LA cruz, en la cima del monte Calvario donde Cristo dio su vida por los hombres, es el punto central de la revelación divina, de la historia humana y de la experiencia cristiana. Vemos, muriendo, al Señor de la vida. ¡Cuánto se conmueve el corazón al contemplar aquella cruz! Todo lo que ocurre allí es importante, e importantes son las palabras pronunciadas por el que muere en propiciación por los pecados de los hombres. El Espíritu Santo quiso registrar siete de ellas en las Escrituras, ni una más ni una menos, para darnos una revelación completa de lo que pensaba y sentía el que sufría como nuestro Sustituto. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43).“Mujer, he ahí tu hijo.... He ahí tu madre” Juan 19:26,27). De la oscuridad sobrenatural a medio día, salió este clamor lleno de angustia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Ya pasadas las tinieblas, en rápida sucesión hubo tres palabras más: “Tengo sed” (Juan 19:28).“Consumado es” (Juan 19:30).“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46).
ES una maravilla que orara. Las torturas brutales de la crucifixión normalmente producían gritos, maldiciones e improperios dirigidos a los participantes en la ejecución, pero nada de esto sale de los labios del Hijo de Dios. La primera, la cuarta y la séptima de sus palabras son plegarias. Al principio, a medio camino y al final de su agonía clama a su Padre. No perdió conciencia de su relación con Dios: le llama: “Padre”; ni perdió de vista su misión: no oró diciendo: Perdóname, porque era el Cordero sin mancha y sin contaminación que quita el pecado del mundo. Había venido a buscar y a salvar lo que se había perdido. Al principio de su pasión en la cruz no piensa en el daño que los hombres le hacían a él sino en el que se hacían a sí mismos, y ora “Padre, perdónalos…”. ¡No quites tu misericordia de ellos... aunque no tengas misericordia de mí! No debemos considerar estas palabras sin tomar en cuenta lo que enseña la Biblia. Cristo no pedía perdón incondicional para todos los que participaron en el crimen de la cruz, ya que esto no sería consecuente con la justicia de Dios ni con la libertad del hombre. Cristo murió para que la justicia y la misericordia de Dios, juntas, ofreciera perdón al hombre que lo buscara. Dios sólo perdona a individuos que se acercan a él con fe; no a una multitud que no desea ser perdonada. Al decir: “Padre, perdónalos” Cristo se separaba de la raza humana y sin expresarlo con sus labios decía a su Padre: Y condéname a mí. Esa era la única forma en que Dios podía perdonar al hombre. Cristo pagó lo que no debía, “el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:4,5). Oraba diciendo: Perdónalos, yo llevaré el castigo que merecen. Esta oración no justifica la ignorancia de los hombres. Los que despreciaron al Mesías y crucificaron al Autor de la Vida tendrían que pagar por ello. El significado de la oración es aparente en las palabras del apóstol Pedro en el pórtico de Salomón: “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes. Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer. Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros
pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (Hechos 3:17-19). Muchos creyeron, y la oración del Salvador fue contestada. Si no hubieran creído hubieran sufrido la consecuencia terrible de su maldad. Cristo todavía intercede a favor de los pecadores, pero llegará el día cuando él será el Juez que juzgará a los que le despreciaron. Acepte usted la gracia y el perdón que hoy le ofrece.
