3.- LA CONSTRUCCIÓN DE LA ESPAÑA LIBERAL (1833-1874) 1. LA REVOLUCIÓN LIBERAL-BURGUESA El concepto de revolución liberal-burguesa es esencial para describir y explicar las transformaciones sufridas por las sociedades occidentales en los tiempos recientes. Podemos definirla como un proceso violento de sustitución de la sociedad feudo-señorial del Antiguo Régimen por una nueva sociedad liberal burguesa y capitalista. Implica profundos cambios políticos, con la aparición del Estado constitucional organizado sobre la base de la libertad política Y la igualdad jurídica de los ciudadanos, la división de poderes y la soberanía de la nación; cambios económicos, con una gran expansión de las fuerzas productivas: crecimiento demográfico, relaciones de producción basadas en la libre contratación de la fuerza de trabajo, nuevo concepto de la propiedad, libre circulación de capital, creación de mercados nacionales; y una nueva ideología que postula la racionalidad y el cientificismo como forma de fomentar el crecimiento económico y el desarrollo. Todas estas transformaciones se producen bajo la hegemonía de la burguesía como clase social dominante y unas relaciones sociales encaminadas a garantizar la reproducción del capital, de ahí la denominación de capitalismo del nuevo sistema socio-económico. En el caso de España, la revolución liberal-burguesa presentó como rasgos la lentitud y fragilidad de los cambios, las fuertes resistencias de los grupos privilegiados del Antiguo Régimen, la conflictividad e inestabilidad y, como marco general, el retraso en los cambios frente a los países de Europa occidental.
2. LA GUERRA CIVIL (1833-1840). APOYOS Y PLANTEAMIENTOS DE AMBOS BANDOS A la muerte de Fernando VII, las tensiones acumuladas salieron a la luz en forma de una guerra civil especialmente despiadada, que se prolongó durante siete años, enfrentando a absolutistas y liberales. Tuvo su principal teatro de operaciones en el País Vasco y Navarra, aunque los combates se extendieron también a los enclaves montañosos de Cataluña, Aragón y Valencia. La sangría no fue pequeña, pues perdieron su vida casi 200000 personas, cuando el país rondaba los trece millones de habitantes. Desde la primera semana del nuevo reinado se concentraron partidas absolutistas en distintos lugares del país; mientras, la reina regente María Cristina buscó la ayuda del liberalismo, representado por el brazo burgués de la corte, pero no aceptó, por el momento, las presiones progresistas, que insistían en una mayor apertura del régimen. Atento a los problemas iniciales de liberalización del Gobierno, el bando cristino reaccionó con lentitud, sin darse cuenta de que la sublevación ganaba terreno. Por contra, el general guipuzcoano Tomás de Zumalacárregui, estratega formidable y líder austero, pudo disponer de un tiempo precioso para convertir unos efectivos escasos y dispersos en un ejército en toda regla, con un gran conocimiento del terreno.
APOYOS SOCIALES Y PLANTEAMIENTOS DE AMBOS BANDOS Dos formas distintas de concebir el Estado, el Gobierno y la sociedad se encontraron en el campo de batalla con el pretexto de una guerra de sucesión dinástica. El absolutismo monárquico, la intransigencia religiosa y la defensa de los fueros y del régimen tradicional de propiedad de la tierra constituyeron los elementos fundamentales de la ideología carlista, que fue configurándose a raíz de los primeros enfrentamientos de 1833. El primer carlismo fue una verdadera reacción rural contra el progreso político y cultural de la ciudad. A pesar del protagonismo de algunos notables locales en ella, no perdió nunca su condición de insurrección popular. Con el reconocimiento de los fueros vascongados por don Carlos, el carlismo se atrajo a la población campesina norteña, sacando partido del malestar provocado por la política uniformadora y anticlerical del liberalismo.
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Sin embargo, no consiguió convencer a las clases ilustradas, contrarias al integrismo religioso del pretendiente, ni a la burguesía y el proletariado urbano, que se alistaron en las milicias locales, defensoras de la reina regente. Rusia, Austria y Prusia dieron su apoyo a don Carlos, en tanto que los regímenes liberales de Inglaterra, Francia y Portugal ofrecieron el suyo al gobierno de María Cristina. Durante la "carlistada", España fue un hervidero de idealistas, buscadores de aventura y reporteros, que acudían a los frentes de combate convencidos de que allí se estaba decidiendo el futuro de la civilización europea. En las zonas controladas por él, don Carlos declaró nulas todas las medidas desamortizadoras y recogió a los clérigos expulsados de sus conventos por la legislación anticlerical de los liberales. La propaganda carlista manifestaba, asimismo, el contraste entre la alegre María Cristina, rodeada de divertidos palaciegos, y su cuñado don Carlos, meticuloso en sus devociones, con una corte austera y un ejército encomendado al mando supremo de la Virgen Dolorosa.
LA EVOLUCIÓN DE LA GUERRA CARLISTA Los ataques por sorpresa y la movilidad de sus tropas reportaron a los carlistas sus primeros éxitos ante el ejército de la reina y el afianzamiento de la sublevación en el País Vasco y Navarra. Salvo en las capitales vascas y el sur de Navarra, el pretendiente, que se hacía llamar Carlos V, pudo sentirse monarca en un territorio comprendido entre el Ebro y el Cantábrico, con su gobierno y leyes propias, pero sin deseo secesionista alguno respecto a España: su objetivo era Madrid. La toma de las capitales del País Vasco era la obsesión de los líderes carlistas; de ahí, el atractivo fatal del sitio de Bilbao, que malgastó las posibilidades de una victoria última sobre los liberales. El asedio de la villa, realizado en contra de la opinión de Zumalacárregui, que hubiera preferido lanzar una campaña móvil hacia Madrid, supuso un giro crucial en el desarrollo de la contienda. Terminó en un fracaso y se cobró la vida del legendario militar, que no encontró digno sucesor entre los divididos mandos carlistas. En diciembre de 1836, después de la batalla de Luchana, el general Espartero levantó el sitio de Bilbao, en cuya operación los liberales tuvieron la eficaz ayuda de la marina británica. No terminó la guerra, pues las partidas guerrilleras siguieron operando y el ejército liberal caía frecuentemente en emboscadas y se desesperaba ante la imposibilidad de obligar a las tropas del pretendiente a una acción en campo abierto. Con el cansancio de la contienda aumentaron las voces que aconsejaban a la reina María Cristina garantizar los fueros vascos para quitar, así, su bandera a don Carlos. La crisis interna del carlismo, con enfrentamientos entre castellanos y navarros; la fatiga de la tropa y los civiles, todo allanaba el camino hacia el final de la guerra, que se hizo inminente cuando Maroto, jefe supremo del ejército carlista, mandó fusilar a los generales contrarios al acuerdo de paz.
EL FIN DE LA GUERRA Y EL ACUERDO DE VERGARA Las conversaciones secretas de Maroto con Espartero culminaron en el Convenio de Vergara, de agosto de 1839, que preparó el término de la contienda. El general liberal se comprometía a recomendar al Gobierno el mantenimiento de los fueros vascos, mientras que los pactistas de Maroto, con sus pagas y ascensos asegurados, reconocían a Isabel II como reina. La pacificación del País Vasco permitió a los liberales concluir la guerra en 1840, con el sometimiento de los focos del Maestrazgo y Cataluña, e implantar en España el régimen constitucional. La importancia del carlismo en la historia de España, no obstante, rebasa con mucho los límites del enfrentamiento desatado entre absolutistas y liberales a la muerte de Fernando VII. Entre 1833 y 1876 el conflicto se manifestaría a través de tres guerras civiles, pero el ideario carlista, como versión española del tradicionalismo europeo, tuvo más larga vida. A lo largo de un siglo de existencia el carlismo fue un movimiento de protesta contra las corrientes dominantes de la época: liberalismo y capitalismo, industrialización y urbanismo, socialismo e irreligiosidad.
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En un comienzo contó con el apoyo de aquellos sectores que se oponían a tales procesos: el clero conservador; la pequeña nobleza; la clase campesina de las provincias vascas, de Navarra y de Valencia; los la adores de Cataluña y del Bajo Aragón, y los artesanos de las pequeñas ciudades de estas regiones.
3. LA EVOLUCIÓN POLÍTICA (1833-1843) Al tiempo que con la muerte de Fernando VII se iniciaba la guerra civil por su sucesión, comenzaba la construcción de la nueva España liberal. La primera propuesta de los consejeros de María Cristina de Borbón -viuda de Fernando Vil y reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija Isabel II- fue realizar unas reformas, que parecían necesarias, a fin de alcanzar un "justo medio" que pudiera atraer a los ya autodenominados carlistas y a los nuevos liberales.
