Historia de Nicaragua: entre el autoritarismo y la anarquía Nicaragua precolombina
Cuando llegaron los españoles, en el territorio que actualmente ocupa Nicaragua había más de diez grupos indígenas. En la franja del pacífico predominaban los niquiranos y los chorotegas. Los primeros habían llegado en el siglo XII procedentes de México y hablaban náhuatl. Con ese flujo migratorio y con la dominación imperial azteca, el náhuatl se impuso como lingua franca en la mayor parte de la región del pacífico. Casi todo lo que sabemos de éstos y otros grupos indígenas se basa en las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo, enviado en el siglo XVI por la corona española como “veedor” –hoy –hoy diríamos inspector- de las fundiciones de oro. Según Oviedo, los niquiranos eran eran muy “señores de sus mujeres y las mandan y las tienen sujetas”. Trajeron el cacao de México. Lo bebían, lo comían y lo utilizaban como moneda en los intercambios, que se llevaban a cabo principalmente en el tiangue, la plaza donde se comerciaban frutas, oro, mantas, maíz, pescado, conejos, aves y extranjeros capturados. Los capturados eran vendidos como esclavos y comestibles. Los chorotegas –más chorotegas –más “democráticos”“democráticos”- se regían por consejos de ancianos. Los niquiranos tenían caciques, señores principales y un sistema jerárquico muy definido que fue desmontado durante la colonia, pero que probablemente también sirvió al inicio como plataforma institucional a los nuevos dominadores. La colonia: la cruz y la espada
La difusión del náhuatl y del cacicazgo facilitó la colonización. Dominando el náhuatl, los españoles establecieron comunicación comunicación con los grupos más numerosos del pacífico. Controlando al cacique mediante regalos –“sobornos”, regalos –“sobornos”, diríamos hoyhoy- y extorsión, los conquistadores sometían a pueblos enteros y movían todos los hilos del sistema jerárquico. Acostumbrados al autoritarismo caciquil, los indígenas podían entender el derecho de los nuevos señores principales a gobernar sobre todo y sobre todos, aunque encontraran abusivas sus exigencias. El caciquismo fue una herramienta institucional que facilitó la dominación española: esclavizado el rey, esclavizados los súbditos. La herramienta del caciquismo fue complementada por una dominación ideológica. Los conquistadores venían acompañados de sacerdotes católicos, deseosos de er radicar las supersticiones indígenas indígenas y ganar más siervos para los reyes católicos, el Papa y Dios. La cruz y la espada viajaron en los mismos barcos y trabajaron juntas. Los españoles venían de luchar décadas contra la dominación árabe. Recientemente habían reconquistado la península ibérica con la ayuda – ayuda –así así lo creían ellos- de Santiago Matamoros: el compañero de Cristo, uno de los doce apóstoles, había sido visto cortando cabezas de árabes ár abes paganos. En América, resurgió como Santiago Mataindios. A los indígenas se les inculcaba sumisión cristiana y la promesa de un paraíso extraterrenal como compensación por sus incontables sufrimientos terrenales. A los indios insumisos se les recetaba espada. Diriangén fue uno de los caciques que más ferozmente de opuso a los españoles. Su última batalla la libró entre León y Chinandega, en las faldas del volcán Casitas. Dos instituciones legitimaron y consolidaron la dominación española: el requerimiento y la encomienda. El requerimiento consistía en un documento documento por el que se “requería” a que los
indígenas se convirtieran al cristianismo y se sometieran como vasallos del rey de España. El documento estaba escrito y era leído en español. Los indígenas no lo entendían. Por si esto fuera poco, el texto a veces era leído a millas de distancia de la aldea “requerida” y la lectura era entonces sólo un requisito legal previo a la reducción por la espada. La encomienda era un instrumento legal que entregaba un grupo de indígenas al cuidado de un español para que fueran educados en la fe cristiana. Con el pretexto de cuidar de sus almas, la iglesia católica legitimó la esclavitud de los indígenas, que eran enviados a trabajar en las minas de plata sudamericanas, una vez comprobada la buena salud de sus almas y, sobre todo, de sus cuerpos. Bartolomé de las Casas, encomendero que se convirtió en sacerdote dominico, fue una de varias honrosas excepciones de eclesiásticos que pusieron la fe al servicio de la causa de los indígenas. En sus numerosos y prolijos informes al rey español, el dominico denunció los abusos de los encomenderos que estaban llevando a un acelerado exterminio de los indígenas. Sus pasos fueron seguidos por el Obispo de Nicaragua Antonio de Valdivieso, nombrado con el apoyo de Bartolomé de las Casas. Valdivieso asumió la defensa de los indígenas y denunció ante el rey al gobernador de Nicaragua, Rodrigo de Contreras. La familia Contreras asesinó a Valdivieso a punta de estocadas en la Catedral de León, donde reposan sus restos. Contreras estaba haciendo lo mismo que sus predecesores: gobernar Nicaragua como si de su posesión personal se tratara. Pedrarias Dávila, Gil González y Francisco Hernández de Córdoba habían usufructuado Nicaragua, matándose unos a otros para quedarse con el botín. Desde la orilla opuesta del Atlántico, muy poco podía hacer la corona española, salvo emitir decretos sobre los que era muy común escuchar: “La ley se acata pero no se cumple”. Los nuevos señores – virreyes, gobernadores, regidores y encomenderos- ejercían un dominio total de casas, haciendas, almas y cuerpos. Esto produjo una alternancia y convivencia de anarquía y autoritarismo. Anarquía porque los altos mandos no lograban imponer un control sobre los estamentos inferiores: el rey no controlaba las colonias, el virrey no controlaba totalmente las provincias, los gobernadores no conseguían imponer orden en las haciendas. Los niveles superiores buscaban aplicar impuestos a los inferiores, pero eran burlados. En un intento desesperado por evitar las trampas –una lucha de la corona con los nuevos cacicazgos locales-, la burocracia española se fue llenando de “veedores”, “oidores” y otras especies a menudo sobornadas, amenazadas o asesinadas. Había