GABRIEL
/MARCEL
es uno de los grandes filósofos de nuestra época. Su nombre dice mucho, incluso al profano. El alcance universal de su obra es un hecho incuestionable. Sin embargo, tiene ciertas características, a las que tal vez se deba atribuir esa veneración íntima. Su manera de tratar en estas mismas páginas el problema del «escándalo» — no exclusivamente en sentido moral y ético— es sumamente ilustrativa al respecto. Marcel es un filósofo de la intimidad, pero de la intimidad que desborda en su abundancia, y colma el ambiente, sin desvirtuarse. Aquí está el secreto' de su pensamiento1 pensamient o1yy de su capacidad capacida d de capcap tación. Si escribe dramas, pinta hom bres por dentro, dentr o, si filosofa, filosofa, siempre encuentra el matiz conceptual que le permite acercarse acerca rse mentalmen ment almente te a una pieza escogida de Beethoven o a una poesía fragante, fresca y lozana, de Claudel. Siempre con la clarividencia que le caracteriza, y con su fidelidad inquebrantable a la realidad que tiene delante. Es eminentemente auténtico. Por eso odia el escándalo, pero en modo alguno el testimonio, y en su caf el testimoni testi monioo cristiano. cristiano . Composi G a b r ie ie l
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Sobrecubierta de
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tor en conceptos, dramaturgo y pensador: he ahí sus credenciales. Los temas de estos dos ensayos, a los que precede un prólogo autobiográfico, no podrían ser más actuales e inmediatos. Aquí se filosofa desde una situación — la nuestra —, ante una realidad que palpamos, y a ella se acerca sin presupuestos dogmáticos, con pensam pen samiento iento abierto. abierto . Y lo curioso es que de esta forma supera la divagación, la pérdida y la inconsistencia. El análisis que Marcel hace de nuestra época no siempre conduce a resultados optimistas, vistos a corta distancia. Pero no olvidemos que es el filósofo de la esperanza cristiana. Del análisis de lo empírico eleva la vista a las cimas de la verdad. Y ésta no sólo enseña, sino que, además, libera. Estas dos conferencias publicadas en forma de ensayo serán el mejor alimento para el espíritu abierto, inquisitivo y amante de la verdad y de la belleza. Y al tiempo tiemp o contienen contiene n una excelente orientación de nuestra existencia en nuestro mundo, en nuestra época, desde las fecundas perspectivas —'ta —'tant ntas as veces insosp ins ospec echad hadas— as— que ofrece el cristianismo.
tor en conceptos, dramaturgo y pensador: he ahí sus credenciales. Los temas de estos dos ensayos, a los que precede un prólogo autobiográfico, no podrían ser más actuales e inmediatos. Aquí se filosofa desde una situación — la nuestra —, ante una realidad que palpamos, y a ella se acerca sin presupuestos dogmáticos, con pensam pen samiento iento abierto. abierto . Y lo curioso es que de esta forma supera la divagación, la pérdida y la inconsistencia. El análisis que Marcel hace de nuestra época no siempre conduce a resultados optimistas, vistos a corta distancia. Pero no olvidemos que es el filósofo de la esperanza cristiana. Del análisis de lo empírico eleva la vista a las cimas de la verdad. Y ésta no sólo enseña, sino que, además, libera. Estas dos conferencias publicadas en forma de ensayo serán el mejor alimento para el espíritu abierto, inquisitivo y amante de la verdad y de la belleza. Y al tiempo tiemp o contienen contiene n una excelente orientación de nuestra existencia en nuestro mundo, en nuestra época, desde las fecundas perspectivas —'ta —'tant ntas as veces insosp ins ospec echad hadas— as— que ofrece el cristianismo.
Versión castellana de la obra de Gabriel
M arcel,
Der Philosop h und der Frie de ,
Verlag Josef Knecht, Francfort del Meno 1964
PRÓLOGO
EL FILÓSOFO Y LA PAZ 15 LA VIOLACIÓN DE LA INTIMIDAD Y LA DESTRUCCIÓN DE LOS VALORES 35
©
Verlag Verlag Jo sef Knecht , Frankfurt am Main 1964
© Editorial Herd er S. A. - P rovenza, 388 - Barcel ona (Espa ha) 1967
Es
p r o p i e d a d
D epósito G r a f e s a
l e g a l
:
B. 11.2801967
Pr i n t e d
Nápoles, 249 Barcelona
in
Spain
PRÓLOGO
\
Nací en París, el 7 de diciembre de 1889. Mi padre, uno sin duda de los hombres mejor formados de su tiempo, había sido sucesivamente: diplomático, consejero de Estado, director de una Academia de bellas artes, administrador de la Biblioteca Nacional, y aún otras varias cosas. Primero estudié en un instituto y luego en la Sorbona. Y cuando, ya allí, tuve idea por primera vez de lo que podía ser la filosofía, comprendí que ella era quien me llamaba. Pero también he de confesar que, por aquellas fechas, me atraían casi tanto como ella el teatro y la música. Nunca ponderaré lo suficiente la huella honda y clara que han dejado en mí los grandes músicos, muy por encima de cualquier poeta. Es cierto que jamás he estudiado música en 7
tricto. Sin embargo, poseía una sensibilidad natural para la armonía y también una indudable facultad para la improvisación musical. Creo que, en el fondo, una y otra han hecho sentir su presencia en mis incursiones por el campo de la filosofía y del teatro. En el ámbito filosófico estaba yo profundamente influido por los pensadores germanos. Sobre todo me impresionaban profundamente los herederos espirituales de Kant. Y así, cuando llegó el momento de escribir mi tesis para el diploma en la enseñanza superior, dediqué el trabajo a estudiar el influjo de Schelling en el mundo conceptual de Samuel Taylor Coleridge. Había tenido la suerte de oir todavía las lecciones de Henri Bergson en el Colegio de Francia; a lo largo de toda mi vida he reservado para él mi máxima admiración y respeto, lo cual no quiere decir que fuese discípulo suyo en terreno alguno. Como es natural, la primera guerra mundial influyó notablemente en mi evolución interna, aunque, debido a mi débil constitución, no fui llamado a filas. Me incorporé al servicio de la Cruz Roja, y esta actividad me fue llevando a considerar la guerra, no tanto desde 8
una perspectiva política, sino más bien desde una perspectiva existencial, en sus efectos sobre la imagen moral de nosotros mismos, como seres vivientes. Es casi seguro que aquí está el origen remoto de todo lo que mucho más tarde, una vez pasada ya la segunda guerra mundial, me impulsó a escribir. No es este el lugar adecuado para informar cumplidamente sobre mi actividad docente, en provincias antes de la guerra y durante ella; en París entre 1915 y 1918. Pero quiero señalar que mis lecciones en Sens, donde di clases sobre los conceptos fundamentales de la filosofía a lo largo de tres años, es decir, desde 1919 hasta 1922, me dejaban mucho tiempo libre para la producción de dramas. Muchas de mis piezas teatrales más importantes proceden de aquella época: Un homme de Dieu; La Chapelle Ardente ; Le Coeur des cutres.
Al mismo tiempo me decidí a comenzar la redacción del Journal Métaphysique que al principio no escribía con vistas a la publicación, sino tan solo con la finalidad de que me sirviera de preparación para una gran obra (por lo demás no terminada) de carácter sistemático.
