P R O T A G O N I S T A S DE A M E R I C A
GONZALO JIMENEZ DE
QUESADA Manuel Ballesteros
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GONZALO JIMENEZ DE
QUESAM Manuel Ballesteros
historia 16 Q uo ru m
M92-I992
Idea y dirección: Javier Villalha © Historia 16 ■Información y Revistas. S. A. Hermanos García Noblejas, -ti 28037 Madrid. Para esta edición: © Historia 16 • Información y Revistas. S. A. Hermanos García Noblejas, -i I 28037 Madrid. © Ediciones Quorum Avda. Alfonso XIII, 118 28016 Madrid. © Sociedad Estatal para la Ejecución Programas del Quinto Centenario Avda. Reyes Católicos, 4 28040 Madrid. Diserto de portada: Batllc Martí 1.5. B.N.: 84-7679 022-8 obra completa. 1.5. B.N.: 84-7679-087-0 volumen. De|M>sito legal: M 2650-1-1987 Impreso en Esparta • 1‘rinted in Spaiu. Edición para Iberoamérica CADE S.Re impreso noviembre 1987. Hotocomposición: VIERNA, S. A. Dracena, 38. 28016 Madrid. Impresión y encuadernación: TEMI, Paseo de los Olivos, 89. 28011 Madrid.
GONZALO JIMENEZ DE QUESADA
UN CONQUISTADOR POCO CO N O CID O
Cuando, en general, se hace la simple recordación de nombres relacionados con el Descubrimiento de las Indias —que hoy llamamos América— saltan es pontáneamente los de Colón, Cortés y Pizarro. Algu nos añadirían, por tener mayor conocimiento, los de Pedro de Alvarado y Valdivia. Es posible que también surgiera el de Sebastián de Belalcazar, por aquello de que fue uno de los capitanes de Pizarro en la conquis ta del Perú. Pero es casi imposible que alguien, así, de memoria, cite al cordobés Gonzalo Jiménez de Quesada, por lo que surge inmediatamente la interrogante de cual es la causa no de este olvido, sino de esta ig norancia. Es necesario que nos contestemos a las siguientes preguntas, porque de ellas saldrá la importancia del biografiado en este trabajo. Si su acción no hubiera sido importante y él mismo no lo fuera, no valdría la pena ocupar uno de los cincuenta números de esta serie de Protagonistas de América. Ahí van las interro gantes: ¿Lo conquistado por Jiménez de Quesada es comparable, o no, a lo dominado por los conquistado res más conocidos? ¿El esfuerzo realizado por Jiménez de Quesada para incorporar a los territorios españoles en América lo que se llamaría luego Nueva Granada, es inferior o no al de los capitanes que dominaron México o el Perú? ¿Cuál es, pues, la causa de que no figure al mismo nivel que los dominadores de los dos grandes imperios indio-americanos? Vale la penk, para que nos adentremos en el libro que comenzamos, que lo iniciemos contestando a estas interrogantes. 7
Vayamos por orden. Qué valor tiene lo conquistado, respondiendo a la primera pregunta. Lo que dominará con su esfuerzo Jiménez de Quesada es prácticamente lo que hoy lla mamos Colombia, en cuyo detalle geográfico entrare mos en otra parte de este libro. ¿Qué es lo que se sabía, cuando él comienza su acción, de aquellas «ie rras? Como veremos en un capítulo posterior, ya se había llegado por las primeras navegaciones a las cos tas septentrionales, ocupadas por indios flecheros y que usaban de veneno en sus armas, víctima de las cuales sería Juan de la Cosa, uno de los pilotos de Colón en el Descubrimiento. Las fundaciones hechas en la costa por los castellanos —según estimaremos más adelante— permitirán el punto de partida, o pista de lanzamiento de la expedición de nuestro biografia do. Por otra parte, las expediciones de Pizarro, en bus ca del Virú legendario de que hablaban los indios de Panamá, habían bojeado la costa occidental de esta tierra, por el Océano Pacífico. Se poseían dos coorde nadas importantes, pero lo abrupto de las inmediatas estribaciones de las serranías interiores habían impe dido saber como era el interior. Este interior, con las cuencas de los importantes ríos Magdalena y Cauca, con el soberbio altiplano de la actual Cundinamarca, con su feraz sabana, a 2.400 metros sobre el nivel del mar, fue lo que Jiménez de Quesada añadió a la Corona de España. Su extensión e importancia puede compararse con la del México ocupado por Cortés y su situación estratégica era fun damental para la seguridad del continente meridional de América. La prueba de ello es que cuando las na ciones europeas se deciden a hacer ataques frontales a las Indias españolas, uno de sus objetivos principa les fue la Conquista de Cartagena de Indias, llave de la América meridional. ¿El esfuerzo de Jiménez de Quesada, para conquis tar, es inferior o no, al de las otras dos conquistas importantes? Esta es la segunda pregunta, a la que po demos contestar con solo dos palabras: fu e superior. Sí, los padecimientos de Jiménez de Quesada y los 8
suyos fueron muy superiores a los de sus dos colegas de conquista en otros territorios. Cierto es que Pizarro hizo varias intentonas y perdió en cada una de ellas muchos hombres. Recordemos que cuando se quedó en la Isla del Gallo, alguien le envió al Gobernador una misiva oculta, diciéndole que allá va el recogedor (Almagro) y aquí queda el carnicero. Pero en la con quista misma, lo propio que Cortés, no hubo obstácu los, ni algaradas importantes, pues lo de Tlascaila para éste y lo de la Isla de Puná para aquél, fueron peque ños obstáculos. La naturaleza, tanto en México como en Perú no fue una barrera casi infranqueable, como la que le va a ofrecer la cadena de los Andes septen trionales y las plagas tropicales a Jiménez de Quesada. Por eso debemos preguntarnos que si en todo fue igual y en esfuerzo superior, cual es la causa de que podemos llamar en este capítulo introductorio a Gon zalo Jiménez de Quesada un conquistador poco cono cido. El historiador colombiano Antonio Restrepo da una explicación que puede servirnos de aclaración: que la gesta quesadiana es muy tardía con respecto a las demás. Esto es verdad, cuando se conquista lo que luego se llamaría la Nueva Granada o Nuevo Reino de Granada, ya el mundo — España y Europa— está satu rado de imperios dominados, de monarcas de millo nes de súbditos, sojuzgados, y de tesoros increíbles capturados. Esto es cierto, y en cuanto a la importan cia de lo conquistado, es evidente que en la sabana de Bacatá (nombre antiguo de la futura capital) no había un Tenochtitlan o un Cuzco, sino que, como veremos, las agrupaciones urbanas eran de tipo aldeano y los palacios de grandes e informes troncos arbóreos... Había, sin embargo una razón más: la que con plabra moderna designaríamos como propaganda. Las Cartas de Relación de Cortés, aparte de figurar en pri mera fila como ejemplo de prosa narrativa y castrense, habían sorprendido a todos y se traducían a todos los idiomas, al igual de las Relaciones de Mena, Molina y Cieza de León tenían ediciones en imprentas impor tantes de Europa, así como traducciones. Estas gestas habían tenido una buena prensa, mientras que de lo 9
hecho por Jiménez de Quesada no se tenía más que su Epítome —totalmente oscuro e inédito— y luego las Elegías de Varones ilustres de indias, de Juan de Castellanos, tardías y poco difundidas. Todos estos elementos juntos, unido a la saturación de maravillas que tenía el mundo contemporáneo a los hechos, son la causa de que con justicia se pueda decir que pese a sus valores específicos, como hom bre y como realizador de una obra importante, Jimé nez de Quesada es un conquistador poco conocido. Estas líneas pretenden deshacer este entuerto histó rico y —con la severidad de una buena información histórica-documental— presentar a una figura que merece hallarse entre los tres primeros hombres de la Conquista de las Indias. Para realizar nuestro cometido seguiremos un or den cronológico de los hechos de la persona, su cu rriculum vital, desde sus orígenes hasta su muerte, con la relación de sus hechos de conquista y de orga nización del territorio dominado. Luego intentaremos una valoración de' los aspectos de su personalidad, como hemos hecho en alguna otra biografía de esta serie de Protagonistas de América.
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INFORMACIONES PREVIAS NECESARIAS
Cuando intentamos exponer cualquiera de las ac ciones de descubrimiento, exploración o conquista de las tierras americanas, es preciso que no procedamos en cada una de ellas sin los sucesos que precedieron a la iniciación de la empresa, y sin que hagamos una consideración total del ambiente histórico en que se desenvolvieron. Hoy no podemos imaginarnos, por mucho esfuerzo que hagamos, lo que significó aquel tiempo, que en las historias viene designado con el título de Era de los descubrimientos y conquistas (S. XVI). Una sensa ción, nunca más repetida, inundaba el alma de los hombres a los que tocó vivir en los siglos XV y XVI. Era la sensación que experimentaría el niño que, per dido en la selva, pero sin miedo, va hallando a cada paso rincones desconocidos y recogiendo impresio nes nuevas. Nada puede darnos hoy la imagen de aquellas experiencias singulares, de aquellas expedi ciones no igualadas, en que no había rtiás que decidir se para tener la seguridad de toparse con maravillas antes no vistas por nadie y ante riquezas indudables, como no las pudiera soñar ni el fantástico espíritu que dio la vida a las Mi¡ y una noches. No podemos figurarnos lo que fue aquel tiempo ni siquiera leyendo las más cercanas experiencias de los exploradores del Africa negra o de los pioners del FarWest americano en el siglo XIX. Tanto unos como otros —y podemos incluir entre ellos también a los exploradores polares— conocían los contornos de la tierra que iban a visitar, sabían de sus límites y no 11
ignoraban, poco más o menos, el tipo de culturas y riquezas que iban a hallar. Es más, las conocían tan bien que iban a aquellas tierras impulsados por el de seo de establecer factorías, de explorar minas o adqui rir materias primas. Por fortuna para el conocimiento de las aventuras indianas y de sus resultados, la Historia, con mayúscu la, cuenta con una fuente que quizá no posea ningún otro grupo de hechos y actos humanos. Las conquistas realizadas por Roma —salvo la de las Galias, historia da por César su propio jefe y protagonista— han sido conocidas por los historiadores romanos, es decir, por aquellos escritores que, a posteriori, y con los infor mes que pudieron reunir, construyeron sus trabajos, pero casi nunca fueron ellos mismos testigos de los hechos. Para la gran aventura americana disponemos de los llamados Escritores Primitivos de Indias, mu chos de los cuales tomaron pane en las acciones, o fueron contemporáneos de éstas cuando se desarrolla ban. Con esta ayuda, sí podemos adentrarnos en el cogollo de las acciones, porque al relato de ellas, los narradores españoles añadieron la descripción de los paisajes y de las tierras por donde iban pasando, y de las costumbres, nombres y características de los pue blos con que se enfrentaban, o a los que combatían para hacerse dueños de sus tierras. La cadena de empresas españolas dio como resulta do el que el mundo fuera totalmente conocido en sus propias dimensiones. Así los hombres que durante milenios se ignoraron, supieran los unos de los otros, y que se cimentara sólidamente el formidable edificio del dominio colonial español, sin duda el más consis tente y completo —poder, cultura, economía— de los que ha habido en la Historia. Para situarnos históricamente ante la acción de Gonzalo Jiménez de Quesada, que ahora nos ocupará, veamos en qué consistía la circunferencia del mundo hispánico en el primer tercio del siglo XVI, y como era el resultado de un proceso de muchos siglos. Por esta razón es necesario proceder con orden, interca lando lo histórico con lo estrictamente geográfico. 12
Comenzando por el principio, recordemos que los an tiguos reinos peninsulares —Castilla, Aragón, Navarra y Granada— se hallan fundidos bajo el mando de una sola mano, presentando al mundo una fachada unifor me y fuerte. La corona doble (Aragón y Castilla) de España había enlazado, por vía dinástica o matrimo nial, con la poderosa casa centroeuropea de los Austrias, lo que permite que durante el primer tercio del siglo XVI sea idéntico el espíritu que mueve a tan distantes y dispares tierras como los Países Bajos, Borgoña, el Imperio germánico, varios Estados de Italia y España. Son los tiempos del César Carlos, en que la cristiandad, hispánica tiene el mismo objetivo que ha bía animado la Edad Media, combatir al infiel en este caso personificado por los Turcos amenazadores, que habían ya puesto el pie en el continente europeo. Son los años en que el inspirado poeta español Hernando de Acuña, concluía su célebre soneto con los tercetos siguientes: Ya el orbe de la tierra siente en parte, y espera en todo vuestra Monarquía, conquistado por vos en justa guerra. Que a quien ha dado Cristo su estandarte dará el segundo más dichosos días en que, vencido el mar, venza la tierra. Este amplio arco territorial europeo, con la mirada vuelta al Africa y al oriente mediterráneo, por la lucha contra los turcos, se habrá ampliado con un comple mento extensísimo: las Indias. ¿Cómo había venido aquello a manos de la monarquía hispánica? Tiempos atrás, cuando los Católicos Reyes estaban enzarzados en la tarea de unificar la península, tal como había estado antes de la invasión musulmana, combatiendo al último reino mahometano que queda ba en la península, Granada, un extranjero al que una serie de circunstancias le hicieron escoger a la recién nacida España como país más capacitado para una em presa necesitada de empuje y decisión —Cristóbal Colón— , propuso a los monarcas atrevimiento de in13
vestigar qué es lo que había tras la nunca atravesada barrera de la inmensidad atlántica. Accedidos sus rue gos, en el año 1492 se llegaba a lo que se creyeron costas de la India de Oriente, alcanzada navegando hacia occidente, y por ello se llamarían aquellas tie rras Indias Occidentales. Desde que el almirante Colón diera la nueva e hi ciera sus últimos viajes, se sucedieron sin cesar las empresas, que en pocos años dieron a los europeos la sensación de que se iba estrenando el mundo, ya que cada día traía una noticia nueva, un informe maravillo so. Esta era de los descubrimientos, tuvo inicialmente una etapa necesariamente marítima; pero —y eso sue le olvidarse con frecuencia— un natural complemen to terrestre. No podemos extendernos en el porqué de este complemento terrestre, que es una novedad en el mundo de las relaciones entre pueblos europeos y pueblos exóticos. Portugal había establecido factorías y enclaves en Africa, y luego en la India, pero no con quistó los territorios descubiertos, al tiempo que Espa ña sí, en virtud de las concesiones papales contenidas en las famosas Bulas Alejandrinas (porque fueron dictadas por el papa Alejandro VI), con vistas a la evangelización de los nuevos pueblos. Así pues, primero venía el reconocimiento de la costa y de sus perfiles; después, el penetrar atrevida mente en el interior para arrancar a las tierras sus se cretos. ¡Y qué secretos! El secreto de civilizaciones totalmente ignotas, que los europeos creían que ha bían desaparecido desde los tiempos de Salomón. Los descubrimientos marítimos en el Nuevo Mundo dieron por resultado que el arco occidental de la cir cunferencia del mundo hispánico fuera muy conside rable, ya en el primer tercio del siglo XVI, época que nos interesa para poder entender la acción del capitán andaluz. El conocimiento de este arco occidental había sido rápidamente completado y ofrecía un contingente de tierras asombroso. Se conocía la península de la Flori da, gran parte de la costa del golfo de México, las 14
Antillas, península del Yucatán, costa atlántica de Centro-América, costa de Colombia, Venezuela y Brasil, río de la Plata, estrecho de Magallanes, parte de la costa mexicana del Pacífico, la costa pacífica de Centro-América, la de Colombia, Chile y Perú... En otras palabras: se conocía casi todo el perfil y amplitud de la América meridional y central y gran parte de la del norte, si bien las tierras que hoy son los Estados Uni dos y Canadá eran todavía un misterio para los euro peos y muchos navegantes españoles, desde el Atlánti co y desde el Pacífico se lanzaron a completar por el Norte la empresa que realizara por el Sur Magallanes. Este empeño era el de encontrar otro paso —el céle bre Paso del Noroeste— que uniera los dos océanos, el ya familiar Atlántico y el que por entonces se llama ba la mar del Sur, por hallarse en esta orientación al descubrirlo Vasco Núñez de Balboa por Panamá. Lo conocido por las exploraciones marítimas era la corteza de la circunferencia del mundo indiano. ¿Qué había que hacer entonces? Entrar en ella, romper el misterio, trabar contacto con el interior. La voz inicial la habían dado en las Antillas los hermanos Colón, Diego (segundo almirante) Ponce de León y Diego Velázquez. Pero la iniciativa más importante había sido la del atrevido extremeño de Medellín: Hernán Cortés. Este lograba para la Corona el imperio de los aztecas. Su ejemplo era seguido por otro extremeño, el trujillano Pizarra, que añadía el rico florón del Tahuantinsuyo, o imperio de los Incas. Desde Panamá se realizaban expediciones por todo Centro-América, como vamos a ver. Con estas exploraciones —aparte de la ganancia te rritorial— se daba el enorme paso en el camino de acostumbrarse a topar con grandes concepciones esta tales, imperiales las llamaríamos, que en nada se pare cían a los pobres indígenas, caníbales en ocasiones, de las Antillas y la costa que encontraron los primeros navegantes. De todo esto destacaba la parte interna de unas cos tas que perfilaban un contorno amplio: la actual Co lombia. Se conocía la costa desde Nombre de Dios a 15
Venezuela y desde Panamá al Perú. ¿Qué es lo que existía allá en lo alto? Corrían entre los indígenas cos teros mil fantasías; se hablaba de un hombre cubierto de oro —el Dorado— , de riquezas inmensas, de abundancia de esmeraldas... Pero no nos adelante mos. Antes de seguir el rastro del conquistador anda luz y de sus penalidades y proezas precisamos — lo mismo que hemos hecho en lo histórico y geográfi co— orientarnos en lo ambiental, en lo que era el mundo y los hombres entre los que se movió Jiménez de Quesada. En el tratamiento historiográfico de la Conquista —especialmente— de América, por los españoles ha sido tema que siempre ha levantado polémicas y que ha gozado, desde el propio siglo XVI de lo que po dríamos llamar mala prensa. A continuación procura remos hacer un análisis de las acusaciones y llevar el juicio a la realidad de los hechos, sin ánimo alguno de incidir en las citadas controversias, ni de argumentar a favor de lo acontecido, sino explicar porqué se pro dujo el fenómeno que en España se conoce con el nombre de Leyenda Negra. Las causas profundas son las que nos ocuparán en las líneas subsiguientes, pero ahora pretendemos dejar bien clara la circunstancia política europea que motivó la censura implacable, y cuál fue el detonador de ella. La circunstancia política europea, especialmente en la segunda mitad del siglo XVI, es la de la rebelión religiosa germánica —con Martín Lulero— frente a la Iglesia Católica Romana. El mundo cristiano se escin día en dos y por un lado estaban los llamados protes tantes (porque hicieron protesta de su fe en Augsburgo) y otras sectas que nacieron entonces, como los hugonotes, y por el otro los de la iglesia tradicional y pontificia, llamada papista o vieja Iglesia por los re formadores. En esta prolongada contienda ideológica —y armada— que durará más de un siglo todo argu mento era válido. Parece justo decir que es entonces cuando aparece la propaganda política, y los dos ban dos se acusaban mutua y recíprocamente de todo lo que podría desacreditar al enemigo ante las concien16
cías del mundo. Los enemigos de la Iglesia Romana se aprovecharon de un detonante, que fue un escrito, redactado con la mejor buena fe —aunque con exage ración— por un dominico español, el P. Bartolomé de las Casas. Este escrito lo tituló Brevissima relación de la destruyción de las Indias, y apareció en Sevilla en 1552, en la más oportuna ocasión para poder ser tra ducido a varios idiomas y ser un documento auténtico —y nada menos que redactado por un fraile católi co— de las atrocidades y crueldades de los españoles en las Indias. Pasemos ahora, sabida esta causa coyuntural y su detonador, a considerar en qué consistían las acusa ciones y el oculto motivo de la rivalidad político eco nómica de los pueblos europeos hacia el fulgurante ascenso de la amplitud territorial conseguida por Es paña con las conquistas de sus capitanes, uno de los cuales es el Licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, en cuya biografía y hechos nos ocupamos en estas lí neas. Todo ser afortunado produce en los que gozaban de menos suerte que él un sentimiento complejo, al que puede califcarse genéricamente de envidia. En este sentimiento se mezclan los resentimientos por no ha ber podido hacer lo que el envidiado, la nostalgia de las riquezas o ventajas que él ha logrado. Si este fenómeno se produce entre los individuos, no es raro que en las colectividades suceda lo mismo, y que cuando una nación adquiere ventajas o preponde rancia por cualquier motivo, el resto de los países cai gan en este complejo sentimiento, y una tristeza, una rabia y un dolor surja en la conciencia difusa de los nacionales menos afortunados, tomando el aspecto del resentimiento, que, naturalmente, no se confiesa, sino que toma o adopta la postura de defensa de la justicia y condenación de los pecados cometidos por el otro. Para hablar menos en símbolo: el fenómeno español produjo precisamente estos efectos, y todo mundo se convirtió en juez de los actos de los españoles. La campaña era fácil. Veamos: ¿Cuáles era los defectos que tenía la acción de los 17
españoles? Al decir de lo$ enemigos, dos esencial mente: la codicia y la crueldad. Según ellos, los espa ñoles se desplazaban por encima de los mares en bus ca de tesoros, y para lograrlos no retrocedían ante ninguna tropelía que hubiera que cometer, atormen tando a los indígenas y supliciando a los reyezuelos. Esta conducta y este impulso codicioso era lo que pro ducía los óptimos frutos del que iba a ser el famoso oro de las Indias. Estas acusaciones hicieron su camino, y en muchos libros, incluso modernos, la tacha de crueles, ambi ciosos, codiciosos y aventureros fue baldón que man chó —que quiso manchar— la imagen de los con quistadores españoles, desluciendo lo magno de sus hechos. Ante esta realidad, ante el hecho cierto de que la acusación fue recogida y difundida, ¿qué pode mos contestar? ¿Hemos de decir que sí, que, por des gracia, fueron censurables aquellas gentes? Digamos por adelantado que mucho de lo que se relataba del proceso de Conquista, era cierto. Perono era inusual en el siglo XVI. En las guerras de Italia —que precisamente iba a historiar Jiménez de Quesada, como veremos al final de este libro— lo cotidiano era la violencia, la crueldad y... también la codicia. Roma fue saqueada y Prato también, y los condottieri apresaban a las gentes más ricas, las mantenían se cuestradas hasta que se pagaba el rescate, y si éste no venía, la muerte era el precio que se cobraban. Hubo capitán que pagó el rescate, y si éste no venía, la muerte era el precio que se cobraban. Hubo capitán que pagó el rescate de algún otro guerrero, para des pués darse el gusto de matarlo, como vendetta de pa sados agravios, como en el caso de Marco Colonna. Si pudiera haber un resquicio para que los enemi gos tuvieran razón presentando monstruosidades que no se practicaban en las guerras europeas por muy grande que fuera el patriotismo de los españoles ac tuales no terciaremos en la polémica. Por el contra rio, aireamos el recuerdo y, además, buscamos afano sos el poner de manifiesto algunos episodios poco conocidos, por echar luz clara y reveladora sobre algu 18
nos otros que han sido mal interpretados. Los testimo nios de los escritores de Indias muestran la autentici dad de lo que sucedió. Es evidente que la ley de la guerra es una ley de sangre; pero también es cierto que nadie usó de ella con más mesura que los españoles. Un estudio minu cioso de las leyes de emigración, de la selección de capitanes, de las listas de embarque y de las licencias para pasar a Indias nos revelan de un modo clarísimo el exquisito cuidado que España puso para que no hubiera ocasión de que ninguno que pudiéramos hoy llamar maleante se infiltrara en las filas conquistado ras. Tan es verdad esto, que se pueden contar con los dedos de una sola mano los que en América, o en las Indias en general, merecieron el dictado de bandidos por sus desafueros y desmanes: Carvajal (que de capi tán real se convirtió en el demonio de los Andes) y Aguirre podían ellos solos constituir toda la lista. No quiere esto decir que no hubiera hombres crueles, que no corriera la sangre, que no hubiera muertes fue ra de las batallas, porque el asegurar algo semejante equivaldría a querer dar por bueno el disparate de que los españoles no pertenecían a la raza humana... Pero ambos extremos pueden coordinarse. La ley de la guerra, es verdad, es dura, y los españoles hubie ron de emplearla, porque toda invasión se realizó siempre, en la Historia, por medio de las armas; pero los españoles no se limitaron a conquistar el país, a extraerle sus riquezas o fundar en él garitos y lupana res, como ocurriría en San Francisco, en California, tres siglos después, en compañía de los adelantos del industrialismo moderno, sino que se sirvieron de la violencia militar para crear Estados florecientes, para fundar centros de enseñanza. Se puede repetir como argumento, que no acepta mos, que el afán misionero fue el que impulsó a Espa ña a realizar su desplazamiento militar al hemisferio occidental, y se quiere asegurar este aserto con la gra tuita pretensión de demostrarlo, aduciendo el espíritu católico y misional de España y de los españoles. Y es gratuita, porque no es ésta del género de las verdades 19
que se demuestran por sí mismas, y se corre el peligro con ella de que pueda contra-argumentarse diciendo que todo ello es una defensa muy superficial y ende ble. Pero si miramos el tema desde otro punto de vista —partiendo, naturalmente, del carácter de los españo les del S. XVI, veremos que hay razones de mucho mayor peso. Cuando Colón hubo descubierto las Indias Occi dentales, que venían a completar la imagen del mun do que iban fabricando, también los portugueses, con sus descubrimientos por la costa de Africa y camino de la India, el Pontífice tomó una medida, que debe mos juzgar como legitimación de la empresa de Espa ña. Por las célebres Bulas, el papa Alejandro VI divi día, práctica y virtualmente, el mundo entre los dos pueblos peninsulares, pero no lo hacía a capricho, de espaldas a los intereses de toda la grey cristiana enco mendada a su custodia, sino precisamente pretendien do servirla. Dividía la exploración del ignoto mundo entre Portugal y España, siempre que ambas naciones se comprometieran a traer a los paganos —el dictado de infieles se reservaba para los mahometanos— de las nuevas tierras a la fe de Cristo. Con esta prenda, con esta obligación, España se lan za a subyugar el doble continente y las islas de la mar océano. Pero no de un modo seráfico estrictamente, como hacen los beneméritos misioneros de todos los tiempos, sino como una empresa nacional. Y si leemos los relatos de los conquistadores, los informes a la Sacra y Cesárea Rea! Magestad de Car los I de Hernán Cortés, o a la Católica y Real Mages tad áe Felipe II, nos encontramos siempre, en primer lugar, con noticia de la conversión de paganos, de las primeras misas que se dijeron, de las iglesias que se habían levantado. En ello no podía haber fariseísmo o fingimiento alguno, porque eran documentos escritos, muchas veces, sobre el arnés del sudoroso caballo, tras alguna larga caminata de exploración o de con quista, destinados a ser conocidos sólo por el real des tinatario, sin ulteriores y publicitarios deseos de cono cimiento internacional o galería. 20
Aquellos feroces aventureros, sanguinarios, crueles, codiciosos y ansiosos de riquezas lo que también era cierto, como ambición humana, pasaban penalidades mil, y todo, como dijera Francisco Pizarra al empera dor Carlos en célebre entrevista: Hemos ido sin vestido ni calzado, los pies co rriendo sangre, sin ver el sol, sino las lluvias, truenos y relámpagos, entre pantanos, sujetos a la persecución de los mosquitos que, sin tener con qué defender nuestras carnes, nos martiri zaban, expuestos a las flechas emponzoñadas de los indios... por serviros. Majestad, por en grandecer vuestra corona, por honra de nues tra nación y de la religión católica... Toda esta grandilocuencia, transmitida por el histo riador Herrera (1620) es reflejo del espíritu de unos hombres de su época. En verdad la codicia —que existió— se paga a buen precio, porque el relato vivo que hace Pizarra a Carlos I pudo muy haberlo dicho cualquier otro de los conquistadores. Casi ninguno de ellos volvió rico a la península; todos entregaron su vida en las tierras con quistadas. Si se quiere aún, buscando la mayor finura en la argumentación detractora, y aducir que todo el oro de las Indias que venía a parar a España, en los galeones, que piratas y corsarios saquearon en alta mar, se pue de contestar que es cierto que a España llegaron en forma de quinto real, cantidades enormes de oro y plata, y también en forma de capitales privados, pero todos ellos fueron empleados en las empresas nacio nales de España como ocurre siempre en las empresas nacionales de los países con colonias, hasta hoy. Lo curioso es que fueron a parar estas riquezas a manos de hábiles banqueros judíos, alemanes, italia nos o flamencos, que en las ocasiones difíciles no du daban en hacer empréstitos a los soberanos españoles, sabiendo que la cosecha sería luego magnífica para sus intereses. 21
Esta es la llamada leyenda negra que despenó la acción española. Era necesario que la conociéramos, porque en las páginas que siguen hay que tener el ánimo muy despierto para valorar los hechos de uno de los más selectos conquistadores españoles — Gon zalo Jiménez de Quesada— , que tuvo por destino el enfrentarse con una de las realidades más cercanas al mítico y legendario Dorado (cuya saga nace enton ces) que tantos buscaron, y que chocó con uno de los pueblos más crueles y duros de cuantos habitaban las amplias regiones del nuevo mundo. Su acción tiene, pues, perfiles suficientes para que en ella pudiera haberse clavado el aguijón de la cen sura. Luchó el futuro Mariscal contra hombres duros y sanguinarios; hubo de emplear contra ellos la violen cia; se halló frente a tesoros cuantiosos, o posibilida des grandes de tenerlos; y todo ello limpiamente, con la ley bélica del vencedor honrado y del jefe que sabe mandar y también obedecer a los que están por enci ma de él.
