Kasandra Alicia de la Fuente
Primera edición diciembre 2002
© Alicia García de la Fuente, 2002. © Prólogo: Antonia San Juan. Editor: Carmelo Segura. Entrelíneas Editores. Abada, 2. 2º izd., despacho 4. 28013 Madrid. Tels.: 91 521 24 71 / 91 606 27 22 676 02 43 11 e-mail:
[email protected] www.eraseunavez.org Realización: Cénit Hispano. ISBN: 84-932871-1-3 Depósito Legal: M. 50. 362-2002 Impreso en papel ecológico Impreso en España / Printed in Spain
A los que me quieren, ellos y yo sabemos quiénes son.
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Prólogo
Conozco a Alicia hace tan poco tiempo como la protagonista a Kasandra. Kasandra es un acuerdo entre lo imaginario y lo real, una historia que juega con lo ambiguo y los símbolos para ser certera e inquietante. Amor, soledad y búsqueda entre dos personajes, Kasandra y Ana, que hacen de espejos para ver su propio reflejo. ¿Quién soy yo?, se preguntaba de forma repetitiva Ana, Ana María, Anita, Anicita, en la soledad de la cocina. Y Kasandra vive entre cromos antiguos, marionetas y pirámides. Niñas que piden la protección de la madre. Cromos antiguos, marionetas colgadas, pirámides, casa de muñecas y éxtasis... Ana María ve en la ausencia del beso de Kasandra el autocastigo de ésta, pero Kasandra, a pesar del miedo, se desnuda mostrando sus sueños: “tu pintura me recuerda un sueño que tengo con frecuencia”. Ni siquiera cuando busca a Ana se abre tanto. 7
Identidad clara y sentimientos confusos por temor al compromiso.
Pintura, sueños, música y paralelismos de infancias. Donde Kasandra es la reina roja, la que transgrede, y Ana es Alicia, tatuada, marcada, que insiste en ser la venida del otro lado porque se aferra a los rituales, a la repetición que le hace creer que todo sigue igual y que no ha cruzado el espejo. Ana es el Ave Fénix, como ese lugar que frecuenta y donde se encuentran todos esos personajes alegres y siniestros, sin moralina, donde para poder entrar hay que dar una contraseña, pero es la primera sorprendida ante el amor y lo seguirá siendo. Kasandra no soporta en los demás la negación del paso del tiempo: “Es como caminar por una galería del museo de cera”. Ana se dice, le dice a Kasandra, que quiere aprender a quererse, quererla. “El casco viejo de la ciudad”, como los pensamientos caducos, está ahí acechando: calles estrechas, pensamientos angostos. Por eso Kasandra pide desatarse del pasado, y el cambio que efectúa Ana cuando traspasa el espejo, el anhelo de algo pasado que no se efectuó y que se deseaba en el presente, se hace increíble. Ana traspasa el espejo y “Tchaikowsky ordena a las montañas despertarse”, luz, sexo a oscuras y todo con apariencia de normalidad. Kalem es el reloj, el avisador, el que no duerme, el que interpreta; es el consciente que aturde, el que sabe que Ana aceptará la vida a pesar de su huida, de la ausencia elegida, para revivir un repaso por todo, desde la Ana niña hasta la mujer, para poder encajar lo que viene. 8
A pesar de que acercarse a la vida produce el mayor acercamiento a la muerte, dime mi nombre, nómbrame y dime. Cuéntame las partes del cuerpo que tocas y dime que de esta batalla he salido entera, que no he perdido ni pierna, ni brazo, ni CABEZA...
Escándalo, Baúl de los recuerdos, But will be together...
Antonia San Juan
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Kasandra Alicia de la Fuente
El encuentro
1 Fade to grey Durante el día, en minutos de ocio, para llenar algún vacío de energías, cerraba los ojos y dejaba a los pensamientos vagar en libertad, fundirse unos con otros, o declinar en uno solo que se perseguía a sí mismo hasta llegar a ser una manifestación irreal del sueño. Pero no me abandonaban nunca las nítidas muestras de estar despierta al seguir registrando mi entorno por sus ruidos, sus voces y la captación de movimiento que mi reducida capacidad ocular identificaba como sombras. Era un trance en el que me sumergía conscientemente y con el que muchas veces, en alas de las sensaciones, llegué a imaginarme invisible o convertida en un hueco revestido de cualquier materia dura. Y con frecuencia concluí que tal vez fuera ésta la dinámica mental de los insectos, su mecanismo sensitivo con su hábitat, hacia nosotros, al ámbito común de ambos. Todo terminaba en la impresión de estar resbalando por el cuello de una botella, abriendo los ojos para asegurar mi regreso. Y después, los pocos minutos de actividad y confabulación con la realidad. 13
Cuando, y no sé por qué razón, le conté esto a Kasandra, simplemente sonrió. Dejó la habitación a oscuras, puso música a bajo volumen, encendió una pequeña lámpara que había colocado a pocos metros de distancia de la cama. Lanzó la almohada por encima de su cabeza, se desnudó y se tendió de lado estirando un brazo hacia la mesilla de noche para coger su calidoscopio que, una vez enfocado a la luz, la transfiguró en un manojo de gestos y susurros deleitosos. Sonaba Fade To Grey de Visage. Me excitaba al mirarla cada vez más, pero no dejaba de repetirme que la había conocido pocas horas antes en la terraza de un bar de ambiente. La conocí observándola, escuchándola, y ya me excitaba desde entonces... —Y tuvo su oportunidad para hacerlo. Y tuvo tiempo para conocer esa oportunidad y, tal vez porque era su derecho, lo hizo. No todos los derechos surgen de las necesidades, los derechos del individuo quien mejor sabe cuáles son es él mismo y nadie más. Si era el momento adecuado, podemos decir que lo hizo a tiempo. Si no era el adecuado, a pesar de ello lo hizo, así que es estúpido cuestionárselo, el hecho no varía. Fue realizado. Pude extinguir ese algo que lo animaba. Pasar los dedos por su rostro era un acto sacramental. Crear cada línea de nuevo, ponerle una mirada en los ojos. A veces, incluso una sonrisa o una suerte de palabras en los labios... No reprimí el instinto de destruirlo, la misma deformación de su imagen, la costumbre aburrida de saberlo en su lugar exacto, siempre en el mismo sitio. No pude evitarlo, pero sólo era una foto, mi maldita foto nada más. Dijo esto y se rozó la boca con la punta de los dedos para completar su simulacro de timidez, gesto que casi telegrafió para romperlo al instante con una mirada, en principio excusante y mantenida después, con cierto carácter de complicidad. 14
Bajó la cabeza distraídamente para descubrir al elevarla una sonrisa contenida. Levantó las cejas en signo de sorpresa y añadió: —¿Qué pasa, es que los ególatras no tenemos derecho a rencillas amorosas? Sin pausa, alzó la mano hasta la altura de la frente con un ademán que insertó en sus siguientes palabras un sentido de lejanía y vaguedad: —¿Dónde está el cuarto de baño? Los instantes siguientes a su corta ausencia confluyeron en un vacío tosco e irregular, muy perceptible en la actitud general, porque nadie de la reunión dijo nada. En todos se debatían sonrisas mal puestas que argumentaban, por sí solas, la impotencia o la sorpresa ante el hecho de poder reírse de ellos mismos con la naturalidad que Kasandra les había mostrado. Nunca podría describir cómo me miró cuando regresó triunfal a la mesa, sus pasos despreocupados y ligeros, como si sobrevolara el espacio hacia su silla a la vez que canturreaba la canción que sonaba en el bar: Lesson in love, de Level 42. Ni siquiera, una vez en su habitación, podía dejar de mirarla. Se alejaba y se acercaba paulatinamente a la luz para lograr destellos inadvertidos y captar así lo mágico de la simplicidad de su recreo en cada nimio deslizamiento de las piedrecitas de colores. Cuando intentaba desviar mi atención de sus movimientos, las venas subjetivas reventaban y mi memoria destilaba recuerdos que rezumaban sabores escrupulosos, entre los soleados adoquines de los patios del colegio, los domingos enmarcados en calles despobladas, los cromos, las guerras de almohadas. Yo ya le hablaba, casi le recitaba al dictado de mis recuerdos, sin poder dejar de mirarla. 15
Las calles parpadeaban. Las ventanas se quedaban mudas. Conforme la ciudad se apagaba a su peculiar ritmo, Kasandra y yo nos quedábamos más a solas y más en silencio. Sentí la necesidad de llamarla, susurrarle su nombre, y me contestó con una mirada tan sutil como mi patente impulso de sustituir al calidoscopio como objeto de su satisfacción. Su silencio era un salto al vacío que me enfrentaba con mis jeroglíficos. Después se sucedieron las palabras, o partículas de polvo suspendidas en los rayos de luz que aciertan a entrar, en una habitación a oscuras, por las grietas de una persiana cerrada. En torno a sus pasos por la habitación surgió un constante tintineo de sugerencias y claves mientras no paraba de hablar. Confieso que me indujo tanto al dolor de la intuición momentánea como a la angustia de las limitativas palabras. Sin embargo, esta comprensión de la situación por mi parte no me ayudó lo más mínimo para consolidar mi posible posición en ella, sino por el contrario, contribuyó a aumentar el padecimiento que traen inherente las sensaciones nuevas. Impuse, al fin, una conversación mediocre y recurrí con ello a una falsa visión de Kasandra que me permitiera cierta postura distendida. La convertí en espectadora de una imagen afectada de tal multiplicidad y superficialidad que le infundió vértigo. Rellenaba sus obligadas manifestaciones agitándose por el espacio de su propia habitación como si no la conociera, lanzando a ráfagas embriones de conversaciones, siguiendo la charla con respuestas dadas a tientas. De pronto se detuvo bruscamente, y la estética ambigua de su erotismo se extinguió de golpe para entrar en la piel de una sensualidad absolutamente femenina, entre la agresividad atrayente de lo directo que permite la madurez y el juego, desconcertante y nada inocente, de la adolescencia. Desmanteló así toda la suave estrategia bélica y todo el 16
caos de la ternura que éramos capaces de transfigurar en nuestra deseada posesión. Y dejé entonces de mirarla por unos segundos, porque me di cuenta de que no estaba segura de sí misma.... ni de mí. Así que mi zozobra aumentó donde empezó mi vulnerabilidad, hasta cuando, con una lentitud casi meditabunda, se acercó a la ventana y con un tono lineal comentó que ya no llovía y que podía aprovechar para marcharme.
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El ensimismamiento
2 More, more, more Regresé a casa, retomé mi piel y volví al trabajo.Al menos lo intentaba, pero todas las figuras que surgían en el bloc de bocetos —aunque succionaban ávidamente toda técnica artística posible— resultaban flácidas, paralizadas e incompletas. Les faltaba creerse reales. Permanecí despierta dispersando las nebulosas racionales que obstaculizaban a los frágiles entes que asomaban las cabecitas desde la imaginación y esperaban a que la intuición, a modo de fórceps, los lanzara a una lógica extraña, a respirar un conflictivo aire de temperaturas estéticas sin el cual corrían el riesgo de extinguirse por muerte súbita. Pero sólo tenía significado el rojo. El rojo. El rojo. La incandescencia como sinónimo de la mayor lucidez soportable e imprevista. No podía o no quería dejar de recordarlo todo, porque no paraba de detallar minuciosamente la escena en que Kasandra ni se inmutó cuando me marché. El deseo fluctuante, acucioso, que me venció en un placer erótico sin precedentes cuando tras cerrar la puerta al irme, en vano, esperé unos segundos en el rellano de la escalera a que 18
ella abriera la puerta y me llamara. Creí oír el teléfono. Imaginaciones mías por la dictadura del silencio que reinaba en el estudio. Puse música y programé el equipo para repetir hasta la saciedad sólo un tema, More, more, more de Carmel. En mi estudio, con los cuadros ordenados en la pared y los estantes de cristal repletos de juguetes de cuerda nunca me sentía sola, porque lo había convertido en un espacio esquemático y lúdico abierto a cualquier elemento que se inmiscuyera sin el permiso de mi elección. Con posibilidades múltiples, simultáneas o no, más o menos sorprendentes. Sin embargo, esa noche me perdía en mi propio espacio y le daba cuerda a todos los juguetes con el deseo infantil de lograr verlos funcionar al unísono. Aunque en realidad no los miraba, los ojos se me escapaban persiguiendo a Kasandra en imaginaciones: “En pie, ladeando la cabeza. Dando un giro completo y dosificado para mirarme de frente. Su cuello en mi vista y mis labios aproximándose a él”. Me alejara, agachara, escondiera o huyera, su figura quedaba impresa en mis ojos. Y no tenía nada que hacer. No me quedaban excusas ni capacidad de improvisación para eludir el nítido impulso de desnudar la realidad, sin temer a la inquietud ante los juicios indignos, retorcidos, bellos; o a un final inconcluso tal vez. Kasandra me gustaba tanto que ya me obsesionaba. Cambiar los cuadros de lugar, quitar algunos, volver al significado original de mis preferidos. El equilibrio óseo de la mano que agita un periódico en medio de la multitud. Cancelled process a relieve en el culo de un bebé. El rastro apresurado de unos zapatos de tacón en una calle vacía. 19
Un unicornio rodeado de capuchinos salpicados por un sol que se derrama. En las hileras de cuadros siempre pongo uno al revés para que su disonancia me devuelva a la realidad; a esos cuadros los llamo “despertadores de madrugador”. Y así, aglutinando con autodisciplina la proyección del tiempo en otro día, otro misterio, otro horror distribuido en horas, provisionalmente: amaneció.
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La huida hacia delante
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Live is life Una tarde a la semana de tertulia artística. Muchos cafés, más copas aún y, eso sí, bastante reverencia y respeto a la palabra. Tratábamos de reducir a esquemas para sintetizar en definiciones, o tal vez, que el sistema analítico de cada uno de los integrantes descubriese a los demás otro punto de mira sobre sus opiniones. Nos diluíamos en disertaciones sobre la sociedad oficial de los medios de comunicación y la real que nos encontrábamos a cada paso, y en cómo los artistas se esforzaban en autotraducirse para sentirse aceptados como tales en una colectividad en la que cada vez hay menos sitio para cualquiera. No arreglábamos el mundo, era evidente, pero asistíamos siempre porque en el mundo subjetivo existe la tristeza desde que se toma conciencia de la soledad que exige la creatividad. Inyectados de apasionada complicidad, nos sentíamos menos solos al hurgar en las sombras saturadas de sufrimientos electivos de Vicent Van Gohg, en el decaimiento 21
destilado de los colores de Monet, en el despliegue narrativo de los collages de Max Ernst, en el milagroso manejo del tiempo de las ilustraciones de Aubrey Beardsley, y en las exactas fórmulas de lógica abstracta de Óscar Domínguez. O el latente susurro de los retratos de Amadeo Modigliani. Nos preguntábamos si habría alguna manera de enseñar el gesto anterior inmediato que dejaba entrever Marc Chagall. Criticábamos, construíamos, incluso despreciábamos. Daba igual si la obra era del pasado o del presente, cualquiera de ellas nos recordaba siempre lo mismo: el artista posee una conciencia especial de cada instante, una conciencia egoísta. Era aquél un bar de barrio, la planta baja de una casa de dos pisos con un patio interior repleto de flores. Unas pocas mesas que a la hora del almuerzo se llenaban de trabajadores con escaso tiempo para volver a su casa para comer y personas de avanzada edad que, más que por el precio módico del menú, hacían la segunda comida del día para estar acompañados de bullicio y ver la tele. Era curiosa la combinación decorativa de las paredes. Junto a la antigüedad a plumilla de un pescador fumando en pipa, convivían una suerte de cuadritos de proverbios como “Viva el amor libre, toma a mi suegra y dame a tu mujer”, o “El que paga descansa y el que cobra, más”, “Aquí fiar no tiene permitida la entrada”... Sin embargo, por las tardes el ambiente cambiaba y, entre las partidas de dominó de los equipos del barrio, podíamos estar nosotros nombrando a “santos que los conocerá en su casa hasta el gato pero lo que soy yo...”, decía al servirnos el dueño entre risas. A pesar de todas estas notas tan reales y cotidianas, su imagen: Kasandra. Supuse que tan sólo la pretensión de detener estas intromisiones 22
sería un ultraje al que ya era innecesario someterse. Y esa reunión me daba una pequeña posibilidad de descanso. Era aferrarme a cualquier destello de lo que me rodeaba para no sufrir al caer por un abismo no practicable. Era aquello de siempre cuando, de pequeña, instintivamente, escogía la hora mágica de la tarde porque papá dormía y mamá estaba asomada al balcón o aportaba más misterio si, embelesada en el sofá, le daba el reflejo de la luz en un solo lado de la cara y le arrebataba la definición de los rasgos. Podía jugar con la imaginación y ponerle una expresión u otra, incluso cambiarle el rostro por completo. Después iniciaba mi pequeño rito en la intimidad de la cocina, al lado de la ventana, en cuclillas sobre la silla y con la cabeza apoyada en la pared. Cerraba los ojos y me preguntaba desde muy dentro, de forma repetitiva y agónica: “¿Quién soy yo?”. Y sentía que todos los hilos que me sostenían se cortaban bruscamente y me quedaba suspendida en el aire. El peso de la individualidad se centraba en el tórax y me hundía hasta la profundidad en que se hallaba la sensación de lo transitorio y con él, el estado natural. Entonces reaccionaba con miedo y corría a despertar a mamá con cualquier excusa o mentira, porque su voz me hacía volver al estado normal. Volver a ser la Ani de cinco años que se escondía debajo de la mesa del comedor porque creía protegerse así cuando papá empezaba a gritar. La Anicita que pensaba que el eco era la voz de las paredes. La Ana María a la que una vez, de visita en casa de unos familiares, le fascinó ver tocar un piano y de inmediato escuchó aquello de: “Que se dedique a estudiar, que es lo suyo y ya de mayor se verá”. La Ana que sabía guardar silencio porque “a nadie le interesa lo que pasa aquí en casa”. Pero se acabó la reunión, el día y toda posibilidad para ocultarme de la angustia. Deambulé por las calles sin rumbo y llamé a mi amigo Kalem para tomar un café y contarle los últimos capítulos de mi vida, pero no estaba. Cuando decidí meterme 23
en el cine, sonaba en el walkman Live is life, de Opus.