Al regresar definitivamente a París, en 1922, me dediqué a escribir en revistas y cultivé la crítica. Unos años más tarde, me hice cargo de la redacción de la «Collection étrangère», a petición de mi amigo Charles du Bos. De entre los escritores franceses ha sido Marcel Proust el que ha dejado en mí huella más profunda. Esta influencia literaria es de seguro la única que, de algún modo, se puede equi parar a la que habían ejercido en mí los grandes músicos. El influjo de Péguy, si bien amortiguado, no ha sido menos hondo; el de André Gide fue desde luego bastante escaso, y he de confesar que la gran admiración sentida por Paul Valéry a lo largo de toda mi vida, ha quedado sin consecuencias en mi pensamiento y en mi obra. El frecuente contacto con escritores extran jeros, principalmente anglosajones, pero sin olvidar los de procedencia germana (por ejem plo, Jakob Wassermann) contribuyó esencialmente a conformar mi vida en aquella época. En el terreno de la filosofía, fue mi conocimiento de Jaspers y su sistema, ya casi en el momento de su publicación, el que más significó para mí. El influjo que haya podido 10
ejercer Kierkegaard sobre mí, me parece difícil de precisar, y otro tanto puedo decir de Heidegger, y de Berdyaev. Me costaría bastante ir precisando punto por punto lo que puedo deber a cada uno de ellos; sin embargo, una cosa me resulta indudable: que estoy en deuda con ellos. Ahora bien, según me voy acercando al actual estadio de mi vida, me va resultando más difícil distinguir entre lo que nació en mí y lo que hicieron nacer en mí. Por lo que se refiere a mi conversión, en el año 1929, resulta igualmente difícil decir algo concreto. Es incuestionable que en ello tuvo mucha parte el influjo de mi amigo Charles du Bos; este influjo es mucho más considerable que el de Mauriac. Sin embargo, fue una carta de Mauriac la que finalmente me deparó la ocasión inmediata para mi conversión. Mis intentos de entablar contactos más directos y estrechos con los tomistas, y princi palm ente con Jacques Maritain, quedaron siem pre, en resumen de cuentas, estériles, prescindiendo de la amistad e inclinación que profeso a ciertas personalidades concretas que forman este círculo de allegados a los dominicos, por ejemplo, el padre Maydieu. Ya más adelante 11
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me influyó mucho Gustavo Thibon, que tanto ha contribuido al esclarecimiento de ciertos problemas humanos y, mucho más tarde, a partir de 1947 poco más o menos, me impresionaron extraordinariamente los estudios de Max Picard. En lo que se refiere a mi evolución interior, cobra importancia fundamental toda la serie de problemas que traía consigo la «resistencia» y la «colaboración» francesa, por un lado, y los crímenes de los «nazis» y de los soviets, por otro; y lo mismo vale para los problemas que resultaban de las depuraciones políticas y de sus enmarañadas consecuencias. Quiero añadir aquí — aunque ya hace rato que de biera haber hablado de ello— que el influjo de ciertos poetas, entre los que figura Rilke en lugar destacado, llegó a ser muy poderoso a partir de 1937, aproximadamente. Los numerosos viajes al extranjero, que emprendí desde 1947, la mayor parte con motivo de alguna conferencia, han contribuido mucho a dar a mi pensamiento un acento europeo y cosmo polita, cada vez más intenso. En este sentido, es particularmente digno de destacarse mi primer contacto con la Península Ibérica, que 12
fue para mí un verdadero descubrimiento; en épocas anteriores de mi vida, apenas me había fijado en ella. Toda mi actuación está orientada a tantas y tan variadas fuerzas creadoras y críticas, que yo quisiera encauzar a la acción, pero sin perder de vista lo que constituye el centro de mis anhelos: contribuir con mis débiles fuerzas a mejorar un mundo que amenaza con perderse en el odio y la abstracción. G
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EL FILÓSOFO Y LA PAZ*
* Disc urso pron uncia do el 20 de septiemb re de 1964, en la Paulskirche, de Francfort del Meno, con ocasión de reci bir el Pr em io de la Pa z de los ed ito re s y lib re ro s alem anes .
Señoras y Señores: Ante todo quiero manifestar el testimonio de mi profunda gratitud a los que me han concedido el gran honor de otorgarme el Premio de la Paz: faltaría a la verdad si no reconociera sinceramente que me ha complacido muchísimo. Ciertamente, quisiera poder pensar que mi obra, cuya significación y valor son para mí objeto de una interrogación constante a medida que me aproximo al fin, haya contribuido, por poco que sea, a la obra de la paz, que, a mi parecer, es la más preciada de todas. No basta decir que la paz es un bien; es necesario, sin duda, declarar que es la condición de todo bien verdadero, y creo que todos nosotros hemos de 17 Marcel, Filósofo 2
rechazar hoy día con horror la idea de que la guerra tiene una fecundidad que le es pro pia. La comprobación de los medios de exterminio de que dispone, y que hemos presenciado con espanto y desesperación, al menos habrá hecho aparecer con claridad el carácter radicalmente malo de la guerra; y eso en oposición a lo que dieron a entender, si no Hegel y Nietz sche mismos, al menos gran número de sus discípulos. Pero, como me ocurre casi al principio de una investigación, mi atención se dirige a ciertas paradojas que dan motivo para reflexionar. He aquí cómo voy a formular lo que se manifiesta a mi espíritu. Por una parte, la paz se presenta como la opuesta esencial de una existencia digna de ese nombre; pero, por otra parte, parece que, cuando la consideramos como ob jeto de discurso, corremos el riesgo de incurrir en los peores tópicos. ¿En qué consiste eso? ¿Hay que responder que la paz es en sí misma algo muy simple que, consiguientemente, no se presta al análisis, o más bien es una especie de exaltación puramente retórica? Sin embargo, desconfiemos: el término «simplicidad» presenta una ambigüedad peligrosa. Por una parte,
existe la simplicidad del elemento, tal como se nos presenta en la existencia, pero como presupuesto de toda síntesis. Mas es evidente que, cuando la teología tradicional insiste, con razón o sin ella, en la simplicidad de Dios, habla de una simplicidad completamente distinta, de una simplicidad en la que todas las diferencias estarían como reunidas, refundidas y superadas. Pero no dejemos de reconocer que entre estas dos simplicidades, en realidad opuestas, es muy fácil llamarse a confusión, y los ideólogos son casi siempre culpables de ésta. ¿Qué entendemos aquí por ideólogo, en oposición al filósofo propiamente dicho? Ideólogo es aquel espíritu que se deja sorprender por d engaño de las abstracciones puras. Un ejemplo hará que se comprenda mejor lo que quiero expresar: la idea de igualdad — si dejamos de lado sus aplicaciones puramente matemáticas— no puede seducir más que al ideólogo. Un filósofo digno de este calificativo jamás podrá tomar en serio la idea de igualdad aplicada a los seres humanos. No verá en ella más que una metabasis eis alio genos, una tras posición ilegítima, porqu e los seres, considerados en sí mismos, no pueden dar lugar a la ope-
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ración, que es la única que puede conferir sentido a la noción de igualdad. No es razonable decir ni que ios hombres son iguales ni que es de desear que lo sean algún día (cosa que, por otra parte, tampoco tiene sentido alguno). Lo que es de desear es la instauración de un orden en el que cada individuo tendría cierta superioridad sobre los demás. Pero incluso esta forma de expresarse se presta a la crítica, porque una fórmula tal implica también comparaciones y debemos resistir la tentación d e comparar. Hablemos más bien de un mundo fraterno en el que cada uno se alegre al encontrar en sus hermanos cualidades de las que él mismo carece. Y con esto entramos directamente en nuestro tema, pues precisamente de ese mundo fraterno es del que se podría decir con toda verdad que está en paz, o, al revés, en un mundo en el que reina la pretensión no puede existir la reivindicación igualitaria, y eso por una razón que surge inmediatamente al analizar la cuestión: al suponer que lo q ue se llama la igualdad se puede instaurar en alguna parte, esa igualdad no será duradera, porque cada uno de los individuos iguales intentará elevarse por encima de los demás, y de ahí surgirá un estado
de tensión continua que no es compatible con lo que podemos llamar la paz. Por d contrario, esa tensión desaparece si he aprendido a estimar los valores que descubro en el prójimo y cuya ausencia compruebo en mí. Reconozcamos, por tanto, que ese mundo fraterno presupone cierta identidad — no ha blo de igualdad — de los derechos fundam entales, es decir, de lo que podríamos llamar las condiciones de la existencia social. ¿Cómo sería posible la existencia de un mundo fraterno donde coincidiera una miseria extrema con la opulencia pregonada de forma insolente? Pero, po r un sofisma fácil de descubrir, se confunde la identidad de los derechos fundamentales con la igualdad de los individuos a quienes no sólo se les otorgan esos derechos, sino que también se les reconocen. Al introducir en este contexto la expresión «mundo fraterno», me parece ver al mismo tiempo cómo cada uno de nosotros, por modesta que sea nuestra posición, por limitado que sea el horizonte, puede contribuir a la obra de la que hablaba al principio de este discurso. Pero sin duda se me hará esta objeción : ¿No se dud e el único problema, que es de orden po-
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lítico? Porque lo que deseamos saber es si en el plano político puede darse un compromiso del filósofo ai favor de la paz, y cómo puede o debe ser comprendido. Me parece que en este punto se debe evitar un doble peligro: po r una parte, se da demasiado a menudo en el filósofo la pretensión de intervenir, es decir, de enunciar juicios apodícticos a propósito de una situación concreta, de la que en realidad no tiene más que un conocimiento muy imperfecto. Así es como muchos de nosotros han sido inducidos a firmar al pie de tal proclama o de tal petición, ordinariamente redactada por hombres que obedecían a preocupaciones de orden puramente político. En esto hablo por experiencia, y debo confesar que, en cuanto a mí, muchas veces he pecado por debilidad, por temor de ser juzgado conservador o insensible, si me abstenía, cuando ciertamente no debía haber tenido en cuenta esas reacciones posibles. La experiencia nos demuestra, desgraciadamente, que esas proclamas, incluso en el caso de que estén completamente justificadas, apenas tienen eficacia, y que al estampar la firma en ellas se busca sobre todo procurarse un certificado de recta conciencia.
