MARSHALL SAHLINS. * “ANTROPOLOGÍAS, DE LA LEVIATANOLOGÍA A LA SUJETOLOGÍA Y VICEVERSA”. ** En: José Luis García y Ascensión Barañano (coords.): Culturas en contacto. Encuentros y desencuentros , Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2003, pp. 47-64. Traducción: Antonio Pérez. Pérez. RESUMEN La oposición entre individuo y sociedad o de éste y la cultura no se ha resuelto ni en el pensamiento antiguo ni en el moderno. Más polarizada hoy que nunca, esta dicotomía continúa haciendo irreconciliables en las ciencias humanas las posiciones que defienden la idea de que los individuos son piezas de una gran maquinaria social y aquellos otros planteamientos que conciben a los sujetos como entidades autónomas y automóviles, para quienes la sociedad, bajo la forma de relaciones entre individuos, es el mero residuo de sus egocéntricos proyectos. La leviatanología en sus distintas ramas se funda en la primera de estas concepciones, mientras que en el otro extremo se sitúa la sujetología, consumando la tautología con la que comenzó el individualismo radical. El corte epistemológico entre ambos pensamientos olvida que cada acontecimiento histórico en sí mismo, como aparato colectivo, está siempre más o menos marcado con signos individuales.
Dícese que la Teoría Histórica del «Great Man» fue un problema propio del siglo XIX. Sin embargo, continúa vigente mientras entramos en el siglo XXI. Y no será resuelta, al menos hasta que su forma genérica —la oposición entre individuo y sociedad o del individuo y la cultura— siga siendo irreconciliable en las ciencias humanas; lo cual, si nos ponemos pesimistas sobre el finado último capitalismo —ahora, —ahora, neoliberalismo —, no se solucionará hasta que la sensación de conflicto entre la libertad personal y las exigencias sociales continúen ocupando la práctica cotidiana y la conciencia nativa de la cultura. En cualquier caso, las posiciones están hoy más polarizadas que nunca entre la idea de. que, por una parte, la gente es pieza de alguna gran maquinaria social y, por otro lado, de que los sujetos son autónomos y auto-móviles siendo la sociedad solamente el residuo —bajo la forma de las relaciones entre individuos— de sus egocéntricos proyectos. Estamos ante una viejísima obsesión occidental. Mi ensayo es una somera ojeada a las versiones antigua y moderna de esta obsesión nativa; empezaré —¿por dónde, si no?— por los griegos. La oposición entre el Hombre y la Ciudad ya está presente en Tucídides, bajo el modo de conflicto entre los intereses personales y los de la polis. Asimismo, está presente el anclaje de estos intereses en una naturaleza humana guiada por los deseos de poder y de provecho. Como en los Protágoras Catedrático Emérito, Charles F. Grey Servicio Distinguido, en el Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago, donde enseña desde 1973, tras su docencia en la Universidad de Michigan, 1956-1973. Miembro de la American Academy of Science, la American Academy of Arts and Science y la Royal Academy de Gran Bretaña, su investigación principal transcurrió en las Islas Fiji. Los estudios de identidad y cultura constituyen sus temas recurrentes. Es autor, entre otras numerosas obras, de: Las sociedades tribales (1977), Uso y abuso de la biología. Una crítica antropológica de la sociobiología (1982), Economía de la edad de piedra (1983) y Cultura y razón práctica. Contra el utilitarismo en la teoría antropológica (1988). ** La bibliografía corresponde a la edición del libro. Su elaboración debe atribuirse al magnífico estudio documental de Juan Luis Chulilla [N. de la E .]. .]. *
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y Gorgias de Platón, en las páginas de Tucídides la gente debate hasta qué punto los intereses públicos o privados prevalecen —o deben moralmente prevalecer— en los asuntos de la polis . Pericles —quien, como supuesto primer ciudadano de una democracia igualitaria, encarna la antítesis— intenta reconciliarlos con el argumento de que los intereses individuales se observan mejor al promover el bien público. De ahí su famosa exhortación a los atenienses: «Ama a tu ciudad como te amas a ti mismo». Pero, puesto que el bien común era el Imperio ateniense, al que gobernantes y gobernados reconocían como una tiranía, la política de Pericles fue más bien la inversa de la moraleja de la Fábula de Mandeville: los vicios públicos eran virtudes privadas. No obstante, la perspectiva de Tucídides sobre la oposición entre el individuo y la sociedad comparte con Mandeville —y con otros muchos, antes y después— lo que