LA historia del ladrón penitente es incomparable. Fue el primer pecador que confió en el Cristo del Calvario. Sin precio, sin plazos, sin nada más que fe en el Cristo de la cruz, Dios lo perdonó. De la misma manera puede ser salvo hoy todo el que invoca el nombre del Señor. Este incidente contradice rotundamente algunas de las herejías más peligrosas y prevalentes. En la salvación de uno de los dos ladrones el evangelio brilla en toda su pureza. El sacramentalismo queda refutado, ya que no hubo bautismo, participación de la Cena del Señor, membresía en la iglesia, ni ningún rito o ceremonia. El dogma del purgatorio queda desmentido, porque este malhechor fue transformado en un santo y llevado al paraíso sin tener que purgar uno solo de sus pecados. La salvación universal del hombre queda contradicha ya que sólo uno fue perdonado. El Señor no dijo: Hoy estaréis, sino: “Hoy estarás”. La idea que el alma duerme queda impugnada porque se le promete al malhechor comunión inmediata con el Señor en el paraíso, aunque su cuerpo estaría desintegrándose en algún sepulcro. Observemos que los dos malhechores pedían algo. El impenitente decía: “Sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lucas 23:39 Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a
nosotros.). El penitente, en efecto, decía: Quédate en la cruz y gana para ti un reino. Es posible que en estas dos oraciones conflictivas se encuentre la culminación de la tentación del desierto y de la agonía en Getsemaní. El ladrón impenitente estaba expresando palabras de Satanás: ofrecía una alternativa a la muerte de cruz. Muchos, como ese ladrón, quieren ser librados de la cruz. El otro, más que de la cruz, quería ser librado de su pecado. ¿A cuál oración respondería Cristo: “Sálvate a ti mismo” o: “Acuérdate de mí”? Respondió a la segunda petición y la respuesta tiene dos partes (Lucas 23:43 Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.). Las palabras de la primera: “De cierto te digo”, en el idioma original del Nuevo Testamento aparecen como “Amén”. Esto determina lo que le sucederá al Salvador. Accede a la petición del ladrón, piensa en la raza humana que anhela el perdón y piensa en su Padre al decir “Amén, así sea”, sometiéndose así a los propósitos de Dios. La segunda parte de la respuesta determina el destino del penitente: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. El ladrón, tal vez tenía en mente un día lejano: “cuando vengas en tu reino”, pero la respuesta fue: “HOY”. En el paraíso de Dios siempre es hoy: allí no hay noche. Las promesas de Dios también siempre son para hoy. Dios no promete nada para mañana. El Señor no prometió que el ladrón arrepentido gozaría su presencia durante un mes, un año o un milenio. Dijo: “HOY”; un hoy eterno. La salvación que Dios da es para siempre. La unión con Cristo es indisoluble. La respuesta de Cristo al ladrón convence de la verdad de su promesa: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera.). La única condición es arrepentimiento y fe. Alguien ha dicho: un ladrón fue salvo para que nadie desespere, pero sólo uno para que nadie presuma. Muchos dicen que no hay urgencia para aceptar el evangelio de la gracia. Dicen que ellos harán lo que hizo el ladrón en la cruz. Preguntamos: ¿Cuál ladrón? Recordemos que uno le dio la espalda partiendo de su presencia a la perdición eterna.
CRISTO no fue totalmente desamparado por los suyos. En contraste con la multitud insolente y burlona de los que le saherían había un pequeño círculo de seres que le amaban. Entre ellos estaba su madre. Ella había sufrido mucho. Chismes e indirectas frecuentemente la herían con relación al nacimiento de su hijo. Más de una vez el Señor tuvo que hacerla a un lado (Juan 2:1-11; Mateo 12:46-50). Ahora, la “espada” mencionada por el anciano Simeón en Lucas 2:35, terminaba de traspasar su misma alma. Cristo se dirige a su madre y a su discípulo. Sus palabras nos sorprenden. No habla como hijo, sino como Señor. Ordena, como si estuviera sobre un trono y no en una cruz. Asigna responsabilidades. Primero se dirige a su madre. Unos la llaman Madre de Dios o Reina del cielo, pero ninguno de estos títulos aparece aquí, ni en ninguna otra parte de la Biblia. Según la carne, María fue la madre de nuestro Señor pero aquí parece que Cristo rompe esa relación. Dice: “Mujer, he ahí tu hijo”. En las páginas de los Evangelios nunca leemos que Cristo dijera: “Madre”, siempre leemos: “Mujer” ¿Por qué? Madre, es la palabra que más satisfacción pudiera traer al corazón de María. ¿Qué siente una madre junto a su hijo agonizante si éste le dice: “Mujer”? Se hace pedazos su corazón. ¿Por qué habló Cristo así a su madre? Es difícil responder. Tal vez esto fue el último impulso a la espada que traspasó el alma de María. ¿Por qué lo hizo? Tal vez para evitar, en los que escudriñan las Escrituras, el culto a María que se ha hecho tan prevalente en la cristiandad. María no podía ser rival de Cristo como mediadora entre Dios y los hombres. Él no la reconoce como madre sino como creyente. Desde ese día Juan la recibió en su casa. Tal vez en esa casa es donde los discípulos perseveraban en la oración después de la ascensión. Leemos que “perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hechos 1:14). Notemos que no oraban a María, ni por medio de María, sino con ella.
