No alimenten al troll / Mavrakis, Nicolás –1ª Ed. Buenos Aires: Tamarisco, 2012. 108 p.; 13,5 x 19,5 cm. ISBN 978-987-33-1369-1 1. Narrativa Argentina.
www.editorialtamarisco.com.ar www.hojasdetamarisco www.hojas detamarisco.blogspot.com .blogspot.com © 2012, Nicolás Mavrakis Diseño de tapas: Carla Gnoato / Diagramación: Editorial Tamarisco No alimenten al troll Primera Edición, Buenos Aires, 2012 2012.. 150 p.; 13,5 x 19,5 cm. 978-987-33-1369-1 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina, Buenos Aires, 2011. Printed in Argentina
No alimenten al troll
Nicolás Mavrakis
para Ana Clara, gracias
I think you will nd the stories enjoyable, eye-opening and educational. Kevin Mitnick, The
Art of Deception
Chapter 1— Banned Edition
Fireman
Si Genghis Khan y tres jinetes mongoles entraran al departamento de al lado y atacaran al equipo olím pico femenino de Corea del Sur, uno recién se enteraría al día siguiente por las noticias en televisión. Fireman dice que las paredes del edicio donde acaba de mudarse son realmente gruesas. Lo había hecho con sus ahorros del último año. Es fácil. Fireman no tiene costos jos, ni eso que habitualmente llamaríamos vicios. Tampoco gustos demasiado exquisitos. Por supuesto, Fireman no tiene amigos. Porque ellos siempre van a comentarte (dice comentarte, una deformación del trabajo). Fireman tampoco tiene citas (citas, como la televisión: otra deformación del encierro). « BluEsky escribió: q bueno q es trabajar en casa en estos momentos estoy en boxer diseñando unos dibujos, con cafe cigarrillos y musica es lo mejor... desp voy a buscar el cheque » y clin—caja, jejeje. » El único correo de papel que recibe Fireman son esos sobres baratos a nombre del propietario de cada departamento que los partidos de izquierda moderada confeccionan
como publicidad y tiran por debajo de las puertas. Y eso sólo sucede cuando hay elecciones. Spam tan anticuado como ellos, deja escrito Fireman en una de sus cuentas de Twitter. Fireman tiene doce cuentas de correo electrónico. Lee todas cada diez minutos. Y también conoce lo último en spam porque lo lee con el mismo detenimiento con el que cualquiera leería la letra chica de un testamento. Fireman había dejado de comer BigMacs y pechugas Honey Mustard Grills cuando las empleadas aceitunadas que se los servían empezaron a resultarle cada vez más jóvenes. Fireman no es ese típico nerd obeso del que podrían burlarse en la preparatoria (dice preparatoria, otra deformación mediática). Fireman no se llama Fireman. Es sólo uno de sus nicknames. Me hizo jurar que nunca diría su verdadero nombre. Ni su verdadero nickname. Lo único real de Fireman son sus comments. Todos estos son reales reales.. : «Hitch escribió: LADRÒNNNNN !!!!!!!!!!!!!! KORRUPTOOOO !!!!!!!!! Y DESPUÈS NOS JODEN CON PAGAR LOS IMPUESTOS PARA QUE VENGA ESTE H.DE.MIL P.. Y SE LAS LLEVE. REVELIÒN FISCAL » Trabajábamos juntos en una ocina. Moderábamos los comments de uno de los portales de noticias más importantes del país, algo que yo no pude soportar mucho tiempo. Entonces probé editar fotografías. Recolectás las imágenes que van a publicarse durante el día y las reducís al tamaño apropiado. PhotoFiltre y PhotoShop durante nueve horas. Del tamaño y las resoluciones originales a pequeñas
imágenes de 468 x 200 y 728 x 500. Con paciencia, se pueden editar cincuenta fotos por día. Cinco fotos y media por hora. Casi once minutos ante la misma imagen cada vez. Fireman, en cambio, procesaba doscientos comments por hora. Casi tres comments por minuto. Mil ochocientos comments por día. «mauri54 escribió: Mojito que nabo que sos, crees todavia en cuba y esos pajeros c aribeños??? » » Cuando lo conocí, Fireman usaba una camiseta negra que decía Citizen F , pantalones oscuros y anteojos de marco grueso baratos. Hoy usa unos Ray—Ban especialmente confeccionados para él en Italia. Un comment es un comentario. El comentario de un lector. Todos los grandes portales de noticias digitales los tienen. También los tenían los blogs y los fotologs y los tumbls. Hordas de individuos con algo que opinar. Nada es pensable, todo es opinable, dice Fireman. También dice que el comentarista y su comment son la esencia dinámica y viviente de toda la red. Tenés que jarte en la naturaleza del comment. ¿Sabés cuántos lectores de comments hay? Más que de las estupideces que se publican como noticias. «ElEstudio escribió: Perrofan, te comento que narigonsky es un trucho que tiene dos mil nicks y entra cada vez que hay una noticia judia, y se divierte por el solo hecho de agredir. Ademas se borra el nick y te vota en contra 50 veces. Hace mas de un año que se divierte con eso. » » Fireman empezó a trabajar después de hora a los seis
meses de inaugurar su puesto de Editor de Comentarios. Para él, se trataba de un auténtico privilegio. Hasta ese momento, sólo el New York Times Online tenía un editor de comments y cuarenta empleados de dedicación exclusiva. A él le permitieron tomar dos asistentes. asistentes. A los nueve meses, meses, empezó a llegar a la ocina más temprano. Nadie lo obligaba. Era una necesidad. Fireman hizo su denición de internet: un soporte para la pornografía. Podía decírtelo de la nada, mientras borraba insultos de tres comments distintos a la vez y banneaba de por vida a cualquiera de sus archienemigos virtuales. Pero eso es lo de menos, dice Fireman. Lo interesante son los comments. Los comments como método de control. ¿Entonces cuál es mi rol al convertirme en el controlador de los comments? «dinner dog escribió: siendo las 16:28 tengo 35 votos ne gativos. Gracias cyberk quiero llegar a los 2.000 ridiculos. ». laburen que quiero lograrlo. ». Un comment. La intervención sobre algo escrito por alguien. Ese alguien suele ser el redactor de una noticia. En el mejor de los casos, un periodista al que sólo le interesa saber si hablan de él. Nunca de lo que hizo. Es lógico, dice Fireman, los datos son entes muertos. El abono para algo que sí tiene vida. Durante mis seis meses de trabajo con Fireman, debo haber visto a no más de cuatro periodistas en nuestra ocina. (Fireman la llamaba Unidad, como si estuviéramos en el FBI).
Había días en los que entraban hasta tres mil comments, así que a los dueños del portal les empezó a resultar interesante saber si podían ganar algo con eso. El proyecto era que se pudiera comentar libremente, pero no gratis. Fireman se negó a implementar un sistema así. Fue su primera discusión con la gerencia. Ellos lo implementaron por su cuenta y de inmediato las visitas empezaron a caer. Las treinta mil por turno (hay tres turnos: mañana, tarde y noche) bajaron a c inco mil. «Flatulento escribió: Cuando veo que el moderador ha debido eliminar —aplicando un reglamento claro— comentarios con veinte votos a favor y otros tantos en contra, con ». cluyo en que el diablo ha metido su cola en algunas cabezas. ». La miopía del Mercado, dice Fireman, es el peor enemigo de la World Wide Web. Pero también es el peor enemigo de sí mismo. Pueden ponerle precio a las noticias, dice Fireman. Pero todos esos datos son escenografía. Relleno. Lo importante siempre son los comments. Ahí está la información. Y el Mercado jamás ha podido podido controlar la información. Supongo que sería apropiado mencionar que Fireman gana mucho más que el Director Ejecutivo del portal de noticias. Aunque Fireman no navega por ningún diario digital. De hecho, jamás lo vi ni siquiera acercarse a un diario de papel. Ni por error. Supongo que también sería apropiado mencionar que Fireman no habla con nadie más allá de la Unidad.
Sólo le interesan los comments. La lógica de los comments. Tuvieron que suplicarle que devolviera el sistema al modo original. El modo gratuito. Lo llamaron por teléfono. Le enviaron media docena de mails. Cuando lo encontraron, Fireman estaba sentado a solas en la Unidad, explorando los comments de un portal de pornografía inglés. «Chester escribió: MUY BUEN COMENTARIO. » » Fijate en las redes sociales, dice Fireman. Un mecanismo de control perverso en manos de una burocracia inoperante. Ninguno de sus asistentes pudo satisfacerlo. Les pidió que aprendieran a usar el Opencms, un programa para controlar y publicar los comments. Es un sistema elemental. Sencillo. Hay que entrar a Administración de Comentarios. Hay que Ver los Comentarios Pendientes. Cada comment tiene un nombre de usuario. Una IP. Una ubicación dentro del portal. Fireman decía que cualquier chimpancé podría hacerlo —hay tres comandos: aceptar (A), rechazar (R), eliminar (E)— pero que ninguno de los candidatos había estado a la altura de un chimpancé. La pregunta eliminatoria era si conocían la importancia de los protocolos. Fireman detenía sus dedos sobre el teclado —un teclado que había pintado con un camuaje blanco— y hacía girar las rueditas de su silla de ocinista hasta donde estuviera el candidato. ¿La importancia de los protocolos?
Casi ninguna mujer lo soportaba, pero nunca hubo muchas en el rubro. Protocolos, repetía Fireman. El vendedor de indumentaria que impide que el cliente llegue acompañado al probador. Protocolo de control de sexo en propiedad privada. Igual que la azafata encargada de vigilar que no haya nunca más de dos personas en un mismo baño. ¿Conocés la importancia de los protocolos? Fireman puede mirarte directamente a los ojos mientras espera la respuesta y puede hacerlo sin el menor gesto de simpatía. Las enfermeras viejas que se ocupan de bañar a los pacientes jóvenes en los hospitales: protocolo de control de erecciones en público. Protocolos, repite Fireman. Por eso ningún médico permite lmar una ecografía de la semana veinte de embarazo antes de conrmar a solas s olas que el feto esté vivo. Protocolo de control de angustia familiar. «Transportador escribió: NO HE LEIDO LO DEL REYMIMITO, PERO PARECE QUE OTRA VEZ NOS ESCRIBE ¨DESDE SUIZA¨. PREGUNTO porque ando medio desactualizado : ¿LE CAMBIARON EL NOMBRE A LA VILLA 31? OTRA PREGUNTA : ¿ESTE ES UN FORO GAY? No deberian permitirle la opinión a los putos faloperos y peronistas. » » Fireman suele hacer un silencio que nadie sabe cómo interrumpir. Los candidatos se iban de la Unidad indignados. Na-
die pensaba en protocolos. A nadie le interesaba pensar en eso. Los candidatos buscaban un trabajo sencillo y part time. Algo que les les permitiera comprar sus apuntes universitarios. Uno de los chimpancés se lo dijo. Insultos. El noventa y ocho por ciento de los comments en un portal de noticias digital son insultos, fue la respuesta de Fireman. Cada uno establece su red con un insulto anterior. Son pequeñas historias. Protocolo de control sobre las narraciones digitales. La toxicidad es el futuro de toda narración, dice Fireman. El futuro de todos nuestros discursos. Después del intento fallido para cobrar cada comentario, Fireman contrató un equipo no de dos, sino de tres asistentes. La gerencia ya había sido advertida: mejor no preguntar. La tarea era sencilla pero Fireman prerió repartir indicaciones por escrito. A las diez AM el primer chimpancé tenía que entregarle su frappuccino en base de café mocha de Starbucks. El segundo chimpancé debía debía entregarle otro a las quince PM y el tercero debía entregarle el último a las diecinueve PM. Bajo ningún aspecto podían acercarse a las computadoras de la Unidad. Nunca. A solas en la Unidad, Fireman ya procesaba trescientos comments por hora. Casi cinco comments por minuto. Dos mil setecientos comments por día. « Paciente escribió: Triste la nota. Es más adecuada la comparación entre Lugo y Cristina, dos pichones de dicta-
dores que no aceptan opiniones que no avalen sus delirios totalitarios socialistoides .» Los gerentes le habían sugerido instalar un ltro. Un sistema que detectara determinadas palabras para que los comentarios se borraran de manera automática antes de llegar a la edición. Fireman protestó. Su trabajo, les escribió por correo electrónico, era eliminar comments incoherentes. Sucesiones de palabras que no dijeran nada. Y eso sólo cuando él c omprobara que no decían absolutamente nada. ¿Por qué, pregunta Fireman, olvidarse del contenido inmanente de los dedos estrellados contra el teclado? ¿Eso no es también un mensaje? ¿No es también un comentario? A la gerencia sólo le interesaba evitarse problemas, en especial problemas de imagen corporativa, así que lo escucharon como se escucha cualquier excentricidad. Después le entregaron una lista con las palabras vedadas. Puta. Tuerto. Botóxica. Con todas las combinaciones posibles de mayúsculas, minúsculas, género, número y acentos. Fireman programó el ltro y lo puso a funcionar. Pero necesitó sumarle un detalle personal: las palabras vedadas se reemplazarían automáticamente por otras que no dijeran lo mismo, pero lo dieran a entender. Perra. Bizco.
Operada. Con todas las combinaciones posibles de mayúsculas, minúsculas, género, número y acentos. Sobre los bordes de lo permitido podían abrirse nuevos caminos. Fireman hablaba de la propagación de la toxicidad como una especie de Chernobil psiquiátrico permanente. « Papeleo escribió: Me recorri todas las villas como me dijiste, pero no pude hacer nada, estan llenas de militantes de las orga ¨HIJOS¨ , ¨MADRES¨ y ¨ABUELAS¨ regalando PACO a los pibes. » » Creo que me tiene afecto porque nos conocimos en la Universidad Tecnológica Nacional. Tampoco ahí había demasiada gente dispuesta a sostener una conversación con un adulto que se presentaba llamándose a sí mismo Fireman. El primero de sus asistentes renunció a los treinta días. No hubo nada malo en ninguno de los frappuccinos. El problema fue que el chimpancé se se atrevió a preguntarle a Fireman qué estaba haciendo. Justo antes de salir de la Unidad Unidad.. Justo antes de que Fireman hiciera una pausa para su dosis diaria de colirio en los ojos. No es que él pudiera intimidar a nadie. Estamos hablando de alguien con voz aautada. Uno de esos tipos que cuando viajan en subte —en una época Fireman viajaba en subte— le sacan el asiento a cualquier vieja simulando para sí mismos que no la ven. Uno de esos tipos que llevan audífonos aunque no estén escuchando nada. Uno de esos tipos con las últimas Nike Shox tan impecables que resulta obvio que jamás hacen ejercicio.
«Esplender
escribió: LLEVALES LOS SALUDOS DE SU MADRE CON SU ¨ATERCIOPELADO¨ LENGUAJE, Y LOS MIOS TAMBIÈN, ES DECIR MANDALOS (y vayanse » juntos) A LA RPMQLP! Un linfoma, dijo Fireman. Un linfoma y una leucemia. Una leucemia linfoide crónica. Que se te derrumbe la médula ósea y quien mierda que te haya parido se muera sobre las sábanas de tu cama en cualquier terapia intensiva por el estrés de tener que cuidarte sabiendo que te vas a morir. Fireman lo dijo sin parpadear. ¿Perdón? Espero que salgas de acá con un cáncer colorrectal y te mueras de una hemorragia apoyado en cuatro patas en plena colonoscopía. El chimpancé se se puso pálido. No volvió a preguntar nada. Tampoco se consideró despedido. Sencillamente dejó de ir y la entrega del frappuccino de las quince PM se volvió rotativa entre los otros asistentes. Por esa época, el portal de noticias de La Nación le hizo la primera oferta para que se hiciera cargo de su propia Edición de Comentarios. Necesitaban un ltrador de insultos y un administrador experimentado para un nuevo Foro de Comentaristas. La oferta le llegó por correo electrónico. Le daban casi el doble de lo que estaban pagándole en ese momento. Fireman lo borró sin contestar. «Unidad enmascarada escribió: De que emocion habla » mos? Con la plata que tiene no se emociona con un regalo asi. »
Un comentario, dice Fireman, es siempre algo pornográco. Algo completamente objetivado. Focalizado. Un recorte obsceno. ¿Comparaste el page views del Foro de Comentarios del portal de noticias más grande de los Estados Unidos con el page views del sitio porno más grande de toda la red? Él lo había hecho. Había seguido toda la campaña electoral de Barack Obama durante dos mil ocho desde los comentarios de videos de hentai, sting, cumshots y creampie en portales porno de Nueva York y Boston. Hasta el momento en que abandonó todo tipo de discusión política para encerrarse en la Unidad, Fireman tenía una opinión tan sosticada sobre la gestión de Hilda L. Solís, en la Secretaría de Trabajo de los Estados Unidos, que sus podcasts se habían vuelto muy populares entre los votantes latinos que navegaban en CNN.com. « Palomita escribió: PAREN A ESTOS MONSTRUOS O NOS DEVORARAN!! » Algunos comentaristas a los que Fireman perseguía a lo largo y a lo ancho del portal le dedicaron sus comments por eso. Como Editor de Comentarios, Fireman no tardó en convertirse en una pequeña estrella del sitio. No se trata de controlar la toxicidad, decía Fireman, sino de convertirse en un contraveneno reconocible. Fireman no sólo dejaba el registro de sus intervenciones entre comments, eliminando lo que debía eliminar, también dejaba su rma. El calor de la espada que Dios instaló en la puerta del Paraíso, dice Fireman. Háganse el cuadro.
Dios había vendido su iPhone por eBay convencido de que la pantalla táctil tenía restos infecciosos de la gripe porcina del obrero que lo había ensamblado en China. Como fuera, sus banneos en masa se volvieron míticos. Expulsaba a cientos de usuarios por día. Armaba programas fuera de hora para impedir que pudieran volver con otros nicknames. Fireman había instalado en el portal de noticias la clase de gulag virtual virtual que Stalin hubiese envidiado. Nada quedó fuera de su control. Los comments en su contra eran miles. Fireman leía cada uno con detenimiento. Los analizaba. Los catalogaba. Insultos contra él y contra su familia. Insultos contra cada una de sus aptitudes mentales. Contra sus capacidades técnicas. Después de catalogarlos, los almacenaba en un largo archivo de texto que reimprimía cada noche. Antes de dormir —en algún momento Fireman dormía—, releía todos esos comments para calibrar las chas personales de los usuarios que los escribían. Protocolos, dice Fireman. No hay sistema operativo que no funde su efectividad sobre protocolos. Protocolo de previsión de usuarios para acelerar la corrección de comentarios. Una tarde, mientras le deseaba por escrito una histerectomía abdominal a alguien que había rmado un comment en su contra con un nickname femenino, el teléfono de la Unidad sonó. Hijo de mil putas. Sé quién sos. Sé dónde vivís.
Sé que sos un gordo puto. Cortaron. Fireman sintió cómo se le aojaban las piernas. Las palpitaciones lo hicieron caer sobre su silla, sudoroso y pálido. Arrancó el cable de teléfono de la pared y lo tiró junto a docenas de vasos viejos de Starbucks. Me comentaron, dijo Fireman. Por primera vez me comentaron. Lo llevaron hasta la casa de sus padres en ambulancia y durante tres días el portal de noticias dejó de admitir comentarios. No había nadie que pudiera editarlos. Las visitas cayeron hasta niveles históricos. Alguien escupió sobre la espada de Dios, Dios, dice Fireman. «Tubo escribió: AL PUNTO QUE LLEGAMOS TODO ES POSIBLE, PERO DIOS ES MAYOR... » » Imaginen a Dios refaccionando su habitación en la casa de mamá y papá. Imagínenlo tratando de instalar un enorme cofre de vidrios blindados para guardar los peores comments en su contra. Después imaginen a los padres de Dios enviándole una nota por debajo de la puerta: “Llamaron de tu trabajo. Te cuadruplican el sueldo si volvés mañana”. Fireman no volvería a pisar las ocinas del portal digital nunca más. Tampoco volvería a tener un horario. Empezó a trabajar al levantarse. Terminaba cuando ya no podía mantener los ojos abiertos. Como Dios, a partir de ese momento Fireman se volvió vengativo y comenzó a enviar plagas a su pueblo de comentaristas rebeldes. Banneos. Virus.
Bombas de spam. Llegaban a los correos electrónicos privados de los usuarios que escribían los comments más dañinos. Direcciones privadas que ni siquiera habían usado para inscribirse en el portal. Fireman se ocupaba de hackear cuentas bancarias. De anular el pago de las cuotas de los colegios de sus hijos. Cada vez que podía, les cambiaba el plan de la obra social. Era una guerra sin cuartel. «M—14 escribió: El problema es que yo me tengo que poner en el lugar de la la ¨High Society¨ Society¨ o en el ¨High Cat Level¨ para poder entender cómo se mueven mueven en esos niveles... Claro, » ahora sí entiendo... » Los comments son los votos del futuro, dice Fireman. Y quienes los formulan a cada minuto son los votantes del futuro. ¿Cómo transformar en protocolos políticos los cientos de miles de comments del portal de noticias más importante del país? En ciertos momentos, dice Fireman, hay que instalar protocolos a la fuerza. Mensajes de texto con cosas así pueden llegar a mi celular rmados por Fireman en cualquier momento de la madrugada. A veces también me cuenta sus ideas por chat. Desde hace un mes, los comentarios del portal de noticias se publican con el DNI y el nickname del usuario. Una sugerencia un poco trivial por parte de la gerencia, dice Fireman, porque cualquiera puede escribir cualquier número. Y los usuarios del portal que yo edito también podrían hacerlo, dice Fireman, si no me dedicara a constatar a través de sus números de IP quiénes son realmente.
