Capítulo 15 LA SEGUNDA TRANSFORMACIÓN DEMOCRÁTICA: DE LA CIUDAD-ESTADO AL ESTADO NACIONAL
Las modernas ideas y prácticas democráticas son el producto de dos transformaciones fundamentales fundamentales en la vida política. La primera, como ya vimos, se introdujo en la Grecia y Roma antiguas en el siglo V a.C. y desapareció del Mediterráneo antes del comienzo de la era cristiana. Un milenio más tarde, t arde, algunas de las ciudades-Estados de la Italia medieval se transformaron asimismo en regímenes de gobiernos populares, que sin embargo fueron retrocediendo en el curso del Renacimiento. En ambos casos, la sede de las ideas y prácticas práct icas democráticas y republicanas fue la ciudad-Estado. En ambos, los gobiernos populares fueron a la postre sumergidos por regímenes imperiales u oligárquicos. La segunda gran transformación, de la cual somos herederos, se inició con el desplazamiento gradual gradual de la idea de la democracia desde su sede histórica en la ciudad-Estado al ámbito más vasto de la nación, el país o el Estado nacional. Como movimiento político y a veces como logro concreto — no no como mera idea — , durante el siglo XIX esta segunda transformación adquirió gran impulso en Europa y en el mundo de habla inglesa. En el siglo XX la idea de la democracia dejó de ser, como hasta entonces, una doctrina lugareña, abrazada sólo en Occidente por una pequeña proporción de la población del mundo y concretada a lo sumo durante unos pocos siglos en una minúscula fracción del planeta. Aunque está lejos de haber abarcado el mundo entero, en el último medio siglo la democracia, en el sentido moderno de la palabra, ha cobrado fuerza casi universal como idea política, como aspiración y como c omo ideología.
La transformación
No obstante, este segundo gran movimiento histórico de las ideas y prácticas democráticas ha modificado profundamente la forma en que se concibe la
materialización de un proceso democrático. La causa primordial de este e ste cambio (aunque no la única) es el desplazamiento de la sede de la ciudad-Estado al Estado nacional. Más allá de este último, existe hoy la posibilidad de que se creen asociaciones políticas aún mayores y más abarcadoras, supranacionales. supranacionales. El futuro siempre es materia de conjeturas, pero el cambio de escala del orden político ya ha generado un Estado democrático moderno que es sumamente diferente de la democracia de la ciudad-Estado. Durante más de dos mil años (desde la Grecia clásica hasta el siglo XVIII), fue una premisa predominante del pensamiento político occidental que en un Estado democrático y republicano el tamaño de la ciudadanía y del territorio del Estado debían ser pequeños; más aún, medidos según los criterios actuales, minúsculos. Se suponía habitualmente que el gobierno democrático o republicano sólo se adecuaba a Estados de escasa extensión. Así, la idea y los ideales de la polis, la pequeña ciudad-Estado unitaria donde todos eran parientes y amigos, persistió cuando ya todas las ciudades - Estados casi habían desaparecido como fenómeno histórico. A pesar de las impresionantes derrotas que sufrieron los persas a manos de los griegos, a la larga la pequeña ciudad-Estado no pudo lidiar contra un vecino más grande con inclinaciones imperiales, como lo demostraron muy bien Macedonia y Roma. Mucho después, el auge del Estado nacional, a menudo acompañado por una concepción más amplia de la nacionalidad, sustituyó a las ciudadesEstados y a otros principados minúsculos. Hoy apenas sobreviven unas pocas excepciones como San Marino y Liechtenstein, pintorescos legados de un pasado que se esfumó. Como consecuencia del surgimiento de los Estados nacionales, desde el siglo XVII aproximadamente la idea de democracia no habría tenido futuro real si su sede no hubiera pasado al Estado nacional. En El contrato social (1762), Rousseau todavía seguía ligado a la antigua noción de un pueblo que tuviera control final sobre el gobierno de un Estado lo bastante pequeño en población y territorio como para posibilitar que todos los ciudadanos se reuniesen a fin de ejercer su soberanía en una única asamblea popular. No obstante, menos de un siglo después la creencia de que la nación o el país era la unidad "natural" del gobierno soberano ya había arraigado tanto que en sus Consideraciones sobre el gobierno representativo, de 1861, John Stuart Mili enunciaba en una sola frase lo que tanto para él como para sus lectores podría considerarse obvio, al rechazar la premisa de que el e l autogobierno exige necesariamente una unidad lo bastante pequeña como para que toda t oda la ciudadanía se congregue — y con ello descartaba lo que durante más de dos milenios había sido parte del saber convencional (Mili, [1861], 1958, pág.55)-.
