Javier Abad Gómez
Eugenio Fenoy Ruiz
LOS HIJOS -
PRIMERA PARTE –
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CONTENIDO
Introducción. El hogar, ambiente que educa
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1. El conocimiento de los hijos. El punto de partida Aspectos que se deben conocer El carácter Propiedades fundamentales del carácter Aptitudes Otros aspectos
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2. La comunicación entre padres e hijos Los padres, primeros educadores El diálogo paterno – filial Amistad Dedicación Confianza Comprensión Las reuniones familiares El ejercicio de la autoridad ¿Rigor o mimos?
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3. Hacia donde ir Elección de objetivos Motivación suficiente Ideales concretos y adecuados El deber de estimular El deber de corregir
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4. Los padres y la vocación de los hijos Vocación profesional La entrega a Dios
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5. Tres pilares en la educación El amor a la verdad El amor a la libertad Y la alegría
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INTRODUCCIÓN: EL HOGAR, AMBIENTE QUE EDUCA
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La vida humana es preciosa, porque es un don de Dios, cuyo amor es infinito; y cuando Dios da la vida, la da para siempre. La vida, además, es preciosa porque es la expresión del amor y el fruto del amor. Esta es la razón por la que la vida debe tener origen en el contexto del matrimonio y por lo que el matrimonio y el amor recíproco de los padres deben estar caracterizados por la generosidad en entregarse1. Estas palabras del Papa Juan Pablo II ponen el marco a las páginas que siguen, en las que queremos adentrarnos en ese fruto del amor matrimonial que son los hijos. El niño es un manantial de esperanza que habla a sus padres de la finalidad de sus vidas y les permite, casi les obliga, a pensar en el futuro. La vida de los padres, la fuerza de su fidelidad, la razón de sus esfuerzos son los hijos que, engendrados por amor y con amor, dan un motivo permanente a la entrega mutua y sacrificada de los esposos. Cuando se habla de un niño como de una carga, o se le considera como un medio para satisfacer una necesidad emocional, nosotros intervendremos para insistir en que cada niño es un don único e irrepetible de Dios, que tiene derecho a una familia unida en el amor2. Por ellos y por el bien común de toda sociedad, nación y Estado, la familia es insustituible y ha de ser defendida con vigor: allí es concebido y allí nace el hombre, que desde su concepción es un ser humano y debe ser querido y respetado. Todo niño tiene derecho a nacer en una familia verdadera en la que se beneficie, desde su mismo principio, de la aportación conjunta del padre y de la madre unidos en matrimonio indisoluble. Los niños son la primavera de la vida y no es posible edificar ninguna sociedad sin pensar en ellos, sin detenerse con respeto ante las nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes, de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de infancia y de la juventud es la verificación primera y fundamental de la relación del hombre con el hombre3 Los problemas humanos más profundos están vinculados, de manera irrevocable, a la familia, primera comunidad, insustituible, para todo ser humano, célula vital de toda comunidad humana. Es en el ambiente familiar donde hombres y mujeres adquieren sus conocimientos básicos, comienzan a desarrollar su personalidad y se preparan para la misión que se les encomendará más adelante. De ahí deriva la enorme importancia de la tarea educadora que han de realizar los padres, puesto que la paternidad y la maternidad no terminan con el nacimiento del hijo: Esa participación en el poder de Dios, que es la facultad de engendrar, ha de prolongarse en la cooperación con el Espíritu Santo para que culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas mujeres cristianas4. Es precisamente el seno de la familia el lugar natural y sobrenatural de la concepción y nacimiento de un hombre nuevo, donde el hombre y la mujer se convierten en padre y madre, procreadores, adquiriendo así una nueva dignidad al tiempo que asumen nuevos NB: Muchos de los textos en las citas de Juan Pablo II están tomados del libro Juan Pablo II a las familias, de Eunsa, Edición a cargo de Teodoro López, Pamplona (España), 1980. 1
Juan Pablo II, Homilía en el Capitol Hall., Washington, (7-X-1979). Ibidem. 3 Juan Pablo II, Discurso en la Onu, 2-X-1979. 4 Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, Ed. Palabra, Madrid 2004, n.27. 2
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deberes, de enorme importancia y de trascendencia eterna. Debemos entender por familia verdadera la que está fundada en el matrimonio biparenteral, heterosexual y monogámico, el único matrimonio digno de este nombre. Es en la familia en donde el ser humano encuentra la plenitud de su existencia; en donde puede realizar su personalidad y transmitir la vida biológica y moral a otros seres humanos; en donde por amor incondicional es capaz de entregarse a los demás justificando su propia existencia, y en donde las tendencias sociales tienen cumplida satisfacción porque sólo en ella la persona llega a ser miembro y fundador de otra familia. La familia es ámbito natural de encuentro de varios seres humanos unidos por lazos de amor; ámbito natural de educación para el amor, la convivencia y el desarrollo humano, en el que sus miembros crecen y se constituyen integralmente como personas;. la familia es el único grupo de personas donde al ser humano se le acepta incondicionalmente por lo que es; el lugar donde los hijos cultivan sus valores hasta alcanzar la madurez; es una verdadera escuela de virtudes. La misión de los progenitores es enseñar “a ser hombre” o “a ser mujer” a la criatura que han engendrado, que gracias a ellos como colaboradores de Dios Ha llegado a ser humana. La familia es el cuerpo social primario en la que se origina y educa la juventud. De su estabilidad, tipo de relaciones con la juventud, vivencia y apertura a sus valores, depende en gran parte, el fracaso o éxito de las relaciones de esa juventud en la sociedad o en la Iglesia5. Con una visión cristiana, la misión de los padres en la educación de sus hijos es tan alta que Juan Pablo II hacía una analogía con la tarea de Dios: “Si en el dar la vida los padres colaboran en la obra creadora de Dios, mediante la educación participan de su pedagogía paterna y materna a la vez (...) Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres” Carta a las familias, 1994). El hogar se convierte entonces en la morada del hombre, la condición necesaria para que venga al mundo, crezca, se desarrolle, aprenda a trabajar, sea educado y llegue a ser también educador. Allí se formarán los hijos, física, espiritual y moralmente. Por consiguiente, la familia es el lugar privilegiado y el santuario donde se desarrolla toda la ventura grande e íntima de cada persona humana irrepetible. Incumben a la familia, por tanto, deberes fundamentales cuyo cumplimiento no puede dejar de enriquecer abundantemente a los responsables principales de la misma familia, haciendo de ellos los cooperadores más directos de Dios en la formación de nuevos hombres6. Nunca ha sido fácil el oficio de educador. Menos aún el de padre o madre de familia. Por esta razón, los padres deben esforzarse y capacitarse para la educación integral de sus hijos. Hoy se habla, por ejemplo de la educación de la inteligencia racional, y de la inteligencia emocional o afectiva, de la inteligencia moral, así como de la formación de la voluntad, de la sociabilidad y tantas otras dimensiones de la personalidad. Impregnado del gozo natural que la paternidad produce, no falta sin embargo una buena dosis de dolor y sufrimiento en quien asume su misión con responsabilidad. Renuncias y sacrificios, dificultades grandes y menudas que se superan 5 6
Documento de Puebla, 1173. Juan Pablo II. Alocución a los jóvenes, 3-1-1979.
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siempre si el natural impulso paternal o maternal se ratifica y consolida, se fortalece y eleva al plano sobrenatural, con la gracia del sacramento en el matrimonio cristiano. En los tiempos actuales, parecen exacerbarse las dificultades y muchos padres se preguntan sobre la manera de poner en práctica los recurso que tienen a su alcance para cumplir a cabalidad la tarea a ellos encomendada. Con el propósito de cumplir este cometido se ha escrito este libro, en el deseo de que los padres tengan ocasión de reflexionar con calma en la trascendencia de su labor y se propongan gastar en ella sus mejores energías. Con la ilusión de dar, de su misma vida, una existencia amable, ideales cristianos, horizontes divinos de santidad y de vibración apostólica a quienes son fruto de su amor y de su participación en el poder creador de Dios. El ideal paterno tiene su correcta expresión en llegar a ser amigos, óptimos amigos, de los hijos. Amigos con quienes se comparten alegrías, ilusiones y penas. A quienes se puede abrir el corazón en confidencia sincera. De quienes se espera recibir consejo, buen ejemplo y estímulos permanentes. Con quienes se pueda conversar, en ininterrumpida secuencia, los más triviales asuntos y los más profundos temas, porque son capaces de esbozar una sonrisa de comprensión amable ante las equivocaciones, compatible con una corrección justa y oportuna que anime a rectificar y a comenzar de nuevo. El más importante negocio de un padre y una madre es dedicar un buen número de horas a dialogar con los suyos, a compartir ilusiones. Contribuir con su presencia activa a la forja de un futuro basado en el espíritu de lucha y en la capacidad para el sacrificio que toda vida humana lleva siempre consigo. Los hijos tienen derecho a esperar de sus padres el testimonio de una vida que se gasta con valor en el servicio de los suyos – y de los demás -, la manifestación de unos ideales encarnados en la existencia cotidiana y expresados en todas las circunstancias fáciles o difíciles que se puedan presentar a través de los años. Maestros primeros del espíritu, los padres comunican su fe con las obras de sus propias virtudes y la piedad sencilla de su trato con Dios. Hablarán, sin palabras, del amor al prójimo y de los más hondos anhelos del ser humano. Llenas de confianza mutua, las relaciones padres – hijos estarán siempre enmarcadas por una atmósfera habitual de libertad, acompañada de responsabilidad. De tal manera que, cuando llegue la hora de tomar rumbo independiente en la vida, cada no sepa decidir de manera personal, sin coacciones externas y sin la presión interior de unas pasiones que no aprendió a controlar. Libertad y responsabilidad, libertad y autoridad, confianza y desvelo, cariño y fortaleza, amistad y respeto; pares de elementos que han de conjugarse adecuadamente en cualquier acción educativa, que deben complementarse mutuamente para que la personalidad pueda desarrollarse con la mayor plenitud 7. Cada uno de estos elementos hace parte del otro: parecen contrarios, pero sencillamente se perfeccionan entre sí. Libertad sin responsabilidad es puro capricho y libertad sin autoridad es libertinaje; 7
PONZ PIEDRAHITA, Francisco. La educación y el quehacer educativo en las enseñanzas de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Tomado del libro “En memoria de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer”, de ALVARO DEL PORTILLO, et al. Temas NT. Eunsa. Pamplona 1976. p. 93.
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confianza sin desvelo es desparpajo abusivo; la fortaleza es una parte importante del amor, para evitar hacer blando a quien se quiere, destruyéndole su personalidad; amistad sin respeto es la puerta de entrada a los abusos de confianza y a la pérdida de la intimidad. La educación de los hijos requiere un sinfín de virtudes, variedad de forma y una entrega tan completa que sólo será conseguida cabalmente por aquellos padres y madres responsables que dediquen los mayores esfuerzos de su propia vida a formarse y a luchar por ser mejores: lo cual podrán lograr, sin duda, si se apoyan habitualmente en la gracia. Dios, al buscar la colaboración del hombre y la mujer para la creación de otros seres, manifiesta que cree plenamente en ellos. Lo cual es un compromiso que obliga a pensar en la responsabilidad asumida y comienza con la necesidad de brindar a los hijos un ambiente adecuado donde maduren sus virtudes, aprendan a querer y a servir, mientras gozan de la feliz unión con sus padres y hermanos. También los abuelos y demás parientes, las empleadas del servicio y, de algún modo, los amigos, hacen parte de la vida familiar en la que debe haber calor, cariño, simpatía. Entre todos debe lograrse un ambiente luminoso y alegre8, que irradie paz y contento. Aquel que se vivía en Nazareth, da la medida precisa, exacta, de lo que se espera de todo hogar humano. El punto culminante de referencia para la santidad y la eficacia educadora es la familia donde Jesús se hizo hombre y en la que también se dieron los problemas profundos, hermosos y, al mismo tiempo, difíciles que lleva consigo la vida conyugal y familiar. Aquella es la clave para comprender todos los valores que deben proclamar las familias de hoy: amor, entrega, sacrificio, castidad, respeto a la vida, trabajo, serenidad, paz y alegría9. Allí Jesús, María y José habitaban en profunda intimidad de amor, entrega y olvido de sí mismos, santificando los detalles grandes y pequeños de la labor cotidiana. Era una existencia llena de detalles personales de generosidad sin límites y sin condiciones. Donde la alegría se hacía compatible con el dolor. La sonrisa era habitual y el cariño lleno de fortaleza, formando de este modo el clima propicio para que Jesús creciera en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres10. Así deben ser las familias donde Cristo ha depositado su amor y su gracia. Así los hogares de todos los hombres que quieran vivir contentos y dar a sus hijos la felicidad. Sólo el cuidado de mil detalles menudos en la convivencia, que tiene en cuenta también la materialidad de los objetos del habitat familiar, constituye el entorno adecuado para la educación de los hijos. En un clima así, amble y acogedor, la formación va brotando con naturalidad: hasta las paredes educan. Y, de este modo, el factor principal, que son los progenitores, irá comunicando de su misma vida toda la riqueza que el Creador les ha entregado. Los hijos aprenderán de sus padres a vivir como personas, al tiempo que descubren la dimensión trascendente de la vida. Lo que capten de la existencia paterna, el clima de 8
Es Cristo que pasa, n. 27. Cfr. Juan Pablo II. Mensaje de Navidad. 25-XII-1979. 10 Lc. 2, 52. 9
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virtudes que cultiven de manera habitual, el modo de decorar las habitaciones, de sonreír, de comprender, o de enfrentar las dificultades..., será ordinariamente lo que ellos reflejen en sus propias vidas. Cada familia tiene su particular estilo para expresar afectos, solucionar conflictos, festejar fechas importantes, o para realizar tareas y actividades específicas. Del mismo modo, es propio de cada hogar la manera de expresar sentimientos y emociones, a través de gestos, sonrisas y expresiones orales o escritas; cada familia, tiene patrones específicos para preparar los alimentos, servir la mesa, lavar la ropa, ir a la cama, decorar la casa, compartir actividades, escoger los amigos, gastar el dinero, utilizar el tiempo libre, tomar decisiones o expresar su fe. La formación penetra como por ósmosis, a través de los poros del cuerpo y del alma. Las palabras sobran cuando se sabe vivir con altura humana y sobrenatural. Y éste será el mejor clima para hacer hombres y mujeres íntegros, verdaderos cristianos, capaces de enfrentarse a los avatares de la vida cotidiana, aportando soluciones y sin constituirse en carga. Entre los recuerdos de nuestra infancia se esfuman las palabras. No queda en la memoria sino la vivencia de un espíritu sacrificado, de una generosidad compartida, de una fe vivida con naturalidad, y tantas otras virtudes más que fueron formando nuestra personalidad e imprimiendo en el alma deseos de superación que no cesan de influir en la vida actual. Un hombre o mujer que posean la virtud del orden, del cumplimiento habitual de sus deberes y compromisos familiares, profesionales y sociales, está reflejando casi siempre esas mismas actitudes del hogar donde vio la luz y comenzó a recorrer el camino de la vida. Un joven de buen humor manifiesta el optimismo, la alegría y la forma esperanzada de enfocar las cosas como aprendió en su niñez. El buen trabajador suele ser hijo de padres laboriosos; el buen cristiano, de padres virtuosos... Es el sencillo reconocimiento de la buena influencia del hogar en la formación de las virtudes fundamentales. La buena crianza no depende de discursos ni sermones: surge de la misma vida, como contagio del ejemplo que nutre con su dinamismo la existencia de los hijos. Los padres son los primeros y fundamentales educadores de sus hijos. Es una responsabilidad común, que debe asumirse en compañía, ya que la presencia de ambos marca una huella profunda en la prole que engendraron. La formación integral exige la concurrencia de rasgos masculinos y femeninos, para ir modelando adecuadamente la personalidad de los hijos. Sin disculpas de tiempo, de mejores conocimientos psico-pedagógicos, o de cualquier otro tipo. Si los esposos no quieren limitarse a una simple transmisión biológica de la naturaleza humana, deben sentir el peso de la tarea educativa sobre sus hombros. Mejor: sobre sus vidas. Porque lo primero que educa en el hogar es la misma vida de los padres: el cómo son y, en consecuencia, cómo se comportan. Los padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta,
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confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años. Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo este: que vuestros hijos vean – lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones – que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras. Es así como mejor contribuiréis a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros, capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad11. Quien se pregunte por la manera como está formando a sus hijos, debe primero dirigir una mirada seria, de reflexión personal, a su propia vida. Y comprender que la primera de las fórmulas educativas es la madurez humana y sobrenatural alcanzada. El hombre o la mujer serenos, señores de sí mismos, sinceros, alegres y de buen humor, trabajadores responsables de sus obligaciones, serviciales y justos, optimistas, audaces y generosos, cariñosos sin blanduras, exigentes sin rigorismos tiranos, obtendrán a la larga y a la corta excelentes resultados educativos, aunque aparentemente desconozcan los mejores métodos de la pedagogía moderna. Viven como corresponde a su condición de hombre o mujer y a su vocación cristiana, y eso es más importante que saber mucho. Cuando los menores ven que sus padres se esfuerzan en superarse cada día, en vencer las limitaciones, en consolidar sus virtudes, sentirán el orgullo santo de la calidad de su papá o mamá y se sentirán fuertemente estimulados a no decaer en sus batallas diarias. El ejemplo arrastra. La madurez de los hijos vendrá en cada etapa de su vida acompañada del testimonio de quienes tienen la responsabilidad de educarlos. Observaba una profesora a su alumna de once años, cómo servía con alegría a sus compañeras de curso durante unos días de convivencia. -No conozco otra mujer más trabajadora que tú, le dijo con cariño. Y la niña respondió con convicción: -Yo sí la conozco: ¡mi mamá! Como cera blanda, sobre la cual una leve presión deja su trazo, el ánimo de los niños está expuesto a cualquier estímulo que solicite su capacidad de idealización, su fantasía, su afectividad o sus impulsos. Por otra parte, las impresiones en la infancia penetran con profundidad en su psicología, condicionando a menudo toda su personalidad futura y sus relaciones con los demás y con el ambiente.
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Es Cristo que pasa, n. 28.
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Precisamente, al intuir lo delicada que resulta esta primera fase de la vida, la sabiduría pagana formuló la conocida máxima pedagógica, según la cual “máxima debetur puero reverentia” (Al niño se debe el mayor respeto, la mayor reverencia); y bajo esta misma luz se hace evidente, en toda su motivada severidad, la advertencia de Cristo: “Al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colocasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y le hundieran en el fondo del mar” (Mt. 18,6)12. Los hijos buscan en sus padres coherencia entre lo que predican y viven, entre lo que creen y practican. Es esta la autenticidad que tanto les atrae: la congruencia entre sus consejos y su vida. Que sepan hablar con claridad y sin tapujos de lo que tienen en sus propios pensamientos y acciones, sin fingimientos hipócritas de moralidad de boca, ni mentiritas ingenuas que hacen reír a los hijos o lamentarse a escondidas. Si son sinceros en su vida y procuran amar y practicar lo que predican, los padres podrán mirar a sus hijos cara a cara sin avergonzarse. Esto no quiere decir que éstos deban ver en sus progenitores un modelo que seguir, un ideal que alcanzar. La vida de los padres sólo será punto de partida, no de llegada, la base de lanzamiento de las virtudes de sus hijos. Son de admirar y de imitar aquellos hombres y mujeres humildes, sencillos, que hacen a los suyos personas mejores que ellos en muchos campos del saber o del actuar humano, al contrario de quienes se limitan a conseguir que sean como ellos o un poco menos. Los padres-modelo fácilmente terminan en pequeños tiranos del hogar. El único modelo es Jesucristo, quien posee toda la perfección de la naturaleza humana: hombre perfecto en la personalidad de Hijo de Dios. Se puede imitar su humanidad en todos los detalles, tal como aparece con luminosa claridad en el Evangelio, y aspirar a participar en la filiación divina que El nos conquistó con su Encarnación y su Redención. De esta manera el proceso educativo, si se realiza adecuadamente, “lleva a la fase de la autoeducación, que se alcanza cuando, gracias a un adecuado nivel de madurarez psicofísica, el hombre empieza a <>. Con el paso de los años, la autoeducación supera las metas alcanzadas previamente en el proceso educativo, en el cual, sin embargo, sigue teniendo sus raíces” (J.P.II, o.c., n. 16). 1. EL CONOCIMIENTO DE LOS HIJOS El punto de partida La educación es una de las más difíciles tareas que puede emprender una persona. Es a la vez la más noble: llevar a alguien a que responda a las esperanzas que Dios ha puesto en él. Durante todo su proceso de crecimiento y desarrollo hacia la madurez y plenitud espiritual, el hombre logra conocerse a si mismo como ser maravilloso y sorprendente del universo y debe quererse a sí mismo para abrirse y relacionarse con los demás, como camino inevitable hacia la búsqueda del amor y de la convivencia.
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Juan Pablo II. Mensaje para la XIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. 23-V-1979
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Contando con este propósito elevado, ambicioso, hay que emplear unos medios – a veces costosos – que nos conduzcan a tal fin. La educación consistirá esencialmente en eso: hacer que cada persona descubra, comprenda y ame la meta – el fin último y los parciales - y ayudarle a usar los medios más adecuados para su consecución. Pero no podemos olvidar que existe un punto de partida: la persona concreta que ha de alcanzarlo: un ser complejo con sus capacidades, su temperamento peculiar distinto de todos los demás, con sus cualidades, sus defectos...; un riquísimo abanico de posibilidades, abierto hacia el futuro. Prescindir de este punto equivaldría a emprender la equivocada tarea de formar hombres en serie, como quien fabrica tornillos o automóviles. De ahí la importancia de conocer hondamente a ese sujeto – hombre, niño – rico en posibilidades, proyectado hacia el futuro, hacia la eternidad. Si algo de esa persona se nos escapa, si la desconocemos, aunque sea parcialmente, estaremos dejando que fluya, estéril, la savia de una vida humana que no cuajará en los frutos humanos y sobrenaturales que Dios y la humanidad tienen derecho a esperar. Los padres son los primeros educadores de sus hijos. Son precisamente quienes mejor deben conocerlos, quienes deben reflexionar más hondamente sobre este conocimiento sin darlo por supuesto, confiados en una visión superficial y externa de su comportamiento. Desde el principio deben aceptar que se trata de una tarea ardua y que, cuando crean conocerlos mejor es, quizás, cuando menos saben de ellos pues, tal vez, se han dejado llevar de la impresión producida por una serie de rasgos externos que acaso sólo sirvan para clasificarlos como si se tratara de insectos o de plantas. El hombre es incodificable; no existen casilleros prefabricados para él, porque es un ser único e inasible. Cada alma ha sido creada por Dios en una acción individual y amorosa, y Dios no se repite ni usa moldes. Lo único que podemos hacer, es acercarnos a su intimidad para ir conociendo y comprendiendo – nunca lo lograremos del todo – algunos aspectos de su personalidad. Los buenos padres saben que cada hijo es diferente. Es verdad que se parece bastante a algunos de sus hermanos, o quizás a su ti paterno; el mismo color de ojos, idéntica forma de la nariz, reacciones muy semejantes... sí, pero es distinto; tiene su propio carácter, sus aficiones, “sus cosas”. Cada niño tiene su personalidad, que lo hace diferente de cualquier otro: su genio propio, su misión irreemplazable sobre la tierra, su destino divino... Desconocerlo es arriesgarse a tratarlo como un número, un ser anónimo, como algo banal que se pretende hacer entrar en un mundo vago y en contradicción con su elemento vital; es exponerse a vaciar su originalidad legítima o a producir con un choque una sublevación en cuanto las circunstancias favorables dejen en libertad sus energías contenidas largo tiempo1. Pretender ponerles una etiqueta de acuerdo con los rasgos externos de su conducta, no es sólo un error sino el principio de una serie de errores y de fracasos en ese largo combate – formado por tantas diarias escaramuzas, perdidas unas, ganadas otras - que constituye la educación de cada hijo.
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COURTOIS, Gastón. El arte de educar a los niños de hoy. S.E. Atenas S.A. Madrid.
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Los buenos padres – psicólogos natos o por fuerza de su condición – saben que los niños son diferentes de los adultos. Esto puede parecer algo tan obvio que no merecería la pena mencionarlo. Y, sin embargo, si en muchas ocasiones los padres no logran entender del todo a sus hijos es porque olvidan lo elemental, y tratan de aplicarles módulos propios de adultos y juzgan sus actitudes desde cierto punto de vista. No. El niño es diverso en su modo de pensar, su afectividad aún inmadura, su valoración sobre las cosas y las personas, sus sentimientos, intereses, reacciones. Ni las palabras tienen para el niño el significado que les atribuye el Diccionario de la Lengua. Por eso, a veces no comprenden nuestro lenguaje, o no captamos el suyo. Nos desconciertan con frecuencia sus reacciones y nos rendimos diciendo: “A este muchacho no lo entiende ni su padre”. Y es el mismo papá quien, con toda razón, lo dice. Saben también los buenos padres – han tenido que aprenderlo – que si en un momento creen conocer ya a sus hijos, no pueden estancarse en ese conocimiento porque al poco tiempo, además de haber crecido y habérseles quedado pequeños los zapatos, habrán cambiado y entonces les resultará también pequeño el conocimiento que en un momento dado hayan tenido de ellos. Porque los niños cambian, y sus variaciones ocurren a tal ritmo que a los padres les cuesta seguirlos de cerca.. - ¡Qué diferente eras antes: cuando pequeño obedecías! Así hablaba un padre a su hijo adolescente. - Es que entonces no sabía lo que hacía!, le contestó sin inmutarse. Ciertamente los niños cambian con el paso del tiempo, aunque sus transformaciones no se capten por quienes los ven crecer sin darse cuenta. Día a día adquieren un mayor raciocinio y llegan a darse cuenta – como en el caso de la anécdota – que las órdenes imperiosas y poco razonables ya no les producen miedo: el miedo cuando pequeños les llevaba a obedecer sin chistar. Ahora desean comprender por qué. No es inútil por tanto, que los padres adquieran algunas nociones de psicología evolutiva. Así no se sorprendería al ver que su hijo de cinco años, antes tan expansivo, se ha vuelto reservado y más seguro de sí, ya no acepta las cosas tan fácilmente y quiere que se las expliquen. Se convirtió en filósofo, martillando constantemente con sus porqués. ¿Qué le pasó? ¿Se volvió raro? No, sencillamente tiene cinco años. Pero no habrán pasado más de 12 meses cuando los sorprenda con sus necesidades afectivas, su deseo de sentirse amado, de buscar la compañía de otros niños. Sus emociones, sin desaparecer, van siendo paulatinamente sustituidas por sentimientos, así como su temperamento va siendo encauzado por el carácter, y esta presencia del carácter, apenas iniciada, da a los padres la impresión de un gran cambio. Sus reacciones no son ya tan rápidas y “temperamentales”, son más medidas y conscientes. Aunque parezca curioso, siendo el niño a los 6 ó 7 años más sociable, no entrega fácilmente su intimidad; le da vergüenza ser descubierto tal como es; de ahí que a veces parezca que se está volviendo mentiroso. No, simplemente tiene miedo a que se metan dentro de él y perder así su libertad. Y, como el tiempo pasa muy rápido y los adultos no acaban de aceptar que su hijo ya cumplió siete años, y hasta hizo su primera comunión, no entiende que ha llegado a la madurez de la infancia, y parece haber echado para atrás y se muestra perplejo ante cosas que antes no tenían para él ningún misterio. No se está volviendo tonto. Es que
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está recomenzando la vida. Tratando de ampliar su conocimiento del mundo, y no todas las cosas le cuadran en aquel rompecabezas; por eso se siente inseguro. Pero no será por mucho tiempo, si encuentra la comprensión de padres y profesores, que deben inculcarle confianza en sus actitudes y seguridad en sí mismo. Poco a poco- es decir pronto, pues el tiempo pasa veloz – la conciencia del niño no sólo estará formada de hechos y conocimientos en buena parte intuitivos, sino que éstos se irán organizando en nociones; comenzará a pensar en abstracto. Por eso, a los 9, 10 u 11 años lo veremos razonar y hasta sorprenderá con sus manifestaciones de espíritu crítico. El niño se vuelve más serio, más responsable; trata de asegurar su posición y destacarse en los estudios, en el deporte, en su grupo de amigos, que ya no son sólo compañeros: y participa menos en los planes familiares. No se asusten, padres, no les quiere menos; es que necesita afirmarse fuera de la casa. A la vez se irá desarrollando su sentido moral constituido por principios tomados al pié de la letra, a la luz de los cuales juzgará implacablemente a padres y profesores. Cuando llegue a los 12 ó 13 años sí que nos dará un buen susto; turbación, inseguridad, rebeldía, inestabilidad... Entró en la adolescencia. Y no seguimos adelante porque no se trata de hacer una síntesis de psicología evolutiva, sino de enunciar apenas unas notas que estimulen a los padres en el conocimiento de esta materia. En definitiva, el niño cambia tan rápidamente en su evolución, que deben los padres apresurarse para que no escape de sus manos, y puedan cumplir con él su función de educadores. Por último, añadiremos como una dificultad más que se presenta para el conocimiento de los hijos y que los padres deberán superar, el hecho de que el niño, especialmente a cierta edad, tiene una imaginación tan viva que no es raro verlo mezclar frecuentemente su existencia real con otra falsa, fabulosa, en la que se mueve con gran naturalidad. ¿Sabremos movernos también los adultos en ese mundo fantástico con la misma naturalidad? Cómo llegar a conocer a los niños. Conocer a los hijos es una base muy importante para su educación, pues permite entender su crecimiento y desarrollo, su comportamiento, sus actitudes y expresiones, sus sentimientos, sus potencialidades y debilidades, sus motivaciones, su individualidad e irrepetibilidad, lo cual es indispensable para que la educación tenga sentido. No descubrimos nada nuevo si decimos que para conocer a una persona hay que estimarla y comprenderla; saber de sus necesidades, de sus capacidades, de su proyecto personal. Aunque es una verdad vieja que nada se quiere si no se conoce, no lo es menos la de que sólo intentamos penetrar en la intimidad de quienes amamos. Cuando se ama a una persona se desea conocer hasta los detalles más triviales de su vida: nada de ella nos es indiferente. Podríamos decir que en el caso de los padres se cuenta siempre con esta base de cariño: ¿Qué padre no quiere a su hijo? Pero a veces no quiere como se debe: no sabe querer. Tienden a ser absorbentes y egoístas en su cariño, o pecan por transigentes disculpando cosas que no deberían tolerar. Un cariño que,
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además de hondo y lleno de ternura, sabe ver la realidad sin deformarla por una comprensión mal entendida, presta una buena base para llegar al conocimiento que los padres necesitan de sus hijos. Y junto con el cariño, la comprensión: no esa que tolera lo indebido, sino aquella que sumerge a una persona en las vicisitudes de otra, la pone en su lugar y, desde allí, a juzgar las cosas desde el punto de vista del ser amado. “Meterse en su piel”, como suele decirse. Esto viene a ser como hacerse niños de nuevo. No unos niños cualesquiera sino “aquellos niños”, tus hijos. Vivir su vida, bajar a la pequeñez de su estatura; o quizás – porque el niño ya creció y nos sobrepasó – ponerse al nivel de sus ojos soñadores de adolescente. Sentir lo que él siente, adivinar sus pensamientos, conocerle desde dentro. El gran arte de la educación consiste no solamente en pensar en el niño, sino en pensar desde el niño; como él esforzándose por asimilar o conocer lo que pasa en su mente y en su corazón. Exige esto el olvido de sí, práctica, renunciamiento y mucho amor; pero este es el secreto del éxito2. Un tercer medio, imposible de omitir, es la observación. Conviene observar al niño con todo detalle en los más diversos momentos de su día y de sus actividades, especialmente cuando actúa con más espontaneidad como en el juego, el deporte o los ratos de esparcimiento con sus amigos. A través de esta observación podemos captar muchos detalles – unos positivos, otros no tanto - que no habíamos advertido antes. Y después, tomar estos datos y hacerlos objeto de nuestra reflexión personal, del diálogo con el otro cónyuge y tal vez con los profesores o tutores del niño. Y que entren en nuestra meditación para que el Señor, con su gracia, nos haga ver con mayor claridad. Cuántas luces podrán obtener los padres para conocer mejor a sus hijos si con mayor frecuencia hablaran de ellos con Dios. Podrían sacar muchas consecuencias prácticas para adoptar la actitud más adecuada y las medidas más oportunas. No es necesario advertir que esta labor de observación se debe realizar con naturalidad – sin forzar las cosas -, sin que el niño se dé cuenta pues perdería espontaneidad, se sentiría molesto y podría pensar que lo estamos tomando por un cobayo o por un insecto raro. También hay que observar y conocer el pequeño mundo en que se desenvuelve, los juguetes predilectos, , los libros o las tiras cómicas que lee, sus programas de televisión habituales, sus discos favoritos, sus deportes y juegos, sus equipos preferidos, el rincón de la casa en que más a gusto está y especialmente sus amigos y compañeros. Aquello de “dime con quien anda y te diré quien eres”, aunque no sea infalible, sí expresa la sabiduría popular: en una forma u otra los padres deben esforzarse en conocer las personas con quienes se relacionan sus hijos. Permitir que los inviten a casa para conocerlos de cerca. Procurar hacerse sus amigos, con el grado de amistad que permitan la diferencia de edad y la actitud de reserva o de confianza que adopten la diferencia de edad y la actitud de reserva o de confianza que adopten frente a ese intento. Es un esfuerzo que vale la pena realizar y no sería extraño que, a través de esas conversaciones con los amigos de los propios hijos – sin tratar de sonsacar secretos, lo cual no sería correcto y probablemente resultaría contraproducente -, lleguen a conocer muchos aspectos que ni sospechaban.
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COURTOIS, Gaston. o.c., 9.36.
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Es muy conveniente que los padres sepan participar en algunas actividades de sus hijos: juegos, deportes, aficiones, lecturas... La madre que juega con una de sus hijas y aprende con la otra a tocar guitarra; el padre que juega al balón con el menor, disputa una partida de ajedrez con el mediano y comparte alguna lectura con el mayor, etc., tiene así buenas ocasiones para penetrar en la mente de los hijos a través de esa convivencia libre de prejuicios y de apasionamiento, llena de cordialidad. Serán mejores educadores de sus hijos los padres que tengan una mayor capacidad para convivir con ellos. Algo muy importante es saber escuchar. Manteniendo un diálogo abierto y cordial en el que los padres no traten de decir siempre la última palabra, coartando así la libertad de expresión de sus hijos y rompiendo la comunicación. Ellos tienen su punto de vista – no siempre acertado – y “sus razones” que conviene captar sin prejuicios y con interés. Los padres hemos de entrar en todas esas cosas, tal vez para algunos pequeñas, del mundo de nuestros hijos: hemos de escuchar con paciencia y con sonrisas sus conversaciones; lo que nos quieren contar de sus actividades en el colegio, en la clase, en el recreo, sus relaciones con los compañeros, con los profesores... y nosotros hemos de mostrar siempre un gran interés por todo ello, hemos de intervenir alguna vez en sus juegos, hemos de leer tiras cómicas para poder dialogar con nuestros hijos de “su prensa”, hemos de hablar de sus deportes favoritos... en una palabra, hemos de participar en su mundo, que es tanto como decir que hemos de vivirlo3. Hay que evitar interrumpirles reiteradamente cuando con toda ilusión están contando sus experiencias – quizá llenas de inexperiencia – haciéndoles ver constantemente sus fallas; pensarán que no están siendo comprendidos, que será inútil intentar un entendimiento y que, en lo sucesivo, será mejor no hablar de “sus cosas”. ¿Cómo podemos saber lo que piensan si sólo intentamos hacerles saber lo que pensamos? - Cuando trato de hablar con mi mamá, ordinariamente sólo consigo decir una palabra: “Sí, señora”!; era lo que alguna vez decía una niña a su compañera en el pasillo del colegio. Qué gran error se comete cuando al llegar a casa, ávidos de ser escuchados y deseosos de contar algo que para ellos es importante, los hijos encuentran a su madre muy atareada en las labores domésticas – no hay tiempo qué perder – y a su padre encerrado tras la barrera del periódico, porque hay que estar enterado de lo que pasa en el mundo. Y ¿no es importante saber lo que está pasando en la casa? Una niña de nueve años comentaba a su amiga: - Con papá es muy difícil hablar: él siempre está pensando para dentro! Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso. En esas conversaciones conviene escucharles con atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad – o la verdad entera – que pueda haber en algunas de sus rebeldías. Y, al mismo tiempo, ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos que 3
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las aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad4. Y más adelante dice el mismo autor: Escuchad a vuestros hijos, dedicadles también el tiempo “vuestro”, mostradles confianza; creedles cuando os digan, aunque alguna vez os engañen; no os asustéis de sus “rebeldías”, puesto que también vosotros, a su edad fuisteis más o menos rebeldes; salid a su encuentro, a mitad del camino, y rezad por ellos, que acudirán a sus padres con sencillez – es seguro, si obráis cristianamente así en lugar de acudir con su legítimas curiosidades a un amigo desvergonzado o brutal5. En definitiva, para conocer a los hijos es necesario conversar con ellos, escuchar con paciencia, con gusto, con interés, sin prejuicios, dedicándoles todo el tiempo necesario. Sabiendo que, aunque ellos pueden estar equivocados en muchas de sus apreciaciones, los padres tampoco son infalibles tienen que saber reconocer sus errores. Por último, conviene tratar un aspecto que abre a los padres casi todas las puertas para el conocimiento de sus hijos. No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable6. Nada perjudica tanto las buenas relaciones entre padres e hijos como la falta de confianza. No hay obstáculo mayor que éste para un conocimiento profundo de los hijos y para su buena educación. Los hijos tienen una imperiosa necesidad de confiar en sus padres. Si esto no ocurriese se les estaría privando del mejor apoyo en el proceso normal de su educación, y de la mejor tabla de salvación en los malos momentos por los que todos pueden pasar. Sin embargo no son muchos los hijos que tienen una verdadera cercanía con sus papás para hacer de ellos sus mejores confidentes. Esa confianza hay que lograrla, con el esfuerzo y el interés, y no al azar como se gana la lotería. Para eso hay que mantener constantemente un trato cordial, afectuoso, franco, en el que no haya reticencias, reservas, frialdad, reclamos escondidos no manifestados abiertamente. Es preferible que los padres reaccionen a veces con una explosión espontánea, de la que quizás tengan que excusarse más tarde, al castigo refinado, la desaprobación resignada, la mirada de desprecio y cosas semejantes. Lo primero, al menos, establece entre padres e hijos una comunicación franca, viva, apasionada. Aunque lógicamente no debe ser ésta la actitud habitual, pues una dosis excesiva de “explosiones” puede en muchos casos crear climas de temor e inhibición. Y las consecuencias no serían positivas. Si delante de los padres están cohibidos y no se atreven a hablar, ocurrirán tres cosas; será imposible conocerlos, se nos irán de las manos y pueden hacerse retraídos7. Ganarán su confidencia los padres que, ante los errores de sus hijos, se muestren comprensivos. Esto no quiere decir que hayan de ser tolerantes o blandos: con esta actitud acabarían más bien perdiendo su confianza porque los juzgarían débiles, y el niño requiere apoyarse en la fortaleza de sus padres.
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Es Cristo que pasa, n. 27. o. c., n. 29. 6 o. c., n. 27. 7 DE ALBA, Lolo. El niño; esa incógnita. Mundo Cristiano. Madrid. 5
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Deberán reprenderlo cuando sea necesario, pero mostrarle claramente que se le ha comprendido y hacerle entender que el castigo o la reprensión es por el bien suyo, y que él mismo debería sentirse incómodo si le pasaran por alto las fallas. Es importante no engañar jamás a un hijo. Si él se da cuenta de que para conseguir su consentimiento a lo que le piden – tomarse un medicamento, acostarse temprano, estudiar sus lecciones, etc. – le hacen falsas promesas, acabará desconfiando siempre. Si se le promete algo hay que cumplirlo. Y no traicionemos jamás sus confidencias, comentándolas con otras personas o sacándolas a la luz pública en un mal momento porque nunca volverá a hacer otra. El pago de este esfuerzo será una sincera amistad. En síntesis podríamos resumir como actitudes esenciales para la buena comunicación intrafamiliar el testimonio personal del buen ejemplo, unido al cariño, a la comprensión, a la confianza, amistad, y a la capacidad de observarlos y escucharlos.
CARTA A UN HIJO ADOLESCENTE Querido hijo (a), atiende y reflexiona sobre estas recomendaciones que te serán de mucha utilidad durante esta etapa de tu vida: Aprende a conocerte para que seas capaz de identificar tus debilidades y tus posibilidades para que puedas enfrentarte con responsabilidad al nuevo mundo que se abre ante tus ojos. Aprende a reflexionar en silencio sobre ti mismo (a) y sobre tus posibilidades, para que puedas conocerte mejor y cada día crecer más como persona, hijo (a) y amigo (a). Aprende a mirarte en tu interior, pero reconoce y acepta que lo visto en tu interior te es propio y sólo te pertenece a ti, porque es de tu intimidad. Respeta tu intimidad y la de las demás personas. Cree en ti mismo (a) y en las personas que te quieren, pero siempre reflexiona y analiza el proceder de los demás y el tuyo propio. Aprende a respetar a tus mayores y a copiar de ellos sus experiencias. Procura ser optimista, alegre y feliz en todas tus actividades y aprende a reconocer tu valor y tu grandeza como ser humano, para que ayudes a construir un mundo mejor. Procura identificar, entender y aceptar los cambios que están ocurriendo en tu cuerpo y en tu mente, como un proceso natural hacia la búsqueda de tu propia identidad personal y autonomía para que cuando seas adulto (a) puedas tomar decisiones libres con responsabilidad.
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Reconoce y acepta que en tu interior se esta dando una crisis de valores que te permite analizar y cuestionar los patrones de funcionamiento familiar adoptados por nosotros, para que finalmente seas capaz de reflexionar, sacar tus conclusiones y adoptar tus propios patrones de conducta y comportamiento. Reconoce que también existe una crisis de adaptación al medio ambiente en que te estas desarrollando, a tu nueva y cambiante estructura corporal, social, afectiva, moral, intelectual y espiritual, que fácilmente irás superando en la medida en que los analices y solicites ayuda para comprenderlos, aceptarlos y modificarlos. Demuestra y expresa amor a Dios, a ti mismo (a) y a todos los seres que están a tu alrededor, para que te ilumine y puedas apoyar con tu generosidad y sabiduría a tus amigos y a las personas con quien compartes tu tiempo libre y de trabajo escolar. Quiere y respeta a Dios, a tu familia, a tu colegio, a tus padres, a tus amigos o amigas, a tus profesores, a tu comunidad, a tus gobernantes y a tu patria. Comparte y participa con alegría y optimismo en las actividades de nuestra familia, de tu colegio y de tu comunidad. Exige con razones y expresa racionalmente tu rebeldía. Procura comprenderte y comprender a los demás y siempre respeta sus opiniones así no las compartas o no estés de acuerdo. Siendo de tu responsabilidad personal escolar o familiar, procura hacer primero lo que te es más difícil o no te gusta hacer, porque después será más complicado realizarlo. No te desanimes frente a las dificultades o fracasos, persevera porque tú tienes las capacidades para superarlos y sabemos que finalmente lograrás lo que te has propuesto. Nos agrada que estés con tus amigos o amigas pero aprende a comportarte por ti mismo (a). No te dejes llevar por sus influencias negativas. Sé tu mismo (a) y toma las decisiones con autonomía y responsabilidad. Distribuye racionalmente tu tiempo libre. Evita la ociosidad, cultiva la lectura y tu dimensión espiritual, practica deportes, comparte con tus amigos y colabora con actividades sociales dentro de la comunidad. En reuniones con tus amigos o amigas y en las relaciones de noviazgo, no te dejes llevar por tus emociones y sentimientos. Aprende a saber hasta donde llegar y a pensar antes de hacer, sólo así actuarás racionalmente y podrás decidir con autonomía y responsabilidad qué es lo que más les conviene. No te encierres en terquedades y contradicciones. Recuerda que los demás pueden tener la razón, escúchalos! y después reflexiona. Sé responsable con tu futuro y busca información veraz sobre la profesión que deseas estudiar. No improvises ni te dejes influenciar por falsos conceptos que te apartan de tus ideales.
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Proponte objetivos racionales y esfuérzate por alcanzarlos dentro de los principios morales y el respeto a ti mismo (a) y a los demás. Procura desarrollar criterios rectos y verdaderos para entender y rechazar diversas manipulaciones publicitarias que te muestran una realidad diferente para inducirte a la actividad sexual y al consumo de drogas, alcohol y cigarrillo. Procura ser sincero (a), leal, fiel, natural, auténtico (a), firme, humilde, comunicativo (a), prudente y generoso (a), pues en todos estos y muchos otros valores y virtudes encontrarás tu verdadera dimensión humana y lograrás la plenitud de tu ser. Que Dios siempre ilumine tu camino. Te queremos mucho, besos. TUS PADRES13
Aspectos que se deben conocer. ¿Qué aspectos de la vida de los hijos deben conocer los padres? Terminaríamos pronto respondiendo con una palabra: todos. Si, como hemos visto, el conocimiento de los hijos es fundamental para orientar su formación adecuadamente, es lógico que se procure conocer el mayor número de facetas de su vida, tanto en extensión como en profundidad. Sin pretender agotarlos, mencionaremos a continuación los que parecen de mayor interés para una oportuna educación. El carácter. No es fácil dar una noción exacta del significado de esta palabra, entre otros motivos, porque no todos los estudiosos y tratadistas de psicología entienden la misma realidad al emplear este vocablo. Hay quienes confunden temperamento y carácter. Para otros el temperamento correspondería a algo de la zona profunda de la personalidad y vendría dado por herencia, mientras el carácter pertenecería a los estratos superiores de la personalidad y sería en parte congénito y en parte adquirido y, por tanto, educable. Diríamos que el carácter es la manera en que cada persona se manifiesta al actuar, o el conjunto de propiedades o rasgos predominantes en su comportamiento externo, en su actitud ante el mundo circundante, pues según la conocida frase de Goethe, un carácter sólo se configura en la corriente del mundo. Como dice Grieger, cuando al volver a un amigo después de varios años, exclamamos ante una de sus reacciones características: “es siempre el mismo”, esa reacción es, en el fondo, una manifestación de su carácter8. 13 8
Hernando Latorre, médico pediatra, profesor universitario, conferencista. GRIEGER, Paul. Caracterología pastoral. Ed. Marfil, S.A. Alcoy.
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Si tenemos en cuenta estas nociones, es fácil comprender que el carácter de cada persona es algo muy propio, muy suyo, y resulta difícil hacer una clasificación de las personas por sus propiedades caracteriológicas. Pero también es verdad que muchas personas manifiestan en su comportamiento externo, rasgos que las asemejan a algunas y las diferencian claramente de otras cuyas características son bien distintas. Esto ha dado base para que, sin intentar encasillar a cada persona en un grupo determinado, se haya intentado describir ciertos tipos de carácter que forman grupos más o menos homogéneos. Esto nos permite hacer una aproximación al conocimiento de la personalidad de cada individuo y, en consecuencia, poder ayudar de manera más acertada en la tarea de su educación. Una de las clasificaciones de los distintos tipos de carácter que más acogida ha tenido es la que, con criterio psicológico, hizo Heymans después de haber estudiado un sinnúmero de cuestionarios y biografías; esta clasificación fue desarrollada posteriormente por Le Senne, por lo que se la conoce como la tipología de Heymans – Le Senne. Se basa en el estudio de tres factores o propiedades fundamentales que se encuentran en todas las personas, aunque en muy diverso grado: emotividad, actividad y resonancia de las representaciones. Propiedades fundamentales del carácter. La emotividad es la aptitud de ser impresionado por los acontecimientos internos o externos, que provocan en la vida orgánica y psíquica una sacudida más o menos intensa. Esta repercusión ante un móvil determinado se manifiesta a veces externamente – pulso acelerado, rubor en el rostro, modificación de la voz, aceleración de los movimientos musculares, etc. -, pero en otras ocasiones puede quedar oculta en la intimidad de la persona. Para descubrir esta propiedad en una persona determinada, debemos poner atención a algunos rasgos que caracterizan la emotividad: excitabilidad, inquietud (movilidad mental y práctica, cambios de humor), reacciones desproporcionadas, superlativismo (exageración en los gestos, en la voz), partidismo e intolerancia (identificación con los de su misma opinión y rechazo a los de opiniones distintas). Después de haber observado largamente sus reacciones ante estímulos muy diversos, podemos hacernos algunas preguntas: ¿Expresa y defiende sus opiniones con ardor? ¿Se conmueve al escuchar, leer o contemplar sucesos emocionantes? ¿Se turba excesivamente ante acontecimientos de poca importancia? ¿Reacciona intensamente – gestos, risas, etc. – ante sucesos de poca monta?9. Si la respuesta a estos interrogantes es positiva podemos decir que nos hallamos ante una persona emotiva; en caso contrario, diremos que no es emotiva, o lo que es lo mismo, que es una persona fría: este tipo de personas suelen permanecer insensibles ante sucesos que conmueven a la mayoría de la gente. Se entiende por actividad la disposición mayor o menor del sujeto para la acción, y en especial para la acción frente a los obstáculos. Esta propiedad es distinta de la virtud de la laboriosidad o hábito de trabajo, y consiste en la actitud de desenvolver una fuerza de resistencia y de lucha contra los obstáculos. Es la disposición del que actúa fácilmente; el activo actúa desde sí mismo, siente la honda necesidad de actuar, actúa por actuar. 9
El lector puede encontrar este tema más desarrollado en la obra de Gerardo Castillo, Cómo conocer a los hijos. Mundo Cristiano, Madrid.
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El inactivo, por el contrario, actúa contra su gusto, dominado por su cuerpo, penosamente, y con frecuencia con quejas y lamentos10. Los síntomas fundamentales del activo caracterológico son: actividad constante, perseverancia ante las dificultades, vivacidad, facilidad para la decisión, prontitud para llevar a la práctica lo que decide. Lógicamente las consecuencias serán distintas en una persona emotiva – actividad apasionada, cambiante, externamente avasalladora – que en una fría: actividad más serena, más objetiva, más regular. En cambio una persona no activa, es decir, con escasa disposición para la acción, suele ser indecisa y poco combativa, lenta para iniciar sus trabajos que realiza perezosamente y con poco rendimiento; tiende a aplazar los asuntos y se desalienta ante las dificultades; su sentido práctico es escaso. La resonancia se refiere a la repercusión de las representaciones, o quizá mejor a la duración de esta repercusión. Toda representación (imagen, ideas) ejerce sobre el sujeto una acción inmediata que constituye su función primaria. Cuando estas representaciones dejan de estar claramente presentes pueden seguir produciendo algunos efectos en el sujeto, resonando con mayor o menor intensidad y, en consecuencia, influyendo sobre su manera de pensar y de actuar; esta acción prolongada de las representaciones constituye su función secundaria. Llamamos primarias a las personas en las que las impresiones son rápidas, las reacciones inmediatas pero pasajeras; secundarias a las personas en las que las impresiones son más lentas, sus reacciones se producen con retraso y son persistentes. Los primarios viven en el presente, se renuevan con él, tienen impresiones fugaces, poca continuidad en sus ideas: son cambiantes, superficiales, inconstantes en sus aficiones y en sus proyectos. Los secundarios viven bajo la influencia del pasado, en profundidad; son habitualmente serios, más bien cerrados, conservadores, obstinados en sus ideas, tradicionalistas y, a veces, prisioneros de sus prejuicios y rutinas11 . Para los primarios, experiencia quiere decir presencia viva e inmediata de un hecho: tienen experiencias. Para los secundarios experiencia es equivalente a acumulación de impresiones recibidas: tienen experiencia. Con palabras de R. Le Senne, podrían describirse así: Escribimos fácilmente sobre la arena pero eso se borra también fácilmente. Grabamos trabajosamente sobre el mármol, pero lo que hemos grabado permanece12. Resumiendo algunas características de esta propiedad fundamental, diríamos que el primario suele ser inconstante en sus aficiones, simpatías, amistades, amores, empresas, promesas; fácil de convencer y de consolar, no es rencoroso, se reconcilia pronto; sólo piensa en lo inmediato, es incapaz de resistir a la presión de los intereses próximos, es superficial. En cambio el secundario es mucho más constante para todo, más reflexivo y profundo, con mayor dominio de sus impulsos; suele ser tozudo, difícil de convencer, rencoroso, no perdona fácilmente, es cumplidor de sus promesas, De la combinación de estas propiedades fundamentales resultan ocho tipos distintos de carácter que, según la denominación de los caracterólogos de Grominga, son: Apasionado: emotivo, activo, secundario. Colérico: emotivo, activo, primario. Sentimental: emotivo, no activo, secundario. 10
GRIEGER, Paul, o.c., p. 79. L. c. 12 L. c. 11
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Nervioso: emotivo, no activo, primario. Flemático: no emotivo, activo, secundario. Sanguíneo: no emotivo, activo, primario. Apático: no emotivo, no activo, secundario. Amorfo: no emotivo, no activo, primario. Como a cada tipo de carácter corresponde una personalidad distinta, el conocimiento del tipo de carácter de una persona nos llevará a tratarla de una manera determinada, a adoptar frente a ella una actitud adecuada a sus necesidades para llevar a cabo una educación más acertada. De ahí la conveniencia de que los padres reflexionen muchas veces sobre el carácter de sus hijos, teniendo en cuenta las notas o síntomas apuntados más arriba, que caracterizan las propiedades fundamentales13 Teniendo siempre en cuenta que esos tipos de carácter admiten grados y variaciones con los años y en las circunstancias concretas por las que se pasa en la vida. Aptitudes. También es conveniente que los padres posean un conocimiento, aunque no sea científico, de las aptitudes de sus hijos. Es decir, para qué cosas tienen especial facilidad y en cuáles encuentran dificultades. Este conocimiento facilita, por una parte, el comprender los posibles fracasos; por otra, posibilita el encauzar los esfuerzos para desarrollar las aptitudes que no se tienen o se poseen en grado muy escaso y, además, permite orientar a cada persona hacia las actividades para las que está mejor dotada. Para lograr este conocimiento conviene observar los resultados de las actividades cumplidas durante un período de tiempo más o menos largo. Así se podrá llegar a tener un conocimiento aproximado de su capacidad intelectual y de las distintas disposiciones para las tareas específicas. Sin necesidad de acudir al uso de test es posible conocer la capacidad intelectual de una persona observando cómo capta las cosas que se le explican, qué preguntas hace de esas explicaciones, o de modo espontáneo sobre otras cuestiones; qué razones suele dar al exponer diversas situaciones o sucesos, cómo comprende ciertos acontecimientos, etc.. La comprensión verbal se puede conocer viendo cómo va captando el significado de las palabras en las lecturas o en las conversaciones. La comprensión numérica la conoceremos observando su mayor o menor facilidad para resolver problemas matemáticos y para hacer cálculos. Así vemos personas que no saben realizar una sencilla operación numérica sin el auxilio de los dedos o de otros medios sensibles, mientras que otras dan el resultado de la operación apenas hemos terminado de suministrarles datos.
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A quienes estén interesados en un conocimiento más hondo de este tema les recomendamos entre otras la citada obra de Paul Grieger, Caracterología pastoral, en la que encontrarán una amplia exposición de cada tipo de carácter y unas acertadas indicaciones sobre el trato de las personas que lo encarnan.
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La capacidad de razonamiento se manifiesta en la destreza para analizar las cosas o las situaciones, llegando al fondo de ellas, buscando las causas y motivos, relacionando lo actual con los conocimientos anteriores. La fluidez verbal se puede apreciar en la mayor o menor facilidad para relatar un suceso. Hay personas inteligentes que no encuentran palabras adecuadas para decir lo que quieren, mientras otras, a veces no tan inteligentes, se expresan con gran fluidez. Para adoptar las medidas oportunas, es importante observar la capacidad de atención, o sea el proceso anímico por el cual se percibe alguna cosa y se mantiene la dirección de la mente hacia ella. Es lo que ordinariamente se expresa con la frase: “Poner atención”. Es distinta la atención distributiva o capacidad de distribuir la atención entre diversas percepciones (fenómeno bastante común entre las mujeres) o entre diversos pensamientos (más común entre los varones), y la atención polarizada o incapacidad de distribuir la atención. Es más fácil darse cuenta de otra aptitud: la memoria, ya sea inmediata (para los sucesos recientes) o distal (para los lejanos), automática (para repetir algo al pié de la letra) o racional (para evocar ideas o sucesos); óptica, espacial, musical, numérica, etc.,según la mayor facilidad para recordar unas u otras percepciones anteriormente fijadas. Las aptitudes estéticas o artísticas se manifiestan en ese especial sentido de las formas, de los colores, de los sonidos, etc., que se da en muchas personas desde pequeñas, y que las lleva a expresarse con facilidad a través de dibujos, pinturas, figuras de barro, etc.. Otros aspectos. Para una visión completa de sus hijos, los padres pondrán también empeño en el conocimiento de sus cualidades o virtudes y en sus defectos. Esto es especialmente importante en el proceso educativo para orientar los esfuerzos en la consecución de unos hábitos y en la eliminación o, por lo menos, el habitual vencimiento de algunos defectos. Igualmente dirigirán su espíritu de observación hacia el complejo mundo de los sentimientos, no tanto de los inferiores (de placer o displacer), cuanto de los superiores: alegría, tristeza, miedo, ira, simpatía, aversión, amor, arrogancia, encogimiento, las llamadas “emociones derivadas” (Sand); confianza, esperanza, (como sentimiento, no como virtud), preocupación, desengaño, abatimiento y desesperación; los sentimientos de relación o interpretación, como son la curiosidad (sentimiento ante lo nuevo), sorpresa (ante lo inesperado) y admiración (ante o grande y hermoso); o los contrarios: aburrimiento, decepción y pavor, y por último, los sentimientos que se refieren a la posesión de la verdad, que pueden llamarse sentimientos intelectuales, o su contrario: el sentimiento de confusión. Otro vasto campo para la observación de los padres es el de los intereses de sus hijos. No es necesario mencionar más aspectos – ya son bastantes los enumerados -, pero sí queremos añadir que no se asusten ante una perspectiva tan amplia y una tarea tan
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ardua, ya que su instinto paternal o maternal les dará una cierta facilidad para lograr un conocimiento de sus hijos que ya quisieran para sí la mayoría de los psicólogos. Además tienen la gracia de Dios consiguiente a su vocación de padres, a la que deben corresponder por fidelidad, y cuyo aumento han de pedir constantemente al Señor para que siempre obtengan las luces necesarias para guiar a sus hijos por los caminos que El mismo les ha trazado.
