Robert Ludlum El Grito de Halidon

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el interior de la isla, ninguna preocupación por equipaje o distancias. Ya llegarán. Los Warfield no. El capitán Hanley fue con su avión a Kingston a — buscar a los Warfield. —Pero nosotros no lo sabíamos. Hanley supuso que sí, pero no lo sabíamos. Los arreglos se hicieron en privado desde Londres. Él pensó que nosotros le habíamos dado su nombre, pero no fue así. Yo no se lo había dado. —Ninguna otra persona lo habría hecho... —La chica calló. —Pero todos son... de todas partes. —Sí. Divididos casi de manera pareja. Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y... Haití. —¿A qué quiere llegar? —preguntó la joven, al ver la preocupación en el rostro de Durell. —Tengo la extraña sensación de que todos nuestros clientes de la semana son conocidos entre sí. Pero no quieren que lo sepamos. Londres, Inglaterra El estadounidense alto, de cabello rubio, con el impermeable Burberry desabrochado, salió de la entrada del Strand del hotel Savoy. Se detuvo un instante y miró el cielo inglés que se divisaba entre los edificios del patio. Era algo perfectamente natural —observar el cielo, controlar los elementos después de emerger de un refugio —, pero este hombre no echó la habitual mirada condenatoria ni emitió un juicio basado sobre todo en el factor frío. Miró. Cualquier geólogo que se ganaba la vida haciendo investigaciones geofísicas para gobiernos, compañías y fundaciones sabía que el clima era un ingreso; connotaba progreso o demora. Un hábito. Sus ojos gris claro estaban profundamente hundidos bajo sus anchas cejas, más oscuras que el cabello castaño claro que caía con irritante regularidad sobre su frente. Su rostro tenía el color de alguien expuesto al clima, el tono siempre bronceado por el sol, no quemado. Las arrugas marcadas a los lados y debajo de sus ojos parecían más consecuencia de su trabajo que de la edad; de nuevo, un rostro en constante conflicto con los elementos. Los pómulos eran altos; la boca, llena; la mandíbula, floja; pues el hombre también trasuntaba una











































































Esta suavidad, también, se veía en sus ojos. No eran débiles, sino inquisitivos; los ojos de un hombre que sondeaba... quizá porque no había sondeado lo suficiente en el pasado. Cosas... muchas cosas... le habían ocurrido a este hombre. Una vez que pasó el instante de observación, saludó al portero uniformado con una sonrisa y una breve sacudida de la cabeza, en señal de negación. —¿No quiere un taxi, señor McAuliff? —Gracias, no, Jack. Voy a caminar. —Qué activo, señor. —Es refrescante. Sólo voy a caminar unas cuadras. El portero se tocó la gorra y centró su atención en un Jaguar que entraba. Alexander McAuliff atravesó el patio, pasando el teatro y la oficina de American Express hacia el Strand. Cruzó la calle y entró en el flujo de tránsito humano que iba hacia el norte, rumbo al puente de Waterloo. Se abrochó el impermeable, y se levantó las solapas para protegerse del frío londinense de febrero. Era casi la una de la tarde; tenía que estar en la intersección de Waterloo a la una. Lo lograría con los minutos justos. Había aceptado encontrarse de esta forma con el hombre de la compañía Dunstone, pero esperaba que su tono de voz hubiera trasmitido su molestia. Habría estado dispuesto a tomar un taxi o alquilar un auto o contratar un chofer... si alguna de esas cosas o todas ellas hubiera resultado necesaria, pero si Dunstone le enviaba un auto, ¿por qué no enviarlo al Savoy? No era que le importara caminar; sencillamente detestaba encontrarse con gente en vehículos en medio de calles congestionadas. Era una maldita molestia. El hombre de Dunstone le había dado una breve y sucinta explicación que era, para el hombre de Dunstone, el único motivo necesario para todo: —El señor Julian Warfield lo prefiere así. Ubicó el auto de inmediato. Tenía que ser de Dunstone y/o de Warfield. Un Rolls-Royce St. James, con su cuerpo negro resplandeciente y hecho a mano, que se abría paso de manera majestuosa, anacrónica, entre los Austin, los MG y los autos europeos importados, cuidadosos de la nafta que consumían. Esperó en el refugio, tres metros del cruce del puente. No pensaba hacerle gestos ni señas al Rolls que se acercaba con lentitud. Esperó hasta que el automóvil se detuvo justo frente a él, con el chofer al volante y la ventanilla trasera abierta.

















































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