es también esencial para nuestras vidas, pues está ya afectando, directamente, a la estructura del poder y a la posición de las naciones en el mundo. Junto a estos fenómenos, otros, más modestos, son también especialmente importantes, para el momento que nos ha tocado vivir: el desarrollo cultural de los ciudadanos ha provocado que sus relaciones con el po-
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der público sean cada vez más exigentes y estén cada vez más racionalizadas. Al mismo tiempo, la participación de los ciudadanos en las antiguas tareas públicas se va haciendo más activa, asumiendo muchas de ellas como tareas propias, más o menos reguladas e inspeccionadas por los poderes públicos. Pero, al mismo tiempo, los ciudadanos exigen que los derechos fundamentales y las libertades públicas que consagran los textos constitucionales sean reales y efectivos, y exigen, sobre todo, que su dignidad como personas constituya el fundamento del orden público, lo que conduce, necesariamente, a un fortalecimiento del poder público. Estos ideales, forjados a lo largo del tiempo y formulados en los textos normativos, a partir de finales del siglo XIX, han logrado, en el mundo occidental, un alto grado de realización y, al mismo tiempo, han experimentado una mutación interna: su garantía y su realización van dejando de plantearse como el resultado de una lucha contra el poder público, configurado como tal, sino como el resultado de una lucha contra otros poderes emergentes, políticos, económicos y de otra naturaleza, difíciles de delimitar y de ubicar, por el juego, cada vez más libre, de las relaciones transnacionales. Al poder público se le pide, pues, que actúe manteniendo un nuevo y difícil equilibrio entre su intervención enérgica, eficaz, en las cuestiones fundamentales para la vida y su abstención en el desarrollo ordinario de las actividades sociales. Al poder público se le pide que deje a la sociedad civil desplegar al máximo su capacidad de acción en todos los órdenes, pero se le pide, también, simultáneamente, que asuma la responsabilidad de que la vida civil funcione ordenadamente y de que los ciudadanos estén protegidos frente a los riesgos que la libertad conlleva. En esta situación, cada ciudadano quiere lograr el mayor grado de libertad posible, para él y para el pueblo al que pertenece, pero, al mismo tiempo, quiere reducir al mínimo los riesgos que siempre han acompañado a la libertad, riesgos incrementados en nuestros días por la mayor debilidad de cada hombre, cuya subsistencia depende menos de él y más del buen funcionamiento de los servicios existenciales básicos. Pero ¿quién y cómo debe prestar esos servicios?, ¿quién y cómo debe mantener el orden y la seguridad sin los cuales no es posible la vida social? B)
Las respuestas tópicas
Una mirada a nuestro alrededor no deja lugar a duda sobre las respuestas que en los países de cuya comunidad formamos parte reciben
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hoy esas preguntas. En efecto, hoy, y previsiblemente durante bastante tiempo, las respuestas tópicas son éstas: — El Estado y los poderes públicos en general deben reducir su actividad a lo indispensable, a sus tareas tradicionales, a aquello que la sociedad civil, actuando libremente según las leyes del mercado, no puede realizar. El Estado y los poderes públicos deben adelgazar, deben reducirse; un Estado moderno es «un Estado modesto», es la frase que ha logrado mayor aceptación como expresión de la nueva mentalidad. — A la sociedad civil debe devolvérsele su protagonismo. El poder público debe ceder su actividad a la libertad ciudadana, aunque procurando que esa libertad civil no sea anulada por poderes económicos, sociales, criminales, incontrolados, que en ocasiones parecen más fuertes que los propios Estados. — El Estado ha de reducir, en todo lo posible, sus actividades prestacionales y potenciar sus actividades reguladoras. — Por ello, el buen gobierno, la gobernanza, debe inspirar su actuación, un arte o manera de gobernar cuyo objetivo es el desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía. En consecuencia, la gestión moderna de la Administración debe ser una gestión orientada a la obtención de resultados futuros. Resultados medibles, obtenidos en régimen de libre concurrencia. El Estado, en general, y las Administraciones Públicas, en concreto, deben inspirarse en los principios que rigen la libre competencia, más agilidad, más negociaciones, más pactos, más liderazgo, menos burocracia, menos trámites, más decisiones rápidas, etc. Ésta es la mentalidad que predomina hoy en el mundo occidental. Las palabras mágicas que se han añadido a otras que hace poco produjeron un gran impacto, como las de participación, estricta legalidad, control judicial pleno, son hoy las de privatización, desregulación y descentralización. Son ideas que han adquirido un valor casi dogmático y han conducido a lo que se ha llamado el pensamiento único. Con unos matices o con otros, eso es lo que se piensa en el mundo occidental, al menos mayoritariamente.
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C)
Una valoración crítica. Habent sua fata verba
Pero que esto sea así no quiere decir que deba ser aceptado sin más. Algunas valoraciones críticas deben hacerse. Cada país tiene sus propias características, que le sitúan de forma diferenciada en ese contexto. Su historia, su estructura interna, política, cultural, social y económica, exigen adaptaciones de diferente contenido e intensidad. Por ello, aunque es cierto que todos los países de nuestro entorno están realizando programas de reforma de sus Administraciones, o incluso del Estado mismo, inspirados en los principios antes expuestos, su contenido, sin embargo, es diferente, por serlo también el punto de partida y el estado de «modernización» al que se quiere llegar. Habent sua fata verba. Así comenzaba Alejandro Nieto la conferencia que pronunció en el Instituto Vasco de Administración Pública, el 11 de noviembre de 1989, sobre la modernización de la Administración (RVAP, 23, 1989). «La paz social —decía Alejandro Nieto— sólo es posible a través de los servicios esenciales que el Estado presta. Por ello, cualquiera que sea el régimen político, el Estado es cada vez más fuerte. Nada hay más incongruente que el afán de reducir a la Administración, tanto desde ella misma como desde la sociedad». La reducción a la que Nieto se refería no era la de su tamaño físico, sino la de su fortaleza operativa, de su presencia efectiva. La valoración del estado actual del poder público plantea otro problema ¿Quién dirige el mundo? ¿Qué riesgos entraña para cada pueblo y para los ciudadanos que lo forman la nueva situación mundial? ¿Cómo hay que organizarse para que esos riesgos potenciales no den lugar a riesgos reales? España y los demás países que integran la Unión Europea afrontan la nueva situación integrados en un entorno institucional que los protege, en parte, de su aislamiento. Ya no son sujetos autónomos, de cuyas propias decisiones dependa su futuro, al haber atribuido a las instituciones comunitarias el ejercicio de importantes competencias derivadas de la Constitución. Europa, pues, ha asumido funciones esenciales para tratar en común esos riesgos comunes. Pero Europa está, en este momento, en un proceso de transformación esencial. Una ampliación y una previsible Constitución van a obligar a cada Estado europeo, y a sus Administraciones, a prepararse para convivir en una Unión Europea que va a estar integrada por 25 países y por más de 450 millones de habitantes. ¿Qué papel van a jugar las Administraciones Públicas en esa Europa? Parece claro que una red de Administraciones bien estructura-
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da va a contribuir, de forma fundamental, a mantener vivo el tejido nervioso, esencial para el funcionamiento de Europa, para la ejecución de las políticas comunitarias. Una cultura administrativa europea, alimentada por una intensa comunicación entre los que participan en la dirección y en la gestión de los servicios públicos, en el conocimiento de las mejores prácticas administrativas, en el Derecho y en las instituciones de Europa, está dejando de ser, pues, un aspecto tangencial para formar parte de su núcleo esencial. 2.
Gestión moderna de la Administración
En síntesis, lo que hoy, en Europa, se pretende bajo la denominación de gestión moderna de la Administración consiste en una Administración más sencilla, flexible, operativa, que no deja, sin embargo, de ser Administración por los fines que persigue y las responsabilidades que asume. La gestión «moderna» de la Administración, pues, se inspira en algunos principios de la gestión privada de las empresas que actúan en el mercado, pero, al mismo tiempo, debe preservar la esencia de las funciones públicas que constituyen su razón de ser. A) Exigencias de la modernización: gestión y resultados Está claro que el modelo que se pretende imponer a las Administraciones Públicas es el modelo de empresa privada, eficaz, eficiente, que obtiene resultados visibles: El espíritu empresarial debe transformar el sector público. Para ello, los poderes públicos deben tener claras sus tareas principales, y ejecutarlas mediante procedimientos rápidos por una Administración «motivada», estimulada hacia el mejor cumplimiento de sus tareas. El espíritu empresarial exige orientar la acción hacia resultados concretos, en un régimen de concurrencia, incluso, entre unas y otras Administraciones, buscando «soluciones reales», no «soluciones administrativas». El éxito lo determina la satisfacción de los ciudadanos. Según esta concepción, hoy tan difundida, la actuación de la Administración Pública debe disponer de amplios márgenes de maniobra para la utilización de todos sus recursos, debe establecer sistemas de control que permitan conocer y medir los resultados obtenidos, medir su cantidad y su calidad.
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Pero la Administración Pública no puede actuar sola. La cantidad, variedad y dificultad de sus tareas en todos los sectores de la vida social hacen ineludible la cooperación de la sociedad civil, de las empresas privadas. La sinergia entre la acción pública y la acción privada es el efecto principal que quiere lograrse. B) Límites de la aplicación a la Administración de los principios de la gestión empresarial Sin desconocer los indudables beneficios que una fuerte dosis de espíritu empresarial debe producir en las organizaciones administrativas, hay que dejar claro, también, los límites de la aplicación de los principios de la gestión empresarial a la Administración Pública para no desconocer el papel que la política desempeña en la sociedad y no desconocer la naturaleza de los derechos y deberes de los ciudadanos en relación con las tareas públicas, que no son similares a los de los clientes de las empresas privadas. A mi juicio, dos cuestiones deben quedar claras: ni el Estado es un empresario ni los ciudadanos son clientes de la Administración. a) El Estado no es un empresario mercantil, ni las Administraciones Públicas son empresas sujetas exclusivamente a las leyes del mercado. El entusiasmo por el modelo de gestión privada y por las reglas del mercado no puede desconocer la naturaleza de las tareas que los poderes públicos tienen atribuidas en un Estado social y democrático de Derecho. Las decisiones fundamentales siguen siendo decisiones políticas adoptadas por los órganos que representan la soberanía nacional. La definición de los objetivos sigue siendo un asunto político. A cada Gobierno corresponde dirigir la acción política del poder público. La gestión política de la acción del Gobierno no está determinada ni por las mismas reglas ni por los mismos criterios de la gestión empresarial. Tampoco lo está la de las Administraciones Públicas, sobre todo cuando éstas ya se han desprendido de la casi totalidad de su actividad industrial, financiera y comercial. Por tanto, cuando se exige a la Administración una gestión por resultados, se está utilizando la expresión «resultados» en un sentido distinto del que esa expresión tiene cuando se habla de los resultados de una empresa privada. Los elementos de gestión de la economía privada no pue-
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den ser, sin más, aplicados al Estado o a su Administración. La empresa privada está sometida a las reglas del capital privado: libre competencia, transmisión hereditaria, reserva o secreto mercantil de gran parte de sus proyectos, planificaciones y decisiones, creación o supresión según lo que resulte del mercado, etc. En cambio, aunque parezca una obviedad decirlo, la gestión política de la Administración está sujeta a las reglas constitucionales y a las reglas del juego político. El acceso a los cargos y funciones públicas, la determinación de sus objetivos, la responsabilidad por su gestión, la continuidad, incluso en los momentos de graves crisis, se rigen por el criterio del interés público determinado por las reglas del Derecho público. Su objetivo no es el beneficio económico de los dueños de una empresa, sino, por mandato constitucional, promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. Ésos son los resultados cuyo logro justifican la existencia de un poder público organizado y, en concreto, de la Administración Pública. Por ello, también, la Administración tiene una posición radicalmente distinta con el Gobierno y con el Parlamento a la que las empresas privadas tienen con uno y otro. Lo cual no significa, sin embargo, que no existan nexos de conexión entre las organizaciones públicas y las privadas. La tendencia a la supresión de gastos, a la flexibilidad, a la eliminación de trámites innecesarios, el control de calidad, las negociaciones, la utilización de los instrumentos de información y de publicidad, el aprovechamiento de técnicas psicológicas, etc., forman parte común de todas las organizaciones y la Administración no puede ignorarlas, porque ella misma es una organización, pero siempre que no se desvirtúe su esencia de organismo público. b) Los ciudadanos no son clientes de una empresa, sino titulares de facultades, derechos y deberes públicos. Sólo en sentido figurado, puede decirse, como con frecuencia se hace, que los ciudadanos deben ser tratados como clientes de la Administración Pública. Esa imagen tenía más sentido cuando un importante sector de la actividad económica era gestionado por la Administración. Ello se hacía con la intención de mejorar el trato recibido por los ciudadanos al equipararlos con la situación de los clientes de empresas privadas que si no están satisfechos de las prestaciones que reciben pueden cambiar de empresa. Hoy, sin embargo, esa similitud entre una y otra si-
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tuación no debe crear equívocos. El ciudadano tiene derechos, deberes y facultades determinados por las normas que regulan la actividad administrativa y no por las reglas del mercado, incluso en aquellos supuestos en los que puede optar por un servicio público o por una entidad privada. Son las reglas del servicio las que determinan sus facultades, sus derechos y sus obligaciones. Las prestaciones fundamentales que desempeñan los entes públicos (defensa, seguridad, protección civil, sanidad, educación, orden económico, protección del medio ambiente, del patrimonio cultural, etc.) están reguladas por criterios públicos, legítimamente determinados por la vía democrática, y crean derechos e imponen obligaciones de naturaleza publica. Por consiguiente, la mejora y la modernización de los servicios que las Administraciones prestan tienen que hacerse en el marco de lo que las normas imponen y las políticas públicas exigen, porque, como dice el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, «toda persona tiene el derecho a que sus asuntos sean resueltos de modo imparcial, equitativo y en un plazo razonable por las instituciones y los órganos de la Unión». 3.
La posición de los individuos ante los nuevos poderes. La Administración Pública defensora de los derechos fundamentales
En la situación actual del mundo occidental en el que vivimos, cada hombre tiene más libertad y mayores posibilidades reales de actuar que nunca ha tenido. Y, sin embargo, su debilidad es extrema. Carece, incluso, de capacidad de sobrevivir aisladamente si el sistema en que se halla inserto fracasa. Del funcionamiento del orden general depende su subsistencia. ¿Quién tutela ahora el orden? Durante los últimos siglos, los hombres han mantenido una lucha incesante contra los poderes públicos que limitaban su libertad y han logrado en esa lucha éxitos muy importantes. El sometimiento del poder público, en todas sus manifestaciones, a las reglas del Derecho ha permitido, en gran medida, que la garantía del orden de la convivencia social procediera de poderes fuertemente racionalizados. Esos poderes, sin embargo, se están transformando. El fortísimo proceso de privatización de sectores enteros de la actividad pública, la descentralización del poder público y la globalización de las relaciones sociales y económicas han creado una situación en la que los poderes
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sociales que someten a los individuos no han desaparecido, sino que han cambiado de titular y de naturaleza. La reducción del poder público no significa reducción del poder, sino su sustitución por otros poderes distintos que pueden ser tan arbitrarios y peligrosos para la libertad de los hombres como lo fue el poder público absoluto en otras épocas. De ahí que ahora se inicie un nuevo proceso de sometimiento a Derecho de estos nuevos poderes calificados como privados y, en este proceso, el papel de las Administraciones Públicas sea fundamental. En ellas buscan amparo los individuos que quieren proteger su libertad y sus derechos fundamentales. El entramado complejísimo de relaciones públicas y privadas que actúa sobre la sociedad en la que los individuos viven no necesita, una vez más, someterse a un orden que asegure lo que para cada hombre es hoy fundamental, sus derechos y libertades. Muy gráficamente, Jean-Bernard Auby ha comparado nuestra situación con el enmarañamiento de armas, soldados y caballos que Paolo Uccello pintó en sus cuadros de «la batalla de San Romano», un visible desorden en el que, sin embargo, comienzan a percibirse las líneas de un nuevo orden. En ese nuevo orden las Administración Pública van a desempeñar, previsiblemente, un papel capital, el de proteger la realización de los derechos fundamentales de cada hombre y el de mantener la coherencia social en la que es posible la libertad individual. El poder público, racionalizado y personificado en las Administraciones Públicas, garantiza, además, esa especie de pacto entre generaciones que se extiende hacia el futuro y permite la proyección de la vida individual en el tiempo. II. LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA ESPAÑOLA Las breves consideraciones anteriores permiten, a mi juicio, reconocer el papel fundamental que la Administración Pública desempeña y ha de seguir desempeñando en la sociedad en la que vivimos. ¿Y la Administración española? Antes de terminar esta exposición es ineludible hacer algunas consideraciones sobre nuestra Administración Pública.
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1.
La Administración en la Constitución de 1978
¿Qué valor atribuye la Constitución de 1978 a la Administración? En primer lugar, y como punto de partida, el reconocimiento expreso del papel fundamental que corresponde a los poderes públicos para promover las condiciones en las que la libertad y la igualdad del individuo, y de los grupos en que se integra, sean reales y efectivas (art. 9.2 CE). Ello exige una Administración activa, creadora, no mero árbitro de las relaciones personales. Para el cumplimiento de esa tarea, las Administraciones Públicas desempeñan un papel central, insustituible, de modo que su configuración y reglas de funcionamiento deben responder a esa finalidad esencial. El adecuado funcionamiento de la Administración Pública hace posible la vertebración de una sociedad en un Estado democrático y social de Derecho. La Administración Pública no es el enemigo de la libertad, igualdad y progreso de la sociedad civil, que al enfrentarse a ella debe ser reducida y dominada. Por el contrario, la Administración Pública es un poder público personificado que emana de la sociedad y a ella permanece vinculada, sometida a las reglas de Derecho vigente en la sociedad y al servicio de objetivo de los intereses generales (art. 103 CE). La voluntad del pueblo, sobre las características y principios generales de la Administración, se expresa, primero, en la Constitución y el resto de su ordenamiento jurídico, pero, también, necesariamente en las demás decisiones que se van produciendo constantemente a lo largo del tiempo, que determinan el contenido de la actividad administrativa (elecciones democráticas generales, de las Comunidades Autónomas, locales, corporativas, iniciativas populares, peticiones, informaciones, audiencias, acción de los agentes sociales, etc.). 2.
Valoración general de la Administración española. ¿Reformar o reforzar la Administración?
Sería un grave error y una injusticia no reconocer, expresamente, los valores que conforman la Administración y los servicios que ha prestado y presta a la sociedad española. Sería un grave error no hacerlo, porque sólo se puede impulsar una reforma de la Administración desde los cimientos ya existentes, aprovechando la experiencia y el esfuerzo de todos los que sirven y han servido en ella. Es muy difícil, es imposible,
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embarcar a nadie en nuevas tareas de reforma que justifiquen especial esfuerzo si no se hace justicia con el esfuerzo ya realizado y no se guarda memoria del mismo. Todavía perduran en una parte muy importante de los empleados públicos los ideales del servicio, y ello debe ser, ética y psicológicamente, un factor que debe ser respetado e impulsado. Para valorar la situación actual de la Administración Pública española, en su conjunto, se pueden tener en cuenta algunos indicadores (indicadores de desarrollo humano, derechos civiles, gobernanza, internacionalización, competitividad, etc.) que muestran que España es uno de los países mejor situados en el mundo, situación a la que, sin duda, ha contribuido su Administración. Pero, también, hay que tomar en consideración la valoración que hacen los ciudadanos de la Administración. El nivel de satisfacción de los usuarios de los servicios es siempre exigente y debe ser atendido, aunque haya diferencias importantes según de qué servicios se trata. No obstante, en la valoración global de la Administración Pública hay que destacar que: — la Administración Pública española ha seguido un proceso de mejora, abierta a la fuerza racionalizadora del Derecho público, de la jurisprudencia y de los estudios de la ciencia y el desarrollo administrativo, las nuevas tecnologías de la información y las nuevas técnicas de gestión pública; — aunque no hay demanda social de un nuevo modelo de Administración, sí existe una exigencia de mejora de la Administración actual; — la Administración ha seguido un proceso de adaptación a los principios y reglas de la Constitución de 1978, de modo que no sólo no ha impedido la transición de un régimen autoritario a otro democrático, sino que la ha facilitado e impulsado, asumiendo también, con facilidad, las radicales transformaciones producidas en el fuerte proceso descentralizador; — la frecuente crítica del tamaño de la Administración suele invocar cifras globales, pero carece de rigor al no concretar los sectores en que es excesiva la presencia de la Administración y no es consecuente con la simultánea pretensión de mejorar la calidad de los servicios; — la Administración Pública española ha desempeñado y desempeña funciones y tareas insustituibles para la libertad de sus ciudadanos, siendo imprescindible su contribución a la acción ordenadora de los poderes públicos;
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— la Administración está plenamente integrada en la sociedad española, siendo un factor esencial de su cohesión. Comprendo que las consideraciones expuestas puedan sorprender a quienes tienen una opinión muy adversa de nuestra Administración; sin embargo, espero que, al menos, estas consideraciones sirvan para reflexionar sobre el papel que corresponde al Estado y, más concretamente, a la Administración Pública en nuestra sociedad, que, en esencia, no es otro que el de hacer posible la mayor libertad e igualdad reales de los individuos y de los grupos en que se integran, creando un «orden de razón» que los proteja frente a cualquier poder público o privado, que pueda lesionar los valores y derechos fundamentales. ¿Un órgano para la reforma permanente? Finalmente, antes de concluir es necesaria esta reflexión: el proceso permanente de reforma se produce, de forma más o menos espontánea, exista o no una reflexión sobre el mismo ni un órgano encargado expresamente de su estímulo. Al Gobierno del Estado y a los Gobiernos de las Comunidades Autónomas corresponde la responsabilidad última de dirigir y coordinar la actividad administrativa, incluida su constante reforma. Ahora bien, ¿conviene que exista un órgano que tenga atribuida la función de valorar la necesidad de introducir reformas, de conocer los proyectos y experiencias de otros países, de oír a todos los que sugieren medidas de esta naturaleza, y emita informes y recomendaciones sobre ello? Un órgano, pues, como la «Comisión Interministerial para la Reforma del Estado», en Francia, o la «Oficina para la Coordinación en Materia de Valoración y Control Estratégico en la Administración del Estado», en Italia, o los Observatorios de la calidad de los servicios, etc. La función de recopilar información, asesorar y sugerir medidas en esta materia atribuida a un órgano permanente puede ser muy útil, siempre que ese órgano no tenga atribuida esa función con carácter excluyente de otros que también puedan formular sugerencias y, por otra parte, tenga una estructura flexible, estable y muy profesionalizada. Con este fin, puede encomendarse esa tarea a algún órgano ya existente, como el Consejo de Estado o el Instituto Nacional de Administración Pública, o bien crearse uno, especialmente para ella, en la Presidencia del Gobierno o en el Ministerio de Administraciones Públicas.
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LA CULTURA DE GESTIÓN DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS FRANCISCO JAVIER VELÁZQUEZ LÓPEZ SUMARIO: 1. La cultura tradicional.—2. Razones para cambiar la cultura tradicional.—3. Líneas de trabajo de una nueva cultura.—4. Líneas de actuación de una nueva cultura.
1.
LA CULTURA TRADICIONAL
1) El desarrollo de nuestra sociedad y las demandas de los ciudadanos, junto con la constancia de dificultades de gestión en la prestación de los servicios, así como la conciencia de que los modelos de actuación deben ser alterados para lograr una mejora en su funcionamiento, impulsan a reflexionar sobre el contenido de la cultura tradicional de las Administraciones Públicas. 2) La cultura en las organizaciones públicas se entiende como el conjunto de principios, valores y formas de actuación de las Administraciones Públicas. Aunque es posible distinguir matices en la cultura de cada una de estas Administraciones y dentro de cada uno de sus organismos, puede afirmarse que la cultura de la Administración General del Estado está más arraigada en cuanto a sus valores y formas de comportamiento burocráticas, siendo en las Comunidades Autónomas, como organizaciones más jóvenes, donde se han desarrollado nuevos tipos de cultura administrativa divergentes de los de la tradicional. Sin embargo, las nuevas Administraciones han mimetizado la cultura anterior y, además, los avances realizados en materia de formación en gestión han sido menores que en la Administración General del Estado. La cultura de gestión y la cultura tradicional son a menudo capas superpuestas en algunas Administraciones: subsisten viejas ideas con nuevas técnicas y nuevas ideas con viejas técnicas. Esta situación provoca la multiplica-
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ción de problemas al intentar solucionarlos con viejas técnicas. En todo caso, la cultura dominante es la procedente de la Administración General del Estado, a causa de la gran cantidad de funcionarios traspasados y de que las formas de actuación han sido heredadas y desarrolladas en el mismo sentido. 3) Procede preguntarse qué aspectos de su cultura tradicional sirven aún, qué otros rasgos deberían sufrir algún tipo de cambio o modernización y, finalmente, qué otros deberían ser sustituidos. En el documento Reflexiones para la modernización de la Administración del Estado, realizado por el Ministerio de Administraciones Públicas en 1990, se destacaban como valores esenciales de la cultura administrativa el juridicismo tradicional (sobrevaloración de la virtualidad de las reglas jurídicas, sin tener en cuenta suficientemente los aspectos sustantivos del servicio), el cumplimiento formal de la legalidad (en detrimento de la consecución del objetivo material de la misma) y la insuficiente asimilación del principio de eficacia en la gestión y la responsabilidad del gestor (que produce una desvinculación respecto a los objetivos, así como una doble desresponsabilización de los gestores, frente a los ciudadanos y también ante sus superiores jerárquicos). Durante estos años se han producido avances en esta materia, especialmente en lo relacionado con el aprendizaje de técnicas de gestión y desarrollo de aplicaciones informáticas que logran la prestación del servicio con mayor celeridad, pero respecto a los valores de la cultura tradicional puede afirmarse que, con la excepción de algunos organismos como la Agencia Tributaria y Servicios Comunes de la Seguridad Social, éstos siguen siendo los valores esenciales. Por ello, se plantea la modificación de estos valores tradicionales basándose en las razones que se explican a continuación. 2.
RAZONES PARA CAMBIAR LA CULTURA TRADICIONAL
4) Conviene destacar que la necesidad de cambio en la cultura tradicional se basa en la expansión de la demanda de los servicios públicos. Este fenómeno, que ha tenido lugar en todas las sociedades desarrolladas, aunque con diferencias en el tiempo y con distinta profundidad, obliga a alterar algunos de los usos tradicionales de nuestros empleados públicos, por una parte, y el volumen de los recursos utilizados, por otra. De manera que en muchos de los servicios públicos que las Admi-
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nistraciones prestan se combinan estos dos factores: normas de gestión ideadas para situaciones en las que se trataba sólo de prestar los servicios a demanda de quienes, en virtud de las normas, tenían derecho a ellos y la multiplicación de recursos destinados a la prestación de los servicios, que, no obstante, con frecuencia no eran suficientes para prestarlos con niveles de calidad suficiente. 5) Los ciudadanos exigen que los servicios públicos se presten con la máxima calidad, en condiciones de excelencia. En las tres Administraciones Públicas se promete a los ciudadanos precisamente el desarrollo de los servicios públicos y el suministro del servicio en las mejores condiciones. Ello responde también a la demanda de los ciudadanos, que desean estos servicios y exigen las prestaciones de forma rápida y eficaz. Sin embargo, las posibilidades de participación que nuestras estructuras administrativas permiten a los ciudadanos son escasas o inexistentes, y ello coloca a nuestra sociedad en una crisis de legitimidad democrática, porque se prestan estos servicios como mejor parece a los responsables, pero en contadas ocasiones se tiene en cuenta de forma sistemática la opinión de los usuarios del sistema. El segundo tipo de crisis que se detecta es el de la eficacia y la eficiencia. Ambos principios, proclamados en nuestra Constitución para la Administración Pública, hacen referencia a la obtención de resultados y a que éstos se obtengan con el mínimo de recursos necesarios. En ambos casos se expresa una situación no satisfactoria. Los empleados públicos realizan con la mejor voluntad y dedicación sus actividades, pero éstas no están diseñadas, regidas, planificadas ni desarrolladas desde un moderno sistema de administración y gestión de recursos públicos. Por ello es necesario, aun reconociendo la pervivencia de los valores tradicionales que informan nuestras Administraciones Públicas (como los principios de igualdad y legalidad), que otros principios como la eficacia y la eficiencia cobren un mayor protagonismo en el desarrollo de los servicios públicos, de forma que se logre, sin menoscabo de los derechos que puedan asistir a cada ciudadano de forma individual, la prestación de los servicios públicos en condiciones de mayor calidad y, en consecuencia, se logre una mayor satisfacción de éstos. 6) Las modificaciones que han tenido lugar en las organizaciones públicas, en diferente medida según los sectores administrativos o de prestación de servicios, inciden de forma prioritaria sobre el fenómeno de la cultura que estamos analizando. Los cambios que han tenido lugar
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en las Administraciones Públicas, de los que se trata en otra parte de este informe, han modificado el entorno, la sociedad, y también los cambios sociales modifican a las organizaciones administrativas. De esta forma se produce una suerte de fenómeno circular que se condiciona en ambos sentidos. Veamos algunas de estas modificaciones con un cierto detalle. En los últimos años hemos asistido a un fenómeno de reducción y modificación del sector público. Puede afirmarse que el Estado ha reducido su intervención en determinadas parcelas de la vida social (han desaparecido multitud de empresas públicas, se han reducido sustancialmente los monopolios), pero en otras el papel estatal o del sector público se ha extendido. Esta extensión se ha producido a veces de forma directa (probablemente las menos) o de forma indirecta, en alianza con otro tipo de entes, asociaciones o particulares, mediante la proliferación de fórmulas como los subsidios, convenios o contratos cuya base esencial de actuación parte de la fuente financiera pública, sin la cual su actividad no podría subsistir. 7) La mundialización y los riesgos de la sociedad actual plantean funciones de las Administraciones Públicas que hasta ahora estaban minusvaloradas o, simplemente, los recursos económicos de la sociedad se priorizaban hacia otros destinos. Hoy, funciones como la reactivación de la responsabilidad pública, la inseguridad ciudadana, la defensa, la contaminación y sus repercusiones sobre la salud de todos los ciudadanos cobran una importancia hasta ahora desconocida. Aspectos que eran considerados marginales comienzan a ser objeto de la preocupación de todos y destino de las políticas públicas en países desarrollados. Aparecen nuevos problemas o cobran una dimensión hasta ahora desconocida asuntos como la inmigración (de proporciones desconocidas para nuestro país), la exclusión social (colectivos relativamente numerosos apartados de los beneficios del sistema) o el control de los reguladores económicos, que gozan de situaciones de cada vez mayor poder mientras que las instituciones públicas no se dotan de medios de control suficientes. 8) En el caso de España, además, se ha producido un proceso de descentralización considerable de las competencias de la Administración General del Estado en las Comunidades Autónomas, prácticamente finalizado, y, simultáneamente, un importante desarrollo y presencia social de las Corporaciones locales. Este hecho, además de los consiguien-
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tes traspasos de medios humanos y materiales, han permitido visualizar un fenómeno de nuevo tipo en nuestra sociedad. Por una parte, la colaboración entre éstas, imprescindible en unos casos y valioso en todos. Por otra, la presencia de la cada día más importante competencia entre las Administraciones. Razones políticas y sociales empujan a éstas a preocuparse de todos los aspectos relacionados con un problema, con independencia de cuál es la Administración formalmente competente para resolverlo. 9) En el ámbito interno de las organizaciones públicas han comenzado a aparecer estructuras formalmente diferentes de las tradicionales estructuras jerárquicas. Proliferan los órganos ad hoc, y las propias unidades encargadas del diseño de los puestos de trabajo incentivan la creación de estructuras menos jerárquicas y más horizontales. Este fenómeno, denominado «aplanamiento de las organizaciones», se ha extendido más en los niveles superiores de las Administraciones, mientras que en otros persiste la tradicional estructura más como reflejo retributivo que como delimitación de responsabilidad o competencia. Además, en las Administraciones se extienden las organizaciones autónomas y las agencias que desarrollan funciones públicas y cuyas estructuras organizativas difieren grandemente de las tradicionales estructuras jerárquicas: sus organigramas se asemejan más a los de las organizaciones y empresas privadas que a los del sector público. 10) Otro fenómeno, la aparición de las Nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, de consecuencias y extensión mundiales, ha tenido una intensa repercusión en las Administraciones Públicas. En otro lugar de este informe se hablará de ello con mayor profundidad; baste resaltar aquí que se abren inmensas perspectivas de trabajo entre las Administraciones y los ciudadanos puesto que permiten, además de una rapidez desconocida hasta ahora, agilidad en la solución de problemas y trámites, transparencia en las decisiones e, incluso, posibilidad de que los ciudadanos colaboren y participen en el desarrollo de las políticas públicas. 11) Una última circunstancia ha alterado, además, la forma tradicional de trabajar y solucionar los problemas de las Administraciones Públicas: la incorporación de nuestro país a la Comunidad Europea, y el desarrollo posterior de la Unión Europea, han introducido en el trabajo diario de muchos de nuestros empleados públicos nuevos métodos y téc-
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nicas de actuación, insertando de forma sistemática en su trabajo protocolos de actuación de evaluación, de inspección, de gestión de proyectos, de formas sistemáticas y constantes de colaboración entre las Administraciones Públicas. Las numerosas transformaciones que han tenido lugar en nuestro país en los últimos años obligan a adoptar medidas de importante calado en las Administraciones Públicas, especialmente en lo que se refiere al cambio desde la cultura tradicional a una nueva cultura de gestión pública basada en otros parámetros. En suma, que el paradigma de funcionamiento y actuación de nuestras Administraciones Públicas acompañe el desarrollo de la sociedad y permita un mejor funcionamiento de los servicios públicos. Estos cambios han de alcanzar también a la forma de colaboración entre Administraciones, a la aplicación de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, a la construcción de estructuras organizativas menos jerarquizadas y más preparadas para responder a los retos que nos presenta la sociedad del riesgo, para preparar a los empleados públicos a trabajar con la aplicación de técnicas más modernas de decisión, colaboración, evaluación y control. 3.
LÍNEAS DE TRABAJO DE UNA NUEVA CULTURA
12) La situación descrita anteriormente lleva a plantearse las actuaciones más convenientes y las líneas de trabajo que las Administraciones Públicas deberían emprender para lograr una nueva cultura partiendo de la cultura tradicional. La modificación de los valores culturales que se pretende no elimina los aspectos positivos de la anterior cultura ni pretende hacer tabla rasa con todo lo logrado hasta ahora. Antes bien, principios como los de legalidad, igualdad, mérito y capacidad, responsabilidad o transparencia han de figurar siempre como valores esenciales de la actuación de nuestras Administraciones Públicas. Sin embargo, junto a ellos aparecen otros principios que conviene desarrollar y que describiremos a continuación. 13) Una Administración orientada a los objetivos. Derivadas de los objetivos políticos diseñados en el ámbito del Gobierno correspondiente, las unidades administrativas deben ser diseñadas para el cumplimiento de unos objetivos congruentes con los objetivos políticos y que permitan a los ciudadanos vislumbrar su cumplimiento, su modificación o su escaso logro. Únicamente desde una perspectiva así puede derivarse
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en la cadena de las unidades administrativas el establecimiento de objetivos-programas-acciones que permitan edificar el conjunto de actuaciones que se preconizan en el nuevo tipo de cultura. 14) La redefinición del tipo de responsabilidad exigible a los empleados públicos. Esta responsabilidad ha de exigirse desde diversos parámetros. Por una parte, responsabilidad global de las organizaciones administrativas frente a la sociedad; por otra, una responsabilidad personal de cada uno de los empleados públicos frente a su unidad administrativa y ante jefes y colaboradores. 15) La modificación del tipo de trabajo de los empleados públicos. Las normas e instrucciones de orden interno deben desarrollar las posibilidades de una mejor gestión por parte de los empleados. En este sentido, se propone una mayor libertad en el manejo de los recursos, para una adecuada ejecución de las políticas públicas bajo la dirección de los responsables políticos, de forma que puedan adoptar, por ejemplo, decisiones relevantes en materia de personal (incremento o disminución de las retribuciones variables, determinación de las funciones que corresponden a los puestos de trabajo, evaluación de colaboradores, etc.). 16) Desde el punto de vista organizativo, se preconiza que las estructuras han de dirigirse hacia el cumplimiento de los objetivos de la organización. Los directivos y empleados públicos han de responsabilizarse por el cumplimiento de los objetivos de la organización, y ello puede implicar que el diseño organizativo, una vez definidas su misión fundamental y sus unidades esenciales, debe ser objeto de su responsabilidad, manejando las técnicas y métodos más adecuados al cumplimiento de los fines de la organización. Una mayor flexibilidad organizativa en los niveles medios e inferiores de la organización es aconsejable. Si en las estructuras burocráticas tradicionales eran valores como la confianza o la dependencia jerárquica los que aparecían como fundamentales de la organización, el nuevo tipo de estructuras ha de tener en cuenta que éstas han de dirigirse a establecer la congruencia entre los incentivos y los resultados. Por ello, deben intentar delimitar con claridad las funciones de los puestos de trabajo con el fin de que pueda identificarse la responsabilidad de las actuaciones individuales. 17) La nueva cultura que se preconiza ha de basarse igualmente en los principios de la gobernanza: apertura o transparencia (comunica-
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ciones abiertas y flexibles entre los empleados con independencia de los niveles jerárquicos, utilización de un lenguaje accesible para los ciudadanos por parte de los empleados públicos, difusión de los criterios informadores de las decisiones administrativas), participación (de los ciudadanos, mediante órganos de consulta o medios telemáticos; del personal, en aquellas decisiones que le atañen, expresando sus puntos de vista y criterios), responsabilidad (extendiendo la necesidad de dar cuenta o exponer resultados no sólo a los superiores, sino también a los colaboradores y subordinados), eficacia (entendiendo que ésta, juntamente con la eficiencia, consiste en alcanzar los resultados previstos para la organización con la mejor utilización de los recursos disponibles) y coherencia (las decisiones administrativas y la ejecución de las políticas públicas han de tener en cuenta el conjunto de Administraciones implicadas, de forma que unas decisiones no sean contradictorias con otras). 18) El cumplimiento de los objetivos de las organizaciones públicas supone la búsqueda exhaustiva de los objetivos necesarios para las organizaciones y, simultáneamente, procurando que sean viables. Para ello, es imprescindible la interactividad entre los responsables políticos, los directivos públicos, los empleados en general y los ciudadanos. Con el desarrollo de cauces de participación se podrá lograr que, una vez definidos los objetivos, las organizaciones públicas se especialicen en el logro de éstos. 19) Dar importancia a los costes es otra de las necesidades que conviene generalizar en nuestras Administraciones. Hasta ahora, los costes eran valorados únicamente por los servicios presupuestarios del Ministerio o las Consejerías o Concejalías de Hacienda, pero no eran objeto de la preocupación de los responsables públicos. Han de valorarse los resultados económicos de las políticas en general y de sus acciones y proyectos en particular. Una nueva cultura de gestión de los servicios públicos debería también basarse en la valoración adecuada de los costes porque los recursos son escasos. Éste debe ser uno de los elementos relevantes a la hora de determinar la evaluación del trabajo de los empleados públicos, así como del éxito o fracaso de las políticas públicas ejecutadas por las Administraciones. Aunque la responsabilidad sobre los costes corresponde a quienes dirigen la unidad administrativa correspondiente, debe también ser compartida cada vez más por todos los empleados y, en ocasiones, con otras Administraciones,
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e incluso con empresas o asociaciones que desarrollan y ejecutan políticas públicas. 20) Los recursos humanos de las organizaciones constituyen su activo más preciado y a ellos deben dedicarse esfuerzo, recursos económicos y políticas formativas que logren la mejora del desempeño de su trabajo. Para la introducción de una nueva cultura, los recursos humanos son factores determinantes y, por esta razón, las Administraciones, que siempre deben intentar acompañar al desarrollo de la sociedad, deben realizar una apuesta estratégica en ellos. Esta estrategia debe basarse, como se señala en otras partes de este informe, en adecuadas políticas de selección, de formación, de evaluación del desempeño, de motivación, de carrera administrativa, de política retributiva suficiente. Se ha señalado que para que cualquier cambio obtenga resultados positivos debe contarse con los empleados. Cualquier política de cambio o introducción de una nueva cultura que no tenga en cuenta este aspecto fundamental está condenada al fracaso. 21) Una cultura de los servicios públicos tiene que poner en el frontispicio de su actividad a los ciudadanos. A ellos se dirigen las políticas públicas y, por tanto, prestar un servicio de calidad y satisfactorio debería constituir objetivo esencial de su actividad. Este objetivo se preconiza no sólo de las organizaciones, sino también de todos los empleados públicos, que deberán además poner los medios para, en cada caso, recibir las sugerencias de mejora y facilitar los medios de participación de éstos en la ejecución de las políticas públicas. 22) La cultura de los servicios públicos debe fundamentarse en la interacción con la sociedad (se realiza así porque la sociedad lo demanda) y con otras organizaciones públicas. La Administración General del Estado, las Comunidades Autónomas y las Corporaciones locales tienen en este caso el mismo objetivo de servir a los ciudadanos. Debería desarrollarse una mayor comunicación entre las Administraciones que alcanzara no sólo a los responsables políticos, sino también a los órganos técnicos y empleados públicos. 23) La cultura de los servicios públicos debe ser también la cultura de la defensa de lo público y la creación de valor público. La defensa de lo público, además, no debe estar reñida con la eficacia, con la eficiencia y con el cumplimiento de la legalidad. Por el contrario, la
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mejor defensa de lo público es aquella que logra el cumplimiento de los objetivos, que obtiene resultados teniendo en cuenta los costes, pero siempre en el marco de respeto a los principios contenidos en la Constitución y en las leyes. Se crea valor público reduciendo costes, destinando menos recursos para la obtención de los mismos resultados, logrando satisfacción en los ciudadanos y, en fin, incrementando la igualdad de acceso a los servicios públicos por parte de todos los ciudadanos. 24) Además, la cultura de los servicios públicos debe prestar especial atención al entorno, que se modifica a gran velocidad, y, especialmente, a aquellos ciudadanos que tienen especifidades étnicas, culturales o geográficas. Las Administraciones Públicas deben estar atentas a la inmigración, a los problemas sociales y a los problemas relacionados con la seguridad. Sobre estas nuevas cuestiones, la cultura de los servicios públicos debe intentar dar respuesta y pensar sobre el futuro proponiendo soluciones que palien las repercusiones de estas nuevas situaciones. 25) La nueva cultura de los servicios públicos debe basarse en que el análisis de los problemas esté basado en una visión de conjunto, en la que se valoren todas las variables y se evalúen todas las circunstancias. En este aspecto es singularmente importante la colaboración con otras Administraciones Públicas, de forma que, a pesar de visiones distintas, se pueda llegar a soluciones conjuntas entre ellas. Este aspecto es predicable igualmente del trabajo y la competencia entre las organizaciones internas de una Administración Pública. El criterio ha de ser la colaboración, no la lucha por cuotas de poder o ruptura de equilibrios interorganizativos.
4.
LÍNEAS DE ACTUACIÓN DE UNA NUEVA CULTURA
26) Un cambio radical en la cultura, acercando a los funcionarios a las normas vigentes en el mercado, puede generar que el tradicional compromiso con los intereses públicos disminuya, se produzca cierta merma en su eficacia y la aparición de conductas no deseadas. La experiencia de algunos países como el Reino Unido (Informe Nolan) parece revelar que las modificaciones en la cultura, si no van acompañadas de
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la introducción de controles y la asunción de principios comunes, pueden también generar consecuencias no deseadas (arbitrariedad y comportamientos no éticos). 27) Si no se cambian las pautas culturales existentes en las Administraciones, ello incrementaría la distancia entre los ciudadanos y las Administraciones Públicas, generando en éstos mayor desconfianza en las instituciones públicas. 28) La situación en la que se encuentran las Administraciones Públicas desde el punto de vista de la cultura de los servicios públicos no es satisfactoria. Procede, en consecuencia, que propongamos algunas líneas de actuación para que en el futuro se logre una mayor congruencia entre las demandas sociales y la actuación de las organizaciones públicas, que sean incorporadas a la estrategia de las mismas. 29) La introducción de una nueva cultura en las Administraciones Públicas, una nueva forma de hacer las cosas, ha de tener como fundamento el liderazgo de los responsables políticos, basado en estos principios que hemos desarrollado con anterioridad. Las Administraciones Públicas, de acuerdo con lo establecido en la Constitución de 1978, están dirigidas por el Gobierno u órganos semejantes en las distintas Administraciones, que, en este sentido, deben asumir la dirección y guiarlas hacia nuevas pautas culturales, más acordes con el desarrollo de nuestra sociedad. 30) Las Administraciones Públicas realizan sus actuaciones con el fin de hacer frente a las necesidades de la sociedad. Por ello, la cultura de los servicios públicos ha de ser aquella que actúa buscando los mejores resultados. Las organizaciones públicas se legitiman por su buen hacer, que tiene que ver con el respeto a las normas y el seguimiento del procedimiento establecido, pero también con que los resultados de las políticas públicas sean visibles por los ciudadanos en un tiempo razonable y con una calidad aceptada por éstos. En consecuencia, la legalidad y la eficacia deben marchar al unísono. 31) La introducción y desarrollo de una nueva cultura pasa también por el fortalecimiento de los servicios con unos medios personales y materiales adecuados. Nuestras Administraciones Públicas deben continuar en la línea de incorporar las mejores técnicas de gestión y la
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utilización masiva de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, de forma que las innovaciones que puedan ser utilizadas para prestar un mejor servicio a los ciudadanos tengan pronta acogida en ellas. 32) La participación de los ciudadanos en las Administraciones Públicas puede contribuir en gran medida al desarrollo de una nueva cultura de gestión de los servicios públicos. Incrementar los sistemas de participación, de escucha, de debate, de foros interactivos, son medidas que, si son asumidas de forma generalizada por las Administraciones, mejorarán la percepción social de la actividad administrativa e incrementarán su eficacia. 33) Sustituir progresivamente el control tradicional por la evaluación de la actividad de las organizaciones. La evaluación permite que se conozca cómo se están haciendo las cosas, cómo se implementa un programa, cuáles son sus beneficiarios y cuál ha sido el impacto obtenido. En una Administración que persigue la eficacia y la satisfacción de los ciudadanos, estos factores devienen esenciales. 34) Impulsar la transparencia en las actuaciones de las Administraciones es también un elemento esencial. Una política activa de comunicación con los ciudadanos debe estar fundamentada en la transparencia de las decisiones en las Administraciones, de manera que los ciudadanos perciban de forma clara las razones de las decisiones, los plazos previstos o los incumplimientos sobrevenidos. 35) La introducción y desarrollo de una nueva cultura administrativa debe basarse en los directivos y empleados públicos, de manera que éstos actúen como agentes de cambio innovadores que cooperan en la definición de las políticas públicas. Por tanto, el directivo público y empleado público que se busca es aquel que ejecuta las políticas públicas; examina el entorno que le rodea, cuya característica más relevante es la complejidad; interacciona constantemente con los políticos y con otras Administraciones Públicas para obtener su apoyo y persuadirlos de las iniciativas de sus organismos; acrecienta los recursos públicos influyendo sobre las correlaciones de fuerzas y, por ello, crea valor público e identifica nuevas oportunidades de mejorar los servicios, y desarrolla la accesibilidad de los servicios públicos hacia los ciudadanos.
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36) Las dificultades de poner en marcha un programa de cambio en las Administraciones Públicas no son pequeñas. Entre los funcionarios está muy extendida la cultura de la incredulidad, que considera que las modas organizativas y los cambios tienen corta vida, que la posición más realista es el escepticismo porque todo volverá a su «cauce natural». Por esta razón, buena parte del esfuerzo ha de dirigirse al convencimiento de los empleados públicos. Existe, además, una ausencia de formación, con la excepción de grupos poco numerosos de directivos o miembros de algunos cuerpos superiores, en las ideas de una nueva cultura. Por ello, las actividades formativas deben ser parte de la estrategia y de las acciones prioritarias que pretendan poner en marcha una cultura de gestión de los servicios públicos. En consecuencia, un ambicioso programa de formación en estas materias parece necesario, en colaboración con las universidades y los institutos de formación de los empleados públicos.
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II.
LA POSICIÓN DEL CIUDADANO
FORTALECIMIENTO DE LA POSICIÓN DEL CIUDADANO AMADOR ELENA CÓRDOBA SUMARIO: 1. Una relación conflictiva: a) Causas. b) El ciudadano como objeto pasivo de la acción administrativa. Las incomprensiones. c) Agravantes circunstanciales.—2. Objetivos de una reforma: a) Nuevos elementos de legitimación de la Administración ante la sociedad. b) Explicar la Administración. c) Participar en la Administración. d) Normas necesarias, accesibles y comprensibles. e) Conocer las demandas de los ciudadanos. f) Servicios integrados, orientados a la demanda social. g) Utilización adecuada de soluciones tecnológicas.—3. Medidas para la reforma: a) Medidas de reforma del proceso de elaboración de normas. b) Reforma de la atención al ciudadano. c) Accesibilidad de la acción administrativa. d) Accesibilidad y transparencia de las políticas públicas. e) Reforzamiento de la cooperación entre Administraciones. f) Nuevas Cartas de Servicios. g) Reforma del diseño de los procesos y los servicios públicos. h) La Administración electrónica.
Un análisis de la posición del ciudadano en relación con la Administración muestra que, pese a los continuos esfuerzos por mejorarla, sigue siendo sentida como una relación conflictiva que requiere permanente atención. 1.
UNA RELACIÓN CONFLICTIVA
a)
Causas
Las relaciones entre los ciudadanos y la Administración Pública en nuestro país se han caracterizado, históricamente, por la persistencia de una arraigada percepción social negativa de la actividad administrativa en general, que se manifiesta en múltiples muestras de la literatura jurídica, sociológica y política, e incluso en la expresión literaria y en la tradición costumbrista, desde el siglo XIX hasta nuestros días. Esa percepción social, con independencia de su carácter «mítico», revela la existencia de una relación conflictiva (el «problema» de la Administración).
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Esta percepción negativa continúa distorsionando una relación que constituye el pilar fundamental de la propia existencia de la organización pública según sus definiciones jurídico-constitucionales y académicas. En este sentido, y ciñéndonos a la actualidad, pueden señalarse cuatro grupos de factores causales: Primero, la tradición burocrática y oscurantista, que resulta contradictoria con los principios de transparencia y de participación. La evolución social y política ha transformado, sin duda, muchas de las rutinas burocráticas, logrando evidentes avances en estos aspectos (el progreso democrático y realidades como las innovaciones tecnológicas —Internet— imposibilitan la persistencia de una Administración impenetrable), pero aún perviven algunos modos y actitudes burocráticos que se manifiestan en procesos de «retroalimentación» de la gestión y de la propia organización administrativa. Segundo, la disminución del peso de la Administración en muchas de las facultades y poderes de intervención social adquiridos en la construcción del Estado del Bienestar ha tenido como consecuencia el que las relaciones «activas» (entendiendo por tales las que implican una individualización) entre ciudadanos y Administración tengan un carácter cada vez más puntual y centrado en aspectos impositivos (la declaración anual de la renta, como acto central de las relaciones ciudadano-Administración), sancionadores (recepción de multas de tráfico) y limitativos (prohibiciones). Por el contrario, los aspectos positivos de la acción administrativa (infraestructuras, ayudas, protección del patrimonio cultural...) quedan diluidos y no llegan de manera neta a la consciencia individual del ciudadano, o bien (educación, sanidad, medio ambiente...) se constituyen en «terreno de batalla» entre la Administración actuante y la ciudadanía, que reclama mayor transparencia y participación en la formulación de políticas y en la asignación de recursos públicos. Tercero, los ciudadanos perciben a las organizaciones administrativas como generadoras de coste, entendiendo éste no tanto como coste presupuestario, lo que en los años ochenta y principios de los noventa fue el gran problema de la Administración, sino como coste social, esto es, la concienciación de que la acción administrativa provoca costes a ciudadanos y empresas al tener que superar las barreras y cargas que aquélla les impone, afectando por tanto al desarrollo económico y social tanto individual como colectivo. Cuarto, el debate político ha producido el vaciamiento de los grandes conceptos. No puede dejar de señalarse, en efecto, como factor
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causal de la percepción ciudadana negativa la presencia constante de la Administración como problema en los programas de los partidos políticos. La constante sucesión cíclica de grandes proyectos frustrados que tienen como objeto la transformación de la Administración (modernización, reforma...) ha acabado por vaciar de contenido esos términos y por asentar una conciencia social de la Administración como problema irresoluble. El ciudadano percibe que el control que puede ejercer tanto sobre la acción política como sobre la acción administrativa está circunscrito al momento de las elecciones, ya que después de ese momento la gestión administrativa se ejerce por una Administración que asume de manera casi exclusiva la titularidad del interés público. b) El ciudadano como objeto pasivo de la acción administrativa. Las incomprensiones Hablando en términos generales, las Administraciones Públicas españolas identifican, sin duda con las mejores intenciones, cuáles son las demandas ciudadanas y deciden la mejor manera de satisfacerlas, pero esto se lleva a cabo sin los adecuados instrumentos de estudio de la demanda y de participación en los servicios públicos. Con independencia de reconocer que hoy en día no es sencillo identificar lo que constituye el interés público, sí deberíamos estar de acuerdo en que la Administración no debe ser el único y exclusivo agente en la identificación de tales demandas, sino que se debe compartir esta tarea a través de la participación ciudadana. Las Administraciones Públicas son, para el ciudadano medio, grandes desconocidas. Este desconocimiento —que afecta a sus fines, a su organización, a su personal y a su propia actividad— no puede sólo reputarse, como asevera la opinión burocrática tradicional, al desinterés ciudadano. Por el contrario, cabe detectar, también, una insuficiente actitud didáctica por parte del poder público. Como causas de este fenómeno cabe enunciar, una vez más, el deseo de la organización pública de mantener en lo posible el monopolio de sus conocimientos específicos; la falta de distinción entre el nivel político y el administrativo, y la exagerada preponderancia de un aparato administrativo excesivamente enfocado a cumplir las normas y a un mundo normativo que, aunque mejorado, sigue adoleciendo de un cierto carácter «defensivo» frente al ciudadano. Las consecuencias de esta rea-
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lidad son evidentes. La Administración sigue apareciendo ante nuestros ciudadanos como una gran «caja oscura» cuyo interior les resulta opaco e inaccesible. Ese desconocimiento genera desconfianza y animadversión; alimentadas por la «experiencia» de que, además, tales decisiones suelen ser, por lo general, inmutables y de nada sirve intentar luchar contra ellas o resulta en exceso costoso, en términos económicos y de esfuerzo. De forma paralela, la Administración también desconoce, en buena medida, a los destinatarios de su actividad y de sus decisiones. Todos ellos aparecen etiquetados y englobados bajo el concepto de ciudadano, faltando, en muchas ocasiones, el conocimiento profundo de los intereses y problemas de los diversos colectivos. La Administración de hoy día no ha logrado, pese a los notables esfuerzos realizados, tomar conciencia de que la sociedad a la que sirve está constituida por un variado mosaico de individuos, grupos e intereses —a menudo contradictorios entre sí— que requieren de una consideración más específica: emprendedores, ancianos, estudiantes, extranjeros, profesionales, trabajadores, corporaciones, asociaciones de diversa índole... La demanda ciudadana no es tan homogénea como en los siglos XIX y XX, y espera de la Administración una respuesta especializada e igualmente polifacética. c)
Agravantes circunstanciales
Por si fueran pocos los factores y circunstancias que configuran como «problemática» la relación de la Administración Pública con los ciudadanos, en los últimos veinte años han confluido circunstancialmente acontecimientos trascendentales que arrojan contradicciones sobre el escenario en el que sociedad civil y Administración buscan un modelo en el que convivir y desarrollarse. — Muchas Administraciones para un mismo ciudadano. El modelo territorial constitucional pretendió, con buen juicio, acercar los procesos decisionales a ámbitos políticos y administrativos territorialmente próximos al entorno en el que habían de aplicarse tales decisiones, creando para ello una pluralidad de poderes públicos con competencias ejecutivas. Sin embargo, la coexistencia de diversas Administraciones Públicas, agrupadas en tres niveles: estatal, autonómico y local, desconcierta al ciudadano, incapaz de comprender las sutiles e imprecisas fronteras entre ellas y sus funciones y, sobre todo, incapaz de
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adivinar cuál actúa en cada circunstancia sobre su esfera de interés y a cuál debe dirigirse para resolver sus problemas. Este desconcierto se debe a que las distintas Administraciones han proyectado sobre los ciudadanos sus propias ofertas de servicios basadas en sus competencias. — Globalización y supranacionalidad. De forma simultánea y contradictoria con el proceso anterior, concurren fenómenos como la globalización —internacionalización de los recursos y bienes económicos, supresión de las fronteras económicas—, que provoca profundas alteraciones en las necesidades y demandas sociales, pero que, sobre todo, instala en la percepción social la convicción de un debilitamiento de los poderes públicos frente a los grandes intereses privados, cuestionando la eficacia y legitimación de aquéllos. Al tiempo, nuestro país se ha integrado en una organización supranacional, la Unión Europea, en la que diariamente se adoptan importantes decisiones que afectan a las esferas individual y social, sin que los ciudadanos tengan mas allá de una difusa conciencia de esta realidad y sin que los esfuerzos hechos por los poderes públicos nacionales para explicarla adecuadamente hayan tenido más allá de un discreto resultado. — El impacto tecnológico. Finalmente, si algún acontecimiento está destinado a alterar esencialmente los rasgos de las relaciones entre ciudadanos y Administración, ése es, sin duda, el impacto tecnológico. La capacidad de proceso de datos, junto con, sobre todo, la revolución de las comunicaciones (y en particular Internet), obligan a redefinir el ámbito, la temporalidad y los procesos a través de los cuales se encauzan las aludidas relaciones. 2.
OBJETIVOS DE UNA REFORMA
Transformar las relaciones entre ciudadanos y Administración, y por lo tanto entre sociedad civil y Administración Pública, debe constituir la finalidad del proceso de reforma, precisamente por su incidencia en la que es la misión atribuida a la organización administrativa por la norma constitucional: el servicio a los intereses generales. Una adecuada consideración de esas transformaciones requiere la fijación de los objetivos cuya consecución se pretende (para qué la reforma) antes de enumerar las medidas precisas para llevarla a cabo. Tanto unas como otros se despliegan en dos ámbitos: la proyección externa de
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la Administración (acciones hacia/para el ciudadano) y su ámbito interno, ya que ambos se complementan. a) Nuevos elementos de legitimación de la Administración ante la sociedad La propia evolución social y administrativa obliga a que la Administración aparezca revestida ante los ciudadanos con nuevos elementos legitimadores acordes con las circunstancias contemporáneas y con la demanda social. La Administración no debe conformarse con mantener su legitimación garantizando y cumpliendo el principio de legalidad, siendo instrumento del Estado del Bienestar o actuando de acuerdo a los principios de eficacia y eficiencia. Éstos son ya valores asumidos que forman parte del acervo administrativo. En el contexto actual, la sociedad exige a la Administración, por una parte, que se convierta en garante de la prestación de los servicios públicos esenciales, de la igualdad de oportunidades entre los individuos y de la defensa estricta de las normas de libre competencia, y, por otra parte, que se convierta en coadyuvante de la sociedad para lograr una mayor competitividad y productividad en un contexto económico mundializado, tanto por medio de políticas activas como a través de una reducción de las barreras y cargas que su actividad provoca. b)
Explicar la Administración
Los ciudadanos tienen derecho a conocer «sus» Administraciones Públicas, a poder identificarlas y a exigirlas responsabilidad, a conocer cómo se organizan y cómo desarrollan sus procesos de trabajo y decisión. Es necesario romper la opacidad de la organización y de la actividad administrativa a través de iniciativas públicas que comuniquen a la sociedad, de forma inteligible y asequible, los detalles que afectan a los extremos enunciados. La ejecución de este principio requiere de un amplio abanico de acciones, desde la potenciación de los programas de imagen institucional hasta la información previa y detallada de los procesos administrativos que afectan al individuo, pasando por la simplificación y modernización del lenguaje y los documentos que se utilizan. Sólo logrando este objetivo será posible romper el círculo vicioso en que se enquista la relación ciudadano-Administra-
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ción (desconocimiento, desconfianza) y garantizar otros como una efectiva participación. c)
Participar en la Administración
Una sociedad dinámica y caracterizada por su multidiversidad requiere de nuevas formas efectivas e imaginativas de participación en las decisiones públicas. Los mecanismos tradicionales de participación (audiencia, información pública...), aunque continúan siendo válidos, deben ser potenciados y complementados por nuevos sistemas que aseguren una presencia eficaz de los sectores e intereses sociales en la concepción y el diseño de las políticas públicas y en la toma de decisiones; también el ciudadano, individualmente considerado, debe «sentirse» sujeto activo y dinámico de la acción administrativa en los asuntos que le afectan. La participación así entendida se convierte en un elemento legitimador de la acción administrativa. d)
Normas necesarias, accesibles y comprensibles
La multiplicidad de regulaciones y poderes normativos ha generado una situación de notable deterioro del marco jurídico en lo que se refiere a su ordenación e inteligibilidad y, en consecuencia, dificulta su eficacia y correcto cumplimiento. Dicha multiplicidad obedece en buena medida a unas inadecuadas relaciones entre los tres actores del proceso normativo: el nivel político (Parlamento y, en lo que aquí afecta, gobiernos), el nivel administrativo y los ciudadanos (sociedad). La presión de los grupos sociales de interés, combinada con la «comodidad» para los responsables políticos de producir rápidamente normas como solución para cualquier incidencia, provocan un panorama en el que tanto ciudadanos como Administraciones desconocen las normas y su vigencia y, por lo tanto, es fácil que las incumplan. Es imprescindible, por ello, modificar los procesos de producción normativa para permitir una participación social real, la adecuada valoración de la necesidad de la norma y de las alternativas disponibles, y la claridad, inteligibilidad y accesibilidad del conjunto de normas que afectan a las relaciones y al desarrollo social y económico. Nuestros dirigentes deben dejar de utilizar como un indicador de éxito el número de disposiciones que se consigue situar en el mundo normativo.
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e)
Conocer las demandas de los ciudadanos
La gran asignatura pendiente de las Administraciones españolas es dotarse de instrumentos que les permitan conocer las particularidades de la demanda ciudadana, evitando situaciones de «adivinación a ciegas». Es necesario implantar técnicas de «marketing público» que permitan el estudio de los fenómenos de intercambio ciudadano-Administración y posibiliten el diseño, implantación y control de programas para satisfacer las necesidades de los usuarios de servicios públicos que afecten a cuestiones como el diseño del servicio, sus costes, su necesidad, las características de su prestación y los recursos públicos o privados necesarios para su puesta en marcha (personas, instalaciones, etc.). f)
Servicios integrados, orientados a la demanda social
Las ofertas de servicios de las Administraciones continúan basadas en el criterio de competencia (que es propio de la organización y de la gestión internas) y no siempre tienen en cuenta la verdadera configuración de la demanda, que puede no coincidir con la distribución competencial. La definición de los servicios y de los procesos de cara al ciudadano debe superar esos presupuestos y configurarse en atención a lo que los ciudadanos, la sociedad civil, efectivamente demanden. Experiencias piloto como los programas «Ventanilla Única» y, sobre todo, «Ventanilla Única Empresarial», en las que las Administraciones cooperan para ofrecer un único servicio en un único proceso (superando las limitaciones competenciales), deben fomentarse y extenderse. Debe tenderse a configurar una auténtica oferta de servicios (crear una empresa) y no de trámites (obtener una licencia, abrir una cuenta de cotización...). g)
Utilización adecuada de soluciones tecnológicas
Las Administraciones Públicas están llamadas a desempeñar un papel fundamental para conseguir una efectiva extensión e implantación del uso de las herramientas tecnológicas entre los ciudadanos y, especialmente, entre las pequeñas y medianas empresas: las Administraciones pueden contribuir más que ningún otro agente o entidad a la generalización social de una «cultura digital» mediante la puesta a disposición
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de servicios públicos electrónicos, de la posibilidad de relacionarse con las Administraciones a través de dichos medios, y de su aplicación a los procesos internos de trabajo y gestión burocrática. Sin embargo, el 83% de los proyectos tecnológicos fracasa (OCDE) debido a la no consideración adecuada de los requisitos funcionales. Es preciso que gestores y tecnólogos pongan en común su conocimiento experto para lograr soluciones eficaces desde el punto de vista funcional, avanzando en la puesta en marcha de trámites electrónicos, sin descuidar al tiempo la amenaza conocida como «brecha digital», que se produce porque tales facilidades no están, hoy por hoy, al alcance de todos los ciudadanos, y que ello exige soluciones para extender ese alcance, aunque sea a través de intermediarios públicos o privados.
3.
MEDIDAS PARA LA REFORMA
Finalmente, establecido el diagnóstico de la situación actual y enunciados los objetivos que se pretenden para mejorar las relaciones entre ciudadanos y Administración, cabe señalar las medidas que se proponen para conseguir tales objetivos, entendiendo que tales medidas no pretenden ser sino una enumeración abierta y actualizable en función de la evolución de los objetivos y demandas de los ciudadanos. a)
Medidas de reforma del proceso de elaboración de normas
Por la importancia de las normas en cuanto a su configuración como marco de referencia de las relaciones ciudadano-Administración, el proceso de elaboración de normas debe regirse por los principios de necesidad, claridad y participación social. A estos efectos, deberían implantarse en las Administraciones Públicas españolas técnicas de Análisis de Impacto Normativo que aseguren una evaluación de la necesidad de nuevas normas y de las posibles alternativas, la realización de análisis coste/beneficio, la simplificación y transparencia del propio proceso normativo (en sus fases consultivas de deliberación) y la claridad en la redacción de textos. Finalmente, deben abordarse aspectos como la consolidación de textos normativos (control de vigencias y derogaciones) y el estudio del cumplimiento de las normas. La aplicación de estas técnicas exige, como requisito indispensable, la par-
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ticipación administrativa de los sectores económicos y/o sociales afectados por la futura norma. b)
Reforma de la atención al ciudadano
Presupuesto básico para un nuevo modelo de relación entre los ciudadanos y la Administración es la puesta en valor y la reestructuración profunda de los servicios y oficinas de «frontera» con el ciudadano (oficinas de información y oficinas de registro), tradicionalmente objeto de una consideración profesional y de una dedicación de recursos que cabe calificar de deficiente, aunque últimamente se le ha dedicado mayor atención. Esta medida ha de realizarse dentro de un rediseño global del sistema de atención al ciudadano considerando los siguientes extremos: — Multicanalidad. Debe configurarse un modelo de atención al ciudadano uniforme y normalizado para su difusión por medio de los diversos canales —canal electrónico (Internet), canal presencial y canal telefónico—, garantizando su compatibilidad. — Integración de la información. La atención al ciudadano debe «desbordar» los criterios de especialización, posibilitando que, con independencia de la competencia del responsable concreto de cada servicio, pueda difundirse atención general con base en una plataforma común de contenidos. — Integración de servicios de atención. Con objeto de aprovechar los recursos disponibles, compartiéndolos, puede constituirse una red de atención e información, integrada por las dependencias de todos los Ministerios y de todas las Administraciones, para intentar aproximarse al ideal que constituiría el que un ciudadano reciba una misma respuesta a un mismo requerimiento con independencia de la puerta de acceso que utilice (oficina, teléfono o Internet) o de la Administración a la que se dirija. — Atención proactiva. La atención al ciudadano no debe configurarse como una función estática (de mera respuesta a la demanda), sino proactiva (analizando los requerimientos del ciudadano, adelantándose a sus necesidades) y con nuevos servicios de valor añadido (orientación personalizada, información sobre tramitación de procesos). — La aplicación de soluciones CRM (Gestión de Relaciones con el Ciudadano). Incorporación de soluciones tecnológicas que posibilitan los aspectos anteriores y permiten a la Administración personalizar la
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relación con el ciudadano en función del perfil de éste (empresario, extranjero, joven, anciano, etc.). c)
Accesibilidad de la acción administrativa
Debe potenciarse la accesibilidad y receptividad de la Administración, entendidas como empatía y capacidad de la organización pública para que ciudadanos y empresas tengan facilidad para conocer y acceder a las informaciones, conocimientos y gestiones que resulten de su interés; en definitiva, para lograr un efectivo acercamiento al ciudadano. La potenciación pasa fundamentalmente por los siguientes aspectos: — Formularios administrativos. Los formularios o modelos normalizados de solicitud que la Administración pone a disposición de los ciudadanos resultan, en ocasiones, difíciles de conocer y conseguir. Solucionar tal cuestión resulta muy sencillo utilizando Internet, de forma tal que desde cualquier oficina pública o desde el domicilio del interesado pueda cumplimentarse e imprimirse el formulario e incluso remitirse electrónicamente. — Lenguaje administrativo. Un lenguaje claro y comprensible es esencial para facilitar el entendimiento entre Administración y ciudadanos. La elaboración, en 1989, de un Manual de Estilo del Lenguaje Administrativo abrió un camino que debe seguir actualizándose. — La percepción del ciudadano. Es indispensable que los administradores públicos conozcan en todo momento la percepción que el ciudadano tiene del servicio que se le presta. Es preciso, por tanto, institucionalizar la utilización de encuestas de satisfacción, así como articular mecanismos de recogida de opinión tanto sobre los servicios en funcionamiento como sobre los servicios que espera recibir. — Manuales de instrucciones. Los gestores deben facilitar al máximo a la ciudadanía la comprensión de las instrucciones a ella dirigidas, sobre todo en actividades en las que se le requiere para que «haga algo». Deben describirse minuciosamente los pasos a dar y la forma de cumplimentar los correspondientes pasos o trámites administrativos, siguiendo el ejemplo de algunos países de nuestro entorno.
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d)
Accesibilidad y transparencia de las políticas públicas
Es necesario abrir caminos en el ámbito de la participación ciudadana más allá de los cauces políticos constitucionalmente instituidos. Al igual que ya se ha señalado, entre otros aspectos, la necesidad de evaluar el impacto material (coste) de una norma sobre ciudadanos y empresas antes de decidir su elaboración, el ciudadano debería poder conocer lo que cuestan los servicios que se le prestan con el doble fin de que exista una real transparencia del uso que la Administración hace de los recursos públicos y de que el ciudadano pueda valorar, en sus justos términos, los servicios que utiliza y hacer así un uso responsable de los mismos. Pero, además, deben potenciarse los cauces de participación real en el proceso de toma de decisiones para la formulación de políticas, proyectos o programas de claro interés para el ciudadano, como, por ejemplo, la gestión de riesgos en general, planes de urbanismo, planes educativos, sanitarios, medioambientales, etc. La necesaria cautela ante posibles riesgos en materia de participación ciudadana no debería ser un obstáculo para avanzar en esta línea. e)
Reforzamiento de la cooperación entre Administraciones
Ha de articularse un nuevo sistema de prestación del servicio público que, desde el pleno respeto a la estructura de distribución territorial del poder existente, trate de ofrecer un servicio integral a las necesidades que pueda tener el ciudadano. El respeto al principio de autonomía de cada Comunidad Autónoma y de cada Entidad local es consustancial al modelo de descentralización definido en la Constitución, un principio que se complementa, de acuerdo con la reiterada jurisprudencia constitucional, con el de cooperación entre todas las Administraciones. El esfuerzo debería así dirigirse a optimizar, en beneficio del ciudadano, la pluralidad de Administraciones Públicas sobre el territorio para que, lejos de suponer una carga, se convierta en factor de competitividad y eficacia. El enfoque de «proceso» en el que distintas Administraciones Públicas cooperan, cada una desde su ámbito competencial, para ofrecer al ciudadano un servicio integrado, superando así el enfoque de «trámite» al que ya se hizo referencia, debería ser el objetivo a conseguir.
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f) Nuevas Cartas de Servicios Las Cartas de Servicios, documentos escritos a través de los cuales las organizaciones públicas declaran sus compromisos de calidad en la prestación de los servicios a los clientes-ciudadanos, constituyen materializaciones de los principios de información y transparencia, participación de los ciudadanos y responsabilización por la gestión. Resulta conveniente profundizar en este tipo de instrumentos, a través de la reforma del proceso de su elaboración, evaluación y mediante — la participación de los usuarios en su confección, a través de encuestas, estudios de demanda y período de información pública previo a la aprobación de la Carta de Servicios, y — la ampliación de su ámbito, definiendo Cartas por servicios integrados en función de la demanda, y trascendiendo del concepto de organismo responsable como referente de las Cartas. g)
Reforma del diseño de los procesos y los servicios públicos
Los procesos de gestión y decisión de las organizaciones públicas y la configuración de los servicios públicos deben someterse a un proceso global de rediseño que afecte a todos sus parámetros (normativos, funcionales, organizativos), con la participación y el consenso de ciudadanos y gestores públicos, para reducir los tiempos de respuesta, eliminar las barreras para la aplicación de soluciones tecnológicas, orientar el proceso a aquellos a quien va dirigido el servicio y simplificar el procedimiento administrativo para que sólo incluya los trámites imprescindibles y no se soliciten al ciudadano datos o documentos innecesarios o que la propia Administración ya posea. h)
La Administración electrónica
Las Administraciones Públicas deben hacer un uso cada vez más intenso de las tecnologías de la información y de las comunicaciones, tanto en sus procesos de gestión interna como en las formas de relacionarse con el ciudadano. Debe ponerse un acento especial en cuidar el diseño funcional de los
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procesos electrónicos, de forma que éstos no sean una mera «automatización» del procedimiento preexistente, sino que, con el conocimiento experto de gestores y tecnólogos, simplifiquen y faciliten realmente la acción administrativa. Es de vital importancia que las Administraciones Públicas velen porque los progresos en materia de Administración electrónica conseguidos a través de la utilización de herramientas como portales, páginas web, correo electrónico, telefonía de última generación, etc., complementen el servicio que prestan a usuarios «tecnologizados», con la instalación de puntos públicos y gratuitos de acceso a tales medios, de forma que con la ayuda de intermediaros públicos se facilite el acceso a los ciudadanos que no disponen de ellos o de la capacidad para utilizarlos.
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SEGURIDAD JURÍDICA JUAN JOSÉ LAVILLA RUBIRA SUMARIO: 1. Consideraciones generales acerca de la seguridad jurídica.—2. La seguridad jurídica en la creación administrativa de las normas.—3. La seguridad jurídica en la aplicación administrativa de las normas: A) Conocimiento de los precedentes administrativos. B) Previsibilidad del contenido de los actos administrativos: consultas de los ciudadanos a la Administración. C) Formalización de la voluntad administrativa, especialmente en determinados sectores de la Administración económica.
1.
CONSIDERACIONES GENERALES ACERCA DE LA SEGURIDAD JURÍDICA
1) El punto de partida para la adecuada consideración de la cuestión se halla en la constatación de que la seguridad jurídica es un principio constitucional (art. 9.3 de la Norma Fundamental). En efecto, tal como ha señalado la STC 325/1994, de 12 de diciembre, la Constitución utiliza la voz «seguridad» «con la misma acepción medular pero con distintos matices según el adjetivo que le sirva de pareja». En concreto, el intérprete supremo de la Constitución pone de relieve que ésta se refiere a la seguridad desde tres puntos de vista: a) Ante todo, la seguridad jurídica, que es «uno de los principios cardinales del Derecho a la par del valor justicia». b) En segundo término, la seguridad a la que alude el artículo 17 de la Constitución, «la que es soporte y compañera de la libertad personal (...), cuya esencia se pone desde antiguo en la tranquilidad de espíritu producida por la eliminación del miedo». c) Finalmente, la seguridad pública, a la que alude, desde la perspectiva de la distribución de competencias, el artículo 149.1.29 de la Constitución, «también llamada ciudadana, como equivalente a la tranquilidad de la calle», esto es, a la acepción estricta de la noción de orden público.
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Pues bien, sin perjuicio de las relaciones existentes entre estas tres nociones constitucionales, destacadas por el Tribunal Constitucional en el citado fallo, lo relevante aquí es que la seguridad jurídica constituye, según la misma Sentencia 325/1994, un «principio general del ordenamiento jurídico». Por otra parte, la naturaleza de la seguridad jurídica se completa, desde la perspectiva negativa, con la constatación de que la misma no está configurada en nuestro ordenamiento como un derecho subjetivo y, menos aún, como un derecho fundamental tutelable en amparo (entre otras muchas, STC 165/1999, de 27 de septiembre). 2) El Tribunal Constitucional ha declarado en numerosas ocasiones que la seguridad jurídica constituye una suerte de principio de síntesis en el que se refunden los demás principios consagrados por el artículo 9.3 de la Constitución. En concreto, son numerosos los fallos en los que se indica que la seguridad jurídica es «suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad» (desde la STC 27/1981, de 20 de julio). 3) Adicionalmente, la seguridad jurídica es un principio dotado de contenido propio, ya que «si se agotara en la adición de [los demás] principios, no hubiera precisado de ser formulada expresamente» (STC 27/1981, de 20 de julio). A este respecto, el principio de seguridad jurídica ha sido definido por el Tribunal Constitucional desde perspectivas y a efectos diversos y, por lo que interesa en relación con este trabajo, en él se incluyen, entre otros aspectos, los siguientes (por ejemplo, STC 104/2000, de 13 de abril): a) «Certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados», lo que demanda «la claridad del legislador y no la confusión normativa». Tal exigencia es, ciertamente, compatible con la utilización de «conceptos indeterminados, indispensables por cuanto no son sustituibles por referencias concretas» (STC 14/1998, de 22 de enero), y, según ha declarado también reiteradamente el Tribunal Constitucional, no autoriza a éste a invalidar leyes por razón simplemente de su mayor o menor imperfección desde el punto de vista de la técnica normativa. Ello no obstante, han existido diversos supuestos en los que el Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucionales normas con rango de
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ley por razón de su falta de claridad. Destaca a tal respecto la STC 46/1990, de 15 de marzo, relativa a la Ley canaria de modificación de la Ley de Aguas, en la que se indica que la exigencia de seguridad jurídica «implica que el legislador debe perseguir la claridad y no la confusión normativa, debe procurar que acerca de la materia sobre la que se legisle sepan los operadores jurídicos y los ciudadanos a qué atenerse, y debe huir de provocar situaciones objetivamente confusas como la que sin duda se genera en este caso dado el complicadísimo juego de remisiones entre normas que aquí se ha producido». b) «Expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho». Se insistirá posteriormente acerca de las implicaciones de este aspecto de la seguridad jurídica desde las perspectivas del régimen de acceso de los ciudadanos a los precedentes administrativos y de las consultas de los ciudadanos a la Administración. 4) Ahora bien, si la seguridad jurídica demanda certeza sobre el Derecho aplicable y sobre la forma en la que éste será interpretado y aplicado, es claro que aquélla no puede impedir la evolución del ordenamiento y de los términos en los que éste es interpretado y aplicado. Y ello porque, como se declara, entre otras, en la STC 227/1988, de 29 de noviembre, el respeto a las situaciones jurídicas preexistentes «no puede producir una congelación del ordenamiento jurídico o impedir toda modificación del mismo», ya que el principio constitucional de seguridad jurídica «no ampara la necesidad de preservar indefinidamente el régimen jurídico que se establece en un momento histórico dado en relación con derechos o situaciones determinadas». 5) En todo caso, la viabilidad jurídico-constitucional de la modificación del ordenamiento y de su aplicación (imperada en último término por el carácter social del Estado en el que España está constituida: artículo 1.1 de la Constitución) no obsta a la necesidad —también jurídico-constitucional— de que los particulares vean protegida la confianza que legítimamente hayan podido generar en ellos el legislador o la Administración acerca del mantenimiento de un determinado régimen jurídico o de la forma en la que éste se interpreta y aplica. En efecto, el principio —tradicional entre nosotros— de seguridad jurídica ha cobrado nuevo auge en nuestros días, resaltándose aspectos del mismo que anteriormente estaban olvidados, o al menos difumina-
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dos, como consecuencia de la incorporación a nuestro ordenamiento del principio, acogido por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, de protección de la confianza legítima. Dicho principio fue inicialmente entre nosotros de factura judicial y ha hallado ya consagración jurídico-positiva, configurándose como uno de los principios generales inspiradores de la actuación administrativa (art. 3.1 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, en la redacción dada por la Ley 4/1999, de 13 de enero). Sin entrar en los diversos matices con los que es interpretado y aplicado, dicho principio demanda, en general, que los poderes públicos protejan «la confianza de los ciudadanos, que ajustan su conducta económica a la legislación vigente, frente a cambios normativos que no sean razonablemente previsibles» (STC 273/2000, de 15 de noviembre), así como frente a los cambios —carentes igualmente de razonable previsibilidad— en la interpretación administrativa del Derecho aplicable, protección que requiere que, cuando tengan lugar dichos cambios, se prevea un régimen transitorio que tutele suficientemente las expectativas de los titulares de las situaciones jurídicas preexistentes. 6) Una vez expuestos los aspectos generales de la naturaleza y el contenido de la seguridad jurídica (principio general de rango constitucional, no constitutivo de un derecho subjetivo, que, al mismo tiempo que sintetiza los restantes principios del artículo 9.3 de la Constitución, está dotado de contenido propio desde las perspectivas de la creación normativa y de la aplicación del Derecho por los poderes públicos, y que, sin exigir en modo alguno la petrificación del ordenamiento jurídico, sí demanda la protección de la confianza que legítimamente haya podido generarse en los particulares acerca del mantenimiento de la vigencia de una norma o de los términos en los que ésta se interpreta y aplica), procede entrar en el examen de las diversas reformas susceptibles de realizarse al objeto de que las exigencias de la seguridad jurídica se vean más plenamente satisfechas. A tal efecto, y teniendo en cuenta la enorme amplitud de tales exigencias, las páginas que siguen tratarán de concretar en la mayor medida posible las propuestas que se formulen (evitando que aquella amplitud condene a la exposición a una perspectiva excesivamente general y, por consiguiente, vaga y hasta tópica). Por otra parte, el trabajo se ceñirá al ámbito estrictamente administrativo, sin entrar en la cuestión de la forma en la que se pueden incrementar los niveles actualmente exis-
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tentes de seguridad jurídica en relación con la actuación del poder legislativo (singularmente, por ejemplo, en lo relativo al contenido, cada vez más heterogéneo, de las Leyes anuales de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social). 2.
LA SEGURIDAD JURÍDICA EN LA CREACIÓN ADMINISTRATIVA DE LAS NORMAS
1) La valoración que se realiza de la situación actualmente existente en relación con las exigencias de la seguridad jurídica en la creación administrativa de las normas es francamente negativa. En efecto, la situación actual es claramente insatisfactoria, tanto en lo relativo a la certeza del Derecho vigente y aplicable como en lo atinente a su necesaria estabilidad. Por lo que respecta a la certeza del Derecho como exigencia de la seguridad jurídica, la creciente pluralidad de centros de producción normativa, unida a la aparición de nociones adicionales a las clásicas de jerarquía y derogación/nulidad —por ejemplo, competencia y desplazamiento— a efectos de determinar qué norma ha de prevalecer en los supuestos de conflictos internormativos (tanto intra como interordinamentales) y cuál es la situación jurídica de la norma incompatible con aquélla, hacen extraordinariamente difícil —si no imposible en ocasiones— conocer con una mínima seguridad cuáles son las normas vigentes y aplicables en cada supuesto. Y, por lo que concierne a la estabilidad del ordenamiento jurídico, los cambios normativos son constantes, sin que en ocasiones haya existido tiempo material suficiente para comprobar la utilidad de la norma modificada y sin que muchas veces existan previsiones precisas acerca de los efectos de la nueva regulación sobre las situaciones jurídicas constituidas con anterioridad a su entrada en vigor. 2) En el trabajo relativo al poder normativo de la Administración se formulan diversas propuestas concretas encaminadas a superar la situación de la que queda hecho breve mérito en el número anterior. En consecuencia, por lo que atañe a las exigencias de la seguridad jurídica en relación con el ejercicio por la Administración de sus potestades normativas, únicamente se aludirá a continuación a dos cuestiones, que son objeto de tratamiento puramente incidental en el aludido trabajo concerniente al poder regulador de la Administración.
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3) Ante todo, se considera sumamente conveniente —en rigor, prácticamente necesaria— la realización de una «codificación» general de las normas reglamentarias. Naturalmente, no se pretende suscitar en modo alguno la posibilidad de elaborar y aprobar un código en sentido estricto, esto es, un cuerpo normativo dotado de eficacia jurídica vinculante, en el que se recojan, debidamente ordenadas y con pretensión de permanencia, todas las normas reglamentarias que en cada momento se hallen en vigor. En efecto, con independencia de que los presupuestos ideológicos ilustrados del esfuerzo codificador que comenzó en Francia a principios del siglo XIX están hoy definitivamente superados, desde el punto de vista práctico resultaría sencillamente imposible abordar ahora un proceso codificador cuyo ámbito material excediera del correspondiente a un sector muy acotado de intervención pública. Por consiguiente, lo que aquí se plantea es mucho más modesto. No se trataría de una codificación en sentido estricto, sino simplemente —y no es poco— de la elaboración de un catálogo ordenado de todas las normas vigentes carente de eficacia normativa de por sí y, por lo mismo, de eficacia derogatoria y sustitutiva de las normas catalogadas. Al margen de otros posibles ejemplos (en Italia o en Francia, entre otros), el modelo a utilizar a tal efecto podría ser el Code of Federal Regulations (CFR) existente en los Estados Unidos de América y publicado bajo la responsabilidad del Administrative Committee of Federal Register, de dependencia presidencial. No se trata —se insiste en ello— de un código en el sentido de la tradición jurídica continental europea, puesto que carece de eficacia jurídica directa de por sí. Por el contrario, se trata de una simple catalogación de todas las normas reglamentarias en un cuadro de rúbricas fijas, en el que se recogen las vigentes en cada momento, desintegradas si es necesario y ordenadas mediante subdivisiones múltiples del sistema decimal, siendo objeto de revisión y actualización trimestral. La práctica norteamericana acredita la extraordinaria utilidad del CFR, que es citado sistemáticamente tanto por la doctrina como por la jurisprudencia de forma mucho más frecuente que los textos normativos originarios integrados en aquél. Pues bien, parece claro —siguiendo por lo demás el criterio de algún cualificadísimo autor— que podría aprovecharse la experiencia norteamericana para introducir entre nosotros un sistema relativamente similar. Algún precedente existe ya, ciertamente. En concreto, debe citarse el artículo 6.1 de la Ley 1/1998, de 26 de febrero, de Derechos y Garantías
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de los Contribuyentes, conforme al cual «el Ministerio de (...) Hacienda acordará y ordenará la publicación en el primer trimestre de cada ejercicio de los textos actualizados de las Leyes y Reales Decretos en materia tributaria en los que se hayan producido variaciones respecto de los textos vigentes en el ejercicio precedente», disponiéndose asimismo que el citado Ministerio «ordenará la publicación en igual plazo y forma de una relación de todas las disposiciones tributarias que se hayan aprobado en dicho ejercicio». Pues bien, se trataría aquí de un esfuerzo de ámbito general —esto es, no constreñido a la materia tributaria—, en relación con el cual habrían de considerarse, entre otros, los siguientes extremos: a) En primer término, sería pertinente configurar como una responsabilidad administrativa la elaboración de la «codificación» examinada, configuración que, en consecuencia, exigiría el pertinente respaldo normativo. b) Sería razonable, asimismo, que la tarea codificadora se llevara a cabo en el ámbito estatal y en el de cada Comunidad Autónoma, pareciendo más difícil —aunque no por ello menos deseable— imponer su realización a cada una de las Entidades locales. c) Por lo que concierne a la Administración General del Estado, se considera que la responsabilidad del trabajo debería residenciarse en el Ministerio de Justicia, en cuyo seno se han ubicado tradicionalmente los órganos a los que se han encomendado tareas de codificación normativa. d) No debe descartarse la posibilidad —e incluso la conveniencia— de que la realización material de la labor codificadora se encomiende, al menos en un primer momento, a una empresa privada mediante la concertación del correspondiente contrato de consultoría y asistencia. e) Debería facilitarse al máximo el acceso de los particulares al «código» que finalmente se elabore, a cuyo efecto éste debería estar disponible en su integridad en una página web, a la que el acceso debería ser gratuito. f) Habría de examinarse cuidadosamente la cuestión de la responsabilidad frente a los ciudadanos que para la Administración pudiera derivarse de eventuales errores, omisiones o falta de actualización del contenido del «código». En principio, se considera que, puesto que la finalidad del mismo es exclusivamente la de facilitar a los ciudadanos el conocimiento del Derecho vigente y aplicable, pero sin que se pretenda en modo alguno sustituir a éste, debería ponderarse seriamente la conve-
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niencia, en la medida en que sea posible, de excluir toda responsabilidad administrativa por razón de aquellas circunstancias. 4) Por otra parte, hay que considerar con detalle la posibilidad de adoptar medidas de carácter orgánico encaminadas a incrementar la calidad de las normas reglamentarias. Con independencia de las consideraciones que se realizan en materia de calidad en el trabajo concerniente al poder normativo de la Administración, hay que valorar las dos posibilidades siguientes: a) En primer término, la potenciación de las Secretarías Generales Técnicas de los Departamentos ministeriales, a las que, de conformidad con lo dispuesto por el artículo 24.2 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, compete la emisión de un informe preceptivo durante la sustanciación del procedimiento reglamentario en el ámbito de la Administración General del Estado (informe cuya omisión es ordinariamente calificada por la jurisprudencia como vicio determinante de la invalidez de la norma que finalmente se dicte). Ello no obstante, y por las razones que se exponen en el trabajo relativo al poder normativo de la Administración (dependencia jerárquica de los secretarios generales técnicos respecto de los ministros, dificultad de que aquéllos se opongan frontalmente a iniciativas normativas procedentes de los directores generales del mismo Departamento —cuyo rango jerárquico es el mismo que el suyo—, dedicación de las Secretarías Generales Técnicas a otras materias, etc.), probablemente debe reconocerse que no es previsible una mejora real de la calidad de las normas como consecuencia del fortalecimiento de los citados órganos. b) En segundo lugar, la creación, en el seno al menos de la Administración General del Estado y de cada una de las Administraciones autonómicas, de una Comisión de Técnica Normativa (similar en cuanto a sus funciones a las tradicionales Comisiones de Estilo existentes en las Cámaras parlamentarias). En relación con tales Comisiones deberían abordarse, entre otros, los siguientes extremos: i) En primer término, el relativo a su adscripción orgánica. A tal respecto, y con el fin de dotar a las mismas de una real autonomía respecto de los órganos ministeriales promotores de las iniciativas reglamentarias, las Comisiones de Técnica Normativa deberían depender or-
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gánicamente de la Presidencia del Gobierno de la nación y de la Presidencia de cada una de las Comunidades Autónomas. ii) Por lo que atañe a su composición, las Comisiones deberían estar integradas por un funcionario especialista en Derecho de cada uno de los Departamentos ministeriales o Consejerías (sin perjuicio de que, para la emisión de sus informes, bastara con que intervinieran los funcionarios correspondientes a los Departamentos o Consejerías afectados por la norma reglamentaria de que en cada caso se trate). iii) La misión de las Comisiones sería la consistente en depurar técnicamente los anteproyectos de normas sometidos a las mismas. Se considera que, al menos en un primer momento, la omisión del trámite de informe de aquéllas no debería constituir una irregularidad invalidante, aunque se es ciertamente consciente de que ello fomentará que los órganos activos prescindan de aquél para lograr la mayor rapidez posible en la aprobación de las diferentes normas. iv) El examen de la cuestión concerniente a la fase del procedimiento reglamentario en la que debería insertarse el trámite de informe de la Comisión de Técnica Normativa reconociendo la existencia de ventajas e inconvenientes en cada una de las diferentes opciones posibles, permite concluir que lo deseable sería que la Comisión estuviera asociada al proceso de elaboración del texto desde el primer momento, dado que, una vez que aquél ha sido acordado «políticamente» dentro de un Departamento o entre los diferentes Ministerios, no será fácil modificar su tenor literal por razones de índole estrictamente técnica. Por ello, se propone que la Comisión haya de ser oída inmediatamente después de que se produzca la elaboración del primer texto por parte del centro directivo competente —en el ámbito de la Administración General del Estado, artículo 24.1.a) de la citada Ley 50/1997—, sin perjuicio de que éste pueda recabar la colaboración de aquélla incluso a efectos de tal elaboración y de que, además, se exija una nueva intervención formal de la Comisión de Técnica Normativa inmediatamente antes de la remisión del proyecto de norma reglamentaria al Consejo de Estado u órgano consultivo autonómico equivalente o, en su caso, inmediatamente antes del sometimiento del proyecto a la aprobación del órgano que en cada caso sea titular de la potestad reglamentaria.
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3.
LA SEGURIDAD JURÍDICA EN LA APLICACIÓN ADMINISTRATIVA DE LAS NORMAS
A)
Conocimiento de los precedentes administrativos
1) Ante todo, debe potenciarse, en la mayor medida posible, el conocimiento por los ciudadanos de los precedentes administrativos, esto es, de los términos en los que la Administración interpreta y aplica el ordenamiento jurídico. Tal potenciación debe producirse no sólo en relación con los criterios generales que, en su caso, apruebe formalmente la Administración para orientar el ejercicio de su actividad, sino también, en los casos más relevantes, en relación con los supuestos singulares que son objeto de resolución por aquélla, pues sólo a la luz de las circunstancias concretas concurrentes en cada uno de ellos es muchas veces posible percibir la forma real en la que la Administración interpreta y aplica un determinado sector normativo. Y es que, efectivamente, la máxima publicidad posible de los precedentes administrativos no sólo constituye un medio de incrementar la transparencia de las Administraciones Públicas en sus relaciones con los ciudadanos (cumpliendo así el mandato contenido en el artículo 3.5 de la Ley 30/1992, en la redacción dada por la Ley 4/1999), sino que además facilitará la invocación por los interesados en los diversos procedimientos administrativos de los precedentes existentes en cada materia, lo que fomentará la reducción de la arbitrariedad y el efectivo cumplimiento de la exigencia de motivación de los actos que se aparten del criterio seguido en ocasiones precedentes —art. 54.1.c) de la Ley 30/1992—. En suma, puesto que el seguimiento del criterio adoptado en ocasiones precedentes es, con carácter general, una exigencia del principio de igualdad de trato —esto es, de la igualdad en la aplicación de la ley (exigencia contenida, de conformidad con la jurisprudencia constitucional, en el artículo 14 de la Constitución)—, parece pertinente fomentarlo, dando a los interesados la posibilidad de recordar tal criterio a la Administración en los casos sometidos al conocimiento y resolución de ésta. Y, de resultas de tal fomento, se producirá el consiguiente incremento de la previsibilidad del contenido de la actuación administrativa, satisfaciendo así una de las dimensiones del principio constitucional de seguridad jurídica. 2) Pues bien, en relación con el acceso por los ciudadanos al contenido de los precedentes administrativos, el único régimen general actualmente existente es el siguiente:
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a) Por una parte, y sobre la base de lo previsto por el artículo 105.b) de la Constitución, los ciudadanos pueden acceder a los archivos y registros administrativos en los términos resultantes del artículo 37 de la Ley 30/1992. Adviértase, sin embargo, que este precepto exige la presencia física del ciudadano —o de su representante— en las dependencias del órgano o ente de que en cada caso se trate, al objeto de consultar los documentos obrantes en sus archivos o registros (ello sin perjuicio del derecho a obtener copias y certificados de los documentos, inherente al derecho de acceso conforme al artículo 37.8 de la Ley 30/1992). Pues bien, en el estado actual de desarrollo de la técnica, resulta manifiestamente insuficiente la publicidad de los precedentes administrativos resultante del acceso a los mismos a través de la presencia física del ciudadano en las dependencias administrativas, siendo imprescindible que tal acceso se produzca por vía telemática a través de la correspondiente página web. b) Por otra parte, los apartados 9 y 10 del mismo artículo 37 de la Ley 30/1992 prevén, ciertamente, la publicación periódica o regular de determinados documentos administrativos: en concreto, «la relación de los documentos obrantes en poder de las Administraciones Públicas sujetos a un régimen de especial publicidad por afectar a la colectividad en su conjunto y cuantos otros puedan ser objeto de consulta por los particulares»; y «las instrucciones y respuestas a consultas planteadas por los particulares u otros órganos administrativos que comporten una interpretación del Derecho positivo o de los procedimientos vigentes a efectos de que puedan ser alegadas por los particulares en sus relaciones con la Administración». Ahora bien, como resulta del tenor de los preceptos transcritos, no se prevé la publicación de las resoluciones administrativas en los supuestos más relevantes (sin perjuicio de las excepciones que pudieran resultar pertinentes) y, además, no se dispone que aquélla tenga lugar en páginas web (debiendo, por otra parte, señalarse que el artículo 2.4 del Real Decreto 208/1996, de 9 de febrero, regulador de los servicios de información administrativa y atención al ciudadano, prevé ciertamente la utilización, además de otras que en él se aluden, de «cualquier otra forma de comunicación que los avances tecnológicos permitan», pero tal previsión se formula en relación con la denominada «información general», definida por el apartado 1 del mismo artículo 2, la cual no comprende a los precedentes administrativos en sentido estricto). En conclusión, la situación existente con carácter general es francamente insatisfactoria desde la perspectiva, anteriormente expuesta, ten-
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dente a facilitar el acceso por vía telemática de cualesquiera ciudadanos a los precedentes administrativos más relevantes. 3) Existen, ciertamente, excepciones a la situación general acreedoras a una valoración sumamente positiva. Así, diversos órganos y Administraciones (singularmente, algunas de las denominadas Administraciones independientes, como la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones o la Comisión Nacional de la Energía) observan una conducta de máxima transparencia en relación con sus resoluciones —que, con contadas excepciones, son accesibles libremente por cualesquiera ciudadanos en las correspondientes páginas web—. Hay que valorar, asimismo, de forma especialmente positiva el hecho de que determinados órganos consultivos permitan el acceso telemático libre de los ciudadanos a gran parte de sus informes o dictámenes (es el caso, en el seno de la Administración General del Estado, del Consejo de Estado o de la Junta Consultiva de Contratación Administrativa). Por otra parte, en el ámbito —particularmente sensible desde la perspectiva de los ciudadanos— de la gestión tributaria, la situación es notablemente mejor que la existente con carácter general, puesto que una norma con rango de ley impone a la Administración tributaria el deber de facilitar a los contribuyentes «la consulta a las bases informatizadas» en las que se contienen los criterios administrativos existentes para la aplicación de la normativa tributaria (art. 7 de la Ley 1/1998), por más que no puede dejar de destacarse que el objeto de la publicidad así requerida son los criterios generales aplicativos de las normas, y no los términos específicos en los que éstas se aplican en los supuestos concretos más relevantes. En todo caso, y en el propio ámbito tributario, debe recordarse asimismo que los apartados 2 y 4 del artículo 6 de la misma Ley 1/1998 exigen la publicación periódica, «por los procedimientos que en cada caso resulten adecuados», de las contestaciones a consultas y de las resoluciones económico-administrativas de mayor trascendencia y repercusión, así como la remisión a los interesados, a petición de éstos, del «texto íntegro de consultas o resoluciones concretas, con supresión en ellas de toda referencia a los datos que permitan la identificación de las personas a las que se refieren». En todo caso, no puede dejar de destacarse que las excepciones al régimen general descrito en el presente número 3 se limitan a ciertos ámbitos materiales, tienen en muchas ocasiones carácter voluntario
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para la Administración y su objeto se halla frecuentemente restringido a los criterios de índole general, con exclusión de las resoluciones administrativas relativas a los supuestos específicos más relevantes. 4) Al objeto de superar la situación actual, y como principio general, debería exigirse normativamente de todas las Administraciones Públicas que publiquen en sus respectivas páginas web el texto íntegro de sus resoluciones o acuerdos que tengan mayor interés general. La norma que impusiera tal deber habría de considerar, entre otros, los extremos siguientes: a) En primer término, el ámbito material de dicho deber y, en consecuencia, los supuestos que, por considerarse de interés general, habrían de ser objeto de publicidad. A tal efecto, no parece impertinente aplicar las excepciones previstas, respecto del derecho de acceso a los archivos y registros administrativos, por el artículo 37.5 de la Ley 30/1992, pareciendo asimismo razonable, por lo que concierne a los documentos de carácter nominativo mencionados en el apartado 3 del mismo artículo 37, proceder a la publicación de la resolución de que se trate suprimiendo las referencias personales. En todo caso, deberían quedar excluidos de la publicación los acuerdos respecto de los que ésta pueda entrañar perjuicios a derechos o intereses de terceros. b) En segundo término, dado que la finalidad de la exigencia normativa considerada es la de facilitar a los ciudadanos el conocimiento de los precedentes administrativos, el acceso de aquéllos a éstos por vía telemática debiera tener carácter gratuito (como, por lo demás, ocurre ya en la actualidad en los supuestos en los que tal acceso es posible). B) Previsibilidad del contenido de los actos administrativos: consultas de los ciudadanos a la Administración 1) Se considera de extraordinaria utilidad el sistema ya existente en ciertos ámbitos de consultas dirigidas por los ciudadanos a la Administración, en la medida en que ello permite a aquéllos conocer anticipadamente la forma en la que ésta se propone interpretar y aplicar una norma o conjunto de normas, reduciendo por consiguiente el grado de incertidumbre inherente a los términos, muchas veces ambiguos, en los que están redactadas aquéllas y a la superposición de normas sobre las mismas materias sin clara precisión de las relaciones entre unas y otras.
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Desde tal punto de vista, el régimen de consultas a la Administración se reputa como un valioso instrumento para incrementar el grado de seguridad jurídica en su dimensión, declarada por el Tribunal Constitución, según se señaló anteriormente, de «expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho». 2) Sin embargo, la situación existente en esta materia con carácter general es francamente insatisfactoria. Es cierto, obviamente, que cualquier ciudadano puede dirigirse sin más a un órgano o ente administrativo recabando su parecer acerca de cómo deba interpretarse y aplicarse una disposición o conjunto de ellas, pero también lo es que, en defecto de reconocimiento normativo del correspondiente derecho subjetivo de los ciudadanos y de una disciplina precisa del deber administrativo de responder a la consulta, todo queda deferido a la buena voluntad de la Administración, la cual guarda silencio en ocasiones o responde en términos sumamente vagos, limitándose frecuentemente a la reproducción de las previsiones normativas aplicables, pero sin anticipar la forma precisa en la que procederá a su interpretación y aplicación. Y es que, en rigor, la única regulación general que pudiera considerarse aplicable a esta materia es la contenida en el artículo 35.g) de la Ley 30/1992, que reconoce a los ciudadanos el derecho a obtener información y orientación acerca de los requisitos jurídicos o técnicos que las disposiciones vigentes impongan a los proyectos, actuaciones o solicitudes que se propongan realizar. Ahora bien, es indudable que la virtualidad de esta previsión es notoriamente inferior a la propia de un régimen de consultas en sentido estricto. En efecto, a pesar de que en un primer momento no faltó quien sugirió que el artículo 35.g) de la Ley 30/1992 podía interpretarse en el sentido de que reconocía a los ciudadanos el derecho subjetivo a obtener de la Administración una interpretación de la normativa aplicable a las actuaciones que aquéllos se proponen acometer, ha prevalecido finalmente una comprensión mucho más restrictiva del alcance del señalado precepto, de forma que en la actualidad los ciudadanos únicamente pueden obtener en virtud del mismo información o aclaraciones, pero en ningún caso una interpretación normativa. Así resulta, sin duda, del artículo 4.b) del anteriormente mencionado Real Decreto 208/1996, que, en indudable desarrollo del artículo 35.g) de la Ley 30/1992, incluye como contenido propio de la función administrativa de atención personalizada al ciudadano, entre otros, el re-
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lativo a la «orientación e información, cuya finalidad es la de ofrecer las aclaraciones y ayudas de índole práctica que los ciudadanos requieren sobre procedimientos, trámites, requisitos y documentación para los proyectos, actuaciones o solicitudes que se propongan realizar, o para acceder al disfrute de un servicio público o beneficiarse de una prestación». Ahora bien, el segundo párrafo del mismo artículo 4.b) aclara que «esta forma de facilitar a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos en ningún caso podrá entrañar una interpretación normativa (...), sino una simple determinación de conceptos, información de opciones legales o colaboración en la cumplimentación de impresos o solicitudes». Así pues, queda claro que la Ley 30/1992 no ha reconocido con carácter general a los ciudadanos el derecho a formular a la Administración consultas sobre los términos en los que ésta interpretará y aplicará a un supuesto determinado las previsiones normativas correspondientes, sino un simple derecho de información, situación ésta que no puede sino enjuiciarse negativamente. 3) Es cierto, sin embargo, que existen relevantes excepciones a la situación general que deben valorarse favorablemente. Es el caso, por ejemplo, del ámbito tributario, en el que las consultas gozan de una arraigada tradición normativa y de una enorme importancia práctica. Su régimen jurídico se contiene, por lo que atañe al escalón normativo de rango legal, en los artículos 107 de la Ley General Tributaria y 8 de la anteriormente citada Ley 1/1998. Del régimen contenido en tales previsiones puede destacarse, por lo que aquí interesa, lo siguiente: a) Se reconoce a determinados sujetos el derecho subjetivo a formular consultas a la Administración y, correlativamente, se impone a ésta el deber de responderlas por escrito. b) La legitimación activa para la formulación de las consultas se atribuye a los contribuyentes y, asimismo, a determinadas organizaciones y asociaciones en relación con las cuestiones que afecten a la generalidad de sus miembros o asociados. c) La competencia para contestar se confiere a los centros directivos del Ministerio de Hacienda que tengan atribuida la iniciativa del procedimiento reglamentario en el orden tributario general o en el de los distintos tributos, su propuesta o interpretación. d) Se exige que la consulta que se formule esté «debidamente documentada», con toda la precisión y extensión que sea necesaria para
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que la Administración se forme juicio acerca de la cuestión a ella sometida. e) Se atribuye carácter vinculante a la contestación a las consultas que se formulen sobre determinadas materias. Tal carácter supone que, salvo que se modifique la normativa aplicable o exista jurisprudencia al respecto, la Administración tributaria está jurídicamente obligada a aplicar al consultante los criterios expresados en la contestación. f) En las restantes materias, la respuesta no tiene carácter vinculante para la Administración, de forma que ésta puede apartarse válidamente del criterio expresado en la misma. Ello no obstante, quien siga tal criterio no puede incurrir en responsabilidad —en el orden administrativo sancionador o penal— por razón de su actuación. g) Se establece un plazo de seis meses para que la Administración responda a las consultas en las materias en las que la respuesta tiene carácter vinculante, sin que, sin embargo, exista plazo alguno en los demás supuestos. h) Finalmente, se excluye expresamente la posibilidad de impugnar las respuestas administrativas a las consultas, sin perjuicio, lógicamente, de la recurribilidad de los actos que se dicten en la materia a la que se refiere la consulta. Aunque la disciplina normativa existente es mucho más escueta, han adquirido una enorme importancia práctica las respuestas formuladas por la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones a las consultas que le dirigen los operadores de redes y servicios de telecomunicaciones y las asociaciones de consumidores y usuarios de tales servicios. Se refiere a tales consultas el artículo 29.2.a) del Reglamento de la mencionada Comisión, aprobado por Real Decreto 1994/1996, de 6 de septiembre, sin establecer mayores precisiones, de lo que debe inferirse que las respuestas carecen de efectos vinculantes para la citada entidad de Derecho público. Ello no obstante, la enorme complejidad de las normas sectoriales en materia de telecomunicaciones, el vertiginoso dinamismo del sector en los años precedentes y los constantes avances técnicos han generado frecuentes dudas interpretativas, en cuya resolución la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones ha adquirido un creciente protagonismo mediante sus respuestas a las consultas que se le formulan. La tendencia a incrementar la seguridad jurídica de los particulares mediante el reconocimiento normativo del derecho de consulta ha hallado reciente impulso en la Ley 13/2003, de 23 de mayo, reguladora del contrato de concesión de obras públicas, que ha previsto la posibilidad
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de que el órgano de contratación habilite en el pliego de cláusulas administrativas particulares un plazo para que los potenciales licitadores soliciten aclaraciones sobre el contenido de éste, disponiendo que las respuestas tendrán carácter vinculante (art. 230.2 del Texto Refundido de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas). En fin, puede también mencionarse el ámbito urbanístico y, en particular, el derecho que el artículo 6.2 de la Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre Régimen del Suelo y Valoraciones, reconoce a todo administrado «a que la Administración competente le informe por escrito del régimen y condiciones urbanísticas aplicables a una finca o ámbito determinado». Se dota así de rango legal a un derecho ya reconocido anteriormente por el artículo 165 del Reglamento de Planeamiento para el desarrollo y aplicación de la Ley sobre el Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, aprobado por el Real Decreto 2159/1978, de 23 de junio, por más que el mismo tiene por objeto estrictamente la información, y no la interpretación administrativa de las previsiones normativas aplicables. En todo caso, debe reiterarse que, sin minusvalorar en absoluto la trascendencia que, sobre todo en el orden tributario, tienen los regímenes de consulta ya existentes, el panorama general en la materia no es acreedor a una valoración favorable, máxime si se tiene en cuenta que existen diferencias carentes de toda justificación (por ejemplo, no hay razón alguna para que exista un sistema de consultas con respuesta vinculante en relación con los pliegos en materia de concesiones de obras públicas, y no en lo que atañe a otros contratos administrativos). 4) En consecuencia, se propone introducir en una norma con rango de ley una disciplina general de las consultas a dirigir por los ciudadanos a la Administración, en la que se podrían considerar, entre otros, los siguientes extremos: a) Ámbito de aplicación del nuevo régimen, que, en principio, se debería extender a cualquier materia, sin perjuicio de la posibilidad de considerar excepciones concretas a tal principio. b) Relación del régimen general con las normas sectoriales existentes en la materia en la actualidad o que se dicten en el futuro, que, en principio, debería articularse sobre la base de la aplicación preferente de éstas. c) Reconocimiento del derecho subjetivo a formular consultas a quienes en cada caso estén legitimados, e imposición a la Administración del deber de resolverlas, estableciendo un plazo máximo para noti-
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ficar la respuesta, que, en principio, debería ser breve (dos meses, por ejemplo). d) Legitimación activa para la formulación de las consultas. Dicha legitimación debería ser igual a la existente en el ámbito material sobre el que se proyecta la consulta (así, por ejemplo, si se trata de un sector en el que se reconoce la acción pública, cualquier ciudadano estaría legitimado para formular una consulta). e) Órgano administrativo competente para la respuesta a las consultas, que, en principio, debería ser el competente para resolver los procedimientos en la materia concreta a la que se refiere la consulta. f) Debería exigirse, en línea con las previsiones ya existentes en materia tributaria, que la consulta se formule en términos precisos y acompañada, en su caso, de la documentación que sea necesaria para que su destinatario pueda pronunciarse con conocimiento de causa sobre la cuestión suscitada. g) Posibilidad de que el consultante proponga la forma concreta en la que, a su juicio, debería responderse a la cuestión objeto de la consulta, disponiéndose que la falta de notificación de la respuesta dentro del plazo establecido tendrá los efectos de una aceptación presunta de la respuesta propuesta por el consultante. h) Efectos jurídicos de la respuesta. Probablemente, el régimen general debería limitarse a prever la posibilidad de que la respuesta vincule a la Administración, remitiéndose a las normas sectoriales —no necesariamente de rango legal— que en cada caso se aprueben la determinación de los supuestos concretos en los que la respuesta tendrá carácter vinculante. Asimismo, el régimen general debería prever que, en defecto de determinación normativa sectorial en contrario, la respuesta no vinculará a la Administración. En todo caso, aun en la hipótesis de respuestas no vinculantes, debería preverse, en línea con lo dispuesto en la Ley General Tributaria, que quien obre de conformidad con el criterio expuesto en la consulta no podrá en ningún caso ser sancionado por razón de su actuación. i) Por otra parte, en principio, no sería necesario establecer ninguna previsión en relación con la responsabilidad patrimonial de la Administración que eventualmente pudiera resultar de la respuesta a la consulta, dado que en sentido estricto la Administración no facilitaría información fáctica o jurídica (hipótesis en la que la jurisprudencia sí ha declarado la responsabilidad de aquélla por razón de los errores o inexactitudes que se adviertan en la información facilitada), sino su interpretación del Derecho aplicable o la aplicación que pretende realizar del
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mismo. Ello no obstante, es posible que sea necesaria una reflexión ulterior sobre esta materia, que pudiera tener como resultado la pertinencia de prever en el régimen general que la respuesta administrativa a la consulta en ningún caso podrá generar responsabilidad patrimonial de la Administración, salvo que la información facilitada en la misma incurra en errores o inexactitudes. j) En materia de recursos se considera que el régimen general debería incorporar las previsiones actualmente existentes en materia de consultas tributarias. k) Particular importancia debería darse a lo relativo a la entrada en vigor del nuevo régimen en materia de consultas, que debería realizarse de forma progresiva y sólo en la medida en que la Administración disponga de medios suficientes para responder efectivamente a las consultas que se le formulen. C) Formalización de la voluntad administrativa, especialmente en determinados sectores de la Administración económica 1) Con carácter general, el artículo 55.1 de la Ley 30/1992 exige que los actos administrativos se produzcan por escrito, y tal es, ciertamente, la práctica habitualmente seguida en relación con los actos formalizados del procedimiento, tanto de trámite como resolutorios. Ello no obstante, es también frecuente en la práctica administrativa —fundamentalmente en la denominada Administración económica— que la Administración haga saber a los interesados su voluntad —especialmente en los supuestos en los que ésta es contraria a un determinado proyecto o solicitud— de forma oficiosa, a través de conversaciones telefónicas o de reuniones más o menos informales, sin constar acto formal escrito ninguno. El deseo de los interesados de no enfrentarse formal y frontalmente a las autoridades reguladoras en tales hipótesis les conduce frecuentemente a desistir sin más del planteamiento formal del proyecto, siendo el resultado de todo ello una actuación administrativa de intervención carente de motivación, insusceptible de revisión judicial y ocasionada, por todo ello, a la desigualdad de trato y a la discriminación. Debe hacerse constar la preocupación que produce este estado de cosas. 2) Ahora bien, no resulta sencillo formular propuestas concretas que permitan conciliar la superación de los graves inconvenientes aso-
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ciados a la situación constatada en el número anterior —que en rigor cuestionan exigencias indeclinables del Estado de Derecho en el que España está constituida— con los imperativos de la necesaria flexibilidad en la actuación administrativa de intervención en algunos mercados (flexibilidad ínsita en la función de supervisión prudencial conferida a determinadas autoridades administrativas). A tal respecto, cabría considerar la posibilidad de adoptar medidas preventivas de los más relevantes efectos negativos que pudieran producirse, entre las cuales se hallarían la introducción de la exigencia —con los límites que se estimen pertinentes— de que se levante acta, suscrita por los representantes de los intervinientes, de las reuniones, e incluso de las conversaciones telefónicas, que se mantengan, en la que en particular habrían de hacerse constar tanto la voluntad administrativa eventualmente contraria a un proyecto o solicitud como los motivos específicos que funden la misma.
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SECRETO Y TRANSPARENCIA FERNANDO SÁINZ MORENO SUMARIO: 1. La democracia exige un incesante proceso hacia la máxima transparencia de la Administración: a) Política activa de comunicación administrativa con los ciudadanos. Imagen y conocimiento. b) Sin claridad no existe transparencia. c) El acceso a la documentación administrativa tiene como presupuesto la existencia de reglas claras sobre el deber de crear y conservar la documentación, así como sobre su expurgo. Necesidad de precisar estas reglas.—2. Información administrativa: a) Información entre Administraciones Públicas. b) Información de la Administración a sus funcionarios y autoridades. El supuesto de los concejales. c) Información administrativa al ciudadano: Información general por iniciativa de la Administración. Información a solicitud de los ciudadanos. ¿Existe deber de informar sobre la información suministrada? d) Lucha contra las informaciones privilegiadas.—3. Necesidad de precisar los límites del deber de transparencia.—4. Programas de formación sobre la transparencia administrativa.
Transparencia es una de las palabras clave del discurso político actual, como hace poco años lo fue la de participación, que tanta euforia produjo. No es, ciertamente, una idea nueva, como no lo son la mayoría de las que se usan en el lenguaje político y jurídico actual, pero sí es, en este momento, una idea que tiene especial fuerza y se incorpora, incluso simbólicamente, a la arquitectura de los edificios públicos, bóvedas de cristal, cubos de cristal, paredes traslúcidas. Forma parte, también, de otro de los conceptos centrales del momento presente, el de buen gobierno. Sin duda, la transparencia es connatural a la democracia, como el secreto lo es a la tiranía. En la democracia se obedece por el conocimiento y la participación en los fines de interés general que el poder público persigue, no por el temor que ese poder provoca. Ahora bien, la relación entre transparencia y secreto no puede resolverse mediante la simple fórmula del principio de transparencia absoluta. Por ello, aun defendiendo la idea básica de que el Estado social y democrático de Derecho (art. 1 de la CE) exige una Administración accesible a los ciudadanos, sin secretos que inquieten su libertad, su se-
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guridad, su dignidad, no se puede ignorar que la transparencia tiene también ciertos límites, porque no todo lo que la Administración hace y conoce puede ser conocido por cualquiera en cualquier momento. Como escribía hace poco Javier Marías, no es normal que los Estados sepan tanto de cada uno de nosotros, de modo que «la defensa de la privacidad en los sistemas democráticos no es un mero capricho o adorno, sino algo fundamental para proteger a los individuos del abuso de las autoridades». La situación actual de la Administración española es el resultado de un proceso continuo hacia su mayor transparencia, proceso que necesita ser reforzado e impulsado, más que reformado. Los principios que lo rigen se encuentran en la Constitución y en las leyes que regulan los procedimientos y, también, en el Derecho europeo y en la jurisprudencia. La realización de esos principios es una de las finalidades a las que debe servir toda reforma administrativa: principios de transparencia, pero también de respeto de los derechos fundamentales y de eficacia en el servicio de los intereses a los que la Administración sirve, para que al temor que el secreto produce no suceda el temor a los daños que una transparencia incontrolada puede también producir. Por otra parte, la transparencia administrativa no queda limitada a las relaciones de la Administración con los ciudadanos, singularmente considerados, sino que comprende, también, la información entre las Administraciones Públicas y, en general, la difusión de la imagen y del contenido de las acciones administrativas.
1.
LA DEMOCRACIA EXIGE UN INCESANTE PROCESO HACIA LA MÁXIMA TRANSPARENCIA DE LA ADMINISTRACIÓN
Todo el poder público, no sólo la Administración, está sometido en un Estado social y democrático de Derecho a un proceso constante de racionalización y transparencia, desencadenado por la propia dinámica del principio democrático. El poder legislativo, el poder judicial y el poder ejecutivo actúan bajo el principio general de publicidad, que sólo admite excepciones tasadas y reguladas legalmente. La Administración, en ese contexto, está también abierta al conocimiento general, porque sólo así es posible la realización de los principios constitucionales de participación ciudadana en los asuntos públicos (art. 23 de la CE) y de su pleno control (art. 106 de la CE).
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Pero la transparencia no se logra sólo sometiendo a la Administración a una posición pasiva de responder a las peticiones de información de los ciudadanos, sino que exige de ésta una posición activa de imagen, información y conocimiento. a) Política activa de comunicación administrativa con los ciudadanos. Imagen y conocimiento Una Administración es transparente cuando presenta a los ciudadanos su imagen, con reiteración, con una amplia difusión de su presencia y de su actividad. Ello puede parecer, en algunos casos, publicidad comercial o propaganda política, pero eso no siempre es así, e incluso, si lo fuera, no puede desconocerse el efecto positivo que esa comunicación activa produce, porque mantiene la presencia viva de cada Administración e incita a su crítica, al reconocimiento de sus servicios o a la protesta por sus deficiencias. La información sobre los servicios, a la que después nos referimos, debe ir vinculada a una clara identificación de la Administración que los presta, lo que, además de facilitar su utilización, permite también al ciudadano colaborar con ella, a través de sugerencias, protestas o felicitaciones. Las campañas publicitarias de la Administración contribuyen en nuestra época a la transparencia de la Administración en la medida en que reducen el secretismo sobre su propia existencia. Las campañas institucionales fortalecen la identidad de cada Administración y la someten al efecto saludable de su presencia en el debate social en el que se forma la opinión pública. La Administración no puede permanecer como una organización difusa, más o menos disimulada, que soporta pacientemente la crítica social, justa unas veces, injusta otras. La presencia activa en los medios de comunicación, mediante campañas, réplicas, reconocimiento de errores, anuncios de cambios, es imprescindible para hacer más real el principio de transparencia. No es posible ignorar, por otra parte, que las Administraciones Públicas han entrado en un proceso de competencia entre ellas que, en ocasiones, recuerda la publicidad comercial para atraer clientes, lo que obliga a considerar si esas campañas deben someterse a las reglas de la competencia leal, incompatible con la publicidad engañosa.