MODERADOS Y PROGRESISTAS Entre los moderados y los progresistas -estos últimos llamados hasta entonces exaltados o radicales- no había demasiadas diferencias. Para dar estabilidad al Estado, ambos admitían ciertas bases, que pueden resumirse en la aceptación de una ley fundamental escrita, la Constitución, y de unos órganos representativos de la nación basados en el sufragio censitario, y en la necesidad de un régimen con opinión pública y con libertades individuales. El modelo moderado era pragmático, trataba de conjugar tradición y modernidad; atendía prioritariamente a intereses económicos más que a principios políticos; su preocupación fundamental era construir un Estado unitario y seguro servido por una administración centralizadora controlada por clases propietarias e ilustradas, sin intervención de las clases populares ni reconocimiento del principio de soberanía nacional. Consideran la monarquía como institución clave del sistema político. El poder debía estar controlado por las clases propietarias e ilustradas, que eran las capacitadas para hacerlo, en tanto se dejaba de lado la gran masa de las clases populares. Para ello, el procedimiento elegido fue el sufragio censitario que determinaba los límites de la participación política, solamente podrían ser electores aquellos que pagaran al Estado una determinada cantidad anual en concepto de contribución por la propiedad, o que tuvieran una determinada profesión. El modelo progresista planteaba un programa reformista -no revolucionario- sustentado en principios políticos: la soberanía reside en el pueblo; las Cortes representan dicha soberanía y ejercen el poder legislativo; la Constitución es la norma superior del Estado, el rey debe jurarla y cumplir sus preceptos; el rey reina pero no gobierna porque es un poder neutral. También defendían el sufragio censitario, pero menos restringido porque se reducía la cantidad anual exigida para ser elector. Eran partidarios del librecambio y de eliminar el servicio militar obligatorio, creando un ejército profesional. Las clases medias, propietarios medios de tierra, comerciantes, manufactureros e intelectuales universitarios, fueron su principal clientela política. Hasta mediados de los años cincuenta también contaron con el apoyo de pequeños artesanos y obreros industriales.
EL ESTATUTO REAL En este punto, la Corona se convirtió en el factor decisivo del proceso político. En enero de 1834, el nuevo ministro Martínez de la Rosa, una vez que se dio cuenta de que era imposible acuerdo alguno con los carlistas, intentó lograr un equilibrio entre las tendencias -moderada y radical- de los pocos liberales que se habían ofrecido a ayudar a María Cristina para comenzar a andar por la nueva senda liberal. El primer resultado fue la elaboración del Estatuto Real. El Estatuto, que fue sancionado y firmado por la reina gobernadora en abril de 1834, fijó por escrito el deseo de una transición entre el Antiguo y el Nuevo Régimen que no resultara demasiado traumática. Por un lado, era una Carta otorgada de parecida naturaleza a la Carta constitucional que en 1814 había ofrecido Luis XVIII a los franceses: el monarca, sin que las Cortes intervinieran, se limitaba a consentir a su lado otros poderes del Estado; por otra parte, era una Constitución incompleta: no regulaba los poderes del rey ni del Gobierno, ni recogía declaración alguna sobre los derechos de los individuos.
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En los dos años siguientes a su promulgación pudo comprobarse que no satisfacía a los liberales radicales, quienes proponían una auténtica Constitución nueva -elaborada desde la soberanía nacional- o la vuelta a la de 1812. La opinión liberal generalizada era que el Estatuto no solo no solucionaba los problemas acuciantes, sino que resultaba un freno para realizar las auténticas reformas que se solicitaban.
LA RADICALIZACIÓN LIBERAL. LA CONSTITUCIÓN DE 1837 La incierta evolución de la guerra carlista y la desastrosa situación de la Hacienda pública provocaron un clima de crispación social y política que en julio de 1836 se manifestó a través de rebeliones extendidas por gran parte del estado cuya culminación será el pronunciamiento de los sargentos en La Granja (agosto 1836) que obligó a la regente a restablecer la Constitución de 1812 y entregar el gobierno a los progresistas. Las Cortes Constituyentes surgidas al amparo constitucional decidieron elaborar una nueva constitución ante los problemas de adaptación de "La Pepa" de 1812. La promulgación de la nueva Constitución -18 de junio de 1837- coincidió con un momento especialmente comprometido para los isabelinos porque el ejército carlista avanzaba con firmeza hacia Madrid, donde llegaría en septiembre, por ello reflejó un consenso entre los dos grupos liberales, intentando que con esta constitución pudieran gobernar ambos. De hecho así fue entre 1837 y 1840. Era una Constitución breve (77 artículos), bicameral, basada en los principios de la soberanía nacional, división de poderes y reconocimiento de los derechos individuales, aunque todo ello matizado por el acuerdo entre progresistas y moderados. Los aspectos más progresistas fueron la libertad de prensa, la autonomía política y de gestión otorgada a los ayuntamientos -elegidos por los vecinos sin intervención del poder central- y la recuperación de la Milicia Nacional, compuesta por voluntarios y dependiente del poder local.
LA REGENCIA DE ESPARTERO La cuestión de los ayuntamientos y de la Milicia Nacional sacó a la luz la auténtica lucha por el poder entre moderados y progresistas en los años siguientes. Tras el fin de la guerra con los carlistas, el prestigio del general progresista Espartero era grande. Efectivamente, después de su triunfo en Luchana (1836), este general de origen social humilde se había convertido en un auténtico ídolo de los liberales progresistas. Pero su prestigio creció aún más cuando en 1840 defendió los alzamientos de las provincias frente al proyecto de Ley de Ayuntamientos que un gobierno moderado había presentado: por él se reducía el poder independiente de los ayuntamientos al establecer que los alcaldes no serían elegidos, sino nombrados por los gobiernos, con lo que se conculcaba el artículo 70 de la Constitución vigente. Pese a esto, la reina gobernadora firmó la ley en julio; pero con la firma llegaron los desórdenes y María Cristina decidió viajar a Francia, renunciando a gobernar. Se formó entonces un breve ministerio-regencia, presidido por Espartero, que duró hasta 1841, año en que las Cortes lo eligieron regente. Durante tres años gobernó de manera autoritaria, aislándose de sectores del progresismo y con el único apoyo de un grupo de militares adictos. Reprimió con dureza pronunciamientos moderados -el general Diego de León, entre otros, fue fusilado a pesar de las numerosas peticiones de indulto-. En 1842 llegó a ordenar el bombardeo de barrios de Barcelona, donde se habían producido motines a causa de una seria crisis industrial, acentuada por un tratado comercial con Inglaterra contrario a los intereses de la industria textil catalana. Su mandato estuvo salpicado de revueltas encabezadas por generales moderados partidarios de María Cristina -O'Donnell, Narváez, De la Concha...- y finalizó en los últimos días de julio de 1843, con un nuevo pronunciamiento del general Narváez, que puso de manifiesto que apenas le quedaban partidarios. Tanto moderados como progresistas habían decidido acabar con su excesivo poder personal.
4. LA DÉCADA MODERADA (1844-1854) Ya en los últimos meses de 1843, los moderados comenzaron a desplazar definitivamente a los progresistas del poder. Al tiempo que esto sucedía, creció la opinión de que era hora de asentar el Estado sobre unas bases
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firmes, reformando, entre otras medidas, la Constitución de 1837, entonces en vigor. Cuando Narváez llegó a la presidencia del Gobierno, en mayo de 1844, inició una serie de reformas que limitaban las libertades propuestas por los progresistas, robusteciendo el poder de la Corona y organizando una administración centralista.
LAS REFORMAS MODERADAS Y LA CONSTITUCIÓN DE 1845 El orden público estricto y el control político desde una administración centralizada fueron los principios orientadores de las reformas moderadas. En 1843 se suprime la Milicia Nacional, sustituida por un nuevo cuerpo del orden público, la Guardia Civil (1844), con estatus militar y encargada de salvaguardar el orden público y la propiedad privada, bajo las órdenes directas del delegado político del gobierno en las provincias -más tarde, gobernador civil-, pudiendo actuar a iniciativa propia si faltara dicha autoridad. En enero de 1845 una ley orgánica suprimió el carácter electivo de los alcaldes, siendo nombrados por el Gobierno. En julio de 1845 se pasó al control directo de la imprenta y de la prensa, suprimiendo el jurado que entendía en esos temas. La liquidación del consenso constitucional se culminó con la promulgación de una nueva Constitución que, presentada como "mejora" de la de 1837, sustituyó el principio de soberanía nacional por la soberanía compartida, limitando el poder de las Cortes y ampliando las prerrogativas del rey.