«Lionel
escribió: Foca.. leo tu comentario y otros mas, y cada vez entiendo menos como e s posible tanta impunidad y que los hijos de re mil $$”&/*” del gobierno sean tan caraduras de negar lo que ellos mismos reconocen. como argentino, lamento decirles a todos mis compatriotas que e ste pais cada » vez me da mas asco. » Fireman tiene un pequeño avatar para chatear. Un recorte de “Edipo y la Esnge”. La pintura de Gustave Moreau. Pero en su avatar la imagen está invertida. Una nueva biopolítica, dice Fireman. La biopolítica digital. De los comments en su contra, Fireman comenzó a extraer conclusiones que después convertía en gigantescas bases de datos. No tardó mucho en vendérselas a distintas empresas. Por ejemplo: el cáncer. Fireman leía cada día aproximadamente ochenta y dos comentarios —de los que no se publicaban tal como llegaban, aunque quienes los escribían sabían que él iba a leerlos— donde le deseaban distintas variedades de tumores malignos. Carcinomas. Sarcomas. Hemangiomas. Fireman los imprimía y los catalogaba en un cofre aparte. El cáncer es como una multiplicación celular incontrolable de comments dañinos, dice Fireman. ¿Me creerías si te dijera que el noventa y tres por ciento de los usuarios de cualquier portal digital de noticias cree que es más probable
morirse de cáncer que atropellado por un auto? Es una de esas preguntas que Fireman escribe por chat sin esperar que uno responda nada. Imaginate una base de datos con diez mil nombres, dice Fireman. Domicilios particulares, teléfonos y correos electrónicos. Una base de datos donde se especica el tipo de cáncer al que cada individuo le tiene más terror. Imaginate ponerse en contacto con el laboratorio oncológico más grande de Latinoamérica para venderle esa base de datos tres semanas antes del lanzamiento de su nueva campaña de controles preventivos. Fireman lo había hecho por ciento treinta y seis mil dólares en efectivo. «Fox escribió: DE QUE ESTARA VIVIENDO ESTE MUCHACHO AHORA, LE ESTARAN DANDO ALGUN PLAN POR SU SILENCIO. » » La segunda oferta laboral llegó desde el portal digital del diario español El País. La tercera fue del diario El Universo, de Ecuador. Con la mitad de lo que le ofrecían por un año de trabajo, podría haberse mudado a un country con jardín y pileta, colocar el resto al diez por ciento anual en una cuenta off shore y no volver a trabajar. Pero Fireman nunca quiso cambiar de trabajo. Tampoco sus padres se metían en sus asuntos. Había llegado al punto en el que sólo se comunicaban con él a través de portazos y golpes en las paredes. Sólo se enteraban de su existencia porque llegaban cosas por correo. Placas de video compradas por eBay (dos por semana traídas desde
China, donde el correo estatal no cobra envío). Resmas de papel A4 (cuatro por día). Un dispositivo para controlar la apnea del sueño (con almohadillas nasales y soporte ajustable para mandíbula). El equilibrio se derrumbó cuando alguien tocó el timbre y dijo que traía la Glock treinta y siete calibre cuarenta y cinco con un cargador extra de diez balas. Fui muy especíco con el que me la vendió por chat, dice Fireman. Antes de entregarme el arma, se suponía que tenía que llamarme a mi teléfono. «Crazy escribió: EN TODA FAMILIA HAY UNA OVE » JA NEGRA. » Imaginen a Dios gritando a sus padres a través de la puerta de su habitación con una Glock treinta y siete en el cinturón. Después que sus padres decidieron echarlo, Fireman compró sus propias paredes. Una Unidad propia a la que sus asistentes volvieron a llevar los tres frappuccinos diarios de Starbucks. A la gerencia del portal de noticias no le importó. importó. Sólo querían que las visitas subieran. Y aunque sólo fuera para insultar a Fireman, las visitas subieron. Hay cierta toxicidad, dice Fireman, inmanente a cualquier comunidad digital. Una toxicidad que opera por contagio. El comment de un comment de un comment. La ilusión de participar, dice Fireman, aunque sea para humillar el trabajo ajeno, resulta más fuerte que la voluntad de crear. «Jail escribió: HAGÁMOSLE LUGAR ¨A LOS QUE SU-
FREN¨ ,,, VERDADERAMENTE !!! » Lo peligroso, dice Fireman, sería que esa toxicidad constante te afectara. La última vez que vi a Fireman fue a través de su cámara web. Me contó que se había mudado. Si Genghis Khan y tres jinetes mongoles mongoles entraran al departamento de al lado y atacaran al equipo olímpico femenino de Corea del Sur, dijo, uno recién se enteraría al día siguiente por las noticias en televisión. Las paredes del edicio donde acaba de mudarse son realmente gruesas.
Kasos
No se trataba de un par de zapatos de mujer con la forma exacta de sus talones en el fondo del placard. Tampoco de abrir una caja y encontrar todas sus cartas escritas durante la guerra, dedicadas con amor a un chico de once años. Descubrimientos así se hacen en cualquier geriátrico todos los días. Ningún empleado los comenta porque a nadie le interesa la vida de un viejo. Los empleados sólo hurgan entre los despojos de los muertos buscando dólares. En la peor decrepitud, cuando la orina es una mancha indeleble en sus pantalones y necesitan una receta distinta para poder tragarse cada bocanada de aire, los viejos siempre esconden dólares. Quince minutos después de avisar que se había muerto, la administradora del geriátrico llamó por teléfono otra vez. Con un tono más drástico dijo: “Alguien tiene que sacar ese baúl de la habitación cuanto antes”. El arcón privado de sus recuerdos. Cuando llegamos al geriátrico, dos tipos de brazos gruesos estaban empujando el baúl hacia la puerta. Tuve que forcejear un rato hasta que se resignaron a
dejarlo donde estaba. “Lléveselo, no queremos problemas”. Problemas. Vivimos acostumbrados a que, cuando alguien se muere, el instante siguiente tiene lugar a la sombra de un cedro bien recortado sobre un cementerio conveniente. Nadie habla sobre la necesidad burocrática de identicar el cadáver. Tampoco sobre el transporte, el ataúd, la mortaja. Nadie habla nunca sobre los costos laborales del sepulturero y los lacayos. Mi problema era que todavía faltaba conseguir el certicado de defunción y retirar el cuerpo de la morgue. Así que no se me ocurrió preguntar a qué se referían con eso de problemas. Todo lo que un viejo deja después de morirse es un problema. La basura de cualquier anciano es un problema. En ese preciso instante, mi único y verdadero problema era que mamá estaba demasiado angustiada. Ella había dejado de verlo cuando la enfermedad terminó de volverlo intratable. Claro que, por eso, no dejaba de ser el hombre más importante de su vida. El humilde artesano del vidrio que había llegado desde Kasos en mil novecientos cuarenta y seis. Con una mano atrás y otra adelante. Desde una isla perdida del Dodecaneso que después de la guerra ni siquiera podía importarles a los propios griegos. Yo no tuve mucho que decir. Mi vínculo con el abuelo se había cimentado del mismo modo que con cualquier otra persona. Yo me hacía cargo de los costos exorbitantes de
su vida en esa lujosa residencia para ancianos y de todos sus tratamientos quirúrgicos desde hacía casi diez años. Era una fatiga nanciera que mi secretaria se ocupaba de administrar con solvencia mes a mes. Y eso era mucho más de lo que el resto de la familia estaba dispuesta a hacer por él. Llevé el baúl hasta mi casa en un taxi y lo dejé ahí. Al abuelo lo cremamos al día día siguiente. En un momento, el cura preguntó si queríamos despedirlo con algunas palabras. Mamá se secó las lágrimas y empezó con los recuerdos heroicos. El Eje le había declarado la guerra al mundo cuando su padre era un joven artesano en Kasos. El Dodecaneso estaba bajo ocupación italiana, así que el abuelo pasó a formar parte de la Regia Marina de Benito Mussolini. Como todo griego, conocía el mar a su alrededor mejor que cualquier extranjero. No tardaron mucho en nombrarlo capitán de un submarino Clase Argonauta. “Pero no servía para la guerra y se convirtió en espía de la Ellinikos Laikos Apeleftherotikos Stratos, la resistencia griega”, dijo mamá. El diario íntimo de la odisea de un inmigrante. “¿Quedarán familiares de su padre en la isla?”, preguntó el cura. “¿Y si viaja a Kasos?” El cura se había sentido muy útil durante la cremación, así que nunca le dijimos que el abuelo pertenecía en realidad a la iglesia ortodoxa griega. La propuesta del viaje, sin embargo, quedó otando en el aire.
Mamá hablaba griego a la perfección. Ese no era el problema. El problema era la idea de permitirle viajar sola a un lugar en el que nunca había estado pero que encontraría repleto de los recuerdos que su padre le había relatado a lo largo de toda su vida. Hacía falta una excusa. Un día, mamá se convenció de que necesitaba arrojar las cenizas de su padre al Egeo. No hizo falta más. Nadie dejaría de atenderse en su quirófano si postergaba los turnos para las cirugías plásticas hasta el mes siguiente. Compró dos pasajes por Lufthansa y me pidió que la acompañara. Ordené mis asuntos en Buenos Aires y le dije que sí. Viajamos a Atenas. Once mil mil seiscientos kilómetros kilómetros con una urna entre las manos: seiscientos kilómetros más hasta la isla de Kasos. Conseguimos una habitación frente a las playas de Emporeios e hicimos una pequeña caminata. Mamá insistió en comenzar a sacar fotos casi desde el momento en que dejamos las valijas en el lobby del hotel. Como de costumbre, las sacaba torcidas y fuera de foco. Habíamos llevado solamente mi cámara y yo no lograba entender cómo alguien podía hacer que un equipo profesional como aquel diera tan malos resultados. Pero no quería iniciar discusiones por asuntos como ese, claro que no. Estábamos por otros asuntos. Aún así, después de casi ocho horas en Kasos, ella insistía en fotograar lo que fuera que se cruzara en el camino. Y lo hacía mal. El encuadre, la luz, el contraste.
La pesadilla de cualquier Departamento de Fotografía y Retocado Digital. Tal vez porque era mi primera vez en el Mediterráneo noté un poco mejor lo que pasó más tarde, cuando volvimos al hotel. Todo era celeste y azul. Todo era la brisa tibia y transparente de las Cícladas. Hasta que mamá deletreó el apellido del abuelo. Hasta ese preciso momento, el dueño del lugar se había limitado a cumplir su rol de antrión. Preguntar de dónde veníamos, qué teníamos pensado hacer, hasta cuándo íbamos a quedarnos. La clase de preguntas que hace cualquier dueño de un hotel en una isla perdida del Egeo. Estaba seguro de que entre los gritos del dueño del hotel y los de mamá no se estaban resolviendo ni los detalles del desayuno, ni los costos del taxi que nos llevaría hasta el aeropuerto de Kasos siete días más tarde (otro problema: en las islas casi no hay taxis y los que hay se comparten). Yo no conocía demasiado el idioma griego, pero sabía que skatá signicaba mierda. “Este oligofrénico se confunde a tu abuelo con otra persona”, dijo mamá. “Me parece que hablar con turistas noruegos toda su vida le arruinó la lucidez griega”. Tal vez si hubiese esperado a que mamá saliera a fumar un cigarrillo frente al mar, decidiendo desde qué monte era mejor arrojar las cenizas del abuelo. O si hubiese esperado a que el dueño del hotel se calmara, para preguntarle en inglés qué había pasado. La mañana siguiente fuimos al Registro Civil. Una ocina imperceptible a la sombra de un pequeño platanus oriental orientalis is,
al que mamá le sacó una foto desde demasiado lejos. En Kasos no hay tasa de nacimientos porque casi nadie vive en Kasos. El último casamiento registrado fue en mil novecientos ochenta y dos. Si viajaran a Kasos, no les resultaría extraña la idea de una isla convertida en una máquina turística operada por un pequeño grupo de especialistas. Cuando el verano se acaba, esos especialistas vuelven al continente hasta la próxima temporada. Los habitantes reales de Kasos son un puñado de ancianos y otro puñado de labradores. Personajes de postal que viven de encarnar un color local. Espectros. Quisiera poder conservar alguna buena imagen de los labradores, pero ninguna logró el foco adecuado a través del lente que mamá insistía en monopolizar. La empleada del Registro Civil era una de las pocas mujeres jóvenes en la isla. Durante las tardes administraba el aeropuerto y los nes de semana hacía de guía turística. Mamá deletreó nuestro apellido y preguntó si quedaban parientes vivos en el lugar. La empleada nos miró unos segundos y dijo que había un hotel al otro lado de la isla con ese nombre. “Deberían preguntar ahí”, sugirió en inglés. Después miró a mamá y le dijo —en griego— que le diera tiempo hasta el día siguiente para revisar los registros. En julio del cuarenta y dos, el submarino Clase Argonauta del abuelo había sido cedido a la Marina Griega como botín de guerra. Quinientas noventa y nueve toneladas
impulsadas por un motor diesel con una velocidad nal de nueve nudos en inmersión. Un cañón de cuatro pulgadas. Dos ametralladoras antiaéreas de trece milímetros. Seis torpedos. Gracias al coraje del abuelo, pasaron a operarlo de inmediato los espías de la resistencia griega en su lucha sin cuartel contra el enemigo invasor. El relato épico. Cuando la guerra terminó, de todos modos, Kasos había quedado arrasada. A lo largo de la Historia la habían arrasado los turcos, los egipcios, los albanos y los británicos. Pero los alemanes y su blitzkrieg no no habían dejado nada en pie. Entonces llegó el momento de que el capitán rebelde del submarino Clase Argonauta renunciara a los honores, recogiera sus herramientas para el vidrio y partiera a Sudamérica. Esa era la versión familiar del asunto. Mamá se la repitió al mozo que nos sirvió los keftedes con tzatziki y encendió otro cigarrillo. “Conoció a mi madre y abrió uno de los talleres de vidrio más importantes en Buenos Aires”, dijo. Yo quise sacar una foto de los katai, pero mamá insistió en hacerlo ella. El ash refractado sobre el plato arruina cualquier detalle interesante. Terminamos de almorzar y fuimos hasta ese hotel con nuestro nombre, al otro lado de la isla. El dueño era de Rhodas. Había elegido ese nombre por casualidad. “Conozco gente con ese apellido en muchas islas”, dijo. El komboloi iba y venía entre sus dedos. Las olas trasparentes del mar azul. El perfume suave
de los olivos. El calor seco del Mediterráneo. Todo era una postal —fuera de foco, claro, pero una postal—, excepto la ansiedad evidente de ese tipo. “Kosta es el historiador de esta isla”, dijo. Después señaló a un hombre que tomaba café en una pequeña terraza celeste frente al mar, aunque todo en Kasos está frente al mar. “Si hay alguien que puede ayudarlos, es él”. El abuelo había aprendido italiano desde la cuna. Pero el alemán no le había costado nada. Hablar los idiomas de los invasores había sido una ventaja: aprendía todo antes y mejor que los demás. Así fue como un joven artesano del vidrio, forzado por el destino, perfeccionó sus destrezas de marinero y se convirtió rápido en el capitán de un submarino Clase Argonauta. El mito genealógico del coraje. Kosta dejó su café frappé en la mesa y nos pidió — en griego y en inglés— que lo acompañáramos hasta una pequeña ocina frente al hotel. “Mi humilde museo personal”, dijo al abrir la puerta. Las ventanas estaban cubiertas con papel. Encendió los tubos de luz y después de algunos relampagueos —durante los que brotaron desde todas las paredes banderas de la Deutschland Erwache, la National Sozialistische y la Hitlerjugend— la habitación quedó iluminada. “Todo esto lo recogí yo mismo de la isla durante sesenta años”, dijo orgulloso. En el centro había tres vitrinas llenas de medallas, cascos, encendedores, monedas, municiones, cantimploras, antiparras. Algunas estaban oxidadas. Otras habrían sido
la envidia del Imperial War Museum de Londres. Tengo en mi poder otra de las fotos que sacó mamá donde, a pesar de una grave deciencia en el encuadre, se distinguen perfectamente las dagas para ociales de la Wehrmacht, que no se mezclaban con las dagas para ociales de las Waffen SS, ni con las dagas de la Luftwaffe. Kosta se acercó a la última vitrina. Había una Luger P—08. Ocho cartuchos. Cañón de ciento dos milímetros y seis estrías en perfecto estado. “La reihenfeuerpistolen del ejército alemán” dijo Kosta, en griego. Miró el arma y me dijo en inglés: “Cualquier parecido con la Luger US Army no es casualidad”. Al lado había una Browning FN1922. “La favorita de los ociales de la Luftwaffe”. La sacó de la vitrina despacio. Señaló una pequeña insignia grabada junto al gatillo: un águila negra sobre una esvástica. “La Waffenamt de los inspectores alemanes”, dijo. “La marca de aprobación ocial antes de enviarlas a la Wehrmacht”. Kosta le pidió a mamá que le repitiera su apellido una vez más. Caminó hasta un escritorio y abrió el único cajón cerrado con llave. Debajo de algunas balas oxidadas había un sobre con fotografías. “El lanzacohetes que sostiene ese hombre se llama Panzerschreck. El terror de los blindados aliados”. Kosta apoyó el dedo índice sobre la silueta borrosa de un soldado con uniforme italiano. “Estas son fotos tomadas en Kasos entre mil novecientos treinta y nueve y mil novecientos cuarenta y tres”, dijo en inglés.
Después empezó a hablar en griego, así que supuse que sólo quería hablar con mamá. Mi ventaja es que cuando no estoy viajando por el mundo esparciendo las cenizas de mis parientes, trabajo como publicista. Por lo tanto, tengo un desarrollado sentido de la decepción. “Ese joven con la Treue Dienste in der Wehrmacht, la medalla del Reich al servicio leal en sus fuerzas armadas”, dijo Kosta, en inglés, con su dedo índice sobre otra foto. La publicidad es una profesión con sus ventajas. La principal es que uno aprende a intuir rápido de qué se trata todo lo que se escucha pero, sobre todo, lo que nadie dice. “Ese hombre comenzó delatando a insurgentes griegos en Kasos”. Una de las cosas que se aprenden más rápido es que detrás de esa marca de lujo que provoca tirones de pelo y patadas entre las modelos antes de un desle, siempre hay un taller clandestino donde trabajan extranjeros indocumentados durante dieciocho horas diarias de esclavitud. Mi trabajo es que nadie piense en eso frente al espejo del probador, antes de comprar. “Después fue transferido por los alemanes a la Kriegsmarine”. Una de mis últimas cuentas publicitarias es la bomba sexual del momento. Conoce las sábanas de todos los mandatarios del Mercosur. Y sólo porque me hizo caso c uando le hablé sobre la gluteoplastia de aumento con implantes. Tres semanas
de faja compresiva de lycra después, se ganó el culo natural más famoso de Buenos Aires. Con esto quiero decir que uno está preparado para descubrir que nada es exactamente como le dicen. Por ejemplo, el submarino italiano Clase Argonauta del que tu abuelo fue capitán. Nunca había sido cedido a la resistencia griega como botín de guerra, sino que se había dedicado a torpedear a la marina mercante ateniense hasta aniquilarla. “Cuando la guerra terminó, ese hombre desapareció de Grecia para que no lo fusilaran por traidor”. Todo puede retocarse. Reformularse. “Ese hombre”, dijo Kosta. En inglés. Mamá no quiso ver las fotografías. “Mi padre era un artesano del vidrio”, dijo en griego. “Usted se confunde”. Adelantar el vuelo desde Kasos hacia Atenas para el día siguiente no fue fácil. Apenas un poco más difícil que adelantar desde Atenas el pasaje de vuelta a Buenos Aires. Tuve que esperar hasta que mamá saliera a fumar otro cigarrillo a orillas del mar —un mar azul, tibio y transparente— para hacer mi último llamado a Buenos Aires. Hablé con uno de mis asistentes y le pedí que fuera urgente hasta mi departamento. Es la única ventaja de tener uno de esos letreros con la palabra Ejecutivo en la puerta de mi ocina. Siempre hay un novato dispuesto a ofrecer gratis la misma obsecuencia por la que un cliente está obligado a pagar.
A once mil seisciento seiscientoss kilómetros de distancia, mi asistente me devolvió el llamado a los quince minutos. Tenía ese tono que en el ambiente publicitario suele llamarseaterrador llamarse aterrador.. Ahora pienso que tal vez se trate de algo genético. genético. De cierta predisposición para trastocar. “¿Esto que tenés acá es real?” Eso no quita que, a veces, uno necesite escuchar determinadas mentiras para quedarse tranquilo. Y por mentiras quiero decir: cosas que no tengan nada que ver con lo que realmente sucede. Entre cada uno de sus suspiros, a mi asistente se le dio por contarme sus recuerdos escolares. “Una vez nos hicieron estudiar el árbol genealógico de Adolfo Hitler para mostrarnos que tenía un pariente judío”, dijo. Podía escuchar cómo abría la tapa del baúl del abuelo. La colección privada de sus logros de juventud. Dicho sea de paso, nadie debería desestimar el poder de Google a la hora de averiguar de qué se trata todo lo que hay en el baúl de un humilde artesano griego del vidrio que acaba de morir. “Nunca vi una medalla del Deutsches Kreuz en mi vida. Una Cruz Germánica como la de Erich Hartmann”. No hizo falta que le preguntara quién era Erich Hartmann. “El Diablo Negro de Ucrania”, dijo. “Uno de los ases más famosos de la Luftwaffe”. Podía escuchar cómo el baúl del abuelo rodaba y se vaciaba sobre mi living. Podía escuchar los fragmentos de vidrio estrellándose contra el parqué al otro lado del mundo. El ruido seco de todas sus reliquias, entre las que ni siquiera
había algún dólar. “También estudiamos que la muralla de Troya había caído porque entre los dioses que la habían construido había un mortal. ¿Entendés a dónde quiero llegar?”, dijo mi asistente. Entendía, pero no me interesaba. Eso lo dije en castellano. En publicidad lo llaman adaptación. Ajustar un original al formato que exige el soporte. En otros términos: convertir lo ya existente en algo a la medida del deseo ajeno. “Nunca creí que pudiera ser cierto”, dijo mi asistente. Había escuchado hablar sobre las coronas de oro arrancadas de millones de mandíbulas en Dachau o Treblinka, pero nunca sobre la encuadernación antropodérmica. “¿Pero una Biblia?” Pensé después que, llegado el caso, debería hablarle a mamá sobre otro término publicitario. Actitud. La disposición del individuo ante un determinado estímulo. “Sandalias hechas con el pelo de los prisioneros”. Hizo una pausa hasta que Google terminó la búsqueda. “Un calzado mudo para cualquier sonar”. Los tesoros del heroísmo. “Lo que no entiendo son estas fotos”, escuché después a mi asistente. Lo decía con el miedo reverencial de quien se siente irremediablemente en falta. Yo daba algunos pasos por la habitación tratando de no perder la señal. “Es el mismo hombre de las otras, pero a color y mucho más viejo”. Me acerqué a la ventana y vi a mamá, todavía fumando su cigarrillo. “Se ven algunos edicios a través de una ventana. Es
Buenos Aires. Una especie de…” Ella iba y venía por la orilla. “¿Una esta de disfraces?”, escuché que decía mi asistente con el tono patético de una disculpa. “Igual, impresiona ver uniformes militares con esvásticas a color, aunque estén completamente fuera de foco”. Mamá había dejado sus zapatillas sobre una silla y daba algunos pasos sobre el mar. El agua avanzaba cada vez más contra la orilla. “Algunas fotos están fechadas a mano detrás”, escuché otra vez. “Mil novecientos setenta y dos”. Me aclaró que él no había nacido todavía en esa época. Yo tampoco, pensé. Yo tampoco había nacido en esa época, le dije. El problema es que, después de algunos años, en mi profesión se logra una vigorosa coraza de cinismo. “Están muy mal sacadas”, dijo. Una capacidad casi inconsciente de negación. “Fuera de foco”, escuché que decía mi asistente. “Pésimamente encuadradas”. Miré otra vez por la ventana. Mamá caminaba de vuelta hacia el hotel.