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b)
Sin claridad no existe transparencia
La transparencia de la Administración Pública no se alcanza sólo con la regulación del acceso de los ciudadanos a los registros y a los archivos administrativos, ni por la vía pasiva de la información a los ciudadanos. El principio de transparencia administrativa exige, también, racionalidad, claridad, certeza en la relación de la Administración con los ciudadanos. Lo que el ciudadano percibe como opacidad de la Administración es, de hecho, con mucha frecuencia, la consecuencia de un problema de organización o funcional. El ciudadano no entiende cómo está organizada la Administración, no comprende por qué cambia con tanta frecuencia, ni por qué es diferente en lugares muy próximos (por ejemplo, en municipios limítrofes). En el lenguaje común, una de las acepciones del adjetivo «transparente» es la de «claro, evidente, que se comprende sin duda ni ambigüedad» (DRAE). En este sentido, la transparencia como «forma de ser» de la Administración exige una organización clara, una coherente distribución de funciones, una similar estructura en todo el territorio nacional y una estabilidad que permitan a los ciudadanos comprender y recordar el esquema del poder administrativo, de sus funciones, de los sujetos responsables. Cuando esto no sucede, cuando los incesantes cambios en el tiempo y en el espacio agobian y desaniman a los ciudadanos, la respuesta suele ser ésta: «La Administración es, para mí, un misterio». Una reforma de la Administración Pública dirigida a lograr su mayor transparencia exige la claridad del sistema de órganos que la componen. Tal claridad tiende, ciertamente, a la uniformidad y puede entrar en colisión con la autonomía organizativa. También puede parecer contraria a la libertad creadora, en la que la imaginación busca nuevas fórmulas de gestión de los servicios, algo que no puede imponerse mediante leyes estatales, ni quizá autonómicas, pero sí algo que puede lograrse con medidas consensuadas que permitan a los ciudadanos comprender, con alguna facilidad, el esquema de órganos competentes en las distintas materias. Sin claridad organizativa y funcional, sin una estabilidad que sólo resulte alterada por reformas necesarias y con sentido de permanencia, la Administración Pública se muestra ante el ciudadano como un embrollo de mecanismos internos incomprensibles. Por el contrario, los pactos que mantienen estructuras similares en todas las Administraciones permiten al ciudadano disipar el misterio administrativo, juzgar y utilizar más fácilmente los servicios de la Administración.
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c) El acceso a la documentación administrativa tiene como presupuesto la existencia de reglas claras sobre el deber de crear y conservar la documentación, así como sobre su expurgo. Necesidad de precisar estas reglas Cada una de las Administraciones Públicas está obligada a proporcionar información en los términos previstos en la Ley, esto es, información a otras Administraciones públicas —art. 4.1.c) y 2— e información a los ciudadanos (arts. 37 y 38 de esa Ley). Ahora bien, dado que la mayor parte de la información de los entes públicos está incorporada a documentos y que, por tanto, sólo puede accederse a ella en la medida en que estos documentos se conserven, es muy importante regular con precisión el deber de conservar y de incorporar a los archivos y registros esa documentación. La regulación actual se ha manifestado insuficiente. La Ley 30/1992 dice, literalmente, que «los ciudadanos tienen derecho a acceder a los registros y a los documentos que formando parte de un expediente obran en los archivos administrativos, siempre que tal expediente corresponda a procedimientos terminados en la fecha de la solicitud» (art. 37). De aquí se deduce que cuando un procedimiento termina, el expediente debe incorporarse al archivo. Pero ¿cuándo termina un procedimiento a los efectos indicados?, ¿cuándo se dicta la resolución que pone fin al mismo?, ¿cuándo esa resolución deviene firme?, o ¿cuándo se ejecuta plenamente? Además, ¿qué documentos deben formar parte del expediente que se remite al archivo?, ¿qué es un expediente completo? Todo esto carece de una regulación suficiente. El deber de conservar documentos está regulado por la Ley 16/1985, del Patrimonio Histórico Artístico Español, que dedica su Título VII al Patrimonio documental y bibliográfico. El artículo 49 de esta Ley da un concepto muy amplio de documento; dice que por «documento» se entiende «toda expresión en lenguaje material o convencional y cualquier otra expresión gráfica, sonora o en imagen, recogidas en cualquier tipo de soporte material, incluso en soporte informático» (excluidos los ejemplares no originales de ediciones). Pues bien, forman parte del Patrimonio documental, continúa diciendo el artículo 49, «los documentos de cualquier época generados, conservados o reunidos en el ejercicio de su función por cualquier organismo o entidad de carácter público, por las personas jurídicas en cuyo capital participe mayoritariamente el Estado u otras entidades públicas, y por las personas privadas, físicas o ju-
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rídicas, gestoras de servicios públicos en lo relacionado con la gestión de dichos servicios». Estos documentos deben ser conservados por quienes los tengan a su cargo en razón de la función que desempeñan, de modo que «al cesar en sus funciones —dice el artículo 54 de la misma Ley—, están obligados a entregarlos al que les sustituya en las mismas o remitirlos al archivo que corresponda». La retención indebida de esos documentos por personas o instituciones privadas —continúa el mismo precepto— dará lugar a que la Administración que los hubiera conservado, generado o remitido ordene su traslado a un archivo público, sin perjuicio de la responsabilidad en que pudiera haber incurrido. Estas normas se refieren a los documentos de las entidades públicas, pero quizá convenga recordar que también forman parte del Patrimonio documental «los documentos con una antigüedad superior a los cuarenta años, generados, conservados o remitidos en el ejercicio de sus actividades por las entidades y asociaciones de carácter político, sindical, religioso y por las entidades, fundaciones y asociaciones culturales y educativas de carácter privado» (art. 49, párrafo 3, de la Ley antes citada). Por otra parte, la conservación de esa masa inmensa de documentos da lugar a problemas técnicos y jurídicos. ¿Quién decide y con qué criterio la exclusión o eliminación de documentos que carecen de interés? La Ley del Patrimonio Histórico exige autorización por la Administración competente, autorización que en ningún caso puede permitir la destrucción de documentos en tanto subsista su valor probatorio de derechos y obligaciones de las personas o entes públicos. La autorización debe ir precedida de la tramitación de un procedimiento que garantice que no se van a destruir, tampoco, documentos de valor histórico. Tratándose de la Administración General del Estado y sus organismos autónomos, la regulación de la conservación y de la eliminación de los documentos administrativos, en su propio soporte o en soporte distinto del original, está contemplada en el Real Decreto 1164/2002, de 8 de noviembre, pero no todas las demás Administraciones disponen de una regla similar. Se recomienda, por ello, pactar acuerdos sobre criterios comunes en todas las Administraciones y, asimismo, promover el conocimiento de estas reglas mediante su inclusión en los programas de acceso al empleo público y la realización de acciones formativas.
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2.
INFORMACIÓN ADMINISTRATIVA
a)
Información entre Administraciones Públicas
Es de capital importancia, para el mejor funcionamiento del sistema de Administraciones Públicas, que la información entre ellas se ajuste a los principios de legalidad institucional, colaboración y coordinación, previstos en la Ley 30/1992, de modo que cada una facilite a las otras la información que precisen sobre la actividad que demanden para el ejercicio de sus propias competencias (art. 4.1) y para la necesaria coordinación (art. 1.8). La incorporación de la información a las redes informáticas hace más fácil y operativo el sistema de conexión, siempre que la información haya sido sometida, previo acuerdo, a módulos regularizados, aunque siempre respetando los límites establecidos por la Ley Orgánica de Protección de Datos de Carácter Personal, 15/1991, que limita la comunicación de datos entre las Administraciones Públicas —arts. 11.2.e) y 21—. b) Información de la Administración a sus funcionarios y autoridades. El supuesto de los concejales La condición de funcionario o de autoridad pública no atribuye, por sí misma, la de interesado universal para acceder a toda la documentación de la Administración a la que está orgánica o funcionalmente vinculado, sino sólo a la necesaria para el ejercicio de su cargo. Así interpretada, no sólo como un derecho, sino también como un deber de estar informado no necesita reforma. Situación distinta es, en cambio, la de los cargos electos en la Administración local. El artículo 77 de la Ley de Bases del Régimen Local, 7/1985, declara el derecho de todos los miembros de las Corporaciones locales de obtener los antecedentes, datos o informaciones que obren en poder de los servicios de la Corporación y resulten precisos para el desarrollo de su función. Este precepto ha dado lugar a una muy copiosa jurisprudencia contencioso-administrativa, e incluso penal, dada la peculiar situación de los cargos electos en el ámbito local. Parece, pues, necesaria una reconsideración de la situación de los cargos electos en el ámbito local, también en esta materia.
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c)
Información administrativa al ciudadano
El derecho de todo ciudadano a estar informado (art. 20 CE), y especialmente a estar informado sobre la actividad de los poderes públicos, es un presupuesto ineludible para participar «en la vida política, económica, cultural y social» (art. 9.2 CE) y para poder participar en los asuntos públicos (art. 23.1 CE). El derecho a estar informado se realiza por una doble vía. De una parte, a través de la información general que difunden las Administraciones por iniciativa propia y, de otra, mediante la información que proporcionan a solicitud de los ciudadanos. Ambas vías de información están reconocidas en nuestro Derecho, con una regulación que, en términos generales, parece adecuada, aunque necesita ser, en cuestiones concretas, clarificada como ha venido haciéndose por vía judicial. Información general por iniciativa de la Administración El derecho que los ciudadanos tienen a recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión —art. 20.1.d)— da lugar, aquí, a la obligación de la Administración de proporcionar esa información, tanto sobre sí misma como sobre el ejercicio de sus competencias. En primer lugar, la Administración debe informar amplia y constantemente sobre su propia organización, a través de las Oficinas de Información previstas, por ejemplo, en el artículo 33 de la LPA de 1958 (vigente con carácter de norma reglamentaria después de la Ley 6/1997) y en el artículo 4.3 de la LOFAGE, así como sobre los servicios que presta, para lo que documentos como las Cartas de Servicios son instrumentos que deben ser reforzados. Se recomienda, pues, que esta información, además de ser veraz, tenga la extensión y la intensidad adecuadas para que se cumpla el principio de igualdad y todos los ciudadanos tengan fácil acceso a ella. Por otra parte, la Administración tiene deberes específicos de informar, procedentes del ejercicio de ciertas competencias, mediante anuncios, bandos, campañas (por ejemplo, en materia de sanidad, de educación, de seguridad pública, de asuntos económicos). En estos casos, no parece posible formular una regla jurídica sobre la veracidad de la información que vaya más allá de lo que establece la Constitución, pero sí se
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recomienda que las normas sectoriales marquen criterios que proporcionen mayor seguridad sobre los supuestos en los que la prudencia exige silencio o informaciones difusas o bien la verdad íntegra. Información a solicitud de los ciudadanos El derecho a obtener información por los ciudadanos que la solicitan tiene una regulación amplia y, en gran medida, suficiente en el Derecho vigente, de modo que, también aquí, no parecen necesarias reformas fundamentales, sino medidas de reforzamiento que agilicen y extiendan ese derecho. Dejando a un lado la información que los interesados en un procedimiento tienen derecho a recibir antes, durante y después de su tramitación, porque ello obligaría a tratar los problemas que la noción de interesado plantea, tema muy estudiado, es necesario, sin embargo, resaltar la importancia que reviste para una mejor información de los ciudadanos el desarrollo del derecho a obtener información y orientar acerca de los requisitos jurídicos o técnicos que las disposiciones vigentes imponen a proyectos, actuaciones o solicitudes que se propongan realizar —art. 35.g)—. Esta información no es equivalente a las consultas que antes se han mencionado, sino a la valoración general de situaciones o actuaciones proyectadas que pueden hacer los servicios de la Administración que tienen encomendadas tareas de inspección y control (por ejemplo, las que hacen la Agencia de Protección de Datos, los Servicios de Protección Civil, etc.). El acceso de los ciudadanos a los registros y archivos administrativos —art. 105.b) CE—, regulado en la LRJ-PAC, 30/1992 —arts. 35.h) y 37—, así como en las normas propias de los registros especiales, ha dado lugar a numerosos problemas de interpretación de las normas que lo erigen, pero un análisis de tales normas permite concluir que el origen de los mismos se encuentra tanto en esas normas como en la dificultad de comprender su alcance. Por ello, se recomienda, una vez más, fomentar la formación adecuada de quienes consultan los registros y archivos. Es frecuente que la negativa a acceder a lo solicitado tenga su causa en el temor a cometer un error sobre lo pedido. Por ello, quizá, algunas leyes han incluido reglas que aclaran, en ciertas materias, el derecho de acceso a cierta documentación, como, por ejemplo, la Ley 26/1984, para la defensa de los consumidores y usuarios (arts. 13 y ss.); la Ley 38/1995, de 12 de diciembre, sobre el derecho de acceso a la in-
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formación en materia de medio ambiente, o la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud. El acceso a la documentación de carácter político —art. 37.5.a) de la LRJ-PAC— necesita una regulación más precisa sobre materias y plazos, aunque quizá, como se ha advertido por la doctrina y se ha mencionado antes en este informe, el problema fundamental consiste en que parte de esa documentación no se incorpora a los archivos por incumplimiento de lo dispuesto en el artículo 54 LPHE. ¿Existe deber de informar sobre la información suministrada? Esta cuestión se ha planteado, en ocasiones, invocando a favor de una respuesta positiva la obligación que la Administración tiene de actuar de buena fe, respetando la confianza legítima. Si alguien consulta los datos que la Administración tiene de un tercero, debe comunicar a ese tercero quién ha solicitado esa información. Sin embargo, ese deber sólo se ha establecido con carácter general cuando se impone la necesidad de obtener autorización del afectado para conocer sus datos personales —art. 57.c) LPH—, garantizándose, por el contrario, en otros casos el anonimato de quien consulta (por ejemplo, la Ley 38/1995, sobre el derecho de acceso a la información en materia de medio ambiente —art. 1.º—). A la vista, pues, de los intereses que aquí se enfrentan, se recomienda el estudio de esta cuestión. d)
Lucha contra las informaciones privilegiadas
Está claro que el presupuesto que hace posible las informaciones privilegiadas es la existencia de zonas de secreto y de reserva a las que unos acceden y otros no. Está claro, por ello, que cuanto mayor sea la transparencia administrativa, menor será la posibilidad de esas actuaciones abusivas. De modo que la eliminación de actuaciones secretas o reservadas que carezcan de justificación es una medida que contribuye a la lucha contra el aprovechamiento ilegal de estos privilegios. Ahora bien, como la existencia de secretos y de actuaciones reservadas no se puede eliminar de la Administración Pública, la sanción penal al funcionario o autoridad (art. 442 C.p.) y al particular (art. 418 C.p.) que se aprovechen de la misma es una medida que debe mantenerse y
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reforzarse, incluyendo en su tipificación penal supuestos en los que el autor de esa conducta no obtiene un beneficio económico. Pero la dificultad de tipificar esas conductas como delitos (el carácter «concreto» de la información, el carácter «exclusivo» de la fuente de que procede) aconseja que, además, se refuercen las reglas de incompatibilidades y que se impongan períodos de carencia entre el cese de la actividad pública y el comienzo de la actividad privada en sectores similares. 3.
NECESIDAD DE PRECISAR LOS LÍMITES DEL DEBER DE TRANSPARENCIA
La democracia no es incompatible con la existencia de secretos o de materias reservadas. Sí lo es, en cambio, con los secretos establecidos al margen de la ley, fuera de sus límites materiales, temporales y subjetivos. La regla general de la transparencia tiene algunas excepciones: el secreto o la reserva, que sólo son válidas si se ajustan a la ley. Entre la transparencia total y el secreto absoluto hay graduaciones de distinta intensidad, justificadas por razones de interés público y de interés privado. La regulación de las limitaciones ha sufrido numerosas modificaciones, a veces provocadas por situaciones muy conflictivas, como la provocada por el control de los fondos reservados, que requieren una revisión, actualización y refundición completas. En primer lugar, los tres límites previstos en el artículo 105.b) CE, la seguridad y la defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas, han dado lugar a normas de Derecho sectoriales. La seguridad del Estado y la defensa nacional se protegen por las normas que establecen los secretos oficiales (materias clasificadas de acuerdo con la Ley 9/1968, modificada por la Ley 48/1978), las de publicación de datos (arts. 22 y 23 de la Ley Orgánica 15/1999), la utilización y control de los créditos destinados a gastos reservados (Ley 11/1995, de 11 de mayo) y las normas que imponen la obligación de guardar secreto a los miembros de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Se recomienda una refundición de estas normas. Más difícil es fijar los límites impuestos por el respeto de la intimidad y los derechos fundamentales. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos ha aceptado un concepto de intimidad y de respeto de la vida privada que cubre las
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FERNANDO SÁINZ MORENO
creencias, la actividad profesional, etc. (TJCE, sentencia de 20 de mayo de 2003, etc.). Los secretos profesionales —abogados, médicos, personas dedicadas a la información, etc.—, el secreto de las comunicaciones, el secreto religioso, tienen una regulación específica que supone diversos grados de protección, no siempre bien definidos. El buen funcionamiento de la Administración se invoca con frecuencia como fuente de secreto o de deber de reserva (sigilo, en la terminología funcionarial), porque la obligación de reserva como instrumento de eficacia es, en algunos casos, indiscutible. El proceso de toma de decisiones requiere, con frecuencia, una cierta reserva o secreto que permita valorar sin presiones las circunstancias del caso y que evite también la difusión de rumores contradictorios. Esto sucede, sobre todo, en la fase inicial de gestación de las decisiones, incluso de aquellas que después de tomadas se van a someter, en forma de proyecto, a un proceso de intensa participación pública. Las hipótesis, las alternativas, las conversaciones que preceden a la toma de una decisión pertenecen, por su naturaleza, al ámbito de lo reservado. Las consultas, informaciones, propuestas, sugerencias con las que se intenta superar las dudas que normalmente preceden a la toma de una decisión no deben difundirse porque desconciertan a los ciudadanos y dañan la imagen de quien decide. Ello no se opone a que, en un trámite posterior, la participación pública deba ser la mayor posible si lo exige la naturaleza de cada decisión, pero tal participación actúa sobre una línea ya marcada y no en la etérea ambigüedad. La reserva debe hacer posible, al menos, la inicial toma de posiciones. Además, hay casos en los que la reserva o el secreto debe mantenerse hasta el momento mismo en que la decisión se formula con plena eficacia. Ciertas medidas económicas, de seguridad ciudadana, de política sanitaria, etc., necesitan del factor sorpresa para conseguir su objetivo. Por ello, debe mantenerse y reforzarse una clara regulación de este deber de sigilo funcionarial. 4.
PROGRAMAS DE FORMACIÓN SOBRE LA TRANSPARENCIA ADMINISTRATIVA
La experiencia demuestra que, con mucha frecuencia, la falta de transparencia administrativa tiene su origen en el desconocimiento, por parte de los funcionarios y de las autoridades, de las reglas que exigen la documentación administrativa (creación, conservación y acceso a los
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SECRETO Y TRANSPARENCIA
documentos), así como la difusión de actividades no formalizadas. Ese desconocimiento es comprensible, dada la indeterminación con la que están reguladas esas materias. ¿Cuándo el contenido de un documento afecta a la intimidad de una persona?, ¿cuándo se lesiona el derecho de igualdad?, ¿qué debe ser reservado?, ¿qué puede ser destruido? El desconocimiento de las reglas aplicables y la difícil interpretación de muchas de ellas pueden provocar una reacción de cautela, de temor a cometer una infracción o, simplemente, a disgustar a los superiores (¿hasta dónde llega el deber de reserva o sigilo?), que se traduce en negar la información que el ciudadano solicita, o bien, en otros casos, de imprudente lesión de derechos de terceros o del interés público al que la Administración sirve. Para paliar esta situación es necesario intensificar la información de los funcionarios en estas materias. El Real Decreto 1164/2002, de 8 de noviembre, ha iniciado esta vía al disponer la celebración de cursos de formación en la Administración General del Estado, pero, como se ha dicho en otra parte de este informe, esta formación debe extenderse a todos los ámbitos de las Administraciones Públicas e ir acompañada de la difusión de los criterios y resoluciones de procedimientos que ayuden a la interpretación y aplicación de tales reglas.
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LOS CONTROLES SOBRE LA ACTUACIÓN DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS JUAN ALFONSO SANTAMARÍA PASTOR SUMARIO: I. Introducción.—II. El sistema de recursos: A) Los fines institucionales del sistema. B) Los recursos administrativos: 1. Deficiencias del régimen actual. 2. Propuestas de reforma. 3. Las técnicas alternativas de resolución de conflictos. C) Los recursos contencioso-administrativos: 1. Las insuficiencias del control jurisdiccional. 2. Líneas generales para una reforma.—III. Los controles preventivos: A) La necesidad de controles a priori sobre la actuación administrativa. B) La situación de las Administraciones españolas. C) Propuestas de reforma.—IV. Los controles parlamentarios: A) La funcionalidad de estos medios de control. B) Los controles informativos: preguntas, interpelaciones y comparecencias. C) Los controles indagatorios: las comisiones de investigación.
I.
INTRODUCCIÓN
Los sistemas de control que el ordenamiento jurídico establece sobre las distintas Administraciones Públicas son muy numerosos, aunque de contextura y entidad muy diversas. Tradicionalmente, dicha sujeción a controles fue considerada como una consecuencia natural de los importantes poderes que ostentaba la Administración y de su sometimiento al ordenamiento jurídico: de ahí que la idea de control se haya asimilado de manera intuitiva con las técnicas de revisión interna de la legalidad (recursos administrativos) y de enjuiciamiento ex post de su actividad por órganos independientes, jurisdiccionales o no. Pero esta asimilación incurre en un notorio reduccionismo, por cuanto las necesidades de control de la Administración no traen causa solamente de aquellas circunstancias. De una parte, y de idéntica forma a como sucede en cualquier organización privada de carácter subordinado, los miembros del Gobierno tienen, naturalmente, el derecho y el deber de asegurarse de que el personal de la Administración observe puntualmente los planes, las instrucciones y las órdenes que les impartan; que desarrolle su actividad persi-
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guiendo la consecución de los intereses públicos en el concreto sector de su competencia, así como los objetivos del programa político del Gobierno; que actúe con el debido asesoramiento jurídico, al objeto de no comprometer la responsabilidad de la Administración frente a terceros; y, también, que gaste los recursos que se le asignen con la mayor eficiencia posible. Pero, además, la Constitución establece que la Administración no sólo está sometida al control (obvio) del Gobierno del que depende y de los Tribunales, según su artículo 106.1, sino también de otros órganos constitucionales: las Cortes Generales, el Tribunal de Cuentas y el Defensor del Pueblo; en las Comunidades Autónomas la situación es sustancialmente similar. Las modalidades de control que la Comisión debe examinar son, por tanto, muy diversas. Se da, sin embargo, la circunstancia no deseable de que el extraordinario auge y repercusión social que han cobrado históricamente los métodos de control de la legalidad (el sistema de recursos, en suma) ha llevado a los restantes mecanismos de fiscalización a un nivel de desarrollo muy inferior, así como a una disminución de su eficacia en términos absolutos; sistemas de fiscalización que, además, por su eficacia puramente interna, no son contemplados con interés por la generalidad de los ciudadanos. De ahí que el análisis que se realiza a continuación ha de ser al régimen de recursos, tanto administrativos como jurisdiccionales. II.
EL SISTEMA DE RECURSOS
A)
Los fines institucionales del sistema
La configuración actual del sistema de recursos administrativos y contenciosos data de algo más de cien años (finales del siglo XIX), tiempo en el que sus rasgos iniciales han experimentado reformas profundas, pero que no han afectado a sus rasgos básicos. En los últimos veinticinco años, sin embargo, dicho sistema ha ido revelando sus profundas imperfecciones, a las que el legislador ha respondido con extraordinaria timidez. Analizar el sistema de recursos en el marco de un proceso de reforma de la Administración exige, ante todo, determinar con rigor cuáles sean los fines institucionales que estos mecanismos impugnatorios persiguen: no desde una perspectiva teórica ideal, sino en la realidad. Esta reflexión lleva, en primer lugar, a constatar la completa inanidad de los fines que habitualmente se han invocado para justificar su existencia.
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a) Contemplados desde una perspectiva realista, es notoriamente inexacto que los recursos constituyan, contra lo que habitualmente se afirma, un mecanismo de control efectivo de la legalidad. Lo acreditan dos hechos: — Primero, que la percepción utilitaria que de los recursos tienen tanto la Administración como los recurrentes no guarda relación alguna con un sistema de control de la legalidad. Los recurrentes, como es lógico, no pretenden a través de sus impugnaciones que la actividad de la Administración se acomode a Derecho, sino simplemente lograr la satisfacción de sus intereses; los recursos y las normas que se invocan en ellos constituyen un puro instrumento al servicio de dicha finalidad. Y la Administración, por su parte, tampoco considera los recursos desde esta perspectiva: actúa generalmente convencida de que lo hace con respeto a la ley, pero considera a ésta como un instrumento al servicio de lo que en cada caso entiende que es de interés general; en esta composición mental, los recursos son contemplados generalmente como expresión de una protesta normalmente interesada, caprichosa y contraria al interés general que inspiró la adopción del acto recurrido; el recurso, de esta forma, no se examina y resuelve (en vía administrativa) con el objetivo de aplicar o restablecer la legalidad, sino con un talante dialéctico, indagando todos los argumentos admisibles para desestimarlo con fundamento. El recurso, por tanto, en cuanto expresión de un conflicto, se trata como una anomalía molesta, a la que se presta muy escasa atención y menores medios; salvo que se trate de un asunto que pueda trascender negativamente a los medios de comunicación, los gestores públicos muestran (lo que es comprensible) un sensible desinterés hacia los recursos: la resolución de los recursos administrativos se delega formalmente en una autoridad inferior, y su preparación se halla íntegramente encomendada a funcionarios profesionales. Y el tratamiento de los recursos contenciosos no es menos desapegado: desde el momento en que un asunto entra en vía judicial, la Administración se desentiende casi por completo del mismo, confiando su defensa a un cuerpo de funcionarios o a un servicio especializado, sin intervenir de modo alguno en cooperar a la defensa procesal con la información y apoyos necesarios, como hace, por el contrario, cualquier litigante privado con su letrado defensor. — Y segundo, la inidoneidad objetiva de los recursos como medios de restablecimiento de la legalidad vulnerada viene demostrada por dos
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circunstancias. De una parte, aunque no existen estudios estadísticos de ningún tipo, es notorio que sólo un mínimo porcentaje de actos administrativos son objeto de impugnación, de tal modo que las incorrecciones en que puede incurrir la Administración al aplicar el Derecho sólo son depuradas en proporciones muy escasas, prácticamente despreciables. Y, de otra, y por lo que a los recursos en vía administrativa se refiere, se encuentra el hecho concluyente, tantas veces repetido, de que un altísimo porcentaje (que las Administraciones jamás se han atrevido a calcular) de los que se interponen por particulares son objeto de desestimación, expresa o tácita. Ahora bien, es estadísticamente seguro que el porcentaje de casos en que la Administración acierta al aplicar el Derecho es bastante inferior, como lo demuestra el número de decisiones estimatorias que dictan los jueces y tribunales del orden jurisdiccional contencioso, de donde ha de deducirse que todos estos supuestos han de ser considerados como otros tantos fallos del sistema de recursos, considerado en esta vertiente ideal de técnica de la depuración de la legalidad de los actos administrativos. b) Tampoco responde a la realidad la idea, cien veces invocada, de que los recursos administrativos sean un instrumento de control interno, de naturaleza jerárquica, a través del cual los órganos superiores aseguran el cumplimiento de las normas por parte de los inferiores. Con independencia de su ineficacia estadística, es evidente que, como apuntamos líneas atrás, la resolución material de los recursos se lleva a cabo por funcionarios profesionales, nunca por los titulares de cargos políticos de confianza, que normalmente firman las propuestas de resolución que se les someten sin más que una sucinta noticia de su contenido. La centralización, por lo demás, de la función de elaboración de las propuestas de resolución en un único órgano departamental elimina definitivamente toda posible ilusión de control jerárquico. c) En la realidad de las cosas, el sistema general de recursos, tanto administrativos como contenciosos, atiende a la satisfacción de otro tipo de necesidades, tan relevantes o más que las anteriormente analizadas. La actuación de las Administraciones contemporáneas produce, de manera inevitable, un altísimo nivel de conflictividad con los sujetos destinatarios de sus decisiones: es un dato incontrovertible de la experiencia que un importante número de los ciudadanos a los que se dirige un acto administrativo (para ser realistas, una aplastante mayoría) tiene el convencimiento de haber sido objeto de una decisión injusta y, si po-
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see algunas nociones de Derecho, de que el acto administrativo es radicalmente ilegal. Esto puede no ser así, y no lo es en un importante número de casos; pero el que los recurrentes yerren notoriamente en la valoración jurídica de su caso no elimina el problema: la conflictividad y el malestar existen, como datos sociales objetivos, afectando a un muy importante número de ciudadanos. En este marco, y como resulta obvio, los recursos desempeñan el papel de válvula de escape racional de esta conflictividad, que debe evitar que la misma se desborde a través de otros medios de presión, lícitos o ilícitos, que tiendan a conseguir que la conducta de la Administración se acomode a los intereses de sus contrapartes. Los recursos son, pues, un factor de civilización capital en una sociedad en la que el conflicto es un factor permanente; su diseño y su práctica deben tener en cuenta esta fundamental finalidad, a la que las anteriores deben permanecer subordinadas. B)
Los recursos administrativos
1.
Deficiencias del régimen actual
Sobre la base de la situación que acaba de describirse, el diagnóstico que merece el sistema actual de recursos administrativos puede expresarse de forma muy simple. a) En primer lugar, los recursos administrativos son, por el despreciable porcentaje de estimaciones a que dan lugar, un mecanismo inoperante para dar respuesta a la alta —y constantemente creciente— conflictividad que genera su actividad: antes bien, la incrementan por la lógica irritación que produce la necesidad de apurar un trámite que se sabe de antemano inoperante. De esta forma, la conflictividad se traslada íntegramente al orden jurisdiccional contencioso sin filtro ni depuración alguna, siendo notorio que la estructura de personal de dicho orden jurisdiccional es manifiestamente insuficiente para absorber la masa de procesos que se incoan anualmente, hasta el punto de que su fallo puede demorarse hoy cinco o más años en una sola instancia de manera enteramente normal. Obvio es decir que obtener una resolución definitiva (incluso favorable) después de un período tan dilatado es completamente inútil como medio de reducir el malestar causado por la conflictividad administrativa.
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Y es igualmente obvio que una estructuración del sistema de recursos administrativos que le dotara de una cierta efectividad podría cooperar a la resolución de este problema: no hay razón alguna para que si los jueces y tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo estiman —supongamos: la cifra es puramente convencional— un cuarenta por ciento de los recursos de los que conocen, este mismo nivel de estimaciones no pueda también obtenerse en los recursos administrativos previos, notablemente más rápidos, más informales y más baratos, sobre todo, que los correspondientes recursos contenciosos; se evitaría también la consolidada creencia de que los recursos administrativos constituyen un trámite inútil y de que la Administración es un interlocutor sordo, insensible ante la legalidad, y, sobre todo, se aliviaría el actual colapso que el sistema contencioso-administrativo sufre. b) En segundo lugar, la regulación actual de los recursos administrativos es arcaica, confusa y gratuitamente complicada, punto éste en el que la doctrina mantiene una opinión excepcionalmente unánime. Carece de todo sentido mantener, como se empecinó el legislador en 1992 y 1999, la ficticia dualidad de recursos ordinarios (alzada y reposición), por lo mismo que los órganos que los resuelven (materialmente hablando) son los mismos en ambos casos y han de interponerse en el mismo plazo; un dato que hace inexplicable, por otra parte, que el plazo de desestimación por silencio sea distinto (tres meses y un mes, respectivamente), si se tiene en cuenta la elemental circunstancia de que el estudio de un recurso de alzada no requiere ni más ni menos tiempo que el de un recurso de reposición. c) Pero, ante todo, la interposición obligatoria de recursos administrativos y el régimen de su tramitación y resolución ha adquirido, con toda justicia, la imagen de constituir un intolerable privilegio de las Administraciones Públicas, dudosamente compatible con un Estado de Derecho digno de tal nombre. No tiene sentido alguno forzar a un ciudadano a interponer un recurso que sabe de antemano inútil (en muchos casos, porque así se le ha anunciado expresamente por los servidores públicos) y que, por tanto, se presenta como un puro pretexto artificial para demorar el planteamiento del conflicto ante un órgano judicial. Tampoco lo tiene el imperativo inexcusable de tener que esperar un prolongado plazo de silencio, de hasta tres meses (y un año en las reclamaciones económico-administrativas), antes de poder acudir a un juez o tribunal. Menos aún el que durante todo este plazo la Administración
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tenga las manos libres para ejecutar su acto impugnado, creando un estado de cosas la mayor parte de las veces irreversible (el mecanismo de suspensión previsto en el artículo 111 de la Ley 30/1992 se halla prácticamente inédito). Y todavía menor justificación posee el que la obligada interposición del recurso se condicione a la observancia de un plazo muy breve, que la mayoría de los ciudadanos desconoce y que ha transcurrido con frecuencia cuando se adopta la decisión de recurrir; con el efecto de que la caducidad del plazo determina la privación completa de cualquier posibilidad de revisión judicial ulterior del acto. No ignoramos que todas estas notas del régimen de los recursos poseen una cierta justificación técnica y una tradición histórica: pero estas circunstancias no alcanzan a compensar, ni de lejos, la indignación general que el sistema produce en cuantos ciudadanos se ven sometidos al mismo. Quizá no sea cierto que las Administraciones hayan optado por mantener la actual regulación en base a su exclusiva conveniencia, pero que los ciudadanos lo entienden así es un hecho social tan evidente que hace inaplazable su toma en consideración. 2.
Propuestas de reforma
Las propuestas que pueden formularse para devolver utilidad y credibilidad social al sistema de recursos administrativos son bien conocidas, por haber sido formuladas en múltiples ocasiones. a) Las líneas de reforma del régimen jurídico de los recursos se deducen sin dificultad alguna del diagnóstico que antes se formuló y, tal como han sido sugeridas en diversas publicaciones, son de simplicidad suma: primero, es altamente conveniente reducir a uno los dos actuales recursos ordinarios (con un único régimen de interposición y resolución); no tiene sentido alguno forzar a los ciudadanos (y a los funcionarios) a indagar si el acto impugnado pone fin o no a la vía administrativa, habida cuenta de que el recurso ha de ser examinado y resuelto en todo caso por los mismos órganos, como no lo tiene tampoco establecer plazos de desestimación tácita de duración diversa. Segundo, es esencial conferir carácter potestativo a todo tipo de recursos: la actual diferencia entre el recurso de alzada (obligatorio) y el de reposición (facultativo) no es sostenible ni explicable. Y tercero, y supuesto lo anterior, sería conveniente ampliar sustancialmente el plazo de interposición de los recursos, al objeto de evitar los supuestos de caducidad que hoy tienen lu-
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gar con más frecuencia de lo deseable; ampliación que debería llegar, al menos, hasta los dos meses que hoy rigen para la interposición de un recurso contencioso-administrativo; no tiene tampoco sentido, en efecto, que un particular disponga sólo de un mes si decide interponer un recurso potestativo de reposición, pero de dos si, en su lugar, opta por acudir directamente ante la jurisdicción contenciosa. Mención aparte merece la reforma del régimen de suspensión de los actos recurridos, que hoy carece de toda utilidad práctica, y que ha dado lugar a un intenso debate: frente a la vieja propuesta de conferir carácter suspensivo automático a la interposición de cualquier recurso, se ha alegado con viveza la lesión irreparable que experimentaría el privilegio de decisión ejecutoria de la Administración, y el peligro de que la Administración quedara paralizada por la mera protesta de un particular, lo que en ocasiones podría causar una grave lesión al interés público (por ejemplo, en la decisión de retirar del comercio un medicamento supuestamente nocivo para la salud). La legislación ha adoptado en esta antigua querella una actitud aparentemente intermedia y prudente, negando la eficacia suspensiva automática, pero posibilitando la suspensión en casos singulares. Todo se reduce, sin embargo, a una pura logomaquia, por cuanto, salvo en los casos excepcionales de suspensión automática (en materia sancionadora y económico-administrativa), la suspensión en vía administrativa no se acuerda prácticamente nunca: lo que, en términos de imagen, no es admisible. Estas posiciones, aparentemente inconciliables, no son incompatibles, por más que el punto de equilibrio haya de buscarse en fórmulas diferentes de las que hoy consagra el artículo 111 de la Ley 30/1992. Existen multitud de actos administrativos cuya suspensión en virtud de un recurso no ofrecería problema ni dificultad alguna, ya se trate de una suspensión pura y simple (como se ha demostrado con la novedad que, respecto de los actos sancionadores, introdujo la Ley 30/1992) o de suspensión automática previa prestación de garantía (como sucede desde hace tiempo en materia económico-administrativa). En aquellos en los que la paralización de su eficacia pudiera causar con toda evidencia lesión al interés público o a un tercero, creemos que su ejecución, después de la interposición de un recurso, debiera ser objeto de un procedimiento sumario específico, previa audiencia del recurrente, en el que la Administración debe concretar los daños que la suspensión podría ocasionar, y si son susceptibles de ser cubiertos con la adecuada caución, y, en caso negativo, proceder a la ejecución. En todo caso, debe señalarse que lo expuesto no expresa más que
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una posible línea de solución, que, por admitir soluciones muy diversas, no debe ser precisada en este informe con mayor detalle. b) Una particular atención exige el diseño de los órganos de resolución de los recursos. Creemos que, en la progresiva línea marcada hace más de un siglo por la Administración de Hacienda, debe procederse a la independización de los órganos de resolución de recursos de los pertenecientes a la Administración activa: la arcaica teoría del ministrojuez, aún vigente en nuestro ordenamiento, no es sostenible hoy, no sólo porque no garantiza la imparcialidad del órgano decisor, sino también porque la resolución de los recursos sólo formalmente corresponde a los órganos superiores de la Administración activa; de facto, y como ya hemos señalado, la decisión es materialmente confeccionada por funcionarios profesionales, sin participación real alguna de los titulares de los cargos que firman las correspondientes resoluciones. La creación de órganos separados de la línea jerárquica que resuelvan los recursos, en la línea de los Tribunales Económico-Administrativos, debe completarse, sin embargo, con el otorgamiento a sus miembros de un estatuto de inamovilidad y un sistema de selección objetiva (al menos, en parte de sus miembros) que asegure su independencia, y con una adecuada dotación de medios personales. De otra forma, ni los recursos podrán ser objeto de resolución en plazos razonables ni se alterará la invariable línea de desestimaciones que hoy es la tónica general de los recursos. Ésta es la línea, por lo demás, que apunta con toda claridad el vigente artículo 107.2 de la Ley 30/1992, al que hemos de prestar una atención especial. 3.
Las técnicas alternativas de resolución de conflictos
a) Que el sistema de recursos merece una reforma profunda es una idea aceptada por el propio legislador desde hace más de una década. Consciente de su insuficiencia, el artículo 107.2 abrió una senda de cambio al autorizar la creación, por ley, de «otros procedimientos de impugnación, reclamación, conciliación, mediación y arbitraje, ante órganos colegiados o comisiones específicas no sometidas a instrucciones jerárquicas, con respeto a los principios, garantías y plazos que la presente Ley reconoce a los ciudadanos y a los interesados en todo procedimiento administrativo». Como se ha comentado en diversas ocasiones, este precepto posee
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un carácter puramente declarativo, de mera sugestión: enuncia todos los posibles tipos de líneas de reforma como alternativa a los actuales recursos, pero remitiendo su implantación efectiva a leyes sectoriales posteriores. Pero el que esta invitación legislativa no haya tenido acogida alguna hasta la fecha exige una reflexión sobre las posibles razones de que ello haya ocurrido así. No cabe descartar, desde luego, la incidencia de motivos incidentales, como la novedad misma de la reforma, que ha cogido por sorpresa a la doctrina, carente de un conjunto de propuestas elaboradas para poner en práctica; el seguimiento de una línea legislativa quizá demasiado ambiciosa (plasmada en los diferentes borradores de ley general sobre el arbitraje administrativo) o, incluso, el mismo desinterés de las Administraciones, que no parecen hallarse demasiado incómodas con el sistema hoy vigente. Pero existen, desde luego, razones más de fondo, que tienen en común diversos tipos de desconfianza. Hay, sin duda, desconfianza hacia la primera de las líneas que el precepto insinúa, la encomienda de la resolución de los recursos a órganos de la propia Administración recurrida dotados de un estatuto de independencia; una desconfianza que, quizá, se basa en el temor de que dichos órganos produzcan un número de resoluciones estimatorias realmente importante, o sobre cuestiones sensibles de política departamental, pero que poseería un fundamento mucho más trascendente, el que las decisiones de los órganos políticos de confianza serían objeto de revisión por órganos de composición mayoritariamente funcionarial. Mucha mayor consistencia tienen los motivos de desconfianza hacia los que la Ley denomina procedimientos de conciliación y mediación, que en el fondo remiten a técnicas de resolución de los recursos mediante convenio o transacción con los mismos órganos de la Administración activa que dictó el acto recurrido. De la misma manera que sucede en el régimen general de terminación convencional de los procedimientos, los sistemas de transacción se prestan bien a supuestos de convenio con vicios de la voluntad (ya que el particular que negocia bajo la presión de un acto administrativo ejecutorio previo difícilmente puede concertar con libertad una solución del conflicto), bien a prácticas de corrupción de todos los tipos. Y la desconfianza es de mayor intensidad aún cuando se habla de resolución de conflictos mediante arbitraje, esto es, de supuestos en los que quien resuelve el conflicto es una persona u órgano ajeno a la Administración. Aparte de la duda acerca de la posible admisión de arbitrajes de equidad junto a los de Derecho, el problema fundamental radica en
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este caso en determinar las personas o instituciones idóneas para desempeñar el papel de árbitro. b) Todos estos motivos de desconfianza no deben diluir la conveniencia de poner en práctica, de manera urgente, las previsiones generales establecidas en el artículo 107.2 de la Ley 30/1992, que son bastante sensatas. Pero renovar el sistema de recursos administrativos es una tarea sumamente compleja que requiere un estudio muy meditado y una experimentación cuidadosa; no es un trabajo que deba emprenderse (como hasta el momento se ha hecho, al parecer) mediante la elaboración de un proyecto de ley general de arbitraje administrativo. No hay razón sólida para prescindir de entrada de los restantes métodos de solución que la Ley enumera, ni tampoco sería realista aplicar los mismos procedimientos de resolución alternativa de recursos a todo tipo de actos administrativos: cada sector de actuación administrativa posee peculiaridades irreductibles, a las que probablemente será necesario aplicar soluciones diversas; así lo indicaba con harta sensatez la Ley 30/1992, al sugerir la sustitución del sistema de recursos «en supuestos o ámbitos sectoriales determinados, y cuando la especificidad de la materia así lo justifique». En su lugar, y en vez de experimentar de manera empírica, creemos que las Administraciones Públicas deberían emprender, con carácter previo, un estudio en profundidad de la conflictividad procesal que generan. Los servicios encargados de la preparación y estudio de los recursos no precisarían más que un apoyo temporal de efectivos que permitiera conocer con detalle datos básicos hoy —suponemos— ignorados: número de recursos planteados anualmente, agrupación de los mismos por las materias a que se refieren, porcentaje de los mismos que son objeto de estimación y desestimación (o inadmisión), porcentaje de los recursos que posteriormente dan lugar a un proceso contencioso, así como los que son objeto de estimación por los jueces y tribunales, y, finalmente, un estudio de los costes que suponen para la Administración los sistemas de resolución de recursos. Sólo estos datos podrán permitir la formulación de un diagnóstico preciso, así como el diseño de soluciones específicas para cada una de las materias que dan lugar a impugnaciones. La elaboración de soluciones diversificadas para la resolución alternativa de recursos en cada área de la actividad de las Administraciones no excusa, sin embargo, de la necesidad de elaborar un marco teórico de alcance general que oriente de manera ordenada el proceso de experi-
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mentación normativa; tarea que las Administraciones sólo pueden promover, pero que son ciertamente capitales. c) Con todo, debe darse un paso más y examinar algunos de los problemas que suscitan los diferentes métodos alternativos de resolución de conflictos, así como las posibles soluciones a los mismos que podrían apuntarse. — Una línea de prudencia exigiría quizá comenzar la experimentación por el método menos alejado de las líneas generales del sistema vigente: esto es, por la creación de órganos ad hoc de resolución de recursos, separados de la línea de mando de la Administración activa y dotados —sus miembros— de independencia efectiva. No existen obstáculos de fondo que desaconsejen una medida de esta naturaleza, ni nada permite pensar que la actuación de estos órganos puede ser temeraria o manifiestamente contraria a los intereses públicos: la existencia de órganos independientes en nuestra Administración es tan tradicional como pacífica, como lo acreditan los ejemplos de los Tribunales Económico-Administrativos, los Tribunales y Comisiones de selección del personal, los Jurados de Expropiación y, en un nivel de independencia muy inferior, las Mesas de Contratación, cuyo comportamiento ha sido (salvo excepciones muy contadas) de una gran prudencia y sentido del interés público. En cualquier caso, y en una fase inicial, la garantía de la adecuación de las decisiones de estos órganos no tanto al interés público cuanto a la coherencia de la política del Gobierno en una materia podría asegurarse integrando en dichos órganos a presidentes de designación política (como lo son los de los Tribunales de selección de personal) o permitiendo, en casos excepcionales, la posibilidad de que el órgano que, conforme al sistema vigente, fuera competente para resolver el recurso avocara dictar tal resolución. La creación de órganos independientes ofrece otros muchos aspectos problemáticos: la efectiva garantía de la independencia de sus miembros es una cuestión espinosa que no puede resolverse a través del simple mecanismo de la inamovilidad; si los miembros de estos órganos debieran tener un plazo de mandato fijo e improrrogable, es necesario garantizar que en su posterior carrera funcionarial no fueran objeto de retorsiones derivadas de su actuación en estos órganos. La solución a esta dificultad no es nada fácil, pero por su detalle no parece que deba abordarse en este informe. Creemos, por lo demás, que la puesta en práctica de los sistemas de
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conciliación y mediación de que habla la Ley 30/1992 podría realizarse inicialmente a través de estos órganos independientes, en lugar de remitirlos a los órganos de la Administración activa. Sería necesario, a tal efecto, que esta fase de acercamiento de posiciones se realizase en una fase del procedimiento previa a la resolución final, mediante la invitación al recurrente a formular una propuesta de arreglo del conflicto, sobre cuya admisibilidad, legalidad, incidencia en el interés público y en los recursos de la Hacienda se oiría a los órganos autores del acto impugnado, con posibilidad de formular contraofertas hasta agotar las posibilidades de llegar a un acuerdo que se formalizaría mediante una resolución del órgano independiente del que hablamos. Deberían en todo caso evitarse prácticas que inutilicen esta posibilidad de transacción, como la emisión de propuestas exclusivamente por escrito y de manera formal, o la socorrida vía de aplicar rebajas lineales «por pronto pago» de las cantidades a abonar, si de esto se tratara; esta segunda vía resulta, pese a su simplicidad, particularmente odiosa, tanto por su imagen de que la rebaja se aparece como una suerte de compra de la renuncia a un derecho constitucional cuanto por el hecho de que las circunstancias fácticas de cada caso deben condicionar el porcentaje de rebaja que la Administración puede aplicar (no todas las infracciones son iguales, evidentemente). — La posibilidad de utilizar a los órganos independientes de resolución de recursos como vía para la conciliación de las partes de éstos no excluye, por descontado, que las técnicas de mediación conducentes a una transacción no puedan emplearse por parte de la Administración activa. No es en principio aconsejable, por prestarse a la coacción directa o indirecta, a la conclusión de convenios contrarios a la legalidad o al interés público y, como antes indicamos, a la aparición de supuestos de corrupción; pero ello no basta para excluirlo. El surgimiento de estas prácticas indeseables puede tener correctivos, al menos en parte. No sería desdeñable que las propias normas reguladoras de los sectores de actuación administrativa establecieran los márgenes que, en cada tipo de supuesto, pueden dar lugar a transacciones dentro de los mismos (lo que ahora no se hace). Sería también fundamental en estos casos una completa y exhaustiva publicidad de los supuestos en que estas transacciones tienen lugar: una publicidad que hoy puede efectuarse de manera acabada insertando las decisiones transaccionales en la red para consulta general (lo que permitiría, además, su invocación como precedentes). Y, por supuesto, no sería inadecuado es-
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tablecer algún tipo de aprobación y fiscalización de los acuerdos transaccionales por parte de alguna autoridad superior (o de un ente de nivel territorial superior, en su caso). — La implantación de sistemas arbitrales, en los que la decisión se encomienda a órganos o personas ajenos a la Administración, posee dos dificultades principales. La primera de ellas, y como ya advertimos, es la relativa a la identificación de los requisitos exigibles a los posibles árbitros, que no puede dar lugar a otorgar esta condición a un número demasiado reducido de personas (en cuyo caso el sistema arbitral sería completamente insuficiente para la resolución de un número estimable de conflictos). Aunque no cabe rechazar de entrada la posibilidad de acudir al sector privado, parece evidente que los sujetos que, hallándose dotados de los conocimientos jurídicos necesarios, no se encuentran al servicio de concretos intereses privados forman un colectivo excesivamente reducido. Parece preferible, por tanto, que la condición de árbitro pudiera encomendarse a colectivos de personas pertenecientes al sector del empleo público o asimilados cuya experiencia profesional se hallara vocada a la actuación de carácter imparcial: piénsese, a título de mero ejemplo, en los miembros de la Carrera Judicial en situación de jubilados; en los miembros del Cuerpo de Notarios, incluso en activo, o en los profesores de Universidad de disciplinas jurídicas. La enumeración no es, como decimos, en modo alguno exhaustiva, teniendo un mero carácter orientador. La segunda dificultad, que ha de ser abordada con valentía, se refiere al acceso mismo al mecanismo arbitral. Por más que esta propuesta suscite todo género de inquietudes, es imprescindible que, en los sectores en los que se implante este sistema de resolución, el empleo del arbitraje quede a la libre decisión del recurrente. Exigir para ello el acuerdo de ambas partes (en concreto, el consentimiento de la Administración recurrida) supondría reducirlo a la total inutilidad. No se pretende con estas sugerencias trazar un cuadro mínimamente acabado del sistema arbitral, que plantea además problemas múltiples (por todos, el diseño del procedimiento, que debiera procesalizarse en la menor medida posible; el régimen de incompatibilidades y supuestos de abstención y recusación de los árbitros; la elección del árbitro concreto de entre todos los capacitados para ello, y el régimen de retribución de su trabajo). Pero, obviamente, su tratamiento detallado excede de los límites de este trabajo.
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C)
Los recursos contencioso-administrativos
1.
Las insuficiencias del control jurisdiccional
El panorama que el sistema de recursos contenciosos ofrece es igualmente insatisfactorio, aunque por razones muy diversas de las enunciadas a propósito de los recursos administrativos. No ignoramos, desde luego, los capitales perfeccionamientos que la regulación del proceso contencioso ha experimentado en la segunda mitad del siglo XX, pero, desde el punto de vista de las finalidades institucionales que dicho proceso ha de cumplir, sus insuficiencias se han acentuado en los últimos tiempos de manera muy acusada. a) Si el funcionamiento del sistema contencioso se contempla desde la óptica de los ciudadanos recurrentes, es innegable que, junto a un grado aceptable de satisfacción en cuanto al acceso a la tutela judicial (que, no obstante, aún podría ser mejorado en aspectos singulares en los que no se entrará en este informe), cabe detectar importantes razones que determinan un escaso nivel de confianza en la utilidad del sistema: — Existe, ante todo, la impresión social, tan generalizada como difusa, de que la jurisdicción contencioso-administrativa, en el conjunto de sus órganos, muestra un comportamiento proclive a favorecer la postura de las Administraciones demandadas. Esta constatación ha de tratarse con suma delicadeza, por cuanto no entraña, en modo alguno, una imputación de parcialidad hacia todo este orden jurisdiccional que, por insuficientemente motivado, sería injusto: se trata de una simple constatación empírica y aproximativa, que muestra que, de una parte, los litigantes se enfrentan a los procesos contenciosos con un grado de confianza en el éxito de sus pretensiones bastante inferior al que tienen cuando acuden a los restantes órdenes jurisdiccionales; y, asimismo, que los profesionales que trabajan de modo simultáneo ante varios órdenes jurisdiccionales comparten, igualmente, la sensación intuitiva de que el porcentaje de litigios que «se pierden» ante la jurisdicción contenciosa es sensiblemente superior al de los que fracasan ante los restantes jueces y tribunales. Esta sospecha no es en modo alguno nueva: sobre ella se basó, no se olvide, durante todo el siglo XIX, la crítica a la existencia de una jurisdicción contenciosa ejercida por órganos administrativos. Esta crítica
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abierta se acalló al hilo del proceso de judicialización progresiva del sistema, pero no ha desaparecido en modo alguno; más aún, se ha incrementado en tiempos en que, como los actuales, el grado de judicialización del sistema es total. — Existe también, en segundo lugar, una general insatisfacción en cuanto al estado legal y funcionamiento práctico del régimen de recursos contra sentencias. Sin entrar en detalles que harían inacabable esta exposición, baste señalar que, frente a la clara tendencia de las reformas legislativas de los últimos tiempos, todas las cuales se mueven en una línea de restricción de los recursos (basada en la convicción, muy fuerte en el ámbito de la judicatura, de que una sentencia es más que suficiente para satisfacer adecuadamente el derecho a la tutela judicial), las exigencias tácitas de todo tipo de recurrentes (Administraciones Públicas incluidas) muestran una aspiración neta e inequívoca a la disponibilidad de una segunda instancia ampliamente diseñada, que hoy sólo existe respecto de las sentencias dictadas por los Juzgados unipersonales. El tema es demasiado complejo para despacharlo en unas pocas líneas del informe. No se desconoce la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional a propósito de la inexigibilidad constitucional de la segunda instancia, salvo en materia penal, ni las poderosas razones prácticas que aconsejan la reducción de dicha segunda instancia en múltiples supuestos. Pero la insatisfacción por esta tendencia es tan amplia como fundada (no se basa, como a veces se dice con frivolidad, en un afán de apurar las posibilidades de éxito, ni en un impulso interesado de los profesionales de la abogacía por aumentar su trabajo, sino en la profunda conveniencia de que cualquier decisión pueda ser revisada por un órgano distinto, de manera que se neutralicen las inclinaciones a decidir determinadas cuestiones de manera soberana y arbitraria), por lo que el legislador debiera tenerla muy en consideración para tomar las decisiones que procedan. — Es también unánime, en tercer lugar, la sensación de que los mecanismos de la adopción de medidas cautelares y de ejecución de sentencias continúan produciendo resultados altamente insatisfactorios. La reforma que en 1998 se hizo de ambas instituciones ha sido importante, pero la práctica general de las mismas no ha sufrido apenas cambios de relieve: obtener una medida cautelar es hoy tan problemático y aventurado como lo era en 1997, y las dificultades para los recurrentes de ejecución de las sentencias siguen siendo el mismo calvario, sin que nada
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haya mejorado la reforma cosmética de proclamar que el poder de ejecución corresponde a los jueces y tribunales, no a la Administración. La cuestión es, una vez más, muy compleja, y los obstáculos que se oponen a un cambio en la situación tienen mucho que ver con las restantes disfunciones que estamos analizando. — Por último, el problema de mayor envergadura y gravedad se halla en la muy seria congestión de litigios pendientes que padecen la inmensa mayoría de los jueces y tribunales de este orden jurisdiccional; congestión producida por un alza inesperada de la litigiosidad, y que lleva a que, como ya antes se señaló, la resolución final de los procesos ofrezca una demora totalmente anormal, muy superior a la que existe en otros órdenes jurisdiccionales: aunque los períodos medios de duración del litigio varían bastante de unos órganos judiciales a otros, no es insólito hablar de plazos de entre cuatro y siete años (plazos que, por lo demás, se desconocen por completo en términos globales, por la ausencia —una vez más— de estadísticas fiables). No parece necesario abundar en las gravísimas consecuencias que posee esta situación, glosadas en todo tipo de publicaciones (para empezar, en el Libro Blanco de la Justicia que el Consejo General del Poder Judicial aprobó en 1997). La producción de sentencias que, en una gran parte, poseen valor puramente histórico, o que se dictan cuando los intereses de todas las partes han experimentado cambios sustanciales, constituye un factor muy serio de deslegitimación del sistema de tutela judicial contenciosa, cuya utilidad se encuentra francamente puesta en cuestión; deslegitima también la propia eficacia vinculante del ordenamiento jurídico, cuya garantía efectiva se dilata sine die en el tiempo; y supone una acusación implícita hacia la propia Administración, a la que se considera la última responsable de esta demora (pues a ella corresponde la iniciativa de las reformas que pongan fin a la misma y la provisión de los medios de todo tipo necesarios para ello), amén de ser su principal beneficiaria, en términos puramente egoístas. b) Pero, desde la perspectiva de las Administraciones Públicas, en su condición de litigantes, el panorama tampoco es satisfactorio. — Ante todo, la tardía producción de los fallos judiciales de los litigios determina, como ya indicamos con anterioridad, un alarmante debilitamiento del principio constitucional de sometimiento de la Administración a la ley y al Derecho. Si ya es difícil que una Administración
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acuciada por problemas inaplazables de todo orden pueda mantener, como pauta internalizada de conducta, el respeto estricto hacia los mandatos contenidos en las normas, lo es mucho más cuando tiene la convicción material de que sus decisiones resultan, a la postre, prácticamente inmunes. La perspectiva de que un litigio sólo se resolverá después de un exagerado lapso temporal, cuando ya los intereses de los litigantes sean muy otros y, sobre todo, cuando el responsable político de la decisión impugnada no se encuentre en el desempeño de su cargo, constituye un medio de presión insoportable para que una importante cuota de ciudadanos se avenga a aceptar resignadamente la decisión administrativa, por más que la considere ilegal, y una invitación igualmente irresistible para actuar, si el interés público así lo demanda, al margen de la legalidad. La tardanza supone una virtual impunidad y, por tanto, un incentivo a la arbitrariedad. — En compensación, la inoperatividad práctica del sistema de control judicial supone para la Administración incomodidades nada desdeñables. La conciencia de los particulares acerca de la inutilidad real del recurso lleva a éstos a incrementar su grado de presión, de todo tipo, sobre todos los gestores públicos, tratando de obtener por vía de influencia, de amenaza o, también, de cohecho aquello que saben que sólo después de un número indeterminado de años podrá conseguirse mediante un fallo judicial. Esta situación puede resultar gratificante para una minoría de responsables políticos (y funcionariales) cuyo temperamento muestra una anormal inclinación hacia el ejercicio del poder arbitrario (del poder, a secas), o hacia la obtención de beneficios ilícitos; pero para la inmensa mayoría de servidores públicos, que felizmente no responden a estos anormales patrones de conducta, la situación es bastante inconfortable. — Por fin, es también generalizada, dentro de las Administraciones, la sensación acerca de la ignorancia, la insensibilidad y la impermeabilidad que los órganos de la jurisdicción contenciosa muestran, o parecen mostrar, hacia los problemas e intereses públicos que las Administraciones pretenden tutelar. Es constante la queja de que los jueces contenciosos desconocen las interioridades de la Administración a la que juzgan, dictan fallos con ignorancia de sus repercusiones (en ocasiones, gravísimas) sobre la delicada red de intereses, públicos y privados, cuyo equilibrio trata de mantener la Administración con sus políticas y sus decisiones, y, en ocasiones, entran a sustituir a los órganos administrativos en la decisión acerca del contenido discrecional de sus actos.
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Como en supuestos anteriores, nos limitamos a recoger las opiniones generalizadas en el seno de la organización administrativa, sin dar necesariamente por buenas todas estas imputaciones. Sin entrar en un análisis excesivamente pormenorizado, creemos infundada la acusación de falta de sensibilidad de los jueces y tribunales contenciosos hacia los intereses públicos, sensibilidad que, por el contrario, es particularmente intensa y constante (y de ahí, quizá, el sesgo pro Administratione que, según la opinión de los recurrentes, pueden tener sus fallos). Es cierto, sin embargo, que existe un grave nivel de incomunicación entre la Administración y los jueces y tribunales contenciosos, que puede propiciar la emisión de fallos objetivamente inconvenientes y aun perturbadores. Esta incomunicación se debe, de una parte, al sistema de reclutamiento puramente judicial de los titulares de estos órganos (la inmensa mayoría de los cuales jamás ha servido desde dentro a ninguna Administración y desconoce, por tanto, sus pautas habituales de actuación, sus problemas y sus necesidades), así como al mínimo número de funcionarios públicos que acceden, por turnos especiales, a la función judicial. Y se debe, también, a la rigidez y formalidad del proceso contencioso, que carece de trámites y oportunidades reales que permitan a las partes (a la Administración en este caso) poner en conocimiento del órgano judicial el trasfondo del conflicto y las repercusiones que un fallo de uno u otro sentido podría tener sobre el interés general, el equilibrio financiero de las Administraciones o el correcto funcionamiento de los servicios públicos. 2.
Líneas generales para una reforma
Tomando en consideración las disfunciones señaladas, debemos advertir de que no entra en nuestras intenciones formular un programa general de reforma que abarque la totalidad de las disfunciones detectables en la estructura y funcionamiento de la jurisdicción contenciosa; nos limitamos, por el contrario, a señalar unas líneas de cambio referidas a los problemas de orden general a que se ha hecho alusión en el epígrafe anterior. — Es altamente conveniente que la Administración promueva la realización de estudios estadísticos profundos y de alcance general acerca del sentido de los fallos que dictan los órganos de la jurisdicción contenciosa, en orden a ratificar o, en su caso, desvanecer la impresión general
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existente de un sesgo favorable a los actos y disposiciones administrativos impugnados. No es tolerable que un Estado de Derecho mantenga un sistema de control de la Administración sobre el que pesa una sospecha de parcialidad a favor de la misma, máxime cuando tal parcialidad, muy probablemente, es sólo imaginaria; pero esta sospecha sólo puede deshacerse con la evidencia de los datos objetivos e incontestables. Estos estudios, por lo demás, deberían tener en cuenta las diferentes áreas materiales sobre las que recaen las decisiones judiciales, por cuanto forma parte de aquella sospecha la idea de que la proclividad de los órganos judiciales a dictar fallos estimatorios o desestimatorios es de diverso grado en unas materias o en otras (lo cual, por lo demás, puede proporcionar índices valiosos acerca de la existencia de sectores de la Administración más o menos respetuosos con la legalidad). — Es necesario abrir un proceso de reflexión acerca de la existencia y límites de la segunda instancia (casación incluida) en el proceso contencioso-administrativo. No pretendemos avanzar soluciones concretas, sino formular una invitación a terminar con el empirismo de las últimas reformas, presididas por el fin exclusivo de reducir la carga de trabajo de los órganos superiores de la jurisdicción. Ello obligará, muy probablemente, a reconsiderar las reglas de atribución de competencias jurisdiccionales, de una complejidad inaudita, condicionadas por absurdas exigencias de paridad dignataria entre el nivel de los órganos judiciales fiscalizadores y el de los órganos administrativos fiscalizados, y que lleva a desigualdades constantes en la carga de trabajo jurisdiccional. — La reconsideración del régimen de las medidas cautelares y de la ejecución de todo tipo de resoluciones judiciales es también un paso obligado, aunque no tanto en el ámbito de la política legislativa (las normas establecidas al respecto en la Ley de 1998 pueden ser consideradas suficientes) cuanto en el talante que debe imponerse para su aplicación: y ello no sólo en el comportamiento de los órganos judiciales, sino también en las pautas profundas de conducta de la Administración, a la que no puede tolerarse ni la tradicional resistencia numantina a la adopción de medidas cautelares (cuando la mayor parte de ellas podrían adoptarse sin que la acción administrativa sufriera el menor perjuicio) ni menos aún los habituales gestos de mal perdedor de que alardea con frecuencia cuando se trata de ejecutar una sentencia desfavorable a sus intereses.
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— Las soluciones al mayor de los problemas que aquejan a la jurisdicción contenciosa, la congestión de asuntos pendientes de fallo y la consecuente demora temporal en la producción de los mismos, son múltiples y de una extraordinaria dificultad. Es necesario, ante todo, erradicar todo tipo de improvisaciones arbitristas: no existe una única solución que resuelva mágicamente el problema, por lo mismo que sus causas son muy diversas. Una disminución, en términos absolutos, del número de asuntos pendientes ante los órganos jurisdiccionales sólo puede lograrse (la constatación es absolutamente obvia) bien por una desaceleración del número de recursos que acceden a los tribunales, bien por un incremento del número de asuntos resueltos en un período de tiempo determinado. Contra lo que suele creerse generalmente, las soluciones que apuntan a la segunda vertiente del problema son, probablemente, las menos eficaces. No cabe pensar (como solución única) en un incremento sustancial de las plazas de jueces y magistrados de este orden jurisdiccional: no sólo por el coste presupuestario inasumible que tendría la creación del número de plazas necesario (que siempre resultará insuficiente, pues el incremento de la litigiosidad sigue una línea uniformemente creciente), sino porque, con toda seguridad, el sistema universitario español no posee hoy capacidad para proporcionar el número de aspirantes dotados de los conocimientos necesarios para desempeñar estas funciones; no se olvide la espectacular disminución de estudiantes universitarios de Derecho que ha tenido lugar en los últimos años por razones demográficas, ni tampoco la también constante disminución de la capacidad de los cada vez más escasos alumnos que pueblan las aulas, motivada por la oferta de niveles de acceso cada vez menos exigentes. En un orden muy distinto, cabe pensar en que una racionalización del trabajo judicial permitiera la resolución en masa de múltiples asuntos de idéntico objeto (recursos repetitivos): no es el momento de apuntar soluciones concretas, que resultaría excesivamente laborioso en este momento, pero sí de advertir que el sistema de módulos imperante en la carrera judicial opera como un desincentivo para todas estas técnicas (no se entiende por qué se evalúa cuantitativamente la labor de los jueces en función del número de resoluciones dictadas, en lugar de por el número de asuntos resueltos, que es lo que a fin de cuentas importa), como lo acredita el fracaso global de los instrumentos que la Ley de 1998 estableció para resolver este concreto problema. Sin desdeñar la conveniencia de dar pasos en la línea de incrementar el nivel de productividad del aparato judicial, parece notorio que una re-
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ducción del número de asuntos pendientes debe pasar, de manera inexorable, por la disminución del número de procesos incoados. Es notorio que una sensible mejora del sistema de recursos administrativos y la implantación de sistemas arbitrales, en la línea apuntada páginas atrás de este informe, podrían contribuir a tal disminución; pero no quizá en el nivel cuantitativo necesario, habida cuenta de la acusada tendencia nacional a agotar cualesquiera vías impugnatorias en tanto no se obtiene una satisfacción a las pretensiones que se ejercitan. Como complemento necesario de esta primera directriz de reforma, sin embargo, será ineludible abordar la muy espinosa cuestión del cierre del acceso al proceso contencioso a diversos tipos de asuntos. Sin negar en absoluto la trascendencia y valor testimonial que el derecho a la tutela judicial efectiva posee en cualquier Estado de Derecho, cuyas restricciones deben ser analizadas con la máxima cautela, parece indiscutible que la jurisdicción contencioso-administrativa no deja de ser un servicio público cuyas capacidades de atención a sus usuarios dentro de unos niveles mínimos de calidad son, como en cualquier otro caso, limitadas; y que, por tanto, resulta imprescindible una depuración de los asuntos que deben llegar a estas instancias con el fin de prestar a los que lo requieran la atención que merecen. A cualquier profesional del Derecho, sea o no juez, le consta que un porcentaje nada despreciable de los litigios que se plantean ante la jurisdicción contenciosa son de importancia o relevancia mínimas: o se trata de litigios en masa, puramente repetitivos, que requerirían soluciones colectivas, o de litigios testimoniales, que encubren conflictos cuya solución es esencialmente política o que se plantean con el exclusivo fin de mantener una presión externa sobre las Administraciones para reforzar la posición negociadora de unas personas o grupos económicos o sociales. Son asuntos, en suma, sobre los que existe una coincidencia de opiniones de que o bien carecen de entidad suficiente para justificar la puesta en marcha de todo el aparato judicial, o bien son de una naturaleza u objeto ajenos al mundo del Derecho y cuya resolución no corresponde, naturalmente, a los órganos jurisdiccionales. No ignoramos que cualquier medida restrictiva en este orden de cosas será inevitablemente objeto de una crítica dirigida a preservar la pureza y universalidad del derecho a la tutela judicial, valores que comparto plenamente. Simplemente, deseamos llamar la atención sobre la necesidad de adoptar medidas quirúrgicas cuidadosas que tengan en cuenta la capacidad real de funcionamiento del sistema contencioso, y, asimismo, que la satisfacción global de dicho derecho constitucional será probablemente bastante mayor con medidas que eliminen del pro-
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ceso a asuntos que no merezcan este tratamiento que con una impremeditada política de puertas abiertas que conduce a una congestión y a una tardanza que lleva a que nadie, absolutamente nadie, pueda disfrutar de su derecho a una tutela judicial digna de llamarse efectiva. — La incomunicación, falta de información y de sensibilidad de los órganos judiciales hacia las complejas exigencias de los servicios públicos y de los intereses generales exigen, por último, la puesta en práctica de técnicas que incrementen, de una parte, el grado de permeabilidad entre la jurisdicción contenciosa y las estructuras administrativas. La vigente legislación de función pública sigue primando la existencia de cuerpos de funcionarios dotados de una creciente impermeabilidad, así como de la reserva de plazas en régimen de exclusividad a sus miembros. Sin desconocer el alcance general que estas medidas pudieran poseer, es necesario analizar, con exclusión de prejuicios corporativos, la posibilidad de que miembros de cuerpos de las Administraciones dotados de la necesaria especialización jurídica puedan ocupar plazas judiciales, y, asimismo, que miembros de la carrera judicial puedan pasar a desempeñar puestos de trabajo jurídico en la Administración. Todo ello, si se quiere, con carácter temporal. No hay razón para excluir al poder judicial de la regla de movilidad que implantó en el ámbito de la función pública administrativa la Ley de Medidas de 1984, por más que dicha regla no haya conocido un especial éxito. Pero, en el supuesto que nos ocupa, dicha movilidad o permeabilidad sería un instrumento decisivo para proporcionar al conjunto de la jurisdicción contenciosa un nivel de conocimiento y de sensibilidad basada en la experiencia del que hoy carece. Obviamente, este objetivo de comunicación puede y debe lograrse también mediante instrumentos procesales hoy inexistentes. La regulación del proceso contencioso conduce a una tramitación extremadamente formalista, en la que la comunicación de datos y hechos por las partes al órgano judicial se limita a escritos (o intervenciones orales en los procesos abreviados) normalmente ceñidos a un examen estrictamente jurídico del acto impugnado. El conocimiento que el juez posee del fondo del litigio se limita a la parcial información que le dan las partes, así como a la resultante de un expediente que, en la mayor parte de los casos, es altamente inexpresivo. Sería necesario estudiar la posibilidad de habilitar trámites específicos mediante los que el juez, de manera directa y sin el corsé de las vistas públicas, pudiera inquirir de las partes (no necesariamente de sus abogados, que en muchos casos sólo poseen una
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versión parcial del asunto que defienden) información específica sobre la realidad del conflicto, las razones de fondo (no necesariamente jurídicas) de cada una de las partes, los intereses que defienden y la real incidencia que un fallo, cualquiera que sea su sentido, tendría sobre éstos y sobre el interés público. III.
LOS CONTROLES PREVENTIVOS
A) La necesidad de controles a priori sobre la actuación administrativa La peculiaridad del régimen administrativo existente en los países del continente europeo, al que es inherente un fuerte sometimiento de la Administración al ordenamiento jurídico, ha determinado un desarrollo muy intenso de los controles de legalidad ex post de la actuación de aquélla, a los que nos hemos referido en el epígrafe anterior de este informe. Sin embargo, y como ya anticipamos, parece elemental que las Administraciones Públicas, como grandes organizaciones que son, debieran disponer de sistemas de control distintos a los ya examinados; sistemas que operasen con carácter previo a la toma de decisión y que tratasen de garantizar valores diversos: — de una parte, el ajuste a Derecho de la medida que trata de adoptarse, al objeto de prevenir conflictos jurídicos innecesarios y de evitar que la Administración comprometa su responsabilidad (patrimonial o de otro orden) frente a terceros; — de otra, la eficiencia económica de la decisión, esto es, si el gasto que la Administración se propone realizar es el más adecuado desde el punto de vista de la obtención del mayor beneficio para los intereses públicos que tiene confiados; — en tercer lugar, la coherencia de la medida administrativa con el programa político del Gobierno, o con los planes y directrices que este órgano haya podido establecer; — y, por último, lo que podría llamarse oportunidad de la decisión, esto es, la previsión acerca de la incidencia que la medida a adoptar vaya a tener sobre los intereses de terceros (tanto de sus destinatarios directos como de las demás personas o colectivos que puedan hallarse o sentirse afectados por la misma), las reacciones a que puede dar lugar y su repercusión en los medios de comunicación.
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Todos estos filtros son, en cierta forma, exigencias obvias que se practican de manera natural y habitual en cualquier gran organización privada cuidadosa de su patrimonio y de su imagen, pero que en las Administraciones Públicas poseen un escaso desarrollo, quizá por la atención exclusiva prestada a los controles de legalidad mediante recursos de los interesados.
B)
La situación de las Administraciones españolas
Para cualquier mediano conocedor de las Administraciones españolas, el insuficiente desarrollo de todo este aparato de controles preventivos constituye una evidencia no necesitada de demostración alguna. a) Los controles preventivos de carácter jurídico, en primer lugar, poseen un carácter fuertemente excepcional. El asesoramiento que presta el Consejo de Estado se halla limitado a unos pocos supuestos, que muestran, por lo demás, una fuerte tendencia a la disminución, y el que podrían desempeñar, en el seno de cada uno de los Departamentos ministeriales, los miembros del Cuerpo de Abogados del Estado posee también un carácter singular, no sólo por el escaso número de efectivos de que dispone dicho Cuerpo, sino también por la falta de una cultura de consulta previa al asesor jurídico, tan habitual en cualquier empresa privada; a lo cual habría que añadir que, al contrario de lo que sucede con el Consejo de Estado, los supuestos en los que la Abogacía del Estado debe informar previamente no se encuentran taxativamente precisados en ningún texto legal o reglamentario. En ambos casos, por lo demás, el asesoramiento jurídico, cuando se requiere y se presta, se realiza desde una perspectiva de lejanía institucional y de independencia, y en forma escrita. No está generalizada, al contrario que en la empresa privada, una participación directa e inmediata del asesor en el proceso de toma de decisiones; una participación que supone, en cierta medida, una implicación en la estrategia del órgano político, al que no interesa tanto un juicio objetivo de legalidad de la medida (aunque sí en algunas ocasiones) cuanto un consejo directo y comprometido acerca de si una decisión puede tomarse en Derecho, de sus consecuencias previsibles y de las soluciones alternativas, si la primeramente diseñada no parece aconsejable.
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b) Algo similar ha de decirse respecto del asesoramiento económico. Es notorio el papel que, desde hace casi un siglo, desempeña la Intervención (tanto del Estado como las de idéntica naturaleza existentes en las Comunidades Autónomas y Entidades locales), primero, como controladora de la legalidad presupuestaria de los actos administrativos (extendida impropiamente en algunas épocas al control de la legalidad de fondo) y, más tarde, como sistema de auditoría interna y de ordenación contable; todo ello sin perjuicio del papel, no escrito, que ha realizado en diversos momentos, en la Administración General del Estado, como instrumento del Ministerio de Hacienda para el ajuste del ritmo de gasto a las disponibilidades efectivas de fondos del Tesoro. Qué duda cabe de que la función desempeñada por la Intervención ha sido históricamente capital en el proceso de racionalización del sistema hacendístico, y que su función sigue siendo indispensable: las quejas unánimes que todos los centros de inversión pública han manifestado hacia el obstáculo que la fiscalización previa del gasto suponía para la puesta en práctica de sus políticas con la deseable agilidad se ven sobradamente compensadas por la resistencia a eliminar este sistema de control, cuyo ejercicio exonera de responsabilidad a los gestores del gasto público. Pero esta modalidad de control, por indispensable que sea, es insuficiente. Cualquier responsable de un área de negocio en una empresa privada no adopta medidas que posean repercusión en los fondos o en la solidez financiera de la entidad sin una previa consulta acerca de la oportunidad y eficiencia del gasto a la dirección financiera u órgano equivalente de la misma. No se trata, pues, sólo de si es legal efectuar algún gasto, sino de si dicho gasto es el más idóneo dentro de la política financiera de la empresa. Este tipo de asesoramiento falta también en las Administraciones Públicas. El gasto público posee unas reglas de oportunidad y racionalidad intrínsecas que exceden notoriamente de la legalidad presupuestaria, cuya observancia estricta no es garantía suficiente para asegurar la eficiencia del gasto. Una adecuada administración de los fondos públicos (que la Constitución, además, impone en su artículo 31.2) exigiría que los titulares de los órganos superiores de la Administración dispusieran de un asesoramiento financiero permanente y previo a la toma de decisiones: el acierto en la decisión de gasto no se consigue meramente con la constancia de crédito sobrante en los presupuestos (por más que esta constancia formal sea inexcusable), ni basta para asegurarla el buen criterio personal del órgano político que adopta la decisión.
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c) Los restantes tipos de asesoramiento tampoco poseen cauces formalizados que aseguren su efectividad. La oportunidad de las decisiones y su ajuste con las directrices o programa del Gobierno es un rasgo que se presupone por el hecho de que su adopción se lleva a cabo por personas nombradas en base al principio de confianza política. Pero es también obvio que la presión inherente a la vida política no es el entorno más adecuado para que el titular de un órgano superior pueda considerar, en el momento de tomar cada decisión, todos los factores de coherencia programática y, sobre todo, la repercusión en intereses de terceros y las reacciones de todo orden que puede provocar. En la práctica, pues, estos juicios de oportunidad son considerados como una parte, más o menos intuitiva, del proceso psicológico de toma de las decisiones por parte de órganos unipersonales. Es cierto que ha supuesto una importante mejora, en este orden de cosas, la institucionalización de los diversos tipos de gabinetes; pero, aunque no puedan formularse aseveraciones generales (cada gabinete posee caracteres muy distintos, como lo son las relaciones que tienen con sus miembros los titulares de los órganos de los que dependen), es cierto que la fuerte relación de jerarquía y dependencia que existe entre los miembros del gabinete y el titular del órgano asesorado constituye un obstáculo muy difícil de salvar para que éstos puedan participar de manera constante, y con la debida independencia de criterio, en la valoración de la oportunidad de una medida sugerida por el responsable político de turno. C)
Propuestas de reforma
La práctica inexistencia de sistemas de asesoramiento preventivo equivalentes a los que son usuales en la empresa privada hace ilusoria cualquier tentativa de implantarlos en plazo razonable en las Administraciones Públicas. Su necesidad, sin embargo, difícilmente puede ser puesta en duda, por lo que resulta necesario comenzar a dar pasos en esta línea. a) Las necesidades de asesoramiento jurídico podrían ser satisfechas, bien que de una forma limitada, con los efectivos personales con formación en Derecho de que las Administraciones Públicas disponen actualmente, que no son porcentualmente escasos. El problema radica de modo fundamental en la forma de trabajo y en el propio talante de no pocos gestores públicos.
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De una parte, y en chocante contraste con lo que sucede en el sector privado, los titulares de órganos políticos adoptan frecuentemente (no siempre, claro está) una actitud renuente a hacer uso de los asesores jurídicos de que disponen, máxime cuando éstos les advierten, con más frecuencia de la deseada, de la incompatibilidad de sus propósitos con el ordenamiento jurídico; lo que en la empresa privada suele considerarse un mérito es valorado en las Administraciones, con más frecuencia de lo debido, como una impertinencia. Lo cual lleva a una inconveniente infrautilización de los servicios jurídicos, que son justamente más útiles y valiosos cuanto más independientes e impertinentes sean, y a su sustitución bien por el criterio personal del titular del órgano (máxime cuando posee conocimientos jurídicos, avalados o no por el correspondiente título universitario), bien por el consejo más o menos solvente de personas no independientes. En otros muchos casos, el problema del debido asesoramiento jurídico se resuelve por el simple procedimiento de encomendar la elaboración material de las decisiones a funcionarios o trabajadores con titulación o conocimientos jurídicos. No es ésta una vía desdeñable en todo caso; pero no debe perderse de vista que el funcionario jurista, convertido en gestor subordinado de un área de responsabilidad pública, tiende con extrema facilidad a dejar a un lado las valoraciones de orden legal en beneficio de la máxima eficacia de su gestión. El asesoramiento jurídico requiere, como todo asesoramiento, una independencia de criterio derivada de la ajenidad respecto del proceso de toma de decisiones: la implicación personal en las mismas hace pasar a un segundo plano, cuando no a marginar por completo, la valoración jurídica de una decisión, que en todo caso debiera ser realizada por una persona no integrante de la cadena jerárquica en cuyo seno se produce. Sería conveniente, por tanto, que las Administraciones Públicas impulsaran una política tendente a hacer un uso racional de los excelentes juristas de que están dotadas; a utilizar sistemáticamente, de una parte, los servicios de asesoramiento en un régimen de proximidad, reservando para casos excepcionales la formalidad del informe escrito, y desterrando definitivamente la creencia instintiva de que el asesor que «pone pegas» es, por definición, un mal asesor. Y, de otra parte, a confiar a los funcionarios y trabajadores de formación jurídica un papel más vocado al asesoramiento que a la elaboración directa de los proyectos de decisión. b) Algo muy similar debe decirse respecto del asesoramiento financiero, función ésta que podría ser desempeñada por miembros de los
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cuerpos o escalas de Intervención, bien que apartados de sus funciones normales de controlador presupuestario o contable, cuyo ejercicio es natural y radicalmente incompatible con la asesoría financiera. No ignoramos que, en la actual estructura orgánica de la Administración General del Estado y de las Administraciones autonómicas que han asumido su modelo, la fuerte dependencia jerárquica de los miembros del Cuerpo de Intervención del Departamento de Hacienda puede suponer un obstáculo muy fuerte para su aceptación como auténticos asesores financieros por parte de los órganos políticos gestores del gasto, por el lógico temor a la mediatización de sus decisiones por parte de agentes de aquel Departamento. Pero la dificultad podría salvarse mediante la alteración del estatuto de dependencia orgánica y funcional de los funcionarios respectivos, que al ocupar un puesto de trabajo de asesor financiero pasarían a situarse bajo la dependencia jerárquica íntegra del gestor del gasto. c) Por último, los medios adecuados para asegurar la coherencia de la decisión con la política gubernamental y para valorar cumplidamente el impacto que cada medida puede ocasionar en los intereses de terceros y en la opinión pública no son de carácter funcionarial, sino estrictamente procedimentales. Sin perjuicio de que sea deseable la implantación de fórmulas participativas de negociación o diálogo en el marco del procedimiento administrativo correspondiente (no en todos, desde luego, sino sólo en aquellos que conduzcan a decisiones dotadas de un cierto contenido creativo), sería altamente conveniente incorporar al trámite normal de determinados procedimientos administrativos la elaboración de un informe (no puramente formulario) de evaluación de las citadas coherencia e impacto, en los que de modo no intuitivo se informase al órgano competente para adoptar la decisión de las consecuencias que podría acarrear, tanto positivas como negativas. Por descontado, la fiabilidad de estos informes estaría en función directa de su grado de confidencialidad; pero parece de todo punto preferible excluir de todo tipo de publicidad a estos documentos que su simple inexistencia. Razones prácticas aconsejarían, como es evidente, que la implantación de todos estos sistemas de asesoramiento se efectuase de manera paulatina: no sólo por su elevado coste presupuestario, sino por la conveniencia de experimentar con delicadeza en un terreno en el que casi todo está por hacer.
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IV.
LOS CONTROLES PARLAMENTARIOS
A)
La funcionalidad de estos medios de control
La Constitución y los reglamentos de las Cámaras integrantes de las Cortes Generales, al igual que los Estatutos de Autonomía y los reglamentos de los Parlamentos autonómicos, contienen una regulación muy completa de los instrumentos de control sobre el Gobierno y la Administración; una regulación, por lo demás, sumamente clásica y ortodoxa en el marco general del parlamentarismo contemporáneo, en la que se prevén la práctica totalidad de las técnicas de fiscalización alumbradas en la evolución de los Estados constitucionales. Una lectura de estos textos normativos que desconociera las pautas profundas de funcionamiento de nuestro sistema político podría inducir a la conclusión de un férreo sometimiento, punto menos que excesivo, del complejo Gobierno-Administración al Parlamento. La contemplación desapasionada de la realidad muestra, sin embargo, que la dinámica del sistema de controles opera de una forma particularmente leve sobre la actividad administrativa. La eficacia del abanico de controles parlamentarios no debe valorarse, sin embargo, en pie de igualdad con las técnicas que hemos examinado en los epígrafes precedentes: no se encuentran diseñados como garantías puestas al servicio directo de los ciudadanos, ni para que den lugar a efectos jurídicos precisos. En un Estado de partidos en el que los Gobiernos gozan de un muy importante nivel de estabilidad, y en el que la teórica superioridad del Parlamento sobre el Ejecutivo se invierte en un dominio fáctico del segundo sobre el primero merced a la correa de transmisión de un grupo parlamentario hegemónico, muy disciplinado por el sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas, los controles parlamentarios cumplen una función especialmente sutil, que ha de complementarse necesariamente con la función difusora de los medios de comunicación: se trata, en efecto, de instrumentos de conformación de la opinión pública, escenarios que permiten a los partidos de oposición exponer noticias y pareceres que tienden a producir un desgaste paulatino de los Gobiernos por su real o supuesta mala gestión y, de esta forma, provocar un cambio del sentido del voto de la masa de electorado flotante que determina la generación de diferentes mayorías parlamentarias. No persiguen necesariamente, pues, un cambio en el modo de comportamiento del Gobierno y de la Administración, ni la restauración de
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la legalidad en su caso vulnerada; tampoco una sustitución del Gobierno, supuesto teóricamente confiado al juego de los mecanismos de otorgamiento y retirada de la confianza parlamentaria. Desde esta perspectiva, la conclusión final del análisis es la de que las técnicas de control se encuentran diseñadas de manera correcta en nuestro ordenamiento, aunque con algunas insuficiencias que, de ser corregidas, podrían prestarles un necesario plus de vitalidad. La unión de estas insuficiencias con el más grave dato de la renuncia tácita de los medios de comunicación a cooperar en la tarea parlamentaria es, posiblemente, la causa de su escasa operatividad e impacto efectivo en la opinión pública. De lo expuesto se deduce, obviamente, la escasa relevancia de los juicios que se vierten a continuación y de las propuestas de reforma que igualmente se formulan. Por más que el sistema pueda ser perfectible, debe señalarse que no se detecta en la mayoría de los partidos un propósito real de modificación de estos instrumentos de control: fuera de las declaraciones formales, es un hecho que las estructuras de partido encuentran el sistema bastante confortable, incluso cuando se encuentran en la oposición, ante la expectativa de no ser excesivamente perturbados en su gestión en el momento en que vuelvan a ocupar el Gobierno. Esta escasa operatividad de las técnicas de control puede producir a largo plazo, sin embargo, una deslegitimación del sistema parlamentario de gobierno: no parece impertinente, pues, proponer alguna moderada medida de mejora que evite este indeseable fenómeno, sin alterar las bases reales de funcionamiento del régimen político. En el análisis que sigue, se ha optado por excluir del mismo a los controles que, sin precisión técnica alguna, podrían calificarse como de naturaleza constitucional (otorgamiento o retirada de la confianza parlamentaria, así como los restantes supuestos regulados en los Títulos VI, VII y VIII del Reglamento del Congreso de los Diputados, por tomar un único texto de referencia). Por exclusión, se ha optado por ceñir el examen a aquellos otros que de manera más directa e inmediata pueden incidir sobre la actividad cotidiana de las Administraciones Públicas: en concreto, las preguntas e interpelaciones, las comparecencias y las comisiones de investigación.
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B) Los controles informativos: preguntas, interpelaciones y comparecencias Los trámites de control consistentes en la obligación del Gobierno de proporcionar determinadas informaciones a las Cámaras se hallan regulados en los reglamentos parlamentarios de forma sensiblemente idéntica a la disciplina que poseen en cualquier otro régimen democrático. Y, como en cualquiera de ellos, la apariencia que proporcionan a la opinión pública común es la de una utilidad más que relativa. Así: — Estas vías de control tienen exclusivamente por destinatarios a los miembros del órgano gubernamental, y sólo excepcionalmente (en el seno de las Comisiones) a titulares de órganos de nivel inferior, pero en todo caso pertenecientes a los niveles de confianza política; los autores auténticos de las decisiones (que son, también, los que preparan los documentos para la contestación a los parlamentarios), situados en los niveles superiores de la función pública, jamás son sometidos a estas técnicas de fiscalización. — Los medios informativos de control no dan lugar a actos de expresión de la voluntad de la Cámara (votaciones), salvo en el caso de las mociones consecuencia de interpelaciones; su fuerza teórica se basa estrictamente en la eficacia y difusión de las opiniones. En todo caso, la celebración de votaciones arroja habitualmente (salvo en algunos supuestos de mayorías gubernamentales exiguas) un resultado invariable y completamente previsible a favor de la postura del Gobierno, y, aun en la hipótesis anormal de una derrota del Gobierno, la resolución de la Cámara carece de cualquier eficacia jurídica vinculante. — Los controles parlamentarios se refieren, de manera absolutamente frecuente, a hechos o acontecimientos singulares que sean susceptibles, además, de ser objeto de inserción en un medio de difusión (hechos noticiables). No se utilizan para la evaluación global del comportamiento, trayectoria o resultados de la gestión de un cargo público (salvo, claro está, en las cada vez más infrecuentes mociones de censura y en los debates sobre el estado de la Nación o de la Comunidad Autónoma), lo que confiere al miembro del Gobierno una posición de superioridad neta en el debate en la Cámara: la defensa del comportamiento de un cargo resulta mucho más fácil cuando se refiere a un caso aislado que a una conducta permanente, y el dominio abrumador de la información que el Gobierno posee permite una defensa mucho más convincente y eficaz.
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— El trámite de comparecencia para informar sobre un asunto o una política determinada (que es, con mucho, el que da lugar a debates de mayor profundidad y riqueza informativa y argumental) se encuentra dominado por la práctica discutible de no entregar a los grupos de oposición información previa sobre la información que el miembro del Gobierno va a proporcionar. Habida cuenta de las extraordinarias dificultades materiales en que la oposición se encuentra para lograr información fiable (que muchas veces se limita a artículos periodísticos), el dominio del Gobierno sobre el debate resulta en muchos casos aplastante. — Por fin (y el dato, pese a su apariencia irrelevante, es de hecho capital), el sistema de turnos rígidos de palabra de los diferentes portavoces impide la espontaneidad de una auténtica discusión y convierte el debate en una prolongada sucesión de discursos, confiriéndole una particular pesadez y la lamentable apariencia de un diálogo de sordos; un sistema que permite al interviniente, además, contestar o no, de manera prácticamente discrecional, a las críticas y preguntas formuladas por los miembros de la oposición. La rigidez y duración de las intervenciones priva al trámite de todo atractivo espectacular y desincentiva su reproducción en los medios de comunicación: de este problema sólo se salvan algunos casos de preguntas en los plenos de las Cámaras, precisamente por la agilidad y brevedad de las intervenciones (y también, justo es reconocerlo, cuando las intervenciones suben de tono y se tornan en argumentos ad hominem con ribetes escandalosos). Pese a su apariencia de inocuidad, los controles informativos podrían constituir un elemento capital para la formación de la opinión pública, hoy completamente indiferente a su celebración. Su revitalización exigiría, sin embargo, algunas reformas sustanciales: — Primera, la posibilidad de recabar la comparecencia no sólo de miembros del Gobierno, sino de autoridades de nivel inferior, comprendidos los integrantes de los niveles superiores de la función pública profesional. De hecho, las contadísimas ocasiones en que la práctica parlamentaria lo ha permitido (en las sesiones informativas previas al debate presupuestario y en algunas sesiones de comparecencia), revelan que el nivel de información que proporcionan y el interés de la discusión es sensiblemente superior al que producen las intervenciones de los miembros del Gobierno; algo enteramente lógico si se tiene en cuenta el mayor control de los datos y solvencia técnica que un funcionario superior puede exhibir.
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— Segunda, la posibilidad de celebrar sesiones de control referidas no a decisiones o acontecimientos singulares, sino a la completa ejecutoria de un determinado responsable político durante un período de tiempo determinado: un examen general, en suma, en el que puedan evaluarse el acierto general de las políticas puestas en práctica, la acertada gestión de los fondos presupuestarios y el nivel de conflictividad generado por su gestión. — Tercera, la obligación de entregar a la oposición, con la antelación necesaria para su estudio, la información de que vaya a hacerse uso en la sesión de control; sin ella, no existe debate propiamente dicho, forzando a la oposición a un conjunto de intervenciones improvisadas en las que resulta extraordinariamente fácil incurrir en errores de bulto. La ausencia de información previa permite convertir las sesiones de control al Gobierno en un acto de censura a la oposición, a la que puede fácilmente imputarse una absoluta ignorancia, la falta de criterio sólido sobre cuestiones relevantes o la defensa de posiciones populistas irresponsables. — Cuarta, la agilización del debate sobre la base de intervenciones sensiblemente más breves que permitan una multiplicidad de intervenciones del compareciente y de los diputados de la oposición (la práctica de un auténtico diálogo o discusión, en suma, no de una sucesión de largos monólogos sin conexión necesaria entre sí), con exclusión del mismo de los grupos parlamentarios que no sean autores de la iniciativa (cuya intervención sucesiva arroja una carga adicional extraordinaria sobre un debate especialmente penoso en términos de ritmo). — Y quinta, la generalización de la posibilidad, hoy limitada a las interpelaciones, de que el resultado del debate sea objeto de valoraciones finales formuladas por escrito, a las que se dé una publicidad superior a la que resulta de la reproducción de los discursos en los Diarios de Sesiones, y que permita su difusión a través de los medios de comunicación. C)
Los controles indagatorios: las comisiones de investigación
La práctica parlamentaria española ha hecho un hincapié considerable, y creciente en los últimos años, en los reiterados intentos de utilizar la figura de las comisiones de investigación a que se refiere el artículo 76 del texto constitucional; intentos que chocan con la firme resistencia de los diferentes Gobiernos.
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La experiencia que arrojan las no muy numerosas ocasiones en que tales comisiones se han constituido es, sin embargo, invariablemente negativa. Las comisiones de investigación suelen actuar en paralelo con la tramitación de un procedimiento penal y de forma mimética con las actuaciones instructorias de éste, pero con un ritmo y resultados notablemente dispares; carecen de los medios indagatorios de que disponen los jueces de instrucción, así como de sus instrumentos coactivos sobre los sospechosos (las personas llamadas a la comisión suelen negarse a declarar ante las mismas invocando su derecho constitucional a no declarar contra sí mismos); ni siquiera disponen de la posibilidad de acceder a los datos de hecho obtenidos en el procedimiento penal, amparados por el secreto sumarial; y el resultado final de la investigación es inexorablemente ambiguo, dando lugar a conclusiones diversas, amparadas cada una de ellas por uno o varios grupos parlamentarios, pero de las que sólo la patrocinada por el Gobierno es la que resulta triunfante por el juego de los votos. Todas estas deficiencias son de conocimiento sobrado por los responsables de todos los partidos. La insistencia en su empleo se debe, sin embargo, a que la finalidad real de las comisiones de investigación (prácticamente, de todas ellas) no es la supuesta averiguación de unos hechos, ni la formulación de propuestas que eviten en lo sucesivo la producción de hechos indeseables (que, pese a ello, se formulan, y en ocasiones con notorio acierto), sino otra muy distinta: estas comisiones son un mero pretexto para la creación de un escenario mediático permanente con atractivo periodístico; un escenario en el que lo que importa no es realmente la averiguación de hechos, sino la liturgia escenográfica, frecuentemente escandalosa, que acompaña al inicio y final de las sesiones (que son secretas, como es bien sabido, y que suelen desarrollarse en un ambiente de cortesía que contrasta fuertemente con la actitud adoptada de cara a los representantes de los medios de comunicación); un escenario, en fin, cuyo objetivo primordial es la difusión en la opinión pública de una hipótesis plausible de sospecha sobre la implicación del Gobierno o de alguno de sus miembros en actividades (habitualmente delictivas) que coopere, en definitiva, a la labor de su desgaste ante el electorado. Todo ello constituye un conjunto de técnicas de lucha política perfectamente legítimas (aunque de dudosa eficacia), supuesta la ley de hierro de los sistemas democráticos contemporáneos según la cual las elecciones nunca las gana la oposición, sino que las pierde el Gobierno tras un prolongado e insensible proceso de desgaste ante la opinión pú-
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blica. Pero ello conlleva costes muy importantes para la institución parlamentaria y para los mismos partidos políticos, corazón del sistema democrático, por lo que resultaría de alta conveniencia un replanteamiento del diseño y empleo de esta institución; un diseño bastante menos ambicioso en términos de lucha política, que convirtiese a estas comisiones en comisiones de encuesta. La labor que un Parlamento puede desarrollar, con respecto al control de la Administración, en este orden de cosas, es un análisis de las razones profundas que han podido llevar a la producción de unos hechos reprochables; no tiene sentido alguno intentar duplicar la función instructora de los jueces penales (triplicada habitualmente por los «juicios paralelos» celebrados en los medios de comunicación), porque la función del Parlamento no es la indagación de responsabilidades subjetivas penalmente reprochables ni el castigo de los culpables, sino la búsqueda de soluciones globales a los problemas. Sólo en este terreno puede lograrse un mínimo grado de consenso de las fuerzas parlamentarias, sin el cual todo intento de control es rigurosamente vano.
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SOBRE LA REFORMA DEL RÉGIMEN DE RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE LA ADMINISTRACIÓN MANUEL REBOLLO PUIG SUMARIO: 1. La responsabilidad de la Administración como instrumento de la reforma y mejora administrativa.—2. De la conveniencia de la reforma de la actual regulación de la responsabilidad patrimonial de la Administración.—3. Sobre la pretensión y objeto de este informe en cuanto a la responsabilidad de la Administración.—4. Presupuestos constitucionales.—5. Justificación de un régimen específico de responsabilidad administrativa que no prejuzga su contenido ni originalidad radical.—6. Posible extensión legal a ciertos sujetos privados de un régimen de responsabilidad idéntico o similar al de la Administración Pública.—7. Extensión del régimen de responsabilidad administrativa a las personificaciones de Derecho privado de titularidad pública.—8. Delimitación material de la responsabilidad patrimonial extracontractual de la Administración y diferenciación de otras instituciones.—9. Responsabilidad directa de la Administración y acción de regreso contra autoridades, funcionarios y demás personal administrativo.—10. Regla general de responsabilidad por funcionamiento anormal y delimitación legal más precisa sobre las condiciones de la responsabilidad por funcionamiento normal de los servicios públicos.—11. Criterios normativos para delimitar el funcionamiento anormal de los servicios públicos.—12. Responsabilidad por mal funcionamiento de la inspección, control o supervisión administrativa.—13. Responsabilidad de la Administración por los delitos de los funcionarios y autoridades.—14. Responsabilidad por los daños causados por los contratistas de la Administración.—15. Sobre el aseguramiento de la responsabilidad administrativa y sus consecuencias sustantivas y procesales.—16. Indemnizaciones por responsabilidad y otras compensaciones y ayudas ante los mismos eventos dañosos.
1.
LA RESPONSABILIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN COMO INSTRUMENTO DE LA REFORMA Y MEJORA ADMINISTRATIVA
La responsabilidad patrimonial de la Administración Pública no es un aspecto más de su régimen jurídico. Además de constituir una garantía esencial de los administrados, perspectiva desde la que la consagra la propia Constitución (art. 106.2), es un cauce capital del control del funcionamiento de los servicios públicos y, en definitiva, de la Administra-
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ción y de sus autoridades y funcionarios. Hasta puede y debe ser un instrumento para determinar los comportamientos administrativos correctos y los niveles de calidad exigibles a los servicios públicos, así como para estimular su buen funcionamiento, mejorar la gestión y corregir sus defectos, perspectivas éstas que alcanzan especial relevancia en el Estado social y democrático de Derecho. Pero también puede ser, si la regulación no es la adecuada, un obstáculo para conseguir esos objetivos y hasta un freno para la actividad administrativa. Por ello, no es ocioso ni impertinente que un informe general sobre las necesidades de una reforma administrativa aborde la responsabilidad patrimonial, máxime si, como es el caso, se cree que ciertas modificaciones legislativas podrían contribuir a que cumpla más adecuadamente y con mayor seguridad jurídica esas funciones. 2.
DE LA CONVENIENCIA DE LA REFORMA DE LA ACTUAL REGULACIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE LA ADMINISTRACIÓN
Del entusiasmo sobre nuestro régimen de responsabilidad administrativa instaurado hace casi cincuenta años se ha pasado, incluso reconociendo los enormes méritos del principio entonces consagrado, a un amplio consenso sobre la necesidad de reformas más o menos profundas. Incluso no faltan voces autorizadas que reclaman una reconsideración a fondo del sistema. No sólo la doctrina científica, sino el propio Consejo de Estado, se han pronunciado rotundamente en este sentido. Quizá pueda aceptarse que la regulación actual ofrece bases suficientes para, adecuadamente interpretada, construir un sistema de responsabilidad administrativa modélico y evitar excesos. Pero lo cierto es que esa misma regulación ha permitido fácilmente otras interpretaciones. Hasta se afirma con frecuencia que, más que una regulación excesivamente simple, no hay siquiera una regulación legal mínimamente suficiente, sino, más bien, una serie de principios generales demasiado vagos, abstractos e imprecisos, grandes conceptos que no solucionan la mayoría de los problemas y que no consiguen disciplinar una realidad tan compleja y una institución esencial al Estado social y democrático de Derecho. Al final, lo cierto es que son los tribunales los que realmente vienen conformando casuísticamente la responsabilidad administrativa, a veces con excesivo arbitrio y resolviendo por pura equidad y siempre, en conjunto, con perjuicio para la seguridad jurídica y para el efectivo logro de las fun-
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ciones que debe cumplir la responsabilidad. En cualquier caso, incluso aunque no se entendiera necesario afectar a los aspectos esenciales del sistema de responsabilidad, hay otros muy relevantes que necesitan la atención del legislador. La Ley 4/1999, de 13 de enero, abordó ya una reforma del régimen de responsabilidad administrativa de alcance que, sin reservas, se considera muy acertada. Entre otras innovaciones que merecen un juicio favorable, deben ser destacadas las relativas a los daños que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la técnica o de la ciencia, a la responsabilidad concurrente de las Administraciones Públicas, a la actualización de las indemnizaciones y devengo de intereses o a la responsabilidad surgida en relaciones de Derecho privado. La Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1998 y la paralela reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial también han reforzado y aclarado la unidad jurisdiccional en la materia, incluso con reformas tan audaces como la de permitir demandar en la jurisdicción contencioso-administrativa a los sujetos privados que hubieran concurrido con la Administración a la producción del daño. Pese a ello, es mucho lo que todavía debe plantearse y replantearse en el régimen de responsabilidad de la Administración sin dar marcha atrás y hasta caminando en la misma dirección de las recientes reformas. 3.
SOBRE LA PRETENSIÓN Y OBJETO DE ESTE INFORME EN CUANTO A LA RESPONSABILIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN
No es ocasión de formular con pretensiones de exhaustividad todas las cuestiones que deben abordarse. Menos aún de ofrecer como definitivas las soluciones que hayan de consagrarse. Ello debiera ser el objeto de un intenso debate y de una profunda y pausada reflexión en los que las recientes aportaciones de la doctrina y las valiosas propuestas y experiencias del Consejo de Estado y de los Consejos consultivos autonómicos ofrecerán una ayuda inestimable. Lo que más modestamente se pretende aquí es poner de relieve la necesidad perentoria de afrontar esa reconsideración del actual régimen de responsabilidad administrativa y de proceder en breve plazo a su reforma legislativa para, entre otras cosas, cumplir real y efectivamente el artículo 106.2 de la Constitución cuando remite a «los términos establecidos por la ley» el derecho de los particulares a ser indemnizados por las
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lesiones que sean consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos. Con esa limitada pretensión, se intenta en los siguientes apartados ofrecer las líneas generales del marco en que puede desenvolverse esa reforma y algunas orientaciones sobre sus contenidos principales y sobre el sentido posible o recomendable de las soluciones legislativas. Por el contenido y sentido general de este informe se omite cualquier referencia a la responsabilidad por el funcionamiento de la Administración de Justicia o por actos legislativos, aunque en relación con esto último cabe afirmar aquí que podría ser muy oportuno aprovechar la reforma del título X de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común para modificar su artículo 139.3 y consagrar alguna orientación más esclarecedora que la que actualmente contiene. 4.
PRESUPUESTOS CONSTITUCIONALES
No es dudosa la competencia del Estado para abordar esta reforma conforme al artículo 149.1.18.ª de la Constitución, que, por otra parte, en su artículo 106.2, remite el derecho a la indemnización de los particulares por el funcionamiento de los servicios públicos a «los términos establecidos por la ley». El artículo 106.2 de la Constitución, aunque condiciona y limita las posibilidades del legislador para regular la responsabilidad patrimonial de la Administración, le confiere también cierto margen, sin que pueda sostenerse que el precepto constitucional conduce inevitablemente a la regulación actual o, por mejor decir, a la dominante interpretación tradicional de la parca e insuficiente regulación legal sin posibilidad de adaptaciones y precisiones. Al remitirse a la Ley, el artículo 106.2 de la Constitución consagra un derecho de configuración legal, de modo que a la Ley le corresponde mucho más que una simple concreción de una previsión constitucional que haya de considerarse definidora por completo del régimen de responsabilidad. No procede aquí entrar a fondo en la interpretación de ese precepto constitucional ni delimitar todo lo que ya decide y todo lo que deja a la configuración del legislador. Pero al menos sí conviene aclarar que esto último es amplio: así, por ejemplo, afirmar el derecho de los particulares a indemnización por los daños que causen los servicios públicos no significa que esa indemnización haya de pagarla siempre la Administración; la mención genérica al funcionamiento de los servicios públicos
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no impone necesariamente que la responsabilidad haya de surgir por igual sea normal o anormal ese funcionamiento; tampoco de este artículo 106.2 de la Constitución deriva un concepto único e inequívoco de lesión, ni de relación de causalidad, ni de fuerza mayor, ni de imputación... sino que todo ello está abierto, con mayor o menor amplitud, a las decisiones de la Ley. Si es así en estos aspectos, con más evidencia lo es respecto al concepto de «particulares», al mismo ámbito de esa responsabilidad extracontractual y su delimitación de instituciones próximas o conexas, a la actualización de las indemnizaciones y otros muchos aspectos que, aunque no definitorios, acaban por ser de gran importancia. 5.
JUSTIFICACIÓN DE UN RÉGIMEN ESPECÍFICO DE RESPONSABILIDAD ADMINISTRATIVA QUE NO PREJUZGA SU CONTENIDO NI ORIGINALIDAD RADICAL
Las Administraciones Públicas requieren un específico régimen de responsabilidad de Derecho administrativo: su característica posición institucional, su organización, la naturaleza de su actividad, el dato trascendental de que no actúan para la obtención de lucro, entre otros factores, justifican plenamente el que su régimen de responsabilidad no pueda ser pura y simplemente el de los sujetos privados. En última instancia, la previsión misma del artículo 106.2 de la Constitución refleja y, al mismo tiempo, impone la existencia de un régimen de responsabilidad propio y específico de las Administraciones Públicas. En menor medida, también el artículo 149.1.18.ª de la Constitución refuerza la misma conclusión. Por ello están plenamente justificados los esfuerzos del legislador por concentrar todos estos asuntos en la jurisdicción contencioso-administrativa, la especializada en juzgar a la Administración y en aplicar el Derecho administrativo, esfuerzo en el que, como se verá luego, se cree acertado incluso dar algunos nuevos pasos. En cualquier caso, por tanto, se considera que el régimen propio de responsabilidad de la Administración debe aplicarse a cualesquiera daños causados por ella con independencia del tipo de actividad en que se produzcan. Esto ya lo consagra la legislación actual, incluso para los daños causados en relaciones de Derecho privado, y no se considera pertinente establecer a este respecto cambio alguno. En consecuencia, las reglas de Derecho administrativo sobre responsabilidad patrimonial deben aplicarse a todas las actuaciones de la Administración Pública.
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Pero, afirmado lo anterior, ello no prejuzga necesariamente que todas las reglas de Derecho administrativo sobre responsabilidad hayan de ser diferentes de las de Derecho privado. O, dicho de otra forma, que la autonomía del Derecho administrativo para establecer el régimen de responsabilidad de las Administraciones no prejuzga su grado de originalidad ni excluye que, en muchos casos o para muchos aspectos, no deba haber reglas de Derecho administrativo idénticas o similares a las de Derecho privado. Lejos de ello, hay aspectos del régimen de responsabilidad y ámbitos de la actuación administrativa en los que no están justificadas diferencias sustanciales con el régimen de responsabilidad de los sujetos privados y en los que procede aproximar las regulaciones. 6.
POSIBLE EXTENSIÓN LEGAL A CIERTOS SUJETOS PRIVADOS DE UN RÉGIMEN DE RESPONSABILIDAD IDÉNTICO O SIMILAR AL DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
En la misma línea, aunque en sentido contrario, lo anteriormente expuesto sobre la justificación de que las Administraciones cuenten con un régimen específico de responsabilidad no obsta a considerar que, ocasionalmente, pueda haber razones para establecer un régimen de responsabilidad de algunos sujetos privados idéntico o similar al de las Administraciones, de manera que pueda ser conveniente y justo que el régimen de Derecho administrativo se extienda más allá de su ámbito propio y consustancial. El caso de los contratistas de la Administración, del que luego nos ocuparemos, es ilustrativo. Pero también puede serlo el de sujetos privados que ejercen funciones de inspección, certificación u otras públicas, aunque no lo hagan en virtud de un contrato con la Administración, o incluso de los operadores en servicios de interés económico general. A este respecto, no conviene hacer afirmaciones ni propuestas generales, sino que sólo tras el análisis de cada tipo de situación o sector el legislador podría prever normas que aproximasen parcialmente el régimen de responsabilidad de estos sujetos al de la Administración.
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7.
EXTENSIÓN DEL RÉGIMEN DE RESPONSABILIDAD ADMINISTRATIVA A LAS PERSONIFICACIONES DE DERECHO PRIVADO DE TITULARIDAD PÚBLICA
Igualmente, si no hubiera otras razones, lo mismo que se ha razonado en el punto anterior puede justificar la aplicación del régimen de responsabilidad administrativa a sociedades mercantiles de titularidad pública y a fundaciones de Derecho privado creadas por la Administración, salvo cuando exclusivamente realicen puras actividades empresariales en libre concurrencia que no tengan de ninguna forma naturaleza de servicios públicos. Las recientes reformas han clarificado que los organismos autónomos y las entidades públicas empresariales o equivalentes autonómicos y locales están sometidos en todo caso al régimen de responsabilidad administrativa tanto en los aspectos materiales como en los procedimentales y jurisdiccionales. Así debe seguir siendo. Pero continúa reinando la incertidumbre y el desconcierto en cuanto a las personificaciones de Derecho privado. La Ley debe afrontar esta cuestión, así como la del orden jurisdiccional competente para exigir la responsabilidad de este tipo de entidades. En concreto, se entiende que una solución correcta y, probablemente, la más adecuada al artículo 106.2 de la Constitución sería la de aplicarles el régimen de responsabilidad de las Administraciones, tanto en los aspectos sustantivos como en los procedimentales, y, correlativamente, atribuir a la jurisdicción contencioso-administrativa la competencia para los eventuales procesos. Con ello se conseguiría limitar la huida del Derecho administrativo en un aspecto en el que no está justificada en la medida en que el daño derive del funcionamiento de un servicio público. Además, se lograría así que la responsabilidad patrimonial de la Administración cumpla adecuadamente sus funciones. En concreto, su función de garantía de los administrados y su función de prevención del mal funcionamiento de los servicios públicos y estímulo para la corrección de sus deficiencias, exigen que sea indiferente el hecho de que la Administración preste el servicio público a través de entes con personalidad de Derecho privado. Para armonizar ese régimen sustantivo y procedimental propuesto con la naturaleza privada de las entidades causantes del daño, cabría prever un procedimiento administrativo ante la Administración propietaria de la sociedad mercantil o creadora de la fundación, procedimiento
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prácticamente igual al que tramita para declarar su propia responsabilidad. La Administración dictaría una resolución declarando o denegando el derecho a indemnización con cargo a su entidad filial. El particular lesionado podría finalmente impugnar la resolución ante la jurisdicción contencioso-administrativa. 8.
DELIMITACIÓN MATERIAL DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL EXTRACONTRACTUAL DE LA ADMINISTRACIÓN Y DIFERENCIACIÓN DE OTRAS INSTITUCIONES
Hay que acotar más precisamente el ámbito de la responsabilidad patrimonial, que debe corresponderse más estrictamente de lo que ocurre en la actualidad con el de la responsabilidad extracontractual de la Administración. Se frenará así la tendencia a aumentar la amplitud de un régimen de responsabilidad ya de por sí muy amplio, general y uniforme. Así, completamente al margen debe quedar la responsabilidad contractual y la cuasicontractual (cuestión distinta es la responsabilidad derivada de delitos y faltas, de la que nos ocuparemos luego). Además, la Ley puede contribuir a diferenciar esa responsabilidad extracontractual de otras instituciones como la delimitación de derechos, la expropiación y otras operaciones materialmente expropiatorias. Igualmente han de quedar expresamente al margen de este régimen de responsabilidad general los daños causados a otras Administraciones o a los empleados administrativos, con sólo algunas matizaciones que deben regularse con rigor. Normalmente, ni las Administraciones ni los funcionarios que sufren daños son a estos efectos «particulares». La exclusión de la aplicación en estos ámbitos del régimen general de responsabilidad patrimonial de la Administración debería completarse con una regulación específica que los abordase, superando así la laguna actualmente existente y la necesidad de aplicar analógicamente un régimen previsto para los daños causados a «particulares». En especial, los daños sufridos por los empleados públicos en el ejercicio de sus cargos deben tener una regulación propia y diferenciada de la general de la responsabilidad administrativa, tal y como ha propuesto el Consejo de Estado. De esta forma, en suma, la responsabilidad patrimonial debe ocupar un ámbito delimitado en cierto modo de manera residual, aunque extenso. Claro está que ello no ha de suponer necesariamente que en todos los
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supuestos distintos de la responsabilidad extracontractual así delimitada no haya derecho a indemnización, o incluso que su régimen sea en parte similar al general de responsabilidad. Pero, aun así, se evitarán disfunciones derivadas de aplicarla más allá de su campo propio a relaciones que obedecen a otros principios y justificaciones y se dará a la responsabilidad un sentido y una configuración general más coherentes. 9.
RESPONSABILIDAD DIRECTA DE LA ADMINISTRACIÓN Y ACCIÓN DE REGRESO CONTRA AUTORIDADES, FUNCIONARIOS Y DEMÁS PERSONAL ADMINISTRATIVO
Debe mantenerse el carácter de responsabilidad directa de la Administración en todo caso por los daños que hayan causado sus autoridades, funcionarios o empleados públicos. Si acaso, se mantendría la excepción de la responsabilidad subsidiaria en los supuestos de daños derivados de actividades delictivas, a lo que luego se aludirá separadamente para proponer también a ese respecto una modificación sustancial. Prescindiendo por ahora de ello, se considera procedente mantener la regla general de la responsabilidad directa de la Administración con exclusión de que los perjudicados puedan reclamar la indemnización de las autoridades y empleados públicos, tal y como establece con claridad la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, especialmente tras la reforma introducida por la Ley 4/1999. Pero la responsabilidad directa de la Administración no debe significar, de ninguna forma, la irresponsabilidad de sus agentes cuando estén identificados los que originaron el daño con dolo o negligencia grave. Ello no estimularía la corrección de las situaciones generadoras de daños ni el leal y diligente comportamiento de los empleados públicos. Por ello, también debe mantenerse la regulación actual de la responsabilidad de las autoridades y de los funcionarios exigida exclusivamente por la Administración, que se ha visto obligada a pagar una indemnización o que ha sufrido daños en sus bienes o derechos como consecuencia de una actuación dolosa o gravemente negligente. A este respecto, la solución que introdujo la Ley 4/1999, avanzando en la dirección que ya marcaba la legislación anterior, se sigue considerando acertada. Sólo es oportuno insistir en que dicha Ley estableció un verdadero deber de la Administración de instruir de oficio el procedimiento para conocer de esa responsabilidad cuando hubiera dolo o culpa o negligencia graves.
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Que esta previsión se cumpla es importante no sólo por razones de justicia, sino también para reforzar la función preventiva de la responsabilidad y estimular, así, comportamientos correctos de autoridades y funcionarios. Cabría incluso introducir mecanismos que garantizasen la exigencia de esta responsabilidad personal en todos aquellos casos en que en el procedimiento para declarar la responsabilidad de la Administración se dedujese indicios suficientes de dolo o negligencia grave de una autoridad o funcionario individualizado. También cabría prever la obligación de iniciar expedientes disciplinarios e, incluso en casos en que no procediera nada de ello, abrir procedimientos tendentes a acordar las medidas necesarias para corregir el mal funcionamiento del servicio. 10.