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LA FORMACION DE UN CONQUISTADOR
Revisando los nombres y profesiones de los con quistadores y pobladores de América, encontramos los más diversos oficios y condiciones, desde hom bres sin apellido —como no sea el de su ciudad o pueblo de origen— hasta caballeros de las Ordenes Militares. Naturalmente hablamos de aquellos que se enrolaron en las huestes cuando éstas se formaron en España, que no de los que por oficio fueron enviados a gobernar las nuevas tierras. En esta revisión, sin em bargo, encontraremos muy pocos licenciados que to men parte en la conquista y primera administración de las indias. Puede decirse que se cuentan con los de dos de una mano: el Licenciado Juan Polo de Ondegardo, el Licenciado Fernando de Santillán y... el Li cenciado Gonzalo Jiménez de Quesada. A los dos primeros los encontramos en funciones de paz, como corregidor del Cuzco el primero, y como miembro de la Audiencia de Quito el segundo. El único licenciado que realizara misiones militares es D. Gonzalo. Para muchos historiadores era inexplicable que quien había cursado estudios jurídicos tuviera aptitu des militares, o que se le encomendaran misiones de conquista. Hoy gracias a las investigaciones recientes sabemos tanto de las actividades de don Gonzalo an tes de su paso a las Indias, que podemos reconstruir las grandes ItneaS de su ida, y explicar esta aparente anomalía del licenciado conquistador. Su compleja personalidad de muchas facetas, tuvo la de escritor, y en la única de sus obras conservadas —que el tituló Antijovio, como estudiaremos al final 23
de este libro— aporta información de su vida antes de pasar a Indias y al tiempo de su regreso a España, tras la conquista. Pasemos pues a la exposición de su cur so vital. En Córdoba residía el Licenciado Gonzalo Jiménez, que ejercía en esta ciudad, desde hacia años, en torno a 1480, el cargo de juez. Es curioso que residiera, y toda la familia fuera de allí, en la ciudad donde vivía también la de Beatriz de Arana, la compañera del genovés que estaba instando ante los Reyes que accedie ran a su proyecto. No se figuraba el licenciado cordo bés de qué modo se ligarían con las Indias los destinos de su familia —en la persona de su hijo— en virtud del descubrimiento de Colón. La esposa del licenciado se llamaba Ysabel de Quesada y no hay certeza sobre el hecho de que fuera en Córdoba don de naciera su hijo Gonzalo, pero es lo más probable. Por aquellos años se había incrementado el esfuer zo de D. Fernando y doña Isabel, los soberanos de Aragón y Castilla, en la guerra que sostenían contra el último territorio que pertenecía, de la anterior gran extensión de los mahometanos en la península ibéri ca. El resultado final iba a traer consecuencias para la familia Jiménez. Conquistada en enero de 1492 la ciu dad de Granada —lo último que quedaba del reino— muy pronto se organiza la vida a la castellana, desig nando una compleja red de funcionarios, que debían atender también a los moriscos que quedaban resi diendo en la ciudad, ya que eran los mandatarios y la aristocracia nazarita los que se habían exilado con el rey Boabdil. Hubo que designar un ju e z de moriscos y éste fue el cordobés D. Gonzalo. ¿Nació entonces el hijo que llevaría el mismo nombre que el padre y el apellido de sus dos progenitores? La escasez de docu mentos no permite saber nada más, aunque seque no fue hijo único, como veremos en el curso de^sus aven turas indianas. Lo más probable es que si el futuro conquistador no naciera en Granada, a ella sentimen talmente se sentía unido por los lazos de sus recuer dos juveniles. Si nace — como puede colegirse por la fecha de su 24
muerte, en que sabemos tenía más de ochenta años— antes de 1492 es evidente que Granada no es su patria chica. Los lazos familiares de los Jiménez con Córdo ba se rompen en 1533, tras un ruidoso pleito con los Tintoreros, en el cual ellos pierden toda su fortuna. Nos preguntamos si entonces es cuando estudia el jo ven Gonzalo su carrera jurídica, que no es fácil, ya que había que ser Bachiller en Artes primero y luego cur sar los estudios de Derecho, o si es después de la experiencia italiana, de la que nadie tenía noticia has ta que se editó (1952) el citado Antijovio. La historia de las relaciones entre Francia y España nacida del reinado de los Reyes Católicos, era, desde comienzos del siglo XVI de continua fricción, habien do dado lugar a las llamadas Guerras de Italia, porque eran las tierras de la península italina las que se dispu taban las naciones. Ya sabemos que la parte primera de estas guerras se liquidaba a favor de España, que quedaba señora del Reino de Nápoles y Sicilia. Las complejidades del sistema de dependencias feudales y de suzeranías —o sea soberanías subordinadas a so beranos más altos— y el hecho de que desde 1517 el nieto de los Reyes Católicos, el Príncipe Carlos, se transformara en Rey de España y después en Empera dor germánico, avivó la llama, y estallaron nuevas Guerras de Italia. Es evidente que la atracción de una aventura empu jara a muchos jóvenes a inscribirse en las filas de las compañías que se organizaban para combatir a los franceses en territorio italiano. Fuera o no todavía li cenciado, el testimonio que en la obra cita da de ha ber estado allí, nos lo sitúa en 1522 en la conquista de Génova, a las órdenes de Juan de Urbina, y la exacti tud de la descripción del sacco di Roma, en 1527. Por las palabras de elogio que tributa a D. Antonio de Leyva, parece que terminó las campañas a sus órdenes. Siempre sobre la suposición de sus propios testimo nios, podemos considerar que permanece como sol dado en Italia hasta el año de 1530. Esta larga etapa de milicia es lo que desvela la apa rente anomalía o contradicción de que a un Licencia25
do, como veremos, se le confíe la capitanía de una expedición peligrosa y en la que se había fracasado varias veces, y que resultó verdaderamente durísima. Si regresa en 1530 a Granada, donde ya está avecin dado, podemos suponer que si no lo había hecho an tes, sí lo hizo entonces: estudiar leyes, que segura mente —y esta seguridad la tenemos por lo que vemos a continuación— efectúa con gran brillantez. La P9sición de su padre y el título alcanzado, amén de la aureola de combatiente veterano, son sin duda las causas de que se le designara para ocupar uno de los puestos de letrado en la Real Chancillería de Granada. Sería precisamente este nombramiento el que —por estos torcidos caminos de la fortuna— lo catapultaría al otro lado del Océano, en unas condiciones en que se tenían en cuenta sus merecimientos profesionales y su experiencia militar.
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LA APROXIMACION COSTERA AL INTERIOR SURAMERICANO
Aunque hemos aludido varias veces al hecho de que la zona que genéricamente se llama circumcaribe era conocida por los españoles, aunque no de un modo total, hemos de detenernos ahora a considerar lo que se había hecho en la parte meridional de esta zona bañada por el Mar de las Antillas, o sea el Norte de Suramérica, constituido hoy por la República de Co lombia en su zona más occidental. De todos los países andinos, es la que posee el relieve más complejo, ya que la cadena de volcanes ecuatorianos se va estre chando hacia el norte, formando el llamado nudo de Pasto, que forma un altiplano de doscientos kms. de anchura, desde unos 2.000 ms. hasta 3-200 de altitud en los que están ubicados los volcanes Chiles (4.761 ms.), Azufra! (4.070) y Cumbal (4.890) al que hay que añadir el Nevado del Ruiz, de triste memoria. De este nudo arrancan tres cadenas: la oriental o de Bogotá, la central o del Quindío y la occidental o del Chocó. Este nudo de Pasto es decisivo para toda la hidrografía colombiana —de las tierras que iba a descubrir Jimé nez de Quesada— porque produce las dos grandes vertientes fluviales que van a parar al Mar de las Anti llas: el río Magdalena y su gran afluente el Cauca, de 1.550 kms. de curso el primero y de 1.350 kms. el segundo. Navegable el Magdalena, es una de las vías de acceso desde la costa septentrional. Esta sería la ruta de Jiménez de Quesada. Existe además lo que los geógrafos llaman la coro na de ríos costeros, que vierten también en el Mar de 27
las Antillas, como el Sinú de más de 400 kms. de curso y especialmente el Atrato, que aunque perteneciendo a la faja pacífica, se vuelve a oriente, drenando la parva llanura del Chocó, donde hay precipitaciones todo el año, con un caudal tan grande que es considerado el mayor del mundo, habida cuenta de la extensión de su cuenca. Nueva Granada fue el nombre que perduró durante la colonia para designar a las tierras que hoy constitu yen la nación colombiana, aunque su parte meridional conservó el nombre del Popayán, por haberse estable cido allí, como veremos, una gobernación aparte, por las incidencias mismas de la Conquista. Un cronista anónimo explica así el bautismo de aquella pane del mundo: A este Nuebo Reyno de Granada, puso este nombre el dicho Lizenciado [Jiménez de Quesadaj, así por vivir él cuando vivía en España en este Reino de Granada de acá (de España), y también porque se parescen mucho el uno al otro, porque ambos están en sierras y monta ñas, ambos son de un temple más frío que ca liente, y en el tamaño no difieren mucho. Pero para llegar a estas tierras, semejantes a las del último reducto morisco de la Península, había que sal var la barrera de la costa. En otras palabras, así como el Perú, una vez abierta la ruta marítima por el Pacífi co, desde Panamá, se revelaba de inmediato con su riqueza y la superior civilización de sus habitantes, este nuebo reyno era un tesoro escondido tras la mu ralla tropical de la costa norte del continente suramericano. Por ello debemos considerar primero cómo se fueron condicionando las cosas para que se intentara —y consiguiera— una penetración hacia el sur y ha cia arriba, es decir, ascendiendo desde el nivel del mar a la planicie de la sabana, en la cordillera. Aunque el descubrimiento de la Mar del Sur (océa no Pacífico) por Balboa, en 1513, desplazaba el inte rés exploratorio desde el área circumcaribe hacia el 28
Oeste, no dejaba de seguir teniéndose el propósito de penetración hacia el sur, por vía terrestre. Pudo haber lo hecho Pedradas Dávila, nombrado por Fernando el Católico gobernador de Tierra Firme, pero su clara intuición de que el porvenir estaba en la otra costa del Itsmo, le hizo fundar (1517) la ciudad de Panamá. Así, pues, las exploraciones prometedoras saldrían de esta nueva fundación panameña y la tarea de explora ción territorial sería obra de otros. Pedradas había seguido su destino hacia las cerca nías de Santa María la Antigua, en donde se hallaba Balboa, y apartó definitivamente su interés de aque llas tierras, que serían conquistadas y pobladas desde la isla Española o Santo Domingo. Fue el encargado de iniciar la ocupación de las futu ras tierras colombianas el trianero Rodrigo de Basti das, que habiendo capitulado en 1521 con el César Carlos la fundación de una ciudad, con cincuenta veci nos por lo menos, algunos casados, desembarca, el 29 de julio de 1525, en la ensenada de Gaira, dando el nombre de Santa Marta a la ciudad que allí comenzó a levantar, por haber llegado el día de esta santa. Hombre emprendedor y bueno, comienza en segui da la labor de fundación poniéndose a bien con los indios de Gaira y Taganga, aunque hubo de sufrir los ataques de los taironas y bondas, belicosos y feroces. Aunque la naturaleza de estos era salvaje, Bastidas no dejó que hubiera abuso contra ellos, y por esta razón, pudo muy bien decir el poeta Castellanos, refiriéndo se a los sinsabores que le trajo su gobierno que: Según los que más saben de este cuento, fu e principio y origen de sus males no consentir ha cer maltratamientos ni robar en aquellos natu rales. Estos sinsabores tomaron la forma de un atentado para quitarle la vida precisamente por haber prohibi do a sus hombres ranchear, como comenzó a llamar se entonces el saqueo de las aldeas indias. Le salvó su lugarteniente Palomino, que quedó en su lugar cuan 29
do él. Bastidas, marchó a Santo Domingo, donde tenía algunas posesiones, y en donde murió. Tormentosos fueron los tiempos que sucedieron a la partida de Bastidas. Palomino tuvo que hacer frente a los ataques de los taironas y hondas y al carácter levantisco de los suyos, que no se hallaban a gusto en una tierra inhóspita y sufriendo los continuos ataques de los indios. La situación se complicó con la llegada de un gobernador nombrado en Santo Domingo — Pedro Badillo— , que tampoco pudo solventar agra vándose todos los males de la naciente colonia. Tanta calamidad, cuyos ecos llegaban a la metrópo li, determinó a la Corte española a designar un nuevo gobernador, estableciendo nuevos límites al territorio sanmarteño. García de Lerma fue la persona designada para ser gobernador y capitán general en una demar cación que iba desde el río Magdalena a la laguna de Maracaibo. Al mismo tierno se daba gran parte de la actual Venezuela a banqueros alemanes emparentados morganáticamente con la familia imperial. Esta cesión —mediante capitulación y contrato— parece que se hizo como pago de los adelantos que habían hecho al emperador Carlos para su elección las casas lamarias de los Welzer y Fugger. Los alemanes designados para el mandado eran Ambrosio Alfinger o Ehinger, llama do Micer Ambrosio por los españoles, Jerónimo Sailler y Nicolás Federmann. Estos tudescos se trasladaron, vía Santo Domingo, rápidamente a Coro, en la Vene zuela actual y se pusieron inmediatamente a la obra de conocer el interior de las tierras que les habían sido asignadas. No olvidemos estos datos, porque en un determinado momento posterior encontraremos nuevamente al tercero de ellos en circunstancias sin gulares e insólitas. El gobernador García de Lerma llevó consigo a veinte religiosos (tanto como habían ido con ios ale manes) que tuvieron como vicario al virtuoso fray To más Ortiz. Su llegada se efectuó en el año 1529, e inmediatamente, unos y otros —gobernador y religio sos— , se lanzaron con actividad a sus respectivos ob jetivos; los elesiásticos fundaron iglesias e iniciaron la 30
evangelización; y García de Lerma organizando expe diciones al interior. La primera, contra los posygueicas, fue un desastre militar, que hizo regresar maltre chos a los conquistadores a Santa Marta. Otra expedición costó la vida al Gobernador. Estaba visto que aquella tierra consumía los capitanes a una veloci dad desgastadora suficiente para aterrar a cualquier otro pueblo que no fuera el español, pues parecía — lo que en realidad no era así— estuviera superpo blada ya que por cada español que caía llegaban a las Indias diez más. La muerte de García de Lerma quiso ser remediada desde Santo Domingo con el envío del oidor de su Audiencia, Infante que tampoco tuvo éxito; y el ya nombrado obispo, fray Tomás Ortiz, se dolía que una tierra que tan ubérrima se mostraba por todos los sig nos, tuviera suerte tan desdichada. Para poner reme dio, se embarcó para la península; pero nada más lle gado a ella, en 1532, la muerte le sorprendió sin poder informar a la Corona, que en aquellos momen tos estaba organizando el Real Consejo de Indias y el sistema virreinal, que tanta fortuna había de tener du rante tres siglos, como sostén del gobierno de España en el nuevo Mundo. La costa colombiana del Atlántico no era solamente la infructuosamente explorada provincia que iba defi niéndose en torno a la fundación de Santa Marta, como hemos visto entre el río Magdalena y la laguna de Maracaibo, sino que llegaba desde el río, en direc ción oeste-sudoeste, hasta la misma costa de la gober nación de Tierra Firme. Años atrás, Alonso de Ojeda había desembarcado en aquellas costas, y la experien cia fue dolorosa, ya que en la primera entrada tierra adentro perecieron cerca de doscientos conquistado res, y entre ellos, en Turbaco, el hábil cartógrafo santanderino Juan de la Cosa compañero de Colón. Hu biera muerto también el mismo Ojeda si otro capitán español, Diego de Nicuesa, no hubiera desembarcado, providencialmente, para salvarlo. Estas desgracias habían ocurrido en 1509, y durante varios lustros, nadie se acercó por tan peligrosos para 31
jes. Esto permanece así hasta que Pedro de Heredia, uno de los que habían estado ya en Santa Marta, logró que se le concediera el Adelantamiento de las costas visitadas por Ojeda, a donde llegó el 15 de enero de 1533, con gentes de Cartagena. El hecho de que la ensenada tuviera una semejanza con la Cartagena mur ciana y que muchos de los expedicionarios fueran na turales de allí, decidió que el puerto que había de nacer en aquel lugar tuviera como nombre el mismo de la ciudad fundada por los Barcas cartagineses. Así surgió Cartagena de Indias, como contraposición a la Cartagena de Levante, en el Viejo Mundo. Inició Heredia rápidamente las operaciones al inte rior, con suerte alterna, tan pronto atacando a los in dios, que se resistían con ánimo belicoso, como pac tando con ellos y dejando que actuaran sobre sus conciencias, evangelizadoramente, los clérigos que con él vinieron y los dominicos Diego Ramírez y Luis de Orduña. Heredia seguía una hábil política, y para fortalecer su misión pregonó con daño para la desgra ciada Santa Marta, las bondades de su adelantamiento, lo que le atrajo buen golpe de españoles, entre los que iba Jerónimo de Loaysa, hermano del Presidente del Consejo de Indias en España. Una vez robusteci dos sus efectivos, se lanzó al interior, luchando y ha ciendo paces con mahates y cipacuas, a través de cu yos territorios llegó a avistar el gran río Magdalena. Había empleado en la expedición cuatro meses. Detengámonos un momento a reconstruir con la imaginación el espectáculo que se iba presentando a la vista de los españoles. Desembarcados en una costa que hallaron similar a la de España —de ahí el bauti zo de la ciudad— , se embeben pronto en las tierras tropicales, por entre poblados llenos de gentes —el padre Zamora dice que había pueblos con 200.000 ha bitantes, pero debe haber exageración— que adora ban ídolos de oro en templos de regular estructura, que vivían en familias y obedecían a caciques —este va a ser el nombre genérico que los españoles dieron a los jefes indios tomando la palabra de la lengua taina de las Antillas— que revelan la existencia de una au 32
toridad, de un orden y casi dinamos de un Estado y una ley. Caciques que no lo eran sólo del poblado donde ejercía directamente la autoridad, sino que te nían bajo su jurisdicción alejados bohíos y pueblos federados o sometidos a ellos: rudimento de concep tos estatales. Todo este espectáculo de la sociedad indígena, es taba enmarcado en un cuadro de naturaleza exuberan te, pródiga y riquísima, con los campos cercanos a las poblaciones, cultivados por los indios y sus mujeres, y en los que se producía especialmente maíz y yuca. Usaban de trajes de buen tejido, de armas fuertes y resistentes —de que hubieron de saber muchas veces las carnes españolas— , y en la confección de sus in dumentos y vasijas daban muestras de su superior co nocimiento de las artesanías: Si a este espectáculo pa radisíaco añadimos que el oro abundaba y que a los ojos de los misioneros la mies de Cristo era mucha y dócil, nos daremos cuenta de la alegría y gozo con que se empezó la empresa colombiana por el sector de Cartagena, en tremendo contraste con la anarquía y dolor que reinaba al este del río Magdalena, en la gobernación de Santa Marta, que ya conocemos. La segunda salida del adelantado Heredia fue igual mente afortunada, y por todos los pueblos que atrave saban iban recogiendo oro y amistades, destruyendo los ídolos paganos, abriendo tumbas antiguas y cose chando riquezas, que los indios tenían en menos que las bagatelas de vidrio y cascabeles que los españoles les entregaban a cambio. Admiraba, no obstante, a los expedicionarios el hecho de que por todos aquellos lugares — provincia de Tinzenú— existiera tanto oro y no hubiera señal de trabajos de minería de extrac ción del precioso metal. Habiendo demandado a los indígenas, dijeron estos que lo traían de una provincia distante un mes de camino — la de Panzenú— , donde lo lograban a cambio de sal y manufacturas. Era éste el indicio claro de la riqueza de las tierras interiores, cuyas primicias disfrutaba Heredia, pero cuya realidad correspondería ajiménez de Quesada el conseguirla. Por aquel tiempo fue nombrado fray Tomás Toro 33
obispo de Cartagena de Indias, ciudad que había co brado tal importancia que la Corona la creyó digna de un episcopado. La misión evangélica de Toro tuvo mucho en que emplearse, porque la codicia de las grandes capturas de oro había entusiasmado a los con quistadores, haciéndoles olvidar en ocasiones sus de beres como cristianos. Desde la isla de Santo Domin go fue enviado, a petición del Obispo, un visitador —Juan Badillo, hermano del de Santa Marta— , que quedó igualmente deslumbrado ante las posibilidades de riqueza de aquella tierra. Durante los años 1536 a 1539 se suceden varios in tentos de penetración al interior, hasta que, vuelto de España el adelantado Pedro de Heredia, que había ido a la metrópoli a defenderse de las acusaciones de Ba dillo, se plantea nuevamente la idea de conocer toda la tierra desde el Urabá hasta el río Magdalena, cual era su primitivo proyecto. Al año siguiente sufría Car tagena de Indias el primer ataque extranjero de los varios que en la historia la iban a afligir: el pirata fran cés Baal, tan atraído por la fama de las riquezas, como los colonos que allí habían ido desde España o desde Santo Domingo, logró desembarcar por la noche, vís pera de Santiago, y tomando desprevenidos a los habi tantes, dar muerte a gran número de ellos y conseguir mucho botín. Paradójicamente estos motines inmedia tos ocultaron a los hombres de Cartagena el hecho evidente de que el oro de las tumbas del Cenú prove nía del interior y que había que, por lo tanto, explorar la zona montañosa. Así pues, mientras tanto, la menos próspera Santa Marta había iniciado empresas de importancia hacia el interior. La más destacada de ellas sería la del licencia do Gonzalo Jiménez de Quesada. Pero no adelante mos acontecimientos.