Trazadoras
Algo verdaderamente lamentable, dice Bungarini, escondiendo la mirada con la misma mano con la que desde hace un rato se cubre la frente, es enterarte de que tu novia te fue inel con un aco que le hizo el culo antes que vos. Entonces esos pomos de crema antihemorroidal en el botiquín del baño y esos almohadones anatómicos que pusiste en el asiento del acompañante de tu auto porque ella te lo pidió después de un n de semana largo —ese n de semana largo que vos pasaste como un boludo trabajando en Mar del Plata— tienen bastante más sentido. Bungarini: buen estudiante, alumno mediocre, pelo ensortijado, alto y encorvado. Nunca pisó una universidad. Tiene veintiséis y maneja la camioneta de la empresa de de su papá. Y no es una gran empresa. catering de Fracasado. Al menos para para los parámetros del colegio privado al que que todos fuimos en Palermo. Todavía conserva ese tonito de pregunta, como si todo lo que dijera esperara la aprobación del resto. Sostiene el cigarrillo de marihuana con la punta de los
dedos. Se toma sus segundos antes de largar el humo. Nunca hay que participar de una reunión de ex alumnos del colegio secundario a menos que hayan pasado cuarenta años, me dice Mangioni. Entonces toda la decadencia se le puede atribuir pura y exclusivamente al tiempo. Buena frase. La anoto. Leo hasta donde tengo escrito: «Ahí están, arrasados, sosteniéndose de la mesa con lo poco que les queda de dignidad. La reproducción grotesca de la Última cena si Leonardo Da Vinci hubiese nacido en Buenos Aires y sin talento cuatrocientos años más tarde». Cadáveres frescos de una morgue moral, vuelve a decirme Mangioni. Tampoco está mal, pienso mientras anoto. Núñez intenta rearmar el ltro improvisado antes de fumarse su turno. Durante el colegio podía resultar simpático, pero pisando los treinta tiene la sonrisa automatizada de los imbéciles. Vendí el albergue transitorio de mi viejo en el dos mil, dice, esforzándose por articular del modo más claro cada palabra, y con el corralito nanciero del dos mil uno perdí todo. Núñez: morocho, alto, otro estudiante mediocre. Tenía aptitud para ser líder pero se conformaba como ladero. Cuando le preguntaban, contestaba que quería ser pediatra. Al menos mi viejo no está para saber cómo terminó su negocio, dice. Alguien le pregunta a qué se dedica ahora. Trabajo en la municipalidad, responde Núñez. Cuando alguno de ustedes deje su auto estacionado sobre un cordón amarillo y la grúa lo levante, acuérdese de mí. Yo soy el que
acomoda los arneses de la grúa. Mangioni tira al pasto del jardín lo que hay en un vaso y sirve más vino. Deja el vaso en la mesa, para el primero que lo necesite. Lo mira a Núñez y le pregunta si acomodar los arneses es un escalafón superior al del tipo que maneja la grúa o inferior al del tipo que labra el acta de infracción. Núñez sonríe porque no lo escucha. Che, Bunga (todos nos llamamos por el apellido o por apócopes del apellido: Bungarini es Bunga), no te rías, dice Núñez, pero yo tuve el mismo problema que tu novia. Mi esposa, no mi novia, dice Bungarini. Ah, dice Núñez. Pensé que habías dicho novia. Dijiste novia, dicen algunos de los que siguen el diálogo al otro lado de la mesa. Mi esposa, repite Bungarini. Ah, dice Núñez. Yo tuve el mismo problema problema que tu esposa, entonces. Estaba acomodando las sogas de la grúa sobre un Duna blanco estacionado sobre una rampa para discapacitados y un tipo me pegó una patada y me tiró al piso. Esto pasó cerca del colegio, dice Núñez. En general salimos con un policía, pero como eran las cinco de la tarde y mi compañero estaba autorizado para labrar las infracciones, esa vez salimos solos. Mangioni vacía su propio vaso y se sirve Coca-Cola light. Me mira un poco aburrido. Ya conoce la anécdota. La customización de la ciudadanía es fatal, murmura sin que Núñez nos escuche. Lo que va a contar es el ejemplo más burdo de una sociedad que ejecuta cada una de sus acciones como si se tratara de clientes con una necesidad
compulsiva de satisfacción. ¿Por qué ya nadie s oporta que le digan lo que puede o no puede hacer? Y no es un problema estúpido sobre la argentinidad, dice Mangioni, que en algún momento empezó a dictarme qué escribir, sino el efecto político más pragmático de la democracia de mercado moderna. El tipo me tiró al piso, dice Núñez, y me bajó el pantalón. Sentí algo frío en el culo. Algo frío y duro. Algo como un caño. El tipo era un policía al que no le había causado ninguna gracia eso de la multa y la grúa arrastrando su Duna blanco de patente duplicada y vidrios mal polarizados hasta algún playón municipal para infractores. El médico legista que revisó a Núñez le dijo que esa incomodidad recurrente al defecar se llamaba ano complaciente. Dilatación permanente del esfínter. Como las víctimas de una violación. Denitivamente, otro fracasado. En una perspectiva diacrónica, la historia del humor entre los ex alumnos de un colegio de varones es nefasta. La misma anécdota contada en esta misma mesa cuando teníamos dieciséis habría sido hilarante. Pero ahora nadie se ríe. Nadie se anima a preguntar si Núñez está inventando o no. La fantasía general es que un colegio religioso r eligioso de varones es una especie de usina frenética de futuros homosexuales. No es así. Aunque tampoco favorece la construcción de un vínculo sano con el género femenino. Para los curas, la misoginia era un estado natural del gusto y la conciencia.
Fue Eva la que engañó a Adán con su manzana prohibida en el Paraíso. Fue Sara la que trató de impedir que Abraham cumpliera la orden de Dios y sacricara a su hijo Isaac. Y la lista podría seguir. El estado civil fue lo primero que cada uno tuvo que contar al comenzar la cena (incluso antes de la ocupación actual y qué auto manejábamos). Todos estábamos en pareja. Y con mujeres. La camada del dos mil no tuvo demasiado a s u favor. Te diría, dice Mangioni, que fue una camada con mucho menos que tres carajos a su favor. Peralta cuenta que el pibe que había sido nuestro celador durante cuarto año se suicidó hace dos meses. No tiene más detalles. Después, silencio. Llega ese momento de la madrugada en el que las palabras son como balas trazadoras desparramándose en el cielo tranquilo de una noche iraquí. Florido: contextura musculosa, rasgos nos, gestos amanerados pero denitivamente viriles. Pésimo alumno pero seductor. Ausente con aviso. Está de viaje. Vende corbatas en un shopping. Mangioni, en cambio, volvió desde California exclusivamente para esto. Estudió Ciencias Políticas en Stanford hasta el dos mil cuatro y después se quedó como profesor adjunto. Enseña Historia Latinoamericana. Podés anotar dos observaciones interesantes sobre mí.
La primera, dice Mangioni, es que los alumnos en Palo Alto rinden excelentes exámenes sobre la etapa menemista de la Argentina. La segunda es que tengo sexomnio. sexomnio. Un desorden del sueño que me hizo bastante popular en el campus, dice. Una versión sexual del sonambulismo, porque tenés sexo mientras estás dormido. La ciencia lo descubrió en el noventa y seis. O lo inventó en el noventa y seis, se corrige Mangioni. También dice que en Londres ha habido absoluciones en casos de abuso donde el acusado demostró que padecía sexomnio. Es tarde. Casi no brotan risas cuando se oye el estruendo de algún eructo. Algunos ya dormitan. Pienso que lo más natural es alejar un poco mi silla de Mangioni y lo hago. Lo primero que te pregunta el médico es si tu pareja no se queja de ciertas actitudes sexuales molestas durante la noche, me dicta Mangioni. Y si no tenés pareja, te pregunta si no te sucede con cierta frecuencia que encuentres prolácticos alrededor de la cama o en el living. Mangioni me mira y dice: El sexomnio es un padecimiento extraño pero metódico. Alosio: piel mate, mate, buen alumno, equillo infantil y jugador de fútbol diestro. Típico palurdo de barrio anclado en los recuerdos. Ausente sin aviso. Moreno: otro equillo ridículo, alumno lamebotas y compañero dudoso. Deportista full time. Empezó jugando rugby para el colegio y hace cinco años casi fue medalla de bronce en un Campeonato Sudamericano de Levantamiento de Pesas.
Ahora trabaja como patovica. El término exacto, dice Moreno, sería personal de seguridad alterofílico. Un patovica ilustrado, dice Mangioni. Anoto la frase. Pero antes de que logre terminar de escribirla, Mangioni me dice: eso va con una hache. «Halterofílico». Moreno rechaza su turno con el cigarrillo y aclara que también estudió Marketing. No trabajé nunca de eso, dice, pero me ayuda a venderme. Él está ahí sentado, hablando, tomando su gaseosa light, pero nadie parece tener un recuerdo demasiado valioso de Moreno. Mangioni sonríe y vuelve a decirme en voz baja: No vino a la última reunión y cuando Alosio recitó de memoria la lista completa de alumnos de quinto año A, no lo nombró. En ese momento, tampoco nadie pudo notarlo. Estamos en el jardín de una casona anticuada a unos kilómetros de Pilar. Antes de fumarme mi turno de marihuana anoto que los sonidos de la bomba de la pileta son un murmullo siniestro. Es otoño, así que casi todos usamos camisas cerradas hasta el último botón. Algunos, de hecho, preeren no sacarse la campera. Moreno se conforma con una camiseta de algodón blanco Armani que no deja de marcar el diámetro de sus bíceps. Tengo una recomendación, dice Moreno, con la mirada repentinamente reexiva. Jamás usen anabólicos. El estanozonol puede servir durante un tiempo, pero nunca usen decanoato de nandrolona sin control médico. Son
androgénicos muy traicioneros. Nadie entiende de qué está hablando, así que volvemos al silencio incómodo. Estoy hablando de ginecomastia, dice Moreno. Mangioni intenta tomar su Coca-Cola light para disimular la sonrisa. Alguien tose, pero sólo por accidente. Agrandamiento de las glándulas mamarias, termina por aclarar Moreno. Fracasado. Devoto y Canson están sentados a cuatro sillas de distancia y no se miran. Ni siquiera cuando se pasan el cigarrillo. Le pregunto a Mangioni si sabe por qué. (Todos sabemos el motivo, pero su versión tiene algunos detalles interesantes). Devoto y Canson se siguieron viendo durante bastante tiempo cuando terminó el colegio. El problema fue que Devoto tenía una hermana menor que a Canson siempre le había gustado. Canson se propuso un trabajo no: empezó chateando con ella durante sus noches de estudiante universitario (no hacía falta ser mucho más para impresionar a una adolescente de dieciséis) y después la llevó a algunas raves. Empezaron jugueteando a oscuras en un sillón y ella terminó pidiéndole que le metiera cada vez más dedos. Devoto se enteró del jueguito de Canson cuando su hermana dejó por error algunos videos en el escritorio de la computadora familiar. En uno había un muy buen primer plano de Canson regándole el paladar con un manantial bastante grosero de semen, me informa Mangioni.
Y me aclara: grosero se sigue escribiendo con ese y no con ce. Pero había otra versión. Los padres de Devoto habían encontrado una botella de aceite suavizante Johnson escondida en la habitación de su hija y, en medio de una explicación confusa, ella había nombrado al mejor amigo de su hermano. Cuando dicto algún seminario para estudiantes avanzados de Historia, me explica Mangioni, no encuentro una mejor manera de ejemplicar el contenido simbólico, económico y cultural de la transición entre los años noventa y el Bicentenario en la Argentina que la vida de mis fellow students en Buenos Aires. Espine: alumno brillante y comediante efectista. Fue el único que intentó formar una banda musical. Estudia ingeniería y preere jugar con los restos de carbón en la parrilla antes que hablar. Anoto que es nuestro antrión en la casa de n de semana de sus abuelos. La palabra clave, dice Mangioni, inmediatamente después de codearme, es diacronismo. Cuando estábamos en cuarto año, Espi no hubiera podido quedarse callado delante de tantas oportunidades para hacer sus chistes. Y Moreno, digamos, no se hubiera s entido nunca autorizado a contar algo sobre su vida privada delante de Bunga o Núñez. Ninguno de los dos, me dicta Mangioni con una voz baja y clara, deben haberle dirigido la palabra durante toda la secundaria. Mangioni controla que esté anotando cada una de sus palabras y dice:
A eso lo llamo horizontalización de las jerarquías. A mi entender, un epifenómeno relevante en lo que se reere a la nueva construcción de ciudadanía. Mangioni suspira y dice: O tal vez sólo sea la vejez. Con zeta, ojo. Silva: matemático nato, tartamudo irremediable, bohemio y uno de los mejores promedios. Estudia informática y en sus ratos libres toca la guitarra en el subte. Te-te-te digo, More, que a vo-vo-vos no se te notan para nada los años. ¿No dije a-a-antes que yo te-te-tengo una nena? Pienso en qué me diría Mangioni si supiera lo que anoto: «El relato público de una paternidad es más patético que el de una maternidad». Au-au-aunque Silva todavía tartamudee mientras dice que su hija le inspira canciones, ya nadie tiene el coraje de bu-bu-burlarse. Mangioni verica que yo esté registrando la escena y se inclina para decirme: No te olvides de anotar que Silva siempre elogia el perfume orgánico de la menstruación de su mujer. Ah, dice Mangioni un segundo después. Esa frase sobre la paternidad y la maternidad, por favor… No termino de borrarla cuando levanto la cabeza y veo a Silva aspirando el humo de la marihuana con cierta desesperación. Después de una larga perorata sobre la sensibilidad musical y el vigor de los lazos vitales entre el cuerpo femenino, la Tierra y la energía creativa, dice: To-to-todo eso pu-puede percibirse muy bien e-e-en el perfume agrio y oscuro de la menstruación de tu mu-mujer.
La única con la que se acostó, me dice Mangioni. Fracasado. Tuvieron a su alcance todos los medios para irse. Al menos para hacer turismo. Para hacer eso que la clase media tradicional llamaba abrirse la cabeza, dice Mangioni. Pero se quedaron con sus noviecitas vírgenes del c olegio secundario. Amas de casa que crían hijos y venden productos Avon, vuelve a dictarme Mangioni. Esa pasividad tan expectante, dice Mangioni. Esa necesidad de espera innita. Mangioni me pide prestada la lapicera y escribe en letras mayúsculas: «Menemismo». No estoy seguro, pienso mientras agarro un vaso de la mesa, al azar. Tiene vino y tomo dos o tres sorbos largos antes de volver a dejarlo por ahí. Matusian. El único armenio que pesa lo mismo que dos. Gesto serio, líder carismático por autoproclamación y buen promedio. Iba a ser ingeniero químico pero terminó convertido en un próspero próspero viajante de comercio. Ahora usa un nosotros inclusivo cada vez que habla de sus empleadores. Matusian preere no fumarse su turno de marihuana y dice nuestra pinturería es la que ofrece las mejores materias primas en todo el país. Dice que sólo este mes viajó por Córdoba, Chubut, Catamarca, Santa Fe y Tierra del Fuego visitando sus canteras de materiales. Tenemos un buen auto para eso, dice. Sabemos que viaja solo y que duerme en hoteles dos estrellas.
Bunga y More le preguntan si ese auto es el mismo en el que vino hoy. Matusian se revisa los puños de la camisa recién planchada y dice que sí. Un Ford Fiesta gris modelo noventa y cinco con algunos golpes. Tiene un pino desodorizante colgado de la palanca de cambios. Mangioni escribe otra vez: «¿No lo ves?» Y subraya dos veces cada palabra. Veo platos sucios y botellas vacías. Veo muchos vasos descartables volcados. Veo pies que tantean el pasto. Veo demasiadas colillas de cigarrillos. Veo, le digo a Mangioni, para demostrarle que yo también puedo alar mis propios comentarios, a un grupo de veinteañeros tardíos en avanzado estado de descomposición espiritual. Mangioni me mira con cierta piedad. Dice: Los noventa fueron ansiedad y todo lo que vino después fue apatía. Ombliguismo rancio. Quietismo como el de Miguel de Molinos: sin responsabilidad moral. No los culpo. No es fácil vivir después del fragor de una década como esa, dice Mangioni. Después de eso, el resto puede parecer música mobiliaria de Erik Satie. Mangioni me regala una mirada de aprobación cuando comprueba que escribí «Satie» como corresponde, así que no voy a darle la satisfacción de aclararle que fue pura casualidad. Amodio: el negro de la clase, simpático y buen futbolista, petiso y con voz gruesa. Vago. Mira el cigarrillo de marihuana. Dice: Caballeros, están frente a un abogado.
Aspira una sola vez y deja su tarjeta sobre la mesa. mesa. Acá tienen mi credencial. A ustedes, putos, les voy a enseñar algunas cosas (Amodio siempre nos llamó putos). Ustedes no saben tratar a sus mujeres, ustedes son de los que llegan a la caja del supermercado y sus esposas les dicen ahora me quiero llevar esto y esto, y ustedes agachan la cabeza y dicen sí querida y pagan con su tarjeta. Putos, grita Amodio, y le da un golpe a la mesa. Hagan valer sus derechos. Putos fracasados. El cigarrillo pasa de mano en mano. Es una tuca con un extremo demasiado lleno de saliva y el otro cada vez más incandescente. ¿Vos querés la típica tensión homosexual de colegio de varones?, me pregunta Mangioni. Mirá a este grupo de tipos sentados en círculo succionando cannabis sativa del mismo cilindro húmedo y caliente. Ahí tenés tensión homosexual. Se oyen los primeros pájaros. Alguien ya dijo que el profesor Campichuelo se murió de cáncer hace un año y que a Parada, que enseñaba Contabilidad, lo echaron por hacerle bromas sexistas a una alumna. Las mujeres arruinaron todo. Tarro: rubio, ojos celestes, buen promedio, nene de mamá. Los abdominales bien denidos de antes le subieron hasta la papada, pero Tarro sigue siendo nuestro efebo. El único que logró penetrar una vagina gratis durante el viaje de egresados a Cancún. El primero en exhibir su propio video porno con una alumna del colegio de monjas. ¿Se acuerdan del boliche donde me hicieron deslar?
Tarro fuma su turno hasta quemarse los labios. Delante de todos esos negros de Temperley, San Miguel del Monte, Ciudadela, San Martín. Todos esos negros con gorrita y zapatillas con resortes uorescentes, dice Tarro. Ninguna de esas negras me aplaudió cuando los animadores empezaron con esa boludez del aplausómetro. Tarro hace una pausa y se toma lo poco que queda de cerveza en su vaso. Era el único tipo con ojos celestes y piel blanca en ese lugar, dice, y ninguna de las negras me aplaudió. Nosotros nos decepcionamos más que vos, dice en voz alta Mangioni. Tarro alza las cejas y se mira los dedos, un poco escéptico. Después apaga los restos del cigarrillo. El viaje al n de la noche se acabó. Bunga y Núñez se levantan de sus sillas como dos viejos monstruos enterrados en el fondo del mar. Moreno los sigue al instante. Espine enciende su cámara. Acomódense todos contra la pared del fondo, dice. Silva pregunta do-do-dónde podemos dejar nuestros papa-pantalones. Matusian primero dice que no quiere sacarse la clásica foto donde todos estamos de espaldas mostrando el culo, pero al nal accede. El resto simplemente nos desabrochamos el cinturón y preguntamos dónde hay que pararse. Una breve maratón de zombies de culo blanco se alinea contra una pared verde y rugosa. Mientras colgamos nuestros pantalones en el respaldo de una silla, Mangioni me pide que tenga cuidado cuando vaya a escribir la crónica de esta reunión. Por favor, ahorra-
te caer en más copias maquínicas del estilo Raymond Carver. Esa escritura despojada, dice Mangioni, esa escritura de la abulia no es más que el reverso depresivo del trastorno ansioso de los noventa, con cincuenta años de atraso cultural argentino. Y por favor, dice Mangioni, aunque le pido que hable más despacio para poder registrar mejor cada una de sus palabras, por favor, Nicolás, tampoco caigas en esa estúpida incorrección política del cronista à la Truman Capote. Esa idea de intrusión en la vida privada puede parecer muy moderna en Buenos Aires, pero en el mundo real es un estilo casi arqueológico. Quiero leer hasta donde me dictó pero no hay tiempo. Hay que sacarse la foto y hace frío.
No alimenten al troll
de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 4 de julio de 2011 01:53 asunto Re: Mudos enviado por gmail.com rmado por gmail.com Sitios como Mercado Libre. Ahí contratan empleados mudos para vigilar las transacciones. Tipos que no necesitan saber nada sobre computadoras, ni sobre los detalles de ese aerosol para aromatizador que GASTY4 quiere venderle a FarenCoco. Ni siquiera necesitan conocer el libre mercado. Lo único que necesitan saber es que hay determinadas mercancías prohibidas. ¿Vieron esa opción a la derecha de cada una de las preguntas de los interesados en una oferta? No dice denunciar por capricho. Se sorprenderían si supieran cuántas veces por mes se oferta un riñón. Cuatro mil dólares. Envío a combinar. Y no estoy hablando del riñón de un animal. animal.
Se ofertan fetos. Hasta cuatro meses de gestación. En formol. O cráneos. Para estudiantes de medicina. Pero no siempre. Nadie quiere ofertar su cochecito para bebé —manillar regulable, cinturón de seguridad de cinco posiciones, consultar stock— junto a los restos académicamente viables de un aborto. Para eso contratan a los mudos. Ellos eliminan ofertas de ese estilo y evitan que el público se entere de su existencia. Para que te contraten hace falta un certicado médico perfectamente falsicable y nada más. Yo mismo me hice pasar por mudo durante cuatro meses. Nunca abrí la boca, pero me aburrí. Me resulta más fácil aburrirme que abrir la boca. Desde afuera, después, hice que varios mudos perdieran su trabajo. Un poco de trolling vengativo, vengativo, como haría cualquiera. No hay que conocer demasiado lenguaje HTML para encriptar ofertas de un modo tal que se demore, digamos, siete u ocho horas hasta que puedan borrarlas. Una aclaración: hablo en plural porque conozco suciente lenguaje HTML como para saber que en este momento me leen desde cualquier red. Eso incluye a comentaristas y administradores. Especialmente a administradores. La foto de un riñón humano listo para trasplantarse se encuentra en Google en dos segundos. Dejen de leer esto. Escriban: “riñón humano” en el buscador. Miren la pantalla
durante dos segundos. Cambio temático y confrontación directa con tópico shockeante. Tercer corolario de la ley de Wilcox-McCandlish. Eso es trolling . ¿Alguna vez vieron cómo reacciona un inspector de ofertas mudo cuando un supervisor con barba candado le anuncia que van a despedirlo? Su frustración es una especie de mugido torpe. De todos modos, Mercado Libre no es más que un pla yground. Lo importante ocurre en otro lugar. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 5 de julio de 2011 02:14 asunto Re: ¿Realidad? enviado por gmail.com rmado por gmail.com En este mismo instante podría logearme en cualquier foro y hacer estallar una discusión innita entre tres mil members. Tengo que escribir algo al estilo “¿Quién hace el tutorial de este lugar? ¿Un africano convertido al judaísmo?” para que al menos seis administradores -profesionales responsables y padres de familia- comiencen la danza de la persecución con su mejor buena voluntad. No los culpen, son respuestas automáticas a estímulos reales.