¿Y cuál es la responsabilidad de Juan? Cristo lo nombra su sustituto. Juan debe cuidar y consolar a María, lo que Cristo ya no haría. ¡Qué privilegio el de Juan: ser sustituto de su Sustituto! ¿Podemos considerarnos partícipes de esta comisión dada a Juan? Sí, pues podemos pensar que, como el Señor ascendió al Padre, nos toca a nosotros hacer lo que él haría si estuviera aún en el mundo. Usemos nuestros pies para ir a los que necesitan de su gracia y su perdón. Usemos, gozosos, nuestras manos para hacer el bien que él haría. Usemos nuestros labios para pronunciar las palabras de consuelo que él pronunciaría.
LA cuarta palabra fue pronunciada a la hora novena, a las quince horas o tres de la tarde según nuestra manera de medir el tiempo. Una extraña oscuridad había cubierto la tierra desde el mediodía. Más que burla, había ahora miedo en los que rodeaban la cruz. De pronto, dramáticamente, con voz fuerte Cristo clama: “Elí, Elí ¿lama sabactani?” (Mateo 27:46). Fue el lenguaje de su niñez. Aprendió estas palabras del Salmo 22 en hebreo y los que lo rodeaban ahora no las comprendieron; pensaban que llamaba a Elías. El evangelista nos dice que son el equivalente a: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ¿Se trataba de una simple cita del Salmo 22? Fue más que una cita, fue el cumplimiento de esas palabras proféticas. Nos hará bien reconocer que no somos capaces de comprender todo lo que significa esta expresión. ¡Dios abandonado por Dios! ¿Cómo puede ser esto? Este clamor se registra en dos de los Evangelios, así que aunque no podemos llegar a la profundidad de su significado, algo debemos comprender. Este clamor nos da una idea de la distancia cubierta para salvar al hombre. De la gloria al pesebre, del pesebre al Calvario y, estando en la cruz, llegar al lugar del desamparo, a las tinieblas terribles donde ya no se percibe la presencia de Dios. Pablo describe este viaje en Filipenses 2:6-8: “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. 2 Corintios 5:21 lo dice en forma aún más gráfica: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. En esos momentos “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). Podemos, hasta cierto punto, comprender los sufrimientos físicos de la cruz, pero en realidad son sólo el símbolo de algo peor. Parte del tormento queda encerrado en la pregunta: ¿Por qué? Este es el clamor de la mente que busca comprender. El ¿por qué? no recibe respuesta en ese momento de oscuridad. Cristo clama, y el cielo no responde. El tormento mental y moral es más severo que el meramente físico. La agonía del infierno se deja ver en la palabra desamparado. Durante su ministerio, Cristo sintió el dolor de ser desamparado por su familia, rechazado por sus coterráneos en Nazaret y por su pueblo en general (Juan 1:11). Uno de sus discípulos lo traicionó, otro lo negó y todos lo abandonaron. Pero en todas estas aflicciones siempre pudo levantar el rostro al cielo y gozar la comunión de su Padre, él siempre estaba allí para fortalecerle, ¡pero ahora no! Dios le da la espalda. No lo podemos explicar, es un misterio. Se nos relata esto para que tengamos idea de lo horrendo del pecado y del tremendo precio pagado para redimirnos. Este desamparo es la peor agonía del infierno que será el destino eterno de todos los que se olvidan de Dios. ¿Cómo puede un hombre permanecer impasible ante la tremenda certidumbre de una eternidad de tinieblas, sin amor, sin esperanza, sin Dios? Recordemos que Cristo fue desamparado por Dios para que ningún hombre tenga que sufrir lo mismo. Pero lo sufrirá todo el que tenga en poco una salvación tan grande.