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SE DECIDE EN CASTILLA EL DESTINO DE LOS INDIOS MUISCAS
Los hombres hacen la Historia, aunque a veces sean circunstancias telúricas las que presionen los hechos humanos, como terremotos, sequías y otras catástrofes naturales. Pero lo que también es cierto, es que unos hombres deciden el destino de otros, y que a ello van conducidos sin saber que su futuro se está fraguando a miles de kilómetros de ellos. Tal es el caso de los habitantes de la sabana de lo que hoy es Cundinamarca, en la meseta donde se asienta la capital de Colom bia, Bogotá. Pero esta decisión que unos hombres toman y que repercute sobre la vida de otros, no siempre es una decisión de objetivo claro y concreto. Quiero decir que si —como vamos a ver— en Castilla se organiza una serie de medidas para penetrar en el interior de las tierras cuya fachada eran los territorios de Santa Marta y Cartagena de Indias, no se podía decir o ase gurar algo parecido a hay que conquistar el territorio que ocupan los muiscas, por la sencilla razón de que ni siquiera se sabía el nombre y naturaleza de los habi tantes de las hasta entonces tierras ignotas del inte rior. La decisión, se tomaría, conforme a los modos de hacer en la Castilla de entonces, jugando con la expe riencia de los hombres, que se habían acreditado en labores similares a las que se iban llevando a cabo en las Indias. Era parte de la cosecha recogida pof Casti lla en su experiencia atlántica. Recordemos en qué consistía esta experiencia, aunque sea en breves lí neas. 35
Para precisar, tensamos presente que cuando se va a iniciar la conquista de lo que luego se llamaría Nue va Granada, reina en España Carlos I, ya emperador de Alemania. Era nieto de Isabel de Castilla y ésta a su vez biznieta de Enrique III, al que la Historia conoce con el sobrenombre de El doliente, porque toda su vida estuvo enfermo. Fue en su tiempo, a comienzos del siglo XV, cuando Castilla, que tenía reconocida su soberanía, desde el siglo XIII, en que ésta se le con cedió al Infante Fortuna, pariente de Alfonso X, sobre el archipiélago de las Islas Canarias, de que se tenían noticias por navegaciones italianas, hace acto de pre sencia en ellas. Fue un convenio con el caballero bre tón Jean de Bethencourt, Sieur de La Teinturiere, que con las gentes de su tierra, gallegos y andaluces inicia la conquista de las que comenzaron a llamarse Islas de Canaria, por los canes o perros que en ellas abunda ban. Todo el siglo XV y los primeros artos del XVI se consumieron en la ocupación del archipiélago, que los reyes añadieron a su corona y cuya soberanía fue consolidada en 1480 por el Tratado con Portugal de Alcacobas-Toledo. Estas islas estaban ocupadas, por una raza que no tenía parentesco alguno con las africanas continenta les, ya que era blanca y su estancia en ellas se remon taba a la prehistoria, sin que hubieran tenido contacto alguno con el resto del mundo. La cultura de este pue blo, al que se denominó guancbe, era muy primitiva, pues no sabían construir, viviendo —y enterrando a sus muertos— en cavernas de las escarpaduras volcá nicas, desconocían el tejido y — naturalmente— la es critura. Valerosos defensores de su tierra no les fue fácil a los castellanos el conquistarlos y vencerlos. La guerra de Reconquista, a la que estaban habituados los españoles, no tenía nada que ver con lo que era preci so hacer en Canarias. Conquistar ciudades musulma nas era sumarlas a la totalidad de la nación, y aunque las costumbres y religión eran diferentes, la asimila ción era rápida, sustituyendo normas y leyes por las de los cristianos vencedores. Allí, en las Islas, había de proceder.se de modo diferente, y aunque en ocasiones 36
a los naturales en un comienzo se los vendía como esclavos, luego se los trató como vasallos. Incorpora das las Islas a la Corona castellana, fueron gobernadas por Adelantados. El título de Adelantado se daba al que gobernaba en tierras de frontera o de peligro de guerra. Cuando Gonzano Jiménez de Quesada había regresado de Italia y pasaba a formar parte de la Chancillería de Granada, como funcionario jurídico, el Adelantado de Canarias era Don Pedro Femándes de Lugo. Tomemos pues nuevamente la línea de la vida de éste y de su impensado futuro en las Indias. Mueno García de Lerma, el último gobernador de Santa Marta, mientras la región de Cartagena crecía y se enriquecía del modo que conocemos, se imponía tomar medidas prudentes que garantizan el buen go bierno español en Santa Marta. Aunque muchos solici taron el puesto vacante, había entre ellos uno de cali dad, al que no se le podía negar lo que pidiera. Era éste don Pedro Fernández de Lugo, gobernador de Canarias, donde se había hecho acreedor de premio por su prudencia y eficacia en el manejo de los natura les, Carlos V le concedía unas capitulaciones con títu lo de Adelantado y derecho a llevar fuerte contingente de hombres, así como nombrar a su personal y lugar tenientes. A la consideración de Fernández de Lugo aparece entonces una figura serena y juiciosa, madura ya casi, en la cercanía de los cuarenta años —era por el año 1536— , que reunía las dotes de modestia y eficiencia necesarias para cualquier arriesgada empresa. La Co rona le dio a este hombre, que era Gonzalo Jiménez de Quesada, que figuraba ya en la plantilla de la Real Chancillería, el nombramiento de Justicia mayor de la expedición, que completó el nuevo Adelantado con el de Teniente general de las tropas. Con razón podía decir de él —que era a la vez Justicia mayor y capitán de guerra— el cronista Herrera que era hombre des pierto y de agudo ingenio, no menos apto para las armas que para las letras. La historia acabaría dándo le la razón al cronista. Don Pedro Fernández de Lugo decide emprender 37
inmediatamente la travesía, y en el mismo 1536 llega la expedición al puerto de Santa María, donde Antonio Vesos se defendía precariamente contra los ataques incesantes de los tradicionales enemigos de los con quistadores: los indios taironas y hondas. El golpe de gente que traía el Adelantado hizo desaparecer inme diatamente la amenaza. Muchas habían sido las intentonas que desde la cos ta, ya fuera de Santa Marta o de Cartagena, se habían hecho desde que desembarcara Ojeda, buscando siem pre las ricas tierras que seguramente existían al inte rior, según podía colegirse por las constantes noticias de los indios de las tribus costeras el casi seguro origen del oro que entre ellos habia, sin que tuvieran minas de este rico y codiciado metal. Tanta gente como lleva ba Fernández de Lugo era preciso emplearla en un fructífero empeño, y ninguno había mejor a los ojos de los capitanes españoles que el buscar los estados inte riores de la altura, donde nacía el río Magdalena. Fernández de Lugo nombró a Quesada capitán de la expedición, y le dio como auxilio de la gente que llevaba por tierra, la escolta de cinco bergantines que irían costeando y se internarían aguas arriba del gran río. Un historiador dijo de Quesada, al partir, que era este capitán hombre entonces en toda ¡a fuerza de la edad viril, valiente a toda prueba; audaz, constante en sus empresas; poseía grande influencia sobre sus subalternos. Le acompañaban en la expedición lucida cohorte de capitanes, ya fogueados en guerras euro peas o americanas, como su hermano, Hernán Pérez de Quesada; Gonzalo Suárez Rondón, que luego fun daría Tunja; Martín Galiano, amén de dos dominicos y dos clérigos seculares. Tratándose de llegar al Río Grande —como al co mienzo se lo llamó— o de la Magdalena, la división del contingente expedicionario en dos partes una que buscaba el río por tierra —al mando directo del Licen ciado— y otra que se llegara por la costa a la desem bocadura, para ascender por él, parecía acertada. Como veremos, la fracción marítima contra lo espera do, iba a ser la más desgraciada. 38
El 5 de abril de 1536 salieron los dos brazos de la expedición. La cita era en tierra de los chimilaes, en Tamalameque. Los que iban por tierra llegaron, no sin penalidades, al lugar donde tenían acordado el en cuentro, al que no acudieron los cinco bergantines y las dos carabelas, porque las tempestades dispersaron la flotilla, con graves pérdidas. En la catástrofe marítima se perdió un bergantín y una carabela; la otra carabela arribó a Morro-Hermoso, y al descender a tierra sus tripulantes, fueron muertos por los caribes. Los cuatro bergantines se dispersaron, y la mayoría fueron a parar a Cartagena, llegando sólo algunos náufragos a Santa Marta, donde la noticia so brecogió al Adelantado, que pensaba en las necesida des de auxilio y bastimento que tendría el desespera do Quesada, alejado muchas leguas de la base de partida e ignorante de la desgracia de los bergantines. La mejor medida para remediar el terrible mal fue con el inagotable espíritu creador de aquellas gentes el organizar una segunda flota, cuyo mando se encargó al licenciado Gallegos. Hecho a la mar Gallegos con los nuevos berganti nes, va en busca de dos de los de la primera expedi ción, que sabía fondeados en Malambo, y en unión de ellos se dirigió a Zampollón, en las cercanías de Ta malameque, donde estaba Quesada, con sus hombres ya en el límite de la resistencia, agotados por el clima, por la falta de alimentos y por las penalidades. En la mayoría de las grandes conquistas españolas en América, y la de Jiménez de Quesada es la tercera en importancia, hay un momento en que se decide la suerte de seguir adelante o volver la espalda al camino emprendido. Parece como si el ejemplo de lo que aconteciera a Colón en su primer viaje, cuando tuvo que apaciguar los descontentos —ya que motín no hubo— , sirviera de patrón que conformara las empre sas españolas. Cortés tiene que dar las naves de tra vés o hundirlas; Pizarro se queda cerca de un año en las islas del Gallo y la Gorgona. Quesada tuvo también su momento decisivo. Fue éste, el de la unión de los contingentes de tierra y mar. Aunque unos llegaban 39
de refresco, los otros estaban exhaustos, y su ejemplo no era el mejor para animar a los novatos a penetrar en los bosques y manglares, en los rápidos y cañadas poblados por mil peligros. Casi todos deseaban volver a Santa Marta y dejar para mejor ocasión el intento de subir por el curso del Magdalena, que tantos sinsabores les iba ya costando. Quesada fue, no obstante, de opinión contraria, y a su favor tuvo al fuerte padre Domingo de las Casas, pri mo del famoso Bartolomé de las Casas, que incitó a los expedicionarios a seguir adelante, estimulándolos con una misa, que él mismo dijo, por el mejor éxito de la empresa. La expedición se continuaba. ¡Dios sabe a qué costa! Si queremos saber sobre qué dificultades iban a continuar hacia el interior los expedicionarios españo les, leamos lo que dice de aquella tierra un escritor colombiano, describiendo el itinerario de la expedi ción: Para juzgar del temple de estos conquistadores es preciso conocer prácticamente el Magdalena y sus márgenes; de otro modo, no se puede formar idea de los trabajos de aquellos hombres. Pero todavía se pue de decir más: nosotros, los que hoy viajamos por el país, no podemos formar idea exacta de aquellos tra bajos, porque ni boy están plagadas las orillas del Magdalena de indios feroces como entonces, ni el cauce del río nos es desconocido, como era para los primeros que lo subieron. Los que caminaban por tie rra iban despedazándose la carne y los vestidos entre las espinas y ramazones tan intrincadas como que jamás la mano del hombre había pasado sobre ellas. En el desmonte que iban haciendo para abrir trocha se encontraban con los avisperos, enjambres de ene migos volantes, de quienes se veían atacados por mi nares al rebullir un árbol, y de cuyo aguijón, poco menos temible que la flecha de los indios, no podían escapar, siendo constantemente seguidos por una nube de estos insectos implacables cada vez que, por desgracia, daban con una de estas colmenas, tan -lO
abundantes en aquellos montes. Seguíanlos también los tábanos, moscas que dan una punzada que hace saltar ¡a sangre, y es de lo más ardiente y doloroso: baste decir que es bicho tan temido de los bogas (los actuales indígenas de las orillas del río ) que los pone en alarma cuando entra en un champán y no lo pue den cazar inmediatamente. Los ejércitos de mosquitos jején por el día, j' los mi llones de millones de zancudos por la noche, los ro dean como una nube, punzándoles la cara, las ma nos, los pies, sin posible escapar de estas púas venenosas, que producen un ardor e irritación vio lenta. Guarecíanse debajo de los árboles en las tem pestades, y de los ardores de un sol abrasador; man teniéndose con raíces _y rutas desconocidas, de que enfermaron murieron muchos de ellos. Era tal el hambre que padecieron, que hubieron de comerse no sólo los perros y gatos que traían, sino que se comían los cueros de las vainas de las espadas; y hubo solda do, Juan Duarte, rodelero, que habiéndose comido un sapo disforme que pudo coger, perdió el juicio in mediatamente, quedándose enfermo para siempre. A cada paso hallábanse sobre culebras enormes y venenosas que se desenroscaban bajo sus pies: por la noche, se veían a cada hora amenazados y asaltados por tigres, de cuyas garras tantosfueron víctimas. En contrábanse muchas veces con ríos, caños y esteros que desaguaban en el Magdalena o que, saliendo de él, ¡es atajaban el paso y tenían que vadearlos o pa sarlos a nado; y aquí era el lidiar con las bandadas de feroces caimanes, de que tanto abundan en el día de boy aún aquellas aguas. La parte de la expedición que iba por agua, aun que no tan molestados por los bichos en el día, en la noche lo eran tanto como los que iban por tierra, y tenían que ir lidiando con las peligrosas corrientes del río que formaban los peñones y palos caídos; _y al mismo tiempo que tenían que vencer estos peligrosos pasos, a fuerza de palanca y toas, tirando desde tie rra, se les presentaban y tenían que habérselas con numerosas canoas de indios flecheros que les disputa41
ban el paso. Aquí tenían el riesgo de tas flechas envénenadas, el riesgo de caer al agua y ahogarse en aquellos remolinos y el riesgo de los caimanes. Todos estos trabajos del día se coronaban con una noche aciaga, con tormentas casi continuas, por ser mes de invierno, comidos de los zancudos y amenazados de los tigres, culebras, alacranes, etc., etcétera... Esta es la visión que nos da uno que conoce el terre no. Si espeluzna solamente la descripción, ¿qué no debemos pensar del temple y bravura de los que se guían a Quesada y de él mismo, decidido y entero como capitán de la expedición? Debemos pensar que era extraordinario, aunque no ajeno al desaliento en ocasiones en que la medida se colmaba por la repeti ción de los males. Tal sucede en el puerto de la Tora, a donde llegan después de trabajosa ascensión por la cuenca y cauce del gran río colombiano. Mala época habían escogido para la ascensión del Gran Río, porque éste venía crecidísimo, anegándolo todo. En este caminar con las dificultades dichas, hi cieron una interesante observación, que les estimuló para seguir adelante con la convicción de que en las alturas debía haber gente más civilizada. Observaron que la mercancía más valiosa que se importaba desde Santa Marta era la sal, que a medida que ascendía su comercio por la corriente, se hacía más caro el precio. Esta sal sólo la consumían los caciques, o gente prin cipal —como dice el cronista anónimo— i los demás la bazen de orines de hombre y de polvos de palma. Ya muy alto el curso del Magdalena comenzó a apare cer la sal en panes, que eran grandes como pilones de azúcar. Los indios que traían esta sal aseguraban que se elaboraba al Sur donde había grandes riquezas y grande tierra. * Llevaban recorridas 150 leguas y perdidos cien hombres. Por boca del capitán San Martín, toma cuer po el descontento y se propone a Jiménez de Quesada que dé por concluida la exploración, que con las noti cias que se han recogido basta para contentar el ade lantado Fernández de Lugo. Ya conocían un nuevo afluente del Magdalena —el Orón, que en la Tora se 42
une con él— ; y puesto que el río allí se hacía imprac ticable, convenía retroceder a la base. Quesada nada dijo: reunió a sus más adictos, Miguel de Morales Valenzuela y el padre Domingo de las Casas, y les reveló su deseo inquebrantable de seguir adelante. Conoci do que fue este criterio, el padre Las Casas se encargó de reducir a la levantisca tropa, y dirigiéndose a ellos vino a decirles, poco más o menos: Nuestro capitán no desfallece en la empresa; noso tros debemos seguirle fielmente, hasta que cumpla el deber que a todos nos ha sido impuesto. Recordad que los otros conquistadores de estas tierras salvajes sufrieron también calamidades sin cuento, y que su esfuerzo se vio coronado con la dominación de ex tensos y ricos territorios, que a todos llenaron de opu lencia j, ¡lo que es más importante!, les dieron oca sión de reducir poderosas naciones al Santo Evangelio. Las palabras del dominico surtieron el esperado efecto en el valiente ánimo —transitoriamente caí do— de los expedicionarios. La idea de los tesoros de Cortés apareció en sus ojos, así como la imagen de catedrales ricas levantadas por su esfuerzo y florecien tes donde recibir el premio de su esfuerzo y conseguir el reposo definitivo, al cabo de los años. Ya nadie pen só ya en regresar a Santa Marta, pues hubiera sido echar por la borda lo conseguido con tantos sufri mientos y trabajos. Fue precisamente el capitán San Martín el encarga do por Quesada de iniciar una descubierta que diera idea de las tierras a que habían llegado. Partiría él río arriba, con 20 soldados, mientras el resto de la expedi ción se reponía de las fatigas y restañaba las heridas que la agotadora exploración les había deparado. Salió San Martín con sus hombres, llegando a la boca del río Carare, por el lugar llamado barrancas coloradas. Remontada su corriente, pronto avistaron los españoles una barca indígena, cuyos tripulantes la abandonaron en medio de la corriente, ganando la ori lla a nado. El soldado Camacho los imitó, pero con distinto objetivo, y a poco pudo halar hasta la embar43
cación española la navecilla india. Esta contenía panes de sal, distintos de los fabricados en la costa como ya habían observado, mantas blancas bien tejidas y tam bién de color. Aquello era claro indicio de un grado superior de cultura, de industrias más evolucionadas y de la existencia de ciudades. Alegres con las nuevas, siguieron adelante las gen tes de San Martín y toparon con un poblado —aban donado por los naturales ante la presencia de los espa ñoles— edificado en la orilla. En él, las mismas muestras de que había dado testimonio la barquita. Ya no era necesaria mayor comprobación y se imponía el regreso, que efectuaron aguas abajo, camino de la Tora, donde informaron a Quesada del hallazgo de un nuevo y culto pueblo. Quesada decidió informarse por sí mismo de aquellas portentosas novedades y ver con sus ojos la nueva civilización que se abría ante ellos y las condiciones del hasta entonces desconoci do territorio donde se asentaba. ¿Quiénes eran los protagonistas de esta civilización desconocida? ¿Qué costumbres tenían? ¿Cómo era su religión y género de vida? Quesada halló pronto la contestación; nosotros la encontraremos en el capítu lo siguiente.