También podría llenar una taza con kerosene, echársela encima al primer linyera que encontrara durmiendo en el umbral de un negocio y prender un fósforo. La reacción de cualquiera de esos mismos administradores frente al grito de terror y el olor a carne quemada sería cerrar la ventana. Después les dirían a sus hijos que afuera no pasa nada, volverían a sentarse frente a la tranquilidad de sus monitores e insistirían con su fantasía estúpida de hackearme. ¿Ustedes se preguntan qué es lo Real? Un troll opera por vanidad. Necesita desmoronar el orden de cualquier comunidad digital para probar que existe. Un troll no sabe que lo único que logra así es rearmar la existencia del Orden. Una vez el SysOp de un portal de noticias me llamó troll. Es discutible. Nate Silver se pasó un año persiguiéndome a través de su FiveThirtyEight.com hasta que la revista Time lo nombró uno de los World´s 100 Most Inuential People. Eso fue en abril de 2009, cuando me aburrí de leer sus mensajes desesperados pidiendo mi cabeza por toda la red. Supongo que él sí tiene derecho a llamarme troll. Atención, trasnochados agentes del subdesarrollo global: yo le hice sangrar toneladas de bytes a Nate Silver desde una computadora armada con hardware comprado al costo en la calle Florida. Un procesador Intel Core i7. Un mother con capacitores de estado sólido. Algunas aplicaciones Cross Site Scripting. Pero también pude haber usado cualquiera
de mis viejas 486. No hace falta mucho más para tener la red BOT de un parque informático inexpugnable en tu poder. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 5 de julio de 2011 06:43 asunto Re: Yo soy Otro enviado por gmail.com rmado por gmail.com ¿Necesitan saber cómo me visto? ¿Necesitan saber de qué nuevo color me teñí el pelo? Les aseguro que tampoco necesitan saber mi edad, aunque soy casi tan joven como creen en la División Seguridad Informática de la Policía Federal. ¿Tengo algo parecido a una novia? Claro que sí. No necesitan saber eso. Ustedes necesitan saber por qué sus webcams se encienden solas mientras duermen. ¿Saben qué es algo freemium? Ustedes necesitan saber qué es freemium. Acceso gratuito a contenidos premium premium en internet. internet. Hasta que a alguien se le ocurre que acaba de cruzarse una determinada barrera de tolerancia nanciera, entonces van a empezar a cobrarte por lo mismo que antes era gratis. Les estoy hablando sobre lo Real. Funciona con siete de cada diez clientes en un universo de seis billones de usuarios en todo el mundo. Necesitan saberlo porque freemium es la destrucción metódica de una utopía.
Mi utopía. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 7 de julio de 2011 16:32 asunto Re: Trolling enviado por gmail.com rmado por gmail.com Supongan que soy un troll. Ahora quiero que piensen qué son ustedes. Ustedes tienen sus teléfonos celulares touch. Televisores touch. Consolas de video touch. Yo podría convertir todo eso en algo absolutamente inútil. No es difícil. Sé cómo provocar que les dé miedo tocarlos. Y no les estoy hablando de un miedo parecido al de contagiarse el virus de la gripe N1H1. Les estoy hablando de auténtico y absoluto pánico. Los sitios de noticias, por ejemplo. Otro playground. Fluidos de desinformación cronometrados para apoderarse de las conciencias. Puedo derrumbar cualquier portal de noticias con tres días y cuatro minutos de trolling . Primero necesito tres días de searching sobre cualquiera de los accionistas o administradores, algo que se puede hacer desde las computadoras de cualquier locutorio. Los web Proxy chinos son ideales. Como los que se pue-
den bajar desde cualquier lado para burlar los ltros P2P que usan los ISP en Argentina. Ustedes no necesitan saber que les estoy hablando de TASA y TECO. El resto es insertar ciclos de comentarios divergentes en eslabones diferenciados por tres temas distintos. Con un Proxy apropiado, cualquier portal se satura y se apaga en cuatro minutos. No les estoy hablando de links bobos a shocking sites. Les estoy hablando de una disrupción masiva. Cientos de sockpuppets capaces de arruinar el curriculum de c ualquier administrador profesional. Créanme. A ningún CEO le gusta que los comments sobre el departamento privado que alquila para acostarse con travestis inunden su propio portal de noticias. Mucho menos cuando la información es cierta y no sabe a quién culpar. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 8 de julio de 2011 13:34 asunto Re: Hacktivismo enviado por gmail.com rmado por gmail.com No se trata de desinformar. Se trata de desterritorializar un deseo restringido a la necesidad de estar informado. Hacktivismo.
de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 11 de julio de 2011 17:55 asunto Re: SIDE enviado por gmail.com rmado por gmail.com Muy bien, la división informática de la Secretaría de Inteligencia del Estado. Trabajé para ellos durante un año. Te reclutan por correo electrónico si detectan que tenés el potencial. Es la primera salida laboral de muchos hackers mediocres. Su primer ejercicio consiste en enviarte una lista de sitios para que ejecutes distintas clases típicas de trolling en en un determinado lapso de tiempo. Blogs. Foros. Portales. Mailing lists. Los targets son sitios minusválidos donde se critica demasiado o se difunden imágenes perjudiciales para el gobierno. Nada realmente importante. Si podés destacarte haciendo eso, entonces te recluta la Secretaría de Inteligencia del Estado paralela. Ahí es donde está la guita. Claro que a nadie le gusta que lo llamen mercenario durante mucho tiempo. En especial cuando los que empiezan a llamarte así son otros trolls.
de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 13 de julio de 2011 11:03 asunto Re: Trolling enviado por gmail.com rmado por gmail.com Para el hemisferio occidental funcionan siempre las divisiones en razas y religiones. Negro. Mestizo. Mulato. Terroso es una palabra especialmente productiva para trollear en Buenos Aires. Todas las variantes del antisemitismo funcionan sin problemas. Cualquier cita de Mein Kampf , siempre y cuando esté traducida al castellano. Las deciencias físicas nunca dejan de cotizar. La obesidad y la vejez, siempre y cuando se hable de obesidad mórbida hereditaria y de perfume a naftalina de lo vetusto y lo obsoleto. Lo sexista funciona sólo si lográs hacerlo operar de manera tangencial. Para el hemisferio oriental funciona muy bien el porno. También los shocking sites. La zoolia puede reconducir el tráco entero de cualquier portal de noticias políticas hacia donde uno quiera. Una capacidad que sólo es superada por la pedolia. Nunca entendí por qué en Rusia los trabajos de spammer se pagan con acceso gratuito a sitios de pedolia. Como si cualquiera lo sucientemente diestro como para trazar márgenes de efectividad de spam necesitara usar su propia tarjeta de crédito en la web.
de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 16 de julio de 2011 16:37 asunto Re: Yo soy Otro enviado por gmail.com rmado por gmail.com No necesitan saber que durante un recreo en cuarto grado mis compañeros me patearon y pasé un mes en cama con un testículo inamado. Por esa época tuve mi primer acercamiento serio a las computadoras. Apenas pude volver a la escuela, averigüé los detalles que me faltaban y detoné los discos de los que me habían pegado. Y de los que creí que me habían pegado. Y de sus padres y de sus parientes. Y de las maestras que les dejaron pegarme. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 17 de julio de 2011 03:12 asunto Re: Spammer enviado por gmail.com rmado por gmail.com La tasa de éxito del spam es de entre el cero coma dos y el cero coma tres por ciento. Eso quiere decir que aún si tuvieran un servidor capaz de enviar diez mil correos electrónicos de spam por hora, solamente el dos por ciento llegaría a convertirse en algo que algún usuario podría llegar a leer.
Un buen spammer puede rastrear líneas en distintos sitios y mejorar la tasa de éxito hasta un doscientos por ciento. laCada vez que alguien mira un video en Porn Hub — latin couple fuck on lm, sexy latina hardcore action, fetish or
not there all golddiggers —, lo que gotea su rastro infalible de ADN no es el pene ácido del usuario que se masturba frente al monitor, sino la dirección IP de un consumidor con gustos denidos. Viagra sin receta. Agrandamiento mecánico de pene. Anabólicos esteroides. Porn Hub no es ningún desafío para un troll, pero denitivamente es el gran playground de los spammers. La pornografía de baja densidad y calidad freemium es una base de datos para el perfeccionamiento del spam.
de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 19 de julio de 2011 01:14 asunto Re: Arte de comentar enviado por gmail.com rmado por gmail.com Seguramente leyeron en los medios tradicionales sobre ese caso de ciberbulling extremo extremo en Arkansas. La madre y la hija que inventaron el perl de un quarterback alto y rubio en Facebook y comenzaron a seducir a la vecinita de trece años que les molestaba. Se suponía que iba a ser una broma.
Le hablaron haciéndose pasar por el quarterback alto y rubio hasta que lograron construir una amistad virtual. Después hicieron todo lo posible para que la vecinita se enamorara del falso quarterback alto y rubio que le conaba todos sus secretos por Facebook. Bueno, la vecinita se enamoró. Entonces un día, la madre y la hija activaron la broma. El falso quarterback alto y rubio empezó a insultar sin motivo a la vecinita enamorada. “El mundo sería un lugar mejor sin vos”. La vecinita molesta y enamorada terminó suicidándose. Ninguna gura jurídica penal pudo castigarlas. ¿Saben por qué? Porque la red es incapaz de preveer sus propios puntos de fuga. ¿Saben qué esperan las corporaciones de nosotros? Esperan que nos transformemos en un comment de lo Real. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 21 de julio de 2011 11:51 asunto Re: Don´t feed the troll enviado por gmail.com rmado por gmail.com El máximo grado de trolling se se parece mucho al snuff. Ya saben, ese género donde se registra la tortura, violación y muerte de alguien que nunca llega a defenderse. Conozco a un troll que asegura que un Moderador de Comentarios de Clarín.com trató de bloquearlo durante seis
meses y terminó suicidándose por la frustración. Miren, el universo troll está dividido en una gran mitad de mitómanos y otra gran mitad de masturbadores compulsivos. Variantes de lo mismo. Los Moderadores de Comentarios son trolls frustrados. Agentes del terrorismo de Mercado. Mercado. Sirvientes del Zar en pleno Octubre Rojo. Deberían creerme cuando les digo que el rumor existe. Pero nadie debería creérselo a un troll. Mucho menos cuando dice que indujo el suicidio de un Moderador de Comentarios. Eso sería como creerle a Edipo que se acostó con Yocasta, lo disfrutó, y cuando le dijeron que su padre estaba muerto, volvió a la cama con mamá sin cambiar las sábanas. Mi récord personal es haber provocado una depresión profunda —dopamina, amitriptilina, amoxapina— y una sanción laboral. Lo hice gratis y básicamente porque me provocaron. El tipo se llamaba Martín. Administraba un foro de treinta mil usuarios donde se intercambiaban imágenes de actrices y modelos escaneadas de todas las revistas de papel. El primer trolling lo lo hice por aburrimiento. Dejé escrito un pedido de material absurdo —el uso del absurdo está muy descalicado, aunque es efectivo como primer golpe— e inmediatamente añadí un comment: “Esas medias nuevas que te vi puestas ayer disimulan muy bien las várices por tu grasa mórbida”. El tema fue que el padre del administrador del foro era un diabético que acababa de morirse. Le habían amputado primero los pies, después las piernas.
Regla de seguridad informática: durante la madrugada, los usuarios que se sienten amigos de los administradores y cruzan correos electrónicos privados con ellos son altamente proclives a las fugas de información. Ingeniería social básica. Cambié mi avatar y mi nombre de usuario. Mi siguiente comment fue: “Si en tus cajones ahora sobran medias, mejor enterralas con azúcar”. Reconozco que hizo sus intentos para rastrearme. Incluso llegó a hackear el correo electrónico que había dejado a su alcance. Hizo lo que cualquier administrador cegado por la furia hace siempre: enviar spam. Cuando estuvo al borde de saturar la cuenta, me envió un último correo. Pero lo hizo desde su propia dirección. Los administradores siempre quieren vanagloriarse. Fue lo único que necesité para tener acceso a su IP, servidor, huella de rma digital, campo Hash. El foro quedó fuera de servicio durante un mes. Era un buen foro. En el colegio religioso donde este administrador traba jaba como celador lo suspendieron por una semana. Todo lo que tuve que hacer fue enviar por correo electrónico algunas imágenes muy desafortunadas de su colección de “bebotas argentinas de los ochenta”. Esa semana empezó con la medicación psiquiátrica. Aunque para mí ya se había vuelto aburrido. Don´t feed the troll. Escriban eso en Google y van a entender.
de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 22 de julio de 2011 03:17 asunto Re: Mitnick enviado por gmail.com rmado por gmail.com Kevin Mitnick fue arrestado en mil novecientos noventa y cinco por el FBI. Lo acusaban de ser el hacker más peligroso del mundo. Pasó uno de sus cinco años preso en una celda solitaria. El juez tenía miedo de que desencadenara una guerra nuclear si tocaba un teléfono. Después escribió un par de best sellers. Ahora es presidente de Mitnick Security Consulting LLC. ¿Saben lo que la cárcel puede hacerle a un geek? ¿Ustedes creen que no está esperando el momento oportuno para vengarse? El primero de diciembre del año dos mil tres, a las doce en punto de la noche, una bomba lógica hizo estragos en los servidores de Visa en Buenos Aires. Nadie en la empresa lo notó en ese momento porque se festejaba el Día Visa Argentina. Pudieron desactivarla recién dos días más tarde. El daño total para la empresa fue de tres millones de dólares y una gerente de sistemas despedida. No hubo denuncia porque se quiso evitar la mala publicidad. Durante esas cuarenta y ocho horas, los usuarios de Visa
pudieron extraer de cada cajero más efectivo que el máximo permitido sin que la tarjeta se los debitara de sus cuentas. Por supuesto, ningún usuario lo sabía. Excepto quien había programado la bomba lógica. Y sus amigos. Era un programador al que habían despedido de mala manera seis meses antes. Lo que en seguridad informática se llama un empleado desleal. La verdadera internet es una red de empleados desleales. Pregúntenle a Richard Stallman y a San iGNUcio. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 24 de julio de 2011 02:13 asunto Re: DSM—IV—TR enviado por gmail.com rmado por gmail.com Laxitud asociativa. Alucinaciones. Aplanamiento afectivo. Desde que las historias clínicas se digitalizaron, los hospitales y los sanatorios ampliaron el campo de batalla. Lo último en trolling son son los historiales psiquiátricos. Ya no se trata de saturar los parámetros de razón de los administradores de un servidor, sino de diagnosticarles una demencia psiquiátrica a la distancia. Es la clase de desacreditación que nadie puede conrmar nunca. Entonces se vuelve creíble. Y, créanme, realmente puede provocar estragos. Personalmente, no es mi target de trabajo favorito. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales DSM—IV—TR, por ejemplo. ¿Ustedes saben que
la “destrucción de la propiedad” se computa como criterio de diagnóstico para trastornos sociales? El primer troll de la Historia fue Sigmund Freud. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 26 de julio de 2011 18:01 asunto Re: Digital Content Curator enviado por gmail.com rmado por gmail.com Cuando los periodistas convencionales que arrastran micrófonos y videocámaras desde las burbujas arcaicas de sus redacciones desaparezcan, llegará el tiempo de los curadores digitales. Digital Content Curators. Filtradores y analistas de canales digitales por los que circulan cada uno de los eventos que tienen lugar a cada instante en cada punto del planeta. Troll es una palabra con la que dentro de diez años las madres van a asustar a sus hijos. Imagínense un mundo informático forjado a la exacta medida de nuestro poder. de Troll para Nicolás Mavrakis fecha 27 de julio de 2011 03:17 asunto Re: Hasta nunca enviado por gmail.com rmado por gmail.com
Vivís en un Teatro de Disturbios Digitales. Hasta que me aburra y corte los hilos, vas a ser mi marioneta.
Hay que matar a Tinelli
Los hechos narrados son verídicos, ninguna semejanza con la realidad es casual. 1
Lunes. Nueve de la mañana. Interior. Hay amistades que surgen a partir de los mismos rasgos que deberían hacerlas imposibles. No se trata exactamente de cuestiones como la edad —aunque la edad es uno de esos rasgos— sino de una suma de factores que, a falta de una mejor descripción, podrían llamarse disposiciones espirituales. Sobre el sexo, sin ir más lejos, pueden leerse y escucharse innitas deniciones biológicas, losócas o sociales. Pero, al nal, el sexo es lo que la mercadotecnia necesite que sea en un determinado momento de su historia, que es la historia de la disponibilidad material para explotarlo. El sistema funciona así desde hace doscientos veinte años. Convengamos que si alguien particularmente naïf — y ese adjetivo incumbe a todos, excepto tal vez a Giorgio
Agamben— intenta denir qué es la amistad, es inevitable que termine diciendo imbecilidades. Por mi lado, siempre creí que la amistad era un fenómeno psicológico excepcional. Y no estoy usando la palabra excepcional en el sentido en el que las madres primerizas llaman excepcional al souvenir del cordón umbilical de su primer hijo en un cofre de papel, sino excepcional en el sentido en el que algo puede alterar profundamente una cadena seriada de eventos en el tiempo y el espacio. Atención. Esto es lo que los guionistas más tradicionales del cine de terror suelen llamar construcción del clímax . 2
Martes. Tres de la madrugada. Interior. Marcelo Tinelli tiene un patrimonio declarado de sesenta millones de dólares. Eso incluye propiedades en Argentina y en el extranjero, campos subvaluados por el sco y varios autos importados. Pero su joya es una productora televisiva, musical, teatral y deportiva que había exportado durante años programas —que él llamaba productos — a toda Latinoamérica. Ahora calculen la cifra cifra real de todo lo que no está declarado a su nombre. El poder de penetración en la opinión pública no tiene una cotización exactamente económica. Se trata de un valor de cambio político que multiplica su potencial a razón de cada punto de rating.
Medido entre la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, cada punto de rating actual equivale a cuarenta y un mil ochocientos veintiún hogares. Son números. Lo importante es que, como objetivo, Marcelo Tinelli había comenzado su indeclinable caída desde la cima del rating en el año dos mil doce. La recomposición neuronal de sus víctimas demoraría décadas. 3
Miércoles. Once de la mañana. Interior. La amistad inevitable y profunda entre dos hombres se llama hermandad. “Una vez más a la brecha, queridos amigos”, y todo eso con lo que vibran las salas del teatro isab elino. Aunque mi amigo, mi hermano, prefería ubicarse en algo que con voz marcial siempre llamó un teatro de operaciones. La historia de cómo nos conocimos implica una breve descripción personal. Algo que él llamaría ambientación. Piensen en mí de la siguiente manera: soy alguien que cuelga sus dos pantalones en la única silla que hay en el pequeño living de su monoambiente y que alterna uno u otro según la temperatura y la ocasión. Y no les estoy hablando de un abanico con demasiadas ocasiones. Mi ambientación , en los términos de mi amigo, incluiría también palabras como solitario , astringente y sin hijos. Aún así, ambos teníamos un punto de convergencia: la frustración de no haber llegado a convertirnos todavía en lo que queríamos.
Una vez le pregunté qué me deparaba el futuro. Me dijo: Vas a vivir cubierto de gloria. 4
Jueves. Cinco de la tarde. Interior. Si alguna vez pisaron un canal de televisión, habrán visto a la gente corriendo por distintos pasillos. A excepción de quienes trapean los pisos y aspiran los camarines, el resto de lo que ocurre en un canal de televisión se confecciona en esa red de unidades colonizadoras de la conciencia llamadas productoras. Endemol. Dori Media Group. Ideas del Sur. Pueden sonar como pequeñas y medianas empresas —algunas, yo lo sé muy bien, lo son—, pero la mayoría son aliadas estratégicas de los más grandes emporios mediáticos del mundo. Y no estoy usando la palabra emporio en el sentido en que Industrias Kaiser Argentina se fusionó con Renault para construir el Torino, sino emporio en el sentido en que Mickey Mouse es el representante de una multinacional de capital concentrado como la Walt Disney Company. Empresas que teledirigen la infancia, la adolescencia, la adultez y la ancianidad de todos los habitantes del planeta desde los últimos cien años. Empresas responsables de irradiar o extinguir los golpes de estado, las revoluciones y los avances tecnológicos que les resulten más cómodos a sus propias nanzas.
Ante ese panorama, un simple y estúpido programa de televisión más no debería representar nada trascendental. Sin embargo, ninguna de esas productoras quiso aceptar nunca, ni una sola vez, ni siquiera para un piloto, mi trabajo como guionista profesional. Por lo tanto, es momento de aclarar que yo pertenecía —y aún pertenezco— a esa subespecie global, lastimosa y errante que conguran los guionistas desempleados. Mi amigo, en cambio, vivía bajo el pesar de no haberse convertido nunca en un alto dirigente de la organización política —él la llamaba la orga — en la que había militado desde adolescente. Su fracaso había seguido cierta trayectoria. Primero fueron algunas desviaciones pequeñoburgueses menores. Cuestiones enteramente doctrinarias ante las que pudo imponerse en cuanto lo colocaron al mando de un comando armado. Ese contacto con las armas —él decía los erros — lo mantuvo entretenido. Aunque de inmediato comenzó a tener ciertas diferencias con lo que él llamaba la Conducción. Permítanme acelerar un poco eso que los guionistas de la vieja escuela suelen llamar composición de espacio y lugar. El cierre denitivo de su carrera de dirigente político llegó el veintinueve de octubre del año mil novecientos setenta y siete. Precisamente cuando un sargento del Batallón de Comandos Seiscientos Uno le disparó con un FAL calibre siete sesenta a la cabeza. Esto es lo que en las escuelas de guión que, créanme, por favor, producen más latrocinios que los talleres literarios, se llama giro inesperado.