Pero hasta el propio Mili no pudo ver hasta qué punto el gran aumento de la escala transformaría radicalmente las instituciones y prácticas democráticas. De ese cambio trascendental en la sede de la democracia se derivaron ocho consecuencias importantes, que en su conjunto colocan al moderno Estado democrático en agudo contraste con los antiguos ideales y prácticas de los gobiernos democráticos y republicanos. Como resultado de ello, este descendiente de la idea democrática convive incómodo con recuerdos ancestrales que incesantemente invocan, plañideros, que las prácticas actuales se han apartado de los ideales de antaño — aunque aunque las prácticas de antaño rara vez se ajustaban a los ideales — .
Ocho consecuencias
Permítaseme resumir en pocas palabras las consecuencias fundamentales de este enorme aumento en la escala de la democracia. En los capítulos siguientes examinaré cada una de ellas con mayor detalle.
Representación
El cambio más obvio, desde luego, es que los actuales representantes han sucedido a la asamblea de ciudadanos de la l a democracia antigua. (La frase aislada con la que Mili desechaba la democracia directa aparecía en una obra sobre el gobierno representativo.) Ya he descripto (en el capítulo 2) de qué manera la representación, que en sus orígenes no fue una institución democrática, pasó a ser adoptada como elemento esencial de la democracia moderna. Tal vez algunas palabras adicionales nos ayuden a situar la representación en la perspectiva adecuada. En su condición de medio para contribuir a democratizar los gobiernos de los Estados nacionales, la representación puede entenderse como un fenómeno histórico y a la vez como una aplicación de la lógica de la igualdad a un sistema político de gran tamaño. Los primeros intentos airosos de democratizar el Estado nacional tuvieron lugar, característicamente, en países con legislaturas que supuestamente tenían como
finalidad representar a ciertos intereses sociales diferenciados: los aristócratas, los terratenientes, los comerciantes, los plebeyos, etc. A medida que los movimientos en pro de una mayor democratización iban cobrando fuerza, no fue preciso urdir una legislatura "representativa" a partir de la telaraña de ideas democráticas abstractas, puesto que ya existían legislaturas y representantes concretos, por más que fuesen antidemocráticos. Por consiguiente, quienes abogaban por reformar, y que en las primeras etapas tuvieron muy pocas intenciones de crear una democracia muy abarcadora, procuraron hacer que las legislaturas se volviesen más "representativas" ampliando el sufragio, modificando el sistema electoral de modo que los votantes estuviesen mejor representados y, en fin, asegurando que las elecciones fuesen libres e imparciales. Además, trataron de garantizar que los jefes más altos del poder ejecutivo (presidente, primer ministro, gabinete o gobernador) fueran elegidos por una mayoría de la legislatura (o de la cámara de los "comunes", la cámara popular, donde ella existía) o bien por el electorado en su conjunto. Si bien esta breve descripción del camino general que llevó a la democratización no hace justicia a las numerosas variaciones importantes que se sucedieron en cada país, algo parecido a esto fue lo que aconteció en los primeros Estados nacionales democratizados. Por ejemplo, en las colonias norteamericanas antes de la revolución — período período de un siglo y medio de evolución predemocrática, cuya importancia suele subestimarse — y, y, luego de la independencia, en los trece estados que compusieron la Unión. Por cierto, al redactar los Artículos de la Confederación tras la independencia, los dirigentes norteamericanos debieron crear un congreso nacional casi de la nada; y poco después, el Congreso de Estados Unidos cobró forma perdurable en la Convención Constituyente de 1787. Pero al elaborar la constitución los delegados a esa convención siempre tomaron t omaron como punto de partida las características peculiares del sistema constitucional británico — particularmente particularmente el rey, el parlamento bicameral, el primer ministro y su gabinete — , aunque alteraron el modelo inglés para p ara adecuarlo a las condiciones novedosas de un país integrado por trece estados soberanos y que carecía de un monarca capaz de ser jefe de Estado, así como de los nobles hereditarios necesarios para conformar una "cámara de los lores". La solución que dieron al problema de la elección del jefe del Ejecutivo (el colegio electoral) demostró ser incompatible con los impulsos democratizadores de la época, pero el presidente pronto comenzó a ser elegido en lo que prácticamente era una elección popular. En Gran Bretaña, donde el primer ministro ya a fines del siglo XVIII había llegado a depender de la confianza que depositaban en él las mayorías parlamentarias, a partir de 1832 un objetivo fundamental de los movimientos democratizadores fue hacer extensivo el derecho a votar por los miembros del Parlamento a nuevos sectores de la población, y asegurar que las elecciones parlamentarias fuesen