2. LA COMUNICACIÓN ENTRE PADRES E HIJOS. Los padres, primeros educadores. Aún cuando nos parece evidente, vale la pena insistir en el papel primordial de la familia, del propio hogar, en la educación humana y cristiana de los hijos, poner de relieve la misión de los progenitores, “primeros y principales educadores”, difícilmente reemplazables. En la pedagogía moderna, en este comienzo del siglo XXI, se advierte continuamente a los padres de familia de su deber natural de la educación de los hijos, puesto que ha sido a ellos a quienes se les ha confiado la vida. Esta primaria responsabilidad paterna es, además, el mejor modo de garantizar una educación armónica, por razón del carácter absolutamente singular de la relación padres-hijos y de la atmósfera de afecto y seguridad que pueden crear los padres con la irradiación de su propio amor. Cuando la educación de los padres falla, difícilmente puede ser reemplazada: y esta es la razón por la que se puede hablar de obligación grave. La formación de los hijos comienza desde el mismo vientre de la madre, y se extenderá toda la vida en dependencia, más o menos explícita pero siempre real y eficaz, de los progenitores. El hogar es la primera escuela de virtudes, de criterios, de actitudes. De allí sacarán los hijos los valores con que se moverán en la vida. Los cuales serán obtenidos no tanto por lo que oigan decir a sus padres como por cómo les vean vivir, dialogar, quererse. Las relaciones conyugales tienen una influencia trascendental en la vida de familia y, por consiguiente, en la educación de los hijos. Lo primero que descubren con sus ojos curiosos en la mirada de sus padres, es el amor que éstos se tienen entre sí. Si han perdido la armonía del cariño verdadero, hay un principio de disolución del equilibrio interior de la prole. Nada podrá reemplazar esa unidad rota o resquebrajada por desavenencias, por desacuerdos continuos en cosas intrascendentes o aún en las trascendentales. Cuando se torne difícil esa armonía total que hace de los cónyuges un solo ser, deberán pensar en lo que significa para sus hijos – y para sus nietos luego – la lucha por renovar el amor. Cualquier sacrificio que se haga por ellos en el rejuvenecimiento del cariño, se verá siempre justificado. Es necesario brindar a los hijos un afecto estable y permanente. La disolución de la sociedad conyugal, en los casos de separación total o en la simple convivencia sin amor es un hecho de tales repercusiones en los hijos y en la sociedad, que debería despertar la conciencia de aquellos padres que no parecen encontrar motivos para permanecer unidos, e intentan solucionar sus conflictos con la fácil, y frecuentemente cobarde, solución de huir, de separarse. Es verdad que se requiere fe y fortaleza, para soportar por un tiempo largo determinadas situaciones. Sólo quienes sean capaces de olvidarse de sí mismos, de servir, estarán 23
dispuestos a pensar siempre – pase lo que pase entre los dos – que los hijos están primero, y actuar en consecuencia: deponiendo el orgullo o la cómoda actitud de la pereza, esforzándose por superar deficiencias, roces e incompatibilidades. Es difícil y exige sacrificios: pero bien vale la pena, para dar felicidad a un hijo y cumplir ante la sociedad y ante Dios con una responsabilidad asumida libremente. No se puede esperar congeniar por completo, en todo momento: La felicidad conyugal no es fruto de la igualdad o perfección de los cónyuges sino de la armonía entre dos personas desiguales, entre dos personas imperfectas durante toda la vida. Lo importante es estar juntos imperfectamente y no exigir nunca del otro que sea la réplica exacta de una imagen ensoñada durante mucho tiempo. No debo amar un ideal, sino a esa persona determinada tal como es y no como yo quisiera que fuese. “Pertenezco” a esta persona, aunque no congenie con ella totalmente2. Es necesario reconocer, que la diversidad de caracteres existe siempre, aunque no sea más que por ser hombre y mujer. Es imposible encontrar dos personas idénticas. Por ello, de lo que se trata es de aceptarse como se es: reconociendo y aceptando los propios defectos y virtudes como los del cónyuge. Con el humor ácido de Chesterton se puede traer aquí su comentario acerca de este punto en la sociología del matrimonio en los Estados Unidos: Si los norteamericanos pueden obtener el divorcio fundándose en la “incompatibilidad de caracteres” de los cónyuges no comprendo cómo no están todos ellos divorciados.3. Resulta pues muy razonable pedir a los esposos que se esfuercen al máximo por entenderse, comprenderse y aceptarse tales como son. Está en ellos la salud mental de los hijos y su felicidad presente y futura. La psicología actual insiste tozudamente en que las causas de la delincuencia juvenil, el uso y abuso de drogas y alucinógenos están en la desarmonía conyugal, en las faltas de amor entre los esposos y de éstos con sus hijos. Cuando uno como siquiatra – dice López Ibor – trata a chicos porque son drogadictos o toxicómanos y deben internarse en una clínica, se da cuenta de que estos chicos, ya antes, no eran normales: tenían previamente trastornos graves de la personalidad o se habían criado en estructuras familiares gravemente trastornadas (...) Siempre sucumben los más débiles (...) El niño que ha sido criado en condiciones desfavorables, al llegar a la adolescencia se encuentra con que no es capaz de adaptarse y es el que más fácilmente sucumbe a las presiones de los ambientes en los que surgen las delincuencias juveniles4. Esta es, dice el mismo científico, una de las conclusiones a que ha llegado la Organización Mundial de la Salud, en una serie de publicaciones sobre el tema. El hombre es un ser de naturaleza familiar, y la comunicación con sus padres, hermanos y demás miembros de la familia tiene gran importancia, especialmente en el proceso de su formación, y en su capacidad de integración a la sociedad. Por ello la literatura pedagógica y psiquiátrica está llena de referencias al papel que juegan los hogares rotos, las familias destrozadas, en la génesis de diverso trastornos mentales, como 2
JANSEN, Fons. El matrimonio en la Iglesia y en el mundo. Ed. Carlos Lohié. Buenos Aires . CHESTERTON, Gilbert K. ¿Qué le pasa al mundo?. Citado por F. Jansen, o. c. 4 LOPEZ-IBOR, Juan José. Conferencia pronunciada en Pamplona (España). Revista Mundo Cristiano. Madrid. 3
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también aquellas en que los padres dedican sólo una parte pequeñísima de su tiempo a estar con los hijos, a convivir íntimamente. Los padres responsables deberán preguntarse: ¿Cuántas horas, o minutos, paso al día con mis hijos? ¿Con qué intensidad vivo ese tiempo? ¿Estoy en casa con ellos y para ellos? ¿Me dedico seriamente a mirarlos, a conocerlos, a quererlos, a comprenderlos? De padres egoístas que sólo piensan en sí mismos, en su descanso o comodidad, no puede esperarse sino hijos inmaduros. La estabilidad familiar es esencial para que los hijos no paguen más adelante las consecuencias. -Para qué quieres que sea bachiller, cuando ni siquiera tienes en mí una persona. Sin embargo no son estas las razones que más nos interesan o las que nos mueven a insistir sobre el asunto. Es preferible ver el lado positivo de las cosas y pensar en una vida de familia llena de ilusiones, en la lucha por superar las deficiencias, en los defectos conllevados, en la entrega de lo mejor que unos padres pueden ofrecer: el don de sí mismos. Que llevará a los padres a pensar antes de emprender continuos viajes por motivos profesionales o de simple descanso. A evitar las ausencias largas, razonadas o no, y un trabajo tan absorbente que impida dedicar tiempo al cónyuge y a los niños. Es asombroso analizar las consecuencias de una sociedad basada sobre el trabajo como ideal absoluto. El ya citado siquiatra López Ibor, comentaba en la conferencia mencionada que de un estudio realizado en los Estados Unidos, donde el trabajo se ha convertido en un verdadero ídolo al que se le debe rendir culto personal y social, se llegó a demostrar una cosa trágica y al mismo tiempo sorprendente. Midieron el tiempo que pasa un hombre de clase media con sus hijos y salió que tenía 2.7 contactos al día: no llegaban a tres las veces que los veía. Y esas ocasiones se limitaban a un saludo, a un beso. El tiempo medio de esos contactos no llegaba en el total del día a cuarenta segundos. Realmente un escándalo5 . Por lo tanto, no basta estar físicamente cerca. Es necesaria la aproximación de los espíritus que lleva a encontrar el tiempo de conversar con los hijos y acerca de ellos, a valorar sus virtudes y a buscar la mejor manera de incrementarlas; a intercambiar criterios educativos, opciones y cariño. Y tantas cosas más, aparentemente pequeñas, que contribuyen a hacer ciertamente del hogar – para padres e hijos – un remanso de paz, de luz y de alegría. El diálogo paterno - filial. Todo lo que venimos diciendo desemboca – como el río en el mar, que es su destino – en una comunicación personal de los padres con los hijos. Entre unos y otros debe existir un puente tendido, abierto, franqueable, a través del cual la vida, las inquietudes, los afanes y problemas de los hijos, encuentran respuestas prontas y eficaces. Esto exige que los padres se presenten ante ellos como hombres o mujeres de verdadero valor y les ofrezcan el testimonio de un amor conyugal sin fingimiento. Ellos son uno de los extremos del puente, que ha de ser sólido, fuerte, estable, seguro. El otro es la persona del hijo, sujeto de la educación. Este, desde su concepción, posee un ser 5
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personal e incomunicable, de naturaleza racional. Está destinado – por eso mismo – a asumir con libertad su propia misión. En ningún momento de su vida es un objeto que se pueda manejar, manipular a capricho, ni siquiera cuando está pequeño – o aún en el seno de su madre – y no puede valerse por sus propias fuerzas. Los padres no son amos de sus hijos; los han engendrado, es cierto, colaborando de una manera personal y activa en el don maravilloso de la vida, pero el único dueño de los hombres es Aquel que les ha dado el ser en su más honda raíz. Por esto mismo el hijo debe ser respetado en su ser libre y en sus derechos, desde el momento de su concepción. El primero es la conservación de su vida; cualquier atentado contra ella es un crimen. El Papa Benedicto XVI nos recuerda que " el amor de Dios no hace diferencia entre el recién concebido, aún en el seno de su madre, y el niño o el joven o el hombre maduro o el anciano. (......).No hace diferencia, porque en todos ve reflejado el rostro de su Hijo Unigénito, en quien " nos ha elegido antes de la creación del mundo (.....), eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos (....), según el beneplácito de Su Voluntad" ( Ef. 1, 4-6). Este amor ilimitado y casi incomprensible de Dios al hombre revela hasta qué punto la persona humana es digna de ser amada por sí misma, independiente de cualquier otra consideración: inteligencia, belleza, salud, juventud, integridad, etc. En definitiva, la vida humana siempre es un bien, puesto que "es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria"( Evangelium vitae, 34)" 14 Desde el seno materno reclama toda clase de recursos para desarrollarse con normalidad: alimentación sana, cuidado de su salud y clima psicológico equilibrado. Y no sólo esto; es un ser destinado a una relación personal con Dios, capaz de amar y ser amado por El, de situarse ante la divinidad, pronunciando un yo y un Tú llenos de sentido, lo cual exige también una atención adecuada. En esta vocación radical al trato personal con Dios se fundamenta la urgencia con que la Iglesia pide a los padres cristianos el bautismo de sus hijos. No se les puede negar en lo sobrenatural lo que ya se les dio en el ámbito de lo natural. Se les trajo al mundo sin su consentimiento y nadie podrá afirmar que se violó su libertad al darles el don de la vida; es lógico por tanto que se les brinden todos los medios para desarrollar es vida en plenitud. Como la fe es el mayor don que se puede conceder a una criatura humana, se les ha de introducir a la vida sobrenatural con la seguridad de que si reciben formación educada y completa lo agradecerán eternamente en el gozo de Dios, que alcanzarán si son fieles a esa vocación cristiana. Decíamos que el otro extremo de ese puente educativo, es el hijo en su ser personal y libre. No se le puede manejar arbitrariamente. La persona tiene como característica fundamental el ser sujeto de diálogo, el poder afirmarse ante los demás con una presencia llena de valor y contenido. El padre o la madre considerarán este hecho siempre que piensen en la educación de los hijos, aún cuando durante un buen período 14
Benedicto XVI, Discurso en el Congreso de la Academia Pontificia para la vida, Sobre “El embrión humano en la fase de preimplantación, 27 II-2006.
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de su vida el pequeño no tenga conciencia de lo que va a ser, ni pueda fundamentar el yo y el tú de la persona madura. En ningún caso se le puede mirar como cosa o como arcilla moldeable para hacer de él una figura al capricho de sus padres. La atmósfera familiar debe estar impregnada de confianza, diálogo, firmeza, respeto bien entendido a la libertad incipiente; es decir, de todo lo que lleva a la iniciación gradual en el encuentro con el Señor y en las costumbres que honran ya al niño y preparan el hombre de mañana6. No se trata de pensar “hacia donde lo llevamos”, sino de penetrar en él, de conocerlo y comprenderlo, y de ayudarle por todos los medios a que llegue hasta el fin que le ha sido designado por Dios, para el cual ha recibido capacidades concretas. Al ir creciendo, el niño debe tomar parte en su propio desarrollo, con responsabilidades acordes con su capacidad: que sepa escoger su ropa, decidir sus deportes, elegir la decoración de su cuarto... Amistad. La base del trato con el hijo es una buena amistad. Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos. Los chicos – aún los que parecen más díscolos y despegados – desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres7. La amistad con los hijos engrandece la paternidad. Tratarlos como Dios nos trata: a vosotros os he llamado amigos8. Darles el puesto que les corresponde en la jerarquía de la caridad, ya que son los más próximos – los más prójimos -, y a quienes primero debe alcanzar el cariño amistoso y cordial de los papás. Al hijo pequeño le hace gran ilusión y le enorgullece el sentirse amigo de sus padres. Es normal que los quiera, los admire e incluso le parezcan insuperables. Por eso, cuando nota que entre él y ellos brota un vínculo de amistad, se vuelca, se abre, se entrega, con esa generosa donación de sí mismo que caracteriza a los jóvenes de todas las épocas. Por lo mismo, duele y hace daño experimentar la frialdad de la indiferencia o una amistad forzada, poco espontánea. Lo representa bien el siguiente pasaje de una novela juvenil, de hace ya algunos años: Después de cenar, papá me ha rogado que le siguiera al despacho. Como siempre me ha hecho pasar ante él, ha cerrado sin ruido la puerta, se ha sentado y me ha rogado que hiciera otro tanto. Pero me he quedado en pié, sin saber qué decir, vergonzosamente intimidado, desamparado ante esta audiencia ceremoniosa, idéntica a todas las que ya he soportado y que me dejan la impresión de una amistad helada. - ¿Y ese examen?, me he preguntado. Yo he contestado que lo había aprobado, sin duda, y que, en cualquier caso era improbable un fracaso.
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Juan Pablo II. Discurso al III Congreso Internacional de la Familia, 30-X-1978. Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 100. 8 Jn, 15, 15. 7
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No me ha felicitado en absoluto; ha encontrado mi éxito completamente natural. Ni siquiera le ha venido a la mente la idea de mi largo esfuerzo, de mis vigilias, de mis temores. No ha tenido ni una palabra de elogio, ni menos aún de felicitación. Yo seguía en pié, con los brazos caídos, a punto de llorar, pero silencioso, helado, como me pasa siempre que estoy en su presencia, asqueado por mi cobardía y mi silencio. -¿Y ese atletismo?, ha seguido. Su voz estaba cambiada, como si estuviese cargada de ironía. Yo he levantado los ojos y contestado que por ese lado también iba bien todo y que no había que preocuparse. – Tanto mejor, ha replicado. Ha cogido un portalápiz de su mesa y ha trazado pensativamente algunas líneas en el secante de la carpeta; parecía querer añadir alguna cosa, pero se ha dominado y luego, con un gesto, me ha hecho señas de que estaba terminada la audiencia. Me he ido y durante toda la velada he saboreado mi amargura9. Esa falta total de amistad que se refleja en el diálogo, quizás pueda servir para que los padres se examinen. Que analicen si hay naturalidad, espontánea sencillez en el trato; si participan en sus diversiones y en cuáles; si hay jovialidad en comentar los hechos que de una manera u otra los afectan. Que se pregunten por las actividades que comparten, las aficiones en las que gustosos se entretienen juntos, si saben reír al mismo tiempo con ellos. Si comentan sus cosas personales con facilidad, si se interesan positivamente – con interés de verdadero amigo - por lo que cada uno lleva entre manos, bien sea en el colegio o en la universidad el hijo, en su trabajo el padre o la madre. Si alguna vez notaran que esa amistad está faltando, los medios para conquistarla están a mano: buscar intereses comunes, compartir ilusiones y un trato más intenso. Brindar comprensión y confianza, al tiempo que procuran servir. Dedicación. El trato requiere tiempo, y dar tiempo es exigencia de la verdadera amistad; para que se conserve vigorosa y fecunda es necesario cultivarla con esmero, dedicarle largos ratos, conversar, escuchar, conocerse. Especialmente aquellos profesionales que tienen un afán grande por sacar adelante su empresa y que depositan en ella grandes ilusiones, deberían pensar que el mejor logro de todos sus esfuerzos son, indudablemente, los hijos. Triunfar en la industria o en la ciencia a costa de los hijos, con la posibilidad incluso de fracasar en la vida familiar, es realmente salir derrotado en el punto de mayor trascendencia. Muchos que físicamente se matan trabajando, justifican su esfuerzo con la disculpa de que lo hacen por los hijos. Si por los hijos lo hicieran comprenderían que estos los necesitan a ellos más que a su dinero, ¡y mucho antes!
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DE BUCK, Jean-Marie. Dios hablará esta noche, p. 120.
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No hay que ser, sin embargo, tremendista. La alternativa no se da entre el trabajo y los hijos: se atiende muy bien a uno y a otros si se aprovecha el tiempo con organización y se evitan horas extras de oficina. Si se llega a casa, por ejemplo, un par de horas antes de lo acostumbrado, al menos dos veces por semana; y se aprovecha el descanso del fin de semana para actividades familiares; o se programan vacaciones con toda la familia. Y se corta, cuando sea necesario – y lo será con frecuencia – con un compromiso social, para atender al hijo que reclama la presencia del padre en un momento de angustia, en una temporada de aislamiento o de enfermedad. La sensibilidad paterna sabe captar esas situaciones, que muchas veces no se expresan con palabras, sino con actitudes, con gestos; buena consejera en este punto puede ser la madre, quien, por lógica familiar, los verá a los dos (padre e hijo) más frecuente e intensamente, y tiene la misión de ponerlos en contacto: es su papel de corazón del hogar. Confianza. Los amigos llegan fácilmente a abrir el corazón en confidencia sincera y honda. Pero la confianza no se impone, hay que conquistarla, y para ello, como actitud permanente, el padre y la madre deberán confiar en los hijos desde pequeños. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado y se corrijan; en cambio, si no tiene libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre10. Así se les facilita que se abran sin reservas, expongan sus inquietudes y consulten sus problemas, convencidos de que siempre encontrarán comprensión y ayuda. Desde pequeños se les atenderán bien sus preguntas; alguna vez pueden parecer impertinentes o inoportunas, que las hacen “por preguntar”, sin comprender que sus papás están ocupados en “asuntos de mayor importancia”: pero ninguna de estas razones resulta válida. Los hijos necesitan de sus padres, y eso es lo importante. Aunque sea una respuesta corta, breve, pero siempre amable y cariñosa; y verdadera. Conviene evitar a toda costa la impresión de que las noticias del periódico, la televisión, el teléfono, son más importantes para el papá o la mamá. Porque se acostumbrará a callar sus inquietudes, a encerrarse amargado con la ansiedad de la frustración, acabando por buscar evasiones a través de los amigos y los medios que le ofrezcan la comprensión que en su casa le niegan. Una vez que se ha roto el puente, quizás sin saberlo, ya será difícil reparar la brecha entre padres e hijos. No escuchar, no contestar a sus preguntas, no conocer sus inquietudes y sus necesidades – a veces verdaderamente angustiosas - debe catalogarse como un pecado de omisión, y una de las razones del fracaso educativo, que sólo se viene a descubrir cuando el hijo
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Conversaciones, n. 100.
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tiene 16-18 años y es muy difícil corregir lo que no se hizo a tiempo, porque al llegar traumatizados a esa edad, no quieren ya nada con sus padres. Comprensión. La comprensión es un elemento fundamental de la vida de familia. Hoy, como siempre, existe en todos nosotros una verdadera ansiedad de ser comprendidos y aceptados tal como somos, con defectos y con cualidades, en una mezcla variable de intensidad, tonos y matices. No es posible pretender que todo lo nuestro guste a los demás. Aún entre quienes se quieren bien y comparten complacidos lo mejor de sus vidas, se encontrarán aspectos que agraden menos o que positivamente molesten, sin que por ello se distancien o se ofendan. La caridad tiene su mejor expresión en la capacidad de comprender11, y de ella dice S. Pablo que no piensa mal, (...) todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo12. Saber de sus gustos, sus afanes, sentimientos e ilusiones, llevará a los padres a conocer muy íntima y profundamente a sus hijos, a estar en sus éxitos igual que en sus fracasos, en los aciertos como en los errores; a reír con sus bromas y a participar de sus tragedias, no importa si a veces son sólo aparentes. A no rechazar, porque sí, sus amigos, su música, su vestido, su peinado. Cuentan de Juan XXIII, que cuando se requirió su parecer acerca de una exposición de pintura surrealista que visitaba y de la cual no entendió demasiado, comentó sonriente: No tiene nada contra el dogma ni contra la moral; me parece bien. Hoy se habla mucho del conflicto de generaciones, a veces hasta con tintes dramáticos. Aunque el problema no sea característico de los tiempos modernos. Nunca se pudo pedir a los más viejos que pensaran y actuaran del mismo modo que las nuevas generaciones; ni al contrario, pretender que los jóvenes sigan pensando como sus antecesores. El problema es de siempre. Al menos en las cosas que resultan de la confluencia de tantos factores distintos y variables, en las cuales la libertad de opinión tiene que respetarse plenamente. Después de un cambio de impresiones acerca del comportamiento del hijo, sostenido por sus padres, el muchacho comenta: - Se molestan en tenerlo a uno, para luego criticarlo! Por otra parte, los padres han de procurar también mantener el corazón joven, para que le sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso las extravagancias de los chicos. La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten – hasta es posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes -, pero que no son malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que se superan con un poco de perspectiva y de sentido del humor13. 11
Más que en “dar”, la caridad está en “comprender”. Cfr. Josemaría Escrivá, Camino, n. 463. I Co. 13, 5-7. 13 Conversaciones, n.100. 12
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Un padre o una madre que actúa así, porque conoce a fondo la mentalidad propia de cada hijo y sabe colocarse en su edad – quizás recordando sus propios años de juventud -, podrá siempre exigir de acuerdo con las posibilidades de cada uno. Se dará cuenta de que en la vida hay períodos difíciles, en los que se debe dar más afecto y se reclama de los padres más transigencia, paciencia y serenidad de juicio. Concretamente, en la adolescencia, debe ayudarse a encauzar rectamente sus rebeldías y sus inquietudes, sus afanes e ilusiones, para lo cual el diálogo es definitivo en aquellos asuntos discrepantes, para orientar sin imposiciones personalistas, sino exhibiendo razones que aconsejan un cambio de pensamiento o de conducta. Una cosa es comprender y otra es dar la razón en toda circunstancia. Los padres poseen una experiencia que comunicar y una riqueza de conocimientos que entregar. Será oportuno hacer que los hijos también asuman el papel que les corresponde en este terreno. Conviene ayudarles a que comprendan la hermosura sencilla – tal vez muy callada, siempre revestida de naturalidad – que hay en la vida de sus padres; que se den cuenta, sin hacerlo pesar, del sacrificio que han hecho por ellos, de su abnegación – muchas veces heroica – para sacar adelante la familia. Y que aprendan también los hijos a no dramatizar, a no representar el papel de incomprendidos; que no olviden que estarán siempre en deuda con sus padres, que su correspondencia – nunca podrán pagar lo que deben – ha de estar hecha de veneración, de cariño agradecido, filial14. A los padres y educadores, que han de orientar escolares y adolescentes, les vienen bien algunas actitudes muy oportunas para una buena comunicación. Disponibilidad para escuchar, comprender, aceptar, estimar Escuchar, permitiendo sus explicaciones, facilitando la exposición de sus razones y puntos de vista. Comprender, para poder juzgar con acierto y tranquilidad sus actuaciones, orientar y corregir en caso necesario. Aceptar en lugar de criticar, permite mejorar las relaciones con los jóvenes que se muestran rebeldes, antagónicos y con actitudes desafiantes. Si los adultos después de escuchar y comprender los puntos de vista y razones de los jóvenes que motivaron un determinado comportamiento, les manifiestan que los aceptan aunque difieran un poco de ellos o que comprenden como se sienten y respetan sus sentimientos o que los aceptan y saben que serán capaces de superarlos y salir adelante; esto creará en ellos una actitud de reflexión que sacará a relucir su nobleza y ahora podrán comprender mejor y aceptar el punto de vista de los padres. No se trata de asumir posiciones o actitudes pasivas de indiferencia o de aceptar sus caprichos y conductas o de negociarlos para evitar los conflictos, porque no se estarían resolviendo sino evitando para poder mantener una falsa armonía en el núcleo familiar. Encauzar inquietudes y tendencias, para que puedan superar sus dificultades y fortalecer sus potencialidades. 14
O. c., n. 101.
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En general, podemos resumir lo anterior en cuatro recomendaciones para lograr establecer relaciones interpersonales asertivas con los hijos: •
Tener disponibilidad para dialogar y descubrir lo que quiere cada parte, saber lo que tienen en común y reconocer sus diferencias.
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Centrar la comunicación en lo que los une y no en lo que los separa, utilizando para ello la experiencia de las relaciones con los amigos, que a pesar de ser diferentes tiene muchas cosas en común que es lo que retroalimenta la relación.
•
Reconocer y aprovechar las posibilidades de cada uno para mejorar la relación y permitir el crecimiento armónico de todos; por ejemplo, los adultos deben saber que la rebeldía de los adolescentes puede ser canalizada hacia la obtención de hábitos operativos buenos y los jóvenes deben saber que la exigencia es esencial para encauzar su rebeldía y adquirir comportamientos adecuados.
•
Establecer “reglas de juego” para analizarlas y lograr una buena comunicación que permita reconocer, aceptar y corregir errores o dificultades cometidas que estén interfiriendo con la relación que se trata de establecer.
Las reuniones familiares. Las reuniones informales – tertulias – en las que cada miembro de la familia se dedica a buscarla alegría, la felicidad sencilla de la convivencia, y manifiesta su espíritu de servicio, son un auténtico remanso de paz. Cuando son realizadas con naturalidad, de forma espontánea, constituyen excelente medio de formación para todos. Aparecen allí muchas facetas personales que les ayudan a conocerse, a comprenderse, a quererse. Suele ser la ocasión de hablar de los triunfos menudos, de las ilusiones, de interesarse por los demás y tomar conciencia de la personalidad de cada uno, con el fin de tratarle conforme a sus características peculiares. Si los padres saben observar atentamente a los suyos en esos momentos de expansión familiar, podrán deducir muchos propósitos educativos, acertados y eficaces. La tertulia no puede ser el momento de leer el periódico, ni de ver la televisión o arreglar la cocina, ni, la ocasión para regañar a uno, o pedir cuentas públicas de los estudios. Es la hora del cariño, del chiste, del buen humor. La oportunidad de reírse juntos - ¿cuánto hace que en tu hogar no se ríen a carcajadas por una salida oportuna de cualquiera de los tuyos? -, de celebrar reunidos en familia un acontecimiento pequeño, que parece insignificante y no lo es. No se pueden menospreciar estos ratos ni considerarlos una pérdida de tiempo; lo mismo habría que decir de los paseos, las salidas al campo, los viajes en los que intervienen todos, y todos colaboran con espíritu de servicio para hacer la existencia más grata y amable. En la tertulia se comprueba que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en 32
el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz15. Son los momentos de aprender –y de enseñar – de modo práctico a vivir la caridad, a respetar los derechos y las opiniones de padres e hijos, hermanas y hermanos; escuchar sin interrumpir. Se despiertan inquietudes de formación cultural cuando, por ejemplo, oyen juntos un rato de buena música y leen y comentan una página de un buen libro para sacar alguna experiencia, o simplemente cantan, conversan de temas intrascendentes o de las noticias de la prensa. Podrían mencionarse también los que, por darles un nombre, llamaremos consejos de familia: reuniones un poco más formales en las que padres e hijos – incluyendo los más pequeños – intercambian opiniones, dejando lugar para que uno por uno puedan exponer con libertad sus afanes, iniciativas o inquietudes. Esto da siempre excelentes resultados y fomenta la unidad familiar. Algunas veces puede presidir uno de los padres; otras, cualquiera de los hijos. Esto les hará sentir responsables y saber que están colaborando de manera activa en la marcha de la casa; muchas decisiones de cierta importancia – después de discutirlas amigablemente en el consejo de familia – se tomarán con la aquiescencia de todos o de la mayoría y sin duda se ejecutarán con mayor ilusión y eficacia. Tertulias, paseos, excursiones y consejos de familia: elementos indispensables para crear un ambiente educativo, en el cual se fragüen las virtudes humanas y cristianas de los hijos. El ejercicio de la autoridad. El Evangelio nos muestra, con gran claridad, el perfil educativo de la familia. “Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto...(Luc. 2,51). Es necesaria, en los niños y en la edad juvenil, esa “sumisión” obediencia, prontitud para aceptar los maduros consejos de la conducta humana familiar. De esta manera también “se sometió” Jesús. Y con esta “sumisión”, con esta prontitud de niño para aceptar los ejemplos del comportamiento humano, deben medir los padres toda su conducta16. Este es un punto delicado del ejercicio de la autoridad, de la responsabilidad paterna en relación con ese hombre que va creciendo en su hogar y que le ha sido confiado por Dios. De manera particular en este tiempo, cuando tanto se discute sobre la manera en que deben coexistir hoy día la autoridad con la obediencia. Ciertamente la autoridad no podrá faltar en la familia, puesto que ella misma es derivada directamente de Dios y en el hogar de Nazareth, el eterno modelo, no estuvo en ningún momento ausente. El dejar hacer, sin dirigir, sin orientar ni corregir, conduciría no sólo a la anarquía sin sentido, sino a una deformación dañina. Los padres tienen obligación de preocuparse personalmente del crecimiento humano del hijo: la pretensión de mantener ante él una 15 16
O.c., n. 91. Juan Pablo II. Homilía en la Iglesia del Gesú, 31-XII-1978.
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postura de “neutralidad” y de dejarlo que “se haga” espontáneamente esconde – bajo la apariencia del respeto hacia su personalidad – una actitud de peligroso desinterés. Un desinterés así ante los niños no es aceptable; la infancia, en realidad, tiene necesidad de ser ayudada en su desarrollo hacia la madurez. Hay una gran riqueza de vida en el corazón del niño; pero él no está en condiciones de discernir, por sí mismo, las voces que oye en su interior. Son los adultos – padres, comunicadores, educadores... – quienes tienen el deber y están en condiciones de ayudarles a descubrir esa riqueza17. Los niños, al crecer, necesitan apoyarse en unos principios mínimos y en personas que les ofrezcan seguridad. Negarse a brindarles estos fundamentos puede ser la mejor manera de lanzarlos al desconcierto o al fracaso, impedirles –por omisión- que descubran toda la potencialidad que sus talentos encierran. Naturalmente, a medida que van creciendo y tomando posesión de sí mismos, la autoridad puede hacerse sentir menos, sin que llegue a abolirse del todo. ¿Cómo debe ejercerse la autoridad? Hay que salir al paso del equívoco frecuente de confundir autoridad con despotismo, con arbitrariedad; obediencia con vasallaje, con actitud servil y esclavizante. Si partimos afirmando que la verdadera autoridad no es sinónimo de privilegios sino de servicio, empezaremos a entendernos bien, y si comprendemos que no es un fin sino un medio, lo haremos todavía mejor. No se ejerce la autoridad por ella misma, ni por el gusto – por otra parte muy humano – de mandar, de dirigir, de imponer. La autoridad entendida en su sentido profundo es ponerse a la disposición de los hijos, de manera semejante –en cierto modo - al papel que desempeña un entrenador en un equipo de fútbol o en una actividad atlética. A él le corresponde estudiar y aplicar las normas conducentes al mejor rendimiento individual y de conjunto, estimular el progreso, fijar la ruta de acuerdo con las metas escogidas y la capacidad de sus dirigidos. Un padre de familia que ejerza bien su autoridad, está empeñando sus mejores energías al entregarse a sus hijos sin reservas: y como en el deporte, estos son los que luchan, los que se esfuerzan, los que combaten, no para complacer al entrenador, sino para realizar mejor la propia tarea y alcanzar el nivel de supremacía ambicionada, la perfección que ansían conseguir. Conociendo bien las deficiencias personales, la pereza y la inconstancia tan propias de nuestra naturaleza caídas, hemos de comprender la necesidad de alguien que oriente, estimule y corrija, que arrastre con su palabra y con su ejemplo. Es el oficio sagrado de un buen maestro con sus discípulos, de un buen padre o una buena madre con sus hijos. La autoridad bien ejercida logrará que haya disciplina en un clima de aceptación, de amistad y de confianza mutuas. La autoridad no se impone, se conquista respetando la manera de ser de cada hijo, exigiendo a uno y a otro según su manera de ser, fomentando el esfuerzo para que dé, en todos los campos, el máximo de sus posibilidades. Siempre con claro respeto por la libertad personal, que es una de las más nobles maneras de ejercer la autoridad. Por ello 17
Juan Pablo II. Mensaje para la XIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 23-V-1979.
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debe cultivarse el sentido de responsabilidad y el ejercicio práctico de las virtudes humanas y cristianas. De esta manera la autoridad será un camino hacia la formación del carácter, no una simple y arbitraria imposición. Por lo tanto, conviene argumentar con objetividad, delicadeza y al mismo tiempo con firmeza: sin hacer daño, pero sin ceder a la primera repulsa. Si el padre o la madre no saben sustentar la posición adoptada, si son volubles y fáciles al cambio ante el primer obstáculo, perderán autoridad. Hay que evitar a toda costa la actitud cerril de quien no sabe rectificar. Cuando uno reconoce con sencillez, humildad y nobleza que se ha equivocado, o cambia el rumbo ante la presencia de datos nuevos, no pone en peligro la autoridad, sino que la refuerza, le da vida. Naturalmente se deben pensar bien las cosas para no tener que estar rectificando a cada paso. En el ejercicio de la autoridad, la precipitación y la inconciencia ocasionan una actitud de ridículo ante los demás. En el ambiente de la autoridad caben también el buen humor y la sonrisa amable. Es necesaria la constancia, porque cuando se ejerce un día sí y otro no, un día en un sentido y luego al contrario, o está sometida a la volubilidad de los cambios temperamentales, esa autoridad acabará mereciendo el desprecio de los hijos. Por ello, cuando de común acuerdo los esposos decidan algo, es menester poner todos los medios para llevarlo a cabo, para concluirlo sin desánimos, para no permitir que las cosas queden iniciadas, inconclusas a medio hacer. Una idea enmarcará estas condiciones: los padres han de ejercer la autoridad de manera armónica. Ambos estarán de acuerdo, especialmente respecto a los valores centrales que se han propuesto en la educación de los hijos. No debe haber divergencias – si aparecieran conviene resolverlas cuanto antes - y por ello no puede cambiar uno lo que el otro decidió. Lo mejor es que se pongan de acuerdo aunque sólo sea uno de los dos el que aplique luego la decisión, según el asunto de que se trata. Las contradicciones o la oposición sorda, o activa entre el padre y la madre acabará por volver tramposos a los hijos, que se aprovecharán de esta situación para conseguir sus propósitos jugando con los dos. En definitiva: desde pequeños, hasta que salen del hogar, los hijos necesitan autoridad, ya que luego, sin ella, se dejarían llevar fácilmente por lo que se encuentren. Precisamente la autoridad paterna busca que los hijos lleguen a tener dominio sobre sí mismos, que en eso consisten, en buena parte, la madurez, la responsabilidad. ¿Rigor o mimos? Una persona se plantea con razonable insistencia en el seno del hogar y en las aulas de los centros educativos: ¿debe educarse con rigor, o es preferible el método suave? Hay quien piensa que una disciplina exigente crea mejores hábitos en la familia, y que las demasiadas atenciones y mimos despersonalizan. Otros son partidarios de una mayor complacencia, de consentir más con afecto y ternura comprensivos, y a su vez, contradicen la tesis anterior afirmando que una autoridad demasiado absorbente es culpable de la destrucción de la personalidad y convierte a los hijos en autómatas, o en rebeldes.
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En la práctica se ve, con frecuencia, que se impone uno de los criterios, por el sencillo expediente de dejar obrar el propio carácter. Quien lo tenga fuerte, tenderá a pensar que los hijos requieren temple, disciplina y un estricto sentido del deber y de la obediencia; quine sea suave o delicado, querrá ofrecer siempre cariño, contemplación y tolerancia. Con el agravante de que cuando entre marido y mujer se da este contraste de caracteres, surge cierta inclinación a acentuar cada uno el suyo para contrarrestar (consciente o inconscientemente) lo que al propio nodo de ver es negativo en el carácter del cónyuge. Esto confunde a los hijos y los vuelve inseguros, inestables, indecisos. Y es ocasión de disgustos y desunión en el hogar. De hecho, el equilibrio perfecto es imposible dada la condición vulnerada de la naturaleza humana y las influencias del medio ambiente. Evitará muchas frustraciones la conciencia de que ni los padres son perfectos ni es posible pretender hijos carentes de defectos e imperfecciones. Importa mucho, eso sí, que cada esposo logre la estabilidad de ánimo suficiente para controlar su mal carácter o su falta de carácter. Si se tiene tendencia a la rigidez, convendrá reconocerlo, aceptarlo y luchar por hacerse más flexible y transigente. Si cuesta mucho, es que se necesita más. El blando, inconstante o inestable buscará disciplinarse con unas normas de conducta estricta que eviten el influjo de su anomalía natural en la personalidad de los hijos. Por lo cual es lógico que, antes de resolver el tipo de educación más conveniente en el hogar, se pregunten sobre su propio carácter para imponerse a sí mismos el correctivo adecuado. ¿Qué hago para que mis hijos cambien?, preguntaba alguna vez una madre de familia a su consejero espiritual. Cambie usted primero, fue la respuesta breve e incisiva. Cambió ella y empezó a descubrir que ellos cambiaban inexplicablemente. El problema no es, pues, cuestión de método o de encontrar la fórmula mágica para formar a los hijos: es más bien un problema de reflexión y de mejoramiento personal. De donde se sacará, con naturalidad, una disciplina exigente en un clima de amistad, libertad y cariño, y se logrará una condescendencia amable y grata, que no rompa el sentido del deber y menos aún la autoridad. Lo que definitivamente hace daño es el autoritarismo sin cariño y el afecto blando sin disciplina. 3. ¿HACIA DONDE IR? La familia está encaminada por su propia naturaleza a la procreación de nuevos hombres que van acompañados a lo largo de la existencia en el crecimiento físico y, sobre todo, en el crecimiento moral y espiritual, a través de una obra educativa diligente1. El hombre está en continuo crecimiento interior. Nunca alcanza la plena satisfacción de lo acabado; siempre puede tender a más, no sólo en extensión de conocimientos sino en profundidad de virtudes. Esa participación del Ser de Dios que todo humano ha recibido 1
Juan Pablo II. Alocución a los jóvenes, 3-1-1979.
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le abre un horizonte sin límites, al mismo tiempo que le impulsa con una energía interior constante a llegar cada día más lejos. Educar: deriva del verbo latino educere que significa hacer salir. En el contexto de las relaciones familiares podemos darle la equivalencia de ser un proceso de dentro hacia fuera y viceversa con la idea de producir desarrollo, crecimiento y mejora de los padres y de los hijos. Educar es aquel proceso gradual y continuo que esta orientado a la formación integral y a la autorrealización plena del ser humano en todas sus dimensiones. Educar con calidad humana es aquel proceso que apunta al enriquecimiento personal, al crecimiento del otro y al desarrollo de la comunidad. Educación que no este orientada hacia estos tres conceptos, sólo llega a ser Instrucción porque no va a permitir el desarrollo integral y pleno del ser humano en todas sus dimensiones. La raíz latina de la palabra educar (e-ducere) nos indica que se trata de sacar desde dentro, extraer, guiar, dirigir las fuerzas y capacidades que un hombre posee, de modo análogo a como Miguel Ángel decía que extraía del mármol sus obras, quitando todo aquello que sobraba, estorbaba o impedía la manifestación de la figura. Educar es algo así como descubrir una personalidad en potencia y crear un clima amable para que se desarrolle y llegue, por sus propios medios, hasta la plenitud. Se ha dicho que la educación de los hijos empieza en el mismo seno de la madre. Aún más: que empieza con la educación de los padres, veinte años antes del nacimiento de sus hijos. Y es verdad. Igual que cuando se afirma que la educación dura toda la vida, que es algo permanente. La persona, en proceso formativo, está siempre frente a un futuro y, si no se anquilosa mental o físicamente, hasta la misma hora de su muerte tendrá algo nuevo qué aprender, qué vivir, qué corregir. Y en el trance mismo de dejar su cuerpo en la tierra, se le abre el más maravillosos futuro: la conquista definitiva de la Vida que no termina. La educación debe planificarse en los límites del espacio y del tiempo que rodean a todo hombre en su vida mortal, lo cual supone capacidad de cambio e implica dos factores aparentemente contradictorios: estabilidad en las etapas recorridas y libertad en las que se van a realizar. Se debe apoyar bien un pié – con la firmeza de lo tradicional – para lanzar el otro hacia delante, en posición audaz de búsqueda, creando una momentánea sensación de desequilibrio, hasta llegar a una nueva posición firme que permita avanzar de nuevo el otro pié. Hay que conocer bien a los hijos, saber valorar los resultados que se vayan obteniendo, rectificar el rumbo con humildad y sencillez cuando sea necesario, prever las dificultades y variables y lograr una colaboración eficaz con el centro educativo – colegio, escuela -, donde necesariamente se debería complementar la formación que los niños reciben en el hogar. Pero esta tarea no puede ser algo caótico, anárquico. Los modernos sistemas de la pedagogía familiar piden que la educación se planifique con criterio de empresa: proponiéndose objetivos concretos, y seleccionando – de acuerdo con ellos – los pasos a seguir, adecuados a cada situación2. 2
Cfr. OLIVEROS, Otero. La educación de los hijos, Universidad de Navarra (España)
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Elección de objetivos. El proceso de la educación busca unos objetivos concretos que los padres deben proponerse, seleccionar, escoger y aplicar, recordando que no se trata de inducir en los hijos unas ideas preconcebidas o una semejanza obligada con los criterios y modos de ser propios, sino más bien educir, sacar todo lo que ellos puedan dar. No se intenta, diríamos, moldear de acuerdo a un patrón determinado, sino más bien modelar una personalidad definida, con delicadeza de miniaturista. Deben elegirse altos objetivos, de verdadero valor humano y trascendente, no de mero afán de lucro o de éxito. Metas de valor universal, sin límites provincianos ni intereses mezquinos o arbitrarios.- Elegir bien los objetivos es una tarea seria que exige reflexión y consulta, meditación y estudio. Aquí no se puede improvisar ni dejar que las soluciones vayan saliendo solas, a medida que se presenten los problemas. Podría suceder lo que con ciertas enfermedades: cuando se manifiestan ya tienen invadido, irremediablemente, el organismo entero. No deben olvidarse las muchas influencias externas a que está sometido el educando: profesores y amigos, televisión, prensa y revistas, ambiente familiar, personas que frecuenta, calles que transita habitualmente... Situaciones que no siempre es posible ni sensato evitar, olvidar o subvalorar, confiando excesivamente en el buen ejemplo de la propia casa. Lo importante es que la formación que se imparte no esté regida por el azar, por el ánimo del momento, por caprichos pasajeros o situaciones emotivas: hace falta una orientación definida que responda a valores auténticos, que brinde a los hijos la oportunidad de llegar a tener un estilo personal, basados en criterios rectos y en realidades objetivas; llevarles a que tiendan a superarse, a ir a más constantemente... La crítica más negativa que se puede hacer de un padre no es la de haber fracasado en sus intenciones pedagógicas sino la de no saber si fracasó o no, porque no sabía hacia dónde iba 3. No basta con pensar que lo está haciendo bien: es necesario comprobar si los hijos se están formando como hombres o mujeres de verdad y de valor. Para lo cual hay que deliberar, detenerse, estudiar, conversar, evitar la precipitación, la agitación de un trabajo sin reposo, las prisas, el exceso de actividad profesional y social... No quedarse en generalidades. Los objetivos deberán ser claros, asequibles de mayor calidad cada vez; fundamentados en un claro concepto del hombre, el trabajo, la libertad, la familia, la ley, Dios. Y evaluar con frecuencia los resultados en el campo de la fe y la piedad, las virtudes humanas, la convivencia familiar, los estudios, la sociabilidad... Motivación suficiente. Es indispensable la motivación constante. La mente no se adhiere fácilmente a una meta con la fuerza precisa para mantener los sentidos despiertos en su búsqueda establemente orientados hasta la consecución del fin. La comodidad y la rutina, la 3
Cfr. La educación de las virtudes humanas. ISAACS, David. Ed. U. de Navarra. Pamplona (España) 1994, cap.I.
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tendencia a lo fácil y la inestable actitud del ánimo producen inconstancia, dificultan la perseverancia en todo buen propósito; aún más si se trata de un propósito difícil, como lo son todos los referentes a la educación humana. Por ello es necesario estimular la lucha con frecuencia. Y los padres lo harán, en primer lugar, con el ejemplo. Es un fenómeno semejante al del proceso físico de la ósmosis: el contagio de la constancia de los padres en los planes propuestos, es lo que más moverá al hijo a seguir adelante con los suyos. Al mismo tiempo se peden proponer - sin exageraciones ingenuas – algunos modelos en los que el niño pueda fijarse y que sean realmente dignos de imitar. En este campo, el deporte ofrece una buena gama de posibilidades: sólo triunfan los que luchan con perseverancia y sacrificio, sin desanimarse ante las derrotas intermedias: lo que importa es la competencia definitiva, aunque en el camino sean vencidos en muchas lides. También el arte, la ciencia o la conquista espacial: nada se logra con buenos propósitos, ni se consiguen los objetivos con sólo desearlos sino a base de un esfuerzo constante, que no cede al desaliento. Conviene que los padres sepan valorar y cultivar el afán de superación personal de sus hijos: el hombre no nace perfecto ni alcanza su plenitud sin lucha, como sucede – en cierto modo – con plantas y animales, para los que basta no encontrar obstáculos al desenvolvimiento de su naturaleza. Los racionales somos responsables del fin – por la libertad de arbitrio - y nos podemos desviar o dirigir a él, asumiendo personalmente las consecuencias de la elección y de su seguimiento. El hombre se va haciendo poco a poco, paso a paso: no a saltos ni a impulsos del entusiasmo fugaz, como luces de bengala. Hay que lograr lo que nos proponemos, poniendo en ello esperanza, actitud confiada y espíritu de lucha. Para todo es fundamental llegar a querer las metas propuestas; la perseverancia está en buena parte lograda si hay verdadera ilusión por conseguir lo que se desea. Ideales concretos y adecuados. En la elección de las metas que se propondrán a los hijos, es importante tener en cuenta que en cada etapa de la vida hay intereses que mueven con mayor eficacia sus sentidos, su inteligencia y su voluntad. Los ideales a largo plazo son demasiado lejanos y pueden inducir menos que una meta concreta, asequible, mensurable. Convendría por ello saber distinguir entere los fines y los objetivos concretos de la lucha que se propone para el día, la semana, el año. Comprendiendo que lo que puede estimular vivamente a un muchacho de 16 años es vano para uno de 12, y viceversa. Es decir que, al abrir horizontes, se hace necesario señalar caminos transitables para cada uno en cada circunstancia. No todos los hijos recorrerán el mismo sendero, ni marcharán a igual ritmo, ni responderán a idénticos estímulos. Por esta razón y porque se debe formarlos en la libertad, es indispensable y útil fomentar el espíritu de iniciativa, dando campo para que desarrollen sus propios ideales, propongan sus propias soluciones y se enfrenten a los problemas con ideas y esfuerzos personales. Cuando escojan algo que claramente se vea como inconveniente o menos bueno, saber razonar
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con ellos para que, sin sentirse humillados ni frustrados, cambien el rumbo, conservando su libertad e iniciativa. Naturalmente, los padres no pueden caer en la peregrina idea de pensar que cuando se muestra un camino distinto al que los hijos han elegido como bueno, se les está robando el libre arbitrio. La libertad no está en poder escoger “cualquier” camino, sino el que lleva a la consecución del propio fin y sigue a su correcta elección. Lo que la libertad reclama, indudablemente, es una verdadera capacidad de escoger y una posibilidad de decisión personal, sin coacciones exteriores ni interiores. Con ella, el hombre asume la responsabilidad de su conducta y los consiguientes efectos. Por lo tanto, dar luz acerca de los medios o mostrar un fin de mayor valor objetivo, no quita la libertad, sino que la promueve. Lo que sí resulta una negación del acto libre es la ignorancia o la voluntad enfermiza, incapaz de decisiones para realizar por sí misma lo elegido. El mundo de sus respuestas mide la libertad de los hombres, y su responsabilidad se manifestará en el uso adecuado de esa misma libertad. Conviene por ello que, desde el momento en que los niños puedan responder por sí mismos, colaboren con los papás en algunas tareas domésticas, hagan bien los trabajos y tareas escolares, alcancen determinadas metas deportivas. Igualmente se les debe estimular a que adquieran las mejores técnicas para progresar en sus estudios (existen excelentes cursos y libros para ello); que se acostumbren a pensar antes de dar una opinión, que desarrollen determinado hábito mental o físico. Que intenten conseguir virtudes, como laboriosidad, el orden, la alegría, la responsabilidad, la reciedumbre, el optimismo, el espíritu de servicio. Que aprendan a manejar el dinero y los objetos de cierto valor económico o afectivo; que tengan siempre rectitud en el pensar, en el decir y en el obrar; que vivan la verdad y la manifiesten con caridad, sin fanatismos, con comprensión; que sepan tratar a Dios con naturalidad de hijos y sin rarezas; que valoren el papel de una madre en la vida del cristiano y aprendan a tratar a la Virgen, Santa María; que desarrollen hábitos de piedad – sin beatería, ni gazmoñerías -, de presencia de Dios como un amigo; y de mortificación y sacrificio voluntarios. Y mil ejemplos más de objetivos de todo género, que se les deben ocurrir a los padres que piensan en sus hijos, les dedican tiempo, los conocen y los aman. El deber de estimular. A lo largo de todo el proceso educativo, surgirá la necesidad de un conveniente estímulo al esfuerzo. La inestabilidad del hombre lo exige. Basta una palabra, una palabra de aprobación y de afecto, o una mención en la tertulia familiar. Recién elegido Juan Pablo I recibió en el Vaticano un grupo de peregrinos de su tierra natal. Al evocar ellos los lejanos tiempos de sus estudios, recordó la figura de un viejo profesor – don Julio Gaio -, de quien dijo que a él le debía su afición y su preparación como escritor. -
Puedo decir, expresaba el Papa, que él me estimuló, y los ánimos que me daba fueron lo que más me ayudó. Decía don Julio: “Tú sabes escribir, esfuérzate”. Nos hacía redactar un periodiquín en clase y a mí me encargaba la dirección. Así fui un germen de periodista en aquellos años. Me ayudó eficazmente. Soy
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tímido por naturaleza y probablemente sin aquel impulso hubiese dejado de escribir. Y continuó el Romano Pontífice animando a los padres de familia que estaban allí presentes: - Este ejemplo de don Julio debe servir de aliento a las mamás y a los papás aquí presentes. Al padre y a la madre toca corregir a los niños cuando fallan. Pero conviene además estimular a los pequeños cuando han hecho una cosa bien (...). Hay que animar a las personas, la gente necesita aliento. Yo antes de ser Papa he andado entre cardenales y obispos. También los cardenales necesitan a veces que alguien los aliente. Se preguntan: “ ¿lo habré hecho bien, lo habré hecho mal? Necesitan que alguien les diga: “lo hiciste bien”. Decídselo. No es vanidad4. Que los hijos sepan que sus padres se dan cuenta de lo que les ha costado conseguir algo difícil. Por ello, ante el fracaso se debe fomentar el anhelo de volver a empezar: quizás en este campo es donde más construye o destruye la actitud de los padres. Un muchacho, una niña, no pueden entender que los juzguen sin oírlos, o que no se tengan en cuenta los esfuerzos y sacrificios realizados para conseguir lo que al final quizá no lograron. El estímulo más oportuno es el que se brinda a quien ha sufrido una derrota, es el reconocimiento sincero a la lucha, aunque no siempre se triunfe. En uno de nuestros recuerdos perdura la admiración ante la actitud del padre, una vez que había ofrecido a tres de los hijos pequeños el premio de un libro que todos ambicionaban, para el que mejores notas obtuviera en su exámenes de fin de año. Lógicamente, uno de los tres superó a los demás: se había ganado el libro. Pero no se podía convertir el premio de uno en reproche o en castigo para los otros: la fórmula quedó expresada en la dedicatoria y en el corazón de sus hijos: “Todos mis hijos – decía más o menos – merecen el premio y en las manos de cualquiera de ellos quedaría bien este libro, como reconocimiento de su labor de este año. Los dos más jóvenes han resuelto que el libro lo reciba su hermano mayor y así todos resultan premiados: el uno obtiene el gozo de recibir y los otros dos la alegría de dar lo que también a ellos les corresponde por su esfuerzo. Afectuosamente, su padre”. Nunca se olvidará la expresión agradecida con que fue leída esta página de sabiduría paterna. Todo esto enseña a los hijos que no deben trabajar simplemente por un premio, sino siempre por motivos de mayor valor: el cumplimiento del deber mismo, el sentido de responsabilidad, el servicio a los demás y – es el principal – el afán de perfección humana y sobrenatural: la santidad. El amor a Dios y a los demás será el verdadero estímulo del cristiano para realizarlo todo con máxima perfección, cueste lo que cueste. Eso sí, es oportuno tener en cuenta que una tensión permanente puede producir desgastes innecesarios y cansar a los hijos con fatiga física o mental. Por ello, al mismo tiempo que se les anima a no cesar en la lucha, debe evitarse que lleguen al agotamiento: saber cuándo conviene apretar y cuándo aflojar.
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Cfr. José María Javierre. De Juan Pablo I a Juan Pablo II. Ed. Trípode. Venezuela 1978, 4a. ed., pp. 62-63.
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En determinadas temporadas, por ejemplo al final de un año escolar o de una temporada especialmente intensa, o en un momento de depresión física o sentimental, si se exige como en otras épocas, puede ocasionarse una reacción negativa y aún violenta. Actitud natural y lógica que no debería sorprender al padre o a la madre, pues fue provocada por un desconocimiento del hijo y de sus circunstancias personales, quizás por no estarle cerca, no escucharle, no mirarlo o no pensar en él. El deber de corregir. Con cierta frecuencia los educadores se preguntan: ¿Son útiles los castigos? Al esbozar una respuesta, habría que decir de inmediato: si éste nace del mal genio o del enfado del padre o de la madre será casi imposible que tenga algún valor formativo, puesto que si los padres no son capaces de dominarse y se dejan llevar de cambios temperamentales, los castigos resultan indiscutiblemente injustos . Si el castigo es controlado, dirigido y tiene medida, producirá, sin duda, efectos positivos. De otro modo, lo mejor es no castigar, porque se puede convertir en una venganza personal, que en vez de construir, hiere y destruye. No reprendas cuando sientas la indignación por la falta cometida. Espera al día siguiente, o más tiempo aún. – Y después, tranquilo y purificada la intención, no dejes de reprender.- Vas a conseguir más con una palabra afectuosa que con tres horas de pelea. Modera tu genio5. Ante las fallas, errores y flaquezas del hijo, los padres deben preguntarse: ¿Le he enseñado con paciencia y con constancia a hacer el bien? ¿Estoy seguro de haber dicho con absoluta claridad, de modo que me comprenda, las cosas que no debe hacer o las que puede hacer mejor? ¿Estaba conciente mi hijo de que su acción era mala? ¿Me ha visto hacer a mí lo mismo que yo le corrijo ahora? ¿Le he dado oportunidad de explicarse, de sincerarse, de justificar con verdad su actitud?. No está bien castigar en los hijos la incompetencia paterna, como hacen los malos profesores que tienen que suplir con castigos o con notas bajas la indisciplina que ellos mismos provocaron por su incapacidad de hacerse respetar, o los obligan a perder una materia a todo un curso porque no la supieron enseñar. El dilema no está, pues, en si se debe castigar o no, sino en cómo. El objetivo podría ser no tener que castigar, hacer innecesarias las puniciones. Pero en ciertas ocasiones la ausencia de un castigo oportuno puede deformar al hijo dejándole pasar faltas que merecen ser corregidas. Los hijos nunca deberían moverse por temor ya que – al decir del Apóstol San Juan – quien teme es porque no sabe amar6. Si obran por amor, sentirán ellos mismos el dolor de la pena que causan a sus padres con sus malas acciones. Que actúen bien porque han entendido que es mejor para todos, incluyéndose ellos mismos. Y que lo hagan con tal libertad que se muevan a declarar sus propias faltas sin necesidad de que se les descubra los tengan que acusar.