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No me interesa si no creen lo siguiente: nuestro primer contacto fue por Twitter. En esa época, yo escribía un guión en forma de líneas sucesivas de ciento cuarenta caracteres —proyecto al que todos mis colegas no dudaron en calicar de manera unánime como pavorosa estupidez— cuando cuando comencé a recibir unos mensajes extraños. El mismo remitente enviaba frases sobre política argentina a las tres cero dos de la madrugada, después a las tres cero cuatro, a las tres cero cinco, a las tres cero siete y así, durante intervalos de uno o dos minutos, hasta las siete u ocho de la mañana. No estaba en posición de juzgar a mis lectores, en especial porque él era el único. Así que le escribí algunas líneas disuasivas y las envié a lo que, después de indagar un poco, parecía ser su dirección de correo electrónico. Lo único que me pidió fue que respetara su decisión de no darme más detalles que los necesarios. 6
Después de su segundo divorcio, Marcelo Tinelli se mudó a la torre Le Parc Figueroa Alcorta con sus hijas. Durante los meses siguientes a la separación, e incluso mucho después de que su segunda ex esposa recibiera su propia cuenta off shore a cambio de silencio, los fotógrafos de las distintas revistas de chimentos montaron eso que en la jerga del amarillismo profesional se llama guardia periodística. Desde el año dos mil doce, Marcelo Tinelli existía como
una parte aburrida de la rutina de los paparazzis. Todo lo que hacían era esperarlo los nes de semana frente al edicio donde vivía y disparar sus cámaras. Cuando conocí a Franco Magnello, Marcelo Tinelli se movilizaba en un viejo sedán BMW 545. A veces, en una camioneta BMW X5. Recuerdos de una época a la que los malos guionistas de cine bélico gustarían llamar glorias pasadas . A veces Marcelo Tinelli salía del edicio caminando, como parte de un arreglo privado con determinados tabloides en los que todavía le interesaba gurar. A veces lo hacía acompañado de una manera falsamente espontánea por todos sus hijos. Durante el desarrollo de nuestro primer plan, llegamos a obsesionarnos con el problema de una visión clara y una distancia correcta. Se suponía que yo iba a disfrazar, con la carcasa de un lente de mil doscientos milímetros Nikkor, el cañón de una AK—47S. Después iba a hacerme pasar por un fotógrafo cualquiera y montar una falsa guardia periodística. No era sutil, pero era efectivo. Con una cadencia de tiro de seiscientos disparos por minuto, la misión habría podido cumplirse sin ningún problema. Ahora que lo pienso, mi propia ambientación también debería incluir palabras como metódico , monotributista y expeditivo . A último momento, sin embargo, cambiamos de idea y terminé vendiéndole el lente a un paparazzi. Me dijo que con algo como eso ya no iba a ser necesario que fuera hasta los casamientos para hacer los álbumes de fotos. Creo que
ahora lo usa para robarles imágenes en ropa interior a todas las celebridades que se le aparezcan a treinta cuadras de distancia. 7
Si el odio fuera improductivo, sería tan inútil como el amor. Y no estoy proponiendo el tema a debate. Estoy haciendo lo que un buen guionista de cine de suspenso suele llamar una armación tajante . Mi amistad con Franco Magnello no podría haber sido más rme si no hubiera surgido de una mutua necesidad de odiar. ¿O creían que es el amor lo que genera grandes cambios? Nuestro primer encuentro fue en el café La Paz, en la esquina de Corrientes y Montevideo. Él lo llamó una cita, pero no de la manera romántica en la que los malos subtitulados panameños se reeren a una cita en el canal Space. Yo tenía que pararme pararme en la puerta con un diario La Nación (de papel) bajo el brazo. Después entrar por la puerta principal. Caminar hasta el baño. Detenerme cerca de las cajas y salir. Recién entonces se suponía que podía entrar otra vez y ubicarme en alguna mesa cerca de la ventana. Franco Magnello era exigente con este protocolo. Decía que servía para despistar a quienes pudieran seguirme. Él decía caminarme. No sé qué hubiese dado yo por tener a alguien que realmente me siguiera. Al mes de intercambiar mensajes, nos encontramos. encontramos.
Viernes. Once de la noche. Exterior. Nunca nos habíamos visto y él había sido muy enfático en no enviarme su fotografía (creí que, si no llegábamos a vernos jamás, al menos habría podido llegar a divertirme haciendo la descripción detallada de su aspecto en alguno de esos guiones que las productoras me rechazaban todas las semanas). El primer rasgo de la hermandad es reconocerse de inmediato y con Franco Magnello fue mucho más sencillo de lo que había imaginado. Mi hermano usaba pelo corto y patillas largas y oscuras. Tenía puesta una campera de cuero con forro escocés y una camisa demasiado ajustada al cuerpo. Voy a decirlo del modo en el que lo haría un pésimo guionista de películas románticas: se notaba que la suya no era una cuestión de moda sino de ancianidad. Tampoco pude dejar de notar que su cabeza estaba entera. Había algunas cicatrices, es verdad, aunque no se notaba ninguna prótesis reconstructiva. Me gustó que no quisiera darme uno de esos besitos patéticos que empezaron a darse los porteños a nales del siglo pasado, ni que probara la formalidad obvia de darme un apretón de manos. Apenas sugirió una palmada en la espalda y dijo que quería tomar otro café. Cuando vos sepas qué querés tomar, dijo, pedíselo al mozo. Lo dijo con una voz entre paternal y autoritaria que generaba conanza. Y no estoy hablando de conanza en el
sentido en que los curas pedólos confían en los abogados episcopales, sino conanza en el sentido en que Vito Corleone le delega todas sus facultades a su hijo Michael en El padrino. Le dirigí una mirada recia al mozo y pedí otro café para él y un jugo de naranja exprimido sin azúcar para mí. Magnello fue directo. Necesitaba a alguien dispuesto a hacer un sacricio en nombre del futuro. No dijo ni la patria, ni los argentinos, ni la nación. Dijo el futuro. A mi gusto, el futuro era un concepto demasiado transnacional y globalizador como para ofrecerle un sacricio . En otras palabras, me encantaba. Soy absolutamente pesimista respecto a las posibilidades de un cambio real en la sociedad, dije, así que trato de imaginar que el único cambio posible debería llegar del único sistema de pensamiento que cooptó con éxito a las masas: el Mercado. Supuse que el silencio sepulcral de Franco Magnello signicaba que iba a escucharme. No me equivocaba. Por supuesto, dije, desde hace casi cuatro décadas la categoría de ciudadano dejó de existir. Pero los consumidores sí existen. Y con el tiempo van a saber que son propietarios del sagrado derecho a reclamar que se cumpla aquello por lo que pagan. Magnello tragó su café de un sorbo, mirando de a ratos por la ventana. Para el inconsciente colectivo, dije, la democracia funciona como un contrato. En vez de billetes se dan votos y en
vez de proveer un soporte material para las instituciones republicanas, se provee un servicio de administración de los bienes del Estado. Si ese sistema de intercambio entre los electores y los funcionarios se perfeccionara, se generaría la misma relación armoniosa que existe entre los clientes y las empresas. Lo tenía todo muy ensayado. No era la primera vez que intentaba impresionar a alguien con la clase de discursos que en cualquier laboratorio de guión político llamarían nihilistas. La única diferencia fue que Franco Magnello me escuchó muy interesado. No va a haber revoluciones armadas de ciudadanos, dije. Va a haber revueltas de clientes ante las mesas de reclamos. Por supuesto, no le dije a Franco Magnello que mi vida, hasta ese momento, había sido la síntesis más literal de todo lo que pudiera encerrar la idea de vivir ante una larga mesa de reclamos. 8
Sábado. Ocho de la mañana. Interior. Durante el año dos mil trece, Marcelo Tinelli comenzó a reducir los gastos de su productora y giró la mayor parte de sus divisas a cuentas off shore. El plan era vivir de los intereses. Fue el comienzo de una etapa que él mismo recordaría como terrible. Para quienes nunca conocimos el éxito, la idea de per-
derlo no parece tan grave. Para alguien que lo pierde de un modo tan gradual, el cuadro es aterrador. Y no estoy usando la palabra aterrador en el sentido en que los críticos de cine describen el histrionismo de Harrison Ford en La guerra de las galaxias, sino aterrador en el sentido en que todo lo sólido comienza a desvanecerse en el aire. Franco Magnello tenía eso que en los malos subtitulados de HBO llaman un buen punto: nuestro objetivo había pasado por una larga etapa de desgaste y se había vuelto más vulnerable. Era el momento de hacerle pagar sus crímenes. ¿Vos leés los diarios?, me preguntó una vez. Fue una de las pocas preguntas directas que me hizo, porque Franco Magnello amaba ambientar a sus objetivos, pero evitaba a cualquier precio que pudieran ambientarlo a él. ¿Tenía hi jos? ¿Vivía con alguien? ¿Me había elegido a mí, entre tantos otros, porque conocía realmente mi necesidad de revancha? Nunca lo supe y nunca me pareció apropiado preguntárselo. ¿Vos leés los diarios?, me preguntó Franco Magnello. Le dije que no, que jamás, que había muchas mejores formas de perder el tiempo. Hacés bien, dijo. Hacés muy bien. 9
Sábado. Diez de la noche. Interior. Una estructura revolucionaria es insostenible. Tengo mejores razones que cualquiera para saberlo, dijo Franco Magnello, mirando hacia la avenida Corrientes. Yo había imagina imaginado do una serie de charl charlas as en las que hablaríamos de política después de explorar la clase de
temas que en las escuelas de catecismo suelen llamarse trascendentales. El origen de la vida. La inmutabilidad del alma. La existencia de Dios. Pero Franco Magnello retomó nuestra conversación exactamente en el punto donde yo la había dejado la última vez y dijo: Una teoría sin contraste empírico es una teoría que no puede existir. Tres décadas después de haber visto la muerte cara a cara, el comandante montonero Franco Magnello continuaba siendo marxista. Lo que sí puedo revelarte, dijo, es que el eje lineal del tiempo desaparece cuando los cuerpos se asoman al borde. No te pido que trates de comprenderlo. No podrías. La linealidad a la que se refería Franco Magnello era la del eje de la sucesión. Creo que cuando los cuerpos se acaban, decía Franco Magnello, el tiempo se convierte en algo muy parecido a una línea de subte en la que es posible ba jarse algunas estaciones más adelante o algunas estaciones más atrás. Esto no es una hermosa metáfora cortazariana sobre la música de Charlie Parker y la sensación de perderse en el tiempo, dijo. Esto es algo real. Franco Magnello me contó que cuando la bala de aquel FAL le atravesó la cabeza, cayó en un sueño reparador del que se despertó de inmediato.
No estaba en el Cielo. Tampoco en el Inerno. Estaba solo. No había otros compañeros. No había ancestros. No había celebridades. Sin embargo, cualquier persona en la que pudiera pensar emergía de la nada. No hacía falta abrir la boca para hablar con ellos, dijo Franco Magnello. Cada uno sabía qué queríamos. Y también sabía qué habíamos querido decir en algún otro momento en el que nunca lo habíamos hecho. Franco Magnello sonrió y dijo: No había una sola entidad omnisciente a la que pudiera llamarse Dios. Después dijo: Sin embargo, entendí que mi vida necesitaba un giro drástico. No, la bala no me había atravesado la cabeza, no literalmente. Apenas me rozó una oreja. Pero, a partir de ese momento, mis ideas cambiaron. Antes de irnos intenté pagar la cuenta, pero Franco Magnello se rió en voz alta cuando me vio contando algunos billetes arrugados. Se levantó con un saltito ágil, me miró con ojos de padre protector y dejó un billete reluciente de cien sobre la mesa. Salió sin esperar el cambio. 10
Como todo capitalista consumado, Marcelo Tinelli vivía encerrado bajo un esquema de costumbres férreas. Cuando salía en su BMW 545, sus custodios lo acompañaban en otros dos autos. Jamás le había pasado nada,
pero Buenos Aires no es una ciudad que recuerde demasiado tiempo a sus ídolos. Franco Magnello ya había hecho su parte del trabajo: los custodios eran policías retirados, armados con pistolas Bersa calibre cuarenta. Cumplían turnos sobreexplotados de dieciséis horas por día, excepto los domingos, cuando Marcelo Tinelli viajaba a solas para instalarse en su estancia en Baradero. El BMW 545 tenía todos los cristales blindados. Pero gente más poderosa que él había sido secuestrada o asesinada antes. Franco Magnello podía nombrarme a Juan y Jorge Born, a Pedro Eugenio Aramburu, a Oberdan Sallustro. Claro que los tiempos habían cambiado. 11
Sábado. Dos de la madrugada. Interior. Es muy probable que dentro de muy poco salga a la luz un informe que ahora circula como información condencial, dijo Magnello. Es un descubrimiento en el que está traba jando el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Massachusetts. Una plataforma televisiva para la emisión de Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial. ONTR. Franco Magnello insistía en que leer diarios era inocuo. La información circulaba por otros espacios, decía. Otros circuitos que él controlaba con la misma serenidad de un viejo domador de leones. La nuestra todavía es una época de negocios y descubrimientos, dijo Franco Magnello. Claro que no estaba usando la palabra descubrir en el sentido
en que Nicolás Copérnico descubrió el modelo heliocéntrico, sino descubrir en el sentido en que Robert Woodward y Carl Bernstein descubrieron el caso Watergate en Todos los hombres del presidente. No te asustes, dijo. La degeneración neuronal no es un proceso realmente siológico sino psicológico. Algo así como un gigantesco software cultural. ¿Alguna vez escuchaste hablar de los memes? Ideas, símbolos y prácticas que se trasmiten de una mente a otra a través de palabras, gestos y rituales. ¿Alguna vez escuchaste hablar sobre socios que te traicionan? Franco Magnello miró lo que un pésimo guionista de ciencia cción habría llamado mi expresión de sorpresa y dijo: Los memes son genes culturales. Las ONTR se emiten en los Estados Unidos a través de la televisión desde el dos mil seis y son altamente efectivas para el control de masas. Lo primero que se hace es instalar un meme. El primer presidente negro, Barack Obama, dijo Franco Magnello. Su triunfo fue un caso exitoso de ONTR y el meme del cambio. Los demócratas jamás volvieron a cometer ese error. Franco Magnello inspeccionó los rincones de La Paz —como si alguien estuviera espiándonos — — y dijo que las ONTR habían llegado a Buenos Aires, de manera absolutamente condencial, en julio del año dos mil ocho. Sólo hubo un caso de direccionamiento político exitoso: el triunfo de Francisco De Narváez en junio del año dos
mil nueve, dijo mi hermano, con una frialdad violenta y denitiva. A excepción de ese caso, su uso siempre había sido estrictamente publicitario. Una publicidad más vil que la tradicional y que la no tradicional porque las Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial se propagan entre los televidentes sin discriminar género, ni edad, ni nada. Tengo experiencia en estas cuestiones, se enorgulleció Magnello. Para mí, la planicación de una acción de ajusticiamiento no es ninguna novedad. Considerando que estaba retirado desde mil novecientos setenta y siete, no me pareció inoportuno preguntarle si había tenido alguna oportunidad de perfeccionar sus tácticas de guerrillero urbano. Franco Magnello me pidió que mirara la borra todavía tibia de su café y dijo que las lecciones más importantes de combate no se aprendían en ningún campo de entrenamiento palestino o cubano, sino en cualquier edicio de ocinas de Puerto Madero. Recuerdo la cadencia melancólica con la que pronunció la palabra combate porque después dijo: El primer paso es saber lo que queremos. La determinación y la voluntad son bendiciones agnósticas. En ese momento sentí lo que en las más arcaicas escuelas de guión se llama un estímulo impulsor. Franco Magnello sabía cómo convencer y sin dudas me había reclutado para su causa.
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Como todo guionista frustrado, yo vivía rigurosamente al tanto de esa nebulosa insípida que los guionistas confundidos llamamos los trabajos de los colegas . Algunos se habían convertido en ghostwriters de libelos malos pero de ventas aceptables bajo la excusa romántica de que genios como Mozart también habían escrito partituras anónimas a pedido. Otros se habían convertido en biógrafos efectivos bajo pedido de las grandes editoriales. Franco Magnello podía explicarme la historia detallada de las Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial, pero en lo que tuviera que ver con el mundo editorial moderno, todavía creía vivir en los tiempos de Boris Spivacow y el Centro Editor de América Latina. ¿Tus contactos con esos editores no podrían servir para escribir una biografía de Marcelo Tinelli? Estábamos sentados frente a frente en La Giralda. Nuestro protocolo de seguridad se había reducido a un simple preaviso de diez minutos antes de cada cita, que a su vez se habían convertido en una permanente actualización de su mapa porteño. Mientras tanto, yo había hecho mis propias averiguaciones. Ni el café Lorraine ni La Cubana seguían existiendo en la avenida Corrientes. Tampoco había boxeo en el Luna Park. De hecho, ni siquiera los adoquines que él había pisado en su mejor época seguían ahí. Pero me parecía de mal gusto mencionarlo. Ya casi no camino por esta avenida, dijo dijo Franco Magnello, algo melancólico. Como de costumbre, jugaba con el pequeño llavero de su auto. Llevaba impreso el logo imponente
de una automotriz inglesa de alta gama. Franco Magnello sonrió con desgano y dijo que ahora los cristales de su cupé eran demasiado oscuros como para esforzarse en mirar hacia fuera. Entonces, agregó volviendo a nuestra misión, ¿podrías usar tus contactos para escribir una biografía de Marcelo Tinelli o no? Yo no tenía contactos en el mundo editorial. Pero podía intentarlo. Hacía poco tiempo, un editor se había interesado en mi adaptación de un guión televisivo sobre un adolescente cuya primera línea era: “Mi mama siempre fue depresiva; desde que nací la veo en camisón”. Coneso que era un material bastante autobiográco y concesivo ante los gustos de la masa, pero había funcionado muy bien en algunos teatros under. Por supuesto, yo no había ganado mucho más que eso que los guionistas sin talento llaman prestigio, pero alguien de los grandes monopolios editoriales se había enterado y había querido explotar la oportunidad un poco más, bajo la forma de un libro. El proyecto había quedado interrumpido, pero tenía bien guardado el teléfono del editor. Probar no costaba nada. Las biografías de personajes exitosos seguían siendo una oportunidad privilegiada para que los lectores se desvincularan de sus propios anhelos y se conformaran con la acumulación de productos relacionados con quienes realmente lo habían logrado. Tal vez un nuevo ebook sobre aquel lord mediático caído en desgracia funcionara, ¿por qué no? En denitiva, el género híbrido de la autoayuda había mi-
grado rápido hacia el nuevo género ansiolítico y hoy todos disfrutaban más leer sobre un fracaso ajeno antes que intentar cambiar el propio. Hice un índice tentativo de los temas que podría abarcar una biografía profunda de Marcelo Tinelli —la genialidad de Franco Magnello consistió en notar que nadie la había escrito todavía— y lo envié a dos editoriales. Quince días después, estaba sentado en el despacho del Director de Publicaciones para Latinoamérica de la editorial más grande en Buenos Aires. 13
Domingo. Tres de la tarde. Exterior. Franco Magnello me citó para pulir detalles en el nuevo Politeama. Nuestro cruce de correos electrónicos y mensajes en Twitter era caudaloso. A veces, incluso, ligeramente infernal. Franco Magnello tenía el aspecto físico de cualquier hombre pálido y cansado que había vivido demasiado, aunque el brillo en sus ojos azules le daba cierta distinción de época. Joven, pero a punto de cumplir sesenta y nueve años. Aunque me había advertido que no lo hiciera, intenté hacer un poco de eso que los guionistas de historias policiales suelen llamar tareas de inteligencia. No me sorprendió mucho descubrir que Franco Magnello era un empresario acaudalado. Había hecho buenos negocios en áreas como tecnología, servicios e infraestructura durante los últimos quince años. También había ganado varias licitaciones para construir cárceles en Córdoba
y por lo menos tres autopistas en distintas provincias de la Patagonia. Incluso tenía algunas inversiones importantes en medios. No había ningún registro de su paso por ninguna organización política pasada o presente. Descubrí que, pese a todo, mi hermano no tenía una ocina en Puerto Madero: tenía un edicio completo. Con estacionamiento. No había mucha más información sobre él. Eso era todo lo que, al menos alguien como yo, podía alcanzar a saber sobre Franco Magnello. Pero ahora estaba ante mí. ¿Querés saber realmente quién soy? ¿Qué ganaría haciéndote escuchar mis historias truculentas sobre algo que hoy sería tan absurdo como proponerse erradicar el gusto burgués de la Coca—Cola? ¿Por qué debería depositar en tus manos, decía Franco Magnello, la vela ardiente de un velatorio político que no te corresponde? Sostenía un cigarrillo apagado con la mano derecha y buscaba un encendedor con la izquierda. He visitado a algunos de mis antiguos compañeros, dijo. Pero los sobrevivientes están bajo el yugo de esa suma de trivialidades cotidianas que hoy se aceptan como forma de vida. Los dos o tres compañeros que no se habían casado, ni tenido hijos, ni trabajaban como empleados de cuello blanco, dijo Franco Magnello, se convirtieron en individuos demasiado grises como para perder tiempo con el futuro. Franco Magnello me miró a los ojos y dijo:
Nada de eso importa porque la Historia se va a rescribir cuando cumplamos nuestra misión. Sonreí por cortesía. Le pregunté a qué se refería. Me reero a que la historia va a reescribir todas sus coordenadas. Las siglas «a. de C.» y «d. de C.» van a dejar de signicar «antes y después de Cristo», dijo Franco Magnello, para convertirse en «antes y después de Conocernos». El mozo dejó la cuenta sobre la mesa. Me pareció una descortesía pedirle a mi amigo que pagara su café. 14
Cuando uno idealiza un objeto, termina por ubicarlo en una dimensión difusa. Una dimensión en la que el objeto pierde su realidad. O al menos los rasgos indispensables para considerarlo real. Mi breve paso por la televisión me dejó una lección: esa gente existe. Debajo del maquillaje y de los vestidos y de las corbatas de canje; debajo de las siliconas y de todos los hilos injertados por los cirujanos plásticos, las personas de la industria del espectáculo son reales. Marcelo Tinelli, por ejemplo, no era petiso como el resto de los que trabajan en la televisión, pero en persona tenía esa clase de arrugas de expresión que ni los iluminadores más esmerados del cine porno en Hollywood logran disimular en un primer plano. Martes. Tres de la tarde. Interior. Ocina privada de Marcelo Tinelli. Cinco televisores en-
cendidos. Café humeante sobre el escritorio. Todos los gestos de alguien sin tiempo que perder planicando los puntos que bajo ningún aspecto podrían tratarse en su biografía. ¿Querés tomar algo? El gran terrorista neuronal del país, el primer propagador masivo de Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial, el enemigo de mi amigo, me preguntaba si quería tomar algo. Para sentarme frente a él había tenido que llamar a dos voceros que ni siquiera se conocían entre sí, luego al relacionista público de lo que quedaba de su productora, y después combinar días y horarios con meses de anticipación sólo para que esos días y horarios mutaran diez veces antes de concretarse. Esa larga cadena de intermediarios había resultado más aceitada que lo habitual porque Marcelo —su vocero más obsecuente lo llamaba así: Marcelo— tenía curiosidad por conocer al tipo que escribiría su vida. ¿Querés tomar algo? No hay guionista de programas infantiles que ignore que está prohibido responder una pregunta con otra pregunta. Pero yo quise demostrarle rápido cuál sería el tenor de nuestra relación. ¿Usás chaleco antibalas? Nunca le confesé a Franco Magnello que ese instante en el que nuestro objetivo se volvió real —tanto que podía sentir su perfume Polo Ralph Lauren— había estado dando vueltas en mi mente durante meses. Tampoco le confesé que la reacción de Marcelo Tinelli
ante mi ataque no tuvo nada que ver con lo previsto. Lo único que hizo fue reírse. 15
Las primeras entrevistas fueron ásperas y no tuvieron otra función que esa que los malos guionistas de una sitcom llamarían romper desesperadamente el hielo. Apenas recuerdo que la infancia del objetivo consistía en un rejunte de anécdotas resecas de toda originalidad, ligadas a un terruño intrascendente de las afueras de Buenos Aires. Los siguientes encuentros, dijo Magnello al revisar mis apuntes, sin duda fueron más productivos. A la historia menor de su paternidad, que era exactamente idéntica a la paternidad de cualquier otro hombre, se le habían ido sumando algunos detalles que Franco Magnello se ocupó de catalogar como revelantes para el éxito del operativo. Sus hijas tenían autos que la prensa ya no se había molestado en conocer (un viejo Volkswagen New Beetle Advance 2.0 azul y un Mini Cooper Dot 2.5 blanco perla), dos viejas niñeras que ahora funcionaban como sus personal shoppers y un régimen hermético de salidas y entradas al edicio donde vivía su padre. El objetivo tenía una vida personal aburrida y sus hijos ya no lo necesitaban. Había dejado de viajar por placer y sólo se instalaba en Punta del Este o en Miami para distintas apariciones programáticas en la prensa argentina.