anarquía también por las interminables disputas entre conquistadores, atizadas cada vez que un hombre fuerte moría, cosa que muy raras veces ocurría por muerte natural. Pero también había autoritarismo puro y duro. Cada nuevo señor dominaba su territorio con mano férrea, sin oposición duradera. Estos cacicazgos se imponían por la fuerza de las armas –si había algún tipo de carisma, era un carisma para atraer y gobernar hombres de armas-, el linaje –la nobleza de la cuna- y los nombramientos hechos por autoridades superiores. Pero sin la bendición de las armas, los nombramientos y quienes los ostentaban quedaban sin efecto ni existencia. Fue esta combinación de anarquía y autoritarismo la que dio lugar a una figura clave del desarrollo político, cultural y socioeconómico poscolonial: el caudillo-hacendado como hombre fuerte. La Provincia de Nicaragua pertenecía a la Capitanía General de Guatemala, que a su vez formaba parte del Virreinato de la Nueva España, con sede administrativa en México. Algunos historiadores
sostienen que en la división colonial del trabajo a Nicaragua se le había asignado la misión de ser un país ganadero. Otros insisten en su despoblamiento por haber sido proveedor de mano de obra para las minas. Y no falta quien destaque la producción de cacao, alta durante la colonia, decaída con las luchas postindependentistas, pero reactivada hasta ocupar un sitial importante cuando el Valle de Menier, en Nandaime, se convirtió en proveedor de cacao para Chocolat Menier, casa fundada en París en 1916, convertida en inmensa fábrica en Londres en 1860 y vendida a Nestlé en 1988. La división colonial heredó una tendencia a dirigir el esfuerzo económico hacia unos pocos productos intercambiables por los bienes importados que las élites locales ansiaban como símbolo de estatus e identidad: pianos, telas de Damasco, jamones, vinos, pinturas, etc. La iglesia también dejó su herencia. De impacto más duradero y contundente que las denuncias de los eclesiásticos fue el funcionamiento mismo de la iglesia católica, su naturaleza institucional: jerárquica, presbiteral, machista y con un protagonismo subalterno para los laicos. La institución iglesia fue el mensaje y cultivó un comportamiento sumiso y acrítico, terreno receptivo de dogmas incuestionables. En síntesis, las herencias coloniales más duraderas fueron el autoritarismo católico, el autoritarismo de los señores principales y el autoritarismo comercial, que siguiendo el guión más clásico de la dependencia centro-periferia impusieron un orden mercantil donde la periférica Nicaragua era proveedora de materias primas de la metropolitana España. La dominación tuvo tres ejes: el templo, el Estado y la hacienda, correspondientes –aunque traslapándose- a los ámbitos cultural, político y económico. La costa atlántica nunca fue del agrado de los españoles. La consideraban una zona insalubre y de vegetación feraz. Los indígenas de esa región consiguieron evitar el control hispánico y pronto establecieron alianzas con piratas británicos y holandeses, cuyo yugo era distante y suave, pues reconocían la autoridad del rey miskito y únicamente le impusieron la obligación de ser coronado en Jamaica, de donde proceden muchas costumbres y platillos todavía visibles y degustables en el caribe nicaragüense. Los miskitos ayudaron a los británicos en sus o casionales intentos por minar el poder colonial peninsular. Auxiliaron al entonces capitán –luego famoso almirante- Horacio Nelson a remontar el río San Juan para atacar una fortaleza española. Y ayudaron al pirata Henry Morgan a invadir Granada. Los miskitos siempre miraron con suspicacia a los habitantes del pacífico, a quienes siguen llamando españoles. En cambio, mantuvieron relaciones cordiales, comerciales y conyugales con otros grupos de extranjeros. Los miskitos de hoy son una interesante mezcla de indígenas precolombinos, colonizadores británicos, piratas holandeses y esclavos africanos. Arrastrando una prolongada decadencia política y económica, humillada y sometida por Napoleón, la corona española carecía de medios y legitimidad para mantener su control sobre las colonias americanas. Las provincias centroamericanas demandaron su independencia en septiembre de 1821 y no hubo posibilidad de negársela. Las élites criollas querían poder. Querían ser caciques plenos, sin estorbos de las élites peninsulares. La corona española concedía los cargos más elevados y jugosos a los nacidos en España. Los criollos –hijos de españoles, pero nacidos en
América- no podían aspirar a las más altas dignidades. Para ellos quedaban los cargos menores. Tampoco podían moverse de una provincia a otra. Si obtenían un cargo en Nicaragua, no podían desplazarse a Guatemala o El Salvador para conseguir un cargo similar. Este confinamiento territorial de los criollos es el que dio pie a una burocracia con identidad local, ansiosa de sacudirse a los jefes peninsulares y base humana de los futuros estados-nación, según Benedic Anderson. El funcionariado criollo retomó la división administrativa de la Capitanía General de Guatemala como un mapa de los futuros estados-nación, hechos a la medida de sus tradicionales dominios burocráticos. Anarquía y caudillismos poscoloniales
La independencia dio paso a un período errático donde las nacientes repúblicas centroamericanas primero fueron anexadas por el imperio mexicano de Iturbide y después experimentaron con una federación de repúblicas centroamericanas que ha permanecido desde entonces como una aspiración utópica, a veces con concreciones fallidas como en el Mercado Común Centroamericano de los años 60 y en la actualidad con tímidos intentos en el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), cuya mayor victoria es el incremento del comercio intrarregional. Esos experimentos poscoloniales abonaron a inconciliables conflictos internos. Los fieles a la corona y los independentistas, los conservadores católicos y los liberales ilustrados, los unionistas centroamericanos y los separatistas gastaron más de 30 años midiendo fuerzas e intentando imponer sus criterios: su visión de la única Nicaragua admisible. Ambos grupos buscaban diversas formas de