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DE LAS GENTES Y TIERRAS DE LA NUEVA GRANADA
Aunque posteriormente, cuando en España se fija* ron los límites y territorios de cada una de las gober naciones, a todo lo que es hoy Colombia se le llamó Nuevo Reino de Granada, en el tiempo de su descu brimiento se tuvo por Nueva Granada solamente lo que comenzaron a descubrir los conquistadores una vez sobrepasada la serranía de Opón. Así nos la descri be el cronista anónimo, Indudablemente persona que estuvo en la exploración, porque dice, al describir las fatigas de la expedición: Llevábamos antes de llegar a Tora cierta es peranza, caminando por el río arriba... Su descripción —editada por el autor de este libro, en 1947— vale la pena reproducirla, porque es lo que vieron los ojos del que escribe la Relación: Hase de presuponer queste Nuevo Reino de Granada, que comienza pasadas las dichas Sie rras de Oppón, es todo tierra rasa, muy poblada en gran manera, y es poblado por valles, cada valle es una población por si. Toda esta tierra rasa y Nuevo Reino está metido y él cercado, alrededor de sierras y montañas, pobladas por cierta nación de indios, que se llaman paches, que comen carne humana, iferente gente que la del Nuevo Reino, que no la comen, y diferen te temple de tierra, porque los paches es tierra 45
caliente, y el del Nuevo Reino es tierra fría, a lo menos muy templada. Y asi como aquella gene ración de indios se llama pancbes, así esta otra generación de indios se llaman pancbes, asi esta otra generación del nuevo reino se llaman mogras (muiscas). Tiene de largo este Nuevo Reino 130 leguas, pocas más o menos, de ancbo tendrá, y por partes 20 y aún por partes, menos, porque es angosto. Está la mayor parte de él en 5 grados, de esta parte de la línea, y parte de él en 4, y alguna parte en 3 Este Nuevo reino se divide en dos partes o dos provincias, la una se llama de Bogotbá, la otra de Tunja, y así se llaman los señores della, del apellido de la tierra. Cada uno destos señores son poderosísimos de grandes señores y caci ques, que les son sujetos a cada uno de ellos. La provincia de Bogotbá es mayor, y así el señor della es más poderoso que el de Tunja, y aún de mejor gente. Podrá poner el señor de Bogotbá a mi parecer, 60.000 hombres en cam po (campaña) pocos más o menos, aunque yo en esto me acorto por que otros se alargan mu cho. El de Tunja podrá tener 40.000, y también no voy por la opinión de otros, sino acortándo me. Estos Señores y Provincias siempre ban traí do muy grandes diferencias, de guerras muy continuas y muy antiguas, y así los de Bogo tbá como los de Tunja, especialmente los de Bogothá, porque cae más cerca, las traen también con la generación de los pancbes, que ya hemos dicho que los tienen cercados. La tierra de Tunja es más rica que la de Bo gotbá, aunque la otra lo es harto, pero oro y piedras preciosas, esmeraldas, siempre lo halla mos mejor en Tunja... Y esto es una de las cau sas por que el dicho Nuevo Reino se debe de tener en más que otra cosa que haya acaescido en las Indias, por que en él se descubrió lo que ningún Príncipe cristiano ni infiel sabemos que tenga, pues que se descubrieron, aunque mu-
cho tiempo lo quisieron tener los indios muy se creto, las minas donde las dichas esmeraldas, que-no sabemos agora de otras en el mundo, aunque sabemos que las debe haber en alguna parte, pues que hay piedras preciosas. En el Perú hay algunas esmeraldas, mas nunca se han sabido las minas deltas. Estas minas son en la provincia de Tunja, y es de ver donde fue Dios servido que apareciesen las dichas minas, que es una tierra extraña en un cabo de una sierra pelada, y está cercada de otras muchas sierras montuosas, las cuales hacen una mane ra de puerta por donde entrar a la de las dichas minas. Es toda aquella tierra muy fragosa (y) tendrá la sierra de las dichas minas, desde don de se comienza hasta donde se acaba media legua pequeña o poco menos... A donde habían llegado los españoles y que el cro nista anónimo, seguramente un soldado de la con quista, como decíamos antes, nos ha descrito, era a la sabana, llanura ondulada, a 2.400 metros de altura so bre el nivel del mar, en cuyos valles, como hemos visto, se desenvolvían diversos señoríos. Desde su salida de Santa Marta los españoles habían ido conociendo diversas poblaciones indígenas. Aun que las del inmediato interior eran diferentes de las de la costa los lenguas o intérpretes que llevaban les sir vieron para irse entendiendo, pero a medida que avan zaban hacia el sur y hacia las alturas, los traductores fueron inútiles, ya que los habitantes de esta sabana no solamente eran de una cultura más refinada y compleja, sino que hablaban una lengua completamente diferen te. Era la lengua que los filólogos han llamado chibcha, pero cuyo pueblo era el muisca o mosca (como lo llamaron los españoles). Generalmente, aunque esta palabra designe a la lengua, se los llamó chibchas. Los chibchas comprendían las regiones de Bogotá, Tunja, los valles de Pasagasugá, Pacho, Caquetá y Ten sa-, las regiones de Ubaté, Chinquinquirá, Moniquirá, Leiva, Santa Rosa y Sogamoso, hasta lo alto de los An 47
des, desde donde avistaban los llanos de Casanare. Su cultura material y espiritual estaba en pleno desenvol vimiento, y su constitución política, aún muy rudi mentaria, dejaba ya entrever en algunos de los seño ríos asomos de un ansia imperial expansiva, que seguramente hubiera chocado, por las regiones de Quito, con la onda conquistadora de los incas, de no haber llegado los españoles por ambos sitios — Perú y Colombia— a cortar un proceso histórico que, indu dablemente, hubiera precisado aún varios siglos para llegar a la altura civilizada, no ya de Europa, sino de los mismos imperios indianos. Si la primera muestra de civilización que encontra ron los capitanes de Quesada, cuando éste les decidió a continuar adelante, tras la indecisión que conoce mos, fue la de la sal y los sembrados, es porque las culturas que controlaban los chibchas eran esencial mente agrícolas, y hacían comercio con la sal gema que extraían de las minas de Rute. Las diferentes alti tudes les permitían explotar diversas plantas, si bien la base de su alimentación la constituía el maíz, del que fabricaban diversas harinas, siendo también im portante la batata y las papas. Cazaban conejos y perdi ces y, eventualmente venados, pescando en las lagunas. Típicos pueblos agrícolas, de costumbres sedentarias. Estos pueblos ricos, plantadores, poseían diversos centros urbanos, más importantes que las aldeas de los (airona o los indios antillanos. Estaban gobernados por caciques autoritarios y por un clero de hechiceros. Estas ciudades parecieron indudablemente tales a los españoles, que salían del boscaje espeso del Magdale na, transidos por los sufrimientos y penalidades; pero en verdad — aunque alguna, como Bactá (luego Bo gotá)— llegaba a tener 20.000 habitantes, eran gran des poblados indígenas como los encontramos por el centro de Africa. Los cronistas y narradores que acompañaron a los conquistadores nos hablan con frecuencia de las ido latrías de los salvajes que iban dominando. ¿Cómo eran éstas entre los primitivos colombianos? Toda la religión chibcha descansa sobre el mito de Bochica. 48
Bochica era para los chibchas como el Quetzacoatl mexicano. Lo retratan tradiciones chibchas como un héroe civilizador, que enseñó las artes sociales y eco nómicas a los primeros indígenas de las llanuras altas, de donde se extendía la cultura hacia el interior y la costa. Viene —según el mito— Bochica enviado por Chuminiguagua, el dios creador. La bondad del civili zador Bochica está contrastada por la enorme maldad —y peregrina belleza— de su mujer, la Luna o Chía. La mitología primitiva nos pone de manifiesto en estas dos encarnaciones la disparidad y lucha entre dos principios absolutos: el del Bien y el del Mal. Luchan y combaten Bochica y Chía durante mucho tiempo; Chía inunda la llanura de Bogotá y las gentes han de huir. La bondad de Bochica tiene su término y con vierte a su mujer en la Luna, con la misión de reparar sus males iluminando la Tierra de noche, mientras que él abre cauce a las aguas, que se precipitan por el lecho del MagdalenaUna mitología cosmogónica de este tipo, casi poéti ca, apropiada a pueblos agricultores, podía haber ins pirado cultos sencillos y sin complicaciones. No fue así, sin embargo. Los españoles se encontraron —como veremos más adelante— con una serie de ritos, de tipo primitivo y sangriento, que les horroriza ron y contra los que hubieron de combatir inmediata mente. La clase sacerdotal — de los xeques— estaba escogida entre determinadas familias, y los sacerdotes practicaban también la adivinación, inspirando su éx tasis por medio del masticado de plantas alucinógenas y de propiedades hipnóticas y narcóticas. Se sacrificaban seres humanos —especialmente ni ños— al dios civilizador, a los cuales se alimentaba durante largo tiempo en el sagrado templo de Sugamuxi (Sogamoso). La ceremonia del sacrificio san griento se verificaba cuando las víctimas cumplían quince años, en medio de sacerdotes vestidos a imita ción de los principales personajes del ciclo mitológi co. Al sol se le adoraba, con procesiones rituales, en los finales del año. Tuvieron los chibchas un extraordinario culto por 49
los muertos, practicando los xeques ceremonias inhumatorias para con los caciques —zipas o zaques— que morían. Se les vaciaban los intestinos, y para lo grar la momificación, se rellenaba el cuerpo de resina, con oro y esmeraldas, enterrándolos en lugares ocul tos, cuyo descubrimiento costaba la vida del que lo efectuaba. Es lógico que estos enterramientos, llenos de joyas, invitaran a los conquistadores a apoderarse de ellas y que así sucediera, como nos dice, con frases irónicas, el cronista Oviedo: Epor la diligencia e manos de nuestros solda dos, fueron después digestos e alimpiados aque llos estómagos e vientres rellenos, en que se ovo mucha cantidad de oro e de esmeraldas, que allí estaban perdidas con el oro... Este deseo de los conquistadores ha sido amplia mente superado por los que, en tiempos modernos se dedicaron a la busca de tesoros, y que fueron denomi nados en toda América con el sobrenombre de buaqueros, o que buscan oro y riquezas en las huacas, o sea en las necrópolis indígenas. El culto a los muertos también era sangriento, aun que esto parezca una redundancia. A los muertos, es pecialmente si eran caciques, se Ies enterraba con sus mujeres, a las que se daba muerte después de haberlas embriagado con libaciones de maíz fermentado —chicha— y narcotizado con auxilio de la datura. En las tumbas hallaron los españoles con frecuencia a los caciques sentados en dunas o sillas cubiertas con planchas de oro, como si esperaran en esta postura solemne, y con tan rico aditamento, el momento en que el destino volviera a llamarlos para reinar de nue vo sobre la tierra, de lo que no es difícil inducir que entre los chibchas existía, una idea de la vida de ultra tumba y quizá de la resurrección de los difuntos, pasa dos muchos años. La organización social y política era autoritaria, aun que no imperial. Queremos decir que se establecía sobre el principio de la autoridad de los zipas o za50
ques, pero no existía, como hallaron Pizarra en el Perú o Cortés en México, un solo estado centralizado dominador y conquistador. Por ello, reconocieron prontamente los compañeros de Quesada que en la tierra que Dios les deparaba conquistar existían cinco señoríos: Guanentá, Sogamoso, Tundama, Tunja y Bo gotá. De todos ellos, el más poderoso, gobernado por el zipa, era el de Bogotá, que había logrado ir some tiendo a los caciques inmediatos y que —a la llegada de los europeos— planteaba una verdadera política imperial de conquistas, que éstos interrumpieron. El zaque dominaba la parte meridional del país, con re sidencia en Tunja. La sucesión en el trono — llamémoslo así— se veri ficaba por un sistema que podríamos llamar matriar cal, ya que al zipa o zaque no le sucedía su hijo, sino un sobrino materno, lo que era imitado por los caci ques dependientes, como si obedeciera a una consti tución no escrita. Pese a este sistema sucesorio, los futuros zipas o zaques habían de demostrar en una competición su capacidad para el mando. Como el po der que ejercían estos soberanos et& también de carác ter religioso, existía entre ellos la investidura sagrada, lo que hacía que la reverencia que por ellos sentía su pueblo fuera también de carácter sobrenatural. Entre los chibchas existía una verdadera reglamen tación social, aparte de la descrita, que tocaba a las relaciones matrimoniales y de los parientes. El matri monio era por compra, si bien existía la poligamia, especialmente entre los grandes jefes, aunque se re conocía a una de las mujeres la primacía sobre las res tantes. Pueblos relativamente tan adelantados como los chibchas desconocían algunos extremos de la vida, ta les como las relaciones de causa y efectos existentes por la naturalezá entre padres e hijos; es decir, desco nocían la paternidad fisiológica. Esto les llevaba a ex tremos que a los ojos civilizados son horrendos, tales como hacer mujeres prisioneras, para el harén del zipa o zaque, que eran destinadas a la procreación de hijos, que se engordaban para servir de alimento al 51
padre, que ignoraba que iba devorando a su propia carne y sangre, en feroz antropofagia. A enterarse de esto llegaron los españoles, en se gundo termino. Lo primero que apareció a sus ojos fue el aspecto externo de las gentes de las cabezas del Magdalena, como los conquistadores llamaron a las tierras altas que comenzaban a explorar. Este aspecto externo les reveló desde un comienzo una policía —tales son las palabras con que se expresan los escri tores de la conquista— muy superior a la de los indí genas de la costa. Toparon con poblaciones que traba jaban los campos y con unas clases — las aristocráticas o superiores— ricamente ataviadas. Usaban, en gene ral, de largas mantas que les cubrían el cuerpo, deján dose los cabellos largos y bien trabajados. Los sóida dos, a los que llamaban guaches, se cortaban el pelo al rape, para distingurse de los no combatientes. Eran muy hábiles en el trabajo del oro y, como lo muestra el Tesoro de los Quimbayas, del Museo de América de Madrid, dedicaron gran número de sus ho ras artesanas a la confección de delicadísimos adornos para la cabeza, el pecho y los brazos, y también de figuras representando animales y seres fantásticos o reales. Esta misma habilidad artística la demostraron en la cerámica, en la que aunque no llegaron a la per fección de los peruanos, crearon una serie de formas, adornadas con figuras esquemáticas o decoraciones de tipo geométrico, sin usar del torno que era desco nocido en toda la América indígena. Esta sociedad artesana, agrícola y guerrera mostraba su exultación en fiestas de tipo cívico y religioso, tales como la que los cronistas nos han conservado de la entronización del zipa. Este había de ofrecer, antes de comenzar sus tareas como jefe omnímodo del se ñorío de Bacatá, una serie de presentes a sus dioses en la laguna de Guatabita. Consistía la ceremonia en el embarque del zipa que iba a comenzar su reinado en una balsa, en cuyas esquinas ardían cuatro fogatas. Antes de entrar en ella, el zipa se desvestía, cubrién dose el cuerpo con una sustancia oleaginosa proba blemente caucho o hule que era, a su vez, recubierta 52
de fino polvo de oro. Delante de él, un montón de esmeraldas y de objetos áureos eran la ofrenda que se hacía a Bochica. Todo ello era arrojado a las aguas, entre cánticos de los asistentes a las ceremonia, que se hallaban como espectadores a la orilla. Después, el zipa mismo se bañaba en las aguas de la laguna, aban donando en sus ondas la áurea vestimenta. Había sido, hasta aquel momento, un verdadero hombre dorado. A esta ceremonia ritual y social se debe el nacimiento de uno de los mitos que más empujaron a los españo les en su deseo conquistador de poderosos y ricos reinos: el mito de El Dorado. Las gentes de la sabana habían tenido noticia, desde comienzos del siglo XVI, de la llegada de los españo les transmitido de tribus en tribu, pero no habían dado a estos desembarcos más valor que el que en su día les dieron Atahualpa y Moctezuma en Perú y Méxi co. Creían que la orla de tribus selváticas y crueles que los rodeaban por el norte — a los que ellos iban imponiendo poco a poco su yugo imperial— se había encargado de matarlos, alejarlos o aniquilarlos. Conti nuaron los caciques del interior, el zipa y el zaque, su vida normal, bárbara y fastuosa, ajenos al hecho por tentoso que ellos mismos iban a protagonizar poco tiempo después. Su asombro no hubo de tener confi nes cuando de los pueblos costeros del Magdalena les vinieron nuevas de cómo aquellos extranjeros, de bar bas largas y negras, cubiertos de trajes metálicos, que repelían las armas, habían logrado vencer las avanza dillas de los pueblos de la marina y se hallaban ya en la puerta misma de sus terrenos cultivados, de sus mi nas y de sus palacios y templos. Dos civilizaciones iban a chocar violentamente. Bár bara la una; culta la otra. La fortaleza de ánimo de unos y otros iba a decidir, en plazo no muy lejano, de quién había de ser la victoria. Paremos un momento atención en este hecho: el del choque que se iba a verificar. El conocimiento de la cultura chibcha y de lo poco que de su historia se sabe nos basta para representarnos lo que suponía el riesgo a que voluntariamente y decididamente se en53
tregaba Quesada con los suyos. No se trataba ya de los selváticos habitantes de la costa, cuyas flechas envene nadas y asechanzas, a la larga, podían irse venciendo, con tenacidad y por medio de una labor de evangelización, enseñanza y cultura, con la fundación de ciu dades y con la puesta en explotación agrícola de las tierras. Se trataba, por el contrario, de unos pueblos que, aunque de primitivo nivel cultural, estaban en medio de una evolución histórica creciente, que de no haber llegado los españoles hubiera quizá cuajado en formas imperiales del tipo azteca o inca. El proble ma, por lo tanto, era muy otro, ya que a la organiza ción precaria de un contingente conquistador había posibilidad de oponer miríadas de combatientes, re cursos alimenticios, armas, etc. —y organización— por parte de los caciques. Si el historiador no se ocupara de hechos que suce dieron años atrás y cuyo desenlace es conocido, en este momento, en que se va a verificar el choque de la audacia hispana con la preparación chibcha, podría, dramáticamente, preguntarse: ¿Quién saldrá vencedor en la lucha? ¿Preponderarán la audacia, disciplina y mejor armamento de los españoles, curtidos en mil combates contra infieles y europeos, o vencerá la masa organizada y los recursos de los chibchas? Sabe mos de quién fue la victoria; pero sabemos también que los españoles ignoraron entonces —cuando se lanzaron a la empresa— la respuesta a tan trágicas preguntas y que, precisamente, en el valor que se ne cesita para lanzarse a lo incierto radica gran parte del mérito que cabe atribuir a aquellas gentes que lleva ron el señorío español a las alturas de la sabana bogo tana.
