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EL PUEBLO ESPAÑOL Y SU DESTINO POR
ANTONIO ALMAGRO
Ensayo y guiones para una enseñanza popular
Madrid 1952
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ÍNDICE
I......................................................................................................................................4 ESBOZO SOBRE LAS CONSTANTES HISTÓRICAS DEL PUEBLO ESPAÑOL....................................................................................................................4 Introducción..................................................................................................................5 El modo de ser español...............................................................................................14 España y Europa.........................................................................................................39 II..................................................................................................................................61 GUIONES PARA UNA ENSEÑANZA POPULAR................................................61 España, pueblo decisivo en la historia de la humanidad...........................................63 Lección preliminar..............................................................................................64 Citas complementarias a la lección preliminar....................................................73 Destino de la Hispanidad en la Edad Antigua............................................................78 Lección primera...................................................................................................79 Lección segunda y resumen................................................................................86 Notas a las lecciones primera y segunda.............................................................94 Destino de la Hispanidad en la Edad Media............................................................113 Lección tercera..................................................................................................114 Notas a la lección tercera...................................................................................121 Destino de la Hispanidad en la Edad Moderna........................................................129 Lección cuarta...................................................................................................130 Notas a la lección cuarta....................................................................................138 Lección quinta...................................................................................................153 Notas a la lección quinta...................................................................................159 Lección sexta.....................................................................................................163 Notas a la lección sexta.....................................................................................172
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I ESBOZO SOBRE LAS CONSTANTES HISTÓRICAS DEL PUEBLO ESPAÑOL
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INTRODUCCIÓN
“…empalmado con la España exacta, difícil y eterna que esconde la vena de la verdadera tradición española…” JOSÉ ANTONIO
Germinada la idea —mejor intuición— que sirve de médula a este modestísimo ensayo al elaborar por primera ver durante el año 1948 unos elementales guiones históricos destinados a la formación de los aprendices del Frente de Juventudes, hemos creído un deber exponerla más clara y ampliamente para que quede al menos constancia en el futuro de que, frente a la “rutina” protocolaria de algunos textos al uso, también hubo españoles que siguiendo el certero instinto popular, supieron —o creyeron — intuir de muy distinto modo la auténtica y dramática historia del pueblo español y la esencia de su constante manera de ser. Ante todo, debemos declarar que estas directrices surgieron al contemplar la historia de España desde la plataforma del pensamiento joseantoniano y en ellas van implícitas las que estimamos realidades vivas del “modo de ser”, constante o estilo vital, del pueblo español y de su “destino en lo universal”. Es decir, que pretendemos poder ofrecer los rasgos concretos, configurativos de dicho “modo de ser” y de la definición de España como un “destino en lo universal”, tan proclamada como, en general, mal entendida. Para el fin propuesto se agregan ahora a esta introducción una nueva serie de notas sobre lo español y lo europeo, que ojalá convenzan o, por lo menos, susciten discusión en torno de este problema, instalando prudencia y reflexión antes de llevar adelante novísimos e imposibles intentos de invidente europeización. 5
Desde luego estas notas no tienen pretensiones exhaustivas ni eruditas de ninguna especie y sólo pretenden acompañar a cada capítulo sintético, autorizando y aclarando —parcialmente al menos— lo que en los respectivos textos se indica como fundamental y sin que por ello pierdan su carácter práctico de suma brevedad y síntesis en grandes planos aptos para una enseñanza popular y quintaesenciada de nuestra historia. También repetimos que si acaso las interpretaciones de los hechos históricos conocidos, contenidos en este ensayo, pudieran parecer, en parte, originales y aun atrevidas respecto a la interpretación usual y corriente, debemos advertir que su posible originalidad no se debe ni a deseo pedante de novedades mal asentadas, ni tampoco, desde luego, a pretendida genialidad del que los ha escrito. Unicamente se trata, en este caso, de un cambio de las atalayas desde donde en cada caso personal se puede contemplar e interpretar el acaecer histórico. Si hasta la fecha y durante todo el siglo XIX y lo que va del XX —salvo contadas y espléndidas excepciones—, el historicismo oficial ha visto la historia de España desde el observatorio científico europeo, ocurre que ahora, por primera vez, una generación transida de historia vivida dramáticamente y formada en el pensamiento joseantoniano y falangista, es decir, esencialmente español, aflora y contempla el panorama de la historia patria desde otra cumbre, desde otra atalaja, esta vez netamente situada dentro del ámbito español, y con ello se ofrece, naturalmente, a sus ojos una nueva perspectiva del mismo paisaje histórico antes contemplado desde un punto de vista extrahispánico. Por otra parte, después de escritos estos modestísimos esbozos, vimos con satisfacción que no estamos solos en el nuevo punto de vista y que con anterioridad o simultáneamente otros españoles e hispanoamericanos, de mayor valor intelectual, coinciden en análogas perspectivas. Situados, pues, en lo alto del nuevo observatorio, a cuya cumbre puede llegar nuestra generación desembarazada plenamente de broza europeísta, gracias al esfuerzo que desde Menéndez Pelayo hasta José Antonio han realizado una serie de aislados y eminentes españoles, entre los cuales cuentan en una primera línea Ganivet, Menéndez Pidal, y algunos de la llamada generación del noventa y ocho, creemos que debemos y podemos ofrecer a nuestros lectores, con modesto plan, pero también con plena validez en cuanto a punto de partida e hipótesis de trabajo para futuras investigaciones, la distinta perspectiva que desde allí todos ellos pudieran por sí solos, como españoles auténticos, contemplar, 6
con la misma facilidad y nitidez con que se abrió a nuestra asombrada curiosidad. La primera variante que podrá notarse en el panorama histórico, desde este observatorio español, será una prolongación considerable en el tiempo del cumplimiento del destino universal que, según José Antonio, caracteriza a nuestro pueblo. No percibiremos, como era habitual desde el mirador europeo, la Historia de España como un proceso que describe una curva parabólica con un período de ascenso, de formación y juventud, que desde la Edad Antigua y a través de la Edad Media llega a su acmé con la constitución de la unidad nacional y el Estado moderno al iniciarse el siglo XVI, se mantiene en su cumbre y madurez durante los siglos XVI y xvii, y luego inicia su descenso y decadencia par terminar no sabemos cómo. En lugar de esta perspectiva histórica, análoga al ciclo vital (1) —juventud, madurez, senectud y muerte— de cualquier ser vivo —que lleva implícita hasta nuestro subconsciente la idea pesimista de una muerte natural, después de la decadencia, y sin posible resurrección ni continuidad con el movimiento de esperanza de nuestra generación—, aparece ante nuestros ojos la línea histórica del pueblo español como un continuo avance a través de los tiempos hacia el destino universal que la Providencia de Dios le señala y que como una estrella ideal inalcanzable brilla lejana, imantando sin cesar en su dirección el mundo de la Hispanidad. En esta marcha hacia lo infinito nuestro desenvolvimiento histórico aparece, desde esta perspectiva, no como una parábola con su ascenso, cumbre y descenso, sino como una línea continua lanzada en una sola dirección y con cumbres y depresiones o valles en cada gran edad histórica. Es decir, que el pueblo hispánico tiende siempre, providencialmente, a orientarse bacía su destino y a cumplirlo, pero en este camino puede tropezar con grandes obstáculos ---conmigo» poderosos, malos gobernantes, debilidades y defectos humanos del propio pueblo, etc.— que produzcan un descenso, paralicen su marcha y le obliguen a detenerse, a dar un rodeo, hasta que vencido el obstáculo, puede de nuevo reanudar el rumbo hacia su destino, hacia el que providencialmente se ve impelido y cuya renuncia voluntaria le llevaría a la dimisión de su ser, a la parálisis y a la muerte. Desde este punto de vista no existe una sola cumbre en nuestra historia, sino varias y en cada Edad nuestro pueblo cumple plenamente su 1
El origen do esto creencia en el ciclo histórico de los grandes imperios y en su fatal decadencia, se puedo ya encontrar en Saavedra Fajardo y en los publicistas de nuestro siglo XVII. Véase el interesante estudio de J. M, Jover “Sobro la conciencia del barroco español”, en Arbor, núm. 39.
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destino, adaptándose en la forma a las circunstancias temporales. Así, la Edad Antigua y la Media no serán meros períodos formativos, sino que a lo largo de sus siglos la Hispanidad —como conjunto de individuos o Estados de análogo sentido— realiza su misión influyendo en la Historia Mundial tan decisivamente como luego en los albores de la Edad Moderna influirá con la constitución del Estarlo Nacional corno nueva forma de adaptación a la Edad en la cual aún vivimos y en la que por eso, un error de perspectiva nos agiganta su importancia ocultándonos la maravillosa visión de la tarea histórica llevada a cabo por nuestro pueblo en las Edades anteriores. También hemos creído ver radicar en el pueblo como conjunta de individuos de una misma estirpe —en este caso predominantemente ibérica o prehistórica— la base instintiva, espiritual y sentimental que constituye el modo de ser original, providencialmente dispuesto, que transmitido a través de los milenios hace reaccionar al pueblo hispánico de manera análoga ante los diferentes estímulos exteriores y siempre en la dirección de su destino. Desde nuestro punto de vista, tu esencia del modo de ser español consiste en un tenaz y delicado sentimiento de la dignidad de cada hombre y de su superioridad sobre, la naturaleza entera. Este sentimiento hipersensible de la dignidad humana es propio de la raza ibera desde sus orígenes y, en último análisis, es una especie de instinto o intuición muy viva de la trascendentalidad de la especie humana. El hombre de Iberia siente con especial intensidad que si bien una de las raíces de su humanidad se entierra en el tiempo y en la naturaleza animal y material que le rodea otra le tira incesantemente hacia un trasmundo espiritual,
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eterno y deseable (2). Esta fuerte tensión, esta congoja (3), le hace sentir al ibero, con especial claridad, que un abismo sin fondo le separa —y no sólo, al modo helénico, los escalones de una serie ascensional—, del universo material, convirtiéndole en huésped extraño y maravillado del mismo. Aquí brota, de esta alma atirantada, la pasión de eternidad y la instintiva dignidad de la personalidad española y ésta es la esencia de la manera de ser hispánica. Esta manera de ser es la constante de nuestro pueblo y en ella se fundamenta humanamente la unidad del destino histórico de España; es el hilo conductor en el que se engarzan, como cuentas de un collar, los episodios de nuestra Historia, asegurando su continuidad.
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Autorizando con su prestigio y comprobando con su coincidencia la realidad objetiva de este punto de vista nuestro sobre la esencia del modo de ser español, tenemos hoy el espléndido estudio psicológico del Dr. J. J. López Ibor “El español y su complejo de inferioridad” quo sólo llegamos a conocer imprimiéndose ya la primera edición de este ensayo. De dicho estudio son los párrafos que transcribimos sobre “El hombro español”: “... cuatro dimensiones tiene el hombre íntegro y total...” “El hombre completo posee una profunda raíz, que arranca de su entraña de la tierra misma y que por eso llamamos hilica... Cuenta el hombre, finalmente, con otra dimensión, también vertical, pero esta vez dirigida hacia arriba, una dimensión... que la infundió Dios cuando sopló sobre el barro para dejarle su huella divina”. Entre, estas dimensiones, “cada hombre en particular adopta una forma distinta, según la violencia con que tiran de él unas u otras fuerzas.” “El español es, ante todo, un hombre desarrollado, con preferencia, en las dos dimensiones. verticales.” “En tensión polar entre el español hilico y el español espiritual influye en todas las manifestaciones de la vida...” “Lo característico del español no es, pues, la estructura polar en sí, sino que ésta se halla distorsionada, agigantada.” (O. C., paga. 115, 116, 125 y 193.) 3 “Otro médico ilustre, el Dr. Blanco Soler, señala asimismo en el espíritu hispano (y es curiosa y nos enorgullece como profesionales, aun en un grado tan modesto como el nuestro, esta coincidencia de tanto gran médico español contemporáneo en el deseo de “adentrarse” en el alma nacional”) algo análogo a lo indicado por López Ibor y a lo escrito por nosotros cuando menciona la angustia y la “congoja” hispana en su obra “Fe y Poesía de España” tan llena de sugerencias: “Un español... nota como ningún hombre, que está prendido a la tierra, y que la tierra es barro que ensucia la lozanía de su deseo. El. español es siempre un afán” (O. C. pág. 46), y “la congoja es necesidad espiritual no conseguida. La mística es la sublimación de una gran congoja. Ahí, pues, el español es el hombro que no encuentra reposo ni aún en la propia dicha. Si el pueblo sajón hace de la costumbre su felicidad, al español hasta la felicidad lo conduce a congoja, porque no se acostumbra a nada ni a nadie. Pero “acostumbrarse es empozar a no ser” (O. C. pág. 49)
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En el hallazgo de esta clave de lo español está la posibilidad no sólo de una nueva perspectiva histórica, sino además la de una reveladora comprensión de nuestra expresión artística en su totalidad y la de toda una actuación político-social y pedagógica que intentara modelar las circunstancias y la formación de las futuras generaciones hispánicas, con arreglo a esta visión permanente del modo de ser real de nuestro pueblo, evitando cuanto atente contra el desarrollo normal de este instintivo modo de ser basado en la dignidad trascendental de la persona humana, y favoreciendo, en cambio, cuanto pueda facilitar su mejor desenvolvimiento» La urgente necesidad de una clara visión en este sentido nos lo encarece todos los días las múltiples, fuertes y contrapuestas influencia, que aún recibe nuestro pueblo, muchas de ollas funestas para su manera de ser y sobre todo la falta de unidad de criterio para enjuiciarlas, corregirlas y marchar decididamente hacia una niela educacional definida. Otra tesis que parece desprenderse claramente del panorama histórico entrevisto desde el nuevo punto de observación, es que España se diferencia esencialmente del resto de la Europa geográfica, salvo que se reconozca que sólo España encarna el concepto cultural de Europa (4). Somos el único pueblo occidental del orbe romano que permaneció en continuidad directa con sus primeros pobladores y con los ideales universales de la grande y excepcional cultura mediterránea que irrumpió con su luz nueva c inesperada en medio de las civilizaciones protohistóricas, por la providencial reunión de las ideas griegas, de la organización romana y del sentido español del hombre, cerrando su evolución con el imperio católico romano del ibérico Teodosio. En efecto; cuando ocurre la definitiva riada invasora germánica y asiática —que allí donde domine acabará por trastocar, pese a toda apariencia de superficie, los fundamentos mismos de aquella gran cultura mediterránea y las bases raciales y populares de los pueblos de Occidente—, solamente el pueblo ibero absorbe y domina finalmente a la bárbara minoría racista, mientras más allá de los Pirineos las reiteradas y cada vez más numerosas invasiones acaban por imponer plenamente el germanismo a sus poblaciones, exterminando o reduciendo a servidumbre a los primitivos pobladores romanizados. Desde entonces un modo de ser y de enfrentarse con la existencia muy peculiar y distinto del ibérico, el modo de ser germánico, fáustico o prometeico, con su característica ansia de movilidad infinita, de acción ilimitada, de sumersión en el incesante fluir del tiempo, 4
No» referimos, naturalmente, no al concepto geográfico, sino cultural de Europa, tal como lo entiende en la actualidad y desde la época llamada moderna.
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va a llenar el espacio europeo y va a tratar de abrir paso a lo largo de la Edad Media a su propia y adecuada forma cultural. Con ello la auténtica herencia mediterránea clásica en sus más puras esencias, conjuntada con el modo de ser hispánico, se conservaría solamente en la Península y —hasta que llegue la gran oleada islámica— en el espacio berebere norteafricano —el Africa Menor de San Agustín y Tertuliano— tan cercano y emparentado con el pueblo español. Después, en el siglo VIII, la invasión musulmana reduce todavía más este último bastión de la gran cultura mediterránea y obliga a los españoles a dar frente al Sur, volviendo la espalda al resto de Europa durante cerca de ocho siglos, para, precisamente, protegerla y salvarla. Con ello, si bien se acabó de fundir el elemento visigodo en la mejor sangre celtíbera (5) y si afirmamos aún más nuestro espíritu universal hacia las vertientes atlántica y africana, en cambio no nos dimos cuenta de que entre aquellos países transpirenaicos germanizados y nosotros se iba estableciendo una diferenciación cada vez más desarrollada al brotar en aquéllos sobre el nuevo terreno racial un especial cristianismo germanizado, un régimen social feudal (6) y como base de todo ello, frente a la pasión de eternidad 5
Véase sobre esto el Capitulo XI: “Sangre y espíritu”, de la importante obra do Fray Justo Pérez de Urbel “Historia del Condado de Castilla”, tonto I. “Tiene algo [Castilla] que puede considerarse como la mezcla feliz de la antigua savia ibérica con las mejores aportaciones de los tiempos posteriores...” (V. O. cit. pág. 325). 6 Se parte —en nuestra opinión— de un supuesto falso cuando se presenta la llamada Edad Media europea como una grande y sólida unidad. Quizás se encuentre una apariencia de unidad —aunque minada ya por poderosas corrientes interiores— en la Europa occidental ultrapirenaica, pero no es lícito extender esta máscara de unidad, respecto a aquella, a la Península Ibérica donde entre otros numerosos rasgos diferenciales, existe una religiosidad sentida de muy distinta forma, costumbres y hábitos dispares, una estructura social de bases completamente diversas y sobre todo, un modo de ser no sólo diferente sino opuesto en muchos aspectos al del hombre nórdico europeo. Respecto a esta pretendida armonía medieval europea, oigamos a Américo Castro en “España en su Historia” (págs. 240, 241, 242 y 293): “No es exacto que la Edad Media fuese simplemente una gran armonía... Solemos pensar que la armonía medieval no se quiebra de veras sino en el siglo XIV, y no insistimos bastante en que la Europa germano-latino-cristiana surge en la historia cargada ya con los elementos que habrían de disolverla”. “La llamada Edad Media europea fue una pugna incesante entre los intentos de disolución y el orden fundado en trascendencia divina.” “Ya entre los siglos X y XI se planteó en Europa el conflicto entre la experiencia terrena apoyada en el juicio crítico y el orden teológico.” Aquí barrunta Castro lo que para nosotros es evidente cuando decimos que toda “la Edad Media europea debería entenderse como resultado de este proceso interno, íntimo, de lucha del germanismo
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española y su sentido de dignidad de todo hombre y, por tanto, de hermandad entre todos los hombres y pueblos, un “pathos” de infinitud temporal y un orgullo racista asentado en la sangre, de donde nacerían más tarde los nacionalismos económicos de la Edad Moderna y el protestantismo con sus iglesias nacionales y su odio a la universalidad romana. Por ello la llamada Edad Media europea debería entenderse no como una intachable armonía, sino como resultado de este proceso interno, íntimo, de lucha del germanismo por abrirse paso a través de la delgada capa de clasicismo que lo recubre ( 7). Así sucede que cuando terminada la Reconquista, cree España dirigirse a una cristiandad unida bajo sus mismos ideales para una empresa ecuménica de propagación de la Fe, tropieza con el particularismo y el orgullo germánicos asomando más audazmente cada voz tras la superestructura artificial de romanismo y clasicismo con la que habían cubierto sus bárbaras desnudeces culturales al iniciarse la Edad Media. Habían crecido durante esta Edad Media dos cristiandades distintas, o mejor dicho, una verdadera y una falsa cristiandad: la cristiandad ibérica, continuadora directa de la fórmula católica teodosiana, y la pseudocristiandad bárbara, germánica, que poco a poco va construyendo su propia cultura sobre su específica manera de ser hasta aflorar con fuerza y plenitud en el renacimiento pagano, rasgando al fin la máscara clásica adoptada en su primitiva falta de forma propia cultural. Esta explicable e ingenua falta de visión de la realidad europea fue el error de España en los siglos XVI y XVII y una de las causas de su parcial y aparente fracaso, así como de los desdichados intentos de europeización durante los siglos XVII y XIX. Hoy, por fin, comenzamos a distinguir España del resto de Europa, situándonos en mejor posición para deslindar misiones, evitar los errores pasados y para comprender que por abrirse paso a través de la delgada capa de clasicismo que lo recubre”. En cuanto a la diversa estructura social de España y de la Europa más allá de los Pirineos, es decir, a la no existencia en la Península de la jerarquía social feudal, Amerito Castro confirma esta verdad conocida pero no interpretada: “El único feudalismo de León y Castilla fue quizá el de los poderosos monasterios de Cluny y del Cister”, “… España carecía de una ensambladura feudal…” (V. O. C. págs. 151 y 350). 7 También Ortega y Gasset, en el —como suyo— sugeridor prólogo a la muy reciente traducción por E. García Gámez del “Collar de la Paloma” de Ibn Hazm de Córdoba, percibe claramente “la anómala estructura dual de la vida humana durante la Edad Media”. Conocido por nosotros este libro durante la impresión de estas páginas, y sin tiempo —ni espacio— para los más extensos comentarios merecidos, remitimos al lector a dicha magistral obra.
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nuestra más urgente tarea quizá se llame “deseuropeización”, como en un enfermo intoxicado se llamaría “desintoxicación” (8). Consecuencia de estos puntos de vista serán, también, a lo largo de estos guiones, la tesis del extraordinario influjo hispánico —destino cumplido— sobre Roma para la constitución universalista de su Imperio y de la gran cultura mediterránea en la que el ibérico Teodosio consigue, por unos años, el espejo para futuros siglos del ideal cristiano español de un Imperio católico universal, y asimismo contemplar nuestro siglo XIX no como una prolongación decadente de la depresión y cansancio popular del siglo XVIII, sino como un pueblo despertado de su letargo por las botas del invasor europeo y que ya en pie, después de arrojar al intruso, busca convulsivamente el cauce histórico necesario a su permanente modo de ser, chocando con las directrices todavía europeizantes de la mayoría de sus dirigentes. Los comienzos del XX son una prolongación de esta agonía, aunque con una conciencia intelectual cada vez mayor de la posible verdadera solución, hasta que al fin aflora este largo proceso en el movimiento popular del 18 de Julio, cuya levadura es la minoría falangista y el pensamiento de José Antonio. Así nos encontramos hoy los españoles ante la conciencia cada vez más clara de que entre las formas de vida y cultura, los modos de ser tradicionales de Oriente y Occidente, se dibuja un tercer mundo cultural, otra manera original de enfrentarse a la existencia, ni oriental ni europeooccidental, aunque quizás capaz de comprender universalmente a ambas, que es aquella que cabe bajo la amplia y delimitadora concepción de la Hispanidad. Ahora pido a todos que, considerando faena urgente devolver al pueblo español una clara conciencia histórica, exenta de pedantesca erudición, pero quintaesenciada y llena de verdadero sentido, ayuden a extender esta conciencia, sobre todo entre las nuevas generaciones, y a aquellos que posean la especialización profesional que a nosotros nos falta, que investiguen partiendo desde esta hipótesis de trabajo —al menos española—, en la seguridad de que obtendrán frutos imprevistos y podrán algún día llevar a cabo una auténtica Historia de España, plena de fuerza y 8
La técnica europea, sí, pero digerida, asimilada y controlada como en tiempo de los Reyes Católicos; lo perjudicial es entregarse a Europa olvidándonos de nosotros mismos, como en el siglo XI —separación de Portugal— y en el siglo XIII, con la aventura europea de Alfonso el Sabio, cuya consecuencia fue la guerra civil y el olvido de nuestra misión en Africa. (Nota debida a Fray Justo Pérez de Urbel.)
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originalidad y acompañada del aparato de investigación erudita, sin el que no parece posible salirse de los limites de este ensayo.
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EL MODO DE SER ESPAÑOL
“todo español no degenerado es un señor, en cuanto significa un sentimiento natural de dignidad y el acatamiento de la divisa nobleza obliga.” KEYSERUNG. Expuesta en el capítulo anterior la manera de ser española —según nuestro punto de vista— como debida a un espíritu en tensión de sobrenaturalidad, a una pasión de eternidad del alma hispana, nos parece que si ahora, entre las innumerables observaciones que por extranjeros y españoles se han realizado en busca de la esencia de lo hispánico, de su estilo, de su carácter, de su genio peculiar, etc., etc., buscáramos aquello en que coinciden, encontraríamos con relativa facilidad —además de su asombro ante la extraña singularidad de nuestro pueblo— que el orgullo, el amor propio, la dignidad, el sentido del honor, la elevada consideración de la personalidad humana, el individualismo antisocial o conceptos de análogo contenido, son motivos que, aislados o unidos a otros diversos, dibujan un fondo temático reiterado en todos ellos, donde, superada, por tanto, la subjetividad de cada observador, debe existir una característica real y objetiva, en lo español, que ha permitido esta coincidencia. Es, sobre todo, el sentido de la dignidad de la persona humana el motivo que so repite con más fuerza, expresado bajo una m otra forma. El orgullo español, el punto de honor, la negra honrilla, tan españoles son, en este sentido, simples exageraciones de aquel sentimiento de dignidad que estimamos consubstancial, con su pasión de eternidad, para toda la estirpe ibérica y que creemos se refleja en los espectadores que nos contemplaron a lo largo de los siglos, algunas de cuyas observaciones queremos ofrecer en estas breves e incompletas notas. Dejaremos para otro capítulo, por su número e importancia, las muy abundantes aportaciones que del campo del 15
arte podrían extraerse en favor de esta tesis sobre el modo de ser específicamente hispánico. Ya en la antigüedad clásica, Estrabón el griego, describe en su Geografía el solitario orgullo y la altivez ibéricas como algo peculiar y característico entre todos los pueblos. Después, Trogo Pompeyo y una pléyade de historiadores clásicos posteriores volverá de nuevo a destacar esta selvática altivez juntamente con el marcado individualismo, la dura y austera sobriedad y el sentimiento del honor que engendra la famosa lealtad ibérica, fides celtibérica o devotio al jefe, así como el sacrificio sin vacilaciones por guardar un secreto o por no traicionar a un amigo. También se describe una primitiva y genuina actitud hispánica ante la vida cuando Claudio Tolomeo Alejandrino, en el siglo segundo después de Jesucristo, nos cuenta en su Geografía cómo los españoles “ni son inclinados a prestar servicios, de tal manera que ni a un príncipe se digna ofrecérselos un rústico si no le da la gana”, y como también son “los españoles más taciturnos, pues aprendieron a disimular mejor... Son los españoles en los banquetes menos sociables, más ceremoniosos, afectando no sé qué severidad, de la que los galos no cuidan”. No es, sin embargo, difícil advertir bajo aquellos orgullo y espiritual sobriedad, y bajo este sentimiento del honor el latido del más profundo manantial de una instintiva vivencia de la específica dignidad sobrenatural de la persona humana puesta sobre las circunstancias materiales y sobre los azares en que la vida temporal puede envolver al hombre. Esta sería, en última instancia, la causa tanto de la resistencia, de canon numantino, con que los españoles se enfrentan a Roma durante más de doscientos años, desplegando la suprema dignidad de preferir la muerte a la segura esclavitud, como la del personal e ibérico fundamento del estoicismo senequista. Otros muchos observadores extranjeros, a lo largo de la Historia, han fijado en sus escritos algunas de las características de este pueblo español tan significativamente atractivo y misterioso a la vez para sus mentes transpirenaicas. Ya Brantome, durante nuestros siglos áureos, al ver cruzar los caminos de Francia hacia Flandes a los sacrificados Tercios de España, señala, asombrado, la extraordinaria dignidad que emana del porte de aquellos ajetreados soldados: “Les habríais llamado príncipes por lo apuestos, por su arrogante andar, por su aire gentil.” El inglés Borrow, agudo vendedor de biblias en el siglo XIX, escribe en The Bible in Spain, con clara visión del instinto o sentimiento que forma —en nuestra opinión — el último substrato de la constitución esencial de nuestro pueblo: que ningún pueblo muestra en sus relaciones sociales un sentimiento más justo 16
de lo que constituye la dignidad de la naturaleza humana”. En 1821, Pecchio, en sus cartas, revela cómo esta dignidad profunda en cada hombre es en España la mejor garantía de auténtica democracia y de hermandad humana: “Cuando el español se presenta a un personaje jerárquico no se dobla como una caña ni tartamudea embarazadamente: le saluda y se comporta como un camarada.” Otro viajero inglés, citado por Menéndez Pidal, escribe, en 1830: “La alegría con que las gentes de todas clases soportan el infortunio, las privaciones y aun el empobrecimiento es algo que a duras penas puede creerse; no se les oye una queja; hay una dignidad innata en el pueblo que les impide lamentarse ni aun en la intimidad, y tal vez sea esto en lo único que son reservados.” Esto, como dice el propio M. Pidal, es senequismo popular. Otros escritores europeos entrevén también, aunque deformada por su lente europeísta, la esencial dignidad del carácter hispano y la fijan como altivez u orgullo. Así, Sthendal, en De l’Amour (C. X, VII), dice: “El carácter español da un bello contraste con la dúctil inteligencia francesa. Es duro, brusco, poco elegante; está lleno de orgullo salvaje y no se preocupa por la opinión de los demás.” En 1901, en Un estudio en Toledo (Monthy Revue, marzo 1901), el británico Arthur Symons subraya, al estudiar la pintura del Greco: “... sus rostros son todo vigor, distinguida energía, reprimida por un esfuerzo voluntario, tal son los rostros de los soñadores en meditación; suya es toda el alma fecunda de España con su altiva sobriedad;”. Juicios análogos sobre nuestro pretendido orgullo y altivez los formulan Philarete de Chasles, Montesquieu, Taine… Si dejamos ya estas observaciones pasajeras —que podrían multiplicarse— cabe tomar, en gracia a la brevedad, como ejemplo, a dos entre los escritores del siglo XX, conceptuados de hispanistas y que han dedicado años de estudio a nuestro pueblo en busca do su íntimo secreto. Estos dos autores son el ingles Havelock Ellis, que en 1908 publica El alma da España, y el francés Maurice Legendre, con su recientemente traducida y ampliada Semblanza da España. Investiguemos ahora cuáles son sus hallazgo» y conclusiones respecto al modo de ser esencial al hombre español. Havelock y Ellis —del que hemos tomado algunas de las cita» anteriores— nos dice en la página 418 de su obra citada: “… el español se distingue siempre por lo acusado del carácter. España ha sido siempre tierra de grandes personalidades. En las artes y en las letras, la España de hoy —y con ella la otra España de Ultramar, que cada día se siente más unida a la patria madre— encama todavía el principio de estos ideales que, siendo elementales —¿fundamentales?—, no han sido por 17
ningún otro pueblo afirmados, de una manera tan influyente y recia como por España/’ En este autor es indudable, a través de su libro, que carácter equivale a fuerte personalidad humana y que ésta fluye de un vigoroso instinto que realza y destaca a la personalidad de cada hombre. Es decir, que la esencia de lo hispánico sería, para él, la afirmación de la personalidad humana y, por tanto, de su eminente dignidad entre todos los seres. Ya en la página 194, la palabra dignidad, calificada de instintiva, vuelve corno un ritornello a la pluma del escritor inglés, para definir lo esencial en nuestra religiosidad, en nuestras costumbres y en nuestras fiestas: “la dignidad instintiva y el respeto a sí mismos, el profundo amor al decoro y a la belleza del ritual que en España se manifiestan en las ceremonias religiosas y aun en las corridas de toros, se hacen ostensibles también en las danzas”. Antes, en la página 95, calificaba al pueblo español de “una raza intensamente concentrada, silenciosa y digna”, estimando que (página 15): “España representa, ante todo, la suprema actitud de una manifestación primitiva y eterna del espíritu humano, una actitud de energía heroica, de exaltación espiritual, no ya encaminada a fines de medro, sino a los hechos fundamentales de la existencia humana. Esta es la España esencial que me he esforzado por penetrar en mis rebuscas.” Es también Havelock Ellis quien señala a nuestro arte como ejemplo de serena dignidad, y pone en labios de Pierre Paris cómo en el arte prehistórico español son: “las figuras de hombres simples y varoniles, y las de mujer se distinguen por la dignidad de su actitud y por la nobleza de su rostro, lleno de profunda y religiosa gravedad”. También Maurice Legendre, en su espléndida Semblanza de España, nos indica que: “El espíritu de España tiende a evadir el mundo de lo aparente”, lo que significa que tiende, por consiguiente, a enraizarse en la eternidad supratemporal. ¿Y de dónde puede surgir el impulso que mueve estas tendencias de todo un pueblo, sino de un instinto de sobrenaturalidad en sus individuos...? Al estudiar nuestro idioma y costumbres destaca Legendre (página 105) que: “La compostura y la cortesía en el ademán y en el habla constituyen en el español cosa así como una personalidad, y los más humildes se dispensan entre sí el trato de señora y señor, que es el mismo trato que se les dispensa a la reina o al rey.” ¿Y qué es esto sino expresión de un profundo innato sentido popular de la dignidad de cualquier hombre y, por ello, de la igualdad esencial entre todos los hombres...? Por fin, Legendre, al hablar, en la página 61 de su obra, del encanto y originalidad de la dama de Elche, encuentra el vocablo definidor con más justeza de lo español, y escribe: “Esa figura, cuyos ojos se 18
arquean oblicuamente hacia las sienes, mientras las comisuras de la boca tienden hacia ahajo, hace que se desprenda de ella una sensación de verdad algo áspera y tajante, “y sus méritos de distinción y severo encanto” (Heuzey), traducen una dignidad, un carácter muy españoles.” Otro juicio de importancia nos lo ofrece el nórdico filósofo conde Keyserling, cuando al analizarnos y confrontarnos con otros países de Europa en su Análisis espectral de un continente, vuelve a reiterar y unir —corno el inglés Borrow en el siglo anterior— las expresiones dignidad y sentimiento natural al intentar caracterizarnos: “El español no se diluye nunca, ni camino del cielo ni camino de la tierra; no abandona nunca su humanidad considerada como tarea y dignidad. Y de aquí resulta por sí mismo que todo español no degenerado es un señor, en cuanto significa un sentimiento natural de dignidad y el acatamiento de la divisa nobleza obliga.” Muy recientemente, un alemán báltico, Walter Schubart, en Europa y el alma de Oriente, escribe en el capítulo dedicado a España (pág. 262) estas frases concisas y plenas de sentido: “Ante la instancia suprema, divina, todos: el monje, el mendigo, el soldado, el hidalgo, el grande y el rey tienen la misma dignidad: la del alma llamada a la eternidad. Esta dignidad metafísica es la gloria del español. La jerarquía social deja intacta esta dignidad.” Waldo Franck, el pensador norteamericano, que cree —como Spengler— en el agotamiento y ruina próxima de la llamada civilización europea y en el posible renacimiento de un nuevo mundo cultural americano, si tanto la América del Sur como Norteamérica saben recoger el espíritu de España y construir sobre él, nos dice en su España Virgen (págs. 216 y 142): “Su desarrollo personal [el del español] le lleva a una integridad y a un verdadero orgullo personal que son desconocidos en Europa. El español tiene dignidad natural y es un caballero siempre, cualquiera que sea su rango; en todas las actitudes del español, desde la ramera a la santa y; desde el rey al mendigo, se revela una fuerte voluntad hacia la’ unidad social, que toma la forma del honor. Antes de tener una nación, ya era [el español] un individuo que conocía lo justo y lo ético. El pundonor fue el asidero por donde el español cogió no su; lugar en el cielo, sino su puesto en la tierra.” ¡Honor, orgullo personal, pundonor, dignidad natural, son también para Waldo Franck los caracteres fundamentales del moda de ser hispánico! 19
En otros muchos trabajos sobre temas parciales aparecidos en los últimos años volveríamos a encontrar este insistente repetido motivo de la dignidad personal como sentir popular hispano. Escogemos entre ellos el de Alexander A. Parker, de la Universidad de Aberdeen, publicado en el número 43-44 de la revista Arbor, sobre Santos y bandoleros en el Teatro español del Siglo de Oro. Allí, al analizar el tipo de bandolero de nuestro teatro clásico y explicar su motivación espiritual, dice (pág. 40): “Importa subrayar que a los dramaturgos españoles siempre les preocupaba la honra, es decir, la dignidad del individuo; y les interesaba, sobre todo, el conflicto que podía haber entre la honra individual y la sociedad”, y antes, en la página 398: “Muchos de estos personajes dramáticos españoles siguen una vida anárquica y antisocial paca vengarse de una deshonra, para no perder la conciencia de la propia dignidad por medio de una abyecta humillación.” Antes de revisar ahora lo que los españoles han creído ver al ocuparse de su propia esencia convendría recoger algunas opiniones de hispanoamericanos, pues como señala, asimismo, el hispanista alemán Karl Vossler, en Vieja y nueva grandeza del mundo hispánico, este especial instinto del honor o de la dignidad humana es común a todos los pueblos de nuestra estirpe: “... la victoria del espíritu y de la voluntad española..., una victoria cuyos resultados pueden... ser vividos y sentidos siempre de nuevo por todo el que tenga recta voluntad, en las costumbres y la conducta española, en la dignidad y, sobre todo, en el sentimiento del honor español. Este sentimiento del honor, vigoroso e invencible, también en Sudamérica, al igual que en la metrópoli...” Cuando Laureano Gómez, ilustre escritor y político colombiano, intenta describir —en un sólido estudio publicado en el vol. XXVII de la Revista de Estudios Políticos— los valores del conquistador del siglo XVI, y el desdichado afrancesamiento de la metrópoli bajo el despotismo ilustrado del siglo XVIII, acude a su pluma una y otra vez la palabra dignidad en el sentido comentado en estas líneas: “La igualdad de las almas ante Dios daba a la dignidad de la persona humana prerrogativas y derechos más sólidos y transcendentales que cuantos se derivan de otras teorías. La perfecta impregnación cristiana del alma popular, daba a la ‘“ida social un elevado tono de dignidad y de justicia. El Comendador de Ocaña. El alcalde de Zalamea y las firmes voces de Fuenteovejuna muestran a la posteridad las reacciones de hombres dignos ante los desacatos a sus personas” (pág. 1401, y en la página 141: “Los teólogos españoles hicieron por la dignidad del hombre y por su libertad labor 20
incomparablemente más fecunda y efectiva de cuanto realizaron después los ideólogos revolucionarios.” Vial Correa, un chileno, medita en la revista Estudios (número 190) sobre panamericanismo, y al oponer los sistemas colonizadores británicos y español, dice: “La cultura norteamericana es la británica, del racismo, del imperialismo, del triunfo económico. La cultura hispanoamericana es mestiza, es una modalidad de la española, es la cultura de la igualdad esencial de los hombres y de los pueblos.” ¡Y la igualdad esencial entre los hombres, si bien lo miramos, no es sino la aplicación intuitiva al prójimo del sentimiento de dignidad básica que en nosotros mismos experimentamos! Honorio Delgado, un peruano, en Fundamentos ontológicos de nuestra unidad cultural (Cuadernos hispanoamericanos, núm. 2), nos define, hondamente, lo español: “En materia de moral, el carácter español es determinado por el vigor del acento personal. Guía su conducta, ante todo, el sentimiento de dignidad que, unido a la proverbial bizarría de la raza, le mueve a anteponer la honra al provecho y a la vida misma. Incluso la sobriedad y el dominio de sí, manifestaciones cardinales de su ingénito estoicismo, dimanan de una espontánea valoración del ser espiritual intrínseco, y no, como en algunos filósofos antiguos, de afectada apatía y de una concepción abstracta del orden cósmico.” En efecto, la sobriedad, en la que Menéndez Pidal centra la quintaesencia hispana, no es origen, sino fruto de esa espontánea valoración del ser espiritual intrínseco, de ese sentimiento de dignidad. El argentino Juan Zochi, Director del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, nos indica (Cuadernos hispanoamericanos, número 27, págs. 302 y 303), al caracterizar el arte español, que: “El hombre español es un hombre que vive el destino en medio de otros que piensan en el destino o que ya no piensan en él, o que, por el momento, han dejado de pensar en él.” “Nadie, en nuestro mundo occidental, por lo menos, siente y se hace cargo de la devoradora realidad corno el hombre español. Y he aquí por qué el sentimiento y la conciencia que éste tiene de la vida es, en definitiva, una conciencia y un sentimiento de juicio final.” Si existe esta conciencia y sentimiento de juicio final y si vive —dramáticamente— el destino, es porque al español la especial tensión de su raíz sobrenatural le hace sentirse pasajero sobre la tierra y ligado, sin embargo, a ella, teniendo en cada instante la plena vivencia de esta agónica tensión que, sin dejarle 21
sumergirse plenamente en lo natural, le fuerza a sentir, sin embargo, dramáticamente —trágicamente—, la realidad y la vida. En su agudo estudio Visión de España (Cuadernos hispanoamericanos, núm. 3, pág. 431), otro chileno, el P. Oswaldo Lira, sintetiza admirablemente el fondo último de lo hispánico coincidentemente con nuestro modo de ver: “dicha raíz [la raíz última del modo de ser español] se identifica con el sentido profundo que tienen los españoles de la dignidad incomparable que, entre todos los seres de este mundo, tiene la persona humana.” Oswaldo Lira cree, sin embargo, que este modo de ser se engendraría fundamentalmente a causa de la prolongada lucha contra el Islam durante la Edad Media. Siendo así una prolongación del famoso humanismo medieval europeo, ese concepto fundamental de la vida que va actuando como supuesto indispensable en todo lo que el ser humano piensa o realiza, se halla determinado, respecto del pueblo español, en gran parte por la prolongada contienda contra el Islam”. Nosotros encontramos, no obstante, que este instintivo sentimiento de dignidad de la persona humana requiere y tiene una causa más profunda de donde emana, y esta causa es, sin duda, una vivencia, especialmente intensa, de sobrenaturalidad, peculiar al pueblo hispano desde sus más remotos orígenes y sin la cual no cabe comprender las reacciones históricas anteriores al cristianismo, sobre todo el tipo de la larga resistencia ibérica frente a Roma, y también la personalidad literaria, filosófica y política de los hombres peninsulares, que llevaron nuevas formas y nueva sustancia al Imperio romano. Es una idéntica manera de ser la que se enfrenta con Roma y con el Islam, aunque el cristianismo le proporcione una conciencia religiosa y metafísica confirmativa de su instintivo e inconsciente sentimiento. Entre los autores españoles la extensión a todo el pueblo y clases de este sentimiento de dignidad, fácilmente exultado en altivez —que ya señaló Estrabón en los íberos—, es ya aprehendido por Saavedra Fajardo en su Idea de un príncipe político cristiano (Empresa LXXI): “... esta nación, cuyo espíritu altivo (aun en la gente plebeya) no se aquieta con el estado que le señaló naturaleza y aspira a los grados de nobleza”. Que el orgullo o exagerado sentimiento de la dignidad personal fue siempre percibido por los extraños como principal característica de los españoles, lo atestigua, en el siglo XVIII, Cadalso en sus Cartas Marruecas (carta XXXVIII): “Uno de los defectos de la nación española, según el sentir de los demás europeos, es el orgullo.” 22
En los comienzos del siglo XIX, el afrancesado, clasista y desdichado Larra vuelve, cual los extranjeros señalados por Cadalso, a poner en nuestro pueblo el consabido orgullo, aunque quizá este orgullo —tan molesto para el pulcro trato social a la europea de Fígaro— no sea en todo caso sino dignidad hipertrofiada. Oigámosle en su artículo titulado ¿Entre qué gente estamos?: “Sea usted grande de España, lleve usted un cigarro encendido. No habrá aguador ni carbonero que no le pida lumbre, y le detenga en la calle, y le manosee y empuerque su tabaco, y se le vuelva apagado. ¿Tiene usted criados? Haga usted cuentas que mantiene unos cuantos amigos; ellos llaman por su apellido seco y desnudo a todos los que lo sean de usted, hablan cuando habla usted, y hablan ellos... ¡Señor!, ¡Señor!, ¿entre qué gentes estamos? ¿Qué orgullo es el que impide a las clases ínfimas de nuestra sociedad acabar de reconocer el puesto que en el trato han de ocupar? ¡Qué trueque es éste de ideas y de costumbres!” A fines de la misma centuria, y bajo la misma pauta europeísta, doña Emilia Pardo Bazán torna a señalar el orgullo entre los componentes negativos de nuestra manera de ser: “Entran a partes iguales en este modo de ser nuestro la apatía, la pobreza, el orgullo y un errado instinto de independencia.” El genial Angel Ganivet, al colocar como cimiento de la personalidad nacional o idea de la raza al senequismo, lo funda todo, en realidad, en su español sentido de la dignidad humana: la moral estoica fundada legítimamente sobre lo único que la filosofía había dejado en pie, sobre lo que subsiste, aun en los periodos de mayor decadencia, el instinto de nuestra propia dignidad...” “Séneca promulga la ley de la virtud moral como algo a que todos debemos encarrilarnos, pero es tolerante...; que lo más que un hombre puede hacer es mantenerse como tal hombre en medio de sus flaquezas, conservando hasta en el vicio la dignidad.” (Idearium español, págs. 6 y 75.) Certeramente ve Dolores Franco (La preocupación de España en su literatura, pág. 264) a los escritores del noventa y ocho transcendiendo el tema español con “la inquietud por la supervivencia individual en Unamuno, por la fugacidad del tiempo en “Azorín”, por la realidad y la conciencia en parte de los cancioneros apócrifos de Machado”. Tesis y problemas que parten todos, en nuestra opinión, del mismo instinto ibérico de sobrenaturalidad. Unamuno, al tratar de penetrar en el espíritu castellano, escribe en el Ensayo IV (capítulo I): “[no] abrieron los ojos al mundo para ser por él llevados a su motivo sinfónico; quisieron cerrarlos ni exterior para abrirlos a las contemplación de las “verdades desnudas” en noche oscura de la fe, vacío de aprehensiones, buscando en el hondón del 23