autoritarismo –como después se vio-, pero la competencia de sus proyectos cuajó en la anarquía. Posiblemente también hubo conflictos de clase y de grupos sociales que no han sido debidamente documentados por los historiadores, siempre miembros de las élites y amigos de las narrativas históricas de grandes episodios con generales, obispos y presidentes como héroes. Pero en general sus trabajos reflejaron un aspecto importante: la hacienda era la base de las contiendas y el eje de la economía, el militarismo anárquico y la plataforma política. Los caudillos reclutaban sus ejércitos entre los peones de sus haciendas y las de sus amigos. Los mozos iban a la guerra mal armados, peor alimentados y nunca entrenados. Siempre obligados. El trabajo en la gran hacienda implicaba un servicio militar obligatorio. El patrón era dueño del trabajo y de la vida. En esta época y condiciones toma forma el caudillismo tal y como lo conocemos en la actualidad en Nicaragua. El caudillo era en principio un hacendado al que los peones estaban ligados por diversas formas de relación: colonato, aparcería, compadrazgo, deudas. La mejor caracterización del vínculo afectivo que establecía el caudillo-hacendado con sus peones la expresó el escritor peruano José María Arguedas en su novela Todas las sangres , donde describe a un Bruno Aragón de Peralta, hecho en y con la hacienda, poseído por el demonio de la lujuria, opuesto a toda forma de progreso técnico y capaz de infligirle castigos físicos a sus mozos, pero padrino de sus hijos y garante de su supervivencia. Bruno es un padre monumental que comparte atributos con la divinidad: todopoderoso, pródigo en castigos y recompensas. En esta relación paternalista: el patrón proveía, garantizaba el sustento en años de las vacas gordas y en años de las vacas flacas. Cuando el patrón
saltaba a la política y empuñaba las armas, sus peones debían seguirle y convertirse en carne de cañón para elevar al caudillo hasta los altares de la historia. El escritor argentino Domingo F. Sarmiento exhibió su admiración por los caudillos abonando otros rasgos: “un caudillo que encabeza un gran movimiento social no es m ás que el espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia.”1 Aunque al escribir esto se inspiró en el caudillo Facundo Quiroga, su tesis es muy aplicable a otros caudillos, como veremos en lo sucesivo. En argentina los caudillos “gauchos” fueron presentados como paladines de los derechos populares en el ejercicio de una democracia “bárbara” y defensores de los intereses regionales en contra de un centralismo absorbente representado por Buenos Aires. En Centroamérica los primeros caudillos fueron líderes de la corriente conservadora y la liberal que defendieron intereses de clase, encabezaron proyectos locales y protegieron a su clientela política. Existe una versión peyorativa del caudillismo: los caudillos como “señores feudales omnipotentes”, personajes siniestros de la “edad media” latinoamericana2, que reaparecen de forma recurrente porque América Latina se resiste a entrar en la modernidad. Sintetizando estas dos versiones, podemos decir que el caudillismo se destacó al inicio por ser un liderazgo paternalista de carácter arcaico, polarizante, antidemocrático, localista e interesado en imponer – a sangre y fuego- su proyecto nacional. Llevando agua para su molino local, desde la independencia los caudillos hicieron que la sede del gobierno pasara de León a Granada y viceversa, dependiendo de si gobernaban los conservadores o los liberales, asentados en Granada y León respectivamente. Con esos traslados y con los concomitantes enfrentamientos y nuevos comienzos, imperó la anarquía y no hubo posibilidad de acumular un funcionariado público de carrera ni una regularización de los procedimientos burocráticos. La burocracia se amoldaba a los caprichos y el estilo de gobierno de cada caudillo. Los procedimientos se acuñaban para ser violados y los nombramientos se concedían con el único criterio de incrementar la clientela de incondicionales. La última palabra del caudillo era el decreto de mayor valor, que anulaba todos los anteriores, orales o escritos, suyos o ajenos. La mano extranjera puso punto final a la anarquía. Las élites liberales, en un intento desesperado por inclinar la balanza y destituir al caudillo conservador Frutos Chamorro, invocaron en su ayuda a un aventurero-mercenario estadounidense llamado William Walker. Las élites –que lo habían invitado en 1855- al inicio estaban fascinadas con “el ángel tutelar de la paz” –como lo llamó en aquel momento el sacerdote Agustín Vijil- o el “predestinado de los ojos grises”, como insistía en apodarlo el periódico El Nicaragüense. Pero Walker tenía su propia agenda, que en parte era una agenda ajena. Respaldado por su grupo de reclutas conocido como “Los inmortales”, Walker le dio un puntapié a las élites locales y se autonombró presidente de Nicaragua para garantizar los 1
Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, Ediciones el aleph.com, http://es.scribd.com/doc/29763149/Facundo-de-Domingo-Faustino-Sarmiento 2 Zorrilla, Rubén H., Extracción social de los caudillos 1810 – 1870, Libros Tauro, http://es.scribd.com/doc/90726475/Zorrilla-Ruben-H-Extraccion-Social-de-Los-Caudillos