EL CLERICALISMO MODERADO: EL CONCORDATO DE 1851 Otro aspecto destacado de la Constitución fue la declaración de que la religión de la nación española era la católica, apostólica y romana, frente a la Constitución de 1837, que se limitaba a enunciar el hecho de que la religión católica era la que profesaban los españoles. Por entonces, los moderados intentaban restablecer las relaciones con el Papa, después de la ruptura provocada por la desamortización de Mendizábal, y negociaron un concordato que se firmaría en 1851. Las primeras medidas adoptadas en 1844 habían sido la suspensión de nuevas subastas de bienes del clero y la orden de que el producto de los bienes, que todavía eran susceptibles de ventas, se aplicara íntegramente al mantenimiento del clero secular y de las órdenes religiosas. El concordato interpretaba que la única religión del Estado era la católica, lo cual entrañaba obligaciones del poder civil para la defensa de la religión. Las principales consecuencias de esta afirmación eran la intervención que se concedía a los obispos en la enseñanza y el apoyo que los gobiernos se obligarían a prestarles en la represión de las llamadas doctrinas heréticas. De hecho, ya una disposición gubernamental de 1844 había concedido -en plena consonancia con las medidas adoptadas por entonces para regular la libertad de imprenta- la capacidad de censurar las obras sobre religión y moral. En el orden político, los gobiernos moderados iban a conseguir dos importantes logros: la aceptación por Roma de que los bienes desamortizados quedaran en manos de sus propietarios, lo cual implicaba acabar con la persecución de los compradores, que formaban el núcleo del partido moderado, y la renovación del derecho de presentación de obispos, establecidos en el anterior concordato de 1753. Cuando quedaba vacante alguna diócesis, el Gobierno proponía tres nombres para que Roma eligiera entre ellos al nuevo obispo, lo cual significaba que, en adelante, los gobiernos propondrían a adictos a sus programas y pretensiones. En este proceso de acercamiento a la Iglesia había prevalecido la convicción de los moderados de que el orden público pasaba por un pacto con la religión, elemento que resultaba primordial para mantener la tranquilidad general, que era lo que importaba.
LA ORGANIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN Los objetivos fundamentales de los moderados eran tres: un orden jurídico unitario, una administración centralizada y una Hacienda con unos impuestos únicos. El deseo de componer un corpus de leyes unitario que sirviera para todos, y que implicaba la eliminación de los fueros, leyes y costumbres excepcionales, ya estaba presente en 1843 o en los primeros momentos del partido moderado. Se formó una Comisión General de Codificación para elaborar, respondiendo a las pretensiones del liberalismo moderado en el poder, un proyecto de Código Civil centrado en la defensa de la propiedad privada. Presentado al Gobierno en 1851, y rechazado, será el texto básico para la redacción del código de 1889, que sería calificado como "un cántico a la propiedad privada". De acuerdo con este interés, complementando al proyecto, en 1848 se publicó el nuevo Código Penal.
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La centralización y organización administrativa, sustentada por la reforma territorial de Javier de Burgos de 1833, quedó consolidada y uniformada, desde enero de 1845, mediante leyes concretas que regulaban la ordenación provincial y la administración local, concentrando en los gobernadores civiles la autoridad de cada provincia y haciendo depender de ellos a los alcaldes de las poblaciones. Se producía así una conexión poder central-poder local que eliminaba las posibles veleidades de este último. Mediante un decreto de septiembre de 1845, se centralizó la instrucción pública y se organizó la enseñanza en sus distintos niveles según el modelo francés, tan imitado por la Administración española a lo largo del siglo. La tercera de las reformas, y quizá la más urgente, fue la hacendística. Para superar la confusión e ineficacia que había caracterizado a la Hacienda estatal, se refundieron los innumerables impuestos antiguos en unos pocos de corte moderno, con el fin de racionalizar su cobro. La reforma se concretó en nuevas contribuciones directas -territoriales, industriales y de comercio-; pero, al no estar apoyada por la confección de un catastro ni unas estadísticas fiables, no se pudo evitar que prosiguiera la tradición del fraude y de la evasión fiscal. Como resultado de ello, no se lograron generar los ingresos suficientes para el Estado, por lo que hubo que recurrir de nuevo a potenciar los impuestos indirectos y, en especial, el impopular sobre los consumos.
5. EL BIENIO PROGRESISTA (1854-1856) El escandaloso favoritismo en todos los campos de la vida social y la generalizada corrupción existente en la política económica y financiera de los gobiernos moderados provocaron reacciones y movimientos subversivos en amplios sectores de la opinión liberal, incluida la moderada, que finalmente llevaron a la calle a las clases populares. La revolución de 1854 trajo consigo un cambio de rumbo en la orientación política del país, mediante un nuevo pronunciamiento militar. En julio de 1854, una facción del ejército encabezada por el general moderado O'Donnell se pronunció en Vicálvaro, enfrentándose a las tropas del Gobierno. El resultado de la acción quedó indeciso y O'Donnell se retiró camino de Andalucía. En Manzanares se le unió el general Serrano y ambos decidieron lanzar un Manifiesto al País con promesas progresistas. Desde que se produjo su difusión, las agitaciones populares proliferaron y casi toda España se unió a la insurrección, de modo que el alzamiento militar moderado quedó desbordado y convertido en un movimiento popular y progresista, que, además, en algunos lugares -principalmente en Barcelona- tuvo dimensiones obreristas. A la vista de los acontecimientos, la reina Isabel II decidió entregar el poder a la principal figura del progresismo, el general Espartero.
LAS REFORMAS PROGRESISTAS DEL BIENIO Finalizaba así la década moderada y comenzaba lo que se llamó el Bienio Progresista, que duraría hasta septiembre de 1856, un tiempo en el que los gobiernos se esforzaron por poner en práctica medidas genuinamente liberales. El punto principal fue la elaboración de una nueva Constitución que, al final, no fue promulgada (non-nata) debido a las largas discusiones y a los diversos sucesos políticos acontecidos. El texto refleja más genuinamente que ningún otro documento el ideario del partido progresista. Reúne todos sus dogmas: la soberanía nacional, el establecimiento de limitaciones al poder de la Corona, una prensa sometida al juicio de un jurado, la vuelta de la Milicia Nacional eliminada por los moderados, los alcaldes elegidos por los vecinos y no designados por el poder central, un Senado elegido por los votantes y no por designación de la Corona, autonomía de las Cortes y primacía del Congreso sobre el Senado en el momento de la decisión sobre los presupuestos anuales, y tolerancia religiosa. La política económica tuvo como eje principal la desamortización -ley de 1 de mayo de 1855, de P. Madoz-, y una serie de leyes económicas para atraer capitales extranjeros, relanzar la actividad crediticia de los bancos y fomentar el ferrocarril, símbolo de la industrialización y el progreso: Ley de Ferrocarriles de 1855, Ley Bancaria de 1856 y creación del Banco de España en ese mismo año.
NUEVAS CORRIENTES POLÍTICAS En este sentido, la preocupación por liberalizar los derechos individuales y el mecanismo electoral, ensanchando así la base de los votantes, facilitó que salieran a la luz corrientes políticas que habían sido reprimidas durante el régimen anterior. A la izquierda del progresismo se consolidaron las opciones demócrata y republicana; esta recogía, a su vez, corrientes como el socialismo y el federalismo.
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Los orígenes del llamado partido demócrata se remontan a la regencia de Espartero. Hacia 1840, la opinión democrática y republicana se extendía en círculos reducidos del progresismo atraídos por el fourierismo. Sixto Cámara fue una de las figuras más relevantes de aquel grupo de periodistas y conspiradores que exigían democracia, república y cambios sociales en las condiciones de vida del pueblo trabajador. junto con Fernando Garrido, quien había dirigido El Amigo del Pueblo, fundó en 1849 el periódico La Asociación, portavoz del grupo. De entre los progresistas surgieron muy pronto tendencias avanzadas preocupadas por " la cuestión social", que se difundía por medio de periódicos como La Fraternidad, La Reforma -Económica o El Republicano. En cuanto al movimiento obrero en España, sus orígenes se sitúan en 1840, cuando surgen las primeras organizaciones de trabajadores en Cataluña. El tejedor Juan Muns lideraba la Asociación Mutua de Obreros de la Industria Algodonera, que promovió las primeras huelgas por mejoras salariales. Durante la Década Moderada, el movimiento obrero se debatió entre la prohibición y algún momento de tolerancia. Con el Bienio Progresista crecieron las esperanzas de reconocimiento y libertad de asociación y el incipiente movimiento obrero ensayó sus primeras fórmulas de acción, incluida la huelga general. A la vez, el carlismo volvió a dar señales de vida, promoviendo partidas armadas en el campo. En definitiva, durante estos dos años, los gobiernos progresistas se vieron continuamente hostigados en las sesiones de las Cortes y en los medios de comunicación por la derecha, decidida a poner todo tipo de impedimentos al régimen, y por la izquierda radical, que luchaba denodadamente para que no se perdiera la oportunidad de realizar reformas democráticas. Las acciones reivindicativas de obreros y campesinos y los intentos políticos de signo revolucionario para acabar con los gobiernos fueron constantes. La inseguridad en la calle y la conflictividad aumentaron. Con estos ingredientes, una nueva crisis estaba servida.