El dictado del instinto
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I am what I am Los balcones con plantas recién regadas mojando las aceras, las radios con el volumen alto, curdas monologando. La pátina de la ciudad por la noche. Para mí cada calle tenía algo de búsqueda absurda, de instinto sofocado y perseguido. Había luz en su habitación, la ventana estaba abierta pero la brisa sacudía las cortinas y no me permitían distinguir figura alguna tras ellas. Me detuve un instante y, cuando iba a continuar mi camino, Kasandra se asomó. No hablamos. Ella no se movió. Me senté en el portal de la casa de enfrente y, así, nos miramos durante casi una hora. A excepción de los hombres que recogieron la basura y dos policías que pasaron en coche, nada más nos separó. Sin movimiento previo, se irguió y dejó sólo una mano apoyada en el quicio de la ventana —no quebró el aparente distanciamiento hasta minutos después, en que entró—, y no 24
apagó la luz. A pesar de sacudirme la transparencia que vierte la lógica y pensar que ahí quedaría todo, esta vez la interpretación objetiva y simple no acotó la fascinación. No dudé y, por tanto, no pensé en marcharme. Conté los peldaños de la escalera de acceso a su casa imaginándola al bajarlas, y cada paso atravesando el zaguán. De repente Kasandra abrió la puerta y subió. Crucé la calle y entré en el edificio. Repetía su nombre, letra tras letra, sin aclarar el sonido que brotaba a cada latido de la lengua, hasta que mi mirada se arrastró, como una serpiente, por los indicios de luz que me llevaron a su encuentro. Tenía en las rodillas un álbum de fotos y entre las manos una copa de vino. Me miró y giró mínimamente la cabeza indicándome dónde estaba la botella para que me sirviera yo misma. Y lo agradecí casi con euforia porque estaba helada. De una percha labrada hasta la base colgaban sombreros de época. El haz luminoso de una lámpara con forma de gato se colaba por los encajes de un guante. A su lado, un reloj de arena. En el tocadiscos I am what I am, de Gloria Gaynor. La colección de cromos antiguos que revestía una parte de la pared que tenía a sus espaldas parecía desplazarse por el efecto que le imprimían las sombras oscilantes de las marionetas que colgaban del techo. Kasandra empezó a golpear la copa con las uñas. Una hilera de pirámides de cristal dispuestas de mayor a menor me guió hasta la maqueta de una sala de conciertos. Dejó el álbum encima de la mesa y pronunció mi nombre con intención de continuar con una frase, pero se lo impedí preguntándole si no tenía una casa de muñecas. Se acercaba e iba descifrando su decisión 25
provisional de acogerse a la opción de respuesta; sin embargo, no contestó. Dejó caer los brazos. Sentí alterarse cada zona de mi cuerpo en que ella se detenía a mirar. Su acosado aliento se agolpó en mi cuello, y por todas sus líneas y curvas... surgieron por sí mismos mis dedos por su piel. Dejándonos guiar gesto a gesto, la humedad caliente de la lengua en los poros contraídos por el frío del suelo, liberó sólidos sonidos errantes. El ritmo entrecortado de sus glúteos era el mismo que sus uñas en mi espalda, el mismo que mis labios en su cintura. Su cabeza entre mis muslos, y después, un largo y lento trayecto hacia mi boca. Mi lengua se entretenía en su boca caliente. Sabor a vino y tabaco. La última intensidad prolongada se deslizó por la curvatura de las vértebras. Se levantó, cogió la botella de vino y las dos copas. Las puso junto a mí y las llenó. Me abrió las piernas. Kasandra se despedazaba y cada trozo de su vitalidad lo dejaba adherido a mi cuerpo. Me transfiguraba en cada centímetro que giraba sobre mí para invertir su posición con el temblor de sus piernas, mientras yo le arrebataba el sabor de su humedad con la misma intensidad que la manifiesta locura que le hacía agitarse sobre mí. Se quedó abrazada a mi cintura con la cabeza apoyada en el pubis. Un rato después nos fuimos a su cama. Me dormí teniendo la sensación de estar realmente protegida, teniendo la esperanza de que los brazos que me rodeaban fueran más sabios que yo... Confiando en la rotunda incógnita de si aquello sólo era sexo o qué más. Rumor adaptable en la historieta del último sueño mañanero, pequeños golpes que se iban definiendo como no oníricos. El rumor pasó a ser ruido y me desperté. 26
Un toque acertado de maquillaje para ocultar las ojeras, falda de tubo ajustada, perfume rezagado alborotando la habitación. Kasandra señora, Kasandra ejecutiva, Kasandra contrastada con mis vaqueros, mis camisetas, mis botas. Kasandra estéticamente opuesta a mis seis agujeros en las orejas. Su maquillaje contra mis tatuajes. Me dejó tres llaves en el pecho, solamente dijo el lugar donde debía dejarlas y se marchó. Nada de besos, ni una mirada directa, no supe hasta bastante después que esa actitud no era por mí, era un autocastigo que se imponía. Las cortinas abiertas, una taza con restos de té y en el cenicero una colilla, eran sus huellas más recientes. Se marchó como si tal cosa y me dejó con su rastro, diminutas nubes de su perfume... y con el silencio.
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La natural elocuencia
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She drives me crazy Trabajé durante todo el día en el cuadro de las Bolas de billar en las que se reflejaban personas. Era el último de la trilogía al que le precedían Mesa de billar o un pub visto desde arriba y Las personas reflejadas del último cuadro, en el pub del segundo, con las bolas de billar por ojos. Mientras me duchaba resolví dejarlo con su nombre original: Trilogía de la natural elocuencia. También decidí irme de copas y no ver a Kasandra más. De un golpe a otro había que contar hasta cinco. Luego, tres golpes consecutivos y la puerta del antro más bohemio y sensual de la ciudad se abría, para, al cerrarse, dejarme ante un enorme cuadro con el Ave Fénix apoyando las alas en las agujas de un reloj que marcaba las seis menos cuar28
to. Un guía imberbe, desnudo y totalmente pintado de blanco, me precedió bailando Don´t leave me this way, de Communards, hasta abandonarme a mi suerte en el centro de un tráfico devastador de estéticas. Cochecitos con las puertas abiertas en las solapas de los fracs, bebidas de colores y condimentadas con todo tipo de anfetaminas. Un busto negro al que le salían de las orejas dos penes con lunares fosforescentes. Trajes de novia de tela metálica, anacrónicas pestañas de cartulina, biombos en la oscuridad, sedas rasgadas en la antesala de los cuartos oscuros. Y pululando en el espacio que quedaba vacío entre persona y persona, la ley de la apetencia: todo es comestible. De pronto mi amigo Kalem, con los brazos cruzados gritándome: —¿Qué horas son éstas, bonita? Y eso que yo me acicalo más que tú. Claro que después de una buena noche no se puede tener un buen día. Células de colores en constante movimiento sobre las zonas de baile. Seis individuos se subieron a la barra, se quitaron las gabardinas —única cosa que les cubría—, se pusieron en cuclillas y al darse la vuelta, nos mostraron las rosas que colgaban de sus culos. Lo llamaron: Fotografía viva: el jardín. Camareros embadurnados en aceite para remarcar los músculos que por debajo de las bandejas traficaban con todo lo que desearas. —La filial de la discoteca Mery —propagaba Kalem al resto del grupo que venía con él—. Y bueno, cuenta, bollo ¿a qué viene esa cara? Te encuentro como bien servida. Y claro, le conté todo a mi confesor, amigo y hermana. Nos adivinábamos. Muchas veces ni hablábamos; nos intuíamos. Nos conocíamos bien y nunca nos juzgábamos. 29
Bailar, dar vueltas con las luces y perderme en la música, evadirme de la razón y cualquier pensamiento: The shoop shoop song, de Cher. Me divertía dejarme perseguir por una rubia de minifalda, mujer felina, ajustada en curvas. Ahora estoy en la barra, ahora me voy al cuarto de baño, hasta que acabamos a tientas, con prisas egoístas. El tiempo dejó de existir y el sentido de flotar entre tanto alcohol y drogas. Era lo único que en esos momentos me interesaba mantener todo lo que pudiera. Kalem iba y venía. Se reía al mirarme. Ahora persigo yo. No sobrepasaba mucho los veinte, con aires atrevidamente masculinos que paseaban la ambigüedad y el final de la adolescencia como un estandarte, a sabiendas. Ahora la sorprendo por detrás al pedir una copa. Ahora me encuentra impávida esperando a que salga del cuarto de baño. Y la hago esperar maliciosamente, le produzco toda la desazón posible porque no sabe cuándo voy a dar el paso definitivo, o si lo tiene que dar ella. Cuando sonaba Light my fire, de The Doors, era el aviso establecido para cerrar. Kalem sólo me dijo una cosa antes de marcharse, sólo una y era suficiente: —Si te metes de cabeza, tendrás que meter el resto del cuerpo. ¿Para qué huyes, chiquita? Tú sigues en la vida por la curiosidad de lo que va a pasar mañana. Cuídate. Al final de la calle la policía pedía la documentación y hacía pruebas de alcoholemia. Había llovido, la línea que describen los pasos supeditada a la disposición irregular de los charcos. El frío del amanecer se colaba por las aberturas de los bolsillos. 30
Detrás de mí, un coche redujo velocidad pero no se detuvo. Siguió hasta ponerse a mi lado. El silencio me ayudó a parecer ajena al hecho, pero la inesperada prolongación de éste y el sentirme observada me incitaron a mirar hacia el conductor. Kasandra, con una sonrisa inamovible, frenó. No evité para nada el tono antipático con el que le comenté cuánto debió haber disfrutado. A lo que ella, remedando mi tono, contestó, mientras abría la puerta, que yo no sabría nunca la cantidad exacta. No se molestó en preguntarme si quería quedarme en algún sitio. Con gesto de saber perfectamente lo que hacía y dando por hecho que la seguiría hasta el fin del mundo, puso música (She drives me crazy, de Fine Young Cannibals) y cantó la canción mientras me miraba de reojo. ¡Qué infantil!, pensé.
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El encendedor, los sueños y el abandono
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It´s a sin Abrí la ventanilla para que el aire me despabilara. Condujo por puro placer y por ver el amanecer, aunque también para darme tiempo a que me recuperara del lamentable estado en que me encontró. Al final, se detuvo delante de una cafetería. Mientras esperábamos el desayuno —que ella pidió, porque malditas ganas tenía yo de comer—, se disipó con una conversación anodina y tan acelerada que llegué a preguntarle si ella también había tomado anfetaminas. Sin embargo, y en contraposición a sus movimientos meticulosos y lentos con los que cambiaba de lugar las cosas que estaban encima de la mesa, me deshice de esas sospechas y no me equivoqué al temer algo que en mi estado calamitoso no podría evitar el interrogatorio monótono y poco directo 32
con el que me fue guiando a la pregunta que deseaba hacerme desde el encuentro: —¿Te has portado bien en aquel antro? —No, no me he portado nada bien. En su mirada se desplegó entonces una gruesa cortina que oscureció los destellos de sus sentimientos, una opacidad que coaguló el instinto de hablar, y aparecieron así los celos. Comió en silencio, mirando alrededor para evitar dirigirme la vista. Exagerando la impresión de no estar atendiendo a mi conversación. Mientras, yo, avergonzándome por minutos. Era obvio que estaba dolida, enfadada y defraudada. Al salir de la cafetería, y con igual actitud que en el coche, sin hacer proposiciones, planeó el resto de la mañana en itinerario de compras. Y la confesión de su desagrado por mi escapada nocturna fue instituyéndose, a la vez que la naturalidad maniatada en el desayuno y la postura premeditada de fortaleza que exhibió al dejarme en su casa con las llaves en el pecho se evaporaron de golpe. Y no lo pensé dos veces. La cogí por los hombros y la besé. Sentí deshacerme en ese beso largo y lento, allí mismo, en medio de la calle, ante las miradas atónitas de los transeúntes, ante el mundo entero si hubiese sido necesario. Hasta que el rumor de la calle dejó de existir, ni siquiera escuchaba el ruido de los coches, sólo sentía sus manos aferradas a mi cintura y su respiración agolpada en mi sien. El olor de su pelo. Después, como agua a borbotones, nos metimos en el coche, y empezamos la mañana como si iniciáramos la vida. Metidas en una ráfaga de aire que nos elevaba como cometas, inyectadas cada una de la ilusión de la otra. Y yo, que había resuelto no verla más, que tenía decidido permanecer oculta tras mi independencia, estaba de nuevo sin poder dejar de mirarla, a veces, sin poder respirar de forma pausada porque estábamos juntas de nuevo. Nunca le pregunté si me encontró por casualidad o si 33
es que me buscaba porque la busqué yo antes. Le encantaban las antigüedades, y con qué reverencia las elegía, más patente aún en sus escapadas imaginativas acerca del propietario original. A mí me divertía empujarla con pequeños retos encubiertos a rebasar cada vez más límites, a patinar por los pisos encerados de los establecimientos, a guardar la compostura mientras me hacía la tartamuda con el policía de tráfico que nos puso la multa por estacionamiento indebido. Consultar el tarot tan sólo por discutir los logros estéticos de la puesta en escena: el penetrante olor a incienso que se adhería a la ropa, el juego ondulante de las llamas de las velas eléctricas, el murmullo de la vidente al contactar con el más allá, el medido balanceo del cuerpo, el temblor de los párpados semicerrados y la súbita ruptura del trance cuando se levantó a coger el teléfono nada más sonar. Punto en que a Kasandra y a mí nos dio un ataque de risa incontrolado. Ya al final de la mañana accedió ir a mi casa, y por fin me sentí realmente perdonada. Eran casi las tres. Me puse a preparar el almuerzo y la dejé sola con mi intimidad. A veces, para calmar mi curiosidad por su proceso de impresiones, iba al salón y le preguntaba sobre sus preferencias culinarias. De nuevo en la cocina, calculaba el tiempo que ella necesitaría para llegar a la siguiente etapa que presuponía factible y repetía mi intromisión. Cociné para ella. Para ella, me repetía a mí misma bajo el silencio. Y mentalmente veía ELLA, así, en mayúsculas, y yo me sentía diminuta, pulgarcita, trepando por sus medias, sin atreverme casi a mirarla. Cuando bebíamos licor de cerezas, me preguntaba cómo había condimentado una cosa u otra, me explicaba sus toques personales sobre todo en las salsas y su vasto desconocimiento en cuanto a postres. 34
Pasaba nerviosa la yema de los dedos por el borde de la copa mientras charlaba. En un paréntesis reflexivo, encendió un cigarrillo que apoyó en el cenicero y extendió las manos sobre la mesa. Eran las suyas unas manos estilizadas, casi huesudas, de mujer al principio de la madurez. Sin preámbulos, me dijo que la sensación que le había causado mi pintura era la misma que un sueño que tenía con bastante frecuencia. —Estoy frente al espejo maquillándome cuando, y no me sorprende, oigo el mar. Ese sonido desaparece repentinamente y escucho entonces algo como un chapoteo que proviene del váter. Al mirar descubro entonces un montón de minúsculos peces de colores nadando sin rozarse unos con otros a pesar del poco espacio que tienen. Salgo del cuarto de baño y me detengo tan repentinamente que casi pierdo el equilibrio, porque, aunque la distribución de la casa sigue intacta, el suelo ha desaparecido y en su lugar hay agua. Así que tengo que desplazarme de una habitación a otra nadando. Y volvió a repetir con voz aniñada: —Ese sueño lo tengo con bastante frecuencia, y lo que siento en él es exactamente lo mismo que he sentido con tu pintura. Me levanté y puse música. It´s a sin, de Pet Shop Boys. Me volví hacia ella, su cara se había congelado en un gesto de temor, y se mordía levemente el labio inferior por abrirse de esa manera ante mí. Al mirarme, sonrió con esa endeble satisfacción que se logra tras haber hecho algo que quedaba pendiente y que, aunque no sea importante, nos desagrada por su resistencia a ser engullido por el olvido. Encendió otro cigarrillo y volvió a mirarme, pero esta vez con ese aire desatendido con el que se mira en el autobús o al esperar en una cola. Quería asegurarse de que no hubiera apreciado su temor. 35
Le apagué la colilla, que esgrimía un hilillo azulado y rosáceo desde el cenicero hasta su barbilla. Ella lo dispersaba agitando levemente la mano. Encendía repetidamente el mechero. Mi sonrisa fue completándose y retardándose su parpadeo. Ella continuó con el encendedor tras la variante de hacerlo resbalar entre los dedos. Entrecrucé las manos detrás de la nuca y estiré las piernas hasta rodear las suyas. Ella seguía aferrada al encendedor rechazando la tranquilidad que le estaba ofreciendo, así que no tuve más opción que coger un cigarrillo y perdirle fuego. —Esta tarde debo pasar por casa. Espero un par de llamadas importantes. —¿No tienes contestador? —Sí pero no tampoco es eso... Me levanté dando por concluida mi parte en la conversación, al menos verbalmente. Ella cogió una fotografía en la que aparecía yo con más o menos tres años. Tenía el brazo extendido con un calcetín en la mano y se veía que le estaba pidiendo a alguien que me lo pusiera, porque la otra mano la tenía ocupada en sostener un orinal sobre mi cabeza a modo de sombrero. Hice un agujero en su embelesamiento al tapar con la mano la foto; su risa y comentarios dulces quedaron frenados ante mi seriedad. —No te vayas aún —añadí imperativa. —No entiendes que este día ha sido muy... —Kasandra, me temo que esto... Pero ninguna de las dos acabó la frase. No podía aventurar por qué no lo hizo ella, sin embargo, no tenía la menor duda de mis razones para no concluir la mía. Yo 36
Sudor en el sofá
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había perdido la buena costumbre de expresar mis sentimientos. Tiró la foto sobre la mesa, se levantó violentamente, cogió el bolso y se marchó dando un portazo. Me quedé detrás de la puerta, como las vecinas metomentodo, escuchando sus pasos y sus tacones acribillando los mosaicos, después el zarandeo del picaporte de la puerta de la entrada al edificio. Me comenté que había dejado la puerta abierta y la portera rezongaría por ello.