intereses de quienes financiaban su aventura neocolonial: los antiguos socios y luego enemigos del Comodoro Vanderbilt. Este magnate había fundado la Compañía Accesoria del Tránsito, una empresa naviera que, durante la fiebre del oro, trasladó a miles de cazadores de fortunas desde la costa este de los Estados Unidos hasta California. Los vapores de Vanderbilt salían de New Orleans o New York y llegaban hasta San Juan de Nicaragua, antes conocido como San Juan del Norte y mucho antes como Greytown, situado en el extremo sureste, en la desembocadura del río San Juan. En ese punto los pasajeros eran transbordados a embarcaciones de menor calado para remontar el río y cruzar el lago. En la bahía La Virgen, en la costa occidental del lago, iniciaban un corto viaje en diligencia para llegar al océano pacífico en San Juan del Sur, donde los esperaban otros vapores para llevarlos al aurífero San Francisco, California. El viaje acuático tomaba 25 días, es decir, dos días menos -y era más seguro- que la ruta por t ierra y más breve y barato que la ruta por Panamá. Mark Twain fue uno de los viajeros célebres que viajó en los vapores de Vanderbilt. El capital inicial de la familia Pellas –la más rica de Nicaragua- se originó en la prestación de servicios a los viajeros que hacían escalas en diferentes puntos del río San Juan y que a veces abordaban su vapor “Victoria” para surcar el lago. Vanderbilt había puesto a la diplomacia del dólar al servicio de su empresa. Pero la anarquía predominante en Nicaragua daba inestabilidad a todo arreglo. Sus socios lo sabían y decidieron aprovechar la anarquía en su beneficio. Financiaron la aventura de Walker para que éste les garantizara un derecho al tránsito que excluyera a Vanderbilt, quien terminó cortando el servicio de transporte. Sin otra vía para seguir abasteciéndose de nuevos reclutas y suministros bélicos, Walker no fue capaz de enfrentar la alianza libero-conservadora que lo derrotó en la Batalla de San Jacinto, el 14 de septiembre de 1856. El caudillo “chele” –periodista, médico, abogado, político y hombre de armas- murió fusilado en Honduras en 1860. Su pasó por Nicaragua abrió una herida en el narcisismo nacional: las élites se culparon unas a otras de sus arreglos con Walker, invitado por los liberales y venerado por los conservadores que pronto pactaron con él y lo recibieron en Granada. Tres décadas de gobierno conservador
Evacuado el affaire Walker, las oligarquías pusieron en práctica sus proyectos autoritarios. Primero le tocó el turno a los conservadores, que gobernaron el país desde 1857 hasta 1893 en turnos de dos años, ganando una elección tras otra, en las que solamente votaban los hombres adultos con un abultado nivel de riqueza material. Una de sus primeras acciones, de mutuo acuerdo con los liberales, fue trasladar la capital a Managua en 1857. Dieron así por zanjadas definitivamente las disputas sobre la ubicación de la sede administrativa del gobierno. El período de estabilidad política abrió las puertas a un mayor desarrollo burocrático. Los historiógrafos conservadores sitúan en este período la construcción del Estado en Nicaragua. Pero los viajeros dejaron en sus crónicas burlescas alusiones a los medio-abogados y medio-ingenieros (profesionales empíricos o con estudios inconclusos) de los que estaba repleta la burocracia estatal. Fue un período favorable para la inserción de Nicaragua en los mercados mundiales con la extracción de caucho y oro. Pero el país había quedado devastado por la guerra y apenas se dieron
los primeros pasos para sacar a Nicaragua del estancamiento económico. Esos primeros pasos fueron trágicos. Consistieron en la expropiación de los egidos de las comunidades indígenas de Jinotega y Matagalpa para dedicarlos al cultivo del café. Varios gobiernos conservadores decretaron que los egidos indígenas eran tierras ociosas de interés nacional y las entregaron a oligarcas nacionales y a inmigrantes alemanes y estadounidenses, a quienes también les otorgó crédito y eximió del pago de impuestos, con la condición de que sembraran cafetos en g randes cantidades. Estas expropiaciones e incentivos a la inmigración extranjera –en la que encontramos ecos de la veneración a Walker- fue el origen de las grandes haciendas cafetaleras de esa zona. El gobierno también aprovechó la “mano de obra ociosa” de los indígenas expropiados obligándolos a trabajar en la instalación de las líneas telegráficas entre Managua y Matagalpa. Se puede decir que el progreso agrícola y estatal viajó literalmente sobre lomos de los indígenas, víctimas del trabajo forzado. Los historiógrafos han ocultado y siguen ocultando la tragedia del “despegue económico” de Nicaragua. Pero los periódicos de la época dan cuenta del malestar que las expropiaciones causaron. El evento más significativo fue el levantamiento indígena de 1881, en el que al grito de “¡Muera la gobierna!” (sic.), los indígenas de Matagalpa se tomaron la ciudad y mataron a algunos señores principales. La rebelión fue reprimida con severidad atroz. Los caudillos locales tomaron venganza desproporcionada por las ofensas recibidas. Sobre la sangre indígena se cimentó el monocultivo del café como principal rubro de exportación de Nicaragua. Este giro en modo de producción, dio fuerza a la élite liberal, más vinculada a la agricultura, más dinámica y más dispuesta a remover los obstáculos que entorpecían el despegue económico y el desarrollo estatal. El caudillo liberal José Santos Zelaya
Los liberales emprendieron una revolución encabezada por el caudillo militar, autoritario, carismático y nacionalista José Santos Zelaya, que gobernó Nicaragua entre 18 93 y 1909. Zelaya pronto demostró que su revolución iba a fondo. Aunque gobernaba un país desmembrado y anclado en tradiciones opuestas a la modernidad -un país que apenas tenía poco más de 200 mil habitantes-, Zelaya hizo lo posible por cohesionarlo, dotarlo de una burocracia eficiente, comunicar sus zonas comerciales y ejercer la soberanía territorial. Expandió la construcción de vías de ferrocarril que ya habían iniciado los conservadores. Negoció con Inglaterra y obtuvo la reincorporación de la costa atlántica –entonces un protectorado británico- al territorio nacional, razón por la cual esa zona recibió por muchas décadas el nombre de Departamento de Zelaya. Se rodeó de intelectuales liberales de primera categoría, como el “audaz y cosmopolita” poeta Rubén Darío, quien –como fiel miembro de la élite cultural de León- ejerció de diplomático en el gobierno de Zelaya y con frecuencia redactó sus más significativas cartas y proclamas en una prosa elegante, directa y culta. Como poco antes hiciera su contemporáneo Bismarck durante la kulturkampf alemana, limitó sustancialmente el poder de la iglesia católica al eliminar los diezmos religiosos y los latifundios conventuales, y al abrir institutos de educación pública y establecer la obligatoriedad de la inscripción en el registro civil de nacimientos, defunciones, matrimonios y divorcios, con lo cual dio el tiro de gracia al monopolio eclesial de esas áreas, trámites y eventos.