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Camino, n. 10. Cfr. l Jn 6, 18.
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Fallar es lo natural en el hombre. Todos nos podemos desviar y necesitamos del regreso abierto y franco. Las normas no son meras limitaciones sino ruta segura por la que debemos devolvernos cuando nos descaminamos. Para eso puede servir el castigo, infringido con cariño, pensando en corregir, no solamente en reprender. Es como el ascenso laborioso hacia la ruta perdida, desde la cuneta de la negligencia, del abandono o de la falta de atención. El castigo justo y con medida – la medida del amor - se convierte en estímulo hacia la rectificación en la mayor libertad y responsabilidad. Puede ser físico o corporal en los pequeños – pero siempre prudente y moderado – ya que así lo capta mejor su intensa vida sensitiva, que es la predominante en ese período de su existencia. Pero a medida que crecen, será más bien moral, con luces para la inteligencia y fuerza para la voluntad. Siempre con miras a la plena responsabilidad y, con ella, a la libertad y al destierro de los castigos. San Pablo exhorta a los cristianos a que aceptemos que se nos corrija cuando sea necesario. Argumenta con razones que encuentran pleno sentido en la vida familiar, haciendo referencia a un texto del libro de los Proverbios (XIII, 24) que dice: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni caigas de ánimo cuando te reprende. Porque el Señor a quien ama lo castiga y a cualquiera que recibe por hijo suyo le azota. Sufrid, pues, la corrección. Dios se porta con vosotros como con hijos: Porque ¿cuál es el hijo a quien su padre no corrige? Que si estáis fuera de la corrección (...), bien se ve que sois bastardos7. El castigo es, pues, remedio que conviene utilizar prudentemente. Como las medicinas en la enfermedad o el yeso en la mano rota. Por eso el ideal es la higiene ambiental que haga fuerte la salud, para resistir a la contaminación. Y cuando el mal se presente, el remedio será adecuado, medido, con la dosis precisa y la duración debida, calculando las posibles reacciones alérgicas. Cuando la madre está pendiente del desarrollo infantil desde los primeros meses y responde oportunamente a sus requerimientos fisiológicos; si luego responde a sus emociones – aquí entra el padre - y más adelante a sus inquietudes intelectuales, con cariño e interés, va formándose una comunicación entre padres e hijo, que en el transcurso de los años hace innecesarios los castigos porque basta una mirada, una palabra, una expresión de tristeza para que el niño reaccione. Y si se le vigila con discreción, corrigiendo los defectos al primer brote, el niño responde positivamente porque tiende a tener contentos a quienes lo aman, y va inclinándose con naturalidad al bien que da alegría a sus padres, alegría que recae sobre él, y entonces consultará: “¿Esto está bien, esto está mal?”. Y surgirá por parte de los padres una respuesta adecuada, todo con delicadeza y ternura. Aprenderá a ser bueno porque sus padres son buenos, y a amar a Dios porque es perfecto y le proporciona verdadera alegría. 4. LOS PADRES Y LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS. Vocación profesional.
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Hb 13, 5-8.
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Es un error corriente pensar que el asunto de la futura profesión de los hijos sólo hay que abordarlo cuando éstos cursan el último o el penúltimo año de Bachillerato. Error que también alguna vez cometen los centros educativos, como si todo el problema se resolviera con un curso de orientación profesional unos meses antes de presentarse el momento del examen de ingreso a la universidad. La vocación profesional hace parte de la misión total que el hombre y la mujer tienen en la vida: es el derrotero concreto de su tarea de realización personal y servicio a la comunidad, entrelazado con el destino de la existencia humana. Depende de unas actitudes y cualidades que marcan el camino para el desenvolvimiento natural de la persona. Hablando con propiedad no se “escoge” la profesión, sino que se “descubre” dentro lo que ya viene marcado, impreso con la personalidad y las capacidades. El fracaso tan frecuente en gran número de universitarios de los primeros años de la carrera, tiene mucho que ver con el inadecuado conocimiento de sí mismo: se piensa que el trabajo profesional es un añadido exterior a la persona o una puerta que conduce, sin más, a satisfacer meras ambiciones económicas o a un posición social determinada. De ahí surge el sentimiento de frustración, el trauma – en ocasiones irremediable - de quienes deben claudicar a los pocos meses o años de iniciada una carrera o una labor para la cual no eran aptos; o el disgusto de un ejercicio profesional que no se desea, o en el que no se llega a un acomodo pleno. A los padres les corresponde conocer a fondo a sus hijos, descubriendo en ellos todos los aspectos que, de una manera u otra, influirán en su definición vocacional. Este proceso de conocimiento comienza desde la infancia: mediante el análisis y valoración de sus reacciones, gustos, aptitudes; descubriendo su sentido práctico o sus capacidades de abstracción, su preferencia por el aire libre o la biblioteca; dando oportunidad de desarrollar las cualidades personales con libertad. Si esto se ha logrado ya en los primeros 15 o 16 años el resultado será cuestión de matices entre varias especialidades de un área previamente fijada. Para ello, bastará entonces una sencilla búsqueda de las opciones: carreras existentes, posibilidades familiares y sociales, mejor servicio a la sociedad o mejor cumplimiento de sus ambiciones trascendentales – servicio a Dios y a sus hermanos los hombres -, para conducirles a un encuentro seguro con la vocación profesional. Sobre todo esto se puede conversar con los hijos desde pequeños, procurando abrirles horizontes complementarios: el sentido social, el convencimiento de que el trabajo no es un mero beneficio personal, sino un medio privilegiado de servir. La sociedad espera mucho de los profesionales en los diversos campos de la actividad humana: los que barren las calles, limpian los jardines o manejan los carros o buses de servicio público; los que venden en las tiendas o distribuyen bienes de consumo, quienes hacen asequibles los productos venidos de lejos, o los elaboran para convertirlos en elementos utilizables para los diversos usos de la familia y de las empresas. Unos ejercerán oficios intelectuales; otros, trabajos manuales. Unos aprenderán una profesión y otros la enseñarán. Unos ocuparán los puestos de gobierno y orientación; otros estarán en el eficaz sitio de los soldados al frente de batalla, realizando los más diversos servicios de una sociedad tan pluralista como la que vive hoy. Todos útiles, importantes, necesarios.
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A esto se agrega que, para un cristiano la profesión es un talento que debe emplearse sin egoísmos para gloria de Dios y servicio del prójimo. Una vez cumplido todo este proceso prolongado, constante y profundo, llega el momento de la decisión definitiva. Aquí el hijo tiene que tomar las riendas con plena libertad y responsabilidad intransferible. No caben presiones ni apremios. Aconsejar sí, esto es evidente, para hacer ver la importancia de elegir bien. Desde el punto de vista de la madurez de la personalidad y de la posibilidad de cumplir a cabalidad su tarea de servicio social, el acierto es definitivo para la vida de cada uno y para la misma sociedad. Aquí puede radicar la respuesta a muchos problemas que se encierran en la llamada cuestión social, la cual es quizás más que un problema de repartos de riqueza, de productos de trabajo, un problema de reparto de vocaciones, de modos de producir. La anarquía social no siempre procede de trastornos políticos. Existen otras causas de marcada influencia, como la orientación moral y vocacional. Si escudriñamos con ojos zahorí los hechos influyentes en el despuntar de las revueltas, encontraremos cierta desorientación en las masas que sirvieron de vehículo, y hombres sin rumbo y sin alicientes superiores1 . Es impresionante el número de personas que no han descubierto su propia vocación profesional o no han logrado seguirla. Y esto produce un sentimiento de fracaso, una frustración de ilusiones que mueve a la rebeldía, a la animosidad contra el ambiente y las personas que no han sabido orientarlas o han impedido – directa o indirectamente – el acometimiento de sus ideales. El individuo que no ha acertado a hallar su puesto en la comunidad; el que vive en pugna constante con la parte del trabajo que le ha tocado en suerte; en una palabra, el que por desorientación está fuera de la función a que está orgánica y vocacionalmente llamado, es por fuerza un inconforme y un elemento de disolución y de revuelta2. Por esto resulta tan importante el consejo de personas experimentadas. Los pasos que conducen a la escogencia profesional son decisivos pues afectan la vida entera y ponen en juego la misma felicidad temporal y eterna. No se pueden tomar precipitadamente, de manera inconsulta, irreflexiva. Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un sacerdote docto y piadoso, aun experto en orientación profesional.3 Los padres han de guardarse la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos – de construirlos según sus propias preferencias –, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para 1
LONDOÑO, Carlos Mario. Vocación y Profesión. Sd. Servicio de Documentación, nn. 90-91. Medellín (Colombia), pp. 35-36. 2 Ibidem. 3 Conversaciones, n. 104.
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preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y – más de una vez – en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal4. Y es que los padres, cuando quieren de verdad a sus hijos, sólo se preocupan porque sean felices; pero han de recordar que Dios – a quien no lograremos igualar en amor – nos muestra el camino, ofrece los medios para seguirlo, nos facilita la gracia necesaria para recorrerlo y luego – con enorme delicadeza por nuestra libertad – deja al hombre que ponga los recursos a su alcance para llegar hasta el fin. Nuestro Señor quiere que se le busque y que se le sirva en plena libertad, por eso respeta siempre las decisiones personales: Dejó Dios al hombre –dice la Sagrada Escritura – en manos de su albedrío5. Esto mismo vale también cuando se trata del matrimonio de los hijos. Lo dicho para la profesión sirve para la vocación matrimonial que exige respeto a la libertad personal, consejo oportuno, colaboración antes y después6. Añadamos otra consideración. Como la vocación profesional no es un medio de fomentar vanidades, ni para satisfacer egoísmos, es importante comprender con sencillez los límites de las capacidades de los hijos. En la sociedad todos cumplimos un ministerio específico: lo importante es estar donde se debe, armonizando la propia labor con la de los demás. La sociedad es organizada como un cuerpo humano y todos los miembros están en relación con los demás. Lo importante no es el sitio que se ocupe, sino estar en el que nos corresponde según los talentos recibidos. Cuando una persona no ocupa su propio lugar viene el desorden y la incompetencia. El hombre fuera de su sitio – desorientado profesionalmente – constituye una unidad negativa en la sociedad en que vive. Mal anda, pues, la sociedad que no procura colocar a sus miembros en el lugar que les corresponde7. No todos están llamados a ejercer una actividad universitaria. No puede convertirse en una meta para todos el adquirir un título profesional, aunque sí es necesario conseguir una capacitación óptima en cada nivel de trabajo que se escoja. Hay que dar a todo oficio su valor correspondiente en la jerarquía de los servicios sociales. No existe trabajo denigrante para nadie, ni labor que humille a quien la realice con honradez, dignidad y cariño. Lo importante es que cada uno haga muy bien su tarea, que sepa culminarla, llevarla a cabal término. Lograr una competencia profesional de altura, con base en estudio, en actualización permanente, en esfuerzo por mejorar y pulir lo que se hace: intentando siempre el mejor acabamiento. Y. Sobre todo, mantener en el corazón el anhelo de servir. No es un fracaso, pues, el hijo que no llega a la universidad. Son muchas las carreras intermedias – técnicas o intelectuales, artísticas o científicas – e innumerables los oficios en los cuales hombres y mujeres pueden empeñar sus mejores energías y aportar a la comunidad el fruto de su trabajo. Eso es lo verdaderamente importante: que todos demos el máximo por el camino que la propia vocación nos haya trazado para servir a la 4
Ibidem. Libro de Ben Sirac 15, 14. 6 Cfr. FENOY, E. y ABAD, J. Amor y Matrimonio, Cap. I. 7 LONDOÑO, Carlos Mario, o. c., p. 37. 5
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sociedad, sacar adelante a la familia y santificarnos en el cumplimiento de los deberes profesionales. La entrega a Dios. La vocación divina es la mayor aventura que una persona puede realizar en la tierra. El dueño de los hombres – Creador y Redentor – se fija en uno, con inmenso amor y lo escoge como instrumento en la santificación de los demás. No cabe pensar en algo de mayor trascendencia: hacer de la vida un servicio exclusivo a Dios, respondiendo libremente a su llamada. Si los padres han sabido formar íntegramente a sus hijos, comprenderá que el hecho de que Dios los escoja para su exclusivo servicio en bien de las almas, es consecuencia de esa educación que los fue preparando como a la buena tierra, haciéndoles aptos para que en un momento dado, puedan recibir la semilla de la elección divina: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y déis fruto y vuestro fruto permanezca8. Es una llamada personal que hace el Dueño de las almas, al oído de cada uno: No temas que yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío9. Ante tal manifestación de amor divino el alma privilegiada debe estar lista a responder: Aquí me tienes, Señor, porque me has llamado10. Es algo grandioso que se lleva a cabo en lo más hondo de un ser y en lo cual no caben, no pueden caber intromisiones exteriores. Así como no se provoca una vocación con argumentos humanos ni presiones, tampoco se la puede impedir por consejos o por fuerza. Los padres no tienen ningún derecho a interferir en los planes de Dios para sus hijos. Basta penetrar un poco en la trascendencia de la vocación para darse cuenta de lo que representa en una vida y lo que puede significar negarse a aceptarla en uno mismo, o hacer oposición a que otros la sigan, aunque se trate de los propios hijos. Los padres no pueden sentirse dueños absolutos de la prole que han engendrado: Dios da el ser y los progenitores sólo colaboran como instrumentos suyos, siempre sometidos a El. A la luz de la fe, la vocación de entrega a Dios tiene un sentido sobrenatural que no permite mirarla desde un punto de vista exclusivamente humano. Desborda los límites de lo temporal al irrumpir Dios, con su señorío divino, en la vida de un alma. Le marca un destino definitivo, eterno, a su existencia. No es asunto que cada uno resuelva por sí mismo, como una opción entre muchas: es una llamada que parte de Dios, y ante la cual el hombre es mero receptor. Es acción de la gracia que recae en una persona singular, invitando, sugiriendo, reclamando, designando para una tarea concreta, a la cual se debe responder con libertad y responsabilidad. No es imposición: es un algo interior – una gracia - que capacita al hombre para enfrentarse con un destino radicalmente divino, con una misión de servicio a Dios a favor de las almas, y al mismo tiempo lo eleva a altos niveles de perfección por la fe y el amor. Dios llama, da unas aptitudes, pero no suple al hombre en lo que a éste toca 8
Jn 15.16. Isaías 43, 1. 10 I Samuel 3, 5. 9
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hacer; por eso, vemos en el Evangelio: Si “quieres” entrar en la vida eterna... Si alguien “quiere” venir en pos de mí... “Si quieres” ser perfecto...: fórmulas todas en las que Jesucristo propone sin imponer. Cuando realiza la creación dice sencillamente: Hágase la luz; cuando desea convertir el agua en vino, le basta la mirada; para calmar el oleaje del lago que dificulta el navegar de la barca en la que van sus discípulos, sólo tiene que extender la mano. Porque se trata en estos casos de seres irracionales. Pero con relación al hombre, racional y libre, indaga, invita y permite que se dialogue con El, como Moisés, Elías y Jonás. La misma Virgen María, escogida como Madre suya, tuvo oportunidad de inquirir, de preguntar, antes de la decisión final: Hágase en mí según tu palabra, para que el Verbo pudiera encarnarse, gracias al fiat de la criatura11. La vocación implica la colaboración del hombre con Dios. Exige una respuesta. Dios manifiesta su Voluntad, pero en cierto modo la deja sometida a la voluntad, a la actitud personal del hombre. Y, una vez dada la aceptación para vivirla de lleno, la vocación lo va transformando, mejorando; lo va llevando a la santidad, hasta convertirlo en instrumento de santificación de los demás y de mejoramiento del mundo. Aparece algo así como una manera diferente de contemplar la vida, de mirar todo bajo una nueva luz que brilla desde el hondón del alma y proyecta sus rayos sobre el vivir humano, llevándole a elevaciones jamás barruntadas. Por ella, el cristiano toma una posición especial ante el mundo, el prójimo, el trabajo: porque comprende que tiene una misión que cumplir, una tarea que realizar, una vocación por la cual responder. De este modo su existencia adquiere nobleza y valor antes insospechados, dejando en el corazón una paz y una felicidad tan inmensas y constantes, que sólo quien ha experimentado la fidelidad al llamamiento puede comprender que tal dicha es alcanzable ya desde el transcurrir terreno, como preludio de la vida celestial. Es fácil comprender que "Jesús necesita jóvenes para renovar la sociedad". El Pontífice Benedicto XVI, dirigiéndose a los jóvenes les invitó a seguir a Jesús "haciéndoles ver que quien le sigue jamás se sentirá solo, porque al hacer parte de la Iglesia, que es una gran familia, destinada a renovar la sociedad actual. Aceptar la llamada de Cristo permitirá que muchos jóvenes experimenten juntos la alegría de seguirle para que impulsados por su verdad y su amor encuentren el verdadero sentido de la vida y ayuden a construir un futuro mejor para todos"15. La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, el por qué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos a dónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía. La fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte. Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un
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Cfr. CHEVROT, G. Simón Pedro. Rialp. Madrid 1989, pp. 20-26. Benedicto XVI, Mensaje dirigido a los jóvenes de Holanda, en la Primera Jornada Nacional de jóvenes católicos, 21-XII-2005 15
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sentido de totalidad. La actitud del hombre de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva: la que nos da Dios12. Por ser una manifestación de amor – el amor divino entrelazado con el humano, en el corazón del escogido -, se requiere plena libertad para corresponder. Depende de cada uno la decisión definitiva y la solidez de la respuesta. Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción o un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre16. La libertad ha puesto en nuestras manos el destino de la vida: es la consecuencia de tener una inteligencia apta para enfrentarse con la verdad total, y una voluntad capaz de elegir entre el bien y el mal y decidirse por uno de los dos. En ese ámbito se da la vocación, llamada que un Dios personal hace a una persona en lo más íntimo de la conciencia; es una callada petición divina que exige una respuesta de amor, es un conjunto de insinuaciones de la gracia, de impulsos de generosidad, de relámpagos de posibilidades, inquietudes vagas... susurros, porque Dios habla bajito... la vocación, en sentido pleno, es, pues, una llamada de Dios al hombre17 . Esta invitación que Dios hace a seguirle posee la eternidad de los designios de la Voluntad divina, pero para el hombre se concreta en un momento determinado de su existencia terrena. Surge entonces la ocasión de enfrentarse con el camino a seguir, por una ruta definitiva. Es una circunstancia crucial y necesita toda la luz, toda la fuerza, toda la libertad; y, aún más, toda la gracia divina. Cada hombre, algún día tiene que llegar a preguntarse por el destino de su vida puesto que todos tenemos una vocación específica: no debe suceder que por miedo o por superficialidad se ignore la razón misma de la propia existencia, sin llegar a conocer la misión que a cada uno corresponde en la tierra. Un padre y una madre cristianos saben que su hijo necesita ver con claridad y le brindarán las luces necesarias. Le ayudarán a diferenciar el ideal del sueño; la auténtica llamada, del entusiasmo febril. Le seguirán formando en la fortaleza, para que una vez puesta la mano en el arado no vuelva la mirada atrás. Todo en ambiente de calma y de alegría, en un optimismo lleno de esperanza. Es el momento de la decisión personal, libre. Ya los padres no mandan, no gobiernan. Respetarán el encuentro con Dios en la intimidad más profunda de su ser y, por sobre todo, evitarán oponerse a su realización. Porque cuando un padre o una madre se apegan de tal manera a sus hijos, que tienen miedo de que el Señor les manifieste su llamada; cuando incluso les aconsejan en contra de esa posibilidad, haciéndoles considerar como un mal lo que es manifiesta predilección divina; cuando les apartan del libro del amigo o del ambiente apostólico por medio de los cuales Dios ha dispuesto caldear su espíritu 12
Es Cristo que pasa, nn. 45 y 46. Josemaría Escrivá de Balaguer, Las riquezas de la fe. Folletos Mundo Cristiano, n. 119., p. 28. 17 José Luís Soria. La vocación. Folleto M.C. n. 136, pp. 9 y 13. Todo lo que en este folleto se trata es de gran utilidad para comprender en su plenitud el sentido de la vocación y el papel que juegan Dios, el hombre llamado y los demás. 16
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para que comprenda la llamada y sea capaz de responder; cuando todo esto sucede, hemos de pensar que esos padres sufren una tremenda crisis de fe y han equivocado lamentablemente su misión paterna. Grave responsabilidad de la que darán cuenta a Dios. Cuando unos padres católicos no comprenden esa vocación, dice San Josemaría Escrivá, pienso que han fracasado en su misión de formar una familia cristiana, que ni siquiera son conscientes de la dignidad que el Cristianismo da a su propia vocación matrimonial. Por lo demás, la experiencia que tengo en el Opus Dei es muy positiva. Suelo decir, a los socios de la Obra, que deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos. Puedo asegurar que en la inmensa mayoría de los casos – prácticamente en la totalidad – los padres no sólo respetan sino que aman esa decisión de sus hijos, y que ven en seguida la Obra como una ampliación de la propia familia. Es una de mis grandes alegrías, y una comprobación más de que para ser muy divinos, hay que ser también muy humanos18. Duele al espíritu cristiano la actitud que a veces se presenta en el seno de algún hogar, donde los padres no se resignan a la vocación de sus hijos y combaten sin escrúpulos la llamada divina con toda clase de argumentos, incluso con medios que pueden poner en peligro no sólo la vocación a una entrega a Dios, sino la conciencia misma y la salvación de aquellos que deberían serles tan queridos. Cumpliéndose de manera dolorosa, lo que ya advertía Jesucristo de que los enemigos del hombre serán los de su propia casa19, quienes, mientras ven con complacencia cualquier amor humano de sus hijos, se niegan a aceptar para ellos la plenitud del amor divino que no quiere ser compartido. Ningún argumento justificaría tal actitud, aunque se pretenda presentarla como cariño, como amor: impedir el encuentro del hombre con Dios en la vocación divina, dificultar la respuesta al amor de Dios, tiene que producir repercusiones en la felicidad de los hijos. Oh, no. Desengañaos – dice Lacordaire -; el amor no es un juego. No se es impunemente amado por un Dios; no se es impunemente amado hasta la muerte... El amor – lo hemos experimentado en demasía – es la vida o es la muerte; y si se trata del amor de Dios, es la vida eterna o la muerte eterna20 . Ante este tipo de actitudes paternas, no podemos menos de acordarnos de las misteriosas y tajantes palabras de Jesús, cuando se refiere a la entrega de los que llama en su seguimiento: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a su mujer y a sus hijos, y a los hermanos y hermanas, y aún a su vida misma, no puede ser mi discípulo21. Las palabras de Cristo requieren esta vez una aclaración, sin que se pretenda quitar con ella la exigencia de la actitud que reclaman: son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud 18
Conversaciones, n. 104. Mt 10, 36. 20 Conferencia de Nuestra Señora 72ª. Conf. , in fine. 21 Lc 14, 26. 19
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negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida por los hombres: esta alocución indica sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien; por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios22. Es cierto que seguir a Dios es difícil, porque todo amor es exigente cuando es sincero, y el dolor es su piedra de toque23; pero los padres no pueden pensar que aman de verdad a Dios si con pretextos de evitar dificultades a sus hijos, los retraen de las consecuencias de la entrega. Tal actitud nace del egoísmo, no del cariño verdadero, y refleja falta de fe, de sentido sobrenatural al anteponer motivos meramente temporales, desconociendo la grandeza de la dedicación total al servicio de Dios y haciéndose ciegos a la felicidad eterna – que se inicia aquí, en la tierra - prometida a los que permanecen fieles a la llamada divina. La misión de los padres debe ser la de animar, fortalecer y ayudar para que cuando el hijo vea claro, sepa tomar la decisión y mantenerla viva. Si aman de veras a sus hijos, es decir, si los quieren santos, les harán entender las maravillas de un Dios que cuenta con el hombre y le invita a seguirle, como a Pedro y a Pablo, a Andrés, a Juan y a Santiago. Podrán decirles: Cristo os llama, pero El os llama de verdad. Su llamada es exigente porque os invita a dejaros “capturar” completamente por El, de modo que veréis toda vuestra vida bajo una luz nueva (...). En Cristo descubriréis la verdadera grandeza de vuestra propia humanidad. El os hará entender vuestra propia dignidad como seres humanos “creados a imagen y semejanza de Dios” (Gen. 1,26). Jesús tiene las respuestas a vuestras preguntas y la clave de la historia; tiene el poder de elevar los corazones. El sigue llamándoos, El sigue invitándoos(...). Su llamada es exigente porque os enseña lo que significa ser verdaderamente humanos. Sin atender a la llamada de Jesús no os será posible comprender la plenitud de vuestra propia humanidad. Debéis construir sobre el cimiento que es Cristo (cfr. I Cor. 3.11; solamente con El vuestra vida valdrá la pena y tendrá un sentido pleno24. Una vez dicho el sí, con plena conciencia y libertad, sus padres adoptarán una actitud de comprensión y agradecimiento. Y, si se comportan como corresponde a un cristiano ante la Voluntad de Dios, se harán sus mejores colaboradores para que no abandone – por fragilidad o cobardía – la tarea comenzada. Se llenarán de respeto ante as exigencias que esa vocación peculiar lleva consigo, facilitando su cumplimiento y dejándole libertad plena para que , a partir de ese momento, dirija su destino sin oposición. Aún resuenan en los oídos de un sacerdote mayor las palabras que su padre le dirigió el día que le estaba comunicando su decisión de dedicarse de lleno al servicio de Dios. La situación era difícil, puesto que aquel padre de familia había depositado su confianza en el hijo, como colaborador y compañero suyo en los negocios y en la vida: le dolía mucho la posibilidad de una separación radical. Hijo –le preguntó -: Usted cree que va a ser feliz?. Y, ante la respuesta afirmativa, agregó: Los padres sólo soñamos con la felicidad de nuestros hijos. Si está convencido de alcanzarla por ese camino, yo no me 22
Es Cristo que pasa, n. 97. Cfr. Camino, n. 439. 24 Juan Pablo II. Homilía a la Juventud de Irlanda, 30-IX-1979. 23
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voy a oponer. Con lágrimas en los ojos y la voz cascada por la emoción y el dolor, continuó: Haga lo que le parezca mejor. No hubo más palabras; pero aún perdura en ese sacerdote el entrañable recuerdo de su agradecimiento por el gesto de su padre, pues comprende cuánto le costó: y está convencido de que el Señor le premiará, haciéndole partícipe en la Gloria, de los frutos que con su ministerio sacerdotal obtenga por su servicio a las almas y a la Iglesia de Cristo. Pero no concluye allí la labor de los padres. Como la vocación es para toda la vida, una vez que han entregado a sus hijos, deben seguir pidiendo para ellos la gracia de la perseverancia, convencidos de que la fe es la primera condición de la felicidad. Es maravillosa entonces esa misión paterna y materna de santificar a sus hijos con la oración, con su trabajo profesional y familiar bien hecho, con su alegría constante y su espíritu de sacrificio; acabando bien las cosas, poniendo la última piedra en todo lo que emprendan. Con el pensamiento puesto en esos hijos que están siempre presentes, aunque físicamente se hallen lejos; abrigándolos con el cariño, con el afecto; acompañándolos en sus luchas, ayudándoles en todo momento a que se acerquen cada día más a Dios, se santifiquen y vivan con la mayor intimidad su filiación divina. 5. TRES PILARES EN LA EDUCACIÓN. Al llegar al final de esta primera parte encontramos los que nos parecen conceptos básicos, verdaderos pilares en la educación, fundamentos de una concepción cristiana de la existencia: Amor a la verdad, a la libertad y la alegría: tres conceptos fundamentales para encarnar en la realidad la vida cotidiana, habitual, ordinaria. Ideales por los que vale la pena luchar, esforzarse, en el desarrollo de la vida de la persona hacia la madurez. Gloria del ser humano – dice Pemán – es engendrar o poseer la idea. Pero lo más sugestivo es que toda idea, como un lápiz al que se le saca punta sólo es plenamente eficaz, cuando se le añade ese sufijo metálico y campanero que la convierte en ideal1. El amor a la verdad. Abrazados a la verdad con caridad, en todo vayamos creciendo en Cristo2. La gran conquista de la inteligencia humana es la adhesión a la verdad, el contacto personal y directo con las cosas, tal como son en su misma esencia, sin mixtificación ni tergiversaciones. Esto distingue al hombre de los animales y lo hace superior a ellos: la posibilidad de alcanzar algo más que la apariencia exterior: la totalidad del ser, lo permanente. Pero el hombre no es la medida de las cosas: por ello la inteligencia no pede encerrarse en un subjetivismo arbitrario. Debe respetar la realidad tal como es en sí, con finalidad trascendente: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios3 . La única razón suprema es Dios mismo, causa y razón de todas las demás. Sólo se verá verdadero el hombre, radical y definitivamente, cuando sepa ordenar todo hacia el fin último, hacia la Verdad Primera. 1
PEMAN, José María, en el prólogo al libro: Dios existe, yo me lo encontré, de André Frossard. Ef 4, 15. 3 I Co 3, 23. 2
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Esta ordenación personal nos llevará a la sinceridad de vida: comportamiento auténtico y veraz en cuanta cosa se haga. Conformidad de lo que se es con lo que se hace, de lo que se dice con lo que se piensa. Es auténtico quien adopta una conducta acorde con su destino trascendente y con su vocación divina; quien no se deja dominar por las pasiones o los caprichos en la ruta de lo fácil, de lo que no exige esfuerzo; quien acostumbra adoptar posturas claras, definidas, rectilíneas y se niega a la hipocresía y al engaño; quien vive de manera racional y rehúsa vivir como animales, a nivel de los instintos. Una educación para la verdad requiere que desde muy pequeños los hijos se vean rodeados de confianza, acostumbrados a que se les crean sus afirmaciones, sin exigirles testigos y mucho menos juramentos: Ante todo, hermanos, no juréis ni por el Cielo, ni por la tierra, ni con otra especie de juramentos: que vuestro sí se sí y vuestro no sea no. Todo lo que pasa de esto de mal principio procede.4 Así se sentirán llevados a decir siempre la verdad: no importa que alguna vez engañen. Un clima habitual de sinceridad hace rectificar siempre al que por un momento se deje mover por la mentira. El amor a la verdad mueve también a la sinceridad consigo mismo, que tiene como punto de partida el conocimiento propio. Sólo se puede decir la verdad cuando se es sincero consigo mismo, se conocen las limitaciones y se reconocen los defectos, al tiempo que se acepta el reto de las propias virtudes y cualidades, como talentos de los cuales habrá que dar cuenta ante la sociedad y ante Dios. Esta es la base de la actuación personal, sin anonimato. El amor a la verdad se convierte así en el gran revulsivo que saca a flote lo malo que toda persona tiene y de lo cual no ha de avergonzarse. Lo peor es no reconocer el mal, no aceptarlo en su escueta realidad. El mal que se esconde es el gran corruptor de la conciencia. Es como las enfermedades: si se descubren pronto pueden cortarse de raíz; pero si se ocultan, causarán quizá daños irreparables. El dolor físico es el gran amigo del hombre: cuando los golpes no se sienten, el organismo corre el peligro de autodestruirse. Por eso son de temer las enfermedades silenciosas, indoloras, soterradas, que cuando manifiestan los primeros síntomas visibles ya tienen invadido el organismo. El dolor es la sinceridad del cuerpo humano que se resiente y busca ayuda y protección: a su vez, el dolor moral es la defensa y la salvación del alma. La educación en familia requiere, por tanto, un ambiente donde la sinceridad sea fácil. Pero no confundida con la desfachatez, la falta de pudor o la indelicadeza. Amor a la verdad no es exhibicionismo. La edad de los niños ha de respetarse y su desarrollo mental y afectivo también. La verdad debe decirse siempre, pero adecuada a la necesidad del hijo. Decir la verdad tiene igualmente exigencias inevitables: hay que vivir de acuerdo con lo que se dice. Una actitud equívoca traiciona la sinceridad. Afirmar lo que es cierto y actuar luego en forma contraria es la peor falsedad. Por ello, más que decir la verdad, hay que vivirla. Reconocer la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, es una gran verdad. Pero será una actitud inconsecuente de los padres si luego de decirlo a sus 4
Cfr. St 5, 12 y Mt 5. 37.
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hijos, no se acercan a comulgar con frecuencia: acabarán pensando que les han mentido. Hablar de caridad en familia es siempre oportuno; pero no será formativo si ésta no va acompañada por una preocupación positiva de la dignidad en las relaciones con el personal de servicio, la delicadeza en el trato mutuo, las manifestaciones d comprensión y de perdón entre los habitantes del hogar. La autenticidad de vida es el mejor respaldo de la palabra. Sólo así se puede aprender a no tergiversar los hechos, a cumplir la palabra empeñada, a no ser hipócritas en la conducta, a tener la intención recta. Una vida doble es tan despreciable como una moneda falsa, como un cheque sin fondos. Para todo ello es necesario crear un ambiente que facilite el ejercicio de la verdad en el hogar. Antes de castigar una falta, oír las razones motivos o circunstancias que la provocaron y dar oportunidad de una explicación. Que no haya castigos excesivos, para que los hijos sean sinceros en sus errores. Si confían en sus padres no mentirán. El niño mentiroso quizá está reflejando la desconfianza del hogar o del colegio. O las frecuentes exageraciones, las trampas en los negocios, frases engañosas o disculpas habituales de sus padres. Al lograr que los hijos amen la verdad, se habrá conseguido una de las grandes metas de la educación: se estará edificando su vida sobre bases seguras, sobre pilares firmes. El camino queda abierto hacia la madurez y la formación de la personalidad que habilita para una segunda etapa: la libertad responsable. Jesucristo mismo lo anunció: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres5 El amor a la libertad. "La educación cristiana es educación de la libertad y para la libertad. Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Esta es la libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos25. Y en otra ocasión: "Una de las tareas más grandes de la familia es la de formar personas libres y responsables. Por ello los padres han de ir devolviendo a sus hijos la libertad, de la cual durante algún tiempo son tutores" 26. El tema de la libertad y de la responsabilidad es esencial en el proceso de la formación de los hijos. Hablar de educación es hablar de libertad y hablar de libertad es hablar de responsabilidad. Cuando se desconoce o niega la libertad humana, se priva de su sentido más profundo a la educación, cuya finalidad se resume en hacer a cada persona capaz de 5
Jn 7, 32. Benedicto XVI, Homilía en la vigilia de Pentecostés, 9-VI-2006 26 Benedicto XVI. Discurso conclusivo de la V Jornada Mundial de la Familia, 8-VII-2006 25
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formular y realizar su proyecto personal de vida, tarea que tiene su fundamento en la libertad. El camino hacia la perfección humana, es decir, su educación, puede ser considerado como un despliegue sucesivo de las posibilidades de hacer un uso, digno, eficaz y responsable de la libertad. La raíz de la libertad es la inteligencia humana que, con su capacidad de conocer las esencias de las cosas puede dar un sentido a la decisión de querer. Ser libre es tener capacidad de autodeterminarse a un fin, y en consecuencia, poder elegir, definirse, optar por un camino prefijado. La inteligencia indica esa ruta porque la conoce directamente o porque recibe de otro la garantía de que es el mejor sentido para comprometerse: la verdad es un cauce seguro para la libertad. La libertad es un concepto unido al de plenitud humana, al de madurez. Porque es lo contrario de actitudes infantiles como capricho, antojo, confusión, arbitrariedad. En el caos no hay libertad. Como se ve, cuando en un atascamiento en el tránsito de la ciudad, cada cual quiere hacer lo suyo, en uso no de su libertad, sino de su arbitrariedad, del libertinaje: lo que se genera es el caos, al confundir libertad con liberación de tendencias espontáneas. En la educación se hace necesario un claro concepto de libertad, que es capacidad de autonomía en las decisiones personales: se es libre cuando se es dueño de los propios actos, cuando se tiene señorío sobre su propio querer, cuando se decide la propia conducta desde el interior, adecuándola con la inteligencia y la voluntad al verdadero bien; cuando se es capaz de superar las limitaciones de un ambiente hostil; cuando no se aceptan presiones exteriores, ni se es movido por impulso irracional de la pasión. La persona sin voluntad es esclava de las circunstancias. Los animales no poseen voluntad ni inteligencia: carecen, por tanto, de libertad. Es propia del ser humano la libre elección del fin y de los medios para conseguirlo. De ahí se deduce que la formación en, para y desde la libertad es indispensable. Así se pueden disponer las energías en orden a la consecución de los verdaderos bienes necesarios para alcanzar la madurez y la realización de la personalidad humana y sobrenatural. No quita la libertad el hecho de depender de alguien o de tener limitaciones: un conductor de automóvil se sabe seguro cuando respeta las indicaciones de las autopistas porque son garantía de que llegará sin tropiezos a su destino. Libertad no significa independencia. Por eso cuando el hombre piensa independizarse por el dinero, se ve pronto presa de la avaricia; y si escoge el placer, las pasiones lo desbordan y esclavizan. En cambio, cuando escoge el amor, parece quedar sometido, pero es precisamente cuando adquiere su mayor riqueza. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su Familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara7. Es el gran derecho de los seres libres: entregarse en el amor. No hay amor sin libertad, ni libertad verdadera sin amor. “En el amor, la libertad humana encuentra su más plena realización. La libertad es para el amor: su realización mediante el amor puede alcanzar incluso un grado heroico. Cristo, en efecto, habla de ´dar la vida’ por el hermano, por otro ser humano. (....) El Creador ha dado al hombre la libertad como don y tarea a la vez. Porque el hombre, mediante la libertad, está llamado a acoger y realizar el verdadero bien. Ejerce su libertad en la verdad, eligiendo y 7
O.c., n. 48.
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cumpliendo el bien verdadero en la vida personal y familiar, en la realidad económica y política, en el ámbito nacional e internacional”27. La educación de la libertad es un proceso personal de automejoramiento, encaminado a lograr dominio de sí mismo y ejercitar la inteligencia y la voluntad, con el fin de capacitarlos para amar, para entregar el corazón sólo a quien conviene, para servir a quien se elija, y obrar de acuerdo con el proyecto de vida personal y social. En una palabra, para ser responsable de las propias acciones. Sólo puede y debe responder de lo que hace, el que ha obrado libremente; quien actúa bajo coacción, obligado por una circunstancia exterior a la cual no ha podido resistir, no se hace responsable de lo actuado. Libertad no es lo mismo que independencia: el navegante que se ata a la estrella que lo guía, es más libre para llegar a puerto. La libertad, pues, es perfectamente compatible con la dependencia: la mano depende del cuerpo, pero sólo unida al cuerpo encuentra su razón de ser y su posibilidad de actuar, de moverse, de servir al cuerpo del cual depende y no quiere desprenderse. Como dice Victor Frankl, en su libro “El hombre en busca de sentido”, en Estados Unidos hace falta una estatua que haga contrapunto a la de la Libertad: la estatua de la responsabilidad. Lo que distingue al hombre libre es la calidad de los vínculos, la voluntariedad actual con que se viven. Los límites y protecciones de las autopistas, que impiden salirse de la carretera a los vehículos, sólo podrían parecer contrarios a la libertad a quien no quisiera llegar a donde la carretera conduce. Cuando en una vía se coloca un letrero que dice: "Velocidad máxima", o "dirección prohibida", o "conduzca con cuidado, la carretera es deslizable" o "prohibido pasar: hay un derrumbe", no podemos decir que nos están quitando la libertad de tránsito. Todo lo contrario: nos están garantizando la libertad de llegar bien a nuestro destino. Ser libre no es desvincularse, sino saber a qué nos vinculamos. No es ir donde se quiere, sino donde se debe. No es carecer de ataduras, sino ceñirse a las que realmente valen la pena – como la planta a la tierra – para sacar de allí la vida. Como el piloto a las corrientes de aire, para mantener el avión en la ruta deseada; como el marino a la estrella; o quien se encuentra perdido en un campo desierto, al campanario lejano que le anuncia la ciudad. El amor es lazo que libera. Y el amor de Dios lo exige todo pero entonces es la libertad más plena, porque conduce al hombre de fe a la realización definitiva, en la conquista de la felicidad inconmensurable y eterna. Ser libre es hacerse responsable de las acciones propias ante sí mismo, ante los demás y ante Dios. Por esto, la libertad personal – desde pequeño - será el ambiente en que madure el ser humano aprendiendo a moverse y a responder por sí mismo, a no ser reemplazado en sus deberes, sus tareas y encargos. Desde muy niño debe asumir sus propios errores y sentir la obligación de rectificar. Que los hijos aprendan también respetar la libertad de los demás, oyendo sin prejuicios, escuchando con interés, valorando la opinión de los hermanos y amigos. Y respetando su intimidad, sin avasallar el reducto de la conciencia donde la persona se encuentra a solas consigo misma y con Dios; donde precisamente se toman las decisiones más 27
Memoria e identidad, de Juan Pablo II, editorial Planeta, 1ª. Edición, febrero de pp. 57 y 60
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hondas del propio destino, donde radica la verdadera libertad. Hoy en día, con la pérdida del pudor, a veces se cree tener el derecho de penetrar en el interior de las personas y de los hogares sin pedir permiso, ni ofrecer disculpas. Es necesario combatir esa trata de la intimidad, para poder defender la dignidad de cada uno, su derecho al silencio, la legítima decisión de ser él mismo, de no exhibirse, de conservar en justa y pudorosa reserva las alegrías, las penas, los dolores de familia8. Todo esto por respeto a la libertad de los otros. Naturalmente que el respeto por la intimidad y la libertad no está reñido con el legítimo interés paterno en los asuntos concernientes a la formación de los hijos, ni lo contradice. Los padres prudentes, en sus conversaciones familiares o a solas – según el asunto en cuestión – harán muy bien en dialogar sobre el ambiente que frecuentan los hijos y las hijas, las películas que ven, la calidad de los amigos o de los libros que leen. Un hijo sensato no experimenta coacción ni se refugia en su derecho a la intimidad, al ser preguntado sobre estos temas. La experiencia paterna, unida al cariño que desea lo mejor de él, será fuente de conocimiento en el cambio de impresiones, con el que se garantiza la libertad y se ayuda a la responsabilidad. Un padre y una madre tienen el derecho y la responsabilidad de saber dónde están sus hijos, qué hacen ordinariamente y qué factores están interviniendo en el proceso de su maduración. Lógicamente no se trata de “investigar hasta los pensamientos”, ni de cumplir funciones de vigilancia policiva. Si se habla en la oración sobre el hijo, antes de conversar con éste, queda involucrado Dios en el asunto y Él se encarga de mover el corazón. Entonces, al dialogar con amistad, surge más fácil la confianza mutua, que pueda abrir el alma sin preguntas innecesarias, y la comunicación resulta más fácil y espontánea. Aceptar un consejo tampoco es perder la libertad, entre otras razones porque la advertencia amistosa no pretende menguar la responsabilidad personal. El que pide un consejo y lo pone en práctica está haciendo suya la voz del amigo, del hermano o del padre. El compromiso de la acción sigue en él mismo, sin trasladar éxitos o fracasos a nadie distinto de quien tomó, en último término, la decisión. También en estos casos el yo ha de conjugarse para evitar el cómodo refugio del nosotros, el escondite del anonimato, que conduce a la masificación y acaba impidiendo la libertad. No hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad6 . Por eso, la educación en familia es enormemente exigente: porque lleva en sí consecuencias de enorme valor. No es fácil, pero sí indispensable asegurarla si se quiere llegar al fin de una verdadera formación, y se desea hacer a los hijos capaces de ser hombres y mujeres en el pleno sentido de la palabra, aptos para vivir la fe y la vida cristiana con todo su cúmulo de requerimientos divinos. El amor a la libertad responsable hace brotar una gran serenidad de espíritu, importante a la hora de comprender los modos de ser y pensar de los demás. Quien se siente seguro, no tiene miedo, es más capaz de confiar en los otros y no tratar de imponer agresivamente sus criterios ni sus puntos de vista. Esto convierte la libertad responsable en la mejor defensa contra el fanatismo, caricatura del amor a lo verdadero, enorme irrespeto a la libertad y ofensa contra la caridad. Es posible que el fanático pueda estar en la verdad: pero no la merece. La verdad sin caridad pierde su valor positivo y se 8 6
Cfr. Es Cristo que pasa, n 69. Es Cristo que pasa , n. 27.
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convierte en agresora. Decid siempre la verdad con caridad, advierte San Pablo9. Quien no sabe hacerlo, en lugar de conducir al bien, aleja. Ni las verdades divinas, ni las humanas, penetran a golpes en la conciencia. Si es malo el fanatismo de la verdad, no lo es menos el subjetivismo que sólo acepta como verdadero lo que satisface sus caprichos o alimenta sus personales opiniones. El que niega la autenticidad de lo que no comprende su limitada inteligencia, o teme aceptarla porque resulta comprometedora y difícil de vivir, se hace fanático del propio yo y empobrece su espíritu trascendente. Libertad y responsabilidad en el proceso de la formación Cuando no se tiene la madurez suficiente para usar la libertad con responsabilidad, es necesario dar responsabilidades, con el fin de ayudarle a ejercitar su libertad. De manera análoga: no se puede esperar a saber montar en bicicleta antes de montarse en ella por primera vez; ni aprender a nadar antes de meterse por primera vez en una piscina. Es necesario que tanto que, en el en el hogar, y también en la escuela, se den situaciones en las que el niño y el adolescente hagan uso de su libertad, aún corriendo el riesgo de que hagan las cosas mal. Por eso, vale la pena destacar en la formación el sentido de la responsabilidad que adquiere su más eficaz entidad cuando se utiliza como finalidad y como medio educativo, un modo indispensable de promover y reforzar la madurez. Responsabilidad es disposición para responder. Toda respuesta con sentido, implica conocimiento. La responsabilidad, por tanto, se apoya en un conocimiento, el que nace de la experiencia de la propia libertad, ya que respondemos de nuestros actos libres. Toda formación, en lo que tiene de actividad razonable y libre, se fundamenta y refuerza en el ejercicio de la responsabilidad. No parece una exageración decir que sin atención al sentido de responsabilidad no hay formación humana completa. Requiere no sólo saber hacer bien las cosas (responsabilidad preveniente), sino saber por qué están bien hechas o por qué no lo están (responsabilidad consecuente). Este valor se sintetiza en la posibilidad de rectificar, que también es causa de un modo particular de satisfacción: la alegría de la rectificación, neutralizando la pena o frustración por el mal implicado en la actividad deficientemente realizada. Esto tiene especial valor en la formación ética de los hijos. Para llevar a cabo esta formidable tarea, que es la formación de la libertad, tanto los padres como todo educador, deben tener en cuenta que la persona realiza su elección o decisión libre por determinación de la voluntad, en base a los datos que le presenta el entendimiento, y con una buena presencia de los sentimientos. La decisión, y su ejecución, serán más libres en la medida en que: a. el entendimiento, cuyo objeto es la verdad, esté: • •
más ilustrado, tenga más conocimientos, y éstos sean más acertados menos afectado de errores, prejuicios, tabúes... 28
a. la voluntad, cuyo objeto es el bien: • 9 28
sea más fuerte29;
Cfr. Ef 4, 15. Ver Cap. 7: "La formación del criterio"
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•
actúe con más facilidad, por el desarrollo de hábitos operativos buenos o virtudes30;
•
luche contra los malos hábitos o vicios: es una tarea que va unida a la anterior;
•
esté más desasida de dependencias; -tanto interiores o adiciones: alcohol, drogas, sexo, tabaco, televisión...; -como exteriores o ambientales: respetos humanos, convenciones sociales, modelos estereotipados o modas, que tienen como consecuencia una "libertad esclavizada";
•
sepa desafiar el temor a posibles males –enfermedades, desgracias...-, que configurarían una voluntad timorata o pusilánime;
•
domine los sentimientos, emociones y pasiones.
c) los sentimientos estén guiados por el entendimiento y dominados por la voluntad31.
Y la alegría. Alegraos siempre en el Señor, 10 de nuevo os lo digo: estad alegres .
Los hijos tienen derecho a ser felices, a encontrar en el hogar la paz y la alegría que necesita el corazón humano. Un ambiente jovial, lleno de buen humor, de simpatía, una visión positiva de la vida, consecuencia de la fe y de poner en práctica el mensaje del Apóstol: Todo contribuye al bien de los que aman a Dios11. Un espíritu optimista en la familia produce mentes sanas en los hijos. Se logra cuando se sabe ver el lado bueno de las cosas y no se convierten las dificultades en problemas insolubles de la imaginación; cuando se hace del fracaso, experiencia; del dolor, gloria; del esfuerzo, ocasión de formarse; de las faltas, penitencia; y de las derrotas, motivo para recomenzar la lucha. Esto sólo se consigue si se intenta mantener la sonrisa en los labios, aunque cueste. Es mentira esta leyenda de algunas vitrinas: sonría, no cuesta nada. ¡Sí cuesta! Pero inténtelo, bregue por sonreír, ¡anímese! Que los hijos puedan exclamar agradecidos: mi padre y mi madre siempre están de buen humor. ¡Tesoro inapreciable!. "Si éstos ven que sus padres -y en general los adultos que les rodean- viven la vida con alegría y entusiasmo, incluso a pesar de las dificultades, crecerá en ellos más 29 30 31
Ver cap. 6: "La formación de la voluntad” Ver Cap. 13 y 12: "La formación de las virtudes" y "Las virtudes sociales" Este importante tema está desarrollado brevemente al final del Cap. 6: "La formación de la voluntad"
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Flp 4, 4. 11 Rm 8, 28.
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fácilmente ese gozo profundo de vivir, que les ayudará a superar con acierto los posibles obstáculos y contrariedades que conlleva la vida humana" 32. Pero si sucede lo contrario, si hay caras de amargura, insatisfacción continua, lamentaciones; sensación de aburrimiento, pesimismo... será inevitable la huella de tristeza y soledad en los hijos. Se proyectará una sombra permanente en sus vidas, que podría conducirlos incluso a la neurosis. Nada arregla el mal humor, ni el gesto agrio soluciona ningún problema: lo causan. Enojarse por motivos baladíes es síntoma de debilidad, falta de carácter recio y equilibrado. La educación de los hijos requiere actitudes serenas, propias de personas dueñas de sí, plenas de riqueza interior y madurez espiritual, obtenidas en el trajín de la vida. Esto da indudablemente, una maravillosa capacidad de mantener la sonrisa en el rostro, la mirada cordial, el trato afable: requisitos para poner semillas de paz y de alegría en el hogar. En un ambiente así, el ánimo se siente dispuesto a la convivencia familiar, fundamento de las buenas relaciones en la sociedad. La gente necesita cariño, comprensión, delicadeza, lo cual sólo da quien ha vencido el egoísmo y ha puesto el corazón al ritmo de sus congéneres. Sonríe, para obtener sonrisas. Y sirve, sin pensar en sí mismo, ganándose la voluntad de quienes lo conocen, al tiempo que reparte su alegría por doquier. El Señor ha prometido su eficacia a los rostros serenos, a los modos agradables y cordiales, a la palabra clara y persuasiva, que educa y dirige sin herir: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra12. No debemos olvidar que somos hombres que tratamos con otros hombres. No somos ángeles y, por tanto, nuestro aspecto, nuestra sonrisa, nuestros modales, son elementos que condicionan la eficacia de la labor de formación13. Formar es amar. Amar es hacer felices a los demás. Por esto, sólo se aprende de aquellos a quienes se quiere de verdad, de aquellos que, con su ejemplo y su palabra, estimulan la alegría de vivir. Nada predispone mejor el espíritu a la formación, que un ambiente de buen humor y optimismo. El hogar debe ser atractivo para los hijos. Que se sienta el deseo y el gusto de estar juntos, que ilusione la compañía de los padres y de los hermanos. Así no hace falta saciar el anhelo de felicidad natural en el bar, en la discoteca; en el licor o en la droga..., que suelen ser el desahogo de quienes dicen no haberlo encontrado entre los suyos. Las tertulias, los ratos de intimidad familiar, el trabajo compartido, los paseos y salidas, la solución conjunta de problemas, son ocasiones muy propicias para ir creando ese ambiente en el que todos dedican su tiempo a todos. Una palabra amable, una sonrisa, un elogio oportuno, una disculpa comprensiva, el silencio discreto, o la actitud de escuchar..., pueden abrir horizontes de sinceridad. Y con ellos viene la tranquilidad interior. 32
Benedicto XVI, Discurso conclusivo de la V Jornada Mundial de la Familia, 8-VII-2006 Mt 5. 4. 13 Cfr. CANALS, Salvador. Ascética meditada. Rialp. Madrid 1984, p. 75. 12
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Si se piensa bien en ello, toda ocasión será una oportunidad para dar ese tono a las relaciones familiares: la celebración de un cumpleaños, mirar juntos un buen programa de televisión, el homenaje sencillo y grato que se hace a uno de la familia por un triunfo profesional o deportivo, la ocasión de una fiesta religiosa o nacional... Y tantas ocasiones que pueden encontrarse, si se procura estar atentos. Los padres oportunos sabrán siempre aliviar la carga del hijo que ha llegado triste, distraer al aburrido, animar al que acaba de experimentar una decepción sentimental. Basta conversar de otra cosa, sonreír gentilmente o partir ese bizcocho que con tanta ilusión se guardaba para la visita del día siguiente... Si sabemos ser humanos, caeremos en la cuenta de que a veces el “camino más directo al corazón pasa por el estómago”. Es la hora de preparar la comida que gusta al marido o a la hija; invitar a una heladería o a una bizcochería. O destapar ese vino que se reservaba para una gran ocasión. El mismo Dios vincula esos gestos de delicadeza humana con la satisfacción de las más hondas aspiraciones sobrenaturales. En las bodas de Caná convierte el agua en vino para unos esposos que no disponían de más provisión para sus invitados, y, como consecuencia del milagro, la fe de los discípulos se robusteció14. Alimenta una muchedumbre que le seguía desde tres días atrás, con el pan y los peces que le proporciona un muchacho generoso; y así va preparando a sus discípulos para hablar más tarde del Pan de Vida y llevarlos a comprender en la Eucaristía su amor supremo15 La imagen de unas migas de pan caídas de la mesa del amo, que satisfacen el hambre de los cachorros, sirve a una mujer llena de fe para que Cristo se conmueva y realice el milagro que le pide para su hija16. La vida eterna se ofrece a quienes atiendan al hambriento, al sediento, al enfermo, al peregrino...17. Y el Apóstol Juan reconocerá a Jesucristo resucitado, por la eficacia de una pesca al obedecer una indicación. Bajarán a tierra Pedro y los demás, presurosos y ansioso de estar con el Maestro. Y, ¿qué encuentran? Vieron unas brasas encendidas y un pez puesto sobre ellas y pan18. ¡Quizás otra hubiera sido la historia final de Judas, si hubiera captado en toda su inmensidad el amor que Cristo le ofreció en la Ultima Cena, con un poco de pan mojado en vino!19. Pero, ¡ojo!, que no se quede la alegría en los detalles humanos ni en la satisfacción de meras necesidades fisiológicas. Para una persona de fe, la alegría es consecuencia de la confianza en Dios, de la seguridad de sentirse abrigado por el cariño de un Padre Omnipotente, enamorado de los hombres: de saberse amado por un Dios que fue capaz de hacerse hombre y dar la vida por los suyos. Por ello, el primer requisito para obtener una alegría que perdure por encima de las dificultades y tropiezos, a pesar de los fracasos y el dolor, es una vida que responda a la fe y al amor divino. La visión sobrenatural es cauce de felicidad. También lo es el amor al sacrificio. A veces se contraponen el dolor y la alegría, sin comprender que el hombre sólo será profundamente alegre – con una alegría habitual – 14
Cfr. Jn 3. 1-10. Cfr. Jn cap. 6. 16 Mt 15, 21-28. 17 Mt 25, 31-36. 18 Jn 21 , 9. 19 Jn 13, 26-27. 15
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cuando acepte las contrariedades de la vida como algo connatural; cuando valore las mortificaciones como una participación en la Cruz de Jesucristo, a la cual El no se opuso y contra la cual no se rebeló. La alegría, para ser virtud, necesita ser sacrificada; y la mortificación, para ser virtud, debe mantenerse – al menos en la intención – alegre. Por eso, la tristeza de algunos no es otra cosa que negarse a aceptar las dificultades de la brega diaria, las situaciones que cuestan. En cambio, cuando se quiere lo que se tiene – y, por quererlo, se está contento con ello – uno termina por tener lo que quiere. ¡Y vive feliz! Si somos sacrificados, recios, superaremos sonrientes, sin rebeldías, los contratiempos, el dolor, las penas, con el convencimiento de que vivir es luchar. El espíritu de servicio es otra fuente de alegría. Quienes se preocupan en exceso de sí y se olvidan de los demás, tienen problemas que los agobian y entristecen, porque su horizonte se estrecha al querer satisfacer unas ambiciones egoístas. Como no suelen conseguirlas plenamente, sufren. En cambio, quienes miran a su alrededor y se dan a servir con generosidad, suelen vivir contentos: no sólo por el bien que hacen, sino también porque no encuentran tiempo ni ocasión de pensar en ellos mismos. Darse sin reservas, entregarse día a día al prójimo por amor de Dios, no calcular lo que se da porque nada se espera recibir a cambio, produce una paz interior y una alegría contagiosa, que parece impresa en el alma de manera indeleble. Naturalmente, esta donación personal debe hacerse con jerarquía de valores. Los que viven con nosotros tienen derecho a ser los primeros en recibir nuestro amor y lo más valioso de nosotros mismos. No podemos entregar en el hogar las migajas de nuestro cansado vivir, como si hubiéramos gastado lo mejor en agradar a otros en la calle, en la profesión o en las relaciones sociales para ser como dice el refrán: “Luz de la calle, oscuridad de la casa”. A quien sueña con vivir feliz, puede dársele este consejo: preocúpate de los demás, busca servir, olvídate de ti mismo. Verás cómo hallas lo que buscas. Con palabras del gran poeta de la India Rabindranath Tagore: Me dormí y soñaba que la vida no era más que alegría, desperté y vi que la vida era sólo servicio; serví y comprendí que servir era toda mi alegría. Enseñar a vivir alegres es enseñar a querer, a entregarse sin reservas, aunque cueste. Si todo esto se consigue, si se capacita a los hijos para que vivan siempre alegres a pesar de tropiezos y fracasos, y sepan encontrar la dicha de procurar un cielo para los demás aquí en la tierra, se habrá puesto broche de oro puro y brillante corona a una vida dedicada a su formación. Los padres de familia que consigan esto, pueden estar seguros de haber cumplido ante sus hijos y ante la sociedad su misión de educadores. Y también ante Dios. Porque habrán logrado ser, sin duda, los mejores amigos de sus hijos, que son hijos de Dios.
