traducción de
STELLA STELLA MASTRÁN GELO
NIE N IET T Z S C H E Y ARTAUD ARTAUD Por una ética de la crueldad
CAMILLE DUMOULIÉ
m siglo veintiuno editores
siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO. D.F
siglo veintiuno de españa editores, s.a.
CALLE PLAZA 5, 28043 MADRID, ESPAÑA
po p o rta rt a d a d e carlo ca rlo s pal p alle leir iroo pri p rim m e ra edic ed ició iónn en esp es p año añ o l, 1996 © siglo xxi editores, s.a de c.v. pri p rim m e ra edic ed ició iónn e n franc fra ncés és,, 1992 © presses un iversitaires de france, parís título original: niet&c niet&che he et artaud. pou r une éthique éthique de la cruauté
isbn 968-23-2024-0 968-23-2024-0 derechos reservados con forme a la ley ley impreso impreso y hecho en méxico / printed and m ade in mexico mexico
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN: NTRODUCCIÓN: LA INOCENCIA NOCENCIA DE LA CRUELDAD CRUELDAD Esa mira da que d esnu da el alma, 11; 11; De Aristóteles Aristóteles a Schop enhau er: his toria de un exceso, 16; El gran secreto: la crueldad reveladora, 22; Crueldad perversa y mala conciencia, 25; La dimensión ética de la cruel dad, 29; Epílogo, 32
PRIMERA PARTE: LOS TEATROS DE LA CRUELDAD 1. EL PATHOS DE LA ARMONÍA Cultura y crueldad, 39; Lo divino y la crueldad, 41; Decisión ritual e indecisión trágica, 45
EXIGENCIA A DE LO REAL REAL 2. LA CRUEL EXIGENCI La paradoja de lo real o lo real como paradoja, 53; La paradoja de la representación. Divergencias dramatúrgicas entre Nietzsche y Artaud, 57; La purgación cruel: entre el rito y la fiesta, 62
¿PARA TERMINAR CON CON EL TEATRO? TEATRO? DE LA TRAGEDIA A LO TRÁGICO 3. ¿PARA El “terrible “terrible en suspenso”, 76; La crueldad farm acéutica, 83
SEGUNDA PARTE: PARTE: EL HEROÍSM HER OÍSMO O DE LA CRUELDAD. LO OBSCENO Y LO ABYECTO ABYECTO MUNDO Y “LA SIGNIFI SIGNIFICACIÓN CACIÓN DEL CAOS” 4. ELTEATRO DEL MUNDO Metafísica y lenguaje, 95; De la estrategia del filósofo a la fe dionisiaca, 101; 101; A rtaud hum orista, 107; 107; El héro e y la mujer, 112
TEATRO DEL YO Y LOS AGUJEROS DE LA MÁSC MÁSCARA ARA 5. EL TEATRO El poder furtivo del yo, 115; Nietzsche o la hecceidadi 120; Artaud o el sujeto-simulacro, 124; La boca del volcán, 129
6. EL TEATRO DEL CUERPO O EL DEU D EU SIN MA CH INA IN A Sentido de la carne y lenguaje de los afectos, 133; El “cuerpo sin órganos”: un nuevo “teatro de la crueldad”, 139; Danza y metamorfosis del cuerpo, 144
O EL DESTINO DESTINO DE EDIPO EDIPO
150
El filósofo medusado, 150; El poeta suicida, 156; Nietzsche o la perspec tiva del complot, 164; “En prevención de ser Dios”, 168
TERCERA PARTE: PARTE: LA CRUELDAD CRUELDAD EN ACCIÓ A CCIÓ N Y EN OBRA 8. LA ESCRITURA DE LA CRUELDAD COMO “PRUEBA” DE LO REAL REAL
179 179
Escritura y poética de la sangre, 179; La escritura (de) Dionisos y los esti los (de) Nietzsche, 188; La poesía fecal, 194
CARNAVALESCO Y EL INNOMBRABLE SUJETO SUJETO 9. ELTEXTO CARNAVALESCO DE LA ESCRITURA
206
Nie N ietz tzsc sche he:: de la p a ro d ia del de l filólog filó logoo al goce go ce dioni dio nisia siaco co,, 206; 20 6; A rtaud rta ud:: “Yo soy el infinito”, 212
CREACIÓN: LA CUASI-OBRA CUASI-OBRA 10. CRUELDAD Y CREACIÓN:
222
El “desobr am iento” de la obra, 222; La fractura de lo real, 232 232
CONCLUSIÓN: CRUELDAD E INFINITO INFINITO
239 239
Cruel destino, 239; El infinito “en cuerpo”, 241; La fe dionisiaca, 247; Más allá del placer y del dolor, 253; La gran salud, 261; La eternidad recobrada, 263
OBRAS OBRAS DE NIETZSCHE NIETZSCHE Y ARTAUD
267
ÍNDICE DE NOMBRES
273 273
La crítica es una especie de rapsodia, eso es lo que es preciso entender, una rapsodia a la que uno se remite, apenas hecha la obra, para quitarle ese poder de repe tirse que trae de sus orígenes y que, si se le deja, podría llegar a deshacerla indefinidamente; o bien, como un chivo expiatorio que uno envía a los confines del espa cio literario, cargado de todas las versiones fallidas de la obra, para que ésta, quedando intacta e inocente, se afirme en el único ejemplar considerado como auténti co -p or lo demás desconocido y probablemente inexis tente- conservado en los archivos de la cultura: la obra única, la que sólo está completa si le falta algo, falta que es su relación infinita consigo misma, plenitud bajo el modo de la insuficiencia. MAURICE BLANCHOT L ’entretien in fm i, Gallimard,
1969, p. 572
Las citas de Nietzsche y de Artaud van seguidas de un número romano que remite al tomo de sus respectivas Oeuvres completes publicadas por Ga llimard (a veces seguido por uno o dos asteriscos según se trate del pri mero o del segundo volumen) y de una cifra arábiga que indica la página. La edición alemana de las obras de Nietzsche que hemos utilizado es la editada por G. Colli y M. Montinari (que es también la que sigue la edi ción de Gallimard) y publicada por Walter & Gruyter. Para las Consideraciones inactuales, que todavía no habían sido publicadas en la edición Galli mard en el momento en que emprendimos este trabajo, remitimos a la edición Aubier-Montaigne, trad. de G. Bianquis, 1964-1976. Por lo demás, indicamos en nota la referencia de los textos de Artaud que no se encuen tran en los veinticinco tomos aparecidos hasta ahora de la edición Galli mard. Para la edición en español agregamos al final del volumen un índice del contenido de ambas Obras completas de la edición de Gallimard y una bibliografía de los dos autores en español.
INTRODUCCIÓN: LA INO CE NC IA DE LA CRUELDAD
Temo que la naturaleza misma ha dotado al hombre de cierto instinto hacia la inhumanidad. MONTAIGNE, Ensayos, Libro I,
cap. XI, “De la crueldad”
ESA MIRADA QUE DESNUDA EL ALMA
“No, Sócrates no poseía ese ojo, antes que él quizá sólo el infortu nado Nietzsche tuvo esa mirada que desnuda el alma, que libera el cuerpo del alma, que pone al desnudo el cuerpo del hombre, fuera de los subterfugios del espíritu” (xiii, 49). Del hombre Nietzsche, llegado al punto en el que finalmente ya no hay psicología ni subjetividad, a través de la fotografía que nos lo muestra en toda su verdad -parece-, reducido, por fin, a la su perficie de la imagen cuyo plano nos lo entrega como al desnudo, surge la mirada. No una de esas miradas que se prestan compla cientes a toda un a fenomenología de la intersubjetividad o que ale gremente vienen a dar en las impresiones evocadoras de alguna metafísica del rostro. No se trata de una de esas miradas que Ar taud capta en el ojo de Van Gogh que atraviesa la tela, o en el de Nietzsche, que agujerea la fotografía, sino la Mirada. Las ideas más preciadas, las imágenes más propias, el bien más precioso, incluso el estilo mismo, todo es heredado; y eso es lo que perm ite la existencia de una disciplina como la literatura compara da. De sus lecturas de Nietzsche, Artaud ha debido guardar alguna influencia, que puede descubrirse en fórmulas tomadas en présta mo, en ciertas consideraciones sobre el teatro o incluso en alguna cita copiada.1 Tom ar esto como pretexto pa ra una comparación 1 Proyectando escribir en La Révolution Surréaliste una carta dirigida a la Sociedad de N aciones, A rtaud ano taba, al lado de un a cita de B audelaire sobre la “baje za francesa”, unas líneas extraídas de Ecce homo: “El ‘espíritu alemán’ es para mí
no podría dar lugar más que a un ejercicio académico repetible in diferentemente con algunas variaciones de autor: Nietzsche y Valéry,2 Artaud y Nerval, etcétera. La herencia de Artaud no es de ese tipo. Es de las que los dioses arrojan sobre los hom bres como un destino, un fa tu m que se difun de por todo un linaje, continúa su obra y hace que cada miembro de la tribu repita el gesto fatal, cometa el mismo crimen. Es así como hubo el linaje de Edipo, cuyos ojos vaciados se convirtieron para siempre en Mirada, vacíos de cualquier otra cosa. “Es así como hubo una fascinación unánime en relación con Baudelaire, con Edgar Poe, con Gérard de Nerval, con Nietzsche, con Kierkegaard, / y la hubo en relación con Van G ogh”, XIII, 18). Lo que Artaud heredó, como una marca segura de parentesco, prueba de un vínculo único con Nietzsche, es la Mirada. No hay más que ver los retratos de Artaud, de los primeros a los últimos, pero también los autorretratos y aun más los sorts,3 hojas de papel devoradas por la mirada, cuyos agujeros son el surgimiento mismo de la Mirada. ^ Si la crueldades un tema presente en los escritos de Nietzsche y de Artaud, si los “trabaja” poéticamente a ambos como una fuerza activa, si podemos concederle, como problemática, un lugar cen tral, con todo, jamás tendremos mejor prueba de ella que a través de esa Mirada. Eso que trataremos de comprender, de definir en su máxima pureza, en su más pura inhum anidad, fuera de la psico logía, de la historia personal o de la teoría de los afectos, lo vemos surgir de ese punto de fractura de la Mirada que insiste como un desafío a nuestra posibilidad de visión y de comprensión. Que esa abertura de la realidad permanezca infinitamente abierta e impe netrable para el que no está del lado de la Mirada, no nos impide seguir las huellas -en los textos- de los efectos de lo real. La proximidad de Nietzsche y Artaud ya ha sido esbozada en un a atmósfera viciada. Respiro m al en las inm ediaciones de esa suciedad en mate ria de psicología que ha llegado a ser una segunda naturaleza, de esa suciedad que perm ite adivinar cada palabra, cada actitud de un alem án . / Nietzsche.” Esa frase fue copiada de la edición de Mercure de France (1909), en traducción de Albert, que incluía “Poemas”, “Sentencias”, las “Máximas y cantos de Zaratustra” y, por último los Ditirambos de Dionisos. 2 Título de un a ob ra de Edo uard G aéde, París, G allimard, 1962. ó Reproducciones de esos “ sor ¿ s” pueden encontrarse en Antonin Artaud. Dessins et portraits (textos de Paule Th évenin y Jacques D errida, París, Gallimard, 1986).
varias ocasiones, en particular por algunos filósofos contemporá neos4 a quienes ese parentesco intriga, y en ocasiones fascina, como si allí, en ese espacio nuevo que une a esos dos nombres, se alzara una pregunta que justamente a ellos corresponde, si no re solver, por lo menos plantear. Lugar fascinante que atrae la mira da y al mismo tiempo la espanta, por el excesivo resplandor de cada nombre, que debería brillar en la soledad y la pureza de su propio cielo. Así, la m ayoría de los comentaristas, después de haber cedido a la tentación de la aproximación, desvían la m irada y se apresuran a pa sar a o tra cosa, repitiendo con Jacques Derrida que “Artaud no es hijo de Nietzsche”.5 Sin embargo, la propia in sistencia de los críticos en volver a proponer la comparación ates tigua, a pesar de las reticencias, que debe existir entre Nietzsche y Artaud un parentesco m ás profundo que el que sugieren las seme janzas superficiales o el que perm iten im aginar las divergencias evidentes. Ciertamente, los motivos de la comparación no podrían justifi car un estricto estudio de influencia. Son ante todo paralelismos biográficos, como lo subraya el propio Artaud, cuando recuerda que estuvo “internado como Nietzsche, van Gogh o el pobre Gérard de Nerval (xiv*, 34). La experiencia común de la locura es lo primero que sorprende; aun cuando para Artaud fue una travesía y no un derrumbe irremediable, la imaginación ve allí algo que hace señas. Se podría recordar además la relación ambigua que ambos tuvieron con su madre y con las mujeres, relación difícil que ilustra la soledad a la que estaban destinados. También el dolor y la enfermedad son indisociables de su vida y de su apre hensión existencial. Pero esas semejanzas biográficas, incluso exa minadas en detalle, no constituyen una razón suficiente y no po drían justificar la aproximación. Son más bien una visión del hombre y del mundo, una reflexión « Citemos entre los principales a Maurice Blanchot en L ’entretien infini, París, Ga llimard, 1969; Gilíes Deleuze en Logique du sens, París, Minuit, 1969; Deleuze y Guattari en L ’AntiOedipe, París, Minuit, 1972, y Mille Plateaux, París, Minuit, 1980; Jacques Derrida en L ’écriture et la différence, París, Seuil, 1967; Henri Gouhier en Antonin Artaud et l’essence du théátre, París, Vrin, 1974. Pueden recordarse también algunos artícu los: Daniel Giraud, “De Nietzsche á Artaud”, Engandine, núm . 7, 1971; Jean-M ichel Heimonet, “L’écriture des origines”, Oblique, núm. 10-11, 1976; Jean-Michel Rey, “Lecture/écriture de Nietzsche”, Les Lettres Franfaises, 28 de abril de 1971. L ’écriture et la différence, “La parole soufflée”, op. cit., p. 276.
sobre nuestra civilización considerada como la civilización de la de cadencia, un rechazo de la metafísica y la ontología tradicionales, de la religión y de la moral, la voluntad de encontrar en el arte, y en particular en el teatro, el remedio a nuestros males y, por último, una práctica original de la escritura, los puntos de convergencia entre Artaud y Nietzsche. Si las aproximaciones biográficas pueden tener sentido, será en la medida en la que se inscriban en lo que Roland Barthes llama “la estructura de una existencia”, es decir “una temática, si se quiere, o mejor aún: una red de obsesiones”6 que de termina la obra y es determinada por la obra. Para ambos, al parecer, esa red en que se mezclan la obra y la existencia viene a anudarse en un punto a la vez secreto y exotéri co en torno al problem a de la crueldad, experiencia obsesiva para cada uno de ellos y noción central de sus escritos. Se revela así como el lugar de una intriga donde se representa el drama mismo del pensamiento, lugar móvil (por su semanticismo, los registros y los planos de realidad en que funciona) hacia el cual converge una red de temas y de significaciones que, desplazándose con él, impri men a la obra su dinámica, es decir gobiernan el juego de fuerzas y de formas, determ inan una poética. Posiblemente nun ca antes de Nietzsche y Artaud el acto de escribir, de verter tinta, había sido metafóricamente aproximado con tanta insistencia al acto de cruel dad, de verter sangre (crúor). A partir de ahí, antes que analizar un concepto o discernir un sentido de las “obras”, intentaremos descubrir las huellas del paso de una fuerza esquiva y polimorfa, “a la ob ra” en los textos, pero que es también una potencia de “desobramiento” que exige paradas y estrategias y que, por no tener determinación fija, fue denom inada, en un mom ento del pensam iento, “crueldad’’ (Grausamkeit) por Nietzsche y por Artaud. Eso im plica una lectura que no encierra los textos en las mallas de un sistema de interpretación que inclui ría la norm a detentadora de una racionalidad conceptual que falta ría al texto literario o filosófico. Así, por ejemplo, no presupondre mos que los textos psicoanalíticos saben más sobre la locura que los de Nietzsche o Artaud -es posible que sepan otras cosas-, ni, sobre todo, que las categorías analíticas permiten determinar lo que, en uno o en el otro, proviene de la “locura”, es decir de lo pa 6 Roland Barthes, Michelet par luiméme, Seuil, col. “Ecrivains de toujours”, 1954, pág ina 5.
tológico -término que, insiste Artaud, supone más un juicio de valor que u na m irada científica. Es por eso por lo que no sabremos (y podemos reconocer en eso un no-saber) entrar en cierta polémica sobre Artaud a quien unos admiran en el nombre de una esquizofrenia genial, otros por una lucidez tanto m ayor por cuanto habría vencido los peligros del encierro. Quien se sitúe no en el plano de la psicología individual, sino en el de los textos, debe reconocer que éstos no dependen de ninguna “racionalidad” exterior que permita distinguir entre lo que es “filosófico” o “poético” y lo que sería “delirante”. Esto, ade más, viene a justificar la comparación planteada entre un “filósofo” y un “poeta” que se esforzaron por negar la pureza del discurso fi losófico o poético. Para ellos, es en la mayor impropiedad del dis curso donde tiene posibilidades de aflorar lo más “propio” y lo más “específico”: manteniéndose lo más cerca posible de la poten cia dadora y exprop iadora del sentido y de la propiedad. Sin embargo, subsiste el hecho de que la cuestión de la locura está planteada como tema por los textos mismos de Nietzsche y de Artaud, y de que es hacia ese punto de interrogación, que encubre un secreto que se oculta tanto a los textos como a la conciencia, hacia el que convergen las fuerzas que animan el texto y el “sujeto” de la escritura, hasta hacerlos alcanzar ese centro apocalíptico cuya violencia rechaza el sujeto hasta expulsarlo de la escritura, consagra el texto al silencio y da entonces la razón a la racionalidad exterior. Que no haya otra razón de la obra que la “locura” de su autor, es lo que lo coloca frente a una responsabilidad a la que tiene el deber de responder, y lo que lo obliga a buscar, libre de reconocer su propia locura, las “razones” de la “locura” que trabaja la obra. Eso significa también reconocer que la obra de Nietzsche y la de Artaud, por el hecho de que dan testimonio de una cruel expe riencia límite, por el hecho de que, cada una a su modo, replantea ron en forma radical las cuestiones del teatro y de la representa ción, de lo trágico y de lo sagrado, del signo y de la escritura, del cuerpo y de la conciencia, son dos momentos decisivos de una cri sis en la que el pensamiento contemporáneo descubre a la vez su propia falla y sus propios recursos. Emprender el cam ino de ese descubrimiento es ya responder a la exigencia ética de la crueldad.
DE ARISTÓTELES A SCHOPENHAUER: HISTORIA DE UN EXCESO
La crueldad escandalizó ante todo al filósofo; prueba de ello es el carácter ambiguo e incluso paradójico de su discurso. Por un lado, en efecto, pasa por una realidad estrictamente humana: el animal, sin conciencia ni libre albedrío, no puede ser considerado cruel. La bestia feroz obedece a su instinto, sin sentir placer al ver ni al hacer sufrir. Pero por otra parte, el filósofo se entrega a una tentati va desenfrenada de eliminar la crueldad del orden humano: la crueldad es denunciada como “bestialidad”, con lo cual se nos re mite, extrañamente, a la animalidad -lo que hace pensar que los hombres se entregan a la crueldad en la medida en que no son verdaderamente hombres- o bien es vista como un síntoma pato lógico y, en cuanto tal, no pertenece realmente a la naturaleza hu mana. Así, cuando en el libro VII (cap. v) de la Ética a Nicómaco Aristóte les enumera ciertos actos de crueldad en sentido estricto,7 a la vez fí sica (despedazar carne cruda) y psicológica (el placer derivado del acto cruel), considera esos actos como manifestaciones exteriores a lo humano. Por lo tanto, no corresponden verdaderamente a la moral y no constituyen “una forma de perversidad” (po%0r|pict) en sentido propio -puesto que ese término se aplica, en realidad, a “la que es según la esencia del hombre”. “Fuera de los límites del vicio”, la crueldad se explica, pues, ya sea por la “bestialidad”, la “enfermedad” o la “locura.”8 Es preciso admitir entonces que la crueldad -ese placer cons ciente y voluntario derivado del sufrimiento ajeno- no pertenece a la categoría ética de la “maldad”. Pero es preciso reconocer tam bién que el hombre cruel carece de lo que constituye la esencia de la crueldad, es decir la conciencia verdadera de su acto y una vo luntad autónoma. Vista más de cerca, la definición aristotélica nos pone frente a una contradicción en la que la crueldad misma se 7 Pensemos también en “algunos salvajes del Ponto Euxino de los cuales unos comen carne cruda, otros carne humana, otros se ofrecen recíprocamente sus hijos para banquetears e co n ellos, o tam bién lo qu e se cuenta de Fálaris” (trad esp. Antonio Gómez Robledo, México, u n a m , 1954, vil, cap. v, 2). 8 “Y de los insensatos, hay unos irracionales por naturaleza, viviendo sólo como las bestias por los sentidos, como ciertas remotas tribus bárbaras, en tanto que otros están en un estado m órbido a consecuencia de un a enfermed ad como la epilepsia o por la locura” (ibid., v, 6).
pierde y en la que se desvanece cualquier sujeto de la crueldad, puesto que no puede ser atribuida ni al animal ni al hombre en cuanto tales. La crueldad sobreviene en exceso y ocupa una región intermedia donde las diferencias vacilan.9 Como si la aceptación de la crueldad en el orden humano pusiera en peligro la idea misma de naturaleza humana, son raros los filósofos que, al modo de Hobbes o de Maquiavelo, han hecho de la crueldad un compo nente esencial de lo hum ano. Y aún para ellos no es sino un efecto secundario, regido por la primacía de la utilidad, el interés perso nal o el deseo de conquista, lo cual le quita su especificidad. Corresponde, pues, a la época moderna haber retomado esa cuestión al punto de haber hecho de ella una temática histórica, ín timamente ligada a ese momento de la historia llamado “la deca dencia”, y que encontró su expresión filosófica en el pensamiento de Schopenhauer. Al afirmar que “el sufrimiento es el fondo de toda vida”,10 presenta a esta última como la manifestación de una fuer za cruel, precisamente la misma que subyace a la Voluntad. El hombre, en quien la Voluntad se ejerce en el más alto grado, es el ser que más sufre y, para quien la Naturaleza es una potencia cruel, en un proceso que no deja de recordar al que describen los héroes de Sade, se libera de ese sufrimiento padecido infligiéndolo a su vez.11 La crueldad se convierte así en la consecuencia lógica de la Voluntad de vivir cuando ésta se expresa sin restricciones. Encuentra así una explicación metafísica y se inscribe en la natura leza del hombre. Esa concepción de la crueldad -pero también la filosofía de Schopenhauer en su conjunto- marca una ruptura con el pensa miento occidental, y en particular con la filosofía griega, para la cual el Ser es sinónimo de dulzura, de contento y de presencia. 9 “Porque todo exceso wcepfS'otUowa (hyperballousa) en la irreflexión, la cobar día, la intemperancia y la dificultad de carácter presente rasgos ya sea de bestialidad &r)ptco8ei(; (theriodeis) o de enfermedad voOTinaxíaSsii; (nosematodeisf (ibid, v, 5). 10 E l mundo como voluntad y representación, Libro iv, §57. Fórmulas idénticas se en cuentran en Nietzsche: “El sufrimiento es sin duda una parte esencial de toda exis tencia” (xi, 360) y en A rtaud “El fondo de las cosas es el dolo r” (xiv*, 132). [...] incapaz de consolarse directamente, busca el consuelo por vía indirecta; se consuela contemplando el mal ajeno y pensando que ese mal es un efecto del poder de él. Así, el m al de los otros pasa a ser pro piam en te un objetivo; es un es pectáculo que le ag rada y lo calma; y es así como nace ese fenómeno, tan frecuente en la historia, de la cru eldad en el sentido p reciso de la pala bra [...]” (ibid., § 65).
Subsiste sin embargo un vínculo con la definición aristotélica: la crueldad es señal de exceso. Es específicamente humana, puesto que supone la voluntad y la conciencia del mal hecho a otro, y a la vez excede lo humano, puesto que es signo de un exceso, de un desbordamiento de la Voluntad de vivir. Incita hacia su Otro al in dividuo que la vive y al pensamiento que trata de comprenderla, como si lo más propiamente humano se revelara como lo menos “propio”. Pero mientras que Aristóteles, agobiado por ese exceso, la rechazaba hacia la no man’s land de una bestialidad no animal o de la locura, para cortar de inmediato lo que asomaba por allí, Schopenhauer la integra a su metafísica pesimista e incluso le da un carácter sumamente revelador de la naturaleza del Ser. Esa monstruosidad en el plano de los fenómenos y del individuo en cuentra su sentido metafísicamente: si no nos limitamos a la rela ción narcisista y dolorosa entre el yo y el otro, sino que, saltando fuera del plano fenomenal, accedemos al punto de vista del Uno, la crueldad aparece como el signo carnal de un deseo metafísico de apaciguamiento, que sólo se expresa por una duplicación tea tral del sufrimiento de permanecer cautivo del velo de Maya. Esa comprensión metafísica por un lado, y especular, incluso teatral, por el otro, constituye para Nietzsche y Artaud el origen común de su reflexión sobre la crueldad. Es preciso observar sin embargo que la definición de Schopenhauer hace de la crueldad un afecto puram ente negativo; como expresión de un malestar que busca aliviarse mediante un espectáculo consolador, es signo del resenti miento. La insistencia en la temática de la crueldad a lo largo de obras como las de Dostoievski o Kafka, Bataille o Genet, Michaux o Mishima, el interés de nuestros contemporáneos por Sade o Lau tréamont, sería pru eba de que corresponde a esta época del pensa miento y de la historia que se abre con el acontecimiento de la Imuerte de Dios, si no fuera la reaparición de un tema que acompa ñó otra apertura: la de la historia misma, según relatan sus crueles inicios las teogonias, las epopeyas, los pensadores presocráticos. Desde este punto de vista, Homero y Sade son hermanos, y la crueldad de la Iliada, como la de las novelas del divino marqués, fuera de todo contexto psicológico o social, es el signo de que, de nuevo, algo se abre, en una separación cruel en que la historia puede (re) comenzar, a partir de lo cual el tiem po, una vez más, se recupera. De manera que la cuestión de la crueldad no es tan ex
cedente y tan esencial sino en la medida en la que plantea a la his toria y al pensamiento la cuestión de sus orígenes. Por ese mismo hecho, es a la filosofía, como discurso y como práctica inscrita en la historia del pensamiento, a la que plantea la cuestión de su estatuto y de su origen; de manera tanto más insis tente cuanto parece hacerlo desde afuera -concretamente desde su prehistoria, el pensamiento presocrático- y a partir de un conjunto de discursos que la rodean -e l teatro, la literatura y las ciencias hu manas. Un ejemplo sintomático es el de Séneca, filósofo y autor de las tragedias crueles que conocemos. Toca a la representación trági ca pensar, cuestionar la crueldad, hacerse cargo de ella para ope rar una descarga catártica, como si el problema tuviera que co rrer el riesgo de alterar el reino de los conceptos y perturb ar el orden de las categorías filosóficas. Sin embargo, el filósofo estoi co, Séneca o Marco Aurelio, suele tomar elementos de la come dia sangrienta y de la historia de los desmanes cometidos por crueles tiranos -Séne ca, por lo demás, se sentaba en prim era fila- para denunciar las aberraciones que sólo la tragedia y la ti ranía pue den ofrecer. Es verdad que el recurso de la tragedia lati na es el furor y que Séneca consagró un tratado a la cólera12 que, en sus accesos más furiosos, impulsa a cometer actos de crueldad extrema, de los que la obra ofrece un florilegio. El origen de la crueldad debería buscarse en la cólera que “desencadenada con demasiada frecuencia [...] se convirtió entonces en crueldad”.13 A esta altura, “ya no es cólera, es bestialidad”. Aquí tenemos enton ces de nuevo a lo cruel rechazado hacia la animalidad. Sin em bargo, Séneca había precisado que la cólera no era en absoluto cosa del animal, que obedece a sus instintos, y que todas las pa siones malvadas “son lo propio del hombre”,14 si bien al mismo tiempo afirmaba que la cólera no es algo natural, ni está inscrita en la naturaleza del hombre, puesto que nada es más “cruel” que la cólera, y nada es más “dulce” que la naturaleza humana. Si ya la cólera es a tal grado paradójica (a la vez propia del hombre y ajena a su naturaleza), ¿cómo será su hija, la crueldad? “Es un
12 De la colera, Madrid, Alianza, 1986. 13 Ibid.., libro II. 14 Ibid., libro I.
vicio por lo demás grave -e incurable.”15 De nuevo, lo más pro piamente hum ano es rechazado fuera de lo hum ano y no puede ser objeto de ningún análisis filosófico ni de ninguna terapia, mientras que en el escenario trágico la crueldad abre a los perso najes un camino que no por ser el de la inhumanidad es menos es de la sobrehumanidad, como en Medea. Frente a la crueldad, el filósofo se encuentra a la vez desborda do y fascinado -como si ese encuentro incluyera el riesgo del des velamiento de un secreto íntimo. Quizás el que une a la pareja fan tasmagórica del verdugo y el sabio en la escena de tortura mil veces repetida y que, en sus diversas variantes, sería como el bla són del estoicismo. Parece que sólo el verdugo puede conferir al fi lósofo el estatuto sobrehumano a que aspira, y otorgarle la aureola de la ataraxia. La apatía con la que el filósofo recibe la crueldad, privilegio del maestro, hace de él el maestro supremo; sustrae al verdugo el disfrute de su acto, a tal punto que no es raro ver al sabio torturado precederlo en el acto de crueldad,16 gesto que ates tigua su libertad y el carácter divino del contento de que goza. En materia de crueldad, el verdugo encuentra a su maestro en el sabio estoico. De ahí en adelante, esa marginalidad del concepto dé crueldad, su exclusión del juego de los conceptos, no sería el signo de algo no pensado que preocupa a la filosofía tanto más cuanto que ha delegado su problemática a disciplinas que ella misma ha dado a luz: sociología, psicología, psicoanálisis. Las cuales, como hijas res petuosas, no la integran a sus conceptos -agresividad patológica, sadismo, masoquismo- sino para dejar intacto ese legado a la vez demasiado impuro y demasiado puro, y repetir así la exclusión fi losófica que parece provenir de una imposibilidad de inscribir la idea de la crueldad en las categorías opositivas y en la dialéctica de sus conceptos, a pesar de que son muchos (placer-dolor, humanoinhumano, integridad-alteridad) los que apuntan hacia esa noción, la señalan, la impl can, tal como su oposición dual implica la barra que los separa y dibuja en ese eterno cara-a-cara el campo de un oscuro deseo. Entredos, por así decirlo, está relacionado con la esencia de la Ibid., libro n.
16 U na evocación de esas anécdotas se enco ntrará en Je an Brun, Le stoicisme, París, p u f , col. “Que sais-je?”, 1976, cap. IV.
diferencia que funda el jueg o oposicional de los conceptos y las ca tegorías. Por lo tanto, no se esquivaría a la captación conceptual sino en la medida en que sostendría la disciplina filosófica y su marcha rigurosa. Esa disciplina que, de Platón a Hegel, puede resu mirse en la palabra “dialéctica”, consiste en una decisión crítica y purificadora. Así como el Logos se constituye por una infinita dife renciación y contaminación del Mythos, la purificación dialéctica no es absolutamente distinta de la purificación trágica o catártica, es decir sacrificial. ¿Qué es lo que se sacrifica en el juego de las categorías y de los conceptos? O más bien, ¿qué sacrificio se repite, a partir del pri mero, el que implica el lenguaje, la palabra que mata la cosa? El de lo real. Así, Nietzsche denuncia en “la temible energía hacia la certez/i” que fue la de Parménides el origen de esa crueldad sacrifi cial que se oculta bajo el frío trabajo de los conceptos: “Sin embar go, la araña exige la sangre de la víctima, pero el filósofo parmenídeo detesta precisamente la sangre de su víctima, la sangre de la realidad em pírica que ha sacrificado” (i**, 249). Siempre deudor, pero también siempre activo y relanzando el proceso, la necesidad de la dialéctica, lo real, cuyo estatuto sigue siendo enigmático, es un “principio de crueldad”, como en el título de una obra de Clément Rosset,17 al que el filósofo responde atrin cherándose en sus conceptos, cruel negación de la crueldad de lo real. Si la idea de crueldad escapa a la captación conceptual o categorial, provoca una perturbación de las diferencias, es porque pone en juego la experiencia de lo real como tal, que insiste bajo los sig nos, amenazando arrastrar hacia un exceso el deseo del filósofo, in citarlo hacia otras voces. Es así como Nietzsche, en su deseo de res ponder a la solicitación de lo real, en nombre del propio rigor filosó fico tuvo que introducir en el lenguaje filosófico voces exteriores, ex tranjeras o cercanas: las del mito y la poesía. Aunque omnipresente en sus escritos, la temática de la crueldad no se convirtió para nosotros en cuestión histórica ni se reveló tan 17 Le principe de cruauté, París, Minuit, 1988. Clément Rosset intentó “poner en evidencia cierto núm ero de principios que rigen esa ‘ética de la cru elda d'” (p. 7): el “principio de realidad suficiente” y el “principio de incertidumbre.” los dos tienen por objeto hacer apare cer “la ‘cru eldad ' de lo real” (p. 17). Sin embargo, au n cuan do esa noción de lo “real” se da para él con una especie de evidencia, veremos, a través del pensamiento de Nietzsche y de Artaud, que es esencialmente paradójica y más problemática de lo que hacen suponer ciertas páginas de C. Rosset.
esencial hasta después, a partir del fulgurante resplandor arrojado sobre ella por la obra de Artaud, pero ciertamente también en razón de la alucinante crueldad de nuestra historia -y Artaud fue uno de los primeros en señalar en el horror de los campos de con centración la mayor cuestión histórica, o quizás “metafísica”, de nuestra época. Determinante, lo es hasta ahora en la medida en que, más que la de Nietzsche, su obra da el ejemplo de un pensa miento y una escritura arrastrados por la vía cruel de lo real, en una travesía por las categorías del discurso (religioso, filosófico, li terario, normal, patológico) y en una deriva al fin de la cual la filo sofía creyó poder encontrar su propia intriga, su bien más allá del Bien, libre de tener que pasar por un discurso distinto para reiniciar el suyo propio. Es por eso por lo que si es posible contemplar una especie de historia del concepto de crueldad, o un a historia de la crueldad, de la que por lo menos los nombres de Sade y Bataille serían hitos importantes, nos ha parecido necesario aprehen der en la forma más precisa posible lo que confiere al encuentro de Nietzsche y Artaud su naturaleza de acontecimiento a partir del cual, justamen te, se aprehende la necesidad de esa historia
EL GRAN SECRETO: LA CRUELDAD REVELADORA
Hay ante cualquier acto de crueldad una especie de fascinación (a menudo horrorizada) que revela que ahí se manifiesta algo relacio nado con lo esencial. La crueldad fascina y la mirada se deja atra par cuando no quería mirar (pregunten a los que fueron a ver Saló de Pasolini). Se deja atrapar en el juego de una seducción violenta que arroja brutalmente de sí. La crueldad es la cosa más encantadora. “el filtro de la gran Circe”, repite con frecuencia Nietzsche (vil, 148). Fuera de sí, hacia el otro. Mirando de cerca, la crueldad intro duce a la experiencia de la intimidad dolorosa que sería el contra rio exacto de la piedad y que, en un solo acto, hace participar a la víctima y al verdugo de la misma violencia. La crueldad stricto sensu, como penetración de la carne por des garramiento previo de la piel, oculta una experiencia metafísica y pone en juego la existencia como tal. Es ese movimiento que em puja a ir a ver, bajo la piel del otro, bajo la envoltura que delimita
su integridad y la delimita como suavidad, delicadeza, morbidezza, según la palabra que emplea Hegel en su Estética,18 Por otra parte, precisa que la epidermis humana, contrariamente a la del animal, “permita comprobar a cada instante que el hombre es un ser uno, sensible y dotado de alma”. Es por eso por lo que la crueldad ejer cida sobre el hombre es la más interesante, la más reveladora. Lo que la piel protege frágilmente de la fractura, a la vez que lo deja ver, es, continúa Hegel, “la vida, por así decirlo, turgente: turgor vitaé’. Pero la piel cortada sangra [crúor), se agita, y más al fondo incluso apesta. Es ya el cadáver que se revela en la visión inm unda de la sangre y de la carne despojada del ornamento de la piel ( in mundus). Crúor, la sangre que corre, es el signo de la vida y significa:
“vida, fuerza vital”; pero también, y por eso mismo, es signo de violencia infligida a esa carne -y crúor significa también “asesinato, carnicería”. Crúor es la vida, y la vida, según numerosas fórmulas de Nietzsche y de Artaud, es crueldad. Crúor es la violencia, pero la violencia en nosotros: la sangre de nuestra sangre, la vida-muer te que se agita allá abajo, bajo la piel, en esa carne que no somos y sin embargo fuera de la cual no existimos. No comemos carne, sino la de los animales y la de Dios.* Y si el plato se llama “carne”, no se trata de carne sino de pescado, ave o fruta. Esa ambigüedad de la carne en su carácter inmundo y vital sella su pertenencia al orden de lo sagrado, es decir, al orden de la violencia fundamen tal, como lo testimonian las prohibiciones que pesan sobre las prácticas culinarias. El cruel, el carnifex, también es lanzado a ese orden. La cruel dad se abre a la experiencia violenta de lo sagrado cuyo lugar de pru eba es el cuerpo. Porque en él se oculta “el gran secreto”, debe mos estar dispuestos a asumir “el gran combate” evocado po: Henri Michaux en L ’espace du dedans : “¡El pie ha fallado! / ¡E brazo se ha roto! / ¡La sangre ha corrido! / Busca, busca, busca , en la marmita de su vientre hay un gran secreto.”19 Pero en e l!i Estética. 2: L a idea de lo bello, Buenos Aires, Siglo XX. * En el original: “Nous ne mangeons pas de chair, sauf celle de Dieu, mais d la viande. Et si le mets se nomme ‘chair’, c’est justement qu’il ne s’agit pas de chai mais de poisson, volaille ou fruit.” En francés, como en otras lenguas, existen difi rentes palabras para designar la carne humana, o la carne viva, y la carne comesl ble. [t .] 19 L'espace du dedans, París, Gallimard, 1966, p. 14.
punto extremo de la crueldad más cruda, el hombre descubre el lí mite infinito de su ser y de su verbo: el secreto que buscaba por medio de la crueldad se esconde, hasta el infinito,20 Siente la vida como ese exceso del infinito mismo, en él mismo, manifestación de un pathos , según la palabra de Nietzsche (xiv, 58), de un “es fuerzo”, según la de Artaud (iv, 99), sosteniendo la dinámica de una crueldad que no tiene ni fin ni comienzo. La crueldad, como lo indica Henri Michaux, es la consecuencia de un imperativo inscrito en un verbo al que el hombre está obli gado a someterse: “¡Busca!” Y el poeta, en la forma apodíctica pro pia de su discurso, nos invita a proponer este primer axioma: la crueldad se origina en el lugar del Otro.
Ese gran secreto, objeto que se oculta a la mirada pero que, más que en la realidad, o debajo de ella, yace en el vientre de nuestro prójimo, se revela en un desgarramiento sangrante que anuncia la epifanía de lo real. Y propondremos como segundo axioma que el fin de la crueldad es lo real.
¿Qué le queda al sujeto, en el acto de crueldad pura, que le co rresponda como propio? Entre el comienzo y el fin, de los cuales uno se ha anticipado para siempre y el otro es perpetuam ente dife rido, la función del sujeto es hacerse el intérprete del sentido de la crueldad. Lo que supone una responsabilidad con respecto al Otro y su imperativo, como en el sitio de lo real y su lugar. A cierto grado de aprehensión, más allá de lo psicológico, de lo patológico, de la moral, la cuestión de la crueldad sólo tiene relación con la categoría de la ética, e inversamente, por lo demás, la cuestión de la ética nos introduce en la dimensión de la crueldad (véase, sobre esto, el Kant con Sade de Lacan).21 Es por eso por lo que en Nietz sche la historia de la crueldad y la genealogía de la moral se con funden; por eso en él, como en Artaud, se plantea ante todo la cuestión de la inocencia de la crueldad.
“La violencia sufrida po r nuestro semejante se sale del o rden de las cosas fini tas, eventualmente útiles: la violencia lo entrega a la inmensidad” “[...] en esa des trucción se niegan los límites de nuestro semejante” (Georges Bataille, La littérature et le mal, Gallimard, col. “Idées”, 1947, p. 144). 21 Escritos 2, México, siglo XXI, 1975, p. 744.
CRUELDAD PERVERSA Y MALA CONCIENCIA
La experiencia de la crueldad tiene algo de originario y al mismo tiempo revela el carácter insoportable, inubicable del origen. Para que sea posible identificar la crueldad con la vida, aquella debe existir “antes” que el hom bre y encontrar su principio, como lo su gieren Nietzsche y Artaud cuando se refieren a la visión de Heráclito,22 en una especie de necesidad cósmica; sin embargo, la crueldad no es ella misma sino en el hombre, y no adquiere toda su profundidad ética más que en él. Pero esa advertencia la desvía de sí misma, de su pureza originaria: ese sentimiento de que el hom bre encuentra su dim ensión en el exceso y de que su voluntad, o su naturaleza, si la sigue con rigor, lo conduce hacia lo que Mon taigne llama lo “inhumano”, es para la conciencia un escándalo del que se protege esforzándose por detener el movimiento y el sentido de ese exceso. La aparición de la conciencia se convierte así en signo de un desmayo del ser vivo, de un repliegue y una pérdid a de intensidad, de suerte que toda la historia de la crueldad es la de una perversión y que a Nietzsche y Artaud les parece casi imposible encontrar en ella una manifestación fenoménica “pura” e “inocente”. De los análisis de la Genealogía de la moral o de los pasajes de El teatro y su doble consagrados a la definición de la crueldad, resulta que la crueldad que Nietzsche llama “contranatura” (widernatürlich) y que para Artaud es la expresión de un “apetito perverso” (iv, 110), se caracteriza por el encierro del sujeto en lo imaginario y por su aspecto voluntario y espectacular.23 Como escribía Scho penhauer, supone una descarga de agresividad contra el alter ego que procura al cruel un descenso de la tensión y un alivio de su propio sufrimiento. En el límite de lo real, surge un objeto por cuyo encuentro se detiene el movimiento de exceso y sobre el cual se descarga la tensión; puede ser el otro, objeto de la satisfacción 22 Pa ra Nietzsche, cf. po r ejemplo los textos incluidos en las FP, 1870-1873, VII, 276-277; xiv, 42; para Artaud, cf. v m , 292. -1En Aurora, Nietzsche observa: “La maldad de la debilidad quiere hacer m al y ver las marcas del sufrimiento” (iv, 216). Artaud precisa que no emplea la palabra “crueldad” “por gusto sádico y perversión de espíritu ... no se trata en absoluto de crueldad vicio, de la crueldad desbordante de apetitos perversos que se expresan con gestos sangrientos [...]” (iv, 110); y tacha de perversión cualquier forma de crueldad que sea “búsqu eda gratuita y desinteresa da del m al físico” (98).
sádica, o bien él mismo (su yo, su cuerpo), objeto de la satisfacción propia de aquellos a quienes Nietzsche llama “los masoquistas mo rales” {(Lie moral[ischen] Selbstqualer) (iv, 37), cuyos mejores ejem plos son el santo y el asceta, que exhiben sus sufrim ientos en forma teatral (ni*, 116 y 141). Manifestación afectiva y psicológica de un sufrimiento, el origen de la crueldad perversa es pues clara mente patológico; buscada a modo de compensación, es caracte rística de la “debilidad” y de la impotencia24 de quienes, como los emperadores asirios de que habla Artaud (iv, 77), quieren probar su poder y gustan de contemplar pruebas sangrientas de él. Su segunda característica es estar marcada por la culpabilidad: la causa de ello es esa detención del movimiento que corresponde a una inversión de los instintos animales según Nietzsche, a una detención de la Creación en la perspectiva gnóstica del Teatro y su doble (iv, 23). Para uno, se trata de un fenómeno histórico: a favor de la sedentarización de la humanidad, los instintos primarios del “animal ‘hombre’“ (Getier “Mensch’) (vil, 200) se han “vuelto hacia adentro”, y en particular “la crueldad vuelta sobre sí misma” (329) ha dado origen a la “ ‘mala conciencia’ animal”, origen de la con ciencia humana. Desde entonces ha conllevado el largo enclaustramiento en nuestra cultura de la culpa y de la deuda, que utiliza el sufrimiento para forjar la conciencia moral (vil, 254) y hacer del hombre un ser responsable, “un animal capaz de p ro m e te r Por lo demás, a la constitución de las tribus primitivas corresponde un sentimiento de deuda infinita con respecto a los antepasados, que provoca el enraizamiento del sentimiento de culpabilidad. Esa his toria del resentimiento y de la culpa, de la que Nietzsche hizo la genealogía, culmina en esa perversión más sutil de la crueldad (bosartigste Falschmünzjerei, VIII*, 197) que fue la invención del peca do. Gestor del sufrimiento, terapeuta perverso de una humanidad Nietzsche detecta en lo “débil” “un a necesidad desm esurad a de hacer mal, de liberar su tensión interior en acciones y representaciones agresivas” (vm*, 179). En otra parte observa: “La crueldad puede ser también una especie de saturnalia para los seres oprimidos y de voluntad débil, para los esclavos, para las mujeres del se rrallo, como un débil cosquilleo de poder -hay una crueldad de las almas malas, así como un a crueldad de las almas malvad as y viles” (xil, 83-84). A rtaud, retom an do la imagen nietzscheana del vampirismo de los “débiles” (vi, 65) o de la moral, presenta a los seres del “re baño” do tados de “mandíbu las de vam piros glotones” (xiv**, 99) y practicando sobre los seres de excepción un “sucubinato bien organi zado” (140).
enferma, el sacerdote, por la invención de los ideales ascéticos, permitió una verdadera “sublimación de la crueldad” (Sublimirung der Grausamkeit, IV, 639): “la crueldad refinada en cuanto virtud” (37) y puesta al servicio de una conciencia “lúbricamente enfermi za” (vil, 329). Para Artaud, de E l teatro y su doble a las Nuevas revelaciones del Ser, texto en el que la visión gnóstica se exaspera,25 la culpabilidad es la expresión de una necesidad metafísica que proviene de la divi sión entre lo “Manifestado” y lo “No-Manifestado” que permite, con la aparición del m undo, la introducción del Dem iurgo, malva do que altera en su beneficio el sentido de la Crueldad de la Natu raleza. Sometida a esa instancia suprema, a esa “especie de maldad inicial” (iv, 100) cuya voluntad criminal se afirma cada vez más en los escritos de Artaud,26 la conciencia humana es ella misma cul pable, necesariamente criminal. Y aun cuando Artaud, igual que Nietzsche, ve en la conciencia la enfermedad del hombre,27 aun cuando a menudo la presenta como un fenómeno secundario que desvía la crueldad natural del “espíritu”,28 le atribuye una realidad “metafísica” ligada en forma irremediable a ese momento de la Creación al que pertenece el hombre. Como “no hay crueldad sin conciencia” (iv, 98), y como “la vida es siempre la muerte de al guien”,29 el sueño de inocencia en la crueldad es ensombrecido Fue con la lectura de Fabre d'Olivet, de René Guénon y de los grandes textos sagrados con lo que Artaud inventó su “metafísica”, a menudo tributaria de los pen sadores gnósticos. Así, las imágenes de E l teatro y su doble (iv, 98-100) recuerdan la cosmogonía de Maní, pa ra quien la creación era consecuencia de una guerra y pro seguía en un desgarramiento eterno en el que participa Dios que intenta arrancar a las Tinieblas las partes de Luz prisioneras del Mal (cf. H.-C. Puech, Sur le manichéis me, París, Flammarion, 1979). Cuando más profundiza Artaud su visión gnóstica, más se acerca a un gnosticismo negro similar a los de Sade o Lautréamont. -(i Heliogábalo evoca la figura de una divinidad “a la vez impotente y mala” (vil, 39). En una carta a Bretón de septiembre de 1937, Artaud escribe: “El Padre mismo no es el primer Dios, sino la Primera Toma de conciencia de la Fuerza ho rrible de la Naturaleza que crea el Ser y hace la desgracia de todos los Seres” (vi, 222). Al final del “Obispo de Rodez”, denuncia al “ser odioso del Demiurgo” que martiriza a la hum anidad. 27 “Esto va mal porque la conciencia enferma tiene un interés capital en este momento en no salir de su enfermedad” (xiii, 14). 28 Nietzsche: “Espíritu es la vida que en la vida misma se distingue” (vi, 121). Artaud: “El espíritu no es flexible: es sutil, que no es lo mismo; avanza, es pues cruel, bárb aro, primitivo...” (vill, 120). w “Es la conciencia lo que da al ejercicio de cualquier acto de vida su color de
por el sentimiento de una culpabilidad metafísica con la que el hombre debe contar; pero no impide la esperanza -sostenida por la visión gnóstica de la Creación- de reinscribir la crueldad en el camino de su pureza “metafísica”, mediante una lucha encarnizada contra la malvada crueldad divina. La crueldad individual es vivida por lo tanto como una conse cuencia de esa crueldad primera infligida al hombre que intenta reencontrar la integridad de su ser, a pesar de eso que lo corta de sí mismo, de su vida, de su muerte, de sus pensamientos, y que Artaud denomina “Dios”. Porque si la conciencia es la enfermedad del hombre, Dios es la enfermedad de la conciencia.30 Su presencia fur tiva surge como el límite interno de la conciencia y la amenaza que acosa al pensamiento y lo destruye desde siempre. Así, en una pri mera lectura, las blasfemias y las invectivas que contienen textos como “Insultos a lo Incondicionado” son el signo de un ateísmo más próximo al de los héroes de Sade que a Nietzsche. En ambos casos, siguiendo la teoría nietzscheana de los instin tos o la perspectiva gnósüca de Artaud, la crueldad perversa se ca racteriza por la ausencia de rigor. Y la culpabilidad no es otra cosa, desde el punto de vista formal, que el hecho de haber cedido el paso, de haberse replegado frente a la irrupción del sufrimiento, de haber, por último, querido fijar un estado del mundo en una es tabilidad artificial. El rigor de la crueldad “pura” ha sido sustituido por otro im perativo, el de la ley moral, en el cual Nietzsche y Ar taud vieron un instrumento de tortura en manos del rebaño, al ser vicio de su resentimiento y de su espíritu de venganza, pero tam bién un señuelo para ciertos espíritus de excepción, cuyo rigor pervierte.31 La ley no suscita la vuelta sobre sí misma de la crueldad más que para controlarla mejor: si la ley mantiene la instancia de la crueldad, atenúa su efecto, lo introduce en una economía regulada de la deuda y el rescate. Es que la ley moral apunta siempre a un límite, y hasta cuando pretende estar, como en Kant (de quien Nietzsche apreciaba la crueldad del imperativo categórico), fuera sangre, su matiz cruel, porqu e se entiende que la vida es siempre la m uerte de al guien” (IV, 98). "... metaffsicamente habland o, el mal es la ley pe rm an en te” (100).
3<) “Hay una irrupción de Dios en nuestro ser que deberíamos destruir con ese ser [...]” (i**, 55). 1:1 Nietzsche cita como ejemplo el “pas caliano sacrificio delVintelletto” (vil, 148), Artaud el caso de los poetas “suicidados” por la mala conciencia colectiva.
de toda determinación “patológica”, se detiene en el horizonte de la inmortalidad del alma que es el de la “contabilidad permanen te”.32 Sus operaciones: esconder, ocultar, sublimar, desviar, incitar al “castratismo” (según los términos utilizados por Nietzsche y Ar taud) lo atestiguan: la moral carece de rigor y su ley nos corta de la crueldad “pura”.
LA DIMENSION ÉTICA DE LA CRUELDAD
Para comprender cómo se impone la dimensión de lo ético, es conveniente precisar lo que Nietzsche y Artaud entienden por crueldad no perversa, “natural”, “inocente”. La búsqueda de una crueldad “pura” los conduce aparentemente a la misma conclusión de Aristóteles: por un lado, la crueldad fenoménica, de la que la historia ofrece ejemplos, es rechazada como perversa y patológica; por el otro, la pureza de la crueldad “inocente” parece ser incom patible con la experiencia ordinaria de ese afecto y no tener lugar en el orden humano. En efecto, debe ser involuntaria, no tener ningún objeto propio y no satisfacerse con el espectáculo del sufri miento de otro33 (sin lo cual no sería más que esa reacción negati va de las almas sufrientes de que hablaba Schopenhauer). Está en tonces vaciada de sus características esenciales; también Artaud la define como “un sentimiento desapegado y puro, un verdadero movimiento del espíritu” (iv, 100) y desea despojar a la palabra de “su sentido material y rapaz”, como para llegar a una crueldad in nocens, que no hiere. Cuando evoca a Sade o a Masoch, no es el significado lo que le interesa, sino, como le dice a Roger Vitrac, “el aspecto armonioso y musical, el aspecto melódico del trabajo de desgarramiento intelectual de Sade” (m, 241). En cuanto a Nietzsche, recurre al mito del “fuerte” que en su despreocupación reeencontraría la inocencia (die Unschuldj y la inconsciencia de la fiera (vil, 238) y sería animado por un “instinto de crueldad” (Ins 3:i Cf. los análisis de Lacan, en Le Séminaire, libro vil: L ’éthique de la psych.ana.lyse, Seuil, 1986, pp. 365-366 [La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1988]. 33 Nietzsche: “La maldad de la fuerza (das Bose der Starh ) hace mal a otros sin pensarlo, debe desencadenarse; la maldad de la debilidad quiere el mal y ver las mar cas del sufrimiento” (iv, 216). Artaud: “Es un error dar a la palabra crueldad un senti do de rigor sangriento, de búsqueda gratuita y desin teresada del mal físico” (iv, 98).
tinct der Grausamkeit) inalterado; o bien busca ejemplos entre los
personajes que la historia ha erigido en figuras míticas (César, Borgia, Napoleón). Así como parece improbable hallar hombres animados por una crueldad pura, sin perversión ni debilidad, se revela imposible dar una definición de la crueldad “pura” que no sea la formal -musi cal, diría Artaud. Es imposible detenerla en una determinación sustancial. Es ahí que la “crueldad” en Artaud es equivalente a la “voluntad de poder” en Nietzsche: los dos términos expresan la ló gica de la “vida”, o más bien, dan de la vida una definición pura mente “lógica”. Lógica nueva que no obedece a las leyes de la ra cionalidad, es decir de la moral, sino que se presenta, justamente, como la lógica de la ética. 51 De suerte que la ética, basada en una noción no ontológica (puesto que “crueldad” se emplea siempre metafóricamente en relación con lo humano) ni psicológica y mundana (puesto que la crueldad en su pureza excede a las deter minaciones humanas), pero provocando a la vez el sentido del “ser” y de la “naturaleza” del hombre, los deporta a un desborda miento común, al exceso de un “entre-dos” donde se juega su des tino. Al fin de cuentas, el termino “crueldad” termina por perder el estatuto de concepto que remite a un significado o a una realidad aprehendible para no ser más que una “imagen”,35 una metáfora, un idiotismo que no adquiere su sentido, en los textos de Nietzsche y de Artaud, sino dentro de series páradigmáticas.36 Insiste me:í i Es el sentido más profundo de la observación de Nietzsche según la cual la dinám ica de la vida —del m undo como “voluntad de po der”—es cruel en la med ida en que “toda fuerza, en cada instante, va hasta sus últimas consecuencias” (vil, 41). Y esa fórmula coincide con la más alta definición que da A rtaud de la crueldad: “Y por otra parte, ¿qué es la crueldad, filosóficamente hablando? Desde el punto de vista del espíritu crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacable, d eterm i nac ión irreversible, a bsoluta” (iv, 98). 35 Nietzsche utiliza “metáforas cósmicas de lo más inesperadas” (i**, 233): según Artaud, “crueldad” “hace imagen” (iv, 104). 36 Nietzsche delimita “la voluntad de poder” asimilándola a conceptos tan di versos com o “guerra”, “cruelda d”, “vida”, “esencia”, “dev enir”, “apetito”, o estable ciendo series: “La voluntad de poder. / La voluntad de sufrimiento. / La voluntad de crueldad. / La voluntad de destrucción. / La voluntad de injusticia” (x, 254). Ar taud procede de la m isma m ane ra cuando en las “Lettres sur la cruauté” la delimita mediante una red de términos que se iluminan en un juego mutuo: “rigor”, “masa cre”, “apetito d e vida”, “necesidad implacable”, “mue rte”, “resurrecció n”, “Eros”...
diante las palabras clave de su pensamiento, como el secreto más íntimo y a la vez más extraño, como el motivo de una música se creta, la que Artaud percibía a través de la pintura de Van Gogh. Así, la idea de un instinto de crueldad no remite en última instan cia a una realidad biológica o etológica. En efecto, Nietzsche, que nunca dejó de criticar la creencia en el instinto, asimila la “volun tad de poder” al instinto de crueldad, revelando con eso la natura leza metafórica de la referencia biológica, que se mezcla sin distin ción con la metáfora filosófica.37 La “voluntad de poder”, porque es la que escribe “el texto primitivo, el texto temible del hombre natural” (vil, 150) y del animal, de la naturaleza y de la cultura, porque dice su “Gran discurso cósmico ‘yo soy la crueldad’, ‘yo soy la astucia’, etc.” (x, 232), es el origen de ese imperativo de crueldad que, atravesando la Naturaleza, hace de ella no tanto una instancia metafísica,38 un “ya-ahí”, sino un principio ético de inter pretación. “Más allá del bien y del mal”: tal es, tanto en Nietzsche como en Artaud,39 la fórmula de la ética de la crueldad. Lejos de invitar a un inmoralismo desenfrenado o de equivaler al “todo se permi te”, esa expresión es la de un imperativo más riguroso que todos los imperativos morales, y a partir del cual puede fundarse una ética verdadera, rigurosa hasta la crueldad. “Más allá” no significa “más acá”; es decir que no se trata (como pudieron soñarlo Nietz sche y Artaud en la época de su metafísica del teatro) de reencontrar la inocencia perdida, de mantenerla como un mito operacional y estratégico; pero tampoco significa “afuera”: se llega “más allá” si guiendo un camino en el que uno ya está comprometido, el cami no justamente en donde la m oral y la conciencia se detienen y que no es otro que el camino de la culpa, a partir de la cual adquieren sentido las nociones de “bien” y “mal”. En realidad, no es el menor de los signos de parentesco entre 37 Fórmulas como “los animales conocen el sentimiento de poder, es decir la crueldad’ (iv, 578), “el sentimiento de poder (das Geftlhl der Machi) ... es el perfecto
equivalente de la crueldad” (617) muestran que cuando se busca un sustrato concre to para la crueldad se llega, incluso en los animales, a la metáfora de la “voluntad de poder.” ;,íí “No debemos inventar personas falsas y decir, por ejemplo, ‘la naturaleza es cruel’” (xil, 209). 39 “Quiero alcanzar, más allá del bien y del mal, esa idea de la vida universal que com unica ba tanta fue rza a los Misterios de Eleusis” (v, 220).
Nietzsche y Artaud ese hum or cruel que los hace seguir, con todo rigor, los caminos de la mala conciencia y las deducciones de la metafísica, hasta obligarlos a concluir en contra de esos mismos ca minos. Según Nietzsche, la ética de la crueldad es el fruto de la “gran promesa” que lleva en sí al hombre empecinado en volver contra sí mismo la crueldad de la m ala conciencia (vil, 276); según Artaud, sólo siguiendo el camino del metcé® la metafísica será por fin arrancad a de sí misma y forzada a hacerse rigurosa. Esa generalización: crueldad, “voluntad de poder” como fuerza cruel equivalen a “vida”, dice demasiado para saber qué pasa con la crueldad, pero por lo menos dice el exceso al que se enfrenta el espíritu que quiere pensarla, y revela también qué es de la vida para el hombre: la crueldad como metáfora de la vida subraya la imposibilidad para el hombre de estar de acuerdo con el mundo y consigo mismo. Si la vida es crueldad, es porque en su voluntad (de poder), en el rigor de su deseo, el hombre quiere lo que lo hiere. Ese “pathos”, ese “esfuerzo” cruel le indican que su fin, el secreto de su deseo, es del orden de lo inhumano. El esfuerzo por captar la crueldad fuera de su dimensión demasiado humana, lejos de repetir la exclusión aristotélica, responde a la preocupación por colocar lo inhumano en el corazón de lo humano, por conservar a la crueldad su fuerza de exceso y por recordar que el exceso es la dimensión del hombre. Así se mantiene la apertura de ese “más allá” que, por ser el prolegóm eno de toda metafísica, es también la condición de toda ética verdadera, la que aíiima nuestra voluntad de acceso a lo real.
EPILOGO
El exceso que caracteriza a la crueldad hace que ésta no tenga lugar fijo, que no encuentre ni en el hombre ni en el animal su ori gen, en fin, que desborde la conciencia aun estando fatalmente li gada a ella, y no pueda ser aprehendida de frente. Cuando el pen samiento racional quiere comprenderla, es arrastrada hacia una 4,1 “La metafísica es hacer el meta, p on er algo más en la rusticidad rudimento, in mediata de su ser, y no elevarse hasta las ideas conceptuales universales que hacen perd er la física y no dejan nada más que el m eta sin nada” (xrv*, 177).
exterioridad que espontáneamente interpreta según las categorías (le la metafísica: Dios, la naturaleza, la trascendencia, el instinto... M sentido de ese exceso cruel es así percibido como necesidad de reconciliación con aquello de lo que uno ha sido cruelmente sepa rado, y es por eso que funda la experiencia de lo religioso. Enton ces se niega la alteridad a la que invita la crueldad para reducirla a un otro cualquiera, siempre integrable, o confundirla con la instancia de un Doble cruel. También la cuestión de la crueldad es indisociable de esas for mas esenciales de la repetición y de la representación que son el l ito y el teatro, en que Artaud y Nietzsche buscaron en primer tér mino el secreto de la vida como crueldad. Fueron obligados a ello no sólo por la necesidad histórica, por el hecho de que estamos inscritos en la historia de la culpabilidad y de la mala conciencia, sino también porque, ante todo, se inclinaban a pensar la crueldad como el signo de una necesidad metafísica de reconciliación con un Real que había sido ocultado: sueño de una armonía recobrada cuya expresión primera fue el deseo de reconciliación entre la naIuraleza y la cultura.
LOS TEATROS DE LA CRUELDAD
Es significativo que los primeros textos de Nietzsche y de Artaud hayan sido consagrados al teatro. En efecto, lo consideraban liga do al tiempo de los orígenes; ante todo históricamente, como des cendiente del rito y forma de expresión privilegiada de las grandes culturas del pasado; después metafísicamente, ya que su papel con sistía en revelar una realidad originaria perteneciente al dominio de lo sagrado. Así, su fascinación por el teatro respondía a esa ten tación metafísica de hallar un origen que podía hacerse manifiesto. Theatron: lugar donde lo invisible se hace visible, donde se opera una verdadera hierofanía. Con el teatro se plantea por lo tanto la cuestión del sentido y se inaugura una reflexión sobre el lenguaje, puesto que la búsqueda de las fuerzas pasa por la de las formas. Cuestión incansablemente retom ada por Nietzsche y Artaud en los textos ulteriores. La revelación del carácter ilusorio de esa búsqueda del origen condujo a uno de una filosofía de la tragedia a una filosofía trágica. El fracaso de esa empresa imposible empujó al otro a abandonar la escena y la “metafísica” que se representa ahí. Sin embargo el teatro, si traiciona la esperanza puesta en él, permite presentir lo que los mitos guardaban oculto y permite descubrir, “más acá” del “origen” cruel, lo que “funda” su posibilidad.
CULTURA Y CRUELDAD
a] Una armonía preestablecida Como lo testimonian sus primeros escritos, Nietzsche y Artaud concuerdan en un punto esencial, que fue el punto de partida de su reflexión: en el origen de la perversión de la crueldad existe una “ruptura”1 entre la naturaleza y la cultura de la que precisa mente la conciencia es signo; y los dos hicieron de una reform a de la cultura la condición de una posible reforma de la vida misma. Aun cuando ambos afirmaron siempre que no hay diferencia esen cial entre una y otra, y que las mismas fuerzas crueles sostienen la actividad de la naturaleza y las de la cultura,2 se vieron obligados a partir de la situación dual en que se ha encerrado nuestra cultura de la “decadencia”, esa vida que, según Artaud, pertenece al “se gundo tiempo de la Creación” (iv, 49). Además, ambos opusieron al dualismo efectivo del pensamien to y de la vida el mito de la unidad, que es su contrapartida metafí sica: es preciso volver a la inocencia; reencontrar la arm onía con la naturaleza. Ese tema es la preocupación esencial de Artaud en E l teatro y su doble o en sus textos de México, pero también la de 1Nietzsche: “La época moderna, con su ‘ruptura’ ( Bruché ) , debe ser entendida como la que escapa a todas las consecuencias lógicas: no quiere tener nada po r entero, es decir también con toda la crueldad natural de las cosas” (i*, 415). Artaud: “Si el signo de la época es la confusión, yo veo en la base de esa confusión una ruptura entre las cosas y las palabras, las ideas, los signos que son su representación” (iv, 9). 2 Nietzsche, para quien “casi todo lo que llamamos ‘civilización superior’ se bas a en la espiritualización y la profundización de la crueldad’ (vil, 147), compara “la civilización en su esplendor con un vencedor cubierto de sangre que arrastra a sus vencidos, convertidos en esclavos, encadenados al carro de su triunfo” (i*, 415). Artaud busca en México esa “cultura verdadera” que “se apoya en la raza y en la sangre” (vm, 150).
Nietzsche en sus Consideraciones inactuales y en las reflexiones Sobre el futuro de nuestros establecimientos de enseñanza -y ya veremos cómo sostiene la mayor parte de la metafísica del teatro de ambos. Ciertamente, sus concepciones de la cultura son, en muchos puntos, com pletam ente opuestas: uno privilegia la Bildung, la forma, el elitismo y el entrenamiento; el otro adopta un punto de vista “revolucionario”, llama a la destrucción de los libros y las for mas, así como a una verdadera cultura “popular”. Sin embargo, aunque en contradicción en los efectos, sus análisis concuerdan sobre el principio: es preciso reunir lo que ha sido separado, las formas y las fuerzas, el interior y el exterior,3 recobrar la expresión natural de la crueldad. Uno y otro participaron por lo tanto en esa metafísica de la naturaleza que reposa en la idea de una armonía preestablecida4 y busca en el instinto el fundamento de la cultura. Cuando Artaud sueña con una “cultura orgánica” (vill, 135 y 164), Nietzsche llama a la invención de una “nueva Physif, de acuerdo con el “Imtinkt des Volkes.”J b] Los “inocentesculpable? En todos los casos, eso significa que debemos pasar de una cultura del Padre a una cultura de los hijos. Pese a su nostalgia de un Fürher (i**, 161) en materia de cultura, el joven Nietzsche admite que sólo los hijos, porque tienen conciencia de ser “inocentes-cul pables” (verschuldetUnschuldigen) (158), sometidos a una ley que ol 3 humes und Ausseres, Inhall undForra (Inad ., II, p. 258). 1 Nietzsche, en Sobre el futuro , afirma que el joven hallará “el verdadero camino de la cultura” si no rompe “la relación ingenua, confiada, y por así decirlo personal e inmediata que tiene con la naturaleza”; así, “el hombre verdaderamente culto” debe mantener esa relación “sin ruptura” y mantenerse en la “unidad” y la “armo nía” (i**, 133). Más adelante habla de “armonía preestablecida” y de un “orden eterno” hacia el cual se dirigen siempre las cosas por una gravedad natural (161). Finalmente, esa arm onía de conc ordancia con “la ley de u na justicia eterna” es pr e sentada en El origen de la tragedia como el milagro de la cultura griega (i*, 156). Para Artaud, los antiguos mexicanos eran inmediatam ente capaces de cultura porque te nían una relación directa con la naturaleza. Artaud busca en el esoterismo esa idea “armoniosa” “que reconcilia al hombre con la naturaleza y con la vida” (VIH, 159), y permite reconquistar esa “profunda armonía moral” de las razas precolombinas (v, 19), que se basaba “en las leyes superiores del mundo” (vill, 153). ' Inact., II, p. 389.
vida las Leyes de la Naturaleza, pueden, y deben, remediar la falla de la cultura, que no es otra que la de los Padres. Para Artaud, se trata de una verdadera insurrección de los hijos contra la “coerción del Padre” (vm, 148), y de estar “con el Hijo, contra el Padre” (vil, 222) a fin de restablecer la Ley natural trai cionada por el padre; y plantea en efecto la existencia de una Ley más allá de la ley, “esa Ley [que] es la Naturaleza de las cosas”, “la fuerza misma del Absoluto”. Así, pese a oposiciones estrictas entre Nietzsche y Artaud, am bos reconocen que una ruptura entre el padre y los hijos es el ori gen de la decadencia cultural, de una culpa que mancha nuestra relación con la Naturaleza y perpetúa la caída de la cultura en una crueldad enfermiza y retorcida, olvidada de sus orígenes “natura les”. Corresponde p or lo tanto a los hijos inventar un nuevo instru mento capaz de reconciliarnos con el origen y de paliar la falta de los Padres o de destruir el poder usurpado de su ley. Esa práctica, gracias a la cual se restaurará la armonía, es el tea tro. Pero para comprender en qué provoca el sentido de lo huma no y por qué está a su cargo el origen cruel, es conveniente inte rrogarnos sobre la forma más antigua del teatro de la crueldad, que es la puesta en escena de lo divino.
LO DIVINO Y LA CRUELDAD
En relación con el hombre, los dioses ocupan una posición adelan tada, pero sin embargo ambigua. Habitan, en efecto, una zona in termedia entre lo imaginario y lo real, lo profano y lo sagrado, de ahí la dualidad de su aspecto y de su función, según que oculten lo real o, por el contrario, descubran la punta en el seno de su uni verso de imágenes. a] La economía de lo divino Los mitos y los dioses son, para Nietzsche y Artaud, una expresión particular de lo imaginario, apta para encarnar ese ideal de cruel dad pura cuyo principio plantean ambos. Pero mientras que Nietz sche los contempla sobre todo como psicólogo y genealogista, Ar-
taud habla de los dioses ante todo como poeta, como “metafísico del desorden”, incluso como iniciado. Su búsqueda desesperada de una verdad olvidada, a través del sincretismo religioso o los ritos mexicanos, no puede ser asimilada a la interrogación de Nietzsche sobre lo divino. Además, mientras que para el uno (que se refiere so bre todo a Grecia) los dioses están encargados de asumir la inocen cia de la crueldad, invitando al hombre a concebir la existencia como un juego “más allá del bien y del mal”,6 para el segundo los dioses asumen la culpa y la necesidad del mal en que el hombre vacila en entrar. Así, los dioses de México (más arcaicos y violen tos que los olímpicos) están metidos en una guerra que, más allá de ellos mismos en cuanto figuras particulares, apunta a la victoria de principios trascendentes, cuya realización exige entregarse a la violencia de una manera que sería prometeica si no fuera con una precipitación devora dora' y una voluntad de expiación. Sin embargo, si colocamos en perspectiva los análisis de Nietz sche y Artaud sobre las relaciones entre los dioses y la crueldad, llegamos a una visión que con frecuencia se aproxim a a lo que p o dríamos llamar la economía de lo divino. El universo apolíneo de imágenes, la seducción de las formas bellas, fue siempre para Nietzsche una necesidad vital, metafísica en E l origen de la tragedia, biológica en los textos posteriores. Ha ciendo de la vida una bella representación,8 esos “deslumbrantes hijos del ensueño que son los olímpicos” (i*, 150) ofrecen igual mente una imagen parcial, detrás de la cual yace una “profundi dad horrenda” que Nietzsche, en un gesto sacrilego, se esfuerza por despertar. También para Artaud el mundo divino es un teatro, y en la m edida en que los dioses “están en la vida como en un tea tro” (vill, 166), no tienen sentido sino en relación con lo real que recubren: lo No-Manifestado, el No-Ser en el cual aspiran a per derse, como “fuerzas que no anhelan sino precipitarse” (vil, 46). Ese desgarramiento entre lo imaginario y lo real, que constituye la 6 “Quizá los dioses son todavía niños, y tratan a la humanidad como un juguete y son crueles inconscientemente y destruyen con total inocencia. Cuando envejez can...” (m**, 405). 7 Los dioses, que constituyen “un espacio vibrante de imágenes” (vill, 166), pue blan el espacio “para cubrir el vacío”, pero aspiran a “recaer después vertiginosa mente en el vacío” (167). 8 “... los dioses también se recrean y se ponen de buen humor cuando se les ofrece el espectáculo de la crueldad” (v, 30).
esencia de lo divino, fue también, históricamente, la razón de su ocaso. Con los dioses existe siempre el riesgo de que en cuanto imáge nes idealizadas tom en el lugar de lo real, lo traicionen y lo escam o teen en beneficio propio. Ese escamoteo pertenece por lo demás a la esencia misma de la religión. Nietzsche, para quien todas las re ligiones son “sistemas de crueldades” (vil, 254), insiste en el carác ter excepcional del politeísmo griego que supo liberar tanto a los hombres como a los dioses de la economía arcaica de la deuda y la culpa (280). En cambio, las otras religiones, antiguas o modernas, provocan siempre un encierro en la crueldad perversa y la culpa bilidad. Y además, pese a su exaltación del mundo olímpico, no deja de reconocer la sistematización de lo divino bajo la égida de Apolo y, por último, el olvido de esa realidad representada por Dionisos, que se expresaba p or la “moral de Sileno” y que precisa mente era la función de los dioses ocultar. Bajo la inocencia soña da de los dioses se anuncia una culpa, aunque sólo es tal hacia los hombres que tienen una responsabilidad para con Dionisos. Pero ese rostro titanesco y bárbaro de lo divino, lejos de ser incompati ble con el mundo apolíneo, lo justifica de vuelta. El mismo peligro es denunciado por Artaud en Heliogábalo. los dioses sirios han terminado por ocupar el proscenio, haciendo ol vidar que no eran sino los representantes de principios “metalísicos”, y se han convertido en “imágenes expiradas” (iv, 83). De ahí la inutilidad y el absurdo de las guerras descritas en Heliogábalo, que se hacen en nombre de principios “imaginarios”, es decir sacralizados, idolatrados. Pero, riesgo inverso, los dioses están también dispuestos a dejar se engullir por el abismo abierto por la ruptura de lo real, la apari ción de lo sagrado. Es el caso de los dioses mexicanos atrapados en una violencia devastadora para los pueblos mismos, de los que Artaud dice que “valen para el caos”. Del mismo modo, ciertos pa sajes de E l origen de la tragedia, los más schopenhauerianos, hacen de Dionisos una fuerza de disolución en el No-Ser fundamental. Con respecto a la crueldad y lo real, el hombre tiene por último una responsabilidad superior a la de los dioses, que se sostiene en esa “conciencia” rigurosa de la que habla Artaud, sin la cual no hay verdaderamente crueldad, sino pura anarquía, o bien la rigi dez de una jerarquía y un orden ficticios. Si los dioses muestran, según la fórmula de Artaud, “Cómo el
Hombre podría salir de sí” (vm, 167), si pueden ser, según Nietz sche, una personificación imaginaria de la “voluntad de poder” (iv, 421), el lugar de los hombres no es el de los dioses; más exigente, es el representado por Dionisos (quien sufre la crueldad y no es sólo su simple espectador) y por Heliogábalo; la ambigüedad sos tenida y el ritmo binario incesante de los dos atestiguan que no están en la certidumbre y la distancia de los Olímpicos ni en la violencia de los dioses de México. Cada uno de ellos es a la vez actor y director de la crueldad. b] “Hay dioses” Los dioses tienen, sin embargo, una función esencial: mantener la exigencia de lo múltiple contra cualquier hipóstasis del Uno: Dios, el Hombre, la Razón... Nietzsche ve en el politeísmo una voluntad de respetar y provocar la diversidad de perspectivas sobre la exis tencia, pero también de dejar abierta la posibilidad de un deseo que, detrás de sus efigies, se perfila a través de la revelación dionisiaca. En los textos de Artaud consagrados a las religiones anti guas, lo múltiple tiene una función a la vez cercana y diferente: perm ite mantener el deseo del Uno, que los dioses en su diversi dad no podrían satisfacer, rechazando a la vez la tentación de lo Único, la realeza de ese Dios que ha usurpado el lugar del Uno, de lo No-Manifestado. Porque mientras que Dios es y existe, el Uno insiste en no ser; mientras que Dios impone su orden y su poder, los dioses sólo se afirman “para destruir todos los poderes” (vn,
206).
Así se comprende la oposición de Nietzsche y Artaud al mono teísmo y su insistencia en afirmar que lo múltiple participa de la esencia de lo divino.9 Del mismo modo que uno contrapone a Dionisos y el Crucificado como dos imágenes aparentemente cer canas y, sin embargo, diametralmente opuestas de lo divino, y del sacrificio del dios (xiv, 63), así el otro contrapone la cruz mexicana a la cruz cristiana (IX, 70) y el personaje de Ciguri, la divinidad de los tarahumaras, a la de Cristo. Ciguri, símbolo del hombre que “se construía cuando Dios lo asesinó” (22), representa la juventud 9 Nietzsche: “¿No es justam ente divinidad que existan dioses, pero que no exis ta Dios (aber keinen Gott giebt)?” (v, 203). Artaud: “Escuchen ahora la Verdad Paga na. No hay Dios, pero hay dioses” (vil, 206).
de lo divino, el advenimiento del “Niño-Rey” (43) contra “el ojo indiscreto y culpable de Dios” (21). Esa multiplicidad, garantía de su inocencia, es el corolario de la juventud de los dioses; la vejez de Dios y la culpabilidad de sus lujos es precisamente la definición del cristianismo.10 Los dioses, pese a su ambigüedad o quizá gracias a ella, corresponden a un momento ético superior al de Dios: lo múltiple es de alguna mane ra la huella, la escansión de lo real en el seno de lo imaginario. A partir de ahí, sean o no históricamente primeros en relación con el m ono teísm o,11 están con todo más cerca del origen, del m ovi miento primero de la crueldad, de su fuente “real”. Esa proximi dad se hacía sensible en los ritos y los sacrificios en que debe inspi rarse el teatro.