Family man Me senté y encendí una de las colillas de los cigarrillos apagados de Kasandra. Cogí la más manchada de pintura de labios, la que más podría tener el sabor de su boca, la que en mi imaginación podría tener algo de su aliento. Y mientras aspiraba el humo, no dejaba de recriminarme por mi estúpido orgullo congénito, mi pesadumbre tras su ausencia por no saber acatar su marcha. Porque lo que realmente quería era estar con ella, lo que de verdad deseaba no era coger la foto y acallar la espontaneidad, lo que de verdad necesitaba era arrodillarme y apoyar mi cabeza en su vientre. Impregnarme 37
de su olor y envolverme de su voz grave y serena al dormirme en la almohada de sus muslos. Me acurruqué en el sillón intentando descifrar la causa de mi comportamiento. Sería la diferencia de edad, ella era mayor que yo y eso me daba pánico. Ya una vez tuve una muy mala experiencia. “Sopas con ondas” era la expresión más adecuada para describir lo que me dieron. O era miedo a expresar los verdaderos sentimientos porque desde la niñez aprendí, por autoridad mal entendida, que eso era signo de debilidad. Qué diablos, la vida pasa rápido y no hay tiempo suficiente para aprenderlo todo, ni tan siquiera a vivir. Y lo de la edad era una tontería, yo ya no tenía edad. Mi edad quedó dispersa en los instantes intensos, en cada manía superada o simplemente aceptada. En cada miedo hecho pedazos al vencerlo, y en cada caja donde guardaba los convencionalismos para olvidar la lucha perdida o ganada. Me dormí pensando que más tarde debía regar las plantas, pero, antes que nada, debía lavar los platos, y antes de todo eso, llamar a mi marchante. Me dormí escuchando Family man, de Mike Oldfield. Sonó el teléfono y, nada más contestar, lo primero que escuché fue una pedorra sostenida. —Ya vi que te recogieron. Ibas muy bien acompañada. —Ay, Kalem, dónde estas..... —No, no voy a visitarte ahora. ¿Estás sola? —Sí, ahora sí. —Pues poca ilusión te hace, bonita. Ya conseguiste que saliera huyendo, ¿no? Anda, que cuando te propones ser bruta, guapa... —Es que es complicado. No sé que debo hacer. —Nada, nada, que has encontrado a alguien de tu altura y ahora te das cuenta de a cuántos kilómetros de la tierra estás. 38
—Joder, tío, cómo eres. —Tu hermana, soy tu hermana. Y juntos los hermanos, mala sombra. Mira, creo que me voy a comprar tres perros y los voy a llamar: Ringo, Rango y Abolengo. Para cuando los pasee por el parque a la hora de la concentración mariquita poder llamarlos a grito pelado como la mayor Mari. Bueno, veo que te ríes, así que si estás bien, te dejo. Ah, y no olvides que esta semana no la paso en casa, así que me despido y aprovecha el viaje. Suerte con la exposición. No dijo nada más, se limitó a colgar sin esperar una palabra. Diez minutos después Kasandra estaba sentada otra vez en mi sofá, mirándose las manos mientras las hacía subir y bajar lentamente sobre los muslos. Tenía los labios recién pintados y no pude más que sonreír ante el paralelismo de esto y mi lavar, regar, etc. de antes. La tenía allí, frente a mí, como un regalo inesperado, y tenía razón; me obstinaba en no entender nada. Quise explicarle, disculparme o confesarme, pero me pidió silencio apoyando el dedo índice sobre los labios y me callé. Abriendo los brazos me pidió que fuera y corrí a arrodillarme junto a sus piernas. Me mecía y yo apoyaba la cabeza entre sus senos abrazándola fuertemente, exigiéndole que me dejara entrar en ella. Le arranqué con los dientes los botones de la blusa. Me atrapó por la cintura con las piernas y me ayudó a desnudarme. Se balanceaba. Sudábamos. Contracciones de larvas que se expanden de placer. La resonancia de los jadeos, el crujir de cada estallido de las zonas forzadas y retomadas. Las punzadas, ya en convulsiones, nos empujaban a descubrir en la piel trozos de papel cuadriculado. Cayeron gotas de sudor en el sofá. Tenía saliva suya en mis pezones. Me dejó la pintura de labios extendida por los hombros. 39
La identificación
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—Llévame a la cama —me susurró—, llévame... —Despacito, te llevo a la cama despacito. Déjame calmar tus dudas, déjame apaciguar mi incertidumbre. Y despacio, espantamos al tiempo, dejando que se concretara el sueño de todos los deseos. Y con una lentitud meticulosa, me abandoné en su balanceo. Y con una tranquilidad rotunda, se envolvió en la ternura que ya había despegado hacia un destino desconocido.
Air a dancer Las ávidas gotas de agua le caían del pelo a los hombros y se deslizaban luego por la espalda. De vez en cuando me chupaba el cuello o me metía la lengua en los oídos mientras me abrazaba para enjabonarse con la espuma que me había extendido. Empezó a susurrar cosas ininteligibles y le pedí que las repitiera desde el principio. Se distanció unos pasos, cambió la voz e inició la mímica típica de un niño que repite su 40
papel de memoria en una obra de teatro del colegio, poco a poco, mientras iba recitando, me fue arrebatando el presente de una Kasandra que me imponía su pasado, una Kasandra que implicaba, en exclusividad, dos infancias: la suya y la mía. Ni siquiera el entorno era inmiscuido. Saltaba de un personaje de Lewis Carrol a otro sin darme tiempo suficiente a recordar para recitar con ella, sin respiro para pasar páginas, hasta que coincidimos en un diálogo entre la reina y Alicia: —“Bueno, lo que es en mi país, cuando se corre tan rápido como lo hemos estado haciendo y durante algún tiempo, se suele llegar a alguna parte.” —“Un país bastante lento —repliqué como la reina—, lo que es aquí, como ves, hace falta correr cuanto uno pueda para permanecer en el mismo sitio.” Nos mirábamos extenuadas de identificación. Como último apéndice de complicidad en lo ocurrido, el miedo nos propuso la risa para dispersar la posibilidad de inficionarnos más y evitar lo salvaje que resultaría recordar si hubiésemos continuado. En Kasandra, su precepto habitual, casi una orden de supervivencia, era votar por lo más práctico para soportar los sobresaltos emocionales, y ello la inclinó en una sonrisa maliciosa y seductora para señalarme con un dedo la ducha. Desenrosqué el tubo flexible de la ducha de teléfono y haciendo que el agua saliera con la presión exacta se lo dirigí a la cara hasta que empezó a toser. Se sentó en la bañera, abrió las piernas y con la fuerza del agua la masturbé. Sonrió y se tapó la cara con las manos, luego las dejó resbalar hasta que se detuvieron en sus pechos. Estaba aún rígida y con el aliento acelerado cuando la besé y me marché al dormitorio. Puse Air a dancer, de Penguin Cafe Orchestra y me acosté sobre la alfombra. 41
No la oí salir de la bañera, pero sí deambular por la casa. En la cocina se puso un café, el pitido de mi cafetera es inconfundible. El traqueteo de los juguetes de cuerda, las notas espaciadas de las melodías apagadas por su encierro en las cajitas de música, el silbido cortante al rozar la seda de las ropas de las muñecas de cerámica. Silencios prolongados y luego el fresco chasquido del vidrio al chocar las canicas. Los zigzagueos del tren eléctrico. Rumor de pies descalzos, algún trote y nuevos silencios. Puertas batiendo el aire al cerrarse o abrirse. Se había acabado el disco, así que situarla identificando los ruidos en cada momento resultaba más fácil. Las pisadas ya casi despersonalizadas por los tacones se aproximaron hasta que Kasandra se detuvo en el quicio de la puerta, vestida, con los brazos cruzados. Me instó a que le recordara que me comprase un patito de goma y se marchó sin más, como a ella le gustaba. Después de casi tres días juntas, me dolió esa manera de irse, pero más me fastidiaba la imposibilidad de reprochárselo. Ella era así, no daba muchas opciones, el planteamiento era simple, lo tomaba o lo dejaba. Intentar iniciar un reproche era arriesgarse a sufrir humillación cuando contestaba algo así como: “Y a ti quién te ha dicho que...” o “Qué te ha hecho pensar que yo...”. Tras la desaparición de Kasandra, en los días siguientes, mi enfado aumentó. Ni siquiera una llamada. Me harté de hablar con el contestador, me cansé de padecer y esperar una contestación a mis recados y su evocación mental pasó de ser pena y tristeza a convertirse en un revulsivo que provocó rebeldía. A vivir que son dos días y aquí no ha pasado nada, ya me negaba a que mi vida fuera una colección de desilusiones. Estaba convencida, la desilusión era el resultado de acatar sin más las creencias de otros. Si repartiésemos en dos grupos lo genuino de uno y todo lo que se arrastra de los 42
El miedo al miedo
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demás desde el momento de nacer, veríamos claramente quiénes somos en realidad. Y lo que podríamos descubrir podría resultar francamente peligroso para la salud. Por mi parte, tuve que aceptar, en su momento, que ninguna cosa tiene nombre, nada tiene motivos, no existe la culpa ni la coincidencia. El devenir es un resultado de consecuencias y la mayoría de las veces intervenimos muy poco en ello. Así que lo más que se puede hacer es saber qué lugar ocupamos en ese momento y en calidad de qué, cuando es imposible, o tenemos la suerte de intuirlo.
Mrs. Robinson El despacho estaba revuelto, perfecto reflejo de su caótico orden mental. Desde la habitación contigua, llegaba el zumbido del tecleo constante, que a veces era acallado por el bullicio de una momentánea aglomeración de tráfico que ascendía hasta el quinto piso, donde estábamos. El ronroneo casi imperceptible de la calefacción hacía pensar en un rey que dormitaba mientras los hombres de confianza le asesoraban sobre los problemas de un reino de 43
cuento, de ilustraciones enormes y pocas frases a pie de página. Y allí, saltando en su sillón brillante y negro, mi representante tanto vociferaba enrojecido como gemía lastimero por tener exceso de trabajo. Decía que la mayoría de los pintores que intervendríamos en la muestra de la feria de arte, éramos ilocalizables. —Búscanos en los bares o en los antros de perdición sexual —le aconsejé. —Tú como siempre, tan explícita —murmuró malhumorado. —Yo no diría tanto. Dejémoslo en realista. —Estáis todos locos —afirmó rotundo. —Debe ser, aunque tengo una gran duda hace años. —¿Cuál? —interrogó paternalista. —¿Quiénes son los que designan a los locos como tales? Resulta poco prudente ignorar la teoría de la relatividad —dije. La puerta se abrió de golpe. La secretaria le traía unos papeles para firmar. Me resultaba conocida. Luego, con la misma seriedad distante que entró, salió. Él siguió farfullando, a veces conmigo y otras por el teléfono, así que aproveché el tiempo libre para rebobinar imágenes y recordar dónde la había visto antes. Supuse que la sorpresa se transparentó en la cara. Estaba absolutamente segura, la conocía del Ave Fénix. Sin embargo, no podía situarla en un grupo determinado, ni con una compañía específica. Al terminar la reunión y salir del despacho, la busqué con la mirada y no pude ocultar la sonrisa al darme cuenta de que ella me había encontrado antes. Con la excusa de llamar por teléfono, me senté a su lado para esperar a que me diera línea al exterior. Llamé a mi casa y argüí que comunicaba, así que tendría que esperar un rato hasta conseguir conectar. 44
Tras otras sonrisas, el tablero de juego se extendió sobre la mesa. Nos descubrimos varias veces mirándonos de soslayo, y no pareció interpretarme mal cuando me desentendí de ella para tomar precauciones ante el entorno. Por el contrario, facilitó más las cosas sacando mi ficha y leyendo a media voz mis datos. Colgué el auricular y le dije que esos datos sólo servían para ponerse en contacto conmigo, pero que casi nunca estaba. Y si estaba, desconectaba el teléfono para trabajar sin molestias. Así que era más fiable pedir cita en persona, sobre todo porque tenía una excelente memoria. Cogió un folio en blanco y escribió su nombre y número de teléfono. Mientras lo doblaba, casi recitó el horario de trabajo y me lo entregó. Al salir del ascensor, aún lo tenía en la mano. No sabía si guardarlo o tirarlo en la primera papelera que me encontrara. Entré en la cafetería más cercana, me tomé un buen café y pensé, o más bien todo lo contrario, porque desde allí mismo llamé a la oficina y sin dar mi nombre pedí que me pusieran con ella. Quedamos en vernos en el local del Ave Fénix esa misma noche. Entró a tientas, mirando detenidamente a todos lados. Yo estaba en un taburete cerca del final de la barra, frente a la pantalla de vídeo. Dejó el abrigo en mis rodillas, ocupó el asiento que le había reservado e inmediatamente bebió de mi vaso, llamó al camarero y le indicó que le pusiera uno igual. Después del primer sorbo, me besó en los labios y se excusó por haber llegado unos minutos tarde. A partir de ahí, no dejó que parara de reírme hasta que nos marchamos. Le regalé una caricatura de su jefe que hice sobre la marcha en el papel interior de la cajetilla de tabaco. Su forma oral de expresarse, como una marioneta de hilos y varillas. Los movimientos, tenues y equilibrados, que dejaban tras de sí un bagaje tímido; era el suyo el lenguaje de la fragilidad. 45
Fragilidad que a mí siempre me ha provocado prudencia, porque patente en un adulto no es del todo cierta, no es natural. En la mayoría de las ocasiones, resulta una suma de papeles adquiridos con una finalidad desconocida para con el que es capaz de verla. El ser realmente frágil, duda desde su juventud en llegar a adulto. Y si llega a adulto, su capacidad de supervivencia no es fuerte, ante lo cual puede optar por dos cosas: desaparecer o enloquecer. Y a mí esa señorita despampanante que caminaba con paso firme delante de mí al salir del local, no me daba la sensación ni de una cosa ni de la otra. Por el contrario, parecía más una amazona que arrastraba la pieza recién cazada hacia su guarida. Cazador cazado, pensé entre risas. Anita, ¿qué traspié te ha traído hasta aquí?, ¿de qué color decides pintar esto? Y mi propia imagen hablando con el contestador de Kasandra no me dio respuestas, pero sí un empujón de rabia que me llevó tras los tacones de una secretaria desconocida que, por cierto, tenía un culo impresionante. Entramos en la armonía como se entra después de chocar violentamente con la tranquilidad. Permanecimos largo rato en un estado de atontamiento tal que no podíamos ni hablar. Busqué el tabaco a tientas, en la oscuridad. Antes de salir del coche me puso su chaqueta por encima, comentándome que ella prefería quedarse escuchando música. Me di una vuelta y me apoyé en la parte trasera del coche para fumarme un cigarrillo. Notaba cómo me vigilaba de reojo por el espejo retrovisor mientras yo tarareaba la canción que sonaba: Mrs. Robinson, de Simon & Garfunkel. Me ha molestado siempre sentirme observada. Que me vigilen me revuelve la imaginación lo suficiente como para improvisar algún comportamiento teatral y ser yo quien estudie al mirón. No hay mejor defensa que un buen ataque. Aprendí a hacerlo desde pequeña en el colegio, a raíz de aquel dibujo de las cartillas de lectura con un 46
ojo dentro de un triángulo del que salían rayos divinos. Allí te explicaban que ése era Dios, el ojo que todo lo ve y al que no se puede ocultar nada. Yo me divertía en poner cara de buena y preguntar a la monja de turno lo que significaba aquel símbolo. Luego transformaba el gesto en cara de miedo y volvía a interrogar: —Madre, ¿y quién es Dios? Y casi siempre todo se resolvía en que había que creer por fe, por las buenas, que la razón no era aplicable a ese concepto. A los doce años ya me expulsaban de clase porque la lógica de la conciencia y las preguntas razonadas eran molestas. Con el tiempo, el ojo que todo lo ve lo compré en una juguetería. Era un ojo de pupila azul claro y grandes pestañas con dos pies que daba saltitos al andar, después de darle cuerda. Para cuántas elucubraciones da un cigarrillo, mascullé finalmente en voz baja. Y volví al coche. Intentó ignorarme o quizás me desatendía de verdad, pero, francamente, me importaba un comino. Realmente yo no quería estar allí, no quería estar con ella. Al fin y al cabo, en todo el rato que estuve dándole largas, ansié otra piel, otro olor, otras caricias y otra voz susurrante. Deseaba a Kasandra y aunque a esas alturas yo ya daba por hecho que ella a mí no, la escena de Lewis Carrol no se me iba de la cabeza. Como tampoco podía relegar la sensación de estar en sus brazos poco antes de dormir. Mi secretaria de culo perfecto se palpó la cara con gesto de cansancio, surcó con los dedos la comisura de los labios y las ojeras, y en voz alta sentenció: —Mierda, es tarde. — A la vez, miraba mecánicamente el reloj. Permaneció callada casi todo el camino, haciendo notorios esfuerzos por sujetarse a una conversación normal y ser todo lo distante posible. Sin duda, estaba muy cabreada. 47
—¿Te dejo en tu casa? —No —contesté maliciosa—, vamos a la tuya. Me apetecía continuar la noche... y a solas. No estaba por la labor de pasar por una interminable despedida en la puerta de mi casa. Y mucho menos de dar explicaciones razonables. Su respuesta quedó en puntos suspensivos, pero aceptó. Ya delante de su portal, cuando se disponía a abrir, me agarró la mano y me confesó que estaba casada, que aún no se lo había dicho a su marido, que no estaba segura de sus inclinaciones, que... Y de nuevo volvió a dejar la última frase en puntos suspensivos. No tenía más argumentos. Me miró confiando en que no desconociera el juego de las concesiones, la conveniencia, la ciega dependencia de la escapada y las puñaladas silenciosas. Me dio las gracias y yo me despedí mientras cantaba Mrs. Robinson con una sonrisa de anuncio de dentífrico hasta que entró. Volví a casa en taxi. Tuve ganas de llamar a Kasandra por teléfono y dejarle sólo un recado: Kasandra, me rindo, ya me tienes. Pero no lo hice. Sólo me dormí pensando en ella.