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Javier Abad Gómez
Eugenio Fenoy Ruiz
LOS HIJOS
SEGUNDA PARTE –
CONTENIDO
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INTRODUCCIÓN 1. LA FORMACIÓN DE LA VOLUNTAD ¿Qué es la voluntad? Defectos en el desarrollo de la voluntad ¿Cómo se educa la voluntad? Crear intereses Hacer reflexionar Querer de verdad Fortalecer la voluntad El trabajo Disciplina Renuncia, sacrificio, autodominio Lo que se debe evitar
5 9 11 13 17 18 21 24 26 26 30 32 34
2. LA FORMACIÓN DEL CRITERIO ¿Cómo se forma el criterio? La correcta selección de lecturas El estudio serio de las cosas El ejercicio de la virtud de la humildad El propio conocimiento El afán sincero por formarse El esfuerzo por madurar el juicio El respeto a la conciencia propia y ajena La aplicación práctica de la virtud de la fe
37 42 43 43 43 43 44 44 44 45
3. LA ORIENTACIÓN DE LAS LECTURAS
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4. EDUCACIÓN DE LA SEXUALIDAD Actitudes insuficientes Los padres, primeros educadores de la sexualidad de sus hijos ¿Cómo hablar a los más pequeños? ¿Hablar o callar? ... ¿Cómo hablar a los niños? Criterio claro La influencia del cine Y la televisión El hedonismo y sus consecuencias Medios insustituibles
59 63 66 69 72 76 80 84 87 89
5. EDUCAR EN LA FE El mejor negocio ¿Qué podemos enseñar? Las prácticas de piedad El papel de la Virgen Educación de la conciencia
98 104 109 114 120 126
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¿Cómo se educa la conciencia?
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6. EDUCACIÓN SOCIAL Fraternidad La formación social en la escuela Otras instituciones formativas
134 140 143 145
7. LAS VIRTUDES SOCIALES Compañerismo y amistad El sentido de la justicia Caridad y comprensión Delicadeza, respeto, cortesía, espíritu cívico Espíritu de servicio Sensibilidad social
149 149 153 157 170 176 181
8. LA FORMACIÓN DE LAS VIRTUDES Reciedumbre, valentía, espíritu de combate Constancia, perseverancia Laboriosidad, aprovechamiento del tiempo Serenidad, paciencia Humildad, sencillez, descomplicación interior Prudencia El orden Optimismo, alegría y buen humor
190 195 195 196 197 198 199 201 205
INTRODUCCIÓN En la primera parte de este libro nos preguntábamos cómo debe ser el ambiente familiar apropiado para la educación de los hijos. Queremos detenernos ahora en qué aspectos de la persona han de ser educados y cuáles son los límites que enmarcan dicha formación.
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Bien conocemos que una de las diferencias esenciales del hombre con el animal es la capacidad que aquel tiene de ser educado. En su impotencia para valerse por sí mismo en el momento de nacer, hay en el ser humano un mundo de posibilidades, una riqueza escondida que debe ser descubierta. Por ser espiritual, es la corona de la creación, el instrumento en el que Dios quiere apoyarse para continuar la construcción del universo, divinamente iniciada. El hombre piensa, habla, pinta, ríe, sufre, ama, reza, cambia las cosas, recorre todos los caminos, cultiva los campos, se aventura a las profundidades del mar y visita los confines del universo estrellado. Somos los humanos un poder ser casi ilimitado, una potencia abierta al infinito, al perfeccionamiento continuo. Las plantas y los animales cumplen su ciclo a impulsos de su propia naturaleza; el hombre al ritmo de su libertad y responsabilidad personales. Para colaborar en esta formación hacia la madurez, hacia la plenitud, está la educación. Y como el hombre es un ser social, la tarea educativa no es sólo un compromiso de cada individuo, sino que depende en buena parte de quienes le rodean: primero y principalmente de sus padres y hermanos. Nacido en familia, ha de adquirir allí mismo la capacidad de dirigir su propia vida, hacerse libre y, por tanto, responsable de todos sus actos. Los hijos aprenden a comer, a caminar, a hablar, a rezar, a servir... Todo en el hogar, entre los suyos. Pero no puede decirse que la educación sea una simple superposición de funciones: educación física + educación afectiva + educación intelectual + educación de la voluntad + educación religiosa +...Este concepto colectivo sería algo intrínseco y superficial, que confundiría la formación humana con la construcción técnica de una máquina. Se trata más bien de lo que se ha llamado en Pedagogía Educación Integral, entendida como un proceso que arranca de la raíz misma de la unidad del hombre, es decir de la personalidad. El hombre íntegro, entero, no es un conglomerado de actividades diversas, sino un ser capaz de poner su propio sello personal en las diversas manifestaciones de su vida. Educación integral es aquella educación capaz de poner unidad en todos los posibles aspectos de la vida del hombre1 No hay matiz de la vida humana que se pueda formar aparte de los demás. Y menos que se desarrolle de manera espontánea, instintiva. Los padres han de meditar sobre ello, sin perder de vista los diferentes hábitos que se han de formar, y sin olvidar al mismo tiempo esa visión unitaria, integradora de la personalidad de cada hijo. Gráficamente puede decirse que dentro del hombre que perciben los sentidos hay un HOMBRE por descubrir, una riqueza interior que debe ser desvelada, hasta que llegue a manifestarse en toda su plenitud. Es el trabajo educativo: quitar los obstáculos para que aparezca aquel ser confiado a ellos, que tiene una misión por cumplir ante la sociedad y ante Dios. En las páginas que siguen haremos un recorrido a lo largo y ancho – a todo lo profundo - de la persona, procurando no perder de vista la unidad esencial, el tesoro del yo individual en la diversidad de sus potencias y en la inmensa variedad de sus virtudes.
1
GARCIA HOZ, Víctor. Principio de Pedagogía Sistemática. Rialp. Madrid 1968. pp. 248-249.
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1- LA FORMACIÓN DE LA VOLUNTAD. Es doloroso observar un hecho que, por desgracia, resulta demasiado común en muchos centros de enseñanza y en la mayoría de los hogares: el descuido de la formación de algunas facultades humanas a las que se presta una mínima atención, a pesar de la importancia que tienen en el desarrollo del hombre y en el papel que debe desempeñar en la vida. Nos referimos ahora en concreto a la negligencia en la formación de esa potencia del alma que, sin temor a exagerar, podríamos calificar como la facultad de la victoria: la voluntad. Todos hemos conocido el caso de personas que tal vez fueron nuestros compañeros en el bachillerato o en la universidad: nos deslumbraron entonces con su brillantez intelectual o con su asombrosa memoria, y después nada importante hicieron en el terreno profesional, social, político, o incluso familiar. ¿Cuál fue la raíz de su fracaso en la vida? Su falta de voluntad les llevó a la inconstancia, al desorden, a la dejadez, a la omisión del esfuerzo necesario para sacar adelante cualquier empresa que exigiese un sacrificio personal. A aquellos hombres de excepcionales condiciones intelectuales los hemos visto, al cabo de los años, arrastrando una existencia mediocre y estéril. Y si continuamos escudriñando el fondo de nuestros recuerdos, encontramos también abundantes casos en los que el fenómeno ha sido inverso: personas de mediana inteligencia pero tenaces, constantes, dotadas de una sólida fuerza de voluntad que, con su tesón y perseverancia, ha logrado escalar los puestos más altos en el terreno profesional, social o político, y han sabido sacar adelante con holgura su familia. ¿Cuál ha sido – preguntaríamos también en este caso – la razón de su triunfo? Su fuerza de voluntad. De ahí la importancia de conceder un lugar privilegiado a la formación de la voluntad, tanto en los planteles educativos como en los hogares. De ahí también la importancia de considerar esta meta por encima de muchas otras, al educar a quienes tendrán que emprender la ardua tarea de conquistar la vida terrena y con ella, la eterna. Pero ¿Cómo se forma la voluntad? Preguntan muchas personas llenas de buenos deseos y gran perplejidad frente a los diversos intentos que vienen haciendo, sin que aparentemente hayan obtenido suficientes frutos. Este es precisamente el tema que abordamos ahora, aunque sea someramente: qué se entiende por voluntad, cuál es su naturaleza y cuáles sus operaciones; cuáles son los principales defectos en su desarrollo; qué medios prácticos hemos de utilizar para formar esa facultad y corregir sus fallos. Qué es la voluntad.
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La voluntad es una facultad racional, propia de los seres espirituales; los irracionales no la poseen. Es el apetito o inclinación racional que sigue al conocimiento, que se despierta ante las representaciones de las cosas propuestas, como buenas, por la razón. Es algo muy diferente al mero impulso instintivo de los animales, los cuales, limitados al conocimiento sensible, sólo captan del objeto lo que satisface tendencias parciales, situacionales; de ahí que su acción tienda instintivamente hacia el objeto representado. El hombre capta la realidad bajo la idea general de bien, y por eso su acción no queda determinada en un solo sentido: la voluntad debe determinar a cada paso su camino. Para que la voluntad actúe debe haber previamente una representación del objeto que la atrae, por la razón de bien que contiene. Sigue la deliberación por la cual la inteligencia determina lo más conveniente, deseable y apetecible, de acuerdo con el fin propuesto. Finalmente la voluntad decide o elige: es decir, quiere con un acto libre, definido, concreto, que la llevará a la acción; aquí no basta un simple desear, ansiar, anhelar...el querer, es querer hacer, comprometerse, como una forma perfecta de apetecer. A esto seguirá, en la persona, la ejecución de lo decidido, de lo querido, entregándose con empeño a su realización. He aquí, ético y simple, el proceso del acto voluntario: en la realidad psicológica es bastante más complejo. Cuando, en el lenguaje común se dice de alguien, que tiene mucha voluntad, ordinariamente dicha expresión resume todo el proceso anterior: una persona capaz de apetecer con fuerza cosas buenas, y de realizarlas. No se expresa lo mismo cuando se afirma que tiene muy buena voluntad, ya que en este caso se habla de buenas intenciones, deseos quizá inoperantes. Se comprende bien el valor de la voluntad en el desenvolvimiento de la vida humana, y la importancia de educarla y desarrollarla debidamente. Es la facultad que sirve al hombre para disponer todas sus energías en orden a la consecución de los bienes que debe alcanzar para llegar a la madurez y a la realización de toda su personalidad humana y sobrenatural. Un hombre con una voluntad bien formada y fortalecida, consigue lo que se propone. Otro, sin voluntad, es un pelele que no dará más que bandazos en su vida, zarandeado por las circunstancias y las personas que lo rodean; no conseguirá lo que se propone. Luego no es exageración aseverar que la voluntad es la facultad de la victoria. Defectos en el desarrollo de la voluntad. A lo largo del complejo proceso del acto voluntario son muchas las fallas que se pueden presentar, y hay que conocerlas para poder corregirlas a tiempo, como parte de la educación de la voluntad. Se quejaba una señora de la actitud de indiferencia que observaba en su hijo ante los acontecimientos y trabajos: -
Yo no sé que puedo hacer con este muchacho; no muestra ilusión por nada, no logro despertar su interés por ninguna cosa; está siempre apático e indiferente.
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Aquí vemos aparecer en escena uno de los defectos en el desarrollo de la voluntad: la apatía de representación o carencia de intereses, de motivaciones. La representación de los objetos aparece ante el sujeto de modo incoloro, gris, sin relieve, sin capacidad de atraer, y por tanto, de producir un deseo: “¿Estudiar?, ¡qué pereza!” “¿Salir a la calle?, ¡qué aburrido!” “¿Hacer deporte?, “para qué!”. En el fondo puede haber una falta de emotividad y una ausencia de ideales. Para luchar, para superar algún obstáculo, hay que tener una meta, una finalidad, un ideal. Es apenas lógico que, ante la ausencia de todo esto, aparezca la falta del esfuerzo, la dejadez en la voluntad. En la fase de la liberación podemos encontrar varios defectos, el primero de los cuales es la pereza mental: desgana, lentitud para el razonamiento. Con tal de evitar el esfuerzo de pensar, decide cualquier cosa: se quema la etapa de la deliberación, necesaria para tomar una resolución adecuada. Otro es la superficialidad, con la cual una persona adopta determinaciones sin analizar con hondura la realidad. Es un defecto muy común, pues son muchos los factores a su favor: las tiras cómicas que producen en el niño unos impactos sensitivos y, cuando más, imaginativos, sin crearle ninguna problemática; lo mismo ocurre con las fotonovelas en quienes ya no son tan niños; la televisión: basta presionar un botón y aparecerán las imágenes de la película favorita en la que ocurre casi siempre lo mismo y cuyo desenlace se adivina sin dificultad. No es que estos medios sean siempre nocivos, pero su uso desmedido favorece la superficialidad y desplaza, lógicamente, otras actividades que exigen un mayor esfuerzo de la mente. La tendencia a los caprichos: deseo vehemente sin fundamento, apoyado en una visión parcial, polarizada, poco racional y, a veces, rara, de la realidad. El caprichoso no reflexiona, no se deja guiar por razones: actúa “ porque sí”. Por último, podemos encontrar otro defecto en esta segunda fase de la génesis del acto voluntario: la impulsividad por la cual la persona pasa directamente de la representación a la ejecución; la falla está en que la voluntad no logra, o no intenta, inhibir la llamada acción ideo-motriz, reflejo que se despierta ante una representación y que empuja a la ejecución. Este síntoma de inmadurez se da generalmente en los niños pequeños: ven algo que les gusta y tratan de apropiárselo inmediatamente o se lo llevan a la boca sin pensar si es malo o bueno, si les va a caer bien o les hará daño. Conforme la persona crece y madura, la voluntad va controlando este reflejo, inhibiéndolo para dar lugar a la deliberación y a la consiguiente decisión. La impulsividad es, por lo tanto, un defecto de madurez en el que se “queman” estas importantes fases de la génesis del acto volitivo. En la fase electiva a la hora de optar por un camino o un medio pueden aparecer como defectos la indecisión, el temor de errar en la solución que se escoja, llegando a veces a la perplejidad absoluta frente al partido que se debe tomar; y la veleidad, que es una especie de decisión teórica o muy general sin fuerzas para empujar a la ejecución, o tan condicionada a diversos factores, que de hecho no se lleva a la práctica. Es un “querría”, un querer poco firme, un querer sin hacer. El veleidoso teme comprometerse de verdad
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en algo; no sabe decir “!quiero!”, “voy a hacer aquello”. Se limita a un “sería bueno hacer esto” o “me gustaría conseguir aquello”. Su vida va trascurriendo en medio de constantes y teóricos deseos, que acabará en un “me hubiera gustado hacer aquello, pero no siempre se puede hacer lo que uno quiere”. En lugar de dominar la vida, este hombre será arrastrado por las circunstancias. Así como en el indeciso hay temor a equivocarse en la elección, en el veleidoso hay miedo al esfuerzo que ésta lleva consigo: y huirle conduce a no querer verdaderamente ese ideal. Hoy es algo muy común la pérdida del espíritu de renuncia y de lucha, atraídos por los espejismos de una vida fácil y cómoda. Pero tal vez los defectos que más fácilmente suelen detectarse y sobre los que más quejas se escuchan, son los correspondientes a la última fase del acto volitivo: la ejecución o realización práctica de la decisión tomada, después de considerar detenidamente las diversas posibilidades que se presentaban. Como su fruto son las obras – algo externo y fácilmente comprobable -, es lógico que los defectos en la ejecución sean lo más notables y preocupantes. Con cuánta frecuencia los padres se quejan diciendo: “-Es que mi hijo es tan flojo de voluntad...!: empieza mil cosas y no termina ninguna; se pone a estudiar y se le van las horas muertas sobre el libro, pero sin avanzar nada. Yo creo que se la pasa pensando tonterías”. En ocasiones las quejas se expresan de otra forma: “- Le encargo algo, y siempre lo deja para después. Y, si no estoy encima, llega tarde a todas partes. El otro día -¿cuándo fue?: ¡ah, sí!, el martes pasado – lo dejó el autobús del colegio. Su papá se enfureció porque ya era la segunda vez que le ocurría en este mes”. Pues bien, todos estos defectos y algunos otros – pereza, abulia, inactividad, desorden, lentitud, inconstancia, ocio, etc.- son manifestaciones de lo que podemos denominar debilidad de la voluntad: falta una mayor energía o fuerza de voluntad, un dominio de sí mismo y el desarrollo de unos hábitos de laboriosidad, de vencimiento propio, de autodominio, de reciedumbre, de perseverancia. Ante esta falta de voluntad, ¿qué se puede hacer? Gracias a Dios, mucho. La única actitud no válida es cruzarse de brazos y dejar pasar los días sin poner algún remedio. No se debe tratar los casos por igual, ni para todos los defectos enunciados se pueden ofrecer idénticas soluciones, aunque sí existen normas generales para el desarrollo de la voluntad. Ocurre como en las enfermedades del cuerpo: para cada enfermedad hay que aplicar un medicamento específico; pero, además, siempre cabe administrar otros remedios que aumentan las defensas generales del organismo y, en consecuencia, facilitan su recuperación. Cómo se educa la voluntad. La voluntad sirve al hombre para adquirir señorío sobre sí mismo y para conquistar, no sólo las cosas que ofrece el mundo que actualmente le rodea – profesión, ciencia, arte, etc. -, sino aquel otro, eterno, que comienza después de la muerte. La educación de esa voluntad es la estrategia para esta gran batalla.
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Consistirá fundamentalmente: en la creación de unos legítimos y nobles intereses, humanos y sobrenaturales que tengan para el sujeto un vivo atractivo y le motiven para su consecución. En la formación de una mente serena, decidida, prudente, habituada a razonar, que no se deje llevar por impulsos indeliberados ni por caprichos. En el desarrollo de la fuerza y energía de una voluntad capaz de querer con ahínco, de querer hacer, y de conseguir lo que quiere venciendo las dificultades. En la conquista de unos hábitos operativos que faciliten la ejecución de las voliciones. En el vencimiento de los defectos que se interponen en el proceso del acto voluntario. Crear intereses. Comienza el proceso con la educación de la mente, para que distinga los verdaderos bienes de los falsamente presentados como tales y para que tenga una recta jerarquía de valores con respecto a los diversos bienes. Esta es la formación del criterio, de la que se tratará en un capítulo posterior. Pero podría ocurrir que la representación de estos bienes fuese incolora, poco apetecible. Hay que estimular la aparición de unos intereses en torno a ellos, presentándolos de un modo atractivo. Para que el hombre se mueva a desear fuertemente algún objeto, debe presentársele como algo vivo, lleno de relieve, de colorido. Ya sea por el valor del objeto en sí, su bondad objetiva, susceptible de ser captada por el análisis frío e imparcial, o por el significado afectivo que pueda tener: relación con personas queridas o con situaciones que dejaron un recuerdo agradable. Por ejemplo, la sencillez es una virtud que por sí misma – por su bondad objetiva – puede ejercer una fuerte atracción para cualquier persona normal, pero sí, además, la encarna una persona que admiramos y queremos entrañablemente, tal virtud adquiere un gran incentivo, despierta un mayor interés, crea motivaciones más poderosas para forjar un ideal. De igual manera, hay muchas notas objetivas de gran valor en la virtud de la humildad que pueden despertar en el hombre el amor a esta virtud; pero si, además, la vemos encarnada en Cristo, el Hijo de Dios – quien no busca su propia gloria – no se preocupa del que dirán, ni considera deshonra el pasar su vida sirviendo a los demás, su capacidad de atracción para cualquier cristiano aumenta considerablemente. Hay que estimular los ideales, hablando con firmeza de la generosidad, de la hombría de bien, de la lealtad, del espíritu de servicio, de la valentía, la reciedumbre, la santidad y las maravillas de una auténtica vida cristiana. También tiene efecto positivo la lectura de biografías de grandes personajes, cuyas vidas son un ejemplo capaz de despertar anhelos en quienes las conocen. Así como descubrir y fomentar intereses científicos, artísticos, literarios, deportivos, sociales, estimulando el afán de superación, el pundonor, el espíritu de noble competencia, el desprecio por la mediocridad. Todo esto es particularmente importante para la persona apática(∗) cuyos intereses son escasos, a la que nada motiva, ni hay ideales que brillen en el horizonte de su vida. No es un buen procedimiento regañarla, burlarse de ella, decirle que no sirve para nada y
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que, si continúa así, cuando sea mayor va a ser como el papá de tal amigo que es un inútil. No es ese el modo de sacarle de su indiferencia. Para quien es así, es mejor presentarle sucesivamente y de modo atractivo, una serie de ideales; observarlo para descubrir sus intereses, quizás escasos y hasta ocultos, pero existentes. Saber relacionar y hasta condicionar otras cosas a esos escasos intereses; por ejemplo, si le gusta tocar la guitarra, éste puede ser su estímulo, presentado a modo de premio para cuando termine de hacer una tarea o de estudiar una materia que no le gusta. No será raro que acabe gustándole esa materia que antes carecía de todo atractivo, probablemente porque la desconocía: hemos ampliado el campo de sus intereses. Puede también resultar provechoso comentar delante de él, sin hacer comparaciones con su actitud, la vida ejemplar, interesante, atractiva, de alguna persona que él admire o pueda llegar a admirar: uno de sus amigos, un pariente querido, un héroe histórico. Hay que hacerle ver que, si él quisiera podría ser como esa persona, pues tiene suficientes cualidades para emularla. Lógicamente, ofrecerle metas proporcionadas a sus capacidades para evitar el desánimo al primer intento; es decir, los motivos que se le propongan como estímulo han de ser reales, de acuerdo con su situación actual, alcanzables a corto plazo: nadie se mueve ante lo inalcanzable aunque sea muy bello. En los colegios se dispone de fáciles recursos para este fin: competiciones deportivas, culturales o de otro tipo, que estimulan el afán de superación de los alumnos. Hacer reflexionar. En el proceso del acto voluntario es muy importante la etapa de la deliberación. Para que se realice correctamente, hay que enseñar a pensar, a considerar las cuestiones en todos los aspectos, a profundizar en su sentido, su significado, sus consecuencias inmediatas y lejanas. Estimular ese espíritu de investigación, de “filósofos” que todos llevamos dentro, y que en los niños se expresa a través de repetidos “por qué” formulados constantemente ante lo que ven o se les dice. No los dejemos sin respuesta, no contestemos con evasivas; menos aún, nos mostremos molestos ante su actitud inquisitiva. Tampoco intentemos sustituir el curso de su razonamiento facilitando la solución a todos los problemas e inquietudes, sin dar oportunidad a que ellos mismosllevados de la mano en muchas ocasiones – averigüen la respuesta. Y estimulemos en ellos una sana curiosidad por la razón de las cosas. ∗No nos referimos al tipo caracteriológico que, según la escuela de caracteriólogos de Gromings, lleva ese nombre, sino a la persona cuyas motivaciones son muy escasas; lo que hemos llamado más arriba: apatía de representación.
Cuando observemos que la pereza mental se apodera de alguna persona confiada a nuestro cuidado, ayudémosle a razonar planteándole con frecuencia la posibilidad de escoger entre diversas opciones; una vez realizada la elección, se le puede hacer reflexionar, pidiendo que nos explique por qué se ha decidido por una solución determinada y no por otras. Es muy posible que no sepa responder, porque lo ha hecho por salir del paso sin una verdadera deliberación. No hay que desanimarse; se le puede 72
hacer repetir el razonamiento pensando con él en voz alta: “ ¿No crees que tal posibilidad es muy buena? Claro que aquella tiene sus ventajas, ¿no te parece? Pero tal vez sea más difícil, ¿verdad? En fin, si quieres, vuelves a pensarlo y resuelves más tarde”. Conectada con la pereza mental, aunque también puede constituir un fallo autónomo, encontramos la falta de concentración sobre un mismo objeto, la dispersión mental, la ausencia de atención que, lógicamente va a influir en el proceso deliberativo. Se puede ganar mucho en este terreno haciendo ejercicios de concentración sobre pequeños trozos de lectura, tratando de captar su contenido y procurando reflexionar inmediatamente sobre lo leído; también es útil fijarse con detenimiento sobre un objeto, procurando observar el mayor número de detalles y describirlos después con fidelidad. De manera parecida a la descrita para la pereza mental, superficialidad, evitando, además, todo lo que pueda excesiva de tiras cómicas, observación frecuente de televisión y tantas otras actividades que no exigen “pensado” y “hecho”.
hay que actuar para corregir la fomentarla: frivolidad, lectura programas intrascendentes de razonar, que lo dan todo ya
Con mayor empeño hay que cortar con los caprichos, no tolerar que los niños actúen “porque les apetece”, “porque les da la gana”. Se les hace un gravísimo mal dejándolos en manos de sus antojos: con el tiempo no sabrán privarse de nada, atropellarán muchos valores y aún a las personas, con tal de salirse con la suya. Convendrá explicarles por qué nos negamos a sus exigencias, cómo no se puede actuar sin razón, como se ha de obrar por unos motivos más o menos fundados, etc. Pero no toleremos el desorden y pongamos freno al caprichoso. La mayoría de las veces es la blandura de los padres, su falta de fortaleza – en el fondo es comodidad – lo que da pábulo al desarrollo de una voluntad descabezada. Más adelante pretenderán frenar lo que ellos mismos dejaron desbocarse y no podrán. Vendrán las quejas inútiles o las medidas enérgicas extemporáneas que producen la tragedia familiar: el hijo que se rebela contra sus padres empleando hasta medios físicos, o que abandona la casa. Todo por no haber sabido cortar a tiempo, con energía, los primeros pasos irracionales de un niño mimado. Veamos ahora qué podemos hacer con los impulsivos. En muchas ocasiones habrá que impedirles lanzarse a realizar lo primero que se les ocurre sin previo razonamiento. Se les puede decir, por ejemplo: “- Mira de nuevo si esto es lo mejor. Si de veras crees que no te vas a equivocar, no tendré inconveniente en que lo hagas”. En cambio, en ciertas ocasiones será preferible dejarles hacer; que saquen experiencias de sus errores cuando estos no afecten principios importantes ni conduzcan a situaciones desastrosas e irremediables. El escoger una u otra solución dependerá de la oportunidad del caso y de las reacciones que hayamos observado en el niño ante cada procedimiento.
Querer de verdad. En el desarrollo de la voluntad es muy importante lograr que las decisiones sean concretas, firmes, persistentes. Hay que enseñar a concretar bien las decisiones: que
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sepan exactamente lo que quieren conseguir, a dónde van, cómo, cuándo, qué medios han de poner, qué dificultades van a superar. De igual forma, se debe ayudar a que las decisiones sean cada vez más firmes: que el objeto de esa decisión se quiera sin reservas. La mayoría de las cosas no se logran, aunque se haya formulado un propósito sobre ellas, porque no se deseaban con toda el alma. El que no obra después de pensar, es que pensó imperfectamente (Guyay). Debemos enseñar a sustituir las veleidades –“querría” – por decisiones –“quiero”-. “Quiero es la palabra más rara del mundo, aunque la más usada – decía Lacordaire -. El que llega a encontrar el terrible secreto del querer, aunque sea pobre y el último, pronto aventajará a los demás. Y una vez formulada una decisión, hay que procurar que no se cambie sin motivo ante la menor dificultad. Es distinto que, al aparecer nuevos datos que se desconocían, varíe la dirección de nuestra voluntad – lo contrario sería terquedad, tozudez -, a que, sin razón alguna hoy se quiera una cosa y mañana otra distinta, lo que conduce a empezar mil asuntos, quizás con gran entusiasmo, y no terminar ninguno: ¿Por qué esas variaciones de carácter? ¿Cuándo fijarás tu voluntad en algo? Deja tu afición a las primeras piedras y pon la última en uno solo de tus proyectos33 . No es tarea fácil hacer del indeciso o del veleidoso una persona de firme decisión. En estos casos es necesario todo el empeño de padres y educadores en transformar las actitudes indecisas por otras más enérgicas. No se deben aceptar respuestas frívolas, tales como “Sí, me gustaría”, “quisiera”; hay que transformarlas en “quiero”, en “voy a hacerlo”. Entonces procurar que esta decisión se realice lo antes posible sin permitir inútiles replanteamientos. Para facilitar este cambio de actitud, puede ser útil formular algunas preguntas: “¿Realmente deseas tal cosa?” “¿No dijiste que preferías aquella otra?” Pero sobre todo hay que estimular en cada uno la confianza en sí mismo: una confianza que no sea fruto de presunción, sino conocimiento de las propias aptitudes. Hacerle ver los talentos, las posibilidades que Dios puso en su vida, y los adelantos logrados en las cosas que emprendió. También es misión de los padres hacer descubrir a sus hijos adónde deben llegar, lo que deben alcanzar y querer con auténtico querer; darles ocasión para que se demuestren a sí mismos de qué son capaces si están dispuestos a conseguirlo de verdad. Es muy importante saberles ofrecer frecuentes oportunidades para que ejerzan la facultad de decisión, sin intervenir constantemente en sus libres determinaciones. La ayuda de los padres estará en presentar diversas posibilidades y crear situaciones en las que los hijos tengan que definirse. Después, reclamar su ejecución inmediata.
Fortalecer la voluntad.
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Camino, n. 42.
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Llegamos a aquella fase del acto voluntario que más suele preocupar a los padres, ya que las fallas que suelen darse en ella son fácilmente perceptibles; estos son los defectos que hemos englobado bajo la denominación de debilidad de la voluntad. No es necesario saber demasiada psicología para darse cuenta de que el remedio para esta debilidad consiste en fortalecer la voluntad. Pero, ¿cómo? El trabajo. Sin duda alguna, el trabajo es el yunque donde mejor se forja la voluntad del hombre. No hay medio más efectivo. Una persona que desde pequeña se ha acostumbrado a trabajar esforzadamente, es una persona de recia voluntad. Por eso, hay que inculcarles desde pequeños un gran amor al trabajo y facilitarles el desarrollo de esa virtud humana que es la laboriosidad. Deben comprender que los hombres están hechos para trabajar como las aves para volar34. Que el trabajo es una actividad noble y positiva en la que el hombre pone en juego una buena parte de sus capacidades y de sus virtudes, aunque algunos lo consideren como un castigo o una maldición. Que sólo con un trabajo serio, intenso, a conciencia, podrán cumplir la misión para la que Dios les ha creado, colaborar en la construcción de un mundo más justo, servir a la sociedad y contar con la base – la materia prima - para su santificación. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es un vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad35. Y, como no podemos olvidar que estamos educando hijos de Dios, hay que hacerles ver también la dimensión sobrenatural de su actividad. Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios(...). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo en el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora36. También Su Santidad Benedicto XVI nos recuerda que es necesario "vivir una espiritualidad que ayude a los creyentes a santificarse a través del propio trabajo, imitando a San José, que cada dia tuvo que proveer a las necesidades de la Sagrada Familia con sus manos y a quien por ello la Iglesia señala como patrono de los trabajadores37. Enseñarles a realizar sus actividades con perfección, ya se trate de su estudio o de esas otras tareas que desde pequeños deberán realizar para ayudar en el hogar. Que terminen bien las cosas, que no se acostumbren a ser chapuceros y a decir “ya vale” cuando las 34
Cfr. Jb 5, 7. Es Cristo que pasa, n.47. 36 Ibid. 37 Benedicto XVI, Homilía, Domingo 19 de marzo de 2006, en la celebración Eucarística que presidió en la Basílica Vaticana por los trabajadores 35
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cosas están a medio hacer. Es un difícil aprendizaje en el que padres y educadores han de poner especial tesón, enseñando con ejemplos prácticos para que aprendan cuanto ignoran. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección38. Que los niños, los muchachos, estén siempre ocupados, que no se den al ocio, que venzan la pereza, que aprovechen el tiempo. Cuando la pereza toma terreno, la voluntad se debilita en la misma medida y, luego, todo se va en buenos deseos sin realizar porque falta voluntad. Como dice la Escritura: Los buenos deseos consumen al perezoso, pues sus manos no quieren trabajar poco ni mucho. Todo el día se le va en apetitos y antojos: el justo en cambio, da y no está nunca sin obrar39. Después, cualquier empresa le parecerá llena de dificultades insalvables: A los perezosos les parecerá el camino un vallado de espinas; los justos no hallan en él embarazo alguno40. El tiempo es un tesoro y hay que aprovecharlo con avidez, emplearlo al máximo. Tan grande es su valor que ha sido comparado con un metal precioso: el tiempo es oro, suele decirse. Nunca hay excusa para no hacer nada, para matar el tiempo. Si ves que tus hijos han acabado sus tareas y su estudio, que ayuden a terminar el de sus hermanos; si ya todos terminaron las tareas, que colaboren que colaboren en algún trabajo de la casa o realicen un pequeño arreglo doméstico. Lo cual adquiere especial valor cuando se trata del periodo de las vacaciones escolares, durante el cual hace falta tener un buen plan que facilite a todos el aprovechamiento del tiempo. Procurando que se dediquen unas horas, por ejemplo, a alguna distracción orientada que puede tener una valiosa función formativa. Sería malo que el muchacho no pudiera disponer de algún tiempo para el cultivo de alguna afición. Como dice Jesús Urteaga en su libro Dios y los hijos: Tan desenfocado está el trabajo en un padre que no saca tiempo para atender a su mujer y a sus hijos, como el estudio de un muchacho a quien no le queda tiempo libre para la lectura, la pintura, la música, un trabajo manual o el deporte favorito41. Disciplina. Otro medio de fortalecer la voluntad es la sujeción a una disciplina impuesta externamente al principio, aceptada después voluntaria y gustosamente. Es labor de un buen educador – de los padres con conciencia de educadores – llevar a cabo progresivamente ese cambio. El niño – también el muchacho – debe atenerse a unas normas de convivencia en su casa, en el colegio, en el trato con sus amigos y con los superiores. Hasta en los juegos y deportes deberá observar unas elementales reglas que le creen hábitos de disciplina. Es importantísimo que llegue a comprender el valor de la obediencia, la cual, lejos de quitarle su personalidad, encauzará sus energías y capacidades que, en vez de desbordarse estérilmente, le servirán para construir una personalidad fuerte y definida.
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o. c. , n. 50. Pr 21, 25-26. 40 Pr 15, 19. 41 URTEAGA, Jesús, Dios y los hijos. Ed. Rialp. Madrid 2004, pp. 284-285. 39
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Cuántas inútiles quejas se ahorrarían muchos padres si hubiesen hecho sentir el peso de su autoridad sobre los hijos. Cuánta debilidad en quienes tienen la obligación de hacerse obedecer. Cuántas concesiones por falta de fortaleza para exigir el cumplimiento de unos deberes que no pueden omitirse. Cuánta comodidad y cuánta blandura en la actitud de muchos padres. ¿No es cobardía quedarte callado cuando ves que tus hijos regresan a casa mucho más tarde de la hora que debiste prever con un poco de prudencia? ¿No es cobardía ver cómo se cubren las paredes de las habitaciones con afiches de mal gusto, y callar por el temor de que te llamen anticuado? ¿No es cobardía guardar silencio cuando ves salir a tu hija con un vestido que, además de poco elegante, rebaja la dignidad de una hija de Dios? Hemos de amar la obediencia, que es constructiva. Hemos de hacer que comprendan su sentido, su necesidad. Sin ella, hay caos; se hace imposible el orden, la convivencia amable. Lógicamente, al ejercitar y hacer vivir esta disciplina hay que tener en cuenta el modo de ser, la edad y las posibilidades de cada cual. No se puede hacer pasar a todos por el mismo aro, ni vaciarlos en el mismo molde, ni pretender que el segundo de los hijos – tan parecido al abuelito – sea como éste. Hay que respetar cada personalidad y tratar de desarrollarla al máximo. Y, además, poner todo el amor de que somos capaces, sabiendo conjugar la fortaleza con el cariño, el vigor y la firmeza con la comprensión. El cumplimiento de un horario – observancia de algo externo – ayudaría muy eficazmente a la adquisición de una verdadera disciplina interior. El niño, y también quien ya pasó esa etapa de su vida, ha de tener un plan que deberá cumplir habitualmente. Será distinto según esté en época escolar o en vacaciones. Un horario prevé las horas de levantarse y de acostarse, las del estudio, los deportes y los juegos; y – sin llegar a cuadricularse ni encorsetar el espíritu – el día que va a mirar un programa de televisión. Es bueno que él mismo escriba ese pequeño plan; así no lo olvidará y sus padres podrán recordarle su cumplimiento cuando lo esté viviendo con excesiva amplitud o no lo siga en absoluto. Si desde pequeños se acostumbran a hacer en cada momento lo que deben, lo que tienen escrito adecuadamente en su horario, y no lo que les viene en gana, cuán pocos hombres abúlicos tendrá la humanidad y cuántos habrá ganado para su servicio. Dentro del plan de cada día tiene singular importancia la puntualidad para levantarse. Permitir habitualmente una actitud perezosa en ese momento, equivale a renunciar en buena parte a una voluntad firme. Renuncia, sacrificio, autodominio. El dominio de sí mismo es una buena escuela para el fortalecimiento de la voluntad. Que el hijo domine los impulsos espontáneos sabiéndolos controlar a tiempo. Que evite la excesiva e inútil palabrería. Que cohíba ese deseo incontenible – verdadera compulsión – de decir lo primero que viene a la lengua, o de hacer un comentario desafortunado o poco caritativo sobre otras personas. Que venza el mal genio o el mal humor que lleva a cobrar injustamente a los demás “los platos rotos”. Que encauce los sentidos externos para que no anden desparramados en todo lo que el mercado del
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mundo les ofrece. Que sujete la imaginación – la loca de la casa, como la llamaba Santa Teresita de Ávila – impidiéndole escapar por caminos absurdos que, además de hacer perder el tiempo, pueden quitar la paz o complicar inútilmente la vida con motivos de sensualidad, de vanidad, de amor propio y susceptibilidad. Y que renuncie a la curiosidad en cosas que no le incumben. Es importante también dominar la impaciencia. No quejarse ante el menor contratiempo, no pasar la vida entonando un canto de lamentaciones. Mantener la serenidad ante las contrariedades. Saber controlarse ante una buena comida o una buena bebida. Y muchas cosas más que pueden parecer poco importantes, pero que paulatinamente van fortaleciendo la voluntad. El vencimiento habitual en cosas aparentemente menudas, que constituyen el tejido de nuestro vivir diario, va creando hábitos de autodominio, de renuncia, de señorío sobre sí mismo, y constituye un insustituible entrenamiento para esa batalla con la que todo hombre se encuentra comprometido si quiere hacer algo de valor. En el orden sobrenatural la lucha es condición de subsistencia y señal de un espíritu vigoroso. Porque Dios nos ha llamado a una meta muy alta – la santidad – y son muchos los obstáculos que encontramos en el camino: nuestras propias flaquezas y miserias y el ambiente poco propicio para ejercitar la virtud. Por tal motivo, mientras estemos en la tierra luchar es ley de vida. Es un deber primordial de los padres entrenar a sus hijos para esa silenciosa batalla y prepararlos para que no se desanimen ante las contradicciones ni ante las derrotas pequeñas o grandes que, inevitablemente, sufrirán. Las contrariedades bien aprovechadas, aceptadas con sentido sobrenatural y buen humor, enrecian la voluntad con una fortaleza suficiente para conseguir lo que se proponga, tanto en el terreno humano como en el sobrenatural: Compréndelo, si al clavar un calvo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos, con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición de instrumentos del Señor42. Lo que se debe evitar Para no echar piedras sobre el propio tejado en esta tarea de fortalecer la voluntad, conviene cuidarse de algunas actitudes que a veces se adoptan con muy buena intención, pero denotan un notable desconocimiento de la psicología humana y de las necesidades de la gente joven.
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Proporcionarles una vida fácil y cómoda: darles todo hecho. ¿Le basta al niño o a la niña pedir algo para ya poseerlo?
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Quitar de su camino todo sufrimiento y dolor. No tengan miedo los padres que el niño (a) “coja frío” y vuelva a casa resfriado por haber salido – en la frescura matinal - a cumplir sus deberes o a practicar un deporte. No teman que haga una larga excursión y regrese con las plantas de los pies maltratadas; para eso está la reciedumbre, virtud humana que deben comenzar a practicar desde la infancia.
Josemaría Escrivá. Amigos de Dios, n. 216.
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Ahorrarles todo esfuerzo: ¿lo que no hace la mamá, lo hace la empleada del hogar; lo que no logran los profesores del colegio, lo suplen profesores particulares? Y, entretanto, el muchachito o la muchachita tranquilos, despreocupados. Uno de los mejores servicios que se pueden prestar al niño es acostumbrarle al esfuerzo y hasta prepararle para sufrir sin quejarse43.
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Hacer comentarios llenos de compasión hacia ellos, en su presencia; acabaremos por hacerles creer que son tan frágiles como una porcelana de Sévres.
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Evitarles todo obstáculo: Que desconfíen los padres de una actitud meticulosa, preocupada de facilitar demasiado la vida del niño y de allanarle todas las dificultades. Que sepan hacer comprender al niño, a medida que crece, que debe llegar con su propia energía a superar las dificultades corrientes, y que de ordinario debe desenvolverse pro sí mismo44.
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Tratarles siempre como a bebés, cuando ya años les pasó esa época.
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Proporcionarles mimos, carantoñas y blandenguerías, que harán de un muchacho (a) normal, una persona totalmente inútil.
En definitiva y a modo de síntesis positiva: Hora en punto para levantarse. Hora en punto para acostarse. Si el muchacho (a) no está enfermo, que coma lo de todos, sin contemplaciones. Ni desayunos ni lecturas en la cama. Enséñales a terminar bien las cosas. Es un aprendizaje arduo, posiblemente un arte de los más difíciles de practicar. Y... échalos a nadar donde no haga falta un hombre rana para sacarlos; pero échalos a nadar45. Sentimientos Los sentimientos son uno de los componentes de la afectividad, juntamente con las emociones, las pasiones y los afectos. Estos últimos son efecto de lo que se suele llamar el “corazón”, es decir, son una de las funciones de la voluntad de la que dependen también las decisiones; pertenecen por tanto a la vida racional del hombre y están en estrecha relación con la vida sensitiva y concretamente con los sentimientos, hasta tal punto que lo que amo lo deseo si no lo tengo, y lo gozo si lo poseo; el deseo y el gozo son sentimientos. Asimismo, lo que odio, lo rechazo si aún no lo tengo, y lo sufro (tristeza) si me sobreviene. Por sentimiento se suele entender el modo de sentir o vivenciar las tendencias: ante mi tendencia de amar el bien, siento el deseo de poseerlo, y lo disfruto cuando lo poseo; asimismo, ante mi tendencia negativa hacia el mal, siento el deseo de huir, de apartarme de él; o bien siento tristeza cuando no puedo evitarlo, como decíamos en el párrafo anterior. No se debe confundir el sentimiento con la sensación.
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COURTOIS, Gaston. El arte de educar a los niños de hoy. Sociedad de Educación Atenas. S.A. Madrid (España), p. 144. 44 KIEFFER. L´autorité dans la famille et á l’ école. Ed. Beauchesne, p. 179. 45 Cfr. URTEAGA, Jesús, o. c., pp. 268-269.
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Ésta es algo puramente físico: siento frío, siento dolor en una herida. El sentimiento es una vivencia más honda, que me hace apreciar o rechazar el objeto que me lo produce. El papel que desempeñan los sentimientos en la vida humana es muy importante. La vida no se reduce a conocimientos, conceptos, juicios, voliciones y decisiones, sino que está constantemente "coloreada" por sentimientos y afectos que hacen la vida más "humana", por decirlo de algún modo. Evitar o rechazar los sentimientos, las emociones, las pasiones –son realidades distintas, pero próximamente relacionadas entre sí- sería construir vidas deshumanizadas y, además, aburridas. Ahora bien, aunque sean muy importantes, no pueden valorarse excesivamente, como es corriente hacerlo en nuestros días, de modo que la dimensión racional quede sometida a los sentimientos, que llegan a constituir la guía de la vida: hago esto, si lo siento; si no, no lo hago. ¿Dónde quedan las convicciones, propias de la razón? ¿Dónde, las determinaciones de la voluntad? No olvidemos que el hombre es un ser racional que debe guiarse por la razón y conducirse por la voluntad aunque, y dejando que los sentimientos impregnen nuestras vivencias. Podríamos expresarlo así: debemos poner una gran riqueza de sentimientos en nuestra vida, hemos de vivir lo bueno, lo bello, lo digno, apasionadamente; pero no podemos dejarnos arrastrar por los sentimientos ni por las pasiones. Si nos dejamos llevar por los sentimientos, caemos en el sentimentalismo, que no es la postura más adecuada al ser humano, pues en la conducta del sentimental “los sentimientos –buenos o malos- influyen más sobre la voluntad que las 1 razones o propuestas de la inteligencia” . De ahí la importancia de formar el carácter teniendo en cuenta la jerarquía de valores de la inteligencia, la voluntad y los sentimientos. Es todo un arte que debemos aprender y enseñar a vivir. Si no logramos educar los sentimientos, llegará un momento –por desgracia ese momento ya llegó en la vida de multitud de personas- en que no podremos dominarlos, seremos sus esclavos y se producirá una desarmonía, que puede llevarnos a situaciones patológicas psíquicas, morales o del comportamiento.
El dominio Para que los sentimientos ejerzan una influencia buena en el hombre, es necesario que éste los domine haciendo planteamientos racionales sobre ellos y actuando la voluntad para encauzarlos. Es decir la inteligencia debe dar su juicio sobre la bondad o maldad, sobre la conveniencia o inconveniencia del objeto que originó los sentimientos, y sobre la conveniencia de que los sentimientos sigan o desaparezcan o sean orientados hacia otros objetos. Y la voluntad debe aplicar su fuerza de decisión para fomentar o atenuar o extinguir esos sentimientos concretos. Esta es en síntesis la base de la educación de los sentimientos que ahora desarrollamos. No se trata, por tanto de una tarea de extinción general de los sentimientos, como pretenden algunas filosofías o ideologías orientales que, por otra parte, resulta una labor prácticamente imposible, ya que la voluntad no tiene un dominio pleno sobre los sentimientos; y perjudicial, pues éstos forman parte de una personalidad completa, y extinguirlos equivaldría a mutilarse. Tampoco se trata de reprimirlos: la represión los mantiene vivos y vigorosos, aunque temporalmente estén agazapados o escondidos. Se trata más bien de educarse y educar a otros en el dominio y orientación de los sentimientos para encauzarlos hacia el bien de la persona. Ejemplo: ante un churrasco de cerdo(¿existe el churrasco de cerdo? Yo no sé), con un agradable y exuberante olor, se despierta en una persona el deseo de comérselo; pero en ese momento su memoria debe recordarle que su colesterol está alto y presentarle, en su lugar, una alternativa: la de comerse una buena pechuga de pollo. La voluntad deberá rechazar con firmeza la primera oferta y apoyar la segunda decididamente. Así, el deseo despertado ante el churrasco de cerdo no queda reprimido, sino encauzado hacia un objeto que es más conveniente para el organismo. Hubo un dominio de la voluntad, ilustrada por la inteligencia, sobre los sentimientos. A un hombre casado se le puede despertar un fuerte sentimiento de afecto o sensual hacia una mujer que no es la suya. La inteligencia debe presentarle enseguida como inconvenientes esos sentimientos, y recordarle la fidelidad que debe a su esposa y las bondades de la misma. La voluntad rechazará con fuerza esos sentimientos y fortalecerá la decisión de vivir la fidelidad; a la vez que le despierta unos sentimientos agradables hacia su esposa. Lógicamente, aunque nos expresemos así para dejar claras las funciones de la inteligencia, voluntad y sentimientos, se entiende que es toda la persona la que actúa a través de cada una de sus potencias. Es decir, es la persona la que se siente atraída por el churrasco o por una mujer, la que piensa sobre la conveniencia de estos sentimientos y la que decide seguirlos o dirigirlos hacia otros objetos. Para no perdernos en un bosque de sentimientos, sintetizamos en cinco campos los más frecuentes2: a. La vida corporal y la salud. Todos, salvos casos patológicos, apreciamos estas realidades y, en consecuencia, se despiertan en nosotros unos sentimientos naturales de protección y defensa de las
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mismas y de temor de perderlas. Estos sentimientos son buenos; pero si no se mantienen en el justo límite, pueden exhorbitarse hasta el punto de vivir para el cuerpo o estar continuamente preocupado por posibles enfermedades o por la eventualidad de morir. Y tan malo es ese continuo pensamiento como la actitud de rehuir la idea de la muerte y esquivar ese tema en las conversaciones. Ante estas actitudes es bueno pensar con naturalidad en la caducidad de la vida –estamos de paso en la tierra– y, sobre todo, para una persona cristiana tener en cuenta la eternidad que deberá ser, si sabemos vivir bien durante nuestro caminar terreno, la consecución de la plenitud de la felicidad perfecta e inacabable. Es decir, debemos pedir, alimentar y “redescubrir la virtud teologal de la esperanza que mueve al cristiano a no 3 perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia” . Quien logre dominar el temor a la muerte será capaz de dominar otros sentimientos, por eso aconsejaba Séneca “no puede llevar una vida tranquila, quien se preocupa excesivamente de alargarla. Hazte agradable la vida dejando de preocuparte por ella; quien desprecia su propia vida es dueño de la tuya”. b. La alimentación. Es ésta una necesidad para nuestra subsistencia que despierta una tendencia natural hacia los alimentos y hacia el placer que produce su consumición. Puede ocurrir que esta tendencia sea tan fuerte que nos dejemos someter por ella. Su dominio hace que ejercitemos la función de alimentarnos con auténtico señorío. No se trata de suprimir esta tendencia ni el placer que produce su satisfacción, sino de “humanizarlas”, de vivirlas como personas humanas que saben descubrir con la inteligencia la finalidad y el sentido de estos sentimientos, y dirigirlos con la voluntad hacia su objetivo natural: la alimentación de nuestro cuerpo. Es decir, el hombre debe siempre dominar las cosas, ser señor de ellas, nunca dejarse dominar por ellas, pues quedaría “cosificado”. La inteligencia deberá también hacer presente de modo habitual y especialmente cuando se despierte con mayor fuerza la atracción por la comida y la bebida, la situación tan ridícula y grosera de un ser humano que come como un animal. Esto puede y debe despertar un sentimiento de rechazo ante esa actitud. c. La sexualidad. La condición sexual del hombre despierta en él una fuerte tendencia hacia las personas del otro sexo –y ojalá que siempre sea así– y hacia el placer que es consecuencia de la unión sexual. Esto es natural, es bueno y es querido por Dios cuando las personas están unidas en ese modo de vida que es el matrimonio, fundamento de la familia. Por tanto, los sentimientos que se despiertan en este campo serán buenos si están dirigidos hacia el propio cónyuge, considerando a éste como una persona, no como un mero objeto de placer, en cuyo caso se le está “cosificando”. “La unión corporal del hombre la mujer tiene un claro sentido racional que nunca debe perderse. Por un lado, es la expresión material de un amor espiritual y personal que reviste la misma fuerza, intimidad, totalidad y profundidad que el amor carnal materializado en esa unión corporal. El respeto a la mujer, o en el caso de ésta, al hombre, implica que el amor carnal no se agote en sí mismo, sino que sea el trasunto, desfogue e intensificación del amor espiritual que como personas se tienen y se poseen a sí mismas. Cuando el acto conyugal se desgaja del amor espiritual que le corresponde, rompiéndose la unidad hilemórfica natural (materia y espíritu) de los cónyuges, éstos no se tratan ya como personas sino como cosas. Tan crasa corporalización del amor en su sentido más negativo, significa la pérdida del dominio del espíritu sobre el cuerpo”4. En consecuencia, un ejercicio de la sexualidad fuera del matrimonio, no sólo en la unión corporal, sino en todo lo que pueda despertar el placer sexual, es indebida por ir en contra del sentido mismo de la sexualidad. Y esto afecta, no sólo a los mayores sino a los jóvenes a quienes pretendamos educar sus sentimientos. Esto exige una profunda convicción de la razón en relación al sentido y finalidad de la sexualidad y de su ejercicio, convicción que guiará la fuerza de la voluntad para orientar debidamente los sentimientos y pasiones correspondientes, y para vivir la virtud de la castidad que, “significa la integración lograda de la sexualidad de la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual (...) La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado”5. d. Los bienes materiales. El hombre necesita de los bienes terrenos para su subsistencia, su alimentación, el sostenimiento de su familia, para situarse en la vida, para adquirir una cultura, etc. Por tanto, deberá poner los medios para obtener esos bienes que, en definitiva se sintetiza en lograr el dinero que le permitirá conseguir todo lo demás. Es bueno, más aún, necesario y obligatorio, el esfuerzo dirigido hacia ese objetivo. Normalmente el medio es el trabajo; de ahí que uno de los factores que hace urgente e importante en el hombre su dedicación al trabajo es el económico. Esto hace explicable el deseo normal que se despierta hacia esos bienes. Pero una cosa es el deseo de satisfacer unas necesidades, y otra es el afán de enriquecerse y disfrutar al máximo de un bienestar material que lleva a poner el corazón en los bienes materiales. Fácilmente se alcanza a distinguir la diferencia entre un deseo natural y una pasión desordenada. Y de ahí la necesidad de orientar bien esos sentimientos.
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Esta orientación puede comenzar desde la infancia en el ambiente familiar: familias que, aunque sean acomodadas, viven con sobriedad, desprendimiento y generosidad, forman hijos bien orientados en sus sentimientos hacia los bienes materiales. Además del ambiente familiar y del buen ejemplo de los padres, hay que tener en cuenta algunas ideas orientadoras. San Pablo recomienda claramente: “A los jóvenes exhórtalos a ser sobrios” Tit 2,6. Juan Pablo II daba un criterio general: Los hijos deben crecer en una justa libertad ante los bienes materiales (es decir, no dejarse esclavizar por ellos), adoptando un estilo de vida sencillo y austero6. Y San Josemaría les decía a un grupo de padres: “No seáis excesivamente generosos con el dinero, porque en general dais demasiado dinero a los hijos. Ya se los daréis después, multiplicado. Que aprendan a vivir con sobriedad, a llevar una vida un poco espartana; es decir, cristiana. Es difícil, pero hay que ser valiente: tened valor para educar en la austeridad; si no, no haréis nada”¿Sabemos la cita exacta?). No es conveniente concederles todo lo que piden, todo lo que les ofrece la moderna sociedad de consumo: ropa de última moda y “de marca”, largos viajes, el computador personal, la moto, el automóvil. Ante estas exigencias, se les debe enseñar a prescindir de cosas innecesarias, aunque las tengan sus compañeros. Hay que explicarles claramente que no deben permitir que su corazón quede sujeto a los bienes terrenos, que son pasajeros, y que en cambio lo tengan abierto a amores más importantes y elevados, como son el amor de Dios y el amor al prójimo, comenzando por sus padres y sus hermanos, y siguiendo por sus otros parientes, sus amigos y por muchas personas necesitadas hasta de lo más elemental. Es importante fomentar sus sentimientos de compasión ante los pobres, estimulando en ellos el ejercicio de la limosna. Un cristiano no puede vivir ajeno a las necesidades de los demás. La educación integral de los niños y de los jóvenes debe tener en cuenta como algo muy importante, fundamental, el 7 desarrollo de la sensibilidad social, como exponemos en otro artículo de este libro . e. Las relaciones personales. En la relación del hombre con las demás personas surgen inevitablemente unos sentimientos agradables o desagradables: son los sentimientos de simpatía y de antipatía. Hay personas que nos atraen naturalmente, y otras que “no nos caen bien”. Los motivos pueden ser muy variados: su aspecto físico, sus gestos, su modo de expresarse, sus convicciones, etc. Estos sentimientos no pueden guiar nuestra relación con los demás, sobre todo en el caso de las antipatías; hemos de empeñarnos en dominar y cambiar esos sentimientos. Para esto nos pondremos en la tarea de conocer mejor a esas personas, pues tal vez, nos hemos dejado llevar de la primera impresión, de descubrir en ellos otros aspectos que se nos escaparon: es tarea de la inteligencia. También debemos adoptar ante ellas una actitud de comprensión, aceptándolas como son, y queriéndolas también con sus defectos, que probablemente nuestra subjetividad ha agrandado: es tarea de la voluntad. La caridad sobrenatural que Dios infunde en nuestros corazones deberá suplir las 8 deficiencias de la naturaleza humana . También puede ocurrir que nuestras relaciones con algunas personas ocurran algunos incidentes o se den ciertas actitudes que nos llevan a sentirnos ofendidos por ellas. Así pueden aparecer un tipo de sentimientos: los resentimientos. “Unas veces pueden ser determinadas acciones las que producen esos efectos, como un comentario crítico, una llamada de atención, una mirada de indiferencia o de desprecio, un determinado tono en la voz, una ironía; otras veces, la reacción procede de una omisión de los demás, como quien se siente herido porque no lo felicitaron el día de su cumpleaños, porque alguien no lo saludó, no le dio las gracias, o no lo invitó a la fiesta; o tal vez, porque siente que no valoran lo que hace, no lo toman en cuenta, no le piden su opinión o no le hacen caso”9. Cuando esto ocurre la persona afectada puede quedar interiormente dolida y, lo que es peor, darle vueltas al posible agravio hasta perder la paz y la alegría. Es una situación bien triste y no fácil de vencer. Por eso es conveniente buscar las raíces de esos resentimientos y los remedios para erradicarlos. El principal aliado del resentimiento es el egocentrismo, esa “tendencia a girar en torno a sí mismo, a convertir el propio yo en el centro de los pensamientos y en el punto de referencia de todas las acciones”10. El psiquiatra Enrique Rojas advierte que “uno de las cosas que entristece más al hombre es la egolatría, origen muchas veces de sufrimientos inútiles, producidos por una excesiva preocupación por lo personal, 11 exagerando en demasía su importancia” . Y San Josemaría afirmaba que “las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando 12 ante todo la propia satisfacción (...) son inevitablemente infelices y desgraciadas” . El mejor antídoto contra ese egocentrismo será proponerse, y proponer a los demás un proceso de olvido propio, mediante la preocupación por los demás, empezando por Dios y por quienes tenemos más cerca. Otra gran aliada del resentimiento es la imaginación descontrolada, que lleva a darle vuelta a las ofensas reales o inventadas, las interpreta a su modo, las exagera, saca nuevas consecuencias negativas ... Ya decía Santa Teresa de Jesús que la imaginación es la loca de la casa. El dominio de la imaginación es todo un esfuerzo por cortar la imaginación inútil o perjudicial, lo que supone un ejercicio continuo de la voluntad: “Aleja de ti esos pensamientos inútiles que, por lo menos, te hacen perder el tiempo”13.