SI leemos el relato con cuidado, descubriremos que esta palabra fue pronunciada cuando volvía a brillar el sol. Esta quinta palabra es totalmente diferente a las demás. Es la única que es intensamente personal. Creemos que reflejaba más que una necesidad física, aunque eso es todo lo que entendieron los soldados romanos que encontraron una vasija llena de vinagre, empaparon en ella una esponja y poniéndola en un hisopo se la acercaron a la boca. Creemos que hubo dos motivos para este clamor. Primero, era el clamor de un vencedor. Esto es aparente en las palabras que introducen esta expresión: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo,… Tengo sed” (Juan 19:28). “Después de esto” significa que las tinieblas ya habían pasado. El príncipe de las tinieblas quiso apagar el sol de justicia, pero no pudo. “Sabiendo que ya todo estaba consumado” significa que la obra de redención, lo que Cristo vino al mundo a hacer, ya estaba hecha. Pero también es un clamor de identificación. Quiso identificarse como el Salvador prometido en las Escrituras. Afirmamos esto porque leemos: “Dijo, para que la escritura se cumpliese: Tengo sed”. Al pronunciar estas palabras, Cristo se estaba ubicando en el centro del Salmo 69, donde dice: “Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido; han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios… Por amor de ti he sufrido afrenta; confusión ha cubierto mi rostro. Extraño he sido para mis hermanos, y desconocido para los hijos de mi madre… El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé. Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre” (vs. 1-4; 7-9; 20,21). Cristo no quería agua, tanto como quería que reconocieran en él al Mesías prometido.
Los magos del oriente preguntaban: “Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?” (Mateo 2:2). Aquí está la respuesta. Sobre su cabeza su causa está escrita: “ESTE ES JESúS, EL REY DE LOS JUDíOS” (Mateo 27:37). Es aquí en la cruz donde podemos encontrar al rey. ¡Cuán importante es identificar correctamente al único Salvador prometido por Dios! Una equivocación aquí acarrea consecuencias funestas. ¿Le conoce Ud. como el Sustituto provisto por Dios? ¿Es Ud. participante de su victoria?
AL decir: “Tengo sed”, Cristo se refería a su persona, pero al decir: “Consumado es”, dirige nuestra atención a su obra. No hay nada más importante en este mundo que la persona y la obra de la cruz. Esta frase, o su equivalente, ocurren varias veces en la Biblia. La encontramos al principio del libro: “Vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera… Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra” (Génesis 1:31; 2:1). El Creador terminó su obra de manera perfecta. En el centro de las Escrituras aparece esta frase que es la sexta palabra pronunciada desde la cruz. El Redentor terminó su obra perfecta y totalmente, nada puede añadirse a ella. Y al final de la Biblia encontramos esta frase otra vez. Cuando el séptimo ángel derrama su copa llena de la ira de Dios, sale una voz del cielo, del trono, diciendo: “Hecho está” (Apocalipsis 16:17). El Rey de reyes y Señor de señores ha terminado su obra de reconciliación. El tiempo está por terminar y el estado eterno lo llenará todo. En cada uno de estos casos el que habla es el Hijo de Dios. Él es Creador, Redentor y Consumador de los propósitos de Dios. La afirmación hecha en la cruz es la más importante de las tres.