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EN LOS UMBRALES DE LA CONQUISTA
Dice el cronista anónimo, seguramente uno de los que tomaron parte en la Conquista, que al comienzo los indios tuvieron un gran temor. Leamos en su sen cillo estilo, como entrada a la narración de la Conquis ta del Nuevo Reino, lo que él dice: Cuanto a lo de la conquista, cuando entraron en aquel Reino los cristianos, fueron rescibidos con grandísimo miedo de la toda la gente, tan to que tuvieron opinión entre ellos de que los españoles eran hijos del Sol y de la Luna, a quienes ellos adoran, y que dicen que tienen sus ayuntamientos como hombre y mujer, y que ellos lo habían engendrado y enviado del Cielo a estos sus hijos (los españoles) para castigarlos por sus pecados, y así llamaron luego a los espa ñoles uchíes, ques un nombre compuesto de husa, que en su lenguaje quiere decir Sol, y chula, Luna, como hijos del Sol y de la Luna. Y ansí entrando en los primeros pueblos, los de samparaban, y se subían a las sierras, que esta ban cerca, y dende allí les arrojaban a sus hijitos de tetas para que comiesen, pensando que con aquello aplacaban la ira, que ellos pensa ban ser del cielo... Tan seguros se habían sentido hasta entonces los indios del interior, no tomando en cuenta —con los amigos que son los primitivos de nuevas y noticias extraordinarias— de lo que se contaba, desde el itsmo 55
panameño hasta las sierras de Loja, de la llegada de hombres extraños, dotados de un misterioso poder, que los hacia no sólo peligrosos, sino temibles por que a la postre acababan derrotando a las tribus y apo derándose de las tierras. Si los españoles hubieran sabido, con certeza, este miedo de los indígenas que les esperaban al otro lado de la Sierra de Opón, es seguro que hubieran ido más confiados. No se les ocultaba, sin embargo, que nor malmente éste era el efecto que su presencia produ cía. No ignoraban que desde la llegada de Colón, has ta las últimas conquistas de Pizarro, tanto había sido la causa del éxito la superioridad de organización y dis ciplina de los españoles, su resistencia y su valor, como la sorpresa amedrantaclora que producían los ar cabuces, las cotas inmunes a los flechazos, y la presen cia de los caballos. Quesada y los suyos, que ya habían estado largo tiempo en las Indias, sabían también que estos efectos se producían precisamente en los prime ros momentos —los de la sorpresa— pero que luego su vida, la de la hueste, estaría sometida a una presión continua, cuando los indios hubieran perdido el mie do, como había sucedido con la sublevación de Man co II en el Perú, que habían producido cientos de muertes de españoles. Pero volvamos al relato de los acontecimientos. Las noticias que le trajera su capitán indujeron a Ji ménez de Quesada a querer investigar por sí mismo lo que había de cierto en ellas, para lanzarse entonces, con el grueso de sus gentes, a la empresa de dominar aquellas tierras. Siguiendo con sesenta hombres el mismo itinerario, llegó al pueblo que llamaron, usan do una palabra antillana de Barbacoas, donde hubo de quedarse fatigado por las penalidades del camino, or denando — no obstante— a Juan de Céspedes, Anto nio de Lebrija y Antón Olaya, que siguieran adelante con algunos hombres. Céspedes, Lebrija y Olaya en contraron nuevos pueblos y rastro evidente de la más evolucionada cultura de los chibchas, regresando a Barbacoas a dar las nuevas al jefe, que, a su vez, deci dió volver a Tora para tomar determinaciones acerca 56
de lo que convenía hacer en el futuro, ante la certeza de que tras la carrera tropical existía un mundo civili zado y rico. Una vez en Tora, hizo Quesada recuento de las pro pias fuerzas. Entre los expedicionarios había muchos enfermos; otros, cansados o heridos por animales, ali mañas y parásitos, como las niguas. ¿Qué convenía hacer en tales condiciones? Lo prudente —el gran du que de Alba dijo que el miedo tenía el color de la prudencia— hubiera sido regresar a Santa Marta a co municar al Adelantado Fernández de Lugo las noveda des, para poder, con más medios, preparar una nueva expedición. Esta decisión imponía sin embargo nece sariamente dilaciones y retrasos: era preciso seguir adelante. En este momento se evidencia la importan cia de una decisión personal: la del jefe. Además es seguro que en la mente de Jiménez de Quesada y de los capitanes, sus inmediatos colaboradores, se movía la idea de que sería posible que otros, si ellos no con seguían la conquista se aprovecharan de su esfuerzo. Pero, ¿cómo dejar atrás tanto enfermo o inútil? La de cisión fue digna de un Hernán Cortés. Ordenó a Ga llegos que volviera a Santa Marta con los lisiados, en los barcos, por vía fluvial, mientras él continuaba con los útiles camino adelante. Con ello destruía Jiménez de Quesada su propio cuartel general, cortaba las amarras con el mundo civilizado y se lanzaba prodi giosamente a una empresa de resultados más que du dosos. Despedidas las naves, se reúne Quesada con el que era su guía espiritual y segundo corazón de la magna empresa: el padre Domingo de las Casas. Ambos coin cidieron en el razonamiento de que empeño como el que llevaban entre manos sólo podía salir bien con la bendición de Dios, y dándole un tinte general de em presa santa. Dicha la misa, al día siguiente de la parti da, el padre Domingo de las Casas dirige la palabra al grupo de los expedicionarios, exhortándoles a tener el ánimo templado, el valor decidido para una tarea durísima, de la que había de resultarla conversión de tantos infieles y grande esplendor para la nación es57
pañola. Palabras de religión y patriotismo muy pro pias de la época y la circunstancia, que eran las más indicadas para encender el celo de las conquistas en el corazón de quienes había vencido ya las asperezas iniciales de la empresa. No por haberlas vencido de bían esperar que todo, en el futuro, fuera llano y fácil; muy por el contrario, les aguardaban dificultades sin cuento, para sobrellevar las cuales era preciso el valor que les había solicitado su director espiritual. Una de las hábiles medidas que tomó Quesada para que sus hombres no se sintieran tentados de regresar a la costa con los inválidos, fue la de dejar a Olaya en Barbacoas, donde él había estado enfermo, con una avanzadilla que el resto de los compañeros de expedi ción no iban a dejar olvidada en la desconocida tierra por la que se internaban. Guiados por este primer ob jetivo, se pusieron en marcha los expedicionarios, reuniéndose a poco con Olaya y su reducido grupo, que había logrado entretanto alguna información. Una india les había hablado de las tierras de Nemocón, que era de donde traían la sal, y de los habitantes de la sierra de Opón y de detrás de ella. Como primer paso para la conquista que trataban de realizar, se imponía el vencer aquella imponente sie rra, escarpada y vertical, llena de anfractuosidades. Era obligado, necesariamente, atravesarla, ya que a dere cha e izquierda se extendía interminable, y cualquier intento de rodearla hubiera alargado la empresa jorna das y jornadas. Antes de conocer que aquellas grandes sierras eran una cadena de montañas, una verdadera cordillera, los exploradores creían que eran macizos —como la Sierra de Nevada de Santa Marta— que, podían ser rodeados. Ahora ya sabían que había que remontar los obstáculos orográficos. ¡Y qué escarpa duras! Decididos a ello, se proveyeron los expedicio narios de una enorme paciencia y ánimo de resisten cia. En algunos sitios era tan vertical la montaña que en vez de poder trepar los caballos se había necesario el izarlos por la cincha, con cuerdas, hasta un plano superior, donde pudieran seguir un camino más prac ticable. 58
Por si todas aquellas penalidades fueran escasas, y aun los trópicos quisieran probar más y más a los atre vidos que se lanzaban arriscadamente a conquistarlos, hubieron de añadir la dificultad que suponía el ham bre. Ni un poblado, ni un sembrado, escasa caza y de nuevo el fantasma de la miseria de alimentos, que tan tas bajas había cosudo ya. Muchos no podían conti nuar adelante e iban jalonando con sus cadáveres el camino, como tristes testimonios de la implacable te nacidad de avance de aquellos españoles. Uno de los que no podía seguir adelante fue el soldado Francisco Tordehumos. Sintiéndose desfallecer, llamó junto a sí al infatigable padre Domingo de las Casas y díjole: — ¡Padre, siéntome morir; confesadme y encomen dad mi alma a Dios! —Dios será contigo, hijo —díjole el padre— -, en comiéndate a la Santísima Virgen y ofrécele un rosario diario, con toda solemnidad, si logras salir de ésu con vida. Y dándole la absolución, tras la confesión, el padre se incorporó al grueso de la tropa, que seguía adelan te, lamentando que la dureza de las condiciones hicie ra abandonar, sin fuerzas, a uno de los más valientes hasu entonces. Tordehumos —según él mismo relató más adelan te— se sintió desfallecer, hasta perder el sentido. En el tránsito que él juzgaba ya de una vida a otra, se le apareció una señora resplandeciente, que le prometió que no moriría hasu ver el fin de la jornada. Despierto de nuevo, sintióse fuerte y sano nuevamente, con arrestos para alcanzar a los suyos, lo que pudo realizar en el valle llamado del Alférez. Tordehumos cumplió, más adelante, su promesa, y su fervor mañano, en Sanu Fe de Bogotá. La sierra iba siendo dominada por los atrevidos ex pedicionarios, lo mismo que lo habían sido antes los manglares, los esteros y los animales de la tierra baja. Grandes lluvias azoraban su rostro-, tormenus feroces interrumpían su sueño; grandes lagunas momentáneas obligaban a vadeos peligrosos. Pero todo ello iba que dando atrás. A medida que la altura era mayor, todos 59
fueron notando un efecto maravilloso, como si la na turaleza se declarara vencida finalmente por el esfuer zo de aquellos hombres tenaces. Un aire sutil y fino, una clara diafanidad atmosférica eran señal de tierras mejores. Las dolencias se iban curando por sí mismas; el pálido y desmedrado aspecto de los más iba desapa reciendo: la altura jugaba su papel en el fortalecimien to y curación de la salud de aquellos guerreros que parecía que no sólo iban vestidos exteriormente de hierro, sino que también tenían el cuerpo y corazón de acero. Si grande había sido la alegría de Vasco Núñez de Balboa cuando, dominadas las dificultades del paso del istmo panameño, había logrado avistar la clara y limpia superficie del Océano cuyo conocimiento ha bía de deberle el mundo occidental, no fue, sin duda, menor la que experimentaron los españoles cuando, tras vueltas y revueltas, con una cúspide siempre como meta, lograron dominar la escarpada sierra, que había sido hasta entonces como una barrera interpues ta entre ellos y las tierras ricas del interior. En la cresta de la montaña se reveló para ellos un paisaje inaudito, insospechado hasta para los más optimistas. A su vista se extendía una llanura de campos cultivados, esmal tada por las interrupciones de las construcciones y po blados regulares de los indios. Una verdadera tierra de promisión, a la que no tenían más que alargar la mano para poder tomar posesión de ella. El tiempo allí era hermoso, libre de los nubarrones tempestuosos que hasta entonces les habían acongojado. Quesada decidió bajar inmediatamente al llano, reagrupando sus fuerzas y disponiéndolas conveniente mente para poder hacer frente a cualquier intento hostil de los indios, que en grandes cantidades se adi vinaban en aquellos florecientes poblados. En orden de marcha descendieron los españoles hacia las po blaciones de la llanada. Los habitantes les huían como lo describe el cronista anónimo, en las líneas que he mos copiado, penetrados del mismo supersticioso te mor que había acometido a tantos otros indígenas de la tierra americana. Este temor estaba basado en el 60
asombro que producía entre ellos la extraña figura de un caballero sobre su montura. Eran para los indios, indudablemente, seres sobrenaturales aquellos que disponían de dos cabezas, de varios y múltiples miem bros, dotados de perfecta vida y de tamaño muy supe rior al normal de los hombres que ellos conocían. Quesada y los suyos —que habían observado este fenómeno entre los indios costeros— sabían que los efectos del asombro eran poco duraderos, y que en la noche no sería difícil que la timidez se convirtiera en arrojo. Por ello, no alteraron su formación y continua ron por el llano. En efecto. Aunque los poblados iban quedando desiertos, en el sentido literal de que nadie permanecía en ellos, los indígenas no por esto desa parecían de la vista de los españoles, que los veían agruparse en la lejanía, armados de sus macanas, que exhibían con destreza, como amenazadoramente, for mando con sus gargantas una impresionante gritería o guazavara, que era signo, entre ellos evidente, de que se disponían a un ataque en regla. La placidez de la llanura se interrumpió repentina mente por la abertura de una quebrada, sitio induda blemente magnífico para que —encajonados los espa ñoles en ella— cayeran sobre ellos los aprestados indios. Esta realidad se manifestó clarísima a los ojos del general de la expedición, que no quiso exponer a sus hombres a la incertidumbre de un ataque de em boscada en las negruras de la noche y estrechez de la quebrada. Por ello, los españoles acamparon por pri mera vez, aquella noche, en la tierra fértil del Nuevo Reino, velando las armas en inquieta espera. Los in dios, seguramente, les hubieran atacado de no haber mediado una singular circunstancia, que manifestó a los ojos de los conquistadores la nueva cara que les presentaba la veleidosa fortuna o —para su acendrado espíritu católico— .la protección divina. Habiendo cesado en su guazavara los indios, a me dia noche, fueron acercándose al campamento, sobre el reflejo de cuyas fogatas se destacaba la figura de los centinelas españoles, que guardaban —arma al bra zo— la tranquilidad de sus compañeros dormidos. 61
Fuera del recinto del campamento habían sido traba dos los caballos, para que no estorbaran en caso de ataque. Ya estaban los reptantes indios disponiéndose a dar la voz de asalto, cuando ocurrió un hecho singu lar. De entre las sombras surgieron dos bultos gigan tescos luchando entre sí y produciendo ruidos —re linchos y bufidos— impropios de los animales y humanos que eran conocidos de los indios. Los dos bultos, como si supieran por donde avanzaba, silen ciosa, la indiana tropa, se lanzaron sobre ella, disper sándola. Los indios, aterrorizados, volvieron a sus ca sas, pensando que un ser que veía en la oscuridad había protegido a los misteriosos invasores. ¿Qué había sucedido? La casualidad se había aliado con la fortuna para salvar de una destrucción casi cier ta, o de un descalabro, a los conquistadores. En el cercado de los caballos, dos se habían encelado por una yegua y habían roto las trabas, peleando entre sí. En esta lucha, se habían lanzado sobre el campo de avance silencioso de los indios y habían salvado a la tropa española. Este incidente, conocido en seguida por Gonzalo Jiménez de Quesada, le demostró lo acertado de sus previsiones al no querer entrar en las honduras de la quebrada, poniéndole de manifiesto las poco amisto sas disposiciones de los habitantes de aquella feraz tierra. A la mañana siguiente —que era en los primeros días de marzo del año 1537— , Quesada reunió a los suyos, les habló de las excelencias de la tierra que ante sí tenían y de los peligros que ella encerraba, y tras la bendición del padre Las Casas, emprendió la escasa tropa nuevamente el camino. En éste tropeza ron pronto con una impetuosa corriente —el río Tara bita— que no había manera de vadear. El capitán Gonzalo Suárez de Rendón se ofreció el primero a probar fortuna en el vado; pero las corrientes bravas del río lo desmontaron y llevaron a su cabalgadura corriente abajo. No sin grandes esfuerzos, logró el ca pitán Suárez recuperar su caballo. Cuando todos los demás españoles lograron pasar al otro lado del río, 62
alguien propuso, entre bromas, que fueron tomadas en serio: — Este río debíamos bautizarlo con el nombre de Suárez. Y así quedó designado. Siguiendo adelante, llegaron los españoles al pue blo de Ubaza, que, rico y poblado, por todas las apa riencias, se encontraba a la sazón sin un solo habitan te, ya que todos habían huido a la presencia de los españoles, a los que seguían figurándose que eran se res sobrenaturales, que podían hacerles daño en sus personas o intereses. En Ubaza encontraron los españoles —que harta necesidad habían de ello— confortable habitación y abundante comida. Aparte de los almacenados pro ductos del campo, se halló abundante caza de vena dos, conejos camperos y torcaces. La noticia era exce lente en sí —por la buena cena que condimentaron— y por lo que dejaba entrever de que la caza que había por aquellos contornos era abundante. Dormidos y re parados, amanecieron al día siguiente prestos para continuar la marcha. Quiso el general de la expedición hacer recuento de los que eran, para conocer qué fuerzas eran las que estaban a sus órdenes y de las que podía disponer en caso de adversidad. Recontados todos los hombres, se vino a la triste conclusión y suma de que todos ellos eran, en total, 166. Pensando que eran más de 800 cuando partieron, la merma que la tierra y las incle mencias les habían ido infligiendo era colosal: ¡más de 600 bajas antes de alcanzar las tierras ricas de la sa bana! El padre Las Casas dijo la primera misa que se rezó en aquella tierra alta, y la expedición tomó nuevamen te la ruta de las poblaciones ricas que no cabía la me nor duda que debían existir más al interior y de las que dependían los poblados que iban encontrando. Los poblados eran abundantes, cercanos los unos a los otros, pero todos desiertos por el temor de los indios. En todos ellos hallaron un maná providencial, que si no fue, como el bíblico, enviado del cielo, la provi 63
dencia parecía irlo poniendo a su paso. Los indios, al huir, abandonaban todos los alimentos que tenían en sus casas, y de este modo, los españoles siguieron nu triéndose de la rica carne de venado, asando turmas y papas, maíz y yucas. En aquellos poblados, que se llamaban de Sorocotá, decidió el general hacer descansar a sus cansados hombres. Nadie les amenazaba de cerca y la comida era abundante. Cuatro días de reposo serían justo pre mio —¡con poco se contentaban aquellos hombres!— a los sinsabores de los tiempos pasados en los mangla res y esteros. Aunque no había habitantes humanos en aquellos pueblos por los que se extendieron solazadamente los españoles, había pequeños seres que habían de darles más de un mal momento. A los dos días de estar allí, casi ninguno de los soldados de Quesada podía andar, presa de hinchazones y picores en los pies, cuyos de dos se enconaban, sin que ninguno de los remedios hasta entonces por ellos conocido fuera útil para li brarlos de la plaga. ¿Qué les había ocurrido? Hoy tene mos la explicación de estos males pero entonces ésta tardó algún tiempo en ser conocida por los españoles. Ignoraban los conquistadores la existencia de unos di minutos parásitos, las niguas, cuyo desesperante efec to estaban tristemente padeciendo. El lugar donde pe netraban era la yema de los dedos de los pies. Algunas indias iban volviendo entretanto a los aban donados poblados. Una de ellas fue interrogada por el mudo lenguaje de las señas por un español, que le demandaba con compungidos gestos cómo podía cu rar aquello que tanto les hacía sufrir. La india quizo explicarle el remedio también valiéndose de la mími ca; pero como no se hiciera entender suficientemente y comprendiera que aquel hombre que sufría más pa recía un ser semejante a los suyos que un ente sobre natural, que devoraba seres humanos y volaba, se de cidió a auxiliarlo. Con un alfiler de oro le extrajo los parásitos y lo sanó. A ejemplo de este soldado, los otros hombres de Quesada, y el generalmismo, cura ron rápidamente de la plaga y se hallaron en condicio 64
nes de continuar su arriesgada empresa por las tierras del interior. Aquella parada en los pueblos de Sorocotá demos tró a los indios las pacíficas intenciones de Quesada y los suyos. Muchos indios regresaron a los poblados y trabaron relación con los conquistadores, de quienes recibieron abalorios y cuentas, que les entusiasmaron. Algunos de ellos se prestaron a servir de cargueros de la impedimenta de los españoles, y muy pronto, la mayor parte estaban en excelentes relaciones con las nuevas gentes que habían penetrado en su país. De este modo, con una abigarrada cohorte de servidores indígenas, los nuevos robinsones de aquellas llanuras pasaron de Sorocotá a Turca, que llamaron pueblo Hondo, por hallarse en el fondo de una hondonada. Los indios recibieron, como correspondencia al rega lo de las niguas, un parásito europeo, del que no ha bían —como es lógico— tenido noticia hasta enton ces, y que causó también picazones y sinsabores insospechados por ellos. Este parásito era la pulga, que en sus ropas y personas iban difundiendo por el nuevo mundo los conquistadores. En Pueblo Hondo hallaron los españoles algo más que los alimentos que habían sido su sustento en So rocotá: allí había mantas tejidas y teñidas, lienzos de algodón, y oro. Todo ello era indicio claro de la cerca nía en que se hallaban de un reino, ¡quién sabe si tan rico como el que conquistara Cortés, modelo de con quistadores afortunados! El 12 de marzo, acompañados por sus nuevos y solí citos amigos indígenas, llegaron al pueblo de Guachetá, desviándose del camino de Tunja, que les hubiera puesto en contacto algún tiempo antes con la ajta cul tura chibcha. Siendo día de San Gregorio, bautizaron con este nombre el pueblo de Guachetá, cuyos habi tantes también habían abandonado el lugar, temerosos de los españoles, en torno a los cuales se iban difun diendo toda dasa de patrañas y de supersticiones, tales como que lanzaban rayos —lo que no era inexacto, pues se referían a los arcabuces— y devoraban seres humanos, lo que era totalmente falso, naturalmente. 65
No sabía Quesada qué arbitrio emplear para reducir a los guachetaes a la amistad. Decidió, para empezar, por penetrar pacíficamente en el lugar y no saquear ninguna vivienda. Los indios, entretanto, desde lo alto de los riscos, observaban a los extranjeros con miedo y curiosidad, acabando por enviar a uno de ellos con un viejo al que dejó junto a una hoguera en las lindes del pueblo para ver qué hacían con él los invasores. Los españoles, a los que no escapó la ingenua añagaza de sacrificar al pobre anciano, al que ponían como cebo, se acercaron a él, y tras cuidarlo con muestras de afecto, le pusieron un vistoso gorro, de rojo color — ignorando que éste era el del luto entre los indíge nas— , regalándole cuentecillas y abalorios. No se tranquilizaron los guachetaes con el buen tra to dado al viejo indio, al que juzgaron quizá poco ape titoso manjar para los invasores; y para convencerse de las verdaderas intenciones de éstos, lanzaron desde lo alto de los riscos a dos niños recién nacidos, de pe cho, que recogieron con rapidez los españoles, lo grando el padre Las Casas darles el agua del bautismo antes de morir. Tanta mesura por parte de los españoles acabó de convencer a los indios de la buena disposición de aquellos seres extraños y bajaron al pueblo, confrater nizando con los conquistadores. Esta buena acogida que les dispensaban los guachetaes fue aprovechada inmediatamente por los misioneros para bautizar a gran número de ellos y comenzar una precipitada la bor de adoctrinamiento. Por cierto que vieron facilitada su labor por el he cho de que la cruz era signo sagrado*.de antiguo, entre ellos. Decían que Nemterequeteba —otro de los nombres del civilizador Bochica— era un hombre blanco como los españoles, dotado también de negra barba, y que entre las muchas cosas que les había en señado, una de ellas era la de la cruz, que ponían incluso en las sepulturas de los que morían mordidos por serpientes. Este hecho hizo pensar a algunos de los misioneros que quizá se hallaban ante el recuerdo de una lejanísima predicación de los apóstoles, aun66
que no se conservaba de ninguno de ellos —salvo que San Pablo hubiera podido llegar hasta allí— el recuerdo de haber cruzado el grande Océano que, du rante siglos, separó a Europa de América. Tenidos por hijos del Sol —al que adoraban, como vimos— por los indios de Guachetá, que admiraron los disparos de arcabuz, los españoles contaron desde entonces con la incondicional amistad y la alianza de los guachetaes, que les permanecieron siempre fieles, en los más duros momentos, que no tardarían en acer carse. De Guachetá marcharon los españoles al pueblo de Lenguazaque, donde la fama de bondadosos había precedido a los españoles, que se dieron cuenta de la fortuna que iban consiguiendo con un proceder mo derado. Esta convicción iba haciendo su camino en el templado ánimo de Gonzalo Jiménez de Quesada, que al llegar al pueblo de Suesca dictó y publicó un bando castigando con garrote a todo español que qui tara a los indios lo que era suyo. Tristemente, hubo de aplicarse pronto la pena, en la persona de un soldado, de los que más se había distinguido en los días difíci les de la selva, al que se le hallaron unas mantas indí genas. Cuando ya la pena había sido ejecutada, se vino en conocimiento de cómo había sido injusto el casti go, pues las mantas habían venido a manos del espa ñol de un modo fortuito, al abandonarles ante él un indio aterrorizado por su impensada presencia. Que sada llevaría siempre sobre sí —y es un dato que nos sirve para conocer su psicología— esta involuntaria injusticia, cometida sobre uno de sus soldados. Desde Suesca vieron los castellanos la extensión de la sabana de Bogotá, tanto como el zipa bogotano tuvo noticia de su inmediata presencia, de la que iba teniendo minuciosa noticia por sus espías y por los informes de los indios vasallos de los cacicazgos que iban ocupando los españoles en su avance. El zipa juzgó llegado el momento de presentar la cara a los invasores, no sin informarse con minucia, previamen te, de las posibilidades bélicas de éstos. El Bogotá o zipa de la capital de la sabana era Tis67
quesuza, que ostentaba su jerarquía en virtud de una usurpación, ya que el heredero legítimo —según la costumbre chibcha— era el cacique de Suba, sobrino materno del Zipa difunto según la tradición matriar cal. Quesada se hallaba, como Pizarro en el Perú, ante una rivalidad indígena que había de reportarle exce lentes resultados, ya que las divisiones rompieron la unidad de frente que para salvar su tierra, debieron haber tenido los señores chibchas. Tisquesuza envió sus espías a Suesca, y por ello lo gró saber la clase de argumento que llevaban, así como los caballos no eran seres sobrenaturales, ya que los enviados pudieron asistir a la muerte de uno de ellos, mientras que el jinete no moría; lo que ponía claramente de manifiesto que no se trataba de un ente dotado de dos cabezas y múltiples miembros —como dijimos— , sino simplemente de una cabalgadura que ellos calificaron de venados grandes, y que los espa ñoles habían logrado —en lo que no se engañaban— someter a una dócil domesticidad, que les era muy útil para empresas de guerra. Quesada —ajeno a estas maquinaciones e informa ción que se iba forjando Tisquesuza— ordenó a los suyos partir hacia el pueblo de Nemoncón, la infante ría adelante y la caballería a retaguardia. Era esta una medida que le había dado —y le iba a dar en lo futu ro— excelentes resultados, ya que mientras los arca buceros, a pie firme, podían resistir la primera embes tida de los indios, la caballería tenía tiempo de llegar, a galope tendido, a tiempo de desconcertar al enemi go atacante. Los hechos iban a darle la razón en mo mentos muy próximos. Precisamente Tisquesuza había planeado todo para atacar a los españoles en Nemocón. Rodeado de su corte de engalanados caciques, sentado en unas lujo sas andas de madera, cubiertas de planchas de oro guarnecidas de esmeraldas, el zipa organizó su cuartel general en las cercanías del pueblo, esperando ver aparecer a los castellanos. Entretanto, la vanguardia de éstos se acercaba a Zipaquirá, momento elegido por Tisquesuza para caer de improviso sobre ellos. Seis68
cientos guaches veteranos se lanzaron sobre la tropa de infantería, gritando en horrible guazavara y lle vando corno estandarte la momia de un antiguo zipa, al que querían sin duda hacer ganar una batalla des pués de muerto, como al Cid. Jiménez de Quesada veía, como en un mapa, a sus pies todo el desarrollo de la acción. Aunque no espe raba tan pronto el ataque, estaba temeroso de él desde hacía días, en que iban llegándole noticias de la forta leza del Bogotá, del que esperaba le enviase embaja das, como aquellas que mandaron Atahualpa y Mocte zuma a Pizarro y a Cortés, pero no tan pronto flechas y ataques. Esto era lo que sobrevenía y había que ata jarlo. Para ello estaba a retaguardia, pronta a interve nir, la caballería castellana, que se desgajó en el mo mento oportuno sobre los combatientes, como una tromba. Los disciplinados infantes abrieron paso a la riada de caballos, que se precipitaron como centauros alan ceantes sobre la masa compacta de los guerreros chibchas. Poco acostumbrados a una embestida tan impe tuosa, a una carga de caballería como la que los castellanos les hacían, muchos huyeron sólo al ver la polvareda de los caballos, muriendo gran parte de los que intentaron resistir al ataque, dejando abandonada, entre los heridos y caídos, a la momia venerable que les servía de enseña. Así como Quesada había presenciado la victoria de los españoles, Trisquesuza había visto la derrota de los suyos y —según cuentas las crónicas, tomando los relatos de boca de quienes rodearon al zipa en tan dolorosos momentos para él— dijo con tristeza: —No sé cómo defenderme de estos hijos del Sol, que despiden rayos y truenos. Organizad la defensa en el fuerte de Cajicá, que yo marcho a preparar nue vos guerreros. De este modo, el Bogotá abandonaba el campo y confiaba a algunas tropas escogidas la misión de —como diríamos hoy— proteger su retaguardia, de fendiéndose en el fuerte de Cajicá, ante la que se ha llaban ya las primeras vanguardias del reducido ejérci69
lo castellano, a cuyo frente iba un gigante, el capitán Lázaro Fonte, que creyendo hallar dentro de él al caci que supremo de los chibchas, se disponía fieramente al ataque. Ames, no obstante, de que hubiera dispuesto Fonte de los medios de ataque, surgió de entre los troncos que formaban las paredes del fuerte un indio de talla mayor de la normal, que a grandes gritos desafiaba a cualquiera de los extranjeros que quisiera medirse con él. Empuñaba arco y macana y aparecía como un enemigo formidable. Fonte preguntó a los intérpretes qué querían decir las palabras del indio. Conocido su sentido y sintiendo despertar en él la sangre bravia de los cruzados, que aceptaron con ánimo esforzado, ante los muros de Granada, combates singulares con tra los infieles, no titubeó un instante, y picando es puelas partió hacia el enemigo, tomando al pie de la letra el reto que le había sido lanzado. No tuvo el indígena tiempo de reaccionar. Antes de que hubiera siquiera pensado en poner la flecha en su arco o esgrimir la macana para destrozar el cráneo del contrincante, el gigantesco Lázaro Fonte estaba a su lado. Podía Fonte haberlo muerto con su espada o atropellado con su cabalgadura. La caballerosidad del castellano no abusó, sin embargo, de su superioridad, sino que jugando con el indígena, sorprendido, lo su jetó por los cabellos, e izándolo como un pelele, lo llevó en vuelo hasta el grupo de los españoles... Esta demostración de fuerza, de rapidez de ataque, de generosidad, fue la piedra de toque para la desban dada de los indios, que no se atrevieron a luchar con tra enemigos dotados de tan maravillosas condiciones, juzgando que todos ellos serían tan fuertes como Fonte. De este modo, sin combatir, cayó en manos de las gentes de Quesada la fortaleza de Cajicá, que los in dios dejaron vacía. Quesada venía intranquilo del adelanto que había tomado el reducido grupo de los hombres de Fonte, y su sorpresa fue grande cuanto tuvo conocimiento de la proeza que les había entregado intacto el fuerte. No tuvo tiempo, no obstante, de cambiar muchas impre70
siones, porque por retaguardia, por el camino de Zipaquirá, un enorme griterío anunciaba la proximidad de fuertes contingentes indígenas. Era el resto de las fuerzas del zipa, que se aprestaba a encerrar a los es pañoles entre dos fuegos —usando un término bélico no muy exacto en este caso, ya que los indígenas no disponían de armas de fuego— , juzgando que los del fuerte de Cajicá los estarían hostilizando, seguramente con ventaja. No era, como sabemos, esta la realidad de las cosas. Los españoles estaban de refresco, intactos y con el ánimo muy levantado por la victoria que por dos veces habían conseguido. La caballería que había destroza do a las vanguardias de Tisquesuza se volvió contra los cuarenta mil indios —al menos, los cronistas dan esta cifra, que debemos creer exagerada— que se les ve nían encima. Atacados los indígenas en la mitad de la llanura, las lanzas y mandobles de la escasa caballería castellana volvieron a hincarse desesperadamente, como aguijones, sobre ellos, haciéndoles terrible car nicería y obligándoles a dejar el suelo cubierto de he ridos y muertos, entre los que se contaban nuevas mo mias de respetables antepasados, que llevaban consigo los chibchas para tener buena fortuna en los combates, aunque la experiencia les iba demostrando, a su costa, la poca eficacia de este tipo de estandartes o amuletos de guerra. Cajicá era el pórtico de la gran conquista. En aquel fuerte de madera y cañas, cubierto de tejidas mantas de color, con abundante alimento para resistir un sitio y con lujosas y capaces estancias —en una de las cua les encontraron las ricas y abandonadas andas del zipa—, entraban en realidad en contacto con la pode rosa cultura chibcha, con sus instituciones, política y grandes jefes. ¡Traspuesto este umbral, comenzaba para ellos y para el imperio de Tisquesuza, y de los otros fuertes caciques de la región, un nuevo capítulo de la historia. Historia portentosa y dramática en que se tejen mil variados prodigios, que juzgaríamos pro ducto de la imaginación de algún inventor de fanta sías, si no las supiéramos reales, presenciadas por do-
cenas de testigos, que las relataron en variados tonos y ocasiones. En esto radica la grandeza de la conquista espeñola del Nuevo Reino de Granada: en la limpia y pura tra yectoria del valor que usaron para conseguirla los es casos españoles que la realizaron.