Mas existe otro peligro: puede ocurrir que el filósofo rehúse comprometerse no por cobardía, sino porque todo lo que es política le parece intrínsecamente impuro, sucio. Creo que en ello puede haber un error por lo menos tan grave como el que he denunciado hace poco y que, sin duda, se refiere a la noción misma de pureza. La abstención no es, en verdad, una actitud limpia y pura en sí misma, aunque sólo sea porque es equívoca y porque el que se abstiene no puede tener total clarividencia acerca de sus propios motivos. La única solución que me satisface consiste en discernir lo más exactamente posible entre los casos en que están implicados principios universales y en los que, por consiguiente, abstenerse sería hacerse cómplice de transgresiones imperdonables, y otros casos muy distintos que más bien ponen en juego cuestiones de pura oportunidad. Voy a citar un ejemplo: poco des pués de que Francia reconociera el gobierno de la China comunista, se me pidió que firmara un escrito de protesta en el que se recordaban los delitos imputables al régimen de Pekín. Pero es evidente que delitos análogos se pueden reprochar a otros Estados comunistas, reco-
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nocidos hace ya mucho tiempo. Por otra parte, situándonos en el plano de los principios, no puede dejar de parecer absurdo querer negar la existencia de un pueblo de seiscientos millones de habitantes. Por tanto, el problema queda reducido a una cuestión de oportunidad: la de saber si el momento estaba o no bien escogido para proceder a ese reconocimiento. Es ésa una pregunta difícil e importante, pero en la que — según mi opinión — el filósofo, como tal, no puede tomar posición razonablemente, es decir, haciendo valer, de manera racional, motivos determinantes. Por tanto, creí que mi deber era negarme a firmar ese manifiesto, aunque en el terreno del sentimiento, de la afectividad, me sintiera inclinado a lo contrario. De todas formas, repito, el filósofo debe ponerse en guardia contra la tentación de creer que su nombre, puesto al pie de una hoja de papel, puede cam biar algo, y eso po r la razón profunda de que, precisamente en cuanto filósofo, ha descubierto los ardides en los que el yo no puede dejar de caer, si se ha mostrado complaciente consigo mismo. Pero ¿no significa eso que en el plano político, en él que precisamente se decide todo, el
filósofo debe reconocer no sólo su impotencia, sino su incompetencia radical? Sostener esta opinión creo que sería ir demasiado lejos. Entonces, ¿qué papel se le puede atribuir en lo que concierne precisamente a la instauración y conservación de la paz? Creo que la palabra velador es la que caracteriza con más exactitud ese papel. Veamos qué significa: «velar» qu iere decir ante todo permanecer despierto, pero más exactamente todavía luchar contra el sueño, ante todo para su propio bien. Pero ¿de qué sueño se trata? Puede presentarse bajo diversas formas. Existe, en primer lugar, la indiferencia, el sentimiento de que no puedo hacer nada, es decir, el fatalismo, que, por otra parte, puede adoptar diversos aspectos, entre ellos el optimismo tan cómodo de los que creen que todo acabará por arreglarse (como si los acontecimientos no hubieran dado a una confianza tal el más rotundo mentís). Se da asimismo la distracción voluntaria del que no lee los periódicos o no escucha la radio con el pretexto de que todo el mundo miente. Mantenerse despierto es reaccionar activamente contra todo lo que nos induce a adoptar esas actitudes cobardes o perezosas. Existe, por tanto, una virtud de
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vigilancia
que el filósofo debe practicar en la medida de lo posible. Pero esta virtud creo que debe ejercerse ante todo contra cualquier pro paganda, y sobre todo contra aquella a la que se entregan casi de manera incansable los poderes públicos, incluso en los países que no están sometidos al régimen de dictadura. Porque, sin duda alguna, conviene que sentemos d princi pio de que la propaganda, cualquiera que sea, en la medida en que contribuye a alzar un gru po contra otros, coopera, incluso sin quererlo, en pro de la guerra; y yo añadiría, aunque parezca una paradoja, que lo dicho puede afirmarse incluso de la propaganda pacifista. Por otra parte, la historia demuestra muy a menudo que esa propaganda pacifista se presta inconscientemente a ser instrumento de la contraria. Sin embargo, inmediatamente el espíritu se formula diversas preguntas: si el filósofo ejerce esa vigilancia sólo para su propio bien, ¿para qué sirve?, ¿qué valor positivo se le puede conceder? Mas, por otra parte, siendo la prensa lo que es en la mayoría de los países, ¿cómo podríamos esperar que se movilizara al servicio de una lucidez militante que por su misma esencia excluye todo interés de grupo o de par26
tido, puesto que tiene por finalidad la instauración de la paz? La experiencia nos demuestra que no se trata de una dificultad puramente teórica. Siempre se ha de recurrir a medios de fortuna, que son también medios pobres, para poner alerta a la opinión, para que se dé cuenta de las amenazas que, en un momento preciso, pesan sobre el destino de determinado país y, de hecho, so bre d de la humanidad en general, ya que hoy día, nos guste o no, lo que sucede en un punto del planeta condeme de manera vital a los países más alejados de dicho punto. Además, es cosa trágica que haya siempre personas cuyas intendones ocultas son más que sospechosas, en el sentido de q ue buscan utilizar en provecho propio llamamientos que únicamente proceden de la buena voluntad; y el filósofo no siempre tiene la suficiente clarividencia — en general, incluso es demasiado ingenuo— para percatarse de la forma como su pensamiento es explotado por hombres que no tienen nada de común con él. Es triste, pero quizá inevitable, que así suceda, porque, si el filósofo fuera más perspicaz, tal vez perdería el valor y se hundiría en el escepticismo.
Por otra parte, no es mi intención subestimar las dificultades de todo orden con las que tro pieza hoy aquel que, en este mundo amenazador que nos rodea por todas partes, trata de luchar por la paz. Con esto no aludo principalmente, ni de forma exclusiva, a las dificultades externas, sino más bien a las contradicciones insolubles con las que tiene que enfrentarse si obra de buena fe, incluso en el seno mismo de su propio pensamiento. Me vais a permitir que sea muy explícito en este punto. Porque creo que faltaría a la honradez si no confesara en esta circunstancia una incertidumbre o una apo ría de la que no he logrado salir aún; y la extensa obra que Karl Jaspers ha consagrado a este problema, a pesar de su valor indiscutible, no permite resolver una dificultad tan profundamente enraizada en la misma situación que es la nuestra. Por un lado, no puedo dejar de creer que el recurso a las armas nucleares es en sí mismo injustificable. Estoy persuadido, como cristiano, de que implica la violación de una interdicción a la que me siento inclinado a atribuir un carácter incondicional. Por otra parte, como escritor responsable, no creo tener derecho a
recomendar un desarme atómico unilateral, que correría el riesgo de dejar al mundo libre sin recurso posible contra los proyectos de un adversario, para quien la conciencia no es más que una palabra sin contenido. Me acuerdo de que traté este problema con unos estudiantes de la Universidad de Harvard que manifestaban una angustia plenamente justificada acerca de esta cuestión, grave entre todas. Ninguno de los términos de esta alternativa puede ser eliminado o subestimado. En esas condiciones, me parece que todo lo que podemos esperar es ganar tiempo, de forma que en la otra parte la razón gane terreno a expensas de un fanatismo ideológico que de suyo lleva a la guerra. La palabra razón, por otra parte, tal vez no sea exactamente la que conviene aquí. Es difícil creer que una filosofía de las luces, como la de Lessing, cualquiera que haya sido su valor civilizador, pueda reinar de nuevo en un mundo tan intensamente influido por la desesperación; más bien debemos esperar en una regeneración del cristianismo, al menos en países en los que la espiritualidad cristiana ha impreso una huella tal vez indeleble. De forma muy distinta ocurre en China, donde el problema es 29