REGLA GENERAL DE RESPONSABILIDAD POR FUNCIONAMIENTO ANORMAL Y DELIMITACIÓN LEGAL MÁS PRECISA SOBRE LAS CONDICIONES DE LA RESPONSABILIDAD POR FUNCIONAMIENTO NORMAL DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS
Hay que plantear la posibilidad de que el régimen legal distinga, más claramente de lo que lo hace el vigente, entre la responsabilidad en casos de funcionamiento anormal y en casos de funcionamiento normal de los servicios públicos, aun conservando el carácter general de responsabilidad objetiva o sin culpa que se ha predicado tradicionalmente de la responsabilidad de la Administración española. Es éste un aspecto central del régimen de responsabilidad de la Administración y, sin embargo, sumamente conflictivo y polémico, en el que no parece posible hacer una propuesta concreta en este momento, pero sí poner de relieve los defectos de la situación actual y orientar sobre el posible sentido de la reforma. De una u otra forma, incluso sin base legal explícita y aun contra la literalidad de las normas, tanto las sentencias como los dictámenes del Consejo de Estado y órganos consultivos autonómicos acuden inevitablemente a la distinción y, en muchos casos, sólo condenan a la Administración tras comprobar meticulosamente que hubo un funcionamiento anormal o deficiente de los servicios públicos. De todos esos numerosos pronunciamientos se deduce inequívocamente que no habría surgido el derecho a la indemnización si el funcionamiento del servicio hubiera sido normal. Con frecuencia, ello aparece mezclado más o menos confusamente con la exigencia de culpa o negligencia de la Admi-
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nistración, aunque se encubra o canalice como un aspecto de la relación de causalidad o de la antijuridicidad del daño o como supuestos de fuerza mayor... Cuando ha habido funcionamiento normal se dice en ocasiones, aunque tal vez forzando los conceptos, que el servicio público no fue la causa del daño o que el particular tenía el deber jurídico de soportarlo, o se acude a alguna otra vía más o menos artificiosa para negar una indemnización que la literalidad de las normas parece obligar a conceder. Da la impresión de que lo que se echó por la puerta —la culpa y la antijuridicidad de la conducta administrativa— entra por la ventana disfrazado con otros ropajes, distorsionando los conceptos y haciendo confuso e incomprensible el sistema. Incluso, al margen de ello, parece que no es posible sin consagrar un sistema excesivo prescindir completamente de que los servicios públicos hayan funcionado anormal o deficientemente. Lo cierto es que, de hecho, la práctica y la jurisprudencia no se acomodan siempre fielmente a un sistema supuestamente objetivo y en el que la responsabilidad se compromete por igual ante el funcionamiento normal o anormal. Aun así, en otros supuestos los tribunales sí aplican rigurosamente y hasta en su últimas consecuencias un régimen de responsabilidad objetiva, lo que aumenta el desconcierto y la inseguridad. Conviene, quizá, acomodar la legislación a esta realidad y racionalizarla. Esto, desde luego, no debe llevar a eliminar por completo la existencia de responsabilidad administrativa en casos de funcionamiento normal. Quizá, ni siquiera haya que reducir esa responsabilidad por funcionamiento normal de los servicios públicos más allá de lo que algunas interpretaciones de la legislación vigente han propugnado ya. Pero como la regulación actual ha permitido también otras interpretaciones que han desbordado todo límite razonable, y como es el legislador quien debe establecer esos límites, la Ley ha de precisar con rigor los casos o las condiciones en que la responsabilidad administrativa surge por funcionamiento normal de los servicios públicos. Los supuestos de responsabilidad administrativa por funcionamiento normal pueden incluso ser muy amplios, si así lo decide el legislador, pero sin que haya necesariamente de consagrarse como regla absoluta esa responsabilidad y sin que sean los tribunales los que se vean obligados a establecer sus límites sin bases legales seguras. No es la ocasión de descender a la forma concreta de articular esta propuesta y de hacerlo con respeto del marco que impone el artículo 106.2 de la Constitución. Es justamente en este capital aspecto, además, donde la reflexión y el debate posterior han de suministrar reglas técnicas rigurosas para materializar este cambio. Para este
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informe, lo fundamental es enfatizar la necesidad de la reforma en el sentido expuesto, corregir la situación actual y evitar que pueda llegar a ser insostenible. 11.
CRITERIOS NORMATIVOS PARA DELIMITAR EL FUNCIONAMIENTO ANORMAL DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS
Partiendo de que lo más frecuente será la responsabilidad por funcionamiento anormal, convendría que las leyes y normas administrativas de distinto rango contribuyeran a perfilar con mayor precisión los estándares de calidad de los distintos servicios para que el juicio sobre la existencia de un funcionamiento anormal que comprometa la responsabilidad de la Administración pueda hacerse en muchos casos sobre bases seguras. De no hacerse así, los tribunales habrán de continuar deduciendo casuísticamente, sin un marco seguro y sin datos bastantes, lo que en cada caso haya de entenderse por funcionamiento normal y por funcionamiento anormal de cada servicio público, con el riesgo evidente de falta de seguridad y, eventualmente, de falta de realismo. Aunque no fuera así, es seguro y evidente que no es misión de los tribunales fijar los estándares de calidad de los servicios públicos, sino deducirlos del ordenamiento en su conjunto. Cierto que nunca podrán establecerse agotadoramente normas sobre la calidad, cantidad y frecuencia de las prestaciones para todos los servicios o sobre la forma correcta de realizar cualquier actividad administrativa. Cierto también que esa labor de los tribunales no debe ni puede excluirse completamente y que en todo caso podrá detectarse un funcionamiento deficiente de los servicios públicos incluso donde no haya transgresión de una norma concreta porque del ordenamiento jurídico en su conjunto —incluyendo principios, valores y convicciones sociales sobre lo que es adecuado a las circunstancias de cada tiempo y lugar— así se deduzca. Además, a lo que habrá de estarse en muchos ámbitos para decidir si el funcionamiento ha sido normal o anormal es a los conocimientos de la ciencia, a las técnicas disponibles o a otras reglas sobre el correcto desarrollo de cada actividad. Pero, al menos, el legislador o la misma Administración al aprobar los reglamentos del servicio pueden y deben suministrar criterios orientadores sobre lo que en todo caso deba considerarse funcionamiento anormal, sin perjuicio de reconocer que pueda haber otros supuestos de anormalidad y de responsabilidad.
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En realidad, esta indicación va mucho más allá de los problemas de responsabilidad, y la utilidad y conveniencia de una determinación de los niveles de calidad de los servicios públicos es, en general, un medio de reforzar y concretar los derechos de los ciudadanos como usuarios de los servicios públicos y de mejorar éstos. Pero con ello, además del objetivo esencial de mejorar los servicios públicos y la posición jurídica de los usuarios, se ofrecerá un punto de referencia más seguro, aunque nunca definitivo, para delimitar lo que sea el funcionamiento anormal generador de responsabilidad administrativa. Cabe incluso plantear que la regulación de la responsabilidad patrimonial de la Administración contenga alguna referencia explícita a estas otras normas como criterio para definir supuestos seguros de funcionamiento anormal generador de responsabilidad. Mientras mayor concreción alcancen las leyes reguladoras de las diversas actividades administrativas en estas determinaciones, mejor se lograrán estos objetivos y no es, desde luego, superfluo pedir al legislador que sea a este respecto tan preciso como sea posible, porque del contenido concreto de las prestaciones y de los niveles de calidad exigibles dependen los aspectos esenciales de la posición jurídica de los ciudadanos en un Estado social. En su defecto o completando las determinaciones legales, los reglamentos reguladores de cada servicio deben ofrecer un punto de referencia seguro sobre el contenido y calidad de las prestaciones. Comprendiendo, sin embargo, las dificultades para hacerlo siempre así, a falta de ello o completando esas determinaciones legales y reglamentarias, las Cartas de Servicios pueden tener gran utilidad, aunque no un valor definitivo ni excluyente de otros criterios. La Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado establece a este respecto, y al margen de cualquier problema de responsabilidad, que se determinarán «las prestaciones que proporcionan los servicios estatales, sus contenidos y los correspondientes estándares de calidad» [art. 4.1.b)]. El Real Decreto 1259/1999, de 16 de julio, desarrollando esa previsión, regula las Cartas de Servicios, que, además de su finalidad informativa, contribuyen a fijar el nivel de calidad y, por ende, lo que sea funcionamiento normal y anormal de cada servicio. Es muy conveniente que este instrumento se generalice, que se refuerce su valor y que, en la medida de lo posible, según las características de cada servicio, alcance un grado de concreción mayor que el que presentan las cartas aprobadas hasta la fecha. Con todo, las Cartas de Servicios no son el único medio para lograr este objetivo, al que, desde luego, se puede servir más adecuadamente si las leyes y los
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reglamentos de cada servicio determinan con más precisión el contenido y calidad de las prestaciones y los derechos de los ciudadanos como usuarios. Pero, sea cual fuere el medio de fijar con más precisión los estándares de calidad cuya vulneración causante de daños comprometa indefectiblemente la responsabilidad de la Administración, lo que se propone, sobre todo, es que el ordenamiento ofrezca criterios para delimitar lo que haya de entenderse en todo caso como funcionamiento anormal, para que ello no dependa, a la postre, de una libérrima decisión de los jueces en cada supuesto que se les someta.
12.
RESPONSABILIDAD POR MAL FUNCIONAMIENTO DE LA INSPECCIÓN, CONTROL O SUPERVISIÓN ADMINISTRATIVA
Debe reducirse drásticamente la posibilidad de que surja la responsabilidad de la Administración por daños que realmente causan sujetos particulares en el desarrollo de actividades puramente privadas por el mero hecho de que esos otros sujetos estén sometidos a potestades administrativas de inspección o supervisión de cualquier clase. Ello, además de injusto por liberar a quienes debieran correr con las indemnizaciones por los daños que han causado y hacerlas recaer sobre la colectividad, es sumamente inconveniente pues, a la postre, lleva o a hacer responsable a la Administración de casi cualquier daño o a replegar su actividad de control para no ver comprometida su responsabilidad. Además, esa responsabilidad administrativa no tiene real justificación porque ninguna de las potestades de la Administración para inspeccionar, controlar o supervisar las actividades de los particulares le permite sustituir la actividad del sometido a esas potestades, ni tomar las decisiones que sólo a ellos corresponden, ni sustituir su diligencia, ni dirigir realmente sus actividades. Por otra parte, el hecho de que la Administración tenga ciertas potestades de inspección no entraña ni tiene que entrañar que, incluso contando con medios racionalmente suficientes y funcionando perfectamente los servicios de inspección, pueda vigilar completamente todas las actividades privadas sometidas. Más aún debe limitarse la responsabilidad de la Administración cuando las funciones de inspección correspondan a organismos privados aunque, a su vez, sometidos a ciertas potestades de supervisión de la Administración. Probablemente, hay en la actualidad bases legales para negar la res-
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ponsabilidad de la Administración en tales hipótesis. En el fondo, de lo que se trata también aquí es de anudar la eventual responsabilidad administrativa a los supuestos en que haya verdaderamente un mal funcionamiento de los servicios de inspección que pueda considerarse propiamente causa del daño, partiendo de que no detectar cualquier irregularidad no supone necesariamente ese mal funcionamiento ni, menos aún, causa del daño suficiente para comprometer la responsabilidad administrativa. Pero, como quiera que también en este punto reina cierta confusión y se han producido excesos, es oportuno que la Ley establezca clara y terminantemente la solución. Con todo, no se propone que se elimine radicalmente cualquier resquicio de responsabilidad administrativa por el mal funcionamiento de la inspección. Habrá supuestos en que realmente podrá considerarse que ha habido un mal funcionamiento de la inspección y que ese mal funcionamiento ha sido concausa de la lesión; así, por ejemplo, ante la inactividad de los servicios administrativos pese a las peticiones de los ciudadanos, o ante la evidencia o el conocimiento administrativo de actividades irregulares y potencialmente dañosas, o cuando hayan permitido positivamente realizar la actividad dañosa. Para tales supuestos excepcionales convendría plantear la posibilidad de establecer una regla específica de solidaridad y, en su caso, consagrar una acción de regreso de la Administración contra el sujeto privado cuya actividad fue la causa eficiente del daño. 13.
RESPONSABILIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN POR LOS DELITOS DE LOS FUNCIONARIOS Y AUTORIDADES
Mención específica merece la responsabilidad civil de la Administración por las conductas delictivas de la «autoridad, agentes y contratados de la misma», que actualmente regula el artículo 121 del Código Penal. Aunque son comparativamente escasas las condenas de la Administración por este concepto, ya no son excepcionales, y menos aún lo son los intentos de conseguir la indemnización administrativa por este cauce. Pero, con independencia de su número, lo que aconseja su consideración aquí y, en su caso, la reforma de su actual regulación es la distorsión y disfunciones que comporta en el conjunto del sistema de responsabilidad y hasta en el funcionamiento de la Administración, así como la complejidad que introduce. Por lo pronto, todo el esfuerzo por concentrar en la jurisdicción contencioso-administrativa el conocimiento de los asuntos de responsabili-
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dad patrimonial de la Administración se arruina por la competencia de los órganos del orden jurisdiccional penal para conocer de la responsabilidad administrativa ex delicto. Incluso es posible que resurja la competencia de los tribunales civiles si el perjudicado por el delito, reservándose la acción civil, la plantea separada y, posteriormente, exige la responsabilidad subsidiaria de la Administración conforme al artículo 121 del Código Penal en la vía civil, con lo que ello comporta de dificultad para formar una jurisprudencia unitaria y un conjunto armonioso y coherente. Además, la jurisdicción penal no aplica el régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración establecido en los artículos 139 y siguientes de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, sino otro sustancialmente diferente previsto en el artículo 121 del Código Penal, que, entre otras cosas, establece sólo una responsabilidad subsidiaria de la Administración. La coexistencia de estos dos regímenes procesales y sustantivos de responsabilidad de la Administración es fuente de numerosos problemas y dudas difíciles de desentrañar hasta para los expertos, problemas y dudas que el artículo 121 del Código Penal no alcanza a solventar y que la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común no aborda frontalmente. De una parte, es extraordinariamente complicada y confusa la relación entre la acción de responsabilidad administrativa ex delicto del artículo 121 del Código Penal ejercida en vía penal y la acción de responsabilidad patrimonial de la Administración del artículo 139 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común ejercida en vía administrativa y contencioso-administrativa cuando media delito de los funcionarios, autoridades o empleados públicos de cualquier tipo. La admisión o no de su ejercicio simultáneo o sucesivo, la existencia o no de litispendencia y de cosa juzgada material de las sentencias de una de las jurisdicciones para la otra, la compatibilidad o no de las indemnizaciones y, en su caso, las formas de armonizarlas para evitar enriquecimientos injustos de las víctimas son sólo los problemas más sobresalientes en un panorama oscuro y desconcertante. De otra parte, la regulación actual presenta el extremado y grave riesgo, a cuyo favor juegan coincidentemente distintos factores, de una utilización abusiva de la vía penal sin más finalidad que la de conseguir la indemnización de la Administración, riesgo que se ha materializado ya en parte y que amenaza con criminalizar inicua y absurdamente la actuación administrativa.
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Es verdad que, en parte, todo esto también afecta a la responsabilidad civil delictual de los sujetos privados y que existe una peligrosa tendencia general a la utilización de la vía penal con miras exclusivamente indemnizatorias. Pero, en el caso de los funcionarios y demás personal público, la tentación es aún mayor —incluso para los jueces penales, que podrían ver en una mínima condena penal, incluso por simple falta, la forma más fácil y expeditiva de dar satisfacción económica a las víctimas— y los resultados a que conduce son todavía más nefastos. Por lo que aquí importa, baste decir que todo ello dificulta gravemente que la institución de la responsabilidad patrimonial directa de la Administración cumpla sus funciones y es, incluso, un obstáculo para el buen desarrollo de la actividad administrativa. No es fácil la superación de esta confusa y lamentable situación. Además, consciente de los anteriores intentos frustrados de solucionarla y de los recelos y resistencia que cualquier reforma en este aspecto puede suscitar. Pero, aun así, es necesario afirmar que tanto las razones teóricas como las prácticas, y tanto de justicia como de eficacia y simplificación, incluso los mismos derechos de los perjudicados, aconsejan en la misma dirección: establecer un único régimen de responsabilidad extracontractual de la Administración, el de la responsabilidad directa, que actualmente regulan los artículos 139 y siguientes de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, que debe ser el único aplicable incluso cuando haya delito de los funcionarios o autoridades, suprimiendo el actual régimen de responsabilidad subsidiaria previsto en el artículo 121 del Código Penal. Congruentemente con esa propuesta, como siempre se trataría de aplicar un mismo y único régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración, la competencia debería de ser única y exclusivamente de la jurisdicción contencioso-administrativa, previa la vía administrativa, como en cualquier otro supuesto de responsabilidad de la Administración por el funcionamiento de los servicios públicos. Esta propuesta supone, por tanto, la eliminación de la posibilidad de acumular la acción civil a la penal. Nada impediría, en consecuencia, que, incluso simultáneamente al proceso penal, se sustanciara la vía administrativa y la contencioso-administrativa para declarar la responsabilidad de la Administración y hasta para ejercer la acción de regreso contra el funcionario. Naturalmente, esta reforma habría de completarse con otras modificaciones, como las referentes al cómputo del plazo de prescripción, o a la vinculación o no a la declaración de hechos probados, o a la posibilidad de que el juez penal instara a la Administración a la iniciación del
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procedimiento administrativo de responsabilidad y de la acción de regreso, modificaciones de carácter más técnico en las que no procede detenerse aquí. Suficiente es afirmar que la propuesta formulada, en tanto que comportaría en todo caso la posibilidad inmediata de acudir a la responsabilidad directa de la Administración y simplificaría la situación, sería beneficiosa también para las eventuales víctimas de los delitos cometidos por autoridades y funcionarios, que, con la regulación actual, salvo interpretaciones arriesgadas e inseguras, cuando no artificiosas, pueden verse en peor situación que el perjudicado por actuaciones administrativas sin carácter delictivo.
14.
RESPONSABILIDAD POR LOS DAÑOS CAUSADOS POR LOS CONTRATISTAS DE LA ADMINISTRACIÓN
La responsabilidad por los daños causados en la ejecución de los contratos administrativos —incluyendo entre ellos, como uno más, el de concesión de servicios públicos y los demás de gestión indirecta de servicios públicos— suscita varias cuestiones, ninguna de las cuales está clara ni definitiva o completamente resuelta en la legislación vigente, dando lugar a soluciones diferentes y, por tanto, a inseguridad. Las cuestiones son básicamente tres: a) La primera es la relativa al sujeto responsable. Básicamente, se están manteniendo en la actualidad dos tesis casi antagónicas. Para una de ellas (que encuentra eco en la jurisprudencia, aunque no sea mayoritaria; en la doctrina del Consejo de Estado y de algunos órganos consultivos autonómicos y hasta en Informes del Defensor del Pueblo), es responsable directa en todo caso la Administración contratante, la Administración titular del servicio. De manera que el particular lesionado podría —o hasta debería— dirigirse siempre contra la Administración, es decir, que el perjudicado siempre tendría acción directa contra la Administración; ésta sería en todo caso la obligada frente a él a pagar la indemnización; y, posteriormente, en su caso, la Administración tendría acción de regreso contra el contratista. Algo más extendida está la tesis, mucho más matizada, según la cual responderá el contratista o la Administración dependiendo de cuál de estos sujetos haya causado el daño. En general, ello supone que es responsable directo y único el contratista, salvo en los casos en que hubiere actuado en cumplimiento de una cláusula impuesta por la Administra-
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ción o de una orden de ésta de ineludible cumplimiento o el daño derive de los vicios del proyecto. Los supuestos en que responde la Administración pueden ampliarse a todos aquellos en que la causa del daño está en la conducta de la Administración, aunque sea a veces sirviéndose instrumentalmente del contratista, o cuando la Administración obstruye o dificulta la actuación del contratista o le ha suministrado bienes defectuosos que originan el daño, etc. Naturalmente, también habrá supuestos en los que pueda detectarse la responsabilidad concurrente de la Administración y del contratista si ambos han concurrido a causar el daño. No importa aquí concretar más esto. Basta destacar que, según esta segunda tesis, no es siempre la Administración la obligada frente al lesionado y nunca hay necesidad de una acción de regreso, porque en todo caso coinciden el sujeto directamente obligado a pagar la indemnización al perjudicado y el responsable. Incluso esta segunda tesis se ha completado con la idea de que, aun cuando el responsable directo y único fuera el contratista, la Administración responderá subsidiariamente. Sorprendentemente, esto luce en alguna norma autonómica como el artículo 237.e) del Reglamento de Obras, Actividades y Servicios de las Entidades Locales de Cataluña, que consagra esta obligación de la Administración: «Responder ante terceros, con carácter subsidiario, de los daños derivados del funcionamiento del servicio, en caso de insolvencia del contratista». No es procedente que nos extendamos aquí en razonar cuál de estas tesis es la que entendemos que puede deducirse del Derecho actualmente vigente. Lo cierto es que en la actualidad esas dos soluciones tan diferentes están aplicándose, sin que ni siquiera pueda afirmarse cuál es la mayoritaria y cuál se aplicará en el siguiente supuesto. Esta situación tiene que superarse y no puede hacerse nada más que con la intervención del legislador. Probablemente, la opción más acertada, la más justa, la que más estimula la corrección de las deficiencias y la que se propone para ser consagrada claramente en una reforma legislativa sea la segunda, esto es, la de la responsabilidad del contratista salvo cuando el daño sea debido, directa o indirectamente, a la conducta de la Administración. Si acaso, esa solución debería completarse con la responsabilidad subsidiaria de la Administración en caso de insolvencia del contratista y, sobre todo, combinarse con un sistema de responsabilidad del contratista idéntico al de la Administración y un cauce procedimental que evite al perjudicado problemas a la hora de determinar contra quién dirige su acción. Pero de esto último nos ocupamos al afrontar las otras cuestiones anunciadas.
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b) Partiendo de que el responsable y obligado frente al lesionado a pagar la indemnización es o puede ser en muchos casos el contratista, la segunda cuestión es determinar cuál es su régimen material de responsabilidad: si el mismo de la Administración, o sea, el de Derecho administrativo, que tiene su máxima consagración en el artículo 106.2 de la Constitución, o el general y común a todos los sujetos privados, el de Derecho privado, formulado sobre todo en los artículos 1902 y siguientes del Código Civil, pero también en otras leyes como la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Caben también, y de hecho se han defendido, soluciones eclécticas que distinguen según el contratista cause daños en el ejercicio de poderes públicos delegados o al margen de ello. También a este respecto hay posturas jurisprudenciales y doctrinales diversas, sin que la legislación ofrezca pautas sólidas para resolver terminantemente la disputa en aspecto tan crucial y elemental. Y tampoco a este respecto es oportuno desarrollar aquí cuál es la solución que se entiende deducible de los textos legales en la actualidad. Lo que sí debe enfatizarse para nuestro propósito es que una reforma legislativa debe zanjar con claridad este aspecto y que lo que se considera más adecuado al artículo 106.2 de la Constitución y a la lógica de nuestro sistema es consagrar un régimen de responsabilidad del contratista idéntico al de la Administración, de manera que el perjudicado no vea de ninguna forma alterados sus derechos por la forma de gestión de los servicios públicos o por la forma de construcción de una obra pública. c) Por último, hay que resolver cómo se podrá hacer valer la responsabilidad del contratista, es decir, cuáles son los cauces para ejercer la acción de responsabilidad contra él. Las opciones a este respecto son básicamente dos: o bien habrá que exigir la indemnización ante la jurisdicción civil o, por el contrario, la competente será la jurisdicción contencioso-administrativa, a la que se accederá tras un procedimiento ante la Administración contratante; en tal procedimiento, ésta dictará una resolución que será recurrible en vía contencioso-administrativa por cualquier interesado (o el perjudicado o el contratista). En la actualidad, las dos soluciones son defendidas y no faltan quienes sostienen que las dos son admitidas simultáneamente por nuestro Derecho, que, según esta tesis, concedería al perjudicado la opción de seguir una u otra vía. La inseguridad es total y, de nuevo, parece que sólo podría resolverse esta situación con la intervención del legislador, aunque sólo fuera para dejar claro lo que antes ya estuvo claro y después se ha enturbiado hasta
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extremos intolerables. En concreto, se propone que la Ley consagre expresamente la necesidad de solicitar ante la Administración contratante la indemnización que se estima procedente por los daños causados en la ejecución de un contrato. Incluso sería perfectamente posible que el solicitante no precisara en vía administrativa si el daño tiene su origen en un comportamiento de la Administración o del contratista ni, por tanto, concretara si pide que se condene a la Administración o al contratista. La Administración tramitaría el procedimiento general de responsabilidad con la única peculiaridad de la intervención del contratista y resolvería finalmente si procede o no declarar el derecho a la indemnización, su cuantía y, por supuesto, si ésta debe pagarla la Administración o el contratista. El dictamen del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente, que naturalmente sería preceptivo, sería una garantía suficiente para el contratista. La resolución sería impugnable ante la jurisdicción contencioso-administrativa, excluyendo, en consecuencia, toda intervención de los tribunales civiles. Las soluciones propuestas para las tres grandes cuestiones apuntadas forman un conjunto coherente de Derecho público tanto en los aspectos sustantivos como procedimentales, un sistema razonable y respetuoso con el artículo 106.2 de la Constitución, que garantiza los derechos de los perjudicados, sin hacerlo injustamente a costa de la Administración cuando no ha causado el daño, y que evita problemas y dudas al perjudicado para decidir contra quién dirigir su acción y por qué cauce.
15.
SOBRE EL ASEGURAMIENTO DE LA RESPONSABILIDAD ADMINISTRATIVA Y SUS CONSECUENCIAS SUSTANTIVAS Y PROCESALES*
Pese a que, cada vez con más frecuencia, las Administraciones Públicas contratan «seguros de responsabilidad civil», ni la Ley de Régi* Ya terminada la redacción de esta propuesta, la Ley Orgánica 19/2003, de 23 de diciembre, de modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial, ha introducido una destacable novedad en la cuestión que se aborda en este epígrafe. En concreto, ello se hace al dar nueva redacción al artículo 9.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y al modificar los artículos 2.e) y 21.1.c) de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. No es, desde luego, ocasión para explicar y comentar, ni siquiera mínimamente, estas reformas. Baste explicar aquí que dicha Ley Orgánica ha dado satisfacción a la primera pretensión de esta propuesta puesto que, por lo menos, efectivamente se regula el aseguramiento de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Aunque tal regulación se limita a los aspectos pro-
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men Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común ni la Ley del Contrato de Seguro prestan atención a esta ya sólo relativamente novedosa realidad. La Ley de Contratos de las Administraciones Públicas sólo se refiere muy genéricamente a todos los contratos de seguros de las Administraciones para considerarlos contratos privados y para hacer algunas indicaciones sobre procedimiento de preparación y adjudicación. Tampoco la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1998 ni la paralela reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial han tenido en cuenta esta novedad. Esta falta de regulación está planteando graves problemas y dudas que necesitan la decidida intervención del legislador. Por lo pronto, deberá abordarse la posibilidad misma de aseguramiento de la responsabilidad administrativa (en especial, por actos y reglamentos) y, en su caso, la de que la Administración asegure y pague la responsabilidad civil de sus funcionarios y autoridades derivada de infracción penal o de la acción ejercida contra ellos por la propia Administración, contratos éstos cuya licitud, contenido y conveniencia son discutibles. Hay, incluso, una Resolución de la Dirección General de Seguros de 26 de junio de 1996 que, en contestación a una consulta, consideró que «no resulta posible concertar un contrato de seguro privado que cubra la responsabilidad de las Administraciones públicas». Con mayor razón cabe cuestionar si la Administración puede contratar y pagar con fondos públicos el aseguramiento de la responsabilidad civil de sus empleados por infracción penal y, sobre todo, frente a la acción ejercida por la propia Administración en casos de dolo o culpa grave. Pero lo cierto es que, pese a ello, los contratos de seguros de responsabilidad de la Administración son ya normales y convendría plantear si la legislación de contratos de las Administraciones o la de contratos de seguro deberían regularlos expresamente para determinar su régimen y evitar que, como está ocurriendo, se suscriban con un contenido idénticesales, de ella cabe deducir algunas soluciones materiales. Por ejemplo, ya es segura, sin ningún género de dudas, la admisión misma de la posibilidad de que la Administración realice este tipo de contratos. Pese a ello, se ha optado por mantener la propuesta en los mismos términos en que se formuló, no sólo para que quede constancia exacta de su contenido y de sus coincidencias y diferencias con la referida Ley Orgánica, sino también para poner de relieve los problemas relativos al procedimiento administrativo previo al contencioso-administrativo y los estrictamente materiales que suscita el aseguramiento de la responsabilidad patrimonial de la Administración, problemas que no han sido abordados frontalmente en la reforma a que hacemos referencia. Por otra parte, quizá sería conveniente que fuese la regulación material o sustantiva de la cuestión la que condicionara la legislación procesal y no al revés. En buena medida, pues, la propuesta conserva su vigencia e interés.
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co o muy similar al de sujetos privados redactados por los mismos aseguradores o por corredurías de seguros con cláusulas que no tienen apenas en cuenta la singularidad de la posición jurídica de la Administración y de su responsabilidad y que constituyen una nueva fuente de problemas y de inseguridad. Como mínimo, sería oportuna la aprobación de un pliego de cláusulas administrativas generales de estos contratos cuando sean celebrados por la Administración del Estado que adaptase su contendido a las peculiaridades de la Administración y a su régimen de responsabilidad. Por lo que respecta más propiamente a la responsabilidad de la Administración, que es lo que aquí nos ocupa, es fundamental que el legislador consagre terminantemente que la celebración de estos contratos no altera de ninguna manera el régimen de responsabilidad administrativa ni, por tanto, puede reducir o alterar ni un ápice los derechos y garantías de los perjudicados. En concreto, pese a que, como ha denunciado el Defensor del Pueblo y algún Consejo consultivo, no es excepcional que las Administraciones se limiten a enviar la reclamación a la aseguradora y a esperar su decisión, ha de quedar clara la solución justamente contraria: que el perjudicado puede en todo caso presentar su reclamación ante la Administración que considere responsable del daño sin tomar en consideración la existencia de una póliza de seguro, que el procedimiento administrativo habrá de tramitarse conforme a las reglas generales, que la Administración debe resolver o acordar una terminación convencional sin vinculación alguna a la opinión de la compañía aseguradora y que, en su caso, finalmente, el particular podrá interponer recurso contencioso-administrativo contra la resolución administrativa dictada formulando demanda únicamente contra la Administración. Profundizando en esta misma dirección, debería consagrarse rotundamente que el procedimiento administrativo que se tramite debe tener como único objeto el derecho a la indemnización del perjudicado y la responsabilidad administrativa, sin entrar en absoluto en las posibles obligaciones de la compañía aseguradora. Consecuentemente, la resolución debe circunscribirse a ese mismo objeto, sin que la obligación de pago de la aseguradora sea una cuestión sobre la que la Administración pueda decidir en un acto administrativo con fuerza ejecutiva y ejecutoria, máxime teniendo en cuenta que el contrato de seguro no está actualmente considerado como contrato administrativo. En la misma línea, el posterior contencioso-administrativo que eventualmente se suscite por impugnación de la resolución y la sentencia que lo resuelva no entrará en la obligación de la aseguradora ni
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fallará sobre ello. Consagrándose esa solución, la compañía aseguradora no sería un interesado necesario ya que no estarían directamente en juego sus derechos y obligaciones. Si acaso, sería un interesado si se personara voluntariamente en el procedimiento, aunque también estaría legitimada en el contencioso-administrativo incluso aunque no hubiera formalizado esa personación. Además, aunque pudiera pensarse que, de estar asegurada, la Administración puede tender a aceptar sin resistencia las reclamaciones, puesto que no las pagará ella misma, la aseguradora encuentra una garantía notable en el preceptivo dictamen del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente. Una vez resuelto lo anterior, la aseguradora podría aceptar el pago de la indemnización acordada o, en caso contrario, ello sería objeto de un proceso civil independiente en el que podría negar su obligación de pago por diversas razones, pero sin afectar ya a la responsabilidad administrativa ni al derecho a indemnización del perjudicado. Esa regulación debería completarse, para excluir radicalmente la aplicación de algunos preceptos de la Ley del Contrato de Seguro, con la prohibición de cláusulas que limiten la competencia de la Administración para resolver las reclamaciones conforme a Derecho, o que la condicionen al consentimiento de las aseguradoras, o que limiten sus facultades de defensa o la sometan a los servicios jurídicos de éstas. Lo anterior, por sí solo, no excluye la acción directa del perjudicado contra el asegurador conforme al artículo 76 de la Ley del Contrato de Seguro. Sin embargo, hoy ello comporta inexorablemente la competencia del orden jurisdiccional civil, que, de esta forma, acaba conociendo de la responsabilidad administrativa aplicando el Derecho administrativo aunque para condenar, finalmente, no a la Administración, sino sólo a la compañía de seguros. Todo esto es de tal forma inconveniente y contrario al acertado esfuerzo del legislador por concentrar todos los asuntos de responsabilidad administrativa en la jurisdicción contencioso-administrativa que muchos tribunales civiles han declarado su incompetencia, lo que, en el fondo, equivale a negar la existencia de acción directa contra el asegurador. Otros muchos tribunales civiles, por el contrario, sí vienen aceptando la acción directa y su competencia para conocer de ella. En el fondo, es ésta también la solución del Auto de la Sala de Conflictos de Competencia del Tribunal Supremo de 17 de diciembre de 2001, a que luego se hará referencia. Aunque pueda parecer una limitación de los derechos de los perjudicados, debe considerarse la posibilidad de que la Ley excluya expresamente la acción directa contra el asegurador de la Administración. Además de que así se impediría al-
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terar la competencia jurisdiccional, no supondría realmente una merma de las garantías del perjudicado. Si se suprimiera en este ámbito la acción directa contra el asegurador, desaparecería también la posibilidad de demandar conjuntamente a la Administración y a su compañía de seguros, supuesto éste que también está dando origen a graves incertidumbres y que el ya referido Auto de la Sala de Conflictos de Competencia del Tribunal Supremo de 17 de diciembre de 2001 ha resuelto admitiendo tal acumulación y declarando la competencia del orden jurisdiccional civil. Esto aumenta incluso los inconvenientes antes detectados para el caso en que sólo se demanda al asegurador, pues aquí, incluso, acaba por condenarse formalmente a la Administración por aplicación del Derecho administrativo en un proceso civil. Así, también este supuesto refuerza la oportunidad de plantear la supresión de la acción directa del artículo 76 de la Ley del Contrato de Seguro cuando se trata del aseguramiento de la responsabilidad administrativa. Alternativamente, cabría establecer en estos casos la posibilidad de demandar conjuntamente a la Administración y a su compañía aseguradora ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Para ello habría que reformar la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa y la Ley Orgánica del Poder Judicial. Pero no hay inconvenientes insalvables para consagrar esta solución, que, en cualquier caso, está en la misma dirección de la ya adoptada para los supuestos en que un particular concurre con la Administración a la producción del daño. Una vez más, conviene terminar aclarando que, con independencia de las propuestas concretas que se han formulado, lo que resulta incuestionable es la conveniencia de que la Ley aborde estas cuestiones y resuelva con un criterio claro lo que los particulares y los tribunales se están viendo obligados a afrontar sin una mínima base legal. 16.
INDEMNIZACIONES POR RESPONSABILIDAD Y OTRAS COMPENSACIONES Y AYUDAS ANTE LOS MISMOS EVENTOS DAÑOSOS
También está resultando muy problemática la compatibilidad o incompatibilidad de la responsabilidad patrimonial de la Administración con la percepción de cantidades como prestación de sistemas públicos de previsión social, así como con prestaciones o ayudas previstas en leyes especiales por razones de solidaridad (víctimas de determinados de-
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litos, de ciertas enfermedades, de ciertos desastres...), prestaciones todas ellas que no suelen cubrir nada más que una parte de los perjuicios económicos sufridos. El problema se suscita cuando la Administración causó el daño que da origen a esas prestaciones públicas a las que normalmente se tiene derecho al margen de ello, con independencia, pues, de que la Administración no haya tenido nada que ver en su causa. Incluso admitiendo la compatibilidad, se discute si la indemnización por responsabilidad de la Administración debe reducirse para no superar el daño efectivamente sufrido (ya reducido por la otra prestación) o si, por el contrario, la indemnización ha de cubrir todo el daño causado con independencia de que la víctima haya visto parcialmente paliados los perjuicios por otras vías. Estos problemas no son exclusivos de la responsabilidad de la Administración, sino que se presentan también en la de los sujetos privados. Pero, aun así, ofrecen diferencias y mayor relevancia en relación con las Administraciones tanto por la extensión de su responsabilidad como porque esas otras prestaciones se realizan con cargo a fondos públicos, incluso frecuentemente de la misma Administración causante del daño. Lo cierto es que tampoco en este aspecto la jurisprudencia ofrece una solución definitiva y plenamente satisfactoria y que, en cualquier caso, es la Ley la que debe suministrar la respuesta. Baste aquí sugerir que la solución que establezca la Ley debe ser distinta según se trate de prestaciones de los sistemas de previsión pública, especialmente de la Seguridad Social, o de prestaciones por razones de solidaridad. En este último supuesto la solución puede y debe quedar a disposición de cada una de las leyes que establezca tales ayudas. A lo sumo, cabría consagrar con carácter general una regla supletoria —aplicable, por tanto, sólo cuando la Ley que haya establecido la ayuda no haya previsto nada— que bien pudiera consistir en su incompatibilidad con la indemnización debida por responsabilidad de la Administración o, dicho de otra forma, en la reducción de esta indemnización en el importe de la prestación otorgada por razones de solidaridad. Por el contrario, podría consagrarse una clara y completa compatibilidad entre las prestaciones de la Seguridad Social —como si fueran las de un seguro privado— y las indemnizaciones por responsabilidad patrimonial de la Administración causante del daño. Acaso, esta regla general podría matizarse por la Ley en algunos casos como el de las prestaciones no contributivas o el de las sanitarias. También, para los supuestos en que se admitiera excepcionalmente la responsabilidad pa-
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trimonial de la Administración respecto a sus funcionarios, cabría introducir alguna regla que tuviera en cuenta la singularidad del sistema de clases pasivas cuando se prevea un complemento específico (o indemnizaciones o pensiones extraordinarias) por haber sufrido los daños en el desempeño del cargo, tal y como ha propuesto el Consejo de Estado y han declarado en algunos casos los tribunales. Pero, sea una u otra la solución que se adopte por considerarla más justa y conveniente, lo que se quiere destacar es, sobre todo, la oportunidad de que sea la Ley la que la establezca formalmente. 30 de julio de 2003.
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III.
ORGANIZACIÓN
DESCENTRALIZACIÓN Y COORDINACIÓN ANTONI BAYONA ROCAMORA SUMARIO: 1. El modelo de organización territorial español.—2. El desarrollo autonómico.— 3. El desarrollo de la autonomía local.—4. Las relaciones interadministrativas.—5. El marco legal regulador de la autonomía local.—6. Descentralización y Unión Europea.
1.
EL MODELO DE ORGANIZACIÓN TERRITORIAL ESPAÑOL
1.1. La Constitución de 1978 ha tenido un notable impacto sobre el sistema de Administraciones Públicas. El Estado español ha pasado de un régimen de protagonismo casi exclusivo de la Administración central del Estado a una nueva situación que se configura en tres niveles territoriales: Estado, Comunidades Autónomas y Administración local. Esta nueva estructura plurinivel de la Administración Pública no es meramente formal, ya que el principio de autonomía territorial consagrado en la Constitución ha supuesto un cambio conceptual en las relaciones entre los tres niveles. Como ya indicó el Tribunal Constitucional en una de sus primeras decisiones (Sentencia de 2 de febrero de 1981), el Estado español responde hoy a una idea plural de poderes, cuyo elemento de fondo es el reconocimiento de la autonomía de los diferentes entes territoriales. 1.2. El desarrollo constitucional ha propiciado una rápida y decisiva transformación de las estructuras administrativas. La aprobación de los Estatutos de Autonomía ha significado la emergencia de nuevas y potentes Administraciones (CC.AA.), a las cuales se han transferido importantes competencias hasta aquel momento ejercidas por la Administración del Estado. Este proceso se ha producido, además, con gran celeridad y sin que haya provocado especiales dificultades desde el punto de vista del funcionamiento de los servicios públicos, que han pasado a ser gestionados desde instancias más próximas a los ciudadanos.
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El proceso autonómico ha corrido en paralelo a la implantación de un nuevo marco jurídico de las Administraciones locales, en base al principio de autonomía reconocido por la Constitución. Esto ha permitido pasar de un régimen de dependencia muy directa respecto de la Administración del Estado a otro basado en una nueva cultura de la colaboración y la cooperación. Hay que señalar, en todo caso, que el principio de autonomía local ha tenido, entre otras, tres importantes consecuencias: el reconocimiento de un ámbito competencial propio, el reconocimiento de la capacidad de autoorganización y la emergencia de nuevos mecanismos de relación interadministrativa. En definitiva, el principio de autonomía local ha introducido una nueva «cultura» respecto a la posición institucional de las Administraciones locales, que ha regenerado y potenciado notablemente su papel. 1.3. El escenario descrito evidencia la naturaleza profundamente descentralizada que hoy presenta el Estado español. La distribución de responsabilidades entre los tres niveles territoriales (Estado, CC.AA. y Administración local), unida al principio de autonomía como eje básico de las actuaciones, permiten una valoración positiva de este fenómeno desde tres perspectivas: a) La mayor proximidad de las decisiones públicas a los ciudadanos, como consecuencia del traspaso de responsabilidades a niveles territoriales inferiores. b) El papel que tiene el principio de subsidiariedad, en la medida que sirve como criterio de atribución competencial a la instancia más próxima al ciudadano, siempre que tenga capacidad para ejercerla eficazmente. Ciertamente, este principio no está expresamente reconocido en la Constitución, pero puede considerarse como guía perfectamente coherente con un sistema plurinivel, siendo oportuno también recordar su reconocimiento implícito en la Carta Europea de la Autonomía Local. c) El impacto que la descentralización tiene sobre la participación ciudadana en los asuntos públicos. Esta participación no solamente se produce en la elección de las instituciones territoriales (CC.AA., municipios), sino que puede potenciarse mediante otros instrumentos que pueden establecer los mismos entes territoriales. En definitiva, la autonomía territorial debe considerarse como un factor esencial en el desarrollo de la participación ciudadana, en tanto que puede generar instrumentos a dicho efecto aprovechando el factor de mayor proximidad.
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1.4. Hay que advertir, sin embargo, que el proceso de descentralización territorial no puede hoy ser observado sin tener en cuenta la emergencia y consolidación de las llamadas Administraciones instrumentales e independientes. La organización administrativa ha sufrido cambios importantes en los últimos años que han tenido, entre otras consecuencias, la atribución de importantes responsabilidades públicas a Administraciones creadas en base al principio de descentralización funcional, esto es, separadas de la Administración General. Este fenómeno también se ha producido en el ámbito autonómico y local. La conclusión más importante que de ello se desprende es que el fenómeno de la descentralización territorial no puede considerarse hoy en día como el único prisma bajo el cual se refleja el reparto y ejercicio de los poderes y servicios públicos. El panorama administrativo es más rico y complejo y habrá que considerarlo siempre desde una óptica más amplia que abarque en su conjunto las dos vertientes, territorial y funcional, que ofrece la descentralización. 2.
EL DESARROLLO AUTONÓMICO
2.1. La implantación del modelo autonómico ha supuesto una rápida y profunda transformación del Estado en España. En un período relativamente breve de tiempo, España ha pasado de ser un país profundamente centralizado a uno en el que la autonomía territorial ha llegado a cotas similares o incluso más amplias que otros modelos más arraigados de estructura federal o regional. Aunque el Título VIII de la Constitución permitía diversas aplicaciones, la opción final por la generalización del proceso autonómico ha servido en cualquier caso para consolidar unas nuevas estructuras políticas y administrativas, que han pasado a ser protagonistas en muchos ámbitos, en función de la distribución constitucional y estatutaria de las competencias. A ello hay que añadir la posibilidad que ofrece disponer de un poder legislativo propio para definir y acomodar a la específica realidad social y económica el papel de la Administración Pública. 2.2. El balance del desarrollo autonómico ha de ser, pues, positivo, aunque también es cierto que se observan algunos puntos débiles, sobre los cuales resulta oportuno llamar la atención: a) En primer lugar, la existencia de discrepancias sobre el alcance de las transferencias de servicios, ya que en diversas CC.AA. las respec-
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tivas Comisiones Mixtas no han podido llegar aún a acuerdos sobre algunas competencias. En este punto hay que reconocer que las cláusulas especialmente amplias y genéricas que contienen la Constitución y los Estatutos posibilitan diversas lecturas. Pero también es cierto que en algunas ocasiones no se ha conseguido desbloquear traspasos aun existiendo decisiones del Tribunal Constitucional sobre la cuestión. Ante esta situación, una vía que podría explorarse es la creación de órganos arbitrales establecidos de común acuerdo, con el fin de que estos problemas no perduren indefinidamente. b) En segundo lugar, la debilidad que aún muestran los mecanismos de coordinación y cooperación entre Estado y CC.AA., a pesar del refuerzo legal de los instrumentos disponibles a dicho efecto (conferencias sectoriales, otros órganos de cooperación, convenios, planes y programas conjuntos, etc.). A diferencia de otros países donde el principio de cooperación ha tenido mayor desarrollo, parece evidente que, en el plano del ejercicio de las funciones administrativas, su profundización no ha de repercutir negativamente sobre el principio de autonomía si los instrumentos utilizables no obedecen a criterios jerárquicos. Hay que advertir, sin embargo, que el desarrollo de la cooperación no depende tanto de los instrumentos formalizados (más que suficientes en este momento), sino de la voluntad política de asumir esa necesidad. Como desarrollaremos más adelante, en el apartado de relaciones interadministrativas, esta necesidad es cada vez mayor a partir de la constatación de las interacciones que se dan entre las respectivas competencias. En cualquier caso y con el objeto de ampliar los mecanismos de cooperación ya existentes, cabría pensar en la posibilidad de que las conferencias sectoriales y los órganos de colaboración bilateral pudieran generar la creación de entes específicos para la ejecución de acuerdos, y establecer procedimientos bifásicos en aquellas materias que, por su naturaleza concurrente, aconsejen integrar distintas intervenciones. c) En tercer lugar, el impacto de las políticas de la Unión Europea sobre un esquema interno de participación autonómica susceptible de mejora. La afectación de las competencias autonómicas por parte de la Unión Europea es un hecho incuestionable, que debería tener su correspondencia en el reconocimiento de plataformas participativas con el fin de respetar el principio de autonomía constitucional y estatutariamente garantizado. La creación de la Conferencia para asuntos relacionados con las Comunidades Europeas y su posterior regulación por ley ha sido un hito importante en este aspecto, así como la incorporación de representantes autonómicos en los comités y grupos de trabajo de la Comi-
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sión Europea. Sin embargo, no han tenido éxito hasta ahora los intentos de establecer otros mecanismos de participación más activos (singularmente respecto del Consejo de Ministros europeo), de forma análoga a la experiencia de otros países y utilizando a dicho efecto lo previsto en el artículo 203 del Tratado de la Unión Europea. Ciertamente, la relación con la Unión Europea corresponde al Estado, pero ello no debería ser obstáculo para que, dentro del marco participativo establecido por el mismo, se pudiera profundizar en la participación autonómica. Como antes se ha dicho, esta participación debe considerarse como una consecuencia del mismo principio de autonomía y como una garantía del equilibrio interno del reparto competencial, especialmente en el ámbito de las competencias exclusivas de las CC.AA. d) En cuarto lugar, hay que constatar que las características específicas de nuestro sistema constitucional permiten un desarrollo complementario de transferencias a las CC.AA., que puede ser especialmente útil para resolver situaciones en que la aplicación estricta de los Estatutos pone de relieve incoherencias o disfunciones en el resultado final del ejercicio de las competencias. No hay que olvidar en este sentido la declaración contenida en el apartado VI de la Exposición de Motivos de la LOFAGE, sobre la posibilidad de utilizar el artículo 150.2 de la Constitución con la finalidad de reforzar el protagonismo administrativo de las CC.AA. en su territorio. 3.
EL DESARROLLO DE LA AUTONOMÍA LOCAL
3.1. Como ya se ha comentado antes, la Constitución de 1978 no sólo ha tenido como efecto la articulación del Estado autonómico, sino la revitalización de la Administración local, especialmente a partir del reconocimiento de su autonomía. Esto ha producido cambios sustanciales en la posición institucional de los Entes locales —de manera especial en los municipios—, sobre todo cuando desde un primer momento pudieron establecerse efectos prácticos a partir del reconocimiento genérico del principio de autonomía. La jurisprudencia inicial del Tribunal Constitucional supuso un hito importante en este sentido respecto de las relaciones entre la Administración local y las Administraciones territoriales superiores y, posteriormente, la Ley de Bases de Régimen Local y la Ley de Haciendas Locales acabaron de perfilar el nuevo escenario. 3.2. Esa base jurídica interna ha venido a reforzarse con la Carta Europea de la Autonomía Local, que constituye un instrumento espe-
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cialmente valioso para determinar el contenido y las diferentes vertientes que expresa el principio de autonomía local. Su ratificación por España supone la incorporación a nuestro ordenamiento jurídico de sus principios, entre los cuales destacan la definición de la autonomía local como derecho a gestionar una parte importante de los asuntos políticos bajo la propia responsabilidad del Ente local; la atribución de un núcleo de competencias propias a dicho efecto a partir del criterio de proximidad y subsidiariedad; la capacidad de autoorganización en el marco de la ley; la suficiencia económica; o la incompatibilidad del principio de autonomía con el control de oportunidad. Aunque todos estos elementos se respetan en la legislación española, para una eventual reforma futura de la Ley de Bases podría ser oportuno sistematizar estos conceptos básicos que derivan del principio de autonomía y, en su caso, desarrollarlos de forma más amplia en un título preliminar. 3.3. Uno de los aspectos clave que presenta hoy la autonomía local es la determinación de su capacidad de actuación, lo que técnicamente se traduce en la atribución de competencias. En este punto hay que tener en cuenta diversos factores, atendiendo al objetivo último de conseguir una mayor proximidad a los ciudadanos: a) En primer lugar, el papel que corresponde al Estado y a las CC.AA. para determinar por ley las competencias propias de los municipios y de las otras Administraciones locales. No hay duda que el protagonismo principal en este terreno corresponde a las CC.AA. debido a la naturaleza de las competencias locales y su especial vinculación a las competencias legislativas autonómicas, aunque también el Estado puede desarrollar un papel activo en relación con sus competencias exclusivas, e incluso básicas, si ello es necesario para garantizar el principio de autonomía. Este esquema deriva del criterio de atribución sectorial que adopta la Ley de Bases de Régimen Local, que tiene su efecto positivo en la flexibilidad que introduce, pero que tiene también un efecto negativo en no asegurar directamente un núcleo mínimo de competencias más allá de la prestación de los servicios mínimos. Una posible opción de futuro sería revisar este principio con el fin de que la misma legislación de régimen local garantizara por sí misma un espacio competencial propio a los municipios, pues la experiencia demuestra que la remisión al legislador sectorial no suele ser normalmente favorable al reconocimiento amplio y generoso de competencias locales. b) También en el plano del legislador competente para la atribución de competencias locales, debería destacarse la conexión que sin
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duda se produce entre la incentivación de un proceso de descentralización local, con el posible refuerzo, a su vez, de las competencias autonómicas. Una ampliación de estas competencias sería un elemento técnico y político muy importante para poder profundizar en una mayor descentralización local. Sobre esta cuestión nos remitimos a lo anteriormente dicho acerca de la flexibilidad del marco constitucional y la posibilidad de complementar las actuales competencias autonómicas. c) Otro aspecto esencial a considerar para profundizar con rigor en la descentralización local es el de la estructura actual de los municipios. Éste es el nivel local básico especialmente garantizado por la Constitución y pocas veces parece reflexionarse sobre su verdadera capacidad para ejercer un haz de competencias realmente importante. Nuestro mapa municipal se caracteriza por una gran desigualdad y diferencia entre tipos de municipios, con un número muy grande de municipios pequeños y con escasa población. Si de verdad quiere plantearse un reforzamiento de la autonomía local, no puede ser ajena a esta decisión la constatación de esta realidad, pues lo cierto es que muchos municipios ni siquiera son capaces de ejercer correctamente las competencias que formalmente hoy les asignan las leyes. La reforma del mapa municipal no debería continuar siendo un tema ajeno al debate sobre la descentralización, sobre todo cuando la experiencia comparada pone de relieve la existencia de fórmulas que no deben significar necesariamente la desaparición institucional de los actuales municipios. En relación con esta última cuestión debería considerarse la alternativa que supone el papel que pueden desarrollar los entes intermedios. Aunque las Diputaciones Provinciales tienen la función básica de cooperación y asistencia municipal, su ámbito territorial relativamente grande difícilmente puede permitirles una inmediatez como organismos de gestión. Por consiguiente, el fomento de las mancomunidades, e incluso de otras agrupaciones supramunicipales más institucionalizadas —como, por ejemplo, las comarcas—, sería una fórmula interesante a considerar. d) En cualquier caso, la realidad municipal muestra una diversidad notable en la tipología de municipios. Hoy por hoy, cualquier nuevo proceso de descentralización debe tener en cuenta esa realidad y dirigirse especialmente a los municipios grandes y medianos, ya que son los que pueden tener capacidad real para asumir y ejercer eficazmente nuevas funciones. Esta diversidad de la tipología municipal debería ser, pues, un referente claro de la actuación del legislador, en el sentido de que las medidas a adoptar se hagan siempre dentro de un marco ajustado
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a la realidad municipal, en el que ha de tener un papel especial el criterio de diversidad y la imaginación necesaria para desarrollar soluciones que permitan suplir los déficit de gestión inherentes a los pequeños municipios en la dirección anteriormente señalada. 3.4. El desarrollo de la autonomía local en España también presenta un escaso desarrollo del principio democrático en el ámbito de las Administraciones locales supramunicipales. En este punto continúa vigente el sistema de representación indirecta, a pesar del principio general de elección directa de las Administraciones locales de base territorial que establece la Carta Europea de la Autonomía Local. La modificación de este sistema supondría, sin duda, un refuerzo claro de las instituciones locales, una mayor transparencia en su actuación y, también, un mayor conocimiento por parte de la ciudadanía. 4.
LAS RELACIONES INTERADMINISTRATIVAS
4.1. El reconocimiento constitucional del principio de autonomía significó en su momento un giro importante en los mecanismos de relación entre las Administraciones Públicas, con plena consolidación de los principios de cooperación y coordinación. Estos principios están hoy formalizados en la legislación sobre régimen jurídico y procedimiento administrativo común y sobre régimen local. En el plano material se ha producido una progresiva aplicación de estos principios, de forma que puede afirmarse que las relaciones interadministrativas funcionan normalmente sobre la base de un régimen de la cooperación. Sin embargo, en relación con este aspecto es necesario hacer dos observaciones: a) En primer lugar, acerca del modelo «bifrontal» que se ha establecido en las relaciones entre la Administración local y el Estado y las CC.AA. El régimen de bifrontalidad tiene la ventaja de una mayor flexibilidad, pero el inconveniente de una falta de coordinación entre los tres niveles, al poder quedar uno de ellos (Estado o CC.AA.) al margen de las relaciones. Esta disfunción podría corregirse asegurando, cuanto menos, una información e incluso una participación de todos los niveles en las relaciones de cooperación y coordinación que puedan afectar a intereses concurrentes. Por otra parte, habida cuenta de la más estrecha vinculación entre la esfera autonómica y la local en el plano del ejercicio de las competencias, parece que el principio de bifrontalidad podría corre-
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girse, cuanto menos en este ámbito, a favor de un criterio más intracomunitario. b) En segundo lugar, sobre la necesidad de reforzar aún más los mecanismos de cooperación, a los efectos del ejercicio de las respectivas competencias. La experiencia demuestra que hoy en día se está imponiendo cada vez más la transversalidad en la prestación y gestión de servicios como alternativa a la clásica diferenciación y asignación singularizada de competencias. A iniciativa propia, las diferentes Administraciones están optando cada vez más por plataformas conjuntas que, más allá de la mera cooperación o coordinación genérica, suponen la creación de organismos específicos que se presentan como verdaderas Administraciones «conjuntas» (por ejemplo, el uso cada vez más frecuente de la figura consorcial o de sociedades con participación de varias Administraciones). Este fenómeno pone de relieve la insuficiencia del criterio legal aún vigente de asignación «cerrada» de competencias, que en la realidad viene siendo desbordada de facto. La concurrencia de competencias, o cuanto menos de intereses, propicia la tendencia descrita y, en el futuro, ello debería implicar una reflexión profunda por parte del legislador para adaptar la ley a las nuevas realidades, estableciendo un marco más amplio y definido aún para el desarrollo de la cooperación de funciones, potenciando nuevas modalidades de administración conjunta o, en su caso, de procedimientos bifásicos. 4.2. En el plano de las relaciones entre las Administraciones locales y las CC.AA., los mecanismos de información, cooperación y coordinación no son el único prisma a considerar. La organización territorial de las CC.AA. puede establecerse —como ha sido hasta hoy la regla general— mediante la creación de órganos desconcentrados o bien considerando la presencia de las Administraciones locales como plataformas aptas para el ejercicio de las competencias ejecutivas autonómicas. Existe, pues, la opción entre un modelo binario y uno indirecto, y no cabe duda de que este último ofrece más ventajas desde diferentes perspectivas. En primer lugar, por la simplificación de estructuras que significaría en el plano autonómico. En segundo lugar, por la potenciación de los Entes locales que supondría la adopción de un criterio organizativo basado en un modelo indirecto. Hay que considerar, además, que para la implantación de este modelo de articulación se dispone de diferentes técnicas que van desde la atribución de nuevas competencias como propias hasta la delegación u otras fórmulas que disocian la titularidad competencial de su ejercicio. Se trataría, pues, de que dentro del ámbito
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de autonomía organizativa de que disponen las CC.AA., y respetando en todo caso la autonomía local, se abriera una reflexión profunda sobre este aspecto clave en beneficio de la simplificación de estructuras y una mayor descentralización y garantía del principio de proximidad. Este proceso podría articularse considerando especialmente la capacidad de los municipios medianos y grandes y de los Entes locales intermedios. 5.
EL MARCO LEGAL REGULADOR DE LA AUTONOMÍA LOCAL
5.1. La bifrontalidad del sistema también se ha establecido en el ámbito del ejercicio de la potestad legislativa en materia de régimen local. El Estado tiene capacidad para establecer la regulación básica y las CC.AA. para dictar su propia legislación de desarrollo. Este mecanismo regulador debe completarse, a su vez, con el reconocimiento de un ámbito propio a la autonomía local, especialmente en el campo de la autoorganización. Sin poner en cuestión este reparto normativo, deben hacerse, sin embargo, algunas consideraciones sobre algunos aspectos que en la práctica plantean problemas: a) Desde la perspectiva de las Administraciones locales, hay que reconocer que el margen regulador inherente a su autonomía no se ha contemplado normalmente con especial generosidad. La extensión, ya de por sí importante, de la legislación básica, más el desarrollo de la legislación autonómica, han dado lugar a un marco legal muy detallado que deja al poder normativo local sin gran capacidad de innovación y, a menudo, le relega a regulaciones intersticiales. Sería, pues, conveniente reconsiderar este aspecto, cuanto menos en aquellos aspectos directamente relacionados con la organización interna, el funcionamiento de la Administración municipal y los instrumentos de actuación de las competencias. Es importante recordar en este sentido que el poder normativo local, a pesar de ser de naturaleza reglamentaria, tiene la especial característica de emanar de una asamblea directamente representativa de los ciudadanos, lo que lo sitúa en un plano distinto al de las otras manifestaciones del poder reglamentario y permite darle una mayor capacidad de actuación en el marco de la ley. b) Desde la perspectiva de las CC.AA., hay que poner de relieve el escaso margen de decisión legislativa que las bases estatales dejan en algunos ámbitos del régimen jurídico local. Teniendo en cuenta la diversi-
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dad del propio fenómeno local en las distintas CC.AA., habría que asegurar en todo caso la capacidad de adaptación normativa por parte de las CC.AA. a su propia realidad municipal; por ejemplo, mediante el establecimiento y regulación de regímenes especiales o la creación de entes intermedios pensados, en su caso, como instrumentos de reforma indirecta de los déficits municipales. Por otra parte, respecto de las CC.AA. que ostentan competencias exclusivas en materia de régimen local, debe observarse la pérdida de capacidad de intervención en elementos clave de la regulación local; es el caso, singularmente, del régimen financiero. Si bien es cierto que en este ámbito concreto inciden títulos estatales específicos, el mismo criterio de adaptabilidad antes mencionado debería postular a favor del reconocimiento de esferas de intervención autonómica dentro del marco determinado por la legislación estatal. 5.2. La capacidad de autoorganización en el ámbito local tiene una trascendencia que va más allá de los aspectos internos. Se hacía referencia antes al elemento legitimador de que disponen los municipios por razón del proceso de elección directa de los Ayuntamientos que establece la Constitución y desarrolla la Ley Electoral General. Esto nos introduce en un aspecto de especial importancia como es el valor del principio democrático que se expresa en el nivel municipal y que, dada la proximidad y su naturaleza de poder público primario y básico, debería potenciarse más allá de los procesos electorales propiamente dichos. En este sentido, puede constatarse en la legislación local vigente un tratamiento de los otros instrumentos complementarios de participación (consultas populares, descentralización municipal, etc.) que ofrece a veces un marco excesivamente limitado y constreñido. El contraste con otras legislaciones comparadas de nuestro entorno europeo es notorio en esta cuestión, especialmente cuando muchos ordenamientos y la propia Carta Europea de la Autonomía Local la conectan directamente con la potestad de autoorganización local. 6.
DESCENTRALIZACIÓN Y UNIÓN EUROPEA
6.1. En el marco de los acuerdos de la Cumbre de Niza, se constituyó la Convención Europea con el mandato de elaborar un proyecto de Constitución para Europa. La Convención ha presentado recientemente el proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa. En una primera aproximación puede parecer que esta cuestión se
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encuentra alejada de la descentralización interna, máxime cuando forma parte de la exclusiva responsabilidad de los Estados. Sin embargo, el proyecto de Constitución introduce diversos elementos cuya trascendencia no es menor y que también deben ser considerados desde la perspectiva de la descentralización territorial. 6.2. El régimen competencial de la Unión Europea se ha venido caracterizando hasta la fecha por dos principios que interesa resaltar: el de relacionar la actuación comunitaria con los fines señalados en los Tratados y el de primacía absoluta del Derecho comunitario sobre el Derecho interno. Este marco competencial tan abierto y flexible supone la posibilidad de intervención de las instituciones comunitarias sobre numerosos sectores, con la correspondiente incidencia no solamente sobre las competencias del Estado, sino también de las CC.AA. e incluso, en algunos casos, de la Administración local. Como es fácil deducir, un ejercicio excesivo de sus poderes por parte de las instituciones comunitarias no sólo puede afectar las competencias internas en sus diferentes niveles, sino también comprometer los principios de descentralización y de proximidad. Por esta razón resulta oportuno resaltar la importancia que debería tener en este caso el principio de subsidiariedad y, en su caso, los mecanismos de participación de los entes afectados por las decisiones comunitarias. 6.3. En el sentido indicado resulta conveniente aludir a algunos aspectos del proyecto de Constitución europea, al objeto de resaltar su importancia y, en su caso, recomendar su potenciación en la medida de lo posible: a) En lo que concierne a la definición del régimen competencial hay que considerar positivo el criterio de atribución que propone el proyecto, aunque el mismo disponga del grado de flexibilidad suficiente para vincularlo con los fines y objetivos que se asignan a la Unión Europea. La inflexión que este modelo supone tiene, sin duda, una repercusión indirecta sobre las competencias de los poderes públicos nacionales, cuya integridad queda mejor garantizada. b) Especial importancia e interés adquiere el reforzamiento de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, que deben inspirar la actuación europea, sobre todo cuando a su declaración formal se acompaña ahora un mecanismo de control previo de naturaleza política (sin perjuicio del control judicial). El Protocolo anexo al proyecto de Constitución sobre la aplicación de estos principios permitirá a los Parlamentos nacionales pronunciarse sobre los proyectos legislativos de la Unión,
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así como la consulta a los niveles regionales y locales, cuando puedan afectarse sus intereses. Este elemento de participación podría aun reforzarse si las Cortes Generales también sometieran a consulta de las asambleas autonómicas el proyecto a debate cuando incida sobre sus competencias, con el fin de considerar sus opiniones de cara a la elaboración del dictamen que establece el mencionado Protocolo. 6.4. La defensa última de la autonomía territorial frente a posibles excesos en las decisiones comunitarias pasa por el acceso al Tribunal de Justicia europeo. A dicho efecto hay que destacar la remisión que hace el proyecto de Constitución a la decisión de los Estados miembros para establecer las correspondientes vías de recurso. En desarrollo de esta norma, sería oportuno considerar los intereses de las CC.AA. y de las Administraciones locales a los efectos de garantizar la tutela de su autonomía frente a las decisiones comunitarias, en su caso, a través del procedimiento interno que con dicho objetivo pueda establecerse. 6.5. Finalmente, otra aportación del proyecto de Constitución europea a favor de los intereses regionales y locales es el nuevo estatus de organismo de la Unión que se otorga al Comité de las Regiones. Si bien es cierto que el proyecto de Constitución no altera significativamente sus funciones y su carácter meramente consultivo, su mayor integración dentro del entramado institucional de la Unión hace presumir una mayor capacidad de influencia en defensa de los intereses regionales y locales. Queda, sin embargo, abierta la cuestión sobre si un mismo órgano es la plataforma más adecuada para la representación de los intereses de dos instancias —autonómica y local— cuya realidad institucional y competencial es notoriamente distinta.
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CONFIGURACIÓN DE LAS GRANDES ADMINISTRACIONES PÚBLICAS REYES ZATARAÍN DEL VALLE SUMARIO: 1. Introducción.—2. Configuración de la Administración General del Estado: 2.1. Situación actual. 2.2. Evolución de las funciones del Estado. 2.3. Revisión de las estructuras internas de los Ministerios y adaptación a las nuevas funciones de planificación, coordinación, regulación, seguimiento y supervisión de la AGE. 2.4. Revisión del marco normativo de funcionamiento. 2.5. Potenciación de la autonomía de los Organismos Públicos. 2.6. Revisión de los Órganos Colegiados y adecuación a las nuevas funciones del Estado.—3. Configuración de las Comunidades Autónomas: 3.1. Situación actual. 3.2. Principios comunes para la organización y funcionamiento. 3.3. Potenciación de los órganos de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas: Órganos Mixtos.—4. El impacto de la Administración electrónica en las estructuras administrativas: 4.1. Los países de nuestro entorno, a la hora de construir una Administración electrónica, han optado por dos tipos de estrategias para el despliegue de una política adecuada. 4.2. Las necesidades de cooperación entre las grandes Administraciones Públicas para el impulso de la AE.
1.
INTRODUCCIÓN
La Administración del siglo XXI que los ciudadanos demandan debe ser una Administración que funcione de forma clara, transparente y eficaz y, a la vez, rentabilice todos sus recursos aplicando el principio de economía del gasto público. Para alcanzar este objetivo, cualquier reforma que quiera acometerse inevitablemente tendrá que analizar la configuración de las Administraciones Públicas. Los aspectos organizativos y funcionales han de ser valorados y solventados los problemas de inadecuación organizativa de las Administraciones, que deben funcionar de forma rápida y rigurosa. Las nuevas funciones del Estado y de las Comunidades Autónomas deben ser tenidas en cuenta para establecer aquellas líneas de reforma en las estructuras organizativas. La práctica culminación de las transferencias a las CC.AA., el fenómeno de la globalización, las nuevas demandas de los ciudadanos, la posición del Estado en la Unión Europea y
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las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones son elementos a tener en cuenta en el análisis de la configuración de las Administraciones Públicas. El principio de autoorganización recogido en la Constitución española, que posibilita una variedad organizativa, debe facilitar una unidad de gestión en las grandes Administraciones, aspecto éste complejo en la llamada «Administración electrónica». La tradicional complejidad organizativa de las Administraciones Públicas debe clarificarse, puesto que en una Administración del siglo XXI los ciudadanos pueden exigir a las Administraciones Públicas claridad y transparencia en su organización y funcionamiento. Los mecanismos de coordinación y cooperación deben potenciarse en aras de facilitar el acercamiento de la Administración al ciudadano. La configuración de las Administraciones Públicas no puede concebirse en el actual siglo sin tener en cuenta el llamado «gobierno electrónico», entendido éste por el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas como un gobierno que trata de optimizar sus funciones, transformado las relaciones internas y externas gracias a la utilización de las tecnologías de la información y las comunicaciones. El vínculo entre el gobierno (en este caso el gobierno electrónico) y la gestión de los asuntos públicos permite relacionar el desarrollo del gobierno electrónico con el apoyo al sistema de gestión más conveniente. En la actualidad, los gobiernos desempeñan la doble función de posibilitadores y usuarios de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones en la Administración Pública. Los gobiernos formulan visiones, estrategias y planes para el desarrollo del gobierno electrónico, a fin de determinar las políticas y estructuras reglamentarias y financiar el desarrollo del mismo. Los gobiernos han utilizado las tecnologías de la información y las comunicaciones para mejorar las prácticas administrativas internas, proporcionar información y servicios y establecer contacto con los ciudadanos en el proceso de gobernación y de toma de decisiones públicas. El Consejo Económico y Social, en su informe de 11 de abril de 2003, considera que muchos representantes del mundo académico, y también de la sociedad civil y de la política, se están dando cuenta del abismo que existe entre las promesas contenidas en la mayoría de los documentos estratégicos que exponen una visión y la realidad del desarrollo del gobierno electrónico. Aunque las principales aplicaciones del gobierno electrónico van dirigidas a transacciones objetivamente útiles con el gobierno y a los servicios que presta el gobierno, y tienden a
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CONFIGURACIÓN DE LAS GRANDES ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
orientarse a la satisfacción de las necesidades del sector empresarial, los documentos de política prometen una mejor gestión en los asuntos públicos, un aumento de la participación de los ciudadanos, unas comunicaciones abiertas, una mayor interaccion social y una transparencia más completa.
2.
2.1.
CONFIGURACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN GENERAL DEL ESTADO Situación actual
La configuración actual de la AGE viene determinada por lo establecido principalmente en la Constitución, Ley del Gobierno, LOFAGE y LRJPAC. La estructura interna de la AGE está formada por 15 Ministerios (dos de ellos desempeñados por los Vicepresidentes primero y segundo del Gobierno), 29 Secretarías de Estado, 69 Secretarías Generales y Subsecretarías, 215 Direcciones Generales, 1.030 Subdirecciones Generales en Servicios Centrales y 62 Subdirecciones Generales en Servicios Periféricos, y un total de 139 Organismos Públicos, de los que 72 son Organismos Autónomos, 16 son Entidades Publicas Empresariales, 46 son Organismos Públicos con régimen específico y cinco son Entidades Gestoras y Servicios Comunes de la Seguridad Social. Estos datos, antes de la entrada en vigor de la LOFAGE, suponían un número más elevado de órganos en la estructura de la AGE, y fue precisamente esta Ley la que por primera vez establece unas pautas de simplificación en la organización de la misma, y cuya aplicación supuso una racionalización de la estructura hasta entonces existente, y especialmente en la Administración periférica, pero sobre todo sentó una serie de principios fundamentales para el futuro de la organización y el funcionamiento de la AGE. Una primera reflexión en cuanto al debate de la configuración de la AGE será la relativa a si es excesivo el número de Departamentos ministeriales o si es preferible la creación de macroministerios. Desde 1986 hasta junio de 2003, el número de Departamentos ministeriales apenas ha oscilado1. 1 El Real Decreto 1519/1986, de 25 de julio, de reestructuración de los Departamentos ministeriales, organiza la Administración Central del Estado en 15 Ministerios:
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Si observamos la evolución neta de los Departamentos ministeriales desde el año 1986 hasta el 2003, las cifras varían entre 14 y 17 Ministerios. La Ley del Gobierno podría haber limitado el número de Ministerios, o incluso podría haber detallado, como existe en países de la Unión Europea, qué Ministerios son obligatorios y a partir de ahí establecer un número máximo. — — — — — — — — — — — — — — —
Ministerio de Asuntos Exteriores. Ministerio de Justicia. Ministerio de Defensa. Ministerio de Economía y Hacienda. Ministerio del Interior. Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo. Ministerio de Educación y Ciencia. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. Ministerio de Industria y Energía. Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Ministerio para las Administraciones Públicas. Ministerio de Transportes, Turismo y Comunicaciones. Ministerio de Cultura. Ministerio de Sanidad y Consumo. Ministerio de Relaciones con las Cortes y de la Secretaría de Gobierno.
El Real Decreto 727/1988, de 11 de julio, crea dos nuevos Departamentos ministeriales: — Ministerio de Asuntos Sociales, que asume las competencias atribuidas hasta ese momento a: • Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y al Instituto Nacional de Servicios Sociales en materia de servicios sociales y acción social, excepto la gestión de las prestaciones económicas no contributivas. • Ministerio de Cultura, a través del Instituto de la Mujer y, en materia de juventud, a través del Instituto de la Juventud. • Ministerio de Justicia, a través de la Dirección General de Protección Jurídica del Menor. — Ministerio del Portavoz del Gobierno. De esta forma, el número total de Ministerios pasa a ser 17. El Real Decreto 298/1991, de 12 de marzo, refunde el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, y el Ministerio de Transportes, Turismo y Comunicaciones, en el Ministerio de Obras Públicas y Transportes, pasando a ser 16 el número de Ministerios. El Real Decreto 1173/1993, de 13 de julio, unifica el Ministerio de Relaciones con las Cortes y de la Secretaría del Gobierno y el Ministerio del Portavoz del Gobierno en el Ministerio de la Presidencia. Asimismo, desdobla el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo en el Ministerio de Industria y Energía y en el Ministerio de Comercio y Turismo. Por lo tanto, el número de Ministerios se mantiene en 16. El Real Decreto 907/1994, de 5 de mayo, refunde el Ministerio de Justicia y el Ministerio del Interior en el Ministerio de Justicia e Interior, pasando a 15 el número de Ministerios.
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CONFIGURACIÓN DE LAS GRANDES ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
Esta fórmula existe en Alemania, en donde el Canciller puede elegir a los ministros y proponérselos al Presidente Federal para su designación como tales o para su relevo del cargo. Él también determina el número de ministros y sus responsabilidades. Ciertos ministros son mencionados por la Ley Básica: la Oficina Federal de Asuntos Exteriores, así como el Ministerio Federal del Interior, Justicia, Economía y Defensa. La creación posterior de tres Ministerios más es un requisito constitucional. (En la actualidad, Alemania cuenta con 14 Ministerios.) Aun reconociendo que la configuración ideal del Estado en la reforma de la Administración debe ser aquella que no esté sobredimensionada, la determinación del número y de las funciones de los Ministerios debe corresponder al responsable máximo del Gobierno, al Presidente del Gobierno. En la mayoría de los países de nuestro entorno, el Presidente o Canciller elige el número de Ministerios y propone su ampliación o reducción. La configuración de la AGE en este punto no difiere en absoluto de los países de nuestro entorno. Lo importante en este punto no es la determinación del número óptimo de Ministerios, sino que lo realmente significativo es resaltar que la transformación de las funciones de la AGE exige cambios de tipo organizativo que posibiliten la posición de una Administración más reguladora, planificadora y coordinadora que gestora. En este sentido, se recomienda la revisión de las estructuras ministeriales adaptándolas a estas nuevas funciones y resaltar la imporEl Real Decreto 758/1996, de 5 de mayo, desdobla el Ministerio de Justicia e Interior en el Ministerio de Justicia y el Ministerio del Interior. El Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente se desglosa en el Ministerio de Fomento y en el de Medio Ambiente. El Ministerio de Educación y Ciencia y el Ministerio de Cultura se unifican en el Ministerio de Educación y Cultura. El Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Asuntos Sociales se unifican en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. El Ministerio de Comercio y Turismo se suprime, asumiendo sus funciones el Ministerio de Economía y Hacienda. De esta forma, el número de Ministerios pasa a ser 14. El Real Decreto 557/2000, de 27 de abril, desdobla el Ministerio de Economía y Hacienda en el Ministerio de Economía y el Ministerio de Hacienda, por lo cual el número de Ministerios se fija en 15. Por Real Decreto 561/2000, de 27 de abril, se nombra al Ministro Portavoz del Gobierno, sin cartera. Posteriormente, el Real Decreto 776/2002, de 26 de julio, suprime el Ministro Portavoz de Gobierno, quedando el número de Ministerios en 15. En consecuencia, actualmente el número total de Departamentos ministeriales asciende a 15.
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tancia que deben tener órganos hasta ahora inexistentes, pero necesarios en este nuevo papel de planificación, organización y control del Estado. Es conveniente potenciar que los Ministerios ejerzan las funciones, previstas en la LOFAGE, de planificación, estrategia y control de eficacia y revisar los actuales modelos de gestión de recursos humanos, presupuestarios y contractuales, con el fin de posibilitar y reforzar la autonomía de los Organismos Públicos en la gestión de estos recursos, sin perjuicio del marco legal al que están sometidos. Éste es uno de los aspectos más importantes a resaltar en la configuración del Estado, todo ello sin perjuicio de las propuestas que se realicen en el apartado dedicado a las Administraciones independientes. Lo cierto es que los Organismos Públicos (Agencias, Organismos Autónomos, Entes Públicos Empresariales, Entes con Estatuto Específico) deben tener más autonomía para alcanzar los objetivos cuya planificación y control debe ejercer el Ministerio al que pertenezcan. La facultad que ostenta el Presidente del Gobierno en la actualidad para establecer el número y la denominación de los Ministerios, las Secretarías de Estado, las Comisiones Delegadas del Gobierno y la estructura orgánica del Ministerio de la Presidencia (Ley del Gobierno) tiene su razón de ser en el principio de capacidad de autoorganización de las Administraciones Públicas, proclamado en nuestra Constitución para el Estado y las CC.AA. Los principios de unidad, variedad de órganos, jerarquía, coordinación y tutela son principios comunes en cualquier organización administrativa y que deben presidir cualquier organización. Junto con estos principios, en una Administración del siglo XXI eficaz, eficiente y moderna debe imperar también el principio de racionalización o simplificación de la Administración, entendido éste como la necesaria optimización de los recursos públicos y el evitar gastos públicos injustificados, resultantes de una mala organización y de una proliferación excesiva de órganos administrativos. El principio de racionalización del gasto público con adecuados mecanismos de control, tanto internos como externos, debe llevar necesariamente a evitar un crecimiento inadecuado de la Administración o una configuración sobredimensionada de las Administraciones Públicas. Los procesos de modernización y de reforma de las Administraciones Públicas en los que están inmersos la mayoría de los países de la Europa continental, y que tienen como reto común adaptar las Administraciones Públicas, sus estructuras y procedimientos administrativos a las
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condiciones de funcionamiento de sociedades infinitamente más complejas, tienen un factor común a tener en cuenta y que se ha impuesto a todos: la reducción del déficit público y el equilibrio presupuestario, la optimización de los recursos públicos. Junto a este factor hay que tener presente la nueva realidad europea y la necesidad de preparar la Administración para un espacio administrativo europeo. Efectivamente, la optimización de los recursos públicos es algo que debe imperar en una Administración del siglo XXI eficiente, eficaz, ágil y rápida, y por ello cualquier estructura interna que no responda estrictamente al funcionamiento de la Administración es inadecuada. En todos los países de nuestro entorno los ciudadanos demandan a la Administración, como cuestión principal, que funcione mejor pero que sea menos costosa. Desde el punto de vista organizativo, es indudable que la organización y el funcionamiento de la Administración y su configuración son aspectos fundamentales a la hora de posibilitar esa Administración que funcione mejor y que a la vez sea menos costosa. Las fórmulas para posibilitar el principio de eficiencia pueden ser o bien reducir y simplificar las estructuras y, a la vez, regular y sentar unas bases sólidas que, con independencia de futuras reformas estructurales, posibiliten una adecuada configuración, o bien otra fórmula, adoptada en algunos países como Canadá, la de considerar que un mejor Gobierno no es un «menor Gobierno» y que lo decisivo no es la reducción, sino la consideración de que los gobiernos no pueden hacer las cosas por sí solos, y en ese sentido es fundamental la colaboración y las alianzas estratégicas con el sector privado, el voluntariado y los sectores sin ánimos de lucro, así como el de los propios ciudadanos. ¿Está sobredimensionada la Administración actual? Si analizamos la situación actual del Estado, tenemos inevitablemente que analizar los resultados de la LOFAGE, cuya aprobación, en abril de 1997, supuso un paso importante en el proceso de racionalización administrativa, introduciendo, entre otros aspectos, modelos organizativos homogéneos y mecanismos de ordenación de una Administración institucional compleja y dispersa, y adecuando una Administración periférica que no respondía al marco de descentralización competencial que supone el Estado autonómico. Prácticamente en paralelo a la entrada en vigor y desarrollo de dicha Ley, se han venido produciendo entre 1996 y la fecha actual procesos de reestructuración de mayor o menor intensidad, que se han traducido en un importante esfuerzo de simplificación y de adaptación de las estructuras a los nuevos cometidos de los Departamentos ministeriales y, lo
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que es muy importante, en la generalización de una cultura de economía organizativa a la hora de abordar procesos de reorganización. Como resultado de la LOFAGE hay que señalar que los Altos Cargos en la AGE, en el concepto acuñado en dicha Ley, se han reducido en 86, y los Subdirectores Generales, que son órganos directivos pero no Altos Cargos, lo han hecho en 119. La LOFAGE fue el primer proyecto de Ley que, tras las elecciones de 1996, se envió a las Cortes y supuso un importante esfuerzo de racionalización de las estructuras de los Ministerios, los Organismos Públicos y la Administración periférica (creación de los Subdelegados del Gobierno profesionales, supresión de la figura del Gobernador Civil, integración de los servicios periféricos ministeriales en las Delegaciones del Gobierno, etc.). Tras este proceso hay que decir que la AGE orgánicamente experimentó un proceso de reordenación y racionalización interna, evitando posibles duplicidades de funciones y competencias. Cualquier afirmación o negación sobre si la AGE está sobredimensionada no puede contemplarse desde una perspectiva global, sino en función de cada sector de actividad y de los servicios que realmente se ejecutan en el nuevo marco competencial. Hay que realizar estudios sectoriales para poder detectar posibles situaciones anómalas de sobredimensionamiento. 2.2.
Evolución de las funciones del Estado
La adecuada configuración de la AGE necesariamente exige analizar las nuevas funciones del Estado y sus factores impulsores. Las nuevas y cada vez más exigentes demandas de los ciudadanos, las transferencias de competencias a las CC.AA. como consecuencia del principio de descentralización territorial, la asunción de competencias estatales por la UE, la globalización de procesos económicos y la progresión, utilización y generalización de las tecnologías de la información y las comunicaciones son factores que principalmente han modificado la función del Estado. La transformación de las funciones tradicionales del Estado ha implicado la pérdida de gran parte de sus funciones de gestión, traspasadas a las CC.AA. Al margen de los grandes servicios de gestión que se mantienen en la AGE (recaudación de Hacienda, gestión de la Seguridad Social, el tráfi-
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co, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las Fuerzas Armadas y algunos otros elementos vinculados a la seguridad pública), el cierre del modelo de transferencias sitúa a la AGE en una posición de Administración más reguladora y reglamentadora que gestora, más supervisora que controladora, y más coordinadora y cooperadora que ejecutora. Esta transformación de las funciones de la AGE debe llevar aparejada una revisión de las estructuras internas de los Ministerios y su adaptación a las nuevas funciones de planificación, coordinación y regulación de la AGE. En este sentido se resalta la necesidad de realizar auditorías organizativas que posibiliten la adecuación de las estructuras a las nuevas funciones. 2.3.
Revisión de las estructuras internas de los Ministerios y adaptación a las nuevas funciones de planificación, coordinación, regulación, seguimiento y supervisión de la AGE
La revisión actual de las estructuras internas de los Ministerios para adaptar su configuración a las nuevas funciones exigirá un análisis pormenorizado de cada Departamento ministerial, y conllevará la necesaria amortización de estructuras cuyas áreas sean esencialmente gestoras y ya no corresponda desarrollar a la AGE y, al mismo tiempo, el diseño de modelos organizativos más acordes con las nuevas tareas de planificación, coordinación, regulación, seguimiento y control. En este sentido, se considera que las nuevas funciones del Estado para su adecuado desarrollo exigen una organización más flexible. Hay que reforzar la importancia y capacidades de las unidades en posición staff. Ello exige paralelamente modificaciones en la formulación organizativa actualmente en vigor, que priman la estructura formalizada basada en Subdirecciones Generales frente a soluciones organizativas más acordes con las nuevas funciones que ha de desempeñar la AGE. La Administración General del Estado (AGE), al igual que todas las organizaciones complejas, está formada por un conjunto de estructuras o niveles organizativos (órganos centrales, estructura colegiada, servicios periféricos, organizaciones autónomas, etc.) que, además de presentar particularidades y características que singularizan a cada uno de ellos, evolucionan en función de una serie de variables, tanto internas a la organización como derivadas de las propias variaciones que se producen en su entorno.
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Como se ha señalado anteriormente, hoy está comúnmente admitido que la Administración General del Estado, en las dos últimas décadas, se ha visto afectada por una serie de factores, tanto internos como derivados de su entorno, que están determinando su profunda transformación: el vigente marco normativo; el proceso de transferencias de competencias a las Comunidades Autónomas, prácticamente concluido tras los recientes traspasos en las materias educativa y de gestión sanitaria; la plena integración en las instituciones de la Unión Europea y, en general, un aumento de la presencia internacional de las organizaciones públicas, con el consiguiente incremento de obligaciones supranacionales y la, cada vez mayor, dependencia de decisiones adoptadas en esos foros; la progresiva utilización y generalización de las tecnologías de la información y las comunicaciones, que están afectando a los procedimientos tradicionales de gestión y van a permitir un nuevo modo de relación entre el ciudadano y los órganos administrativos, así como una indudable mejora en la calidad de los servicios públicos prestados. Junto a estos factores están surgiendo otros retos igualmente importantes, con la aparición de nuevas áreas prioritarias de actuación administrativa, como la de inmigración, o la necesaria potenciación de todas aquellas políticas que han de converger en la consecución de un marco regulador ágil y adecuado para el tejido empresarial, mediante iniciativas como la Ventanilla Única Empresarial y la adopción de medidas que fomenten la investigación y el desarrollo, asegurando la transferencia de sus resultados a los sectores económicos, con el consiguiente impacto en términos de competitividad. Desde la perspectiva organizativa de la Administración General del Estado, la incidencia del nuevo modelo de distribución competencial se manifiesta del siguiente modo: Se debe partir de la idea de que la transformación, en líneas generales, de las funciones tradicionales de la AGE ha implicado la pérdida de gran parte de sus funciones de gestión, traspasadas a las Comunidades Autónomas. En principio, esta transformación de las funciones de la AGE debe llevar aparejados cambios de tipo organizativo en los Ministerios para amortizar estructuras cuyas tareas eran esencialmente gestoras y ya no corresponde desarrollar a la AGE. Pero, al mismo tiempo, es preciso diseñar modelos organizativos que sean adecuados para realizar las nuevas tareas de planificación, coordinación, etc., tareas que posiblemente no exijan, para su adecuado desarro-
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llo, estructuras absolutamente formalizadas y cerradas, sino su sustitución por otro tipo de organización más flexible, sobre la base de equipos de trabajo cualificados y multidisciplinares que respondan a las características de los proyectos a desarrollar. No se trata con ello de reemplazar el modelo organizativo articulado en torno a la Subdirección General, sino de abrir otras posibilidades organizativas basadas en puestos de trabajo cualificados y agrupados en un staff dependiente del órgano inmediatamente superior (normalmente, la Dirección General). No obstante, no debe desconocerse que esta cuestión organizativa está muy estrechamente relacionada con aspectos propios de la «cultura» organizativa dominante y, sobre todo, con el actual modelo retributivo existente en la AGE, que prima la línea sobre el staff y la dirección de un órgano administrativo sobre la ocupación de un puesto de trabajo, aunque ambos tengan el mismo rango. El principio de racionalización organizativa se ve claramente reforzado en esta propuesta si tenemos en cuenta que una Subdirección General conlleva la creación de una mínima estructura organizativa, a diferencia de un puesto asesor, que en ningún caso obliga a crear unidades dependientes. Esto significa un aligeramiento de las estructuras administrativas a medio plazo y un menor coste económico. 2.4.
Revisión del marco normativo de funcionamiento
La superación de las barreras legales que impiden la transformación de la Administración para hacer de ésta una organización más cercana al ciudadano, que preste servicios públicos con garantía, de forma rápida, eficiente y eficaz, es uno de los retos de la reforma de la Administración. Existen cuatro ámbitos a los que se debe prestar especial atención: el ámbito presupuestario, el régimen de personal, el régimen contractual y el organizativo. El actual régimen presupuestario deberá revisarse y modificarse para posibilitar una gestión menos rígida y en la que prime la mejora continua de la productividad, la responsabilidad por objetivos, la inclusión en la gestión de técnicas utilizadas por la empresa privada para obtener mayores beneficios. En una Administración de nuestro tiempo, no tiene sentido que dentro de un marco de estabilidad presupuestaria, y en el que hay sentados
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principios como el de eficacia, simplificación y racionalización, los ministros, como responsables directos de la gestión de un determinado Departamento, no tengan plena autonomía para gestionar su presupuesto con plena flexibilidad dentro del límite que debe fijar el Ministerio de Hacienda, esto es, del presupuesto asignado a cada Ministerio. El régimen presupuestario actual adolece de tanta rigidez que las necesidades puntuales en materias tan importantes como el personal nunca pueden ser atendidas de forma inmediata. También se considera urgente la revisión de los actuales procedimientos de gestión de personal y, en la línea apuntada anteriormente, se debe dar más autonomía a los Ministerios para gestionar el personal, ligando la necesidad sentida con la capacidad de gestionarla mediante recursos suficientes. El actual régimen contractual, muy condicionado por el actual Derecho comunitario, debería, dentro de los límites legales, simplificarse y adecuarse a los nuevos servicios que los ciudadanos nos demandan. En este sentido se debería acelerar al máximo la contratación electrónica, eProcurement. El Plan Europe 2005 establece el compromiso de posibilitar las compras públicas electrónicas a través de Internet antes del 2005. Si los plazos de publicación en el BOE y DOCE no pueden rebajarse, disminuyamos los plazos en los demás trámites gracias al uso de la tecnología. Por último, en materia organizativa hay que adoptar medidas que posibiliten una continuada labor de análisis permanente sobre la idoneidad de las estructuras administrativas. La función organizativa llevada a cabo por el Ministerio de Administraciones Públicas debe ser cada vez más activa y menos controladora. Los Ministerios y los Organismos Públicos deben realizar una permanente labor organizativa con suficiente flexibilidad para crear y suprimir unidades inferiores a las de Subdirector General y, al mismo tiempo, debe existir un Ministerio horizontal que, de forma continuada, proponga la adaptación de la estructura organizativa a las constantes transformaciones de la Administración. Las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones hacen necesario el reforzar esta función organizativa. Las funciones organizativas deben ir más allá del aspecto puramente jurídico y formal, evitando incrementos orgánicos injustificados. Por el contrario, la función organizativa en una sociedad tan cambiante, exige una continuada búsqueda de modelos organizativos globalmente válidos y consistentes.
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Los órganos horizontales competentes en materia de organización deben tener competencia para abordar procesos integradores de reestructuración organizativa y para poder iniciar cualquier reforma. 2.5.
Potenciación de la autonomía de los Organismos Públicos
El actual modelo entre Ministerios y Organismos Públicos adscritos debe adecuarse a las nuevas funciones del Estado. En este sentido, como ya se ha señalado, se deberían potenciar las funciones de planificación estratégica y control de eficacia de los Organismos Públicos dependientes, del mismo modo que deberían revisarse los actuales mecanismos de gestión de recursos humanos y presupuestarios, reforzando la autonomía de los Organismos en la gestión ordinaria de estos recursos. El ámbito de actuación específico de cada Organismo debe llevar aparejado un régimen de funcionamiento coherente con las características del respectivo ámbito. Una excesiva «tutela» por parte del Ministerio de adscripción y la ausencia de mecanismos de gestión más adaptados a las necesidades del Organismo pueden paralizar, en la práctica, que se lleve a cabo una verdadera gestión autónoma, en la que, junto a los necesarios instrumentos de control por parte del Ministerio de adscripción y los Ministerios horizontales, deben establecerse mecanismos de motivación en el marco de un sistema de gestión por objetivos, en el que el contrapunto a la autonomía de gestión es el control de resultados por parte del Ministerio de adscripción. La autonomía de gestión que tiene la Agencia Estatal de Administración Tributaria es envidiada por la mayoría de los Organismos Públicos, que, con importantes cargas de gestión y capacidades, ven en muchas ocasiones limitadas sus expectativas. Los logros y buenos resultados de la Agencia Estatal de Administración Tributaria, en parte, responden a una adecuada articulación entre el Ministerio de Hacienda y dicho Organismo y, en parte, a un régimen jurídico más flexible que el de la mayoría de los Organismos Públicos. Las recomendaciones que pueden formularse al respecto son las siguientes: — Revisar los mecanismos de relación actualmente existentes entre los Organismos Autónomos y los respectivos Ministerios de
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adscripción, con objeto de dotar de mayor capacidad de gestión al Organismo en materia de personal, gestión de medios, etc., potenciando, por contra, los instrumentos materiales de control de eficacia. Ello implica reducir la intervención del Ministerio a lo largo del proceso de gestión que lleve a cabo el Organismo, limitándose a realizar la dirección estratégica, la evaluación y el control de resultados de su actividad. — Flexibilizar el régimen de gestión económico-presupuestaria en aquellos aspectos que permitan una mayor aplicación al presupuesto de gastos del Organismo de los ingresos que obtenga por los servicios prestados por el mismo. La línea de reflexión que se recomienda implicaría que, con carácter general, los créditos generados por ingresos obtenidos por el Organismo se aplicasen a su presupuesto, pudiendo incluso aplicar parte a partidas destinadas a productividad del personal (en la línea actualmente establecida para los Organismos Públicos de Investigación-OPIs), si bien con los oportunos controles de la Intervención General de la Administración del Estado. Asimismo, esta medida podría aplicarse, según el Organismo de que se trate, a los ingresos obtenidos (o una parte de los mismos) por la percepción de tasas, cuya gestión debería corresponder al propio Organismo y el importe de lo recaudado pasar a formar parte de su presupuesto (situación que, por otra parte, ya se da en algunos casos como el de AENA o el Fondo de Explotación de los Servicios de Cría Caballar y Remonta). 2.6.
Revisión de los Órganos Colegiados y adecuación a las nuevas funciones del Estado
La proliferación y creación de Órganos Colegiados en la AGE es una cuestión que debe ser abordada. La falta de actividad de algunos Órganos Colegiados evidencia la urgente necesidad de su supresión o bien su adecuación a las nuevas funciones de la AGE. Sería conveniente la realización de un diagnóstico de todos los Órganos Colegiados existentes y la supresión de aquellos cuyo grado de actividad sea inexistente, y en este aspecto se considera que la
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CONFIGURACIÓN DE LAS GRANDES ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
falta de actividad más allá de un año es suficiente para suprimir o adecuar sus funciones. Para ello debe modificarse la normativa y posibilitar al Ministerio horizontal competente para la aprobación de estos Órganos la propuesta de supresión en caso de inactividad o mal funcionamiento. En la normativa actual, el Ministerio de Administraciones Públicas debe aprobar previamente la norma que crea el Órgano Colegiado (Real Decreto u Orden, en función del ámbito y del rango de su Presidente), pero no se prevé la propuesta de supresión en caso de inactividad. Se recomienda para el funcionamiento de los Órganos Colegiados el uso de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Las nuevas posibilidades que ofrecen las tecnologías deben aprovecharse para actuar de forma más rápida. Es evidente que si las decisiones colegiadas pueden adoptarse a través de foros virtuales, la Administración General del Estado deberá potenciarlo. Como ejemplo hay que resaltar la obligación impuesta por el reciente Plan de Choque al Ministerio de Administraciones Públicas de realizar la migración de las comunicaciones internas de Órganos Colegiados en materia TIC hacia canales telemáticos. Ello significa que el Ministerio de Administraciones Públicas deberá adoptar las medidas oportunas para que tanto la Comisión Interministerial de Adquisición de Bienes y Servicios Informáticos como las Comisiones Ministeriales de Informática realicen la tramitación de los expedientes completamente por medios telemáticos. Se considera que, en el entorno organizativo en el que se encuentra la AGE, la figura de los Órganos Colegiados debe cobrar especial relevancia, pues constituye un instrumento organizativo eficaz para la participación social en la toma de decisiones públicas, la coordinación interministerial y de cooperación con otras Administraciones territoriales. 3. 3.1.
CONFIGURACIÓN DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS Situación actual
Para analizar las organización de las CC.AA. hay que partir del artículo 148.1, que establece la facultad de las mismas para asumir competencias en materia de organización de sus instituciones de autogobierno. En base al citado precepto, todas las CC.AA. han asumido tal facultad en sus respectivos Estatutos de Autonomía.
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A pesar del amplio margen de actuación organizativo otorgado a las Comunidades Autónomas, se puede afirmar que existe una gran similitud en la estructura organizativa de éstas y la de la Administración General de Estado. Podría hablarse incluso de mimetismo. De hecho, en la práctica, todas ellas presentan una gran homogeneidad en sus modelos organizativos en lo referente a su denominación y estructura, tal y como se puede comprobar en las distintas Leyes del Gobierno dictadas por las Comunidades Autónomas, en las que se establece la organización de su Administración autonómica2. 2 LEYES DE ORGANIZACIÓN DE LAS ADMINISTRACIONES DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS:
COMUNIDAD AUTÓNOMA DE ANDALUCÍA Ley 6/1983, de 21 de julio, del Gobierno y Administración de la Comunidad Autónoma. Ley 1/1990, de 30 de enero, por la que se modifica parcialmente la Ley 6/1983, de 21 de julio, del Gobierno y Administración de la Comunidad Autónoma. Ley 6/1994, de 18 de mayo, por la que se modifica la Ley 6/1983, de 21 de julio, del Gobierno y Administración de la Comunidad Autónoma, y la Ley 1/1986, de 2 de enero, Electoral de Andalucía. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE ARAGÓN Ley 1/995, de 16 de febrero, del Presidente y del Gobierno de Aragón. Ley 11/1999, de 26 de octubre, que modifica la Ley 1/1995, de 16 de febrero, del Presidente y del Gobierno de Aragón. Ley 11/2000, de 27 de diciembre, de medidas en materia de Gobierno y Administración. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE ASTURIAS Ley 1/1982, de 24 de mayo, de organización y funcionamiento de la Administración del Principado. Decreto 6/1982, de 25 de mayo, de estructura orgánica de la Administración de la Comunidad Autónoma. Ley 9/1983, de 12 de diciembre, por la que se convalida y modifica la Ley 1/1982, de 24 de mayo, de organización y funcionamiento de la Administración del Principado. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE BALEARES Ley 4/2001, de 14 de marzo. Normas reguladoras. Ley 3/2003, de 26 de marzo. Régimen jurídico de la Administración de la C.A. de las Illes Balears. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE CANARIAS Ley 1/1983, de 14 de abril, del Gobierno de Canarias. Normas reguladoras. Decreto 12/2001, de 30 de enero, por el que se determina la estructura central y periférica, así como las sedes de las Consejerías de la Administración Pública de la Comunidad Autónoma de Canarias. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE CANTABRIA Ley 6/2002, de 10 de diciembre, de régimen jurídico del Gobierno y de la Administración de la Comunidad Autónoma de Cantabria.
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En virtud de dichas Leyes, se consideran órganos superiores el Presidente, el Vicepresidente o Vicepresidentes, el Consejo de Gobierno y los Consejeros, los cuales se encuentran al frente de las distintas Consejerías o Departamentos, cuyo número varía actualmente entre 7 y 14, tal y como se refleja en el siguiente cuadro: COMUNIDAD AUTÓNOMA DE CATALUÑA Ley 13/1989, de 14 de diciembre, de organización, procedimiento y régimen jurídico de la Generalidad de Cataluña. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE CASTILLA-LA MANCHA Ley 7/1997, de 5 de septiembre, de régimen jurídico del Gobierno y del Consejo Consultivo. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE CASTILLA Y LEÓN Ley 3/2001, de 3 de julio, de Gobierno y Administración de Castilla y León. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE EXTREMADURA Ley 1/2002, de 28 de febrero, de Gobierno y Administración de Extremadura. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE GALICIA Ley 1/1983, de 22 de febrero. Normas reguladoras de la Xunta y de su Presidente. Ley 11/1988, de 20 de octubre. Modifica la Ley 1/1983, de 22 de febrero. Decreto 151/1983, de 11 de octubre. Regula la organización de las Consellerías. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE LA RIOJA Ley 3/1995, de 8 de marzo, del Gobierno. Régimen Jurídico del Gobierno y la Administración Pública. Ley 3/2003, de 3 de marzo, de organización del Sector Público de la Comunidad Autónoma de La Rioja. Decreto 4/1999, de 19 de julio, que modifica el número y la denominación de las Consejerías. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE MADRID Ley 1/1983, de 13 de diciembre. Consejo de Gobierno de la Comunidad. Gobierno y Administración de la Comunidad. Decreto 96/2000, de 26 de mayo, que modifica la denominación y estructura de las Consejerías. Decreto 155/2001, de 20 de septiembre, que modifica la denominación y estructura orgánica de las Consejerías. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE MURCIA Ley 1/1988, de 7 de enero, del Gobierno. Del Presidente, del Consejo de Gobierno y de la Administración Regional. Decreto 1/2002, de 15 de enero, de reorganización de la Administración Regional. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE NAVARRA Ley Foral 23/1983, de 11 de abril, del Gobierno de Navarra. Régimen Jurídico del Gobierno y de la Administración de la Comunidad Foral. COMUNIDAD AUTÓNOMA DE VALENCIA Ley 5/1983, de 30 de diciembre, de normas reguladoras del Consejo de Gobierno de la Generalidad Valenciana. COMUNIDAD AUTÓNOMA DEL PAÍS VASCO Ley 7/1981, de 30 de junio, sobre Reglamento de Régimen Interior del Gobierno Vasco.
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CONSEJERÍAS O DEPARTAMENTOS EN LAS COMUNIDADES AUTONÓMAS ANDALUCÍA ARAGÓN ASTURIAS CANARIAS CANTABRIA CASTILLA-LA MANCHA CASTILLA Y LEÓN CATALUÑA MADRID C. VALENCIANA
14 9 11 9 9 14 8 13 11 11
EXTREMADURA GALICIA BALEARES LA RIOJA NAVARRA PAÍS VASCO MURCIA CEUTA MELILLA
11 14 13 7 10 11 10 10 9
Las Consejerías o Departamentos están integrados por órganos administrativos jerárquicamente ordenados. Se suele prever la existencia de Viceconsejerías; contarán, como regla general, con una Secretaría General Técnica y se estructurarán por bloques de competencias de naturaleza homogénea a través de Direcciones Generales. Tanto las Secretarías Generales Técnicas como las Direcciones Generales podrán organizarse, a su vez, en Servicios, Secciones y Negociados. En ocasiones figuran las Secretarías Generales o Subsecretarías, como en el caso de la Comunidad Valenciana. Por lo que respecta a la Administración institucional, las Leyes de organización de las Comunidades Autónomas han previsto la descentralización funcional a través de Organismos Autónomos, Entidades Públicas Empresariales y otros Entes con personalidad jurídica propia. En general, las Comunidades Autónomas han adoptado un aparato administrativo periférico, que no sólo es evidente en las Comunidades Autónomas pluriprovinciales, sino incluso en algunas Comunidades uniprovinciales. Asimismo, se reproduce el modelo estatal con el establecimiento de Delegaciones Territoriales de las Consejerías, cuya estructura aparece determinada normalmente por una Secretaría Territorial y Departamentos Territoriales, Secciones y Negociados.
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CONFIGURACIÓN DE LAS GRANDES ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
CONSEJERÍA GABINETE
VICECONSEJERÍA
SECRETARÍA GENERAL
SECRETARÍA GENERAL
DIRECCIÓN GENERAL
DIRECCIÓN GENERAL
DIRECCIÓN GENERAL
SECRETARÍA INTERVENCIÓN GENERAL GENERAL TÉCNICA
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DIRECCIÓN GENERAL
DIRECCIÓN GENERAL
ORGANISMOS PÚBLICOS
Las Viceconsejerías y Secretarías Generales no son de existencia obligatoria. Así pues, en aquellos casos en que ambos órganos no forman parte de la estructura de la Consejería, la Secretaría General Técnica y las Direcciones Generales dependen directamente del Consejero. A la vista de estos datos, es conveniente preguntarse si hay que proponer principios homogéneos para la organización de las CC.AA. y si hay que buscar alguna fórmula que, respetando el principio de autoorganización, siente las bases para evitar la proliferación de órganos, la duplicidad de los mismos y la optimización del funcionamiento de las Administraciones autonómicas en aras del acercamiento a los ciudadanos.
3.2.
Principios comunes para la organización y funcionamiento
Tomando como punto de partida el principio de autonomía organizativa, hay que afirmar que, en todos los Estatutos de Autonomía y en las Leyes autonómicas de Gobierno y Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas, las Comunidades Autónomas configuran modelos
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organizativos y de funcionamiento de carácter burocrático, siguiendo en lo esencial la división departamental y fragmentada de la Administración General del Estado. La similitud con la organización del Estado es tal que, más allá de la estructura departamental de cada Consejería, se expande la estructura a través de la creación de Organismos Autónomos y otros entes instrumentales para evitar la rigidez excesiva de la organización departamental. Los problemas, por tanto, que subyacen en el estudio de la organización del Estado se reproducen igualmente en el estudio de la organización de las CC.AA. (excesivo número de Consejerías, posibilidad de limitar el número de las mismas, excesiva proliferación de Organismos Públicos en búsqueda de regímenes más flexibles). No obstante, las CC.AA. adolecen de dos problemas añadidos, que son: — Falta de principios de organización y funcionamiento homogéneos. — Estructuras dispares que impiden, en muchas ocasiones, una adecuada coordinación y cooperación tanto con el Estado como con las demás CC.AA. En las CC.AA. la competencia para crear, modificar o suprimir Consejerías o Departamentos corresponde, con carácter general, al Presidente de la Comunidad. No obstante, en las CC.AA. de Madrid y Murcia se atribuye al Presidente de la Comunidad, cuando se ejerza al inicio de la legislatura, o al Consejo de Gobierno, en los demás casos. En algunas normas autonómicas de atribución de estas competencias (Ley 6/1983, de 21 de julio, de Gobierno y Administración de la C.A. de Andalucía; Decreto Legislativo 1/2001, de 3 de julio, de Presidencia de Gobierno de Aragón; Ley 8/1991, de 30 de julio; Ley 1/1983, de Gobierno y Administración de la C.A. de Galicia; Ley 1/1983, de 13 de diciembre, de Gobierno y Administración de la Comunidad de Madrid) se otorga la facultad de crear y modificar las Consejerías, dentro de las disponibilidades presupuestarias (Andalucía) o sin que ello suponga un incremento del gasto público (Aragón, Galicia). La única Comunidad que establecía un límite máximo (hasta 10) de Consejerías es la C.A. de Madrid (Ley 1/1983, de 13 de diciembre), si bien en la actualidad, al ser modificado el artículo 19.3, ya no se establece limitación alguna.
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Este hecho nos lleva a plantearnos dos primeras cuestiones: ¿es aconsejable que los Presidentes de las CC.AA. tengan facultad, al igual que la ostenta el Presidente del Gobierno para el Estado, para crear o modificar las Consejerías?, y la otra cuestión es si sería recomendable limitar el número máximo. Respecto a la primera cuestión, es evidente que quien tiene la responsabilidad de gobierno debe tener la capacidad para autoorganizarse. Más importante que el estudio de un número limitado de Consejerías es recomendar a las diferentes CC.AA. que dichas Consejerías sean homogéneas, con el fin de mejorar la coordinación y colaboración entre ellas y la cooperación con el Estado para canalizar toda la información, tantas veces dispersa, sobre organización y adoptar Acuerdos en materia de configuración con las Administraciones Públicas. Ahora bien, lo prioritario es que las CC.AA. adecuen su normativa sobre organización y funcionamiento, recomendando unos principios de organización y funcionamiento que, previamente consensuados, eviten en el futuro una proliferación o duplicidad de órganos y que, sobre todo, posibiliten una configuración adecuada y racionalizada, ajustada a las necesidades para su funcionamiento. Los principios que se proponen, entre los que hay que destacar los de eficacia, eficiencia y acercamiento a los ciudadanos, podrían ser los que establece la LOFAGE para el Estado en su artículo 3, y que literalmente son: 1)
De organización:
a) Jerarquía. b) Descentralización funcional. c) Desconcentración funcional y territorial. d) Economía, suficiencia y adecuación estricta de los medios a los fines institucionales. e) Simplicidad, claridad y proximidad a los ciudadanos. f) Coordinación. 2)
De funcionamiento:
a) Eficacia en el cumplimiento de los objetivos fijados. b) Eficiencia en la asignación y utilización de los recursos públicos. c) Programación y desarrollo de objetivos y control de la gestión y de los resultados.
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d) Responsabilidad por la gestión pública. e) Racionalización y agilidad de los procedimientos administrativos y de las actividades materiales de gestión. f) Servicios efectivos a los ciudadanos. g) Objetividad y transparencia de la actuación administrativa. h) Cooperación y coordinación con las otras Administraciones Públicas. El principio recogido en la LOFAGE relativo a la profesionalización de los directivos públicos se considera importante y debería considerarse por parte de las CC.AA. La estrategia de profesionalización de los puestos de las cúpulas administrativas, tal y como se realizó en el Estado a través de la LOFAGE, evitaría la proliferación de cargos de confianza y, por tanto, la inadecuada configuración de las Administraciones autonómicas. Ninguna Comunidad Autónoma (a excepción de Murcia) establece la reserva del cargo de Director General a funcionarios. Todas estas recomendaciones (establecer principios homogéneos y consensuados, y asumir el principio de profesionalización de altos directivos) son aconsejables y se podrían discutir y acordar a través de un órgano específico de cooperación o a través de una Conferencia Sectorial. La falta de una Conferencia Sectorial de Organización da lugar a una dispersión organizativa y a una falta de transparencia. 3.3.
Potenciación de los órganos de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas: Órganos Mixtos
Es evidente que, con independencia del reparto competencial entre las Administraciones Públicas, resultado del principio de descentralización territorial, en una Administración del siglo XXI hay una necesidad de reordenar las estructuras administrativas en función del destinatario de los servicios, el ciudadano y las empresas. Hay dos opciones para posibilitar la necesaria adaptación de las estructuras orientadas al servicio de los ciudadanos: 1) La potenciación de las Oficinas de Gestión Unificada, la potenciación de las «Ventanillas Únicas», que la AGE ya impulsó de forma urgente tras el Acuerdo del Consejo de Ministros de 4 de abril de 1997, adoptándose el compromiso de «interconexión de registros» y po-
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CONFIGURACIÓN DE LAS GRANDES ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
sibilitando la participación de las CC.AA. a través de la firma de los correspondientes convenios, a los que también podrían adherirse Entes locales. De forma urgente se deben potenciar las Ventanillas Únicas Virtuales para posibilitar a los ciudadanos su relación a través de medios telemáticos. 2) La reorganización integral de la Administración en función de la lógica de los Servicios Prestados. Se considera fundamental explotar este campo, posibilitando la creación de órganos mixtos que, con absoluta responsabilidad y con una excelente coordinación, presten un servicio específico a los ciudadanos, sin que éstos tengan que conocer qué competencias corresponden al Estado y qué competencias corresponden a las CC.AA. y a los Entes locales. Se recomienda la potenciación de mecanismos de colaboración (organizaciones mixtas) entre la Administración General del Estado y las Administraciones autonómicas, o bien potenciando fórmulas ya existentes, aunque de escasa utilización, o bien fomentando el uso de algún mecanismo utilizado por alguna Comunidad Autónoma que pudiera resultar de especial interés. Dentro de las fórmulas previstas en la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (Conferencias Sectoriales y otros órganos de cooperación sectorial) debería potenciarse, por su importancia organizativa, la figura del consorcio. En efecto, el consorcio permite disponer de una organización común que presenta las siguientes virtualidades: — Es una fórmula flexible, pues la organización común puede adoptar cualquiera de las formas previstas en la legislación aplicable a las Administraciones consorciadas. — Su régimen organizativo, financiero y funcional se fija en el propio Estatuto (por tanto, no responde a un esquema rígido y prefijado), norma que también establece la proporción de representación de las entidades consorciadas en los órganos de decisión del consorcio. Figuras de consorcios se han establecido en el ámbito de la Administración General del Estado, aunque son escasas: quizá, la más representativa es la que supone el Instituto Astrofísico de Canarias, creado con
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este carácter consorcial por Real Decreto-Ley 7/1982 y regido por su normativa específica y, supletoriamente, por la normativa aplicable a los Organismos Públicos de Investigación (OPIs), previstos en la Ley de Fomento y Coordinación de la Investigación Científica y Técnica. En este caso, la cooperación entre las Administraciones consorciadas (Estado, Gobierno de Canarias, Universidad de La Laguna y Consejo Superior de Investigaciones Científicas) se articula a través de la participación y la aportación de personal procedente de las distintas Administraciones consorciadas. Otras fórmulas de cooperación mediante organizaciones mixtas las brinda la posibilidad, prevista en el artículo 6.5 de la LRJ-PAC, de constituir, en el marco de un convenio de colaboración, una sociedad mercantil cuando la gestión de dicho convenio haga necesario crear una organización común y no se opte por el consorcio. Como ejemplo de fórmulas mixtas utilizadas por las CC.AA. hay que citar a la Agencia Catalana del Agua. La Agencia Catalana del Agua se creó en la Ley 25/1998, de 31 de diciembre (Parlamento de Cataluña), de Ordenación Económica, como entidad de Derecho público de la Generalidad de Cataluña. Posteriormente, mediante el Decreto 125/1999, de 4 de mayo, se aprobaron sus Estatutos. La singularidad que ofrece esta Agencia estriba en que, como Administración hidráulica de Cataluña, ejerce todas las competencias en esta materia y, por tanto, concentra ámbitos funcionales muy diversos (gestión de cuencas hidrográficas, construcción de obras hidráulicas, control de calidad de playas, control de contaminación de aguas, ordenación de los servicios de abastecimiento de aguas, etc.) que afectan a distintos órganos de la propia Generalidad así como a otras Administraciones territoriales (AGE y Entidades Locales). Así pues, se podría decir que una política pública como es la «política del agua», que supone distintos frentes de actuación y que, normalmente está distribuida en distintos órganos administrativos de distintas Administraciones Públicas, es susceptible de articularse en una única entidad pública, con las ventajas que de ello se derivan. Para ello, la organización de la Agencia Catalana del Agua, en sus niveles de decisión, presenta un Consejo de Administración, máximo órgano de gobierno, en el que participan representantes de la Generalitat, de los órganos o entidades de la AGE que ejercen competencias en materia de aguas u obras hidráulicas en el territorio de Cataluña, de los entes locales y de los usuarios del agua.
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En cuanto a los recursos económicos, éstos proceden básicamente de los distintos cánones y tasas que percibe la Agencia, pero también de las transferencias presupuestarias que se establezcan en los presupuestos de la Generalitat y las procedentes de otras administraciones. Este modelo de gestión debería plantearse como una solución organizativa adecuada en otros ámbitos competenciales, pues posibilita romper con modelos organizativos fragmentados que, en muchos casos, provocan que la prestación de servicios al ciudadano se complique innecesariamente. ¿Cómo empezar el cambio organizacional? Reformando los procedimientos, paso a paso, y adoptando nuevas formas de trabajar, yendo hacia sistemas descentralizados de toma de decisiones, equipos virtuales de trabajo, compartiendo horizontal y verticalmente la información, y creando unidades operacionales y de coordinación de alto nivel. La Administración electrónica supone una revolución en la Administración Pública ya que, por una parte, permite abordar proyectos y prestar servicios totalmente nuevos (p.ej., servicio de comunicación de cambio de domicilio o notificaciones telemáticas) y, por otra, posibilita prestar los servicios públicos de otra forma; ello conlleva un cambio en los perfiles profesionales y, por ende, cambios estructurales para adecuar la realidad de la organización Características de la Administración electrónica Resumiendo todo lo anterior, podemos decir que la Administración electrónica tiene las siguientes características: 1.º Está centrada en el usuario y, por tanto, tiene que ser abierta, transparente, accesible, ágil, responsable, confiable y segura. 2.º Tiene una fuerte componente tecnológica, que modifica la forma y el modo de prestar los servicios y las formas de relacionarse del usuario con la Administración, y viceversa. 3.º Es un estilo de Administración que exige coordinación o colaboración con: • • • •
Los Departamentos de una propia Administración. Otras Administraciones Públicas (nacionales e internacionales). Con el sector privado. Con los ciudadanos.
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4. 4.1.
EL IMPACTO DE LA ADMINISTRACIÓN ELECTRÓNICA EN LAS ESTRUCTURAS ADMINISTRATIVAS Los países de nuestro entorno, a la hora de construir una Administración electrónica, han optado por dos tipos de estrategias para el despliegue de una política adecuada
• Estrategias de arriba abajo, basadas en la fijación de normativa y estándares (tecnológicos, de accesibilidad, de navegación, de contenido, etc.) por parte de la autoridad que debe dar conformidad a los proyectos antes de su inicio, mediante el control financiero u otras formas de control. Un ejemplo de esta estrategia es la seguida por el Reino Unido, con su Oficina del e-Envoy, que depende directamente de la Secretaría de Estado de Comercio e Industria. Es la «Ministra Electrónica», con total responsabilidad respecto a las políticas gubernamentales en esta materia. Dirige los temas de sociedad de la información a nivel de Consejo de Ministros, al que presenta informes mensuales, y tiene también todas las competencias en lo que se refiere a temas de estrategia en Administración electrónica. • Estrategias de abajo arriba, basadas en la colaboración entre organizaciones implicadas y en las que la unidad responsable de implementar las estrategias de Administración electrónica tendría el papel de catalizador de las mismas. Ejemplo de esta segunda estrategia es la seguida en España por el Ministerio de Administraciones Públicas, a través del Consejo Superior de Informática y para el Impulso de la Administración Electrónica, que a lo largo de su historia ha funcionado en base a los principios de coordinación y cooperación, creando metodologías y herramientas de uso común para las Administraciones, elaborando recomendaciones y promoviendo estándares que faciliten la portabilidad de las aplicaciones y la interoperabilidad de los sistemas, o efectuando labores de planificación, seguimiento y supervisión; tal es el caso del reciente Plan de Choque para el impulso de la AE en España, que establece en dos años un conjunto de medidas estratégicas; la ejecución de las medidas corresponde a los Ministerios responsables y la coordinación al Consejo. Dadas las características de descentralización de nuestro Estado, parecen más asumibles a priori estrategias basadas en la búsqueda de be-
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neficios comunes en los proyectos integradores de servicios, que aunasen las voluntades y esfuerzos de diferentes organismos a la hora de acometerlos. En definitiva, una estrategia del segundo tipo. Se estima que una forma de garantizar el triunfo es alcanzar un gran Pacto Nacional, actualizable periódicamente, que, respetando las competencias propias de cada instancia, garantice la continuidad en el tiempo y la integración y no-redundancia de esfuerzos en el desarrollo de la Administración electrónica. En este sentido se propone alcanzar un gran Pacto Nacional que englobe a todas las Administraciones Públicas, a los partidos políticos y a los agentes sociales, sindicatos, empresarios, internautas, etc., de forma que exista un compromiso amplio que respalde y contribuya al avance de los planes y proyectos previstos y en marcha. Un factor que promueve la existencia de un pacto de esta naturaleza es el proceso de integración europea y la progresiva intercooperación e interdependencia entre Administraciones europeas, creándose, por ejemplo, dentro del proyecto IDA (Interchange Data Administrations), redes telemáticas sectoriales con una clara vocación de permanencia, que no pueden estar sometidas a cambios organizativos y decisionales respecto a la política informática. Sería adecuado, además del pacto, constituir un Foro que permitiría hacer un seguimiento de alto nivel de la evolución de la AE, proponer reformas, recomendaciones y cambios, impulsar el acceso a la red, promover la «culturización informática» y evitar la brecha digital, alcanzar acuerdos que involucrasen a todos los agentes, e incluso poner en marcha medidas más concretas como pueda ser proponer la creación de entes u órganos interadministrativos para prestar competencias compartidas y de los que dependieran las unidades operacionales que se mencionaron anteriormente. La AE debe estar centrada en el usuario; por lo tanto, éste tendrá mucho que decir en su creación, desarrollo y evolución; debemos, pues, impulsar los foros virtuales en Internet para fomentar la participación ciudadana y también los foros formales, creando un Foro de Usuarios de la Administración Pública, encargado de transmitir a la Administración las prioridades e intereses de los ciudadanos y empresarios de cómo deben seleccionarse e implementarse los diferentes proyectos. Además, con ello lograremos abrir la Administración electrónica a los usuarios, que podrían participar en sus órganos de gobierno, conforme a lo previsto en el artículo 129 de la Constitución: «La ley establecerá las formas de participación de los interesados ... y en la actividad de
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los organismos públicos cuya función afecte directamente a la calidad de la vida o al bienestar general». Conocer sus necesidades, prioridades e inquietudes mediante encuestas periódicas. Hay que hacerlo todo por los usuarios, pero contando con ellos. La participación puede concretarse en el informe de normativa, en la remisión de un informe anual con quejas o peticiones, o incluso en la participación efectiva y permanente en un órgano de gobierno de la Administración electrónica.
4.2.