alma, en su centro e íntimo ser, en el castillo interior, la “sustancia de los secretos”, la ley viva del Universo...”; porque para los castellanos la ley sobrenatural debe estar dentro del hombre, puesto que en su propia intimidad sienten el lirón de lo sobrenatural. ¿El violento individualismo, la intensa sed de inmortalidad individual y el sentimiento trágico de la existencia del propio Unamuno y que atribuye a todos sus compatriotas, qué son sino manifestaciones del vigoroso instinto de sobrenaturalidad de la estirpe hispana, de su “pasión de eternidad”? En comentario de Pedro Laín Entralgo, Unamuno quisiera “edificar una civilización inédita en que la pasión por la inmortalidad se encienda dentro del pecho de los hombres. Esa honda pasión es lo que nos permite subsistir como españoles; y si se dejase de sentir entre nosotros, “los españoles caerían como esclavos de cualquier otro pueblo, que los explotaría y escarnecería” (España como problema, pág. 72). Azorín, español quintaesenciado, arraigado en lo eterno, sintiendo, por ello, esa aguda extrañeza ante la fugacidad del tiempo, que colma su obra literaria, y para el que: “el ejemplar más acabado de patriota podríamos representarlo en un hombre que, conociendo el arte, la literatura y la historia de su patria, supiese ligar en su espíritu un paisaje o una vieja ciudad, como estados de alma, al libro de un clásico o al lienzo de un gran pintor del pasado”. ¿Qué es o qué recoge y resume sino dignidad y sobrenaturalidad en su maravilloso paisaje humanizado de España...?: “no be visto en ninguna parte esta nobleza, esta austeridad elegante, esta severidad amplia, luminosa, de la campiña castellana”: “ondulación amplia, digna, majestuosa...”esta belleza de un paisaje concordado íntima y espiritualmente con una raza y una literatura...” “De la sequedad de España dimanaba en gran parte el carácter español. El español es sobrio, sufrido, callado y digno” (Un extranjero en España, Fantasías y devaneos. La tierra de Castilla, Sintiendo a España, La seca España). Ramiro do Maeztu, en su aun no suficientemente admirada Defensa de la hispanidad (págs. 78. 83 y 88), nos enseña que los españoles “han sabido hacer sentir al más humilde que entro hombre y hombre no hay diferencia esencial, y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las leyes naturales. Todos los viajeros perspicaces han observado en España la dignidad de las clases menesterosas y la campechanía de la aristocracia. Es característico el aire señorial del mendigo español”. “Esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto del hombre como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente 24
superior a todas las criaturas físicas.” “Es un hecho, sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre común a los espíritus creyentes y a los incrédulos.” Menéndez Pidal, en su introducción a la Historia de España, pone en la sobriedad física y moral la cualidad básica del carácter hispánico, y enlazándola con el estoicismo senequista, dice: “El español, duro para soportar privaciones, lleva dentro de sí el substine et abstine, resiste firme y abstente fuerte, norma de la sabiduría que coloca al hombre por encima de toda adversidad; lleva en sí un particular estoicismo instintivo y elemental; es un senequista innato”. Mas este senequismo espontáneo creemos que proviene, si ahondamos en el ser del español, del objetivo del dominio de las circunstancias a que le impulsa a su vez el nativo sentimiento de sobrenaturalidad. Más adelante, menciona este gran maestro de historiadores la dignidad de todas las clases sociales como cualidad española procedente, entre otras, del manantial de su innata sobriedad: le rige [al español] una fundamental sobriedad de estímulos que le inclina a cierta austeridad ética, manifiesta en el estilo general de la vida; habitual sencillez de costumbres, noble dignidad de porte, notada aun en las clases más humildes; firmeza en las virtudes familiares”. No obstante, estimamos que la sobriedad es precisamente no la causa, sino un resultado de aquella vivencia más honda que señalábamos: del instintivo sentido de la específica dignidad humana frente a los demás seres naturales. Esta vivencia llevaría al español a preferir, como señala García Morente, el ser al tener; es decir, el ser hombre con plena dignidad humana a tener posesión de cosas ajenas a esta suprema dignidad. Así, esta instintiva dignidad, e6ta vivencia primaria de humana sobrenaturalidad sería el origen de la sobria austeridad que percibe Menéndez Pidal en el modo de ser hispánico. El español sería austero porque así lo demanda aquel sentido de superioridad del ser hombre sobre los seres que le rodean, sobre las circunstancias temporales y sobre su propio cuerpo material. Debe dominarlos y dominarse, y no dejarse dominar por ellos. Esto es, para nosotros, el senequismo esencial hispano. En realidad, esto viene a decirnos el gran historiador cuando escribe: “La sobriedad es altamente igualitaria. La sobriedad material es la inestimable riqueza que poseen por igual tanto el pudiente como el desvalido; la sobriedad mental prescinde de accidentales o secundarias distinciones. Así, el español está naturalmente inclinado al pensamiento estoico, tan acendrado en Séneca: el alma es el único valor del hombre y ella hace iguales al siervo y al señor. Por ese 25
estoicismo innato no hay pueblo que más íntimamente haya recibido la enseñanza católica respecto a la igualdad de todos los humanos ante los ojos de Dios Creador y Redentor”. Y “a esta llaneza en los altos corresponde en el hombre de clase inferior, basta en el menesteroso, un sentimiento de dignidad, un porte lleno de nobleza”. García Morente nos dice en Idea de la Hispanidad —obra extraordinariamente densa y quintaesenciada en su brevedad— (páginas 106, 107 y 108): “... la impaciencia de la eternidad: he aquí la ultima raíz de la actitud hispánica ante la vida y el mundo”, y ve el cristianismo de los españoles informado de un modo de ser peculiar que lo distingue y caracteriza: “Porque es cristiano, y porque lo es con ese dejo o rasgo profundo que llamo impaciencia de la eternidad, es por lo que el hispánico es caballero y todo lo demás. Dijérase un desterrado del cielo”. Mas esta “impaciencia de eternidad”, este “dinamismo ascético” del español, este “vivir desviviéndose”, que se concreta “como una misión que consistiría en purificar, en despojar, en desnudar de materialidad y de vida temporal la persona humana...”, ¿qué son sino efecto de la especial tensión de la raíz trascendental de su personalidad que le atrae y tira de él fuertemente? Por ello, “necesita unir indisolublemente su vida personal con Dios”. Laín Entralgo, al anotar prologando el Idearium español, de Ganivet, comenta y apunta, bajo fórmulas joseantonianas, una posible tarea española en estas horas de crisis, y escribe: “¿No es verdad que la honda vivencia española de la dignidad humana y su originaria tendencia a la relación directa entre el hombre y las cosas pueden servir para encontrar un camino?” Así, pues, afirma también aquí la existencia en el español de una profunda vivencia de la dignidad humana. Calvo Serer, en España sin problema (pág. 146), describe los caracteres psicológicos del hombre español de esta manera: “El sentido trágico de la vida, el ansia de salvar los límites de la finitud humana, la subordinación de los bienes materiales a conceptos espirituales, la innata sobriedad, que son características del humanismo español”. Pero estos rasgos psicológicos tienen que proceder de un mismo germen, y este único origen es, para nosotros, la especial vivencia de sobrenaturalidad por la que todo español se siente trágicamente imantado hacia un mundo trascendente inalcanzable desde la sola finitud humana y que, sin embargo, le lleva a encontrarse, como persona, infinitamente aislado y superior al universo natural que le rodea. 26
Y por este sentirse aislado y abismáticamente superior es por lo que García Valdecasas, al dibujar los rasgos típicos del hidalgo español en su trabajo “Cosas de hidalgos” (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 2, pág. 219), encuentra que para aquél: “Lo importante en la vida, llamada a desaparecer, y lo importante en la muerte era: la convicción de que importa, por encima de todo, el ánimo indomable, el temple magnánimo, que ante nada se encoge ni amilana; la entereza que, erguida, desafía los embates de la vida y el definitivo de la muerte. Esta actitud, ya lo hemos dicho, es en el español anterior a toda distinción social y permanente a lo largo de nuestra historia”. Palacio Atard, en su estudio Razón de España en el mundo moderno (Arbor, núm. 50, pág. 173), interpreta acertadamente y a la española la orientación de nuestro catolicismo y lo centra en el respeto a la suprema dignidad del hombre como portador de valores eternos en el sentido de José Antonio: “Nuestro catolicismo es algo más que una visión ecuménica, universalista, humana. Es la proclamación de una jerarquía de valores que antepone el orden espiritual a cualquier otra instancia y que da a la vida humana un sentido trascedente, inspirado en las más puras normas evangélicas de respeto a la dignidad del hombre”. Sin discutir ahora el modo y el cuándo sobre el origen de aquellas cualidades que, convertidas en permanentes, estructuran el modo de ser español, según Américo Castro (9), nos parece que a través de su 9
Por otra parte y aunque no es nuestra intención —como ya indicábamos— entrar —si a ello nos atreviéramos— a discutir la tesis de Castro sobre el origen temporal de la manera española de situarse en la vida, sí nos permitiremos señalar algunas observaciones que fruto de una primera impresión en la lectura de obra tan rica y compleja, nos han saltado al paso: I. Sobre los visigodos. La comparación y analogía que Castro establece entre visigodos y francos nos parece sólo cierta en cuanto a sus similares cualidades germánicas, pero creemos que precisamente en la diferente situación y desenvolvimiento posterior sobre España y sobre la Galia de unos y otros está — como señalan Ortega y Dawson— uno de los “nudos genéticos” de la historia europea y una de las causas de la radical diferencia entre íberos y europeos transpirenaicos. Unos y otros corrieron muy distinta suerte en los países de su asentamiento, pues mientras el visigodo falto de raíces y pujanza en Hispania acaba siendo absorbido religiosa, cultural y racialmente por la masa primitiva iberoespañola, el franco, producto de la segunda y arrolladora invasión germánica que no llega hasta la península, se afirma victoriosamente en la Galia —cuyo nombre cambiará por Francia— con la destrucción y sustitución en ciudades y campos del galo-romano. Con ello se crean las condiciones par dos desarrollos diversos. (Sin olvidar que la definitiva absorción del visigodo y su sustitución por gente cántabro-
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interesante, y apasionante obra, España en su Historia, se dibuja una forma de vida, cuya base sería un personalismo integral en que cada español se vuelve sobre sí mismo, atraído hacia el núcleo esencial de la persona: “lo único fijo e inconmovible en él, fue la vivencia de ser persona, sede y punto de arranque de una misión...” (ob. cit., pág. 594); “... se encastilló [el español] en su propia persona” (pág. 45); “la persona [española] queda encerrada dentro de sí misma...” (pág. 103). Desde este encierro dentro de sí mismo el español —según Castro— dilató su celtíbera, apenas romanizada, con la iniciación de la Reconquista, es un hecho decisivo para la toma de conciencia y para la afirmación ele la “forma de vida”, hispánica) Por ello la “decisión de Recaredo” no nos parece comparable a la conversión de Enrique IV (forzado a ello por el ejercito español y la política española) sino que expresa el reconocimiento de la inferioridad visigoda, como núcleo racista separado, para manejar y gobernar al pueblo español. En cuanto a que “los eclesiásticos sabios de la época visigoda pasaron a la posteridad por sabios y no por eclesiásticos”, suponemos que la Iglesia podrá indicar si la proclamación de santidad de alguno de ellos se debe ante todo a su sabiduría. Estimamos, por tanto, que aun sin la invasión musulmana —hecho desde luego fundamental y espléndidamente analizado por Castro— no es exacto que “el hispano-visigodo en cuanto al arranque inicial de su vida, se hallaba a tono con los restantes pueblos del occidente-europeo: franco-galos, anglo-británicos, ostrogodo-itálicos”. Insistimos en que existe, como decimos más adelante “una diferencia trascendental entre la minoría goda, asentada superficialmente en la península y absorbida, finalmente, por los íberos y las sucesivas y aplastantes invasiones germánicos que sufrieron los otros países europeos hasta su total germanización”. Según Dawson (“Orígenes de Europa”, pág. 109). “Los reinos orientales germánicos fueron de corta duración, faltos de raíces en el suelo, pronto desaparecieron; en las Galias fueron absorbidos por los francos; en Italia y en Africa, barridos por el renacimiento bizantino de Justiniano; en España, destruidos por la conquista musulmana a comienzos del siglo VIII. Sin embargo, en el Norte la situación era muy distinta. Enjambres de pueblos germánicos occidentales cruzaron las fronteras: los francos en Bélgica y el Bajo Rhin; los alemanes en el Rhin superior y en Suiza; los prusianos y los bávaros sobre el alto Danubio y se apoderaron de todo el país. Eran todos ellos gentes paganas, que vivían aún su ancestral vida tribal, habiendo tenido pocos contactos con la superior cultura romana. Lejos de vivir como una parasitaria aristocracia militar sobre las poblaciones conquistadas, como hicieron los godos, se procuraron tierras para establecerse en lugar de subsidios. La clase terrateniente romana fue exterminada y las ciudades en muchos casos arrasadas, surgiendo una nueva sociedad, tribal y agraria. Lo poco que sobrevivió de la población antigua lo fue en concepto de siervos o aderezadores de vinos, cuando no como refugiados en las montañas y en los bosques.” (El subrayado es nuestro.) He aquí la diferencia con España: los pueblos europeos ultrapirenaicos fueron germanizados a fondo, España no. Por tanto, no nos parece lícito homogeneizar el reino hispano-godo con los franco-galos y anglo-británicos. España
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personalidad en un esfuerzo heroico: “la persona así desligada del trato directo con las cosas, se replegaba en sí misma y tensaba su alma en proporción directa del vacío sentido en torno” (pág. 173), y así dilatada en “afán de trascendencia”, “el alma española corrió como bisectriz entre una tierra divinizada y un cielo humanizado” (pág. 35). Para Castro, por consiguiente, el español articula su existencia, su “forma de vida”, a base de una intensísima “conciencia de existir”, de una fuerte intuición, o vivencia, directa del “estar” de la propia persona, en parte, ya entonces, de supuestos y condiciones muy diferentes. II. Sobre el origen y carácter específico de Castilla. Nos parece que dentro del pensamiento de Castro la raíz originaria de la manera de ser del castellano, tan importante para explicar la manera de ser total de España, permanece como un problema: “Entre los extremos Noroeste y Nordeste, sostenidos por fuerzas sobrenaturales o por el imperialismo franco, Castilla surgió descansando sobre sí misma. Es lástima que se sepa tan poco sobre los orígenes de Castilla (siglos VIII, IX y X), sea como fuere, la región Norte de Burgos, la Cantabria, aparece ya en el siglo X con una personalidad social; el gobierno lo ejercían dos jueces que, aunque dependientes del rey de León, parece que no aplicaban las leyes de aquel reino, de tradición romana, sino sus costumbres tradicionales. Aunque sea leyenda, tiene profundo sentido histórico el cuento de que los burgaleses quemaron públicamente el Fuero Juzgo; código visigótico que regía en León”. “Sobre tan manifiesta peculiaridad de Castilla se articuló el futuro de la Península.” Castilla, pues, es algo —para Castro— que surge como muy diferenciado de León y del Noroeste español conformado en la creencia en Santiago. Por consiguiente resulta que uno de los ingredientes básicos del carácter hispano —el castellano— escapa a algo tan esencial para la tesis de Castro como es la modelación del modo de ser primario del español en la creencia ultraterrena. “... aquellos estímulos [los que actuaron sobre el castellano] fueron, sin duda, muy distintos de los vigentes en la zona Noroeste, dominada por formas de vida “teobióticas” y teocráticas, con arraigo tradicional, aunque revaloradas como resultado de la oprimente cercanía de los musulmanes. En la región castellano-navarra, por el contrario, comenzó a esbozarse desde temprano una situación vital orientada, en sentido terreno más bien que divino” (Véase ob. cit., págs. 232, 233. Bastardilla nuestra). Es decir que Castilla —y no podemos olvidar que “hizo a España”— es algo que nace sobre “fundamentos distintos” a pesar de encontrarse frente al mismo horizonte amenazador del Islam que el Noroeste y no estimamos que basta para explicar la diferencia una nebulosa e hipotética creencia anterior. Creemos que el problema surge por que no se llega, ni se llegará, a entender y explicar la originalidad de la forma de vida castellana si no se tiene en cuenta que precisamente la significación más honda del nacimiento de Castilla es la de que representa la entrada por la puerta grande de la Historia del celtíbero primitivo vasco-cantábrico inalterado por la conquista romana y visigoda, que encuentra al fin con la destrucción del reino visigodo y la iniciación de la Reconquista su gran ocasión para buscar su propia expresión
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contraste con el modo de ser del hombre ultrapirenaico atraído hacia el descubrimiento de las relaciones objetivas de las cosas y al empleo de su razón como un instrumento lanzado hacia fuera de sí para el conocimiento del mundo objetivo: “el rigor usado por otras civilizaciones para penetrar en el problema del ser y de la articulación racional del mundo se volvió para el español impulso expresivo de su conciencia de estar, de existir en el mundo” (pág. 18) ; “nuestra idea de que la condición española puede rendir sus más bellos valores sin mas apoyo que la escuela conciencia de cultural e histórica. Por ello todas las manifestaciones castellanas tienen desde el comienzo un sello de originalidad única y por eso repudian las leyes romanas o visigodas de León y se guían por una tradición ancestral probablemente protohistórica. Esa es la causa, también, de que “la épica castellana, en m más intima sustancia, es tan distinta de la germánica como de la francesa, las cuales ignoraron el arte de combinar la creencia en el mito épico con la experiencia vivida. La desconcertante “historicidad” de la “épica castellana es fenómeno único” (ob. cit., pág. 234). Ya Américo Castro destaca en varias ocasiones la singularidad de “haber surgido la historia hispánica en las regiones menos pobladas y romanizadas de la Península... [pues] quedó casi totalmente destruida la contextura romano-germánica de España, y sobre sus restos —valiosos sin duda— se alzó la conciencia de humanidad hispánica expresada por primera vez en la épica” (pág. 601). Advertimos que para nosotros la relativa “contextura” romano-germánica” de España era ya con anterioridad a la invasión de muy diversa traza y valor que la correspondiente por ejemplo —y por las razones dadas antes— al reino franco instalado masiva y plenamente en las Galias. “La gente vasco-cantábrica se había distinguido por su tesón bélico lo mismo en tiempo de Roma que bajo los visigodos y se había mantenido alejada de la cultura dominante en el Sur y Este de la Península. Nada hubo allí comparable a Toledo, Sevilla o Tarragona. A pesar de todo, el dialecto castellano mostró desde el principio muy firme iniciativa, al mismo tiempo que asimilaba rasgos de pronunciación ibero-vascos, según ha demostrado Menéndez Pidal” (pág. 234). Que Américo Castro encuentra en Castilla un “quid” que no se amolda por completo a su tesis historicista —que intenta buscar el origen de la estructura funcional o forma de vida de los pueblos en el mero acontecer y no en un “substratum” natural y permanente anterior— nos parece patente cuando dice: “gracias a tal virtud la entrega al extranjero nunca llegó a la total renuncia de lo propio —bueno o malo— pues a ello se opuso el alma indómita de Castilla, un “quid” último e inasible para el historiador” (ob. ext., pág. 162. La bastardilla es nuestra). ¿Existe entonces un “alma” o constante modo de ser castellano que se abre paso en medio del acontecer histórico afirmándose en sí misma y eligiendo en cada momento el mejor camino y los más aprovechables materiales para expresar su intimidad...? Al menos a nosotros se nos hace difícil comprender —sin por ello restar importancia a la “circunstancia” histórica y a su influjo— que puestos frente al mismo horizonte islámico surjan modos o matices de vida española tan diferenciados como el galaico-leonés y el castellano desde su mismo origen. [Lo mismo podría
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estar existiendo” (pág. 650). De este volverse sobre sí mismo, de esta vivencia especialmente intensa en el español, de su propio existir, dimana, naturalmente, tanto el personalismo integral del hispano como su “afán de eternidad” y la angustia de su “vivir desviviéndose”. Todo ello nos parece cierto y coincide con varias de las características que señalamos como constantes en la manera de ser hispánica, y todas —en nuestra opinión— provendrían de que el español, como consecuencia de su específica tirantez anímica, siente alta y agudamente su propio existir —y se vuelve decirse respecto al Temple y las Cruzadas. Allí hombres europeos de frontera con el Islam encima durante muchos años no modelan su vida como los hombres de frontera peninsulares sino que “muy pronto influyó sobre ellos la índole más terrena que mística de la vida francesa, y el Temple se transformó en una sociedad bancaria que durante cerca de dos siglos hizo posible el tráfico comercial entre Europa y Oriente” (ob. cit., pág. 1931. Algo —el “alma”, el “quid” último e “inasible”— tenía que estar presente antes del acontecimiento histórico que provoca sus reacciones y su desarrollo. Quizás por esto diga Castro (pág. 233): “Tendríamos así que los españoles cristianos de los siglos VIII a X eran lo que ya eran, multiplicado por cuanto el horizonte ineludible frente a ellos les forzaba a ser”. III. Sobre el influjo islámico que nos parece indudable durante la Reconquista. Las observaciones —insistimos en que sólo tienen este carácter provisional— que nos han surgido sobre este importante contenido, tan documentado, de la obra de Castro son las siguientes: a) Según el propio Castro: “La forma vital de lo árabe es anterior al Islam, pues ya está presente en el despliegue y desdoble metafórico del lenguaje, integrado por momentos semánticos tan reversibles como la decoración del arabesco” (pág. 393, nota). ¿Entonces resulta que con la forma de vida árabe ocurriría algo cuya posibilidad se niega a la española? ¿Es decir que antes de que el pueblo árabe entrara en la historia con el Islam y fuera modelado por el acontecer histórico ya poseía un modo de ser primigenio, natural, que va a permanecer, además, intacto, y a imponer su sello pese a la trascendencia de los acontecimientos en que toma parte y a los “horizontes” de diversas culturas con los que entra en contacto y fricción...? ¿Si eso ocurre con el pueblo árabe por qué negar un “modo de ser hispánico” al pueblo español que fuera igualmente anterior al acontecimiento histórico de la invasión musulmana...? b) Casi todos los textos importantes aducidos como prueba del paralelismo literario hispano-islámico creo que son de musulmanes españoles y el que se presenta entre los extranjeros es el tratado de cuestiones naturales de Avicena sobre “la congelación y aglutinación de las piedras”. Pero Avicena pertenece a esa rama irania o persa del Islam que según el mismo Castro es algo aparte y muy especial dentro del mundo mahometano: “Dada la índole voluntariamente limitada de mi estudio no puedo entrar en el análisis de la peculiaridad irania o persa dentro del Islam. Persas fueron entre otros, Avicena y Albatenio, y persas son las representaciones naturalistas de personas, animales y cosas en bellísimos manuscritos, bien conocidos. ¿Hay alguna conexión
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hacia él— angustiadamente dislacerado entre su anclaje en el tiempo y su permanente aspiración de eternidad. Una vigorosa personalidad política de la España actual, J. Antonio Elola Olaso, entregado plenamente a la formación de juventudes, al revisar, en conferencia pronunciada ante el Congreso Iberoamericano de Educación (octubre de 1949), la organización y principios pedagógicos del Frente de Juventudes, caracteriza a la juventud hispana en sus vicios y virtudes de este modo: “Sabemos que al lado de virtudes tales como el entre el cultivo de la ciencia desinteresada y ese intento de representar la realidad como un ser acabado y suficiente, y no como fenómeno abierto y deslizante? (ob. cit., pág. 591, nota). Por tanto he aquí una peculiaridad que pese al Islam se abre paso contradiciéndole —hay que tener en cuenta que esa realidad “como fenómeno abierto y deslizante” es para Castro consustancial con la forma de vida islámica— y precisamente en un pueblo no semita, de raza aria, como si aquí también se introdujeran en el puro modelar de] acontecer histórico factores naturales y previos al hecho histórico de la conquista e islamización de Persia que permanecieron constantes e impusieran su marca a la forma cultural. Resulta, por consiguiente que tomar a Avicena como ejemplo de escritor islámico no es totalmente adecuado. Además Castro selecciona algunos textos del citado tratado sobre cuestiones naturales del iranio Avicena para comprobar con un escritor sin contacto con España la causa islámica de la específica originalidad e historicidad de la literatura española con su “integralismo célico-terrestre” que mezcla en la misma obra “las cosas y las ideas con las existencias de quienes las viven”. En efecto, Avicena, como dice Castro, “inyecta [en estos textos] su propia existencia en la obra” cuando dice: “Yo vi en mi niñez, en las márgenes del Oxo, depósitos de ese barro que la gente usa para lavarse la cabeza...” (ob. cit., página 316) y “En Arabia hay un trecho de tierra volcánica que hace volverse de su color a todo el que vive allí y a cualquier objeto que cae en ella. Yo mismo he visto un pan en forma de hogaza —cocida, delgada en el medio y con huellas de un mordisco—, que se había petrificado, pero aún conservaba su color original, y en una de las caras tenía marcadas las rayas del horno” (pág. 317). (La bastardilla es la de Castro.) Sin embargo se nos ocurrió, seguidamente a la lectura de estas hondas y apasionadas páginas de Américo Castro, hojear, muy al azar —por lo que insistimos en el carácter de meras observaciones de estas notas— las “cuestiones naturales”, de Lucio Anneo Séneca (traducción de Lorenzo Riber. Obras completas. Edición M. Aguilar, 1943) y allí encontramos sin insistir demasiado en la búsqueda, varias páginas en que nos parece que también el español Séneca —siglos antes del Islam— y rompiendo con la objetiva y sólida cultura clásica superpuesta y salvadas las distancias de tiempo y estilo “inyecta su propia existencia en la obra”: “Por esto es que en ciertos lagos, ni las mismas piedras pueden sumergirse. Hablo de las piedras compactas y duras. Pues las hay porosas y livianas, como aquellas de que están formadas ciertas islas flotantes de Lidia; Teofrasto es quien lo dice: Yo, por mis propios ojos, vi una isla parecida cerca de Cutilias” (ob. cit., pág. 755. L. III-XXV). “Por cierto que yo mismo oí contar a los dos centuriones que Nerón Cesar... envió a
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valor, el sentimiento del honor, abnegación y sacrificio ante el esfuerzo supremo, innatas en el español y comunes a toda la raza hispánica, se encuentra un individualismo exagerado, la aversión al trabajo anónimo, la tendencia a huir del servicio sin riesgo...” Virtudes y vicios que, si bien se mira, proceden en su casi totalidad del extraordinario agudo instinto de dignidad trascendental que cada hispano siente exaltando su propia personalidad humana y que fácilmente pueden llevarle desde el “punto de honor” a un orgulloso individualismo antisocial. Muy expresivo es, asimismo, como ve Elola con justeza, siempre refiriéndose a españoles, en descubrir las fuentes del Nilo el largo viaje que hicieron” (ob. cit... pág. 794. L. VIVIII). “Yo leí esto con deleite muy vivo” (pág. 783. L. VI-XV) “... oí decir que una de las maravillas de este río” (pág. 768. L. IV-II) . “Yo, cerca de Calígula, veía las herramientas de tortura, veía el fuego... “Me acuerdo de haber oído a Demetrio, egregio varón...” (pág. 764 y 766. L. IV, preámbulo). “De estos mismos cinco planetas que se nos meten en los ojos...” (pág. 821. L. VII-XXV). Esto en las “cuestiones naturales” pero supongo que en el resto de la obra de Séneca, se encontrarían ejemplos análogos. En la carta CVIII a Lucilio (pág. 636), escribe: “Recuerdo que esto era lo que nos preceptuaba Atalo cuando nos sentábamos en su escuela y éramos los primeros en entrar y los últimos en salir y le planteábamos cuestiones mientras iba y venía... Yo, por lo que a mí toca, cuando oía a Atalo... Desde aquella sazón renuncié por toda la vida a las ostras y las setas, pues no son manjares, sino estimulantes, que obligan a comer más... Desde entonces y por toda la vida evité el baño...”. ¡Y cómo la pasión española de Séneca salta por encima de la retórica de escuela y del razonador ingenio de raíz griega para preferir, al modo hispánico, la eficacia de lo forjado “con toda el alma”! “Al verles así afectados empuja, aprieta y carga en este sentido, dejándote de ambigüedad es y silogismos y cavilaciones y otros juegos de la agudeza ingeniosa. Habla contra la avaricia, habla contra la lujuria; cuando vieres que haces provecho y que tienes impresionadas las almas de los oyentes insiste con vehemencia mayor; es increíble el bien que hace un discurso que así tiende a la curación y no tiene más finalidad que el aprovechamiento de los oyentes” (ob. cit.. pág. 824 “Cuestiones naturales” y pág. 638. Carta CVIII). En cuanto a “ese salto de lo inmaterial valioso a lo material y sucio [que] es constante en las letras de España” (“España en su Historia”, página 230) y que sólo tendría — según Castro— explicación dentro de la tradición literaria islámica, también asoma en Séneca: “Pero te empavoreces del fragor del cielo: tú tiemblas del vano amago de un ciclo tormentoso y pierdes el aliento a la menor centella. ¿Pues qué? ¿Piensas que es más honroso morir de cámaras que de rayo? (Séneca, O. C., pág. 742. Cuestiones naturales. L. III). “... cosa muy grata a los glotones y que se ahiten más de lo que su estómago no puede contener con un infarto que fácilmente baja y rebosa fácilmente” (ob. cit., pág. 638. Cartas a Lucilio). “La postrer palabra que se le oyó entre los hombres, después del ruido mayor que emitió por aquella parte por do su habla era más fácil fue ésta: “¡Ay mé! Pienso que me he ensuciado. Si fue así yo no lo sé. Lo cierto es que lo ensució todo” (pág. 691 “La apoloquintosis”).
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la dignidad más que en la mera atracción viciosa, el motor que llevó en otro tiempo a nuestra juventud hacia los pecados carnales: “Era la dignidad —una dignidad mal entendida, si se quiere, pero, en fin, dignidad— la que se ponía en juego para obligarle a demostrar que era un hombre.” Esta primacía en la valoración de la dignidad trascendental humana se patentiza, asimismo, en innumerables formas de nuestra cultura, cuya descripción podría completar —si para ello tuviéramos saber y tiempo— las opiniones y citas —desde luego incompletas— que hemos ido Por otra parte Castro destaca la falta de impulso español para la ciencia y la teoría pura y su tendencia en cambio para cuanto fuera enseñanza para la voluntad y norma para la conducta y por eso la moral y el derecho ‘ fueron disciplinas cultivadas espléndidamente en torno a Alfonso el Sabio y por muchos otros” (“España en su Historia”, pág. 224); “para semitas e hispanos, la busca de la verdad sólo fue auténtica y eficaz cuando afectaba a la vivencia de la persona, a la conciencia y a la conducta de su vivir” (ob. cit., página 594). ¿Y no coincide extrañamente con esta pastura vital el que el único gran filósofo español de la antigüedad, Séneca, pusiera todo el acento de su enseñanza y de su obra en una ética y así lo declarase? “Ahora en parte reside el mal en los maestros, que nos enseñan a discutir, no a vivir; y reside en parte en los discípulos, que no acuden a los maestros con intención de cultivar su alma, sino su ingenio.” “Estos te inculcarán la ciencia de las cosas humanas y divinas; estos te prescribirán el trabajo y no solamente el primoroso estilo y vomitar palabras para deleite de los oyentes, sino a endurecer el espíritu y erguirlo contra toda amenaza.” “Para una gran parte de estos oyentes verás que la escuela del filósofo es un entretenimiento de su ociosidad. Hacen esto, no por dejar allí ningún vicio, para aprender alguna ley de la vida, a la cual conformen sus costumbres, sino por fruir del deleite de los oídos” (Séneca, O. C., Aguilar, págs. 630, 637 y 639). Lo importante para Séneca era no el goce del conocimiento por sí mismo, no el discutir, el raciocinar ingeniosamente, sino aprender “alguna ley de vida”, aprender a vivir y endurecer el espíritu, la voluntad; es decir para el español antiguo Séneca “como para semitas e hispanos [de plena Edad Media, según Castro] la busca de la verdad sólo fue auténtica y eficaz cuando afectaba a la vivencia de la persona, a la conciencia y a la conducta de su vivir”. c) También para Castro es fruto del horizonte islámico de la Reconquista el valor que el gesto y la actitud tienen para el español: “Si el gesto y la actitud poseen valor especial para el hombre hispano, ello se debe a que su vida consistió más en acercarse al alma, que en encerrarse en el espíritu. Para aquel pueblo casi nada fue problema racional, ni aún siquiera la existencia de Dios. Lo fue, en cambio, y muy grande, todo lo referente a cómo se expresa y representa la persona” (“España en su Historia”, pág. 218). Y como ejemplo aduce Castro una frase del gran Duque de Alba transmitida por Antonio Pérez sobre “la compostura con que se deben de haber los hombres en los lugares públicos”; dice el Duque: “que aquel ponerse un hombre la capa sobre los hombros cuando iba a salir de casa, no era sino advertimiento que habría de llevar en público concertados y cubiertos los afectos; como (era) licencia el dejar la capa en
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aportando. Así podríamos recorrer desde la milenaria táctica guerrera española, basada en el valor del individuo aislado, hasta el toreo actual, como expresión plástica del dominio y dignidad de la persona humana sobre la naturaleza, representada bajo la forma de potencia física animal. Por otra parte, este profundo sentido de intransferible dignidad personal lo posee, naturalmente, tanto el varón como la mujer ibéricos, y por ello, vemos cómo en los países hispánicos, contra lo que sucede entre los anglosajones, la mujer no pierde sus apellidos propios al contraer entrando en casa, para que allí, privadamente, la persona se extienda y se descubra, como el desarmar del arco para que repose” (ob. cit., pág. 218). Todo esto que destaca Américo Castro, es cierto, pero nos atrevemos a señalar la extraordinaria semejanza que este valor del gesto y la compostura en la actitud como cobertura y encubrimiento de los afectos y pasiones en público, sentido así por un español del siglo XVI, tienen con la reserva que los hispanos del siglo II mostraban ya en lugares y reuniones públicos, en contraste con la gente ultrapirenaica, según la observación de Claudio Tolomeo Alejandrino: los españoles son más taciturnos, pues aprendieron a disimular mejor... Son los españoles en los banquetes menos sociables, más ceremoniosos, afectando no sé qué severidad, de la que los galos no cuidan” (Geografía, según S. Magariños. “Alabanza de España”, página 95). En uno y otro ejemplo, en el siglo II como en el xvi, parece reflejarse un idéntico modo de ser y de enfrentarse con cada situación vital, en la gente hispánica de la Antigüedad como en la de la Edad Media. Tal vez la Reconquista fuera, en cambio, la ocasión de extremar y depurar una forma de vida en cierto modo latente desde mucho antes y que sólo entonces puede cobrar plena conciencia de sí misma. d) Otro punto que nos agradaría percibir más claramente es la aportación africana de almorávides y almohades. Si a partir de fines del siglo xi son éstos africanos con su fanatismo los que imponen su norma en el Al-Andalus quiere decirse que el horizonte con que se enfrentan los hispano-cristianos ha variado respecto a los siglos anteriores y según la tesis de Castro, debe también reflejarse sobre la estructura funcional de su vivir. Por ejemplo: la tolerancia hispanocristiana de los siglos XIII y XIV no tiene fácil explicación con el precedente africano. Además surge el problema del por qué los africanos pese a su contacto estrecho y conversión al Islam conservan cualidades ancestrales anteriores que se imponen —como su intolerancia— al acontecer histórico y a su inclusión en el Islam. En realidad muchas de las cualidades de estos norteafricanos se parecen más a las de los castellanos que a las de los musulmanes orientales y a las que desde muy antiguo caracterizaron a Andalucía. IV. Sobre realización artística y forma de vida. Estamos conformes con Pedro Laín cuando al comentar con hondura y finura la obra de Américo Castro en Cuadernos Hispanoamericanos (núm. 15, págs. 482 y ss.) afirma que la “definición existencial” de un pueblo ha de comprender el mayor número posible de acciones y obras en que su existencia histórica se expresa. Entre éstas y para nosotros, quizá la vía más certera de llegar a la esencia histórica de un pueblo lo sean sus realizaciones artísticas tanto literarias como plásticas. Y en este terreno no sólo hallamos con Laín dificultades
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matrimonio, y ya en el famoso sínodo de Elvira, en el siglo IV, las mujeres españolas se resistieron a perder esta manifestación de su personalidad. (A. W. W. Dale “The Synod of Elvira”, página 172.) Otras pruebas, probablemente, se podrían recoger del terreno del arte y del de la filosofía, y quizá en otra ocasión se intente, pero no nos resistimos a destacar las significativas y esenciales modificaciones que en el misticismo y la filosofía islámicas provoca la intervención de grandes para la tesis de Castro sino —como más ampliamente trataremos de exponer más adelante— verdadera contradicción entre su pensamiento sobre la “vividura” española y sobre el influjo islámico en su formación y la verificación de aquella en la expresión artística más genuinamente hispánica. A grandes rasgos diremos que nos parece que, según Castro, “en la vida árabe... la realidad es aspecto deslizante y no sustancial” (ob. cit,, pág. 66), y por ello en la vida y en el arte “las cosas no son, pues, tales cosas, sino el doble espectral que flota en torno a ellas como formas sin materia, sin sustancia. Cada una de esas formas se desliza sobre otra, pues como en el Islam, lo único sustancial y real es Dios. La realidad natural es mera fluencia de aspectos, y cada cosa se vierte en un “fuera” para encontrarse con el “fuera” de otra, r así hasta el infinito del arabesco decorativo, sin más contenido temático que su misma “fluencia” (ob. cit., págs. 150-51), y en “la literatura árabe, por lo demás, los personajes se disuelven en el suceso narrado... como un fluir a través de un tiempo inasible, o deslizándose en arabesco de uno a otro suceder” (ob. cit., pág. 215). Así el arte musulmán por excelencia sería, por tamo, el arabesco por que “en tal situación, el hombre renuncia a crear nada con existencia objetiva y conclusa, puesto que es Dios el único que puede hacerlo, y el hombre no debe aspirar a competir con El. Cabe sólo crear realidades con perfiles abiertos, figuras que parezcan como una flor o un animal, pero que no los imiten verosímilmente, o el dibujo abierto e indefinido del arabesco, o las columnas también indefinidamente reiteradas de la mezquita de Córdoba, o el “cuento de nunca acabar”, de las “mil y una noches...” (O. C., pág. 333). Ahora bien no sólo es cierto, como dice Laín, que la “visión velazqueña de la realidad” y las “cosas” de Zurbarán “exentas, realísimas”, evidencian que la visión hispánica de la realidad no es sólo la descrita por Américo Castro, sino que, en nuestra opinión, el problema es el de que el arte español repudia precisamente ese fluir de las formas y “agarra” firmemente los objetos concretos e individualizados. Así si en la obra literaria árabe, según Castro, “el escritor no se fija definitivamente en lo que narra o describe, ni lo contempla como un trozo de mundo bien logrado, procede, por el contrario, a tratarlo como un tema con variaciones... Lo narrado o descrito se vuelve en lo que debe ser, en una realidad evanescente y peregrinante” (O. C., pág. 393), ocurre que en la obra literaria española —y no por influjo del mundo narrativo, mítico-fantástico, europeo— se huye de esa deslizante y evanescente realidad musical y se va directamente a coger cada ser concreto en su más profunda realidad individual. Para el Islam las cosas son “algo transeúnte”, la “realidad natural es mera fluencia de aspectos”. En cambio para el español este fluir
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mentalidades ibéricas (10). Así por ejemplo, durante la Edad Media, en el famoso Filósofo autodidacto, de Aben Tofail, aparte de su tesis de que por la fe y la razón se puede llegar indistintamente a Dios, puede percibirse, cómo frente a otros filósofos musulmanes no españoles, entre ellos Avicena, que disuelven la persona humana en el mar de las verdades supremas, mantiene enhiesta la propia personalidad del místico sin que se confunda con la divinidad. Esta manera española de misticismo es la que llegará a su cumbre cristiana con los místicos del siglo de oro y con Santa sin fin es algo que le repele y por ello lo aplica tan sólo al tiempo, que es por ello un sueño, del que pretende desasirse para alcanzar la firmeza de la eternidad, y asimismo busca aislar y salvar las “cosas” que le rodean de ese “fluir a través de un tiempo inasible”, atrapando en sus estratos más hondos su sustancia individual, es decir, su quintaesencia, que es para el español su valor de eternidad. Este trasfondo de eternidad —no conformándose con deslizarse de un “fuera” a otro “fuera”— de cada cosa y cada individuo es lo que —según nuestro criterio— trata de trasladar el artista hispánico a la obra de arte y hacerlo visible para todos. Así el genuino arte hispano contradice plenamente la vivencia árabe de la realidad y las cosas como “formas sin materia, sin sustancia”, y el que cada una de estas formas fantasmales se deslice sin cesar sobre otra en infinito fluir. Por el contrario para el arte español cada cosa tiene una sustancia profunda que la individualiza al mismo tiempo que la eterniza. La intuición hispánica coincide con el Islam en la creencia árabe —según Castro—, “en el íntimo y permanente contacto que las cosas mantienen con Dios” (O. C., pág. 313), pero, por contraste, el español extraña el fluir incesante de las cosas y rechaza el que estas no tengan un valor dentro de sí. Para el hombre ibero Dios está —como para el musulmán— en cada cosa, pero no sólo como fuerza que las “empuja” a ser en cada instante y las obliga a fluir, sino como algo eterno y permanente que se esconde en la sustancia última y recóndita de cada cosa. Precisamente el huir de todo flujo, el asirse a concreciones para penetrar y anclar en sus estratos más profundos es la esencia del arte español, contraria, por tanto, a la esencia del arte árabe. Pero además esta oposición no se debe a semejanza del arte peninsular con el occidental europeo, sino todo lo contrario, como más adelante trataremos de demostrar. Por eso ve muy bien Laín que no hay en toda la pintura europea “cosas más fieles a su propia sustancia” que las cosas de Zurbarán, como las de Sánchez Cotán o cualquier otro pintor español. Por consiguiente este arte hispánico muestra un mundo nuevo, una tercera forma cultural, que no puede asimilarse a lo oriental ni a lo occidental, aunque quizás en su génesis haya influido —más por reacción que por acción— el estar lindante desde hace milenios —y no sólo desde el siglo viii— con aquellos dos mundos culturales. V. Por último añadiremos a estas improvisadas observaciones aun algo más. Posiblemente Américo Castro parte de considerar inconscientemente sólo “realidad auténtica” la visión o vivencia de la vida propia del mundo occidental europeo y norteamericano y, por ello, partiendo de esa base, estima que su propia intuición española de la realidad es menos objetiva y auténtica y producto no de visión, sino de
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Teresa, cuando en los estados más vivos y sublimes de la unión con Dios siempre tiene la conciencia de su personalidad inconfundida, y en “las Moradas” nos muestra cómo a medida que va aumentando el grado de perfección ella parece que es más consciente de sí misma y más se dibuja su propia personalidad, aunque transfigurada y llena de Dios Nuestro Señor. ¡Cómo contrasta este misticismo hispánico con la forma nórdica germánica, donde, como en el alemán Eckhart, se llega a defender que el hombre, cuando llega a ciertos estados de perfección, ya no mantiene su propia personalidad ni obra él mismo, sino que todo lo hace ya el mismo Dios! También según Castan (Der. civil, I, pág. 14), Bernaldo de Quirós señala como rasgos salientes del Derecho Español encarnado principalmente en el Derecho castellano, el sentimiento del valor de la individualidad. Francisco Suárez, en el campo de la Filosofía, descubre también su española vivencia de la dignidad de cada persona y su directa intuición de la realidad al partir, en su teoría sobre el conocimiento de lo concreto e individual, en contraposición con oíros pensadores no españoles, para los que lo principal es precisamente lo contrario: lo abstracto y universal. Aun es más evidente la valoración de la persona humana en la doctrina de Suárez sobre el valor del esfuerzo y la voluntad del hombre. Para él, en todos los órdenes de la actividad humana, lo mismo natural que sobrenatural, la voluntad del hombre es de un valor, con relación al acto, decisivo, y tan importante, que no han faltado quicne.ie acusaron de excesivo personalismo, como si llegare a disminuir la intervención de Dios en nuestra actividad, aunque, si bien se mira, en esta doctrina Dios no niega su auxilio al que hace lo que está de su parte, pero con sus propias fuerzas. En realidad, esta es la doctrina que los teólogos españoles hicieron triunfar en Trento y que, juntamente con la tesis, asimismo españolísima, volición, como sería la de los restantes españoles. Sin embargo, lo que ocurre es que el español tiene una visión distinta del europeo ultrapirenaico, pero real y objetiva, puesto que la eternidad existe y el hombre hispano la percibe transiendo su propio tiempo que es, por ello, un “sueño”. El español penetra la realidad más profundamente que otros pueblos europeos, que se quedarían más en la superficie de las cosas y, por tanto, su vivencia no se debería a una distensión personal de su querer, sino a una visión más penetrante de la realidad última del universo. 10
(Esta nota como las que siguen sobre la mística y el derecho españoles y sobre la filosofía de Suárez son debidas a la benevolencia del P. Marcelino Martín de Castro, canónigo Magistral de Alcalá de Henares.)
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de que todo los hombres son esencialmente iguales y, por tanto, todos pueden salvarse, informa y da contenido al gran movimiento católico de la Contrarreforma. Análoga concepción se refleja, según el Padre Tusquets (actas del Congreso Interiberoamericano de Educación, octubre 1949), en la pedagogía clásica española, que se resumiría en “guiar al niño para que logre vencerse a sí mismo y capacitarle para vencer santa —o por lo menos cristianamente— a los demás. Este es el objetivo.” Interminable sería esta revisión, en la que hemos visto latir y aflorar, una y otra vez, con reiteración significativa —aunque mezclados con otros diversos elementos menos esenciales—. el sentimiento de dignidad y la especial tensión hacia un trasmundo espiritual y eterno, propios de la estirpe hispana, constituyendo la raíz de su modo de ser, de ese modo de ser que encarnó en su vida, de ejemplar dignidad, uno de los más grandes héroes de nuestra historia, aquél que quiso construir la futura España sobre el firme cimiento de la limpia y recobrada dignidad de cada español: “Ya veréis cómo rehacemos la dignidad del hombre para, sobre ella, rehacer la dignidad de todas las instituciones que, juntas, componen la Patria.”