DECISIÓN RITUAL E INDECISIÓN TRÁGICA
Según E l origen de la tragedia y El teatro y su doble, el teatro tiene un origen religioso y una significación metafísica. Heredero de los an tiguos ritos, tiene la función de religamos con el origen sagrado de las cosas; pero se trata de una relación paradójica, determinada por la naturaleza misma de ese origen, y que obliga a distinguir entre la economía trágica y la economía ritual o sacrificial.
10 Como cuen ta Zaratustra (vi, 203), los dioses murieron cuando uno de ellos se declaró único; se murieron de risa, porque, en su gaya ciencia, no conocen ni el re sentimiento ni el espíritu de venganza. Lo divino es que “hay” “es gieb f dioses: los dioses son un don del cielo sin espíritu de revancha, sin cobro; ellos (se) entregan al azar ( casus) sin hacer cuentas, según la hora y la caída de un golpe de dados que nun ca puede ser un mal golpe: “En realidad aquí y allá alguien ju ega con no sotros” (v, 220). Pero, golpe de teatro, Dios ocupa el proscenio: entonces el golpe de suerte se convierte en agravio que grava la economía del mundo; con él el hombre se en deuda, y su don es siempre un regalo envenenado: gift, venenum, farmakon la cruel dad, “el filtro de la gran Circe”, se convierte en un brebaje de muerte. Dios, escribe Nietzsche, es “celoso” ( eifersürchtiger ) : todo debe ser devuelto, pagado, expiado. La crueldad de Dios es la del Gran Acreedor que sustituye la gracia dispendiosa y gra tuita de los dioses por la redención y la recompra. 11 Véase, por ejem plo, la discusión entre G. Bataille y M. Eliade en G. Bataille, “Schéma d’une histoire des religions”, Oeuvres completes, París, Gallimard, 1949, t. vil, pp. 406-425.
a] La guerra de los principios Los ritos sacrificiales y la tragedia atestiguan un mismo hecho: el origen es cruel, y esa crueldad hacia nosotros es el signo de la cul pabilidad ontológica de lo viviente, porque la vida, como lo ilustra el mito de Prometeo según Nietzsche, es siempre “un sacrilegio, una expoliación de la naturaleza divina” (i*, 81). La metafísica de E l origen de la tragedia y la de E l teatro y su doble alcanzan la exigen cia que anima la práctica ritual: el teatro es un tomar activamente a su cargo el deseo de reunificación del Uno primordial a lo largo del tiempo y la historia del mundo. El signo de ese deseo en el hombre es el sentimiento de la culpa, su huella en el mundo es la lucha encarnizada de los contrarios cuya guerra tiende a reabsor ber la dualidad. Al pertenecer a lo que Artaud llama “el segundo tiempo de la Creación, el de la dificultad y del Doble” (iv, 49), el teatro surgió de un a dicotomía prim era y se inscribe en la separación de una di ferencia, que puede ser la de la pareja Apolo/Dionisos, o la separa ción original de lo Masculino y lo Femenino que preside la Crea ción, duplicando la división entre lo Manifestado y lo No-Manifes tado. Sin embargo su objetivo es siempre la reunificación de los contrarios. De suerte que para la mirada del mundo profano que vive en la división y el olvido de lo que ha sido separado, el esce nario, será ante todo el lugar de una crisis: la crisis suscitada por la confrontación, el modo del conflicto, de los elementos antagónicos antes de su eventual pacificación. De ahí el terror y la violencia que amenazan en todo momento con invadir el recinto del teatro. Del mismo modo que el objeto del sacrificio ritual es, según Ar taud, hacer “confluir el cielo, el cielo o lo que se separa de él, sobre la piedra ritual, hombre o mujer, bajo el cuchillo del sacrificador” (vil, 46), así el teatro balinés se remonta al acontecimiento inaugural de la Creación: a las “conjunciones primitivas de la Na turaleza, que fueron favorecidas por un Espíritu doble” (iv, 58). Así, la tragedia griega provoca la reconciliación de las figuras anta gónicas de A polo y Dionisos. Pero mientras que el rito tiene una función religiosa y social, el teatro tiene una significación metafísica y apunta, en sus orígenes, a ese real que los dioses recubren y que velan las hipóstasis metafí sicas. Tanto en E l origen de la tragedia como en E l teatro y su doble, lo real es de naturaleza trascendente (lo Reali). Exterior a toda mani-
Icslíición y a los principios mismos, corresponde a ese estado no violento que Artaud define “como una especie de inconcebible No-Ser No-S er que qu e no tien ti enee n a d a que qu e v e r con co n la n a d a (néant )” )” y que pode mos representarnos como el primer estado de Dios evocado por la ( .ábala .ábala:: Dios que aún n o ha h a visto visto el el rostro rostro de Dios. Dios. Pero igu almen alm en te bien podemos asociarlo con el UrEin de Schopenhauer que as pira, pi ra, p o r la fusión fus ión d e los lo s prin pr inci cipi pios os anta an tagó góni nico cos, s, a apac ap acig igua uarr el su su frimiento derivado de su ruptura interna. Pero la guerra que los principios y los dioses libran entre ellos 110 hace más que repetir eternamente el conflicto, porque en lugar de obedecer a la Ley del Uno que es, según la fórmula de Artaud, “volver al reposo” (vil, 208), quieren imponer su propia diferencia como ley. Lo que es un error, o más bien una culpa metafísica, en la medida en que cuanto más un principio afirma su diferencia, más debe afirmar violentamente la existencia del otro, puesto que 110 vive sino en y por la diferencia. Por consiguiente, ambos trai cionan el sentido metafísico del conflicto, que no reside en eterni zar la diferencia sino en resolverla. Así, lo dionisiaco solo o lo apo líneo solo dieron origen a civilizaciones que, en el exceso de su re pli p liee g u e , ta m b i é n fue fu e r o n c o n d e n a b les le s : b e s tia ti a l i d a d y h o r r o r d e l Oriente femenino donde, según los griegos y Nietzsche, Dionisos reina como señor; tiranía y violencia de la viril sociedad dórica donde Apolo impone su cruel hegemonía (i*, 47). Del mismo modo, las guerras religiosas que evoca Artaud en Heli H eliog ogáb ábal aloo, cuando se oponían los defensores del principio femenino y los del pri p rinc ncip ipio io m ascu as culilino no,, no p u e d e n sino sin o p e rpe rp e tua tu a r sin fin el h o rro rr o r y la barbarie, porque “la guerra de arriba es representada por carne muerta” (vil, 219). La historia de las religiones es la historia del olvido, es decir, de la traición traición al Uno; Uno ; es que los ritos ritos tienen ante todo tod o una u na finalidad so cia cial. Al servir servir para pa ra manten ma ntener er la cohesión del mu ndo profano, son in mediatamente eficaces en la realidad. realidad. Pero P ero la condición de eficaci eficaciaa en el plano de lo Real reside en la nodecisión en el plano de la realidad; dicho de d e otro modo, mod o, la tensión ética que exige exige la epifanía de lo Real se opone a la preocupación moral y social que preside la práctica re ligiosa. Prueba de ello son las observaciones de Artaud sobre el rito del Galle, de acuerdo con la visión cósmica del Heliog Heliogába ábalo lo, el regre so al Uno inicial no puede efectuarse más que plegándose a la Ley de la Creación y respetando toda un a jerarquía jerarqu ía metafís metafísica ica entre entre los los princ pri ncip ipios ios.. E n real re alid idad ad,, com co m o obse ob serv rvaa N ietz ie tzsc sche he (i*, i*, 313), p o r su na-
turaleza misma, el Uno es inaccesible para el hombre que, encerra do en el m undo und o de los fenómenos fenómenos como en u na prisió prisión, n, debe subor dinar su acción a la existencia de principios dualistas (Dionisos/Apolo; lo Masculino/lo Femenino). En consecuencia, escribe Artaud, “se trata de saber cuál es el principio del otro, cuál ha pro ducido el nacimiento del otro, cuál es macho y cuál es hembra, cuál es activo y cuál es pasivo” (58). Y Artaud se decide -aunque, en ver dad, no sin dificultades-12 por el principio masculino, que llegó pri mero y por lo tanto es el verdadero reunificador: todos los ritos de Emesis deben explicarse como un intento de reintegrar lo femenino a lo lo masculino. m asculino. b] E l deseo eseo infini inf inito to del Uno Sin embargo la decisión ritual, inherente a la práctica sacrificial (decaed?. el gesto del sacrificador), resulta ineficaz: el rito decide dema siado rápido y demasiado categóricamente en la realidad para dife rir una decisión más radical, más real, es decir “metafísica”. Es por eso por lo que A rtaud opone opon e la práctica sacri sacrifi fici cial al del Galle y el tea tro permanente de Heliogábalo. “Cuando el Galle se corta el miem bro b ro,, y le arro ar roja jann u n traje tra je de m ujer uj er,, veo ve o e n ese rito, rito , escrib esc ribe, e, el dese de seoo de acabar con cierta contradicción, de reunir de un golpe al hombre y la mujer [...]. en lo masculino y por lo masculino” (vil, 84). Pero Artaud es inmediatamente sensible al carácter risible y, finalmente, al fracaso de ese acto de castración. La victoria del Galle es efímera y lo conduce a la muerte, pero sobre todo todo pasa pa sa por la pérdida pérd ida de su sexo, del signo de su diferencia masculina: la integración de lo feme nino se paga con la desaparición de toda diferencia. Si eso llega en lo Absoluto a un estado superior -la Unidad de Dios en su no-vio lencia-, para el hombre, atrapado en la diferencia, equivale a la muerte. El rito del Galle, si bien cumple una función social, fracasa 12 En “A “A rtaud écrit ou la cann e de saint Patrick” (en (en Tel Quel , núm. 81, otoño de 1979, p. 73), Guy Scarpetta muestra cómo Artaud, en las “Notes sur les cultures orientales”, trata de encontrarse en los principios del Yin y el Yang, de saber cuál es masculino y activo, pero se ve enfrentado a un “extraño enloquecimiento” que par p arec ec e co m p ro m e ter te r su dese de seoo de redu re du cció cc iónn d e las dife di fere renc ncia iass a la U n idad id ad.. P a rece re ce ría, ría, pues, que p ara A rtaud escribe Scarpett Scarpetta, a, “el otro otro sexo (y de ahí p or m etonim ia el Otro) no tiene ‘lugar’ asignable, es decir, que podría pasar al sujeto que lo en frenta y fisurar su unidad imaginaria.” imaginaria.”
en el plano “metafísic metafísico.” o.” Y mientras m ientras que Galle realiza mom entánea entán ea mente, y por po r lo tanto en forma ilusor ilusoria ia,, la unidad, Heliogábalo no n o la encarna jamás: él actúa “en lo abstracto” (84), es decir teatralmente, porq po rque ue p a ra seguir segu ir sien si endo do “el Sol en la tierr tie rra” a” no p u ede ed e p e rde rd e r “el signo solar” de la virilidad. Y Artaud se subleva contra los historia dores según los cuales “faltó poco [...] para que el propio Heliogá balo bal o se hici hi cier eraa corta co rtarr el m iem ie m b ro”. ro ”. N o es la U n ida id a d reen re enco conn trad tr ada: a: es el Uno y el Dos. Si algo encarna, es un deseo, el de la reunifica ción. Al hacer de la vida un escenario en el que exhibe ese deseo en una tensión nunca resuelta, propaga su existencia contagiosa por loda la sociedad sociedad y libera, libera, en nom bre de la Unidad, Unida d, la violencia violencia de la Anarquía -lo que le vale el título de Anarquista Coronado. Hacer teatro es, pues, no decidir en la realidad, a fin de mantener el deseo infi infini nito to del Uno Un o que la realidad concreta no puede pued e alcanzar alcanzar sin equi vocarse de principio princip io o sacralizar sacralizar a uno de d e los dos. dos. No N o deci de cidi dirr n a d a e n la real re alid idad ad p ara ar a deci de cidi dirr m ejor ej or e n lo Real, Re al, eso es lo que hace al teatro metafísicamente más eficaz que el rito, por que el rito permite olvidar por un tiempo el deseo del Uno y nos en trega al mundo de las ilusiones donde se despliega nuestra actividad profan pro fana. a. Así, el pers pe rson onaj ajee de H am let le t es cons co nsid ider erad adoo p o r Nietzsc Nie tzsche, he, origen en de la trage tragedia dia,, como una imagen ejemplar del hombre en E l orig dionisiaco, que justifica la ineficacia de la acción en la realidad. Al contrario de Hans, no es la simple indecisión psicológica lo que le impide decidir, sino su excesiva lucidez, la excesiva profundidad de su “deseo [que] llega incluso a lanzarlo más allá del mundo después de la muerte” (i*, 70).13 También Edipo, rechazado del mundo por exceso de clarividencia, “nos hace pensar que es en el apogeo de su pasiv pa sivid idad ad como co mo el h é roe ro e acced ac cedee a esa es a activ act ivida idadd supr su prem em a que qu e supe su pera ra de lejos el término de su vida” (p. 78). En efecto, el teatro no se refie re ni a “la realidad” (der Wirklichkeiij ni a “un mundo imaginario”, sino a “un mundo tan real y digno de fe ( eine Welt von gleicher Rea litat un undd Glaubwü Glaubwürdigk rdigkeii)” eii)” como el Olimpo para los riegos (p. 69). 1! Esa dimensión “hamletiana” del teatro, que ya no puede representar sino su
pro p ro p ia falla fa lla y su p ro p io a g o tam ta m ien ie n to al re p e tir ti r los lo s m ism is m os gesto ge stoss lam la m e n tab ta b les le s y grandiosos, pero que de ese modo enfrenta al espectador con la cruel evanescencia leí objeto de sus deseos, reales o trascendentes, y no le deja otra imagen identificaaria que la de una “ hommeletté’ hamletiana, la encontramos puesta en escena en orma humorística y magistral en el teatro de Carmelo Bene (véase, por ejemplo, su /ariación sobre una de las Moralidades Moralid ades legendarias legendarias de L aforgue: Hommele Hom melette tte fo r H am let, creada en 1987).
Del mismo modo que los análisis de Artaud invitan a oponer la decisión sacrificial a la indecisión teatral, también Nietzsche opone al espíritu espíritu y a la acción de la tragedia la dialéctica y la lógica de los conceptos, cuyo desarrollo por Sócrates coincidió con el nacimien to de la tragedia, y que anunciaba el sacrificio parménideo de la “realidad empírica” (i**, 248). c] Dionisos Dionis os y Heliogábalo, Heliogábalo, anarquistas co coro rona nado doss Es por eso por lo que Dionisos y Heliogábalo ofrecen una imagen viviente viviente del teatro teatro y puede n desem peñar el papel de redentores me tálicos del mundo. Encarnaciones del principio unificador, llaman al restablecimiento del Orden, pero por una anarquía, un despertar de la crisis social, sexual, ritual... -cuyo movimiento caótico vendrá a fundirse y calmarse en su seno. La crisis religiosa y social que pro vocan debe ser interpretada como un retorno hacia la primera cris crisis is,, la que inauguró la división entre lo humano y lo divino. En sus ele mentos estructurales y en su significación alegórica, Heliogábalo pa rece corresponder a Dionisos, y los dos son figuras belicosas que obedecen a la misma estrategia: provocan el enloquecimiento de las diferencias y de ese modo arrojan cualquier estructura organizada al caos. Bastardo divino, criado por sus madres, hombre y dios a la vez, mestizo de raza y de cultura, en él, como en Dionisos, se mez clan Oriente y Occidente. Los dos introducen el escándalo en las re laciones sociales: uno, bajo la presión de la hybris, pone en peligro el orden religioso y social helénico; el otro, por sus obscenidades, ridi culiza el poder romano y su paganismo. Reúnen en ellos mismos la antítesis de los pares irreconciliables: son los representantes del prin cipio masculino, como lo recuerdan el tirso fálico del uno y el linaje solar del otro, pero también están íntimamente ligados al universo femenino. De apariencia afeminada, Heliogábalo se disfraza de mujer, se entrega a prácticas homosexuales, como el propio Dioni sos, en ocasión de su encuentro con Proshymnos.14 Su cohorte es la de las mujeres, mujeres, expulsadas de la ciudad po r su aguij aguijón; ón; adem ás, pro voca que el hombre se disfrace de mujer, obligando a Penteo a ves tir un traje de lino para espiar a las bacantes. Inmortal, conoció la muerte mu erte infligid infligidaa por po r los Titanes y luego la resurrección resurrección que celebran H Véase Sarah Kofman, Nietzsche el la sc'e sc'enne philosophique, philosophique , “10/18”, 1979, p. 295.
los misterios (Ciguri es también, para Artaud, un dios “mutilado”, “asesinado”) (ix, 18-22). Al conferir a las mujeres un poder sagrado, al dar a los ancianos sabios la locura de la juventud, Dionisos ataca la autoridad y la imagen de la virilidad. Del mismo modo, Heliogá balo ba lo “resta “res tabl blec ece” e” el p o d e r legis le gisla lador dor d e las m ujer uj eres es e intr in trod oduu ce la obscenidad en el senado. Y esos dos representantes del principio masculino son, extrañamente, hijos de la mujer: Nietzsche recuerda que Dionisos viene del “reino de las Madres”, Artaud señala que Heliogábalo es el hijo de “Venus encarnada”, el heredero de la reli gión del menstruo para la cual la mujer es “la que llegó primero al orden cósmico” (vil, 95). Pero más aún ponen en peligro el orden cultural en sus princi pios pio s esenci ese nciale ales. s. E n luga lu garr d e inst in stau aura rarr nuev nu evos os ritos, rito s, libe li bera rann el pelig pe ligro ro so poder de la fiesta donde el frenesí sexual y la bestialidad desbor dan “hasta esa esa mezcla abominable de voluptuosidad voluptuosidad y crueldad que siempre me h a parecido -o bserva bse rva Nietzsche- el verdadero ‘filt filtro ro de las brujas’” (i*, 47). Los ritos constituyen una forma de protección contra la Violencia y lo sagrado, sagrado, mientras m ientras que q ue la fiest fiestaa anula las dife dife rencias y, en primer término, las más esenciales, la separación entre lo masculino y lo femenino, entre la naturaleza y la cultura, cultura, y es ante todo sexual y cruel. Marcel Détienne, en su obra Dionysos Dionysos mis á mo mort, rt, destaca que, por el consumo de carne cruda, “el poseído por Dioni sos hace saltar las barreras erigidas por el sistema político-religioso entre los dioses, los animales y los hombres”.15 La crueldad en senti do estricto es aquí la experiencia más peligrosa para el grupo huma no: parece superar el último límite que el orden cultural puede acep tar: es la existencia misma del hombre lo que está en juego en el momento en que amenaza con desaparecer la distancia que lo sepa ra del animal. Así, la crueldad y las orgías de Heliogábalo no son pa p a ra A rta rt a u d el signo sign o d e u n a depr de prav avac ació ión, n, sino si no d e u n a v olun ol unta tadd “me “m e tafísica” aplicada. Lo dionisiaco, por último, corresponde también a la irrupción de la alteridad en el individuo, en un estado de posesión que recuerda el provocado por el peyote, aquel poder de “identifica ción” del que habla Artaud en Heliogá Heliogábalo balo, y que “se convierte en el sacrificio del alma, es decir, la muerte de la individualidad” (vill, p. 48). A la fiesta como crisis social, responden la ebriedad y el trance como crisis individual, el “éxtasis deleitoso” provocado por “la rup tura del princi (n., i*, 44). pri ncipiu pium m individuati individ uationii'’ onii'’ (n., 15 Gallimard, 1977, p. 197.
Incolierente para una mirada profana, la significación de Dioni sos y Heliogábalo se explica en una perspectiva “metafísica” y puede resumirse en una frase de Artaud: “Ese maravilloso ardor por el desorden [...] no es sino la aplicación de una idea metafísica y superior del orden, es decir de la unidad” (vil, 94). Como el mundo está atrapado en una falsa diferencia, el llamado a la uni dad siempre será causa de anarquía, de dolor y de violencia. Pero como la indecisión en el plano de la realidad no tiene sentido sino en función de una eficacia “real”, falta saber para qué decisión en el plano de lo Real el teatro obliga a tener paciencia y deja que de sear. Esa cuestión liace surgir un problema central en E l origen de la tragedia y en El teatro y su doble\ el de la paradoja de la represen tación. En efecto, atrapado entre el rito y la fiesta, lo Manifestado y lo No-Manifestado, el teatro, que quiere hacer surgir un Real que nunca es, representar lo que excede la presencia, parece desti nado a una antinomia irreductible.
LA PARADOJA DE LO REAL O LO REAL COMO PARADOJA
a] Una antimimesis Com o lo señalaba Jacqu es D errida en L ’écriture et la différence, existe una “extraña sem ejanza”1 entre la concepción nietzscheana del teatro y la de Artaud. Manifestación del origen, el teatro no es el lugar trivial de una representación; además, ambos critican el drama moderno para que cual el escenario está consagrado a la mimesis. Ese teatro, que apareció con Eurípides,2 abdica su papel religioso y se convierte en espectáculo dramático y psicológico, del mismo modo que la acción pierde el carácter sagrado que im pone el único acontecimiento real de la tragedia,3 a saber el adveni miento de lo Real. En esa vuelta narcisista del teatro sobre el hombre que usurpa el lugar de los dioses,4 por esa sustitución de la Realidad por la realidad, se traiciona la significación metafísica del drama. Así como ambos concuerdan en rechazar la primacía del texto en favor de un lenguaje más originario y más específico, también ambos condenan un teatro-espectáculo hecho para los “mirones que se deleitan” (A., iv, 75), volviendo así a su crítica del voyeurismo en materia de crueldad. Puesto que el primer im perativo del teatro es, según la fórmula de Nietzsche, que el es 1 L ’écriture et la différence, op. cit., p. 277. 2 Nietzsche: “La agonía de la tragedia es Eurípides” (i*, 87). Artaud: “De Esqui lo a Eurípides, el mundo griego sigue una curva descendente” (VIH, 135). 3 Volviendo a la etimología del término “drama”, Nietzsche escribe: “Pero ‘drama’ significa ‘acontecimiento’ (Ereigniss), factum, por oposición a lo fictum (m*, 451). 1 En 1935, Artaud escribía aJean-Louis Barrault: “Deja tus investigaciones de personajes human os / el hom bre es el que más nos cansa, / y vuelve a los dioses subterráneos. / Es decir, a las fuerzas innominadas que se encarnan cuando uno sabe atraparlas” (ni, 301).
pectador se convierta en “el vidente (Schauer ) del mundo visionario de la escena” (i*, 72), E l origen de la tragedia y E l teatro y su doble se basan en una teoría de la analogía que sustituye a la de la mimesis, o más bien permite invertir sus términos. Ocupando una situación intermedia entre los distintos órdenes de lo real, el teatro hace apa recer en el mundo de los fenómenos una realidad que duplica la vida y más alta que ella: “Un original que la vida no alcanza sino en forma pálida y apagada”, escribe Nietzsche (308). Y cuando afirma que “la realidad efectiva es imitación de las figuras del arte” (401), inaugura en esa inversión toda la temática del Doble por la cual se justifica el “teatro de la crueldad.”5 El destino suprahumano del teatro, el desgarramiento de la rea lidad bajo el empuje violento de lo Real que ocasiona, hacen de su recinto un lugar inhumano, como lo indica el recurso a las másca ras o a gestos extraños que son otros tantos jeroglíficos.6 Verdade ro médium de las fuerzas primarias, el actor deja de ser hombre y se hace hierofante: Nietzsche lo comparaba con el héroe comba tiente, Artaud lo asimila a “un atleta del corazón” (iv, 135). Exi gente para el actor, el teatro lo es también para el espectador que, testigo de un drama sagrado, debe abdicar sus derechos y sus pre rrogativas de individuo para estar dispuesto a un escrutinio cruel —más cruel, por cierto, en el “teatro de la crueldad” que en la tra gedia griega, en la que Apolo ofrece su protección saludable. b] Ambigüedades de la metáfora nietzscheana Esas similitudes evidentes no deben ocultar, sin embargo, una di vergencia esencial que se refiere a la finalidad de la acción teatral, es decir a la naturaleza de ese Acontecimiento hacia el cual nos encamina el teatro: ¿el plano de lo Real designado por el meta de la “metafísica” es, siguiendo la perspectiva hegeliana que Nietz sche adopta en E l origen, un m om ento dialéctico superior de la rea lidad o, según la interpretación gnóstica de Artaud, el otro lugar de lo No-Manifestado? Tanto en uno como en el otro subsiste una 5 “El Arte no es la imitación de la vida, / sino que la vida es la imitación de un principio trascendente co n el cual el arte nos pone de nuev o en comun icación (iv, 242). 6 Sobre esto véase lo que dice Nietzsche en E l drama musical griego (i**, 20-21), y las observaciones co ncordantes de A rtaud en “Sobre el teatro balinés” (iv, 52-53).
ambigüedad. El primero vacila entre dos finalidades metafísicas, schopenhaueriana la una, netamente hegeliana la otra, y esa incertidumbre afecta ante todo su concepción de lo dionisiaco. En su forma inmediata, la menos helénica, Dionisos responde a un deseo de apaciguamiento, de rechazo de las diferencias, que encuentra su término en la negación budista del “querer vivir” (i*, 69) y prefigu ra la reabsorción final en el Uno originario (45). Sin embargo, a pesar de esa inflexión schopenhaueriana, se afirma una intuición personal: el sentimiento de la eternidad de la Voluntad y de los principios opuestos; de m anera más profunda, la idea de que la contradicción pertenece a la esencia del Uno: “Pluralidad y unidad son la misma cosa -u n pensam iento im pensable” (238). Pero esta última intuición, propiamente dionisiaca, se encuentra aun dominada por una perspectiva y una economía metafísicas orientadas hacia el advenimiento de la Unidad. La tragedia es el ri tual en el que los principios contrarios se acuerdan y que exige ser renovado, asegurando por su reiteración el mantenimiento de un orden superior de la cultura. Gracias a la temporalización de lo sa grado bajo la égida de Apolo, se repite el acuerdo de los contrarios según un proceso infinito, y en favor de crisis sucesivas integradas en una economía de la Aufliebung -Nietzsche utiliza la fórmula “re solución dialéctica” (dialektischen Lósung) (78). La tragedia, por su proceso, permite la reconciliación de la Voluntad y el Uno, de la que Nietzsche afirma por lo demás que quiere la apariencia, que su sufrimiento es también voluptuosidad (55), regocijo en la contradic ción, y que lleva en sí un deseo y un placer de existir (115). Pode mos concluir de esto que la Unidad se difiere para siempre, pero se deja representar en el ritual teatral, como primer ensayo de lo que nunca ha sido (puesto que el Uno sufre desde siempre su división) y de lo que nunca podría ocurrir (puesto que el tiempo es la dimen sión en la que el deseo del Uno persiste en el suspenso del fin). Fuera del ensayo y de la representación, pues, no hay término para el proceso del Uno -ni el trascendente al que apunta la metafísica de Schopenhauer ni el histórico de la metafísica hegeliana. c] Ambigüedad de la “metafísica” de Artaud U na ambigüedad del m ismo orden atraviesa la “metafísica” de A r taud y trabaja sus conceptos clave. En realidad, está determinada
por esa indecisión que afecta al teatro en relación con la realidad, y en la que consiste la paradoja de la representación. Esta última, para distinguirse de la mimesis, debe ser Acontecimiento, entendi do como re-presentación de lo que fue en el origen: la “Palabra de antes de las palabras” (iv, 57), o bien la Inmanencia. Si existe esa posibilidad de volver a ligarse con lo esencial, entonces podremos vivir en armonía con la Ley del Uno, en el presentimiento de su epifanía. Esa aplicación de la concien cia a lo Real abrirá el cam ino de un dominio “mágico” de la realidad que Artaud en los Mensajes revolucionarios, contempla cono una “ investigación dinámica del Uni verso” (vill, 213). Porque la Inmanencia, en esta perspectiva, de signa lo que es aquí y ahora. Ahora [ maintenani\ es lo que queda a la mano, lo que se puede tener en la mano: los manas que dormi tan bajo el sol de M éxico.7 Sin embargo esa finalidad práctica y, por así decirlo, histórica de la “metafísica” cuyas pruebas buscó Artaud en México, choca con la irreductible dicotomía que contrapone lo Manifestado a lo No-M anifestado, es decir a la infinita retirada de la “presencia”, que es heterogénea a la categoría del ser. Cuando sueña con una “toma de posesión” de las fuerzas, cuando busca el contacto con su per manencia, su conciencia “metafísica” lo obliga a reconocer que las fuerzas están atrapadas en un movimiento de fuga que las desti na a la desaparición. Así, el principio “ mantenedor ” de la vida para los mexicanos, el sol, es ante todo un principio de muerte (219) y el fondo de las cosas, el “centro del todo universal”, se asemeja al Vacío (226). Por consiguiente la Inm anencia no es una potencia de ser sino de expropiación, para los hombres, el mundo y el teatro de los dioses. Es, como escribió Georges Bataille, la potencia misma de lo sagrado,8 irreductible, imposible de captar, de manejar. Por lo tanto no podría haber reconciliación con el Uno ni obje7 “Quisiéramos despertar a esos manas, esa acumulación durmiente de fuerzas que se aglomeran en un punto dado. Manas significa la virtud que permanece, y que se ase meja al latín manere de do nde viene nuestro per manen te (iv, p. 217). 8 “[...] de la manera más simple y más clara puede decirse que lo sagrado es exactam ente lo contrario de la trascendencia, que lo sagrado en form a m uy precisa es inmanencia.” Bataille agrega: “[...] lo sagrado es esencialmente comunicación: es contagio. Hay sacralidad cuando, en un momento dado, se desencadena algo que no será posible detener, que debería absolutamente ser detenido, y que va a des truir, que amenaza con perturbar el orden establecido” (Oeuvres completes, Galli mard, 1976, t. vn, p. 369).
Lo de la representación teatral. A pesar de su esfuerzo por hallar un modo de expresión suficientemente puro, como los símbolos de la alquimia, Artaud tiene que admitir que el teatro, perteneciente al segundo tiempo de la Creación, está resueltamente cortado en ori gen y de la “Palabra de antes de las palabras”. La paradoja de su “metafísica” es que tiene que decir “con dramti” lo que es “sin con flicto” (iv, 49), entrar en posesión de lo que expropia. En conse cuencia, el teatro no podrá manifestar y representar la Armo nía y la Unidad más que negativamente. Esa negatividad del Uno en el re gistro de la palabra es el silencio; su reverso en el mundo de lo Manifiesto, es la anarquía. La voluntad metafísica primera de Nietzsche y de Artaud se afirma en el deseo de reducir la paradoja de lo “real” que insiste en no dejarse asir, en un esfuerzo por llevar de vuelta a un Real su perior y trascendente que, aun bajo el espacio del No-Ser, podría reencontrar alguna forma de Unidad. Pero el teatro, ese instru mento metafísico capaz de favorecer la reabsorción de la paradoja, va a chocar con su regreso insistente y ten drá que acoger su fuerza irreductible.
IA PARADOJA DE LA REPRESENTACIÓN DIVERGENCIAS DRAMATÚRGICAS ENTRE NIETZSCHE Y ARTAUD
En E l origen de la tragedia el plano de lo Real es asimilado al tiempo de la representación, y su Acontecimiento a la “síntesis” de Apolo y Dionisos, mientras que Artaud lo identifica con lo No-Manifestado y a su Acontecimiento con la crisis, es decir con el Apocalipsis. Así, y aun cuando ambos piensan el origen del teatro según el mismo esquema: a partir de la dualidad y la división sexual, la puesta en escena cruel del Doble obedece a una finalidad dramatúrgica diferente. La tragedia griega es el fruto de una superación de los contrarios en el modo del “apareamiento”, y hay “parto” del drama, y finalmente de la Unidad, a partir de los “padres” que son Apolo y Dionisos. Pero como para Artaud la cópula no detiene el ciclo de la generación, el teatro debe liberar la violencia libidinal, provocar el choque de los contrarios por un conflicto tan terrible como “la primera separación de las esencias”. Lejos de ofrecer, como la tragedia, la imagen de la armonía, será “a imagen de aquella
masacre” de la que surgió la creación.9 Esa oposición se expresa a través de divergencias dramatúrgicas relacionadas con cuatro pun tos esenciales. 1. E l lenguaje teatral Nietzsche y Artaud, en sus primeros textos, participan de cierto “melocentrismo”10 y reconocen un privilegio metafísico a la música, “verdadero lenguaje de lo universal” para uno (i*, 389), capaz para el otro de vincularnos de nuevo con la Palabra original. El primero, sin embargo, concede ese privilegio a la armonía solamente, como expresión de la unidad que engloba las diferencias, mientras que el segundo, por el contrario, lo reco noce a la disonancia porque, por medio de las “armonías [...] par tidas en dos”, presentimos las amenazas de un caos peligroso (iv, 48) y comprendemos que el mundo de los fenómenos no puede someterse al deseo del Uno más que realizando su propia destruc ción anárquica. De ese desorden sistemático da testimonio el len guaje heteróclito y logomáquico del “teatro de la crueldad”, pero también su diversidad: los cuerpos, los gestos, los objetos, todo ese mundo fenoménico que Nietzsche arroja a lo apolíneo puede ex presar, con el mismo derecho que la música, el desgarramiento al que se ofrece el espacio teatral. Apolo, aunque secundario, es en la tragedia un principio unificador indispensable en el plano de los fenómenos; también el diálogo y esa lengua de Homero que man tiene al sujeto en el orden de la ley son una correspondencia ne ce saria frente a la autoridad imperiosa de la música. Es por eso por lo que, pese a su oposición común a la hegemonía del texto, Ar taud lleva más lejos que Nietzsche su rechazo y sueña con una su presión absoluta del texto en el teatro. 9 “El teatro, como la peste, es la imagen de esa masacre, de esa esencial separa ción. El teatro desnuda conflictos, libera fuerzas, desencadena posibilidades, y si esas posibilidades y esas fuerzas son negras, no es culpa de la peste o del teatro, si no de la vida” (iv, 30). 10 En Versions du soleil, Seuil, 1971, p. 71, Bern ard P autrat mu estra que Nietzsche sustituye el logocentrismo de la metafísica racionalista por un “melocentrismo”. Al definir la música como la voz del Ser, sueña con un acceso a la presencia del Uno, vivido sin pérdida, en la intimidad de la emisión sonora. Ese “melocentrismo” es esencial para la “metafísica” de E l teatro y su doble, pero Artaud dio su mejor formu lación en un texto de 1945 titulado “El regreso de Francia a los principios sagra dos”, en el que afirma que, gracias a la música, la conciencia humana y Dios están en perfecto acuerdo, “porque el oído humano está en consonancia con el alma”
(xv, 10).
2. E l papel dramatúrgico de la imagen y, en particular, del mito. Cierta mente, para los dos, el regreso al mythos contra el logos se inscribe en su tentativa común de devolver al teatro su lenguaje más origi nario, pero la función dram atúrgica que le recon ocen es diferente. La tesis de Nietzsche en E l origen de la tragedia es que “el mito nos protege de la música a la vez que es el único que puede dar a ésta la más alta dignidad” (i*, 137). Función ambigua si la hay: permite manifestar lo dionisiaco en escena, y al mismo tiempo mantene rlo a distancia. En cuanto “ilustración” ( Verbildlichung ) (143) apolínea de la realidad dionisiaca, produce una atenuación de la crueldad más cruda y de la violencia. Por un lado, la potencia dionisiaca, la música, atrae al espectador hacia el abismo indiferenciado y nos invita a “romper el velo, desenmascarar el fondo misterioso” (151), pero por el otro la fuerza de la imagen apolínea detiene nuestra mirada fascinada, le prohíbe “penetrar más allá” y perder nos en el éxtasis dionisiaco. Porque los principales antagonistas son, en cierto plano de realidad, conciliables, y por eso la duali dad trágica es un sistema de protección contra la pura violencia de lo sagrado. En cambio, puesto que el efecto inmediato del teatro es desen cadenar la anarquía, para Artaud el mito no podría constituir un velo protector que salva al hombre del naufragio. El “teatro de la crueldad” no presentará la historia de héroes gloriosos, sino los “grandes Mitos negros” que exigen una “atmósfera de masacre, de tortura, de sangre derramada” y que relatan “la primera división sexual y la primera masacre de esencias” (IV, p. 30). Lejos de ser un factor de reconciliación, las imágenes míticas despiertan en el espíritu fuerzas de disociación y liberan en el escenario, sin velo ni transfiguración, “un c horro san grante de imágenes” (80).11 Aun cuando es el lugar de la virtualidad, el poder sugestivo de las imá genes hace del teatro “un medio de ilusión verdadera” (89). Su vir11 Más que Los Cenci , de form a clásica y todavía lejos del “verdadero” “teatro de la crueldad”, son guiones de A rtaud como La revuelta del carnicero [La Révolte du bou cher] (ni, 55), proyectos p ara la escena com o Ya no hay firmamento [11 n ’y a plus de fir mamento (ii, 83), o bien el programa presentado en el “primer Manifiesto” (IV, 95) los que atestiguan esa voluntad d e m ostrar la crueldad y la sangre en toda su crud e za. Su concepción del teatro la expresa con la mayor fuerza en el texto inaugural de la edición de sus Oeuvres completes, cuando escribe: “El teatro es el patíbulo, la horca, las trincheras, el horno crematorio o el asilo de alienados. La crueldad: los cuerpos masacrados” (i*, 11).
tualidad, en la que Artaud insiste, no significa atenuación o irreali dad del acto: igual que la disonancia, la interrupción brutal de los gestos, las palabras o el grito, viene a recordarnos que la inconclusión en la realidad o la ineficacia inmediata son el reverso de la conclusión y la eficacia en el plano de lo Real. 3. La organización del espacio escénico. Según Nietzsche, es conve niente que el público rodee al espectáculo y al dios, ohjeto de la visión y sujeto del drama. Pero a fin de diferir la identificación con Dionisos o el héroe sacrificado, se interpone la barrera del coro. Este último, inmóvil, no actúa: es como un filtro en el que se des cargan y se decantan los afectos provocados por el dios, para ser transfigurados en “un mundo apolíneo de imágenes”. Momento de reconciliación entre Dionisos y Apolo, la tragedia es, sí, un rito que cumple una función pacifista y redentora, pero no una fiesta. La fiesta corresponde exclusivamente a lo dionisiaco. La dionisia provoca el estallido de las diferencias, la desmesura, la epidemia y el éxtasis, que empujan al individuo a lanzarse al abismo y a la so ciedad a perderse en la anarquía, mientras que la tragedia es domi nio de la violencia y liberación del hom bre en la armonía recob ra da, gracias al sacrificio del héroe que “toma sobre sus hombros todo el peso del mundo dionisiaco y nos descarga de él (entlastet) (i*, 136). El “teatro de la crueldad”, por el contrario, debe tener todos los efectos de una enfermedad que gangrena el cuerpo social y libra al individuo a sus pulsiones violentas. El escenario debe ser agitado por el juego del doble: Doble que recorre el teatro balinés (iv, 52, 60), desdoblamiento del actor que, por el esfuerzo de su “atletismo afectivo”, nos hace ver “el ser humano como un Doble, como el Kha de los Embalsamados de Egipto, como un espectro perpetuo en que irradian las fuerzas de la afectividad” (126). Aquí el Doble es causa de desorden, símbolo de una realidad que se ha escindido y ahora señala hacia otro lugar que la habita como su muerte. Pa recería que un Muerto (“el Kha”, “el espectro”) vigila la escena, le insufla su crueldad, exige de los vivos que le ofrezcan su sangre y su carne. La multiplicidad de los dobles es la marca de la anarquía y no, como en la tragedia vista por Nietzsche, la ocasión de una síntesis o de un distanciamiento de la violencia y la muerte. Y mientras que Nietzsche, preocupado por devolver al teatro su ca rácter de acontecimiento, condena a los “autores drásticos ( Drasti
ker) (ill*, 51) para los cuales el teatro no es más que gritos, asesina
tos y tumulto, Artaud anhela utilizar todos los medios drásticos puestos a su disposición, todos los poderes de disociación como el humor, la risa, los contrastes violentos, los movimientos de multi tudes arrojadas unas contra otras. Como sugiere Henri G ouhier,12 el “teatro de la crue ldad” no está tan cerca de la tragedia como del ditirambo dionisiaco. Por consiguiente está más cerca de la fiesta que del rito, puesto que debe provocar “un desastre social tan completo, un desorden orgá nico tal” (iv, 26), que todas las estructuras habituales de la vida es tarán destinadas a estallar. Es una fiesta en el sentido más profun do del término, a imagen de una crisis sacrificial cuyo desenlace no sería el sacrificio ritual de una víctima expiatoria, sino la ani quilación de los protagonistas, la hecatombe de los participantes, en este caso del público. Así se comprende la disposición escénica propuesta por Artaud: el espectáculo debe rodear al público, atra pado en el seno del conflicto y de la violencia, encerrado en el círcu lo de la crueldad, de la que pasa a ser víctima (93-92). Eso es lo que justifica la comparación entre el teatro y la peste: se trata de una epidemia, de un desbordamiento dionisiaco que nada puede contener.13 4. E l placer trágico. La tragedia, en efecto, tiene por objeto, según Nietzsche, provocar un placer, hacer nacer un sentimiento de vo luptuosidad frente a la vida, por la superación del sufrimiento y la sublimación de la violencia. Ese “placer superior” (i*, 152), ligado a una emoción estética, es de naturaleza metafísica: es el de la V o luntad que supera el dolor y la contradicción por medio del arte y la contemplación de lo bello. Cuando Nietzsche propone esta defi nición: “Lo que llamamos ‘trágico’ es justamente esa elucidación apolínea de lo dionisiaco” (303), se comprende que es preciso dis tinguir entre lo trágico tal como se experimenta en la tragedia y lo trágico en estado puro, tal como se vive en la crisis dionisiaca. La “elucidación” (Verdeutlichungj supone el acceso a un mundo de luz 12 Véase Artaud y Nietzsche, en op. cit., H. Gouhier concluye: “Lo que el espíritu apolíneo introduce en la tragedia según Nietzsche, es precisamente lo que Artaud quiere eliminar para recuperar lo trágico en su pureza, es decir la violencia que le es natura l” (ibid., p. 183). 13 “El teatro, como la peste, es una crisis que se resuelve por la muerte o la cura ción” (iv, 31).
y de armonía. El universo, en su fealdad y sus disonancias, la exis tencia, con la muerte y la violencia que contiene, se encuentran “justificados [...] en cuanto fenómeno estético” (153). Artaud imagina, por el contrario, que el teatro debe liberar una especie de trágico en estado puro, y por lo tanto no podría provo car ni placer ni goce, sino únicamente dolor y malestar. En efecto, es contra los espectadores y a pesar de ellos como se hará el “tea tro de la crueldad”; subrepticia y brutalmente, el teatro les hará entrar la metafísica en la carne, y ellos tendrán que ofrecerse a una verdadera operación quirúrgica (il, 17). Pero esas divergencias esenciales entre la tragedia según Nietz sche y el “teatro de la crueldad” son en realidad los efectos más vi sibles de esa ambigüedad propia del teatro en cuanto tal, de su im posibilidad de superar la paradoja de la representación. O más bien, de su obstinación en repetir no el origen, sino lo “real” como paradoja; en otras palabras, en repetir la crueldad de lo “real” sin jamás reducirla, suavizarla o comprenderla, como debería ser la función del teatro. En efecto, se supone que la tragedia y el “teatro de la crueldad” no revelan la crueldad fundamental sino para do minarla y someterla a una forma de operación catártica.
LA PURGACIÓN CRUEL: ENTRE EL RITO Y LA FIESTA
Ciertamente la dimensión del teatro, tanto en E l origen de la tragedia como en E l teatro y su doble, es metafísica; pero, en ambos casos, no hay metafísica que no esté encamada: el suplicio de Dio nisos, las guerras mexicanas, son metafísica en carne y en acto. Por lo tanto, la cultura es siempre la resonancia de cierta metafísica y, a decir verdad, el criterio de su realización. Sólo la curación de nuestra cultura enferma y “decadente” sería signo de la eficacia real del teatro. Es por eso por lo que, aunque desconfiados frente al concepto tradicional de catarsis, Nietzsche y Artaud reconocie ron ante todo el valor purificador de la tragedia: según E l origen de la tragedia, la tragedia nos permite “descargarnos” del dolor de existir, “purificarnos” y “curarnos”;14 para Artaud la tragedia con 14 Si Nietzsche critica “esa descarga patológica (jene pathologische Entladun¿¡ la catarsis de Aristóteles” (i*, 144), así como el principio de la “purificación de las pasio nes” (Entladung don Affekten), el énfasis de algunos términos que sirven para definir
siste en un “exorcismo” de nuestros demonios que permite “a lo que hemos reprimido tomar vida” (iv, 11). La indecisión de la tragedia corresponde al tiempo de la espera y del deseo que debe despertar en el espectador la urgencia por concluir en el mom ento decisivo, es decir, hacerlo capaz de acoger lo Real en el seno del mundo simbólico de la escena. Desde este punto de vista, como lo destaca Artaud,15 el teatro de la crueldad es muy parecido al psicoanálisis: la eficacia de ambos se basa en dos principios idénticos, por un lado la “virtualidad” del acto (iv, 78) que no por ser simbólico, juego de representaciones, deja de tener un efecto concreto sobre el organismo y los afectos, por otra parte la “sublimación” del “estado inutilizado por la acción” (80). lis así que el hombre y la cultura pueden vivir en contacto con la crueldad cósmica sin rechazarla y sin correr el riesgo de ser des truidos por ella o de tener que proceder, como los antiguos mexi canos, a sacrificios concretos y a guerras sangrientas (otros tantos síntomas de un real que penetra con violencia en el cuerpo sólida mente organizado de la sociedad). Es así como la tensión provoca da por lo dionisiaco en el seno del hombre y del mundo helénico puede “descargarse” y ser vivid a en un m odo representativo y contemplativo, que evita hacer “realmente” sus hechos. El proble ma, en efecto, es ante todo “económico”: se trata de administrar las fuerzas cósmicas, de suerte que la economía del mundo profa no concuerde con la economía cósmica, sin tener que pagar a la realidad un tributo demasiado gravoso. a] Niet^che: “más allá del terror y de la piedad” ¿Toca al hombre forzar lo real a decidirse, es decir a sacrificarse él mismo un poco para dejarnos vivir en paz? Dada la naturaleza de lo real, y a fortiori de lo Real trascendente, eso no puede operarse sino en favor de una ilusión, de una traición de la esencia primera del teatro y un olvido de su naturaleza indecidible -que se paga el efecto de la tragedia muestra que le reconoce un papel purgativo: “consolación ( Trost )”, “salva (rettet)” (69), “liberar (erlosenf (129), “curación ( Genesungstrank )” (135), “purificar (reinigenden)”, “descargar (enlladenden )” (136). u “Propongo regresar- en el teatro a esa idea elem ental mágica, retom ada por el psicoanálisis moderno, que consiste en, para obtener la curación de un enfermo, ha cerlo adoptar la actitud exterior del estado al que se des ea llevarlo de vuelta” (iv, 78).
con un retorno tanto más cruel de lo reprimido. Es lo que ilustra un proyecto de drama redactado por Nietzsche en los años 18701871 (i*, 334-336). El tema es la tentativa de Empédocles por sal var a Agrigento de la peste. Cuando contaba con la representación trágica para salvar a la ciudad de la epidemia y a los habitantes de su terror, debe reconocer la insuficiencia del remedio: la peste se propaga y, atrapado por el “delirio báquico de la población”, Em pédocles no ve socorro más que en el sacrificio de sí mismo: obli gado a comprobar la ineficacia de la tragedia, termina, como los dioses, por lanzarse al abismo de lo real, a la boca del volcán. Sin embargo aquí Nietzsche anuncia el verdadero camino de lo real, el que él mismo seguirá con todos los riesgos que comporta: después de haber cedido a la desesperación, Empédocles realiza su gesto en una especie de exaltación “demoniaca” provocada por su iden tificación con Dionisos. El suicidio se convierte entonces en “palin genesia” y su piedad se invierte en exaltación dionisiaca: “Indica ción enigmática del cruel placer que Empédocles encuentra en la destrucción” (336). Este proyecto muestra por lo tanto cómo, después de haber concedido algún crédito a lo que ha llegado a ser la teoría aristoté lica de la catarsis (que Nietzsche admira por su carácter heroico [iv, 135], aunque no sin haber desplazado su acción purificadora del simple dominio psicológico hacia una realidad existencial más profunda, según las tesis de E l origen de la tragedia), Empédocles tiene que reconocer la ineficacia de la tragedia. Ineficacia debida quizás al carácter inoperante de la catarsis, a menos que lo que haya que poner en discusión de nuevo sea la utilidad de la trage dia. ¿Tiene realmente un propósito curativo? ¿El objeto del arte es curar a los enfermos? La respuesta, comprendida ya en la inconclusión de ese proyecto de drama, Nietzsche la da cuando pasa de su filosofía de la Voluntad a una filosofía de la “voluntad de poder”, es decir de una filosofía de la tragedia a una filosofía trági ca. En u n texto del Crepúsculo de los ídolos, afirma que los griegos no iban al teatro para liberarse del terror y de la piedad, “sino para, más allá del terror y de la piedad, ser ellos mismos la voluptuosidad eterna del devenir -esa voluptuosidad que generalmente incluye la voluptuosidad de aniquilaf (viii*, p. 151).16 Uj “El gozo (Lust ) que se siente en la tragedia distingue las épocas y los caracteres fuertes: su non plu s ultra es quizá la div(ina) com(media). Son los espíritus heroicos los
P¿r último, la tragedia no tiene un propíósito curativo, al contra rio, es un criterio de selección entre lo “débil” y lo “fuerte”. Por su irresolución fundamental, desespera al primero; al poner en eviden cia la crueldad y el carácter paradójico de lo real, regocija al segun do que, por medio de_ ella, se glorifica a sí mismo y encuentra una_ justificación suplementaria a su existencia: “Es sólo a él a quien el dra maturgo tiende ia copa [den TrunKj dehesa crueldad, la más dulce que hay” (123): Trunk, copa, trago a beber, poción, filtro de la gran Circe, pharmakon: para los otros,"ese brebaje es un veneno; la trage dia los aplasta, en el mejor de los casos califican su sentido y lo bas tardean en función de sus propios prejuicios de valor: una exalta ción de la piedad y una valorización del terror. Es así como la moral, desnaturalizando la. crueldad trágica, se ha convertido en “la verdadera Circe de la humanidad” (339). Al debilitar al “débil” y fortificar al “fuerte”, la tragedia posee el mismo poder -selectivo que el pensamiento del Retorno; y el texto del Crepúscido pone en para lelo a los dos, reünidos-en torno a la figura de Dionisos: el dios am biguo, farmacéutico, anima esas dos formas de repetición que pue den hacer sucumbir bajo “el peso más gravoso”, igual que pueden intensificar la alegría y el sentimiento de inocencia. El origen de la tragedia nos invitaba, de acuerdo con el espíritu del rito, a una superación de lo trágico: el Crepúsculo de los ídolos nos incita a mirar lo trágico a la cara. Con la inversión de perspec tiva, se invierte cierta relación con el sufrimiento, con la crueldad de lo real, y por lo tanto con la culpa. Pero no se trata de una in versión radical, sino más bien de una consecuencia lógica anuncia da en las páginas de El origen de la tragedia consagradas a Prome teo. Nietzsche, consciente de que la idea de purgación implicaba el sentimiento de la culpa, de la que la “crueldad de la naturaleza” era el signo tangible, oponía sin embargo la idea semítica-femenina del pecado original a- la idea aria^viril del “pecado activo” (i*, 81), que obliga a comprender “la necesidad del sacrilegio impuesto al individuo que se esfuerza por alcanzar lo titánico” (82). A esas dos maneras de vivir el sentimiento de la culpa corresponden dos interpretaciones diferentes de la crueldad y de la tragedia. Para los griegos hay una necesidad cósmica del “sacrilegio”: sólo él, como lo muestra el acto de Prometeo,-asegura la diferencia entre lo hu que se apru eba n a sí mismos en la crueldad trágica: son suficientemente duros para (XIII, 190). sentir el sufrimiento como gozo [Lust)
mano y lo divino; y si los hombres deben realizarlo, los dioses “deben infligir” el castigo. Esa concepción “pesimista” del origen del mundo desvía de la idea del pecado original y del rescate. Es por eso por lo que Nietzsche oponía el mito de Prometeo al de Edipo: el primero está aureolado por “la gloria de la actividad”; el segundo, por la “de la pasividad”; el uno es un héroe sacrilego, el “ artista”, el otro es un “Santo” (80). Edipo, como ya lo hemos des tacado, encarna la búsqueda de lo Real, la culpabilidad del hom bre clavado a la carencia y atrapado en la tensión infinita de ese Deseo trascendente. Prometeo es la voluntad de realidad, en todo su rigor: aceptar la naturaleza paradójica e indec idible de lo real es reconocerlo como devenir, “voluptuosidad eterna del devenir”, antinómico de la existencia de un Real trascendente y del sueño de la Unidad. Sin embargo, es preciso reconocer que es esa interpretación de presiva y terapéutica de la tragedia la que ha prevalecido en la his toria. El entusiasmo por Wagner, del que participó el propio Nietzsche, el gusto por el teatro que caracteriza a nuestra época “deca dente” son prue ba de ello. “¿Qué p uede aportar la tragedia a los que están abiertos a los ‘afectos simpáticos’ como la vela a los vientos?”, se interroga Nietzsche en un texto de Aurora titulado “Tragedia y música” (iv, p. 135). El peligro es el de una distorsión del efecto trágico: el debilitamiento de los instintos, en un sentido, la victoria de la interpretación “clásica” de la catarsis17 al servicio de la moral de los “débiles.” Y desde “la época de Platón”, observa Nietzsche en el texto antes citado, los griegos se habían vuelto “más blandos”, y por consiguiente la tragedia más nociva. ¡Cuánto más lo es hoy! Así Nietzsche, que había tenido la esperanza de un renacimiento de la tragedia, se volvió enemigo encarnizado de la “teatrocracia” (vm*, 47). Arte ahora chatamente apolíneo, desvaído y superficial, el teatro actúa por “una seducción grosera” (iv, 469), donde sólo se deja atrapar “lo vulgar”.18 Seduce tanto más a la muchedumbre por 17 Véase, po r ejemplo, Corneille, Second Discours, Oeuvres completes, París, Seuil, col. “L’Intégrale”, p. 830; y más en general sobre este tema: Pierre Brunel, Théátre et cruauté , París, Librairie des Méridiens, 1982, pp. 125-137. N ad ie lleva y a al teatro los sentidos más afinados de su arte, y menos que na die el artista que trabaja para la escena. Falta en él la soledad, y la perfección no to lera testigos... En el teatro nos volvemos plebe, rebaño, mujer, fariseo, grey electo ral, administrador de parroquia, imbécil, wagneriano: allí, la conciencia más perso-
que es un espejo deformante, un sistema de convenciones y de pro tecciones contra la crueldad de la existencia: se ha “refinado la crueldad hasta la compasión trágica de tal modo, que se ha renega do de ella en cuanto tal” (xill, 174). El teatro, así, se hace cómplice de la moral.19 Provocando en el espectador un ridículo sentimiento de poder, es un narcótico gracias al cual eludimos la vida: frente al heroísmo de pacotilla de los personajes del teatro, el público se cree dispensado de deber enfrentar heroicamente la vida él mismo, pero “quien tiene el temple de un Fausto o de un Manfredo no tiene nada que hacer con los Faustos y Manfredos del teatro” (v, 104). La crítica de Nietzsche parece respetar a la tragedia griega, a la que a menudo considera como una especie de excepción. Y, sin embargo, no deja de reconocer que la evolución del teatro, por su carácter sintomático, manifiesta una tara propia de la tragedia en cuanto tal: desde sus orígenes, y a pesar de su carácter heroico pri mario, no ha dejado de traicionar su verdadero objetivo: la revela ción trágica. Así, por ejemplo, el tratamiento que sufre el héroe prometeico en la tragedia atenúa su verdadera significación, y si bien Esquilo está más cerca de la verdad del mito que Sófocles, desde E l origen de la tragedia Nietzsche reconoce que “no da toda su medida a ese sorprendente fondo de terror que posee” (i*, 80). Tri butaria de “su ascendencia paterna, que es de Apolo” (82), le falta el sentido profundo de la sabiduría dionisiaca y el objetivo que debía asignársele: no la purificación de la culpa y del mal, sino “la justificación del mal humano, tanto de la culpa como del sufrimien to que deriva de ella” (81). Por el simple encubrimiento de su fondo primitivo y dionisiaco, 1a, tragedia permite la resolución dia léctica final y, así, acoge ya en ella la tentativa filosófica que triun fará en el socratismo: la victoria de la retórica y del hombre común se prepara desde Sófocles, y quizá desde Esquilo, con la re conquista de lo apolíneo sobre lo dionisiaco. Así, según Sarah Kofman, “todo teatro es un pharmakon luminoso” y la tragedia fue “cómplice de su propia muerte”;20 y Nietzsche termina por infer nal sucumbe a la magia niveladora del gran número, allí el vecino es rey, allí uno mismo se vuelve un vecino [...]” (vm*, 350). lu En La gaya ciencia, Nietzsche observa: “y nosotros todavía estamos en la época de la tragedia, en la época de las morales y de las religiones” (v, 40). 20 Op. cit., p. 92. Desde 1871, Nietzsche señalaba: “Lo dionisiaco expira en la tra gedia (Aristóteles). / La trag edia griega en cuan to apolíne a es fría, a ca usa del fondo dionisiaco más débil” (i*, 340).
pretar la pasión de los griegos por la tragedia como signo de una “decadencia” (xi, 181). No sólo la arm onía prometida por la tragedia es una traición a lo real, sino que también es, desde el punto de vista ético, una co bardía, signo de la voluntad y de la interpretación de los “débiles”. Es por eso por lo que, más allá de la tragedia (y en adelante, con tra el teatro), Nietzsche emprendió una búsqueda de lo trágico que la tragedia vela y oculta, ya no con el propósito de com prende r la esencia de la tragedia, sino para encontrar “la clave del concepto de sentimiento trágico” (vill*, 151). b] Artaud: una catarsis paradójica La creencia en la eficacia catártica de la tragedia reposa sobre un error, una ilusión óptica tal que la superación de lo trágico se hace posible por su evacuación previa. Nietzsche despierta gradualm en te su exigencia bajo el velo apolíneo, mientras que Artaud se en frenta a éste como a un real irreductible al que su rigor “metafísico” lo obliga a volver sin cesar. Lo que siempre vuelve al mismo sitio, lo real,21 sólo se capta para perderlo, y enfrenta una antino mia tanto más trágica porque A rtaud intenta resolverla en forma definitiva. En verdad, o el teatro imita el eterno retomo de lo real, lo integra en una economía ritual y reguladora para la sociedad, pero entonces repite su pérdida y deja siem pre que desear en el plano “metafísico”, o bien apunta a realizarlo de una vez por todas, de suerte que el Doble cruel no tenga que regresar, pero entonces el teatro desencadena la fiesta final y la Anarquía generalizada. La prim era eventualidad corresponde a una catarsis restringida, la se gunda, a u na especie de catarsis total. En el primer caso, la perspectiva económica y hum ana está legi timada: se trata de utilizar la crueldad y las fuerzas destructivas al servicio de la existencia, puesto que el propósito es “regentear la vida” (iv, 9), “comprenderla” y “ ejercerla”. La crueldad inherente a la vida es, pues, necesaria: los crímenes, la violencia de los cata¿1 “El sentido que el hombre siempre ha dado a la realidad es el siguiente -es algo que uno encuentra en el mismo lugar, ya sea que uno no haya estado allí o que h aya estado. [...] lo real es lo que se enc uentra en un punto dado.” Jacq ues Lacan, Le séminaire, op. cit., p. 342.
clismos son normales e indispensables; pero, para no ser destrui dos por ellos es preciso canalizarlos, vivirlos en el plano abstracto y virtual del teatro. Mientras que Nietzsche, siguiendo en eso a Aristóteles, contemplaba la catarsis como un medio de purgar al es pectador de su terror y su piedad, Artaud, siguendo una concep ción más “clásica” de la catarsis, ve en ella un modo de vivir el te rror y la crueldad (84) en el teatro a fin de vernos libres de ellos en la vida.22 Sin embargo llega al punto de vista nietzscheano al con siderar que la dimensión de la catarsis no es psicológica sino meta física. En efecto, las pasiones humanas deben ser colocadas en el mismo plano que los cataclismos naturales, la guerra o las epide mias (25). “Se trata de saber lo que queremos. Si estamos preparados para la guerra, la peste, el hambre y la masacre, no tenemos necesidad de decirlo, no tenemos más que continuar” (76). Al escribir eso, Artaud no estaba moralizando: nos recuerda la Ley de la vida y nos hace presente que somos libres de escoger entre dos maneras de someternos a ella. Según esta perspectiva “económica”, com prendemos que el teatro supone una operación a menor costo. Que esa solución sea más “moral” es en realidad secundario; es econó micamente más rentable y, a decir verdad, en las condiciones ac tuales, la única posible: no tenemos nada que poner en su lugar y hemos llegado a ser incapaces de regentear la vida, a saber, de vivir la crueldad. Es a partir de ese punto de vista económico de la vida como se explican Los Cenci, y no en función del punto de vista moral al que se reduce la teoría aristotélica de la catarsis. Así, las observaciones inmorales y cínicas de Cenci contra la familia, al comienzo del se gundo acto, no tienen el objeto de suscitar la reprobación escanda lizada del espectador, sino de liberar sus propios afectos, revelan do a plena luz la sorda guerra, el “inmundo complot” (173) que Y Artaud afirma: “Cualesquiera que sean los conflictos que agitan la mente de una época, desafío a un espectador a quien las escenas violentas hayan pasado su sangre [...] a que se entregue afuera a ideas de guerra, de tumulto y de asesinato azaroso” (iv, 80). Por lo demás, si en el par tradicional terror/piedad, Artaud susti tuye la piedad por la crueldad, es porque ésta no constituye un afecto peligroso -y por consiguiente es inútil ex orcizarla, como es el pro yecto de Aristóteles o de Nietzsche, pero sobre todo, no pued e nacer sino en el huec o de una distancia en tre el espectador y el personaje del que él se apiada, distancia en la que se anula el efecto verd adero del “teatro de la crueldad”. 11
subyace a la familia, y que es como el Doble negro de los senti mientos morales y de las relaciones sociales. Mediante la revela ción de ese “espíritu demasiado penetrante” que caracteriza a Cenci, el espectador percibe que la familia, ese fundamento del orden social, obedece a la Ley de la creación y participa del ciclo de la crueldad “metafísica”. En todos los niveles, la vida es devoración de la vida, la vida había escrito Artaud en una fórmula que recuerda la frase de Cenci: “siempre es la muerte de alguien”. La tiranía y la crueldad del padre Cenci son un a respuesta a la guerra incesante que se trama bajo el buen orden social, “la única arma que [le] queda”. Del mismo modo el anuncio del incesto, al co mienzo del tercer acto, no está ahí para d espertar la moralidad del público sino, por el contrario, para en frentarlo al peligro supremo, a las fuerzas destructivas de un inconsciente que es también el suyo. Es por eso por lo que la propia Béatrice no sufre el incesto como una violencia exterior y extraña: es la realización temida de sus sueños, como la liberación de una monstruosidad que traía en ella desde siempre, el m onstruo de su inconsciente.23 Les Cenci, animado por esa “sexualidad profunda pero poética” (33) que despierta la anarquía y el desorden, alcanza el poder del cuadro Las hijas de Lot o de la tragedia de Edipo rey'u Desafiar la prohibición del incesto, esa ley fundamental de to da sociedad hu mana, es poner en peligro la cultura y librar la sociedad a la vio lencia más peligrosa, y por consiguiente es el mejor medio de “re sucitar ese fondo de imágenes terroríficas que nadan en el Incons ciente” (vm, 144). Encarnación de nuestros demonios, el personaje de Cenci figura la liberación cruel de una necesidad oscura y “cri minal”. Y cuando Béatrice es conducida al suplicio, ella acepta el crimen, pero rechaza toda culpabilidad personal porque es “la vida” la que se ha expresado a través de su acto; y añade: “Ni Dios, ni el hombre, ni ninguno de los poderes que dominan lo que se llama nuestro destino escogieron entre el mal y el bien.” Sin embargo, esa “inocencia” individual de que habla Artaud 23 “Tengo hambre y sed y, de repente, descubro que no estoy sola. / ¡No! / Con la bestia que respira al lado, parece que otras cosas respiran; y muy pronto veo re bullir a mis pies todo un pueblo de cosas inmundas. / Y ese pueb lo tam bién está hambriento” (185). 24 “En Edipo rey está el tema del Incesto y esa idea de que la naturaleza se burla de la moral; y de qu e en alguna parte hay fuerzas errantes de las cuales haríamo s bien en cuidarnos, ya sea que llamemos a esas fuerzas destino o de otro modo” (iv, 72).
en relación con sus personajes (v, 40) no prejuzga en absoluto la inocencia de la vida y nuestra responsabilidad con respecto a lo Real, a lo No-Manifestado. Como la tragedia griega, Les Cenci nos remite a una culpabilidad original de la que la lucha entre el padre y los hijos no es sino el reflejo, que duplica el drama “metafísico” y el conflicto nacido de la división originaria, tal como lo ilustra en el nivel cósmico la oposición entre la ley del Demiurgo y la Ley del Uno. Nietzsche termina por rechazar toda idea de purgación teatral, porque los griegos justamente no tendrían ninguna culpa que purgar, e intenta pensar la tragedia como un juego cruel para almas inocentes y heroicas, pero en cambio Artaud incita a pro fundizar en esa culpabihdad “metafísica” cuya crueldad padece mos, a fin de vivir sus consecuencias en el teatro para ser liberados de ellas en la vida, y para sentirnos descargados de toda culpabili dad personal. A partir de ahí, la acción terapéutica del teatro, igual que la del rito, debe ser renovada sin cesar, puesto que la Ley de la vida hace que la crueldad vuelva siempre, que el ciclo de la violen cia y de su temporalización no se detenga jamás. Se trata entonces de provocar una especie de catarsis restringida, lo que Artaud llama “exorcismos renovados” (iv, 86), los cuales, dejando intacto el poder polémico original, deben inscribirse en su juego y repetir se sin fin. Pero para que el teatro pueda tener ese efecto regulador y pur gativo se necesitan dos condiciones. Ante todo, es preciso que no sea crueldad gratuita y violencia pura, que intervenga, igual que en la creación, algún dios escondido capaz de dominar las fuerzas de sencadenadas. Ahora bien, existe, gobernando la escena, un “maestro de las ceremonias sagradas” (57), para quien todo está so metido a un orden implacable, sin la menor parte de improvisa ción, un verdadero “demiurgo”: el director. Desde su punto de vista, el mundo del teatro es como el universo pitagórico: la expre sión de una “adorable matemática” (55). Igual que Dionisos o que un brujo, es el amo de las fuerzas y del caos. Su modelo podría ser Heliogábalo, a la vez anarquista y rey, que para traer de vuelta el O rden y la Unidad “resucita el desorden” (vil, 85). De ese modo se comprende la idea, a primera vista paradójica, de que “el verdadero teatro nace [...] de una anarquía que se orga niza” (iv, 49). Pero se comprende también que no justifica en abso luto la improvisación en la puesta en escena ni la libertad del hap pening. Lo que está en juego en el teatro es demasiado grave, lo
que ocurre en él es demasiado serio, para dejar la escena librada al azar. Por lo tanto, siempre debe existir una razón oculta en el tea tro, que lo impulsa a avanzar ineluctablemente hacia su fin: la creación de alguna Gran Obra alquímica, que debería “ser seme jante al oro espiritualizado” (50). Operació n que supone no ofre cernos una imagen de la armonía, sino enfrentarnos a una visión negra y caótica de las cosas. “Demiurgo”, el director de escena ocupa el lugar de Dios, quien ha traicionado la Ley “metafísica” del Uno. Es el Hijo que retoma a su cargo la obra abandonada por el Padre, y la asume con una conciencia trágica. Mientras que el Demiurgo, en el cielo, se ve a sí mismo como origen y meta y se niega a someterse por entero a la Crueldad cósmica, el “demiurgo” en el escenario se entrega a la violencia sin reservas y, como Dionisos, es a la vez el amo y la víc tima de la crueldad. A él se puede aplicar exactamente la fórmula que Nietzsche aplica al héroe dionisiaco de la tragedia: “En su ím petu heroico hacia lo universal, en sus tentativas de transgredir las fronteras de la individuación y de querer ser la única esencia del mu ndo, el individuo d ebe entonces soportar en sí mismo la co ntra dicción originaria que se oculta en el fondo de las cosas” (i*, 82). Él es entonces el verdadero héroe del “teatro de la crueldad”; atra pado entre dos necesidades, dos órd enes de lo real que él debe reunir, es un pharmakos dispuesto al último sacrificio; pero, en la medida en que su poder demiúrgico le da algún dominio sobre el mundo, puede arrastrarlo con él en la conflagración final, si no consigue purgarlo del Mal que lo habita e instaurar las condiciones de una auténtica cultura. Porque ésa es la segunda condición para que el teatro pu ed a de sempeñar su papel: los espectadores deben ser capaces de una vi sión “metafísica” de la existencia, dispuestos a vivir la crueldad con una “conciencia aplicada”, y saber que la economía de lo vi viente, que les toca administrar para no hundirse en la violencia, obed ece a una necesidad “metafísica” de la que nun ca hay q ue ol vidar que es el verdadero motor de la creación, el alma de la má quina económica del mundo. ¿Qué sería del teatro en una época de decadencia, cuando el espíritu estaría definitivamente “en una actitud separada de la fuerza”? ¿No correría el riesgo de ser mal entendido y de que su efecto catártico se invirtiera, se volviera ne fasto? Estas preguntas recuerdan el problema que se le planteó a Nietzsche, quien reconoció la necesaria perversión de la tragedia
en una época decadente y dominada por los “débiles”. De ese modo nació esa desconfianza que lo hizo renunciar a la esperanza que contenía E l origen de la tragedia y negar al teatro cualquier poder purgativo. Artaud tiene conciencia del riesgo, pero lo acepta.Z3 El teatro es el objeto de una apuesta, y al revés de la de Pas cal, aquí se gana con todos los puntos. O estamos salvados o esta mos perdidos. De todos modos se llega a la meta. Si el teatro no cumple su función purgativa, si en lugar de ser una terapia se reve la como un catalizador de desorden y violencia, la culpa no es suya. Somos nosotros los que, con eso, firmamos nuestra sentencia de muerte. O todavía somos capaces de controlar lo sagrado, de dirigir a los manas, o hemos perdido el contacto con la vida y con las ñierzas. En ese caso, el hombre mismo está perdido. Es el signo de que ya ha llegado a su término, de que su época ha terminado. El punto de vista económico y humano ya no se justifica; es enton ces la victoria del punto de vista “metafisico” absoluto, al que el tea tro debería contribuir suscitando una catarsis generalizada: el “exor cismo total” (IV, 26). Como la vida no es otra cosa que la crueldad, purgar totalmente la vida, exorcizarla definitivamente, equivale a destruirla. Al liberar la violencia contra la vida, el teatro abriría el camino de la liberación final -en el No-Ser, fuera de la vida, del Mal y de la culpabilidad. Cuanto más duda Artaud de la cultura europea, más se frustran sus esperanzas -en ocasión de la representación de Les Cenci o de su viaje a M éxico- y más se entrega a la perspectiva “metafísica” abso luta. De ahí en adelante abandona la idea de una posible salvación en este mundo y llama a una destrucción total de la vida por la crueldad y la violencia. Pero entonces toma conciencia de que el teatro, ineficaz en su función estrictamente ritual, no ofrece los me dios de una acción real y concreta, inmediata y decisiva, capaz de entregar el mundo a ese “exorcismo total”. Para eso hace falta un expediente más radical, una guerra real. Cuando escribe las Nuevas revelaciones del ser, Artaud ha renunciado definitivamente a la vida y al mundo: anuncia “la Destrucción total por el Agua, la Tierra, el Fuego” (vil, 143), y el despertar de una violencia tan general y tan concreta que no puede pasar por la representación teatral. 25 “Ahí hay un riesgo, pero estimo que en las circunstancias actuales vale la pe na correrlo. No creo que lleguemos a revivir el estado de cosas en que vivimos y ni siquiera creo que valga la pena aferrarse a él” (iv, 80).
Lo que era señal de su poder específico: la virtualidad de los gestos ejecutados, se convierte en la prueba de su impotencia.20 Esa virtualidad, que permitía asimilar el teatro al psicoanálisis, es justamente lo que le quita su fuerza y su poder peligrosos, lo priva de manifestar jamás la Crueldad, a no ser oculta y domesticada;27 y es lo que prueba en fin el carácter inoperante de la catarsis teatral que no tiene ninguna eficacia sobre la realidad y no puede alcan zar lo Real. El director no será nunca más que un sacerdote de miurgo, puesto que al teatro le faltan la realidad y la vida. Artaud emprendió entonces una búsqueda desenfrenada de lo Real en el seno de la vida misma, por m edio de la experiencia m e xicana y los ritos de los tarahumaras, por ejemplo; pero la frustra ción siempre renovada y cada vez más profunda de su expectativa lo arrojó a una impaciencia decisiva: para “el Desesperado” de las Nuevas revelaciones, que se sabe “absolutamente separado”, “hay que terminar. Hay que acabar con este mundo” (vil, 121). Así se fue a Irlanda, apremiado po r la inminencia del surgimiento apoca líptico de lo Real. Sustituye la espada de mago que le había dado un hechicero cubano -signo de su poder demiúrgico sobre los manas y en lo Manifiesto- por el bastón de san Patricio -símbolo de poder sagrado absoluto, arca de la alianza con lo No-Manifesta do. Ese skeptron de la autoridad suprema que quiere llevar de re greso a Irlanda como el Grial, para que el ciclo se complete, es también un símbolo fálico, el signo de lo Masculino por excelen cia. Porque el “Hombre” en que se ha convertido Artaud es la en carnación de aquel príncipe cuya primacía en el Orden cósmico había defendido ya Heliogábalo. Operando una verdadera sacrali zación de sí mismo, Artaud continúa su obra, la del Cristo gnóstico del Apocalipsis: desborda el teatro, el rito y la magia, para entre gar el mu ndo a la última fiesta, a la última masacre, los que c ondu cen al sacrificio colectivo y a la expiación total. Restablecida “la Supremacía absoluta del Hombre” (129) sobre la Mujer, sobreven drá la destrucción total por el Fuego. Su impaciencia metafísica lo ¿h En 1947, Artaud escribe: “No hay nad a que yo abom ine y execre tanto como
esa idea de espectáculo, de representación / es decir de virtualidad, de no-realidad, / aplicada a todo lo que se produce y se muestra” (x i i i , p. 258). [...] como si por ese hecho se pretendiera socializar y al mismo tiempo para lizar a los monstruos, hacer pasar por el canal de la escena, de la pantalla o del mi crófono posibilidades de deflagración explosiva demasiado peligrosas para la vida, y q ue así son desviadas de la vid a” (x i ii , 259).
hace entonces confundir el orden social y el Orden trascendente; la locura de la historia y las limitaciones de su internación no harán más que confirmar en Artaud esa confusión, como lo atesti guan las Nuevas revelaciones, algunas cartas escritas en Rodez,28 o la dedicatoria a Hitler.29 Si Nietzsche y Artaud se apartaron del teatro para responder a la exigencia ética que anima su pensamiento de la crueldad, si los dos obedecen en eso a una lógica a menudo idéntica, sus conclu siones fueron diametralmente opuestas: mientras que Nietzsche acepta lo trágico como una dimensión de lo real en cuanto deve nir, el fracaso del teatro de la crueldad impulsa a Artaud a recha zarlo categóricamente y a subordinar la ética de la crueldad a la exigencia “metafísica” de lo Real. Realiza así el destino de Empé docles que, antes de la revelación dionisiaca, había estado a punto de sucumbir al pesimismo y, no pudiendo salvar la ciudad por medio de la tragedia, había anhelado “curarla radicalmente, es decir destruirla” (i*, 334).
2Í! Así, en 1943 escribe a je a n Paulhan: “La Religión, la Familia, la Pa tria son las tres únicas cosas que respeto [...] Siempre he sido monáquico y patriota, como Ud. sabe” (x, 103-104). Todos esos elementos que rige la obsesión del Orden: el bastón, Hitler, la se para ció n de los sexos, el regreso a la religión cristiana, se encuentran reunidos en un a carta a Sonia Mosse (x, 15), dond e form an una ve rdadera red temática.