Las políticas de Zelaya fueron atrevidas y dieron prósperos resultados económicos. Pero eran impuestas manu militari y con no pocos abusos. Zelaya favoreció con decisión y arbitrariedad a un sector de las élites. Por eso enfrentó sucesivos intentos de derrocamiento por parte de los marginados conservadores. También se granjeó la enemistad de los indígenas, a quienes con sus leyes de la vagancia impuso el trabajo forzado en las nacientes fincas cafetaleras. Zelaya tenía planes de expandir la revolución liberal a otros países de Centroamérica, cosa que inquietaba a las élites conservadores de esos países. Pero ni el malestar popular ni el de las élites conservadoras nacionales o regionales fueron los que determinaron su deposición. Su apertura comercial y la negociación con Alemania en torno a la posible construcción de un canal interoceánico, le cosecharon inquietud en el gobierno estadounidense. Su nacionalismo le llevó a exacerbar esas inquietudes con la expropiación de propiedades de estadounidenses. La gota que derramó el vaso fue el fusilamiento de dos estadounidenses acusados de sabotaje. Sobre la base de todo el acumulado y de este punto de saturación, el secretario de estado estadounidense, Mister Philander Knox, le envió un ultimátum –conocido como la “Nota Knox”- que provocó la renuncia inmediata a Zelaya. Con el final de su gobierno, se puso fin a un caudillaje según la elogiosa definición de Sarmiento. Zelaya era un caudillo que encarnaba el espíritu de una época cosmopolita, modernizadora y culta, pero cuyos beneficios sólo se derramaban sobre las élites, mientras aplicaba los costos a las masas anónimas de indígenas y campesinos que sólo contaban como mano de obra forzada, en los límites de su subsistencia. Vuelve la anarquía de la mano de caudillos entreguistas y caudillos nacionalistas
La deposición de Zelaya marcó un retroceso a la anarquía. Liberales y conservadores se enfrascaron en luchas por el poder que se extendieron de 1910 a 1934. En esta ocasión fueron los conservadores quienes invocaron la ayuda estadounidense para establecer y reforzar su dominio. Los marines vinieron en sucesivas ocasionas para inclinar la balanza en favor del conservatismo y sus caudillos, Emiliano Chamorro y Adolfo Díaz. Emiliano Chamorro suscribió el tratado ChamorroBryan, que a perpetuidad concedió a los Estados Unidos los derechos exclusivos para construir por Nicaragua un canal interoceánico. Estados Unidos no pensaba hacer uso de su derecho, sino sólo impedir que una potencia rival gestionara un canal que hiciera la competencia al de Panamá. Adolfo Díaz era un administrador –una mezcla de contador y gerente, diríamos hoy- de las minas de oro estadounidenses, a quienes los marines colocaron en el poder. Pasó de ser un empleadito privado a ser un empleado público de los estadounidenses. Agradecido y sumiso, les pagó colocando los ferrocarriles y la banca en manos gringas. Con un ejército, una banca, un ferrocarril y otras instancias públicas en manos de los marines, Nicaragua se había convertido de facto en un protectorado estadounidense. En el bando liberal destacaba el caudillo José María Moncada, hacendado y militar, que primero dirigió ejércitos contra los invasores y luego pactó con ellos. Cambió las armas por la presidencia. Y la ejerció de 1929 a 1933, respaldado por un ejército de marines. Todos los generales bajo su mando entregaron las armas. Todos, menos uno: Augusto César Sandino, otro caudillo que encaja en la definición de Sarmiento. Sandino encarnaba el espíritu anti-imperialista y nacionalista de una época. En México se creó un comité de solidaridad con la lucha de Sandino, en aras de un
panlatinoamericanismo militante, al que pertenecieron Frida Kahlo y Diego Rivera. Gabriela Mistral elogió al “pequeño ejército loco” de Sandino que hacía frente al Goliat del norte. Henry Barbuse escribió a favor del “General de hombres libres”. Sandino era masón y pertenecía a escuelas de pensamiento espiritista muy frecuentadas en su época por políticos de renombre, como el presidente mexicano Francisco Madero que depuso a Porfirio Díaz. De esta veta extraía fuerza y fe en su destino mesiánico. Sandino supo golpear objetivos estratégicos, como las empresas mineras estadunidenses en Siuna. Logró empantanar a los marines en una guerra que era imposible ganar: Sandino dominaba la técnica de la guerra de guerrillas en las impenetrables montañas del norte, tenía apoyo internacional –aunque decreciente-, gozaba del respaldo de algunos intelectuales nicaragüenses y había construido una inusitada base social de apoyo en la costa atlántica, una región a la que los políticos del pacífico daban la espalda. Diezmados y convencidos de la imposibilidad de ganar la guerra, los marines se retiraron en 1933 de Nicaragua, pero durante su estadía crearon la Guardia Nacional y le encomendaron dos misiones que eran una sola: garantizar la estabilidad política y luchar contra Sandino. En su jefatura colocaron a Anastasio Somoza García, anterior subsecretario de relaciones exteriores en el gobierno de Moncada. Retirados los marines, Sandino había iniciado pláticas de paz y mantenía relaciones cordiales con el Presidente Juan Bautista Sacasa. Una noche, retornando de un diálogo con Sacasa, Sandino fue apresado por órdenes de Somoza. Horas después fue fusilado junto a dos de sus compañeros de armas más cercanos y enterrado en un sitio mantenido incógnito para evitar un peligroso culto. Aunque Sandino había prometido retirarse y promover cooperativas agropecuarias en las riberas del río Coco, Somoza calculaba que Sandino era una amenaza latente para sus futuros planes. Somoza planeaba derrocar a Sacasa y hacerse con el poder a perpetuidad. Sandino fue el último caudillo nacionalista. Su muerte provocó tímidas protestas de amigos cercanos y su ejército fue dispersado y diezmado por la Guardia Nacional, pero su figura glorificada y muchos de sus ideales fueron retomados por los revolucionarios de los años 60 que incubaron el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Los tres Somozas: el caudillo de las alianzas, el caudillo benefactor y el caudillo represor
Anastasio Somoza García dio un golpe de estado al presidente constitucional Juan Bautista Sacasa. Las armas le dieron el poder y desde entonces la Guardia Nacional se convirtió en el puntal más fuerte del régimen. Por primera vez en la historia de Nicaragua el Estado tenía el monopolio de la violencia legítima y de toda violencia. También tenía el monopolio de la delincuencia: los coroneles y generales de la Guardia Nacional eran dueños de prostíbulos y otros negocios presuntamente ilícitos. La “benemérita” Guardia Nacional fue la herencia que dejaron los Estados Unidos a Nicaragua. En tácito reconocimiento de esa herencia, Franklin Delano Roosevelt declaró: “Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Tan confiados estaban los estadounidenses de que Somoza garantizaría sus intereses y de que habría Somoza para rato que decidieron abolir el tratado Chamorro-Bryan. Sabían que Somoza sólo construiría un canal en sociedad con Estados Unidos; Somoza había llegado para quedarse. Y así fue. A lo largo del gobierno de los tres Somozas hubo simulacros de elecciones y “gobernantes títeres”, cuyos hilos manejaba tras bambalinas el Somoza titiritero de turno.