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Además, la inteligencia debe acudir en su ayuda para hacer un juicio sereno que reduzca a su tamaño real los posibles agravios. Será entonces más fácil aplicar la caridad para perdonar lo que haya de objetivo en esos reclamos. Y otro más es el sentimentalismo, del que hablamos más arriba: un dominio de los sentimientos sobre la inteligencia y la voluntad. Los sentimientos hacen de caja de resonancia a cualquier realidad: si esta es pequeña, la magnifican. Como dice Francisco Ugarte, “cuando a la falta de dominio sobre la imaginación se suma la ausencia de control de los sentimientos, se produce un círculo vicioso muy complejo. El sentimiento o pasión actúa sobre la imaginación exaltándola y provocando que conciba la realidad deformada, como el que se pelea y se imagina el adversario que pretendía acabar con él, cuando no eran éstas sus intenciones. A su vez, 14 la imaginación influye sobre el sentimiento, provocando una reacción emocional más intensa” . Orden en los sentimientos. Para orientar bien los diversos sentimientos mencionados la solución estará en el fortalecimiento de la voluntad de lo que tratamos en el capítulo 6, y en ejercitar habitualmente la capacidad de pensar. No basta leer, estudiar, tener experiencias que aumentan nuestros conocimientos. Hay que pensar, que es reflexionar, analizar, ejercer la actitud crítica de la inteligencia, considerar los diversos aspectos de las cosas. Para aprender a pensar son muy útiles los llamados “talleres de pensamiento”, (que son) conversaciones o tertulias dirigidas, con base en clásicos de la literatura universal, o de artículos y editoriales de la prensa o de revistas donde aparezcan algunos valores humanos. Su objetivo es reflexionar en el ambiente de un número reducido de personas, durante algún tiempo semanal, sobre ideas universales y valores humanos y cristianos que estimulen la formación de las virtudes y el arte del buen pensar. Con esto se logra una doble finalidad: adquirir una mayor destreza en las artes de la mente –observar, describir, comparar, relacionar, clasificar, analizar, probar, persuadir, etc.– y, al mismo tiempo, exaltar los valores humanos y cristianos que perduran a través de nuestra más valiosa tradición, consiguiendo unificar el ejercicio del pensamiento y la adquisición de virtudes. El método que se emplea es el dialogo abierto y sereno sobre los textos previamente escogidos, leídos y reflexionados, en presencia de una persona que orienta el dialogo y sugiere algunos aspectos que se 15 pueden destacar, sin imponer su propia opinión . En definitiva, se trata de que los sentimientos, que pueden y deben “dar colorido” a nuestra vida no sean un obstáculo para el ejercicio de nuestra libertad, informada por la inteligencia y con la decisión de la voluntad. Así, a pesar de la corta edad, el niño o el joven actuarán con acierto y ponderación y podrán ser más felices que si se dejan llevar por los impulsos y momentáneos y cambiantes. “La verdadera libertad no consiste en dejarse llevar por el impulso del momento; todo lo contrario: el hombre libre es el que no vive prisionero de sus cambios de humor, sino el que toma decisiones según unas opciones fundamentales que no varían con las circunstancias. La libertad es la capacidad de dejarse guiar por lo verdadero, y no la parte epidérmica de nuestro ser (lo que hoy nos emociona, mañana nos deja fríos). Si nuestras decisiones son de este estilo, vivimos trágicamente prisioneros de nosotros mismos, de nuestra sensibilidad en lo que tiene de más superficial. La aspiración de todo hombre a obrar de modo espontáneo, libre, sin presiones es legítima (...), pero no puede hacerse realidad dando libre curso a su espontaneidad. Eso sería destructivo, pues dicha espontaneidad no siempre está orientada hacia el bien: tiene necesidad de una profunda purificación (...). Hay un frecuente desequilibrio entre aquello a lo que tendemos espontáneamente y aquello para lo que estamos hechos, entre nuestros 16 sentimientos y la Voluntad de Dios a la que hemos de ser fieles y que constituye nuestro auténtico bien”
2.- LA FORMACIÓN DEL CRITERIO. Los hijos necesitan un criterio personal seguro. Deben desarrollar su capacidad de juzgar con acierto ante cada situación, haciendo el debido discernimiento de sus
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aspectos positivos y negativos. El buen criterio manifiesta madurez, dominio de sí, estabilidad de ánimo. Los factores que influyen en la persona son muy diversos: corrientes de opinión, ideologías, diferentes interpretaciones del hombre y de la historia, todo lo cual puede llevar – si no hay serenidad mental – al desconcierto doctrinal. Urge por ello formar el criterio de los hijos con claridad para que no pierdan el sentido de la vida, la orientación de cada acto hacia el Bien Supremo, hacia Dios. A este respecto – dice Juan Pablo II -, el niño tiene derecho a la verdad, dentro de una enseñanza que tenga en cuenta los valores éticos fundamentales y haga posible una educación espiritual de acuerdo con la formación religiosa del niño, la orientación que desean legítimamente los padres, y las exigencias de una libertad de conciencia bien entendida, para la que el joven debe ser preparado y formado a lo largo de toda la infancia y la adolescencia1. Es definitivo comprender que es lo verdadero y bueno, para no dejarse engañar por las apariencias y conocer con certeza las realidades importantes de la vida. Unas de ellas tienen carácter ocasional, otras valor permanente; meramente accidental algunas, fundamental otras; verdades y mentiras; aciertos y errores. Hechos que deben aceptarse como son, o que deben ser modificados. Cosas que parecen buenas o quizás no lo son tanto, otras que parecen malas y no lo son en verdad. Realidades de orden temporal o de repercusión eterna. Opiniones y dogmas. Valores y antivalores. A todo lo cual se añaden los deseos y los intereses, los prejuicios, unos y otros matizados por la pasión o por estados de ánimo pasajeros y aún enfermizos. Ante tan diversos factores es indispensable armar a los hijos de una madura y clara capacidad de discernimiento que les evite la desorientación y el descamino. Para ello resulta importante la voluntad, que si no es recta puede llegar a juzgar por bueno lo que no lo es y por verdadero lo que es erróneo. Un caso gráfico de esta predisposición que produce una mala voluntad es la actitud que nos hace ver toda suerte de defectos en las personas que nos desagradan, llevándonos a interpretar mal sus acciones, a pensar mal de ellas por apariencias insuficientes, por sentimiento. Y al contrario. No es suficiente, sin embargo, tener buena voluntad. La formación del criterio es un aprendizaje que los padres deben adquirir, con la gracia de Dios, en primer lugar, fortificando las propias convicciones morales y religiosas, dando ejemplo, reflexionando asimismo sobre sus experiencias, entre sí, con otros padres, con educadores expertos y con sacerdotes. Se trata de ayudar a los niños y a los adolescentes “a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal, y también a conocer y a amar a Dios más perfectamente” (Gravissimum Educationis, n.1). Esta educación de su capacidad de juzgar, de su voluntad y de su fe es todo un arte2. El estudio y la prudencia son necesarios para dilucidar los matices de las cosas, analizar las situaciones y aplicar la teoría de la realidad circundante. Porque una persona con muy buena voluntad, pero que acostumbre dar soluciones repentinas e intempestivas por comodidad o por pereza, responda lo primero que se le viene a la cabeza, ejerza su 1 2
Juan Pablo II. Discurso al Comité de Periodistas Europeos para los Derechos del Niño. 13-I-1979. Juan Pablo II. Discurso al III Congreso Internacional de la Familia. 30-X-1978.
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profesión sin actualizarse, piense que la verdad debe decirse sin importarle poco ni mucho que se lesione la caridad o se cometa injusticia. O, por el contrario, que omita la corrección por comodidad o por temor a herir... Una persona así, por buena voluntad que tenga, no podrá llamarse hombre de criterio. No basta la buena fe para que una cosa esté bien hecha, puesto que la intención recta no puede hacer que una acción objetivamente mala se convierta en buena. El error siempre será error, aunque quien lo cometa tenga buenas intenciones. Y en este caso, el buen criterio será tratar con inmenso cariño a quien juzgamos equivocado y manifestarle nuestra opinión – o nuestra certeza - acerca de su posición. No estaría bien, en este caso, el que por una falsa caridad se apruebe – para no herir su susceptibilidad – lo que objetivamente está mal hecho, desde el punto de vista moral, social, familiar... Para un cristiano, el criterio supremo será juzgar como Cristo, identificándose con su pensamiento, ya que en El están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia3.: tener un criterio cristiano es tener los mismos sentimientos de Cristo4, sentir con la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, conocer y seguir las pautas trazada por el Magisterio confiado al Papa y a los obispos. A esto sólo se llega con la doctrina adquirida mediante el esfuerzo personal y el estudio, convertida en convicción para que se haga viva en el pensamiento y en la actuación diaria. Hay muchos asuntos que no menciona explícitamente la Sagrada Escritura y nada ha definido de manera ordinaria o solemne el Magisterio de la Iglesia. Pero esto no significa que no puedan tener algo que ver la fe o la moral. En ellos debe manifestarse la coherencia de la respuesta de una persona de fe. La voluntad juega un papel preponderante. Debe estar, por lo tanto, rectamente ordenada para poder conducir todas las situaciones hacia su verdadero fin. También la gracia, que eleva las facultades naturales y actúa directamente sobre el entendimiento para ayudarlo a evitar el error, e indirectamente sobre la voluntad para fortalecerla y quitarle las posibles malas inclinaciones. En síntesis: el criterio cristiano requiere de la persona unidad de vida para que piense, quiera y actúe como discípulo de Cristo, no siendo cristiano sólo a ratos, sino dando a todo lo que le rodea una visión sobrenatural al mismo tiempo que plenamente humana. Un cristiano debe tener en cuenta su fe a la hora de enjuiciar los acontecimientos políticos, sociales, económicos, profesionales..., o una obra de arte o de cultura. No se puede limitar a la consideración de un solo aspecto – económico, político, técnico...- y dar por buena la cosa, sin más. Si ésta no guarda la debida subordinación a Dios, que es el criterio último de la fe y las costumbres, su calificación no podrá ser positiva. El aspecto formal – la forma exterior – no es criterio suficiente para valorar un hecho. La perfección de un crimen no le quita el carácter de delito, ni la alta calidad de un poema justifica una injuria, ni un veneno deja de matar porque tenga exquisito sabor... ¿Cómo se forma el criterio? 3 4
Col 11,3. Flp 11, 5.
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Formar el criterio es uno de los aspectos más importantes del ser humano. Es capacitarse para distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, lo cierto de lo erróneo, lo seguro de lo dudoso, lo dogmático de lo opinable, lo fundamental de lo intrascendente, los fines de los medios, lo objetivo de lo subjetivo. Esto exige respeto por la realidad tal como es; evita el subjetivismo, que tiene enormes influencias negativas en la formación personal, porque vuelve al hombre sobre sí, cerrándole el horizonte del fin y de la trascendencia que lo llevarían a que sea cada día mejor. El criterio tiene una relación muy íntima con la objetividad, con el amor a la verdad y con el conocimiento del fin personal y colectivo de los seres humanos. Mencionemos algunos medios concretos que pueden contribuir de manera adecuada a la formación de un buen criterio en los hijos: -La correcta selección de lecturas. El desorden intelectual en la orientación de lo que se lee produce deformaciones del espíritu que pueden desenfocar totalmente el futuro de la vida de los hijos. A ello hemos de volver más adelante. -El estudio serio de las cosas. Es importante no ser superficiales, temperamentales o irreflexivos. Se deben analizar las cosas con frialdad, con calma, para poder conjugar en la respuesta todos los factores que intervienen en la decisión. - El ejercicio de la virtud de la humildad. Una persona sencilla se sabe limitada y comprende que no puede dominarlo todo con profundidad. Entonces pregunta, consulta, oye opiniones y se deja orientar sin considerarse ofendido porque alguien, con mayor experiencia o sabiduría, quiera darle un consejo. -El propio conocimiento. Todos somos limitados y tenemos virtudes al igual que defectos. Quien se conoce bien sabe cuáles son sus debilidades, las acepta sin ofuscarse y se valora adecuadamente de acuerdo a sus virtudes, haciendo uso de ellas para servir y no para lucirlas. Asimismo no emprenderá por vanidad empresas que le desbordan, ni dejará de realizar, por cobardía o comodidad, tareas difíciles para las que está capacitado. - El afán sincero por formarse. Estamos siempre en continuo crecimiento interior. El espíritu es inagotable y tiene un ansia natural de mejorar, de tal manera que se puede garantizar que la formación de un
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hombre dura toda la vida. Quienes, llegado un momento, se creen ya suficientemente formados, dan muestra de inmadurez y falta de criterio. Además, la ciencia evoluciona cada día: es de vanidosos pensar que ya no tiene nada más qué aprender o qué mejorar. A lo único que se llega por este camino es a un complejo de superioridad incómodo, molesto, petulante, que paraliza la madurez y produce – aunque parezca un contrasentido – una infantilización de la persona, que se torna frívola y caprichosa. - El esfuerzo por madurar el juicio. Es necesario, para dar solidez al pensamiento y no dejarlo influenciar de los slogans engañosos de la moda, ni por autores inflados por un boom publicitario, o improvisadores de teorías brillantes que deslumbran momentáneamente pero carecen del peso de un estudio serio y orientado. La persona de criterio no se deja impresionar por la primera idea que le que le salga al paso, sólo porque es nueva o novedosa, ni por las sugestiones de una propaganda que presiona y somete las mentes de los débiles y los inmaduros. - El respeto a la conciencia propia y ajena. Una buena forma de criterio es ser personas de segura conciencia, respetuosa de la intimidad de los demás. Sería falta de criterio forzar a alguien para que actúe en el sentido contrario al que su conciencia le indique, o impedirle que vaya en la dirección que ésta le aconseje, siempre que no sea en perjuicio de otros o de la sociedad; como también sería falta de criterio no informar la conciencia en el conocimiento de las normas que rigen el actuar humano en orden al destino último y eterno. Sobre este tema también hablaremos más adelante. - La aplicación práctica de la virtud de la fe. Es la máxima manifestación de buen criterio. La fe lleva al hombre a seguir confiadamente a Dios que es, en definitiva, el criterio último y supremo de la perfección de todo. Consecuencia de ella será la actitud esperanzada de quien tiene certeza en su lucha y por ello va siempre adelante con seguridad y coraje. Lo cual llevará a la práctica de la caridad, que es el supremo orden de las relaciones humanas, basado en el criterio absoluto de buscar primero a Dios, servir a los demás y encontrar en esa actitud la mayor felicidad. 3. – LA ORIENTACION DE LAS LECTURAS. La educación de la inteligencia y la formación del criterio exigen de los padres un interés positivo y constante en las lecturas de sus hijos. Será incompleta la formación intelectual que no vaya acompañada de un estímulo hacia la buena lectura. La religión, la cultura, la formación social, el cultivo de todos los valores espirituales requieren hoy de muchas horas dedicadas a los libros.
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Un cristiano debe conocer la Sagrada Escritura y considerarla con serena reflexión, ojalá todos los días. Como también muchos libros producidos por la pluma de quienes han meditado la palabra de Dios y la han convertido en vida propia para comunicarla luego a los demás. Pueden bastar quince minutos diarios: pero sin ellos es difícil que un creyente conserve su fe viva y operativa. Lo mismo cabe decir del interés por los documentos que el Magisterio de la Iglesia emite periódicamente para formar la conciencia del Pueblo de Dios, con análisis fundamentados en la Revelación y en la Ley Natural, en los que se da respuesta a todas las inquietudes de la vida cristiana. Desconocer esta doctrina puede ser una grave omisión si lleva consigo el menosprecio de la Palabra salvadora. La profesión también reclama que se amplíen continuamente los conocimientos adquiridos o en proceso de aprendizaje. No basta lo escuchado en las aulas de clase, ni lo recordado en los tiempos de universitario. Libros de consulta, revistas técnicas, ensayos, comentarios de actualización, son fundamento de un buen ejercicio profesional, que no sólo se refiere a quienes ya terminaron sus estudios, sino que llama también el interés de los estudiantes menores, en el bachillerato y también en la primaria. Otro tanto habría que decir de la formación cultural, indispensable, o de la preparación para la vida social, política, deportiva... No hay actividad humana que no ponga en juego el ejercicio de la inteligencia, que no necesite de libros, manuales, revistas... Hay que leer mucho y, por lo tanto, debe aprenderse a hacerlo. Nos referimos al aspecto moral de las lecturas, destacando los límites y los escollos que pueden encontrar los hijos cuando se enfrentan con la avalancha de literatura. El ritmo que impone la vida moderna deja muy poco lugar para la reflexión. Cada día son más intensos los incentivos de la curiosidad. Los jóvenes se sienten inclinados a leer muchas cosas, velozmente y sin profundidad. Prefieren la revista al libro, el periódico a la revista especializada... El afán de novedades lleva a leer todo lo que cae en las manos, sin buscar consejo antes, ni hacer labor de discernimiento después. Por otra parte, hoy también se escribe mucho: de un lado, porque ha quedado abierta la posibilidad de escribir cosas ligeras, que no requieren largo esfuerzo: ensayos, comentarios, conferencias que luego se recopilan. Y, de otro, porque muchos sienten una extraña necesidad de hablar y escribir cualquier cosa. El mundo se está inundando de papel impreso. Hay libros de mucha calidad, instrumentos eficaces para una buena formación personal. Libros altamente aprovechables y útiles. Otros, por el contrario, aparecen escritos por gente sin mucho criterio, indoctos de buena fe que tratan temas que no conocen a fondo o de cuyas implicaciones doctrinales no miden las consecuencias y, más que orientar, desconciertan. No falta, además, el coro de voces – bien concertado - que intenta vulnerar los principios fundamentales del Cristianismo y de la fe católica, o la moral natural. Unos, abiertamente; otros, de manera solapada, visten sus escritos con colores de arte, de libertad de pensamiento, de afanes sociales y hasta de caridad. Son los sembradores de la confusión doctrinal.
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Finalmente no se puede ocultar que existen comerciantes del vicio y la pornografía, traficantes de ideas – escandalosas, exóticas, llamativas – que sólo pretenden lucro con sus publicaciones, en una época en que más parece importar el eco que despierta un escrito – el boom publicitario - que su mismo contenido ideológico o moral. Esta es la gran traición del siglo bibliográfico – dice el escritor colombiano Héctor Ocampo -; la pavorosa insidia de la literatura con destino mercantilista, halago de baratijas que invade las vitrinas de los comercios, juguetes de pasatiempo. Son los libros ladrones especializados en robar tiempo, dinero, atención y vida. Bajo su domino los lectores se aletargan y embrutecen. Hay lecturas como los venenos sutiles que matan sin desgarramientos la vida interior y esterilizan el espíritu. Es falso entonces aquello que dicen los libreros: no hay libro malo. Sí los hay, pésimos, por insulsos, por engañosos, con sus deslumbrantes carátulas en contraste con la ordinariez de contenido. Hay libros para probarlos, otros para devorarlos y unos pocos para masticarlos y digerirlos, acotaba Bacon en sus ensayos1. Y cada año aparecen innumerables títulos nuevos, tantos que resulta absolutamente imposible soñar siquiera en conocerlos todos aunque sólo sea superficialmente. Tantos libros con temas interesantes, con ideas verdaderamente renovadoras, con doctrina sana y positiva, que no se alcanzan a leer porque quizás están llegando a las manos muchos folletos, revistas, suplementos de prensa, novelas, tiras cómicas, literatura deportiva... Gran cantidad de papel impreso, que obliga a hacer selección prudente de acuerdo a una finalidad propuesta en la vida personal. Si no se hace, estaríamos desperdiciando buena parte de la vida. Sobre esto se debe hablar con los hijos desde muy temprano, para evitarles un desgaste inútil de inteligencia y voluntad. El filósofo colombiano Luís López de Mesa escribía: Nos agotamos en una loca incertidumbre. Esos nueve mil volúmenes de producción científica y literaria de un país en sólo un año pudiéramos resumirlos en un folleto de dos horas de lectura en cuanto tiene de verdaderamente eficaz para el progreso; de donde el que pudiéramos decir que hoy consumimos una energía mental doscientas mil veces superior a la efectiva, lo que nos coloca ante el problema de un desperdicio extravagante de la inteligencia humana. Evitar a las generaciones futuras esa dilapidación de horas que hemos hecho nosotros en la lectura de centenares de libros de contenido insustancial deletéreo. Proclamar el ahorro de la inteligencia humana, como se ha proclamado el ahorro de ese otro valor que tan inferior le es, de las riquezas materiales... No está lejos el día en que la producción literaria, como los alimentos y los medicamentos, tenga un censor de oficio que sin destruir la iniciativa individual indispensable, prevenga al público de que lo que va a consumir vale o no vale su esfuerzo mental y su dinero. No es justo que defendamos el estómago de una mala leche y no protejamos el cerebro de un atropello de flagrantes necedades2.
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LOPEZ DE MESA, Luis. La sociedad contemporánea, citado por Héctor Ocampo.
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Esta es una enorme verdad. Se escribe muchísimo más de lo que es posible leer en una vida. Si no se selecciona bien, se expone uno a perder no solamente el tiempo, sino también la oportunidad de conocer lo que sí vale la pena, de formarse en los mejores valores, desarrollar los mayores talentos. Y, en el orden sobrenatural, puede ponerse en peligro la fe y, con ella, la misma vida eterna. Expresa mucha vanidad y poco sentido común quien piensa que todo lo que caiga en sus manos puede leerlo con provecho. Es de seudo-sabios pretender conocerlo todo y experimentar por sí mismos toda clase de literatura. De esta manera se puede caer inerme en el error, que no se sabe distinguir, por no querer acoger el juicio de personas de criterio. Hay que ayudar a los hijos a valorar la importancia de la asesoría personal en sus lecturas. No se lee impunemente por mera distracción o por pasar el tiempo: conviene saber qué se lee y para qué. De manera equivalente al buen juicio en la selección de alimentos y bebidas: para lo cual se exige al menos cierto conocimiento de dietética o el consejo de un experto. A los padres corresponde, junto con el colegio, la orientación literaria de sus hijos. Es un grave deber paterno encaminado al descubrimiento de los genuinos valores humanos y a la leal orientación y sentido crítico de lo quieren leer. La fidelidad a la Iglesia, Madre y Maestra de la verdad, les impulsa a cuidar con cariño el depósito de la fe y la moral confiado a la Esposa de Cristo. Advertir lo que está mal en estos terrenos no es abuso de autoridad, sino aviso necesario. Equivale al que daría un gobierno prudente a través de sus organismos de salud, si supiera que determinadas aguas vienen contaminadas, algunos alimentos son nocivos, o ciertas drogas producen efectos secundarios peligrosos para la salud de los ciudadanos. Las madres hacen bien cuando ofrecen a sus hijos comida abundante y sana, o cuando impiden con claridad y fortaleza que consuman lo que les puede ser nocivo. ¡Tanto más si tiene efectos tóxicos o venenosos! El más pequeño requiere mayor cuidado, pero los años no son tampoco garantía de poder ingerir veneno sin sufrir las consecuencias. Tan imprudente puede ser dejar un veneno entremezclado con las botellas de vino en una despensa familiar, como permitir que en la biblioteca familiar se encuentre, al alcance de todos, cualquier clase de libros sin distinción alguna. Con estas razonables precauciones no se afecta la libertad sino que se encauza la inteligencia de acuerdo a una norma segura, por encima del capricho y la arbitrariedad. Aunque a veces cueste dinero corregir la equivocada compra de un libro sin garantía previa de su verdadero valor. Resulta edificante, por el heroísmo que manifiesta, el entusiasmo de un grupo de primeros cristianos estimulados por la predicación de San Pablo: Muchos de los que se habían dado al ejercicio de vanas curiosidades hicieron un montón de sus libros y los quemaron a la vista de todos; llegando a calcularse el precio de los quemados en cincuenta mil monedas de plata; tan poderosamente crecía y se fortalecía la palabra del Señor4. 4
Hch 19, 19-20.
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Y no mencionemos sólo motivos sobrenaturales. No hay quien niegue razón al Cura y al Barbero en el divertido pasaje de Cervantes, varias veces citado por Monseñor José María Escrivá de Balaguer, cundo pretenden dar buena cuenta en el fuego de todos esos libros autores del daño a la salud mental de D. Alonso Quijano. Un detenido escrutinio y una hoguera enorme para las importunas novelas causantes de la locura caballeresca del señor D. Quijote de la Mancha5. Obligaciones de caridad y de justicia mueven a advertir a parientes y amigos acerca de la calidad de los libros que tienen en sus bibliotecas o piensan adquirir. Libros: no los compres sin aconsejarte de personas cristianas, doctas y discretas. – Podrías comprar una cosa inútil o perjudicial ¡Cuántas veces creen llevar debajo del brazo un libro... y llevan una carga de basura!6. Es oportuna la adecuada selección de libros y materias. Una obra que puede leer sin peligro una persona formada o con larga experiencia en el campo respectivo, podría ser perjudicial para otra más joven, con menos formación y sin capacidad de discernimiento. Incluso, un libro que en determinadas circunstancias de serenidad resulta inocuo para alguien, puede ser nocivo para esa persona en circunstancias o estados emocionales diversos. La formación de los hijos requiere orden, equilibrio, dominio de las pasiones, sentido cristiano de la vida: y este aporte no lo facilitan todos los autores, por muy en boga que estén. No todo libro merece leerse. Ni siquiera aquellos convertidos en best seller por la publicidad, en moda que con frecuencia pasa y se olvida. Esquivar las espinas al coger las rosas, era el buen consejo que brotaba de los labios de San Basilio, como norma acertada para un hombre prudente7 . Pío XII comparaba alguna vez el efecto de ciertos libros al de la mosca tsé tsé de los bosques tropicales del África: su picadura produce a lo más una ligera irritación local, pero inocula deletéreos tripanosomas; cuando los síntomas del mal se manifiestan claros, es ya demasiado tarde para poner remedio. Muchos libros adormecen igualmente la conciencia, deslizando a quienes los frecuentan hacia el debilitamiento de su fe o de sus reservas morales: un libro dejado al azar en la mesa del padre puede minar en el hijo la fe de su bautismo; una novela abandonada en el sofá o en la alcoba por la madre puede ofuscar en la hija la pureza de su primera comunión. Por esto es tan valiosa la orientación que la Iglesia hace a los educadores, y la que estos a su vez trasmiten a sus hijos. San Josemaría la comparaba a señales de tránsito en una carretera, que a ningún prudente molestan: las que indican que el piso es resbaladizo, la curva estrecha y prolongada, la dirección prohibida o el puente demasiado estrecho, o cuál es el camino más corto para llegar a determinado sitio. Naturalmente, los padres de familia no exagerarán la actitud de calificar como totalmente malos los libros que contengan algún planteamiento erróneo o inmoral.
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Miguel de Cervantes, D. Quijote de la Mancha. Parte I Cap. VI. Camino, n.339. 7 Cfr. Ángel García Dorronsoro, Presentación del libro Cómo leer la literatura pagana. S. Basilio. Ed. Neblí. Rialp. Madrid (España). 6
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Pueden tener cosas buenas y, si hubiera que leerlos, por razones de estudio o de investigación necesaria, bastará advertir dónde se encuentra el error y cómo se refuta. Pero aún en esos casos resulta honesto aclarar, si es oportuno, la posibilidad de que el valor positivo de tal libro quede demasiado oculto por los puntos negativos. Entonces habrá que medir bien las razones y las circunstancias. Porque aún, mezclado con miel, el veneno sigue siendo mortal. Con mayor razón, conviene precaverse de aquellas publicaciones, bien escritas y valiosas literariamente, que atacan valores cristianos o a la Iglesia misma. Detenerse en ellas sería tan absurdo como recrearse leyendo algún panfleto que contuviera ataques a la propia madre, por el hecho de que está muy bien escrito. El mismo Jesucristo advierte a los suyos: Estad alerta y guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos9; es decir, de ese poco de fermento que, aún mezclado con harina buena, todo lo trastorna: un poco de fermento corrompe toda la masa10. Lo que se lee, sobre todo si está bien escrito, tiene gran influencia en el destino de cada persona. No es bueno fiarse, creyendo que se está inmune de la influencia de un libro: una persona discreta no va por el campo tomando toda clase de frutos para probarlos; primero se entera si son comestibles. ¿Qué hay que probarlo todo, y luego quedarse con lo bueno? No se actúa así, ni siquiera con las medicinas hechas para beneficio de la salud. Hay que saber bien cuál se consume en cada caso y en qué dosis concreta. El uso no lo decide el color, ni el sabor, ni la oportunidad de obtenerla fácilmente. No es sensata la postura de quien piensa que debe experimentarlo todo para poder actuar después con libertad. A un médico, para saber qué es y cómo actúa la tuberculosis, le basta con estudiarla. Tampoco justifica la lectura de todo, el afán razonable de estar al día. Es verdad que sí importa estar muy informado; pero es sin duda más importante estar bien informado, llegar a ser una persona de criterio. Una persona no es más por lo mucho que ha leído, sino por sus virtudes, sus valores y sus ideales. La lectura ayuda, pero si se digiere bien, y se analiza; de otra manera estorba. El interés desmedido por estar al día hace que los hijos caigan a veces en las redes de revistillas y folletos que narran detalladamente todas las pequeñeces que ocurren cotidianamente, pero luego pasan sin dejar huella en la historia de los hombres. Pueden servir como esparcimiento, descanso o diversión: pero hay que procurar que no se pierda de vista lo fundamental. Con qué detalles cuentan a veces en la mesa algunos muchachos las incidencias de un partido de fútbol o los nombres de los integrantes de todas las selecciones de un determinado país o los ganadores de un sinfín de competencias olímpicas... Pero desconocen el nombre de los ríos de su propio país, o los hechos históricos, culturales y sociales que contribuyeron a formar su nacionalidad, o los más elementales principios de su propia religión. No está mal que se conozca lo uno, pero sin descuidar lo otro.
9 10
Mt 16. 6. 1 Co V. 6.
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Estos y muchos otros, son aspectos para ir tratando en familia, en esos diálogos personales con sabor de hogar. Que amen los libros y los manejen de cerca. Que cultiven el gusto por la poesía, la buena literatura, la historia, el arte... Que se dejen guiar por tantos maestros de criterio que despiertan inquietudes positivas o amplían el horizonte de la vida en sociedad, de la cultura y de la moral. Los libros han de ser tesoros de la casa y de los colegios. Tratados serios de carácter científico o ensayos breves; libros de historia o biografías; novelas, teatro, poesía...; enciclopedias o colecciones de temas especializados... Pero hay que intentar de seleccionar lo mejor, lo que más aporta a la formación de los hijos. O, al menos, lo que proporciona un sano esparcimiento y entretiene sin deformar los valores ni perder de vista el fin de la lectura y de la vida entera: aprender a amar a Dios y a los demás: Aprender a servir. 4- EDUCACIÓN DE LA SEXUALIDAD. La sana educación de la sexualidad es de tal trascendencia en la formación de la juventud, que necesita capítulo aparte, porque toca muy íntimamente el misterio del amor, o sea el misterio de la vida entera. El hombre tiene que aprender a querer, porque el amor sobrepasa al instinto: éste no le basta. El amor humano envuelve todo el ser: cuerpo y alma, afectos, emociones y pasiones, inteligencia y voluntad. Actúa con tanta fuerza que impulsa a las mayores locuras, a grandes heroísmos: El amor es más fuerte que la muerte1. El amor es impulso a comunicar lo que se tiene y a convivir con el amado, es inclinación y adhesión a un bien en sí mismo y a la persona que lo posee, es superación de la individualidad egoísta. El amor tiende a la unión y la supone, pues se halla precedido, constituido y seguido por ésta. Santo Tomás lo explica así: La unión implica respecto al amor una triple relación. Hay una primera unión que es causa del amor, y esa es: la unidad sustancial, por lo que se refiere al amor con que uno se ama a sí mismo, y la unión de semejanza, por lo que toca al amor con que uno ama a otro. Una segunda unión es esencialmente el mismo amor, y ésta es la unión por sintonía de afectos, la cual se asemeja a la unidad sustancial en cuanto, en el amor de persona, el amante se comporta con respecto al amado como consigo mismo, y en el amor de cosa, como algo suyo. Una última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el amante busca con el amado; y esta unión es según la conveniencia del amor; y así cita Aristóteles una frase de Aristófanes que dice que los amantes desean de dos hacerse uno; pero toda vez que sucedería que o los dos o por lo menos uno de ellos se destruirían, busca la unión que es conveniente y adecuada, a saber: la convivencia, el coloquio y otras parecidas2. Amar, por tanto, no es tener afectos pasajeros, ni emociones fuertes, ni dejarse llevar por impulsos de la pasión, ni satisfacer los apetitos de la sexualidad. Comprende estos aspectos, pero va mucho más lejos. Si fuéramos a describirlo con frases cortas, podríamos decir que: 1 2
Cantar de los Cantares 8, 6. Suma Teológica, I-II q. 28. a 1. ad 2.
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Amor es: - respeto a la intimidad de la persona amada, - entrega personal sin egoísmos, - espíritu de sacrificio, respeto a la dignidad del ser humano, - uso de la razón, que contrarreste el desbordamiento animal de las pasiones, - conocimiento y respeto a las leyes de Dios, para evitar el subjetivismo relativista y la moral de situación. - ... Es muy probable que la gente joven oiga hablar de amor en un sentido ya degradado, simplemente como sinónimo de placer sexual, egoísta, incluso en el caso – y es lo frecuente- de que sean dos egoísmos que se ponen de acuerdo en la mutua utilidad de los cuerpos. Amor no se identifica con sexualidad; amor y sexualidad pueden ir juntos, pero se da también amor auténtico sin sexualidad (amor paterno, amor filial, amor de amistad...). Otra prueba de que amor y sexualidad no son sinónimos es que se da sexualidad sin amor: por ejemplo, en las diversas formas de deformaciones sexuales. Es necesario por todo esto rechazar la ecuación amor-sexo3. Lo anterior nos alerta a los padres a vivir atentos para ofrecer a los hijos una verdadera educación sexual. Su Santidad Juan Pablo II advirtió: "La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos. En este sentido la Iglesia reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que observar cuando coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los padres”46 amor da calidad y peso al trabajo, a la vida; es todo lo contrario del egoísmo, porque su fundamento es darse en el ámbito de lo verdadero, lo bueno, lo hermoso. Es olvido de sí mismo al tiempo que se brinda y se obtiene felicidad sin necesariamente recibir placer. Y esta distinción es importante: la felicidad, en cuanto engendrada por el amor, es eterna; el placer sólo se da a ratos4 El
Por eso, el amor es compatible con el dolor, e incluso el dolor puede convertirse en felicidad si hay amor verdadero. Juan de la Encina, un poeta castellano del siglo XIV, dice: Mi vida es toda de amor- Y si en amor estoy ducho- Es por fuerza del dolor – Pues no hay amante mejor – que aquel que ha sufrido mucho. El que ama de verdad, se olvida tanto de sí que hasta se olvida del mismo sacrificio mientras se sacrifica. Amor y egoísmo son incompatibles. Esto nos coloca frente a un hecho importante: no se puede lograr una completa formación de la sexualidad si ésta no se halla integrada con la educación de la
3
GOMEZ-PEREZ, R. Jóvenes rebeldes, Col. RIVE. Ed. Prensa Española - Magisterio Español. Madrid 1976, p. 115. 46
Juan Pablo II, Exhortación Apostólica sobre la Misión de la familia cristiana en el mundo actual (Familiaris Consortio), n. 37, 22 de noviembre de 1981. 4
ALVIRA. R. Qué es la libertad. Col. RIVE. Ed. Prensa Española- Magisterio Español. Madrid .
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afectividad, en cuyo marco se entiende mejor la delicadeza exigida por toda relación amorosa y se forma más fácilmente la conciencia en el plano del amor5 . La sexualidad humana tiene una profunda conexión con la unidad de la persona y debe ponerse en dependencia inmediata de la razón y de la voluntad. Se hace necesario captar simultáneamente el secreto de la interacción biológica con lo específicamente humano. Por eso queremos evitar el término educación sexual, tan cargado actualmente de instrucción biológica y anatómica, en el que, con frecuencia, se confunde sexualidad con genitalidad, de la cual ésta es sólo parte relacionada de modo directo con la reproducción. Aunque estas dos realidades no se pueden separar por completo, deben considerarse en forma independiente, ya que se refieren de manera diversa – en extensión y profundidad – a la persona singular. Hay que tener una visión positiva de la sexualidad, apreciarla como factor importante en la integración de la conducta total del ser humano y buscar el mejor comportamiento pedagógico para formar en los hijos una afectividad normal, una conducta equilibrada. Gran incidencia tiene en la juventud el erotismo ambiental, acompañado del uso y abuso de la pornografía como medio de enriquecimiento pecuniario de unos pocos, con el empobrecimiento humano y moral de otros muchos. Todo esto ha provocado una sensible pérdida del pudor, una terrible confusión acerca de lo que es el matrimonio y una inmadurez notable para los compromisos de fidelidad que el amor reclama. Existe ansiedad, verdadera angustia en muchos padres al observar con asombro cómo las normas que aprendieron en su juventud son hoy pisoteadas, minusvaloradas o desconocidas por sus hijos. A veces, porque los mismos educadores no las viven; o porque no saben transmitirlas con eficacia y convicción. Actitudes insuficientes. Ante tal situación querríamos destacar algunas actitudes, que resultan insuficientes a la hora de enfrentar los padres el asunto. -
En primer lugar, esa postura de indiferencia que a veces se toma, pensando tal vez que el caso es desesperado. Algunos padres cómodos y cobardes, desconocedores de sus deberes y de la responsabilidad que les corresponde en el presente y el futuro de sus vástagos, dejan que ellos busquen sus propios derroteros, sin guía y sin ayuda.
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Otras veces es la permisividad moral, que deforma la conciencia o la declara independiente de la ley moral y del respeto a la naturaleza de las cosas, para dar paso al libertinaje sexual con una conducta más propia de los animales. Es consecuencia de la crisis de valores en que está cayendo la sociedad al rechazar cualquier norma, por alta y noble que sea, poniendo en tela de juicio todas aquellas verdades en que la humanidad ha creído por centurias.
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Cfr. GARCIA HOZ, Víctor. ¿Educación sexual o educación de la afectividad?. Revista TERTULIA,. Suplemento n. 2, Madrid .
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Tal estado de cosas conduce a una moral de situación, que podría describirse propiamente como un mimetismo que trata de adaptar la norma a las condiciones cambiantes y arbitrarias del capricho, por falta de esfuerzo para adecuar la vida a los exigentes criterios de una moral natural o sobrenatural. Y aquello que, por corrupción o por debilidad, se ha hecho frecuente, se empieza a aceptar como normal y, por ende, justificado y aceptable.
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De donde se llega a un naturalismo degradante del ser humano a niveles inferiores, por desconocer lo verdaderamente propio de la naturaleza del hombre: su racionalidad, su libertad, que lo hacen plenamente responsable de todas sus actuaciones, de acuerdo al fin que se proponga, al objeto mismo de su acción y a las circunstancias en las cuales se desenvuelve. Si bien los animales no necesitan de la guía de la razón - que no poseen - y la naturaleza les regula sus acciones instintivas, el ser humano debe proponerse un fin y manejar con su voluntad todo impulso y tendencia. Además, la persona no se justifica a sí misma ni en su origen ni en su destino, pues estos, por ser trascendentes le vienen ya dados por el Creador.
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El imperio de la moda y de las novedades que influyen casi despóticamente sobre las costumbres y producen una auténtica masificación que puede llevar, si no se detiene a tiempo, a una civilización sin personalidad, que sólo quiere ensayar cuanto hacen los demás. Crece paulatinamente la influencia de ciertas revistas cada vez más descaradas en su desbordado interés por lo sexual, como si fuera lo único importante. Proliferan las publicaciones pseudocientíficas que bajo una apariencia de seriedad informativa ocultan la más sutil y peligrosa pornografía.
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A esto se añade una especie de angelismo ingenuo e inocente para el cual nada es malo si se hace con buena intención. Es producto del desconocimiento de la naturaleza humana, afectada por el pecado original al que se suman los pecados personales. De este modo, algunos consideran la tendencia sexual como un impulso inocente que puede satisfacer a toda costa y establecen el placer como meta final, como objetivo salvador de toda conducta humana. Llegan a atribuirle efectos de “equilibrio” y “realización” de la persona como tal. El hedonismo, establecido como filosofía de la existencia, suprime la referencia a una finalidad trascendente y a un compromiso creador de la vida del hombre. Dios queda sustituido por el goce supremo de los apetitos sensibles.
Los padres, primeros educadores de la sexualidad de sus hijos. “La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una cultura que << banaliza>> en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona –cuerpo,
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sentimiento y espíritu- y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor” 47. El ambiente que se respira ahora en este campo pide un poco de serenidad y de sosiego. No es éste, evidentemente el tema primero de la pedagogía familiar. Sin embargo, tampoco se le puede mermar importancia y debe ser tratado con seriedad y hondura en las conversaciones habituales, sin desorbitarlo, sin convertirlo en algo misterioso. Con libertad, amplitud, calma. Evitando posturas timoratas y oscuras, también lo contrario: esa obsesión por hacer girar toda la educación en lo sexual, como si fuera el eje del existir. Es verdaderamente oportuno y conveniente que sean los padres quienes den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que aprendan algo – que es en sí mismo noble y santo – de una mala confidencia de un amigo o de una amiga. Esto mismo suele ser un paso importante en ese afianzamiento de la amistad entre padres e hijos, impidiendo una separación en el mismo despertar de la vida moral6. " Para los padres cristianos la misión educativa , basada (...) en su participación en la obra creadora de Dios, tiene una fuente nueva y específica en el sacramento del matrimonio, que los consagra a la educación propiamente cristiana de los hijos, es decir, los llama a participar de la misma autoridad y del mismo amor de Dios Padre y Cristo Pastor, así como del amor materno de la Iglesia, y los enriquece en sabiduría, consejo, fortaleza y en los otros dones del Espíritu Santo, para ayudar a los hijos en su crecimiento humano y cristiano" "(....) con el sacramento del matrimonio (...) el hombre y la mujer se unen para educar la prole y educarla en el culto a Dios". "La conciencia viva y vigilante recibida con el sacramento del matrimonio ayudará a los padres cristianos (...) a edificar la Iglesia en los hijos"48. Los hijos deben tener la oportunidad de consultar con sus padres todo lo que les pueda inquietar en ese campo y en cualquier otro. Así sucederá si el clima familiar, la solidez y estabilidad conyugal, la sincera unión, la naturalidad y el diálogo facilitan la formación sexual y toda otra que se pretenda dar. Desde luego, que no tengan ni la más lejana impresión de que cuanto está relacionado con el sexo es malo, o rodeado de misterio. Conviene tratarlo, eso sí, con la delicadeza de las cuestiones personales, que no se esparcen a los cuatro vientos, como se hace con muchos asuntos corrientes, no por ser malos o vergonzosos, sino por pertenecer a la intimidad de cada uno. Y que haya sinceridad y claridad. Que pregunten cuanto quieran, porque se les contestará siempre con la verdad; y si no se sabe contestar enseguida, investigar, consultar y luego dar la información. Acostumbrarlos a que para cualquier duda e inquietud encontrarán siempre respuesta: sincera, honrada, respetuosa; no se les podrá mentir ni poco ni mucho, porque sería una traición que los hijos no perdonarían.
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Juan Pablo II. Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, 1981, n. 37. Josemaría Escrivá. Conversaciones, n. 100. 48 Juan Pablo II, l. c., n. 38 6
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Hay que educar a los niños en todos los sentidos, y uno muy importante es el de su sexo. Su misión en la vida de acuerdo con el sexo a que pertenecen. Hay que enseñarles, prevenirles, advertirles del por qué de ciertos fenómenos que vendrán con la pubertad y el por qué de la atracción que un día sentirán por personas del otro sexo. Hay que hablarles claro del papel del matrimonio, de la unión entre hombre y mujer y de sus fines; del importante, trascendente papel de Dios en todo esto y en los demás aspectos y facetas de la vida. Y todo con naturalidad, con normalidad, con serenidad, sin misterios absurdos, sin angustias, pero sin reducir el amor humano a esquemas puramente animales7. Mantener abierto el puente de la amistad y la confianza mutua. Dialogar implica siempre comprender, penetrar profundamente en la persona y en la mentalidad del otro, ponerse de su parte y ver el mundo por sus ojos para captar mejor sus puntos de vista, sus luchas y dificultades personales. La comunicación educador-educando requiere tiempo, cariño, dedicación, paciencia y mansedumbre. Jamás escandalizarse ante las miserias ni dramatizar o exagerar los errores del niño o las fallas del joven. Conversar sin prisas, sin agobios, dedicando a estas charlas las mejores horas sin descanso, sin cansarse. Dar la sensación de estar muy ocupados, de tener entre las manso demasiadas cosas “importantes”, es cerrar la puerta al intercambio de intereses, de afectos, de conocimientos. El diálogo implica un verdadero deseo de respetar la intimidad del hijo y su propia responsabilidad de criatura de Dios, libre. No cosificarlo. No dominarlo. No coartarlo. Porque así ese diálogo se convertiría en monólogo. En la educación de la sexualidad, acaso por falta de una serena actitud, una mente limpia y una intención recta, ha habido con frecuencia exageraciones y deformaciones. A veces demasiada timidez; o interés excesivo por todo lo que sea sexual, con cierto desprecio de cualquier valoración moral, haciendo que el sexo entre como un accesorio más de la civilización de consumo, para comerciar con él sin cortapisas. Si algunos limitaron antes la pedagogía sexual a una simple continencia, otros estudian lo sexual en el hombre con el mismo lenguaje que se utiliza en perros y caballos, limitándolo al mecanismo de la reproducción. La pedagogía veterinaria ha surgido en contra de una pedagogía verdaderamente humana, en la que el influjo de la gracia ha llevado al hombre a una perfección que lo convierte en principio de operaciones divinas8. ¿Cómo hablar a los más pequeños? Muchos padres se preguntan sobre la manera práctica y eficaz de tratar estos temas con los hijos pequeños, y cuál será el mejor momento para iniciar estas conversaciones. Lo primero, intentar que éstas sean muy confiadas, muy personales y siempre en la 7
OLIVEROS F. Otero. La educación de los hijos. Cfr. Soria, José Luis. El sentido trascendente de la sexualidad humana, en la revista PALABRA, n. 62. Madrid (España).
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presencia de Dios. Hay que perder el miedo a decir las cosas. Basta hablar con sencillez y claridad, sin vulgarismos, evitando las palabras vagas o de difícil interpretación. Se puede consultar algún libro especializado que brinde expresiones correctas para cada explicación. Pero no es necesario ordinariamente, e incluso en algunas oportunidades podría ser contraproducente por la falta de prudencia de ciertas publicaciones que se precian de educativas o de científicas, cuando más bien son deformadoras de la mente infantil. Además, los términos o conceptos de “libro” podrían restar naturalidad a la conversación. El lenguaje del cariño y el conocimiento personal del tema y del hijo, dan más luz que ninguna otra fuente. Y los padres cuentan con algo insustituible: la gracia de estado, la acción del Espíritu Santo que interviene en la formación de los hijos que Dios les confió. En general los niños comienzan a interrogarse muy pronto acerca de su propio cuerpo, de su origen y de cómo llegaron a este mundo. Los más tímidos e introvertidos quizás no se atrevan a hacer preguntas concretas y prefieran hacer razonamientos deductivos que muchas veces los llevan a conclusiones enrevesadas y comentan con sus amigos, hermanos o primos, o se enteran por conversaciones de compañeros mayores oídas al azar, o deducen de revistas y libros tomados a hurtadillas, o de planteamientos hechos en algún programa de televisión. Otras fuentes de respuestas son las clases de biología o las muy tempranas de “educación sexual” en los colegios, no siempre con buen criterio ni sana orientación. Ante esta alternativa no cabe duda que los padres deberían tomar la delantera a la falsa o errónea, y siempre nociva, información. Entre otras cosas porque aquí no se trata de enterar sino de formar. Entonces lo razonable será anticiparse a las preguntas; o, al menos, estar muy preparados para contestar a la primera que hagan con cariño y naturalidad, correspondiendo así a la sencillez del niño que plantea situaciones que podríamos calificar de imprevisibles. Dar una formación sexual a los niños no consiste tanto en saber qué hay que decirles, cuanto en que hay que decírselo y, sobre todo, en el momento adecuado. Al contrario de lo que muchos suponen, la educación sexual es más un problema de los padres que un problema de los hijos...9. Realmente no se trata de un aspecto aislado que se da en un momento preciso o en unas circunstancias específicas. Es una secuencia en la vida cotidiana. Por eso comienza muy temprano, no tiene fecha fija ni se atiene a un problema definido del niño: es educación a secas, de cada día. Brota del acuerdo y armonía de los padres que aceptan y comprenden la profunda significación de la 9
Cfr. ROLANDO MICHEL, Marianne. Educación sexual en la familia. Edit. Mensajero. Bilbao (España), pp. 15 y 16. (Este libro contiene muy buenas ideas, prácticas, concretas, simples, sobre la manera de presentar toda la vida sexual a los niños).
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paternidad al dar la vida en un instante de amor y continuarla, perfeccionarla, completarla en una prolongación ininterrumpida de ese mismo amor. ¿Hablar o callar?... ¿Cómo hablar a los niños? La excesiva palabrería podría denotar una preocupación nada normal. Y el temor de tocar el tema, como una especie de “tabú verbal” o de falso pudor que se niega a reconocer el nombre de las cosas, es también inadecuado. Hay que evitar el estar mencionando, sin ton ni son, el asunto de la sexualidad, con pretexto de ser naturales. Y el extremo opuesto de bajar la voz, como si se tratara de un misterio vergonzoso. El niño experimenta desconcierto cuando los mayores callan porque él entra, y a la lógica interrogación que formula le responden evasivamente: “no lo puedes comprender ahora...”, “eres demasiado pequeño...”, “no es cosa de niños...”: con una afectación nociva. Es cierto que los asuntos concernientes a la pareja deben tratarse en el cálido ambiente de una conversación íntima, delicada. Con la frecuencia necesaria, sí, para tratarlos con suficiente amplitud y sinceridad. Y sin turbaciones cuando los hijos penetran más de lo previsto, así como averiguan sobre tantos asuntos comunes y corrientes de la vida diaria. Debe satisfacérseles cualquier curiosidad en la medida de su intelección. Cuántos adolescentes piensan que sus padres rehusaron explicarles las realidades de la vida, por feas o vergonzosas. Los culpan de confuso sentimiento que distorsiona y falsea desde su origen todo su mundo sexual, en el cual, por falta de claridad y amor, sólo perciben suciedad. Es decir: demasiada crudeza o demasiado silencio pueden ser tan perjudiciales como deformadores. El niño no tanto necesita prohibiciones cuanto verdades. Exige nociones positivas que le ayuden a situar en una escala de valores segura los hechos que observa en sí mismo y en su entorno; ya no necesita una serie de barreras y obstáculos sino un ideal al que tender. Anhela, en fin, la posibilidad de comprender la sexualidad no sólo en el plano intelectual y afectivo, sino también en el plano moral10 Hay padres que se quedan muy tranquilos cuando sus hijos parecen no interesarse nunca por incógnitas de esta índole. Piensan que están frente a un ángel. Puede suceder que no pregunten porque nada les inquieta – algo sumamente improbable -, o porque los padres no han inspirado la suficiente confianza que les haga abrir el corazón; entonces acuden a los amigos mayores o a libros y revistas tomados a escondidas. -
Tales problemas no interesan a mi hijo...; por suerte aún no piensa en esas cosas...
Actitud errónea, además de ridícula: despreocuparse tomando los deseos como realidades. De ser cierta la afirmación de dichos padres, habría razón para alarmarse. El silencio de un niño en materia tan vital puede significar que algo anda mal: un posible
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BERGE.A., L´Education sexuelle chez l´enfant. P.U.F. París .
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conflicto en su desarrollo psíquico o una inhibición que le impide alcanzar el nivel de evolución normal. Fuera de este caso de mutismo que puede ser patológico, cuando los hijos callan es señal de que algo no marcha bien en las relaciones con sus padres. El niño quizás sabe, por haberlo ya intentado, que esquivarán sus preguntas, que no le dirán la verdad. Han respondido de modo insatisfactorio porque consideran “malsana” su legítima curiosidad. Cuando el niño calla, sucede lo peor: la inhibición de los padres se ha proyectado en él. Atemorizados por el término sexual, olvidan que en cada momento están realizando la educación de sus hijos. Aquí radica el meollo del problema y, a la vez, su causa. La educación es unitaria, cualesquiera que sean sus atributos, impartida sin encasillamientos, con las palabras, la actitud, la vida. Los padres son irreemplazables en este diálogo perenne. Que el hijo encuentre en ellos interlocutores válidos, presencia afectiva y moral, disponibilidad continua. Lógico será provocar el diálogo, aprovechando cualquier oportunidad que se presente: la apertura de una flor, el nacimiento de una hermana o de un vecino, el apareamiento de los animales observados con curiosidad por el niño en una finca donde está de paseo. Llena de naturalidad, esta conversación podrá seguir el proceso de ir desvelando paulatinamente, según la edad, los misterios de la generación y del amor humanos, y respondiendo a las nuevas inquietudes que plantea. La educación de la sexualidad en la familia no se da, pues, rígidamente programada. Las mejores enseñanzas se reciben como por cucharaditas, cuando se ha creado un clima de intensa situación educativa y el niño está interesado, atento, reflexivo. Ahí los padres pueden vivir lo que en realidad son: los maestros natos, los mejores amigos, padres cabales. Pueden preguntarse cómo hubieran querido que fueran con ellos sus propios padres. Escoger lo conveniente de aquella época más o menos lejana, y desechar lo que les dejó inquietudes sin resolver o problemas concretos que tal vez hayan tenido que seguir cargando durante mucho tiempo. La experiencia les puede servir de ayuda y el esfuerzo de darles una educación integral sana, hará que los hijos caminen livianos por la vida. Más útiles, sin lastre, mejores educadores a su vez. Cuando, a pesar de todo lo dicho, los padres prefieran confiar en el colegio o en personas de criterio seguro, en sacerdotes, esta faceta de la formación de sus hijos, deben tener en cuenta que nunca la responsabilidad es delegable. Pero si es tal su inhibición, pueden entonces convenir que – de manera excepcional – entreguen la ilustración de esos temas a otros, de limpia doctrina y de conducta intachable. Pero insistiendo, eso sí, en que la educación de la sexualidad es estrictamente personal. Por ningún motivo debe darse en grupos poniendo en peligro de traumatismo la adecuada madurez de los pequeños. Se requiere, además de la ilustración oportuna, un trato individual para comprobar cómo van captando las ideas y la doctrina y cómo van respondiendo a las cuestiones que el niño se plantea, sin ir muy de prisa ni muy lentamente.
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Por esto, aún en caso de suplencia forzada, los padres deben estar siempre dispuestos a absolver las preguntas directas de sus hijos y a contribuir a su maduración afectiva a lo largo de toda su vida. Criterio claro. Al continuar la educación de sus hijos ya un poco mayores, en lo relacionado con este tema, es muy importante profundizar en el sentido cristiano, haciéndoles comprender que el sexo – y por consiguiente la sexualidad, con todas sus implicaciones - es obra de Dios y, por consiguiente, algo esencialmente bueno; explicándoles también que por el pecado original se ha desordenado su uso y que no se pueden seguir sin control sus impulsos sino encauzarlos de acuerdo con la razón y la Ley de Dios. Advertirles que el dominio sobre esos instintos – verdadero señorío de sí mismos – es perfectamente posible mediante la ayuda de las virtudes personales y de la gracia. En este proceso de formación del criterio de los jóvenes conviene tener claro que éste sólo se puede considerar recto cuando hay interés positivo de acertar en las decisiones personales, y de obrar siempre bien; conocimiento de las normas morales tal como son propuestas por el magisterio de la Iglesia; y afán por captar con sencillez y humildad la voluntad de Dios. Para ayudar a formar un criterio recto es importante enseñar “lo bueno de ser bueno, antes que lo malo de ser malo”. Una visión positiva, amable, optimista de las leyes morales, y una valoración permanente de la responsabilidad personal en las propias decisiones. Los padres deben también tener en cuenta la influencia de ciertas revistas, introducidas con ingenua confianza por ellos mismos en su propia casa. Muchas de tales publicaciones, en medio de inocuos artículos de moda, política, deporte, cine, cocina, decoración, mezclan novelas, fotografías o comentarios sobre sexo, matrimonio y otros temas delicados, con falta de criterio evidente y aún con intención destructora de las buenas conciencias. Tales revistas abren el apetito de emociones fuertes en los hijos, quienes una vez iniciados en el mismo hogar en tales lecturas, buscarán luego otras publicaciones de carácter marcadamente erótico, donde la pornografía se difunde so pretexto de “educación sexual” pero que sólo llevan consigo un descarado interés pecuniario y una degradación creciente de la persona humana. Algo semejante a lo dicho sobre las lecturas vale también para los espectáculos: la T.V., el cine, las discotecas y otros lugares semejantes que frecuentan. Así como los padres deben cuidar para que a sus hogares no llegue material de lectura o publicaciones de distinta naturaleza que puedan acarrear riesgos para la formación de los hijos, también deben cuidar del uso desmesurado de la televisión, del computador, como no ser demasiado permisivos en la asistencia a espectáculos, que antes que diversión, les pueden causar daños irreparables. Es evidente que " los medios de comunicación no ponen ningún límite a la información que ofrecen, y lo más grave de todo es que los niños participan a un mismo nivel que los adultos de los conocimientos que adquieren". En los tiempos actuales, en los que "quedan muy pocos tabúes, lo que para muchos es bueno que desaparezcan", preocupa que " no se encuentren los
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verdaderos niños que en su candor e ingenuidad desconocen las cosas reservadas a los adultos y que todavía no es tiempo de saber49.