6. LA UNIÓN LIBERAL Y EL RETORNO DEL MODERANTISMO (1856-1868) La crisis se produjo, por fin, en julio de 1856: ante la inestabilidad existente, O'Donnell dio un auténtico golpe de Estado contra la mayoría parlamentaria y desplazó del poder al general Espartero y al partido progresista. De este modo, el Bienio Progresista acabó como había comenzado, es decir, a tiros y con derramamiento de sangre en las calles de Madrid durante los días 15 y 16 de ese mes de julio. O'Donnell asumió la presidencia del Gobierno con el respaldo de su nuevo partido, la Unión Liberal, y presentó los objetivos principales de su política: consolidación de la monarquía constitucional; respeto a "los legítimos derechos y legítimas libertades"; restablecimiento del orden público, y conciliación de las tendencias, moderada y progresista. El general Leopoldo O'Donnell intentaba en 1856 establecer un liberalismo centrista. Repuso la Constitución de 1845 con un Acta Adicional que reconocía algunos principios progresistas, suprimió la Milicia Nacional y reorganizó los ayuntamientos. Este gobierno de la Unión Liberal, sin embargo, fue breve. Retornó Narváez al Gobierno con la supresión del Acta Adicional, la interrupción de la desamortización y rodeándose de los elementos más conservadores del moderantismo, los llamados neocatólicos, y con el decidido apoyo de la reina, que se identificaba con la facción más reaccionaria del moderantismo. Una nueva oportunidad para la Unión Liberal fue el período 1858-1863. Fueron años de expansión económica en los que España se incorporó al lado de Francia a la carrera por reconstruir un imperio colonial. La guerra de Marruecos (1859-1861), con escasos logros territoriales pero de notable exaltación patriótica, junto con sendas expediciones a México e Indochina, dieron cierto prestigio al Gobierno. En estas aventuras adquirió un gran reconocimiento el general Prim, líder progresista y convencido defensor de la monarquía constitucional, que había sido héroe en Castillejos (Marruecos), en 1859, y antes, observador de guerra en Crimea, gobernador en Puerto Rico y enviado a México para ayudar a los franceses en su intento de derrocar a Juárez. En 1864 volvió Narváez al Gobierno y, con él, una política conservadora y de represión de las libertades públicas.
LA CRISIS DE 1866 Y EL AGOTAMIENTO DEL RÉGIMEN ISABELINO En la crisis final del reinado de Isabel II actuaron como factores estructurales la imposibilidad del moderantismo de responder a las demandas sociales y de participación política de los ciudadanos, el descrédito de Isabel II y su corte de los milagros, y, por último, el malestar social generado por una seria crisis financiera y de subsistencias en 1866. A ello se unieron dos acontecimientos desencadenantes: la expulsión de sus cátedras de
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Julián Sanz del Río y de Emilio Castelar, con la consiguiente manifestación estudiantil ahogada en sangre el 10 de abril de 1865 -la noche de San Daniel-, y la organización de un complot militar liderado por Prim que, si bien fracasó, alentó la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil, intentona en la que fueron fusilados 68 de los participantes y que conmovió a la opinión pública. La crisis económica general se manifestó a partir de 1866. Fue una crisis de subsistencias que trajo escasez de cereales, alza de precios, hambre, enfermedades y una grave crisis financiera. Estas dificultades afectaron a toda la burguesía de los negocios, que era, precisamente, la que en 1833 había optado por defender con su dinero el trono de Isabel II frente a las pretensiones de los carlistas. Prim urdió entre 1864 y 1867 siete planes -basados en el sistema del pronunciamiento militar de un cuartelpara derrocar al Gobierno. Pero fue después del fracaso de la sublevación del cuartel de San Gil, en 1866, cuando comprendió que había que aunar las máximas fuerzas militares y civiles posibles. De esta forma, pactó en Ostende una alianza con el partido demócrata, que se había escindido del progresista, sobre dos bases: la destrucción de todo lo existente, políticamente hablando, y la construcción de un orden nuevo por medio de unas Cortes Constituyentes -que dieran una Constitución- elegidas por sufragio universal. En septiembre de 1868 se produjo, por fin, una sublevación triunfante que provocó la caída de la dinastía borbónica y la esperanza de un régimen democrático para España.
7. ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN LA ESPAÑA ISABELINA El largo proceso de la revolución liberal había empezado en 1808, y en 1840 estaba sin culminar. Las principales normas legales giraron alrededor de la redefinición del nuevo derecho de propiedad. Y ello porque todo régimen liberal no puede entenderse sin el concepto de propiedad privada. Esta, considerada sagrada e inviolable, relacionaba la titularidad individual con la capacidad de disponer libre e ilimitadamente de dicha propiedad.
LOS PRINCIPIOS ECONÓMICOSOCIALES DEL LIBERALISMO Según la doctrina liberal, los individuos tienen como principal derecho natural el de la existencia feliz; esto es, el derecho no solo a existir hoy, sino a tener la certeza de la mejor existencia futura posible. Pero para alcanzar esto último es preciso tener propiedad de bienes, ya que es la manera de asegurar no solo el presente sino, sobre todo, el futuro; de esta forma, la propiedad queda incorporada al citado derecho natural a una existencia feliz, porque se convierte en el medio imprescindible. Por otra parte, puesto que los individuos desean lograr su felicidad, la propiedad da sentido al interés de cada uno por el trabajo, se convierte en el elemento motriz de la sociedad y, al final, es el sustento de la riqueza de las naciones. Pero para que los individuos puedan desarrollar su interés, es preciso que tengan libertad y cuenten con una radical igualdad de oportunidades, puesto que todos, por naturaleza, están buscando lo mismo: la felicidad. La libertad de actuación se convierte en necesaria para que cada uno pugne por lograr su máxima felicidad, lo que significa poder acumular también la máxima propiedad posible. Por tanto, la labor del Estado respecto a la propiedad privada tenía que ser doble: por una parte, debía garantizar la inviolabilidad de tal derecho y proporcionar la libertad precisa para poder ejercerlo y, por otra, debía intervenir lo menos posible en limitarlo. Y ello porque en el pensamiento liberal había una correlación entre propiedad y libertad: sin propiedad, cualquier declaración en favor de la libertad sobraba, pero también la propiedad se desarrollaba con el ejercicio de las libertades.
LA DESAMORTIZACIÓN De acuerdo con esto, ya los diputados de las Cortes de Cádiz, entre 1811 y 1813, iniciaron la labor de convertir en libre la propiedad inmueble del Antiguo Régimen: las fincas rústicas y urbanas. Y es obligado decir iniciaron porque, con los vaivenes políticos de las décadas siguientes, el proceso no finalizaría hasta 1841. La primera tarea fue desvincular los bienes de la nobleza y desamortizar los bienes eclesiásticos y municipales. Ambas acciones pretendían lo mismo: sacar al mercado libre, para que fueran objeto de compra y venta, bienes que el Antiguo Régimen había dejado al margen de este. La palabra desvinculación se aplicaba a los bienes de los particulares, o personas físicas, (como por ejemplo la nobleza), y la de desamortización, a los bienes de las
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personas jurídicas (como los de los eclesiásticos y los municipales). Se trataba, por tanto, de proporcionar las condiciones necesarias para que aumentara el número de propietarios particulares y, con la aplicación de su trabajo a dichos bienes, creciera su felicidad personal y, con ella, la riqueza nacional. La desvinculación supuso, a su vez, una doble decisión. La primera fue la abolición de los señoríos, lo que significaba, por un lado, acabar con una serie de relaciones de dominio que los señores habían tenido, debido a privilegios concedidos por los reyes, sobre los habitantes de unos determinados territorios y, por otro, convertir en propiedad particular y libre aquellas tierras. El proceso iniciado en Cádiz fue largo, a causa de las múltiples quejas y problemas surgidos, y concluyó en 1837. Y eso que, en contraste con la desamortización, esta medida no aportaba un cambio de propietario, sino la transformación de los señores antiguos en propietarios liberales, con una titularidad plena y libre sobre dichos bienes. La segunda medida fue la supresión de los mayorazgos. En Cádiz solo se había insinuado, y la primera ley que la recogía se escribió en 1820, durante el Trienio Liberal. De nuevo, las resistencias de la nobleza retrasarían su culminación hasta 1841. El mayorazgo había sido la fórmula por la que las casas nobiliarias en los siglos anteriores habían podido mantener una gran parte de sus propiedades; el primogénito de la casa recibía por herencia un bloque de bienes del que no era propietario, sino usufructuario, y que podía aumentar con compras, pero nunca vender, manteniendo el deber de transmitirlo a su heredero. La abolición suponía que estos bienes eran declarados libres y que, por tanto, podían ser vendidos por sus titulares. La desamortización, primero de los bienes eclesiásticos y luego de los pueblos, fue la medida práctica de mayor trascendencia tomada por os gobiernos liberales, y se desarrolló durante todo el siglo XIX, entrando incluso en el siglo XX. El hecho de desamortizar tales bienes suponía dos momentos bien diferenciados: primero, la incautación por parte del Estado de esos bienes, por lo que dejaban de ser de manos muertas; es decir, dejaban de estar fuera del mercado, para convertirse en bienes nacionales; y segundo, su puesta en venta, mediante pública subasta. El producto de lo obtenido lo aplicaría el Estado a sus necesidades.