Veámosla también como un grito de victoria, un mensaje al Padre, una proclamación al universo entero; todo esto y más. Es una palabra cuyo significado debemos comprender. Es un anuncio de supremo interés a todo ser humano. Desconocerla o desvirtuarla es la tragedia más grande de la existencia. Cristo no dijo: Yo he terminado. Para muchos la historia de Cristo termina en la cruz. Si así fuera, nuestra fe sería vana. Cristo resucitó y vive a la diestra de Dios. Viene otra vez al mundo por su iglesia y a reinar con ella sobre la tierra. Otros buscan añadir algo a la obra terminada de Cristo. No aceptan que sea suficiente para redimir al pecador, santificarlo, justificarlo y llevarlo a la gloria. Los hombres quieren añadir algún mérito, alguna obra, alguna ceremonia como suplemento para poder así ser salvos. Para la redención del hombre: Nada quedó por hacerse, todo lo hizo Jesús. Podremos pensar con provecho sobre el efecto de este grito de victoria: En el cielo. Ahora el Padre celestial puede recibir a los hombres en su reino sin violar su santidad ni su justicia. El Hijo de Dios satisfizo las demandas de la justicia, pagó el precio de redención con su sangre y ahora Dios puede recibir, al pecador arrepentido, como Padre amante y como Dios justo (Romanos 3:19-26; Gálatas 3:10-14). En el infierno. Cuando Cristo clama “Consumado es” la desesperación allí es total. Satanás la serpiente antigua, queda herida en la cabeza (Génesis 3:15). Cristo destruyó, “por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). Ahora Cristo tiene “las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:18). Entre los moradores de la tierra. A unos, les trae gozo sin par porque la salvación es posible y porque no depende de esfuerzos ni méritos humanos. Éstos claman con Pablo: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gálatas. 6:14). Para otros, el sentido de esta expresión es confuso. Creen que Cristo sólo hizo algo, y es por esto que sienten que deben hacer también algo. No se dan cuenta que al buscar añadir a lo hecho en el Calvario insultan a la persona y obra del que murió allí. No queda ya nada por hacerse, más que caer de rodillas y aceptar lo que la gracia de Dios ha provisto. ¿Usted, lo ha aceptado? Si no lo ha hecho ¿por qué no lo hace hoy?
ESTAS palabras han estado en labios de muchos en la hora de la muerte. David las puso en el Salmo 31:5: “En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad”. Hay, sin embargo, una gran diferencia entre las palabras de David y las de Cristo. El Hijo de Dios antepone “Padre” y omite la referencia a la redención. El salmista habla como un pecador que acude a Dios buscando salvación. El Salvador habla como un vencedor que viene a Dios para presentarle la salvación que ha obtenido para los hombres. Esteban, y muchos mártires y creyentes a través de los siglos, han muerto con estas palabras en sus labios. Pero aquí también hay una diferencia. Ellos no podían retener su espíritu, la muerte los vencía. Cristo pronunció estas palabras “clamando a gran voz” (Lucas 23:46), lo que indica que fue una acción voluntaria. “Pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17,18). En esta acción victoriosa, vicaria y voluntaria, vemos a Cristo como profeta, sacerdote y rey. PROFETA. Cristo es el profeta anunciado por Moisés. Su vida estaría segura en las manos de Dios. Nosotros no tenemos que esperar hasta el momento de la muerte para poner nuestras vidas en esas manos poderosas (Juan 10:27,29). Como profeta, Cristo predicó su mensaje más importante desde la cruz. Como muchos profetas del Antiguo Testamento, dramatizó su mensaje. Todo lo que él es y dijo se puede entender solamente a la luz de la cruz. El mensaje de Dios a la humanidad es el mensaje de la cruz. SACERDOTE. Con sus últimas palabras, como nuestro Sumo Sacerdote, Cristo llega a la presencia de Dios y ofrece el sacrificio por nuestro pecado. En este momento el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo (Mt. 27:51) indicando que ya no hacían falta más víctimas, más sangre, ni más expiación por el pecado. “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día,… de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los
del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hebreos 7:26,27). REY. No olvidemos que Cristo murió en la cruz como rey. La tabla en que estaba escrita su causa proclamaba en tres idiomas que él era Rey. Llevaba una corona extraña, de espinas. Su última palabra en la cruz fue la proclamación de un Rey. Su voz no fue débil. Controlaba plenamente la situación. El relato inspirado cuidadosamente indica esto. El Rey pasa de los tormentos del infierno a la presencia de Dios con la palabra “Padre” en sus labios. En él no había culpa ni mancha alguna. Fue más fuerte que la muerte, venció a Satanás y llega a la presencia de Dios llamándole Padre. Este Rey, con voz de mando, usa a la muerte para llevar su espíritu a Dios. El primer Adán y todos sus descendientes, son esclavos de la muerte, pero el postrer Adán, es su vencedor y la muerte le obedece. Al morir, el Rey transforma a la cruz, signo de ignominia y vergüenza, en signo de poder y victoria. En el lugar de degradación y miseria “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10). Nunca hubo y nunca habrá un rey cual Jesús. Ciertamente es extraordinario y glorioso el Rey que ocupó una cruz en el lugar llamado Gólgota.