Las necesidades de cooperación entre las grandes Administraciones Públicas para el impulso de la AE
En materia de Administración electrónica es indispensable la cooperación reforzada entre Administraciones Públicas. Se debe crear un marco permanente, estable y coherente en el que las Administraciones Públicas españolas puedan colaborar y cooperar en materia de Administración electrónica. Los servicios multiadministrativos y el entendimiento político-tecnológico entre diferentes niveles de Administración Pública se configuran como un reto importantísimo a la hora de estructurar los servicios de Administración electrónica prestados por diferentes entes. En primer lugar, se considera muy útil crear una Conferencia Sectorial específica para esta materia con grupos o comisiones especializados para tratar materias de cooperación común. Esta Conferencia no sólo trabajaría en el plano nacional interno, sino que serviría para consensuar la posición española en los procesos de integración europea que afecten a las Administraciones electrónicas europeas. Pero esta cooperación, además, puede extenderse a proyectos concretos; así, por ejemplo, en el proyecto de Administració Oberta de Catalunya participa un Consorcio de Ayuntamientos y la Comunidad Autónoma, siendo una de las actuaciones relevantes el Portal de las Administraciones Públicas catalanas (CAT365). En este supuesto, ¿cabe pensar en una integración de los servicios que el Estado presta en Cataluña dentro de este Portal con vistas a la prestación de servicios multiadministrativos integrados? La concentración de información y servicios de los tres niveles de Administración en un único Portal tiene ventajas para los ciudadanos, que encuentran todos los servicios referidos a su ámbito geográfico agrupados en un único punto virtual, y también para
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las Administraciones, que aprenden a cooperar entre ellas para prestar un mejor servicio. Si una experiencia de este tipo resulta exitosa cabría pensar en su expansión al resto de España. De esta forma, el ciudadano tendría una triple opción de selección: acudir al web específico de un organismo a efectuar un trámite concreto; acudir a un «portal vertical» si lo que quiere ver son la información y servicios que le ofrecen las Administraciones Públicas por vivir en una determinada casa, y, por último, puede elegir un «portal horizontal» que le ofrece un nivel de Administración: estatal, autonómico o local. Una idea como la aquí expuesta viene avalada por las previsiones del Plan de Choque para el impulso de la AE en España, que nos recuerda que «se precisan infraestructuras compartidas en las que puedan tener cabida los diferentes servicios individuales». A medida que se vislumbra la posibilidad de servicios integrados triadministrativos, tendremos que ser capaces de pensar estructuras administrativas mixtas válidas para servirlos eficazmente o delegar esta función en entes instrumentales fundados al efecto. La coordinación intra-Administración también resulta básica. Por ello, en el ámbito de cada Administración, la coordinación puede tener su reflejo en una progresiva estandarización técnica, en la realización de proyectos horizontales de alto valor añadido y en el uso de metodologías comunes. Estableciendo pautas y directrices de obligado cumplimiento respecto a cuestiones tales como: la portabilidad en las aplicaciones, la interoperavidad de los sistemas, las comunicaciones telemáticas y la presentación de datos a los ciudadanos. En el caso de la AGE esta acción pasa, sin lugar a dudas, por una potenciación y robustecimiento del Consejo Superior de Informática y para el Impulso de la Administración Electrónica y de las Comisiones especializadas que de él dependan. Se considera que este órgano colegiado debería experimentar una renovación en cuanto a su composición, estructura, modelo de funcionamiento y competencias. No limitándose a ser un órgano planificador o impulsor, sino que debería dotársele de capacidades para asignar presupuestos, adoptar normativas y auditar proyectos y resultados. Un Consejo reactivado puede abordar las tareas de coordinación, control y seguimiento de los diferentes planes que se vayan lanzando; tal es el caso del Plan de Choque anteriormente citado y que deriva de las recomendaciones del Grupo Especial de Estudio para el Desarrollo de la Sociedad de la Información («Informe Soto»).
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Particular importancia cobra en este contexto el impulso de proyectos comunes que afectan a todos los Departamentos; un buen ejemplo de esto puede ser el proyecto de centralización de las notificaciones telemáticas de la AGE a través de un único organismo o ente; incluso en estadio más avanzado del proyecto es posible plantear la coparticipación de otras Administraciones Públicas.
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LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA (Hacia una nueva descentralización administrativa) JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ SUMARIO: 1. La Administración local en el Estado de las Autonomías: 1.1. El crecimiento progresivo de las Comunidades Autónomas. 1.2. La limitación paulatina del Estado a las funciones clásicas o de soberanía. 1.3. El crecimiento considerable, pero insuficiente, de la Administración local.—2. La Administración local española en el ámbito de la Unión Europea: 2.1. Delimitación previa del ámbito de investigación: el primer escalón municipal (comunas, municipios y distritos) y el segundo nivel local (provincias, departamentos, condados, agrupaciones locales y regiones municipales). 2.2. La expansión y desarrollo de las Administraciones locales en la Unión Europea: 2.2.1. Rasgos peculiares de las Administraciones locales más desarrolladas (Dinamarca, Suecia y Finlandia): la importancia moderada de las funciones tradicionales o clásicas y la extraordinaria incidencia de las actividades docentes, sanitarias y sociales. 2.2.2. El considerable desarrollo de la Administración local en el Reino Unido. 2.2.3. Algunos perfiles característicos de las Administraciones locales de expansión media (v.g., Países Bajos, Italia, Francia, Austria y Alemania). 2.2.4. El insuficiente desarrollo de la Administración local española.—3. La posición de la Administración local española ante la reforma de sus estructuras y funciones: 3.1. La Asamblea General Extraordinaria de la Federación Española de Municipios y Provincias (noviembre de 1993): 3.1.1. La inexistencia de una conveniente y adecuada participación de las Corporaciones locales en la construcción del Estado de las Autonomías. 3.1.2. La insuficiente descentralización del gasto público. 3.1.3. La necesaria formalización de un «Pacto Local» para impulsar la transferencia o cesión de competencias a las Entidades locales. 3.2. Las «Bases para el Pacto Local» (24 de septiembre de 1996): 3.2.1. Principales reivindicaciones de la FEMP. 3.2.2. La naturaleza de las peticiones formuladas por la FEMP. 3.3. Las «Medidas para el desarrollo del Gobierno Local», aprobadas por el Consejo de Ministros el 17 de julio de 1998: 3.3.1. Iniciativas legislativas (La entidad y trascendencia limitadas de los Proyectos de Ley integrados en el «Pacto Local»). 3.3.2. Medidas administrativas (Quince soluciones concretas, pendientes, en parte, de implantación). 3.3.3. Código de conducta política.— 4. Tres propuestas esenciales para la reforma, desarrollo y modernización de la acción pública local: 4.1. La transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones a las Entidades locales desde la Administración General del Estado. 4.2. La transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones a las Entidades locales desde las Comunidades Autónomas: 4.2.1. Ámbito de las transferencias: las sesenta peticiones contenidas en las «Bases para el Pacto Local». 4.2.2. Procedimientos para llevar a cabo las transferencias o traspasos: la intervención decisiva de las Comunidades Autónomas. 4.3. La necesaria reforma de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local: 4.3.1. La nueva atribución de competencias a las Diputaciones Provinciales. 4.3.2. La regulación de la participación ciudadana. 4.3.3. El régimen especial de organización y funcionamiento de los municipios de gran población. 4.3.4. Una cuestión pendiente: la superación del «inframunicipalismo».—5. A modo de epílogo.
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JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
1.
LA ADMINISTRACIÓN LOCAL EN EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS
Transcurridos más de veinticinco años desde la promulgación de la Constitución española de 1978, es obligado reconocer el impresionante esfuerzo descentralizador llevado a cabo en nuestro país y la profunda y radical transformación acaecida en el conjunto de las Administraciones Públicas. El desarrollo del Estado de las Autonomías ha tenido, en su evolución y cristalización actual, tres rasgos muy singulares: 1.º) el crecimiento progresivo de las Comunidades Autónomas; 2.º) la limitación paulatina del Estado a las funciones clásicas o de soberanía; 3.º) el crecimiento considerable, pero insuficiente, de la Administración local. 1.1.
El crecimiento progresivo de las Comunidades Autónomas
Desde la instauración de las primeras Comunidades Autónomas —en el año 1979 (v.g., País Vasco y Cataluña)— hasta el momento presente, nuestro país ha experimentado un innovador y profundo cambio en las estructuras del Estado. Su rasgo más acusado ha sido, sin duda alguna, la expansión ininterrumpida de las Comunidades Autónomas. Durante el período 1979-2003, el proceso autonómico trasciende a todo el territorio del Estado y da lugar al nacimiento, y ulterior desarrollo, de 17 Comunidades Autónomas. Estos Entes territoriales asumen un nutrido conjunto de competencias legislativas, ejecutivas y de gestión. Los campos o sectores de la acción administrativa son muy amplios y heterogéneos: la agricultura y la ganadería; la industria; el comercio interior; los montes y los aprovechamientos forestales; el patrimonio histórico-artístico; el medio ambiente; la educación; la sanidad; la cultura; la asistencia social; la ordenación del territorio; la vivienda; el urbanismo; los archivos, museos y bibliotecas; el deporte y el ocio; los casinos, juegos y apuestas; los espectáculos; el fomento y la enseñanza de las bellas artes, y el desarrollo comunitario. Se ha dicho —y con razón— que la asunción por las Comunidades Autónomas de este gran cúmulo de atribuciones y competencias ha generado uno de los procesos descentralizadores más profundos de cuantos han acaecido en la Europa contemporánea. Pero —como se verá más adelante— se trata de una descentralización parcial e incompleta desde la perspectiva de la Administración local. Es evidente que la Administración española ha experimentado una
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profunda mutación. Algunos datos bastarán para corroborar esta tesis. En el año 1983, las 17 Comunidades Autónomas contaban, tan sólo, con un total de 107.000 funcionarios1; veinte años después (exactamente en el 2002) esta cifra se eleva a 1.193.000 efectivos. Expresado de otra forma: entre los años 1983 y 2002, el número de empleados públicos al servicio de las Comunidades Autónomas se ha multiplicado por once. Es menester añadir otro dato muy significativo: la mayoría del personal al servicio de las Administraciones Públicas —exactamente el 52,24%— se encuentra incorporado a las Administraciones autonómicas (véase cuadro 1). El hecho, aunque trascendental, no puede sorprender a nadie. Las Comunidades Autónomas han absorbido los dos colectivos más numerosos de la Administración contemporánea: los funcionarios docentes y el personal sanitario2. Cuadro 1 Personal al servicio de las Administraciones Públicas en España Año 1983
Año 2002
Administración del Estado ............. Administraciones autonómicas ...... Administración local ......................
1.357.000 (88,02%) 107.000 (6,31%) 232.000 (13,68%)
558.000 (24,43%) 1.193.000 (52,24%) 533.000 (23,34%)
Total ..............................................
1.696.000 (100%)
2.284.000 (100%)
Fuentes: Para 1983: La Función Pública en la Europa de los Doce, INAP, 1986. Para 2002: Ministerio de Administraciones Públicas (Dirección General de Organización Administrativa), 2003.
Desde una perspectiva económica, la descentralización del gasto público ha experimentado, también, algunos cambios sustanciales. Si excluimos los gastos de la Seguridad Social, que, por su propia naturaleza, no son indicativos de la auténtica participación de las diferentes Admi1 Se utiliza el término «funcionario» en su sentido más lato o extensivo, y comprende, por consiguiente, los funcionarios stricto sensu, los contratados laborales y otro personal al servicio de las Comunidades Autónomas. 2 El personal docente y colaborador integrado en la enseñanza primaria, en la enseñanza secundaria y en las universidades supera, en España, los 559.000 efectivos. El personal sanitario y auxiliar al servicio del Sistema Nacional de Salud alcanza los 385.000 efectivos. Conjuntamente, ambos colectivos se aproximan al 42% de la función pública española.
291
JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
nistraciones en el gasto público3, las Comunidades Autónomas, que en el año 1984 tan sólo participaban con un 16,8% en el gasto público, alcanzan, en el año 1998, un porcentaje del 34,1%. El peso específico del gasto público autonómico se ha duplicado durante los años considerados (véase cuadro 2). Cuadro 2 Participación de las distintas Administraciones en el gasto público —España— (excluidos los gastos de la Seguridad Social)
Administración del Estado ............. Administraciones autonómicas ..... Administración local ......................
Año 1984
Año 2001
67,6% 16,8% 15,6%
43,5% 34,1% 22,9%
Fuentes: Para el año 1984: La descentralización del gasto público en España. Período 19841990, Ministerio de Economía y Hacienda, 1991. Fuentes: Para el año 2001: Avance de la actuación presupuestaria del Estado durante 2002, Ministerio de Hacienda, 2002.
Es necesario, por consiguiente, formular una primera conclusión: las Comunidades Autónomas han experimentado, durante los últimos vein3 La Seguridad Social absorbe en todos los países de la Unión Europea un cúmulo inusita-
do de prestaciones económicas (pensiones, subsidios, ayudas económicas y prestaciones de diversa naturaleza). Frente a la indudable moderación del número de empleados de la Seguridad Social (normalmente, entre un 2 y un 6% del total de la función pública, según los diversos países), sus presupuestos son desmesurados (entre un 25 y 40% de los presupuestos públicos). La magnitud real de este importante «esfuerzo económico» se percibe claramente al comparar los gastos de la Seguridad Social con el producto interior bruto (con índices entre el 12 y el 20%, según los casos). Estas cifras, obviamente, alteran y distorsionan profundamente la participación de las Administraciones Públicas en el gasto público. Por tal razón, el Sistema Europeo de Cuentas Económicas Integradas considera, dentro del sector de las Administraciones Públicas, un subsector separado e independiente: el de la Seguridad Social. La solución es lógica porque los cuantiosos recursos consumidos por la misma tienen como destinataria a la sociedad y se extienden, asimismo, a todo el territorio. De esta suerte, la Seguridad Social se configura como una compleja organización —tutelada por el Estado, pero con una financiación propia o específica— para la superación de todas las carencias generadas por la vejez, la indigencia, la desigualdad o la adversidad. En definitiva, se perfila como una institución que pretende proteger a todos los ciudadanos ante las contingencias y riesgos que les amenazan a lo largo de su existencia.
292
LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
te años, un crecimiento espectacular y se encuentran en trance de constituir las Administraciones Públicas más desarrolladas. 1.2.
La limitación paulatina del Estado a las funciones clásicas o de soberanía
La expansión y desarrollo de la Administración autonómica ha tenido como fenómeno paralelo la disminución progresiva de la Administración estatal. Al margen de las competencias del Estado para la elaboración y promulgación de la legislación básica o general, bien puede decirse que las atribuciones estatales se han visto circunscritas, paulatinamente, a las denominadas funciones clásicas o de soberanía; a saber: la defensa nacional, el orden público, la administración de justicia, los asuntos exteriores y la administración financiera. Huelga señalar que la Administración General del Estado también realiza ciertas actividades de interés supracomunitario (p.e., marina mercante, obras públicas, espacio aéreo, aguas territoriales, etc.) y otras consideradas de planificación y coordinación (v.g., planificación general de la economía, coordinación general de la investigación científica y técnica, coordinación general de la sanidad). De esta suerte, la Administración del Estado, que en el año 1983 todavía contaba con 1.357.000 funcionarios (el 88% de la función pública), ha visto reducido el número de sus servidores, en el año 2002, a 558.000; es decir, a un 24,4% de la función pública. Desde la óptica de los recursos humanos, la Administración del Estado se ha visto, pues, restringida a menos de la mitad. Desde un punto de vista económico, es asimismo perceptible la disminución relativa de los gastos públicos estatales (67,6% en 1984 y 43,5% en 2002). Es más, las Comunidades Autónomas y la Administración local, conjuntamente consideradas, superan nítidamente los gastos de la Administración estatal (véase cuadro 2). 1.3.
El crecimiento considerable, pero insuficiente, de la Administración local
Durante el período analizado (1983-2002), la Administración local española también ha experimentado algunas transformaciones importantes. Ante todo, hay que significar que, en los inicios de este período,
293
JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
tiene lugar la denominada «normalización local». Efectivamente, la autonomía local, reconocida en el artículo 137 de la Constitución y garantizada inequívocamente en los artículos 140 y 141 del mismo Texto Fundamental, se perfila y define a través de tres disposiciones legales de especial trascendencia: 1.ª) la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las bases de régimen local; 2.ª) la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de régimen electoral general, cuyo Título III regula las elecciones en los municipios, diputaciones provinciales y cabildos insulares, y 3.ª) la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las haciendas locales. Estas reformas legales, que constituyen el sustrato del desarrollo de nuestra Administración local, se ven acompañadas por un notable crecimiento de los recursos humanos y de los medios financieros de los ayuntamientos, diputaciones y cabildos. Las cifras son suficientemente elocuentes: los recursos humanos de las Corporaciones locales pasan de 232.000 efectivos, en el año 1983, a 533.000 efectivos, en el año 2002 (véase cuadro 1); es decir, a lo largo de estos veinte años (19832002), la función pública local se ha duplicado cumplidamente. Desde un punto de vista económico, es necesario dejar constancia de un hecho: los recursos financieros disponibles por parte de los Entes locales se han visto sensiblemente incrementados. En el año 1984, la Administración local española tan sólo participaba en un 15,6% en el gasto público; en el año 2002, esta participación se ha elevado a cerca del 23% (véase cuadro 2). Un dato tal vez más significativo: el gasto público local representaba, en 1983, un 4,5% del producto interior bruto, mientras que, en el año 2002, se ha elevado a un 6,2% del PIB. En definitiva, durante el período 1983-2002, nuestra Administración local ha crecido, de forma apreciable, tanto en medios humanos como en recursos económicos. No es necesario insistir sobre la cuestión, pues para cualquier observador imparcial es claramente perceptible la modernización que han experimentado, en los dos últimos decenios, nuestras ciudades, villas y pueblos. Pero esta expansión de la Administración local se ha circunscrito, de manera casi exclusiva, al ámbito de sus competencias típicas, tradicionales o clásicas. Por el contrario, la transferencia o traspaso de competencias desde la Administración General del Estado o desde las Comunidades Autónomas hacia las Corporaciones locales ha tenido escasa virtualidad.
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LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
Gráfico 1 Participación de las distintas Administraciones en el gasto público —España— (excluidos los gastos de la Seguridad Social) 80 70
Administración del Estado 67,6
Administraciones autonómicas Administración local
60
Porcentaje
50 43,5 40
34,1
30 22,9 20
16,8
15,6
10 0 Año 1984
Año 2001
Fuente: Véase cuadro 2.
2. 2.1.
LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA EN EL ÁMBITO DE LA UNIÓN EUROPEA Delimitación previa del ámbito de investigación: el primer escalón municipal (comunas, municipios y distritos) y el segundo nivel local (provincias, departamentos, condados, agrupaciones locales y regiones municipales)
Cuando se pretende estudiar y comparar una realidad —en este caso la española— con la existente en otros países, la primera dificultad que se plantea es la diversidad de los sistemas existentes. Es, en verdad, comprometido conocer las diferentes estructuras locales vigentes en los países de la Unión, perfilar su inserción en el ordenamiento de los distintos Estados, e incluso definir sus funciones. Si tal sucede con los aspectos puramente funcionales, orgánicos e institucionales, la cuestión es harto más compleja cuando se pretende profundizar en los arcanos del gasto público o cuando se trata de saber, con cierta precisión, cuál es la
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JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
distribución de los efectivos de personal entre las distintas Administraciones. El presente análisis es simplemente tentativo: trata de perfilar los rasgos esenciales de la Administración local en los países de la Unión Europea y, si fuera posible, pretende esbozar ciertas conclusiones. En todo caso, debe quedar claro que se trata, simplemente, de observar con atención algunas realidades para determinar las semejanzas y disparidades existentes. Las expresiones «administración local» o «autonomía local» (selfgovernment anglosajón o selbstverwaltung germánico) tienen, en la Unión Europea, tres connotaciones o rasgos esenciales: 1.º) el reconocimiento de un conjunto de intereses propios o peculiares de una colectividad; 2.º) la gestión de tales intereses por órganos elegidos democráticamente, y 3.º) la ausencia o limitación de sistemas o mecanismos de control o supervisión por parte de los poderes centrales. En la totalidad de los países de la Unión Europea se cumplen estas tres condiciones o exigencias, ya que las normas constitucionales y legales de los diferentes Estados consagran la autonomía de los Entes locales, reconocen el carácter representativo y democrático de sus órganos de gobierno y respetan la libertad e independencia de los mismos para gestionar unos intereses singulares o específicos. Bien puede decirse, por consiguiente, que las expresiones «administración local» y «autonomía local» son, entre nosotros, equiparables. Incluso cabría decir algo más: la dimensión relativa de una Administración local es susceptible de considerarse como el indicador más significativo del grado de descentralización existente en un país. Dentro de los países de la Unión Europea aparece bien definido un primer nivel o escalón local: los municipios o comunas (gemeinden para los germanos, communes para los franceses, belgas o luxemburgueses, municipios para los ibéricos, districts para los anglosajones y kommuner para los nórdicos) (véase cuadro 3). El municipio o comuna se sitúa, por consiguiente, en la base de las estructuras administrativas descentralizadas y se configura como la entidad local por excelencia. Con la excepción de Austria, Luxemburgo y Portugal, existen también, en el ámbito de la Unión Europea, ciertas colectividades locales intermedias o de segundo nivel. Su creación obedece a la necesidad de coordinar algunos intereses supramunicipales, a la obligada cooperación intercomunal o a la superación de ciertas limitaciones locales. Dentro de este segundo nivel se sitúan las provincias españolas, holandesas, italianas o belgas; los departamentos franceses; los condados daneses, irlandeses, británicos o suecos; los landkreis o kreis alemanes y las regiones municipales finlandesas (véase cuadro 3).
296
LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
Cuadro 3 Las colectividades locales en los países de la Unión Europea Países Alemania
Primer nivel
Segundo nivel
14.865 Comunas (gemeinden)
323 Agrupaciones locales (kreise) 112 Villas asimiladas (stadtkreise)
Austria
2.359 Comunas (gemeinden)
Bélgica
589 Comunas (communes)
10 Provincias (provinces)
Dinamarca
273 Comunas (kommuner)
14 Condados (amter)
España Finlandia Francia Grecia Irlanda
Italia
8.101 Municipios
50 Provincias
450 Comunas (kunta) 36.779 Comunas (communes) 900 Comunas (demi)
19 Regiones municipales 104 Departamentos (départements) 54 Colectividades territoriales
79 Consejos de ciudad (town councils) 5 Consejos urbanos (city councils) 6 Consejos de burgo (borough councils)
29 Consejos de condado
8.074 Comunas (comuni)
103 Provincias (province)
Luxemburgo
118 Comunas (communes)
Países Bajos
496 Comunas (gemeenten)
Portugal
305 Municipios
Reino Unido
36 318 3 1
Suecia
290 Comunas (kommuner)
12 Provincias o departamentos Pueden existir federaciones de municipios
Distritos metropolitanos 60 Consejos de condado o de Distritos (districts) circunscripción Islas Autoridad del Gran Londres (Greater London Council) 19 Condados (landstings)
Los dos niveles locales que someramente se han descrito y, en su caso, las agrupaciones comunales creadas con fines cooperativos o de colaboración constituyen el campo específico del presente análisis. Por el contrario, quedan fuera del mismo las «Entidades territoriales» de na-
297
JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
turaleza política. Con esta denominación aludimos a los Estados federales (Alemania, Austria, Bélgica), al Estado autonómico (España), al Estado regional (Italia) o al Reino Unido (integrado por Inglaterra, País de Gales, Escocia e Irlanda del Norte). Sin negar las diferencias de grado existentes entre unos y otros (la Comunidad Autónoma española o el Land alemán se situarían en el nivel superior de la descentralización política territorial, y la Región italiana de Derecho común en el rango inferior), es patente que, en todos los casos, existen diferencias radicales y de fondo. En primer lugar, hay que recordar que la autonomía local se sitúa en el terreno de la estricta gestión de los servicios públicos. Por el contrario, el federalismo, la autonomía política o el regionalismo estatal implican una desmembración o diversificación de los poderes centrales, fundamentalmente del Poder Legislativo y del Ejecutivo. El Estado federal, autonómico o regional nace de un auténtico pacto político, indisociable de la Constitución. En segundo término, la autonomía local existe cuando la atribución de competencias y la independencia de gestión radican en los núcleos o grupos sociales primarios o básicos: municipios, comunas, distritos, provincias, etc. La autonomía local es el reconocimiento de un fenómeno social de convivencia básica. En contraposición con este concepto, el Estado federal, el Estado autonómico o el Estado regional implican la existencia de superestructuras de poder —y de un mayor o menor grado de centralización— para la gestión de intereses más amplios, generales o abstractos que los meramente locales. Puede argüirse que un sistema federal, autonómico o regional evita, de raíz, la centralización máxima. El razonamiento es certero. Es incuestionable que la amplia atribución de competencias a los Länder alemanes o austríacos, a las Comunidades Autónomas españolas o a las Regiones italianas aproxima la resolución de los asuntos a los interesados. Pero no se puede desconocer que mientras la atribución de competencias no recaiga en las colectividades locales primarias, no existe una auténtica descentralización administrativa. Los estudios realizados en el seno del Congreso de los Poderes Locales y Regionales del Consejo de Europa ya han señalado que el mayor grado de descentralización no se encuentra precisamente en los países federales, autonómicos o regionales4. 4 Los informes elaborados por la Unión Europea sobre la aplicación del artículo 4 (compe-
tencias) y el artículo 9 (finanzas) de la Carta Europea de la Autonomía Local señalan inequívocamente que el mayor grado de descentralización administrativa se encuentra, precisamente, en algunos Estados unitarios y, muy especialmente, en los Estados del norte de Europa.
298
LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
2.2.
La expansión y desarrollo de las Administraciones locales en la Unión Europea
Si consideramos los recursos humanos al servicio de las diferentes Administraciones locales, los países de la Unión Europea presentan cuatro niveles de crecimiento nítidamente diferenciados: 1.º) fuerte desarrollo de la Administración local (es el caso de Dinamarca, Suecia y Finlandia, con 124, 118 y 80 funcionarios locales por cada 1.000 habitantes; 2.º) expansión considerable de las colectividades locales (comprende únicamente al Reino Unido, con 45 funcionarios locales por cada 1.000 habitantes); 3.º) desarrollo medio de la Administración local (incluye a Bélgica, Francia, Italia, Países Bajos, Austria y Alemania, con una media de 23 funcionarios locales por cada 1.000 habitantes), y 4.º) insuficiente desarrollo de los Entes locales, que comprende a España y Portugal, con 13 y 12 funcionarios locales, respectivamente, por cada 1.000 habitantes (véanse cuadro 4 y gráfico 2). El análisis del factor humano dentro de las Administraciones locales proporciona, indudablemente, una imagen expresiva de su crecimiento y desarrollo. Pero se trata de una percepción parcial. Para completar esta visión inicial es necesario examinar, aunque sea de forma sucinta, las finanzas locales o, si se prefiere, el gasto público de las Entidades locales. El punto de referencia, en este caso, será el gasto local per capita, medido conforme al patrón euro5. Esta nueva imagen económica de las Entidades locales europeas no difiere sustancialmente de la analizada con anterioridad. Se confirma, en primer término, la existencia de un grupo de países (v.g., Dinamarca, Suecia y Finlandia) que muestran una fuerte expansión de la Administración local (9.800, 7.000 y 3.900 euros de gastos locales per capita). Otros países, como Holanda, Alemania, Francia, Austria y Bélgica6, corroboran el desarrollo moderado de sus Administraciones locales (con valores comprendidos entre los 1.600/2.700 euros per capita). Por últi5 La determinación del gasto público local mediante cualquiera de las monedas de la Unión Europea no es correcta. Las cifras obtenidas en base a las tasas de cambio no reflejan exactamente las relaciones entre los distintos países. Con el fin de obviar estas dificultades, la Unión Europea ha establecido un método o procedimiento que facilita las comparaciones intracomunitarias: el denominado standard de pouvoir d’achat (spa) o purchase power standard (pps). No obstante, el patrón euro ha superado, en gran parte, estos inconvenientes. 6 Ha sido imposible obtener datos comparables de las Administraciones locales del Reino Unido e Italia, ya que ni en el Sistema Europeo de Cuentas Económicas Integradas ni en otras publicaciones aparecen suficientemente desglosados los gastos locales.
299
JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
Cuadro 4 Número de funcionarios locales (1) por 1.000 habitantes en los países de la Unión Europea —Año 2000 (2)— Países
Funcionarios locales Funcionarios locales por 1.000 habitantes
Dinamarca ...................................... Suecia ............................................. Finlandia ........................................ Reino Unido ................................... Bélgica ........................................... Francia ........................................... Italia ............................................... Países Bajos ................................... Austria ........................................... Alemania ........................................ España ............................................ Portugal ..........................................
659.000 1.040.000 416.000 2.690.000 275.000 1.539.000 1.376.000 327.000 162.000 1.572.000 533.000 116.000
124 118 80 45 27 26 24 21 20 20 13 12
(1) Comprende los funcionarios sensu stricto, los contratados laborales y otro personal al servicio de las Corporaciones locales. (2) Los datos de España están referidos a 2002. Fuentes: 1. De carácter general: — La décentralisation dans les États de l’Union Européenne, La Documentation Française, 2002. — Les finances locales dans les quince pays de l’Union Européenne, Dexia, 2002. — Labour Force Statistics 1981-2001, OECD, 2002. — General Government Accounts and Statistics 1985-1996, OSCE, 1999. — National Accounts Esa. Tables by branch 1970-1996, OSCE, 1999. Fuentes: 2. De carácter singular: — — — — —
Svenska Institut, 1999. Observatoire de la Fonction Publique. France, 2000. Office Federal de la Statistique. Allemagne, 2000. Economic Trends, 2001. Dirección General de Organización Administrativa. MAP, 2002.
300
LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
Gráfico 2 Número de funcionarios públicos locales por cada 1.000 habitantes en los países de la Unión Europea Dinamarca
124
Suecia
118
Finlandia
80
Reino Unido
45
Bélgica
27 26
Francia Italia
24 21
Países Bajos
20
Austria
20
Alemania 13
España
12
Portugal 0
25
50
75
100
125
Fuente: Véase cuadro 4.
mo, España y Portugal se sitúan en las dos últimas posiciones, claramente distanciadas del resto de los países (900 y 500 euros, respectivamente) (véase cuadro 5). Los casos de expansión máxima (v.g., Dinamarca, Suecia y Finlandia) y aquellos otros que exhiben un crecimiento notable (Reino Unido) o incluso moderado (v.g., Francia, Países Bajos, Italia, Bélgica, Austria y Alemania) ofrecen, como se verá a continuación, ejemplos sugerentes e ilustrativos para explicar el desarrollo exiguo de nuestra Administración Local.
301
JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
Cuadro 5 Gastos públicos locales (*) por habitante en los países de la Unión Europea (1999) Países
Gastos locales per capita (en euros)
Dinamarca ........................................... Suecia .................................................. Finlandia .............................................. Países Bajos ......................................... Alemania ............................................. Francia ................................................. Austria ................................................. Bélgica ................................................. España ................................................. Portugal ...............................................
9.800 7.000 3.900 2.700 1.800 1.800 1.700 1.600 900 500
(*) Se contabilizan los gastos públicos de las colectividades locales de primer nivel (comunas, municipios o distritos) y los correspondientes a los Entes locales intermedios (provincias, departamentos, condados, regiones municipales o agrupaciones locales). Fuente: Les finances locales dans les quince pays de l’Union Européenne, Dexia, 2002.
2.2.1.
Rasgos peculiares de las Administraciones locales más desarrolladas (Dinamarca, Suecia y Finlandia): la importancia moderada de las funciones tradicionales o clásicas y la extraordinaria incidencia de las actividades docentes, sanitarias y sociales
El excepcional desarrollo de las Administraciones locales danesa, sueca y finlandesa se explica, en primer término, por la estimable importancia, aunque no decisiva, que tienen las funciones tradicionales o clásicas. Tal es el caso de los servicios municipales primigenios (v.g., vías públicas, limpieza, seguridad ciudadana, alcantarillado, higiene y salubridad, urbanismo, alumbrado público, transportes urbanos, suministro de agua, y parques y jardines) y de las actividades desarrolladas en el ámbito de la cultura y de otros servicios comunitarios (v.g., mercados, ferias, actividades comerciales, espectáculos, deporte y ocio). Este conjunto de servicios tradicionales —comunes a todas las Entidades lo-
302
LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
cales— constituye el área de expansión primaria de las comunas y condados de los países nórdicos. El peso de estas actividades representa entre un 16 y un 24% del gasto público local (16% en el caso de Suecia, 23% en el de Dinamarca y 24% en el de Finlandia). Pero sobre este sustrato básico inciden, con fuerza extraordinaria, las actividades docentes, las funciones sanitarias y los servicios sociales, que representan entre un 76 y un 84% (76% en el caso de Finlandia, 77% en el de Dinamarca y 84% en el de Suecia). Las colectividades locales suecas, danesas y finlandesas presentan, sin duda alguna, un perfil marcadamente social. Veamos estas cuestiones con algún detenimiento en los distintos países. 2.2.1.1. Suecia. En Suecia, las 290 comunas existentes (kommuner) son responsables de la formación preescolar de la enseñanza básica obligatoria, del bachillerato, de la educación para adultos y de la educación especial. En definitiva, toda la enseñanza pública de carácter no universitario es responsabilidad directa de las comunas, que emplean en estas actividades cerca de 230.000 personas (un 22% de la función pública local). Por otra parte, las comunas suecas también desarrollan un amplio conjunto de actividades sociales. Entre las mismas es necesario destacar la asistencia infantil (v.g., jardines de infancia, centros preescolares, asistencia en hogares, actividades recreativas); los subsidios familiares y personales (ayudas de subsistencia); la asistencia a la tercera edad (v.g., asistencia domiciliaria, actividades en centros especiales, residencias, viviendas tuteladas, colectivas, etc.); las ayudas a los discapacitados, y la protección a la juventud. Las funciones educativas y sociales consumen un 74% del presupuesto de las comunas7. Los condados (landsting) tienen como actividad principal la asistencia médico-sanitaria, y administran la totalidad de los hospitales públicos suecos. Estos servicios sanitarios absorben la tercera parte de los funcionarios locales (unos 340.000 médicos, ayudantes técnico-sanitarios y otro personal auxiliar) y el 78% de los presupuestos de los condados. Conjuntamente considerados, los municipios (kommuner) y los condados suecos (landsting) muestran un predominio abrumador de las funciones sociales (enseñanza, sanidad y servicios sociales), que conjuntamente absorben el 84% del gasto local, frente a las funciones clásicas o 7 Les finances locales dans les quince pays de l’Union Européenne, Dexia, 2002.
303
JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
tradicionales, que tan sólo representan el 16% (véase Anexo de Datos Estadísticos). 2.2.1.2. Dinamarca. En Dinamarca, la enseñanza preescolar, la enseñanza primaria y parte de la enseñanza media dependen directamente de las 273 comunas existentes (kommuner), y ocupan a unos 50.000 docentes. La enseñanza secundaria es financiada y gestionada por los condados. Los gastos locales en enseñanza representan nada menos que dos tercios del gasto público total en educación. Bien ha podido decirse, por consiguiente, que la Administración local danesa asume un papel preeminente en el ámbito de la enseñanza pública. En materia sanitaria, el Servicio Nacional de la Salud danés delega la inmensa mayoría de las funciones de ejecución y gestión en las Entidades locales. A los condados les corresponde la dirección y financiación de los hospitales y de los restantes establecimientos sanitarios. Las comunas son responsables de la asistencia médico-sanitaria de carácter primario8. En conjunto, las actividades sanitarias desarrolladas por las comunas y los condados daneses ocupan a unos 120.000 funcionarios. El tercer rasgo peculiar de las colectividades locales danesas es el extenso catálogo de actividades ejercidas en el ámbito del bienestar comunitario y de la asistencia social (p.e., asistencia a la infancia, instituciones y residencias para las personas de la tercera edad, prestaciones económicas a familias necesitadas, equipamientos colectivos, hogares sociales, instituciones para personas discapacitadas, programas para la creación de empleo). Al igual que en el caso de Suecia, los municipios y condados daneses muestran un claro predominio de las funciones sociales (que consumen el 77% del gasto local), frente a las funciones clásicas o tradicionales (que alcanzan el 23%). 2.2.1.3. Finlandia. La Administración local finlandesa muestra rasgos muy similares a los descritos para las Entidades locales suecas y danesas. En realidad, los tres países nórdicos de la Unión Europea exhiben un modelo de Administración local muy semejante. Las 450 comunas finlandesas dirigen y administran los centros preescolares, las escuelas de enseñanza primaria, las escuelas profesionales y las instituciones de enseñanza secunda8 Ver La Función Pública en la Europa de los Doce (INAP, 1986) y La décentralisation dans les États de l’Union Européenne (La Documentation Française, 2002).
304
LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
ria. También ejercen una actividad sanitaria muy importante, a través de los denominados centros municipales de salud. En fin, como en los casos precedentes, es notable su actuación en las áreas de protección a la infancia, de la asistencia a los discapacitados, de la ayuda a las personas de la tercera edad, y de la gestión de centros y hogares sociales. De esta suerte, cuatro de cada cinco agentes locales se insertan en los dominios de la enseñanza, de la sanidad y de los servicios sociales. El número de funcionarios locales existentes en el sector sanitario y en el área del bienestar social se aproxima a los 218.000, y los efectivos docentes y culturales alcanzan la cifra de 120.0009. También en este caso es obligado señalar el predominio de las funciones sociales (que consumen el 76% del gasto local), frente a las funciones clásicas o tradicionales (un 24%). 2.2.1.4. Rasgos comunes de la Administración local en los países nórdicos. En conclusión, Suecia, Dinamarca y Finlandia muestran un excepcional crecimiento de las estructuras locales y presentan los mayores niveles de descentralización de los países de la Unión Europea. Sin duda alguna, las funciones típicas, clásicas o tradicionales de la Administración local —que alcanzan en estos tres países un grado de desarrollo apreciable— son la causa primigenia de esta expansión. Pero sobre esta primera circunstancia inciden, con gran amplitud e intensidad, tres factores decisivos: 1.º) la asunción por parte de las comunas y condados de la enseñanza preescolar, primaria y secundaria; 2.º) la configuración de la asistencia sanitaria como responsabilidad principal de los Entes locales, y 3.º) el excepcional desarrollo de los servicios sociales. Las colectividades locales suecas, danesas y finlandesas presentan un perfil marcadamente social. Los servicios docentes, sanitarios y sociales son arrolladoramente mayoritarios y representan entre el 76 y el 84% del gasto público local (76%, en el caso de Finlandia; 77%, en el de Dinamarca, y 84%, en el de Suecia). Este hecho constituye, sin duda alguna, el rasgo más acusado de las Administraciones locales nórdicas. Acaso pueda decirse, también, que es el elemento distintivo de la modernidad, del desarrollo y del progreso de las mismas.
9 La décentralisation dans les États..., ob. cit.
305
JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
2.2.2.
El considerable desarrollo de la Administración local en el Reino Unido
La Administración local británica, aunque sensiblemente distanciada de los niveles de expansión de los países nórdicos, muestra ciertos perfiles semejantes a los mismos en lo referente al excepcional desarrollo de la enseñanza y al notable crecimiento de los servicios sociales. Los servicios clásicos o tradicionales constituyen el sustrato primario de las actividades de los distritos y condados del Reino Unido. Además, el hecho de no desarrollar estas Entidades funciones de asistencia sanitaria determina que el peso específico de las funciones tradicionales sea notablemente superior (exactamente el 49% del gasto local). En materia educativa, más de un tercio de los presupuestos locales está destinado a las enseñanzas primaria y secundaria. Nada de extraño tiene, pues, que los distritos y condados del Reino Unido empleen en torno a 1.300.000 funcionarios docentes. Es también considerable, dentro de las colectividades locales del Reino Unido, el crecimiento experimentado por los servicios sociales (v.g., asistencia a la infancia y a la tercera edad; construcción de residencias y hogares; ayuda a los discapacitados; asistencia social a las familias, etc.). En conjunto, estas actividades sociales ocupan cerca de 330.000 agentes de diversa naturaleza10. Hay que subrayar, por último, que la asistencia sanitaria no es responsabilidad de las autoridades locales, ya que todos los servicios médico-sanitarios son actualmente desempeñados por la entidad pública Servicio Nacional de la Salud (National Health Service Trust). El ejemplo de la Gran Bretaña como modelo de expansión local y de descentralización administrativa, aunque no ha dejado de ser totalmente cierto, ha quedado eclipsado por el prototipo de los países nórdicos (Dinamarca, Suecia y Finlandia).
10 Economic Treds, junio 2001.
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LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
2.2.3.
Algunos perfiles característicos de las Administraciones locales de expansión media (v.g., Países Bajos, Italia, Bélgica, Francia, Austria y Alemania)
Los Países Bajos, Italia, Bélgica, Francia, Austria y Alemania presentan un desarrollo medio o moderado de la Administración local. El número de empleados locales por cada mil habitantes, como ya se ha dicho, se sitúa en torno a los 20-27 efectivos. Por otra parte, sus recursos económicos muestran unos valores entre los 1.600 y los 2.700 euros per capita. Los países de la Unión Europea con una expansión media o moderada de la Administración local (v.g., Alemania, Austria, Bélgica, Francia, Italia y los Países Bajos) tienen en las funciones clásicas o tradicionales el componente principal de las actividades municipales (consumen en ellas entre un 60 y un 65% de sus recursos económicos). Por el contrario, la tríada de funciones sociales (enseñanza, sanidad y servicios sociales) —justificativa de la expansión espectacular de las Administraciones locales nórdicas— no se manifiesta de forma tan decisiva. Basta considerar que estas actividades tan sólo representan entre un 35 y un 40% del gasto local. Hay que subrayar, sin embargo, que la Administración educativa muestra una creciente importancia. Así, en Bélgica y en los Países Bajos, las comunas asumen la formación preescolar, la enseñanza primaria y la enseñanza secundaria; en Italia, los municipios son responsables de la enseñanza primaria; en fin, en Alemania, Austria y Francia —sin duda los países con una actividad más restringida en este ámbito—, los Entes locales son responsables, al menos, de la formación preescolar y de la construcción y mantenimiento de escuelas e institutos. En la órbita de la asistencia sanitaria, la intervención de las comunas es sumamente limitada (véanse Anexos de Datos Estadísticos). Tan sólo cabría exceptuar a las Entidades locales austríacas, que tienen encomendada la gestión de los hospitales (los municipios austríacos destinan a estas funciones un 14% de sus presupuestos). Pero se trata de responsabilidades que, ni siquiera en este caso, se aproximan a los niveles alcanzados por los Entes locales daneses, suecos o finlandeses. Por el contrario, y con una importancia creciente, todas estas Administraciones locales desarrollan múltiples actividades de ayuda a la infancia, de protección a la juventud, de asistencia a la tercera edad, de creación y mantenimiento de centros e instituciones de carácter asistencial, y de prestación de ayudas a los discapacitados y desfavorecidos.
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Estos servicios sociales tienen una entidad y repercusión considerables en el gasto público local. 2.2.4.
El insuficiente desarrollo de la Administración local española
Frente a las Administraciones locales fuertemente desarrolladas (v.g., Dinamarca, Suecia y Finlandia) o que presentan un crecimiento notable (Reino Unido), España exhibe un crecimiento exiguo. Bien podría decirse, sin embargo, que todos estos casos constituyen modelos muy singulares de desarrollo local, difícilmente comparables con el resto de los países de la Unión Europea. Sin embargo, nuestra situación es, asimismo, claramente desfavorable en relación con la de aquellos países que muestran un crecimiento moderado de la Administración local. En efecto, las Corporaciones locales españolas tan sólo cuentan con 13 funcionarios por cada 1.000 habitantes, índice distante del correspondiente a los países europeos de desarrollo local medio (que cuentan entre 20 y 27 funcionarios por cada 1.000 habitantes). Por otra parte, el gasto local español es tan sólo de 900 euros per capita, mientras que los valores medios europeos se sitúan en torno a los 1.600/2.700 euros per capita. España se confirma, por consiguiente, como uno de los países menos descentralizados. En el ámbito de la enseñanza, nuestros municipios y provincias no ejercen responsabilidad alguna. He aquí una diferencia sustancial con respecto a las colectividades europeas, pues es tónica general en las mismas la intervención, con mayor o menor amplitud, en la enseñanza preescolar y en ciertos aspectos de la enseñanza primaria. En el campo de la asistencia social, del bienestar comunitario y de los servicios sociales, las Corporaciones locales españolas todavía se encuentran distantes de los niveles alcanzados por la mayoría de las entidades municipales europeas. Es más, algunas de las competencias que son predominantemente «locales» en Europa —como son las actividades relacionadas con el consumo, con la promoción del deporte, con la protección de la juventud, con la asistencia a la infancia, con el medio ambiente, con la promoción de la vivienda o con el fomento del turismo— se encuentran todavía, entre nosotros en la esfera de la Administración General del Estado y —en mayor proporción aún— en la órbita de las Comunidades Autónomas. Es lógico, por consiguiente, que la Administración local española evidencie el mayor grado de clasicismo (las funciones tradicionales absorben nada menos que el 76% del gasto local), y que los signos más evidentes de la modernidad y del progreso
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(v.g., el desarrollo de las funciones de naturaleza social) sean los menos perceptibles (únicamente representan el 24% del gasto local). 3.
LA POSICIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA ANTE LA REFORMA DE SUS ESTRUCTURAS Y FUNCIONES
El análisis comparado de las Administraciones locales en el ámbito de la Unión Europea ha puesto de manifiesto algunas de las graves insuficiencias y limitaciones que padecen nuestros municipios y provincias. Gráfico 3 Gastos públicos de las Entidades locales en las funciones clásicas o tradicionales (porcentaje sobre el gasto público local) España Bélgica Alemania Austria Países Bajos Reino Unido Finlandia Dinamarca Suecia 0
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Fuente: Véanse Anexos de Datos Estadísticos.
El proceso de descentralización administrativa que ha tenido lugar en nuestro país desde 1978 hasta nuestros días se ha concentrado casi exclusivamente —como ya se ha dicho— en la esfera de las Comunidades Autónomas, pero apenas ha tenido incidencia en el ámbito de las Corporaciones locales.
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Es lógico, por consiguiente, que, durante los últimos veinte años, el mundo local haya reivindicado, de forma insistente, una mayor participación y protagonismo en la configuración del Estado de las Autonomías. Se trata de un dilatado proceso que se remonta —cuando menos— al año 1989, y que ha tenido un desarrollo complejo, vacilante y difícil. No se pretende, en este momento, recorrer este largo camino, pero sí recordar alguno de los hitos más importantes. También parece propicia la ocasión para valorar la repercusión de tales hechos en las reformas y soluciones futuras. La posición de la Administración local española ante el proceso de configuración del Estado de las Autonomías —y, en consecuencia, ante el desarrollo de la descentralización— queda definida a través de tres momentos de especial significación: 1.º) la Asamblea General Extraordinaria de la Federación Española de Municipios y Provincias (noviembre de 1993); 2.º) las «Bases para el Pacto Local» (24 de septiembre de 1996), y 3.º) las «Medidas para el desarrollo del Gobierno Local» (17 de julio de 1998). Gráfico 4 Gastos públicos de las Entidades locales en las funciones clásicas o tradicionales (Enseñanza + Sanidad + Servicios Sociales) (porcentaje sobre el gasto público local) Suecia Dinamarca Finlandia Reino Unido Países Bajos Austria Alemania Bélgica España 0
20
40
Fuente: Véase Anexo de Datos Estadísticos.
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60
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3.1.
La Asamblea General Extraordinaria de la Federación Española de Municipios y Provincias (noviembre de 1993)
La Asamblea General Extraordinaria de la Federación Española de Municipios y Provincias, celebrada en la ciudad de La Coruña durante los días 5 y 6 del mes de noviembre de 1993, representa la primera manifestación publica, solemne e institucional de nuestro mundo local ante la configuración del Estado de las Autonomías. Tres cuestiones fundamentales plantea la FEMP en relación con este proceso: a) la inexistencia de una conveniente y adecuada participación de las Corporaciones locales en la construcción del Estado de las Autonomías; b) la insuficiente descentralización del gasto público, y c) la necesaria formalización de un «Pacto Local» para impulsar la transferencia o cesión de competencias en favor de las Entidades locales.
3.1.1.
La inexistencia de una conveniente y adecuada participación de las Corporaciones locales en la construcción del Estado de las Autonomías
La denuncia sobre la inexistencia de una conveniente y adecuada participación de las Corporaciones locales en la construcción del Estado de las Autonomías surge —en las Resoluciones de la Asamblea General Extraordinaria de la FEMP11— de forma reiterada y con acentos muy críticos. En ocasiones se plantea la «existencia de un verdadero déficit de dignidad por parte de los poderes locales que ven, día a día, cómo se les considera meros espectadores, sin posibilidad de participar directamente en la toma de decisiones»; otras veces se invoca la necesidad de «intervenir de forma efectiva en el cierre del modelo del Estado de las Autonomías, diseñado por la Constitución y del cual forman parte (los Entes locales) por derecho propio», e incluso, en ciertos pasajes, se censura al Estado por llevar a cabo «continuas modificaciones de la Ley a espaldas de la Administración local, unas veces directamente y otras a través de leyes sectoriales». Las consecuencias de estos hechos son obvias: las Entidades locales han carecido de la representación y presencia indispensables para defender sus propios intereses. De tal forma, el pro11 Véase Asamblea General Extraordinaria (La Coruña, 5 y 6 de noviembre de 1993), FEMP, Resoluciones, Madrid, 1994, p. 15.
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ceso de descentralización se ha desarrollado casi exclusivamente en la órbita de las Comunidades Autónomas y apenas ha tenido incidencia en el mundo local. La Federación Española de Municipios y Provincias expresa esta circunstancia de manera harto expresiva: «Es evidente el enorme proceso descentralizador producido en España desde 1978, pero no lo es menos que las corporaciones locales han quedado relegadas del mismo». Esta realidad implica un claro incumplimiento de la Carta Europa de la Autonomía Local —formalizada en Estrasburgo el 15 de octubre de 1985 y ratificada por España el 20 de enero de 1988—, en la que se consagra el principio de primacía local. En efecto, el artículo 4, apartado 3, de dicha Carta establece, de forma inequívoca, que el ejercicio de las responsabilidades públicas debe «incumbir preferentemente a las autoridades más próximas a los ciudadanos». Este principio político de trascendental importancia ya se encontraba incorporado —con alcance muy semejante— a la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases de Régimen Local, cuyo artículo 2, apartado 1, determinaba que la «atribución de competencias a las entidades locales debe efectuarse de acuerdo con los principios de descentralización y de máxima proximidad de la gestión administrativa a los ciudadanos». 3.1.2.
La insuficiente descentralización del gasto público
La descentralización del gasto público en España ha sido —a juicio de la FEMP— insuficiente e inadecuada. Las Entidades locales tienen una participación limitada en el conjunto de los gastos de las Administraciones Públicas. Desde 1978 a 1993, esta participación permanece prácticamente invariable, con valores que han oscilado entre el 12 y el 13%. En definitiva, la FEMP considera que, en el año 1993, la situación se encuentra muy distante del modelo ideal de distribución propuesto por ella misma algunos años atrás: un 50% del gasto público para el Estado, un 25% para las Comunidades Autónomas y un 25% para las Entidades locales. Es menester precisar, no obstante, que los porcentajes que se acaban de reseñar hacen referencia al gasto público total; es decir, que del mismo no han sido detraídos los gastos de la Seguridad Social. Este procedimiento, como ya se ha puntualizado, no es el más adecuado (véase nota 3). Pero, de una u otra forma, es necesario precisar que un 25% del gasto público es una participación muy considerable. El concurso de las
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cifras permitirá confirmar esta apreciación: en efecto, en el ámbito de la Unión Europea, tan sólo superan esta proporción aquellos países que muestran una extraordinaria expansión de la Administración local (v.g., Dinamarca, con el 58,5%; Suecia, con el 39,5%, y Finlandia, con el 35,6%); Gran Bretaña, país con un acreditado desarrollo de la Administración local, únicamente alcanza el 24,8%, y otros países como Francia, Austria o Alemania quedan sensiblemente alejados de este porcentaje (18,6, 18,2 y 16,1%, respectivamente)12. En cualquier caso, la posibilidad de superar la escasa participación de la Administración local española en el gasto público —y de aproximarla, al mismo tiempo, a los valores medios europeos— está íntima y necesariamente vinculada a las transferencias o traspasos de competencias desde otras Administraciones Públicas.
3.1.3.
La necesaria formalización de un «Pacto Local» para impulsar la transferencia o cesión de competencias a las Entidades locales
La necesidad de impulsar el proceso de descentralización a favor de las Entidades locales hacía inaplazable —según el criterio o parecer de la FEMP— la formalización de un acuerdo o pacto de carácter nacional. Para alcanzar este objetivo prioritario se estimaba necesario formalizar un «Pacto Local» concertado entre todas las Administraciones Públicas y fuerzas políticas. Este acuerdo debía contemplar las competencias ejercidas por el Estado y por las Comunidades Autónomas. Una ambiciosa tarea a la que eran convocadas las diferentes federaciones de municipios, provincias, comarcas y concejos constituidas en los distintos territorios.
3.2.
Las «Bases para el Pacto Local» (24 de septiembre de 1996)
Con fecha 24 de septiembre de 1996, la Comisión Ejecutiva de la Federación Española de Municipios y Provincias concreta una propuesta de negociación con el Gobierno, a través de un documento denominado «Bases para el Pacto Local». Este documento contempla tanto las competencias y funciones que corresponden al Estado como aquellas otras 12 Datos obtenidos a partir de la información contenida en Les finances locales..., ob. cit.
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que son propias de las Comunidades Autónomas. Esta circunstancia queda patente al considerar que de las 92 medidas propuestas, 60 corresponden al ámbito de las Comunidades Autónomas y 32 a la esfera del Estado. 3.2.1.
Principales reivindicaciones de la FEMP
Las reinvindicaciones de la FEMP son extensas y detalladas. Su análisis requeriría una dilatada exégesis. De forma sintética, se enumeran a continuación, dentro de las dieciséis áreas principales, las peticiones formuladas por la Federación: a) Circulación. Reforma del sistema sancionador de tráfico, circulación y seguridad vial, con el fin de otorgar más competencias a los alcaldes y a otras autoridades locales; reforma de las disposiciones que regulan el estacionamiento limitado; exigencia del pago del impuesto de vehículos de tracción mecánica y de las multas municipales para poder circular; agilización de los trámites para la retirada de los vehículos abandonados en la vía pública; simplificación en la notificación de multas. b) Transportes. Regulación normativa para la celebración de convenios entre las distintas Administraciones con el fin de favorecer la utilización de los transportes urbanos colectivos; regulación normativa para dotar a los ayuntamientos de facultades en la gestión del servicio del taxi. c) Consumo. Articulación de un sistema local de arbitraje de consumo; establecimiento de oficinas locales de información y educación de los consumidores y usuarios; inspección municipal de productos; inspecciones técnico-sanitarias municipales; fomento de las asociaciones de consumidores y usuarios; adopción de medidas locales en los casos de emergencia o crisis; potestad sancionadora local en determinados supuestos; implantación de consejos municipales de consumo. d) Deportes. Diseño y construcción de instalaciones deportivas; gestión de las instalaciones deportivas públicas; promoción y organización del deporte escolar. e) Educación. Creación de centros docentes de titularidad local; participación en la programación de la enseñanza; educación de adultos; formación preescolar; políticas locales de formación-empleo.
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f) Empleo. Gestión de la formación ocupacional; gestión de programas de empleo; coordinación con el INEM; gestión de observatorios de empleo local; participación en la distribución de fondos europeos para el fomento del empleo. g) Juventud. Gestión de los albergues y campamentos, casas de juventud, centros de información juvenil, centros estables de programación cultural y otros establecimientos destinados a la juventud; participación en la financiación y organización de los diferentes programas de apoyo a la juventud. h) Medio ambiente. Concesión, sin intervenciones previas de otros organismos, de licencias municipales para las actividades que afecten al medio ambiente; disponibilidad de facultades sancionadoras locales en materia medioambiental; colaboración con otras Administraciones en la construcción y financiación de infraestructuras medioambientales; reforma del Reglamento de actividades molestas, insalubres y peligrosas. i) Mujer. Diseño y ejecución de los programas de formación para las mujeres adultas; gestión de los equipamientos destinados a la mujer; centros de información y asesoramiento de la mujer; programas de apoyo o ayuda a la mujer. j) Seguridad ciudadana. Configuración del alcalde como autoridad competente en materia de seguridad ciudadana; reconocimiento de competencias a los ayuntamientos en materia de prevención, mantenimiento y restablecimiento de la seguridad ciudadana; potenciación de los Consejos locales de seguridad ciudadana; desarrollo de las Juntas locales de seguridad; constitución de Consejos locales de seguridad y prevención de la delincuencia; establecimiento de la justicia de proximidad; participación municipal en los expedientes de manifestaciones y reuniones públicas; participación en la fijación de horarios de apertura y cierre de establecimientos; coordinación de las policías locales con otros cuerpos y fuerzas de seguridad. k) Protección civil. Elaboración y aprobación de planes de emergencia municipal; participación local en los planes especiales de protección civil de las CC.AA.; establecimiento de planes municipales de protección civil. l) Sanidad. Atención primaria de la salud; ampliación de las competencias en materia de saneamiento de aguas; potenciación de las competencias municipales en materia de seguridad e higiene de los alimentos; colaboración de las Entidades locales con los servicios de vigilancia epidemiológica; colaboración municipal en los programas preventivos de la salud.
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ll) Servicios sociales. Titularidad municipal de los servicios y centros de asistencia social; dirección municipal de los «centros de acogida»; gestión de las viviendas tuteladas; administración de los hogares sociales, centros para la tercera edad y otras instituciones de asistencia social; programas municipales en relación con las personas discapacitadas. m) Turismo. Competencias municipales para la planificación y reconversión de las infraestructuras turísticas; consideración de los municipios turísticos como ejes de las políticas activas de empleo; reconocimiento de las Entidades locales como órganos competentes para la promoción turística; participación de los municipios y provincias en los Consejos promotores del turismo; participación de las Entidades locales en las convocatorias de ayudas turísticas. n) Urbanismo y vivienda. Aprobación definitiva, por los municipios capitales de provincia o de más de 50.000 habitantes, de los planes generales de ordenación urbana; autorización municipal de los usos del suelo no urbanizable; aprobación municipal definitiva de los expedientes de tasación conjunta de las expropiaciones y de los expedientes declarativos de urgente ocupación; supresión de los informes previos de otras Administraciones en las licencias urbanísticas; participación municipal en la gestión del dominio público estatal o autonómico; reforma de los jurados provinciales de urbanismo; promoción municipal y provincial de la vivienda; integración de las Entidades locales en las conferencias sectoriales de vivienda; otorgamiento a los municipios del derecho de tanteo y retracto para la adquisición de viviendas de promoción pública. o) Patrimonio histórico-artístico. Reconocimiento de competencias a los municipios para la conservación del patrimonio histórico-artístico; tutela municipal de los bienes de interés cultural; aprobación municipal de los planes especiales del subsuelo para la determinación de zonas arqueológicas. La FEMP propone, asimismo, el establecimiento de algún mecanismo jurisdiccional (v.g., acceso directo de las Entidades locales al Tribunal Constitucional) con el fin de garantizar la defensa de la autonomía local frente a las disposiciones legales del Estado y de las Comunidades Autónomas.
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3.2.2.
La naturaleza de las peticiones formuladas por la FEMP
Es obligado realizar un breve comentario sobre las transferencias o cesiones solicitadas por la FEMP. Ante todo, es necesario puntualizar que el planteamiento realizado por esta Federación no consiste simplemente en solicitar, de forma genérica y abstracta, la asignación de nuevas competencias o funciones a las Corporaciones locales. En realidad, las demandas formuladas se encuentran mucho más matizadas y contemplan mecanismos, procedimientos o instrumentos de naturaleza muy diferente. En ocasiones, se solicita la reforma de la normativa estatal o autonómica para otorgar nuevas facultades o atribuciones a los municipios y provincias; en otros casos, se pide la presencia de los Entes locales en diversos consejos u órganos colegiados; frecuentemente, se demanda la participación de las Corporaciones locales en diferentes programas, proyectos, planes o actuaciones; por último, en algunos supuestos, también se solicita la supresión o simplificación de ciertos procedimientos o trámites. En cuanto a las materias cuya transferencia, traspaso o cesión se solicita, hay que subrayar que la inmensa mayoría de las mismas se inserta en la órbita de las denominadas competencias tradicionales o clásicas de las Entidades locales. Éste es el caso, en líneas generales, de las funciones relacionadas con el consumo, con el medio ambiente, con la seguridad ciudadana, con la protección civil, con los transportes públicos, con el deporte, con la circulación y con los servicios sociales. Todos estos sectores de la acción administrativa tienen, en los países de la Unión Europea, una filiación inequívocamente municipal (véase epígrafe 3.2.1). Por otra parte, en un número considerable de casos, se trata de funciones y actividades que han sido incorporadas al acervo municipal en épocas más recientes. Tal sucede, por lo común, con la promoción de la vivienda, con el turismo y con el fomento del empleo. También en estos supuestos es evidente que, en la inmensa mayoría de los países de la Unión, se trata de competencias que han sido asumidas decididamente por los Entes locales. Obvio es señalar, sin embargo, que todas estas peticiones constituyen un catálogo tentativo o inicial que requiere, como es evidente, de las oportunas negociaciones con las Administraciones afectadas (véase epígrafe 4.2.2). Para concluir esta somera reseña resulta conveniente hacer algunos comentarios sobre las actividades relacionadas con la enseñanza y la salud.
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En materia de enseñanza, la Federación Española de Municipios y Provincias concreta inicialmente sus peticiones en los siguientes puntos: la posibilidad de participar en la programación de la enseñanza; la eventualidad de crear centros docentes de titularidad municipal o provincial; la organización de las enseñanzas para adultos; la administración de la educación preescolar, y la formación para el empleo. Un planteamiento, sin duda, ponderado. Es más, incluso en relación con los países de la Unión con un desarrollo medio de la Administración local, hay que convenir que las peticiones de la FEMP son muy prudentes. En cuanto a la sanidad, y salvo la importante excepción de los países nórdicos, la intervención de las municipalidades europeas se ha circunscrito, por lo común, a la higiene y salubridad públicas, y a la sanidad medioambiental. Por tal razón, plantea dudas e incertidumbres la participación local en materia de asistencia sanitaria primaria, ya que tal competencia podría redundar en perjuicio de la necesaria unidad y coherencia del sistema sanitario. 3.3.
Las «Medidas para el desarrollo del Gobierno Local», aprobadas por el Consejo de Ministros el 17 de julio de 1998
Tras dilatadas y complejas negociaciones, el Gobierno y la Federación Española de Municipios y Provincias redactaron un documento —denominado «Medidas para el desarrollo del Gobierno Local»— que, una vez consensuado con la Comisión Nacional de Administración Local (22 de abril de 1998), fue elevado al Consejo de Ministros, para su aprobación final, el 17 de julio de 1998. El documento definitivo —que se circunscribe, como es obvio, al ámbito de competencias del Estado— contiene tres tipos de acuerdos: a) iniciativas legislativas, que se concretan en la remisión a las Cortes Generales de cinco Proyectos de Ley Orgánica por los que se modifican otras cinco leyes de igual rango (v.g., Tribunal Constitucional, Régimen Electoral General, Derecho de Reunión, Derecho a la Educación y Protección de la Seguridad Ciudadana) y un Proyecto de Ley ordinaria por el que se modifican, a su vez, otras tres leyes (Bases del Régimen Local, Tráfico y Aguas); b) «medidas administrativas», consistentes en la aceptación por el Estado de diversas reformas que no requerían, para su implantación, disposiciones con rango de ley, y c) «código de conducta política», que tiene como finalidad evitar el «transfuguismo» en las Corporaciones locales.
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3.3.1.
Iniciativas legislativas (La entidad y trascendencia limitadas de los Proyectos de Ley integrados en el «Pacto Local»)
Los seis Proyectos de Ley remitidos por el Gobierno a las Cortes Generales fueron promulgados, una vez superada la correspondiente tramitación parlamentaria, el 21 de abril de 1999. Este conjunto de reformas legislativas se perfilan, tanto por su número como por su propia naturaleza, como las medidas más sobresalientes del Pacto Local. Pero si se analiza su contenido puede concluirse que su entidad y trascendencia son más bien limitadas. Veamos, en apretada síntesis, cuál es el contenido esencial de estas normas: * Ley Orgánica 7/1999, de 21 de abril, de modificación de la LO 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional. — Arbitra un nuevo procedimiento —denominado «conflicto en defensa de la autonomía local»— que permite impugnar ante el Tribunal Constitucional, por parte de los Entes locales, aquellas leyes del Estado o de las Comunidades Autónomas que puedan lesionar tal autonomía. * Ley Orgánica 8/1999, de 21 de abril, de modificación de la LO 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General. — Establece una nueva regulación de la moción de censura en las Corporaciones locales, introduciendo una convocatoria automática del Pleno de la Corporación. — Incorpora al ámbito local la institución de la cuestión de confianza, pero vinculada a proyectos concretos (aprobación de los presupuestos, aprobación del Reglamento orgánico de las ordenanzas fiscales y autorización de los instrumentos de planificación general municipal). * Ley Orgánica 9/1999, de 21 de abril, de modificación de la LO 9/1983, de 15 de julio, reguladora del Derecho de Reunión. — Posibilita, mediante el oportuno trámite de audiencia, que los municipios afectados por el ejercicio de los derechos de reunión y manifestación estén informados y hagan patente su opinión ante la autoridad gubernativa.
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* Ley Orgánica 10/1999, de 21 de abril, de modificación de la LO 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación. — Articula la participación de las Corporaciones locales en el Consejo Escolar del Estado. — Posibilita que las Corporaciones locales puedan establecer formas de colaboración con las Administraciones educativas para la creación, construcción y mantenimiento de centros públicos docentes. * Ley Orgánica 11/1999, de 21 de abril, de modificación de la LO 1/1992, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana. — Habilita a los municipios para que, a través de sus ordenanzas municipales, puedan establecer los tipos que correspondan a las infracciones cuya sanción está atribuida legalmente a los alcaldes. * Ley Orgánica 11/1999, de 21 de abril, de modificación de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local; de la Ley de Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, y de la Ley de Aguas. — En materia de régimen local, establece una nueva distribución de competencias entre el Pleno y el Presidente de la Corporación, crea las «comisiones informativas de control» y regula la constitución y funciones de los «grupos políticos». — En materia de tráfico, precisa cuándo se entiende abandonado un vehículo en la vía pública. — En materia de aguas, reconoce la participación de los Entes locales en el Consejo Nacional del Agua. Habrá que admitir, a la vista de los contenidos de las diferentes leyes, que, salvo algunas regulaciones de singular trascendencia (v.g., acceso de las Corporaciones locales al Tribunal Constitucional; nueva regulación de la moción de censura; introducción de la cuestión de confianza, y régimen sancionador de las Corporaciones locales), el resto de las normas o bien tienen una naturaleza predominantemente orgánica y funcional (v.g., redistribución de competencias entre los distintos ór-
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ganos de gobierno de las Corporaciones locales, creación de comisiones informativas de control y regulación de los grupos políticos locales) o bien son de carácter accesorio, episódico o circunstancial (v.g., trámite de audiencia de los municipios en las reuniones y manifestaciones públicas; presencia de las Corporaciones locales en el Consejo Escolar del Estado; mera posibilidad de establecer formas de colaboración con las Administraciones educativas; participación de los Entes locales en el Consejo Nacional del Agua; regulación del abandono de vehículos en la vía pública). En conclusión, es necesario convenir que, desde la perspectiva de una asunción de nuevas competencias y funciones por los Entes locales, la importancia de estas disposiciones es modesta. Es necesario, sin embargo, reconocer el gran valor simbólico que tuvieron estas medidas legislativas. Al fin, marcaban un claro punto de inflexión en la tradicional política de olvido de las Corporaciones locales.
3.3.2.
Medidas administrativas (Quince soluciones concretas, pendientes, en parte, de implantación)
Las medidas administrativas para el desarrollo del gobierno local comprenden un repertorio de previsiones que no requieren, para su adopción o implantación, normas con rango de ley. Las materias comprendidas en este Acuerdo afectan a siete Departamentos ministeriales (v.g., Interior, Sanidad y Consumo, Trabajo y Asuntos Sociales, Medio Ambiente, Justicia, Economía y Fomento). Se trata, obviamente, de quince soluciones específicas o concretas de naturaleza típicamente local13. En relación con este catálogo de medidas de carácter administrativo, resulta obligado señalar que todavía no han sido llevadas a la práctica 13 Las peticiones concretas formuladas por la Federación Española de Municipios y Provincias, e integradas en las denominadas «Medidas Administrativas» del Pacto Local, son las siguientes: reforma del procedimiento sancionador de tráfico; constitución de las Juntas Locales de Seguridad; regulación del sistema arbitral de consumo en el ámbito local; creación de los Consejos locales de seguridad ciudadana; coordinación en materia policial; participación municipal en la Escuela Nacional de Protección Civil; participación de los Entes locales en los programas del «Fondo Social Europeo»; desarrollo de la participación de los Entes locales en los «pactos territoriales por el empleo»; reforma de la reglamentación de actividades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas; participación local en las subvenciones de actividades ambientales; participación de la FEMP en la elaboración de la normativa ambiental; estudio de la posible implantación de la «Justicia de Proximidad»; participación de las Entidades locales en el Consejo Promotor del Turismo; potenciación de los planes de «excelencia turística» y de «dinamización turística»; participación de las Entidades locales en la elaboración de los planes estatales de «financiación de actuaciones protegidas de vivienda y suelo».
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algunas de las peticiones formuladas por la Federación Española de Municipios y Provincias. Tal es el caso de la constitución de las Juntas locales de seguridad; de la creación de los Consejos locales de seguridad ciudadana; de la participación de los municipios en los pactos territoriales por el empleo; de la revisión de la normativa sobre actividades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas, y de la participación de los Entes locales en la elaboración de los planes estatales de financiación de actuaciones protegidas de vivienda y suelo. 3.3.3.
Código de conducta política
El Código de conducta política, firmado por todos los partidos políticos con representación parlamentaria el día 7 de julio de 1998, contempla una serie de actuaciones para evitar el transfuguismo en las Corporaciones locales. Suscribieron este Código el Partido Popular, el Partido Socialista Obrero Español, Izquierda Unida, Convergencia Democrática de Catalunya, Unió Democrática de Catalunya, el Partido Nacionalista Vasco, Coalición Canaria, Iniciativa per Catalunya, el Bloque Nacionalista Galego, Ezquerra Republicana de Catalunya, Eusko Alkartasuna, Unió Valenciana y el Partido Aragonés. 4.
TRES PROPUESTAS ESENCIALES PARA LA REFORMA, DESARROLLO Y MODERNIZACIÓN DE LA ACCIÓN PÚBLICA LOCAL
La superación o atenuación de los problemas, dificultades e insuficiencias que se acaban de exponer en los epígrafes precedentes requieren la adopción de diferentes medidas. A modo de síntesis, se sugieren tres propuestas esenciales para la reforma, desarrollo y modernización de la acción pública local: 1.ª) la transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones desde la Administración General del Estado; 2.ª) la transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones desde las Comunidades Autónomas, y 3.ª) la necesaria reforma de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local.
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4.1. La transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones a las Entidades locales desde la Administración General del Estado Las atribuciones y funciones del Estado que pueden ser objeto de traspaso o cesión a las Entidades locales deberían ser, en principio, las comprendidas en el Acuerdo sobre «medidas administrativas», integrado en el documento «Medidas para el desarrollo del Gobierno Local». Ya se ha dicho que, a pesar de tratarse de un compromiso contraído formalmente por el Gobierno (Acuerdo del Consejo de Ministros de 17 de julio de 1998), algunas de estas medidas no han sido llevadas todavía a la práctica. Hay que subrayar, sin embargo, que —con el cumplimiento de estos compromisos— no quedan totalmente agotados los posibles traspasos de atribuciones a las Corporaciones locales. Todavía permanecen en la órbita de la Administración General del Estado algunas competencias y funciones que podrían ser transferidas o traspasadas a los municipios y provincias en los dominios de la seguridad ciudadana, de la vivienda o del medio ambiente. No obstante, estos traspasos no se pueden realizar mediante simples disposiciones reglamentarias. Afectan a cuestiones reguladas en leyes sectoriales del Estado y, por consiguiente, sería necesaria la revisión de estas normas o disposiciones. 4.2.
4.2.1.
La transferencia, traspaso o cesión de competencias y funciones a las Entidades locales desde las Comunidades Autónomas Ámbito de las transferencias: las sesenta peticiones contenidas en las «Bases para el Pacto Local»
La mayoría de las competencias y funciones que demandan las Entidades locales afectan a las Comunidades Autónomas. El hecho es lógico si se considera el amplio proceso de transferencias que ha tenido lugar en favor de estos entes territoriales. Por este motivo, ha podido afirmarse —con razón— que sin el concurso de las Comunidades Autónomas resulta imposible satisfacer las demandas planteadas por las Entidades locales. Las reivindicaciones del mundo local, en relación con las competencias y funciones ejercidas por las Comunidades Autónomas, aparecen
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concretadas en las sesenta medidas específicas incluidas en el documento «Bases para el Pacto Local», aprobado por la Comisión Ejecutiva de la Federación Española de Municipios y Provincias el 24 de septiembre de 1996 (véase epígrafe 3.2.1). Hay que puntualizar, sin embargo, que se trata de un catálogo meramente tentativo, de una propuesta inicial, que debe matizarse, restringirse o ampliarse mediante las oportunas y necesarias negociaciones entre los representantes de las respectivas Administraciones autonómicas y las Federaciones y Asociaciones Territoriales de Municipios y Provincias. Con esta finalidad, ya se han constituido, en diversas Comunidades Autónomas, «comisiones mixtas de transferencias», de «cooperación local» o de «coordinación del pacto local» En cualquier caso, parece oportuno destacar que a priori, la gran mayoría de las peticiones formuladas por la FEMP se inserta, como se ha dicho, en la órbita de las competencias tradicionales o clásicas de las Entidades locales. 4.2.2.
Procedimientos para llevar a cabo las transferencias o traspasos: la intervención decisiva de las Comunidades Autónomas
En principio, existen diversas alternativas legales para llevar a cabo la transferencia o traspaso de competencias y funciones desde las Comunidades Autónomas a las Corporaciones locales. Una primera opción consiste en la aprobación por la Asamblea Legislativa de la Comunidad Autónoma respectiva de una ley específica en la que se concreten las materias susceptibles de traspaso, las posibles Entidades locales receptoras de las mismas, los diferentes mecanismos jurídicos utilizables (transferencia, delegación, encomienda, convenio, consorcio o creación de órganos de gestión), los procedimientos aplicables y, en general, los principios y reglas por los que habrá de regirse el proceso de descentralización. Esta alternativa ha sido la finalmente adoptada por la Comunidad Autónoma de Madrid, que —mediante la promulgación de la Ley 3/2003, de 11 de marzo, para el Desarrollo del Pacto Local— ha configurado los principios básicos de la descentralización, los instrumentos jurídicos utilizables —transferencia, delegación y encomienda de gestión—, las materias genéricas susceptibles de transferencia o cesión y las posibles Entidades locales receptoras de los traspasos. Con criterios semejantes, el Gobierno de Cantabria aprobó (marzo de 2003) un Proyecto de Ley para el Desarrollo del Pacto
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Local. Es de señalar, asimismo, que la Comunidad Autónoma de Murcia elabora, en el momento presente, una Ley de carácter similar para abordar la segunda descentralización. Por otra parte, y dentro del marco de la creación de comarcas, la Comunidad Autónoma de Aragón —mediante la Ley 23/2001, de 26 de diciembre, de Medidas de Comarcalización— también sigue el modelo de una ley especial para desarrollar este proceso. En todos los casos enumerados se configura un marco legal específico que posibilita la ulterior transferencia o traspaso efectivo de competencias y funciones, mediante la aprobación de las disposiciones legales o reglamentarias y la adopción de los convenios que, en cada caso, se hayan previsto. Una segunda solución consiste en la inserción de algunos preceptos ad hoc en la correspondiente Ley autonómica de Administración Local. Tales preceptos regularían los principios generales de la descentralización, las Entidades locales que podrían recibir los traspasos y los instrumentos necesarios para llevarlos a cabo (transferencia, delegación, encomienda de gestión, etc.). Tal ha sido la orientación seguida por la Comunidad Autónoma de Galicia —a través de la Ley 5/1997, de 22 de julio, de Administración Local— y por la Comunidad Autónoma de La Rioja, mediante la Ley 1/2003, de 3 de marzo, de Administración Local. Con sentido y alcance semejantes hay que mencionar, también, la Ley Foral 6/1990, de 2 de julio, de Administración Local de Navarra. En estos casos también se perfila un marco legal de referencia que, naturalmente, exige —para su virtualidad o aplicación efectiva— la aprobación de normas, acuerdos o convenios ulteriores. Por último, es asimismo posible que sean determinadas disposiciones o normas sectoriales las que establezcan, dentro de cada ámbito, las competencias y funciones que pueden ser transferidas o traspasadas. De acuerdo con este criterio, la Región de Murcia ha posibilitado la transferencia a sus Ayuntamientos —mediante la Ley 1/2001, de 24 de abril— de diferentes competencias en materia de planeamiento, gestión y disciplina urbanísticas. Con esta misma orientación, el Principado de Asturias suprime diversas autorizaciones previas y contempla la posibilidad de delegar en algunos Ayuntamientos la gestión y disciplina urbanísticas. Desde otra perspectiva, la Comunidad Autónoma de Andalucía, mediante la Ley 2/1988, de 4 de abril, de Servicios Sociales de Andalucía, atribuye a los municipios de más de 20.000 habitantes la gestión de los centros de servicios sociales y prevé la posibilidad de que el Consejo de Gobierno pueda delegar en los Ayuntamientos otras competencias en materia de prestaciones sociales. Dentro de esta tónica de nor-
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mativas sectoriales, la Comunidad Autónoma de Cataluña —a través de diferentes disposiciones reglamentarias— ha traspasado a los Consejos comarcales y a ciertos Ayuntamientos competencias en materia de sanidad. Mayor amplitud y trascendencia tienen los traspasos y transferencias que se han producido, durante los últimos quince años, en las Comunidades Autónomas de Baleares y Canarias. Así, en la Comunidad canaria se han realizado —a través de numerosas disposiciones reglamentarias— traspasos a favor de los Cabildos Insulares en materia de transportes, carreteras, vías pecuarias, medio ambiente, espacios naturales, asistencia social, comercio, cultura, turismo y deportes14. En idéntico sentido —aunque mediante disposiciones con rango de ley—, dentro de las Islas Baleares se han efectuado transferencias y cesiones a favor de los Consejos Insulares en materia de urbanismo, turismo, servicios sociales, transportes, artesanía, espectáculos públicos, agricultura, pesca y ganadería15. El nuevo proceso de descentralización presenta, pues, en sus inicios diversas alternativas legales. Es más, a lo largo de su desarrollo es posible que coincidan o se superpongan algunas de las soluciones apuntadas. A nadie puede sorprender esta circunstancia. Se trata, obviamente, de una actuación sumamente compleja, dificultosa y de largo alcance. En rigor, nos encontramos ante un nuevo proceso de vertebración de las Administraciones Públicas. Por tal motivo, es razonable prever, además de un dilatado período para su ejecución, la configuración de distintas fases, la aparición de dificultades y obstáculos a lo largo de su desarro14 Entre las numerosas disposiciones reglamentarias por las que se hacen efectivos los tras-
pasos de funciones a los Cabildos Insulares canarios cabe citar las siguientes: Decretos 145/1997, 146/1997 y 147/1997, por los que se transfieren a los Cabildos Insulares de El Hierro, Fuerteventura, Gran Canaria, Lanzarote, La Gomera, La Palma y Tenerife diversos servicios en materia de transporte terrestre y por cable; Decretos 139/1997, 140/1997 y 141/1997, por los que se transfieren a los Cabildos Insulares de Fuerteventura, Gran Canaria, La Gomera, Lanzarote y La Palma diferentes servicios en materia de carreteras; Decreto 112/2002, por el que se transfieren a los Cabildos Insulares diversas funciones en materia de explotación, uso, defensa y régimen sancionador de carreteras de interés regional; Decreto 111/2002, por el que se transfieren a los Cabildos Insulares funciones en materia de servicios postales, vías pecuarias, medio ambiente y espacios naturales. 15 Entre las leyes por las que se han transferido competencias y funciones a los Consejos Insulares de Baleares cabe destacar las siguientes: Ley 9/1990, en materia de urbanismo; Ley 8/1993, en materia de régimen local; Ley 9/1993, en materia de información turística; Ley 12/1993, en materia de servicios sociales y asistencia social; Ley 6/1994, en materia de patrimonio histórico, promoción sociocultural y deportes; Ley 3/1996, en materia de turismo; Ley 13/1998, en materia de transportes terrestres; Ley 7/1999, en materia de espectáculos públicos y actividades recreativas; Ley 8/1999, en materia de agricultura, ganadería y pesca; Ley 2/2001, de 7 de marzo, en materia de ordenación del territorio; Ley 14/2001, en materia de servicios sociales, y Ley 16/2001, en materia de carreteras y caminos.
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llo, e incluso la concepción y aplicación de modelos diferentes. Para corroborar estas hipótesis basta considerar, entre otras circunstancias, las singularidades de algunos Estatutos de Autonomía, la heterogeneidad de los municipios afectados, las disparidades de los diversos territorios y, en definitiva, las diferentes realidades sobre las que es necesario actuar.
4.3.
La necesaria reforma de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local
La profunda transformación de la Administración local que se plantea no puede llevarse a cabo con criterios de uniformidad. No todos los municipios españoles tienen las capacidades gestoras adecuadas, los recursos necesarios, la experiencia aconsejable y las estructuras idóneas para hacer frente al conjunto de competencias y funciones que pueden ser objeto de traspaso. Es posible —y sin duda deseable— que un número reducido de funciones puedan ser objeto de traspaso con carácter general. Pero se trata, sin duda, de supuestos excepcionales. El mapa municipal español es extenso, complejo y desigual. En el mismo coexisten —como han expresado expertos y especialistas— las limitaciones inherentes al «inframunicipalismo» y los problemas específicos de las «grandes ciudades». Unos y otros exigen soluciones diferentes. Nuestros 8.107 municipios —número sin duda excesivo— presentan una distribución, según tramos de población, muy dispar: 6.947 municipios tienen menos de 5.000 habitantes; 1.104 cuentan con una población entre 5.001 y 100.000 habitantes, y tan sólo 56 municipios cuentan con más de 100.000 habitantes. España tiene, de esta suerte, una de las medias más reducidas de número de habitantes por municipio: 4.900 personas. Únicamente muestran índices inferiores Luxemburgo (3.700), Austria (3.400) y Francia (1.600)16. Estas cifras ponen de manifiesto que padecemos un claro «inframunicipalismo». Por otra parte, también evidencian que sólo los municipios de cierta entidad —o, en su caso, las diputaciones provinciales, los cabildos insulares, las comarcas o las mancomunidades municipales— pueden asumir el cúmulo de competencias y funciones que son susceptibles de transferencia o tras16 El país de la Unión Europea que tiene el número medio de habitantes por municipio o comuna más elevado es el Reino Unido (más de 130.000), seguido por Irlanda (47.200), Portugal (36.000), Países Bajos (31.500), Suecia (30.700), Dinamarca (19.400), Bélgica (17.400), Finlandia (11.500), Grecia (10.200), Italia (7.100) y Alemania (5.900). Véase Les finances locales..., ob. cit., p. 31.
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paso. Elementales razones de coherencia, de responsabilidad y de eficacia imponen esta solución. Desde otra perspectiva, es evidente que la absorción de nuevas competencias y funciones por parte de los Entes locales exige una estructura de los mismos más flexible, diversa y eficaz. Es necesario superar la uniformidad que actualmente caracteriza el funcionamiento de nuestras Corporaciones locales. Nadie puede cuestionar que son verdaderamente distintas —y aun dispares— las exigencias de organización que se plantean en la órbita de los grandes municipios, en el ámbito de las Entidades locales de dimensión media o dentro de los municipios de escasa importancia. También es patente que una rigidez excesiva en la organización es incomparable con el crecimiento y desarrollo de las actividades municipales. Los municipios no pueden permanecer inmutables en sus estructuras. Antes al contrario, su proximidad a los ciudadanos, la necesidad de adaptarse con mayor celeridad a los cambios sociales y su ineludible servidumbre de eficacia exigen que estas Administraciones primarias deben ser más propicias a las reformas orgánicas. Estos condicionamientos son especialmente importantes en los municipios de gran población. Otra cuestión que requiere una sustancial revisión es la situación de las Diputaciones Provinciales. Estos Entes locales intermedios han quedado por demás relegados dentro de nuestra Administración local. El extraordinario auge de las Comunidades Autónomas y el creciente protagonismo de los grandes municipios han sido, sin duda alguna, causas importantes de esta situación de olvido y marginación. Sin embargo, la experiencia foránea demuestra que las actividades de estas Entidades locales intermedias son indispensables, especialmente cuando coexisten con un acusado inframunicipalismo. Por último, es indispensable prestar mayor atención a todos los aspectos relacionados con la participación de los ciudadanos en el gobierno municipal. Se trata, sin duda, de una cuestión insuficientemente regulada en nuestro régimen local. A todas estas cuestiones responde, en parte, la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de medidas para la modernización del gobierno local. Comprende esta norma legal un conjunto de disposiciones que inciden, de forma profunda e innovadora, en el gobierno, organización y funcionamiento de nuestros municipios. La reforma es, a todas luces, trascendental. En un momento que se estima propicio para impulsar un segundo proceso de descentralización, y en el que consecuentemente algunos municipios pueden estar llamados a asumir un número considerable de
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nuevas competencias, tiene especial relieve todo cuanto se refiere al establecimiento de un gobierno local más ágil, eficiente y democrático. 4.3.1.
La nueva atribución de competencias a las Diputaciones Provinciales
La Ley 52/2003 ha dado nueva redacción a diversos artículos de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local. Entre tales preceptos es de reseñar el artículo 36.1.d), por el que se atribuye a las Diputaciones Provinciales «la cooperación en el fomento del desarrollo económico y social y en la planificación en el territorio provincial, de acuerdo con las competencias de las demás Administraciones públicas en este ámbito». La medida —sin duda plausible— tiene no pocos precedentes en la Administración local europea. Entre ellos cabría citar los siguientes: a) los 323 kreise alemanes —entidades de naturaleza supracomunal—, que tienen atribuidas competencias para la promoción económica intermunicipal; b) ciertas agrupaciones comunales belgas (exactamente setenta), que han sido creadas para atender prioritariamente la expansión económica supramunicipal; c) las 19 regiones finlandesas —entidades constituidas por diversas comunas—, que poseen atribuciones en relación con el desarrollo económico regional; d) las 104 colectividades departamentales francesas, que —desde la reforma llevada a cabo por la Ley de 15 de abril de 1982— conceden ayudas y subvenciones —tanto directas como indirectas— a las empresas locales; e) las 12 provincias holandesas, que incluyen, entre sus funciones, la promoción de las actividades económicas provinciales, y f) los 70 condados del Reino Unido, que tienen expresamente atribuidas competencias en relación con el desarrollo económico supracomunal. En definitiva, la previsión contenida en la Ley de medidas para la modernización del gobierno local se encuentra avalada por las soluciones adoptadas en otros países de la Unión Europea. Por otra parte, esta misma Ley, en el artículo 70 bis, apartado 3, determina que las Diputaciones Provinciales, los Cabildos Insulares y los Consejos Insulares colaborarán con los municipios de menor capacidad económica y gestora para hacer posible la implantación de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Tal previsión constituye una solución prudente y realista, pues —de otra forma— es difícil concebir cómo hubiese podido llevarse a cabo la instauración efectiva de la denominada «Administración electrónica» dentro de los municipios de escasa entidad.
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Toda esta nueva asignación de funciones a las Diputaciones Provinciales constituye, obviamente, un paliativo al reiterado olvido padecido por estas Entidades locales. Pero la situación requiere otras medidas adicionales. Tal vez la más decisiva fuese que, en el futuro, la asignación de nuevas competencias a las Diputaciones Provinciales se insertase en el marco del segundo proceso de descentralización, especialmente en el caso de aquellos municipios que —por su limitada dimensión y escasa capacidad gestora— no son aptos para la asunción de nuevas responsabilidades y funciones.
4.3.2.
La regulación de la participación ciudadana
La Ley de medidas para la modernización del gobierno local contempla —en sus disposiciones de carácter general y, por consiguiente, en las normas extensivas a todas las Entidades locales— tres medidas concretas que redundarán en un incremento de la participación ciudadana en los asuntos municipales: a) la obligación de establecer, mediante normas de carácter orgánico, procedimientos para la efectiva participación de los vecinos en los asuntos locales (art. 70 bis, apartado 1); b) la regulación de la iniciativa popular local (art. 70 bis, apartado 2), y c) la instauración de la Administración electrónica, mediante el impulso de las tecnologías de la información y de la comunicación (art. 70 bis, apartado 3). Estas medidas pretenden fomentar la participación y colaboración de los vecinos; facilitar la gestión de los expedientes administrativos; agilizar la presentación de solicitudes, escritos y documentos, y —en general— mejorar las relaciones entre los municipios y los ciudadanos. En gran medida, todas estas reformas responden a las recomendaciones realizadas por el Consejo de Europa, a través de su Comité de Ministros (Rec-2001-19). Desde otra óptica, es patente que la gran ciudad genera en el ciudadano una acusada sensación de distanciamiento. Las fórmulas de descentralización son, en estos casos, necesarias. Los distritos, configurados como divisiones territoriales propias y dotadas de órganos de gestión desconcentrada, parecen una medida adecuada para impulsar y desarrollar la participación ciudadana en la gestión municipal. Ésta es, precisamente, la solución por la que opta la Ley (art. 128), estableciendo la obligatoriedad de crear distritos en los «municipios de gran población» y otorgando su presidencia a un concejal. Con alcance diferente, pero en la línea de fomentar la participación
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de los ciudadanos, la Ley crea en los «municipios de gran población» un Consejo Social de la Ciudad, en el que se integrarán representantes de las organizaciones económicas, sociales, profesionales y de vecinos más representativas (art. 131). Este tipo de Consejos —que tienen gran tradición en el Derecho comparado— se perfilan como órganos asesores, de informe, estudio y propuesta en materia de desarrollo económico local, planificación estratégica de la ciudad y grandes proyectos urbanos.
4.3.3.
El régimen especial de organización y funcionamiento de los municipios de gran población
Es necesario, como se ha dicho, establecer un régimen especial de organización y funcionamiento dentro de los grandes municipios. Ahora bien, la piedra angular de la cuestión es, sin duda, determinar cuál es la línea divisoria que separa los municipios grandes de los municipios pequeños. — La delimitación de los «municipios de gran población». La Ley —en su artículo 121— considera que son municipios de gran población: a) aquellos cuya población supere los 250.000 habitantes; b) los municipios capitales de provincia cuya población sea superior a los 175.000 habitantes; c) los municipios que sean capitales de provincia, capitales autonómicas o sedes de las instituciones autonómicas, si así lo decidieran las Asambleas legislativas correspondientes, a iniciativa de los respectivos Ayuntamientos, y d) los municipios que superen los 75.000 habitantes y presenten circunstancias económicas, sociales, históricas o culturales especiales, si así lo decidieran también las respectivas Asambleas legislativas, a iniciativa de los Ayuntamientos interesados. La expresión «municipio de gran población» acaso no sea la más afortunada. Sobre todo si se tiene en cuenta que la Ley no requiere, en ocasiones, cifra alguna de población (v.g., para las capitales de provincia, las capitales autonómicas o los municipios que fueran sede de instituciones autonómicas) y que exige, en otros casos, un número ciertamente ponderado de habitantes (75.000 para los municipios con circunstancias económicas, sociales, históricas o culturales especiales). En cualquier caso, hay que valorar muy positivamente tanto el margen de decisión otorgado a las Comunidades Autónomas como la posibilidad conferida a las mismas para considerar y evaluar factores que tienen una naturaleza más cualitativa que cuantitativa. En este sentido, se considera muy razonable que puedan equipararse a los «municipios de gran
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población» las capitales de provincia, las capitales autonómicas o los municipios sede de instituciones autonómicas, cualquiera que fuese el número de sus habitantes. Es patente que en todos estos casos existen factores de representación, de importancia económica, de poder administrativo o de trascendencia social dignos de tenerse en cuenta. Por otra parte, es asimismo loable que la Ley permita considerar —conjuntamente con la existencia de una población mínima (75.000 habitantes)— otras circunstancias de naturaleza económica, social, histórica o cultural. La definición de gran municipio sustentada exclusivamente sobre las cifras de población entraña graves riesgos. La población —qué duda cabe— es un elemento delimitador. Pero es posible y prudente acudir a otros criterios de valoración. Existen ciudades que, con cifras de población moderadas, pueden ser consideradas como grandes municipios. Basta para ello tener en cuenta su capacidad de gestión administrativa, su influencia económica y social en las áreas circundantes, el carácter acusadamente turístico o la importancia histórica o cultural. Esto sucede, por citar algún ejemplo foráneo, con las 112 grandes ciudades alemanas (landkreise), con población superior, por lo común, a los 80.000 habitantes, que —en consideración a sus capacidades financieras, administrativas y de gestión— se encuentran en posesión de todas las atribuciones propias de las comunas ordinarias y de aquellas otras responsabilidades específicas de ciertas entidades supracomunales (v.g., los kreise). También es posible citar el caso de las ciudades metropolitanas italianas (città metropolitane), categoría creada por la Ley constitucional de 18 de octubre de 2001. Estas ciudades pueden constituirse legalmente teniendo en cuenta su importancia económica, los servicios esenciales prestados, su influencia social y cultural, y otras peculiaridades (Decreto legislativo de 18 de octubre de 2001). Tampoco en este caso el volumen de población es decisivo. — Los sistemas singulares de organización de los «municipios de gran población». Cinco innovaciones relevantes establece la Ley en relación con la organización de los «municipios de gran población»: 1.ª La atribución plena de las funciones ejecutivas al alcalde y a la Junta de Gobierno Local (arts. 124 y 126). Esta solución conforma un auténtico poder ejecutivo local, responsable solidariamente ante el Pleno de la Corporación. Se trata, en definitiva, de una fórmula favorable a los principios de celeridad y eficacia, que no sólo garantiza un funciona-
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miento más ágil de las Entidades locales, sino que permite asimismo eludir la lentitud e inoperancia inherentes a los órganos colegiados clásicos de la Administración local. 2.ª La configuración del Pleno de la Corporación como un órgano de naturaleza esencialmente normativa, de programación, y de impulso y fiscalización de la acción de gobierno (arts. 122 y 123). Surge, así, un organismo plural y colegiado, que no sólo podrá conocer, debatir y decidir —de forma profunda y selectiva— sobre todos aquellos asuntos que afectan a la Corporación, sino que también ejercerá sobre la misma un auténtico control político, económico y de eficacia. 3.ª La posible existencia de coordinadores generales y de altos cargos (directores generales) en los grandes municipios, vinculando el desempeño de tales puestos —salvo casos excepcionales acordados por el Pleno— a funcionarios de carrera del Estado, de las Comunidades Autónomas o de la Administración local a los que se exija para su ingreso título de doctor, licenciado, ingeniero o arquitecto. Esta solución permitirá atender adecuadamente la creciente complejidad de estas Entidades locales y garantizar, al mismo tiempo, una adecuada capacidad directiva y de gestión de los titulares de los puestos de mayor responsabilidad (art. 130). 4.ª La potestad del alcalde de integrar en la Junta de Gobierno a personas que no ostenten la condición de concejal (art. 126). Estas designaciones —cuyo número no podrá ser superior a un tercio de los miembros de la Junta, excluido el alcalde— facilitarán la incorporación de directivos y profesionales capacitados, favoreciendo una gestión especializada, eficiente y de mayor calidad. 5.ª La posibilidad de que el alcalde delegue la presidencia del Pleno y la convocatoria del mismo en un concejal (art. 122). Esta solución confiere una mayor flexibilidad al funcionamiento de la Corporación. Todas estas reformas merecen una valoración positiva y, sin duda alguna, contribuirán a un mejor y más ágil funcionamiento de los grandes municipios. Al mismo tiempo —y aunque tal objetivo no aparezca reconocido de forma explícita en el texto legal—, también permitirán una asunción más sencilla de nuevas competencias por parte de estas Entidades locales. Por otra parte, hay que destacar que la Disposición adicional decimocuarta de la Ley 7/1985 —reformada por la nueva Ley— establece que estas normas especiales de organización y funcionamiento son aplicables a los Cabildos Insulares de Canarias, siempre que las respectivas islas superen los 175.000 habitantes. Es más, esta misma Disposición establece que —mediante Ley de la Comunidad Autónoma— este régi-
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men se puede hacer extensivo a otros Cabildos Insulares, siempre que las correspondientes islas superen los 75.000 habitantes. La medida es coherente, ya que el nuevo sistema de organización y funcionamiento supera el uniformismo anacrónico del régimen local español y, al mismo tiempo, facilita un funcionamiento más racional y eficiente de los Entes locales con una mayor complejidad y dimensión. Llama la atención, sin embargo, que una solución similar no haya sido adoptada para los Consejos Insulares de las Islas Baleares y para las Diputaciones Provinciales. Se trata de una laguna legal que sería preciso superar, máxime si se pretende que el nuevo proceso de descentralización administrativa llegue a alcanzar a estos Entes locales intermedios. 4.3.4. Una cuestión pendiente: la superación del «inframunicipalismo» España padece, como se ha dicho, un acusado «inframunicipalismo». Algunas cifras bastan para evidenciarlo: existen, en nuestro país, 2.883 municipios con una población comprendida entre los 101 y los 500 habitantes, y nada menos que 934 ¡tienen una población inferior a los 100 habitantes! Es fácil deducir las graves consecuencias que se derivan de tales hechos: una acusada carencia de recursos económicos; graves problemas para desarrollar la mayoría de los servicios básicos; inexistencia de recursos humanos adecuados, y, en definitiva, insuperables dificultades para atender las necesidades municipales más elementales. No resulta, por consiguiente, exagerado afirmar que el «inframunicipalismo» español es manifiesto y extremo. Algunos países europeos, ante una situación semejante, han desarrollado una doble política municipal: 1.ª) la supresión y fusión de comunas; 2.ª) el impulso y fomento de la cooperación intermunicipal. La supresión y fusión de municipios o comunas es una política comprometida y compleja. Pero tales circunstancias no deben determinar el olvido de esta solución. Dentro de Europa, han sido numerosos los países que han desarrollado, con éxito, esta política. Será suficiente recordar algunos ejemplos significativos: la República Federal Alemana, durante los años 1965 a 1975, lleva a cabo una política de fusión de comunas, reduciendo el número de las mismas de 25.000 a 8.414; Dinamarca, durante la década de los años setenta, realiza una reforma radical de la Administración local y reduce a una quinta parte el número de comunas (concretamente, pasa de 1.387 a 275); Suecia, tras las medidas llevadas a cabo en el año 1952 y, más adelante, en el decenio 1962-
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1973, ¡divide por diez el número de sus comunas! (pasa de un total aproximado de 2.500 colectividades locales básicas a tan sólo 278); Grecia, a partir de la drástica reforma iniciada en el año 1998, consigue que sus municipios pasen de 5.343 a 1.033; Gran Bretaña, mediante las reformas realizadas durante el bienio 1974-1975, mengua sustancialmente la cifra de colectividades locales, que de 1.520 se reducen a 522; Bélgica, merced al procedimiento de fusiones obligatorias establecido en el año 1975, minora el número de comunas de 2.359 a 596. Todos estos ejemplos evidencian que la política de reducción de municipios —a pesar de ser compleja y comprometida— es posible. No cabe ignorar, sin embargo, que algunos países han fracasado en el empeño. Éste es el caso de Francia, que, a pesar de haber intentado la reducción del número de sus comunas —mediante la Ley 16 de julio de 1971—, ha obtenido unos resultados francamente desalentadores. En gran parte hay que atribuir este fracaso al carácter voluntario de las fusiones. También han ejercido una influencia negativa los escasos incentivos otorgados a la unión de las comunas e incluso la propia complejidad del proceso de fusión. Pero, de una u otra manera, no se puede desconocer que, en Francia, se considera que el excesivo número de colectividades locales existentes es, ante todo, una manifestación de su madurez histórica y no un mero anacronismo estéril. Ante esta experiencia desfavorable, este país ha puesto recientemente el acento en la cooperación intercomunal. En esta línea hay que situar la Ley de 12 de julio de 1999, que refuerza, impulsa y favorece la agrupación y colaboración intercomunal (v.g., mediante las «comunidades de comunas», las «comunidades de aglomeración» y las «comunidades urbanas»). El establecimiento de incentivos fiscales ha sido el factor fundamental del éxito de esta nueva política. En efecto, tales medidas han determinado que el número de estructuras intercomunales, que en 1999 era de unas 1.300, se haya duplicado prácticamente durante el último cuatrienio. La Administración local española debería, a la vista de todos estos antecedentes y datos, abordar una reducción del número de sus municipios. Una primera medida podría consistir en la exigencia de un número mínimo de habitantes para constituir un municipio. Piénsese, simplemente, que si se estableciera la fusión obligatoria para todos aquellos municipios que tuviesen menos de 500 habitantes —cifra en verdad ponderada—, el número de los mismos podría verse minorado en unos 2.000. Otra posible orientación sería la adopción de medidas de impulso y fomento para la constitución de agrupaciones supramunicipales (v.g., mancomunidades o comarcas). Esta segunda alternativa podría tener
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como elemento fundamental el establecimiento de un régimen de incentivos financieros o fiscales para los municipios fusionados. También sería posible considerar la posibilidad de una alternativa mixta: 1.ª) una fusión de municipios moderada (v.g., supresión y fusión de las Entidades locales con menos de 100 habitantes); 2.ª) una política decidida de incentivos financieros para la constitución de mancomunidades locales o comarcas. 5.
A MODO DE EPÍLOGO
A lo largo de este trabajo se ha repetido hasta la saciedad que la Administración local española adolece de un insuficiente desarrollo. Tal juicio no sólo está sustentado en un examen particular de nuestros municipios, sino que se asienta también en un análisis comparado de las diferentes Entidades locales existentes dentro de la Unión Europea. Es necesario llevar a cabo una generosa política de transferencias y traspasos por parte de la Administración General del Estado y —en mayor grado o proporción todavía— por parte de las Comunidades Autónomas. A esta solución nos obliga la Carta Europea de la Autonomía Local (art. 4.3) —ratificada por España en 1988— e incluso las propias normas internas (art. 2.1 de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local), en las que se consagra la preferencia o primacía de la Administración local para gestionar aquellos asuntos que afectan de forma más inmediata a los ciudadanos. Pero, además de los tratados internacionales y de las disposiciones legales, es evidente que la razón, la utilidad y el provecho llevan a idénticas conclusiones. No hay que olvidar, en este sentido, que la descentralización confiere firmeza y vigor al sistema democrático, que facilita la resolución y gestión de los asuntos por quienes tienen un conocimiento más profundo y preciso de los mismos, y que, en última instancia, estimula el concurso de los ciudadanos para la instauración de las reformas necesarias. El poder central —por instruido, experimentado y diligente que sea— no puede atender a los múltiples problemas y cuestiones que suscita la vida de los ciudadanos. Esta pretensión excede —y de manera muy notable— los mejores deseos, las capacidades más contrastadas y las voluntades más firmes. Cuando se trata de cambiar —de raíz— los usos y costumbres de una comunidad, de remover los obstáculos que dificultan su progreso, o de acelerar su desarrollo, las organizaciones centrales carecen, por lo común, de la fuerza, de la capacidad y de la decisión necesarias. Tan sólo el apoyo y la colaboración directa de los ciudadanos permiten superar todos estos obstáculos.
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LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
ANEXOS DATOS ESTADÍSTICOS SOBRE LA DISTRIBUCIÓN POR FUNCIONES DEL GASTO PÚBLICO LOCAL EN LOS PAÍSES DE LA UNIÓN EUROPEA
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JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
Anexo 1 Distribución por funciones del gasto público local Funciones
Porcentaje sobre gasto público local
Alemania Servicios clásicos .................................................................. Servicios sociales .................................................................. Enseñanza .............................................................................. Sanidad ..................................................................................
64 27 8 1
Austria Servicios clásicos .................................................................. Sanidad .................................................................................. Enseñanza .............................................................................. Servicios sociales ..................................................................
62 14 13 11
Bélgica Servicios clásicos .................................................................. Enseñanza .............................................................................. Servicios sociales .................................................................. Sanidad ..................................................................................
67 19 13 1
Dinamarca Sanidad .................................................................................. Enseñanza .............................................................................. Servicios clásicos ................................................................... Servicios sociales ..................................................................
31 28 23 18
España Servicios clásicos .................................................................. Servicios sociales .................................................................. Enseñanza .............................................................................. Sanidad ..................................................................................
76 19 3 2
Finlandia Sanidad .................................................................................. Servicios clásicos .................................................................. Servicios sociales .................................................................. Enseñanza ..............................................................................
31 24 18 18
Países Bajos Servicios clásicos .................................................................. Servicios sociales .................................................................. Enseñanza .............................................................................. Sanidad ..................................................................................
59 30 10 1
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LA REFORMA Y MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL ESPAÑOLA
Funciones
Porcentaje sobre gasto público local
Reino Unido Servicios clásicos .................................................................. Enseñanza .............................................................................. Servicios sociales .................................................................. Sanidad ..................................................................................
49 36 15 —
Suecia Servicios sociales .................................................................. Sanidad .................................................................................. Enseñanza .............................................................................. Servicios clásicos ..................................................................
35 26 23 16
Fuente: Les finances locales dans les quince pays de l’Union Européenne, París: Dexia, 2002. Datos referidos al año 1999, salvo para Alemania (1998) y Países Bajos (1998-1999).
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JUAN JUNQUERA GONZÁLEZ
Anexo 2 Gastos públicos de las Entidades locales en las funciones clásicas o tradicionales Funciones
Porcentaje sobre gasto público local
España ................................................................................... Bélgica ................................................................................... Alemania ............................................................................... Austria ................................................................................... Países Bajos ........................................................................... Reino Unido .......................................................................... Finlandia ................................................................................ Dinamarca ............................................................................. Suecia ....................................................................................
76 67 64 62 59 49 24 23 16
Fuente: Ibidem anterior.
Gastos públicos de las Entidades locales en las funciones sociales (Enseñanza + Sanidad + Servicios Sociales) Funciones
Porcentaje sobre gasto público local
Suecia .................................................................................... Dinamarca ............................................................................. Finlandia ................................................................................ Reino Unido .......................................................................... Países Bajos ........................................................................... Austria ................................................................................... Alemania ............................................................................... Bélgica ................................................................................... España ...................................................................................
84 77 76 51 41 38 36 33 24
Fuente: Ibidem anterior.
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ADMINISTRACIONES INSTRUMENTALES* GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES SUMARIO: 1. La complejidad organizativa de los entes instrumentales carece de una ordenación completa y unitaria: Falta una regulación común. Falta una disciplina unitaria.—2. «Autoridades o administraciones independientes», «agencias», «organismos o entidades públicas de regulación.—3. Imprecisa delimitación de los organismos públicos (organismos autónomos y entidades públicas empresariales): Indeterminación del régimen jurídico de las dos categorías de entes instrumentales.—4. Insuficiente regulación de las sociedades mercantiles de titularidad pública y de las fundaciones privadas de iniciativa pública o en mano pública: Sociedades mercantiles de titularidad pública.—5. Fundaciones públicas y fundaciones privadas de iniciativa pública: Revisión de la LOFAGE.
1.
LA COMPLEJIDAD ORGANIZATIVA DE LOS ENTES INSTRUMENTALES CARECE DE UNA ORDENACIÓN COMPLETA Y UNITARIA
La complejidad organizativa es uno de los rasgos característicos de las actuales Administraciones Públicas. Esa complejidad se manifiesta de manera especialmente intensa en el continuo y sistemático recurso a la creación de entes instrumentales para el cumplimiento de determinados fines públicos sectoriales y específicos. Tanto la Administración General del Estado como las Comunidades Autónomas y las Entidades locales, sobre todo en el caso de grandes ciudades y algunas provincias, se han ido dotando de una extensa red de entidades instrumentales, tanto organismos autónomos como entidades públicas sometidas por ley al Derecho privado y sociedades mercantiles y fundaciones privadas. El fenómeno, que no es nuevo, responde a muy distintas causas. Al menos a las dos siguientes: de una parte, a la creciente complejidad y * El presente texto corresponde en su integridad, sin cambio alguno, a la ponencia redactada y presentada en el mes de julio de 2003 para su debate por el «Grupo de Expertos para el Estudio de las Principales Líneas de Reforma de las Administraciones Públicas». Se trata, por tanto, de un trabajo que no debe desvincularse de la finalidad y sentido con los que se preparó ni del momento en que fue redactado.
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GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES
especialización de las funciones y prestaciones administrativas; de la otra, a la búsqueda de una mayor eficacia en la gestión de esas funciones y prestaciones. Se explica así la constante tendencia a crear entes —de base institucional— que, dotados de personalidad diferenciada de la que ostentan las Administraciones Públicas territoriales a las que se vinculan o adscriben, actúan con arreglo a un singular estatuto jurídico organizativo y de funcionamiento. La finalidad perseguida es la flexibilización del régimen de Derecho administrativo característico de las Administraciones territoriales, modulándolo o, incluso, excluyéndolo. Y para ello nada más expeditivo que desgajar de tales Administraciones sectores orgánicos completos a los que, mediante la técnica de la personificación, se les habilita para que, en mayor o menor medida, desarrollen su actividad sujetándose a reglas jurídicas propias y singulares. Desde el momento mismo en que, a mediados del siglo pasado, la utilización de esta técnica organizativa comenzó a generalizarse, el encauzamiento y, por tanto, la limitación de su ejercicio ha sido un reto constante. Sin embargo, no puede decirse que las medidas adoptadas siempre hayan sido las más idóneas para culminar con éxito ese objetivo. El intento de establecer una ordenación completa y unitaria de fenómeno organizativo tan importante, fijando los aspectos estructurales comunes al conjunto de entes instrumentales, así como los más particulares o específicos de las diversas categorías o tipos en que agruparlos, no se ha logrado. A pesar de que se ha avanzado en ese propósito con la última y vigente de las regulaciones adoptadas para las entidades dependientes o vinculadas a la Administración General del Estado —la Ley 6/1997, de 14 de abril; en adelante, LOFAGE—, la situación es susceptible aún de algunos reajustes. Falta una regulación común En primer lugar, ha de observarse que la regulación del amplio y variado conjunto de entes instrumentales de las diversas Administraciones Públicas territoriales (del Estado, de las Comunidades Autónomas y de las Entidades locales) no es común para todas y cada una de esas Administraciones. La LOFAGE constituye en la actualidad el marco normativo general de referencia para las entidades instrumentales de la Administra-
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ADMINISTRACIONES INSTRUMENTALES
ción General del Estado, mientras que para las dependientes de las Entidades locales hay que estar a lo dispuesto en la LBRL, sin perjuicio de lo previsto, en su caso, con carácter complementario, en las normas autonómicas de régimen local. Y por lo que respecta a las Comunidades Autónomas, aunque algunas han dictado leyes que específicamente se refieren a tales entidades instrumentales (siempre bajo denominaciones distintas y con desigual amplitud: por ejemplo, Ley 1/1984, de 19 de enero, reguladora de la Administración Institucional de la Comunidad de Madrid; Ley 4/1985, de 29 de marzo, del Estatuto de la Empresa Pública de Cataluña; Ley 3/1989, de 29 de marzo, de Entidades Autónomas y Empresas Públicas vinculadas a la Comunidad Autónoma de las Illes Balears; Ley de Cantabria 4/1999, de 24 de marzo, de Organismos Públicos; etc.), en la mayoría de los casos han adoptado algunas reglas en leyes más generales, relativas al Gobierno y Administración o a las Finanzas y Hacienda de la correspondiente Comunidad Autónoma. Así pues, aunque de hecho no se aprecian por el momento diferencias sustanciales, formalmente no contamos con una regulación mínima común que fije el modelo organizativo de las entidades instrumentales y sus condicionamientos jurídicos básicos. Sin embargo, se trata de una carencia que convendría remediar, evitando el riesgo permanente de la fragmentación y dispersión normativa. Una carencia que, por lo demás, no resulta inevitable a la luz del orden constitucional de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. En efecto, el Estado, al amparo de la competencia que para fijar las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas le atribuye el artículo 149.1.18.ª de la Constitución, e incluso al amparo de otros títulos competenciales —como es el que le atribuye la competencia exclusiva sobre legislación mercantil (art. 149.1.6.ª)—, jurídicamente está en condiciones de establecer un marco normativo básico —común, por tanto, a todas las Administraciones— que encuadre los tipos y clases de entes instrumentales que pueden crearse y los rasgos del régimen jurídico aplicable a los mismos, independientemente de cuáles sean las Administraciones a las que queden adscritos o de las que dependan. La jurisprudencia constitucional lo avala (STC 14/1986, de 31 de marzo), al haber concluido que no está al alcance de las Comunidades Autónomas crear nuevos tipos de entidades al margen de las previstas por el legislador estatal. Recuérdese que la STC 14/1986, de 31 de marzo, con ocasión de enjuiciar la constitucionalidad de los artículos 25.1 y 27 de la Ley del Par-
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GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES
lamento vasco 12/1983, de 22 de junio, de Principios ordenadores de la Hacienda General del País Vasco, relativos a un nuevo tipo societario, la llamada «sociedad pública vasca especial», claramente distinta y diferenciada de la sociedad anónima de titularidad pública, concluyó que «[...] la regulación que de las sociedades públicas especiales se realiza en la Ley impugnada posee un notorio carácter público, en cuanto rectora de la actuación de entes de tal naturaleza, merced a la creación de una forma societaria atípica, como instrumento de acción administrativa, lo que en esencia no es otra cosa que incidir en el régimen jurídico de las Administraciones Públicas, lo que está reservado en exclusividad al Estado —en cuanto al establecimiento de sus bases— en el artículo 149.1.18.ª CE, sin duda con la finalidad de posibilitar el mantenimiento de un tratamiento uniforme de las instituciones esenciales atinentes a las públicas administraciones y de que el régimen jurídico de las autonómicas no discrepe del referente al Estado, y sin que, finalmente, surjan dudas en cuanto a que nos hallamos ante un supuesto al que conviene la precitada normativa constitucional, porque si existe alguna institución cuyo encuadramiento pueda realizarse del modo más absoluto dentro de la amplia rúbrica “régimen jurídico de las Administraciones Públicas”, ésta es precisamente la personificación de tales Administraciones para su constitución, funcionamiento y actuación en cualquiera de sus posibilidades legales, una de ellas la que aquí se contempla» (f.j. 9). Por consiguiente, la creación de nuevos tipos de entes públicos —aunque estén dotados de personalidad jurídico-privada— es una decisión reconducible a la competencia estatal que le atribuye el artículo 149.1.18.ª de la Constitución, sin que la creación de nuevas figuras o tipos de entidades pueda acometerse por las Comunidades Autónomas al margen de lo decidido por el legislador estatal. Además, en la medida en que se trate de entidades pertenecientes al género de las societarias, la competencia estatal aún encuentra un fundamento competencial añadido en el artículo 149.1.6.ª de la Constitución, tal como se declara en el mismo f.j. 9 de la Sentencia constitucional. En definitiva, del mismo modo que en el reciente proyecto de Ley de medidas para la modernización del Régimen Local (arts. 85 bis y 85 ter) se ha dado un paso adelante, al adoptar como formas de gestión directa de los servicios públicos de competencia local la categorización de los organismos públicos prevista por la LOFAGE, los cuales, sin perjuicio de algunas reglas especiales, se regirán por lo dispuesto en los artículos 45 a 60 de dicha Ley, se debería culminar esa tendencia integrando defi-
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ADMINISTRACIONES INSTRUMENTALES
nitivamente, en un único texto y con el carácter de norma básica, la regulación de las entidades instrumentales de las que cualesquiera Administraciones territoriales puedan hacer uso. Falta una disciplina unitaria Ahora bien, no basta con una regulación común —que, por lo demás, sólo podrá extenderse hasta donde lo permita materialmente la competencia del Estado para establecer las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas— si esa regulación no aspira a establecer una disciplina unitaria del amplísimo elenco de entes instrumentales o, sencillamente, no lo logra. La realidad es que las actuales regulaciones, y en particular la estatal, no cumplen ese requisito. Ni siempre toman en consideración todos los diversos tipos y clases posibles de entes instrumentales ni el régimen al que han de ajustarse las entidades de cada uno de esos tipos resulta homogéneo. La LOFAGE, a pesar del avance que ha supuesto, no ha puesto término a la existencia de entidades dotadas de estatutos jurídicos singulares, propios y diferenciados de los previstos con carácter general para cada tipo o clase de entes (las denominadas, muy gráficamente, como «entidades apátridas»). Junto a las dos categorías de organismos públicos (los organismos autónomos y las entidades públicas empresariales) en las que se han de encuadrar, tal como se afirma en el artículo 1, párrafo 2.º, «las Entidades de Derecho público que desarrollan actividades derivadas de la propia Administración General del Estado, en calidad de organizaciones instrumentales diferenciadas y dependientes de ésta», la propia Ley (disposiciones adicionales 8.ª a 10.ª) admite la subsistencia de particulares y específicas entidades no reconducibles ya a esa doble categorización. No otro es el caso del Banco de España (disposición adicional 8.ª); de la Agencia Estatal de Administración Tributaria, el Consejo Económico y Social y el Instituto Cervantes (disposición adicional 9.ª), y de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, el Consejo de Seguridad Nuclear, el Ente Público RTVE, las Universidades no transferidas, la Agencia de Protección de Datos, el Instituto Español de Comercio Exterior, el Consorcio de la Zona Especial Canaria, la Comisión Nacional de Energía y la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (disposición adicional 10.ª).
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GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES
Aunque no es discutible la singularidad de alguna de esas entidades, difícilmente subsumibles en los tipos de organismo autónomo o de entidad pública empresarial, dada la caracterización y régimen jurídico de éstos, no es menos cierto que en otros casos esa singularidad no se aprecia ni se justifica. Se constata la existencia, por tanto, de un amplio y, sobre todo, variado y heterogéneo conjunto de entidades, de muy desiguales características, sin que su agrupación diferenciada en tres disposiciones adicionales distintas parezca responder a un concreto y específico criterio. Ni hay homogeneidad en las entidades que se agrupan en la disposición adicional 9.ª, ni tampoco la hay en las agrupadas en la disposición adicional 10.ª: ¿qué razón hay, desde esta perspectiva, para equiparar la Agencia Estatal de Administración Tributaria a la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones?; ¿o para equiparar al Consejo de Seguridad Nuclear con el Instituto Español de Comercio Exterior?; o, por el contrario, ¿qué justifica que la Biblioteca Nacional o el Museo Nacional del Prado reciban un tratamiento distinto del que se da al Instituto Cervantes?, etc. Por otra parte, no estamos ante una excepción de carácter transitorio. La disposición adicional 10.ª, en su apartado 2, reconoce abiertamente que podrán constituirse en el futuro nuevos organismos públicos que, diferenciados de los organismos autónomos y de las entidades públicas empresariales, se regirán por su legislación específica «en los aspectos precisos para hacer plenamente efectiva dicha independencia o autonomía», mientras que «en los demás extremos y, en todo caso, en cuanto al régimen del personal, bienes, contratación y presupuestación, ajustarán su regulación a las prescipciones de esta Ley, relativas a los Organismos públicos que, en cada caso, resulten procedentes, teniendo en cuenta las características de cada Organismo». Es verdad que el criterio legal no es el de admitir cualquier excepción, ya que la misma queda referida a entidades a las que «se les reconozca expresamente por una ley la independencia funcional o una especial autonomía respecto de la Administración General del Estado», con lo que la previsión apunta directamente a las llamadas, en terminología variada, «autoridades o Administraciones independientes», «agencias» o, también, «organismos o entidades de regulación». Sin embargo, nada se concreta sobre el contenido y alcance de esa «independencia funcional» o «autonomía especial», que queda así a la decisión singular del legislador. La correspondiente ley específica precisará ese fundamental extremo, al igual que las peculiaridades de su régimen jurídico (perso-
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ADMINISTRACIONES INSTRUMENTALES
nal, bienes, contratación, etc.), ya que su adaptación a las prescripciones de la LOFAGE, tal como se establece con calculada ambigüedad, depende de que «... resulten procedentes, teniendo en cuenta las características de cada Organismo». En definitiva, queda reconocida la posibilidad de que se constituyan entes distintos de los organismos autónomos y de las entidades públicas empresariales, cuyo régimen jurídico queda remitido a lo que se determine por la ley específica o singular de creación del correspondiente ente. Con ello queda conformado un grupo residual y heterogéneo de entidades públicas, comprensivo de todas las que no se integren en los tipos específicos de organismos autónomos y de entidades públicas empresariales. 2.