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ANTE EL TERCER EMPORIO INDIANO DE AMERICA
Los españoles de Jiménez de Quesada se hallaban, como los de Hernán Cortés o Pizarra, ante gentes más evolucionadas y, por ende, menos fácil de vencer, por estar mejor organizados, o ser capaces de organizarse. Antes de seguir con la exposición del proceso con quistador, copiemos nuevamente al cronista anónimo, que con el Frescor de su estilo nos coloca en el am biente mismo de los encuentros entre conquistadores y indígenas. Sobre todo /los indiosj cogieron gran miedo a los caballos, tanto que no es creedero, pero des pués haciéndose los españoles tratables y dán doles a entender, lo mejor que se podía, sus in tentos, fueron poco a poco perdiendo parte del miedo, y sabiendo que eran hombres como ellos, quisieron probar la aventura. Cuando esto fu e eran ya muy metidos (tos españolesj en el Nuevo Reino, en la provincia de Bogotá. Allí salieron a dar una batalla, lo mejor en orden que pudieron, gran cantidad de gente, que... fueron fácilmente desbaratados, porque fu e tan grande el espanto que tuvieron en ver correr los caballos, que luego volvieron las es paldas, y asi lo hicieron todas las veces que se quisieron poner en esto, que no fueron pocas. Y en la provincia de Tunja lo mismo, cuando en ello se quisieron poner, y por eso no hay para que dar particular cuenta de todos los reen73
cuentros y escaramuzas que se tuvieron con aquellos bárbaros, más de que todo el año de treinta y siete (1537) y parte del de treinta _y ocho (1538) se gastó en sujetarlos, a unos por bien y a otros por mal, como convenía. Aunque medrosas o asustadizas, pero tenaces, estas gentes de que nos habla el cronista, usaban de armas diferentes de las que ya eran conocidas por los espa ñoles, que procedía de las tierras del Caribe. Leamos nuevamente al cronista, que con gran plasticidad nos describe el armamento y el modo de combatir de los habitantes de lo que ya comenzaba a llamarse Nuevo Reino, distinguiéndolo de la parte costera, o goberna ciones de Santa Marta y Cartagena de Indias. Los del Nuevo Reino, que es tas dos provincias de Bogotá y de Tunjo es gente menos belicosa (que sus vecinos los ponches), pelean con gran grita y voces. Las armas con que pelean son unas flechas tiradas con una tiraderas como a viento, por el brazo (la estólica), otros pelean también con macanas, que son unas espadas de palmas pesadas, jueganlas a dos manos y dan gran golpe. También pelean con lanzas asi mismo de palma, de 16 o 17 palmos, cortadas agudas a la punta. En sus batallas tienen una cosa extraña: que los que han sido hombres afamados en la gue rra y son ya muertos, les confeccionan el cuer po con ciertas unturas, que queda toda la ar mazón entera, sin despegarse, y a estos les traen después de a las guerras asi muertos, car gados a las espaldas de algunos indios, para dar a entender a los otros que pelean como aquellos pelearon en su tiempo, pareciéndoles que la vista de aquellos les ha de poner ver güenza para hacer su deber. Y asi, cuando las batallas primeras que con los españoles hubie ron, venían a pelear con muchos de aquellos muertos a cuestas. 74
Los ponches son gente más valiente, andan desnudos en carnes, si no son sus vergüenzas, pelean con más fuertes armas que los otros, por que pelean con arcos y flechas y lanzas muy mayores que las de las moscas ( muiscas). Pe lean asimismo con hondas, pelean con paveses (escudos) y macanas, que son sus espadas, y con todo este género de armas pelea cada uno dellos solo desta manera: tienen unos grandes paveses que, los cubre de pies a cabeza, de p e llejos de animales, aforrados, y elforro esta hue co, y en aquel hueco traen todas las armas ya dichas. Y si quieren pelear con lanza, sácanla del hueco del pavés, donde la tienen atravesa da, y si se cansan de aquella arma, sacan del mismo hueco el arco y las flechas o lo que quie ren, y échanse el pavés a la espalda, que es li viano, por ser de cuero. Pelean callando, al revés de los otros. Tienen estos panches una costumbre en la guerra tam bién extraña: que nunca envían a pedir paz ni tratan de acuerdo con los enemigos, sino por vía de mujeres, pareciéndoles que a ellas no se les puede negar cosa, y que para poner en paz los hombres, tienen ellas más fuerza para que se hagan sus ruegos. Estas eran las gentes —y sus costumbres y arma mento— contra las que se enfrentaba el Capitán de la hueste española. Los problemas que se le planteaban a Quesada tras las batallas de Nemocón, Cajicá y Zipaquirá eran de gran envergadura. No se hallaban ya ante los salvajes costeros, frente a los emboscados indios de las márge nes del Magdalena, ni entre los simpáticos y asequi bles guachetaes, acostumbrados de antiguo a sujetarse a un señorío, sino que se encontraba —como los grandes conquistadores— frente a un señorío que, aunque bárbaro, daba señales de vitalidad, de organi zación y de potencia. ¿Que debía hacer entonces? ¿In formar a sus superiores y reclutar más gente de la que 75
llevaba consigo? Este era un dilema heroico. Si su áni mo era tímido, nuevamente la prudencia daría color al miedo; más debió el licenciado, si era atrevido, como debía ser, por hijo de aquellos que llegaron con los Reyes a Granada, debía continuar adelante. Y así lo decidió Quesada, sin espectáculo, sin raya en el suelo, sin dar a las naves de través, resolviendo, simple y llanamente, resolviendo que los ciento y sesenta sol dados que tenía a sus órdenes le eran bastantes para dar cima a la conquista de aquel territorio guarnecido y defendido por soldados aguerridos y mandados por jefes veteranos en las guerras con los otros señoríos. Tras sus victorias, se imponía un reposo, que fue de breve tiempo-, tan sólo unos días, tras los cuales la tropa se puso nuevamente en movimiento, con una moral mucho más subida y fuerte que la que habían llevado hasta que dieron vista a la tierra chibcha. Con este ánimo llegaron hasta la ciudad de Chía, dedicada a la esposa de Bochica, donde hallaron al hijo de la hermana del zipa anterior, es decir, al que había de haber sido elegido legítimamente zipa de Bogotá. Pensar que existía un patriotismo entre aquellos bárbaros es demasiado. No existía entre ellos el con cepto de nación, y solamente las naturales y elementa les ansias de poder entre sus jefes. Esto quiere decir que el cacique de Chía se había alegrado de la derrota de los hombres del zipa, y que para él fueron bien venidos los españoles que los habían dominado. Reci biólos en son de amistad y prestóles todo género de ayuda, regalándolos hospitalariamente. No era tan in genuo de ignorar que en su postura arriesgaba mucho, y para ello tomó sus medidas. Mientras los suyos acogían a los españoles, él se refugió en los montecillos cercanos, con una larga co horte de indios de carga, que transportaban sus teso ros. Escogiólos entre los mejores y les ordenó llevar las esmeraldas y el oro a una cueva sólo de ellos cono cida. Una vez que hubieron dejado el tesoro en un lugar convenientemente oculto, una tropa de 500 gue rreros cayó sobre los que venían de la labor que les encomendara el de Chía y les dieron muerte. Así sólo 76
él conocía el secreto, y nunca los españoles, o el zipa, podrían poner la mano sobre ellos. Cruel medida, que no era nueva en la historia, y que es una prueba más de la codicia humana. En Chía pasaron los españoles la Semana Santa, y concluida ésta, cuando estaban orientándose acerca del camino que debían seguir para llegar a Bogotá, vínoles una embajada del señor de Supa, que pedía humildemente permiso para visitar al general de los hijos del Sol. Accedió gustoso Gonzalo Jiménez de Quesada a la demanda, y poco después venía el Supa con una amplia escolta de guerreros que llevaban sus armas adornadas de guirnaldas de flores, en señal de paz. Correspondió Quesada a la visita del supa con una visita a su pueblo, que era grande y rico, y donde los españoles fueron recibidos con grandes muestras de amistad, especialmente por parte del cacique, en el que el padre Las Casas vio materia dlíctil para la con versión. No se engañaba ef buen evangelizador, ya que el Supa se convirtió rápidamente; y cuando, a poco, una rápida enfermedad le amenazó de muerte, rogó ser bautizado conforme al rito cristiano y ser sepeliado corno lo eran los auténticos y verdaderos cris tianos. A poco el Supa moría en el seno del Señor, mereciendo de los castellanos el dictado de primogé nito de la Iglesia de Bogotá, por la sinceridad de su conversación. Las tropas de Quesada le rindieron los máximos ho nores militares, mientras los sacerdotes, investidos con sus casullas y oficiando de difuntos, rogaban a Dios recibiera el alma del bienaventurado supa. Los indios asistían con emoción y respeto a estas -nuevas ceremonias, que les impresionaron por su sencillez y grandeza. Tras esta triste jornada, Quesada vuelve a pensar en las acuciantes necesidades del momento, ya que la ruta de Bogotá estaba abierta y no convenía abando narse en los lauros de la victoria, permitiendo a los indios el reponerse y aprestarse a la defensa. La conquista de Bogotá iba a verificarse también sin 77
efusión de sangre, lo que no quiere decir, como se verá, que la dominación del vasto reino de los muiscas —nombre que a sí mismos se daban los chibchas— hubiera de lograrse sin esfuerzo y sin muertes. Salidos de Supa los españoles, Quesada los encami nó, sirviéndose de los guías indígenas amigos, en di rección a Bogotá. Ante el río de este nombre encon traron gran número de indios con arcos que los hostilizaban desde la orilla opuesta. Unos tiros de ar cabuz sirvieron para ahuyentarlos y para dejar libre de todo obstáculo la ruta hacia la corte del zipa. Atravesa do el río, entraron los españoles por la llanura cercana a Bogotá, toda llena de caseríos, de alquería y de casas de recreo, tan bellas y cuidadas, que el espíritu anda luz de Quesada bautizó aquella tierra con el poético nombre de valle de los alcázares. Tras este valle nada obstaculizaba la llegada a Bogotá, ciudad floreciente y poblada que, no obstante, Quesada halló desierta. El zipa había huido de su capital, y los indios del río no habían sido otra cosa que la cobertura que le sirvió para poder irse alejando con sus caciques y su bordinados, con joyas y sus mujeres tierra adentro, abandonando su espléndido palacio, en cuyos patios resonaron poco después las herraduras de oro —de ese metal las habían fabricado los españoles— de los sesenta y dos caballos de los conquistadores. Era el palacio del zipa una enorme construcción, rica y fuerte, muy superior al palacio del Chía y al fuerte de Cajicá. Construido de sólidos troncos, tenía su interior cubierto de trenzados policromos de paja y tejidos de algodón, y en sus numerosas habitaciones, patios y dependencias establecieron holgadamente sus cuarteles de descanso todos los españoles; tan grandes eran. Aunque el zipa había llevado consigo todos sus te soros, la cantidad de oro y esmeraldas que encontra ron los españoles colmaban las más fantásticas preten siones, como se demostró, acto seguido, en el primer reparto, que en presencia de todos, hizo el general Jiménez de Quesada. Este sabía que aún les quedaba mucho por conquistar; que no era Bogotá precisamen 78
te el final de su jomada-, pero, por esto mismo, desea ba establecer ya las partes, con el fin de que, para las ulteriores empresas, todos se hallaran de buen ánimo. Reunido todo el inmenso botín, se separaron de la totalidad los quintos de la parte real, nueve partes para el adelantado Fernandez de Lugo y siete para Jiménez de Quesada. Aun con estos descuentos, tocó a cada soldado a pie una porción de 512 pesos de oro fino, y otro tanto de esmeraldas; el doble a los caballeros; el doble de lo de éstos, a los oficiales y sargento mayor. Casi tanto como en el reparto de Cajamarca, efectuado por Pizarro. En verdad que todas las penalidades hasta entonces sufridas bien valían la pena de una soldada tan espléndida, que sólo habían podido lograr una quinta parte de los que habían iniciado la empresa, tras un año justo de aventuras sin cuento, ya que se hallaban allí a los doce meses de haber partido de Santa Marta. ¿Qué cabía hacer entonces? Por de pronto, descan sar de las fatigas, reponer sus armas y vestidos, sustitu yéndolos por corazas de algodón de las que fabrica ban los indios, que se revelaron como muy útiles, ya que en su acolchado se embotaban las flechas, sin lle gar a la carne, fortuna grande, porque todos aquellos indígenas combatían con dardos envenenados. Los españoles de Quesada juzgaban erróneamente que ya habían conquistado todo el reino, y que con haber apresado la capital habían logrado efecto seme jante al de Hernán Cortés con México. Ignoraba total mente la existencia de otros reyezuelos chibchas de la misma importancia que el zipa: el Sugamuxi y el za que. Pronto iban a tener, sin embargo, noticia de ellos, aunque los indios de Bogotá, enemigos del za que guardaron cuidadosamente la noticia de su exis tencia, en generoso rasgo de solidaridad. Se llegó a conocimiento de la presencia de otros reyezuelos por una campaña que, por prestigio, inicia ron los españoles. Llevaban tres meses en Bogotá Quesada y los suyos cuando los muiscas bogotanos les dieron la noticia de los ataques de que los hacían ob jeto los salvajes panches, sus enemigos. Deseoso el 79
general de demostrar su alianza y amistad a los muíscas —aunque seguían éstos tercos en no revelar el lugar donde se había refugiado el zipa—, ordenó al capitán Juan de Céspedes que saliera con cuarenta soldados de a pie y quince de a caballo para el río Fusagasugá, donde moraban los panches. Salido Cés pedes, se le unieron en Tlbacui contingentes armados de muiscas, que se maravillaron del escaso número de españoles que se decidía a atacar a los hasta entonces invencibles panches. Céspedes y los suyos continua ron el camino hasta topar con los salvajes, que les esperaban apercibidos de guerra. Trabado el combate, el capitán San Martín atravesó de un lanzazo al jefe de todos ellos, y los demás se entregaron a la huida. Regresaban los victoriosos españoles de tan empe ñado combate, ya que era el más duro que habían te nido hasta aquel momento, cuando se encontraron con tropas de refresco que les enviaba Quesada, al que habían llegado noticias falsas de una derrota. Fue por entonces cuando, quiza por el asombro y quizá por el agradecimiento de la ayuda prestada contra los panches, que los muiscas dieron las primeras señales de querer comunicar noticias sobre el resto del terri torio y acerca de las minas de esmeraldas, que los españoles iban buscando desesperados. No les guiaba en ello sólo la codicia — muy lícita, por otra parte, en gente de guerra— , sino también la curiosidad de ave riguar de dónde procedían tantas y tantas esmeraldas como veían por todos sitios, y cuyo lugar de origen parecía un misterio, como si hubieran caído del cielo. No cabe la menor duda que las muestras de efectivi dad en la guerra que habían dado a los ojos de los indios los españoles con su entrada a los panches, ha bían hecho crecer en el ánimo indígena la admiración y el temor, lo qué redundaba en que la resistencia fuera menor y el ahorro de sangre humana y de muer tes, mayor. Confiados en la amistad que les iban demostrando los españoles, fueron conocedores los indios, por ex periencia, del hecho cierto de que lo que más intere saba a aquellos extranjeros era poseer las piedras ver so
dosas que ellos ofrendaban a sus dioses, o con las que adornaban sus coronas pectorales no ocultándoseles también que eran objetivos principales para ellos el quedar como dueños del territorio, e imponer la reli gión que les predicaban los únicos hombres de la muerte que no llevaban armas, o sea los misioneros. Por todas estas razones revelaron, por fin, a Quesada y los suyos que en Somondoco se encontraban las mi nas de esmeraldas. Con esta revelación iba a comenzar para los españo les una verdadera alucinación de riquezas. En los más atrevidos sueños de conquista de botín no hubieran podido nunca imaginar lo que ante sus ojos se desple garía rápidamente, en la sucesión vertiginosa de unas cuantas fechas. ¡Feliz palanca que les hizo dominar, sin prudencia y con valor, la vasta tierra de los chibchas, con notable beneficio para la corona de España! Siguiendo las indicaciones de los indios, partieron los españoles hacia las minas, pasando por Engativá, Usaquén, Guasca y Guatavita, hasta llegar a Coocontá, en las tierras ya del zaque de Tunja, del que hasta la fecha no habían tenido la menor idea, por el celo que en callar su existencia —como dijimos— habían teni do los indígenas del zipa. En el último pueblo, el padre Las Casas dijo misa, por ser la fiesta de Pente costés, siguiendo hasta Turmequé, donde decidió Quesada establecer su cuartel general. Los indios de todos aquellos poblados revelaban la misma industriosidad, riqueza y buena disposición que los anteriores. En Chocontá y en Turmequé ha bían sido, incluso, los españoles recibidos con sahu merios, al estilo de las ofrendas que hacían a sus dio ses. Esta acogida favorable fue la que decidió a Quesada a detenerse en medio de tanta amistad, des tacando al capitán Valenzuela, con 40 hombres, para que se llegara a Somonduco, lugar de las minas. Valenzuela atravesó Icabuco y, tras pasar por los po blados de la provincia de Tenza, pudo, por fin, tocar con sus propias manos las esmeraldas que surgían —por medios primitivos de extracción— por primera vez a la luz del día. Nuevas tierras, llanas y sin límite, 81
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habían sido también entrevistas en esta avanzada del capitán Valenzuelu. No necesitaban más los españoles para considerarse ante un nuevo paraíso. Se imponía informar de ello al general, sin cuyo consejo y orden no se atrevían a hacer nada los conquistadores, ya que gracias a su tesón había sido posible el salir adelante de tanta penalidad como habían pasado hasta enton ces. Quesada decidió que nuevas descubiertas investiga ran qué género de tierra era la de los Llanos, y para eso destacó a otro, que fue San Martín. Este penetró por el país de los Teguas queriendo vencer la cordille ra para pasar a la tierra llana. Aunque superaron difi cultades sin cuento y hubieron de atravesar nueva mente tupidos boscajes, nos les fue posible a San Martín y a sus 30 hombres avistar los Llanos, por lo que decidieron probar fortuna por la Ciénaga y Ciachoque, pasando por Izá, donde tuvieron conocimien to de la existencia del cacique Tundama, del reino de Tunja, uno de los más batalladores y fuertes de todos ellos. Esta noticia que adquirió San Martín fue completada por el capitán Hernán Venegas, que había salido a nueva descubierta, con 18 hombres. En ella, un caci que que se hallaba resentido con el zaque de Tunja le habló de la riqueza de los palacios, del poder del reyezuelo y de sus tesoros. Ambas noticias — la de San Martín y la de Venegas— era lo único que precisaba el ánimo de Quesada para abandonar, por el momen to, la conquista de los Llanos y dirigirse, sin pérdida de tiempo a dominar al Zaque, cuyo nombre era el de complicada pronunciación de Quimuinchateca. Era éste viejo ya, muy temido por sus castigos y enorme mente rico, con un palacio espléndido, donde guarda ba ingentes tesoros y un nutridísimo harem de muje res y concubinas. Puestos en marcha el día de la Asunción, tras cele brar misa, decidieron vacar en tal fiesta y dejar para el siguiente el ataque a la corte del zaque, dejando a retaguardia a Pedro Salinas, con 40 hombres, para ser vir de refresco y protección de la impedimenta. Sólo 82
una audacia sin reflexiones pudo llevar a cabo las proezas que se sucedieron a partir de aquel día de la Asunción. Levantados con el alba, y queriendo sor prender al zaque-Ames de que tuviera tiempo de aper cibirse Quesada y los suyos llegaban a las puertas de la ciudad —o gran aldea— cuando por ella salían unos embajadores con presentes: en Tunja, como en México y Cajamarca, el caudillo o reyezuelo primitivo quería ganar tiempo enviando regalos por delante. Quesada, en su ocasión, había ganado en velocidad. Era el 20 de agosto de 1537 cuando la caballería de Quesada llegaba hasta la masa de los indios de Tunja, que no los esperaba tan pronto. No se detuvieron los españoles en vanas contemplaciones y siguieron ade lante, abriéndose paso por entre los cientos de indíge nas, buscando el palacio de Quimuinchateca, lo que no les fue difícil, por ser la mejor y más lujosa cons trucción de todas, brillantes al sol las placas de oro incrustado con que se recibían sus muros. No erraba Quesada en querer precipitarse, sin dar tiempo a nin guna clase de preparativos: las puertas del palacio es taban sólidamente amarradas con fuertes cuerdas tren zadas, que hubieron de cortar con las espadas, mientras los indios —aunque ésto lo supieron des pués— lanzaban por la parte posterior de los muros gran parte de sus tesoros, que una fila de cargueros iba transportando, en caravana, a un lugar escondido, que nunca se pudo hallar. Rotas por la decisión de Quesada, las sogas que ce rraban las puertas del muro exterior, se hallaron los españoles ante una segunda muralla, cuyos accesos se hallaban francos, por no haber tenido tiempo los tunjanos para cerrarlos, como habían hecho con los de fue ra. Gran número de cortesanos se hallaban en los pa tios, desconcertados, sin saber qué hacer, frente a la avalancha de extranjeros que, sin hacerles daño, pero tampoco caso, se abrían paso entre ellos. Quesada dejó a la gente de a caballo en los patios, y él, a pie, con la espada desnuda, como los grandes capitanes en las oca siones decisivas, se adentró, con certero instinto, hacia lo que suponía salón del trono de Quimuinchateca. 83