libres e imparciales. En los países escandinavos e scandinavos,, donde habían existido cuerpos legislativos, como en Inglaterra, desde la Edad Media, la tarea consistió en reafirmar la dependencia del primer ministro respecto del parlamento parlamento (y no del rey) y ampliar el sufragio a las elecciones de parlamentarios. Lo mismo ocurrió en Holanda y Bélgica. En Francia, aunque desde la revolución de 1789 hasta la Tercera República de 1871 se siguió un camino distinto (expansión del sufragio habitualmente acompañada acompañada de un despotismo del poder ejecutivo), lo que demandaban los movimientos democráticos no difería mucho de lo que acontecía en otros sitios. Las instituciones políticas de Canadá, Australia y Nueva Zelanda fueron conformadas por su propia experiencia colonial, que incluyó elementos significativos de gobierno parlamentario, así como los sistemas constitucionales británico y norteamericano. Con esta historia a vuelo de pájaro queremos subrayar que en Europa y América los movimientos de democratización del gobierno de los Estados nacionales no partieron de cero. En los países que fueron los principales centros de una democratización exitosa desde fines del siglo XVIII hasta alrededor de 1920, las legislaturas, sistemas de representación y aun elecciones eran instituciones bien conocidas. Por lo tanto, algunas de las instituciones más características de la democracia moderna, incluido el propio gobierno representativo, no fueron el mero producto de un razonamiento abstracto sobre los requisitos que debía cumplir un proceso democrático, sino que derivaron de modificaciones específicas sucesivas de instituciones políticas ya existentes. Si sólo hubieran sido el producto de los propugnadores de la democracia, que trabajasen basados exclusivamente en esquemas abstractos sobre el proceso democrático, probablemente los resultados habrían sido distintos. No obstante, sería erróneo interpretar la democratización de los cuerpos legislativos existentes como adaptaciones ad hoc de las instituciones tradicionales. Una vez que el locus de la democracia se trasladó al Estado nacional, la lógica de la igualdad política, aplicada ahora a países enormemente más grandes que la ciudad-Estado, tenía como claro corolario que la mayor parte de las leyes tuvieran que ser sancionadas no por los propios ciudadanos congregados sino por sus representantes electos.4 Entonces como ahora, fue evidente que a medida que la cantidad de ciudadanos aumenta más allá de cierto límite — impreciso impreciso — , la proporción de ellos que pueden congregarse (o suponiendo que puedan hacerlo, la proporción de los que tienen oportunidad de participar de alguna otra manera además del voto) es forzosamente cada vez menor. Dentro de un instante añadiré algo sobre el problema de la participación. Ahora quiero destacar que el gobierno representativo no se insertó en la idea democrática simplemente a raíz de la inercia y de la familiaridad familiaridad con las instituciones existentes. Quienes emprendieron la labor de modificar esas
instituciones sabían muy bien que, para aplicar la lógica de la igualdad política a la gran escala del Estado nacional, la democracia "directa" de las asambleas ciudadanas debía ser reemplazada por (o al menos complementada con) un gobierno representativo. Esto se observó en repetidas oportunidades, hasta que pudo dárselo por sentado como algo obvio, como hizo Mili. Incluso los suizos, con su larga tradición de gobierno por asamblea en los antiguos cantones, reconocieron que un referendo nacional no podía cumplir adecuadamente las naciones de un parlamento. Pero como previo Rousseau en El contrato social, la representación alteraría la naturaleza misma de la ciudadanía y del proceso democrático. Ya veremos que la democracia en gran escala carece de algunas de las capacidades potenciales de la democracia en pequeño — aunque aunque suele perderse de vista que también lo contrario es cierto — .