¿PARA TERMINAR CO N EL TEATRO? De la tragedia a lo trágico
EL “TERRIBLE EN SUSPENSO”
a] “Teatro de la crueldad”: “génesis de la creación” Cuando en Rodez resucita “la Momia”, Artaud comprende que fue víctima de una “mentira del ser” y de “hechizos” criminales y muy antiguos. Comprende que es al Origen, a la magia y a los ri tos que es preciso renunciar: el fracaso del teatro no proviene de su incapacidad para recuperar el espíritu mítico y la eficacia de los ritos, tiene que ver precisamente con su carácter ritual. En una car ta sobre Nerval de 1946 (xi, 184-201), reniega de “esa autodenom inada ciencia abortadora de la alquimia”, así como de “el simbo lismo espantosamente primario e impulsivo del tarot”, la cabala, la mitología, los ritos, por los que Nerval, pero también él, Artaud, habían sido engañados y contra los cuales intentaron luchar con una determinación que hizo de sus obras las “tragedias de una hu manidad reprimida” (193) y en rebelión contra “una dramaturgia tipificada por otros de la concepción y de las ideas”. Y cuando en su texto “Sobre el teatro de Bali” Artaud formula ba las condiciones de un verdadero teatro de la crueldad, en que el actor no repetiría dos veces el mismo gesto,1 paradójicam ente enunciaba las razones por las que las danzas rituales de Bali esta ban en los antípodas del “verdadero ” teatro de la crueldad: los danzarines balineses, escribía, parecen “obedecer a ritos aproba dos y como dictados por inteligencias superiores” (iv, 56). Ese es pectáculo pertenece por lo tanto a la escena teológica en la que los 1 En Le Théátre Alfred. Jarry, precisaba: “Necesitamos que el espectáculo al que asistimos sea único, que nos dé la impresión de ser tan imprevisto y tan incapaz de repetirse como cualquier acto de la vida, cualquier acontecimiento traído por las circunstancias” (ii, 18).
actores son receptáculos de una palabra dictada ,2 Y en Agentes y agencia de suplicas [Suppdts et suppliciations ] Artaud se dedica a com batir encarnizadamente esos ritos que el teatro magnifica “ponien do de manifiesto a la vez que constituyen la esencia de nuestra vi da sometida al poder del Doble, a la repetición del origen “malo” que nos corta de la vida (xiv*, 123). Pero puesto que así es, puesto que la vida misma es rito y repetición, puesto que por último no se acaba con el teatro, el “teatro de la crueldad” sigue siendo necesa rio. Ahora se hará contra la repetición, el rito y la “metafísica”. No tendrá que provocar el advenimiento del Doble al escenario, ya que siempre está ahí, sino expulsarlo para ganar la vida, fuera de las seducciones del Origen y de los espejismos de lo “No-Manifes tado” - “una vida que sería ella misma su propio origen. En los últimos años de su existencia, persuadido de que el esce nario, lugar por excelencia de la virtualidad, es el lugar de todas las traiciones, Artaud renuncia a la dramaturgia para no renunciar al “teatro de la crueldad”, único recurso contra la mórbida crueldad del mundo, y único medio de satisfacer la exigencia ética de no perd er de vista lo real, de combatir la fascinación del Vacío. No más escenario, no más decoración y, sobre todo, no más actores, ya que ellos son los verdaderos traidores que se interponen entre Artaud y el teatro que él “contiene” (v i h , 287). Así, considera la grabación en radio de Para acabar con el juicio de dios [Pour en finir avec le jugement de dieu], durante el mes de noviembre de 1947, co mo una “primera transformación del Teatro de la Crueldad” (xill, 139). Pero he aquí que descubre otra traición, otra “interposición” -la de “ la máquina” que deforma su voz .3 Y por último, hay algo más grave: esos elementos esenciales del teatro que son la palabra y el cuerpo se revelan también ellos traidores, como pudo experi mentarlo dolorosamente en ocasión de la conferencia del “VieuxColombier”, el 13 de enero de 1947. Que la palabra, el gesto y el cuerpo son acosados por sicarios que los sustraen incesantemente a sí mismos es la cruel evidencia 2 En L ’empire des signes, Roland Barthes escribe, a propósito del teatro occiden tal: “Ese espacio es teológico, es el de la Culpa: de un lado, en la luz que finge igno rar, el actor, es decir el gesto y la palabra, del otro, en la noche, el público, es decir la conciencia (Flamm arion, 1970, p. 80). Véase tam bién los análisis de J. D errida en op. cit., cap. 8; “Le théatre de la cruauté et la clóture de la représentation”. 3 “Ahí dond e está la máq uina / está el abismo y la nada, / hay un a interposición técnica que d eform a y / aniquila lo que uno h ace” (xill, 146).
que atestiguan los últimos textos de Artaud. Según E l teatro y su doble, el juego del actor debía apoyarse en una ciencia cabalística de la respiración vinculada al conocimiento preciso de los órganos y sus funciones, pero diez años después Artaud ve en esa compleji dad orgánica la causa primera de la traición. Como el cuerpo es el lugar de todos los automatismos, la libertad y la “propiedad” del cuerpo deben ser conquistadas por la invención de un “cuerpo sin órganos” y sin diferencia, en el que el Doble ya no podrá inmis cuirse. Y cuando declara: “Parto / sin localizar órganos” (xiv*, 105), efectúa una operación exactamente inversa a la que proponía “Un atletismo afectivo”. Sin embargo, Artaud parece tan intransigente en su rechazo de la presencia del Doble como lo fue en la voluntad de someter el teatro a su ley, y parece siempre movido por ese deseo de pureza caracte rístico de su “metafísica”, como de toda metafísica: a la voluntad de acabar con el Doble, de evacuarlo de la vida, responde el sueño de una vida indiferenciada y presente en sí. Esa voluntad, J. Derrida la interpreta como un esfuerzo por “repetir lo más cerca de su origen pero en una sola ve¿' “el asesinato de un padre que abre la historia de la representación y el espacio de la tragedia ”.4 Semejante deseo, que es de sumisión incondicional del Hijo a la ley que pretende transgre dir, constituye el reverso del mandato de “la Ley de la Naturaleza”: pagar de una sola vez el tributo sacrifica! que exige lo Absoluto para terminar con el orden del Padre y, en el mismo acto, con la vida. Cuando en 1947, en el Teatro de la crueldad (xiii, 114), afirma que el advenimiento del verdadero teatro depende del “completamiento” de la “realidad”, el regreso a “la vida eterna” y a “un a eterna salud”, parece retomar esa visión gnóstica de un universo en marcha hacia su fin que no es otra cosa que su origen perdido. Sin embargo, en la misma página afirma “que no hay nada existente y real / más que la vida física exterior”. Todo, pues, hace pensar que no hay regreso ingenuo a la “metafísi ca”; más bien recurso estratégico a la metafísica contra ella misma, pe ro también contra el mundo que vive de esa metafísica y vive bien .1 '*“La clausura de la representación”, en op. cit., p. 366. También las interpretaciones “esotéricas”, “alquímicas” o “crísticas” de Artaud que proponen algunos comentaristas en busca de una verdad última de la obra (Umberto Artioli, Francesco Bartoli, Teatro e corpo glorioso, Milán, Feltrinelli, 1978; Frangoise Bonardel, Artaud, París, Balland, 1987; Monique Borie, Antonin Artaud, le
Cosiblemente, como escribe J. Derrida ,6 Artaud no ignoraba que el “verdadero” teatro de la crueldad es tan imposible como la “verda dera” vida, así como es imposible que el “cuerpo sin órganos” exista; Itoro el mandato de lo imposible es la única orden que puede humo rísticamente (y aquí el humor revela su dimensión ética) obedecer (|uien se niega a someterse al orden del mundo y de las cosas. En un proyecto de prefacio a Agentes y agencia de suplicios, Artaud indicaba el camino de esa utilización estratégica de la metafísica que consiste cu “hacer el meta” y “poner algo más en la rusticidad rudimenta in mediata de su ser ”.7 Cuando Artaud condenaba el teatro y sus traiciones, era en nombre de la inmediatez que el Doble, la vida, la crueldad nos ocultan a la vez que permiten cruelmente desearla. Y hay en ese llamado un deseo metafísico. Pero Artaud no se deja engañar y, a la metafísica, le recuerda que la inmediatez se trabaja. A nosotros nos corresponde hacerla existir, darle su dimensión física. Por la fuerza de lo imposible, la vida se excede, no hacia algún otro lu gar, sino hacia sí misma, en un desgarramiento de su “ser” que es “afirmación explosiva” (x i i i , 94). Como el verdadero teatro es im posible, Artaud se declara “enem igo del teatro”, pero como en esa imposibilidad consisten su poder insurreccional y su infinito po der, escribe: “El teatro de la crueldad / no es el símbolo de un va cío ausente, / de una espantosa incapacidad de realizarse en la vi da humana. / Es la afirmación de una terrible / y por lo demás ineluctable necesidad” ( 1 1 0 ). Dispuesto a asumir hasta el fin esa terrible necesidad , Artaud no es menos consciente de unajfato/idMque pesa tanto sobre el teatro co mo sobre la vida. La necesidad es que es tan imperativo realizar el “teatro de la crueldad” como no querer someterse a la repetición y a su ley. La fatalidad es que es tan imposible realizar el “teatro de la crueldad” como escapar a la repetición .8 Reconocer y asumir esa théátre et le retour aux sources, París, Gallimard, 1989) tienen siempre algo de falsifica
ción de moneda y búsqueda de beneficios. “Él lo sabia mejor que nadie: la ‘gramática’ del teatro de la crueldad, que de cía que estaba ‘por descubrir’, será siempre el límite inaccesible de una representa ción que no sea repetición, de una rí-presentación que sea presencia plena, que no lleve en sí su doble como su muerte, de un presente que no repite, es decir de un presente fuera del tiempo, de un no -presente” {op. cit., p. 364). 7 Cf. p. 24, n. 29. HTambién aquí, remitimos a los análisis dedicados por Derrida a Artaud, en
doble exigencia de la necesidad y la fatalidad introduce a la verda dera experiencia trágica. Lo trágico, en ese caso, es que el “teatro de la crueldad” esté siempre haciéndose y no pueda tener lugar nunca: encuentra su expresión en esta fórmula de Artaud: “El teatro es, en realidad, la génesis de la creación” (xiii, 147). Sin comienzo y sin fin, jam ás podría ser, sino que consiste en un eterno recomienzo del mundo, en un gesto ininterrumpido que, por un esfuerzo y una ten sión hasta el límite de lo posible, enfrenta el tiempo de la repetición con el poder apocalíptico de la inmediatez. b] La “architragedia” Así, Artaud termina por encontrar la misma evidencia que N ietzs che, quien había com prendido, según la expresión de Derrida, “el origen de la tragedia como ausencia de origen simple ”.9 Que la tragedia se preceda siempre a sí misma, que sea repetición de una “architragedia”, eso es lo trágico y la revelación de su imposible superación. Por la “autocrítica” de su “metafísica de artista” y la in vención de la “voluntad de poder”, Nietzsche asumió totalmente su definición del “origen” “del Padre de las cosas ( des Vaters der Dinge), como lo escribía en referencia a Heráclito” como Widers pruch\ “antagonismo, contradicción” (i*, 54). Del mismo modo, después de que renunció a su melocentrismo y reconoció que la música no era para nada un lenguaje universal e intemporal (m**, 78), esa intuición de E l origen de la tragedia, de que la expresión más “primitiva” y más dionisiaca de la música no era la armonía sino la disonancia musical (i*, 153), adquirió su verdadera signifi cación. Si es verdaderamente originario, el conflicto precede a to dos los pares antagónicos y no se apoya en ninguna unidad ante rior. La tragedia por lo tanto no pudo aparecer produciendo la síntesis dialéctica de Apolo y Dionisos, sino ocultando la econom ía trágica en que se basa, así como la “identidad” paradójica de los términos que propone como antinómicos. La interpenetración ori ginaria de Apolo y Dionisos es ese contenido reprimido inscrito en el texto de E l origen de la tragedia, no percibido por el propio autor L ’écriture et la différence. (En todo lo que sigue es preciso tener presente que en fran cés répetition significa tanto “repetición” como “ensayo” teatral, [t .]) 9 Op. cit., p. 364.
que, como lo reconoce en su “Ensayo de autocrítica”, “balbuceaba en una especie de lengua extranjera” (28).10 El origen de la tragedia no debe buscarse en sus padres, en el acoplamiento de Apolo y Dionisos, ni en la dualidad de los princi pios M acho/H em bra; Artaud escribe en Agentes y agencia de suplicios: “Las cosas no comenzaron / por el macho o la hembra, / el hombre o la mujer, / todavía no han comenzado, / no comenzarán nunca / porque las cosas duran / y así a perpetuidad” (xiv**, 152). Por lo tanto, no hay origen exterior, fin de la creación ni presencia inmediata en sí; 11 pero entonces la vida ya no es simple repetición ni el teatro simple representación. La repetición y la representación mismas tienen un carácter “originario” y el teatro, por su terrible necesidad, por su función genésica, lleva la vida a los límites de su posibilidad, al punto en que la vida y la representación llegan a es tar “fuera de sí mismas”, el momento en que la fatalidad cede a la necesidad. Pero, ¿no es lo propio de la fatalidad retornar siempre, y con ella Dios, al origen, al “espíritu del comienzo”? 12 Acabar con el teatro para que el “verdadero” teatro de la crueldad sea po r fin po sible, supone liberarse de la mala repetición, de las profundidades del escenario, de sus bambalinas, de su apuntador y de la crueldad de un Doble que monopoliza la violencia y manipula a los actores. Pero esa expulsión de Dios, ese trabajo contra la mala diferencia, se efectúan en el tiempo de la repetición y la crueldad. Si dejára mos de buscar el origen, es decir de pagar su tributo a Dios, al muerto, según la ley de la tribu, quedaríamos liberados de la cul pabilidad y de la deuda cruel para con el Padre. Esa inocencia de la repetición (Eterno Retorno), del espíritu (que se hace niño) y de la vida (como derroche dionisiaco) será, para Nietzsche, la con quista de los teatros trágicos. El posible renacimiento de la trage 10 Bernard Pautrat, op. cit., propone un a notable lectura a posteriori de E l origen de la tragedia, y en particular se esfuerza por mostrar cómo la “reconciliación” hegeliana de los contrarios repite un a econ om ía previa de esos mismos contrarios, eco nomía según la cual lo mismo bien puede decirse en el otro, Dionisos en Apolo, más acá del abismo q ue los separa” (p. 85). 11 “Por consiguiente, nada de dios principio sino la medida de una medida sin fondo, ser impensable sin estatura, alma de un infinito de apetitos” (“L’amour est un arbre...”, en Tel Quely nú m . 39, p. 19). 11 “Pero el espíritu del comienzo no ha dejado de hacerme hacer burradas y yo no he dejado de disociarme del espíritu del comienzo que es el espíritu cristiano [...]” (texto de septiembre de 1945, cit. por Derrida, op. cit., p. 364).
dia sería entonces la marca de esa libertad adquirida, de esa capa cidad de vivir lo trágico de manera absolutamente positiva y afir mativa, como juego superior del mundo y de un dios inocente. En realidad, así como Artaud, aun habiendo renunciado al tea tro no renunció nunca a creer que el “teatro de la crueldad” se realizará algún día, del mismo modo Nietzsche, ese discípulo de Dionisos, el dios de las máscaras y de los ropajes, no renegó del teatro sino para esperar la llegada de tiempos en que la tragedia será nuevamente posible. Si en nombre de ese heroísmo de los “fuertes” que rechazan la ilusión tranquilizadora llegó a definirse como “una naturaleza esencialmente antiteatral” (v, 262), ¿signifi ca eso que es preciso escoger entre la escena y la vida, entre el teatro y la crueldad? Para decir la verdad, lo que se anuncia aquí podría ser mucho menos un rechazo categórico del teatro que un rechazo de la división entre el teatro y la vida. Ser un Manfredo o un Fausto en la vida es, como Dionisos (o Heliogábalo), vivir el teatro en la vida, hacer de la vida el lugar de lo trágico, pero sin la distancia tranquilizadora entre la crueldad de la escena y la tran quilidad del público y sin la ilusión pacificadora que trae la trage dia. Lo que supone reírse de todas las tragedias, ver, como Zara tustra, en las “tragedias representadas” y en las “tragedias vividas” ( TrauerSpiele und TrauerErnsté) (vi, 53), una ocasión de reírse de sí mismo y de reír de la vida. Más allá del teatro y de la tragedia, un nuevo teatro y una nueva tragedia se preparan: “Yo prometo una edad trágica: el arte supremo de la aquiescencia a la vida, la tragedia, renacerá, cuando la humanidad tenga a sus espaldas la conciencia de las guerras más duras, pero más necesarias, sin su frir por eso [...]” (vm*, 289). Artaud no parece creer en ese trágico superior y alegre. Lo trá gico, para él, es quizá que Dios sea la fatalidad siempre al acecho de la repetición, siempre resucitada. Nunca terminamos de “rascar [...] a Dios” (x i i i , 104) ni de “golpear la presencia” (xn, 256). Así, todas las prefiguraciones del “teatro de la crueldad” conservan el aspecto de prácticas catárticas: tienden a librarnos de la causa de nuestra contaminación y de nuestra abyección, a la vez que de nuestra culpabilidad: “La crueldad es extirpar por la sangre y hasta la sangre dios, el azar bestial de la animalidad inconsciente huma na, en todas partes donde pueda encontrarlo” (x i i i , 102). Lo trági co para él es entonces que la crueldad no tenga fin y que la vida esté atrapada entre dos teatros que son como su muerte: el escena
rio teológico y el “verdadero” teatro de la crueldad. Pero mientras que el primero nos encierra en la muerte lenta y cotidiana, la muerte cobardemente vivida como derrota y decepción, la vida no menos cobardemente vivida como espera del “más allá”, reabsor ción en la Unidad de Dios que vigila desde las bambalinas a los actores desfallecientes, el segundo incita a vivir heroicamente en una posición “bien erguida”, repite a menudo Artaud, y a avanzar hacia la punta extrema de la vida para abrirse a la mayor intensi dad, que es también la mayor violencia. Lo trágico, por último, es (jue en ese punto resulta imposible decidir realmente, porque lo real se afirma como el lugar de la paradoja, de esa no-decisión que no es indecisión momentánea sino negativa a decidir, y que Artaud en sus últimos escritos llama “el terrible en-suspenso” (xxil, 106).
LA CRUELDAD FARMACÉUTICA
Cuando los dioses han sido olvidados o se han retirado, pero tam bién, según una fórm ula de Hólderlin, en quien Nietzsche y Ar taud encontraron una especie de guía hacia las riberas de lo sagra do,iJ “cuando el Padre ha vuelto su Rostro de delante / de los humanos ”,14 entonces se abre entre los hombres y los dioses un es pacio nuevo y a la vez muy antiguo, propio del Hijo, de ese héroe que “concilia el Día y la Noche”.1’ Pero, ¿qué trae exactamente? En la época en que callan “los teatros sagrados”, en que han cesa do las “danzas rituales”,1*’ ¿viene acaso a suscitar otros ritos que nos reconcilien con lo Altísimo, o anuncia el tiempo de los Héroes y los semidioses que, por la fuerza de su corazón “se hacen seme-
13 Maurice Blanchot que, en “La cruelle raison poétique” (en op cit., p. 432) evo ca el vínculo que une esos tres “destinos”, ve en el “choque violento de dos formas irreconciliables de lo sagrado” un acontecimiento esencial común a esas tres exis tencias a la vez tan cercanas y tan diferentes. l i Hólderlin, “B ro tun d W ein”. 13 “Perpetu a es su alegría, así como el persistente verdor / del pino que am a y también de esa hiedra que ha escogido para su corona, / puesto que permanece y trae él mismo a los sin-dios, aquí abajo / en las tinieblas inferiores, el vestigio de los dioses fugad os” (ibid.). 16 Ibid.
'jantes a los dioses”? 17 El momento de pausa de los dioses, ¿no se ría el de la mayor proxim idad entre el hom bre y lo divino? a] La repetición originaria Dionisos es ese Hijo más viejo que sus padres y muy próxim o a los humanos. Cuando se extinguen los ritos, él continúa “en la noche sagrada” brillando con viva luz y, como Heliogábalo, ese dios so bre la tierra, nos recuerda nuestra misión sagrada. Existe algo co mo un signo histórico del poder sagrado de Dionisos: tras de so brevivir a la muerte de todos los dioses, fue capaz de dar vida a formas nuevas y de hacerse el héroe de ese ritual extraño y nuevo: la tragedia. Del mismo modo, Heliogábalo, porque era el teatro encarnado, porque colocó el teatro “en el plano de la realidad ve rídica”, fue capaz de reanimar las energías abandonadas por “el ri to inútil”. El teatro es un legado divino que nos habla de aquel “origen” que los propios dioses han olvidado y con el cual los ritos ya han perdido contacto. Desde ese punto de vista, el teatro es hijo del rito. Sin embargo, es un hijo malo; y los autores de Mythe et tragédie18 llegan a negar cualquier filiación directa. La tragedia sería una invención debida a los propios Hijos, a los hombres de la polis y de la Democracia, el teatro, un hijo sin padre asignable. Ciertamente re conocen su carácter religioso, pero para mostrar que el espíritu de los mitos y de los ritos ha sufrido una distorsión. Los ritos se diri gen a los dioses y al Padre, mientras que el teatro se dirige a los hombres. El teatro muestra, explica una historia de culpabilidad y de culpa 19 de la cual el rito vivía, pero que mantenía más secreta. El teatro, que trae a la conciencia lo que el rito ocultaba, hace pro blemática la relación del hombre con sus dioses, con la sociedad y consigo m ismo .20 La tragedia supone u na transgresión del rito; co mo observa P. Vidal-Naquet, en Esquilo todos los sacrificios están corrompidos, y continúa: “La norma sólo se plantea en la tragedia 17 Ibid 1(1J.-P. V erna nt y P. Vidal-Naquet, Mythe et tragédie en Gréce antique, t. I, París, Maspero, 1972; t. II, París, La Découverte, 1986. tM Op. cit., t. II, p. 21. 20 Ibid., pp. 89 y 99.
griega para ser transgredida o porque ya ha sido transgredida; es en eso que la tragedia griega tiene relación con Dionisos, dios de la confusión, dios de la transgresión .”21 En realidad, la tragedia misma es una forma inestable, en cierto sentido bastarda, puesto que su objetivo es dar una salida al poder transgresor de Dionisos, cuya principal característica es “hacer surgir bruscamente otro lu gar aquí ”.22 “Ese juego de ilusión teatral” que es la tragedia está, pues, siem pre en peligro de ser destrozada por el surgimiento del Otro y la revelación brutal de lo sagrado. Pero también puede re forzar la ilusión salvadora mediante la ocultación de la realidad dionisiaca y así cortarse de su fuente viva... Tal fue su destino para Nietzsche y para Artaud, porque ése es el destino de la representa ción y de la repetición: cubrir nuevamente la paradoja de los co mienzos apenas le han permitido asomar su dimensión trágica y restaurar la ilusión del origen. Si existe una ética de la crueldad, y si está íntimamente ligada con la cuestión del teatro, es en la medida en que exige atenerse a un imperativo difícil, sobre una arista que es la de la repetición misma, cuando se hace repetición trágica, representación de una realidad paradójica; así, el Eterno Retorno, por repetir siempre lo Mismo, es exclusivo de la categoría del ser; así, el “teatro de la crueldad” es una eterna repetición de lo que que jamás será (re)pre sentado. Entre la Vida y la Muerte, entre el Ser y la Nada, la repe tición no es realmente. Siendo a la vez lo que parece cortarnos del Origen y unirnos de nuevo ritualmente con él, un veneno y un re medio: un pharmakon. Así, Freud asocia la compulsión de repeti ción con la pulsión de muerte, pero en la escena del “ FortDa ”23 muestra que trae la curación, que es incluso ese poder de vida y de dominio -en un sentido teatral- de la realidad, que se expresa por medio del juego. Dos repeticiones, como se ve, como dos cruelda des. Una que tiene sentido y llama a la conciencia de vuelta a algo que la trabaja, a su mal oculto, “reprimido”, y que no cesa de exi gir cuentas. La otra lúdica, inocente... Y, sin embargo, no hay sino “una” repetición, “una” crueldad. Al reunir en sí a los contrarios, la repetición roza lo sagrado. El 21 Ibid., pp. 22 y 85. Ibid., p. 24. 23 Más. allá del principio de placer, en Obras completas, vol. xvm, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 14-17.
mismo Freud, cuando tuvo el sentimiento personal del vínculo que une la compulsión de repetición a la pulsión de muerte24 -especie de Stimmung, momento de gran intensidad similar a aquel cuando Nietzsche tuvo la revelación del Eterno Retorno, pero que Freud vivió en forma depresiva y no extática- sintió el fenómeno de la repetición como “ominoso”. Pero ése es el término que él aplica a todo lo que figura lo sagrado y, en particular, a lo femenino en su aspecto más aterrorizador, ese peligro siniestro que no se puede enfrentar más que bajo la cobertura de un corte, de un a decisión: la de los dos sexos cortados por la castración. La repetición “es” ese poder sagrado más “originario” que el origen. Sin comienzo, ella “funda” la economía dual del Bien y el Mal, de la vida y la muerte. P oder de reproducción, creado r de dobles y de diferencias, como la mujer, genera por lo tanto a la vez la vida, la violencia y la muerte, en una intimidad indisociable e inso portable en la que desde el “origen” ha sido necesario cortar con una decisión brutal y sacrificial. Esa decisión consiste en un asesinato que la repetición llevará siempre en ella como su esencia -la de ser asesina de su origen. El dios nace de un asesinato. “Dios ha muerto” debe entenderse no tanto como el anuncio de un acontecimiento histórico sino co mo el reconocimiento del ser mismo de Dios: el nombre de Dios es el nombre de un muerto. Esa muerte que el hombre debe ex piar cruelm ente, como si le debiera su propia vida. Así se explica la “crueldad morbosa” de Dios, ese muerto que necesita nuestra sangre para vivir y que Artaud, en sus últimos textos, presenta co mo un vampiro. Pero “Dios ha muerto” significa también que Dios no pide n ada por iniciativa propia. Según los análisis de la Genealo gía, su poder>deriva solamente de la culpabilidad de los hijos. Y en el fondo de cada uno vive “el más odioso de los hombres”, que sa be que Dios “no podía sino morir” (vi, 287), puesto que no era más que un espectro y el alma de un muerto. Son los hijos los que atri buyen al Padre su poder e instauran una relación de deuda que los somete a su crueldad. Pero ahí hay una decisión que los desborda, un “acontecimiento” fundador de la “mala” repetición a la que la vida, que no podría prescindir de la muerte ni advenir sin ella, pa rece estar fatalmente ligada. n Véase “Lo ominoso”, en Obras completas, op. cit., vol. XVII, pp. 215-251
¿PARA TERMINAR CON EL TEATRO?
b] Dionisos y Heliogábalo: figuras del pharmakos En el origen de las religiones, pero tam bién del pensam iento metafísico y del logocentrismo, Jacques Derrida y René Girard se han mostrado, por vías21 y en perspectivas diferentes, es preciso pensar el pharmakon y su división, el pharmakos y su asesinato. Es a él, y no a Dios, a quien el rito y la tragedia nos remite en última instancia como a su “origen”, y es él finalmente el que Nietzsche y Artaud encontraron, “resucitaron” -para que “Dios” sea el nombre de un vivo y no de un muerto- en las figuras de Dionisos o de Heliogá balo, y con el que Artaud, consciente de ser un “chivo expiatorio” se identificó -identificación “loca” que fue también la de Nietzsche antes de derrumbarse. (Porque si la ética de la crueldad ordena mantenerse lo más cerca posible de la ambigüedad trágica, siem pre supone el peligro de querer term inar de un golpe, de obligar finalmente a lo real a decidirse: por ese lado se explican, en Nietzsche la voluntad categórica de efectuar un corte entre los “dé biles” y los “fuertes”, pero también, por ejem plo, su misoginia o también su identificación final con el dios; por ese lado se com prende la obsesión de Artaud por acabar con la diferencia sexual, su exigencia de pureza y su voluntad de evacuar definitivamente a Dios de la existencia humana, de rechazar la culpabilidad y la res ponsabilidad de la crueldad echándosela a él o al Padre, según una interpretación “perversa” de la ley que presidía ya su gnosticis m o .26 Pero todos esos riesgos y esos enceguecimientos son, como veremos, indisociables de la ética de la crueldad, de su economía, así como de la dinámica del sujeto en busca de lo real.) Esa realidad de lo dionisiaco, que Nietzsche presentía desde E l origen de la tragedia, Artaud parece haber chocado con ella y no ha berla aceptado en su verd adera dim ensión trágica hasta haber lle gado al extremo de su rechazo. Desde E l origen de la tragedia, Nietzsche insistía en el carácter am biguo de Dionisos: “En su exis tencia de dios desmembrado, Dionisos posee la doble naturaleza de un demonio cruel y salvaje y un soberano benevolente y dulce” (i*, 84). Como si, por sí mismo, pudiera aparecer como un dios Cf. por ejemploj. Derrida, “La pharmacie de Platón”, en La dissémination, Pa rís, Seuil, 1972, y R. Girard, La violence et le sacre, París, Grasset, 1972. 2(>A cerca de la aprox imación entre el gnosticismo y la perversión, cf. G uy Rosolato, “Le fétichisme”, en Le désir et la perversión, París, Seuil, 1967, pp. 27-33.
apolíneo. Y Nietzsche, que había afirmado la naturaleza solar de los dioses del Olimpo y había insistido en su origen apolíneo, es cribía, sin embargo, que “es de la sonrisa de Dionisos de donde nacieron todos los dioses del Olimpo”; todos los dioses, empezan do por Apolo. Lo que para el hombre es crisis, ruptura y diferen cia, es para él juego, mezcla de los contrarios: “Dionisos como educador./ Dionisos como engañador./ Dionisos como destruc tor./ Dionisos como creador” (xi, 233). Artaud, que veía a Heliogábalo animado por la búsqueda de la unidad, tuvo que reconocer que permanecía prisionero de un rit mo binario y no pudo “definirlo” más que haciendo, como lo ha bía hecho Nietzsche para Dionisos, una lista de térm inos antitéti cos: “Cada uno de sus gestos tiene dos filos. Orden, Desorden, / Unidad, Anarquía, / Poesía, Disonancia / Grandeza, Puerilidad / Generosidad, Crueldad” (vil, 102-103). Y cuando acaba de asimi larlo al Andrógino original, Artaud precisa y, en el fondo, rectifica: por su “naturaleza fascinante y doble”, no evoca tanto al Andrógi no como a la Anarquía (83). Heliogábalo es la anarquía y la guerra interminables. La anarquía en él: es dios y hombre, rey y prostitu to [...] La anarquía en la sociedad: nombra jefe de la guardia a un danzarín, mezcla la oscuridad y la obscenidad [...] En lugar de mantener a distancia al dios, al doble cruel -como es propio del ri to-, él se hace doble, a la vez Padre e Hijo (“el sol sobre la tierra”), hombre y mujer, veneno y remedio: pharmakos. En la medida en que no puede realizar la unidad, y en que per manece prisionero de lo sagrado, de esa perturbación de las dife rencias que ha despertado, Heliogábalo es un personaje trágico. Encarnando la anarquía, despertando la violencia de lo sagrado, se consagra al destino del pharmakos y se designa, a pesar suyo, como el “chivo expiatorio” cuya desaparición permitirá el retorno del antiguo orden y del sistema de diferencias que quería destruir .27 Artaud tuvo que reconocer el fracaso de Heliogábalo en su bús queda de Unidad: ¿qué consecuencia debemos extraer? El libro no lo dice y espera su conclusión -la que Artaud rechazó al punto de hacerse él mismo el “chivo expiatorio” de la violencia colectiva que descubrió después de la apocalíptica revelación de la locura, -' Artaud concluye: “Pero el que despierta esa anarquía peligrosa es siempre su prim era víctima. Y Heliogábalo es un an arquista aplicado que em pieza por devo rarse él mismo y que termina por devorar sus excrementos” (vil, 85).
más allá de su “metafísica”, en la tensión siempre mantenida del “terrible en-suspenso” , que obliga a vivir la crueldad sin resolu ción trascendente ni solución sacrificial. c] Devolver sus posibilidades al origen La investigación sobre las religiones, los ritos y el teatro, m ás esclarecedor por más ambiguo, permite llegar, más acá de la decisión “originaria”, a lo “reprimido” fundamental que ocultaba. Devolver las cosas a su fuente farmacéutica, descender a las profundidades presuntamente ocultas del teatro del mundo, es el gesto heroico de una ética de la crueldad que quiere ser liberadora. Ciertamente, recuerda a los hombres su responsabilidad hacia sí mismos, los re mite a la malignidad de su debilidad -y Artaud acusa al “rebaño” de haberlo torturado. Pero esa lucidez anuncia la verdadera libera ción de la vida. Para acabar con “el juicio de dios” y “la muerte de Dios”, o di cho de otro modo, para descargar la crueldad de la deuda y sepa rarla del rito, es preciso avanzar valerosamente al lugar de los dio ses, al abismo que su partida descubre. Entonces Holderlin había indicado el camino de esa empresa peligrosa, o más bien había su gerido los caminos, que son múltiples. El que escogieron Nietzsche y Artaud es el más audaz, y su temeridad es de las que, según Hol derlin, indignan a los celestes.28 U n camino nuevo se abre hacia lo sagrado, anunciadora de una renovación de la vida, porque el hombre, más que los dioses, tiene el poder de rehacer el mundo, puesto que no tiene miedo del abismo com o los dioses.29 El tiem po que viene es el del “hom bre”, más fuerte que sus dioses, pero no el del “viejo hombre”; el de un “hombre” increíble e imposible que, pa ra nacer, todavía necesita mucha “justa crueldad” y muchos combates. Para que “florezca en su majestad”, escribe Nietzsche, “hacen falta hostilidades” (iv, 495). Por lo tanto, ante todo hacen falta estrategias que sean también 2H wp orqUe los celestes / se indignan cuando alguien, sin preservar su alma / se entrega entero, y sin emb argo debía hacerlo; / a ése igual le falta el du elo” (“Mném osyne”, en op. cit., p. 113). 2y “[...] allí deberían estar / muchos ho mbres. N o pu eden todo / los propios ce lestes. Porque los mortales mucho antes / han ganado el abismo. Con éstos enton ces / la cosa cam bia [...]” (ibid., p. 112).
defensas. Porque quien libera lo sagrado y asume lo trágico, si puede conmover el teatro del mundo, corre el riesgo de hundirse en la violencia despertada y de sufrir el destino fa ta l del héroe de la tragedia. Dos estrategias diferentes y a veces, al parecer, opues tas: la de Nietzsche, el filósofo discípulo de Dionisos, que se man tiene irónicamente en la filosofía y delega estratégicamente al dios al lugar de lo sagrado; la de Artaud, aparentemente más nihilista, que representa la identificación con lo sagrado, y al hacerlo, inventa un nuevo teatro, se arma de una nueva estrategia no menos eficaz que la ironía nietzscheana: el humor. Esas “hostilidades”, esa voluntad de descontrucción, incluso en Artaud, no son puramente destructivas y nihilistas: si se aferran a las cosas tan profundamente es sólo para devolver al hombre la oca sión de convertirse en su propio creador, para dar de nuevo sus po sibilidades al “origen” y por consiguiente al porvenir, a fin de de volver al hombre lo que Artaud llama “su superioridad sobre los imperios de la posibilidad (xiii, p. 107).
I ,L HE RO ÍSM O DE LA CRUELDAD I ,o obsceno y lo abyecto
“Todos los seres han salmodiado un teatro, y el universo es un tealio, / la representación de una tragedia que concluye pero que po dría no haber tenido lugar”, escribe Artaud (xiv**, 85). El heroís mo del pensamiento, en busca de lo real, exige un gesto cruel de destrucción, con peligro también de desvelamiento, que derriba cortinas y decorados a fin de poner al desnudo lo que se oculta de trás de la escena, de desvelar lo ob-sceno (l’obscéne) para denun ciar su estrategia. Así, el teatro del mundo se revela como un esce nario sin bambalinas, una obra sin autor, una representación sin nada que se represente, donde Dios no es más que un efecto escé nico: fetiche que ocupa un lugar vacío, espejismo que se produce a partir de la escena como su fundamento obsceno. Al heroísmo cruel, realización de la ética de la crueldad, Nietz sche y Artaud le atribuyen una triple tarea destructora: desconsIruir el teatro del mundo y sus falsas perspectivas, el teatro del yo y su ilusoria profundidad, el teatro del cuerpo y su unidad ficticia. Pero aquel que por esa descontrucción revela la archiviolencia de lo sagrado y se aventura, más acá de lo obsceno, p or los territorios de lo abyecto, suscita en repercusión el encarnizamiento cruel de los “secuaces” que lo persiguen, y la violencia del grupo que forma un círculo alrededor de él para reconstituir un teatro ritual, una tragedia de la que él corre el riesgo de convertirse en héroe. Por que conmover la estructura de lo fantasmal no tiene tanto el objeti vo de po ner a la vista la realidad como el de hace r surgir ese “real” sobre el cual la metafísica del teatro dejaba que desear.
I:l - TEA TRO DEL MUN DO v “la significación del caos”
METAFÍSICA Y LENGUAJE
l,o obsceno se revela por el descubrimento de lo que debería per manecer cubierto, por la aparición de un vacío donde debería ha ber algo, de algo donde no debería haber nada. Provocar lo obsce no es nefasto y peligroso. Es el lado malo de lo sagrado y el signo de un mal presagio ( obscenus). Presagio de muerte: la de Dios quizá, ese Dios que se oculta, que hace que haya algo en lugar de nada, <|ue ve todo y para quien el abismo no tiene secretos. Nietzsche cuenta: “¿Es cierto, preguntaba una niñita a su madre, que el buen Dios está presente en todas partes? ¡Eso no me parece convenien te!” (vm*, 372). ¿Cómo entra en el mundo lo obsceno (y a la vez I)ios) ? Se introduce por un juego de la lengua, “porque la lengua / es una puta obscena”, afirma Artaud “grávida de toda la ancestral salacidad” (XIV**, 43). ¿Es posible decir una sola palabra que no tenga un fundamento obsceno? Un fundamento, he ahí lo ob-sceno de una lengua “dispuesta a dejarse clavar por el orificio”. El “fun damento”, término sobre cuya ambivalencia Artaud no deja de ju gar, es a la vez base plena y estable del mundo y hoyo repelente. Por miedo al hoyo hueco, lo llenamos, lo tapamos con una p resen cia consistente: Dios, la Verdad. Por donde se revela la complici dad de la carencia y el Ser para ocultar al hombre sus comienzos y reprimir la crueldad que preside el nacimiento de su verbo. a] E l lenguaje está estructurado como un inconsciente Por diferentes que puedan parecer, en la forma, la marcha o los análisis, los primeros textos que Nietzsche y Artaud consagraron al lenguaje, convergen en un punto esencial: el mundo es un efecto de la potencia alienante de la lengua. Y las causas de esa alienación
pueden reducirse a tres: subterfugio, solidificación y fetichismo. El subterfugio que se encuentra en el origen de la desnaturaliza ción del lenguaje es presentado por Nietzsche y Artaud como un golpe de fuerza por parte de los “débiles” del “rebaño”. En la medi da en que el lenguaje expresa las relaciones entre los individuos o entre los hombres y la naturaleza, siempre es resultado de una rela ción de fuerzas. Así, la tesis desarrollada por Nietzsche en Verdad y mentira en sentido extramoral da todo su valor a lo que Saussure llama rá después la “arbitrariedad del signo”, 1 y pone en evidencia lo que Lacan no deja de criticar en esa fórmula.2 Lacan traduce “arbitrarie dad” como “desvinculación” y se prohíbe cualquier otra conclusión, mientras que Nietzsche, en cambio, la interpreta como creación me tafórica, traducción verbal de intuiciones personales. Arma de susti tución para el hombre, desprovisto “de cuernos o de mandíbulas aceradas de carnicero” (ni**, 278), el lenguaje es instrumento de do minación del mundo y dominio momentáneo del fluir de los fenó menos, pero supone también la obligación del grupo de utilizar las “designaciones arbitrarias” impuestas por los amos. Aparentemente, el golpe de fuerza viene de una toma de pose sión por el rebaño del arma creada por los amos, para volverla contra ellos. Y desde ese punto de vista, los análisis de Verdad y mentira prefiguran los de la Genealogía consagrados a la aparición de la m ala conciencia animal y a la inversión de la crueldad contra el hombre. Sin embargo, en ambos casos, las cosas no son tan sen cillas: la posibilidad de la inversión, o de la perversión, está inscri ta desde el origen en la organización creada por los amos, en lo que podría llamarse la parte de poder de la fuerza. En efecto, es la sedentarización del animal-hombre, en el momento de las prime ras organizaciones sociales, lo que fue causa de la inversión de los instintos; y es la obligación impuesta por los amos de “mentir” se 1 El signo “no es libre, es impuesto. L a masa social no es consultada [...]” “Ese hecho (...] podría llamarse familiarmente ‘la caita, fo rzud a’. [...] La masa misma no puede ejercer su soberanía sobre una sola palabra. [...] una ley admitida en una co lectividad es una cosa que se padece [...]” (cursivas nuestras). Cours, París, Payot, 1972, p. 104. 2 “Los términos que se emplean ahí son siempre resbaladizos en sí mismos. Un lingüista tan pertinente como pudo ser Ferdinand de Saussure habla de arbitrarie dad. Es deslizamiento, deslizamiento hacia otro discurso, el del amo para llamarlo por su nom bre. A rbitraried ad no es lo co nveniente” (Séminaire XX, Encoré, París, Seuil, 1975, p. 32).
gún reglas convenidas lo que permitió el “olvido” del carácter ar bitrario de las “metáforas usuales” ( 282) y les confirió su posición de verdades. Incluso, siguiendo los análisis de Nietzsche, podemos encontrar los orígenes de la perversión del lenguaje y de la solidifi cación del concepto en la naturaleza de la metáfora personal, que supone un retardamiento del flujo de las intuiciones. El golpe de fuerza, por consiguiente, no es tal sino a posteriori, es decir, una vez que es legalizado por la voluntad moral de los “dé biles” y arraiga en la conciencia en la form a de un “instinto de ver dad”. A posteriori debe entenderse en el sentido preciso que le da Freud, como reorganización hecha después, que genera represión y “defensa patológica ”.3 Y el propio Nietzsche pone de manifiesto el papel del insconsciente en el trabajo de olvido que producirá el “sentimiento de verdad ”.4 En el origen del golpe de fuerza él des cubre por lo tanto un subterfugio cuyo responsable sería imposible de descubrir si bien conocemos a sus beneficiarios: el origen del golpe de fuerza no puede ser la “debilidad”; esta última encuentra ocasión de ejercer su resentimiento, de adueñarse del arma de los “fuertes”, en favor de un mecanismo inconsciente producido por el lenguaje. Esa idea de que el lenguaje está estructurado como un inconsciente anuncia el vínculo que une la cuestión de la verdad con la del deseo. Si bien no hace un verdadero análisis, Artaud toca en numero sos textos la idea de un origen intuitivo del sentido. Su definición de la “Idea” como “conflagración alimentadora de fuerzas de ros tro nuevo” (i**, 49) evoca la naturaleza agonística de la metáfora intuitiva según Nietzsche. Y también él denuncia ante todo el gol pe de fuerza que desnaturalizó, el lenguaje y que constituye el es cándalo mismo de su aventura poética, detenida incesantemente por lo que él llama un “im poder”, un “vuelo” o un “subterfugio”. El contacto soñado con la intuición original, con las fuerzas, es eternamente imposible. Desde que se habla, algo se ha cortado, cercando: “Hay un cuchillo que no olvido” ( 54). Esa potencia fur tiva que habita el lenguaje, y que Artaud llama Dios, él la presenta 3 Cf. Laplanche y Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, Barcelona, Labor, pp. 89-93. 4 “A decir verdad, el hombre olvida entonces que ésa es su situación. Miente entonces inconscientemente del modo que acabamos de indicar, conformándose a costumbres centenarias [...] y es incluso por esa inconsciencia (durch diese Unbewusst heit), por ese olvido que llega al sentim iento de la verd ad” (i**, 282).
ciertamente como el efecto de la voluntad de verdad del rebaño , y como u n D oble de la conciencia común que n o vive sino de la sus tancia de seres como él, Artaud. Pero detrás de esa imaginería des cubre el poder “oculto” del insconsciente que es el de la lengua, empresa de ocultamiento en que se operan “raptos furtivos”. El “Verbo humano” no da voz al hombre más que para ocultarle su decir. Además, Artaud no cesa de denunciar la ilusión del sujeto del habla, que se cree amo del sentido, cuando éste existe siempre antes de él y determina su pensamiento con tanto más seguridad cuanto éste se cree libre .5 Madre mala, la lengua no deja de invaginar de nuevo a sus hijos, que vienen al mundo muertos; de suerte que los pretendidos signos de la libertad y el poder humanos, te ner nombre, nombrar las cosas, pasan a ser insignias de su derrota prem atu ra .6 La solificación es la marca del concepto, soporte de un estado reificado de la lengua en que las palabras, atrapadas en un sistema de imágenes fijas y de metáforas detenidas, se han convertido en simples valores de cambio/ Por imágenes a menudo próximas, Nietzsche y Artaud evocan el pasaje de un estado vivo de la len gua, móvil, fluido, en expansión, y por consiguiente en continuidad con su propio exterior, a una situación de encierro, que es también la de la fortaleza en que reina la Razón, y la de la tumba. Pero la lengua ha encontrado su condición de posibilidad en la temporali dad del signo mismo, nacido de la disminución de la velocidad del 5 “Ese discurso por el cual me expreso cuando hablo y que imagino que con duzco, en realida d me conduce, y eso es lo enloquecedor” (vm, 19). ®“[...] Denominación. ¿A qué apunta tu mala sensibilidad? A volver a ponerlo [al hombre] en m anos de su madre, a h acer de él el conducto, el desagüe de la cofradía mental m ás estrecha posible, del m ínimo denom inador com ún consciente” (i**, 77). 7 El estado de la lengua, pa ra Artaud , consiste en ser el depósito de “palabras que, con el tiempo, han dejado de d ar una imagen, y que en lugar de ser un m edio de expansión, no son sino un callejón sin salida y un cementerio para el espíritu” (rv, 48). Nietzsche, por su parte, muestra que la lengua ha establecido su reinado sobre el “palomar de los conceptos” y el “cementerio de las intuiciones” (i**, 287). Después de evocar “la frialdad” mortal que fija “el gran edificio de los conceptos”, concluye: “Quien está impregnado de esa frialdad tendrá dificultad para creer que incluso el concepto -intercambiable- termine por no ser sin embargo más que el residuo de una metáfora (283). Poético en su origen, el lenguaje se ha convertido en instrumento de la razón, gracias al “olvido de ese mundo primitivo de las metáfo ras”, y a lo que Nietzsche presenta como “el endurecimiento y la esclerosis [das Hart und Starrwerderi\ de un a ola de imágenes que surgen en el origen com o u n to rrente b orbo tante d e la capacidad original de la imaginación hum ana” (284).
flujo de las intuiciones, y que encierra el instante único, el contacto inaudito con lo real en el tiempo de la repetición. To do el esfuerzo de ambos, como veremos, consistirá por lo tanto en volver a en contrar la fluidez del sentido y la continuidad del pensamiento, pa ra hacer entender en la palabra, el signo, la exterioridad que ella niega. A ese fenómeno a la vez material y tem poral de la solidificación corresponde un fenómeno psicológico: el fetichismo o, según la palabra de Artaud (vill, 154), la idolatría: efectos de fraude y de “a posteriorii ’ gobernados por la estructura de la repetición del signo que nos inscribe en el “segundo tiempo de la creación”, nos corta de lo real y gobierna el deseo de la Verdad, de la Idea, del Senti do. “Una mentalidad groseramente fetichista (in ein grobes Fetisch wesen)”, eso es para Nietzsche lo que permite dar cuenta de las “condiciones primeras de una metafísica del lenguaje, o más clara mente, de la razón” (vill*, 78). b] Hacer el vacío Contra el fetichismo de la razón, Nietzsche y Artaud adoptan la misma estrategia: hacer el vacío. El primero se dedica a vaciar de su sentido los conceptos metafísicos, Artaud afirma querer encon trar “el vacío real de la naturaleza”. Con ese gesto, los dos realizan el nihilismo al que llega la historia de la verdad, según su genealo gía hecha por Nietzsche. Revelar la vacuidad de los conceptos y de la verdad misma, es todavía obedecer al imperativo categórico del instinto de verdad, es continuar prisionero del subterfugio y del fraude. Ciertamente, esa voluntad ética de ir hasta el fin supo ne un heroísmo cruel y devorador que supera la intención moral subyacente a la fe en la verdad, pero también un heroísmo suicida que, según la fórmula de Nietzsche, revela en la “voluntad de ver dad” una “voluntad de muerte” (v, 228). El mejor ejemplo lo proporciona lo que Nietzsche llama “el donjuán del conocimiento” (iv, 205): ese héroe de la verdad y la virilidad no se satisface, como los conocedores a medias o la mayoría de los filósofos (malos amantes y pobres seductores) con esas “pequeñas verdades” que la razón maternal y previsora ha dispuesto prud entem ente en los límites de su territorio, com o p a ra marcar sus confines y detener el impulso insaciable de sus hi-
jos .8 Más allá del mundo y de las cosas, ante el abismo al que lo empuja su deseo de verdad, donjuán se transforma él mismo en fetiche, ridículo falo erguido en las puertas de la nada .9 Si es nece sario llevar a su término la historia de la verdad, tam bién es preci so, al mismo tiempo, apuntar a un más allá, inventar otro deseo y una “gaya ciencia”. Pero también Artaud, a su manera, es un buen ejemplo de ese heroísmo suicida, él que en su esfuerzo por liberar al lenguaje de su fatum, por expulsar de él a Dios, emprendió el desvelamiento del carácter abisal del fundamento y el carácter secundario de Dios, del concepto, que han venido a perseguir “el vacío de las ti nieblas sin conceptos” (xil, 256). Desde los primeros textos surrea listas, Artaud emprendió esa aventura radical de enfrentarse a la exterioridad del sentido a fin de experimentar el “conocimiento por el vacío” (i**, 49) y descubrir un saber que se m antendría de trás del sentido y del lenguaje. Impulsado por su deseo de entrar en una relación inmediata con lo Real (presencia del Ser o pureza del Vacío), termina por comprometerse en una voluntad nihilis ta , 10 como fascinado por esa carencia o ese “impoder” cuyo hueco sentía en el origen del lenguaje poético. Cuando en Rodez su “metafísica” se desplomó en el hoyo que ella misma había abierto, Artaud comprendió que no por no te ner conceptos el vacío es pura nada, y que bajo esa idea metafísi ca se encuentra reducido al silencio un mundo esencial, aunque rechazado por la razón replegada en su ilusoria plenitud: la carne, el cuerpo, los afectos, el juego azaroso y necesario de un universo sin origen ni centro. El vacío, por lo tanto, no designa sino un conjunto infinito de potencialidades físicas y concretas, pero ocul tas por fetiches y secuaces. Ni el fundamento del yo ni el sustrato del ser se encuentran nunca puros; Artaud incluso compara el 8 “Si alguien disimula algo detrás de un matorral, después lo busa en ese preciso lugar y termina po r encontrarlo, no hay m otivo p ara gloriarse de esa bú sque da y de ese hallazgo. Y, sin embargo, eso es lo que ocurre en el caso de la búsqueda y el ha llazgo de la ‘ve rdad ’ en el dom inio que delim ita la razó n” (i***, 284). 9 Véase también en los Dithyrambes, VIH**, 17. 10 La s nuevas revelaciones empiezan con esta afirmación: “Hace mucho tiempo que he sentido el Vacío, pero me he negado a arrojarme al Vacío. / He sido cobar de como todo lo que veo. / Cuando creí que rechazaba el mundo, ahora sé que re chazaba el Vacío [...]” (vil, 119). 'TOifwwts 3
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fondo de su ser con un “cu ”, 11 hoyo siempre sucio por la metafísi ca y por Dios que no dejan de invadirlo. Los últimos textos de Artaud, entonces, denuncian toda metafí sica, la de Oriente y la de Occidente, pero también la que anima ba E l teatro y su doble. De la primera a la segunda “Carta al Dalai Lama”, entre las cuales se inserta su “obra”, se marca su evolución: en 1946, reconoce la identidad de pensamiento que une a Oriente y Occidente .12 El “abismo increado” o el ser de la metafísica occi dental, el Dios cristiano o el vacío esotérico, son una misma reali dad que Artaud califica de “obscena”. Obscenidad sexual de un mundo que carece de ser y que gira en torno al falo de Artaud . 13 Nietzsche lo sugiere. Artaud lo repite con insistencia: to da bús queda metafísica de Dios o de la Ve rdad está subordinada al deseo del placer -deseo fálico del donjuán del conocimiento, deseo obs ceno de los “monos del Ramayana” por la “cola” de Artaud .14 Se plantea entonces la cuestión de saber si es posible escapar a ese modo gregario del deseo, dejar de desear la Verdad, sin resignarse a la carencia y a la “castración”; o también, si es posible a la vez perm anecer en la lengua y apuntar a su exterioridad.
DE LA ESTRATEGIA DEL FILÓSOFO A LA FE DIONISIACA
La respuesta de Nietzsche parte de la comprobación de que somos indefectiblemente seres de lenguaje . 15 O aceptamos la metafísica 11 “El fondo del dolor, soy yo / el cu, soy yo” (xil, 179). Los hombres, dice tam bién, se han dejado “reprim ir metafóricam ente a ese cu virtual de las cosas que no quieren haber nacido nunca: / ser, vida, muerte, espíritu, nada [...]” (xrv*, 49). Es preciso notar qu e A rtaud escribe siempre cu, suprimiendo la “1” final de la palabra “cuP (culo), com o pa ra co rtar sus pretensiones de vuelo. ,‘í “Ustedes son los parangones primogénitos de una prostitución de la luz su friente humana / en luz de un abismo increado / que no es / sino una invención de las plantas de sus pies” i*, 18). 11 “[...] el ser ha puesto la cola en mitad de él a fm de gozar de ella, es decir de mí Ar Tau, d espués de haberm e asesinado para me terme en todos los cus” (xvil, 195). 11 “Ustedes no tienen gaznate en la boca, sino nada más / que un cu en el cere bro ” (i*, 16). IS “Nos desharemos en último término de nuestro más antiguo sustrato metafísico -suponiendo que podamos deshacernos de él algún día-, de ese sustrato que está encarnado en la lengua y en las categorías gramaticales y que se ha vuelto a tal
inherente a las categorías de la lengua o renunciamos a pensar; preso en ese dilema. Su texto opondrá al deseo metafísico una do ble resistencia: la del filósofo Nietzsche y la del discípulo de Dioni sos. El primero pertenece siempre a la época de la metafísica y del nihilismo, el segundo anticipa su superación. a] Nietzsche el ironista El filósofo Nietzsche establece, pues, una estrategia de escritura y de pensamiento que permite, desde el interior de la lengua, com batir nada menos que la metafísica, volver la lengua y la gramática contra ellas mismas. Se trata de poner la lógica al servicio de lo ilógico. Este ejercicio de pensamiento, tomado por lo demás de la filosofía más antigua, es la ironía. Así, Nietzsche toma su vocabula rio personal del registro de la metafísica, por ejemplo, las palabras fuerzji, voluntad o fundamento, y parece ubicarse en el recinto con ceptual delimitado por ella; pero su integración a un discurso don de esas palabras se ironizan desordena su funcionamiento y les ex pro pia su sentido corriente. Las armas que utiliza no son otras que las mismas de la filosofía: la lógica, el análisis dialéctico de los con ceptos, la exigencia de verdad; pero las lleva hasta el punto en que esos instrumentos, según la lógica que les es propia, se vuelven contra el espíritu que las inventó y se descubren instrumentos de crueldad. En nombre del rigor filosófico, denuncia en los conceptos de “voluntad” o de “fuerza” efectos “de la más antigua religiosidad” (v, 131), obliga a reconocer que en toda lógica no son sino simples palabras vacías (vin*, 171), pero -y es la victoria suprem a de la ironía que no se queda en nihilism o- reinvierte esos conceptos que ha tomado, después de haberlos vaciado de todas sus determina ciones esenciales (los conceptos de sujeto, de objeto, de causalidad, de sustancia, etcétera). Un ejemplo significativo de esa estrategia se encuentra en el parágrafo 36 de Más allá del bien y del m al (vn, 5455), en donde Nietzsche explica la formación de su “tesis” sobre la “voluntad de poder”. Después de haber mostrado la inanidad de los conceptos de voluntad y de causalidad, en lugar de rechazarlos, punto indispensable que parece que perderíamos la capacidad de pensar si re nun ciáramos a esa metafísica” (xn, 236-237).
los admite “hasta el absurdo”: “El espíritu mismo del método im pone contentarse con una sola (causalidad), llevándola hasta sus últimas consecuencias.” Concebir el mundo a partir de esas nocio nes puramente humanas es reconocer que “nada se nos ‘da’ como real salvo nuestro mundo de apetitos y pasiones”, pero es también proceder a una aceptación irónica de la metafísica, que no ha sido otra cosa que una humanización de la naturaleza .16 Nuestra expli cación del mundo es pues puramente metafórica, pero no es metá fora de ningún “significado”, y el dato primero no es nunca otra cosa que el texto de esa “escritura cifrada” de nuestros afectos, los cuales desde siempre interpretan y nos presentan como un gran li bro donde leem os lo que antes hemos escrito. Pero contrariamente a la metafísica que toma “las metáforas originales de la intuición [...] por las cosas mismas” (i**, 284), Nietzsche acepta el estatuto del pensamiento, reconociendo la naturaleza metafórica de sus propios conceptos, y en particular de la “voluntad de poder ”.17 Es por eso por lo que esa expresión debe leerse como un “idio tismo ” 18 y no tiene sentido más que en la circularidad del texto. Es interpretación (vil, 41) que no remite sino al interpretar mismo; pro poner la fórm ula “la vida es voluntad de poder”, es remendar la metafísica parodiándola e ironizándola hasta su explosión, y ad mitir el sinsentido de la “voluntad de poder” fuera del texto en que no hay nada más que un texto que está siendo escrito: el movi miento diferenciador e interpretativo de la existencia . 19 Frustrar la metafísica mediante una utilización irónica de sus ca tegorías, de su vocabulario y de su método, sólo es posible perma neciendo en el espacio de juego que ella circunscribe y recono ciendo las reglas que son las suyas -pero para llevarlas hasta el 1(1 “[...] Pero todas nuestras relaciones, por exactas q ue sean, son descripciones del hombre, no del mundo: son las leyes de esa óptica suprema más allá de la cual no es imposible ir. N o es un a apariencia ni un a ilusión, sino una escritura cifrada en que se expresa algo desconocido -muy legible para nosotros, hecha para nosotros: nues tra posición hum ana hacia las cosas. Es asi que las cosas se nos disimulan” (iv, 554). 17 Designar así la vida, es com pren derla “a partir de lo que se le parec e” “como una realidad del mismo orden que nuestras pasiones mismas” o “como una especie de vida instintiva” (vil, p. 554). IS Cf. B. Pautrat, “L’idiotisme ou la langue du paradoxe”, op. cit., p. 283. |,J “No hay que preguntar ¿ quién entonces interpreta?’, por el contrario, el inter pre ta r mismo, en cuanto form a de la voluntad de poder, tiene existencia (pero no, sin embargo, en cuanto ‘ser’ \Sein\, sino en cuanto processus, devenir ), en cuanto afec to” (xn, 142).
límite de su desorden y ma ntenerse en la orilla del campo cerrado, en el punto en que se permitirá la transgresión, en ese punto lími te, el riesgo es grande. Es por eso por lo que hay que jugar ince santemente: para no hundirse, ni en la metafísica ni en el sin-sentido y en lo sin-fondo. En el límite entre los dos, el texto filosófico de Nietzsche queda atrapado en esa dualidad cuya superación puede entrever, pero no decirla, puesto que escribe en la lengua de la me tafísica. Contra los dos riesgos, su texto se precave (con los ropajes del estilo y las defensas del guerrero). No toma los conceptos filo sóficos si no es con las pinzas de las comillas y no aborda lo sinfondo si no es cubierto con el juego artístico y protector de los ve los: juego del galante que sabe danzar sobre los abismos y jugar con la mujer para burlarse de ella como se burla de la verdad. b] Zaratustra el galante Zaratustra es ciertamente la mejor imagen de ese filósofo galante y danzante, que ha aprendido la lección de la desgracia del d on ju án del conocimiento. Se mantiene en la superficie de las cosas y sabe, como los griegos, “honrar el pudor” de la Mujer-Verdad (v, 19). Si no cree ya en los fetiches y en los ídolos, lamenta el vacío dejado por el dios muerto y se aparta de él, espantado.20 Porque el que si gue siendo filósofo ¿puede guardarse de todo deseo de la Mujer y de la Verdad, incluso cuando ya no cree en ellas? El heroísmo de la superficie supone el reconocimiento de la profundidad, aunque sólo sea la del abismo. De ahí en adelante, el pensamiento está dis puesto a reinventar fetiches para llenar ese vacío. En su artículo “Nietzsche medusado ”,21 Bernard Pautrat muestra cómo en Zara tustra el Eterno Retomo, que el propio Nietzsche asocia con la ca beza de Medusa 22 (imagen, según Freud, de la castración y de su negación), desempeña el papel de un fetiche que asegura la nega 20 A Zaratustra, que retroced e horrorizado ante lo “insondable” en que creyó ahogarse, la vida le responde: “Así, dices tú, va el discurso de todos los peces; lo que ellos no sondean es insondable. / Pero yo no soy sino cambiante y salvaje y, en todas las cosas, una mujer y no una virtuosa, / aun cuando para vosotros, los hom bres, m e llamo ‘la pro fu nda’, o ‘la fiel’, ‘la etern a’, ‘la misteriosa’" (vi, 12fi). ;tl B. Pautrat, “Nietzsche médusé”, en Nietzíche aujourd’hui?, t. I, 10/18, 1973. 22 “En Zaratustra 4: el gran pensam iento como cabeza de Medusa: todos los ras gos del mundo se petrifican, una agonía helada” (xi, 8(>).
ción de la realidad. Pero observa también que ese fetiche, que afir ma más que cualquier otro la realidad de la castración, es por últi mo “destrucción de todo fetiche”. Sin embargo, Pautrat nos incita a permanecer en la lógica de la castración: negación o reconoci miento, según un movimiento de vaivén que permite el signo am biguo de la cabeza de Medusa. Sin embargo, el pensamiento del Retorno parece desbordar esa lógica, en la medida en que se enuncia -o más bien no se enu nciadesde un sitio en el cual, para retom ar u na expresión de J. Derrida, “la castración no tiene luga/ ’,23 No se enuncia, porque para decirse tendría que tomar prestado el lenguaje de la metafísica. Pero ese pensamiento no pertenece al nihilismo en la medida en que siem pre es retenido. Zaratustra, que es su “doctrinario”, no da de él si no una versión derivada, atenuada y falsa. Ese pensamiento se le escapa y lo enferma, como si no le perteneciera. Convaleciente, no retoma la formulación del enfermo más que para corregirla, aun que los animales ya hayan hecho de ella una “cantilena”; cuando éstos lo invitan, él calla: para el pensamiento del Retorno necesita aprender a cantar con una voz nunca oída aún, proveerse “¡de una nueva lira!” (vi, 241). Entonces Zaratustra conversa con su alma y la invita a entonar un canto que lo llevará hacia tierras desconoci das: las del “viñador”, el “dios sin nombre”, único que podrá ense ñarle los acentos nuevos capaces de expresar el pensamiento del Retorno: Dionisos. c] Dionisos el seductor Si no fuera más que paródico o irónico, el texto de Nietzsche no se desprendería nunca de la representación ni de la alienación que sin embargo, se propone desconstruir desde adentro. Esa hazaña de escritura, por importante que sea como estrategia y por el lugar que ocupa en la obra, no se justifica sino si se abre sobre otro ca mino: el entrevisto por el discípulo de Dionisos. Desde Verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche indicaba el doble gesto ne cesario para quien quiera desalienar la lengua y devolverla al do minio. En un primer momento, que es de emancipación, el “inte lecto liberado” marca su distancia “irónica” respecto al “techo” de “La quesüon du style”, en Niet&che aujourd’hui?, op. cit., t. i, p. 248.
los conceptos ,24 pero en un segundo tiempo supera la simple “bur la” para hacerse creador. Su destrucción liberadora era signo del poder y la riqueza propios de un espíritu ahora capaz de acoger las intuiciones más singulares.21’ Sólo el segundo momento, positivo y afirmativo, es transgresión de la metafísica. Pero su desenlace es aún incierto: es el silencio, o un modo de decir nunca escuchado todavía. Porque después de romper el encierro conceptual del lenguaje, ¿podrá el hombre continuar hablando? Se ha hecho una apuesta, basada en un acto de fe. Nietzsche, en efecto, tiene conciencia de que esa superación exige un gesto sobrehumano. Además, en el propio texto es dele gada en un dios. Encontrar nuevamente el “camino sagrado” por Dionisos, salir de la metafísica mediante la reinvención de los dio ses, eso es lo que corta la palabra al filósofo y lo hace ver con des confianza a ese escape irracional y peligroso. Pero para Nietzsche, que se declara animado por una “voluntad de locura” (xi, 3 4 9 ), el peligro y la locura no son argumentos. Acto de locura: negar la “finitud” humana tal como está inscrita en la lengua y como la res palda el lenguaje. Acto de fe: creer que la “finitud” no es la reali dad ontológica del hombre, que su vida y su muerte pueden pensarse y vivirse en otro modo que en función de una “carencia” original y radical. En ambos casos, esto nos arroja fuera de la filosofía. Pero la su peración de la filosofía no pertenece a la filosofía. En cuanto nom bre propio, “Dionisos” no es un filosofema; perfora el texto filosófico de Nietzsche, desplegando a su alrededor una red de metáforas enigmáticas: el Eterno Retorno, Ariadna, el Laberinto... Desbor dando el texto y todo discurso, se inscribe en él a favor de un ale jamiento del sentido, y aun cuando ocupa el lugar central, no pue de ser comprendido en la lengua; todo lo que dice es todavía dicho al oído, en voz baja, retenido por aquellos a quienes es confiado: Nietzsche el discípulo, Ariadna la amante. Al térm ino del “cam ino sagrado” cuya ruta indica, se dibuja el horizonte de un mundo ■ ' “[...] cuan do lo rom pe, lo hace ped azos y lo reconstru ye un iendo irónica mente (ironisch wieder zusammensetz) las piezas más dispares y separando las piezas que se imbrican mejor” (i**, 289). *[•••] para ellas la palabra no ha sido aún forjada, el hombre enmudece cuan do las ve o no habla más que por metáforas prohibidas y encadenamientos concep tuales inauditos hasta entonces para respo nder en form a creativa a la impresión que causa la fuerza de la intuición prese nte ” (i**, 289).
donde ya no hay lugar para la metafísica. Anuncia una manera nueva de hablar, una m anera nueva de escuchar, u na manera nueva de desear. Contrariamente a Dios el obsceno ,26 Dionisos no tiene pudor, porque no conoce la obscenidad: “Yo, dice, no tengo ninguna ra zón para velar mi desnudez” (vil, 208). Dionisos es un dios desnu do: imagen de la vida que no tiene necesidad de velos para ocul tarse; cuya desnudez es insoportable para los “débiles”, pero es intensamente deseada por el discípulo del dios. Ciertamente, es también el dios de las máscaras, pero éstas tienen una función que no es la de recubrir un abismo: los ropajes no son defensa contra ninguna carencia, ningún vacío, sino juego gratuito del mundo. Por ese juego de las máscaras, Dionisos es seductor; su seducción es la de la vida, ni profunda ni superficial, la de la apariencia (v, 80), la de la mujer que encanta y engaña sin mentir, porque su fin gimiento es toda su “verdad”. Por eso tiene como correspondiente a Ariadna, u na m ujer de la que no quiere po seer el secreto ni guar darse por temor a su insondable diferencia, sino que ama y seduce ofreciéndole la imagen de su propia otredad: “Yo soy tu laberinto” (vm**, (33^ El j ueg0 de Jas máscaras y de los velos se convierte en exhibición de amor, suscita un deseo productor de nuevas inter pretaciones y de nuevos enigmas.
ARTAUD HUMORISTA
a] Anarquía y metafísica La experiencia textual de Artaud lo prueba, no es rechazando el orden simbólico del lenguaje que se puede escapar a su aliena ción ;27 por el contrario, es utilizándolo, pero de manera que quede atrapado en un movimiento que le haga perder su razón de ser y lo obligue a significar la sinrazón de su ser. Semejante situación •1 “Deus nudus est, dice Séneca. ¡Me temo que está todo arrebujado! Mejor aún: ¡‘Las ropas hacen no sólo a la gente’ sino también a los dioses!” (v, 350). " ' Es porqu e se obliga a trabajar en la lengu a que se subleva de ese mod o: “Si yo hablara mi lengua en lugar de hablar francés como pote o flioti o el nombre ver dadero que me encontraría todo eso se detendría, el francés es la causa de la ma tanza y la locura universales” (xvm, 291).
hace del pensador un personaje tragicómico: tiene que saber hacer de bufón y de payaso -actitud que no dejaron de reivindicar tanto Nietzsche como Artaud. Fue por el poder de su risa, decía Nietz sche, que los dioses murieron, en cierto modo se suicidaron; es lo cómico y su violencia incontrolable lo que hará temblar al cosmos: un sobresalto interior hará estallar el mundo y la lengua. Pero al revés de Nietzsche, Artaud no procede a una crítica filo sófica sistemática: no es ni su objeto ni su manera. Sin embargo, es también por el recurso a lo cómico, denunciador de la gran come dia del mundo, que elabora su estrategia contra la obscenidad de la metafísica. El poder destructor que pone en movimiento es el del humor , tal como lo define en E l teatro y su doble, como “algo in quietante y trágico” (iv, 133) que libera una fuerza de disolución anárquica como la que pudo encontrar su encarnación en Heliogá balo. Pero mientras que en aquel texto el hum or debía estar al ser vicio de la “metafísica”, esta “anarquía formal” (70) que anima el texto como una “enfermedad atroz” viene constantemente a frus trar el avance hacia la resolución “metafísica” soñada. A la fuerza dualista de las cosas y de las ideas, al sueño de la Unidad recobra da, se opone la fuerza cruel del texto que avanza hacia el caos, sin superación posible salvo por esa salida hacia la Exterioridad que es el camino hacia el mutismo de la “locura”. En el caso de Nietzsche, la subversión de la metafísica responde a una estrategia rigurosa y explícita; para Artaud, parecería que el texto lo arrastra a pesar suyo en su desbordamiento anárquico y hace imposible la constitución de su “metafísica”, a tal punto que ésta termina por ser engullida por el flujo anárquico del pensa miento. En esa perspectiva, los Cuadernos de Rodez completan la destrucción de la “metafísica” de la lengua. Allí se convoca todo: Dios y el diablo, el bien y el mal, el cuerpo y el alma, lo sagrado y lo obsceno, la pureza y el excremento, para arrastrarlo todo en un demencial baile de San Vito. Liberación de la “locura” contra esa otra locura: la metafísica. Los primeros Cuadernos dan la impresión de que Artaud se deja llevar hasta el extremo de una locura que no es tanto la suya como la del lenguaje y la metafísica. Está enfermo del lenguaje y loco de metafísica. Realiza entonces lo que siempre había deseado: vivir la “metafísica” en su cuerpo y llevarla hasta sus límites más extremos. El que en Rodez había hecho una elección religiosa significativa de ese compromiso, termina por renegar de él. Esa decisión no es
consecuencia de un simple rechazo, sino por el contrario de haber llegado al límite y haber sido quizás el más auténtico y el más ínte gro de los místicos. Ha comprendido, en efecto, que llegar hasta el límite de la metafísica, vivirla en su propia carne, llevar a Dios en su cuerpo, era ir “hasta el fin de la escatologia” (xill, 74). La proíúndización de la experiencia religiosa le reveló su obscenidad fu n damental. “La plegaria es la vía del cu” (x v i i , 1 1 6 ) . b] Lógica de la abyección Semejante conclusión no es una simple blasfemia, sino el fruto de un conocimiento adquirido por quien ha vivido en su carne la inti midad de lo sagrado y de lo abyecto, de lo puro y lo impuro. En el extremo adonde nos empuja la metafísica, los contrarios se en cuentran y se mezclan, la separación de las categorías pierde su significación. Así, vivir la metafísica equivale a ocupar sucesiva mente los lugares más inconciliables (Dios y Satán, la pureza y la abyección, el rechazo de la sexualidad y la masturbación “a muer te...”), hacer estallar ese antagonismo en la unidad paradójica del texto y revelar, por un forzamiento del lenguaje, que la pureza de los conceptos no se funda en ningún “en sí” ni en ningún vacío, si no que se conquista sobre la impureza radical de la que surge la lengua y que permanece oculta por la creencia en las categorías gramaticales. Como lo ha mostrado J. Derrida ,28 es la exigencia de pureza reivindicada por la metafísica misma lo que conduce a Artaud al desvelamiento de la obscenidad de la que se sostiene: Dios, ocu pando el lugar de lo “propio”, nos roba la propiedad de nuestro ser y altera su “propiedad”; es preciso por lo tanto reconocer en él la causa de nuestra suciedad. Y es haciéndolo abyecto a él en res puesta que podremos reconquistar nuestra “pureza”: pero no pue de ser sino trabajando de nuevo nuestra “propia” abyección. El ser más puro se convierte en el más impuro: suciedad suprema de Dios. La abyección es en adelante la vía de la pureza. Esa “lógica de lo ilógico”, que podría haber encontrado su cul minación en el sinsentido y la locura, se convierte en estrategia lú cida con Agentes y agencia de suplicios. En 1946 Artaud escribe: “Por 2K L ’écriture et la différence, op. cit., p. 290.
lo demás, ahora he encontrado pa ra actuar otros medios en que las leyes no se interesan y que las hacen reír. Es humor absoluto con creto pero humor” (xiv*, 105). Esta arma no es absolutamente nueva, porque la violencia anárquica del humor siempre había es tado activa en su texto. Pero la novedad consiste en utilizarla con tra la “metafísica” a la que debía servir, y en llevar hasta su térmi no el proceso de destrucción que estaba en marcha. En contra de sus intenciones de pureza (¿pero no forman parte de su estrate gia?), el texto pone en evidencia la innegable obscenidad que habi ta el cuerpo, como Dios la lengua y el yo. Su negación no sería si no ilusoria. “Lo asombroso, escribe, es que en estas circunstancias el blanco sea mi propio hoyo del cu, el mío, de Antonin Artaud. Pero es un hecho” (xiv*, 51). Nietzsche recurre a la ironía y se mantiene dentro del marco de la racionalidad. Al utilizar contra la lengua las categorías que la fundan, encuentra, sin embargo, en ellas una protección para su propio pensamiento y una defensa contra la locura -p o r lo menos mientras la ironía es posible. Su estrategia es la de apartar el abis mo, m anten do a distancia y velado hasta que sea exorcizado po r la mirada de Dionisos. Artaud, por el contrario, procede sin ironía. Se adhiere a los valores de la metafísica con una seriedad mortal para ella y para él. Hacer metafísica con la mayor seriedad y la mayor exigencia pasa a ser el mejor medio de no hacerla más. Exi gir indefinidamente las categorías de lo puro y lo impuro es la me jor manera de volverlas inoperantes.29 Experimentando ese encie rro en el lenguaje y esa intro misión de Dios en nuestro cuerpo, sabe que no puede acabar con su “locura”, ni dejar de hacerse pa sar por loco, ni renunciar a sondear lo obsceno. Sin miedo a la ca beza de la Medusa, la enfrenta en cualquier form a que ella adopte: hoyo c astrador y dentado del Ser (xil, 100) o fetiche fálico de Dios. La perturbación humorística de la metafísica consiste en reco nocer la “lógica” de la abyección como “fundamento” del Ser y del sistema del mundo. La abyección es ese movimiento violento, destructor y fundador, en que se experimentan a la vez la expul sión -rechazo frenético de la penetración- y el contacto obligado “Es a golpes de p edos y de cola, a golpes de gas y de falo que las cosas ha n si do hechas y es todo el misterio del alma, porque el ser de dios es cobarde y malo y no se le corrige y se le aniquila sino insultándolo y desesperándolo de ser puro” (x v i ii , p. 190).
con lo abyecto que nos contamina. La abyección aparece como fundadora del orden del mundo y del lenguaje .30 Despertar la ab yección oculta por la metafísica es el mismo gesto que restituye la vida a lo trágico sobre lo cual se funda. La “lógica” de lo abyecto es anterior tanto a Dios como al mundo, así como la de lo trágico es anterior al orden cósmico y a las diferencias establecidas, por que no es sino otra manera de vivir y de designar lo sagrado. Se guir “el camino sagrado”, según el anhelo de Nietzsche, o “la vía del cu” en que se ha metido Artaud, conduce al mismo punto: ocupar el lugar correspondiente a lo sagrado en sus determinacio nes múltiples, mantenerse en el fundam ento. No se trata, a decir verdad, de un lugar fijo, sino de una dinámica que supone un pro ceso de exclusión infinito. Quien asume esa dinámica pasa por amo de lo sagrado y ve reconocérsele el título de dios.31 Adoptar la postura ambigua de lo sagrado implica abrirse, co mo Dionisos, al juego de las diferencias, experimentarlo en sí mis mo como el desgarramiento constitutivo de su “ser.”J. Kristeva, refiriéndose a los textos antropológicos, recuerda el vínculo que une la constitución del orden simbólico con el reconocimiento de la diferencia entre los sexos. Las dos son sostenidas por el mismo trabajo subterráneo de la abyección. Además A rtaud enc uentra en la perturbación de la diferencia sexual la mejor manera de llamar al mundo de vuelta a su abyección, y de poner en peligro el orden simbólico y social. El “lugar” al que apunta, el de lo abyecto por excelencia, es el entredossexos: “El entre-cojones del entre-pendejo donde todo se rehace: por el supremo término Ca-Ca- / Yo quiero ser en todo momento ese supremo término” (xx, 453). Allí donde todo se rehace, porque es el “fundamento” mismo; a esa altura, igual que Dionisos, escapa a la ley masculina del deseo, p ara “proEn su Essai sur l’abjection (París, Seuil, 1980), Julia Kristeva la define como lo que “nos significa los límites del universo h um ano” (p. 39). Potencia esencialm ente ambigua, la abyección separa el sujeto de los objetos y por consiguiente lo constitu ye como tal, pero también indica que “algún Otro se ha plantado en el lugar y puesto de lo que será ‘yo’ es la m arca de la “inheren cia de la significación al cuer po hum ano”. Tam bién Arta ud, que ex perim enta en sí mismo ese descenso hacia los orígenes abyectos del ser, se esfuerza por despertar la violencia contra la lógica de la lengua y el orden estable del mund o. 31 Bien lo comprendió Artaud, que escribe en los Cuadernos deRodez “soy casto a veces, incontinente a veces, cristo a veces, anticristo a veces, nada a veces, mierda a veces, pendejo (con) a veces, ser a veces, cu a veces, dios todo el tiempo” (xil, 184).
bar” la mujer (XVII, 145): quiere decir probar a ser mujer, pero también probar una relación de amor, de sexo y de sangre con lo femenino, esa realidad que desborda el orden simbólico como des borda la Mujer que Artaud, en Las nuevas revelaciones, acusaba de haber traicionado a la mujer .32 Es por la mujer, afirma, “que es preciso que las cosas se reha gan” (145). Afuera y adentro a la vez, abyecta y sublime, la mujer excede las dualidades y las separaciones de la lengua y de la racio nalidad. En ella se traza un límite que la divide, pero que encierra el campo de lo significante y hace posible el sentido al mismo tiempo que lo pone en peligro. De ser relegado a los territorios de lo abyecto, los mismos del que surge Dionisos desmembrado, ad quiere lo femenino su poder fundador. Artaud entonces encuentra en el contacto con la “exterioridad” abyecta, más acá de lo obsce no, la fuerza de derrumbamiento del orden y de transgresión de los límites que es al mismo tiempo fuerza de desalienación y de vi da, vía de salud. Sus “hijas sublimes” (xviil, 294) las hace nacer “en la mierda” (231) y a partir de los excrementos. Con eso provo ca la comunicación violenta de lo que la no menos violenta sepa ración de la lengua presenta como antagonista, y devuelve el pen samiento a lo trágico original.