sólo puede describirse como el simplista dualismo sociológico de una relación sin mediación entre ambos. El individuo en particular y la sociedad en general se afrontan en un espacio social vacío, como si no hubiera instituciones, valores y relaciones varias que simultáneamente les conectan y les diferencian. Según veremos más adelante, igual sucede incluso en nociones muy elaboradas de la constricción social como pueden ser las de la hegemonía gramsciana o la del poder foucaltiano. De hecho, éstas nos hablan de instituciones intermediarias pero sólo para asignarlas la función de imbuir el orden social, más amplio, en las ánimas de los individuos. Las versiones modernas de la oposición individuo-sociedad también incorporan el matiz de una lucha fatal entre la coerción social y la libertad personal, que fue vendimiada por el dualismo clásico, según pasaba por una antropología cristianizada. Sólo que en el dualismo cristiano, donde la ciudad terrenal no era Atenas sino el domicilio de hombres inherentemente pecadores, el valor positivo descansaba en el lado social represivo. Para San Agustín, el control social de los organismos descarriados —del niño por el padre y del ciudadano por el Estado— era una condición necesaria para la supervivencia humana en este mundo despreciable de adánicos sibaritas. De lo contrario, los hombres se devorarían los unos a los otros como bestias: «Ni siquiera los leones o los dragones —dice San Agustín— han peleado nunca con sus prójimos las guerras que nosotros nos hacemos los unos a los otros». O, asimismo, como los peces: «¡Cómo se oprimen mutuamente y cómo los que pueden devorar, devoran! Y cuando un pez ha devorado, el grande al chico, a su vez es devorado por alguno aún mayor», La artera metáfora ictiológica es un buen testimonio de la longevidad del concepto del Hombre egoísta e ingobernable —cuyo complemento redentor es una sociedad coercitiva—. Presente en la tradición rabínica que precede a San Agustín, según Huizinga todavía proverbial en el Medioevo, «los peces grandes se comen a los chicos». Incluso en nuestros días, que el «pez grande se come al chico» continúa siendo una popular y concisa definición del capitalismo —quizá recuerden el popular yo-yo para ejecutivos de hace algunos años, que consistía en dos peces de desigual tamaño unidos por un muelle y que reproducían una y otra vez tan
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la peste en Atenas. Al igual que San Agustín, Hobbes encontró el remedio al estado de Naturaleza en la naturaleza del Estado: la institución de un poder monopólico que pueda vigilar los estragos anti-sociales de la libido humana y que «los mantenga en el temor» —si esto les recuerda a Freud y al super-ego, no es sólo porque San Agustín usa también el término «libido». Quiero decir que estamos tocando el cogollo del folklore occidental; léase, la ciencia social—. Así, el Leviatán de Hobbes y/o una referencia a Job: He ahí al hipopótamo, creado por mí, como lo fuiste tú... Sus huesos son como tubos de bronce; sus costillas son como palancas de hierro. Es la obra maestra de Dios... Nadie se atreve a despertarle, ni siquiera a estar a pie firme delante de él... ¡No hay en la tierra semejante a él, hecho para no tener miedo! Mira de frente a todo lo altivo, íes el rey de todos los feroces!... Respondió Job diciendo: «Sé que lo puedes todo y que no hay nada que te cohiba» (Job).*
Suena como un fogonazo de interpelación althusseriana: la subyugación del sujeto por el Sujeto; y lo que destella en esta cosmología es la manifiesta hostilidad, la antipatía entre la sociedad y los humanos. Saltando sin mayores miramientos por encima de unos cuantos siglos, igualmente, Durkheim entendió el hecho social como un freno necesario a la revoltosa Humanidad. El Hombre es doble, dijo Durkheim, doble y dividido: es un mixto de un ego moral e intelectual recibido de la sociedad que lucha para mantener a raya a un yo egocéntrico y sensual de esencia pre-social. Pero Durkheim no es realmente moderno. Esta idea del Hombre como mitad ángel mitad bestia, es arcaica. Lo moderno es el intento de apropiación de un lado del viejo dualismo por el otro: subsumir al individuo en la sociedad o asumir la sociedad en el individuo de tal modo que, a la postre, sólo uno/a tenga existencia independiente. independiente. O bien la sociedad es sólo el cúmulo de las relaciones entre individuos emprendedores —según dirían Jeremy Bentham y Margaret Thatcher—, o bien los individuos sólo cuentan como personificaciones del orden social y cultural —así lo expresarían