Extensión ilimitada
Una vez aceptada la representación como solución, fueron superadas las barreras que los límites de una asamblea en la ciudad-Estado imponía al tamaño de la unidad democrática. En principio, ningún país sería demasiado extenso, ninguna población demasiado cuantiosa para que exista un gobierno representativo. En 1787 Estados Unidos tenía una población de alrededor de cuatro millones de habitantes — ya ya gigantesca, si se la mide con los cánones de la polis ideal griega — . Algunos delegados a la Convención Constituyente pronosticaron con osadía que en el futuro llegaría a contar con más de cien millones... cifra que fue superada ya en e n 1915. En 1950, cuando la India estableció su sistema parlamentario republicano, sus habitantes rondaban los 350 millones y seguían multiplicándose. multiplicándose. Hasta ahora ha sido imposible fijar un límite superior teórico.
Límites a la democracia participativa
Pero como consecuencia directa del mayor tamaño, algunas formas de participación política quedan inherentemente más limitadas en las poliarquías
que en las antiguas ciudades-Estados. No quiero decir con esto que en la ciudadEstado democrática o republicana la participación alcanzase nada parecido a sus límites potenciales; pero en muchas de las ciudades- Estados antiguas y medievales existían posibilidades posibilidades teóricas que ya no existen en un país democrático, por pequeño que sea, a raíz de la magnitud de su ciudadanía y de su territorio (si bien esto último tiene menos importancia). El límite teórico de la participación política efectiva disminuye rápidamente con la escala, aunque se recurra a los modernos medios de comunicación electrónicos. La consecuencia es que, en promedio, un ciudadano de Estados Unidos, o aun de Dinamarca, no puede participaren la vida política tan plenamente como la cantidad media de los ciudadanos de un demos mucho menor en un Estado más pequeño. Quiero retomar este tema en el próximo capítulo .
Diversidad
Aunque entre escala y diversidad no hay una relación lineal, cuanto mayor y más abarcadura es una unidad política, más tienden los habitantes a mostrar diversidad en aspectos que tienen que ver con la política: sus lealtades locales y regionales, su identidad étnica y racial, su religión, creencias políticas e ideológicas, ocupación, estilo estilo de vida, etc. A los fines prácticos, ya se ha vuelto imposible la ciudadanía relativamente relativamente homogénea unida por comunes apegos a su ciudad, su lengua, su historia y mitología, sus dioses y su religión, que era un rasgo tan conspicuo de la visión que tenía de la democracia la antigua ciudadEstado. No obstante, por lo que ahora vemos, lo que sí es posible es que exista un sistema político que trascienda la concepción de los propugnadores del gobierno popular en la época premoderna: me refiero a gobiernos representativos con amplios electorados, que gocen de una vasta serie de derechos y libertades individuales, y convivan en grandes países de una extraordinaria diversidad.