«AUTORIDADES O ADMINISTRACIONES INDEPENDIENTES», «AGENCIAS», «ORGANISMOS O ENTIDADES PÚBLICAS DE REGULACIÓN»
Las llamadas, indistintamente y entre otras denominaciones, «autoridades o Administraciones independientes», «agencias» u «organismos o entidades públicas de regulación», a las que, como acabamos de decir, alude la LOFAGE de un modo vago e impreciso, para remitir sin más a lo que dispongan las respectivas leyes de creación, constituyen una nueva modalidad organizativa a la que el legislador debería prestar especial atención, tanto por su singularidad, al ir más allá del estricto carácter ejecutivo de los tradicionales organismos autónomos y demás entidades instrumentales, como por los problemas jurídicos que suscitan. Conviene recordar que la aparición de este nuevo tipo de entidades, caracterizadas en una primera aproximación por gozar de un cierto grado de «independencia» —mejor, «autonomía»— frente al poder ejecutivo, se ha vinculado en algunos casos —quizá los más destacados— a los procesos liberalizadores de determinados sectores serviciales de carácter económico que se han acometido en la última década. La razón es bien conocida. Para que la liberalización —o, de manera más precisa, la despublificación y consiguiente eliminación de los derechos de exclusiva— y la introducción de competencia en los correspondientes mercados sea real y efectiva, se ha de garantizar que los operadores que accedan a los mismos puedan actuar en igualdad de condiciones. Igualdad de condiciones que obliga, entre otras medidas, a separar las actividades de regulación de las de explotación del servicio,
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normalmente solapadas o muy directamente vinculadas en el sistema característico del servicio público. Sólo de este modo cabe orillar el riesgo de que el antiguo monopolista —público o privado, da igual a estos efectos— pueda llegar a influir en la Administración reguladora con la que tan estrechamente, y durante tanto tiempo, ha estado relacionado. Resulta necesario, por tanto, que la regulación quede encomendada a una instancia «neutral» que ejerza las correspondientes funciones en un régimen de no dependencia, sin la tutela directa, del aparato administrativo del Estado. Es verdad que, en principio, esas funciones de reglamentación pueden atribuirse al correspondiente Departamento ministerial cuando todos los operadores están bajo el control de los inversores privados. Sin embargo, aun en los supuestos en los que la Administración no actúa ya como gestora, igualmente conviene recurrir a este tipo de organismos. Y ello porque hay otras razones, distintas de la necesaria separación de las funciones reguladoras de las de explotación, que lo justifican. Esas razones tienen que ver con la creciente complejidad económica, técnica y ética de las actividades propias de los mercados regulados, lo que obliga a un reajuste de la clásica función pública interventora, basada principalmente en el establecimiento de reglamentaciones en su sentido más clásico y estricto, de carácter normalmente rígido, abstracto y general, con arreglo a las cuales se han de desarrollar las correspondientes actividades. La intervención pública, para seguir cumpliendo su finalidad de garantía de los intereses generales implicados en esos complejos sectores de la economía y la comunicación, necesariamente ha de rectificar los modos más tradicionales de actuación, relegándolos, cuando menos, a un segundo plano. Las informaciones previas y las consultas, la mediación y el arbitraje, en un clima de concertación y de conciliación de los plurales intereses implicados, han de ser los medios habituales de desarrollo de una actividad reguladora que, por ello mismo, reclama para su puesta en práctica otras formas organizativas. Esa adecuación de las tareas administrativas a un nuevo escenario, a una nueva realidad económica y social, compleja y cambiante, sólo será posible a partir de una Administración dotada de medios organizativos, personales y materiales que le permitan actuar con capacidad y estricta solvencia técnica y profesional. Por consiguiente, también la necesidad de disponer de Administraciones especializadas, única forma de poder intervenir con efectividad en ámbitos en los que la técnica ocupa un lugar central, es una razón añadida que apoya la conveniencia de dar entrada a este nuevo tipo de entidades instrumentales.
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ADMINISTRACIONES INSTRUMENTALES
La cuestión central, a partir de estas premisas, es el efectivo grado de autonomía —de «independencia», en la terminología más generalizada— de la que dotar a estas entidades. Las entidades constituidas hasta la fecha, aunque no puede decirse que respondan a un modelo o tipo suficientemente preciso de entidad reguladora o «Administración independiente», presentan una serie de rasgos comunes que las diferencian de las demás. Esos rasgos comunes tienen que ver con una serie de garantías para facilitar su actuación neutral. En concreto: — los miembros de los órganos directivos de todo este género de entidades gozan de un estatuto jurídico caracterizado, en lo sustancial, por la garantía de inamovilidad —salvo tasadas y lógicas causas de cese— en el desempeño del cargo y por la duración limitada de éste («autonomía orgánica»); — también cuentan con una serie de garantías de índole funcional en el desarrollo de su actividad y en la adopción de las correspondientes decisiones, que no pueden quedar sometidas a instrucciones, directivas u órdenes gubernamentales, ni ser fiscalizadas por la Administración territorial a la que están vinculadas («autonomía funcional»); — disponen, igualmente, de un cierto grado de autonomía financiera, que incluso, en no pocos casos, se traduce en mecanismos propios de financiación al margen de las transferencias con cargo a los Presupuestos Generales del Estado («autonomía financiera»); — finalmente, se les atribuyen diversas potestades administrativas y, de manera destacada, en algunos casos disponen de potestades normativa y sancionadora. Las entidades que actualmente se ajustan, en líneas generales, a esas garantías —sobre todo, a las dos primeras— son las siguientes: el Banco de España (Ley 13/1994, de 1 de junio); la Comisión Nacional del Mercado de Valores (Ley 24/1988, de 28 de julio); la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (Ley 12/1997, de 24 de abril); la Comisión Nacional de la Energía (Ley 34/1998, de 7 de octubre); el Consejo de Seguridad Nuclear (Ley 15/1980, de 22 de abril), y la Agencia de Protección de Datos (Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre). En todas estas entidades, los miembros de los órganos directivos gozan al menos de inamovilidad, lo que marca una diferencia fundamental
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con otro tipo de entidades «atípicas» (por ejemplo, el Ente Público Radio Televisión, cuyo órgano fundamental, el Director General del Ente, a la vista de las causas por las que puede ser cesado por el Gobierno, no goza de esa garantía). En todo caso, el reforzamiento de la autonomía no convierte a estas entidades en independientes en sentido propio, al margen de toda vinculación gubernamental. O, dicho en otros términos: este tipo de «administración» no supone una ruptura con la configuración constitucional de la Administración y del Gobierno y de sus relaciones (arts. 97 y 103 de la Constitución), pues aun cuando se rectifica la tradicional vinculación jerárquica, ello no determina una desvinculación plena y absoluta inconciliable con las reglas constitucionales. Téngase en cuenta, además, que en este tipo de entidades se han separado las funciones de regulación en sentido amplio —es decir, de intervención en el correspondiente mercado— de las funciones de dirección política y normativa, las cuales no se atribuyen en exclusiva a dichas entidades, sino que siguen en la órbita de la Administración departamental y del Gobierno. Se trata, en definitiva, de una respuesta organizativa a un nuevo tipo de función pública que necesita, sencillamente, de un reforzamiento de la autonomía de gestión. Estas entidades dotadas de una especial autonomía deberían contar con una regulación marco que definiese las características comunes a todas ellas: las señaladas autonomía orgánica, concretada, al menos, en la garantía de la inamovilidad de los miembros directivos de las mismas en el desempeño de sus cargos, salvo causas tasadas; autonomía funcional, concretada en el régimen jurídico de actos y decisiones y relaciones con el correspondiente Departamento ministerial y el Gobierno, y autonomía financiera, en relación con el régimen económico-financiero y presupuestario. Asimismo, habría que especificar sus funciones básicas, teniendo en cuenta que necesariamente han de variar en función del sector en el que vayan a intervenir, así como las potestades administrativas que se les pueden atribuir, con especial referencia al alcance que pueda tener la potestad normativa. A un extremo capital debería también atenderse. Nos referimos al establecimiento de las reglas necesarias que garanticen la transparencia en las actuaciones y decisiones de este tipo de entidades, a fin de evitar cualquier sospecha de manipulación o influencia externa que pongan en entredicho precisamente lo que las justifica, su neutralidad. Garantizar esa transparencia resulta decisivo, máxime al tratarse de entidades que,
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por la propia naturaleza de la función reguladora que desarrollan, han de disponer de notables márgenes de decisión. La transparencia no sólo facilita el control externo de las decisiones, sino que coadyuva a legitimarlas, tanto desde la perspectiva de los operadores como desde la de la Administración a la que se vinculan, y favorece también su propio autocontrol. Por último, sin perjuicio de la concreción legal para cada caso —en la medida en que, en relación con este tipo de entidades, su constitución parece razonable que quede reservada a la ley—, en esa regulación marco deberían concretarse las características de los sectores y actividades en los que cabría dar entrada a este tipo de entidades, tratando de evitar una extensión indiscriminada de las mismas a cualesquiera ámbitos materiales y, a la vez, impulsando su efectivo establecimiento en aquellos en los que resulten necesarias. 3.
IMPRECISA DELIMITACIÓN DE LOS ORGANISMOS PÚBLICOS (ORGANISMOS AUTÓNOMOS Y ENTIDADES PÚBLICAS EMPRESARIALES)
El fenómeno de las entidades atípicas queda además reforzado como consecuencia de la ambigua delimitación de las dos categorías de organismos públicos, los organismos autónomos y las entidades públicas empresariales. La delimitación entre organismos autónomos y entidades públicas empresariales se asienta a primera vista en un criterio material, referido al tipo de actividad que realizan. Con carácter general, ambos tipos de entidades, según el artículo 41, se crean «para la realización de cualquiera de las actividades previstas en el apartado 3 del artículo 2, cuyas características justifiquen su organización y desarrollo en régimen de descentralización funcional»; es decir, para la realización «de actividades de ejecución o gestión tanto administrativas de fomento o prestación, como de contenido económico». Sin embargo, a partir de ahí la concreción de las diferencias entre unos y otras se diluye. De acuerdo con el artículo 45.1, a los organismos autónomos «se les encomienda, en régimen de descentralización funcional y en ejecución de programas específicos de la actividad de un Ministerio, la realización de actividades de fomento, prestacionales o de gestión de servicios públicos», mientras que a las entidades públicas empresariales «se encomienda la realización de actividades prestaciona-
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les, la gestión de servicios o la producción de bienes de interés público susceptibles de contraprestación» (art. 53.1). Es evidente, pues, que materialmente, en atención a las funciones propias de unos y otras, poco se puede avanzar. Categorías completas de actividades pueden ser atribuidas indistintamente a unos u otros organismos, con lo que la función no predetermina, ni condiciona definitivamente, el tipo de entidad gestora que deba constituirse. La adaptación a las dos nuevas categorías de organismos públicos de los preexistentes organismos autónomos y demás entidades de Derecho público que, en cumplimiento de lo establecido en la disposición transitoria 3.ª de la LOFAGE, han realizado la Ley 50/1998, de 30 de diciembre (arts. 60 a 74), y los Reales Decretos 286/1999, de 22 de febrero, y 432/1999, de 12 de marzo, evidencia con claridad el amplísimo margen de decisión existente para optar por una u otra. Se explica, de este modo, que, al final, las consecuencias vinculadas al régimen jurídico aplicable a uno u otro tipo de entes sigan siendo las determinantes de la configuración jurídica por la que se opte. Si se constituyen como organismos autónomos, toda su actividad se regirá por el Derecho administrativo (art. 45.1). Por el contrario, si se configuran como entidades públicas empresariales, se regirán por el Derecho privado (art. 53.2), aunque el hecho de que en este caso la remisión al Derecho privado quede acertadamente matizada —pues, como oportunamente se precisa en el mismo precepto, la sujeción al Derecho privado no alcanza a «la formación de la voluntad de sus órganos», al «ejercicio de las potestades administrativas que tengan atribuidas» y a «los aspectos específicamente regulados para las mismas en esta Ley, en sus estatutos y en la legislación presupuestaria» (art. 53.2)— también termine por relativizar, siquiera parcialmente, la trascendencia de la distinción. Por tanto, debe convenirse que la categorización, al no ser lo suficientemente precisa, no permite racionalizar la utilización de uno u otro tipo de entidades. Pero hay más. Aunque lo hubiese sido, el establecimiento de una reserva de ley para la creación de cualesquiera organismos públicos —sean organismos autónomos o entidades públicas empresariales— (art. 61.1) favorece que el legislador llegue a introducir especificidades de tal porte en la configuración concreta de cada ente que, más allá del nomen iuris que adopten, hagan imposible su subsunción en uno de los dos tipos definidos con carácter general por la propia Ley. Dicho en otros términos, el fenómeno de las entidades atípicas queda facilitado a partir de la obligada intervención del legislador como consecuencia de la reserva de ley que se ha establecido.
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Indeterminación del régimen jurídico de las dos categorías de entes instrumentales En directa relación con lo que se acaba de decir, la LOFAGE tampoco acota todo lo que debiera el régimen jurídico de cada una de las dos categorías de entidades instrumentales. Los estatutos de cada entidad pasan a ser pieza clave, por cuanto son ellos los que concretan el régimen de organización, funcionamiento, los medios personales y materiales, etc., de cada entidad. Y, en esa concreción, disponen en la mayoría de los casos de un amplísimo margen de decisión. Sobre este particular, especial relevancia presenta el régimen del personal, pues, específicamente en el caso de las entidades públicas empresariales, los estatutos pueden introducir las peculiaridades que, en orden a la selección y sistemas de acceso, adscripción y provisión de puestos de trabajo y, sobre todo, condiciones retributivas, estimen más adecuadas. Las previsiones contenidas en el artículo 55 de la LOFAGE son excesivamente genéricas y facilitan, en consecuencia, una gran variedad de situaciones. En realidad, la LOFAGE, al limitarse a decir que el personal será seleccionado mediante convocatoria pública basada en los principios de igualdad, mérito y capacidad, sin incorporar la más mínima precisión acerca de los procedimientos de selección, nada nuevo añade a lo que ya resulta de la propia Constitución. Por eso sería importante que la Ley, sin perjuicio de dar entrada a las especialidades que estimara necesarias, fijase directamente los procedimientos selectivos para hacer efectivo el derecho fundamental de acceso en condiciones de igualdad, de acuerdo con el mérito y la capacidad, sin remitir en blanco, como sucede en la actualidad, a lo que, en cada caso, dispongan los estatutos de cada entidad. Algo parecido cabe decir, en fin, desde la perspectiva ahora del régimen de los bienes propios de los organismos públicos. Baste al respecto con remitir a lo expuesto por el Consejo de Estado en la Memoria del año 2002 (pp. 84 a 98), defendiendo la conveniencia de poner término a las crecientes excepciones al régimen general del patrimonio del Estado que traen causa de la multiplicidad de singularidades recogidas en las normas estatutarias de los organismos públicos, ya que está provocando una fragmentación y dispersión de ese régimen general y, con ello, la quiebra de los principios de buen orden presupuestario y financiero y de unidad y coordinación en la gestión.
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4.
INSUFICIENTE REGULACIÓN DE LAS SOCIEDADES MERCANTILES DE TITULARIDAD PÚBLICA Y DE LAS FUNDACIONES PRIVADAS DE INICIATIVA PÚBLICA O EN MANO PÚBLICA
La LOFAGE no se refiere a la totalidad de entidades instrumentales de base institucional de las que se sirve la Administración Pública estatal. La razón estriba en que las entidades configuradas como personas jurídico-privadas en forma alguna son calificables como «administraciones» y, por tanto, quedan al margen de esa concreta Ley. No obstante, incluso en este extremo se observan diferencias significativas. Mientras que se alude a las sociedades mercantiles de titularidad pública, ni rastro se encontrará de las fundaciones privadas de iniciativa pública o en mano pública. Sociedades mercantiles de titularidad pública En cuanto a las sociedades mercantiles de titularidad pública, la LOFAGE se limita a recordar que se regirán íntegramente por el ordenamiento jurídico privado, sin perjuicio de las normas presupuestarias, contables, de control financiero y de contratación (pública) que les sean aplicables, y añade que «en ningún caso podrán disponer de facultades que impliquen el ejercicio de autoridad pública» (disposición adicional 12.ª). De todas formas, ni siquiera el referido criterio, de carácter formal, parece ser suficiente para que tales personas privadas queden totalmente excluidas o al margen de la aplicación de determinadas normas jurídicoadministrativas. No otro es el caso, de manera destacada, de la legislación de contratos de las Administraciones Públicas, por cuanto el Derecho comunitario impone que toda entidad —sea de Derecho público o de Derecho privado— creada para satisfacer específicamente necesidades de interés general que no tengan carácter industrial o mercantil, dotada de personalidad jurídica y cuya actividad dependa estrechamente del Estado, de los entes territoriales o de otros organismos de Derecho público, ha de sujetarse a los procedimientos de adjudicación de los contratos públicos sometidos a las Directivas comunitarias. No basta, pues, con el dato de la personalidad jurídica y, en directa vinculación, con el de las potestades públicas para determinar la aplicación o no de
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esos procedimientos, sino que lo relevante es la naturaleza y carácter de la actividad que el ente desarrolle. De ahí que, a los efectos de la contratación, el régimen de las sociedades mercantiles en mano pública en nada deba diferenciarse del de las entidades públicas empresariales. La disociación entre forma jurídica del ente y régimen jurídico a que queda sometida su actividad pierde, por tanto, toda operatividad cuando se trata de la contratación. La reciente Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 15 de mayo de 2003 (as. C-214/00, Comisión contra el Reino de España) ha declarado que España ha incumplido las obligaciones que le incumben en virtud de la Directiva 89/665/CEE, del Consejo, de 21 de diciembre de 1989, modificada por la Directiva 92/50/CEE, del Consejo, de 18 de junio de 1992, al no haber extendido el sistema de recursos garantizado por la citada Directiva a las decisiones adoptadas por las sociedades de derecho privado creadas para satisfacer específicamente necesidades de interés general que no tengan carácter industrial o mercantil, dotadas de personalidad jurídica y cuya actividad esté mayoritariamente financiada por las Administraciones Públicas u otras entidades de derecho público, o cuya gestión se halle sometida a un control por parte de éstas, o cuyo órgano de administración, de dirección o de vigilancia esté compuesto por miembros de los cuales más de la mitad sean nombrados por las Administraciones Públicas u otras entidades de derecho público. Esta interpretación significa que no basta con la previsión de la disposición adicional 6.ª de la vigente Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, ya que la misma presupone que dichas sociedades, por el mero hecho de su personificación jurídico-privada, quedan fuera del ámbito subjetivo de la normativa en materia de contratos públicos. Una exclusión, por tanto, que no se ajusta a las Directivas comunitarias, las cuales no hacen mención alguna al régimen público o privado con arreglo al cual se han constituido «los organismos de Derecho público» ni a la forma jurídica adoptada, sino que se interesan por otros criterios, entre los que ocupa lugar prioritario el de la finalidad y actividad para las que dichos organismos han sido creados. Es verdad, no obstante, que de observarse con rigurosidad el criterio de la LOFAGE de que las sociedades mercantiles de titularidad pública no pueden ostentar potestades públicas, la constitución de tales sociedades bien pudiera quedar ceñida al ámbito estricto de las actividades de carácter industrial o mercantil, que, desde la perspectiva funcional-material del Derecho Comunitario de la contratación pública, es justamente
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el dato decisivo para que no sean exigibles los procedimientos de adjudicación de los contratos sometidos a las Directivas. Todo dependerá, por tanto, de que la utilización instrumental de sociedades —también de fundaciones privadas, como más adelante se verá— sea coherente con la finalidad, función y régimen jurídico de tales personas jurídico-privadas, ya que no lo será, en estrictos términos jurídicos, que las sociedades mercantiles, aunque sean de titularidad pública, actúen en el tráfico con arreglo a un régimen jurídico exorbitante —en más o en menos— distinto del aplicable a las demás sociedades mercantiles de titularidad privada. Más aún, incluso no deja de ser contradictorio con el principio comunitario de paridad de trato entre empresa pública y empresa privada que sanciona el propio Derecho comunitario. En definitiva, la naturaleza jurídica de estas personas societarias no admite —a no ser que se distorsione por completo el significado y alcance de las categorías jurídicas— esa mixtura —un tanto esquizofrénica— de que su actividad contractual quede sujeta, al menos en la preparación y adjudicación de los contratos, a las reglas de la contratación pública y al control de la jurisdicción contencioso-administrativa. Lo que sucede es que esa mixtura contra natura resulta inevitable cuando se recurre a personificaciones de carácter societario —también de carácter fundacional— para la realización no de lo que les es propio, es decir, para la realización de actividades económicas de mercado, sino para el desarrollo de actividades típicamente administrativas. Sin embargo, frustrado en gran medida el intento de eludir la aplicación del Derecho administrativo a la ejecución de lo que son actividades y tareas que, por encomendarse a personas jurídico-privadas, no dejan de ser características de la Administración, la utilización instrumental de dichas sociedades habría de reconducirse a sus justos términos, ciñéndose al desarrollo y ejecución de actividades industriales y mercantiles, con sujeción plena, sin excepción, al Derecho privado. El criterio formal de la no atribución de potestades públicas debería quedar reforzado, en consecuencia, con un criterio material relativo a la naturaleza de la actividad a desarrollar, evitando así la proliferación de sociedades de titularidad pública (paradigmático es el caso de las sociedades para la construcción y explotación de obras e instalaciones públicas) que, inevitablemente, por ser inadecuadas atendiendo a los fines sociales que asumen, terminan, en mayor o menor medida, republificándose y, con ello, separándose del régimen al que, con arreglo a su naturaleza jurídica, habrían de ajustarse.
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5.
FUNDACIONES PÚBLICAS Y FUNDACIONES PRIVADAS DE INICIATIVA PÚBLICA
Las fundaciones públicas y las fundaciones privadas de iniciativa pública o en mano pública son otro tipo de entidades de las que vienen haciendo creciente uso las distintas Administraciones Públicas territoriales e, incluso, institucionales. No deja de ser sintomático que la LOFAGE no haga la más mínima mención a este tipo de entidades, ni siquiera en los términos en que, como acabamos de ver, lo hace respecto de las sociedades mercantiles. Sin embargo, ya en 1994 se había reconocido por el legislador estatal la capacidad jurídica de las personas jurídico-públicas para constituir fundaciones privadas (art. 6.1 y 4 de la Ley 30/1994, de 24 de noviembre, de Fundaciones y de incentivos fiscales a la participación privada en actividades de interés general), introduciendo de esa forma en el ordenamiento jurídico una novedad que, independientemente de su trascendencia conceptual e institucional, vino a acrecentar el catálogo de formas organizativas instrumentales disponibles por las Administraciones Públicas. La LOFAGE desconoció el hecho y sólo con la nueva Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones (arts. 44 y ss.), se han establecido una serie de reglas relativas a la creación y régimen jurídico de estas fundaciones privadas de iniciativa pública, aunque ceñidas, no obstante, a las fundaciones estatales, que ahora pasan a denominarse «fundaciones del sector público estatal». La disposición final 2.ª de la nueva Ley de Fundaciones ha procedido a la modificación del apartado 5 del artículo 6 del Texto Refundido de la Ley General Presupuestaria, aprobado por Real Decreto Legislativo 1091/1988, de 23 de septiembre, que, tras su derogación por la LOFAGE, se hizo «renacer» por el artículo 44 de la Ley 14/2000, de 29 de diciembre, referido a las «fundaciones estatales». La nueva redacción es la siguiente: «5. Son fundaciones del sector público estatal aquellas fundaciones en las que concurra alguna de las siguientes circunstancias: a) Que se constituyan con una aportación mayoritaria, directa o indirecta, de la Administración General del Estado,
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sus organismos públicos o demás entidades del sector público estatal. b) Que su patrimonio fundacional, con un carácter de permanencia, esté formado en más de un 50 por 100 por bienes o derechos aportados o cedidos por las referidas entidades». Junto a este primer dato, tampoco deja de ser significativo que, al poco de aprobarse la LOFAGE, el mismo legislador alumbrara un nuevo tipo de entidades, al margen totalmente de la Ley que había aspirado a constituir en adelante el marco de referencia común y único de las entidades instrumentales de la Administración estatal. Estas nuevas entidades, las fundaciones públicas sanitarias, se rigen por su normativa propia y específica, tal como, por lo demás, han reiterado las disposiciones adicionales 3.ª y 4.ª de la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones. Esta realidad, surgida al margen de la LOFAGE, confirma plenamente que su intento racionalizador no ha sido pleno. Una constatación que, no admitiendo discusión, obliga a revisar la situación a la que se ha llegado. Por de pronto, es preciso reconocer que la coexistencia de fundaciones públicas con fundaciones privadas de iniciativa pública —ahora, fundaciones del sector público— resulta, cuando menos, confusa e induce a equívoco, pues, a pesar del nombre, la fundación pública —o fundación pública del servicio, tal como se denominaba en la legislación de régimen local— nada tiene que ver con la fundación privada. Las diferencias entre una y otra figuras son evidentes. Baste recordar las siguientes: — la fundación privada se encamina a la realización de un fin propio o específico, que no es el del fundador, sino un fin de interés general, mientras que la fundación pública no posee fines propios, sino que sirve los que corresponden a la Administración que la crea; — el patrimonio de la fundación pública está constituido por bienes que la correspondiente Administración le adscribe o afecta para la prestación del servicio, sin que haya desplazamiento del dominio de los bienes, de manera que cuando se extingue la fundación pública hay una reversión automática a la Administración matriz, lo que, en principio, no es el caso de las fundaciones stricto sensu;
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— la vocación de permanencia que caracteriza a las fundaciones privadas no concurre en el caso de las fundaciones públicas, que pueden ser suprimidas en cualquier momento por la correspondiente Administración de la que dependen; — por último, la auténtica fundación civil queda desvinculada en el momento de su constitución de la voluntad del fundador, cortándose el nexo entre fundador y fundación en ese instante, lo que, obviamente, en forma alguna sucede con la fundación pública, en la que subsiste la relación de instrumentalidad e interdependencia con la Administración. Así pues, la denominada fundación pública poco tiene que ver con la fundación privada. En estrictos términos jurídicos, aquélla es, sencillamente, un ente institucional, sin perjuicio, desde luego, de su atipicidad dada la categorización de la LOFAGE; o, si se quiere así decir, se trata de una modalidad de organismo público añadida a los organismos autónomos y a las entidades públicas empresariales que, en cualquier caso, debería haberse previsto por la LOFAGE, a fin de concretar sus características diferenciadoras de los otros dos tipos de organismos públicos y establecer su específico régimen jurídico. Por otra parte, la regulación que finalmente se ha hecho de las llamadas «fundaciones públicas sanitarias», previstas por el artículo 111 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, confirma plenamente las diferencias que las separan de las fundaciones privadas. Conviene recordar que tras el inicial Real Decreto-Ley 10/1996, de 17 de junio, que habilitó al INSALUD para establecer nuevas formas de gestión, incluyendo entre las mismas a las fundaciones constituidas con arreglo a la Ley de Fundaciones de 1994, la subsiguiente Ley 15/1997, de 25 de abril, que lo sustituyó, vino a prescindir de toda mención expresa a las fundaciones. No obstante, la culminación del propósito de poner a disposición de las Administraciones públicas la figura fundacional para la gestión de los servicios desembocó en la expresa previsión de las «fundaciones públicas sanitarias», en virtud del artículo 111 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, que, sin embargo, como su propia denominación indica, no son ya fundaciones privadas, sino verdaderas entidades públicas de naturaleza jurídica semejante a la de las entidades públicas empresariales que regula la LOFAGE. La propia previsión de que, en lo no previsto por el referido artículo 111, quedan sujetas a lo dispuesto para di-
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chas entidades públicas empresariales es bien indicativa de lo que se afirma. Con todo, el resultado último no deja de ser tan complejo como caótico. De una parte, al amparo del Real Decreto-Ley 10/1996, se constituyeron al menos dos fundaciones privadas con arreglo a la Ley 30/1994, de Fundaciones (la fundación «Hospital Manacor» y la fundación «Hospital Alcorcón»), aunque sujetas, en virtud de los correspondientes Estatutos, a notables modulaciones en el régimen jurídico propio de las fundaciones privadas aplicable a las mismas; de otra, con arreglo al artículo 111 de la Ley 50/1998, ha quedado abierta la posibilidad de constituir fundaciones públicas sanitarias que, como hemos visto, nada tienen ya que ver con las fundaciones privadas de la Ley 30/1994 ni, por tanto, con las constituidas de acuerdo con la habilitación del Real Decreto-Ley de 1996. Una situación que se refleja nítidamente en el Real Decreto 29/2000, de 14 de enero, sobre nuevas formas de gestión del INSALUD, por cuanto es de aplicación a los centros, servicios y establecimientos sanitarios de protección de la salud o de atención sanitaria gestionados por el INSALUD que adopten cualesquiera de las siguientes «nuevas formas de gestión»: fundaciones constituidas al amparo de la Ley 30/1994, de 24 de noviembre, y fundaciones públicas sanitarias, además de a los consorcios, sociedades estatales y cualesquiera otras entidades de naturaleza o titularidad pública admitidas en Derecho. En suma, las fundaciones públicas —concretadas por ahora en el ámbito de los servicios públicos sanitarios— ni pueden identificarse con las fundaciones privadas stricto sensu ni dejan de ser una nueva variante de entes institucionales, aunque no sean reconducibles a la categorización establecida por la LOFAGE y, por tanto, ésta sólo les sea aplicable en lo no previsto por su normativa propia. Por lo que respecta a las fundaciones privadas de iniciativa pública o en mano pública, para que la Administración pueda hacer uso de las mismas es preciso introducir en su régimen jurídico no pocas rectificaciones. No obstante, muy importantes son las dificultades existentes para evitar que ese necesario reajuste del régimen de la fundación privada al hecho de que el fundador sea una Administración Pública no provoque una desnaturalización de la institución. Aspectos esenciales del régimen de las fundaciones, como la configuración del patronato y del protectorado, o el régimen de extinción de la fundación, o la adscripción de bienes, y otros más, no pueden aplicarse sin más a las fundaciones de la Administración, de manera que hay que rectificarlos. Pero, justamente por ello, si a esas fundaciones consti-
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tuidas por las Administraciones Públicas se les ha de dotar de un régimen jurídico singular que termina por separarse en aspectos esenciales del propio de las fundaciones privadas, difícilmente cabrá seguir reconociéndolas como verdaderas fundaciones privadas. Se denominarán de ese modo, pero, desde luego, serán otra cosa. Incluso, desde el punto de vista del régimen de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, tampoco dejan de plantearse problemas a la hora de proyectar ese régimen a las fundaciones constituidas por el Estado, teniendo en cuenta que la competencia autonómica alcanza a las fundaciones que desarrollen principalmente su actividad en el ámbito de la correspondiente Comunidad Autónoma. De este modo, si la fundación privada estatal ciñe su actividad a ese ámbito, bien pudiera mantenerse que la competencia sobre la misma corresponderá a la Comunidad Autónoma, lo que, en principio, no deja de tener cierta justificación. Sin embargo, tampoco faltan razones de contrario para negar en ese caso la competencia autonómica, lo que supone, en definitiva, que, desde la perspectiva del reparto de competencias en la materia de fundaciones, la fundación de iniciativa pública tampoco puede equipararse a la fundación privada. La cuestión no es teórica, sino que se ha planteado frontalmente con ocasión del recurso de inconstitucionalidad contra la Ley 1/1998, de 2 de marzo, de Fundaciones de la Comunidad de Madrid, por entender el Estado que el artículo 9.3 de dicha Ley, conforme al cual «las fundaciones que desempeñen su actividad principalmente en la Comunidad de Madrid y que estén constituidas por una o varias personas jurídico-públicas, cualquiera que sea el ámbito territorial de actuación de tales personas, estarán sujetas a las disposiciones de la presente ley», conlleva una interpretación impropia y expansiva de la competencia de la Comunidad Autónoma en materia de fundaciones, al pretender extender a las fundaciones creadas por personas jurídico-públicas, cualquiera que sea el ámbito territorial de éstas, la condición de sujetos del protectorado autonómico. A juicio del Abogado del Estado, en los casos en que se utiliza la institución fundacional por tales personas jurídico-públicas de ámbito supraautonómico como técnica instrumental para la prestación de competencias de titularidad propia, debe primar el carácter estatal o supraautonómico de las funciones a desarrollar frente al marco territorial en que tienen lugar. Por eso, cuando la Administración estatal elige como medio para ejercer una actividad determinada la constitución de una fundación, la Administración autonómica no puede tratar de participar en dicha actividad o pretender controlarla mediante el ejercicio de
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las funciones de registro y protectorado de la misma. Así, todas las previsiones de la Ley impugnada respecto del Registro y el Protectorado constituyen, a juicio del Estado, una clara y manifiesta invasión competencial en los supuestos en que la correspondiente fundación haya sido constituida por otra Administración Pública para el ejercicio de competencias que les son propias. La reciente regulación de las «fundaciones del sector público estatal» (arts. 44 a 46 de la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones), avanzando en el ineludible proceso de configuración de un régimen sui generis para las fundaciones del sector público estatal, evidencia claramente las contradicciones en las que se desenvuelve este nuevo fenómeno. De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 46 de la referida Ley, estas fundaciones del sector público estatal quedan sujetas a una serie de limitaciones. Por de pronto, dado que «únicamente podrán realizar actividades relacionadas con el ámbito competencial de las entidades del sector público estatal fundadoras», aunque con la limitación de que «no podrán ejercer potestades públicas», se establece que «el protectorado de estas fundaciones se ejercerá, con independencia del ámbito territorial de actuación de las mismas, por la Administración General del Estado», con lo que se introduce una excepción importante al régimen de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Además, «en materia de presupuestos, contabilidad y auditoría de cuentas, se regirán por las disposiciones que les sean aplicables del texto refundido de la Ley General Presupuestaria», correspondiendo la realización de la auditoría externa, cuando sea obligada, a la Intervención General del Estado. Por último, estas fundaciones, asimismo, deberán seleccionar a su personal «con sujeción a los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad de la correspondiente convocatoria», y su actividad contratactual «se ajustará a los principios de publicidad, concurrencia y objetividad, salvo que la naturaleza de la operación a realizar sea incompatible con estos principios». Incluso, «cuando la actividad exclusiva o principal de la fundación sea la disposición dineraria de fondos, sin contraprestación directa de los beneficiarios, para la ejecución de actuaciones o proyectos específicos, dicha actividad se ajustará a los principios de publicidad, concurrencia y objetividad, siempre que tales recursos provengan del sector público estatal». En consecuencia, el régimen de estas fundaciones privadas estatales queda modulado en importantes extremos precisamente por razón de la
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titularidad pública. En cierta medida, al igual que sucede con las sociedades mercantiles públicas, la presencia de la Administración obliga a introducir algunas modificaciones que limitan la «huida» del Derecho administrativo, con lo que sólo así puede admitirse esa utilización instrumental de personas jurídico-privadas. En este sentido, la prohibición de que, tanto unas como otras entidades, ejerzan potestades públicas (o, en los términos de la LOFAGE, para las sociedades, «facultades que impliquen el ejercicio de autoridad pública») resulta capital. Si a ello se suman las limitaciones en orden a la selección del personal que para las fundaciones se establecen, así como los condicionamientos en su actividad contractual y la aplicación de los controles económico-financieros previstos en la legislación presupuestaria, las dudas de constitucionalidad que en algunas ocasiones se han mantenido acerca de estas fundaciones privadas en mano pública creo que pueden quedar descartadas. Resta añadir una precisión final. Acabamos de decir que las fundaciones privadas creadas por las Administraciones Públicas sólo son admisibles introduciendo rectificaciones en su régimen jurídico. Esas rectificaciones se han efectuado, aunque de manera limitada, sólo para las llamadas «fundaciones del sector público estatal», dado que las previsiones correspondientes de la Ley de Fundaciones de 26 de diciembre de 2002 no tienen carácter básico y no alcanzan, por tanto, a las fundaciones privadas de las demás Administraciones Públicas. Resulta necesario, por ello, que esta situación sea corregida, extendiéndose la regulación de dichas fundaciones estatales a todas las demás, autonómicas y locales, para lo cual ninguna restricción existe atendiendo al reparto constitucional de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Revisión de la LOFAGE A la vista de las consideraciones precedentes, se considera conveniente proceder a una revisión de la LOFAGE, al menos para abordar las siguientes cuestiones: — Dotar de carácter básico, al amparo del artículo 149.1.18.ª de la Constitución (bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas), a la categorización de entidades institucionales y a los rasgos caracterizadores de las mismas.
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— Prescindir de la reserva de ley para la creación de cualesquiera organismos públicos (en la actualidad, organismos autónomos y entidades públicas empresariales). — Proceder a una delimitación más precisa, en razón de las funciones que vayan a desarrollar, entre las dos categorías fundamentales de organismos autónomos y entidades públicas empresariales. — Incorporar una regulación común para una tercera categoría de entidades singulares, los organismos públicos de regulación. — Incorporar, asimismo, la figura de las fundaciones públicas al elenco de entidades instrumentales de base institucional, como un nuevo tipo diferenciado de las entidades públicas empresariales y de las sociedades mercantiles.
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CORPORACIONES DE DERECHO PÚBLICO* GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES SUMARIO: 1. Variedad de entes que reciben la denominación de Corporaciones de Derecho público.—2. Corporaciones públicas de carácter económico.—3. Colegios Profesionales: Necesidad de una Ley Básica de Colegios Profesionales.
1.
VARIEDAD DE ENTES QUE RECIBEN LA DENOMINACIÓN DE CORPORACIONES DE DERECHO PÚBLICO
Las entidades corporativas, entendiendo por tales las Corporaciones de Derecho público que se constituyen para la ordenación del ejercicio de las profesiones y la defensa de los intereses profesionales de los colegiados, así como para la promoción y defensa de intereses económicos, han sido, son y deberían seguir siendo importantes instrumentos organizativos para la gestión pública de determinados intereses generales sectoriales. Aunque también asumen la representación y defensa de estrictos intereses privados —los propios de los miembros de la Corporación—, su justificación última como personas jurídico-públicas, distintas de las meras asociaciones constituidas en ejercicio del derecho de asociación que a toda persona reconoce el artículo 22 de la Constitución, radica justamente en el hecho de serles atribuidas en virtud de ley, y, en su caso, añadidamente por delegación de las Administraciones Públicas territoriales, el ejercicio de determinadas funciones públicas. Son precisamente esas funciones públicas, o, más en concreto, la atribución legal directa e inmediata de dichas funciones, las que permi* El presente texto corresponde en su integridad, sin cambio alguno, a la ponencia redactada y presentada en el mes de julio de 2003 para su debate por el «Grupo de Expertos para el Estudio de las Principales Líneas de Reforma de las Administraciones Públicas». Se trata, por tanto, de un trabajo que no debe desvincularse de la finalidad y sentido con los que se preparó ni del momento en que fue redactado.
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ten individualizar a estas organizaciones como Corporaciones públicas, dando cuenta de su singular régimen de organización y de funcionamiento. La Constitución de 1978, que expresamente se refiere a los Colegios Profesionales en su artículo 36, y que alude también, de manera implícita, a las Corporaciones de carácter económico en el artículo 52, ha reafirmado la necesidad de que concurran fines de interés público que justifiquen su creación y que, como consecuencia de ello, medie una atribución concreta de funciones públicas. Sólo de esa forma puede aceptarse la quiebra de la libertad negativa de asociación y el mantenimiento, por tanto, de un rasgo característico de tales Corporaciones, la pertenencia o adscripción obligatoria a las mismas de todas las personas que, con arreglo a la correspondiente norma de constitución, pertenecen a la profesión o desarrollan la actividad económica a las que se dota de esa estructura organizativa. Reiteradísima jurisprudencia constitucional, cuya cita en este momento es innecesaria, así lo ha destacado, tanto por relación a los Colegios Profesionales como por relación a las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, Cámaras Agrarias y Cámaras de la Propiedad Urbana. En unos casos, se ha constatado la existencia de verdaderos fines de interés público y la atribución de concretas funciones públicas, lo que ha llevado a declarar la constitucionalidad de la Ley que ha previsto esas Corporaciones. Por el contrario, en otras ocasiones se ha concluido que no concurrían esos presupuestos legitimadores y que, por tanto, el mantenimiento de ese rasgo característico —la pertenencia o adscripción obligatoria— debía cesar por ser contrario a la libertad negativa de asociación. El propio legislador, en fin, ha considerado que en algunas Corporaciones, atendiendo a sus fines y funciones, no concurría ya la razón que las justifica y ha procedido sin más a su extinción o, cuando menos, a la supresión de la regla de la adscripción obligatoria. Sucede, no obstante, que, desde la perspectiva de esa misma jurisprudencia, cuyo objetivo fundamental es la garantía de la libertad negativa de asociación, siempre que la adscripción o pertenencia no sea obligatoria, nada cabrá objetar al mantenimiento o creación de nuevas Corporaciones aunque no medien intereses públicos que lo justifiquen. Una posibilidad de la que el legislador ha terminado haciendo un uso intenso —sobre todo en el ámbito de los Colegios Profesionales—, aunque lo haya sido a costa de difuminar por completo los perfiles de este tipo organizativo. Coexisten, de este modo, un gran número de Corporaciones de Dere-
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cho público que, sin embargo, no responden, más allá del mero nomen iuris, a un modelo definido de organización que cumple unos concretos y específicos fines públicos. En muchos casos, la diferencia entre las simples asociaciones y estas Corporaciones resulta inexistente, a excepción, si acaso, del refrendo legal de estas últimas. Una situación, en fin, que aún se ha complicado más, si cabe, al darse entrada a un tertium genus, las asociaciones de configuración legal que, sin dejar de ser asociaciones privadas distintas de las Corporaciones públicas, admiten, no obstante, la quiebra de esa libertad negativa de asociación por razón de las funciones públicas que asumen.
2.
CORPORACIONES PÚBLICAS DE CARÁCTER ECONÓMICO
En los actuales momentos, mientras que las Corporaciones de carácter económico han sido objeto de diversos reajustes normativos, en unos casos para consolidarlas, en otros para mantenerlas pero bajo unas reglas bien distintas a las tradicionales, e incluso para suprimirlas, la situación de los Colegios Profesionales es mucho más problemática. Por lo que respecta a las Corporaciones de carácter económico más relevantes, baste recordar que, tras un período ciertamente conflictivo, las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación, tras la nueva Ley Básica 3/1993, de 22 de marzo, y la desestimación por la STC 107/1996, de 12 de junio, de la cuestión de inconstitucionalidad que contra la misma se planteó, cuentan con un marco normativo estable y seguro que ha logrado perfilar jurídicamente los fines, funciones y actividades propios de tales Corporaciones y ha resuelto, siempre en estrictos términos jurídicos, el problema de la exacción del recurso cameral. Por su parte, las Cámaras Oficiales de la Propiedad Urbana, tras la STC 113/1994, de 14 de abril, y el Real Decreto-Ley 8/1994, de 5 de agosto, que procedió definitivamente con carácter general a su supresión, sólo subsisten en algunas Comunidades Autónomas, aunque han pasado a ser, en todo caso, de pertenencia voluntaria (disposición adicional 30.11 de la Ley 66/1997, de 30 de diciembre). También las Cámaras Agrarias, a partir de la STC 132/1989, de 18 de julio, han de ser de adscripción voluntaria. Se ha materializado así la pérdida de ese rasgo distintivo de las Corporaciones de Derecho público, por cuanto la configuración legal de sus fines y funciones no lo legitima.
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3.
COLEGIOS PROFESIONALES
En cambio, la situación de los Colegios Profesionales es mucho más problemática. La complejidad en la que se encuentra sumido el Estatuto de los Colegios Profesionales se debe a diversos factores, aunque todos ellos interrelacionados. Por de pronto, no se ha procedido a una actualización global y de conjunto de la preconstitucional Ley 2/1974, de 13 de febrero, de Colegios Profesionales. Las reformas que, a partir de 1996, se han efectuado no han tenido otro objetivo que liberalizar en aspectos concretos el régimen jurídico de las profesiones colegiadas, suprimiendo para ello determinadas potestades de los Colegios (Real Decreto-Ley 5/1996, de 7 de junio, y posterior Ley 7/1997, de 14 de abril, de medidas liberalizadoras en materia de suelo y de Colegios Profesionales, así como Real DecretoLey 6/2000, de 23 de junio, de medidas urgentes de intensificación de la competencia en el mercado de bienes y servicios; y, además, las modificaciones de la Ley de Defensa de la Competencia de 1989, con clara incidencia en el régimen de los actos y decisiones de los Colegios: Real Decreto-Ley 7/1996, de 7 de junio, sobre medidas urgentes de carácter fiscal y de fomento y liberalización de la actividad económica, y Ley 52/1999, de 28 de diciembre). La tendencia, cada vez más asentada, a aplicar de manera plena a los Colegios y a las actividades profesionales el marco normativo regulador de la defensa de la competencia ha sido, en definitiva, el norte que ha guiado la acción legislativa, prescindiendo de abordar la reforma de otras cuestiones tan importantes o más. Asimismo, la jurisprudencia constitucional, no sin incurrir en cierta contradicción, ha admitido la posibilidad constitucional de que los Colegios Profesionales puedan ser configurados de muy distinta forma, negando, pues, que exista un único modelo constitucional de Colegio Profesional (por todas, STC 330/1994, de 15 de diciembre, FJ 9). Finalmente, el complejo reparto de competencias en la materia entre el Estado y las Comunidades Autónomas, así como la acción un tanto errática de uno y otras en el ejercicio y no ejercicio de sus respectivas competencias, explican la sorprendente proliferación de Colegios que, sin embargo, responden y a la vez encubren realidades muy dispares. Desde la Constitución de 1978, el Estado ha creado al menos los siguientes Colegios Profesionales: Geólogos, Psicólogos, Biólogos, Pilotos de la Aviación Comercial, Geógrafos y Prácticos del Puerto. Dado que la creación se hace en virtud de ley, la posibilidad de desvincula-
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CORPORACIONES DE DERECHO PÚBLICO
ción ad casum de la Ley General de Colegios Profesionales es lo que permite que, en unos casos, la adscripción sea obligatoria, mientras que en otros sea voluntaria; que la titulación requerida para el acceso a la correspondiente profesión no siempre sea equiparable; en fin, que, por las propias características de las profesiones dotadas de esa estructura colegial, las funciones asignadas a los Colegios tampoco puedan ser homologables. Pero el caos aún aumenta de grado si se repasa la situación, en verdad variopinta, de los Colegios Profesionales creados por las Comunidades Autónomas. Sin pretensiones de exhaustividad, el catálogo resulta verdaderamente amplio, teniendo en cuenta, además, que se trata de Colegios creados ex novo y no por segregación de otros preexistentes; o, dicho en otros términos, que se trata de Colegios referidos a profesiones que hasta ese momento no disponían de organización colegial alguna: tal es el caso de los Colegios de Periodistas, de Bibliotecarios-Documentalistas, de Ingenieros en Informática, de Ingenieros Técnicos en Informática, de Higienistas Dentales, de Podólogos, de Fisioterapeutas, de Protésicos Dentales, de Logopedas, de Decoradores y Diseñadores de Interior, de Terapeutas Ocupacionales, de Educadoras y Educadores Sociales, de Diplomados y Técnicos de Empresas y Actividades Turísticas, de Joyeros, Orfebres, Relojeros y Gemólogos, de Detectives Privados, de Publicitarias y Publicitarios y Relaciones Públicas, etc. Amplia y variada eclosión, por tanto, del fenómeno colegial, que está debilitando muy seriamente a la institución, favoreciendo además una parcial y sesgada visión de los Colegios como organizaciones en defensa de los intereses propios y específicos de los colegiados, en detrimento de las funciones públicas que justifican su propia existencia. Por lo demás, la inactividad del legislador estatal, no ejercitando la competencia que le atribuye el artículo 149.1.18.ª de la Constitución, unido a que prácticamente la totalidad de las Comunidades se han dotado ya de su propia normativa, permiten constatar la existencia de colisiones normativas que no dejan de suscitar inseguridad a la hora de tener que determinar si la normativa autonómica incurre en inconstitucionalidad, por extralimitación competencial, o si, por el contrario, resulta plenamente válida por no ser básicas las previsiones estatales que contradice. Pero también se constata que, aun cuando puedan depurarse interpretativamente esas colisiones, los perfiles característicos de la institución colegial tienden a difuminarse, lo que en cierto modo termina condicionando el alcance mismo del reparto competencial. Todo esto está generando graves conflictos que terminan por afec-
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GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES
tar directamente a condiciones básicas del ejercicio de determinadas profesiones. Las medidas legislativas adoptadas por algunas Comunidades Autónomas (por ahora, Andalucía, Canarias y Extremadura) en relación con la colegiación de los profesionales de la sanidad (médicos y enfermeros) que prestan su actividad en un régimen estatutario o laboral dependiente de la Administración son bien indicativas de lo que se afirma. El artículo 30.2 de la Ley del Parlamento de Andalucía 15/2001, de 31 de diciembre, tras afirmar que «el ejercicio de una profesión colegiada en el territorio de la Comunidad Autónoma de Andalucía requerirá la pertenencia al correspondiente Colegio Profesional», ha dispuesto que «no obstante lo previsto en el apartado anterior, el requisito de la colegiación no será exigible al personal funcionario, estatutario o laboral de las Administraciones Públicas de Andalucía para el ejercicio de sus funciones o para la realización de actividades propias de su profesión por cuenta de aquéllas. En todo caso precisarán de la colegiación, si así fuese exigido, para el ejercicio privado de su profesión». Con las mismas consecuencias, aunque refiriéndose estrictamente al personal sanitario, la disposición adicional sexta de la Ley del Parlamento de Canarias 2/2002, de 27 de marzo, y ya con carácter general, en idénticos términos que la Ley andaluza, el artículo 17.1 de la Ley de Colegios Profesionales de Extremadura, de 12 de diciembre de 2002. No obstante, el Presidente del Gobierno de la nación ha interpuesto contra dichas normas recursos de inconstitucionalidad, hallándose en este momento pendientes de resolución. Necesidad de una Ley Básica de Colegios Profesionales La dispersión y disgregación de la institución colegial resulta preocupante y debería ser atajada. A tal fin, es imprescindible que intervenga el legislador estatal, dictando una Ley Básica de Colegios Profesionales al amparo de la competencia del artículo 149.1.18.ª de la Constitución, sin perjuicio, para cuestiones concretas y específicas, de la cobertura que dan otros títulos competenciales (los de las cláusulas 1.ª y 13.ª del mismo artículo 149.1). También el Consejo de Estado, en la Memoria del año 2002 (pp. 141 ss.), aunque refiriéndose en particular a la problemática de la colegiación de los profesionales que desarrollan su actividad en un régimen funcionarial o laboral dependiente de las Administraciones Públicas,
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CORPORACIONES DE DERECHO PÚBLICO
afirma que «parece necesario disponer de una referencia normativa que garantice la primaria homogeneidad, lo que demanda una norma básica estatal expresa y específica» (p. 149). A esa Ley Básica de Colegios Profesionales corresponde establecer un «modelo» de Colegio Profesional, poniendo con ello fin a la indefinición existente que ha permitido la aparición de tan variados y diferentes supuestos de Colegios (referidos a profesiones de muy distinta titulación y, por tanto, de muy distintas características; de adscripción obligatoria y de adscripción voluntaria; con atribución efectiva de funciones públicas de ordenación del ejercicio profesional y sin tales atribuciones, circunscritos, por tanto, a la defensa de los intereses profesionales; de implantación en todo el territorio nacional o sólo en parte del mismo; etc.). Aunque, como ya hemos recordado, la jurisprudencia constitucional ha concluido que la Constitución (art. 36) no define un modelo específico de Colegio Profesional, nada impide que la Ley Básica concrete los rasgos esenciales definitorios y caracterizadores de esta tradicional fórmula de autoadministración de intereses públicos sectoriales. Una caracterización que, en todo caso, debe partir de la premisa en que se justifica la propia intervención estatal, concretamente la competencia, tal como ha reconocido esa misma jurisprudencia constitucional, para establecer las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas (art. 149.1.18.ª de la Constitución). O, dicho en otros términos, la indefinición constitucional no alcanza, desde luego, a la configuración de los Colegios como personas jurídico-públicas a las que se atribuye el ejercicio de determinadas funciones públicas y disponen para ello de las correspondientes potestades. Precisamente porque, al menos parcialmente, se asimilan a las Administraciones Públicas es por lo que el Estado puede y debe intervenir normativamente. En resumen, son esas funciones públicas relativas a la ordenación del ejercicio profesional las que justifican que a determinadas profesiones —desde luego, no a cualquier profesión— se les pueda dotar de una estructura colegial; y son también esas funciones las que, a la postre, han de encuadrar las características comunes y homogéneas de este tipo de estructura organizativa. De acuerdo con las consideraciones precedentes, convendría que, por medio de una Ley Básica estatal, se tratase de reordenar la compleja situación a la que se ha llegado, para lo cual, sin pretender ser exhaustivos, esa ley debería abordar, cuando menos, la regulación de las siguientes cuestiones:
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GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES
— La creación de Colegios Profesionales o, mejor, a fin de evitar cualquier equívoco, la determinación de las profesiones que puedan disponer de una organización colegial, concretando los requisitos y condiciones que deben reunir tales profesiones, así como la instancia competente para decidirlo y el instrumento normativo (ley o reglamento) de creación. — La colegiación como condición del ejercicio profesional y las garantías necesarias para su efectivo cumplimiento. — La estructura territorial de los Colegios y sus alteraciones (segregaciones, fusiones) cuando tengan alcance interautonómico. — Las funciones públicas y potestades mínimas de los Colegios Profesionales, con especial atención a la potestades normativa y disciplinaria. — El régimen jurídico de los actos y disposiciones de los Colegios Profesionales. — La articulación de los Consejos Generales con los Consejos autonómicos y la de éstos con los Colegios Profesionales. — El régimen transitorio de los Colegios Profesionales preexistentes a la nueva regulación y su adaptación a la misma.
372
IV.
LAS POTESTADES DE LA ADMINISTRACIÓN
LA ADMINISTRACIÓN COMO PODER REGULADOR JUAN ALFONSO SANTAMARÍA PASTOR SUMARIO: 1. Introducción.—2. Problemas de orden material: A) Asimétrica relación entre normas legales y normas reglamentarias: 1) La desproporción cuantitativa entre leyes y reglamentos. 2) El incierto límite de la reserva de ley. B) La hiperinflación normativa: 1) Los datos. 2) Las consecuencias. 3) Las causas. 4) Las líneas de corrección. C) La ausencia de orden y racionalidad en el ejercicio de la potestad normativa: 1) La tendencia a la dispersión y fragmentación. 2) La volatilidad de los contenidos normativos. 3) La indeterminación de las vigencias. 4) Propuestas. D) Los déficit de racionalidad en el contenido de las normas: 1) Hiperregulación regimentalista. 2) La retroactividad y el respeto a las situaciones consolidadas. 3) Las situaciones de disparidad regulatoria injustificada.—3. Disfunciones de orden formal: A) La titularidad de la potestad reglamentaria: 1) Dispersión. 2) Titularidad incierta. 3) Indeterminación de ámbito. B) El procedimiento de elaboración de normas: 1) La precariedad del procedimiento vigente. 2) El proceso de elaboración del texto inicial. 3) La fase interministerial. 4) Los trámites de participación externa. 5) El tratamiento de los supuestos de urgencia. C) Publicación, autenticidad y entrada en vigor: 1) Las deficiencias del sistema de publicidad. 2) La carencia de sistemas de autenticación. 3) La reconsideración del régimen de entrada en vigor.
1.
INTRODUCCIÓN
Por imperativo constitucional, las Administraciones Públicas se hallan sometidas plenamente a la ley y al Derecho. Pero son también, en gran medida, sujetos activos del ordenamiento jurídico, a cuya creación contribuyen de modo muy intenso: ello se realiza principal y directamente a través del ejercicio de la potestad reglamentaria, pero también, aunque de forma mediata, a través de la confección material de la mayor parte de las iniciativas normativas que se someten a la aprobación de las Cámaras parlamentarias, en las cuales suelen experimentar modificaciones cuantitativa y cualitativamente escasas. Es forzoso concluir, pues, que, desde una perspectiva material, la Administración se ha convertido en el poder regulador por excelencia en nuestro Estado, como lo es igualmente en la mayor parte de las sociedades contemporáneas.
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JUAN ALFONSO SANTAMARÍA PASTOR
Sería inconsecuente con el signo de los tiempos poner en cuestión estas realidades. De una parte, el fuerte nivel de participación que poseen las Administraciones en el ejercicio material de la potestad legislativa es un efecto natural de la configuración interna que han adoptado los modernos sistemas constitucionales y del predominio que, de facto, ostentan en ellos los gobiernos sobre las instituciones parlamentarias: es un hecho notorio y general, del que sólo se separan algunos regímenes presidencialistas, que un abrumador porcentaje de las leyes que aprueban los Parlamentos se deben a la iniciativa de los gobiernos respectivos, y que los textos de dichas leyes se redactan, en su forma prácticamente definitiva, en los departamentos administrativos que dependen de éstos. Y, de otra, la existencia de una extensa potestad reglamentaria es también un rasgo común a la práctica totalidad de los sistemas democráticos, que los ordenamientos constitucionales, tras algunas lógicas reticencias, han terminado por aceptar de manera pacífica; carecen de todo sentido de la realidad las críticas que pueden aún dirigirse contra esta potestad, que debe ser considerada hoy como perfectamente legítima (en cuanto constituye uno de los instrumentos normales de actuación de poderes públicos democráticamente constituidos), e incluso como producto de una necesidad imperativa: su existencia es indispensable para la masiva producción de normas que exige el funcionamiento de las sociedades avanzadas, proceso que desborda la capacidad normal de funcionamiento de cualquier institución parlamentaria. Pero estas valoraciones, que hoy gozan de aceptación general, no deben ocultar las serias deficiencias que caracterizan el ejercicio de estos poderes normativos: su marco jurídico es, en España, claramente insatisfactorio, y su utilización se halla presidida por un conjunto de rutinas y hábitos heredados que son fuente de muy serias disfunciones, tanto para los particulares y, en general, para la sociedad a la que las normas se dirigen como para la propia Administración que las elabora. Dicho en términos sintéticos, los poderes normativos se ejercen en nuestro país con un considerable grado de improvisación y de desorden; en contraste con el ejemplar proceso de racionalización y disciplina que las restantes potestades de la Administración han experimentado en el último siglo, los poderes normativos se siguen utilizando, en muchos casos, de forma caótica, impulsiva e impremeditada, lo que acarrea costes muy elevados (y totalmente injustificados) a sus destinatarios, además de contribuir a un estado de cosas que, en términos globales, resulta difícilmente compatible con el principio de seguridad jurídica que consagra el artículo 9.3 de la Constitución (y que, no debe olvidarse, ha sido elevado al rango de
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LA ADMINISTRACIÓN COMO PODER REGULADOR
principio general del Derecho por la doctrina del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas). El informe pretende reseñar, de manera sintética y comprensiva, las más importantes de las disfunciones en el ejercicio de los poderes normativos, muchas de las cuales han sido ya detectadas de modo marginal en diversas publicaciones. En el diagnóstico y propuesta de reformas, se ha querido deliberadamente huir de todo planteamiento formalista, optando por una óptica estrictamente funcional: no considerando exclusivamente las normas —como tradicionalmente se ha venido haciendo— desde la perspectiva unilateral de su fuente de producción, la actividad de los poderes públicos, y en cuanto forma de expresión típica de la voluntad ordenadora de los partidos y grupos políticos que en cada momento ostentan el poder, sino sobre todo desde la perspectiva de quienes han de aplicarlas y cumplirlas, esto es, los sujetos privados y, en general, los operadores jurídicos, pero también los jueces y las Administraciones Públicas. Las sociedades contemporáneas y los mercados que anidan en ellas requieren, para su correcto funcionamiento, de un importante cúmulo de normas jurídicas; exigen también que estas normas se produzcan con un ritmo, con arreglo a un procedimiento y con un contenido que permitan su natural cumplimiento con el menor nivel posible de costes y dificultades y con el mayor índice de seguridad factible. Nada distinto, en el fondo, se requiere por los aplicadores públicos de las normas: para éstos, desde luego, las normas son un componente necesario de su actividad, que por mandato constitucional ha de ajustarse a ellas; pero es evidente que el correcto desempeño de sus funciones exige de las normas unos determinados requisitos de calidad, claridad y estabilidad, sin los cuales es muy difícil, si no imposible, juzgar correctamente y administrar con eficacia. Tales son las preocupaciones que inspiran el contenido de esta parte del trabajo, cuyas sugerencias no tienden, por tanto, a lograr un grado óptimo de perfección formal y de racionalidad abstracta en el proceso de producción normativa, sino meramente a posibilitar que las normas puedan servir adecuadamente a todas y cada una de las finalidades expuestas.
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JUAN ALFONSO SANTAMARÍA PASTOR
2.
PROBLEMAS DE ORDEN MATERIAL
A) Asimétrica relación entre normas legales y normas reglamentarias Como otros muchos, el ordenamiento constitucional español se basa en la existencia de dos principales tipos de fuentes escritas, la ley y el reglamento. Es también un dato esencial, coherente con el fundamento democrático de nuestras instituciones políticas, la superioridad jerárquica de la primera de dichas fuentes, así como el papel central que la Constitución le reserva para la regulación (exclusiva o primaria, según los casos) de las cuestiones más relevantes que afectan a la convivencia cívica. Sin embargo, y de modo similar a lo que sucede en otras sociedades de nuestro entorno cultural, esta superioridad y centralidad de la norma parlamentaria han experimentado un fuerte proceso de desnaturalización.
1)
La desproporción cuantitativa entre leyes y reglamentos
En primer lugar, la producción reglamentaria ha adquirido un peso comparativamente abrumador frente a la de normas con rango de ley (aun incluyendo dentro de éstas a las normas del Gobierno con fuerza de ley), que ha terminado por confinar a las leyes a una posición residual y secundaria. a) El fenómeno tiene, desde luego, una vertiente cuantitativa que alcanza niveles difícilmente asumibles para un Estado que se supone debe ser regido mayoritariamente, en principio, por las normas aprobadas por la representación popular. La comparación del número anual de textos normativos aprobados por las Cortes Generales y de los dictados por el Gobierno y los órganos y entes de la Administración General del Estado (y, también, de las propias dimensiones físicas y contenido sustantivo de unos y otros) arroja un resultado que pone seriamente en cuestión la vigencia de aquel principio; el examen de la producción legislativa y reglamentaria de las Comunidades Autónomas arroja resultados prácticamente idénticos.
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LA ADMINISTRACIÓN COMO PODER REGULADOR
Esta aseveración, por más que sea evidente prima facie, no puede apoyarse en datos estadísticos depurados, por cuanto jamás se han realizado por los poderes públicos estudios completos sobre la materia (que serían, por otra parte, muy aconsejables). Se ha intentado, no obstante, llevar a cabo algunas mediciones aproximativas en el tiempo de que ha dispuesto para confeccionar este informe. La primera de ellas se refiere a las normas emanadas por las instituciones centrales del Estado en el período subsiguiente a la aprobación del texto constitucional de 1978, desglosadas por años y tipos normativos1: Cuadro 1
Años
Leyes orgánicas
Leyes ordinarias
1979 ................. 1980 ................. 1981 ................. 1982 ................. 1983 ................. 1984 ................. 1985 ................. 1986 ................. 1987 ................. 1988 ................. 1989 ................. 1990 ................. 1991 ................. 1992 ................. 1993 ................. 1994 ................. 1995 ................. 1996 ................. 1997 ................. 1998 ................. 1999 ................. 2000 ................. 2001 ................. 2002 .................
4 13 8 13 14 10 14 4 7 7 3 1 13 10 0 20 16 5 6 11 15 9 7 10
45 83 50 53 46 53 51 25 34 44 20 31 31 39 23 43 44 14 66 50 55 14 26 53
22 16 19 26 9 15 8 3 7 7 7 6 5 6 22 13 12 17 29 16 22 10 16 10
1 3 1 0 0 0 1 16 1 1 1 3 1 1 1 2 2 1 0 0 1 5 1 1
673 597 708 805 759 674 716 501 335 355 361 356 324 343 361 457 571 502 405 405 416 326 323 305
1.188 1.071 1.255 1.253 1.076 934 1.010 954 893 927 858 790 856 809 867 824 726 664 724 697 748 666 808 695
497 490 545 589 495 486 648 1.600 644 641 838 906 1.040 1.239 1.591 1.634 1.484 1.264 1.240 1.273 1.258 1.338 1.387 1.227
220
993
323
44
11.578
21.293
24.354
Decretos- Decretos leyes legisl. RR.DD. Órdenes
Otras disp.
1 Los datos relativos a las normas con rango de ley se han extraído de la publicación oficial que de estos textos hace anualmente el Congreso de los Diputados. Los de las normas reglamentarias (reales decretos, órdenes ministeriales y disposiciones de menor rango —circulares, instrucciones y resoluciones—), mediante consultas sistemáticas de la base de datos publicada por la Editorial Aranzadi.
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Del cuadro anterior se desprende, mediante un sencillo cálculo, que el número total de textos normativos con rango de ley aprobados bajo el vigente régimen constitucional fue de 1.580, frente a 57.225 textos reglamentarios (cifras siempre referidas al Estado); en porcentajes, un 2,68% frente a un 97,32%. El contraste puede resultar preocupante, pero lo es más si se tiene en cuenta que el cuadro comprende un período muy singular en la historia de España, en el que, como consecuencia del tránsito de un prolongado sistema político autoritario a un régimen constitucional, ha sido necesario renovar la práctica totalidad del nivel legislativo. Ello permite suponer fundadamente que el peso respectivo de las normas con rango de ley puede encontrarse sobredimensionado en este período histórico, y que, por lo tanto, la transición a un estado de normalidad ordinamental hará disminuir paulatinamente, en el futuro, el número total de leyes y su peso específico en relación con los reglamentos. Que la tendencia se ha agudizado —aunque no excesivamente— en el último cuarto de siglo lo demuestran los datos referidos a un lapso temporal más prolongado. Si, en lugar de tomar como punto de partida el año 1979, se examinan los datos de producción normativa desde el inicio de la II República hasta la actualidad, el número total de normas con rango de ley promulgadas en estos setenta y un años se eleva a 5.541 (un 3,58%), en tanto que el de reglamentos asciende a 149.105 (96,42%). b) Pero el predominio de las normas reglamentarias no se limita al plano puramente cuantitativo. Al igual que ha sucedido en otros países, tal predominio ha terminado incidiendo negativamente en la relevancia directa de los mandatos establecidos en las leyes, los cuales vienen experimentando un continuado proceso de vaciamiento de su sustancia material, en un doble sentido. Este vaciamiento es imputable, desde luego, a las constantes (y crecientes) remisiones que las leyes hacen a los reglamentos para regular cuestiones centrales (en absoluto subordinadas ni secundarias) de cada materia tratada. Que las leyes no tienen por qué agotar la regulación de las cuestiones sobre las que versan, pudiendo apoyarse en reglamentos ejecutivos, es un valor tácitamente admitido desde los orígenes del Estado constitucional en el continente europeo. Pero una cosa es remitir al reglamento cuestiones secundarias y operativas, referidas primordialmente a aspectos organizativos y procedimentales (stricto sensu), y otra muy distinta la práctica consolidada de normación a dos niveles, en la que las leyes son despojadas (durante la elaboración de los anteproyec-
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LA ADMINISTRACIÓN COMO PODER REGULADOR
tos en el seno de la Administración) de regulaciones básicas, las cuales se transfieren deliberadamente a una posterior actuación reglamentaria. A las mismas razones se debe el creciente fenómeno en virtud del cual las normas parlamentarias han ido adquiriendo un tono y un contenido cada vez más evanescentes, limitándose en muchos casos a la exposición de principios y objetivos políticos y eludiendo, en otros, abordar la imposición de medidas y directrices que condicionen directamente la conducta de los ciudadanos. El contenido declamatorio de las leyes ha crecido de modo sensible en el último cuarto de siglo, hasta el punto de hacer buena la calificación de muchas de ellas como «leyes-manifiesto», tal y como se conocen en el lenguaje político de algún país de la Unión Europea. Es sólo a través de las normas reglamentarias de ejecución, pues, como se terminan plasmando las concretas políticas que subyacen a las leyes, que sólo a través de aquéllas alcanzan una efectividad real. El fenómeno ofrece niveles de intensidad muy diversos en los distintos sectores del ordenamiento (es particularmente acusado en las legislaciones administrativa y laboral), pero ninguno de ellos se halla exento del mismo. No es una exageración, por tanto, decir que los ciudadanos se rigen, en la inmensa mayoría de sus conductas y relaciones jurídicas, por normas reglamentarias, lo cual resulta difícilmente compatible con el fundamento democrático del Estado y con el natural equilibrio que debe existir entre sus diversas instituciones. Y aunque en el orden del número de normas el problema no admite una rectificación total (la capacidad de producción de disposiciones por parte de los órganos parlamentarios tiene, como advertíamos, unos límites naturales, que es imposible superar), un comportamiento coherente y leal de las Administraciones y sus respectivos gobiernos con los principios democráticos aconsejaría un desplazamiento sensible de contenidos normativos desde los reglamentos a las leyes, tanto en el orden cuantitativo como en el cualitativo, haciendo figurar en éstas las auténticas medidas y mandatos conformadores del sector de la realidad al que se dirigen. No ignoramos que esta propuesta contradice una arraigada tendencia de nuestra cultura jurídica según la cual las leyes debieran limitarse a regular los aspectos fundamentales de cada materia, sin entrar a establecer preceptos detallados, que se tildan despectivamente de «reglamentarios» (siendo así que son, habitualmente, los que mayor incidencia tienen en la libertad y el patrimonio de los ciudadanos). Pero tal tendencia, ha de decirse sin ambages, se halla en abierta contradicción con los presupuestos básicos de cualquier sistema político democrático: no es lícito,
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JUAN ALFONSO SANTAMARÍA PASTOR
sencillamente, limitar la función del órgano que encarna la soberanía nacional a emitir unos cuantos preceptos, cada vez más declamatorios y carentes de contenido, reservando al Gobierno el establecimiento de las auténticas reglas de fondo de cada ordenación sectorial. Tampoco debe desconocerse la circunstancia de que el desplazamiento hacia las normas con rango de ley de la mayor parte de las regulaciones sustanciales tiene como efecto una reducción de las garantías jurisdiccionales frente al empleo incorrecto de las potestades normativas, por cuanto la interposición de los recursos de inconstitucionalidad se halla fuera del alcance de la inmensa mayoría de los ciudadanos que pueden sentirse ilegítimamente lesionados por la ley; pero las ventajas que en orden a la calidad normativa tiene la sustitución de los reglamentos por leyes (invariablemente más cuidadas en su redacción y en la definición de sus objetivos) pueden compensar, quizá, este inconveniente, sin olvidar las posibilidades de control de constitucionalidad de la ley que se confieren a la oposición parlamentaria y al Defensor del Pueblo, así como a los jueces y tribunales a través de la cuestión de inconstitucionalidad. Obviamente, este tipo de comportamiento no puede ser establecido mediante normas o instrumentos jurídicos, sino a través de su progresiva asunción como una pauta de la cultura administrativa (y también, por supuesto, de los niveles dirigentes de los partidos políticos), inspirada no sólo en la fidelidad a los fundamentos del Estado constitucional, sino también en la convicción profunda de que este modo de operar contribuye cabalmente a la mejora de la calidad de las normas y a la necesaria reducción de su número total. Es un hecho evidente que la elaboración de los textos que han de ser sometidos a la aprobación parlamentaria se aborda con un nivel de minuciosidad, previsión y rigor técnico muy superiores a los empleados para la confección de los reglamentos, por la elemental razón de que aquéllos han de ser objeto de un análisis minucioso por los staffs de los partidos de oposición y, eventualmente, por la opinión pública interesada. 2)
El incierto límite de la reserva de ley
A este mismo resultado coopera la relativa indefinición de los límites materiales que la ley y el reglamento poseen en nuestro orden constitucional. Como se ha señalado en múltiples ocasiones, el texto fundamental de 1978 contiene una delimitación parcial y ambigua de las materias cuya regulación ha de hacerse exclusiva o primariamente mediante nor-
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LA ADMINISTRACIÓN COMO PODER REGULADOR
mas con rango de ley; y es una realidad que los hábitos normativos de las Administraciones españolas (generados al abrigo de una serie de textos constitucionales en los que la técnica de la reserva de ley se hallaba prácticamente ausente) han llevado a la potestad reglamentaria a abordar, sin respaldo legal alguno, multitud de materias que en otros ordenamientos se encuentran reservadas a la regulación parlamentaria; hay, en efecto, áreas completas de la actuación administrativa en las que la ley brilla por su ausencia o en las que su papel no pasa de lo meramente simbólico. Esta indeterminación no ha alcanzado a ser corregida mediante la interpretación constitucional, habida cuenta de las discrepancias doctrinales que existen en torno a este punto clave de la estructura de nuestro ordenamiento, y de la escasa claridad y frecuencia de las decisiones jurisprudenciales. El resultado es una situación de considerable inseguridad jurídica para los ciudadanos, que no pueden obtener habitualmente respuestas precisas (ni por sí ni de sus asesores) a la cuestión de si determinadas regulaciones pueden ser hechas por la Administración sin pronunciamiento legal previo alguno; de ahí que las acusaciones de infracción de la reserva de ley sean constantes en las impugnaciones que se hacen en vía jurisdiccional de los reglamentos. Pero esta incertidumbre constituye también una permanente fuente de vacilaciones para los numerosos servidores públicos que aspiran a ejercer sus poderes normativos con estricta lealtad a los límites constitucionales, y que terminan utilizándolos bajo forma reglamentaria con una mala conciencia sólo aliviada por la ambigüedad del sistema, a la que se añade la desasosegante perspectiva de un posible fallo judicial que, en el futuro, anule la norma por infracción de la reserva de ley, con consecuencias altamente disfuncionales. Rectificar esta situación no es tampoco tarea que pueda emprenderse en el marco de una reforma normativa de la Administración. En tanto la doctrina de los tribunales alcanza, con el tiempo, a diseñar un conjunto de soluciones más abundantes y rigurosas, no parece caber otra alternativa razonable —al igual que en el supuesto anterior— que promover en el seno de las Administraciones la creación de una cultura de interpretación extensiva de la reserva de ley, eludiendo en la mayor medida posible la utilización de reglamentos independientes y limitándolos a la regulación de cuestiones que en modo alguno afecten a la esfera jurídica de los ciudadanos. Por lo demás, no existen, en términos objetivos, razones de peso que desaconsejen este modo de proceder. Tiempos atrás se invocaron moti-
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JUAN ALFONSO SANTAMARÍA PASTOR
vos carentes de solidez (aunque continúan empleándose en algunos ámbitos de manera superficial): además de la supuesta impropiedad de incluir en las leyes preceptos detallados, a la que anteriormente nos referimos, se invoca la movilidad de determinadas materias, que impone conferir una mayor agilidad al cambio normativo. Ni lo primero entraña atentado alguno a la dignidad parlamentaria, justamente porque las normas más detalladas son, a la postre, las más incisivas y relevantes, ni lo segundo soporta la constatación de que el procedimiento de elaboración de reglamentos, correctamente observado, puede exigir un tiempo de tramitación superior al que impone el debate parlamentario (de hecho, es mucho más dilatado en múltiples supuestos); si a ello se unen la capacidad de control que los gobiernos ostentan sobre las respectivas cámaras legislativas, de una parte, y las facilidades que proporciona la consolidada práctica de las leyes anuales de medidas fiscales, administrativas y del orden social (sobre las cuales, no obstante, habrá de volverse más adelante), tales razones caen por su propio peso. B)
La hiperinflación normativa
La más notoria y denunciada de las disfunciones que ofrece nuestro ordenamiento jurídico radica en el imponente crecimiento que ha experimentado en el último siglo. 1)
Los datos
Que el conjunto de normas que han sido objeto de aprobación en los últimos decenios, y que continúan en vigor, no ha dejado de crecer, es un hecho conocido, glosado y lamentado hasta la saciedad. No es inoportuno recordarlo en este momento, sin embargo, en la medida en que la evolución de las tecnologías de acceso a esta ingente masa normativa está llevando a una pérdida de su percepción directa: hasta los años noventa, el incremento del volumen físico del ordenamiento era inmediatamente apreciable para cualquier jurista, al comprobar el aumento constante de superficie lineal de sus bibliotecas que era requerida para acoger los sucesivos repertorios anuales; el traspaso de dicha información a soportes magnéticos de alta capacidad ha eliminado dicha percepción cotidiana; pero el crecimiento, fuera de percepciones subjetivas, continúa imparable.
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No hay tampoco en este campo mediciones oficiales del ritmo de crecimiento, que no es fácil improvisar en un período de tiempo limitado. Ello no impide, sin embargo, apuntar algunos datos. a) La producción normativa, en primer lugar, ha experimentado, si atendemos al número de textos que han sido objeto de aprobación, un crecimiento asimétrico. En el nivel de las normas con rango de ley, el ritmo de producción ha sufrido un decrecimiento importante. Refiriéndonos sólo a las de origen estatal, el número de leyes aprobadas en España desde la entrada en vigor del texto constitucional, 1.580, es sensiblemente inferior al de normas idénticas aprobadas en el período de diecinueve años que abarca desde 1960 a 1978, 2.413 (1.971 leyes y 442 decretos-leyes), lo que supone un promedio de 65,8 leyes/año en el período constitucional frente a 127 leyes/año en la etapa política anterior: prácticamente la mitad. La producción reglamentaria estatal ha crecido, en cambio, de modo significativo. Es razonable suponer (no podemos basarnos más que en estimaciones muy imperfectas) que el número de reglamentos dictados por los órganos del Estado en el período 1931-1978 ascendió a la cifra de 91.880, lo que arroja una media de 1.954 reglamentos/año; en el período 1979-2002, sin embargo, el número de reglamentos estatales puede fijarse en 57.225, con una media anual de 2.384 textos reglamentarios, que supone un porcentaje de crecimiento ligeramente superior al 20% respecto del período anterior. b) Pero, con independencia del carácter puramente aproximativo de estos cálculos, los datos apuntados no son demasiado significativos. Valorar adecuadamente el fenómeno de crecimiento de la masa de normas que integra el ordenamiento vigente exigiría tomar en cuenta dos datos adicionales: — De una parte, la aparición de poderes normativos paralelos al del Estado: la producción legal y reglamentaria de las Comunidades Autónomas supera ya ampliamente, en número de textos, a la del Estado —aunque la evaluación de la producción normativa autonómica ofrece dificultades bastante superiores a la del Estado, un dato significativo puede ser el de leyes aprobadas por sus respectivos Parlamentos: en los cinco últimos años (1998-2002), el número de leyes autonómicas ha sido de 1.090, en contraste con las 250 aprobadas por las Cortes Generales—, y lo mismo sucede con las emanadas de las instituciones comuni-
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tarias; si a ellas se unen las ordenanzas y reglamentos locales, los instrumentos de planeamiento urbanístico, los convenios colectivos y las normas de origen corporativo, no resulta aventurado afirmar que el volumen total del ordenamiento (ya extraordinariamente abultado en su composición originaria, estrictamente estatal) se ha multiplicado por tres o por cuatro, cuando menos, en el último cuarto de siglo. — Y, de otra, el dato (mucho menos ostensible, pero igualmente relevante) del incremento de la longitud física de todos los textos normativos: no se trata sólo de que haya más textos legales y reglamentarios, sino también de que el contenido material de éstos es notoriamente más extenso. Puede afirmarse que en cada ocasión en que una norma viene a ser sustituida por otra de igual contenido, la segunda resulta ser de tamaño sensiblemente mayor que la precedente (por ejemplo: el Código Penal de 1973 contaba con 256.683 caracteres, frente a los 328.450 del nuevo de 1995; la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, 66.424, frente a los 162.414 de la vigente Ley 30/1992; la Ley de Costas de 1969, 17.158, frente a los 124.083 de la vigente); de la misma forma, ya no resulta insólito que determinados textos reglamentarios alcancen unas dimensiones sensiblemente iguales a los de algunos de nuestros más extensos códigos decimonónicos (por ejemplo, el tamaño físico del Reglamento de Ordenación de los Transportes Terrestres es prácticamente el mismo que el del Código Civil). Buena muestra de este fenómeno de crecimiento es la extensión física de las leyes aprobadas por las Cortes Generales. Sobre ellas se ha practicado un elemental cálculo, hecho sobre la edición oficial de las leyes publicada anualmente por el Congreso de los Diputados, cuya tipografía no ha sufrido alteraciones, dividiendo el número de páginas que comprende cada publicación (en la parte referida a leyes, no a reales decretos-leyes) por el número de leyes aprobadas anualmente. El resultado se refleja en el cuadro que aparece en la página siguiente.
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Cuadro 2
1979 ........................................................... 1980 ........................................................... 1981 ........................................................... 1982 ........................................................... 1983 ........................................................... 1984 ........................................................... 1985 ........................................................... 1986 ........................................................... 1987 ........................................................... 1988 ........................................................... 1989 ........................................................... 1990 ........................................................... 1991 ........................................................... 1992 ........................................................... 1993 ........................................................... 1994 ........................................................... 1995 ........................................................... 1996 ........................................................... 1997 ........................................................... 1998 ........................................................... 1999 ........................................................... 2000 ........................................................... 2001 ........................................................... 2002 ...........................................................
Páginas
N.º leyes
Promedio
238 452 337 292 381 426 692 252 444 594 304 418 395 582 192 609 715 346 619 872 758 587 608 846
49 96 58 66 60 63 75 29 41 51 23 32 44 59 23 63 60 19 72 61 80 23 33 63
4,85 4,7 5,81 4,42 6,35 6,76 9,22 8,68 10,82 11,64 13,21 13,06 8,97 9,86 8,34 9,66 11,91 18,21 8,59 14,29 9,47 25,52 18,42 13,42
Aunque el crecimiento de la extensión física de las leyes no sigue, como se ve, una línea uniforme, la tendencia general es patente: ya no es inusual que dicha extensión, en los últimos años, sea cuatro o cinco veces superior a la de las leyes de los primeros años de la transición. Pero si es extremadamente difícil conocer el número de textos normativos (de todos los orígenes y rangos) aplicables en España y dictados en los últimos cien años, indagar cuáles de ellos se encuentran en vigor es una empresa prácticamente imposible en la actualidad. Podría aventurarse, con bastante prudencia, un número próximo a los doscientos cincuenta mil textos: una consulta a la base de legislación comercializada por la Editorial Aranzadi arroja (presumiblemente para el período comprendido entre 1930 y la actualidad) un total de 9.816 normas dictadas con rango de ley, de las que, según la misma base, se encontrarían
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en vigor 8.947 (no hemos incluido en el cómputo las normas internacionales), frente a 150.230 reglamentos dictados, de los que estarían en vigor 123.179: en definitiva, 135.126 normas vigentes, cifra a la que habrían de sumarse las normas reglamentarias dictadas por las Comunidades Autónomas y por las Entidades locales. Pero, habida cuenta de las profundas diferencias de tamaño entre los textos, tal estimación sería muy escasamente significativa, además de innecesaria, por cuanto el resultado del cálculo no alteraría sustancialmente la conclusión final: dicho ordenamiento es, hoy, absolutamente incognoscible para cualquier ser humano; no existe, probablemente, intelecto capaz de retener no ya el contenido sustancial de este océano normativo, sino ni siquiera una simple y vaga noticia de los textos que lo integran. Y la situación se reproduce con características muy similares en cada uno de los sectores en los que el ordenamiento puede idealmente descomponerse: en muchos de ellos (principalmente, en los más fragmentados), ni siquiera los especialistas más competentes son capaces de tener presentes la totalidad de los textos en vigor de su área de conocimiento. 2)
Las consecuencias
Son igualmente notorios los efectos disfuncionales que esta incontinencia normativa ha generado. a) Quizá el menos relevante, dentro de su gravedad intrínseca, sea el evidente descenso de calidad del contenido de las normas. La precipitación con que se procede en la actualidad a la redacción de los textos normativos (condición necesaria, claro está, para su producción en masa) ha dado lugar a una importante pérdida de corrección estilística de los textos normativos (más acusada, desde luego, en el nivel reglamentario), lo que no sólo supone un empobrecimiento del lenguaje, sino sobre todo una creciente dificultad de comprensión por parte de sus destinatarios, así como serios problemas interpretativos para todos los operadores jurídicos. Pero, sobre todo, la emisión masiva de normas conlleva una sustancial pérdida de racionalidad intrínseca: la premura de su redacción impide programar con la debida reflexión y contrastar adecuadamente las prescripciones justas y ponderadas que cada norma debe contener. La difundida calificación peyorativa de los reglamentos como sede de las «ocurrencias de los funcionarios» tiene su causa principal (aunque no la única) en esta innecesaria precipitación.
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b) La multiplicación de normas constituye, también, un factor de extrema dificultad para las propias Administraciones Públicas, cuyos servidores se ven afectados por idénticas dificultades de conocimiento que las que sufren los ciudadanos. No es insólito que los propios empleados públicos desconozcan la existencia misma de normas que han de aplicar; no digamos ya de su contenido, de forma que la posibilidad de interpretaciones parciales, incoherentes y arbitrarias se multiplica de manera considerable. c) Un factor aparentemente inherente al crecimiento desordenado del ordenamiento radica en que la inflación opera en un sentido inverso a la jerarquía o relevancia política de los órganos edictores de normas: en otros términos, el ordenamiento tiende a crecer más en los niveles jerárquicos inferiores que en los superiores. Como resulta de los datos del cuadro 1, el número de órdenes ministeriales casi duplica al de reales decretos dictados en la etapa constitucional (21.293 frente a 11.578); pero es superado, a su vez, por el de disposiciones de rango inferior (24.354), cuyo número marca una clara tendencia a aumentar. Obviamente, estas tendencias se producen de forma desigual según los diferentes Departamentos ministeriales. Esta modalidad de crecimiento en forma piramidal coadyuva a la disminución de la calidad de las normas, por cuanto, como es lógico, el cuidado en la redacción disminuye de modo paralelo a su rango jerárquico; pero, sobre todo, conlleva el capital efecto político de que la producción de normas va situándose, en términos de cantidad, en niveles más alejados de los órganos de legitimación política directa, esto es, en niveles puramente administrativos o funcionariales. d) Pero, sobre todo, la hiperinflación normativa es, desde el punto de vista de los destinatarios de las normas, un factor determinante de inseguridad jurídica: la inmensa mayoría de los ciudadanos desconocen tanto el contenido como la misma existencia de las normas que supuestamente deben observar; normas que, naturalmente, incumplen, con el consiguiente riesgo de verse afectados por cualquiera de los sistemas represivos que el propio ordenamiento establece y, también, con el consiguiente descrédito general de toda la producción normativa. Para los ciudadanos de mayor nivel intelectual y de mayor conciencia ciudadana, esta situación genera un estado de profundo desasosiego, de conciencia de no estar haciendo lo que se debe: como decía el personaje de Kafka, no hay peor suplicio que ser gobernado por leyes que no se conocen. La generalidad de los ciudadanos, por fortuna, no participa de esta angustia, limitándose a suplir la observancia de las normas con la indiferencia
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y, en el mejor de los casos, con la aplicación del sentido común, cuyas reglas no siempre coinciden con las prescripciones que las normas establecen para las mismas situaciones: el supuesto de la normativa del tráfico rodado es paradigmático. En la situación actual del ordenamiento jurídico, la previsión del artículo 6.1 del Código Civil, entendida en su sentido literal, constituye un manifiesto olvido del principio según el cual jamás puede ser exigido aquello que de ninguna manera puede cumplirse. 3)
Las causas
La propuesta de soluciones correctoras a este estado de cosas exige, con carácter previo, una referencia sumaria a sus posibles causas, así como una valoración de su justificación respectiva. a) Un factor de indiscutible importancia ha sido la configuración autonómica del Estado español. En los últimos veinte años, cada una de las Comunidades Autónomas ha procedido a la creación de un ordenamiento propio, dotado de una creciente complejidad y extensión, cuya perspectiva a no muy largo plazo vendrá a suponer una réplica del actual ordenamiento estatal y, en consecuencia, la multiplicación por diecisiete del número de normas vigentes. Este factor de crecimiento no puede ser objeto de discusión, al ser consecuencia ineludible de una de las decisiones fundamentadoras del actual orden constitucional. Menos justificable, sin embargo, es que el Estado y las Comunidades Autónomas hayan hecho uso sistemático de sus poderes normativos como instrumentos de una pugna competencial permanente, que no tiene aún visos de cesar. Los constantes intentos de apurar los respectivos títulos de competencia han dado lugar a la aparición de una masa considerable de normas, que a su dimensión intrínseca suma la incertidumbre acerca de su destino futuro, una vez que el Tribunal Constitucional resuelva los recursos o conflictos interpuestos contra ellas. b) También se alude con frecuencia a dos circunstancias determinantes del crecimiento del material normativo: la extensión constante de la intervención administrativa en diversas áreas sociales y económicas, y la necesidad de incorporación o transposición de la normativa comunitaria. Sin desdeñar en absoluto su influencia, ambas causas —a las que
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suele aludirse de forma un tanto tópica y superficial— no tienen, sin embargo, el grado de relevancia que se supone poseen. La incidencia del Derecho comunitario es, desde luego, un factor relevante en orden al proceso de producción de normas, pero mucho más en el terreno cualitativo que en el cuantitativo. Aunque en este punto carecemos, también, de estimaciones, la lectura cotidiana de los diarios oficiales revela que la mayor parte de las normas que aparecen en ellos no vienen provocadas por la necesidad de incorporación de disposiciones europeas, las cuales poseen vigencia por sí mismas, sin necesidad de operación normativa interna de ningún tipo: es el caso de los reglamentos y de las decisiones, pero también de muchas de las directivas, cuyo contenido progresivamente detallado hace innecesaria cualquier operación de transposición ulterior. Su peso relativo en la serie de concausas determinantes del crecimiento ordinamental no es, por tanto, excesivo, y, en todo caso, se trata de un factor exógeno, que escapa al control de los poderes públicos españoles y que, por tanto, no tiene por qué ser considerado en un informe de esta naturaleza. La apelación al signo intervencionista del Estado social debe ser, en cambio, matizada cuidadosamente. Que el Estado contemporáneo se ve obligado a ordenar múltiples actividades privadas que en tiempos pasados se hallaban remitidas a la esfera de libertad de los ciudadanos (o que, simplemente, no existían o no eran consideradas relevantes) es un hecho evidente que, por inevitable, no tiene sentido discutir. No debe olvidarse, sin embargo, que la referencia tópica al intervencionismo estatal no es, con frecuencia, sino una cobertura formal para evitar aludir a causas más profundas y directas, de naturaleza no tanto objetiva cuanto subjetiva: el número de normas crece realmente por otros factores a los que no se hace referencia y que se ocultan con una invocación convencional a los imperativos del Estado social, un rótulo con el que pretenden justificarse a posteriori pulsiones ordenancistas que poseen un origen diverso. c) También desempeñan un papel relevante en el proceso de crecimiento las presiones de determinados sectores privados destinatarios de las regulaciones respectivas. Son con frecuencia los propios actores privados los que, a través de las entidades representativas de sus intereses, fuerzan a las Administraciones a la emanación de normas: en ocasiones, para propiciar la apertura de nuevos mercados o nichos de negocio; en otros casos, para ordenar los mercados ya existentes, bien para legitimar las decisiones empresariales en preceptos legales o reglamentarios, bien
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para restringir el acceso a dichos mercados, consagrando un statu quo regulador adecuado a la posición de predominio de los actores económicos que operan en ellos y que promueven la emanación de las normas. d) Existen, sin embargo, otras circunstancias de corrección en principio más accesibles, en cuanto ligadas a factores internos de la dinámica de las Administraciones Públicas. La primera podría describirse como el impulso de renovación de los textos por motivos de pura imagen política. Durante los años de vigencia del régimen constitucional ha sido muy acusada, en ocasiones, la tendencia a la sustitución de textos de todo rango (de contenido estrictamente técnico) por la mera circunstancia de que los sustituidos habían sido dictados bajo el régimen político anterior; el carácter cosmético de la sustitución viene acreditado por el hecho notorio de que el contenido del nuevo texto ha coincidido masivamente, con frecuencia, con el del texto sustituido (el ejemplo de la Ley 30/1992 es paradigmático a este respecto). Con independencia de las serias y gratuitas incomodidades que estas sustituciones estéticas acarrean a los aplicadores, no debe olvidarse la circunstancia de que las mismas desencadenan, de manera invariable, una intensa producción normativa complementaria, que aumenta las dimensiones del ordenamiento de manera considerable: una vez más, el caso de la Ley 30/1992, que ha tenido que ser desarrollada por más de una veintena de normas reglamentarias (sin contar las emitidas por las Comunidades Autónomas en orden a la adaptación de los procedimientos y determinación de plazos), constituye un perfecto botón de muestra de este fenómeno. La segunda consiste en el empleo de las normas como índice supuestamente demostrativo del nivel de actividad y eficacia de determinados cargos políticos y funcionarios de alto nivel. No hay ironía alguna al señalar el hecho de que algunas de estas personas utilizan las iniciativas normativas como medio preferente para demostrar a quien corresponda una supuesta encomiable actividad en la gestión de sus áreas respectivas (o, cuando menos, para no aparentar una inactividad reprochable). El fenómeno es permanente, común a otros sistemas democráticos y, por lo demás, comprensible; pero, practicado sistemáticamente, su incidencia sobre el ritmo de producción de normas es muy notable. Es necesario difundir la idea de que la eficacia de un gestor público no está en función directa ni puede medirse en base a la cantidad de normas que alcanza a situar en el respectivo diario oficial, sino en la eficiente aplicación
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de las normas que ha heredado de gestores precedentes y en el grado de satisfacción de sus destinatarios. 4)
Las líneas de corrección
Que la rectificación de este estado de cosas es necesaria y urgente es tan notorio como que no resulta realista, a medio plazo, fijar un objetivo de reducción, en términos absolutos, del volumen físico del ordenamiento jurídico: los factores de crecimiento del mismo son tan diversos como incontrolables en muchos casos. La tarea, desde luego, no es imposible, como lo acreditan las experiencias que en tiempos recientes han llevado a cabo otros países, como Alemania Federal, el Reino Unido o Suecia2. Pero la Comisión ha renunciado de antemano a proponer soluciones que, por quirúrgicas, tendrían escasas posibilidades de ser abordadas de inmediato en una priorización razonable de objetivos públicos a corto plazo. En su lugar, deben emprenderse —hacia el futuro— medidas que posibiliten una desaceleración del ritmo de crecimiento, así como —hacia el pasado— una reducción del número total de textos en vigor. Dichas medidas deben comenzar por el establecimiento, al más alto nivel político, de una clara directriz de contención en el empleo de instrumentos normativos de todo tipo, que fuerce a los responsables políticos de todos los niveles a ponderar con extremado rigor y fundamento la toma de iniciativas en orden a la aprobación o tramitación de normas; si no se logra, a medio plazo, implantar en la cultura administrativa una pauta de uso moderado de la potestad normativa, todo proceso de reducción estará condenado al fracaso. En primer lugar, es necesario afrontar la tarea de reducción sustancial del stock normativo, esto es, del número de textos que actualmente se hallan en vigor (no ya de sus contenidos, a lo que nos referiremos más adelante): una tarea, pues, de simplificación y clarificación, más que de disminución del volumen total de normas. Y dicha tarea ha de 2 Destaca, entre todas las experiencias, la radical que una buena parte de los Estados de la
Unión americana pusieron en práctica en los años setenta y ochenta, conocida con el rótulo de Sunset Legislations: descrita de modo sucinto, consistía en la fijación, por ley, de un plazo de vigencia rígido para todo tipo de disposiciones (entre cinco y diez años, según los casos), transcurrido el cual toda disposición incurría en derogación automática, a menos que se acordara expresamente el mantenimiento de su vigencia por una comisión constituida ad hoc, a la que debían presentarse los textos próximos a perder vigencia, acompañados de un estudio acreditativo de la necesidad de prolongar su vigencia en base a un análisis detallado de costes/beneficios.
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pasar ineludiblemente por un proceso de codificación o refundición, referido fundamentalmente (pero no sólo) al nivel reglamentario y a los sectores que adolecen de un mayor nivel de fragmentación de textos (por ejemplo, educación, sanidad, sistema financiero, mercado de valores, agricultura, pesca, medio ambiente, transportes y telecomunicaciones). Más adelante volveremos sobre esta cuestión y las formas de abordar el problema. Pero es imprescindible, en segundo lugar, y de cara al futuro, ralentizar de manera sensible el ritmo de producción de normas, sin perjuicio de atender a la puesta en acción de los programas de gobierno y a la satisfacción de aquellas necesidades realmente perentorias e indiscutibles que vayan planteándose. Esta desaceleración sólo puede lograrse mediante mecanismos procedimentales, que hoy son de una simplicidad extrema: una causa más de la masiva producción de reglamentos se halla, justamente, en la excesiva sencillez del procedimiento para su elaboración, cuya aprobación, por sorprendente que parezca, resulta más sencilla, en cuanto a número y duración de trámites, que la imposición de una simple multa administrativa. Cómo haya de diseñarse tal procedimiento es una cuestión que trataremos en un momento posterior de este informe. C) La ausencia de orden y racionalidad en el ejercicio de la potestad normativa Los diferentes tipos de potestades normativas no sólo se ejercen de forma superabundante, sino también de manera un tanto impulsiva y caótica. Por paradójico que resulte, el poder de dictar normas, seguramente el más elevado en términos conceptuales de cuantos ejercen los poderes públicos y cuyo objeto es ordenar, esto es, establecer un orden determinado, se emplea de forma invariablemente desordenada, y ello en un grado muy superior al de cualquier otra potestad pública. 1)
La tendencia a la dispersión y fragmentación
En la tradición cultural del continente europeo, el modo de ejercicio de la potestad normativa se viene acomodando, desde la revolución liberal, a un paradigma racional (por supuesto, implícito) cuyos dos rasgos básicos son la unidad y la generalidad: conforme a este paradigma, cada
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objeto o sector de la vida social o económica debe regularse mediante una ley general (una sola ley, que discipline toda la materia) que, en su caso, debe ser desarrollada mediante un único reglamento, igualmente general u omnicomprensivo; de una y otra norma se predica, también, una cierta unidad sistemática, producto de una visión general acerca de cómo debe disciplinarse, en su conjunto, el objeto de ambas. Este paradigma ha sido objeto de aplicación de manera desigual en nuestro ordenamiento: sobre él se asienta la idea de la codificación, realizada de manera total en algunos casos (así, la codificación penal) y parcial en otros (Códigos Civil y Mercantil en el Derecho privado; una ley procesal para cada uno de los órdenes jurisdiccionales), que aún se mantiene firme en la doctrina, por más que la realidad la haya puesto en crisis. En las nuevas áreas de regulación (fundamentalmente, el Derecho público y el del trabajo), la inexistencia de una codificación inicial no ha impedido la vigencia de este paradigma, bien que aplicado parcialmente y con un criterio sectorial: múltiples sectores de estas nuevas áreas tienden a ser normados, en efecto, mediante una sola ley y un solo reglamento, ambos de alcance omnicomprensivo (así ocurre en el Derecho tributario, pero también en sectores del ordenamiento administrativo como las costas, el patrimonio, el régimen penitenciario o los transportes terrestres, entre otros muchos casos). En nuestro tiempo, sin embargo, esta regla no escrita parece haber hecho crisis definitiva, habiendo cedido el paso a una pauta de regulación puramente coyuntural, que fragmenta la disciplina de la materia en una multiplicidad de normas, carentes de conexión entre sí y de rango jerárquico sólo determinado por circunstancias producto de la casualidad. De esta forma, el régimen normativo de un sector o institución viene establecido en un desordenado complejo de normas dictadas en momentos dispares, pertenecientes a todos los rangos y dotadas de un ámbito de aplicación rigurosamente diverso y asimétrico: un caos laberíntico en el que resulta imposible orientarse y llevar a cabo una acción pública coherente (al menos, de acuerdo con las normas). Este fenómeno se produce de manera muy acusada en el nivel de las disposiciones reglamentarias reguladoras de determinados sectores que se mencionaron en el epígrafe anterior, en los que la ley cabecera de la regulación sectorial ha sido objeto de desarrollo (?) mediante decenas de reglamentos (por ejemplo, el mercado de valores o las telecomunicaciones). Pero la descodificación, aun sectorial, se produce también en el nivel legislativo: en algunos casos (por ejemplo, en la agricultura), las leyes existentes se limitan a regular algunas cuestiones aisladas, flotan-
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do sobre un océano de normas reglamentarias cuya conexión con aquéllas parece ser fruto de la casualidad; en otros (por ejemplo, en la sanidad o en la educación), un intento inicial de codificación legal se ha visto posteriormente frustrado con la aprobación de múltiples leyes referidas a cuestiones o perspectivas específicas, carentes de unidad entre sí (o incluso dictadas desde perspectivas técnicas o ideológicas absolutamente incompatibles). Las quejas que ha provocado esta nueva forma de legislar no derivan de la mera afición por la racionalidad, sino también, y sobre todo, de los capitales inconvenientes prácticos que conlleva. Primero, la multiplicidad de textos acarrea dificultades insalvables en orden al conocimiento de su existencia y contenido: no hay un solo especialista privado ni funcionario experto que sea capaz de tener presentes en todo momento las normas vigentes en materia de sanidad, de medio ambiente o de pesca, por ejemplo; no es infrecuente, por ello, que algunas normas se inapliquen de hecho, total o parcialmente, por pura y simple ignorancia u olvido de quienes han de observarlas o de quienes han de exigir su cumplimiento. Y segundo, la dispersión normativa impide cualquier intento de interpretación sistemática de las disposiciones, entre las que no son inusuales los solapamientos inadvertidos, las contradicciones flagrantes (contradicciones que no pueden resolverse fácilmente mediante las técnicas usuales de reducción de antinomias, por lo mismo que se producen entre normas dictadas sin la menor conexión lógica entre sí) o la producción de situaciones absurdas e insolubles (por ejemplo, la modificación expresa de una norma reglamentaria que previamente había sido derogada en su totalidad, también expresamente; el ejemplo es real). Una modalidad singular de este modo de operar se ha materializado en la discutida (y, no obstante, bien asentada) figura de las Leyes anuales de medidas fiscales, administrativas y del orden social; a ellas nos referiremos más adelante. 2)
La volatilidad de los contenidos normativos
Una línea similar de preocupaciones viene provocada por la creciente inestabilidad de las regulaciones normativas, sometidas a reformas de una frecuencia y ritmo desconocidos en el pasado. Tradicionalmente, este fenómeno tenía su sede natural en el campo de la normación reglamentaria, pero en tiempos recientes se ha extendido (con mayor intensidad, incluso) al nivel de la legislación, propiciado,
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en uno y otro casos, por la facilidad de los cauces para llevar a cabo las reformas: la simplicidad del procedimiento de elaboración de reglamentos, en el primer caso (más adelante se volverá en detalle sobre este extremo), y la expedita vía de las leyes de medidas fiscales, administrativas y del orden social, en el segundo. De entrada, la frecuencia de las reformas acarrea no ya sólo un profundo sentimiento de inseguridad en los destinatarios de las normas y un descrédito de éstas, sino sobre todo un alto nivel de incumplimientos y de conflictos: es casi ocioso recordar, por notorio, que las normas no son jamás objeto de aplicación general y automática a partir de la misma fecha de su entrada en vigor. La observancia pacífica y general de una norma es resultado de un proceso de asimilación, de interiorización y aprendizaje que exige años, cuando menos, para los juristas; mucho más para los ciudadanos no cualificados. El acelerado ritmo de reformas ocasiona también un importante índice de incertidumbre acerca de los contenidos efectivamente vigentes de las normas modificadas. En España, como en muchos otros países, los juristas acceden mayoritariamente al conocimiento y manejo de los textos normativos mediante versiones en soporte papel: fotocopias del boletín o diario oficial, o publicaciones públicas o privadas en forma de recopilaciones. No hay publicación alguna, sin embargo, que soporte el ritmo de las modificaciones legislativas y reglamentarias, de forma que tales publicaciones sólo hacen aparición en el mercado, debidamente actualizadas, transcurridos meses (o incluso años) desde la fecha en que la reforma tuvo lugar. Es completamente normal, pues, que los juristas —incluso especializados— terminen por no tener conocimiento de las reformas acaecidas, por la simple y vulgar razón del extravío de las fotocopias que se insertan entre las páginas de los viejos códigos de uso común. Y el empleo de bases de datos en soportes magnéticos no ha mejorado sustancialmente la situación, por la razón de que dichas bases no aportan, salvo excepcionalmente, textos consolidados de las disposiciones, sino sólo el texto original acompañado de una sucinta reseña de las normas que lo han modificado: conocer el texto vigente de la Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública de 1984, por ejemplo, es algo prácticamente imposible en tanto no sale al mercado (cuando sale) una versión consolidada en papel, normalmente de origen privado (y, por tanto, sin responsabilidad alguna sobre la solvencia de su contenido). Pero la inclinación a hacer uso del poder de modificación tiene también consecuencias perversas para los propios órganos promotores de
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las normas. La conciencia de que lo que se redacta hoy puede modificarse mañana, sin dificultad ni sonrojo alguno, constituye una invitación irresistible al desaliño, a la improvisación y a la chapuza en la redacción de las versiones iniciales de los textos. 3)
La indeterminación de las vigencias
Una vertiente específica de la práctica de las reformas normativas es la general indeterminación de los efectos que las mismas causan sobre el status normativo anterior. Son más que frecuentes las normas (reglamentarias, pero también legales) que carecen de tablas completas de vigencias y derogaciones: en el mejor de los casos, las disposiciones suelen establecer alguna derogación expresa de carácter singular, pero dejan en la sombra las derogaciones implícitas que las mismas ocasionan en otras múltiples del mismo o inferior rango. No es necesario ponderar el grave atentado a la seguridad jurídica que supone esta generalizada forma de proceder, alentada por la inexplicable desaparición del requisito de las tablas de vigencias en nuestra vigente legislación (en lo que a la normativa del Estado se refiere, no la recoge la vigente Ley del Gobierno, derogando tácitamente el precepto que estableció en su día la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958). No ignoramos que la confección de tablas de vigencias dignas de tal nombre es una tarea ardua y que requiere, en ocasiones, un esfuerzo ímprobo y un tiempo nada desdeñable. Su ausencia es producto de disfunciones que ya antes han sido advertidas: el propio desorden estructural y fragmentariedad de cada ordenamiento sectorial, y la precipitación en el proceso de elaboración de las normas. Estas circunstancias explican la práctica a que nos referimos, pero en modo alguno pueden servir para justificarla. 4)
Propuestas
Por lo mismo que las manifestaciones de la falta de racionalidad en la producción de normas son muy diversas, las propuestas que pueden formularse para su corrección han de ser igualmente dispares. Todas ellas, por lo demás, no pueden dejar de ofrecer una cierta apariencia de radicalidad y arbitrismo, pero la seriedad de la situación y la dificultad de su enderezamiento no admiten soluciones fáciles.
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a) La fragmentación es, sin duda, la disfunción normativa más difícil de tratar, por lo mismo que sus causas, además de complejas, afectan en algún caso a la dinámica profunda del comportamiento de las élites políticas y funcionariales: la dispersión tiene su origen, de una parte, en la falta de sensibilidad jurídica de algunos concretos responsables públicos, que consideran las normas como un material inerte, sólo apto para mandar, olvidando que la falta de sistema acarrea problemas insuperables a los destinatarios y a quienes han de aplicarlas, y, de otra, en una visión coyuntural y oportunista de la intervención pública, que parece admitir sólo acciones inmediatas, y para la que un proceso de redacción cuidadosa de los textos, inspirada en criterios de unidad y simplificación, se presenta como un formalismo carente de utilidad. Al igual que los problemas de inflación normativa antes examinados, el instrumento natural para luchar contra la fragmentación radica en la tarea de refundición de textos legales y reglamentarios, que en los sectores antes referidos debiera ser emprendida de manera sistemática. La experiencia, no obstante, demuestra que las habilitaciones legales para confeccionar estos textos (en el ámbito legislativo: como antes se dijo, tales mandatos de refundición son completamente inusuales en el nivel de los reglamentos) no pasan de tener, en algunos casos, más eficacia que la de puras invitaciones, que los sucesivos gobiernos desoyen con alguna facilidad. En el caso de que se considerara oportuno persistir en el empleo de la técnica de la refundición, sería necesario emplear intimaciones legislativas más drásticas, utilizadas en alguna ocasión en algún país europeo: en concreto, acompañar el mandato de refundición (legal o reglamentaria, insistimos) del establecimiento de un plazo —algo más amplio y realista de los que, con la mejor intención, suelen incluirse en las leyes— transcurrido el cual quedarían automáticamente derogadas la totalidad de las normas que hayan de incluirse en la refundición. Desgraciadamente, sólo la amenaza de esta eventualidad puede forzar a las Administraciones a realizar efectivamente y en plazo las refundiciones a que estén obligadas por la ley. Existen, sin embargo, en la experiencia de otros países otras vías de abordar el problema que, por su menor grado de formalidad, podrían resultar más operativas: nos referimos a las refundiciones o codificaciones oficiales, pero informales, empleadas en países como Francia y los Estados Unidos. La República Francesa tiene establecido, desde comienzos de los años cincuenta, un peculiar sistema de codificación sistemática, aplicado a todos los sectores del ordenamiento jurídico, que, en cierta forma,
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se asemeja a la refundición prevista en nuestro texto constitucional. Brevemente descrito, la elaboración de un «código» (así llamado formalmente) se inicia con una habilitación legislativa referida a un sector cualquiera, que da lugar a la elaboración de dos textos: un «código» o refundición de normas con rango de ley, referido a dicho sector o materia, y un segundo en el que se codifica o refunde toda la normativa reglamentaria relativa al mismo. La elaboración de estos códigos se realiza en el Consejo de Estado, sobre los borradores elaborados por los Ministerios, y bajo la dirección del Primer Ministro. Uno y otro textos, una vez aprobados por el Consejo de Estado, se aprueban formalmente: el relativo a las normas con rango de ley, por las Cámaras legislativas, mediante un acto formal de ratificación (en el que, en la práctica, no se entra a examinar el texto); el que codifica las normas reglamentarias, mediante un Decreto del Primer Ministro. Uno y otro se publican acto seguido en el Journal Officiel y se insertan acto seguido en la red de forma integrada: esto es, en un solo texto en el que aparecen intercalados de modo sistemático los preceptos legales y reglamentarios (los primeros, identificados con la letra L; los segundos, con la letra R). Este proceso de codificación ha alcanzado una muy amplia extensión, habiendo dado lugar a la aprobación de cincuenta y siete códigos, todos cuyos textos pueden consultarse en http://www.legifrance.gouv.fr/WAspad/ ListeCodes (donde, por cierto, pueden encontrarse versiones de los mismos también en inglés y castellano). En los Estados Unidos debe mencionarse la importante institución del Code of Federal Regulations (CFR), publicado bajo la responsabilidad del Administrative Committee of Federal Register, de dependencia presidencial. No se trata —se insiste en ello— de un código en el sentido de la tradición jurídica continental europea, puesto que carece de eficacia jurídica directa de por sí. Por el contrario, se trata de una simple catalogación de todas las normas reglamentarias en un cuadro de rúbricas fijas, en el que se recogen las vigentes en cada momento, desintegradas si es necesario y ordenadas mediante subdivisiones múltiples del sistema decimal, siendo objeto de revisión y actualización trimestral. La práctica norteamericana acredita la extraordinaria utilidad del CFR, que es citado sistemáticamente tanto por la doctrina como por la jurisprudencia de forma mucho más frecuente que los textos normativos originarios integrados en aquél. Puede consultarse también igualmente, de forma gratuita, en http://www.gpoaccess.gov/fr/index.html. Mencionamos estos ejemplos (que podrían ser más numerosos) a los meros efectos ilustrativos de la forma en que algunos países avanzados
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han abordado una grave situación de desorden y fragmentación normativa que reviste unos caracteres muy similares a los que antes se han descrito a propósito de nuestro ordenamiento. No se propone ninguna fórmula concreta como óptima, limitándose a señalar la alta conveniencia de emprender la corrección del estado de cosas actual, como, bien que de una manera limitada, se ha intentado en el ámbito tributario: debe recordarse aquí, como muestra de esta preocupación, el artículo 6.1 de la Ley 1/1998, de 26 de febrero, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, conforme al cual «el Ministerio de (...) Hacienda acordará y ordenará la publicación en el primer trimestre de cada ejercicio de los textos actualizados de las Leyes y Reales Decretos en materia tributaria en los que se hayan producido variaciones respecto de los textos vigentes en el ejercicio precedente», disponiéndose asimismo que el citado Ministerio «ordenará la publicación en igual plazo y forma de una relación de todas las disposiciones tributarias que se hayan aprobado en dicho ejercicio». El caso es tanto más ejemplar cuanto que el ordenamiento tributario no es, en modo alguno, el más afectado por los fenómenos de dispersión y fragmentación nomativa. Mención muy especial debe hacerse a las leyes anuales de medidas, tramitadas conjuntamente con la de Presupuestos Generales, y conocidas vulgarmente como leyes de acompañamiento. Es difícil que una técnica normativa pueda cosechar críticas tan abundantes, hechas desde todas las perspectivas posibles, y, sobre todo, tan unánimes y tan justificadas. No es sorprendente, sin embargo, que los sucesivos gobiernos (del Estado y, desde hace varios años, los de diversas Comunidades Autónomas) hayan desoído este general clamor haciendo un empleo sistemático de esta modalidad legislativa para introducir modificaciones innumerables en el ordenamiento. No tiene utilidad reproducir con detalle las censuras que este tipo de leyes ha recibido, que el autor de estas líneas comparte íntegramente. Sólo considera oportuno hacer referencia a tres de ellas. En primer lugar, el considerable grado de inseguridad jurídica que introduce en nuestro ordenamiento, por la forma fragmentaria y desordenada en que se ofrecen la multiplicidad de innovaciones normativas (las modificaciones de un mismo texto legal pueden llegar a hacerse en tres o cuatro Títulos diversos de la Ley, así como en sus disposiciones adicionales, de forma tal que no es difícil que algunas de ellas pasen inadvertidas a la mayoría de sus destinatarios), carentes de la más mínima motivación en la mayor parte de los casos, y por la inusitada rapidez con que se aprueban (en su grado máximo, mediante enmiendas introducidas durante su teórica dis-
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cusión en el Senado). En segundo lugar, su pésima técnica normativa: las reformas que se hacen en esta disposición de las más importantes leyes del Estado son con frecuencia, por la rapidez de su redacción, de un contenido impremeditado y defectuoso, en cuanto fruto de la improvisación y del apresuramiento. Y, por último, el dato capital de que la tramitación de esta Ley en un plazo acelerado, conjuntamente con la Ley de Presupuestos Generales del Estado, elimina prácticamente cualquier sombra de efectiva discusión parlamentaria del proyecto. Sin entrar en valoraciones jurídicas —siempre opinables— que pudieran llevar a concluir en la inconstitucionalidad de este tipo de leyes (como la totalidad de la doctrina entiende, por otra parte), resulta ineludible señalar que estas tres censuras poseen un fundamento indiscutible y que, con independencia de lo que en su día pueda decidir el Tribunal Constitucional, estas leyes deberían desaparecer de nuestras prácticas legislativas, aunque sólo fuera con objeto de eliminar una práctica que es objeto de vergüenza colectiva. No es razonable que gobiernos democráticos desoigan de forma sistemática, por motivos del más elemental pragmatismo normativo y de comodidad, un llamamiento tan unánime y tan fundamentado de la comunidad jurídica; los gobiernos y los parlamentarios deberían ser conscientes de que la labor de destrucción parcial del ordenamiento jurídico que realizan mecánicamente cada último trimestre del año es objeto de un reproche general que sólo por disciplina cívica se acepta con resignación. Un comportamiento de la acción gubernativa dotado de racionalidad y de lealtad hacia el sistema parlamentario establecido por nuestra Constitución exigiría la desaparición de este tipo de leyes. Sin embargo, en un intento por apuntar soluciones más acordes con el marco constitucional, debería considerarse la posibilidad alternativa de dividir el contenido de estas leyes en tantos textos independientes cuantas materias se tratan en la actualidad; al menos, en tantos textos cuantas Comisiones legislativas existen en el Parlamento, cuyo plazo de tramitación, por lo demás, no debiera quedar limitado (porque no es en absoluto necesario) al término de cada ejercicio económico; los gobiernos disponen de instrumentos más que suficientes para asegurar que la tramitación de las distintas leyes no se eternice en la institución parlamentaria. b) Como en tantos otros de los puntos que se analizan en esta sección, la reducción de los problemas causados por las frecuentes modificaciones normativas debe ser producto, ante todo, de una cultura de
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autocontención, en aras de la deseable estabilidad y del inexcusable cuidado en la redacción de las disposiciones. No se trata, naturalmente, de poner en cuestión la posibilidad y conveniencia de las reformas legales o reglamentarias, sino de reducir al mínimo indispensable los gravísimos inconvenientes que la frecuencia de las mismas provoca en los ciudadanos, en las empresas y en los funcionarios llamados a cumplirlas y aplicarlas; toda modificación que no venga impuesta por un cambio de las circunstancias objetivas o por una alteración de los planteamientos políticos de fondo debe ser considerada como una suerte de fracaso, como una anomalía indeseable. Es en este marco cómo debe analizarse la seria conveniencia de imponer obstáculos formales que desincentiven la promoción de reformas que no se encuentren absolutamente justificadas. A tal efecto, se han considerado cuatro tipos de medidas: — Primera, el establecimiento por ley de la exigencia de que el órgano que promueva una modificación normativa acompañe al texto un informe detallado (no una invocación tópica a la experiencia, como suele hacerse en diversas exposiciones de motivos, a lo largo de unas pocas líneas) en el que se justifique detalladamente la necesidad de la modificación propuesta, con precisión de los objetivos pretendidos por la norma modificada, de la medida concreta en que tales objetivos no se cumplen y de la forma específica en que se espera tal cumplimiento en virtud de la nueva regulación. — Segunda, la prescripción, igualmente mediante ley, de que la norma modificadora incorpore la regulación de las situaciones de Derecho transitorio que pueden producirse como consecuencia del paso de la antigua a la nueva regulación, o la justificación de la inexistencia de situaciones jurídicas que puedan quedar afectadas por la nueva regulación (lo que, en su caso, debería hacerse en el informe mencionado en el punto anterior). — Tercera, el establecimiento, para los supuestos de modificaciones muy próximas en el tiempo (por ejemplo, menos de un año), de requisitos reforzados para la aprobación de la norma: por ejemplo, aprobación previa por el órgano situado en un nivel superior de la organización administrativa (del Gobierno para las órdenes ministeriales, del ministro para las disposiciones de órganos inferiores, incluidos organismos públicos y agencias independientes), entre otras fórmulas que podrían diseñarse. — Y cuarta, introducción en una norma con rango de ley de la exi-
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gencia (contenida específicamente en materia tributaria en el artículo 16 de la Ley General Tributaria, cuya vigencia subsiste en virtud de la expresa declaración contenida al efecto en la Disposición Derogatoria Única.3 de la Ley 1/1998, de 26 de febrero, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes) de que, siempre que se modifique una norma reglamentaria, la disposición modificativa ha de contener una nueva redacción completa del artículo objeto de modificación; resultaría deseable, incluso, que cuando la modificación afecte a diversos preceptos de una norma anterior, ésta fuese objeto de nueva publicación íntegra, indicándose en su exposición de motivos los preceptos que han sido objeto de nueva redacción. La enorme comodidad que esta simple medida (que no requiere ningún esfuerzo para sus redactores) supone para los destinatarios de las normas obliga a considerarla con absoluta seriedad. Cuestión fundamental, en orden a asegurar la efectividad práctica de estas medidas, es que la norma legal que las establezca las imponga bajo sanción expresa de invalidez: la doctrina jurisprudencial recaída en el pasado sobre el procedimiento de elaboración de disposiciones reglamentarias, que terminó calificando —incomprensiblemente— como meras irregularidades no invalidantes la omisión de la mayoría de los trámites que en su día estableció la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, obliga a adoptar esta precaución. Esto no obstante, las modificaciones (legales y reglamentarias) han de continuar produciéndose, como es natural; y, aunque el problema quedase mitigado caso de tener algún éxito las medidas antes apuntadas, subsiste la grave dificultad de tener puntual noticia, fiable e inmediata, del Derecho aplicable: esto es, de la redacción vigente, a texto consolidado, de las normas que han sido objeto de modificación. Es obligado reconocer que, en la actualidad, el sector público atiende de manera muy parcial e insuficiente a esta necesidad. En la Administración General del Estado, el Boletín Oficial (y, en ocasiones, los servicios de publicaciones de algunos Departamentos y organismos públicos) publica en formato de libro algunas recopilaciones parciales de normas legales y reglamentarias; pero tales publicaciones no cubren todo el ámbito del ordenamiento jurídico estatal, y su ritmo de renovación es —por razones financieras obvias— muy inferior al que impondrían las constantes modificaciones normativas. Y la cobertura de esta necesidad por el sector privado no es mucho mejor en cuanto al ritmo y al ámbito de normas recopiladas (que atiende a razones estrictamente comerciales),
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además de ofrecer el capital problema de la fiabilidad o autenticidad de los textos que ofrece. En los últimos años, esta información en formato papel ha venido a solaparse (y a completarse parcialmente) con la inserción de textos legales y reglamentarios, en versión consolidada, en las páginas web de los distintos Departamentos ministeriales y organismos públicos. La mejora en la inmediatividad de la información es, desde luego, capital; pero, aun reconociendo lo meritorio del esfuerzo realizado, el camino por hacer es todavía ingente: — el número de textos que se ofrecen en las diferentes páginas es muy desigual y, en su conjunto, resulta hoy poco menos que simbólico, en comparación con el volumen total de textos que debe aplicar cada Departamento u organismo; — la selección de textos que se insertan es de dudosa utilidad, al limitarse dicha selección a los más importantes y conocidos, que pueden encontrarse en diversas recopilaciones, públicas o privadas; faltan en dichas páginas, precisamente, los textos de las normas menos conocidos o de más difícil acceso; — la división departamental de esta información puede conducir a la duplicación de los textos que se insertan, los cuales podrían llegar a tener versiones y contenidos distintos, habida cuenta de la complejidad que presenta en ocasiones el trabajo de consolidación de textos, con la consiguiente inseguridad; el criterio departamental, por lo demás, puede llevar a omitir normas de alcance general, que no forman parte del patrimonio ideal de ningún Ministerio concreto (por ejemplo, la Ley de Expropiación Forzosa); — estos textos, por fin, carecen hoy de cualquier tipo de valor formal en el plano jurídico; se trata de puras refundiciones informativas, que expresan la opinión del funcionario que las confecciona, pero que no podrían ser alegadas por los ciudadanos en caso de discrepancia con el texto que resultase de una consolidación realizada sobre los documentos publicados en el Boletín Oficial del Estado. En línea de progreso con esta innovación, estimamos que la tarea de presentación, en la web, de textos oficiales consolidados de las normas en vigor debiera ser una tarea cuya coordinación, cuando menos, debiera atribuirse a un órgano específico de cada una de las Administraciones
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Públicas. No es realista, probablemente, que esta función informativa pueda atribuirse en exclusiva a un único órgano encargado de centralizar la información, pero la coordinación y unificación de criterios de estas iniciativas aisladas, así como el refuerzo considerable de los contenidos, parece, en el actual estado de cosas, indispensable. c) La adopción de las medidas señaladas en el epígrafe anterior contribuiría, sin duda, a resolver los problemas de indeterminación de las vigencias a que se aludía en páginas precedentes: sólo cuando la propia Administración tropiece con las hercúleas dificultades —que hoy parecen sufrir exclusivamente los ciudadanos— para conocer qué es lo que está vigente y derogado, es cuando surgirá de la misma una fuerte iniciativa para corregir las ambigüedades que el ordenamiento vigente ofrece. Pero, en tanto tal reacción se produce, es ineludible terminar por vía legal con las disfunciones que la experiencia de las décadas pasadas ha ido generando, y para ello es absolutamente imprescindible que las propias normas que introducen modificaciones en el Derecho anterior especifiquen, con la mayor claridad y grado de detalle que sea factible, qué disposiciones quedan afectadas y en qué medida; exigencia que, en los últimos tiempos, ha experimentado un fuerte proceso de degradación sobre el que no es inoportuno reflexionar por un momento. Es una tendencia permanente de la práctica normativa española la falta de indicación, o la indicación muy imperfecta, de la incidencia de una disposición sobre las anteriormente vigentes. Consciente de la seriedad de los problemas que esta práctica acarreaba, el artículo 129.3 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 estableció, con una nitidez y seriedad elogiables, que «no podrá formularse ninguna propuesta de nueva disposición sin acompañar al proyecto la tabla de vigencias de disposiciones anteriores sobre la misma materia, y sin que en la nueva disposición se consignen expresamente las anteriores que han de quedar total o parcialmente derogadas». Este mandato fue, no obstante, objeto de incumplimiento general, hasta el punto de forzar a la doctrina jurisprudencial a sentar la interpretación de que la infracción de este requisito debía considerarse como una mera irregularidad carente de eficacia anulatoria; una tesis tan insostenible en términos hermenéuticos como prudente, ya que de haberse considerado la inserción de una tabla de vigencias como un requisito de validez, los tribunales se hubieran visto forzados a anular la inmensa mayoría de las disposiciones impugnadas ante ellos. Y fue, quizá, esta permisiva doctrina legal la que llevó a la vi-
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gente Ley del Gobierno (en el ordenamiento estatal) a suprimir el requisito de la tabla de vigencias. La situación a la que ha llevado esta cadena de progresivas dejaciones es bien conocida: salvo excepciones contadísimas, no hay una sola disposición, estatal o autonómica, dictada en los últimos tiempos, que contenga una tabla de vigencias digna de tal nombre. Una parte importante de ellas (sobre todo, en el ordenamiento estatal) inserta una llamada disposición derogatoria, pero su contenido dista mucho de poder estimarse suficiente, de tal forma que la aprobación de cada norma nueva introduce nuevos elementos de indeterminación en el Derecho aplicable. Es inexcusable, por ello, recuperar legislativamente el principio sentado en 1958; pero la experiencia muestra que para conseguir este objetivo no basta con imponer la obligación de que todas las normas contengan una precisa y completa tabla de vigencias; es necesario precisar esta obligación en términos mucho más detallados. A tal efecto, habrían de tenerse en cuenta las siguientes observaciones: Primero, toda norma debería contener la enumeración detallada y perfectamente identificable de las disposiciones completas, o de los artículos o partes de los mismos, que quedarán derogadas a partir de la vigencia de la norma modificadora; pero debería contener también una relación igualmente completa de las disposiciones o preceptos que deben mantenerse en vigor (lo cual prácticamente nunca se hace). Segundo, dicha enumeración no debería limitarse (como sucede actualmente) a las normas que poseen el mismo nivel jerárquico que la disposición modificadora, debiendo incluir también las de nivel inferior. Tercero, debería prohibirse expresamente el empleo de fórmulas ambiguas o de incierto alcance. Así sucede con la que declara derogadas todas las normas «que se opongan a la presente», fórmula innecesaria en cuanto constituye un redundante recordatorio del principio sentado en el artículo 2.2 del Código Civil. Y lo mismo —y con mayor énfasis— debe decirse de otras fórmulas al uso, como la que deroga una determinada disposición «en cuanto se oponga a la presente», una fórmula que provoca una considerable irritación en cualesquiera aplicadores del Derecho: ¿quién sino el redactor de la norma conoce con mayor detalle y precisión las normas anteriores que se oponen a la presente?; y si lo sabe, ¿por qué no lo dice? Cuarto, debería limitarse el uso de cualesquiera fórmulas de degradación normativa, empleadas por algunas leyes como complemento de las anteriores, según las cuales se mantiene la vigencia de leyes anteriores (en lo que no se opongan a la presente) pero con rango meramente
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reglamentario. Esta técnica, que posee la indiscutible utilidad de permitir la recomposición de la estructura de un ordenamiento sectorial con ocasión de una reforma en profundidad del mismo, ocasiona, sin embargo, incertidumbres innumerables: las leyes deslegalizadoras no suelen indicar qué textos concretos son objeto de este fenómeno de degradación, ni tampoco indican a qué concreto rango reglamentario (¿decreto?, ¿orden?, ¿resolución?) se degradan las anteriores disposiciones legales. La deslegalización, por tanto, sólo debería ser admitida y practicada en la medida que observe rigurosamente estos dos requerimientos: indicar con absoluta precisión los textos que quedan degradados de rango y señalar el específico rango al que las normas quedan degradadas, con objeto de lograr una completa certeza acerca de la autoridad que, en su caso, puede llevar a cabo su modificación o derogación definitiva. Y quinto y último, todas las prescripciones anteriores deben imponerse bajo sanción expresa de nulidad de toda la norma (naturalmente, cuando se trate de una norma con rango reglamentario). De otra manera, la experiencia muestra que cualquier medida en este orden quedará, como en el pasado, reducida a la más completa inoperancia; la inercia de la doctrina jurisprudencial surgida al hilo del artículo 130 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 haría, con toda probabilidad, que la inobservancia de todos estos requerimientos sea considerada como simple irregularidad no invalidante. Al formular las propuestas precedentes, no se ha olvidado que los conflictos entre normas no pueden reducirse hoy, en nuestro ordenamiento plural, al simple juego de los principios vigencia/derogación, que son típicamente intraordinamentales, y que diversas disposiciones estatales operan en otras de origen autonómico efectos diversos pero similares (por ejemplo, al emanar o modificar una ley o norma básica). Sin embargo, parece claro que obligar a cada edictor de normas a analizar y enumerar no sólo las disposiciones del propio ordenamiento a las que se afecta, sino también las de los restantes ordenamientos territoriales, constituiría una tarea de dificultades poco menos que insuperables (desde luego, para el Estado, que habría de considerar en cada caso las disposiciones dictadas por las diecisiete Comunidades Autónomas). No sería impertinente, sin embargo, que en la documentación aneja a los proyectos de disposiciones se contuviese un análisis de esta naturaleza, aunque tuviese una eficacia meramente informativa y orientativa; en el actual estado de cosas, ir más allá no resultaría prudente. Pero resulta también indiscutible que esta necesidad de precisar las afecciones normativas interordinamentales habrá de plantearse en un futuro no muy lejano.