EL HÉROE Y LA MUJER
a] La travesía de lo femenino La experiencia de lo trágico implica para Nietzsche y Artaud cierta relación con lo femenino, que representa una apertura sobre el Otro que no sea ni la Muerte en su absoluta indiferencia, ni Dios en su “U na fuerza natural que la mujer hab ía alterado va a liberarse co ntra la mujer y po r la m ujer” (vil, 127). En profundidad, la misoginia de Artaud y la de Nietzsche pare cen tener la m ism a motivación: la m ujer es co ndenable cu an do re niega de lo femenino p ara entrar en el orden del deseo masculino, cuando imita al hom bre con un ardor y un exceso que revelan su “carencia”; ardid por el cual sin embargo el hombre, el filósofo, enamorado de la verdad y de la seriedad, se deja engañar (cf. J. Derrida, “La question du style”, en op. cit., p. 235). Así, observ a Nietzsche, la mu jer, en la historia, siempre ha sido más cruel que el hombre, pero con esa crueldad que caracteriza el resen timiento y la “deb ilidad” (cf. III*, 414; v , 544, 552).
plenitud oculta, ni el sin-sentido del Abismo reprimido más allá de los límites del sujeto y del mundo, sino otredad quien/que divide sin cesar el mundo y significa la diferencia productora del “ser”. La relación de lo masculino y lo femenino no depende ni de la exclu sión ni del completamiento. Se vive en el modo del conflicto y de la crueldad. El tem a de la guerra de los sexos y de la crueldad inheren te al amor, idea superficial retomada por Nietzsche y Artaud ,33 ad quiere aquí su sentido más profundo. Significa que los lugares no es tán fijados para toda la eternidad, que la diferencia también se trabaja y que la identidad sexual no existe “en sí”. Además, los dos proponen como figura alegórica de su pensam iento de la crueldad y de lo trágico, la pareja del héroe y la mujer. Como contrapunto a todas las parejas místicas y wagnerianas, Nietzsche presenta el am or singular en que Dionisos inicia a Ariadna con estas palabras: “¿No es preciso empezar por odiarse, puesto que es preciso am arse?” (VIH*, 63). En Rodez, Artaud escri be: “La mujer que caga, echa pedos, m ea y se masturba y los gue rreros que pelean son todo lo que me interesa en la humanidad” (xix, 175). El deseo de lo femenino y el enfrentamiento con lo ab yecto: he ahí lo que confiere al guerrero su poder; pero también lo adquiere dejándose atravesar él mismo por lo femenino, como Dionisos y Heliogábalo. La “presencia” del Otro, en sí y en el mundo, ya no es sentida entonces como intromisión o robo, sino trabajo de la diferencia fundadora para quien sabe que no tiene
b] “Chaos sive natura” El heroísmo del pensamiento supone una mirada lúcida sobre el mundo, que desconstruya su teatro erigido sobre falsas profundi dades. En realidad, escribe Artaud, “las cosas no tienen profundi dad, no hay más allá ni abismo, aparte del que uno ponga” (XIV, 33 Para Nietzsche véase por ejemplo, sus observaciones acerca de Carmen (vill*, 23), pero también en toda su obra: “¡Amor y crueldad no son contradicto rios!” (v, 345). Para Artaud, véase por ejemplo “La guerra de los principios”, en Heliogábalo. •i4 Esto, po r supuesto, no es tan simple y repre sen ta para el sujeto un peligro al que se resiste con retrocesos de los que da testimonio la misoginia de ciertos textos de Nietzsche y de Artaud.
80). Negar la profundidad tal como la metafísica nos ha enseñado a pensarla supone rechazar tanto el fundamento como el abismo. Estas fórmulas paradójicas, frecuentes en Artaud: “significación del caos”, “lógica de lo Ilógico”, expresan esa unión de los contraros que no se diferencian más que por el juego cruel de la diferencia. Lo mismo ocurre cuando Nietzsche, parodiando a Spinoza, escribe: “ Caos sive natura: ‘de la deshumanización de la naturaleza’. Prome teo encadenado al Cáucaso. Escribe con la crueldad del %páxoí¡, ‘de la fuerza’” (v, 420). No contrapone orden y desorden como dos tér minos exteriores el uno al otro, ni valora el caos contra la naturale za, sino que intenta pensar su identidad paradójica. El orden del mundo es el resultado de un golpe de dados, el que arroja el “ ‘niño grande’ de Heráclito, llámesele Zeus o el azar” (vil, 277). Los dos tienen conciencia de que la superación de la metafísica sólo es posible enfrentando la violencia fundamental de lo abyecto o de lo sagrado. La que ha sido escondida bajo cubierta de obsce nidad. Pese a la diferencia de estrategia, la ironía del filósofo Nietzsche y el humor del poeta Artaud, que son dos maneras de mantenerse a salvo entre el riesgo de la violencia y el de una recaí da en la metafísica, dos actitudes heroicas del pensamiento, operan el mismo vaciamiento de lo obsceno, para hacer entrar en la vida lo que fue rechazado en la Exterioridad abyecta: lo femenino, pero también el cuerpo y los afectos. A la descontrucción del teatro del mundo debe responder, entonces, el desnudamiento del teatro del yo y el derrumbe de la identidad ficticia bajo la cual el Hombre se protege.
EL TEA TRO DEL YO y los agujeros de la máscara
El mundo como representación, es el de Dios, del Ser, de la Ver dad, potencias ordenadoras que animan el espectáculo y sostienen la palabra, fetiches que ocupan el fondo obsceno de las cosas. Es aquel en que el hom bre, perseguido por sicarios, se convierte él mis mo en teatro de los poderes ocultos. Pero como la ruina del concep to del Ser arrastra en su pérdida el concepto metafísico de “sujeto” que es su corolario, se descubre entonces, bajo la máscara del yo, una abertura obscena donde el sujeto desfalleciente se hunde. La crítica del sujeto se justifica, en Nietzsche y Artaud, por la misma denuncia: el yo es un poder de expropiación tanto más efi caz porque el robo se efectúa so capa del don de identidad: lo más “propio” es lo que expropia. Pero esa toma de conciencia se ha operad o, pa ra cada uno de ellos, por vías diferentes.
EL PODER FURTIVO D EL YO
a] Génesis de la idea de sujeto Comprometido en el campo de la filosofía, Nietzsche insiste en el parentesco entre los conceptos de “ser” y “sujeto”: los dos derivan de un mismo error de interpretación que, por haberse inscrito fraudulentamente en las categorías gramaticales, se ha convertido en objeto de fe. Así, es también por medio del análisis gramatical como deberá efectuarse la filosofía crítica. Pero para mostrar su necesidad, intenta comprender la génesis de esos conceptos en función de la economía general de la “voluntad de poder”, para cuya visión no existe diferencia esencial entre el hombre y todo lo viviente, lo psicológico y lo biológico .1 Como en el mundo de la 1“Ante todo nace la creencia en la persistencia y en la identidad y no es sino
“voluntad d e p oder” no existe na da fuera del juego de la otredad y de una relación de fuerzas, se trata de saber si el sentimiento de la identidad aparece del lado de las fuerzas victoriosas o de la “debi lidad”. Pero Nietzsche siempre ha afirmado que el rechazo de la diferencia y del devenir, la creencia en la estabilidad del ser, eran signos de “debilidad”. Implican una actitud de pasividad y la acep tación de ser tal bajo la presión hegemónica de una fuerza coerciti va a la que uno quiere “incorporarse”, y eso, sin duda, “desde el organismo más bajo” (v, 316). Así, el carácter central del concepto de sujeto en el seno de la lengua prueba, una vez más, que ésta es el vehículo de las interpre taciones psicofisiológicas de la “debilidad”. El mundo de las cate gorías gramaticales sostiene la creencia en una identidad de sí a sí, en un fundam ento no violento de la individualidad que, extraña al juego caótico de las fuerzas, aparece como un ser de razón a im a gen de Dios. La primera creación de metáforas, caracterizada por el juego de la diferencia, era privilegio de los amos; la constitución de un lenguaje fundado en el principio de la identidad es la reali zación de la “debilidad”. Pero ésta no ha podido actuar abierta mente ni crear verdaderamente interpretaciones, por lo tanto no ha p odido introducir en la lengua las categorías de ser y sujeto sino “fraudulentamente” (untergeschoberi) (vm*, 78), haciendo de ella un poder mentiroso, inmoral, pero también -com o insiste el propio Artaud- ladrona; porque bajo la unidad ficticia del yo -que se eri ge sobre la roca del sujeto- se oculta la especificidad de lo vivien te. Así comienza el teatro de la conciencia y se construye un esce nario en el centro del cual el fetiche, ohjeto de creencia, reside co mo un “apuntador” : “Aquí el apuntador es siempre la ‘representa ción del yo’ ( Hier sufflirt immer die IchVorstellung): ' todo aconteci miento ha sido interpretado como un hacer, con la mitología según la cual un ser correspondiente al ‘yo’[...]” (xil, 249). Erradicar los restos de esa creencia, hacer cesar el teatro del que el hombre es actor, debe permitir recuperar la potencia que se oculta bajo la obscena-escena del yo. “Atrás”, “al borde”, dice Zaratustra (vi, 45) “apunta” el verdadero maestro: el “sí” der Einblaser. Si así se en cuentra la imagen del teatro, todo hace pensar que será una escena ulteriormente, por h abernos ejercitado largo tiempo en el contacto co n ese fiierade nosotros que llegamos a conceb irnos a nosotros mismos como algo persistente e idéntico a sí mismo, algo absoluto” (v, 364).
trágica. Pero esa reutilización de la imagen del apuntador y del teatro del “sí” contra el teatro del “yo” perm ite suponer que la for ma esencial de la estrategia nietzscheana será ante todo, y una vez más, la ironía. b] Los subterfugios de “Monsieur Moa” Esa denuncia de un poder oculto y ladrón que se insinúa en el hombre en lugar de su ser es uno de los motivos recurrentes de la “obra” de Artaud. J. Derrida ha mostrado correctamente que la metáfora del apuntador y de la “palabra apuntada” (ocultada/ins pirada) da cuenta de esa obsesión central por el robo y la pérdida.2 Esa similitud entre Nietzsche y Artaud subraya la proximidad de su pensamiento, pero también oculta una diferencia importante: para Nietzsche, el ladrón es el propio yo; para Artaud, por lo me nos en sus primeros textos, es Dios, y el objeto del robo es el yo. Sin embargo, esa diferencia parece esfumarse a medida que Ar taud profúndiza en la búsqueda de su yo perdido. Por lo tanto en un primer momento considera el teatro del yo como el lugar de un robo en que el sujeto es expropiado de su ser por la archipresencia divina que lo deporta de sí mismo, caído al fondo como un residuo abyecto. Contra esa toma de posesión de sí por el Otro, él se esfuerza por “recobrar su bien”, por recuperar su ser verdadero, que ha sido raptado desde el nacimento. Para ha cerlo debe convertirse en su propio comienzo, porque todo co mienzo expulsa de la presencia originaria, separa a sí-mismo de su poder y de su fuerza. Ese deseo de reapropiación de sí fue uno de los motivos esen ciales del viaje a México adonde Artaud partió en busca de los fúndamentos de la cultura verdadera, pero también de los suyos propios, por medio de una experiencia que debía hacerlo rem on tarse a los orígenes mismos del lenguaje y a las raíces de la con ciencia. Tal sería la aventura del peyote; Artaud define claramente la función del rito: “El peyotl lleva al yo de vuelta a sus verdaderas fuentes” (ix, 27). Encontrar de nuevo el gesto del Hombre que se “construía” a sí mismo “cuando Dios lo asesinó” (22) supone estar “ invertido del otro lado de las cosas” (25). Y después de haber inge 2 “La par ole soufflée”, en L ’ecriture et la différence, op. cit., p. 253.
rido el peyote, se siente “restituido a lo que existe del otro lado” (26). Del fondo insondable de sí mismo, de lo Ilimitado que enton ces se abre, emergen dos letras que componen el emblema de la realeza reencontrada: un YO coronado que se consagra a sí mismo: “una especie de Y que tuviera en la cúspide tres ramas y sobre ellas un a O triste y brillante como un ojo”. ¿Qué anuncia la tristeza que recubre el signo mismo de la reale za? ¿Premisas del fracaso, sentimiento de haber sido víctima de una ilusión, sospecha de no haber asistido sino a un espejismo? Ese YO parece no ser otra cosa que la form a vacía del pro nom bre personal, entidad gramatical que no subsume ninguna realidad y que, al fin de cuentas, deja a Artaud “tan descoronado” (41). Una vez más, robado, despojado de su yo, “embrujado”, dice, por los indios que se han burlado de él, conserva, sin embargo, el sueño de que “detrás de todo eso” se disimula otra cosa: “lo Principar1 (49), y de que para alcanzarlo no se debe intentar una experiencia de reapropiación, sino emprender un proceso de “expropiación”, de destrucción total de sí mismo, “con miras a una combustión que pronto será generalizada” (50). Ese exilio de la conciencia, momento de caída en la “locura”, fue marcado por las Nuevas revelaciones del Ser. La aceptación del vacío es vivida entonces por Artaud como el heroísmo y la valen tía extremos del pensamiento; pero bien podría ser lo contrario: un acto suicida del yo en pérdida que, antes que vivir la pérdida, prefiere perd er la vida; alienación, porque el Vacío puro (la pura Exterioridad) es el otro nombre de ese Otro que oculta la vida; grado último de la “posesión”, porque la búsqueda exasperada del yo y de lo propio no desemboca en nada más que el Otro que, en su pureza, es tanto Dios como la muerte; abdicación en fin, que se significa de una doble manera: el Revelado, o nada -tres estrellas que obliteran el nombre de Artaud .3 Bajo el peso del encierro en Rodez, ese gesto heroico del salto al Vacío se desvanece hasta convertirse en un recurso a los apoyos de la religión y el bautismo .4 El rechazo de su nombre lo arrastra 3 En m ayo de 1937 escribe a J. Paulhan: “He decidido no firmar el Viaje a l país de los tarahumaras. Mi nom bre d ebe desaparece r” (vil, 178). Y en un a carta redacta da en septiembre anuncia: “Muy pronto ya no me llamaré A ntonin Artaud, me h a bré convertido en otro” (220). 4 “En realidad, h abr á que p ensar finalmente en bautizar a ese hijo ilegítimo que debo ser, puesto que todavía no tengo nombre propio” (vil, 160).
<;n una especie de deriva regresiva a través de los nombres que lo lleva de regreso al nombre de su madre, Nalpas (x, 71), o a su so brenombre Nanaqui. Regreso al regazo materno que va acompa ñado por un regreso a la fe y que sella el encierro en el asilo.1’ Su misión a la madre, al yugo tiránico de su “Amor” y de su abruma dora bondad, a los que él no puede responder sino con un senti miento mezclado con vergüenza, indignidad y culpabilidad. La postura cristiana adoptada en ese trance, si ofrece una identifica ción salvadora que permite resistir contra la indiferenciación del Vacío y la violencia de la anarquía, aparece por fm como el signo mayor de esa alienación. Es así como más tarde estigmatiza al “llamado Jesucristo, cuyo verdad ero nom bre era, creo, Antonin Nalpas” (XIV*, 71), “un redo mado cobarde” que se había introducido en su cuerpo en un sue ño. Y por un golpe de humor rectificatorio, precisa que el que vi vió hace dos mil años enjerusalén se llamaba “ya, Sr. Artaud”. Reconoce así el fracaso de una deriva que lo hizo caer en la enaje nación, como si la búsqueda exasperada del “yo” acabara siempre en lo mismo, es decir en Dios, potencia furtiva del Otro. Y su de sajenación, su recuperación de la “identidad”, la fecha en abril de 1945: después de ocho años de “hechizos” y de “envenenamien tos”, por fin se ha decidido a arrojar “el cristo por las ventanas y, afirma, a ser yo, es decir simplemente Antonin Artaud, un incré dulo irreligioso de naturaleza y de alma que jamás ha odiado nada tanto como a Dios y sus religiones” (XI, 120). Pero aun cuando la voluntad de restaurar un yo arcaico y an-árquico terminó en un fracaso, mediante la prueba de la “locura” se ha impuesto una evidencia: el rapto del yo no es un accidente y su destino no es estar oculto, su naturaleza íntima es el robo mismo. El yo es un gran ladrón y será siempre el doble de Dios. Otros tan tos sicarios que vienen obscenamente a ocupar el lugar de un suje to cuya forma es la del agujero. Así, después de haber emprendido una experiencia radicalmente opuesta a la de Nietzsche, Artaud llega a la misma conclusión: el yo es ese ídolo que ofusca la reali dad intrínseca del hombre. Por lo tanto, es destruyendo la ilusión del sujeto y de sus representaciones que el hom bre entrará en con tacto con lo que Nietzsche llama el “sí”. La misma determinación 5 “Fue usted inspirada por Dios al sugerirme como lo hizo que viniese aquí a Ro dez” (x, 92), escribe a su madre en septiem bre de 1943.
aparece en uno y otro, pero también se afirma la diferencia de es trategia.
NIETZSCHE O LA HEC.CEIDAD
a] Superstición del cogito y polifonía del yo Ironía nietzscheana: reinvestir en forma paródica un concepto vaciado de sentido; sustituir el teatro de la metafísica por un nue vo teatro, que se dé como tal, que use máscaras sin obscenidad, porque es una desviación tragicómica de Dionisos, pero deja en trever su “exterioridad”. Sin embargo, para no hundirse en el sueño de los Otros Lugares metafísicos, es necesario proceder con rigor y prudencia: “Aprender paso a paso a rechazar el pretendido individuo” (v, 299). “Paso a paso” (Schrittweise ), esa fórmu la recubre un sentido doble: se sale del individuo y de la metafí sica caminando, porque la salida es el cuerpo. Pero eso no se puede hacer inmediatamente, por un salto más allá de los obstácu los. Es preciso entonces actuar “paso a paso”, lentamente, a par tir de nuestro anclaje en la lengua. Esa reflexión justifica el traba jo de escritura que sostiene to da la filosofía de Nietzsche y el em pleo irónico de los conceptos esenciales de la lengua, para hacer la fallar y, por la falla abierta, dejar paso a la exterioridad del cuerpo. La primera expresión de la ironía consiste en denunciar el ca rácter falaz de las categorías del discurso mediante un análisis del cogito cartesiano que recurra a las mismas premisas lógicas y a las mismas categorías que lo fundan. Al hacer pasar al cogito ante el tribunal de su propia lógica, Nietzsche lo denuncia como un ejem plo de “la superstición de los lógicos” (vil, p. 3 5 ), que creen poder inferir del hecho de que hay pensamiento que yo pienso y que yo soy causa del pensamiento. Pero la ironía se manifiesta sobre todo cuando, después de ha ber mostrado que el yo i je) * no era sino una “unidad puram ente verbal” (p. 36) y el yo “un juego de palabras” (vm*, 90), Nietzsche, * Agregamos entre paréntesis el pronombre francés je sólo en los casos en que éste se usa sustantivado, [e .]
en favor de un desplazamiento de lo abstracto a lo concreto, de lo universal a lo particular, procede a una valorización del yo. Al contrario de Pascal, para quien el yo, superficie engañosa sosteni da por “la sustancia del alma”,-1 es digno de odio, él opone al cris tianismo esa “aceptación triunfante del yo” (54) que caracteriza a las naturalezas aristocráticas. Pero invierte los elementos de la rela ción: el sustrato del ser humano se encuentra en sus particularida des singulares, el único “ser” del hombre, la única sustancia de su ego es ese yo vilipendiado por la filosofía en nombre de un alma o de un yo (je) más esenciales. Así se explica el valor que reconoce al egoísmo de los fuertes, contrapuesto a la abnegación de los cristia nos. ¿No se trata entonces sino de una inversión? ¿El ser concreto y singular contra el ser abstracto y universal? Sería de nuevo creer en una realidad fundadora del individuo. Pero la crítica nietzscheana del ego conduce a “¡reconocer el egoísmo como error]” (v, 299). El carácter aparentemente paradójico de esas observaciones desapa rece si no reducimos la estrategia de Nietzsche a la inversión. El yo), como singularidad fortuita, no representa un “ser” ni una rea lidad inalterable. Si no es causa del pensamiento, no es tampoco su consecuencia. Resultado momentáneo pero necesario de una relación de fuerzas contingente, es por naturaleza plural y “polifó nico” (ni*, 96).7 Punto móvil en que convergen múltiples fuerzas, no tiene otro fundamento que la exterioridad. Nietzsche contempla esa exterio ridad constitutiva del yo según un modo doble, bajo las especies de una doble presión: los otros y el cuerpo. Su prim er aspecto es el más coercitivo y el más enajenante: consiste en la red de las inter pretaciones gregarias, en la ley familiar y moral.8 El segundo pare ce más propio y más íntimo. Es “el sí”, sobre el cual Zaratustra precisa: “En tu cuerpo habita, él es tu cuerp o” (vi, 45). ¿Se trata nuevamente de operar una inversión, el cuerpo en lugar del alma? 6 Pascal, Pensées, Oeuvres completes, París, Seuil, 1963, p. 591.
7 “El Yo no es la afirmación de U n ser frente a m uchos (instintos, pensam ientos, etc.), por el contrario, el ego es una pluralidad de fuerzas personalizadas de las que ya una, y a otra, pasa al prim er plano en calidad de ego y con sidera a las otras de le jos, como un sujeto considera el m undo ex terior que influye sobre él y lo dete rm i na” (iv, 476). 8 “La interpretación de nuestros estados es obra de otros que nos la han enseñado” (iv, 536).
Eso sería remplazar un “fundam ento” por otro. El sí, el cuerpo, no son sustancias, sino la expresión de la idio sincrasia individual: designan un dominio de las fuerzas, una reali dad semiótica, que no es comprendida enteramente por la inter pretación gregaria, y que puede llegar a ser el soporte de nuestras “propias” interpretaciones.; Entre el orden semiotico del cuerpo y el orden simbólico del lenguaje, el yo corresponde a un éxtasis momentáneo en ese proceso en que se enfrentan dos “exteriorida des” que sin embargo no son vividas como tales, porque no existe separación entre el interior y el exterior. Así Nietzsche concluye que no hay “sujeto”, no hay “yo”, porque hay sujetos, hay y oes en cada uno de nosotros, del mismo modo que hay dioses y no un Dios." La “personalidad” es el espejismo de la superficie, simple efecto de máscara; pero decir que el yo es una máscara resulta in suficiente. Eso supondría un rostro bajo la máscara, o un ser que, en reserva en su unidad, movería los hilos del juego multiplicado de las máscaras: nueva escena teológica. Por el contrario, es preci so admitir que el hombre es el producto de todas sus máscaras . 10 b] La paradoja del yo (moi) El individuo, la separación entre interioridad y exterioridad son errores (v, 299), pero son indispensables para la vida. Vivir el error en cuanto tal y hasta el absurdo permite esa utilización iróni ca de los conceptos que se han vuelto problemáticos y por lo tanto ya no pueden ser soporte de ninguna metafísica, pero pasan a ser instrumentos de una crueldad liberadora. Así se encuentra de nue vo el mismo procedimiento que había permitido pasar del concep to de voluntad al de “voluntad de poder”, como poder interpretati vo único: el mundo y la historia son pensados como obra de múlti ples individualidades. Por consiguiente, la pregunta filosófica no es ya “¿qué es?” sino “¿quién?” Nietzsche remplaza la interrogación 9 Véase P. Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux, Mercure de France, 1969, pp. 52-53: jCí cuerpo es resultado de lo fortuito : no es otra cosa que el lugar de encuentro de un conjunto de impulsos individuados por ese intervalo que form a una vida humana , los cuales no aspiran a otra cosa que a desindisiduarse ” 111 “Porque ya no tengo necesidad de creer en las ‘almas’, porque niego la ‘per sonalidad’ y su pretendida unidad y descubro en cada hombre el instrumento de personae'(y r máscaras) muy diversas [...] (xi, 290).
sobre el ser por lo que Gilíes Deleuze llama “la pregunta trágica”} 1 Porque el blanco de semejante pregunta es siempre, en último aná lisis, Dionisos, el dios de la “voluntad de poder”, uno y múltiple a la vez, que no responde a las preguntas, sino que recuerda que es preciso plantear preguntas personales: ¿quién interpreta? ¿qué sig nifica para mí... ? Es siempre a él a quien llega la pregunta, como la del Ser llega a Dios. Así Nietzsche, después de haber negado la “personalidad”, pue de afirmar que la historia es el producto de personalidades fuertes: César, Borgia, Napoleón, Goethe, Nietzsche... Pero esos nombres propios no designan a ningún sujeto; más bien son metáforas de la “voluntad de poder”, máscaras de Dionisos. Nombres de un estilo de la historia, no son tanto individuos como hecceidades. La heccei dad contra el sujeto: otro aspecto de la oposición entre Dionisos y el Crucificado, tan próxim os y tan lejanos a la vez. En forma similar se comprende la paradoja de una filosofía de la primera persona, tal como la hace Nietzsche y la atestigua Ecce Homo, pero ya, desde el título, irónicamente. En realidad, no es un pensamiento ni del individuo (Friedrich Nietzsche) ni de lo gene ral (la verdad, el logos), sino del caso singular. Su identidad, que el nombre propio recubre, es producto del encuentro de dos series de interpretaciones: todos los nombres de la historia y de la filoso fía, de los que afirma que “concluyen” a través de él (Platón Pas cal, Spinoza...) y la serie de los nombres míticos: Zaratustra, Dioni sos, Ariadna. Estos dos últimos sobre todo designan interpretacio nes más propias y más secretas, quizá las de algún “yo” más “pro fundo”. 12 Con esto se ilumina en fin la paradoja del “yo-Nietzsche” cuya econom ía se afirma en los últimos textos. A la vez impulso tiránico (vill*, 366), voluntad de “alcanzar la unidad” (295) y “caso fortui to”, recorrido incesante de las identidades y las diferencias, habita do por un centro exorbitante: Dionisos -nombre propio del “sí”. El yo es entonces el lugar de un proceso, de una dinámica animada 11 G. Deleuze, Nietzsche et la philosophie, París, p u f , 1962, p. 88. u “Ese yo profundo, casi enterrado, casi reducido al silencio por la obligación constante de escuchar a otros ‘yos’ (y leer ¿es otra cosa?) [...]” (vm*, 300). Respecto a esto, Derrida observa que Nietzsche fue “el único” que hizo filosofía “ con su nombre", en su nombre, “que puso enju ego en ella su nombre sus nombres y sus biogra fías”, “con todo lo que se compromete en ello y que no se resume en un yo” (Oiobio graphies, París, Galilée, 1984, p. 43).
por un doble ritm o de concentración y de dilatación, de rigor y de llamado al caos. Lo rige una lógica cruel cuya fórmula es: llega a ser lo que eres (271). Sin “ser” propio, siempre está en peligro de ser llevado hacia un descentramiento irreversible: la “locura”; o de desvanecerse en una consistencia vana: la conciencia común. Invirtiendo irónicamente el teatro del yo, Nietzsche hizo jugar a sus máscaras hasta el punto en que la representación estalló para abrirse sobre lo trágico .13 Para deshacerse de cualquier fundamen to obsceno, el “sujeto” debe enfrentar el juego violento de las dife rencias y el riesgo permanente del caos. Ese riesgo, Nietzsche y Artaud lo asumieron.
ARTAUD O EL SUJETO-SIMULACRO
a] La estrategia del Anarquista coronado El regreso de Artaud-le-Momo, título de un texto de 1946, es el re greso de quien se autodenomina “yo, simple Antonin Artaud” (xil, 99). Pero se trata de una simplicidad paradójica y temible que es preciso ganar por un acto de verdadero heroísmo porque, detrás de “la belleza objetiva y concreta de la simplicidad”, la vida está hecha “de masacre ”.14 Simplicidad a la vez superficial y abisal que no tiene nada que ver con la de un ego, y que se conquista por un proceso infinito de apropiación y de expropiación, sin posibilidad de quedar fijo en ninguno de los polos. Los textos de Agentes y agencia de suplicios dan testimonio de una fatalidad doble y paradójica: por un lado, el individuo no podría vivir sin el agente que lo persigue y la ilusión de que su agente es él , 15 pero por el otro, no puede existir sino destruyendo las repre sentaciones enajenantes del sí y la ilusión del sujeto-sustancia. Esa , :i La lógica de ese proceso de concentración y de estallido del yo fue admira blem en te analizad a p or P. Klossowski en op. cit. 14 “Notas para una ‘Carta a los balinese s’ ”. en Tel Quel núm. 46, p. 34. ’,r‘ Co nsciente del engaño, escribe: “Por encim a de la psicología de An ton in Ar taud está la psicología de otro / que vive, come, duerme, piensa y sueña en mi cuerpo” (xiv**, 71). El sujeto, la creencia en el yo, son producto de la conciencia del rebaño: de ahí “la invasión de los aum (espíritus celestes) el más terrible de los cuales era yo, Monsieur Moa [...]” (xil, 27).
doble fatalidad le impone vivir en una situación de “entre-dos” cu ya apertura sólo puede mantener por medio de esa dinámica que Artaud llama “la motilidad ”:16 vaivén incesante entre el plano e na jenante de la superficie y la profundidad abyecta, entre un sujetosimulacro y el abismo del sí. El sujeto-simulacro, que no sostenido por ningún principio, ninguna arjé, no es un “ser”: se reduce a la dinámica de la “moti lidad”, al recorrido fugitivo de la superficie, ocupa sucesivamente todos los lugares, adopta humorísticamente todas las imágenes identificatorias para rechazarlas todas .17 La fuerza del humor, en efecto, permite a la anarquía desencadenar su poder insurreccio nal en una estrategia rigurosa, que libera sus crueldades y prote ge de cualquier recaída, haciendo inoperantes la fascinación del Orden y el deseo de pureza. A semejanza de Heliogábalo, el “anarquista coronado” Artaud acepta llevar una corona que no es suya, y asumir la realeza de un sujeto tomado en préstamo, a fin de encontrar un anclaje indispensable en el mundo y el orden simbólico, el de la ley, y de asegurarse un crédito que la sociedad nos concede bajo la cubierta del nomen: nom bre del padre, creen cia, firma. Así, el primer signo de desenajenación, después del encierro, fue reinvestirse del propio nombre. Astucia necesaria para evitar la violación del sí por los otros que intentan imponerle un “yo” o el ser tragado por el orden maternal y la “locura .”18 (Así, reprocha a Lautréamont haber abandonado su nombre, permitiendo de ese modo que la obscenidad general penetrara su espíritu y su cuerpo [xiv*, 35].) Sin embargo, se reinviste de su nombre como de una plaza fuerte incansablemente sitiada por la escritura. Artaud opera sobre el nombre un trabajo de ridiculización: Toto, Ar-Tau, “saint Tarto, como diríamos tarta de crema, tartaleta o tantitito” (57). El nombre de su padre es el del rey: Antoine-Roi Artaud. Pero la 1 (>“Lo que llamo la motilidad es una invención personal gratuita / donde oculto y hago durar / nad a”, “Notas para un a ‘Ca rta a los balineses’”, op. cit., p. 17. 17 Además A rtaud dice no ver “jam ás la acción y la creación / sino en un dina mismo jam ás caracterizado, / jamás situado, / jam ás definido, / dond e la invención perp etu a es la ley / y m i capricho / y donde todo sólo tiene valor / por el ch oque y el entrechoque [...]” (xil, 17). ls Véase sobre esto el artículo de Guy Scarpetta, op. cit., p. 79, donde precisa, sin embargo, que “se tratará no tanto de ‘reconocer’ la función paternal y la ley simbólica como de insubordinarse incluyéndola".
identidad que sella se convertirá en centro de desorden: la ocasión de utilizar las designaciones categoriales -yo, Artaud- contra ellas mismas, remitiéndolas a aquello que nunca pueden cercar total mente y las excede, aquello a lo que se niegan a otorgar la realeza: el cuerpo, las pulsiones, todo un modo de la otredad que escapa a los dos polos sustancializados del Yo y el Otro divino. La estrate gia de Artaud es la del rechazo, pero no la negación; es decir, que todos los lugares son humorísticamente visitados para ser sucesiva mente “abyectados.” b] La dinámica de la “motilidad” Entre lo lleno y lo vacío, entre la superficie y el abismo, el yo se encuentra en una posición inestable, nómada. A la vez, (como el cuerpo al que A rtaud lo asimila) “sin profundidad, siempre superfi cie” (xrv**, 78) y “el abismo insondable del rostro, del inaccesible plano de superficie por donde se muestra el cuerpo del abismo” (147). Abismo superficial del agujero (imagen utilizada por Nietz sche en relación con la mujer), el yo es, para Artaud, una realidad agujereada que, como una “fuerza sombría”, no deja de abrir bre chas en la realidad. Por lo tanto es, como para Nietzsche, un principio dinámico animado por un doble ritmo de concentración y dispersión. Nietzsche, sin em bargo, insiste en la im portancia del recentramiento: es preciso esforzarse por llevar la multiplicidad de vuelta a la unidad, a fin de que el “caso fortuito” se convierta en principio de orden y sea sentido como una necesidad, sin dejarse arrastrar por el caos. Dionisos, por una temporización de su violencia, auto riza su desviación filosófica y permite la ilusión necesaria para la vida. El doble ritmo que anima al sujeto tiene relación con la diná mica del círculo: vaivén entre el centro y la circunferencia. Centro inaccesible porque es Dionisos mismo; circunferencia móvil por que es constituida por la serie de los yoes, ninguno de los cuales es el yo. Pero cada yo fortuito, cada punto de la circunferencia se jus tifica para la eternidad al inscribirse en el círculo del Eterno R etor no en cuyo centro se siente. Mientras que Nietzsche pone en juego irónicam ente la estructu ra del teatro del yo, mediante el mantenimiento de la referencia a un centro (ciertamente paradójico), Artaud la rechaza obstinada
mente. El “sujeto-Artaud” no corresponde a la serie de puntos de una circunferencia, sino al rechazo anárquico de toda identidad posible, en un “proceso ” 19 continuamente reiniciado a partir de la seudoidentidad social. El anclaje en 1q social es aceptado estratégi camente como defensa contra la locura, pero para ser denunciado en forma cada vez más violenta. Detenerse es consistir, constipar se, volverse excremento, desecho del Otro: “No soy más que una vieja caca lamentable / pero que da asco” (xil, 174). No puede ocupar ningún lugar, porque ya se ha apostado allí el Otro: “El lu gar hiede” (xiv**, 27). El esfuerzo de desenajenación se efectúa pues por un proceso de abyección de todo lo que bloquea - “blo ques de KHA , k h a ” (x i i i, 117), incluido él mismo: “caca es la mate ria del alma” (ix, p. 174). De ahí el segundo polo de la “motilidad”: hacia abajo, “atrás”, dice Artaud ,20 hacia las pulsiones, la violencia anárquica de los afectos, gracias a lo cual el plano de la conciencia sufre una disgre gación. Hacia ese lugar “fundamental” quej. Kristeva, utilizando un término platónico, llama kora: “un lugar móvil receptáculo del proceso”.21 El “fundamento” del sujeto, aquello sobre lo cual se erige y que siempre lo pone en peligro, es del orden de la analidad. La pulsión anal, destructiva y violenta, que alimenta la mayor parte del componente sádico del instinto sexual, sostiene el movimiento de rechazo constante que caracteriza al “sujeto en proceso”. La na turaleza escatológica de los últimos textos de Artaud muestra cla ramente que es gracias a una reactivación de la analidad como puede liberar la violencia fundamental contra la unidad dividida del yo y el orden simbólico. Más acá de toda obscenidad, Artaud desciende nuevamente ha cia el poder sombrío de lo abyecto que enfrenta: “Es necesario descender hasta el fin de la abyección de la pendejez y del cu” ,!l J. Kristeva analiza la expe riencia de A rtaud como la del “sujeto en proceso”, el cual se define “por su capacidad de poner en proceso, de franquear el recinto de su unidad así sea dividida, y de volver después al lugar frágil de la metalengua para enunciar la lógica de ese proceso entrevisto si no padecido” (“Le sujet en procés”, en Artaud, “10/18”, 1973, p. 43). 20 “De arriba abajo y de abajo arriba / de atrás para adelante y / de ad elante pa ra atrás, / pero mucho más de atrás para atrás / además que de atrás para adelante” (x i i i, p. 109). 21 La jo ra es el lugar de un caos que es y que deviene, previo a la constitución de los primeros cuerpos m edibles” (op. cit., p. 44).
(xvn, 225). Nietzsche, por el contrario, imagina un centro de las cosas -Dionisos, “lo sagrado”- y así evita el contacto con la “exte rioridad” abyecta. Alrededor del dios, todo se ordena en “mundo” y los yoes se despliegan según la trayectoria de un círculo. Retira do de la violencia, el discurso crítico sigue siendo posible para Nietzsche que se m antiene irónicamente en la filosofía. O bede ciendo a la dinámica del rechazo, Artaud no es cómplice de ningu na de esas armas de doble filo que son la filosofía, la “negación” y otras actitudes ya visitadas.22 Y su comportamiento de huida hace de él “una especie de individualidad repulsiva” (xrv**, 24). A fin de volverse intocable, de no ser ya tuteado y toqueteado como lo fue en el manicomio, adopta el lugar de lo que es más intocable y no tiene lugar en el orden humano: Dios o el excremento: “porque yo soy más hediondo que tú, dios” (XIV*, 45), para hacerlos comu nicarse incesantemente, sustituirse uno al otro bajo el violento em puje del proceso. Como éste no se interrumpe nunca, el sujeto-simulacro puede, burlándose del principio de contradicción, adop tar las posturas más extremas sin temer una “recaída en la metafísi ca”. Y cada postura, cada formulación está llamada a ser denunc ia da por la siguiente 23 Delirio imitado, representado, “sinrazón lúcida”, puesto que sa be que en cuanto reconstituye su yo, se sostiene de la diferencia que el Otro abre en él, pero no por eso reivindica menos el dere cho al delirio y la capacidad de hablar “desde arriba / del tiempo” (xil, 100). Es posible que sea “locura”, pero también es el colmo del humor. Y la “locura”, cuando es estrategia de un discurso que se mantiene en el límite, sin dejar de franquearlo con riesgo del su jeto, puede desplegar una fuerza de conmoción capaz de hacer es tallar cualquier clausura y cualquier sistema de representación: “que venga la época del celo / del celo de la locura / a romper la 22 “Nada de filosofía, nada de cuestiones, nada de ser, / nada de nada, nada de
rechazo, n ad a de tal vez, / y por lo dem ás / bosta, bosta [...]” (xil, 40). 23 De suerte que Artaud puede actuar en contra del buen sentido y jactarse de su ignorancia: “No sé absolutamente nada [...]” (xrv**, 57). Por un funcionamiento cruel y humorístico de la diferencia, hace disfuncionar las categorías e introduce en el lenguaje lo que no se deja captar ni representar: la huella de una violencia funda mental. Queriéndose único, sin “encuentro posible con el otro” (76), no cae en su pro pio jueg o y observa: “el yo, / el no yo, / no son nada para mí” (XIII, 95), pero afirma con una maldad humorística y conciencia del éxito de su estrategia textual: “Todo se pierde / pero no yo” (xiv**, 59).
icgla del Ju eg o” (XIV**, 39). El loco “en celo” se vuelve progenitor de sí mismo y de su yo, como de sus hijas, siempre por venir. Sin regreso a un sí arquetípico, puede sin embargo desbordar los mar cos alienantes del sujeto y de su temporalidad cerrada, para re construir su “identidad.” Convirtiéndose cada vez en autor de su propio nacimiento, Artaud escribe: “Yo, Antonin Artaud, soy mi liijo, mi padre, / mi m adre / y yo” (xil, 77).
IA BOCA DEL VOLCÁN
a] Una “explosiva necesidad” En su voluntad de hacer estallar la unidad dividida del yo, Nietz sche y Artaud reconocieron la necesidad de un doble trabajo: por un lado consideran la historia como el lugar de apoyo del proceso, por la travesía de una serie de nombres que funcionan como pun tos de referencia, pero también de contraste; por otro lado sienten la urgencia de un nuevo alumbramiento de sí mismo por sí mis mo,24 movidos por lo que Pierre Klossowski analiza, en el caso de Nietzsche, com o una “persecución de la autenticidad”. Artaud su po jugar humorísticamente con eso, por haber hecho la prueba del peligro y la exigencia demencia! que implicaba, y Nietzsche supo cuidarse conceptualmente hasta que la estrategia de la ironía llegó a chocar con la exigencia dionisiaca de la aniquilación. Sin embar go no carece de humor cuando, en sus últimos escritos, efectúa una deriva genealógica por la que amplifica las dimensiones de su yo hasta darle las de la historia.25 Pero mientras que el humor de M P. Klossowski, en op. cit., p. 260, interpreta esa declaración de Nietzsche “en
cuanto soy mi propio padre, ya estoy muerto, es en cuanto soy mi madre que vivo todavía y envejezco” (vm*, 245), como la certidumbre de tener que asumir su pro pio nacim iento. Y concluye: “Reniega al mismo tie mpo del sentido gregario de la vida, exalta al padre en cuanto Caos y la relación con el padre en cuanto Eterno Retorno. Esa relación no es en suma sino una automaternidad, u n alumbramiento de sí mismo; Wiederkunft (sust. femenino) está próximo a Niederkunfl (literalmente “ir abajo”, dar a luz, parir)” (274). í ;i “Lo que es desagradable y desagrada a mi modestia es que en el fondo, cada nom bre de la historia soy yo; lo mismo en cuanto a los hijos que he traído al m un do...” (Carta a Burkhardt del 5 de enero de 1889, en Nietzsche et le cercle vicieux, op. cit., p. 341).
Artaud es signo de su dominio del proceso, para Nietzsche es el anuncio de su derrumbe. El filósofo Nietzsche deja el lugar al dis cípulo de Dionisos, tal como la ironía filosófica se convierte en el humor de las últimas declaraciones. Bajo la máscara de los yoes y de las identidades prestadas, más allá de su memoria histórica, se descubre “el Caos”. Cesa toda ironía, y él se identifica en el “cen tro” del Retorno y adhiere al poder de lo dionisiaco, productora de los yoes, pero junto a la cual no hay “identidad” que se sosten ga. Pese a su voluntad de mantenerse “superficial por profundi dad”, el discípulo de Dionisos no ha dejado de perseguir una larga y silenciosa profundización del “sujeto Nietzsche”.26 Toda su obra parece haber sido una empresa dilatoria contrapuesta al trabajo de un espíritu tan “subterráneo” y cruel como el pintado por Dostoievski, trabajo de excavación que sacó a luz el mag ma caótico re cubierto por la multiplicidad de las máscaras: lo que el círculo de los yoes, rodeádolo y contorneándolo, puede representarse como la boca de un volcán. Esa representación, común a Nietzsche y a Artaud, revela, pese a la diferencia de estrategia y de experimen tación del yo, una mis m a com prensión de la naturaleza íntima del sujeto. Este último pa rece estar atravesado por un poder eruptivo que le imprime su di namismo. Sin identidad fija, bajo cubierta de un nombre propio, es “ese hoyo” que “no es un hoyo” (xil, 19), no un simple hoyo, en la medida en que es la boca de ese fondo pulsional y violento que Artaud llama el “magma: Ka-Ka” (xiv*, 150). La filosofía de Nietzsche, las máscaras adoptadas: Zaratustra o el Nietzsche de Ec ce homo, sirven todas para cubrir el “centro” peligroso, pero no son nunca yoes auténticos: después de todo, Wagner bien h abría po di do ser el autor de Zaratustra (vm*, 266). Por lo tanto no es tal o cual momento del círculo, tal o cual yo, lo que caracteriza a Nietz sche, como tampoco es el conjunto de los puntos recorridos lo que da la clave de su experiencia, sino más bien el camino efectuado entre la intuición de la naturaleza volcánica del sujeto y la expe riencia última que ha tenido de ello al lanzarse, como Empédocles convertido en émulo de Dionisos (i*, 334), a la boca del volcán.27 2b “No soportaba quedarse en la superficie frágil, cuyo trazado sin embargo ha
bía hec ho a través de los hom bres y los dioses. Volver a un sin-fondo que él mismo renovaba, que él reahondaba, ahí fue que Nietzsche a su manera pereció”. G. De leuze, Logique du sens, París, Les Éditions de Minuit, 1969, p. 131. 27 En un breve artículo sobre Nietzsche titulado “Archiloque” (Nietzsche au
Los últimos textos de Nietzsche muestran un esfuerzo prodigio so por contener la ebullición volcánica subterránea; pero la autodisciplina del ego (vm*, 272) no es entonces más que una vana de fensa contra lo que siente ascender en él. Las cartas de 1888 anun cian esa explosión del círculo bajo el empuje destructor al que no resiste: “Más que un hombre, soy dinamita” (394); “mi libro es co mo un volcán” (400). Artaud, por su parte, logra volver a lanzar perpetuamente el proceso, gracias a una victoria incesante sobre el caos. Efectuando salidas “fuera del espíritu”, consigue despertar “la bestia prenatal” (XIV**, 156) y hacer subir de nuevo al plano de la superficie y al orden del discurso lo que los desborda por todas partes.28 Es de la fuerza sumergida del “Popocatépetl” que extrae “esa necesidad explosiva” que lo anim a en profundidad.29 b] “Espreciso ser abismo” La tentativa heroica de Nietzsche y de Artaud fue la de asumir un contacto peligroso con lo “sagrado” o lo “abyecto” para hacer esta llar el teatro del yo y, por una apertura del sujeto a la violencia fundamental, asegurar, más acá de cualquier fundamento obsceno, su propia génesis. Experiencia “loca” contra la cual Nietzsche mantuvo irónicamente la ilusión de la unidad y del centro. Pero remplazar el teatro del yo por el de Dionisos, era entregarse ine luctablemente a la experiencia trágica. Dionisos en el lugar del fe tiche term ina por hacer estallar la representación y obliga a Nietz sche a reconocer: “Es preciso ser abismo” (vill*, 266). jourd'hui?, op. cit., t. I, p. 206), Rodolphe Gasché, comentando las páginas de E l ori gen de la tragedia consagradas al “yo” del poeta lírico (i*, 59), muestra que el yo del
poeta se desvanece ante el dionisiaco brotar de lo que llam a “el fondo dem ente del fundamento”. Recordando que “en el Archiloque se encuentra el archihoyo ( Archi loch) así como el ano [Arschlocfy”, asocia la imagen del “sujeto-Nietzsche” con un “hoyo generador y mortal” similar al j e s u v e del que habla G. Bataille (cf. “Dossier de Foeil pin eal”, Oeuvres completes, t. II, Gallimard, 1970) y que, como un volcán, da a luz sujetos que nacen muertos, en la medida en que no son sino “realizaciones apolíneas”. Esa naturaleza fecal del sujeto y excremencial del yo es un tema fre cuente en Artaud para quien “Allí donde huele a mierda / huele al ser” (xm, 83). Ja “Y no son ya sonidos ni sentidos que salen, / no ya palabras / sino c u e r p o s / Golpear y coger” (xiv**, 31). ¿’ “Pienso que el PopocatépeÜ es el yo siempre martirizado del hombre que tra baja sin que lo vean” (xiv*, 177).
La necesidad del “sujeto” de mantenerse por encima de la “lo cura” y del abismo, pero también de atravesar sus regiones para destruirse y reconstituirse, muestra claramente que es un principio de crueldad, capaz de aceptar la violencia para liberar su fuerza a la vez o rdenadora y disgregadora. Pero esa guerra incesante contra la “interioridad” ficticia y la “exterioridad” enajenante, entre un Yo y un O tro que son dobles de un mismo p oder imaginario, es la única posibilidad de una aceptación negociada del Otro como no presencia íntima del sujeto, como otredad real que escapa a los po los de la diferencia sacralizada. Además, el sujeto libra esa guerra esencialmente contra sí mismo, por una perpetua recreación de sí mismo, porqu e lo que la ironía y el humor, por el hecho de que no pueden parar, atestiguan; es que la enajenación del yo no tiene fin, y que es preciso aceptarla aunque sólo sea para destruirla. No es posible sustraerse a ella salvo a riesgo de volverse “loco”, al dete nerse el juego. Artaud llegó a hacer de modo que el juego no se detuviera, pero para eso tuvo que aceptar pasar po r los marcos de la conciencia y de la lengua, y llevar la corona prestada de un YO que le fue echado encima como una capa. Lo obsceno no desapa rece nunca para aquel que dice “yo”, incluso humorísticamente, y el fondo de su ser se manifiesta siempre como abyecto y sucio. Si existe una fuerza capaz de destruir ese teatro, pero también de abrir el camino hacia una salida concreta y afirmativa, no reside en el yo -atrapad o en el centro de la construcción metafísica- sino en los territorios aún incultos donde reina como amo el “sí”, “el cuerpo”, porque, precisa Artaud: “El yo no es el cuerpo, es el cuer po el que es el yo” (xiv**, 53).
EL TEATRO DEL CUERPO o el deus in machina
SENTIDO DE LA CARNE Y LENGUAJE DE LOS AFECTOS
a] Una semiótica preverbal El desnudamiento del teatro obsceno del yo debe permitir entrar en contacto con esa realidad que aparece como el fondo polémico y violento de la existencia, pero permanece inconsciente. En efec to, todo el esfuerzo del hombre por constituirse una identidad y vi vir en el mundo estable de la permanencia lo obliga a cortarse del brotar de las fuerzas subyacentes. En el mundo del lenguaje, com puesto de unidades discretas (conceptos, signos fijos), no vivimos más que estados discontinuos, pero creemos en la continuidad de nuestro ser y en la perenn idad de los conceptos. Encontrar la ver dadera continuidad de la vida y del pensamiento es volver a to mar contacto con la intensidad pulsional que desborda la unidad del sujeto y las divisiones de la lengua, es decir con lo que sufre una represión incesante.1 Nietzsche y Artaud insisten, en efecto, en la heterogeneidad del pensamiento y de la conciencia. La pri mera se da como expresión directa del juego de las emociones y de las fuerzas que nos conciernen y nos advienen bajo la forma de signos que constituyen su sustancia.2 El pensamiento, según una 1 Antes de Freud, N ietzsche se dedicó a mostrar que “lo esencial de la opera ción se desarrolla por debajo de nuestra conciencia” (rv, 256). (Sobre la compara ción entre Nietzsche y Freud, véase Paul-Laurent Assoun, Freud et Niet&che, París, PUF, 1980, 1982.) Artaud: “El inconsciente es la densidad del alma, la continuidad del pensamiento” (i**, 212). “Ella desborda la fijeza de los signos y se continúa, por así decirlo, en sus intervalos, y así cada intervalo (es decir cada silencio) pertenece (fuera del encadenamiento de los signos) a las fluctuaciones de intensidad pulsio nal” (P. Klossowski, op. cit., p. 66). 2 Nietzsche: “Los pensamientos son signos ( Zeichen) de un juego y de un com bate de em ociones ( Affekte ): éstos siguen siempre ligados a sus raíces ocultas” (xil, 36). “... en todo eso se expresa algo de un estado general que nos hace seña¿’ (x,
palabra de Artaud, es “resonancia” (i**, 33): lleno de signos com o las ondas sísmicas y las señales emitidas en la batalla, resuena en él el eco de la Contienda, del combate primitivo de la vida. No hay que suponer ningún sujeto ni ninguna sustancia en el origen del pensamiento, sino el juego im personal de las fuerzas: Nietzsche se niega a considerar que “pensar” sea una actividad a la que sea pre ciso imaginarle un sujeto, aunque sólo sea “algo” (xi, 376), y Ar taud “da por recibido el axioma de que todo pensamiento no vie ne del espíritu, sino se enfrenta a él” (i**, 165). Así se puede decir que, en sí mismo, el pensamiento es acto.3 Puesto que hay signos en el pensamiento, el inconsciente apare ce como una especie de semiótica preverbal, el dominio de signos que atraviesan el cuerpo, de alguna manera, un lenguaje, o un a es critura de la carne, sobre la cual la lengua se funda y que por eso mismo oculta. De ahí ese imperativo común a Nietzsche y a Ar taud: volver a encontrar “el sentido de la carne”, el “texto primiti vo” del hombre natural, mediante un apremio cada vez más exi gente al inconsciente. b] Metafísica de la carne En los primeros textos de Artaud, esto significa que el cuerpo hace directamente sentido y signo, que es atravesado por fuerzas de las que el espíritu es receptáculo y que éste debe interpretar como otros tantos jeroglíficos vivos. Aquí, contrariamente al texto escri to, la fuerza no está separada del sentido, ni el espíritu muerto por la letra. L a carne es una especie de escritura viviente don de las fuer zas imprimen “vibraciones” y excavan “caminos”; en ella el senti do se despliega y se pierde como en un laberinto cuyas vías él mis mo traza. Y, sin embargo, para que “esas fuerzas que desde afuera tienen la forma de un grito” (i**, 50) no queden informuladas, es preciso que la “razón las acoja”. La carne está viva, pero es sibilina y en el fondo ininteligible. 197). Artaud: “Hay signos en el Pensamiento” (I**, 33). Sobre este punto, véase Pbilippe Sollers, “La pensée émet des signes”, en L ’écriture et l ’expérience des limites, París, Seuil, 1968, pp. 88ss. 3 Nietzsche: “Nuestros pensam ientos deb en ser considerados com o gestos ( Gebárden) que corresponden a nuestros instintos ( Trieben) como todos los gestos” (iV, 503). Artaud: “Es el acto lo que forma el pensamiento” (VIII, 293).
Su mejor expresión es el grito, en el que se revela algo así como lo dionisiaco puro.4 Y cuanto más quiere Artaud llegar al fondo de su pensamiento, más lo gana la afasia y más se hace sensible la “au sencia”. Las “Lettres á Jacques Riviére” lo mu estran desgarrado entre la voluntad de llegar al estiaje del sentido (pero a esa altura, él lo reconoce, el pensamiento se enfrenta a su propia muerte [i**, 222]) y el deseo de acceder a la máxima exactitud de la expresión -pero la claridad, porque nace de la razón, detiene el sentido, cap tura lo vivo. Ese “impoder” del pensamiento, Artaud lo atribuye a la enfermedad fatal del hombre: Dios, la presencia divina en el se no del lenguaje. Y desea extirpar a Dios de nuestros cuerpos, me diante ejercicios espirituales y corporales que son otras tantas ex perimentaciones de la muerte. La primera tentativa fue la experiencia surrealista, que debía perm itir una liberación del insconsciente por medio de la escritura automática, el ensueño y más en general una “actitud de absurdo y de muerte” (33). Pero la decepción fue muy rápida. El surrealismo se reveló como un método estéril que no producía, en el mejor de los casos, más que literatura. Así, Artaud se vuelve hacia esa expe riencia concreta que es el uso de drogas -en París, en México y también en Rodez, para expulsar a los espíritus. Remedios contra el sufrimiento, sirven para erradicar a Dios de nuestros cuerpos.5 La droga, después de un trabajo de destrucción saludable, debería colocar al cuerpo y el espíritu en un estado de receptividad propi cio a la hierofanía “de ese sentido que corre por las venas de esa carne mística” (58). Otra experimentación: el teatro, concebido co mo “un atletismo afectivo” (iv, 125) y que permite recobrar, por toda una ciencia del aliento, el movimiento de una “especie de res piración cósmica”. Ese sueño de una expresión directa y concreta del pensamiento, fuera de toda articulación y diferencia entre el sentido y el signo, esa creencia en un saber metido en el corazón del inconsciente, to do eso corresponde a lo que Artaud llama “metafísica de la car 4 Tam bién p ara Nietzsche, en E l origen de la tragedia, el grito es la manifestación directa del fondo extático del ser (i*, 55). Por ese llamado a un a inm ediatez del sen tido anterior al lenguaje y a la articulación, Nietzsche y Artaud encuentran el sueño rousseauniano de u na “lengua natural”. Véase J. Derrida, De la gramatología, cap. 3, “La articulació n”.” 5 “Es que el cuerpo de carne blanda y de madera blanca lanzado sobre mí por no sé qué padre-madre en el opio se transformará, realmente se transformará” (e x , 185).
ne”,6 por medio de la cual el pensamiento de la crueldad se con fronta con su propia imposibilidad. Expresar la ley cruel de la vi da, que supone la diferencia y la lucha, por la escritura viva del cuerpo sin distinción entre el Sentido y la Carne (lo que J. Derrida llama “la escritura del grito”),7 conduce a la misma imposibilidad que un teatro de la crueldad sin distancia, sin repetición y sin re presentación El propio Artaud teme que su búsqueda sea ilusoria: debido a que no es posible “estar seguro de que el pensar, el sentir, el vivir, sean hechos anteriores a Dios” (i**, 56), se puede dudar de que sea posible expulsar alguna vez a Dios de nuestros cuerpos. ¿Es posible incluso que su anterioridad preceda al Sentido y la Pa labra de antes de las palabras? ¿Es posible que ese Sentido y esa Palabra no sean sino una astucia del fa tu m divino? c] E l cuerpo palimpsesto Tam bién para Nietzsche existe una especie de escritura de la carne, ya que el cuerpo es esa materia semiótica en que se expresa el len guaje de los afectos. Más precisamente, se parece a un palimpsesto sobre el cual se han superpuesto dos textos, al punto de que con fre cuencia es imposible decir de cuál se trata. Sin embargo, todo el es fuerzo de aclaración consiste en separar el texto más antiguo -el más “natural”- que está ocultado por el más reciente -el texto de la “cultura”.8 Pero eso no significa regresar, más acá de las interpreta ciones, a la naturaleza misma. La “naturaleza misma” es ya un texto, una interpretación; es por eso por lo que Nietzsche gusta de escribir el término Natur entre comillas y afirma que el propio instinto no es nunca un “dato” natural, sino una interpretación.9 6 “Pero debo inspeccionar ese sentido de la carne que debe darme una metafísi ca del Ser, y el conocimiento definitivo de la Vida” (i**, 51). 7 “La parole soufflée”, en op. cit., p. 291. 8 “...es preciso encontrar bajo los colores halagadores de ese camuflaje el texto prim itivo, el texto aterrad or del hom bre natural. Sumergir de nu ev o al hom bre en la naturaleza; liquidar las numerosas interpretaciones vanidosas, aberrantes y senti mentales que han garabateado sobre ese eterno texto primitivo del hombre natu ral” (vn, 150). 9 “Hablo del instinto ( Instinkl ) cuando se incorpora algún ju icio (Urteit) (el gusto en su primera etapa), de suerte que en adelante se producirá espontáneamente, ya sin esperar que lo provoque alguna excitación” (v, 398). “Poner ante todo: incluso los instintos ( Instinkte ) han devenido; no prueban nada respecto a lo suprasensible,
Si la misma metáfora, la de la escritura, permite dar cuenta de la actividad de la “naturaleza” y la de la “cultura”, es porque en ambos casos la interpretación no vale “en sí”, no nace sua sponte sponte,, sino siempre en relación con otras interpretaciones. Aun en la vida orgánica, afirma Nietzsche, el “juicio” es más antiguo que el “im pu p u lso ls o ”. N o exist ex istee n a d a que qu e n o se h a y a inscrito en un conjunto. Ni el instinto ni el impulso, por lo tanto, no son nunca propios de un individuo o de una especie, sino siempre la expresión de una rela ción y conservan la huella de la otredad. ¿Qué diferencia existe sin embargo entre esos dos textos? No pu p u e d e ser se r “de “d e n a tura tu rale lezz a ”, p o rqu rq u e n o h a y o posi po sicc ión ió n radi ra dica cal;l; es de grado -en cuanto a la posibilidad y la variedad de las interpreta ciones: la cultura corresponde a un debilitamiento del poder inter pre p reta tatitivv o y a u n a sum su m isió is iónn a las inte in terp rpre reta tacc ion io n e s y a form fo rm u lad la d a s que aceptam os como la “naturaleza “naturaleza misma” y la expresión de un a “esencia”. El motivo de esa sumisión es la voluntad de borrar las diferencias y de residir en una identidad segura; es la misma que suscita la creencia en la gramática y la hegemonía del concepto. Ser “los denigradores del cuerpo” es, ante todo, detener el juego indefinido de interpretarlo para protegerse de los afectos cuya ex pre p ress ión ió n n a tura tu rall es siem si em pre pr e crue cr uel.l. Y al c o n tra tr a rio ri o , v olve ol verr al “text “te xtoo pri p rim m itiv it ivoo ” n o signif sig nifica ica ree re e n c o n tra tr a r u n esta es tado do d e natu na tura rale lezz a, sino sin o reconocer la necesidad de realizar uno mismo sus “propias” inter pre p reta taci cion onee s. Es d e c ir rom ro m p e r c o n los h á b itos it os y la rigi ri gide dezz del de l yo p a ra dejar libre curso al juego de los afectos que, en una idiosincrasia dada, producen incesantemente, en el modo de la apropiación, lo que pasa por el sí. Lo aterrador, en “el texto primitivo del hombre natural”, es que esté siempre en proceso de escribirse. Aquí se descubre la diferencia principal entre el pensamiento de Nietzsche y los primeros textos de Artaud: mientras que para este último la interpretación es un segundo momento, el de la caí da, el de la separación entre el Sentido y el signo, para Nietzsche el “primer” texto (concepto abiertamente mítico) es ya una inter pre p reta taci cióó n . E l text te xtoo produce el sentido y no es su hierofante; el len guaje de los afectos es un texto sin referente exterior ni significado ni sentido trascendente. Las interpretaciones primitivas no trans miten por lo tanto ningún conocimiento “verdadero”; no son meni siquiera para la animalidad, ni siquiera pa ra lo que es es típicamente h um ano ” 173).
(xi,
nos “falsas” que las más recientes, pero son más libres; más inter pretat pre tativa ivass, por lo tanto más “naturales”, puesto que interpretar in definidamente está en la naturaleza de la “voluntad de poder”. Además, a pesar de su valorización de la actividad inconsciente, no considera al inconsciente como detentador del saber saber del cuerpo. La actividad onírica (iv, 101), las reacciones instintivas no son nunca otra cosa que una forma de “representarse* el cuerpo, una manera de segundo comentario que es preciso atribuir a algún “apuntador” ( soujfleur soujfleur ) (100). El cuerpo, experimentado a partir de la conciencia o del inconsciente, es por consiguiente un teatro ani mado por un poder autónomo, en la medida en que el instinto es pro p rodd u c to d e otra ot rass inte in terp rpre reta tacc ion io n e s, y e n p a rtic rt icuu lar la r d e la i n ter te r p r e ta ta ción de los otros (477). Habría por lo tanto una especie de astucia del instinto que se da por lo más propio, pero que, como no es si no el signo del otro en el seno del “sí”, constituye una forma de creencia y de d e alienació alienación. n. ¿Pero ¿Pero cómo hablar de alienaci alienación ón si no somos nad a fuera de una red de interpretaciones? Ciertamente debemos plantear la existen cia de un texto subyacente al instinto mismo, de un estado del cuerpo más “puro”, pero eso supera a tal punto nuestras posibili dades de lectura d e los signos signos,, regidas por p or los marcos marco s lingüísti lingüísticos cos y sociales sociales que n o pue p uede de ser sino “un “un text texto„ o„ desconocid desco nocido, o, quizás q uizás im im posibl pos iblee d e cono co noce cerr y apen ap enas as sent se ntid ido” o” (101 (101). ). N a d a asegu ase gura ra q ue sea se a p o sible alcanzar el “texto primitivo” del cüerpo, ni tampoco que el cuerpo sea, para el hombre, algo “primitivo”. Por consiguiente no pu p u e d e ser se r obje ob jeto to d e n ing in g u n a cert ce rtee za filosó fil osófic ficaa y d e b e q u e d a r, p a ra el pensamiento racional, como un enigma. Para ser ese “hilo con ducto du ctor” r” con el cual Nietzsche espera salir salir de la metafísica metafísica y de la lengua alienada, debe convertirse en un objeto de fe. Los nihilistas, afirma, son aquellos que no tienen “más fe [ Glaubwürdigkeit\ en su pro p ropp io c u e rpo rp o ”, y agreg ag rega: a: “En “E n q ué c reem re em os [denn was glaubt man] más firmemente hoy, que en nuestro cuerpo” (vil, 28). La cuestión se desplaza en el plano del valor y de la ética, y Nietzsche propone un nuevo imperativo categórico que responde en forma irónica al imperativo moral: “Espreciso mantenerla, confianza confianza que tenem os en nuestro cuerpo” (x, 129). El filós filósofo ofo,, cualquiera cualq uiera que sea, Nietzsche o Zarat Z aratustra ustra,1 ,100 no pue1,1 Zaratustr Zaratustraa también también conser conserva va el el tono tono del doctr doctrina inari rioo y no habla sino sino con metáforas prestadas -irónicamente: ve en ello “una gran razón” (vi, 45) un “sentído ” (91 (91), ), u na “sabiduría”.
de sino decir a medias sobre el cuerpo, y debe siempre, como Dio nisos, abordarlo oblicuamente, porque los dos escapan a la sabidu ría filosófica, pero representan, en el seno del pensamiento y del discurso, un punto de resistencia contra el nihilismo, que lo obliga a desviarse: “Oíd más bien, hermanos míos, la voz del cuerpo en bu b u e n a salu sa lud; d; m ás leal le al y m ás p u r a es esa es a v o z ” (vi, 44). L a b u e n a sa sa lud, he ahí una noción problemática que escapa al saber de la filo sofía. El cuerpo sometido a bajas de intensidad o a una “voluntad de poder” declinante puede traicionar la confianza puesta en él. Los “débiles” también creen en su cuerpo “pero para ellos es una cosa enfermiza”. Por el contrario Nietzsche, enfermo y sufriendo, lo exalta. ¿Es la “sabiduría” del cuerpo lo que empuja a los “débi les” a querer morir? ¿No es más bien que el cuerpo, sometido a un sistema de interpretaciones coercitivas, nunca deja oír una voz “pura”? Por consiguiente, quien se cree sano ¿no podría estar en fermo? Parecería que no hay criterio objetivo de la buena salud, ni siquiera para uno mismo.11 Esta está siempre ligada a un acto de fe: ¿es posible que la fe f e dionisiaca en el cuerpo sea el único criterio?
EL “ c u e r p o s i n ó r g a n o s ” : u n n u e v o “ t e a t r o d e l a c r u e l d a d ”
a] E l incon ma china inconsci scien ente, te, deus in machina Pese a los sufrimientos soportados, pese al rapto divino, Artaud pa p a rec re c ía c o m p a rtir rt ir esa es a fe e n el cuer cu erpo po.. Incl In clus usoo a travé tra véss d e los texto tex toss más desesperados, como “Correspondance de la Momie” (i**, 57), conservaba la certeza de que había un “fuego virtual”, una “luci dez”, que permanecían activos y podrían permitirle alcanzar “la vi da y sus flores”, sin embargo, así como comprendió que el yo no había sido objeto de un robo, sino que era el ladrón en persona, del mismo m odo, después de hab er creído encontrar el sentido sentido del cuerpo en un estado anterior a Dios (gracias, por ejemplo, al rito del peyote), comprendió que nuestro cuerpo y nuestra carne eran el obstáculo esencial contra el cuerpo. Éste nunca es para el hom bre b re u n a “ev “e v ide id e n c ia”, ia ”, u n a “sab “sa b idu id u ría rí a ”, el c u e rpo rp o n o está es tá enfe en ferm rmo, o, 11 Véase P. Klossowski, “Les états valétudinaires, Quatre critéres”, en op. cit., p. 113.
sino que él es la enfermedad; tampoco Artaud cree en el cuerpo con buen bu enaa salud salud.. No N o basta por lo tanto con deshacerse de las las inter pre p reta tacc ion io n e s falsas falsa s o c on e x p u lsa ls a r a D ios, io s, sino si no q ue es p reci re ciso so lle ll e var va r la guerra al cuerpo mismo: hay que destruirlo, no encontrarlo. Por su deseo de inventar el cuerpo, Artaud se encarniza contra él, al pu p u n to de p a rec re c e r a la l a vez ve z m u y c erca er ca y m u y lejos le jos d e N ietz ie tzsc sche he.. El “sentido de la carne” es la fórmula misma del engaño. Para que el cuerpo sea anterior a Dios, no debe tener ningún “sentido”, po p o rqu rq u e d e sde sd e q u e algo al go tie ti e n e sent se ntid ido, o, p a r a el h o m b re, re , ser se r d el len le n guaje, hay siempre intrusión de Dios y su Verbo. En un texto de 1947, titulado “Chiote á l’esprit”, Artaud comprueba el fracaso de todas esas “escuelas de subversión” que fueron el dadaísmo, el su rrealismo o el marxismo, y que no llegaron nunca a conmover al más viejo de los ídolos, el espíritu, ni a denunciar la historia más criminal de la humanidad: la que nos cuentan Platón, la Cábala y casi toda la filosofía, de la supremacía del espíritu sobre el cuerpo. Cierta necesidad de “definición”, una incurable cobardía frente a la vida, el sufrimiento y el “trabajo” del cuerpo, han impulsado a los hombres a refugiarse en el espíritu, a hacerse ideas . ÍZ Pero m an tener el predom inio de la idea y la supremacía supremacía del espíritu espíritu no tiene tiene otra justificación que la de sujetar al hombre a la carencia, al deseo que se sostiene de una carencia.13 .13 ¿Por qué esa historia funesta tiene siempre tanto crédito, y por qué el hombre está tan aferrado a su quimera? Es que, desde hace mucho tiempo, filósofos y adeptos de la “psicurgia” han instilado ese veneno en lo más profundo de nosotros mismos, “aprovechán dose del sueño del hombre”. Así, de las zonas más alejadas de la conciencia ascienden pesadillas que dan fe del enraizamiento de la idea en el corazón del inconsciente.14 El poder de alienación por excelencia es es por lo tanto esa región región oculta oculta donde dond e A rtaud creía en contrar el conocimiento enterrado del cuerpo: el inconsciente. Si í¿ “Demasiado cobardes para intentar tener un cuerpo, los espíritus, gases
volátiles más ligeros que cualquier cuerpo trabajado, se pasean en el empíreo en el cual su vacuidad, su carencia de vida, su vacío, su pereza redomada los mantienen pa p a r a el espí es pírit rituu ” (en Tel Quel, núm. 3, 1960, p. 5). 1 i “Las ideas no son sino el vacío del cuerpo. Interferencias de ausencia y de carencia, / entre dos movimientos de realidad explosiva, / que el cuerpo por su sola sola presencia nun ca ha dejado de im pon er” (ibid., pp. 7-8). 14 “Sin partida pa rtida rios del espíritu puro, puro , del puro pu ro espíritu como com o origen de las cosas, cosas, y de dios como puro espírit espíritu, u, jam ás ha bría habid o pesadillas” pesadillas” (ibid., p. 5).
es más significante que el consciente, si posee algún saber, es que está más cerca de Dios, que es Dios. Lo que Nietzsche sugería, Artaud lo radicaliza: “Lo que oigo en mi inconsciente son los otros” (XXI, 85); y se subleva contra una doble alienación: el discurso de los otros que dictan su ley desde el exterior, la sacralización de un Inconsciente que no por escapar al dominio del sujeto le es menos consustancial, puesto que sigue siendo tributario de las categorías de la persona y el sujeto. De al guna manera representa otra escena que se contrapone a la de la conciencia, un teatro obsceno sostenido por una libido organizada desde el exterior y que se impone al sujeto como su “amo”, y final mente, la última retirada del Dios oculto en nuestros cuerpos, el deus in machina. El inconsciente es ese depositario intocable de la ley y del deseo con el cual, sin embargo, la cura permite, como con Dios, acomod aciones. Si reconoce su presión, Artaud se suble va contra el inconsciente como Ley y nueva encamación de la fa talidad: “Porque ni el inconsciente ni el subconsciente son la ley” (xiv, 16). Después de haberse referido al psicoanálisis y de haber creído encontrar en la libido uno de los resortes del “teatro de la crueldad”, denuncia el subterfugio.15 Cualquiera que sea el discurso dominante, el de la Razón, el de la ciencia o el del Inconsciente, lo que se somete a la exclusión y a la represión es siempre lo mismo: el cuerpo. Pero ¿no está exclui do de todo discurso? Para Nietzsche y Artaud, el cuerpo es la realidad más “profun da”. Más acá del inconsciente regido por un sistema de interpreta ciones que remite al sujeto y al recinto cerrado de la lengua, existe una semiótica del cuerpo. Pero ella no puede constituirse jamás en significación: lo más “propio” es lo menos comunicable; desde el momento en que habla, ya no es el cuerpo. De suerte que el filóso fo Nietzsche reconoce la necesidad de pasar por las interpretacio nes de los otros, pero descubre también en el cuerpo una realidad transindividual y transhistórica, un centro indeterminado de rela 15 Y afirm a su inte nció n “de divulgar divulg ar la fuente de ese incon sciente que sería, al pare pa rece cer, r, nues nu estr troo am o y que qu e se n o s n ieg ie g a el d erec er echh o a acus ac usar ar p u esto es to que qu e se nos no s dice dic e que por naturaleza es inconsciente (xi, p. 48). Véase también, en Van Gogh le suicidé de la société, la co ndenación nde nación de la psiquiatría y del psicoanális psicoanálisis, is, así como los ataques contra el famoso doctor L... a quien conoció durante su admisión en Sainte-Anne, y que aparentemente no era otro que Lacan (xm, p. 15); sobre esto véase G. Scarpetta, “Artaud écrit... ”, op. cit.
ciones con los otros cuerpos presentes o pasados, incluso futuros (según el ciclo del Eterno Retomo), así como con el resto de lo vi viente. Sin embargo, Artaud continúa persuadido de que el otro remite siempre a un Otro absoluto bajo su aspecto más maléfico: Dios, la diferencia esencializada, esa mala diferencia que él llama la “crueldad morbosa”, “el azar bestial de la animalidad incons ciente humana” (XIV**, 102), a la que responde la ilusoria identi dad del sujeto. Contra ella, quiere despertar en el seno del cuerpo una crueldad viva y liberadora. b] E l entredoscuerpos Igual que la mujer, el cuerpo es atravesado por una diferencia que lo divide en dos, pero es también el que hace ser esa división dife rencial. Dos modos de la diferencia, dos modos del cuerpo: por un lado el cuerpo obsceno -aquel en que vivimos; por el otro el cuer po abyecto o puro -el “cuerpo sin órganos”. Esa división es un he cho: Artaud no la inventa, la comprueba y -ahí está el humor- la hace jugar al extremo, pasando de un polo al otro y volviendo a atravesar el límite indefinidamente. Esa división ciertamente adop ta el aspecto de u na dualidad, y J. Derrid a asocia ese deseo de ex pulsar a Dios del cuerpo con el rechazo de la diferencia, con el sueño de un cuerpo limpio y puro. Especie de éxtasis en uno de los polos de la dualidad, el “cuerpo sin órganos” responde, en su simplicidad, a una voluntad de vida indiferenciada, de escapar al juego cruel de la diferencia (xiv**, 76). Sin embargo, esa posición extrema, y si se quiere metafísica, no es sino un momento de la es trategia: el “cuerpo sin órganos” representa seguramente la mayor invención del humor. Imagen de lo limpio y de lo puro en retirada del mundo y del orden simbólico (¿no es decir ab-yecto?), pero que desde el exte rior constituye el “fundamento” de la existencia, el cuerpo es colo cado en lugar de lo “sagrado”, en el punto de encuentro entre el sujeto y lo real más desbordante. El “cuerpo sin órganos” es una noción paradójica, todo menos un concepto, algo irrepresentable. Así puede desem peñar en el texto de Artaud la misma función que Dionisos en el texto de Nietzsche: es lo más insignificante puesto en el lugar del significante absoluto a partir del cual se produce el texto; el cuerpo escribe, pero nunca se escribe. Igual que Dionisos,
el “Cuerpo sin órganos” es un centro exorbitante, un principio de unidad y de dispersión. Por ese humo r que es “a la vez más y men os que una estratage ma”,16 Artaud, “sujeto” de la escritura y del pensamiento, parece desbordado. No propone para el cuerpo ni lugar fijo ni definición detenida. Como excede el recinto cerrado de la lengua, pero des de que se hab la de él es para hacerlo cab er en la lengua, Artaud, a fin de no permitir que sea abarcado por ella, le da todas las deter minaciones más contradictorias: es puro y abyecto, es-profundidad y superficie, tiene un falo y es el falo, (“el tótem emparedado”, XII, 23), debe ser castrado y no debe serlo. Dionisos es su figura alegó rica, pero también Heliogábalo que imita la castración sin cometer el error de castrarse, que se vuelve mujer pero sigue siendo hom bre. Jacques Henric, en un artículo en que pone de manifiesto el esfuerzo de A rtaud por-recuperar la dimensión del cuerpo en toda su “profundidad material”, analiza el acto de castración como “una reconquista de la unidad física concreta, inmediata”, y afirma: “Más que una voluntad de mutilación, la castración expresa el de seo del c-astrado de volverse todo-entero sexo ”.l/ Si-un fantasma se mejante da cuenta de uno de los aspectos del texto de Artaud, él no podría retomar su estrategia, sino por el contrario, reinscribirla en la lógica del fetiche: el ser o el tener -mientras que todo el es fuerzo de Artaud fue para escapar de ello. Ese deseo estaría asocia do, pa ra J. Henric, con un interés por la “reunificación de las fuer zas”, la “reconquista de la unidad”, fórmulas en las que pueden apreciarse, pese a sus declaraciones de intención, resonancias me tafísicas. Para Artaud, como para Heliogábalo, la castración es siempre un juego, aunque se trate de un juego grave y cruel. El que practica la castración efectiva no es sino el Galle o algún doble malo de Artaud: “Ese monje / Antonin Nalpas de Florencia [...] / molesto por su sexo masculino” (xil, 147). Artaud no quiere ser más que tener un falo, ni ser un hoy o más que no serlo, pero como para el que habla no hay alternativa, pasa sin cesar de un polo al otro. Su verdadera situación, en cuanto no ¿y un cuerpo (enajenado y organizado), es el entredoscuerpos.i% Y ese lugar insostenible, Derrida, L ’écriture et la différence, op. cit., p. 291. 17J. He nric, “Un e profo ndeur matérielle”, en Critique, julio de 1970, p. 621. “Entre le cu et la chemise, / entre le foutre et Pinfra-mise, / entre le'membre etle faux bond...” (xil, 17).
donde sin embargo todo el mundo viene a “comer Artaud”, es al go así como el sacrum, próxim o a “ese hueso/ situado entre el sexo y el ano” (xil, 17). Pero lo sagrado no es una residencia, y no es posible m antener se en un “cuerpo sin órganos”. Representa, igual que el teatro de la crueldad, una imposibilidad -aquí, sin embargo, buscada en cuan to tal. El cuerpo es verdaderamente inmundo, y es por eso que es capa a la lógica del mundo y no encuen tra lugar en él: “Porque es toy en pleno increado con mi cuerpo físico entero” (xiv**, 72). Pe ro si no está en el mundo, tampoco está fuera del mundo. El cuer po, separado de él mismo por el mundo, no deja de trabajar y divi dir el mundo al relanzar la dinámica de la abyección que provoca lo trágico: única posibilidad de vivir la imposibilidad de vivir. La abyección es insuperable porque separa, en el seno mismo del cuerpo, la zona del juego de lo trágico -sin conciliación posible.19 El entredoscuerpos, por no ser un estado, un éxtasis, debe “ser” proceso infinito de abyección. Entre el yo y el yo, el cuerpo y el cuerpo, la muerte y la muerte:20 la danza de los órganos, a fin de que, desgarrada entre la m uerte del cuerpo “de m adera blanca” (la vida) y la Muerte del “cuerpo sin órganos” (la Vida), la existencia sea entregada a su propia imposibilidad y aspirada en una lucha infinita y cruel. Morir viviendo en lugar de vivir muerto (xill, 33).