Conflicto
Como consecuencia de la diversidad, sin embargo, se multiplicaron multiplicaron las divisiones políticas y apareció el conflicto como co mo aspecto inevitable de la vida política,
aceptado en el pensamiento y en la práctica como un rasgo normal y no aberrante. Un símbolo notorio de este cambio de mentalidad es James Madison, quien en la Convención Constituyente de 1787 (y luego en la defensa que hizo de ésta en El federalista) enfrentó frontalmente la opinión histórica aún reflejada en las objeciones antifederalistas antifederalistas contra "la tentativa absurda e inicua de crear una república democrática en una escala grotesca", como sería la de la unión federal de los trece estados. En una polémica brillante, Madison Madison sostuvo que, dado que los conflictos de intereses formaban parte de la naturaleza misma del hombre y de la sociedad, y la expresión de esos conflictos no podía suprimirse sin suprimir la libertad, el mejor remedio contra los recelos mutuos de las facciones era el aumento del tamaño. El corolario (que él sin duda previo) fue que, contrariamente a lo que suponía el punto de vista tradicional, una de las ventajas del gobierno de la república en la gran escala del Estado nacional fue la probabilidad mucho menor de que los conflictos políticos suscitasen graves disputas civiles, en comparación con el ámbito más reducido de la ciudad-Estado. Así pues, en contraposición con la visión clásica según la cual c ual era previsible que un conjunto más homogéneo de ciudadanos compartiesen creencias bastante similares sobre el bien común, y actuasen en consonancia, ahora la noción de bien común se ha extendido más sutilmente a fin de abarcar los heterogéneos apegos, lealtades y creencias de un gran conjunto de ciudadanos diversos, con una multiplicidad de divisiones y conflictos entre ellos. Tan sutilmente se ha extendido, que nos vemos obligados a preguntarnos si el concepto actual de bien común es mucho más que un recuerdo conmovedor de una antigua visión, que el cambio ineluctable ha vuelto inaplicable a las condiciones de la vida política moderna y posmoderna. Retornaremos a este problema en los capítulos 20 y 21.
Poliarquía
El cambio de escala y sus consecuencias — el el gobierno representativo, la mayor diversidad, el incremento de las divisiones y conflictos — contribuyó contribuyó al desarrollo de un conjunto de instituciones políticas que distinguen la moderna democracia representativa de todos los restantes sistemas políticos, ya se trate de los regímenes no democráticos o de los sistemas democráticos anteriores. A esta clase de régimen político se lo ha denominado poliarquía, término que yo empleo con frecuencia.
Puede concebirse la poliarquía de diversas maneras: como resultado histórico de los empeños por democratizar y liberalizar las instituciones políticas de los Estados nacionales; como un tipo peculiar de orden o régimen político, diferente en aspectos significativos no sólo de los sistemas no democráticos de toda laya, sino también de las anteriores democracias en pequeña escala; como un sistema de control político (a lo Schumpeter) en que los principales funcionarios del gobierno son inducidos a modificar su proceder para ganar las elecciones en competencia política con otros candidatos, partidos y grupos; como un sistema de derechos políticos (que ya hemos examinado en el capítulo 11); o como un conjunto de instituciones necesarias para el funcionamiento del proceso democrático en gran escala. Si bien estas concepciones de la poliarquía difieren en diversos sentidos importantes, no son incompatibles entre sí. Por el contrario, se complementan. No hacen sino poner de relieve diferentes aspectos o consecuencias de las instituciones que distinguen los regímenes políticos poliárquicos de los que no lo son. Dentro de un momento analizaré la poliarquía en el último de los sentidos mencionados, o sea, como serie de instituciones políticas indispensables indispensables para la democracia en gran escala. En capítulos c apítulos posteriores veremos que el desarrollo de una poliarquía depende de ciertas condiciones esenciales, que en ausencia de una o más de tales condiciones la poliarquía puede derrumbarse, y que a veces es restaurada luego de una lucha civil contra un régimen autoritario. También examinaremos la difusión actual de la poliarquía en el e l mundo y sus posibilidades futuras.
Pluralismo social y organizativo organizativo
Otro corolario del mayor tamaño de un régimen político y de las consecuencias hasta ahora mencionadas (diversidad, conflicto, poliarquía) es la existencia en los regímenes poliárquicos de un número significativo de grupos y de organizaciones sociales relativamente autónomos entre sí y con respecto al gobierno, lo que se ha dado en llamar pluralismo o, más concretamente, pluralismo social y organizativo.