algunas nociones avanzadas de la construcción de la subjetividad que abocan a la muerte del sujeto—. Pareciera como si el desarrollo del capitalismo y de sus contradicciones hubiera dado otra vuelta de tuerca —específicamente política y, por ende, dialéctica— al viejo dualismo antropológico. Derecha e izquierda se embisten con teorías complementarias y extremas sobre el individuo y el determinismo cultural. Por la derecha: la teoría de la elección racional y. otras menudencias del individualismo radical , todas ellas encaminadas a encajar las totalidades sociales en los diseños de los individuos modelados a sí mismos. Por la izquierda: los conceptos de lo cultural superorgánico y otros atavíos de la nociones draconianas de monstruos —«behemots»— leviatanología , culturalmente autónomos con poderes para diseñar sujetos individuales a su imagen y semejanza. El individualismo radical no merece perder mucho tiempo en su comentario, puesto que es fácilmente entendible como nuestra propia sociedad burguesa tomando conciencia de sí misma. Y sobre la elección racional a la
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social en lo individual simplemente adjudicando al individuo un principio activo de optimización, que ha de ser seguido por las instancias sociales. Por lo tanto, lo social o lo cultural son el precipitado de lo racional: «Hasta que sus rencillas crearon la cadencia de un ente apaciguado» (Pope). * Versiones extremistas, como la practicada por los economistas de la Universidad de Chicago, se sienten capaces de explicar fenómenos históricos y culturales de toda laya —de la delincuencia juvenil al suicidio, pasando por la caída de la Unión Soviética— como si fueran consecuencias colectivas de gentes pastoreando su «capital humano». Según descubrió Louis Dumont, aquí el intríngulis reside en la presunción de que los valores de la sociedad están en los postulados del individuo, como si ella/él fueran sus autores. Razona Dumont: «El reino de los fines coincide con los fines legítimos de cada cual de tal forma que los valores se invierten. Lo que es llamado “sociedad” son los medios, la vida de cada hombre es el fin. Ontológicamente, la sociedad deja de existir» (1970: 9-10). He dicho que el tango político entre la sociedad y el individuo devenía dialéctico y, conforme insinúa la anterior cita, aquel aserto no era enteramente guasón. En el individualismo radical, la sociedad se preserva en su negación, incluida como el origen de los valores —«el reino de los fines»—, que aparecen en la conciencia y en la ciencia económica como propósitos de individuos. La leviatanología es la inversión simétrica del individualismo radical; incluyendo, según veremos, el subjetivismo ocluido, que alienta en su tesis fundacional que el individuo no existe como tal sino sólo como expresión de un Todo-poderoso identificado, dependiendo de los casos, como sociedad, cultura o discurso hegemónico —o con algunas suertes de éste, tales como el capitalismo, el nacionalismo o el colonialismo—. Esta negación del sujeto ya había sido presagiada por la famosa ideología liberal de La Mano Invisible con sus pleitesías al Gran Mecanismo Social que, misteriosamente, transforma en el bienestar de la nación el bien que la gente se hace a sí misma. Hay aquí algo sui generis , poderoso y mecánico, algo que puede trascender y clasificar en un esquema social y providencial los actos interesados de los individuos. Dicho sea de nuevo con palabras de Dumont: Este algo es el mecanismo según el cual armonizan los intereses particulares: un mecanismo... esto es, no algo deseado o pensado por los hombres sino algo que existe independientemente de ellos. La sociedad es, por ende, de la misma condición que el mundo de los objetos naturales, algo no humano...
Por lo tanto, si Adam Smith y Compañía pueden sustentar en la libertad del individuo su propensión natural al trueque y al chalaneo, argumentando que el bien social los sucederá automáticamente, la crítica del capitalismo contraatacará, mostrando que esta auto-subsistente Gran Pompa de Jabón puede definir y conjugar el comportamiento popular sin el conocimiento ni el control de éste. Como dijo Marx en un conocido párrafo del Prefacio a El Capital : Aquí los individuos son considerados sólo desde el momento en que son personificaciones de categorías económicas, encarnaciones de relaciones clasistas
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socialmente sigue siendo su criatura, por mucho que subjetivamente pueda elevarse por encima de ellas (1967 [1867], 1: 10).