más angustioso aún. Pero incluso en lo que se refiere a Europa oriental se plantea una cuestión muy delicada. Se trata, en efecto, de saber a qué precio puede obtenerse lo que se llama el tiempo ganado; con qué concesiones se pagará; sin embargo, no convendría que fuesen de naturaleza tal que alteraran de manera peligrosa las posiciones que se pretende defender. La imagen de la alcachofa deshojada, repleta de tan terribles asociaciones de ideas, se presenta de nuevo al espíritu. Se trata, pues, de que el hombre de Estado despliegue una facultad de apreciación que no se ejerza solamente sobre lo inmediato, sino también, y por lo menos en la misma medida, sobre las consecuencias a veces lejanas de lo que se ha decidido inmediatamente. Me parece que en este punto el filósofo debe adquirir conciencia de su inferioridad con relación al político digno de este nombre. Demostraría que padece la ilusión más delirante si creyera que puede sustituir, aunque fuera de forma ideal, al hombre de Estado. No puede hacerlo, como tampoco podría ponerse en el lugar que corresponde al cirujano, por ejemplo. Las responsabilidades son, por otra parte, muy comparables. Tanto en un caso como en otro 30
hay que saber intervenir a tiempo, ni demasiado pronto ni demasiado tarde; un error de apreciación referente a la kairos puede ocasionar a la humanidad entera las consecuencias más catastróficas, como hemos visto de manera evidente a expensas de toda la humanidad. Quiero excusarme por haberme aventurado ahora mismo hasta el borde del abismo histórico, de donde parece que nuestros dos pue blos emergen, al fin, de una form a que puede parecer milagrosa. Pero, en verdad, no me gusta esta palabra en este contexto; su empleo es sobrevolar de manera ilegítima por encima de los esfuerzos tenaces y ocultos de tantos hom bres de ánimo esforzado que han sufrido penalidades y han luchado para preparar el advenimiento de una era de amistad entre Francia y Alemania. Espero que a nadie le parecerá mal que evoque aquí a uno de ellos, a uno de los mejores, a un o de los más nobles: Robert Schumann. Poco trato he tenido con él, pero al menos el suficiente para que hoy piense en él con emoción y gratitud, y a él mismo he dedicado las frases vacilantes que acabáis de oir. El nombre de Robert Schumann, por otra 31
parte, es en este momento tan to más oportuno cuanto que me permite poner de nuevo en primer plano, para terminar, mi tema iniciad: el del mundo fraterno. Schumann ha sido de esos hom bres, en extremo raros, hay que confesarlo, que han demostrado con su ejemplo que un hombre de Estado, sirviéndose de los medios inevitablemente insuficientes que están a su disposición, puede, no obstante, trab ajar en pro del advenimiento de esa sociedad de corazones y de espíritus, que es el único fin que se puede asignar legítimamente a la historia, aunque este fin sea, sin duda alguna, transhistórico p or esencia. Ciertamente, la luz es un concepto escatológico, y sin embargo cada uno de nosotros — y esto es más cierto todavía para los que nos gobiernan — está obligado a trabajar como si la paz fuera para mañana, como si se pudiera instaurar en el marco de este mundo. Antes de terminar, no puedo dejar de evocar, de una manera más directa que hasta ahora, la verdadera dimensión, la dimensión suprasensible en la que reside efectivamente la paz: ahora bien, la música es la que me ha facilitado el acceso a esta dimensión desde mi más tierna edad. Cuando preparaba este discurso, escu-
chando de nuevo interiormente, en el más hermoso teatro del mundo, la sublime composición «Opus 135» de Beethoven, comprendí que era preciso evocarla ahora, con toda la gratitud que me inspira el genio incomparable, cuya obra nos ofrece el testimonio palpitante del alma que se adhiere a la paz a través de los conflictos más desgarradores y por encima de las tensiones más insostenibles. Esta paz es, efectivamente, la de un mundo al fin fraterno. Pero debemos decir que esa paz no es im puesta ni, propiam ente hablando, conquistada. No; más bien desciende como una brisa salvadora al final de una jornada de intenso calor, y que va al encuentro de aquel que ha andado errante tanto tiempo, que ha luchado tanto, y muy a menudo contra sí mismo. La inolvidable frase de Goethe, que h a llegado a ser, desgraciadamente, un tópico: A uf alien Gipfeln ist Ruhe (En todas las cimas hay paz), nos ofrece aquí su verdadero sentido. ¿Qué es, en efecto, la cima) sino precisamente el lugar de la brisa, brisa que procede de otra parte, pero que viene a rozar suavemente la frente calenturienta del héroe como una bendición del más allá? Me parece que jamás podré expresar con su-
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ficiente precisión y energía lo que han representado para mí esas últimas obras de Beethoven, entre las cuáles la «Missa solemnis» es la más perfecta de todas. Cada vez que la oigo se me figura que fuera de ella todo es vacío. Pero esto no es más que una ilusión, contra la que conviene estar prevenido, porque el Ser supremo no excluye nada, sino que lo comprende todo, y si eventualmente disipa lo que no era más que vapor ardiente, exhalado de la nada, en ello no se da más que una obra de misericordia. Si en mi obra existe un concepto que ordena todos los demás, es sin duda alguna el de la es peranza, concebida como misterio. Un concepto, he dicho, como vitalizado desde el interior por una anticipación ferviente. «Yo espero en Ti para nosotros», escribí en otro tiempo, y es todavía hoy la única fórmula que me satisface. Pero podemos ser aún más explícitos: Yo es pero en Ti, que eres la paz viviente, pa ra nosotros, que todavía estamos en lucha con nosotros mismos y unos contra otros, a fin de que un día nos sea concedido entrar en Ti y participar de tu plenitud. Y con este deseo, con esta súplica, creo que debo poner fin a esta meditación. 34
LA VIOLACIÓN DE LA INTIMIDAD Y LA DESTRUCCIÓN DE LOS VALORES
* Discurs o pronuncia do el 21 de septiembre de 1964 en Cantatesaal del Buchlaandlerhaus, de Francfort del Meno.
Al serme preguntado, poco después de la segunda guerra mundial, a qué llamaba yo la peligrosa situación de los valores éticos, me expresé así: «El eclipse de la moral natural es el fenómeno que domina todas estas reflexiones, y ese fenómeno mismo está ligado a otro hecho muy general que me parece que domina también la evolución de la humanidad occidental desde hace siglo y medio: la desaparición de cierta confianza, a la vez espontánea y metafísica, en el orden en que se involucra nuestra existencia; o, más aún, lo que he llamado en otra parte la ruptura del vínculo nupcial entre el hom bre y la vida. Creo que se podría demostrar sin dificultad que d humanismo optimista dd siglo x v i i i o de la mitad dd xix ha marcado, 37
de forma paradójica, Ja primera etapa de esa trágica desintegración. Todo nos induce a pensar que el hundimiento de las creencias religiosas, que se ha producido desde hace ciento cincuenta años en vastos sectores del mundo llamado civilizado, ha arrastrado consigo como consecuencia un decaimiento de los fundamentos naturales en los que esas creencias se basa ban» (Homo Viator, p. 225226). Si he creído que era un deber citar este texto como lema de la presente conferencia, es porque la convicción que yo expresaba en él hace veinte años no ha hecho más que afirmarse en mí desde entonces, y lo que quisiera intentar decir hoy no es, en resumen, más que el desarrollo de una afirmación que las compro baciones que cada uno de nosotros puede hacer cada día vienen a confirmar de forma trágica. Hoy día presenciamos un poco en todas partes el desbordamiento, cada vez menos contenido, de fuerzas que no se dejan fácilmente nombrar, pero cuya acción es fácil de localizar y describir. Lo más grave, que trataré ahora de exponer, es esa especie de embotamiento de nuestra capacidad de juzgar que tiende a producirse frente a tal desbordamiento.
