El agustinismo político Definición de Agustinismo: “Ausencia de una distinción formal entre el dominio de la filosofía y el de la teología, es decir, entre el orden de verdades racionales y el de verdades reveladas. Algunas veces los dos órdenes se hallan fusionados para constituir una sabiduría total, partiendo del principio de que las verdades poseídas por los filósofos antiguos son el resultado de una iluminación divina y que de ese modo ellas forman parte de la revelación total. Otras veces, los dominios de la filosofía y la teología son afirmados como distintos de derecho, pero no se logra asignar de hecho un principio capaz de salvaguardar esa distinción. Existe por otra parte la misma tendencia a borrar la separación formal entre la naturaleza y la gracia” (P. Mandonnet, Siger de Brabant et l’Averroïsme latin au XIII siècle. siècle. Louvain, 1911, p. 55-56). El agustinismo es entonces una tendencia tendencia a absorber el orden natural dentro del orden sobrenatural. La expresión “político” del agustinismo, según Henri-Xavier Henri-Xavier Arquillière ( L’Augustinisme L’Augustinisme politique. Essai sur la formation des théories politiques du moyen âge. âge. Paris, 1972), consiste a su vez en la tendencia a tendencia a absorber el derecho natural de la comunidad política en el derecho eclesiástico. Debe aclararse, sin embargo, que esta no es la doctrina de san Agustín, sino una deformación de la misma. misma. El origen de esta desviación puede explicarse en la interpretación sesgada de un pasaje de La de La Ciudad de Dios. Dios. En efecto, dice san Agustín en el Libro XIX, cap. 21 de esa obra, una comunidad política que no esté regida por la verdadera justicia, es decir la cristiana, no merece el nombre de verdadera comunidad política: “la república es la cosa del pueblo. Y el pueblo es una multitud reunida por la aceptación de un mismo derecho y la comunidad de intereses. Ahora bien, el derecho se identifica con la justicia, y he ahí por qué ese derecho no podría existir allí donde no existe la verdadera justicia. Es inútil llamar “Derecho” a las injustas constituciones de los hombres. Así pues, cuando la verdadera justicia (la justicia cristiana) está ausente, no podría haber una multitud reunida por la aceptación del derecho, y en consecuencia no hay pueblo ni cosa del pueblo o república.”
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Esta es una consecuencia de la definición de “pueblo” elaborada por Cicerón, por boca de Escipión, en la República. Sin embargo, san Agustín es consciente de las dificultades de esta definición porque si se aplicara estrictamente, entonces ninguna de las grandes civilizaciones de la antigüedad ha bría sido un “pueblo”, lo cual es una exageración. Por eso, algunos capítulos más adelante (cap. 24) corrige la definición ciceroniana de este modo: “Tenemos otra definición mejor y más probable de pueblo: un pueblo es una multitud de seres racionales, unido por las cosas que ama en común, y según esta definición el pueblo romano es un verdadero pueblo y su cosa pública es, sin ninguna duda, una república. Y lo mismo puede decirse de los griegos, egipcios, asirios y todas las demás naciones.” Pero lamentablemente, los autores del Agustinismo político prestaron más atención a la primera de las definiciones con las consecuencias que eran de prever. El Agustinismo político fue elaborándose paulatinamente a lo largo de casi toda la edad media, pero pueden señalarse sus hitos más salientes: Gelasio (Papa: 492-496), en una carta al Emperador bizantino Anastasio, escribe: “Hay dos poderes principales por los que este mundo se rige: la autoridad sagrada de los pontífices y la potestad real, de las cuales la primera tiene la mayor responsabilidad porque los pontífices deberán responder ellos mismos por los reyes en el Tribunal del Juicio Supremo.” Gelasio todavía es consciente de la independencia de ambos poderes, el espiritual y el temporal, pero en su Carta se preanuncia ya la actitud más dura que tomarán sus sucesores. Gregorio Magno (Papa: 590-604) marca ya un progreso notable hacia el Agustinismo político. Su actitud sin embargo es distinta según tenga que tratar con los Emperadores bizantinos, a quienes consagra gran respeto y sumisión, o con los nuevos reyes bárbaros del Occidente latino, con quienes adopta una actitud paternalista. No obstante esta diferencia en el trato, desde el punto de vista doctrinal Gregorio se mantiene inflexible. La ocasión se presentó a propósito de una ordenanza del emperador Mauricio