El proceso desamortizador La desamortización, aunque considerada liberal progresista por antonomasia, ya había empezado a ser aplicada en el siglo XVIII. Se ha calculado que desde que se pusieron en venta los primeros bienes de los jesuitas -expulsados de España por Carlos III en 1767- hasta 1924, fecha en que el estatuto municipal de Calvo Sotelo derogó definitivamente las leyes sobre desamortización de los bienes de los pueblos, pasaron a manos de propietarios particulares 19.900.000 hectáreas que habían sido de propiedad colectiva, o sea, el 39% de la superficie del Estado. Este dilatado proceso de ventas no fue continuo, sino resultado de varias desamortizaciones: la de Godoy, ministro de Carlos IV (1798); la de las Cortes de Cádiz (1811-1813); la del Trienio Liberal (1820-1823); la de Mendizábal (1836-1851), y la de Pascual Madoz (1855-1924).
La Desamortización de Mendizábal De estas desamortizaciones, es obligado destacar las dos últimas, y de forma especial la de Mendizábal, porque la puesta en práctica de su decreto trajo la ruptura de las relaciones diplomáticas con Roma y removió y dividió la opinión pública de tal forma, que ha quedado en la historia contemporánea como la desamortización por antonomasia. Cuando en 1835, llamado por sus amigos políticos y hombres de negocios progresistas, llegó desde Londres para presidir el Gobierno, lo que le preocupaba era garantizar la continuidad en el trono de Isabel II, esto era, la del nuevo Estado liberal. Para ello era condición necesaria ganar la guerra carlista, que en ese momento resultaba incierta; pero este objetivo no podría realizarse sin dinero o sin crédito. A su vez, para poder fortalecer la credibilidad del Estado ante futuras peticiones de crédito a instituciones extranjeras, era preciso eliminar, o por lo menos disminuir, la deuda pública hasta entonces contraída o, dicho de otro modo, pagar a los acreedores. Ante la mala situación de Hacienda, calificada por entonces de espantosa, Mendizábal juzgó que había que recurrir a nuevas fuentes de financiación, y estas no eran otras que los bienes eclesiásticos. El decreto desamortizador, publicado en 1836, en medio de la guerra civil con los carlistas, puso en venta todos los bienes del clero regular -frailes y monjas-. De esta forma quedaron en manos del Estado y se subastaron no solamente tierras, sino casas, monasterios y conventos con todos sus enseres -incluidas las obras de arte y los libros-. Al año siguiente, 1837, otra ley amplió la acción, al sacar a la venta los bienes del clero secular -los de las
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catedrales e iglesias en general-, aunque la ejecución de esta última se llevó a cabo unos años más tarde, en 1841, durante la regencia de Espartero. Con la Desamortización de Mendizábal se pretendían lograr varios objetivos a la vez: ganar la guerra carlista; eliminar la deuda pública, al ofrecer a los compradores de bienes la posibilidad de que los pagaran con títulos emitidos por el Estado; atraerse a las filas liberales a los principales beneficiarios de la desamortización, que componían la incipiente burguesía con dinero; poder solicitar nuevos préstamos, al gozar ahora Hacienda de credibilidad, y cambiar la estructura de la propiedad eclesiástica, que de ser amortizada y colectiva pasaría a ser libre e individual. Pero había más: la Iglesia sería reformada y transformada en una institución del Nuevo Régimen, comprometiéndose el Estado a mantener a los clérigos y a subvencionar el correspondiente culto.
La Desamortización general de Madoz El 1 de mayo de 1855, el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, también progresista y amigo de Mendizábal, sacó a la luz su Ley de Desamortización General. Se llamaba "general" porque se ponían en venta todos los bienes de propiedad colectiva: los de los eclesiásticos que no habían sido vendidos en la etapa anterior y los de los pueblos -se llamaban bienes de propios aquellos que proporcionaban, por estar arrendados, una renta al Concejo, en tanto que los comunes no proporcionaban renta y eran utilizados por los vecinos del lugar-. La desamortización de bienes de propios y comunes se prolongó hasta 1924. El procedimiento utilizado para las ventas fue una copia del de Mendizábal; sin embargo, había dos diferencias claras. Una se refería al destino del dinero obtenido: sin las anteriores angustias de Hacienda, fue dedicado a la industrialización del país o, mejor y de modo más concreto, a la expansión del ferrocarril. La otra diferencia estaba en la propiedad de dicho dinero: el Estado no era el propietario, sino los ayuntamientos. Aquel percibiría el importe de las ventas en nombre de estos y lo transformaría en lo que hoy podrían ser bonos del Estado, lo cual significaba que este se convertía en custodio de los fondos de los ayuntamientos, utilizándolos para el bien de todos. En este proceso, la burguesía con dinero fue de nuevo la gran beneficiaria, aunque la participación de los pequeños propietarios de los pueblos fue mucho más elevada que en el anterior de Mendizábal.
Resultados de la Desamortización Habría que concluir señalando que, en conjunto, el proceso de desamortizaciones no sirvió para que las tierras se repartieran entre los menos favorecidos, porque no se intentó hacer ninguna reforma agraria, sino conseguir dinero para los planes del Estado, aunque a medio y largo plazo sí contribuyó a que aumentara el volumen general del producto agrícola, al trabajar los nuevos propietarios tierras que hasta entonces no habían sido labradas. Según el profesor G. Tortella, esta operación gigantesca de compraventa de tierras afectó grandemente a la agricultura española. La extensión de lo vendido se estima en el 50% de la tierra cultivable y su valor entre el 25 y el 33% del valor total de la propiedad inmueble española. La desamortización trajo consigo una expansión de la superficie cultivada y una agricultura algo más productiva. Pero en los cambios acaecidos en el campo español actuaron otros factores, tales como la abolición del diezmo, la supresión de la Mesta, la lenta pero innegable mejora de las condiciones de transporte y comunicación, o las políticas decididamente proteccionistas en favor del cultivo de cereales a partir de 1820. El aumento sostenido de la población pudo haber causado una presión en favor de la extensión y la intensificación del cultivo, tanto o más decisiva que los cambios en la estructura de la propiedad. Otras consecuencias de trascendencia histórica fueron: en lo social, la aparición de un proletariado agrícola, formado por más de dos millones de campesinos sin tierra, jornaleros sometidos a duras condiciones de vida y trabajo solamente estacional; y la conformación de una burguesía terrateniente que con la adquisición ventajosa de tierras y propiedades pretendía emular a la vieja aristocracia. En cuanto a la estructura de la propiedad, apenas varió la situación desequilibrada de predominio del latifundismo en el centro y el sur de la Península y el minifundio en extensas áreas del norte y noroeste. Por otra parte, la enajenación de propiedades municipales trajo consigo el empeoramiento de las condiciones de vida del pequeño campesinado, privado del uso y disfrute de los antiguos bienes del Concejo. Además, el impacto de la desamortización en la pérdida y el expolio de una gran parte del patrimonio artístico y cultural español fue, asimismo, importante.
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Convertida la tierra en un bien de libre mercado, era preciso completar el proceso modernizador de la economía suprimiendo las trabas para conseguir la liberalización del tráfico comercial -eliminando las aduanas interiores que aún persistían- y de la actividad industrial -acabando con los privilegios de los antiguos gremios-. Se intentaban crear así las condiciones para la consolidación de un mercado interior eficiente regulado por un ordenamiento comercial común. También se dieron pasos hacia un tímido librecambismo -reforma arancelaria de Espartero en 1841, Ley de Ferrocarriles de 1855, etc.- fuertemente contestados desde algunos sectores económicos influyentes, como la burguesía textil catalana. Los frecuentes cambios de orientación económica entre proteccionismo y librecambismo, consecuencia de la inestabilidad política del período, contribuyeron a dificultar y retrasar el despegue de la industrialización en España.