Conviene conversar, dialogar con amplitud y sinceridad; nunca escandalizarse ni mostrar asombro o repugnancia estruendosa. Que los hijos puedan comentar con sus padres las películas que ven. Es ocasión de ir formando su criterio y sacar en su compañía conclusiones muy interesantes sobre los valores morales de los jóvenes. Es importante inmunizarles sobre el enorme atractivo de la curiosidad, ya que el afán de enterarse personalmente de todo lo que oyen en los colegios y en la calle o lo que leen en los libros, periódicos y revistas, o captan en el cine y la televisión, les puede llevar a actitudes de investigación peligrosa y dañina: simplemente por no quedarse atrás, por estar al día o por una sensualidad desbordada. Pero que ellos vean en sus padres esa misma disciplina que aconsejan. La dualidad entre el pensamiento y la acción distorsiona la conducta e invalida la palabra. Hablar con claridad y oportunamente, sin tapujos. Prepararlos contra el respeto humano o el miedo a ser llamados con epítetos que pretenden manchar su limpieza y que sólo pueden intimidar a los cobardes. Que no les de vergüenza ser y parecer hombres honestos. Y, ante la expresión tan frecuente como ilógica: “Es que tú no eres macho”, que sepan responder con sano orgullo: “Efectivamente, no soy macho. Soy hombre”. Frente al exhibicionismo sexual que con tan torcidas intenciones se propaga y con tanta inconciencia lo práctica y acepta la gente es menester recordar que son tan necesarios hoy como siempre el pudor y la modestia. Giambattista Torelló sintetiza con acierto las ideas de Max Scheller sobre el pudor en las siguientes palabras: Max Séller, en su excelente opúsculo sobre el pudor enseñaba que la unidad de la existencia humana está protegida por nuestra misma naturaleza. Este sentimiento vital, tan fácilmente ridiculizado, se distingue radicalmente del miedo, de la vergüenza, de la ignorancia y de la coquetería que lo caricaturiza. El pudor es el área de seguridad del individuo –el indivisible - y de sus valores específicos, delimita el ámbito del amor al no permitir que se desencadene la sexualidad cuando la unidad interna del amor no haya nacido aún. El pudor no sólo da forma humana a la sexualidad, sino que favorece además su armónico desarrollo11. Y completaría el cuadro que conviene considerar con los hijos, el aprecio por el cuerpo humano: como elemento que es de la persona y como templo del Espíritu Santo. Es un factor importante en la noción de la dignidad cristiana que da un aspecto positivo a la educación de la sexualidad. Vale la pena tener en cuenta que el sentimiento de dignidad es uno de los rasgos fundamentales de la personalidad, vivido con especial intensidad en la juventud, y uno de los estímulos más fuertes para la educación. También en el nivel sobrenatural es necesario crear una conciencia clara del valor del cuerpo, tanto del propio como del ajeno, a los ojos de Dios12.
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Coloquios de J.M., Medios de Comunicación y Niñez, Periódico El COLOMBIANO, Medellín (Colombia) 21-IV -2.004 11 12
Víctor García Hoz, o. c. Ibid.
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De donde somos llevados a mencionar la castidad, que es amor limpio, incontaminado, puro, afirmación de amor, propia del hombre que sabe querer, modera la pasión sexual, ordena los afectos y evita la negativa actitud del egoísmo. Es virtud positiva, muestra de valor y personalidad, manifestación evidente de que la conducta humana es regida por la inteligencia y la voluntad. Definida actitud de señorío, posesión interior que evita el desbordamiento de la persona y la capacita para el amor generoso que no se busca a sí mismo. Cualquiera que sea su estado y condición, los hombres y mujeres normales saben vivir limpios en medio de la corrupción ambiental. La castidad – no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada – es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida50. La influencia del cine. El mundo del cine – nadie puede dudarlo – está hoy influyendo de manera decisiva en la conformación de una sexualidad desordenada en la vida del hombre. Toda la personalidad humana – inteligencia, afectos, emociones, carácter... – queda marcada por el enorme poder de la cinematografía, que cuenta con la ayuda de recursos casi ilimitados para convertirse en uno de los mayores instrumentos de convicción que hoy se conocen. El hombre normal se presenta inerme en un ambiente que ablanda sus defensas: sala oscura, temperatura óptima, música sugestiva, imágenes artísticas, belleza de fotografía y colorido. Allí las ideas encuentran fácil penetración – a través de los sentidos - en la conciencia del espectador. Y van transformando poco a poco, insensiblemente, su manera de pensar. ¿Cuáles son las ideas más frecuentes que proyecta buena parte del cine actual? Familias desechas, adulterios institucionalizados, relaciones sexuales presentadas como elementos exclusivos del amor, y la violencia como recurso para obtener por cualquier medio aquello que se apetece. Allí el fin justifica los medios. El amor reducido a lo puramente sensual para satisfacción de los sentidos, movido solamente por condiciones exteriores de la persona; egoísta, fin de sí mismo, que brota generalmente de una visión hedonista de la vida. El corazón humano, suelto, sin principios y sin normas, desposeído de toda moral, que decide siempre por encima de la voz de la conciencia y habla más fuerte que ella. En medio de todo esto, ¿qué valores se aprecian? Pocos. Todo parece rendirse a una bella composición de colores, luces y sonidos. Los millones de espectadores que cada año convierten las salas de cine en negocios lucrativos, no aprenden el amor como entrega generosa y sacrificada, no valoran la honradez, desconocen la caridad. Porque ven sólo a personajes esclavos de sus pasiones, que violan impunemente las leyes humanas y divinas, y cometen desafueros sin sanción. Se mata, se roba y se irrespetan las instituciones sin ningún recato.
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Es Cristo que pasa, n. 25.
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Aún en las películas que no podrían calificarse de inmorales, como ciertas comedias insustanciales y ligeras, se ven personalidades cuya conducta frívola y superficial no plantea ninguna solución a los problemas humanos: una vida pagana; el amor, un placer pasajero; el lujo, un privilegio por el que vale la pena sacrificar cualquier valor; y el matrimonio, a lo más, un sentimiento inestable y frágil: un pasatiempo; el divorcio con derechos mayores que el amor conyugal, y el adulterio con motivos más fuertes que la fidelidad. Irrealismo antieducativo y antisocial, que exalta las pasiones, presenta la vida bajo las más altas luces, ofusca los ideales más nobles, destruye la pureza del amor, irrespeta el matrimonio y afecta la familia en sus raíces más íntimas. Y el pudor – que es la defensa de la intimidad – queda conculcado, despreciado, ridiculizado. De esta manera, quien acude al cine como diversión o entretenimiento habitual, si carece de otro medio educativo y se ve rodeado simultáneamente de revistas, radio y discos hasta los cuales ha llegado la oleada de sexualidad y de violencia, queda completamente desarmado: acaba sabiendo cada vez menos de los valores espirituales, trascendentes, sin respeto ninguno por la dignidad del ser humano, desconocedor de su destino eterno, sin Dios y sin Ley. Evidentemente la afectividad humana está siendo condicionada de manera brutal. Ha quedado desorganizado por el mundo de la imagen. La descristianización radical de estos medios de comunicación masiva, ha hecho que la juventud de hoy vaya perdiendo paulatinamente la noción cristiana de la vida y la distinción entre el bien y el mal. Es uno de los peores efectos del cine: la pérdida del sentido moral, la falta de conocimiento de la realidad del pecado y la insensibilidad de la conciencia. Quizás parezca extremadamente negativo el panorama. Ojalá pudiéramos rectificar lo dicho. Porque evidentemente la inteligencia del hombre bien podría encontrar modos mejores de utilizar este impresionante medio para educar al pueblo en los valores más altos y despertar la conciencia de la superioridad del hombre sobre los animales. Esta puede ser la tarea que emprendan los cristianos que se sientan responsables de su misión apostólica. Entonces, cambiaremos lo escrito afirmando, sin problemas, que el cine es un excelente medio para formar en la juventud una afectividad sana y ordenada, que desarrolle hasta sus más altos límites la personalidad del hombre. Es tarea de los críticos de cine el dar criterio abundante y claro que permita una valoración correcta de las películas que se presentan, ayudando a discernir – con jerarquía adecuada – las cosas positivas de las que pueden hacer mal al espectador desprevenido. Desaconsejando sin miedo aquellos filmes que nada aportan o cuya temática o presentación pueden ser lesivas para la dignidad del hombre y el sentido cristiano de la vida. A los padres de familia corresponde formar e informar a los hijos acerca de estas cuestiones, dialogando con ellos en calma y en profundidad para captar prontamente el efecto que las películas vistas van teniendo en sus mentes y en sus actitudes. Y todos los buenos cristianos pueden contribuir a formar una opinión pública crítica y valiente, por medio de cartas a los medios de comunicación, negándose a engrosar las arcas de los distribuidores de cine inmoral promoviendo la no asistencia a determinadas
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salas, y asumiendo una postura firme de defensa del derecho de la sociedad a no ser ultrajada por quienes negocian con la corrupción del hombre. Y la televisión. Es importante mantenerse alerta ante la creciente influencia que los medios noticiosos, y en particular la televisión, ejercen en el desarrollo de las mentes jóvenes, en particular en lo que concierne a su visión del hombre, del mundo y de sus relaciones con los demás51. La televisión tiene mucha semejanza con el cine. Con un componente nuevo: se ve en casa. Sus imágenes llegan hasta la intimidad del hogar y pueden incluso repetirse las veces que se quiera con la utilización del Betamax. La vida de familia y la formación de los hijos quedan así comprometidas con la influencia de este medio audiovisual. Pensemos en lo frecuente que se ha vuelto que un niño pase horas ante la pantalla. Cómodamente sentado en su sillón ve desfilar cada día ante sus ojos, como hipnotizado, los más diversos sucesos locales o del mundo. Sin solución de continuidad puede pasar de una película de aventuras a un partido de fútbol o a la descarnada presentación de una tragedia sangrienta; observa una escena de guerra o de violencia y luego contempla – con la misma amorfa actitud del televidente que mantiene su mente casi en estado de reposo total - un desfile de modas; se detiene a escuchar la solemne voz del Papa que analiza profundos problemas del vivir humano y, a renglón seguido, le ofrecen un programa de música ligera; vive con los astronautas la tensión de la última conquista espacial y se divierte luego con la frivolidad de una novela o la tensa expectativa de una película de detectives. Todo esto puede ser muy útil cuando se trata de descansar de una fatigosa jornada de trabajo. Pero es posible también que en los niños este idéntico enfoque característico del medio televisivo para fenómenos tan diferentes, puede dejarle la impresión de que todo puede ser medido con el mismo rasero. Y esto tiene su peligro, porque puede desensibilizar el espíritu. Si la violencia no es tratada, por ejemplo, como algo que necesariamente es contrario al espíritu cristiano y evangélico, sino como una realidad natural y frecuente, el niño puede ser conducido a preguntas como la que hacía uno de seis años ante el fallecimiento de su abuela: -¿Y quién mató a mi abuelita? La televisión se introduce en los hogares con toda familiaridad. Se hace presente en la vida de todos, como huésped a quien se recibe en mangas de camisa. Los personajes habituales - con criterios no siempre bien fundamentados – irrumpen en la sala de estar o en el cuarto de dormir sin pedir permiso. Y la gente joven – es un hecho de experiencia cotidiana – va reflejando cada vez más en su lenguaje, en sus modales, su criterio y su comportamiento social, lo que la televisión le impone. La publicidad se ha hecho especialista en ofrecer poderes especiales, en despertar apetitos y pasiones: el disfrute de la “libertad” por tener motocicleta, la conquista fácil con un desodorante, o el mundo a los pies con determinada agua de colonia.
51
Juan Pablo II. Mensaje en el día Mundial de las Comunicaciones. 18 de Mayo de 1980.
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Por otra parte, el sistema empleado de sugestiva imágenes y sonidos, hace que se requiera muy poco esfuerzo mental, lo cual puede influir negativamente en el desarrollo normal de la inteligencia. Y debilita la voluntad, dejándola desprotegida ante el asedio de la sensualidad. De todos modos, la televisión – con todos los aditamentos que la electrónica moderna le está proporcionando – se ha vuelto un elemento habitual del mobiliario y de la vida de la casa. Ciertamente tiene también grandes ventajas, como entretenimiento que reúne a toda la familia, o como medio de formación con una buena selección de programas bien orientados hacia la cultura, el arte, la música, etc. Pero se requiere una buena programación, con un horario previsto en el que se tengan en cuenta las horas de estudio y de sueño. Hay niños que – a lo largo de un año – han pasado más horas ante el aparato de televisión que en las aulas escolares. Elementos positivos y negativos. Luces y sombras de una realidad inevitable. Que no se puede descalificar a priori, pero cuyos efectos en la formación de los hijos tampoco deben desconocerse. Un elemento más a tener en cuenta en la educación integral de la familia y, por consiguiente, en la educación de la sexualidad. El hedonismo y sus consecuencias. El hedonismo, entendido como una búsqueda de la felicidad a través del placer y la satisfacción de las pasiones, puede ser un efecto de la sociedad en que vivimos. Los placeres en la vida del hombre han sido puestos por el Creador. Por lo tanto son buenos. Su presencia es positiva y estimulante también de acciones nobles. El placer no debe ser rechazado por escrúpulos ingenuos o por deformación maniquea. Pero convertir el placer en objeto directo y exclusivo del interés humano, separarlo de la finalidad trascendente para la que fue puesto en el hombre y usarlo como satisfacción personal, con menosprecio de la dimensión de amor generoso y sacrificado, puede conducir sin remedio a la degradación. Para combatir el hedonismo silencioso es necesario entonces proponer ideales nobles, por los que valga la pena luchar y combatir sin miedo al sacrificio; recordar continuamente la dignidad de la persona humana, animar a salir de la mediocridad y superar el clima de frivolidad de la que a veces nos encontramos rodeados. Es importante además plantearse seriamente, con una intencionalidad clara y definida, la formación de la voluntad recia y fuerte, la consolidación del carácter de los adolescentes. En un clima masificante como el que se respira hoy, en el que se promueve de continuo una filosofía de “lo fácil”, de lo que se consigue sin esfuerzo, es comprensible que la gente joven reciba ese influjo del ambiente exterior – que se refleja también en el interior de los hogares - de molicie y de comodidad. Como consecuencia, puede observarse una tendencia a la debilidad de carácter, miedo al dolor, e intento de evasión de todo lo que implique sacrificio. Por todo ello, parece muy necesario predicar y vivir en el seno de la familia la virtud cardinal de la fortaleza. Es un tema vital. La misión de los padres no es sólo cuidar de
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sus hijos, contemplarlos, sino hacerlos hombres y mujeres de valor. Más deporte, más vida al aire libre, más ejercicio físico hacen falta para formar caracteres recios y fuertes. Y una exigencia mayor en el estudio, en el trabajo manual e intelectual. Acostumbrarlos a tener un horario para que aprendan a aprovechar el tiempo, que sean ordenados en sus objetos personales y en los del hogar; que valoren la puntualidad y se aficionen por las cosas bien hechas, bien acabadas. Que sepan cuidar con esmero los pequeños detalles materiales de la casa; que vivan la generosidad con sus hermanos y tengan espíritu de superación. Todo esto exige el estímulo permanente de las virtudes humanas que dan contenido a la estructuración de una personalidad fuerte capaz de superar los obstáculos que la amenazan. Porque alguna vez requerirán defender su posición con dignidad y coraje, enfrentándose a las bromas, los insultos y el desprecio de los amigos mayores y desvergonzados, de baja moralidad, que buscan cómplices de sus desatinos, y se sienten profetas de una desmoralización gradual de sus compañeros más jóvenes. Aprenderán a no entregarse – sin luchar – en manos de los explotadores del vicio, proxenetas del cine y de las revistas pornográficas y disolventes. Saber que la preparación de este espíritu fuerte y valeroso nace en las cosas pequeñas. La mortificación de los sentidos: imaginación, guarda de la vista, no satisfacer todas las veces el gusto, saberse retraer de algún placer aunque sea lícito... Es importante dominar el cuerpo si se quiere controlar toda la persona. Luego, se dominará el ambiente y se podrán manejar con personalidad las situaciones más difíciles. Medios insustituibles. Entre los recursos que cabe utilizar en una buena pedagogía de la sexualidad está sin duda el hablarles, de manera positiva, de la virtud de la castidad como afirmación, no como negación. Esta virtud ayuda a superar el egoísmo, a manejar racionalmente las pasiones, permite un mejor equilibrio de la personalidad y abre la vida a una entrega decidida al servicio de los demás y al amor de Dios. “Es del todo irrenunciable la educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el <> del cuerpo”52 . Enseñarles a tener espíritu de mortificación y señorío sobre los instintos, animándoles a practicar el vencimiento voluntario en todos los campos de su actividad para ir fortaleciendo la voluntad; que aprovechen el tiempo, puesto que muchos problemas de pureza empiezan con la pereza y el ocio; que eviten los ratos inútiles, las horas perdidas; que tengan un horario para sus actividades diarias y lo cumplan; que comprendan que el placer no es ningún objetivo para la juventud; que sepan – con generosidad y garbo humano - estar “ de pie”: sin necesidad de siestas, de desayunos en la cama, ni de esas horas estériles en la poltrona, llenas de pensamientos inútiles y de tentaciones fáciles. 52
Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 37
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En la formación de la sexualidad no ha de olvidarse un hecho evidente: que la visión integral del ser humano comprende no solamente la dimensión terrena sino también la que, apoyada en el espíritu, trasciende los límites de lo temporal. No puede considerarse completa y bien formada una afectividad que olvide la relación del hombre con el Creador, que desprecie la religiosidad natural del ser humano, que no considere la invitación al amor hecha por Dios al hombre. Amemos a Dios ya que El nos amó primero, dice el apóstol San Juan. Y completa el cuadro de la relación entre el amor humano y el sobrenatural en la primera de sus epístolas, cuando escribe: Carísimos, amémonos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (...)Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él (...). Si alguno dijere: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve. Y nosotros tenemos de El este precepto: que quien ama a Dios ame también a su hermano53. Afectividad sana implica saber amar en toda la integridad de la expresión: un amor que abarque los afectos, las emociones, la inteligencia y la voluntad, y se remonte hasta las cumbres del amor divino. Ninguna de estas dimensiones del amor excluye las demás o es estorbada por ellas; todas se complementan y se perfeccionan mutuamente. Por esta razón, es importante, a la hora de formar la sexualidad humana, darle el sentido trascendente que tiene y utilizar los medios que consiguen adquirir y mejorar el mismo amor de Dios. Entre tales medios se pueden mencionar por sencillos y asequibles a todo cristiano: la vigilancia y el pudor, recurrir a los medios sobrenaturales: la oración, los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía y a una devoción ardiente hacia la Santísima Madre de Dios. A lo que puede añadirse el espíritu de mortificación y de penitencia alegre. Hemos mencionado el pudor. Vale la pena detenernos un momento en este medio eficaz de salvaguardar la pureza, mediante esa delicada norma de defender la intimidad de miradas extrañas, de indelicadas intromisiones. Toda persona normal tiene pudor para llorar a solas sus penas, para expresar la riqueza de su amor matrimonial, para compartir con los suyos los momentos de exultación o de tristeza familiar. No es natural ese querer “desnudarse en público” que algunas personas desvergonzadas cultivan con su palabra desmedida, su manera de vestir desabrochada o de vivir a la intemperie por simple exhibicionismo. Toda manifestación exterior de lo que habita en la intimidad de la persona es, de alguna manera, una invitación a compartir dicha intimidad: puede se el hogar, o un inquietud afectiva o el propio cuerpo. La ausencia del pudor es un abandono de la propia intimidad, que deja de ser controlada desde una instancia personal para ser compartida por otro. El pudor es el hábito o tendencia a mantener la propia intimidad a cubierto de los extraños. Es aquella actitud espiritual que nos inclina a mantenernos en posesión de la propia intimidad y a mantener ésta en buen estado; es también aquello por lo cual nuestra propia intimidad es nuestra y no de todo el mundo y, por consiguiente, es
53
Cfr. 1 Jn 4, 7-21.
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aquello por lo cual nos es posible hacer entrega de la misma a una determinada y concreta persona con la cual queremos compartirla54. El pudor evita, por tanto, que alguien tome posesión del espíritu o del cuerpo de otro, cuando no ha mediado una entrega voluntaria. Es por ello, defensa de la persona, escudo de la intimidad. Quien no tiene pudor, de alguna manera está indicando que su persona -en la misma dimensión en que se manifiesta impúdica - es del dominio público. Sólo se exhibe en vitrina lo que se ha puesto en venta... Tiene una gran importancia en la educación de la sexualidad, el cultivo del pudor precisamente por ser el modo según el cual la persona se posee a sí misma y se entrega a otra concreta. La supresión del pudor indica que una persona no cuida su intimidad, convirtiéndola en “cosa de todos”. Quien actúa de este modo ha perdido la capacidad para entregarse a alguien en amor, porque ya anteriormente se ha abandonado sin reserva. En la formación del pudor influye mucho, como en todo, el ejemplo de la conducta paterna. Y lo favorecen las medidas delicadas que se toman en el hogar al separar camas y habitaciones de los hijos de distintos sexos, el respeto a la intimidad del aseo personal, el consejo sobre la manera de vestir, de sentarse, de bailar y de comportarse con los demás... Cuidad esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo - la modestia y el pudor -, que resultan como su salvaguarda. No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; - la valentía de ser “cobarde” – para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia 55. Puestos estos medios, y unidos a todo lo mencionado anteriormente, es indudable que la formación integral de los hijos se consigue con toda eficacia. Y eliminados, lo que se consiga puede ser pura ficción, o resultarán soluciones parciales, incompletas, incapaces de satisfacer todas las exigencia de una personalidad integralmente cristiana: Si pierdes el sentido sobrenatural de tu vida, tu caridad será filantropía; tu pureza, decencia; tu mortificación, simpleza; tu disciplina látigo, y todas tus obras, estériles56. Dentro de esta necesaria relación con lo sobrenatural en la formación de la sexualidad, conviene destacar también lo que podríamos llamar un reencuentro con el sentido del pecado. Hoy parece haberse perdido la dimensión pecadora del hombre, y todo se juzga a nivel de conveniencias, de disculpas en los condicionamientos sociales. Reencontrarse con el sentido del pecado es aceptar la responsabilidad personal y asumir las consecuencias individuales frente a la general desmoralización. Si se habla de una
54
CHOZA ARMENTA, Jacinto. La intimidad; un valor humano. Cuadernos de Orientación Doctrinal. Caracas, Venezuela. 55 Amigos de Dios , n. 185. 56 Camino, n. 280.
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moralización de las costumbres, hay que empezar por una moral personal íntegra y exigente. Esto significará, como decíamos atrás, una buena formación de la conciencia antes, incluso, que una ilustración sexual. Peor aún que desconocer la mecánica del proceso generativo, es ignorar la ley moral y la gravedad del pecado. Porque cuando no se sabe lo que está bien o está mal, la conciencia pierde la capacidad de ser norma próxima y salvadora de la conducta del hombre. Preparar bien la conciencia es indispensable, ya que la vida se hace específicamente humana en la medida en que utiliza la razón. La educación comienza en la inteligencia y por ello se puede afirmar que “sin ciencia no hay conciencia”. En este proceso es necesario conocer de verdad – no superficialmente – las leyes de Dios y la moral del Evangelio. Jesucristo mismo dice: “Yo soy la luz del mundo” y quien le sigue “no anda en tinieblas sino que tendrá luz de vida”57. La verdad y las leyes divinas son asequibles a la razón humana: pero hace falta estudiar, pensar, analizar con calma el mensaje evangélico. Para ello es importante facilitar en cada uno un clima interior de meditación y reflexión serena. También animarles para que no olviden en ningún momento la presencia de Dios, continuamente a su lado, como que somos sus hijos: una presencia estimulante, llena de gracias y de cariño; y que recuerden el amor purísimo de la Madre de Dios, que es madre de los hombres y cuya presencia purificará toda intención y dará serenidad a los impulsos de la carne: La Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza58. San Pablo nos da otra razón profunda para vivir la pureza. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?59. Este pensamiento, llevado hasta sus últimas consecuencias - ¡templos de Dios! – puede tener una fuerza enorme si se considera detenidamente: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada...,ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi alma – mi ser entero – son de Dios... Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: “Glorificad a Dios en vuestro cuerpo”60. Hemos intentado mencionar algunos de los puntos fundamentales que podrían tener en cuenta los padres como educadores de sus hijos en lo que se refiere a la sexualidad. Cabe insistir en lo dicho: se trata, ante todo, de formarles en toda la integridad de la persona y no en un aspecto determinado, lo mismo que capacitarles adecuadamente para sus relaciones con Dios y con los hombres y mujeres con quienes les toque vivir. El tema de la sexualidad es uno de los aspectos que hay que tratar, pero no el único ni el más importante. Enfocado así, se enlazará de manera perfecta con todo lo demás,
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Jn 8, 12. Camino, n. 504. En este libro, que hemos citado repetidas veces, encontrará el lector un buen número de enseñanzas prácticas sobre la manera de vivir positivamente la virtud de la pureza –nn.118-170 -, lo mismo que sobre las demás virtudes que hemos venido tratando. 59 1 Cr 6, 19. 60 Cfr. Conversaciones. n. 121. 58
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permitiendo el equilibrio interior que lleva hacia la plena madurez en todas las facetas de la personalidad. 5. EDUCAR EN LA FE. La religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma – que no se aquieta – si no trata y conoce al Creador: el estudio de la religión es una necesidad fundamental. Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado1. Estas palabras, tan ciertas y experimentadas, nos sitúan en el campo de la educación de los hijos acerca de lo sobrenatural: la formación en la fe, primerísimo deber de los padres, que se saben mensajeros de Dios, y a quienes se les ha confiado el ejercicio de una paternidad que no puede limitarse a lo biológico. Los animales también tienen hijos: pero los hombres necesitan educar a los suyos en algo más que lo meramente instintivo y material. La tarea paterna es – en el hogar – como una prolongación de la misión de Dios Padre de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra2: son los responsables de que habite Cristo por la fe en los corazones de sus hijos y, arraigados y fundados en la caridad lleguen a comprender – en unión con sus hermanos- el misterio maravilloso de la vida en Dios y el amor de Cristo que ha de colmar plenamente sus vidas. La religión es para el cristiano mucho más que un sentimiento, una necesidad, una experiencia o una serie de prácticas. Es una virtud que comienza a existir cuando el hombre responde a la Palabra de Dios, de una manera personal, llevándose a cabo un diálogo y una comunidad de vida que abarca la totalidad de la persona. Dios ha tomado en serio al hombre y se le ha manifestado en la Revelación de su propia intimidad; además, le ha entregado a su Hijo Unigénito para que lo redima y permanezca con él en la tierra hasta el final de los tiempos. La primera exigencia de la religión es, por tanto, que el hombre se tome en serio a Dios. Lo cual sucede cuando intenta hacer que su diálogo divino sea cada vez más íntimo, más entrañable, más amistoso y continuo; cuando – como consecuencia- se identifica profundamente con el Señor y procura cumplir su Voluntad, portándose en todo momento como hijo4. Todo hombre tiene sed de Dios aunque pretenda ignorarlo. Reconózcalo o no, al decir de Pascal, sólo es hombre, hecho y derecho, quien intenta ser más que hombre, quien logra la presencia interior de ese Dios que ama y busca a las almas con la ansiedad con que un buen padre anhela por sus hijos ausentes. San Agustín lo expresa bellísimamente en sus Confesiones: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti. La educación de la fe no puede ser descuidada en una familia cristiana; ni siquiera delegada. Nada puede reemplazar las enseñanzas paternas. Una educación religiosa que no comienza en el hogar, no puede ser eficaz. Aunque en la historia se hayan dado casos de buenos cristianos, hijos de padres no creyentes, estos son casos aislados que rayan en 1
O. c., n. 73. Ef 3, 15. 4 APARICIO RIVERO, Amadeo. La formación religiosa en la familia. Curso de Psicopedagogía familiar, Centro de Orientación Docente de Bogotá (Colombia). 2
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lo extraordinario. No se puede dejar que adquieran por sí mismos las virtudes de la religión, como tampoco se les deja aprender solos las primeras letras y las diversas ciencias, aunque haya personajes ilustres que fueron más o menos autodidactas. “Transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente. <> (Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, 350) Y además: ”Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios... En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana>> (Ibid., 460). El lenguaje de la fe se aprende en los hogares donde esta fe crece y se fortalece a través de la oración y de la práctica cristiana. (...) Esta es la fe de la Iglesia que viene del amor de Dios, por medio de vuestras familias. Vivir la integridad de esta fe, en su maravillosa novedad, es un gran regalo”61. Los sacerdotes tienen que ofrecer la Palabra de Dios abundante y generosamente y, sobre todo, los sacramentos que trasmiten la Gracia divina, sin la cual todo es inútil en el orden sobrenatural. Pero su labor debe ser perfeccionante de lo comenzado en el cálido ambiente de la familia para que tenga bases seguras. La familia no solamente es célula de la sociedad civil: también lo es – y fundamentalmente – del Cuerpo Místico de Cristo. El colegio, a su vez, puede proporcionar esquemas sólidos en el estudio de la religión. "Transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas o instituciones como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente” (Benedicto XVI, l. c.). Pero su tarea es complementaria, nunca supletoria, ni sustitutiva de la casa. El colegio instruye, pero la vida cristiana es algo que debe comunicarse por medio de una relación más personal e íntima, que difícilmente se logra fuera del hogar. De ahí, el insustituible papel que corresponde a los padres en este terreno. Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, hay que reconocerles como los primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos5. Es en el hogar donde verdaderamente se entrega una manera de vivir cristiana, donde se logra dar enfoque sobrenatural a los acontecimientos, espíritu de fe ante cada situación, clima de oración y de piedad; y una manera de relacionarse con Dios en un vínculo de 61 5
Benedicto XVI. Discurso conclusivo de la V Jornada Mundial de la Familia, 8-VII-2006) Concilio Vaticano II. Decreto Gravissimum Educationis, n. 3.
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amor. En la familia los hijos aprenden a vivir la vida de fe que ven en sus padres, como por ósmosis, por contagio. Son esas convicciones religiosas de los padres, auténticamente poseídas, personales, arraigadas y vividas, las que educan profundamente la fe de los hijos en el ámbito familiar6. Por ello tiene tanta importancia el ejemplo, el testimonio vivo, la actuación coherente. Hablar de fe y de confianza en lo sobrenatural exige la aceptación personal decidida de la intervención de Dios en la vida del hombre. Lo cual tiene un eco sensible en la alegría, la paz interior y exterior, que se completa con un trato frecuente con Dios por medio de la oración y la práctica del Sacramento de la Confesión y de la Eucaristía. Formar un hogar cristiano implica gran responsabilidad. Os exige principalmente hablar de Dios a los hijos con vuestra vida. No os podéis ensimismar hablando a los pequeños de lo bueno que es Dios, si después pueden comprobar que no os acercáis a El con la frecuencia que denotan vuestros consejos. Os están mirando. ¿Queréis que os muestre otra educación más facilona, que sujete menos a los padres? No existe. ¿Queréis acaso, que sea el colegio el que los eduque, aún a pesar de que vosotros no sois como debierais ser? No. El colegio no tiene recetas milagrosas para formar a los hijos. Vuestros hijos vivirán como vivís, No vayáis a quejaros después. La educación cristiana exige a los padres toda una vida cara a Cristo7. La vida de fe prende por contagio, a partir de convicciones firmes, arraigadas, y de prácticas religiosas cultivadas con naturalidad. En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir -más que enseñar – esa piedad a los hijos8. Es, a la letra, lo que la Sagrada Escritura enseña acerca del compromiso paterno de entregar como herencia en la familia el mayor de los tesoros: su fe, su vida cristiana. Pone el Espíritu Santo en boca de los progenitores estos propósitos: Lo que hemos oído y aprendido lo que nos enseñaron nuestros padres no lo ocultaremos a nuestros hijos. Contaremos a la futura generación la gloria de Yavéh y su poderío, las maravillas que hizo, los preceptos que dio a Jacob y la Ley que puso a Israel. El había mandado a nuestros padres 6
Pedro de la Herrán. Cómo educar la fe de los hijos. S.D, n. 88. Medellín (Colombia), p.10. Jesús Urteaga, Dios y los hijos. Rialp. Madrid 2003, pp. 102-103. 8 Conversaciones, n.103. 9 Salmo 77. 7
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que lo entregaran todo a sus hijos, que la generación siguiente lo supiera, los niños que habían de nacer. Y que estos lo contaran a sus hijos Para que pusieran en Dios su confianza y no olvidaran las maravillas de Dios, y observaran así sus mandamientos9. El mejor negocio. El primer deber y el mayor privilegio de los padres es el de transmitir a sus hijos la fe que ellos mismos recibieron de sus progenitores. El hogar es la primera escuela de religión y de oración. En efecto, el hogar cristiano debe ser la primera escuela de la fe, donde la gracia bautismal se abre al conocimiento y amor de Dios, de Jesucristo, de la Virgen, y donde progresivamente se va ahondando en la vivencia de las verdades cristianas, hechas normas de conducta para padres e hijos10. Esta gran responsabilidad está vinculada de manera profunda a la dignidad de padre y madre y de su cumplimiento cabal depende su propia salvación, así como la de los hijos11. En su Carta a las familias (1994), Juan Pablo II recordaba que " la familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente de encuentra en Cristo, Redentor del hombre". Más adelante hacía un llamado a "vosotros queridos padres y madres, (que) sois los primeros testigos y ministros del Espíritu Santo, (....) que engendráis a vuestros hijos para la patria terrena, no olvidéis que al mismo tiempo los engendráis para Dios. Dios desea su nacimiento del Espíritu Santo, los quiere como hijos adoptivos en el Hijo unigénito que les da poder de hacerse hijos de Dios". Un buen cristiano trata siempre de contribuir de manera activa a la formación integral de sus hijos. Y, así como no confía su empresa a otras manos que no sean las suyas, tampoco abandonará a sus hijos dejando que sólo el colegio se ocupe de ellos. La acción catequética de la familia tiene su carácter peculiar y en cierto sentido insustituible(...). Esta educación en la fe, impartida por los padres – que debe comenzar desde la más tierna edad de los niños – se realiza ya cuando los miembros de la familia se ayudan unos a otros a crecer en la fe por medio del testimonio de vida cristiana, a menudo silencioso, más perseverante a lo largo de una existencia cotidiana vivida según el Evangelio12. Con ocasión del nacimiento de un hijo, o en la celebración de las diversas fiestas litúrgicas y en la recepción de los sacramentos, como también con motivo de una pena familiar, los padres podrán aprovechar para ir hablando a los hijos del significado sobrenatural de todas estas circunstancias. Poco a poco, de manera natural y espontánea,
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Juan Pablo II, Discurso a los Obispos de Argentina. 28-10-1979. Cfr. Juan Pablo II, Saludo a los recién casados, 28-III-1979. 12 Juan Pablo II, Catechesi tradendae, n. 23. 11
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irán saliendo infinidad de cuestiones en las que las verdades de la fe se hacen presentes y se van transmitiendo en un ambiente familiar, impregnado de amor y de respeto, lo que irá dejando en ellos una huella decisiva para toda la vida. Como San Josemaría solía decir, el mejor negocio es formar la fe de los hijos, seguir de cerca sus progresos, acompañar paso a paso sus adelantos en la calidad de la vida cristiana que va creciendo en ellos. Nada más valioso que transmitirles el amor a Dios, la devoción a la Virgen, el celo por la salvación de la propia alma y las de los demás. La paciencia es importante en esta tarea. Saber esperar atento, como el campesino aguarda el fruto de su siembra. No se puede acosar, ni reclamar resultados inmediatos. El agricultor coloca la semilla en el mejor momento de la tierra; luego riega, abona, poda... reza. Confía sereno, optimista, en el fruto de su fatiga y de su amor. Y agradece la respuesta pequeña, constante, de sus plantas. No desespera si los frutos tardan en aparecer. También agradecerán los hijos nobles el buen cuidado que sus padres hayan tenido con ellos desde muchos meses antes de su nacimiento. Sobre todo al comprender que, en el despertar de su vida, les ofrecieron lo mejor que pudieron por medio del bautismo: la gracia, esa participación en la naturaleza divina que hace a los hombres hijos de Dios y abre la puerta del Cielo como herencia maravillosa. Nunca seremos capaces de valorar suficientemente el enorme tesoro del Bautismo que da oportunidad a que el Espíritu Santo comience a “trabajar” en el recién nacido, a formar en él esa identidad con Jesucristo a cuyo modelo habrá de acomodarse durante toda la vida, como condición de felicidad en la tierra y garantía de Gloria eterna. Se comprende que los padres de familia cristianos busquen bautizar muy pronto a sus hijos. No solamente para cumplir una indicación de la Iglesia, sino para proporcionarles toda la acción sobrenatural del Paráclito: es como repetir la visita que María Santísima hizo a Santa Isabel, llenando de Gracia al Precursor, Juan Bautista, en el vientre de su madre, como manifestación de la presencia encarnada del Verbo de Dios que la Virgen llevaba consigo. Es hermoso pensar en la acción divina desde el comienzo de una vida humana. Análogo a los preparativos que la misma madre ha hecho cuando esperaba el hijo, Dios da al bautizado de manera gratuita, las virtudes infusas de la fe, la esperanza y la caridad. Y, mediante los compromisos paternos y los de los padrinos, garantiza que el neo-cristiano tendrá todos los recursos para conocer y vivir las exigencias y requerimientos de amor de la vocación cristiana. Luego viene la Confirmación, para consolidar lo operado en el bautismo. Preparada con una doctrina sólida que les haga entender la necesidad de realizar un fecundo apostolado entre compañeros y amigos a lo largo de su vida. Como soldados de Cristo irán los confirmados, comprometidos en una siembra fecunda de paz entre todos los hombres, sus hermanos. Y la Confesión Sacramental, cuando los hijos hayan comprendido el sentido del pecado, la necesidad del dolor y del espíritu de penitencia. ¡Qué bien entienden los pequeños la necesidad de reparar, de desagraviar, de pedir perdón! Y, ¡cómo agradecen la
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enormidad del amor de un Dios que instituye ese sacramento – fuente de Gracia – para quienes le han ofendido! Se equivocan quienes afirman que la confesión temprana “traumatiza” a los niños: todo lo contrario. Basta que puedan comprender –siguiendo el ejemplo de sus propios padres – el verdadero sentido del sacramento que borra los pecados y restablece o confirma la presencia de Dios en el alma. Luego hay que ayudarles a que se preparen bien, poniendo en ejercicio la fe para mirar con luz divina sus acciones en un examen valiente; ejercitando la caridad, al expresar el arrepentimiento – dolor de amor – por haber ofendido a un Dios tan bueno; llenándose de esperanza con propósitos sinceros de lucha y de renovación personal. Manifestados los pecados con espontánea sencillez, oídos los oportunos consejos y estímulos del confesor, recibida la absolución y cumplida con piedad la penitencia, los pequeños y los grandes experimentamos todo lo que significa la Sangre de Cristo derramada en la Cruz para obtenernos la Redención y merecernos la Gloria. Después, la Eucaristía. Es la culminación de la entrega de Dios a los hombres. Un milagro de ternura, que convierte al Hijo de Dios en alimento sobrenatural para la debilidad natural del cristiano. Quizás nunca en la tierra lleguemos a comprender ese prodigio de humildad divina: la Segunda Persona de la Santísima Trinidad considera poco el nacer entre los hombres, como uno más; vivir su misma vida, en medio de la pobreza y del trabajo; predicar la palabra salvadora y morir en una cruz infamante. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin13, y se les entregó para que le comieran y vivieran en El vida divina: El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Y tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día14 Y además, se queda inerme, como prisionero de amor, en el Sagrario. Con una adecuada catequesis, los hijos irán aprendiendo de manera proporcionada a su edad y a su capacidad de asimilación, el significado de los demás sacramentos: el Matrimonio, que convierte un contrato humano -estable y permanente: indisoluble – en un camino divino de santidad en la tierra, y concede la Gracia para llenar de luz y de calor sobrenatural la vida del hogar. La Unción de los enfermos, refrigerio del que después de recorrer un largo trecho en la vida, es auxiliado al final de su existencia con la mano de Dios que se le tiende, para establecer un puente de amor y de perdón entre la vida mortal y la eterna. Y el sacramento del Orden, que convierte un ser humano en instrumento capaz de transmitir la vida divina, asimilado de una manera misteriosa, pero real, a la acción sacerdotal de Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Todo esto lo aprenden los hijos de labios de sus padres y con la orientación de un buen catecismo, que no debería faltar en ningún hogar cristiano. En sus fórmulas sencillas se encierra la doctrina vital de la Iglesia, para que nunca la ignorancia haga presa en ellos exponiéndoles inermes al ambiente hostil y equivocado que, sin duda, habrán de respirar más tarde. Educar en la fe, enseñar la religión, es entregar unas normas de vida espiritual: pero no para que se limiten a aprenderlas – aunque deben hacerlo -, sino para que las conviertan en vida propia. Por ello necesitan desarrollar, simultáneamente a su aprendizaje teórico, 13 14
Jn 13, 1. Jn 6, 54 y 56.
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unos hábitos sobrenaturales que les hagan capaces de superar las tentaciones del orgullo, de la carne, del egoísmo, de la pereza. ¿Qué podemos enseñar? Para formar un hijo verdaderamente cristiano, no basta con que le enseñemos unas verdades religiosas o unos actos piadosos. El niño es un todo, una persona, en quien entran en juego factores humanos y religiosos, elementos naturales y sobrenaturales. Es un conjunto de cuerpo, alma y gracia. Por eso, la formación religiosa no será eficaz si no tiene en cuenta todos estos aspectos. Cualquier actividad humana puede convertirse en un elemento de formación religiosa: jugar, estudiar, descansar, rezar... “La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan con ellos; cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como Padre”62. Ante Dios no importa tanto lo que se hace sino el cómo: para que algo tenga valor sobrenatural, mérito ante Dios, basta que lo que se haga sea bueno, el motivo sea el amor de Dios y que quien lo realice sea amigo de Dios o sea que esté en gracia. Una obra insignificante hecha por amor de Dios, vale mucho más que otra grande y costosa sin caridad o pro motivos meramente humanos15. Nada queda excluido de la educación cristiana. Todas las virtudes humanas y sobrenaturales están comprendidas en una formación integral porque todos los pliegues de la vida personal tienen repercusiones eternas, hasta los latidos del corazón y los chispazos de la inteligencia. Quizá lo primero que debe enseñarse es el Amor de Dios y el amor a los demás. Que la caridad no sea una palabra vacía sino que tenga efectos concretos y reales, capaces de superar el natural egoísmo, remanente en el hombre como consecuencia del pecado original. Por ello el Apóstol anima a que no amemos sólo de palabra, sino con obras y de verdad16.El amor es componente básico de la formación, porque educar es amar. Y la Esperanza, virtud del caminante – que eso somos los cristianos, orientados hacia el más grande y hermoso porvenir: la vida eterna -, virtud de quien mira siempre hacia el futuro recorriendo esta vida con el anhelo de la Gloria del Cielo. En un mundo triste y apabullado por el pesimismo –basta leer la prensa diaria para comprobarlo -, la esperanza abre horizontes a la lucha e impulsa a un optimismo lleno de ilusión y de ideales. Es propia de quien tiene certeza y confianza de llegar, de alcanzar la meta. Requisito esencial en la persona joven, plena de posibilidades y promesas. Y la Fe, como algo vivo, práctico y operante, hecha realidad en la certeza de la protección divina que produce una serena aceptación de los acontecimientos, mirando con los ojos de Dios, contemplando con visión sobrenatural. ¡Cómo será la visión que Dios tiene de las cosas, tan diversa de aquella negativa, oscura, pesimista, con que nosotros solemos contemplar los acontecimientos!
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Benedicto XVI. Homilía durante la Misa de clausura del V Encuentro Mundial de las Familias, Valencia, 9-VII-2006 15 Amadeo Aparicio R., l. c. 16 Jn 3, 18.
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No se trata únicamente de desarrollar, con la ayuda de Dios, una fe inicial y de alimentar todos los días de la vida cristiana de los hijos. Se trata de hacer crecer, a nivel de conocimiento y de vida, el germen de la fe sembrado por el Espíritu Santo a través del Bautismo. De desarrollar la inteligencia del misterio de Cristo a la luz de la Palabra, para que el hombre entero sea impregnado por ella. Y, transformado por la acción de la gracia en nueva criatura se disponga a seguir a Cristo y, en la Iglesia, aprenda a pensar como Él, a juzgar como Él, a actuar de acuerdo con sus mandamientos, a amar como Él amó y a esperar como Él nos invita a ello17. Junto a estas virtudes primeras – las teologales – se encuentran las llamadas cardinales, puesto que son como el quicio en el que se fundamentan todas las virtudes morales. La prudencia, como recta razón en el obrar que orienta e impulsa toda la conducta humana hacia su verdadero fin; la justicia, con su anhelo permanente de dar a cada cual lo suyo, reconocer sus derechos, respetarle sus bienes; la fortaleza, virtud del hombre o de la mujer que luchan, que se esfuerzan por superar todo aquello que obstaculiza el bien; y la templanza, moderación del ánimo, dominio de sí mismo en esa delicada esfera de la sensibilidad. Aprenderán igualmente tantas otras: la humildad, el espíritu de servicio, la laboriosidad, el hábito de la oración y el sacrificio; el cariño a la Iglesia y el sentido de obediencia y de docilidad al Magisterio; el amor al Papa y la plegaria por él y los obispos; el afán de rogar a Dios por la santidad de sacerdotes y religiosos; el sentido apostólico, la preocupación social, el interés positivo por la formación personal. Todo esto, entretejido en el sentido de la filiación divina, nos hace saber y sentir la admiración de haber sido elevados a la categoría de miembros de la familia de Dios: Ved qué amor hacia nosotros ha mostrado el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos!18. Captar esta realidad asombrosa produce en el alma un deseo habitual de permanecer en la presencia de Dios y de corresponder a esa elevación de nuestra persona por la participación de la naturaleza divina. Los hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres! Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza! Y tú... ¿no sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu padre –Dios?19 De donde brotará también un anhelo de imitar a Jesucristo, del mismo modo que los hijos van identificando su personalidad con el modelo ideal que se han forjado de sus padres. Esta filiación divina despierta una fe grande en la Providencia y hace realidad el deseo expresado en el Padre Nuestro, de que se haga siempre Su voluntad en la tierra y en el cielo.
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Cfr. Juan Pablo II. Catechesi tradendae, n. 20. 1 Jn 3. 1. 19 Camino, n. 265. 18
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Dirigiendo todas las actividades por el hilo conductor de la conciencia de ser hijos de Dios, aprendemos a tratarle con confianza, sencillez, con naturalidad. Y será fácil vivir en un clima de oración íntima y cordial, plenificante. Será un diálogo ininterrumpido con el objeto de nuestros más grandes amores, mientras se van cumpliendo las tareas ordinarias de la vida profesional, del estudio, del descanso. Logrando aquello que San Josemaría repitió incansablemente en todo el mundo: que los cristianos corrientes pueden ser, con toda naturalidad, contemplativos en medio del mundo. Uniendo – como él mismo lo enseñaba – el trato afable y piadoso con Dios con la práctica de las virtudes propias de la convivencia y del trabajo. Alentaba a los padres a comprender la necesidad de que los hijos vean cómo esa piedad ingenua y cordial exige también el ejercicio de las virtudes humanas, y que no pueden reducirse a unos cuantos actos de devoción semanales o diarios: que ha de penetrar la vida entera, que ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la diversión, a todo. No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de la filiación divina, que es la médula de la piedad20. Por eso, la enseñanza de la fe no puede separarse de los demás aspectos de la educación. Está entretejida en todo el talante de la persona, formando el hermoso y sencillo entramado de las cualidades y los defectos, de las posibilidades y limitaciones, que constituyen en cada uno su personalidad. Las prácticas de piedad. Con este presupuesto, fijemos la mirada en el cauce habitual del trato personal con Dios: la vida de piedad. Hemos dicho que ésta no es el único medio para la formación espiritual de los hijos, pero sin ella, todo lo demás carece de trascendencia, porque una educación que no roce la vida sobrenatural es incompleta e inútil para la santidad. La amistad con Dios puede lograrse a través de esos actos piadosos, sencillos, que los padres realizan en la vida familiar. Desde mucho antes de que los pequeños sepan expresar con palabras sus propios sentimientos, ya perciben el estado de ánimo – de alegría o de enfado – de los padres. De igual modo captan la profundidad de su vida de oración cuando los ven dirigirse a Dios. No caben los engaños: detrás de la mirada de sus padres los niños se dirigen con cariño a una imagen de la Virgen o contemplan con recogimiento el crucifijo, hacen una genuflexión respetuosa y pausada ante Jesús presente en el Sagrario, dan gracias a Dios en la mesa, o participan íntimamente en el Santo Sacrificio de la Misa. El niño asume confiado la actitud sincera de sus papás. Cuando va siendo ya capaz de balbucear las primeras palabras, se le debe enseñar a reproducir pequeñas frases de oración, de petición, de amor a Jesús o a María. Estas oraciones son de gran importancia, ya que en buena parte, por el vocabulario religioso se va imprimiendo en el alma del niño el “sentido de Dios”. Deberán ser frases sencillas, breves y variadas, adaptadas en lo posible al vocabulario y capacidad de comprensión del pequeño21. 20 21
Conversaciones, n. 102. Pedro de la Herrán, o.c., p. 15.
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Peticiones sencillas por las necesidades familiares: la salud de papá, el buen éxito de una gestión al día siguiente, un examen de la hermana mayor... Acciones de gracia: por la alegría que se tiene en la casa o porque el asunto que encomendamos ayer salió bien, o porque mamá y papá se quieren mucho... Peticiones de perdón: porque no fui obediente, porque hoy mis hermanos pelearon en la mesa... Manifestaciones ordinarias de cariño: Jesús, te quiero con todo mi corazón... Y breves oraciones jaculatorias, o menos breves invocaciones al Ángel de la Guarda, a la Santísima Virgen, a Dios Padre por su Hijo Jesucristo. Explicándoles bien cada palabra, con su sentido total en la medida de sus capacidades. Así aprenden a dirigirse a Dios con la misma naturalidad con que tratan cada día a las personas. Invocando al Ángel como a un buen amigo, a la Virgen como a una madre y, como auténtico papá, a Dios. Todos somos testigos de cómo va calando en el alma de los niños el ejemplo de sus padres, antes incluso que sus mismas palabras. Un pequeño de ocho años, apenas cumplidos, que no deja nunca de decir a Jesucristo – cuando pasa delante de una Iglesia – Jesús te amo con locura, refleja sencillamente el afecto con que su padre y su madre se acercan de corazón al Sagrario al transitar por las calles de su ciudad. Por esta razón, cuando van en automóvil, les advierte con naturalidad cuando se han olvidado de tocar la bocina ante la puerta de la Iglesia, como los ha visto tantas veces saludar de esta manera al Santísimo Sacramento o a la Virgen. Son lecciones de amor que no se olvidan. Salían de su casa dos niños, después de despedirse de sus padres cuando el bus del colegio ya llamaba en la calle. Tenían prisa y corrieron con la agilidad de sus escasos años. Cuando traspasaron el umbral, y bajaban las escaleras, su padre – que aún los observaba con cariño – llamó en voz alta, dirigiéndose al mayor de ellos: - “Juan Carlos: ¿no se les ha olvidado algo?”. Un momento de silencio. Quizás una mirada sonriente de entendimiento. Unos pasos presurosos que regresan. Y dos cabezas, bien peinadas todavía, que asomadas de nuevo a la puerta dejan ver un par de frescas sonrisas, mientras dicen al unísono: - “Adiós Virgen”, un segundo antes de volver a desandar lo andado, escaleras abajo. Son ejemplos sencillos de cómo prende en los hijos el amor de sus padres para quienes Dios no es un extraño, ni un ser a quien se visita una vez por semana, sino alguien cercano a quien se puede ofrecer el día al levantarse y renovarle ese ofrecimiento varias veces en la mañana o en la tarde, a quien se da gracias en la mesa, o ante quien se examina la conciencia por la noche. Con quien se habla en conversación confiada cuando se rezan las oraciones habituales. Y cuya Madre agradece el cariño de unas avemarías o la recitación detenida de los misterios del Santo Rosario. Se tratará de costumbres diversas, según los lugares; pero (...) siempre se debe fomentar algún acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y natural, sin beaterías22. Es corriente la pregunta: ¿Debemos “obligarles” o mejor será permitir que escojan cuando y qué quieren rezar?. Lógica inquietud de quienes intentan compaginar el respeto a la personalidad de sus hijos con la enseñanza de esas formas tradicionales de 22
Conversaciones, n. 103.
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dirigirse a Dios. Es importante clarificar conceptos. Porque dar libertad es formar la responsabilidad. Porque libertad no siempre significa independencia para realizar lo que, en cada momento, se apetece. Eso es más bien arbitrariedad, que lleva a confundir el ser libre con el dejarse llevar de los caprichos, de la comodidad, de la pereza. Antes de que los niños lleguen a plantearse el dilema personal – “ ¿Rezo o no rezo?” – hará falta una muy buena catequesis, motivadora y estimulante, apoyada en el ejemplo digno de los padres. Si los ven rezar siempre con sosiego, sin prisas, con devoción, con alegría y constancia; si se les nota la influencia de la oración en sus vidas: un buen humor habitual, un interés positivo por las cosas de los hijos, un cariño mutuo entre los esposos y la práctica diaria de las virtudes humanas... Si todo esto sucede, es muy posible que no tengan que plantearse nunca el inquietante dilema. Pero sí, ya adolescentes, esta situación llega a ocurrir, parece necesario optar porque los hijos asuman la responsabilidad de su actitud. Después de hablarles con cariño y caridad de la necesidad de la oración y de las consecuencias prácticas en la tierra y en el Cielo de su posible abandono, dejarlos en libertad de unirse o no a la oración en familia que - aun estando solos los padres – no debería faltar. La pubertad y la adolescencia presentan riesgos y abren grandes expectativas. Es el momento – dice el Papa Juan Pablo II – del descubrimiento de sí mismo y del propio mundo interior; el momento de los proyectos generosos, momento en que brota el sentimiento del amor, así como los impulsos biológicos de la sexualidad, del deseo de estar juntos; momento de una alegría particularmente intensa, relacionada con el embriagador descubrimiento de la vida. Pero también es a menudo la edad de los interrogantes más profundos, de búsquedas angustiosas, incluso frustrantes, de desconfianza de los demás y de peligrosos repliegues sobre sí mismo; a veces también la edad de los primeros fracasos y de las primeras amarguras23. Son aspectos que no pueden ser ignorados en un período tan delicado de la vida. El diálogo se revela de nuevo como algo de importancia trascendental. Para que llegue a comprender a Jesucristo como amigo, guía y modelo, admirable y sin embargo imitable; para que capte su mensaje como la mejor respuesta a las cuestiones fundamentales y entienda su Amor como la encarnación del único amor verdadero; y valore los misterios de la Pasión y Muerte de Jesús, como el mejor estímulo de su conciencia y su generoso corazón de adolescente en el difícil mundo que va descubriendo en el que debe vivir24. En todo caso, lo importante es adecuar las prácticas religiosas – en contenido y extensión – a la capacidad de los hijos, de acuerdo con su edad y sus circunstancias concretas. Puede suceder que algún día alguno esté cansado, o haya tenido un disgusto que le lleva por natural rebeldía a no animarse a acompañar a sus padres en el rezo familiar. Hay que comprenderlo y aliviar lo que – en ese momento – le resulta una carga. No imponerla entonces. Se rezará en su nombre y quizás al día siguiente él mismo inicie con mayor ilusión esa costumbre hogareña. En la práctica puede resultar difícil discernir. Pero, desde luego, ha de alejarse de las oraciones en familia toda apariencia de coacción. El buen ejemplo y la palabra clara llegarán a hacer que comprendan que la Iglesia – con sobrados motivos – ha puesto 23 24
Juan Pablo II, Catechesi tradendae, n. 28. Ibidem.