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Los demonios de la distancia
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There must be an angel playing whith my heart A la mañana siguiente mi representante me llamó para informarme de los pormenores del viaje. Tuve que prepararlo todo y hacer la selección de cuadros que me pidió para la exposición en menos de dos días. Cuando el deseo y la pasión se unen, terminan cenándose a la dignidad. Y si el amor, aun dudando de su existencia, vivía en algún lugar, desde luego no era cerca del orgullo. Esto ya lo sabía. 49
Intenté ponerme en contacto con Kasandra antes del viaje, pero fue inútil, así que prescindí de dejarle más recados en el contestador. Desde el hotel seguí insistiendo hasta que me dio un vuelco el corazón. Se me encogió el estómago y me temblaron las piernas. Una voz femenina bastante nasal y poco flexible por los años me explicó que estaba ensayando. Mi interlocutora resultó ser la señora que limpiaba una vez a la semana y me contó que la orquesta en la cual era violín, iniciaría una gira en breve y por eso los ensayos eran intensivos. Cuando abandoné la cabina aún la inventaba erguida, con los músculos del cuello tensos, deslizando el arco por las cuatro cuerdas. Los dedos agitándose en el aire para caer en el traste exacto, ni un milímetro más ni uno menos. Mientras atravesaba el vestíbulo del hotel, la alegría de haber visto una de sus caras ocultas se quedó en personaje secundario, porque automáticamente se vistió para escena la indignación. Al menos una llamada, al menos una, me repetía incesantemente. Hasta que conseguí acallarla al guardarla en la maleta, junto al resto de mis efectos personales, antes de descansar para el viaje de vuelta. Kalem. aplaudía y gritaba: —¿Cómo estás? —¿Y ese acento argentino? —Internacional que se ha vuelto uno. —Ya, ya. Polvo sudamericano. —¿Polvo? ¿Polvo? Nooo... Tempestad en el desierto. —Claro. Así tienes la buena cara que tienes. —Por supuesto, lo mejor para la cara es leche de Mípalo. Y si hay desgana, unas buenas pastillas de Pollamidol con algunas cucharadas 50
de Toletol. —Te estás dejando barba... —Desde luego; genio y figura hasta la semuputa. ¿Sales hoy? —No, estoy cansada. —Tú lo que estás es enamorada. —No quiero oír hablar de eso. —Como quieras. Pero sabes que una vez entras en la piscina, tienes que hacer largos si no quieres ahogarte. Bueno, ser salvaje ¿te dejo en tu casa o en la de ella? —En la mía, por favor. No quiero seguir arrastrando las maletas. Ya en la puerta de mi casa, sonaba en el coche There must be an angel playing with my heart, de Eurithmics. Pero él lo cantaba sustituyendo my por your. Otro infantil, pensé. Nos besamos y se marchó, previa promesa de vernos otro día para cenar.
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El acierto
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Solsbury hill Entré en casa. Todo estaba en su lugar, todo en el mismo orden, tal cual lo había dejado. Y la sensación de protección que da la costumbre se impuso. Mis olores, mis pinturas, mis colores, mis juguetes, mi espacio. Todo permanecía igual, menos yo. Acepté, sin remedio, abandonarme mansamente a la dependencia de lo desconocido. Y la frase de Kalem como un eco, dándome golpecitos insistentes en el hombro, adquiriendo tintes de verdad: “estás enamorada”. Resumí el pelotón de pensamientos en irme a cenar al restaurante que abrieron nuevo dos calles más abajo de mi casa. Desde el descansillo se oía el televisor de la vecina, y 52
como ella se entrometía en todo con o sin permiso, le toqué para saber si en mi ausencia había recibido correspondencia o me había visitado alguien. —Desde luego —dijo—. El primer día de su marcha el teléfono sonó casi todo el día... el cartero dejó la notificación de un par de cartas certificadas y un ramo de flores. Las flores estaban marchitas, pero el sobre en el que las mandaron seguía celosamente cerrado. Lo miré a contraluz y seguidamente a ella. Probablemente, si la hubiese interrogado sibilinamente, se le habría escapado algo de lo que leyó cuando lo abrió. Pero me sentía cansada y no estaba de humor. Tenía una vecina digna de Star Treck, con un muro por cara y una lengua tipo alfombra arabesca de pelos largos y contaminados de polvo. Un ente sin ojos. En su lugar tenía dos tubos telescópicos que todo lo abarcaban. Seguro que a esas alturas sabía si me rasuraba el chichi o no. Y sin esforzarse mucho, incluso la cantidad de alquitrán instalado en mis pulmones. Bueno, suponía que debía de ser eso, porque no creo que a una señora tan hetero de formas y costumbres se le fueran los ojos tras mis tetas de una manera tan insistente. ¿O sí? Le agradecí toda su atención, nos despedimos al estilo maripili —con la falsedad por delante— y me fui al restaurante. Las flores eran de Kasandra. Me felicitaba por la exposición, me deseaba lo mejor y me explicaba su siguiente ausencia. A juzgar por la fecha, las flores llegaron un día antes de mi viaje, mientras no estaba en casa. Causa del retraso: la vecina. Y la imaginé en la cocina, con sus gestos desagradables estirados hasta lo esperpéntico, exponiendo el sobre al vapor de agua para abrirlo y desvelar, de una vez por todas, una de mis relaciones ilícitas, mientras se humedecía los labios con la lengua y movía las piernas para aminorar los latidos de su vagina. “Un 53
día te lo grapo, guarra”, pensé al estilo de Kalem. Cuando el camarero me trajo la cuenta tenía unos doce dibujos eróticos con mi vecina de protagonista. En el hilo musical ponían Solsbury hill de Peter Gabriel. Salí con mis pequeñas venganzas en la mano y las dejé en la cabina telefónica para acrecentar el humor de cualquier paseante o vecino curioso. “Cualquier parecido con la realidad no es pura casualidad”, subrayé en cada dibujo. No cabe relatar la manera con que volé a mi piso, me duché y me vestí. No es preciso cavilar sobre la inquietud tan enorme que hacía que el corazón me diera golpetazos en el pecho. Busqué primero el coche, y sí, estaba aparcado. Luego miré en los bares de la zona, pero ni rastro. Con toda seguridad estaría en casa. Toqué en el portero y salió ella. —¿Me has comprado el patito o no? —dije. —Desde luego. ¿Cómo no, preciosa?
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Confesión
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My lady D’arbanville Cuando llegué encontré la puerta abierta. Estaba en la cama, desnuda, en posición fetal. Cuidadosamente me senté a sus pies. Sobre la almohada, envuelto en papel de regalo, reinaba el patito de goma. Nos miramos como la primera vez que nos vimos. Con curiosidad y serena certeza, con deseo torpemente controlado, pero esta vez con menos enigmas. Echó la cabeza hacia atrás y se quitó el pelo de los hombros. Le brillaron los labios después de pasarse la lengua por ellos. Se incorporó y pensé por un momento que recogería los trozos de mí que se esparcieron por la cama cuando escondió la cara entre mi hombro y mi cuello. 55
—Kasandra, Kasandra, ¿y si esto resulta un caos? —Acuéstate a mi lado. Dime, Ana. —¿Y si esto se hace normal? ¿Qué pasará? ¿Resultaré después mejor persona o menos persona? Si ya, si ahora, tengo una mente mutable que parece ir acorde con las fases de la luna. Puedo ser mejor o menos de lo que soy, poseer un lenguaje emocional mermado por la costumbre, con una imaginación ralentizada por la frialdad de lo establecido y lo diario. Mejor persona y más especial... o menos persona y más común en vivencias y vulgar en la convivencia. ¿Me quedaría algo estimable para crecer dentro de mí y poder ofrecértelo? —Aunque resultaras una sombra chinesca, lo agradecería. He visto después de pasar los años, cómo algunas personas que fueron importantes en mi pasado todavía creen seguir siéndolo. Y la verdad, ya no lo son. Es como si creyeran que el tiempo no pasa y se negaran a reconocer el cadáver de cada día acabado. No dejo de sentir cierta angustia al verlos sedimentados en los mismos roles y comportamientos que en su día a mí me parecían fascinantes. Es como caminar por una galería de un museo de cera. —Si tú supieras en realidad qué es con lo que me conformo... —¿Con qué, Ana? dímelo por favor. —Con abrir los ojos cada mañana y, sin querer, abrir también las manos a la vida. Coger un pedacito de ella y metérmela en un bolsillo para hacerla propia, adueñarme de ella como para esconderla entre las palmas de las manos y de repente soltarla para regalársela a alguien, a ti. Casi con el mismo gesto de un beso volado. Y no me preguntes la razón, porque ésta nada tiene que ver con la vida. —Desde luego, los artistas, los creadores, sois personitas con un montón de preguntas de todo tipo sobre la naturaleza humana. Es tanto como decir que sois naturaleza humana buscándose. Ana, yo también 56
Caminando sobre el tren en marcha
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quiero aprender a quererte. En cuanto me acosté a su lado me rodeó por la cintura. Dispuso el despertador para sonar a las ocho porque tenía ensayo a las diez, y a pesar de ser tarde, como no podíamos dormir, encendió la radio. La dejamos sintonizada en un programa de música del recuerdo porque sonaba Lady D’arbanville, de Cat Stevens, y nos encantaba.
El cascanueces Ya podía mirarla sin turbarme, me gustaba casi espiarla. Ella lo sabía y me dejaba hacerlo sin reparos, porque también le agradaban esos tiempos muertos de silencioso acto amoroso y veneración. Antes de arrancar el coche colocó el violín y las partituras en el sillón trasero. Con el motor en marcha, manipuló el espejo retrovisor para encuadrarme unos segundos y se alejó. Estaban regando el césped del parque. A lo lejos, la entrada del mercado salpicada de manchas de colores por los enormes cubos llenos de flores. Dentro, los puestos parecían amenazar con desplomarse de un 57
momento a otro por el peso de la abundancia. Olor a especias, a sangre, a fruta. Delantales blancos. El blanco disciplinado, marcial, severo. Alguien tocaba una guitarra. Tintineo de monedas al caer al suelo. El casco viejo de la ciudad me prohíbe los pensamientos. Me zarandea por el laberinto de sus calles estrechas donde hay casas con historias de asesinatos o pasajes secretos usados durante la guerra, conventos de clausura, cabezas que espían desde las ventanas. Entre el griterío armonioso de la ciudad, un café aquí y otro allá. En un periódico alguien opinaba sobre los nacionalismos. “La ignorancia general como pilar de la falsa libertad que fomenta el engreimiento y el despotismo de los gobernantes, y un medio de sublimación de los viejos complejos de inferioridad de los ciudadanos...” Pensé que la búsqueda de identidad era más una aventura que un dogma y que para tener ese espíritu indómito hay que desatarse del pasado. Yo aún no estaba segura de si Kasandra era así de real o la percibía tal y como mis carencias del pasado me dictaban. Miré el reloj y faltaba poco para las diez, así que corrí como una salvaje a la caza de un taxi. El patio de butacas estaba a oscuras, pero el reflejo expandido de las luces del escenario me guió, no sin dificultad, hasta poder sentarme sin tropezar con nada. Me moví con sigilo y con la intención de permanecer oculta incluso de Kasandra. No quería molestarla. No sabía, en realidad, si su homosexualidad era conocida entre sus compañeros, si podía asistir a un evento de trabajo acompañada de su novia o si, por el contrario, tenía que asistir con compañía masculina para acallar los comentarios. Desconocía si su familia creía que algún día se casaría vestida de blanco, cuando la única opción que tenía era, simplemente, unirse a otra mujer con el solo compromiso de sus corazones y la bendición de sus allegados, que vivirían juntas como sombras ante la 58
sociedad e invisibles ante la ley, amputadas de muchos de los derechos básicos. Así que prácticamente me hundí en la butaca y me quedé inmóvil para verla ensayar. Las cabezas inclinadas sobre los atriles formando la línea que bordea una agrupación de montañas, irregular y armoniosa. Con la magia de El cascanueces, Tchaikovsky ordenó a las montañas despertarse después de un millar de años durmiendo, como gigantes egoístas ante los ojos atentos de los ratones, agazapados entre los pentagramas, esperando la orden del rey para atacar. Y no tardo en reconocerme, diminuto dibujo coloreado a lápiz, danzando con el hada de azúcar que termina cediéndome los brazos de Kasandra para bailar el Vals de las flores. Cuando se encendieron las luces al acabar el ensayo, ella ni siquiera gesticuló al verme. Recogió sus cosas y se entretuvo charlando de grupo en grupo. Luego entró en el cuarto de baño y, cuando salió se acercó sin titubeos y con una sonrisa contenida, me indicó que la acompañara al servicio, cerró la puerta a la vez que nos besábamos con prisas. Casi no podíamos respirar mientras nos desnudábamos a medias. Te he echado de menos, me repetía. Me empotró contra la pared y clavó sus uñas en mis caderas. Acalló la respiración mordiéndome los labios. Su saliva era tibia y me preparaba para la sensación caliente de su lengua. Aunque por instinto, intentaba moverme para no perder el equilibrio, porque no tenía donde agarrarme. Me obligaba a permanecer quieta, y cuanto más agitaba su lengua, más me temblaban las piernas. Finalmente resbalé al suelo entre gemidos. Luego, hicimos acopio de serenidad y salimos aparentando normalidad.
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Lanzamiento en paracaídas
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Still on fire No quiso coger el coche, así que dimos un paseo hasta el restaurante donde convinimos en almorzar. Se detuvo ante un escaparate y yo me quedé a cierta distancia. Observamos nuestros reflejos mirándose. Hola, yo también te he echado de menos, le dije únicamente con el movimiento de la boca. Luego me acerqué a ella y me pegué a su espalda para decirle al oído: “¿Puedo hacerte lo mismo que me has hecho tú en el baño?”. Se rió y puso un dedo sobre el cristal para señalarme una lata adornada con dibujos chinos. Me contó que su madre tuvo una para guardar las cosas de la costura y que ella, de pequeña, se pasaba las tardes enteras hurgando, ordenando los botones y los alfileres con cabeza por colores. Me confesó que se entretenía mucho matando con 60
un alfiler las larvas blancas de la carcoma que había atacado los muebles del cuarto de costura. Despertó más mi curiosidad cuando me relató que a esa especie se la conocía también con el nombre de Reloj de la muerte porque en la época de reproducción, en el silencio de la noche, se puede escuchar los golpes rítmicos que producen al golpear el caparazón con las paredes del agujero en que viven para atraer al sexo opuesto. Y esto dio origen a una creencia supersticiosa que consiste en que quien los oye, tendrá tantos días de vida como golpes haya escuchado. Me recordó que la primera vez que estuvimos juntas, en su casa, fui yo quien le habló de insectos. —Ana, a veces tengo que analizar lo ocurrido desde que nos conocemos. No sé. El caso es que cuando me acerco al centro de las cosas, todo resulta ambiguo. Normalmente tengo que buscar la soledad para encontrar serenidad, pero la soledad de ahora me duele porque hiere mi identidad. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Sí, lo entiendo, sigue. —Quiero sentirme a través de la presencia de lo ajeno a mí misma. ¿Quieres que siga? —Sí, por favor. —He pensado que por qué no vivimos juntas. Para empezar podríamos intercambiarnos las llaves de casa. Esperó mi contestación. Y al hacerse evidente que no le daría una respuesta, no evitó las dudas en el rostro. Llegamos al restaurante y entramos. Desde que pedimos la carta hasta que aparcó el coche frente a mi casa, no paramos de crear y repetir símbolos para fundamentar la creencia de que las dudas se habían disipado, que eran el producto de la inmediatez y que ésta nos obligaba a mantener la compostura. Hasta que todo se desvaneció en casa, en cuanto nos desnuda61
mos. Golpeaba el colchón con los puños. Su primer instinto era detenerme, separándome la cabeza de su cuerpo cada vez que me acercaba a los angostos espacios de su piel que la revelaban en accesos de fruición. Pero imperaba la espontaneidad de exigirme que no me detuviera. Que la abasteciera urgentemente de placer. Yo tenía que agarrarme a las sábanas por no dejarme caer demasiado rápido en el abismo que buscaba, penosa y desesperadamente, desde que Kasandra me lo proponía. Hacíamos malabares con una crueldad deliciosa para aumentar la mutua dependencia a los destrozos que el lenguaje erótico de una u otra, ocasionaba al reducir a añicos los límites a los que estábamos acostumbradas. Clavó la cabeza en la almohada y sacudió involuntariamente los pies, hasta que las intensas contracciones de su vientre cesaron. Y llevé el calor de su sexo hasta la boca. Me chupó los dedos y me pasó la lengua por los labios. Se quedó mirándome, pensativa. Sacudió la cabeza en una prolongada negativa y, sin rodeos, me preguntó si su propuesta de comprometernos más me tenía incómoda. Ni que decir tiene que me agazapé tras una ingeniosa explosión de frases del ámbito de las excusas. Y como cualquiera, me perdí después de hacer sobrevolar la mente de un lado a otro, buscando la disculpa adecuada, cuando el motivo, en realidad, no existía. La saturé con un impecable orden cronológico de mis malas vivencias pasadas. Me acusé de todas las pequeñas faltas que pude y le añadí unas cuantas obcecadas opiniones sobre nuestras circunstancias. ELLA, en mayúsculas, actuó con neutralidad inteligente ante mí, diminuta pulgarcita con nulidad mental transitoria, y tomó su posición fetal preferida para disponerse a dormir. Estuve tentada de confesarle la falsedad de mis palabras y la improvisación de los planteamientos. 62
Nosotros o ellos
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Pero opté por irme al salón a fumarme un cigarrillo y a sufrir más ingravidez mental hasta que los juicios fiables surgieran, como tiene que ser, con lentitud, de entre los casi constantes abortos de la lógica y la intuición. Me dormí en el sillón escuchando Still on fire, de Aztec Camera.
Ain’t no cure for love Me desperté temprano, ella ya se había marchado. Dejó la cafetera preparada, el calentador encendido, el teléfono descolgado y un papel encima de la nevera. La hoja decía: EL TONTO El tonto es quien reclama al tonto que reconozca su tontería. Es inteligente quien conoce la realidad del mundo e ignora la de su alma. El alma es, en efecto, una luz que no proyecta para ti una sombra que te permita conocerla gracias a ella. AL’ABBAS MAHMUD AL’AQQAD 63
Besos, Kasandra.