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D) Los déficit de racionalidad en el contenido de las normas Tan relevantes como los vicios estructurales de ordenamiento son los problemas que ofrece la tónica general de sus contenidos, principalmente en lo que afecta a las disposiciones de rango reglamentario. Tres son los puntos a los que debe hacerse referencia.
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Hiperregulación regimentalista
La normación producida por las Administraciones Públicas españolas tiene como rasgo característico un tono fuertemente regimentalista. La descripción en breves términos de este rasgo (que, justo es decirlo, comparten otros muchos ordenamientos) no es fácil, pero su percepción por parte de los ciudadanos es inequívoca y general: inspiradas quizá por un meritorio afán de conformación social, las normas sectoriales establecen con frecuencia reglamentaciones exhaustivas en las que pretende imponerse de modo agotador un determinado modelo ideal de actividad privada, a la que, además, se añade un imponente aparato de formalidades y controles administrativos; controles básicamente preventivos, que se instrumentan mediante procedimientos de una sensible complejidad y en los que las posibilidades de actuación materialmente discrecional de las Administraciones se potencian al máximo. Con olvido del principio de mínima intervención, muchas normas no se ciñen, como debieran, a establecer los preceptos imprescindibles que encaucen las actividades privadas con el menor perjuicio posible para los intereses generales: tratan de establecer modelos teóricos agotadores, supuestamente óptimos, de comportamiento, cuya imposición se efectúa de manera coactiva y bajo la amenaza de un imponente aparato sancionador. Estas reglamentaciones, naturalmente, exceden por lo común de toda posibilidad de cumplimiento estadísticamente razonable; antes bien, se dirían confeccionadas sin pretensión de que se observen, o con la esperanza de que se cumplan sólo en un cierto nivel porcentual (porque su observancia íntegra, si es que fuera posible, podría resultar catastrófica: la observancia estricta por un número estimable de conductores de todos los preceptos del Reglamento General de Circulación, por ejemplo, colapsaría el tráfico hasta límites de auténtico desastre nacional). Pero, con independencia de su altísimo nivel de incumplimiento, la parcial observancia de estas normas supone cargas inusuales para los ciudada-
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nos, costes innecesarios y molestias constantes, con un sensible entorpecimiento de la libertad de acción de los sujetos económicos. Las extraordinarias dificultades que nuestro ordenamiento ofrece para la creación de nuevas empresas no es sino uno de los supuestos más comentados; pero el problema es general. Las causas de esta cultura hiperreguladora son muy diversas. Sin aludir al síndrome ordenancista que, desde siempre, ha afectado a la psiquis de algunos responsables políticos y funcionarios, es notorio que esta tendencia hunde sus raíces en el intervencionismo y dirigismo radical que se generaliza en Europa en los años veinte del pasado siglo, y que tuvo su auge entre nosotros en el sistema de economía dirigida y autárquica de los primeros años del régimen político anterior: una pauta de regulación propia de economías de guerra y de situaciones de crisis social profunda, que deposita una confianza absolutamente injustificada en la eficacia de las normas como instrumento de cambio social. Este diagnóstico carece de cualquier tipo de intencionalidad política: no pretende, obviamente, tomar partido en la pugna permanente entre las ideologías estatalistas y liberalizadoras, sino meramente señalar que las normas jurídicas no son los instrumentos principales, ni siquiera los más adecuados, para inducir los cambios sociales que puedan pretenderse y que, por tanto, intentar cambiar la sociedad por decreto es, además de gravoso y perturbador para los sujetos privados, inútil. A esta cultura intervencionista y dirigista, que está muy lejos de haber desaparecido, se suman otras dos circunstancias inequívocamente anómalas. El dirigismo normativo es, en ocasiones, una técnica de captación o de mantenimiento de determinadas clientelas electorales, a las que se persigue satisfacer psicológicamente bien infundiéndoles tranquilidad en sus vicisitudes vitales, bien gratificando o colmando algunos de sus instintos y apetencias, en ambos casos a través de una apariencia de regulación exhaustiva —y normalmente severa o represiva— de concretos procesos sociales y económicos. En otros casos, en cambio, la hiperregulación opera como un mecanismo defensivo frente a la reacción ciudadana generada por hechos desgraciados o catástrofes: la opinión pública de los Estados-providencia tiende a imputar a los gestores políticos, con notoria injusticia, la responsabilidad (política, pero también patrimonial y aun penal) de hechos dañosos cuya causa se encuentra, en la mayor parte de los casos, en conductas privadas o en fenómenos naturales; la técnica que, en contrapartida, utiliza la Administración para desviar dicha responsabilidad hacia los autores materiales de los hechos suele consistir en la imputación a éstos del incumplimiento de algún re-
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quisito administrativo (la falta de alguna licencia, la ausencia de alguna inspección) establecido por una norma exhaustiva aprobada cautelarmente y de cuyo incumplimiento, por lo demás, se está seguro; ocioso es decir que tales requisitos son per se inidóneos para evitar cualquier tipo de tragedias. Esta última circunstancia es particularmente grave, en cuanto paraliza todo posible propósito razonable de disminuir la carga reguladora de las normas, por no hablar de la fuerte inclinación que genera hacia la inactividad de la Administración. Por más que sea deseable, no es fácil emprender una labor pedagógica para incrementar en la ciudadanía la capacidad para discernir con sensatez las responsabilidades que corresponden a cada uno de los actores sociales —Administración incluida— en las diversas situaciones de riesgo; menos aún cuando son los mismos miembros de la llamada clase política, los que se hallan en ese momento en la oposición, los que fomentan esta perversa imagen de responsabilidad universal de los gestores públicos, al imputar al grupo gobernante —sea cual sea en cada momento— reales o supuestas negligencias en su capacidad para prever las situaciones o para corregir eficazmente sus consecuencias dañosas. Pero la dificultad de esta necesaria empresa de educación cívica no debe ser un obstáculo para emprender un amplio y decidido proceso desregulador que confíe más en la libre actuación de los ciudadanos, que simplifique procedimientos y elimine requisitos superfluos (que tienen también un altísimo coste económico para la Administración, sin apenas beneficio social alguno en contrapartida). 2)
La retroactividad y el respeto a las situaciones consolidadas
El talante regimentalista de la normativa española se complementa, esta vez en claro contraste con lo que sucede en otros ordenamientos, con una escasa sensibilidad al valor de respeto hacia las situaciones y relaciones consolidadas bajo el imperio de una norma que es objeto de modificación: expresión de ello son las muy limitadas normas prohibitivas de la retroactividad, desde el artículo 2.3 del Código Civil, que permite a cualquier ley conferirse a sí misma carácter retroactivo, hasta el artículo 9.3 de la Constitución, que restringe la proscripción de la retroactividad a las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales; como lo es también una doctrina del Tribunal Constitucional particularmente complaciente hacia supuestos no especialmente groseros de normas ex post facto.
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Las causas que han determinado esta infravaloración de la estabilidad de las situaciones jurídicas frente a los cambios normativos son, una vez más, muy complejas. Es innegable que el acelerado proceso de modernización que ha experimentado, en un lapso histórico muy breve, la sociedad española ha obligado a quebrantar por vía legislativa situaciones que en sí mismas eran insostenibles. Pero a ello se han unido otros factores característicos del talante peculiar del estamento político: el gusto racional por el uniformismo, justificado con invocaciones tópicas al principio de igualdad, que considera como una anomalía el mantenimiento de situaciones diferenciadas; la creencia de que determinadas situaciones creadas en el pasado suponen un límite a la imposición de la voluntad política; e incluso la perspectiva temporal excesivamente reducida con la que los gestores de una sociedad democrática contemplan la conveniencia de imponer sus programas de reforma, a la que cuadra muy mal un planeamiento a largo plazo, superior al tiempo normal que cualquier persona piensa dedicar a la vida política activa. Todo ello ha llevado a una cultura normativa de la que suele hallarse ausente la precaución de respetar situaciones que en el pasado fueron plenamente legítimas. La tendencia a la retroactividad en cualquiera de sus grados (salvo, felizmente, en materia penal o sancionadora, único supuesto en el que el respeto al principio de irretroactividad es indiscutido) es un rasgo común del ordenamiento español, sin que se haya producido una reflexión en profundidad acerca de las graves consecuencias que tiene este modo de proceder. El uso sistemático de normas total o parcialmente retroactivas genera un temor generalizado en la ciudadanía hacia cualquier tipo de reforma legal, consecuencia a su vez de la inseguridad que tales reformas pueden conllevar. El hecho, además, de que tales medidas de reforma conviertan en ilícitas a situaciones o relaciones que en el momento en que se constituyeron eran consideradas enteramente legítimas y respetables, creando artificialmente colectivos de ciudadanos de segunda clase, que sólo por un cambio normativo se ven convertidos en infractores de la ley, produce un fuerte sentimiento de injusticia (justificado o no, ésa es otra cuestión). Que las normas, en una época de cambio social y económico acelerado, deben incidir en ocasiones sobre situaciones pretéritas es indudable. Pero lo parece también, en aras de evitar —en la medida de lo posible— las consecuencias negativas antes apuntadas, promover una cultura de mayor respeto hacia dichas situaciones: no puede admitirse una nueva regulación que no contemple, como anteriormente se dijo, una adecuada disciplina de las situaciones transitorias; una disciplina que se inspire,
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además, en la directriz de respetar dichas situaciones en la mayor medida que quepa y que, de ser necesario, establezca plazos adecuados y suficientes de adaptación a la nueva normativa, salvo que inequívocamente conlleve un grave perjuicio al interés público objetivamente considerado (que no es lo mismo, desde luego, que el gusto por el uniformismo o el rechazo hacia supuestos status privilegiados, olvidando que no lo eran cuando se constituyeron). Todo lo cual no constituye una mera opinión personal, sino una consolidada doctrina del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas a propósito del principio de confianza legítima (véase, por todas, la sentencia Tomadini, de 16 de mayo de 1979, as. 84/78, Rec. 1979, pp. 1801 y ss.), que nuestros Tribunales Constitucional y Supremo han comenzado ya a aplicar. Y es también necesario llevar a la convicción de los gestores públicos varias constataciones que, por elementales, son frecuentemente olvidadas: primera, que la eficacia de las reformas legales no disminuye en absoluto por respetar las situaciones anteriores (antes bien, incrementa su legitimidad y el grado de aceptación general, al eliminar resistencias lógicas a su aplicación indiscriminada). Segunda, que suponer que las situaciones precedentes opuestas a la nueva regulación van a perpetuarse indefinidamente, impidiendo la generalización de las reformas, es una falacia: no hay mal que cien años dure, dice la sabiduría popular, ni hay situación jurídica o de hecho que resista durante un tiempo prolongado convivir con una norma que la condena; la tendencia a la adaptación natural es irresistible, mucho más fuerte que las adaptaciones impuestas de forma coactiva. Y tercera, que la adaptación de las situaciones anteriores al nuevo régimen resulta mucho más sencilla, pacífica y rápida si se utilizan medidas de incentivación positiva y de aceptación voluntaria, o, como mínimo, estableciendo plazos amplios y generosos para que la adaptación, aun forzosa, se lleve a cabo sin traumas innecesarios. 3)
Las situaciones de disparidad regulatoria injustificada
El énfasis que en ocasiones se pone al invocar el principio constitucional de igualdad para justificar los supuestos de eficacia retroactiva de las normas desaparece, sin embargo, al afrontar el fenómeno de la disparidad normativa. a) La manifestación más conocida y criticada de esta disparidad proviene, claro está, de la estructura autonómica del Estado. Su intensi-
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dad, sin embargo, no es aparentemente excesiva: en los últimos quince años, los ordenamientos autonómicos vienen desarrollándose de modo paralelo y con un fuerte componente mimético, de tal forma que la promulgación en alguna de ellas de una ley referida a una determinada materia viene seguida por la elaboración y aprobación, en casi todas las restantes, de textos de contenido muy similar. Esta circunstancia no debería suscitar extrañeza ni reproche —es un hecho absolutamente natural y legítimo— si no fuera porque el afán de mantener algún tipo de originalidad lleva a cada Gobierno a introducir en el texto algunos preceptos que lo diferencian de todos los restantes aprobados con anterioridad por las demás Comunidades; diferencias que, normalmente, son sólo de matiz y que, en ocasiones, son fruto de la legítima diversidad de planteamientos políticos, pero que en otros casos carecen de cualquier relevancia ideológica, siendo consecuencia de puras ocurrencias funcionariales, de caprichos subjetivos o de la pura necesidad de intentar disimular la apariencia de una copia pura y simple de normas ajenas (que nada tiene de malo, por otra parte). Es necesario reconocer que el fenómeno, además de connatural a la estructura plural del Estado, no reviste por el momento una gravedad especial: es simplemente causa de molestias y de algún que otro desconcierto de empresas y ciudadanos cuya actividad se desenvuelve en el territorio de varias Comunidades Autónomas; sería faltar a la verdad deducir de estas disparidades supuestos atentados al principio de unidad de mercado o a la igualdad sustancial de derechos de todos los españoles. Pero justamente porque el fenómeno no es demasiado grave, tampoco parece excesivo plantearse su corrección y la supresión de todas estas molestias, que son enteramente innecesarias. En la medida en que diversas Comunidades han optado por un modelo de regulación sustancialmente idéntico, no tiene justificación el mantener disparidades regulatorias que sólo generan dificultades gratuitas a los operadores económicos; disparidades que debiera tenderse a hacer desaparecer no mediante la superior intervención del Estado, lo que sería probablemente excesivo y políticamente perturbador, sino a través de mecanismos cooperativos entre las distintas Comunidades Autónomas. La autonomía no exige, como parecen suponer algunos, el establecimiento de reglas irreductiblemente singulares, ni está reñida con la uniformidad de las políticas legislativas, bien que conseguida mediante mecanismos voluntarios y de consenso. b) Paradójicamente, las disparidades de tratamiento normativo se dan con mayor intensidad y frecuencia en el seno de cada uno de los or-
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denamientos (del Estado y de cada una de las Comunidades Autónomas). Todos ellos han experimentado en el último medio siglo un fuerte proceso de sectorialización: cada sector de la vida social o económica (la educación, el medio ambiente, los transportes, el urbanismo…) tiende a ser objeto de una regulación completa y total, patrocinada por un Departamento ministerial o Consejería, que suele plasmarse en una ley general (y en una ulterior pléyade de disposiciones reglamentarias) en la que se abordan todos los extremos de la regulación, diseñados desde una perspectiva vertical. Estas regulaciones sectoriales se confeccionan, sin embargo, de manera frecuentemente desconectada respecto de las paralelas que afectan a los restantes sectores, todos cuyos autores parecen seguir una política de no inmisión en el territorio ajeno; y de ello se deriva que situaciones jurídicas absolutamente asimilables, cuando no idénticas, reciben un tratamiento diferencial que, en la mayor parte de los casos, carece de todo fundamento objetivo. Son llamativas las diferencias existentes entre las diversas regulaciones sectoriales en puntos clave del régimen jurídico, como los requisitos subjetivos exigidos para la realización de una actividad o para la obtención de una subvención, el régimen de garantías requeridas a los solicitantes, los propios trámites integrantes de los procedimientos de autorización, la duración de los títulos habilitantes respectivos y, sobre todo, la tipificación de las infracciones y sanciones; en relación con este último aspecto, es injustificable, como hoy sucede, que la misma conducta —exactamente la misma— merezca la calificación de falta leve en un ordenamiento sectorial y de muy grave en otro u otros; más aún lo es la notable disparidad que se da en la fijación de los topes máximos de sanciones pecuniarias, o en el establecimiento de plazos de prescripción diversos para infracciones y sanciones del mismo nivel. En la inmensa mayoría de los casos, estas disparidades no responden a requerimientos objetivos de ningún tipo derivados de las peculiaridades de un sector social o económico: son producto de la mera descoordinación, así como de la improvisación o del capricho regulador de una autoridad política o del funcionario redactor de los textos, hasta el punto de que la misma existencia de estas divergencias es desconocida por los propios responsables políticos o funcionariales. Se da la circunstancia, sin embargo, de que la actividad económica privada no se encuentra parcelada con arreglo a criterios departamentales; que los grupos empresariales (y aun los sujetos privados) han experimentado un fuerte proceso de diversificación de sus actividades, mostrando a los mismos de manera patente las diferencias de regulación que
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se observan entre los diferentes sectores de su actividad. No es presentable, ni puede explicarse de ningún modo, que la falta consistente, por ejemplo, en la ausencia de remisión de una determinada información contable pueda ser sancionada con una multa de hasta dos mil euros o de un millón, según el sector de actividad en que la empresa se encuentre actuando. Como tampoco es políticamente defendible la irracional competencia establecida entre los diferentes Departamentos por establecer, en las leyes que promueven, un tope máximo de sanción superior a cualquier otro precedente, como símbolo de la (supuesta) mayor relevancia para el interés público de la actividad que el Departamento lleva a cabo. Se hace necesario, por tanto, que cada una de las Administraciones Públicas emprenda un proceso de armonización interna de sus regulaciones sectoriales: bien mediante el establecimiento de mecanismos de supervisión que garanticen una homogeneidad de los contenidos normativos paralelos de las diferentes regulaciones, bien acudiendo a la aprobación de normas generales respecto de aquellas materias que la permitan. El supuesto de la potestad sancionadora es particularmente llamativo: es muy estimable la unificación de reglas que se emprendió con la aprobación de la Ley 30/1992, pero también claramente insuficiente, debiendo extenderse esta regulación general, cuando menos, a la tipificación de conductas infractoras idénticas a todos los sectores de regulación pública y a la fijación de cuantías sancionadoras igualmente uniformes para las infracciones de la misma naturaleza. 3. A)
DISFUNCIONES DE ORDEN FORMAL La titularidad de la potestad reglamentaria
Cabría suponer que un poder tan relevante y emblemático para los Estados como es el que habilita para dictar normas jurídicas debería hallarse, por naturaleza, perfectamente disciplinado en cuanto a su titularidad y distribución: en otros términos, qué autoridades se hallan habilitadas para dictar normas y sobre qué ámbitos respectivos. La realidad muestra, sin embargo, que esta disciplina brilla por su ausencia en no pocos Estados, entre los que el nuestro ocupa una posición destacada.
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1)
Dispersión
Un primer dato de la realidad que sorprendería a nuestros antepasados es el de la fuerte dispersión que ha sufrido el ejercicio de la potestad normativa. La lectura de la Colección Legislativa de España acredita que, hasta los años treinta del pasado siglo, en la misma no se insertaban otros tipos de normas reglamentarias que reales decretos y reales órdenes: dicho de otra forma, la potestad reglamentaria se hallaba monopolizada y concentrada en el nivel gubernamental (las reales órdenes eran también expresión de la voluntad del Gobierno, aunque firmadas por un solo ministro en virtud de un singular privilegio real). El examen de la Sección primera de los diarios oficiales que ven la luz en nuestros días ofrece, sin embargo, el contraste de una extraordinaria multiplicidad de ejercientes efectivos de poderes normativos: junto a las disposiciones aprobadas por los Gobiernos estatal y autonómicos, son ya normales las dictadas por otros órganos constitucionales o estatutarios; por los ministros o consejeros; por autoridades jerárquicamente subordinadas a éstos, y por organismos públicos y agencias independientes, además de las Universidades. Los Diarios Oficiales de la Provincia, por su parte, insertan múltiples disposiciones producidas por las Entidades locales territoriales. El problema no termina ahí, sin embargo. Los juristas tienen plena constancia de múltiples tipos de normas que no asoman normalmente a las páginas de los diarios oficiales; disposiciones de origen privado o cuasi privado, pero cuya aplicabilidad y eficacia sobre múltiples tipos de relaciones jurídicas son casi equiparables a las de origen público. Algunas de ellas gozan de un alto nivel de reconocimiento y tipificación, como sucede con los convenios colectivos; otras se presentan bajo la discreta apariencia de normas internas, pero con eficacia indiscutible frente a terceros, como sucede con las de origen corporativo (por ejemplo, normas deontológicas reguladoras del ejercicio de las profesiones tituladas). Otras, por último, surgen de fuentes estrictamente privadas, operando por completo al margen del ordenamiento público o, en algún caso, mediante concretas remisiones que las normas estatales o autonómicas hacen a ellas. Esta multiplicación de centros de poder normativo es, sin duda, consecuencia de la estructura policéntrica de las sociedades contemporáneas. Pero, por lo mismo que no todo lo real tiene por qué ser racional,
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este fenómeno de dispersión debería ser objeto de un análisis valorativo en profundidad, en lugar de abandonarlo a la espontaneidad y a la improvisación. La potestad de dictar normas es un poder de una extraordinaria relevancia y gravedad, que no debe dispersarse sino en virtud de razones plenamente justificadas y dotadas de un cierto respaldo constitucional que habiliten para excepcionar el necesario fundamento democrático de todo poder; un fundamento que se diluye cuanto más se alejan sus titulares de su primigenia designación popular, y que desaparece por completo en las manifestaciones de su ejercicio por sujetos privados a que acabamos de referirnos. Esta potestad no es, por lo demás, una circunstancia inherente a la autonomía de un ente o colectivo: lo es en el caso de las Comunidades Autónomas y de las Entidades locales por su condición de entes políticos territoriales, pero no necesariamente en los restantes supuestos; la autonomía, por sí sola, sólo exige un cierto poder de autonormación interna, de autoorganización, no un poder regulador de las relaciones de dichas entidades autónomas o de sus miembros con terceros. No se trata, por tanto, de propugnar una vuelta a la concentración de este poder en manos del Parlamento y del Gobierno, sino de invitar a los responsables políticos a reconducir esta situación de desorden, y también a llevar a cabo un análisis cuidadoso y restrictivo de los proyectos de normas en las que, con una cierta alegría, se confieren poderes normativos a otras entidades u organizaciones. 2)
Titularidad incierta
La forma empírica en que ha tenido lugar este proceso de dispersión de la potestad reglamentaria ha conllevado, como no podía ser de otra manera, un amplio elenco de incertidumbres en cuanto a la titularidad real, en términos de Derecho, de esta potestad. En términos más simples, no hay forma de saber con certeza si determinados órganos o entes poseen o no potestad reglamentaria, y en qué grado o nivel. La regulación existente en el nivel estatal es paradigmática a estos efectos. No cabe duda de que la titularidad de la potestad reglamentaria se encuentra conferida primariamente al Gobierno: lo dice el artículo 97 de la Constitución y lo reitera, sin matiz alguno, el artículo 23.1 de la Ley del Gobierno. Este último artículo, sin embargo, reconoce acto seguido la potestad reglamentaria de los ministros, de la misma forma que lo hacen su artículo 4.1.b) y el artículo 12.2.a) de la Ley 6/1997, de 14
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de abril; la atribución es un tanto problemática (luego volveremos sobre ella), pero en todo caso es inequívoca. Sin embargo, ninguna de estas normas hace referencia (al contrario de lo que hacía la vieja Ley de Régimen Jurídico de 1957) a las normas dictadas por órganos departamentales inferiores al ministro, las cuales, no obstante, se producen con extrema abundancia, como el cuadro 1 revela (en número superior a los decretos y a las órdenes ministeriales), pero teniendo casi siempre origen en concretas Direcciones Generales, de modo que resulta incierto si otras autoridades departamentales como los secretarios de Estado, los secretarios generales, los subsecretarios y los secretarios generales técnicos pueden también dictar normas reglamentarias en el ámbito de sus competencias respectivas [por no hablar de las Comisiones Delegadas del Gobierno, a las que el artículo 25.e) de la Ley del Gobierno parece querer otorgar algún tipo de esta potestad al hablar de «disposiciones y resoluciones» de las mismas]. Y tampoco hacen referencia los preceptos legales antes citados a las normas emanadas de organismos y agencias independientes, cuya atribución se realiza extra ordinem en las correspondientes leyes sectoriales: es imposible conocer con certeza, ante la ambigüedad de las previsiones legales, si los restantes organismos públicos ostentan algún tipo de poder normativo. También existen incertidumbres relevantes en el ámbito local. La Ley 7/1985, de 2 de abril, parece establecer una regla de concentración absoluta, al encomendar al Pleno de las respectivas entidades el ejercicio de la potestad reglamentaria en las letras c) y d) del artículo 22.2 y en las letras b) y c) del artículo 33.2. Pero resta, de un lado, el alcance que puedan poseer las potestades del alcalde para dictar bandos y para atender a situaciones de emergencia [art. 21.1, letras e) y m), de la misma Ley], de naturaleza indefinida, y, de otro, el ámbito de las potestades normativas que las leyes de las Comunidades Autónomas pueden otorgar a las Entidades locales no territoriales (art. 4.2). 3)
Indeterminación de ámbito
A la incertidumbre en torno a qué entes y autoridades ostentan legítimamente poder reglamentario se suma la indeterminación relativa a los ámbitos materiales en que tales poderes dispersos pueden ser ejercidos. a) En el nivel del Estado y de las Comunidades Autónomas, esta indeterminación afecta principalmente a la tantas veces cuestionada po-
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testad reglamentaria de los ministros y consejeros, fuertemente desarrollada en el pasado de forma enteramente ajena a los mandatos constitucionales (los cuales no han previsto, en España, más potestad reglamentaria que la ejercida por el Rey o por los gobiernos) y sólo reconocida en normas con rango de ley, que han utilizado sistemáticamente fórmulas de una extraordinaria vaguedad para definir (?) las materias o supuestos en que esta potestad ministerial podía ser ejercida: así, en la legislación estatal se habla de «en las materias propias de su Departamento» o de «en los términos previstos en la legislación específica»; ni siquiera puede obtenerse un criterio de forma indirecta, desde el momento en que el artículo 5.1.h) de la Ley (estatal) del Gobierno, tras reducir la potestad reglamentaria de éste a la aprobación de los reglamentos de ejecución de las leyes (de donde podría deducirse que todos los reglamentos no ejecutivos corresponderían a los ministros), introduce un nuevo factor de indeterminación al añadir que también le corresponderá aprobar «las demás disposiciones reglamentarias que procedan». El efecto de estas incertidumbres arroja un resultado contundente: como revela el cuadro 1 y ya antes glosamos, desde 1979 a 2002 el número de reglamentos de origen ministerial prácticamente duplica al de los aprobados por el Gobierno (veintiún mil frente a once mil), lo que difícilmente se compadece con la atribución primaria del poder reglamentario a este último. Pero en el terreno cualitativo la conclusión es la misma: es cierto que un importante número de órdenes ministeriales poseen un contenido de relevancia claramente secundaria, organizativa e instrumental; pero otras innumerables establecen regulaciones de primera línea e importancia, cuya aprobación no es lógico, en términos constitucionales, hurtar al Gobierno, máxime cuando, en no pocas ocasiones, el empleo de este rango normativo se hace precisamente con la discutible intención de eludir la participación activa en el procedimiento de su elaboración de los titulares de otros Departamentos, cuyas competencias pueden verse afectadas. Por fin, no debe dejarse a un lado el factor de que el procedimiento de elaboración de las órdenes ministeriales es bastante más escueto que el aplicable a los reales decretos, lo cual potencia la comisión de errores e imprevisiones, fruto de la unilateralidad de su redacción. Son múltiples las razones que aconsejan un giro radical en esta forma de proceder. No sólo el principio de responsabilidad solidaria del Gobierno, sino ante todo la necesidad de asegurar la coherencia y colegialidad de la actuación gubernamental, abonan, de una parte, la necesidad de que la legislación proclame con la claridad debida el principio
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constitucional de que la potestad reglamentaria corresponde de forma primaria y normal al Gobierno, y, de otra, a establecer criterios que acoten con precisión los supuestos en que dicha potestad puede ser utilizada por los ministros, que deben tratarse con un criterio de singularidad, cuando no de excepcionalidad: el número total de reglamentos aprobados unilateralmente por los Departamentos ministeriales debe ser objeto de una reducción sustancial. b) Similares niveles de indeterminación tienen lugar en las atribuciones legales de competencia reglamentaria a concretos organismos dependientes del Estado. Aunque ninguna de las normas reguladoras de éstos definen con rigor el ámbito material en el que dicha potestad puede ser ejercida (empleando fórmulas vagas como «para el adecuado ejercicio del resto de sus competencias»: así sucede en el caso del Banco de España, según el artículo 3 de su Ley de Autonomía), en algún caso se define tal potestad como de estricto desarrollo de las normas dictadas por los órganos departamentales, lo que parece un criterio de delimitación suficiente (así, en el caso de la Comisión Nacional del Mercado de Valores: «disposiciones que exija el desarrollo y ejecución de las normas contenidas en los Reales Decretos aprobados por el Gobierno o en las Órdenes del Ministerio de Economía y Hacienda, siempre que estas disposiciones le habiliten de modo expreso para ello»; algo similar se hace a propósito de la Comisión Nacional de Energía); en otros, en cambio, dicha potestad se configura en términos generales, lo que puede hacer que su uso se solape y entre en contradicción con las normas que el Gobierno, en uso de su potestad genérica, puede dictar sobre las mismas materias. c) Por fin, un panorama semejante puede hallarse en el ámbito local. La imprecisa definición material de las competencias locales, basada en una cláusula general de capacidad (art. 5 de la Ley 7/1985), a la que se unen una serie de títulos competenciales genéricos (como son los enumerados en el artículo 25.2 de la misma Ley, muchos de los cuales son idénticos a los atribuidos al Estado o a las Comunidades Autónomas: por ejemplo, seguridad, patrimonio histórico-artístico o protección del medio ambiente), llevan a una inevitable coincidencia temática entre las ordenanzas municipales y las normas estatales o autonómicas, que propicia todo tipo de conflictos difícilmente solventables en Derecho.
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B)
El procedimiento de elaboración de normas
1)
La precariedad del procedimiento vigente
Una parte nada desdeñable de las disfunciones que aquejan todo el proceso de producción normativa en las Administraciones Públicas es debida, con toda probabilidad, a la vigente configuración del procedimiento de elaboración de los textos legales y reglamentarios, cuya regulación ha venido suscitando desde hace tiempo críticas unánimes. Por razones de abreviación, tomamos como referencia en este informe la regulación que de dicho procedimiento se hace, respecto del Estado, en el artículo 24 de la Ley del Gobierno; estas consideraciones, sin embargo, podrían ser trasladadas sin dificultad a la mayoría de las Comunidades Autónomas, cuyas Leyes de Gobierno y Administración han seguido en este punto pautas muy similares a la de la legislación estatal. Como acredita la simple lectura del precepto legal antes citado, la estructura del procedimiento reglamentario es de un esquematismo rayano en la pobreza: unos pocos trámites enunciados con convicción muy escasa, de carácter facultativo o puramente formularios [como sucede con los previstos en las letras b) y f) del apartado 1 del artículo], junto con un único supuesto de participación —la audiencia de las organizaciones representativas de intereses— cuyos destinatarios se encuentran definidos de forma sensiblemente vaga (¿cuáles son «las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley»?). En su conjunto, un procedimiento de simplicidad notoriamente excesiva, muy superior a bastantes de los dirigidos a dictar un acto administrativo: resulta paradójico, por ejemplo, que la aprobación del Reglamento de la Ley de Carreteras tuviera que seguir un procedimiento bastante más expeditivo que el necesario para construir un tramo cualquiera de las vías públicas reguladas por él. Por una vez, la simplicidad procedimental no debe ser considerada como un valor positivo, sino, por el contrario, como una fuente de graves disfunciones: primera, constituye un incentivo para la emisión masiva de normas reglamentarias, en los términos que analizamos con anterioridad. Segunda, propicia la precipitación, la aprobación apresurada de reglamentos, impidiendo la depuración de los defectos innumerables en que todo texto no debidamente madurado incurre de forma inevitable. Tercera, no garantiza la adecuada valoración y toma en cuenta de los distintos intereses públicos afectados por la nueva norma, al no ga-
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rantizarse la participación en el procedimiento de los restantes Departamentos y organismos públicos afectados, ni tampoco de las Comunidades Autónomas y Entes locales que pudieran estar interesados en el mismo. Y cuarta, supone una invitación a la unilateralidad y a la exclusiva consideración de la visión política o burocrática de los problemas, por el escasísimo nivel de participación que se confiere a los potenciales destinatarios privados de la norma, a los que se trata de manera estrictamente formalista, con un trámite de audiencia por escrito, en lugar de como eficaces colaboradores en el objetivo de dar a la norma una redacción que asegure el máximo nivel de aceptación y de aplicabilidad. Un diseño mucho más completo y matizado del procedimiento de elaboración de todo tipo de normas jurídicas (no sólo de reglamentos) constituye, a juicio nuestro, una pieza básica para la resolución de un buen número de los problemas que se han detectado. No se trata sólo de perseguir el objetivo pragmático de lograr una sensible mejora en la calidad técnica de las normas; el problema no es de conveniencia, sino de legitimidad del sistema de producción normativa, hoy inspirado aún en pautas de comportamiento que, por su impulsividad, su apresuramiento y su unilateralidad, deben considerarse como una verdadera herencia del Antiguo Régimen, en el que las normas se suponía que se encontraban in scrinio pectoris del monarca absoluto, de donde surgían en un acto personalísimo y taumatúrgico. Es disonante que el cuidado y detalle que el ordenamiento administrativo ha terminado imponiendo a los procedimientos singulares no haya alcanzado, ni de lejos, un paralelo semejante en el de elaboración de normas, cuya simplicidad y precariedad alcanza en ocasiones límites de verdadero escándalo; así sucede, por ejemplo, en muchos de los proyectos de ley que acceden a las Cámaras legislativas, cuyos antecedentes —en contra de lo ordenado por el artículo 88 de la Constitución— son de una simplicidad digna de mejor causa. De ahí que las propuestas de reforma deban exponerse con el debido detalle. 2)
El proceso de elaboración del texto inicial
A la fase de elaboración del borrador inicial de la norma se refiere el artículo 24.1.a) de la Ley del Gobierno, exigiendo meramente la confección de dos informes (sobre la necesidad y oportunidad del proyecto, y una memoria económica) que, en la práctica, se realizan de manera harto sumaria. Ignoramos si las razonables previsiones (de puro sentido común) que se contenían en el «Cuestionario de evaluación que deberá
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acompañarse a los proyectos normativos que se elevan al Consejo de Ministros», aprobado por Acuerdo de dicho Consejo de 26 de enero de 1990, se siguen considerando en vigor; pero, con independencia de la brevedad y parcialidad de las cuestiones referidas en dicho Cuestionario, el examen de los expedientes en los que se materializa el procedimiento de cualesquiera normas acredita que su cumplimiento, cuando se produce, es puramente formulario. a) En la realidad, el informe sobre la necesidad y oportunidad del proyecto suele reducirse a unas pocas páginas, redactadas en términos de considerable vaguedad (que con frecuencia terminan convirtiéndose en el habitualmente inexpresivo preámbulo o exposición de motivos de la norma), páginas en las que es inusual se planteen con la debida profundidad algunos de los interrogantes referidos en el Cuestionario de evaluación que acaba de mencionarse. La redacción del articulado del borrador se convierte así, de hecho, en la única tarea sustantiva de esta primera fase, de forma que la necesidad y oportunidad de la iniciativa son datos que se dan por sentados a título de hipótesis categórica: las normas se redactan por impulso y mandato de la autoridad política responsable, por lo que la redacción, por parte del funcionario comisionado al efecto, de una memoria justificativa de la necesidad y oportunidad del proyecto se convierte en un ejercicio estilístico frecuentemente vano y, en cuanto escasamente útil (nadie lo lee en términos críticos), realizado con muy poca convicción y entusiasmo. En la medida en que la iniciativa dirigida a la aprobación de una nueva norma debe ser considerada como algo, si no excepcional, sí ciertamente singular, para cuya aceptación debiera resultar necesario «convencer a alguien», es capital revitalizar la correcta y completa elaboración de este informe justificativo, cuya ausencia o cuyo sustancial incumplimiento de los puntos de reflexión mencionados en el citado Cuestionario de evaluación debiera ser considerado como una causa de invalidez de la norma y, por tanto, como un óbice fundamental para continuar la tramitación del procedimiento. b) Los puntos que el Cuestionario de evaluación de 1990 obliga a tratar en el informe no son, sin embargo, suficientes. Falta en él una cuestión esencial, un análisis en el que se evalúe el impacto que la norma habrá de producir, previsiblemente, en sus destinatarios, tanto en sus aspectos positivos como negativos, aspectos que debieran describirse con todo detalle (el Cuestionario sólo obliga a analizar los «efectos que
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pueden preverse en cuanto a su aceptación o rechazo por los agentes sociales y sus organizaciones representativas», lo que es, evidentemente, sólo una vertiente, y no la más relevante, del problema). A estos efectos, parece que debieran implantarse en las Administraciones españolas (posiblemente mediante la oportuna modificación de la Ley del Gobierno) técnicas de Análisis de Impacto Normativo (largamente desarrolladas en los países anglosajones y conocidas con el acrónimo RIA - Regulatory Impact Assesment3) que aseguren una evaluación de la necesidad de nuevas normas y de las posibles alternativas, la realización de análisis coste/beneficios que no se limiten ni a una óptica exclusivamente economicista ni a cuestiones de gasto público, la simplificación y transparencia del propio proceso normativo (en sus fases consultiva, de deliberación, etc.) y la claridad de la redacción de los textos. La aplicación de estas técnicas tiene como requisito indispensable la participación activa de los sectores económicos y sociales afectados por la futura norma en su ejecución práctica; por tanto, sólo pueden practicarse adecuadamente una vez cumplimentado el trámite de participación de los destinatarios a que nos referimos más adelante (actual trámite de audiencia), a la vista de las consideraciones expuestas por los sujetos u organizaciones participantes. c) Mención especial exige el informe de la Secretaría General Técnica, al que el artículo 24 de la Ley del Gobierno alude de forma un tanto lacónica (no dice, por ejemplo, cuál ha de ser su contenido; ni siquiera el momento en que debe ser emitido). En su actual configuración, dicho informe carece, por lo común, de toda utilidad. Su formalidad (un informe por escrito) le impide aportar al texto inicial múltiples perspectivas y matices, y la posibilidad de que su contenido sea crítico con la redacción propuesta queda sensiblemente disminuida habida cuenta de la posición jerárquicamente muy subordinada del titular de este centro asesor y de su pertenencia al colectivo del personal de confianza política: no es realista suponer que este informe desautorice de modo terminante un texto redactado por iniciativa del ministro, ni tampoco que el titular del cargo se arriesgue a indisponerse con el titular de la Dirección General (compañero de equipo ministerial) que promueve el texto. Sin perjuicio de reconocer que se dan con frecuencia informes excelentes, la utilidad global de este trámite resulta, hoy por hoy, bien escasa. 3 Implantadas también en el ámbito de la UE, bajo presidencia española del 2002. Cfr. el
«Informe Mandelkern» (que se encuentra disponible en http://www.administracion.es —perfil organización pública— proyectos de simplificación).
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A nuestro juicio, el papel que debiera corresponder a las Secretarías Generales Técnicas en este procedimiento es bastante diverso (y muy próximo al que, en la realidad, desempeñan a veces, al margen de lo dispuesto en la Ley): es enteramente aconsejable que el primer borrador de cualquier texto normativo sea objeto de un chequeo por parte de un órgano distinto al que promovió su redacción, y es este chequeo el que las Secretarías Generales Técnicas pueden llevar a cabo; no mediante un informe escrito en términos formales y frecuentemente orientado a detectar posibles vicios de legalidad del proyecto, sino mediante su discusión en un grupo de trabajo interno con responsables del centro directivo autor del texto inicial (en el que no es descartable que deban participar representantes de otras Direcciones del Ministerio), de cuyos debates debieran salir las orientaciones para una reelaboración del borrador, en su caso, tanto desde la perspectiva de su legalidad como de su oportunidad política o de la corrección estilística o de técnica legislativa. La legalidad es importante, pero no es el único factor a considerar en esta fase. 3)
La fase interministerial
a) La participación de los restantes Departamentos ministeriales en el proceso de elaboración de los borradores de norma carece prácticamente de toda regulación oficialmente publicada (no ya, desde luego, en la elaboración de las órdenes ministeriales, en la que tal participación es normalmente inexistente, sino incluso en la de los proyectos de ley y de reales decretos). Y los trámites de circulación del texto, con carácter previo a su elevación a la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, previstos en las instrucciones para la celebración de sesiones por los órganos colegiados del Gobierno, son claramente insuficientes. Todo el diseño, expreso o implícito, del procedimiento de elaboración de normas se asienta sobre un principio tan asentado en la práctica como rechazable en teoría: el de que los proyectos de norma son una especie de «propiedad» del Departamento ministerial que toma la iniciativa de su elaboración o con cuyo ámbito de competencias coincide mayoritariamente; de tal forma que la participación de los restantes Ministerios se trata desde la óptica de una suerte de colaboración externa, limitada a trámites y momentos singulares y que debe ser llevada a cabo con un considerable nivel de restricción. Estas reglas no escritas, de aparente cortesía, son una pura herencia de la cantonalización minis-
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terial característica del régimen político anterior, y carecen por completo de justificación en el vigente marco constitucional (inspirado en los principios de liderazgo político del Presidente del Gobierno y de responsabilidad solidaria de éste) y aun en la praxis política del sistema democrático español, en el que todos los sucesivos gobiernos han ofrecido un importante nivel de cohesión interna. Esto supuesto, parece imprescindible advertir que las normas no pueden seguir considerándose «propiedad» de ningún Departamento concreto; que todas ellas, con independencia de su rango jerárquico, interesan a todos los Ministerios, tanto en el orden político como puramente competencial (sería muy difícil encontrar alguna norma que no afecte, de ninguna manera, a las competencias o ámbito de intereses encomendados a otro Departamento ministerial). Que esto es así lo demuestra la puesta en práctica habitual de procesos de negociación informales previos al procedimiento, en los que sin ningún criterio fijo entran a participar dos o tres Departamentos, pero que carecen de reglas claras de desarrollo y que dan lugar a bloqueos y a negociaciones (de las que, en contraste, se excluye, sin razón de peso, a otros Ministerios). Es necesario, por tanto, que un nuevo diseño del procedimiento reglamentario asegure cumplidamente una efectiva participación interministerial en la elaboración de la mayor parte de los proyectos de normas reglamentarias. Esta participación, por lo demás, no puede quedar limitada, como sucede en la actualidad, a un simple cruce de escritos de observaciones, apresuradamente redactados en las fechas inmediatamente anteriores a la reunión del Gobierno o de la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, cuya escasa eficacia no parece necesario resaltar: exigiría que la circulación del proyecto o borrador pudiera dar lugar a la constitución de un grupo de trabajo a instancia de cualquiera de los Departamentos que se consideraran afectados por la norma, y en el que se integrarían todos los demás que así lo solicitasen. La potencial transversalidad que posee toda norma exige, como principio, que su aprobación no se realice sin haber agotado antes las posibilidades de lograr un consenso o posición común sobre su contenido de todos los Departamentos. No ignora la Comisión que este sistema podría llevar a bloqueos o demoras inconvenientes; sería también necesario, por ello, que la nueva regulación asignase un plazo máximo para la actuación del grupo de trabajo, transcurrido el cual el Ministerio proponente estaría habilitado para elevar el anteproyecto a la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, a quien correspondería resolver las discrepancias que no hubieran podido eliminarse en el grupo de trabajo,
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decidiendo la continuación del trámite, las directivas para establecer el contenido del texto o, por el contrario, el archivo de la iniciativa. Problema fundamental, en el punto que se analiza, sería la determinación del ámbito de normas al que aplicar este procedimiento participativo. Pocas dudas caben de su aplicación a los proyectos de reales decretos; pero, en las actuales circunstancias, quizá resulte excesivamente ambicioso extender este criterio, sin excepción alguna, a todos los proyectos de orden ministerial o de disposiciones de rango inferior (aunque en línea de principio sería, desde luego, lo óptimo), nivel en el que, cuando menos, debería aplicarse este procedimiento con un carácter selectivo. A nuestro juicio, esta selección podría ser realizada por el Ministerio de la Presidencia, por cuyos servicios deben pasar todos los textos de normas para su inserción en el diario oficial, y al cual debería corresponder, además del control de las reglas de técnica normativa a que ya hemos hecho referencia en páginas anteriores, la decisión de las órdenes ministeriales que, por su incidencia sobre las competencias de otros Departamentos, debieran ser objeto del sistema participativo a que nos hemos referido. Lo que en ningún caso es sostenible es la aplicación pura y dura del criterio según el cual la decisión unilateral de un determinado rango normativo supone la intervención de los restantes Departamentos ministeriales o, por el contrario, su exclusión completa. b) Tratamiento específico merece el vigente trámite de informe del Consejo de Estado, único al que la doctrina jurisprudencial parece haber mantenido en algún nivel de relevancia (aunque cierto es que con algún desfallecimiento). El Consejo ha tenido, históricamente, un papel relevante en todos los procesos de producción normativa, aunque ciertamente no tanto como su homólogo francés, en el que la mayor parte de los decretos no son meramente informados, sino elaborados en su fase final por el Consejo junto con representantes del Gobierno (Décrets en Conseil d’État). Y es evidente que este papel ha disminuido de forma sensible en el último medio siglo, hasta el punto de que sus competencias se limitan, en la actualidad, a un conjunto bastante escaso y asimétrico de textos normativos: en el nivel de las normas con rango de ley, a los proyectos de decretos legislativos; los anteproyectos de ley que hayan de dictarse en ejecución, cumplimiento o desarrollo de tratados, convenios o acuerdos internacionales; los que afecten a la organización, competencia o funcionamiento del Consejo de Estado, y los anteproyectos de ley orgánica de transferencia o delegación de competencias esta-
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tales a las Comunidades Autónomas4. Y, en el nivel reglamentario, a los reglamentos ejecutivos de las leyes, concepto de alcance absolutamente incierto en un importante número de supuestos que, interpretado de forma restrictiva —como se interpreta de hecho—, hace que el volumen porcentual de reglamentos que se someten a este trámite sea puramente simbólico. Bien puede decirse, por ello, que el Consejo es, en este concreto aspecto del procedimiento normativo, un órgano claramente infrautilizado. Aunque se es consciente de la limitación de sus medios personales, parece muy poco discutible que una participación más extensa (en cuanto al número de textos sometidos a su consideración) y más intensa (en cuanto a la eficacia jurídica de sus dictámenes) del Consejo en los procesos de elaboración de leyes y reglamentos contribuiría a mejorar la calidad técnica de las normas y a racionalizar su ritmo de producción. No es nuestra función señalar opciones mucho más concretas acerca de las vías a través de las que podría canalizarse esta mayor participación. A título de sugerencia, y sin pretender ser exhaustivos, podrían proponerse las siguientes líneas de reforma: — Primera, extender el informe preceptivo del Consejo a la totalidad de los proyectos de normas con rango de ley, con la excepción de las de alcance singular y eficacia consuntiva. No sería impertinente considerar también la conveniencia de su informe en el caso de los reales decretos-leyes, una vez publicados y en aquellos casos en que, tras su convalidación, se sometan al trámite previsto en el artículo 86.3 de la Constitución: dado que este trámite permite la modificación del texto del decreto-ley, el informe del Consejo, aun emitido a posteriori, proporcionaría al Gobierno y a su grupo parlamentario criterios valiosos en orden a la introducción de enmiendas o a la aceptación de las formuladas por otros grupos. — Segunda, determinar con seguridad, empleando criterios más precisos que el actualmente utilizado de «reglamentos ejecutivos», el ámbito de normas reglamentarias a las que debe extenderse el informe del Consejo. No sería ninguna exageración extender el informe preceptivo del Consejo a la totalidad de los reglamentos con rango de decreto, 4 Esta competencia, puramente fragmentaria, se ha visto compensada en los últimos años por una práctica en virtud de la cual se someten al Consejo la mayor parte de los anteproyectos de ley de una cierta relevancia. Ello se hace, no obstante, por la vía de la consulta facultativa, de tal manera que la intervención del Alto Cuerpo depende enteramente de la libre decisión de cada Gobierno.
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así como de las órdenes ministeriales que, por excepción, desarrollen directamente los preceptos de alguna ley (recordemos que el Consejo de Estado francés, cuyo volumen de efectivos no es sensiblemente mayor al nuestro, lo ha hecho durante más de dos siglos); pero tal propuesta, aunque óptima, puede ser desechada a corto plazo. Pero la situación presente, en la que el ámbito del informe preceptivo es completamente indeterminado (con el riesgo cierto de una anulación posterior por vicio de forma en casos de omisión del informe), no es sostenible. No cabe descartar que la extensión de este informe pudiera ser excepcionada en casos concretos (por ejemplo, decretos orgánicos); pero, en todo caso, debe tratarse de excepciones tasadas y delimitadas con la mayor claridad posible. — Tercera, conferir a las objeciones que el Consejo formule algún tipo de eficacia jurídica. No se trata, naturalmente, de convertir sus dictámenes en vinculantes (lo que convertiría al Consejo en un cotitular de la potestad reglamentaria, algo difícilmente cohonestable con el artículo 97 de la Constitución), pero sí de atribuirles un valor jurídico superior al simple reconocimiento de su auctoritas, que puede ser olímpicamente ignorada empleando la tradicional fórmula de «oído». Ningún valor superior sufriría menoscabo si, por ejemplo, se otorgara fuerza de obligar a las observaciones de carácter técnico, o si la formulación por el Consejo de observaciones de carácter sustancial obligase a una reconsideración formal del texto en los servicios de la Administración activa, debiendo ser nuevamente sometido a su análisis acompañado de un informe en el que se expongan las razones por las que el o los Departamentos proponentes mantienen su posición. — Por fin, la solemnidad y relevancia de este trámite aconsejarían hacer desaparecer la posibilidad de acortar sustancialmente el plazo de que el Consejo dispone para informar, por razones de urgencia, posibilidad actualmente contemplada en el Reglamento Orgánico del Consejo y de la que se hace un uso frecuente. La urgencia en el empleo de la potestad normativa debe merecer un tratamiento aparte, que abordamos después, y que debe independizarse definitivamente de la mala práctica de la reducción de plazos (que luego, en la práctica, no es tal). 4)
Los trámites de participación externa
Las mayores deficiencias del procedimiento de elaboración de normas se localizan en la participación de agentes, públicos y privados, aje-
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nos a la Administración que promueve la aprobación de aquéllas. Los aspectos a considerar son diversos. a) La Ley del Gobierno, en el Estado, como las normas homólogas de todas las Comunidades Autónomas, no prevén la participación de otras Administraciones Públicas territoriales en el procedimiento de elaboración de normas de cada una de ellas. Supuestos concretos de participación por vía de informe se hallan previstos en leyes sectoriales, y justo es decir que ello sólo sucede, salvo contadas excepciones, en la normativa estatal; pero la praxis de esta participación demuestra que, con todas las excepciones que se quieran, la solicitud de estos informes se hace sin demasiado entusiasmo, que es, sin embargo, bastante superior que el que se muestra a la hora de asumir las objeciones o sugerencias formuladas por las demás Administraciones informantes. Huelga decir que este panorama no sólo es incoherente con un Estado territorialmente plural cuyos entes integrantes deben actuar con arreglo a pautas de lealtad y cooperación, sino que es también origen de un importante nivel de conflictividad contenciosa: la ausencia de mecanismos efectivos de participación lleva a la proliferación de procesos impugnatorios (o de conflictos provocados mediante normas que intentan recuperar competencias presuntamente invadidas por otras precedentes) cuyo número, aunque ha disminuido en los últimos tiempos, sigue siendo aún indeseablemente alto. La relativa distensión que ha tenido lugar en el plano de la conflictividad normativa permite abordar con perspectivas de éxito la implantación de mecanismos cooperativos que aseguren una homogeneización inicial de posiciones entre los distintos entes territoriales en el plano de los contenidos normativos, y que permitan, también, una eliminación de disparidades gratuitas a las que nos hemos referido en un lugar anterior de este informe. Entendemos, en esta línea, que todos los proyectos de normas elaborados por las instancias estatales debieran ser sometidos, en un trámite específico, a la consideración de todas las Comunidades Autónomas (y quizá también, aunque la cuestión ofrece algunos perfiles singulares de dificultad, a las asociaciones representativas de las Entidades locales), confiriéndolas un plazo (suficiente y no reducible artificialmente) para emitir su opinión al respecto. No procede en este caso discriminar entre los proyectos de disposición que puedan afectar o no a las competencias autonómicas, cuestión que en la mayor parte de los supuestos es completamente opinable.
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No se trata, por supuesto, de proponer una simple generalización de los trámites de mero informe previstos en algunas normas sectoriales. Es preciso ir más allá y, en la misma línea antes apuntada respecto a trámites similares, conferir una cierta eficacia a los informes de las Comunidades Autónomas que planteen objeciones de fondo (competenciales o de otra naturaleza); eficacia que podría consistir en la convocatoria automática de la conferencia sectorial correspondiente, que dispondría de un plazo razonable para intentar llegar a un texto de consenso, transcurrido el cual, con acuerdo o sin él, la Administración del Estado podría continuar el trámite del procedimiento. No sería inadecuado, por otra parte (a fin de evitar la rutinización de este trámite específico de negociación), considerar la posibilidad de que, en los supuestos en los que alguna Comunidad Autónoma mantuviera reparos de fondo al texto referidos a su adecuación al bloque de constitucionalidad, éste fuera sometido a un informe específico sobre estas cuestiones (que podría ser el del propio Consejo de Estado, para aquellos supuestos de normas en los que no tuviera una participación preceptiva). Aunque las propuestas anteriores se refieren al procedimiento de elaboración de las normas estatales, es obvio que su puesta en práctica exigiría que las Comunidades Autónomas establecieran, en régimen de paridad, un trámite paralelo en sus propias Leyes reguladoras del Gobierno y de la Administración, sometiendo todos los proyectos de sus disposiciones al Estado (y, en su caso, a las restantes Comunidades, en la medida en que pudiera afectarlas de algún modo), con una intervención posterior de la conferencia sectorial o de un órgano bilateral de conciliación, en términos similares a los antes sugeridos. La propuesta puede parecer irreal en términos de posibilidad de implantación, pero su lógica es tan incuestionable que no puede ser silenciada. b) Atención especial debe recibir el sistema de participación de los interesados a que se refiere el artículo 105.a) de la Constitución, que hasta el momento ha recibido un tratamiento más que precario. Desde 1958, dicho sistema no ha experimentado cambio sustancial alguno, hallándose limitado a la posibilidad que se otorga a «las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley» (?) que representen o agrupen a los ciudadanos y «cuyos fines guarden relación directa con el objeto de la disposición» (?) de acceder a un trámite de audiencia que no se dice en qué consiste, pero que suele materializarse en la remisión del texto inicial del proyecto (sólo del texto, en absoluto del expediente) al objeto de
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que puedan formular las alegaciones que tengan por conveniente en un plazo de siete o quince días, según los casos. Es cierto que de entonces acá se ha avanzado algo. Tras una larga etapa en la que el trámite era considerado meramente facultativo (con lo que, de hecho, no se realizaba prácticamente nunca), su empleo se ha extendido sensiblemente, aunque sigue siendo sumamente conflictivo el extremo de las concretas entidades que tienen derecho a ser llamadas a este trámite, lo que se encuentra agravado por una restrictiva jurisprudencia que niega este derecho a las asociaciones de carácter meramente voluntario; y, por lo demás, la experiencia demuestra que, por lo general, la Administración es muy escasamente proclive a aceptar las sugerencias que le formulan las entidades privadas a las que, por una u otra vía, escucha. Mantener el nivel de participación ciudadana en este nivel es hoy, sin embargo, claramente insuficiente: la mera posibilidad de analizar un borrador inicial (que posteriormente suele sufrir alteraciones sustanciales) y de expresar algunas opiniones y quejas por escrito (que rara vez son atendidas, salvo en aspectos insignificantes) es un mecanismo de muy escasa utilidad, al que se acude con mínimas expectativas, en un marco habitual de desconfianza recíproca y normalmente preparando las armas para un posterior recurso contencioso que se prevé como inevitable —y que luego suele plantearse—. Es necesario, por tanto, idear con urgencia cauces alternativos de participación, que no parece deban seguir la vía de órganos institucionales permanentes del tipo Consejo (en la que se puso un énfasis especial en tiempos no muy lejanos), cuya experiencia no ha sido demasiado alentadora: las disposiciones suelen afectar hoy a colectivos cada vez más reducidos y diversificados de ciudadanos, cuya presencia en órganos de esta naturaleza no resulta factible. Por más que su práctica resulte en ocasiones un tanto gravosa para los servidores públicos, no parecen vislumbrarse muchas fórmulas alternativas a la apuntada anteriormente de constitución de grupos de trabajo en los que, durante un tiempo prudencial, se debata el contenido de los anteproyectos con los diversos colectivos ciudadanos o empresariales interesados en la disposición; un debate en sentido formal, que debe quedar reflejado en las correspondientes actas y mediante el cruce de propuestas por escrito. Es evidente que la selección de dichos grupos puede ofrecer serias dificultades (en unos casos, por la multiplicación artificiosa de los mismos y, en otros, por las exigencias de intervención paralela de entidades dedicadas expresa o tácitamente a la acción política o al activismo social). Pero no cabe duda de que el nivel de informa-
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ción que puede obtenerse con este método de trabajo es infinitamente superior y más matizado al que se consigue con un simple informe escrito; que el nivel de satisfacción y de implicación de los participantes privados es igualmente mucho más intenso (incluso con independencia del grado de satisfacción de sus pretensiones), y que este mecanismo permite alcanzar acuerdos en aspectos parciales que son completamente inviables en una relación formalizada y lejana. No ignoramos que este método de participación ofrece inconvenientes y que, por lo tanto, su alcance debe ser cuidadosamente delimitado. Existen normas reglamentarias cuya conflictividad potencial puede llegar a ser tan extrema que aconseje la disminución, cuando no la eliminación, de cualquier tipo de mecanismo participativo; tampoco debe ocultarse la existencia de grupos o colectivos cuya participación resulta normalmente indeseable, por mantener una línea de oposición sistemática o utópica a cualquier proyecto normativo; pero, en todo caso, se trata de supuestos que podrían ser tasados sin especial dificultad y que, desde luego, son de hecho excepcionales. Arrojar un velo genérico de desconfianza sobre estas técnicas es una actitud escasamente sincera, por cuanto, en la actualidad, ningún responsable político dotado de una mínima sensatez osa poner en marcha el procedimiento de elaboración de una norma relevante sin tomar un contacto directo con algunos de los actores económicos y sociales dotados de mayor capacidad de influencia de los que van a ser afectados por la norma. En uno u otro grado, participación existe siempre: el problema radica en determinar a quién se da entrada en los mecanismos de participación, cuyo acceso es una decisión que la Administración prefiere reservar a su buen y discrecional criterio; una posición escasamente defendible en un Estado social y democrático de Derecho, en el que no cabe admitir la existencia tácita de ciudadanos de primera y de segunda. 5)
El tratamiento de los supuestos de urgencia
Pese a su extrema simplicidad, el procedimiento de elaboración de textos normativos se ejecuta en la práctica de forma bastante parcial e imperfecta, observándose una fuerte tendencia a pasar por alto trámites preceptivos en la medida en que exista algún apoyo jurídico para decidirlo así. Esta tendencia se justifica de modo prácticamente invariable en la urgencia de la entrada en vigor de la norma que se elabora. Qué duda cabe de que determinadas normas son realmente urgentes,
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por venir exigidas por necesidades inaplazables; pero en la mayor parte de los casos la urgencia es inexistente, basándose la premura sólo en el afán subjetivo del responsable político de contemplar cuanto antes el texto impreso en el Diario Oficial: urgencia no es lo mismo que prisa. Pero la distinción, en la realidad, entre agobios subjetivos e imperativos objetivos es casi imposible de establecer caso por caso. Por ello, es necesario dar salida razonable a todas estas situaciones, al objeto de que su habitual invocación no desemboque en una desnaturalización habitual del procedimiento. La legislación española ofrece, en el tratamiento de cualesquiera supuestos de urgencia, una única y tradicional receta: la reducción de los plazos de tramitación (normalmente, a la mitad de su duración). Pero esta fórmula (que suele ser ineficaz, por lo demás) no parece aconsejable en el procedimiento de redacción de normas jurídicas, al que debiera ser inherente un ritmo pausado y reflexivo. Por ello, creemos que debiera considerarse la posibilidad de aplicación de un sistema parcialmente inspirado en el régimen constitucional de los decretos-leyes: que la situación de urgencia fuera apreciada — previo un informe justificativo debidamente fundado— por un órgano de control; por ejemplo, el Consejo de Ministros, mediante un acuerdo ad hoc, en el cual se eliminaría la práctica de los concretos trámites que sugiriera el Ministerio proponente; tras lo cual, la disposición podría ser objeto de aprobación y publicación, si bien —y éste es el matiz capital— con carácter provisional y con un plazo de vigencia autolimitada e improrrogable, durante el cual deberían cumplimentarse los trámites (todos o parte) omitidos por razón de urgencia; de forma que, dentro de dicho plazo, se publicara la versión definitiva de la norma, quedando derogada automáticamente la anterior. Ello puede dar lugar, ciertamente, a algún problema de Derecho intertemporal por la sucesiva vigencia de dos textos parcialmente diferentes, como ya sucede en el caso citado de los decretos-leyes; pero la solución parece claramente preferible a mantener un acicate al incumplimiento global del procedimiento o a reducir la duración de sus trámites hasta convertirlos en actuaciones participativas puramente simbólicas.
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C)
Publicación, autenticidad y entrada en vigor
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Las deficiencias del sistema de publicidad
a) El sistema actual de publicidad formal de las normas jurídicas, basado desde mediados del siglo XIX en la técnica de inserción en un periódico oficial, es tecnológicamente obsoleto y manifiestamente inadecuado para las necesidades de información inmediata y auténtica propias de las sociedades contemporáneas. Sus inconvenientes son notorios. En primer lugar, el sistema de publicación en un diario oficial ofrece, aún hoy, dificultades y demoras inadmisibles en el acceso a la información. Los diarios oficiales llegan a sus destinatarios por suscripción (la posibilidad de compra directa en kioscos se reduce a puntos meramente simbólicos): normalmente (aunque no siempre), el mismo día cuando la impresión del diario se hace en la misma ciudad de residencia del suscriptor, pero con una o varias jornadas de retraso si se encuentra alejada (hasta no hace mucho tiempo, el Boletín Oficial se recibía en Canarias varios días después de su publicación, incluso en las dependencias oficiales del Estado); y no es insólito que, al emplearse un sistema de distribución manual, el periódico oficial no llegue. A ello se suma el carácter no diario (o incluso irregular) de los periódicos oficiales de algunas Comunidades Autónomas, lo que obliga a los suscriptores a una indagación diaria de la numeración, a efectos de comprobar que no les falta ningún ejemplar; todo ello sin contar alguna otra circunstancia a la que después se hará referencia. En segundo término, el acceso a la información normativa por este cauce resulta sumamente costoso para los ciudadanos, que sólo pueden tener conocimiento de las normas que han de cumplir mediante suscripción (sin perjuicio de lo que luego se dirá sobre los accesos on line); se da la soberana inconsecuencia, por tanto, de que cumplir con el deber de conocer y observar las normas requiere pagar primero. Ello es consecuencia de la asimilación inconsciente de los diarios oficiales con cualquier publicación periódica privada: imprimirlos y distribuirlos tiene un coste (un alto coste, por lo demás), que parece lógico recuperar repercutiendo éste sobre los ciudadanos que requieren formalmente este servicio. En tercer lugar, la publicación en los diarios oficiales ofrece un grado de fiabilidad limitada. El sistema de reproducción tipográfica de los
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textos originales en las imprentas oficiales hace que los textos se inserten con frecuentes errores y omisiones, algunas veces sustanciales, lo que pone en cuestión la autenticidad exclusiva del texto publicado en el Diario Oficial (la cuestión, sin embargo, posee perfiles propios, a los que más adelante se aludirá). En cuarto lugar, la publicación en soporte papel, además de suponer una gratuita contribución a la deforestación del planeta, entraña dificultades insuperables de archivo para sus destinatarios: no hay biblioteca ni archivero minucioso que soporten el brutal impacto que supone la salida diaria de diecinueve Boletines (de la Comunidad Europea, del Estado y de las Comunidades Autónomas), lo que convierte a los de las Provincias en un cúmulo más que permanece prácticamente inédito (pese a insertarse en ellos todas las normas locales). Por último, la multiplicación de diarios oficiales ocasiona un serio atentado a la seguridad jurídica, derivado de la equívoca situación en virtud de la cual algunas leyes de las Comunidades Autónomas (no, desde luego, todas), que parecen escogidas con absoluta arbitrariedad, se publican también en el Boletín Oficial del Estado (reglamentos, ni uno solo, con abstracción de la capital importancia que algunos puedan tener); lo que induce en algunos ciudadanos la errónea creencia de que sólo existen las leyes autonómicas publicadas en el periódico oficial del Estado (como, por otra parte, así lo imponen todos los Estatutos de Autonomía, con independencia de que su entrada en vigor tenga lugar desde la fecha de su inserción en el diario oficial de la respectiva Comunidad). b) Esta situación responde, además de a inercias históricas, a razones mucho menos respetables, que no entraremos a describir ni a valorar. Pero resulta indiscutible que sus inconvenientes añaden un nuevo factor de inseguridad e incerteza a las dificultades de conocimiento de un ordenamiento ya de por sí enorme y desordenado. Es urgente, por tanto, emprender una profunda y decidida línea de reforma, que se enuncia con el carácter de óptima, aunque con plena consciencia de las extraordinarias resistencias que su implantación puede provocar. La línea comenzó a trazarse a través de las iniciativas singulares de casi todas las Administraciones territoriales superiores, que llevaron a la práctica totalidad de sus periódicos oficiales a insertar su contenido en la red; esta línea ha experimentado recientemente una mejora importante, consistente en la inserción en la web del Boletín Oficial del Estado de un conjunto de hipervínculos desde los que puede accederse a los diarios oficiales de todas las Comunidades Autónomas. Pero podría y
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debería mejorarse aún más mediante la unificación de todos los actuales periódicos oficiales en una sola fuente de información, una única página o sitio en la web a disposición gratuita e inmediata de todos los ciudadanos. Habida cuenta de que la información de esta página refundiría y sustituiría a todos los diarios oficiales (estatal, autonómicos y Boletines Oficiales de las Provincias), su gestión debería estar encomendada a un organismo o agencia dotado de un estatuto especial de independencia, al objeto de evitar cualesquiera manipulaciones sobre el momento de la inserción y el contenido y permanencia de las normas, en cuyo órgano de gobierno se encontraran representados el Estado, todas las Comunidades Autónomas y las asociaciones representativas de los municipios. La pretensión no es modesta; pero esta nueva forma de publicidad, única admisible en una auténtica sociedad de la información, debe cubrir, además, otros requerimientos. La inserción en la red de las normas debe realizarse con las adecuadas garantías de autenticidad, de tal forma que las transcripciones en papel que pudieran bajarse de la web para cualesquiera usos deberían incorporar los grafismos o marcas informáticas necesarios para darles, al menos, una apariencia de fiabilidad (no necesariamente superior a la que ahora proporciona una fotocopia de un diario oficial), sin perjuicio de que el texto de contraste permanente fuera, en caso de discusión sobre su contenido, el que en todo momento figure en la red. La agencia que gestione esta fuente de información podría, por lo demás, prestar otros servicios de carácter singular y personalizado (por ejemplo, venta de versiones auténticas en soporte papel, servicio de alertas sobre determinados tipos de disposiciones o actos, etc.) que podrían aportar recursos financieros nada desdeñables en orden a reducir su coste presupuestario. Como se ha dicho, una medida de esta naturaleza tropezaría, probablemente, con importantes resistencias, tanto de carácter público como de naturaleza comercial privada. Cabe pensar, por ello, en su implantación inicial reducida al Estado y a las Comunidades Autónomas que se adhirieran al sistema mediante convenio. No tenemos duda alguna de que, en el momento en que un número crítico de entidades públicas se sumaran al nuevo sistema de publicidad, la generalidad del uso del mismo por los sujetos privados y por los tribunales provocaría su extensión acelerada, por cuanto los entes públicos que permanecieran al margen del mismo correrían el riesgo de ver reducidas sus normas a la situación de un Derecho cuya aplicación no se regiría por el principio jura novit curia (que es lo que en la actualidad sucede, de una u otra forma, con las
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normas publicadas en algunos diarios autonómicos y en los Boletines Oficiales de las Provincias, cuya aportación en fotocopia es virtualmente necesaria para que puedan ser tomadas en consideración). 2)
La carencia de sistemas de autenticación
a) No es tampoco admisible, a la altura de los tiempos que corren, que los entes públicos no tengan establecido en España un sistema de autenticación de los textos de las normas similar (o mejor) al que desde tiempos inmemoriales existe en otros países europeos; con lo que se da la paradoja de que el ordenamiento jurídico camina muy por detrás del sistema contractual privado, en el que la autenticidad de los textos se encuentra garantizada por los protocolos notariales y, complementariamente, por los de diversos Registros públicos. La parte que desea obtener una copia auténtica e indiscutida de un documento público no tiene más que solicitarlo al notario que lo autorizó; pero la simple pregunta de cuál sea y dónde se encuentre el documento base que haga fe del contenido indiscutible de un texto normativo, en caso de discusión sobre la redacción que puede encontrarse en diversas publicaciones, carece de respuesta satisfactoria. En la práctica, esta falta de respuesta de nuestro ordenamiento ha sido sustituida por el conferimiento de autenticidad exclusiva al texto publicado físicamente en el diario oficial (cuando no a lo publicado por alguna editorial privada), lo que ha terminado haciéndose en virtud de una simple costumbre o hipótesis (los textos legales no dicen nada). Pero esta costumbre carece de utilidad completa por razón de la mala práctica de las correcciones de errores, cuya tradición inmemorial no alcanza para compensar la falta de fiabilidad que otorgan a la reproducción de los textos en los diarios oficiales. Las correcciones de errores, que aparecen en todos los diarios oficiales con una frecuencia indigna de un país como España (sólo en el Boletín Oficial del Estado, en cincuenta y siete ocasiones a lo largo del primer semestre de 2003), tienen diversos orígenes, como es bien conocido, que conviene identificar. De una parte, existen correcciones de errores de orden tipográfico, en los que incurren los servicios del diario oficial en la transcripción de los textos que les proporcionan los Departamentos de la Administración respectiva; una realidad tan habitual como incomprensible, si se tiene en cuenta que dichos textos les son invariablemente proporcionados, desde
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hace años, en soporte magnético, que no debieran soportar otra manipulación física que la necesaria para su ajuste. El mismo tipo de errores se produce en la confección de los textos finales de las normas por parte los servicios administrativos del órgano a quien compete su aprobación, siendo consecuencia bien de las imperfecciones de su tecleado, bien de desajustes efecto de las versiones sucesivas por las que el texto pasa. Por fin, están las correcciones de errores ficticios, que encubren cambios sustanciales de criterio, en cuanto al contenido material de las normas, posteriores a su aprobación o publicación, pero que se insertan en el periódico oficial como si de un error puramente material se tratara. Todas estas circunstancias introducen un grado de laxitud en el seno del ordenamiento que, aunque no ha llegado a producir conflictos especialmente graves, arroja serias dudas sobre su seriedad intrínseca y sobre el respeto que merecen los textos normativos, cuyo contenido se halla expuesto a manipulaciones realizadas fuera de los cauces formales tan laboriosamente diseñados: que sean importantes o no, es lo de menos. b) Las propuestas mediante las cuales puede corregirse este estado de cosas son diversas. — Es indispensable, en primer lugar, aun cuando sea por meras razones de imagen, la creación de un archivo, protocolo o depósito formal de documentos auténticos de las normas jurídicas, en el que figuren insertos las firmas de todos los titulares de órganos que deben suscribirlas o refrendarlas, y cuyos textos puedan ser certificados, en caso de necesidad, de manera oficial. En el Estado, tales textos existen en su materialidad en lo que se refiere a las normas con rango de ley y a los decretos: se trata de los documentos conocidos como «de canto dorado», en los cuales estampan sus firmas S. M. el Rey, el Presidente del Gobierno y los ministros; no tenemos noticias de que existan documentos semejantes para las órdenes y reglamentos dictados por autoridades de nivel inferior, y, en cualquier caso, la generalidad de los ciudadanos desconoce el lugar donde dichos textos se custodian y bajo la responsabilidad de qué autoridad o funcionario. No es demasiado relevante determinar bajo qué autoridad debe hallarse este protocolo oficial de normas jurídicas. En otros países, esta función se halla encomendada al Guardasellos o al Ministro de Justicia (en el nivel del Estado, claro está); pero la cuestión no es excesivamente
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importante, siempre que se trate de una autoridad del nivel político adecuado y que se encuentre formalmente autorizada para autenticar otras versiones de cada norma y, en su caso, para expedir copias o versiones dotadas de igual presunción de veracidad que el original. El tema suscita algunos problemas de relevancia formalmente constitucional (por ejemplo, en qué medida debe depender del Gobierno el texto de las normas aprobadas por las Cortes Generales), pero que no serán examinados aquí. — Es igualmente necesario, en segundo lugar, formalizar normativamente la fase final de la producción normativa, que hoy se encuentra en una situación de completa penumbra y empirismo. Se propone a este efecto que, de una parte, se designe en cada Departamento ministerial una autoridad responsable de certificar la autenticidad y corrección de los textos aprobados, que no tiene por qué ser la misma que la competente para aprobarlos, certificación que debería constar de manera solemne en un documento ad hoc con la firma del funcionario que realizó materialmente la comprobación; recayendo en uno y otro la responsabilidad que corresponda en caso de comisión de errores inexcusables. De otra, es necesario fijar con carácter general las autoridades y funcionarios a los que corresponda la hoy conocida como «firma de inserción», esto es, la suscripción del oficio que obliga al diario oficial a insertar el texto que se acompañe, firma que debiera hallarse centralizada en un solo cargo de cada uno de los Departamentos ministeriales respecto de todas las disposiciones que surjan del mismo (incluidas las dictadas por autoridades inferiores y organismos públicos, sean o no independientes). Y, finalmente, es altamente conveniente fijar un plazo máximo para proceder a la publicación de las disposiciones en el diario oficial desde la fecha de su adopción; plazo que en la actualidad no existe, y que da lugar a una atípica situación de interinidad que es lógico que levante todo tipo de suspicacias (en ocasiones, la norma reglamentaria se aprueba pendiente de algunos «retoques finales» confiados a cargos secundarios de diversos Ministerios, de tal forma que el texto finalmente publicado no coincide en su totalidad con el que estuvo sobre la mesa para su aprobación; lo que, por comprensible y usual que sea, no puede dejar de ser considerado irregular). — Es necesario, también, introducir un principio de orden y un procedimiento formal para la realización de las correcciones de errores que sean necesarias sobre el texto ya publicado y que hubieran sido cometidos en su confección material por los servicios de la autoridad que aprobó la norma (no los meramente tipográficos) y que puedan escapar al
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sistema de comprobación del que hablamos en el párrafo anterior. La seriedad que impone el procedimiento de producción normativa exige que la detección de los errores se formalice en un documento oficial, en el que la autoridad o funcionario los ponga de manifiesto y haga constar su origen y su explicación; que dicho documento sea elevado a la misma autoridad que aprobó la norma (tanto si es el ministro como el Gobierno y las propias Cortes Generales); que sea esta autoridad la que apruebe la rectificación, y que la inserción de la corrección en el diario oficial se haga con la firma y bajo la responsabilidad del titular de dicho órgano. La situación actual, en la que el autor de la corrección que se publica permanece absolutamente desconocido, no es tolerable. — Debe quedar formalmente prohibida la corrección de errores meramente tipográficos por parte de los servicios del diario oficial; lo cual entraña la correlativa prohibición de que dichos servicios introduzcan ningún tipo de alteración en el texto que les sea proporcionado en soporte magnético, el cual deben limitarse a imprimir o componer en la versión que se les ofrezca. Naturalmente, pueden advertir a la autoridad que ordenó la inserción de la existencia de errores, pero no corregirlos de oficio; menos aún, introducir motu proprio rectificaciones ortográficas o de otro tipo en los textos de las normas, por evidentes e incuestionables que sean (como aún hoy se hace, sin duda con la mejor buena fe y espíritu de trabajo). — Y es necesario resolver de una vez, también normativamente, el arduo problema de la eficacia temporal de las correcciones de errores; la vieja doctrina según la cual éstas se considerarían retroactivamente vigentes desde el momento de entrada en vigor de la norma corregida es absolutamente contraria al principio de seguridad jurídica y debe ser, por tanto, desautorizada. Las correcciones de errores sólo pueden tener efecto desde el momento de su inserción en el periódico oficial y transcurrido, en su caso, el período de vacatio legis. 3)
La reconsideración del régimen de entrada en vigor
a) No se halla tampoco exento de problemas el punto final del proceso de producción de normas, la determinación del momento en que adquieren fuerza de obligar. La vieja y sabia regla que hoy se contiene en el artículo 2.1 del Código Civil ha sido objeto de un proceso de desvirtuación que es necesario rectificar. Son hoy absolutamente mayoritarios los textos legales y reglamenta-
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rios que, haciendo uso de la posibilidad de excepcionar el plazo de veinte días de vacatio legis, imponen la entrada en vigor de la norma el mismo día de su publicación, que ha terminado por convertirse en una cláusula de estilo. Pero su irracionalidad es manifiesta: no se trata sólo, obviamente, de la imposibilidad de que cualquier ciudadano esté en disposición de conocer con la debida profundidad y de aplicar las normas el mismo día en que son publicadas, sino que ello resulta físicamente imposible. El «mismo día de su publicación» comienza, como es fácil convenir, a las doce de la noche, horas antes incluso de que el periódico oficial salga de talleres (por más que su texto se encuentre colgado de la red algo antes: no hemos comprobado si desde las doce y un minuto), de que los ciudadanos más madrugadores accedan nuevamente a la vida y, desde luego, bastante antes de que el periódico oficial llegue a su poder (en el centro de Madrid, nunca antes de las doce de la mañana, cuando la norma ya lleva medio día rigiendo; fuera de la capital, bastante después, incluso días). Aunque el sentido común de la Administración y de los tribunales pueda ayudar a corregir algunas situaciones extremas, en términos jurídicos la situación se acomoda plenamente al lamento kafkiano que recordamos páginas atrás: un ciudadano puede válidamente ser sancionado por la infracción de una norma que no ha tenido posibilidad alguna de conocer, por máxima que sea su diligencia; las actividades potencialmente infractoras que se desarrollan de noche son numerosas. El absurdo de imponer la vigencia a partir del mismo día de su publicación se pone, además, de manifiesto por su absoluta carencia de fundamento objetivo en la mayor parte de los casos: en ellos, su única justificación se encuentra en la prisa subjetiva de la autoridad política, o en el temor del funcionario redactor de que su iniciativa de insertar un plazo razonable de vacatio pueda ser interpretada como muestra de un afán retardatario de la legítima voluntad de sus jefes. No hay apenas normas cuya entrada en vigor no pueda demorarse, sin perjuicio alguno para el interés público, bastante más de los veinte días que prevé el Código Civil. La práctica ofrece, por lo demás, abundancia de fórmulas atípicas de entrada en vigor, caracterizadas por su falta total o parcial de determinación rigurosa del momento en que aquélla tendrá lugar. Sin necesidad de acudir a antecedentes históricos remotos, puede tomarse como ejemplo (hay otros muchos) la singular fórmula establecida en los muy recientes reales decretos de aprobación de los nuevos currículos de enseñanza, que establecen la pérdida de vigencia de las disposiciones anteriores y su propia entrada en vigor «en la medida en que se vaya implantando la
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nueva ordenación del Bachillerato establecida en este real decreto, de acuerdo con lo dispuesto en el Real Decreto 827/2003, de 27 de junio» (Disposición derogatoria única del Real Decreto 832/2003, de 27 de junio, por el que se establece la ordenación general y las enseñanzas comunes del Bachillerato; BOE de 4 de julio de 2003). El problema que tiende a abordar esta fórmula es bastante simple y razonable; pero su solución debiera discurrir, con toda evidencia, por caminos no tan incompatibles con la seguridad jurídica. b) El régimen de la entrada en vigor debería ser objeto de un nuevo diseño. — El uso excesivo de que ha sido objeto la cláusula permisiva del artículo 2.1 del Código Civil aconseja su supresión con carácter general y la fijación de un plazo que puede ampliarse, pero no reducirse sin las debidas formalidades. Dada la extrema disparidad de los supuestos que pudieran presentarse, consideramos, como exigencia mínima, que la exposición de motivos o preámbulo del texto justifique, con el debido detalle y bajo pena de invalidez de la cláusula de entrada en vigor, las razones específicas que, en el caso concreto, imponen una reducción del plazo de vacatio, el cual en ningún caso podrá eliminarse por completo (hasta el mismo día de la publicación, lo que en sí mismo constituye la negación del principio general de la vacatio). — Deben prohibirse, asimismo, por contrarias al principio de seguridad jurídica, las fórmulas de entrada en vigor dotadas de algún tipo de indeterminación: esto es, aquellas de cuyo texto no pudiera deducirse de manera inequívoca el día concreto a partir del cual surtirá efectos obligatorios. A este efecto, debiera considerarse seriamente la conveniencia de que cada norma enunciase el concreto día en que su entrada en vigor tendrá lugar (por ejemplo, el 2 de enero de 2004), a efectos de evitar cualquier discrepancia en el cómputo de un plazo que, contra lo que suele pensarse, es todo menos pacífico (los días son, en general, considerados como naturales a efectos civiles, según el artículo 5.2 del Código, al contrario de lo que sucede en el ámbito de la Administración, conforme al artículo 48.1 de la Ley 30/1992). No ignoramos que esta propuesta es hoy inviable, por la indeterminación y longitud del plazo que transcurre, sin justificación objetiva alguna, entre la aprobación de la norma y su inserción en el diario oficial; pero esta disfunción debe corregirse, en lugar de emplearse para eludir la rectificación del sistema. En los supuestos en los que resulte imprescindible establecer una en-
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trada en vigor aplazada a una fecha (parcial o totalmente indeterminada), el empleo de fórmulas inciertas como las utilizadas en el ejemplo que antes se citó debiera sustituirse por una remisión de la fijación de la fecha concreta de entrada en vigor a una nueva norma, que debería publicarse necesariamente en la misma sección del diario oficial, y que debería ser dictada por el mismo órgano autor de la disposición de que se trate (aunque no existirían razones graves para excluir que tal potestad se delegase en una autoridad de nivel inferior). — Aun cuando sea un problema menor (aunque ya no excepcional), debe plantearse la rectificación parcial de una solución legislativa referida al inicio de la eficacia en el tiempo de las sentencias anulatorias de disposiciones por parte del Tribunal Constitucional o de los órganos del orden jurisdiccional contencioso-administrativo. La fórmula hoy en vigor (arts. 38.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y 72.1 de la Ley reguladora de la jurisdicción citada) aplaza la producción de los efectos anulatorios a la fecha de publicación oficial (en el Boletín Oficial del Estado o en el diario oficial en el que se insertó la norma anulada); pero ninguno de ambos preceptos establece plazo alguno para que tal publicación tenga lugar, lo que otorga a las Administraciones respectivas, de las que dependen los diarios oficiales, una posibilidad incondicionada de demorar a su conveniencia la eficacia general de la decisión anulatoria. Esta ostensible laguna debe ser objeto de cobertura, habida cuenta de los desfases temporales que (a no dudarlo, sin malicia alguna) tienen hoy lugar5.
5 Téngase en cuenta que, con independencia de su conocimiento y difusión privada por las
partes de los respectivos procesos y, en ocasiones, por los medios de comunicación, las sentencias del Tribunal Constitucional son conocidas, bastante antes de su publicación en el Boletín Oficial del Estado, a través de su inserción en la web del Tribunal. Algo similar ocurre con los textos de las sentencias del Tribunal Supremo, hoy también accesibles en la web del Consejo General del Poder Judicial. De esta forma se produce la paradoja de que sentencias firmes y potencialmente conocidas por todos los ciudadanos no producen efectos hasta tanto el diario oficial, o la Administración de la que depende, lo deciden.
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PROPUESTA DE REGULACIÓN GENERAL Y BÁSICA DE LA INSPECCIÓN Y DE LAS INFRACCIONES Y SANCIONES ADMINISTRATIVAS MANUEL REBOLLO PUIG SUMARIO: 1. La inspección administrativa.—2. Potestad sancionadora de la Administración.
1.
LA INSPECCIÓN ADMINISTRATIVA
La inspección es una actividad administrativa fundamental en muy distintos sectores de la acción pública. Si siempre ha sido así, las transformaciones sociales recientes no han hecho nada más que aumentar esa importancia y convertirla en una pieza clave para que la Administración cumpla adecuadamente las funciones que se le demandan en la actualidad y, en suma, para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. La reforma administrativa debe tener en cuenta que es ésta una de las actividades más características de la Administración actual y que, por tanto, debe dotársele del marco adecuado que permita desarrollarla con eficacia, transparencia y garantías para los ciudadanos. La importancia actual de la inspección, dentro del conjunto de actividades administrativas, debe, por tanto, influir y condicionar el modelo de organización y el tipo de personal que la Administración requiere. Pero, además, debe dotarse a esta actividad de un régimen jurídico general como el que tienen otras actividades de la Administración. Entendemos aquí por inspección la vigilancia de las actividades de los administrados para comprobar el cumplimiento de los deberes, prohibiciones y limitaciones a que están sometidos. No nos referimos, pues, a la inspección de servicios de la propia Administración, que obedece a finalidades y principios completamente diferentes. Para justificar la importancia que se confiere a la inspección en este
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informe baste evocar aquí el nuevo papel de los poderes públicos, y en especial de las Administraciones, en la economía, pasando de un Estado prestador directo de servicios públicos o que realiza con normalidad actividades empresariales a un Estado predominantemente regulador encargado más bien de garantizar el correcto funcionamiento del mercado y, sobre todo, el de los llamados servicios de interés económico general, aunque estén en manos privadas. O téngase en cuenta en la misma dirección, aunque por razones y en ámbitos distintos, la idea de sociedad del riesgo y la exigencia primordial de seguridad que impone a las Administraciones limitar o controlar o gestionar esos riesgos, eliminándolos o reduciéndolos a mínimos socialmente tolerables. La protección del medio ambiente y de la salud y la tutela de los consumidores y usuarios en las más diversas facetas son exponentes suficientes de una amplia actividad administrativa de la que depende la calidad de vida y en la que la inspección ocupa un protagonismo incuestionable. En esta situación, la denominada desregulación no hace en absoluto perder sentido ni protagonismo a la labor inspectora, sino que, lejos de ello, simplemente cambia, si acaso, las referencias con las que controlar las actividades privadas. Ni la desregulación ni la autorregulación, allí donde se producen, suponen siempre y realmente un retroceso en el sometimiento a límites de las actividades privadas por razones de interés público, sino sólo una nueva forma de establecerlos que, por ello, no reduce la importancia de la inspección. Sirven, además, los sobresalientes ejemplos puestos para mostrar la necesidad que la Administración tiene de información fidedigna y completa para cumplir sus responsabilidades y ejercer correctamente sus potestades —no sólo la sancionadora, como simplistamente pudiera creerse—, así como la creciente extensión y relevancia de las funciones de vigilancia de las Administraciones y, por tanto, de su actividad de inspección. Son, además, claros exponentes de la creciente complejidad de las inspecciones y de la necesidad de especialización técnica de los servicios u organismos que tengan confiadas estas tareas. Esto, a su vez, plantea la cuestión de la capacidad o de la simple conveniencia de que las Administraciones se doten de todos los medios humanos y materiales necesarios para afrontar esa labor en todos los sectores o si, por el contrario, es posible dentro de ciertos límites, y hasta preferible, que se busque también en este terreno de la inspección la colaboración de entidades privadas, relegando a la Administración a un papel de controlador o inspector de esas entidades privadas, a una especie de reguladora e
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inspectora de los inspectores. Todo ello condiciona el tipo de personal y de organización que necesita la Administración para cumplir las funciones que han de corresponderle predominantemente en la nueva situación. Además de su importancia capital para que la Administración cumpla sus funciones, la inspectora es una actividad que comporta severas potestades que afectan gravemente a la seguridad y las garantías de los ciudadanos. Pese a todo ello, la actividad administrativa de inspección carece de una regulación general. Prácticamente, el único precepto general sobre la inspección administrativa es el artículo 39.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LAP), que simplemente establece una reserva de ley en estos términos: «Los ciudadanos están obligados a facilitar a la Administración informes, inspecciones y otros actos de investigación sólo en los casos previstos por la Ley». Junto a éste, el artículo 137.3 de la misma Ley se ocupa del valor probatorio de las actas de inspección, pero sin haber conseguido en la práctica imponer una solución común. El olvido de la legislación general sobre la inspección administrativa es tal que ni siquiera cuando se ocupa de aspectos que le afectan directamente, como es la entrada en domicilios, contempla la posibilidad de hacerlo por la inspección, sino sólo para la ejecución de actos administrativos (art. 96.3 LAP). Téngase en cuenta, además, que en España una regulación de la inspección administrativa es especialmente necesaria por la elemental razón de que aquí el ámbito cubierto por la actuación administrativa sancionadora es más amplio que en otros países y que, en consecuencia, donde en éstos basta una regulación de la investigación judicial de los delitos, entre nosotros es muchísimo lo que depende de la inspección administrativa de las infracciones. A falta de esta regulación general, cada rama de la inspección administrativa cuenta con una regulación específica, frecuentemente fragmentaria e insuficiente en su contenido y en su rango. Además, estas regulaciones específicas son injustificadamente diferentes entre sí. Ya no sólo es que las potestades de las inspecciones y formas de actuar sean sorprendentemente diversas de un sector a otro, sin más causa aparente que el capricho de las normas o su deficiencia técnica, sino que, incluso dentro de un mismo sector de actuación administrativa, tienen una diversidad excesiva en cada Comunidad Autónoma. Pero no se trata sólo de que esta situación sea irracional y confusa. La defectuosa regulación
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de muchas inspecciones tiene el doble efecto perverso de dificultar gravemente la eficacia de la Administración y, al mismo tiempo, la seguridad y garantía de los ciudadanos. Urge corregir esta situación irracional y confusa con una regulación general, aunque flexible y compatible con regulaciones sectoriales. Una reforma administrativa atenta a las nuevas necesidades y que reconozca los puntos débiles que se presentan en la actualidad debe prestar atención a ello y abordar esa regulación, que debería ser básica, dictada de conformidad con el artículo 149.1.18.ª de la Constitución, regulación que, sin embargo, no excluiría ni impediría la existencia de otras legislaciones sectoriales de desarrollo para cada inspección ni, desde luego, las regulaciones de las Comunidades Autónomas. En esa regulación común para las distintas inspecciones administrativas se trataría de abordar sólo los principios generales de su actuación, las potestades de investigación y los deberes y las garantías esenciales de los administrados. En concreto, aun sin pretensión ahora de exhaustividad y menos todavía de ofrecer soluciones definitivas, deberían abordarse los siguientes aspectos: — Consagración expresa, junto al principio de legalidad, de los principios de proporcionalidad y de favor libertatis en el ejercicio de todas las potestades de inspección. Sólo la Ley puede limitar la libertad genérica de los ciudadanos y sólo ella, por tanto, puede prever potestades administrativas de inspección y deberes de los ciudadanos al respecto. Esto ya está consagrado en el artículo 39.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. No obstante, la Ley atributiva de esas potestades puede y debe ser en gran medida la Ley general que se propone, sin que todo hubiera de estar confiado a las Leyes sectoriales reguladoras de cada una de las ramas de inspección. En cualquier caso, las Leyes se ven obligadas inevitablemente a conferir las potestades de inspección con cierta amplitud, sin poder tener en cuenta las necesidades y circunstancias de cada supuesto. Deben ser los principios de proporcionalidad y de favor libertatis (elección de la medida menos restrictiva de la libertad y demás derechos afectados) los que guíen el ejercicio de esas potestades, los que determinen si procede hacer inspecciones más o menos frecuentes o intensas, si deben ejercerse las potestades de investigación más gravosas, si debe actuarse en horario normal o no... Aunque estos principios ya deben presidir la actua-
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ción de inspección, su expresa proclamación legal contribuiría positivamente a su respeto y aplicación, así como al control efectivo de sus excesos y, por ende, a la garantía de los ciudadanos. — Condiciones subjetivas de los inspectores: funcionarios, autoridades y agentes de la autoridad. Como quiera que la inspección conlleva de ordinario el ejercicio de potestades restrictivas para los ciudadanos, incluso la toma de decisiones directamente ejecutivas y, a veces, hasta de coacción directa, no cabe duda de que los inspectores deben tener como regla general la condición de funcionarios. Menos claro y, en teoría, menos relevante es que se les conceda la condición de autoridad o de agente de la autoridad, como es hoy frecuente, o se excluya cualquier referencia a ello. En la actualidad, las Leyes sectoriales o simples reglamentos deciden, sin que se sepa a ciencia cierta todas las consecuencias de una u otra calificación ni los criterios seguidos para esta determinación, si los inspectores habrán de tener la condición de autoridad o de agentes de la autoridad. De hecho, ocurre que, por ejemplo, los inspectores de salud, o de consumo, o de industria, o de turismo, o de comercio, tienen atribuida la condición de autoridad en una Comunidad Autónoma y la de agentes de la autoridad en otra, o que en la misma Comunidad unos son autoridad y otros agentes de la autoridad. La Ley debe abordar y clarificar este extremo. Ello no obstante, sería conveniente que la Ley tuviera en cuenta la posibilidad de que los inspectores funcionarios pudieran contar con ayudantes o auxiliares técnicos y especializados en distintas materias que no tuvieran necesariamente ese carácter y que no realizaran propiamente las actuaciones de autoridad. Y, al margen de todo ello, deberían establecerse unos requisitos mínimos de capacitación técnica y preparación profesional que consigan alguna uniformidad. Ello es imprescindible como garantía de seriedad de la actividad administrativa y de los mismos inspeccionados. Pero, además, es necesario para permitir la fluida colaboración eficaz entre las distintas Administraciones, que a este respecto es especialmente necesaria. — Posibilidad de acceder a domicilios, locales y dependencias. Es segura la existencia de un límite constitucional para el acceso a cualquier lugar que tenga la condición de domicilio, aunque este mismo concepto es a veces difícil de precisar, sobre todo teniendo en cuenta que el Tribunal Constitucional ha incluido entre los protegidos por el derecho de inviolabilidad del domicilio a las personas jurídicas. Pero
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incluso sin abordar esto, no existe en la actualidad ninguna regulación general sobre los requisitos para que los inspectores administrativos puedan acceder a domicilios. Sólo hay tal regulación cuando se trata de ejecutar actos administrativos, pero no cuando simplemente se trata de inspeccionar. Así, ni siquiera se sabe a ciencia cierta qué es lo que hay que explicar al juez que debe otorgar la autorización para justificar la entrada ni existen mínimos criterios legales sobre lo que el juez debe controlar para concederla o denegarla. Por otra parte, las Leyes (como la Ley de Enjuiciamiento Criminal o el Código Penal) hablan de otros lugares que, sin ser domicilio, necesitan el consentimiento del titular o autorización judicial. Pero tampoco es fácil delimitar esos otros lugares. Todo esto hace que la inspección administrativa se encuentre en una situación extremadamente difícil e insegura, pudiendo incluso quedar comprometida la responsabilidad penal de los funcionarios, salvo en el caso de locales abiertos al público, lo que conduce a una actitud paralizante que en nada beneficia a su eficacia. La Ley, aun sin ser una Ley orgánica y sin, por tanto, entrar propiamente a regular la inviolabilidad del domicilio, debe regular con claridad la posibilidad de acceder a locales, dependencias, talleres, almacenes, oficinas no abiertos al público, e incluso, ya con referencia a los domicilios, establecer siquiera algo similar a lo actualmente dispuesto para la ejecución de actos administrativos. — Regulación de la potestad de examen de la documentación de los administrados sometidos a una inspección. A todas las inspecciones se les reconoce la potestad para exigir la exhibición de la documentación administrativa necesaria para ejercer la actividad de que en cada caso se trate. A ese respecto no hay problemas ni dificultades especiales. La situación cambia respecto a otra documentación comercial e industrial, como facturas o libros de contabilidad. Sólo está regulada con algún detalle para algunas inspecciones, pero esa regulación debería tener carácter más general, pues necesidades similares tienen otras inspecciones para conocer la realidad que les incumbe. Es, además, un aspecto extremadamente delicado y complejo en el que es la Ley la que debe realizar las opciones fundamentales y que, en la actualidad, se realiza en la mayoría de los casos sin una regulación legal mínima. Probablemente, en este punto como en otros, la legislación sectorial será la que podrá hacer un más concreto juicio sobre la necesidad y proporcionalidad del reconocimiento de esta potestad, pero, al menos, la Ley general y básica que se propone debe establecer el marco en que
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esas Leyes deban desenvolverse, planteando, incluso, la posibilidad de poder trasladar y analizar esa documentación en las oficinas administrativas, pero siempre con todas las garantías para el inspeccionado sobre el contenido de la documentación. — Regulación de la potestad de tomar muestras y su carácter indemnizable o no. Para muchas de las inspecciones administrativas (sanidad, consumo, industria, metales preciosos, etc.) es necesaria la toma de muestras para su posterior análisis o sometimiento a pruebas o ensayos. Pero tampoco a este respecto existe una regulación legal general sobre la forma y extensión de tales muestras, que, a veces, son muy valiosas o, al menos, lo suficiente para causar un quebranto económico a quienes las sufren o a la Administración que soporta los costes. En algunos sectores ni siquiera hay una expresa base legal para ello. Y, en cualquier caso, sólo algunas normas han regulado, de forma variable y con acierto discutible, si deben ser pagadas previamente, con posterioridad o si ni siquiera han de ser pagadas nunca. Tampoco se sabe si ello debe recaer por igual sobre los productore o sobre los comerciantes mayoristas o minoristas ni, en su caso, los criterios de valoración. De hecho, la práctica es muy variable de un sector a otro y de una Administración a otra, dependiendo finalmente de decisiones administrativas desconocidas por los ciudadanos. En ocasiones, los costes de la retirada de muestras es un grave freno a la labor inspectora, que necesitaría de elevados presupuestos para desarrollarse. La Ley debería regular este aspecto de forma común y general. Sometida esta potestad administrativa a estrictos límites y condiciones, no sería imposible, dentro de esos límites, consagrar que los particulares que con su actividad generan ciertos riesgos tiene el deber de soportar la lesión patrimonial que comporta esta toma de muestras. — Regulación de la potestad de requerir información del inspeccionado. Se trata de un aspecto de gran importancia para la eficacia de las inspecciones, pero que impone un pesado deber sobre los administrados y que roza eventualmente con el derecho a no declararse culpable o a no declarar contra uno mismo. Aunque la jurisprudencia constitucional y ordinaria ha aceptado su constitucionalidad, necesita también de una regulación general y básica que aclare su contenido y sus límites.
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— Potestades de inspección sobre terceros. Salvo en la regulación de algunas inspecciones, muy frecuentemente no están reguladas potestades para solicitar información de terceros que pueden facilitar datos muy valiosos para la averiguación de graves infracciones muy lesivas de intereses públicos. Suministradores, clientes, entidades de crédito... son ejemplos ilustrativos de lo que se quiere exponer y de cómo la posibilidad de dirigirse a ellos para que suministren obligatoriamente determinadas informaciones es verdaderamente imprescindible para que las inspecciones logren su objetivo. Pero, al mismo tiempo, se comprende fácilmente que se trata de una potestad administrativa que afecta gravemente a los ciudadanos (entrando en juego, además, ocasionalmente la legislación de la protección de datos), tanto a los inspeccionados como a los terceros a los que se solicita la información. La realidad actual a este respecto es complicada y confusa; no es en absoluto satisfactoria, ni en lo que a las garantías de los ciudadanos se refiere ni en cuanto a la eficacia de las inspecciones. Se trata de un aspecto extremadamente delicado que sólo la Ley, preferiblemente una Ley común y básica que aborde esto para todo tipo de inspecciones, puede abordar, concretando los supuestos y condiciones de ejercicio de esta potestad. — Información facilitada por otras Administraciones u otros órganos de la misma Administración. En relación con la inspección, la colaboración administrativa alcanza una importancia destacada porque gran parte de los datos necesarios obran ya en archivos y dependencias administrativos distintos. Pero también la colaboración administrativa presenta aquí un perfil peculiar en tanto que muchos de los datos con que cuenta la Administración han sido obtenidos con una concreta finalidad y no pueden ser libremente utilizados con otra cualquiera. La misma legislación de protección de datos de carácter personal supone un límite infranqueable. Pero, de una parte, incluso cuando no existe este límite, no hay cauces ágiles para que fluya la información administrativa y más bien surgen todo tipo de obstáculos y resistencias, a veces simple fruto del recelo o la negligencia. De otra parte, la misma legislación de protección de datos de carácter personal debería tener en cuenta que, al igual que sí se permite o impone suministrar datos a los jueces para la averiguación de delitos, una solución similar sería procedente ante la sospecha de infracciones administrativas de cierta relevancia. No cabe aquí, desde luego, proponer la fórmula concreta que consiga el equilibrio justo entre las necesidades
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del interés general servidas por las inspecciones administrativas y los derechos de los ciudadanos a la protección de sus datos personales. Suficiente es a nuestro propósito dejar constancia de que es éste uno de los aspectos necesitados de una regulación general que haga efectiva y real la colaboración administrativa en un terreno en el que debe ser muy intensa. — Iniciativa de la acción inspectora; planes o programas de inspección. La discrecionalidad en la iniciativa de la acción inspectora y en la elección de sus objetivos concretos es, en buena medida, inevitable y hasta positiva. Pero debe tener límites que, de un lado, garanticen a los ciudadanos esa iniciativa cuando lo insten y allí donde haya indicios razonables de infracción y, de otro, reduzcan el riesgo de arbitrariedad y desigualdades injustificadas. Asimismo, la coordinación de los diversos servicios de inspección y la utilización racional de los recursos disponibles aconsejan la aprobación de planes o programas de inspección que, sin embargo, ni excluyan por completo el atendimiento de las necesidades concretas que surjan, ni una cierta autonomía profesional de los inspectores, ni el factor sorpresa, tan necesario para el éxito de las inspecciones. La necesidad de una cierta transparencia de la Administración orienta en el mismo sentido. Son, pues, diversos y contradictorios factores los que deben tenerse en cuenta para determinar el sistema adecuado de iniciativas y de planificación. Sólo en algunos sectores, como en el tributario, se han establecido reglas legales al respecto. En otros muchos, todo ello es fruto de oscuras e inmotivadas decisiones aisladas que en nada contribuyen al buen funcionamiento de los servicios de inspección ni a la garantía de los ciudadanos. La Ley básica que se propone debe establecer unas reglas generales que ordenen esta opaca realidad. Probablemente, la experiencia de la Inspección de Tributos y de la Inspección de Trabajo, unida a un reforzamiento de las peticiones de los particulares interesados en que se realice una inspección, pueden orientar la solución general, sin perjuicio de que las Leyes sectoriales desarrollen y concreten, atendiendo a las peculiaridades de cada rama de la actuación administrativa, ese marco legal común. — Diversas formas de actuación inspectora, además de las visitas. Tradicionalmente, las inspecciones se desarrollaban mediante visitas personales de los funcionarios a los locales correspondientes. De hecho, alguna legislación llamaba a los inspectores «visitadores». En algunos
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sectores esta forma de proceder es hoy casi marginal. En otros, por contra, se sigue considerando la forma por antonomasia o única de inspección, y las actas de inspección son siempre indefectiblemente reflejo de tales visitas. Se considera, incluso, que es la única forma posible de obtener legalmente datos que puedan luego tener valor probatorio. Importa superar esa situación. Incluso en esos sectores en que antes bastaban las visitas, hoy adquieren relevancia otras formas como pueden ser, por sólo poner algún ejemplo, la simple visualización de páginas web o la realización de operaciones de comercio a distancia para comprobar el cumplimiento de la normativa que lo regula. Conviene, pues, que la Ley consagre una noción más amplia y moderna de la inspección y, además de admitir otras formas de averiguación de los hechos, acepte expresamente el valor de las actas que reflejen esas otras actuaciones. — Principios y garantías procedimentales en el desarrollo de la actividad de inspección. Probablemente, los aspectos más problemáticos sean los relacionados con la vigencia o no de los principios del procedimiento en la actividad de inspección, particularmente del principio de contradicción y del derecho de defensa. A este respecto, la regulación actual es dispersa, heterogénea y, en general, muy insuficiente. La práctica, por ello, se desenvuelve en una absoluta inseguridad que la jurisprudencia no ha logrado reducir. Salvo excepciones muy singulares, como las del procedimiento de inspección tributaria, la inspección es más bien una actividad material que no comporta propiamente el desarrollo de un procedimiento administrativo ni, por ende, ha de respetar sus principios, aunque, en la medida en que su resultado puede afectar a procedimientos posteriores y comprometer las posibilidades de defensa, cabe anticipar parcialmente, en la medida en que lo establezca la Ley, algunas garantías similares a las del procedimiento. Por esto mismo, la Ley debe precisar exactamente esas garantías y, sobre todo, dejar claro las que no son de aplicación. En concreto, convendría que se afirmara expresamente que las inspecciones pueden desarrollarse sin presencia del inspeccionado. De hecho, hoy ocurre frecuentemente así, aunque eventualmente estén presentes empleados de aquél que ni lo representan ni de ninguna forma actúan por él o lo comprometen como si emitieran declaraciones en su nombre. En realidad, ni siquiera es posible imaginar un sistema mínimamente eficaz que exija la presencia del inspeccionado o de aquel sobre el que finalmente pueden recaer efectos negativos. Sería absurdo, por ejemplo,
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que el fabricante hubiera de estar presente en las inspecciones de sus productos en los lugares de distribución, o que ello mismo fuera necesario para vigilar máquinas de expedición automática o ante las averiguaciones que los inspectores realicen con terceros. Naturalmente, si no tiene que estar presente es que no rige propiamente el principio de contradicción. En la misma dirección, la Ley debe establecer, como ya se hace en alguna regulación sectorial, la posibilidad de realizar inspecciones sin aviso previo, puesto que la sorpresa es en muchos casos necesaria para que la inspección tenga posibilidades de conocer la realidad. Cabe, incluso, que el inspector, en tanto no ejerza potestades ni haga ningún requerimiento, no se identifique inicialmente como tal. Naturalmente, todo ello queda compensado reconociendo al resultado de las inspecciones un simple valor probatorio no cualificado ni presunción de certeza —de lo que nos ocupamos en otro lugar inmediatamente— y, sobre todo, con las posibilidades de defensa y de proponer prueba en los procedimientos administrativos posteriores. Este simple valor probatorio de las actas de inspección y su complemento con otras pruebas en los procedimientos administrativos propiamente dichos es preferible a dejar la inspección sometida íntegramente y desde el principio al principio contradictorio, pues ello la haría, en la mayoría de los casos, imposible o inútil. — Actas de inspección: requisitos y valor probatorio. La Ley general que se propone debe establecer los requisitos comunes y mínimos de las actas de todos los servicios de inspección, lo que, entre otras cosas, permitirá admitir por todas las Administraciones el valor de las realizadas por otras o en otros ámbitos. Debe asimismo aclarar que la firma del inspeccionado, que puede no estar presente, no es esencial y que el acta vale en cuanto declaración unilateral del inspector. Sobre todo, la Ley debe contribuir a clarificar definitivamente que lo que puede reconocerse a las actas de inspección es sólo un valor de prueba que habrá que ponderar conforme a los criterios generales, no una presunción de certeza o de veracidad, no un valor tasado superior a cualquier otra prueba, no una forma de invertir la carga de la prueba. Ya es bastante reconocerles valor probatorio pese a no ser realizadas con respeto escrupuloso del principio contradictorio. Pese a que el Tribunal Constitucional se ha pronunciado ya a ese respecto y, sobre todo, pese a que el artículo 137.3 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común ha acotado
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aún más el valor de las actas de inspección, sigue siendo frecuente que Leyes sectoriales, o incluso simples reglamentos, confieran presunción de veracidad no sólo a tales actas, sino a simples denuncias de agentes de la autoridad, tal y como ha criticado el Consejo de Estado. Hay que desterrar por completo esa práctica, sin que ello, en realidad, tenga graves consecuencias porque, de ordinario, la cualificación e imparcialidad de los funcionarios y las graves responsabilidades en que incurren en caso de falsedad llevarán, normalmente, a considerar acreditados los hechos que reflejen sin necesidad de una regla que les otorgue un valor especial. A lo sumo, cabría reconocerles legalmente valor suficiente para adoptar medidas provisionales u otras medidas de restablecimiento de la legalidad sin carácter sancionador, pero no auténticas sanciones. Ahora bien, admitido su simple valor probatorio sin presunción de veracidad añadida y sin carácter superior a otras pruebas, deben reducirse los requisitos que actualmente impone el artículo 137.3 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. En concreto, no tiene justificación suficiente y crea un problema grave en muchos sectores la exigencia de que las actas u otros documentos similares hayan de provenir de quien tenga la condición de autoridad, con exclusión, por tanto, de los agentes de la autoridad. Por el contrario, la Ley general que se propone debería aceptar el valor de prueba en los procedimientos administrativos de las actas y denuncias de los funcionarios con la condición de agentes de autoridad y de cualquier otro funcionario sin necesidad de que tenga reconocida la condición de autoridad, condición que, por otra parte, es de significado incierto. — Posibilidad, límites y condiciones de inspecciones por entidades privadas. El ejercicio por particulares de funciones de inspección tiene ya hoy una extensión amplia y, probablemente, se desarrollará más en el futuro. El mismo Derecho comunitario ha propiciado su utilización en algunos ámbitos. Se trata de un fenómeno explicable ante una complejidad técnica en aumento que la Administración no puede abordar con medios propios o para la que tendría que dotarse de una organización excesivamente costosa y compleja. Presenta, además, otras muchas ventajas que explican su desarrollo. Pero reconocido lo anterior, y sin que necesariamente haya de frenarse este fenómeno, hay que comprender que tampoco está exento de peligros y que debe procederse a su reconocimiento y hasta ampliación sin que suponga merma alguna de las garantías de los
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intereses generales protegidos, asegurando que estas entidades privadas estén realmente en condiciones técnicas y de imparcialidad para la misión que se les confía y preservando en todo un papel de la Administración con las potestades necesarias para supervisar la actividad de estos organismos privados y para suplir sus deficiencias y carencias, de modo que pueda actuar directamente cada vez que lo estime oportuno. La Administración debe ocupar el vértice de este sistema y ser garante de su buen funcionamiento. No siempre esto ha quedado suficientemente asegurado ni el fenómeno se ha desarrollado en todo caso tras la imprescindible reflexión sobre su implantación, que, por otra parte, se ha ido ampliando desordenadamente, sin una visión de conjunto y sin un marco legal general que lo encuadre. Este fenómeno no debe seguir evolucionando al albur de decisiones administrativas inconexas —a veces, parece, sólo motivadas por el simple deseo de descargar de trabajo y de responsabilidad a algunos ramos administrativos— y con un régimen variopinto, sin unidad alguna y plagado de deficiencias y lagunas. La Ley, precisamente la Ley, debe acotar con rigor los sectores y condiciones generales en que los particulares pueden ejercer las funciones de inspección, con simples actividades materiales o con actos jurídicos e incluso con verdadero ejercicio de autoridad, estableciendo los títulos que habiliten a ello en cada caso, las facultades que se les pueden llegar a conferir, la situación de los sometidos a este tipo de controles, los medios de supervisión de la Administración, los cauces de impugnación de su actividad ante la Administración correspondiente y de control judicial, así como el sistema de responsabilidad. — Otros aspectos. Sin necesidad ya de un desarrollo pormenorizado, suficiente será hacer referencia a otros aspectos que igualmente serían objeto de la regulación básica que se propone. Por lo pronto, se contemplarían otras actuaciones de los servicios de inspección distintas de las propiamente inspectoras: así, las de información sobre la normativa a la que están sometidos los inspeccionados y sobre la forma de cumplir sus deberes; o la posibilidad de formular requerimientos de corrección de las deficiencias observadas; o la de intervenir en las pruebas de los procedimientos posteriores, si así lo decide el instructor. Asimismo, cabría regular la adopción excepcional por parte de los inspectores de medidas provisionales cuando sean absolutamente imprescindibles para la protección urgente de los intereses públicos en peligro.