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ESPAÑA Y EUROPA
“Cuanto hay de africano en el temperamento español es una de las mayores y mejores originalidades de España. Quienes hacen mofa del africanismo español tan sólo demuestran su propia estupidez.” MAURICE LEGENDRE
Si en busca de la esencial manera de ser de lo español hemos podido encontrar numerosas y autorizadas opiniones en auxilio de nuestro intento, abordamos ahora un tema delicado, y, en nuestra opinión, no claramente percibido por los propios españoles, en gran parte porque faltó, hasta este dramático tiempo nuestro, la suficiente perspectiva histórica para deslindar la mayor o menor unidad cultural y de destino de España con respecto a la Europa ultrapirenaica. Creemos, sin embargo, que este tema debe ser esclarecido con un sentido realista que nos permita actuar internacionalmente en el futuro sin confundir de nuevo —catastróficamente para nosotros— los molinos con gigantes. Ya en páginas anteriores señalábamos cómo nos parecía percibir que luego de que el pueblo español hubo absorbido a sus germánicos invasores y éstos se impusieron, en cambio, totalmente, al norte de los Pirineos, aparecía en ese espacio europeo “un modo de ser muy distinto del ibérico, el modo de ser germánico, faústico o prometeico, con su característica ansia de movilidad infinita, de acción ilimitada, de inmersión en el incesante fluir del tiempo”. Y en efecto, es muy sintomático que en muchos de los extranjeros hispanizante que nos han estudiado, con afecto y admiración, exista la neta percepción de una España eurafricana, con evidentes rasgos peculiares que la distinguen del conjunto de los restantes países geográficamente europeos, en oposición con el casi constante empeño de nuestras minorías intelectuales —desde hace siglos de 40
sumergirse y sumergirnos en lo europeo —contra la instintiva repulsa popular, sin discriminar previamente si esta sumersión pudiera ser tóxica para nuestro íntimo “modo de ser”, para nuestro destino, y para aquellos valores genuinamente hispánicos que más útiles pudieran ser para la humanidad en su conjunto y aun para los propios pueblos europeos. Pero además de los hispanistas existen otros grupos de autores extranjeros que con su incomprensión positiva o negativa, afirman aún más nuestra distinción de lo europeo. Para uno de estos grupos solamente somos valorables en cuanto de raro, extraño y misterioso podemos ofrecer a sus nórdicas mentalidades. Para otros —generalmente historiadores— no existimos en sus obras y relatos, puesto que no pueden encajarnos fácilmente en el casillero de sus ideologías y sentimientos transpirenaicos. Ejemplo de los últimos es el inglés Dawson, en cuyo —por otra parte, admirable— Orígenes de Europa apenas si tiene significación ni importancia el esfuerzo español durante la Edad Media. Ya al estudiar los pueblos bárbaros que precedieron a Roma en Europa, olvida la existencia del pueblo ibero al señalar que: “Prácticamente la extensión del Imperio romano coincide do un modo sensible con la de los territorios celtas.” No obstante, ya entonces España era una excepción en Europa, por ser la única región donde no impusieron su dominación los nórdicos celtas, sino los íberos procedentes del Sur. Sobre la germanización completa de los pueblos ultrapirenaicos ocurrida hacia los siglos V y VI (d. de J. C.), el mismo Dawson enjuicia, certeramente (página 109, ob. cit.) la diferencia transcendental entre la minoría goda, asentada superficialmente en la Península —y absorbida finalmente por los íberos— y las sucesivas y aplastantes invasiones germanas que sufrieron los otros países europeos hasta su total germanización: Los reinos orientales germánicos fueron de corta duración. Faltos de raíces en el suelo, pronto desaparecieron: en las Galias fueron absorbidos por los francos; en Italia y en Africa, barridos por el renacimiento bizantino de Justiniano; en España, destruidos por la conquista musulmana a comienzos del siglo val. Sin embargo, en el Norte la situación era muy distinta. Enjambres de pueblos germánicos occidentales cruzaron las fronteras —los francos en Bélgica y el bajo Rhin: los alemanes en el Rhin superior y en Suiza; los prusianos y los bávaros sobre el alto Danubio— y se apoderaron de todo el país. Eran todos ellos gentes paganas, que vivían aún su ancestral vida tribal, habiendo tenido pocos contactos con la superior cultura romana. Lejos de vivir como una parasitaria aristocracia militar sobre las poblaciones conquistadas, como hicieron los godos, se procuraron tierras para estable41
cerse en lugar de subsidios. La clase terrateniente romana fue exterminada y las ciudades en muchos casos arrasadas, surgiendo una nueva sociedad tribal y agraria. Lo poco que sobrevivió de la población antigua lo fue en concepto de siervos o aderezadores de vino, cuando no como refugiados en las montañas y en los bosques.” Más adelante afirma (pág. 112): “Mas fue su conversión al cristianismo católico [la de Clodoveo, rey de los francos] en 493 el momento crucial en la historia de esta época, ya que inaugura la alianza entre los reyes francos y la Iglesia, que fue cimiento de la historia medieval…” Cimiento fue, efectivamente, de la historia medieval, pero solamente de la germánica transpirenaica y no de la ibérica. Por otra parte, conviene recordar que los francos eran no arrianos, sino paganos, es decir, auténticos germanos no romanizados en absoluto, y que esto es así nos lo confirma el propio Dawson (págs. 114 y 116): “... el elemento bárbaro en el nuevo Estado [el Estado franco] es no menos evidente. Desaparece la unidad romana y con ella la idea romana del reino de la ley... Hasta en las instituciones modeladas sobre Roma, el espíritu es harto diferente, pues que el poder activo oculto tras la imponente contextura del Estado franco, es la tribu de guerreros bárbaros. El poder que mantiene la cohesión social no es la autoridad civil del Estado y sus tribunales, sino la lealtad personal de los hombres de cada tribu a sus jefes y de los guerreros a sus caudillos”. “... la conversión de la casa real franca y la de las clases gobernantes de los demás pueblos que ella conquistara, no afectaba inmediatamente a la masa de la población. Además, aun cuando los germanos aceptaron nominalmente el cristianismo, sus maneras e ideologías siguieron siendo las de una sociedad de guerreros paganos”; “... en lo que toca a la Iglesia, que cae ahora cada vez más bajo el intervencionismo estatal”. ¡He aquí la diferencia entre la auténtica permanencia del catolicismo imperial en España y su desaparición al Norte de los Pirineos, sustituido por un pseudo--cristianismo reformista de tendencias racistas y nacionalistas!” Dentro del otro grupo, que señalábamos al iniciar esta nota, han sido muchos los europeos para los cuales los españoles hemos sido objeto de atención por nuestra singularidad y extrañeza respecto a sus costumbres y mentalidad y ya hace dos mil años, un griego, Estrabón el geógrafo, nos observaba con la asombrada curiosidad típica al mundo cultural de Europa. Es asimismo ejemplar la diferenciación, que anota (Geografía, IV, 42), entre la manera de guerrear en grandes masas de los celtas de Galia y la individualidad guerrillera ibérica: “Como los galos atacan en grandes masas y con todas sus fuerzas, sucumben también en masa; por el contra42
rio [los íberos] administran y desmenuzan la guerra, atacando unos por un lado y otros por otro, a la manera de los bandoleros.” Su incomprensión de griego culto se expresa en la calificación de bandoleros dada a los guerrilleros y soldados de Viriato, Sertorio o Numancia y se une, característicamente, después de diecinueve siglos de historia, con la incomprensión de otro europeo culto, del poeta alemán Heine, que adjetiva —en su Romancero—con idéntico título a los héroes de Iberia que conquistaron, levantaron y civilizaron un Nuevo Mundo. Otro germano, el arqueólogo Schulten, agrega en la Deutsche Rundschau (septiembre 1913): “Ante todo, la característica de los íberos es su carencia de cultura, su incapacidad para ilustrarse por sí mismos y su incapacidad en asimilarse la cultura. Son un desdichado legado del continente africano. La humorada francesa con arreglo a la cual Africa empieza en los Pirineos, es verdadera hasta más no poder.” No podríamos enumerar siquiera el conjunto de los europeos, para los que sólo hemos sido, o somos, un espectáculo extraño e incomprensiblemente sugestivo, pues, como dice el ilustre argentino Juan Zocchi (Cuadernos Hispanoamericanos, número 2): “Desde hace no sé cuántos siglos Europa entera vive asomada a España”, y si “España es un espectáculo para el mundo, el hombre español lo es para los otros hombres”. Y en efecto, la España pintoresca, la de Gautier, de Dumas, en el siglo pasado, no es sino continuación do la narrada en los relatos de otros viajeros de siglos anteriores que comprueban con su deformada visión, tanto como otros con su forzada ignorancia, la imposibilidad de reducirnos a esquemas europeísta» y la distinción entre el modo de ser español y el europeo, entre España y el resto de Europa. Pero vengamos —con natural agradecimiento— a aquellos extraños que nos observaron con serena objetividad y superior intuición, y veamos si también su opinión confirma la tesis mantenida: Havelock Ellis, a principios de siglo, describe en la página 96 de su obra El alma de Esparta como: “La existencia de una diferencia general es tan evidente al español como al extranjero. Con frecuencia sorprende al inglés en España el ver que se lo supone, de buenas a primeras, francés, o como a mí me definió cierto español del pueblo, “caballero francés o inglés”. Al tipo medio español se le hace difícil distinguir entre unos extranjeros y otros. Encontrándome más tarde en París me hice cargo de cuán explicable es esta confusión, ya que me sentía mucho más cerca de la vida parisina que de la manera de ser de los españoles, hasta el punto de pensar que sí bien podía en algún momento considerarme como francés, nunca podría sentirme español.” ¡He aquí una confesión íntima y verdadera, reveladora 43
de cuán extraño es nuestro modo de ser para el modo de ser de la Europa ultrapirenaica! Maurice Legendre, en sus Semblanzas de España (pág. 51), dice que “cuanto hay de africano en el temperamento español es una de las mayores y mejores originalidades de España. Quienes hacen mofa del africanismo español tan sólo demuestran su propia estupidez; quienes lo aprovechan para tema de acusaciones demuestran estupidez y mala fe; y es, por otra parte, muestra de pusilanimidad en algunos españoles el repudiar dicho africanismo por temor a que se lo echen en cara”. Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente, pág. 257), afirma que: “España no es el órgano de la cultura prometeica, como no lo es Rusia; es su contrario, abiertamente o en secreto. De ahí que España no pueda ser representante del Occidente moderno frente a Rusia. Más bien se encuentran como aliados los rusos y los españoles, siendo la Europa actual su enemiga común.” “Se encuentra frente a Europa. Inasequible como un castillo. Si Rusia, también inasequible, es el reino situado entre Asia y Europa, España es el reino enclavado entre Europa y Africa. ¡Qué somos nosotros en relación con Europa! Este es el problema del destino, no solamente para los rusos, sino también para los españoles.” Mauricio Barrés asegura en Du sang, de la volupté et de la mort, que España “es un Africa”. Elíseo Reclús (Geografía Universal, t, I), también nos emparenta con Africa, y el conde Kayserling hace otro tanto al considerar al español como hombre cósmico, que une el infinito de la soledad de la tierra al infinito del cielo absoluto. Un norteamericano, Waldo Franck, nos ve asimismo como se parados culturalmente del resto de la Europa germanizada, y en su obra España, virgen (págs. 141, 163, 158, 53), escribe: “España no se acomodó a la Edad Media del Norte. Del Sur vino a la Iberia romana la invasión más dominante, mientras que en Italia, en las Galias y en Bretaña el coeficiente que transformó la Roma pagana en la Roma católica fue el mismo elemento teutón que detuvo las invasiones orientales fuera de los dominios de Roma.” “Africa es la patria de Orígenes y de San Agustín, de bereberes cristianos y de genuinos pensadores españoles.” “El profético berebere Agustín, no obstante, consideró la guerra como una arma digna de la mano del justo. Vitoria, de una raza y de una tierra vecinas, fue de la misma opinión que San Agustín.” También ve claro este escritor cómo el elemento primigenio ibérico absorbe a todas las restantes razas y disuelve totalmente la aportación germánica: “La historia de estos pueblos, en España, es la 44
historia de su disolución, de su completa absorción en la muda e irrevocable masa de la España que ellos imaginaron dominar. Guando Tarik derrotó a Rodrigo, el último rey visigodo, todo se acabó, pues desde entonces la sangre germana se pierde como un resplandor en la carne de Iberia, que ya antes se había sorbido la sangre celta, la semita, la griega y la latina.” Otro norteamericano, y más recientemente, el profesor de la Universidad de Yale, R. S. C. Northrop, en su estudio de gran envergadura: “El encuentro de Oriente y Occidente” (Méjico, 1918). insiste en percibir a la cultura hispánica, en América o en la Península, como un conjunto claramente delimitado del bloque cultural de Occidente —Europa y Norteamérica— y, según su concepción, incluido más bien en el grupo oriental, opuesto hasta la fecha a aquél: “Así, pues, el alma española no es ortodoxa en el sentido religioso occidental de la palabra. Esto permite contestar a la importante pregunta que debe hacerse todo aquél que reflexione sobre la Historia de España dentro de Europa: ¿A qué se debe que en toda su historia, hasta muy recientemente, el alma española no ha producido nunca un pensador científico o filosófico característico de Occidente...?” Pero esto es precisamente lo que debe contener toda filosofía adecuada si se quiere hacer justicia a ciertas aportaciones excepcionales de las culturas de Oriente, España y América Latina, y fusionarlas, sin derramamiento de sangre, devastaciones y tragedias, con los valores igualmente incomparables, pero distintos, del Occidente ortodoxo tradicional.” (O. C., páginas 95 y 590.) A. J. Toynbee, en su amplio y profundo Estudio de la Historia, al distinguir los “campos inteligibles” de las sociedades hoy vivientes nos muestra cómo cuando precisamente se inicia el mundo occidental, hacia el 700 al 800 d. de J. C... en la zona franco-lotaringia, alejada del corazón de España, es cuando en la Península Ibérica se derrumba definitivamente el reino godo del “interregno” y es substituido por otra sociedad diversa perteneciente a otro “campo inteligible”, por el islam en pleno desarrollo. Así, el desenvolvimiento de la cultura hispánica, se hace durante la Edad Media, en condiciones totalmente diferentes a las de los pueblos traspirenaicos, pues, según el criterio de Toynbee, España estuvo en la extraordinaria situación de vivir en la vertiente de dos “campos inteligibles”, de dos sociedades distintas. Quizás de ello provenga la vocación de universalidad auténtica del pueblo español. En todo caso señala —coincidiendo con la posición de Américo Castro, en su obra España en su Historia— que la formación medieval de Iberia difiere 45
esencialmente del resto de la Europa situada al norte de los Pirineos. (Véase O. cit. “Introducción”.) Nuestros hermanos de América, al enjuiciar nuestra historia, nuestro arte o nuestras costumbres, comienzan ya a percibir el asombroso aislamiento de lo que es esencial en España respecto al resto de la Europa geográfica y sus diferentes destinos. Oswaldo Lira, en su Visión de España (“La vida en torno”, Revista Occidente, pág. 323), dice: “España y Europa siguen en su marcha trayectorias divergentes, cuando no contrapuestas, y la única vez que, por parte de España, se decide poner término a la oposición, lo único que logra obtener en definitiva es el espectáculo de cómo se van desvirtuando sus esencias nacionales hasta el punto de poner con ello en serio peligro la persistencia misma de su ser histórico. Nunca, ni aun en los momentos de mayor armonía internacional durante la maravillosa época medieval, se manifestó tan estrechamente solidaria España de Europa como en los siglos del neoclasicismo y de la Ilustración, porque nunca tampoco se mostró tan decidida y deliberada lo que podríamos denominar su voluntad de coincidencia. Durante sus restantes encrucijadas históricas, España sólo se preocupó en ser España, sin parar mientes en sus coincidencias o divergencias con Europa. En cambio, a lo largo del período borbónico, España sólo se preocupa de ser Europa, sin parar mientes en lo que semejante actitud podía significar de deslealtad e incluso de traición consigo misma. No queda, pues, más remedio que aceptar la condición de extraeuropeo como carácter diferencial del espíritu español.” Con estas palabras y conceptos del agudo escritor chileno estamos plenamente conformes, aunque para nosotros la pretensa armonía medieval encubre ya una profunda divergencia entre la Europa germánica, al Norte de los Pirineos, y la ibérica península. Un gran escritor argentino, Ignacio B. Anzoategui —citado por el propio Lira— proclama que: “España pertenece a Europa por razones de comodidad geográfica, pero Europa se siente incómoda con la vecindad de España, porque España es el escándalo de Europa. Es el escándalo vivo y permanente de Europa”. Juan Zocchi, otro argentino, escribe (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 2, página 302): “... el ser español es un problema singular y extraño entre los aparentemente iguales o parecidos problemas del ser de las demás comunidades de Occidente; lo auténtico español —gesto, actitud, obra del espíritu— es siempre un hecho singular y extraño, un hecho de cultura en medio de otros gestos, actitudes, obras del espíritu, que son hechos de climas de civilización.” 46
Un colombiano, Fandiño de Silva, dice en Revista Colombiana: “Nuestra formación intelectual, nuestra cultura, nuestro pensamiento, la íntima levadura espiritual de nuestras generaciones, a partir de la independencia, han sido y son franceses, es decir, europeos, antiespañoles.” Recientemente, en la revista Mundo Hispánico (núm. 23. página 33), en un trabajo admirable, Manuel Penella de Silva, desde un observatorio casi exterior a la patria, cala hondo en su diagnóstico: “Bien visto, sola siempre estuvo España cuando en verdad solo fue España, y no otra cosa. Y creo que ese don de soledad debe venirle de la soledad íntima de sus individuos, extrañamente individuados cuyo paisaje interno —ora borrascoso, ora sublime— no se parece a otro ninguno. Porque el español es, ante todo, un hombre solo, sea su soledad abrigada o desnuda. Solo, y dolorosamente profundo en su soliloquio atormentado, que quiere ser siempre un grave diálogo con Dios y nunca un intelectual juego de palabras con el Universo. Por eso, el discurrir íntimo del español únicamente otro español lo entienda acaso.” “Puede mucho en los españoles —además de esa su patente inclinación a la soledad— el recuerdo de que España únicamente sola acertó a pisar senderos de gloria. Porque todo lo grande que España acometió y llevó a remate feliz, España lo hizo sola. Sola, y también contra la corriente de todos los otros. En el Mediterráneo como en el Atlántico y como en el Pacífico. En Europa, en Africa y en América. En los grandes océanos y en toda la tierra firme... Sola contuvo y rechazó el oleaje mahometano, sola defendió a la Iglesia romana, sola descubrió a América, sola la conquistó y cristianizó y sola anduvo aquel continente de arriba abajo y de mar a mar... Cuanto más sola España, más grande España. Y cuanto más solitario, perdido, desasistido y cara al imposible el español, más lejos fue, mejor peleó, más pudo, más meridianos ganó a la Geografía y más desconcertadamente ensanchó los pulmones de la cristiandad. En cambio, en la medida que España deja de estar sola, España se achica. Apenas se aparta de su fértil soledad, España se hunde o se pierde en engañosos pantanos. Todos los tratos y conferencias vecinales o internacionales los perdió. Nunca alcanzó a imponer su criterio, no obstante que su criterio fue tantas veces justo. Y así, de sus relaciones con los demás no cosecha más que guerras que gana y tratados que pierde.” Las minorías españolas, tan desdichadamente europeizantes en general, parecen principiar a tomar conciencia, siquiera parcial, con Menéndez Pelayo, Ganivet y Unamuno, del modo de ser hispánico como de algo positivamente ajeno al estilo cultural de la Europa ultrapirenaica. 47
Menéndez Pelayo es indudable que separa claramente al genio latino, en el que engloba a españoles e italianos, del nórdico germánico o bárbaro, en el que también encuadra a los franceses: “Goethe quiso enlazar el Fausto germánico con la Helena griega. ¡Consorcio imposible! En el brillante cielo del Mediodía nunca dominaron las nieblas del Septentrión. Para nosotros, los pueblos latinos, la vida debe estar en el espíritu cristiano y en la forma clásica depurada. Sangre romana, no bárbara, es la que corre por nuestras venas.” Reconoce, asimismo, en diversas ocasiones, que un innato sentimiento popular convierte los Pirineos en auténtica frontera de dos mundos distintos y que dicho sentimiento es consubstancial con el pueblo y muy anterior al Renacimiento, como indica en su estudio sobre Lope (III, 152-3: “No deja de palpitar en algunas de estas composiciones el espíritu patriótico, expresándose bien el nativo sentimiento de hostilidad contra los franceses, avivado, sin duda, por las guerras del siglo xvi.” Con genial sencillez, Menéndez Pelayo ve también en el Don Quijote la reacción española, cristiana, ibérica y realista, contra la nebulosa superstición nórdica y anticristiana, envuelta bajo los libros de caballería, donde ya el concepto teutón del honor y el extravagante culto a la mujer anuncian el sentimental egocentrismo del humanismo moderno de origen germánico: “El temple grave y heroico de nuestra primitiva poesía, su plena objetividad histórica; su ruda y viril sencillez sin rastro de galantería ni afeminación: su fe ardiente y sincera sin mezcla de ensueños ideales ni resabios de mitologías muertas, eran lo más contrario que imaginarse puede a esa otra poesía, unas veces ingeniosa y liviana, otras refinadamente psicológica o peligrosamente mística, impregnada de supersticiones ajenas al cristianismo, la cual tenía por teatro regiones lejanas y casi incógnitas para los nuestros, por héroes, extrañas criaturas sometidas a misterioso poder, por agentes sobrenaturales, hadas, encantadores, gigantes y enanos, monstruos y vestigios nacidos de un concepto naturalista del mundo que nunca existió entre las tribus ibéricas o que había desaparecido del todo; por fin, y blanco de sus empresas, el delirio amoroso, la exaltación idealista, la conquista de fantásticos reinos o, a lo sumo, la posesión de un talismán equívoco, que lo mismo podía ser instrumento de hechicería que símbolo del mayor misterio teológico. Añádase a esto la novedad y extrañeza de las costumbres, la aparición del tipo exótico para nosotros, del caballero cortesano; el concepto, muchas veces falso y sofístico del honor, y sobre todo esto, el nuevo ideal femenino: la intervención continua de la mujer, no ya como sumisa esposa ni como reina del hogar, sino como criatura entre divina y diabólica, a la cual 48
se tributaba un culto idolátrico, inmolando a sus pasiones o caprichos la austera realidad de la vida con el perpetuo sofisma de erigir el orden sentimental en disciplina ética y confundir el sueño del arte y del amor con la acción viril.” (Oríg., I 267-8). “...El Quijote tenía entre sus inmortales excelencias la de ser una protesta del buen sentido de nuestra raza contra el mundo ideal y fantástico de la caballería andante, antipático siempre al genio latino y en mal hora trasplantado a Italia y a España”. “Contra este género de caballería amanerada y frívola, sin juicio moral ni sensatez, lidió Cervantes con todas las armas de su piadosa ironía, mezclada de indulgencia y amor y, por lo mismo, irresistible” (Crit., III 249 y 1319 y sigs.). Unamuno, a la vez que se siente íntimamente enfrentado con el mundo europeo, piensa en nuestro posible enlace euroafricano (Ensayos, t. VII) : “He aquí una expresión “africano antiguo”, que puede contraponerse a la de “europeo moderno” y que vale tanto, por lo menos, como ella. Africano y antiguo es San Agustín: lo es Tertuliano. Y ¿por qué no hemos de decir: “hay que africanizar a la antigua” o “hay que anticuarse a la africana”? “Vuelvo a mí mismo al cabo de los años, después de haber peregrinado por diversos campos de la moderna cultura europea, y me preguntó a solas con mi conciencia: ¿Soy europeo? ¿Soy moderno? Y mi conciencia me responde: No, no eres europeo eso que se llama ser europeo; no, no eres moderno, eso que se llama ser moderno.” “¿No será cierto que, en efecto, somos los españoles, en lo espiritual, refractarios a eso que se llama la cultura europea moderna? Y si así fuera, ¿habríamos de acongojarnos por ello? ¿Es que no se puede vivir y morir, sobre todo morir, morir bien fuera de esa dichosa cultura? Y no quiero decir con esto que nos sumemos en la inacción, la ignorancia y la barbarie, no. Hay modos de acrecentar el espíritu* de elevarlo, de ensancharlo, de ennoblecerlo, de divinizarlo sin acudir a los medios de esa cultura. Podemos, creo, cultivar nuestra sabiduría sin tomar la ciencia más que como un medio para ello, y con las debidas precauciones para que no nos corrompa el espíritu.” “Por mi parte puedo decir que si no hubiese excursionado por los campos de algunas ciencias europeas modernas, no habría tomado el gusto que he tomado a nuestra vieja sabiduría africana, a nuestra sabiduría popular, a la que escandaliza a todos los fariseos y saduceos del intelectualismo, de ese hórrido intelectualismo que envenena el alma.” Contestando a Baroja, expone su españolísima vivencia frente a la alegre frivolidad parisina: para mí, lo desagradable es lo que se llama 49
alegre. Nunca olvidaré el desagradabilísimo efecto, el hondo disgusto que me produjo la algazara y el regocijo de un bulevar de París —de esto hace ya dieciséis años—, y cómo me sentía allí desasosegado e inquieto. Toda aquella juventud que reía, bromeaba, jugaba y bebía y hacía el amor, me producía el efecto de muñecos a quienes hubieran dado cuerda; me parecían faltos de conciencia, puramente aparenciales. Sentíame solo, enteramente solo entre ellos, y este sentimiento de soledad me apenaba mucho. No podía hacerme a la idea de que aquellos bulliciosos entregados a la “joie de vivre” fueran semejantes míos, mis prójimos, ni siquiera a la idea de que fuesen vivientes dotados de conciencia”. “Y para mí una de las cosas más tristes para España sería que los españoles pudiéramos volvernos frívolos y joviales. Entonces dejaríamos de ser españoles para no ser ni europeos siquiera. Entonces tendríamos que renunciar a nuestro verdadero consuelo y a nuestra verdadera gloria, que es eso de no poder ser ni frívolos ni joviales.” Pero Unamuno avanza mucho más, en este sentido, que Menéndez Pelayo al rechazar la artificiosa latinidad de nuestra estirpe: “¡Latinos! ¿Latinos? ¿Y por qué, si somos berberiscos, no hemos de sentirnos y proclamarnos tales, y cuando de cantar nuestras penas y nuestros consuelos se trata, cantarlos conforme a la estética berberisca?”. Ganivet (Idearium español, págs. 25, 167, 117), con su maravillosa intuición, advierte como “la Reforma no fue más que la manifestación de la rebeldía latente en espíritus que acaso no fueron nunca verdaderamente cristianos, que no podían comprender el verdadero sentido del cristianismo”. Es decir, que la Reforma fue el afloramiento a la superficie cultural de Europa —juntamente con el humanismo pagano— de fuerzas latentes que desde los primeros siglos de la germanización europea pugnaban por abrirse paso y constituir su propio mundo. Ganivet sabe, también, que somos, en cambio, uno de los pocos pueblos con continuidad de raza, puesto que “... los españoles de hoy descendemos sin mezclas extrañas de los españoles antiguos y continuamos viviendo en nuestra casa solariega”, y por ello afirma que aún nos queda por desarrollar “un período español puro”, y para el futuro, frente a las tentaciones europeístas continentales, “nuestro criterio debería ser tan rígido que rehuyera toda complicación en los asuntos continentales, aunque fuese para resolver los mayores conflictos de nuestra propia política; porque por muy grandes que fueran los beneficios obtenidos, nunca llegarían a compensar las consecuencias perniciosas que por necesidad habrían de derivarse de un acto político contrario a la esencia de nuestro territorio”. Rechaza, pues, 50
toda concomitancia con la Europa continental, extraña a nuestro espíritu, y resume su pensamiento en el “Noli foras ire; in interiore Hispaniae habitat veritas”, que interpretado con amplio sentido podría hoy servir de divisa a los esfuerzos constructivos de nuestras minorías. Azorín —ya dentro de la convencional generación del noventa y ocho — habla en 1924 en su discurso “Una hora de España”, contra la “famosa decadencia”, y allí parece dibujarse —más o menos inconscientemente— una diferenciación entre España y Europa; diferenciación todavía no decididamente definida: “No necesitábamos para nada a Europa. Europa éramos nosotros y no los demás pueblos o, por lo menos, lo éramos tanto nosotros —y lo seguimos siendo— como las demás naciones. Nuestro ideal era tan elevado y legítimo como el ideal de los demás países europeos”. ¡Qué revelador, sin embargo, el englobamiento —visible también en tantos escritores europeístas— que coloca dentro de la denominación general de Europa a todos los países transpirenaicos, contraponiéndolos como conjunto a España! Y es que Azorín, como todo español no degenerado, siente, intuitivamente, que las diferentes naciones europeas constituyen un bloque cultural distinto del mundo cultural hispánico. Si en la, siempre admirable, prosa de Azorín avanzáramos en el tiempo, encontraríamos en el artículo “La seca España” de su libro de 1942 Sintiendo a España, la siguiente significativa frase: “El llamado espíritu europeo lo reputaba por una engañifa. Había sacado de París esa enseñanza”. En Antonio Machado toda su forma y fondo poético son ya por sí mismos una proclamación de la singularidad de lo español y asimismo su deliberada, sobria, solitaria dignidad frente al halago europeo “modernista”, importado de Francia, hacen de Antonio el continuador quintaesenciado de nuestros clásicos y el precursor de toda poesía futura cuya forma expresiva corresponda al “modo de ser” ibérico. Maeztu define en su Defensa de la Hispanidad (pág. 283) su “Ser de la Hispanidad” como misión de hermandad universal esencialmente distinta de la Europa moderna, y al menos en lo que respecta a España esta manera de ser la considera como primitiva: “La crisis del mundo no se debe, en último término, sino al esfuerzo insano realizado por los pueblos y las clases sociales para colocarse en situación de privilegio respecto de los demás. Es fundamentalmente extraña al espíritu hispánico”. 51
Ortega Gasset interpreta nuestra falta de empuje europeísta como debida a la escasez y decadencia de la sangre germánica recibida en los albores de la Edad Media, en contraste con los demás países de Europa. Por tanto, somos distintos de ellos. El diagnóstico nos parece exacto — afortunadamente para los españoles—, puesto que sostenemos que el elemento ibérico o prehistórico venció culturalmente y absorbió racialmente a la escasa minoría visigoda y esta absorción se completó con los siglos de lucha frente al Islam. Por el contrario, al norte de los Pirineos las sucesivas oleadas germánicas trituraron a los primitivos pobladores e impusieron su estilo de vida y su manera de ser. La Europa ultrapirenaica se feudaliza: España, no. Es decir, Ortega esboza —a nuestro modo de ver acertadamente— la estructuración durante la Edad Media, de dos zonas culturales: la de la Europa germanizada, cuyo desarrollo natural y cuya plenitud constituirá el mundo occidental moderno, y la de la península sin germanizar, heredera —para nosotros— del universo clásico, mediterráneo e ibérico. Existe, pues, también para Ortega una diversidad constitutiva a un lado y otro de los Pirineos. Menéndez y Pidal, que tanto ha insistido en la continuidad de los caracteres específicos de lo hispánico desde la época ibero-romana hasta la actualidad, subrayando el firme realismo ibérico exento de vagas idealizaciones que separa nuestros héroes vivos, de carne y hueso, de los fantásticos propios de los restantes pueblos y sobre todo de los ciclos de leyendas y romances de la Europa germanizada, nos enseña en Lo España del Cid (C. II, parte VII), cómo “¿a época de Orosio e Isidoro, en que la civilización de la cristiandad continuaba siendo plenamente mediterránea, es decir, guiada por hombres análogos a los hispanos. Pero después de trescientos años de mucho aislamiento bajo la atracción del orbe musulmán, cuando al comenzar nuestro siglo XI España consigue sustraerse a esa órbita, se halló con que durante aquellos tres siglos su orbe católico se había definido, progresando en un sentido restringidamente nórdico y occidental”. Parece bien claro que aquí Menéndez v Pidal concreta la efectiva formación durante la Edad Media, y más allá de los Pirineos, de un cristianismo de sentido “restringidamente nórdico y occidental”, y por tanto germánico, muy diferente del desarrollado en España. Federico de Onís —citado por Palacio Atard— escribe en 1932 en el prólogo de sus Ensayos sobre el sentido de la cultura española: “La civilización moderna desde el siglo XVII significa el triunfo de los pueblos germánicos y protestantes”, y “lo que España representó frente a Europa 52
fue precisamente el esfuerzo para salvar todo eso que la civilización moderna necesita y por integrarle en una unidad superior moderna que llegó de hedió a ser realizada en las creaciones mayores de nuestra cultura en el siglo xvi”. Laín Entralgo —ya en nuestra generación— aunque aún persiste en querer ver a España dentro de la nave europea, opone tajantemente la europeidad hispánica a la europeidad moderna en España como problema (pág. 13): “Cuando es vencida la europeizad hispánica —la empresa de nuestro siglo XVI el proyecto histórico de una cristiandad postrenacentista, por el creciente poderío de la europeidad moderna”. Pero ocurre que esta pretendida europeidad hispánica, que en nuestra modesta opinión no existe como tal europeidad, sino como universalidad hispánica, no nace espontáneamente con el Renacimiento, sino que ya existía durante toda la Edad Media frente a la europeidad transpirenaica o europeidad germánica. Por otra parte, la definición, como misión, en que nuestro gran camarada pretende configurar y salvar a Europa con sus dos vertientes creadora y ofertiva, nos parece un intento generosamente español de atribuir a Europa, como hecho cultural, atributos que sólo tienen existencia real en España y en el definidor como español de la más pura cepa; sobre todo la “misión ofertiva”, dirigida a Dios por Europa, la encontramos en extremo dudosa, teniendo en cuenta que Europa, como entidad cultural y no como concepto puramente geográfico, es concepción moderna y precisamente desde el Renacimiento hasta la fecha ese “ofrecimiento a Dios” de la cultura europea no aparece por ninguna parte; y desde que, como el mismo Laín afirma, fue vencida la europeidad hispánica, más bien semeja un ofrecimiento al hombre divinizado o. en todo caso, al diablo en persona. Calvo Serer, en España sin problema (págs. 162 y 167) parte también —en la trayectoria de Donoso— de una división operada en el Renacimiento, entre España por un lado, continuadora de la tradición medieval, y por otro la Europa moderna descristianizada. Como en otros autores es, asimismo, característico notar, en Calvo Serer cómo, intuitivamente, se refiere a Europa como un todo cultural y a España como a otro distinto, pese a su tendencia consciente a considerar a España como nn país más, parte integrante de Europa: “El Occidente, tras la íntima ruptura y las luchas de los siglos XVI y XVII, sustituyó la cultura unitaria, medieval y cristiana por la abierta heterodoxia de la ilustración. Entonces la incompatibilidad de España con el desarrollo de la historia europea la obligó a aislarse de Europa”. “La Europa moderna viene alejándose desde el Renacimiento y la Reforma del espíritu de la Europa cristiana, de la que 53
España era parte, integrante...” “La España de los siglos XVI y XVII, en plena manifestación de su cultura nacional, se identificó con la cristiandad y pretendió continuar la tradición medieval. Servimos con exceso y sin medida a nuestro destino y ello ocasionó nuestra decadencia.” “No sólo se trata ahora de aprender de Europa, sino también de servir e influir en Europa.” Aquí, también sostendremos frente, a esta interpretación que, en realidad la llamada Europa moderna es en verdad la Europa germanizada, en gestación durante toda la Edad Media, y en lo que concierne a España, no es que pretendiera continuar la tradición medieval europea, sino únicamente proseguir la suya propia frente al extraño mundo que brotaba surgiendo de la Europa medieval transpirenaica. Respecto a la causa de nuestra derrota y aparente decadencia, creemos que lo que bien pudo ocurrir no fue tanto que sirviéramos con exceso al destino como que confundiendo a la cristiandad germanizada con la nuestra, planteamos en un terreno irreal la lucha, creyendo contar con puntos de apoyo cristianos y católicos en Europa que no existían sino en la generosa imaginación española. Al faltar este planeamiento y sobrevenir el desengaño, la desilusión nos llevó a tomar como “locura de Europa” esta actitud incomprensible para nuestras minorías, faltas de suficiente perspectiva histórica. Como Laín Entralgo, Calvo Serer, parte de una definición unitaria de Europa: en nuestra concepción católica y española de la historia, Europa se identifica con la fe...” ¿Pero quién puede atreverse a afirmar que la Europa racista, rebelde, feudal, nacionalista, antirromana y anticatólica se identifica con la fe...? Este fue —a nuestro juicio— el error de visión y perspectiva cometido ingenuamente por los españoles de los siglos XVI y XVII. Entonces este error era disculpable, pese a la orientación genial, claramente vuelta de espaldas a Europa, de Isabel de Castilla, de Cisneros, de Cortés —en sus cartas a Carlos I—. Hoy tenemos la grave obligación de ver más claro y no confundir a Europa con España, ni extenderle a aquélla cualidades que sólo existen en nuestros buenos deseos de españoles. La denominada Europa moderna no es sino el desenvolvimiento natural y lógico de las esencias culturales y vitales sembradas en el espacio geográfico europeo desde el asentamiento definitivo de los pueblos germánicos. Tengamos cuidado. No reincidamos en un exceso de preocupación por Europa. Miremos más a América y a Africa en cumplimiento de nuestra manera de ser universalista y porque allí reside, precisamente, la fuerza que necesitamos para poder salvar a Europa de sí misma. 54
Vicente Palacio Atard —otro de los valores actuales en que más firmes esperanzas se pueden poner para un decisivo esclarecimiento del sentido de nuestra historia— arranca también, aunque con más reservas, de una supuesta unidad medieval cristiana y de una fragmentación de esta unidad que se iniciaría ya en el siglo XIV con con la filosofía de Occam y sus consecuencias, enfrentándose, a partir de entonces, el desarrollo paulatino de un Renacimiento antropocéntrico europeo y el de otro Renacimiento cristiano, sustentado por España como forma de vida para el porvenir de la humanidad, hasta que, al fin, ambos proyectos chocan violentamente en los siglos XVI y XVII. En “Razón de España en el mundo moderno” (Arbor, núm. 50), dice: “En el siglo XIV comienza a cuartearse el edificio de la cultura cristiana medieval y se inicia el derrumbamiento de la unidad”. “... en el XVI existieron dos posibilidades de desarrollo de la modernidad.” Mas la filosofía occamista del siglo XIV es, en nuestra opinión, producto de un medio subsistente con anterioridad. Es el verdadero, y ya no encubierto, desplegarse de la tradición germánica frente a la herencia mediterránea. Conquista efectivamente a los espíritus, pero porque estaban dispuestos a dejarse conquistar. Durante la alta Edad Media los restos de la cultura grecorromana se imponen a los bárbaros recién establecidos en las ruinas del imperio romano. Pero esta imposición superficial, externa y debida a que los germanos aún no poseen las fuerzas culturales que les permitan dar expresión a su auténtico modo de ser. Poco a poco, sin embargo, van modelando su estilo de vida como forma de cultura, y así, como indicábamos anteriormente, toda la Edad Media europea debería entenderse como resultado de este proceso interno, íntimo, de lucha del germanismo por abrirse paso a través de la delgada capa de clasicismo que lo recubre. Con el Renacimiento consigue aflorar plenamente a la superficie cultural y estructurar el mundo llamado moderno en el que vive nuestra generación: España, no germanizada, vencedora y asimiladora del germanismo visigótico, combate como señala certeramente Aturd por una modernidad clásica, cristiana y universalista: “Caló tan hondo en el alma española la adhesión al mundo y a la cultura por la que luchó España en los siglos XVI y XVII que ya fue imposible uncir a los españoles al carro de los vencedores”. Exacto. ¿Pero ese estar tan hondo en el alma española no evidencia que dicha actitud vital no podía ser solamente fruto de aquellos años de lucha, y que ya debía asentarse mucho más hondo aún, dentro del milenario modo de ser del hombre ibérico...? Por algo —por eso— continuamos hoy mismo en la brecha sosteniendo tenazmente —tercamente—, idénticos principios. 55
Francisco Javier Conde, en su estudio “Sobre la situación actual del europeo” (Revista de Estudios Políticos, vol. XXV, núm. 451, al describir plásticamente el “terror renaciente”, sintetiza con espléndida fuerza expresiva la honda lucha, que nosotros creemos percibir, entre el germanismo como estilo vital y la cubierta de superficial orden romanocatólico que lo enmascara y recubre durante la Edad Media: “Con sonrisa irónica y despreocupada se va alejando el hombre del orden medieval, un orden jerárquico y estático que parece cohibir a un ser que se ve a sí mismo como pura energía, eternamente inquieto, como una maravilla dinámica, siempre en tensión, siempre en movimiento, capaz de jugar todos los papeles y adoptar todas las formas, cuya valor estriba no en lo que es en cada instante, sino en su devenir, en sus anhelos”. Este ser en tensión, “maravilla dinámica”, es d hombre germánico, faústico, prometeico, engendrador de la Europa moderna, cohibido, efectivamente, por el orden jerárquico, estático y superficial, de la capa de cultura romano-católica que en su desnudez primera se vio obligado a adoptar. Javier Conde modela con precisión la« líneas directrices de las últimas etapas recorridas por el impulso germánico, según nuestra opinión en desarrollo a lo largo del Medievo, y que va paulatinamente destruyendo la cultura católica sobrepuesta, para sustituirla por la llamada cultura moderna occidental, más en armonía con aquel impulso primitivo. Pero no cabe duda que esta exacta descripción fallaría si se aplicase sin más al famoso “sosiego” del hombre hispánico del XVI y XVII, todo pasión de intemporalidad, de eternidad, que no ha cesado de ofrecer resistencia a dicho impulso como representante de otro estilo de vida opuesto a aquél. Por tanto, resulta que existirían en la Europa geográfica dos tipos humanos, dos modos de ser, dos formas de cultura, dos concepciones de vida, según se dirija la mirada al Sur o al Norte de los Pirineos, creándose con ello el “hecho diferenciar’ que señala J. F. Casariego en Grandeza y proyección del mundo hispánico. Juan José López Ibor creo que asimismo discierne claramente en varios párrafos de su ensayo tan agudo, “El español y su complejo de inferioridad”, la peculiaridad de lo español frente al conjunto de lo europeo transpirenaico: “el tiempo puede vivirse linealmente. Como un camino a recorrer, como una llama que se consume. Este es el modo faústico de vivirlo”. (Faústico está usado en el sentido de Spengler calificando a lo nórdico-occidental.) Pero “hay otro modo, [el modo español, en el que...] el tiempo —la vida humana— es sólo un fragmento de la eternidad” (ob. cit., páginas 177 y 178); “... de esta manera hubiéramos perdido nuestro 56
derecho peculiar a existir como unidad frente, al mundo europeo” (pág. 152). No tiene la mente española el hábito del uso agudo del poder anatómico del espíritu, disecando a la persona. Esta es más bien una característica fáustica” (pág. 144). Américo Castro nos proporciona inapreciables conclusiones y datos en su singular y reveladora obra ‘‘España en su Historia”. Respecto a ella creemos que, sea más o menos exacta su tesis en cuanto se refiere al origen temporal, con la iniciación de la Reconquista, del genuino modo de ser del hombre hispánico, de la “vividura” española, así como del importantísimo influjo en su constitución del mundo islámico y hebreo, no queda duda de que aporta un deslinde muy claro y bien probado entre la “estructura funcional” de la vida hispánica y la correspondiente al conjunto de las naciones ultrapirenaicas comprendida bajo la denominación de la “Europa occidental”. No nos parece, en efecto, que se trate tan sólo, como parece indicar Laín Entralgo en sus comentarios en “Cuadernos Hispanoamericanos” (núm. 15, pág. 471) al citado libro de Castro, de percibir “cierto estilo de vida, claramente distinto de todos los que, distintos también entre sí, han ido constituyendo el cuerpo de Europa: el italiano, el francés, el inglés y el alemán, sino de una descripción y sobre todo de una intuición muy agudas, de un “modo de instalarse en la existencia” radicalmente diferente no sólo del de cada una de las naciones europeas, mencionadas por separado, sino del conjunto de los rasgos comunes, que precisamente por serlo y frente al fenómeno español, forman un cuerpo homogéneo y un único estilo vital de los pueblos francés, inglés, alemán e italiano, por encima de sus indudables matices diferenciales: “En un modo u otro —aclara Américo Castro— España nunca estuvo ausente de Europa [no podía estarlo por imperativo geográfico, agregaríamos nosotros], y sin embargo su fisonomía fue siempre peculiar, no con la peculiaridad que caracteriza a Inglaterra, respecto de Francia, o a esta respecto de Alemania u Holanda”. Y esta peculiaridad diferencial entre España y las naciones cuyo conjunto estilo de vida compone el de la llamada “Europa occidental” es tan de raíz, cala tan hondo, que, según Castro: “Los españoles no vivieron sus creencias como los italianos, los franceses o los alemanes, y por eso la religión de aquéllos fue muy distinta de la de éstos... Inglaterra, Alemania y las otras; naciones de la Europa occidental9 en uno u otro modo, edificaron su existencia sobre cimientos terrenos; mas España descansa sobre fundamentos “divinales”, como tan bien lo ha dicho antes, don Alonso de Cartagena”. “No es, pues, la religiosidad de la Edad Media, más o menos uniforme en la Europa 57
occidental, la que determinó la peculiaridad española.” “El cristianismo español —tal como se manifiesta en la época posterior a la expulsión e intensa absorción del elemento judaico—, está más lleno de resonancias hebraicas que del logos evangélico de cuño griego y por lo mismo es radicalmente distinto de la religión europea”, y esta “exclusiva” y “extraña” “forma de vida” que es la hispánica ocurre, según el pensamiento de Américo Castro —coincidente en esto con el punto de vista de Northrop y con la clasificación cultural de Toynbee— porque España se modela en la frontera de dos mundos culturales diversos, el islámico-oriental y el europeo-occidental, pues... “la- historia hispana es una realidad “sui géneris”, biselada, que no se entiende sino conjugando lo latino-cristiano-europeo con lo islámico-judaico. En tal conjunto todos los ingredientes fueron igualmente fecundos y valiosos”, y ello hizo que “el hecho de vivir [España] como una bisectriz de dos mundos antagónicos le permitió erigir las más valiosas construcciones de su arte y de su vida” aunque, naturalmente, en su estructura se descubren “pliegues y hábitos contraídos en las pugnas alternadas, y en ocasiones simultáneas contra el espíritu dominante del muslim y del cristiano europeo. El hispano-cristiano logró salir a flote en su problemática existencia apoyándose alternativamente en el Sur contra el Norte o viceversa”. Dentro de esta “dualidad radical de España” cupo precisamente a Castilla el poseer “la conciencia de ser el sostén más firme de una nacionalidad, estructurada y fortalecida mientras iba escapando a la doble garra del Islam y de la Europa cristiana” y así, puesta “en la alternativa de seguir existiendo o de perecer, hubo entonces de forjarse una manera de vida, un proyecto de acción, nuevos del todo, en lejano aislamiento de la cristiandad europea...”. Esta manera de vida y este proyecto de acción “acabaron por cristalizar en cierta forma de vida, tan diferente de la islámica como de la europea, si bien en prieta contextura con ambas”. El resultado a través de la llamada Edad Media de aquel singular proceso formativo, según la descripción de Castro, va a ser que después de “800 años de un vivir sin análogo en la Europa occidental” “la contextura cristiano-islámico-judía había impedido [en España] el nacimiento de una nación con raigambre occidental” sin que esto pueda interpretarse peyorativamente para Hispania, puesto que “España no fue nunca barbarie, sino una manera especial de existir, a destono con la Europa racional y técnica”, pues, mientras la forma de vida hispánica iba constituyéndose en un existir sobre sí misma y sobre la conciencia personal, en una “obsesión de eternidad”, en el ansia de señorío de la persona, de “ganar honra”, “en 58
la creencia en un mundo trascendente”, el modo de ser de los pueblos europeo-occidentales se forjaba en la fe en el raciocinio humano, en la explotación de los recursos naturales y en la posibilidad —agregamos nosotros— de un “devenir”, de un progreso indefinido de la humanidad, elaborado dentro del tiempo y la vida terrenales. “Así pues, contigua a la manera de vida europea-occidental, culminada en invenciones aptas para barrer al hombre de la superficie terrestre, existió la de quienes pretendieron vivir con validez sin alejarse del mirador de la propia existencia, morando en el propio vivir, sintiéndose como un acantilado contra el cual rompiera el mar de las historias del mundo sin afectarlo grandemente... La forma hispánica de vida se defendió con el mismo tesón con que don Quijote protegió su quijotismo, frente a todos los curas, barberos, bachilleres y canónigos de la racionalidad...” Por eso en frase de Anzoátegui: “La historia de Europa es la historia de la sucesión de sus Edades. La Historia de España es la Historia de su eternidad”, y por ello nos dice Américo Castro: “que el “vivir desviviéndose” ( 11) es un fenómeno español que no se da en otras partes, pues la Europa occidental experimentó mudanzas motivadas por su misma actividad discursiva...”, y que “Europa rebotaba al llegar a la capa profunda del hispano”. Ahora comprendemos mejor el agudo sentido del inglés Jorge Borrow cuando en 1843 escribía: “España no es un país fanático, ni lo ha sido nunca; España no cambia jamás”. Deslindadas por tanto —a nuestro modo de ver claramente— las dos formas de vida, las dos culturas separadas por los Pirineos se debe insistir, como lo hace Castro, en que “en tal manera de existir [la española], lo mismo que en la del racionalismo grecoeuropeo, cabe que surjan valores excelsos o insignificantes. No creemos, por consiguiente, que haya que negar lo hispánico, ni que sea lícito presentarlo como un esfuerzo fallido por asimilar lo europeo”, y hubo que buscar para este original modo de ser, para esta forma de vida no europea-occidental —tampoco oriental— una denominación que la limitara y comprendiera sin confusión con aquellas: “no cabía, en efecto, ni decir que lo español era lo europeo ni que era lo oriental, y hubo por tanto que idear una especial categoría, la de la “hispanidad”, para hacer el problema inteligible”. (Véase, A. Castro, “España en su Historia”, páginas —por orden de cita— 13, 105, 106, 147, 592, 228, 271, 247. 296, 11, 12, 587, 350, 173, 610, 607, 637, 641, 14.)
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Castro emplea —aunque al parecer sin citarlo— el concepto de Morente.
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Otros textos cabría transcribir, demostrativos de cómo, en casi todos los españoles que en la actualidad se ocupan de los más distintos temas, aparece, explícita o latente, la intuición de que más allá y más acá de los Pirineos se han formado y existen dos diversas concepciones vitales. Como en su vibrante y honda “Piel de toro” describe Ximénez de Sandoval: “al otro lado del murallón pirenaico —en cambio— todo parece distinto y distante; la luz, la flora, el arte, el acento, el concepto de la vida y la muerte, la sensualidad. Con menosprecio para Iberia, los pueblos transpirenaicos, orgullosos de una manera de ser europeísima y de un sentido colonial del Imperio, lanzaron una frase ingeniosa que recogía tina evidencia geopolítica y la afirmaba para porvenires que aun vela la historia: “Africa empieza en los Pirineos”. ¡Ya lo estaban diciendo los siglos en que la ibérica piel de toro se curtía y tostaba al sol del Mediodía! No era menester la sutil filosofía de los cenáculos elegantes y prerevolucionarios para sentar tal axioma. Lo decían a gritos ambos bordes de la cuchillada azul del Estrecho. Iberia es la cabeza, el cerebro, los ojos de Africa, Africa empieza —no acaba— en los Pirineos... “Africa empieza en los Pirineos...”. “Pero también en ellos empieza —y el ironista lo olvidó— América.” Así también, por ejemplo, Eduardo Alastrué, en un artículo de tipo informativo titulado “La defensa de la formación humanística en la Universidad inglesa” (Arbor, núm. 43-44), dice: “Así como la estructura de nuestra sociedad difiere grandemente de la de muchas naciones del resto de Europa y América, así la condición espiritual del español muestra rasgos muy distintos de los del hombre europeo medio. Seguimos estando, evidentemente, al margen de muchos inconvenientes y ventajas de Europa. En este caso, afortunadamente, mucho de lo que se diga acerca de la crisis del hombre europeo actual nos informará de aspectos que no se dan entre nosotros”. Fray Miguel Oromi, O. F. M., en otro trabajo sobre la “conquista del yo” (Escorial, t. XIX, núm. 58), escribe: “Tres cosas llamaron poderosamente mi atención durante los estudios de humanidades al cursar lenguas extranjeras, francés, inglés y alemán, cuando me enseñaron que delante del verbo había que poner siempre el pronombre personal”. “Ignoro cuáles podrían ser los resultados de una investigación filológica a base del uso del pronombre yo en las diversas lenguas; pero creo que esta investigación arrojaría mucha luz sobre cuestiones y sistemas filosóficos. Siempre hemos concedido gran importancia al hecho de que haya sido un francés, durante su estancia en Alemania y, por más señas, encerrado solo en una estufa o invernadero, a quien se le ocurriera decir: “Yo pienso”. “Porque Descartes escribió su Discurro en francés, y más que 60
escribirlo lo discurrió en francés. Si hubiera discurrido en griego o en latín o en italiano o en español, tal vez no hubiera tenido esa ocurrencia de decir: “yo pienso”; se hubiera ruborizado. Porque, bien mirado, en estas lenguas el meter un yo por delante significa siempre cierto exclusivismo, un acto de orgullo o de vanidad.” Sobre un tema tan aparentemente dispar como una “meditación en torno al ballet” (Arbor, núms. 45 y 46), Miguel Cruz Hernández señala cómo “el hombre occidental ha querido siempre suprimir de su arte la sensación estática”, y luego “esta temporalidad propia del espíritu occidental”. “No hay figura del ballet que sea auténticamente inmóvil; en una detención “sobre las puntas” se presiente la agitada tensión de todos lo músculos.” Hasta aquí Miguel Cruz Hernández, pero nosotros permitiríamos esbozar frente a este “ballet occidental”, sobre las puntas, todo temporalidad e inestable dinamismo, el clásico baile español con su marcado taconeo expresando, y proclamando, la ingente y estática realidad de la tierra madre sobre la que se afirma la rotunda personalidad del bailarín. El uno pretende ser vuelo, pasar y no pesar; el otro cerciorarse a cada instante de la resistencia terrenal y del gravitar de cada individualizado cuerpo humano. Pero concluyamos dejando para más adecuada ocasión este sugestivo tema de oponer en el innumerable mar del arte las realizaciones españolas a las del europeo transpirenaico y aclarando —una vez más— que no tratamos al distinguir lo español de lo ultrapirenaico de establecer una posición particularista o provincianamente localista —movida quizás por temporales circunstancias de actualidad—, sino, por el contrario, de afirmar radicalmente —de nuevo — la plena universalidad de lo hispánico en riesgo de adscribirse —en la visión de nuestras mejores mentalidades— a otro localismo no menos cerradamente particularista, aunque se le bautice de europeidad, occidentalismo o de cualquier otra manera para encubrir la defensa de falsos valores en crisis, muchas veces opuestos a nuestra auténtica esencia cultural y que conviene delimitar y separar de ella para poder actuar con eficacia en el plano de aquellas realidades mundiales sobre las que deberán moverse las futuras generaciones españolas si en verdad pretenden cumplir nuestro gran destino en lo universal (12). 12
Concluidas estas notas tuvimos la oportunidad de escuchar la última de las conferencias pronunciadas en el Ateneo de Madrid por nuestro ilustre camarada Eugenio Frutos Cortés, y pese a no haber podido asistir a las dos anteriores y conocer su pensamiento solamente en este momento a través de un extracto, enviado amablemente por él mismo, no podemos dejar de mencionarlas, dada su importancia, para recoger su tesis de que Europa sería en esencia una superación continuada, tensa y armónica, de una serie de antinomias cuya fuente sería la cultura clásica y el
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II GUIONES PARA UNA ENSEÑANZA POPULAR
impulso espiritual del cristianismo. En esta concepción de Europa: “España representa en este juego de tensiones el contrapelo necesario frente al extravío unilateral de Europa, y realiza la función armonizadora señalada. De este modo España es integrante necesario y fundamental de Europa”. Sin embargo —nos atreveríamos a señalar provisionalmente nosotros— cuando Eugenio Frutos quiere concretar en ejemplos esta superación europea de antinomias, sólo señala armonizaciones obtenidas por España —entre ellas la lograda con el concepto de dignidad humana que percibe asimismo entre los valores esenciales a lo español— y respecto a Europa sólo indica su actual “extravío unilateral”. ¿No ocurrirá que como en tantos autores españoles, Frutos, llevado de su generosidad racial, extienda a todo el ámbito geográfico europeo, lo que solamente es privativo de España? Es decir, que únicamente en España se daría realmente esta superadora armonía, por ser donde únicamente coinciden el auténtico espíritu mediterráneo, no germanizado, y el más puro impulso cristiano. ¿No es muy expresivo que en la concepción de Eugenio Frutos, sea precisamente la misión española la de superar la unilateralidad europea? ¿No resultará entonces que sólo España es Europa...?