Expansión de los derechos individuales
Una de las más llamativas diferencias diferencias entre la poliarquía y los sistemas democráticos y republicanos anteriores, no tan vinculada como las que hemos visto con el cambio de escala, es la notable ampliación de los derechos individuales en los países con gobiernos poliárquicos. Según vimos en el capítulo 1, en la Grecia clásica la libertad era un atributo de los miembros de una determinada ciudad, dentro de cuyos c uyos límites un ciudadano era libre, en virtud del imperio del derecho y de su habilitación para participar en las decisiones de la asamblea (véase supra, pág. 33, y pág. 412, notas 16 y 17). Cabe argüir que en un grupo pequeño y relativamente homogéneo de ciudadanos ligados por el parentesco, la vecindad, la amistad, los lazos comerciales y la identidad cívica, participar con los conciudadanos en todas las decisiones que afectan la vida común es una libertad tan amplia y fundamental que, en comparación con ella, las demás libertades y derechos pierden gran parte de su importancia. No obstante, para balancear esta idealización debe añadirse que, en general, las pequeñas comunidades no suelen descollar por su libertad sino más bien por la opresión que ejercen, sobre todo en e n los inconformistas. La propia Atenas no estuvo dispuesta a tolerar a Sócrates. Aunque su condena haya sido un hecho excepcional, lo cierto es que Sócrates no gozaba del "derecho constitucional" de predicar sus opiniones disidentes. En contraste con ello, como ya indiqué en el capítulo 13, en los países con gobiernos poliárquicos la cantidad y variedad de derechos individuales legalmente sancionados y vigentes se ha incrementado con el correr del tiempo. Por otra parte, como en las poliarquías la ciudadanía se ha expandido hasta incluir a casi toda la población adulta, virtualmente todos los adultos gozan de los derechos políticos primarios. Por último, muchos derechos individuales, como el derecho a un proceso judicial ecuánime, no están limitados a los ciudadanos, sino que también se hacen extensivos a otras personas, a veces a la población íntegra de un país. Sería absurdo atribuir esta expansión extraordinaria de los derechos individuales en las poliarquías simplemente a los efectos de la magnitud; pero si bien la mayor escala de la sociedad no es la única causa ni probablemente la más importante, sin duda ha contribuido a dicha expansión. En primer lugar, la democracia en gran escala exige las instituciones de la poliarquía, y como hemos visto ellas
incluyen necesariamente los derechos políticos primarios — derechos derechos que trascienden con mucho aquellos a los que accedían los ciudadanos en los regímenes democráticos y republicanos r epublicanos anteriores — . Además, la mayor magnitud estimula que la gente se preocupe por contar con esos derechos, como alternativa frente a la participación en las decisiones colectivas. A medida que aumenta la escala social, cada persona conoce y es conocida, forzosamente, por un número cada vez menor de las demás. Cada ciudadano es un extraño para una proporción creciente de los demás ciudadanos. Los lazos sociales y trato personal entre ellos ceden lugar a la distancia social y el anonimato. En tales circunstancias, los derechos propios de la ciudadanía — o simplemente de la persona humana — aseguran una esfera de libertad personal que no ofrece la participación en las decisiones colectivas. Agreguemos que a medida que aumentan la diversidad y las divisiones políticas, y que el antagonismo político se convierte en un aspecto aceptado como normal en la vida política, los derechos individuales individuales pueden concebirse como un sucedáneo del consenso político. Si existiese una sociedad en que no hubiera conflictos de intereses, nadie tendría mucha necesidad de derechos personales: lo que un ciudadano cualquiera quisiese, lo querrían todos. No ha habido jamás una sociedad tan homogénea o consensual, pero si el consenso, sin llegar a ser perfecto, es grande, la mayor parte de los ciudadanos pueden confiar en que pertenecerán tan a menudo a la mayoría que sus intereses básicos quedarán siempre preservados en las decisiones colectivas. En cambio, si lo normal es que haya conflictos de intereses y los resultados de las decisiones son muy inciertos, los derechos personales brindan a cada uno un modo de asegurarse un espacio de libertad que no sea fácilmente violado por las decisiones políticas corrientes.
Poliarquía: sus características definitorias
La poliarquía es un régimen político que se distingue, en el plano más general, por dos amplias características: la ciudadanía es extendida a una proporción comparativamente comparativamente alta de adultos, y entre los derechos de la ciudadanía se incluye el de oponerse a los altos funcionarios del gobierno y hacerlos abandonar sus cargos mediante el voto. La primera diferencia a la poliarquía de otros regímenes más excluyentes, donde si bien se permite la oposición, los miembros del gobierno y sus opositores legales pertenecen a un pequeño grupo de la sociedad (como sucedía en Gran Bretaña, Bélgica, Italia y otros países antes del sufragio masivo). La segunda diferencia a la poliarquía de aquellos sistemas en
que, si bien la mayoría de los adultos son ciudadanos) entre sus derechos no se cuenta el de oponerse al gobierno y destituirlo mediante el voto (como ocurre en los modernos regímenes autoritarios).