DANZA Y METAMORFOSIS DEL CUERPO
a] La danzfl de los órganos Conscientes de que la alienación del cuerpo es la fatalidad que pe sa sobre el hombre, pero que sin embargo el cuerpo sigue siendo la única salida, el único “hilo conductor”, Nietzsche y Artaud lle gan sin embargo a actitudes diferentes, incluso antagónicas; el uno 11 “¿Porque cómo conciliar la sublimidad con la abyección del cuerpo habitual? / Pues bien, no hay sublimidad, sino abyección y hábito, y eso es todo. / No hay esta do en que u no se supere a sí mism o ¿y para qué sirve superarse?” (xrv*, 43). 2(1 “Ho rror de la mu erte que ‘yo’ soy, asfixia que no sepa ra el ade ntro del afuera sino que los aspira uno en el otro indefinidamente: Artaud es el testigo insoslayable de esa tortura -de esa verdad.” J. Kristeva, Poderes de la perversión México, Siglo XXI, 1988, p. 38.
propone exaltar la “gran razón” del cuerpo, el otro destruir nues tros cuerpos organizados. En efecto, la cuestión del organismo está en el centro de esa divergencia. Ciertamente, Nietzsche descubre en esa “razón” del cuerpo, no un principio directivo, sino una “pluralidad de sentido único, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor” (vi, 44). Retomando la metáfora tradicional y política del cuerpo asimilado a una ciudad, donde ciertos órganos y facultades gobiernan a los otros según una jerarquía que refleja el orden humano, Nietzsche desnaturaliza su sentido con un nuevo llamado a la ironía: no existe ningún centro de poder inmutable, ningún jefe preciso asegura la dirección, sino algún impulso dado que se afirma en un momento y se coloca a la cabeza del organismo. Es reconocer que el buen orden del cuerpo, la buena disposición de nuestros órganos son puramente iluso rios,21 pero sin embargo constituyen errores indispensables para la vida. El organismo, lejos de ser un fin en sí o un estado de hecho inmutable, es un m edio de acrecentar las posibilidades de conflicto y de aumentar el grado de poder. Porque el dominio de sí supone el despertar incesante del caos, el superhombre se caracteriza por una complejificación cada vez mayor de su organismo, a fin de ser para sí mismo un heroico campo de batalla.22 El organismo, realidad paradójica, hace del cuerpo el verdadero escenario trágico que el filósofo desvía irónicamente, recubriéndo lo de máscaras apolíneas (la metáfora del Estado, por ejemplo [v, 543]), pero del que el discípulo de Dionisos no deja de ahondar el sentido para, rechazan do toda ilusión, operar un descenso al cuerpo despedazado, estallado. ¿Pero hasta dónde? ¿H asta ese “sin fondo” del que habla G. Deleuze? ¿Hasta el “texto primitivo”? ¿O bien hasta cierto “apuntador” que apuntó a Nietzsche su cuerpo y su razón? Esa simplicidad” denunciada por Nietzsche es precisamente lo que Artaud, al parecer, busca en el “cuerpo sin órganos” y en su vo luntad de rom per con el organismo, al punto de reducir el cuerpo al esqueleto y a la sangre (xiii, 84). También su actitud parece derivar Nietzsche reconoce que “la verdad última del flujo no tolera la incorpo21 ración, nuestros ótganos {para vivit) están ellos mismos construidos sobre ese error” (v, 397). Los hombres superiores se distinguen de los hombres inferiores como los animales superiores de los animales inferiores, por la complejidad y el número de sus órganos. Asp irar a la simplicidad -e so quiere decir buscar la facilidad” (iv, 400).
explícitamente del nihilismo, y designarlo como uno de esos “deni gradores del cuerpo” estigmatizados por Nietzsche.23 Una forma de catarismo, perceptible en las “Cartas de Rodez”, donde Artaud pre dica la castidad para impedir la reproducción de una humanidad caída (x, 227), se siente en todos sus escritos; y cuando proclama que “en el mundo tal como [él] lo premedita, la sexualidad estará excluida” (xiv*, 161), comete lo que Nietzsche llama “el verdadero pecado contra el espíritu santo de la vida” (vill*, 235). Pero las diatribas de Artaud contra la sexualidad no tienen una única interpretación. Hay como un exceso que desborda al sujetoArtaud, y donde arraiga la estrategia del humor, que despierta lo trágico, lo cual procede, en gran parte, del juego de la diferencia sexual. Lo que desea es “cortar”, “liquidar” el sexo y el ano, pero la sexualidad, el esperma y el excremento son, sin embargo, las potencias abyectas que anim an su pensamiento, su escritura y la efervescencia insurreccional de todo su ser. Es preciso despertar incansablemente la fuerza negra cuando uno es un “cu” en rebe lión contra el “cu”. El bastón, el sexo y sus deyecciones: esperm a o escritura, liberan una fuerza destructiva c ontra los “espíritus” y los hombres.24 En una carta a Bretón, Artaud explica: “El cu, quiero decir la se xualidad, es útil, André Bretón, no digo lo contrario, es un excelente medio de expansión, de emisión, y me atrevería a decir de propul sión. Pero no es todo. / En todo caso no es, en realidad, un m edio de adivinación, y m enos todavía de dominación...” (xiv*, 129). Condena entonces esa desviación de la potencia sexual por la familia y la so ciedad, que han hecho de ella un medio de opresión y el mayor rito de nuestra época. “Detrás del orgasmo están la misa y sus ritos” (154), pero también las ciencias ocultas de la psiquiatría y el psicoa nálisis. Si aparentemente lleva el nihilismo más lejos que Nietzsche, si se encarniza contra el cuerpo y la sexualidad, no es que busque una “simplicidad” simple y fácil, ni tampoco resentimiento contra la vida o deseo de acabar con ella, sino voluntad de hacerla finalmente posible, rechazo de la facilidad y de la cobardía.2'1’ 23 Nietzsche, criticando esa voluntad de enflaquecimiento del cuerpo que “no deja subsistir más que los huesos, el chasquido” (v, 269), recuerda que “también es preciso tener carne sobre los huesos” (p. 515). 24 Y aquel que, como Tzara, osa “tocar [su]-bastón como habría tocado [su] cola” (xiv*, 130), se expone al peligro de sus fuegos brotantes. 2’’ “Yo odio y desprecio por cobarde a todo ser que no reconoce que su vida no
En el distanciamiento del entredoscuerpos se abre el espacio trá gico de un nuevo “Teatro de la Crueldad” (xili, 104): “Lugar don de hay cuerpos buscando cada uno su despoblador” (Beckett). Así se abre de nuevo el espacio de lo real: mientras que la indecisión del teatro en la realidad apuntaba a una decisión superior en el plano de un Real trascendente, la experiencia del “cuerpo sin órganos” nos obliga a asumir una no-decisión que nos entrega a la realidad de la existencia: “El terrible en-suspenso / en-suspenso de ser y de cuerpo”.26 El cuerpo organizado pasa a ser el lugar donde se ejerce la “ine luctable necesidad” (xil, 110) de un nuevo “teatro de la crueldad”, por la liberación de los “miembros y órganos reputados como ab yectos” (111), en una danza regulada y cruel. Esa danza anatómi ca, como la del Tutuguri, despierta el poder de lo sagrado: provo ca el encuentro de los vivos y los muertos (115), es, igual que la peste, una peligrosa “epidemia”, propagación de la violencia hasta la explosión total del cuerpo: “Verán mi cuerpo actual / volar en añicos” (118). Pero anuncia que, como Dionisos, después del des pedazamiento de su cuerpo “se reunirá / bajo diez mil aspectos / notorios / un cuerpo nuevo / donde ustedes no podrán / ya nunca / olvidarme”. b] La danza dionisiaca La voluntad nietzscheana de ilusión, que incita a velar el horror dionisiaco de la máscara apolínea por una constante desviación del abismo o la valorización del superhombre, no impide que Nietzsche se haya abierto él mismo a esa violencia, y no haya em prendido un trabajo subterráneo del que su texto muestra las hue llas. En ese sentido, Artaud parece haber dejado advenir en sus esle es dada más que para rehacer y reconstruir su cuerpo y su organismo entero. ...Odio y desprecio por cobarde a todo ser que no admite que la conciencia de haber nacido es una búsqueda y una aplicación superior a la de vivir en sociedad” (en 84, núm. 8-9, pp. 280-281). “Como si entonces todo estuviera dicho por una anatomía y por la marcha de una anatomía y de su funcionamiento anatómico / en el cuerpo hecho, delimita do, terminado, / cuando la cosa es el terrible en-suspenso, / en-suspenso de ser y de cuerpo” (xxil, 106). Una anatomía que está en-suspenso, / sublimación de reserva abstrusa y de honor en medio de la sexualidad, / estando muy enfermo, / pero muy fuerte” (109).
critos la violencia que Nietzsche reprimía y haber hecho de ellos el lugar de experimentación del caos y de la paradoja, gracias a la economía cruel del humor. Nietzsche se esforzó siempre por escri bir contra la dislocación amenazante de la “obra”, como lo atesti gua -irónicamente- su intento de sistematizar su pensamiento en el gran libro sobre La voluntad de poder. Artaud se habría compro metido así en una destrucción de los ídolos -y en particular del cuerpo como ídolo- que Nietzsche indicaba sin haber extraído sus últimas consecuencias con ese rigor desesperado. De suerte que, bajo la oposición aparentemente radical en cuanto al valor del or ganismo, se descubre una intuición común más profunda.27 Los dos, por último, nos recuerdan que la gran aventura del hombre en los siglos futuros no está en los espacios interestelares, sino en su cuerpo cuya “realidad no ha sido construida aún”. Esa aventura, ambos la designan por la misma actividad: la danza. Es cierto que para Nietzsche es más metafórica, mientras que en Ar taud es literal, carnal;28 para el uno es más afirmativa y solar, para el otro es destructiva y negra. Pero en ambos casos la danza indica cómo el cuerpo ha pasado a ser el camino hacia las tierras ignotas: los nuevos territorios de la corporeidad, las tierras de Dionisos. Danza de sedición y de desesperación que remienda el cuerpo y destruye en él todo deseo constituido, toda sensualidad, según Ar taud, que parece habitar siempre el deseo metafísico de un cuerpo no trabajado por ninguna diferencia. Sueño, utopía, pero a decir verdad, no se engaña: la utopía es un medio de acción integral y sin equivalente, la danza es aquello en lo que hay que arrojarse a cuerpo perdido cuando, de todos modos, todo está perdido si no subsiste alguna forma de fe en el cuerpo “más allá” del cuerpo 29 Danza de seducción y de alegría para Nietzsche: la danza es aquiescencia al juego de la apariencia - “danza de los elfos” (v, 80); li Y N ietzsche llega a admitir: “No hay m ateria, no hay espacio, no hay actio in distansy n o hay forma, cuerpo ni alma. N o ha y ‘creación’, no hay ‘omnisciencia’ -n o
hay Dios: o sea no hay h om bre” (v, 531). C om o si creer en el cuerpo (organizado) fuese siempre creer en Dios, Zaratustra, pese a su fe en el cuerpo, recono ce que no hay nad a puro, sino p or el contrario el reflejo del “delirio” y del “extravío” metafísicos: “iAy! es en cu erpo y querer en lo que se han c onvertido” (vi, 91). ^ Véase J. Derrida, L ’écriture et la différence, op. cit ., pp. 273-276. ^ “-So n historias, / a primera vista / es utopía, / pero em pieza ante todo por bailar, pinch e m ono, / especie de sucio chan go euro peo que eres / que jam ás ha aprendido a levantar el pie” (XIII, pp. 281-282).
es acto de amor en favor de la vida (vi, p. 125), y por fin delimita un espacio intermedio entre “Dios y el mundo” (v, 293) en que el hombre descubre el campo de innumerables metamorfosis. Esa danza es evidentemente sensual, pero a la sensualidad “estúpida” del vals alemán, Nietzsche prefiere “la melancolía lasciva de una danza morisca” (XIII, 124). Aparentemente radiante y apolínea, no debe ocultar, sin embargo, la realidad violenta de los afectos ni el despedazamiento del cuerpo dionisiaco. Así, Zaratustra no olvida jamás el abismo sobre el cual tiene que danzar “para no caer” (vi, 262). Y a riesgo de hacer enrojecer al cielo con sus “blasfemias” re cuerda: “El mundo es profundo -y más profundo de lo que jamás ha pensado el día. A la luz del día no está permitido decirlo todo” (186). Igual que Artaud, Nietzsche ha comprendido la necesidad de hacer danzar el abismo en su cuerpo, de colocarlo en el lugar del “sí”, de la “gran razón”.30 Es así que en L ’AntiOedipe,31 G. Deleuze puede hacer reunirse en el “cuerpo sin órganos” la experiencia de Artaud y la que cul minó para Nietzsche en la euforia de Turín. Aceptando dejarse in vadir por el caos, Nietzsche entonces hizo caer la máscara y se abrió plenamente a la experiencia trágica de desconstrucción y de sorganización que prefiguraba el advenimiento del “cuerpo dioni siaco”. Pero la violencia del entredoscuerpos, donde intentó existir Artaud, arrojó a Nietzsche de vuelta a la identificación con Dioni sos. Pero lo sagrado no soporta la identidad y no ofrece sino una mala imagen identificatoria. La firma “Dionisos”, si marc a la victo ria del cuerpo, del éxtasis y de la intensidad sobre el orden simbó lico depresivo, también indica, como identificación, una recaída: la caída de Nietzsche en la boca del “apuntador”, el volver a ce rrarse de la clausura trágica sobre el “chivo expiatorio”. Habría un sacrificio ante el cual Nietzsche se habría detenido: el de su “hilo de Ariadna”, el del gran deseo del cuerpo, y que lo habría impul sado a ofrecerse él mismo como víctima sacrificial.
i,) “El sí por fin no es, en el cuerpo, más que un a ex tremidad prolongada del Caos -los impulsos no son, en una forma orgánica e individualizada, sino delegados del Caos. Esa delegación pasa a ser la interlocutora de Nietzsche. Desde lo alto de la ciudadela cerebral, así investida, se llama locura” (P. Klossowski, op. cit., p. 58). L ’AntiOedipe, op. cit., cap. 1.
POSTUR A E IMPOSTURA: el “chivo expiatorio” o el destino de Edipo
Abrir el teatro del mundo, del yo y del cuerpo, más allá de lo obs ceno, a la violencia fundamental, es traer el dios a la tierra y lanzar el orden humano al contacto con lo sagrado: Dionisos, lo abyecto del “cu”. Semejante empresa corresponde al héroe. A él le toca, según una fórmula de Artaud, “sufrir un mito” (xi, 277) y adelan tarse fuera del mundo conocido, hacia las zonas sagradas en que proliferan los monstruos. “El gran heroísmo es de nuevo necesa rio” (iv, 600), afirma Nietzsche. “De nuevo”, porque es como un resurgimiento del que animaba a los semidioses antiguos y a los héroes de la tragedia. Su situación, en la orilla del mundo, es bien la de entredos. Nunca están en paz; siempre en lucha. Ese dinamis mo los mantiene con vida, como ellos mantienen la distancia entre el orden humano y las fuerzas oscuras, a riesgo de dejarse conta minar. Pero la dinámica puede detenerse en cualquier momento. Entonces se representa la tragedia: la muerte sacrificial del héroe.
EL FILÓSOFO MEDUSADO
a] Edipo filósofo Roland Barthes, en Sobre Racine, propone esta definición del héroe trágico: “Es aquel que no puede salir sin morir.”1 La clausura del espacio trágico es a la vez lo que lo pone en peligro y lo que lo sal va. Pero las fuerzas centrífugas lo arrastran siempre y lo entregan a la Exterioridad fatal. Con la tragedia, cesa lo trágico. Durar sería entonces el verdadero heroísmo: es decir, según una doble diná mica, soportar la presión de las fuerzas centrífugas e impedir que 1 Sobre Racine, México, Siglo XXI, 1992,
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la clausura vuelva a cerrarse. Evitar por un lado ser arrojado de vuelta a la violencia de lo sagrado que culmina con la muerte o la locura, y por el otro la presión del grupo que forma un círculo al rededor de la víctima expiatoria. Sobre la acción trágica, R. Barthes precisa que se trata de “esa acción original” que pone en conflicto al padre y el hijo, o a los hermanos entre ellos, después del asesinato del padre, por la con quista de las mujeres, y cuestiona el tabú del incesto. El padre, so bre todo cuando está ausente, asume un aspecto divino y pasa a ser el poder terrible que pesa sobre la escena trágica. El ser de Dios, como lo repite Artaud, es “la maldad”. Sin embargo, el po der inaugural de lo trágico, pese a su ausencia frecuente, o quizá a causa de ella, la figura en torno a la cual el drama se organiza y que provoca el enfrentamiento de los hombres, ¿no sería la ma dre?2 Ohjeto al cual se refiere la prohibición fundamental -el tabú del incesto-, la madre adquiere un carácter abyecto y una dimen sión sagrada. En el origen de la contaminación del héroe es preci so suponer un contacto con el mundo materno. Edipo, “la figura más dolorosa del teatro griego”, según Nietzsche (i*, 78), es el hé roe arquetípico de la tragedia. Lo es en cuanto máscara de Dioni sio que emerge del “fondo” y del “abismo” de la Naturaleza, y a través del cual nos habla la voz de aquella que dice “Yo, la Madre original...” (115); la tragedia, en efecto, permite oír ese canto “que relata las Madres del ser” (134). Pero Edipo encarna también el héroe del pensamiento, el filó sofo trágico. Nietzsche insiste en numerosas ocasiones en el carác ter “edípico” del deseo de conocimiento. Desde E l origen de la tra gedia asocia la transgresión del tabú del incesto con la sabiduría dionisiaca: una y otra consisten en “un acto contra la naturaleza” (79). De ahí la situación paradójica del filósofo que debe mirar las cosas “con los ojos sin miedo de un Edipo” (vil, 156) y a la vez cui darse de sufrir su destino. Una vez más, sólo Dionisos parece ser capaz de vivir esos inconciliables imperativos, él que fue capaz de mirar a la cara a la Medusa, sabiendo que es una simple máscara para ahuyentar los malos influjos, el costado siniestro y grotesco 2 “... la m adre es la figura sin figura de un a figurante. Ella da lugar a todas las fi guras perdiéndose al fondo del escenario como un personaje anónimo. Todo le co rresponde, y ante todo la vida, todo se dirige a ella y se destina a ella. Ella sobrevi ve a la condición de quedarse al fondo” (J. Derrida, Otobiographies, op. cit., p. 118).
del rostro risueño de Baübo? Ciertamente también Edipo podría aprender a no arrancarse los ojos, si reconociera que el abismo no está delante de él, sino en él, como violencia indiferenciada en que el sujeto se hunde, pero del cual, como Dionisos (y en cierto modo el propio Artaud), no deja de renacer en un proceso indefinida mente reiniciado. ¿No será la Esfinge la otra cara de un Edipo bifronte, el reverso abyecto de su realeza solar? “-¿Quién eres? No lo sé. Quizá Edipo. Quizá la Esfinge. ¡Déjame ir!” (387). Para Dionisos, imagen de lo sagrado que provoca lo trágico, la tragedia nunca tiene lugar más que bajo el aspecto de uno de sus dobles: Edipo, Prometeo... Del mismo modo, como él desborda el texto y ocupa el lugar a partir del cual se produce la significancia, puede prestarse a múltiples interpretaciones. Pero al dejarse inter pre tar es donde muere, porque entonces se da como uno de sus dobles. La dimensión inaudita del texto de Nietzsche deriva de la distancia que siempre conserva con respecto a Dionisos y a su “verdad ” mortal. Del mismo modo, la aventura del cuerpo se hace posible por la distancia que se mantiene entre el cuerpo organiza do y el cuerpo dionisiaco. El mayor riesgo sería el de romper esa distancia para dar a Dionisos una interpretación o hacer corres ponder el “sí” y el cuerpo dionisiaco. Dionisos, mito y objeto de fe, no puede admitir esa disminución. Así, cuando el mito personal de Nietzsche y el mito filosófico se identifican, la estrategia que soste nía al texto se vuelve inoperante. Ya no hay palabra que se sosten ga; la escritura se detiene; el texto calla. Lo que habla entonces, bajo el nombre de Dionisos con que Nietzsche firma sus últimas notas, no puede ser el dios en persona, sino algún doble que el dios abandona a su destino trágico: un tal Edipo. b] La cabeza de Dionisos contra la cabeza de Medusa Entonces habla ese “apuntador” que habita el cuerpo y le “sopla” el texto igual que le insufla un deseo organizado del exterior: el 3 “¡Aviso a los filósofos! Se deb ería ho nra r mejor el pudor con que la naturaleza se disimula detrás de enigmas e incertidumbres abigarradas. ¿Quizás su nombre, para hablar en griego, sería Baübo? ...” (v, 19). Sobre los vínculos que un en a Dio ni sos con Baübo, véase Sarah Kaufman, Niet&che et la scéne philosaphique, op. cit., cap. VIII; yJ.-P. V ernant, La mort dans lesyeux, París, Hachette, 1985, pp. 33ss.
deseo edípico que se disimula en el gran deseo de Ariadna -el cual no puede ser traducido e interpretado sin ser inmediatamente trai cionado.4 La naturaleza “edípica” de ese deseo (en el sentido en que lo entiende el psicoanálisis) aparece a través de una serie de identificaciones sucesivas: Wagner = el Minotauro (vill*, 49), Cosima = Ariadna (nota de 1889), Nietzsche = Dionisos. También apa rece en la asociación de Wagner con la figura del padre y de Cósima, la “Dama venerada” (v i i i *, 531) con la de la madre. Y es con firmada finalmente por la última declaración de Nietzsche antes de ser internado en lena: “Es mi mujer, Cósima, la que me ha metido aquí”, en que se lee el reconocimiento de su deseo seguido por la inmediata justificación autopunitiva de su encierro. Por esa identi ficación con el doble edipico de Dionisos, el acceso a un plano trá gico superior queda cortado. Nietzsche se encuentra enfrentado a lo trágico mortal de la cabeza de Medusa, y Dionisos, en lugar de ser el que ostenta la máscara pa ra asustar a los filósofos que buscan la verdad, se ve colocado en la posición de fetiche para ahuyentar espantos que permite hacer frente al abismo que se abre. Eso no ha podido ocurrir sino por una escisión que divide al dios mismo, el cual pierde entonces su dimensión sagrada, para ser sacralizado bajo una de sus manifestaciones protectoras. Dionisos contra la ca beza de la Medusa y el horro r suscitado por la madre castradora. Pero cuanto más se muestra la oposición de los “contrarios” más se impone su “identidad”; más se erige el fetiche como tal, más se descubren al sujeto medusado el vacío y el horror. Dos textos dan testimonio de ello, en los extremos de la obra de Nietzsche. En E l origen de la tragedia, ante todo, Nietzsche contra ponía a los dos progenitores de la tragedia según un dualism o metafísico. Y entre ellos se erguía la cabeza de Medusa, para evitar cualquier contaminación.^ Sin embargo, bajo esa oposición tajante 4 Bernard Pautrat, siguiendo a P. Klossowski, ha mostrado justamente cómo la elaboración mítica efectuada en los últimos textos de Nietzsche permite significar “el deseo evidentemente reprimido de una satisfacción erótica incestuosa, deseo de la madre o de la hermana, que debe apartar deliberadamente la figura del padre, pasar por una fo rm a por lo m en os im aginaria de parricidio”. Y agrega “Nietzsche se niega a ver qué deseo, venido d el cuerpo, qué pulsión trata así de dom inar y de tomar la palabra en su texto. Pulsión que nos lleva de vuelta, como el mito, a otro mito, al Edipo que paga con la ceguera la satisfacción efectiva del mismo deseo in cestuoso y el asesinato real d e Layo” (Versions du soleil, op. cit., p. 322). 5 Recordando el esfuerzo de los griegos por contener los desbordamientos dionisiacos, observa: “Parece que fueron a la vez protegidos y mantenidos al abrigo
se revelaba una doble “identidad”. En prim er lugar la de la M edu sa y Dionisos, de quien ella es una figuración hiperbólica.6 Des pués, la del propio Apolo y el monstruo con el que recubre su ros tro solar, indicando así que el arma de la Gorgona le pertenece en propiedad, y revelando también que la cabeza de Apolo, erizada de llamas, es la otra cara de la cabeza de Medusa.7 Por esa vía se prepara la afirmación de Nietzsche: lo dionisiaco estaba presente desde siempre en el corazón del mundo helénico y apolíneo; pero más aún se anuncia la revelación suprema: Apolo no es sino una máscara de Dionisos, una m áscara medusada. En el segundo texto (Ecce homo, VIII*, pp. 248-249) Apolo ha de saparecido, y aparentemente también la cabeza de Medusa, signo de dualidad y de división. Sin embargo está presente en forma im plícita en dos formas. En la evocación del “indecible horror” que invade a Nietzsche ante su madre y su hermana, y en la alusión al Eterno Retorno que el filósofo Nietzsche se representaba como un a cabeza de Medusa. Aquí, la oposición mayor es la de la madre terrible y Dionisos protector. El pasaje, que por otra parte evoca las figuras de Cosima, especie de madre-hermana idealizada (“la naturaleza más noble”) y de Wagner (“el hombre con quien tenía yo mayor parentesco”) muerto, en esa época, como el padre de Nietzsche, term ina con esta observación: “En el mismo momento en que escribo, el correo me trae una cabeza de Dionisos...” La cabeza de Dionisos contra la cabeza de Medusa. Dionisos es grimiendo la idea del Retorno, como cabeza de M edusa protectora contra la madre terrorífica. Volvemos a encontrar, con apenas al gunos cambios de papeles, el esquema de E l origen de la tragedia. Con la diferencia de que Dionisos desempeña un papel apolíneo y fálico: Nietzsche, al final del texto, lo asocia con César y Alejan dro, “ese Dionisos hecho carne” -dos grandes individualidades de por la figura orgullosam ente erigida de su Apolo, quien no podía oponer la cabeza de Medusa a ningún poder más temible que ese poder grotesco y brutal de lo dio nisiaco” (i**, 47). 6 La Medusa, como ha mostrado J.-P. Vernant, representa para los griegos el Otro absoluto: la hybris y la violencia que ponen en peligro la medida y el orden apolíneos. Ella es, de hecho, una figuración hiperbólica de Dionisos, él mismo en carnación de la otredad temible, pero integrada por el helenismo (véase La morí dans lesyeux, cit.). 7 En la imagen del sol erizado de llamadas y enceguecedor se observan muchos rasgos de la máscara de Gorgona; véase por ejemplo Chine et chien de R. Q ueneau 1952.
la que una u otra “podría ser [su] padre”. Pero también ahí, la ca beza de Medusa que ahuyenta el mal -la idea del Reto rn o-, más que sellar la oposición y volver contra la madre su propio malefi cio, revela el parentesco originario de Dionisos con el mundo de las Madres. En efecto, en el texto la cabeza de Medusa es caracte rizada con el mismo término que se aplica a la madre terrorífica: “abismal” (Abgründlich). Ella lleva en sí el abismo del que había que protegerse, y denuncia así la ilusoria oposición de Dionisos y el abismo mortal. Convertida en instrumento de defensa del sujeto-Nietzsche, la idea del Retorno pierde su significación “sagrada” dionisiaca, para no tener ya más función que la de fetiche.8 El filósofo Nietzsche es desbordado por su gran idea, igual que lo fue Zaratustra. Cuanto más la erige contra el poder materno, más la hace ineficaz contra la angustia invasora de la castración. Así, ese poder portador de castración para el sujeto-Nietzsche cuya razón desfalleciente se aferra una vez más a los marcos de la subjetividad, llega a ser tal que le corta hasta su gran deseo, su gran pensamiento: “Pero confieso que mi objeción más profunda contra el ‘retorno eterno’, mi pen samiento propiamente ‘abismal\ es siempre mi madre y mi he rma na” (249). El propio Eterno Retorno afirma el necesario retorno de la ma dre y de lo abyecto. Esa idea, incluida sin embargo en el simbolis mo de Dionisos, que proclama el gran “sí” a la vida, sin reserva, el sujeto Nietzsche ya no la soporta, e intenta desesperadamente cor tar a Dionisos de sí mismo, amputar el Retorno y dividir la cruel dad en dos: por un lado Dionisos, la crueldad “buena”, por el otro la crueldad materna,9 la de las “débiles” que no deben volver. Ser Dionisos habría sido para Nietzsche el único camino de salvación, pero Dionisos no soporta serlo. Al sujeto desfalleciente no le que da más que escoger (elección ilusoria que queda en lo mismo) una K“Y es precisamente la función del fetiche recubrir el hueco en que se indica la castración, erigir un sustituto -¿y por qué no un pensamiento como sustituto?- en el lugar del pene ausente, con tra el hoyo dond e se manifiesta inm ediatamente la di ferencia sexual. La idea del eterno retorno, como tesis de identidad y tesis identificable, se eleva como u n fetiche co ntra el m undo de la diferencia que quiere también pensarse en el eterno reto rno” (B. Pautrat, “Nietzsche m édusé”, op. cit., p. 22). 9 Acerca del modo como lo tratan su madre y su hermana, Nietzsche escribe: “Es una verdadera máquina infernal en acción, que busca con infalible seguridad el mo mento en que puede herirme más cruelmente (mich blutig mrwunden )” (vm*, 249).
de las posturas que el dios ofrece: la del rey, César -significante fálico lico contra la absorción por las M adresad res- o la de víctima víctima expiatoria que se deja despedazar por las Ménades. Por no haber hecho pesar, como Artaud, una gran sospecha so bre b re el dese de seoo , la sex se x u a lid li d a d y el cuer cu erpp o, N ietz ie tzsc sche he h a suc su c u m b ido id o a la presión del Inconsciente. Al final del hilo conductor del cuerpo, bajo ba jo el dese de seoo p o r A ria ri a d n a, se o c ulta ul taba ba el d ese es e o o rga rg a n izad iz adoo p o r la sociedad, la famil familia, ia, el “pap “papá-m á-m am á”. La caída en la escen a edipica anuncia la derrota victoriosa de Nietzsche que, asumiendo la culpa bi b i l i d a d d e l i n c e s t o f a n t a s m á t i c a m e n t e c o n s u m a d o e n c u a n t o Nie N ietz tzsc sche he-D -Dio ioni niso soss c on C osim os imaa-A A riad ri adnn a, se c onsa on sagg ra al dest de stin inoo sa sa crificial del chivo expiatorio. Vive entonces ese momento paradó jic ji c o d e la tra tr a g e d ia que qu e p rec re c ipit ip itaa su fin: acm ac m é del de l d ram ra m a e n que qu e el héroe conoce su culpa y su abyección, pero sabe, al mismo tiem po p o , que qu e es D ioni io niso soss a pu p u n to d e ser se r desp de spee daza da zado do..
EL POETA SUICIDA
a] Edip Ed ipoo sin s in máscara máscara Como ya lo hemos señalado, la temática del incesto y la figura de Edipo aparece en muchas ocasiones en los textos de Artaud. Pero es siempre la o casión de h acer ace r manifiesta manifiesta la violencia social social y “me “m e tafísi tafísica” ca” suscitada por la transgresión de la p ro h ibic ib ició iónn /11 En los Cuader Cua derno noss de R o d e zy los textos posteriores, el motivo dominante es el de la relación incestuosa entre el padre y sus hijas. Ese tema, que habíamos encontrado ya en el texto consagrado al cuadro Las La s hijas de Loth (iv, p. 33) y en Los Lo s Cen enci, ci, se acompaña entonces de una autofecundación de Artaud, padre-madre de sus hijas. Sin em barg ba rgoo la figu fi gura ra m a te r n a no h a desa de sapp arec ar ecid idoo . ¿ C óm o e x plic pl icaa r esa es a elección incestuosa y ese aparente desvanecimiento de la madre? Podemos proponer tres interpretaciones convergentes. Ante todo, hipótesis que ya hemos encontrado, Artaud parece tratar de reinventar la relación sexual, fuera del escenario familiar sometido a la hegemonía de “Centro-Madre y Patr Pa tron onM Min inet* et*” ” (xil, 10
Cf. Cf . e n E l teatro y su doble el comentario del cuadro de L. van der Leyden, Las La s hijas de Loth, y la alusión a Edipo Ed ipo Rey Re y en “Acabar con las obras maestras”. *Esta expresión viene de potro po tron nmi mine net t que, que, en una primera acepción significa el
21). Las hijas por venir representarían esa posibilidad de una rela ción con la mujer, tal que ella ya no entraría “en función en la rela rela ción sexual [...] en cuanto madre”,11 liberando así el deseo del marco familiar y triangular del “edipo”. Pero todo (re)comienzo en materia de sexualidad es incestuoso; y el padre siempre comete el incesto antes que el hijo. El tema del incesto con las hijas, nacidas de él solo, confirma la postura divina asumida humorísticamente po p o r A rta rt a u d que, qu e, com co m o B rah ra h m a, se e n a m o ra d e su e m a n a c ión ió n p a ra engendrar los mundos. De ese modo devuelve a la sexualidad su carácter sagrado -destructor y fundador- para arrancarla al orden de la ley.12 Pero una segunda interpretación se impone: ese rechazo de pa sar por la madre para reactivar la violencia del incesto proviene del riesgo de ser tragado por el mundo de las Madres. “Las Ma dres en el establo” (xiv*, 28), texto de 1945 en que Artaud relata un sueño, lo atestigua. Allí, Artaud se pregunta si esas “puertasmujeres” que aparecen ante él se abren sobre “un refugio o una pri p riss ión ió n ”. P e ro ellas ell as m ism is m as se pre pr e sent se ntan an:: “No “N o sotr so traa s que qu e som so m os t o do lo que ha querido encerrarte” (29), y Artaud comprende que “son las Madres que se agitan en el yo de todo hombre con sus alas de azagayas”. Provienen (como Dionisos) de “el oriente hipnótico de las cosas” e intentan arrastrarlo en una regresión hacia la “animalidad” y obligarlo a “mezclarse”. La pérdida de la indivi duación, el regreso a la animalidad también son característicos del trance dionisiaco. Artaud siente el mismo peligro que habría expe rimentado Nietzsche ante el estrecho parentesco que une a Dioni sos con las Madres. Para el sujetoen proc dionisia proceso eso, la experien cia dionisia ca siempre enc ierra el peligro peligro de hundirse en u na regresión regresión al uni verso materno. El esfuerzo de Artaud, por lo tanto, es a la vez por trasero o el culo del gato, también comúnmente designa el alba, la aurora. Artaud patr ón pa transforma potron en patrón p a r a desi de sign gn ar al pad pa d re-a re -am m o y a b rid ri d o r del de l sexo sex o d e la madre (minet). 11 “La mujer no entra en funciones en la relación sexual sino como m adre” ad re” (J (J. Lacan, Séminaire XX, op. cit., p. 36). 12 Véase sobre esto Paul Rozenberg, “L’inceste et Finchaste”, Cahiers de l ’Univer sité de Pau, Pau, núm. 4: L ’obscé obscéne, ne, mayo de 1983, p. 51. En los textos de juventud de Ar taud (“Le J e t de sang”, “Sam “Sam urai”), urai”), la tem ática incestuosa incestuosa se vin culab a al motivo alquímico del hieras gamos, reunión transgresiva de los contrarios que debe provocar el surgimiento de la Gran Obra (Cf. Artioli y Bartoli, Teatro e corpo glorioso, op. cit., caps. 2 y 3).
mantener un anclaje en lo simbólico y por impedir que se detenga el proceso por un encerramiento, una localización de la kora en el cuerpo materno.13 En eso, tiene un modelo: Heliogábalo: Para uno y otro, la referencia al mundo materno, por peligrosa que ha ya sido, era necesaria para cuestionar el orden simbólico. En efec to, como el orden simbólico y la ley del padre “se basan” en la ma dre, ésta representa también lo que puede ser causa de su ruina si, en lugar de permanecer “en el fondo”, libera su poder abyecto. Dionisos y Heliogábalo extraen su ambiguo poder -destructor y fundador- de su capacidad de llegar a reactivar la fuerza terrible de las Madres sin someterse a ella. Sin embargo, la suerte de He liogábalo fue un destino sacrificial: los romanos intentaron meter lo, junto con su madre, “por la primera cloaca que encontraron” (vil, 110) -especie de reinvaginación forzada, de engullimiento por el abismo y lo abyecto, como si Heliogábalo se hubiera dejado arrastrar finalmente por las Madres, con las cuales justamente mantenía relaciones incestuosas (“sus madres, que todas se han acostado con él” [18]). Artaud logró escapar a ese destino sacrifi cial, que fue también el de Nietzsche. Finalmente, última interpretación, el deseo incestuoso por la madre sería borrado gracias a un desplazamiento de su objeto y su finalidad: finalidad: la relación incestuosa se realizaría metafóricam metafó ricamente ente e n la escritura, como violación y profanación de la lengua materna.J'1La realización del incesto como penetración destructora de la madre (en cuanto ésta puede constituir una barrera al proceso del sujeto y mantenerlo en el encierro del “papá-mamá”) es uno de los temas pri p rinn c ipa ip a les le s e n los últi úl tim m os escr es crito itoss d e A r tau ta u d .15 .15 La L a ley le y d e l ince in cesto sto:: desearás a tu madre sin poseerla nunca, so pena de caer bajo el golpe de la ley o, peor aún, de hundirte en el abismo insondable, esa ley es pervertida por una obediencia humorística a su manda to. Como la “Execración del padre-madre” es el motivo oculto de 11Acerca de la kora, J. Kristeva insis insiste te en la nec esidad de no localizarla “en nin gún cuerpo, ni siquiera el de la madre”, el cual representa, según la fórmula de M. Klein, “el receptáculo de todo lo que es deseable, y en particular del pene paterno”. L a kora, con cluye J. Kristeva Kristeva,, se juega “con y a través través del cuerpo de la mad re -d e la m uje r-, pero en el proceso de la significanci significancia” a” (“Le (“Le sujet sujet en procés”, op. cit., p. 46). 14 Véase la parte que sigue. 1,1 Art A rtau au d le Momo anuncia “que “que por fin fin el tótem em paredado / reven tará el vien tre de nacer / a través de la piscina inflada / del sexo de la madre abierta / por la llave del pa (xil, 25). p a tr o n m in e f (xil,
la postura edípica, Artaud es el hijo de Edipo. Y más aún de Edipo en Colona, ese héroe victorioso de haber realizado su proyecto verdadero: el asesinato de su padre y de su madre. Después de lo cual puede esperar gozar del amor de “sus hijas”. En una carta a una de ellas, Annie Besnard, Artaud evoca ese “amor puro” (xiv*, 160) que algunas “personas en París” se esfuerzan por destruir. Si hay una cosa que no engaña a Arta A rtaud, ud, es el el am or de los los proge nitores. Pero esa ilusión la denunciaba ya el mito de Edipo, en for ma apenas velada que sin embargo la interpretación hoy corriente de la fábula oculta al reducir toda la historia de Edipo al “edipo”. Como si fuera preciso ocultar con un crimen aceptable (el cometido po p o r el hijo) esa es a m onst on stru ruoo sid si d ad inso in sopo porta rtabl ble: e: los prim pr imer eroo s crim cr imin inal ales es son Layo y Yocasta. Edipo no hizo otra cosa que defenderse de la crueldad de ellos; y de los dos progenitores, el más terrible fue la madre-esfinge. Más que una historia de sexualidad, Edipo Edi po rey narra una historia de violencia, y se refiere a esa “violencia fundamental” que Je an Bergeret Bergeret ha hecho aparecer gracia graciass a una un a lectura atenta de la obra de Sófocles y de los textos de Freud.16 Pero el gest gestoo de d e A rtaud no obedece jamás a una lógica lógica unívoca -ése es el humor. No basta, en efecto, con ser el hijo de un Edipo sin máscara que, después de matar al padre y a la madre, sueña con una vida apacible y amorosa junto a sus hijas. Por ese deseo, Artaud se identifica con el Padre omnipotente, amo absoluto de sus hijas, sin ninguna rivalidad y como liberado para siempre de la Esfinge que dormita en cada mujer. Sería entonces ese héroe de la virilidad, vencedor de la Medusa por la decapitación, y protegido de ahí en adelante por su fetiche apotropaico contra el poder de moniaco de lo femenino (igual que protegió a Perseo del monstruo marino, fiel compañero de la virgen Andrómeda), pero también contra con tra los pretendientes pretend ientes destinados a la petrif petrificac icación. ión. b] “Señora uterina feca fe cal” l” Artaud no se “contenta” con matar a su madre, ni con destruir la lengua materna: intenta despertar la que subsiste prisionera y ocul ta bajo la máscara del “papá-mamá” y la bella ordenación de los conceptos. La obediencia humorística al “edipo” consiste también 1' La L a violence violence fondam fon damenta entale, le, París, Dunod, 1984.
en utilizar el el deseo incestuoso po r la madre, a fin fin de llegar hasta el fin fin de la “vía del cu” y opera o pera r así un regreso hacia los fundam entos abyectos, que despierta “el cadáver de Señora Muerte”, la archiviolencia de señora uterina fecal” (ix, 174). Aquella cuya previa muerte permitió hacer de ella el receptáculo de la ley del Padre y el “fondo” sobre el cual se basa el orden simbólico. “Más acá” de la madre, por la penetración de lo materno enterrado, Artaud hace la experiencia, no del vacío, sino de la violencia de lo “sagrado”: po p o d e r abye ab yecc to d e la Esfing Es finge, e, m a teri te riaa fecal fec al q u e m a n e jan ja n y reti re tiee n e n los esfínteres. Momento en que el yo se enfrenta a lo abyecto para entrar en contacto con el cuerpo despedazado de Dionisos y la violencia del “cuerpo sin órganos”; momento revulsivo que lleva a la lengua de vuelta a la violencia de sus orígenes. Por ese enfrenta miento con lo maternal y en el descubrimiento de un “más acá”, él pa p a s a a ser se r el a u tor to r d e su p rop ro p io n a c imie im ienn to y p u e d e d e c lara la rars rsee su hijo, su padre, su madre y él mismo. Atestigua así que en el co mienzo es la acción: acción verdaderamente originaria, en cuanto es enfrentamiento a una violencia preobjetal, pregenital y prever ba b a l .17 .17 M ás acá ac á d e la len le n g u a y d e l dese de seo, o, p rod ro d u c e el surg su rgim imie ient ntoo del sujeto y el objeto, del mundo y de lo inmundo. El heroísmo de Artaud es que en ese momento no se hunde, sino que logra reiniciar el proceso en su movimiento y la crueldad en su círculo -sin sufrir la suerte del héroe de la tragedia. Si Nietzsche sucumbió al recubrir a Dionisos con la máscara de Edipo, Artaud se salvó al encontrar a Dionisos bajo Edipo. La ba b a r r e r a d e lo m a tern te rnaa l es a q uell ue lloo fre fr e n te a lo c u a l N ietz ie tzss c h e r e t r o cedió, cedió, o que no franqueó sino sino para abando narse a una un a últim últim a cri sis extática que lo condenaba a la devoración. Entre Dionisos gloriándose de su bella desnudez -como aparece con frecuencia en Nietzsche- y Heliogábalo el obsceno, se marca la diferencia entre la fe y la sexualidad, sexualidad, el deseo, y el rechazo d el cue rpo con s 17 En Poderes de la perversión, J. Kristeva escribe: “Habría un ‘principio’ que pre cede al verbo. Así lo dice Freud siguiendo a Goethe al final de Tótem y tabú : ‘En el comienzo fue la acción.’ En esa anterioridad al lenguaje, lo exterior se constituye po p o r la p roy ro y e cció cc iónn del de l inte in teri rior or del de l que qu e sólo sól o tene te nem m os la exp ex p erie er ienn cia ci a del de l p lace la ce r y el dolor.” Y más adelante: “Habría sin embargo testimonios de la permeabilidad del límite, algo así como artesanos en el sentido de que tratarían de captar ese ‘princi pio p io ’ pre p re-v -vee rbal rb al e n u n verb ve rboo e n el nive ni vell del de l p lac la c er y del de l dolo do lor. r. Ellos Ell os so n el hombre 83-84). ). Véase tam bién J. Bergeret, op. cit., “La no prim pr im itivo iti vo y el poeta” (op. cit., pp. 83-84 tion de fantasmes primaires”.
tituido, de deseo organizado. La obscenidad de Heliogábalo es la postura necesaria para despertar lo sagrado y lo abyecto por la recreación de la “barrera” del “cu” (xn, 73). Dionisos, en cuanto mito filosófico (pero no es otra cosa que eso), cumple en Nietzsche una función protectora, mientras el dios no arrastra al filósofo a su perdición. c] “Danzar los mitos que nos martirizan ” Artaud, por el contrario, quiere vivir los mitos que han abismado nuestros cuerpos (xi, p. 274), es decir que los han ahuecado y va ciado para incorporarse a ellos. En realidad, no es posible huir de ellos olvidándolos ni volviéndoles la espalda: es preciso exorcizar los: el “teatro de la crueldad” es nuevamente de rigor 1 Pero el “es cenario de tablas” parece ser ahora el de nuestros cuerpos “de ma dera blanca”. Así el mito de Edipo (más bien habría que decir del “edipo”) fue objeto de una profundización en la realidad y en el cuerpo. Precisa Artaud: “Danzar es sufrir un mito, por consiguien te remplazado por la realidad.” Como las Madres, los Mitos “que quieren dar a luz sobre nosotros” son la vía abierta a lo que ocul tan, a la violencia originaria que intentan integrar en un sistema de ritos. La crueldad de los mitos que “nos martirizan”, Artaud no la considera ya como expresión de la Crueldad y de las fuerzas cós micas, sino como manifestación de la crueldad del rebaño y de la “fuerza de la sociedad” (373) que nos oprime inspirándonos “una idea falsa de nuestros cuerpos”. Contra “la idea y su mito” (xil, 94), Artaud recuerda que el cuerpo precede al espíritu (xiv**, 109); pero sabe que en el mo mento de la historia en que nos encontramos, para reencontrar el cuerpo es preciso pasar por los mitos que lo habitan. En efecto, se llega siempre “después” - “lo que significa que en el tiempo / lo después / es lo que precede / a lo demasiado temprano / y a lo an tes” (xil, 88). Es por eso por lo que nacer es “dar a luz un muerto” y entrar en un mundo en el que ya es “demasiado tarde”. Pero “el demasiado tarde” puede lanzarse impetuosamente fuera del tiem 1s “Construir un escenario de tablas pa ra dan zar en él los mitos que nos martirizan y ha cer de ellos seres verdaderos antes de im ponérselos a todos por la m and ra go ra sem inal de la sim iente de las ideas” (xi, 277).
po y de los límites del mundo y, remontando “punto por punto”, operar la desarticulación de “todos los antes”, a fin de “volver el mundo a cero” (pp. 88-89). Llegar al punto cero es el “gran secreto de la cultura india”, por eso los ritos, en particular el Tutuguri (ix, 55 y XII, 75) van a contracorriente de los rituales ordinarios cuan do, haciendo pasar al sol a través de cruces “abyectas”, lo llevan de vuelta a su fuente anal para hacerlo surgir de ella como u na ne gra deyección volcánica. Así, el sujeto que realiza esa salida fuera del tiempo despierta de su abyección congénita para volverla con tra Dios con el cual lucha en el tiempo al que él llega siempre “des pués”. E sa vuelta significa por lo tanto el regreso en el mundo y en el tiempo; lo que podríam os llamar el eterno retorno de la kora. Para recomenzar la “execración del padre-madre”, Artaud debe aceptar ser nuevam ente “puesto en clausura / de vida m ad re” (xil, 83). Pero entonces, los otros y los sicarios de su yo lo esperan para arrojar sobre él a un doble que repite: “Eres tú quien duplica, eres tú el doble, y no yo” (XIV**, 69). Aceptar el desdoblamiento es, se gún el sistema de los ritos y de lo religioso,19 entrar en la lógica sa crificial del chivo expiatorio. Así Nietzsche, jugando con lo trági co, com prendió la necesidad de m antener a Dionisos a distancia; y su derrumbe fue el momento en que lo identificó con su doble, an tes de identificarse con él. Lo que los mitos necesitan para vivir, lo que la clausura necesita para justificarse, es héroes que, sin dejar de enfrentar los monstruos míticos y de abrir brechas en la clausura, terminen por encontrar allí la muerte. Y con los mitos sucede como con las cabezas de la Hidra: cuanto más se las corta más crecen. Cada héroe que muere refuerza el sistema de crueldad sobre el cual se basan la cultura y la sociedad. Ciertamente se le permite evadirse, pero para que su regreso sea la prueba de su fracaso, para que el regreso de Artaud sea el de una momia, el de un cadáver, el de un loco -bueno para volverlo a me ter en el manicomio. Entonces su evasión frustrada habrá sido la mejor justificación de la clausura y del rito. En la época de la muerte de Dios y de la crisis de las religiones, la sociedad ha sabido inventarse nuevos héroes y nuevos mitos pa1:1 Véase el análisis de Ren é G irard en La violence et le sacre' cit., y en particular el cap. vi, “Du désir mim étique au double m onstrueux ”. Así, Artaud rep rochó a Isidore Ducasse haberse inventado un doble y haber dado lugar así “al pasaje de una de esas cochinadas colectivas crasas de las que está llena la historia de las letras” (xrv*, 35).
ra deshacerse ritualmente de los “recalcitrantes” (xil, p. 274). Uno de los últimos fue el mito del “poeta maldito”. He aquí las nuevas víctimas de la crueldad ritualizada, especialmente porque parecen consentir en serlo y a veces se dejan seducir por el señuelo de la sacralización de que se beneficiarán su obra y su nombre después de la muerte. Artaud redacta infatigablemente la lista de esos “sui cidas de la sociedad”, como un alegato: Baudelaire, Nerval, Van Gogh, Hólderlin, Nietzsche... No los designa sin motivo: todos tie nen en común el haber emprendido un descenso a los dominios prohibidos de la conciencia y haber despertado la archiviolencia de lo “sagrado”. Testimonio de ello es el hecho de que todos esos artistas tuvieron con su madre y con lo “femenino” relaciones a la vez íntimas y dolorosas. Parecen haber p robado ese pod er negro y abyecto que recubre la máscara de Medusa. Pero todos se hundie ron en la “locura”, víctimas de su empresa y de su madre que a menudo les sobrevivió. Las Madres, después-de haber abierto las puertas del “abismo”, absorbieron al poeta en su seno e hicieron funcionar la “máquina infernal” de su amor. Ellas fueron a menu do, como la madre y la hermana de Nietzsche, las artesanas del mito, haciendo posible la sacralización de la víctima emisaria. Y fueron también cómplices de la institución psiquiátrica en la que, por su bien, hicieron encerrar o mantuvieron encerrados a sus hi jos. Porque en el mismo momento en que se desarrolla el mito del “poeta maldito”, aparece el psicoanálisis que, por la “invención” del “edipo” o del narcisismo, viene a justificar el sacrificio del poe ta, aparentemente víctima de sí mismo -como Medusa reflejándo se en el escudo.20 Así se explica tal vez, por un lado, la importan cia en esta época del tema literario de la crueldad. Nietzsche se abandonó a la crisis sacrificial, mientras que Artaud, por haber sa bido resistir a los “hechizos” colectivos e interiores, consagró sus últimos escritos a denunciar el sistema de crueldad por el cual el grupo “envenena” a los que se niegan a chillar en círculo en el vientre obsceno de la vida.
Véase T. Siebers, The mirror ofMedusa, University of California Press, 1983. Sobre este punto, como sobre los diversos aspectos del mito de Medusa evocados anteriormente, cf. C. Dumoulié, “Le poete et la Méduse”, NIU \ julio-agosto de 1991.
NIETZSCHE O LA PERSPECTIVA DEL CO MPLOT
a] Parada y parodia El despertar de lo sagrado, cuando libera lo trágico y provoca la crisis de las diferencias, representa el peligro mayor. Además su surgimiento nunca es aceptado más que a la espera de una resolu ción del conflicto por el sacrificio y la sacralización de quien -pre suntamente- ha despertado su violencia. Tal es el teatro de la crueldad del que los hombres han sido protagonistas y que toma forma a través de las imágenes del mito, se representa en el rito o la tragedia y funda, para el individuo, el teatro del yo. El recurso a lo divino (como a la sacralización del sujeto) fue para la humani dad el mejor socorro contra la violencia. Dios, viniendo a residir en el seno de ese teatro, es su principal actor, y Artaud denuncia en él al “mono” supremo (xiii, 103).21 Proyección sublimada de la violencia, permite la ilusión de su dominación definitiva por el grupo -tal es tam bién el papel del “sujeto” metaffsico. Poner a Dionisos en el lugar de Dios, identificarlo con el sustra to del individuo es, para Nietzsche, el medio de concebir otra eco nomía de la violencia, de la crueldad y de los afectos, por una es pecie de ironía de lo religioso que salva, sin embargo, la idea de lo divino y la posibilidad del individuo.22 Pero Dionisos, el dios am biguo, no puede ser sacralizado jamás, porque está atrapado en el movimiento del Retorno, el ciclo de la muerte y el renacimiento. Alrededor de él, el mundo no puede fijarse en un orden inmóvil, en un cosmos, y permanece como un escenario, pero siempre des plazado y renovado, sin bambalinas ni apuntador. Para que la co media pueda representarse, es preciso ciertamente mantener el dios a distancia, y Nietzsche se protege utilizando irónicamente los parapetos que ofrecen la razón y el escenario de la escritura filosó fica. Esa defensa del filósofo trágico instaura la victoria de la paro dia sobre la tragedia. En el prólogo de la Gaya ciencia precisa: aIn cipit tragoedia -está escrito al final de este libro de inquietante deVéase también el texto titulado “Main d’ouvrier et main de singe”, en Á, núm. 1-2, pp. 3-5. 22 Porque siempre tenemos necesidad de dioses para que el m und o sea posible. En Másallí del bien y del m al Nietzsche escribe: “Alrededor del héroe todo se vuel ve tragedia, alrededor del semidiós todo se vuelve drama satírico, alededor de Dios todo se vuelve -¿qué? ¿quizás ‘mundo’?” (vil, 92).
senvoltura: ¡Cuidado! Algo esencialmente siniestro y malvado se prepara: Incipit. parodia, de eso no cabe duda...” (v, 14). Más sinies tra y más malvada, la parodia no toca menos a lo trágico, y lo ma nifiesta de una manera más profunda y más grave que la tragedia. Nietzsche anuncia que va a sustituir la im postura de la tragedia por la postura de la parodia. Pero esta última, al igual que la ironía, es una actitud peligrosa que implica el dominio de la distancia y la levedad del danzante. Pero el pensamiento de Nietzsche es cons tantemente atraído hacia el punto donde no puede sino desfallecer: desde la revelación de Sils-María, sabe que el caos y el sinsentido están ligados a la más alta intensidad. Como Zaratustra, vive de la “gran nostalgia” (vi, 243) del momento en que pudo, por el deslum bramiento del éxtasis, entrar en contacto con el dios: también co mo él, sabe que será preciso morir para que Dionisos viva. El mun do que forma un círculo alrededor de Dionisos está animado por fuerzas centrífugas que son como el llamado del caos, y aquel a quien ha llegado la revelación sabe que debe obedecer a esa invo cación. Como ha mostrado P. Klossowski, la ley del Eterno Retor no “exigió la destrucción del propio órgano que la había divulga do”.23 La euforia de Turín corresponde a la victoria de Dionisos; momento en que el filósofo Nietzsche, como Empédocles, se arroja a la boca del volcán, seguro de haber conquistado la inmortalidad; explosión del kistrionismo de Nietzsche que se deja invadir por el dios. “Sólo el historiador, en verdad, es capaz de comunicar el dionisismo”, observa P. Klossowski.24 Y muestra cómo, llevando la pa rodia trágica a su culminación, Nietzsche termina por adoptar la postura del dios y, al hacerlo, “el director de escena queda como la conciencia niet&cheand’, aunque no sea “elyo niet&cheamf x ' Las últi mas cartas de Nietzsche atestiguan la lucidez de su autor que se burla de sus corresponsales y domina -po r un tiem po- el juego. Identificándose con Dionisos, nos remite a nuestro propio teatro, el de lo sagrado y lo divino, el de la víctima y el dios. Pero esas cartas revelan también una exacerbación paródica que provoca la distor sión de la parodia en tragedia. En ese juego con lo trágico, el histrionismo es siempre susceptible de culminar en crisis sacrificial, y el “payaso” de consagrarse al martirio del “santo”. Es que el histrio2,J| Niet&che et le cercle vicieux, op. cit., p. 320. 24 Ibid., p. 322. 25 Ibid., p. 335.
nismo, llevado al extremo, supone renunciar a la desviación por la escritura y sustituir el discurso por el gesto.26 Entonces, efectiva mente la dinámica del círculo se detiene y alrededor del que des pertó lo sagrado y se identificó con el dios se form a otro círculo: el del complot. La crueldad dionisiaca lo entrega a la crueldad del re baño de la que Nietzsche se hace víctima, situándose en lo que P. Klossowski llama “la perspectiva del complot”. b] La postura sacrificial Se observa la existencia de un p rime r co mplot del que N ietzsche no es el objeto sino el instigador, a imagen de Dionisos el cruel. Nietzsche contra Wagner constituye la primera designación de un chivo expiatorio. Pero después de la muerte del compositor, es la “casa Hohenzollern” la que se convierte en blanco de quien se firma “Nietzsche-César” y escribe: “He convocado una asamblea de príncipes en Roma, quiero hacer fusilar al joven Kaiser” (XIV, 420). Según la función ritual acordada al sacrificio, en este caso el de la dinastía responsable del desvío del orden, la ejecución del chivo expiatorio debe traer de vuelta el orden v erdad ero, que Nietzsche presidirá 27 Y ese orden, obtenido al precio de la san gre y la guerra, debe restaurar la paz y la estabilidad.28 Todo su cede como si, ante la invasión de lo dionisiaco, el derrumbe de las diferencias que se produce en él y gana para él el mundo, as pirara a un regreso de las diferencias, del orden y de la paz, defi nitivamente asegurados por algún sacrificio ritual. Ese sería uno de los aspectos de la postura divina adoptad a por N ietzsche: D io nisos que viene a traer la guerra y el trastorno social para hacer recono cer su realeza - “Nietzsche-César”-, proceso similar al que Así, observa también P. Klossowski, la palabra de Nietzsche “superando el nivel ‘literario’, debe ahora ejercerse al modo de un atentado con dinamita” (ibid, p. 324). Nietzsche se entreg a a Dionisos como al “Caos vivido, en una total vacante del yo consciente” (ibid, p. 335) y sin esperanza de regreso. - 7 “... cuando el Dios antiguo haya abdicado, seré yo quien gobierne el mundo” (xrv, p. 412). M “Si somos vencedores, tendremos en las manos el gobierno de la tierra -inclu yendo la paz univerdal... H abrem os superado las absurdas fronteras entre razas, na ciones y clases: y ya no ha brá jerarq uía sino entre ho m bre y ho m bre, e incluso una escala jerárq uica infinitamente larga. H e aquí el primer docum ento de historia ver daderamente universal: la gran política por excelencia” (xiv, 408).
sostenía el sueño de Artaud en Las nuevas revelaciones. Pero existe un segundo complot del que Nietzsche se vuelve víctima. Se manifiesta mediante la identificación con el Crucifica do, que Nietzsche justifica, en particular, por una acusación que re cuerda la que Artaud no cesa de repetir: “Yo también el año pasa do fui persistentemente crucificado por los médicos alemanes.”29 Esas formas del complot, organizado y padecido, con las que se vinculan los dos nombres con que Nietzsche firma sus últimas no tas -César y el Crucificado- encuentran su unidad en el nombre de Dionisos, figura ejemplar del pharmakos\ a la vez víctima y diosrey. La postura de Nietzsche es la del chivo expiatorio; y desde ese punto de vista, Cristo y Dionisos están próxim os.30 Al designarse como el Crucificado y Dionisos, es normal que Nietzsche se colo que en la posición de la víctima sagrada. Él pasa a ser el que acu mula toda la violencia y represen ta el mayor peligro para el grupo: “Más que un hombre, soy dinamita” (XIV, 402), repite a menudo. Y piensa que su nom bre quedará asociado al recuerdo de “una cri sis como jamás h a habido sobre la tierra” (379). Tam bién tiene que apartarse del resto de los hombres y romper “casi todas las relacio nes humanas” (394). Pero al adoptar la postura dionisiaca, puede asumir, a los ojos del mundo, el dominio de la violencia. Si al pro vocar la crisis es aquél por quien sobrevienen el escándalo y el de sorden, también es, según la lógica del pharmakos, el único que puede perm itir la pacificación. Posee entonces, igual que Dios, la fuerza ordenadora y creadora que organiza el caos en mundo,31 Representándonos la comedia del dios, Nietzsche se deja atra par en la representación. La parodia enloquece y se vuelve trage dia, y el teatro nietzscheano muere al desvanecerse la distancia con Dionisos el sagrado. Esa identificación corresponde al moEn Nietzsche et..., op. cit., p. 342. !1>El propio Nietzsche lo hab ía señalado: “Pablo p arte de la necesid ad de miste rio de las grandes masas religiosamente excitadas: busca una victima sacrificial, una fantasmagoría sangrienta que sostenga a la concurrencia con las imágenes de los cultos secretos: Dios crucificado cuya sangre se bebe, la unió mística con la ‘víctima’ / él trata de establecer la supervivencia (la supervivencia bienaventurada y purificada del alma individual) en cuanto resurrección, en relación causal con esa víctima sa crificial (según el modelo de Dionisos, Mitra, Osiris)” (xiii, 293). :il El 5 de enero de 1889 le escribe a Burckhardt: “Al fin de cuentas, yo preferi ría ser profesor en Basilea que Dios; pero no me atreví a llevar mi egoísmo privado suficientemente lejos para descuidar por él la creación del m und o.”
mentó de la más alta intensidad, a la euforia y al éxtasis, pero sella el fin de la obra, única cosa que permitía el dominio dionisiaco del caos. El silencio de la obra autoriza la victoria del mundo, pero “en el tiempo de esa obra sumida en la demencia, el mundo expe rimenta su culpabilidad”.32
“ e n p r e v e n c i ó n d e s e r d i o s ”
a] La identificación crística de Artaud El camino que padeció Artaud es inverso: de la tragedia personal a la escenificación paródica, como denuncia de la impostura. Apega do al principio al espíritu de los mitos y los ritos, a la idea de que de la crisis debe nacer el Orden, había comprendido la necesidad del sacrificio al que se destina quien despierta la violencia. Y su existencia, de México a Rodez, parece ser la realización de un des tino sacrificial. El mismo había anunciado, por lo demás, el senti do de su compromiso: en cuanto artista, él debía ser “un chivo ex piatorio ” y atraer sobre sus hombros “las cóleras errantes de la épo ca” (vm, 233). Las cartas de ese periodo permiten seguir los distintos momen tos de su identificación con la víctima expiatoria. Igual que Nietz sche, rompe sus lazos con la sociedad y se adentra en los márgenes de lo profano. Desposeído de sí mismo bajo el efecto de los ritos en que ha participado, pierde su identidad para adquirir otra, su perior y que no necesitará de ningún nombre para ser reconocida (vil, 181). Penetrando en los dominios de lo sagrado, se convierte en el brujo capaz de dirigir las fuerzas y de lanzar conjuros (209228). Pero más profundamente se encuentra investido de “una Mi sión extraordinaria de alteración del mundo en el plano del espíri tu” (170). Pero como contrapartida debe sufrir la suerte del indivi duo sagrado y aceptar ser la primera víctima de los poderes oscu ros, a riesgo de ser él mismo embrujado (ix, 40), pero también de atraer sobre sí la sospecha y el odio del grupo. Artaud se encuentra pues en posición de pharmakos: salvador y ■ i l Michel Foucault, Histoire de la folie a l ’áge classique, París, Gallimard, col.
“Tel”, 1972, p. 556.
víctima, mesías y destructor. Por ahí se justifica la identificación con el dios crucificado. En sus cartas descubre los signos que prue ban el cumplim ie nto de su destino. Igual que Cristo, exige de quienes lo aman la mayor renuncia al mundo: “Estar conmigo es abandonar todo lo demás” (vil, 194). Pero también como él, debe ser traicionado por los suyos para que la gente de Dublín se apo dere de él y su destino se cumpla (226). Artaud, en efecto, siente el complot que se prepara y anuncia lo que debe ocurrir: “la felici dad en la crueldad de todo y de todos, de golpe contra mí” (175). Después de haber luchado y de haber tratado de convencer, termi na por aceptar su necesario sacrificio (193-194). Pero su muerte se rá seguida por una resurrección, y entonces toda la fuerza del mundo se habrá reunido en él (175), que por lo tanto se habrá con vertido en otro, “temible”, y que hablará “en Nombre de Dios mis mo”, en medio de “un trueno venido de Dios” (220). Y el que re dacta Las revelaciones es a la vez el “Torturado” y el “Hombre”: Torturado, porque asume toda la crueldad del mundo, pero H om bre porque se ha convertido en el poder superior, amo de los ele mentos que va a volver en contra de los hombres y del mal De miurgo. b] La victoria del humor y el retorno áei pharmakos La postura divina y la identificación con la víctima expiatoria fue ron pues comunes a Nietzsche y Artaud, que se hicieron protago nistas de ese teatro de la crueldad ritualizada que los seres han “salmodiado” desde siempre y al que se entrega el “poeta maldi to”, pagando su sacralización con la muerte o el encierro. Pero Ar taud, por el exceso de su “locura”, llegó a vencer la locura33 y a re surgir con toda la violencia que desencadena el retorno de lo re primido. Y más allá del silencio de la locura, él que quería, como Nietzsche, sustituir la palabra por el gesto, se pone de nuevo a es cribir para contar la estratagema y denun ciar la impostura. Su ver bo es entonces el de “Dios”, com o lo había anunciado; Artaud de regreso, es Dios que escribe, y por esa vía se burla de su verbo. La siniestra tragedia se convierte entonces en el colmo de la bufona 33 y fue entonces que sentí lo obsceno / y que exploté / de sinrazón / y de exceso / y de la rebelión / de m i sofocación”, escribe Artaud (XIII, 97).
da, de la parod ia maligna. La fuerza del hum or que da la pala bra a Heliogábalo en el momento en que el Revelado se calla: la “locura lúcida” (vil, 60) de Heliogábalo que no deja de alardear en Roma es la única defensa contra la “locura”. Porque han hecho de él un dios, a pesar suyo, Artaud va a colo car el cuerpo en el lugar de Dios; la violencia del cuerpo irreducti ble e irrepresentable, que fracasa en el rito y la repetición. Porque han hecho de él el héroe de una tragedia, él va a hacer de mono y de payaso para devolvernos el espectáculo de nuestra propia bufo nería. Le Retour d ’Artaud, le Momo es, como ha mostrado Paul Thévenin,34 el regreso del Muerto, del Cuerpo, del Mate (del loco), y en fin de Momo, dios de la burla, bello y terrorífico a la vez. En tonces adopta humorísticamente la postura divina, “porque el nom bre verd adero de dios es Artaud” (xiv**, 138); pero es la de un dios ambiguo, como Dionisos, al mismo tiempo puro y abyecto. A la manera de Heliogábalo, que introduce el verdadero teatro de la crueldad en la vida, Artaud adopta teatralmente la postura del pharmakos, ante el cual en adelante todo rito fracasa, y que nos re mite a la obscenidad criminal de nuestros ritos. Lejos de cesar después de Rodez, el “crimen organizado” (xiii, 14) y las prácticas “concertadas” de hechicería se intensifican: el regreso de Artaud provoca su resurgimiento, porque con él, es la violencia peligrosa de lo sagrado que regresa: “Satán soy yo”, es cribe (86). Su mínimo gesto, su aliento simplemente, desencade nan la violencia contagiosa: se encienden incendios, estallan epi demias, se provocan “enfermedades extrañas” (153). Su poder le viene de h aber vuelto contra los hombres la violencia de ellos mis mos.35 Pero como él es “sagrado”, según la ambigüedad del pharmakos y a causa de su abyección misma, es el ser más deseable, aquel del cual todo el mun do quiere alimentarse pa ra ser “reaviva do por el orgasmo y la expulsión excremencial anal de los alimen tos de Artaud” (121). Los ritos de que habla son, ante todo, prácticas eróticas. Uno de los momentos esenciales del sacrificio del pharmakos, en Grecia, era la fustigación de sus órganos genitales -como para suprimir el poder demoniaco de su simiente y no conservar más que su poder 34 “Entendre / Voir / Lire”, Tel QueL, núm. 39 y 40, 1969. “Es que con el dios bueno que los seres me arrojaron para asfixiarme, yo hice un veneno erótico que habrá servido para envenenarlos con el tiempo” (xiv**, 114).
fertilizado!-.36 Igual que ella, igual que la sangre de Medusa, el se men de Artaud es un pharmakon: veneno y remedio a la vez. Por que ha sido “asesinado”, “muerto a golpes” y trabajado por los es píritus, “el arsénico de (su) licor seminal” (xil, 52) se convierte en un brebaje delectable.37 Al individuo sagrado se le hace pagar ca ro su poder. De él vienen todo el bien y todo el mal, por consi guiente, es preciso eliminar su parte maldita: envilecerlo, dividirlo, desdoblarlo, a fin de extraer la simiente “buena”: “Y ellos martiri zan también mi sexo en mi cerebro [■■■]/ a fin de extraerle la san ta crisma y la extrem a-unción” (xiv**, 134). Pero Artaud ya no se deja hacer. Ha vuelto con toda su “fuerza sombría”: el poder anárquico de su sexualidad y el flujo abyecto de su escritura, a fm de que los hombres que se alimentan de él, y la tierra que “no vive más que de la muerte cotidiana / de Artaud” (p. 130), sean finalmente envenenados. “Es en prevención de ser dios” (141) que ha sido “martirizado” y que se encuentra “día y no che inundado del jodido mar de los súcubos”. Artaud es el único que no está loco: él sabe que él no es Dios y sabe qué pasa con Dios; pero son los hombres los que le repiten, a fin de realizar su rito: “Tú eres dios, / te comemos el cu, / y tú no puedes impedír noslo” (150). Sin embargo, al hacer de él “este cuerpo encargado de proveer a todas las necesidades” (140), ese cuerpo “del cual to da la vida había salido”, ese cuerpo al cual “van a buscar (con qué rehacer la realidad” (142), le han conferido el poder supremo: co locado a la fuerza en el corazón del teatro obsceno del mundo, del rito, de la representación, en lugar de desaparecer, para dejar lugar a su Doble, como hicieron Van Gogh o Lautréamont, él se queda con su nombre verdadero: Antonin Artaud. Bajo la cubierta del nombre del Padre, por ese anclaje en el orden de la ley, él se pro tege de la caída en la “locura”, pero por el repetido descenso a lo abyecto, ofende al Padre y a la ley. Antonin Artaud, nombre terri ble de aquel que puede de ahí en adelante hablar en nombre de Dios, desde su lugar vacío, pero con su cuerpo, su sangre y sus ex
36 Véase J. G. Frazer, “El chivo expiatorio”, en el ciclo de La rama dorada (ed. franc. París, Laffont, 1983). 37 que su esperm a es mu y bu ena / me dijo un día / un policía del Dom e / que posaba de conocedor, / y cuando uno es ‘tan bueno’ / se paga más / su renom bre ” (xiv**, p. 49).
crementos: “a golpes de cola / y de kekette, / a golpes de sexo / y de pecado” (108).38 c] En el límite de lo real El heroísmo de la crueldad lleva al sujeto al límite de su derrumbe, le hace experimentar su abyección innata y lo expropia de sí mis mo entregándolo a un movimiento alterno de avance hacia una Exterioridad donde no puede sino hundirse y de retroceso hacia una pureza tam bién desoladora y alienante. En el límite de la clau sura, vigila el poder del Otro, que el sujeto fascinado está dispues to a experimentar extáticamente en un desgarramiento dionisiaco, o cuyos maleficios teme, como los de un Doble pronto a robarle su alma, y que él intenta exorcizar con repliegues reactivos en la ilusoria unidad de su ser. El peligro proviene también de que la ley “supone” esa exterioridad, la toma en cuenta por su cuenta. La ley, en efecto, necesita esos héroes que franquean las puertas con riesgo de su vida, para no regresar jamás, a fin de probar por su muerte que la ley y el comportamiento general ante ella están bien fundados; para que por su fracaso vengan a reforzar lo que Artaud llama “nuestro poder de castración” (iv, 75). El heroísmo trágico supone mantenerse lo más cerca posible del límite, sufrir la atracción violenta del exterior, tratar de suscitar su surgimiento, a fin de abrir para “sí” y para el Otro un margen de juego en que se juega constantem ente el destino de lo que fue. En el temblor de esa frontera se abre el espacio de un nuevo escenario de '-,i! Si los análisis de René Girard sobre la v iolencia y lo sagrad o a yudan a com pre nder algunos mecanismos sociales y psicológicos, pero también a elucidar la es trategia de Artaud, tanto en lo que contiene de voluntario como en lo que es pade cido, el aspecto no “científico” e irracional de sus conclusiones estalla cuando las confrontamos con la terrible lógica con que Artaud lleva hasta sus últimas conse cuencias el sistema vicümario. Lejos de imaginar, como lo hace Girard, una mila grosa detención de la violencia, por apelación a algún “salvador” o a algún mensaje evangélico, Artaud enfrenta heroicamente la necesidad del conflicto y los riesgos del juego victimario, para volver humorísticamente sus efectos contra el grupo, pa ra llamarnos a nuestra responsabilidad e imped ir la ilusión de la bu en a conciencia, así como el sueño del gran perdón, de la reconciliación religiosa última de la que Girard se hace chantre cuando anuncia -sin humor desdichadamente- la victoria del “Espíritu de Verdad” y el “advenimiento del Paráclito” (Le bouc émissaire, Grasset, 1982, p. 291 y 294).
la crueldad, de un nuevo teatro que deja resonar en sus muros los golpes de la “exterioridad”. Ese “lugar” del entredos, donde no sub siste ningún poder ni ningún saber, pero donde la intensidad del cuerpo y los efectos de lo real dejan su huella, es el de la escritura. A la pregunta: “¿Qué es lo que llama a escribir?”, Maurice Blanchot responde: “La atracción de la (pura) exterioridad.”39
J!l L ’entretien infini, cit., p. 625.