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ESPAÑA PUEBLO DECISIVO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD DESTINO DE LA HISPANIDAD EN LA EDAD ANTIGUA DESTINO DE LA HISPANIDAD EN LA EDAD MEDIA DESTINO DE LA HISPANIDAD EN LA EDAD MODERNA
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ESPAÑA, PUEBLO DECISIVO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD
Lección preliminar y citas complementarias “Ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser m la vida” José Antonio
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LECCIÓN PRELIMINAR
¿Qué es lo que pretendemos ver en la Historia? Dos maneras de entenderla.
Antes de intentar asomarnos al balcón que se alza sobre el paisaje de la Historia Universal —y puesto que lo que luego veamos a través de él puede influir en nuestras vidas—, conviene que sepamos qué es lo que queremos ver y cómo debemos mirar para llegar a verlo. Dos resultados nos podríamos proponer en estas charlas de historia; uno, que aprendiéramos una serie de datos, fechas, nombres de reyes y batallas, llenando así nuestra memoria de un apilamiento, de un montón de hechos históricos, colocados sin más unos sobre otros y que pronto olvidaríais, y otro, que aprovecháramos estos ratos de amistosa comunicación para tratar de ir adivinando juntos el misterioso sentido que, oculto detrás de aquel enjambre de datos, los modela y engarza en su dirección como cuentas en el hilo de un collar y para llegar, si de ello fuéramos capaces, a vislumbrar, a través de esa espesa trama de los hechos la poderosa mano que los orienta, conduciendo el destino de la humanidad hacia su fin. Nos parece más útil para todos este último propósito, puesto que lo más importante ante el gran río de la historia —en el que todos vamos inmersos— no es saber el nombre de cada uno de los objetos que arrastra, sino averiguar hacia dónde avanza y nos empuja su corriente para aprovechar su fuerza y orientar nuestras vidas en su dirección, evitando el navegar contra ella y ser arrojados sobre las rocas de la orilla. Ocurre, sin embargo, que, desgraciadamente, pasan por la vida gran número de hombres, hermanos nuestros, que por falta de educación y 65
formación histórica no saben ni pueden dirigir conscientemente su existencia hacia el rumbo que la Providencia ha señalado a sus pueblos, y entonces se sienten, sin saber cómo y a la fuerza, arrastrados por la corriente del destino histórico, se ven envueltos en luchas políticas, en guerras, en transformaciones culturales y sociales, sufren y son desgraciados, porque sin comprender la causa, son traídos y llevados, a regañadientes, por una potencia desconocida para ellos y a la que llaman casualidad, azar o mala suerte. En cambio, si conocieran, gracias a la Historia, el norte hacia el que la Providencia Divina ha querido orientar el destino de sus pueblos, podrían, manejando con firmeza el timón de sus vidas en aquella dirección, hacerlas más fáciles y gratas, escapando a la esclavitud de servir por un sueldo o jornal a un amo o a una empresa terrenales, y así llenarían además de un contenido sobrenatural hasta el más modesto y humilde trabajo de sus manos al convertirse en colaboradores conscientes del destino histórico señalado por la Providencia a su Pueblo. Y el convertirnos en colaboradores de esta misión providencial es para nosotros tanto más importante cuanto que sí a cada pueblo y nación les ha sido fijada una misión que realizar, no todas son iguales ni de la misma importancia, y a nosotros, a nuestro pueblo, le ha cabido la enorme responsabilidad de ser uno de los pocos pueblos decisivos para la historia entera de la humanidad y cargar sobre sus espaldas la pesadumbre y la gloria de un gran destino que cumplir. Partícipes de este grande o pequeño destino lo son todos y cada uno de los habitantes de esas naciones, y si se trata de uno de estos pueblos que hemos llamado decisivos, mayor es la responsabilidad que les cabe ante Dios y ante la Humanidad y mayor el peso de la historia —quiéranlo o no — sobre sus vidas individuales. Así pues, si a todos los hombres les importa para su felicidad conocer el destino histórico de su patria, para acordar sus acciones con él, mucho más aún a los que pertenecemos a una nación como España, protagonista de la Historia y cuyo destino late con mucho mayor impulso en la sangre que recibimos de nuestros antepasados. Comprobación de que el pueblo español es verdaderamente un pueblo decisivo para la Historia de la Humanidad. 66
—Lo que opinan extranjeros nacionales a lo largo de los siglos.
y
Que en verdad somos un pueblo decisivo nos lo a mostrar el relato de nuestra Historia, poro antes lo vamos a percibir en la pasión y curiosidad que España y los españoles han despertado siempre en torno suyo en cuantos, a lo largo de miles de años, nos han contemplado y comparado con los demás pueblos de la tierra, pues como con razón escribe el sabio alemán Ludwig Pfandl: “El desarrollo cultural de España pertenece a ese sector de la historia europea, a esa página de la evolución de los pueblos, sobre los cuales siempre se han emitido y se continuarán emitiendo juicios contradictorios, inspirados por el afecto o la animadversión partidista... Acerca de las cosas de España no se puede escribir más que inspirados por el amor o por el odio, como lo demuestran los datos de antiguos, nuevos y aun más recientes textos.” Y por eso un argentino ilustre, Juan Zocchi, director del Museo de Arle Moderno de Buenos Aires, puede decir: “España es un espectáculo para el mundo, y el hombre español lo es para los otros hombres.” En efecto, desde que Tucídides en el 414 antes de J. C., dijo: “Los íberos son el pueblo más guerrero entre los bárbaros”, y luego Polybio confirmó esto al decir en el siglo H antes de J. C.: “De los celtíberos se decía que eran irresistibles en los combates, tanto por su espíritu como por las armas de que iban provistos”, han sido innumerables los extranjeros cuya atención se detuvo ante el pueblo español. De entre tantos testimonios sólo podemos escoger algunos que estimamos suficientes para nuestra demostración. Ya en la Edad Antigua, Estrabón, un gran geógrafo c historiador griego, al ir recorriendo entre los años 28 y 7 antes de Jesucristo, los diversos países del mundo entonces conocido, se detiene sorprendido ante los Íberos, a los que describe solitarios, altivos, indomables, vestidos con ropas oscuras y desunidos por un orgulloso y feroz individualismo, del que se aprovechan sus enemigos para irlos venciendo poco a poco, pese a su gran valor guerrero; datos a los que se añadirá la desde entonces clásica capa hispana, la alta peineta y las arracadas en la mujer, tal como las vemos en los relieves y esculturas conservadas desde hace más de dos mil años, o toreando a pie con el engaño en la mano izquierda y el arma en la derecha, como se ve, asimismo, en pinturas de vasos y en relieves, demostrando todo ello la 67
antigüedad inigualable de la tradición y las costumbres españolas y la tenacidad para conservarlas de nuestro pueblo. Otro historiador contemporáneo de Estrabón, el galorromano Trogo Pompeyo, escribe: “Los hispanos tienen preparado el cuerpo para la abstinencia y la fatiga, y el ánimo para la muerte; dura y austera sobriedad en todo”, y añade estas palabras, que servirían para definirnos hasta hoy mismo: “Prefieren la guerra al descanso, de modo que, si les falta enemigo extraño, lo buscan en casa.” Por este defecto, tan español, de la tendencia a luchar entre nosotros mismos, dirá después Floro que la Hispania Universa no supo unirse contra Roma: “De otro modo, bien defendida por los Pirineos y el mar, hubiera sido inaccesible, pero no se conoció a sí misma ni conoció sus fuerzas sino después de haber sido vencida en lucha de doscientos años.” Pasa el tiempo y en el siglo I después de J. C., Plinio, un gran sabio romano, que gobernó a España bajo el emperador Vespasiano, proclamaba que: “Después de Italia [su patria] colocaré yo a España por el ardor en el trabajo, por la habilidad de los siervos, por la dureza corpórea de los hombros, por la vehemencia del ánimo.” Destacando ya esta vehemencia, furia o coraje, tan característicos del español y que lo mismo se pone en juego en un partido de fútbol que en una guerra. Va llegando el fin del Imperio romano, y en el siglo IV, un gran poeta egipcio, Claudiano de Alejandría, resume todas las alabanzas anteriores exclamando: “¡Qué podrá decir la voz humana digno de tus tierras, oh Hispania!... Cada provincia conquistada por Roma entregó sus dones para el Imperio: Egipto y el Africa, trigo para los campamentos; la Galia, fuertes soldados; la Iliria, sus caballos, cosas todas que se hallan por todas partes; sólo Iberia dio un nuevo tributo al Lacio: los emperadores. Ella engendra los que han de regir al mundo.” Deshecho el Imperio romano de Occidente por las invasiones germánicas, y bajo los visigodos, un español extraordinario, San Isidoro, en el siglo VI, profetizará que España será grande mientras conserve su fe católica y decaerá cuando se aleje de ella, y escribe: “¡Oh, España! Eres la más hermosa de todas las tierras... De ti recibe luz el mundo entero, Oriente y Occidente.” Durante la Edad Media, en el siglo XI, y como relata Menéndez Pidal, el anónimo narrador de la “Historia Silense”, tiene ya plena conciencia de que solamente el esfuerzo español está salvando a la cristiandad de la tremenda potencia del Islam y afirma: “Que la muy 68
penosa guerra contra el pujante poderío sarraceno sólo la podían hacer los duros caballeros de España y no los lujosos magnates de Carlomagno.” Más adelante, en el siglo XIII, Alfonso X el Sabio declarará la grandeza y lealtad de España a su destino histórico con estas palabras: “E a cada una tierra de las del mundo é a cada provincia honró Dios en sennas guisas, et dio su don; más entre todas las tierras que El honró más, España la de Occidente fue.” “España sobre todas es adelantada en grandeza et más que todas preciada por lealtad”; y en la misma época un musulmán, escritor famoso, el ilustre Al-Saqundi, proclamará su orgullo de ser español: “Loado sea Dios, que dispuso que quien hable con orgullo de la península de al-Andalus [España] pueda hacerlo a plena boca, infatuándose cuanto quiera, sin encontrar quien le contradiga ni le pueda estorbar en su propósito.” Ya en la Edad Moderna, en el siglo XVI, abundarán los testimonios europeos de la grandeza de España. Así, Lucio Marineo Sículo dirá: “... a la verdad, ni Salustio, ni Valerio Máximo, ni Suetonio Tranquilo, que en pocas palabras compendiaron muchas y grandes cosas bastarían para compendiar, no digo en pequeños volúmenes, mas en muy grandes, las excelentes virtudes y cosas dignas de memoria y gran alabanza que los españoles de nuestro tiempo han hecho y hacen cada día. Porque ¿a qué escritores no fatigarían, a qué poetas no espantarían, a qué ingenio por muy vivo y alto que fuese, no sobrepujaría el número y la grandeza de obras maravillosas y de gran esfuerzo que los españoles de nuestra Edad han hecho en sus reinos y fuera de ellos?” Y Nicolás Nicolai agregará: “¡Oh feliz nación española, cuán digna eres de loor en este mundo, que ningún peligro de muerte, ningún temor de hambre ni sed, ni otros innumerables trabajos han tenido fuerza para que hayáis dejado de circundar y navegar la mayor parte del mundo por mares jamás surcados y por tierras desconocidas, de que nunca se había oído hablar!; y esto sólo por estímulo de fe y de virtud, que es por cierto una cosa tan grande que los antiguos ni la vieron ni pensaron, y aun la estimaron imposible”, y podemos concluir, entre otras muchas, con la tajante afirmación de Federico Badoaro de que: “España es la más fuerte y segura columna de la cristiandad.” Por los mismos años, Baltasar Gracián —en “El Criticón”— escribe, pensando en España: “Absolutamente es la primera nación de Europa. Odiada por tan envidiada”; en el siglo XVII, otro genio español, Cervantes, en el “Persiles y Segismunda”, pone en boca de un polaco esta 69
frase tan significativa: “Vine a España como a la madre común de las naciones.” Y aun pasados los días de gloria, vencidos militarmente y con el enemigo dentro de casa, no faltará durante el desdichado y afrancesado siglo XVIII algún gran español, como Juan Pablo Forner que, con conciencia de nuestra grandeza, defienda al pueblo español, ante los ataques y desprecios que por todas partes sufre, con la verdad de estas emocionantes líneas: “La culpable ignorancia de España ha estado sólo en no haber sabido jamás hacer hinchada y jactanciosa ostentación de los muchos e inefables beneficios con que ha obligado a todo el linaje de los hombres.” Durante el siglo XIX, a pesar de nuestro caos interno, el pueblo hispano continúa atrayendo la atención de las más claras inteligencias, y si un gran filósofo alemán como Nietzsche opina que “España es un pueblo que quiso demasiado”, es decir, que quiso elevar demasiado alto a la humanidad, otro filósofo y gran escritor francés, Taine, afirma: “Hay un momento extraño y superior de la especie humana, la España de 1500 a 1700.” Otro gran escritor francés —y los franceses han sido siempre rivales de los españoles—, Chateaubriand, en el “Genio del cristianismo”, dice: “España, desglosada de las demás naciones, ofrece todavía a la Historia un carácter más original que el de Italia— y cuando los pueblos europeos se desgasten a fuerza de corrupción, únicamente ella será capaz de hacer su reaparición en el tinglado del mundo con el debido brillo”, y Stendhal añadirá a esto con su profundidad característica: “El pueblo español... desconoce muchas pequeñas realidades por las cuales sus vecinos sienten una vanidad pueril; pero posee de una manera profunda las grandes verdades de la vida y tiene suficiente carácter e inteligencia para llevarlas a sus últimas consecuencias.” Al comenzar el siglo XX lo español atrae cada vez más la atención de las mejores inteligencias, y un inglés, Havelock Ellis, en el “Alma de España”, expresa su opinión de que “La fibra del espíritu español esta intrincadamente mezclada al tejido de los grandes designios humanos...” [y] “apenas empezamos ahora a apresurarnos a ir viendo la luz que España puede infundirnos”. Un escritor galo, Mauricio Barres, asegura rotundamente: “El pueblo español es la aristocracia del mundo”; y otro compatriota suyo, el gran hispanista Maurice Legendre, conocedor como pocos de nuestros pueblos 70
y gentes, vuelve a afirmar que “España tiene derecho a hablar de raza, sin que a las demás naciones les sea dado traducir dicho término para su propio uso”, y: “Los españoles se han dedicado a buscar el reino de Dios y su justicia”, con lo que: “Nuestra civilización carecería de algo valiosísimo si no hubiera existido o no existiese España.” Un germano, el filósofo conde de Keyserling, en un libro titulado “Análisis espectral de un continente”, en el que intenta bucear en busca de la quinta esencia de cada pueblo europeo, dice: “El pueblo español es la reserva moral de la humanidad”, y más recientemente, en 1935, en “La Revolución mundial y España”, escribe proféticamente: “España conserva tus valores eternos, y en esa repaganización que se inicia en el mundo, esta nación puede influir de manera muy decisiva y llegar el momento de que dentro de esa forma nueva esa eternidad ibérico-española adquiera, con el tiempo, un sentido más neto y más profundo.” Walter Schubart, otro alemán báltico, en “Europa y el alma de Oriente”, afirma que: “La amplitud de su espíritu hizo de España la primera nación que logró la unidad y la primera que concibió como idea la política mundial.” “En la Península Ibérica, y en las próximas generaciones, se decidirá no solamente el destino cultural de España misma, sino también el del continente sudamericano.” Rudolf Lothar, en el “Alma de España”, escribe: “Es un pueblo de sentido aristocrático que se conduce como de mejor nacimiento que el resto de la humanidad... Creo que Dios, en el Paraíso, habló ya con Adán de la tierra española, teniéndola por pueblo elegido.” Otra voz anglosajona la del ilustre autor de “Carlos de España”, Wyndam Lewis, proclama que: “Europa tiene enemigos interiores, como lo es el paganismo destructor, y otros exteriores, como la asoladora anarquía oriental que avanza. Mas el antiguo punto de encuentro está donde estaba... España sigue en pie para Europa.” De América nos llega también la voz de nuestra sangre proclamando, otra vez, la singularidad de lo español, y así, M. Calvez afirma que: “El español es un ser único, distinto de todos los hombres que pueblan la tierra. Es único por su raigambre constitucional, único por sus gestos, por sus procedimientos, por su espíritu. Para los demás hombres, el español resulta un ser incomprensible, que se resiste a toda confrontación y todo análisis; es un ser de excepción.” Ignacio B. Anzoategui vibrantemente nos dice: “España es eterna porque es inmóvil. La historia de Europa se divide en dos partes: la historia de España y la historia de Europa. La Historia de 71
Europa es la historia de la sucesión de sus Edades. La historia de España es la historia de su eternidad. Europa tiene una Edad Antigua, una Edad Media y una Edad Contemporánea. España tiene una sola Edad donde se funden todas las Edades. Por eso España no envejece y por eso las Edades de Europa transcurren vanamente en la hora sin horas de la historia española.” Asimismo los más inteligentes norteamericanos han visto el carácter decisivo y excepcional de nuestro pueblo. Teodoro Roosevelt, en el “Discurso a los americanos”, dijo: “A España su religión la movió a hacer lo que ningún otro pueblo a hecho: descubrir un mundo y ofrecérselo a Dios que se lo concedió, a Dios como altar de su trono...” Waldo Franck, otro norteamericano, en sus conocidas obras “España Virgen” y “Mensaje a la América hispana”, reconoce que: “Algunos hombres son pobres por ser débiles y torpes; otros son pobres por ser hombres de genio. Amsterdam y Londres se enriquecen porque cifraron su empeño en ser ciudades ricas. Avila y Toledo no medran porque su voluntad es otra. España es viril y está espléndidamente equipada, pero ha resuelto ser héroe y santa”; y luego exclamará: “La España enemiga del pragmatismo y del progreso racional, la España de lo absoluto, la España que será cielo o infierno, que nunca se conformará con ser simplemente tierra pero que se apoyará siempre sobre la tierra para sostener sus visiones celestiales”, para concluir diciendo: “En España había continuado viviendo una sabiduría más honda que la ciencia moderna, más auténtica que la moderna metafísica, más útil para la vida que todas las máquinas modernas.” “En España no se ha roto la herencia de Israel; España sabía y sabe aún que la vida debe ser íntegra en su complejidad, un todo sinfónico.” “España, madre de América, ha conservado para nosotros la visión de esa verdad integral en que debe nacer un nuevo mundo. Y el don de esta sabiduría es su verdadero descubrimiento de América.” Muy recientemente, el más grande poeta católico francés de nuestro siglo, Paul Claudel, escribe entre otras inspiradas estrofas de su “Himno a los mártires españoles”: “Santa España, en la extremidad de Europa concentración de la fe, cuadrada y masa dura, y atrincheramiento de la Virgen Madre. Inquebrantable España, que ningún término medio has aceptado jamás. En esta hora de tu crucifixión, santa España, en este día, hermana España, que es tu día. Yo te envío mi admiración y mi amor con los ojos llenos de entusiasmo y de lágrimas.” Y Jacques Maudall, comentando la gran obra teatral de tema español, de Claudel, “El chapín de raso”, 72
estrenada en estos últimos tiempos, escribe sobre el papel histórico de España lo siguiente: “De hecho, a pesar de las apariencias contrarias, España no se equivocó el día que sonó para ella la gran llamada. Si ella no recogió el beneficio temporal, aún vivimos nosotros del beneficio espiritual que de ella recibimos. Si la cúpula de San Pedro continúa alzándose inquebrantable por encima de las naciones, hay soldados españoles muertos por esa victoria; si la Reforma ha sido confinada en las bajas llanuras del Norte de Europa, es gracias a los combatientes españoles de la Montaña Blanca; si la Europa oriental ha visto, poco a poco, retroceder al Islam hasta las orillas del Bósforo, es gracias a los cañones de Don Juan de Austria. Si las Américas completan hoy magníficamente la figura del universo, es gracias a los esfuerzos de Cristóbal Colón; si los misioneros católicos pueden llevar la Cruz a China, al Japón, a la India, es porque San Francisco Javier puso sitio ante la vieja Asia.” En qué consiste la fuerza del pueblo español.—Su misión futura. Interminable, podría ser esta serie de citas, comprobantes del significativo interés que el pueblo español ha despertado siempre en sus observadores, ante los que se levanta como una extraordinaria y misteriosa fuerza, actuando sobre la marcha de Su humanidad a través de los tiempos. Esta fuerza no ha descansado, sin embargo, jamás en un poderío material, numérico o económico. Muy pocos españoles y muy pobres bastaron para grandes empresas y para variar los rumbos de la Historia. Porque España es como la levadura, que siendo muy poca basta para fermentar una gran masa, o como la sal, que con unos granos es suficiente para modificar el sabor de una comida. Somos la levadura y la sal de la historia del mundo y en ello radica nuestra potencia y la posibilidad de que —si lo merecemos por nuestra fe y nuestra unidad— también hoy, como ayer, podamos volver a ser isla de salvación y faro de esperanzas que descubran nuevos caminos sociales y culturales a esta Humanidad perdida en el oscuro caos de nuestros días. Isla que podrá ser muy pequeña frente al inmenso mar que la rodea, pero que para el náufrago es la única posibilidad de salvación y faro que tan sólo será un diminuto punto de luz —y luz es el espíritu— en la inmensidad de la noche pero que basta para dirigir los barcos a buen puerto. Esto podemos volver a ser con tenacidad, con trabajo, con hechos y no sólo con palabras, y si lo logramos 73
confirmaremos que verdaderamente “ser español —como dijo José Antonio— es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo.”
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CITAS COMPLEMENTARIAS A LA LECCIÓN PRELIMINAR
EDAD ANTIGUA “[Los galos] tenían la costumbre de huir con sus familias y enseres cuando se aproximaba un adversario más fuerte. Por esta razón, los romanos los dominaron más rápidamente que a los íberos; la guerra contra éstos comenzó antes y acabó más tarde, pudiendo mientras tanto reducir a todos los pueblos comprendidos entre el Rhin y los montes Pirineos.” “Este mismo orgullo alcanzaba entre los íberos grados mucho más altos, a lo que se unía un carácter versátil y complejo; carecían [por ello] de impulso par unirse en una confederación potente; así, pues, si hubieran logrado juntar sus armas” no hubieran llegado [los romanos] a dominar la mayor parte de sus tierras, aunque tardaron en ello mucho tiempo.” “Es costumbre suya la de consagrarse a aquellos a quienes se unen, hasta sufrir la muerte por ellos.” Estrabón (29 a. 7 a. de J. C.) “[El pretor] desarmó a todos los españoles de aquende el Ebro, pareciéndoles tan humillante esta medida que muchos se dieron la muerte. Para el altivo español nada era la vida desde el momento que no tenía armas.” Tito Livio (17 d. de J. C.) “Estos pueblos, pródigos de la vida también están prontos a acelerar la muerte.” Silio Itálico (25 a. 101 d. de J. C.) “Es muy inquieto y rumiador de grandes cosas el ánimo de los españoles, que son de ingenio feliz.” 75
Claudio Ptolomeo Alejandrino (siglo II d. de J. C.)
EDAD MEDIA “Los castellanos no acostumbraron tener en mucho las riquezas, mas la virtud; nin miden la honor por la quantidat del dinero, más por la qualidad de las obras fermosas.” “Los reyes de España nunca fueron subjectos al Emperador, ca esta singularidad tienen los reyes de España que nunca fueron subjectos al Imperio Romano nin a otro alguno, mas ganaron e alzaron los reinos de los dientes de los enemigos.” Alonso de Cartagena (siglo XV). “Non quedó España callada c muda en las istorias, por defectos de vitorías nin de virtudes menguada; mas porque non fué dotada de tan alto pregonero, como fué de Grecia Omero en la famosa Ilíada.” “España non caresció de quien virtudes usase, mas menguó e fallesció en ella quien las notase; para que se igualase debían ser los caballeros de España e los Omeros de Grecia quien los loase.” Fernán Pérez de Guzmán (siglo XV). EDAD MODERNA Siglos XVI y XVII “Nuestros modernos españoles no son menos que Saturno o Hércules o cualquiera de los antiguos que investigaron nuevas regiones y las pusieron en cultura. ¡Oh, cuán latamente extendida verán los venideros la religión cristiana! ¡Qué largos viajes podrán hacer ya los hombres! Lo que entiendo acerca de estas cosas, ni de palabra ni con la pluma me es posible expresarlo. Pedro Mártir de Anglería (siglo XVI). “Es España la yema del mundo.” Mateo Alemán (siglo XVII). Siglo XVIII 76
“Ninguna [nación] le ha disputado el esfuerzo, la grandeza de ánimo, la constancia, la gloria militar con preferencia a los habitadores de todos los demás reinos.” P. Feijóo. “España... fué subiendo a poco a aquel punto de gloria y esplendor a que no llegó jamás alguno de los imperios fundados sobre las ruinas del romano.” Jovellanos. Siglo XIX “¡España! ¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos. El pensar a lo grande, el sentir a lo animoso, el obrar a lo justo en nosotros, son de España.” Juan Montalvo. “Francia, Venecia y hasta el Papado inclináronse ante la fuerza de los nuevos bárbaros, tendiéndoles la mano y pactando con ellos; sólo la España heroica se manifiesta intransigente y su heroísmo tiene una apoteosis en el día terrible de Lepanto (1571), en que Europa quedó para siempre libre de la amenaza del turco. Tantas y tan extraordinarias hazañas rebasaron el límite que la naturaleza impone a la temeridad de los hombres. La leyenda de los titanes se realizó una vez más,” J. Oliveira Mari iris: Historia de la civilización ibérica. “España... creó el carácter español, superior al espartano; robusto y viril, noble y generoso: grave, valiente hasta la temeridad; los sentimientos caballerescos de aquella raza potente de héroes, sabios, santos y guerreros que nos parecen legendarios, de aquellos corazones indomables, de aquellas voluntades de hierro, de aquellos aventureros nobles y plebeyos que en pobres barcos de madera corrían a doblar la tierra y ensanchar el espacio, limitando esféricamente el globo y completando el planeta, abriendo al través del Atlántico nuevos cielos y nuevas tierras donde los ríos son mares y el territorio integra un otro mundo, iluminado por astros que no soñó Tolomeo; ella movió a esa raza española que ha hecho lo que 77
ningún otro pueblo: descubrir un mundo y ofrecérselo a Dios, que se lo concedió —a Dios como altar, como trono—; fué un fraile. Las Casas, el que inspiró las Leyes de Indias, paternales, para que todos los españoles, con la transfusión de su sangre, de su vida y de su fe, implantaran una civilización muy distinta a las de otros pueblos conquistadores, que matan y esclavizan razas, como han hecho los franceses y los ingleses y nosotros mismos con los indios en Norteamérica, y están haciendo los ingleses en la India.” Teodoro Roosevelt: Discurso a los americanos. Siglo XX “Héroe estoico, quimérico, soñador, extático, asceta, en el que la rabia loca de sus pasiones se debate inútilmente; todo eso es el español, pero permanece siempre sereno y altivo, dueño de sí mismo porque es un español, y está más cerca de Dios que todos los demás hombres de la tierra.” Rudolf Lothar (1914-1916). [España] “... la nación que supo dar al sentimiento del honor su expresión más refinada y soberbia.” A. Morel Fatio. “… perder supieron sólo España y Jesucristo y el mundo todavía no aprende lo que ha visto.” Gabriela Mistral. “España es la única nación del mundo donde la grandeza constituye la esencia y el fin de su historia.” “La grandeza española se muestra íntegra en las primeras luchas de los íberos contra sus invasores. No existía aún la fe cristiana; pero había otra fe más poderosa en la propia independencia y en los propios ideales. Roma en España no fue conquistadora, sino conquistada. Hubo en este aspecto de la historia hispano-romana una unión perfecta. Los emperadores españoles que rigieron los destinos de Roma dieron al Imperio un sentido europeo, entonces universal.”‘ 78
Enrique de Gandía: España en la conquista del mundo. Buenos Aires. 1946. “España nos ha dejado el recuerdo de una maravillosa decoración de tragedia heroica, en la cual no podría aclimatarse mi humildísima existencia, pues todo es demasiado grande para mí. Pero ¡qué ayuda, qué afluencia, qué renovación de energías!” Camilo Mauclair: la esplendida y áspera España. “L’Espagne est de toutes les nations du monde celle dont le développoment a en le plus de continuité: nulle part n’ont éte plus parfaitement réalisées les conditions d’une Tradition. Chez elle, l’histoire est l’épanouissememt de la préhistoire. Il en résulte que la Raza est plus fouciérement civiliséeect plus raffinée que n’importe quelle autre population du monde, et, en meme temps que la Tradition, elle incarne le Progrés.” Maurice Legendre: Nouvelle Histoire d’Espagne. ¿Quien otro, Iberia, anduvo más lejos, por sobre la audacia, por sobre la muerte? ¿Quien tendió y subió tantas invisibles escalas, como tú, hacia el ciclo? ¿Quien forjó más firmes cimientos para el misterio, con el verbo, con el sacrificio, con la piedra? ¿Quién llegó más allá de tus pasos, en lo impenetrable? ¿Qué otra ala de espíritu haya alcanzado, en su vuelo, las fuentes más ocultas de las apariencias? Tus pasos de la tierra se desprendieron; pero sobre victorias y derrotas extendiste y, hasta vencida, has siempre vencido.” Arón Cotrus: Rapsodia ibérica (13). 13
Esta y bastantes de las citas de este capítulo fueron posibles gracias a la inapreciable e ingente obra de recopilación y sistematización llevada a cabo por Santiago Magariños en su obra “Alabanza de España”, editada por “Cultura Hispánica”.
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DESTINO DE LA HISPANIDAD EN LA EDAD ANTIGUA
Lecciones primera y segunda, Resumen y notas
“El pretor desarmó a todos los españoles de aquende el Ebro, pareciéndoles tan humillante esta medida que muchos se dieron la muerte. Para el altivo español nada era la vida desde el momento que no tenía armas.” TITO LIVIO
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LECCIÓN PRIMERA
Cuando comenzamos nuestra historia, hace ya miles y miles de años que la humanidad ha sido dispersada sobre la Tierra y los pueblos han ido olvidando los primeros días de la creación, aquellos en que Dios hizo al hombre del barro de la tierra, a su imagen y semejanza, y los ángeles le guiaban y revelaban su origen divino, su superioridad y el abismo que le separaba, por ello, de todos los seres del universo. Los hombres continúan percibiendo, están ciertos, que existe un Espíritu superior a la Naturaleza, pero lo estiman tan sólo por su poder y lo creen lejano, inaccesible e indiferente a los deseos y a la suerte de la especie humana. Ya no recuerdan que ellos no son simples seres naturales, como los animales o las plantas que los rodean, sino hijos de aquel Dios, hermanos todos, por tanto, e iguales a pesar de razas y naciones por obra de esa Divina Paternidad. El hombre se ha alejado de Dios y le rinde tributo de temor en mil formas distintas, como ante quien puede cambiarlo todo y traer el mal o el bien sobre su cabeza. Los ídolos que adoran las naciones y los sangrientos sacrificios son la expresión: muchas veces demoniaca, de ese temor al Ser desconocido y lejano al que se rinde culto porque se le teme. Pero Dios no quiere que la humanidad, peso a sus pecados, pierda para siempre la memoria de su Creador y prepara los nuevos tiempos de redención que han de venir, eligiendo un pequeño pueblo, al que se aparece y revela, para depositario de la fe en un solo Dios, Creador del universo y del hombre, criatura forjada a su imagen y semejanza y, por ello, rey del universo e infinitamente superior a la naturaleza que le rodea. Esta pequeña nación es Israel, y su orgullo y materialismo racial la hacen rebelde —contra sus grandes profetas— a la palabra de Dios. Israel cumple así, a su pesar, durante muchos siglos, el papel de guardador único, entre todos los pueblos de la tierra, del recuerdo sagrado del origen divino del hombre, de la hermandad de todos los hombres, hijos de Adán y Eva, y 81
de su dignidad de estar hechos a imagen y semejanza de Dios para reinar en la Creación. Israel es así, durante milenios, como un pequeño islote, rodeado de un mar de pueblos idólatras sin recuerdo de su origen, donde Dios mismo ha encendido y mantiene el fuego de la Verdad para luego, con Cristo Nuestro Señor, aventarlo y esparcirlo, propagando su luz a todos aquellos imperios, naciones y tribus que sumergidos en la noche protohistóriea de esta edad arcaica yacían agrupados socialmente como rebaños, perdido su sentido de la dignidad individual y bajo el terror cósmico de las fuerzas naturales y sobrenaturales que les cercaban sin explicación posible. Para que el fuego de aquella hoguera solitaria de Israel pudiera ser llevado por los discípulos de Cristo Nuestro Señor al mundo antiguo del Mediterráneo, y más tarde, al mundo entero, y encontrara materia en que prender, Dios prepara el camino forjando un pueblo, situado frente por frente de la rebelde Israel en el otro extremo del Mediterráneo, que desde sus primitivos orígenes siente, profunda e instintivamente —sin serle revelado como al pueblo judío— que el hombro es algo distinto y superior a todos los sores creados (1), de los que lo separa el abismo de su espíritu, y tiene por ello la íntima certeza de que todos los hombres son hermanos e iguales los unos a los otros en lo más hondo de su ser. Este pueblo que separa el Mediterráneo del Atlántico por Occidente estaba habitado por una raza de misterioso origen, al parecer venida del Sur por Africa o bien de la legendaria y desaparecida Atlántida. Esta raza, a la que llamamos ibérica, era semejante a los pueblos que habitaban, desde Egipto a Marruecos, el Norte del continente africano. Esta estirpe ibérica conquista de Sur a Norte nuestra península, venciendo a los rubios y nórdicos guerreros celtas con facilidad que acredita su valor guerrero y su superioridad táctica y cultural (2). Más tarde se mezcla con los celtas, los absorbe, y ya tenemos al pueblo celtibero ocupando España, que no otra es la nación que frente a Israel en Oriente cierra, por Occidente, el Mediterráneo. Entre España e Israel (3) —pueblos decisivos—, y en el mismo mar Mediterráneo, Grecia primero y luego Roma colaboran en preparar el nacimiento de la cristiandad occidental. Grecia, pueblo singularmente inteligente, que por sus sabios y filósofos llega al conocimiento de que debe existir un solo Ser superior, Sabio, Bueno y Omnipotente, por encima de los ídolos protohistóricos y haciendo nacer además a la ciencia experimental, motor del progreso, y Roma, pueblo organizador que 82
transportará la luz de esta cultura griega con sus ejércitos y sus leyes a todos los pueblos del Mediterráneo y del Occidente europeo. Así, llega Roma a España, donde se encuentra ya establecidos a sus poderosos rivales los cartagineses (4), representantes de la idea oriental de un imperio tiránico, de tipo arcaico, explotador y comercial, con ídolos demoníacos, como Moloch, al que sacrificaban niños quemándolos vivos en el vientre de la monstruosa estatua. Luchan en España y por España Roma y Cartago. Al fin logra vencer Roma, y entonces decide emprender la conquista de la península para agregarla a su Imperio latino, que a cambio también de la explotación, en provecho propio, de los hombres y riquezas de los países conquistados, les proporciona, al menos, civilización, carreteras, obras públicas y su propia lengua, el latín. Al contacto del pueblo ibero con Roma, es decir, con el elemento extraño, brota, por primera vez en la historia, el espíritu y el sentido de lo que llamamos Hispanidad (5). En una primera fase el firme, sentimiento hispánico de dignidad del hombre y de igualdad esencial y hermandad entre los hombres se muestra en acciones, en hechos, en una manera de ser, al oponerse a dejarse pasivamente conquistar y tratar por Roma como una simple colonia de bárbaros inferiores o de esclavos. Surge Viriato (6), que acaudilla la resistencia de parte de los guerrilleros hispánicos ante la tiranía de los primeros cónsules romanos y por espacio de ocho años derrota a seis pretores y a tres cónsules y obliga a Roma a firmar con él un tratado, y si al fin es vencido mediante el asesinato es porque no consiguió unir a todos los españoles. Las ciudades españolas Estepa, Numancia y otras —como antes Sagunto frente a los cartagineses— y como los prisioneros españoles, prefieren acabar por la hoguera o el veneno antes de ver rebajado su sentido de la dignidad y de la hermandad mutua por la esclavitud a un amo extranjero. Numancia, una pequeña ciudad cercana a Soria, resiste y vence ella sola durante veinte años las mejores legiones del Imperio y al fin prefieren entregarse a las llamas antes que convertirse en esclavos de Roma. Por último, la guerra, dirigida por un romano, Sertorio, en la que —como dirá Menéndez Pidal—: “Hispania, ya como provincia, pretende con las espadas ibéricas dirigir los destinos de Roma”, y en realidad faltó poco para que lo consiguiera. Por si todo ello fuera poco, después de la caída de Numancia en el año 105 (antes de Jesucristo), una gran oleada germánica, los cimbrios y 83
teutones, derrotan completamente al ejército romano en Arausio, a orillas del Ródano, e invaden el Imperio y también España. Pero aquí los celtíberos, con su táctica habitual —la atracción por retiradas aparentes— sacan a los germanos de su campamento y los vencen, prestando este gran servicio a su independencia y a la propia Roma, que no podía contenerlos. Más de dos largos siglos dura la lucha de Roma con los divididos íberos (7) de Hispania, mientras en sólo pocos años había conseguido vencer totalmente, desde el Rhin a los Pirineos, a germanos, galos y británicos, y no porque fuéramos más valientes que los otros pueblos, sino porque nuestro vivo sentimiento de la dignidad del hombre nos hacía preferir con mucho la muerte a la esclavitud. Pero de este mismo sentimiento, llevado a la exageración, brota frecuentemente en nuestra raza un individualismo feroz y un localismo orgulloso y antisocial —los grandes defectos españoles—, que fueron causa de que luchásemos desunidos y a veces españoles contra españoles, y por ello, como dice el historiador romano Floro: “La Hispania Universa, bien defendida por los Pirineos y el mar, hubiera sido inaccesible, pero no se conoció a sí misma ni conoció sus fuerzas sino después de haber sido vencida en lucha de doscientos años.” Al fin, sin embargo, la valía y dignidad del hombre hispánico se imponen y son reconocidas en Roma y se acepta a los mejores españoles de igual a igual con los romanos. El sacrificio de los españoles durante más de doscientos años no fue estéril y desde entonces los íberos comienzan a influir sobre Roma (8), hispanizándola y convirtiéndola paulatinamente de Imperio nacionalista, tiránico y explotador de los pueblos dominados, en Imperio universal, establecido sobre las bases hispánicas de la dignidad, libertad e igualdad de todos los ciudadanos de todas las provincias conquistadas. Primero son los Balbos de Cádiz; uno de ellos es el primer cónsul no romano y consejero principal de Julio César, el gran Jefe que establece los primeros cimientos del imperio universal y de la justicia social en Roma (9). Estos españoles son tratados con los mismos honores que los mejores romanos, y con el otro Balbo, por primera vez en la historia de Roma, llega un extranjero al alto puesto de general y cónsul y recibe por sus victorias la más alta recompensa del Imperio. Poco después el sentimiento hispánico de que el hombre es algo superior a toda la naturaleza y de que todos los hombre son hermanos — hasta ese momento expresado casi solamente mediante la acción heroica— encuentra su expresión, al contacto con la civilización grecolatina, en 84
palabras y doctrinas, por la filosofía del español Séneca (10) y por la influencia y el ambiente creado en Roma por otros numerosos españoles que se apoderan de la dirección intelectual de las clases superiores romanas. Séneca, nacido en Córdoba, dice a los hombres: “No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir. Mantente siempre de tal modo firme y erguido que al menos se pueda decir de ti que eres un hombre” (11). Séneca, y con él o antes de él, Marcial, Lucano, Columela, Mela, Séneca el Mayor, Marco Porcio Latrón, Julio Higino, Canio Rufo, Deciano, Liciniano, Materno y otros muchos íberos triunfan en Roma durante el siglo I después de J. C. Séneca es el ministro y consejero de los emperadores sucesores de César, y su pensamiento, que en lo más esencial es filosofía hispánica, se convierte en el pensamiento de la mejor intelectualidad romana (12). El estoicismo de Séneca no es sino la forma filosófica que toma el sentimiento desesperado del pueblo ibero en su desprecio de los ídolos romanos o griegos, pues sintiéndose infinitamente superior a la naturaleza, sin saber aún la causa, —que le revelaría más tarde el cristianismo— se agarra en su deseo de eternidad a lo único que encuentra firme y verdadero que es su propio espíritu, su libertad y dignidad interiores. Después es Quintiliano, otro gran español, quien aconseja y educa a los emperadores Flavios y a lo mejor de la juventud romana dentro del espíritu ibérico. Son discípulos suyos, entre otros, Plinio el Joven, Tácito y Juvenal. El emperador Vespasiano reconoce oficialmente esta superioridad de los españoles, concediéndoles a todos ellos y exclusivamente entre todos los pueblos la ciudadanía latina y sus derechos (12). La primacía natural de los españoles, dentro do esta doctrina hispánica de la vida, por ser sus creadores y mantenedores, hace que en el siglo segundo después de Cristo sean desplazados los emperadores de origen romano por la serie hispanizante de los Antoninos, y en lugar de la sucesión hereditaria que trajo monstruos como Nerón, Calígula y Domiciano, triunfa la doctrina de la adopción del mejor, por la que lucharon los pensadores hispanorromanos del siglo primero, y gracias a ella suben al poder Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio (14). 85
Estos emperadores —tres de ellos españoles— son los encargados de llevar a la práctica el sentimiento del pueblo ibero y el pensamiento de igualdad humana de los intelectuales españoles que hispanizaron el ideal romano (15). Ellos influyen en las bases del futuro gobierno de Roma, con arreglo a las ideas ibéricas de hermandad de todos los hombres, libertad y dignidad del hombre. Marco Aurelio escribe: “Nuestro ideal es: la idea política de una ley común para todos, un gobierno que proporcione a todos iguales derechos y que respetase lo más posible la libertad de los gobernados”; ellos, emperadores de Roma no romanos, convierten definitivamente en Imperio para todos los hombres civilizados la primitiva idea nacionalista de un pueblo dominador y pueblos explotados. Desde entonces en cualquier provincia lejana podrá nacer el futuro emperador de Roma y la ley será igual para todos los ciudadanos del orbe civilizado. Roma tiende a transformarse por obra y gracia de los pensadores y gobernantes españoles (16), en el primer Imperio universal de sentido hispánico que da cobijo, en un abrazo de paz v justicia, a todos los hombres del mundo conocido, abriéndose así, en torno al Mediterráneo — en medio de las sombras de los imperios arcaicos en que aún yacía la humanidad—. por la colaboración de la idea griega del Ser Superior, de la intuición española del hombre y de la organización política romana, una brecha de luz y una nueva cultura de esperanza. Pero este primer ensayo de Imperio universal, al proclamar al hombro como un ser extraño, que está en la naturaleza y, sin embargo, no le pertenece por entero, porque es superior a ella, coloca a la humanidad mediterránea ante la amarga vaciedad de los dioses o ídolos romanos y ante la lejanía del Dios de los filósofos griegos. Desde este momento este vacío necesitará llenarse, y las mejores mentes y corazones del Imperio buscaran por todas partes un Dios verdadero que les dé la razón de la superioridad humana sobre todas las cosas y de la hermandad de todas las razas. Por eso y durante muchos años todo vislumbre de nueva religión o nueva filosofía será acogido ansiosamente por esta Roma que ya no puede creer en sus antiguos dioses. Todo está ya dispuesto para que arraigue la predicación cristiana en el Imperio. Así es como los españoles cumplen con el alto destino de preparar la siembra del cristianismo al transformar el poder de Roma y al hacer sentir a todos los hombres de ese imperio la intensa sed de un Dios al que pudieran llamar padre, gracias a aquella idea ibérica de la dignidad y 86
superioridad del hombre sobre todo lo creado y de la fraternidad esencial de la raza humana. El sacrificio de los doscientos años de lucha con Roma y el heroísmo de los caídos españoles no ha sido en vano. Gracias a ellos la hispanidad, por primera vez en la historia, cumple su destino de preparar los caminos de Dios al llevar sus ideas y su espíritu a la entraña del mundo romano.
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LECCIÓN SEGUNDA Y RESUMEN14
Mientras desde la Península Ibérica la esencia de lo español se iba incorporando a Roma, en el extremo oriental del Mediterráneo, en el pueblo de Israel, elegido por Dios, ocurría en el tiempo del emperador Augusto el suceso más importante de la historia de la humanidad, el nacimiento de Cristo, de Dios mismo hecho hombre, descendido entre nosotros para redimirnos de nuestros pecados y decirnos la buena nueva, la maravillosa noticia que precisamente anhelaba y presentía el pueblo español, de que todos los hombres somos hermanos porque todos somos hijos de Dios, y que por ello Dios no es un ser inmensamente alejado del hombre, como creían los filósofos griegos (17) y todas las religiones del mundo, sino Padre que nos ama infinitamente como hijos suyos. Esta revelación asombrosa eleva al hombre al hacer de él un ser de origen divino enraizado, es cierto, en la naturaleza, en la materia y el tiempo, pero también arraigado y en comunicación con Dios, su Padre, y por el Espíritu, a su eternidad. Y para confirmarnos su amor de Padre —amor tan infinito como su sabiduría y su poder— Dios mismo se hace hombre —y hombre nacido en una familia humilde y pobre, la de un carpintero—, comparte nuestra naturaleza y sufre multiplicados nuestros dolores y trabajos hasta morir en la Cruz. Este asombroso absurdo de un Dios crucificado por los hombres —inconcebible para la razón humana y, por ello, inconcebible en las falsas religiones creadas por sólo hombres— es la prueba mejor del origen divino y de la verdad de nuestra santa religión (18). Consumada la muerte en la Cruz y resucitado Jesucristo al tercer día, los discípulos se esparcen por el Imperio romano predicando la buena nueva. Se suceden las persecuciones y las matanzas, pero el cristianismo se abre paso y propaga con la sangre de millares de mártires. En la 14
Aconsejamos iniciar la lección con un repaso de la primera mediante la utilización del resumen, y continuar luego con esta lección segunda.
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península occidental, en Hispania, es predicado por dos grandes apóstoles: Santiago y San Pablo. Más tarde San Pedro envió a los siete varones apostólicos. Los españoles, que de antiguo se sentían en cuanto hombres como algo totalmente separado y superior a la Naturaleza (dignidad del hombre) y unidos a la gran hermandad de los demás hombres, encuentran en el cristianismo la explicación de su profundo sentimiento de sobrenaturalidad y la satisfacción a su antiguo anhelo de encontrar al Dios verdadero, Padre de todos los hombres, con un mediador y un camino para llegar hasta El por gracia de Jesucristo, Dios y hombre al mismo tiempo. Ahora comprenderéis perfectamente la enorme facilidad con que debió prender el cristianismo entre los españoles (19). Así fue en efecto; ya Arnobio, en una carta, dice que en España los cristianos eran innumerables, y en el famoso Concilio de Iliberis se reunieron, ya en el año 300, diecinueve obispos. Concluye con Cristo el papel reservado por la Providencia a Israel de portador único de la antorcha de la verdad sobre el origen divino del hombre. En España, el pueblo ibero, material preparado asimismo providencialmente (20), recoge el fuego de la verdad y ardc por los cuatro contados, convirtiendo la península en hoguera de inextinguible luz, para que pueda iluminar la oscuridad del mundo en el futuro. Desde este momento, decir hispanidad es decir cristiandad, y España se convierte, para siempre en la cabeza y vanguardia del reino de Dios sobre la tierra y por ello, de la paz universal entre los hombres. Mientras el cristianismo se propaga en Hispania con tan gran rapidez, en Roma concluye la dinastía española de los emperadores Antoninos, gracias a los cuales el Imperio alcanzó el máximo de poder y extensión, y se cae después en el desgobierno y las luchas internas de emperadores ineptos o tiránicos (21), hasta que, gracias a Constantino el Grande, se vuelve a la unidad romana, conteniendo a los pueblos germánicos, que ya empujaban y penetraban por las fronteras del Norte del Imperio, y es entonces cuando vuelve a aparecer el pueblo español para ejercer su destino de cristianizar al mundo por medio de un gran obispo de Córdoba, llamado Osio, principal consejero de Constantino (22), al que consigue convertir a la religión de Cristo, marcando su signo en las banderas de sus legiones, y dando con ello el paso decisivo para la cristianización entera del mundo civilizado. El Imperio romano cesa en sus persecuciones al cristianismo, y la Iglesia puede salir de las catacumbas, gracias a un español, que completa la labor de los españoles anteriores, que al 89
hispanizar a Roma consiguieron preparar el terreno para que la semilla cristiana pudiera fructificar. Después de Constantino los emperadores vuelven al paganismo o a la herejía arriana, a la vez que el desorden retorna sobre el Imperio, y de nuevo el cordobés Osio se enfrenta valerosamente con los emperadores tiránicos en defensa de la libertad de la Iglesia de Cristo (23). De un largo caos surge de nuevo en el siglo V un gran gobernante español, el emperador Teodosio, nacido en Coca, provincia de Segovia, el que con un equipo español del cual forma parte el Papa San Dámaso (24) y el gran poeta e historiador Prudencio (25), establece la unidad y universalidad del Imperio, venciendo y rechazando la temible invasión goda, —que llegó cerca de. Constantinopla, derrotando y quitando la vida al anterior emperador Valente—, y decreta la religión cristiana, católica y romana como oficial para todo el Imperio, desterrando el arrianismo. He aquí un nuevo intento hispánico, conseguido por unos años, de lograr la paz entre todas las naciones (hermandad universal entre todos los hombres) por el poder del Imperio construido sobre ideas hispánicas y la hermandad entre los hombres por el influjo de la religión cristiana, mantenida y defendida también por los españoles. El poder del Imperio puesto al servicio y defensa del desarrollo de 1a cristiandad recién creada y en peligro ante el empujo creciente de los innumerables pueblos bárbaros y paganos que cercan la humanidad civilizada del Mediterráneo. Este es el gran ideal hispánico de Teodosio en la Edad Antigua. Poro a la muerte de este gran español (26) el Imperio se fragmenta y se derriba; los pueblos germánicos, empujados desde las estepas rusas por hordas asiáticas, comienzan el período de las invasiones de Europa. Sin embargo, se ha logrado dar tiempo al crecimiento y predicación del cristianismo en Europa, y muchos de los invasores abandonan el paganismo, aunque adoptan, en los más de los casos, un cristianismo herético y falso como el arrianismo. El arrianismo es precisamente la primera herejía que amenaza la unidad cristiana del mundo civilizado, y frente a ella, como luego más tarde frente al protestantismo, son los españoles, cumpliendo con su destino de guías de la cristiandad, quienes la combaten y anulan. Primero, por el cordobés Osio (el mismo obispo que convirtió al emperador Constantino), que logra reunir y presidir el Concilio de Nicea, en donde son rechazados y condenados por la iglesia los errores arrianos, y más tarde por el Papa Dámaso y el emperador Teodosio, ambos españoles, que 90
apoyándose mutuamente logran la unificación de la iglesia, renuevan la liturgia y ponen la Biblia al alcance de todo el pueblo, al encargar a San Jerónimo su traducción a latín vulgar; al mismo tiempo Prudencio y luego Orosio, también españoles, redactan las bases de las primeras Historias Universales de sentido providencialista (27). Luego como veremos en la próxima lección — será el propio pueblo ibero quien absorbe y convierte al catolicismo a sus propios invasores, los visigodos.