Las instituciones de la poliarquía
Más concretamente, y otorgando un mayor contenido a esas dos características generales, diremos que la poliarquía es un orden o rden político que se singulariza por la presencia de siete instituciones, todas las cuales deben estar presentes para que sea posible clasificar un gobierno como poliárquico. 1. Funcionarios electos. El control de las decisiones en materia de política pública corresponde, según lo establece la constitución del país, a funcionarios electos. 2. Elecciones libres e imparciales. Dichos funcionarios son elegidos mediante el voto en elecciones limpias que se llevan a cabo con regularidad y en las cuales rara vez se emplea la coacción. 3. Sufragio inclusivo. Prácticamente Prácticamente todos los adultos tienen t ienen derecho a votar en la elección de los funcionarios públicos. 4. Derecho a ocupar cargos públicos. Prácticamente todos los adultos tienen derecho a ocupar cargos públicos en el gobierno, aunque la edad mínima para ello puede ser más alta que para votar. 5. Libertad de expresión. Los ciudadanos tienen derecho a expresarse, sin correr peligro de sufrir castigos severos, en cuestiones políticas definidas con amplitud, incluida la crítica a los funcionarios públicos, el gobierno, el régimen, el sistema socioeconómico y la ideología prevaleciente. 6. Variedad de fuentes de información. Los ciudadanos tienen derecho a procurarse diversas fuentes de información, que no sólo existen sino que están protegidas por la ley. 7. Autonomía asociativa. Para propender a la obtención o defensa de sus derechos (incluidos los ya mencionados), los ciudadanos gozan también del derecho de constituir asociaciones u organizaciones relativamente relativamente independientes, entre ellas partidos políticos y grupos de intereses. Importa comprender que estos enunciados caracterizan derechos, instituciones y procesos efectivos y no meramente nominales. Los países del mundo pueden ordenarse, en verdad, según el grado en que esté presente en ellos, en un sentido
realista, cada una de estas instituciones. Consecuentemente, éstas pueden servir como criterio para decidir cuáles son los países gobernados por una poliarquía en la actualidad o en el pasado. Como veremos más adelante, estos ordenamientos y clasificaciones pueden utilizarse para investigar las condiciones que favorecen o perjudican el establecimiento de la poliarquía.
Poliarquía y democracia
Pero es obvio que si nos ocupamos de la poliarquía, no es porque sea meramente un tipo de orden político propio del mundo moderno; nos interesa primordialmente primordialmente por su relación con la democracia. d emocracia. ¿Cuál es, entonces, esa relación? Dicho sumariamente, las instituciones de la poliarquía son indispensables para la democracia en gran escala, y en particular para la escala del moderno Estado nacional. Para expresarlo en términos algo diferentes, todas las instituciones de la poliarquía son necesarias para la instauración más plena posible del proceso democrático en el gobierno de un país. Pero decir que estas siete instituciones son necesarias no es lo mismo que decir que son suficientes. En capítulos posteriores quiero examinar algunas posibilidades de una ulterior democratización de los países gobernados mediante poliarquía. En el cuadro 15.1 se explícita la relación entre la poliarquía y los requisitos de un proceso democrático.
Cuadro 15.1 Poliarquía y proceso democrático Las siguientes Instituciones
…
1. Funcionarios electos.
son necesarias para cumplir con los siguientes criterios
I. Igualdad de voto.
2. Elecciones libres e imparciales.
1. Funcionarios electos. 3. Sufragio inclusivo. 4. Derecho a ocupar cargos públicos.
II. Participación Efectiva
5. Libertad de expresión. 6. Variedad de fuentes de información. 7. Autonomía asociativa.
5. Libertad de expresión. 6. Variedad de fuentes de información.
III.Comprensión esclarecida
7. Autonomía asociativa.
1. Funcionarios electos. 2. Elecciones libres e imparciales. 3. Sufragio inclusivo. 4. Derecho a ocupar cargos públicos. 5. Libertad de expresión.