En lo que se refería a su propia seguridad, nuestros márgenes de acción eran reducidos. El objetivo no salía de su departamento a menos que necesitara supervisar algún negocio, y sus negocios eran cada vez menos. Excepto en el año dos mil once, cuando tuvo algunos encuentros furtivos con otro hombre en la Imperial Suite del Faena Hotel —información que, por supuesto, me había confesado entre lágrimas y para que jamás se publicara en su biografía—, el resto de sus amantes era un coro estable de vedettes fuera de circulación. El problema era que las recibía en una ocina especial de su productora. Un espacio de cuarenta metros cuadrados con muebles de estilo francés, paneles de insonorización y cortinas de terciopelo negro alrededor de una cama king size. La brecha de seguridad se volvía, en términos de Franco Magnello, inviolable. Te muestro esto como gesto de conanza, me había dicho el objetivo. Como siempre les digo a los periodistas cuando los traigo hasta acá, esto es un estricto off the record. No es para que lo cuentes. Y por último, el objetivo solía agregar: Mi productora siempre tiene espacio para los buenos guionistas... Después de los cincuenta, toda la creatividad de Marcelo Tinelli se había focalizado en distintos aspectos empresariales del fútbol y en las diferentes instancias de su práctica. Nuestro objetivo, dijo Franco Magnello, es un traidor y un burgués típico. Y no estoy usando la palabra burgués con el sentido militante que Jean Paul Sartre usó para satirizar
a los burgueses, sino burgués en el sentido parasitario que Charles Chaplin retrató asqueado en Tiempos Modernos. Un tipo enlodado en la monotonía de una existencia de empresario taciturno, donde todo tenía que pasar por el ltro sobreactuado del humor. 16
Miércoles. Once de la mañana. Interior. Ya me había contado la aburrida historia de sus tatua jes y me había confesado off the record que desde hacía diez años era portador de—ya—sabés—qué (aunque yo no—supiera—ni—me—interesara—saberlo). Después de casi cuatro meses de reuniones cada lunes, jueves, sábado y domingo, domingo, en su ocina y en su casa, para el objetivo me había convertido en eso que los malos redactores de la paleolítica prensa gráca llamaban un condente . Sus custodios habían dejado de revisarme y una de sus hijas —la más fea— se había reído con su marido al oírme inventar una anécdota amorosa falsa a cambio de una anécdota real de su padre. Sólo por eso, me dijo el objetivo, sólo por esa clase de halagos naturales de sus hijos, dijo, habían nacido las carreras de muchos famosos comediantes argentinos. Lo demás siempre fue mi capacidad para reciclar formatos. Intenté volver al tema original de nuestra discusión, que había sido la política. Siempre se ha vinculado a tu productora con cierto servilismo político, dije. Cualquier guionista de cine dramático sabe que una
pregunta formulada de ese modo es lo que suele llamarse un atentado descarnado contra la dicción de un actor pro fesional. Pero al objetivo le fascinaba sentirse interpelado por lo que a veces llamaba un intelectual. En este país, dijo después de pensar un poco, podés fumar adentro de una garrafa. Sonrió complacido con su propio chiste y volvió al tema de los comediantes. Insistió en que anotara la lista. Todos pertenecían al siglo pasado y habían ido cayendo, como dirían los malos guionistas de telenovelas, en desgracia. Mi hermano, mientras tanto, continuaba sorprendiéndome. Respuestas como esa de la garrafa ni siquiera son espontáneas, me dijo. Según los informantes de Franco Magnello, el objetivo le había asignado a un equipo especial de viejos guionistas la tarea de suministrarle frases ingeniosas para utilizar durante nuestras entrevistas. Algo muy parecido al odio comenzó a gestarse en algún rincón de mi conciencia mientras imaginaba a decenas de colegas guionistas trabajando en frases ingeniosas para Marcelo Tinelli. ¿Por qué no me habrían llamado a mí para un trabajo como ese antes? 17
Jueves. Doce del mediodía. Exterior. Franco Magnello dijo que la Historia Universal era como una larguísima cinta de Möbius. Un objeto no orientable, con un solo borde y que sólo en apariencia tiene dos caras.
Si alguien se desliza hacia la derecha s obre una cinta de Möbius, dijo mi amigo, al dar una vuelta completa aparecerá siempre sobre la izquierda. Todos nos deslizamos a lo largo de esa cinta de la Historia Universal. Siempre se trató de una evolución, dijo. Como en la cinta de Möbius, la evolución es una revolución lenta pero inevitable. Nuestro error fue no haberlo entendido antes, dijo Franco Magnello, acomodándose una y otra vez en la silla. Al no haberlo entendido, quisimos precipitar el proceso revolucionario y fallamos. Cuando hayamos cumplido nuestra misión, agregó, no habremos dado un paso hacia una evolución de las armas, sino hacia una revolución del pensamiento. Cuando Franco Magnello me sometía a esos lúcidos destellos de lirismo guerrillero, me sentía orgulloso de ser su amigo. Su recluta. Su mano ejecutora. 18
Marcelo Tinelli reaccionó de un modo previsible cuando le pregunté acerca de las Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial. No sé de qué estás hablando. Al objetivo le gustaba tutearme. Como si yo fuera uno de esos millones de televidentes que él, dijo, siempre había sentido como se siente a un amigo. Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial, dije. ONTR. En serio, insistió el objetivo, no sé qué es eso.
Previendo esta situación, los informantes de Franco Magnello me habían confeccionado una lista cronológica detallada de las distintas operaciones bancarias vinculadas a la adquisición de las distintas piezas necesarias para montar el sistema de ONTR en su productora. Eran pagos millonarios, muchos de los cuales nunca se habían completado. No quise dilatar el momento jugando al detective salvaje. En julio del año dos mil ocho, dije, tus programas comenzaron a emitir Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial. Tengo entendido que sólo fue por motivos comerciales. El objetivo hizo una mueca de incomprensión. Algo que sus guionistas jamás habrían previsto. previsto. Por favor, dijo Marcelo Tinelli, eso no existe. El objetivo llevaba puesto un traje claro. Se aojó el pañuelo de seda azul que usaba como corbata y dijo: Hace unos años quise empezar un negocio. Fue mi error, lo reconozco. Alguien que llegó hasta mí recomendado… Por gente de arriba, quiero decir. Y también por varias personas del ambiente. Era un tipo muy insistente. Muy… particular. El objetivo puso dos dedos en ve sobre uno de sus hombros y dijo: Ya sabé sabéss a qué me ree reero ro con gente de arriba arriba. Un ministro me empezó a hablar de él. Eran socios en algunas concesiones provinciales, creo. Nunca quise averiguar demasiado. Cuando me reuní con el tipo, me dijo que necesitaba de manera urgente a un inversor que lo ayudara a revolucionar revolucionar la
tecnología de medios. Me habló de instalar presidentes, me habló de manipular conciencias… Era un tipo bastante delirante. Pesado. Acababa de ganar una licitación para construir cárceles no sé dónde, pero todavía necesitaba mucha guita para aterrizar en el negocio de los medios... El objetivo vericó que nuestra charla estuviera grabándose y repitió que ahora estábamos hablando en estricto off the record, otra vez. Hice lo único que me pareció más equilibrado para dejar contentos a todos. Nunca… Nunca quise tener problemas con la clase política. Marcelo Tinelli cruzó las piernas sobre el sillón y con una voz muy seria dijo: No es bueno para ningún negocio. Al nal… me ofrecí a nanciar una parte de la inversión, solamente para sacarme de encima a ese tipo. Un tipo peligroso, con un pasado muy… Al nal, mi verdadero problema fue que nadie quería mostrarme los resultados de esa supuesta revolución tecnológica. Es verdad… compré algunas piezas, traje un equipo de ingenieros desde Estados Unidos para que construyeran no sé qué aparato extraño… Pero nunca hubo resultados. Era una mentira. Así que me me retiré del negocio sin terminar de pagar mi parte de la inversión nal. ¿Qué se supone?, dijo el objetivo, con un tono súbitamente rabioso. ¿Qué tengo que regalarle mi propia guita a cualquier amigo del gobierno? Una mentira, repetí. Una mentira, dijo el objetivo. Pasó hace más de diez años.
Después hubo eso que los guionistas más ortodoxos no pueden describir mejor que con el acotado término de un incómodo silencio de radio. El objetivo se levantó de su sillón ejecutivo y me pidió que no volviéramos a vernos hasta la semana siguiente. Via jaba a Nueva York. Siete horas después me llamó una de sus secretarias. Quería decirme que el señor Tinelli nunca había querido ofenderme y que, seguramente, en cuanto regresara a Buenos Aires, podríamos continuar nuestras reuniones como de costumbre. Usted ya sabe cómo es Marcelo, dijo la secretaria. Un poquito calentón. Ah, y no quería olvidarme, dijo la secretaria, el señor me pidió que lo pusiera en contacto hoy mismo con uno de los directores del Departamento de Televisión de la productora. Estamos buscando guionistas con talento para un nuevo proyecto y el señor Tinelli confía en que usted evalúe una oferta… Franco Magnello me había advertido sobre cosas así. Y mi hermano no se equivocaba. Cuando el objetivo intentara por todas las vías posibles cooptar nuestra voluntad de luchar, el momento de actuar estaría cerca. Imposté la clase de voz que un pésimo guionista cómico llamaría de póquer y dije muchas gracias, señorita. Pero yo soy el biógrafo del señor Marcelo Tinelli, no una de esas bailarinas que decoraban sus programas. Dígale que no se preocupe. Dígale que nuestra conversación sólo tenía como n la reconstrucción fáctica de su vida. Dígale que nada de lo que ocurrió esta tarde va a afectar nuestro trabajo.
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Viernes. Diez de la noche. Interior. No había mayor conicto ideológico ni desobediencia doctrinaria, dijo Franco Magnello, que la súbita toma de conciencia revolucionaria. Eran cambios tan imprevisibles, en aquella época. Nueve horas después de su última operación en la orga, cuando el boletín con el parte de las acciones ya estaba impreso y las compañeras del ala de Difusión y Prensa se preparaban para distribuirlo por las vías clandestinas de la época, tres agentes del Batallón de Comandos Seiscientos Uno, vestidos de civil, tocaron la puerta de su departamento. Era un departamento alquilado por la Conducción, dijo Magnello. Se suponía, dijo con voz algo más lúgubre, que era seguro. Las súbitas tomas de conciencia r evolucionaria eran demasiadas entre los compañeros. ¿Sabés qué dijo el sargento que me apuntaba con el FAL? Dijo que por la misma guita por la que nosotros sobornábamos a un custodio para reventar a un ejecutivo de YPF, ellos sobornaban a cualquier pichi de Che Guevara para reventar a veinte comandantes subversivos de los nuestros. Así aprendí como se ganan las guerras modernas, dijo Franco Magnello. Con guita, con tiempo y con serenidad. Recuerdo haber alzado una de mis manos cuando escuché cómo cargaban el FAL, dijo Franco Magnello. Con la otra saqué mi pistola cuarenta y cinco y empecé a disparar. No fui el más lastimado del lugar aquella noche, dijo.
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Los días previos estuvieron dominados por esa calma frígida —frígida, no fría— que el Gran Diccionario de Lugares Comunes, ante el que todo guionista se ha arrodillado alguna vez, llamaría tensa. Franco Magnello se había dedicado a las últimas tareas. Dudaba entre una pistola Ruger veintidós Rimre y una Ruger Serie-P noventa y cinco. La Serie-P noventa y cinco tenía dos ventajas: balas de nueve milímetros y un excelente silenciador de fabricación casera. Con un tubo de PVC plástico, dos arandelas del diámetro exacto y el tiempo correcto, Franco Magnello me había enseñado a construir silencio donde debían sonar pequeñas explosiones. Lo esencial ya estaba resuelto: cualquier cinélo sabe cómo utilizar un arma. El resto fueron nuestros últimos mensajes en Twitter. «Estamos hablando de un verdadero compromiso intelectual con el destino de la Nación.» Yo los leía mientras aceitaba el brocal y el muelle del gatillo. «Estamos hablando de algo mucho más concreto que los proyectos de Carta Abierta.» Mientras practicaba mi técnica para desenfundar. «Matar a Tinelli es activar la Revolución del Pensamiento.» «Si hay una deuda de Tinelli, no es conmigo sino con el Pueblo.» Mi última reunión con el objetivo sería dentro de cuarenta y ocho horas.
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Alguna vez, el objetivo había intentado estudiar Administración en la Universidad Argentina de la Empresa, pero su acercamiento a todo esfuerzo intelectual —por mínimo que fuera— había sido inservible. Nadie que haya formado una empresa desde la nada y luego se haya convertido en un tipo inuyente, decía Marcelo Tinelli, lo logró después de haber estudiado nada. Yo no pretendía intercambiar intercambiar detalles sobre los escritos de Anaximandro de Mileto; sólo quiero que conste en esta biografía que un hombre de éxito no lee. ¿Sabés qué es cción?, me preguntó una vez. Ficción no es ningún libro de Asimov, Hoffmann, ni Cheever. ¿Sabés qué es cción? La amistad femenina es cción. Por supuesto, sus guionistas le estaban ofreciendo material de primera calidad. Lo sabía bien porque yo había escrito esa misma línea hacía unos años. Era parte de un guión bastante innovador para una comedia romántica que en Ideas del Sur habían descartado de inmediato. Pensé en mi Ruger Serie-P noventa y cinco y en la voz de Franco Magnello para calmar mi ira. 22
Viernes. Cuatro de la tarde. Interior. Mi biografía debía quedar escrita y corregida antes de que eso que Franco Magnello llamaba sorpresas insalvables interrumpieran el ritmo de trabajo. Doce horas antes de la reunión nal con el objetivo, decidí incluir todas esas anécdotas y episodios que Marce-
lo Tinelli me había pedido que borrara. Me convertí en eso que los buenos guionistas de thrillers digitales llaman un empleado defraudador. El capítulo se llama «Confesiones». No me resultaba difícil visualizarlo como el único motivo por el que alguien con más de un dedo de frente gastaría su dinero a cambio de un cúmulo de pasta celulósica recortada, encuadernada y plagada de distintas inyecciones de tinta contando la vida de Marcelo Tinelli. También disponible en ebook. 23
Capítulo Final: Matar a Tinelli Tal vez sea el momento de apartarme de la lógica sintáctica del control remoto y concentrarme en algunas nociones básicas del arte del guión. Esto sólo es un preámbulo al capítulo nal de la primera biografía que narra la vida de su protagonista hasta el exacto momento en que es asesinado por su biógrafo. Por lo tanto, querido lector, creo que podrás prestarme cinco minutos de lo que quede de tu minusválida atención para saber de qué estamos hablando cuando hablamos de metalepsis. Figura retórica que consiste en expresar una acción mediante otra relacionada metonímicamente con ella. El primer disparo traspasó el hígado con una trayectoria descendente frontal, desgarró la vena esplénica en el estómago y terminó alojada en el respaldo del sofá.
Así comenzó a morir Marcelo Tinelli, el enemigo del Pueblo. Y no estoy usando la palabra comenzar en el sentido en el que Sofía Scicolone comenzó a tener éxito cuando se cambió el nombre a Sophia Loren, sino comenzar en el sentido en que las funciones vitales del aparato digestivo y respiratorio se interrumpen y producen la necrosis isquémica de todos los órganos. Domingo. Once de la mañana. Interior. El objetivo estaba en su departamento. Sus custodios ya habían salido hacia la estancia en Baradero. El objetivo esperaba llevarme con él en su BMW 545 más tarde. Digamos que el objetivo esperaba varias cosas. En cierto modo, el primer disparo silenciado de mi Ruger Serie-P noventa y cinco sonó como un reproche por aquel ataque de divismo en su ocina, cuando acusó a mi hermano, sin ni siquiera atreverse a nombrarlo, de ser un simple estafador. Mientras el objetivo se sujetaba el borde superior del hueso nasal —el segundo disparo se lo había desprendido casi por completo—, se lo dije. Incluso usé la palabra sonó, pero no le causó gracia. El objetivo quiso gritar. Digamos que no pudo. Sí pudo inclinar la cabeza. Por eso el tercer disparo se incrustó en la meninge intermedia que protege al sistema nervioso central. El aracnoides.
El objetivo se quedó quieto. Eso que se llama líquido encefalorraquídeo —blanquecino y coloidal— comenzó a ensuciar el sofá. Los otros doce disparos fueron básicamente anecdóticos. Tengo entendido que los diarios dedicaron extensos suplementos desplegables con los detalles de lo que compararon con un magnicidio. También hablaron de la venganza de un guionista rechazado por Ideas del Sur y de un sicario enviado por un extraño socio con el que Marcelo Tinelli había intentado montar ciertos negocios oscuros unos cuantos años atrás. Por favor. Esto, querido lector, es lo que los diarios no van a contarte nunca porque jamás estuvieron en el lugar. Lo que sigue es una exclusiva. Algo mucho más interesante que las fotografías de un conjunto de viudas revoloteando alrededor de un ataúd vacío mientras esperan cobrar su porción de un lucro de años con el dinero que le había sido prometido y luego robado a Franco Magnello. Mi amigo también dijo que eso pasaría. Dijo que destruirían mi reputación como guionista, mientra que a él lo acusarían de haber sido en el pasado un delator, un traidor y un falso revolucionario devenido en un vulgar y codicioso empresario. Franco Magnello no se equivocó. También dijo que se ocuparía de mí una vez que las cosas se calmaran. En lo inmediato, no necesitaría atraer la atención sobre su vida y sus negocios. Por eso comprendo que Franco Magnello repi-
ta que no me conoce y que jamás me vio o estableció algún tipo de relación conmigo. Comprendo y respeto la decisión. Porque él es mi amigo. Aprovecho también la ocasión para agradecerle las ideas rectoras que colaboraron con la escritura y corrección de este libro. Jamás hubiera podido remover las balas del cadáver ni anotar su exacta trayectoria anatómica si Franco Magnello no me hubiera nutrido con su vasta experiencia directa en combate. También le agradezco haberme introducido a la técnica de disolución por hidrólisis alcalina, un sistema que funcionó maravillosamente bien cuando arrastré el cadáver del objetivo hasta la bañera. Lo ideal para que el proceso no demore más de dos horas son veintisiete kilogramos de presión por pulgada cuadrada. Sin esa presión, la mezcla de hidróxido de potasio y agua a ciento setenta grados centígrados necesita al menos doce horas para reducir el cadáver de un adulto común a una pequeña cantidad de fosfato cálcico. Franco Magnello siempre fue un adelantado en los negocios: debido a sus ventajas ambientales, la industria funeraria local tendrá que esperar años para descubrir que la hidrólisis alcalina es más exitosa que el entierro o la cremación. Terminado el proceso, junté lo que había quedado del objetivo con una escobilla y lo tiré en el inodoro. Me hubiese gustado que fuera Franco Magnello en persona el encargado de tirar la cadena y enviar al objetivo a la cloaca.
Fue un homenaje obvio a todo lo que Marcelo Tinelli había producido en los medios durante décadas. Pero las acciones drásticas, dijo alguna vez Magnello, siempre se conjugan con los homenajes obvios. «Lo que la policía podría llamar escena del crimen es algo que la Historia podría recordar como un Maniesto», escribió alguien en un sitio de noticias sobre el caso. Me gusta la frase. Todo buen guionista sabe que hay dos cosas a las que debe estar alerta: las grandes frases pronunciadas al azar y las últimas palabras de alguien importante cuando no volveremos a escucharlo durante un tiempo. Nunca le pregunté a Franco Magnello por qué me había elegido. A la distancia, entiendo que la razón mas legítima de su elección no fue política, ni ideológica, ni instrumental. El nuestro fue un vínculo de amistad. El resto de mi historia, una vez que la policía descubrió el verdadero motivo por el que Marcelo Tinelli había desaparecido, es eso que los guionistas a cargo de cualquier taller de escritura suelen llamar de público conocimiento. Las cárceles de mínima seguridad, por otro lado, no son tan trágicas ni peligrosas como en las películas. El editor responsable de mi biografía sobre Marcelo Tinelli le dijo a mi abogado que el libro ya es un éxito, aunque aún no se haya publicado. A mí me dijo que, sin abandonar el registro biográco original ni las intervenciones de Franco Magnello que yo considere pertinentes añadir al relato, incluyera al principio una pequeña advertencia, deliberadamente confusa, como para darle a las sorpresas insalvables
del texto cierta salida ccional. Me recomendó una frase algo trillada, pero Franco Magnello me enseño que, a veces, las concesiones son necesarias para seguir adelante y triunfar. Ahora que pasaron unos meses y el recuerdo de Marcelo Tinelli se diluye en la nada denitiva, él mismo se permite visitarme en la cárcel. Lo hace en horarios especiales, inaccesibles para el resto de los visitantes. Franco Magnello es un hombre inuyente, no hay dudas. Desde hace unas semanas, llega acompañado por un equipo de lmación y él mismo me hace preguntas para lo que, dice, que va a ser un documental sobre nuestra misión. Ahora no hay hay hombre ni mujer en los medios medios argentinos que no esté dispuesto a invertir en mis proyectos, dice Franco Magnello. Sobre mi libro, después de una breve discusión —porque un best seller está obligado a encapricharse para nalmente ceder—, accedí a colocar la siguiente advertencia: Los hechos narrados son verídicos, ninguna semejanza con la realidad es casual.