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También podrían establecerse algunas reglas generales sobre la financiación de la actuación inspectora, sobre todo para hacer recaer los costes del servicio sobre quienes generan especiales riesgos. Sería, finalmente, oportuna una regulación general de las infracciones y sanciones por resistencia u obstrucción a la labor inspectora. En la actualidad, ello es objeto de multitud de leyes sectoriales que, ante la inexistencia de una regulación general, se ven obligadas a acometerla en cada ámbito. El resultado es insatisfactorio, con tipificaciones y sanciones injustificadamente diferentes. La responsabilidad patrimonial por los daños causados por los sometidos a inspección es otro aspecto relevante del que se ocupa este informe al analizar la responsabilidad patrimonial de la Administración. 2.
POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN
En España, la potestad sancionadora de la Administración ocupa tradicionalmente una extensión y una relevancia notables. Lejos de disminuir, muchos factores han potenciado últimamente su extensión e importancia, que, por ello mismo, ya no es enteramente una peculiaridad de nuestro Derecho. En gran parte, los mismos fenómenos apuntados para poner de relieve la creciente importancia de las inspecciones administrativas sirven para explicar que el ámbito y las funciones de la potestad sancionadora de la Administración no hayan disminuido, sino aumentado. Un consenso generalizado sobre la inadecuación o insuficiencia de la respuesta penal propiamente dicha ha hecho también que se consolide y extienda esa potestad sancionadora administrativa, que, además, nuestra Constitución admite expresamente, si bien sometida a estrictas condiciones. Sin perjuicio de reconocer la validez y hasta preferencia en algunos terrenos de otros medios no punitivos, preventivos o simplemente educativos y divulgativos, admitiendo incluso que todo el ius puniendi estatal —con matices, también el atribuido a órganos administrativos— debe ser sólo un último instrumento que complete a los demás, puede coincidirse en que la potestad sancionadora de la Administración es, hoy por hoy y probablemente más en el futuro inmediato, un instrumento capital para que las Administraciones garanticen los más diversos intereses generales y una pieza de cierre clave para la efectividad de todas las ordenaciones públicas y, por tanto, para evitar que su inobservancia las deslegitime socialmente.
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Una reforma administrativa que atienda a las nuevas necesidades sociales y funciones administrativas debe poner a punto este instrumento, armonizando debidamente las garantías de los ciudadanos y la eficacia de la Administración Pública. Numerosísimas leyes sectoriales, estatales y autonómicas, incluyen una regulación de infracciones y sanciones administrativas. Se trata inevitablemente de regulaciones parciales normalmente muy incompletas e insuficientes que, incluso cuando contienen soluciones acertadas a gran parte de los problemas (como ocurre con la regulación de las infracciones tributarias, o las del orden social, o las de defensa de la competencia), no pueden extender sus reglas a otros ámbitos. Así, el conjunto del Derecho administrativo sancionador es excesivamente complejo y falto de la conveniente coherencia interna. De esta manera, padece la seguridad jurídica y hasta la misma racionalidad del sistema, si es que puede hablarse de un sistema ante tan dispersa y, a veces, incoherente regulación. Cada Ley sectorial inventa un cuadro de sanciones que incluso se ve obligada a regular en cada caso, prevé o no sanciones accesorias creando diferencias injustificadas e incomprensibles (así, Leyes tan próximas por su materia como las de tráfico o transportes, o las de sanidad, consumo o comercio, o las de medio ambiente, aguas... prevén sanciones muy diferentes para ilícitos muy similares), establece distintos conceptos de autor, o la represión o no de los cómplices, o la responsabilidad de entidades sin personalidad jurídica, o la transmisión o no a los socios de la responsabilidad de las sociedades mercantiles extinguidas. En buena medida, esas diferencias son insalvables y hasta fruto de una acertada adaptación a las peculiaridades de cada sector. Pero en gran parte son el simple resultado de la inexistencia de una regulación que aborde lo que pudiéramos considerar una parte general del Derecho administrativo sancionador que, además de establecer un marco general en el que hayan de desenvolverse las previsiones sancionadoras sectoriales, ofrezca una base común sobre la que puedan descansar todas esas leyes sin necesidad de abordar casuísticamente los problemas o abandonarlos a soluciones de simple práctica administrativa y de la jurisprudencia. Cierto es que la jurisprudencia constitucional y contencioso-administrativa ha realizado a este respecto avances loables, pero por su propia naturaleza, es casuística y fragmentaria y, por otras razones, a veces contradictoria y desconcertante. Una jurisprudencia elogiable pero que no puede suplir la falta de una regulación general y cuyos defectos y carencias derivan precisamente de no contar con esa regulación.
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Algo avanzó en esa línea la Ley 30/1992, que dedicó su Título IX a la potestad sancionadora de la Administración. Pero ese título es muy insuficiente. Casi se limitó a plasmar en preceptos legales lo que ya establecía la Constitución y la jurisprudencia constitucional, con muy pocos añadidos de más que dudoso acierto, algunos de ellos ya corregidos por la Ley 4/1999 (es el caso de la prohibición de delegación de la competencia sancionadora). Prueba de la posibilidad, y hasta de la conveniencia, de ir más lejos la ofrece la experiencia del Derecho comparado. Así, Alemania, Italia y Portugal, donde probablemente el Derecho administrativo sancionador no ha alcanzado la extensión y la gravedad que tiene en España, cuentan ya con una Ley general sobre la potestad sancionadora de la Administración. También alguna Comunidad Autónoma, como la del País Vasco, ha aprobado una Ley general sobre la potestad sancionadora, lo que supone un precedente muy digno de ser tomado en cuenta. Lo que se propone para superar esa situación de inseguridad y de excesiva dispersión es la aprobación de una Ley general de la potestad sancionadora de las Administraciones que, fundada en la competencia estatal sobre las bases del régimen jurídico general de las Administraciones Públicas (art. 149.1.18.ª de la Constitución), tendría carácter básico. A este respecto, la competencia estatal para aprobar tal Ley no es dudosa. Cosa distinta es que su regulación haya de quedar restringida a lo que efectivamente merezca la calificación material de básica, esto es, a lo que realmente se pueda justificar como un mínimo común uniforme necesario para establecer un sistema coherente y que haya de respetar las competencias autonómicas en distintas materias para establecer su régimen sancionador e incluso, en su caso, reglas generales sobre todas esas materias de su competencia. En principio, lo ideal sería que se tratara de una Ley que sólo excluyera radicalmente de su ámbito lo que no son propiamente sanciones (las penalidades contractuales o cualquier otra consecuencia del incumplimiento de contratos o medidas administrativas que no sean propiamente punitivas). Pero ni siquiera debería excluir del todo su aplicación a las sanciones disciplinarias. Sería escrupulosamente respetuosa con las competencias de las Comunidades Autónomas para establecer infracciones y sanciones en las materias asumidas en sus Estatutos, y hasta con la posibilidad de que aprueben normas comunes sobre la potestad sancionadora de sus respectivas Administraciones, estableciendo sólo un flexible marco de referencia. Una relación similar habría que establecer con las Leyes sectoriales estatales, pero, aun así, sin excluir total-
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mente su aplicación en el ámbito tributario y del orden social. Una exclusión completa de las infracciones y sanciones disciplinarias, tributarias y del orden social, tal y como ahora se establece, no está realmente justificada y crea inútilmente complejidad y confusión, aunque sí se pueden admitir ciertas diferencias. Sólo con la pretensión de ilustrar más detenidamente sobre la conveniencia de esta Ley general, y básica y sin entrar en aspectos jurídicos demasiado concretos o técnicos, se enuncian los grandes temas que deberían abordarse en ella. Las soluciones concretas que ocasionalmente se ofrecen son discutibles y se presentan como simples sugerencias o ejemplos. Lo importante, más que esas soluciones concretas, es mostrar la necesidad de esa Ley, de que el legislador básico aborde y resuelva ciertas cuestiones. — Concreción de las consecuencias de la reserva de ley. Es ya seguro que el artículo 25.1 de la Constitución debe entenderse como una proclamación de la reserva de ley tanto en el Derecho penal como en el Derecho administrativo sancionador. Pero es todavía oscuro cuál es el alcance de la reserva en el Derecho administrativo sancionador, de la que casi lo único que puede decirse con seguridad es que es más flexible que la del Derecho penal. Por lo pronto, no es claro su ámbito material, más allá de la tipificación de las infracciones y la determinación de las correspondientes sanciones. Así, por sólo poner algún ejemplo, no se sabe a ciencia cierta si la prescripción de las infracciones es materia reservada a la Ley o si un reglamento puede regularla. Pero es que, además, en lo que se refiere a la tipificación de infracciones y determinación de las sanciones, las consecuencias de la reserva de ley presentan hoy perfiles extraordinariamente borrosos, sin que el legislador haya realizado grandes esfuerzos por hacerlos algo más nítidos. Todo es obra de una muy valiosa jurisprudencia constitucional y ordinaria que la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común pretendió simplemente reflejar, sobre todo en su artículo 129.3. Pero, aun reconociendo las dificultades para que el legislador plasme unos límites que se deben derivar de la Constitución, es todavía mucho lo que una Ley general y básica debe concretar sobre lo que haya de exigirse a las Leyes sectoriales y lo que pueda permitirse a los reglamentos. Sobre todo, esa Ley que se propone debería abordar con rigor las posibilidades reglamentarias en relaciones de sujeción especial y similares, ante las que los tribunales se están encontrando con graves dificultades y en las que, más que a una flexibilización, se
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está llegando a una completa inseguridad. También está resultando en exceso problemática la reserva de ley y el posible desarrollo por normas de ordenamientos autonómicos sin normas con rango de ley. El más destacado supuesto es el de las ordenanzas locales, único al que el legislador ha prestado hasta ahora atención. Pero problemas similares están suscitando las Universidades y, muy especialmente, las Corporaciones de Derecho público representativas de intereses profesionales y económicos, con una vasta potestad sancionadora que sólo encuentra una debilísima base legal y no, de ninguna forma, una verdadera regulación por Ley ni de las infracciones ni de las sanciones. Igualmente hay normas de organismos públicos y, especialmente, de autoridades administrativas independientes, incluso algunas no publicadas en los boletines oficiales, cuyo incumplimiento encuentra el respaldo represivo de la potestad sancionadora, sin que tampoco sea fácil señalar hasta qué punto ello es respetuoso con la reserva de ley. Incluso no se descarta la posibilidad de que la autorregulación aporte la antijuridicidad de las infracciones administrativas y que a ella se remitan eventualmente las Leyes. Ese desconcertante panorama es el que, antes que nada, puede y debe abordar y clarificar la Ley general y básica sobre la potestad sancionadora de la Administración. — Regulación general de los elementos esenciales de las infracciones administrativas. Es ya generalmente aceptado que la infracción administrativa exige, como el delito, la existencia de una acción u omisión, típica, antijurídica y culpable, de modo que, en consecuencia, la falta de voluntariedad, tipicidad, antijuridicidad o culpabilidad exime de responsabilidad, de manera similar a como ocurre en el Derecho penal. Algunos de estos requisitos han sido considerados, incluso, exigencias constitucionales. No es necesario enfatizar el cambio radical frente a ciertas doctrinas clásicas, muy extendidas, que negaban la antijuridicidad y la sustituían por una especie de antiadministratividad, o que proclamaban su carácter objetivo excluyendo la culpabilidad. Pero es necesario extraer ahora las consecuencias de todo ello y plasmarlas en una Ley. La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común no lo hizo y hasta induce a veces en sentido contrario, como cuando dice que se sancionará «aun a título de simple inobservancia». La Ley es cuando menos oportuna, no sólo para dar seguridad y consistencia a esta construcción teórica, sino porque, incluso partiendo de ella y de los condicionantes constitucionales ineludibles, es
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mucho el ámbito de configuración que queda y que debe cubrir el legislador, no pura y simplemente la jurisprudencia, que está realizando a este respecto una labor encomiable sin reservas, pero insuficiente y casuística por su propia naturaleza. Tampoco es esto algo que pueda quedar a la libre configuración de cada Ley sectorial para las infracciones que contemplen, lo que no haría sino aumentar la absurda heterogeneidad y la confusión. Una Ley general y básica sobre la potestad sancionadora de la Administración debería abordar estos extremos, en buena medida inspirándose en las soluciones del Derecho penal, pero también con modulaciones a veces profundas. Las mismas tradicionales eximentes de la responsabilidad penal servirán en buena medida en cuanto que expresan la falta de los requisitos del ilícito punible. Pero es mucho más lo que hay que regular y concretar. Por ejemplo, en el Derecho administrativo sancionador adquiere particular importancia todo lo relativo a las consecuencias del error. Por otra parte, el Defensor del Pueblo ha tenido ocasión de referirse a los problemas que suscita la exigencia o no de mayoría de edad para poder ser considerado responsable de infracciones administrativas y, en efecto, es éste un tema testigo, entre otros muchos, de la conveniencia de la Ley que se postula y, en especial, de esta regulación de sus elementos esenciales. Otra cuestión muy relevante y relacionada con lo que se expone es la del momento en que hayan de entenderse cometidas las infracciones, lo que tiene capital importancia, entre otras cosas, para determinar el inicio de los plazos de prescripción o la Ley aplicable. — Sujetos responsables y clases de responsabilidad por infracciones administrativas. Una de las diferencias más notables con el Derecho penal es que en el Derecho administrativo sancionador se admite la responsabilidad de las personas jurídicas. Ello debe mantenerse como regla general, e incluso sería conveniente plantear la posibilidad de admitir con cierta amplitud la responsabilidad de uniones sin personalidad jurídica (por ejemplo, comunidades de bienes), como ya está consagrada para infracciones tributarias, en aquellos sectores en que el ordenamiento les impone deberes. Al no hacerse así, en la actualidad es necesario consagrar una responsabilidad solidaria de distintos sujetos, con los inconvenientes de todo orden que ello entraña. Pero la responsabilidad de las personas jurídicas plantea problemas desconocidos para el Derecho penal que una Ley general ha de abordar. En especial, esa aceptación de la responsabilidad de personas jurídicas debe completarse con una regulación de las
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consecuencias a estos efectos de su disolución —antes, incluso, de que se inicie el procedimiento sancionador—, que no puede significar la impunidad pues, de lo contrario, se estará consagrando una fácil vía de eludir la responsabilidad, como está ocurriendo hoy en algunos ámbitos. De nuevo, el ejemplo de la legislación sobre infracciones tributarias ofrece un modelo que, con algunos matices, podría consagrarse con carácter general. No hay, de otra parte, ninguna regulación general sobre la responsabilidad de los distintos partícipes de las infracciones administrativas: nada sobre lo que se entiende por autor o sobre la posible responsabilidad de quienes, sin cometer propiamente la acción tipificada como infracción, colaboran a ella de distintas formas. Son las Leyes sectoriales las que ocasionalmente, de ordinario con gran imperfección, se ocupan fragmentariamente de ofrecer algún concepto de autor o de ampliar la responsabilidad a ciertos partícipes, sin que exista el más mínimo marco general sobre el que sustentar esa regulación ni sobre la determinación de las sanciones correspondientes. La Ley que aquí se propone debería ofrecer esa regulación general, partiendo de que sólo son responsables los autores y estableciendo un concepto de autor relativamente restringido. Sobre esa base cabría prever la responsabilidad de algunos partícipes o colaboradores, según lo que establecieran las Leyes sectoriales, pero consagrando ya algunas reglas comunes, quizá sobre la responsabilidad de los funcionarios que tolerasen o dejasen de perseguir las infracciones o sobre los profesionales que con su pericia colaborasen a la realización de infracciones. En concreto, debería abordarse también el problemático tema de la responsabilidad por hechos de los empleados y colaboradores, así como la de los titulares de los órganos de las personas jurídicas. Debe asimismo avanzarse en la efectividad de la individualización de las sanciones, lo que, entre otras cosas, debe comportar reducir los supuestos de responsabilidad solidaria a algunas hipótesis en que resulte imposible individualizar la responsabilidad o sea muy conveniente esta solución para simplificar la actuación administrativa. Sobre todo, partiendo de que se admitirían algunos casos de responsabilidad solidaria, habría que regular clara y concretamente las consecuencias de ello en cuanto a la tramitación del procedimiento sancionador y contenido y ejecución de las resoluciones sancionadoras que la declarasen, lo que en la actualidad es complicado. También esto último debe establecerse para los supuestos de responsabilidad subsidiaria —cuyo exacto contenido y supuestos justificadores habrían igualmente de ser abordados—, resol-
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viendo sobre todo si los responsables subsidiarios deben ser o no interesados necesarios en el procedimiento sancionador seguido contra el imputado principal, si deben serlo de otro posterior o si sólo deben intervenir en el procedimiento de ejecución, caso de insolvencia declarada del responsable directo. Todo esto, en la actualidad, está huérfano de cualquier regulación general y sólo en algunos sectores se cuenta con una regulación específica, no siempre acertada ni de fácil interpretación y aplicación. — Regulación de los concursos de normas punitivas y de los concursos de infracciones. Toda la regulación actual a este respecto se ha construido casi exclusivamente sobre la base de la proclamación del principio non bis in idem, olvidando en gran parte la otra cara del problema y aspectos capitales de gran importancia práctica. Es cierto que el non bis in idem está consagrado en la misma Constitución, según el Tribunal Constitucional. Pero, pese a ello, no es nada más que una parte de un problema más amplio que el legislador debería abordar, y no lo ha hecho sino muy parcial y deficientemente. En concreto, no se ha prestado atención suficiente a los casos, muy normales, en que sí cabe la acumulación de sanciones (ya sean varias sanciones administrativas o éstas y penas); tampoco se ha resuelto, en los casos en que no cabe imponer nada más que uno de los castigos, cuál es la norma que debe aplicarse preferentemente. A este último respecto, lo único seguro, porque así lo consagra la jurisprudencia constitucional, es la preferencia de las normas penales sobre las administrativas. Pero no hay ninguna regla general para determinar cuál de las normas administrativas en concurso debe aplicarse preferentemente, y esta laguna está llevando de hecho a graves dificultades entre los órganos administrativos encargados de imponer las sanciones en distintos sectores y, a veces, a una duplicación de procedimientos o a una peligrosa inactividad administrativa que, a la larga, conduce a una injusta y nociva impunidad. Aunque no es ahora ocasión de analizar todo esto con detalle y, menos aún, de formular soluciones concretas, sí cabe apuntar que la Ley básica que aquí se propone, sin perjuicio del non bis in idem allí donde realmente debe ser aplicado, debería empezar por proclamar la regla general, que es precisamente la opuesta, de que al responsable de dos o más infracciones, penales o administrativas (ya estén en concurso real o en el llamado concurso ideal), deben imponérsele todas las penas y sanciones correspondientes a cada una de ellas, de modo similar a lo que
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actualmente hace el artículo 73 del Código Penal para los delitos. Las excepciones a ello, derivadas del principio non bis in idem, deberían quedar mejor concretadas que lo que lo son en la actualidad. En particular, convendría una regulación específica de la infracción administrativa continuada y permanente, así como sobre la compatibilidad o la incompatibilidad entre penas y sanciones disciplinarias en los casos de relaciones de sujeción especial y supuestos similares. El mismo Defensor del Pueblo se ha ocupado reiteradamente de ello respecto a los delitos y las sanciones disciplinarias de funcionarios, poniendo de relieve el peligro de no iniciar los procedimientos administrativos por la tramitación de una causa penal, lo que hoy, sin embargo, es normal por la confusa regulación actual. Incluso en los casos en que proceda la imposición de varios castigos, convendría establecer algunas reglas que matizasen su pura suma para evitar que el resultado final sea desproporcionado respecto a la real gravedad de la conducta. Junto a todo esto habría que establecer reglas claras para los casos en que, por aplicación del non bis in idem, no procede nada más que la aplicación de uno de los castigos previstos por varias normas. Por lo que se refiere a la concurrencia de normas penales y administrativas, ya es clara, como antes se ha dicho, la preferencia de las penales y, por tanto, del proceso penal. No lo es, sin embargo, si el procedimiento administrativo no debe ni siquiera de comenzarse o si debe suspenderse en cuanto haya causa penal o si, por el contrario, puede o incluso debe continuarse hasta el momento de dictar resolución. La Ley establecería reglas claras y terminantes a este respecto. Sobre todo, debería establecer criterios para, en caso de que fueran varias normas administrativas las que en principio resultasen aplicables y sólo una pudiera serlo efectivamente, resolver cuál de ellas debe ser preferente (la especial, la que prevea mayor sanción...), lo cual, indirectamente, determinaría el órgano administrativo que debe actuar. — Regulación general de las clases de sanciones y establecimiento de reglas sobre su determinación e individualización. En la actualidad no existe ni una sola regla general sobre las posibles sanciones, su contenido y extensión. Cada Ley crea un cuadro sancionador propio, en el que varía notablemente, y a veces sin justificación alguna, no sólo la extensión de las sanciones, sino las clases de éstas, haciéndolo en ocasiones, por cierto, con muy defectuosa técnica y configurando como sanciones lo que más bien deberían ser medidas de restablecimiento de la legalidad o de preservación de los intereses públi-
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cos. Además de las multas, aparecen o no como sanciones accesorias, complementarias o principales, según los casos, inhabilitaciones, revocaciones de actos administrativos, comisos, pérdida de derechos, cierres de establecimientos, prohibiciones temporales para realizar determinadas actividades, etc. Con frecuencia, estas Leyes sectoriales se ven obligadas incluso a definir esas sanciones o a establecer reglas sobre su ejecución. Aun admitiendo que son las Leyes sectoriales, estatales o autonómicas, las que deben establecer la sanción genérica correspondiente a cada una de las infracciones que tipifican, ello debería hacerse dentro de un marco general que, a semejanza de la parte general del Código penal, estableciera algunas reglas comunes y que, como mínimo, ofreciera unos conceptos sobre los que puedan desenvolverse aquellas Leyes sectoriales. También deberían establecerse con carácter general atenuantes y agravantes del Derecho administrativo sancionador, así como reglas sobre las consecuencias de su concurrencia y su aplicación. A este respecto de la determinación de la sanción correspondiente en cada caso, sólo existe en la actualidad una genérica proclamación del principio de proporcionalidad y una enumeración de criterios muy defectuosa, que crea más problemas de los que resuelve. Ni siquiera es fácil saber si tales criterios pueden servir para agravar la calificación de las infracciones o, por el contrario, únicamente para determinar la extensión correspondiente dentro del margen dejado para las infracciones leves, graves o muy graves. Al final, no sólo las Leyes de cada sector inventan unas reglas muy diferentes, sino que, además, queda un amplísimo margen para la determinación de la sanción procedente en cada caso, con lo que ello entraña de peligro de arbitrariedad, de inseguridad y de conflictividad. Debe corregirse esta situación, que, de hecho, está conduciendo a un excesivo número de contencioso-administrativos en los que los tribunales, con un marco legal demasiado amplio, reducen las sanciones impuestas por la Administración con criterios poco claros y menos precisos. — Reglas generales sobre la competencia sancionadora; en especial, sobre la competencia territorial de las Administraciones autonómicas. La única regla general sobre la competencia sancionadora es la que establece el artículo 134.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, que obliga a encomendar a órganos distintos la fase instructora y la sancionadora. Hay que reconsiderar esta norma, que crea obstáculos notables
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sin que, en su formulación actual, suponga realmente ninguna garantía ni derive de la Constitución. En cambio, puede ser muy conveniente establecer reglas generales sobre las Administraciones y entes públicos que puedan ostentar potestad sancionadora (excluyendo en todo caso a las personificaciones de Derecho privado, aunque sean titularidad de la Administración) y sobre órganos y funcionarios especializados en la tramitación de los procedimientos sancionadores, pues es ésta una materia que requiere de una cierta formación jurídica y en la que las garantías no aumentan por el hecho de que la competencia se atribuya a los órganos superiores. Incluso es una actividad muy propicia para la competencia de las autoridades administrativas independientes o, más modestamente, para que, incluso la atribuida a las Administraciones ordinarias, sea ejercida por órganos con especialización y cierta autonomía. Esta posibilidad debe explorarse y la Ley que se propone, sin perjuicio de la potestad organizatoria de las Comunidades Autónomas y de las Administraciones locales, podría avanzar en esa dirección, siquiera fuera para la propia Administración del Estado. Particularmente problemática está resultando la competencia territorial, por la dificultad que entraña en muchos casos la determinación del lugar en que se entiende cometida la infracción. Sobre todo cuando toda la ejecución en una determinada materia corresponde a las Comunidades Autónomas, la competencia para sancionar de cada una de ellas depende de que la infracción se entienda cometida en su territorio. Si, además, también la competencia legislativa es autonómica, puede estar en juego incluso la Ley autonómica aplicable. En muchos casos, las acciones en que consiste la infracción o su resultado se producen en el territorio de varias Comunidades Autónomas, incluso en el de todas (infracciones suprarregionales). Pero ello no puede suponer que por ese hecho la competencia pase a ser estatal. Lo que hay que decidir es cuál es la Comunidad Autónoma competente de entre todas aquellas en que se ha cometido la infracción o se han materializado sus efectos. Es un aspecto éste que no tiene sentido que aborden cada una de las Comunidades Autónomas, pues ello llevaría a la existencia de distintos criterios y, en suma, a no resolver el problema, sino hasta a agravarlo. Sólo el Estado puede abordarlo con éxito, imponiendo un único criterio que, además, debería ser en principio común a los distintos sectores del Derecho administrativo sancionador. Hasta la fecha, las dificultades a que se ha aludido en este apartado han tratado de ser resueltas en algunos convenios o acuerdos de conferencia sectorial, sin que sea el instrumento adecuado y sin que los tribunales hayan aceptado lo por esa vía dispuesto, llevan-
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do a la anulación de sanciones y a una situación de inseguridad y de peligrosa impunidad. No se trata ahora de señalar concretamente cuál podría ser la mejor solución (quizá el llamado criterio de la ubicuidad, combinado con el de la preferencia de la Administración autonómica que primero iniciase el procedimiento sancionador), sino sólo de destacar que una Ley del Estado —que en este punto contaría con la competencia de conformidad con el artículo 149.1.8.ª y 18.ª de la Constitución— debe afrontar decidida y claramente esta cuestión. — Extinción de la responsabilidad. La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común se ocupa sólo de la prescripción. Pero lo hace con una regulación que, en general, es sólo supletoria de cualquier regulación sectorial, estatal o autonómica, legal o, incluso, según cierta jurisprudencia, reglamentaria. Ello conduce a que en cada sector los plazos de prescripción varíen enormemente y a que, incluso, una misma infracción tenga plazos de prescripción distintos en cada Comunidad Autónoma. No hay tampoco reglas suficientes sobre el inicio del cómputo de ese plazo para infracciones continuadas, permanentes, complejas, ocultas (sin signos externos), etc., lo que sólo algunas leyes sectoriales resuelven, aunque, a su vez, de manera injustificadamente diferente. En parte, esta situación podría corregirse en la Ley general sobre la potestad sancionadora, que también, por otra parte, podría, tal vez, modificar las causas de interrupción de la prescripción, incluyendo, junto con la iniciación del procedimiento sancionador, la formulación de denuncias o la petición de iniciación por parte de los interesados en que se sancione, como ocurre en el ámbito penal. Además, convendría que se regulasen otras causas de extinción de la responsabilidad que hasta ahora sólo contemplan algunas legislaciones sectoriales; así, la condonación, el indulto y, sobre todo, la extinción de las personas jurídicas, aspecto este último al que ya se ha aludido en otra parte de este informe. — Regulación del procedimiento sancionador. La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común optó por no regular un concreto procedimiento sancionador y establecer tan sólo unos «principios del procedimiento sancionador» en el capítulo II de su Título IX, remitiendo todo lo demás a lo que se establezca legal o reglamentariamente. Aun con tan modesta regulación, excluyó expresamente algunos ámbitos
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como los relativos a las infracciones en el orden social y los procedimientos disciplinarios respecto al personal de la Administración. Ni se alcanza a comprender por qué unos simples principios que, en su mayor parte, son pura concreción de lo que ya se desprende de la Constitución son radicalmente excluidos de ciertos ámbitos; ni es razonable que la legislación sobre el procedimiento administrativo común prevista en el artículo 149.1.18.ª de la Constitución sea tan parca en lo que al sancionador concierne; ni, finalmente, se justifica una remisión tan genérica a otras normas, sobre todo a las reglamentarias, que, además, pueden ser específicas y distintas para cada sector e incluso de carácter municipal. El resultado de ello no es satisfactorio, llevando a un exceso de normas sin justificación alguna y a un conjunto complejo que, pese a ello, por paradójico que resulte, está plagado de lagunas. Reconociendo la necesidad de que los procedimientos sancionadores se adapten a las peculiaridades de cada sector y, desde luego, a las de la legislación y organización de cada Comunidad Autónoma, urge, sin embargo, corregir en parte esta situación, dando mayor contenido a la Ley básica, no ya sólo para superar ese panorama normativo excesivamente variado y disperso, sino también para establecer una mejor regulación del procedimiento sancionador, que actualmente plantea muchos problemas. Algunos de los problemas del procedimiento sancionador son en realidad comunes a todos los procedimientos administrativos y fruto de una deficiente regulación del procedimiento administrativo común, que, si acaso, ve agravados sus efectos negativos cuando de la represión administrativa se trata. Un ejemplo sobresaliente de ello son las notificaciones, con una regulación general que dificulta la actuación eficaz de la Administración y que en los procedimientos sancionadores muestra más claramente sus carencias y defectos. Otro es la regulación de la prueba. Los artículos 80 y 81 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común son absolutamente insuficientes para disciplinar un aspecto tan capital de todo procedimiento administrativo. Aplicados al procedimiento sancionador, deben ser puestos en relación con las exigencias derivadas del artículo 24 de la Constitución, sobre todo con el derecho a la prueba y a la presunción de inocencia, y entonces esa parca regulación legal no resulta ya ni mínimamente capaz de orientar la actuación administrativa. En realidad, ni siquiera es fácil saber si todos los medios de prueba admisibles en Derecho lo son en el procedimiento sancionador o si la carga de la prueba sobre las circunstancias que pudieran excluir de responsabilidad —eximentes, prescripción, etc.— recae sobre el imputado o si a éste
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le basta su alegación para que la Administración deba probar que no concurren. Son problemas reales a los que se enfrentan los órganos administrativos y los tribunales, sin que el legislador haya dedicado ni una palabra a ello. Si difícil es saber, por poner otro ejemplo, cómo se han de practicar en el ámbito administrativo la prueba testifical o el interrogatorio de los mismos interesados o la prueba pericial, todo ello es ya verdaderamente enigmático cuando ha de practicarse en el procedimiento sancionador, al que se ajustan mal las reglas extraídas de la Ley de Enjuiciamiento Civil y en el que quizá resultase más adecuado inspirarse en las del proceso penal, aunque con muchas modulaciones. Sea cual fuere la solución por la que se opte, lo que parece aconsejable es que la Ley aborde y resuelva todo esto, pues la total falta de regulación es semillero inagotable de inseguridad y problemas y, quizá también, causa de que la Administración tienda con demasiada frecuencia a no practicar prueba alguna y a basar exclusivamente sus resoluciones sancionadoras en las actas de inspección. Habría que hacer un intento de simplificación del procedimiento sancionador, que en la actualidad, según la regulación reglamentaria estatal, tiene dos actos de verdadera acusación —el acto de iniciación y la propuesta de resolución— con dos correlativas fases de defensa del imputado. Ello, además de una tramitación quizá excesiva, plantea problemas de discordancia entre los sucesivos actos acusatorios. Sin merma del derecho a conocer la acusación ni de las posibilidades de defensa, sería posible que la Ley concentrara la acusación formal en un solo acto y se simplificara el acto de iniciación. De hecho, alguna jurisprudencia viene aceptando que los defectos de uno de esos actos pueden ser suplidos por el otro sin que se produzca indefensión ni vicio invalidante. Las medidas provisionales merecen una atención especial pues, además de asegurar la eficacia de la resolución sancionadora que pudiera recaer, que es su finalidad característica en la inmensa mayoría de los procedimientos, tienen en los sancionadores otras funciones específicas imprescindibles. En especial, han de evitar que se repita la infracción o se continúe cometiendo o se mantengan los efectos de la ya consumada, siempre con grave perjuicio para los intereses generales. Pero esto no es tenido en cuenta por el actual artículo 136 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común —sólo admite las que «aseguren la eficacia de la resolución final que pudiera recaer»—, que crea así un obstáculo injustificado a la actuación administrativa y que no han podido paliar del todo los simples reglamentos que lo han intentado. Es muy conveniente a este respecto
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una configuración legal algo más amplia que, teniendo en cuenta los distintos fines a que lícitamente pueden servir las medidas provisionales en los procedimientos sancionadores, las admita para todos ellos sin exigir su específica tipificación legal, pero sólo en tanto que sean congruentes, proporcionadas y las menos restrictivas de los derechos afectados. Aspecto de gran interés práctico es el de la posibilidad de acumulación de procedimientos sancionadores, no ya sólo para depurar la responsabilidad por diversas infracciones conexas, incluso de distintos sujetos, sino hasta para resolver otras cuestiones como las indemnizaciones en favor de la Administración o el restablecimiento de la legalidad. Esto ya se viene admitiendo, pero es conveniente regularlo con más precisión y, sobre todo, aceptar expresamente que son posibles determinaciones de la resolución del procedimiento sancionador incluso cuando, finalmente, no se considere procedente sancionar (por prescripción de la infracción, por falta de culpabilidad...). Los tribunales, en el fondo, asumen a veces esa solución cuando anulan después la sanción pero no las otras determinaciones (por ejemplo, reposición de la realidad física alterada) de la resolución. La solución presenta enormes ventajas pues no sólo aumenta la eficacia de la actuación administrativa, sino que, a la postre, supone una garantía para el imputado, que no tendrá que ser sancionado para que se satisfagan las necesidades del interés general. Convendría igualmente reconsiderar las consecuencias de la superación de los plazos máximos previstos para la tramitación. La solución actual de la caducidad, al menos tal y como viene siendo entendida y aplicada, no es plenamente satisfactoria ni está sirviendo eficazmente a los fines para los que se estableció, además de que los tribunales vienen negando que se produzca en los procedimientos disciplinarios y en otros que cuentan con una regulación específica. Por último, un aspecto crucial que debe ser abordado por la Ley general sobre la potestad sancionadora es el de la mayor o menor o nula libertad de la Administración para iniciar o no el procedimiento sancionador y para continuarlo o no hasta resolver la imposición de la sanción si se dan los presupuestos para ello. El tema es extraordinariamente complejo y no puede aquí nada más que esbozarse. Por lo pronto, admitir una libertad administrativa plena para iniciar o no los procedimientos sancionadores tiene el grave peligro de derivar en una completa arbitrariedad con vulneración de la igualdad, pues casi inevitablemente conduce a que sujetos que realizan las mismas conductas infractoras sean tratados de forma diferente sin más razón que la voluntad de las autoridades. La ju-
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risprudencia según la cual no cabe alegar la desigualdad en la ilegalidad, ni es causa de invalidez de una sanción el hecho de que conductas idénticas no hayan merecido la represión administrativa, no hace sino contribuir a ese peligro. Por otra parte, la tolerancia o inactividad consciente de la Administración con ciertas infracciones hace que cuando, frente a ello, ejerce aislada, esporádica o sorpresivamente su potestad punitiva pierda toda legitimidad y, desde luego, en cualquier caso, la seguridad jurídica a la que sirve el principio de legalidad en materia sancionadora ve arruinada toda virtualidad práctica, pues, pese a lo que digan las Leyes, los ciudadanos no sabrán las consecuencias perjudiciales que sufrirán si cometen infracciones. Por último, los perjudicados por las infracciones, interesados en que se imponga la sanción pertinente, se ven incapaces para exigir a la Administración la iniciación siquiera del procedimiento sancionador. Tampoco a este respecto la jurisprudencia ha aportado soluciones suficientes, sino que, más bien al contrario, ha construido una doctrina sobre la legitimación para exigir la incoación de procedimientos sancionadores restrictiva y confusa. El Defensor del Pueblo ha tenido ocasión de criticar esta situación y de pedir su modificación. Pero, en sentido contrario, forzoso es reconocer que resulta casi imposible imaginar que la Administración tenga el deber de reaccionar sancionadoramente frente a todas las infracciones, que ello no lleve al colapso, que no sea razonable reconocer a la Administración un cierto margen de apreciación de la oportunidad y de selección racional de las conductas infractoras para utilizar adecuadamente sus limitados medios. Además, el control judicial de esa inactividad sancionadora es muy difícil de articular. No es ocasión de proponer aquí una solución concreta. Pero sí de destacar que la Ley básica sobre la potestad sancionadora debe abordar esta cuestión y encontrar un punto de equilibrio. Aun admitiendo cierta discrecionalidad administrativa, deberían establecerse límites que impidan que derive tan fácilmente en arbitrariedad o pura corrupción, límites que eliminen la total inseguridad y que, finalmente, ofrezcan a los perjudicados por las infracciones e interesados en su represión cauces para exigir la actuación administrativa. Ese punto de equilibrio es posible. Por lo menos, lo es mejorar algo la situación actual. Los enunciados son sólo algunos de los aspectos del procedimiento sancionador que debe abordar la Ley propuesta y cuya regulación clara contribuiría a aumentar la eficacia de la Administración, las garantías de los ciudadanos y la seguridad jurídica. 1 de septiembre de 2003.
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V.
EMPLEO PÚBLICO
LÍNEAS DE REFORMA DEL EMPLEO PÚBLICO* CARMEN ROMÁN RIECHMANN MIGUEL SÁNCHEZ MORÓN FRANCISCO JAVIER VELÁZQUEZ LÓPEZ SUMARIO: Los empleados públicos que tenemos.—La distribución de los empleados públicos.—El régimen jurídico del empleo público.—La selección de los empleados públicos.—El desempeño de los empleados públicos.—La formación de los empleados públicos.—Directivos públicos.—Las retribuciones de los empleados públicos.—La negociación colectiva de los empleados públicos.—La responsabilidad del empleado público.
1. El factor humano es pieza esencial del funcionamiento de las Administraciones Públicas, pues, por idónea que sea la legislación que rige la actividad administrativa y los medios materiales de que se las dote, ninguna Administración puede responder con eficacia a las demandas de la sociedad si no cuenta con un conjunto suficiente de funcionarios o empleados, que reúnan la capacidad profesional necesaria, se hallen debidamente motivados y actúen con sujeción a los valores esenciales del servicio público en un sistema democrático, como son los de eficiencia, imparcialidad, receptividad, honestidad, responsabilidad y respeto a la ley y a los derechos de los ciudadanos. Debemos preguntarnos si nuestras Administraciones Públicas cuentan con el personal que precisan, qué problemas se detectan en el ámbito de la política, la legislación y la gestión del personal y cuáles son las líneas de reforma apropiadas para afrontar tales problemas.
* Los autores de esta ponencia, elaborada para ser debatida como parte del Informe del Grupo de Expertos, deseamos poner de manifiesto que su texto es el resultado de muchas horas de trabajo y discusión entre nosotros. Aunque, como es lógico, la totalidad de las ideas de cada uno no ha podido reflejarse en el texto, coincidimos en el conjunto de los argumentos y, muy en particular, en la consideración básica de que el empleo público en nuestro país debe ser objeto de un proceso de reforma en función de las líneas y propuestas que se expresan en esta ponencia.
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LOS EMPLEADOS PÚBLICOS QUE TENEMOS 2. Lo primero que debe analizarse es si la Administración tiene un número de empleados suficiente y proporcionado para el ejercicio de sus funciones. Al estudiar esta cuestión, los autores de la ponencia han detectado que los datos generales de que se dispone sobre el número total de efectivos, sus diferentes clases y su evolución histórica no son completos. Según fuentes del MAP, en 2002 el número total de efectivos del sector público era de 2.303.076 empleados, con el siguiente desglose: Sector Público Estatal, 544.946; Universidades, 92.302; Comunidades Autónomas, 1.101.999; Corporaciones locales, 552.492. Sin embargo, estas cifras no incluyen datos referidos a sociedades mercantiles participadas exclusiva o mayoritariamente por las distintas Administraciones, entre ellas la Sociedad Estatal de Correos y Telégrafos, ni los de otras entidades de nueva creación que pertenecen también al sector público, como fundaciones públicas o consorcios. También surgen dudas sobre la exactitud y fiabilidad de los datos proporcionados por algunas Administraciones, en especial las locales. En contraste, la EPA del primer trimestre de 2003 incluye un total de 2.675.400 empleados en el sector público, del que atribuye 523.800 a la Administración General del Estado, 305.800 a las Entidades de la Seguridad Social (incluyendo los servicios transferidos a Comunidades Autónomas), 1.068.700 a las Comunidades Autónomas, 556.400 a las Corporaciones locales, 199.500 a las empresas públicas dependientes de todas las Administraciones públicas y 21.100 a otros entes del sector público. Según la EPA, el empleo en el sector público representa el 20% aproximadamente del empleo total asalariado en nuestro país. De lo expuesto se deduce, en primer lugar, la necesidad de que la Administración cuente en todo momento con datos exactos y fiables sobre el volumen, la estructura y la evolución del empleo público. El conocimiento preciso de estos datos es muy importante para elaborar la política de personal y para la planificación estratégica de los recursos humanos de las Administraciones Públicas y, en particular, para la coordinación de la política económica general que corresponde al Estado. Por consiguiente, deben reforzarse las funciones de coordinación atribuidas al efecto al Registro Central de Personal, armonizando los datos estadísticos sobre su personal que deben proporcionar todas las Administraciones y entes públicos. También es necesario que el Registro
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Central estreche su relación con el órgano de la Administración General del Estado con competencia para la planificación estratégica de personal, lo que hoy no sucede. De otro lado, estimamos necesario que se considere y se contabilice como empleo público también el de las sociedades mercantiles, fundaciones y otras entidades de naturaleza jurídica privada participadas total o mayoritariamente por las Administraciones Públicas y sus organismos autónomos o entes públicos. No sólo a efectos estadísticos y porque responde a una realidad económica. Además, porque es preciso aplicar a dicho personal —a su selección, promoción, deberes y responsabilidades— los principios generales del empleo público, sin perjuicio de sus peculiaridades. La creación de sociedades, fundaciones y otros entes dependientes de las Administraciones Públicas no debe servir para excluir la aplicación de esos principios a colectivos o grupos de empleados públicos, cuyo número es creciente. 3. En tercer lugar, los datos sobre el número de empleados públicos que se conocen nos sugieren que, en cantidad y en términos globales, no son insuficientes para sostener el volumen de tareas que la sociedad asigna a nuestras Administraciones Públicas. Dicho sea ahora sin perjuicio de su distribución por clases, actividades y Administraciones, sobre lo que trataremos después. Tampoco es, en números relativos y en porcentaje sobre la población ocupada, un número muy diferente al de otros grandes Estados de la Unión Europea. Ahora bien, en muchos países se ha producido durante los últimos años un proceso de reducción del número de empleados públicos, debido a la privatización de servicios y al cambio de las funciones del Estado. Pese a las medidas legales adoptadas en nuestro país para contener ese número (tasa de reposición de efectivos del 25% establecida en sucesivas Leyes de Presupuestos Generales del Estado), puede afirmarse que no se ha producido una reducción de personal en cómputo global y en el conjunto de las Administraciones Públicas. Al contrario, según los datos del Registro Central de Personal, con todas las cautelas con que deben tomarse, el número de empleados públicos (excluidos los de las sociedades mercantiles públicas) incluso ha aumentado desde 1995 a 2003 en más de 150.000 (incluyendo el personal de la Sociedad Estatal de Correos y Telégrafos). Bien es verdad que estos datos se explican también por otras razones, entre ellas la aparición de un nuevo colectivo de empleados públicos, los militares profesionales de tropa y marinería, que en 2002 suponían unos 64.000 nuevos efectivos. Además, hay que
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tener en cuenta el desarrollo de nuevos servicios públicos y actividades por las Comunidades Autónomas y, sobre todo, por las Administraciones locales, que en el período indicado han visto aumentar su personal en 98.000 efectivos, aproximadamente un 25%. Igualmente hay que tomar en consideración los incrementos de personal en sectores exentos de la tasa de reposición. En cualquier caso, es forzoso constatar una seria resistencia de fondo a la reducción del número de efectivos. De otro lado, la aplicación de aquella medida general, aunque la ley ha venido contemplando notorias excepciones, puede haber producido en algunos servicios y unidades administrativos problemas, siquiera transitorios, de escasez de personal. En consecuencia, cabe plantearse la oportunidad de ese tipo de medidas. Los autores de la ponencia entienden que, aisladamente, no son las más idóneas para adecuar las disponibilidades de personal a la evolución de las funciones de las Administraciones Públicas. Por el contrario, es preciso recurrir a una planificación estratégica de carácter plurianual, así como facilitar una mejor distribución de los empleados públicos. 4. De los datos de que se disponen resulta también que un porcentaje significativo y creciente de los empleados públicos —según la EPA correspondiente al primer trimestre de 2003, el 21,8%— son temporales, ya se trate de funcionarios interinos o de personas vinculadas a la Administración mediante cualquier modalidad de contrato no indefinido. El grueso de este personal no fijo se sitúa en la Administración de las Comunidades Autónomas (22,1%), entre las que existen sensibles diferencias al respecto, y en las Corporaciones locales (32,9%). En todo caso, los datos de personal referidos al 1 de julio de 2003, procedentes del Registro Central de Personal (2.352.810 efectivos), y los de la EPA del segundo trimestre del mismo año (2.516.200 efectivos) tienen un mayor fondo de acercamiento. Sin duda, las Administraciones Públicas necesitan acudir a las modalidades de empleo temporal para desempeñar una parte de sus funciones. Pero el alto porcentaje señalado se explica por otras razones. Entre ellas está la necesidad de incorporar rápidamente nuevos efectivos para prestar nuevos servicios o para el mantenimiento operativo de servicios esenciales, como la sanidad pública. En estos y otros casos, la Administración encuentra dificultades para atender los servicios con el personal de que ya dispone, debido a la falta de capacidad para reordenar sus efectivos, a lo que hay que añadir la complejidad y larga duración habitual de los procesos de selección de funcionarios de carrera. También
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hay que tener en cuenta que, en los últimos años, las Administraciones han encontrado dificultades para asumir un mayor número de personal fijo en virtud de los límites legales para la reposición de efectivos. Ahora bien, sucede que, aunque regida igualmente por principios de mérito y capacidad, la selección del personal temporal no puede ser tan rigurosa como la del personal fijo, de donde se deduce que la alta tasa de temporalidad repercute indirectamente en las garantías de igualdad en el acceso al empleo público. De otra parte, una vez nombrados o contratados, estos empleados, interinos o temporales, asumen funciones y tareas de carácter permanente y van engrosando un colectivo cada vez más numeroso, a la espera de alguna medida legislativa o administrativa que les permita salir de la precariedad y consolidar con facilidad su condición de empleados públicos. Sin embargo, este tipo de medidas tropiezan con obstáculos jurídicos, ya que introducen una desigualdad de trato con otros legítimos aspirantes al empleo público, que muchas veces los tribunales consideran injustificada y, por tanto, contraria a Derecho. Una abundante jurisprudencia reciente da cuenta de este problema. Pero las objeciones que los jueces oponen en ciertos casos a los procesos de consolidación contribuyen a mantener elevado el porcentaje de personal no fijo, en un clima de conflicto social que tampoco es idóneo para la resolución del problema. Se entra así en un círculo vicioso de difícil solución. Los autores de la ponencia estiman que es necesario poner punto final a esta situación, que se arrastra ya durante demasiado tiempo. Para ello será preciso encontrar fórmulas que resuelvan los problemas históricos heredados, conciliando el legítimo interés, no sólo particular, en la estabilización con la observancia de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad en el acceso al empleo público. Pero, sobre todo, es necesario evitar que este tipo de problemas se reproduzca. Para ello se hace imprescindible una reforma legal que introduzca límites precisos y taxativos a la asunción de personal temporal y a la duración de su relación de empleo, al tiempo que asegure en todo caso el sometimiento de la selección también de este personal a los principios constitucionales, mediante sistemas objetivos ágiles. 5. Finalmente, de los datos conocidos y correspondientes a la Administración del Estado se deduce un acusado proceso de «envejecimiento» del empleo público, pues los empleados menores de 30 años representan poco más del 2% del total, mientras que quienes tienen más de 54 años constituyen aproximadamente el 19% y los comprendidos en
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la franja entre 42 y 54 años son casi el 40%. Sin duda, estos porcentajes varían en otras Administraciones Públicas donde más empleo se ha creado en los últimos tiempos. Pero no cabe excluir que el mismo proceso se acentúe también en ellas. Se trata, en todo caso, de datos a tener muy en cuenta en la planificación estratégica de las diferentes Administraciones Públicas, como ya se hace en otros Estados europeos. LA DISTRIBUCIÓN DE LOS EMPLEADOS PÚBLICOS 6. Cuestión distinta es si tenemos a nuestros empleados públicos en las Administraciones y en las tareas para las que son más necesarios. Desde este punto de vista, en los últimos veinte años se ha llevado a cabo un proceso de descentralización de la asignación de los recursos humanos de las Administraciones Públicas muy importante, en virtud de las transferencias de personal de la Administración del Estado a las Comunidades Autónomas. Los autores de la ponencia consideran que ese proceso ha tenido lugar, en términos generales, de forma eficaz y sin grandes conflictos sociales, en un marco de colaboración entre las Administraciones. Sin embargo, aún se detecta la presencia en numerosas unidades de la Administración del Estado de empleados públicos que desempeñaban funciones transferidas o directamente relacionadas con ellas. Muchos de estos funcionarios desempeñan hoy otras funciones de escaso contenido o bien sobredimensionan determinadas unidades orgánicas de apoyo. Esta circunstancia impulsa a los autores de la ponencia a recomendar la reubicación de estos empleados en otros servicios con funciones efectivas. 7. Realizado ya el grueso de las transferencias y en virtud del modelo constitucional, cada Administración territorial goza hoy de amplia autonomía para la gestión de recursos humanos, es competente para evaluar y planificar sus necesidades de personal y procede a poner de manifiesto tales necesidades con regularidad a través de las ofertas de empleo público. No obstante, los autores de la ponencia estiman muy conveniente mejorar la coordinación entre Administraciones Públicas en lo que se refiere a las políticas de personal para evitar algunas disfunciones reales que afectan a la cobertura de sus necesidades y a las legítimas expectativas de los ciudadanos. Sería preciso, por ejemplo, coordinar las fechas de anuncio de las ofertas de empleo público e incluso las de convocato-
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ria de ciertos procesos selectivos para cuerpos, escalas o empleos que existen en todas las Comunidades Autónomas y en los que puede participar cualquier interesado. O, por lo menos, establecer algunos requisitos comunes que impidan a un candidato participar en varios procesos selectivos al mismo tiempo. De esta forma se evitaría que una misma persona concurra simultáneamente a varios procesos selectivos en distintas Administraciones dejando vacantes que estaba previsto cubrir, por quedar en excedencia en alguno de los cuerpos a los que accede. La coordinación de las políticas de personal debe traducirse igualmente en una mayor apertura a la movilidad interadministrativa de los empleados públicos, ya que es palmaria la insuficiencia de mecanismos que permiten el trasvase de empleados de unas a otras Administraciones. Sería preciso convenir en que se acepte con mayor frecuencia la posibilidad de que empleados de otras Administraciones participen en las convocatorias para la provisión de puestos de trabajo propios. También habría que acordar la posibilidad de que, en función de necesidades coyunturales, contingentes o excepcionales y mediante el correspondiente convenio, una Administración pueda «prestar» o poner a disposición de otra una parte de su personal. Podemos pensar, como ejemplo de esta última posibilidad, en el «préstamo» de funcionarios de policía local a municipios turísticos en el período estival o en la colaboración recíproca en períodos festivos. Estos mecanismos pueden evitar, asimismo, que una Administración tenga que recurrir a medidas urgentes o improvisadas de contratación o externalización de servicios, cuando sobran en otras empleados que pueden realizarlos satisfactoriamente. Esta coordinación supone que los niveles de exigencia de méritos y capacidades para ingresar en el servicio público o para acceder a determinados empleos y categorías sean sustancialmente coincidentes en todas las Administraciones Públicas, lo que nos lleva a proponer una homologación, siquiera sea voluntaria, de los procedimientos de selección. Homologación que puede proceder de la evaluación y la certificación de calidad de esos procesos, a otorgar por un organismo o Agencia en los que, en su caso, participen todas las Administraciones Públicas interesadas. Sobre ello abundaremos más adelante. La mayor coordinación de las políticas de personal reclama con urgencia la existencia de un órgano o foro común para el estudio de los problemas y la adopción de acuerdos. Este órgano debe ser una Conferencia Sectorial que eleve el nivel político de la actual Comisión de Coordinación de la Función Pública y que cuente, también, con presencia de una representación de las Administraciones locales.
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8. En el seno de las diferentes Administraciones Públicas se detectan problemas de distribución del personal, que tienen distintas causas. Hay casos de exceso de personal en ciertas unidades administrativas y creación de nuevos puestos de trabajo que se deben a presiones corporativas o departamentales y que no están justificados en las necesidades del servicio. La resistencia del personal a la movilidad forzosa y la falta de mecanismos que faciliten una redistribución de efectivos ágil y rápida generan carencias de personal en ciertas unidades y servicios, que deben recurrir a reclutar personal interino o temporal o a contratar con entidades del sector privado o profesionales externos la realización de funciones de carácter público. Es sintomático, por ejemplo, que los excesos de personal se produzcan por lo común en las unidades «horizontales» de las distintas Administraciones Públicas (dedicadas a funciones generales), mientras que puede constatarse la falta de personal necesario en ámbitos sectoriales y en funciones como las de inspección, en sus diferentes modalidades, cada vez más importantes, pero no por ello menos «incómodas» en el sentir de muchos empleados. En algunas Administraciones u organismos este problema alcanza proporciones escandalosas, pues pueden destinarse a aquel tipo de tareas «horizontales» más del 60% de los empleados. De otro lado, la generalización de los procesos de informatización en las Administraciones Públicas, que es un logro de gran relevancia, no ha supuesto una redistribución de tareas ni un cambio en las formas de trabajo de las unidades administrativas, al menos en la medida en que es posible y necesario. Los autores de la ponencia quieren llamar la atención sobre esta cuestión, de manera que la introducción de las nuevas tecnologías se traduzca en una nueva organización del trabajo, capaz de liberar efectivos para actividades públicas distintas y para mejorar la calidad y la proximidad de los servicios directos a los ciudadanos. 9. Todo este tipo de problemas ha de abordarse poniendo en marcha una verdadera planificación estratégica en las distintas Administraciones Públicas. Esta planificación debe encomendarse, en las Administraciones Públicas con mayor volumen de personal, a unidades especializadas y centralizadas, salvo excepción justificada, para contrarrestar las influencias corporativas o departamentales antes mencionadas. Los autores de la ponencia consideran que la ausencia de este tipo de planificación estratégica, pese a algunas previsiones legales ya existentes, es uno de los problemas más acusados y que condiciona una eficaz gestión del personal en una gran parte de nuestras Administraciones Públicas.
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De igual manera y por las razones antes expuestas, sería deseable que las distintas Administraciones Públicas coordinaran con las demás en el seno de la Conferencia Sectorial aquellos aspectos de su planificación de personal que fueran de interés común. EL RÉGIMEN JURÍDICO DEL EMPLEO PÚBLICO 10. Otra de las premisas para desarrollar políticas de personal adecuadas y, en definitiva, para poder contar con un empleo público de calidad es que las reglas del juego estén claras. Esto es, que la legislación permita conocer a gestores y empleados su margen de actuación, sus derechos, deberes y responsabilidades. A este respecto, los autores de la ponencia constatan también la existencia de serios problemas, tanto de «forma» o estructura como de fondo o contenido. Empezando por los primeros, existe en la actualidad una legislación sobre el empleo público que es, a la vez, voluminosa y dispersa. La dispersión se debe en buena parte a que las leyes generales de función pública componen en el ámbito del Estado una normativa de aluvión, integrada por textos de diferentes épocas (Ley de Funcionarios Civiles de 1964, Ley de Medidas de Reforma de 1984, etc.) y continuamente modificada por las leyes de acompañamiento de los presupuestos, con un estilo que podríamos denominar de «parcheo». Este último problema aparece también en el ámbito de las Comunidades Autónomas. En segundo lugar, el problema se agrava por falta de una delimitación precisa de lo que es la legislación básica del Estado en materia de función pública, precisión a la que obliga, por cierto, la jurisprudencia más reciente del Tribunal Constitucional. Ante esta situación proliferan los estatutos particulares y los regímenes especiales para determinados grupos de empleados públicos. En muchos casos, la especialidad está justificada en razones objetivas, pero no siempre. Y, sobre todo, la dispersión existente puede estar difuminando poco a poco los elementos comunes del régimen jurídico del empleo público, por inexistencia de un marco legal general lo suficientemente claro. Los autores de la ponencia consideran imprescindible abordar con urgencia una reforma de la legislación general en esta materia, aplazada ya durante demasiado tiempo. Esta reforma debe concretar y refundir en un texto único la legislación básica del Estado, legislación que debería ser más reducida que la actual y limitarse a establecer las reglas y garan-
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tías que aseguren la aplicación efectiva, en todas las Administraciones Públicas, de los principios constitucionales relativos al empleo público, en particular los de igualdad, mérito y capacidad e imparcialidad en el ejercicio de las funciones públicas, incorporando también los elementos que permitan dotar de cohesión al sistema del empleo público. Un texto legal semejante debería contar con el más amplio consenso posible entre las diferentes Administraciones Públicas, los partidos políticos y los agentes sociales. De ahí también la necesidad de reducirlo en su alcance y contenido. Así concebida, la legislación general y básica debe abrir un margen más amplio para que cada Comunidad Autónoma pueda adoptar su propia política de personal y contemplar también las peculiaridades del empleo público en la Administración local. De otro lado, la legislación general debe remitirse a aquellos estatutos particulares que, por razones funcionales, estén justificados, pero preservando las garantías comunes en todo caso. Más aún, los autores de la ponencia entienden que una legislación general como la que se propone debe afectar a todo el empleo público, es decir, del sector público, incluido el de empresas, fundaciones y otros entes que tengan ese carácter público, que no debe sustraerse a la aplicación de los mismos principios básicos, por más que puedan establecerse diferencias entre unos y otros grupos de empleados. 11. Precisamente en conexión con este último aspecto, no puede olvidarse que en la actualidad el empleo público está sujeto en nuestro país a una doble regulación, pues hay empleados con estatuto de funcionario —la mayoría— y otros que son contratados laborales. Esta dualidad de regímenes jurídicos, que también existe en otros países, no se debe por entero en el nuestro a razones objetivas, ligadas al tipo de funciones atribuidas a uno y otro grupo. Por el contrario, el desarrollo de la contratación laboral en el empleo público, que es ya muy elevada en algunas Administraciones y sectores, se ha debido sobre todo al interés por huir de las rigideces del régimen funcionarial y buscar una mayor flexibilidad en la gestión de personal (mayor movilidad, posibilidad de despidos por reestructuración…). Otra causa, no infrecuente y que no puede desconocerse, ha sido la de hurtar los procesos de selección de una parte del personal a la aplicación de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. Ocurre, sin embargo, que las pretendidas ventajas de gestión se han diluido, porque, por vía de convenio colectivo, los empleados con contrato laboral han ido adquiriendo las ga-
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rantías de estabilidad e inamovilidad propias de los funcionarios públicos. Por el contrario, la dualidad de regímenes jurídicos aplicables plantea problemas de gestión y crea no pocas veces agravios comparativos innecesarios que, a su vez, repercuten negativamente en la motivación y el desempeño. Los autores de la ponencia entienden que es necesario reconducir esta situación. En primer lugar, ratificando la aplicación de un conjunto de principios y reglas básicos a todos los empleados públicos por igual, por el hecho de serlo. Principios y reglas que se fundan en la garantía generalizada de los principios de mérito y capacidad. A partir de ahí será necesario distinguir las peculiaridades de régimen jurídico aplicables a unos u otros colectivos en función del tipo de responsabilidades que les corresponden en el marco del empleo público y de las garantías de imparcialidad que les sean inherentes. En términos generales e indicativos, la legislación sobre el empleo público debería distinguir tres grandes grupos de empleados en función de ese criterio. Uno general, otro cualificado en virtud de exigencias de especial responsabilidad profesional o de imparcialidad, y un tercer grupo directivo. Los derechos y deberes de unos y otros grupos han de ser en parte distintos, al menos en intensidad. Y, en buena lógica, distinto debería ser el sistema de determinación de sus condiciones de trabajo, en unos casos mediante negociación colectiva, en otros previa negociación o consulta diferenciada, en el tercer caso sin negociación colectiva alguna, pero siempre con sujeción a los límites que se establezcan en las leyes de presupuestos. 12. Otro de los problemas de fondo que deriva de la actual legislación sobre el empleo público es lo que podríamos definir como «hiperregulación», esto es, que hasta el más mínimo detalle del régimen del personal se incluye en una norma jurídica, de diferente rango. Esta circunstancia genera una gran dificultad para una gestión de los recursos humanos ágil y adaptable a los cambios. Se trata de un modelo de legislación típico de una organización burocrática y que encuentra su única explicación, hoy en día, en la persistencia de una mentalidad «garantista» como sustrato de la legislación de la función pública. Una legislación ésta que, en buena medida, se percibe como hecha para funcionarios y por funcionarios. En virtud de ello y ante la demanda de mayor flexibilidad que, a pesar de todo, se hace evidente, la «hiperregulación» deviene también cualitativa, puesto que diferentes colectivos con capacidad de presión e in-
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fluencia intentan blindar su posición y sus ventajas comparativas elevando el rango de las normas que les afectan. A veces, incluso resulta más sencillo «conseguir» un precepto legal —no por casualidad y con frecuencia en las leyes «de acompañamiento»— que modificar un reglamento. De esta manera crece la maraña legislativa y se ponen más obstáculos a una gestión racional de los medios personales con que la Administración cuenta. En reacción contra la situación descrita e incapaz, hasta ahora, de afrontarla con reformas generales, el legislador que quiere innovar huye de nuevo del régimen de la función pública. Así, por ejemplo, cuando se crean entidades públicas y organismos de nuevo cuño, incluidas las autoridades reguladoras independientes. La rigidez normativa conduce a la huida del régimen jurídico público. Los autores de la ponencia consideran, por un lado, que la legislación en materia de empleo público debe reducirse también en su volumen y que no deben regularse por ley los instrumentos de gestión de los recursos humanos, de manera que se atribuya a los gestores una mayor capacidad de organización, planificación y de desarrollo de una escueta legislación en estos aspectos. De otro lado, entendemos que, sin menoscabo de las garantías esenciales del régimen del empleo público, la legislación debe orientarse más a la consecución de objetivos y servicios de calidad, pues no es el interés del funcionario, sino el de los ciudadanos, el que debe presidir también este sector del ordenamiento jurídico. LA SELECCIÓN DE LOS EMPLEADOS PÚBLICOS 13. Debemos preguntarnos a continuación si nuestros empleados públicos reúnen las cualidades necesarias para ejercer las tareas que les corresponden. La respuesta empieza por analizar el proceso de selección. Este proceso está regido por principios constitucionales de igualdad en el acceso a los cargos y funciones públicos y de mérito y capacidad, que deben ser adecuadamente garantizados, pues su vulneración —es decir, el favoritismo y la discriminación en la selección— supone la infracción de un derecho fundamental de todo ciudadano (hoy también en la mayoría de los casos extendido a ciudadanos de otros Estados de la Unión Europea), además de ser contraria a las exigencias del interés público y constituir una fuente de deslegitimación social de la Administra-
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ción. Pero también debe estar regido por principios de eficacia y eficiencia, pues el objetivo último es que la Administración disponga del personal mejor preparado y con la actitud más positiva para el servicio que sea posible, todo ello en un plazo y con un coste razonables. ¿Responde a estas necesidades el sistema de selección de los empleados públicos vigente? En este asunto no sería justo generalizar, ya que los procedimientos de selección, las reglas por las que se rigen y el tipo de órganos que los resuelven varían mucho según los casos y en unas u otras Administraciones, organismos, entidades y empresas públicas. Desde el punto de vista del cumplimiento de los principios constitucionales, sin duda, hay procesos de selección rigurosos, que se tramitan y resuelven por órganos especializados e imparciales, mediante pruebas objetivas y de contenido claramente establecido de antemano. Sobre todo, en las Administraciones Públicas más estructuradas o con mayor tradición. En otros casos, en cambio, sea por la elección inadecuada de un sistema de selección, por las condiciones específicas que se imponen a los candidatos, por la falta de claridad y rigor de las pruebas, la inexistencia de criterios objetivos de evaluación o la falta de garantías de profesionalidad e imparcialidad de los órganos de selección, el proceso deja mucho que desear y abre la puerta a influencias clientelares o a favores personales. Por último, en algunas entidades del sector público, incluidas sociedades y fundaciones de reciente proliferación, ni siquiera existe para todos los empleos un verdadero procedimiento de selección, sino que se recluta el personal, o al menos una parte de él, por designación directa de la autoridad o del gestor competente. También esta situación se presta fácilmente a la inobservancia de los principios constitucionales. Desde el punto de vista de la eficacia del sistema de selección, la situación general no es más halagüeña. El procedimiento más característico entre nosotros, la oposición, y, en especial, las pruebas memorísticas nos han hecho olvidar que el sistema debe ser un conjunto de pruebas para medir capacidades y actitudes del candidato, siempre regido por el principio de competencia. No obstante la actualización de las pruebas y contenidos, se funda en la memorización de temarios extensos, que guardan escasa relación con el desempeño ulterior del funcionario. Por ello permite seleccionar a personas con capacidad de trabajo e intelectual, pero que no siempre son las más idóneas desde el punto de vista de su integración en una organización, sus conocimientos prácticos y habilidades profesionales o su actitud hacia el servicio público. Por otra par-
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te, la preparación de oposiciones tiene un coste social, económico y psicológico difícil de soportar, que hoy en día no suele compensar a los demandantes de empleo cualificado más capacitados. El sistema de oposición ha hecho posible, durante casi un siglo, la integración en la función pública de muchos buenos profesionales. Pero se adapta mal a las características de la sociedad de la información y la tecnología y a las necesidades de una Administración más dinámica y flexible. Aparte de que ya no cumple en la misma medida su función tradicional, por falta de suficiente atractivo. 14. Los autores de la ponencia consideran oportuno, en consecuencia, proponer una serie de cambios en el sistema de selección. Ante todo, ha de garantizarse el cumplimiento estricto del principio de igualdad, en todas las Administraciones Públicas y las entidades que de ellas dependen, inclusive las fundaciones públicas y las sociedades de capital mayoritariamente público, y para todo tipo de personal, funcionario o laboral, con nombramiento o contrato indefinido o con vinculación temporal. Este objetivo puede requerir una labor pedagógica para erradicar algunas prácticas a las que no se atribuye todavía la gravedad que merecen, reforzada por referencias ad hoc en códigos éticos y nuevos tipos sancionadores (y en su caso penales). Pero, sobre todo, debe lograrse garantizando en todo caso la profesionalidad e imparcialidad de los órganos de selección. Estos últimos deben estar integrados exclusivamente por profesionales que, en su conjunto, cuenten con la necesaria especialización. Además, todos los miembros de los órganos de selección deberían ser designados por otros órganos u organismos dotados de independencia funcional, que definan las características de cada procedimiento de selección y sus bases, según las necesidades, y que los organicen efectivamente, resolviendo los recursos o reclamaciones administrativos que pudieran formularse contra las decisiones de los órganos de selección. A este respecto, como ya existe en otros países, proponemos la creación, en las Administraciones con un alto número de efectivos (la del Estado, la de las Comunidades Autónomas, la de los municipios de gran población), de organismos o centros para la selección de personal con autonomía funcional semejante, no sometidos a instrucciones jerárquicas en cuanto al desarrollo de sus funciones. Estos mismos órganos deberían ser competentes para organizar el proceso de selección de una parte, al menos, del personal de las restantes Entidades locales. Además, como instrumento de coordinación, debería crearse una
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Agencia de Selección por acuerdo de la Conferencia Sectorial de Administraciones Públicas. Esta Agencia, a través de los oportunos acuerdos entre las Administraciones Públicas, tendría, entre otras competencias, la facultad de fijar estándares o criterios comunes de calidad de los procedimientos selectivos y la de evaluar los procesos de selección organizados en las distintas Administraciones, atribuyendo en su caso una acreditación de calidad, que sería tenida en cuenta a efectos de promoción y de movilidad interadministrativa del personal. Inclusive las Administraciones Públicas podrían encomendar a la Agencia la organización y control de los procedimientos de selección que deseen. 15. En cualquier caso, el sistema y procedimiento de selección debe responder a un criterio básico: la correspondencia de los requisitos y pruebas con el tipo de funciones que esté llamado a desempeñar, al menos inicialmente, el empleado público. En segundo lugar, en la selección debe poder valorarse no sólo la aptitud de cada candidato, sino también sus habilidades o destrezas, conjuntamente con su predisposición para el servicio público, pues de poco sirve seleccionar al más capacitado si su nombramiento es sólo un aval para futuras actividades privadas. En virtud de los mencionados criterios, ya sea a través de normas especiales o por decisión de las propias agencias u organismos de selección, debe elegirse el procedimiento que resulte más eficaz en cada caso, sin necesidad de atenerse a unos pocos estereotipos legales. Esto es, ha de ser posible combinar, con flexibilidad, la realización de pruebas de conocimiento o capacidad, cuando sean necesarias, con la valoración del expediente académico, de la experiencia previa y otros méritos, o de proyectos y memorias, test y entrevistas personales, cursos de formación en centros especializados, períodos de formación inicial o de prácticas, etc. Tanto los cursos como los períodos de formación o prácticas, por cierto, deben adquirir mayor importancia en el proceso de selección, como ya sucede respecto de algunos grupos de empleados públicos, sustituyendo con ventaja los largos períodos de preparación de oposiciones. Por último, es preciso agilizar al máximo la tramitación de los procedimientos de selección, que en ciertos casos, cuando se trata de procedimientos con una participación masiva (lo que es frecuente en los cuerpos y escalas de nivel inferior), se dilatan en exceso, sobre todo por la avalancha de solicitudes y de reclamaciones contra las listas de admitidos y excluidos concentradas en determinadas fechas. Para remediar es-
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tos problemas, las pruebas deberían celebrarse con mayor asiduidad, manteniéndose convocatorias abiertas y permanentes, de manera que los interesados pudieran formular sus solicitudes en cualquier momento, dentro de un período amplio, y la Administración pudiera tramitarlas con mayor flexibilidad. Igualmente es necesario agilizar el procedimiento de ingreso en algunos cuerpos superiores que, por razones diferentes a aquéllas, se demora más de lo razonable. También es recomendable que la contratación de personal temporal o el nombramiento de interinos se realicen en función de las calificaciones obtenidas en procedimientos de selección de personal funcionario o laboral fijo por quienes no ha sido seleccionados, siempre que hayan superado un umbral determinado de puntuación. Este sistema, que se practica en algunos casos, evita una duplicidad de procedimientos de selección y permite poner a disposición de las unidades administrativas el personal no fijo que necesitan con la mayor rapidez, al tiempo que se funda en criterios objetivos. EL DESEMPEÑO DE LOS EMPLEADOS PÚBLICOS 16. La siguiente cuestión que hemos de examinar se refiere al desempeño de los empleados públicos, es decir, a las condiciones en que se desarrolla su actividad profesional. Esta cuestión es esencial desde un doble punto de vista. Primero, porque un buen desempeño mejora el rendimiento y la productividad del empleado público y, con ello, la eficacia de la Administración. En segundo lugar, porque unas buenas condiciones aumentan su motivación y satisfacción profesional, lo que a su vez repercute en su rendimiento. 17. A estos efectos, un primer problema que se detecta es que, salvo en el caso de profesiones muy determinadas (personal sanitario, docente, militar, etc.), nuestro sistema de empleo público propicia una falta de correspondencia entre la selección, es decir, lo que para ella se pide, y el desempeño de los empleados que son seleccionados. Esto sucede porque contamos con un sistema de función pública que selecciona al personal a través de cuerpos y escalas, esto es, por especialidades y atendiendo a la formación específica de los candidatos. Sin embargo, la especialización requerida puede «diluirse» o contar muy poco una vez que el funcionario ha ingresado, ya que el sistema vigente permite una adscripción a puestos de trabajo del propio grupo de titulación y una
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movilidad interna de los funcionarios casi ilimitada, con independencia de la formación inicial del funcionario. Así, por ejemplo, es fácil encontrar especialistas en gestión asignados a puestos de asesoramiento o a expertos en Derecho o en ingeniería que realizan funciones de pura gestión. Con ello se desaprovechan de manera notoria las capacidades que se han tenido en cuenta a la hora de seleccionar y se hace imposible una planificación adecuada de los recursos humanos, pues ésta opera sobre el personal de nuevo ingreso, pero no puede controlar su evolución posterior. Los autores de la ponencia entienden que, para hacer frente a ese tipo de problemas, habría que determinar mejor el ámbito profesional en el que pueden prestar servicio quienes acceden a través de los distintos cuerpos y escalas, lo que puede hacerse definiendo algunas grandes áreas funcionales en las que hayan de desarrollar su actividad, en función de su cualificación, al menos en las Administraciones más grandes. De esta manera pueden aprovecharse mejor las capacidades y conocimientos de cada empleado, que debe trabajar en aquello para lo que sirve (o en algo parecido) y no en otra cosa. Por supuesto, las áreas de que hablamos no deben considerarse compartimentos estancos ni con ellas deben crearse nuevos problemas de inflexibilidad. Pero para acceder a puestos de trabajo de un área distinta debe exigirse algún tipo de habilitación, basada en la experiencia o en una formación específica, según determine cada Administración. 18. Un segundo problema, relacionado con el anterior, es que en la actualidad no existe en nuestra Administración (salvo excepciones) un verdadero modelo de carrera profesional del funcionario. Un modelo semejante debería cumplir dos condiciones esenciales, como son la posibilidad de progresar en la carrera y la consolidación de la posición alcanzada. Pero estos elementos son muy débiles en el sistema actual. En consecuencia, casi toda la «carrera» se basa en la ocupación sucesiva de diferentes puestos de trabajo, lo que a su vez tiene efectos perversos sobre la organización del trabajo. En efecto, la única forma de progresar que hoy tiene el funcionario público es acceder a un puesto superior al que tiene. En cuanto a la consolidación de su posición, el único instrumento legal con que cuenta es la consolidación del grado personal. Pero esto depende también de los puestos que se desempeñen y, además, es un elemento que no tiene un peso relativo demasiado importante en la retribución del funcionario. Con lo cual apenas permite aproximarse a un sistema de carrera real.
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Los efectos que ello tiene sobre la organización administrativa son claros. Por un lado, la legítima ambición del funcionario por ascender y el interés de cada Administración Pública en retenerle y evitar su pase a otras organizaciones que ofrezcan puestos mejor dotados económicamente llevan a una «inflación de puestos de trabajo», es decir, a crear continuamente puestos de mayor nivel en las relaciones de puestos de trabajo. Con lo cual se desdibuja la lógica organizacional de estas relaciones, pues en muchos casos esa «inflación de puestos» no se corresponde con las necesidades de la organización. Esta presión sobre las relaciones de puestos de trabajo produce también desigualdades importantes entre unas y otras Administraciones, a favor de las que disponen de mayores recursos económicos, o beneficia a colectivos con mayor capacidad de influencia, sin que las diferencias se justifiquen en razones funcionales. Por lo que se refiere al funcionario individualmente considerado, su deseo de mejorar económica y profesionalmente le impele a ocupar puestos de nivel superior cada vez, con independencia de que tenga o no la cualificación necesaria para ello e inclusive de sus propias preferencias laborales, abandonando puestos para los que está mejor preparado. Más aún, ese lógico afán de mejora, unido a la estructura piramidal de las relaciones de puestos de trabajo, desembocan «naturalmente» en la idea de que todo alto funcionario debe llegar a ocupar un puesto «directivo» como culminación de su carrera (por ejemplo, una subdirección general), en una especie de espiral absurda. Así, por ejemplo, un magnífico investigador puede ser un pésimo directivo, por falta de cualidades o de capacidad de dirección, por lo que debería poder progresar en su carrera haciendo lo que mejor sabe y para lo que es más útil. Los autores de la ponencia entienden, en consecuencia, que hay que separar claramente la ordenación del trabajo de la carrera u ordenación profesional, sin perjuicio de los puntos de conexión entre una y otra. En este sentido, las relaciones de trabajo, instrumento que consideramos útil y necesario, deberían adecuarse a nuevas formas de trabajo, que dependen en buena medida de la introducción de las nuevas tecnologías y formas de gestión, reflejando organizaciones más «planas» y con más puestos de trabajo polivalentes o multifuncionales. Los puestos singularizados deberían, en cambio, reducirse y quedar limitados a los que comporten determinadas posiciones jerárquicas o una especial responsabilidad. Por lo que a la carrera u ordenación profesional se refiere, los autores de la ponencia consideran que se debe estudiar la implantación de un
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modelo o sistema que permita reconocer al funcionario, tanto desde el punto de vista retributivo como de prestigio, la posición alcanzada en su trayectoria profesional, sin que ello dependa sólo de la ocupación de un puesto de trabajo determinado, sino también de la evaluación del desempeño, de su formación y de otros méritos y requisitos que en cada caso se determinen. 19. En relación también con la carrera del funcionario, la promoción interna, esto es, la integración en un cuerpo o escala de un grupo superior al del funcionario, constituye un importante factor de progresión y un estímulo para los empleados públicos. Además, permite a la Administración integrar en cuerpos superiores a personas que ya tienen experiencia en el servicio público. Sin embargo, deben exponerse también al respecto algunas reflexiones y sugerencias. En algunas Administraciones los procesos de promoción interna son hoy masivos, quizá en exceso. Esta circunstancia produce cierta endogamia y un mayor envejecimiento del empleo público. Por eso es conveniente reservar siempre un número de plazas suficientes en cada proceso libre para nuevo ingreso (entendemos que más de la mitad por regla general), para posibilitar la entrada de savia nueva en la organización, con todo lo que ello conlleva. De otra parte, aunque no hay duda de que la promoción interna debe realizarse mediante procedimientos competitivos, en la actualidad se advierte que son excesivamente miméticos de las pruebas de ingreso libre, pues lo que se valora son sobre todo conocimientos memorísticos y prácticamente nada la experiencia de los candidatos en el servicio público o el desempeño de sus anteriores puestos de trabajo. Este tipo de procedimientos no responde en muchos casos a consideraciones lógicas, y menos aún es una exigencia de los principios de igualdad, mérito y capacidad, sino que más bien obedece a presiones corporativas. Los autores de la ponencia consideran que, al revisar los sistemas de selección, debe darse prioridad a los procedimientos de promoción interna para que se tenga en cuenta en ellos la valoración de la experiencia y del desempeño, más que conocimientos memorísticos, que muchas veces los candidatos ya han demostrado poseer aun en puestos inferiores. 20. Otro elemento importante a considerar es el que se refiere a la forma de provisión de los puestos de trabajo. En este aspecto, la situación actual se caracteriza porque tenemos un
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sistema de provisión excesivamente rígido, al menos en teoría, que por eso mismo ha llevado a aplicar de manera desorbitada figuras diseñadas legalmente con carácter excepcional. La rigidez se halla en la forma ordinaria de provisión, el concurso, que es excesivamente pautado y no permite en realidad valorar aspectos necesarios para reconocer las aptitudes y las actitudes del funcionario. Además, acceder a un puesto de trabajo por concurso significa hoy tener derecho a desempeñarlo prácticamente de por vida, salvo que el propio funcionario decida acceder a otro. Esta realidad crea un sentimiento de patrimonialización de los puestos de trabajo (la plaza «en propiedad», como aún suele decirse), que se traduce frecuentemente en un espíritu acomodaticio, rutinario y poco innovador y en una falta de estímulo del empleado público para mejorar en su trabajo. No sólo eso, sino que también dificulta la consecución de los objetivos de la organización, pues el gestor encuentra muchas veces imposible cambiar hábitos e incentivar a equipos que son prácticamente inamovibles. Por reacción a tal estado de cosas, la Administración ha hecho un uso excesivo de la comisión de servicios, porque es un mecanismo más ágil y que permite total discrecionalidad. La comisión de servicios se ha convertido así en una forma de provisión de puestos con una especie de «período de prueba», que viene a garantizar casi con total seguridad la posterior ocupación definitiva del puesto que se empieza desempeñando con carácter provisional. Otra de las consecuencias es la extensión abusiva del sistema de libre designación, aunque su utilización varía mucho de unas Administraciones a otras. Sistema éste en que no siempre están claras las causas reales del libre nombramiento y del libre cese del funcionario, que deberían limitarse a razones de confianza profesional, pero que fácilmente pueden obedecer a otro tipo de consideraciones. Los autores de la ponencia estiman necesario poner remedio a esta situación tan poco satisfactoria y, para ello, hay que partir del principio de que la estabilidad en el empleo significa estabilidad en la condición de funcionario o empleado público, pero no inamovilidad en el puesto de trabajo. Conscientes de que este principio comporta reformas de sensible calado, el grupo entiende que debe ser asumido como imprescindible en un sistema administrativo moderno. En virtud de ello, el régimen de provisión de puestos de trabajo debe experimentar cambios importantes. Aunque se mantenga como regla el sistema de concurso, desde luego sobre bases menos rígidas y fundado, sobre todo, en la evaluación del desempeño, la continuidad en el puesto
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al que se accede debe garantizarse sólo durante un tiempo (variable según el tipo de puesto y las circunstancias), transcurrido el cual la renovación en el mismo o la sustitución de quien lo desempeña debe someterse a una nueva evaluación «en positivo», que permita cambiar al funcionario a otro puesto que se adecue mejor a su perfil. Este sistema debe ir unido, lógicamente, a una gestión de personal por competencias. De otra parte, la aplicación del sistema de libre designación debe limitarse en su extensión, dejando ahora de lado los puestos de carácter estrictamente directivo, a los que nos referimos más adelante. No sólo eso, sino que libre designación no tiene por qué significar libre cese. Salvo casos justificados en que es lógico que prime la confianza personal (por ejemplo, secretarías de altos cargos), el desempeño de un puesto de trabajo al que se accede por libre designación debe garantizarse también durante un período mínimo de tiempo, salvo que concurran causas objetivas y tasadas de remoción y así se aprecie motivadamente. Por último, sin excepcionar la duración limitada del cargo, el período de estabilidad garantizada en un puesto de trabajo, se acceda a él por concurso o por libre designación, debe ser superior para quienes desempeñen puestos de control interno, de asesoramiento jurídico o técnico u otros cuyo ejercicio requiera un plus de garantías de imparcialidad. 21. Junto a la carrera profesional y al desempeño, la movilidad de los empleados públicos constituye un elemento fundamental para poder llevar a cabo una planificación estratégica de los recursos humanos y dar así respuesta ágil y no excesivamente gravosa a las necesidades de la Administración. Sin embargo, al hablar de movilidad hay que distinguir según quién la decide y según el ámbito a que se refiere. En cuanto al primer aspecto hay que decir que, aunque legalmente se contempla la posibilidad de movilidad forzosa, en nuestras Administraciones Públicas la movilidad tiene prácticamente un carácter voluntario. Ello es así porque se ha venido concibiendo como un derecho del funcionario y no como un instrumento de gestión de la organización. Esa voluntariedad, esencialmente a través de los distintos sistemas de provisión de puestos de trabajo, supone que las Administraciones no puedan llevar a cabo una planificación y distribución adecuadas de su personal, ni siquiera tendente a cubrir necesidades urgentes y prioritarias. Se da así la paradoja de que tengan que recurrir en ocasiones a la contratación temporal o a la externalización de servicios, cuando hay personal infrautilizado.
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Los autores de la ponencia consideran que, sin perjuicio de los derechos esenciales de los empleados públicos, hay que flexibilizar las posibilidades de movilidad forzosa, pues, como ya se ha dicho, lo fundamental es la inamovilidad en la condición de funcionario, pero no en el puesto de trabajo. Hay que contemplar, pues, reglas de movilidad que permitan dar respuesta rápida a las necesidades de la Administración, distinguiendo las de carácter estructural de las de carácter coyuntural, a efectos de que la Administración pueda atender con los efectivos de que dispone también los aumentos ocasionales o extraordinarios de la carga de trabajo que se puedan producir. 22. De todo lo apuntado hasta ahora se desprende la necesidad de establecer sistemas de evaluación del personal en todas las Administraciones Públicas. La evaluación, que se practica ya con buenos resultados en la Administración militar y en áreas de la Administración civil y que está generalizada en la mayoría de los países de la Unión Europea, tropieza aún con no pocas resistencias. Los autores de la ponencia quieren llamar la atención sobre la necesidad urgente y fundamental de generalizar la evaluación de los empleados públicos. Evaluación que debe realizarse con tres finalidades: para la progresión en la carrera; para la provisión y mantenimiento del puesto de trabajo, y a efectos de determinar una retribución variable correspondiente al desempeño personal. Los sistemas de evaluación que se propone introducir deben tener en cuenta el rendimiento y la consecución de objetivos de los empleados públicos. Para ello debe combinarse la evaluación individual con la evaluación de equipos o unidades. A tal efecto deben establecerse reglas objetivas y homogéneas en cada Administración, pues los resultados de la evaluación tendrán consecuencias en procedimientos competitivos. Sobre la base de esos criterios objetivos, la evaluación ha de pasar necesariamente por la valoración que el superior haga de cada empleado público. Para velar por la calidad de las evaluaciones y, en su caso, resolver las quejas que pudieran producirse, podría crearse una instancia interna de control. Los autores de la ponencia consideran que éste debe ser un elemento decisivo de la reforma en nuestras Administraciones Públicas, que supone, desde luego, un importante cambio de cultura; un cambio que debe contribuir a recuperar el prestigio social de los empleados públicos y el orgullo del servicio público. Pues es preciso poner fin al tópico de que los funcionarios tienen idénticas retribuciones y condiciones de trabajo cualquiera que sea el esfuerzo que realicen y los resultados de su gestión.
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23. Un último problema relacionado con el desempeño es el que tiene que ver con la permanencia de los empleados en el servicio público. Los procesos selectivos son costosos, no sólo para el funcionario, sino también para la Administración. A ello hay que añadir muchas veces un sobrecoste en cursos o períodos de formación que también puede ser importante. Sin embargo y con alguna excepción, la legislación vigente no garantiza un período de permanencia en el servicio de quienes acceden al empleo público en términos que hagan rentable los procesos de selección. Antes al contrario, transcurridos dos años desde el ingreso, el funcionario puede pedir una excedencia que no tiene límite en cuanto a su duración. Se observa también que, en virtud de esa legislación, hay funcionarios (en particular de los cuerpos superiores) que solicitan y obtienen la excedencia tempranamente para prestar servicios en el sector privado y que poco antes de la edad de jubilación solicitan el reingreso, lo que les permite disfrutar de las ventajas de la condición de funcionarios a una edad y con una falta de experiencia pública que hace menos interesantes sus servicios para la Administración. Los autores de la ponencia consideran que esta situación debe corregirse, ampliando el período de obligada permanencia en la Administración antes de poder solicitar la excedencia y estableciendo un límite razonable al tiempo en que se puede estar en esa situación administrativa, con el fin de garantizar un mejor servicio. LA FORMACIÓN DE LOS EMPLEADOS PÚBLICOS 24. En los últimos años se ha realizado un importante esfuerzo en la formación de los empleados públicos. Junto a la actividad permanente del INAP, las Comunidades Autónomas y algunos Ayuntamientos han creado escuelas o institutos de formación de sus empleados. La formación ha dejado de ser patrimonio de unos pocos cuerpos y escalas y se ha generalizado al conjunto de los empleados públicos, sobre todo desde que los fondos de formación continua se destinan a la financiación de cursos y actividades formativas para el empleo público. También hay que destacar las actividades formativas relacionadas con la nuevas tecnologías, que han alcanzado niveles satisfactorios, aunque menos en las Administraciones locales. 25. Por lo que se refiere al contenido de las actividades de formación, sería conveniente ante todo generalizar cursos de acogida para
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quienes se inician en el ejercicio de funciones administrativas, de forma que asuman de manera adecuada los valores del servicio público. En cuanto a los cursos selectivos, ya se dijo que habría que potenciarlos como método de selección. Sin embargo y en la situación actual, no tiene sentido que reiteren conocimientos que se suponen adquiridos en la fase de preparación de la oposición. Por lo que se refiere a los cursos que no son de iniciación, se detecta una oferta abundante de actividades relacionadas con las TICs y con conocimientos jurídicos y presupuestarios, y mucho menor (a veces testimonial) con la actualización de conocimientos y habilidades para desempeñar los diferentes puestos de trabajo. Por eso entendemos que los cursos de formación deben sufrir un proceso de actualización constante, de forma que, en colaboración con las Universidades o con otras iniciativas, proporcionen de inmediato a los empleados públicos conocimientos sobre las novedades, no sólo jurídicas, y los avances técnicos o de gestión necesarios para la mejor realización de sus funciones. 26. La formación es también un elemento de la carrera administrativa. Desde este punto de vista, los autores de la ponencia consideran que las Administraciones Públicas deben establecer en ciertos casos cursos especiales de superación obligatoria para el desarrollo de la carrera profesional. Más aún, debería habilitarse un número de horas al año para la formación obligatoria de cada empleado público. Ahora bien, la existencia de programas masivos de promoción interna, en la Administración del Estado y en las Comunidades Autónomas, da lugar a que una parte importante de las actividades formativas para los grupos de empleados de inferior rango se destinen a su capacitación para la promoción. Pero, por eso mismo, hay funcionarios que prestan mayor atención a esas actividades formativas que a su propio desempeño profesional, con el lógico interés de superar las pruebas selectivas que les permitan el ascenso profesional y mejores retribuciones. De otro lado, hay unidades administrativas que se muestran reacias a autorizar la participación de sus mejores efectivos en actividades de formación, aduciendo las necesidades del servicio, lo que penaliza a los mejores empleados. Los autores de la ponencia entienden que las Administraciones Públicas deben planificar adecuadamente las carreras profesionales, de manera que la promoción no dependa sólo o tanto de actividades de formación, sino que se combinen estos elementos con la evaluación sistemática del desempeño.
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27. Las actividades de formación se realizan en las diferentes Administraciones Públicas de manera desigual. No sólo eso, sino que no es muy frecuente encontrar cursos en los que participen empleados de unas y otras Administraciones, situación que provoca un desconocimiento del resto de las Administraciones Públicas, favorece la incomunicación, dificulta la mutua confianza y la movilidad y repercute negativamente sobre el grado de colaboración interadministrativa. Los autores de la ponencia quieren destacar la necesidad de que se potencien las actividades formativas con participación de empleados de todas las Administraciones Públicas, en su caso por impulso de la Conferencia Sectorial correspondiente, actividades que debería desarrollar regularmente el INAP, además de otros institutos o centros de formación. DIRECTIVOS PÚBLICOS 28. A diferencia de lo que sucede en otros países de nuestro entorno y, en particular, en los grandes Estados de la Unión Europea (Francia, Alemania, Italia), no existe en el nuestro un estatuto diferenciado para quienes ejercen funciones directivas en el seno de las Administraciones Públicas. La dirección, no sólo política (definición de políticas públicas y determinación de objetivos y programas, relaciones con otras Administraciones y con los agentes sociales…), sino propiamente administrativa (organización de los servicios, dirección de personal, gestión presupuestaria, administración del patrimonio, contratación, etc.), continúa siendo una responsabilidad exclusiva de los responsables políticos y de sus colaboradores inmediatos, nombrados y separados libremente por estrictas razones de confianza personal. Sin embargo, los retos de la sociedad del conocimiento y la globalización, la complejidad creciente de las Administraciones Públicas, y la necesidad de mantener la continuidad de los servicios públicos en las condiciones de eficacia, calidad e imparcialidad que la sociedad demanda, aconsejan separar las tareas de dirección política y administrativa, confiando estas últimas a un grupo profesional de gestores públicos con la necesaria cualificación. No basta para ello con que la legislación reserve la titularidad de determinados puestos u órganos directivos a funcionarios o que apele a abstractos criterios de competencia profesional y experiencia para su nombramiento. Es deseable contar con un grupo profesional habilitado para el ejercicio de estas
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tareas de dirección, es decir, especializado en organizar y dirigir equipos con capacidad de liderazgo, desarrollar proyectos, obtener resultados de la organización, negociar y resolver conflictos, etc. Los autores de la ponencia consideran que la legislación debe contemplar y regular la creación de este grupo profesional, al que, bajo la dirección y control de los responsables políticos, se debe confiar ese tipo de funciones y competencias de manera diferenciada y exclusiva. 29. No se trata, a juicio de los autores de la ponencia, de crear una especie de cuerpo superior. Menos aún de configurar el acceso a la función directiva como la culminación de la carrera administrativa o de otorgar el calificativo de «directivos» a determinados cuerpos y escalas superiores. Por el contrario, el acceso a la condición de directivo público debe basarse en la superación de un proceso de formación específico, a cuyo efecto deben establecerse cursos de preparación también especiales, además de tener en cuenta la experiencia y evaluación de los candidatos. La superación del proceso habilitaría al candidato para desempeñar puestos de dirección administrativa, sin perjuicio de otros a los que pueda acceder en su carrera como funcionario. Al mismo tiempo, debería preverse la posibilidad de otorgar la misma habilitación a profesionales procedentes del sector privado, con los requisitos y pruebas que sean adecuados. El grupo o colectivo de directivos públicos debería contar, eso sí, con un régimen jurídico propio, en el que se determine, aparte de la forma de acceso, la de asignación de cargos y la remoción de los mismos, así como las condiciones de empleo básicas. Si bien es lógico que los cargos reservados a personal directivo se cubran por libre designación, pueden establecerse, como sucede en otros países, unas garantías de estabilidad en el cargo al margen de las vicisitudes políticas, que no comporten la inamovilidad absoluta. De la misma manera deben regularse para esos empleados públicos las especialidades necesarias en el régimen de situaciones administrativas y de incompatibilidades; lógicamente, estas últimas más estrictas que las del resto de los empleados públicos, incluyendo limitaciones para ejercer ciertas actividades privadas inmediatamente después de su eventual abandono del servicio público. Por lo que se refiere a sus retribuciones, deben establecerse en función de módulos o criterios razonables y transparentes, teniendo en cuenta tanto las responsabilidades que se les asignan (y la consiguiente dedicación) como las disponibilidades presupuestarias y la necesi-
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dad de hacer atractivo el desempeño de estas tareas a buenos profesionales. Por el tipo de funciones que están llamados a desempeñar, es obvio que las condiciones de trabajo de estos directivos no pueden quedar sujetas a un régimen de negociación colectiva.
LAS RETRIBUCIONES DE LOS EMPLEADOS PÚBLICOS 30. Aspecto esencial del régimen del empleo público es y ha sido siempre el retributivo. Como bien puede entenderse, del sistema de retribuciones de los empleados públicos depende, en gran medida, que las Administraciones Públicas cuenten con el personal cualificado que necesitan y que sus empleados estén adecuadamente motivados y estimulados para realizar correctamente sus tareas. Dado que las Administraciones Públicas actúan en un entorno competitivo, por lo que se refiere al «mercado de trabajo», sólo si ofrecen condiciones de empleo suficientemente atractivas pueden conseguir unos recursos humanos de la calidad que la sociedad demanda. Y, si bien el empleo público presenta ventajas comparativas no desdeñables con el privado, en particular la muy decisiva de la estabilidad laboral, unas oportunidades económicas muy inferiores a las de la empresa privada suelen conducir al abandono del sector público por muchos profesionales activos y competentes. No sólo eso, sino que —lo que es peor— un sistema retributivo cicatero o injusto genera, por reacción, otras disfunciones en el seno del empleo público, tales como el absentismo, la desmotivación, algunas corruptelas o el desbordamiento del régimen de incompatibilidades que tiene su origen en un pluriempleo de facto. A la vista de lo expuesto debemos plantearnos si nuestros empleados públicos tienen la retribución adecuada, tanto en términos generales como en función del trabajo que efectivamente realizan. La respuesta a estas preguntas tiene que ver ante todo con criterios de política económica, pues no hay que olvidar que los incrementos de las retribuciones de los empleados públicos, en términos globales, se fijan en los Presupuestos Generales y que, al elaborarlos y aprobarlos, Gobierno y Parlamento no sólo tienen en cuenta lo que requiere el mejor funcionamiento de los servicios públicos, sino también (incluso prioritariamente) los objetivos de la política económica general. Pero, de otra parte, la respuesta guarda relación directa con los propios criterios de distribución de la
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«masa salarial», esto es, de los recursos económicos que se destinan a la retribución del personal. 31. Los incrementos individuales de retribuciones de los empleados públicos recogidos en las Leyes de Presupuestos señalan que vienen referidos a los incrementos del IPC previsto, lo que arroja diferencias importantes según tomemos como referencia la evolución del IPC y la encuesta de costes laborales del INE: se observa que tomando como base 100 el año 1992, a finales del 2002 el IPC experimentó un incremento correspondiente a 139,2. En cambio, los incrementos retributivos determinados en las Leyes de Presupuestos alcanzaron en el mismo período y para la Administración General del Estado la cifra de 120,4. Ello no obstante, si se tienen en cuenta los costes totales de personal, incluyendo trienios, acuerdos y ascensos (la fuente en este caso es la estadística de masas salariales de los colectivos representados en la Mesa general de Negociación), el incremento de las retribuciones en idéntico período alcanza los 142,9 puntos, cifra algo superior al IPC. Sin embargo, el gasto real en Capítulo I en las Administraciones Públicas aumenta por encima del IPC previsto, lo que indica un reparto no homogéneo entre los diversos colectivos, así como el incremento de efectivos, hechos que parecen indicar la inadecuación de las medidas adoptadas que no consiguen los resultados perseguidos. En consecuencia, puede afirmarse que para los diversos colectivos de empleados públicos ha de realizarse un estudio concreto porque es posible encontrar colectivos en uno y otro sentido. En comparación con el sector privado, durante el mismo lapso de tiempo, el incremento según convenios colectivos llegó hasta los 142,7 puntos (es decir, 22,3 puntos por encima de los incrementos establecidos por las Leyes de Presupuestos, con los que pueden compararse). Si tomamos el coste salarial medio por trabajador y mes, según el INE, éste alcanzó en el período considerado la cifra de 147,5, es decir, 4,6 puntos por encima de la evolución de los costes totales salariales en la Administración del Estado. Hay que tener en cuenta, en cualquier caso, que los datos aportados sobre incrementos retributivos se refieren sólo a la Administración del Estado, por lo que tienen un valor relativo para el conjunto del sector público, ya que las retribuciones suelen ser superiores (aunque carecemos de datos precisos) en las Administraciones autonómicas y locales, en virtud de la asignación de complementos, de ascensos de nivel y de otras medidas, no obstante los límites que para ellas se establecen en los
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Presupuestos Generales del Estado. Con todo, las cifras mencionadas son indicativas de una realidad. Es claro que las restricciones presupuestarias de los últimos años han perjudicado de manera particular a los empleados públicos. Otra fuente de interés es la comparación, según algunos estudios, de las retribuciones entre empleos de nivel, categoría y contenido profesional equivalentes en el sector privado (empresas grandes y medias) y en la Administración General del Estado, incluyendo en este caso todos los complementos y una antigüedad media de cinco trienios (la comparación comprende 27 puestos de trabajo en las empresas y 35 en la Administración, desde el de Director Financiero-Administrativo, comparado con Subdirector General de Programas del Ministerio de Hacienda, hasta los puestos de oficial administrativo y equivalentes). Se deduce de este Informe que, por regla muy general, las retribuciones en la Administración son inferiores en los niveles medios altos a las de las empresas privadas, siendo más acusada la «brecha» cuanto mayor es el nivel del puesto de trabajo y en algunas especialidades profesionales (por ejemplo, los servicios jurídicos, el área informática) más que en otras (ingeniería de proyectos, por ejemplo), y que sólo en los niveles inferiores la distancia es menos neta e inclusive a favor de las retribuciones públicas. Aunque las conclusiones de un informe estadístico semejante también deben aceptarse con cautela, dadas sus limitaciones, igualmente revelan datos y elementos de reflexión interesantes. Por un lado, la inferioridad de las retribuciones en la Administración como regla general. En segundo lugar, que esa inferioridad se agudiza en relación con los empleos directivos y más cualificados o de nivel superior. Lo cual nos lleva a concluir que es en estos casos donde mayor riesgo existe de abandono total o parcial del servicio público. Por último, que la diferencia es menor o no existe o incluso son superiores las retribuciones públicas en niveles inferiores, lo que seguramente se explica por la elevación de los niveles de ingreso y mínimos de los puestos de trabajo en virtud de la negociación colectiva de las Administraciones Públicas. De hecho, también se puede colegir que en la Administración las retribuciones pueden ser equiparables a las del sector privado al inicio de la carrera e incluso estar por encima de éstas, pero el diferencial se ensancha gradualmente con posterioridad, pues el itinerario profesional en la Administración es más corto, y en el caso de los grupos superiores de manera significativa. La conclusión que los autores de la ponencia extraen de estos datos
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es que, para poder contar con unos servicios de calidad, las Administraciones Públicas deben retribuir adecuadamente a su personal y que, si bien no es posible evitar las exigencias de la política presupuestaria, sus retribuciones no pueden seguir distanciándose de las del sector privado. Antes bien, debería tenderse a una recuperación de niveles retributivos de los empleados públicos, invirtiendo la tendencia de los últimos tiempos. Sin embargo, el aumento de retribuciones que se aconseja no debería producirse en los mismos términos que hasta ahora, sino que ha de vincularse directamente a la actitud de cada empleado público y a la consecución de los fines de la organización. Es decir, no son recomendables aumentos lineales sin más, sino una mayor diferenciación de las retribuciones de cada empleado público en función de factores ligados a la calidad de los servicios. 32. Dicho lo cual y por lo que se refiere a quién debe determinar los incrementos retributivos en el sector público, es preciso combinar las competencias que corresponden al Estado sobre las bases y coordinación de la política económica general, reiteradamente reconocidas por el Tribunal Constitucional, con la autonomía de cada Administración (y de cada Asamblea legislativa, en el caso de las Comunidades Autónomas) para remunerar a su propio personal de acuerdo con sus prioridades políticas y sus propios criterios de gestión. En virtud de ello, los Presupuestos Generales del Estado deben seguir fijando el límite máximo anual de incremento de las retribuciones de todos los empleados públicos, pero sólo en términos globales, es decir, de aumento de la «masa salarial» o retributiva. Asimismo y como es lógico, el Estado debería determinar el incremento de aquellos conceptos retributivos que inciden sobre el sistema de clases pasivas. De esta manera, el Estado puede atender a los objetivos de control del gasto público y de estabilidad presupuestaria. Dentro de esos límites, cada Comunidad Autónoma debería gozar, en cambio, de una mayor autonomía de gasto para la distribución de los recursos económicos destinados a retribuir a su personal. Sin duda, esta propuesta no evita, e incluso puede aumentar, las desigualdades retributivas que existen entre unas y otras Administraciones para empleados que desempeñan funciones semejantes. Sin embargo, tiene la ventaja de permitir a cada Administración diseñar una política de personal propia, atrayendo y favoreciendo la permanencia en el servicio público del tipo de empleados que más le interesen e incentivando la carrera y el trabajo de sus efectivos conforme a su propio criterio. Por
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otra parte, tampoco la igualdad nominal de las retribuciones en todas las Administraciones depara una situación equitativa, ya que el coste de la vida varía notoriamente en función del lugar de destino y hay que tener en cuenta factores relativos a la carga de trabajo, a las expectativas profesionales o a las condiciones generales de trabajo, que son diferentes en unas y otras Administraciones. Los elementos de igualación deben provenir, por el contrario, más que de la imposición de retribuciones básicas de la misma cuantía (como hoy sucede, con efectos, por cierto, muy limitados sobre el total de las retribuciones de cada funcionario), de los acuerdos que se adopten por las Administraciones Públicas en sede de coordinación (y de nuevo hay que reiterar aquí la conveniencia de contar con la Conferencia Sectorial en la materia), así como de los resultados de la negociación colectiva con los sindicatos, en los términos a que nos referimos más adelante. 33. Examinando ahora la cuestión desde la óptica de lo que es preciso retribuir a cada empleado público, es decir, de los conceptos retributivos de su nómina, parece altamente conveniente simplificar el sistema actual y modificar alguna de sus premisas, con el objetivo de mejorar la eficacia administrativa. El criterio debe ser el de estimular la dedicación, el esfuerzo y la calidad del trabajo. Para ello es necesario poner fin a la situación en la que dos funcionarios de la misma categoría perciben las mismas retribuciones con independencia del trabajo que efectivamente realizan y de su actitud hacia el servicio. La retribución de cada empleado debe responder (indemnizaciones y gratificaciones aparte) a tres factores distintos: a) lo que es, es decir, su cualificación y categoría profesional; b) el puesto de trabajo que desempeña, es decir, sus características de dificultad, responsabilidad, peligrosidad, dedicación, y c) los resultados de su trabajo, esto es, su productividad. En el sistema actual los dos primeros factores son los más relevantes, mientras que el último tiene una importancia muy secundaria. En realidad, el hoy denominado «complemento de productividad» no sólo es muy reducido en su cuantía, salvo excepciones, sino que se aplica de manera distorsionada e incoherente con su finalidad. En la práctica, a falta de evaluación personal del desempeño y por la existencia de un vivo sentimiento de agravio comparativo, que crea tensiones injustificadas, el complemento de productividad suele repartirse de forma lineal o prorrateada por cada órgano con competencia para distribuirlo, por lo que no sirve en absoluto para compensar al buen empleado
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diferenciándolo del que no pone interés. Otras veces se utiliza para compensar una dedicación extraordinaria, a la manera de un complemento de prolongación de jornada. La situación descrita debe corregirse si se quiere avanzar hacia la excelencia administrativa. Como ya sucede en algunas áreas de la Administración, ciertamente minoritarias, el tercer factor retributivo, esto es, el del complemento o complementos que priman el esfuerzo personal y la consecución de objetivos, debe cobrar mucha mayor importancia relativa. Pero para ello es necesario generalizar la evaluación continuada de los empleados públicos sobre la base de criterios objetivos de rendimiento, sin perjuicio de la estimación del superior jerárquico o del jefe de cada unidad, que en cierto modo es insustituible. Como ya se ha dicho a otros efectos, estos cambios presuponen una evolución de la «cultura» burocrática dominante, evolución que es necesario alentar. LA NEGOCIACIÓN COLECTIVA DE LOS EMPLEADOS PÚBLICOS 34. Especial atención hay que prestar a las relaciones laborales y derechos colectivos de los empleados públicos, en particular a la negociación colectiva. La negociación con las organizaciones sindicales se ha convertido hoy en un factor esencial a la hora de establecer y llevar a la práctica cualquier política de recursos humanos, hasta el punto de que ocupa una gran parte del tiempo de los responsables de recursos humanos de las distintas Administraciones Públicas. Difícilmente podría se de otra manera. Sin embargo, debemos preguntarnos si el modelo y el contenido de la negociación colectiva que tiene lugar en nuestras Administraciones Públicas son los adecuados. Desde este punto de vista, no hay que olvidar que, sea cual sea el modelo que se establezca, el principio de legalidad presupuestaria se impone a la voluntad de las partes, como se deduce de la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo, y en concreto que no pueden superarse los límites establecidos en las Leyes de Presupuestos del Estado, que vinculan a todas las Administraciones Públicas, como ha reiterado la doctrina del Tribunal Constitucional. Estos condicionantes, entre otros, dotan de peculiaridades exorbitantes a la negociación colectiva en el ámbito público. De otro lado, no es novedoso destacar que se detectan algunos problemas de representatividad en el actual esquema de negociación colec-
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tiva, pues la implantación de las organizaciones sindicales negociadoras es muy variable y francamente escasa entre determinados colectivos de empleados públicos. Además, la legislación vigente no define con claridad las materias que deben ser objeto de la negociación y las que quedan excluidas por corresponder a la potestad organizativa de la Administración, lo que ha llevado a plantear no pocos conflictos judiciales sobre el particular. 35. En virtud de todo ello, los autores de la ponencia expresan su convencimiento de que debe avanzarse hacia un modelo de negociación colectiva mejor articulado. No sólo para resolver los problemas concretos detectados, sino también por la circunstancia de que el régimen de negociación afecta a una pluralidad de Administraciones, cuya organización es también compleja, de modo que es necesario atender tanto a los problemas transversales como a otros más particulares. Debería analizarse la posibilidad de crear, por acuerdo de Conferencia Sectorial, una Agencia única para la negociación colectiva en el sector público, tal y como se ha hecho en algún país cercano (en concreto en Italia), Agencia formada por expertos a los que las distintas Administraciones Públicas, de acuerdo con sus competencias, pudieran encomendar la negociación de los convenios colectivos, tanto en lo que se refiere a aspectos comunes como propios de cada Administración, dirigiendo las oportunas instrucciones. Un modelo de este tipo facilitaría una mayor objetividad en la negociación y una mayor igualdad de los resultados. LA RESPONSABILIDAD DEL EMPLEADO PÚBLICO 36. El empleo en las Administraciones Públicas aparece, a ojos de muchos ciudadanos, como un ámbito profesional o laboral en el que es difícil exigir responsabilidades a quienes no cumplen con sus obligaciones e incluso imponer su cumplimiento riguroso y efectivo. Si bien hay que decir que la mayoría de los empleados públicos desempeña sus funciones satisfactoriamente y con honestidad, una apreciación semejante no carece de fundamento. Por tradición jurídica, defectos de organización o simples razones corporativas o gremiales, profundamente enraizadas, el funcionario (y hoy también los empleados con contrato laboral fijo) se beneficia de una situación de estabilidad fuertemente garantizada. En estas condiciones, no sólo la exigencia de responsabilidades, sino
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incluso la imposición de mayores deberes funcionales o de nuevos controles supone un esfuerzo desproporcionado y, muchas veces, un desgaste personal que los responsables políticos y los gestores públicos no siempre están en condiciones de afrontar. La demanda social de reforma de las Administraciones Públicas implica, desde este punto de vista, un cambio sustancial de la «cultura» del empleo público. Se hace preciso sustituir aquella concepción burocrática por una ética del esfuerzo y la responsabilidad, que sea capaz, entre otras cosas, de desterrar los hábitos de pasividad y rutina, combatir el absentismo, el incumplimiento de horarios y la relajación en el trabajo. Ciertamente, algunos pasos se han venido dando en esta dirección durante los últimos tiempos, a partir sobre todo de los programas y acuerdos de modernización de las diferentes Administraciones Públicas. Los avances son, sin embargo, desiguales y, en términos globales, muy limitados todavía, por lo que hay que perseverar y profundizar en esta dirección. Sin duda, los acuerdos con los sindicatos para la modernización que se vienen sucediendo y las acciones formativas y de seguimiento que conllevan constituyen un instrumento útil para estos fines, pues la implicación de los empleados públicos y de las organizaciones sindicales en ese proceso de cambio resulta imprescindible. De otra parte, como ya se ha dicho, lo decisivo es reforzar los incentivos económicos y profesionales o de carrera que estimulen la dedicación, el espíritu de servicio y la calidad del trabajo de cada empleado público. Pero, al mismo tiempo, es necesario perfeccionar el régimen de deberes y responsabilidades. 37. No existe en la legislación vigente un catálogo actualizado y general de deberes de los funcionarios o empleados públicos, salvo para algunos colectivos muy determinados. De hecho, la legislación de la función pública ha puesto más énfasis en los derechos que en los deberes, lo que ya de por sí es sintomático. Los autores de la ponencia consideran necesario introducir cuanto antes una reforma legislativa de este tipo, pues, aunque los deberes pueden deducirse hoy en día de otras normas, en particular las disciplinarias, la enunciación clara del conjunto de deberes de los empleados públicos ha de cumplir una función pedagógica importante. Junto a ello, es conveniente elaborar códigos deontológicos, como ya sucede en otros países de nuestro entorno. Estos códigos, aunque no tengan de por sí carácter normativo (sin perjuicio de su valor interpretativo de las normas disciplinarias), deben contener estándares y pautas de
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conducta de necesaria observancia, especificando y precisando, de manera minuciosa, los que son exigibles y los que no son admisibles en relación con los diferentes deberes establecidos en la legislación. En ellos deben especificarse, por ejemplo, las actitudes éticamente correctas y las reprobables referidas a las relaciones del empleado público con los ciudadanos o usuarios de los servicios públicos, con sus compañeros y con sus superiores y sus subordinados, al desempeño de sus tareas, a las causas de ausencia o retraso en la incorporación al trabajo, a la colaboración con otros servicios y Administraciones, a la imparcialidad y separación de los intereses públicos con sus intereses privados, a la utilización de los medios materiales que se ponen a su disposición, a la lealtad con la Administración en la que presta servicio, al sigilo que sea necesario para salvaguardar los intereses públicos, etc. Estos códigos deontológicos tienen una función preventiva y formativa que no siempre las normas jurídicas, más abstractas, pueden cumplir. Al mismo tiempo, pueden servir de orientación, entre otros criterios, para la evaluación del desempeño y para la actuación de los servicios de inspección interna. La formulación de los códigos éticos debe acompañarse de actividades formativas específicas, que refuercen las convicciones morales de los empleados públicos. 38. En relación con este último aspecto, es igualmente necesario reforzar la inspección interna de los servicios, atribuyéndola a un órgano centralizado para evitar influencias departamentales o corporativas, ya que un órgano de este tipo no existe en todas las Administraciones Públicas ni cuenta, donde existe, con los medios jurídicos y los recursos humanos y materiales adecuados. Dicho órgano, cualquiera que sea su denominación, debería ver potenciada su autoridad por encima de los Departamentos. También deberían completarse sus competencias, entre otras cosas, para elaborar guías de interpretación de los códigos éticos (con participación de los representantes de los empleados públicos y de otros Departamentos), para responder a las consultas que al respecto puedan formularse sobre casos concretos, para llevar y custodiar el registro de intereses de los altos cargos y controlar las declaraciones correspondientes, y para emitir informes, por propia iniciativa o a instancia de otros órganos, en los presuntos casos de conductas no éticas o de corrupción. 39. Cuestión de particular importancia es la que atañe, precisamente, a la colusión entre intereses públicos y privados del empleado públi-
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co, sobre todo en aquellos casos en que se tiene acceso a información privilegiada o se ejercen funciones decisorias o de informe en procedimientos de «adjudicación» de derechos a empresas y entidades privadas o a particulares. Esta cuestión desborda el ámbito estricto del empleo público y, por ello, se examina de manera diferenciada en otro apartado de este informe. No obstante, conviene insistir aquí al menos en la necesidad de actualizar y perfeccionar el régimen de incompatibilidades en el sector público para garantizar al máximo la imparcialidad de quienes ejercen las funciones públicas. Los autores de la ponencia consideran que la legislación vigente de incompatibilidades del personal al servicio de las Administraciones Públicas debería modificarse para definir con más precisión cuáles son las actividades privadas incompatibles con las que desempeñan los empleados públicos. Esa reforma debería incluir la prohibición de que los funcionarios o empleados (al menos los que desempeñen funciones de dirección y responsabilidad) puedan entrar al servicio de empresas del sector (o crearlas o participar en ellas) y que se relacionen con su Administración hasta que pasen varios años desde que abandonen el servicio público o las tareas relacionadas con aquellas empresas. Por el contrario, la vigente legislación de incompatibilidades en el sector público excluye la posibilidad de que el empleado público pueda realizar actividades privadas siempre que desempeñe un puesto de trabajo que comporte la percepción de un complemento específico o concepto equiparable, lo que hoy en día se ha generalizado prácticamente por razones retributivas. Sin embargo, desde este punto de vista, lo que importa es que los horarios del servicio público se cumplan y las funciones públicas se ejerzan correctamente, con independencia de lo que cada empleado pueda hacer fuera de dicho horario. La regla debería flexibilizarse, pues tampoco debe privarse a los empleados públicos que lo deseen del derecho a realizar actividades profesionales y a acceder a fuentes de ingresos complementarias. Eso sí, condicionando esta posibilidad a la declaración de la actividad y al reconocimiento de la compatibilidad, que sólo puede otorgarse con el compromiso y el control oportuno del cumplimiento de los horarios y funciones públicos. 40. En fin, el régimen disciplinario de los funcionarios públicos adolece hoy de notorias deficiencias, tanto en su regulación como en su aplicación práctica, que hacen verdaderamente difícil exigir responsabilidades y salvaguardar, desde esta perspectiva, los intereses públicos. Se trata de un régimen esencialmente garantizador de los derechos de de-
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fensa del funcionario inculpado, que frecuentemente encuentra en él vías de escape y obstáculos que oponer a la asunción de sus responsabilidades. La comparación con el sistema disciplinario propio de las relaciones laborales en el sector privado es, en este sentido, desoladora. Es preciso tomar conciencia de que el desequilibrio e imperfección del régimen disciplinario público generan en la ciudadanía un difuso sentimiento de que, en la Administración, el incumplimiento de las obligaciones no tiene o puede no tener consecuencias, al contrario que en la empresa privada, y también de que esa cierta sensación de impunidad es un factor de desmoralización para los empleados que cumplen fielmente sus tareas. La reforma del régimen disciplinario debería empezar por actualizar la tipificación de las infracciones y las modalidades de sanción, introduciendo a este último respecto sanciones vinculadas a la progresión o regresión en la carrera administrativa. Pero lo más importante es agilizar el procedimiento sancionador, eliminando trámites innecesarios o reiterados, siempre que se respete el derecho a la defensa en términos suficientes y razonables, y estableciendo medidas que permitan preservar en mayor medida los intereses públicos afectados. Tratándose en estos casos del ámbito interno o doméstico de la Administración, no se ve la necesidad, ni jurídica ni funcional, de separar en todo caso la fase de instrucción del procedimiento de la sancionadora, con el doble trámite de alegaciones que conlleva, ni la de encomendar la instrucción y la resolución a órganos distintos, salvo quizá en el caso de las faltas muy graves. Además, debe introducirse un procedimiento abreviado no sólo para las faltas menos graves (que son la inmensa mayoría), sino también para aquellos casos en que existan pruebas concluyentes de los hechos y de sus circunstancias. De la misma manera, es preciso revisar la relación entre procedimientos disciplinarios y penales que se instruyan por unos mismos hechos. Si bien el principio non bis in idem obliga a dar preferencia al procedimiento penal sobre el administrativo, esta regla no debería tener como consecuencia mantener en su puesto al funcionario que puede haber cometido un delito doloso y grave durante el largo período de la instrucción penal. En casos de corrupción u otros semejantes, este tipo de situaciones resultan escandalosas e incomprensibles para la ciudadanía. Deben, pues, arbitrarse medidas cautelares, más allá de lo que hoy prevé la legislación, para que, con el debido control judicial, el empleado público sobre el que recaen indicios ciertos y consistentes de delito no pueda seguir apareciendo revestido de la autoridad pública.