Ello incluyendo a la clase trabajadora: «No es cuestión de lo que éste o aquél proletario, o incluso el proletariado en su totalidad, consideren en un momento dado como su meta. Es cuestión de lo que el proletariado es o de lo que, conforme a éste su ser, será históricamente obligado a hacer» ( La Sagrada Familia ). ). Esta suerte de subsunción del sujeto en el sistema —específicamente en las relaciones de clase y, en el bendito análisis final , en las relaciones de producción—, es la que ha sido llamada «el anti-humanismo» del marxismo por los defensores de causas emancipatorias no reducibles a relaciones clasistas. Además de su predecesor hegeliano en el artificio de la razón, Engels, Plejanov y Trotsky hicieron notables esfuerzos en acarrearle a través de la Historia, en subsumir a los próceres en fuerzas suprapersonales que gozan de sus propias leyes del movimiento. Especialmente Trotsky, en su impresionante análisis de las personalidades paralelas de Nicolás II, Luis XVI y Carlos II —todos ellos, víctimas de regicidios—, dice que su frivolidad, afabilidad, holgazanería e indecisión no fueron tanto un estigma de individualidad cuanto lo que el ocaso del absolutismo hizo de ellos (Trotsky, 1980: 112). Icónicas de la decadencia, estas características —frivolidad, afabilidad, holgazanería, hipocresía e indecisión— parecerían un convincente argumento si no fuera porque también servirían para describir a George W. Bush, sin olvidarnos de tantos otros políticos, muchos administradores de universidad y todos los vendedores de coches usados. Uno entre los muchos problemas que presenta esta correlación de idiosincrasias personales con formas estructurales o con cambios históricos, cualquiera que sea la dirección de la flecha causal, es que no hay suficientes caracteres genéricos disponibles para el indefinido número de las variaciones culturales. Pero esto nunca impidió que Trotsky privilegiara «las grandes fuerzas motrices de la historia, que son de carácter suprapersonal», y que argumentara que «los “trazos distinguibles” de una persona son meros arañazos individuales productos de una ley superior del desarrollo» (Trotsky). He de recordar las ideas sobre lo «superorgánico» de A. L.. Kroeber y de Leslie White, a principios del siglo XX. Ambos defendían una antropología de sujetos pasivos, meros espejos y expresiones de un orden cultural omnipotente. Kroeber era un poquito más generoso con los individuos que White; para él, la cultura era como una Gran Barrera de Coral , un vasto edificio construido por millones de minúsculos microorganismos, cada uno de los cuales secretaba una adición cuasi imperceptible a ese perdurable exoesqueleto cuya escala y organización le trascendían de lejos: Las Vidas Ilustres nos enseñan Que podemos labrar unas vidas excelsas Para, al morir, dejar a la posteridad... Un simple puñado de cal. * Lo «superorgánico» en White prestaba todavía menos atención a los
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encontramos aquí con una fuente primordial de esa infeliz consciencia antropológica, que entiende la cultura como si fuera una prescripción autoritaria de la conducta, en especial de la conducta auto-perdedora — léase la llamada cultura de la pobreza o esa «cultura tradicional», que supuestamente impide que los pueblos subdesarrollados sean felices de la misma manera que lo somos nosotros—. Como sugiere el mismo término «superorgánico», estas concepciones de la dominación cultural conservan la subjetividad que niegan, reproduciéndola en el nivel de la totalidad social o cultural. Esta idea de la sociedad como persona no humana comprehensiva, beneficiada por capacidades y disposiciones antropomórficas, goza de una distribución folklórica universal e incluye nuestra propia jerga académica. Devanando una extensa metáfora sobre los paralelos entre el cuerpo político y el cuerpo natural, el mismo Hobbes introducía el Leviatán o Estado —el origen de la sociedad— como «nada más que un hombre artificial». Y todavía vivimos en un Estado que decide, reprime, defiende, ataca, asusta, prohibe, protege, ejecuta, etc. Tales relaciones de la sociedad con el individuo, relaciones sin mediación de agente y paciente, de amo y esclavo, consiguen que la dominación parezca aún más terrible. Lo cultural «superorgánico» fue sólo una de las ramas de la leviatanología, que se desarrollaron en el siglo XX y que culminaron en fórmulas tan sofisticadas como fueron las interpelaciones de inspiración althusseriana, las hegemonías de raigambre gramsciana y los discursos de poder foucaltianos. Todas ellas conservan rasgos de sus antiguos antiguos antepasados antepasados,, incluyendo incluyendo el constante sentimiento de represión —virtualmente sin mediación— en la construcción de una subjetividad sin agencia. El libro de Althusser, Ideology and Ideological State Apparatuses —un texto fundacional de la leviatanología contemporánea y por consiguiente de las, hoy en boga, alusiones a «la interpelación del sujeto»—, se sumerge en las simas de la leviatanología para recobrar nociones que cartografiarán su