LOS COMIENZOS DE LA INDUSTRIALIZACIÓN La industria textil Cataluña había aprovechado su experiencia anterior y posterior a la guerra de la independencia, y la pérdida del mercado americano, para modernizarse. Los factores que explican ese proceso fueron: contar con un mercado nacional reservado y protegido por fuertes aranceles; disponer de recursos procedentes de la agricultura y la exportación de aguardientes; contar con un campesinado de cierta capacidad de trabajo a domicilio y consumo por el tipo de arrendamiento de la tierra, en enfiteusis, lo que dejaba en manos de los cultivadores un nivel de renta aceptable. En los años treinta la burguesía catalana había optado por sustituir la industria de la lana por la del algodón y, al introducir la máquina de vapor y la fábrica como modelo de organización productiva, lograba aumentar la producción, mejorar la calidad y abaratar los precios. Durante el período isabelino se produjo la mecanización casi total de la producción textil algodonera. La fuerza instalada y la importación de algodón en rama se multiplicaron por nueve en estos años. El apoyo recibido desde los gobiernos legislando medidas proteccionistas, que prohibían la entrada de manufacturas extranjeras de algodón, fue definitivo porque, a partir de ese momento y durante el resto del siglo XIX, los textiles catalanes coparon el mercado nacional. Además de Cataluña, algunas áreas de Levante, Madrid, Málaga y Béjar en la industria de paños de lana mantuvieron focos textiles de importancia.
La siderurgia Desde el algodón, la incipiente industria se encaminó hacia el hierro y el acero, y los altos hornos sustituyeron las viejas ferrerías y forjas. Los decenios de 1830 a 1850 contemplaron la hegemonía siderúrgica andaluza, con Málaga y Marbella como principales centros, en manos de la familia Heredia. En el decenio de 1860 se produjo el predominio asturiano, localizado en Mieres y La Felguera, cuando la fundición al carbón vegetal no pudo competir en precios con la fundición al carbón mineral; hacia 1870 los Ybarra en Vizcaya promovieron la renovación tecnológica con el proceso Bessemer, alcanzando el 30% de la producción nacional, de manera que en 1880 la siderurgia vizcaína tenía la primacía del acero.
El ferrocarril La expansión del ferrocarril fue el indicador más fiable del grado de industrialización alcanzado por cada país. Este nuevo medio, imprescindible en el transporte de mercancías en el siglo XIX, desempeñó un papel fundamental en el crecimiento económico de los distintos países. En España, su expansión se retrasó a la segunda mitad del siglo por varias causas: condiciones orográficas poco propicias, estancamiento económico, atraso técnico, ausencia de capitales privados dispuestos a invertir, un Estado que declaraba no tener ingresos e inestabilidad política, aderezada con contiendas civiles. A partir de la progresista Ley General de Ferrocarriles de 1855 -que eliminó los aranceles a las importaciones de material ferroviario y concedió privilegios de expropiación de tierras a las compañías privadas concesionariasse construyó la red ferroviaria con rapidez, merced a la entrada de capitales franceses. Pero se había empezado tarde, lo que colocó a España en una posición de desventaja respecto a otras economías europeas, con los
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efectos consiguientes sobre la formación de un mercado nacional -que precisaba estar comunicado-, sobre la productividad y, en general, sobre el desarrollo de la economía de mercado.
LA NUEVA ESTRUCTURA SOCIAL Con la muerte de Fernando VII (1833) se había iniciado el proceso hacia el definitivo asentamiento del nuevo modelo de sociedad clasista, que sustituía a la sociedad estamental del Antiguo Régimen. El racionalismo liberal considera a todos los hombres iguales en derechos y aspiraciones, pero sus capacidades y actitudes determinan su lugar en la escala social. Mérito y esfuerzo eran el nuevo criterio para establecer el ascenso o descenso de estatus de los individuos y cuya expresión es la propiedad, baremo que regula la participación política mediante el sufragio censitario. La asociación de mérito y propiedad modificó esencialmente, en la práctica, el principió de igualdad y excluyó de la participación política a la mayoría de los ciudadanos.
La aristocracia La nobleza, aunque por entonces aparecía como una reliquia del ya acabado Antiguo Régimen, mantenía, ante todo, una vigencia social. La mentalidad nobiliaria, con su peculiar forma de entender la vida y de actuar, fue el motor externo que en buena medida avivó los movimientos ascensionales de la burguesía dentro de la pirámide social. Muchos historiadores opinan que la clase media careció, en cuanto tal, de una conciencia de clase, porque seguía teniendo a la nobleza como ejemplo para imitar; y entre las clases altas, medias y bajas no proletarizadas iba a tardar mucho tiempo en extinguirse, si es que al final llegó a extinguirse, el prestigio personal del duque, del marqués o del conde, y ello independientemente del poder político o económico que estos pudieran tener. La nobleza, que carecía ahora de un estatuto jurídico diferenciado, era una elite asociada a la burguesía con un gran poder económico e influencia política: el Senado tenía en 1849 un 43% de nobles, y en 1868, un 48%. Por otra parte, su poder económico permanecía intacto: en 1854, los 27 mayores contribuyentes de Castilla eran nobles; de ellos, 24 tenían posesiones en Andalucía y Extremadura. Precisamente por su predicamento social, esta nobleza fue tratada con consideración por la nueva oligarquía liberal. Como esta deseaba lograr todo de la situación liberal, juzgaba que alcanzarlo pasaba por comprender que era la sangre noble la que daba el toque de distinción al dinero burgués. Para ello necesitaba que la nobleza fuera compatible con el nuevo modelo de sociedad. De ahí que volviera a asignarle su tradicional papel de ser puente y freno -a través del Senado- entre el Congreso, en definitiva representante del pueblo, y la monarquía.
La Iglesia En el año 1845, la Iglesia aparecía ya como un elemento útil para el mantenimiento del régimen político. La participación del alto clero en el Senado en los años siguientes iba a ser "moderada" en todos los sentidos: en cuanto a número, a incidencia en la vida política y a ideología, caracterizada esta por la ausencia de posiciones extremas. Privada de buena parte de sus riquezas por la desamortización, la Iglesia había perdido no solo poder político y fuerza, sino que, además, pasó a depender económicamente por completo del Estado, por lo que optó por dedicarse solamente a lo espiritual. De ahí que el alto clero que se sentaba en el Senado estuviera compuesto por hombres intelectualmente grises que reunían dos características predominantes: estaban centrados en su específico oficio pastoral más que en el desarrollo de las posibilidades político-sociales que les podía proporcionar el cargo, y eran individuos que no estaban a la altura de los problemas propios de la época en que vivían, ni siquiera al mismo nivel de los otros componentes del estrato superior. Pero servían para los fines de los políticos liberales. Lo que estos pretendían era la promoción de un espíritu de paz y reconciliación entre los españoles -después de la agitación de la guerra civil con los carlistas- que sirviera para asentar el orden establecido. La Iglesia aceptó el papel que le fue asignado de tranquilizadora de espíritus y que resultó de vital importancia para calmar los exaltados ánimos ante las diferencias sociales que provocaba el desarrollo de la industrialización.
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El Ejército: "los espadones" Otro grupo del estrato superior, y de extraordinaria influencia, fue el de los jefes militares. La victoria en la guerra civil les había proporcionado seguridad en sí mismos, al interpretar que gracias a ellos existía la monarquía liberal, y una desconfianza radical hacia los civiles que se dedicaban a la política y que no solucionaban asuntos sustanciales. Así que se sentían, ante todo, monárquicos constitucionales -defensores de Isabel II-, más que liberales, y llamados a mantener el orden social como medio imprescindible de defender la libertad. Todo ello los llevó a hacerse políticos y a participar en los gobiernos; y así comenzó lo que se ha llamado "régimen de los generales", que duraría prácticamente hasta 1868 -fueron los tiempos de Espartero, Narváez, O'Donnell y, más tarde, de Prim y Serrano. La clase media los aceptó plenamente porque eran una garantía para la guarda de su propiedad, al considerar que resultaban imprescindibles para que tomara cuerpo la nueva sociedad liberal. El grupo de militares en el Senado complementaba la labor que al mismo tiempo estaban realizando los presidentes militares de gobierno: medio centenar amplio de capitanes y tenientes generales, a los que se añadía un número inferior de mariscales de campo y brigadieres -que pertenecían al Senado por su condición nobiliaria o económica personal-, formaban un bloque lo suficientemente significativo como para imponer su parecer. Por otra parte, la misma unión de este grupo con la nobleza, que desde su origen había estado vinculada con la realidad militar, reforzaba aun más su poder.