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RESUMEN Frente por frente en los extremos oriental y occidental del mar de la civilización, el Mediterráneo, existen dos pueblos decisivos en la historia de la Humanidad: el pueblo de Israel y el pueblo de la península ibérica. Israel es elegido por Dios para conservar, como en arca sagrada, la memoria del origen divino de la especie humana, casi olvidado por los restantes pueblos esparcidos sobre la tierra. España, sin necesidad de revelación directa, siente como ninguno entre todos esos pueblos, ya antes de Cristo, la dignidad de ser hombre y la superioridad humana frente al mundo animal y vegetal que nos rodea, así como la igualdad y hermandad esenciales de todos los hombres (28). Este sentido especial, este instinto de dignidad humana, del pueblo ibero, se expresa al principio en acciones heroicas, frente a cartagineses y romanos que pretenden esclavizarlo. Sagunto, Numancia y Estepa, Viriato, son nombres principales entre otros mil, de la resistencia de los hispanos a considerarse inferiores, como hombres, a cualquier otro pueblo. Doscientos años de lucha convencen a los romanos que para tener en paz a los íberos es preciso tratarles de igual a igual, y así consiguen incorporarnos a su imperio, aprovechando, además, la tendencia a la división interna que lleva a enfrentarse a los españoles con los españoles por un orgulloso individualismo que proviene de la exageración antisocial de aquel fuerte instinto de dignidad característico, exageración que constituye a través de nuestra historia el gran defecto español, aprovechado por nuestros enemigos para poder vencernos. Inmediatamente después, los españoleé comienzan a influir decisivamente sobre los gobernantes romanos hasta conseguir una hispanización de Roma. Los primero» que aparecen son los Balbos de Cádiz, uno de ellos consejero influyente de Julio César, el fundador del Imperio y reformador social (29); el otro, primer general no romano del Imperio, con los más altos honores concedidos. Luego aparecen Séneca y otros muchos españoles, expresando filosóficamente el antiguo sentir del pueblo ibero sobre la suprema dignidad del hombre, la libertad y la fraternidad humanas. El pensamiento español conquista a Roma y por él se guían los emperadores, políticos e intelectuales, para establecer las bases teóricas de 92
un Imperio, no de Roma sobre todos los demás, sino de una unidad universal de todos los pueblo» del Imperio bajo una ley común y superior a todos. Es la paz romana. Por fin, con Trajano, comienza una serie hispanizante de emperadores que, a la vez que conducen al Imperio a sus máximos límites de esplendor y fuerza, lo asientan sobre los fundamentos prácticos de un Imperio en donde todos los ciudadanos de los pueblos civilizados tienen cabida y los mismos derechos. Estos emperadores son: Trajano, Adriano, Antonino, Mareo Aurelio15. Este último, filósofo, continuador del pensamiento español de Séneca. Así, los españoles han conseguido la hispanización de Roma, forjando un Imperio universal asentado en el sentido ibérico de la hermandad de todos los hombres y la libertad y dignidad de la raza humana. Mientras esto ocurría en Occidente, en el otro extremo oriental del Mediterráneo, en Israel, nacía Nuestro Señor Jesucristo, Hijo del único Dios, enviado para redimir a todos los hombres y para a todos comunicarles la buena nueva de ser todos hermanos, hijos de Dios, que es Padre lleno de amor infinito para sus criaturas. Cristo abre el arca de la revelación divina del origen del ser humano, guardada celosamente por los judíos, y mediante sus apóstoles y discípulos, la esparce en todas direcciones sobre los pueblos de la tierra. Pero si el Imperio romano estaba preparado para recibir al cristianismo, gracias a su hispanización, ¿qué diremos de España y el pueblo ibérico, creadores de aquella hispanidad? En España prende fulminantemente el fuego luminoso de la buena nueva y el cristianismo es recibido como la confirmación y complemento del sentimiento más profundo del pueblo ibero, su fe en la dignidad suprema del hombre y en la igualdad esencial de los hombres. Por ello triunfa desde el primer instante de su predicación, llevada a cabo probablemente, por los apóstoles Santiago y San Pablo, y luego por los siete varones apostólicos enviados por San Pedro. Las cartas de Arnobio y el Concilio de Iliberis son pruebas de lo numerosos que eran ya los cristianos en la península ibérica; la suerte de la hispanidad irá siempre ligada al cristianismo, puesto que el pueblo español era precristiano por instinto y naturaleza y providencialmente 15
Es de justicio referirnos y recomendar al lector —al llegar a este punto— la interesante obra de Rafael Gil Serrano “Nueva visión de la Hispanidad” en su capítulo “La Historia Hispánica”.
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preparado para hacer de la religión de Cristo la esencia de su manera de ser. Desde entonces España será una hoguera que alumbrará y calentará al mundo con su luz y su fuego y pretenderá transportar en manos de españoles mil antorchas de ese fuego para incendiar el universo en la verdad de Dios, llevando a todos los hombres y a todos los pueblos a constituir la hermandad cristiana que establezca definitivamente la paz sobre la tierra. Sin embargo los primeros siglos fueron duros para el cristianismo; la predicación y la fe fueron objeto de innumerables y crueles persecuciones. Después de la dinastía de los emperadores españoles sobreviene una serie de emperadores elegidos por las tropas, y muertos y destituidos muchas veces por ellas. El Imperio se resquebraja y llegan a existir varios jefes y emperadores a un tiempo. Sólo mucho después, con Constantino el Grande, recobra su unidad otra vez el mando del Imperio. Entonces un obispo español (de Córdoba), llamado Osio, es el consejero del emperador, e influye tan poderosamente sobre él que logra la conversión al cristianismo del propio emperador, de sus familiares y de los más altos dignatarios de aquel Imperio, que había sido preparado pava ello por la hispanización lograda por otros hombres hispánicos anteriores. Después de Constantino y muerto ya Osio, recaen los emperadores siguientes en el paganismo y en la herejía arriana. El Imperio se hunde por momentos. En los instantes finales surge aún otro español genial, el emperador Teodosio, que unido al también español Papa San Dámaso y a otros españoles, contiene el derrumbamiento y establece, ya definitivamente, la religión cristiana católica como la oficial para todo el Imperio (30). Otros españoles concluyen, pues, la obra de Osio y Constantino, y preparan así la semilla de la futura cristiandad medieval. Muerto el español Teodosio sobreviene el período final del Imperio de Occidente, que sucumbe rápidamente ante las invasiones repetidas de pueblos bárbaros y nórdicos, de raza germánica, a su vez empujados por hordas de otros pueblos asiáticos procedentes de las estepas rusas. Sin embargo, se logró el tiempo suficiente para que la predicación cristiana llegara hasta los propios bárbaros paganos, y muchos son ya semicristianos cuando ocupan los países europeos del Imperio. Decimos semi-cristianos porque muchos de ellos son herejes arrianos y ponen en peligro la verdadera religión. Pero el espíritu de la hispanidad salva una vez más este peligro. Ya en tiempos de Constantino, el obispo Osio reúne y preside el Concilio de Nicea y consigue se condene el 94
peligrosísimo error de Arrio. Después el pueblo ibérico logrará una victoria aún mayor sobre esta herejía y sobre los invasores germánicos, como lo veremos en la próxima lección sobre el destino de la hispanidad durante la Edad Media.
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NOTAS A LAS LECCIONES PRIMERA Y SEGUNDA
(1) El modo de ser hispano consistiría, así, en un instinto de sobrenaturalidad especialmente intenso; es decir, que el individuo ibérico se siente como algo puesto en el mundo, pero antinatural, superior, extraña y dramáticamente distinto de la naturaleza circundante. De aquí brota la vivencia de maravillada soledad de cada persona frente al medio totalmente extraño a su raíz sobrenatural. Es la percepción, consciente o inconsciente —la intuición—, especialmente aguda en el español, de los valores eternos de que es portador todo hombre, en frase de José Antonio. Quizá una de las expresiones artísticas más claras de esta vivencia esté en el asombrado Segismundo de La vida es sueño, y como indica penetrantemente “Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente, páginas 258 y 260): “Aclimatación en lo eterno; tal es la perspectiva desde la cual —por encima de todas las diferencias de estirpe— podemos hablar del español. Vive, consciente o inconscientemente, a la vista de la eternidad. Conmovido, siente la verdad y la realidad de Dios y la inconsistencia del mundo, que es un “sueño”. “Sed de inmortalidad, nostalgia del mundo sobrenatural, es para el español, más allá de todas las razones, la fuente de energía que alimenta sus vida y su cultura.” (2) “En el siglo III antes de Cristo, los íberos, que contaban ya con una vieja historia de expansión por las playas del Mediterráneo, se hallaban extendidos por casi toda España y habían en ella absorbido a los celtas, pueblo indoeuropeo, de cultura inferior a la ibérica...” “Se había desenvuelto una cultura ibérica superior a la de otros pueblos de Occidente, como los galos, pues utilizaban un alfabeto propio y, según Estrabón, había producido leyes y literaturas variadas” (Menéndez Pidal, Introducción a la España romana, pág. 9), y Rostovtzeff confirma esta superior cultura ibérica al afirmar: “En España y en Africa, por lo menos, la urbanización no fue más que la continuación de un proceso evolutivo iniciado mucho tiempo antes de los romanos. España había sido siempre un país de ciudades, como Italia y Grecia”, y más adelante: “… estas 96
partes de España habían pasado ya, antes de la dominación romana, por una larga evolución cultural. Conocemos la gran antigüedad de la cultura ibérica y cuán íntimamente enlazada estaba a otras culturas mediterráneas ya en la era minoica”. (M. Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio romano, t. I, págs. 184 y 412). (3) Don Manuel García Morente dice taxativamente (Idea de la Hispanidad, página 220): “Otro pueblo como éste [el español] no ha existido en el horizonte histórico del hombre”; y el francés Maurice Legendre agrega (Semblanza de España, página 128): “España, en cuanto a esto, como en otras cosas, se parece a Israel: a Israel en sus tiempos de grandeza, cuando se disponía a salvar al mundo”, y para el norteamericano Waldo Franck (Mensaje a la América hispana. pág. 257): “En España no se ha roto la herencia de Israel”. (4) No hay que creer que los cartagineses pudieran establecerse con facilidad en España. Todo hace suponer hoy que hubo luchas largas y cruentas. Entre 237 y 264 años antes de Jesucristo, Cartago pierde casi su imperio en España, probablemente ante el empuje de los íberos, y Amílcar Barca luego tiene que rendir muchas ciudades que resisten con el mismo heroísmo a muerte de Sagunto y Numancia. Así, pues, la guerra contra el invasor parece que comienza bastante antes de la llegada de los romanos, a los que al principio se acoge como liberadores. (5) Sobre la continuidad histórica de la hispanidad y de su misión en todas las épocas, y especialmente en la antigüedad clásica —tesis mantenida en estos guiones—, nada más autorizado y concluyente que lo escrito por don Ramón Menéndez Pidal en su espléndida Introducción a la España romana: “No creo fatal, pero si natural, la perduración de los rasgos característicos, y sí probable la reiteración de las formas generales de producirse un pueblo; la historia de la provincia romana [de España] nos ha dicho sobre esto algo valioso, que nos impide colocar esta época como época aparte dentro de la historia de España, sin conexión activa con las siguientes, sólo como Edad en que se construye un cimiento, recibido pasivamente de arquitectos extraños” (O. C., página 15). (6) De Viriato dice el galorromano Trogo Pompeyo: “… hombre de tal virtud y continencia que, después de vencer los ejércitos consulares durante diez años, nunca quiso en su género de vida distinguirse de cualquier soldado raso”. Es decir, que como ibérico, su sentido de la dignidad de cada hombre y su idea de servicio le lleva —como luego a Trajano, a Cortés, a José Antonio y a todos los grandes capitanes hispanos 97
— a considerarse uno más entre sus hermanos y camaradas que combaten por la misma causa. (7) Cuenta Estrabón hace dos mil años (IV, 42, Geografía) que: “Los galatais [los galos] tienen la costumbre de huir con sus familias y enseres cuando se aproxima un adversario más fuerte. Por esta razón, los rhomanoi [los romanos] domináronlos mucho más rápidamente que a los íberos; la guerra contra éstos comenzó antes y acabó más tarde, pudiendo, mientras tanto, reducir a todos los pueblos comprendidos entre el Rhin y los Montes Pirineos. Como los galos atacan en grandes masas y con todas sus fuerzas, sucumben también en masa; por el contrario [los íberos] administran y desmenuzan la guerra, atacando unos por un lado y otros por otro, a la manera de los bandoleros”. Es curioso observar cómo el sistema de valoración de la dignidad individual, que es en lo militar el sistema de la guerrilla ibérica, es contemplado por el griego Estrabón, hace más de dos mil años, con la misma incomprensión europea que en pleno siglo XIX manifiesta el poeta alemán Heine frente a la táctica de conquista de Hernán Cortés. Estrabón llama bandoleros —o a la manera de bandoleros— a las guerrillas hispánicas. Heine califica en su Romancero de bandidos a la guerrilla civilizadora y evangelizadora de Cortés; y es que, como escribe Ganivet (Idearium español, pág. 53), “Europa no ha comprendido nunca a nuestros conquistadores”. Contemporáneo de Estrabón, Trogo Pompeyo confirma la constante manera de ser del español al decir de nuestro pueblo: “Tienen preparado el cuerpo para la abstinencia y la fatiga y el ánimo para la muerte”; “dura y austera sobriedad en todo”, “sufren el tormento por guardar un secreto”, y luego: “prefieren la guerra al descanso, de modo que si les falta enemigo extraño lo buscan en casa”. Más tarde, en los comienzos del siglo V, el gran historiador ibérico Paulo Orosio, como nos señala Menéndez Pidal (España romana. Introducción, página 36): “destaca el terror inspirado (a Roma) por la guerra peninsular, cuando el soldado romano se creía vencido a la sola vista del hispano: realza otra vez aquel “ingente miedo a los celtíberos” que se había apoderado de todos los romanos; denuncia la perfidia del pretor Galba con los lusitanos, causa de escándalo y alboroto en toda España, “Universa hispania”, y el heroísmo y dolor de la guerra de Numancia agitan su ánimo en un conmovido apostrofe a los romanos, que a pesar de arrogarse tantas virtudes tienen que aprender de los numantinos 98
fortaleza increíble en el combatir y en el vencer; fidelidad en contentarse, vencedores, con un pacto, creyendo tan nobles como ellos a los vencidos; justicia magnánima en observar los tratados; misericordia en dejar con vida un ejército que podían acuchillar y en no vengar sobre el maniatado cónsul Mancino la fe violada por el Senado”. (8) “Y en realidad cabría decir que no hubo en la contienda vencedores ni vencidos —afirma García Morente—, porque como de Grecia más tarde, podría decirse también de España que el conquistado conquistó al conquistador.” “Los españoles —prosigue— imprimieron su sello peculiar a la orientación histórica y cultural de la vida romana, que se fue hispanizando…” “La manera de ser española se destacó pronto sobre el resto del Imperio. En Roma al español se le conocía en seguida” (Idea de la Hispanidad, págs. 12 y 209). El griego —como dice certeramente R. Paniker (“El cristianismo no es un humanismo”. Arbor, núm. 62)— es el primero cronológicamente, de los “humanismos” de la historia de Occidente y el axioma de Protágoras que hace al hombre medida y centro de todas las cosas —aunque una más de ellas— expresa muy bien la inmanencia humana del sentido helénico del hombre y «del cosmos: “Para Grecia, e! hombre era ciertamente una parte del mundo, una cosa más entre las muchas cosas del universo...; pero, no obstante, este hombre se revela contra la sujeción del universo y la tiranía de los dioses. Por esto el humanismo helénico tiene un carácter heroico fascinante... Es el humanismo natural y trágico”. Por ello el mito prometeico —mito típicamente ario— y todo el irreal cortejo de semidioses y héroes divinizados —que prolongarán luego su vida en la Edad Media con los Nibelungos, el rey Arturo, Roldan y sus pares...— juntamente con la tragedia griega, son quizás las manifestaciones más genuinas de la manera helénica de situarse en la existencia. Pero frente a este primer “humanismo”, surgido en el oriente-mediterráneo, va a alzarse en la última tierra de occidente otro modo de ser y sentirse hombre, el modo de ser hispánico que acabará imprimiendo su sello en la forma de vida del Imperio romano. En efecto, el “antihumanismo” es, podríamos decir, una de las constantes que definen negativamente al pueblo español que en cambio aportará a Roma su positivo sentido íntimo de la constitutiva trascendencia del hombre; la viva intuición hispana de sobrenaturalidad. La sabiduría griega conoce en cierto modo el Bien y la Verdad, pero no sabe cómo hacerlos suyos al considerar al hombre como un simple ser natural. En cambio el íbero intuye la antinaturalidad esencial de lo humano. Por todo ello lo propio de lo heleno es un “pathos” trágico, sin 99
esperanza, y lo propio de lo español es lo dramático, una tensión, un afán, un dolor de existir, con suprema salida de esperanza. Respecto al papel de los Balbo, dice Menéndez Pidal (Introducción a la España romana, pág. 13): “Representan el interés de España y de las provincias en general por acabar con la estrecha constitución republicana del Estado-ciudad y por instaurar el Estado universal. Balbo “el Mayor” fue íntimo privado de César, le acompañó en la conquista de las Galias y por César ejerció poderes extraordinarios de paz y guerra en Roma. Tanto él como su sobrino Balbo “el Menor” fueron en las luchas civiles decididos partidarios de César y de Octavio; es decir, lucharon por establecer el imperio soñado en Cádiz, y ellos dos, ciudadanos de nuevo cuño, representan en la historia el primer asalto de las provincias a los privilegios de la urbe dominadora”. “Antes, el gobierno del mundo pertenecía a la ciudad de Roma, a sus nobles ciudadanos que ejercían las Magistraturas anuales y gratuitas y que exprimían a las provincias vencidas, mirándolas como heredades del pueblo vencedor “proedia populi Romani”; en adelante, esos magistrados podrán ser ya provinciales; el soberano ya no será el pueblo conquistador, el “populus rex” que dijo Virgilio, sino un monarca divinizado que regirá cada vez más por igual al pueblo vencedor y a los pueblos vencidos.” (9) Sobre la importancia de la figura histórica de César escribe Dawson: “La incorporación de la Europa continental a la unidad cultural mediterránea se debió a la iniciativa personal y al genio militar de Julio César” (Orígenes de Europa, pág. 17). César y también Augusto, se rodearon para su custodia personal de una guardia de españoles, fiados en el sentido del honor y la dignidad — fidelidad a la palabra dada— de los ibéricos. Ya Estrabón señala la especial costumbre de la “fides celtibérica” al escribir: “es costumbre suya la de consagrarse a aquellos a quienes se unen hasta sufrir la muerte por ellos”, y son igualmente los celtíberos los que se destacan por su lealtad en las anécdotas ejemplares de Valerio Máximo. (10) El instinto de sobrenaturalidad ibérico lleva en sí el que el hombre hispánico, impulsado por su fuerza, tienda a escapar de la Naturaleza y del Tiempo mediante la ascesis de cada instante vivido. Este ascetismo esencial es lo que late en el fondo del estoicismo senequista, a nuestro modo de ver. En apoyo de esta tesis nada mejor que la aguda interpretación senequista de Ganivet en su Idearium Español y los comentarios de 100
nuestro camarada Laín Entralgo al mismo, que nos permitimos copiar: “El senequismo, como modo, hoy reiterable, de situarse y de obrar ante un problema, ya no es obra de Séneca, sino expresión a través de Séneca de un profundo venero racial”. Expresión de un mundo inefable, de una sutil disposición cualificadora, asentada en lo más íntimo de nuestras realidades, que se toca, si no es la misma cosa, con el modo de ser español, invocado por José Antonio” (Prólogo de P. Laín Entralgo al Idearium Español, de Ganivet. Breviarios del pensamiento español, páginas 25 y 26). En el mismo prólogo (página 21) pone Laín en boca del profesor Carlos Schmit: “La posibilidad de que el senequismo español llevase en sí un sabio y humano derrotero para esta trágica encrucijada del mundo, de modo que otra vez quedase enhiesta sobre él la primacía del valor humano’’. (11) Tomado de Ganivet (Idearium Español, página 2), y a continuación añade el propio Ganivet: “Esto es español; y es tan español que Seneca no tuvo que inventarlo, porque lo encontró inventado ya; sólo tuvo que recogerlo y darle forma perenne”. Queremos agregar algunos fragmentos —entre otros muchos a escoger— del propio Séneca, confirmadores de esta opinión: “El que sabe morir no sabe servir...”, parece escucharse aquí la voz ibérica de un numantino (Epístola XXVI). ¡Cómo resuena en la muerte del español Marco Aurelio y mucho más tarde en las graves páginas de Quevedo este pensamiento!: “La vida es una comedia que no se atiende a si es larga, sino a si la han representado bien”. Sobre la hermandad y dignidad de todos los hombres: “¿No piensas que ese a quien llamas esclavo procede del mismo origen que tú... vive y muere lo mismo que tú?” “Hay cosas que prohíbe contra el hombre el derecho común de los seres, porque todo hombre tiene la misma naturaleza que tú.” “La naturaleza nos hizo hermanos a todos, engendrándonos de la misma materia y para el mismo fin.” “Todos tuvimos unos mismos principios y uno mismo fue el origen de todos. Ninguno es más noble que otro, excepto aquel cuyo entendimiento es más recto y más apto a las buenas artes (Epístolas XLVII, CXV, De la clemencia, I, 18; De los beneficios, III, 28). Respecto al “eje diamantino” interior del espíritu humano, “Yerra el que piensa que la esclavitud se apodera de todo el hombre porque la mejor parte de él queda libre. Los cuerpos están consignados y sujetos al dueño, pero no lo está el ánimo; que éste de tal manera es libre y vagante que aun 101
con la misma cárcel del cuerpo, donde está encerrado, no puede ser impedido para que no use de su ímpetu ni para que deje de hacer cosas grandes y dilatándose por el infinito sea compañero de los espíritus celestiales” (De los beneficios, III, 20). “Si ves a un hombre intrépido en los peligros, invencible a los placeres, dichoso en la desgracia, tranquilo en medio de la tempestad... ¿no dirás “Esto es demasiado grande y demasiado levantado para que pueda encontrarse en cuerpo tan pequeño”? Fuerza divina ha recibido de lo alto, y un poder completamente celestial es el que hace obrar a esta alma tan moderada, que tan ligeramente pesa sobre todas las cosas... despreciando aquellas que tenemos o que deseamos. Cosa tan grande no podría existir sin la asistencia de alguna divinidad” (Epístola XVI). “La fortuna puede robarnos la hacienda, pero no el valor.” “No hay lugar tan estrecho donde no se pueda elevar el pensamiento.” “Feliz quien desprecia la fortuna.” “Como no sabes dónde te espera la muerte, espérala tú en todo lugar.” (Del Libro de Oro. Sentencias morales.) De Séneca es el proverbio: “Imperar es oficio, y no reino”, donde tan concisamente se condensa la doctrina del gobierno del imperio como servicio y no como patrimonio o heredad, doctrina opuesta a la política dinástica de las familias Julia y Claudia y que luego llevarán a la práctica sus compatriotas de la serie de los emperadores antoninos en el siglo II. Concluimos esta extensa nota agregando a la de Ganivet la opinión de Menéndez Pelayo sobre el españolismo del pensar senequista en la “Ciencia Española”: “Grande debió ser el elemento español en Séneca cuando a éste siguieron e imitaron con preferencia nuestros moralistas de todos los tiempos, lo cual indica que su doctrina y hasta su estilo tienen alguna esencia y oculta conformidad con el sentido práctico de nuestra raza y con la tendencia aforística y sentenciosa de nuestra lengua, manifiesta en sus proverbios y morales advertencias, de expresión concisa y recogida, como los apotegmas de Séneca, que pugnan con el genio de la lengua latina y la cortan seca y abruptamente”. Muy recientemente apoya este punto de vista el Padre Tusquets desde un plano educativo (Actas Congreso Interiberoamericano de Educación, 1949, octubre): “Desde Séneca venimos manteniendo que el fin temporal del hombre no radica en contemplar, ni en investigar, ni en retozar, sino en gobernarse y gobernar. No fue casualidad que en España arraigase el estoicismo. Con razón dice Ganivet que el alma española tiene mucho de estoica. El cristianismo sobrenaturalizó nuestra vieja idea”. 102
(12) Apenas concluida la pacificación total de la Península —escribe Menéndez Pidal—, pasada la edad augustea, la edad áurea de Virgilio, Livio y Horacio, triunvirato de espléndida glorificación romana en la épica, en la historia y en la lírica, sobreviene luego en la misma urbe el florecimiento del genio hispanolatino. Durante el siglo I de Cristo, desde Tiberio hasta Trajano, son los hispanos que afluyen a Roma, y no los itálicos, los más entre los cultivadores de la literatura latina y los más grandes...”; bien puede decirse que dirigen la vida espiritual de Roma: Séneca, el ayo, ministro y victima de Nerón, era el filósofo de moda; Quintiliano era el maestro universal de retores y abogados, “gloria del foro romano, supremo moderador de la inquieta juventud”, como dijo exactamente Marcial”: El hecho es que estos hispanos imponían a Roma nuevas maneras de pensamiento y de arte (Menéndez Pidal, Introducción a la España romana, págs. 15 y 16). (13) Vespasiano provincializó, además, en gran escala las legiones, antes compuestas casi exclusivamente de ciudadanos itálicos —aunque ya existían españoles en ellas con bastante anterioridad, de los que nos habla Tácito en su dramática anécdota del ibero Julio Mansueto—. Bajo Vespasiano, precisamente, gobierna en la península el ilustre itálico Plinio, que nos ofrece una buena muestra del crecimiento impetuoso de lo español en el imperio y de su influjo creciente aun sobre el ánimo de los más puros representantes de la intelectualidad de estirpe romana, cada vez más envuelta en el incontenible vigor y originalidad de lo ibérico, que acabará imponiéndose totalmente. Remitiéndonos a las palabras de Menéndez Pidal: “La asociación a una cultura superior valorizó extraordinariamente los hombres y el suelo de España, hasta colocar a ésta como segundo país entre todos los del mundo, según juzgaba Plinio”. “Buen conocedor de la península, Plinio, por haberla gobernado como procurador imperial bajo Vespasiano; buen conocedor del orbe entero por su laboriosa e inmensa erudición, cuando cierra su Historia Natural con una síntesis de las cosas más excelentes de la Naturaleza, que él se alaba de haber estudiado como nadie, sólo halla bajo la bóveda celeste dos países preeminentes: primero, la madre y señora del mundo, Italia...”; “después, prosigue, exceptuando las Indias fabulosas, colocaré yo a España, sobre todo su región litoral; aunque tiene partes áridas, en cambio las partes productivas abundan en cereales, aceite, vino, caballos, metales de toda clase, como Galia; pero la supera España por el esparto de sus desiertos, por el espejuelo para vidrieras, por sus finas materias colorantes, por el ardor en el trabajo, por la 103
habilidad de los siervos, por la dureza corpórea de los hombres, por la vehemencia del ánimo” (O. C., pág. 15). (14) Calígula y Nerón, y en general la dinastía de los Claudios, con su sucesión dinástica y su divinización de la persona del emperador, representan, a nuestro modo de ver, una recaída en el orientalismo y la tiranía, y precisamente en la oposición a este sistema y en la lucha por la doctrina estoica de adopción del mejor, debe verse la verdadera causa de las conspiraciones y de la muerte de Séneca y Lucano. Luego de la muerte de Nerón, y con la dinastía de los Flavios, parece probable que la influencia de Quintiliano, el primer pedagogo de la historia y maestro de la juventud intelectual romana, continuase, más o menos disimuladamente, la tradición doctrinal antidinástica que tan claramente van a exponer luego, en la generación de sus discípulos, Plinio el Joven y Dión Crisóstomo. Al fin esta oposición antidinástica derriba al tiránico Domiciano, dando entrada oficial a la doctrina estoica de la adopción del mejor frente al sistema de la herencia familiar prevaleciente hasta entonces, y gracias a esta victoria, de extraordinario alcance, se hace posible la subida al poder de los grandes emperadores hispánicos que desarrollarán políticamente las ideas llevadas a Roma por los grandes intelectuales ibéricos que les precedieron. Como dice Rostovtzeff (Historia social y económica del Imperio romano, t. II, pág. 235): “el principado del siglo II de nuestra era, la monarquía ilustrada de los Antoninos, fue la victoria de las clases cultas, lo mismo que el principado de Augusto había sido la victoria de los ciudadanos romanos; El fantasma de una monarquía oriental injerta en la tiranía militar había podido ser espantado de nuevo”. Además era la victoria del estoicismo occidental senequista frente al oriente. A partir de entonces: “El poder no se transmitía de padres a hijos tan sólo por el parentesco de sangre. El emperador adoptaba al mejor entre los mejores”. Dión, al que conjuntamente con Plinio el Joven señalamos anteriormente, dentro de una generación decisiva formada en el ambiente de dominio intelectual hispano del siglo I, actúa —como Plinio— de agente propagandista del nuevo espíritu universalista del primer emperador español: “Los discursos de Dión sobre la “Basileia”, pronunciados por él ante Trajano y repetidos, posiblemente a voluntad de Trajano, en las primeras ciudades del Oriente, formulaban los puntos de la doctrina estoica que aceptaba el principado...” (Rostovzeff, O. C., página 234). Sobre este tema aun agrega Rostovzeff (O. cit., t. I, pág. 251): “Muchos importantes problemas relativos a la evolución de las ideas 104
políticas del imperio romano permanecen aun por resolver. ¿Cuál fue el origen y la motivación filosófica de la idea del principado?” He aquí un magnífico tema de trabajo —entre tantos— para los investigadores hispánicos. Creemos muy probable que, así como sobre Augusto y su dinastía de tipo hereditario del siglo I, debieron influir las doctrinas anteriores, puramente romanas, de Cicerón, principalmente por su obra De re publica, sobre los Antoninos y durante el siglo II, era lógico que actuaran las ideas de Séneca, Quintiliano y de las minorías intelectuales de origen ibérico —no romanas en su fondo esencial— que se impusieron a la opinión a lo largo del siglo I. Desde luego sería particularmente importante la transmisión de las ideas del grupo español, a través de Plinio el Joven — discípulo de Quintiliano— hasta el también hispano emperador Trajano, dado que Plinio fue uno de sus principales consejeros y su hombre de confianza. (15) Menéndez Pidal certeramente señala cómo (Introducción a la España romana, pág. 17): “... en el siglo II, otros criollos mestizos o íberos, como estos que dirigen la literatura del siglo I, vienen a dirigir los supremos destinos del Imperio”. “Se repite el caso de los Balbos, y es la Bética, patria del primer cónsul y del primer triunfador provincial, la que también da a Roma este primer emperador no itálico, el cual, según Dión Casio, parece afirmar con toda especificación, ni fue itálico ni oriundo de Italia; por tanto, un íbero. España inicia, lo mismo que en la literatura, la provincialización del Imperio en la política.” Nos remitimos también a la excelente descripción de Rostovzeff (Historia social del Imperio romano, t. I, cap. IV, págs. 234, 235, 236, 237, 238, 243, 245 y 246), de la que tomamos los siguientes significativos fragmentos como autorizado comprobante —quizá sin propósito consciente— de que el auténtico imperio universal fue fundamentalmente obra de los emperadores hispanos: “Los emperadores del siglo II no se sintieron ya tan sólo emperadores de la ciudad de Roma o de los ciudadanos romanos, sino del Imperio todo. Así lo demuestra la rápida difusión de los derechos de ciudadanía romana por todo el Imperio. Más importante aún es que las provincias se sintieran ya como individualidades, como unidades locales, como naciones, si se quiere. La reunión de estas naciones constituía el Imperio romano. Esta idea encuentra brillante expresión en la conocida serie de monedas de Adriano, la serie de las provincias. El cambio de política financiera, económica y social de los emperadores de este siglo señala igual orientación...”; “... y la nueva nobleza se componía de hombres seleccionados por el emperador 105
para el servicio del Estado entre los miembros de las clases más ilustradas de todo el Imperio...; la selección de sus miembros no se basaba tanto en el nacimiento y la riqueza como en los merecimientos personales, en la eficacia y en las dotes intelectuales”. “Esta nueva aristocracia, casi toda de origen provincial, comprendía mejor las necesidades de las provincias y apreciaba mejor sus derechos a ser consideradas y gobernadas, no como dominio del pueblo romano, sino como partes constituyentes del Estado romano. Esta transformación comenzó ya bajo los Flavios... Pero la cima de esta evolución fue alcanzada bajo los Antoninos.” Significativamente destaca Rostovzeff, en los Antoninos, la idea tan permanente en toda nuestra historia, del poder político y del gobierno, no como un privilegio de origen divino, sino como servicio humano a la idea de una humanidad mejor. “El poder imperial era asimismo considerado, no como un privilegio personal, sino como un deber, como un servicio impuesto por Dios...” “No era el dueño del Estado, sino su primer servidor; el servicio del Estado era su deber.” “El emperador debía ser modesto y moderado en grado sumo. Su hacienda privada era asumida por el Estado. Todo lo del emperador era también del Estado, y todo lo del Estado también del emperador.” “En su vida familiar el emperador debía prescindir de su cariño a sus propios hijos para buscar entre sus pares el mejor y adoptarlo, elevándolo al trono. “Disciplina rigurosa, sentimiento del deber y servicio del Estado fueron en esta época las consignas de las clases dirigentes del pueblo romano.” “No fue un azar que fuera Adriano [otro español], quien introdujo en el ejército romano el culto religioso a la disciplina.” “Nunca estuvo el ejército tan disciplinado y preparado ni sirvieron los soldados con tanta intensidad y tan plena satisfacción interior.” Por otra parte: “Los legionarios eran todos, de iure, ciudadanos romanos” y “casi todos los soldados eran provinciales”, es decir, no itálicos. También: “La administración del Imperio jamás actuó con tanta imparcialidad, humanidad y eficacia como bajo el severo gobierno de los Antoninos”. Luego buscando la fuente de donde pudiera provenir tan extraordinario cambio en las primitivas directrices, puramente romanas, del Imperio, agrega este gran historiador: “La única explicación que hallamos a todos estos hechos es la de una transformación de la opinión pública, en la cual se manifestó una reacción contra la frivolidad y el materialismo del siglo I.” Pero, ¿qué necesaria minoría intelectual, a lo largo de este siglo, fue transformando la opinión pública, sino la predominante entonces, es decir, la ibérica...? Nosotros, pues, creemos 106
digno de investigación más profunda el estudio de esta reacción contra el materialismo romano del siglo I, estimando que fue promovida por Séneca, Quintiliano y los numerosos grupos de españoles que, bajo una superficie de helenismo, se hicieron con la dirección de la intelectualidad romana, ya durante el repetido siglo I, preparado el terreno para la ascensión política de sus principios provinciales o ibéricos —los mismos por los que lucharon los Balbos, según Menéndez Pidal— bajo los emperadores hispánicos del siglo siguiente. (16) El peso de la defensa militar, asimismo, recae fundamentalmente sobre los españoles: “Hemos de recordar que, según los Ser. His. Aug. vit. M. Aur., II, 7 y Hadr., 12, 4, bajo Nerón, Trajano, Adriano y Marco Aurelio, la carga del reclutamiento pesaba más onerosamente, no sobre Italia (excepción hecha de la región Traspaderna), sino sobre aquellos habitantes de España que gozaban ya de la ciudadanía romana o la habían obtenido de Vespasiano”; Esto es, sobre la mayoría de los españoles. Es de observar que la población romanizada en España se lamentaba amargamente en tiempos de Trajano y Adriano, de las “reiteradas levas” (Rostovzeff, t. I, págs. 203 y 259). Es indudable que estos emperadores españoles realizaron el principal esfuerzo hacia la seguridad de su imperio universal a base de la confianza en las cualidades militares y de lealtad de sus compatriotas, y por su parte, Adriano, con el sistema de reclutamiento local do las legiones, acabó de provincializar y universalizar el ejército. Esta serie de emperadores hispánicos intentó asentar, además, en la propiedad individual, la base material de la libertad humana, y con ello de su dignidad y hermandad: la restauración de la pequeña propiedad había sido siempre uno de los puntos principales del programa de la monarquía ilustrada, elocuentemente elogiada por Dión Crisóstomo. Pero nadie puede negar el celo que en su consecución desplegó Adriano, ni la amplitud de miras con que propulsó esta política en el Imperio todo, sin otorgar preferencia ninguna a Italia.” Su política social se encaminó a restablecer la dignidad e igualdad esenciales de todo hombre: “También en otras esferas de la vida económica mostró Adriano igual tenacidad. Fue el verdadero artífice de aquella política, enderezada a defender a los débiles contra los fuertes, a los pobres contra los ricos, a los humiliores contra los honestiores, que había sido iniciada por Nerva y por Trajano y seguida luego por todos los emperadores del siglo II...”. Siguiendo esta dirección, Marco Aurelio dedicó gran atención a los esclavos y libertos y tomó medidas para hacer más llevadera y humana su 107
vida. Como ejemplo de la nueva concepción del emperador, como primer servidor del imperio universal, se nos presenta la actitud de Marco Aurelio durante las guerras y calamidades que tuvo que soportar: “... a pesar de la peste y la rebelión, Marco Aurelio habría terminado la guerra con la anexión de gran parte de Germania si una muerte prematura no lo hubiera impedido. Pero si el ejército resistió la prueba, no así las finanzas del Estado. Las arcas del Tesoro estaban vacías Marco Aurelio no quiso introducir ningún impuesto nuevo y prefirió vender en pública subasta que duró dos meses, sus objetos de valor” (Rostovzeff, t. II, págs. 194, 195 y 197). En cuanto a Trajano no nos resistimos a copiar íntegros los párrafos que nuestro gran Menéndez Pidal —al que tanto debemos por su visión histórica, verdaderamente objetiva e independiente de extranjeras interpretaciones— dedica a este caudillo español: “Trajano dio al Imperio los límites más dilatados que nunca tuvo, traspasando el Rhin, el Danubio y el Éufrates; él sale de la Bética, la primera provincia ganada por la República, para crear la última provincia que el Imperio pudo formar, la Dacia; gran colonizador, como Cortés funda la Nueva España, funda él esa nueva Rumania y salva una crisis económica del Imperio trayendo a Roma los ingentes tesoros del Dacio Decébalo, como Cortés hace posible el Imperio hispano con los tesoros de Guatimocín. Y acaso no por mero accidente nuestro recuerdo insiste en Cortés, el afable camarada de sus inferiores que nos pintó Bernal Díaz. Plinio nos ha dejado imágenes inolvidables de Trajano; el general, cubierto de sudor y polvo, camina entre sus soldados llevando el caballo de vacío. Ya emperador, hace su primera entrada en Roma sin litera ni blanca cuadriga, sin escolta de satélites a pie, sublimado sólo por su procer estatura entre las turbas ciudadanas que se agolpan en el tránsito; al ser elegido cónsul, jura su cargo en pie, delante del cónsul predecesor sentado; llama colegas a cónsules y pretores...; en fin, hace en todo muestra de la austera simplicidad que Trogo admiró en Viriato y que la continuación de Aurelio Víctor volverá a admirar aun mayor en otro compatriota de Trajano, en Teodosio”. “Esa llaneza de todos los auténticos hispanos entra en Roma mezclada de ingenua bondad con Trajano y con la emperatriz Plotina, inundando de salud y honestidad provincianas el palacio antes horrendo de Domiciano, y Plinio no se cansa de loar esa apacible virtud, novedad inaudita....” “El nuevo estilo de gobernar con que Trajano afirmó el poder imperial, lleva muy hondamente impresa esa característica de la sencillez, 108
más hispana que otras apuntadas por algún escritor moderno” (O. C. Introducción a la España romana, págs. 17 y 18). (17) San Agustín, más tarde, escribía: “Los platónicos ven prácticamente a la verdad como algo fijo, estable, inmutable, en donde están las formas de todas las cosas creadas, pero la ven en la lejanía, por lo que no pueden hallar la manera en que sería hacedero lograr una tan grande, tan inefable y tan beatífica posesión”. (18) En cuanto a la imprevisible —históricamente hablando— aparición y triunfo del cristianismo en el Imperio romano, dice Dawson en sus Orígenes de Europa (págs. 39 y 40): “... en el caso del mundo antiguo es hacedero adivinar que este fallo espiritual conduciría a una infiltración de influencias religiosas orientales, tal como efectivamente ocurrió en los días del Imperio, nadie podía prever la aparición efectiva del cristianismo y la manera en que transformaría la vida y el pensamiento de la civilización antigua”. “Si el cristianismo hubiera sido una secta más entre las orientales y entre las religiones misteriosas del Imperio romano, hubiera caído inevitablemente en este sincretismo del Oriente.” (19) Madariaga, tan poco sospechoso de parcialidad ni aun de entusiasmo en este sentido, reconoce, sogún Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente, pág. 259), el catolicismo innato de los españoles”. “La religión católico, según Madariaga, es el corazón de la cultura española hace veinte siglos”. (20) García Morente (Idea de la Hispanidad, pág. 216 y 251), señala las dos grandes causas de nuestra hispanidad, recíprocamente influyentes y providencialmente unidas. “Otras naciones —dice— se han hecho de otros materiales. España se ha hecho de fe cristiana y de sangre ibérica.” “En cierto modo el pueblo español se considera a sí mismo —conscientemente en algunas almas, inconscientemente en el resto de ellas— como pueblo, no diré elegido, pero sí especialmente llamado por Dios a la vocación religiosa de conquistar la gloria para sí y para los demás hombres.” Más claramente aún señala el gran hispanista francés Maurice Legendre, cómo el español estaba providencialmente dispuesto por naturaleza al cristianismo: “Pero el campesino español no es el hombre del pagus, el paganus, el paysan; es el hombre del campo lleno de Dios que hemos descrito, el campesino preparado por su prehistoria al cristianismo” (M. Legendre: Semblanza de España, página 93). Lo mismo indica J. J. López Ibor en “El español y su complejo de inferioridad” (página 104): “¿Por qué prendió en nuestro pueblo la esencia cristiana de la vida de un modo más 109
íntimo que en otros medios? Porque nuestra intimidad se hallaba más dispuesta que otra alguna”. (21) Tras las libres adopciones sucesorias de los emperadores hispanos, resurgió el funesto principio familiar con una dinastía africanosiria”; la provincia ibérica dirige la época de las selectas adopciones, verdadero oasis de victorias, paz y felicidad en la Historia Augusta; la provincia púnica restablece el dinastismo y con él vuelve a traer las emperatrices entrometidas en el gobierno, los regicidios, los fratricidios y los monstruos imperiales que antes habían producido las familias Julia y Flavia en su degeneración. Con la dinastía Afro-siria el Oriente empieza a imponer su espíritu en el orbe romano” (Menéndez Pidal: Introducción a la España romana, págs. 19 y 20). (22) “No se hace notar debidamente que quien convirtió a Constantino, formó su conciencia y le decidió a adoptar providencia tan importante, fue un español que, de obispo de Córdoba, pasó a ser consejero suyo: el gran Osio”, dice el gran historiador, asesinado por los rojos, Padre Zacarías García Villada, de la Real Academia de la Historia (El destino de España en la Historia universal, pág. 58), y señala Menéndez Pidal (O. C., pág. 24): “Constantino, que hasta los últimos momentos de su vida fue un catecúmeno, estaba guiado por su catequista Osio, obispo de Córdoba; Osio inspiró las primeras leyes cristianas que entraron a formar parte del Derecho romano (el decreto imperial de 321 sobre manumisión de esclavos está dirigido a Osio en su encabezamiento), y él fue el alma del Concilio de Nicea”. (23) Como indica Dawson (Orígenes de Europa, pág. 57): “El arrianismo significa en el Oeste, no tanto un peligro interno para la ortodoxia cristiana, cuanto un ataque desde fuera a la libertad espiritual de la Iglesia. La actitud occidental está admirablemente expresada en la representación que Osio, el gran obispo de Córdoba, endereza al emperador Constancio II [hereje arriano]”. (24) Claudiano escribía: “Todas las glorias de Roma iban a apagarse si Teodosio no hubiese venido a sostener el edificio que se derrumbaba y con mano firme no hubiese salvado el náufrago navío”, y en nuestros días, el Padre Zacarías Villada enjuicia: “Desde la muerte de Constantino, acaecida en 337, hasta la subida al trono del emperador Teodosio, no fue muy favorable el trato dispensado a la Iglesia católica. Pero apenas éste alcanzó el mando, promulgó una serie de leyes sin precedentes, no igualadas ni aún por los monarcas más católicos de la historia”, 110
El 27 de febrero de 380, de acuerdo con el Papa San Dámaso, decreta: “Que es su voluntad que todos los pueblos sometidos a su cetro abracen la fe que la Iglesia romana había recibido de San Pedro, declarando a las sectas heterodoxas fuera de la ley”. Sucesivamente fue redactando su famoso Código: “el primero que lleva la impronta indeleble de las enseñanzas evangélicas”, y añade: “Y otro español era también, como afirma el Líber pontificalis, el representante entonces de Cristo en la tierra, el Papa San Dámaso, que fue quien animó a San Jerónimo a que tradujera al latín la Biblia, dotando así de un sólo texto a la Iglesia universal”. (25) En realidad, Prudencio —dice Dawson— dio una significación todavía más amplia a la concepción de la misión universal de Roma, al ponerla en relación orgánica con los nuevos ideales de la nueva religión universal: “¿Cuál —se pregunta Prudencio— es el secreto del destino histórico de Roma?”. El de que Dios quiere la unidad del género humano, ya que la religión de Cristo exige una base de paz social y de amistad internacional... La significación de todas las victorias y de todos los triunfos del Imperio romano, es la de que la paz romana ha preparado el camino para el advenimiento de Cristo. Pues ¿qué sitio había para Dios o para la aceptación de la fe, en un mundo salvaje, en donde las inteligencias humanas pugnasen en continua refriega y en donde faltase la común base de una norma?” ¡Qué maravillosamente hispánico el pensamiento histórico providencialista —el primero en el mundo— del zaragozano Prudencio sobre la misión de la hispanidad en el mundo antiguo! En cuanto al final del párrafo que señalamos, de su obra Contra Simmachum (II, 578, 636) coincide en su esencia con la opinión de Ganivet —y con la de Maeztu— sobre la necesidad de apoyar toda misión evangelizadora, si se la quiere eficaz, en la elevación cultural simultánea de un pueblo salvaje por otro que con la acción de todas sus clases lo levante hasta su propio nivel (Véase Ganivet: Idearium Español, página 26; Maeztu: Defensa de la Hispanidad, páginas 131, 132 y 135). “El mayor de todos los poetas cristianos fue el contemporáneo español de San Paulino de Nola, Prudencio, llamado por Bentley The Christian Virgil and Horace. Entre todos los escritores cristianos es Prudencio quien da pruebas de una más completa asimilación de la tradición clásica en sus dos aspectos, literario o social..., igual que Dante contempla en el Imperio una preparación providencial para la unidad de la humanidad en Cristo”; “... él nos muestra a las ciudades de España presentándose una a una delante del Tribunal de Dios, llevando las 111
reliquias de los mártires indígenas”. Esta “nueva poesía cristiana ejerció una profunda influencia en la formación de la mentalidad europea” (Dawson: Orígenes de Europa, págs. 36, 37, 74 y 75). Sobre esta extraordinaria figura de Prudencio nos enseña Menéndez Pidal (España romana. Introducción, págs. 28 y 29): “La era de los mártires, por la que acaba de pasar el mundo cristiano, necesitó de España para hallar un poeta de audacia innovadora que no dudase abrir las clásicas formas de la poética no sólo a la nueva mente cristiana, que esto ya lo habían hecho Juvencio y Ambrosio, sino a todas las estridencias del combate entre dos concepciones del mundo, entre dos violencias”; “poesía que acierta a no excluir las complejas discordancias vitales”; “... en todo muestra Prudencio una fantasía vigorosa, pero sobria, que no quiere dejar demasiado atrás la realidad de las cosas; muy respetuosa idealizadora de la verdad histórica, como después será el arte del juglar del Cid, del cantor de San Millán y el de sus continuadores. Así colocó Prudencio en los cimientos de la nueva poesía cristiana, como piedra fundamental, características muy peculiares hispanas, disonantes a veces para la psicología de otros pueblos y a veces embarazo de timoratos y comentadores”. (26) Teodosio, que se somete como un cristiano más a la penitencia impuesta y al arrepentimiento, admitiendo sobre sí las firmes palabras de San Ambrosio: “Eres un hombre; la tentación vino sobre ti. Véncela. Porque el pecado no se borra sino con lágrimas y arrepentimiento”. Sobre este gran español nada mejor que transcribir las palabras que Menéndez Pidal le dedica en su sólida y espléndida Introducción a la España romana (págs. 27, 28, 29 y 30: “No puede ser un azar que dos hispanos señalen el comienzo y el fin de la contienda arriana; como Osio redacta en contra del arrianismo el credo religioso que dio unidad perpetua a la Iglesia, Teodosio define por primera vez el catolicismo oficial: “Los que sigan esta ley [continúa el emperador], esta ley de la fe trinitaria, serán comprendidos bajo el nombre de cristianos católicos; los demás quedarán como herejes, que serán castigados por la justicia divina y por la autoridad imperial”, palabras memorables con las que nace en este año 380 el sistema coordinado de los dos grandes poderes, el catolicismo estatal y el Estado católico. El año siguiente, en el Concilio de Constantinopla, remata Teodosio la condenación y despojo de los antitrinitarios, con más fortuna que Carlos V en imponer la unidad católica a su imperio. El arrianismo ya no perturbó más el Oriente, donde había nacido; en verdad que ese 112
protestantismo del siglo IV prolongó aún su vida relegado entre los pueblos germanos, pero estos no tuvieron entonces cultura suficiente para llevar adelante su disidencia, como la tuvieron los germanos de Carlos V para sostener el arrianismo del siglo XVI”. Por otra parte, Teodosio dio las últimas batallas al paganismo: “Nuevo Moisés que destruye el becerro de oro —según frases de San Gregorio de Nisa—; castiga una revuelta de Alejandría, derribando el magnífico templo de Serapio para convertirlo, con estupefacción de Egipto, en iglesia de San Juan Bautista (389), y luego legisla pena capital o confiscación para cuantos sacrifiquen animales o quemen incienso a los dioses (392), con lo que da fin a la tolerancia de Constantino. Esta implantación de la unidad espiritual en el Imperio, con violenta supresión de los disidentes, tan celebrada por los grandes padres de la Iglesia, es actitud política igual a la de los maestros de Carlos V, los Reyes Católicos; éstos y Teodosio tienen que salvar una crisis disolvente, y la salvan buscando por igual procedimiento la absoluta unanimidad estatal...” “Y como para los Reyes Católicos, ese recurso político de la intolerancia integral fue para Teodosio concepción perseverante del Estado. Todavía en el último año de su vida (394), Teodosio combate y mata al antiemperador de Occidente, Eugenio, que apoyaba una última reacción pagana.” “Teodosio, el emperador, y Prudencio, el poeta, son las figuras representativas de las generaciones que a fines del siglo IV elaboran en el imperio recién cristianizado las nuevas formas de política, de fe y de arte que se necesitaban en lo futuro.” ‘España, en este momento último de plenitud que, por obra del mismo Teodosio, disfrutó el orbe romano, toma en la historia imperial una posición análoga a la que en otro momento de exaltación de la vida propia adopta en la historia europea del siglo XVI.” Durante el reinado de Teodosio se afirma aún más el elevado concepto con que ven a España y a sus pobladores iberos los extraños que prosiguen la serie de sus panegíricos, iniciados con Trogo en el siglo I. En el 389 el retórico galo Pacato exclama: “Esta España produce los durísimos soldados; ésta los expertísimos capitanes; ésta los fecundísimos oradores; ésta los clarísimos varones; ésta la madre de jueces y príncipes; ésta dio para el Imperio a Trajano, a Adriano, a Teodosio”, y en la Expositio totius mundi dice: “Spania, terra lata et maxima, et dives viris doctis”. Y por fin, Claudiano, de Alejandría, “último poeta pagano y el mejor de la decadencia”: “¿Qué podría decir la voz humana digno de tus tierras, oh Hispania...? Rica en caballos, fértil en cereales, preciosa en minas y, sobre todo, fecunda en píos príncipes. De ti los siglos recibieron a 113
Trajano, de ti a Adriano, fuente en donde por adopción fluyeron los Elios, Antonino y Marco Aurelio; de ti nacieron Teodosio y los dos jóvenes hermanos Arcadio y Honorio. Cada provincia conquistada por Roma entregó sus dones para el Imperio: Egipto y el Africa, trigos para los campamentos; la Galia, fuertes soldados; la Iliria, sus caballos, cosas todas que se hallan por todas partes; sólo Iberia dio un nuevo tributo al Lacio: los Augustos. Ella engendra los que han de regir al mundo”. (27) Orosio precisamente cuenta cómo Ataúlfo, rey de los godos, pasó, de enemigo acérrimo del Imperio romano, a decir que su gloria sería restaurar y acrecentar el nombre romano con el vigor de los godos, gracias al influjo de la española Placidia —su esposa—, hija de Teodosio, mujer de gran inteligencia y muy cristiana. Así, Ataúlfo entra con sus godos — primer rey de España— en la Península para expulsar a los suevos, vándalos y alanos...; Según Menéndez Pidal (Ob. cit., pág. 35); “termina Orosio su obra el año 418, haciendo a su patria centro de los destinos del mundo: la segunda de las dos grandes monarquías de la humanidad; el Imperio romano es consolidado desde España por Ataúlfo y Walia; pero antes el autor ha juntado el recuerdo de los dos hispanos Trajano y Teodosio como restauradores del poder imperial en otros momentos de peligro”, Orosio, además, separa con clarividencia en la historia la egoísta y opresora república romana del Imperio universal posterior, creado —a nuestro modo de ver— precisamente por el pensamiento y la acción de sus compatriotas. (28) Este sentido de hermandad y dignidad de todos y cada uno de los hombres lo formulará —como recuerda Maeztu (Idea de la Hispanidad, página 76) — Cervantes en boca de Don Quijote cuando dice: “Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro si no hace más que otro”, lo que no es sino un dicho popular español antiquísimo. (29) “La mayor parte de los investigadores modernos opinan que César se proponía fundar una verdadera monarquía basada no tan sólo en los ciudadanos romanos, sino en el Imperio romano en su totalidad” (Rostovzeff, Historia social del Imperio romano, t. I, pág. 65). (30) Conviene recordar con el Padre Zacarías Villada (El destino de España en la Historia, pág. 65) que ya a mediados del siglo IV otro español, San Paciano, obispo de Barcelona, definió por primera vez la catolicidad, y deja aquella frase famosa de “Mi nombre es cristiano y mi apellido católico”, tan genuina y proféticamente española. 114
DESTINO DE LA HISPANIDAD EN LA EDAD MEDIA
Lección tercera y notas
“la muy penosa guerra contra el pujante poderío sarraceno sólo la podían hacer los duros caballeros de España y no los lujosos magnates de Carlomagno.” ANÓNIMO. HISTORIA SILENSE.