Me asomé a la ventana, era muy temprano. Y precisamente por eso, me extrañó que tocaran al portero. Era Kalem. Traía churros para el desayuno. —No te has acostado, supongo. —Buenos días, bonita. Pues, supones bien. ¿Sabes cuánto tiempo de nuestra vida se pierde durmiendo? Charlábamos mientras él, que se manejaba perfectamente en mi casa, preparaba el desayuno. A pesar de su aparente buen humor, tenía el rostro contraído. Cuando algo le preocupaba, solía tocarse la barbilla al hablar. Me apoyé en la encimera de la cocina para tomarme el café mientras él desayunanaba en la mesa y se lanzó, sin más dilaciones, a contarme lo que pasaba. —¿Te acuerdas de José, el fotógrafo? —Sí, el que hace un montón de tiempo que no vemos. ¿Qué pasa con él? —Cené anoche con él. —Ah, y dónde se había metido. ¿Estuvo de viaje? —No, estuvo con depresión. Bueno, ahora sigue con ella, pero menos. —¿Y eso? ¿Mal de amores o qué? —Tiene SIDA, nada más. Una noticia así no podíamos asumirla, pero al menos, sí encajarla sin estremecimientos. Fue automático el silencioso repaso mental de la larga lista de amigos y conocidos afectados, de los desaparecidos y de los luchadores que sobrevivían. Kalem bromeó con la nota de Kasandra, pero también me obligó a pensar en tomar una decisión sobre ella, flotar sobre la independencia 64
sin sobresaltos o arrebatarle vida a la vida y arriesgarme a perder hasta la camiseta. Así que, me acompañó a comprarle la lata de dibujos chinos que le gustaba, para meter las llaves de mi casa dentro. Pero eso sí, mezclada con un montón de otras llaves. —Nunca lo pongas muy fácil. Que pruebe una a una hasta dar con la que es. Como si fuera la llave de tu corazón, Ana —me repetía entre risas mientras canturreaba Ain´t no cure for love, de Leonard Cohen. Me dejó cerca de la casa de Kasandra. Su coche estaba aparcado frente al edificio. Nos encontramos en el zaguán. Yo tenía su regalo escondido dentro de la chaqueta y aunque al besarme me rozó, no se dio cuenta. Me miró con cara jocosa y prosiguió con comentarios sobre mis ojeras hasta alcanzar la extensión de un cuento con rasgos macabros y frases existenciales. Concluyó: “Podría pertenecer al estilo romántico y, posiblemente modernizado, el primer capítulo de una radionovela”. Anudó un disparate tras otro hasta que me cogió del brazo para llevarme con ella al coche, mientras me aclaraba que tenía el día libre y que lo iba a aprovechar al máximo. Me dijo que si la acompañaba, no le hablara de música, ni le pidiera dinero para juguetes de cuerda o pinceles, que tenía derecho a permanecer en silencio, a una llamada de auxilio, a una comida o a ir al baño sólo dos veces. Después de esto se quedó callada y sólo me miraba de reojo mientras sonreía socarrona. No le pregunté por lo que haríamos ni dónde. Ella tradujo bien esta actitud como mi aceptación plena. Y yo la mantuve totalmente decidida a esperar el momento adecuado para sacar el regalo... hasta que repentinamente se salió de la carretera y paró. Se quitó el cinturón de seguridad y golpeó el volante. Cuando se calmó se fumó un cigarrillo con tranquilidad mientras esperó a que yo dijera algo. Pero no lo hice. No entendía a qué venía aquella reacción, el motivo de aquel cambio 65
tan brusco de estado de ánimo. Y desde luego, lo menos que pude imaginar es que yo fuera la causa. Recuerdo que metí una mano en la chaqueta y apreté el regalo. Yo no sabía qué hacer. Así que permanecí en silencio, agarrándome al regalo escondido en mi pecho. Sus primeras palabras inconexas, el especial cuidado al detallar la fecha para que me quedara bien presente que lo que iba a contar ocurrió cuando yo estaba de viaje, y el ambiguo desinterés con que nombró el Ave Fénix, no me proporcionaron, como era su deseo, ningún dato sobre lo que diría. Parecía disfrutar describiendo a la pareja con que se encontró y bebió unas copas. Remarcó que no llegó a emborracharse. No escatimó material descriptivo sobre las penetraciones, la otra mujer del trío y los juguetes que usaron. No se podía sacudir la violencia que se le posaba insistente sobre los músculos de la cara mientras me preguntaba casi a gritos si todavía dudaba, si era capaz de creérmelo o no. Intenté bajarme del coche, pero me advirtió que eso lo tomaría como una respuesta afirmativa. Y era verdad. Esa necesidad de huir de la situación significaba claudicar. Rendirse era aceptar. Así que tenía razón. Saqué el regalo de su escondite y se lo puse sobre las piernas. —Cuánto daño llevas encima. Uno tiende a pensar que el sufrimiento que ha padecido o tiene no es equiparable al de nadie. Que ninguna otra persona puede entenderlo porque no se levanta con la herida, no le aquejan los dolores intermitentes durante el día, y porque no le asalta durante la noche y le despierta ahogándole como si le apretara con manos invisibles el cuello. —A veces, duele respirar, Ana. —No sé qué ha pasado. Y tengo miedo, lo confieso. Tengo miedo de no poder sacar la verdad de todo esto. —Ana, esta mañana fui a la oficina de tu representante para com66
prar un cuadro tuyo. Me atendió su secretaria y durante su charla estúpida, me soltó vuestra salida nocturna y vuestra relación. ¿Cómo supo quién era yo? —¿RELACIÓN? ¡NO PASÓ NADA! Y yo no le hablé de ti. —Entonces, ¿te vigila o qué? Le conté todo lo que pasó mientras ella conducía camino de vuelta. Ella no contestó a nada, ni preguntó por nada. Me dejó en casa y se marchó. Víctima de una venganza de mujer, pensaba aterrorizada. Me senté en el salón y me quedé ahí, sin saber qué hacer. Desplegando autocontrol para no ir a la oficina de mi representante y dejarla calva, clavarle la lengua bífida a la mesa con la grapadora o qué sé yo. Sólo podía confiar en Kasandra y en su fe en mí.
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La ley de los extremos
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The blood Una fina barra metálica apoyada simétricamente desde el punto exacto de su centro sobre un soporte fijo de cristal que, a su vez, reflejaba el vaivén sincronizado musicalmente de la ligera estructura en que culmina su completa forma. Todo el aparente vacío circundante quedaba rasgado con el movimiento del equilibrio y sus diminutas astillas, salían despedidas incesantemente, para mantener intacto el caos que la armonía exige para preservar su naturaleza. Cuando todo se detenía, yo lo volvía a impulsar con el dedo para que continuara la acción con el mismo proceso. Era un artilugio sin utilidad que vendían en las tiendas de los hindúes, pero para mí representaba la intimidad de lo imperecedero. 68
Escuché entonces a alguien detrás de mi puerta meter y sacar llaves en la cerradura. Unos pasos huidizos, un cuerpo acoplarse en la silla. Yo no levanté la mirada, quería aparentar que seguía abstraída. Pero incluso las acciones no realizadas toman posesión de un lugar en el tiempo, y resultó como si hubiera mirado, porque se me escapó un enorme suspiro de alivio. Dos lenguas fraseando la inseguridad. El saludo, un saludo Y yo, por fin, conseguí salir del aturdimiento y le enseñé mi nuevo juguete. En ningún momento intentó hacerme hablar, sino que, por el contrario, colaboró en el silencio que mis nervios necesitaban para poder renovarse. Me siguió por toda la casa hasta que me acosté, entonces llevó a la habitación una silla, que colocó al lado de la cama, y se sentó. Aunque tenía la mirada perdida, estuvo largo rato con la cabeza inclinada hacia mí. Llevaba la ternura agarrada con la punta de los dedos, a punto de soltarla en un ligero planeo, como una hoja de papel que cae desde lo alto. Y la ternura cayó sobre las sábanas después de acariciarme la cabeza. Simplemente la miré. Se apoyó en la pared y tras una insistente negativa silenciosa, cumplió mi deseo y me dejó a solas. Pero casi inmediatamente volvió. Sus palabras se clavaron como alfileres a la pared, transmitiéndome la sensación de levedad necesaria para que no sólo las oyera, sino que las absorbiera, y romper así, sin dolor, el cúmulo de razonamientos que me desbordaban. —Pienso que esa tía es patética y lo que te conté del trío no es cierto. —Kasandra, si no... —Ana, te quiero y punto. En otra vivienda del edificio, alguien escuchaba The blood, de The Cure. Se quitó la camiseta y la lanzó sobre su hombro. Pude aprender de memoria toda su silueta cuando, sentada sobre mí, estiraba todo su 69
El futuro tiene luces de posición
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cuerpo en cada caricia. Y quedó para siempre en aquellas sábanas el olor del amor, la ansiedad de darlo y el placer de recibirlo. Pasaron horas entre contracciones y aliento compartido. Minutos que sobreviven en abrazos deseados como eternos. Instantes, que, por miradas cruzadas, prevalecieron en una idea conjunta. Si hubiésemos podido engendrar un hijo, esa tarde era la elegida. De madrugada me desperté por el frío y Kasandra seguía a mi lado.
Jericho Me despertó muy temprano, ella tenía ensayo. Su actitud había variado, estaba a la defensiva. Pero no me dejé influir por este cambio, al contrario; me resultó normal porque reconocí al instante esa reacción como mía en determinadas circunstancias. Y, con algunas frases incrustadas, suavemente, encaucé el torbellino de la conversación hacia una corriente más tranquilizadora que le hizo regresar donde lo dejamos antes de dormirnos. Nos sentíamos en el epicentro del riesgo y eso nos paralizaba. —Ana, no podemos pretender que el egoísmo obligue 70
a una de las dos a llevar de la mano a la otra. —Lo sé, pero eso no es criticable. Sin embargo, sí debe ser evitable. Nos asimos a lo que nos enseñaron desde que nacimos. Es lo más cómodo. —Yo ya no me abandono a la decisión de otros sobre mis pasos para descargar después las consecuencias en ellos, si el resultado no me gusta. —Ni yo. Y tampoco me gusta que me impongan sus opiniones gratuitamente. Eso recuérdalo siempre, Kasandra. —No hace falta, yo nunca impongo nada, al menos, conscientemente. Sabes, Ana, ahora vendrán más dudas. —Como cuáles. ¿La fidelidad? —Peor aún. La duda sobre la respectiva fuerza que nos pareció descubrir en la otra. —Debilidad y fuerza se alternan, Kasandra. —Claro, no es posible detenerse siempre para comprobarlo todo. Hay que dejar lugar a la ceguera racional. —Sí, me temo que sí. Porque de lo contrario, no tendría lugar la naturalidad. Firmamos a la vez la cláusula de repartición de futuras culpas, nos pusimos en la mano un permiso nuevo. A partir de ahí el uso de esta libertad, la libertad de errar, no tenía límites. Quedamos en que me recogería en casa por la noche. Pasé el día pintando para un encargo. Era la casa soñada de alguien, y pensé sobre lo curioso que resultaba pintar el sueño de otro para variar. Era su casa, resultaba fácil de decir. ¿Cómo sería la casa soñada de Kasandra? ¿Sería como la que yo soñaba? La nuestra seguro que tendría muchas luces alrededor, para que se viera desde lejos. Y me regocijé imaginando un futuro así, con luces de posición. Tantas, 71
que las sombras no pudieran proyectarse. El tiempo transcurrió rápido, hizo su ronda sigilosa, de puntillas, con ecos inadvertidos de Jericho, de Simply Red.
Abramos ventanas, ¡entra aire!
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Whatever you want Antes de anochecer llamé a Kalem. No estaba, pero gasté la cinta del contestador contándole todo, las realidades y las imaginaciones. A él podía. Radiante era la palabra más fiel a la posible definición de su aspecto. Venía dispuesta a coquetear con ambigüedad, así me lo explicó cuando resalté la amplitud de la ropa y en especial el abrigo con solapas tipo esmoquin. Estuve a punto de volver corriendo a mi casa cuando me mostró el bastón que guardaba en el coche y me tenía destinado. Pero, literalmente, tuvo que sujetarme por la manga cuando sacó de la guantera unas gafas oscuras. No tuve tiempo antes de que me retara para negarme a participar en su juego. Sin perder un instante, puso el coche en marcha y me llevó a una fiesta. Más tarde, presentaciones obligadas ante un largo desfile de familiares. Cuando podía, aprovechando el momento en que nos olvidaban como punto de atención, ella me narra72
ba la relación de unos con otros y resumía en segundos las historias más relevantes, tanto por la comicidad como por lo trágico, que envolvían sus pasados. Kasandra era admirada, criticada, desconocida y envidiada, pero ella se mantenía tal y como le exigía cada opinión. No se molestaba en cambiar ninguna. Y no paraba de darme indicaciones sobre mi papel de ciega. De vez en cuando me salvaba de situaciones en que mis reflejos creativos no daban para inventar mi identidad. Disfrutaba como una niña. Descubrí la finalidad de su puesta en escena cuando me llevó cogida por la cintura al baño. En un principio no podíamos controlar las carcajadas. Éramos como dos quinceañeras a punto de iniciar sus prácticas sexuales en un descanso entre clases. El lavabo estaba frente a la bañera. Kasandra mantenía los pies apoyados en ella y se sujetaba al lavamanos. Dejaba así el cuerpo suspendido en el aire y espacio suficiente para mí entre sus piernas. No reprimió el impulso de llamar a sus padres en voz baja y seguir con un comentario sobre lo que estaba pasando para terminar con otro asalto de risas. Tuvo doble placer, el que yo le proporcioné y el que se obsequió con su pequeña venganza. Se arregló la ropa y volvimos al salón. Sonaba en esos momentos Whatever you want, de Status Quo. Qué apropiado, pensé. Me sentó en una silla que ella misma acercó a la mesa de las bebidas y se atrincheró a mi lado. Como el mantel era largo, no paró de acariciarme entre los muslos hasta que se atrevió a bajarme la cremallera del pantalón e introducirme los dedos en las bragas. Cuando alguien se acercaba para decirnos algo, ella se inclinaba ligeramente hacia delante para evitar que se notara la postura de la mano. La excitación la enrojeció tanto que su cuñado, al percatarse de su acaloramiento, se ofreció para abrir algunas ventanas. Se lo agradecimos con una amplia sonrisa, pero no tardamos más de media hora en marcharnos porque era del todo impo73
sible continuar sin reírnos. En el ascensor, volvió a mirarme con la misma complicidad del cuarto de baño, y desde luego no me negué. Pulsó el botón de parada y nos quedamos entre dos pisos. Nuestros gemidos se confundían con los ruidos imaginarios de pasos, toses o puertas que se abrían. En varias ocasiones levantó la cabeza de entre mis muslos sobresaltada por los latidos de su corazón. Salimos volando del ascensor para no encontrarnos con nadie. Se nos veía el sofoco en la cara y, aunque intentábamos caminar con naturalidad, notábamos que la agitación nos invadía por instantes. Caímos como sacos en los sillones del coche y una vez allí, nos tranquilizamos. Tuve que reprimir varias veces el instinto de besarla, no podía dejar de mirar el brillo que desprendían sus ojos. Esa noche la pasé en su casa. Me dormí hablándole sobre el hogar de mis sueños y ella haciendo que adivinara cuál era el suyo.
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Elisa era infiel
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Wild wild life Se puso en contacto conmigo al mediodía. Me pidió que la esperara en una cafetería de un centro comercial, cerca de mi casa, a las cinco. Se me hizo un poco tarde porque me entretuve en comprar un CD que buscaba de Talking Heads. Ella estaba sentaba en una mesa hablando con el camarero. Me senté y observé que su taza estaba casi vacía. Tenía cierto gesto de reserva y, aunque me enviaba miradas tranquilizadoras, yo sabía que estaba haciendo acopio de autodominio. Pedimos más café y esperé a que comenzara a contarme. —A media tarde, después de comer, la somnolencia me ganaba y el sofá se adaptaba, como una segunda piel, al abandono del cuerpo. Sentía el correr de los pensamientos perdidos hacia la nada, hasta que llegaba un momento en que la pantalla imaginaria del cerebro se convertía en una cortina de color azul clara. Dejaba de ver mis pensamientos, dejaba de oírlo todo. Luego venía la sensación de vivir sobre 75
un hilo acolchado de luz. Sin embargo, no dormía. Es lo que yo llamo “sensatez inmaterial”. Es una tontería, lo sé, pero esas cosas me parecen.... —Es una experiencia de paz que... —Por favor, déjame seguir, Ana. Es difícil. Le contaba este tipo de cosas a Elisa, la mujer con la que vivía, mi pareja. Pero ella se limitaba a contestarme con respeto y con una mal escondida incredulidad en su voz, con un “¿qué dices”. Yo trabajaba componiendo por encargo en casa y lo pasaba entre los olores de la comida a medio hacer y loza que fregar, yendo a la compra, tendiendo la ropa. En resumen, a la vez que trabajaba en lo mío me encargaba de la casa. —¿A qué se dedicaba ella? —Eso es lo de menos ahora. Yo pensaba. Pensaba. La cuestión es que creí que el amor iba cambiando, se transformaba. Claro que cada uno se explica su vida según le conviene a su conciencia. Quise hacerle ver mi punto de vista muchas veces. Era tan importante que Elisa me diera su opinión... Lo intentaba en el almuerzo, cuando todavía no estábamos cansadas. La página aquella del periódico que no repasaba por la mañana podía presumir de más atención que mis “descubrimientos”. Ella leía durante el almuerzo. Y yo comía sola. —Kasandra, es triste, muy triste, pero esa tía estaba ciega, ¿o qué? —Vivir en un mundo de ensueños es un contraste muy sincero,sin duda, pero no por ello conflictivo. Una tarde, viajando en el autobús, caí en la cuenta de que los edificios, los coches, todo lo que se presentaba como la realidad eran los deseos materializados de un montón de personas. Y eso me obligó a preguntarme: ¿será que despertar y levantarse por las mañanas es como sentarse en el sillón y encender la tele?, ¿en qué tipo de película, serie o anuncio estaba yo? Cuando se acercó 76
mi parada, me incorporé para tocar el timbre, pero no llegué ni a rozarlo porque el conductor dio un frenazo brusco y acabé empotrada en el suelo. “No está bien de frenos”, se disculpó el conductor. Ni yo del sentido de la vida, pensé aletargada. En ese momento no le di importancia a la contestación, fue más tarde, cuando al abrir la puerta de nuestra casa la televisión estaba ya encendida, eso significaba que el final del día no lo pasaría sola, que tal vez tendría realmente compañía. Yo la saludé. Y ella me respondió sin quitar los ojos de la televisión: “¿qué hay de cenar?”. En ese momento sí le di importancia a la frase del autobús, y al pasar frente al espejo del pasillo antes de entrar en la cocina, me miré detenidamente. Me observé y me estudié. Y fueron mis propios ojos quienes me dieron la respuesta con una pregunta: ¿podían soportar más tristeza? “¿Dónde has estado?”, escuché como un eco, pero no respondí. En la cocina di varias vueltas sin sentido y con la misma salí, cogí mi chaqueta y me dirigí a la entrada. Tuve intención de decirle algo, pero en ese momento sonó el teléfono móvil, como siempre a todas horas. Así que, mientras Elisa hablaba por los codos supuestamente con una compañera del trabajo, abrí la puerta, me despedí con una mirada y me marché. —¿Volviste alguna vez? —No, nunca más. —Y claro, hasta llegar a ese punto, todo era pura invención tuya. Estabas loca. —Sí, y juicios sin base, erróneos conceptos sobre ella, rabia por no tener la atención que yo creía merecer. Egoísmo, intención acaparadora. No sabía si hacía bien o no, pero quise quitarle crudeza a la situación y añadí: 77
—¿Por eso no llevas móvil? —Los odio. ¿Y tú? —No me gustan, son grilletes. Le enseñé mi nueva adquisición, sabía que compartiríamos devoción por la misma canción: Wild wild life. Salimos a dar un paseo y ver las tiendas del centro. Ella se adelantó para mirar un escaparate. La observé lentamente, de pies a cabeza. —Por cierto —añadió sonriente—, genial lo de mezclar un montón de llaves con la tuya. Gracias por la latita de dibujos chinos.