El más hábil de todos fue el primer Somoza, arquitecto del Estado nicaragüense contemporáneo. Se supo rodear de una cohorte de tecnócratas para diseñar y poner en marcha instituciones antes inexistentes, como el Banco Central y el Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. El primero le permitía una política monetaria. El segundo era el bastión para poner en práctica el estado de bienestar al estilo de su padrino Roosevelt y beneficiar a las capas medias que le darían estabilidad al régimen. Con los militares y los tecnócratas Somoza creó una nueva élite. El “grupo de los dados cargados” lo llama Jaime Wheelock en Imperialismo y dictadura, porque tenían el poder judicial, la Asamblea Nacional, el ejército y todas las instancias estatales operando al servicio de sus intereses particulares. Somoza también creó numerosas empresas estatales, aunque con más frecuencia creó empresas propias que le vendían bienes y servicios al Estado. Su fábrica de adoquines proporcionó los adoquines que todavía pueden verse en muchas calles de Managua. Estos y otros negocios consolidaron una élite fiel y dependiente del régimen. Al mismo tiempo puso en práctica una política de alianzas con las élites tradicionales. El “pacto de los generales” fue su acuerdo con el vie jo caudillo de los conservadores, Emiliano Chamorro, a quien le concedió diputaciones y otros cargos a cambio de una oposición domesticada, dispuesta a escenificar un simulacro de democracia representativa. Aunque hubo rebeliones burguesas, como el complot de la carretera Panamericana (1954), el grupo de Olama y Mollejones (1959) y el ataque a los cuarteles de Diriamba y Jinotepe (1960), en general las élites tradicionales se avinieron al régimen y buscaron el halo protector de la Guardia Nacional, al menos mientras la fase expansiva capitalista de las ondas largas de Kondratiev llenaba sus arcas. Somoza fortaleció el modelo agroexportador, dejando un amplio margen de maniobra y ganancia a los viejos hacendados, pero reservándose la parte del león. El café continuó posicionado como principal rubro de exportación, compartiendo su trono con la producción ganadera, azucarera y algodonera. Menor importancia tuvieron -pero creciente en la balanza comercial-, la minería, pesca, banano y granos básicos. Al principio Somoza se concentró en la producción de azúcar y ganado. Después aprovechó la segunda guerra mundial para declarar la guerra a Alemania y confiscar numerosas fincas cafetaleras propiedad de alemanes presuntamente nazis. Adquirió y fundó muchos otros negocios: periódicos, casas importadoras y exportadoras (sobre to do de carne), líneas aéreas y marítimas, bancos, acciones en diversas transnacionales (Bank of America, Chase Manhattan bank, Morgan Trust, Banco Ambrosiano, Standard Fruit Co., Castle & Cook, Panamerican World Airways, Hercules Inc., Pennwalt Chemical Corporation y Nestlé, entre otras), canales de televisión, franquicias de distribución de vehículos, hoteles, madereras, pesqueras y fábricas de cemento, vestidos, fósforos, puros, calzado, cartones, sal, joyas, láminas para techar, colchones, aluminio, aceite y mucho más. En todos estos negocios Somoza era el principal productor, cuando no tenía el monopolio. La costa atlántica sólo contaba para Somoza como lugar de emplazamiento de inversiones. Su población y sus instituciones ancestrales le eran indiferentes, pero no su riqueza minera, maderera, pesquera y la oportunidad de especular con sus tierras y la construcción del canal interoceánico que intentó venderle a un renuente Roosevelt. La situación no cambió mucho con los siguientes gobiernos –Ortega 1, Chamorro, Alemán, Bolaños
y Ortega 2 y 3-, pues el comercio ilícito de madera y la especulación en torno al canal siguen siendo los atractivos del caribe nicaragüense para los grupos dominantes, con el narcotráfico como novedoso valor agregado. A pesar de estas inmensas posesiones, las élites tradicionales tenían sus espacios y amplios márgenes de ganancia. A partir de ciertos rubros agropecuarios, la oligarquía incursionó en nuevas áreas. Por ejemplo, las élites algodoneras de occidente (León y Chinandega) diversificaron sus inversiones mediante la venta de agroquímicos y la prestación de servicios bancarios. El Banco Nicaragüense (BANIC, fundado en 1953) se convirtió en la columna vertebral financiera de los Montealegre, Reyes, Guerrero, Blandón, Deshon, Vijil, Gurdián, Rapacciolli, McGregor, Navarro, Terán y Callejas, entre otros magnates del algodón. El Banco de América (1952) fue el motor financiero del núcleo de oligarcas conservadores, integrado fundamentalmente por ganaderos, azucareros y productores de bebidas alcohólicas entre los que figuraban los Pellas, Benard, Chamorro, Hollman y Baltodano. La constructora SOVIPE (Solórzano, Villa, Pereira) se asoció a ese núcleo y construyó algunas de las urbanizaciones más extensas de la capital (Planes y Bosques de Altamira). A todos ellos, Somoza les prestaba valiosos servicios. Los Pellas y los ingenieros de SOVIPE, que navegaban con bandera de opositores al régimen, clandestinamente solicitaban la ayuda de la Guardia Nacional cada vez que el flujo de sus ganancias se estancaba por una huelga de peones o albañiles. Los cafetaleros del centro-norte del país mantuvieron una relación ambivalente con la Casa Caley Dagnall (de origen inglés, convertida en banco en los años 50), que en la bonanza de precios les proporciona crédito y, en las crisis, embargaba sus propiedades y las incorporaba a un latifundio disperso que llegó a controlar el 50% de la producción nacional de café. Ninguno de estos grupos gozó de autonomía frente a los mercados y grandes capitales externos. Los chairmen de los grandes bancos y compañías transnacionales tenían sillones en las juntas directivas de los bancos y empresas nacionales. Sus inversiones estaban garantizadas por la estabilidad que Somoza daba al país y por la cercanía que –con mucha o poca base- Somoza dramatizaba tener con el gobierno estadounidense. De la sólida bina Somoza-EEUU se lucraba la oligarquía tradicional, cuyos hijos y nietos se habían convertido en socios, contrapartes, gerentes y abogados de las transnacionales. Somoza García, el primero de la estirpe, también supo presentarse como “padre de los obreros”, manteniendo una política populista y comprando mediante diputaciones a líderes obreros, gremiales y prominentes miembros de los partidos socialista y comunista. Cada vez que el viejo Somoza planificaba una reelección, abonaba el terreno con significativas concesiones a las masas. El Código del Trabajo y la fundación del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social fueron preámbulos de sus exitosos intentos de reelección. Somoza cultivaba su legitimación con esas concesiones, con una aplastante propaganda, como incondicional de los EEUU y como estadista eficaz. Caudillo a lo Sarmiento, Somoza encarnó también el espíritu de una época: fue el estadista fuerte, negociador, gestor del estado de bienestar –con muy pequeña cobertura, pero superior a la actual-, mano dura, hacendado y protector de amigos y familiares. Hubo muchos caudillos al estilo de Somoza en su época –Maximiliano Martínez en El Salvador, Jorge Ubico en Guatemala, Tiburcio Carías en Honduras y José Figueres en Costa Rica-, pero ninguno consiguió perpetuar su