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como tareas fundamentales en la formación y en la vida cristiana el deber de la oración, la necesidad del Sacramento de la Penitencia, el precepto de la Misa Dominical... Que al llegar la juventud ellos mismos asuman las consecuencias temporales y eternas de sus actos. Sin que lógicamente los padres queden indiferentes ante una desacertada elección de sus hijos. Siempre cabe esa discreta “coacción” de la oración confiada y constante por ellos, de la motivación llena de cariño y de doctrina clara y convincente. El papel de la Virgen. El Concilio Vaticano II propone como modelo perfecto de la vida espiritual y apostólica a la Santísima Virgen María, Reina de los apóstoles, quien llevando en la tierra una vida como la de todos, llena de cuidados familiares y de trabajos, permanecía siempre íntimamente unida a su Hijo y cooperaba de modo singular en la obra del Salvador. Ahora, asunta al cielo, su amor maternal le lleva a cuidarse de los hermanos de su Hijo que aún peregrinan en la tierra (...) Todos deben honrarla devotísimamente y encomendar su vida y apostolado a su solicitud maternal6364. Estas palabras del Magisterio son el mejor contexto para comprender con hondura todo lo que Nuestra Señora significa en la vida de la Iglesia y en la de cada creyente. Una educación en la fe que no considere el papel de la Virgen en la existencia cristiana, sería incompleta, mutilada, puesto que ella coopera con amor materno a la generación y educación de los fieles 65. Jesucristo, que nació de María, fue formado por ella en las virtudes humanas. La educación es el complemento natural de la generación no es suficiente engendrar hijos para ser plenamente madre, Y María fue Madre de Jesús. Sin limitaciones: de ella recibió una naturaleza humana y la formación necesaria para desarrollarla a cabalidad.66. Como toda la vida cristiana se puede sintetizar en conocer e imitar a Jesucristo, vivir su misma vida, es razonable que cuando se trata de formar la fe, pensemos en la Madre de Jesús, busquemos su figura amabilísima y nos prendamos de su mano amorosa para ser conducidos hasta el final del camino. Con ella los hijos irán progresando, paso a paso, como hizo Jesús-niño quien – primero en su regazo y luego atendiendo sus enseñanzas a lo largo de sus treinta años de vida oculta – fue formado en el conocimiento de las Escrituras y en todo lo referente a la misión redentora que le había sido confiada. También ella fue formada por Jesús. Fue la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarle en el Templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón: la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. “Madre y a la vez discípula”, decía de Ella San Agustín añadiendo atrevidamente que esto fue para Ella más importante que lo otro. No sin razón en el Aula Sinodal se dijo de María que es “un catecismo viviente”, “madre y modelo de los catequistas”67.
63
Ibid. Conc. Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 4. 65 Conc. Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, n. 63. 66 BANDERA, Armando, O.P. La Virgen María y los Sacramentos, Ed. Rialp, Madrid (España) 1978, p. 148. 67 Juan Pablo II. Catechesi Tradendae, n.73. 64
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Apoyados fuertemente en estas ideas centrales de la fe, surge en los padres el convencimiento de que un rasgo esencial de la vida espiritual de sus hijos es la piedad mariana. Un día de 1974, en Argentina – en uno de esos encuentros de San Josemaría con multitud de personas que acudían deseosas de escucharle, y que apenas comenzados se convertían en verdaderas y amables tertulias familiares – una madre le contó la anécdota de su único hijo, de cinco años. Iban los dos en un autobús y el niño observó la imagen de la Virgen colocada en el tablero de instrumentos. La saludó con la mano con gran naturalidad y sencillez, como quien saluda a una persona conocida y querida, y se puso luego a hablar con el conductor acerca del diálogo que él podría tener con Ella mientras manejaba: - Virgen, tenemos que parar: está el semáforo en rojo. Y después: - Virgen, ya podemos seguir, porque el semáforo está en verde... Al oír esta pequeña historia, el fundador del Opus Dei permaneció un momento pensativo. Y le dijo enseguida a aquella madre: -
Eso es vida contemplativa; cuando yo tenía esa edad era muy piadoso, pero no tenía vida contemplativa68.
Es un gran ideal para unos padres cristianos hacer que sus hijos tengan esa vida contemplativa, ese trato confiado con la Santísima Virgen María, Madre de Dios y madre nuestra. Este será siempre el atajo más corto para llegar a la intimidad con Dios: el principio del camino que tiene por final la completa locura por Jesús es un confiado amor a María Santísima69. Dos hechos fundamentales nos pueden conducir al más hondo sentido de la filiación mariana: La Virgen María vive; y Ella es, además de Madre de Dios, nuestra propia madre. "La Virgen es en realidad una verdadera Madre que está al tanto de nuestras dificultades. Su vida en la tierra fue como la vida nuestra: por cada rosa en su vida le acompañaron diez espinas. Como a muchos de nuestros contemporáneos conoció la pobreza y es sufrimiento, la huida y el exilio, que como su Hijo Jesús, supo abrazar la desilusión siempre que fue necesario"70 . La Virgen vive. Por privilegio que Jesús quiso para su Madre, la Señora fue llevada en cuerpo y alma a los cielos. Con Ella se puede hablar como hacemos con las personas que nos rodean, con quienes convivimos. La relación con Ella no es algo etéreo, vago, sino que puede traducirse en una conversación cercana, en la que hablamos de nuestras cosas y de su vida, de nuestros hijos y del suyo, del hogar de Nazareth y de esa vida cristiana que procuramos llevar, llena de alegrías y de dificultades, de pequeños gozos y de preocupaciones normales. 68
Cfr. BERNAL, Salvador. Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei. Ed. Rialp, Madrid. 1998, p. 18. 69 ESCRIVA DE BALAGUER, Josemaría. Santo Rosario. Ed. Rialp. Madrid 2002. 70 José Morales, María, Madre de la Gracia, 2002, Universidad de Navarra (España)
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No sólo vive. Es, además, madre nuestra: de cada una y de cada uno, de los pequeños y de los mayores, de los que sufre y de quienes rebosan de alegría. La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señor del Dulce Nombre, María (...). ¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza71. Confianza. Que se apoya en la fe, en la seguridad absoluta de que Ella nunca nos deja de atender y de ayudar, pues jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de vos72. ¿Qué madre abandona a sus hijos? Y la Virgen es la mejor de todas las madres y, además, lo puede todo ya que es Omnipotencia Suplicante. Y cariño. Que se puede cultivar con la práctica amorosa de algunas devociones de piedad filial. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar – no hace falta la palabra, el pensamiento basta – las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran a dedicar a la Señora un día de la semana –(...) el sábado -, ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad73 . Así, no será extraño que se repita en el propio hogar aquella anécdota contada por esa madre de familia en la Argentina, a la que hicimos referencia atrás. Es lo mejor que los hijos se pueden llevar de su hogar, cuando deban marchar a establecer su propia familia: una tierna y recia devoción a nuestra Señora. No hay miedo a exagerar. Jamás imitaremos bastante el amor que Jesucristo tuvo por su Madre, nunca lo igualaremos. Siempre puede crecer, siempre debe mejorar, siempre cabe esforzarse por manifestarle con obras el cariño filial a María. Esta piedad mariana es la mejor garantía de autenticidad de la vida espiritual. No es íntegra la fe de quien dice amara a Dios, al paso que manifiesta indiferencia por su Madre. Además, estar con María es vivir en el ambiente de Nazareth, respirar ese clima de virtudes que se palpaba en la casa de Jesús, con José y con su Madre: cariño, recogimiento, serenidad, alegría, capacidad para el sacrificio...En ese hogar no cabe la tibieza, ni el egoísmo, ni el aburguesamiento. Los hijos que – por imitación de sus padres – quieren de verdad a Santa María, sabrán con el paso de los años que han recibido la mejor de las herencias, el más rico legado que un cristiano puede incorporar a su vida: un tesoro con el cual podrán vencer los obstáculos que a lo largo de su existencia se presenten en el camino hacia Dios. Porque a quienes la quieran y la traten en la tierra, la Virgen sonreirá acogedora y maternal en el mismo momento en que penetren, al final del tránsito terreno, a los umbrales de la eternidad.
71
Es Cristo que pasa, n. 142. Acordaos. Oración de San Bernardo. 73 Es Cristo que pasa, n. 142.
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Educación de la conciencia. Un aspecto primordial de la educación religiosa de los hijos consiste en formar su conciencia, con la que ineludiblemente cada uno deberá presentarse ante el juicio de Dios. Que sepan por qué hay que practicar la fe y cual es el mejor modo de hacerlo. La conciencia es el juicio práctico que el hombre debe hacer antes de decidirse a una actuación que pueda tener implicaciones morales. Es como la voz de Dios, íntima, que nos dice si nuestros actos concuerdan o no con las leyes divinas, con las normas de la moralidad. Con ella el hombre está llamado a recorrer el camino de la vida libremente y, lleno de responsabilidad personal, enfrentar al final el juicio de Dios. La vida se hace específicamente humana en la medida en que se utiliza la razón. La mayor perfección en el conocimiento de los motivos del obrar da garantía de que se sabe bien lo que se hace en orden a un buen fin. La buena conciencia depende entonces de un conocimiento cierto de las normas de moralidad y de una intención recta de obrar siempre bien. Lo cual significa que es necesaria una verdadera ciencia moral, para poder actuar habitualmente bien: sin ciencia no hay conciencia. La formación de la conciencia no es, pues, opcional: va en ello comprometida la felicidad actual y futura. No debería el hombre escatimar ningún medio ni esfuerzo para educar su propia conciencia y para ayudar a los demás a hacerlo. Los hombres de nuestro tiempo – dice el Concilio Vaticano II – están sometidos a toda clase de presiones y corren el peligro de verse privados de su libre juicio propio (....)Por lo cual, , este Concilio exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que se cuidan de la educación de otros, a que se esmeren en formar hombres que, acatando el orden moral obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina libertad; hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo justo, asociando gustosamente su acción a los demás74. Así, la conciencia moral es la posibilidad de ver nuestros propios actos como los ve Dios; es medir nuestra conducta de acuerdo a los planes que Dios tenga en relación con nosotros mismos. Es apertura a Dios, capacidad de descubrir la Ley divina y seguirla como normativa de la propia vida. Desde muy pequeños debe inducirse a los hijos para que se esfuercen en formar su conciencia, lo cual es un elemento esencial de la buena educación. Que vayan aprendiendo a distinguir entre el bien y el mal, y se acostumbren a oír la voz de su propia conciencia. Que no hagan las cosas bien “porque los están viendo” o mal “porque nadie los ve”. Enseñarles a que se guíen siempre por lo que consideran más justo, más honesto en cada circunstancia. Esta es la base de una educación de la conciencia, la cual requiere algunas condiciones. ¿Cómo se educa la conciencia?
74
Conc. Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, n. 8.
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No es fácil dar con la técnica perfecta. La delicadeza interior sólo se adquiere con un deseo verdadero de acertar, de atinar en todas las situaciones. Es como un hábito interno que inclina siempre al bien y al cual se llega como consecuencia de un esfuerzo continuado. De todos modos, podrían mencionarse puntos básicos sin los cuales resultaría sumamente improbable una buena formación. -
-
Humildad y sencillez: aceptación de las limitaciones y reconocimiento de nuestra insuficiencia para elegir siempre el bien. El pecado original hace difícil vislumbrar siempre, con toda claridad, la Ley de Dios. Por otra parte, la inclinación al pecado puede desquiciar alguna vez la voluntad, forzando la inteligencia a que juzgue como bueno lo que no es, por no ponderar los aspectos inconvenientes de una decisión. La soberbia desdibuja los hechos, los adorna, atenúa sus consecuencias negativas o destaca las justificaciones, por lo cual la voz de la conciencia se va volviendo débil e insegura. A menos que la persona sea sinceramente humilde y acepte con sencillez las advertencias, los consejos y las orientaciones. Sinceridad: Se puede ser débil y fallar. Pero eso no autoriza llamar bien el mal. Hemos de presentarnos como realmente somos: y, para ello, es preciso aceptarnos y reconocer las propias limitaciones y fallas personales. Un buen examen de conciencia se hace por lo tanto necesario para captar las más pequeñas faltas, que mientras más sutiles sean, más fácilmente pasan inadvertidas si no se investiga con sincera humildad y se reconocen con valentía. Como en la vida natural, en la sobrenatural hay también microbios que la minan desde dentro, sin dolor, ocasionando – por superficialidad y ligereza en el examen de conciencia diario – la anemia del alma: la tibieza.
-
Apoyarse en los demás con confianza: Nos formamos siempre gracias a la ayuda ajena. Y más aún en el terreno de la formación de la conciencia es realmente indispensable la guía de un amigo, un compañero, un director espiritual. Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior.
-
Por eso es voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro75.
Solemos ser malos consejeros de nosotros mismos, ya que resulta difícil ser juez y parte en cuestión tan delicada. Siendo el acierto de nuestra vida la empresa más importante para alcanzar el fin último, lo mejor es acudir a un maestro de vida espiritual, cuya rectitud y gracia ministerial garanticen el valor de sus consejos para así conocer mejor lo que Dios espera de cada uno y llenarnos de felicidad y paz. -
Conocimiento de la doctrina. Jesucristo otorga su Gracia abundante a quien atiende el ofrecimiento que El mismo nos hizo, dejándonos en la Iglesia toda la ayuda necesaria para alcanzar la santidad: Quien a vosotros oye, a mí me oye76. Por esto los cristianos, en la formación de su conciencia deben prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia77, ya que en los asuntos más
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Camino, n. 59. Lc 10, 16. 77 Declaración Dignitates humanae. n. 14. 76
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delicados, referentes a la vida cristiana, no podemos proceder arbitrariamente sino que debemos regirnos por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la Ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia que interpreta auténticamente esa Ley a la luz del Evangelio78. En materia de fe y costumbres compete al Magisterio la interpretación segura del querer de Dios. De ahí la importancia de conocer los criterio doctrinales de la Iglesia. Ante estas cuestiones la discusión que busca el parecer de la mayoría, nunca será camino: sí lo es el estudio reposado para asumirlo personalmente. Análisis ordenado, dirigido, programado con profundidad creciente, para lo cual es urgente la lectura espiritual, de textos seguros ya sea por su solidez doctrinal o por la autoridad de quien los ha escrito. Puede empezarse por el conocimiento del Evangelio, no leído superficialmente sino meditado. La utilización de un buen catecismo y la lectura de tantos buenos libros que invitan sin ruido a ser leídos. En la formación de la conciencia es preciso adquirir una adecuada cultura religiosa y moral, para evitar juicios apresurados, inconsultos, frívolos. No hace falta, es verdad, la erudición del teólogo, pero sí se necesita la suficiente ciencia para asegurar el criterio acerca de los deberes primordiales según la edad y el estado de cada persona. Vida de oración. Cuenta el Libro de los Reyes que Yavé se apareció a Salomón, diciendo: Pídeme lo que quieras que yo te otorgue. Y el Rey, todavía joven, dirigió a Dios esta petición: Ahora, pues, oh Yavé, mi Dios, me has hecho reinar a mí, siervo tuyo en lugar de David, mi padre, no siendo yo más que un joven que no sabe por donde ha de entrar y por donde ha de salir (...). Da a tu siervo un corazón que escuche, un corazón prudente para juzgar a tu pueblo y poder discernir entre lo bueno y lo malo; porque, quien, si no, podrá gobernar este pueblo tuyo tan numeroso?79. El gran Salomón, famoso desde entonces por su sabiduría, sólo se atrevió a pedir un corazón dispuesto a oír la voz de Dios, un corazón atento a la palabra divina en la intimidad de la oración. Es la actitud más sana de quien espera las luces claras de la Revelación, para no andar a ciegas. Dame entendimiento para aprender tus mandatos80 . Enséñame a hacer tu voluntad, pues eres mi Dios81. Sólo de esta manera lograremos tener lo que San Pablo llama el sentido de Cristo82, garantía segura e infalible para la formación de la conciencia. -
La confesión frecuente. Los deseos de rectificar se hacen eficaces mediante la confesión sacramental, practicada con frecuente regularidad. Así se cometan pecados enormes, o muy leves faltas. El remedio está siempre en decirlo todo al confesor, quien no se sorprenderá de nada, porque él mismo conoce su propia debilidad, pero tiene poder para perdonar todos los pecados, en nombre de Dios.
Muchas veces la ansiedad e incertidumbre proceden de escrúpulos por deformación de la conciencia. Otras, una ligereza hace pensar que nada es malo mientras no se haga 78
Conc. Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes. , n. 50. 1 Reyes 3, 5-9. 80 Salmo 118. 81 Salmo 142. 82 1 Cor 2, 16. 79
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daño a terceros. Sólo el hablar claro, con sinceridad, en la confesión, podrá lograr un criterio que serene la mente y dé seguridad. El mismo examen para una buena confesión es casi garantía de obtener la luz divina que muestra el estado del alma. A esa luz de Dios se añaden los consejos del confesor – sobre todo si es el mismo habitualmente y nos conoce bien – que resuelven las dudas y disipan las tinieblas del corazón ansioso. He aquí, a grandes rasgos, algunos elementos básicos de la educación de los hijos en la fe. No están todos ni son los únicos. Lo importante, en definitiva, será la riqueza espiritual y la vida interior de los papás, con la cual lograrán ellos contagiar su propia fe a todos los que constituyan la vida familiar o se acerquen al hogar. 6. EDUCACIÓN SOCIAL. El hombre ha sido creado para vivir en sociedad, para relacionarse con sus semejantes, abriendo hacia ellos su vida en un proceso de madurez personal, pues no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino por el sincero don de sí1. Entre todos han de conseguir el bien común, conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección2. Esta estructura social de la persona no es fruto del azar o de un convenio entre los hombres, sino resultado de la voluntad divina para que puedan alcanzar el fin último al que los ha destinado, y los fines intermedios -naturales y sobrenaturales- que les han de servir para alcanzar aquel. Dios, que mira por todos con un paterno cuidado, ha querido que toda la humanidad formara una sola familia y los hombres se trataran unos a otros con ánimo de hermanos. En efecto, creados a imagen de Dios, quien hizo que de un solo hombre descendiera toda la raza humana para habitar sobre la faz de la tierra (Act. 17,26), dio a todos una sola e idéntica finalidad, que es Dios mismo3. De ahí que cada hombre no es una nota suelta que casualmente o por condescendencia de su voluntad se relaciona con los demás, sino que forma parte de una grandiosa sinfonía, en la que desempeñará un papel fundamental la calidad de cada componente para la consecución de la armonía y belleza del conjunto. De la índole social del hombre De la índole social del hombre aparece la interdependencia entre el desarrollo de la persona humana y el incremento de la misma sociedad. El principio, el sujeto y el fin de toda institución social es, y debe ser, la persona humana, ya que es ella quien por su propia naturaleza lleva la inteligencia absoluta de la vida social4. Y como esta vida social no es para el hombre algo postizo, le corresponde desarrollarse en todas sus facultades por el trato con los otros, las ayudas mutuas, el diálogo con sus compañeros: sólo así podrá responder a su vocación5. Muy lejana queda esta concepción cristiana del hombre del diseño individualista de quien encierra a cada uno en el círculo de sus conveniencias y aspiraciones personales. 1
Gaudium et Spes, n. 24. Ibid, n. 26. 3 Ibid, n. 24. 4 Cfr. S. Tomás de Aquino, I Ethic. Letc., 1. 5 Gaudium et Spes, n. 25. 2
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Toda educación ha de tener, como objetivo, que la persona se abra a las exigencias de la sociedad en que vive. Sea, pues, principio irremovible para todos considerar y observar todas las exigencias sociales como uno de los deberes principales del hombre de hoy, pues cuánto más se une el mundo más abiertamente los deberes del hombre se desbordan sobre las asociaciones particulares y poco a poco se extienden hacia el universo. Lo cual no puede llegar a ser realidad, a no ser que el individuo como tal, y los grupos, cultiven en sí mismos las virtudes morales y sociales y las difundan por la sociedad de modo que se produzcan hombres verdaderamente nuevos, artífices de una nueva humanidad, con la necesaria ayuda de la gracia de Dios6. Añadamos a esto que, además de pertenecer a la gran familia humana, el cristiano forma parte de la familia de los hijos de Dios, al haber sido incorporado a Cristo por el bautismo. Jesús es la vid; los cristianos, los sarmientos7. Si permanecemos unidos a El, su vida divina estará en nosotros, estableciéndose así esa admirable comunión de vida sobrenatural de la que participan todos los que están vitalmente unidos a la cepa, ya que por ellos circula la misma savia. Una manera quizás más comprensible para nuestro modo de concebir las cosas es el símil del cuerpo humano que emplea San Pablo para expresar esta maravillosa realidad de la unión de los cristianos con Cristo: vosotros sois el cuerpo de Cristo8. Realidad sobrecogedora que no podemos llegar a entender plenamente aunque trate de explicárnosla más detalladamente: Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo9. Si examinamos lo que significa la unidad del cuerpo humano, en el cual sus múltiples células, tejidos y órganos tienen la misma vida y encuentran su razón de ser en el todo –existen en función del organismo entero - comprendemos cómo estamos inevitable y estrechamente vinculados unos a otros. Cuanto ocurre a uno de los órganos afecta el cuerpo en su totalidad, de modo que si enferma el hígado, la cabeza no podría decir: -“el hígado está enfermo, a mí ¿qué?”- Nadie puede desentenderse de su hermano, porque éste forma parte de su propio cuerpo. Más bien apreciará la ayuda que, con su empeño por ser mejores, le brindan sus hermanos. El esfuerzo de los otros lo alimentará con eficacia en su propia lucha. Vivid una particular comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo social, la alegría y la fuerza de no estar solo.10. La conciencia de esta realidad será, a la vez, un formidable estímulo para su sentido de responsabilidad, que le lleve a esforzarse gustosamente en su deberes, aunque signifiquen un sacrificio. Yo no puedo fallar – se dirá -, porque dejo solos a mis hermanos. Y este pensamiento anima a ser generoso. Tendrás más facilidad para
6
Ibid, n.30 Cfr. Jn 15, 1-8. 8 1 Co 12, 27. 9 Ibid, 12. 10 Camino, n. 545. 7
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cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel11. Y, así como células, tejidos y órganos viven en función del cuerpo entero, cada cristiano debe actuar en función de los demás y no en provecho de sí mismo: Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen un mismo oficio, así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros. Tenemos por tanto dones diferentes según la gracia que nos es concedida(...) el que ha recibido el don de enseñar, aplíquese a enseñar, el que ha recibido el don de exhortar, exhorte; el que reparte limosna, déla con sencillez, el que preside o gobierna, sea con vigilancia; el que practica la misericordia, hágalo con apacibilidad y alegría12. Lejos de recluirnos en el estrecho mundo de nuestros intereses, debemos manifestar una sincera apertura a los demás; practicando y enseñando a cultivar todas las virtudes sociales que hacen amable y grata la convivencia. “Son numerosísimos los jóvenes que manifiestan una profunda sensibilidad ante las necesidades de los demás, especialmente de los pobres, los enfermos, las personas solas y los discapacitados. Por eso emprenden varias iniciativas para llevar ayuda a los necesitados. Existe también un auténtico interés por las cuestiones de fe y religión, la necesidad de estar con los demás en grupos organizados e informales, y el fuerte deseo de experimentar a Dios (...) La educación en la fe debe consistir antes que nada en cultivar lo bueno que hay en el hombre. El desarrollo del voluntariado, inspirado por el espíritu del Evangelio, ofrece una gran ocasión educativa” 13. La familia es una auténtica palestra de formación social, difícilmente sustituible. En un clima formado por el amor, con un entorno de generosidad y de entrega a los demás, se favorece y fomenta la educación social de los hijos. La familia es la primera escuela de las virtudes sociales que todas las sociedades necesitan14. Allí aprende la persona a convivir y a respetar a los otros: algo básico en un mundo donde quieren triunfar la indiferencia, la soledad y los odios. En el hogar es donde, de manera espontánea y natural, el hombre aprende a dar y a compartir, es enseñado en la comprensión de la dignidad del ser humano, el respeto y el cariño por quienes lo rodean. El amor es incapaz d sobrevivir si no es alimentado en la familia. No podemos dejar que la familia se pudra y se corrompa: de lo contrario se extinguirá el amor en el mundo. En la familia aprende el hombre a tener paciencia y a perdonar, a saber lo que es la verdadera autoridad y la confianza, a servir, a entregase, a ayudar y a participar, a escuchar y a saber lo que es sacrificio. La hermandad entre los hombres sólo es posible si se vive primero entre los hermanos y hermanas de una misma familia. La lealtad entre los hombres sólo será posible cuando vuelva a ver fidelidad entre los cónyuges. Sólo habrá una verdadera comprensión entre los hombres cuando los padres y los hijos se comprendan. La renuncia a las ansias de poder y de consumo sólo es posible cuando el amor ordena y controla la desenfrenada avidez del hombre15
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O. c., n. 549. Rm 12, 4-5 y 7-8. 13 Benedicto XVI. Coloquios en Polonia, XI-2005. 14 Gravíssimum educationis, n. 3. 15 Konig, Franz, Arzobispo de Viena. Carta pastoral sobre la familia, 23-II- 1977. 12
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Fraternidad. El hermano, ayudado por su hermano, es tan fuerte como una ciudad amurallada (Prov. 18,19).
La fraternidad es consecuencia de la unión en el hogar y hace que todos se sientan solidarios. Responsables de la mutua alegría y buen humor, conllevando los defectos, alentando los ideales, compartiendo las penas y los dolores, olvidando las ofensas, corrigiendo con comprensión. Es la fraternidad piedra angular de toda educación social: sin ella, todas las enseñanzas perderían su base. En un clima como éste se aprende a vivir mejor el espíritu de servicio, que luego influirá favorablemente en las relaciones humanas. Los hijos –especialmente si se trata de una familia más o menos numerosa – son magníficos educadores de sus hermanos. Cuando muestran interés unos por otros, cooperan en las tareas escolares, son generosos en sus juegos y diversiones, o emprenden tareas en equipo. Y hasta cuando discuten o pelean con demasiada fogosidad, a veces es sólo por ese afán de perfección que todos llevamos dentro. Y al preguntárseles la causa, contestan: -“Es que Pedro es un egoísta, no quiere ayudarme. - ¿Y por qué voy a hacerlo si me lo pide tan mal?” En otras ocasiones: - ¿“Por qué le pegas a tu hermano? -Porque es muy brusco. Pasó como un caballo y me quebró el avión”. Pero al momento el ambiente se apacigua, se les oye conversar más amistosos que nunca. Los estrechos vínculos que nacen de la cercanía – y a veces de las incomodidades – propia de una vida familiar íntima, van forjando en los miembros del hogar las virtudes que luego ejercitarán en el trato con toda la organización social. El respeto por las opiniones ajenas, saber escuchar en silencio, no juzgar sin haber oído antes al posible incriminado, la delicadeza en las precedencias, el respeto al silencio que facilita el estudio o el descanso de los hermanos, la necesidad de repartir sin egoísmo el espacio de un pequeño armario, una habitación o unos confites, el préstamo de unos implementos de trabajo, el respeto a la intimidad, o la colaboración para que cada uno pueda oír la música que más le guste, o ver su programa preferido en la televisión, la convivencia diaria de varios hermanos bajo la serena y discreta dirección de los padres es la mejor forma de limar asperezas, y defectos. Comentaba con sano orgullo una madre de cinco hijas – además de sus tres varones cómo se ponen de acuerdo ellas antes de una fiesta para ver qué vestido va a llevar cada una; de esta manera se distribuyen las carteras pues solamente tienen una de cada color. En el seno de una verdadera familia el hombre aprende a conocer un tú, al que aprecia más que a todos los tesoros del mundo. En la familia el hombre sale de su egoísmo. La preocupación por los demás le produce una alegría mayor que la preocupación por el bienestar propio. El yo se esfuma progresivamente delante del formidable nosotros (..) El que aprende dentro de la familia a amar de verdad, no se considera ya a sí mismo como el ser más importante del universo, porque ha encontrado a alguien pro el que
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está dispuesto a entregarse, alguien que da sentido a toda su existencia, al que servir con fidelidad16, al que está unido por un vínculo sólido e indisoluble: el de la sangre. A través de la fraternidad el hombre aprende la humildad, a no tener ambición de ser servido sino de servir, no presume de los propios talentos, sino que los pone a disposición de los demás. No necesita lamentarse de los propios defectos porque se siente colmado de comprensión, apoyo y ayuda por parte de sus hermanos. Cuando se logra este ambiente, el hogar llega a ser alegre y luminoso17, campo propicio para un cambio de opiniones cordial y abierto. Las opiniones son respetadas, los ideales son comunes, los juegos compartidos. En un clima así, el buen criterio de unos mejora la formación de los otros, y entre todos se ayudan a corregir los errores y a superar las limitaciones. Ante una equivocación no brota la palabra hiriente, irónica, sino la sonrisa acogedora o la carcajada colectiva, amable, cariñosa, que distensiona el ambiente y evita el sonrojo o la situación embarazosa. Qué cálido resulta el hogar donde hay participación colectiva en los programas comunes: porque se distribuyen las cargas en la preparación de una fiesta, un paseo o un trabajo. El orden deja de ser encargo de uno solo, porque todos lo cuidan. Lo mismo la limpieza de la casa, o simplemente de los ceniceros; cortar el césped del jardín o lavar el automóvil; reponer una bombilla o cerrar las cortinas por la tarde para proteger los muebles del sol; y, en fin, tantos arreglos pequeños o grandes que surgen diariamente en una casa habitada. La formación social en la escuela. “Os tocará también introducirlos poco a poco en comunidades educativas más amplias que la familia. Entonces ésta debe acompañar a los adolescentes con amor paciente y esperanza, colaborando con los otros educadores sin abdicar de su misión. De este modo, fundamentados en su identidad cristiana para afrontar como se debe un mundo pluralista, a menudo indiferente, e incluso hostil a sus condiciones, estos jóvenes llegarán a ser fuertes en la fe, a servir a la sociedad y a tomar parte activa en la vida de la Iglesia”18. El colegio es una prolongación del hogar y como tal ha de ser considerado. La educación es la principal tarea paterna y materna y no es delegable en ninguna otra persona ni comunidad. El hijo debe ampliar el horizonte de su vida familiar y para eso la escuela brinda el ambiente propicio y lógico en la educación social de los hijos. Su está bien concebida, ella es campo apto para continuar el desarrollo práctico y efectivo de las virtudes sociales: preocupación por los demás, celo por la justicia, solidaridad... Esto no se logra con discursos ni con enseñanzas teóricas: hace falta la vida, la disposición habitual de generosidad que rompa el individualismo. Luego hay que procurar que los hijos encuentren:
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Ibid. Liturgia matrimonial, Oración de los fieles. 18 Juan Pablo II. Discurso al III Congreso Internacional de la Familia. 30-X-1978. 17
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Una actitud ejemplar entre directivas y profesores: donde no quepan las rencillas, críticas destempladas, envidias o murmuraciones.
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Justo reconocimiento de las virtudes y capacidades de cada alumno sin discriminaciones ni preferencias personales;
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Relación respetuosa, llena de confianza entre educadores y educandos;
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Ambiente sano y amistoso entre los alumnos, fortalecido con trabajos en equipo, deportes formativos, etc.; evitando toda manifestación de deslealtad. Lejos de fomentar la delación entre compañeros, con la finalidad de estar enterados de lo que pasa en el colegio, un buen formador debe fustigar duramente esa práctica que despierta recelos, rencores, antipatías...
- Participación activa de los alumnos del centro con encargos y responsabilidades confiados a ellos. -
Oposición sistemática a todo lo que implique despersonalización colectiva, “borreguismo”, masificación: cada persona ha de responder de sus hechos con todas sus consecuencias, sin refugiarse en el anonimato.
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Una positiva enseñanza y fomento del ejercicio de las virtudes sociales: generosidad, espíritu de servicio, afabilidad, caridad, justicia, cortesía, delicadeza en el trato, acatamiento de la autoridad, disciplina, preocupación por las necesidades de los demás, respeto a la opinión y al buen nombre ajenos.
Otras instituciones formativas. Además de la familia y del colegio, hay otros grupos humanos que pueden tener gran influencia en la formación social del individuo, como son, por ejemplo, las corporaciones juveniles deportivas, culturales, artísticas, apostólicas. En ellas ejercen los muchachos su derecho de libre asociación y encuentra el ambiente propicio para crear sus propias formas sociales, sentir responsabilidad con respecto al grupo, ejercitarse en un servicio generoso, encontrar nuevas amistades y desarrollar ampliamente las virtudes de la convivencia. Por esto, los padres no sólo respetarán el deseo de sus hijos de pertenecer a estas sociedades juveniles, sino que las fomentarán y orientarán debidamente, siempre que consideren correcta la formación que en ellas reciben y bueno el espíritu que las anima. El deporte presta un magnífico servicio para la formación social del joven. En las actividades deportivas cuentan poco las diferencias personales que en otras ocasiones separan a los hombres; al contrario, los une la realización de un objetivo común. Quien no pertenezca al mismo medio social corre el peligro de encontrarse desorientado y sus posibilidades de aclimatación serán menores. Sin embargo, el elemento que
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determina la integración en el medio deportivo es el valor del participante y el interés que ponga en alcanzar el objetivo común19 En el entorno de la vida de familia, y de la educación social en el hogar, no podemos olvidar un elemento hoy inevitable: los medios de comunicación social: prensa, cine, radio y televisión, que afectan a las familias en su misma intimidad. Hoy es difícil hallar una casa en la que no haya entrado al menos uno de tales medios. Mientras hasta hace pocos años, la familia estaba compuesta de padres, hijos y alguna otra persona unida por vínculo de parentesco o trabajo doméstico, hoy, en cierto sentido, el círculo se ha abierto a la compañía, más o menos habitual, de anunciadores, de actores, comentadores políticos y deportivos, y también a la visita de personajes importantes y famosos, pertenecientes a profesiones, ideologías y nacionalidades diversas. Es fácil concluir que estos medios influyen, de manera decisiva, en la formación social de los hijos, facilitando una visión del hombre, del mundo y de las relaciones con los demás que, a menudo difiere profundamente de aquella que la familia trata de transmitir. Atentos en general a las amistades que mantienen sus hijos no lo están igualmente respecto de los mensajes que la radio, la televisión, los discos, la prensa y las historietas gráficas llevan a la intimidad “protegida”... y “segura” de la casa. Es así como los mass media entran a menudo en la vida de los jóvenes sin la necesaria mediación orientadora de los padres y educadores, que podría neutralizar los posibles elementos negativos y valorar en cambio debidamente las no pequeñas aportaciones positivas capaces de servir al desarrollo armonioso del proceso educativo20. Los medios de comunicación social abren el horizonte y facilitan el diálogo de la familia con un mundo más extenso, amplían los centros de interés y facilitan el ingreso al núcleo del hogar de los problemas de toda la familia humana. Así, pues, los medios de comunicación social pueden contribuir mucho a que se acerquen los corazones de los hombres en la simpatía, en la comprensión y en la fraternidad. La familia puede abrirse con su ayuda a sentimientos más estrechos y profundos hacia todo el género humano. Beneficios estos que deben ser debidamente valorados21
7. LAS VIRTUDES SOCIALES. Para una buena educación no basta el ambiente adecuado, también se hace necesaria la formación de hábitos que faciliten y encaucen la relación con los demás: virtudes que se pueden denominar sociales por sus implicaciones directas en la buena convivencia, en ese hacer amable la vida a quienes se nos acercan. El compañerismo y la amistad, el amor a la justicia y la caridad, la generosidad y el afán de servicio, el espíritu cívico, el respeto mutuo y la cortesía, y una honda sensibilidad social. Compañerismo y amistad. 19
DURAND, G. El adolescente y los deportes. Editorial Paideia. Barcelona (España), Juan Pablo II. Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Domingo 18-V-1980. 21 Ibid. 20
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Un amigo fiel es poderoso protector: el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su aprecio es incalculable. El que teme al Señor es fiel a la amistad y como él es fiel así lo será su amigo. (Eclesiástico. VI. 14-17) Ser amigo es compartir gustos, aficiones, sentimientos e ideales; es hacer de la compañía un vínculo profundo, estar ligado por la fidelidad y la lealtad permanentes, disponerse a servir sin esperar recompensa; aceptar al compañero tal como es, con sus errores y limitaciones; comprenderlo, corregirlo amablemente, disculparlo; animarlo en los fracasos, levantarlo en las caídas... En la amistad verdadera no caben el cálculo ni la búsqueda del bienestar, porque no se trata de utilizar – cosificar- al amigo, sino de entregarnos a quien queremos. Los amigos están relacionados de tal manera que su amistad llega hasta la intimidad personal: y será verdadera en la medida en que cada uno haga participar al otro de su propia vida, sus ideales, preocupaciones, dolores y alegrías. Así se echan por tierra las vallas que limitan y encierran el propio yo, sacándolo de sí mismo y abriéndolo al compañero. Lo cual requiere sinceridad, pues con el amigo hay que hablar como con otro yo1. Entre amigos no debe haber reservas ni equívocos que obstaculicen la nitidez del diálogo y de la conducta: la verdadera amistad no debe disimular lo que siente2. El amigo se sacrifica en bien del otro y no tiene secretos para él: participa de sus bienes, sus alegrías y también sus dolores y sus penas. La amistad es como la coronación de las virtudes morales, que presupone y fomenta muchas virtudes sociales: lealtad, comprensión, sinceridad, confianza, espíritu de servicio... El cultivo de las amistades es uno de los ejercicios más importantes en la formación de los hijos, porque con ella van consiguiendo el equilibrio y la estabilidad afectiva que requieren, especialmente en la pubertad. Entonces, la misión paterna será facilitarla, orientar en la elección d los amigos – sin proteccionismo o controles esclavizantes que infantilizan -, con discreción y habilidad, sabiendo conocer sus compañeros, charlando con ellos cuando vienen por casa, o haciéndoles ver con delicadeza, con decisión y pronto – antes de que avancen demasiado- esas manifestaciones que se muestran a la honesta mirada de los padres como perjudiciales. Aquí entra la sabiduría, la discreción, para guiar a los hijos sin herir el libre albedrío, sin abuso de autoridad. El diálogo amistoso y la paciencia mientras se hacen comprender. Cuando parece que no saben de amistades o se muestran retraídos, hay que buscar la causa. A veces el motivo resulta ser un defecto sensorial que impide oír o ver bien, por lo cual el muchacho no alcanza a captar la realidad externa y se convierte en objeto de bromas de sus compañeros, que, además, prescinden de él en sus juegos y deportes. Un tratamiento médico se hace necesario. 1 2
San Jerónimo, Epist. 105.2. o. c., 81- 1.
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Otras veces es por una razón de orden intelectual: poco despiertos, no captan con rapidez las bromas o tardan en comprender las reglas – muchas veces improvisadas - de los juegos, o en encontrar soluciones rápidas a las incidencias que se presentan en su desarrollo: hay que darles confianza, ponerlos en situaciones en las que, sin mucha dificultad, salgan airosos. También hay casos de aislamiento motivados por problemas afectivos, ya por falta de una atención adecuada de los padres, que perturbó su maduración y la creación de hábitos para dirigir sus buenas relaciones con los demás; mimos, consentimiento de caprichos, tolerancia de sus egoísmos. Al entrar en contacto con el ambiente extrafamiliar sufren un terrible choque que puede llevarlos a rehuir la compañía de quienes no toleran la actitud que les soportan en la casa. El caso extremo aparece en el niño a quien, por haber sufrido alguna enfermedad prolongada, se le permite un régimen de excepción, con cuidados especiales que luego le impiden aceptar un sistema de vida normal en el que deba prescindir de las ventajas antes disfrutadas. Los padres rectificarán su actitud lo antes posible y pondrán al niño en contacto con otros ambientes donde pueda desarrollar mejor su sociabilidad. El carácter tiene una influencia decisiva en la actitud del niño respecto a su relación con sus compañeros. Los sentimentales suelen ser tímidos, tienden a esconderse en su mundo interior y a refugiarse en la soledad. Los flemáticos prefieren actividades lentas y juegos tranquilos, en que intervengan escasas personas y haya poco barullo; son individualistas y poco colaboradores. Los apáticos y amorfos tienen pocas aptitudes para la vida social, poca iniciativa y expresividad; se dejan arrastrar pasivamente por los demás. Cada tipo caracterológico exigirá un tratamiento especial; pero en todos ellos hay que atacar el denominador común – la falta de sociabilidad -, estimulando la convivencia y la participación en actividades – trabajo, juegos de grupo, y su espíritu de competencia3. En cada momento hay que exaltar, apreciar los grandes valores de la amistad, tan altos siempre, que todo un Dios hecho hombre no encuentra en su amor por nosotros un título mejor: Vosotros sois mis amigos4. Esto nos lleva a comprender que la cumbre de la amistad se alcanza y se afirma cuando se tiene a Cristo como fundamento. Entonces aparece esa fraternidad sobrenatural, más fuerte que los lazos de la sangre, pues la misma gracia divina la que liga a los amigos de un modo inquebrantable, lleno de afecto limpio y sacrificado. La amistad que tiene por motivo a Cristo es firme, inquebrantable, indestructible. Nada, ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte, ni cosa semejante, será capaz de arrancarla del alma5. El sentido de la justicia. Es la disposición habitual de la voluntad que inclina a dar a cada cual lo suyo, a respetar los derechos ajenos. Virtud fundamental en la cual deben basarse todas las virtudes 3
Cfr. CASTILLO, Gerardo. Los amigos de los hijos. Revista Nuestro Tiempo, n.180. Pamplona (España), pp. 735-740. 4 Jn. 15, 14. 5 San Juan Crisóstomo. In Matth. Hom. 60, 3.
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sociales. Si de pequeños se aprende a respetar lo ajeno, aunque sea de poca importancia, como un lápiz, un cuaderno, una moneda o un chocolate, comprenderán los hijos la importancia posterior de respetar la vida, la honra, la fama o la fe de los demás. Por los hurtos menores infantiles, el niño no se convierte, sin más, en un ladrón. Pero tolerarlos o hacer de ellos un chiste, podría abrir camino a hábitos que tendrán repercusiones negativas en el futuro. Por ínfima que sea la situación de injusticia en un pequeño, debe aprender a repararla restituyendo lo ajeno, desagraviando al ofendido, pidiendo perdón o reparando el daño ocasionado. Que aprendan a resistir la tentación de usar subrepticiamente alguna prenda de vestir de sus hermanos: que se ejerciten unos en pedir con humildad, y otros en prestar con generosidad. Que repriman el deseo de coger a hurtadillas alguna comida de la nevera o unos dulces del supermercado. Los padres deben estar atentos e indagar –sin acusaciones precipitadas- la procedencia de objetos ajenos a la casa: un lápiz, un libro, un disco... por más insignificantes que sean. Dice la sabiduría popular que “quien hace un cesto, hace un ciento”. Y la Sagrada Escritura enseña que quien desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá6. Y no se puede tolerar que los hijos tomen a juego pequeñas fechorías, como romper los bombillos del alumbrado público, abrir las llaves del acueducto, traerse a casa las señales del tránsito. O que no den importancia al hecho de robar flores de un parque o pisotear los prados. En un ambiente donde no importa la propiedad ajena y aún la misma vida – los periódicos difunden constantes noticias sobre este tema -, no es fácil que los niños se formen en un estricto sentido de la justicia. Los padres pondrán especial empeño en darles un constante ejemplo de exquisito respeto a los bienes ajenos, aún en cosas de poco valor. No pueden permitirse la indelicadeza de querer pasar una moneda falsa, o no pagar el tiquete de un autobús, o no devolver el sobrante recibido por error en la cuenta del mercado. Ya hay demasiados malos ejemplos en esas películas – que por deformadoras deben evitárseles a los hijos – en las que se presenta a ladrones como héroes simpáticos hasta el punto de alegrar al público cuando logran escapar de la policía. También se ha de enseñar a respetar la fama y el honor de las personas, evitando todo comentario crítico que pueda afectarlas. En esto, he aquí un certero consejo de Camino: No hagas crítica negativa: cuando no puedas alabar, cállate7. Los padres harán muy bien en cortar conversaciones lesivas de la fama ajena, aunque se realicen en un contexto cómico o jovial. Y harán mejor en no dejar escapar de sus propios labios ese tipo de comentarios. A veces hay excesiva tolerancia en este aspecto porque se procura disfrazar la murmuración con ropaje de ingeniosas frases, o de compasión, olvidando que: Hacer crítica, destruir, no es difícil: el último peón de albañilería sabe hincar su herramienta en la piedra noble y bella de una catedral. - Construir: ésta es labor que requiere maestros8. Pero la formación del sentido de justicia ha de ir más lejos. No puede limitarse al respeto de los bienes ajenos: ha de llegar al reconocimiento de las cualidades, méritos, virtudes, argumentos y victorias de los demás; la justicia nos ha de llevar a dar a cada 6
Libro de Ben Sirac 19, 1. Camino, n. 443. 8 o. c., n. 456. 7
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uno lo suyo y, por tanto, a reconocer lo bueno de los otros: A tal señor, tal honor, como dice el refrán popular. Sería injusto no dar la razón a quien la tiene, omitir la debida alabanza a quien la merece, no mencionar las cualidades de los demás al hablar de ellos, desconocer una victoria obtenida en buena lid. Contribuirán los padres a la formación de esta virtud tan importante para la vida de relación, no sólo cuidando con esmero sus conversaciones, sino también actuando de tal manera que brille la justicia en todas sus determinaciones. No es apropiado tener entre los hijos preferencias que puedan producir desagrados, ni regañar sin motivo, ni extralimitarse en castigos apasionados, ni dejar pasar una cosa mal hecha sin la debida reprensión, ni ser más severo con uno y más tolerante con otro, ni volcarse en manifestaciones de cariño con alguno y ser más parco con los demás, ni dar la razón a una de las partes litigantes sin oír la otra... Claro que la justicia no equivale a la igualdad, ya que, por ser distinto cada hijo, se le debe un trato diferente, adecuado a sus peculiaridades: diverso sí, pero no preferencial. Caridad y comprensión. No basta la justicia, hace falta también la caridad, virtud sobrenatural – y, por tanto, sólo cristiana -, infundida gratuitamente por Dios en el alma, que va más allá de la justicia y acerca más a las personas porque no se limita a sus derechos, a sus valores: mira directamente al ser personal, a la dignidad humana, a la huella de dios que existe en cada uno. Mientras la justicia intenta no hacer daño, la caridad busca hacer el bien. Por aquella doy lo que le pertenece al otro; por ésta entrego lo mío, lo que podría conservar sin lesionar lo justo. A su vez, la caridad cuenta con la justicia. No puede existir amor sin justicia. El amor “rebasa” la justicia, pero al mismo tiempo encuentra su verificación en la justicia. Hasta el padre y la madre al amar a su hijo, deben ser justos con él. Si tambalea la justicia, también el amor corre peligro9. Y salvada la justicia, las relaciones humanas, con la caridad, se convierten en camino de santificación. Sólo cuando se vive la caridad se puede decir que se ha logrado una formación social completa y todas las virtudes sociales adquieren su verdadero significado y relieve. Ya el amor al prójimo era objeto de un importante precepto del Antiguo Testamento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo10; mandato que, según Jesucristo, es el segundo en importancia, después del amor de Dios11, y constituye el contenido del mandamiento nuevo o testamento del Señor: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado; así también amaos mutuamente. En estos reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros12. Tanta importancia tiene el amor al prójimo para el cristiano, que constituye el distintivo de los seguidores de Cristo, y Él considera como hechas a su persona las obras de caridad que realicemos13, ya que el amor cristiano se funda en Cristo y es verdadero 9
Juan Pablo II. Lv 19, 18. 11 Cfr. Mt 22, 39. 12 Jn 13, 34-35. 13 Cfr. Mt 25, 35 s.s. 10
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amor fraterno entre los hijos de un mismo Padre: Dios. Es, pues, el vínculo que une y configura la comunidad cristiana en auténtica familia: la Iglesia. De ahí que, quien no aprenda a vivir la caridad en esa iglesia doméstica, que es la familia, difícilmente podrá practicarla en ámbito social más amplio. Dios quiso que el hombre naciera en el seno de un hogar y que su existencia misma fuera fruto del amor. El cariño de la familia es la atmósfera más propicia para que el niño vaya despojándose de su natural egocentrismo y empiece a amar de veras, a preocuparse por los otros, a vivir la caridad. Para el desarrollo de esta virtud – infundida con la gracia en el bautismo - nunca se ponderará suficientemente la importancia de un ambiente familiar en el que los padres den ejemplo vivo de bondad, generosidad, interés por los necesitados y compasión por los que sufren. Que comprendan, toleren las flaquezas y errores ajenos y comuniquen un deseo intenso – traducido constantemente en obras – de hacer la vida más agradable a quienes se les acercan, repartiendo en torno toda la paz y el gozo que son capaces. Sólo así seremos verdaderamente sensibles ante las necesidades materiales o espirituales de los hombres. A ello hay que inducir a los hijos desde la más tierna infancia. Por aquellos días, habiéndose juntado una gran muchedumbre y no teniendo qué comer, llamó a los discípulos y les dijo: me da compasión esta multitud, porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer14. Conmueve contemplar a Jesús enternecido con esa gente que, por voluntad propia, lleva tres días de ayuno por seguirlo. ¡Cómo sería su actitud en nuestro siglo, al captar el grito de angustia de esas masas hambrientas, maltratadas, desprovistas de todo derecho y comodidad, que llena nuestras ciudades! Con una previsión y ternura realmente paternos, vuelve a dirigirse a sus discípulos: Si los despido en ayunas a sus casas, desfallecerán en el camino, y algunos de ellos han venido de lejos15. Si Cristo es el camino16, y nosotros hemos sido llamados a seguir sus pasos17, preguntémonos si nuestros sentimientos equivalen a los del Señor y si sí estamos formando a las nuevas generaciones en ese mismo espíritu para construir una sociedad cristiana y justa. Y sigue diciendo San Marcos: Al desembarcar, vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor18. En esta ocasión, otros motivos conmovieron el corazón de Jesús: una multitud desorientada, sin guía, sin ideales por qué luchar, sufrir, amar, vivir. Ahora se trata de una escena más triste – más generalizada – que la de la miseria física: hombres y mujeres de todas las clases sociales, edades y condiciones, sumidos en la tristeza y el desaliento, en la angustia y el vacío interior, sin una luz que los oriente y los dirija con entusiasmo hacia una meta digna del esfuerzo, el trabajo, el sacrificio. Y lo peor es que estamos tan ocupados en nuestras cosas – ya tengo suficientes problemas, decimos – que ni siquiera alcanzamos a 14
Mc 8, 1-3. Ibid. 16 Jn 4, 6. 17 1 P 2, 21. 18 Mc 6, 34. 15
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ver tantos ojos mortecinos y apagados, tantas miradas de amargura. Hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación19. Esta sensibilidad ante las necesidades ajenas es el primer paso en el interminable camino de la caridad con el prójimo. No podemos detenernos. Cristo no paró ahí. Ante el hambre material de aquella multitud, procedió a la portentosa multiplicación de los panes y de los peces, y comieron hasta saciarse. Y recogieron de los mendrugos que sobraron, siete cestos20. Y, ante el hambre de bien y de verdad de aquella otra muchedumbre, se puso a enseñarles largamente21. Ni el pan ni la palabra fueron medidos: dio con abundancia. Nuestra conmiseración es sin duda muy agradable a Dios; pero que pase a ser don de sí, verdadera caridad. La palabra limosna, tantas veces tan mal entendida, tiene su origen etimológico en el griego eleemosyne, de óleos que quiere decir compasión y misericordia. Es una ayuda a quien tiene necesidad de ella, es hacer participar a otros de los propios bienes. Y esto es muy importante comprenderlo. San Pablo dice: Si repartiere toda mi hacienda... no teniendo caridad, nada me aprovecha 22. Y San Agustín: Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has hecho nada; en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aún cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna23. El Papa Juan Pablo II comenta: Aquí tocamos el núcleo central del problema. En la Sagrada Escritura y según las categorías evangélicas, “limosna” significa, ante todo, don interior. Significa la actitud de apertura hacia “el otro”24. Y continúa explicando el Pontífice: mientras la oración es apertura hacia Dios, el ayuno, es privarse de algo y decir no a sí mismo; la limosna es apertura hacia los otros, que se expresa con la “ayuda”, con el compartir la comida, el vaso de agua, la palabra buena, el consuelo, la visita, el tiempo precioso, etc. Este don interior, ofrecido al otro llega directamente a Cristo, directamente a Dios. Decide el encuentro con El (Cfr. Mt 25, 35-40)25. Los padres formarán a sus hijos en la entrega a los demás aún con sacrificio personal. Que se acostumbren a interesarse seriamente - ¡de verdad! –por el prójimo, tanto en sus necesidades materiales como en las espirituales, en sus problemas terrenos y más aún en los sobrenaturales: conflictos morales, debilitamiento de la fe, alejamiento de los sacramentos... ¿Cómo puede un cristiano despreocuparse de la salud del alma de sus hermanos? Para saber despertar esa inquietud de manera positiva y real, hay que tratar a Jesucristo. Y conocer a Jesús (...) es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás. Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales (...). 19
Es Cristo que pasa, n. 167. Mc 8, 8. 21 Mc 6, 34. 22 1 Co 13, 3. 23 Enarrat, in Ps. CXXV, 5. 24 Juan Pablo II. Audiencia general. 28-III-1979. 25 Ibid. 20
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Los problemas de nuestros prójimos han de ser nuestros problemas. La fraternidad cristiana debe encontrarse muy metida en lo hondo del alma, de manera que ninguna persona nos sea indiferente (...). Hay que abrir los ojos, hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas llamadas que Dios nos dirige a través de quienes nos rodean. No podemos vivir de espaldas a la muchedumbre, encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así como vivió Jesús (...). Nos duelen entonces los sufrimientos, las miserias, las equivocaciones, la soledad, la angustia, el dolor de los otros hombres nuestros hermanos26. Y las características mínimas de lo que constituye el fundamento de la paz individual y familiar, de un bienestar conveniente y oportuno: pan, vivienda, vestido, diversión, descanso... Conviene que los hijos se percaten de tales situaciones, muchas veces bien cercanas de donde viven o estudian. Conviene que las vean como problema personal. Y que las remedien según sus posibilidades. A veces, poco podrán hacer: unas monedas ahorradas a costa de privarse de unas gaseosas a la hora del recreo, unos zapatos en buen uso todavía, aunque les gusten; un rato de conversación cordial con el compañero que está sufriendo por algún motivo social o familiar, para que no se sienta solo. Otras veces harán mucho. Siempre, eso sí, según la medida de su amor. Por eso es bueno que los padres, para dar sus limosnas, se valgan de sus hijos siempre que sea posible y oportuno, procurando que algunas veces añadan algo propio. Hacerles sentir viva aquella enseñanza del Maestro que nos transmite San Pablo: Es mejor dar que recibir27 Por el contrario, sería desastrosa una reconvención acompañada de “sensatas” y “prudentes” razones, cuando la hijita regala su muñeca a la niña pobre que tocó a la puerta estando ausente la mamá, o cuando el hijo da a un mendigo el almuerzo que su madre le había preparado con esmero para que lo disfrutara durante el recreo. Y para colmo, completar el regaño con alguna frase así: “De haberlo sabido, no te hubiera puesto ese trozo de jamón tan exquisito”. En su exceso de un cariño mal entendido, la madre va volviendo a sus hijos acaparadores y egoístas en lugar de encauzarlos en esa sencilla y auténtica complacencia de dar y compartir que en el futuro podría hacer de ellos mejores cristianos. No hay que ser extinguidores de ímpetus recién nacidos, sino al contrario, fomentar en el alma de los niños esos brotes de bondad. Acudamos con frecuencia al ejemplo de Cristo que pasó haciendo el bien28 por este mundo, y no descansó hasta derramar la última gota de su sangre preciosísima por nuestra felicidad eterna. Haz el bien sin mirar a quien, reza la sabiduría popular, queriendo indicar la universalidad de la caridad, que no debe conocer distinciones de razas, pueblos o condiciones sociales. Pero es mejor enseñarles que sí miren a quien – sin pedir nada a cambio – para que su donación no sea algo impersonal y frío como la de esas sociedades internacionales sin corazón y sin inspiración cristiana que se dedican a la beneficencia por el mero altruismo. La caridad es algo distinto: es virtud sobrenatural, dar por amor a Jesús. Dios humanado, nos enseña a tratar a cada uno según sus circunstancias particulares. El cariño de Cristo no se pierde en el anonimato 26 27 28
Es Cristo que pasa, nn. 145 y 146. Hch 20. 35. Hch 10 . 38.