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Historias e historias
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Karma Chameleon Oí mi nombre pregonado a gritos. Esa voz, desde luego, me era familiar. Recorrí con la vista todo el pasillo que me precedía, y allí, al final, entre la multitud, una mano, con bolsas y todo, se agitaba saludándome. Kalem avanzó a zancadas para llegar hasta nosotras. —Hola, bonita. ¿No me presentas? —Claro. Kalem, ésta es Kasandra, Kasandra éste es mi amigo Kalem. Ella lo saludó entre asombro y risas. —Oye, Kasandra, ¿te has dado cuenta de que nuestros nombres empiezan por la misma letra? —Es verdad —exclamó sorprendida. —Bueno, sólo espero que a Ana no le dé por llamarnos K1 y K2, porque dicho seguido y rápido, no queda muy aparente. Reinas, yo no sé ustedes, pero yo me muero de 79
hambre. ¿Comemos algo rápido? Después de muchas sugerencias, acordamos una hamburguesería. Para Kalem hamburguesa clásica con todo, de los pocos gustos clásicos en su vida. Para Kasandra, café y trozo de tarta. Para mí, ensalada. Tardé en empezar a comer porque los aliños me los tomo muy en serio. Ellos bromearon con eso. Mala suerte la mía, porque la primera vez que clavé el tenedor y me lo llevé a la boca, descubrí un gusanillo atravesado de pleno. No lo medité mucho y tenedor en alto, me acerqué al mostrador y permanecí en silencio ante la mirada atónita de todos hasta que el encargado me preguntó sobre lo que ocurría. —Es que la ensalada, me temo, tiene demasiada proteína para mi gusto —le espeté mientras le mostraba el gusano recién fallecido. —Señora, cuánto lo siento. —No, hombre, si no sufrió nada. Murió en el acto, seguro. Las risas de Kas y Kalem se oían en todo el establecimiento. —No se preocupe, enseguida le servimos otra ensalada. —Pues muchas gracias, caballero. Pero la cosa empeoró bastante cuando el encargado, con cara de no saber dónde meterse, me explicó que de esas ensaladas no quedaban y si no me importaba aceptar una de gambas. —Ésa me vale, me gusta también. Pero oiga... —Dígame, señora. —Las gambas estarán muertas ya, ¿no? Ni qué decir tiene que la cena nos salió gratis. Ya en la mesa de nuevo, iniciamos la conversación que interrumpió el inesperado óbito. —Chica, estoy trabajando ahora en una obra. El sol me mata. —No te imagino junto a obreros, sin camisa, haciendo trabajos de 80
hombre. —Kasandra, ¿Tienes alguna autoridad frente a ésta? —No, ninguna hasta la fecha. Ninguna, Kalem. —Pues sí bonita, por eso he venido a comprarme una gorra. —¿Y el resto de las bolsas? —Ah, bueno, eso. Nada, un neceser, protección total para la cara, crema para los labios, leche hidratante... cosillas de nada. No voy a envejecer por la exposición al sol. —¿Y piensas llevar todo eso a la obra? —le preguntó Kasandra, maliciosa. —Desde luego, mery. Vergüenza sería llevar la ropa interior sucia, como decía mi abuela. Desde la tienda de discos se escuchaba Karma chameleon de Culture Club, y sin darnos cuenta, bailábamos mientras comíamos. Así, poco a poco, se fueron conociendo. Se contaron la vida e incluso Kalem le prometió ayudarla para aprovechar la luz y el espacio de nuestra futura casa. Se dieron los teléfonos y quedaron para ir de compras juntos, sin mí, claro. Eso lo recalcaron los dos. Acabamos en el cine, cargados de palomitas, refrescos, gominolas y chocolatinas. Fue una buena tarde, pero yo empezaba a encontrarme extraña. Esa noche prefería dormir sola, en mi casa.
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¿Presente sin pasado?
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Silencio Algo en mi cabeza estaba a punto de estallar. Deambulé kilómetros por mi casa, pero la ansiedad me comía por momentos. A veces me parecía que los pies se elevaban y me despegaba del suelo unos centímetros. La boca se me secaba y no paraba de beber agua. Me temblaba todo el cuerpo, incluso el pecho llegaba a dolerme. Casi no podía respirar, hasta que me desvanecí en medio del pasillo. No me dio tiempo de llegar a la cama o al sofá. Estuve inconsciente no sé cuánto tiempo. En medio del silencio, dentro de la noche, volví a la conciencia mientras escuchaba ladrar a los perros del barrio. El sudor frío me empapaba la nuca. Tuve que quedarme sentada en el suelo con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared. No podía ponerme en pie porque los músculos estaban agarrotados. Sabía lo que me pasaba, pero siempre pensé que nunca más me volvería a ocurrir. Qué extraña táctica desplegaba el miedo para 82
paralizar, cómo me sobrecogía en su ataque, así, de sorpresa, sin previo aviso, sumando mi fuerza a la suya para dañarme más. Tenía que calmarme de alguna forma si quería levantarme. Así creo que permanecí horas, hasta que un cansancio anormal me dominó y no sé si me dormí o perdí la conciencia de nuevo. Me vi transportarme hasta el final de una escalera que llevaba a una especie de sauna. Había gente ensimismada, que permanecía en absoluto silencio e inmóvil. No advirtieron mi presencia, o les parecía tan normal que no le dieron importancia. Todo y todos eran desconocidos. Vagabundeé y curioseé. Me fatigué mucho porque a cada paso que daba y cada vez que miraba al frente, siempre aparecía algo a lo lejos, nuevo y diferente, que me incitaba a acercarme para conocerlo. Al sentarme todo desapareció repentinamente, sólo veía algo parecido a un grupo de personas agitadas que se empujaban para procurarse sitio suficiente y poder ver mejor. Me mezclé con todos y a mi paso descubría que algunos se masturbaban con los ojos fijos en el suceso que todavía yo no conseguía vislumbrar. Cuanto más me internaba en la masa de gente, más intensa era la locura que les dominaba. La escena que desencadenaba tales comportamientos era sexo en grupo, pero lo que me paralizó fue ver a Kasandra, en pie, mirando como los demás, expresándose con gestos obscenos. Quise ir a su lado, pero algo invisible me lo impidió y no pude evitar que las personas que practicaban sexo en grupo se abalanzaran sobre ella y la hicieran desaparecer de mi vista. La cabeza de Kasandra quedó al descubierto varias veces hasta que murió asfixiada. Pero las leyes de los sueños, que les dan esa naturaleza autárquica, hicieron que cambiara la imagen y Kasandra apareció sola, tumbada en el suelo. Era ella, hasta que la cara se le desfiguró tan rápidamente que no me dio tiempo a tocarla. La cogí en mis brazos y en ese instante desapareció. Desperté o regresé agitada, y lloré. 83
Pude saber que amanecía porque la tímida claridad de los primeros momentos de la mañana se coló, precariamente, por las rendijas de las persianas. Tenía frío, así que me abandoné al pensamiento esperanzador de que tarde o temprano podría moverme. Por suerte, así fue. Pude incorporarme lentamente, llegar hasta el botiquín del baño y buscar entre las medicinas. Sabía con seguridad que algún tranquilizante quedó de aquella época de tratamiento. Deseaba con todas mis fuerzas que la fecha de caducidad del envase permitiera aún su consumo. Descolgué el teléfono y, en brazos de la química, me eché a dormir, o más bien a borrarme del censo del mundo por unas horas para soltarme del miedo y del sufrimiento que viajaron juntos desde el pasado... para visitarme en el presente.
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Cantos de un invierno separado
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Menousis Decidí esconderme literalmente en casa hasta que la guerra entre las dudas, el miedo y yo acabara de una vez por todas. Dejé el teléfono descolgado y cerré dejando la llave puesta en la cerradura para que nadie pudiera abrir. Cierto es que una vez me perdí en la oscuridad de mí misma, me dormí durante meses en el lecho del dolor. Me vestía con las ropas de la pena y vagaba por caminos de interrogantes donde sólo los seres nobles podían responder. Pero la ceguera de la desgana por la vida hacía que esperara inútilmente a que la persona que estaba a mi lado, la que tenía que darme esas claves que yo necesitaba para saber en qué lugar de su vida estaba, me las diera. Pagué muy caro el tiempo malgastado y padecí heridas absurdas, hasta que un día, tras colgar el teléfono después de escuchar el último de sus insultos, supe que nunca saldrían esas claves de su boca, que no era un ser noble; nació así. Y después de eso aprendí al fin, que su desamor y sus abandonos no eran por mi culpa. No era porque yo no me hiciera entender, no era por falta de 85
gritar pidiendo amor. Me calcé entonces la inocencia para pasear aliviada por los paisajes de la soledad aprendida. Ningún psicólogo ni ningún psiquiatra puede hacer ver la verdad. No hay fármaco contra la ansiedad ni antidepresivo que obre el milagro de ofrecer el instante en que el alma diga: ¡basta, no más dolor! Ese señor o señora frente al que te sientas no puede recetarte instinto de supervivencia. Sólo puede darte permiso para consumir la droga adecuada que haga que te paralices en el tiempo y ver la vida pasar en un televisor. Pero la decisión de apagar la emisión y saltar a escena sólo depende de uno mismo. Al igual que Kasandra, yo también tenía marcas de vida rota, pero a diferencia de ella, no estaba segura de estar del todo reconstruida. Ése fue mi ataque de pánico de la noche anterior. En el fondo, tenía miedo de amar y la realidad de buscar una casa para vivir juntas me atemorizaba. Todo eso lo sabía. Transcurrieron los días y en muchas ocasiones la imagen del teléfono no dejaba de hurgar en mi voluntad. Cogerlo y llamar a Kasandra o a Kalem hubiese sido lo más fácil. Pulsar el botón del portero y abrirle a alguno de los dos lo consideraba sólo una salvación temporal. Algunos días comía si me acordaba. Otros dormía cuanto me apetecía. Llegué a perder la noción del tiempo, y esta sensación de no necesitar saber la hora, de asombrarme por lo rápido que se hacía de noche o lo tarde que aparecía el día, era como recuperar la concepción del tiempo de la niñez. Y la infancia retornó innumerables veces, para obsequiarme con cosas que creía extraviadas. El jersey blanco de lana, el que me picaba tanto que en cuanto lo veía me escapaba corriendo por el pasillo hasta la mesa del comedor. Ésa era mi salvación, porque mi madre se cansa86
ba de dar vueltas alrededor de ella. Claro, que yo me olvidaba pronto del percance y me cogían desprevenida siempre. O la vez que haciendo de indio, se me escapó la cabeza del martillo y aterrizó en los cristales del mueble donde se guardaban las copas para ocasiones especiales. El bocadillo de pan con chocolate al regresar del parvulario. El mal trago del primer uniforme... ya odiaba las faldas, no se podía hacer el gamberro con ellas. La cinta de mi vida se deslizaba sola. La adolescencia se mostraba en un cuerpo maduro y una mente todavía infantil. Era difícil entender que me crecieran las tetas y me siguiera gustando jugar al escondite. Hacía tanto tiempo que no me veía el coño sin pelos que me lo rasuré. “Hola. Cuánto tiempo asfixiado”, le dije cuando terminé de depilarlo. Después la juventud, que llegó sin preámbulos. Eso de ser mayor de edad estaba bien, en teoría. Los primeros pasos en el arte, las primeras exposiciones. Busqué por toda la casa, y encontré al fin los recortes de prensa, carteles, fotografías de cuadros. “Los cantos de un invierno separado”, esa exposición sí que fue bonita. Resultó de la colaboración entre pintores y poetas, a cada poesía le correspondía un cuadro. Yo elegí dos que todavía recordaba, pero había uno que me gustaba especialmente: Me voy tragando los días, me trago tu silueta me trago tu sonido de alas a medio levantar, y atasco sus ruidos de cansancio atado, te digo, ilusoriamente. ¡Ilusoriamente! Que el sol se resquebraja en chispas etéreas e infernales 87
... mi voz se hiela y no te alcanza a oscuras es aceptable la tarde como un dominio recuperable. Yo, y el constante goteo de una tubería vencida por el agua, yo, y nuestras cuentas pendientes, distantes, aladas observando los colores atormentados de tu faz, el curso del sol, tu cuadro, tus sandalias, el murmullo de tu paso, tus juegos medianos, alentados, solapados. ¡Cógelos y márchate!
Recordé también que delante de cada cuadro pusimos unos auriculares para escuchar el poema grabado y mezclado con música. Y éste llevaba la canción Menousis, de Irene Papas. Bailé entonces desnuda, con las notas sonando en mi memoria. ¿Dónde estarían todos ahora?, me pregunté al dormirme.
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Alguien te buscará siempre
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Take the long way home El humo se elevaba y se extendía en capas que a su vez se tragaban las nuevas bocanadas que ascendían detrás. Se alimentaba de él mismo para prevalecer y configurarse, con un grosor visible que parecía sostenerse apoyado en las esquinas de la habitación, sujetándose a las cortinas, irguiéndose sobre el centro vertebral de la lámpara. Vi a Kasandra, fumando, sentada en medio de mi habitación. Me costó despertarme porque esta imagen onírica parecía muy real. Algo me llamó hasta la ventana. Algo no razonado hizo que fuera hasta ella, la abriera, y me asora. Kasandra estaba dentro de su coche, frente a la puerta de mi casa. Pero no miraba hacia arriba. Los transeúntes iban desapareciendo, las tiendas se cerraban. Ella no se movía de su asiento. 89
Las calles murmuraron hasta que la iluminación artificial dio la señal y adoptaron el otro aspecto con que acogen a la vida nocturna. Tiraba las colillas por la ventanilla. A lo lejos, líneas de luz salteadas, coches, semáforos y farolas. De cerca, los edificios revelaban innumerables páginas ilustradas en los recuadros abiertos de las ventanas encendidas. Kasandra, imperturbable, apoyada sobre su coche, me miraba. A veces bajaba la cabeza y movía la espalda para relajar los músculos del cuello. Bajé y abrí. Cuánto se parece esto a nuestro segundo encuentro, pensé mientras subía delante de ella. Los últimos escalones los remontó de dos en dos. Entró desbocada, paralizando el caos del interior de la casa. Lanzó el bolso sobre el sillón. Entonces jugué a las distancias, variando mentalmente el tamaño de su imagen. Si veía a Kasandra aumentada, ralentizaba sus palabras y éstas se deformaban en sonidos inconexos. Si la reducía, las aceleraba tanto que se me antojaba verlas caer de sus labios y estallar contra el suelo. Me sacó de las alucinaciones provocadas con un grito. —¿Tú me estás atendiendo? —¿Qué? —dije— Ahora sí. Perdona. Le expliqué lo de mi juego de las distancias. Levantó las manos e intentó decir algo, pero no pudo. En ese momento aprecié con todo su valor su inteligencia. Ella se rió y comprendí entonces que lo había entendido a pesar de mis burdas imitaciones de ciertos sonidos. —Kalem me ha explicado todo. ¿Cómo estás? —¿Que te ha explicado el qué? —Ana, me ha contado todo lo que debo saber para entender esta desaparición tuya. Para no asustarme más de lo debido. Si no es por él, 90
llamo a la policía para que tiren la puerta abajo. —No es para tanto. —¿Que no es para tanto? ¿Sabes cuánto llevas atrincherada? —No. —Dos semanas, Ana. Dos semanas. —Joder, ¿tanto? Pero no contestó. Se puso manos a la obra. Llamó a Kalem, encendió el calentador, puso música (Take the long way home, de Supertramp), me llenó la bañera con espuma, sacó del armario la ropa que debía ponerme y abrió todas las ventanas. —Métete en la bañera, voy por la cena. ¿Te acordarás de cómo se mastica? —A sus órdenes, doña Kasandra. Id tranquila, que la paz sea con vos. —Eres de lo que no hay. —“Eres, por tu forma de ser conmigo, lo que más quiero. Eso y más...” —Massiel, ¡vaya!, Massiel. Eso sí que no me lo esperaba. Aunque ya no me sorprende nada de ti. Bueno, me voy. No sé todavía qué fue lo que me ocurrió, pero la canción se me escapó de la boca sin querer y continué con el repertorio. —“Hoy en mi ventana brilla el sol y el corazón se pone triste contemplando la ciudad. ¿Por qué te vas? Como cada noche, desperté, pensando en ti, y en mi reloj todas las horas vi pasar. ¿Por qué te vas? Todas las promesas de mi amor se irán contigo. Me olvidarás. Me olvidarás. Junto a la estación lloraré igual que un niño. ¿Por qué te vas? ¿Por qué te vas? ¿Por qué te vas? ¿Por qué te vas? Bajo la penumbra de un farol, se dormirán todas las cosas que quedaron por decir, se 91
dormirán. Junto a las manillas de un reloj, esperarán todas las horas que quedaron por vivir, esperarán. Todas las promesas de mi amor se irán contigo, me olvidarás, me olvidarás. Junto a la estación lloraré igual que un niño. ¿Por qué te vas? ¿Por qué te vas? ¿Por qué te vas? ¿Por que te vas?” —¿Ahora Jeanette? Y de verdad que me sorprendió una vez más, porque no esperó la respuesta. —Vale, pues entonces, Marisol. “Tú eres lo más lindo de mi vida, aunque yo no te lo diga, aunque yo no te lo diga. Si tú no estás yo no tengo alegría, yo te extraño de noche, yo te extraño de día. Yo quisiera que sepas que nunca quise así. Que mi vida comienza cuando te conocí. Tú eres como el sol de la mañana que entra por mi ventana, que entra por mi ventana. Tú eres de mi vida la alegría, eres luna en la noche, eres luz de mis días. Tengo el corazón contento, el corazón contento, lleno de alegría. Tengo el corazón contento desde aquel momento en que llegaste a mí. Y doy gracias a la vida y le pido a Dios que no me faltes nunca. Yo quisiera que sepas que nunca quise así. Que mi vida comienza cuando te conocí. SALALALALALALALALALA.” Y se marchó cantando. Ella era así. Aunque no lo aparentábamos, ambas estábamos muy felices por vernos de nuevo. Se me encendió el alma al oír el tintineo de sus llaves en mi cerradura cuando regresó con la cena.