dominio a lo largo de toda su vida ni heredar el país de su propiedad a sus vástagos. Somoza García lo consiguió porque creó un sultanato sobre la base de amasar muchas propiedades, engendrar una nueva élite ligada a su prosperidad, tejer alianzas con las élites tradicionales y dejarles un amplio margen de beneficios, expandir la antes mínima clase media sobre la plataforma de una burocracia estatal siempre creciente y sobre nuevas inversiones, y dar pan y circo a las masas (en sus concurridos mítines sus acólitos repartían nacatamales y bolsitas con bebidas alcohólicas). No obstante todos los esfuerzos por legitimarse, las recurrentes violaciones a la institucionalidad expandieron un fuerte impulso anti-somocista. El 21 de diciembre de 1956, a los 60 años de edad y 20 de gobierno, Somoza García fue asesinado mientras presidía una fiesta en la Casa del Obrero en León, después de haber proclamado su candidatura para reelegirse nuevamente y gobernar el país por otros seis años. Tras una persecución feroz contra los opositores y una numerosa serie de purgas, asumió la presidencia su hijo Luis Somoza Debayle. Menos emprendedor que su padre y mucho menos represor que su hermano menor, Luis Somoza ha pasado a la historia como el Somoza bueno y blando: no tomó represalias contra los 120 burgueses alzados en Olama y Mollejones. Le sucedieron gobernantes títeres y finalmente el tercero de su estirpe, Anastasio Somoza Debayle, popularmente apodado “Tachito”. Si Somoza García fue una herencia de la invasión de marines, Somoza Debayle fue completamente Made in USA. Se graduó como ingeniero hidráulico en West Point, hablaba un inglés fluido, se casó con una ciudadana estadounidense de rancio origen nicaragüense (Hope Portocarrero) y se ocupó de que todos sus hijos nacieran en Estados Unidos. Sus vínculos con los capitales estadounidenses fueron más estrechos y prósperos que los de su progenitor. Con su venia, los inescrupulosos capitalistas del Sun Belt pusieron sus ojos iluminados por la codicia en Nicaragua. Howard Hughes se había instalado en la suite del hotel Intercontinental, de cuya blanda cama y profundo sueño lo sacó despavorido el terremoto de 1972. Sobre esta huida, escribió José Coronel: “Las casas caídas/ hechas terrones, el polvo/empaña la capota del Mercedes (…) Yacen los muertos/ junto al camino, como/sorprendidos (…) La gente muere/ en las películas. Él dormirá/ y despertará en otro país.” El centro de Managua fue completamente destruido por el terremoto del 22 de diciembre de 1972. Varios historiógrafos coinciden en considerar el terremoto como un punto de inflexión en las relaciones de los Somoza con la sociedad nicaragüense. Somoza acaparó la ayuda exterior que debía beneficiar a los damnificados. Sin el menor escrúpulo ante medio millón de personas sin vivienda, llamó al terremoto “la revolución de las oportunidades”. Vendió a hospitales estadounidenses la sangre donada por la Cruz Roja Internacional. Impuso sesenta horas de trabajo semanales a los albañiles, sin reconocimiento de horas extras. Cobró fortunas a los empresarios por remover los escombros y compró a precios miserables los terrenos de quienes estaban hundidos en la bancarrota. Las clases medias, altas y bajas no se lo perdonaron. Sin duda este análisis tiene mucho de verdad, pero no reúne toda la verdad, sino sobre todo la que toca al lado mitológico de concebir la degradación de la autoridad y el autoritarismo: en la Biblia hay muchos ejemplos de grandes gobernantes que se llenan de una soberbia y ambición
desmedidas que los llevan a perder el favor de Dios y del pueblo. En contraposición o complemento de este relato, existen una serie de factores económicos de peso a considerar, factores que disminuyeron la prosperidad entre los grandes empresarios, redujeron sustancialmente las oportunidades de las clases medias siempre deseosas de ascenso social y temerosas de un humillante descenso, y expandieron la pobreza en los sectores marginales, bastante abultados por una migración del campo a la ciudad. En primer lugar, en los años 70 la economía mundial entró en un ciclo depresivo. Las economías postre –café, banano, azúcar- como la de Nicaragua fueron la primeras en ver caer en picada la demanda de sus productos. El alza de los precios del petróleo por decisión de la OPEP fue un elemento distintivo de esta depresión y tuvo un efecto dominó sobre los precios de los insumos agrícolas: de forma directa en el precio de la urea –que es un derivado del petróleo- y de manera indirecta en otros agroquímicos y en la maquinaria. El precio del café tuvo un descenso predecible, correspondiente sus ciclos, pero agravado por la crisis y el alza de sus insumos. La producción de fibras sintéticas y el alza de la productividad algodonera estadounidense sacaron definitivamente del mercado de las fibras a productores pequeños como Nicaragua. León y Chinandega experimentaron un descenso de la demanda de mano de obra que incentivó la migración a las zonas de frontera agrícola (Nueva Guinea, Río Blanco) y a las ciudades, sobre todo a Managua, una metrópoli devastada por el terremoto e incapaz de proveer servicios básicos a los pobladores de los nuevos cinturones de pobreza. El infierno de los pobres es el libro de Reinaldo Antonio Téfel que da cuenta de la paupérrima situación de los sectores marginales de la capital inmediatamente después del terremoto. Fue una revelación y una sacudida moral, un generador de conciencia que impactó sobre todo en jóvenes que buscaban la construcción de un nuevo sistema a partir de su fe cristiana. La “revolución verde”, que había dado alas al Mercado Común Centroamericano, terminó con lo poco que del mismo quedaba: la dependencia de agroquímicos fue fatal en tiempos de crisis. Nicaragua, junto a los otros países menos industrializados de Centroamérica, llevaba las de perder en el intercambio regional. Pero la desliberalización de ese intercambio fue otro elemento más en una desaceleración y posterior estancamiento económico. Por otra parte, echando un vistazo a factores no económicos, encontramos que Somoza Debayle activó una cadena de ultrajes intolerables y reacciones de repulsa que buscó manejar erróneamente mediante la represión. Tomando nota del excelente negocio hecho con la venta de sangre donada por la Cruz Roja tras el terremoto, Somoza y un socio cubano montaron un negocio de exportación de sangre, comprada a pobres en Nicaragua y vendida a ricos en Estados Unidos. “Plasmaféresis” –así se llamaba la draculesca empresa- fue feroz y valientemente denunciada por Pedro Joaquín Chamorro desde sus columnas en el diario La Prensa, del cual era propietario y director. Para cortar de tajo estas denuncias y los movimientos políticos que Chamorro lideraba, la familia Somoza mandó a asesinarlo. Lo hicieron cuando salía de la misa diaria, disparándole casi a quemarropa con una escopeta. El tiro de gracia dio en el blanco, pero el tiro político salió por la culata: nunca antes el pueblo de Nicaragua se había manifestado tan masiva y abiertamente contra el régimen somocista como durante el entierro de Chamorro. Se generó entonces un