IV. Control del programa de acción.
6. Variedad de fuentes de información. 7. Autonomía asociativa. 3. Sufragio inclusivo.
4. Derecho a ocupar cargos públicos. 5. Libertad de expresión 6. Variedad de fuentes de información. 7. Autonomía asociativa
V. Inclusión
Evaluación de la poliarquía
Es típico que los demócratas que viven en países gobernados por regímenes autoritarios tengan la ferviente esperanza de que algún día su país alcance el umbral de la poliarquía. Es típico que los demócratas que viven en países gobernados desde hace mucho por una poliarquía piensen que ésta no es lo bastante democrática, y que tendría que serlo en mayor medida. Pero si bien los demócratas tienen diversas concepciones sobre la próxima etapa de la democratización, hasta ahora ningún país ha trascendido la poliarquía y pasado a una etapa "superior" " superior" de democracia. Los intelectuales de los países democráticos en los que ha habido poliarquía sin interrupciones a lo largo de varias generaciones han llegado a expresar con frecuencia su hastío y desdén por las fallas de sus instituciones; pese a ello, no es difícil comprender que los demócratas que carecen de éstas las encuentren muy precisas, con todos sus defectos. Ya que la poliarquía suministra una amplia gama de derechos y libertades humanos que ninguna otra alternativa presente en el mundo real puede ofrecer. Le es inherente una vasta y generosa zona de libertad y control, que no puede invadirse en forma profunda o persistente sin destruir la poliarquía misma. Y como en los países democráticos, según vimos, la gente ansia gozar de nuevos derechos, libertades y capacidades, esa zona esencial se amplía cada vez más. Si bien las instituciones de la poliarquía no garantizan que la participación ciudadana sea tan cómoda y vigorosa como podría serlo, en principio, en una pequeña ciudad-Estado, ni que los gobiernos sean controlados de cerca por los ciudadanos o que las políticas que implantan corresponda invariablemente invariablemente a lo que desea la mayoría, lo cierto es que vuelve en extremo improbable que un gobierno tome, durante mucho tiempo, medidas públicas que violentan a la mayoría. Más aún, dichas instituciones vuelven infrecuente que sus gobiernos impongan políticas objetadas por una cantidad sustancial de ciudadanos, que tratarán empeñosamente de suprimirlas suprimirlas recurriendo a los derechos y oportunidades de que disponen. Si el control ciudadano sobre las decisiones colectivas es más anémico que el firme control que deberían ejercer para que el sueño de la democracia participativa participativa se realice alguna vez, por otro lado la capacidad de los ciudadanos para vetar la reelección de los funcionarios o sus medidas es un arma poderosa, a menudo esgrimida, para impedirles adoptar políticas objetables a juicio de muchos. Comparada con sus otras opciones históricas y actuales, la poliarquía es uno de los más extraordinarios inventos humanos, aunque es incuestionable que no llega
a cumplir con un proceso democrático. Desde el punto de vista democrático, podrían plantearse muchos interrogantes sobre las instituciones de la democracia en gran escala en el Estado nacional, tal como existen hoy. A mi entender, los más importantes son los siguientes, a los que dedico el resto de este libro: 1. En las condiciones vigentes en el mundo moderno y posmoderno, ¿cómo pueden materializarse las posibilidades de participación política teóricamente presentes, aunque a menudo no del todo concretadas en la práctica, en las democracias y repúblicas en pequeña escala? 2. ¿Presupone la poliarquía condiciones que faltan, y continuarán faltando, en la mayoría de los países? ¿Son por ende estos últimos inapropiados para instaurar una poliarquía, y proclives en cambio a la quiebra del orden democrático o a un régimen autoritario? 3. ¿Es en algún grado posible la democracia en gran escala, o las tendencias a la burocratización y la oligarquía necesariamente la despojan de su significado y de su justificación esenciales? 4. El pluralismo inherente a la democracia en gran escala, ¿debilita en forma letal las perspectivas de alcanzar el bien común? ¿Existe, de hecho, un bien común en realidad, en algún grado significativo? significativo? 5. Por último, ¿podría avanzarse, más allá del umbral histórico de la poliarquía, hacia una concreción más completa del proceso democrático? En suma, dados los límites y posibilidades de nuestro mundo, ¿es una posibilidad realista que sobrevenga una tercera transformación histórica?