La burguesía Isabel II pudo ganar la guerra civil y asentarse en el trono gracias al apoyo de la nueva burguesía. Esta aprovechó la angustiosa llamada de la Corona para ascender al poder y construir un Estado a su medida. La burguesía española no solo no desplazó a la aristocracia como clase dominante, sino que se identificó con ella y aspiraba a adquirir su rango y prerrogativas. Era una burguesía aristocratizante, que, por la vía del matrimonio o mediante la concesión de nuevos títulos, pretendía ennoblecerse. Nació así la nobleza romántica. Isabel II concedió un enorme número de títulos nobiliarios a personajes destacados en la milicia, la política y las finanzas: Narváez, O'Donnell, Serrano, Ros de Olano, Remisa, Salamanca, etc. Políticos, funcionarios, propietarios agrícolas y empresarios industriales aparecen en este tiempo con unas diferencias tan tenues entre sí, que merecen ser considerados en conjunto; y así eran tratados por los distinguidos grupos de nobles, eclesiásticos y militares. Procedían de una clase media acomodada que había enviado a sus hijos a la universidad, a la facultad de Leyes; habían heredado, o bien habían arriesgado ante la nueva situación industrial, y prevalecía entre ellos el sentimiento común del nosotros que los contraponía de forma inmediata a los demás grupos. Eran los nuevos representantes de las clases acomodadas, llamados por la monarquía a proclamar en el Senado la necesidad de que hubiera orden y paz para los negocios de la nueva economía y para, de paso, colaborar en el freno a los planteamientos populares del Congreso. Económica y socialmente estaban incluidos en lo que los políticos llamaban clase media, un concepto muy amplio que comprendía también la baja burguesía, dueña de pequeños talleres y tiendas, cuyos limitados beneficios la excluían del censo electoral. Constituían, por tanto, tan solo una parte de esa clase media, aunque la principal. Eran defensores de la propiedad privada, de los derechos individuales y de participación política y de la nueva economía industrial. Se veían a sí mismos como poseedores de capacidad. Y esa era la imagen que querían transmitir al resto de la sociedad: gentes capaces de acceder a la riqueza o de desarrollar diferentes cargos políticos. Pero el núcleo fundamental de este grupo social lo constituían los dueños de medianos y pequeños negocios -más que los grandes propietarios-, con una vida diaria monótona y cerrada que explica la ausencia de una conciencia de clase media. Este estrato fue el sustento de la nueva mentalidad burguesa española: tras abandonar el antiguo concepto de que la vida "es un valle de lágrimas", sus miembros aceptaron la idea de que el progreso aportaba un mundo hermoso que era perfectamente compaginable con las promesas del más allá de la religión católica. Por ello, en tanto se aprovechaban de las ventajas de un Estado abierto a la industrialización, a la venta de los bienes colectivos -mediante la desamortización de la Iglesia y de los pueblos- y a la construcción de un mercado
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nacional, su mediana propiedad acumulada nutría de electores y diputados al Congreso, de acuerdo con el sistema censitario establecido.
Los masas populares: campesinos y proletarios Había también una movilidad entre el estrato medio que se acaba de describir y el estrato inferior. Y de nuevo, dentro de este, existían diferentes niveles o capas, que descendían hasta llegar al proletariado, entendido como la capa más baja entre las sociológicamente populares desde el punto de vista de su capacidad económica y de la estimación social. En la historia tradicional decimonónica, las masas populares han aparecido como un fondo inerte y desdibujado sobre el que resaltaban las dramáticas peripecias de las clases medias y altas de la sociedad. Después de su espectacular participación en la guerra de la Independencia, el elemento popular quedó sumido en un silencio que derivaba de la misma inmovilidad que le había otorgado la ideología liberal; y así permaneció durante décadas. Pero el estrato inferior no formaba un todo unitario. Dos grupos diferentes se mostraban de forma inmediata, derivados de una España económicamente dual y con un desarrollo desequilibrado: el rural y el urbano. La comunidad rural estaba regida por un tiempo lento, que dependía del ciclo astronómico y sus leyes, en contraste con la celeridad urbana. Así, todo lo que llegaba a ella desde fuera, a través de la aplicación de una ley o de la moda, era algo necesariamente impuesto que, o bien se soportaba sin digerirlo -admitiéndolo normalmente con retraso-, o bien se rechazaba plenamente porque suponía un ataque a la costumbre. El desfase entre la sociedad urbana y la rural era total. Por otra parte, ambas sociedades no podían ser equiparadas numéricamente: en 1860, por ejemplo, la población activa era abrumadoramente agrícola y los obreros estrictamente industriales venían a representar tan solo alrededor de un 4%. Por último, dentro de cada una, y de modo destacado en la urbana, la variedad de oficios y de ocupaciones, con la no menor variedad de salarios, producía una gran diversidad de situaciones concretas.
8. EL SEXENIO DEMOCRÁTICO (1868-1874) LA REVOLUCIÓN DE 1868 El 19 de septiembre de 1868 el almirante Topete, jefe de la armada, secundado por Prim y Serrano, se sublevó en Cádiz haciendo un llamamiento de apoyo a la población civil. Se formaron inmediatamente juntas Revolucionarias por todo el país. El Manifiesto de la junta Revolucionaria de Cádiz, que acababa con el "¡Viva España con honra!", o el de Valencia, que concluía con el grito "¡Abajo los Borbones!", no cogieron a nadie por sorpresa, y la revolución triunfó sin apenas derramamiento de sangre. En vista de ello, Isabel II, que estaba veraneando en Lekeitio (Vizcaya), se encontró sin apoyos y optó por partir hacia Francia. El sexenio de 1868 a 1875 es decisivo para interpretar la historia contemporánea. La revolución de septiembre significó la afirmación de un nuevo sentido del liberalismo, contrapuesto al rígido moderantismo, el fin del régimen de los generales de las décadas anteriores y el triunfo de la sociedad civil.
LA CONSTITUCIÓN DEMOCRÁTICA DE 1869 El principal objetivo del Gobierno Provisional, formado por la Unión Liberal y los progresistas, fue la elaboración de una nueva Constitución. Se convocaron Cortes Constituyentes con sufragio universal masculino -mayores de veinticinco años-, lo que supuso un drástico incremento de votantes respecto a cualquier convocatoria anterior. Aunque triunfó claramente la coalición gubernamental, los republicanos obtuvieron una representación significativa, incluso hubo una simbólica presencia del carlismo, evidenciando el carácter democrático del proceso. La Constitución recogía explícitamente el principio de la soberanía nacional y establecía la división de poderes, derecho de reunión y asociación y libertad de cultos. El sufragio universal se incluía en la carta constitucional, estableciéndose los mismos requisitos para ser elector o elegible. La forma de Estado es la monarquía democrática -el rey reina pero no gobierna-; establece cortes bicamerales y definía al Gobierno como un órgano colegiado que ejerce el poder ejecutivo y tiene responsabilidad política. La Constitución, ampliamente debatida durante cerca de cinco meses, fue promulgada en junio de 1869.
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LA BÚSQUEDA DE UN REY DEMÓCRATA (1869-1870) Había nueva Constitución, pero España era una monarquía sin rey. Por ello se intentó solucionar provisionalmente la situación con la instauración de una regencia presidida por el general Serrano, mientras que Juan Prim se hizo cargo de la dirección del Gobierno. Descartada la vuelta de Isabel II de su exilio de Francia, resultaba imposible pensar en hacer rey a su hijo de doce años; pese a ello, Cánovas del Castillo comenzó a formar un partido alfonsino para asegurar la defensa de los derechos del futuro rey, Alfonso XII. Mientras se iniciaba la búsqueda de un rey por las cancillerías europeas, resurgió el problema colonial, aunque con el régimen revolucionario parecían sólidas las promesas de conceder representación en las Cortes, de abolir la esclavitud y de reformar el Gobierno en Cuba y Puerto Rico. La inestabilidad política peninsular trasladada a las Antillas y la acción de sociedades secretas independentistas desembocaron en la insurrección cubana: en octubre de 1868, Céspedes lanzó el grito de "¡Viva Cuba libre!" (el grito de Yara), y así comenzó una guerra que se convertiría en uno de los problemas más graves del Sexenio y que iba a durar diez años. El afán de Prim, como jefe de Gobierno, en los meses siguientes fue intentar conciliar las distintas posiciones de los partidos hasta que hubiera un rey. Volvieron a resurgir los carlistas, olvidados oficialmente hasta entonces por los liberales, que reclamaban los legítimos derechos a la Corona de su rey, don Carlos, nieto de Carlos María Isidro; mientras que los republicanos se mostraron decididos a impedir el restablecimiento del régimen monárquico, por muy liberal y democrático que fuera. Pretendían estos que la revolución de septiembre fuera el inicio de la auténtica revolución democrática. Una frenética propaganda republicano-federal se extendió por España, y el resultado fue una serie de movilizaciones de masas populares que llegaron mucho más lejos de lo propuesto por los ideólogos promotores, porque, en muchos casos, acabaron convirtiéndose en una respuesta anarquista contra la propiedad privada.