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En cualquier caso y más allá de las reformas legislativas, es necesario que la percepción con que todavía hoy se abordan estos problemas en la práctica evolucione hacia una ética de la responsabilidad. Probablemente ayudaría a ello conferir las potestades disciplinarias o, cuando sean diferenciables, las de instrucción a un órgano especializado, que en las grandes Administraciones podría ser la propia inspección general de servicios, excluyendo la atribución de la tramitación del expediente a funcionarios del mismo cuerpo al que pertenece el expedientado o con un puesto de trabajo próximo.
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ÉTICA PÚBLICA POSITIVA FERNANDO SÁINZ MORENO SUMARIO: 1. El sentido de una ética pública positiva.—2. Compatibilidad entre el desempeño de una tarea en la función pública y la vida personal.—3. Consideración subjetiva: ética de los derechos y deberes estatutarios: a) Deber básico: el trabajo bien hecho. b) Dedicación. c) Sometimiento a la ley y convicciones personales. d) Deber de obediencia. e) Lealtad. f) Imparcialidad: política y amistad. g) Honorabilidad. h) Confianza legítima y buena fe.—4. Consideración objetiva: a) Normas que facilitan la realización de los principios de ética pública. b) ¿Código de ética pública?—5. Cargos electos en la Administración Pública.
1.
EL SENTIDO DE UNA ÉTICA PÚBLICA POSITIVA
¿Tiene sentido dedicar algunas páginas en un informe sobre la reforma de las Administraciones a la ética pública? Sí lo tiene, no tanto para contribuir a erradicar comportamientos abusivos, fraudulentos, prevaricadores, la mayoría de ellos ya tipificados, bien como delitos, bien como infracciones administrativas, como para fomentar una ética positiva, dirigida a reavivar el sentido del servicio público y sus valores, el compromiso con las tareas y funciones del poder público. La tesis, cada vez más extendida, de que la ética nunca sobra, pero que una buena Administración no se logra sólo con comportamientos éticamente correctos, tiene como presupuesto una concepción de la ética como un conjunto de límites negativos, esto es, de principios y de reglas que establecen lo que no se puede hacer, aquellos comportamientos de los que hay que abstenerse. Esa concepción es, sin duda, importante, pero junto a ella existe otra que resalta las exigencias positivas de la ética, aquello que se debe hacer, aquello que los ciudadanos esperan de los funcionarios, su entrega al trabajo bien hecho, a la colaboración leal y eficaz, y, por otra parte, aquello que los funcionarios esperan de los ciudadanos, el reconocimiento social, no sólo económico, de su trabajo. Una actuación ejemplar al servicio de la comunidad en el desempeño de tareas en la Administración no debe ser, según esta nueva concepción de
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la ética pública, una actividad sacrificada, silenciosa, sumisa ante el superior, vergonzante ante la sociedad. Por el contrario, esta nueva ética exige una actitud combativa, en el buen sentido de la palabra, para el mejor desempeño del servicio, y también para el reconocimiento de su labor realizada, y ello porque no es posible desligar los dos aspectos de la cuestión, el de la ética pública y el de la ética de la sociedad civil. ¿Ética personal o ética de la organización? Los comportamientos éticos son conductas personales, pero también la organización y el contexto social y político en que se producen tienen un valor determinante. De modo que las normas administrativas pueden estimular las virtudes positivas o, por el contrario, favorecer el envilecimiento de las personas. La ética pública exige, pues, normas de organización que favorezcan los valores positivos e impidan o dificulten los comportamientos indeseables, de modo que la ética pública, aun teniendo su base antropológica en la conciencia de cada servidor público, se desarrolla en el seno de una organización cuyas reglas de funcionamiento estimulan u obligan, en ciertos casos, a seguir pautas de conducta determinadas. 2.
COMPATIBILIDAD ENTRE EL DESEMPEÑO DE UNA TAREA EN LA FUNCIÓN PÚBLICA Y LA VIDA PERSONAL
No es posible realizar reformas en la Administración que tiendan a fortalecer el comportamiento éticamente positivo de los empleados públicos si no se tiene en cuenta la unidad de la vida humana que impide que se produzca la ruptura total entre la realización de la vida personal y la realización de las tareas que se asumen en la Administración Pública. Hacer compatible la realización del destino personal de cada individuo con el ejercicio impersonal de una tarea pública, a la que éste dedica gran parte de su mejor tiempo, es un problema fundamental de la ética en la función pública, entendida como ética positiva, el deber de hacer. Ciertamente, todo trabajo puede ser una carga negativa, pero también puede ser un estímulo positivo si se configura adecuadamente. La reforma de la Administración debe tener en cuenta esto para su buen funcionamiento. Es bien conocida la actitud mental de muchos empleados y trabajadores: «mi vida comienza cuando salgo de la oficina», «cuando salgo de la fábrica»; «a partir de ese momento soy persona», «soy yo»; «antes he entregado mi voluntad, mi trabajo, a cambio de un salario o de un sueldo que necesito para vivir». Es obvio que, para muchos funciona-
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rios, el ejercicio de su trabajo no es otra cosa que eso. También lo es el hecho de que el ingreso en la función pública no siempre ha sido la respuesta a una vocación, sino a la necesidad de ganarse la vida. Ésta no es, ciertamente, una peculiaridad del trabajo en la Administración Pública, sino también de muchos trabajos que se realizan en la empresa privada. Pero, en todo caso, las malas consecuencias de esta actitud mental son evidentes y necesitan ser corregidas. La solución al problema que aquí se plantea no se encuentra, sin embargo, en el tratamiento psicológico de los empleados, en una cura médica de la depresión y del desánimo —sin perjuicio de que también sean necesarias, dadas las cifras crecientes de bajas laborales por estas causas—, sino en corregir, en la medida de lo posible, algunas de sus causas, al menos las causas sobre las que la organización administrativa puede intervenir. Con carácter general, y dentro de los límites de un informe sobre las líneas generales de reforma de la Administración Pública, se recomiendan dos tipos de medidas: En primer lugar, desarrollar al máximo las medidas que compatibilizan la vida personal y la vida profesional en el ámbito de la función pública, de acuerdo con las directivas y pactos ya convenidos (especialmente en el Acuerdo Administración-Sindicatos para el período 2003-2004 para la modernización y mejora de la Administración Pública). Estas medidas no sólo favorecen la vida personal y familiar, sino que reducen el rechazo a la plena dedicación al puesto de trabajo, al paliar el daño que esa dedicación produce en los ámbitos de la vida personal. Además, se recomienda rectificar la tendencia a desvincular excesivamente a los empleados públicos de su puesto de trabajo. Esa tendencia, fue impulsada enérgicamente para corregir el vicio de la llamada «patrimonialización» de la función pública, debe hoy atemperarse, porque se está llegando al extremo opuesto de considerarlos simples «piezas intercambiables», esto es, a la despersonalización total de los puestos de trabajo, llevada al extremo de que quienes lo desempeñan sienten claramente que no tienen vinculación afectiva alguna a los mismos, y que no va a quedar ni rastro de su trabajo bien realizado. Un equilibrio entre ambos extremos es importante para el buen funcionamiento de la Administración y para el fortalecimiento de las buenas conductas. No siempre puede lograrse que cada empleado, en la Administración Pública, pueda sentir como propia su actividad, pero, en la medida de lo posible, la organización administrativa debe respetar el sentimiento que tanto estimula a la mayoría de los seres humanos, el de dejar memoria de su trabajo y comprobar que éste ha sido útil para las generaciones suce-
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sivas. Y ello no sólo porque lo exige la dignidad humana (art. 10 CE), sino porque lo exigen las bases de la ética pública. Se recomienda, por ello, tener en cuenta este factor en las decisiones que se adopten sobre los cambios de personal y de la organización administrativa. 3.
CONSIDERACIÓN SUBJETIVA: ÉTICA DE LOS DERECHOS Y DEBERES ESTATUTARIOS
Desde el punto de vista personal, la ética pública afecta directamente a la conciencia individual de cada uno de los que participan en el ejercicio de las tareas públicas. Las grandes diferencias materiales que existen entre el contenido de cada una de las tareas no impide, sin embargo, formular consideraciones generales sobre aspectos comunes a todas ellas. Los numerosos códigos de buena conducta o de comportamiento de los empleados públicos contienen amplias directrices generales que en este informe no es necesario ni oportuno analizar. En cambio, sí parece conveniente destacar algunas cuestiones que plantea el cumplimiento de los deberes de los empleados públicos. Las normas administrativas disciplinarias y las leyes penales tipifican la infracción de esos deberes, pero lo dispuesto en esas normas no afecta al campo de la ética pública. Es cierto que existe una tendencia a trasladar a normas punitivas los postulados éticos, pero ello ni agota el campo de las reglas del comportamiento correcto ni elimina la necesidad de reflexionar sobre el fundamento y alcance de las exigencias éticas. El deber básico del trabajo bien hecho puede resumir todas las exigencias de la ética pública, pero para mayor claridad se examinan separadamente algunas de sus manifestaciones: la dedicación exclusiva, el sometimiento pleno a la ley, el deber de obediencia, la lealtad y la imparcialidad, la honorabilidad, confianza legítima y buena fe. Todas ellas están, en efecto, incorporadas al Derecho positivo, pero ello no excluye la necesidad de su tratamiento desde esta otra perspectiva. a)
Deber básico: el trabajo bien hecho
El funcionario es un profesional de la función pública y, además, puede ser un profesional titulado (licenciado en Derecho, en Medicina, arquitecto, ingeniero, economista, etc.) que ejerce su profesión incorporado a la función pública. En este último caso está sujeto tanto a la
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disciplina funcionarial como a las normas deontológicas de su profesión. El trabajo que desempeña cada empleado está determinado por el puesto que ocupa («puesto de trabajo»), de modo que su contenido no lo elige él, ni tampoco los criterios y pautas para su realización, salvo supuestos excepcionales. La organización administrativa, expresión de una estructura racionalizada, parte de la competencia material y territorial de cada órgano que la integra (competencia como elemento esencial —art. 11 de la Ley 30/1992— e irrenunciable —art. 12 Ley 30/1992—), y llega hasta las funciones concretas asignadas a cada puesto de trabajo, según unas plantillas previamente aprobadas. Resulta, por ello, que la tarea encomendada a cada funcionario está limitada por normas generales concretadas mediante «instrucciones» y «órdenes de servicio» (art. 21 Ley 30/1992). Gran parte de lo que el funcionario hace está predeterminado en los tiempos, en las prioridades y en los modos de actuación. No obstante, siempre queda un margen de actuación a cada funcionario, una posibilidad de actuar mejor o peor, de tener iniciativas o no tenerlas. El exacto cumplimiento de las tareas encomendadas puede ser suficiente para, en su caso, exonerarse de responsabilidad disciplinaria y patrimonial, pero puede no ser suficiente para tener por cumplidas sus obligaciones deontológicas. Actualizar su nivel de formación, coordinar su actuación más allá de los cauces supuestos, cultivar una buena relación con los ciudadanos, son exigencias no siempre susceptibles de tipificarse en las disposiciones estatutarias, pero sí en los códigos de buena conducta pública. Entre los problemas que plantea el deber ético del trabajo bien hecho hay que destacar el conflicto entre la calidad y la cantidad del resultado, problema que se acentúa cuando se establecen módulos de productividad retribuidos. Para no llegar a esa situación extrema, ni forzar a una deficiente ejecución de las tareas públicas, se recomienda la elaboración realista de parámetros sectoriales de calidad y cantidad, referidos a unidades administrativas que lo precisen. b)
Dedicación
La exigencia de dedicación exclusiva al ejercicio de una función pública está justificada, en parte, por el deber de imparcialidad y, en parte, por el principio de eficacia, de modo que, aunque implica una limitación
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del derecho al trabajo (art. 35 CE), el Tribunal Constitucional ha aceptado su validez (entre otras, la Sentencia 178/1989, de 2 de noviembre). Esa exigencia tiene una doble cara; su fundamento último se encuentra en el principio de confianza recíproca: obliga al funcionario y obliga a la Administración. De modo que si tal relación recíproca se rompe y se hace prevalecer el principio de situación reglada del funcionario, no reconociendo más derechos que los ya consolidados (derechos adquiridos en el sentido más estricto), es obvio que el funcionario tenderá a adoptar medidas preventivas que no le dejen indefenso ante cualquier acción estatal que lo desampare. La historia de la función pública muestra la dificultad de lograr un equilibrio en esta materia. Se recomienda por ello establecer garantías razonables de estabilidad y compensación adecuada a quienes se dedican exclusivamente a la función pública. No se puede exigir esa entrega si no se establece un sistema justo y proporcionado al trabajo realizado y si, como sucede con tanta frecuencia, quienes han sido mejores y más rectos funcionarios quedan social y económicamente postergados, frente a aquellos que han sabido guardar tiempo y energías para su vida privada. Más aún cuando tampoco reciben una compensación moral por su dedicación al servicio público. En consecuencia, aun conociendo la dificultad legal y constitucional de establecer reglas que vinculen el futuro, se recomienda que, al menos, se valore adecuadamente esta situación en los códigos de ética pública. c)
Sometimiento a la ley y convicciones personales
El Estado de Derecho exige el pleno sometimiento de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.3 CE) y, expresamente, el sometimiento de la Administración y sus funcionarios a la legalidad (art. 103 CE). Los actos administrativos ilegales adolecen del vicio de nulidad o de anulabilidad, según los casos, y dan lugar a la responsabilidad correspondiente. Pero, además, para el funcionario, puede ser motivo de una sanción administrativa por falta muy grave (Ley 30/1984 y Reglamento 33/1986, de 10 de enero) «el incumplimiento del deber de fidelidad a la Constitución en el ejercicio de la función pública» y «la adopción de acuerdos manifiestamente ilegales que causen perjuicio grave a la Administración y a los ciudadanos». También puede constituir el delito de prevaricación (art. 404 del Código Penal). Ahora bien, el principio de legalidad, fácil de enunciar, es difícil de
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cumplir en muchas ocasiones, tanto por la complejidad técnica del derecho como por los problemas de conciencia que puede plantear. Este principio no es, en sí mismo, un principio ético que obligue en conciencia a cumplir cualquier ley, aunque sea legítima según el ordenamiento vigente. Pero sí es un mandato ético la búsqueda de la solución más ajustada al Derecho vigente. No todos los funcionarios guardan una misma relación de legalidad. Para unos, su función consiste «en aplicar las normas»; para otros, consiste en «actuar de acuerdo con las normas». Y aquí surgen multitud de problemas que pueden reducirse a dos principales: 1.º) saber cuándo un acto es legal o ilegal; 2.º) resolver el problema de conciencia que puede suscitar la aplicación de la norma o, incluso, su mero respeto. ¿Cuándo un acto es legal? ¿Cuándo una solución se ajusta al ordenamiento vigente? El funcionario que tiene que decidir o informar o, simplemente, actuar debe saberlo. Y la ignorancia no justifica su inhibición. En esto, la posición del funcionario guarda cierta similitud con la del juez, sobre todo a partir de la Ley 30/1992, que ha incorporado al ámbito de la Administración Pública la prohibición non liquet (art. 89.2). El funcionario, al igual que el juez, no debe resolver con su criterio personal de «buen funcionario», sino con el criterio de legalidad. Claro es que resulta inevitable, para uno y para otro, valorar en conciencia los hechos y el Derecho, y resolver dentro del margen que toda norma le permite. Sólo se le sancionará cuando su resolución sea manifiestamente ilegal, cuando actúe arbitrariamente «a sabiendas de su injusticia» (arts. 404, 320 y 322 del Código Penal de 1995). Al remitirse el legislador a lo que sabe («a sabiendas»), se remite al interior de cada cual con un mandato doble: la obligación de conocer el Derecho y la obligación de aplicar honestamente ese conocimiento. Para el cumplimiento de este deber, legal y ético al mismo tiempo, se recomienda la exigencia de una actualización constante de la formación de los funcionarios, concebida no sólo como un mérito al que puedan aspirar, sino como una obligación básica que deben cumplir, mediante la asistencia y participación en cursos, seminarios, actividades de colaboración, etc. Más complicado es el problema cuando el funcionario «sabe» lo que el ordenamiento dice en un caso concreto, pero su conciencia lo rechaza. ¿Qué hacer entonces? No existe en la función pública una regulación similar a la de la objeción de conciencia militar (art. 30 CE) o a la de la cláusula de conciencia de los profesionales de la información —art. 20.d) CE—, ni tampoco una regulación de la «resistencia civil». La so-
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lución, pues, deberá ser matizada caso por caso. Sólo está prevista la desobediencia cuando la orden recibida sea manifiestamente ilegal (no cuando es de legalidad opinable), como se expone más adelante. No parece posible, sin embargo, establecer una regla general sobre este tema, pero sí aconsejar la introducción de fórmulas de solución para los casos más graves. d)
Deber de obediencia
Vinculado con el genérico deber de legalidad está el concreto deber de obediencia, al que los funcionarios están sometidos (también lo están los trabajadores por cuenta ajena y, quizá, de modo más coactivo). El funcionario se incorpora a una estructura jerárquica (art. 103 CE) que implica recibir órdenes y obedecerlas (y darlas también, según el escalón jerárquico que se ocupe). El Estatuto de la Función Pública establece que los funcionarios deben «respeto y obediencia a las autoridades y superiores jerárquicos» y deben «acatar sus órdenes con exacta disciplina» (art. 79 LFP de 1964). Las instrucciones y órdenes de servicio deben ser obedecidas (art. 21 Ley 30/1992) y, si no se obedecen, el funcionario será sancionado disciplinariamente —art. 7.1.a) RRD—. En el ámbito penal, el delito de desobediencia se encuentra tipificado en el artículo 410.1 del Código Penal de 1995: la conducta de las «autoridades y funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior, dictadas dentro del ámbito de su competencia y revestidas de las formalidades legales…». Pero el alcance de ese deber de obediencia se delimita, primero, eximiendo de responsabilidad penal al que obedece (eximente de obediencia debida, art. 20.7.º CP) y, segundo, liberando del deber de cumplir las órdenes que constituyen una «infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto de ley o de cualquier otra disposición legal» (art. 410.2 del Código Penal de 1995). Éste es, sin embargo, un planteamiento estrictamente jurídico, que no resuelve el problema ético de la obediencia a normas y órdenes legales pero contrarias a las convicciones íntimas de quien las cumple. Este problema ético, aun reconociendo su importancia, no puede dar lugar a que prevalezcan, en el ejercicio de la función pública, las creencias personales sobre las normas y órdenes ajustadas a la Constitución y a la ley, sin perjuicio de que se recomiende su valoración y la búsqueda de soluciones en cada sector que eviten conflictos entre el principio
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de legalidad y los derechos fundamentales garantizados por la Constitución. e)
Lealtad
Los funcionarios están obligados a «colaborar lealmente con sus jefes y compañeros» (art. 76 LFP de 1964). Jurídicamente, se justifica este deber en el buen funcionamiento del servicio, pero éticamente exige algo más y ese algo más puede entrar en conflicto, incluso, con la conveniencia del servicio. La lealtad con los compañeros no es incompatible con la crítica y la denuncia de irregularidades. Pero esa crítica debe ser leal en su forma y en su motivación. Primero deben agotarse las vías internas para subsanar los defectos o las irregularidades del servicio y sólo después, cuando esto ha resultado inútil, puede acudirse a la crítica pública. Hasta entonces, el funcionario debe guardar reserva de lo que conoce para no dañar la imagen de la Administración a la que se sirve y no perjudicar al servicio. Por ello, la Ley de Cataluña 17/1985, de 23 de julio, establece el deber de los funcionarios de «guardar reserva, salvo cuando se cometan irregularidades y el superior jerárquico, una vez advertido, no las enmiende». Por otra parte, el comportamiento leal con la Administración a la que se sirve y con los compañeros en la función pública impide ocultar información útil para los demás en beneficio propio, y obliga a sugerir todas las mejoras que claramente beneficien al servicio. En definitiva, a una generosa actitud de colaboración con los demás. La exigencia de lealtad con los compañeros, con los superiores, con la Administración a la que se sirve, así como el deber de preaviso, tienen un fundamento ético y debe, por ello, incorporarse a las normas deontológicas de la función pública, estén o no incorporadas, además, a las normas estatutarias. f) Imparcialidad: política y amistad La ley que regule el estatuto de los funcionarios públicos debe establecer las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones, dice el artículo 103 de la Constitución. El funcionario debe ser imparcial, debe actuar con objetividad, con eficacia indiferente, según expresión ya clásica en el Derecho de la organización. Pero ello impide
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que sienta, en conciencia, la necesidad de ser fiel a ciertos principios políticos o de ser fiel a sus amigos. Es inútil desconocer esa realidad, sus aspectos negativos y sus aspectos positivos. La Administración y sus funcionarios sirven, dentro de la legalidad, a una acción política dirigida por los órganos de gobierno (arts. 97, 140 y 141 de la Constitución). Pese a lo cual, se exige al funcionario que actúe apolíticamente y se sanciona como falta muy grave la violación de la neutralidad e independencia políticas. Situación psíquicamente compleja, sobre todo para los funcionarios que ocupan altos cargos o, simplemente, cargos con competencia resolutoria. Más aún si se les reconoce el derecho a una activa militancia política y sindical que obliga, en definitiva, a desdoblar su personalidad, sirviendo a determinada política en las horas de servicio y a otra durante el tiempo libre. La solución a este dilema es muy simple en la argumentación jurídica, aunque sea muy difícil en la realidad. Jurídicamente, el funcionario debe ejecutar objetivamente, en el marco de la ley, la acción política que legítimamente impone quien gobierna. Y si no lo hace, o si lo hace indebidamente, puede ser sancionado disciplinaria e incluso penalmente (cohecho, arts. 419 y ss. CP; tráfico de influencias, arts. 428 y ss.; negociaciones prohibidas, arts. 439 y ss.). En el ámbito de las convicciones políticas, las posiciones personales deben ceder ante las reglas del ejercicio del cargo. Pero más difícil es mantener la imparcialidad ante los amigos. Las exigencias de la amistad pueden entrar en conflicto, muy grave a veces, con la imparcialidad burocrática. La experiencia demuestra que hoy y siempre la amistad ha jugado un papel muy importante en todo tipo de organizaciones. El trato exactamente igual a todos los ciudadanos por parte de los poderes públicos es y ha sido una utopía. La experiencia de cada día muestra que también aquellos que proclaman y enfatizan el principio de igualdad solicitan, a renglón seguido, un trato especial. Pero, junto a ese aspecto gravemente negativo, no pueden desconocerse los beneficios que producen los vínculos de amistad o de buen entendimiento dentro de las organizaciones. Por ejemplo, la experiencia demuestra que, con cierta frecuencia, la cobertura de los puestos de trabajo, por razones puramente objetivas de mérito y capacidad, puede conducir a malos resultados si no se logra, dentro de la unidad, una espíritu de equipo, de entendimiento. En estos casos, la valoración de las afinidades es un elemento que debe tenerse en cuenta para lograr el buen funcionamiento de una Administración servida por hombres y no sólo por máquinas.
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g)
Honorabilidad
Un comportamiento claramente desleal debe ser sancionado. En algunos casos, la deslealtad puede llegar a ser una conducta deshonrosa que, si bien no puede sancionarse por la vía de los Tribunales de Honor (prohibidos en la Administración civil y en las organizaciones profesionales, art. 26 CE), puede sancionarse disciplinariamente. La prohibición de tales Tribunales no implica que la honorabilidad no sea exigible en la función pública. La exigencia de un comportamiento honorable para el ejercicio de ciertas profesiones se ha reincorporado al Derecho positivo español después de la entrada en la Unión Europea y se recomienda su inclusión en un Código de Ética Pública. h)
Confianza legítima y buena fe
Una última consideración debe hacerse sobre la actitud personal que los empleados públicos deben adoptar en sus relaciones con los ciudadanos. La proximidad, la colaboración y la información deben regir esas relaciones, pero sin inducir a confusión. La legislación vigente establece que las Administraciones Públicas «deberán respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima» (art. 3.1 LRJ-PAC), y ese respeto exige que su relación con los ciudadanos sea leal y de confianza recíproca, pero sin crear confusión sobre sus expectativas ni sobre sus posibilidades de actuación. Con frecuencia, el reproche que se hace a la Administración, incluso por la vía judicial, de atentar contra la buena fe o la confianza legítima tiene su origen en una confusión creada por funcionarios o autoridades que va más allá de los límites de la prudencia. Estos supuestos, que no están sancionados en las normas disciplinarias, sí deben estarlo en los códigos de ética pública. 4.
CONSIDERACIÓN OBJETIVA
Junto al planteamiento subjetivo de la ética, basado en las convicciones personales, hay que examinar el planteamiento objetivo, basado en reglas que conducen a conductas que se consideran correctas e incluso las imponen. Es bien sabido que el destino de muchos principios y re-
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glas morales es el de incorporarse a normas escritas que o bien los imponen, o bien crean cauces para su realización. La separación entre la consideración subjetiva y la objetiva es, pues, relativa dada la recíproca influencia de una en otra, pero aquí se mantiene para sistematizar las recomendaciones que en este informe se hacen. a) Normas que facilitan la realización de los principios de ética pública En primer lugar, hay que destacar la importancia fundamental de incluir la exigencia de comportamientos éticos en la enseñanza profesional, superior y universitaria, no sólo mediante explicaciones teóricas, sino, sobre todo, mediante reglas de comportamiento. La valoración del cumplimiento de los deberes de los estudiantes no debe quedar reducida a las pruebas de conocimiento. La responsabilidad personal de los estudiantes mayores de edad debe valorarse como la responsabilidad de los trabajadores, y el cumplimiento de reglas de buen comportamiento (por ejemplo, el sistema de honor en las pruebas) debe exigirse como formación para el cumplimiento de deberes cívicos. Dentro de la Administración, las reglas que regulan el procedimiento a través del cual ejerce sus potestades deben configurarse de modo que faciliten la adopción de decisiones no sólo legales y adecuadas, sino también ajustadas a las exigencias éticas del momento en que se adoptan. Los trámites procedimentales, si cumplen el principio de contradicción y están abiertos a todos los interesados, son, como es bien sabido, una vía de penetración y de realización de los principios de ética pública. Las normas que configuran el estatuto de los empleados deben facilitar el buen comportamiento de éstos y proporcionar seguridad suficiente para no temer consecuencias presentes (por ejemplo, perjuicios en la carrera profesional) o futuras (por ejemplo, al pasar a la situación económica de jubilado). Muchas conductas contrarias a la ética pública, cuando no también a las leyes penales, tienen su origen en una mala reacción frente a la inseguridad temida. La transparencia de la actuación administrativa es un factor fundamental en la lucha contra las diversas formas de corrupción, y a esa transparencia contribuyen las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, por lo que tanto la transparencia como el fomento de las tecnologías deben considerarse también como medidas que facilitan la realización de los principios de ética pública.
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Las normas penales que tipifican delitos o faltas como los de abuso en el ejercicio de la función, cohecho, prevaricación, negociaciones prohibidas, tráfico de influencias, violación de secretos, tienen su origen en principios éticos, ahora incorporados al Derecho penal, y lo mismo sucede con las normas disciplinarias, muchas de las cuales tipifican infracciones que, en su origen, fueron violaciones de normas puramente éticas. La extensión de las infracciones disciplinarias ha reducido el campo de los códigos de ética pública. Finalmente, otra cuestión que debe ser valorada desde la perspectiva de la ética pública positiva es la necesidad de regular adecuadamente el sistema de reconocimientos y recompensas (condecoraciones, menciones, etc.), de modo que su obtención sea un estímulo y no una fuente de irritación y desánimo para quienes valoran ese tipo de honores y advierten que su otorgamiento no se rige por reglas objetivas. Se propone, pues, que la regulación de estas recompensas obligue a tener una información suficiente y a crear un órgano independiente al que se atribuya la competencia para formular propuestas vinculantes. b)
¿Código de ética pública?
Lo expuesto, ¿justifica la elaboración de un código deontológico para la función pública? ¿Justifica la creación de una autoridad administrativa independiente que lo aplique? Estos códigos existen para algunas profesiones colegiadas. Los colegios profesionales los aprueban e imponen sanciones a quienes los infringen. El Tribunal Constitucional ha declarado que la aplicación de tales normas deontológicas no vulnera el artículo 25 de la Constitución, sin perjuicio de la conveniencia de «reforzar la previsibilidad del ordenamiento disciplinario corporativo» (STC 219/1989). ¿Y un código de ética funcionarial sería inconstitucional? No es equiparable la situación de quienes ejercen una profesión colegiada a la de quienes se incorporan a la función pública, cuyo estatuto impone condiciones específicas de legalidad. Ahora bien, salvando esa diferencia, ¿es aconsejable la aprobación de un código de ética pública? El hecho de que este tipo de códigos tenga cada vez mayor aceptación en nuestro entorno puede deberse a que corrige el excesivo relativismo moral, producto de un individualismo extremo según el cual no existe instancia superior a la conciencia de cada cual. Ese individualismo conduciría, en este caso, a la destrucción de los principios objetivos de la ética pública y todo quedaría reducido a la convicción interna de
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cada cual: yo decido lo que es bueno en virtud de mis propias razones, que son aquellas que a mí me convencen. En cambio, un código de ética pública introduce valores objetivos que deben respetarse, porque la sociedad considera que responden a la identidad de la Administración. Ahora bien, ¿qué contenido debe tener un código de ética pública? ¿Quién debe determinarlo? Evidentemente, en la actualidad hay que tener en cuenta la existencia de principios de deontología vigentes para las actividades profesionales que ejercen algunos funcionarios (abogados, médicos, etc.) y la existencia de códigos en la Unión Europea que van formando un conjunto de principios comunes europeos. Por tanto, la existencia de códigos sectoriales y la progresiva decantación de principios comunes europeos obligan a armonizar sus contenidos y a lograr el mayor consenso posible para su aprobación. Es muy conveniente que la aplicación de los principios éticos contenidos en un código de esta naturaleza se realice por una comisión independiente cuyas resoluciones, aunque carezcan de la naturaleza de los actos administrativos ejecutivos, tengan el valor moral del órgano del que proceden. La excesiva indeterminación del contenido de estos códigos (amabilidad, confidencialidad, liderazgo, honestidad, probidad, transparencia, etc.) obliga a que su aplicación reúna garantías de que no se utilizan con fines arbitrarios. 5.
CARGOS ELECTOS EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
La peculiar posición de quienes ocupan cargos en la Administración Pública por haber sido elegidos en un proceso electoral exige una consideración especial, no sólo por algunos problemas bien conocidos de transfuguismo, sino por su condición mixta de cargos administrativos y de cargos democráticos. La aprobación de un código de conducta política, en relación con el transfuguismo en las Corporaciones locales (7 de julio de 1998), ha abierto una vía que debe seguirse para tratar, en su conjunto, el estatuto de los cargos electos en la Administración.
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VI.
EL PAPEL DE LAS TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN Y DE LAS COMUNICACIONES EN LA REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN
EL PAPEL DE LAS TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN Y DE LAS COMUNICACIONES EN LA REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN SANTIAGO SEGARRA TORMO SUMARIO: 1. Introducción.—2. La participación de los particulares: 2.1. Planteamiento. 2.2. El particular como afectado en un procedimiento específico: 2.2.1. Oficina virtual. 2.2.2. Identificación electrónica y firma digital. 2.2.3. Acceso a los criterios administrativos. 2.3. El particular como afectado por el interés general.—3. La participación de terceros: 3.1. Planteamiento. 3.2. La representación voluntaria en las relaciones telemáticas: 3.2.1. La acreditación de la representación en cada actuación. 3.2.2. La acreditación de la representación a través del vector de representaciones. 3.2.3. Régimen presuntivo de representación en la colaboración social. 3.2.4. Cuadro recapitulativo.—4. El tratamiento de la información y la gestión del conocimiento: 4.1. Planteamiento. 4.2. Los datos: la información en formato estructurado. 4.3. Los documentos electrónicos: la información en formato no estructurado. 4.4. El capital intelectual: el conocimiento—5. La redefinición de los procedimientos y de la organización: 5.1. La redefinición de los procedimientos: planteamiento. 5.2. Actuación administrativa automatizada: 5.2.1. Actuación administrativa automatizada para el ejercicio de potestades regladas. 5.2.2. Actuación administrativa automatizada para el ejercicio de potestades discrecionales. 5.2.3. Aplicación de la gestión del conocimiento en la actuación administrativa automatizada. 5.3. Notificaciones telemáticas. 5.4. Cooperación electrónica interadministrativa: 5.4.1. Modalidades de cooperación electrónica. 5.4.2. Colaboración en la instrucción de un procedimiento. 5.4.3. Sustitución de la aportación de los certificados administrativos exigidos por una Administración distinta a la que los emite. 5.4.4. Ventanilla única electrónica. 5.4.5. Tramitación telemática de la Sociedad Limitada Nueva Empresa. 5.5. Estructuras organizativas y tecnologías de la información y de las comunicaciones: planteamiento general. 5.6. Las unidades responsables de las TICs. 5.7. Crisis del criterio de competencia por razón de territorio.— 6. Empleados públicos: 6.1. Las TICs como herramienta de trabajo. 6.2. El empleado como miembro de la organización pública. 6.3. E-learning. 6.4. Teletrabajo.
1.
INTRODUCCIÓN
Las tecnologías de la información y de las comunicaciones deben contribuir a la consecución de una Administración Pública eficaz y eficiente. La valoración que de ellas debe hacerse es que superan lo meramente instrumental y penetran en lo sustantivo.
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Según cuál sea el nivel de implantación de las tecnologías para el tratamiento de la información en una organización, se pueden distinguir tres niveles: El primer nivel se da en aquellas organizaciones en las que con las tecnologías de la información se realiza la automatización de los procesos. Se consigue, por lo general, una reducción de tiempos. En el caso de la Administración española, este nivel se alcanzó a finales de la década de los setenta. El segundo nivel de implantación se da en aquellas organizaciones en las que se trata a la información como un activo. Las tecnologías se convierten entonces en el medio necesario para gestionar este activo. Se da especialmente en las organizaciones que realizan una actividad muy intensa en información, como es el caso de la Administración, en las que tanto para la función de asistencia como para la de control se necesita información. Con carácter general, la Administración alcanzó este nivel durante la década de los ochenta. El tercer nivel se da en aquellas organizaciones que consideran necesario aprovechar la capacidad inductiva que ofrecen las tecnologías de la información. El razonamiento inductivo es el opuesto al razonamiento deductivo. Éste parte de un problema y pretende encontrar una solución. En el razonamiento inductivo se parte de la solución y se debe detectar qué problemas puede resolver. En el caso de la Administración son innumerables los ejemplos en los que las personas vinculadas con las tecnologías de la información han ofrecido la solución a determinados problemas que ni se habían llegado a plantear como tales. Se considera necesario que la Administración Pública aproveche las posibilidades que ofrecen las tecnologías de la información y de las comunicaciones aprovechando su capacidad inductiva. Es éste un proceso que no tiene final. Las tecnologías de la información y de las comunicaciones (TICs) no constituyen un fin en sí mismas, sino un medio que debe contribuir a mejorar el resultado de las actuaciones de la Administración. Para conocer las posibilidades que ofrecen se analiza en esta parte del informe la incidencia que pueden tener en: — — — — —
el comportamiento de los particulares; la participación de terceros; el tratamiento de la información y del conocimiento; la redefinición de los procedimientos y de la organización; los empleados públicos
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para mejorar el funcionamiento de la Administración. Se exponen, además, las oportunidades que ofrecen para cada uno de estos factores y se formulan propuestas concretas. Se debe apostar por la denominada Administración electrónica. Hay que asumir como propias las recomendaciones de la Comisión Especial de Estudio para el Desarrollo de la Sociedad de la Información, especialmente las contenidas en el apartado IV.6, titulado «Reforzar la apuesta por la Administración electrónica, avanzando en servicios que creen valor y en la mejora de su eficiencia». Se debe ser consciente de la necesidad de disponer de políticas activas en materia de las TICs para que la Sociedad de la Información avance a nivel nacional, regional y local. Es necesario avanzar en el desarrollo de un nuevo marco legal que elimine las limitaciones al desarrollo de la Sociedad de la Información. Si bien este informe se ha limitado a analizar las posibilidades que las TICs ofrecen para mejorar el funcionamiento de la Administración Pública, se considera necesario que asuma un papel de liderazgo en el desarrollo de la Sociedad de la Información. 2. 2.1.
LA PARTICIPACIÓN DE LOS PARTICULARES Planteamiento
Las tecnologías de las comunicaciones permiten que la Administración sea más accesible para los particulares. Se debe mejorar la percepción que el particular tenga de la Administración como titular de un interés particular en una actuación determinada y como titular del interés general de buen funcionamiento de la Administración. Mejorando su percepción se consigue una mayor identificación con la Administración, lo que sin duda contribuye a mejorar sus resultados. La consecución de los fines, intereses y objetivos públicos será siempre responsabilidad de los poderes públicos, pero depende cada vez más de la colaboración de los particulares. Se debe fomentar el desarrollo de una posición activa del ciudadano y empresa ante la Administración frente a una posición meramente pasiva.
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2.2. 2.2.1.
El particular como afectado en un procedimiento específico Oficina virtual
En primer lugar, el particular como afectado en un procedimiento específico debe tener acceso a toda la información que necesite y poder presentar cualquier escrito, solicitud o documento desde cualquier lugar a cualquier hora del día y en cualquier día del año. Ello exige el desarrollo del concepto de oficina virtual integral, que debe permitir al particular: — acceder a un catálogo de procedimientos donde se realice su descripción; — poder presentar por medios telemáticos sus solicitudes; — tener acceso a cuanta información y documentación obre en poder de la Administración de acuerdo con la legislación vigente; — poder consultar las bases informatizadas que deben contener los criterios administrativos existentes para la aplicación de la normativa; — obtener información del estado de tramitación de un expediente determinado del que sea interesado; — poder acceder al expediente del que sea interesado; — poder presentar por medios telemáticos sus alegaciones y aportar los documentos que considere conveniente; — poder ser notificado por medios telemáticos si lo desea; — poder obtener certificaciones administrativas; — valorar la actuación de la Administración poniendo de manifiesto aspectos a mejorar. Esta medida exige que se creen registros telemáticos para todos los órganos y entidades de la Administración para la recepción de solicitudes, escritos y comunicaciones que permitan su presentación todos los días del año durante las veinticuatro horas. Es importante tener en cuenta que la Ley 24/2001, de 27 de diciembre, incorpora un nuevo apartado en el artículo 38 de la Ley 30/1992, estableciendo la posibilidad de creación de registros telemáticos, pero con algunos rasgos propios: — Pueden recibir escritos desde cualquier parte del mundo. — Exigen tramitación automatizada. La expedición del recibo de
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presentación debe ser inmediata, a cualquier hora y en cualquier día. Habría que distinguir entre quién realiza la actuación de registro (un ordenador) y quién la supervisa y se convierte en responsable de su funcionamiento. El registro debe producir su sello electrónico con la recepción o salida de cualquier solicitud, escrito y comunicación que se transmita por medios telemáticos. — No gozan de la polivalencia del registro tradicional. «Los registros telemáticos sólo estarán habilitados para la recepción o salida de las solicitudes, escritos y comunicaciones relativas a los procedimientos y trámites de la competencia del órgano o entidad que creó el registro y que se especifiquen en la norma de creación de éste...» (art. 38.9 Ley 30/1992). Se debe cuestionar la última de estas especialidades. Si bien en un principio pareció aconsejable proporcionar un plazo a las Administraciones para la adecuación de sus sistemas informáticos para la recepción de solicitudes, escritos y comunicaciones, atribuyéndoles por ley la posibilidad de graduar la entrada en funcionamiento del registro telemático por razón de contenido, se considera que este proceso de adaptación debe darse por finalizado. Cualquier solicitud, escrito o comunicación de todos los procedimientos y trámites de la competencia de un órgano determinado debe ser susceptible de registro telemático. Cada Administración Pública desarrolla sus ofertas de contenidos y servicios en Internet. Para acceder a ellos es necesario conocer la identificación o dirección (URL) del servidor de páginas web que los contiene. No se puede exigir al particular que conozca la identificación o dirección de los servidores de las diferentes Administraciones Públicas que ofrecen los servicios y contenidos a través de Internet. Debe existir un portal que facilite el acceso a los diferentes servidores. Contendría una colección de enlaces con estos servidores e información para guiar a los internautas. Un portal es un sitio web que sirve como pasarela a los servicios web ofrecidos por diversas organizaciones. Facilita el acceso, por tanto, al servicio que se necesita. Es necesario completar el proyecto del portal del ciudadano, iniciado por el Ministerio de Administraciones Públicas para dar acceso a todos los servicios y contenidos ofrecidos por toda la Administración Pública.
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2.2.2.
Identificación electrónica y firma digital
Los servicios que se ofrecen se pueden clasificar en servicios personalizados y servicios abiertos. Para éstos es irrelevante conocer quién accede al servicio. En los servicios personalizados es necesario identificar al usuario. La identificación electrónica puede realizarse por tres sistemas: — Mediante determinada información cuyo conocimiento comparten las dos partes que intervienen en una comunicación telemática. Éste sería el caso de una clave de acceso. — Mediante un elemento que obra en poder sólo del usuario y que aporta al realizar una conexión telemática. Éste sería el caso de los certificados de identificación electrónica. — A través de algún rasgo propio de la persona que realiza el acceso a estos servicios. Éste sería el caso de los elementos de identificación biométricos, como la huella dactilar, iris de los ojos... Se debe apoyar en este sentido la recomendación formulada por la Comisión Especial de Estudio para el Desarrollo de la Sociedad de la Información de acelerar el desarrollo del DNI electrónico. Constituye, sin lugar a dudas, una iniciativa fundamental para el desarrollo de la Sociedad de la Información, y en particular de la Administración electrónica. En los servicios personalizados, que, como ha sido indicado, exigen identificación, se pueden distinguir a su vez dos categorías. Los servicios de acceso a información personal y los que permiten realizar algún trámite. Para estos últimos se debe exigir firma digital. El funcionamiento de las transacciones con firma digital es el siguiente: cuando el usuario envía un documento firmado electrónicamente transmite tres bloques de información. El primero corresponde al documento en formato binario. El segundo es la firma electrónica, que es el resultado de aplicar un algoritmo a los datos del documento que se firma, haciendo intervenir en el algoritmo una clave privada, y que es por lo tanto personal y secreta, del contribuyente. A través de la firma se establece una vinculación subjetiva con el signatario y objetiva con el contenido del documento. Sólo este firmante y este documento pueden producir una firma electrónica determinada. El tercer bloque de información que se transmite lo constituye el certificado de identidad del firmante. Éste contiene su identificación personal, su clave pública y la firma electrónica de la autoridad de certifica-
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ción que ha expedido el certificado. La clave pública está asociada con la clave privada usada por el firmante, de forma que puede ser utilizada para verificar, pero no para generar, la firma recibida. Si el algoritmo de verificación comprueba la coherencia de la firma con el contenido del documento y con la clave pública se establece la mencionada vinculación subjetiva y objetiva. De este modo se resuelven los problemas relativos a la autenticación e integridad. La firma contenida en el certificado sirve para que el destinatario de la transacción pueda comprobar que el certificado ha sido expedido por un Prestador de Servicios de Certificación que merezca la confianza del receptor de la transacción electrónica. El procedimiento establecido por el prestador de los servicios de certificación para la obtención de los datos de creación de firma electrónica (clave privada) y el certificado de identificación, debe garantizar la posesión de estos dispositivos por su auténtico titular y evitar con ello que el firmante pueda luego repudiar su firma. 2.2.3.
Acceso a los criterios administrativos
La Ley de derechos y garantías de los contribuyentes (Ley 1/1998), en su artículo 7, establece para la Administración tributaria el deber de informar a los contribuyentes de los criterios administrativos existentes para la aplicación de la normativa tributaria a través de los servicios de información de las oficinas abiertas al público, de facilitar la consulta a las bases informatizadas donde se contienen dichos criterios y de remitir comunicaciones destinadas a informar sobre la tributación de determinados sectores, actividades o fuentes de renta. Se recomienda la extensión de estos deberes a toda la Administración. Las bases informatizadas deben contener no sólo las preguntas formuladas por los ciudadanos y empresas, sino también las que la propia Administración considera conveniente incluir para aclarar dudas que puedan llegar a plantearse por los particulares, actuando por tanto de forma proactiva. Así, por ejemplo, cuando se apruebe una reforma normativa se debería analizar qué dudas pueden tener los particulares. También se considera conveniente publicar en un servidor web las resoluciones administrativas. El número de resoluciones que dicta una Administración puede ser grande y es necesario eliminar las referencias personales, por lo que cada Administración, en la medida de sus posibilidades, debería seleccionar aquellas resoluciones que puedan tener mayor interés.
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2.3.
El particular como afectado por el interés general
En segundo lugar se debe reconocer la existencia de un derecho a participar en la creación y mantenimiento de los servicios públicos. A través de Internet, el particular debe poder: — conocer los planes estratégicos y compromisos de servicio de la Administración; — conocer los niveles de cumplimiento de sus objetivos y coste de los servicios; — participar en la definición de los servicios a prestar y cómo prestarlos a través de foros de discusión, buzones electrónicos de sugerencias, etc. El particular participa de este modo en el funcionamiento de la Administración no como parte de un procedimiento concreto en el que es titular de intereses o derechos propios, sino como miembro de la comunidad, es decir, como afectado por el interés general. Se propone fomentar a través de las nuevas tecnologías este tipo de participación para conseguir un mayor grado de acercamiento, interiorización e identificación de la Administración con la sociedad. Los canales de comunicación convencionales, como la comunicación escrita en papel y la comparecencia física del interesado ante el órgano competente, tienen limitaciones físicas que restringen el nivel de interactividad. Las comunicaciones telemáticas no tienen barreras físicas, por lo que pueden contribuir a facilitar el nivel de interacción entre particular y Administración. Así, por ejemplo: — Se amplía el horario de prestación de los servicios indicados a las 24 horas del día y a los 365 días del año. — Se puede valorar mediante encuestas por Internet el funcionamiento de la Administración, con lo que ésta puede conocer de forma permanente la percepción que el interesado tiene del nivel de prestación de servicios. Se deberían aprovechar las ventajas que ofrecen las nuevas tecnologías de las comunicaciones para mejorar el nivel de interacción. En particular, se sugiere que:
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— Se establezcan con carácter obligatorio encuestas en todos los portales de Internet de la Administración para obtener la valoración y sugerencias que formulen los usuarios, y que se elabore un informe anual donde se recojan las sugerencias recibidas y el plan de implantación de las mismas. — Se creen registros telemáticos para todos los órganos y entidades de la Administración para la recepción de solicitudes, escritos y comunicaciones que permitan su presentación todos los días del año durante las veinticuatro horas.
3.
LA PARTICIPACIÓN DE TERCEROS
3.1.
Planteamiento
Las tecnologías de la información y de las comunicaciones deben contribuir a aprovechar las energías sociales para la consecución de los objetivos encomendados a la Administración. La participación de terceros en las actuaciones de la Administración incluye: — prestación de determinados servicios por particulares; — representación de intereses: actuación ciudadana en las funciones administrativas; — representación de voluntades. 3.2.
La representación voluntaria en las relaciones telemáticas
Se valora especialmente la necesidad de fomentar la posibilidad de actuar por terceros a través de la institución de la representación por las siguientes razones: — porque la institución de la representación responde a la idea de agilizar al máximo los procedimientos administrativos sin detrimento de los derechos de los administrados; — porque permite dar acceso a las ventajas que ofrecen las TICs a aquellos ciudadanos que aún no tienen acceso a ellas; — la Administración resulta beneficiada al ser mayor el número de actuaciones que se realizan por medios telemáticos.
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La actuación realizada por medios telemáticos en nombre de terceros es objeto de análisis especial en este informe. Caben tres opciones para realizar la acreditación de la representación: — Realizar la acreditación de la representación en cada actuación. — Utilizar un vector de representaciones, como registro de apoderamientos. — Hacer uso del régimen especial de representación previsto en la normativa tributaria para la colaboración social, extendiéndolo a todos los procedimientos administrativos.
3.2.1.
La acreditación de la representación en cada actuación
No existe impedimento alguno a que el interesado envíe por medios telemáticos el medio de acreditación de la representación que considere conveniente en el momento de relacionarse por este medio con la Administración. Debe tenerse en cuenta que la Ley 24/2001, de 31 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, que regula la atribución y uso de la firma electrónica por parte de notarios y registradores de la propiedad, mercantiles y de bienes muebles en el ejercicio de sus funciones públicas, dispone que mediante el uso de la firma electrónica podrán remitirse documentos públicos notariales, por vía electrónica, por parte de un notario o registrador de la propiedad, mercantil o de bienes muebles dirigidos a las Administraciones Públicas. Ello hará posible la utilización del documento público como medio de acreditación en los procedimientos telemáticos. Esta posibilidad está pendiente de ejecución en la actualidad. La forma más sencilla de acreditar la representación en las actuaciones telemáticas sería un procedimiento similar a la declaración en comparecencia personal del interesado basado en medios telemáticos. El poder apud acta consiste en la comparecencia que un particular efectúa ante el órgano administrativo con el fin de conceder en presencia de éste su representación a un tercero. En las relaciones telemáticas, obviamente, no se debería exigir comparecencia física, comparecencia que deja de ser necesaria para que el representado manifieste a la Administración su voluntad de nombrar un apoderado para que le represente y para concretar la extensión del poder
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revocado. Lo mismo sería aplicable para el supuesto de cualquier modificación del contenido del poder o de su revocación. A través del mecanismo de firma electrónica se puede vincular al poderdante y al contenido del poder otorgado con un determinado mensaje electrónico recibido por la Administración por medios telemáticos en el que manifieste su voluntad de apoderamiento. No obstante, podría darse el caso de que el representado quiera desplazarse ante el órgano competente para conferir la representación a un representante que quiera actuar por medios telemáticos. Para facilitar el apoderamiento mediante comparecencia personal ante la Administración se podría utilizar un formulario de apoderamiento en el que debe constar la voluntad del contribuyente de apoderar a persona determinada, que ha de ser claramente identificada, así como el alcance de la misma. Este formulario se debería ofrecer al representado en las oficinas de la Administración, quien lo rellenaría y firmaría ante el órgano administrativo correspondiente. Del mismo modo, aquellos administrados que tengan certificado de firma electrónica podrían realizar el apoderamiento a través de Internet, a cuyo efecto la Administración tendría que ofrecer en sus servidores de páginas web los correspondientes formularios para ser rellenados, firmados digitalmente y enviados por el poderdante. La actuación realizada por medios telemáticos en nombre de terceros a través de este mecanismo de otorgamiento de la representación plantea determinados problemas. En la práctica no telemática, la presentación de escritos o solicitudes y la acreditación de la representación se realizan simultáneamente. El representante redacta el escrito o solicitud y cumplimenta el formulario de representación en papel para que lo firme el representado. Ambos documentos se presentan simultáneamente ante la Administración. En caso de relacionarse por medios telemáticos, ¿en qué orden se deben presentar? Hay que tener en cuenta que el apoderamiento es firmado por el representado y la actuación la realiza el representante. Las opciones posibles son: — Aportar primero la representación y realizar luego la actuación. — Realizar primero la actuación y aportar después la representación. En caso de optar por la primera, el apoderamiento debería ser incorporado a la correspondiente aplicación informática de la Administración Pública, de forma que ésta pueda comprobar que existe el apoderamien-
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to, lo que permitiría al apoderado que tenga certificado de firma electrónica realizar la actuación telemática en nombre de su representado. El problema aquí consiste en asociar el apoderamiento firmado por el representado con la actuación que realiza el representante. Éste debería incorporar el número de registro de entrada asignado por el servidor web de la Administración al poder de representación para facilitar la asociación.
3.2.2.
La acreditación de la representación a través del vector de representaciones
El vector de representaciones es una solución que sirve para favorecer el uso de las nuevas tecnologías para los particulares que aún no tienen acceso a ellas. Consiste en disponer de un fichero con todos los poderes que haya otorgado el particular o empresa para relacionarse con la Administración. Permite facultar a una o varias personas a actuar en su nombre en actuaciones futuras. El apoderamiento se realizaría para un tipo de actuación determinado (interponer recursos, acceder a la información del representado...). Los representados pueden otorgar la representación utilizando cualquier medio válido en Derecho que deje constancia fidedigna del poder, entre los que se encuentran la declaración en comparecencia personal del interesado o el formulario de representación firmado digitalmente por el representado. Para ello se propone el diseño de un modelo preimpreso, que también debería estar disponible en Internet, en el que el interesado señalara los tipos de actuación para los que autorice la actuación por terceros y la identificación de éstos. El vector de representaciones de un interesado contendría, por tanto, el conjunto de representaciones conferidas a terceros para que puedan actuar en su nombre en actuaciones futuras. Deberían quedar excluidos, por tanto, aquellos apoderamientos realizados para un acto concreto. La posibilidad de determinar a priori los tipos de actuación para los que se designa representante es el fundamento en el que se basa el vector de representaciones. Existen dos tipos de vinculación en la relación representativa que se establece entre el representante y representado: — La relación de apoderamiento que surge de la voluntad del representado, que se pone de manifiesto a través del otorgamiento de poder, por lo que es visible para la Administración.
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— La relación que origina la representación, que en el ámbito administrativo puede ser un contrato de arrendamiento de servicios prestado por un profesional. Esta relación no es visible para la Administración. La existencia de este tipo de relación causal subyacente es el fundamento del vector de representaciones, ya que el representado determina a priori quién le va a representar ante la Administración para determinado tipo de actuaciones. 3.2.3.
Régimen presuntivo de representación en la colaboración social
La necesidad de aportar la representación en determinadas actuaciones ha obligado a diseñar un sistema presuntivo de la representación en el marco de la colaboración social para posibilitar las relaciones tributarias telemáticas. La colaboración social en la gestión de los tributos, recogida en el artículo 96 de la Ley General Tributaria, supone la participación activa de las entidades, instituciones y organismos representativos de sectores o intereses sociales, laborales, empresariales o profesionales, para facilitar y favorecer el cumplimiento de las obligaciones tributarias por parte de los contribuyentes. La Ley 14/2000, de 29 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social: — Incluyó de manera expresa en el ámbito objetivo de la colaboración social la «Presentación telemática de declaraciones, comunicaciones y otros documentos tributarios». — Añadió como nuevo supuesto de representación presunta la presentación por medios telemáticos de cualquier documento ante la Administración tributaria en el marco de la colaboración social, debiendo el presentador ostentar la representación que sea necesaria en cada caso. La Administración puede instar, en cualquier momento, la acreditación de la representación. La Disposición Final Segunda de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, autoriza al Gobierno a que, mediante Real Decreto, delimite el ámbito tanto subjetivo como objetivo de la colaboración social.
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El Real Decreto 1377/2002 establece el ámbito objetivo de aplicación de la colaboración social en los siguientes términos: La colaboración social en la gestión de los tributos para la presentación telemática de declaraciones, comunicaciones y otros documentos tributarios podrá referirse a los siguientes aspectos: a) Presentación de declaraciones, comunicaciones, declaracionesliquidaciones, autoliquidaciones o cualesquiera otros documentos exigidos por la normativa tributaria. b) Interposición de recursos. c) Solicitud de aplazamientos y fraccionamientos de deudas tributarias. d) Solicitud de compensación a instancia de parte. e) Solicitud y obtención de certificaciones tributarias. f) Presentación de cualquier otra documentación de carácter tributario. La colaboración social permite la participación de agentes distintos al obligado tributario en la gestión tributaria en base a: — la existencia de un acuerdo de voluntades entre el colaborador social y la Administración tributaria; — la confianza que la Administración deposita en el colaborador, estableciéndose una relación especial entre ambas partes. Los acuerdos de colaboración son firmados por las instituciones y organismos representativos de sectores o intereses sociales, laborales, empresariales o profesionales, y pueden extender sus efectos a las personas o entidades que sean colegiados, asociados o miembros de aquéllos. Para ello, las personas o entidades interesadas deben firmar un documento individualizado de adhesión al acuerdo, que recoja expresamente la aceptación del contenido del mismo. El poder de representación debe existir, pero no debe ser entregado a la Administración tributaria salvo que ésta lo solicite. Por lo tanto, el colaborador debe conservar el poder de representación y mantenerlo a disposición de la Administración. Las comunicaciones telemáticas no exigen la aportación del poder de representación, siendo necesaria, por tanto, sólo la firma digital de la entidad o persona colaboradora. La autorización se debe referir a la presentación por vía telemática de documentos, sin que sea necesario que confiera al presentador la con-
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dición de representante para intervenir en otros actos o para recibir todo tipo de comunicaciones de la Administración tributaria en nombre del sujeto pasivo o interesado, aun cuando éstas fueran consecuencia del documento presentado. A través del mecanismo de la colaboración social y su régimen presuntivo de representación se consiguen plenamente los objetivos de simplificación de trámites y de agilización de las relaciones con los obligados tributarios debido al uso de las tecnologías de las comunicaciones por terceros. Es por ello por lo que se propone su extensión al procedimiento administrativo general. Colectivos como el de los gestores administrativos podrían actuar en nombre de terceros presentando cualquier tipo de solicitud, escrito o documento. 3.2.4.
Cuadro recapitulativo
A modo de conclusión, se sistematizan en el cuadro siguiente las diferentes opciones de acreditación de la representación posibles para las actuaciones telemáticas:
Representante colaborador social Actos de trámite
Representante no colaborador social
Se presume la representación. Se presume la representación.
Actuaciones incluidas en Se presume la existencia de el ámbito objetivo de la co- la representación. El medio laboración social: presen- de representación debe existación telemática de docu- tir y ser aportado a requerimentos. miento de la Administración.
Se debe aportar el medio de representación. Se puede incluir en el vector de representaciones.
Actuaciones no incluidas Se debe aportar el medio Se puede incluir en el vector en el ámbito objetivo de la de representación. de representaciones. colaboración social. Se puede incluir en el vector de representaciones. Se debe aportar el medio de representación.
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4.
EL TRATAMIENTO DE LA INFORMACIÓN Y LA GESTIÓN DEL CONOCIMIENTO
4.1.
Planteamiento
La Administración Pública realiza con carácter general una actividad intensa en información. A través de las TICs se realiza el tratamiento masivo de la misma, consistente en su captura, almacenamiento, transformación y consulta. Todas las tareas que realiza la Administración, sean actos jurídicos o actos materiales, requieren determinada cantidad de información para su ejecución. Esta cantidad viene determinada por la naturaleza de la cuestión a gestionar. La actuación administrativa es por su naturaleza muy exigente en información, no debiendo existir diferencia entre información disponible e información necesaria. No disponer de la información necesaria para adoptar la decisión adecuada puede viciar la actuación de tal modo que sea nula. A diferencia de las organizaciones privadas, las decisiones defectuosas pueden tenerse por no realizadas.
4.2.
Los datos: la información en formato estructurado
A los efectos de este informe se distinguen tres tipos de información. El primero corresponde a los datos. Se trata de información en formato estructurado. Los datos se almacenan en ficheros informáticos en forma de registros. Dentro de cada registro, cada tipo de dato ocupa unas posiciones determinadas. Se parte de una estructura preestablecida. Ello permite que los programas que gestionan la información puedan localizar la que necesitan. En España, la Administración Pública realizó un importante esfuerzo de informatización en las décadas de los setenta y de los ochenta. Con carácter general, dispone de sistemas de información estructurada que contienen: — Datos procedentes de las solicitudes y comunicaciones de los administrados. — Huella o registro físico de las decisiones adoptadas por los órganos administrativos.
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Se considera imprescindible que las actuaciones administrativas estén informatizadas, no sólo porque con ello se agiliza la tramitación, sino porque además queda rastro de las decisiones adoptadas, lo que permite aplicar con rigor y objetividad los sistemas de fiscalización y poder obtener indicadores de actividad y de gestión (indicadores del nivel de cumplimiento de objetivos, indicadores de calidad de servicios, indicadores de puntos de riesgo). Por ello se considera necesario que se realice una evaluación del nivel de informatización de las diferentes Administraciones para conocer qué entidades o procedimientos tienen un nivel de informatización insuficiente. Se debería alcanzar un nivel mínimo de informatización que garantice que el sistema de información contenga los datos relativos a todo expediente. 4.3.
Los documentos electrónicos: la información en formato no estructurado
El segundo tipo de información corresponde a los documentos recibidos o emitidos, cualquiera que sea su soporte, que contienen los datos almacenados en formato estructurado. Se trata de disponer en forma de documento electrónico de una representación simbólica de los contactos mantenidos con los particulares. Puede tratarse de solicitudes o comunicaciones recibidas o realizadas por medios telemáticos (documentos electrónicos en formato texto), de imágenes de los documentos en papel que hayan sido recibidos o emitidos (documentos electrónicos en formato imagen) o, incluso, ficheros en formato audio de conversaciones telefónicas cuya grabación haya sido autorizada, lo que permite a los administrados realizar determinados trámites por teléfono, siempre que consienta la grabación de estas conversaciones, que son almacenadas en formato binario en un archivo informático. Este archivo almacenado en soporte informático también es un documento electrónico. Se debe conseguir que las Administraciones dispongan de un repositorio en formato electrónico de todos los documentos y contactos realizados con los particulares para: — garantizar el acceso a la imagen de los documentos, aunque éstos no sean accesibles físicamente por estar en otro lugar; — conocer quién accede a los mismos; — permitir su consulta a más de una persona simultáneamente;
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— permitir que el trámite de vista del expediente pueda realizarse por Internet; — asegurar la conservación e integridad de los originales; — poder realizar una gestión personalizada basada en los contactos previos mantenidos con el particular. El artículo 45 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, recoge la regla de equivalencia funcional de los documentos electrónicos. Sería aconsejable contemplar de forma más clara un supuesto llamado a cobrar gran relevancia en la actuación de la Administración, que es el caso de las imágenes digitalizadas de los documentos originales en soporte papel. Los procedimientos y los funcionarios podrían utilizar únicamente estas imágenes, las cuales, o su copia en soporte papel, podrían ser remitidas a los órganos revisores e integradas en los expedientes correspondientes. En estos casos lo que se almacena electrónicamente no es el documento «original», sino una «imagen» del mismo. La equivalencia funcional se establece por la citada norma sólo para los documentos electrónicos que son documentos originales (una solicitud recibida por Internet). Se debería extender a los documentos electrónicos que sean imagen de documentos originales en soporte papel para que se pueda prescindir del «papel». Para ello se propone incluir un inciso en el artículo 45 citado, que quedaría redactado como sigue: «Los documentos emitidos, cualquiera que sea su soporte, por medios electrónicos, informáticos o telemáticos por la Administración tributaria, o los que ésta emita como copias de originales almacenados por estos mismos medios, así como las imágenes electrónicas o sus copias de los documentos originales, tendrán la misma validez y eficacia que los documentos originales siempre que quede garantizada su autenticidad, integridad y conservación y, en su caso, la recepción por el interesado, así como el cumplimiento de las garantías y requisitos exigidos por la normativa aplicable». Tanto en el supuesto de la recepción de una comunicación electrónica como en el de su posterior almacenamiento en soporte informático generando un documento electrónico, la firma digital garantiza la posibilidad de comprobar que el mensaje no ha sido alterado durante su
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transmisión o su almacenamiento. Así, por ejemplo, en el caso de solicitudes, escritos y comunicaciones presentadas por medios telemáticos, la firma digital se genera en el ordenador del emisor o en su tarjeta criptográfica una vez confeccionado el documento electrónico original y pasa a formar parte del mismo junto con el certificado que contiene la clave pública de verificación. Se convierten en señal electrónica que viaja a través de las líneas de comunicaciones y, finalmente, se almacenan por el equipo del receptor en algún tipo de soporte. Durante este proceso que tiene lugar tras la firma digital del mensaje, éste puede haber sufrido diferentes transformaciones de formato, incluidos los procesos de cifrado y descifrado. La firma digital garantiza que el contenido del mensaje no haya sido alterado. Es por ello necesario impulsar el uso de la firma electrónica como medio de vincular un mensaje recibido por la Administración con su autor y a éste con su contenido (vinculación subjetiva y objetiva). Las comunicaciones por Internet pueden establecerse entre un navegador y un servidor de páginas web o entre dos servidores. La generación de la firma electrónica no plantea graves problemas para el navegador o para el servidor. Sin embargo, la verificación de la firma electrónica y la comprobación de que el certificado sigue vigente son tareas más complejas si se deben realizar por un navegador, que será el medio a través del cual acceda el particular a los servicios que ofrece la Administración electrónica. La Administración como receptora de solicitudes, escritos y comunicaciones actuará normalmente a través de un servidor de páginas web, por lo que los mensajes que reciba podrían, y por tanto deberían, estar firmados electrónicamente. Cuando el receptor de los mensajes sea el administrado y sea Internet el medio de comunicación escogido, utilizará generalmente un navegador, por lo que conviene buscar otro sistema de autenticación del documento que no sea el de firma electrónica, como es la verificación a través de Internet del documento recibido accediendo en el servidor de la Administración emisora al documento electrónico inicialmente producido. También es ésta la solución que se propone para que un tercero pueda verificar un documento o mensaje electrónico emitido por la Administración. Este proceso de verificación debe realizarse cuando la incompleta informatización de las relaciones jurídico-administrativas hace necesario imprimir en soporte papel una copia del documento o mensaje electrónico, que deben incorporar un código seguro de verifi-
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cación que permita su cotejo con el original informático a través de Internet. Es más, por ello se recomienda que todo documento o mensaje que genere el servidor web de la Administración incorpore un código de verificación. Este código debe ser una firma electrónica producida por el servidor de la Administración que se aplicaría a todos los datos de la comunicación o documento generado, así como la fecha y hora de emisión. Para la verificación de este código se necesitaría disponer de la clave de generación, que sólo conoce la Administración emisora, por lo que sirve para presumir que quien solicita el cotejo de un determinado documento es el destinatario del mismo o un tercero a quien el destinatario del documento haya comunicado el código de verificación. Como las soluciones informáticas tienen una vigencia limitada, a causa de la obsolescencia tecnológica, la Administración que produce el documento electrónico debería mantener los instrumentos de reproducción de documentos generados, aunque fuesen sustituidos por otra tecnología para garantizar la posibilidad de realizar su cotejo. La Administración tiene la obligación de ofrecer todos los canales de comunicación para que el administrado pueda relacionarse con ella. El canal telefónico debe poder ser utilizado para poder realizar tramitación de procedimientos administrativos. Sus ventajas son evidentes: 1) Todos los administrados pueden utilizarlo. No existen barreras físicas. 2) No exige desplazamiento físico. Este sistema es ampliamente utilizado por las entidades financieras en los servicios de banca telefónica. Las conversaciones telefónicas se pueden digitalizar y almacenar en soporte informático. Las palabras habladas se descomponen en fonemas que tienen asignada una configuración unívoca de bits. Estos archivos contienen sonidos digitales susceptibles de reproducción sonora. Se han desarrollado procesos de codificación, como MP3, que comprimen el tamaño de un archivo de sonido en un factor de 10 sin degradar la calidad del sonido. A diferencia de los archivos que pueden ser firmados antes de realizar su transmisión telemática, las conversaciones telefónicas no pueden ser firmadas electrónicamente. La identificación del administrado debe poder ser realizada de forma indirecta, exigiendo que se proporcione determinada información que sea un secreto compartido entre él y la Administra-
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ción (datos de una declaración o escrito presentado con anterioridad, una palabra clave proporcionada previamente, un código de coordenadas...). Los sistemas de grabación y reproducción de la conversación son capaces de distinguir los diferentes acentos y tonos de voz, por lo que aplicando los criterios de apreciación establecidos en las normas procesales podrían ser también utilizados como prueba de su autoría y de su contenido. Lo expuesto sería aplicable también a la videoconferencia.
4.4.
El capital intelectual: el conocimiento
El tercer tipo de información corresponde al conocimiento. A efectos de este informe, conocimiento es la capacidad de seleccionar en cada situación la mejor opción posible. El conocimiento se origina y se aplica en las mentes de las personas. Se adquiere a través de la formación o de la experiencia. En la medida en que las organizaciones las integran personas, se puede distinguir: — conocimiento individual; — conocimiento de una organización; — conocimiento interorganizacional. El conocimiento es un activo intangible de las organizaciones. A través del conocimiento transforman la información disponible para cada situación en acción. Conocimiento tácito es el que reside en la mente de los individuos que integran una organización. Conocimiento explícito es el que se puede sistematizar y codificar y, por tanto, transmitir mediante el lenguaje formal. Manifestaciones del conocimiento se pueden encontrar en los informes, en los sistemas de información, en las normas de funcionamiento, en las normas de organización... Las fuentes de conocimiento también pueden ser externas, como las aportaciones que pueden realizar expertos, análisis de los resultados obtenidos por otras organizaciones... Las tecnologías de la información y de las comunicaciones ofrecen medios para extraer, producir, transmitir y aplicar el conocimiento en cualquier organización.
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La gestión del conocimiento en la Administración Pública ofrece las siguientes ventajas: — Sirve para unificar criterios de actuación. — Permite analizar los resultados obtenidos en actuaciones anteriores y encontrar criterios de actuación basados en los principios de eficacia y de eficiencia. — Permite utilizar el conocimiento explícito como elemento de motivación en determinadas actuaciones discrecionales. — Agiliza la tramitación administrativa al utilizar referencias corporativas. Como es sabido, toda actividad administrativa discrecional debe dirigirse a la consecución de un fin de interés general. Puede haber más de una opción de actuación dirigida a su consecución. Entre los criterios que la Administración debe considerar para adoptar sus decisiones están los principios de eficacia y eficiencia (art. 103 Constitución). Se debe conseguir este fin en la mayor medida posible (eficacia) y con el menor coste en los recursos necesarios (eficiencia). En la medida en que la actuación administrativa esté informatizada, los sistemas de información de la Administración contienen el registro de las actuaciones realizadas, todas ellas resultado de aplicar el conocimiento de los funcionarios a cada caso en particular. Este conocimiento está implícitamente recogido en las bases de datos. Además, también se conoce el resultado de estas actuaciones: si fueron objeto de impugnación, el resultado estimatorio o desestimatorio de las impugnaciones, plazos de tramitación, ingreso o no de las liquidaciones administrativas... Miles de casos para los que el sistema de información conoce, por tanto: — información de cada caso: datos, documentos... que constituyen los antecedentes a la toma de decisión; — decisión adoptada; — resultado conseguido. Con las herramientas conocidas como minería de datos se puede extraer el conocimiento registrado de forma implícita en el sistema. Se puede exteriorizar, por tanto, el conocimiento. Una de estas herramientas son las redes neuronales artificiales.
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Permiten inferir una función que relaciona una salida dada con la información disponible de entrada (los antecedentes), siempre que se disponga de suficientes casos. Al igual que las redes neuronales biológicas, adquieren su conocimiento a través de la experiencia. Una red neuronal artificial está programada para que pueda entrenarse y obtener la salida requerida en función de los datos de entrada. Aprende a partir de los diferentes datos de entrada y de salida que están almacenados en el sistema. Una vez que la red está ya entrenada puede utilizarse como sistema de producción. Si se le proporcionan casos para los que desconoce la respuesta correcta, la red neuronal artificial rememorará todos los casos aprendidos y ofrecerá una salida acorde con todos ellos. Este tipo de tecnología se está aplicando con éxito en campos tan variados como: — — — —
Prospecciones petrolíferas. Detección precoz de cánceres. Concesión de préstamos. Fraudes en tarjetas de crédito.
Se propone la utilización de estas tecnologías para el descubrimiento de cuál es la solución que, según los resultados obtenidos en el pasado, mejor se ajusta a los fines previstos en la norma que otorga la potestad discrecional. La decisión que se tome finalmente deberá tener en cuenta, como no podría ser de otra forma, las circunstancias particulares que se dan en cada caso. Se están desarrollando actualmente tecnologías para la extracción del conocimiento en la información no estructurada. Se trata de técnicas de minería de documentos. Los documentos electrónicos recogen la historia de los contactos mantenidos con los particulares, por lo que también deben ser tenidos en cuenta para descubrir el conocimiento implícito que incorporan. También es conveniente la aplicación de la gestión del conocimiento en el control directivo. Entre las funciones que se deben potenciar está la función directiva. Una de las obligaciones indelegables de los directivos de la Administración Pública es la de asegurar el correcto funcionamiento de los servicios que presta a la sociedad. Se trata de asegurar el sometimiento de la actuación administrativa, entre otros, a los principios de:
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— legalidad; — eficacia; — eficiencia. Los elementos que se deberían considerar en el ejercicio del control directivo son: — definición de áreas o puntos críticos a supervisar; — establecimiento del procedimiento o herramienta mediante el que se va a efectuar la supervisión; — determinación del responsable; — periodicidad del control. El ejercicio de estas tareas de supervisión permite: — adoptar medidas correctivas; — reformular actuaciones; — extender las buenas prácticas. En la medida en que las actuaciones administrativas estén informatizadas, queda registro tanto de todas las decisiones adoptadas como de las no adoptadas, por lo que el sistema de información puede ser utilizado para la detección de puntos de riesgo. Se entiende que el control directivo debe apoyarse necesariamente en la gestión del conocimiento para poder obtener patrones de riesgo en base a los supuestos detectados en el pasado de funcionamiento indebido. 5. 5.1.
LA REDEFINICIÓN DE LOS PROCEDIMIENTOS Y DE LA ORGANIZACIÓN La redefinición de los procedimientos: planteamiento
Existe un alto grado de interacción entre procedimientos y tecnologías de la información y de las comunicaciones en los dos sentidos. Por una parte, las TICs tienen que ajustarse a la normativa que regula la actuación administrativa y, por otra, debe realizarse una reingeniería en los procedimientos administrativos para obtener todas las ventajas que ofrece la utilización de las TICs. El poder real de la tecnología no reside en poder hacer
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funcionar mejor los viejos procesos, sino en romper las viejas reglas y crear nuevas maneras de trabajar; es decir, rediseñar. Algunos ejemplos reales de cambios producidos en las reglas de actuación de las organizaciones por aplicación de tecnologías son los siguientes:
Regla sustituida
Tecnología innovadora
Nueva regla de actuación
Hay que acceder al archi- Bases de datos documen- La imagen de los documentos vo físico para localizar un tales. que integran el expediente expediente. puede ser consultada simulEl expediente sólo lo puede táneamente en tantos lugares consultar una persona a la como sea necesario. vez. Los domingos no se pue- Internet. den recibir solicitudes.
No existe limitación temporal para la presentación de solicitudes.
Sólo los expertos pueden Gestión del conocimiento. Un generalista puede realizar realizar el trabajo complejo. el trabajo de un experto. No se puede contar con el Telecomunicaciones y dis- El personal que está fuera de personal que se encuentra positivos portátiles. la oficina puede enviar, confuera de la oficina. sultar y recibir cuanta información necesite.
Se analizan a continuación algunos supuestos que son objeto de especial consideración por la trascendencia que pueden tener en el ámbito de las actuaciones administrativas.
5.2.
Actuación administrativa automatizada
Una de las cuestiones que más han sido objeto de discusión ha sido la posible automatización administrativa. Los actos administrativos, entendidos en sentido amplio, constituyen una declaración de voluntad (decisiones o resoluciones finales de un procedimiento...), juicio (acto consultivo, informe...), deseo (petición de un órgano a otro...) o conocimiento (certificaciones administrativas) rea-
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lizada por la Administración en el ejercicio de una potestad administrativa que puede ser reglada o discrecional. La declaración del estado psicológico (voluntad, juicio, deseo o conocimiento) debe realizarse por el órgano competente (art. 53.1 Ley 30/1992). A través de una norma de competencia se determina en qué medida la actividad de un órgano ha de ser considerada como actividad del ente administrativo. La competencia está delimitada por criterios materiales, territoriales y temporales. Constituye causa de nulidad de pleno derecho la incompetencia, objetiva o territorial, del órgano que realiza el acto administrativo (art. 62 Ley 30/1992). Estos principios son exigibles también a los procedimientos que se tramiten y resuelvan informáticamente (art. 45.3 Ley 30/1992). Este esquema ha podido mantenerse en el marco de una gestión informatizada, donde la informática se limita a auxiliar a la tramitación administrativa. Se trata de una informática de gestión orientada al tratamiento masivo de expedientes. El gestor, en este caso el órgano administrativo, necesita la informática para poder tramitar el elevado número de expedientes que tiene que gestionar. 5.2.1.
Actuación administrativa automatizada para el ejercicio de potestades regladas
Este esquema no puede mantenerse si se opta por una informática decisional, que permita la toma de decisiones sin intervención humana directa. Se trata de actos automatizados que son perfectamente aplicables en el ámbito de actuaciones regladas en los que no hay margen de maniobra para el órgano actuante. Su contenido se limita a singularizar a un caso concreto el efecto predeterminado por la ley. Los supuestos de hecho estarían completamente delimitados en la norma que determina de forma agotadora todas y cada una de las condiciones de ejercicio de la potestad. La actuación informatizada es aplicable a los actos reglados (resolutorios o de trámite) en la medida en la que la aplicación informática pueda conocer los presupuestos fácticos necesarios para la aplicación de la norma correspondiente. Así, por ejemplo, la certificación administrativa de estar al corriente en el cumplimiento de obligaciones fiscales, el registro telemático de solicitudes... No se propone la conversión de las potestades discrecionales en po-
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testades regladas basándose en una fe ciega en la informática, ni en establecer la prevalencia de las aplicaciones informáticas respecto de las normas jurídicas. La necesidad de apreciaciones singulares (elemento intencional en los procedimientos sancionadores...), de estimación de la oportunidad (solicitudes de aplazamiento del pago de deudas), son motivos que justifican la existencia de potestades discrecionales. Pero no parece lógico que no se puedan emitir en tiempo real (online) certificaciones administrativas telemáticas de haber presentado determinada declaración tributaria. Actualmente se exige que el titular del órgano competente libere su emisión. Este acto suele ser mecánico y retrasa la expedición sin razones serias 48 horas en el caso de la Agencia Estatal de Administración Tributaria. Tratar la expedición de certificaciones administrativas como actos automatizados permitiría su expedición en el mismo momento de su solicitud. La respuesta que genera la aplicación informática se basa en obtener del sistema de información los elementos fácticos que son relevantes para la norma que define la actuación reglada y aplicar los efectos que prevé para cada supuesto tipo. No existe inconveniente para que un programa informático pueda, si dispone de la información necesaria, constatar o verificar el supuesto de hecho y contrastarlo con el tipo legal. En efecto, la aplicación informática puede ser programada para realizar primero la calificación del supuesto de hecho y generar un resultado o acción para cada uno de los presupuestos de hecho contemplados en la norma. Existe un paralelismo absoluto entre la forma de legislar (cada presupuesto de hecho produce un efecto jurídico) y la de programar a partir de una tabla de decisiones (para cada situación o caso está prevista una decisión). En ambos casos se otorga una gran importancia al silogismo. Sin embargo, para poder aplicar la informática decisional en la producción automatizada de actos administrativos reglados es necesario resolver algunos problemas. El primer problema radica en tener que vincular la decisión que puede producir la aplicación informática a la declaración de voluntad, juicio, deseo o conocimiento de una persona física titular del órgano que, en virtud de las normas de atribución de competencias, puede actuar y obrar en nombre de la Administración en el momento de producir el acto administrativo. En la actuación automatizada no existe una resolución individualizada de la persona física titular del órgano administrativo. ¿Quién es entonces el autor del acto administrativo? ¿El titular del órgano administrativo o la Administración?
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Una posible solución a este problema y respuesta a estas dos preguntas es reconocer abiertamente que la autora del acto es la propia Administración, con su firma o sello electrónico de persona jurídica, obligando a fijar qué órganos son responsables no de la emisión de cada acto singular, sino de la definición de especificaciones de la programación y mantenimiento de los sistemas informáticos y de la auditoría y control del funcionamiento de los mismos. El segundo problema consiste en garantizar la seguridad jurídica del administrado. Tratándose de actos reglados, no sería necesario publicar las condiciones de funcionamiento de la aplicación informática, pues la norma ya recoge la lista de presupuestos de hecho. Se debería poder verificar y recurrir la calificación del supuesto de hecho y la correcta aplicación de los efectos previstos en la norma. El control de los hechos determinantes (el programa no tiene en cuenta todos los elementos de hecho, o no los mide correctamente) y de la aplicación de la norma (el programa no funciona correctamente al no producir los resultados previstos en la norma) no tiene por qué ser menor en las actuaciones automatizadas. Por razones de eficacia, se propone que la competencia de revisión en vía administrativa corresponda al órgano administrativo que tendría asignada la competencia en los procedimientos no automatizados. El documento electrónico o mensaje generado debería incorporar la identificación del órgano competente para esta revisión. El tercer problema consiste en decidir a quién asignar la responsabilidad de la actuación automatizada. La responsabilidad directa (penal o civil en algunos supuestos) o indirecta (directa de la Administración, quien puede repercutirla internamente) por los errores de funcionamiento de la aplicación informática debería exigirse, según sea el caso, al órgano competente para la programación y mantenimiento de los sistemas informáticos (normalmente, el responsable del Departamento de Informática) o al órgano competente para la definición de las especificaciones de funcionamiento de la aplicación informática y del control de calidad de la misma (normalmente, los Departamentos funcionales). En la medida en que no haya margen para la discrecionalidad, determinados actos instrumentales de las resoluciones pueden ser también objeto de actuación automatizada. Así, por ejemplo, podrían ser objeto de automatización los requerimientos, avisos y notificaciones administrativos. Ello agilizaría la tramitación. El funcionamiento colaborativo entre Administraciones, como se
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analiza más adelante, puede realizarse mediante el intercambio electrónico de mensajes. La Administración que tramita determinado procedimiento podría, de forma automatizada, generar un mensaje electrónico solicitando a otra Administración una certificación administrativa. Éste sería un buen ejemplo de la producción automatizada de actos de trámite. El registro de los escritos y solicitudes recibidos por medios telemáticos constituye otro ejemplo en el que se exige necesariamente actuación automatizada para permitir la expedición de recibos de presentación con la firma digital de la Administración en cualquier día y hora en la llamada Administración 24×7. La Ley 24/2001 incorpora un nuevo apartado al artículo 38 de la Ley 30/1992 reconociendo la singularidad del registro telemático. Establece en el órgano o entidad titular del registro la obligación de permitir la presentación de solicitudes, escritos y comunicaciones todos los días del año durante las veinticuatro horas. La única forma de cumplir esta obligación es automatizando el registro. 5.2.2.
Actuación administrativa automatizada para el ejercicio de potestades discrecionales
También se debe analizar la posibilidad de extender la actuación automatizada al ejercicio de una potestad discrecional. La inclusión en el proceso de aplicación de la norma de una estimación subjetiva de la propia Administración completando el cuadro legal parece descartar a primera vista la posibilidad de aplicar las actuaciones automatizadas. Sin embargo, podría valorarse la posibilidad de su aplicación en la producción de actos favorables para el administrado en supuestos en los que los criterios a considerar para ejercer la potestad discrecional puedan ser aplicados de forma mecánica. No se elimina el margen de actuación que ofrece la discrecionalidad. El ejercicio de la potestad discrecional no correspondería al órgano que resuelve (que en este supuesto no existiría), sino que se trasladaría al órgano que, a través de un proceso de formación de voluntad, definiría las especificaciones funcionales que debe aplicar el programa informático. Una vez efectuada la correspondiente programación, el ordenador se limitaría a aplicar estos criterios de actuación. Estas especificaciones no tendrían por qué ser permanentes; podrían ser modificadas por decisión de este órgano teniendo en cuenta los resultados obtenidos, que reflejarían su mayor o menor adecuación al fin, los cambios en las condiciones de actuación, la incorporación de nuevos elementos de decisión.
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Así, por ejemplo, el Reglamento General de Recaudación establece una potestad discrecional a favor de la Administración al indicar que podrá aplazarse o fraccionarse el pago de la deuda, tanto en período voluntario como ejecutivo, previa solicitud de los obligados, cuando su situación económico-financiera les impida transitoriamente efectuar el pago de sus débitos. El fin que justifica la potestad discrecional en este ejemplo es asegurar el pago de la deuda sin iniciar actuaciones ejecutivas que puedan afectar irreparablemente a la actividad económica de una empresa. No se debería conceder un aplazamiento si se estima que no se va a atender el pago de la deuda aplazada. La Administración tributaria puede (potestad discrecional) resolver favorablemente una solicitud de aplazamiento siempre que se cumpla la condición anterior. La decisión dependerá tanto de criterios extrajurídicos (como oportunidad, respuesta a posibles aplazamientos concedidos con anterioridad) como económicos. Nada debería impedir a la Administración resolver favorablemente solicitudes de aplazamiento de forma automatizada de deudores que cumplan determinadas condiciones que la aplicación informática puede conocer, como son la base imponible del impuesto sobre la renta de personas físicas o del impuesto sobre sociedades y el importe de la deuda (para valorar si la insuficiencia de tesorería es transitoria), el nivel de cumplimiento de sus obligaciones fiscales, la actividad económica ejercida, el número de trabajadores, la cifra de ventas..., y utilizar estos elementos de información como elementos de decisión. Se trataría sólo de resolver favorablemente. Si el resultado de la valoración realizada por la aplicación fuese negativo debería realizarse una segunda valoración por funcionario competente antes de resolver definitivamente en uno u otro sentido. La tramitación masiva de solicitudes de aplazamiento ya es una realidad en la Agencia Estatal de Administración Tributaria, generándose propuestas de resolución que el órgano competente se limita a firmar. Si existiese esta posibilidad podría responderse en tiempo real una solicitud presentada telemáticamente. 5.2.3.
Aplicación de la gestión del conocimiento en la actuación administrativa automatizada
Se debe valorar la posibilidad de aprovechar las tecnologías orientadas a la gestión del conocimiento como un instrumento para automatizar
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la actuación discrecional. Para ilustrar esta posibilidad se puede analizar el caso concreto de la gestión aduanera. Para retirar la mercancía de un recinto aduanero es necesario que la autoridad aduanera haya acordado el despacho de la misma. Esta actuación se denomina levante aduanero y debe calificarse como acto administrativo. La potestad discrecional radica en la decisión de seleccionar determinados contenedores para su inspección física antes de autorizar su retirada del recinto aduanero. La recepción en formato electrónico de las declaraciones correspondientes (declaración sumaria y declaración de importación o exportación) y el tratamiento informatizado de la información permiten que la mercancía pueda ser despachada en cuestión de minutos desde la presentación de la declaración de importación o exportación. El levante aduanero en el caso de mercancías clasificadas como canal verde (no exigen verificación física ni aportación de documentación adicional) se produce ya de forma automatizada. El consignatario puede presentar por medios telemáticos la declaración sumaria, que es la declaración por la que se identifican las mercancías. Esta declaración puede ser presentada antes de la llegada de las mercancías al territorio aduanero para que se puedan agilizar los trámites aduaneros. La información contenida en la declaración sumaria sirve para iniciar la tramitación aduanera a la espera de la declaración relativa al comercio exterior que ha de presentar el importador o sus representantes. Para detectar posibles irregularidades en materia de contrabando y de tráfico de estupefacientes se utilizan procedimientos informáticos de análisis de riesgo. Las herramientas de análisis de riesgo están basadas en un sistema de filtros de dos tipos: filtros establecidos por cuestiones ajenas al despacho aduanero, pero cuyo control debe hacerse en el momento en que las mercancías se encuentran en la aduana, como las medidas relativas a sanidad exterior, sanidad veterinaria, inspecciones fitosanitarias, y filtros relativos a la gestión aduanera que son el resultado de tener en consideración la experiencia de los inspectores de aduanas, como son el valor de la mercancía, la comparación entre el peso teórico y el peso real de la mercancía, su origen, el sector comercial, el itinerario seguido por la mercancía... Tras la llegada al puerto o aeropuerto, las mercancías permanecen en situación de depósito temporal hasta que el importador o su representante presenta la declaración correspondiente y exprese cuál va a ser su destino (importación, exportación, perfeccionamiento activo, tránsito, depósito indefinido...). Si el destino es la importación para su comercia-
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lización o su uso inmediato se procederá a la liquidación de los derechos arancelarios y del IVA a la importación. El acceso al contenido de esta liquidación se puede realizar por medios telemáticos. La gestión aduanera está, por tanto, totalmente informatizada, lo que hace que los comportamientos sean homogéneos en todas la aduanas españolas y que las mercancías sean tratadas de forma idéntica con independencia de quien sea el importador final. El levante aduanero y la correspondiente liquidación administrativa son actuaciones susceptibles de automatización. La Administración aduanera tiene la potestad de realizar la inspección física de las mercancías. La decisión de qué mercancías deben ser objeto de inspección y cuáles no puede descansar en un sistema experto que incorpore el conocimiento de los inspectores de aduanas. ¿Qué mejor forma de evitar cualquier teórico caso de arbitrariedad? Es el programa informático, que tiene recogidos los filtros explicitados por los expertos en el control aduanero, quien decide qué mercancías reciben la calificación de filtro verde y pueden ser objeto de retirada y cuáles deben ser objeto de una verificación física. El proceso de liquidación es una actuación plenamente reglada y por ello también susceptible de automatización, que consiste en tomar en consideración la información recibida en las declaraciones y la aplicación mecánica del Arancel de Aduanas. 5.3.
Notificaciones telemáticas
La posibilidad de que la Administración pueda notificar a través de Internet constituirá un elemento activador de la Administración electrónica. Se cuenta en la actualidad con el artículo 59 de la Ley 30/1992, el artículo 105 de la Ley General Tributaria y el artículo 12 del Real Decreto 293/1996, en la redacción dada por el artículo 2 del Real Decreto 209/2003. Junto a la identificación electrónica y ventanilla única electrónica, es uno de los proyectos horizontales más importantes. El valor añadido que proporcionará este proyecto es que permitirá que sea la Administración quien inicie el proceso transaccional. Algunas notas características de la notificación telemática son las siguientes: 1) Se exige consentimiento del interesado. El señalamiento deberá efectuarse para cada Administración y procedimiento.
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2) Establece el término genérico de dirección electrónica, que debería ser única para todas las notificaciones telemáticas de la Administración. 3) La recepción del contenido del acto se entenderá producida a todos los efectos legales en el momento en que se produzca el acceso a su contenido en la dirección electrónica. Es decir, requerirá que el destinatario descifre el mensaje. 4) En caso de que, existiendo constancia de la recepción de la notificación en la dirección electrónica, transcurrieran diez días naturales sin que se acceda a su contenido, se entenderá que la notificación ha sido rechazada, por lo que se tendrá la misma por efectuada a todos los efectos legales. El principio de recepción efectiva cede ante el principio de puesta a disposición si, transcurridos diez días desde la misma, no se ha accedido a su contenido. Para que sea una solución válida para cualquier Administración, la dirección electrónica debería residir en un tercero de confianza que actuaría como depositario de las direcciones electrónicas administrativas. El domicilio electrónico hará posible que sea la Administración quien pueda dirigirse al administrado. Mediante las notificaciones telemáticas se introduce un nuevo instrumento de comunicación entre el ciudadano y la Administración que contribuirá a simplificar tanto estas relaciones como la actividad de la Administración. Se recomienda, por una parte, ultimar la puesta a punto de este servicio y la adaptación de las aplicaciones informáticas de las Administraciones para ofrecer esta opción de notificación a los administrados y, por otra, modificar la normativa expuesta para establecer esta modalidad de notificación como obligatoria para determinados colectivos de empresas (empresas cuyo volumen de facturación anual supere cierto importe, entidades cuya actividad esté relacionada con la sociedad de la información...).
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5.4. 5.4.1.
Cooperación electrónica interadministrativa Modalidades de cooperación electrónica
Otra de las cuestiones que se analizan en este informe son las posibilidades que ofrecen las TICs para mejorar la cooperación interadministrativa. Existen dos modalidades de cooperación electrónica. La primera permite la cooperación en la instrucción de un procedimiento, y consiste en que una Administración u órgano que se denomina peticionario solicita por medios telemáticos un determinado contenido a otra que se convierte en Administración u órgano suministrador del contenido. Así podría suceder, por ejemplo, en la tramitación de una solicitud de ayuda ante una Administración. La Administración que tramita la concesión de una ayuda podría obtener de la Tesorería de la Seguridad Social y de la Agencia Estatal de Administración Tributaria los contenidos necesarios para conocer si el solicitante está o no al corriente en el cumplimiento de sus obligaciones. Otra modalidad de funcionamiento cooperativo consiste en que el administrado se dirija a una única Administración para presentar una solicitud que debería presentar en varias, encargándose la primera de realizar la tramitación con las demás. Se trata de una modalidad de funcionamiento conocida como ventanilla única. Un tipo de ventanilla única son las ventanillas únicas electrónicas. Lo que se persigue en este caso es que con un único clic se puedan realizar trámites con varias Administraciones u órganos de una misma Administración. Así, por ejemplo, sería posible comunicar el cambio de domicilio a una única Administración, que trasladaría la comunicación a otras Administraciones por medios telemáticos. El acceso al contenido de la Administración suministradora puede ser realizado por un funcionario de la Administración peticionaria en modo navegador-servidor o puede ser realizado por su ordenador en modo servidor-servidor. En este caso, la operación se materializa por medio de un intercambio de mensajes electrónicos entre los ordenadores de las dos Administraciones. Ello permite romper las barreras o fronteras organizacionales. En el caso de las relaciones interadministrativas, ello haría posible que el procedimiento automatizado de una Administración conectase telemáticamente con el de otra Administración. En el mundo de los negocios existen algunos buenos ejemplos de estas formas de actuar:
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— Las líneas de montaje de una fábrica de automóviles pueden comunicar con los proveedores de piezas para realizar de forma automatizada los pedidos. — Una tienda dedicada a la venta minorista, como es el caso de las grandes superficies, puede conectar con sus proveedores para realizar los pedidos que permitan realizar la reposición de las ventas realizadas cada día. — Acceso desde una página web a la información de vuelos de diferentes compañías aéreas para encontrar el vuelo que mejor se ajuste a las necesidades del usuario. — Acceso desde una página web a la cotización bursátil de un determinado valor en diferentes Bolsas de Valores. En la actualidad, las diferentes Administraciones Públicas cuentan con sistemas informáticos heterogéneos que hacen difícil la interoperabilidad. En este sentido y en línea con la recomendación formulada por la Comisión Especial de Estudio para el Desarrollo de la Sociedad de la Información, se propone impulsar la adopción de unos estándares mínimos en cuanto a la naturaleza de los sistemas básicos e infraestructuras, en sus modelos de datos y en los mecanismos de intercambio de mensajes. Se debería realizar una apuesta por la adopción de estándares abiertos (xml, soap...). 5.4.2.
Colaboración en la instrucción de un procedimiento
Las organizaciones tienen la necesidad de tomar decisiones, para lo cual necesitan disponer de elementos de información sobre los que aplicar su conocimiento. La Administración Pública se enfrenta también de forma permanente a este reto, no condicionando sus decisiones a criterios de rentabilidad económica, sino a: — su adecuación a Derecho; — la consecución del interés público. Los elementos de información necesarios pueden consistir en elementos de hecho (certificaciones administrativas) o de juicio (informes). Puede suceder que el certificado o el informe deba ser emitido por un órgano o incluso una Administración Pública diferente de la que tie-
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ne que resolver en orden a expresar el punto de vista correspondiente a sus competencias. La cooperación electrónica puede en estos casos contribuir de forma decidida al cumplimiento del criterio de celeridad en la tramitación administrativa. Sería una manifestación concreta más de este criterio, como lo es el principio de simultaneidad, según el cual cuando se han de solicitar dos informes relativos a cuestiones diversas, no hay razón para que la solicitud del segundo tenga que esperar a que se emita el primero. Deberán solicitarse simultáneamente. No debería existir impedimento para que la Administración tramitadora solicitase por medios telemáticos el certificado o informe necesario a otra Administración y ésta pudiera resolver automatizadamente en los casos en los que ello sea posible, generando y firmando un mensaje electrónico que contenga la correspondiente declaración de conocimiento o juicio para la primera Administración. Incluso la solicitud (declaración de deseo) podría activarse de modo automático cuando se tratase de un trámite obligatorio. Es más, debería establecerse un derecho a favor del órgano o Administración tramitador a exigir la cooperación electrónica a los órganos o Administraciones que tienen que emitir un certificado o informe que tenga carácter preceptivo. 5.4.3.
Sustitución de la aportación de los certificados administrativos exigidos por una Administración distinta a la que los emite
La disposición adicional decimoctava de la Ley 30/1992, introducida por el artículo 68 de la Ley 24/2001, de 27 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, establece la sustitución de la aportación de certificaciones tributarias o de Seguridad Social, siempre que se cuente con el consentimiento del interesado, por la cesión de los correspondientes datos al órgano gestor por parte de entidades competentes. El Real Decreto 209/2003, de 19 de febrero, por el que se regulan los registros y las notificaciones telemáticas, así como la utilización de medios telemáticos para la sustitución de la aportación de certificados por los ciudadanos, constituye un impulso de la cooperación telemática al desarrollar el citado precepto legal. Dispone en primer lugar que, siempre que el interesado así lo autorice o una norma de rango legal lo disponga, los certificados administrati-
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vos en soporte papel serán sustituidos por certificados telemáticos o por transmisiones de datos. Esta norma otorga plena validez a los intercambios electrónicos de mensajes que contienen la información que necesita la Administración que instruye el procedimiento, al prever que «la aportación de certificados previstos en las vigentes normas reguladoras de procedimientos y actuaciones administrativas se entenderán sustituidas, a todos los efectos y con plena validez y eficacia, por las transmisiones de datos que se realicen de acuerdo con lo dispuesto en este artículo» Se trata de cesiones de datos de carácter personal, por lo que la citada norma establece que: «Toda transmisión de datos se efectuará a solicitud del órgano o entidad tramitadora en la que se identificarán los datos requeridos y sus titulares así como la finalidad para la que se requieren. En la solicitud se hará constar que se dispone del consentimiento expreso de los titulares afectados, salvo que dicho consentimiento no sea necesario». La petición de información y los datos recibidos son actuaciones que deben formar parte del expediente: «De la petición y recepción de los datos se dejará constancia en el expediente por el órgano u organismo receptor. A efectos de la verificación del origen y la autenticidad de los datos por los órganos de fiscalización y control, se habilitarán mecanismos para que los órganos mencionados puedan acceder a los datos transmitidos». La última parte de este precepto recoge la necesidad de proporcionar a los órganos de fiscalización los medios necesarios para que puedan comprobar que la Administración que tramite la concesión de una ayuda disponga de las certificaciones o datos preceptivos. Ello se puede materializar mediante el acceso al servidor del órgano certificante a través del código de identificación que todo mensaje generado por la Administración debe incluir. En este servidor debe constar el documento electrónico original que ha dado origen al mensaje transmitido. Se recomienda la fijación por ley de una fecha límite a partir de la cual las Administraciones que tramiten subvenciones, becas y ayudas no podrán requerir a los interesados la aportación de certificados administrativos expedidos por otra Administración. La exigencia de aportar estos certificados constituye un claro ejemplo de disfunción administrativa. La normativa ha previsto, además, una solución alternativa al intercambio electrónico de datos: la expedición de un certificado telemático se podrá realizar a instancia del órgano requirente, bien a iniciativa del interesado o del propio órgano requirente, siempre que cuente con el ex-
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preso consentimiento de aquél, salvo que el acceso esté autorizado por una ley. En este supuesto se sustituye el intercambio de datos por la generación de un certificado electrónico que se pone a disposición del usuario o del funcionario autorizado a través de Internet. Para ello es necesario resolver el siguiente problema: ¿cómo saber que la persona que realiza la petición a través de su certificado de identificación electrónico personal es titular del órgano administrativo que tiene atribuida la competencia? Existen varias soluciones. La primera consistiría en que la propia Administración certificase en el momento en que el funcionario realiza la petición que es titular del órgano competente para solicitarlo. La segunda consistiría en que el propio certificado de identificación electrónica contuviese un indicador de que es titular del órgano. Esta solución tiene el inconveniente de tener que revocar el certificado cada vez que se modifique la titularidad del órgano competente. La tercera opción, que es la que se propone, consiste en la creación de un archivo accesible por las Administraciones Públicas donde consten los titulares de los órganos de cada Administración que estén facultados para realizar estas peticiones. Esta solución podría extenderse a otras actuaciones interadministrativas.
5.4.4.
Ventanilla única electrónica
Se trata de encomendar a una Administración u órgano que traslade una solicitud de la que tenga conocimiento a otras Administraciones u órganos que resulten afectados. Utilizando la transmisión telemática de mensajes desde la primera a las demás se evita que el particular tenga que desplazarse a otros órganos administrativos para presentar otras tantas solicitudes. Cada una de estas solicitudes o mensajes deberá quedar registrado en el correspondiente registro telemático, que debe generar y devolver un código de aceptación para cada una de las solicitudes recibidas que sirve, además, como número de registro. Este sistema de funcionamiento exige a los órganos receptores de la solicitud telemática que acusen recibo de forma inmediata y, por tanto, de forma automatizada. Esto no significa que deban atender la solicitud de forma instantánea. Se deben limitar a registrar el mensaje recibido generando un código de aceptación.
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El órgano que transmitió la solicitud deberá dar traslado de este código de aceptación al peticionario, pudiéndoselo mostrar por Internet. En los proyectos del tipo ventanilla única electrónica no se debe prescindir de los registros telemáticos de cada uno de los órganos que reciben la solicitud desde otro órgano administrativo. (Los órganos administrativos llevarán un registro general en el que se hará el correspondiente asiento de todo escrito o comunicación que sea presentado o que se reciba en cualquiera unidad administrativa propia. También se anotará en el mismo la salida de los escritos y comunicaciones oficiales dirigidos a otros órganos o particulares; art. 38.1 Ley 30/1992) (Los registros generales, así como todos los registros que las Administraciones Públicas establezcan para la recepción de escritos y comunicaciones de los particulares o de órganos administrativos, deberán instalarse en soporte informático; art. 38.3 Ley 30/1992) Es importante tener en cuenta que la Ley 24/2001, de 27 de diciembre, incorpora un nuevo apartado en el artículo 38 de la Ley 30/1992 estableciendo la posibilidad de creación de registros telemáticos, pero con algunos rasgos propios: — Pueden recibir escritos desde cualquier parte del mundo. — Exigen tramitación automatizada. La expedición del recibo de presentación debe ser inmediata, a cualquier hora y en cualquier día. Habría que distinguir entre quien realiza la actuación de registro (un ordenador) y quien la supervisa y se convierte en responsable de su funcionamiento. El registro debe producir su sello electrónico con la recepción o salida de cualquier solicitud, escrito y comunicación que se transmita por medios telemáticos. — No gozan de la polivalencia del registro tradicional. «Los registros telemáticos sólo estarán habilitados para la recepción o salida de las solicitudes, escritos y comunicaciones relativos a los procedimientos y trámites de la competencia del órgano o entidad que creó el registro y que se especifiquen en la norma de creación de éste...» (art. 38.9 Ley 30/1992). Una vez más, se pone de manifiesto la necesidad de tener que automatizar determinadas actuaciones administrativas.
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5.4.5.
Tramitación telemática de la Sociedad Limitada Nueva Empresa
Se valora positivamente la iniciativa relativa a la tramitación telemática de la Sociedad Limitada Nueva Empresa (proyecto CIRCE), regulada por el Real Decreto 682/2003, de 7 de junio. Este proyecto tiene como objetivo conseguir agilizar al máximo los trámites administrativos necesarios para la constitución y puesta en marcha de las sociedades de responsabilidad limitada de nueva creación. Se ha apostado plenamente por la tramitación y cooperación electrónica de las diferentes Administraciones actoras que intervienen en este proceso. Permite la realización de los siguientes trámites: — Comunicación con el Registro Mercantil para la obtención de la denominación social de la Sociedad Limitada Nueva Empresa. — Obtención del número de identificación fiscal de la sociedad. — Presentación de la autoliquidación del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (operaciones societarias). — Presentación de la declaración censal de inicio de la actividad tanto para la Agencia Estatal de Administración Tributaria como para la Comunidad Autónoma de Canarias. — Formalización de la cobertura de los accidentes de trabajo y enfermedades profesionales y de la prestación económica por incapacidad temporal por contingencias comunes de los trabajadores de la sociedad. — Inscripción del empresario y apertura del código cuenta de cotización en la Seguridad Social. — Inscripción de embarcaciones y artefactos flotantes. — Afiliación y alta de los trabajadores en el sistema de la Seguridad Social. — Alta en el Impuesto sobre Actividades Económicas a efectos censales. El intercambio de la información y documentación se realiza mediante la interacción con los sistemas informáticos de las entidades actoras, garantizando al emprendedor un servicio global y unificado para la creación de empresas. El sistema impone a los diferentes actores la emi-
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sión en tiempo real de un acuse de recibo que incluya el número asignado por el registro de entrada, que habrá de ser telemático, y para las Administraciones, además, la resolución en tiempo real, de forma automatizada por tanto, de los trámites que sean de su competencia. La tramitación se basa en la generación y gestión de un documento único electrónico (DUE) al que se incorporan datos y otros documentos electrónicos, formándose un expediente en formato electrónico. Así, por ejemplo, se incorpora al expediente virtual copia simple electrónica de la escritura pública autorizada por el notario elegido por los socios para el otorgamiento de la escritura pública de constitución de la sociedad. El DUE es, además de un instrumento de naturaleza telemática, un instrumento integrador en el que se van incluyendo todos los datos referentes a la nueva sociedad que deben ser remitidos a los Registros Públicos y a las Administraciones Públicas competentes para: — la constitución de la sociedad; — el cumplimiento de las obligaciones en materia tributaria; — el cumplimiento de las obligaciones en materia de seguridad social. El DUE sustituye, entre otros, a los siguientes formularios: — Declaración censal a presentar ante la Administración tributaria. — Declaración de alta a efectos del Impuesto sobre Actividades Económicas. — Autoliquidación del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados. — Solicitud de formalización de la cobertura de riesgos profesionales con entidad gestora de la Seguridad Social. — Inscripción del empresario en la Seguridad Social y apertura de cuenta de cotización principal. — Solicitud de afiliación a la Seguridad Social, asignación de número de Seguridad Social. — Solicitud de alta en el Régimen Especial de Trabajadores por Cuenta Propia o autónomos trabajadores societarios. — Solicitud de alta del trabajador por cuenta ajena. Para cumplir con su condición de instrumento integrador, el DUE almacena y gestiona dos tipos de datos:
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— Datos básicos que deben incorporarse por el emprendedor en el momento de iniciarse la tramitación. — Datos a incorporar en cada fase de la tramitación por los distintos actores que intervienen en la misma. El actor principal lo constituye el sistema de tramitación electrónica (STT). Es un sistema informático que articula el proceso de creación de empresas basado en el DUE. A través del STT se lleva el intercambio de la documentación e información mediante la interacción con los sistemas informáticos de cada uno de los actores. Se considera necesario desarrollar otros proyectos de esta naturaleza en los que, además de realizar un esfuerzo para aprovechar las oportunidades que ofrecen las TICs, se precisa realizar una profunda revisión de los procedimientos de tramitación. 5.5.
Estructuras organizativas y tecnologías de la información y de las comunicaciones: planteamiento general
Los avances de las TICs no se deben aplicar únicamente a los procedimientos, sino también a la propia organización. El proceso de adaptación organizativa que se verifica permanentemente en el sector privado también debería producirse en el sector público. El diseño organizativo de las Administraciones Públicas debe ajustarse al servicio público que tengan encomendado. Las organizaciones públicas tienen fines que cumplir (funciones) y para ello tienen posibilidades de actuación válida a efectos de relaciones jurídicas y posibilidades de actuación material o técnica que no implican modificación de situaciones jurídicas. Las Administraciones Públicas disponen de una estructura organizativa cuyo elemento básico es la unidad administrativa. Determinadas unidades administrativas configuran órganos administrativos en la medida en que la legislación les faculta para actuar en nombre de la organización en determinada materia, produciendo efectos jurídicos que se imputan a la organización de la que forman parte. Las diversas unidades deben tener definidos cuáles son los objetivos a alcanzar y el nivel de calidad de servicio esperado. La informatización de los procedimientos permite medir de forma objetiva las actuaciones realizadas y los resultados obtenidos. Las tecnologías de la información y de las comunicaciones y los sistemas de información gestionados por éstas desempeñan un papel muy
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importante como facilitadores de nuevas formas organizativas. Las entidades privadas se han venido organizando de forma jerárquica funcional para hacer frente a la complejidad organizativa, o de forma divisional para poder reaccionar en entornos más dinámicos e inciertos. Las empresas han encontrado dificultades cuando han querido compatibilizar ambos criterios, desarrollando fórmulas complejas y conflictivas como son las que tienen forma matricial. Éste es el caso de unidades que tienen un responsable a nivel de área geográfica y otro a nivel del tipo de actividad realizada. El problema es que este tipo de organización es muy inestable y que, en la práctica, los responsables por materia suelen tener mayor poder que los responsables territoriales de una unidad administrativa. Las TICs disponibles actualmente permiten compatibilizar ambos criterios sin tener que utilizar formas organizativas complejas, ya que a través de ellas se puede mantener el nivel de control que obtiene la jerarquía y mantener el nivel de autonomía que exige el espíritu emprendedor e innovador. Esta solución debería aplicarse a las organizaciones públicas. En la medida en que el sistema de información de la organización sea global, que recoja la actuación de las unidades administrativas, que dé soporte a la colaboración intra e interadministrativa y que permita dar soporte a la gestión del conocimiento, no debe existir inconveniente en dotar de cierta capacidad de decisión a las unidades administrativas sin restricción alguna en la denominada actividad técnica de la Administración y con respeto al ordenamiento legal en los actos jurídicos realizados por los órganos en el ejercicio de las competencias que les son atribuidas por la legislación. Se trata de realizar una apuesta por la racionalidad de la discrecionalidad para la potestad de organización respecto de las unidades administrativas. Ello exige, sin lugar a dudas, la institucionalización del control de gestión apoyado en las TICs. 5.6.
Las unidades responsables de las TICs
Se debe distinguir entre unidades operativas y unidades instrumentales que deben apoyar a las anteriores. Entre éstas se encuentran las unidades informáticas, llamadas a desempeñar una función cada vez más decisiva. Estas unidades deberían estar representadas en los órganos de decisión de las organizaciones públicas para poder aportar no sólo la capacidad de resolver problemas concretos, sino de plantear nuevas opor-
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tunidades de prestación de servicios basadas en los avances tecnológicos. Siendo las TICs un elemento estratégico para la Administración Pública se recomienda que no se realice una externalización absoluta de su gestión función, sino que al menos la dirección de los proyectos relativos a la utilización de las TICs corresponda a personal de la propia organización, lo que además proporcionaría la necesaria capacidad de reacción.
5.7.
Crisis del criterio de competencia por razón de territorio
La competencia territorial es considerada por el ordenamiento legal esencial, hasta el punto de no admitir convalidación, lo que sí sucede con la incompetencia jerárquica. La automatización de la actuación administrativa y, en general, la utilización de las tecnologías de la información y de las comunicaciones cuestionan la competencia territorial del órgano administrativo. Así, por ejemplo, no es necesario acceder al expediente físico pues el sistema de información puede contener una imagen completa del mismo. Para cumplir con el principio constitucional de eficacia/eficiencia, las TICs posibilitan la deslocalización de la unidad que tramita o resuelve determinado expediente, pudiendo de este modo optar por economías de escala, especialización de unidades por materias, adecuar la carga de trabajo a los efectivos disponibles en cada lugar... Las actuaciones administrativas se podrían realizar desde lugares distintos de la localización del administrado. Los actos administrativos podrían ser producidos por órganos que tengan atribuida la competencia por razón de materia, pero sin limitación por razón de territorio. Es necesario realizar un replanteamiento de esta cuestión compatibilizando un enfoque jurídico de la organización administrativa, basado en atender las garantías del particular frente al poder de la organización pública, con un enfoque, no menos jurídico que el anterior, que persiga la eficacia/eficiencia. ¿Qué sentido tiene seguir manteniendo la rigidez de la competencia territorial en base, por ejemplo, al domicilio del interesado cuando posiblemente le convenga relacionarse con la unidad administrativa que se encuentre más próxima a su lugar de trabajo, que no tiene por qué coincidir con la que le correspondería según su domicilio? No se trata de obligar al particular a comparecer en cualquier oficina que la Administración considere conveniente por estar allí localizada la unidad que tramita o resuelve el expediente. Es más, la comparecencia
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podría realizarse en cualquier oficina que el particular elija, haciéndose llegar a través de las TICs las manifestaciones e imágenes de los documentos aportados a la unidad que la organización pública considere más conveniente. Otro elemento a tomar en consideración es la posible actuación automatizada. En este caso la actuación administrativa emanaría directamente de la Administración, sin necesidad de atribuir el ejercicio de competencia a ninguna unidad administrativa. La actuación la materializa el ordenador, sin necesidad de que exista declaración de algún tipo de estado psicológico en el momento de su realización. Al no ser necesario acudir a la figura del órgano administrativo, no procede hablar de competencia territorial. La tabla siguiente recoge un propuesta de alternativa a esta cuestión.
Actos que produzcan efectos jurídicos
Actuaciones materiales o técnicas
Actuación no automati- Órganos sin más limitación Unidades sin limitación terrizada territorial que la que tenga torial. la Administración de la que forman parte. Actuación automatizada La autora del acto es la pro- La actuación la realiza la Adpia Administración. ministración.
6. 6.1.
EMPLEADOS PÚBLICOS Las TICs como herramienta de trabajo
Los empleados públicos deben resultar beneficiados por la utilización de las tecnologías de la información y de las comunicaciones, que deben contribuir a que la gestión de recursos humanos consiga un equilibrio entre las necesidades, los valores y habilidades individuales con los objetivos de la organización. Las TICs deben permitir la realización de los tres tipos de actividad que deben realizar los empleados de toda organización: trabajar, aprender y compartir su conocimiento. La informatización de los procedimientos internos contribuye a que su rendimiento sea mayor. La automatización de los procedimientos, la
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disponibilidad de la información o conocimiento que necesita para realizar su trabajo y la redefinición de procedimientos administrativos para aprovechar las posibilidades que ofrecen las tecnologías deben contribuir a que el resultado obtenido por la Administración por el esfuerzo de sus empleados sea mayor. También se considera relevante el hecho de que el sistema de información puede ofrecer información de la actividad realizada por cada empleado. Ello constituye un sistema de incentivación basado en variables objetivas que permite evaluar el rendimiento en el puesto de trabajo. También constituye un elemento de incentivación la oferta de servicios al exterior basados en el uso de las nuevas tecnologías. La valoración positiva que realiza el usuario de estos servicios contribuye a mejorar el nivel de identificación con la organización a la que presta sus servicios. El empleado público se siente orgulloso de prestar sus servicios en una organización bien valorada. 6.2.
El empleado como miembro de la organización pública
Además, las tecnologías de la información y de las comunicaciones deberían poder ser utilizadas por los empleados públicos para satisfacer sus necesidades como miembros de la Administración Pública. Servicios como acceso a la nómina, presentación de solicitudes de concurso, traslado, formación, deberían ser ofrecidos por todos las Administraciones a sus empleados. También se debe potenciar el nivel de participación de los empleados en la organización. Se propone la generalización de los buzones de sugerencias e incluso la existencia de encuestas en la Intranet de la Administración para conocer la percepción que los empleados tienen de su organización. Otra propuesta consiste en ofrecer paquetes de equipos y conectividad a los empleados públicos para extender el ámbito de uso de las TICs a sus hogares. Se trataría de ofrecer estos medios en condiciones ventajosas a los empleados de las Administraciones Públicas. 6.3.
E-learning
La formación impartida por vía telemática (e-learning), recibida a través de la Intranet de la Administración, debe ser una referencia obli-
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gada en los planes de formación. Con ello se consigue incrementar de forma notable la formación no presencial, extendiendo su aplicación a todos los empleados que dispongan de un ordenador personal conectado a la Intranet. La Intranet combina las ventajas de las tecnologías de las comunicaciones y de la tecnología multimedia como vídeo, gráficos... El e-learning contribuye a satisfacer las necesidades de formación de los empleados públicos. Existe en cada empleado público una necesidad de promoción y mejora y un deseo de comprender los sistemas de su entorno laboral que impulsan una demanda permanente de formación. Otras ventajas para el alumno son: evita desplazamientos, proporciona mayor flexibilidad horaria, permite acceder a la formación cuando se necesita. Para la Administración, las ventajas son también notorias: no hay restricción en el número de alumnos, no precisa de locales, no exige material didáctico en papel, permite la medición del nivel de aprovechamiento del alumnado. El correcto aprovechamiento de las ventajas que ofrece la tecnología multimedia requiere conocimientos que exceden a los meramente tecnológicos. El alumno aprende de manera diferente, por lo que hay que proporcionar herramientas adecuadas que le ayuden a aprender de manera activa e individualizada, que le permitan discutir y compartir en grupo y controlar por sí mismo el proceso de aprendizaje. Entre las ventajas de la interactividad se encuentra la posibilidad de que el estudiante tenga un rol activo en el proceso de aprendizaje.
6.4.
Teletrabajo
Las TICs posibilitan realizar la actividad laboral fuera de la oficina. Disponiendo de un ordenador personal y de una conexión se puede acceder al sistema informático de la organización y trabajar desde fuera de la oficina. También se pueden enviar y recibir informaciones e instrucciones a través del correo electrónico. Se actúa sin limitación de espacio ni de tiempo. El empleado de una organización a través del teletrabajo podría, por tanto: — realizar su actividad desde el lugar que él considere más idóneo y en el momento que considere más adecuado; — formar parte de equipos de trabajo virtuales;
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— entregar y compartir el resultado de su trabajo con el resto de la organización; — relacionarse con clientes y proveedores a través del correo electrónico. Se considera conveniente explorar esta posibilidad para los empleados públicos por un motivo principal. Ello contribuiría a conciliar la vida familiar y la vida profesional en determinados supuestos, como es el de las madres que tienen que cuidar a sus hijos de corta edad. Esta modalidad de trabajo también puede resultar beneficiosa por otros motivos: — el personal informático puede acceder al sistema informático para resolver incidencias sin necesidad de tener que desplazarse a la oficina en un régimen laboral de disponibilidad permanente durante determinados días de la semana (lo mismo sería aplicable a otras actividades); — reducción de las necesidades de espacio físico para realizar determinadas tareas.
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INAP INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PUBLICA
Fernando Sáinz Moreno
Estudios para la reforma de la Administración Pública
Director MINISTERIO DE ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
Estudios para la reforma de la Administración Pública Antoni Bayona i Rocamora Amador Elena Córdoba Germán Fernández Farreres Juan Junquera González Juan José Lavilla Rubira Joan Prats Catalá Manuel Rebollo Puig Carmen Román Riechmann Fernando Sáinz Moreno (Director) Miguel Sánchez Morón Juan Alfonso Santamaría Pastor Santiago Segarra Tormo Francisco Javier Velázquez López Reyes Zataraín del Valle
P.V.P. 35,00 euros (IVA incluido)
INAP
19/04/2004, 12:00