futuro. Aunando la acción del Estado con los poderes de Dios, Althusser desarrolla una teoría marxista de la ideología basada en el paradigma de la teología judeo-cristiana de la sumisión: la mala conciencia original, la sumisión del sujeto al Sujeto, Igual que manifiesta Foucault, para Althusser la conformación de los sujetos sociales es sinónima de su subyugación. Asimismo, para Gramsci, la hechura de sujetos sumisos es lograda gracias a la colusión de las principales instituciones de la sociedad civil: escuelas, iglesias, sindicatos, familias, partidos políticos, medios de comunicación, artes, etc. Cómplices del poder estatal, estas instituciones comparten la función de convertir a los individuos en súbditos por el procedimiento de interpelarlos o alistarlos en ida ideología dominante, la ideología de la clase dominante». Por supuesto que Althusser reconoce que tales «aparatos ideológicos del Estado» tienen otras y muy diversas funciones, incluso, aunque huelga añadir, que tienen sus propias estructuras específicas. Pero, por decirlo con una expresión frecuente en él, reconocer algo no es lo mismo que conocer cuál es su correcta posición teórica: ser consciente de ello no es equivalente a conceptualizarlo. Althusser, al concebir las estructuras de mediación solamente como medios instrumentales de subjetivización cum
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singularmente, también las expresan distintamente—, sólo pueden ser insidiosas maniobras con las que el Poder interpela a sus súbditos. Interpeller , que, en francés, significa interrogar preventivamente —según
lo hace la policía—, puede entenderse en un sentido más amplio como un acto de subjetivización referido a «discursos y prácticas» que, en palabras de Stuart Hall, «intentan hablarnos o ubicarnos como los sujetos sociales de discursos particulares», Así es cómo los individuos son alistados en calidad de súbditos. En el modelo paradigmático de Althusser, el Señor llama a Moisés nombrándole y Moisés le contesta «yo, yo soy Moisés, tu siervo; Tú hablas y yo escucho», Moisés se ve a sí mismo como un sujeto/subyugado por la interpelación del Sujeto par excellence, el Único de Sí Mismo —«Yo soy el que soy»—. De esta manera, la teología instruye a Althusser sobre el funcionamiento esencial de la ideología hegemónica, directamente traducible en la conformación de súbditos por y para la reproducción de la infraestructura económica, Dios creó al Hombre a su imagen y semejanza y en Cristo se duplicó como Hombre, un espejo que, a la recíproca, permite a los hombres reconocerse a sí mismos en Él, lo cual es asimismo una garantía de que, en su sumisión, participarán ultimadamente de Él. Entonces, dice Althusser, «dejemos que resbalen las palabras» —camino de su sumisión a las relaciones de producción—. Y pasa a preguntarse: «¿Qué necesitamos si las cosas son lo que deben ser... si hay que asegurar la reproducción de las relaciones de producción, incluso en los procesos de producción y circulación?», La respuesta, similar a la de San Agustín, es la transposición de Sión a Babilonia, una jugada —providencial y adulteradora a la vez—, que asume y mistifica el poder de Dios en las fuerzas compulsivas de la sociedad — allí donde también Durkheim tropezaba con Él—: En verdad, ¿qué hay realmente en juego en este mecanismo del reconocimiento especular del Sujeto y de los individuos interpelados como súbditos, y de la garantía dada por el Sujeto a los sujetos si éstos aceptan libremente su sujeción a los «mandamientos» del Sujeto? La realidad en cuestión en este mecanismo... es en verdad, en último extremo, la reproducción de las relaciones de producción y de las relaciones que de ellas se derivan (1971: 182-183). 1 82-183).
He aquí al sujeto social esencializado, atrapado en el vientre de la ballena, isomórficamente modelado a la imagen de la totalidad superorgánica en el sentido de que él o ella encarnan y expresan intereses dominantes en sus propias disposiciones. ¡Menudo montón de terrorismo culturológico! La capacidad simbólica, sin
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instinto». En algunos textos antropológicos recientes, la colonización de la cultura por vía de hegemonía es sustantivada, aislando a ésta última como un santuario único y virtualmente inalcanzable de una ontología mundoconstituyente —lo que, además, supone tanto un sistema obligatorio, un sistema de tabúes, como una prescripción de realidades—. Al determinar lo que uno piensa, este implícito sistema de premisas también determina lo que uno no puede pensar. Entonces, ¿cómo es posible la antropología? Me pregunto cómo estos antropólogos, si están tan intelectualmente dominados por vivir bajo una particular hegemonía, me pregunto ¿cómo pueden hacer etnografía? ¿Cómo pueden percibir, no digamos pensar, otras culturas? La antropología como la actriz contradictoria de la última teoría cultural; ahora representa un imbroglio . En todo caso, la más terrible transubstanciación de aquel fantasma sagrado — La La Mano Invisible —, en una cultura-en-general que lo controla todo, radica