Hablando de que los valores éticos peligraban, trataba de denunciar como manifiestamente falsa, cierta forma corriente de concebir esos mismos valores, al principio de nuestro siglo. Me imagino que un Windelband o un Rickert, por ejemplo, no hubieran admitido que se ha blara de una situación de los valores y que se considerase a éstos como pudiendo ser puestos en peligro. ¿No significa esto, hubieran dicho, que los consideramos como valores bursátiles, cuya cotización varía cada día e incluso eventualmente puede tender hacia cero? Pero me parece que, a menos de incurrir en una especie de platonismo, apenas se puede negar que, efectivamente, los valores morales están sujetos a fluctuaciones. Es cierto que algunos no dejarán de introducir aquí una distinción; harán observar que lo que está sujeto a fluctuaciones no es, hablando con propiedad, él valor en sí mismo, sino que más bien lo es la actitud interior, manifestada incluso exteriormente, con relación a esos mismos valores. Falta saber si esa distinción se puede mantener en último análisis, y si el valor, separado dell respeto o de la consideración de que es objeto, no tiende a redudrse a un
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fantasm a d e valor, o, s i se qui ere y con otras
dad humana. Los modos según ios cuales se
palabras, a un fósil, a una estructura sin la vida, que sólo podría interesar a cierta paleontología moral. Dudar del buen fundamento de esta distinción no significa, al menos necesariamente, desconocer el peso específico de los valores, sino más bien decir que éstos se pueden disociar, sin error, de un contexto en el cual las actividades de la conciencia ocupan un lugar considerable. Pero más adelante volveremos a tratar de esta cuestión. Es evidente que la investigación que tiendo a realizar debe tener su punto de apoyo en el dominio de los hechos comprobados y no en el de los principias proclamados. Pero surge inmediatamente una dificultad: ¿Cómo se puede evitar que la elección de esos mismos hechos no sea arbitraria? ¿No deberá presidir dicha elección una idea de conjunto? ¿Y cuál puede ser esa idea de conjunto? Por razones que más adelante veremos claramente, quisiera partir de las condiciones a las que el individuo de hoy día está sujeto para recibir las informaciones de la realidad que le rodea; y no me refiero aquí más que a la reali-
opera la información, ofrecen aquí la mayor importancia. Quiero hab lar ante todo de la prensa, pero asimismo, por supuesto, del conjunto constituido por la radio, el cine y la televisión. Nos encontramos ante un conjunto de datos que es indispensable considerar si, lejos de atenernos a apreciaciones epistemológicas de orden general, nos preocupamos por saber de qué modo está solicitada cotidianamente la atención de los seres humanos. Es imposible que no nos sor prenda el creciente lugar que ocupa el escándalo y lo escandaloso en los medios de difusión, de los que todos dependemos. Y al escándalo y a lo escandaloso quiero dirigir ante todo mi atención. Semejante forma de proceder no puede dejar de levantar objeciones que conviene que examinemos atentamente. Ante todo, nos preguntaremos si no existe cierta arbitrariedad en conceder a lo escandaloso un lugar central en un estudio que se refiere a transgresiones que, si se multiplican, en cierta manera despertarán en la opinión pública reacciones cada vez más débiles. Pero precisamente una reflexión metódica sobre el escándalo y lo es-
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candaloso me parece apropiada para aclarar las razones por las que la considero aquí esencial. Sin embargo, parece que esta reflexión debe tropezar casi inmediatamente con un obstáculo: ¿No es evidente, se dirá, que lo que denominamos escándalo está ligado a un contexto sociológico muy preciso, y que lo propio de la reflexión moral consiste en emanciparse progresivamente de semejantes contextos, cualesquiera que sean? Ponerlo en duda, ¿no es acaso atacar la especificidad misma del orden ético? Pero precisamente se trata de buscar si no hay motivo para reconocer que existe lo escandaloso en el orden moral, que no depende de categorías propiamente sociológicas. Para verlo más claro, conviene examinar con atención qué entendemos comúnmente por escándalo. Para ello procederé, como es mi costumbre, partiendo de un ejemplo concreto y lo más preciso posible. Trasladémonos con la imaginación a una pequeña ciudad del sur de los Estados Unidos, en el estado de Alabama o del Mississippi. Se pro paga el rumor de que una joven, perteneciente a la mejor sociedad de la ciudad — una joven de raza blanca, evidentemente—, tiene citas
con un joven de color; ciertamente sostienen relaciones, y hay motivos para creer que está encinta. He ahí un escándalo típico. Pero sólo existe el escándalo porque los acontecimientos se han hecho patentes. Lo propio del escándalo es estallar: se da una erupción o una irrupción, como se quiera; es decir, la noticia se esparce y se propaga «como el rayo», más allá del límite del círculo restringido al que pertenece, porque ese círculo no es cerrado, no está enteramente cerrado en sí mismo, sino que se comunica con un ambiente más extenso al que pertenecen sus miembros. La noticia resuena en el seno de ese ambiente, que va a desempeñar el papel de resonador, y he aquí que al mismo tiempo, por una verdadera reverberación, se refleja en el círculo restringido constituido por la familia y los íntimos de la interesada. Si esa reverberación no se produjese, no se trataría más que de un hecho de orden privado, doloroso, sí, y además catastrófico. Pero hemos de añadir en seguida algo que es de máxima importancia en nuestra investigación: en el seno del medio ambiente resonador se produce un fenómeno ambiguo y de la más sospechosa calidad. Una indignación y a veces una compasión, que
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salta a la vista, se dejan matizar con una satisfacción inconfesable, cuya naturaleza no siem pre es fácil de discernir. Puede que, evidentemente, haya alguien que se regocije al ver así afectada y humillada una familia cuya presunción o arrogancia eran motivo de crítica. Pero asimismo puede suceder que la satisfacción que se siente no se base en el rencor, sino que, utilizando el término alemán, tan expresivo, sea pura Schadenfreude, es decir, alegría por el mal ajeno. Ciertamente, los primeros en tener noticia del hecho experimentan una satisfacción que se beneficia de esa ventaja con relación a los que todavía no saben nada. Pero esa satisfacción es transitoria y desemboca en un placer de otra díase: el de propalar la noticia y participar, con corazón al borozado, de las exclamaciones de asombro, indignadas, compasivas, a las que da lugar el suceso. Existe algo en ello que se puede comparar con el placer que experimentan los niños o las tribus primitivas que golpean todos a la vez los tambores o cazuelas. A primera vista, puede parecer infantil y anodino. Pero la reflexión demuestra que todo eso implica, en esencia, «sentirse farisaicamente justificado», la satis44
facción de no participar en aquello que no me incumbe, que no hubiera podido darse en mí, ni en mi familia. Pero ¿cuál será la posición dd moralista en presencia de semejante complejo? Y, por otra parte, ¿qué es el pensamiento del moralista, sino una conciencia que se esfuerza por desligarse de los prejuicios reconocidos como tales, o sea una conciencia liberada? Su primer movimiento seguramente será insubordinarse, en nombre de una moral abierta, contra lo que se le presentará como un fenómeno trivial. Al reflexionar, tal vez se comprenda que la familia, hasta prescindiendo de todo prejuicio racial, puede tener razones pa ra inquietarse por las consecuencias de una unión dispar y realizada en drcunstancias clandestinas. Pero lo que será injustificable es que esa familia se sienta deshonrada; por lo que acabo de denominar la condencia liberada, la idea misma del honor tenderá a mostrarse como un tabú que no debería subsistir en un mundo en que la persona ha adquirido concienda de sí misma y tiende a no concebir ya más, entre ella misma y los que tal vez denomina todavía los suyos, relaciones interpersonales. 45
Por otra parte, esa misma conciencia sólo podrá ver ultraje en el funcionamiento de la mecánica psicosociológica que se pone en marcha desde el momento en que el escándalo estalla; y ese ultraje no podrá dejar de considerarlo como escandaloso. Luego precisamente aquí vemos surgir lo escandaloso de orden ético, que se diferencia rigurosamente de lo escandaloso sociológico. Ultraje, he dicho, pero ¿ultraje a quién? Transgresión, si se quiere, pero ¿transgresión de qué? Ésta es la pregunta que merece nos esforcemos en darle una respuesta. Mas, ante todo, es evidente que debemos tener en cuenta lo siguiente: debido a los medios de difusión, y ante todo debido a Cierta prensa y a la falta de control efectivo al que pueden estar sometidos esos medios, todo se pone en obra para que cada uno tenga la posibilidad de convertirse en resonador en un número indefinido de situaciones que, sin embargo, no le conciernen de derecho ni, incluso, de hecho. El desarrollo casi increíble de una prensa centrada por entero en el escándalo, en países que pretenden ser libres, o quieren o creen que lo son, es un hecho cuya importancia me parece que estamos muy lejos de valorar. Supongo, 46