Yo también soy un pájaro enfermo enfermo
De acuerdo, ahí va. Hace mucho tiempo, cuando no me había acostumbrado todavía a responder por reejo «no soy él, sólo me parezco» cuando la gente se detenía a mirarme, cierta vez, de regreso del polígono de tiro, entré a mi departamento, dejé la pistola al lado de la laptop y revisé los mails. Perdido entre correos que nunca iba a leer, mezclado entre el spam y entre mucha otra basura, ahí estaba, breve y elocuente, el mensaje de un editor de Millenium Club. Con timidez, con eso que, algunos días después y a lo largo de múltiples charlas personales él mismo reconocería como el terror que produce «el descubrimiento de un tesoro virgen», el editor me avisaba que Millenium Club —la casa editora más importante de las letras hispanoamericanas— estaba interesada —de hecho, muy interesada— en publicar mi novela. «Un texto que cambiará la manera de leer la literatura argentina», decía el mail, aunque un par de renglones abajo también decía —o más bien sugería— que tal vez hiciera falta algún retoque menor. Sobre todo en el título que, aclaraba el editor, con evidente pavura ante su «tesoro virgen», podía sonar dema-
siado fuerte para el primer libro de alguien con una voz elocuente aunque prácticamente desconocida. No me importó, porque con una de las tres balas que había en el cargador de esa pistola, la que reposaba fría junto a mi laptop, pensaba volarme la sien derecha. Un tiro y hasta la vista. Buenas noches, punto nal. Pero ahí estaba el mail. Millenium Club había decidido editar mi novela. Tapas duras, diseño de cubierta personalizado, foto en blanco y negro en la solapa y una tirada mínima inicial de cien mil ejemplares sólo en la Argentina. El pedestal portátil para convertirme en lo que se conocería como «el genio de la amarga lucidez». La pistola sigue en su estante —aunque ese living ya no es el mismo, este nuevo departamento es más grande— y todavía asusta a los invitados. No lo digo por mis colegas escritores, a los que la realidad concreta y tangible de una herramienta diseñada para matar les resulta tan irreal como cualquiera de sus fantasías literarias de profunda inquietud social —un tópico que me asegura que seguiré haciéndome cada vez más rico con mi mundaneidad—, sino que lo digo, más bien, por los periodistas, a los que suelo recibir en ese living exclusivamente para que noten la presencia inmediata del arma —sobre la que nunca digo nada—, a pesar de su escaso humor al verla. Al punto, incluso, de llegar a considerarla «un síntoma más del autoritarismo» que en teoría —porque nunca leen mis novelas, ni siquiera antes de hacerme un reportaje— «ota sobre cada una de mis páginas». Hasta el momento en que ese mail emergió desde el abismo y me convertí, en el lapso de una semana de intenso trabajo de la industria cultural, en un «best seller», las mujeres se di-
vidían entre las «fascinantes» y las «despreciables» —categorías que no son mías, sino de una mujer fascinante— mientras que mi vida sexual surfeaba una emoción comparable al de un Curso Introductorio a la Entomología Forense. Si me permiten, voy a explicarme. Para mí, las mujeres eran una cuestión tan vívida como esa sucesión ecológica de artrópodos que se instalan en un cadáver y determinan su deceso. Algo invisible y absurdo. Por lo tanto, me interesaba mucho más invertir mi tiempo en leer y escribir. La disponibilidad deja de ser un problema cuando ya no te preocupan las mujeres. No voy a negarlo —llega el momento de las provocaciones fáciles, enciendan sus grabadores, aspirantes a cronistas—: me comí una dosis nada despreciable de culitos proletarios. Culitos perfectamente redondos y turgentes —incluso cuando pertenecían a mujeres con algún niñito esperándolas en casa—; mujeres de tez no siempre perfecta, aunque pasables, tragables, digeribles. Incluso más allá de los jeans de tercera marca ajustados hasta la desesperación y los lúbricos cinturones de cuero blanco. Pero ninguna de esas mujeres, que todavía me atrevo a conocer detrás de los mostradores de cualquier negocio de ropa —«chiruzas», como las llamarían mis damas «fascinantes»—, ninguna de esas maravillosas proletarias sin pudor a la hora de reconocer que nunca en su vida habían leído un libro, o a la hora tragar el semen de quien supiera hacerlas pasear en un auto importado, ninguna de ellas, ni siquiera la mejor, se compara con la peor de mis sufridas intelectuales imantadas por el poder de la palabra impresa. Mujeres que asisten a mis presentaciones en librerías de cadena y gozan con las dedicatorias escritas al
paso, con la sensibilidad conmovedora del falo. «En esta industria tenés que hacer la guita; entonces cuando tenés la guita, tenés el poder y cuando tenés el poder, tenés las mu jeres», me dijo uno de los directores directores editoriales editoriales de Millenium Millenium Club una tarde inesperadamente fría de abril, en privado, como un padre que arroja a su hijo al mundo armado con un sabio consejo. Fue antes de presentarme en una lectura en la Feria del Libro de Barcelona. Y para que no duden de que esto fue así, déjenme apelar a Roland Barthes y su teoría del realismo. Este director editorial no sólo es famoso por fumar cigarros cubanos entre presentación y presentación, sino por acostarse con cada una de sus colaboradoras —él las llama «asistentes personales»— en la cama especialmente diseñada a tal n de su ocina, ese sacrosanto recinto de la cultura argentina donde el champagne siempre está frío y las sábanas no son de cualquier satén, sino de ese satén blanco y brillante decorado con las rmas ridículas de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Paul Verlaine y Antonin Artaud. Este director editorial —el más entendido a la hora de «cocinar negocios»— fue el primero en anunciarme, de manera ocial, que las innitas tuercas de la industria cultural me habían convertido en un «best seller» —por lo que se inició una segunda edición, con una tirada de ciento cincuenta mil ejemplares— y también el primero en hacerme saber que las «sufridas intelectuales» se convertirían en una plaga insistente e incesante. A su entender, entonces, no había mejor opción que «recurrir otra vez al estante donde está esa pistola ridícula que guardás en tu casa». Y llegado el momento inefable del fastidio, «hacerles elegir entre la continuidad
existencial de uno mismo en el lugar o el arma. Una opción, hermanito, que sigue rindiendo frutos positivos a los c readores atormentados como vos desde hace décadas». Dicho lo cual, el hombre fuerte de Millenium Club solía enunciar una lista contundente de onomásticos —«best sellers idénticos a vos», aclaraba entre bocanadas habaneras—, aunque tampoco es cuestión de abusar de los trucos semiológicos a los que el viejo Roland apelaba para referirse a la obra de otro colega menor, previsiblemente francés y padre indiscutible de «le mot juste», Gustave Flaubert. Me gustaría detenerme a analizar los pormenores de mi novela —«Escandalosa, impiadosa, genial», como han escrito críticos bien pagos en la contratapa de la edición española—, pero si escribiera sólo sobre aquello que tengo ganas, estaría ignorando, si no la única, probablemente la gran lección: no escribas nunca nada que no pueda interesarle al resto. Aún así, les coneso que aquí —«aquí», como me piden que escriba mis editores madrileños—, en la oscura habitación de este hotel en Ámsterdam, a unas pocas cuadras del Museum het Rembrandthuis, las lecciones valen poco y nada ante la más pasmosa soledad. Les aclaro sin necesidad de ningún pie de página —tomen nota ahora, aprendices de cronistas educados en escuelas diferenciales de periodismo— que no me reero a ninguna versión metafísica o poética de la soledad, sino al episodio penosamente pragmático e incontrastable en el que nadie, ni siquiera uno de esos acompañantes multiuso de los que dispone Millenium Club para esta clase de viajes, ninguno de esos individuos ominosamente masculinos —cuando no lesbianas tipo «bomberos»—, ni siquiera
uno de esos tipos que no sirven ni para tomarse el whisky del minibar, por lo que no puede llamárselos de otra manera que latosos —«latosos», como dicen mis editores mexicanos—, ni siquiera uno de esos serviles secretarios, queridos camaradas, está en el lobby del hotel esperándome para llevarme a cenar, ni lo estará en las próximas horas. La opción, entonces, es socializar. Una gimnasia impracticable durante las mañanas, ese momento en el que por algún motivo siempre despierto cuando me encuentro al otro lado del océano. No es que sea un ermitaño. Pero socializar después de cierta edad se vuelve imposible porque —como les ocurre a mis traductores asiáticos—, hay un abismo imposible de sortear —«sortear», dedicado con gusto a mis numerosos editores centroamericanos— entre esa única etapa sincrónica en la se forman los amigos en la juventud y las experiencias diacrónicas relatadas por cualquier desconocido cuando ya somos adultos y nuestro índice de rozamiento con la realidad ajena es innitesimal. Ustedes no saben la cantidad de manos que deben estrecharse por compromiso durante un solo día participando del IV Foro de Escritores Americanos en Praga. La cantidad de besos húmedos en las mejillas que uno recibe de profesoras de literatura menopáusicas en los Congresos de Literatura Argentina Comparada. Están esos tipos —no sé cómo llamarlos—, que leyeron tu obra y la conocen de memoria y la subrayaron y la anotaron y entonces creen conocerte mejor que vos mismo. Tipos que jamás consideran, ni por un instante, que la literatura es una esgrima hecha con una espada losa pero incapaz de matar. Una espada de puro articio y pura imaginación. Esos tipos persiguen a tu agen-
te literario —algo de lo que la industria editorial preere alejarte, pero ya no tanto cuando te hacen desembarcar en España— durante meses y meses de llamados y mails y nuevos llamados tratando de concretar una entrevista — siempre hay una tesis doctoral o un seminario de posgrado como excusa— hasta que lo logran principalmente por hartazgo y entonces te citan en un bar —nunca hay que dejar entrar a esos tipos a tu casa— y descubrís que son fanáticos absurdos. Maníacos que sólo quieren registrar su voz en un grabador digital interrumpiéndote cada vez que intentás ser sensato sobre tu obra —porque uno nunca sabe quién realmente pertenece a la posteridad de la academia en ese club de subnormales— o que quieren sumarse a la lista de distribución gratuita de la agencia de prensa de Millenium Club y recibir libros a cambio de subir las tapas y algún epígrafe obsecuente a un sitio web de mala muerte. Por cosas así, tu capacidad de conar en el género humano se resquebraja, se daña, se parte irreparablemente. Hay una cortina que a veces es mejor cerrar. Si se mantiene abierta, al otro lado sólo puede terminar habiendo pájaros enfermos, como esa paloma negra que aletea en la vereda de enfrente. Nunca hay que comunicarles nada de índole personal a los fanáticos —ni siquiera si hablan francés, son rubias, tienen ojos verdes y un par de tetas sólidas como un soneto de Giacomo da Lentini—, nunca hay que decir, por ejemplo, «yo también soy un pájaro enfermo», mucho menos s i uno lo dice en pantuas y ante un ventanal barroco en la habitación de un hotel cinco estrellas en Ámsterdam, una ciudad ligeramente más melancólica que los peores domingos nublados
de Buenos Aires. El silencio es vital para no seguir deslegitimando la gura del intelectual contemporáneo, créanme. Pero más trascendental es el silencio a la hora de resguardarse de estos tipos que acechan a la espera de publicar una biografía no ocial. Hay un artículo bastante lapidario en la web sobre mi carácter —en Google se consigue bajo el título «Perl íntimo de un best seller»— en el que incluso estoy citado textualmente. Fue en el «after party» de una presentación. Una novela inédita de Enrique Vila-Matas en Barcelona. Sé que había muchos argentinos —llevados por la central europea de Millenium Club— y sé también que aquella noche había tomado demasiado champán —«bebido» es un término que amarían mis editores portugueses, aunque los adivino perdidos con el barbarismo «champán»— y dije —coneso que lo dije— «yo también soy un pájaro enfermo». Son frases que se enuncian bajo estados penosos de vulnerabilidad. Lo imprevisto fue un grabador y una innecesaria —aunque comprensible— mala intención. Quise ser sincero. Hablé bajo esa pátina penosa de afectación que suelo usar en público, con la excepción de que, por una vez, quise ser sincero. «Soy un pájaro de esos que pueden volar a través de continentes enteros sin dicultades, ajustados a una formación, uno de esos pájaros que saben cuándo volar al frente y cuándo refugiarse detrás». La cita del artículo es textual y cursi, aunque eso no le quita el sesgo autobiográco. «Yo también soy un pájaro enfermo». Entonces algo profundo en mi ser mana —dedicado a mis editores en Chile y México, verbo «manar»— y la conanza se apaga, se deforma y deviene prudencia. Puede ser una mirada. Casi siempre es
una frase atroz. Una sentencia. Una línea inimaginable que dispara un dolor profundo y patológico. «Yo también soy un pájaro enfermo», dije a unos pasos de distancia del senil Vila-Matas. «Un pájaro enfermo de maldad». Tal vez no tenga amigos, ni los haya tenido nunca. Tal vez ese colectivo de nombres célebres y compañías privadas que insisto en llamar «amigos» no sea mucho más que un club itinerante de sádicos hijos de puta que saben entretenerse a mi cuenta. Aunque si quieren conocer una historia interesante sobre las relaciones humanas —porque Millenium Club ya debe haber encuadernado estas páginas, ya debe haberles puesto una nueva foto de mi cara en la solapa y ya debe haberlas comercializado al precio internacional del papel—, en n, si realmente les preocupa entender cuál es el «viaje al n de la noche» de un escritor, olvídense de Louis Ferdinand Auguste Destouches. Él no entendía que su momento de institucionalización había llegado. Yo sí. Yo entiendo que a veces deberían encerrarme y tirar la llave a la alcantarilla —como en el cuento del colega ligeramente olvidado Julio Cortázar—, con la diferencia de que, en la Buenos Aires actual, cualquier vereda equivale a una cloaca. Hay cierto punto donde encerrarse —«institucionalizarse» suena mejor, queridos traductores checos— se vuelve una forma redituable de tratar con el mundo. El cierre de la esfera pública. La negación del Otro. En mi caso, un claro retorno a los orígenes. Con mi laptop y la suciente cantidad de proteínas y vitaminas, no sería necesario volver a traspasar el umbral de ninguna habitación. Quedarían las ventanas en Ámsterdam, los pájaros enfermos, los contratos millonarios por novelas cientíca-
mente condimentadas y los rigurosos plazos de entrega. Un mundo conveniente, productivo y libre de experiencias. Restaría únicamente la experiencia del mercado, que ni siquiera tuvo Gustavo Adolfo Bécquer cuando se encerró en un convento a escribir. ¿Pero de qué creen que se trata esta pequeña pieza autobiográca sino de mi experiencia capital con el mercado? ¿Cuál creen que es el motivo de este vómito ininterrumpido de memoria? No hay didactismo, no hay moralismo, no hay un «más allá de la letra escrita», porque si existe un modo de relación que haya denido en su práctica todos los valores teóricos del capitalismo como nunca desde la Revolución Francesa, entonces estamos hablando de sadomasoquismo. Un dispositivo donde el placer y el dolor se limitan mutuamente en proporciones innitesimales. Como las ventanas en Ámsterdam. Como los pájaros enfermos. Como mis páginas y yo. El «quid» por el que un «best seller» se arriesga siempre a descubrir sus sentimientos —cuestiones profundas y reales, cuestiones inaccesibles a ese gran público de amas de casa que envidiaría el mismísimo Michel Houellebecq si estuviera vivo—, el único ancla capaz de arrancarlo de su vida de burgués acomodado —mi vida de burgués acomodado—, no es más que una mujer. No cualquier mujer, por supuesto. La clase de mujer a la que accedemos quienes surfeamos la ola más alta del éxito. La clase de mu jer que te lleva a componer una oda sin puntos aparte sobre el sadomasoquismo por el puro placer del dolor. Una mujer por la que activé todo aquello que hoy estaría dispuesto a resignar por la comodidad diáfana de una bonita y bien paga «institucionalización». La palabra es responsabilidad. La 128
pregunta es acerca de las fronteras de la responsabilidad. Los deberes sociales del escritor. Su responsabilidad ante los lectores. Es tarde para hacer un replanteo ahora, pero no hay nada mejor que la escena de un avión caído y en llamas para mirar hacia atrás y comprender. ¿Te debo algo a ti — pregunto con benevolencia latinoamericana—, estimado lector? ¿O tú me debes a mí? Este gran gr an juego de chas de dominó que llaman «prestigio» y que me entregan en bandeja mientras sea redituable —y yo sé cómo mantenerlo redituable, hermano latinoamericano y/o hispanoparlante—, ¿no se trata de mi sobrenatural talento para raspar el anquilosado «sentido común» de mis lectores? ¿Entonces cuál sería exactamente mi responsabilidad social? ¿Violentar tu benevolente «agnosia» y romper todo lo que considerás bueno y justo en esta vida de constitucionalismo republicano y literatura de autoayuda traducida, querido lector? ¿Cuál es mi responsabilidad social? ¿Entibiar mis opiniones lacerantes, cajonear la daga envenenada del cinismo y contentarme con el silencio mórbido del «aburguesado»? Tomemos, sólo como ejemplo, el caso de la indelidad. «La indelidad es como el cáncer, que no se busca pero te encuentra, y cuando te encuentra no deja de crecer». Es de mi penúltima novela. Doce mil trescientos ejemplares vendidos en Buenos Aires durante la primera tarde en vidriera. Hay una psicóloga argentina, con el pelo lacio y largo y negro y una nariz que ganaría el primer puesto en un concurso de iconografía de propaganda para la Hitler junge —les he dicho dicho que sé cómo cómo sostener sostener un ritmo ritmo redituable en esta industria, camaradas—, hay una mujer, en n, que no sólo envió un sinfín de cartas documento a Millenium 129
Club para que sacaran mi novela de circulación —me acusaba de «apología del adulterio»—, sino que, al nal, cuando cedí a la presión de un editor porque la novela había alcanzado su pico de ventas y la polémica sólo había empastado el tono de todas mis entrevistas, le respondí con un mail. Coloqué mis dedos sobre el teclado y escribí. Cometí el peor de los pecados que puede cometer un hombre, que no es haber sido feliz, como poetizó un colega ciego, sino escribir gratis, en especial bajo estrictos motivos de interés corporativo. Escribí diez mil caracteres con espacios incluidos, algo por lo que cualquier suplemento cultural ibérico —mi contador con otra nariz antológica lo sabe mejor— siempre está dispuesto a pagar en un cheque diferido lo que cuesta renovar el tapizado de cuero de mi Audi. ¿Y qué hizo esa psicóloga? ¿Cuál fue su respuesta de ciudadana responsable contra las políticas culturales de las grandes corporaciones editoriales del Hemisferio Sur? Me confesó que estaba divorciada y me propuso matrimonio. Me hizo llegar una copia de todos sus estados de cuenta para que no la confundiera con «una vulgar oportunista» y me aseguró que no tenía ninguna «enfermedad silenciosa». Podía mandarme análisis de sangre si los necesitaba. Fue menos dañina que la mujer de la que estoy tratando de hablar desde hace veinte mil ochocientos caracteres con espacios incluidos, créanme. Tengo un detallado sistema de detección de riesgos. Un barómetro de presión femenina. Aunque preferiría llamarlo «mercuriómetro», porque el veneno y las mujeres pueden confundirse en una sola sustancia especialmente galopante durante la noche de cualquier «vernissage». Lo siento mucho por los análisis de 130
consumo masivo del Departamento de Marketing de Millenium Club. Es como si pudiera adivinar la curva sinusoidal de esa verdadera línea de la vida —las curvas de venta— inclinándose rápidamente hacia el sur del Colorado a medida que su gran fuente de ingresos denosta públicamente, desde estas líneas, a esas compradoras compulsivas de literatura light que son el núcleo duro de recepción de todas mis novelas. Las mujeres no me intimidan. Aunque me parece propicio aclarar —atención, Departamento de Marketing— que no soy el «homosexual empedernido y pederasta» que algún crítico ha inferido con una lectura supercial de mi obra. Sé que hay mujeres junto a las cuales cualquier vereda se vuelve innita y sé también cómo la sombra de una mujer puede elevarse fría y perfumada como un jardín de invierno hasta congelar el corazón de un hombre. Son las ores del mal. La posibilidad de un abismo. La verdadera ampliación del campo de batalla. Una corriente continua de dolor, si es que entienden a dónde quiero llegar. Pero ahora llega el momento del tono confesional. Periodistas culturales, no lo duden: es por lo que están por leer en unos minutos más que sus editores van a aceptar —se los garantizo aún sin la intervención de las maquinarias nocturnas de Millenium Club— una nota de más de dos páginas sobre este penoso incidente personal en sus respectivos diarios del más anacrónico papel. Tal vez más de cuatro si hablan con ella y — soy capaz de apostar parte de mi patrimonio— una tapa entera con indiscutibles secuelas si logran hacerla confesar que esto realmente pasó. Recuerden que yo malgastaba mi tiempo entre amas de casa mal teñidas de rubio y damas 131
vestidas con marcas de segunda categoría cuando comencé a idear el plan. Era una ocupación tangencial en mi vida, y recuerden —insisto— que les estoy hablando de la vida de alguien que todavía pagaba al contado una línea de tiro en un polígono y usaba la pistola Bersa del instructor para ahorrarse el dinero del armero. Lo que necesitaba era escribir una obra de teatro. Una trama con un argumento mínimo pero debidamente complejizado. Personajes de carácter profundo, pero no demasiado, porque ninguno de los posibles convocados más tarde —entre ellos, ella— serían capaces de realizar un profundo trabajo interpretativo. La elaboración de la obra en sí fue lo más rápido. Plagié un poco a Samuel Beckett y otro poco a Harold Pinter —detrás de la neblina siempre está Gran Bretaña— y combiné algunos monólogos dramáticos en la misma batidora donde había tres escenas de desnudez lícitamente justicables y una enorme muerte trágica. En el medio había una disputa moral sobre el derecho a amar —cortesía de Jean Paul Sartre— y un despliegue lacónico y minimalista de escenografías enteramente pictóricas. En conjunto, aquello que bajo condiciones normales de presión y temperatura asegura el confort intelectual de esa clase media-alta aún capaz de sentarse en la butaca de un teatro y regodearse durante noventa minutos con una metafísica tan accesible en Broadway como en la calle Corrientes. Sí, queridos buitres de la narrativa contemporánea: mi obra de teatro era eso que los críticos formados por los textos oscurantistas de Georg Lukács habrían llamado «una pieza típica del conformismo burgués». Y por eso logré que se estrenara cinco años después de haberle colocado el punto nal y 132