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LECCIÓN TERCERA
En la lección anterior vimos cómo el destino de la Hispanidad en la Edad Antigua fue colaborar en preparar el terreno —abrir el surco— para que pudiera efectuarse la siembra de la semilla cristiana; ahora vamos a ver cuál es la misión que la Providencia asignó a nuestro pueblo durante la Edad Media. Mientras se resquebrajaba el Imperio romano durante el siglo V, a través de los Pirineos, y aprovechándose de una guerra civil entre el emperador Honorio y sus generales, penetran en la península ibérica los primeros invasores germanos y eslavos. Son los vándalos, suevos y alanos. Más tarde llegan los visigodos, con el mismo orgullo racista de los otros pueblos nórdicos, pero algo más civilizados, expulsando a los anteriores. Son herejes arrianos, que niegan la divinidad de Cristo, e inmediatamente pretenden fijar su pretendida superioridad racial, que repugna al ideal hispánico de “igualdad entre los hombres”, mediante la prohibición de casarse con los españoles, y estableciendo una ley para ellos y otra para nuestro pueblo. Pero, poco a poco, la superioridad cultural del pueblo católico español y de sus antiguos principios, se impone a su orgullo racista y tienen que pedir ayuda y consejo a la Iglesia hispana. Los Concilios de Toledo van imponiendo su dirección en los asuntos importantes a aquellos reyes y nobles germanos, que se asesinan unos a otros por el poder, y al fin surgen dos gigantescas figuras de la hispanidad: los hermanos San Isidoro y San Leandro, que deciden el triunfo decisivo del antiguo catolicismo ibero sobre el orgullo racista y la herejía arriana de los invasores germánicos. San Isidoro es el mayor de los sabios europeos de aquella época y recoge gran parte de la sabiduría y de la cultura greco-romana en sus libros salvándola de perecer y transmitiéndola a los nuevos pueblos de Europa. Al morir profetiza que España decaerá siempre que abandone la fe católica y, por el contrario, será grande y respetada cuando vuelva a su verdadera religión. Su hermano San Leandro, Arzobispo de Sevilla, 116
convierte (como hizo antes el obispo cordobés Osio con Constantino) al príncipe Hermenegildo y luego a su hermano el rey Recaredo, que se convierte con parte de la nobleza visigoda al catolicismo. Se suprimen las leyes racistas y se permiten los matrimonios entre españoles y godos. Al contrario de lo que ocurría en el resto de Europa, donde las sucesivas invasiones bárbaras aniquilan a las primitivas poblaciones indígenas, el pueblo ibero acaba absorbiendo a los pueblos germanos y triunfando sobre la herejía arriana. Con ello son los españoles el único pueblo que prosigue sin interrupción durante la Edad Media la tradición del Imperio católico de Teodosio y su propia historia milenaria (1). Sin embargo, quedan minorías de godos racistas y arrianos, que promueven sublevaciones contra los reyes godos católicos, y al fin, juntamente con los descontentos judíos, (2) buscan apoyo en el extranjero y llaman a los mahometanos de Africa para que les ayuden a vengarse contra los vencedores católicos españoles. Ya el rey Wamba logra rechazar la primera incursión árabe, pero cuando el último rey godo, Don Rodrigo, enfrenta sus ejércitos en la batalla del Guadalete contra los rifeños mahometanos que manda Tarik, se ve abandonado inesperadamente por parte de sus tropas, mandadas por los traidores simbolizados en D. Oppas, D. Julián y los hijos de Witiza, que se pasan al enemigo. Esta traición permite a los magníficos guerreros de Mahoma invadir y conquistar rápidamente casi todas las ciudades de la península, cuyas puertas son abiertas por los judíos o por los herejes arrianos en su loco deseo de acabar con el pueblo hispánico. En el momento de la invasión —durante el siglo VIII— el imperio mahometano del islam se extiende desde la lejana India hasta Marruecos, y su civilización es más elevada que la de los pobres reinos cristianos de la Europa Occidental germanizada. Sus ejércitos son poderosos, bien mandados y de un valor extraordinario. Todo parece indicar que podrán conquistar con gran facilidad la pequeña parte de Europa que permanece cristiana. Es en este crítico momento cuando la Hispanidad se alza milagrosamente como una muralla para defender a los modestos reinos cristianos recién nacidos en Europa. Gracias a esta muralla, el fuego y la luz del cristianismo recién encendidos no son apagados bajo las enormes oleadas del Islam, y la religión de Cristo puede lentamente desarrollarse y fortalecerse hasta crear las grandes y poderosas naciones de la Europa moderna. Todo pudo ser por la lucha de ochocientos años en la que nuestro pueblo contuvo, una tras otra, las potentes avalanchas mahometanas. Nuestro continuo sacrificio y guerrear constante permitieron a los demás hacerse, crecer y progresar sin demasiados peligros. 117
La barrera gigante de los Pirineos, defendida por los españoles y extendida desde Cataluña a Galicia, fue, en esta primera acometida del Islam a la Cristiandad durante el siglo VIII, ese muro que logra detener al invasor y salvar al resto de los reinos cristianos europeos (3). La gente hispánica que no quiso someterse al vencedor ni establecer blandas componendas con sus falsos ofrecimientos de paz y bienestar, se refugió en aquellas ásperas montañas, y allí los pequeños y valerosos grupos ibéricos dieron cara al fuerte ejército musulmán. La empresa parecía locura, pero la fe católica de aquellos españoles consiguió derrotar al enemigo y establecer las bases de pequeños reinos que, desde los montes, irán, golpe tras golpe —siglo tras siglo—, arrebatando tierras a la media luna y recuperándolas para la Hispanidad. Muchas accionen heroicas se dieron a lo largo de los Pirineos, y símbolo de todas ellas fue la batalla de Covadonga, donde bajo la protección de la Santa Madre de Dios, un caudillo popular hispano, Don Pelayo, venció a los moros y fundó el reino Astur, uno de los pilares fundamentales de la Reconquista. Pero a esta primera acometida del poderoso imperio islámico sucedieron otras fortísimas embestidas contra la muralla española, a fin de abrir brecha en su fortaleza y, a través de ella, como un torrente, anegar los reinos cristianos a quienes protegía. Para hacerse una idea clara de cómo estuvo a punto de ser apagada la pequeña luz de la verdad, que ardía solitaria en el islote rodeado de enemigos que entonces formaba la Europa cristiana, y del trascendental y salvador papel de España, es preciso considerar la situación europea durante la terrible crisis que corre desde la segunda mitad del siglo IX a la primera del X (4), Eu estos temibles tiempos, alrededor del fatídico año 1000, la civilización mahometana es como nunca brillante y superior. Pero además su foco principal ya no está en las lejanas Damasco o Bagdad sino en la propia España y lo es precisamente la Córdoba de los Califas, con más de un millón de habitantes, cuatrocientos baños públicos, tres mil seiscientas mezquitas y hermosas bibliotecas, palacios y jardines. Dos grandes árabes dirigen en esta época a los musulmanes españoles, Abderramán III y después Almanzor, verdadero genio de la guerra. Por consiguiente, el peligro de una invasión mahometana de Europa era aún mayor que cuando la derroto de Don Rodrigo en Guadalete. Así pues, por el Sur de la isla cristiana crece la ola del Islam más potente que nunca, amenazando saltar la barrera hispánica y barrer a los pobres y atrasados reinos cristianos. Pero no sólo por el Sur se ve 118
asaltada la cristiandad europea durante los siglos IX y X. Por el Norte, los reyes germánicos todavía paganos de los wikingos o normandos, descienden en poderosas y audaces escuadras o ejércitos, y desde Suecia, Noruega y Dinamarca asaltan con furia a los reinos cristianos de Inglaterra, Irlanda. Francia e Italia. Al mismo tiempo, por el Este ataca un nuevo pueblo asiático, los magyares, surgido desde las inmensas llanuras de Rusia (5). Así, al comenzar el siglo X, el islote de las tierras cristianas parecía fatalmente destinado a desaparecer ante el triple empuje de los wikingos, magyares y mahometanos. Los wikingos conquistan Irlanda y casi toda Inglaterra, destruyendo las iglesias o monasterios desde Hamburgo, en Alemania, hasta Burdeos, en Francia, y atacan al propio París. Los magyares entran por el Este de Europa y llegan a penetrar en Italia, y por fin, los musulmanes, después de ocupar Sicilia, se establecen en los pasos de los Alpes y acaban por asaltar y saquear la misma Roma, ante las aterrorizadas naciones cristianas. Sin embargo, la Providencia salva la vacilante, pero inextinguible, luz de la Cristiandad europea, poniendo en pie, una vez más la energía y tenacidad del pueblo hispano en lucha otra vez por sus ideales de siempre, por la libertad, dignidad e igualdad para todos los hombres, frente al fatalismo musulmán que dice “que todo está escrito” y que nada vale ni puede la libre voluntad humana ante el destino, y frente a su creencia de ser un pueblo superior, elegido por Dios. En estos críticos tiempos el gran califa Abderramán III derrota varias veces a los ejércitos cristianos españoles, pero éstos con tenacidad incansable, consiguen vencerle en la batalla de Simancas. Más tarde, el genial Almanzor vence uno tras otro “en 52 campañas victoriosas” a los en muchas ocasiones desunidos —el gran defecto ibérico— reyes hispanos, y llega a conquistar León, Zamora, Barcelona y Santiago —las campanas de cuya catedral lleva a hombros de cautivos cristianos hasta la mezquita de Córdoba— pero reunidos aquéllos, al fin, y con tesón terrible, logran el triunfo en la sangrienta batalla de Calatañazor, en la que el gran caudillo musulmán recibe heridas que le causan la muerte, terminando con él el poderío amenazador y maravilloso del Califato cordobés, pues los musulmanes de Al-Andalus —al fin españoles— al faltarles el caudillo enérgico que los unificaba caen también en la desunión ibérica de los reinos de “taifas”. Por segunda vez la oleada del Islam se estrella ante el muro que en defensa de la Europa cristiana levanta el pueblo español. Con ello se dio tiempo a las naciones europeas germanizadas a reaccionar 119
contra los wikingos y magyares, enemigos siempre menos temibles que el inmenso y civilizado imperio de Mahoma. A fines del siglo XI sobreviene el tercer gran asalto sobre el baluarte español (6). Los almorávides, fuertes guerreros del desierto, pasan en gran número en socorro de sus hermanos de religión a la península ibérica, y dirigidos por su emperador Yusuf sorprenden a los españoles con sus escuadrones de dromedarios y con su nueva táctica masiva y los derrotan en las violentas y fatales batallas de Zalaca y Uclés (pereciendo en esta última, a los trece años de edad y combatiendo como buen español, el infante Sancho, único hijo varón del rey Alfonso VI de Castilla y León, asimismo herido en la batalla de Zalaca). Sin embargo, quizás algo de la culpa por estos desastres recaiga sobre el propio Alfonso VI, —uno de nuestros primeros gobernantes empeñados en europeizarnos a la francesa—, que cuando tiene que enfrentarse con el empuje almorávide en las dos batallas citadas no tiene a su lado a la cumbre del valor histórico de la raza, a Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, desterrado por su causa y que, sin embargo, solo, con un grupo de castellanos va a conseguir lo que no logró el Rey con toda la fuerza del estado: detener a los imbatibles almorávides al conquistar Valencia y defenderla, venciéndoles en el campo de Cuarte y en Bairén o impidiéndoles así llegar hasta Lérida y Zaragoza camino de Francia (7). Al fin Alfonso VI comprende su error, se reconcilia con el Cid, y la oleada musulmana es detenida en numerosos combates; pero no transcurre mucho tiempo cuando un nuevo peligro asoma en el horizonte africano. Hacia los últimos años del siglo XII, los almohades, procedentes de las montañas del Atlas marroquí, han desembarcado en España con el firme propósito de conquistarla. Dirigidos por su emperador combaten con los ejércitos hispánicos y consiguen derrotarlos en la batalla de Alarcos (en donde los suyos tuvieron que sacar del campo a viva fuerza al rey Alfonso VIII, que había decidido morir luchando con los enemigos de la cristiandad). Otra vez el ímpetu del Africa mahometana se lanza sobre la trinchera española para desbordarla y saltar luego sobre Europa. Providencialmente Alfonso VIII de Castilla es uno de los más valerosos, tenaces y hábiles gobernantes de la Reconquista, y ayudado por el gran arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, consigue unir a todos los reinos hispanos y atraer, mediante la proclamación de la cruzada por el Papa, a numerosos extranjeros para hacer frente al imperio almohade, cuyos ejércitos avanzaban ya hacia Toledo. Los extranjeros abandonan el ejército 120
y se vuelven ante la dureza de la campaña, y sólo los españoles (castellanos, aragoneses, navarros y algunos portugueses), consiguen la gran victoria de las Navas de Tolosa, que quebranta definitivamente el empuje almohade (8). El siglo XIII como todos los interregnos entre las riadas invasoras, es aprovechado por los españoles no para descansar, sino para atacar a su vez y reconquistar palmo a palmo el territorio de la península. En este siglo el avance hispano da un paso gigantesco, gracias a Fernando III el Santo, que conquista la capital de los almohades, la magnifica ciudad de Sevilla, así como Córdoba y Cádiz, muriendo este gran rey, fundador do la Marina española, cuando proyectaba una gran expedición a Marruecos. Le sucede su hijo Alfonso X el Sabio, creador de una gran cultura popular, pero que en lugar de proseguir la empresa africana que proyectaba su padre se entretiene, como ya ocurrió antes con otros varios reyes, en pretensiones europeístas ajenas al interés de los españoles, y que son siempre causa de rebeliones y guerras civiles. A fines de este siglo el ejército castellano conquista Tarifa, que al poco tiempo es atacada por la belicosa raza de los benimerines marroquíes y defendida, con el sacrificio de su propio hijo (como en nuestros días lo hizo el general Moscardó), por Guzmán el Bueno. El siglo XIV ve alzarse la última tempestad africana sobre el Sur de Europa. Los benimerines marroquíes, fundadores de un nuevo gran reino musulmán, intentan asaltar otra vez la Península, y después de conquistar de nuevo Gibraltar —ya en poder de los castellanos— sitian por segunda vez Tarifa. Acude uno de nuestros más grandes reyes, Alfonso XI, unido a los portugueses, y juntos atacan al ejército benimerín y le derrotan completamente en la batalla del Salado, ocupando después Algeciras y muriendo este gran rey en su campamento cuando sitiaba Gibraltar. A su muerte deja asegurado el Estrecho, pero ya no se reanudará la reconquista hasta siglo y medio más tarde con los Reyes Católicos. La hispanidad había logrado rechazar, fiel a su primitivo espíritu, en una lucha sin igual por su duración, los asaltos del Islam contra la Cristiandad europea por el Sur. Con su sacrificio dieron lugar los españoles a que pudieran desarrollarse y crecer las recién nacidas naciones germánicas de la Europa cristiana, que de otra manera, y al faltarles la muralla ibérica, habrían sucumbido sin remedio ante el empuje de un ejército y una civilización materialmente superiores. Sin embargo, España aún hizo más por Europa. Cuando decrecía en el siglo XIV la fuerza de los 121
imperios árabes y marroquíes por el Sur, aparecía al Este un nuevo pueblo musulmán de origen asiático, los turcos, fanáticos y aguerridos, que en poco tiempo atacan y vencen a los restos del imperio cristiano de Oriente, cuya capital, Constantinopla, se ve sitiada por ellos. Entonces acuden en socorro de los cristianos de Oriente tropas aragonesas y catalanas, los famosos almogávares, con sólo unos 6.000 hombres. Con tan escaso número derrotan a los turcos y salvan por el momento a Constantinopla, acudiendo después a Grecia, de la que se apoderan (este es el primer choque de la hispanidad con el poder turco, al que vencerá definitivamente —salvando otra vez a Europa— dos siglos después en la batalla de Lepanto). Hemos visto claramente el papel asignado por la Providencia a la hispanidad durante la Edad Media: ser el muro defensivo del pequeño islote de tierras cristianas europeas frente a las sucesivas oleadas del Islam, continuando así su misión de pueblo decisivo para la historia de la humanidad. Pero su labor no fue solamente militar y defensiva, sino además cultural, y tan importante como la otra. España, en medio de la tensión y el fragor de una lucha de tantos siglos, construye y templa su cultura propia, la hispánica, que formada en contacto con las del Islam y del Occidente europeo va a ser distinta de ambas y por ello profundamente original en su universalidad (9). Además transmite al resto de los países cristianos de Europa —desde San Isidoro hasta Alfonso X el Sabio— la tradición y la sabiduría griega y romana recogida de los cristianos de Oriente por la superior civilización mahometana. San Isidoro en tiempo de los visigodos, y luego la Escuela de traductores de Toledo, durante los siglos XII y XIII traducen al latín y al castellano versiones árabes de los sabios y filósofos griegos, y así pueden estudiarse luego en las Universidades de Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, que gracias a esta tarea de los sabios españoles reciben las ideas del mundo antiguo y pueden construirse una sabiduría, una ciencia y una filosofía cristiana, de donde brotan lo mejor de la civilización moderna, europea y americana.
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NOTAS A LA LECCIÓN TERCERA
(1) Es decir, que en España —contra lo que ocurrió en el resto de la Europa germanizada— hubo continuidad con la tradición cultural clásica cristiana, sin que ocurra la lucha sorda, de fondo, que más allá de los Pirineos y a lo largo de toda la Edad Media se produce entre el cristianismo en crecimiento y el orgulloso espíritu racista, feudal y anticristiano de los razas vencedoras, que acaba por aflorar, al despertar la Edad Moderna, en el nacionalismo actual, la Reforma protestante y la Ilustración dieciochesca. Por esta causa, según transcurre la Edad Media, se van diferenciando paulatinamente dos cristiandades distintas: la hispánica, que continúa la tradición clásica romana y católica verdadera, y la cristiandad transpirenaica, de levadura germánica, secesionista e íntimamente protestante en su esencia anticatólica. Respecto a la pretendida unidad y armonía medieval oigamos el juicio de Américo Castro en “España en su historia” (págs. 240-41-42): “No es exacto que la Edad Media fuese simplemente una gran armonía...” “Solemos pensar que la armonía medieval no se quiebra de veras sino en el siglo XIV, y no insistimos bastante en que la Europa germano-latinocristiana surge en la historia cargada ya con los elementos que habrían de disolverla. Los aspectos de este proceso serían Carlomagno señalando autoritariamente al Papa los límites de su poder; la preferencia concedida a los valores mundanos frente a los eternos y espirituales; la glorificación de héroes puramente terrenos; las rebeliones contra monarcas depositarios de la autoridad divina; el uso audaz de la lengua hablada para menesteres profanos; la crítica racionalista de los milagros (según acontecía en Francia); el particularismo de las Ordenes religiosas (Cluny, Císter), más ligadas de hecho a intereses dinásticos y mundanos que al espíritu universal de la Iglesia; el nominalismo que abría caminos al razonar individual frente al realismo mantenedor de inmutables generalizaciones; etc. En cada país y en cada momento, el escape a las normas del orden legado por la doble tradición latina y eclesiástica ocurrió en forma 123
distinta.” “La llamada Edad Media europea fue una pugna incesante entre los intentos de disolución y el orden fundado en trascendencia divina.” Es curioso y muy aleccionador observar cómo también en el terreno lingüístico las distintas estirpes a uno y otro lado de los Pirineos van produciendo otra diferenciación típica en los idiomas nacionales en formación. Así, por ejemplo, en el alemán, el inglés y el francés el pronombre personal —el “yo” egocéntrico y orgulloso— debe siempre anteponerse al verbo, lo que no ocurre en el español, el latín y el griego antiguos. Esta distinta evolución es muy significativa — sobre todo en Francia y España, que parten de una romanización análoga— del desarrollo de dos mundos culturales europeos distintos a lo largo de la Edad Media. En el aspecto filosófico de esta diversa evolución es interesantísimo el trabajo del Padre Fray Miguel Oromi, O. F. M., La coquetería del yo, publicado en el tomo XIX de la revista Escorial, al que remitimos a nuestros lectores. Con razón afirma asimismo Ganivet (Idearium Español, pág. 11), que “España fue la nación que creó un cristianismo más suyo, más original, en cuanto dentro del cristianismo cabe ser original”, y a continuación: “Los historiadores aficionados a las antítesis y a los contrastes pretenden convencernos de que el cuerpo en quien encarnó el cristianismo fueron los bárbaros; a ideas nuevas, hombres nuevos; el pueblo romano era un viejo decrépito, incapaz de comprender la nueva religión. La verdad es, al contrario, que esa religión no estaba destinada solamente a sacar a los salvajes de su salvajismo y a los bárbaros de su barbarie; valía mucho más: valía para regenerar hombres cultos: degradados, sí, pero civilizados. Si los bárbaros hubieran podido moverse con libertad hubieran dislocado en breve el cristianismo en numerosas herejías y hubieran concluido por desnaturalizarlo...” “Nada tan ajeno, pues, a su espíritu y a su vocación como el espíritu del cristianismo.” Menéndez Pelayo dice también: “Para mí, la historia de la Edad Media no es más que la gran batalla entre la luz latina y cristiana y las tinieblas germánicas”; “sería aventurado y erróneo suponer que el germanismo influyó en España o en Italia como influía en Francia y en otros pueblos. Nosotros nos conservamos latinos hasta la médula de los huesos; civilizamos y latinizamos a los suevos y a los visigodos, y ni suevos ni visigodos dejaron aquí un libro, ni una piedra, ni un recuerdo” (ci. Esp., II, 22-24 y Crit., II, págs. 4-5). El maestro Ortega y Gasset, aunque sacando consecuencias muy diferentes, y a nuestro modestísimo juicio equivocadas, señala 124
coincidentemente que (según Lain en España como problema, pág. 109): “El visigodo era el pueblo más viejo, más civilizado, más gastado de Germania; su vitalidad tenía un nivel considerablemente más bajo que la del franco. De ahí, por ejemplo, la debilidad del feudalismo en España...”. Es decir, que España, a diferencia, por ejemplo, de Francia, no se germaniza. (2) “... a fines del siglo VII los poderoso» y exasperados hebreos contribuyeron a derrocar el Estado facilitando la venida de los moros africanos” (Salomón Katz “The Jews in the Visigothic and Frankish Kingdoms”, pág. 21. Según nota de Américo Castro en “España en su Historia”, pág. 211. Véase también O. C., pág. 473). (3) La tan voceada victoria de Carlos Martel en Poitiers en el 735, que según los manuales extranjeros y la copia rutinaria de los nuestros, salvó a Francia y Europa de la invasión mahometana, que tan sólo una victoria sobre nn cuerpo expedicionario de tanteo, expedición que no pudo reiterarse con la fuerza precisa por impedirlo la inseguridad de la retaguardia española, donde cada vez había que combatir a un enemigo más audaz y poderoso. Por otra parte, conociendo la descomposición política de Francia bajo la decadente dinastía merovingia y su primitivismo social, nadie puede creer seriamente que pudiera ofrecer resistencia al empujo organizado del Islam. Dawson (Orígenes de Europa, pág. 246), dice literalmente: “A comienzos del siglo VIII la cultura continental alcanzaba el más bajo de los niveles”. Sobre el propio Carlos Martel basta para enjuiciarle ver cómo llevó a cabo un despojo total y la secularización de la propiedad de la Iglesia para recompensar a sus partidarios y sobre el estado de Francia es suficiente con leer la epístola de San Bonifacio al Papa Zacarías, y en la cual dice: “La religión es pisoteada; se dan beneficios a los laicos avariciosos o a los clérigos amancebados. No hay crimen que sea impedimento para alcanzar el sacerdocio; ascendiendo en categoría según aumentan en pecado se elevan a Obispos; y los que no se vanaglorian de ser adúlteros o fornicadores es porque son borrachos cazadores o soldados, nunca saciados de verter sangre cristiana”. Dawson refuerza con su autoridad esta tesis al añadir que asimismo “El informe Imperio de Carlomagno no sobrevivió a su fundador ni nunca logró efectivamente la ordenación económica y social de un Estado civilizado” (Orígenes de Europa, pág. 237). En cuanto al pretendido ideal romano universal de Carlomagno, el propio Dawson declara en la página 245 de la obra citada: “... permaneció franco a secas, lo mismo en trajes y costumbres que en ideario político. Incluso puso en peligro toda su obra de 125
unificación imperial al dividir sus dominios entre sus herederos el año 806, a tenor de la vieja costumbre franca, en lugar de seguir el principio romano de la indivisibilidad del poder político, concepción que reaparece en sus sucesores y que tan perniciosas consecuencias tuvo para la unidad y continuidad del imperio carolingio”. Con ello parece que es muy problemático el que Carlomagno poseyera la idea del imperio romano en su verdadero sentido clásico —como, por otra parte, en cambio, continuó persistiendo en la ininterrumpida tradición iberolatina—, pese a la idealización literaria que se ha realizado sobre sus ambiciones puramente personales o tribales de conquistador germánico. (4) Dawson describe así el estado íntimo de los países europeos transpirenaicos durante estos dramáticos tiempos: “El único principio vigente en la nueva sociedad era la ley de la fuerza, con su correlativo la necesidad de protección. La libertad personal dejó de ser privilegio, pues el hombre sin señor era hombre sin protector...”; “... el cemento social que mantenía coherente a la sociedad feudal más era la lealtad de los guerreros a su jefe de tribu que la autoridad pública del Estado; de hecho, la sociedad del siglo X era en algunas aspectos más anárquica y bárbara que la antigua comunidad tribal”. “Los reyes y nobles llevaban una existencia seminómada, viviendo de los recursos de sus tierras y yendo de una finca para otra.” “En el mejor de los casos, conservaban una cierta oscura noción del orden social y protegían a sus súbditos de las agresiones exteriores. Pero en muchos casos eran puros bárbaros, que vivían de la rapiña, encerrados en sus fortalezas, como dice un cronista medieval, lo mismo que animales de presa en sus guaridas, saliendo de ellas para prender fuego a las aldeas vecinas o para despojar a los viajeros”; el desarrollo del feudalismo redujo a la Iglesia a un estado de debilidad y desorden todavía mayor que el que existiera en el decadente mundo merovingio...”; “... el Papado mismo había venido a ser víctima de las mismas enfermedades que atacaban a las iglesias locales. La Santa Sede era un muñeco en manos de una oligarquía inmoral y feroz...” (Orígenes de Europa, págs. 291, 292, 294, 295, 296). Con esta descripción podemos percibir claramente la poca resistencia que hubiera podido ofrecer esta sociedad primitiva y anárquica transpirenaica a la gigantesca cultura y organización del imperio islámico si el baluarte español no le hubiera contenido y entretenido en la península, con una organización popular y guerrera más firme y muy poco feudal, gracias a la previa absorción del invasor bárbaro y germánico por la cultura popular clásica y católica de los antiguos íberos. 126
Que los españoles tuvieron conciencia de la importancia de su papel de baluarte de Europa y de la singularidad de su esfuerzo lo muestra, según Menéndez Pidal, ya en el siglo XI, “la Historia Silense, al afirmar que la muy penosa guerra contra el pujante poderío sarraceno sólo la podían hacer los duros caballeros de España y no los lujosos magnates de Carlomagno”. (5) “... a la primera mitad del siglo X la civilización occidental estaba en trance de disolución. Jamás, ni aun en los días más sombríos del siglo VIII, había estado tan amenazada... Además, durante las primeras invasiones bárbaras, podía apelar a su superioridad cultural, que la aureolaba de prestigio hasta a los ojos de sus enemigos; pero ahora había perdido incluso esta ventaja, porque el centro de cultura más elevada del siglo X radicaba en la España mahometana...” (Dawson, Orígenes de Europa, pág. 266). (6) El débil estado de Europa todavía en el siglo XI vuelve a ser señalado por Dawson (obra citada, pág. 309): “A principios del siglo XI Europa estaba aún, como había estado durante siglos, dividida entre cuatro a cinco regiones culturales, entre las cuales la cristiandad occidental no era con mucho la más poderosa y civilizada”. (7) Conviene insistir en el tanto de culpa que quizás deba cargar sobre el rey Alfonso VI cuando en las derrotas de Zalaca y Uclés no está asistido por la presencia del Cid desterrado por su causa. En efecto nos parece como si al intento de europeización “a la francesa” emprendido por Alfonso VI —verdadera “colonización religiosa” por la Orden de Cluny y por Obispos y clérigos franceses— hubiera respondido una fuerte reacción popular en Castilla que va a encarnarse en el Cid y a cantarse en el siglo XII en su famoso romance y en otros con el mismo sentido de protesta no sólo contra la realeza sino contra los franceses como el de Bernardo del Carpio. Sobre esta política europeísta —que según don Ramón M. Pidal se inicia con Sancho el Mayor de Navarra— dice Américo Castro: “En un anticipo de ilustrado despotismo, España mostraba por vez primera y a través do la enérgica acción de sus reyes, el propósito de europeizarse”. “A medida que avanzaba el siglo XI, la injerencia francesa se hacía más perceptible. Francés fue el primer obispo de la Toledo reconquistada (1085), y franceses eran monjes y canónigos.” “Ni siquiera se mantuvo el rito tradicional de la España visigótica, que fue violentamente sustituido por el de Francia, igual al de Roma.” En realidad el europeísmo de Alfonso VI tuvo aspectos desagradables para la dignidad e independencia de 127
Castilla y España, según nuestro criterio actual, puesto que Cluny —como luego el Císter— eran instrumentos en manos de las cosas francesas para una política de dominación; así: “A través de la diplomacia del espíritu, Francia lograría resultados más efectivos que combatiendo con los moros. La cruzada de España nunca atrajo de veras al pueblo francés”. Ya “Fernando I (1065) pagaba a Cluny un censo anual de mil mencales de oro; su hijo Alfonso VI duplicó la suma, en testimonio de aun más firme vasallaje espiritual, con frases dulces y rendidas... la entrega a Cluny implicó la cesión de lo que hoy llamaríamos zonas de soberanía...” “La aristocracia seguía el ejemplo de los reyes.” De esta manera todo el camino de Santiago, se fue jalonando de posesiones donadas a los monjes de Cluny a los “que si el pueblo los miraba de través, la gente acaudalada no sentía del mismo modo”. Y sin embargo él era —cosa bastante corriente en España— el que intuía la verdad. Porque “los cluniacenses estaban ante todo al servicio de los intereses políticos del ducado de Borgoña” y “la verdad es que las consecuencias más importantes de la venida de Cluny fueron tristemente políticas. El abad de Cluny promovió el casamiento de Alfonso VI con Costanza, hija del Duque de Borgoña; más tarde las hijas del rey, Urraca y Teresa, casaron con los condes Ramón y Enrique de Borgoña, León y Castilla escapaban al localismo (con acento islámico) de la tradición mozárabe para caer en la red de Borgoña y Cluny. Mientras los españoles batallaban contra los almorávides, bajo la protección de Santiago, las diócesis se poblaban de obispos franceses, los más de origen cluniacense, y la corona de Alfonso VI estuvo a punto de pasar a un extranjero, a Ramón de Borgoña. Para Cluny, España era una segunda Tierra Santa en donde podía crearse un reino como el de Jerusalén, muy próximo al Pirineo. Los designios franceses, en lo que hace a su esquema, eran en 1100 análogos a los de 1800; el Napoleón de entonces era el abad de abades, Hugo de Cluny”. Este sometimiento antipopular de Alfonso VI a la política y la cultura de la Europa ultrapirenaica fue la desdichada causa de la separación de Portugal: “La debilidad de Alfonso VI, y su urgencia por enaltecerse él y su reino, le hicieron dócil instrumento de la política de Cluny, que era también la del ducado de Borgoña... sus yernos Enrique y Ramón pertenecían a la casa ducal de Borgoña, lo mismo que su pariente el abad Hugo de Cluny. La muerte del conde Ramón, heredero del reino, perturbó los planes cluniacenses en cuanto a León y Castilla, planes que entonces se concentraron sobre Portugal, feudo otorgado por Alfonso VI a su yerno el conde Enrique” y “el Conde Enrique vino a España por los mismos motivos de los cluniacenses”. Así resultó que “Portugal” nació 128
como resultado de la ambición del conde Enrique sostenido por Borgoña y Cluny, y por la debilidad de Alfonso VI, pábulo de guerras civiles”. “Borgoña intentó hacer en Castilla lo que los normandos habían conseguido en Inglaterra algunos años antes: instaurar una dinastía extranjera. Las luchas con el Islam y la vitalidad castellana malograron el proyecto, pero no impidieron que naciese un reino al Oeste de la Península”. Visto el panorama anterior del reinado de Alfonso VI nos parece cada vez más evidente que tuvo que existir una reacción popular contra su política europeizante, reacción que buscaría sus caudillos y se explayaría en los cantares y romances del siglo XII, porque “el pueblo miró siempre a los franceses con especial antipatía [se refiere Castro a la Edad Media], en tanto que las clases dirigentes más bien estuvieron en una u otra forma, bajo su influencia ilustradora” como luego “en el siglo XIX (los afrancesados, en quienes revive el espíritu de Sancho el Mayor de Navarra y de Alfonso VI, y los guerrilleros de la Independencia impregnados de épica integral, a lo Bernardo del Carpio”. Puesto que el origen del poema de Bernardo no es otro, según Américo Castro: que el que “a fines del siglo XII un juglar español lanzó a Bernardo del Carpio contra los franceses arrogantes en una batalla de Roncesvalles, concebida desde el punto de vista español; en ella perece Roldan y huye Carlomagno”. Estimamos nosotros que por esas causas “las gestas castellanas nunca exaltaron a un rey como personaje central [advertimos que quizás esto ocurra asimismo en otras gestas arias] y nada en ellas corresponde a las “chansons” del ciclo carolingio. Muy por el contrario los grandes héroes de la épica castellana tuvieron que oponerse a los reyes o fueron víctimas de su trato injusto: Bernardo del Carpio, Fernán González y el Cid”. Por eso Fernán González “mantuvo siempre guerra con los reyes de Españanon dava mas por ellos que por una castaña” y “Bernardo, Fernán González y el Cid fueron espléndidos superlativos de pueblo; ahí radica el sentido de que los Infantes de Carrión, auténticos aristócratas, aparecen en el cantar del Cid bajo luz muy desfavorable...” (Véase A. Castro “España en su Historia”, págs. 130, 140, 144, 145, 146, 152, 153, 155, 262, 354 y 615). Frente a este discutible monarca que es Alfonso VI se alza en cambio la indiscutiblemente heroica figura del Cid, encarnación del caudillo popular español, capaz de abatir ante Valencia a los hasta entonces invictos Almorávides: Ciento cincuenta mil jinetes y tres mil peones fueron 129
arrollados en la salida de Cuarte por la reducida hueste del Cid. De él escribe el historiador musulmán Abenbassem diez años después de su muerte: “... hinchió de espanto los corazones. Sin embargo este hombre azote de su época, fue por la habitual y clarividente energía, por la viril firmeza de su carácter y por su heroica bravura, un milagro de los grandes milagros del Señor” (Véase “Breviario de mio Cid”. Edi. Vic. Ed. Popular). (8) El día 16 de julio de 1212 se dio esta gigantesca batalla. Los musulmanes formaban en cinco cuerpos de ejército extendidos en media luna, y la tienda del emir estaba defendida por una barrera de diez mil etíopes armados de poderosas lanzas y atados con cadenas. Esta barrera fue rota por el coraje irresistible de los navarros, que desde entonces ostentan en su escudo las famosas cadenas. (9) Corroborando esto dice el chileno Padre Oswaldo Lira (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 3, págs. 410 y 418): “La nación española blandía con una mano la espada católica de la civilización patria, mientras que con la otra llevaba a cabo la obra político-social más audaz y perfecta que han visto los siglos, la más conforme con los derechos esenciales de la persona humana, al mismo tiempo que la más acendradamente española, ya que a nadie podía copiar en este sentido, por haber mantenido constantemente la iniciativa en sus propias manos”. Obra político-social, por otra parte, completamente diferente en su estructura a la de la Europa occidental ultrapirenaica. En ésta la base estructural de su sociedad es el feudalismo. En España no existe régimen feudal y sí en cambio una gran fuerza en los municipios libres de Castilla. “En este plano las ventajas que logra adquirir España sobre las naciones del resto de Europa se nos manifiestan verdaderamente abrumadoras. Recuérdense sus Cortes y sus gremios; recuérdese cómo la autoridad monárquica no se resuelve en absolutismo ni el municipio llega a actuar tampoco a modo de disolvente de la unidad política nacional — según aconteció respectivamente en Francia y en los territorios del Sacro Imperio— y se comprenderá la perfección a que llegó la estructura política española en plenos tiempos medievales.”
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DESTINO DE LA HISPANIDAD EN LA EDAD MODERNA
Lecciones cuarta, quinta, sexta y notas
“España. España es un pueblo que ha querido demasiado.” NIETZSCHE. ¡Espanya, Espanya, —retorna en tu! MARAGALL.