tal vez equivocadamente, que esa prensa, portavoz del escándalo, está mucho menos esparcida en los países del Este; pero, si es así, y después de todo no tengo certeza, esa ventaja implica contrapartidas muy graves sobre las que es inútil insistir. Además, acusar a esa prensa, intentando disculpar a los lectores, sería dar prueba de una extraña ingenuidad. En cierto modo, ¿es rigurosamente exacto decir que éstos, los lectores, leen la prensa de la que son dignos o a la cual les da derecho su mismo modo de ser? Eso sería además una forma bastante impropia de expresarse. Lo que conviene afirmar es que, entre la prensa y el público, existe como una relación circular, si se adm ite que esa prensa viene a colmar una espera, y hay que añadir en seguida que la aumenta. La cuestión se plantea en este caso, poco más o menos, como si se tratase de una droga cualquiera, de la que cada vez podemos prescindir menos. La intoxicación es tan manifiesta en un caso como en otro. También ahora voy a citar un ejemplo. Un semanario sensacionalista revela a sus lectores ensimismados que la princesa X, a quien todo el mundo ha podido ver en tal ceremonia, tenía 47
los ojos enrojecidos aquel día. ¿Qué podemos deducir de ello, sino que tiene problemas sentimentales? E inmediatamente se da rienda suelta a la indiscreción; es inútil insistir. Casos semejantes los hemos podido comprobar todos. La conciencia imparcial de la que hemos ha blado no podrá dejar de tachar esa indiscreción de escandalosa. ¿No implica una intrusión en la vida privada, que debiera ser inviolable? ¿Podemos alegar que, al ser la princesa X una personalidad, pierde ipso jacto el derecho a que se respete su vida privada? La verdad es que en esto se da una confusión, plenamente reveladora, entre la personalidad, que de ningún modo es responsable del hecho de que sea ofrecida a las miradas del público, y la artista de cine que, literalmente, pertenece al público; estoy casi tentado a decir que, por su modo de ser, por el hecho de que ha procedido como si dijéramos a la enajenación de su existencia privada, ella, en cierta manera, no existe más que por la publicidad que le otorgan diariamente unos informadores a los que tiene al corriente de todas las vicisitudes de su existencia sentimental. Por otra parte, estoy de acuerdo en que en ese caso no hay, propiamente hablando, una
necesidad lógica, y que se puede concebir un gran actor de cine que intente conservar intacto su fuero interno. Pero eso no sería más que una excepción, y, por otra parte, muy precaria, porque muy pronto se le acusaría de no ser un auténtico actor, y se consideraría como orgullo insoportable, lo que no sería más que el sentimiento mantenido de una integridad inalienable. Pero lo que importa a nuestro propósito es hacer ver que, por la prensa, el cine y la televisión, la indiscreción ha pasado literalmente a las costumbres. El término «indiscreción» debe además tomarse en un sentido mucho más estricto y ajustado del que se le da ordinariamente. Hay que darle el valor de una ofensa. Cuando se piensa, po r ejemplo, en los fotógrafos que forzaron las puertas de una sala de hospital p ara poder captar con sus máquinas las fases de la agonía de un viejo y célebre actor que intentaba en vano evitarlos, se comprueba que en ese caso, como en el anterior, se trata de la violación de un derecho sagrado. Pero precisamente lo que está cada vez más obliterado es ese sentido de lo sagrado, lo sagrado que se refiere a la vida y a
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la muerte, y no implica por sí mismo ninguna referencia confesional. Ciertamente, hay que reconocer que estamos de acuerdo en juzgar tales hechos como escandalosos, pero me parece que nadie se dedica a investigar las causas profundas de semejantes atentados. No bastaría, en efecto, acusar al mercantilismo de una prensa que no retrocede ante ningún medio cuando se trata de aumentar el número de lectores; en francés, podríamos emplear aquí el verbo raccrocher, término que usaríamos al hablar de una ramera que se esfuerza por atraerse un cliente. Efectivamente, también en este caso se trata de una prostitución. Pero, como ya he indicado, es imposible dejar de lado la responsabilidad del público, o de la clientela, y al mismo tiempo hay que reconocer que es difícil precisar la naturaleza de dicha responsabilidad. ¿Nos equivocaríamos al decir que esas imágenes sensacionalistas, que por otra parte pueden ser de orden muy distinto, tienen por función llenar cierto vacío; un vacío del cual el que lo sufre es probable que no tenga una conciencia precisa, pero que según toda apariencia resume las mismas condiciones de
la vida cotidiana, principalmente en los grandes centros urbanos? Esta vida se caracteriza a la vez por una tensión que apenas se relaja y por una monotonía abrumadora. Pero ante todo hay que decir, según mi parecer, que es una vida que en realidad no está ya ligada a nada, y la religio que falta aquí es la religación de la que ha hablado con tanta energía el filósofo español Zubiri. Desde luego, esto se aplica tanto al interés desproporcionado en cuanto al hecho diverso como en lo que concierne a la fascinación ejercida, incluso en personas que se llaman normales, por todos los desórdenes sexuales; y me parece que es una cosa muy clara que se trata de dos aspectos de un mismo fenómeno. Pero lo más importante para nuestro propósito es observar que, en estos casos, por los medios de difusión, se da una especie de anonimato en la indiscreción. Tal vez habría que añadir que de ello se sigue en la mayoría de las gentes como una disociación de tipo esquizofrénico. Pues una persona que por su propia cuenta, en sus relaciones con los semejantes, se muestra hasta cierto punto capaz de discreción y de pudor, no participará 51
aspecto de sí misma, de esa especie de avidez a la que me refería antes. Pero debemos preguntarnos si esa disociación, todavía muy frecuente hoy, no es con todo un fenómeno transitorio, y si finalmente no es la persona privada, con lo que todavía conserva ilógicamente de respeto (a sus propios ojos, sin motivo) por las grandes realidades de la vida y de la muerte, la que está llamada, en fin de cuentas, a desaparecer. Porque, en efecto, las capacidades educativas de los seres, que se hallan ya escindidos, corren un gran riesgo de esfumarse en la nada y, por otra parte, demasiado sabemos las deficiencias morales de que adolece la enseñanza que se da en la inmensa mayoría de las escuelas públicas. Dejo aquí de lado la cuestión, tan delicada, de saber en qué medida y en qué condiciones pueden las escuelas confesionales proteger todavía al niño, y sobre todo al adolescente, frente al acoso de las tentaciones de que hemos hablado. Sin llegar a decir, como a veces nos sentimos tentados a hacerlo, que los peores ejemplos están propuestos, en particular po r el cine, a la adm iración de los jóvenes como si tuvieran valor canónico, hay que reconocer que el poder de 52
fascinación ejercido por esos mismos ejemplos sobrepasa probablemente toda evaluación posible. Recientemente ha surgido una polémica que ha dado bastante que hablar, en Francia, entre un ilustre escritor y un novelista de mucha aceptación, pero de calidad inferior. Se trataba de una película, basada en una novela de este último, titulada Les amitiés particulières. Una secuencia de la misma, especialmente escandalosa, había sido presentada por la televisión. Bien sean actores profesionales o no, es un hecho que unos jóvenes, en la edad en que son más vulnerables, fueron llamados a imitar en público relaciones que, si todavía no se pueden llamar directamente homosexuales, están situadas en los límites inmediatos de la homosexualidad. Resulta imposible dejar de considerar una película de ese género como corruptora, a menos que se haya llegado ya a la consideración de que la homosexualidad es un fenómeno social como otro cualquiera y que la prohibición que ha pesado sobre ella hasta nuestros días debe ser levantada. Esto exigiría al menos cierto valor que, con toda seguridad, falta todavía a los que tienen la responsabilidad de 53
la película. Éstos intentan moverse entre dos aguas, de manera que puedan aparentar guardarse mucho de llegar hasta lo que consideran seguramente en su fuero interno como puros y simples prejuicios. Pero lo más grave es que de ese modo contribuyen a suscitar en muchas personas honradas y sinceras una especie de duda de sí mismas y de sus propias creencias: no saben explicarse estos hechos, que ni siquiera se hubieran atrevido a pensarlos. Hace poco, tuve la confirmación de eso, al ha blar con una madre de familia católica y educada según la norma tradicional. Esa madre me contó que su hijo, de dieciocho1años, celador en un cólegio religioso, había sido invitado por un profesor del centro, conocido de todos como pederasta — salvo quizá de la dirección— a pasar la velada con él en una boite; y después le invitó a pasar la noche en su casa. El muchacho entonces se opuso, con una negativa categórica, a las incitaciones que el otro le había propuesto. Pregunté a esa madre si no presentaría sus quejas al superior del colegio; me respondió que no pensaba hacerlo, y añadió que, aunque todo eso la había herido en lo más profundo de su ser, casi se preguntaba si ella 54