La entrada en la sala donde se hallaba Quimuinchateca, el zaque de Tunja, temido de todos por sus fero ces penas expiatorias, fue uno de los momentos más brillantes de toda la historia de la conquista america na. Por un lado, el abigarramiento de la corte del Za que, que se hallaba sentado en un asiento recubierto de oro y esmeraldas, entre cortesanos y guardias de corps, con plumas multicolores en la cabeza, pectora les de oro y macanas y otras armas. Por otro, Quesada, con brillante armadura, que había podido conservar a través de las vicisitudes de los bosques y esteros; la espada en una mano y la decisión en el corazón, ro deado de diez de sus mejores capitanes. Verdadero símbolo del enfrentamiento de dos mundos llenos de vigor: el que se ha dado el llamar el Viejo y el Nuevo. Puede preguntarse, no obstante, a la Historia: ¿Cuál de los dos mundos parecía entonces más viejo o caduco? Indudablemente, que a todo ojo observador hubiera parecido decadente y condenado a la ruina el deca dente boato de la corte bárbara del zaque, con sus mujeres, cortesanos y guardias, con mucha más razón que el mundo vigoroso representado por aquellos hombres, plenos de vigor juvenil —aunque algunos, como Quesada, rayaban en la cuarentena— , ante los que ningún obstáculo tenía valor. En este encuentro del caudillo español con el Gran Jefe indio, incitemos a nuestra imaginación para re presentarnos toda la magnificencia exótica de la situa ción. Se nos corta el aliento ante un film de ficción — inspirado en las novelas del Rey Salomón— y to mamos como mero material histórico la narración de la hazaña singular de las gentes de Jiménez de Quesa da. Reconstruyamos en nuestra imaginación el esplen dor del sol en las límpidas alturas de la sabana, la rusticidad magnificente de los gruesos troncos, uni dos por fuertes sogas de sisal, qur formaban las mura llas del gran bohío o palacio del zaque. El azoro de los que hemos llamado cortesanos, que, como los de todos los entornos de personas importantes, sólo sa ben moverse conforme a un protocolo, y que estaban desorientados, no sabiendo si se trataba de una emba 84
jada o de un asalto. La majestad indudable del Gran jefe. Y, frente a este escenario bárbaro —de barbarie ha calificado el antropólogo Trimborn al sistema de los señoríos chibchas— la ordenada presencia de los caballeros, que aunque venían de campaña no habían perdido su apostura y su compostura. Vamos a ver que, no obstante, el desconocimiento de los usos recíprocos creó la confusión. El zaque miró con asombro, pero sin demostrarlo, a los extranjeros. Esperó que diera comienzo la entre vista; pero la vehemencia de Quesada no dio tiempo, tampoco entonces, a ninguna preparación. Meridional e impetuoso, no titubeó ante el viejo y apergaminado Quimuinchateca, y se adelantó a él queriendo abrazar lo. Este signo de amistad no fue, como era lógico que sucediera, rectamente entendido por los cortesanos y guardianes, que se interpusieron para proteger al za que de lo que juzgaban un ataque y un desacato. Un enorme griterío y confusión se originó entonces. Los indios querían sacar de la habitación al zaque, para sustraerlo al malévolo intento que creían existía por parte de los españoles, al tiempo que éstos gritaban también queriendo explicar, vanamente, sus proyec tos pacíficos y amistosos. En este revolver de cuerpos, empujones e ir y venir de masas de indios, temió Quesada que se les escabu llera el zaque, con el que quería tener amplia conversa ción. No sucedió así, no obstante, gracias a la decisión de Antón Olaya, que echó mano de Quimuinchateca, reteniéndolo, pese a los esfuerzos de sus súbditos y a los gritos que él mismo comenzó a lanzar. Oídas, mientras, en el exterior las llamadas de auxilio que daban las gentes del directo servicio del zaque, qui sieron los indios penetrar en el interior del palacio; pero para ello estaba Gonzalo Suárez Rendón con la caballería en los patios, impidiéndoles,con su presen cia y decisión, todo intento de penetración. Apaciguado el escándalo en el interior del palacio, Quesada mandó llevar al zaque ai departamento de las mujeres, donde lo dejó con una breve guardia; mien tras él y sus capitanes, dueños ya del palacio, del que 85
habían huido los restantes indígenas, al saber preso a su señor, lo recorrían en todas direcciones, admirando su sólida estructura y riqueza. Diéronse cuenta del de sorden que su llegada había producido, pues por todos sitios se veían restos de los tesoros que, precipitada mente, habían querido sustraer de sus manos los previ sores vasallos y cortesanos del zaque. No les había dado tiempo la rapidez de la llegada de los españoles a llevarse todo, y con lo que quedó hicieron un enor me montículo en el patio, integrado por objetos de oro y pedrería, tan alto, que los de a caballo apenas se veían de una pane a otra. Era el tesoro más grande que hubiera podido desear cualquiera de ellos en los días caliginosos de la selva y de las tormentas tropicales. Pasado algún tiempo, y seguro el zaque con una guardia de españoles, decidió Quesada seguir adelan te, para no dar tiempo a los otros reyezuelos a preve nirse. Había oído hablar del gran sacerdote de los muiscas, el cacique de Sugamuxi, y hacia su residen cia, hacia el gran templo del Sol, se encaminó sin pér dida de tiempo. En el camino les esperaba el cacique de Tundama, del que ya había tenido noticias anterior mente, como se dijo, que primero los entretuvo con promesas de venir a visitarlos y que después se fortifi có en un sitio elevado, que los españoles no quisieron atacar para no gastar hombres —que tan escasos eran— inútilmente, Siguiendo por el llano, llegaron los hombres de Quesada cerca de Sogamoso (Sugamuxi) donde les aguardaba, en son de guerra, una lucida tropa de in dios. que no conocía todavía la fuerza de la caballería. Nada podía mejor desear Quesada que esta oportuni dad para derrotar, en campo abierto, a los indios. Una brillante carga acabó con su resistencia; y aunque a las puertas de Sugamuxi intentaron nuevamente hacerse fuertes, de nada les valió; y al atardecer, los españoles eran dueños de la ciudad, de su palacio y de su fabulo so templo, recubierto totalmente de planchas de oro. Era un centro ceremonial edificado con fortísimos troncos de guayacán, tan anchos, que dos hombres no podían abrazarlos. 86
Aunque los indios habían, en el ínterin de la llega da de los españoles, procurado sustraer a su atención y posible captura la mayor parte de los tesoros, el templo proporcionó a los conquistadores un botín de 50.000 castellanos de oro. Por cierto, que unas lumi narias dramáticas alumbraron las escenas del despo jo. Uno de los españoles que, como todos iba con antorchas de esparto, porque la noche había caído rápidamente, depositó sobre las esterillas del suelo, inadvertidamente, su tea, produciendo un inmediato incendio, que prendió velozmente en las coberturas de paja y se propagó a los troncos de la dura madera del guayacán. El incendio —al decir de los cronistas— duró nue ve años, pues bajo los gruesos maderos se mantuvie ron, durante mucho tiempo, los rescoldos. Las elevadísimas llamas que alumbraron la noche tropical eran como la luminaria con que los conquistadores cele braban sus serie portentosa de victorias fulminantes, siendo, sin duda, para los indios un signo celeste de la destrucción que sobre sus costumbres e idolatrías caía, ya que ninguno de los palacios había sido incen diado por los españoles, siempre niuy comedidos a este respecto; y lo que ardía era precisamente el más respetado de todos los templos de la cultura chibcha. Mucho tiempo llevaban ya fuera de Bacatá, capital del huido zipa donde quedara fuerte guarnición, y a donde era posible que hubiera regresado Tisquesuza, aunque las noticias que se tenían informaban de su estancia escondida en una casa de recreo que poseía en Facatativá. Quesada decidió el regreso, y pasando por Tunja, para llevar consigo al zaque prisionero, volvió a Suesca, donde le dio libertad, que de nada sirvió al viejo Quimuinchateca al que los tunjanos ha bían ya sustituido por un nuevo zaque. La comitiva del regreso de Quesada era verdadera mente impresionante: cientos de cargueros traían a hombros las riquezas conquistadas en Tunja y Sugamuxi. Los indios reverenciaban a sus nuevos señores con el respeto de lo incomprensible, y se prestaban a todos los servicios que les mandaban éstos, aunque 87
fueran de guerra. Esta modalidad se presentó muy pronto, con ocasión de tener que batir al orgulloso cacique de Tundama, aquel que los había desafiado diciéndoles, en tono sarcástico, desde lo alto de su fortaleza —cuando marchaban a Sugamuxi— : —¡Venid a recibir el oro, que os lanzaremos sobre las cabezas...! Antes de llegar a Bacatá, quiso Quesada dominar la soberbia de este reyezuelo, y decidió atacarlo. Tunda ma era tan atrevido que coincidió en el deseo de Que sada, y le salió al paso con una masa de combatientes que alcanzaba los 12.000 hombres, con él al frente. Trabóse el combate entre el reducido núcleo español y los tundamas, combatiendo a favor de los conquista dores varios cientos de muiscas, que se coronaron de ramas verdes para no ser confundidos por los españo les en la refriega que a continuación comenzó, con gran encarnizamiento. Largo y duro fue el combate. Los tundamas se defen dían con fiereza de los ataques de los españoles, y en una ocasión llegaron a caer varios indios sobre el gene ral, amagándolo de muerte. El capitán Baltasar Maídonado corrió en auxilio de Quesada, y si no es por su intervención, seguramente la jornada de Tundama hu biera sido el fin de la carrera del granadino, y un día de luto para las armas españolas en América. Terminó, por el contrario, con una total victoria hispana y con la pacificación de aquel territorio, con el consiguiente prestigio para la fama de invencibles que iban labrán dose, a punta de espada, los aguerridos españoles. Quesada tuvo entonces noticias de que en las tierras de Neiva había tan grandes poblados y tan ricos como en la sabana, y decidió inmediatamente proceder a su conquista. Dejo fuerte guarnición en Suesca, con los prisioneros, a las órdenes de su hermano, Hernán Pé rez de Quesada, y se lanzó, con 50 hombres, a la em presa. Ante algunos hechos conviene detenerse y meditar en su significado, sin pasar por ellos ligeramente, de un modo narrativo. Si volvemos la vista atrás, nos dare mos cuenta que desde marzo —en que avistaran las 88
tierras altas— hasta finales de agosto de aquel 1537, los españoles no habían tenido ni un momento de reposo. Siempre hubo algún destacamento de aque llos 160 hombres empeñado en alguna misión guerre ra, dominando pueblos, fundando el poder español y difundiendo con los religiosos el credo cristiano. Cuando parecía que una vasta extensión de terreno se hallaba ya bajo su poder y era lícito que pensaran en descansar en las tareas de la organización, su ánimo inquieto no se detiene y —simbolizados todos en la persona de su general. Quesada— continúan adelan te, en busca de nuevos azares. Como solo hay tres grandes conquistas españolas de emporios indianos como recordamos muy bien, con viene establecer la comparación entre ellas, olvidando que generalmente las comparaciones son odiosas, porque en la confrontación histórica de los hechos es cuando se puede calibrar el valor de los aconteci mientos, ya que el historiador —aunque muchos lo hayan creído así— no es juez del pasado, sino el ex positor de acontecimientos cuya efectiva realidad ha tratado de conocer con la mayor precisión posible. Conforme a este criterio, vemos que Jiménez de Quesada, que tiene, como dice el refrán castellano, un importante pájaro en la mano, que tiene preso al ca cique o Gran Jefe de Tunja, el zaque, y prácticamente vencido el Señorío del Zipa, huido en Facatativá, cree una vez más en las informaciones de los indios, que le dicen que más lejos hay algo más rico y mejor, y —por decirlo con palabra vulgar— p ic a sn el anzuelo de esta falsa información y, personalmente inicia la expedición a Neiva, como vamos a ver. ¿Qué habían hecho los otros dos? Cortés había saltado por todo lo importante de su trayecto —Tlaxcallan, Cholula, etc.— , para apoderarse del corazón de la administra ción política —Tenochtitlán— del creciente imperia lismo de los aztecas. Depsués, juiciosamente, va ocu pando lo demás, y a las lejanas tierras de Goathemala (Guatemala) envía a su capitán Pedro de Alvarado, pero no abandona lo que tiene ya sojuzgado. ¿Qué hace Pizarro? Se ha internado en un territorio 89
desconocido, del que también ignora la estructura te rritorial. Aunque se informa, pero sin demasiados de talles, de la organización incaica y de la guerra civil entre los hijos —y sucesores— de Huayna Capac, que era el monarca o Inka que regia cuando él arribó por primera vez a Tumbez, no sabía con certeza cual era la capital (algo im|>ortante para un europeo, que tenía la idea de una Hauptstadt o ciudad principal de un reino, como Londres o París) y si recibe obsequios de Atau-Huallpa y cita para Cajamarca, allá va. Pero tardía mente se entera que es sólo la cabecera de una pro vincia de uno de los grandes departamentos o suyos del Imperio. Y en ella aguanta hasta que muere AtauHuallpa, para partir enseguida a lo que ya sabe era capital del Inkanato: Cuzco. Todos los predecesores de Jiménez de Quesada han captado la capital como principal objetivo, solo él —que ya dominaba la ciudad más importante y la se gunda. Bocatá y Tunja— se apresura personalmente —no por medio de sus capitanes, como los otros— a partir de los Llanos. Esta gran diferencia es la que ex plica que los mismos españoles no se creían que ya tenía un nuevo reino en sus manos, sino que faltaba más. Esta consideración es tanto más profunda si medita mos el hecho de que Neiva, a donde se dirigía Jimé nez de Quesada, no era una tierra templada o casi fría como la de Bocatá, Tunja y Sugamuxi, sino que perte necía a las que luego denominarían los españoles tie rras calientes. A ellas no quisieron acompañarles los indios, que temían los rigores de aquel territorio. Pese a estas dificultades y a la promesa que ellas encerra ban de penalidades mil, Quesada no retrocedió ante lo que juzgaba su obligación de redondear el territo rio indiano, para la Corona, y decidió que cincuenta hombres le acompañaran. Se inició entonces un retorno a los sufrimientos que habían padecido durante la ascensión por el Magdale na. El cambio fue, si se quiere, más brusco, porque desde Suesca atravesaron la fresca sabana bogotana, camino de Pasca y Fusagasugá, para hundirse en in 90
contables molestias, que les llevaron nuevamente a las orillas del gran río. Sólo algunos tambos o tolde rías abandonados y un poco de oro, entregado por uno de los indios que no había huido, y que vino de la otra orilla del Magdalena, fue lo que encontraron. Como no viera Quesada que en tanta penalidad ya le habían muerto tres hombres, pensó, juicioso, que lo mejor era regresar a Bocatá.como, en efecto, lo reali zó, encontrándose en ella a su hermano, que había abandonado ya Suesca. En Bocatá Hernán Pérez de Quesada había conse guido averiguar con certeza en qué sitio se había refu giado el zipa Tisquesuza. Como no era conveniente que a espaldas del orden que allí querían establecer en nombre de España, continuara aún una organiza ción local, ya que al zipa acudían todos los caciques en demanda de orientaciones y órdenes, Quesada or ganizó un contingente, en secreto, con destino a apri sionamiento del zipa. Salidos sin ser notados, llegaron cerca de la residen cia de Tisquesuza en las primeras horas del anoche cer, cayendo de improviso sobre los refugiados. Tis quesuza, que esperaba, no obstante, algo similar a lo hecho por Quesada, puesto que conociendo ya la ma nera vertiginosa de proceder de los españoles, dejó a los suyos defendiendo el lugar, mientras él, sin insig nias, procuraba escabullirse. Desconociendo su iden tidad y empeñados en dura batalla, los españoles le dieron muerte como si fuera un combatiente más, re velándose su persona cuando, al día siguiente, se pro cedió a enterrar a los muertos. Muerto el zipa Tisquesuza, quedan los muiscas sin jefe, desarticulada su organización y toda su tierra a merced de los conquistadores, que íe aprestaban, a la mañana siguiente, a recoger el importante botín que había sido antes el tesoro del último zipa. Con él regresaron a Bocatá en lo que la buena fortu na demostró, una vez más, su intervención, ya que este regreso permitía a los españoles concentrar con el resto de sus fuerzas, todas las cuales eran muy nece sarias para los inmediatos acontecimientos. 91
NUEVOS TRIUNFOS Y ANUNCIOS DE CONFLICTOS
En breve tiempo iba a experimentar Quesada que el clásico tras la tempestad viene la calma tenía más verdad visto a la inversa, ya que a la calma que le dieron las victorias, y. que se tenían todos muy bien ganada, sucedió, en pocos días, dos amagos fuertes de tormenta, ambos muy dolorosos y los dos amenazado res de traer consigo la completa destrucción de toda la obra realizada. Una de las veces, por causa de los indios; y otra —aunque parezca raro— , por obra de españoles. Muerto Tisquesuza, los chibchas eligieron como zipa al hijo del cacique de Chía, que era, como vimos, el que tenía más derechos al trono, por ser sobrino materno del zipa anterior a la usurpación de Tisque suza. Zaquesa-Zipa, que era el nombre del nuevo mo narca pese a las diferencias y agravios que había teni do con él, decidió vengar inmediatamente la muerte de su antecesor, levantando en armas a todos aquellos que antes se habían manifestado amistosos auxiliares de los españoles. Pensar que los indios se sentían heridos por el bo tín, que a su costa, iban consiguiendo los españoles de sus tesoros es ingenuo, ya que ellos no ciaban a éstos el mismo valor que los europeos, como no fuera el que pudieran representar como objetos religiosos o de jerarquía, pertenecientes a sus caudillos y caciques. La muerte involuntaria del zipa era otra cosa; era una herida profunda, que les dolía y que se simbolizaba en las órdenes de ataque que les daba el nuevo jefe. 93
Los españoles se vieron atacados por todos sitios, sin poderse defender con cargas de caballería, ya que los indígenas habían aprendido a esquivarlas. Encerra dos en los cercados de Bacatá, limitados de alimentos, puede decirse que los españoles se hallaban en situa ción desesperada, como aquella de la noche triste de Hernán Cortés o como los hermanos Pizarro, sitiados en Cuzco por mano de Manco II Inca. Así como en aquella ocasión semejante, Cortés pudo salir con arro jo y gran pérdida de gente, de ésta salió adelante el granadino haciendo uso de su habilidad diplomática, ' fina y política. Trasladado a Bosa, Quesada envió desde allí emisa rios a Zaquesazipa, invitándole a restablecer la paz mediante un tratado de no agresión —que diríamos hoy— y de alianza, ofreciéndose a combatir a los ene migos que tuvieran los muiscas, pues sabía Quesada, por el conocimiento que la experiencia le había dado, que antes del general levantamiento había habido ren cillas entre ellos, y que los panches no cejaban de hacer muertes entre los muiscas fronterizos. Acierto grande el del Licenciado, ya que el Zaqucsazipa, tras reunir una asamblea de notables, accedió a entrevis tarse en Bosa con el capitán castellano. La entrevista de los dos caudillos revistió toda la solemnidad propia de los grandes momentos. Unos y otros de punta en blanco según sus respectivas etique tas, precedidos de heraldos e intercambiando presen tes, estuvieron muy pronto de acuerdo, aunque el zipa no se le alcanzaba qué querían los españoles con aquel deseo de que prestara obediencia a un rey —el de España— alejado y cuya existencia no había cono cido nunca, ni tampoco oído hablar de él. El pacto de amistad quedó sellado prontamente, y Quesada se ofreció a combatir a los panches, que de tiempo atrás salvaban los montes occidentales de la sabana y roba ban y matabltn a los vasallos del zipa. Como demostración de su poder y también para concluir con el primer amago de tormenta —o sea la sublevación de los muiscas— , Quesada se prestó a capitanear una tropa suya, en compañía de algunos 94