en la idea foucaltiana de poder panóptico o pantocrático —los estudiosos culturales no parecen haberse molestado en recordar que la leviatanología de Foucault estaba pensada para el Occidente moderno: después, la idea se ha difundido al por mayor, etnográfica e históricamente—. Henos aquí ante un Poder tan irresistible como ubicuo y difuso; poder que mana de cualquier lugar y que todo lo invade, que satura las cosas cotidianas y las relaciones y las instituciones de la existencia humana y que inyecta percepciones, conocimientos y predisposiciones en las médulas de la gente. J. G. Merquior lo llama «tunda al súbdito» —«subject-bashing»—. Este postulado es más hegemónico que la hegemonía gramsciana, pues en ésta la selectividad de las definiciones dominantes de la realidad, en un contexto histórico, más bien aseguraba la coexistencia de formas noveles y residuales, Foucault niega ser estructuralista, sensatamente, puesto que todo lo que resta de estructuralismo en su problemática es la huida del albedrío humano. Su lugar es en verdad «post-estructuralista», en la medida en la que teoréticamente disuelve las estructuras —familias, escuelas, hospitales, filantropías, tecnologías, etc.—, en los efectos funcionales-instrumentales de disciplina y control. Por descontado que es cierto que la familia —nuestra familia— es patriarcal. Pero el patriarcado es una relación precapitalista. De hecho, la familia —con sus trabajos no remunerados, su utilización del trabajo y de los recursos siguiendo relaciones sociales de solidaridad, sus trasvases de valores de los poseedores a los desposeídos, es decir, con su economía de parentesco— es estructuralmente un sistema anticapitalista —uno recuerda la respuesta del
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que subsiste substantivamente al análisis es el sujeto sobre el que se interpolaban aquellas totalidades; aquél que era interpelado sumariamente, La subjetividad, que alguna vez fuera catalogada como el más elusivo de los saberes etnográficos, se convierte en el espacio crítico de la cultura y de la historia. Véase lo que, a propósito de la Reforma, nos dice Foucault: Todos aquellos movimientos, movimientos, que ocurrieron durante los siglos XV y XVI y que se inspiraron y preocuparon por la Reforma, deberían ser analizados como una profunda crisis de la experiencia occidental de la subjetividad y como una revuelta contra la suerte de poder religioso y moral que, durante el Medioevo, conformó esta subjetividad. La necesidad de actuar directamente en la vida espiritual, en el camino de salvación, en la verdad que reposa en El Libro, todo ello ello era una lucha por una nueva subjetividad subjetividad (1994: 352 [¿332?]).
Al dar forma a la subjetividad, las instituciones, las estructuras, etc., resultan ser maneras de fabricar súbditos. Pero a la larga, puesto que las estructuras se han transformado en sus funciones de poder, la subjetividad es la única que mantiene el tipo. Foucault admite que la subjetividad resiste en complejas y circulares relaciones con veracidades marxistas de la índole de «fuerzas de producción, lucha de clases y estructuras ideológicas que determinan la forma de la subjetividad». Pero tales instituciones, sus relaciones y sus transformaciones, no entran como tales en la nómina foucaltiana sino que sufren un doble empobrecimiento. En primer lugar, se reducen a simples datos del análisis, como ese Estado moderno que desliza la salvación individual del más allá al más acá —un Dios mecánico en más de un sentido—. En segundo lugar, nos son dadas no en su calidad de formaciones —históricas o sociológicas—, sino como teleológicamente comprehendidas en los efectos de su subjetivización, como si esto fuera de lo que están constituidas la religión, el Estado, etc. Su función de poder deviene en su constitución; a lo que entonces, como subjetividad del sujeto, se le permite el privilegio de representar la Historia, de ser su verdadero locus e incluso su curso principal. Ironías de la vida, puesto que el proyecto original de la leviatanología, en la medida en la que se oponía al individualismo radical, consistía en la anulación del sujeto individual. Pero al final, habiéndose disuelto el sistema en el baño ácido del instrumentalismo, henos aquí, chapados dentro de una metafísica del sujeto, a la que el análisis supuestamente había extinguido sin remisión. La sujetología no es sólo el residuo de un estructuralismo decadente. Una valoración complementaria y positiva del sujeto que, además, supone una oposición política directa a toda suerte de sistematicidad superorgánica, nos