y su marido, por ejemplo, no tendrían sobre cuestiones tales una mentalidad retrógrada. No es que emplease esa misma palabra, pero ése era claramente el sentido que daba a 'la expresión. En casos semejantes se comprueba el extraordinario poder de intimidación ejercido por el libro — sobre todo cuando se considera científico y filosófico — y por la pantalla en las personas de clase media, en las que hay que reconocer cada vez más cierta desorientación y que, en último término, no saben qué es lo que creen. Se me va a permitir que cite aquí la violenta protesta que arrancan a uno de mis personajes, el pianista Flavio Romanelli, en la obra Mon temps n’est pus le vótre, las ideas avanzadas y necias de una jovencita que se cree y quiere estar en el «movimiento». El pianista acaba de hablar de la verdad absoluta e inalterable, y ella ha sonreído irónicamente all oir hablar de la Verdad con mayúscula en 1955. «La Verdad es la Verdad — exclama é l— . 1955 es solamente un número. Usted dice 1955 como si se tratara de una altitud, como si estuviera en el monte Rosa y desde allí observara, en el fondo del valle, a las pobres gentes que existían hace 55
siglos. Pero eso no es verdad, usted no está en el monte Rosa. 1955 no es una altitud. Los hombres y las mujeres en 1955, en general, están sobre una insignificante colina; y san Francisco, san Buenaventura y todos los otros estaban en la estratosfera a pesar del número.» Dejemos ya todas esas observaciones, todos esos ejemplos, a los que se podrían agregar otros muchos, porque podrían parecer a un auditorio filosófico como no presentando más que un interés periodístico; aunque creo que eso sería un error. Lo que hay que reconocer, en primer lugar y con toda la claridad posible, es que el problema que acabamos de considerar es de una extrema dificultad, y no se puede, bajo ningún concepto, simplificar los datos. Voy a repetir lo que he dicho ya tantas veces en el transcurso de estos últimos años: es preciso que nos defendamos de todo viraje engañoso. Todo lo que se diga, con razón, contra una especie de amoralismo repugnante que, como tendré que repetirlo sin duda, corre el riesgo de desembocar en un nihilismo puro y simple, no puede atribuirse a un conservadurismo que en vano trata de
mantener en pie un edificio que se desploma. La noción de lo decente, que, a mi parecer, ha desempeñado un papel enojoso en una educación como la mía, se debe desechar cuando pretendemos aplicarla a libros o a obras de teatro. Pude ya comprobar durante mi juventud, y es más cierto todavía hoy, que estigmatizar un libro, declarándolo indecente, es el medio más seguro de despertar, en aquel a quien se le prohíbe, el deseo de la lectura, un interés de la peor calidad. Sin embargo, aquí ocurre algo parecido a lo que intentaba explicar a pro pósito del escándalo. Por encima de lo escandaloso sociológico, que en cierto modo hay que recusar, decía que existe lo escandaloso ético, que no revela nada que pueda referirse a una mentalidad trivial, sea de la clase que fuere. En este caso sucede lo mismo; si la idea de decente, con la que uno tropieza, por ejemplo entre los directores de algunos patronatos, se ha de desechar como cuando prescindimos de una puerta o una ventana, ¿cómo no ver que a pesar de todo existe una decencia que debe ser salvaguardada? Pero ¿en qué consiste esa decencia? Es evidente que esa idea, tan difícil de precisar, se encuentra en la esencia de todo 57
cuanto he dicho contra cierta transgresión que hemos de denunciar siempre que nos encontremos con ella. Lo malo es que aquí el lenguaje se traiciona en cierto modo a sí mismo. Adjetivos como decente o indecente ya casi no se pueden emplear, porque están cargados de asociaciones de ideas puritanas o puritanizantes. Y ahora quisiera entrar en lo que evidentemente, y a mi parecer, es la parte más importante de este trabajo, o sea, no tanto definir como aclarar la realidad oculta hacia la que parecen apuntar muy torpemente esas palabras pasadas de moda que cau san el efecto de un sombrero hongo o de copa en un mundo en el que todos van con la cabeza descubierta o no llevan más que gorras. En un estudio en el que he tratado de las relaciones entre la vida y lo sagrado, he intentado hacer hincapié en lo que llamaba «cierta integridad de la vida» (Unverdorbenheit des Lebens). Preferiría expresarlo de otro modo, pero no existe el sustantivo correspondiente ál vocablo «intacto». Para fijar las ideas, yo diría que en este caso conviene pensar en la cualidad de una flor o de un fruto que haya llegado a la madurez. Evoquemos, por ejemplo, el estado de 58
un hermoso melocotón intacto, al cual el menor roce corre el riesgo de macar. La idea de perfección, de la que la filosofía clásica ha hecho un uso inmoderado, es una expresión muy racionalizada, y por ello mismo poco satisfactoria de este estado privilegiado en que parece que la esencia se hace manifiesta. Espero que se me permita leer, con el fin de aclararlo lo más posible, el principio del maravilloso Cantique de la Rose, que es uno de los fragmentos mejores del Cantique á trois voix de Paul Claudel: B
e a t a
Diré, puesto que lo deseas, la rosa, ¿Qué es la rosa? ¡Oh rosa' Pues ¿qué? Cuando respiramos ese perfume que hace vivir a los dioses, ¿no llegaremos más que a ese diminuto ser in subsistente que, desde que se le coge entre los dedos, se deshoja y disipa como una carne, sobre sí misma, en su propio beso, mil veces comprimida y doblegada? 59
¡Ah, os digo que eso no es la rosal ¡Su aroma es la que, respirada un segundo, es eterna! ¡No el perfume de la rosa! ¡Es el de todas las cosas que Dios ha hecho en su estío! ¡Ninguna rosa! ¡Mas esa palabra perfecta en una circunferencia inefable, En quien toda cosa, finalm ente, por un ins tante, en esta hora suprema ha nacido! ¡Oh paraíso en las tinieblas! I m
realidad, para nosotros, es un instante que
despunta bajo esos velos frágiles, y la inmensa delicia para nuestra alma de todo lo que Dios ha hecho. ¿Qué más mortal puede exhalar un ser pere cedero que la eterna esencia, y durante un segundo el inagotable aroma de la rosa? Cuanto más muere una cosa, tanto más llega al fin de sí misma, más expira púr esa palabra que no puede decir, y ese secreto que la atrae.
Pido perdón por este largo paréntesis lírico, que quizá sorprenda; pero, a mi parecer, tiene la ventaja de ponernos directamente en presen60
cia de la esencia; de esa esencia que el existen tialismo, en su apogeo delirante, ha creído poder anular o suplantar, en cierto modo. En realidad, todas las observaciones y los ejemplos precedentes dan en una especie de blanco en el que es preciso que la esencia encuentre su lugar, pero la dificultad reside en esto: en que, desde el momento en que intentamos restablecer la esencia en sus derechos, corremos el riesgo de proceder a una objetivación que la desnaturaliza y priva de valor. Recordemos uno de los ejemplos antes evocados: el de aquél viejo y célebre actor perseguido hasta su lecho de muerte por los informadores gráficos de la prensa, que le acosan. ¿Cuál es, exactamente, el sentido de la protesta que el mori bundo apenas tiene fuerzas para manifestar, y que no puede traducir más que por un gesto furioso e impotente que simplemente quiere decir: «Fuera de a quí»? Es que siente que se está a punto de robarle su muerte real, su muerte vivida, para sustituirla por una muerte fingida, por una muerte de teatro, como si se tratase todavía de su carrera artística y de las innumerables muertes que tantos aplausos le valieron antaño. Pero no: el actor ha dejado su carrera 61
tras sí; ahora se trata de su muerte, de su pro pia muerte. Pretende no ser frustrado. Pero, hablando con toda propiedad, ¿dónde está aquí la esencia? Es la verdad de una situación fundamental, cuya propied ad es ser vivida de tal forma que el que la vive la reconozca como inaliena blemente suya; y está bien cla ro que aqu í verdad significa ante todo autenticidad. Exactamente lo mismo ocurre con los jóvenes esposos de fama cuya luna de miel vienen a espiar y filmar los reporteros. En uno y otro caso, esos representantes del público, que tratan de aportar a éste el alimento reclamado, se comportan como observadores. ¿He dicho re presentantes del público? Efectivamente, el semanario en el que aparecerán esas imágenes será comprado; hecho que vendrá a confirmar a los reporteros la impresión de que ellos han cumplido con una tarea y de que, en fin de cuentas, han ejercido un derecho. Pero creo que es interesante, en particular en el marco de este estudio, poner de relieve la profunda diferencia de naturaleza que existe entre él derecho a la intimidad o al secreto, que en ese caso es violado, y el pretendido derecho que se atribuyen los periodistas. 62
El primer derecho está inscrito, en cierto modo, en el ser mismo de una conciencia viva, y toda infracción a ese derecho puede asimilarse a una violación, precisamente porque afecta a lo que he llamado la esencia. La segunda clase de derecho es de tipo puramente formal: si yo compro una revista que tiene fama de ser pornográfica, y al hojearla no encuentro nada que responda a lo que esperaba, podré decir que me han robado, en el sentido de que la mercancía que me ha sido entregada no corresponde a la etiqueta en vista de la cual la he comprado. Pero ¿cómo no ver que ese derecho, que era el mío en cuanto comprador, encubría un abuso que, por ser tolerado, aun cuando no da lugar a sanción alguna, manifiesta lo que hemos denominado lo escandaloso ético, como lo manifiesta también el intercambio de «servicio» que se opera entre una ramera y su cliente? En verdad, por nada hay que dejar que surja una confusión entre unos derechos imprescriptibles, entre los primeros de los cuales figura el de ser respetado en su ser, y todo un conjunto de tolerancias a las que no es posible encontrar más que una justificación negativa. Se