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de la multitud, ni se difuma entre la turba de quienes lo siguen: se dirige a cada uno, de modo personal e íntimo: Cuando el sol se hubo puesto, todos los que tenían enfermos de varias dolencias se los traían. Y El, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba.29. Le hubiera bastado una sola palabra o un movimiento de su voluntad omnipotente. Y es que la preocupación de Jesús no es por seres impersonales, sino por cada hombre con sus cualidades y virtudes – que por el mismo han sido creados- con nombre y apellidos, con sus defectos y errores; sus anhelos y sus sueños: Bastaría recordar aquella escena del Maestro, asediado por hipócritas acusadores frente a la mujer sorprendida en adulterio, que termina con la vergonzosa huída de los fariseos y la frase indulgente y a la vez amonestadora de Jesús: ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: nadie, Señor. Y Jesús le dijo: pues yo tampoco te condeno; anda y no quieras pecar más30. Qué buena escuela la de este Maestro para aprender a vivir – y poder enseñarla - una caridad que, además de ser muy sobrenatural – muy fundida en Dios, teniéndole a Él por motivo – se dirija al hombre concreto, al que se conoce, se comprende y se ama y que, lejos de ser fría, distante, lejana, es cordial, llena de riqueza afectiva que Dios ha puesto en nuestro corazón sensible a las tristezas y alegrías ajenas. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque de otro modo, tampoco podremos ser divinos. (...). Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservan un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano 31 . Si se pretende ser muy espiritual, muy sobrenatural, hay que ser muy humanos, como ha repetido tantas veces Monseñor Escrivá de Balaguer, a quien Dios dotó de un corazón que no conoció jamás barreras para su cariño; hay que esforzarse – decía – por tener un sentido entrañablemente humano de la vida, pues Dios Nuestro Señor no edifica sobre el desorden de una vida deshumanizada. Y si queremos transmitir a otros esta experiencia, hay que saber convivir con todo el mundo, disculpar los errores y flaquezas sin escandalizarse de nada ni de nadie, pasando por encima de las miserias y defectos de la gente sin darles demasiada importancia, sabiéndolos comprender. Y a la vez animando a la superación. Esta actitud sincera, de corazón, está bien lejos de ciertas manifestaciones de afecto puramente externas, estereotipadas e impersonales, que presentan la caridad de Cristo como un producto de técnicas prefabricadas y convierten el auténtico cariño – que nace de la propia interioridad - en mera fórmula de cortesía y urbanidad, tan necesaria en la vida social, si no están vacías de contenido. La comprensión es el fruto más genuino de ese amor humano y sobrenatural que se llama caridad. Más que en “dar”, la caridad está en “comprender”32. Exige el esfuerzo de penetrar en la mentalidad, motivaciones y modo de ser del otro, como si nos metiésemos bajo su piel, poniéndonos en su lugar, en vez de juzgarlo fríamente según nuestros esquemas. El amor, por ser esencialmente unitivo realiza la adecuada compenetración, una íntima identificación con los demás. El que ama no se contenta con una aprehensión superficial de la persona amada, sino que se esfuerza en 29
Lc 4, 40. Jn 7, 10-11 31 Es Cristo que pasa, nn.166-167. 32 Camino, n. 463. 30
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profundizar en cada una de las cosas que pertenecen al que quiere, y así penetra en su interior33. Interior desde el cual es posible juzgar bajo el punto de vista del otro, y tener en la propia alma las resonancias afectivas que en él se dan. Se hace realidad el poder gozarnos con su alegría, dolernos con su pena; experimentar vivamente sus necesidades, ayudar con discreción, sin humillar; corregir sin exasperar; persuadir con razones adecuadas. Todo un milagro realiza la caridad en el hombre, tan proclive al egoísmo en su naturaleza caída. El que ama sale fuera de sí, porque quiere y obra el bien del amigo, introduciéndose de algún modo en sus solicitudes ycuidados34. La caridad tiende un puente de penetración entre las almas y las lleva a comprender desde dentro la situación de cada una, con sus problemas, sus dificultades, aunque no se compartan los errores ni haya obligación de adoptar las mismas formas de vida. ¡Qué bien vivieron esto los primeros cristianos, en medio de las difíciles circunstancias en que les tocó desenvolver su fe! Convivir con los paganos no es tener sus mismas costumbres. Convivimos con todos, nos alegramos con ellos por la comunidad de naturaleza, no de supersticiones. Tenemos la misma alma, pero no el mismo comportamiento, somos coposeedores del mundo, no del error.35. Por el contrario, el egoísmo es el mayor obstáculo para ese puente de comprensión que requiere el amor, pues encierra a cada uno en sus propias conveniencias y puntos de vista, haciéndolo incapaz de llegar al corazón, a la verdadera intimidad del hermano. Es necesario comprender todo un proceso de entrenamiento, precedido, acompañado y seguido de una continua motivación, para formar este aspecto de la caridad en los hijos. Acostumbrarles a mirar los hechos desde el punto de vista ajeno, localizarse en el otro, juzgar metiéndose dentro de sus zapatos. Como con tanta frecuencia piensan los hijos que sus padres no los comprenden, éstos – que han de esforzarse en que tal impresión no corresponda en absoluto a la realidad –, deberán estimularles a que se pregunten con sinceridad si ellos – los hijos – sí comprenden plenamente a sus padres; si alguna vez han tratado de reflexionar sin prejuicio por qué su papá regresa en la tarde con cara de cansancio, y por qué su mamá a veces no logra disimular el ceño de su frente; y qué dificultades tiene, cuáles son sus preocupaciones. Que se pregunten ellos – los hijos- si comprenden el modo de ser y las reacciones de sus hermanos. Puede ser más fácil hacerles razonar de este modo cuando la conversación gire en torno a los amigos, sobre quienes van haciendo comentarios desfavorables, ya que en este caso no son los padres parte interesada. Se les puede llevar, como de la mano, a que lleguen a darse cuenta de que uno siempre ve las cosas desde su punto de vista, no siempre objetivo ni sereno. Junto con la comprensión los niños aprenden a perdonar, a disculpar, a no dar desmesurada trascendencia a las pequeñas ofensas que reciben de sus compañeros o de sus hermanos, generalmente sin intención de herir, sino más bien por descuido o precipitación. Que no acumulen agravios, que es signo de corazón estrecho. Que sepan borrar la huella que cada uno deje y perdonen con amplitud de corazón desde el mismo momento que se producen. Puede suceder que algunos padres – con el afán de enseñarles a defenderse – se equivocan al recomendar a sus hijos la reacción verbal violenta ante la ofensa recibida,
33
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1-11. q. 28. a 1. c. o. c., q. 28, a. 2, c. 35 Tertuliano, De idol., 1, 4, 5. 34
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y aún la agresión física. Sin querer, pueden estar estimulando la venganza. Algunos brotes de “valentía” en los niños así lo manifiestan. Es mejor dejar obrar al niño, sin empujarlo a reacciones sugeridas por el afán de verlo triunfar en toda circunstancia. No toleremos que en un corazón joven – tampoco debemos permitirlo en los menos jóvenes – se albergue la miseria del rencor. Apartémosles también de las actitudes, las expresiones, las palabras hirientes. A veces parece que los niños se ensañan en ofender a sus compañeros o a sus hermanos, buscando los epítetos sarcásticos y repitiéndolos una y otra vez, como queriendo provocar el máximo dolor. Quizás no sean muy concientes del mal que producen y de la falta de caridad tan grande que supone su comportamiento. Hay que hacerles caer en la cuenta de su error y razonarles adecuadamente, con motivos humanos y sobrenaturales, para que se arrepientan y decidan disculparse con humildad y nobleza. Hagamos observar a los niños el daño que puede producir la maldad o la antipatía. Hay en la tierra demasiadas causas y ocasiones de sufrimientos para que compliquemos más todavía la vida del prójimo. Por otra parte, ¿no es verdad que el que siembra vientos recoge tempestades?36 Delicadeza, respeto, cortesía, espíritu cívico. Estas podríamos llamarlas virtudes menores. Son protección de las virtudes sociales más importantes – caridad, justicia, amistad, compañerismo -, y a la vez, son manifestación de su desarrollo a cabalidad. Diríamos que, sin ser los muros del edificio social constituyen esa serie de detalles que lo hacen habitable, cálido, cómodo. Si desapareciesen en una sociedad, la convivencia se haría difícil, fría, desagradable. Sin embargo, hay una tendencia equivocada a prescindir de esas virtudes, con el pretexto de una mayor sinceridad y una mal entendida espontaneidad, en reacción quizá a ciertos formulismos, gestos, etiquetas, actitudes superficiales y falsas que nada expresan porque nada tienen: son vacías, envuelven comportamientos de los educadores que quieren enseñar virtud, bondad, sin poseerlas, sin vivirlas Una persona de verdad caritativa, justa, amable, necesariamente será cortés, de sentimientos delicados, de palabras gentiles. Pero estas manifestaciones son mero maquillaje si no salen con naturalidad del fondo mismo del corazón. Es preciso revalorar las virtudes sociales menores, haciéndolas apreciar y comprender por nuestra juventud actual dentro de una justa jerarquía: lo primero es vivir la justicia y la caridad, la lealtad y el compañerismo, la generosidad y el espíritu de servicio, cuya omisión invalidaría el ejercicio de las pequeñas virtudes, que ya ni siquiera serían virtudes sino sólo máscaras del egoísmo. Pero inmediatamente después, hay que enseñar – comenzando con el propio ejemplo - a adquirir y ejercitar unos hábitos de delicadeza y cortesía, realizados con esfuerzo y constancia, ya que se trata de darles la solidez y la firmeza de la virtud. Y es en el seno de la familia donde con más facilidad se puede encauzar, con una buena y esmerada educación, ese conjunto de inclinaciones naturales, de sentimientos primarios que todos tenemos en relación con las personas más cercanas y queridas. La educación tendrá como tarea ir desarrollando estos hábitos menores por 36
COURTOIS, Gaston, El arte de educar a los niños de hoy, S.E. Atenas, S.A. Madrid.
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la repetición de los correspondientes actos de respeto, delicadeza, cortesía y civismo, y la debida comprensión de su significado; su aplicación a las circunstancias de cada día; su perfeccionamiento a base de indicaciones concretas en casos quizá más difíciles y complicados; su elevación al orden sobrenatural dándoles un contenido de auténtica caridad y preocupación por los demás. En este plano sobrenatural, el hombre adquiere mayor finura interior, fruto de la delicadeza en el trato íntimo con Dios, el respeto y la cortesía que se manifiestan hasta en el modo de hacer una genuflexión frente a Quien vive en el Sagrario - ¡tan humilde y escondido! -, o una inclinación de cabeza ante la Cruz del altar, imagen del sublime sacrificio del Dios hecho hombre. El trato personal con Dios nos enseña a ser corteses con el prójimo, pues nos basta observar ese comportamiento Suyo con el hombre a quien respeta en su libertad y trata con finura de enamorado, cuidándolo amorosamente sin omitir ningún medio que le dicte su previsión providencial. Si abrimos el Santo Evangelio, recibiremos del Maestro una buena lección de lo que debe ser la relación cortés con El; nos servirá de modelo para el trato con nuestros semejantes y de base para la educación de quienes dependen de nosotros. Jesús fue invitado por un fariseo de nombre Simón a comer con él en su casa. Probablemente le habría preparado un buen banquete. Pero olvidó los detalles de cortesía habituales en su tiempo, mientras que una mujer pecadora, de alma m s fina que la de aquel fariseo formalista, se deshizo en muestras de afecto con el invitado, que no era propiamente su huésped. Jesús capta ese contraste y dice a Simón: ¿Ves a esa mujer? Entré a tu casa y no me diste agua con que lavaran mis pies; mas ésta ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha estrujado con sus cabellos... No me diste el ósculo de la paz; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con óleo, y ésta ha ungido mis pies con ungüento37 Esos pequeños detalles de María Magdalena eran provocados por el amor; en quien carece de amor son postizos o no se dan. Nadie puede llamar convencionalismo lo que Jesús reclama al fariseo y agradece a la pecadora. Hemos de vivir y enseñar esos detalles menudos para hacer más grata la convivencia y más amable el trato con nuestros semejantes. Es fácil que los hijos aprendan estos detalles, si los ven vivir con naturalidad a sus padres. Es muy importante enseñar pronto a los niños las reglas elementales de la cortesía. Porque son hábitos, que una vez adquiridos durarán toda su vida. La experiencia dice que cuando se descuida la formación de la cortesía durante la primera infancia, es difícil adquirirla más tarde.38 No hay que introducir al niño en una enmarañada selva de normas y reglas complicadas, pero sí debemos cultivar la finura de su espíritu par que sepa adaptarse con delicadeza a las diversas circunstancias. Son manifestaciones de descortesía las antiestéticas posturas, expresiones, gestos, actitudes que inevitablemente golpean a quienes los presencian. El desprecio a las costumbres de cada país. El descuido y la suciedad en el vestir y en la presentación corporal. Los malos modales en el comedor, con repudio a las normas que hacen más agradable el rato de esparcimiento alrededor de la mesa. Toda actividad social tiene sus reglas: deportes, tránsito de vehículos, espectáculos públicos, para hacer más amable y digno el diario vivir en compañía. No hacer trampas en el juego, no irrespetar los turnos en las filas, no pisar los prados, no echar basuras en el suelo, no escupir, no alzar 37 38
Lc 7, 44-46. COURTOIS, Gaston, o. c., p. 174.
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la voz en ciertos lugares – iglesias, teatros, entierros -, no pasar un semáforo en rojo, no conducir en contravía, no sacar la cabeza o arrojar objetos por la ventanilla del tren y otra serie interminable de noes reiterados a cada instante, son una mera reiteración de la importancia de proteger la paz, la salud y hasta la vida de los conciudadanos. Por secundarias que parezcan estas normas a algunos, y no lo son, expresan la necesidad de hacer más llevaderas y aceptables las relaciones humanas. No en vano se ha llamado a la cortesía el arte de saber vivir. Un “vive y deja vivir” podría aplicarse a cada caso y el niño debe aprender que sí puede entrar al cine pero cuando le llegue el turno, que sí puede pasear por el parque pero sin pisar la grama ni arrancar las flores, que sí puede comerse la chocolatina pero tirar el papel en la basurera; a esto y por el mismo motivo hay que añadir el evitar los modales bruscos, las frases despectivas, el mal genio, las reacciones hirientes. La cortesía y la delicadeza ejercen una función formadora, que obliga a un cierto dominio de sí mismo a favor de los demás. Hemos de tomar en serio este aspecto de la educación, que constituye en realidad un conjunto o síntesis de virtudes: Virtud de dignidad personal si se trata de abstenerse de palabras y de gestos que familiarizan poco a poco con sentimientos viles y cosas bajas. Virtud de deferencia si se trata de hacer notar en un maestro, un anciano, un bienhechor, lo que tienen de grandeza humana. Virtud de caridad si se trata de evitar todo lo que es susceptible de causar al prójimo una molestia o una pena inútil. Virtud de humildad cuando se trata de colocarse y continuar en su sitio, de no imponer ni su presencia ni sus propósitos ni sus preferencias39. Se necesita confianza y llaneza, tacto para tratar a los demás según su categoría, estado de ánimo y otras circunstancias. Atención y diligencia sin servilismo; sensibilidad para captar las situaciones, discreción para saber en cada momento lo que es oportuno decir y hacer. Equilibrio para pasar por alto una situación que puede ser vergonzosa para quien la ha provocado. Mesura para no caer en exageraciones, como la afectación, el empalago, la adulación, el servilismo, las maneras estudiadas y artificiales, que vienen a ser una mezquina caricatura de la verdadera virtud. Manifestaciones habituales de esta finura de alma serán también el tono de voz adecuado a las circunstancias, la actitud de respeto para las personas de mayor edad o dignidad, el interés por las ideas del interlocutor y otros muchos detalles, fruto de una delicadeza interior que se ejercita habitualmente con espíritu de sacrificio, preocupación por los demás y generoso olvido de sí mismo. Hay que hacer conscientes a los hijos de que forman parte de una comunidad hacia la cual tienen una serie de deberes que van desde los pequeños detalles mencionados hasta su posible participación en la vida pública del país cuando más adelante estén capacitados para ello. Por eso han de aprender desde niños que la política es servicio generoso a la sociedad, con sacrificio de ambiciones personales y de egoísmos partidistas, sin buscar el propio interés ni ventajas materiales, como ha recordado el Concilio Vaticano II40. Y a quienes tengan capacidad y afición para ello, es bueno inducirlos a que se preparen para desempeñar un buen servicio a la comunidad a través de la política. Es menester procurar celosamente la educación cívica y política que en nuestros días es particularmente necesaria, ya para el conjunto del pueblo, ya, ante 39 40
ARCHAMBAULT, M., citado por G. Courtois, o. c., p. 177. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno, n. 75.
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todo, para los jóvenes, a fin de que todos los ciudadanos puedan desempeñar su papel en la vida de la comunidad política41. Espíritu de servicio. No suena bien a muchos oídos cualquier expresión que incluya el verbo servir, salvo que lo conjuguen en voz pasiva y sean ellos el sujeto sobre quien recaiga la acción. Eso sí, quieren que les sirvan, pero...” ¿servir?, ¿rebajarse? Eso no es para mí”, piensan. ¡Y se equivocan! Acudamos, como siempre, al Maestro, con los ojos y los oídos bien atentos. ¿Acaso no es el Camino y la Verdad? Y estemos preparados, porque nos podemos llevar un susto, y tal vez no entendamos nada. Acompañado de sus discípulos, llega a un lugar, previamente escogido, donde van a comer el Cordero Pascual... Bueno, este es el motivo aparente, porque van a suceder cosas mucho más importantes. Apenas comenzada la cena, Jesús se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla se la ciñó; luego, echó agua en la jofaina, y – aquí nos quedamos sin habla: no acabamos de creer lo que estamos viendo – comenzó a lavar los pies de los discípulos y a enjuagárselos con la toalla que tenía ceñida. Tampoco Simón Pedro sale de su asombro. Debió frotarse los ojos con ambas manos, y cuando ve a Jesús venir hacia él casi sale corriendo: Señor, ¿tú lavarme a mí los pies? Pero, ante la amenaza de Jesús – Si no te lavare, no tendrás parte conmigo42-, tiene que ceder. Ha terminado la ceremonia, la portentosa lección viva. Escuchemos ahora su interpretación: ¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? - ¿Quién podría entenderlo?: ¡Todo un Dios a los pies de aquellos pobres hombres, lavándoselos amorosamente! -. Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy. Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro – repite para que quede bien clara su condición – también habéis de lavaros los pies unos a otros. Traducido a nuestro lenguaje quiere decir: ¿Qué no debéis hacer los unos por los otros? Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho. ¿Si seremos capaces de seguir en todo su ejemplo, acudiendo prestos a servir a quien nos necesita, sin consideraciones de dignidades y honores? Pero aún nos falta decir algo: En verdad, en verdad os digo: no es el siervo mayor que su señor, ni el enviado mayor que quien le envía. Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis43 . Es decir, que no han quedado abolidas las clases sociales: el siervo – el dependiente, el obrero, el empleado – no es mayor que su señor. Sin embargo – y aquí radica la novedad -, sí ha cambiado el orden a que estábamos acostumbrados: el señor – el mayor -, el que de algún modo está constituido en autoridad, ya sea en la sociedad, o en la familia, o en la empresa, debe ponerse al servicio de quienes le han sido confiados. Y todo el que tiene alguna capacidad – todos la tenemos – ha de ponerla al servicio de los demás, convencido de que no hay mejor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás44. Sólo nos resta pedirle al Maestro que sepamos aprender a lección, seguros de que seremos dichosos al practicarla, y convencidos de que únicamente así podremos educar 41
l. c. Cfr. Jn, 13, 4-8. 43 Ibid, 12-17. 44 Es Cristo que pasa, n. 19. 42
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a otros en este espíritu de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida45. Y este espíritu se ha de traducir en realidades concretas, comenzando por hacer de nuestras habituales ocupaciones, de nuestro trabajo, un servicio a los demás. Este es el enfoque con el que los padres deben orientar el trabajo – el estudio, la futura profesión u oficio – de sus hijos, evitando que el orgullo pueda hacerlos pensar que de esta forma se están rebajando. Sin humildad – sin pisar nuestra vanidad – no se puede servir, ni prescindir del propio interés para buscar el de los otros. Nos lo dice el Espíritu Santo por medio de San Pablo: No hagáis nada por espíritu de rivalidad, nada por vanagloria; antes, llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores, no atendiendo cada uno a su interés, sino al de los otros. Y para que no titubeemos, nos hace dirigir la mirada hacia Jesús: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios –es decir, siendo Dios -, no reputó como botín (codiciable) ser igual a dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz46 . ¡Buen resumen de una vida de servicio! En este caso es nada menos que la del Dios humanado. Nos dio ejemplo de vida para que podamos seguir sus pasos47. Este ejemplo será el que nos lleve como al Apóstol de las gentes, a adoptar una actitud tal que nos acomodemos a cualquier situación o persona para servirla, no a nuestra manera – que es la fácil tentación del servicio – sino a la suya: Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos a todos(...). Me hago flaco con los flacos para ganar a los flacos; me hago todo para todos, para salvarlos a todos48. Pero volvamos a ese sentido de servicio que ha de tener el trabajo para contribuir al bien de todos los hombres especialmente de los más cercanos. Los padres estimularán constantemente en los hijos su deseo de capacitación y de superación, mostrándoles que sólo haciendo “servible” – útil – su trabajo podrá ser un instrumento que preste buen servicio a los demás. Por eso, como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar este: para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no ese esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección49. Es también espíritu de servicio cumplir con responsabilidad y empeño la propia ocupación, cargo o tarea, desde la que estamos sacando adelante la parcela – grande o pequeña - y desempeñando la misión que nos corresponde. No ser avaros de nuestro tiempo: ponerlo a disposición de la familia, de los amigos o compañeros, cuando nos necesiten. Y estar dispuestos a suplir los vacíos que puede dejar otra persona imposibilitada por enfermedad o algún otro motivo, razonable o incomprensible. 45
Cfr. Mc 10, 45. Flp 2, 3-8. 47 Cfr. 1 P 2, 21. 48 1 Co 9, 19 y 22. 49 Es Cristo que pasa, n.50. 46
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Y muchos otros detalles que, vividos por los padres, podrán enseñar a los hijos a ser serviciales y útiles en la familia, colegio, universidad, empresa, ciudad, país, continente, que Dios les asignó. Sensibilidad social. Cuando Juan Pablo II visitó México, entre los temas que trató con más intimidad y más afecto destaca este de la preocupación positiva por los demás, el empeño por servir, el sentimiento de solidaridad con todos los miembros de la sociedad en la que nos movemos los hombres. En una de sus homilías en Puebla de los Angeles, de un modo enormemente atractivo y sugerente, fue recorriendo con su pensamiento y expresando en su cálida palabra algunos de los valores sociales que destacan en la familia latinoamericana. Habló como si cada hogar se abriera y el Papa pudiese penetrar a cada uno de ellos. Y contempló con verdadera sensibilidad, al mismo tiempo que con esperanzada confianza, las luces y las sombras de la vida familiar y social de los países de América. Casa donde no falta el pan ni el bienestar pero falta quizás concordia y alegría; casas donde familias viven más bien modestamente y en la inseguridad del mañana ayudándose mutuamente a llevar una existencia difícil pero digna; pobres habitaciones en las periferias de vuestras ciudades, donde hay mucho sufrimiento escondido aunque en medio de ellas existe la sencilla alegría de los pobres50. Indudablemente quería el Santo Padre despertar en los componentes de todos los hogares una conciencia de su integración a la sociedad, alejándolos del peligro del individualismo, sensibilizándolos por las necesidades personales y familiares de nuestros congéneres hasta el punto de hacer de nuestra vida un servicio a la comunidad. Valores todos esenciales en la educación de los hijos. A cada uno de los cuales se podría repetir al oído lo que el Vicario de Cristo clamaba en alta voz: Vosotras, familias que podéis disfrutar del bienestar, no os cerréis dentro de vuestra felicidad; abríos a los otros para repartir lo que os sobra y a otros les falta. Familias oprimidas por la pobreza, no os desaniméis y, sin tener el lujo por ideal, ni la riqueza como principio de felicidad, buscad con la ayuda de todos superar los pasos difíciles en la espera de días mejores. Familias visitadas y angustiadas por el dolor físico o moral, probadas por la enfermedad o la miseria, no acrecentéis tales sufrimientos con la amargura o la desesperación, sino sabed amortiguar el dolor con la esperanza. Familias todas de América Latina, estad seguras de que el Papa os conoce y quiere conoceros aún más porque os ama con delicadezas de Padre51. Estas palabras expresan mejor que un largo tratado, toda la enseñanza que los hijos deben recibir para que sientan en el corazón la sensibilidad social y no sean, en su privilegiada situación, extraños a las necesidades circundantes, o en si indigencia material o espiritual no se crean abandonados y solitarios habitantes de la miseria. Como esta concepción lleva consigo una gran exigencia, es necesario que los padres y educadores cuiden el aspecto social de la formación desde los primeros años y traten progresivamente de ir despertando en el niño una profunda sensibilidad que lo mantenga abierto a las necesidades ajenas y le permita, conforme se va desarrollando, 50 51
Juan Pablo II, Homilía en el Seminario Palafoxiano de Puebla, 28-I-1979. Ibid.
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no sólo percibir fácilmente esas necesidades, sino adoptar unas medidas que contribuyan, según sus posibilidades, a remediar tantos males e injusticias de la humanidad, viviendo una generosa justicia social. Se trata de prepararlo para que contribuya con su esfuerzo y sus capacidades a formar un mundo más justo, más digno, más amable, más cristiano, en el que cada día haya menos hombres injustamente tratados. Tarea en la que el cristiano debe ocupar un puesto de primera fila, pues por ser portador del mensaje de amor y de salvación de Cristo, tiene más posibilidades que ningún otro hombre de llevar a cabo con éxito esta formidable batalla. Convénzanse los cristianos de que, al tomar parte activa en el movimiento económico y social de su tiempo y luchar por una mayor justicia y caridad, pueden hacer mucho por el bienestar de la humanidad y la salvación del mundo52. El cristiano no puede vivir al margen de ese empeño, desentendido de las necesidades de la sociedad, contemplando indolente las injusticias que no se remedian, los abusos que no son corregidos, las situaciones de discriminación que se transmiten de una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz. Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos – conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo -, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres53. Para desarrollar en otros una honda sensibilidad social, lo primero es dar un delicado ejemplo de respeto a los derechos fundamentales del hombre, recogidos en casi todas las legislaciones de los llamados países civilizados, pero que en muchas ocasiones sólo sirven para aumentar el volumen de sus códigos. El primero es el derecho a la vida, bien primordial de la persona humana, el mayor en el orden natural, que permite todos los demás bienes. Una sociedad que, ante la pasividad de sus componentes, tolera y aún legaliza la violación de este derecho, permitiendo el aborto o la eutanasia, es una sociedad injusta por más que en otros aspectos esté contribuyendo a progreso técnico, científico o artístico. Y lo mismo cabe decir con respecto al país que, bajo la bandera del progreso humano, organiza o tolera una campaña antinatalista, empleando toda clase de medios violatorios de la ley natural que ciegan las fuentes de la vida. Un cristiano, sensible ante toda injusticia, especialmente si afecta un extenso sector de la sociedad – injusticia social -, no puede mirar con indiferencia estos atentados ni ser cómplice de ellos con su silencio y el niño, el muchacho, el joven, deben saber: que el aborto es un crimen, que la eutanasia es un homicidio, que el cegar las fuentes de la vida va contra la naturaleza. Y si la vida es un derecho fundamental del hombre, lo es consiguientemente la alimentación y la salud. Y es grave injusticia social mantener a un buen sector de la humanidad privado de esos derechos. No debemos – no podemos – acostumbrarnos al hecho de que mucha gente, de nuestra misma naturaleza, hermanos nuestros – por ser hijos del mismo Padre que está en los cielos - viva habitualmente hambrienta, 52
Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno , n. 72. 53 Es Cristo que pasa, n. 167.
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alimentándose de desperdicios y de limosnas dadas escasamente y de mala gana. Ni podemos dejar de sentir un hondo dolor al ver personas – cosa no rara en algunos países - que no tienen la posibilidad de recuperar su salud por no disponer de los medios económicos para acudir a un consultorio y adquirir los medicamentos adecuados, ni alguna clase de seguro social por carecer de un empleo que los cobije. Hay que mostrar este cuadro a quienes queremos formar con un sentido auténticamente cristiano de la vida. Que contemplen el hambre, la miseria y el dolor de sus hermanos, que sufran al palpar como propia la miseria de tanta gente. Que comprendan la razón de la generosidad, del desprendimiento, de la entrega con sacrificio, de la renuncia a un gusto o a una satisfacción personal para aliviar en algo la penuria d los menesterosos. Ante la injusticia social, que importante es enseñar a distinguir lo superfluo de lo necesario y a renunciar a todo lo que resulte antojo o capricho, a no crearse necesidades. Que sepan vivir sobriamente sin permitir la posesión de lo no necesario aunque sea posible adquirirlo; y que entiendan el valor de las obras de misericordia estudiadas en el catecismo. Entre éstas debe contarse primordialmente la ayuda para que accedan a la cultura, que enriquece las facultades del hombre, permite el desarrollo de su personalidad y facilita un mejor desempeño en la sociedad. Para que los individuos cumplan más fielmente con su deber de conciencia, tanto respecto a su propia persona como respecto a los varios grupos de que son miembros, hay que procurarles con todo empeño un más amplio desarrollo cultural, valiéndose para ello de los considerables medios de que el género humano dispone hoy en día. La educación de los jóvenes concretamente, sea cual fuere su origen social, debe ser orientada de manera que aparezcan hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino de fuerte personalidad, tal cual nuestro tiempo los reclama cada vez más54. Hemos de recordar que la propiedad privada es un derecho natural, al que pueden tener acceso todas las personas, ya que proporciona una base de seguridad y estabilidad a la familia y asegura en buena parte la indispensable autonomía del ser humano. Por eso el último Concilio ha reclamado este derecho para todo hombre: Como la propiedad y otras formas de dominio privado sobre los bienes externos se relacionan con la persona y como, además, le proporcionan la ocasión de ejercitar su deber en la sociedad y en la economía, es de suma importancia que se promueva el acceso de individuos y colectividades a un determinado dominio de los bienes exteriores. La propiedad privada, o un cierto dominio sobre los bienes externos, aseguran a cada uno una zona indispensable de autonomía personal y familiar, y debe ser considerada como una prolongación de la libertad humana. Y como significan un estímulo para el ejercicio del cargo y del deber, constituyen una de las condiciones de la libertad y de la política55 En definitiva, se trata de proporcionar, a quienes no lo tienen, un nivel de vida más humano, más justo y equitativo, que dé una base para el cultivo del espíritu y el desarrollo de la virtud, y permita el ejercicio de la libertad que generalmente se debilita 54
Gaudium et Spes, n. 31. O. c. , n.71. cfr. También LEON XIII, Enc. Rerum Novarum, AAS 23 (1890-1891), pp. 643-646; PIO XI, Quadragesimo Anno, AAS 23 (1931), p. 191; PIO XII Mensaje radiofónico del 1 de junio de 1941, AAS 33 (1941), p. 199; JUAN XXIII, Enc. Mater et Magistra, AAS 53 (1961), pp. 428-429; y otros. 55
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y casi se extingue cuando el hombre cae en la extrema pobreza56. Que esto se logre, sin tratar de derribar a nadie sino ayudando a los de abajo, evitando las excesivas diferencias económicas y sociales con una más justa distribución de los bienes creados y un reconocimiento eficaz de los derechos fundamentales de la persona. Es, sin duda, lamentable que los derechos fundamentales de la persona no sean respetados íntegramente en todas partes (...). Más aún, aunque entre los hombres existen razonables formas de diversidad, la igual dignidad de las personas pide que se vaya llegando a un más humano y equitativo nivel de vida. Las excesivas diferencias económicas y sociales entre los miembros y pueblos de una misma familia humana, escandalizan y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana, no menos que a la paz social e internacional57. Son estas algunas de las consecuencias que se derivan de las enseñanzas con que Cristo ilustró al mundo y que el Magisterio de la Iglesia ha ido sistematizando y transmitiendo. Proceden de buena escuela. Y, por eso, hemos de hacerlas nuestras y que sean el meollo de esa educación social que procuraremos a las nuevas generaciones. Contemplar realidades poco acordes con un sentido humano y cristiano de la vida, produce en los hijos – por contraste – una experiencia que debe perfeccionarse con principios doctrinales bien asimilados. En este terreno, el ejemplo de los padres ocupa un lugar de privilegio para que, con la ayuda de Dios y el noble esfuerzo de quienes han aprendido en la escuela de Cristo a ser sensibles a las necesidades ajenas, se pongan las bases de una sociedad más justa, verdaderamente cristiana. En la que, viviendo como hermanos bajo la amorosa mirada de nuestro Pare- Dios, los bienes creados se desarrollen al servicio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan mejor entre ellos, según el plan del Creador y a la luz de su Verbo (...). Así, Cristo a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz a toda la sociedad humana58. La tarea no es imposible, dice el Papa Juan Pablo II. Pero sí reclama una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones. La tarea requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y solidarios (...). Es posible asumir este deber; lo atestiguan hechos ciertos y resultados, que es difícil enumerar aquí analíticamente. Una cosa es cierta: en la base de este gigantesco campo hay que establecer, aceptar y profundizar el sentido de la responsabilidad moral, que debe sumir el hombre. Una vez más, y siempre, el hombre. Para nosotros los cristianos esta responsabilidad se hace particularmente evidente, cuando recordamos – y debemos recordarlo siempre – la escena del juicio final, según las palabras de Cristo transmitidas en el Evangelio de San Mateo (XXV, 31-46). Esta escena escatológica debe ser “aplicada” siempre a la historia del hombre, debe ser siempre “medida” de los actos humanos como un esquema esencial de un examen de conciencia para cada uno y para todos: “Tuve hambre, y no me disteis de comer;... estuve desnudo, y no me vestisteis;... en la cárcel, y no me visitasteis” (Mt.XXV, 4243)59. 56
Gaudium et Spes, n. 31. o. c., n. 29. 58 Lumen Gentium, n. 36. 59 Juan Pablo II, Enc. Redemptor Hominis, n. 16. 57
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8. LA FORMACIÓN DE LAS VIRTUDES. UNA FAMILIA TIENE ESTILO CUANDO SUS MIEMBROS SE ESTAN ESFORZANDO PARA DESARROLLAR DIFERENTES VIRTUDES HUMANAS
La Familia es una ESCUELA DE VIRTUDES, siempre y cuando tenga como objetivo educativo básico “el permitir y tratar de ayudar a desarrollar en los demás seres humanos, su propia intimidad”, además del aprendizaje y la adquisición de hábitos operativos buenos para la formación y el fortalecimiento de la conciencia moral, social y ciudadana de todos los integrantes del núcleo familiar. ¿Cómo se pueden desarrollar esas Virtudes Humanas? A través del aprendizaje de hábitos operativos buenos que se van interiorizando, de acuerdo a la intensidad e intencionalidad con que se vivan y a la rectitud de los motivos al vivirlas. Es querer desde lo más intimo del ser, ejecutar un acto operativo con toda la intención de realizar una acción buena, motivados por la rectitud de conciencia de querer hacerlo bien. Para el aprendizaje de hábitos operativos buenos en sus hijos, que conduzcan finalmente al desarrollo de las virtudes humanas, los padres requieren enseñarlos con el ejemplo, con explicaciones racionales para que aprendan a pensar antes de actuar, con la repetición de dichos actos y con la exigencia operativa y preventiva impregnada de amor para incrementar la intencionalidad, los motivos y el querer ejecutar actos buenos y responsables. En la sociedad actual, la persona desarrolla virtudes humanas motivada por adquirir un mayor rendimiento en todas su actividades, pero con unos principios que dependerán de su misma necesidad de alcanzar el objetivo final, en tanto, que en la familia podrá alcanzar ese desarrollo motivada por el amor, por el deber y el deseo de cada miembro familiar de ayudar a mejorar a los demás, pero con unos principios basados en el mismo amor y en el respeto a la dignidad del ser humano. Un objetivo central de la educación consiste, sin duda, en despertar la responsabilidad en los hijos para que sepan manejar personalmente su libertad. Es un arduo proceso de madurez que se lleva a cabo mediante la formación de las virtudes humanas: aquellas que manifiestan las mejores cualidades de la persona. La Sagrada Familia da la clave para comprender todos los valores que deben proclamar las familias de hoy: amor, entrega, sacrificio, castidad, respeto a la vida, trabajo, serenidad, alegría1
1
Juan Pablo II, Discurso a los Cardenales y Prelados de la Curia Romana, 22-XII-1979.
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Son muchas y muy diversas las cualidades que conviene cultivar en esa forja de la personalidad que es la juventud, para que no hagan blanco en ella las fuerzas disgregadoras que se sirven de tantos medios a su disposición. O, más bien, para que estén en capacidad de mejorar el mundo que reciben de los mayores. Lo cual lograrán si aprenden en su hogar a ser sinceros, valientes, leales, fuertes, ordenados, optimistas... Si se hacen capaces de responder a todas las exigencias del bien, sin claudicaciones cobardes. Hasta llegar a ser hombres de verdad como dice el pueblo, con todo el cúmulo de bondad, de virtud, de energía y de saber que la palabra contiene y que es la condición genuina que hace al que la posee, cualquiera sea su edad, superior, respetable y útil2. Profesar la vocación de hombre o mujer, en toda su plenitud, debe ser una de las grandes aspiraciones de cada persona, lo cual sólo se alcanza a través de las virtudes humanas, todas tan entrelazadas que, por ejemplo, el esfuerzo por ser sinceros, nos hace justos, alegres, prudentes, serenos3. La preocupación por ser mejores también provoca una reacción de generosidad, de servicio y de entrega a los demás: No cabe virtud alguna que pueda facilitar el egoísmo; cada una redunda necesariamente en bien de nuestra alma y de las almas de los que nos rodean. Hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante “currículum”, de una lúcida carrera. Todos hemos de sentirnos solidarios y, en el orden de la gracia, estamos unidos por los lazos sobrenaturales de la Comunión de los Santos4. Para el mejoramiento personal – todas las virtudes son, por naturaleza, personales -, para la convivencia social y para la vida sobrenatural, se requiere practicar constantemente cada una de las virtudes humanas. Al principio, tal vez, con dificultad, pero a medida que se vayan repitiendo saldrán más espontáneas hasta llegar a formar parte constituyente del ser, algo así como una segunda naturaleza humana mejorada, perfeccionada, madura. Nada más atractivo que un hombre sincero, veraz, ecuánime, sereno, paciente, fuerte, sencillo, prudente, justo... Y nada menos grato que una persona mentirosa, desmañada, antipática, desordenada, impuntual, egoísta, perezosa... La literatura universal trae, en la presentación de sus personajes reales o imaginarios, un buen acopio de valores humanos que pueden estudiarse en análisis serio y concienzudo, mientras se conversa con los hijos. Señalar, por ejemplo, en biografías de héroes y santos, aquellas cualidades que los destacaron, sin distinguirlos del mundo normal al que todos podemos aspirar. Otras veces será la presentación teórica de un conjunto de virtudes, lo cual inducirá a una reflexión personal o en familia. Ha sido traducida a casi todos los idiomas aquella poesía de Rudyard Kipling, “If”, un canto a las virtudes humanas cuyas palabras podrían ser tema de reflexión y de diálogo con los hijos: “Si no pierdes la cabeza cuando todos junto a ti pierden la suya y te inculpan de perderla sólo a ti; 2
USLAR PIETRI, Arturo, en la Revista Universitaria VÉRTICE, de Venezuela. Amigos de Dios, n.76. 4 Ibid. 3
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si confías en ti mismo cuando nadie cree en ti, y menosprecias la duda de los que dudan de ti. “Si esperar puedes, y puedes no cansarte de la espera; o, víctima de mentiras, correspondes con verdad; o, siendo odiado, de tu alma el odio infame destierras; y ni tan sabio ni bueno aún te quieres mostrar. “Si puedes soñar, y no haces de tus sueños el amo; si puedes pensar, y no haces única meta el pensar; si puedes, al encontrarte con el triunfo o el fracaso, a esos dos impostores de igual manera tratar. “Si puedes mirar sereno la verdad que dijiste torcida por los malvados para tontos confundir; o destrozadas las cosas en que tu vida pusiste, y humillarte... y de pedazos las puedes reconstruir. “Si puedes hacer un manojo de lo que más adoraste, y en una sola parada arriesgarlo al cara y sello; y perder... y arrancar de donde comenzaste, sin balbucir siquiera palabras de lamento. “Si puedes todavía forzar músculo y nervios para ocupar tu sitio, cuando nada quede en ti; y puedes sostenerte, cuando nada quede en ti, salvo la voluntad, que le dice: ¡Sosteneos! “Si puedes sin desdoro hablar a multitudes, o a reyes, sin que pierdas el sentido común; si amigos ni enemigos en tu entereza influyen; si todos cuentan contigo, y en demasía ningún. “Si dominar pudieres el instante inolvidable, con sesenta segundos de ventaja o más... tuya será la tierra y todo lo deseable; y, ante todo, hijo mío, UN HOMBRE SERÁS!” Un hombre serás! Es decir, alguien con señorío total sobre su propia existencia, capaz de mirarse a sí mismo y de contemplar el mundo con autonomía y personalidad; alguien que está realmente por encima de los irracionales y no se deja guiar por los sentidos sino por la razón, que persigue la verdad, y por la voluntad, que sólo quiere el bien. Alguien cuya alegría no depende de un piropo o de un elogio, ni se deja abatir de la tristeza ante un reproche, una ironía o una mano que le ha sido negada. Que no pierde al ánimo para luchar cuando los demás no advierten su esfuerzo o no lo premian con un aplauso adulador. Que sirve a los demás, aunque le cueste y cuyo buen humor no depende de una carta agradable o de un gesto cariñoso. Un hombre: alguien capaz de rechazar la hipocresía y superar el egoísmo; de buscar siempre los valores más altos en todos los campos de la actividad humana. Honrado,
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honesto amante de la lealtad y de la rectitud. Un hombre a quien no le falte el valor en la hora difícil, ni convierta en empresas imposibles aquellas que sólo la imaginación cobarde se atreve a calificar de irrealizables. Se atribuye al General Douglas McArthur la siguiente Oración de un padre de familia: “Dame, oh Señor, un hijo que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil, y lo bastante valeroso para enfrentarse consigo mismo cuando siente miedo; un hijo que sea orgulloso e inflexible en la derrota, honrado, humilde y magnánimo en la victoria. Un hijo que nunca doble la espalda cuando debe erguir el pecho, un hijo que sepa conocerte a Ti... y conocerse a sí mismo, que es la piedra fundamental de todo conocimiento. Condúcelo, te lo ruego, no por el camino cómodo y fácil, sino por el camino áspero, aguijoneado por las dificultades y los retos. Allí, déjale aprender a sostenerse firme en la tempestad y a sentir compasión por los que fallan... Dame un hijo cuyo corazón sea claro, cuyos ideales sean altos; un hijo que se domine a sí mismo antes que pretender dominar a los demás; un hijo que aprenda a reír, pero que también sepa llorar. Un hijo que avance hacia el futuro, pero que nunca olvide el pasado. Y después que le hayas dado todo eso, agrégale, te lo suplico, suficiente sentido del humor, de modo que pueda ser siempre serio, pero que no se tome a sí mismo demasiado en serio. Dale humildad para que pueda recordar siempre la sencillez de la verdadera grandeza, la imparcialidad d la verdadera sabiduría, la mansedumbre de la verdadera fuerza. Entonces yo, su padre, me atreveré a murmurar: “¡No he vivido en vano!”. De ese mundo de las virtudes, cuya enumeración total resulta impracticable, mencionemos algunas como pauta que pueda proponerse a los hijos en su educación y puerta de entrada a muchas otras según sus capacidades, la necesidad y las exigencias de los objetivos propuestos en la educación. Reciedumbre, valentía, espíritu de combate: son indispensables si consideramos que la vida del hombre sobre la tierra es milicia5. Capacidad de superar el miedo y la cobardía; enfrentarse al dolor y al sufrimiento, sin apabullarse; hacer frente a las dificultades, sin desfallecimientos; soportar las injusticias, sin injuriar al contrario; aceptar los reproches o la reprensión, sin desánimo; mirar los fracasos y las derrotas con espíritu deportivo y con pronta disposición de volver a empezar; estabilidad de ánimo, para no dejarse llevar por las variaciones de carácter o de tiempo. Constancia, perseverancia: facetas de una misma virtud. Que los hijos comprendan bien el valor de su palabra, cuando se comprometen. Que sean estables en sus propósitos, que sepan concluir lo iniciado: no contentándose con poner muchas “Primeras piedras”, sino esforzándose en colocar la última. Que no vivan sólo de ensueños y de ilusiones; que se propongan verdaderos ideales y se empeñen sin desmayo hasta alcanzarlos. Laboriosidad, aprovechamiento del tiempo: es una de nuestras necesidades básicas, sometidos como estamos a los límites espacio-temporales de la vida terrena. Al morir, superaremos el tiempo y nos introduciremos en lo eterno; pero mientras tanto se hace indispensable aprovecharlo bien, planificar lo que debe hacerse, puesto que nuestra misión en la historia se realiza necesariamente en un lapso determinado, al cual incluso Cristo se sometió: Es preciso – dice – que yo haga las obras de Aquel que me envió, 5
Cfr. Jb 7. 1.
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mientras es de día; venida la noche, ya nadie puede trabajar6: y evidentemente no se refería a la caída del sol, sino al termino de la vida terrena. Sentía en su carne mortal la exigencia del tiempo y experimentaba la necesidad de emplearlo bien. Cada hora, cada minuto y hasta los segundos, se nos conceden nuevos, por estrenar: hay que recibirlos como instrumentos de trabajo y de eficacia. Volviéndome a mirar el momento en que yo tenía diecisiete años – citemos de nuevo a Rudyard Kipling -, experimento la impresión de que se me iban dando las cartas de mi vida de trabajo de manera que no tenía más remedio que jugarlas conforme me eran servidas. Así pues, atribuyo mi buena suerte al Dios dispensador de los acontecimientos, y empiezo7. Tener un plan de vida, organizar el tiempo, es una manera de demostrarnos que somos seres libres: únicamente los hombres, dotados de libertad, se trazan normas de conducta. En dicho plan se puede incorporar cuanto hay que hacer cada día, desde la hora de levantarse: el estudio, el trabajo, los compromisos sociales y familiares, los cauces del trato con Dios. No dejar nada a la improvisación, evitar al máximo los ratos inútiles, las horas estériles, que son antesala no sólo de la ineficacia en el trabajo, sino también de mucho problema colateral: hastío, vicios, impureza. Un lugar para cada cosa, un tiempo para cada tarea: todo en su sitio y a la hora prevista. Se obtiene así, indudablemente, un rendimiento mayor de los talentos y se logra dejar huella a nuestro paso por el mundo. Oigamos el clamor de la Sagrada Escritura, invitándonos a que aprovechemos bien el tiempo: Todo tiene su tiempo y todo lo que se hace bajo el sol tiene su hora: su tiempo el nacer y su tiempo el morir, su tiempo el plantar y su tiempo el arrancar lo plantado; (...) su tiempo el llorar y su tiempo el reír, su tiempo el lamentarse y su tiempo el celebrar; su tiempo el destruir y su tiempo el edificar (...). Su tiempo el hablar, su tiempo el callar... su tiempo la guerra, su tiempo la paz. (...) He considerado la tarea que Dios ha puesto a los humanos para que en ella se ocupen. Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo8. Serenidad, paciencia: ante los hechos y personas que nos resultan adversos y que podrían llevarnos a perder la paz. Con estas virtudes se ven los acontecimientos en su verdadera dimensión y se les adjudica el valor objetivo que contienen. Los hombres tenemos una tendencia marcada a mirar las cosas con prejuicio y a dejarnos llevar por la subjetividad, cambiando el tamaño de lo que de una manera más o menos honda nos afecta. Hace falta esa serenidad que es consecuencia de la capacidad de detener la reacción inmediata, de silenciar la palabra procedente de una mente turbada; de mantener la calma cuando todos la pierdan. Paciencia con nosotros mismos y con nuestros defectos; con aquellos que viven a nuestro lado, con sus errores y equivocaciones, sus bromas y suspicacias, su silencio y su ruido. Y paciencia también, serenidad – que es fortaleza -, ante acontecimientos imprevistos como el sol o la lluvia, un autobús que no se alcanza, un triunfo esperado que no se consigue; la enfermedad y la pobreza, la incomprensión y la injusticia. Humildad, sencillez, descomplicación interior: Tienen mucho que ver con las virtudes anteriores. Dominar el deseo de prepotencia sobre los demás, la vanidad y el afán de quedar siempre bien, la complicada actitud mental que busca el lucimiento a toda costa. 6
Jn 9, 4. Something of myself. 8 Libro de Qohélet 3, 1-11. 7
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Que acepten la realidad tal como se presenta, sencillamente, llamando a las cosas por su nombre, sin tergiversar la verdad. Estas virtudes son un magnífico medio de aceptación de los demás y el mejor camino para ser aceptados. La persona que a todo le encuentra peros, que todo lo quiere juzgar, al tiempo que no tolera ningún tipo de crítica; la que piensa que la luz de las virtudes ajenas proyecta sobre él una sombra que lo oculta a las miradas de admiración y se deja llevar por la envidia del orgulloso, acaba siempre sola, llena de amargura. Incapaz de servir, de vivir la preocupación por los demás, se entristece porque los otros no le sirven. Es notable la presencia de problemas personales en aquellos que se preocupan exageradamente de sí mismos, se contemplan demasiado y todo lo ven a través de su yo. A los hijos hay que enseñarles a darse, a entregarse con generosidad al servicio de los hermanos, de los amigos, de la familia, de la sociedad, de Dios. Esto los llenará de paz, de humildad y de alegría. Nada más atractivo en la convivencia familiar y social que la humildad y la sencillez: una persona dueña de estas virtudes atrae a quienes la rodean y esparcirá la semilla de la paz y la alegría a su alrededor, haciéndose a la vez dueña de los corazones de quienes la tratan. La prudencia: es como la sabiduría del corazón, al decir de la Sagrada escritura9. Se manifiesta en la recta razón que orienta todas las actuaciones hacia el verdadero fin e inclina a buscar los medios más aptos para ello. Es un hábito bueno de la inteligencia que tiene tres actos principales, al decir de Santo Tomás: pedir consejo, juzgar rectamente y decidir10. La humildad aconseja solicitar ayuda de quienes ya han recorrido el camino o han podido estudiar y entender más o mejor el asunto. Luego, hacer un juicio personal, ya que el consejo no elimina la responsabilidad: considerando seria y serenamente los elementos con los que se va a actuar, comparándolos y eligiendo objetivamente los mejores, en relación al hecho presente y a las condiciones de la persona. Por último, la decisión, también elemento fundamental de la prudencia, que es acción segura y firme hacia el verdadero bien, y no inhibición comodona y cobarde como creen algunos. No es prudente aquel que nunca se equivoca, sino el que sabe rectificar sus errores. El que asume con valentía el riesgo de sus elecciones, aunque alguna vez se vea expuesto a no acertar. El que piensa bien las cosas para no actuar de manera precipitada, pero luego que toma una decisión se esfuerza en llevarla a cabo. Una persona prudente resultará ponderada, objetiva, desapasionada, justa. De esas personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud11. La tristeza, la desazón, la desesperanza y el pesimismo son plaga del alma y de la familia; destrozan el deseo de luchar, apagan la llama del amor y agotan las ilusiones. Es necesario desterrarlos, enfrentando la lucha con espíritu de sacrificio, puesto que la alegría no es producida por la falta de problemas sino por la convicción de que todo es para bien, de que a todo puede hallársele solución: y cuando ésta no se encuentre, el hombre tiene innumerables recursos humanos y sobrenaturales para sobrellevar las 9
Cfr. Pr 16, 21. Santo Tomás de Aquino, S. Th. II-II, q. 47, a 8. 11 Amigos de Dios, n. 88. 10
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contrariedades y superarlas. No será verdaderamente hombre quien se entristece por la lucha, se siente desarmado ante la desgracia, o carece de entereza ante el dolor: la tristeza no es humana ni es cristiana. Es necesario sonreír y hacer del buen humor y la alegría una virtud, que nace de la fuerza interior y de la fe, del espíritu de sacrificio y de servicio. Si han aprendido a ser fuertes y son capaces de amar y ser amados, vivirán siempre alegres, procurando en todo iluminar la propia vida y la de los demás. El orden: Es una virtud que está presente en todas las demás. Merece, por ello, capítulo aparte. Entendiendo por orden la disposición de cosas diversas en relación a un fin, se comprende su importancia: difícilmente se puede alcanzar una meta sin disponer adecuadamente los medios para conseguirla. Si, además, sabemos que Dios mismo ha puesto un orden en todas las cosas para que alcancen su propio fin – que en último término no es otro que la gloria del Creador -, imitaremos, en cierto modo, la actitud divina cuando procuramos disponer los objetos de nuestra disposición en la forma más adecuada para el objetivo que buscamos. No es fácil realizar esta tarea de modo habitual, pues la falta de jerarquía de valores, la dejadez, la precipitación, las pasiones, la pereza y otros factores nos pueden llevar, casi inconscientemente, al desorden. De ahí la necesidad de ejercitarnos con constancia hasta adquirir la virtud del orden como hábito personal. Por esto, los padres y educadores no pueden quedar indiferentes ante el desorden habitual de las personas que les han sido confiadas. Con paciencia, con tesón, procurarán ir formando en ellos esta importante virtud, sin la cual resulta muy difícil adquirir muchas otras virtudes: ¿Virtud sin orden? - ¡Rara virtud! 12. Deberán comenzar por infundir un orden en la mente, en las ideas, estructurándolas según una correcta jerarquía de valores. Hay ideas tan importantes que deben presidir una buena parte de las actitudes que tomamos en la vida. Hay otras, en cambio, que poco influyen en nuestra existencia. Hay ideas que son fundamento de muchas otras, o su consecuencia lógica: aquellas que podríamos llamar ideas madres, inmutables, por estar basadas en la naturaleza de las cosas o en la divina revelación. Otras, con un valor y una vida limitada, pasajera, podrán ser desechadas cuando las circunstancias cambian, para no caer en un anquilosamiento mental. No se puede dar la misma importancia, valor o perennidad a todas: sería un desorden. En definitiva, hay que tener bien ordenada la razón, coordinadas las ideas; entender la relación de las realidades entre sí y de todas con respecto a Dios. Sólo una mente ordenada puede encauzar debidamente los afectos, o sea el segundo campo de la actividad humana en el que hemos de hacer imperar el orden. En primer lugar hay que dirigir los afectos hacia Dios, a quien debemos amar con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas13. Este amor ha de estar por 12 13
Camino, n. 79. Cfr. Mc 12, 30.
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encima de los otros amores y será la mejor base para la armonía entre éstos. Después, y por razón de Dios, hay que amar a los demás seres, comenzando por nuestra propia alma, velando por su salvación. Y siguen aquellas personas que tenemos más cerca: nuestro prójimo. Quien tiene bien jerarquizados sus afectos sabe poner a quienes lo rodean por encima de sí mismo, olvidarse de sí, darse generosamente, con cariño, con sacrificio, con obras de entrega; sabe preferir el bien común al propio. De este modo está amando adecuadamente su propia alma, pues no hay mayor bien para ésta que la caridad hacia los demás. Cuando los afectos están concertados se vivifican, se ennoblecen, se hacen fecundos, pues tienen a Dios como fuente y como paradigma. Después seguirá el orden en las actividades: saber qué hay que hacer en cada momento, y hacerlo; qué es lo más importante, qué no puede dejarse de cumplir y qué cosas son accesorias; qué es lo más urgente y qué asuntos pueden esperar. En definitiva, trazarse un plan en donde figure metódicamente el quehacer del día o de la semana y procurar seguirlo. Este es un magnífico aprendizaje para toda persona, que debe comenzar desde temprana edad para adquirir prontamente y con firmeza este importante hábito, que asegura el mejor aprovechamiento del tiempo: Cuando tengas orden se multiplicará tu tiempo, y, por tanto, podrás dar más gloria a Dios, trabajando más a su servicio14. Y, aunque son muchas las motivaciones que se pueden dar para lograr la adquisición de esta virtud – eficacia, para hacer más cosas, contar con tiempo para el descanso, para las aficiones, etc. -, la fundamental motivación en una buena formación cristiana será la mencionada: el deseo de dar a Dios más gloria, siempre su voluntad, haciendo en todo momento lo debido y realizando con perfección esa tarea: ¿Quieres de verdad ser santo?- Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces 15. De esta manera se logra una mayor eficacia en las obras y una gran paz y serenidad de espíritu, fruto del cumplimiento de la voluntad de Dios. Es posible que se encuentren resistencias entre la gente joven, al proponerle este ideal del orden concretado en un plan de vida u horario para sus actividades. Pueden pensar que así pierden espontaneidad y queda cuadriculada su existencia. Hay que hacerles ver que toda energía no encauzada resulta poco eficaz y, a veces, perjudicial. Que en la naturaleza – fruto de la sabiduría divina – todo, minerales, plantas, animales... está dirigido hacia un fin preciso. Que la eficacia de un equipo deportivo dependerá en gran parte de que cada jugador ocupe su puesto y realice la misión que se le ha encomendado; las grandes individualidades, si no se conjuntan con el resto del equipo, resultan poco efectivas. Y en un ejército, su fuerza combativa residirá principalmente en la disciplina de sus componentes, que sigan fielmente las órdenes de quien comanda la tropa. Y no por eso los buenos deportistas, los buenos soldados, se van a sentir aminorados ni cuadriculados: están empeñando sus energías del modo más fecundo posible. Tampoco se debe descuidar, en la educación de esta virtud, el orden material: que se acostumbren a dejar los objetos en su sitio, hacer las cosas en su hora. Los padres no pueden ver con tranquilidad que sus hijos vayan dejando tras de sí la huella de su paso, sembrando la casa con todas sus pertenencias: los pantalones o la falda sobre la cama, los zapatos en mitad del dormitorio, los libros sobre el televisor, las notas de clase sobre 14 15
Camino, n. 80 O. c., n. 815.
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una silla... Y si se abre el armario comienzan a caer revistas y papeles revueltos con ropa interior e implementos deportivos. Hay que enseñarles que cada cosa debe tener un sitio, y es allí donde han de ponerla habitualmente, y donde la encontrarán con facilidad cuando la necesiten, sin tener que organizar una auténtica excursión por toda la casa en una infructuosa búsqueda, que termina echando la culpa a los demás de las consecuencias del propio desorden. Lo mejor que se puede hacer con los hijos es formarlos en las virtudes humanas y sobrenaturales.. Que no hagan las cosas buenas por impulsos de emotividad momentánea, sino que adquieran los hábitos que los convierten en personas de bien, valiosas, atrayentes y útiles en la sociedad a la que han de servir. Optimismo, alegría y buen humor. Es como un remate de oro. Nada de mayor riqueza en el hogar que la disposición constante para la alegría, a pesar de las dificultades; saber sonreír, aún ante la contrariedad; poner todos los medios para hacer amable, agradable la vida en el hogar para quienes lo habitan o se acerquen a él. Este ambiente se logra, si se ha inspirado un clima habitual de confianza en los hermanos, si se acostumbra a encontrar el lado bueno de las cosas y de las circunstancias, si hay unión fraterna y preocupación de los unos por los otros. Si vivimos así, realizaremos en el mundo una tarea de paz; sabremos hacer amable a los demás el servicio al Señor, porque “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7). El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre. Y no se siente víctima, ni capitidisminuído, ni coartado. Camina con la cabeza alta, porque es hombre y es hijo de Dios16.
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Amigos de Dios, n. 93.
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