LA MONARQUÍA DE AMADEO DE SABOYA (1870-1873) A fines de octubre de 1870 se solucionó la cuestión del rey, hecho que era vital para garantizar la estabilidad interna. Gracias a las buenas gestiones de Prim y de las logias masónicas, la casa de Saboya presionó a don Amadeo, duque de Aosta, para que aceptara el trono de España. Este aceptó, tras recabar el consentimiento de las potencias europeas; y por fin las Cortes lo eligieron rey a mediados de noviembre. Cuando don Amadeo conoció esta decisión, embarcó rumbo a Cartagena, donde llegó el 30 de diciembre. Fue entonces cuando se enteró de que Prim, llamado a dirigir sus pasos en el reinado democrático, había sido tiroteado tres días antes en la madrileña calle del Turco. Por ello desde el principio y sin el valedor se consideró desamparado para cumplir las perspectivas de gobierno derivadas de la Constitución. La desaparición de la figura integradora de Prim -que dividió al progresismo-, debilitando al principal apoyo de Amadeo; la oposición de las fuerzas monárquicas tradicionales alineadas con el carlismo -que inicia nuevos levantamientos- y el nuevo partido alfonsino promovido por Cánovas del Castillo; un republicanismo federalista que ganaba terreno; agitaciones obreras cada vez más organizadas y la crisis colonial como trasfondo, son las causas del fracaso de la primera experiencia de monarquía constitucional en España. Después de repetidas elecciones generales y crisis de gobiernos que nada solucionaron, don Amadeo entregó su acta de abdicación el 11 de febrero de 1873. Inmediatamente, el Congreso y el Senado, constituidos en una sola Asamblea Nacional, dispusieron, de forma ordenada y pacífica, la proclamación de la República.
LA PRIMERA REPÚBLICA ESPAÑOLA (1873) Este nuevo régimen fue una ocasión revolucionaria que se perdió. Quebró enseguida, debido a la lucha por el poder de los partidos de las clases medias radicales, a las que se añadió el cuarto Estado. La Asamblea designó a Estanislao Figueras como presidente de una república unitaria, pero inmediatamente chocó con los republicanos federales. Su principal cometido era convocar unas Cortes Constituyentes para promulgar una nueva Constitución, con graves problemas por medio: una Hacienda exhausta, una incipiente guerra carlista en el norte, el problema de Cuba y un Ejército inclinado al moderantismo y reacio a colaborar frente a la tensión de una calle dispuesta a llegar hasta el final en el proceso revolucionario. Pese a ello, en sus meses de gobierno pudo poner en marcha ciertas medidas democráticas, como la promulgación de una amplia amnistía o la abolición de la esclavitud en Puerto Rico y la supresión de las quintas.
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Pero la república unitaria carecía de masas y de defensores cualificados, de modo que el resultado de las elecciones a Cortes dio el triunfo a los republicanos federales. El 1 de junio, Figueras devolvió el poder a las nuevas Cortes, y estas proclamaron la República Democrática Federal, siendo propuesto como presidente del Gobierno el catalán Pi i Margall. Con el triunfo de los republicanos federales surgieron entre ellos discrepancias sobre los pasos que debían seguirse en la organización de la España federal -el nuevo modelo aparecía dividido en 17 estados, entre los que figuraban como tales Cuba y Puerto Rico-. Unos -los transigentes, que constituían la mayoría, encabezada por Pi i Margall- consideraban primordial conseguir el orden social para luego proceder a construir una república federal desde arriba; otros -los intransigentes- defendían que se debía comenzar por la construcción de la federación desde abajo, lograda la cual, decían, llegarían sin remedio la paz y el orden. Ambos grupos presentaron a las Cortes sus propios proyectos para una Constitución federal; pero el de los intransigentes fue rechazado, por lo que estos se retiraron de ellas el 1 de julio. Los intentos de Pi i Margall se dirigieron entonces a que el proyecto transigente fuera discutido y aprobado cuanto antes, pero no lo logró. Por otra parte, la retirada de los intransigentes fue el punto de partida de una revolución cantonal, que comenzó en Cartagena y luego se extendió por las ciudades del sur y el levante peninsular. En esta revolución cantonal -en la que cada población se proclamaba cantón independiente del poder centralconfluyeron tres revoluciones distintas: la regionalista, la política y la social, reveladoras las tres de las aspiraciones federales. De hecho, las clases populares, creyendo encontrar en el federalismo la panacea de sus males -igualdad plena y un mayor reparto de la riqueza-, siguieron a los federales intransigentes, que querían dar el poder de decisión a las regiones y acabar con el centralismo. Pi i Margall, al no poder alcanzar la aprobación del proyecto de Constitución y viéndose desbordado por la revolución de los cantones, dimitió el 18 de julio y le sucedió Salmerón. Este, durante el escaso mes y medio de mandato, se limitó a restablecer militarmente el orden y a reprimir de modo especial los movimientos obreros internacionalistas, como sucedió en Alcoy; era la reacción de los republicanos unitarios, defensores del "orden social" frente al "orden natural de la libertad". Pero a esta nueva república unitaria no le quedaba más remedio que girar a la derecha si quería salvarse como régimen. Salmerón dimitió por problemas de conciencia -no quiso firmar unas penas de muerte contra los revolucionarios-, y el 6 de septiembre fue elegido nuevo presidente del Gobierno el catedrático de la Universidad Central Emilio Castelar. Su programa se redujo, básicamente, a restablecer el orden; porque, si bien había finalizado el movimiento cantonal, quedaban otros focos de desorden: la guerra con los carlistas en el norte y la de Cuba. El giro a la derecha de Castelar y su llamada al Ejército para que mantuviera el orden llevaron a los diputados de izquierdas -los federales intransigentes- a procurar su dimisión para que la República virara de nuevo hacia la izquierda. Sin embargo, este intento fue interrumpido por el golpe de Estado del general Pavía -noche del 2 al 3 de enero de 1874-, quien, con fuerzas de la Guardia Civil, disolvió las Cortes Constituyentes, finalizando así la Primera República.
LA POLÍTICA ECONÓMICA DEL SEXENIO Los progresistas y los demócratas que dirigieron el país en este período pusieron en marcha una serie de medidas que buscaban ante todo el crecimiento económico. La figura principal, ya en el primer gobierno de Serrano en 1868, fue Laureano Figuerola, quien propuso reformas de importancia. Así, se creó por fin la nueva unidad monetaria, la peseta, en 1868. La nueva moneda, que sustituía al real, tras el fracaso en el intento de creación del escudo en 1856, se vinculaba al sistema de paridades de la Unión Latina, que lideraba el franco francés desde 1865. Para responder a las demandas sociales se intentó llevar a cabo una reforma fiscal que suprimiera los odiados consumos, pero la reforma se frustró ante las resistencias de la burguesía y los apuros de la Hacienda. Para afrontar el crónico problema de la Hacienda se arbitró un sistema de atención a la Deuda Pública por el que se creó el Banco Hipotecario en 1872 y, lo más importante, se otorgó al Banco de España el monopolio de la emisión de billetes. A partir de ese momento, este Banco actuaría como prestamista del Estado y podría emitir billetes en la medida en que saliesen títulos de deuda al mercado.
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Pero lo más importante en la idea progresista de abrir la economía española a los mercados exteriores fueron medidas como la Ley Arancelaria de 1869, que establecía una desprotección selectiva, rebajando los impuestos aduaneros para facilitar la importación de bienes de equipo y la exportación de alimentos y materias primas. Se pretendía con ella que la industria española se pusiese en unos años en condiciones de competir con el exterior. La Ley de Sociedades Anónimas y la Ley de Minas de 1871 fueron pasos para obtener inversiones exteriores y entrada de capitales que pudiesen financiar el crecimiento económico. Esta última fue una auténtica desamortización del subsuelo que facilitaría la llegada de capitales y la exportación masiva de minerales en las décadas siguientes.
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