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como pueblos colonizados y post-colonizados—, el énfasis se ha desplazado del descubrimiento de sus culturas en y para ellos mismos —un idílico interés en los diferentes ordenamientos de la vida humana, que ahora resulta políticamente casquivano e incluso cómplice doloso de su destrucción—, a la etnografía comprometida con la resistencia y el sufrimiento y adversaria de la dominación. Obviamente, los conceptos de sistematicidad cultural no sobreviven, si pasan a ser considerados como el enemigo político cum intelectual. Al menos, no llegan demasiado lejos cuando son referidos al alienado e impersonal mundo de las estructuras, habitado por los hombres y por los poderes fácticos; mundo que se opone al de la experiencia próxima, al mundo carnal de esos sujetos excluidos, que exigen sus propias identidades y que desafían las narrativas culturales y los valores de la sociedad envolvente — esa cuya misma realidad como un sistema coherente, delimitado, totalizado, etc. resulta felizmente problemática—. Nótese por qué el psicoanálisis puede parecernos más interesante teoréticamente hablando que el análisis del parentesco. Sea como fuere, la sujetología ha llegado. Las páginas de las publicaciones avanzadas están repletas con toda clase de sujetos, subjetividades, seres y yoes aunados a un prefijo identitario genérico que indica alguna suerte de categorías sociales como «sujetos burgueses» o «sujetos coloniales», con lo que la resultante es una antropología del género alegórico: cuentacuentos de formas y fuerzas culturales en términos de personas colectivas abstractas. Sustituir instituciones, relaciones, costumbres, etc. es todo un nuevo dramatis personae personae antropológico, atestado no sólo de sujetos burgueses o coloniales sino también de sujetos nacionales, sujetos postcapitalistas, sujetos modernos y postmodernos, sujetos post-coloniales africanos, sin olvidarnos del «fácilmente reconocible sujeto herido del Estado liberal moderno». O abarrotado de yoes cartesianos, seres neoliberales, egos melanesios y egos consumistas, además de las subjetividades globalizadas, las subjetividades hibridadas, criollizadas y modernizadas —entre otros muchos personajes por el estilo—. Es un Nuevo Mundo Feliz. O, por lo demás, un pintoresco Viejo Mundo: al igual que las mitologías arcaicas pueden representar a las fuerzas cósmicas bajo guisas antropomórficas, asimismo las personificaciones del macrocosmos cultural se pavonean e impacientan en su desfile por la pasarela de nuestras revistas académicas de ahora. Haciendo... ¿qué? Bueno, si no exactamente nada, aún no parece gran cosa. De vez en cuando, hay descubrimientos exagerados como aquellos que se hicieron de un
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ANTROPOLOGÍAS, DE LA LEVIATANOLOGÍA A LA SUJETOLOGÍA Y VICEVERSA
específicas y a las relaciones que se perdieron en la traducción a disposiciones subjetivas indeterminadas. El problema tampoco se resuelve recurriendo a las «múltiples posiciones del sujeto». O bien la multiplicidad se disgrega en puro individualismo desde el momento en que, en principio, hay tantas posiciones del sujeto como individuos, o bien duplica la leviatanología al generar un cardumen de ondas, una serie de personas colectivas abstractas en lugar de una sola gigantesca. En cualquier caso, la sujetología termina en la tautología con la que comenzó el individualismo: con sujeto abstracto e ideal en el cual reside el mundo entero de los fines sociales, mistificado como sus fines personales. El regreso del individuo reprimido. Un individuo que incorpora el orden colectivo en su propia persona —transfiriendo así al sujeto el mismo y mero esencialismo que la moda actual niega a la cultura—. Parafraseando a Marx: la culturología no ha ido nunca más allá de la antítesis entre ella misma y el individualismo y éste último la acompañará hasta hasta su dichoso final como su negación legitimadora. El problema tanto de la sujetología como de la leviatanología estriba en lo que Ricoeur alude como «el corte epistemológico» entre ambas: entre las entidades colectivas de las que se ocupa la l a historia —naciones, clases, tribus— y los sujetos o las subjetivida subjetividades des de las gentes involucradas involucradas.. De hecho, hay múltiples cortes —algunos de ellos ontológicos—, que hacen imposible reducir lo colectivo a lo subjetivo y viceversa. No menos difícil es dirigir o determinar directamente lo uno por lo otro, sea unívoca sea recíprocamente. Uno de estos cortes es la diferencia de orden fenoménico entre los objetos culturales, constituidos por atributos simbólicos, y la disposición de los sujetos. Como vimos en el ejemplo de Trotsky, aunque definidas como necesidades, deseos, emociones y capacidades, estas disposiciones no especifican formaciones culturales o transformaciones. La monarquía divina, el partido demócrata, la diferencia entre primos paralelos o cruzados o la existente entre el agua bendita y el agua destilada, clanes, protestantismo, el auge y la caída del Imperio Romano, todo ello no puede ser predicado de los atributos del sujeto. Pero, a la inversa, tampoco la cultura está miméticamente inscrita en alguna suerte de duplicación uno-a-uno en los sujetos. Después de todo, un orden social o cultural es intersubjetivo. Los individuos tienen relaciones parciales y diferenciales con él —por cuya razón, dicho sea de paso, no nos convence el argumento de que las categorías culturales son borrosas o de que los órdenes culturales son indeterminados porque la gente sostiene versiones diferentes o negociables de ellas/os—. Es más, el individuo concreto —según diría