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LECCIÓN CUARTA
(Siglos XVI y XVII) Después del largo periodo de crisis con que concluye la Edad Media, cuando parecía que terminada la misión que España cumplió durante dicha Edad, de muro protector de la ya crecida Cristiandad europea, descendía el pueblo ibérico al abismo que abría otra vez el gran defecto hispánico, que ya observó el historiador romano Trogo Pompeyo, del torpe y orgulloso egoísmo individual, que nos lleva a luchar entre nosotros mismos “cuando falta el enemigo exterior”, vuelve, sin embargo, a elevarse inesperadamente hacia su destino, para alcanzar otra de las cumbres que a través de las Edades, señalan el camino que, con altas y bajas, pero continuamente, recorre nuestra estirpe, siempre en marcha hacia el futuro para cumplir la tarea de salvar y propagar los valores espirituales de la hermandad entre todos los hombres y de la dignidad debida a cada hombre. Son los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los encargados de sacar a España de su caótica tendencia a la anarquía y aparente decadencia para llevarla de nuevo a cumplir coa su misión. Desde finales del siglo XV (1474) hasta comienzos del XVI (1517) gobiernan a la antigua Hispania, y con visión verdaderamente genial logran los siguientes objetivos fundamentales: terminar, mediante una justicia implacable (que llenó de criminales ahorcados los caminos y los bosques) con los desórdenes y abusos de nobles y plebeyos. Unificar las tierras y reinos de España por la unión de Castilla y Aragón y la anexión de Navarra. Concluir la Reconquista, expulsando a los musulmanes de Granada, forjando el primer ejército de tipo nacional de la historia, con la primera fuerza artillera empleada en masa y los primeros ingenieros militares para abrir las carreteras al ejército; el primer hospital de campaña, etc., etc. En el mismo año de la rendición de Granada consiguen el descubrimiento de 132
América, completando el mundo para siempre, incorporando a la historia dos nuevos continentes (1) y salvando al indígena americano de la degradación en que se encontraba, sin sentido alguno de la dignidad humana y entregado al canibalismo, los sacrificios humanos, la inversión sexual y la esclavitud. Políticamente crean el primer Estado moderno de Europa, al que hasta la fecha vienen imitando todas las naciones antiguas o nuevas (2). Con el Cardenal Cisneros logra también Isabel una trascendental “reforma hispánica” de la Iglesia (3) en sus métodos de enseñanza y moral sacerdotal, que nos salvará luego de la reforma germánica protestante. Pero la idea fundamental que inician los Reyes Católicos y que presidirá el destino de la Hispanidad en la Edad Moderna, será la de unir las naciones de Europa en plenitud de progreso —gracias a su largo crecimiento protegido por el muro hispánico durante la Edad Media— y marchar todas juntas, en una gran cruzada misionera, para evangelizar y civilizar al mundo entero, cambiando su pequeña política internacional de la Edad Media en auténtica política mundial. Esta será la gran idea española para toda la Edad Moderna (4): aprovechar la madurez y plenitud de la planta del Cristianismo, crecida a su sombra, para esparcir sus semillas de cultura y hermandad por todos los continentes, utilizando para ello la superior civilización y fuerza material conseguidas por los pueblos cristianos, lanzándolos unidos a la gran empresa de crear una hermandad universal entre todas las razas y naciones, sobre la base de la igualdad cristiana entre todos los hombres y de la dignidad de todo hombre, como poseedor de un alma libre para salvarse o condenarse. Sería la paz universal conseguida por la siembra mundial de las mismas ideas que ya lograron la hispanización y cristianización del Imperio romano en la Edad Antigua, y la defensa de la recién nacida cristiandad europea durante la larga Edad Media. Es la Hispanidad eterna llamando a la verdad y a la paz a toda la humanidad, avanzando con las Edades y adaptándose a las circunstancias de cada tiempo. Africa, Asia, Oceanía y no sólo América hubieran podido ser rápidamente evangelizadas y civilizadas si las naciones europeas hubieran seguido la dirección española. En América el sistema español consiguió en poquísimo tiempo cristianizar un continente, gracias a que la acción evangelizadora no era desarrollada únicamente por los misioneros, sino por todo un pueblo conquistador en nombre de Cristo y civilizador a la vez. Hoy, en cambio, vemos cuán poco avanza la cristianización pese al heroísmo y sacrificio de las misiones (5). 133
Pero, desde la iniciación de la Edad Media, en los restantes pueblos europeos había triunfado sobre la población indígena romanizada, aniquilándola, el elemento germánico, feudal y orgullosamente racista, con patriotismo de tribu, que, por el contrario, había sido derrotado y absorbido por el primitivo pueblo ibero en nuestra patria (6). Por ello el orgullo racista de esos países germanizados no comprende el ideal ibérico de hermandad humana, mantenido sin interrupción desde el antiguo Imperio romano, y hoy profundamente original y moderno. Francia, Inglaterra, Alemania, resisten con un estrecho nacionalismo burgués de negociantes (7) la llamada de España a una Cruzada Mundial para llevar la luz de la verdad y la cultura al universo entero. Ello obliga, ya desde los Reyes Católicos, a emplear la fuerza contra Francia, derrotándola sucesivamente en tierras de Italia (8), gracias a la sin igual infantería española y a la genial dirección del Gran Capitán Gonzalo de Córdoba, que emplea un nuevo sistema de combate, inspirado en nuestras guerrillas y en la experiencia de una lucha de ochocientos años con los moros. A partir de este momento y por espacio de doscientos años, nuestra historia podría resumirse en una lucha heroica, material e intelectual, del pueblo hispano, sólo en dos frentes: uno sobre los pueblos paganos para evangelizar y civilizar América y Oceanía; otro contra los nacionalismos europeos y el protestantismo, para mantener unida la cristiandad europea y obligar a aquellos a seguir nuestra dirección espiritual hacía la hermandad y la paz entre todos los países y razas, y aun por si fuera poco, tendrá España que detener, todavía, la última de las oleadas musulmanas sobre Europa. Estos doscientos años que corresponden a los siglos XVI y XVII verán extenderse el nuevo Imperio español, cubriendo la redondez de la Tierra a través de los cinco continentes. A la muerte de Isabel y Fernando tiene que regentar el reino el ya anciano Cardenal Cisneros, con mano firme y auténtico sentido español, al sufrir los españoles la desgracia de no vivir el único heredero varón de los Reyes Católicos. Luego llega, al fin, un rey nacido fuera de España, Carlos I y con él comienza a reinar sobre nuestro pueblo una dinastía extraña, la Casa de Austria. A pesar de ello, durante el siglo XVI, con Carlos I y Felipe II, contemplaremos el triunfo heroico de la solitaria España contra el mundo entero en el terreno de las armas y en el de la inteligencia. Con el siglo XVII los primeros signos de mala dirección y agotamiento alegrarán, alentándolos, a la inmensa muchedumbre de los enemigos de nuestra manera católica de entender la vida, hasta al fin reducirnos y extenuarnos, obligando a nuestro pueblo a 134
aceptar, por la fuerza, gobernantes extranjeros, y la propaganda en nuestro propio suelo de las ideas y costumbres enemigas de nuestro milenario modo de ser. Ya después de la muerte de los Reyes Católicos y bajo su sucesor Carlos I asoman claramente el orgullo germánico, racista v feudal, incubado durante la Edad Media, y la rebeldía nacionalista europea a la idea universal hispánica, expresados en la herejía protestante (9), que proclamaba la no sujeción a Roma y la valía de cualquier voluntad y opinión, individual o colectiva, contra la de la Iglesia universal. Inglaterra crea inmediatamente una Iglesia nacional independiente de Roma, y cuyo jefe es el propio rey (10). Alemania se hace en gran parte luterana, y la propia Francia se encuentra dividida por una gran masa de herejes protestantes, llamados hugonotes. Entonces España se ve obligada a renunciar a unir, por el momento, a los Estados cristianos para la gran empresa cristiana de la hermandad universal, y corre presurosa a atajar el mal que amenaza destruir la propia Cristiandad europea. Nuestros invencibles tercios combaten en Bélgica, en Holanda, en Italia, en Francia, en Alemania. En Mülberg derrotan al protestantismo, y en Pavía —donde cae prisionero el propio rey francés— a su aliado, el rencoroso y ciego egoísmo nacionalista de Francia. Desangrándose España en esta continua lucha por la unidad cristiana, consigue contener el peligro nórdico (como antes contuvo por el Sur el asalto mahometano) y salvar el catolicismo de Francia, Bélgica y Austria. Al mismo tiempo, Hernán Cortés, Pizarro, Valdivia, Almagro, Magallanes. Elcano, Ojeda e innumerables héroes tan grandes como ellos conquistan y forjan pueblos cristianos y civilizados en Méjico, Perú, Chile, Argentina, descubren Australia y dan por vez primera la vuelta al mundo. Ellos crean las primeras Universidades de América, llenándola de colegios, poblaciones modernas y centros de cultura, que en pocos años sacan a aquellos pueblos de la noche protohistórica de terror cósmico en que yacían, elevándolos repentinamente a la luz del cristianismo, de la civilización y la cultura europea del renacimiento. El otro gran pueblo ibérico, Portugal, completa esta obra de gigantes, dando la vuelta al continente africano, llegando a la India y cristianizando el Brasil. En Africa también se combate para proteger a Europa del imperio turco, que bajo Solimán el Magnífico constituye un nuevo y poderoso intento del Islam contra la Cruz. Se conquistan Túnez y Orán atacándose Argel y, por último, hay que enviar un ejército para salvar a Viena, sitiada por los turcos, con los que pacta monstruosa alianza el rey de Francia. La tensión es terrible y agotadora, y llega un momento en que el árbol de la 135
Cristiandad sólo se mantiene en pie por el esfuerzo asombroso de la Hispanidad. Cansado de tan duras luchas se retira Carlos I al Monasterio de Yuste (11) y deja el gobierno a su hijo Felipe II, que prosigue sin conceder descanso ni a su cuerpo ni a España la defensa de la luz de Cristo en todos los frentes. En Europa derrota al naciente nacionalismo francés en la batalla de San Quintín (en cuya memoria eleva la octava maravilla del mundo, el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial), y por la presencia del ejército español dentro de París obliga más tarde al rey francés Enrique IV a abandonar el protestantismo y hacerse católico (12), salvando con ello la unidad católica en Francia. Frente al Islam, renacido gracias al nuevo imperio turco que avanza por el Este de Europa y por el Mediterráneo hasta poner en peligro a Italia, navegan las naves españolas de Don Juan de Austria con Cervantes entre sus soldados, y en la más alta ocasión que vieron los siglos, en Lepanto, destruyen definitivamente el poderío turco, y con él se paraliza la última acometida mahometana, salvando, una vez más a la Cristiandad, como en tantas otras ocasiones durante la Edad Media. Consigue Felipe II unir España y Portugal en un bloque hispánico que domina América, Africa y gran parte del Asia. Sin embargo, son ya solas las naciones peninsulares las que intentan llevar adelante en un esfuerzo supremo el ideal ibérico de una cristianización del mundo pagano y semicivilizado, mediante una gran empresa de las naciones europeas unidas. El peligro germánico y racista, aunque contenido en el frente nórdico por la infantería española, se adueña de los gobernantes ingleses y holandeses que, auxiliados por el estrecho y miope nacionalismo francés, procuran combatir donde pueden al imperio español. Inglaterra y Holanda en el mar, con sus piratas, obligan a navegar en convoy a las naves de España y Portugal, que llevan al Nuevo Mundo el arado, el trigo, la vid, los olivos y el ganado, juntamente con los libros, los maestros, los sabios y la civilización entera. Felipe II intentó, con la escuadra “Invencible” y con los Tercios de Flandes, el desembarco en Inglaterra, pero las tempestades y la ineptitud en el mando del duque de Medina Sidonia hacen fracasar la expedición. La locura de Europa — como la llamarán los intelectuales españoles— se vuelve contra el eterno ideal católico español de una paz universal, basada en la igualdad de todos los hombres y pueblos y en la dignidad de cada hombre. Cada nación protestante acaba por considerar la fe religiosa asunto puramente individual, renunciando a la directriz hispánica de que cada Estado fuese un instrumento de la paz de Dios sobre el mundo y así convierten a aquél 136
en un medio frío y amoral movido tan sólo por la inhumana “razón de Estado” maquiavélica, y dedicado a fomentar únicamente aquello que, desde un punto de vista económico y comercial, pudiera mejorar la vida de cada pueblo aun a costa de los demás. Este egoísmo materialista y anticristiano de los pueblos europeos, que los divide y los lleva a luchar entre sí por el botín y a tratar a las otras razas no como hermanos, a los que hay que cristianizar y civilizar, sino como presas para explotarlas económicamente, es a lo que se llama nacionalismo moderno y colonización moderna, aunque lo que en realidad hacen es volver al estrecho internacionalismo que ya utilizaban en la Edad Media, renunciando a la moderna política mundial propuesta por España (13). Imitan a España, que ha sido capaz de crear el primer Estado moderno de la historia, pero en lugar de ponerlo como ella al servicio de la propagación de la verdad y la paz cristiana sobre la oscuridad del mundo, lo utilizan para explotar la ignorancia y atraso de los pueblos no cristianos en provecho propio. Esta es la causa de la leyenda negra y de la lucha de las restantes naciones europeas con la Hispanidad durante los siglos XVI y XVII. En esta lucha por volcar sobre la noche de las razas paganas el fuego de la hoguera cristiana que ardía luminosa en Europa —gracias a la protección del muro hispánico durante la larga Edad Media— y por llevarles la luz de la civilización y la cultura, conseguidas precisamente por el desarrollo del cristianismo, España no emplea únicamente la fuerza de las armas, sino también, y simultáneamente, una ofensiva espiritual que construye una nueva concepción, un nuevo proyecto, del mundo y de la vida moderna, basados en sus eternos principios de hermandad y dignidad humanas (14). España, al mismo tiempo que combate por la unidad y la paz entre los hombres, produce los espíritus c inteligencias más fuertes de su época. San Ignacio de Loyola crea la Compañía de Jesús, verdadera fuerza de vanguardia y choque del Catolicismo. Los jesuitas reconquistan importantes regiones europeas al protestantismo y son los teólogos españoles los que, recogiendo la doctrina do los pensadores hispánicos, crean la gran Reforma católica o Contrarreforma. En el Concilio de Trento, convocado principalmente por el esfuerzo y la tenacidad de los españoles, el jesuita español P. Laínez hace triunfar la tesis hispánica de que todos los hombres, de cualquier raza y nación, pueden salvarse, puesto que todos son iguales e hijos de Dios, y de que para salvarse es esencial el libre esfuerzo y la voluntad de cada uno, basados ambos en los antiguos principios ibéricos de la dignidad y libertad incomparables de ser hombre. 137
Por estos principios —los mismos que ya en la Edad Antigua sostuvo el pueblo ibero— luchan los Tercios españoles en el mundo a fin de lograr la cristianización del universo y la paz mundial entre todas las naciones. Durante el siglo XVI, España, con una tensión espiritual tremenda, casi imposible de creer, mantiene frente al resto de Europa, cada vez más ciego y egoísta, la superioridad de su doctrina y la de su ejército, y Felipe II, al morir, puede contemplar aún el mayor Imperio cristiano conocido, aunque amargamente confiese que “Dios, que le dio tantos Estados, no le ha concedido un hijo capaz de gobernarlos” (15). Con el siglo XVII aparecen los primeros síntomas de que las fuerzas materiales de la Hispanidad —España y Portugal—, comienzan a agotarse y el desengaño a apoderarse de su espíritu. Fallan los reyes en la fatal sucesión dinástica familiar —Felipe III y Felipe IV—, que abandonan el penoso servicio del gobierno (16) en manos de favoritos ineptos o ambiciosos —Lerma, Olivares, etcétera, etc.— y falla la economía del país que no puede sostener lucha tan larga y desigual. Comienza la divinización idolátrica de la realeza, convirtiendo a los nobles en cortesanos serviles. En política internacional se inician los pactos dinásticos por conveniencias familiares de los reyes, y no de la nación, con nuestra entrada en la Guerra de los Treinta Años, donde nos desangramos al servicio de la rama alemana de la Casa de Austria, cediendo, en cambio, frente a los Estados protestantes de Flandes, vitales para nuestro poderío en Europa y para la defensa del Catolicismo. La misión africana, ordenada por Isabel, es cada vez más descuidada, y sólo en América y Filipinas, lejos de la Corte y sus intrigas, prosigue gigantesca la tarea de civilizar y elevar hasta el nivel europeo a millones de hombres. Sin embargo, aun agotado, todavía el pueblo español continúa la lucha —ahora a la desesperada— para cristianizar al mundo pagano y para unir a las naciones cristianas, y durante estos años España consigue, antes de caer al fin y ser derrotada militarmente, detener el avance protestante en Europa, resucitando naciones enteras —Austria, Bélgica, Francia e Italia— y cristianizar América con sus solas fuerzas. No logra, en cambio, que Europa se una y la acompañe en esta empresa y por ello no se obtiene la Salvación y la Paz mundiales (17). Todavía brilla la gloria de los tercios hispánicos venciendo al ejército creado por el genio militar de Gustavo Adolfo de Suecia en Nordlingen, (18) y Velázquez aún puedo inmortalizarlos, invencibles, pero con cierto aire de melancolía desengañada, en las famosas lanzas do la rendición de 138
Breda, antes de que batidos desde lejos por la artillería francesa, como si fueran fortalezas de piedra, caigan deshechos sus cuadros, sin retroceder un paso, en la tristemente célebre batalla de Rocroy, en el año 1643. El mundo de los nacionalismos egoístas y de la burguesía comerciante se convence, con nuestra primera derrota militar, de que los soldados españoles no son seres sobrenaturales, como casi llegó a creer ante sus increíbles hazañas. Se nos pierde el respeto y todos alzan su brazo contra aquel Don Quijote hispano, que pretendía un ideal de paz en la tierra demasiado alto para su burguesa mentalidad de negociantes. Exhausto por casi doscientos años de combate, pésimamente dirigido, y sobre todo con el dolor desengañado metido en el alma de ver a la Europa cristiana —que ingenuamente creyó a su altura y a la que él protegió con su pecho durante la Edad Media— volverse hinchada de orgullo contra sus hermanos españoles porque pretendían llevar la fe y la igualdad de la cultura a todas las razas, y se oponían a la explotación de los pueblos más débiles, nuestro pueblo comienza a soñar un aislamiento de aquel mundo donde no le comprenden y donde le rechazan. Desde 1665 al fin del siglo XVII con el desdichado Carlos II, “el Hechizado”, por rey, el pueblo español se desentiende, fatigado, de las intrigas cortesanas y miserables de los partidos y favoritos al servicio de Francia, de Austria o de Baviera, y Francia nos hace cuatro guerras sin piedad, para acabar con nuestra debilitada resistencia. Cuando al fin muere sin sucesión Carlos II, el pueblo español, derrotado militarmente, fatigado y desengañado, apenas siente, caído sobre su propio solar, cómo se disputan sobre sus anchas espaldas los nacionalismos europeos vencedores, la herencia del gigante derribado. Durante catorce años combaten en territorio hispano, austríacos, ingleses y franceses, hasta que estos últimos —cansados todos de la guerra— adquieren el derecho a gobernar a nuestro pueblo a cambio de ceder a los otros todas nuestras posiciones europeas. Es decir, para que Francia pueda imponernos su dominio por medio de reyes y gobernantes franceses, España ha de entregar, además, a la codicia extranjera, las bases europeas que le permitían salvar aún a Europa, contra sí misma, de su disgregación. Así entra el enemigo dentro de la fortaleza hispana y así comienza a reinar en el siglo XVII el primer Borbón francés, Felipe V, nieto y servidor del rey de Francia Luis XIV.
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NOTAS A LA LECCIÓN CUARTA
(1) Nos parece oportuno señalar aquí la trascendental diferencia entre el pensamiento explotador del indígena que muestra continuamente Cristóbal Colón y la idea de fraternidad humana que inspira a los reyes españoles, y que les otorga indiscutiblemente la paternidad auténtica de América y de su descubrimiento, pues como escribe Menéndez Pidal en su Introducción a la Historia de España (págs. 18 y 31): “Por ese estoicismo innato no hay pueblo que más íntimamente haya recibido la enseñanza cristiana respecto a la igualdad de todos los humanos ante los ojos de Dios Creador y Redentor, de donde deriva como gran consecuencia histórica la posición de España en la colonización de América. Colón propone a los Reyes Católicos como cosa muy natural el esclavizar a los indios; es un recurso económico: a tanto la pieza. El Padre Las Casas, aunque apologista doméstico del descubridor, le inculpa con dureza de hacer granjería de esclavos, y a la vez recoge la frase de Isabel, indignada por tal proceder: “¿Qué poder tiene mío el Almirante para dar a nadie mis vasallos?”. Efectivamente, la reina siempre consideró a los indios como vasallos, al igual de los castellanos, y después, con el mismo pensamiento, el Rey Católico invocaba la igualdad de todas las razas como idea básica de la colonización en el famoso Requerimiento sobre el justo dominio de España en las Indias, redactado para la expedición de Pedro Arias de Avila, que comenzaba exponiendo a los indios cómo creó Dios a Adán, “de quien vosotros e nosotros e todos los hombres del mundo son descendientes”. Y esa fraternidad humana la siente todo colonizador español, con la consecuencia étnica de que mientras el inglés o el holandés no fundieron su sangre en el coloniaje, teniéndose por raza aparte, ni se afanaron por atraer al indígena a la comunidad de la civilización europea, el español produjo un activo mestizaje desde los primeros días del descubrimiento, a la vez que una activísima catequesis del indígena, tanto religiosa como cultural”. “De este alto espíritu de justicia nacieron las ejemplares Leyes de Indias, modelo de colonización moderna, no superadas, cuyo alto espíritu se 140
resume en aquella disposición de Felipe II que ordena castigar las injurias y mal trato de los españoles contra los indios con mayor rigor que si los mismos delitos fuesen cometidos contra los españoles, y los declara por delitos públicos.” En cuanto a la trascendental misión que España va a llevar a cabo en América hay que tener en cuenta que, como dice un americano actual, Julio Icaza Tigerino (R. de Estudios Políticos, núm. 46), “en los indígenas de América la personalidad humana se hallaba aplastada por el fatalismo religioso, sumida en un abismo de amoralidad esencial, es decir, sin una base ética en que asentar su racionalidad humana.” “La libertad, raíz de la personalidad humana, era no tanto negada cuanto ignorada en su esencialidad espiritual”; “los padres vendían a sus hijos como esclavos” y se entregaban los indios “a prácticas degradantes, como los sacrificios humanos, el canibalismo y la sodomía, faltándoles el motor esencial de la dignidad personal”. Para remediar este degradante estado del indígena americano se movieron los conquistadores españoles, impulsados precisamente por el motor de su intenso e innato sentimiento ibérico de la dignidad humana, y por eso —como relata Santiago Magariños (Escorial, tít. XIX) —, cuando Grijalva llegó, maltrecho, en 1518, a las tierras de Cuba, entre los mil objetos que éste trajo, contempló Cortés siete navajas de pedernal con que sacrificaban. Fue entonces cuando D. Hernando, sintiéndose caballero, formó su resolución: “Hay obligación de conquistar esa tierra de los sacrificios humanos, y nosotros somos los llamados por Dios para verificarlo”. Y que, efectivamente, la realidad de los bárbaros sacrificios superaba todo lo imaginable dentro del imperio azteca nos lo revelan las verídicas palabras de Bernal Díaz del Castillo en su crónica La Conquista de la Nueva España, pues los sacrificios humanos estaban generalizados de tal modo en aquellas tierras que no había pueblo, por pequeño que fuese, en donde los españoles no encontraran sangre fresca, miembros despedazados y aun cadáveres enteros de las víctimas, a quienes sólo se había arrancado el corazón. Pero la permanencia de los castellanos en Cempoala pudo familiarizarlos con hechos más repugnantes aún. “Cada día se sacrificaban delante de nosotros tres, cuatro o cinco indios, y la sangre pegaban por las paredes, y cortábanles las piernas, y brazos, y muslos, y los comían como vaca que se trae de las carnecerías en nuestra tierra.”
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Refrendando todo ello añade Toynbee: “Lo que hizo Castilla en el Perú [como ejemplo de lo que así mismo cumplió en toda América] es parecido a lo que Macedonia hizo en Egipto y Asia. Los españoles, como los griegos, introdujeron allí la justicia, la libertad, el “self-government”, se mezclaron con las razas nativas en matrimonio; elevaron a los indígenas a su sociedad no como a gente dominada, sino de igual a igual”. (A Toynbee. Declaraciones a Luis Calvo. Diario ABC.) (2) “La primera —y quizá la única— política mundial que aparece en la historia humana es la política española del siglo XVI” (G. Morente, Idea de la Hispanidad, pág. 225). “... por vez primera en la historia, se idea una Weltpolitik [una política mundial]: la unidad española fue hecha para intentarla.” (J. Ortega y Gasset, “España invertebrada”.) (3) La trascendencia real de esta reforma está expuesta en las palabras del profesor de la Universidad de París, Robert Ricard, en su estudio Algunos caracteres del catolicismo francés comparados con el español: “...España ignoró la Reforma protestante, que consiguió alejar de su territorio, e ignoró la Revolución. Hizo su reforma religiosa en tiempo de los Reyes Católicos, antes de que estallara el movimiento protestante...” (Revista Arbor, núm. 37, página 59). (4) “... el tema de la historia española en los dos siglos XVI y XVII es la catolización del mundo.” “La idea del Imperio español es la idea del Imperio católico mundial. Su ideal extremo sería el establecimiento de la unidad católica en el mundo entero” (G. Morente, ob. cit., págs. 227 y 228), y Maeztu añade: “...nuestro siglo XVI, con todos sus descuidos, de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el porvenir” (Defensa de la Hispanidad, página 55). Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente, pág. 269) proclama que España, en su idealismo religioso, se fija objetivos ecuménicos —y sintiéndose soldado de Dios— hace política mesiánica, llamada a instaurar sobre la tierra la fraternidad mundial”. (5) “Españoles y portugueses han sido los grandes propagandistas de la fe y de la cultura cristiana en todas las partes de la tierra, y hubieran acabado por conquistar para Jesucristo no solamente el Nuevo Mundo, sino Asia, Africa y Australia, si los enemigos de Roma y España, los protestantes holandeses e ingleses, no hubiesen sembrado la cizaña en los campos del Padre de Familia.” (Petters: Vindicación de España en Filipinas. Véase “Alabanza de España”, Santiago Magariños, pág. 264.) Maeztu expresa también esta idea en otro sentido, en su nunca suficientemente apreciada Defensa de la. Hispanidad (págs. 131, 132 y 142
135), diciendo: “... lo que necesitarían los misioneros, para la mayor fecundidad de sus esfuerzos, es que se produjera en los países donde laboren algo parecido a la conversión de Constantino, o mejor aún, la cristianización del Estado. Porque les falta la ayuda que en las tierras conquistadas por la Monarquía católica de España recibían del poderío, el ejemplo y la enseñanza de las autoridades seculares, siguen siendo infieles las grandes masas del Asia y del Africa , y antes, “Pensad, en cambio, cuán diversa hubiera sido la suerte de la India. En la India predicó San Francisco Javier e hizo muchos miles de católicos... Pero en la India faltó a la obra misional el apoyo de un Gobierno como el español. La obra del Gobierno inglés tuvo un carácter mercantil y liberal: carreteras, ferrocarriles, bancos, orden público, sanidad y escuelas. El liberalismo prohíbe a los ingleses mezclarse en la religión, ideas y costumbres de los hindús. Ello parece cosa muy bonita y aun excelsa, pero es en realidad muy cómoda y egoísta. El estado actual de la India, Gandhi lo ha descrito en un episodio de su vida. Gandhi estaba casado cuando tenía once años de edad... “Toda la India o la mayoría de su pueblo está envejecida y debilitada por abusos sexuales. Muchos niños se casan a la edad de cinco, seis u ocho años, y por eso 20.000 ingleses pueden dominar a 350 millones de indios.” “Ese es el resultado del sistema británico. Comparad la India con las Filipinas, y ahí está, en elocuente contraste, la diferencia entre nuestro método, que postula que los demás pueblos pueden y deben ser como nosotros, y el inglés de libertad, que a primera vista parece generoso, pero que, en realidad, se funda en el absoluto desprecio del pueblo dominador al dominado, ya que lo abandona a la salacidad y propensiones naturales, suponiendo que de ninguna manera puede corregirse.” Ganivet, asimismo, señala que “El verdadero cristianismo es impropio de pueblos primitivos y sólo arraiga en éstos cuando le acompaña la acción perseverante de una raza superior; es decir, cuando ese pueblo primitivo se confunde por la vida en común o por el cruce con un pueblo civilizado que le domina y le educa, como ocurrió en los pueblos descubiertos y subyugados por España (Idearium Español, pág. 26). Dawson, en su magnífico Orígenes de Europa, confirma la diferenciación racial y cultural de España con respecto al resto de Europa, en primer lugar por su incomprensión —como occidental transpirenaico— del papel asumido por España durante la Edad Media; luego, y dentro de esta natural incomprensión, por muchas de sus significativas afirmaciones —verdaderas, desde luego— respecto al crecimiento y desarrollo de la cultura germánica europea, única de que se ocupa. 143
En la página 314 parece confirmar esta incompleta visión al atribuir, en cierto modo, a la italianización del papado el que los pueblos nórdicos dejaran de ser católicos: “... siguió siendo la piedra angular de la unidad occidental hasta los tiempos en que el Papado se italianizó por completo y los pueblos del Norte dejaron de ser católicos”. En la página 315 dice: “Los cuatro siglos de catolicismo nórdico e influencia oriental han sido seguidos por otros cuatro siglos de humanismo y autonomía occidental. Hoy en día Europa ha de hacer frente a la ruptura de la cultura aristocrática y secular en que se basó la segunda fase de su unidad. Sentimos otra vez la necesidad de una unidad espiritual o, al menos, moral. Nos damos cuenta de la insuficiencia de una cultura puramente occidental y humanista”. No percibe aquí Dawson que precisamente en esta distinción —por otra parte, verdadera a nuestro modo de ver— de un catolicismo nórdico, germánico, está el germen de lo no católico —catolicismo es universalismo, al menos para un español—, y de la interpretación secular, orgullosamente racista y aristocráticamente anticristiana, del ideal renacentista ultrapirenaico, que el mismo Dawson parece condenar por insuficiente. Por otra parte, reconoce la diferenciación racista germánica más allá de los Pirineos al señalar que (pág. 313): “De hecho, a lo largo de la edad tenebrosa, la sociedad occidental se caracterizó por un dualismo ético paralelo al dualismo cultural. Había un ideal para los guerreros y otro para los cristianos, cayendo de lleno el primero dentro del ámbito espiritual del paganismo nórdico. Hasta el siglo XI no se incorporó la sociedad militar a la política espiritual de la cristiandad occidental gracias a la idea de la cruzada”. En España la cruzada cristiana no comienza en el siglo XI, sino en el VIII, y la tradición cristiana no tiene que fundirse con la nórdica, puesto que la minoría germánica había sido previamente absorbida y anulada por el pueblo ibero latinizado. La distinción clara entre las dos formas del cristianismo medieval — la nórdica germánica y la hispánica— la establece muy bien al escribir en la misma página 313: “La institución de la caballería es el símbolo de la fusión de las tradiciones nórdica y cristiana en la unidad medieval, quedando como característica de la comunidad occidental desde los días de la canción de Rolando hasta aquellos en que fue Bayardo, su postrer representante, “el caballero sin tacha” que moría, igual que Rolando, cara a los españoles en paso de Sesia, en los años de Lutero y Maquiavelo”. Pero nos parece que Bayardo, al “dar cara a los españoles” en defensa de la política oportunista y nacionalista de Francisco I —recuérdense sus alianzas “maquiavélicas” con los turcos— sirve, precisamente “en los 144
años de Lutero y Maquiavelo”, al movimiento anticatólico, representado por estos nombres simbólicos, frente al auténtico catolicismo —el ibérico, no el nórdico— por el que luchaban los españoles. Su propia comparación quizá nos llevaría de la mano a un posible juicio análogo ante la muerte de Rolando y la derrota del ejército de Carlomagno en Roncesvalles. (Recuérdese la animadversión popular española contra lo ultrapirenaico, que se trasluce en el romance de Bernardo del Carpio.) A continuación prosigue distinguiendo un supuesto catolicismo nórdico, al señalar la reforma germánica del siglo XI frente a Roma, en donde tal vez pudiera encontrarse la fuente de la misma actitud espiritual —indudablemente germánica y nórdica— que provocó en el siglo XVI la Reforma luterana: “Porque la Edad Media, que es la época del catolicismo nórdico, duró sólo lo que podía durar la alianza continua entre el Papado y el Norte, una alianza inaugurada por San Bonifacio y Pepino y consolidada por la labor del movimiento norteño de reforma eclesiástica, en el siglo XI, que tiene sus raíces en la Lorena y en Borgoña”. Confirmando la supuesta analogía de los movimientos reformistas nórdicos, dice en la página 303: “El movimiento nórdico de reforma no se resolvía contra el Papado, cual sucedió en el siglo XVI...”; y en el mismo párrafo: “... fue el mismo hombre que acaudillara el grupo galicano en el concilio de Saint-Basle y recogiera sus manifestaciones antirromanas Gerberto de Aurillac”. En este sentido podríamos añadir que el asesinato de Santo Tomás de Canterbury, bajo Enrique II de Inglaterra, señala, como acertadamente indica Lope Mateo en su comentario a la obra de Eliot, Asesinato en la Catedral (Diario Arriba, del 31 de agosto de 1949), que “... mucho antes de Enrique VIII, aparece con Enrique II la aversión inglesa a Roma”. Nuestro Ramiro de Maeztu escribe en su Defensa de la Hispanidad (página 102) respecto a este orgullo racista nórdico: “Aun después de siglos de cristianismo, los pueblos del Norte se inventan la doctrina de la predestinación para darse aires de superioridad frente a los pueblos mediterráneos. Francia, algo menos nórdica, lucha durante siglos contra una forma más atenuada de la persuasión calvinista, que es el jansenismo, pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de su consustancialidad con la civilización, para poder dividir a los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la subespecie de los afrancesados”. El norteamericano Waldo Franck también percibe claramente la oposición esencial del espíritu francés frente al español en su obra España 145
virgen, cuando dice (pág. 153): “Los jansenistas representan el esfuerzo de la Francia conservadora por transformar el viejo catolicismo en una fe individualista que armonizara con el porvenir de Francia”, y sobre Pascal y sus ataques a los jesuitas (pág. 162): “Les lettres d’un Provincial es una gran obra literaria. Un hombre de genio, portavoz de su raza, expone la presencia en su tierra de un organismo monstruoso, extraño al espíritu y al ritmo de Francia”. “Su obra es una defensa de Francia contra la invasión de una extraña voluntad.” “La voluntad de Francia ha sido contraria a la de España.” Sobre esta diferenciación profunda que ya en la Edad Media creemos ver en el desarrollo del cristianismo a uno y otro lado de los Pirineos, ningún juicio más imparcial que el de los propios franceses. Así, el Padre Robert Bose, S. J. (Etudes, julio-agosto 1948), recuerda que “la falta de comprensión entre franceses y españoles es cosa secular, que ya existía en el siglo XVIII, antes de la invasión napoleónica”, y añade el profesor Robert Ricard (Arbor, número 37, págs. 53 y 59): “Si es secular, si ya existía en el siglo XVIII, esto es indicio de que en aquella fecha el catolicismo francés había comenzado ya a sufrir la transformación que le confirió su carácter peculiar y le dio una fisonomía tan profundamente distinta a la del catolicismo español”; “... la historia del cristianismo en los dos países ha sido tan distinta que ha creado también maneras distintas, no sólo de entender la fe, sino —y aun más— de sentirla”. (7) Sobre la nueva burguesía racista europea que se opone a la empresa universal de España, G. Morente escribe: “Humanidad significa para los españoles cristiandad; para la mentalidad nueva que el racionalismo difunde significa, en cambio, capacidad de comercio” (Idea de la Hispanidad, pág. 233). La diversificación cultural y religiosa, que nosotros señalamos como iniciándose ya durante la Edad Media entre los países germanizados, más allá de los Pirineos, y España —vencedora del germanismo—, es vista también por el Padre chileno Osvaldo Lira, de los SS. CC., al fijar que: “Así es como, a partir de los instantes sublimes de Covadonga, España y Europa vienen a formar dos organismos perfectamente diferenciados y hasta prácticamente impenetrables el uno para el otro”. Y “el genio peninsular comienza ya a hacerse incomprensible para los extranjeros, lo cual resulta tanto más inexplicable en apariencia cuanto que en esos tiempos no podían mediar motivos de tipo religioso, puesto que España y Europa vivían por igual agrupadas en torno a la Cátedra Universal de la 146
Verdad, regidas por una misma dogmática e idéntica moral. Hay algo, sin embargo, que separa ya a España de Europa, algo que todavía no puede concretarse bien porque no han sobrevenido aún las circunstancias favorables para ello, pero que andando el tiempo logrará manifestarse a plena luz: el sentimiento celoso de la dignidad humana, exacerbado por su lucha contra el fatalismo musulmán. Eso es lo que imprime también en las manifestaciones todas del pensamiento español, tanto científicas y filosóficas como literarias y artísticas, cierto sello acusadamente nacional, ante el cual de bien poca fuerza vienen a resultar las consideraciones sobre posibles y aun efectivas influencias de lo exterior”. “En este estado de mutua y pasiva incomprensión... viven y conviven España y Europa hasta los momentos únicos del descubrimiento de América” (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 3, págs. 410 y 411). (8) La lucha contra Francia supone la lucha entre la doctrina política clásica española, de la subordinación del fin del Estado y la Nación al fin superior de la salvación religiosa de la Humanidad, y la doctrina de Maquiavelo —expresión teórica de un sentimiento nacionalista preexistente en los países ultrapirenaicos germanizados— adoptada por la monarquía francesa, que postula la subordinación de lo religioso a lo político, con todas sus consecuencias. (Véase respecto a esto el acabado trabajo de G. Fernández de la Mora en Arbor, núms. 43-44, pág. 415). Sobre el origen del nacionalismo moderno Toynbee dice: “El espíritu de nacionalidad es un agrio fermento del vino nuevo de la democracia en los odres viejos del tribualismo”. Para nosotros del tribualismo germánico racista y antiuniversal. (“Estudio de la historia.” A. J. Toynbee. pág. 31) (9) En realidad, el cristianismo sólo fue comprendido a medias por los pueblos bárbaros, y durante la Edad Media germinaron, más allá de los Pirineos, movimientos de rebeldía frente a Roma, e intentos de iglesias nacionales. Dawson señala cómo “ya para Alcuino y los autores de los Libri Carolini, Roma, incluso bajo su forma bizantina, era todavía el último de los imperios paganos de la profecía y la representación del reino terrenal, en tanto que la monarquía franca poseía la superior dignidad de rector y guía del pueblo de Dios. Carlomagno era el nuevo David y el segundo Josías, y, tal como el último restauró la Ley de Dios, también Carlos fue el legislador de la Iglesia, ciñéndose las dos espadas de la autoridad espiritual y de la temporal (de acuerdo con este criterio, Alcuino pone, al revisar los libros litúrgicos, imperium christianorum en vez de romanorum)” (Orígenes de Europa, página 240). 147
He aquí la profunda diferencia con el concepto hispánico. En España se pensó siempre en restaurar el antiguo imperio cristiano romano bajo formas nuevas, pero esencialmente idéntico, como correspondía a la heredera directa del imperio católico mediterráneo de Teodosio y San Dámaso. En todo lo transcrito se adivina, en cambio, el orgullo racial nórdico sintiéndose pueblo elegido y el germinar del futuro galicismo y de las herejías de las reformas germánicas protestantes. En otros lugares de la obra citada confirma este punto de vista el propio Dawson: “El rey —se refiere a Carlomagno— es a la par gobernante de la Iglesia y del Estado, y en su legislación prescribe las normas más estrictas y minuciosas tocante a la conducta del clero y a la regulación de ritos y doctrinas”. “La religión de Carlomagno coincidía con la del Islam en ser una religión de la espada, y su vida privada, pese a su sincera piedad, semejaba la de un señor mahometano. Por encima de todo reclamaba autoridad directa sobre la Iglesia e intervenir hasta en las cuestiones dogmáticas. Según las palabras de su primera carta a León III, era “el representante de Dios que ha de proteger y regir a todos los miembros de Dios”, el “señor y padre, rey y sacerdote, rector y guía de todos los cristianos”. “Carlomagno consideraba al Papa como su capellán...” (Ob. cit., págs. 241 y 242). Así pues, vemos claramente cómo España, al hacer frente al Islam por el Sur, no estaba respaldada en absoluto por ninguna fuerza auténticamente católica por el Norte. Por ello, el aura popular de Roncesvalles significa, en el romance de Bernardo del Carpio, la derrota infligida a Carlomagno y sus francos en defensa de la independencia hispánica y frente a una nueva forma de herejía anticatólica. Sigue Dawson: “Los peligros inherentes a tal situación se pusieron pronto de relieve en las disputas que siguieron al segundo concilio de Nicea, en 787, ... porque Carlomagno, cuya religión tenía algo de común con el simplicismo militarista de los emperadores isáurieos, se negó a aceptar las decisiones conciliares. Los francos no podían sino muy difícilmente darse cuenta de la importancia que el problema de las imágenes tenía para los pueblos de tradición helénica, pues que, como ha demostrado Strygorosky ... el arte de los pueblos del Norte coincidía con el de los de Oriente en su abstracto carácter anicónico, y además el influjo del Antiguo Testamento, tan fuerte en el círculo carolino, conducía a una actitud puritana en la cuestión del culto a las imágenes, no menos que en la de la 148
observancia del sábado. En consecuencia, Carlomagno en persona terció en la discusión frente a Roma y Bizancio, mandando a sus teólogos compilar contra las decisiones conciliares la serie de tratados conocida bajo el nombre de Libri Carolini; no contento con lo cual envió a Roma un missus con una capitular de ochenta y cinco reprensiones para ilustración del Papa, y, finalmente, en el año 794 convocaba en Frankfurt un gran concilio de todos los obispos de Occidente, en el que fue condenado el de Nicea y refutadas las doctrinas del culto a las imágenes” (todavía en 870 —fines del siglo IX—, Hinemaro rechazaba el segundo concilio niceno, teniendo al de Frankfurt por ecuménico y ortodoxo) (Ob. cit., págs. 243 y 244). ¡Qué expresiva esta coincidencia frente a Roma del Oriente y de los pueblos nórdicos! ¡Fue una auténtica herejía religiosa que presagia a Lutero! ¡Es la primera reforma protestante y germánica! Recordemos ahora cómo en los siglos XIV y XV el galicismo francés vuelve a reiterar esta actitud: “... la Pragmática sanción de Bourges (7 de julio de 1438) sancionó los 23 decretos de reforma elaborados por el concilio de Basilea; la Pragmática fue aprobada por la asamblea del clero francés. Este documento proclamaba la superioridad de los concilios sobre el Papa, eximía a la Iglesia francesa de la obediencia a Roma y adjudicaba al rey de Francia una parte de la autoridad pontificia. Así nació el Galicanismo, que subsistió hasta 1870...” (Véase para más detalles el interesante trabajo de Joaquín Sampere Castillejo “Ideas políticas de los católicos franceses”, Arbor, núm. 39, página 411). (10) Precisamente un inglés, Toynbee, en su famosa obra “Estudio de la historia” (pág. 41), enfoca así la Reforma: “La Reforma no fue un fenómeno específicamente inglés, sino un movimiento general en el Norte prometeico de la Europa Occidental (donde el Báltico, el mar del Norte y el Atlántico señalaban por igual hacia nuevos mundos) para emanciparse del Sur epimeteico (donde el Mediterráneo Occidental inmovilizaba el ojo sobre mundos muertos e idos ya)”. Para nosotros ve claro Toynbee ante la evidente coincidencia de la Reforma con el carácter prometeico —lo interpretamos en el sentido que le da W. Schubart— del Norte europeo. Nos parece débil, en cambio, su argumentación sobre la influencia en el fenómeno estudiado, de la apertura de los países del Norte o del Sur sobre unos u otros mares. Estamos en España —en el Sur epimeteico de Toynbee— y no creo que los países de la península ibérica —primeros en lanzarse a la aventura atlántica— 149
pueden englobarse dentro de ese mundo “donde el Mediterráneo Occidental inmovilizaba el ojo sobre mundos muertos e idos ya” y sin embargo no sólo no aceptaron la Reforma protestante sino que intentaron detenerla y destruirla con todas sus fuerzas. La emancipación nórdica europea a que se refiere Toynbee ¿no será, más bien, producida —como sostenemos nosotros— por el impulso germánico de crearse su propia forma cultural y liberarse, con ello, de la superestructura clásica —católica — mediterránea, que pesaba sobre su auténtico modo esencial de ser, desde la Edad Media, impidiendo el pleno desarrollo de su verdadero carácter nórdico, prometeico o faústico...? En cuanto al origen del racismo occidental bajo cuya “inspiración, los colonos protestantes de habla inglesa exterminaron al indio norteamericano, lo mismo que al bisonte, de costa a costa del continente” es sumamente interesante la opinión de Toynbee. Oigámosla: “El moderno prejuicio racial occidental no es tanto una distorsión del pensamiento científico como un reflejo seudo-intelectual del sentimiento racial occidental; y éste, tal como lo vemos en nuestro tiempo, es consecuencia de la expansión de nuestra Civilización Occidental sobre la superficie de la tierra a partir del último cuarto del siglo XV de nuestra era”. Procedería pues del “sentimiento racial de los colonos occidentales de ultramar; y el sentimiento de estos hombres de frontera sobre la cuestión de la raza es lo que determina el sentimiento de nuestra Sociedad Occidental como todo”. Pero a este origen añade inmediatamente Toynbee otro: “El sentimiento racial así despertado en nuestra Sociedad Occidental por la situación y temple actuales de nuestros colonos de ultramar surge además naturalmente del trasfondo religioso de los occidentales de creencia protestante”. “El sentimiento racial engendrado por la versión protestante inglesa en nuestra cultura occidental se convirtió en el factor determinante en el desarrollo del sentimiento racial en nuestra Sociedad Occidental en conjunto.” Y agrega: “Esto ha sido una desgracia para la humanidad, porque el temple y la actitud y conducta protestantes en lo que respecta a la raza, como en muchas otras cuestiones vitales, se inspiran en buena parte en el Antiguo Testamento... El “cristiano de Biblia” de origen y raza europeos que se ha establecido entre gentes de raza no europea, en ultramar, se ha identificado inevitablemente con Israel obedeciendo al mandato de Yahvé...” “fue una infortunada perversión la que llevó a los fundadores del protestantismo en nuestra Cristiandad Occidental moderna a buscar su inspiración principal en los libros pre-proféticos del Antiguo Testamento...” con el consiguiente “fanatismo y la ferocidad del 150
sentimiento racial que el Antiguo Testamento inyectó en su momento en las almas protestantes” (A, J. Toynbee “Estudio de la Historia”, EMECE. Yol. I, págs. 237, 238, 239 y 212). Para Toynbee, por consiguiente “la infortunada perversión” causa de que los protestantes tomaran como guía el Antiguo Testamento parece ser la fuente primordial del sentimiento racista de los pueblos nórdicos europeos. Sin embargo nos atreveríamos a sugerir que ese “sentimiento racial” semeja existir entre los pueblos nórdicos en tiempos muy anteriores a la eclosión del protestantismo. En España, por ejemplo, los visigodos tuvieron y demostraron un fuerte sentimiento racista allá por los siglos V al VII que no fue vencido totalmente hasta la fusión popular de la Reconquista frente a la invasión islámica. Por otra parte: ¿Por qué los fundadores del protestantismo tuvieron esa tendencia a retroceder a los libros del Antiguo Testamento? Si fue una infortunada perversión, ¿dónde está el origen, la predisposición natural necesaria, para la misma? ¿No sería esta una tendencia existente en los pueblos germánicos y que se manifiesta ya en el siglo VIII, como describe Dawson en sus ‘‘orígenes de Europa”, en la sospechosa preferencia de Carlomagno y sus francos por el Antiguo Testamento, por una actitud puritana ante la vida y sobre todo por la interpretación, a favor de ellos, del papel de raza elegida heredera de Israel? ¿No es todo esto algo muy similar a lo que va a ocurrir siglos más tarde con el protestantismo....? Todo ello forma, en nuestra opinión, un conjunto de síntomas que quizás indiquen que lo que ocurrió fuera no que el Antiguo Testamento produjese el racismo nórdico-occidental sino que este primitivo sentimiento germánico subyacente durante toda la Edad Media, buscando —como todo el genio de la cultura germánica— abrirse paso entre creaciones, en el fondo ajenas a su espíritu, adoptara de preferencia aquellas que mejor encajaban en su modo de ser y por ello, entre el Nuevo y el Antiguo Testamento eligiera a este último. Así no sería el Antiguo Testamento el que suscitara el racismo sino este sentimiento de superioridad racial el que utiliza —en el occidente cristiano— a la Antigua Ley como instrumento para legalizar y apoyar sobrenaturalmente su propio instinto racista primigenio. También contradice el origen temporal que señala Toynbee para el sentimiento racista en la expansión ultramarina y en sus colonos y hombres de frontera, el que precisamente dos de los pueblos que más contribuyeron a dicha expansión europea: España y Portugal, no 151
desarrollaran nunca el repetido sentimiento de superioridad racial. Además el contacto con variedades extremas de la especie, como por ejemplo los negros, existe ya desde la Edad Antigua por parte de los pueblos blancos mediterráneos, y no obstante no se desenvuelve entre ellos el racismo que así parece ser algo muy peculiar de los pueblos nórdico-germánicos del continente Europeo. En cuanto a referir como lo hace Toynbee el criterio racista a la creencia protestante o católica de los pueblos colonizadores y a las pruebas que aduce sobre la actitud de los franceses católicos en América nos permitiríamos señalar que estimamos que no debe confundirse la acción en Canadá, como en Paraguay, de los jesuitas y misioneros, con la acción real de los franceses. Por lo menos en Marruecos y en general en Africa y en todas las colonias francesas hay una experiencia viva de distanciamiento racial del colono francés respecto al indígena —y de odio entre ambos— más potente por la proximidad comparativa del Marruecos español donde las condiciones son por completo diferentes. El criterio francés actual es duramente discriminador y racista en sus colonias. No es posible olvidar tampoco que, fuera de toda creencia, la última versión del sentimiento racista no ha sido inglesa sino alemana y elaborada no por protestantes sino por nacionalistas agnósticos, pero tan germánicos en su raíz como aquellos, y en todo caso extraordinariamente virulenta. (11) Conviene advertir la opinión —no exenta de razón— que achaca un carácter innegablemente extranjero, y en parte, al menos, contrario a los verdaderos intereses y misión de España, al advenimiento de los Austrias con Carlos I. Según esta manera de ver, Cisneros representaría mucho mejor la herencia de Isabel. El episodio de los comuneros —que, como señala Ganivet: “... defendía la política tradicional y nacional contra la innovadora y europea de Carlos I”—, fue el que con la sangre vertida españolizó en parte a Carlos y le hizo aceptar un Consejo formado por españoles que le da la idea del imperio universal católico. Aquí ocurre también que la grandeza reside verdaderamente en el pueblo español, el cual se impone, casi por completo, a una gran personalidad extranjera como Carlos de Gante. Hernán Cortés, en sus cartas al emperador, con su genial visión del futuro estratégico del Atlántico y de la necesidad de continuar la empresa africana —siempre el testamento de Isabel— simultáneamente con la americana, supera con creces la concepción política de Carlos, como era natural, después de todo, siendo Hernando un español de raza además de genial caudillo. En realidad, España, durante la Edad Moderna, no ha tenido hasta el presente ocasión —salvo con los 152
Reyes Católicos— de probar sus posibilidades, seguramente superiores, bajo el mando y dirección de españoles de estirpe como lo eran Cisneros y Cortés, por ejemplo. Esta es quizá una de nuestras mejores bazas por jugar en el futuro. Según Américo Castro para Quevedo como para Lope de Vega una de las fallas del existir de España era la falta de una monarquía nacional. “Para Lope de Vega, el sutil sensitivo, la grandeza de un Carlos V, nieto de los Reyes Católicos, no compensaba la falla de haber nacido en otro país”. (A. Castro “España en su Historia” pág. 38). También J. Boor, en su importante obra “Masonería” (pág. 229), escribe: “La aportación del extranjero a la historia de nuestra nación nos ha sido generalmente adversa. Así, el entroncamiento con la Casa de Austria desvió a España del camino que le trazaba el testamento de Isabel y Fernando, posponiendo aquel a los intereses europeos de la nueva dinastía, que con sus príncipes había de traernos su corte de flamencos y la tolerancia con los errores religiosos en boga en Europa, de lo que sólo pudo salvarnos la santa intransigencia española; pero no sin pasar por el período precedente de contagio”. (12) La histórica frase de Enrique IV “París bien vale una misa”, indica, de todos modos, lo falso y equívoco del catolicismo oficial francés. (13) Muy aguda y claramente vio esto el maestro García Morente. “Por esto —dice— desde 1700 la política europea es política realista, que muy naturalmente conduce a la guerra constante entre las naciones y, por si esto fuera poco, a la lucha intestina “de clases” dentro de cada nación. La idea de la humanidad católica o de la cristiandad ecuménica, que imprimió a la política española durante los siglos XVI y XVII el carácter de política mundial, no tiene cabida dentro de esta concepción naturalista de la existencia humana. España no podía seguir practicándola; y como no tenía —no quería tener— otra en sustitución de ella, prefirió retirarse del escenario del mundo. Desde entonces, empero, no ha vuelto a haber verdadera política mundial sobre la tierra. Europa retornó a su antigua política internacional —que es la que aun sigue practicando—, a esa política estrecha, de puros intereses materiales, en que las naciones se disputan —o en caso de tregua, se reparten— los trozos del planeta, como los perros los huesos del guisado” (Idea de la Hispanidad, páginas 234 y 235). (14) Es decir, en el vivo instinto de sobrenaturalidad que constituye la constante —el modo de ser— del hombre ibérico. 153
(15) Desdichadamente, la doctrina imperial —tan hispánica— de la adopción del mejor en función de servicio, que elevó al trono de Roma a Trajano y a la serie española de los emperadores Antoninos, fue sustituida, a través de la Edad Media, por el derecho de sangre, de padres a hijos, y a su superstición se debió someter, siguiendo a su tiempo, Felipe II, aun con la clara conciencia de la ineptitud de su hijo. ¡Cuánto mejor y más feliz solución hubiera sido —si entonces fuera posible— la libre adopción por el gran rey del mejor entre los grandes españoles de la época! Basta comparar la imagen plástica, que Velázquez nos transmite, de Felipe III y Felipe IV, con la de cualquiera de sus capitanes y nobles españoles inmortalizados en “Las lanzas” o en los retratos individuales. (16) En su mediocridad, asoma inmediatamente su incomprensión de extranjero frente al pueblo español y su supeditación a los intereses familiares y de los Austrias. (17) “Fue el último y grandioso intento —afirma Walter Schubart— de reconducir a Europa a viva fuerza al camino recto” (Europa y el alma de Oriente, pág. 265). (18) “Todavía en 1634 aquel ejército decidía en los asuntos de Europa. El barón Gustav von dem Ostav, Coronel de coraceros de Gustavo Adolfo de Suecia, describe así a los españoles en la batalla de Gindely, la más sangrienta de la Guerra de Treinta Años: “entonces avanzaron con paso tranquilo, apiñados en masas compactas (mit ruhigem Sclirritt, in festem massen geschlossen), varios regimientos españoles. Eran casi exclusivamente veteranos bien probados; sin duda alguna, el infante más fuerte y más firme con que he luchado en toda mi vida”. El ejército germano-sueco quedó deshecho (ver Pedro de Marrades, Notas p. el estudio de la cuestión de la Valtelina, 1943, pág. 174).” (Nota tomada de la obra “España en su Historia”, de Américo Castro, página 603.)