ambiente de manifiesta oposición y un acercamiento entre sectores de iglesia, la burguesía, la intelectualidad cristiana, los organismos de base y el Frente Sandinista de Liberación Nacional que culminó en una múltiple alianza capaz de derrotar política y militarmente al tercer Somoza. A partir de entonces, ni sus amigos en el gobierno estadounidense ni los gobiernos socialdemócratas de Europa occidental creerían que el FSLN era un grupo terrorista –como Somoza solía proclamar-, puesto que gozaba del respaldo de empresarios, sacerdotes y connotados intelectuales. Estaban dadas las condiciones políticas internacionales para el reconocimiento de un gobierno instalado por el FSLN. El Arzobispo de Managua, Miguel Obando y Bravo, tuvo unos años de convivencia cordial con el somocismo. Pero gradualmente fue distanciándose. Obando siempre fue un prelado muy perceptivo de la vox populi . Fue un termómetro del malestar popular. Durante importantes operativos guerrilleros urbanos –la toma de la casa del Ministro de agricultura y ganadería (1974) y la toma del Palacio Nacional (1978, donde sesionaban los diputados), el FSLN solicitó la participación de Obando como mediador. De manera bastante explícita, el FSLN envió el mensaje de que aceptaban la autoridad de la iglesia católica. Éste fue un golpe ideológico al régimen de gran impacto en la percepción pública. Somoza siempre había querido presentarse como un mandatario bendecido por Dios, imagen que diseminaba con las m isas que le dedicaba su primo Luis Pallais, oriundo de León, sacerdote jesuita, fundador y rector de la Universidad Centroamericana. Ante la pérdida de tantos puntales de su poder, “Tachito” recurrió al instrumento que originó el dominio de su familia: la Guardia Nacional. Creó la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (EEBI, 1976) y la puso en manos de su hijo dilecto, a quien Pedro Joaquín Chamorro había apodado “el Chigüín”, el tercer Anastasio. A la pregunta “¿Qué quieren ustedes?”, formulada por un superior en los ejercicios diarios de calistenia, los solados de la EEBI respondían: “Sangre, sangre del pueblo”. La EEBI fue la responsable de las operaciones limpieza, donde se exterminaba a todos los jóvenes de poblados que habían sido tomados por el FSLN o de los que se sospechaba eran parte de su base social e incubadoras de guerrilleros. Somoza saltó del autoritarismo negociador al autoritarismo represor. En Estados Unidos el Presidente Carter no veía con buenos ojos una continuidad de la dictadura somocista. La guerra fría estaba en un período de gélido enfriamiento y las dictaduras militares latinoamericanas aparecían como instrumentos obsoletos y excesivos de la vieja política exterior estadounidense, caracterizada por su temor a la instalación de cabezas de playa comunistas en su patio trasero. El embajador Pezzullo le hizo saber a Somoza que el pueblo nicaragüense no toleraría un Somoza más y que Estados Unidos no respaldaría la continuidad de la dictadura. Fue un ultimátum tan severo como la “Nota Knox” que Zelaya recibió setenta años antes. Pero Zelaya había sido un declarado anti-imperialista. El ultimátum para Somoza fue un golpe emocional e inesperado porque su familia había sido la servil garante de los intereses estadounidenses en Nicaragua durante 43 años. Somoza no sería derrocado por Estados Unidos, pero Carter y Pezzullo le habían hecho saber: “You are on your own.”
Sabiéndose un instrumento desechado, Somoza tomó medidas para su huida. Gran parte de su capital ya estaba expatriado, una porción en Estados Unidos y otra en Suiza, a nombre de testaferros. Jean Ziegler calculó en más de cinco mil millones los depósitos de Somoza en bancos suizos. Su familia ya estaba fuera del país, y muchos de sus allegados la siguieron. Finalmente Somoza decidió abandonar Nicaragua el 17 de julio de 1979. Todo el sistema somocista, un mecanismo engrasado con represión y sobornos, se desmoronó de inmediato. Pagó el precio de ser un sultanato, una estructura tan personalizada: ausente el sultán que controlaba tantos hilos de la política nacional, todo el sistema dejó de funcionar. El colapso del autoritarismo somocista engendró una nueva fase, mezcla de autoritarismo y anarquía, entusiasmo y represión, simpática y trágica. Nicaragua seguiría siendo terreno fértil para el auto ritarismo de los caudillos. Pero las condiciones materiales e ideológicas del caudillaje de los Somoza habían desaparecido. La década de los 80 fue el doloroso escenario de complejas transiciones: de la guerra fría a un mundo unipolar, de la economía predominantemente agropecuaria al crecimiento del sector terciario, de la Nicaragua mayoritariamente rural a la Nicaragua urbana, de los desplazamientos internos a las migraciones internacionales con mercados laborales regionalizados y g lobalizados, de las migraciones internacionales como flujos puntuales a las migraciones como proceso sostenido e indispensable para la economía, de los gobiernos títeres y las dictaduras a las democracias formales, de la seguridad nacional a la seguridad ciudadana, de la soberanía nacional limitada por las intromisiones del imperio a la soberanía modulada por las intervenciones de organismos internacionales, de las élites constreñidas en el ámbito nacional a las élites transnacionalizadas, entre muchas otras metamorfosis. Los Somoza estaban completamente fuera de lugar en este nuevo escenario. Habían dejado de encarnar una época y quedaban solamente como resabio medieval, como omnipotentes señores feudales que sólo podían entorpecer la nueva fase globalizada, preñada de elementos que el proceso revolucionario de los 80 anunció de muchas formas. Y también preñada de sorpresas –como la nueva arremetida del gran capital- que nadie pronosticó. Bibliografía
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