LA CRUELDAD EN AC CIÓN Y EN OBRA
Pese a la declaración de Artaud: “Conmigo es el absoluto o nada” (XI, 183), pese a su voluntad de romper todos los marcos y, ante todo, los del lenguaje, para “tocar la vida”, no padece menos la si tuación ambigua y trágica del “entre-dos”, y sufre por quedarse en ella. El error es creer que es preciso escoger entre callar y hablar como todo el mundo. El lenguaje no se “funda” en un Sentido vi vo ni en una Carencia radical o una Ausencia pura, sino sobre el “fondo” violento de la semiótica de los afectos, y por eso se man tiene perpetuam ente abierto sobre el infinito, sobre todo lo que ha sido rechazado y rebajado. Entre la intensidad pura, que es violencia insignificante de la “vi da”, y el signo, que es constricción alienante y pérdida de intensi dad, se abre el espacio de la escritura, atravesado por una dinámica rigurosa que hace significante ia violencia. En ese lugar “imp uro” que trabajan a la vez el cuerpo y el concepto, las pulsiones y la ley, el “texto primitivo” enterrado del hombre y el orden simbólico, donde por un dominio siempre renovado y siempre desfalleciente, es preci so resistir sin poder jamás residir, la diferencia viene a inscribirse y se hace creadora: “La diferencia,,observa Maurice Blanchot, esen cialmente, escribe.”1La escritura, igual que la crueldad, es un pathos que pone “en presencia” a los contrarios: el interior y el exterior, el abismo y la superficie, la “pura” diferencia (Dionisos, “el cuerpo sin órganos”) y la eterna repetición (el Retorno, el Ser, Dios). ¿Cómo dar el carácter del ser al juego de la diferencia, la vida al “cuerpo sin órganos”, pero evitar que todo recaiga en lo Mismo, en el Ser? Eso no es posible más que por esa tensión y en esa diná mica de la crueldad en acción que la escritura reinicia al infinito. Ella perm ite, en efecto, liberar en la circularidad del mundo y de la “obra” las intensidades diferenciales que las hacen estallar, provo cando así la vacilación de la representación y negando toda peti ción del Sentido, al punto de desbordar su repetición y anticipar su retorno. La “obra” en que la Exterioridad se olvida, pero que se deja penetrar por su exterioridad fundadora, que acoge la diferen 1 L ’entretien infini, op. cit., p. 243.
cia para dejarla repetirse, se anuncia como el nuevo escenario del “teatro de la crueldad.” JLa escritura fue, así, para Nietzsche y Artaud, el medio insupe rable de mantenerse en la apertura, de impedir la recaída y de re chazar la constricción de la clausura. Pero por esa exigencia ética, que supone mantenerse en el límite del mundo, la escritura impli ca a la vez aceptar el mayor riesgo y suportar vivir la pérdida de vivir. Es por lo tanto un filtro cruel, un pharmakon peligroso. Es por eso por lo que la escritura requiere estilo, defensas, pero tam bién sangre. Asumir la necesidad del reto exige saber lanzar gol pes (de martillo, de dados, de pies, de puño) y recibir los contra golpes (la culpabilidad, el regreso del Doble y de la idea) para ate nuar sus efectos. Necesidad cruel que Nietzsche y Artaud acepta ron y vivieron en formas diferentes. A la diferencia de estrategia que se observa entre ellos responde, en forma no menos esencial, un a diferencia de estilo —pero también divergencias profundas en cuanto a la concepción de la “obra” y a la dignidad de la creación. Práctica cruel o sacrificial, la escritura com prom ete la existencia de manera radical y da al pensamiento su verdadera materialidad, le confiere una singularidad irreductible. Si se tratara de la mate rialidad del “yo”, del “hombre” o del “cuerpo propio”, entonces cualquier deseo de comparación debería extinguirse en el umbral de lo incomparable. Pero esa materialidad es la menos “propia”, la menos reductible a la singularidad de un “sujeto”: es la del infinito que toma cuerpo. Ese momento de contacto entre el mundo y el infinito, entre la lengua y el cuerpo, entre la ley y lo sagrado, que se llama escribir, aunque no sea posible discernirlo ni distinguirlo, abre un espacio de juego cruel del que es posible esbozar las reglas y comparar las apuestas. Finalmente, si la escritura desencadena lo diferente en la repetición y la exterioridad en la “obra”, es un ca mino trazado hacia una nueva experiencia de la “m uerte” como ex terioridad actuante en y de la “vida” misma.
LA ESCRITURA D E LA CRUELDAD como “prueba” de lo real
ESCRITURA Y POÉTICA DE LA SANGRE
¿Por qué escribir? Cuestión incesante e insensata. En el momento en que el que escribe se la plantea, parece haberla respondido ya. Quizá sólo se escribe para plantear esa pregunta. La escritura es lo que hace cuestiones y lo que cuestiona todo, empezando por ella misma. Sin razón de ser, no deja de preguntar al ser por sus razo nes, de interrogar al sujeto, atrapado en una inter-rogación que lo supera desde que comienza a escribir y lo desborda desde siem pre. Ese exceso es para él la marca de su insuficiencia: le prescribe que en la escritura él no tiene razón de ser o que su ser le es dicta do (inter-dicto). Pero en el campo de esa expropiación se abre un espacio suplementario que desborda toda posición y toda significa ción: aquel en que la “significancia”, en su proceso, cuestiona la lengua y sus categorías, el mundo y sus certezas. Experiencia para dójica y cruel, la escritura es una producción expropiadora y una creación dispendiosa. a] La decadencia de la escritura Es por eso por lo que Nietzsche y Artaud denuncian con frecuen cia la pérdida que implica la escritura en relación con la pala bra vi va, con el gesto y el cuerpo. Esa condenación, entera en Artaud, más manejada en Nietzsche, retomada por otra parte de la tradi ción filosófica, quizá no es sintomática sólo de una época del pen samiento, sino que podría pertenecer al destino de todo pensa miento profundamente trágico. Son numerosos los textos en que Nietzsche y Artaud presentan a la escritura como un poder de muerte que haría naufragar al pensamiento vivo en la repetición y lo sometería a un sistema con
vencional de signos. Los dos utilizan la misma imagen para dar cuenta de su carácter mortífero: la de la tumba.1Y si bien Artaud se sitúa explícitamente en la línea de Platón (vm, 165), quien h abía puesto de manifiesto el vínculo que une a la escritura con la m uer te,2 su motivación es exactamente la contraria.3 Platón ve en la es critura la tum ba de la verdad, del logos; para Artaud, y tamb ién p a ra Nietzsche,4 los libros son tumbas en la medida en que fijan y detienen el pensamiento en forma de verdades. Dos argumentos vienen a justificar esa crítica. Por un lado, escribir supone abdicar de la originalidad y de la autenticidad de sus pensam ientos: apenas escritos, pierden su juventud y su fuerza.5 Por otra parte, la activi dad del autor es acto de autoridad , falso dominio, y marca de la vo luntad de poder de aquellos a quienes Nietzsche llama, en Más allá del bien y del mal, los “mandarines”, esos “eternizadores de las cosas que pueden escribirse”, aunque irónicamente reconoce que forma parte de ellos. Eso es lo que Artaud no puede admitir: convertirse en uno de esos “cerdos”, “amos del falso verbo” (i*, 101), instituto res de la verdad. La escritura es pues para él “un a cochinada” en la cual y contra la cual lucha en desesperación de pureza, con una ra bia que es extraña a Nietzsche. También ahí, sin embargo, sus crí ticas tienen en común el hecho de partir de Platón. El filósofo grie go reprocha a la escritura el privar al logos de su padre ante los que lo contradicen; Artaud y Nietzsche, en cambio, denuncian el po der institucional de la escritura, que hace del sujeto el padre de sus 1Nietzsche: “¡Qué importan los libros! / ¡Ataúdes y sudarios! / El botín de los libros es lo acabado” (v, 556). Artaud: “Los libros, los textos, las revistas son tum bas” (xiii, 136). 2 Véase, po r ejemplo, Fed.ro, 274d-275c. 3 Sobre esto, véanse los análisis de Jacques Derrida en L ’écriture et la différence, op. cit., pp. 363-364. 4 Desde que han sido transcritos, observa, sus pensamientos están “en proceso de convertirse en verdades” (vn, p. 209). 5 En Más allá del bien y del mal, Nietzsche se lamenta de ver sus más bellos pensa mientos marchitarse sobre la página; en lugar de elevarse a las alturas del cielo, se po san pesados, como “pájaros cansados de volar”. La escritura corresponde al mo mento de la caída, de la declinación: “Y no es sino para vuestro atardecer, oh pensam ientos míos escritos y pintados, que poseo colores...” (vil, 209). Del mismo modo, Artaud detesta la claridad de la cosa escrita. Como “Todo lenguaje verdadero / es incomprensible” (xil, 95), salir de lo “vago para tratar de precisar algo” es una de las mayores cobar días del espíritu. La escritura obliga a esa nitidez de la comunicación y de la expre sión que destruye lo más íntimo de un pensamiento: su intensidad.
obras, paternidad usurpada que abruma el pensamiento. Finalmente, la escritura no sería de naturaleza diferente del ha bla, pero acentuaría sus efectos: el encierro del pensamiento en prisiones de palabras y la traición que deriva de ello. Efectos que se volverían entonces irremediables, por así decirlo, más tangibles: el libro es el monumento funerario donde descansa el pensamien to momificado y reificado. Pero si la escritura sufre un oprobio mayor que el habla, es de traicionar una esperanza. Simulacro, se hace pasar por lo que no es y procura una doble ilusión: la de comunicarse en toda su singularidad y la de actuar. Hace creer que es posible escapar a la gregariedad de los signos y comunicarse sin perderse uno mismo, engaño que viene a compensar ilusoriam ente la incapacidad de acción. Quizá se escribe cuando no se puede o no se osa actuar.6 Ambos participan de ese sueño de la acción di recta, lo que Artaud llama “salir afuera”.7 Acción violenta que am bos contemplan a veces según el modelo de la revolución arm a da.8 Pero el “afuera” de la acción, ¿no es también un engaño? Ar taud lo había dicho en México: la acción política y social repre sen ta un dominio secundario. Lo esencial se efectúa en el plano de la conciencia, porque la primera revolución es la del espíritu. Por lo tanto el verdadero combate debe ser librado ante todo contra la idea y la lengua alienada, porque ellas constituyen las verdaderas barreras, pero siem pre después de su clausura, porque también ellas nos constituyen. En consecuencia, y a pesar de que la detestan, ambos vuelven a la escritura como único ejercicio del pensamien to capaz de conmover los marcos del espíritu y de la vida. A pesar de sus imperfecciones e incluso de sus peligros, es preciso recono cer que se refiere a un “afuera”, o incluso que “es” ese afuera de la lengua; pero a condición de arrancarla a su destino, de no conside6 También Nietzsche experimenta a veces un sentimiento de vergüenza: “Ver güenza de escribir, vergüenza de que todavía sea preciso interpretarse, de que el hecho de actuar o de no actuar no sea suficiente para comunicarte. ¡En realidad, tú quieres comunicarte!” (v, 338). Y Artaud se subleva mientras está escribiendo: “Porque basta de palabras y de ideas, actos para que naz ca mi tótem em pared ado” (xn, 153). 7 “Le deber / del escritor, del poeta, / no es ir a encerrarse cobardemente en un texto, un libro, una revista de la que ya no saldrá / nunca / sino por el contrario sa lir / afuera ...” (XIII 136). 8 Nietzsche termina por proponer fusilar al káiser. Artaud, desde E l teatro y su doble, contemplaba el recurso a “la metralla” para destruir “el estado social actual” (iv, 40).
raxla como instrumento de la inscripción del sentido -m ás bien co mo poder de refracción abierto sobre lo inaudito, y sobre lo que, bajo el murm ullo del mundo, habitualm ente se calla. La poesía, es decir el recurso a la imagen, a la metáfora y al ritmo, sería así la salvación de la escritura. b] La imagen poética, salvación y perdición Cierta práctica de la escritura, y precisamente de la escritura poéti ca, fue en efecto para Artaud el signo de su parentesco con Nietz sche y la marca de la extrañeza de este último dentro de la filosofía. Un texto de 19479 hace la lista muchas veces retomada de esos hé roes del pensamiento, desgarrados y desesperados, que rechazaron las delicias de la metafísica o de cierta mística,1®y los contrapone a otros pensadores que comparten cierto culto de la idea, cierto respe to por la metafísica, y que se complacen en el “estado licoroso de la seridad 11 Situar a Nietzsche del lado de los artistas y no de los filó sofos, sentirlo más cerca de la profundidad poética de Villon que de la filosofía poetizante de Heidegger, es reconocer que su distinción procede de una diferencia de estilo y de escritura. Como lo mostraron Nietzsche y Artaud en su análisis del len guaje, cuanto más pensamos por conceptos más nos alejamos de la realidad creyendo captarla; quien quiera traducir la realidad sin traicionarla debe aceptar su desaparición bajo el flujo de las imá genes y de las metáforas interpretativas, porque esa desaparición misma es la única revelación posible. En E l teatro y su doble (iv, 69), Artaud reconoce que la primacía de la imagen sobre el concepto viene de que, al enmascarar “lo que querría revelar”, aquélla per mite percibir lo esencial, el vacío oculto por el concepto: “En rela ción con la manifestación-ilusión de la naturaleza, ella crea un va cío en el pensam iento.” Esa concepción de la imagen puede servir de base a una espe9 “Moi, je vous dis...”, en Obsidiane, núm. 5, marzo de 1979, pp. 8-10. Iü “Van Gogh, Gérard de Nerval, Edgar Poe, Baudelaire, Nietzsche, / Villon no d.ejaron de torturar, / dar vueltas y vueltas, / atormentar en su ámbito / la misma idea, / la misma ausencia de formación del ser de una idea / de la concreción de una ide a de ser” [loe. cit). Pascal, Kant, Spinoza, Saint-Martin, Swedenborg, William Blake, Heideg ger, todos ustedes fueron unos imbéciles ignaros” [ibid).
cié de nueva teoría metafísica del conocimiento, lo mismo que puede alejar ra dicalm ente de ella. Y en efecto Nietzsche, en la época de su “metafísica de artista”, Artaud en sus primeros textos sobre el teatro o también en su Manifiesto en lenguaje claro, espera ban de la imagen, como de la metáfora poética, la revelación de una verdad concerniente al Ser y al mundo. A decir verdad, la imagen parece desem peñar p ara la conciencia el mismo papel que el teatro para la realidad: entre la conciencia y lo real, ella ocupa una posición tanto más estratégica por cuanto no tiene estatuto ni lugar propio, de suerte que en ella puede operarse la reconcilia ción milagrosa de lo que había sido separado: “Ninguna imagen me satisface si no es al mismo tiempo Conocimiento, si no trae con sigo su sustancia al mismo tiempo que su lucidez” (i**, 51). Ese mi lagro de la imagen debería permitir reabsorber la grieta que separa al espíritu de sí mismo, el sentido de lo real, y la razón de la razón -porque “hay una razón en las imágenes”. Pero tal es la paradoja que la imagen, en su espontaneidad y su densidad concreta, pone al espíritu en contacto con el caos más primitivo; su “sustancia” es idéntica a la del grito. En consecuencia, para hacer surgir la “luci dez” que oculta, es preciso que el espíritu la “interprete”, es decir, que organice el caos; pero, reconoce Artaud, “cuando lo interpre ta, lo pierde”. El sentido exhumado no es pues la verdad interna del caos, aferrada lo más cerca posible de su surgimiento, sino una “verdad” segunda que existe, precisa Artaud, “únicamente en el interior del espíritu”. Tal es la fatalidad de la vida, para el hombre: que debe ser siempre interpretada a través de “conceptos”, y en esa distancia aparecen “un cuchillo”, la enfermedad, Dios, la Ra zón. La imagen por lo tanto nunca es pura, y traiciona a la “ver dad” tanto como la revela. El error de todo poeta, porque cree en las imágenes, es detenerse en evidencias engañosas. Así, Artaud termina por denunciar las pretensiones de la poesía surrealista, y por sentir que la im potencia de su espíritu para inventar imágenes propia s1- no es el signo de su enferm edad, sino la consecuencia de su lucidez. La naturaleza ambigua de la imagen parecía sostener el espíritu de una reconciliación, pero al fin de cuentas muestra un carácter indecidible ante el cual el espíritu es desgarrado por dos imperatiAi doctor A llendy: “Ya no necesito buscar imágenes. Yo SÉ que jam ás en con traré mis imágenes” (i**, 146).
vos antinómicos: traducir la imagen y traicionarla -p o iq u e “lo que es del dominio de la imagen es irreductible por la razón” (i*, 54), o bien dejarle su fulgurante pureza y abandonarla a su m uda expre sión. La imagen, por su papel mediador entre la conciencia y lo real, conserva u na naturaleza farmacéutica: revela el carácter iluso rio de la realidad y a la vez atrae al espíritu hacia una trascenden cia, hacia un aparte de la inteligibilidad, más intuitivo que el con cepto, más inmediatamente sensible y visible. Así, la metafísica del vacío y el “conocimiento por el vacío” se apoyaban en las imáge nes para indicar el verdadero afuera de la Razón -aquello de lo que tal vez la grieta sea una huella: afloramiento de lo No-Mani festado en lo Manifestado. Del mismo modo que la indecisión del “teatro de la crueldad” en lo Manifestado reforzaba la creencia en un a decisión superior en lo No-Manifestado, también la an tinomia ligada a la imagen acredita la ilusión de una resolución trascenden te. Y no por eso deja de ser, dentro de la razón, el único recurso contra el concepto, no es que sea de naturaleza absolutamente di ferente, pero es más “originaria”, en la medida en que los concep tos son imágenes o metáforas fosilizadas. Es por eso por lo que Nietzsche reconoce la obligación de recu rrir a las imágenes -mal remedio y falsa verdad-, dicho de otro modo, de hacer poesía, aunque no sin cierta mala conciencia; así, Zaratustra siente cierta vergüenza al confesar que todavía debe ser poeta (vi, 218). Sin embargo, el correlato de esa aceptación es la desaparición de toda realidad ¡ y la supresión del sueño de un a posi ble reconciliación (metafísica) con ella. Adem ás considera que “el mundo que nos concierne es falso” (xil, 21): lejos de ser un estado de hecho, es nuestro poema, el fruto de nuestra imaginación crea dora. Por consiguiente, es indispensable atenernos a las imágenes, a fin de no ilusionarnos sobre el alcance de nuestro conocimiento. Así, el retorno a las imágenes y a las intuiciones primordiales, el recurso a las “metáforas cósmicas” de los presocráticos no son un medio de decir más “verdadero”, sino un a man era de dar al pensa miento fuerza y energía, de obligarlo a hacerse inventivo e inter pretativo.1'1 Por esta conclusión, Nietzsche está lejos de algunas páginas de E l origen de la tragedia en donde reconocía a la poesía ser “la expresión sin maquillaje de la ver dad” (i*, 71), la manifestación metafórica de un significado originario. Y Zaratustra trata de loco a quien “quiere recibir un conocimiento” de las imágenes (vi, 90).
Artaud, sin embargo, no puede aceptar esa distancia ladrona y peligrosa que implican la imagen y la metáfora, como todo sistema significante. De suerte que, rechazando con su “metafísica” su fe en la imagen, en sus últimos textos se pone a soñar con un discur so que las ahorraría y, para terminar con ella, le perm itiría escribir literalmente lo que escribe. Así, mientras que para Nietzsche la ima gen y la metáfora pasan a ser un medio de desmontar la metafísica en su propio terreno, para Artaud son el blanco de la escritura y del pensamiento y siempre tendrá que escribir contra ellas, a fin de quitarles esa parte de mistagogia que siempre llevan en sí. Pero eso también se llama poesía. c] La sangre revivificante Así como hay dos maneras de vivir la crueldad (o de hacer teatro), también hay dos maneras de hacer poesía, pero es igualmente difí cil distinguir entre la buena y la mala, si no es por una práctica ca da vez más cruel o cada vez con más estilo. Los poetas son “menti rosos” o “locos”, repite Nietzsche; ésa es la razón tanto de su digni dad como de su bajeza. Pueden ser los “astrónomos del ideal” (iv, 281) que abren las vías de lo posible y renuevan nuestra capacidad de invención en el dominio de lo divino; pero también pueden “desviar” a los hombres suscitando en ellos la nostalgia de los trasmundos o haciéndose “los servidores de una moral cualquiera” (v, p. 40); y es preciso admitirlo: “Toda nuestra poesía es terrestre y pequeñoburguesa” (iv, 438). Ese peligro y esa crítica, que Artaud retoma en forma más virulenta,14 reclaman la invención de un cri terio discriminatorio que permita distinguir, dentro de la poesía, entre lo que él llama “poesía poética” o “poemática” y la “poesía verdadera”. La posibilidad de una nueva práctica de la escritura, capaz de revitalizarla y de combatir sus peligros, es el único motivo que incita a Nietzsche y a Artaud a continuar escribiendo. Y cuando acaba de rechazar todos los libros, el filósofo de la Gaya ciencia precisa: “Esto no es un libro [...] / El botín de los libros es lo acabado: / ¡Sin em11 *Sí, porqu e ahí está lo obsceno de la cuestión, es que la lengua pequeño burguesa, que el golpe de la lengua erótica de la señora Obscena Pequeño-Burguesa, nunca ha amado sino la poesía” (“Coleridge le traitre”, en K, núm. 1-2, p. 93).
baxgo allí vive un hoy eterno!” (v, 556). Si no está acabado es que no se ha realizado por completo, que la intensidad liberada por la escri tura supera los límites del libro, y todavía no ha caído en las tierras áridas del sentido. Más que un monumento, ese libro es una “volun tad” y una “promesa”. Escribir no sería pues tan sólo remediar las insuficiencias de la memoria, sino hacer surgir en el tiempo la punta del instante. Del mismo modo, en Agentes y agencia de suplicios Artaud rechaza la función utilitaria del habla y de la escritura, negándose a utilizarlas palabras que le han sido transmitidas.15 Un libro que no es un libro, emplear las palabras sin emplear las. Paradojas semejantes no podrían justificarse por la razón, y re mitirían a otro orden de coherencia: suponen un acto de fe. El que sostiene, para Nietzsche, la posibilidad de la escritura dionisiaca, el que anima a Artaud en su “misticismo de la carne”, su búsqueda de los “manás” y después su búsqueda de una lengua propia, ex presión directa del cuerpo y manifestación de ese “más allá” que es parte integrante de la existencia y del hom bre, pero que ha sido ocultado en algún Más Allá.16 Pero no hay fe sin pruebas inmedia tas, sin signos de fuego y sin estigmas: la presencia de todo ese mundo sibilino y reprimido que la escritura debe revelar se perci be inmediatamente en el sufrimiento. Signo tangible de una vio lencia que es preciso aceptar y traducir, empuje de la vida que se inmiscuye violentamente en la dimensión del lenguaje, le hace perder su medida, sacude la construcción fortificada de las pala bras, el sufrimiento sería un criterio, crisis del cuerpo organizado, librado al asalto de lo que ha sido rebajado por la razón discrimi nante y vuelve en forma de estigmas, de crueles huellas de una es critura fundamental del cuerpo. Es por eso por lo que la sangre de be ser una prueba, y la escritura de la crueldad debe ser entendida literalmente como derramamiento de sangre.17 Ésta, por lo tanto, 1,r}“Las palabras que em pleamos, a m í me las pasaron y yo las empleo , p ero no para hac erm e en tender, no para lograr vaciarm e de ellas, / ¿entonces para qué? / Es que justamente yo no las empleo... (xtv**, 26). 16 Véase, por ejemplo, “L’intempestive mort”, el “Aveu” de Arthur Adamov, en Cahiers de la Pléiade, núm. 2, p. 140. 17 Zaratustra afirma: “De todo lo escrito no me gusta sino un hombre que escri be co n su sangre. C on sangre escribe, y aprenderás que sangre es el espíritu ” (vi, p. 52). Y en Ecce homo , Nietzsche observa a propósito de las Inactuales: H ay allí pala bras que están literalm ente ensangrentad as” (vill*, 295). Para Artaud, escribir es la escarificación a pe rpetuid ad”, “el infinito rascar la llaga (xil, 236).
debería permitir la diferenciación entre las dos especies de poetas, entre la poesía “verdadera” y la “poemática”, cuyo objeto, recuer da Artaud, es reprimir la sangre, “puesto que ema, en griego, signi fica sangre”.18 El sufrimiento y la sangre son las únicas garantías de una revivi ficación de la escritura. Pero, ¿cómo explicar ese nuevo llamado a una crueldad que se ejerce ante todo contra el que escribe, y hace de la escritura una pasión, o una actividad sacrificial? ¿Se trata de rescatar por medio de la sangre la culpa de la escritura? Para que el verbo se haga carne y siga viviendo lejos de su creador, haría falta un sacrificio: pagar el precio de la sangre serviría para com pensar la indigencia de lo escrito, la pérd ida de vida que implica, y finalmente la culpabilidad ligada a la práctica de la escritura. Pero, ¿por qué milagro perpetuado la sangre no se coagulará para vol verse con el tiempo más negra que la tinta, fijada finalmente en una especie de costra excremencial, recordando al sujeto de la es critura su innata abyección frente al logos? A menos que la sangre corra siempre en pura pérdida, pero in dispensable, como los menstruos de la mujer, el jugo embriagador que brota de los miembros de Dionisos, las aguas de un parto san griento que, en el desgarramiento cruel del mundo, haría nacer al hijo de la muerte: lo real exorbitante. Eso sería entonces tomar en serio -pero no “a lo trágico”, en el sentido en que este término im plica el encuentro fatal con una trascendencia maligna o culpabilizadora- el sentimiento de que la escritura es poder de muerte para el Habla, el Sentido, el Mundo, y aceptar que su función esencial no es transmitir un significado, comunicarse o actuar en el mu ndo, sino desdecirlo para abrir camino, mediante el vaciamiento de la lengua y el apartamiento de la realidad, a la “exterioridad” peli grosa. Dicho de otro modo, la salvación de la escritura no estaría en el esfuerzo por colmar la grieta que separa la razón, la imagen, la poesía, de ellas mismas, o bien al mundo del lenguaje, sino en rellenar esa falla, a través de las palabras mismas, hacia lo que las mina y las mata. Esa grieta es el “lugar” de la escritura, que ésta encubre y descubre a la vez, que evita y en el que aspira a perderls La “poesía poemática” nace de la voluntad “de haber querido evitar la san gre, de h aber destilado para siem pre / la sangre, y en esa sangre lo real verídico pa ra hac er de ello / lo que se llama / hoy / poesía / ausencia de cru eldad en el tiempo” (“Coleridge le traitre”, op. cit., p. 94).
se, obligando a quien la maneja a bendecir y maldecir a ese indominable pharmakon.
LA ESCRITURA ( d e ) DIONISOS Y LOS ESTILOS ( d e ) NIETZSCHE
Pero la cuestión fundam ental sigue siendo: ¿qué es lo que la sangre modifica en este asunto? Aunque uno escribiera realmente con sangre y sufriera horrores en cada línea, eso no aumentaría el va lor del pensamiento. Si el sufrimiento fuese el verdadero criterio, los cristianos ciertamente serían más dignos de fe que Artaud o Nietzsche. Este último lo sabía, él que denunció la “locura” de los sacerdotes que creen “que por la sangre se prueb a la verd ad ”.1®La escritura dionisiaca implica una voluntad de sufrimiento, porque es receptiva a los afectos más violentos, porque es una práctica pe ligrosa que destruye los marcos del sujeto, y porque provoca un desgarramiento de la clausura de la lengua bajo las oleadas de in tensidades que la superan. El sufrimiento y la sangre son por lo tanto condiciones 20 pero no tienen ningún valor intrínseco y no po drían pasar por objetivos; además, Nietzsche es el enemigo del pathos, tanto en la vida como en la escritura. La crueldad de la es critura dionisiaca no proviene de que ésta se entregue a todas las violencias y a todos los excesos, sino por el contrario, de que supo ne rigor y control severo de sí, para seguir siendo una práctica in terpretativa.
19 “Pero la sangre es el peo r testigo de la verdad; la sangre infecta la doctrina más pura pgra hacer de ella un delirio más y un odio de los corazones” (vi, 108). Así, la diferencia entre Cristo y Dionisos no se refería ni al martirio vivido ni al su frimiento padecido, sino al sentido y la interpretación a darles. Y es con cierta au toironía que Nietzsche pregunta: “¿Tengo realmente derecho a colocar una pala bra? Todas las verdades son para m í verdad es sangrantes -o bsérv ense mis escritos anteriores” (iv, 433). ¿íl En Aurora, Nietzsche sugiere que no hay que ser “avaro” con la propia sangre; para el pensador profundo, “pagar con su sangre” no es demasiado, ni siquiera algo excepcional (rv, 254).
a] La “paradoja” del aforismo Como toda interpretación, la escritura es una actividad metafórica, pero, al revés del discurso corriente que funciona sobre el olvido de su origen, puede llevar la lengua de regreso a su “verdad”, obli gando al sujeto a una confrontación siempre nueva con ese mundo informulado que lo asedia -empezando por su “propio” cuerpo- y cuya llave ha sido arrojada por su “conciencia orgullosa y engaño sa”. Cruel, exige esa “curiosidad fatal” que llega “a entrever por una hendidura” el “fondo despiadado, ávido, insaciable y asesino” (i**, 279) sobre el cual se yergue el mundo humano. Conforme a las tesis desarrolladas en Verdad y mentira en sentido extramoral, la es critura dionisiaca, ya sea la del “filósofo Dionisos” o la del autor de los Ditirambos, será pues transporte -entendido en los dos sentidos del término, como desplazamiento poético de la intensidad, de la excitación, y danza metafórica: la de la frase, la del ritmo, que a imagen de la danza real y de la música dionisiaca en el seno del mundo apolíneo, hace surgir un nuevo orden simbólico en el seno del discurso.21 Expresión de una “voluntad de poder” interpretativa, la escritura de la crueldad arraiga en la realidad peligrosa de los afectos y supo ne un acto de dominio. En efecto, la capacidad de inventar imáge nes nuevas y de volver a las intuiciones primeras es el fruto de una liberación del intelecto que renuncia a su papel puramente protec tor, y al “trabajo de esclavo que de ordinario hace” (i**, 288); se vuelve transgresor -en busca de “metáforas prohibidas” (289)- y, en consecuencia, creador de un nuevo mundo conceptual. El poeta es pues, según la etimología tantas veces recordada por Nietzsche, el que dicta ein Dichter. Signo del poder distintivo de los “fuertes”, ver daderos inventores en materia de lenguaje, el Gran Estilo tendría una función selectiva. Para los que escriben, ante todo, es la marca de un combate y de una victoria,22 y manifiesta la serenidad del ai En La gaya ciencia, Nietzsche recuerda que ante un libro, como ante un hombre, debemos preguntarnos: “¿Es capaz de caminar? Más aún: ¿es capaz de bailar? ” (v, 260). Un fragmento sobre el estilo retoma la idea de la danza de la plum a: “La riqueza de visión se traiciona por la riqueza de los gestos. Es necesa rio aprender a sentir la largura y la brevedad de las frases, la puntuación, la elec ción de las palabras, las pausas, la sucesión de los argumentos -como otros tantos gestos” (v, 542). 22 “/Xa guerra es el padre de todo lo bueno, la guerra es también el padre de la bue-
“fuerte” que celebra las fiestas del espíritu. Por consiguiente, sus ca racterísticas son “concisión nerviosa, calma y madurez” (ill**, 207). Por lo demás, Nietzsche busca modelos tanto entre Lutero, Voltaire y Goethe como entre los romanos. No descuida el arte del periodo ni el de la disertación, ya que cada estilo responde a estrategias e in tensidades diferentes del pensamiento. Pero el estilo tiene también un valor selectivo para los que leen: permite impedir el “acceso” a algunos, ya sea impidiéndoles la “comprensión” (v, 277) o quitándo les el deseo de leer; y puede “abrir las orejas a los que tienen una afi nidad de oído con nosotros”. Más que ninguna otra cosa, el aforismo pertenece al estilo del dominio que es dominio del estilo, pero también implica el recha zo de una coherencia englobante, de una propiedad del sentido y de una continuidad lógica, diferente del feliz acuerdo de las inten sidades.23 Por su dureza, la sentencia resiste al tiempo y al desvaimiento: consumida, envilecida, se mantiene intacta, gracias a la unión milagrosa de la fuerza y la forma. Como un bloque de eter nidad que surge del caos, hace brotar “lo imperecedero en medio de lo cambiante” (m**, 74), aunque sin adoptar jamás la máscara sempiterna de la verdad; además, para Nietzsche es “la gran para doja de la literatura”. Arma elaborada y a la vez recompensa con quistada por el héroe del pensamiento, ese trofeo muestra aún las huellas de un largo combate: alrededor de él resuena a veces el ru mor de la batalla, y “parece oír el roce y el choque de las espadas” (ill*, 209). Los blancos que separan los aforismos hacen silencio so bre el conflicto del que surgen y que la lengua nunca podrá nom brar, pero ese espacio enceguecedor de la página señala al infinito. Así, “los aforismos deben ser cumbres” separadas por rupturas abi sales del sentido; ese entre-dos, sin embargo, no es insignificante: es el lugar originario de la escritura, donde se escribe incesante mente el texto primitivo de los afectos, ilegible para nosotros. Esos blancos, por último, invitan a otra práctica de la lectura: ya sea el largo camino de la intepretación (vil, 222), siguiendo el circuito la beríntico del eco infinito del “sentido”, o el camino corto del “cogoce” (m*, 359). na prosa!” (v, 107). “El gran estilo nace cuando lo bello triunfa sobre lo monstruo so” (111**, 204). 23 Véase, po r ejemplo, M. Blanchot, L ’entretien infini, “Nietzsche et l’écriture fragmentaire”, op. cit., pp. 227-255. B. Pautrat, Versions du soleil, “Le texte revé, l’écriture de la cruau té, l’apho risme”, op. cit., p. 300ss.
Ese milagro del aforismo, que hace converger la disonancia y el acuerdo en un instante fulgurante, hace pensar que es el ejemplo mismo de la escritura dionisiaca. En realidad, todavía no es sino estrategia de escritura, y por lo tanto efecto de estilo, que sirve para parar los peligros de la cosa escrita, y ante todo los de la lectura. Sin embargo, nada impide leer los aforismos “de punta a punta” (ill**, 432): quien así procede es un lector “desdichado”, que re nuncia a la lectura azarosa de la que una colección de aforismos ofrece la posibilidad. A los estilos de escritura corresponden estilos de lectura, es decir interpretaciones nuevas, puesto que, en el mun do de la “voluntad de poder”, la pura lectura sería una aberración: la renuncia a la interpretación y por ende a la vida. Pero así como existen formas de interpretación creativas, existen otras depresi vas, propias de los enfermos de la vida o de los que buscan la ver dad en un texto. Por último, no hay nada que impida una sacralización del aforismo y una perversión de su efecto: mientras la es critura sea considerada como un medio de transmitir ideas, no puede evitar la caída, ni traicionar lo que debería servir. ¿Pero no es posible que ahí esté su oportunidad? Segundo peligro contra el que debe guardarse el estilo aforísti co: la Escritura misma, la “pura” escritura dionisiaca. No hay na die que escriba que no quiera crear sus propias interpretaciones y que no responda así a un deseo de originalidad. Si la escritura es llamado de la “pura” exterioridad, es porque siempre supone el sueño de liberarse de la interpretación ajena para inventar metáfo ras absolutamente inauditas. Ese sueño no sería realizable sino sa liendo de la “voluntad de poder”, puesto que ésta no deja de tra mar su texto desde el origen de los tiempos. La vida, el mundo co rresponden a estilos particulares de la “voluntad de poder”; ésta nunca se manifiesta en estado puro, sino siempre como un estilo textual: la “voluntad de poder” es una metáfora de la escritura ya en acto. Porque la escritura es exceso y exigencia de estilo, noso tros jamás podemos acceder a la escritura “pura”. Esa actividad, la más originaria, que es don del mundo nacido del juego de la dife rencia y tiene huellas de la violencia fundamental, pertenece pro piamente a Dionisos el sagrado, sólo él escribe verdaderamente. Diremos entonces que hay muchos estilos y una escritura; en este caso, los estilos (de) Nietzsche y la escritura (de) Dionisos.
b] ¿Quién escribe bajo el nombre de Niet&che? La mejor ilustración de esa distancia la da el Zaratustra. Aun cuan do ahí Nietzsche inventó una forma y un estilo únicos, no podría declararse autor del texto ni sujeto de esa escritura. ¿Quién trama, en sordina, el texto de Zaratustra? No es realmente el filósofo Nietzsche, que registra lo que Zaratustra “decía” en un estilo poéti jo ajeno a la filosofía. Tampoco Zaratustra solo, puesto que él no escribía, sino que hablaba,24 y su discurso está atrapado en el de un narrador que lo transcribe y lo transmite. La respuesta la da un capítulo de Ecce homo (vill*, 306-318), en que Nietzsche reconoce ante todo que el Zaratustra pertenece al dominio de la música más que al orden del discurso; a continuación afirma que su origen es extraño a toda decisión personal, y deriva en cambio de la “inspi ration”: algo como un don desconocido - ”uno toma sin preguntar quién da”- acompañado por un “deslumbramiento” ( Entzükkung), un “rapto” “fuera de sí” (ein vollkommes Aussersichsein) y del senti miento de la “divinidad”. Como “todo ocurre en ausencia de cual quier voluntad deliberada” -y en particular el brotar de imágenes y metáforas- no se puede decir que el sujeto Nietzsche sea el autor del Zaratustra; es más bien el “portavoz, el médium de fuerzas su periores”. ¿Es que por haber renunciado a la superstición del suje to y el autor tiene que regresar a supersticiones más antiguas? Contra ese peligro, una sola defensa: la fe dionisiaca. Ella mantie ne al mundo en la apertura de lo “sagrado”25 y conserva el carác ter enigmático del acontecimiento, desactivando así el instinto de superstición que tiene por objeto poblar el universo de razones y sustraer al pensam iento el gusto por lo desconocido. Dionisos es el nombre del “autor” de Zaratustra, del que habla por la boca del personaje, escribe por la pluma de Nietzsche 26 pero que bajo el juego de ese doble “yo” se oculta, y a su m anera calla. La escritura de la crueldad no ofrece pues ocasión sino de un dominio paradójico, puesto que supone la desaparición del sujeto y no deja sino la conciencia vaga de un “yo”, a la vez producto y 24 Si lo vem os rod ead o de nuevas tablas, éstas quedan inconclusas: “escritas a medias” (vi, p. 217). ' ’ “En verano, vuelto a los lugares sagrados donde el primer relámpago del pen samiento de Zaratustra había brillado a mis ojos” (311). Citando un pasaje de Zaratustra, Nietzsche observa: “Pero es la idea misma de Dionisos” { 314); y más adelante: “Sólo un Dios, un Dionisos, sufre así” (317).
receptáculo de las interpretaciones; éstas no podrían tener por ori gen el “cuerpo propio” -espejo de carne del sujeto, lugar neutro de su encarnación-, sino ese texto primitivo del cuerpo y de los afec tos que permanece “en sí” desconocido. Poder de muerte, la escri tura lo es ante todo para un sujeto y en relación con su “cuerpo propio”. Por más que Nietzsche quiera dejar gotear la sangre a tra vés de ella, y por más que considere a la metáfora como el lengua je mismo del cuerpo, jamás serán esa sangre ni ese cuerpo los que hablen. Si hablasen realmente, qué podrían decir más que repetir lo que se les ha enseñado. Lo que debe transparentarse en la escri tura no es el cuerpo como estado de hecho, sino como estado de guerra, ñola vieja historia de sus instintos, sino lo innominado ha cia lo cual se abre. La superficie de la página se convierte entonces en la pun ta extrema de la profundidad, el mom ento de un acuerdo dionisiaco en que aún aparece la disonancia originaria. La escritu ra es metáfora del cuerpo, como la música, en E l origen de la tragedia, era metáfora del mundo. Sin embargo, la escritura no repro du ce el cuerpo, como un significado primero, sino que continúa en otro plano y con sus propios medios -ritmo, imágenes, sintaxis- la actividad interpretativa de la semiótica de las fuerzas.} El estilo, como efecto de corporización de y en la escritura, es por lo tanto múltiple, igual que el cuerpo sometido al ritm o del conflicto de los afectos y de los órganos, es decir al polémico fun cionamiento de las interpretaciones parciales. Necesariamente plu ral y diferente por estar animado por la “voluntad de poder” cuya “razón” es el propio Dionisos, que quiere una multiplicidad de cuerpos nuevos, y por consiguiente exige la destrucción de cada nuevo cuerpo. Necesariamente efímero puesto que deja traslucir bajo un estado glorioso y sereno del cuerpo, del estilo -el de la Gaya ciencia, por ejemplo, en que la voz del caballero se mezcla con la del trovador-, el cuerpo lacerado del dios del que Nietzsche ha conocido el sufrimiento -como lo testimonia en el Prólogo. El estilo es el hombre, es la escritura hecha hombre, así como Nietzsche, en E l origen de la tragedia, hablaba de la disonancia he cha hombre, que para vivir necesitaba de la ilusión apolínea. El texto dionisiaco deja resonar bajo el estilo, y en la lengua misma, la disonancia -verdadera exterioridad fundadora- y responde al mismo tiempo a la necesidad de “detenerse en la superficie, en el pliegue, en la epiderm is”. En la escritura, el sujeto no tiene lugar para ser -se queda en los pliegues-, pero esa im posibilidad se basa
en un exceso y un derroche cuyo origen es Dionisos, no en un entredicho original o una carencia de ser. Así, es como otro escenario trágico, quizá el “lugar” de esa tragedia de los tiempos modernos que Nietzsche esperaba. Ciertamente el deseo de escribir atraviesa al sujeto y redobla su propio deseo, que es voluntad de dominio y de saber; pero no se deja comprender por él, puesto que excede su dimensión propia. Ese exceso dionisiaco sostiene la dinámica de concentración y de dilatación, permite jugar con el llamado del “afuera” como con el mandato del sentido, o de la “verdad”; obli ga a aceptar sus riesgos, las recaídas posibles, según una coheren cia que no es ni la del sujeto ni la de su deseo. La coherencia inter na de la escritura de Nietzsche se llama Dionisos, y el lector de Nietzsche debe apostar, ju nto con él, a la “fe dionisiaca”, sin la cual es imposible vivir la aventura que propone en toda su profun didad ,z/ Cada estilo de Nietzsche es un a máscara apolínea del filó sofo trágico, que juega con los rayos del sol y las palomas de sus pesam ientos. Pero, como en la tragedia, esas máscaras, ese teatro, no son sino un juego que oculta y revela, por las mallas de su tra ma, un teatro de la crueldad más terrible, el de Dionisos desmem brado, que atrae hacia el abismo volcánico a todos los soles y a to das las palomas.
LA POESÍA FECAL
La escritura elaborada como dominio que recubre siempre de nue vo la falla y la fractura, reden ción del signo en la metáfora y danza de las cumbres por encima del abismo, otros tantos temas que in 27 Así, pese a la exactitud de los análisis que B. Pautrat dedica a la escritura de Nietz sche, para demorarse demasiado en una problemática que sería la del “sujeto Nietzsche”, afirma que el texto, y en particular el Zaratustra, está “trabajado por al go así como un a censura, o por qué no, un a represión", y que deja traslucir una “nos talgia vengonzosa”: la permanencia del “deseo del ser” (Versions du soleil, ofi. cit., pp. 360-361). Ciertamente es posible que se trate de una conclusión pertinente con res pecto al “sujeto” -au n cu an do el térm ino “vengüenza” introdu ce una refe rencia moral discutible- pero no es suficiente para dar cuenta de las estrategias, los avan ces y las aperturas que ofrece el texto de Nietzsche, y que desbordan las categorías psicológicas a las que se atiene B. Pau trat en esas líneas.
dican una ruptura esencial entre Artaud y Nietzsche. Este último a veces considera con cierta ironía la insistencia en escribir para re negar de la escritura. Ese renegar se justifica, en efecto, por el de seo de no alterar la singularidad de los pensamientos -vuelo inefa ble de las palomas. A ese sueño romántico, al que él ciertamente no fue ajeno, le contrapone una gran sospecha: la integridad y la pureza de la idea, no atrapada todavía en las redes que trama el texto, derivarían de una ilusión metafísica. No sólo nada es más absurdo que un modo de expresión “adecuado”, sino que además habría que apostar a que el pensamiento gana al escribirse: “Co rregir el estilo quiere decir corregir el pensamiento, y nada más” (m*, 216). a] La Escritura contra la escritura Artaud, aun después del rechazo de su “metafísica”, continúa deni grando la escritura. Su encarnizamiento intenta ahora destruir, de trás de los signos, lo que en otro tiempo su “metafísica” intentaba hacer vivir liberándolo de la presa de los signos. En esa inversión: la fuerza y el cuerpo contra los principios y el pensamiento, la es critura hace siempre el papel de mala, el de traidora, y lleva la marca de una mancha original de la que el cuerpo no puede libe rarse. El problema es que es imposible pensar, escribir fuera “de las tablas de significaciones perceptivas inscritas en las paredes de un cerebro inverso” (xiv**, 30). Igual que Nietzsche, Artaud se siente atrapado en una red de interpretaciones, en un texto previo del que no tiene el dominio absoluto, y que se escribe indepen dientemente de él. Pero mientras que el primero veía en ello la condición misma de la fuerza, la cual no puede manifestarse sino bajo las especies de la “voluntad de poder” interpretativa, Artaud sueña con una originariedad de su propio texto, algo así como la Escritura absoluta. Esa conquista de la Escritura contra la escritura supone que es preciso continuar escribiendo aun cuando resulte insoportable. Consciente de la paradoja, Artaud la asume con hu mor, como lo atestigua, por ejemplo, “Cogne et foutre”,28 donde 28 “Entonces, po r qué un a vez más un papel tuyo, Artaud, y po r qué todavía no has desocupado el cielorraso desde que te estamos haciendo señas de que te vayas” (xrv**, p. 27).
condena a lo que detiene la fuerza en los estados degradados: el estilo, las ideas, la filosofía, la anatomía, incluso la poesía. Lo que busca, dice, no es “todavía” su “verb o” y su “lengua”, “sino el ins trumento que no he cesado de forjar”. Esa herramienta concreta debe servir para escribir con una escritura de “analfabeto iletra do”, que sería la inscripción directa del cuerpo, independiente de los signos convencionales del lenguaje. El deseo de una pura escri tura del cuerpo no es menos metafísica que la búsqueda de un len guaje originario adecuado a los principios o al “sentido de la car ne”, sin embargo, una vez más, es yendo hasta el final de su exi gencia de absoluto, y a fuerza de perseguir al cuerpo hasta sus últi mos refugios, como Artaud podrá desmontar humorísticamente la metafísica y atraparla en la trampa de sus propias exigencias. Aun antes de saber si una escritura del cuerpo es posible, es preciso saber qué pasa con el cuerpo, qué es, del cuerpo, lo que pasa a la escritura. Más exactamente, es preciso determin ar qué es tado del cuerpo dicta la escritura: el cuerpo obsceno y anatomiza do, o el “cuerpo sin órganos”. En realidad, desde que se escribe, el que se expresa es siempre el primero; el segundo tiene que comu nicarse por la inmediatez de su ser, po r la danza real y concreta. Si el cuerpo obsceno, espontáneamente, escribe, es que existe una continuidad entre la anatomía y la estructura del lenguaje, una complicidad entre la sexualidad del padre-madre y el signo. El cuerpo y el signo ob edecen a la misma ley, familiar y divina: la ley de la repetición ritual, gobernada por la decisión originaria que ha ce surgir el sentimiento de deuda y de culpabilidad, y cuyas dos manifestaciones esenciales son la procreación y la significación.29 El signo es regido por Dios, y el sentido nace de esa cópula entre Dios y el mundo, el Significante y las cosas, según una maquinaria que Artaud llama “la libido caputitaria / del concepto que siempre quiere ponerse en el lugar de / su presunto concebido” (xil, 186). Así, rebajar a Dios es el mismo gesto que rebajar los signos. Para efectuar ese rechazo, es preciso situarse a la vez dentro y fuera de los signos, sufrir “el corte” y actuar por debajo, desde el En relación con esos textos, que pasan por los de un “coprolálico”, Artaud es cribe: “Yo diría que son la obra de un hombre que conoce la tartufería y el corte, el pun to de sutura de un m undo abyecto que exhibe su fachad a decente ....” (xil, 228229). E n otra parte presenta la idea com o el fetiche fálico y fecal de una lengua “ba sada en un m ovimiento del recto, en que la expulsión psíquica de la idea se mantie ne derecha, digo derecha, po r la incisión criminal de un a conciencia...” (xvm, 110). 20
más acá. De ahí la importancia de un trabajo concreto sobre el texto, por la irrupción de los blancos que escanden la página, y cu yo simple ritmo (como en una colección de aforismos) señala hacia un orden de coherencia que desborda el discurso, lo pone en peli gro en la misma medida en que lo posibilita; o por la tipografía que es el suelo y el fondo verdadero de la escritura. Utilizada en forma especial,30 la tipografía deja de ser su soporte utilitario, libe ra intensidades propias que emanan de una fuerza negra como los caracteres de imprenta de cuerpos muy gordos que Artaud utiliza para ciertos pasajes y para las glosolalias. Esa materia sombría de los caracteres y de la tinta, que sostiene la inscripción del sentido y se deja poner en forma, es a la imagen de la hora, matriz aparente mente inerte, pero atravesada por un ritmo del que la colocación en páginas y la escansión de la frase recuperan la pulsación. Las cartas de Artaud a Pierre Bordas31 en torno a la publicación de Artaud le Momo dan testimonio de la importancia que concede a la realización material del libro: los caracteres, la disposición del tex to en la página, la calidad del papel, las ilustraciones. A decir ver dad, los dibujos que propone no deben ilustrar el texto, aportar un comentario o un suplemento de sentido, sino prolongar la “activi dad manual de escribir”. La unidad del conjunto no es perceptible conceptualmente, sino, escribe en la segunda carta, “ linealmenté’ ’ : supone una manera totalmente materializada de considerar la es critura y el dibujo: en el acto mismo, como trabajo concreto de un material; en su objetivo, como fabricación de una máquina de gue rra y de saqueo; en su origen, como emanación concreta del aliento corporal
b] E l trabajo de la escritura Cada uno de los textos consagrados al dibujo o a la pintura reafir ma la identidad del trabajo poético y el pictórico. Ante todo, se trata de un trabajo, y no de una expansión inspirada. Artaud no Al término de Artau d le Momo, A rtaud introduce “U na página blanca para se parar el texto del libro / que ha term inado de todo el ho rm igue o del bardo que / aparece en los limbos del electrochoque. / Y en esos limbos una tipografía espe cial / que está ahí para reba jar a dios, pon er en / retirada las palabras verbales a las que / se ha querido atribuir un valor especial” (xil, 61). 31 Cartas a P. Bordas, NR F, 1 de mayo de 1983, núm. 364, p. 170.
podría aceptar la idea de una inspiración dionisiaca, de un juego con lo divino: el viejo dios, furtivo y ladrón, sigue estando dema siado vivo y demasiado ávido. “Mano de obrero y mano de mo no”,32 opone la actividad concreta del artista, que se fabrica un cuerpo, a la de Dios, que le roba su obra por un juego de manos simiesco, como le ocurrió a Van Gogh, pintor del que Artaud re cuerda que realizaba un auténtico “trabajo”. Pero Dios-el-Mono imita y repite anticipadamente, como el sentido precede a la ins cripción de cualquier signo y cualquier toma de la palabra, habrá pues que trabajar la materia misma del signo, la que parecía deber estar en reposo: ni el significado ni el significante, sino la pasta, el trazo del dibujo, el timbre de la voz.33 Entonces se descubre una continuidad entre ciertos artistas, a pesar de su estilo personal (Van Gogh, Baudelaire, Artaud), y entre todas las artes, a pesar de sus características propias (teatro, música, poesía, pintura). La prueba de ello es que los mismos términos, aparentemente reser vados a ciertas artes, sirven para definir la especificidad profunda de cada una. Así, la voluntad de A rtaud de reunir en u na mism a página poesía y dibujo, o de llegar a una forma de escritura hablada, no proviene de la búsqueda de un modo de expresión total, sino de la cereza de que en el fondo de toda forma de expresión se encuentra la misma materia, la materia de la que surgen los signos (del arte, del espacio, del lenguaje). En “El rostro humano”,34 “grafismo”, “inteijección”, “espontaneidad del trazo” son el terreno común donde se traza la continuidad del poema, del dibujo y de la voz; en Van Gogh, el “mo tivo” de la pintura, lo que la llama y la solicita, no es tanto el sujeto o la idea, sino “algo así como la sombra de hierro del motete de una inenarrable música antigua, como el leitmotiv de un tema desespera do de su propio sujeto” (x i i i , ,44). Bajo la palabra, el motete, bajo el 32 En K , 1948, núm. 1-2, pp. 3-4. 33 En los textos escritos para ser leídos en la Galería Pierre en ocasión de la ex posición de sus dibujos, Artau d señala: “El tim bre tiene volúmenes, masas de alien tos y de tonos que obligan a la vida a salir de sus reparos y a liberar sobre todo ese autodenominado más allá que nos oculta / y que no está en el astral sino aquí” [Le Disque Vert, núm. 4, 1953, p. 44). Y en el Van Gogh le suicidé de la société, escribe: “Es así como el tono de la última tela pintada por Van Gogh, de él que por otra parte jam ás superó la pintura, es evoc ar el tim bre abru pto y bárb aro del dra m a isabelino más patético, pasional y ap asionado” (x i ii , 28). 34 En Mercure de France, núm. 1017, 1 de mayo de 1948, p. 102.
habla el timbre, bajo la escritura el grafo,35 bajo las telas de Van Gogh el “impenetrable sobresalto” de la vida (35), bajo los paisajes “sus primitivos apocalipsis” (51) -otras tantas salidas de la matriz, de la kora estremecida de fuerzas: “fuerzas de demente que reposan sin provocar un movimiento” (35). Es entonces cuando el trabajo es verdaderam ente tripalium: tortu ra y crueldad que debe sufrir el artista, pero que también él inflige al mundo poniéndolo a trabajar. Producto de una actividad doble de demoledor y de constructor, el texto vale no tanto por lo que dice o muestra del mundo, sino por lo que deja “oír” de su trabajo inter no.36 La crueldad de ese trabajo, sin embargo, es aún más percepti ble en el dibujo, que “no es sino la restitución de un saqueo, / y el avance de una perforadora en los bajos fondos del / cuerpo sempi terno latente”.37 La mina sirve para limar, cavar, atravesar el papel, operaciones cuyo objeto es, según la carta de Van Gogh copiada por Artaud (XIII, 40), “atravesar ese muro” invisible y duro como el hierro que nos encierra, “minarlo” para “abrirse un pasaje”, o de rrumbarlo a golpes. Esa imagen, retomada con frecuencia por Ar taud, evoca tanto el choque como el hozar, con el hocico, en la tie rra más negra, en esa matriz primitiva de lo abyecto, maternal y mortal, que él llama “Señora uterina fecal”. La escritura, porque es excremencial, es la vía que es preciso cavar para liberar, en ella y contra el mundo, lo abyecto en todo su poder. Si Artaud no puede parar de escribir ni de hacer dibujos que “no son dibujos”, es por que la escritura es una actividad famacéutica de la que es preciso aceptar los riesgos y la violencia para recibir los golpes de suerte.38 Se convierte en “cochinada” cuando su fuerza está reificada en el li bro, detenida por una forma fijada. En cambio, puede vivir, si algu na vez el sentido y el signo no la comprenden, es decir si alguna vez 35 “Y eso significa que ha llegado para el escritor el mom ento de cerrar la tien da, y de abandonar / la letra escrita por la letra”, “Dix ans que le langage est par tí...”, en Lun a Park, núm. 5, 1971, p. 10. -10 “En cuanto al texto, / en la sangre m ud a de qué m area / pod ré ha cer oír / su corrosiva estructura, / digo oír / la co nstructiva estructura...”, “Dix ans que le langage est partí...”, op. cit., p. 8. 37 Ibid.
38 Acerca de sus dibujos: “Ninguno es / hablando con propiedad una / obra / Todos son esbozos, / quiero decir / golpes de sond a o / de hocico dados / en todos los sentidos / del azar, de la posibilidad, de la suerte, o del / destino” (“Le visage humain”, op. cit., p. 102).
el soplo fecal de la Muerte logra penetrar la vida.39 Así el dibujo y el poema viviente son “una máquina que tiene aliento”.40 A la vez máquina de guerra y de muerte, y máquina ge nésica, puesto que toca a la violencia fundamental, al origen far macéutico de la vida. Escribir tiene que ver con algo más profun do que la vida y la muerte, y es por eso por lo que Artaud, en una carta a Peter Watson consagrada a la literatura, dice que quiere terminar “con la vida y el pensamiento, con la muerte y los difun tos” (xil, 234). Pero ese lugar que la escritura roza, del que extrae su vida y su fuerza, para el sujeto es en realidad el de esa expropia ción dolorosa que él llama “muerte”.41 Así, los verdaderos artistas terminan todos por enfrentarse con el poder sexual negro que había sido reprimido: “Esa esfinge la mujer que nos ofendió” (xxi, p. 265). Ella es la que encuentra la pintura de los surrealistas, negra “Como señora uterina fecal.” [...] “Digo uterina fecal, señora, la trampa negra” (p. 264). Ella es la que Van G ogh logró despertar profundizando el color excremencial de sus cuervos, el rojo sanguinario de su cara de leñador, y lacerando la tela con el torbellino apocalíptico de los trigales.42 Ella es, en fin, la Musa terrible y mortal de esos poetas malditos cuyo destino evoca Artaud en dos cartas a Henri Parisot (ix, 169-178) que dan los elementos, no tanto de una poética de la Noche como de una poética de la Mierda. La mierda, en efecto, es la sustancia del alma estancada en “el abismo de la materia inmunda”. “Alma” es el nombre “propio” de lo abyecto, de esa parte del cuerpo que ha si do reprimida pero no deja de vivir abajo, como una forja que so pla las fuerzas.43 La Señora Muerte no muere nunca, ella es el fonw yo quiero no escribir m ás que cuando ya no tengo nad a que pensar. -C o mo alguien que se comiera el vientre, los vientos de su vientre por dentro” (xil, 234). ■ *<1“Dix ans que le langage ekt partí...”, op. cit., p. 8. 11 “Es preciso hacer el vacío cuando uno escribe. / Y eso me explica por qué he logrado escribir desde el día en que me propuse no escribir sino para penetrar lo escrito. / Los verdaderos poetas son los que siempre se han sentido enfermos y m uertos m ientras consum ían su propio ser, / los falsos los que siem pre ha n qu erido estar sanos y vivos cuando chupa ban el ser de otro” (xxil, 430). K “Eso significa que el útero de la mujer vira al rojo, cuando Van Gogh el loco protestatario del hom bre se mete a enco ntrarle a su m arc ha a los astros / un destino dem asiado sobe rbio” (“Dix ans que le langage est partí...”, op. cit., p. 10). 43 “El aliento de las osamentas tiene un centro y ese centro es el abismo Kah-
do sagrado de la vida -de ahí su carácter horrendo y su ambigüe dad esencial. Como de las fuentes sagradas que estaban asociadas al culto de la terrorífica diosa madre,41 de ella emana a la vez un olor de putrefacción y un agua medicinal, capaz de entregar a la locura o de traer la curación: “El olor del cu eterno de la muerte es la energética oprimida de un alma a la que el hombre ha negado la vida” (174). Es “anuf del que salen los excrementos y en el que el sujeto corre peligro de hundirse, pero también “uteruf del que puede salir la vida y en el cual la vida se regenera. Es “virus hecho ácido”, veneno mortal, pero también “humus de descomposición” en el que debe hundirse la humanidad para inseminar el mundo de fuerzas nuevas. El poeta fecal es pues aquel que se arroja sin temor al abismo. El heroísmo del miedo caracteriza a aquel para quien la escritura es una máquina y un arma. El miedo es un “precio” a pagar, no podría desaparecer poque el encuentro con Madame uterina fecal es para el sujeto el riesgo de la muerte o la locura, pero debe ser querida y vivida heroicamente.45 Es la única manera de escapar a Dios y a la estupidez de vivir, para “sobrevivirse” por la violencia asumida y superada. Pero es necesario guardarse también de un riesgo inherente al deseo heroico: la voluntad desesperada de salir de la vida y del mundo; como dice Artaud, “de hacerle un hoyo para abandonarlo ” (175). “Agujerear, “enloquecer” la lengua, la subjetividad, lo material mismo, son los gestos del demente que li bera sus fuerzas contra el mundo y el yo hasta alcanzar el punto loco y excremencial del alma. Los cuadernos y sobre todo los di bujos de Rodez dan testimonio de ese trabajo, en el límite extremo del trabajo, puesto que la crueldad está a punto de perderse en pu ra violencia: la hoja está lacerada po r el lápiz, gastada por el bo rra dor hasta agujerearse, el papel está desgarrado, quemado 46 Ese ti po de “demencia” llega el máxim o en los sorts que Artaud envía desde el manicomio, como si fuera propicio para hacer brotar lo Kah, Kah el aliento corporal de la mierda, que es el opio de la supervivencia eter na” (ix, 174). 44'C£ J.-P. V ernant, La rrwrt dans lesyeux, op. cit., pp. 65-73. 4,1 “Hay un miedo a vencer para ser y consiste en cargar el miedo, todo el cofre sexual de la tiniebla del miedo, en sí, como el cuerpo integral del alma, toda el al ma desde el infinito, sin recurso a ningún dios detrás de sí” (ix, 175). 1!>V éase Anton in Artaud. Dessins etportraits, op. cit., y en la mism a obra el artículo dej. Derrida, “Forcener le subjectile”, pp. 55-108.
sagrado, cuyas fuerzas violentas Artaud intenta utilizar material mente. c] La escritura del cuerpo Para llegar a ese extremo, hace falta una voluntad de destrucción y de enfermedad de la que Nietzsche incita a desconfiar, por nihilis ta y decadente. Así Baudelaire, el poeta fecal por excelencia según Artaud, es sospechoso a los ojos de Nietzsche. E n una carta a Peter Gast del 26 de febrero de 1888, Nietzsche estigmatiza el misticis mo, la sensibilidad morbosa y sobre todo el wagnerismo de ese “extraño tres cuartos loco”. Pero acerca de la carta dirigida por Wagner a Baudelaire agrega que el compositor jamás se había mostrado tan reconocido y entusiasta, a no ser “después de recibir E l origen de la tragedia”. Esa similitud entre Baudelaire y él mismo no es ciertamente fortuita, aun cuando el rasgo que los vincula, Wagner, es signo de que el acercamiento repugna a Nietzsche. Además la carta a Peter Gast fue enviada en momentos en que Nietzsche estaba leyendo los escritos de Baudelaire, y copiaba con atención pasajes en los que tuvo que reconocer un a comunidad de pensamiento y de juicio sobre la época. En los fragmentos postu mos de ese periodo se encuentra, en particular, esta anotación: “como B[audelaire], que un día se sintió rozado por el viento del ala de la imbecilidad' (XIII, 274). El peligro permanente de la imbecili dad, el riesgo inverso de la locura que acecha al héroe del pensa miento, están ciertamente en el corazón de la experiencia de Bau delaire, de Nietzsche y de Artaud. Ese presentimiento justifica la voluntad nietzscheana de estilo y de dominio, de estrategia y de defensa para asumir el peligro en forma intensiva y positiva, y pro tegerse de la decadencia en todas sus formas: nihilismo, voluntad de nada, caída mortal en los abismos por encima de los cuales es preci so danzar. Esa necesidad, para Nietzsche es gobernada por el deseo de decir “sí” a la vida, por su “Amor Fati” y no por un sentimiento depresivo de miedo, signo de la debilidad del hombre m oral.47 Pero no supone menos un trabajo de saqueo y de destrucción: pa ra entrever p or una hendidura el fondo terrible de las cosas, decía 47 Sobre la necesidád de vencer el miedo para sacudir el yugo de la moral, cf. rv, pp. 301; 362-364.
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Nietzsche, para abrirse un pasaje a través del muro que nos encie rra, pensaba Van Gogh; trabajo similar el realizado por Baudelaire o por Artaud. Por profundo que sea el nihilismo de este último, encuentra sin embargo esa misma necesidad de estilo, de estrategia, y por último de adhesión a la vida. Pero para él, ésta no es tanto fruto de una voluntad como consecuencia inscrita en la economía del acto poé tico. Por más que la poesía suponga una actitud de muerte, sólo adquiere su sentido desde la vida y volviendo a ella. La muerte, la nada son fantasmagorías y fantasmas que recubren la materia de lo reprimido, una interpretación depresiva de ese “más allá” que, pe se a su violencia, es el polo obligado de una dinámica intensiva de la vida. Pero el hecho de tener que sufrir esa dinámica cruel susci ta en Artaud un doble sentimiento: rencor hacia la vida, el estilo, la poesía “poética”, que a pesar de él48 no dejan de regresar y le dan la impresión de estar siempre doblado, entredicho, de no ser dueño de su escritura; pero por otra parte, la sensación de haber podido “sobrevivir” y “sobrevivirse” en esa travesía del “fondo de su muerte”, de haber podido hacer entrar en la vida las fuerzas re primidas. Artaud anuncia que no quiere escribir ni pensar ya, sino sólo dar golpes,49 destruir el mundo bajo la invasión de lo abyecto; sin em bargo la fuerza obscena de las cosas es tal que el lugar “todavía no hiede lo suficiente” (xiv**, 27). Siempre hay algo que destruir, ese afuera de la escritura que sería la Escritura verdadera, sólo es accesi ble haciéndose víctima de la violencia y dando la razón al mundo. El fracaso final de Baudelaire, Nerval o Van Gogh, pero quizá tam bién de Nietzsche, vino de una detención del trabajo, ya sea bajo la presión del grupo o en el objetivo de alcanz/ir el infinito. Así Van Gogh, en la carta escogida por Artaud, había detenido una estrate gia, más lúcida y cruel en cierto sentido que la demencia violenta: “Cómo se debe atravesar ese muro, puesto que de nada sirve gol pearlo fuerte, es preciso minarlo y atravesarlo con la lima, lentamen te y con paciencia a mi parecer” (xill, 40). Pero no pudo continuar su tarea y desesperó de su propio trabajo. Así Artaud, pese a su vo't!
luntad de absoluto, su deseo de alcanzar “un estado fuera del espíri tu” y de la vida, reconoce que Van Gogh “se condenó” él mismo cuando quiso “alcanzar por fin ese infinito hacia el cual, dice, uno se em barca como en un tren hacia una estrella” (61). Artaud continúa entonces padeciendo la tortura del lenguaje y la obscenidad de la idea, sometiéndose al tripalium de la escritura. Pero aun permaneciendo “literario” y atrapado en una red de sen tidos ubicables,50 su texto muestra las huellas de “otro lugar” que viene a marcarlo con sus estigmas, como los cuervos en las telas de Van Gogh: trazos rítmicos y glosolálicos de otra escritura que su pone otro principio de enunciación que no sería “otro escenario”, sino la realidad misma, tal como el lenguaje la reprime y como Ar taud la designa bajo las especies del “cuerpo sin órganos.” Ese origen verdadero de la escritura es el otro lugar que señala y al que conduce la poesía fecal, otro lugar concreto y material, aunque inaccesible, porque precisamente, nosotros no somos sufi cientem ente verdaderos ni suficientemente concretos.51 El “cuerpo sin órganos” no se descubre en su pureza por el salto al Más Allá, sino que se fabrica y se trabaja en su sitio. Además existe una con tinuidad entre el trabajo de la escritura y el trabajo del cuerpo: los dos tienen po r objeto hacer entrar el infinito en el mundo. Con ese otro lugar, con el “cuerpo sin órganos”, frutos de un trabajo infini to, Artaud sabe que no puede identificarse. Igual que Dionisos, el “cuerpo sin órganos” no escribe directamente. En sí, este último es una “estación totalmente recta” que no conoce la declinación que implica la escritura con tinta y pluma. Sin embargo él es, como Dionisos en Nietzsche, lo que llama a escribir -infinito y origen in nombrable a la vez. La escritura de la crueldad no es posible sino entre dos cuerpos que trazan su límite mortal: la violencia y la pu reza del cuerpo sin órganos (la pura escritura de la sangre), la obs cenidad del cuerpo de madera blanca (la letra muerta). En el en tre-dos, corresponde al hombre seguir viviendo para seguir escri biendo, y mantenerse allí por la fuerza de su estilo. Y Artaud tiene que reconocerlo: “El estilo es el hombre / y es su cuerpo” (xxi, 130). Tiene que admitir que la “pura” escritura es tan imposible ,0 Cf. por ejemplo los libros de exégesis de Paule Thévenin en Entendre. / Voir / Lire, op. cit.
51 “El que inventó ese lenguaje no es ni siquiera ‘yo ’ / Nosotros todav ía no he mo s nacido, / todavía no estamos en el m undo, / todavía no ha y mu ndo, / las cosas todavía no h an sido hechas...” ‘Je hais et abjecte en lache”, en 84, núm. 8-9, p. 280.
como el “verdadero” teatro de la crueldad, y que la escritura ten drá que apuntar siempre al lugar original de su posibilidad sin po der renunciar a la representación, a la metáfora, a los efectos de es tilo. Así, Van Gogh no pudo prescindir del motivo; y quien quiere, como él, destripar los repliegues del paisaje, debe mantenerse estraté gicamente en los pliegues, en el velo, intermedio entre el hombre y la realidad. La misma necesidad se impone finalmente a Nietzsche y a Ar taud, como ciertamente a todos aquellos para quienes escribir es un cuestionamiento del mundo, de la lengua y del sujeto, a todos los que no consideran la poesía a la manera de Lewis Carroll, co mo un juego superficial y un lenguaje de superficie. Pero cada uno lo experimenta en forma diferente: Nietzsche conoció los riesgos inherentes al deseo de absoluto y de realidad\ así como a la volun tad mortal de “verdad”, mientras que Artaud se declara dispuesto a todo -aun cuando debe detenerse en el límite impuesto por la fuerza de las cosas. A riesgo de su vida o de acabar enchalecado, se encarniza por llegar a la materia prima de la vida, por “ hallar la materia fundamental del alma y separarla en fluidos básicos” (ix, 175). Sólo ese descenso peligroso hacia el origen abyecto del mun do, que supone una regresión del sujeto hacia la analidad y del lenguaje hacia la coprolalia, obliga a la lengua a develar sus partes inferiores, a decir, o más bien a escribir, su verdad demencial.52 La diferencia de enfoque motiva diferencias de estilo, es decir de for ma de vivir las relaciones entre la lengua y la violencia, entre el ac to de dominio y el sentimiento de pérdida. Pero hablar del estilo es hablar del hombre. Y tanto para Nietzsche como para Artaud el hombre no es el verdadero “sujeto” de la escritura; en la escritura así vivida, el sujeto es siempre desbordado, y las defensas del estilo pueden re velar en cualquier m omento que 110 eran más que un desfile de carnaval que prefiguraba la explosión de la fiesta de los locos.
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“[...] esta lengua, / digo, / no es de la poesía, / es de la natu ralez a fecal ver daderi, de la naturaleza / auténtica fecal y es verdadera [...] (Carta a Albert Camus NRF.] núm. 89, mayo de 1960, pp. 101-104).
EL TEX TO CARNAVALESCO y el innombrable sujeto de la escritura
A la vez dentro de la lengua y apuntando hacia el exterior, a la vez dialogando y rompiendo la comprensión, puesto en escena por un sujeto ausente, oculto, que se abre a partir de su ocultación misma, los textos de Artaud y de Nietzsche participan de lo que Julia Kristeva llama, en referencia a los análisis de M. Bajtín, “la estructura carnavalesca”.1 Pero el carnaval adquiere formas dife rentes en uno y otro: más regulado, vigilado y paródico en el caso de Nietzsche, aparentemente más desencadenado, violento y dionisiaco en el de Artaud. Así se marc a nuevam ente la diferencia en tre el ironista y el humorista.
NIETZSCHE: DE LA PARODIA DEL FILÓLOGO AL GOCE DIONISIACO
a] E l Otro de la ley Encontramos en Nietzsche ese dialogismo, esas oposiciones no excluyentes propias de la escritura aforística, pero incluidos en una estrategia que el “sujeto-Nietzsche’ intenta siempre dominar, en busca de su necesidad, de su sol, del Gran Estilo así como de su libro improbable: La voluntad de poder. Mientras que para Ar taud el discurso fragmentario y el aforismo son siempre signos de enfermedad padecida -ese cuchillo que viene a romper el curso del pensam iento y corta la idea -, o q uerida —contra la coherencia lógica de la razón sana-, para Nietzsche son la más bella prueba 1 Véase Recherches pour une sémanalyse, París, Seuil, 1969. En la página 160, J Kristeva observa: “En el carnaval el sujeto está aniquilado: allí se realiza la estruc tura del autor como anonimato que crea y se ve crear, como yo y como otro, comc hombre y como máscara.”
de fuerza, fruto de un largo y riguroso trabajo del espíritu que, ne gándose a “dejarse ir”, sometiéndose a la tiranía “hasta la estupi dez”, se ha hecho capaz de libertad y digno de suerte. Es necesa rio haber sabido “obedecer largamente y en un solo sentido” para ver aparecer, como una gran flor, “algo de transfigurador, de refina do, de loco, de divino” (vil, 101). También la libertad y la fuerza de un lengua son resultado “de la constricción métrica, de la tira nía del ritmo y de la rima”. Esa necesidad de la obediencia es pa ra Nietzsche “el imperativo moral de la naturaleza”. En realidad, dejarse ir en una práctica de la lengua no regida por el estilo es tan peligroso como m antener una relación inm ediata con la natu raleza. La libertad del individuo, dos términos que por lo demás están sometidos a la crítica de Nietzsche, supone la capacidad de hacerse su propia ley, de inventar sus propios valores como otras tantas defensas contra la indiferenciación primera de la lengua y la naturaleza, pero también implica renegar de toda ley, ser una especie de criminal, asesino de la ley, que quiere, por su cuenta y riesgo, tener una relación directa con la lengua y con la naturale za. Ésa es la grandeza del individuo: mantenerse sobre una línea en la cima, por medio de una dinámica y una estrategia que, en realidad, lo resumen. En sí, él es un error, el más sutil, porque se sabe en constante devenir, atrapado en un cambio perpetuo que le impide el ser y lo obliga a reconocerse múltiple. Su única “rea lidad” es “el instante infinitesimal” (v, 392). Y la experiencia más sutil de todas, y la que corresponde al error más profundo de to dos, es “la del instante creador”. Entonces está como fuera del tiempo y de las interpretaciones extrañas, pero en ese punto ex tremo del instante experimenta la expropiación de su ser y su au sencia radical. A esa experiencia última y paradójica responde la estructura carnavalesca de un texto que se presenta como una “es cena generalizada que es ley y otro”.2 ¿Quién es el otro de la ley? Parece tener dos caras, según sea contemplado por el sujeto Nietzsche o por el “sujeto” del texto de Nietzsche. Para este último, tiene los rasgos de Dionisos, y el car naval del texto corresponde al juego dionisiaco de las máscaras. La punta del estilo toca la punta del instante que opera en el mundo, ex-tasía al sujeto. El texto, como inscripción de la ley, se parodia a sí mismo, acogiendo sin distinción los estilos de los otros filósofos, ,,!J. Kristeva, op. cit., p. 162.
de Lutero o de Spinoza, de Kant o de Nietzsche, que se cita a sí mismo, se comenta o retoma el mismo texto en contextos diferen tes que le hacen perder su sentido.3 Funcionando por oposiciones no excluyentes, el texto se niega a una coherencia racional, y por lo tanto a un sentido que pueda hacerse ley. Pero, como ya hemos indicado, el sujeto Nietzsche, por detrás, vigila el texto e inviste la escritura de su deseo. Si tiene conciencia de ser un error, también está persuadido del carácter vital del error, y no se define “en sí”, se mantiene ligado a un proyecto, a su voluntad de devenir lo que es y de experimentarse en su necesi dad intrínseca, es decir como un estilo de vida particular. Es que el otro de la ley toma el rostro ya conocido de la cabeza de Medusa, madre terrorífica y fundadora que el sujeto Nietzsche enfrenta bajo la especie de la lengua materna. b] E l cuerpo sagrado de la lengua En sus conferencias sobre las casas de enseñanza, el joven Nietz sche establecía una regla de conducta con respecto a la lengua alemana, que parece haber observado siempre -con excepción quizá de algunos poemas de Zaratustra y de los Ditirambos. Afir m aba la obligación de una “severa dom esticación lingüística” (i**, 101) pa ra com batir la laxitud irrespetuosa de la époc a y preservar la lengua de las violencias que debe padecer en estos tiempos de democracia y periodismo. Igual que frente a una mujer de mala vida, dice que tiene “vergüenza de una lengua tan desfigurada y profanada”. “La lengua m aterna” debe inspirar “el sentimiento de un deber sagrado” (einer heiliger Pflicht ) , pero ahora todos creen poder ponerle la mano encima, arrastrarla a la plaza pública o in fligirle la violación de su pluma sin estilo. El aprendizaje del estilo enseña cómo tocar la lengua sin lastimarla, retener el impulso de la pluma, manejarla con seguridad viril y sentido de la responsa bilidad y, finalmente, cómo respetar la integridad del “cuerpo vi vo de la lengua” {der lebendige Leib der Sprache). Herencia transmiti da por los Padres, como la Bildung, la lengua sostiene el pacto que 3 Así, las frases sospechosas del ilusionis ta en Zaratustra son retomadas casi exactamente en los Ditirambo s de Dionisos para expresar la “Lamentación de Ariadna”.
une a los hijos con los padres; y el respeto por el estilo es ante to do prueba de obediencia a la ley del Padre, a su benevolente tira nía. Lleva pues la marca intensa de la virilidad, signo discriminan te frente al extranjero y a la mujer, que se ve excluida del campo de la escritura -como lo atestiguan, por ejemplo, las invectivas de Nietzsche contra “Monsieur George Sand”, mujer desnaturaliza da, mujer viril. Para amar a una mujer escritora hace falta cierta dosis de homosexualidad. Sin embargo, agrega Nietzsche, esa ex clusión de la mujer -de la escritura, del espíritu científico- la pre serva de la “estupidez”, de esa intrincación esencial de la estupi dez y la virilidad (vil, 156). En u na palabra, pa ra una mujer es im púdico escribir. Frente a lo sagrado -de la lengua o de Dionisos-, igual que ante la mujer, es preciso contener el deseo de saber y el deseo de conocer. Además es indispensable refrenar ese “ i n s t i n t o histórico” tan desarrollado en una época demasiado curiosa y po co respetuosa hacia lo que debe mantenerse oculto. Ese deseo de ir a ver el fondo de las cosas debe ser, escribe Nietzsche, “repri mido” (unterdrückeríj. El estilo como represión, por lo tanto, pone siempre en escena ese deseo al que^unta. Ambigüedad que se siente en el nombre mismo de “filólogo” que Nietzsche reivindi ca. El filólogo es a la vez el guardián de la lengua y su amante. Amor que debería mantenerse púdico si no fuera acompañado por el rigor científico, si no se transform ara en deseo filosófico de saber, de verdad -pero, como repite Nietzsche, la verdad es mu jer; el filósofo se ve enfrentado así a la misma prohibición que el filólogo, y tiene que reprimir ese deseo que es su razón de ser-, en cuanto es el amante de la Sophia y de la Lengua, y finalmente en cuanto es hombre. Con la cuestión de la escritura, aun cuando Nietzsche fue uno de los raros filósofos -quizá el primero- que verdaderamente es cribía, se ancla la problemática edípica. Pese a su ataque a la gra mática, pese a la muerte de Dios, la crítica de la lógica y de la ley, Nietzsche quiere mantener el respeto por la lengua. El trabajo de estilo sirve para embellecer los velos, y él se enorgullece de haber dado tantas bellezas, tanta armonía y tanta levedad a la lengua ale m ana en Zaratustra. Ciertamente se trata de una utilización irónica de los estilos bíblicos, homéricos y otros. Y si marca así la distan cia en relación con el orden viril y paternal de la ley, encuentra en la ironía una defensa y un parapeto contra ese poder peligroso de la escritura. La ironía, como recuerda Roland Barthes, “proviene
siempre de un lugar seguro”,4 del sentimiento de un anclaje en el orden de la ley. Entonces el carnaval puede pasar por una parodia que confirma la instancia de la ley, imita el desorden dionisiaco, pero previene sus excesos y peligros. Sin embargo por otro lado indica la distancia que separa al sujeto Nietzsche del “sujeto” de la escritura, justamente el que, encubierto por esos estilos que no son verdaderamente suyos, escribe. c] Texto del placer y goce del texto Y finalmente, toda la estrategia del texto de Nietzsche tiene el ob jeto de diferir el encuentro de los dos, el momento en que la reve lación enceguecedora enfrenta al sujeto de la palabra con la fractu ra del goce. Si los estilos de Nietzsche concurren para producir un texto de placer, que juega respetuosamente con la lengua,oculta bajo la danza de la pluma el sufrimiento asumido por aquel que, como Edipo, “el último filósofo” y “el último hombre,”6 ha sentido su palabra desfallecer ante el muro de lo real 7 cuanto más cercano a su destino y a su necesidad se siente el sujeto Nietzsche, más aflora el innombrable “sujeto” de la escritura que arrastra al texto hacia el goce. En ese desbordamiento, la única forma que se mantiene es el ditirambo, en que Dionisos el Innombrable ( Unnenbarer) toma la pluma, en el límite posible del estilo. Su “demasiado cruel aguijón” (Grausamster Stachel) (vm**, 61) hace estallar la frase en un ritmo sincopado, las palabras en interjecciones, hace resonar las asonan 4 E l placer del texto, México, siglo XXI, 1982, p. 72. 5 “No hay objeto que no esté en relación constante con el placer” (Lacan, acerca de Sacie). Sin embargo, para el escritor ese objeto existe: no es el lenguaje sino la lengua, la lengua materna. El escritor es alguien que juega con el cuerpo de su madre (cf. Pleynet, sobre L autréa m ont y sobre Matisse): para glorificarlo y em bellecerlo, o para desped azarlo y llevarlo al lím ite de lo que se pued e reco noce r del cuerpo: lle garé hasta gozar con una desfiguración de la lengua y la opinión dará gran des gritos, porq ue ella no quiere que nadie “desfigure la naturaleza” (R oland Barthes, op. cit., p. 61). 15 Le livre du philosophe, París, Aubier-Flammarion, 1969, p. 99. 1 “¿Te oigo aún, voz mía? ¿Murmuras descontenta? ¡Ojalá que tu maldición hiciera reventar las entrañas de este mundo! Pero vive todavía y me mira con más brillo y más frialdad co n sus estrellas despiadadas, vive, tan estúpido y ciego como siempre, y sólo m uere uno, el hom bre” (ibid., p. 101).
cias y las aliteraciones según el timbre de una música dionisiaca. Excluido del lugar del sujeto de la escritura,8 Nietzsche se mantie ne en el texto disimulado bajo los nombres clave de su filosofía: Zaratustra y Ariadna. Ya no amo activo del estilo, sino objeto ofre cido al goce. Zaratustra, igual que Ariadna, espera la venida del “rocío de amor” y se somete a la tormenta del dios que reclama el sacrificio y el abandono de ambos bajo el golpe de sus flechas. Pa ra Nietzsche-Zaratustra, el hijo del sol, el instante del goce aparece como la hora de su muerte, pero Nietzsche-Ariadna lo llama como su “última felicidad” (mein letztes Glüclíj. Esa puesta en escena del texto, ese juego de los yoes y de las máscaras perm ite todavía dife renciar la identificación total de Nietzsche con el “sujeto” de la es critura, Dionisos. Para el sujeto ella provoca, en efecto, un violento enfrentamiento con el objeto de su deseo reprimido, que le corta la palabra y el estilo, impidiéndole de ahí en adelante cualquier ac ceso a la escritura, puesto que la escritura, igual que Dionisos, es un poder desbordante que exige estrategia y contemporización. Sólo la distancia mantenida entre el Gran Deseo del cuerpo, como objeto de fe dionisiaca, y el deseo del sujeto, según el orden de la ley, permite al texto nietzscheano desarmar la “estupidez” que ace cha a la filosofía en la desviación de su deseo y, bajo la defensa carnavalesca del estilo, dejar a la escritura su libertad y su enigm á tica potencia. En eso consiste el pathos de la escritura, el único ver daderamente nietzscheano: el pathos de la distancia; y de ahí nace la crueldad de la escritura, dinámica incesante entre la tiranía mor tal del sentido, la dureza del estilo que tiende a la idea, a la ley, y el contacto con el otro de la ley, dominio de lo sagrado y de la vio lencia: mar tempestuoso y volcánico del “texto prim itivo”.9
8 Una de las últimas notas de Nietzsche atestigua esa exclusión del sujeto Nietzsche de los Ditirambos : “M e ha n contado que cierto payaso divino h a term ina do en estos días los Ditirambos de Dionisos...” (v i i i **, 244). 9 “U n pensam iento ( aho ra aún fluido y ardiente, un a lava: / pero tod a lava / se rod ea ella misma de un a muralla, / todo pensamiento termina ( por ahogarse e n sus ‘leyes’" (xiv, p. 313).