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que prohibía a sus funcionarios abrazar la vida monástica. Debe recordarse que Gregorio otorgaba una importancia mayor a la vida monacal como remedio contra los excesos en que había caído la Iglesia (simonía, investidura laica, concubinatos, etc.). Gregorio podía comprender la prohibición para los funcionarios de Mauricio de entrar a la vida sacerdotal, pero no podía aceptar una interdicción de ingresar en la vida de monasterio porque eso, escribe al Emperador, “es cerrar la vía del Cielo a una multitud de almas”, y continúa escribiendo: “El poder te ha sido dado desde lo Alto sobre todos los hombres, para ayudar a aquellos que quieren hacer el bien, para abrir más ampliamente el camino que lleva al Cielo, para que el reino terrestre esté al servicio del reino de los cielos” (clara indicación, como se ve, de su concepción del poder temporal). Con los reyes bárbaros es mucho más directo. A Childeberto, por ejemplo, rey de los francos, escribe: “Ser rey no tiene ningún mérito, puesto que otros lo son. Lo que importa es ser un rey cristiano”, y hace de eso una de las condiciones de prosperidad del reino. San Isidoro de Sevilla (Obispo: fines del s. V II), escribe en sus Sentencias: “Los príncipes del siglo ocupan a veces la cima del poder en la Iglesia con el fin de proteger por su potestad la disciplina eclesiástica. Pero por otra parte, en la Iglesia, tales poderes no serían necesarios si no impusieran el terror de la disciplina, lo cual los sacerdotes no pueden hacer prevalecer por la predicación solamente. A menudo, el reino celeste obtiene provecho de la realeza terrestre: cuando aquellos que están dentro de la Iglesia atentan contra la fe y la disciplina, son reprimidos por el rigor de los príncipes. Que éstos sepan que Dios les pedirá cuentas respecto de la iglesia, confiada por Dios a su protección.” En el siglo IX el Agustinismo político ya ha tomado casi su configuración definitiva. Jonás de Orléans, quien escribe uno de los tratados políticos más antiguos de la Edad Media ( De institutione regia), sostiene que el poder secular no se ejerce más al mismo tiempo sobre paganos y cristianos, sino que está en la Iglesia. El príncipe secular es parte
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del cuerpo místico de Cristo, y justamente con esa afirmación comienza el primer capítulo de su tratado: “Todos los fieles deben saber que la Iglesia universal es el cuerpo de Cristo, que su cabeza es Cristo y que, en esa Iglesia, existen dos personajes principales: el que representa al Sacerdocio y el que representa a la realeza. De ambos, el primero es más importante por cuanto deberá rendir cuentas a Dios por los actos de los mismos reyes.” Y más adelante dice: “El rey tiene como primera función la de ser el defensor de las iglesias y de los servidores de Dios. Su obligación consiste en velar con celo por la salvaguarda de los sacerdotes y por el ejercicio de su ministerio, y en proteger por las armas a la Iglesia de Dios.” Con Carlomagno, coronado el día de Navidad del año 800, el Agustinismo político alcanza su primera gran concreción. Con él vemos constituirse una especie de teocracia imperial (“cesaropapismo”), preludio de lo que se ha llamado la teocracia pontifical, cuya figura mayor es el Papa Gregorio VII (1073-1085) (“papocesarismo”). La fuerte noción de República forjada por los romanos, fundada sobre el derecho natural, parece diluirse y absorberse en la alta función religiosa ejercida por el Emperador franco. Carlomagno concreta inconscientemente en los hechos el Agustinismo político, le otorga fuerza y consistencia, y consagra la eliminación de la antigua noción de República independiente y distinta de la Iglesia. Carlomagno ejerce efectivamente la