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Y alguien te encuentra seguro
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We’ll be together Cenamos sin obligarnos a conversaciones lógicas. Nos contábamos lo que nos venía en gana, con sencillez. Pero a pesar de lo distendido de la velada, yo desviaba su mirada porque me sentía avergonzada por mi ataque de locura durante los anteriores días. Si ella lo sabía todo, si Kalem le explicó mis escapadas de la realidad, ya estaba completamente desnuda frente a ella. Y eso me ponía nerviosa, porque para mí significaba mostrar toda mi vulnerabilidad, que era mucha, para mi gusto. Así que encontré la excusa de ir a la cocina a buscar una botella de vino inexistente, porque no quería de ninguna de las maneras exponer más mi debilidad. Pensé que así me tranquilizaría y tendría una pequeña posibilidad de no parecer tan débil. Pero aumentó mi inquietud cuando escuché sus pasos detrás de mí. Luego ningún movi93
miento más. Se quedó observándome. Primero, tuve la certeza de mi transparencia ante sus ojos. Después, que percibía toda mi ruina mental en esos momentos. Temí algún comentario, la más pequeña pregunta, un monosílabo fugitivo de sus labios. Pero eso no sucedió. Así que me obligué a darme la vuelta, mirarla a la cara y explicárselo todo. Kasandra sólo me miraba. Mis últimas frases quedaron clavadas en el centro de la distancia que nos separaba, como una lanza declarando la guerra o una línea fronteriza. El caso es que yo no tenía la menor intención de agitar ningún pañuelo blanco. Ella continuó mirándome, en silencio. Repetí el intento. Esta vez, subrayando puntos que creía haber dejado sólo olvidados o esbozados antes. Mantuvo el silencio sin mover el rostro. Me sentí acribillada por su mutismo y se lo dije. Bajó la cabeza y ocultó parte de la cara con el pelo. Tuve que pegarme a ella para poder oírla. Me confesó, susurrando, que quería que me desnudara y que antes de desvestirla apagara la luz, pero que lo hiciera con lentitud para permitirle concentrarse en el roce de mis dedos. Deseaba que le repitiera su nombre al oído. Ansiaba que nombrara cada parte del cuerpo que le acariciara y que le dijera lo que yo sentía en cada momento. Y así lo hicimos, como ella me pidió, aunque a veces me turbaba su inmovilidad y los gemidos que se le escapaban entre palabras incoherentes. Fue así como materializó su deseo de mostrarme su vulnerabilidad, de quedarse desnuda hasta la transparencia ante mí y de ofrecerse sin miedo. Creí, de una vez por todas, que por mucho que yo me alejara de la realidad, ella me buscaría siempre y me encontraría. Iría hasta los confines de sí misma si hacía falta. Pero no le dije nada de esto; me había indicado con la mirada que no hacía falta. 94
Se levantó de la cama y fue al salón. Luego regresó con el bolso en la mano. Encendió la lámpara de la mesa de noche y la colocó a la distancia que estimó perfecta. Finalmente golpeó el colchón con la mano indicándome que me pusiera a su lado. —¿Llueve o me lo parece? Lo comprobé sin pensarlo. Sin darme cuenta de lo simbólico de su pregunta. —No, no llueve. —Ana, la primera vez casi salgo a la escalera para llamarte, para que volvieras. —¿Sabes que esperé a que lo hicieras? Lanzó la almohada por encima de su cabeza y sacó un calidoscopio del bolso. Lo aproximó a la luz, como la primera vez. —Ana, ahora te toca a ti, mira. —Espera, que enciendo la radio. —¿Llueve o me lo parece? —Te lo parece, Kasandra —dije entre risas. —Así que Janette y Massiel. —Bueno, y te falta por oírme a Raphael. Sé la canción de Escándalo entera. —Pues yo no me quedo atrás. El baúl de los recuerdos es mi preferida de Karina. Estaban poniendo en la emisora We’ll be together, de Sting. Así nos conocimos Kasandra y yo.
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RELATOS
El cajón de los botones
Introducción a los relatos
La irrupción de Alicia de la Fuente en el mundo de los relatos ha sido una verdadera sorpresa. Mujer de carácter fuerte, desvela que esa fortaleza es el fruto de una timidez y una sensibilidad a las que les cuesta salir a flote. Sus cuentos reflejan ese carácter que ella se empeña en ocultar al mundo y que acaba de desvelar sin que en sus próximas publicaciones pueda prescindir de él. Su mundo es apasionante y lleno de interés, y yo desde este pequeño prólogo quiero animarla a que no se abandone en el seguro éxito que supondrá ésta su primera publicación.
Saludemos este libro con alborozo.
Rafael Mendizábal
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Sonidos Los cochitos raspados y adornados con acuarelas estaban dispuestos en fila ante la puerta de la entrada. A unos pequeños pasos de distancia y en cuclillas, lanzaba mi preferido, el de carreras metalizado y rojo, contra todos los demás. Volaban hacia todas partes produciendo chasquidos que resbalaban por el piso impecable y encerado por mamá. A las tres de la tarde la salita-recibidor era la estancia más luminosa de la casa. Y en la luz, partículas de polvo suspendidas que yo intentaba atrapar con las manos. De pronto, una tos masculina asciende los cinco pisos y golpea la puerta para avisarme. Un vacío desconocido en la cabeza, una oscuridad completa en el estómago. Antes de que los pasos se detengan, antes del tintineo en la cerradura, huyo corriendo sin que nadie me vea y me escondo tras la cortina de mi habitación. Y entonces él abrió con sus llaves, como siempre.
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Ballet circular en un acto
Esta calle ha perdido bastante su atractivo. Es estrecha, cada vez más ruidosa, y el tráfico insoportable. Incluso diría que peligrosa, porque a cada paso encuentro excrementos de perro que tengo que sortear con una agilidad que mis años ya no permiten. Pero he de confesar mi admiración por los amos que sacrifican su tiempo y además se deleitan en ver a sus chuchos olisquear, dar saltitos o tirar de la correa como posesos. No puedo imaginar la vida que tienen. El pesado de turno ha cerrado el portal con llave antes de la hora acostumbrada. Tengo que entrar otra vez por detrás. Desde el patio se pueden ver los ensayos de la compañía de danza de la planta baja. Hoy es especialmente curioso lo que hacen. Es El amor brujo, es La canción del amor dolido, dice el director muchas veces mientras una bailarina -la hechicera-, sentada en una silla, con una falda larga de caída elegante pone las piernas de tal forma que al levantar101
las y abrirlas hace un círculo completo en el aire con ellas. Al volver a cerrarlas, la falda cae detrás. Luego se agarra al espaldar de la silla y sigue con actitud desafiante el movimiento temeroso de Candela, mientras le cuenta que no sabe lo que siente ni lo que le pasa cuando ese “mardito gitano le farta”. “Candela que ardes. Si el agua no mata al fuego.” Así una y otra vez, hasta que el movimiento queda perfectamente acoplado al sonido. En el piso de arriba ya no se oye la música, sino el guirigay bullanguero de un televisor que nadie ve. La señora de la casa habla por el teléfono, y Borja, el único niño del edificio, está solo en la cocina con la vista perdida en la foto de un bote de leche en polvo que muestra, a su vez, otra imagen del mismo bote, que exhibe una instantánea igual al recipiente que el niño observa. Así hasta el vértigo de lo que nunca acaba. El crío sigue allí, extasiado, creando una fisura entre su inmovilidad y los gritos desesperados de la madre, que cuelga violentamente el teléfono casi a la vez que, entre sollozos, murmura: “Nadie te querrá como yo”. El leve eco de esa frase asciende conmigo hasta la buhardilla. Aquí la luz es tenue. Lo único que distorsiona la templanza de sombras en las paredes es el reflejo de la pantalla de un ordenador. Me gusta este sitio, siempre en penumbras. En él conviven sin molestarse entre sí una soledad elegida y su correspondiente ser, que frente a la chimenea, con una pipa entre las manos, lee en voz alta, emanando humo en las primeras palabras. “La ironía es la cicatriz que deja el amor en los impulsivos, porque la fe ciega fue la brújula en algún momento de su vida”. Borja se asoma a la ventana y juega a coger las estrellas entre el índice y el pulgar para metérselas en los bolsillos. Su madre salió 102
dando un portazo. El maestro marca el ritmo de los pasos de baile. “Tú eres aquel mal gitano que una gitana quería, soy la voz de tu destino, soy er fuego que te abrasa...” El niño piensa en voz alta: “Algún día seré mayor”. Delante de la chimenea, en pie, deja escapar: ¿Es la ironía el pasado del amor? Yo también miro a las estrellas desde mi tejado. Siempre están ahí cuando tienen que estar.
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Infamia e infancia
Era la hora de la siesta, todos dormían. Saltó de la cama recién estrenada y recorrió sigiloso el pasillo hasta llegar al comedor. Se escondió bajo la enorme mesa ovalada, que le ocultó tras el mantel de flecos que la cubría. Se le antojó que aquel espacio era su casa y que ya se había hecho mayor. Así, con los ojos abiertos, aprendió a sobrevivir.
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El temblor ¡Si yo lo sabía! ¡Yo lo sabía!, gritó Carmen Dolores. La oigo con toda claridad. Es tormento quebrado por el dolor y bajo hacia donde ella está, desesperada, agitando los brazos sobre su cabeza, corriendo de un lado a otro del descansillo de la escalera, a punto de romper en el inevitable llanto en que se dejaría abandonar después durante largo tiempo. Veo caras que no conozco. También es verdad que transitaba poco por la costumbre de relacionarme socialmente. Mi Carmen Dolores es algo diferente con ella, sí, porque es una mujer de ésas que llevan la morbosidad adherida a la piel. Huele a deseo permanente, pero pide satisfacción con inocencia. No intento hacerme hueco entre el montón de nucas y perfiles que miran las puertas abiertas y enfrentadas de Carmen y mía. Retorno a la azotea, me siento de nuevo en el muro a contemplar el paisaje de antenas y coches que circulan. Veo llegar a la policía y detenerse en los extremos 105
de la calle, cortando la circulación, y una ambulancia en la puerta del edificio. Siento pena y vergüenza, pero sólo por lo que Carmen Dolores pueda pensar de mí; aunque muchas veces se lo conté a mi manera, y no paré de insinuarle mi intención. Me consta que me quiere y seguro que eso será un obstáculo insalvable para aceptar lo que hice. Mejor es que deje de amarme y crea que yo a ella nunca la quise, que soy demasiado egoísta y que sólo he pensado en mí. No pierdo más el tiempo. Me asomo por el hueco de la escalera y me aseguro de que ya no hay nadie, aunque puedo adivinar los comentarios flotando y pegándose como salamandras en lo alto de las paredes. Algunos hacen que se me escape una sonrisa irónica porque no puedo esperar que, dadas las circunstancias, sean inteligentes. Al ser humano de por sí le cuesta serlo, cuanto más si está invadido por el miedo de un reflejo que podría ser el suyo. Bajo las escaleras despacio hasta detenerme ante la puerta de Carmen. La mía, por supuesto, ya está cerrada. Y recuerdo nuestra conversación de la noche antes: “Piensas demasiado, deja de decir tonterías”, comentó mientras se acomodaba entre las sábanas. Y yo, acoplándome a su calor, sólo me atreví a contestarle mentalmente: “No, Carmen, no, no es eso”. Antes de pulsar el botón de su timbre, le lanzo un beso volado. Me abre la puerta un médico o un ATS, a mí eso me da igual. Casi en el mismo instante del pinchazo, me duermo con la imagen de los ojos de Carmen guardados en mis puños apretados. “¡Si yo lo sabía, lo sabía”, le oigo desde la cama murmurar en la cocina. Pero ahora no voy hasta ella. Lleno las sábanas de sonrisas. Cuando rompí los muebles y manché toda la casa de pintura roja hice lo que tenía que hacer: aceptar la muerte de la confianza en la vida. Mi terrorífico descubrimiento... y no aspiro a que nadie lo entien106
da. Carmen se me acerca y me mete otra pastilla en la boca. Sigo viendo el beso volado buscando un rasgo de su cara donde posarse. Y lo único que puedo hacer es inundarla de sonrisas, mis labios no pueden despegarse ya para otra cosa. El motivo de mi renuncia ya ni lo recuerdo. Tuvo que ser alguna piedra mal colocada que cedió. Se cayó el muro que me rodeaba, eso es lo único importante.
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Verano Lola cayó fulminada en medio de la plaza mientras paseaba. Septiembre es un mes ocaso, una treintena que sobrevive en una urbe desgreñada por actividad a medias y horarios continuos. Las fachadas abundan, dormidas, con los ventanales cerrados en una siesta popular. Y al comienzo de la tarde, entre soles refractados en los escaparates, los semáforos, desoídos, parecen dirigir la casi ópera de los pájaros acampados en los raquíticos árboles. Tutto é silenzio, nessum qui sta che nostri canti possa turbar. A veces se levanta una horneada brisa sobre la que danzan colillas y papeles. Piano, pianissimo, sensa parlar, tutti con me venite qua. Arrítmica, el agua brota de las fuentes de piedra, aquí, en la plaza. Éste es el marco delimitado por asfalto humeante, borrosas y lejanas figuras humanas de una ensoñación estival. Y esto era lo último a lo que podría abandonarse, a pesar del deshabitado tiempo y su lento concurrir hacia la noche. Su cabeza se 108
había convertido en un espejo de sí misma que la apresaba, desde mucho atrás, en un devenir en falsa línea recta. Lola contaba con un presente externo discontinuo y otro interno constante. Sabe Dios cuándo fue la última vez que comió y el qué. Por mucho que yo le indicara la embriaguez de esa tarde de verano o intentara hacerle nítido el alboroto de los pájaros, ella, con ademán de atenderme, ni miraba ni veía. Se había concentrado en sí misma, como colándose por un embudo, sólo que no continuó hacia ningún sitio. El ajetreo mental la atascó en la parte más estrecha; y de ahí, ni hacia arriba, ni hacia abajo. Nadie, ninguno pudo calibrar esto hasta bastante después de desaparecer en medio de todo y por causa de nada. La pura obsesión por encontrar explicaciones a todo dolor y preocupación fue tan brutal que en el repetitivo repaso del recuerdo perdió la vida y cayó fulminada mientras paseábamos en silencio. Su mente, tan sobrecargada de búsquedas lógicas, no pudo atender las necesidades físicas más básicas, así que Lola se olvidó de respirar. Y un día como hoy, cayó sobre estas losetas del paseo, sin respuestas a su hipoteca, a la infidelidad, a los amores desatendidos. Y sólo ella sabía qué más guardaba en su mutismo.
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Espacios Fue una tormenta breve y pequeña la fisura del cielo que la dejó caer. En ese jardín abandonado, el rastro de la lluvia parece acabar enredado en las hojas de los árboles olvidados. Es un espacio ignorado por el orden, lleno de caminos ocultos por los insolentes y anárquicos matorrales. La casa, su casa, está en medio de toda esa nada de constante presencia, arbitrando ese todo inapreciable que lo habita y que por las noches se hace audible. Rozan las hojas con las brisas, ensayan los grillos, retornan las ardillas y los ratones. Dentro, ella con su otra fijación eterna: las tazas de porcelana y las infusiones. ¿Dónde está el gato? Fuera, con el todo constante. Un tácito acuerdo desde siempre, ella no molesta al jardín y éste le regala las hierbas. Una casa, con su muñeca, con su porcelana en las manos. Se la ve moverse, torpe, detrás de las cuatro ventanas del frente. Y la retaguardia, 110
despistada de aire de la tormenta, se escapa esparciendo las notas de Lakmé, su ópera favorita. Ya es la hora de encender el farolillo de la entrada. ¿Dónde está el gato? Fuera, con el todo audible. La verja forjada aparenta, ridícula, rodearlo todo. Alguna teja vencida por el batir de antiguos vientos pende de frágiles equilibrios y se agarra a las demás para no caer al vacío. Hojas arrebatadas de las ramas se deslizan sobre el agua que baja por el canalón del tejado, que se sostiene casi por las mismas leyes que las estrellas porque nadie lo atendió en sus exigencias imperiales de dominio sobre el suelo, es ahora cobijo oscilante de aves ocupas. Ya es la hora de encender la chimenea. ¿Dónde está el gato? Ha entrado y se ha traído todo el olor de la tierra mojada en sus patas. Más inquieta que otras noches, sacude con la escoba las felinas huellas secas entre cariñosas maldiciones murmuradas. Ella, sentada en el sillón de dibujos escoceses, junto a la chimenea, lee. Poco antes de acostarse, ordena la mesa y limpia el chasis de la vieja máquina de escribir. Se lleva después hasta la cama las últimas cuartillas, espacio ignorado por el orden, lleno de sentidos ocultos por los insolentes y anárquicos trazos de tinta negra que escribió la otra, la escritora, en la noche de otra tormenta breve, caída de una pequeña fisura del cielo.