ARTAUD: “YO SOY EL INFINITO”
a] Dios escribe, o el acto supremo del humor La cuestión de la escritura recorta pues el destino edípico del hé roe del conocimiento, y la diferencia de postura ya indicada entre Nietzsche y Artaud se ilumina con una nueva significación. De El teatro y su doble a Agentes y agencia de suplicios, la misma pulsión des bord ante y destructora anim a a Artaud, mientras que la estrategia cambia, se modifica en función del objetivo que él cree deber asig narle. Una misma fuerza de desbordamiento recurre al teatro, a la pintura o al dibujo, al habla o al texto, para hacer estallar mejor la representación que se adelanta y responde al designio humorístico. Así, aun en la escritura se hace sentir la exigencia del teatro, pero la teatralidad del texto se exaspera bajo el impulso violento y se transforma en cruel carnaval.10 El estilo, la sintaxis, el ritmo escan dido de las frases tienen, como en Nietzsche, función de adorno y de defensa; pero no funcionan tanto como parapetos contra los riesgos de la escritura, sino como lazos donde quedarán atrapados el sentido, la idea, el lector, prisionero de un texto donde lo que se trama es su arresto y muerte. Sin embargo, el primero que se deja atrapar en ellos es el sujeto mismo. La ironía del carnaval nietzscheano permite mantener la refe rencia a un centro de las interpretaciones y de las metáforas, a cualquier racionalidad del perspectivismo. Así, los principales mo tivos de su filosofía se ordenan en un cuasi-sistema: Eterno Retor no, voluntad de poder, superhombre..., por lo menos permiten su articulación por los intérpretes que deseen hacerlo. Y Nietzsche puede irónicamente mantener en el texto la instancia de un sujeto o de un yo dem iúrgico, y escribir por ejemplo: “Com o es mi tesis.” 10 Más que pa ra el “dionisismo nietzsch ean o”, la siguiente fórm ula de Ju lia Kristeva vale para el texto de Artaud: “Una vez que ha exteriorizado la estructura de la productividad literaria pensada, el carnaval inevitablemente saca a luz el inconsciente que subyace a esa estructura: el sexo, la muerte” (Recherches pour une sémanalyse, cit., p. 160). Interpretación confirmada, entre otros, por “El surrealismo y el fin de la era cristiana”, donde Artaud concluye: “Porque las palabras son caco fonía y la gram ática los dispone mal, la gramática que tiene miedo del mal p orque bu sca siem pre el bien, el bienestar, cuand o el mal es la base del ser, peste dolor de la cacofonía, fiebre desgracia de la desarmonía, pústula escara de una polifonía en que el ser no es nada sino en el mal del ser, sífilis de su infinito” (XVIII, 115).
Esta última salvaguarda le es imposible a Artaud, para quien no existe en la vida, y menos aún en la escritura, ningún punto de vis ta propio. En cuanto creemos ocupar un lugar, descubrimos que hay otro que ya ocupa nuestro lugar. No habría más que u na solu ción: callar, y hundirse en la abyección, que tiene en común con lo extremo y la imposible pureza el hecho de que allí estamos al fin solos. Pero por haberlo intentad o, o haberse visto em pujado a ello, Artaud ha comprendido que, en el otro lugar a donde lo han en viado a hacerse ver, él ya no es, y que callar equivale a “sufrir la agresión”. Escribir participa por lo tanto de una estrategia de defen sa contra “la crítica, o el ataque, o el juicio, o la agresión de cual quier naturaleza que sea” (xiv**, 27), pero para no alimentar la es tupidez universal, es preciso escribir para no decir nada.11 Lo que supone no dejarse prender en las palabras, no “utilizarlas”, pero atenerse a ellas pese a todo, como a un “lugar” de paso, precisametne el de la motilidad. Obligado él mismo a callar, aun estando ahí, nada queda de la palabra más que la huella o el indicio de al go que, debajo de ella, hace motus, la misma que se oculta bajo el motivo. Entonces se ofrece la posibilidad de utilizar todas las pala bras sin distinción ni elección; todas quieren decir lo mismo, y se puede escribir cualquier cosa siempre que se les haga entregar el alma. Así Artaud, como lo atestiguan sus últimos textos, se arroja al pensam iento sin exclusiones,1'' convoca palabras e ideas pa ra rebajarlas y vaciarlas de su sentido. Ninguna es segura, porque to das llevan en la cara, en su cara legible, la marca de Dios, el peso de las categorías sociales y conceptuales. Ingurgitadas por el texto, incorporadas y después escupidas por la voz que las eructa, caen de nuevo, excremenciales, revelando su verd adera profundidad. 13 Tal es el alcance del carnaval de Artaud -sobre cuyo funciona miento arrojan un a luz notable las “Notas para u na carta a los balineses”: lleva todas las significaciones al punto en que son equiva lentes, en que lo verdadero y lo falso, lo real y lo imaginario, el na 11 “... en rea lidad n o hag o otra cosa que callarme / y golpear. / Por lo demás si hablo es porque esto coge, quiero decir que la fornicación universal continua me hace olvidar de no pensar” (xiv**, 26). 12 “El cu, la mierda y la cruz, acepto todo y no rechazo nada, tampoco gog, magog, dios, jesucristo, brahma./ porque no tengo satélites” (“Notas para una carta a los b alineses ”, op. cit., p. 14). 1' “Porque es el cuerpo de un escritor que tose, escupe, se suena la nariz, estor nuda, m oqu ea y sopla cuando escribe” (ibid., p. 12).
cimiento y la muerte se encuentran. Punto límite del lenguaje, bo ca volcánica entre el caos y la emergencia palpitante del sentido, ese “lugar” ciego a partir del cual Artaud escribe es el lugar mismo del “sujeto” innombrable de la escritura. Cuando la Momia resuci ta y el Momo reprimido regresa con el “cadáver” de sus “yoes abolidos”, “el lugar hiede” (xiv**, 27), porque con él ascienden los efluvios de la Señora uterina fecal cuya membrana él desgarra. Ar taud, por haber sido reprimido hacia “ese cu eterno de las cosas”, por haber experimentado el más acá del sentido, puede hablar de ese lugar que es aquel en que todas las designaciones se derrum ban, y donde también nacen -el del infinito: “Yo soy el infinito.”14 Para él, por lo tanto, ya no hay ley ni prohibición, ya no hay oposición entre los contrarios.15 La postura del pharmakos, que ha bía adopta do estratégicamente, encuentra así en la escritu ra su campo de operaciones. La distancia que Nietzsche mantenía con el “sujeto” de la escritura aquí es anulada, pero esa anulación, para decirse, utiliza hasta el extremo las dicotomías que la lengua so porta, hasta el punto en que caen en el absurdo. Así, en cuanto “sujeto” de la escritura, Artaud “es” el infinito reprimido, la Ab yección en persona, pero en cuanto sujeto ordenador del texto y manejador del estilo, oculto tras un nombre propio -Antonin Artaud-, él es Dios, amo y garante de la ley. El texto entonces pone en escena la identidad del “cu” y de “dios”, como origen presunto, fundamento agujereado por donde el infinito se aboca al mundo.16 Esa puesta en escena se opera a partir de un “lugar” paradójico, constituido por la dinámica del “sujeto en proceso”, el “yo de Ar taud”, que es “yo” y “no yo”, cuya motilidad permite reactivar la base pulsional reprimida sobre la cual “se funda” el ord en simbóli co -regreso a la pulsión anal o a la hora primitiva,17 y mantenerse sin embargo en el orden de la comunicación y del discurso. Por 14 Ib id , p. 32. “Lo que caracteriza a las cosas es que absolutamnete no tienen ley / y que en ellas reina mi p ropio arbitrio / que hizo cosas y las va a aniquilar” [ibid., p. 17). 16 la realidad no es asi, es que no hay nada establecido / y que las cosas están siempre y en todo instante naciendo / siguiendo / u n Cu / y si los seres en un tiempo lograron inclinar las cosas hacia esa constitución anatómica criminal de la vida / el ser así constituido será destruido / porque yo no respiraré según el espíritu y sus cuerdas / sino según yo...” (ibid., p. 31). 17 Véanse los análisis de Julia Kristeva en “Le sujet en procés”, Artaud, op. cit., p. 61ss.
esa situación límite que hace de él un ser de fuga, él evita a la vez ser engullido por la locura y caer bajo la tiranía del sentido.18 Si tuación de pérdida constante, pero también de dominio absoluto, puesto que es el fondo mismo del lenguaje. El lector y el mundo son remitidos por lo tanto a ese punto muerto y sometido, también ellos, en la lógica del texto de Artaud, obligados a enfrentarse a esa fuente abyecta cuya violencia y cuyo peligro no p ueden dom i nar solos.19 Estar en el lugar de un muerto que e§ el infinito, dispensar el sentido y destruir su posibilidad, es, en lo imaginario, ocupar el lu gar más escandaloso, el de Dios. Y esa reivindicación de Artaud - “dios de nombre verdadero se llama Antonin Artaud”- se ilumi na de otra intención: escribir en cuanto Dios, en su nombre pro pio, es el acto supremo del hum or, el gesto ateo por excelencia.20 “Y eso es el materialismo absoluto”, escribe Artaud en sus “No tas.” El carnaval ha llegado pues a su culminación, al punto en que el texto ya no puede ser caracterizado como perspectivista ni co mo metafórico, sino simple y escandalosamente como verdadero. Esa capacidad de decir lo verdadero, Artaud la posee justamente porque no sabe nada -puesto que es, como Dios, un agujero, el agujero del ser- y porque rechaza toda categoría de verdadero y falso; posibilidad estrictamente textual, en la medida en que escri be de ese punto límite en que el significante aún no se ha adjunta do un significado, en que el sujeto y el mundo aún no se han cons tituido. Le corresponde pues, a cada palabra, construir el mundo, fundarlo sobre el único principio de ser que él reconoce: su cuer-
*■ * “Así pues, a condición de aceptar no vivir, no querer entrar en el ser, ser, participar la revoltura del ser, y de m an tenerm e siem pre en el límite insensible de las cosas, allá donde el ser no sabe que yo soy, éste me dejará existir, estar perpe tuamente en el estado en que las cosas pasan, sin retenerlas nunca, ni incorporár m elas” (“Notas pa ra una caita...”, op. cit., p. 33). 1!l “Porque no es la naturaleza, / sino yo, / el que actúa en el fondo de todo, / yo que / tomo / la fuerza impersonal errante / y por el dolor hepático de la bilis / la reduzco a m i voluntad, / después de lo cual la empujo hacia adelante” {ibid., p. 20). Y poco después: “Por lo demás la discusión ha concluido, / yo soy el amo / y uste des todos volverán a entrar en mi cuerpo / como muertos” (p. 24). 2UVéase sobre esto el artículo de Guy Scarpetta, “Artaud écrit ou la carme de saint Patrick”, op. cit., p. 69: “Integrar a Dios como sujeto de enunciación en la tea tralidad d e u na deflagración d e identidad es en el fondo la única definición de u na posición estrictamente atea."
po. Y ese ignaro absoluto puede concluir: “Y yo, / en mi cuerpo, / yo, / todo mi cuerpo, / yo sé / todo.”21 b] La escritura como experiencia del entredosmuertes El carnaval del texto de Nietzsche suscita la risa alegre y afirmati va de Dionisos, pero el texto de Artaud provo ca una risa asesina y una comicidad destructora, que anuncian la irrupción de lo sagra do y de la violencia, ocultos bajo las máscaras grotescas o seducto ras. Así como quería hacer aparecer a su Doble en el escenario del “teatro de la crueldad”, a fin de obligar al espectador a reconocer que es nuestro mundo el que dobla, hace intervenir la verdad en el texto, para forzar a este mundo a declarar su naturaleza de fantas magoría y al yo del lector su constitución puramente imaginaria. Observemos bien: no se trata de un juego paródico con la verdad, sino de humor contra el mundo. Artaud no pretende enseñarnos que la verdad que se deja poner en escena no es la Verdad, sino un fetiche del que podemos hacer un títere teatral. Eso ya lo sabía mos, y ya ninguna broma sobre el tema nos hace reír. Sin embar go, pese a nuestras negaciones modernas y nuestra poca fe en la verdad, dejamos al lugar vacío su función operativa, por temor de perd er allí la dim ensión de nuestro deseo o de dejarnos llevar más allá del placer hasta la fuente secreta del deseo. Así, el humor es candaloso de Artaud consiste en recordarnos que la verdad existe y obligarnos a mirarla a la cara, a echar, a través de su texto, un ojo al orificio entreabierto de la realidad. Entonces la broma nos parece rara, y nos atrapa una risa tanto más violenta en cuanto constituye nuestra última reacción de defensa. ¿Cómo puede el texto de Artaud mantener su palabra en el lu gar de la verdad y seducir el deseo del lector hacia ese lugar prohi bido del que no quiere saber nada? -T rasponiendo al “plano míti co de la poesía” lo que “lo real” le ha dictado.22 Doble movimien to por lo tanto, que asegura la motilidad del “sujeto en proceso”: al “Notas para un a ‘Ca rta a los ba lineses’ ”, op. cit., p. 30. 22 Sobre la velada del Vieux-Colombier, Artaud escribió a Maurice Saillet: “Declamé tres poemas, y después uno más. Decían todo lo que yo tenía para decir pero en el plano mítico de la poesía. / Sin em ba rgo son verdaderos, íntegramente verdaderos. Me los dictó la realidad” (Carta a Maurice Saillet del 23 de enero de 1947, en K, op. cit., p. 108).
descenso hacia el origen abyecto del sujeto y de la lengua, mo mento en que la escritura, según la palabra de Artaud, “se aboca” a lo real, y luego ascenso hacia el plano de la comunicación, del discurso y del orden simbólico, bajo la cobertura del nombre pro pio. Ese ritmo binario, ya evocado, encuentra en la escritura su te rreno de acción, un lugar de anclaje que permite evitar la pérdida irremediable, y la muerte que se perñla en los límites extremos del sujeto. Acerca de Lautréamont, Artaud había recordado la necesidad de una estrategia del nombre. Es preciso escribir en el propio nombre para tener alguna credibilidad y mantenerse en el orden del discurso, pero el nombre del padre es siempre el nombre de un muerto, que nos inscribe en una genealogía de la que Artaud declara que quiere salirse. En “El surrealismo y el ñn de la era cris tiana”, evoca el rapto del nacimiento y hace hablar a “el Señor que te hizo nacer aquí” en los siguientes términos: “Antes de nosotros tú estabas ahí, pero has muerto. Por otra parte, es raro que hayas muerto antes de hacernos nacer a todos, y que sea muriendo que lograste hacernos nacer, pero así es” (xvm, 112). Y Artaud le res ponde con la voluntad de rechazar todos los cadáveres que acom pañan a su yo para encontrarse “allá, detrás del abismo de mi pro pia m uerte” (113). Allá, en efecto, en el corazón de la abyección, subsiste su alma, y su alma es “una mujer, algo así como la cicatriz de un alma” (112). Para quien escribe, es en el corazón de la len gua materna que se encuentra el lugar de la supervivencia, es por fractura del seno de la Señora muerte que intenta rem ontarse hasta ese lugar originario, que Jacques Hassoun designa como el lugar del .'w Ese otro polo del sujeto de la escritura es también el de la muerte o la locura. Si bien permite hallar una ins tancia y una violencia capaces de oponerse al orden del padre, no es menos peligroso, y engañoso; por lo tanto, también ahí se nece sita una estrategia contra la astucia del inconsciente que quiere de tener la motilidaá El caso Lautréamont era sintomático de los peli gros en que se incurre por el borramiento del propio nombre; el caso Nerval se ofrece como una ilustración del riesgo inverso. En la carta a Georges Le Bretón del 7 de marzo de 1946 (xi, 185-201), Artaud comenta dos versos de Nerval en que aparece la figura de Véase Jacques Hassoun, Fragments de langue maternelle, París, Payot, 1979; pero también Serge Leclaire, On tue un enfant , París, Seuil, 1975.
su “madre Am alecita”, y muestra que el poeta, al sublevarse contra el “dios vencedor”, intentó reanimar el alma primitiva de una raza surgida de la “tierra uterina pisoteada”, arrojándose de vuelta en el “humus de muerte” “de la tierra sexual de los amalecitas”, pero se encontró prisionero de esa misma raza que finalmente escogió en trar en “la sexualidad pura”. Así, Nerval cayó en la trampa y fue como traicionado por su “madre traidora, la Amalecita que toma su útero po r ser y que h a hecho de su útero un dios” (200). Escribir supone entonces mantenerse entre dos muertos de los que hay que cuidarse por igual, y el texto se produce por un vai vén que empuja a franquear incesantemente los límites de lo pro hibido; ese m ovimiento provoca una inestabilidad desconcertante, que Artaud tiene que asumir sin poder responder nunca a la cues tión de su ser, que formula así en una carta a Peter Watson dedica da a su trabajo de escritor: “¿Iré a la madre o me quedaré como padre, en resumen el padre eterno que yo era?” (xil, 232). c] La violación de la lengua La transgresión que cuestiona la lengua a partir del sexo y de la muerte está emparentada con la transgresión de la ley del incesto. Y a la distancia respectuosa de Nietzsche respecto a su madre y a su lengua responde en Artaud una voluntad criminal y sacrilega contra la que se ofrece como soporte del orden simbólico. Ruptu ras sintácticas, que fuerzan la gramática y el sentido lógico; frases inconclusas o violentamente “caóticas”, cuyo ritmo sigue la línea melódica -o rapsódica- de las sonoridades; todo lo cual concurre a destruir el carácter acabado y jerárquico de la frase. Deformación de los nombres propios y creación de palabras que permiten libe rar, al grado de que la significación tiende a desaparecer, las inten sidades y la multiplicidad infinita de los sentidos;24 sucesión de las sonoridades de una palabra, que se dispersan por la página, se or denan teatralmente2,5 o se transforman en glosolalias; corte de una palabra por un largo trazo que viene a hacer aparecer la huella de En las “Notas para una ‘Carta a los balineses’”, por ejemplo, se observa: ““introgludirse”, “tropulsión”, “pototersión”, “e-ligrar”, etc. Sobre la deformación de los nombres, citemos las del propio nom bre de A rtaud o dejesucristo. 2a Cf. por ejemplo el juego sobre “caca”, en las “Notas...”, p. 29. 24
lo rebajado y funda la posibilidad de la palabra, el cuerpo en el es píritu.26 Éstos no son sino algunos ejemplos del im presionante tra bajo de escritura de Artaud, que ha dado lugar a numerosos estu dios, entre los cuales el de Gilíes Deleuze y el de Paule Thévenin,27 por su calidad e incluso por sus diferencias, indican la extrañeza de ese trabajo. Al negarse a proteger la lengua, se niega a protegerse a sí mis mo en cuanto sujeto y acepta el riesgo de la locura o del sinsentido. Así, la utilización de la lengua en un sentido no gramatical no es un juego poético, sino que supone una voluntad que “nazca de la angustia” y la conciencia de sacar “sus versos de su enfermedad” (ix, 170). Siempre esa presencia de una enfermedad instalada en el pensamiento, de una violencia que recubre el origen, pero que es preciso experimentar y hacer experimentar como la enferm edad del hombre, ser de lenguaje, a fin de despertar sus energías páni cas y liberadoras. Así, su voluntad criminal no se reduce a la simple transgresión de una prohibición, cuya posibilidad está inscrita en la naturaleza mis ma de la ley, si no es por otra parte el propio mandato de la ley del deseo: ¡Goza!28 Artaud siempre se ha sublevado contra la voluntad de goce. Ciertamente, en el momento de la transgresión, del descen so hacia el fondo sagrado de la lengua, algo así como la huella de un goce macula la página. Esa descarga, que es debilitamiento y aban dono al goce, Artaud no puede suprimirla, es impuesta por Satán que no le deja “el mando sobre eso” (XIV**, 116), y por la tierra que, después de haberlo embrujado, “se recarga en bloque” alimentándo se de su esperma (131). Es preciso entonces aceptarlo, pero como un medio de hacer estallar la lengua obligándola a hacer oír aquello de lo que ella no puede hablar; y la sexualidad, afirmaba Artaud, “es un excelente medio de expansión, de emisión, y me atrevería a de cir de propulsión” (XIV*, 129). Sobre la página, la intensidad vuelve a caer, pero con la fuerza de lo que él llama “un orgasmo de subleva do”, cuyo rastro puede verse en las glosolalias e incluso en la pala bra “orgasmo” que se disemina en su seno.29 26 “Es_______pirita, salido de la tumba del cuerpo” (xrv**, 124). 2" Gilíes Deleuze, “Du schizophéne et de la petite filie”, en Logique du sens, op. cit., p. 101; Paul Théven in, “Enten dre / voir / lire”, op. cit. 28 “Nada obliga a nadie a gozar, salvo el superyó. El superyó es el imperativo del goce: ¡Goza!” Lacan, Le Séminaire, libro XX, op. cit., p. 10. w En la carta a Bretón, sobre la sexualidad, después de la inscripción de la pala-
El texto de Artaud está emparentado con esa forma de escritura de la que Barthes dice que es goce: uso perverso de la lengua, ex trema movilidad, intransitividad... Sin embargo, el goce acompaña la desfiguración de la lengua, pero no constituye un objetivo, y ja más llega a una intransitividad absoluta del texto; del mismo mo do, las glosolalias interrumpen el discurso, pero no lo detienen de finitivamente. Más allá de cierta práctica perversa, se persigue un objetivo: encontrar lo que, bajo una lengua, vive: el cuerpo, pero también, según la palabra de Artaud: la mujer, más allá de la ma dre, a la que él declara: “El ser insondable de poesía es tu ser...”30 Fuera de los límites del lenguaje y excluido del orden simbólico, el “cuerpo sin órganos”, la mujer, arrastran el deseo y la escritura ha cia una semiótica fundamental en que el sujeto roza “la muerte”, experimenta su descentramiento y reencuentra el infinito poder originario de vida y muerte.31 Esa verdad de la lengua, del sujeto y del mundo, lo real a la que el texto apunta, jamás será dicha; es una “masacre”, una “refriega de fuegos extinguidos, de gritos agotados y .de matanzas” de la que no se dice nada” (xil, 236). Intentar decirlo sería detener su diná mica: m atar la na da ”, “detener la vida”. De ahí la necesaria cruel dad de un texto que debe poner en escena la violencia en la len gua, referirse a un orden, remontar al nivel del sentido donde se siente cierto placer, indispensable para la seducción de lo simbóli co hacia lo diabólico, del lector hacia el punto extremo en que se anulan las diferencias autor/lector/mundo. Igual que en el escena rio del teatro de la crueldad”, en el texto es necesario recu rrir a bra orgasm o [orgasme] sigue una serie de glosolalias: “ ale / l ’orgasme eni tibela / ber
ber eni teribela / khibel enti n a ri lf (xiv*, 129). 30 Philippe Sollers, en L ’écriture et l ’expérience des limites, acerca de Dante: “La
mujer es esa travesía de la madre, de la lengua materna (de la prohibición mayor), hacia la visión (al revés de Edipo), hacia el fuego del rostro que uno es. Ella es la que cond uce a la visión del m ás allá del rostro y de los cuerpos repetidos ” (oh. cit pp. 30-31). Leamos un a vez más a j . Kristeva: “Sin ser forzosame nte la mu jer, ‘ella’ pue de presen tarse como la m ad re, la herm ana, la co m pañera sexual, siem pre que sea una lengua extranjera y/o un roce de esa muerte -de ese fuera de las fronteras al que ‘yo’ apunta en su infinitización. Siempre que sea, en suma, el espacio prohibido para la presen cia de U n sentido, cuestionando de nu evo el origen, la id entidad y la reproducción -es decir ‘la vida’-, llamado a ‘yo’ ¡je] a buscar su opuesto para reconocerse en el y, a partir de ese salto hacia el otro, infmitizarse sin espejo -sin D ios- en u n teatro hierogámico de la m ultiplicidad recobrad a” (op. cit., p. 354).
ese cruel rigor del que la primera página de Para acabar con el juicio de Dios ofrece una representación casi teatral. En un recuadro cen tral aparece la advertencia: “Es preciso que todo / sea colocado / con total exactitud / en un orden / fulminante” (xiii, 69). Pero a un lado y al otro surgen dos columnas de glosolalias que remiten a otra coherencia y a otra semiótica, la del caos, dentro del cual vie ne al mundo el orden, no como un estado, sino como un momento atrapado en una dinámica de fuerzas que lo atraviesan y lo “fun dan”. Ese momento, porque la crueldad no es nunca pura, y el “ser” acecha a la salida, está ineluctablemente destinado a ser un monumento. Pese a las diferencias que separan a Nietzsche y Artaud en cuanto a la práctica de la escritura y la economía del texto, su es fuerzo común tendió a romper con una pretendida secundariedad de la escritura en relación con un sentido constituido. Si la escritu ra de pluma conserva una función duplicadora, tiende a no repre sentar nada del mundo, que no es un dato primario, sino a traducir la semiótica de los afectos, a hacer entrar el cuerpo, lo real en el mundo. Ironía y humor son dos modos de esa escritura de la crueldad atrapada en el entre-dos -entre la violencia del “cuerpo sin órganos”, de Dionisos, y la mortal repetición, la fuerza y la for ma-, lugar genésico y crisol de la caoerencia de la obra.
CRUELDAD Y CREACIÓN: la cuasi-obra
EL “DESOBRAMIENTO" DE LA OBRA
Poder farmacéutico, la escritura no es viable, es decir, no es viable de acuerdo con el movimiento de la vida, sino reiniciando una di námica desbordante que encuentra su anclaje en un “lugar” inter medio entre el origen violento y la factualidad del mundo. Activi dad genésica, exige del sujeto esa muerte para el mundo que es la condición previa de un nacimiento a “la vida” y, según la fórmula de Artaud, lo obliga a “morir vivo” para no “vivir muerto” (XIII, 83). La vida es sólo ilusoriamente una y sustantivada: al verbo “vi vir”, Artaud prefiere “existir”, que evoca el éxtasis de lo que parti cipa del presente “vivo” como un modo del infinitivo “morir”, porque si el “vivir” tiende hacia la eternidad del “ser” -infinitivo que se deja sustantivar-, “morir”, como “escribir”, no se dejan de infinitizar. Pero en ese movimiento excéntrico y excesivo, cuando se en frenta a los límites fijados por el mundo al infinito, el sujeto se aferra a puntos de referencia, a ideas, a imágenes en torno a las cua les se cristaliza el sentido, y sobre las cuales, al fin de cuentas, se estrella su impulso. A fin de “morir”, la muerte; a fin de “escribir”, la obra. Así como la escritura es exigencia de estilo, también es exigencia de obra, en la que los afectos, las intensidades del cuer po y la fuerza incontrolable desencadenada en el texto se encuen tran detenidos, encerrados en un m onum ento funerario: el cuadro, el libro, la grabación... ¿Es posible hacer de manera que la m uerte no detenga el impulso de morir ni la obra la dinámica de escribir?
a] Artaud o la “verdad extraña” de la obra Esas dos preguntas, Artaud las asocia precisamente en su carta a Peter Watson del 27 de julio de 1946 (xil, p. 230). La obra en rela ción con el escritor, la muerte en relación con lo existente, tienen el mismo efecto: ambas mienten} Mentira que participa en la del ser, imponiendo la idea de una detención, necesaria o fatal, inscri ta en la dinámica de lo viviente como su meta más deseable. Y to da la empresa “loca” de Artaud tuvo por objeto denunciar la men tira, o combatirla. Su experiencia de la muerte, que debió, según escribe, sufrir “por lo menos tres veces real y corporalmente”, le perm ite afirmar que no es un “estado”, y que si el muerto no min tiera, no se mintiera a sí mismo bajo el efecto de la presión gene ral, no habría “más que una idea y es la de volver al propio cadá ver, retomarlo para ir adelante”. La muerte, en la existencia, nunca es “sino una historia”, cuyo carácter ficticio e imaginario se puede demostrar si se logra “vivirla vivo” (233), reinscribirla en el impul so de m orir. Y la obra requiere ser vivida del mismo m odo. En efecto, la obra encuentra su condición de posibilidad en la ex propiación del sujeto Artaud y en la recaída de la fuerza negra que animaba al “sujeto” de la escritura, es decir, en la muerte de ese po der sombrío del que Artaud extraía su vida. Cuando un volcán entra en erupción, cuando Artaud escribe, movido por la fuerza del PopocatépeÜ, la lava termina por caer, fría, excremencial. Si se mantiene erguida, solidificada como un excremento viejo o un tótem lamenta ble, es porque en el momento de su separación Dios, el doble - “las malas encarnaciones del Verbo”-2 se inmiscuyó entre Artaud y él mismo, introduciendo, en forma obscena, el libro en el orden de la ley, a fin de sustraer a esa lava seca toda su fertilidad de “humus ne gro” y hacerla así servir a las necesidades y a los bienes del mundo. De ahí el sentimiento de robo asociado con la creación, y la temáti ca obsesiva de la abyección, de la obra residuo: hacer obra es per 1“Es así como las obras envejecen y como todas mienten en relación con el es critor...” (xil, 231). “Y además el muerto es un ser que miente...” (233). 2 Cf. “Rebelión contra la poesía” (ix, p. 121-123), en que Artaud dice negarse a “ser el poeta de mi poeta”, y que comienza con estas líneas: “Nunca hemos escrito sino con la encarnación del alma, pero ya estaba hecha, y no p or nosotros mismos, cuando ingresamos a la poesía. / El poeta que escribe se dirige al Verbo y el Verbo tiene sus leyes. Está en el inconsciente de un poeta creer automáticamente en esas leyes. Se cree libre pero no lo es.”
derse, aceptar ir al ser y tender a la muerte. La cuestión de Artaud es entonces: ¿cómo escribir sin hacer obra? ¿Cómo “morir vivo” sin haber muerto nunca? Porque “ya lo he dicho: nada de obras, nada de lengua, nada de habla, nada de espíritu, nada” (i*, 101). La respuesta, una vez más, es la del hu mor: aceptar hasta el fin la abyección de la obra en relación con “sí”, y su propia abyección en relación con ella, para hacer de ella un arma contra el doble y contra el mundo. La obra, animada por su carga de abyección, p asa a ser la ocasión de un combate infinito entre Artaud y Dios, entre la crueldad m ala que siempre regresa y la crueldad liberadora. Para retomar la mitología de E l teatro y su doble, todo lo que entra en el movimiento de la creación cae bajo el golpe del mal introducido po r el demiurgo. Con la detención de la dinámica del rechazo, a la que corresponde el advenimiento de la obra, la idea, el sentido y la ley regresan como amos. Entonces, es preciso llevar a su culminación el carácter abyecto de la obra, a fin de que ésta no pueda dejarse entender por entero, no constitu ya jamás un todo aferrable, una creación a la imagen del cosmos - “No hay mu ndo / no hay creación” (xiv**, 17). Así se construye lo que puede llamarse una cuasiobra: conservando su fuerza de desobramiento, y por ende de existencia, la obra conservará su “al ma”, la de la muerte que vive en el fondo de su abyección. De ese modo, la obra y el alma son “lo que, focal de la supervivencia del ser, cae, fecal como un excremento”, pero que, animado por “el aliento corporal de la mierda”, opone al choque de lá muerte “el opio de la supervivencia etern a” (ix, 174). Pero aun cuando mienta, la obra no puede absolutamente dete ner la fuerza que la hizo nacer, y sigue estando obligada a expresar “un inexpresable” (xil, 231). Es decir, que a pesar de la imposibili dad de “nombrar la batalla” y a pesar del olvido mismo de esa im posibilidad, que perm ite la mentira de la obra, la huella de lo real, como una cicatriz que no llegara a cerrarse nunca, irrumpe en la obra, y por ella en el mundo, obligado a enfrentarse a su “verdad extraña”. Su naturaleza farmacéutica, contra la cual Artaud se su bleva, enferm o de pureza, es lo que salva la vida de la obra: con vertida en realidad mundana, en objeto abyecto puesto en circula ción en el universo de los objetos, esa misma caída le permite in vestir al mundo, obligar a la vida a reconocerse y, por haber acep tado ese reconocimiento, a dejarse contaminar por una abyección cuya potencia no había previsto. Entonces, esa caída fatal se con-
vierte, como la muerte atravesada por el que existe, el momento estratégico de una reiniciación de la dinámica, del surgimiento de una “verdad” oculta, y que la vida “si fuera ella misma auténtica jamás habría debido aceptar”. La cuasi-obra es pues la última expresión de la crueldad; pero su manifestación indecidible hace caer al mundo en crisis tanto más por cuanto no deriva de ninguna decisión, y no delimita ningún campo, sino que se mantiene en el umbral del dominio de los bienes: lejos de dejarse agregar al sistema de la capitalización, se introduce en su corazón con la violencia de una fractura. Ciertamente, el propio Ar taud emprendió la publicación de sus Obras completas e intentó llegar al corazón de las cosas: capitales como París o México, centros de cultura como la NK F o la Sorbona, lugares fundamentales de lo reli gioso como la Sierra Tarahuamara o Irlanda. Pero ese avance hacia el centro lo efectuó siempre como ser de huida, y no buscó el punto supremo más que para liberar en el corazón de la estructura coerciti va las fuerzas que la disgregan. En la Sorbona, anuncia la muerte del teatro burgués; en Irlanda, intenta desencadenar el Apocalipsis; en México, recuerda que el objetivo del arte es recobrar ese movimien to que empuja a las fuerzas hacia la vida y la muerte (vill, 219). Al centro, en los últimos escritos, lo llama el cuerpo, y el objetivo de la obra es “hacer cuerpo”. Pero el cuerpo llamado “humano” no es nunca el objetivo de la crueldad. Hay algo en la crueldad que fascina, pero la crueldad nunca se detiene en un fascinum y por debajo de la piel, la carne y las entrañas, busca siempre su “gran secreto”; así el cuerpo mismo no podría ser el punto de llegada de la obra, el tótem o el fetiche al que la crueldad apunta. “Golpear a muerte” es la única manera de hacer aparecer “Cuerpos animados” (XIV**, 31). La crea ción, como la crueldad, busca la destrucción de todo cuerpo consti tuido, porque su impulso es hacia ese más allá del cuerpo y del bien que es el “cuerpo sin órganos”. Ese objetivo de la creación obliga a absorber cruelmente lo real en la obra, con la tiranía implacable y el rigor del “teatro de la crueldad”, pero también a dejar la obra siem pre abierta sobre esa realidad: que no deja de escapar. En consecuen cia, Artaud reconoce que la “suerte” de la obra no está en la restitu ción de un bien o de un yo propios, sino en “un dispendio insensato de voluntad y de sensibilidad”,3 que empuja al hombre a superar los 3 En los textos pa ra ser leídos en la Galería Pierre, Le Disque Vert, núm. 3, no viembre-diciembre de 1953, p. 41.
límites de su cuerpo - “porque / todavía no estoy seguro / de los lí mites en que el / cuerpo del yo / humano puede detenerse”, escribe en “El rostro humano”.4 Ese texto viene a ilustrar esta declaración: “Yo he escogido la violencia como Ronsard la flatulencia...”, que jus tifica el llamado a la violencia y su integración por la crueldad en obra con el objetivo declarado de “reconstruir un mundo y otra reali dad” (xil, 150-151). El rostro hum ano es en efecto la form a detenida, fija en “una especie de m uerte perpetua”, de la fuerza infinita de m e tamorfosis del cuerpo. Como el rostro todavía no ha encontrado su cara, “toca al pintor / dársela”, por un encarnizamiento terrible en destruir el hombre para, cruelmente, reconstruirlo. ¿Pero qué es lo que se da en la obra? Ciertamente no el objeto en cuanto tal, el libro, el poema, el dibujo, “ninguno de los cuales es / hablando con propiedad una /obra” -ni un bien ni una belle za, ni un sistema de valores ni el fundamento de una ética. Ha blando en propiedad la obra no da nada, y es por eso que es la ex presión de la más heroica generosidad -d e la generosidad que no endeuda al destinatario-, nada sino la apertura de una mirada so bre el “infinito”, capaz de “irradiar” la vida. Esa m irada que Van Gogh dirige hacia nosotros, o más bien “contra nosotros” (xill, 60) y que la apertura de la cuasi-obra nos obliga a echar al mundo -por la cual se abre “la puerta oculta de un más allá posible” (27). Esa mirada “que libera al cuerpo del alma” y que “antes de él qui zá sólo el infortunado Nietzsche” (59) tuvo el valor de tener. b] Nietzsche: de la obra de arte al arte de las fiestas Si la temática de la obra como don, arrojada a la suerte buena o mala según el momento, como efecto de un dispendio peligroso y resultado de una guerra,5 y por fin como expresión superior de la 1Op. cit., p. 101. 5 Nietzsche recuerda con frecuencia la necesaria destrucción a la que debe entre garse el creador armado con su “cruel martillo” {cf. en Zaratustra, “Del camino del creador”); lo que le había parecido “lo más fundamental”, escribe, “era lo eternamente-creador, en cuanto eternamenteobligadoaladestrucción, ligado al dolor” (xil, 251). Y en México Artaud afirma: “Toda creación es un acto de guerra: guerra con tra el hambre, contra la naturaleza, contra la enfermedad, contra la muerte, contra la vida, con tra el destino” (viil, 237). Es preciso observar sin emb argo que A rtaud insis te en la voluntad de destrucción que debe animar al creador, mientras que Nietzsche
crueldad, está inscrita igualmente en el pensamiento de Nietzsche y en el de Artaud, la valorización nietzscheana del acto creador, privilegio del amo, del fimdador de valores nuevos, hace aparecer una oposición radical entre ellos, y permite suponer que sólo la lo cura pudo hacer brillar la misma chispa en el ojo de Van Gogh y en el de Nietzsche, que en materia de arte buscaba sus modelos en Goethe, M erimée o Rafael. A menos que tengamos que contar con la ironía del pensam iento y de la obra de Nietzsche... Artaud contempla la obra en función de una economía de la pérdida,6 mientras que Nietzsche la integra en una economía del exceso. Aunque aparentemente opuestas, esas dinámicas ubican el campo de la obra en la línea de cierto límite donde convergen la condición de su posibilidad y de su imposibilidad. De ahí esas dos interrogaciones aparentemente divergentes: Artaud se pregunta cómo se puede vivir sin pensar y vivir sin por lo mismo hacer obra; Nietzsche se inquieta por saber cómo, en la época del nihilis mo, todavía es posible crear una obra -ése es su cuestionamiento más explícito o exotérico-, pero en un sentido más profundo el problem a es saber si algo como una obra puede existir en el m un do dionisiaco de la “voluntad de poder”. En la perspectiva de la economía general, regida por la crueldad del Cratos, y con la que el autor se identifica al punto de adoptar “el gran discurso cósmico” y decir “yo soy la crueldad”, “yo soy la astu cia”, la obra es a la vez necesaria e imposible. La aceptación heroica y alegre de esa paradoja es para Nietzsche la marca del verdadero creador: “Form a suprema del contento que le da su obra -él la rom pe para componerla siem pre de nuevo” (x, 232). Solamente a partir de ese punto supremo es posible elucidar la idea nietzscheana de la obra, el tema del superhombre y la gran política, puesto que ese punto designa el origen dionisiaco de la creación. En la perspectiva de esa economía entonces, el hombre y las cosas se manejan de la misma manera: mal Se plantea enton ces la cuestión de la ética del creador, del sentido y el objeto de su piensa la destrucción como una necesidad que debe asumir el individuo movido por una “voluntad de poder” afirmadora y, por consiguiente, creadora 6 Desde sus primeras “obras” sentía hasta qué punto debía “contar con la pérd i da, es decir la impotencia, las huidas, y de contragolpe la contracción y la desespe ración” (n, 226). Y al doctor Toulouse le escribía: “Lo que usted considera mis obras no es, ahora como entonces, sino los desechos de mí mismo, esas virutas del alm a que el hom bre norm al no acepta” (i**, 103).
crueldad. En efecto, a los ojos de la “gente de bien” pasa por un “criminal”, según dice Zaratustra (vi, 33), porque ataca lo que pre serva la posibilidad misma del bien: los valores. Pero su objetivo es aún más terrible, más cruelmente dionisiaco: “Desgarrar a Dios en el hombre / como en el hombre el cordero, / y reír desgarrán dolo” (vill**, 19). De mismo modo, Artaud se había propuesto co mo meta “extirpar” nuestros cuerpos, por la crueldad, la crueldad morbosa de Dios. En el origen de la creación y del arte, Nietzsche descubre no sólo “el refinamiento” (Verfeinerungj de la crueldad (xi, 240), sino también su vuelta contra el hombre. Esas dos observa ciones sugieren un extraño parentesco entre el arte y la moral, y es allí donde hay lugar para reír. La historia del arte acompaña a la de la moral y culmina humo rísticamente ese largo trabajo de refinamiento, de espiritualización, de sublimación, que ha conocido la crueldad retorcida del animalhombre. La ironía del filósofo Nietzsche consistía en denunciar la moral y la lógica en nom bre de los mismos principios que ellas uti lizan, o bien en mostrar, por la genealogía, su origen inconfesable. El humor, en cambio, exige aceptar hasta el final los imperativos morales, depositar en ellos una confianza absoluta, incluso excesi va: vivir la culpabilidad, la mala conciencia, en fin toda esa cruel dad retorcida en un exceso dionisiaco. Tal es ciertamente la lec ción más profunda de la Genealogía: el sistema de la culpa y de la mala conciencia debe ser visto como algo sumamente “prometedor para el porvenir” (vil, 276) e incluso divino: “Desde entonces el hombre cuenta entre los resultados felices más inesperados y más excitantes del juego que juega el ‘gran niño’ de Heráclito, llámese le Zeus o el azar...” (276-277). ¿Qué hay de feliz en ese encarniza miento morboso del hombre contra sí mismo? -Que no cree en sí mismo como objetivo, sino que se considera como “un camino”, “un puente”, y no se reconozca más valor que el de ser “una gran promesa”. El humor del creador consiste en poseer al máximo esa volun tad moral de destrucción contra lo que el hombre siente en sí de más humano: su conciencia (moral) y su organismo, su bien y su deseo, su “ser” mismo, tal como él sostiene que es a la imagen de Dios. Ese resultado humorístico y cruel considerado por Nietzsche es el más eficaz y el más liberador para la conciencia moderna, co mo lo atestigua la obra de Artaud y también la de todos los escrito res que, como Kafka o Beckett, han acompañado al hombre hasta
los límites de su bien y han asumido sus últimas exigencias. De ahí el antihumanismo de esas obras que realizan humorísticamente lo que, al fin de cuentas, quiere la culpabilidad inherente a la con ciencia: la muerte del hombre. Pero, ¿es eso todo lo que el creador busca, en ese juego cruel del amor y de la muerte? ¿Cómo puede la “voluntad de po der” al canzar su meta por un camino tan retorcido, tan abiertamente ni hilista? Lo que quiere la voluntad: más poder, puede significar na da, la muerte o, como piensa René Girard, un deseo destructor de violencia,7 si no se detiene una destrucción que, en su movimiento infinito, se parece a lo que el psicoanálisis piensa como pulsión de muerte. Y el problema esencial para Nietzsche consiste en saber “cómo se logra superar la autodestrucción” (xi, 456). Una primera respuesta es precisamente: la obra, como producto del dominio y de una voluntad de “eternización”, es decir en cuanto objeto de la “voluntad de poder”. Como conquista del caos inicial, pero tam bién del riesgo de muerte, la obra es bella, y su belleza muestra el reflejo del combate victorioso. La creación es vista entonces en una perspectiva escatológica. Un fragmento de 1888 presenta el arte como “la salvación del que sabe”, “del que actúa” y “del que sufre” (xiv, 32), es decir la res puesta a la vez a lo trágico de la existencia y a “toda voluntad de negación de la vida”. Detengámonos aquí, en medio del texto, pa ra señalar lo que contrapone a Nietzsche y Artaud, y lo que ha si do históricamente acentuado como el pensamiento mismo de Nietzsche: esa voluntad de dom inio cuya “gran ambición” es “ha cerse ley” (p. 48). La ética de la creación nietzscheana tendría en tonces, más allá del mal, a la búsqueda de un bien superior, al ser vicio del imperialismo de la “voluntad de poder”. La naturaleza de ese “bien” consistiría en “un acrecentamiento del sentimiento de poder" portador de placer (xil, 13). La acción creadora estaría entonces gobernada por el principio regulador del “para la vida”\ pragmatis mo aparente mediante el cual Nietzsche justifica la función de lo bello, pero tam bié n la instauración de un orden de los valores prácticos sobre el cual se funda su política. Igual que el discurso filosófico, la Gran Política representa una 7
Véase René Girard, “Le m eurtre fondateur dans la pensée de Nietzsche”, en Violence et vérité (Colloque de Cerisy, autour de René Girard), París, Grasset, 1985, p. 597-613.
desviación de lo dionisiaco y una integración de las fuerzas a la economía restringida de lo viviente. Así se compara la crueldad apolínea y tiránica del estado dorio o de las leyes de Manú, por los que Nietzsche sentía gran admiración. Si nos atenemos a la doctri na filosófica, la teoría nietzscheana de la belleza y de la política aparece como un platonismo al revés. Por lo demás, Nietzsche se refiere a la tradición del filósofo legislador y más precisamente a la idea platónica del filósofo-rey (xi, 240): corresponde a éste cono cer las leyes del mundo a fin de reglamentar sobre ellas el orden social. Ese acuerdo dará nacimiento a la mejor y más justa organi zación humana. La inversión consiste en sustituir el cosmos orde nado por el logos por la “voluntad de poder”. La valorización del arte y la poesía parte de la mism a com probación: el poeta miente; pero mientras que para Platón esa mentira es violencia seductora respecto a la verdad, para Nietzsche es indispensable para la vida que exige la ilusión y la mentira. Por esa aceptación del papel tra dicional del filósofo, de ser el instigador o el defensor inconsciente de un orden político, Nietzsche está en una posición opuesta a la de Artaud, cuyo pensamiento no puede en ningún caso servir de pretexto a una toma del poder o a la justificación de una doctrina. Así es como permitió -y ése es el riesgo de una “obra” que deja al lector todas las posibilidades de interpretación, buenas o malasque el nazismo, gracias a numerosos contrasentidos y a numerosas falsificaciones, encontrara su justificación en algunos temas mayo res de su Gran Política: la defensa de la raza (iv, 454), la destruc ción de los degenerados (iv, 508), la diferencia entre la educación de los am os y la de los esclavos (vm*, 136), el antiliberalism o “has ta la crueldad” (134), etcétera. Sin embargo esa doxa del nietzschismo no constituye la mejor palabra de Nietzsche; para ese antihegeliano enemigo del Estado, la política no podría ser un fin en sí misma. El objetivo, en reali dad, no es ni el poder ni el orden, sino el “poder-potencia”, y en esa perspectiva la Gran Política aparece como la puesta en prácti ca planetaria de un teatro de la crueldad; lo que sugiere por lo de más la imagen del director de orquesta que emplea Nietzsche. El objetivo no es la representación en sí, sino el efecto dionisiaco, el cual supone, para no ser pura anarquía, un colmo de rigor que, en la cresta de la sociedad, en el punto de exceso y de excepción que representa el individuo superior, se descarga en esa intensidad p a radójica de producción y de destrucción que es la creación dioni-
siaca. Por su finalidad dionisiaca, la “voluntad de p oder” no puede ser el soporte de un a teoría política más que irónicamente. Si el poder es la ironía de la potencia, la obra es la ironía de la creación. En La gaya ciencia (v, 272), Nietzsche recuerda que en el momento de la maduración de la obra de todos los creadores (alie Kunstler und Menschen der “Werke’) “se imaginan estar ya en el fi nal”: “Es entonces cuando se enlentece el ritmo de la vida [da ver langsamt sich das tempo des Lebens) al punto de espesarse y fluir co mo miel -hasta las largas pausas, hasta la creencia en la larga pau sa.” En cuanto objetivo, la obra es fuente de bien, de complacencia y de beatitud (la vida “fluye como miel”). Sin embargo, esa deten ción que impone a la crueldad autodestructiva suscita un deseo de muerte, la creencia en el gran reposo. Es decir que la obra se man tiene como un éxtasis entre dos muertes, y no puede vivir, porta dora de un eterno presente, sino siendo una promesa más allá de la muerte. Lejos de ser un “objetivo”, es la ocasión de u na reinicia ción de la “voluntad de poder”, la cual no se propone un “objeti vo” sino irónicamente, porque no podría tener término -ése es su carácter divino. En el texto consagrado al creador como expresión del “gran discurso cósmico”, Nietzsche proseguía así: “Nueva su peración de la muerte, del sufrimiento y de la aniquilación / el dios que se hace pequeño (estrecho) y se introduce a través del m un do entero (la vida siempre ahí) -juego, burla- como demonio también de la aniquilación.” A menos que se complazca, la obra lleva en sí su fuerza de su peración: abierta sobre una voluntad dionisiaca de morir, que es voluntad de potencia y de creación, pero tam bién deseo del Retor no. En consecuencia, la más alta función de lo bello no es recordar el combate victorioso del que la obra es trofeo, sino permitir pre sentir, detrás de su velo protector, como la promesa de un más allá quizás mortal (tenemos lo bello para no morirnos de la verdad, re pite Nietzsche) si no fuese dionisiaco. Tal es la verd adera escatología de la creación: no un dominio absoluto, sino un avance más allá de los límites del bien. Y el fragmento de 1888 citado más arri ba terminaba así: “-vía de acceso a estados en que el sufrimiento es querido, transfigurado, divinizado, en que el sufrimiento es una forma del gran éxtasis (der grossen Entrjickung)” (xiv, 32). En su fina lidad dionisiaca, el arte exige la “ebriedad de la crueldad” (vm*, 114). La finalidad del dominio está pues en su propia superación, la de las obras de arte, en la fiesta: “El arte de los artistas debe de
saparecer algún día, enteramente absorbido en la necesidad de fiesta de los hombres... (iv, 308). E igual que Artaud, Nietzsche se declara “contra el arte de las obras de arte” (m**, 28), en nombre de un “arte superior”: “el arte de las fiestas” (v, 106). De un lado los que acumulan, y del otro los que derrochan (XIV, 62).
LA FRACTURA DE LO REAL
a] E l nomadismo cultural A esa profundización del sentido de la obra y de la creación co rresponde una transformación de la idea de cultura. Fuera del de bate sobre las relaciones entre la naturaleza y la cultura, Artaud ya no se propone hallar los fundamentos “naturales” de la verdadera cultura, sino proceder a un a “revisión jadeante de la cu ltura” (xiv*, 9). Matar a Dios en el hombre es el objetivo de esa “rebelión inte gral” (223) que se expresa en la “búsqueda de una vida anticultu ral” (165) que debe permitir dar al hombre la autonomía de la vida (de la “cultura” y de la “naturaleza”) después de haber llevado to do de vuelta al punto cero del “cuerpo sin órganos”, especie de principio de la crueldad en estado puro. Desde E l origen de la tragedia, Nietzsche presentía en Dionisos el verdadero “fundamento” de toda cultura, un principio tan “originario” quizá como el “cuer po sin órganos” p ara Artaud, en el cual se anula la oposición natu raleza/cultura, fuerza/forma: “Y todo lo que llamamos cultura, for mación, civilización, comparecerá un día ante el juez infalible -Dionisos” (i*, 31). Pero frente al riesgo de la “pureza” dionisiaca, y porque Dionisos es el dios de los velos y de la desviación de sí mismo, que se muestra siempre unido a Apolo, Nietzsche se man tiene en los ropajes de la cultura y conserva, frente a la poten cia de Dionisos, la exigencia del Gran Estilo, del elitismo cultural. Sin embargo, ya no reconoce a la Bildung su supremacía ni su carácter de fuerza natural bajo la custodia de los Padres. Rechazar la oposi ción naturaleza/cultura obliga a reconocer que esta última no po see ninguna “interioridad”, ninguna ley que la Bildung tendría la función de proteger o de encontrar; y la hipertrofia de la Bildung se convierte por el contrario en el signo de la civilización decadente (vi, 139).
Desde Humano demasiado humano, Nietzsche abandona su bús queda de una cultura germánica y de una Bildung instituida para lanzarse al “mar abierto del mundo”,8 emprendiendo el camino de un “nomadismo” cultural que, extrañamente, pasa por México.9 El genio de la cultura ya no es Apolo, Padre de las artes, sino sólo Dionisos, legislador y destructor, fundador de ciudades y guía ha cia los espacios desconocidos de la desterritorialización. La cultura dionisiaca es, según la expresión de Sarah Kofman, una “cultura materna”10 que continúa la actividad de la “naturaleza” -cruel por que es destructora y creadora, porque es un texto (vil, 150) a la vez “originario” y en proceso de escribirse bajo la acción de la “volun tad de poder” que es potencia de cultura y creadora de estilo. Su exigencia de “ley supone el deseo del caos porque estilos de vida nuevos aparecen y desaparecen siguiendo el ciclo del Eterno Re torno. Y todo fundador de cultura debe obedecer a la ley dionisia ca de destrucción y renacimiento a fin de no convertirse nunca en una norma, un Padre. Zaratustra rechaza a los seguidores, pero a su pesar aparece como u n “doctor”; por eso tendrá que morir, m a tar al Padre en él y borrarse ante Dionisos. “Dionisos educador” contra “Schopenhauer educador” pasa a ser la fórmula de una concepción de la cultura que quiere ser, como la de Artaud, una actividad “dirigida entra los padres”. b] E l regalo de la obra Encontramos pues en Nietzsche y en Artaud el mismo efecto de la crueldad en obra, la misma estructura abierta y paradójica de la cuasi obra. Lo atestiguan las dos metáforas aparentemente contra dictorias, pero en realidad profundam ente cercanas, del excrem en to y el niño recién n acido.11 Para Artaud la obra, e n cuanto detie 8 “Me invadió el miedo al considerar la precariedad del horizonte moderno de la civilización (Cultur). Hice, no sin alguna vergüenza, el elogio de la civilización bajo ca m pana y bajo globo. Finalmente m e dom iné y me lancé al m ar abierto del mundo” (m**, 393). 9 “Señalar los países a los que la CULTURA ( Cultur) puede r e t i r a r s e , gracias a cierta dificultad de acceso, por ejemplo M éxico” (x, 54). 10 Nietzsche et la scénephilosophique, op. cit., p. 137. 11 “Crear -h e ahí el gran rescate del sufrimiento y lo que aligera la vida. Pero para ser creador hac e falta dolor y forzosam ente metam orfosis. / ¡Sí ciertamente en
ne la dinámica y se erige como un monumento, no es más que un desecho: un excremento salido de su “cu” (la misma alusión se en cuentra en Nietzsche, para quien el botín de los libros son lo aca bado y lo declinante): “No seamos demasiado pródigos: ¡sólo los perros cagan a todas horas!” [v, 520]). Para Nietzsche, la obra es un niño arrojado al mundo, perdido, sin padre verdadero. Nietzs che no es el verdadero nombre propio del “autor” de sus obras, pero por haberles ofrecido su cuerpo como lugar de gestación, por haber padecido lo que él llama los dolores del embarazo y el par to, es su madre: origen innombrable y sin nombre propio de la creación. El creador auténtico, simple receptáculo de lo que crece y sale a luz (iv, 282), es totalmente irresponsable y debe rec onocer la inanidad de los conceptos de querer y de creación. Y así como Ar taud escoge hundirse en el humus de la Señora uterina fecal, única fuente de la creación y de la vida, lugar de su propio renacimiento, porque ella es esa muerta que no term ina nunca de morir, Nietz sche reconoce que no es viviente y creador sino en cuanto su ma dre vive en él, su madre abyecta y cruel, de la que ha sentido con terror que estaba en cierto punto de decisión en cuanto a su posibi lidad personal de regresar eternamente. Abismal, en ella se abre el abismo en que el sujeto ve su muerte, pero del cual puede arran carse en la tensión de morir. Y así como la aceptación del Retorno suponía vencer el terror provocado po r el eterno retorno de la ma dre, la realización de la obra supone, para el creador, ser contami nado por la suciedad y la impureza asociadas con la maternidad: “Después de todo no es sino la condición de su obra, el seno ma terno, la tierra, incluso el abono y el estiércol sobre el cual, salien do del cual la obra crece...” (vil, 291). “Es que es necesario ser ma dre. Un recién nacido ¡oh! ¡Cuánta suciedad recién nacida tam bién!...” (vi, 312). Así, por la fuerza de la abyección que no puede contener, la vuestra vida es necesario que muráis amargamente muchas veces, oh creadores! ¡Que seáis así portavoces y justificadores de todo lo perecedero! / Para que aquel que crea sea él mismo el niño que acaba de nacer, para eso es necesario también que hay a querido ser la parturienta y el dolor de la parturienta. / En v erdad, he ca minado por cien almas, y por cien cunas y cien tumbas. Ya he dicho muchos adioses, conozco bien los últimos instantes que desgarran el corazón. / Pero así lo quie re mi querer creador, mi destino. O para decirlo más lealmente, es precisamente ese destino qu e - quiere mi qu ere r” (vi, 101). Véase tam bién Freud , “Sobre las trasposiciones de la pulsión, en particular del erotismo anal”, en O.C., op. cit., vol. x v i i, p p . 113-123.
obra-desecho es el fértil soporte de la dinámica: pasa a ser el lugar de un nuevo parto del creador mismo, más allá de la muerte. En consecuencia, el creador es hijo de sus obras, no tanto por la fama que le ganan, sino por la obligación de morir que ellas le imponen en el momento en que corre el riesgo de pasar por padre de sus obras: “¡Es necesario que muráis amargamente muchas veces, oh creadores!”, advierte Zaratustra (vi, 101). Porque el padre no po dría morir verdaderamente, puesto que es el muerto por excelen cia: en cuanto soy mi padre ya estoy muerto, decía Nietzsche. Mo rir, además, porque lo que en la obra es un capital al que el crea dor se aferra como a un bien suyo (“lo que había de él en su poe sía”) es en realidad lo menos “propio”: la herencia del Verbo y sus leyes; con respecto al poeta, Artaud precisa: “Es hijo de sus obras, tal vez, pero sus obras no son de él, porque lo que había de él en su poesía, no es lo que él había puesto en ella...” (ix, 121). Por su pura fuerza de desobramiento la obra puede tener fuerza de meta morfosis, y ése es el regalo cruel que hace al mundo. La cuasi-obra es un regalo en el sentido más farmacéutico y pa radójico del término: veneno y remedio, tesoro (o hijo) y excre mento, vida y muerte. Lo que en ella es ajeno a todo bien, aparece como lo más peligroso y lo menos consumible, ésa es su suerte. Esa apertura hacia el Otro: Dionisos, “cuerpo sin órganos”, es esa nada que en la cuasi-obra se da, haciendo de ella, como observa Zaratustra, algo distinto de una “limosna”. La única manera de que el regalo no genere deuda es que sea exceso de fuerza, dispendio de un excedente del que nadie es deudor, prom esa de un a posibili dad por venir, totalmente en potencia, como el superhombre, que desborda al propio Zaratustra. La cuasi-obra se erige en esa tensión entre la necesidad y el re chazo de la obra como bien, objeto narcisista en que se satisfaría el sueño de completamiento y de unidad que atraviesa el deseo -y del que el libro es la figuración material. Sin embargo, Artaud tuvo que admitir que ese libro soñado, en el que habría inventado su lenguaje propio y puro, se le había esquivado eternamente,12 y Nietzsche comprendió la necesidad de renunciar al libro en que debía consignar el sistema de su pensamiento. La cuasi-obra es pues esencialm ente exceso del autor, del lector y de sí misma. Es un “lugar” de descentramiento, por lo que escapa a toda propie 12 Sobre Letura d ’Eprahi, véase po r ejemplo xil, p. 234.
dad y a todo propietario. La expropiación como estructura de la cuasi-obra fue la experiencia común de Nietzsche y Artaud, contra la cual intentaron a veces resistir. El uno por la veneración del cla sicismo, y ese sentimiento de que al final se imponían la unidad y la necesidad personal de lo que él llama “mi obra.” El otro, por el rechazo de toda creación, el reiterado llamado a la anarquía y al “nada de obra”; pero lo que Artaud llama “el verdadero nihilis mo” (xx, 325) y distingue del “nihilismo absoluto” (234) llega a coincidir, en su voluntad de reiniciar siempre la “destrucción” “ca da vez con miras a una acción más profunda”, con la voluntad dionisiaca de creación: ese punto de encuentro es el “a perpetuidad” (325) sobre el cual se abre la cuasi-obra. Esta es, según la palabra de Artaud, fuerza de “propulsión”: lo que podría caer, perderse o destruirse se convierte en germen de vida; abriéndose a la exterio ridad de las fuerzas que la escritura vehicula, propulsa hacia la ex terioridad del m undo e invita a una experiencia heroica. La vida de la obra está en el Otro; de ahí la inactualidad de to da obra verdadera, su imposible realización, e incluso su carácter hermético del que Artaud recuerda que si existe un hermetismo cerrado, también existe otro que abre “lo que está cerrado” (xiv**, 123). Así se comprende la insostenible situación de Artaud: el Otro, en efecto, siempre puede tomar cuerpo o alma. Por la usur pación del lugar siempre abierto del Otro, la obra se cierra, se alie na de Dios, el poeta de mi poeta. A la inversa, mantener la fractu ra de esa apertura supone una soledad dolorosa: “No hay encuen tro posible con el otro” (76) y el sentimiento de su propia indiferenciación: sin límite y sin confín, “no tengo un yo .... eso que soy está sin diferenciación y sin oposición posible”. Esa estructura abierta de la cuasi-obra es también según Nietz sche la condición de su vida, que implica ya la muerte de su autor (ni*, 144) y el reconocimiento de la inactualidad esencial del “suje to” de la escritura -pero también del lector. En efecto, puesto que el objetivo de toda obra de arte es dar el otro creador, capaz de mantener en el tiempo la apertura de la cuasi-obra, a lo que apun ta es siempre, más allá de la muerte del otro, la eterna existencia de su alteridad. Más que las tentativas teatrales de Artaud, la cuasi-obra corres ponde a las exigencias del “teatro de la crueldad”: llega lo más cer ca posible del doble límite donde siempre corre el riesgo de des plom arse. Por un lado la intensidad pura, la violencia indiferencia-
da, o para decirlo de otro modo, según el término empleado por Nietzsche y Artaud: el éxtasis. Por otra parte la representación, la repetición, la Obra. Pero ésta, arrastrada por el exceso que afecta tanto el sentido como la forma y desarma las fuerzas clausurantes, se convierte en ocasión de una reiniciación infinita, a partir de un punto que es la exterioridad del Otro. Es por eso por lo que los li bros no están hechos para los lectores, ni el teatro o la pintura para los espectadores, sino que apuntan, más allá de la conciencia del vecino, a su propia alteridad, cosa que él que no puede desalterar sino haciéndose él mismo creador, es decir portad or de infinito. c] La carta de Amor Así, a la dinámica de la cuasi-obra corresponde la estructura parti cular de los libros de Nietzsche y de Artaud -estallada, fragmenta da, rapsódica. De ahí el lugar esencial de las cartas en este último, cartas de odio y de amor, que significan que toda su “obra” está vuelta hacia el Otro, y espera de él su sentido. ¿Pero a quién se di rige lo que Artaud llama el “amor puro” o “alquímicd' (xiv*, 147, 160), que no apunta ni al sexo, ni al cuerpo, ni al yo del otro? Lo que habla, desde el lugar del imposible “sujeto” de la escritura, apunta a un narratario él mismo improbable, o más bien en potencia, por medio de los destinatarios presuntos: el “cuerpo sin órga nos”, el hombre por nacer según el humor y el amor negros. La obra es regalo porque es ese humus donde el otro puede rehacerse si acepta m orir por am or de lo que en él ex-siste, si absorbe de ella una terrible y cruel exigencia de existencia. La cuasi-obra culmina en la Carta de Amor: en Artaud, amor negro y mortal en que el humor se hace prueba de amor, invita ción al amorir que, más allá del juego narcisista y morboso de los dobles, indica a la violencia su más allá: más allá de los sistemas del sujeto, de la conciencia y de la ley, hace ese punto demencial del “cuerpo sin órganos”.13 En Nietzsche lo atestiguan sobre todo En una perspectiva ciertamente diferente, Vincent Kaufmann, en L ’equivoque épistolaire (París, Minuit, 1990), ha mostrado cómo la actividad epistolar de Artaud apuntaba a una destrucción cruel y sacrificial del Otro, y consistía en dirigirse a un muerto, detrás del cual es preciso encontrar, en un segundo tiempo, al cómplice, el alma compañera que subsiste o sobrevive más allá de cualquier muerte y de cual quier habla posible” (p. 149).
las últimas cartas, los billetes “dionisiacos”, también ellos de hu mor y de amor, invitación a la fiesta de los locos a la que nadie respondió -salvo quizás Artaud. Al final de la crueldad, es decir al final de la generosidad menos caritativa, se encuentra ese amor de lo más lejano en el prójimo,14 que da a la maldad del otro su ino cencia; el malvado es un descreído a quien le falta la fe en lo bien fundado de su maldad,15 en la justa exigencia de su crueldad -contra él mismo, el otro, el doble, Dios en nuestros cuerpos y el sub terfugio de su “amor-esencia”. Artaud anuncia, en el nombre mis mo del amor: “Pero h ará falta mucha sangre para sanear la caja de mierda, lavada, no de mierda sino de amor-dios” (151). La cruel dad, cuando alcanza ese punto de exigencia que Artaud llama el amor puro y que para Nietzsche es el amor dionisiaco de lo lejano, es deseo de reconciliación, más allá del mundo y del prójimo, con lo real, es decir con la muerte. Nietzsche escribe: “¡Es preciso rein terpretar la muerte! Así ‘nos’ reconciliaremos con lo real (dem Wir klichen), es decir con el mundo m uerto” (der todten Welij (v, 338). Esa tensión de la cuasi-obra hacia su propia imposibilidad la d e ja en una perp etu a e infinita apertura al Otro que, cualquiera que sea su nombre -lo femenino, el cuerpo, Ariadna, Dionisos, el mo rir, la “potencia”- atrapado en la dinámica de la creación, se da como una potencia concreta, material, aunque en el límite de nuestro mundo, o más bien como la enpotencia material y concreta del mundo. La misma que Van Gogh hizo entrar por sus telas, siempre abiertas sobre una mirada, punto de apertura de la cuasiobra hacia la “exterioridad”; ese infinito que él exploró toda su vi da, pero que le fue ocultado por la glotonería del rebaño, que los místicos tienen por su mayor bien, o que desvía la religión al servi cio del alma. Porque del infinito es preciso hablar en cuerpo.
14 Nietzsche, por boca de Zaratustra: “Así lo exige mi gran amor por los más le ja no s (den Fernsten): No escatimes a tu prójimo (deinen Náchsten). El hombre es algo que no se puede sino superar” (vi, p. 220); y en otro momento: “... porque somos crueles en la misma medida en que somos capaces de amor” (xi, 423). 15 La “maldad” ( Bosheit ) , como voluntad del “Mal” (Bose), es la virtud indispen sable a “todo doctor y predicador de lo nuevo". Lo nuevo (das Neue), en efecto, es todo lo contrario de lo que pasa por ser el “bien” (das Gute) (v, 45).
CONCLUSION: CRUELDAD E INFINITO
... Frente a las consecuencias del mandamiento del amor al prójimo, lo que surge es la presencia de esa maldad básica que habita en ese prójimo. Pero por lo tanto habita también en mí mismo. ¿Y qué está más próximo a mí que ese corazón dentro de mí mismo que es el de mi goce, al cual no me atrevo a acercarme? Porque en cuanto me acerco -y ése es el sentido del Malestar en la cultura surge esa inson dable agresividad ante la cual retrocedo, que vuelvo contra mí, y que viene, en el lugar mismo de la Ley desvanecida, a dar su peso a lo que me impide fran quear cierta frontera en el límite de la Cosa. j. l a c a n , L ’éthique de lapsychanalyse, op. cit., p. 219 Amarlo, amarlo como a mí mismo, es al mismo tiempo adentrarme necesariamente en alguna cruel dad. ¿La suya o la mía? -me objetarán ustedes-, pe ro acabo de explicarles justamente que nada indica que sean diferentes. Más bien parece que es la mis ma, a condición de franquear los límites que me ha cen colocar frente al otro como mi semejante. Ibid., p. 233 CRUEL DESTINO
La diferencia que divide la crueldad en “buena” y “mala” no es de esencia, y es muy difícil -como lo fue para Nietzsche y Artauddecidir entre su expresión “inocente” o “pura” y su manifestación “perversa.” Ese “filtro de la gran Circe” es un brebaje farmacéuti co. Violencia que se temporaliza, pathos de una vida en devenir, no soporta definiciones detenidas ni divisiones categóricas. El úni co criterio discriminatorio sería económico', la crueldad “buena” no detiene la dinám ica de lo viviente, la “mala” corresponde a su fija ción -es la de los que Artaud llama “los seres”. La una permite el
juego de la diferencia, la otra, sistemática, encierra la vida en una mala repetición; oculta bajo el ideal del Mismo, repite distincio nes, corta e impide el contacto de las diferencias. Sin embargo, terminar por ser “mala” corresponde al destino de la crueldad; es, digamos, su fata lidad histórica. ¿Pero ese fin no es, para el hombre, el comienzo? El de la historia, que supone el pa rentesco, la genealogía y la ley, cierto orden del tiempo que se inaugura con una decisión cruel que es división de la crueldad de sí misma, pero también momento en que la crueldad entra en crisis, en el sentido de Kpívetv.1El problema de la crueldad pone en cri sis la historia, la remite a la paradoja de sus orígenes, a ese origen tanto más cruel en cuanto no es la naturaleza misma (no hay “crueldad de la Naturaleza”) y que sin embargo “precede” siempre el tiempo de la historia (es como un instinto o, el único propiamen te humano: un “instinto de la inhumanidad”). Pero esa presencia no es tal sino después -ésa es la fatalidad: siempre ya e n obra, pero empezando siempre por su propia repetición, como si las cosas hu bieran comenzado una vez, por una decisión de la que la crueldad de la vida guarda el recuerdo -D ios: ser supremo en la maldad. Pero es en la época de la muerte de Dios cuando, lejos de desa parecer, la crueldad “mala” se hace más exigente y el cadáver de Dios hiede más que nunca. Esa decisión que Dios, por su trascen dencia, acreditaba y de la que aseguraba la perpetuidad, toca al hombre repetirla -en la historia ahora huérfana y por lo tanto aún más culpable, aún más bajo el peso de esa decisión, con una deter minación ciega y una conciencia cada vez más “mala”. Sometidos a una ley cruel, llegados “demasiado tarde”, pertenecemos a la época de la decadencia y de la culpabilidad. Si la ley es tan esencial que se ha inscrito en la lengua y es cons titutiva del deseo,2 si con la invención moderna y kantiana de la ley, no es sino “la representación de u na pura forma, independien te de un contenido y de un objeto, de un dom inio y de circunstan1 Cf. po r ejem plo las observaciones de J. D errida en “Cogito et l’histoire de la folie , en L écritute et la différence, op. cit., p. 96, do nde escribe: 1¿La crisis es tam bién la decisión, la decisión en el sentido de xp'weiv, de la elección y la división entre los dos caminos separados por Parménides en su poema, el camino del logos y el no-camino, el laberinto, el ‘palintropo’ donde se pierde el logos.” 2 "... la ley y el deseo rep rimido son la mism a cosa”; J. Lacan, “Kant con Sade”, Escritos 2, op. cit., p. 744.
cias”,3 entonces ninguna negación, ninguna transgresión que quie ra chocarla de frente sería operante, puesto que la ley por naturale za no tiene frente y la transgresión ya está com prendida en la ley.4 Por lo tanto, es por una estrategia que se sitúe en el seno de la ley que podremos intentar distorsionarla o simplemente ridiculizarla. La ironía de Nietzsche y el humor de Artaud tienen así en común el llevar a la ley a negarse por una especie de exceso de sí misma, por un volver su crueldad contra ella misma.