seis meses después del descubrimiento del mail de Millenium Club que me salvó la vida o —como recomendaría añadir a mis biógrafos—, del mail que salvó del impacto directo de un proyectil calibre veintidós con fragmentos astillados de mi cráneo a la pared de mis vecinos sodomitas en aquella letrina hoy felizmente fosilizada que por aquel entonces llamaba hogar. Hubo varios productores interesados en la obra —que decidí rmar en el contrato nal sólo como «adaptador», gracias al consejo de mi editor de Millenium Club— pero el único viable, a la luz de mis planes, resultó ser, desde el principio, Panchito Chiavari, el «bon vivant» módico y «playboy» rústico criado desde el parasitismo vitalicio que le conrió el útero colectivista de su madre, Torcuata Purground, dama de sociedad y presentadora frustrada de «talk shows», hija, a su vez, de la gran diva nacional argentina, Louisa Debig. Aunque Panchito Chiavari insistió para que «conociera a su madre» —cuya voracidad por la carne joven no tenía frontera fronterass morales—, morales—, haber haber desistido desistido es uno de esos pocos eventos culturales sobre los que no me arrepiento. La próxima vez que un cronista de suplementos culturales se acerque hasta donde fuere que se ubique mi próximo hotel —que es donde los «best sellers» recibimos a los periodistas culturales y a las putas—, tal vez cuente esa anécdota. Para agitar el avispero estratégicamente hacia esta historia, por supuesto. Y nadie podría culparme. No habría un dedo acusador digno que se atreviera a hacerlo. ¿Leyeron esas tediosas entrevistas a autores, casi siempre norteamericanos inuenciados por la sombra irremontable de Capote, jactándose de los años que son capaces de invertir en «investigar sus te133
mas»? No pretendo decir que ese ánimo realista atrase siglos, aunque podría decirlo —no sonaría mal decírselo a mi próxima puta o a mi próximo reportero cultural—, sino que yo también, estimados camaradas del periodismo cultural autóctono, yo también investigo mis temas. Sé por eso muy bien que Panchito Chiavari retomó hace muy pocos sus sesiones de terapia y que dejó la mentira autoagelante de la producción teatral para cuando envejezca. Hoy se conforma con poner la cara y algo más en una agencia de modelos, por lo que su capacidad para ofenderse ante la verdad y responder judicialmente se disgrega en cómodas cuotas sobre algún diván. Por aquel entonces, al parasitario Panchito Chiavari lo desvelaba la posibilidad de fornicar apresuradamente a quien resultaba ser mi musa inspiradora, mi le janísima pretensión imaginaria, Ivana Neeskens. Actriz ampulosa con demasiado carisma para dejarse aplacar en el rubro supercial del modelaje y aún más fotogenia como para acceder a papeles dramáticos, ese nicho de la consagración actoral que sólo resguarda sus espacios para quienes se permitan la decencia de no vivir con el cutis reluciente, las curvas lacerantes y el «speech» remanido de una vida consagrada al vegetarianismo y al amor por los animales. Inconmensurables pasiones privadas que Ivana Neeskens ubicaba inmediatamente por debajo de sus elaboradas sesiones de penetración. Festivales profanos de uidos entrópicos regados hasta la oxidación que la habían reputado entre todo lo que trabajara en televisión y tuviera un conducto deferente entre las piernas como «la vagina y el par de tetas que cualquier galán que se preciara debía ver y vencer». Ese 134
era mi horizonte de expectativas, camaradas. Ponerla. Ese era el objetivo literario en cuatro actos que Panchito Chiavari nanció con las excrecencias —nunca declaradas ante el sco— de Louisa Debig, diva que, irónicamente, calculando con senilidad que en la misma maniobra encerraría a Ivana Neeskens en el coto cerrado de cacería sexual de su nieto, tuvo la iniciativa de invitarnos a los tres, una semana antes del estreno, a su programa de televisión. «Para que la bellísima Ivana Neeskens nos hable, en exclusiva, de su próximo protagónico teatral, una obra polémica producida por Panchito Chiavari y escrita por el best seller más exitoso de la última década». Louisa Debig me había leído —o así me informó el departamento de marketing de Millenium Club— y los tres ejemplares de cortesía dedicados «para la distinguida diva que, de atreverse a escribir, nos encandilaría con su talento» fueron fructíferos al instante. «Tal vez sea mejor evitar tanta constelación de bellezas y que me siente en este lugar», se me oye decir con un tono estudiadamente trasgresor mientras coloco mi copa junto a la silla de Ivana Neeskens, a pesar de los privilegios de Panchito Chiavari. Era la primera vez que la veía en persona, aunque hubiera escrito una obra de teatro exclusivamente para ella y hubiese rmado el contrato para representarla en la calle Corrientes con una cláusula especíca que determinaba —dejando en caso contrario un armamento legal entero a mi disposición— que sólo ella podía interpretar el papel de la heroína. Hubo varios programas de los que resignican el fracaso de la industria del espectáculo repitiendo «momentos de archivo», mi estimada bandada de amarillistas, donde se registra la 135
maniobra. Lo recalco porque hay instancias, como esta, donde uno es incapaz de inventar. Lo que esos programas museológicos no registran —o aprenderán a registrar cuando ya sea tarde— son los diálogos durante las publicidades. Episodios de engorrosa frustración intelectual como aquellos memorables segundos en los que Panchito Chiavari me reprocha a los gritos «mi pose de intelectual». O los culminantes instantes de ansiedad sexual en los que me recrimina «hablar como si estuviésemos en un programa de literatura en Barcelona y no en un programa para amas de casa en Buenos Aires». Ivana Neeskens, mientras tanto, se mantenía equidistante. Neutral. Entregada al arte innato de «continuar siendo bella», como pudo haberle recomendado Louisa Debig, habituada a momentos ríspidos por el estilo. Un poco más tarde —de paso entre la alfombra y la ducha— ella me confesaría que sólo especulaba qué posición tomar. Sopesaba la posibilidad de solidarizarse comercialmente con el capitalista que podría nanciar sus próximas aventuras teatrales —a las que, entre nosotros, Ivana Neeskens no podrá volver a menos que insista en desnudarse— o empetrolarse sin mayores certezas en la defensa del escritor intrigante que jugaba a revolucionar, a corto plazo y a sala llena, la dramaturgia argentina. Ese recinto prestigioso donde la voluptuosidad de sus curvas naturales estaba tácitamente vedada por un manto comprensible de escepticismo y otro poco de resentida piedad. El algoritmo fue esperable incluso para las evidentes limitaciones de Ivana Neeskens, quien procedió a repetir entonces lo que Scarlett Johanson había hecho en su juventud con Woody Allen y lo que Ma136
rilyn Monroe había intentado con Arthur Miller: apostar la carta de un cuerpo cotizable al beneplácito incomprensible de una sociedad artística. Llámenla. Pregúntenle. Interróguenla. Ella ya había hecho sus tímidas incursiones en el campo de la palabra. Sobre todo vendiendo su imagen a revistas del nicho cultural por una cantidad de dinero inferior al que le correspondía gracias a su popularidad televisiva. Largas sesiones fotográcas. Maquillajes. Un mínimo de tres cambios y la codiciada toma en ropa interior —hasta entonces privilegio exclusivo de la revista Gente— con la que los masturbatorios editores de unos soporíferos artículos sobre los kelpers en Malvinas, los restaurantes de moda o cualquier imbecilidad a tono, rubricada a espacio y medio por una rma de prestigio, raticaban sus chances de sostener un puesto laboral hasta el próximo número. Eran los muslos ligeramente sombreados sobre sábanas de canje y la mesurada trasparencia de los pezones áulicos de Ivana Neeskens los últimos eslabones de una maquinaria que luchaba para no extinguirse. Y ella lo sabía. «Siempre me gustó el teatro clásico», fueron las primeras palabras que me dirigieron los labios de Ivana Neeskens —innito e inmortal amor brillando a tu alrededor—, en el tono nefasto de una pupila temerosa. Prácticamente faltó que me llamara «señor». Lo cual hubiese herrumbrado mi ego de escritor, súbitament e transformado en dramaturgo y dramáticamente transformado en el venerable profesor de literatura —que nunca fui— de la actriz de las maratónicas sesiones de sexo tántrico. Siempre anado por la gimnasia del «vernissage», mencioné con naturalidad el ocaso platónico de Segismundo 137
en La vida es sueño. Las nefastas revelaciones existenciales de Edipo Rey. El minimalismo posmodernista de los dramas absurdos de Harold Pinter. Y los mencioné pensando que Ivana Neeskens tenía sólo un año más que yo. «Me gusta Closer », dijo entonces Ivana Neeskens. «Creo que la escribió un europeo», agregó tras unos segundos más de silencio reexivo. Mi espalda fue sacudida por un espasmo gélido. Idéntico al que un púber experimenta al recorrer la galería de imágenes de ese tío lejano que sólo aparece por casa para dejar su disco rígido cuando tiene problemas de software, y olvida borrar las fotos de su novia. Uno de esos accidentes después de los cuales se aprende el signicado concreto de prácticas de higiene como la «tira de cola» y la «depilación denitiva láser». Sucesos después de los cuales las ilusiones se derrumban como esa enorme muralla que tienen en China. Ivana Neeskens sonrió con dulzura y cuando el desmantelamiento de nuestra charla parecía absoluto, dijo que Pinter era un apellido sobre el que le parecía haber leído algo durante algún vuelo. «La mitad de mi obra se inspira en Pinter», dije sin mayor certeza que el hecho incontrastable de que Panchito Chiavari, derrotado, pedía las llaves de su auto a uno de los asistentes del canal. Vencido por la pluma pirrónica, la espada se retiraba. «Me encantó tu obra», dijo Ivana Neeskens, ajena a la puja simbólica por colocarla a su alrededor. «Me encantó tu obra», repitió mientras Panchito Chiavari desaparecía en los camarines, tal vez para reclamar que jamás se me volviera a invitar a un programa que, de todos modos, tenía un público espectral. «No te preocupes, está persiguiéndome hace años», dijo fastidia138
da Ivana Neeskens. Se ajustó el primer botón de la blusa gris —falanges delicadas como copos de nieve— y entonces necesité detenerme para decodicar el siguiente sintagma. Para traducirlo a la lengua mítica de los mortales. Para entender exactamente qué quiso decir cuando, después de revisar que no hubiera ningún camarógrafo gravitando cerca, Ivana Neeskens dijo que sabía que los escritores cogían muy bien. Había sonado con la voz impasible de los anuncios burocráticos. Un tono colosal como el que al nal de Alexander Nevsky —atención traductores rusos y ucranianos— convoca a la unión de todos los bolcheviques en honor de la Madre Rusia. «Sé que los escritores cogen muy bien». No estuve seguro de cuál debía ser mi respuesta. Mi estómago emitió un sonido intenso del que hasta entonces no tenía registro. Seguramente relacionado con el almuerzo reciente de Louisa Debig, pero también con la cercanía de mis ilusiones más profanas. Fue un sonido embarazoso y visceral. Como el de una bandada de gaviotas elevándose desde el asfalto de una pista de aterrizaje hacia el corazón rugiente de la turbina de un Boeing. Ivana Neeskens, sin embargo, no pareció notarlo. Tampoco necesitaba mi respuesta. Volvió a sonreír con la ingenuidad de las antiguas muñecas de porcelana y después de mirar mi traje —pestañas como un frágil abanico de mágica seda— me dijo que saliera del canal y caminara dos cuadras en la misma dirección que los autos. Anotó en una tarjeta personal el número de su celular y me dijo que la llamara cuando estuviera listo. «Voy a sacarme el maquillaje y paso a buscarte en mi auto. Paro donde estés y toco bocina dos veces. Tratá de no tardar demasiado», me 139
instruyó Ivana Neeskens, cuya evasión profesional de los «paparazzis» me sugirió un cuento sobre la revolución de una nueva guerrilla urbana conformada por celebridades, una excusa hilarante para hablar sobre el irónico deseo de «desaparecer completamente» —le expliqué a Ivana Neeskens, con la voz de la casta cas ta de quienes cogen muy bien—, la casta imaginaria de quienes viven bajo las luces del espectáculo. La idea pareció entusiasmarla. Basé mi deducción únicamente en el hecho de que Ivana Neeskens se mordió el brillante labio inferior de su boca —pétalo oscuro de dulce rocío en la mañana— y me describió cómo era su auto. «Preero manejar yo en estos casos», dijo alejándose hacia la habitación donde antes de comenzar el programa nos habían maquillado. No busqué a Panchito Chiavari antes de irme —la producción de nuestra obra ya estaba montada y aceitada hasta el estreno—, ni se me ocurrió pensar que yo pudiera ser «un pájaro enfermo de maldad», aunque frente a la puerta de entrada del canal había una cantidad importante de palomas. Me gustaría saber si durante esos quince o veinte minutos durante los que vagué desconcertado —en el mismo sentido que los autos— Ivana Neeskens pensó en arrepentirse. En no detener su auto. Esa sería la única pregunta interesante en el caso de que lograran hacerla confesar. Llamé cuando me pareció apropiado y un auto radiante, importado y pequeño —no voy a obsequiarles el detalle del modelo— se detuvo pocos segundos después ante mí. La bocina sonó dos veces y la puerta del acompañante se abrió lo suciente como para que mi silueta se escurriera rápido hacia adentro. Los muslos desnudos y sumisos de 140
Ivana Neeskens —había reemplazado el vestuario del programa con una minifalda más veraniega— se movían como las bielas de una locomotora entre el asiento y los pedales. Manejaba con ambas manos rmes sobre el arco superior del volante. Manejaba rápido, con una rmeza casi masculina. «No es muy lejos», dijo antes de que un portón automático se abriera y entráramos al garaje con ascensor privado de un edicio —que en Ámsterdam estaría sencillamente prohibido construir— en Las Cañitas. Tuve la sensación de que Ivana Neeskens me permitía recorrer su departamento igual que un veterano cazador esquimal le permite un último merodeo a la foca que está a punto de matar a garrotazos. Pero tal vez fuera mi ávida imaginación de escritor, claro. Sé de dónde provenía la imagen del esquimal y la foca. Un póster enmarcado en el que la sangre de uno de esos animales ensuciaba el hielo blanco. Esa imagen que las corporaciones ecologistas descontextualizan y presentan como atentados crueles contra la Naturaleza. «Tengo esa foto ahí porque me recuerda que no todos los hombres aman a los animales», dijo un tanto melancólica Ivana Neeskens. No hice ninguna mención a la «descontextualización de los ecosistemas árticos» ni a los actos de «supervivencia humana». Al contrario, le dirigí una ligera mirada de aprobación —como la hubiese gesticulado Harold Pinter— y seguí mirando otras fotografías y recuerdos, colocados entre los pocos muebles del living. No escapaba de lo que había visto en otras casas de artistas. Ya saben: fotos personales sosteniendo premios de cabotaje, o abrazándose con antiguos compañeros de elenco, siempre luciendo risas engrasadas durante las primeras invitaciones 141 14 1
a los programas de mayor audiencia. Nada a lo que no me tuvieran acostumbrado las casas de mis queridos colegas escritores. En especial, las habitaciones —y si la megalomanía lo permite, los livings—, donde las paredes suelen empapelarse con las encuadernaciones prolijamente enmarcadas de primeras ediciones y con las tapas —siempre más coloridas que las versiones originales— de cada una de las traducciones publicadas en distintos países. Los gabinetes de los últimos autómatas no cambian demasiado entre sí. Y es una aseveración en la que, por supuesto, aprendices de escribas, me incluyo con mucha honra. Caminé un rato más por el departamento hasta que encontré las comarcas inmediatas a su habitación. El recinto ceremonial de su cama. Abrí una puerta y encontré un pequeño «boudoir». Un espacio donde el aire tenía una densidad distinta y la ambientación quería ser isabelina. O algo así. «Voy a traer el texto de tu obra», escuché que decía Ivana Neeskens desde lejos. Continué examinando la intimidad del «boudoir» en la penumbra hasta que encontré una lámpara. Mientras la luz se asentaba, imaginaba paredes decoradas con distintos aparatos y adminículos sexuales. Vibradores. Consoladores. Prótesis peneanas. Arneses. Arnes es. Catalo Catalogado gadoss y acomoda acomodados dos con con el profe profesiona sionalismo lismo de un verdadero chacal, desde el zócalo hasta el techo. En cambio, en el «boudoir» había más fotografías de Ivana Neeskens. En blanco y negro. Osadas, pero no lo suciente para mis expectativas. «Son imágenes descartadas de distintas producciones, siempre pido que me las graben», dijo Ivana Neeskens a mis espaldas. Estaba de pie junto a la puerta. Ya no llevaba una minifalda sino una larga camiseta blanca,
de una tela na y perfumada. No era rigurosamente necesario pertenecer a la saga detectivesca de Edgar Allan Poe para notar que no había una sola prenda de ropa interior entre su piel y las retinas de mis ojos. «Pensé que podíamos repasar el monólogo antes de la escena del desnudo», susurró Ivana Neeskens. «Si estás cómodo, podemos empezar», dijo. Faltaba algún perchero donde pudiera colgar mi saco, pero mi instinto reproductivo me indicó que no era el momento indicado para las observaciones sagaces. Me lo saqué como pude, me aojé la corbata y tiré todo al piso. Me senté como si estuviera sobre la plataforma que iba a llevarme al cielo y comencé a escuchar el monólogo que yo mismo había escrito, hacía ya tantos años, de la boca de la mismísima Ivana Neeskens. «Hombres más prestigiosos que usted han tenido la cortesía de recibirme en estas condiciones. Supongo que lo absurdo fue confundir su conanza con la dignidad de un hombre y sus mentiras con la dignidad de un prestigio», leía de un modo irreparablemente afectado. La alfombra no estaba mal. Sus pies quedaban por momentos a la altura de mi cara. Como los de una Virgen piadosa frente a un peregrino exhausto. Tragué saliva y lo dije. «Podríamos lograrlo. Quedarnos juntos. Emerger como una or. ¿Paz y entendimiento?», continuó leyendo Ivana Neeskens, sin prestarme atención. Aclaré mi voz y volví a decirlo. Ella puso su única cara de tensión dramática y a sus pies —dedos de blanco marl Blüthner— quedó la camiseta larga y blanca. Ivana Neeskens, con los ojos cerrados, estaba desnuda ante mí. En silencio, como si esperara una ovación. Llámenla y pregúntele. Insisto en que hay algunas instancias, fugaces e impercepti-
bles, en las que es sencillamente imposible superar esa cción magníca y elocuente que los más optimistas llaman realidad. Pregúntenle si después de desnudarse no abrió los ojos —fragmentos quebrados de luz bailando ante mí como un millón de ojos que me llaman— y caminó sobre la alfombra con la misma cadencia de una leona frente a un ratón que quisiera rugir. Recuerdo haber pensado que, desnuda, Ivana Neeskens era tan alta como yo y mucho más bella que cualquier otra mujer que hubiese visto en mi vida. Sin trucos de iluminación. Sin maquillaje. Sin photoshop. Esta vez, el pelo largo y meloso de Ivana Neeskens no cubría la curva rosada de sus pezones. No había una prenda imperceptible de seda cubriéndole el pubis, como en las «producciones fotográcas más osadas del verano», ni un diván blanco y aséptico como los que aparecían en sus ridículas publicidades de tampones para adolescentes. No había nada entre su desnudez y el mundo. Y, aún así, la realidad tangible de su cuerpo resultaba superior a la versión idílica de mi imaginación. Ivana Neeskens era la diosa desnuda que, de pie ante mí, colocaba mi cara entre sus piernas sólidas y delicadas. La diosa desnuda que me hacía lamer. «De arriba hacia abajo», la escuché ordenar desde el euvio íntimo de su fama más privada. No era una línea que recordara haber escrito en ninguna parte de la obra. «Muy bien, así, muy bien», gemía Ivana Neeskens, revolviendo con furia todo mi pelo. Pregúntenle. Porque, de hecho, recuerdo que diez minutos más tarde, cuando mi lengua ya se había convertido en un calambre doloroso a su disposición, Ivana Neeskens se detuvo con un brillo que hasta entonces no había registrado en 144
su sonrisa. «La oportunidad que me estás dando con tu obra es única», dijo satisfecha. Casi espontánea. Levantó su muslo derecho hasta que la rodilla quedó por encima de mi cabeza —nunca me permitió moverme de la alfombra— y después de apoyar los dedos de su pie sobre mi frente, me empujó hacia atrás. No opuse resistencia porque ningún hombre en mi lugar hubiese dicho nada bajo el cuerpo escultural y deseante de Ivana Neeskens. Lo que ocurría en ese momento me recatalogaría sexualmente por siempre. De eso me di cuenta cuando mis ojos se desviaron como perdidos hacia otra de las paredes del «boudoir» y vi los retratos de algunos de sus últimos amantes públicos. A pesar de su perl retraído y casi temeroso —que no era, por supuesto, el que yo descubría en ese momento—, Ivana Neeskens se había ido acostando, a lo largo de una carrera iniciada casi antes de la pubertad, con los galanes más cotizados del continente, sin mayores contemplaciones. Muchos son actores hoy desconocidos. Intrascendentes sin ningún talento pero que, al menos, pensaba mientras lamía y relamía «de arriba hacia abajo», abandonarían sus grises existencias en este mundo conformados con el recuerdo vívido de haber sido cogidos, alguna vez, cuando eran jóvenes y reconocibles, por Ivana Neeskens. En mi caso, la erección furibunda bajo mi pantalón reescribiría incluso mi lugar en el Panteón de la Literatura Argentina. Eso pensaba cuando Ivana Neeskens arrancó todos los botones de mi camisa y se apoyó en cuclillas sobre mi cara. Pero el momento de relajar mi lengua no había llegado todavía. «Así, así, más», gritaba Ivana Neeskens, con una cadencia tenebrosa. No era la voz habitual de 145
«la bella y natural Ivana Neeskens» que salía en las publicidades de shampoo, ni el tono amable de la «vegetariana y ecologista comprometida Ivana Neeskens» que cada año participaba en las campañas de las organizaciones ecologistas extranjeras, usufructuando su carita de ángel para reclamar el n de los abrigos de piel natural. «Quietito, quietito, ahí», la escuché decir mientras mi lengua se transformaba en una barra incandescente y agarrotada hasta la más absoluta insensibilidad. Extasiado, intenté llevar mis manos hacia el esplendor fresco de sus pechos —que algunos de mis apreciados traductores habrán de llamar «senos» para no perder el halo dramático del momento, o «tetas»— pero Ivana Neeskens las alejó bruscamente, repitiendo en cuclillas sobre mi cara, en un tono que ni siquiera rozó lo simpático, que «me quedara quietito». Pensé en el lenguaje mudo de los cuerpos y obedecí. Era, supuse en aquel momento, lo que cualquier hombre en mi situación hubiera hecho. Dejarse llevar por los caprichos de Venus y no intentar cambiar las reglas de su juego. No en su propio «boudoir». Entonces Ivana Neeskens comenzó a moverse cada vez más despacio, en un compás que ya no tenía ninguna conexión conmigo. Sus ojos estaban cerrados y toda su cara parecía atravesada por una expresión contenida de placer. La miré durante unos segundos desde allá abajo —hechizado y boquiabierto— como quien se maravilla ante el funcionamiento de una máquina perfecta, incomprensible y mágica, como esos majestuosos aviones que carretean y remontan vuelo hacia otro mundo. «Quietito», volví a escucharla a Ivana Neeskens, mientras yo también cerraba los ojos a la expec146
tativa de algo maravilloso. Y entonces sentí sobre mi pecho la tibieza prístina y quejumbrosa. Inmediatamente después, sobre mi nariz y sobre mi boca, la lluvia cándida. No sé cuál habría sido el modo más civilizado de actuar. Lo primero que se me cruzó por la mente —a pesar de la pestilencia— fue que habría sido un accidente. Un desliz involuntario producto de una desmedida dosis de placer, tal que los esfínteres pudieran haber quedado olvidados sobre el atrio de Venus. No quise gritar para no abrir otra vez la boca y empeorar las cosas. Al menos para mí. Porque Ivana Neeskens permaneció estática y complacida. En un silencio casi religioso. A pesar del olor a mierda de la cagada que acababa de soltar sobre mi culto pecho de «best seller» y el perfume acre de la meada sobre mi pelo. «Yo también soy un pájaro enfermo», pensé. También pensé que el mundo de la cultura es un lugar salvaje montado en un crimen perpetuo. Llámenla. Pregúntenle. Interróguenla.
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Agradecimientos