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Marta ya no sonríe
Le extrañaba soñar con aquellas escaleras, el pequeño zaguán con el portalón de hierro forjado y mal pintado de blanco, limpio sólo en las zonas invadidas por las manos. Ya no contaba las veces que en medio del trabajo buscaba evadirse de la rutina para encontrar una explicación a esa repetitiva escena onírica. ¿Qué era lo que provocaba aquellos recuerdos salpicados de inventos que se prolongaban a lo largo de la noche? Como si con ella no fuera, muchas veces rebuscaba entre los libros la simbología de los sueños: lo que significaban las escaleras, el interior de una casa o la seguridad con que nadaba por el suelo convertido en agua. Pero las interpretaciones que obtenía no le satisfacían. Objetivamente, nada le satisfacía. En algún momento, sin darse cuenta, se pasó al bando que tanto criticó y se envolvió de la aparente normalidad que cubre la bandera del amor a otro, en el mundillo de las 112
parejas y las irracionales pasiones. El juego de las dependencias, como así lo describía en otros tiempos, resultó ser más que una partida de ajedrez controlable. Y es que no contó con un virulento y sutil matiz que de tan cristalino y simple resultó invisible: el trazo de la vida en el tiempo. Ahora se sentía a medio camino de algo. Tener poco más de treinta suponía mirar al futuro con ojos más incrédulos, con soledad mejor aprendida y más miedo a lo desconocido. ¿Soportaba en realidad la idea de envejecer? Hasta el momento no había valorado la semblanza de la juventud. ¿Era o no una fanfarronada la afirmación de no tener miedo a la muerte, y que para morir lo único que se necesita es estar vivo? En resumen, ¿habría mirado de frente a la vida alguna vez? Solía pasear por Las Ramblas después de comprar el periódico en un quiosco, pero este domingo cambió el orden del trayecto y se detuvo ante un anuncio que estuvo siempre allí. La modelo, sin más, sonreía. De regreso a casa, además de los habituales sueños e interrogantes, se llevó entre las hojas del diario una frase de más. Ella, Marta, ya no sonreía. Y aunque se asumía como un ser inestable y buscador de imposibles normalidades, desde luego, no era plato de gusto saberse tan dolorida, tan cansada de no sabía qué o de todo en general. Era consciente por primera vez de que la vida se había convertido en la imitación de algo que empezaba el lunes y acababa el sábado, de que su ganada independencia y su soledad le pesaban brutalmente el domingo. Y de soslayo, pudo evidenciar que estaba en un momento peligroso, tanto, que podía ir en pos de unos ojos bonitos, una sonrisa que ya no podía ser la suya, mudarse a otro lugar de residencia o cualquier otra ocurrencia que pudiera traerle disgustos y sorpresas. Algo que le recordara que, aun no queriendo, podía entrar de nuevo en la corriente de la vida si lo deseaba. Yporque nada de este peligro le era ajeno, optó por no hacer caso a su 113
intuición. “Es tal el cansancio que arrastro, que no me veo yo empeñada en tanto esfuerzo”. Incluso aquel domingo podía llenarlo de cualquier cosa de lo vacío que resultaba todo. Y lo más a mano eran las dudas. A aquellas horas del lunes, aquél se definió como un día más. Lo mismo de siempre en idénticas cosas, lo esperado puntualmente, cotidiano y repetitivo canon de comportamiento ante los clónicos acontecimientos. Languidecía, cierto, pero era lo más práctico. Pesaba sobre ella una orden interior marcada a fuego desde su niñez; donde manda patrón, no manda marinero. Pero a estas alturas no tenía claro qué había resultado ella, quizás porque a los patronos por los que fue pasando les faltaba definición de entidad. “Al fin y al cabo,¿no nos comemos unos seres a otros para seguir vivos?”, pensaba “Y todo partiendo de puntos de referencia aceptados sin más, a pesar de ser esencialmente tan relativos”. Donde encontrara la verdad no coincidiría necesariamente con la realidad. Y la realidad en ese momento le asaltó con un timbrazo de teléfono. —Perdone, pero creo que se ha equivocado. No, no. Ese señor no vive aquí. Y Marta se levantó el martes muy contenta, porque acababa de encontrar una verdad extraviada. “Es que mi mundo, lo esencial de mi mundo, es un lenguaje de sentidos, y resulta que yo me agarro con ellos a la vida”. Pero al instante se tapó los ojos con las manos y apoyó la cabeza en el quicio de la puerta del cuarto de baño. “Claro, que la realidad no ha tenido nunca sitio para ellos”. Luego corrió por el pasillo, conectó el estéreo, se sentó frente a él y diluyó sus pensamientos en la música. O... 114
Y Marta se levantó con el temor abrazado a su espalda, porque acababa de encontrar una verdad algo extraviada. Al instante se tapó los ojos con las manos y sacudió la cabeza como para soltarse del susto. Luego corrió por el pasillo, puso un CD, se sentó frente a él, y persiguió todas las sensaciones que procreaban sus pensamientos. O... Y Marta se levantó trazando el mismo itinerario de todos los días, cocina-café, armario-ropa, cuarto de baño-ducha... Y al contacto con el agua despertó ante una verdad algo extraviada... Marta se levantó. ¿Encendió el CD? Sí. Sonaba Give a little bit de Supertramp. ¿Y Marta? Quién puede saberlo. Estaba sola, era lo que quería...
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La consigna
No acertaban a entender o no querían adivinarlo. Podían cerrar los ojos y verse lanzándose sobre la mesa de la otra. Ser invisibles era lo que más deseaban en esos instantes. Pegar sus espaldas, ser una misma sombra y acercar el oído a sus labios. ¿Qué voz tendría? Cuando se marchaban, el filo de una sonrisa intencionada se clavaba en el mudo diálogo: “Lo siento, adiós”. Y solían responderse con el ademán de bajar la cabeza: “No tiene importancia, estoy acostumbrada a sobrevivir”. Veinte metros y veinticuatro horas les separarían otra vez. No querían entender pero acertaban a adivinar. Podían adivinar qué ropa traería cada día la otra y según esto su estado de ánimo. Por la manera de colocar el vaso en la mesa, sabía la intensidad de su inquietud cuando se retrasaba una o llegaba al punto de encuentro por algún lado inesperado la otra. Algunos días, al marcharse, se acercaban lo justo para dejar el rastro de perfume. Aunque era el mismo, la mirada 116
de respuesta era siempre igual: “Ya sé cuál es el olor de tu piel”. Y llegó un momento en que la mutua seguridad les llevaba, como en una guerra, después de la hora de queda, a recorrer la ciudad de madrugada buscándose. Cines, restaurantes o bares de copas, daba igual. Solas o acompañadas, era lo mismo. Al parecer nada interfería ya en sus silenciosas conversaciones a distancia. “Quiero verte, eso es todo”. “Y qué si se nos pasa la vida”, solían decirse con los ojos. “Y qué si la no-cordura no tiene límites”. Se prometieron, así, sin palabras, desde la primera vez, no revelar jamás que entre esta vida y lo que vendría después se podía existir. Supieron que se movían bajo la protección de lo exclusivo, que la complicidad cuidada con tanto esmero era la mayor fidelidad posible y que el deseo sería palpable tanto en cuanto persistiera la consigna a la que se habían atado sin prejuicios: “No tocarte”
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En el edificio de enfrente
Solía envidiar su carísima y enorme televisión panorámica. No es que tuviera costumbre de vigilar al semejante a través de las cortinas, pero los reflejos perdidos de la gran pantalla de tv aterrizaban por invariables leyes físicas en la pared frente a su sillón de lectura. Todo comenzó con curiosidad estúpida. “Déjame ver si está viendo lo mismo que yo”. Luego “Seguro que consigo ver mejor la peli en el televisor de la vecina que en esta mierda mínima que tengo delante”. Más tarde, “Me imagino pasando los días enteros frente a una como ésa, qué sonido estéreo, qué paisajes, qué...” La revelación llegó acompañada de ciertos preámbulos después del gimnasio de media tarde y un buen batido de frutas en la zumería del barrio. En el paseo de vuelta a casa no le extrañó verse comprando unos prismáticos de visión nocturna que encontró de oferta. Pasaron días amargos y cargados de monólogos silenciosos en que sopesó los pros y los contras de su futura actitud. Sin embargo, a pesar de los duros momentos que los 118
miraba sin decidirse a usarlos, un impulso justificado y ajeno decidió por ella. Fue Robert Reford, en Memorias de África, con esa mirada ausente de culpa, mientras le contestaba al marido de ella eso de: “Lo hice y ella me dio permiso”. Fue él y no otro el culpable de su perdición. Y se juró que si alguna vez alguien reprobara su comportamiento era eso y no otra cosa lo que contestaría con el mismo rictus de aquellos fotogramas. Así que sin más y con el perdón del inexorable vuelo del tiempo, todos los ratos de ocio de los que disponía, los pasaba espiando a la vecina o ensayando delante del espejo el gesto de Reford y vocalizando la frase escogida. Aunque con cierta exasperante duda, porque a pesar de que la imitación llegó a ser esmerada y casi perfecta, aún no podía decidir si hacerla en inglés o en castellano. Como sin querer, de nuevo, la revelación apareció, pero en esta ocasión sin tanto preámbulo como la vez anterior. Más bien fue un encuentro mutuo, un irse a buscar la una a la otra y otra vez, de oferta, hizo otra compra: una grabadora. Eso sí, con sensor de voz, pilas alcalinas, auriculares ergonómicos, doble velocidad de grabación con sistema de ahorro y un precioso estuche de piel falsa que daba muy bien el pego. Muchas cintas gastó, pero concluyó que en castellano era la manera correcta de verbalizar su estudiada excusa. Además recordó un telediario donde escuchó que, al parecer, era ya el segundo idioma más hablado en el mundo y eso era estar de moda. Un día, mientras disfrutaba espiando a la vecina y a su televisor, se le ocurrió poner algunas de las cintas grabadas y le resultó refinado. Otro día probó mezclar su voz con música de fondo y escucharla a la vez que escudriñaba la ventana de enfrente. Esto le pareció aún más estético así que, dejándose arrastrar por el poder incontrolado de la imaginación, perdiendo toda dignidad, llegó a vestirse para la ocasión y a cantar religiosamente Tómbola, de Marisol. Eso sí, sólo los fines 119
de semana. Pero la vida es caprichosa y pasó casi un mes sin que en la ventana de sus disparates y sueños apareciera nadie. Tuvo que elucubrar mucho y armarse de valor para esperar durante horas en el portal del edificio de enfrente, hacerse pasar por funcionaria de justicia y preguntar por la identidad y paradero de la propietaria del televisor de sus deseos. Vacaciones era la respuesta a su desazón, y por ello se juró que a su regreso se aseguraría de tomar instantáneas suficientes como para cubrir cualquier otro imprevisto. Y cómo no, aunque no de oferta, el artefacto fotográfico con el magnífico zoom de rigor no se hizo esperar. Así que, sentada a oscuras, cámara en mano, grabadora funcionando y prismáticos preparados, se atrevió a maquinar un boceto de sí misma, casi con identidad propia que le enorgullecía. Por otro lado, no le era extraña la parte divertida de sus caprichos, no tardando en hacerle un lugar al champán cuando la película de esa noche era un estreno o una buena elección de vídeo club. Elogiaba tanto el gusto cinéfilo de su desconocida compañera de dosis televisiva, tenía tan enorme y franca admiración por su adicción al volumen alto y se desbordaba en tal adoración por su sensibilidad a la hora de adquirir la pantalla más grande del mercado que, una vez, borrachera atrevida, a gritos, con más de medio cuerpo colgando por fuera de la fachada, pelos al viento y ora batir de brazos, ora escandaloso pataleo, se desencajó emotivamente de tal forma que para llamar su atención, se le ocurrió lanzarle a la ventana todo aquello que tenía más a mano. Después de innumerables intentonas en la que más de una figurita del Todo a 100 acabó rebotando en los coches aparcados, por fin, el escobillón, a modo de jabalina, en un vuelo estable de curvatura exacta y con la propulsión adecuada, culminó su trayecto entrando por la ventana. Tardó algunos 120
minutos en distinguir que lo que escuchó era ruido de cristales rotos y no aplausos como imaginó en un primer momento. Quizás fue algo más lenta en distinguir que los saltos que daba la vecina no eran de alegría, pero realmente fue necia para convencerse de que lo rojo que le cubría las manos no era precisamente un pañuelo agitándose para darle la bienvenida. Pasó semanas dolorosas en las que no se decidía entre la no-acción o pasar a ella. Fueron horas interminables de soliloquios temerosos e impacientes, pero claro, cómo pedirle consejo a nadie si ni siquiera ella podía explicarse a sí misma el desarrollo de los acontecimientos. “En el reino de los tuertos el ciego es el rey”, y con tal convencimiento se autocastigó tapiando la ventana de su pecado. Pero esto no le causaba satisfacción penalizadora lo suficientemente balsámica como para dejar de pensar en los vendajes de la vecina, su torpe andar con el bastón y mucho menos, lo que menos, imaginarla vendiendo cupones. Transcurrió el tiempo. Cada vez su devenir era más agresivo y el sentimiento de culpa era como un grifo abierto del que no podía despegar la boca. Se ahogaba. Empapeló entonces las paredes de su casa con la imagen de Santa Lucía, y no por irreverencia o masoquismo, sino para poder pedirle auxilio para la aquejada desde cualquier parte de la casa. “Por favor, por favor, que no llegue a quedarse ciega, que no la vea yo vendiendo cupones”. Era tanto lo que le rogaba, que entre la imagen y ella se establecieron lazos tan familiares, o eso dio por hecho, que le abreviaba el nombre y se refería a ella como Santalu. “Santalu, por favor, esto”, “Santalu, por favor, aquello”. Pero Santalu no se inmutaba, sólo la miraba desde aquella bandeja con esos ojos independientes. Incluso a ella le parecía que era esa una mirada acusadora, distante y fría. 121
Una de las tantas noches de insomnio, se decidió a salir a la calle y esperar en el portal hasta poder colarse en el edificio de la vecina. Y dándole gracias a Santalu, porque todo salía de acuerdo a sus planes, tocó en la puerta. Qué momento de espera aquél. Se sintió envejecer de puros nervios, y a la par que escuchaba acercarse los pasos, temió que las palabras se le caerían de entre los dientes, atropelladas y a un volumen despiadado para una persona en tal situación. Pero, milagros del curso de autocontrol que hizo una vez y ya pensaba que no le serviría nunca para nada, las frases brotaron en un insólito orden y tono, proyectadas con cierta dulzura inherente muy adecuada para la ocasión. “Fui yo, aunque por culpa de su tele y bajo el beneplácito de Robert Reford. Lo siento muchísimo, no sabe cuánto. Sepa usted que nunca más miraré a su ventana, aunque le parezca una tontería. No lo haré nunca más, no sé, por solidaridad...” Dijo esto último y con un esfuerzo moral sobrehumano, casi hercúleo, se aventuró a mirarle a la cara. Se esperaba dos costuras a ambos lados de la nariz, coronadas por dos cejas totalmente afeitadas; o quizás unas gafas oscuras, o unos inexpresivos ojos de cristal, pero nada de eso se aproximaba lo más mínimo a la realidad. Frente a ella tenía a un señor con gesto interrogante que más tarde le explicó que él era nuevo en el edificio, que no conoció a la inquilina anterior y que no sabía absolutamente nada de lo que le estaba hablando. Le comentó que lo único extraordinario que había oído era algo sobre un caso de poltergeist o expediente x en el edificio o muy cerca, no estaba muy seguro, pero que él en esas tonterías no creía. Regresó a su casa desfallecida y desilusionada. La tragedia de su vida se había evaporado. Se dejó caer en el sofá y tras una sesión de aburrimiento mental, miró de reojo la ventana claveteada. No pudo detener los pensamientos 122
Índice KASANDRA.
Prólogo de Antonia San Juan El encuentro. Fade to grey. El ensimismamiento. More, more, more. La huida hacia delante. Live is life. El dictado del instinto. I am what I am. La natural elocuencia. She drives me crazy. El encendedor, los sueños y el abandono. It’s a sin. Sudor en el sofá. Family man. La identificación. Air a dancer. El miedo al miedo. Mrs. Robinson. Los demonios de la distancia. There must be an angel playing whith my heart. El acierto. Solsbury hill. Confesión. My Lady D’ardanville. Caminando sobre el tren en marcha. El cacanueces. Lanzamiento en paracaídas. Still on fire. Nosotros o ellos. Ain’t no cure for love. La ley de los extremos. The blood. El futuro tiene luces de posición. Jericho. Abramos ventanas, ¡entra aire! Whatever you want. Elisa era infiel. Wild wild life. Historias e historias. Karma chameleon. ¿Presente sin pasado? Silencio. Cantos de un invierno separado. Menousis. Alguien te buscará siempre. Take the long way home. Y alguien te encuentra seguro. We’ll be together.
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RELATOS. El cajón de los botones. Introducción a los relatos de Rafael Mendizábal. Sonidos. Ballet circular en un acto. Infamia e infancia. El temblor. Verano. Espacios. Marta ya no sonríe. La consigna. En el edificio de enfrente.
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Este libro se terminó de imprimir en Madrid, por Cénit Hispnano, el miércoles, 18 de diciembre de 2002.
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Entrelíneas Editores es un espacio de creación donde se da cabida a todos aquellos autores/as que de algún modo intentan renovar la literatura en nuestro país, dándole un soplo de frescura.
Abada, 2. 2º izda. despacho 4. 28013 Madrid
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