dirección religiosa y política de Occidente. Pero sobre todo, al hacer del bautismo el lazo de unión principal de las naciones tan diversas que había conquistado, contribuyó más que nadie al establecimiento de la cristiandad medieval. Mientras el terreno estaba ya preparado para el papel del papado como cabeza efectiva de aquélla, es él quien preside entre tanto esa unidad mística de la cristiandad que es obra de su fe, de su política y de sus armas. No es de extrañar entonces que bajo su reinado haya habido lugar para un florecimiento de tratados que justificaban intelectualmente esa situación de hecho del Agustinismo político. Poco a poco ha ido configurándose la posibilidad de casi desaparición del derecho natural de la República en beneficio del derecho eclesiástico. Así, la actuación de Gregorio VII, representante mayor del agustinismo político, solamente se explica en y por ese
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contexto doctrinal elaborado a lo largo de varios siglos. La preocupación mayor del papado de Gregorio VII, aquella que dio la ocasión para la explicitación de su doctrina política, fue la investidura laica, sobre todo bajo el reinado de Enrique IV. Las disputas con el monarca francés fueron feroces: el Papa lo excomulgaba, desligando de ese modo a sus súbditos de la obediencia debida (1076), y el rey respondía reuniendo un concilio que deponía al Papa y nombrando un antipapa en su lugar. Pero lo notable es que todo esto Gregorio lo hace con toda naturalidad, pensando tácitamente que sus condenas son perfectamente legítimas y ajustadas a los derechos que le corresponden como Papa. Los documentos en los cuales Gregorio VII explicita su pensamiento son sobre todo dos: el Dictatus Papae (1075) y sus cartas al Obispo Hermann de Metz (1076 y 1080). Allí se observa claramente la idea del poder y de la preeminencia eclesiástica sobre el orden temporal. Frente a este movimiento o tendencia llamada “Agustinismo político”, un observador contemporáneo podría estar tentado de realizar un juicio de valor sumamente negativo. Sin embargo, no se debe olvidar que en definitiva, gracias al papel de esa doctrina, Europa no quedó disuelta en una pléyade anárquica de reinos menores. La obra del Renacimiento carolingio, que sentó las bases de la cristiandad medieval, no hubiera sido posible sin el Agustinismo. Y en último análisis, la recuperación del derecho natural de la República que comienza a operarse a fines de la Edad Media, fue posible gracias a que la Iglesia mantuvo la unidad política de los reinos e imperios por el lazo de la fe. La pérdida o degradación de una sana vida política en los tiempos duros de los primeros siglos de la Edad Media, como consecuencia de la caída del Imperio Romano de Occidente, no tuvo por causa precisamente a la Iglesia sino a la corrupción de las costumbres imperiales, como bien lo señalaba ya san Agustín mismo: “Si la disciplina cristiana condenase todas las guerras, se les hubiese dado en el Evangelio este consejo saludable a los soldados, diciéndoles que arrojasen las armas y dejasen enteramente la milicia. En cambio, se les dijo: A nadie golpeéis, a nadie calumniéis y contentaos con vuestra paga. Pues les mandó que se contentasen con su propia paga, sin duda no les prohibió la milicia. Por lo tanto, los que dicen que la doctrina de Cristo es enemiga de la república, dennos un ejército de soldados tales cuales los exige la doctrina de Cristo. Dennos tales provincias, tales maridos, tales siervos, tales reyes, tales jueces, tales
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recaudadores y cobradores de las deudas del fisco, como los quiere la doctrina cristiana, y atrévanse a decir que es enemiga de la república. No duden en confesar que, si se la obedeciera, prestaría un gran vigor a la república” (Carta 138, a Marcelino, II, 15). El Agustinismo, con todos sus excesos, constituyó en el fondo un intento de restauración y de salvaguarda por la vía religiosa de un bien (el bien de la vida política) olvidado en la pérdida del sentido espiritual de la vida, al cual se orienta o debiera orientarse en última instancia toda vida política.