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El proceso, que Goldenweiser describe como de individuos participando de los universales culturales —singular y selectivamente en un entorno social específico—, es aquello que más tarde Sartre desarrollará en detalle bajo el término mediaciones . Con él, Sartre quiere significar la manera única en la que una persona vive la cultura, sus formas y mentalidades dominantes —la nación, las relaciones de producción, las relaciones de clase, el Cristianismo, la ciencia—, en virtud de la transmisión de aquellos universales en y a través de particulares relaciones y experiencias, especialmente experiencias familiares. «Encorajinado por esta razón, universalizado por esta época, a su vez —el ser humano— la asume reproduciéndose a sí mismo en su singularidad». La Búsqueda del Método de Sartre es una seria crítica de las subjetividades colectivizadas como si esas pseudo-personas fueran responsables de la marcha de la sociedad y de la historia. «No cabe duda de que Valéry es un burgués idealista —dice Sartre—, pero no todos los burgueses idealistas son Valéry». Como lo demostró Sartre detalladamente, Flaubert es otro intelectual burgués que vivió las contradicciones de su tiempo en una familia cuya estructura y dinámica imprimieron nuevas y profundas dimensiones a las antinomias de ese colectivo. Simplificando mucho: nacido en 1821, Gustavo Flaubert fue un hijo de la Restauración y de la Monarquía de Julio y de los subsiguientes conflictos entre una burguesía emergente y un resucitado Ancien Régime de reyes, curas y aristocracia latifundista, entre ultras beatos y liberales utilitarios y anticlericales, entre el materialismo y la fe, entre la ciencia y la doctrina cristiana. Pero, más de cerca, Flaubert fue el segundogénito de un eminente director de un hospital de Rouen, quien consiguió ascender a un estatus mesocrático a partir de un pasado rural y campesino —su padre era veterinario— y de una madre, que se imaginaba y se identificaba a sí misma como parte de la nobleza en virtud de unos vínculos matrilineales con una prominente familia de magistrados y clérigos. El padre,
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personales que correspondieran y sustanciaran las fuerzas mayores de la constricción social. Por supuesto que fue decisivo para el insólito estatus de intelectual burgués de Flaubert que su padre fuera un exitoso científico burgués y su madre una beata de amarillenta mamoria aristocrática. El complejo de Edipo vivido al revés: la historia de la literatura francesa es diferente. Sartre explicita la dinámica: «Para entender a Flaubert, es preciso no olvidar nunca que fue modelado por las contradicciones básicas de la época pero en un cierto nivel social —la familia— en el cual se encuentran enmascaradas bajo forma de ambivalencias y de sesgos irónicos». Resulta irónico que Aquiles Cleofás usara su «soberana autoridad» para imponer en sus hijos su «ideología liberal» como si de un «imperativo categórico» se tratara. Usó su autoridad divina y la adoración de sus hijos para apartarles de las enseñanzas maternas sobre Dios. Sólo que la descristianización no pudo ser completa en el caso de Gustavo, precisamente porque funcionó de maravilla para su hermano mayor. Incapaz de competir con Aquiles, Gustavo también lo fue para identificarse con su padre y durante toda su vida mantuvo una gran ambigüedad frente a un Dios, que aprendió de su madre y al que renunció ostentosamente en nombre paterno. Pero, ¿acaso todo ello no está trenzado con la otra identidad de la que se reclamó en algún momento, la de Madame Bovary? Y también con otra identidad conexa de la cual era muy consciente: «El autor, en su obra, ha de ser como Dios en el Universo, omnipresente e invisible», No por todo ello creo yo que el sujeto y la estructura, el individuo y la sociedad, son irreconciliables, al menos en el quehacer de la Historia, incluso a pesar de que sean irreductibles el uno para el otro. En las autorizaciones estructurales de algunos individuos como constructores de historia, lo social y lo personal arriban a una cierta síntesis... En otro lugar he tratado esto con más detalle y, como he agotado mi tiempo, terminaré con unas pocas pero
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contingencia, la devolvemos a sus límites y racionalidad. El grupo otorga su poder y su eficacia a los individuos que ha formado y que, a su vez, lo han formado y cuya irreductible particularidad es una unívoca y viva universalidad... O, mejor dicho, esta universalidad asume el rostro, el cuerpo y la voz de los jefes que se ha dado a sí misma; de esta manera, el acontecimiento en sí mismo, siendo un aparato colectivo, está más o menos marcado con signos individuales; las personas se reflejan en él en la misma medida en la que las condiciones del conflicto y las estructuras de los grupos las han permitido ser personalizadas (1968: 130).
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