EL INFINITO “ e n CUERPO”
Si bien no se sabe qué quiere la ley, se sabe que exige algo de no sotros: que expiemos nuestra culpabilidad, que paguemos nuestra deuda y nos sacrifiquemos a fin de estar en regla con ella. Así nos perm ite vivir, producir y acum ular, a fin de pagar incesantemente nuestra deuda. En consecuencia la estructura calificada de “masoquista” que aparece en los textos de Artaud no designa tanto una perversión de su espíritu como la situación de la conciencia frente a la ley. Como ha mostrado G. Deleuze, el masoquista llega a dis torsionar la ley por la utilización humorística de la culpabilidad de la que hace la condición de posibilidad de su goce.15El hum or de Artaud se inscribe en esa estrategia, pero no podría limitarse a una sola postura. En efecto, la dinámica del humor supone un vaivén incesante, un juego cruel y serio “en el límite insensible de las co sas”,6 y que no puede cesar so pena de dar la razón, al fin de cuen tas, a la ley. Para captar sus rasgos específicos en Artaud, podríamos distin guir tres polos esenciales de los que “pende” esa dinámica del hu mor que anima “la motilidad”: el heroísmo masoquista, lapostura mística y la corporeidad infinita. El heroísmo masoquista consiste esencialmente en una historia 3 Gilíes Deleuze, Présentation de SacherMasoch, París, Minuit, 1967, p . 72. *Ibid., p. 73. 5 “Partiendo del otro descubrimiento moderno, de que la ley alimenta la culpa bilidad de quien la ob edece, el héro e masoquista in venta una nueva m anera de descender de la ley a las consecuencias: él ‘da vuelta’ la culpabilidad, haciendo del castigo una condición que hace posible el placer prohibido” (ibid., p. 79). 6 “Notas para una ‘Carta a los balineses’ ”, op. cit., p. 33.
de humor entre el Padre y el Hijo. Aquí conviene citar de nuevo a G. Deleuze: “Su culpa no es vivida en absoluto en relación con el padre; al contrario, es la semejanza con el padre lo que es vivido como culpa, como objeto de expiación. [...] Porque la culpabilidad misma, en su intensidad, no era menos humorística que el castigo en su vivacidad. Es el padre el que es culpable en el hijo, y no el hijo respecto del padre.”7 Desde los primeros textos, en los que condena el poder del Demiurgo, hasta los últimos, en que reniega de la sexualidad y del nacimiento, lo que Artaud denuncia es siem pre la semejanza con el Padre. Así, el “cuerpo sin órganos” es la recompensa del Hijo que, a fuerza de desgarramientos y por un sistemático crucificamiento del cuerpo a la imagen del Padre, ha sabido renacer como Hombre nuevo. Esa autogeneración, sin em bargo, sólo ha podido efectuarse mediante una extraña complici dad entre el Hijo y la Madre, permitida gracias a la castración tea tralmente asumida,8 y que le ha hecho encontrar bajo la madre edípica el poder eruptivo de la “señora uterina fecal”. En esa pers pectiva se comprende la postura crística de Artaud, y cómo pudo ser vivida humorísticamente. Respecto a la crucifixión en que par ticipa, la M adre, G. Deleuze escribe que “asegura al hijo u na resu rrección como segundo nacimiento partenogenético”.9 Ese vínculo entre las Madres y el Hijo desgarrado, descuartizado, para renacer en un cuerpo glorioso, se encuentra tam bién en la figura de D ioni sos, padre e hijo de sí mismo. G. Deleuze, que distingue entre tres imágenes de la Madre (ute rina, oral, edípica), afirma que el masoquista establece un vínculo y un contrato con la “buena” madre oral; sin embargo, Artaud, y esto muestra que la estrategia “masoquista” no es suficiente para dar cuenta de su humor, parece rechazar todo contrato con la Ma dre oral y no reconoc er ninguna imagen “buena” de la Madre. Só7 Jbid., p. 88. 8 “La castración es ordinariamente una amenaza para impedir el incesto, o un castigo que lo sanciona. Es un obstáculo o un castigo del incesto. Pero desde el punto de vista de la im ag en materna, por el contrario, la castración del hijo es la condición del éxito del incesto, ahora asimilado por ese desplazamiento a un segundo nacimiento en que el padre no desempeña ningún pa pel’ (G. Deleuze, op. cit., p. 81). 9 Ibid , p. 84, donde precisa: “El que muere no es tanto el Hijo, sino Dios Padre, la semejanza del padre en el hijo. La cruz representa aquí la imagen materna de muerte, el espejo en que el yo narcisista de Cristo (= Caín) ve el yo ideal (Cristo resucitado).”
lo la Madre uterina, terrorífica y violenta, podrá legarle ese poder capaz de despertar los volcanes y de volver la lengua a su estado primario, a “la logomaquia”. Si rechaza la ley del Padre, también rechaza que la Madre haga ley. El masoquista sustituye la ley por el ritual, pero Artaud, después de haber creído encontrar en los ri tos un orden superior a la ley del Padre, termina por rechazarlos. El masoquista, en realidad, no sale de una historia familiar ni de la problemática edípica, y si p or algún tiempo ha podido “identificar se con el hombre nuevo sin sexualidad”,10 o dar la impresión de estar a punto de hacerse un “cuerpo sin órganos”,11 siempre term i na p or abandonarse al goce. Contra ese goce al que finalmente el “superyó” nos obliga o nos condena, y contra el cual se ha sublevado siempre, Artaud plantea el goce del cuerpo puro, del “cuerpo sin órganos”, porque el goce fálico deja de lado al cuerpo, desplomado, caído. La prohibición del incesto y el “Edipo”, que obligan a desear tanto como prohí ben, si son universales serían igualmente, como piensa Lacan, un aspecto secundario de la ley, que vela y reprime la Ley, fundamen tal según él, de la castración y el insoportable enfrentamiento con la “carencia”, con la imposibilidad del goce .lz El asesinato del Pa dre no tiene para Artaud la función de permitir finalmente el goce prohibido, sino la de hacer cesar la ilusión de que el goce es posi ble para el sujeto. Cuando planteaba la superioridad de la Ley de la Naturaleza sobre la ley del Padre, afirmaba la necesidad de en frentarse a la Crueldad verdadera y a la Ley del Absoluto que im plica la muerte del sujeto. En la perspectiva gnóstica de sus prime ros escritos, ¿qué quiere el Absoluto sino gozar de sí, en la pleni tud recobrada? Pero el goce del Absoluto supone el fin de la vida 10 G. Deleuze, op. cit., p. 31. 11 En Mille plateaux, op. cit., p. 188, G. Deleuze escribe: “Es falso decir que el masoquista busca el dolor, pero no menos falso decir que busca el placer de una manera particularmente suspensiva o retorcida. Busca un CsO, pero de un tipo tal que no podrá ser llenado y recorrido más que por el dolor, en virtud de las condi ciones mismas en que se ha constituido.” 12 Alain Juranville, en Lacan et la philosophie, París, PUF, 1984, p. 205, explica: “El Edipo sostiene el mito de que hay un objeto del deseo, de que el goce no es imposible, sino prohibido. Es lo que hace crecer el deseo incestuoso, y es por eso que es represivo, así como el propio acto de prohibir, del cual no es sino la otra cara. No se debe confundir deseo prohibido y deseo reprimido. Lo que es reprimido es la castración, y el deseo que implica, que no es el deseo incestuoso de la neurosis. Lo que es represivo, es la prohibición y el deseo proh ibido.”
y del deseo. Así se comprende esa forma de catarismo que fue la de Artaud, que veía en la reproducc ión el peor de los males, el pe cado por excelencia, puesto que era un obstáculo al regreso a lo No-Manifestado. Las cartas escritas en Rodez de 1943 a 1945 de nuncian en el goce sexual un robo “en detrimento de los otros”, pero sobre todo de las “fuerzas de la universalidad” (xi, 55), y ese robo, es por último el del goce debido al Uno. Pero abdicar de to do deseo, de todo goce personal, en beneficio de Otro goce, es la postura mística. La culminación del masoquismo llega al misticis mo. Es preciso ir hasta el fondo de la abyección, destruir el propio cuerpo y en él todo lo que lo une a la vida, para provocar el adve nimiento del Infinito, para hacer de él el lugar del goce del Otro: “Se trata de que el HOMBRE del más abyecto de los planos llegue a extraer el Infinito. Cuando ese plano abyecto esté purificado y su blime y el Infinito haya encontrado en él su lugar alcanzándolo sobre la Nada / DIOS v e n d r á a h í ” (x , 110). El goce del cuerpo puro es entonces goce del Otro, del que el cuerpo, por un infinito vacia miento de sí, se hace receptáculo. Dios, a quien Artaud entonces distingue del Demiurgo (x, 112), es aquí el Infinito mismo que, cuando hayamos franqueado “la jaula DE SER”, “ existirá ’ (113). Y el proyecto del místico, com o el de Artaud en esa época, es dar al In finito lugar para existir. Igual que el místico, Artaud apunta a un más allá de la “presen cia” divina, y según la fórmula que Michel de Certeau aplica a la “configuración mística”, “lleva hasta el radicalismo el enfrenta miento con la instancia en desaparición del cosmos”, y de ese mo do “acepta el desafío de lo único”.1,1' Los tem as principales del pensamiento de Artaud; la búsqueda de una Palabra anterior a las palabras, el rechazo de las escrituras y de la lengua instituida, la voluntad de crearse una lengua propia y un cuerpo puro, son ca racterísticas de la experiencia mística. En el primer capítulo de La fable mystique, M. de Certeau cuenta la historia, que se remonta al siglo IV,14 de la “idiota” recluida en un monasterio que “simulaba la demencia y el demonio” y pasó a ser una especie de “chivo ex piatorio” para las otras mujeres, que la veían con repugnancia. Sin hablar ya, sin participar en el orden del intercambio de las pala13 M. de Certeau, La fable mystique, París, Gallimard, 1982, p. 13. 14 El autor observa: “Al comienzo de la tradición que sigue una locura en los bordes del cristianism o, está esa m ujer.”
bra b rass y d e las com co m idas id as,, “ella “el la se sostie sos tiene ne,, e scri sc ribe be M. d e C e rte rt e a u , so so lam ente en te de d e ser ese punto pun to de d e abyecció aby ección, n, la ‘n ‘n a d a ’ más má s ho rre rr e n d a ”.1u ”.1u’ Así, Artaud se califica de excremento, de desecho abyecto, y no termina de hurgar en la abyección de su cuerpo. Igual que aquella mujer, “se hace el idiota” para mejor negarse a ingresar en el or den dé las palabras, a hacerse sujeto de un sentido, a ser tomado po p o r u n sant sa ntoo o blig bl igad adoo a b e n d e c ir.1 ir .166 T a n to él com co m o ella el la n o q uie ui e ren re n ser más que un cuerpo sin valor de uso ni valor de cambio; M. de Certeau escribe acerca del cuerpo místico: “Ha servido, hoyo sin fondo, exceso sin fin, como lo que de él no está ahí, como lo que está en un perpetuo movimiento de confección y de defección. No es más que el ejercicio interminable de su aparición y su desvane cimiento.”17 Por esa voluntad de estar en deuda, intocable y abso luto, el místico, como Artaud, es esencialmente un ser en fuga; ninguna institución, religiosa o laica, ningún poder y tampoco nin gún saber puede contenerlo. De ahí la desconfianza de las iglesias hacia sus sus místi místicos cos.. H ay en ellos ellos una fuerza revolucio revolucionaria naria integral, un cuestionamiento radical de la ley, ley, a la cual ell ellos os,, a decir verdad, escapan. Los místicos figuran el Otro de la ley, son a la vez lo más pu p u ro y lo m ás abye ab yect cto, o, lo m ás h u m ild il d e y lo m á s viol vi olee nto, nt o, y a fuer fu er za de no ser nada, ocupan el lugar del infinito. Para el místico, Dios y los dioses no son sino hipóstasis del Uno que no está ahí, y que sólo la experiencia del Infinito permite ex pe p e rim ri m e n tar ta r e n el m o d o d e la o cult cu ltac ació iónn y d e la c a ren re n cia ci a (ese O tro tr o goce que falta). Artaud, sin embargo, no se limita a la carencia. Ciertamente denuncia la plenitud de Dios como ficticia, como la ple p lenn itu it u d ilus il usor oria ia del de l fetic fe tiche he,, im a g inad in adaa a p a rtir rt ir del de l v acío ac ío q ue a b re la libido.18 Pero esa libido reposa sobre un abismo que no es nada -menos vacío que ella: lugar oscuro donde bullen las pulsiones y la violencia primitiva que precede a la constitución del sujeto y su entrad a en el orden orde n simbóli simbólico, co, lugar lugar de abyección abyección que Artaud A rtaud des pie p ierr ta c o n tra tr a la p res re s e n c ia o bsc bs c e n a d e D i o s - a h í está, est á, p a r a A rtau rt audd , la “materia” del infinito. M. de Certeau escribe, a propósito de la “idiota”: “Ella es ese resto sin fin -infinito”.19 Ella es “Dios”, no en cuanto Padre de la Ib id , p. 51. 16 Ibid,., Ibid,., p. 55. 17 Ibid., p. 67.
18 “... “... la libido un vacío q ue siempre siem pre pide pi de se r llen ado” ad o” (xvil, 139) 139). 19 Op. cit., p. 51.
ley, sino en cuanto Otro de la ley: el Infinito. Pero eso el místico no puede decirlo, primero, porque es “loco” y hereje, en seguida po p o rqu rq u e le toc to c a call ca llar ar,, p e rm a n e c e r fue fu e ra d e tod to d o cont co ntac acto to y d e tod to d o lenguaje, y por último, quizás, porque él mismo no podría decir lo que él es. Ese punto “loco” en el que se mantiene es el lugar sagra do donde Dios y Diablo se mezclan y se estrechan. El mismo M. de Certeau observa acerca de la “idiota”: “Quizá, en cuanto sym bolos es ficción productora de unión, ella es entonces diabolos, d i suasión de lo simbólico po r lo innom brable brab le de esa cosa.”2 cosa.”20 La victoria humorística de Artaud, es precisamente haber asu mido esa “locura”, haber tomado la palabra en nombre del infini to: “Antonin Artaud” es el nombre que el infinito, o sea el cuerpo, ha tomado en la historia. La fuerza de Artaud consiste en ser el cuerpo y a la vez seguir hablando en nombre de Antonin Artaud. Al final del misticismo, Artaud encuentra lo más opuesto a él, a menos que también revele la verdad: lo que él llama “el materialis mo absoluto”.21 Artaud, que en sus primeros textos se presentaba como una especie de místico, después condena todo misticismo po p o rqu rq u e , dice di ce,, d e spué sp uéss d e h a b e r sufri su frido do d e sga sg a rra rr a m ien ie n tos to s y apa ap a sio si o namientos supremos, los místicos “caen bajo el beso de Dios como sin duda las putas en brazos de un padrote” (ix, 26). Ese regreso a Dios que el místico vive como goce extático no es sino una recaída y un abandono. Haciendo del “cuerpo sin órganos” no el lugar del goce del Otro, sino el Otro mismo, Artaud le da una consistencia material, en la vida, como la punta extrema de la vida. El Otro no se viv vivee entonces ni en el modo de la Presencia ni en el m odo de la Ausencia y la Carencia. Carencia. Es el verdadero principio de crueldad, po sitivo y no negativo. Es necesario que lo suframos, no porque su ausencia nos haga sufrir, sino porque nos corresponde darle cuer po al infin in finito ito,, p a ra a b rir ri r al h o m b r e los dom do m inio in ioss d e la posibilida posibi lidad, d, es decir de lo real, “un buen día”, en efecto, el hombre “ detuvo / la idea del mundo” (xiii, 85) y escogió encerrarse en el “ser”. El “cuerpo sin órganos” es esa brecha infinitamente abierta hacia el infinito: “¿Y qué es el infinito? / No lo sabemos exactamente. / es una palabra / de la que nos servimos / para indicar la apertura / de nuestra conciencia / hacia la posibilidad / desmesurada / incansa ble bl e y d e sm e s u rad ra d a ” (91-92). (91-92). 20 Ibid., p. 58.
21 ‘Notas No tas p ar a un a ‘Ca rta a los balineses’ ”, op. cit., p. 12.
LA FE DIONISIACA
Ya hemos observado que Nietzsche practica de buen grado la iro nía. G. Deleuze, en su estudio sobre Sacher Masoch, ubica la iro nía al lado del sadismo, y algunos de sus análisis permiten explicar ciertos aspectos de la estrategia nietzscheana. Aun cuando se em pl p l e a el térm té rm ino in o “sadi “sa dism sm o”, o” , n o se tra tr a ta d e cara ca ract ctee riza ri zarr la e stru st rucc tura tu ra psic ps icol olóó gic gi c a p rofu ro funn d a d e N ietz ie tzsc sche he.2 .222 Sadi Sa dism smoo y m a soq so q u ism is m o tie ti e nen, pese a todo, el mérito de evocar el vínculo que une a la ley con la crueldad, e indicar que se trata de una forma “perversa” de la crueldad, y que esa perversión es ordenada por po r la ley 23 23 Pero como la crueldad “buena” no es accesible en su pureza, y como la estrategia se efectúa en la lengua y en la ley, es preciso aceptar pasar por esa perversión, al menos en la medida en que el término designa una actitud mental y uno una particularidad se xual. xual. Pese a su sumisión a la ley, ley, lo perverso no deja de m ostrar la pre p recc a rie ri e d a d d e las leye le yes2 s244 y, c om o estr es trat ateg egia ia,, la “perv “pe rvee rsió rs iónn ” p u e de ser la vía de la gran sospecha c on respecto a la ley misma. “De Nietzsche psyc psycholo hologue gue des des pro T> Obsérvese, sin embargo, que Louis Corman, en Nietzsche fondeurs fond eurs , París, PUF, 1982, cree poder explicar los principales aspectos del pen
samiento y la personalidad de Nietzsche por una “fijación” en el estado sádico anal (cf. p. 43). Á,i Á,i El perverso no transgrede la prohibición sino para obedecer mejor a la ley que ord ena gozar. gozar. Com o lo ha m ostrado J. Lacan, en particular particular en “K ant avec avec Sade”, la crueldad y la violencia, por las que el perverso cree ponerse por encima de las leyes -lo que le procura ese sentimiento de poder, que para Nietzsche suele ser característico de los “débiles”-, son en realidad prescritas por la ley del Superyó. La crueldad y la violencia, lejos de poner en peligro la ley, refuerzan su Laca n et la philosop philosophie, hie, A Juranville prop one este intangibilidad. En Lacan este resum en de la tesis de Lacan: “Para Lacan, Sade (la perversión) enunciaría la verdad del pen samiento moral de Kant (la neurosis). Es decir, la crueldad esencial del Otro a la que hace referencia la ley. La ley moral, al exigir la superación del placer y de la comodidad del sujeto, sería inconcebible sin una violencia ejercida sobre él, para mayor goce del Otro (y por último del sujeto)” (op. cit., p. 207). En su artículo sobre el fetichismo, Guy Rosolato escribe: “El perverso se encuentra, pues, en buen lugar para las inversiones y las revoluciones que hacen pro p rogg res re s ar las elec el ecci cion ones es cultu cu ltural rales es.. Sigu Si guie iend ndoo esto est o p o d rá n acla ac lara rars rsee los lo s m ecan ec anis ism m os de la sublimación. Pero corresponderá al esfuerzo obsesivo asentar el detalle de las investigaciones, el procedimiento de la Ley, así como la obediencia ritual, la fijación litúrgica y las presiones que imponen; la estructura perversa por sí sola corre el riesgo de perderse en continuas transformaciones, recuestionamientos y reformas, reformas, o en los azares y las las veleidades de u na v ida av enturera y fulgurante” (Le désir et la perversión, op. op. cit., cit. , p. 33).
mostrar la identidad de la violencia y de la demostración”,25 negar la legitimidad de la ley en nombre de la ley de los amos, apelar a las exigencias de la ley y de la lógica en contra de la metafísica y de la filosofía que pretenden basarse en el respeto a ellas, son pro cedimientos de ironía “sádica” frecuentes en Nietzsche. Y el colmo de la ironía, que consiste en superar “la ley hacia un principio que la invierte y nieg a su po de r”,2 r”,26 parece alcanzarse alcanzarse con la “voluntad de poder” como “ley” superior de todo lo viviente. Sin embargo, con ella se anuncian la superación de la ironía y el cuestionamiento radical del principio mismo de la ley. La “vo luntad de poder” es lo que funda toda ley sin ser la Ley; ante todo po p o rqu rq u e es la tesis de Nietzsche, y después porque el perspectivismo, el sinsentido y el caos son parte integrante de la “voluntad de po p o d e r ” que qu e e n c u e n tra tr a en D ioni io niso soss su raz ra z ó n d e ser. D ioni io niso sos, s, c om o nombre secreto de la “voluntad de poder”, es el nombre de lo que pa p a sa p o r el “ori “o rigg e n ”. Es el p o d e r sagr sa grad ado, o, d e stru st rucc tor to r por dador, po r ser dador, cuya negatividad es secundaria respecto a su afirmación.27' Con él nadie está en deuda, porque él da sin reserva ni espíritu de revancha. La dinámica de Dionisos “se explica por un exceso de fuerzas” (VIH*, 149), escribe Nietzsche; él es capaz de dispensarse sin si n contar , suficientemente rico para crear, en el movimiento de ese dispen dio, un “ord “ord en ”, un “m “m un do ”. Con Co n los nom bres de la “voluntad de poder” y de “Dionisos”, Nietzsche supera la simple estrategia irónica, pero todavía son nombres que encuentran lugar en el dis curso filosófico, e incluso si a veces Dionisos es deliberadamente bo b o r r a d o d e l t e x to,2 to ,288 v ien ie n e a ins in s c rib ri b irs ir s e e n él. E sa e v e n t u a l i d a d muestra que nunca se franquea definitivamente el límite: los térmi nos conservan una utilidad estratégica en la fil filos osofí ofía. a. Precisam Pre cisam ente cuando la fe f e dionisiaca y la creencia en el Eterno Retorno suponen 25 G. Deleuze, op. cit., p. 18. 2(i Ibid., Ibid ., p. 77. 27 Es lo que Henri Birault recordaba en esos términos, en ocasión del coloquio de Royaumont consagrado a Nietzsche: “...más bien pensaríamos que toda negación se hace a partir de, y en función de una afirmación. Por lo tanto, que la afirmación no es la negación de una negación, sino que es a partir de, y en función de una afirmación esencial como debe pensarse lo que es resueltamente destructor en Nietzsche” (Nietzsche, (Nietzsche, Cahiers Cahiers de Royaumont, Royau mont, París, Minuit, 1967, p. 3). 28 Así, los títulos previstos para algunos capítulos de Zaratustra, Zaratus tra, “Ariadna”, “Dionisos”, fueron finalmente suprimidos, y Nietzsche escribe en sus notas: “No decir nada na da d e Dionisos” D ionisos” (véase (véase vi, 418 y 420, y notas relativas a las las pp. 243 y 250). 250).
no aparentar ni ironizar más,iy sirven filosóficament filosó ficamentee de sustituto a nuestras fes y nuestras veneraciones. ¿Por qué Nietzsche se mantiene voluntariamente en el límite? ¿Por qué el filósofo siempre vigila al iniciado del dios? Es que él conoce el riesgo en que incurre el sujeto que se deshace de todas sus ilusiones y de todas sus veneraciones. Artaud lleva la destruc ción de los ídolos hasta el fin, pero Nietzsche en cambio desconfía del nihilismo integral: “¡Porque el hombre es un animal que vene ra!” (v, 231). ¿Cómo podrá vivir en adelante, en un mundo sin ve neraciones? También Zaratustra, el “sin dios”, el intrépido, es un hombre que venera: la época de la muerte de Dios, repite, debe ver el advenimiento del superhombre. Todo sucede como si Dios hubiera hubie ra delegado en el hom bre su divinidad, divinidad, como si la muerte mu erte de Dios, al traer consigo la del hombre pequeño, asegurase el adveni miento del Hombre prometeico. En esas condiciones, Michel Carrouges rrouges tendría razón cuando habla de un a “místi “mística ca del superh om br b r e ” en N ietz ie tzsc sche he.3 .300 Y si, c om o él pie pi e nsa, ns a, “con “c on N ietz ie tzsc schh e” “es el Superhombre y sólo él lo que se afirma frente a la aniquilación de Dios”,31 si por último lo que Nietzsche exalta mediante las figuras de Zaratustra y de Dionisos “es su propio espíritu, su Yo llevado al pin p ináá c u lo y tra tr a n sfo sf o rma rm a d o e n sem se m ejan ej ante te a D ios”,3 io s”,322 en e n tonc to ncee s h a y lu lu gar para dudar de la profundidad de semejante ateísmo, pero tam bié b iénn p a r a desc de scoo nfia nf iarr d e u n a m ísti ís tica ca p a r a la cual cu al el O tro tr o d e b e a p a recer en la historia y encarnarse en un hombre singular -como lo ha mostrado justamente la historia, semejante mística no puede conducir sino al reinado del terror y a una sacralización de la vio lencia len cia sin paralelo pa ralelo 33 Sin embargo, Zaratustra no se deja engañar; conoce el peligro de su sueño, pero también la necesidad de mantenerlo. El super■ ;l N ietzsche r epite que la l a doc d octrina trina del de l R etorno eto rno deb e ser creída, que es preciso incorporar ese pensamiento, a fin de colocarlo “en el lugar de la metafísica y la religión” (x i iiii , p. 22). M L a mystique du surhomm s urhomme, e, París, Gallimard, 1948. S1 Ib id , p. 32. 32 ibid., p. 71. ;l Ciertamente no hay que olvidar demasiado pronto que semejante inter pre p reta tacc ión ió n del de l p en sam sa m ien ie n to de N ietzs iet zsch che, e, si b ien ie n cons co nstit tituy uyee u n cont co ntra rase senn tido ti do y el pro p ro p io N ietz ie tzsc sche he l a d enun en unci ció, ó, fue posi po sibi bililita tada da sin em b arg ar g o p o r su text te xto, o, que qu e es u n a perspectiva perspec tiva de lectura ante la cual uno puede “desviar la mirada”, pero que no se pu p u e d e n ega eg a r que qu e p erte er tenn ece ec e al dest de stin inoo de la o b ra de N ietzs iet zsch che. e.
hombre, como el cuerpo glorioso de Artaud, está siempre por ve nir; es aquel cuyo grito escucha Zaratustra en la montaña, sin en contrarlo jamás, el que siempre llama. Ese llamado, en cuanto de seo del Otro (subjetivo y objetivo), puede ser considerado místico en la medida en que abre al viejo hombre a un deseo imposible, pero que lo im pulsa a trascender sus límites. El propio Zaratustra advierte que el superhombre no es sino una “imagen de poeta”, soñada “por encima del Cielo”.á4 Si Zaratustra no se deja engañar, menos aún Nietzsche, quien delega la doctrina del superhombre en su “hijo” Zaratustra, del mismo modo que el anuncio del Eterno Retorno en cuanto doctrina. Zaratustra sabe que hacen falta veneraciones, pero en el fondo de sí mismo, él es un hombre de poca fe. Buen danzante, solitario, vencedor del abismo, la noche y las mujeres no lo asustan, pero nunca penetra muy al fondo. Presiente a Dionisos, pero no lo co noce; por eso Nietzsche ha suprimido las referencias directas al dios. Zaratustra el doctor, el sabio, es la máscara límite de Nietzs che. Detrás del filósofo que se sirve de los nombres del Eterno Re torno y de Dionisos, está el iniciado del Dios que “cree” porque ya no venera, que por haber vivido la inminencia de lo sagrado ha podido hacerse inventor de lo divino. Zaratustra está obligado a creer en sus veneraciones, en sus “verdades”, porque no “cree”. En un pasaje en que Nietzsche se presenta como aquel “en quien el instinto religioso, es decir creador de dioses, busca revivir” (xiv, 272), insiste y precisa: “Repitámoslo: ¡cuántos dioses nuevos son todavía posibles! - El propio Zaratustra, es verdad, no es más que un viejo ateo. Es preciso comprenderlo bien: Zaratustra dice que él ‘podría creer’; pero Zaratustra no creerá...” Más allá de la estrategia y de la ironía que se efectúan en la ley, la única respuesta que abre un camino nuevo no es ni el Hombre en lugar de Dios, ni la simple negación de Dios, sino la “fe dionisiaca”. Ese camino, Nietzsche sólo puede indicarlo, las “cosas se cretas” reveladas p or el dios sólo pueden decirse “a media voz”. El pensamiento de Nietzsche es siem pre doble y, conforme a esa du plicidad, cada “verd ad” se invierte, según su portavoz Zaratustra, en cuanto máscara de Nietzsche - “el último discípulo de Dionisos 31 “En verdad, hacia allá somos siem pre atraídos, -hac ia el reino de las nubes: sobre ellas instalamos nuestras gasas multicolores y entonces las llamamos dioses y superhombres” (vi, 148).
y su último iniciado” (vil, 207)-, no dice el “fondo” de las cosas, si no que siempre traiciona los secretos del dios. Vive en cierto olvido del “camino sagrado” y su discurso tiende siempre a la sacraliza ción. Cortado de su “verdad” doble, la que Dionisos posee, el su perhombre no es más que una imagen sacralizada. Ante Dionisos, como Teseo, pierde toda consistencia; es por eso por lo que Ariad na abandona al héroe por el dios y confía: “A mi contacto todos los héroes deben perecer: ése es mi último amor por Teseo: ‘yo lo hago perecer’” (xm, 68). Y Zaratustra el primero deberá ser víctima del dios. Potencia de fractura, Dionisos puede romper la ilusión que ha permitido, el discurso filosófico, igual que se encarniza en romper lo que él fue quizá, pero enmascarado. En los Ditirambos de Dionisos -si com prendemos que DionysonDithyramben debe entenderse como diti rambos de los que Dionisos es autor- se asiste a una especie de diálogo entre Dionisos y Zaratustra, entre Nietzsche discípulo de Dionisos y Nietzsche padre de Zaratustra. Él, Zaratustra el rico, el fundador de doctrina, el buscador de verdad es, a los ojos del dios “¡Nada más que un bufón! ¡Nada más que un poeta!” (viii*, 15). Es el que queda, como un pino o un ahorcado, colgado por encim a del abismo, mientras que “todo, alrededor,/ aspira a caer” (p39). Zara tustra se ha vuelto “frío e insensible / un cadáver” (43), es decir “un hombre que sabe”, solitario “en medio de mil espejos, / falso a (sus) propios ojos” (p. 41). Así, tal como Dionisos es para Ariadna el “Dios-verdugo” (p. 59), el laberinto en que ella debe extraviarse, para Zaratustra repre senta su verdad, el abismo en que él debe perderse: “i Entrégate ante todo tú mismo, oh Zaratustra!” ordena el dios, y agrega: “Yo soy tu verdad...” (79). Si Artaud, después de haber creído en los dioses, después de haber tratado de reanimar lo sagrado, condena el espíritu religioso y renuncia a toda fe ¿por qué Nietzsche, el “anticristo”, el “espíritu libre”, después de haber trabajado en la muerte de toda religión, se hace profeta de Dionisos? Dos palabras podrían servir de res puesta: “Amor fa ti.” La fe dionisiaca, que implica ese asentimiento al mundo, a la vida y a la apariencia que es parte integrante de lo trágico nietzscheano, permite conservar al infinito toda su dimen sión y su potencia creadora. Sin eso, el hombre está siempre a punto de sacralizarlo, ya sea com o Dios o como Nada. La religión, la mística, incluso la “locura” acechan siempre al héroe de las pro fundidades. La experiencia de Artaud lo atestigua. Pero la de
Nietzsche también, como lo reconoce él mismo en un pasaje de Aurora (iv, p. 13). Dionisos, en cuanto nombre de un dios, significa no tanto un nomen (crédito, obligación) como un numen', gesto del dios que llama, poder activo de la divinidad, santificación de la “voluntad de po der”. La divinización dionisiaca del mundo es así el camino abierto hacia lo que Nietzsche llama “nuestro nuevo ‘In finito” (Unser neues “Unendliches’) (v, 270).35 Dar un nombre al infinito: Artaud, Dionisos, pese a la diferencia esencial que separa los dos apelativos, equivale a devolverle su po der actuante en el mundo, en el cuerpo y en la lengua. P ara Artaud, eso se hace contra Dios, pero le parece que Dios no se irá nunca, que la repetición y la vida misma quieren siempre la sacralización que produce la crueldad mala; de ahí su respuesta humorística: Dios soy yo. Nietzsche, por su parte, llega con la fe dionisiaca a una acep tación superior de la vida tal que puede incluir y comprender a Dios: “La única posibilidad de m antener un sentido para el concep to de ‘Dios’ sería: Dios no como fuerza actuante, sino Dios como estado máximo, como época... Punto de la evolución de la voluntad de poder. a partir del cual se explicaría la evolución ulterior tanto com o la interior, el ‘hasta él’...” (xill, 172). Dios corresponde al momento de la dinámica de la vida y de la crueldad que podría detener su curso si llegara a ser sacralizado; pero el poder de Dionisos que quiere el Retorno, la destrucción y el recomienzo, exige la muerte de Dios para que Dios pueda renacer bajo una nueva luz, según un movi miento de sacralización y desacralización infinito. Dios no es ya el que da la vida: es lo que la vida se da a sí misma para glorificarse, para elevarse un instante al rango de la Eternidad. En consecuencia, la esencia de Dios no es ya la unicidad, sino la multiplicidad. Es Dios, en cuanto vuelve y se repite, pero en ese retomo no es nunca el mismo, por eso Nietzsche prefiere hablar de los dioses.36 Los dio ses son el teatro de Dionisos como desviación de sí mismo. Por ese juego incesante, permite una “fe”37 que no implica ninguna sacrali“El mundo por el contrario se nos ha vuelto ‘infinito’ una vez más; porque no podríamos ignorar la posibilidad de que encierre una infinidad de interpretaciones (v, 271). ,'J “¡Y cuántos nuevos dioses son posibles todavía!... Yo mismo, yo en quien el instinto religioso, es decir creador de dioses quiere a veces revivir: icón qué diversi dad, con qué variedad se me ha revelado cada vez lo divino!...” (xiv, p. 272). 3/ “... una fe [Glaube] semejante es la más alta de todas las fes posibles: la he bautizado con el nom bre de D io nis of (vm*, 144).
zación, sino que da al perspectivismo toda su profundidad y permite vivir según “una pluralidad de normas” (v, 147). Los dioses son la consecuencia necesaria de la “voluntad de poder”, a la vez imperial, o imperialista, y diferenciadora. Pero bajo su sonrisa “alciónica” y encantadora, Dionisos es un Dios cruel, crueldad implicada por la vida como dispendio y exce so perpetuo de sí misma. Así toda jerarquía, todo orden, todos los dioses, deben regresar al caos, y el propio Nietzsche, pese a su vo luntad de atenerse a la apariencia y a la superficie, debe dejarse in vadir por el dios, entrar en contacto con el infinito para descubrir nuevas posibilidades de vida, de pensamiento, de interpretación, a riesgo de su propia conciencia. Porque es una “fe”, y no un dogma ni una verdad, la fe dionisiaca señala hacia lo que cubre c on un ve lo: la desnudez terrible de Dionisos, tan terrible como el “cuerpo sin órganos”. Ese encuentro con el “cuerpo sin órganos” o Dioni sos en su desnudez, que arroja al sujeto al éxtasis, haciéndolo ex perimentarse com o el punto de contacto entre el tiempo y la eter nidad, el placer y el dolor, la diferencia y la repetición, lo entrega a la experiencia más “originaria”, pero también al mayor peligro, y supone escoger la “desgracia” contra la “felicidad”.*
MÁS ALLÁ DEL PLACER Y DEL DOLOR
La presuposición combatida por Nietzsche y Artaud es doble: que la felicidad es el soberano bien, que el fin y objeto de todo ser vi viente consiste en la búsqueda del placer. La ética de la crueldad, en efecto, desemboca en una actitud existencia! en contradicción con el fundamento m ismo de la moral común, o de toda m oral, así sea la de los filósofos. Contrariamente a lo que parece indicar la palabra, la felicidad no es una hora. Su naturaleza no es del orden del acontecimiento, del tiempo, de la hora, sino de la Eternidad como intemporalidad. La hora, en efecto, supone determinaciones e intensidades múlti ples; puede ser buena o mala, rica o pobre, pero siempre conserva su naturaleza de ser lo que adviene, lo que nos toca, el aconteci miento que es preciso aceptar en su singularidad. Golpe de dados del azar, supone abrirse a la alteridad, a la fractura quizás; golpe de suerte de la ocasión, a su favor entra en el mundo la intensidad,
en el sujeto las singularidades y en la o bra el “exterior.” La felicidad, tal como la define, por ejemplo, Descartes en una carta a Elisabeth,38 en una palabra que para él resum e todas las tesis filosóficas sobre el tema, es “contento” -es decir lo opuesto de la “hora buena”.* Designa la adecuación de la vida a sí, la posesión de sí en una total autonomía, el acuerdo perfecto con lo que nos es más propio. Es por lo tanto Eudemonia -el bien que viene de sí- y no Eutuquia -el bien recibido del exterior. Sin ninguna alteridad ni al teración, la felicidad del contento es suprema dulzura. Además está emparentada con la beatitud divina, y proporciona una voluptuosi dad similar en su naturaleza a la que goza el dios aristotélico, que “goza eternam ente de un único y simple deleite”.39 Pese a la divergencia de sus teorías, Platón y Aristóteles concuerdan en un punto esencial: el placer nos indica dónde está nuestro bien, dónde buscar nuestra felicidad.40 Sin embargo, deben recono cer que no todos los placeres están relacionados con la felicidad: es preciso distinguir entre los placeres “falsos” y los placeres “verdade ros”. Sólo los primeros participan de la esencia del bien, porque son a la vez puros y exclusivamente dulces, absolutamente agradables 41 Los segundos, en cambio, siempre tienen un vínculo con su contra rio, el dolor. Ya sea que provengan de él, en la medida en que apa recen a favor de una restauración del organismo, de una “cesación del dolor”42 lo “dulce” (yXuKt)) es entonces “remedio” (’ta|u.a), sig no del restablecimiento de lo que había sido alterado,43 y no se pue de decir que el placer sea bueno más que “por accidente”-44 o bien que conduzcan al dolor por la violencia que empuja a satisfacerlos, o a causa de un “exceso” (ojteppoA.fi)45 inscrito en la naturaleza mis ma de esa especie de placer. Evidentemente esos placeres “falsos” son los del cuerpo. Esa impureza que los hace oscilar incesantemen,lKCarta del 4 de agosto de 1645, Oeusres philosophiques completes, París, Gallimard, col. “La Pléiade”. * En francés bon heur= “ho ra buen a” (t ). w Aristóteles, Ética a Nicómaco, vil, cap. XIV, 8. 40 Platón, en el Filebo (31d-32a), escribe que el placer nace de un restablecim ien to de la arm onía alterada; Aristóteles retoma esa tesis par a modificarla aún más en el sentido de una valorización del placer ( Ética, x, cap. iv). 41 Timeo, 65d. 4;í República, ix, 584c. 4 i Timeo, 65d, v. también la Ética a Nicómaco, vil, cap. xrv, 7. 44 Aristóteles, Ética a Nicómaco, vil, cap. xiv, 5. 45 lbid.., vil, cap. xiv , 2.
te entre la satisfacción de una necesidad -el calmar la sed - y el exce so revela su pertenencia a la categoría de los farmaka. El problema con ellos, es que son “buenos en la medida en que es bueno lo que no es completamente malo”.46 Si bien sirven para restablecer nues tra integridad, al fin de cuentas nos empujan hacia la alteridad abso luta: el éxtasis, la locura, la muerte o más bien (el) morir: “se muere” el que por el placer es arrojado “completamente fuera de sí”, obser va Platón 47 Y agrega: los placeres fuertes y violentos pertenecen a la clase de lo infinito, los placeres mesurados a la clase de lo finito, y tienen relación con las categorías de lo agradable, lo verdadero, lo bello.48 ¿En qué consisten entonces los placeres “verdaderos” y “puros”, los que no tienen ninguna relación con el dolor y no dejan en la boca ningún gusto de amargura, de hamartia ?49 Para Platón, se tra ta de los placeres del conocimiento, a condición, según precisa en el Filebo (52 b-c), que no estén “unidos a la sed de saber”, al deseo de llenar un vacío. Pero toda la teoría platónica es prueba de que sólo el deseo de recobrar el bien perdido, de recordar lo que ha si do olvidado, impulsa al alma a la búsqueda del Bien, de la Idea; y en La república (585b) se compara la ignorancia, que exige ser col mada por conocimientos, con “un vacío en el estado del alma”. Si Platón conserva la idea de placeres “puros”, eso parece responder al deseo de concordar con cierta moral común que reconoce un valor ético al placer. Su pensamiento profundo ciertamente debe verse en la condena de todos los placeres que, ontológicamente, nunca pueden ser puros, puesto que siempre suponen un movi miento de lo vacío hacia lo lleno. Incluso termina por sugerir que la verdadera sabiduría y la verdadera felicidad no tienen relación ni con el dolor ni con el placer -ambos ontológicamente indisocia ble s-, sino que consisten en “una tercera vida, en la cual no hay sitio ni para el placer ni para el dolor, sino solamente para el pen samiento en su mayor grado posible de pureza”.50 Frente a un fenómeno tan paradójico como el placer, cuando intentamos definirlo, decidir finalmente, nos vemos obligados a to 46 Ibid. 47 Filebo, 46a-b. 48 Ib id , 52b-c. 49 Sobre este término y sobre su significación ética, véase J. Lacan, L ’éthique de la psychanalyse, cit, pp. 300-301 y 323-324. I’° Filebo, 54d-55c.
marlo todo o dejarlo todo, porque jam ás ninguna decisión, por ca tegórica que sea, impedirá que la parte maldita venga a contami nar la parte sana. Platón termina po r cond enar ontológicamente el placer, Aristóteles, por las mismas razones, lo salva ontológica mente. Así, en el libro X de la Ética, niega que el placer sea un m o vimiento; en cuanto a los placeres infames, no son placeres, por que “no son verdaderamente agradables”. Pero esa pureza ontológica que exige el placer “verdadero” parece ajena a la naturaleza humana, tan apegada a lo corporal, tan inclinada a la perversión que cuando está “llena” sigue deseando, como si el placer y la dul zura no fuera suficientes. Pues bien: no siendo ni movimiento ni generación, el placer no puede tender hacia ningún acrecenta miento, sino hacia otra cosa -entonces (como lo había comprendi do Platón) “extraemos el placer mismo de lo opuesto”: “nos com placemos (%aípOGiv) en lo que es ácido y amargo”.51 Extraña pa radoja, esa complacencia ya no en sí, en su naturaleza, sino en lo Otro, como si la complacencia tuviera en sí misma un deseo de alteridad, como si, movida por el mismo exceso que Aristóteles ha bía atribuido a la crueldad, no se satisficiera realm ente más que arrojándonos fuera de nosotros mismos. La consecuencia del rechazo platónico era que los dioses no co nocen ni el placer ni su contrario,52 la conclusión de Aristóteles, y quizá el único modo de salvar ontológicamente el placer, es hacer de él lo correspondiente a Dios. Sólo él, a decir verdad, parece po der gozar de ese placer verdadero y puro.53 Si el hombre lo vive sin límites, con exceso, digamos incluso con cruel rigor, el placer conduce no a la felicidad, sino a la desgracia, a esa locura amarga que es como el reverso perverso del goce de Dios. Estas evocaciones son necesarias sobre todo porque Nietzsche retoma la problemática del placer y del dolor en los mismo térmi nos en que la plantearan Platón y Aristóteles, pa ra efectuar su críti ca según un doble movimiento del que se puede observar, en Ar taud, también el gesto: de la distorsión irónica a la superación del dualismo. Nietzsche empieza por tomar literalmente la tradición metafísica: lo más deseable para el individuo es lo que él siente co 51 Ética a Nicómaco, vil, cap. xil, 2. 52 Filebo, 33b. Ética, vil, cap. XIV, 8. Y en la Metafísica (x i ii , 7, 1072b) observa respecto a Dios: “Porque él siempre es aquello -cosa para nosotros imposible- y porque tam bién el placer [riSovfi] es su acto
mo más propio, ésa es su felicidad; pero a continuación opera una inversión: la proximidad de lo propio se siente en el dolor, no en el placer.54 Lo que equivale a decir que los compasivos son ladro nes del alma, que despojan al “sufrimiento ajeno de lo que le es esencialmente personal” (v, 216) a fin de extraviar al individuo “lejos de su propio camino” (von seinem Wege). Y en respuesta a Aris tóteles, que asociaba la voluntad de vida con la voluntad de placer, Nietzsche afirma: “Hay una voluntad de sufrimiento en el fondo de toda vida orgánica (contra la ‘felicidad’ como ‘objetivo’)” (x, 248). A la inversa: el dolor contra el placer, responde esta otra: la desgracia contra la felicidad. Cuando se sigue con rigor la exigen cia de lo “propio”, lo que se descubre al final, no es ni la dulzura suprema ni el bien como complacencia de sí en sí, sino “una nece sidad personal de desgracia (des Unglücks)” (v, 216). Si nos atenemos por un momento a estas inversiones ¿qué debe mos concluir? -Que el sufrimiento es nuestro bien, con lo que se sal va la idea misma del “bien” y de lo “propio”. Eso es lo que explica el encarnizamiento de Artaud en buscar el dolor y rechazar el pla cer. E l ombligo de los limbos [L ’ombilic des limbes\ insiste en esa necesi dad de hurgar cruelmente en su ser a fin de “alcanzarse en todo mo mento”, de sentirse “en la sustancia de su realidad” (i*, 66). La ver dadera complacencia es en el dolor y en la enfermedad; en realidad, “es lo único que nadie puede jactarse de compartir conmigo”, escri be (i**, 183). La carne como lugar del dolor viene a tomar “metafísicamente”, según la propia palabra de Artaud, el lugar del alma co mo sede de la suprema dulzura (il**, 51). ¿En qué esta inversión, por sí sola, no nos permite salir de la actitud metafísica? Es que paradóji camente el dolor, en el momento en que indica al sujeto que el Otro irrumpe en él, erige un muro de resistencia contra esa intrusión - “la muralla/ de la / crueldad / y del dolor” (xiv**, 16). En consecuen cia, cuanto más sufro, más soy yo mismo, y más puedo presentar a los demás mi sufrimiento como signo de mi distinción y prueba de mi ser.55 En el límite del Otro, el dolor asegura la estasis del yo y mantiene al sujeto en el camino de su éxtasis. “Justa m ente lo que nosotros sufrimos más prof und a y más person alm ente es incomprensible e inaccesible a casi todos los demás; es en eso que estamos ocultos para el prójimo” (v, 217). 55 “El fondo del dolor, soy yo, el cu, soy yo...” (xil, 179); “... y soy yo, yo, el que está ahí adelante, / y no otro, / delante del fondo en rebelión del otro / que no es el otro de mi yo...” (xrv**, 70).
Sin embargo, esa metafísica del dolor, en la que Artaud, desde sus primeros escritos, sentía un carácter demasiado “romántico”, y cuyas premisas Nietzsche había encontrado en Schopenhauer (i*, 311), no resume ni sus pensamientos ni su experiencia. En reali dad, los fragmentos postumos de Nietzsche retoman incansable mente la cuestión del placer y el dolor, ya no para privilegiar un término sobre el otro, sino para negar toda diferencia esencial en tre los elementos del par dualista, en suma, más fundamental. De nuevo regresa al platonismo, sin intentar ya invertir sus términos, sino como para continuar el texto platónico en el punto en que lo dejó su autor, a fin de obligarlo a concluir con todo rigor. Así, en un fragmento de 1888, se refiere al ejemplo de las cosquillas, ese pa rangón del placer “falso”, pero en realidad de todos los placeres, del que Nietzsche precisa que designa en realidad “el cosquilleo, e incluso el cosquilleo sexual en el acto del coito” (xiv, 136). Lo que determ ina a Platón a rechazar categóricamente el placer es que ja más está exento de dolor, y que, colmo de todo, hay algunos dolo res que son causa de placer, como en el acto de rascarse una irrita ción de la piel, o peor aún, que son en sí placeres: “una dulce irri tación”.56 Esa im pureza irreductible, Nietzsche la ve com o esencia misma del placer; de ahí su conclusión: “El dolor es la madre del placer.” A parentemente, esa fórm ula tiene un tono libertino, inclu so sádico; la ironía del hedonismo sádico puede resumirse así: al placer por el dolor, a lo dulce por lo amargo. Sin embargo, como la “voluntad de poder” no tiene otro objetivo que el poder, el pla cer y el dolor no son sino “excitantes”, estímulos, y no las condi ciones de la acción, ni causas ni metas: ni el uno es buscado en cuanto tal, ni el otro es, en cuanto tal, evitado (xiv, 138). Nietzsche alcanza también la idea aristotélica según la cual el placer acompaña al acto, pero para concluir que su carácter no es esencial: placer y dolor son “accesorios” (vn, 143). Por lo tanto, no podrían, como piensa Aristóteles, comprometer el sentido de la vi da, y el placer, en los límites en que lo mantiene Aristóteles, no podría indicar dónde se encuentra nuestro “bien”; en el mejor de los casos, lo que juzgamos “útil”.57 En realidad, placer y dolor no S(i Filebo, 46a-b. El objeto de la moral nunca ha sido más placer, sino menos dolor; lo que la moral designa como el “bien” no es sino lo “útil” y la “comodidad” (Behaglichkeit) (v, 217).
son sino juicios y “fenómenos cerebrales” (v, 324). El criterio discri minatorio, la restauración o la alteración de la armonía, le aparece a él mismo como secundario: no concierne sino a “las representa ciones” y su propia armonía (317), la cual se basa en “un error”, la creencia en lo idéntico (378). Placer y dolor constituyen po r lo tan to una semiótica segunda, las huellas de una escritura que soporta el cuerpo, pero que no nos habla directamente de él, sino a partir de interpretaciones a posteriori -las del organismo, la sociedad, la cultura- que encubren un ritmo en sí único: los flujos de poder. Por consiguiente, se revelan iguales en su naturaleza: el placer es “una forma del sufrimiento, su modo rítmico” (XI, 360). Si el sufri miento es el signo del encuentro con Otro que resiste a la interpre tación, el placer mismo no es sino ün modo de esa relación con el Otro, tal que podemos asimilarlo, integrarlo como si se tratara de lo que nos es propio. El placer sería la temporalización del Otro, un “sentimiento de diferencia” (XIV, 136) que se dejaría interpretar por él mismo. Dado que la “voluntad de poder” es voluntad de diferencia, el dolor es la ocasión de una relación más rica de interpretaciones nuevas. Sería incluso el sentido del dolor: forzar a hacerse más in terpretativo. Es por eso por lo que, más que el placer, el dolor es signo del encuentro con lo real. La distinción entre placer y dolor no es nunca objetiva, puesto que su causa (o su meta) es siempre desconocida: “¿Quién es el otro?”,58 pero se refiere a nuestra ma nera personal de interpretar, de aceptar lo diferente en cuanto tal. La superación del dualismo placer/dolor no conduce a nada más que la supresión de lo “propio” como el objetivo y el bien, y a la conciencia de que la búsqueda del propio bien conduce a la des gracia. La meta no está en la felicidad sino en el momento del en cuentro con el Otro, en que uno quiere su propia desgracia, puesto que la desgracia del Un o hace la felicidad del Otro. Nietzsche propone entonces una nueva concepción de la felici dad, que no podría definirse por menos dolor. Pero a la inversa de Artaud, no rechaza placeres ni voluptuosidades, sobre todo porque sólo éstas nos seducen hacia ese exceso frente al cual el dolor tiene normalmente (moralmente) el objeto de detenernos. El placer no nos habla de lo que es “útil”, pero nos pone en el camino de nuestro S8 “Frente a cualquier dolor que alguien inflige, cualquier placer que alguien quiere dar a otro, se plantea la pregunta: ¿quién es otro? ¿Q uién es el otro?” (v, p. 331).
“bien” cuando, por el exceso que contiene, desemboca en u na cruel dad, y nos revela que nuestro bien está en el Otro -p od er de nuestra “voluntad de poder”. Ir adelantado a la propia hora supone no pre juzgar su carácter, sino estar dispuesto a entregarse al “peligro que amenaza a la persona desde el interior” (vil, 110). Por ese encuen tro, descubrimos que lo más querido, lo más propio de nuestro “ser”, es el Otro, como movimiento infinito de la diferencia. Del mismo modo la floración del sentimiento de poder, que es el colmo del placer, corresponde al estado de ebriedad (XIV, 85): caída en la intimidad de lo propio que es expropiación de sí, “el gran éxtasis” en ocasión del cual “sufrimos la felicidad del exceso de plenitud” (x, 24). Aquello hacia lo que conduce el placer y que sostiene la posibi lidad de nuestra felicidad, Nietzsche no puede nombrarlo sino en un acto de fe que es acto poético y gesto de amor: Dionisos - “¡mi dios desconocido! ¡Mi doloñ / ¡mi última felicidad!...” (vm**, 63). Dioni sos es el “nombre divino” de nuestra felicidad (xi, 420), detentador del único secreto de nuestra hora, la primera y la última a la vez, captadas en el instante augural de su tuche. Para Nietzsche, el objetivo cruel de la vida, más allá del placer y del dolor, es el poder; para Artaud, el infinito sirve para designar ese horizonte. Imposible, en realidad, detenerse en la muralla del dolor: el yo que resiste pero se adelanta cada vez más, rechaza el límite como si en el fondo yaciera su ser -un más-ser-, reconoce que no es más que ese dolor mismo, ese dolor del Otro. Pero no puede valerse de eso ante los otros, dispuestos a robarle ese capi tal, a volverlo contra él. Ese yo, que en el umbral del dolor se ex hibe, es “no yo”, otro doble, otro fantasma. No hay pues ninguna complacencia en el ser: ni en lo “delectable” que no es, ni en lo “amargo” que es, ninguna complacencia en el dolor: “El fondo de las cosas es el dolor, pero estar en el dolor no es sufrir, sino sobre vivir...” (xrv*, 132). Tal es lo que Artaud llama “la austeridad he roica del estado horroroso del honor”. Lo que honra no es el dolor en sí mismo, sino la capacidad de abrirse al horror, de ex-istir en la ex-propiación que nos indica el signo por el trazo que lo separa, trazo de unión entre nosotros y el infinito, trazo del cuerpo en el desfallecimiento del significante, y que marca el “lugar” donde nos corresponde existir, más allá del placer y del dolor.59 En el punto de exceso en que se encuentran, “El que vive no descansa y no sabe si es felicidad o miseria, infierno o paraí so. / Vive y eso es todo” (xil, 238). 59
se abre la vía del infinito. Es necesario entonces rechazar lo que hace al hombre adherir al ser, a ese “bien” en el cual se encierra - “estado laguna como estiaje del infinito”. El gusto por la felicidad y por el placer “bestializa” al hombre porque, afirma Artaud, le re tira su “famosa dimensión total” (XIV**, 50) y lo preserva de lo que quiere la crueldad: adelantarse hacia el “cuerpo sin órganos” que no se alcanza en el infinito sino por “el enflaquecimiento de la ma teria de sí mismo” (49). También el éxtasis, como último punto de goce, es una trampa si el hombre goza de un encuentro con el Otro bajo su forma fija: el doble divino, o si, como Van Gogh, de cide abandonar la vida y arrojarse sin regreso al infinito. El dolor, incluso secundario, sigue siendo por lo tanto indispen sable, no ya para hac er una barrera, sino como signo de un a “con ciencia” “lúcida” en la crueldad (XIV*, 155) -sentimiento de la re sistencia, y por consiguiente de la diferencia, decía Nietzsche. Se gún la “motilidad” del sujeto en proceso, debe reinvestir los mar cos de la conciencia para recobrar su voluntad. Porque es “de la voluntad en medio del tiempo” (XIV**, 73) que vienen los cuerpos; en efecto, lo que quiere “el querer” no es la dulzura del ser, sino la fractura y “el trance” (37) para “sobrevivirse” más allá de la muer te misma... “¿Ya las ha sufrido todas” / No, pero ni siquiera la muerte podría detenerlo” (xiv*, 46).
LA GRAN SALUD
Por último, contemplar la existencia más allá del placer y del dolor no cuestiona sólo la idea de la felicidad, sino también, de manera más inmediata y concreta, nuestra concepción de la salud. Cuando ya no hay ética, o por lo menos, cuando el hombre ya no cree en sus valores, subsiste, com o único y verdadero bien, la “buena salud” -donde la palabra “bueno” adquiere un sentido a la vez gustativo (delectación de la dulzura), contable (la buena salud, como las bue nas cuentas, prueba que estamos en regla) y moral. El culto de la “buena salud”, que participa de la ideología de lo limpio, de lo sano, y de la metafísica del placer, caracteriza a los enfermos de la vida, porque es la enferm edad lo que siempre nos seduce hacia “el sol, la calma, la dulzura...”, observa Nietzsche (v, 15). Busca el gran repo so, la tensión más baja en el organismo, la concordancia del espíritu
con un estado social determinado. Reinterpretar la enfermedad su pone no aceptar las conclusiones primeras del cuerpo enfermo, que quiere curación inmediata. Esa voluntad es, en el mejor de los casos, una ingratitud, en el sentido en que La Rochefoucauld decía que es ingrato devolver demasiado rápido una invitación o algo prestado, en el peor, la repetición de la eterna historia de la culpabilidad que hace de la enfermedad un maleficio, un “mal”, un castigo. Nietzsche y Artaud se fijaron la tarea de disculpar la enferm e dad. Uno enseña a recibirla como un regalo, la ocasión de una nueva perspectiva sobre la existencia, un momento del ritmo del poder hacia sí mismo. Entre la salud y el enferm edad no existe oposición sino, como entre el placer y el dolor, diferencias de gra do en cuanto a la intensidad del afecto (XIV, 51). En sí mismas, son indicadores igualmente indispensables: puesto que el objetivo es mantenerse “a la altura de poderosos afectos” para “m antener ten sa la fuerza” (v, 339), la enfermedad, en cuanto “choque mo nstruo so” (xiv, 123) es esencial para la dinámica de la “gran salud” que Nietzsche define com o “poder de vida” (v, 16). Artaud, más viru lento, reivindica la enfermedad con una exigencia de m alestar que podría parecer nihilista si no fuera condición de la “verd adera ” sa lud: “insurrección” de la supervivencia del “cuerpo que la fiebre tra baja para llevarlo a la exacta salud”.60 La salud, más allá de la “buen a salud”, sería entonces seguir con todo rigor el camino hacia el exceso del otro que se perfila más allá de lo limpio y lo sano; la capacidad cruel de vivir la existencia en la tensión de morir, sin jamás detenerse en la muerte (compla cencia morbosa) ni en el ser (complacencia en su bien), para rena cer en el Otro a favor de múltiples metamorfosis. Llevando ese concepto médico de regreso a su fundamento ético, Nietzsche y Artaud califican de “cobardía” la ideología de la “buena salud”, la cual no es tan “buena” más que para infligir una violencia y una coerción que sirven para proteger la parte sana del cuerpo social, para rechazar a los “enferm os” hacia los lugares donde puede ejer cerse en forma aséptica y “científica” una crueldad sacrificial capaz de guardarnos de esa contaminación del exterior61 en la que Ar60 “...la bu ena salud es plétora de males dispuestos, de temibles ardo res de vivir, por cien heridas corroídas, y que con todo habría que vivir, qu e es preciso llevar a perpetuarse” (x i i i, 53). ,’1Véase el texto de Artaud “Los enfermos y los médicos” [“Les malades et les médecins”] (xxn, 67-69).
taud ve la oportunidad para el hombre de entrar por fin en “la vi da ete rna”, y encontrar “una eterna salud” (xiii, 110).
LA ETERNIDAD RECOBRADA
Ese encuentro con el Otro, que abre el espacio del “terrible en-sus penso”, Ofrece la ocasión de un contacto extático e insostenible con lo real, condiciona todo el teatro dionisiaco del mundo: Eterno Retorno, como repetición de aquel instante sagrado de Sils-Maria; ronda de los yo, como desfile carnavalesco cubriendo el rostro del dios... Del mismo modo, para Artaud, todo el “teatro de la cruel dad” es una repetición inaugural que apunta a ese centro imposi ble alcanzado una vez: “belleza del piquete del éxtasis” (IV, 234). Así, el teatro trágico de la existencia cambia de sentido, la cruel dad (y la repetición) pasa a ser el camino de la intensidad y se con vierte, en las palabras de Nietzsche, en “la gran liberadora”. Vivi da hasta el final, nos libera de la fatalidad que parecía pesar sobre ella y sobre nuestra vida: la culpabilidad y la muerte. Es de estar unido a la finitud y de haber p erdido la dimensión del O tro que el hombre se siente culpable y que su culpabilidad puede ser califica da de ontológica; es por sentirse responsable de la muerte del Otro, en el único repliegue en el que puede esperar gozar de su bien, que debe sufrir su propia muerte como un castigo y un resca te, en el mejor de los casos una repetición de lo que fue en el co mienzo. Culpabilidad, también, de estar atrapado en una violencia que niega y rechaza hacia lo sagrado, donde, sin embargo, sabe que alguien vigila y le pide cuentas de su tiempo. Pero abrirse al “horror” y al éxtasis dionisiaco es entrar, a ries go de su bien, a la dimensión perdida del Otro, hacer vivir aquí y ahora ese punto de la alteridad dándole su fuerza constitutiva, su derecho de ciudadanía que es precisamente lo que la ley prohibe porque nosotros no podemos sino decirlo mal, maldecirlo. Toca al sujeto paradójico de la crueldad, en la extrema soledad en que enfrenta su propio despoblamiento, hacernos donación del Otro: de lo que no le pertenece, lo deshereda por su advenir mismo, pero nos devuelve al presente eterno de nuestra “propia” ex-istencia -meta de la crueldad vivida en su rigor más allá del placer y del dolor, momento en que la culpabilidad misma, por
la fuerza del hum or cruel, se vuelve liberadora. Objetivo generosísimo, común a Nietzsche y a Artaud, que el pri mero expresaba en este imperativo: “Es necesario reinterpretar la muerte” (v, 337), cuyo eco se encuentra en numerosas páginas de Artaud. Muchos caminos se abren ante ellos, a veces divergentes. El primero toma elementos de la filosofía -el heroísmo estoico ante la muerte, la dignidad del suicidio- o incluso presta fe a la despreocu pación común: el hombre se niega a pensar el pensamiento de la muerte. Artaud reacciona con la violencia del humor: “Yo / soy el eterno mismo / con algunos otros garbanzos... ”,í)2 o de la negación: la muerte es una invención, “un estado de magia negra que no existía /hace no mucho tiempo” (xil, 60). Los dos, sin embargo, apuntan a ese punto crucial de la alienación humana: la idea de la muerte, que sella con una decisión radical la diferencia entre el hombre y la eternidad - ”la dialéctica cerebral del pensamiento” es esa locura que obliga al hom bre a repetir indefinidamente la historia de su ruptura con el in finito. Contra ella, Artaud quiere suscitar otro “delirio”, otra “ma gia”; Nietzsche, otra “fe”: aunque sólo fuera una nueva creencia, el Eterno Retorno valdría como contraveneno. Pero la ética de la crueldad, tal como la viven Nietzsche y Ar taud, se caracteriza por ser indisociable de una experiencia. Para Nietzsche, la revelación dionisiaca del Eterno Retorno es esa roca de la experiencia que el pensamiento no puede comprender, aun que sí puede intentar alcanzar su intensidad. En él se prueba la in mediatez paradójica del instante en que se reúnen el tiempo y la eternidad, la repetición y la diferencia (el Acontecimiento en su di mensión más inactual), la “voluntad de poder” como deseo de eter nización y como necesidad de morir para que puedan advenir otras perspectivas, otras formas de poder. Anillo nupcial entre Zaratustra y la eternidad, filtro de amor ofrecido por “la gran Circe”, el Eterno Retorno no se puede abordar desde el punto de vista del sujeto, a menos que éste se contente con decir sucesivamente lo que no pue de articular al mismo tiempo, por un lado: el pese más pesado, una fuerza selectiva, la cabeza de Medusa, pero por el otro: el júbilo ante la eternidad, la aceptación de todo corazón de todo lo que fue “sin quitar, ni exceptuar, ni seleccionar nada” (xiv, 244). Según Artaud, se debe “vivir para el infinito” en una especie de Apocalipsis perm anente del que los cuadros de Van Gogh nos dan 62 “C’est qu’unjour...”, en 84 , núm. 10-11, 1949, p. 406.
ilustraciones: surge el Acontecimiento en la simplicidad inmediata de las cosas: un sillón, una flor, una cara, pero esa mostración de lo más simple consiste en “atreverse a correr el riesgo del pecado del otro” (xm, 57). La relación con el Otro, que se vive como cruel dad, no es nunca pura ni inmediata: puede culpabilizarnos, alie narnos, o bien abrirnos al “afuera”, pero el héroe está siempre dis puesto a correr el riesgo de ese pecado. En los Cuadernos de Rodez, Artaud no acaba de declararse siempre a favor y en contra de la eternidad, a favor y en contra del infinito. Ninguna decisión es po sible, porque sólo la experiencia de “morir vivo”, el trabajo del “cuerpo sin órganos”, que no conoce fin ni pausa, la voluntad siempre diferente en su reiteración del Eterno Retorno de lo Mis mo, son condiciones de la eternidad. “Ser inmortal se paga caro: para eso es preciso morir varias veces en vida”, escribe Nietzsche (vill*, 311). Unica manera de vivir en la apertura farmacéutica de lo sagrado, de asumir la indecidible “presencia” de lo real Enton ces el hombre es libre e inocente de lo que fue y de lo que puede advenir, pero pasa a ser terriblemente responsable de todo ello. Responder al apremio del Otro, tal es su responsabilidad -la más peligrosa y cruel, pero también la más rica. Llamándonos con sus escritos a esa exigencia de lo inhumano como centro y punto de fuga de lo humano, del “desobramiento” como razón de la obra, Nietzsche y Artaud mantienen abierta para nosotros “la puerta de un enigmático y siniestro más allá”, la única apertura en que podemos ir adelante de nuestra hora más rica, mantener la existencia “a la altura de poderosos afectos”. “Ciertamente a menudo son ocasión de nuestra ruina -pero eso no es argumento contra sus efectos útiles, vistos en grande” (n ., v , 339).
OBRAS DE NIETZSCHE Y ARTAUD
OBRAS COMPLETAS, ÉDITIONS GALLIMARD
Antonin Artaud
Tomo I * Préambule - Adresse au Pape - Adresse au Dalai Lama - Correspondance avec Jacques Riviére - L’Ombilic des Limbes - Le Pése-Nerfs suivi des Fragments d ’un Journal d’Enfer - L’Art et la Mort - Premiers poémes (1913-1923) - Premieres proses - Trie Trac du ciel - Bilboquet - Poémes
(1924-1935)
** Textes surréalistes - Lettres Tomo II L’Evolution du décor - Théátre A lfredjarry - Trois oeuvres pour la scéne Deux projets de mise en scéne - Notes sur les Tricheurs de Steve Passeur Comptes rendus - A propos d’une piéce perdue - Á propos de la littérature et des arts plastiques Tomo III Scenari - A propos du cinéma - Lettres - Interviews Tomo IV Le Théatre et son Double - Le Théátre de Séraphin - Les Cenci - Dossier du Théátre et son Double - Dossier des Cenci Tomo v Autour du Théátre et son Double - Articles á propos du Théátre de la N.RF. et des Cenci - Lettres - Interviews - Documents Tomo VI Le Moine, de Lewis, raconté par Antonin Artaud Tomo vil Héliogabale ou TAnarchiste couronné - Les Nouvelles Révelations de l’Etre Tomo VIII Sur quelques problémes d’actualité - Deux textes écrits pour ‘Voilá’ - Pages de carnets. Notes intimes - Satan - Notes sur les cultures orientales, grecque, indienne, suivies de le Mexique et la civilisation et de l’Étemelle Trahison des Blancs - Messages révolutionnaires - Lettres
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Tomo IX Les Tarahumaras - Lettres relatives aux Tarahumaras - Trois textes écrits en 1944 á Rodez - Cinq adaptations de textes anglais - Lettres de Rodez suivies de l’Évcque de Rodez - Lettres complémentaires á Henri Parisot Tomo x Lettres écrites de Rodez (1943-1944) Tomo xi Lettrres écrites de Rodez (1945-1946) Tomo XII Artaud le Momo - Ci-git précéde de la Culture Indienne Tomo x i i i Van Gogh le suicidé de la société. Pour en finir avec le jugement de dieu Tomo XIV Suppóts et Suppliciations Tomo XV Cahiers de Rodez (février-avril 1945) Tomo xvi Cahiers de Rodez (mai-juin 1945) Tomo XVII Cahiers de Rodez (juillet-aoüt 1945) Tomo XVIII Cahiers de Rodez (septembre-novembre 1945) Tomo XIX Cahiers de Rodez (décembre 1945-janvier 1946) Tomo xx Cahiers de Rodez (février-mars 1946) Tomo XXI Cahiers de Rodez (avril-mai 1946) Tomo x x i i Cahier du retour á París (26 mai-juillet 1946)
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Tomo xxm Cahier du retour á Paris (aoüt-septembre 1946) Tomo XXIV Cahiers du retour á Paris (octobre-novembre 1946) Tomo xxv Cahiers du retour á Paris (décembre 1946-janvier 1947 Tomo XXVI Histoire vécue d’Artaud-Mómo. Téte-á-téte par Antonin Artaud Por aparecer
Tomo xxvn Cahiers du retour á Paris (février-mars 1947) Tomo XXVIII Cahiers du retour á Paris (avril-mai 1947) Friedrich Nietzsche
Tomo I * La naissance de la tragédie - Fragments posthumes 1869-1872 ** Écrits posthumes 1870-1873 Tomo II * Considérations inactuelles I et II - Fragments posthumes 1872-1874 ** Considérations inactuelles ni et iv - Fragments posthumes 1874-1876 Tomo m Humain, trop humain - Fragments posthumes 1876-1879 (dos volúmenes) Tomo IV Aurore - Fragments posthumes 1879-1881 Tomo V Le Gai Savoir - Fragments posthumes 1881-1882 Tomo vi Ainsi parlait Zarathoustra
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Tomo VII Par-delá bien et mal - La généalogie de la morale Tomo VIH * Le cas Wagner - Crépuscule des idoles - L’Antéchrist - Ecce Homo Nietzsche contre Wagner ** Dithyrambes de Dionysos - Poémes et fragments poétiques posthumes (1882-1888) (edición bilingüe) Tomo IX Fragments posthumes (été 1882 - printemps 1884) Tomo X Fragments posthumes (printemps-automne 1884) Tomo XI Fragments posthumes (automne 1884 - automne 1885) Tomo XII Fragments posthumes (automne 1885 - automne 1887) Tomo XIII Fragments posthumes (automne 1887 - mars 1888) Tomo XIV Fragments posthumes (debut 1888 - debut janvier 1889) BIBLIOGRAFIA EN ESPAÑOL
Antonin Artaud Carta a los poderes, Barcelona, Argonauta, 1988. El teatro y su doble, La Habana, Instituto del Libro, 1969. Heliogábalo o el anarquista coronado, Madrid, Fundamentos, 1972. Los tarahumaras, Barcelona, Barral, 1972. Mensajes revolucionarios, Madrid, Fundamentos, 1973. México y Viaje al país de los tarahumaras, México, f c e , 1984. México, poemas y ensayos, México, u n a m , 1962. Poemas y ensayos, México, Coordinación de Humanidades, UNAM, 1991
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Friedrich Niet&che Obras completas, Madrid, Aguilar, 1962. Tomo i Consideraciones intempestivas - Humano, demasiado humano
Tomo II Aurora - Tratados filosóficos y filosofía general Tomo III El eterno retorno - Así habló Zarataustra - Más allá del bien y del mal Tomo IV La voluntad de dominio - El ocaso de los ídolos - Ecce homo Tomo V El origen de la tragedia - Obras postumas (1869-1873) - La cultura de los griegos - Correspondencia Aforismos y sentencias, s/e, s/f. Así habló Zaratustra, un libro para todos y para nadie , México, Alianza, 1989. De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida, Buenos Aires, Bajel, 1945. El anticristo; maldición sobre el cristianismo, México, Alianza, 1989. El caso Wagner. Nietzsche contra Wagner, opiniones y sentencias diversas, Valen cia, Sempere, s/f. El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Viuda de Rodríguez Serra, s.f. El nacimiento de la tragedia, México, Alianza, 1989. Epistolario inédito, Madrid, Biblioteca Nueva, s.f. Humano, demasiado humano, México, Editores Mexicanos Unidos, 1974. La cienciajovial; La gaya ciencia, Caracas, Monte Ávila, 1990. Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1975. Opiniones, Buenos Aires, 1922. Opiniones y sentencias diversas, México, Editores Mexicanos Unidos, 1972. Wagner. Los pensadores, año 2, núm. 78, Buenos Aires, Claridad, 1924.
Albert, H., 12n Alejandro, 154 Aliendy, doctor, 183n Andrómeda, 159 Apolo, 43, 46, 47, 48, 54, 55, 57, 58, 60, 67, 80, 81, 88, 154, 232, 233 Arquíloco,130n Ariadna, 106, 107, 113, 153, 156, 211,238, 251 Aristóteles, 16, 18, 29, 62n, 67n, 69, 254, 256, 258 Artaud, Antoine-Roi, 125 Artioli, U., y F. Bartoli, 78n, 157n Assoun, P. L., 133n Bajtin, M., 206 Barrault, J. L., 53n Barthes, R , 14, 77n, 150, 151, 209, 220
Bataille, G., 18, 22, 24n, 45n, 56, 131n Baübo, 152 Baudelaire, C., 1ln, 162, 182n, 198, 202, 203 Beatrice Cenci, 69-70 Beckett, S, 147, 228 Bene, C., 49n Bergeret, J . , 159, 160n Besnard, A., 159 Birault, H., 248 Blanchot, M., 9, 13n, 83n, 172, 177, 190n Blake, W., 182n Bonardel, F., 78n Bordas, P., 197 Borgia, C., 30, 123 Borie, M., 78n Brahma, 157, 213n Bretón, A., 27n, 146 Brun, J., 20n Brunel, P., 66n
Burkhardt,J., 167n Caín, 239n Camus, A., 206n Carroll, L., 206 Carrouges, M., 249 Cenci, los, 69, 70, 73 Certeau, M. de, 241-243 César, 30, 123, 154, 156, 166, 167 Ciguri, 44, 51 Circe, 22, 65, 236, 261 Corman, L., 244 Comeille, P., 66n Cosima Wagner, 153, 154, 156 Dante, 220n Deleuze, G., 13n, 122, 130n, 145, 149, 219, 241, 242, 243n, 247, 248n Derrida, J., 12n, 13, 53, 77n, 7980n, 81n, 87, 105, 109, 112n, 117, 123n, 135n, 136, 142, 148n, 151n, 180n, 200n, 240n Descartes, R., 251 Détienne, M., 51 Dionisos, 43, 44, 46, 47, 48, 50, 51, 52, 55,57, 60, 62, 64,71,72, 80, 81, 82, 84, 85, 87, 88, 90, 102, 105, 106, 107, 110, 111, 112, 113, 120, 123, 126, 127, 130, 131, 139, 142, 143, 145, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 160, 162, 164, 165, 166, 167, 170, 177, 187, 188, 189, 191, 192, 193, 194, 204, 207, 209, 210, 211, 216, 221, 232, 233, 235, 238, 242, 248, 249, 250, 251, 252, 253, 260 Donjuán, 99, 100, 101, 104 Dostoievski, 18, 130 Dumoulié, C., 163n
Edipo, 12,-66, 70, 150, 151, 152, 156, 157, 158, 159. 160. 161. 163,210, 220n Eliade, M., 45n Elisabeth (de Bohemia), 251 Empédocles, 64, 75,130, 165 Esfinge, 152, 159, 160, 200 Esquilo, 53n, 67, 84 Eurípides, 53 Fálaris, 16n Fausto, 67, 82 Foucault, M., 167n Frazer,J. G., 170n Freud, S., 85, 86, 97, 104, 133n, 160n,234n Gaéde, E., 12n Gasché, R , 130n Gast, P,, 202 GenetjJ., 18 Girard, R , 87, 162n. 17 ln, 229 Giraud, D. 13n Goethe, W., 123, 160n, 190, 227 Gouhier, H., 13n, 61 Guattari, F., 13n G uénon ,R, 27n Hamlet, 49 Hans, 49 Hassoun,J., 217 Hegel, G. F. W , 21,23 Heidegger, M., 182 Heimonet, J. M., 13n Heliogábalo, 44, 48, 49, 50, 51, 52, 71, 74, 82, 84, 87, 88, 108, 113, 125, 143, 157, 158, 160, 169, 170 Henric,J., 143 Heráclito, 25, 80, 114, 227 Hitler, A., 75 Hobbes, T., 17 Hohenzollem, 166 Hólderlin, F., 89, 162 Homero, 18, 58 Jesucristo, 44, 74, 119, 167, 168, 188n, 213n, 218n, 242n
Juranville, A., 240n, 244n Kafka, F., 18, 228 Kant, E, 24, 28, 180n, 208, 247n Kaufman, V., 237n Kierkegaard, S., 12 Klein, M., 158n Klossowski, P., 122n, 124n, 129, 139n, 153n, 165, 166 Kofinan, S., 50n, 67, 152n, 233 Kristeva,J., llOn, 111, 127n, 144n, 158n, 160n, 206, 207n, 212n, 22 On La Rochefoucauld, 262 Lacan, J., 24, 29n, 68n, 96, 141n, 156n, 2 lOn, 219 n, 239, 243, 247n Laforgue, J., 49n Laplanche, J., 97n Layo, 153n, 159 Lautréamont (I. Ducasse), 18, 27n, 125, 171,210n, 217 Le Bretón, G., 217 Leclaire, S., 217n Leyden (Lucas van der), 156n Lutero, M., 190, 208 Manfredo, 67, 82 Maní, 27n Manú, 230 Maquiavelo, N., 17 Marco Aurelio, 19 Martín (san), 182n Masoch (L. von Sacher), 29, 247 Matisse, H., 210n Maya, 18 Medea, 20 Medusa, 104, 105, 110, 151, 152, 153, 154, 155, 159, 163, 170, 208, 264 Mérimée, P., 226 Michaux, H., 23, 24 Minotauro, 153 Mishima, Y., 18 Mitra, 167n Momo, 169 Montaigne, M. de, 10, 25