dirá, por ejemplo, que el desarrollo de la pornografía en la prensa es en sí una cosa muy enojosa, pero la implantación de una censura presentaría inconvenientes más graves todavía; y no se dejarían de citar los ejemplos demasiado conocidos de censura ejercida de forma estúpida contra obras que con el tiempo serían clásicas, como Ma dam e Bov ary o Le s fleurs du mal. Por otra parte, creo que hay que reconocer que el argumento está desprovisto de fuerza convincente. No porque la censura corre el peligro de que se ejerza en sentido equivocado, la hemos de considerar ya como injustificable en su principio, y, sin embargo, hay que confesar que la idea misma de una criteriología en tal dominio implica quizá contradicción. Pero lo que es particularmente grave es que del hecho de un menoscabo general de las costumbres, y más todavía, de un embotamiento del juicio, hayamos llegado a una situación que parece excluir la posibilidad de oponer un dique a ese desenfreno. Pero la reflexión debe continuar profundizando en el asunto. ¿Cómo no ver que ese derecho al respeto de lo que en un ser es lo más auténticamente suyo, corre el peligro de perder
su punto de aplicación? Incluso los mismos que deberían querer salvaguardar la intimidad a toda costa para sí mismos, como algo que ofrece un valor positivo, sienten cada vez menos esta necesidad. La impudicia de la que se hace gala en todas partes, hasta en los vestidos — o en la ausencia de vestido —, cuando uno se puede sustraer durante algunos días o semanas a la sujeción de un decoro profesional, reducido por otra parte a su más simple expresión, basta para demostrar que cierto respeto a sí mismo está en vías de desaparición. ¿Existe algo más característico que la necesidad demostrada por aquellos a quienes ahora se les llama, con una palabra bastante bárbara, en francés — vacanciers —, la necesidad, digo, de aglutinarse unos con otros en las playas o en campings donde la promiscuidad llega hasta los últimos extremos? Creo que sería absurdo e incluso indecoroso tratar de justificar esa necesidad recurriendo a principios de orden ético. Lo que ocurre en ese caso es, al contrario, una regresión hacia formas inferiores de vida social para las que la palabra «magma» traduce con bastante exactitud el carácter informe. Tal vez fuera útil intentar señalar en qué consiste su inautentici
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dad. Esa palabra no designa en modo alguno una forma de ser que podría considerarse como antinatural. No es de la naturaleza de lo que se trata aquí; porque sabemos en qué consiste y porque la idea de un esta do de naturaleza que existiera al comienzo de todo desarrollo cultural no es más que un concepto límite cuyo uso es muy aventurado. La falta de autenticidad consiste más bien en el hecho de que el ser individual se desvía de toda vocación susceptible de conferir a su existencia un sentido y un valor. Al contrario, se pierde literalmente en una especie de indeterminación gesticulante y de griterío. Mas en este punto no puede dejar de plantearse al espíritu una cuestión difícil y angustiosa: ¿Dónde se sitúa la responsabilidad en un estado tal de cosas? ¿Se la puede localizar? Parece como si entráramos en un reino en el que la imputabilidad tiende a desaparecer. Lo que comprobamos es una especie de renuncia generalizada y, además, vigorizada, no digamos por la sociedad, sino por unos poderes que tienden a presentarse abusivamente como los portavoces de esa misma sociedad. Y, además, de bemos agregar inmediatamente que en ello
existe un estado que no puede ser ya más favorable a ia instauración de una tiranía, y que esa tiranía, una vez establecida, no dejaría de obrar en beneficio propio. Es muy cierto, en efecto, que la propaganda que un régimen semejante necesita para su propia publicidad no tendrá dificultad alguna en realizarse a través del magma de que antes he hablado. Puede tro pezar con un obstáculo, allí donde tienda a prevalecer lo que llamamos conciencia irónica, es decir, la mentalidad que se afirma en organismos tales como el «Canard Enchaîné». Pero seguramente nos equivocaríamos si imagináramos que la prensa, que tiende a tomarlo todo en plan de burla y que, consecuentemente, im plica la negativa a respetar sea lo que fuere, puede favorecer en modo alguno el criterio personal, sin el cual no puede adquirir consistencia la resistencia al poder tiránico. Si en el título mismo que he dado a esta conferencia ya se ha evocado lo que he denominado la destrucción de los valores — destrucción señalada ya en la cita del principio —, con ello me refería ante todo a esa especie de disminución del tono o de la vitalidad espiritual que coincide con el hecho de que el ser indi-
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vidual no tiene ya casa propia, o, si se quiere, habitat interior. Tal vez sea éste el momento apropiado para recordar /as observaciones capitales de Nietzsche sobre el nihilismo, que se encuentran en la obra La voíunt ad de poder y que tuve ocasión de comentar recientemente en otro contexto. Nietzsche distingue rigurosamente un nihilismo pasivo, que es propio de débiles, y un nihilismo activo, que a veces designa también con el nom bre de nihilismo dionisíaco o extático, que es el de los fuertes. Véase, por ejemplo, m, pág. 557 (de la edición francesa), donde dice que el nihilismo puede ser signo de fuerza, pero también de insuficiencia, siempre que esa fuerza no sea capaz de establecer una finalidad, un porqué, una creencia. Es una cuestión grave saber si es legítimo ha blar de un nihilismo de los fuertes; cuestión que no voy a decidir yo aquí, pero, en cambio, sí es evidente que el nihilismo que hoy vemos progresar como si se tra tara de una epidemia es un nihilismo de debilidad. Y añado por mi cuenta que la distinción entre fuertes y débiles, tal como Nietzsche la presenta, sobre todo en La voluntad de poder, es desde luego sospecho-
sa. Pero lo que he intentado demostrar y quisiera ahora precisar es que, del hecho de lo que he llamado la violación de la intimidad, vemos que surge como disminución del ser que no está en forma alguna compensada por lo que se podría considerar como un acrecentamiento, digamos, por ejemplo, del sentido social. La expresión «sentido social», por otra parte, puede ser objeto de crítica por razón de la am bigüedad que presenta; porque puede designar o bien una exigencia de justicia, de cuya legitimidad no se trata, o bien una necesidad de naturaleza completamente distinta, que consistiría más bien en consumirse en un grupo o en una organización para poder afirmarse por el intérprete de ese grupo u organización; y esa necesidad no tiene en sí absolutamente nada de respetable. Mas no debemos ocultar aquí el estado de confusión que ha hecho presa hoy día en los espíritus, intimidados muy a menudo por no se sabe qué vaga filosofía de la historia. Es cierto que los marxistas, declarados o no, ortodoxos o no, tratan de hacer prevalecer la idea de que la intimidad es una categoría burguesa. Todo esto me parece sencillamente absurdo, porque, como es el caso tan frecuente
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con mucha exactitud lo que creo que debe ser la disposición fundamental del filósofo, y uno de los principales méritos de los fenomenólogos habrá sido el de comprender y aplicar estrictamente esta regla de sobriedad. Una cuestión se plantea inevitablemente al espíritu: ¿Se puede asignar un término o límite al proceso de disolución o destrucción a que he aludido en esta conferencia? No quisiera aventurarme en las arenas movedizas de la profecía. Todo lo que puedo decir es que no me parece razonable abandonarse a un fatalismo pesimista. Es muy posible que, en muchos casos, las generaciones futuras experimenten la necesidad de reaccionar contra sus ascendientes. Sin embargo, esa reacción implicaría algo que se parecería mucho a una conversión, con la condición de tomar esa palabra en un sentido muy general y, por consiguiente, no
en Sartre, por ejemplo, no se sabe o no se quiere distinguir entre lo normal y lo patológico. Ciertamente, puede haber una patología de la intimidad, cuando ésta se encierra en sí misma y de esta forma se convierte en exclusión y ceguera; pero la verdadera intimidad es otra cosa muy distinta, ya que implica una llamada al otro, una espera de todo lo que ese otro puede aportar para el enriquecimiento de la vida interior. La hermosa palabra alemana Ein klang adquiere aquí todo su valor, y de hecho la música de cámara, en sus expresiones más elevadas, es la que, a mi parecer, traduce con la mayor fidelidad posible la exigencia de intimidad. Pero ¿cómo no ver que los últimos cuartetos de Beethoven están repletos de u na exigencia de universalidad tan apasionada como la «Novena Sinfonía» o la «Missa solemnis»? Precisamente hay que poner de relieve esta conexión entre lo íntimo y lo universal, y el hecho correlativo de que cuando la intimidad cede, cede también la universalidad, y demasiado a menudo corre el riesgo de degenerar en retórica y en énfasis. Si existe una obligación para el filósofo, es la de rechazar en absoluto ese género de facilidad. El término alemán Nüchternheit designa
Tomando en consideración el caso de los medios de difusión, en los que he insistido en particular, no es inconcebible que se logre una educación poco a poco; pero todavía es necesario que surjan educadores. Probablemente, de lo que el mundo actual tiene mayor necesidad
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confesional.