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LECCIÓN QUINTA
(Siglo XVIII) Hemos visto ya cómo después de doscientos años de lucha por mantener unida a Europa y para cristianizar al Nuevo Continente, España, agolada, es derrotada militarmente por sus enemigos nacionalistas, racistas y germánicos, y no sólo tiene que renunciar a su idea de lanzar a los pueblos europeos sobre el mundo entero, para sembrar la madura semilla del ya crecido árbol de la cristiandad occidental, sino que, además, ve el suelo sagrado de la Península, al comenzar el siglo XVIII, invadido y asolado por ejércitos extranjeros que luchan, disputándose el botín de nuestro Imperio, sobre el cuerpo rendido y heroico del pueblo hispano. Durante catorce años de guerra civil, austríacos, alemanes, ingleses y franceses pisotean nuestra patria y pulverizan gran parte de nuestras riquezas. Al fin, cansados todos de tan larga lucha, deciden que lo mejor es pactar y repartirse buenamente lo que pertenecía a España en Europa. En los pactos de Utrech y Hastad se llegó al acuerdo entre extranjeros germanizados y nacionalistas, de que el pueblo español fuese gobernado por reyes franceses al servicio del poderoso nacionalismo francés, a cambio de que todas las posesiones europeas con las que la Hispanidad pudo dominar y contener el protestantismo y la disolución de la Cristiandad, fueran repartidas entre los demás rivales. El primer Borbón sobre España, para comenzar su gobierno, cede a Inglaterra, en Utrech, la isla de Menorca y Gibraltar; Cerdeña, Nápoles, Milán, Toscana. Bélgica y Luxemburgo pasan a poder de Austria; Sicilia a los Reyes de Saboya y la Güeldres española al elector del Brandemburgo. Este fue el precio —pagado por España— con el que los Borbones franceses compraron el poder reinar en nuestra patria y ponernos al servicio de Francia. 155
El pueblo español, mientras tanto, duerme inconsciente en su profundo agotamiento, y si alguna vez siente el hormiguear de los extranjeros, es para contemplarlos con el estoicismo y el desprecio de quienes hacía miles de años hispanizaron el Imperio romano y después, durante la larga Edad Media, fueron muro defensor de la pequeña y débil cristiandad europea, ahora crecida e ingrata para el pueblo que le señalaba su deber de llevar generosamente su civilización y el Evangelio de Cristo a todos los pueblos del mundo. Durante todo el siglo XVIII se suceden los reyes de la Casa francesa de Borbón, y se acumulan los nombres extranjeros de sus ministros ante el letargo y la indiferencia del pueblo, que, sin nadie que le dirija, trata de continuar sus tradiciones rechazando las ideas, modas e innovaciones afrancesadas, que pretenden imponerle sus gobernantes. El pueblo español sigue creyendo que, aunque España fue vencida y derrotada al cabo de doscientos años de lucha, sigue teniendo razón y que su ideal era el verdadero y el único capaz de llevar al mundo hacia la paz y la unidad. De 1714 a 1746 reina en España el nieto de Luis XIV de Francia (1), Felipe V, y son sus ministros y privados extranjeros, la francesa María de la Tremouille, princesa de los Ursinos; los franceses Orry y Amelot, el italiano Alberoni, enviado por el rey francés, y el aventurero holandés Ripperdá. Durante el primer período de su reinado gobierna, en realidad, la princesa de los Ursinos al dictado de Francia, y se le quitan los fueros a Cataluña y a Aragón, arrasándose en venganza la ciudad de Játiva. Se establece como ley la francesa, llamada sálica, para que no puedan reinar mujeres, en contra de nuestra tradición, y, sobre todo, se establece el despotismo, por el que la voluntad del rey es sagrada y no necesita jurar fidelidad a las costumbres del país, ni seguir los consejos de sus sabios juristas y teólogos. Esta doctrina francesa (2) hiere el eterno sentimiento hispánico de la dignidad de todo hombre y de la igualdad entre los hombres, y es causa de nuestra ruina. En 1724 se retira Felipe V a la Granja; le sucede su hijo Luis I, que reina tan sólo unos meses, y tiene por ministro principal a Grimaldi y por mujer a otra francesa. Después vuelve a reinar Felipe V, ahora completamente dominado por su segunda mujer, la italiana Isabel de Farnesio, empeñada en que España guerree y mueran los españoles, arruinando su hacienda, para asegurar alguna corona en herencia a sus hijos Carlos y Felipe. Toda nuestra política y las conveniencias de la nación se supeditaban y guiaban 156
por estas ansias maternas, y ya en la etapa anterior de Felipe V el italiano Alberoni nos puso en guerra, a la vez, contra Inglaterra, Francia, Saboya y Austria, para satisfacer sus deseos de poder para sus hijos. En esta guerra perdemos nuestra escuadra, es tomado Vigo por los ingleses; San Sebastián, Santoña, Urgel y Rosas por los franceses. Más tarde continúa intrigando y guerreando a nuestra costa para conseguir que su hijo Carlos sea rey de Nápoles, y Felipe (3) de Parma y Plasencia. En 1746 muere Felipe V y le sucede su hijo Fernando VI. Fernando VI “hombre poco inteligente pero de buena voluntad”16 reina desde 1746 a 1759 y se ve obligado a continuar las guerras emprendidas antes en favor de los hijos de la italiana Isabel de Farnesio. Luego se decide por la paz y tiene dos ministros españoles: uno Carvajal, partidario de Inglaterra, y otro el Marqués de la Ensenada, que lo era de Francia; ambos realizan importantes mejoras administrativas y rehacen la marina suscitando, con ello, el recelo de Inglaterra. Por fin el embajador inglés consigue que vuelva a ser ministro otro extranjero al servicio de Inglaterra, en este caso el irlandés Ricardo Wal (4). Después de un período de demencia murió este rey en 1759 concluyendo con él un breve paréntesis —entre los borbones del siglo XVIII— de neutralidad y muy relativa independencia en política internacional. A Fernando VI le sucede su hermanastro, el hijo de Isabel de Farnesio, Carlos III, educado en Nápoles entre masones que reina desde 1759 a 1788, teniendo como ministros a los italianos Grimaldi y Esquilache, odiados por nuestro pueblo. Durante su reinado se acentuó el servilismo a lo francés y se firmó con Francia el tercer Pacto de Familia (entre las dos familias borbónicas), fatal para nuestro país, que le hizo el juego a Francia, entrando en la guerra de los Siete Años, por la que perdimos en América del Norte nuestras posesiones de la Florida y los territorios del Misissipi. Este rey expulsa a los jesuitas, impulsado por sus ministros, y se arruina con ello nuestra maravillosa colonización en el Paraguay y la mayor parte de los colegios y centros de enseñanza de América y de la propia Península. En esta época, en cambio, el afrancesado Aranda introduce el carnaval en nuestra patria. Con Carlos III se intensifica el intento de afrancesar al pueblo español, procurando convertir a los españoles en buenos y pacíficos burgueses, que hasta en el vestir copiasen la moda gala, olvidados de sus 16
C. P. Bustamante. S. de H. de España, pág. 197.
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tradiciones, de sus costumbres y de su gran misión histórica de salvar la libertad profunda del hombre y establecer la hermandad cristiana entre todos los pueblos y razas. Para alcanzar este fin procura introducir mejoras materiales, algunas excelentes por sí, pero inútiles ante su desgraciada política internacional al servicio de Francia. Durante este desdichado siglo XVIII, en América, nuestros gobernantes, imitando, como siempre, la moda nacionalista francesa de origen germano, tratan a aquellos países no como a otras Españas y como a hermanos, según la tradición hispánica del siglo XVI y XVII, sino como colonias a explotar en beneficio de la Península. Se envían virreyes y mandos que van a insultar los sentimientos religiosos y a enriquecerse a costa de los españoles de allá, y con ello comienza a sembrarse la idea entre los americanos de una deseable independencia que les librase de aquellos gobiernos despóticos y afrancesados que herían su manera de ser, heredada de sus antepasados, fundada sobre su dignidad hispánica que los llevaba a preferir la muerte a ser tratados como inferiores (5). Por ello la rebelión de los países hispanoamericanos frente al Gobierno central surge por los mismos motivos que tuvo el pueblo ibero frente a Roma. Eran motivos verdaderamente hispanos (6) los que pusieron a lo mejor de nuestra raza, trasplantada a América, frente a los afrancesados europeizantes que gobiernan la Península. Sin embargo, el auténtico pueblo español, al que creían ya muerto sus falsos dirigentes, dormía aún esperando que una sacudida poderosa lo pusiera de nuevo en pie para continuar su historia, decisiva siempre para el mundo. A Carlos III sucede en el trono su hijo Carlos IV de Borbón en el año 1788. Gobernado, en realidad, por su mujer, la italiana María Luisa de Parma, y a través de ella por su amante y favorito Godoy, y todos ellos, como siempre, por los diplomáticos extranjeros y especialmente por los franceses, se suceden las desdichas sobre nuestra patria. En Francia, mientras tanto, y durante el siglo XVIII había triunfado plenamente la doctrina de que la voluntad del rey era ley para el país, doctrina falsa y contraria al ideal tradicional español de una ley justa a la que debían obedecer gobernantes y gobernados. En 1789 la revolución francesa coloca en lugar de la voluntad del rey, la voluntad del mayor número, aunque también sea injusta, y con ello continúan dentro del mismo error, que pone la justicia en la voluntad y no en la ley de Dios y en el juicio inteligente de los más sabios. Así sustituyen la tiranía del rey por 158
la tiranía de los más sobre los menos. Este es el origen de la democracia liberal y parlamentaria. Por tanto, Francia prosigue su camino lógico (7) y en política exterior continúa manteniendo a España bajo su influjo gracias a que tan afrancesados eran los españoles partidarios del despotismo de los Borbones como los partidarios de la tiranía de la mayoría. Todos contrarios al sentir español de que la ley no debe depender de la voluntad de nadie, sino de la inteligencia de los mejores. En 1793, para defender al rey francés Luis XVI, primo de Carlos IV, contra sus súbditos, entramos en guerra con Francia por un asunto puramente familiar. El general Ricardos vence a los franceses y se distingue en la guerra del Rosellón: pero en 1795 Godoy firma la paz de Basilea, por la que se cede a Francia la isla de Santo Domingo. En seguida se alían los gobernantes españoles con la República francesa —como antes con la Monarquía— y en 1796, por el tratado do San Ildefonso, ponemos nuestra aún poderosa Marina al servicio del interés exclusivo de Francia, que entonces no tenía ninguna. De esta época y de estos sucesos dice, por agregar juicios ajenos al nuestro, el Sr. Ballesteros, catedrático de Historia de la Universidad Central: El Pacto de Familia se había trocado en nacional. En la alianza de San Ildefonso, España se ponía en la pendiente, y después Napoleón convertía en servidumbre el vasallaje feudal impuesto por el Directorio a la nación española, que durante el reinado de Carlos IV recibía de Francia la consigna, siendo nuestra vida política dirigida desde el vecino Estado, para oprobio de aquella época de vergüenza nacional.” Para servir a Francia declaramos la guerra a Inglaterra, que se apodera de nuestra isla de la Trinidad; Francia, entonces, pacta con Inglaterra, sin permitir siquiera la presencia de los embajadores españoles, sacrificándonos y despreciándonos como a servidores suyos incondicionales. En el último año del siglo XVIII, Napoleón se apodera del poder, y la política española continúa obedeciéndole como a cuantos mandan en Francia. Con el extraordinario genio militar y político de Napoleón, la fuerza de Francia llega a su apogeo y el influjo de sus erróneas ideas. España, gobernada por reyes franceses todo el siglo XVIII, afrancesada su aristocracia y gobernantes y debilitado el pueblo por el enorme esfuerzo de los siglos XVI y XVII, parece ofrecérsele como fruta madura, para que de servidora libre se convierta definitivamente en una provincia o colonia francesa. Todo parecía presagiar que sin esfuerzo y en un mero paseo militar, el ejército francés incorporaría España a sus dominios. Napoleón 159
así lo estima y prepara sus planes de invasión, obligándonos primero a declarar la guerra a Portugal, después a Inglaterra y poniendo a nuestra escuadra bajo el mando inepto del almirante francés Villeneuve, la perdemos en el desastre de Trafalgar. Después se suceden una serie de intrigas palaciegas entre Godoy, el rey Carlos IV y el príncipe Fernando, que llegan a una bajeza y adulación repugnantes, para atraerse cada uno el favor de Napoleón en su provecho particular. Por fin, en el tratado de Fontainebleau, Francia nos engaña una vez más, y con el pretexto de pasar para conquistar Portugal, ocupa las plazas fuertes de la frontera y avanza sin ejército que se le oponga por parte de España. Todo parece perdido para la libertad y la independencia de nuestro pueblo. Primero se le ha agotado y derribado, luego se le ha envenenado durante cien años con ideas francesas, se cuenta con la adhesión de sus dirigentes afrancesados y ya sólo falta saltar sobre sus anchas espaldas para acabar de una vez con el sentido hispánico de la vida.
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NOTAS A LA LECCIÓN QUINTA
(1) Y debemos tener en cuenta que, como dice Maeztu: “Luis XIV fue seguramente el enemigo más obstinado y cruel que jamás tuvo España. Al mismo tiempo que colocaba a su nieto en el trono de Madrid, decía secretamente a su heredero en sus instrucciones al Delfín: “El Estado de las dos coronas de Francia y España se halla de tal modo unido, que no puede elevarse a la una sin que cause perjuicio a la otra” (Defensa de la Hispanidad, pág. 49). (2) Parece ser que la patria primitiva de esta tesis del “derecho divino” absoluto e inmediato del rey fue Alemania, como corresponde a su esencia germánica; pero en Francia encuentra su sistematización y realización política. “... a la teología de Belarmino y Suárez, según la cual el poder político es concedido directamente por Dios a la sociedad y luego transferido al rey por ésta, la Iglesia francesa había preferido la doctrina según la cual el poder era confiado por Dios al rey, que era elegido por su voluntad divina. Esta doctrina ofrecía, evidentemente, una base religiosa al absolutismo del Estado y “santificaba el despotismo”... (Véase “ideas políticas de los católicos franceses contemporáneos”, en Arbor, núm. 30, de Joaquín Sampere Castillejo). (3) Los soldados españoles combatieron una y otra vez en Italia por las intrigas de Isabel de Farnesio que firma con Francia los dos primeros Pactos de Familia, y para proporcionar unas coronas a príncipes educados a la francesa, cual Carlos y Felipe, que, como en el caso de este último, “era tan afrancesado en sus gustos que alardeaba de ignorar la lengua castellana” (V. Pérez Bustamante. S. de Historia de España, pág. 192), y en cuanto a su hermano el Infante don Carlos —el futuro Carlos III— salió de España para ser rey de Nápoles a los quince años y allí se formó, “y si bien este rey se sometió [luego] a las costumbres españolas, lo hizo con poca simpatía, eligiendo sus ministros entre los enciclopedistas o los masones...” (V. “Masonería”, de J. Boor. página 270). 161
(4) “La obra nefasta de aquel embajador inglés, Keene, y la influencia que a través del ministro Wall llegó a tener sobre la Corte española en el reinado de Fernando VI explican muchas cosas de las que después acontecieron. Perseguía el embajador destruir nuestro comercio con ultramar y nuestra pujante marina, obra predilecta del católico Ensenada, y a ello se prestaba la impiedad y el sectarismo del ministro Wall, convertido, con su pandilla, en ejecutor fiel de las maquinaciones británicas” (Véase J. Boor. “Masonería”, páginas 255-256). (5) Coincidiendo con nuestro pensamiento, como tantas veces, el chileno P. Osvaldo Lira nos dice: que el desprestigio en que se vio envuelta España respecto de las naciones hispanoamericanas se debió en gran parte, por no decir exclusivamente, a la europeización dieciochesca de la nación española” (Cuadernos hispanoamericanos, núm. 3, pág. 438). Y Ramiro de Maeztu dice: “De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en España”. “Al régimen patriarcal de la casa de Austria, abandonado en lo económico, escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico, para convertirse en codiciable patrimonio”; y precisa: la expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a España que, al cabo de seis generaciones, no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el intento, en el siglo XVIII, de sustituir los fundamentos de la aristocracia en América”. “La aristocracia criolla se sintió relegada a segundo término, hasta que, con las luchas de independencia, surgió la tercera nobleza de América, constituida por “los proceres”, que fueron los caudillos de la revolución”; “... los hispanoamericanos no se suelen hacer cargo de que lo mismo su afrancesamiento espiritual que su sentido secularista del gobierno y de la vida, que su afición a las ideas de la Enciclopedia y de la Revolución, son herencia española”; “la aristocracia americana reclamaba el poder, como descendientes de los conquistadores y por sentirse más leal al espíritu de los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX”. “No queremos que nos gobiernen los franceses, escribía Cornelio Saavedra al virrey Cisneros en Buenos Aires, en 1810” (Defensa de la Hispanidad, págs. 37, 38, 40, 45 y 46). El ingles Cecil Jane —citado por Maeztu— señala que: “la separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de aquellos países por los 162
virreyes y gobernadores del siglo XVIII”, y escribe: “Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el gobierno español, sino porque parecía que el gobierno había dejado de ser español en todo, salvo el nombre”. “Carlos III fue el verdadero autor de la guerra de la Independencia”, y ello porque: “Al tratar de organizar sus dominios sobre base nueva, destruyó en su sistema de gobierno los caracteres mismos que habían permitido que el régimen español durase tanto tiempo en el Nuevo Mundo” (Libertad y Despotismo en Hispanoamérica, M. Cecil Jane). (6) “... en cuanto a las guerras de la independencia de América que hasta ahora se nos definían como un “episodio” en la lucha de la revolución contra la reacción y del progreso contra la barbarie, los libros de André y Jane demuestran que en ellas combatieron, principalmente, los hispanoamericanos por los principios españoles de los siglos XVI y XVII y contra las ideas de superioridad peninsular y de explotación económica que llevaron a América los virreyes o funcionarios de Fernando VI y Carlos III.” De cómo eran estos virreyes nos ilustra bien Maeztu: el marqués de Castelldosríus fue nombrado virrey del Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno de los aristócratas catalanes que abrazaron contra el Archiduque —de Austria— la causa de Felipe V —Borbón—. Castelldosríus fue a Lima con la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castelldosríus y verse sustituido por el obispo de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey: es un dato que revela el cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para poder pagar sus deudas antiguas. Así se pierde un mundo” (Defensa de la Hispanidad, pág. 39). Un norteamericano mismo, el juez Teodorico Brand, enviado por su gobierno para informar (2 de noviembre de 1813) sobre la revolución de Sudamérica, y que según Héctor Quesada (Cuadernos Hispanoamericanos, número 2) recoge opiniones de San Martín y O’Higgins, informa así: “En Chile, como en Buenos Aires, las causas que condujeron a la revolución no fueron las opresiones de la monarquía española. Cada [colonia] comenzó a pensar en el gobierno propio..., no con ánimo de rebelión, sino como un acto deplorable de necesidad, en obediencia a una melancólica fatalidad que había descuartizado las varias partes de un gran imperio hasta entonces quietas y felizmente unidas”. 163
(7) Sobre la continuidad lógica del desarrollo revolucionario en Francia y sobre sus antecedentes en el germánico feudalismo, Wilhem Röpke señala en su interesante obra La crisis social de nuestro tiempo (edición R. de Occidente, pág. 56) como: “No debe olvidarse bajo ningún concepto que el carácter patológico de la Revolución francesa corresponde enteramente al del absolutismo y feudalismo franceses que la precedieron, y que precisamente la sociedad francesa se encontraba desde hacía siglos en un estado que tenía que conducir a lo que condujo tan pronto como apareció en ella el fermento del siglo francés de las luces... Es lamentable que haya podido llegar a citarse como ejemplo en la política una nación que jamás logró en su historia resolver el problema de edificar una sociedad suficientemente sana y que aun hoy sigue laborando en ello”.
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LECCIÓN SEXTA
Todo parece perdido al comenzar el siglo XIX para la Hispanidad. ¡Al fin la Europa germanizada, feudal, separatista, protestante y nacionalista, va a acabar con aquella extraña, solitaria y tenaz fortaleza peninsular donde aún arden las brasas de un sentido universal y católico del mundo y de la vida opuesto al suyo! España, aletargada, envenenada y gobernada por afrancesados durante todo el siglo XVIII, sin ejército ni armas, se encuentra ocupada por el mejor ejército del mundo, dirigido por el más alto genio de la guerra. España será una provincia francesa. Y entonces ocurre lo imprevisible, lo milagroso. El pueblo agotado, dormido y envenenado, al sentir sobre sí el peso de las botas de la francesada, se yergue inesperadamente, mira un instante en torno suyo e instintivamente se lanza a una lucha magnífica y desesperada, en la que no sólo debe combatir al extranjero invasor, sino previamente deshacerse de sus afrancesados y traidores gobernantes. Porque la llamada guerra de la Independencia es en realidad y a la vez una guerra y una Revolución inacabada. Una guerra contra el francés y una revolución — desgraciadamente no llevada a su término—, sangrienta y popular, contra los dirigentes afrancesados. El pueblo ibero ha despertado de nuevo y con certero sentido revolucionario se ve obligado, en muchos lugares, a comenzar la lucha eliminando por la violencia a sus gobernantes, para poder iniciar el combate por su libertad a vivir con arreglo a su milenario modo de ser. Después son cinco años de guerra sin cuartel. Como frente a las legiones de Roma —y con idéntica táctica y espíritu militar—, frente al Imperio napoleónico aparecen las guerrillas ibéricas, que renacen de sus propias cenizas, y vuelve el instinto ibérico de dignidad de cada hombre a informar el estilo y heroísmo popular que se pega al terreno defendiendo sus ciudades, como antaño en Numancia y ahora en Gerona y Zaragoza. Al fin lanza a sus invasores por encima de los Pirineos y lleno de esperanza — 165
vivo y despierto—, busca el piloto que conduzca de nuevo su nave a favor de la corriente milenaria de su universal destino. Desdichadamente, en 1814 vuelve Fernando VII desde su refugio en Francia. El pueblo hispano, sacudido en su letargo por el peso del ejército invasor y por la guerra de la Independencia y de nuevo en pie dispuesto a reanudar su camino, lo recibe con gran alegría. Pero sobre este pueblo se coloca otra vez un rey cuyo ideal es volver al absolutismo antiespañol de sus antepasados, y frente a él unos dirigentes que ignoran las doctrinas hispánicas y sólo conocen las ideas francesas, creyendo, a veces de buena fe, que el camino de salvación está en un liberalismo copiado del extranjero y tan francés por su nacimiento como el absolutismo del rey. En un caso era la voluntad tiránica de un rey; en otro, la voluntad igualmente despótica de una mayoría. Así, al comenzar el siglo XIX, encontramos al pueblo español despierto y alzado, con nueva vitalidad, sobre el territorio peninsular, después de arrojar de poderosa sacudida al invasor, que, creyéndole dormido para siempre e intoxicado con el veneno vertido sin cesar por los gobernantes europeizantes del siglo XVIII, se atrevió a situarse sobre sus poderosas espaldas. Pronto pide a sus reyes y dirigentes que le conduzcan otra vez hacia su misión universal, conforme a su modo de ser verdadero, para proseguir su historia milenaria. Pero su rey le señala como meta volver al absolutismo, la voluntad del rey sobre todos, y sus dirigentes le dicen que adonde debe dirigirse es hacia el liberalismo, es decir, hacia la doctrina de la voluntad de los más, también, sobre todos. Nadie le sabe indicar que ambas soluciones van contra el sentir hispánico de que la ley no depende de la voluntad y la tiranía de los más o de los menos, sino de la justicia y sabiduría cristianas, que deben siempre imponerse a todos, desde el gobernante hasta el último de los gobernados, respetando la dignidad de cada hombre. Todo el agitado siglo XIX español, siglo de lucha y agonía, sus convulsiones, guerras civiles, sublevaciones, etc., tiene su explicación en el drama de un pueblo que, incorporado de su letargo, busca de nuevo ansiosamente, pero a ciegas, su camino en todas direcciones, tanteando su salida, y en unos dirigentes, afrancesados ideológicamente, que no saben mostrarle la única que le satisfaría, por ser la española y el cauce que enlazaría el pasado milenario de la Hispanidad con el porvenir (1). Durante este siglo ocurren cuarenta y una revoluciones, sublevaciones o guerras civiles y se suceden ochenta y cuatro gobiernos 166
diferentes, cada uno con la misión de deshacer lo poco que realizara el anterior. Así, salimos los españoles, aproximadamente, a un Gobierno distinto cada año. Entretenidos nuestros gobernantes e intelectuales en esta disputa sobre doctrinas extrañas a nuestro modo de ser, no nos acordamos de las naciones hispánicas crecidas al otro lado del Atlántico, de América, que, con razón, van separándose de quienes apenas si ya se ocupan de ella. Durante una de las numerosas sublevaciones liberales, el grito favorito era el de sálvense los principios y piérdase América; y, en efecto, se pierde América y con ello retrocede la gran obra, emprendida por los españoles, de elevar religiosa y culturalmente al indio americano (2). Los carlistas levantan heroicamente la bandera de la tradición, pero equivocadamente la sacrifican a la devoción por otra rama de la misma dinastía, y con ello esterilizan su generoso sacrificio por España. Sin embargo, en su doctrina comienza a entreverse la verdadera idea hispánica, en marcha a través de los siglos. Metidos en nuestras interminables disputas de partido, alrededor de principios extranjeros, en los que el pueblo se pierde y desengaña por no estar acordes con su verdadera y antigua manera de ser (3), llega el fin del siglo después de probar gobiernos republicanos y monárquicos para todos los gustos. Nuestra marina, nuestra industria y nuestro ejército, mientras tanto, ni se desarrollan ni se modernizan. Norteamérica, viendo nuestra debilidad y distracción en política internacional, decide intervenir aprovechando nuestra desunión interna y los movimientos de independencia de las islas que eran los últimos restos de nuestro inmenso Imperio. En el año 1898 y bajo la recién restaurada monarquía, ahora liberal, se pierden Cuba, Filipinas y Puerto Rico, después de maravillosos heroísmos de nuestros marinos y soldados, abandonados por los partidos políticos que juzgan más importantes sus bizantinas discusiones. Con ello perdemos gran parte de los ingresos de productos de Ultramar, que permitían mantener un modesto nivel de vida de nuestro pueblo. Desde entonces comienzan a gastarse las reservas oro de España, acumuladas durante siglos por el esfuerzo de generaciones enteras. El fin del siglo XIX y los comienzos del XX contemplan idéntico sucederse de gobiernos y partidos políticos, a imitación siempre de moldes extranjeros y principalmente franceses, como si el esfuerzo del pueblo español en la guerra de la Independencia no hubiera sido un heroico y desesperado intento de sacudirse el dominio de franceses y afrancesados 167
para buscar, otra vez, el camino de nuestra milenaria misión histórica, único cauce dentro del cual se podría calmar la instintiva inquietud popular (4). Sin embargo, en este desdichado siglo XIX, algunos grandes españoles comienzan a ver claro; Donoso Cortés, primero, y más tarde, alrededor del año 1880, una gigantesca figura intelectual española, Menéndez y Pelayo, que logra por sí solo percibir, por primera vez, gran parte de la esencia de nuestra historia, haciendo posible, con ello, llegar a la claridad de nuestros días. Alrededor suyo se agrupan los mejores jóvenes españoles de la época: Ramón y Cajal, Ferrán Olóriz, Julián Rivera, etc., etc. Todos quieren la unidad entre los hombres y las tierras de España para avanzar hacia el futuro. A ellos sigue la llamada generación del 98, —Unamuno, Azorín, A. Machado, el gran poeta catalán Maragall, etc., etc., y sobre todos, el genial, agudo y profundo Ganivet—, formada por hombres de buena voluntad que, como nosotros, aman a España porque no les gusta y la quieren mejor y más grande (5). Entre ellos está Ramiro de Maeztu, el defensor de la Hispanidad. Todo parecía dispuesto para aprovechar el esfuerzo de estos españoles, pero desdichadamente los políticos de la época no los comprendieron y continuaron con sus pequeños egoísmos y luchas de partido, vueltos de espaldas a la Historia de España y a su gran misión entre los pueblos. Por ello esta luz intelectual, esta conciencia cada vez más clara de la salida oculta, del camino escondido, no llega todavía al campo de nuestra política, que, por el contrario, se atomiza, se fragmenta y disuelve cada vez más. Así, desde el año 1900 al 1923 se suceden treinta y tres gobiernos, resultando a casi un gobierno cada ocho meses. Liberales, liberaldemocráticos, conservadores, progresistas, republicanos, radicales, socialistas, agrarios, etc., etc., se entretienen en continuas combinaciones, crisis, discursos y propaganda electoral. Se predica el odio y la división entre los españoles, sin acometer ni un sólo gran plan de reconstrucción económica, gracias también a aquel oro heredado que el Estado guardaba en las cajas fuertes del Banco de España y que permitía a la nación ir comprando el inmenso número de productos que no producía y que se necesitaban. Así, aquellos gobernantes iban gastando, sin reponerlo, el legado de nuestros abuelos, y todos los españoles comían y vivían aún del esfuerzo de nuestros antepasados, de aquel oro que ganaron la sangre y la energía de los conquistadores, el sudor de los colonizadores y emigrantes; de aquel oro que ellos enviaron a la patria lejana para asegurar la vida de las futuras generaciones. 168
Este oro pudo haber servido para crear la gran industria que tanto necesitábamos, para mejorar nuestras aldeas, para construir gigantescos pantanos y centrales eléctricas, para, en fin, crear nuevas fuentes de riqueza que sustituyeran al Imperio perdido y elevaran el nivel de vida de nuestro pueblo. Pero España, mejor dicho, los políticos españoles, fueron durante gran parte del siglo XIX y todo lo que va del XX, salvo honrosas excepciones, como los hijos sin energía de una familia que fue muy rica y poderosa y que, en lugar de trabajar y afanarse en aumentar y mantener la herencia que con esfuerzo ganaron sus padres, se dedican a vender sus fincas y luego a despilfarrar las rentas del dinero que les quedaba en el Banco, para mantenerse en una vida cómoda e inútil, dedicada a la vagancia, a la chulería y a la frivolidad, sin pensar en si dejarían algo para vivir a los que luego les sucedieran. En Marruecos, después de vencer, con el esfuerzo de nuestros soldados, al Sultán, se pacta una paz en la que la mayor y más rica parte de aquel territorio se queda para Francia, v a nosotros se nos deja lo más pobre y difícil. A Inglaterra se le venden por cuatro miserables pesetas, con la aprobación de Gobierno y Parlamento, no sólo las ricas minas de cobre de Ríotinto, en Huelva, sino pueblos enteros españoles. Las últimas islas del Pacifico son vendidas, asimismo, a Alemania, por un puñado de dinero, y. por último, se olvidan de que, a pesar de todo, aún nos quedaban algunos archipiélagos cercanos a Filipinas. En 1923 un gran español, el General Primo de Rivera, harto de tanta mentira y de tanto desbarajuste, se encarga del Poder, y en siete años demuestra cómo, sin necesidad de partidos políticos, se puede gobernar un pueblo. Acaba con la sangría continua de la guerra marroquí en sólo unos meses, derrotando a Abd el Krim, pacificando nuestra zona y restableciendo nuestro prestigio. Inicia con Guadalhorce el plan de pantanos y obras hidráulicas, construye las modernas carreteras que aún hoy disfrutamos, y va llenando España de escuelas y centros de cultura y sanidad. Nunca tuvo en más de dos siglos nuestra patria un período de prosperidad material como aquel. Le faltaba, sin embargo, una gran doctrina política que lanzara al pueblo hispano hacia el futuro, engranándolo con las ruedas de la gran máquina de nuestra verdadera historia. Las camarillas cortesanas y los viejos políticos profesionales, apoyados desde el extranjero, donde ya comienzan a recelar de nuestro resurgir, se mueven en la sombra y al fin consiguen derribar a aquel gran hombre, que poco después muere en París con el corazón rebosando amargura. Poco después, en 1931, se vuelve a un segundo ensayo de una 169
República imitación de la francesa, en la que dominan los marxistas, manejados siempre por órdenes de fuera. Vuelve a predicarse el odio entre los españoles, favoreciendo nuestro gran defecto nacional, el feroz y orgulloso individualismo que ya notaron los historiadores romanos. Se queman las iglesias y se persigue la religión católica, expresión de nuestra centenaria manera de entender la vida. Los movimientos separatistas encuentran apoyo en el Gobierno, y la unidad española está a punto de romperse. Se prepara desde Rusia un golpe de Estado que nos convierta en provincia al servicio y para explotación del Imperio ruso. Frente a esto sólo están unas llamadas derechas de mentalidad burguesa —a lo francés — oponiendo a la revolución justa que pedía España un patrioterismo zarzuelero y falso con el que encubrían su egoísmo y la defensa de unos intereses económicos. Todo parece perdido. Pero el pueblo español, despierto e inquieto desde la guerra de la Independencia, buscando su camino, encuentra al fin el hombre —a la vez intelectual y de acción— que va a recoger, unificar y completar aquellos vislumbres parciales de conciencia y destino nacionales, que desde Ganivet y Menéndez y Pelayo hasta la generación del 98 y Ortega habían ido abriéndose paso en las mejores mentes españolas, para llevarlos a la política. Este hombre genial y providencial es José Antonio, que abandonando toda comodidad y los éxitos de su propia profesión de abogado, se entrega a la dura tarea de mostrar al pueblo, y especialmente a la juventud, su auténtico destino. Para hacer llegar a todos los españoles la buena nueva tiene que crear y preparar una minoría que luego la extienda para hacerles saber que se habían descubierto, al fin otra vez, los principios milenarios de dignidad del hombre y hermandad entre los hombres, únicos capaces de ser sentidos como propios por cada español y por ello de moverlo con eficacia y satisfacción. Esta minoría debería construir también el instrumento, el Estado, la rueda del futuro con un engranaje que ajustara a los de la máquina poderosa de nuestro pasado, de forma que pudiera moverse de nuevo y poner en marcha a la Hispanidad entera. Para reunir esta minoría de hombres de buena voluntad fundó José Antonio la Falange. Pero en 1936 las órdenes de Rusia precipitan los acontecimientos y no dan tiempo a que la verdad de la Falange llegue a todos los corazones. Como en 1800 Francia con Napoleón, Moscú juzga madura la fruta peninsular y se dispone a apoderarse de ella mediante su quinta columna, para luego saltar sobre Europa. Es asesinado Calvo Sotelo por orden del 170
propio Gobierno. La calle, la vida y la dignidad de cada ciudadano están a merced de las minorías marxistas. Estalla el movimiento liberador. Interviene Rusia con sus brigadas internacionales, tanques y aviación. José Antonio es asesinado en la prisión de Alicante, sin pruebas. En su testamento pide la unión de todos los españoles y que su sangre sea la última que se vierta en España, perdonando a sus asesinos. Tiene entonces treinta y tres años. Tres años de lucha. Un millón de muertos españoles. Nuestra economía, agricultura e industria destrozadas. Franco consigue la victoria, pero los jefes republicanos se apresuran a huir llevándose por delante todo el oro, la plata y hasta las joyas del Banco de España, que eran el tesoro y la herencia reunida para todo el pueblo por generaciones y generaciones de nuestros antepasados y gracias a la cual habían pagado los Gobiernos anteriores las compras al extranjero de mercancías, abonos, cereales etc., etc., con los que cubrían las necesidades, cada vez mayores, de una nación que aumentaba continuamente el número de sus habitantes sin desarrollar un plan de industrialización o racionalización de su agricultura, entretenida en las discusiones y charlatanerías de los partidos políticos. España está en la mayor pobreza, pero por fin, después de más de dos siglos de servir a intereses extranjeros, es libre e independiente. En abril de 1939, terminaba la guerra libertadora. En el otoño del mismo año estallaba la última guerra mundial. La Península se encuentra separando a los enemigos, cercada por las llamas de una nueva contienda. Al Norte, en los Pirineos, está el ejército alemán victorioso; al Sur, en Gibraltar, la posición clave de los anglosajones. Todos nos presionan para servir a sus intereses. Franco salva nuestra juventud de la guerra manteniendo la neutralidad, la paz y la independencia. El poderoso ejército alemán se detiene ante el valor militar reconocido de Franco y de los españoles. Si en la península hispana se encontrase, en lugar de Franco, el gobierno republicanomarxista, no cabe duda de que, como servían los intereses de Francia o Rusia, hubieran sacrificado a nuestra juventud llevándola a luchar, como cipayos, al servicio —como siempre— de otros pueblos. Terminada la guerra mundial, España sigue cercada por los nacionalismos egoístas, de origen germánico, enemigos de los principios españoles de la especial dignidad del hombre entre todos los seres de la Naturaleza, y de la igualdad entre todos los pueblos y razas, con la pretensión de volver a someternos a su interés y dividirnos para mejor dominarnos.
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Estos nacionalismos luchan a su vez entre sí, disputándose la explotación económica del mundo, y contra el nuevo imperialismo eslavo de Moscú. Entre estas tremendas fuerzas, desencadenadas y desarrolladas sin cesar desde que cayó derrotada la idea hispánica de paz universal y hermandad cristiana en el siglo XVII, mantiene Franco, milagrosamente, a la España libre como un islote alzado frente a las tormentas que le rodean, islote de vida dura y difícil, sin oro y sin riquezas, empobrecido, pero en donde se ha refugiado y arde de nuevo, rodeada de oscuras tempestades, la antorcha de la civilización cristiana que ella salvó durante la Edad Media y donde se conserva —última esperanza— frente al resto de la Europa germanizada, la herencia del Imperio Romano Universal de Trajano y de Teodosio (6). España vuelve a decir al mundo: “Todos los hombres son iguales, porque todos nacieron de una misma pareja; todos los hombres tienen una misma y trascendental dignidad, por poseer los valores eternos de un alma capaz de salvarse o condenarse y por ser hechos a imagen y semejanza de Dios; todos los hombres pueden vivir en paz sobre la tierra, hermanados en estos principios hispánicos, renunciando a los egoísmos de razas, naciones y clases, que se fingen superiores a las demás para explotarlas Como tantas otras veces, a través de más de dos mil años de historia, torna la antigua estirpe ibérica, después de unos siglos de derrota, a alzar la cabeza para afirmarse tenazmente en sus principios; en aquellos principios que obligó a aceptar a Roma, en la Edad Antigua, preparando así la siembra del cristianismo en su Imperio y con los que luego, durante la Edad Media, absorbió a los godos y su germánico racismo y salvó después a la recién nacida cristiandad europea de las acometidas sucesivas del Islam. Hoy estamos todavía dentro de la Edad Moderna y sufriendo las consecuencias mundiales de que las naciones cristianas de Europa, germanizadas y racistas, no quisieran seguir a España durante los siglos XVI y XVII para sembrar la semilla cristiana en el mundo y establecer el imperio universal de la paz y la justicia, prefiriendo, en cambio, aprovechar su crecimiento y fortaleza para la explotación y esclavitud económica de los otros pueblos en beneficio de su propio bienestar material. Pero España, de nuevo libre y solitaria, vuelve a señalar a todas las razas la única posibilidad de salvación, reanudando su historia sobre los mismos principios y bases de hermandad y dignidad humanas que Dios, 172
providencialmente, puso en nuestro pueblo. El materialismo nacionalista no nos comprende, se niega a escucharnos y nos ataca, abierta o encubiertamente, pero nuestra esperanza mira hacia los pueblos hispanos católicos que engendramos en América, dotados de los mismos sentimientos nuestros, primordiales, de dignidad del hombre y de igualdad entre los hombres. Allí vive la antigua estirpe ibérica con sus virtudes y defectos, pero con idénticos profundos sentimientos. Allí vive la sola esperanza de un mundo de paz (7). Unamos, en el futuro inmediato, las tierras y los hombres hispanos y entonces doscientos millones de hombres con riquezas inmensas, que se extienden desde los Pirineos al Polo Sur, harán pesar su voluntad, la paz y la justicia en la balanza mundial y su voz tendrá que ser escuchada. Si así sucede habremos otra vez salvado la Cristiandad y la civilización y con ello a la Humanidad entera.
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NOTAS A LA LECCIÓN SEXTA
(1) Osvaldo Lira coincide también con esta interpretación, señalando esta coincidencia desde observatorios distintos la existencia de una verdad objetiva en cuanto vamos indicando: “es perfectamente natural que un pueblo que ha seguido, como masa popular, conservando intacto su vigor, llegue a irrumpir de cuando en cuando con fuerza irresistible a través de la pauta establecida por una clase directora con la cual ha dejado ya, hace tiempo, de entenderse. Goya y la Independencia constituyen, cada cual a su modo, dos de esas irrupciones, y tan vigorosas, que la sacudida espiritual producida por ellas, resulta suficiente para fecundar buena parte del siglo XIX y para infundirle al Romanticismo una tonalidad emotiva que logra hacer de él el movimiento más afín al Siglo de Oro que brotó durante esos siglos en España. No es todavía, evidentemente, lo ideal; pero es lo que, dentro del extranjerismo, se aproxima más a lo ideal. Faltaban aún en los sectores dirigentes españoles la necesaria robustez espiritual para haberlo totalmente asimilado” (“Visión de España”. En La Vida en Torno, R. de Occidente, pág. 330). En este mismo sentido creemos que nos habla Unamuno cuando escribe, en 1895: “El Dos de Mayo es, en todos los sentidos, la fecha simbólica de nuestra regeneración” (“En torno al casticismo”, Ensayos, I, 9); y Laín Entralgo: “en 1803, por obra de un estimulo fortuito, sale España de la calma razonable en que había vivido durante el siglo XVIII y calza otra vez el coturno trágico” (“Hispanidad y Modernidad”, Cuadernos Hispanoamericanos. II, página 293). También Ortega dice: “no había habido en los españoles, durante los primeros cincuenta años del siglo XIX, complejidad, reflexión, plenitud de intelecto; pero había habido coraje, esfuerzo, dinamismo”, y diagnosticando de nuevo el proceso que esteriliza tanto esfuerzo, señala cómo entonces: “España es la inconsciencia; en España no hay más que pueblo…Falta la levadura para la fermentación histórica; los pocos que espiritualicen y den un sentido a la vida de los muchos”. (“Vieja y nueva 174
política”, O. C., I. 280. y “Asamblea par el progreso de las Ciencias”, O. C., I, 105.) Waldo Franck (España virgen, página 119) escribe asimismo: “Todo el siglo XIX de España no fue más que el umbral oscuro y tormentoso de este despertar”. (2) Julio Icaza Tigerino (Revista de Estudios Políticos, núm. 46, págs. 144 y 145), afirma lo siguiente, como buen conocedor de la América, donde nació: “Con la independencia, el indio pierde sencillamente su situación privilegiada de protegido del Estado que tenía en la legislación española. En lo político, desaparecieron los ayuntamientos y municipios indígenas, que eran la escuela más importante de educación política del indio. En lo económico y social, desapareció la propiedad comunal indígena y fue abolido el derecho de exención de impuestos y alcabalas de que gozaba el indio sobre esa propiedad y sobre la venta de sus productos. La única contribución que pagaba el indio al Estado español era el tributo que consistía en la suma de dos pesos anuales”. “De esta manera el indio se vio completamente aislado de la vida social y nacional, con las siguientes tremendas consecuencias: 1.a Que el proceso de mestización se detuvo, quedando prácticamente estancado. 2. a Que el proceso de evolución de la mentalidad social y política del indio no sólo se detuvo, sino que sufrió un retroceso notable al desaparecer las instituciones que favorecían su desarrollo y las formas de vida que garantizaban al indio una sólida situación económica por el aprovechamiento de sus aptitudes naturales y de sus recursos materiales. 3.a Que el indio, así invalidado, proletarizado y masificado, se convirtió en un peligro social y en un elemento de anarquía, fácil presa de la demagogia revolucionaria.” “Para nuestras repúblicas liberales, el indio ha sido un ser antisocial, al que se ha combatido a sangre y fuego muchas veces en verdaderas campañas militares, bastante más crueles y sanguinarias que las de los conquistadores españoles.” (3) Con razón dice Américo Castro que la auténtica democracia —no escrita en ninguna constitución— de las costumbres y del vivir español, basada en la dignidad de la persona humana reconocida a todo hombre por el sólo hecho de serlo, es lo opuesto a la “democracia liberal” de origen ultrapirenaico: “El democratismo español representa el polo opuesto de la democracia basada en “los derechos del hombre”, algo que al español no le entró nunca ni en su cabeza ni en su vida” (Véase “España en su Historia”, de Américo Castro, pág. 594). 175
(4) Además del de Menéndez Pelayo, el juicio de Ortega sobre la Restauración nos sigue pareciendo certero: “La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el empresario de la fantasmagoría. Orden, orden público, paz..., es la única voz que se escucha de un cabo a otro de la Restauración. Y para que no se altere el orden público, se renuncia a atacar a ninguno de los problemas vitales de España...” (Laín, España como problema, pág. 41). (5) El desastre de 1898 conmovió a estos espíritus tan españoles hondamente. Cajal escribe en sus Recuerdos: “Recibí la nueva horrenda y angustiosa como una bomba”. Azorín nos describe la política de su juventud como: “políticos discurseadores y venales, periodistas vacíos y palabreros... Toda una época de trivialidad, de chabacanería, en la historia de España” (Azorín, La voluntad, O. S., pág. 105). Entre estos grandes espíritus españoles de la llamada generación del 98 es de justicia incluir al lado de su gran amigo Unamuno— al gran poeta catalán Maragall que tan bien intentó ver el carácter esencial de lo español: “... el individualismo místico materialista hispano, su posición frente a la ciencia positiva moderna y la consiguiente misión viva de la España en el mundo actual. Si esta visión cundiera en el espíritu español, podría pensarse en un porvenir de España, en un porvenir glorioso: porque un pueblo vive sólo en cuanto se siente un espíritu propio y una misión consiguiente” (Cartas a Unamuno de Juan Maragall). (6) Ortega mismo —un occidentalista—, y ya en 1914, pronostica que: “Europa entera ha ingresado en una crisis de la ideología política”; y después, en 1922, se pregunta: ‘‘¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma continental están ya exhaustos, como canteras desventuradas?”. “Todo anuncia que la llamada Edad Moderna toca a su fin”, y agrega: “Que España no haya sido un pueblo moderno; que, por lo menos, no lo haya sido en grado suficiente, es cosa que a estas fechas no debe entristecernos mucho”. “En estos tiempos que cuentan con complicadas técnicas para todo, sólo se hace una cosa al buen tuntún: vivir. Así ha llegado la individualidad humana al más extremo rebajamiento, a la cultura democrática” (O. C., I, 301 —III. 40—, III, 123, 11; II, 133 y 158) (citas tomadas de Laín, España como problema). (7) Agreguemos en esta última nota las autorizadas y evidentemente apasionadas palabras de Maeztu: “Cuando volvemos los ojos a la actualidad, nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están 176
tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y con la esperanza de que podrán ser salvadas y también con que la necesidad urgente del mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y se extienda por todo el haz de la tierra aquel espíritu español que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de las desigualdades. Así, la obra de España, lejos de ser ruina y polvo, es una fábrica a medio hacer, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida que está pidiendo los músicos que sepan continuarla” (Defensa de la Hispanidad, pág. 23). Añadamos ahora, a las palabras de los nuestros, el pensamiento de un gran sabio extranjero. En “Vieja y nueva grandeza del Mundo Hispánico”, del ilustre Karl Vossler —publicado en Zeitschrilt für Politik en 1933— está escrito: “En resumen y destacando lo esencial, puede decirse: el mundo cultural español de este y el otro lado del océano nos parece haberse quedado tantas leguas atrás del resto de la Humanidad moderna en la actual descomposición de los conceptos y direcciones con que se constituye la comunidad, que pronto volverá a ponerse en la cima, no de la civilización, pero sí de la formación del hombre y auténtica cultura. Toda ascensión se verifica en espiral, y los últimos serán los primeros. En esta esperanza y perspectiva, saludamos al pueblo español y a sus hermanos en el Nuevo Mundo”.
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