españoles. La expedición de castigo contra los panches tuvo un éxito magnífico, ya que éstos últimos de confesarse vencidos y —como les obligó Quesada— a entregar sumisamente sus armas (cuyas característi cas ya conocemos) a Zaquesazipa y prestar obediencia al rey de España. Una paz forzada, pero paz al fin. Paz que la envidia y la política local iban a turbar muy pronto. Quesada, que había celebrado con gran alegría su victoria sobre los panches y había dejado al zipa en su corte de Bacatá, retirándose a Bosa, dio oídos a una versión odiosa, de la que más tarde se había de arrepentir amargamente, como hombre y como cristiano. Era ésta la denuncia que algunos —españoles e in dios— le hicieron de haber ocultado a Zaquesazipa los tesoros del zipa anterior, hurtándolos a los espa ñoles. Sin más preámbulos, con la rapidez de decisión que le caracterizaba, el licenciado dio orden de apre sar al zipa y llevarlo a Bosa, a su presencia, lo que efectuó el capitán Gonzalo García Zoroo, entre el na tural escándalo de los indios. Un destino cruel parecía cernirse sobre los reyes indígenas que los españoles aprisionaban: Moctezuma moría apedreado por sus propios súbditos; Atahualpa, ajusticiado, y el zipa, atormentado por los españoles. Toda su vichi lloraría, como cristiano arrepentido, el buen licenciado esta injusticia a que le llevaron las cir cunstancias. Aprisionado el zipa y conminado a devol ver el oro que los suyos habían ocultado, prometió ha cerlo pasado un plazo de cuarenta días. La similitud con el caso de Atahualpa es asombrosa. Fue esta pro mesa algo que o no pudo o no quiso cumplir, porque quizá lo hizo para ganar tiempo. Aunque se ajustició a alguno de los principales cortesanos, el zipa nada reve ló, y murió, finalmente, de calenturas, producidas por los padecimientos, sin que los españoles sacaran de su muerte beneficio alguno, cuando más el perjificio que produjo a su fama y amistad con los indios la violencia hecha a sus jefes. En el juicio que se hizo al zipa actuó, con muy poco entusiasmo, como defensor, el hermano del licenciado, Hernán Pérez de Quesada. 95
Liquidado luctuosamente este suceso, pensó Quesada en la necesidad de dar consistencia de gobierno a las tierras que sus armas habían sujetado para el rey de España. A tal fin, nombró una comisión que estu diase el mejor emplazamiento para fundar una capital digna del Nuevo Reino. Estudiado el tema por dicha Comisión o Junta, fue designado un lugar en la saba na, entre Bosa y Teusaquillo, decidiéndose levantar en él una ciudad con el nombre de Santa Fe de Bogotá, capital del Nuevo Reino de Granada. Se erigió prime ro una capilla —que luego fue conocida con el nom bre de el Humilladero—, donde dijo misa el padre Las Casas el día 6 de agosto de 1538. El día anterior, solemnemente ataviado, el Licenciado Quesada, a ca ballo, recorrió el terreno, tomando de él posesión en nombre de Carlos I, rey de Castilla y Aragón. Acto seguido, se hizo el reparto del último botín, antes de gastar el cual, fue empleado en parte en misas por las almas de los caídos, tras un emocionante sermón, en que el padre Las Casas les invitaba a ello. Una nueva empresa de conquista distrajo inmediata mente, sin éxito, por algunos días al Licenciado, que había oído hablar de El Dorado, que, como mito, co menzaba ya a hacer su camino, encandilando las ilu siones de los españoles. Presumiblemente esta idea de un país del oro, regido por un Hombre dorado había nacido de las versiones deformadas del rito, que hemos explicado en páginas anteriores, del cacique o jefe indio que se untaba el cuerpo de goma o hule, para recubrírselo luego de polvo de oro, del que se desprendía en las aguas de una laguna —posiblemen te la de Guatavita— hasta las cuales era conducido en unas andas por sus servidores. Quesada, como des pués muchos otros españoles, buscó sin éxito este mí tico país. Padecimientos y penalidades fueron la única ganancia. Al regreso a Bogotá, no le esperaba cierta mente la paz al general, ya que la nube tormentosa parecía querer destruir, en segundo intento, todo lo logrado por los conquistadores. Noticias casi increí bles llegaban a la recién Santa Fe. Unos indios panches vinieron con la portentosa 96
nueva de que un ejército de españoles avanzaba por la provincia de Neiva, que no iban sin vestidos —o con trajes indígenas— como los que ya estaban allí, sino que se cubrían con coloridos uniformes y traían enorme equipaje e impedimenta. Quesada quedó im presionado por el hecho, al que no hallaba explica ción razonable, pues no comprendía de dónde podían llegar estos tan lucidos guerreros de su misma nación, máxime cuando no podían ser —por la dirección que traían— enviados del adelantado Fernández de Lugo. Para salir de dudas, destacó a su hermano, Hernán Pé rez, con regalos, a fin de conseguir la sumisión del que fuera, mediante los argumentos de la autoridad del Adelantado Fernández de Lugo. Por cierto éste ha bía muerto en aquellas fechas, pero Jiménez de Que sada desconocía esta noticia. Salido con unos cuantos, Hernán Pérez topóse en Neiva con un ejército de 162 hombres de armas y dos sacerdotes, cuyo capitán era Sebastián de Belalcázar. ¿De dónde venía este capitán? Pronto salió de dudas el hermano del licenciado. Belalcázar era uno de los capitanes de Pizarra, que lo había destacado desde Perú para ocupar Quito, y venía hacia la sabana de Bogotá en persecución de El Dorado, del que oyera hablar a los indios, seguramente como reflejo de las ceremonias de Guatavita, que ya conocemos en qué consistían. Como si la casualidad quisiera jugar con los aconte cimientos, a los dos días de regresar el hermano de Quesada llególe a éste una noticia del capitán Lázaro Fonte, que se hallaba desterrado en Pasca, diciéndole que una famélica tropa de 163 hombres de armas, con dos sacerdotes, llegaba, después de atravesar los pára mos, dispuesta a ocupar la sabana. Los capitaneaba el alemán Nicolás Federmann, que procedía de Vene zuela, y que había empleado tres agotadores años en llegar a aquella tierra de promisión, que no le estaba destinada. Hagamos una pausa en el relato, para permitirnos algunas consideraciones y comentarios sobre esta coincidencia singular y única en la historia de las ex 97
ploraciones geográficas en general y de las españolas en particular. En primer lugar, una consideración geográfica, in sistiendo en algunos aspectos que ya hemos comenta do. Esta consideración es la de la poca accesibilidad del interior de las tierras suramericanas. Pizarro em pleó vanos esfuerzos durante meses en llegar a las costas del Perú actual, refrigeradas por la fría corriente de Humboldt. Si hubiera intentado la aventura del asalto de los Andes desde las costas al norte de Guaya quil, probablemente hubiera padecido más que Jimé nez de Quesada y probablemente no hubiera llegado a Quito. Hay otros dos caminos para acceder a la saba na de Cundinamarca, donde estaban los señoríos de Tunja, Tundama, Sugamuxi y Bacatá (sin contar el se guido por Jiménez de Quesada), el de Cartagena de Indias, que no fue intentado, y el de Venezuela. Y todavía quedaba el del Sur, impensable entonces en el Perú, porque estaba la barrera del belicoso ejército superviviente de las campañas de Atahualpa, capita neado por el tesonero Rumiñahui (Ojo de Piedra en quéchua, porque tenía un nube en uno de sus ojos). De todos los accesos mencionados, incluido el de Quesada, se habían elegido los más problemáticos: el de Magdalena, cuyas penalidades ya conocemos, el de los nevados y páramos orientales de la Colombia ac tual y el larguísimo desde el Perú recién conquistado, atravesando la vasta región payanesa o de Popayán. Y los tres accesos habían sido vencidos por el tesón de tres capitanes europeos, dos españoles y un alemán, aunque éste último con tropa española. La segunda consideración es la de la naturaleza del encuentro de tres huestes de efectivos militares equi valentes. Una de ellas, la del Licenciado Jiménez de Quesada, no sólo había ya dominado la tierra y some tido a sus habitantes, como hemos visto en las páginas anteriores, sino que además tenía una titularidad legi timadora, que era el nombraimiento y comisión dados por el Adelantado Fernández de Lugo. El que este hu biera fallecido — lo que ignoraba el Lincenciado, como dijimos— no restaba validez al encargo dado y 98
cumplido por Quesada. Las otras dos habían procedi do sin autorización expresa de sus superiores, como vamos a exponer en los capítulos subsiguientes, y por lo tanto sin titularidad legitimadora alguna. El que hace Historia de hechos pretéritos debe —como son las reglas de la labor historiográfica— ajustarse a lo que juzga es verdad, sobre la base de informaciones fidedignas, ya sean testimonios perso nales, como documentos y otros materiales que sirvan de fundamento para llegar a la formulación, por escri to, del desarrollo de los hechos que estudia o expone. Normalmente mientras más importante es el conjunto de hechos que el historiador narra, menos puede sor prender con grandes novedades, ya que las grandes líneas son de todos conocidas. En otras palabras, en la exposición histórica no cabe la sorpresa en el lector, ya que deantemano conoce el resultado final o desen lace. Busca, sí, el lector, interpretaciones nuevas o jui cios del historiador, así como detalles que habían es tado desconocidos, pero nada más. Pese a lo dicho, interrumpimos ahora la secuencia narrativa de los hechos subsiguientes a la llegada de los dos capitanes — Belalcázar y Federmann— para conocer quiénes eran éstos, el motivo que les había guiado hasta la sabana neogranadina (usemos ya este nombre para designar a la tierra dominada por Quesa da), dejando en suspenso para un capítulo siguiente el desenlace de este inquietante lance. Porque, como decíamos al comienzo de este trabajo, Jiménez de Quesada y su obra conquistadora es muy poco conoci da de la generalidad de las personas, hasta el punto de consistir sólo en la noción de que él fue el dominador de la Nueva Granada... y nada más. Por lo dicho, podemos preguntarnos, sin ofender la cultura del lector, ¿cómo se resolvió el asunto entre los tres capitanes? Los españoles en América no se sentían solidarios unos con otros, sino sólo defenso res de sus derechos, capitulaciones y privilegios con cedidos por los Reyes o el Consejo de Indias, y Ade lantados o Virreyes. Pedrarias Dávila había chocado con Vasco Núñez de Balboa, porque el primero tenía 99
el título de Gobernador y el segundo el de Adelantado de la Mar del Sur. Ya sabemos que el resultado había sido la prisión y muerte del descubridor del Océano Pacífico. Pizarro y Almagro eran socios en general so ciedad y se consideraban como hermanos, pero la concesión de una nueva Gobernación (la de la Nueva Toledo) a Almagro y el fracaso de la expedición de éste a Chile, había enzarzado a los dos amigos en una lucha por la posesión del Cuzco. Almagro sería deca pitado por Hernando Pizarro, que pagaría su culpa en la prisión de Medina del Campo, y Pizarro moría asesi nado en Lima por los partidarios de Almagro, en su propio palacio de Gobernador. Los castellanos eran capaces de pelearse entre sí por la disputa de un territorio. Abusando de lo poco difundido del episodio, podemos volver a preguntar nos: ¿cómo quedaría o se resolvería el conflicto? Tenían en común Sebastián de Belalcázar y Federmann la condición de aventureros, en el mejor senti do de la palabra. La coyuntura indiana les había empu jado a ambos a moverse en el fluido mundo de las exploraciones y las conquistas, y a ambos sus persona lidades atrevidas les empujaron a hazañas sin consen timiento. Veamos la línea individual de las actuacio nes de cada uno. En otra ocasión he calificado de atípico a Belalcázar y ahora vuelvo a repetirlo, no porque los grandes y los pequeños conquistadores fueran de origen humilde —que fue casi la regla— sino por movilidad y ansias de ir a donde mejor partido pudiera sacar, que mostró con tenacidad durante toda su vida Belalcázar. Belalcázar no fue extremeño, sino cordobés y se lla mó Sebastián Moyano, apellido que cambió por el de Belalcázar (y no Benalcázar, como algunos han escri to), que fue el lugar donde nació, en la villa de este nombre, cerca del castillo de Duque, hoy partido judi cial de Hinojosa del Duque. Su nacimiento fue hacia 1480, lo que indico no por necesidad erudita, sino para que conozcamos que cuando llega a la sabana bogotana es ya un hombre ya cercano a los sesenta. Si nos dejáramos llevar por entusiasmos líricos diríamos: 100
¡Qué hombres aquellos! Pero que el lector haga sus comentarios. Como vamos a ver, Belalcázar es fundador de Quito y otras poblaciones que aún existen y son importan tes, pero eso fue el final de su acción atípica, como he dicho. Las grandes conquistas son lineales y a ellas se entregan con dedicación exclusiva sus capitanes, una vez concluidas cesan en su actividad, o siguen en la misma tierra. Así Hernán Cortés hace su entrenamien to en Cuba, conquista México, lo gobierna durante al gunos años y luego muere en Castiileja de la Cuesta (Sevilla); Francisco Pizarro arranca de Panamá para la gran aventura, no ceja en ella hasta perfeccionar y con cluir la dominación del Perú, y se instala en Lima para gobernar la tierra. La muerte le sorprende allí por sor presa, como sabemos. Y Jiménez de Quesada lo mis mo, como vamos a ver precisamente en este libro. Se bastián Moyano, alias Belalcázar no es lo mismo, como vamos a exponer: salta de aquí y de allá, hacia nuevos horizontes y ya muy maduro se estabilizará... aunque al fin tampoco sea así, como aún indicaremos, a lo largo del presente trabajo. Esta atipicidad hace que la información biográfica sobre este conquistado haya que recogerla a retazos desde Santo Domingo hasta la Nueva Granada, salvo el caso de los ripiosos versos de Juan de Castellanos, que en su Elogio de los varones ilustres de Indias, le dedica nada menos que 1.024 de ellos. De ahí se ha sacado la mayor cantidad de los datos que poseemos sobre su vida. Por Juan de Castellanos sabemos que: Tuvo padres de llanas condiciones, y su linaje fu e desta manera, porque todos vivían de los dones que les daba campestre sementera. Realmente este es un verdadero elogio, porque mu chos varones ilustres tuvieron estos orígenes y conclu yeron de Caballeros de Santiago. En la misma infor mación del poeta-historiador de la Nueva Granada, se nos dice que se fugó de su casa, por un desgraciado 101
accidente con el asno que llevaba para el transporte de las hortalizas, pero lo más creíble es que llegado a la edad viril acudiera a la atracción de Sevilla, donde se embarcaban muchos jóvenes para la aventura ame ricana. Lo más creíble es que pasara a Indias en 1507, cuando tenía veintisiete años, coincidiendo con un momento de auge de la administración indiana, pues poco después se designaba gobernador de los territo rios descubiertos a Diego Colón — hijo del primer Al mirante y Descubridor de América— y toda la activi dad exploradora se centraba en Santo Domingo, que era la capital de la isla que ya se llamaba La Española. Sigamos el curso vital de las actividades de Sebastián de Belalcázar. Belalcázar toma entonces parte en la pacificación de Santo Domingo y probablemente de Cuba. Parece que está en Tierra Firme cuando en 1513 Vasco Núñez de Balboa descubre la Mar del Sur. Pero su ocasión de actuar dependerá del nuevo gobernador de Castilla del Oro, el anciano segoviano Pedrarias Dávila, hom bre de confianza del Rey Católico. Pedrarias no se conforma con la lánguida y misera ble vida de las ciudades —villorrios, ciertamente— de la costa del Caribe, y con visión certera crea en 1517 un nuevo centro de irradiación exploradora, Pa namá. Desde allí, por la Mar del Sur, se podrá explorar hacia poniente (más bien hacia el norte) y hacia oriente (más bien sureste). Es la ocasión que esperaba Belalcázar para destacar. Ya con más de cuarenta años, Pedrarias le hace capi tán, y con tal grado sale en 1524 hacia Nicaragua con Hernández de Córdoba, tomando parte en la funda ción de la ciudad de León, de la que fue el primer al calde. Transcurren lentamente los progresos de Belalcá zar, pero no cabe duda que con prosperidad, amasan do una pequeña fortuna. Pedrarias ha sido sustituido en Panamá por Pedro de los Ríos, que incluye Nicara gua en su gobernación, pero Pedrarias se las ingenia y consigue para él el mando, sustituyendo al que le había sustituido en Panamá. 102
Este era el juego de las intrigas, de las recomenda ciones, de las denuncias, de los favoritismos, que mu chas veces acababan en ejecuciones, en luchas clan destinas. Si Fernández de Oviedo —el futuro gran cronista— había conseguido desacreditar a Pedrarias, éste abandonaba Panamá, pero conseguía Nicaragua. Surge un pleito más, jurisdiccional, con Diego Ló pez de Salcedo, a cuyo encuentro manda Pedrarias al ya baquiano de aquellos territorios, Sebastián de Belalcázar. Era el año 1527. La gestión no tiene éxito y López de Salcedo prende al enviado de Pedrarias y lo manda presto a La Española. Belalcázar logra zafarse de una más prolongada prisión y regresa a la ciudad de León de Nicaragua. En medio de los rigores del clima, embebido en labores campesinas o ganaderas, con salario suficien-' te, llega a sus oídos —no sabemos cómo, pero lo cier to es que las noticias en Indias volaban con la misma velocidad que hoy— que .la última expedición monta da por un antiguo camarada suyo del Darién y Tierra Firme, Francisco Pizarro, había llegado a la ciudad de Tumbez y todo parecía augurar que se tomaba contac to con un verdadero imperio, de gente de mucha ma yor cultura — policía se decía entonces— que los in dios de las tierras centroamericanas. No hay que hacer demasiadas suposiciones para pensar que Belalcázar comparó lo que se podía conse guir en Nicaragua y lo que ofrecía el amplio horizonte de la costa, más allá del río Viró, como se conocía a la hasta entonces incógnita tierra peruana. Y su decisión de trasladarse allá es inmediata, fletando un barco a su costa — lo que demuestra que poseía holgados bie nes— , en que embarcó a treinta hombres y doce caba llos, para unirse a Pizarro. En 1532 llega a Puerto Viejo, donde el gobernador (como ya llamaban los de la hueste a Pizarro) le acoge con gozo, pues para pasar a la isla de Puná, como tenía planeado, el refuerzo de gente de calidad como la que trae Belalcázar: Mongroviejo de Quiñones, Juan de Porras, Fuentes, Prieto y Beltrán, es un don llovido del cielo. 103
Belalcázar queda integrado en la expedición de Pi zarra y le acompaña hasta Cajamarca, no sin haber sido, con su nuevo jefe, uno de los fundadores de la primera ciudad del Perú: San Miguel de Piura, donde Pizarra le nombra su teniente de gobernador. Tras conocidas incidencias, el 1 de mayo de aquel año (1532) sale la hueste hacia el interior. Es compañe ro de las fatigas de la marcha (en territorio continua mente ascendente, en las primeras estribaciones andi nas), hasta Cajamarca, donde asiste a la azarosa espera de la llegada del Atahualpa, su posterior aprisiona miento y muerte. Cuando se hace el reparto del botín del rescate, Belalcázar es uno de los participantes. Los españoles ya han comprendido el drama india no que se había desarrollado entre las dos facciones en lucha, la del heredero Huaskar y la del rebelde —y triunfador— Atahualpa, que en el momento de su vic toria, tras ordenar a sus generales que supriman a su hermano Huaskar, ve hundirse sus ilusiones en la sen tencia —de muerte— dictada por los españoles. Pero queda mucho por dominar, en especial la par teólas recientemente añadida al imperio: el norte. Para afirmar su gobierno en estas tierras, Pizarra envía a Belalcázar, de cuya capacidad está convencido, para que llegue a lo que Huayna-Capac, el padre de los dos hermanos en discordia, había conquistado. Así lo rea liza desde 1534, ocupando la zona de Quito, fundan do la ciudad de Santiago de Quito, que luego rebauti za como San Francisco de Quito, en honor del gobernador en cuyo nombre actuaba. Un nuevo problema se plantea, inesperado, pero no extraño para aquellas gentes, que se movían en un mundo de miles de kilómetros con la misma soltura que sus antepasados iban de Burgos a Córdoba. Con siste en la llegada de otro inquieto conquistador, mo vido por los mismos incentivos que tuviera Belalcázar cuando pasó de Nicaragua a Puerto Viejo: Pedro de Alvarado. Este había desembarcado en las costas del actual Ecuador y pretende conquistar aquel territorio, más o menos convencido de que aquello no corres pondía a la gobernación de Pizarra. 104
Pizarro destaca a Almagro para evitar el peligro de una intromisión; éste se une a Belalcázar y entre am bos evitan el estallido de una contienda, compensan do económicamente a Alvarado, que regresa a su go bernación guatemalteca, dejando todo lo que ha llevado consigo, incluso a muchos parientes. Este nuevo contingente de españoles fortalece a Pizarro. Como vemos, Belalcázar tiene una primera expe riencia de encuentro con otra hueste española, apare cida inopinadamente. Entonces Belalcázar decide obrar por su cuenta; si guiendo hacia el norte se interna en las altas tierras andinas de la actual Colombia y llega a Popayán, lugar que en la lengua de los guambias, sus pobladores pri mitivos, significa dos caseríos de paja, donde funda el 13 de enero de 1537 la ciudad que llevará este nom bre. ¿Pensó Belalcázar si reclamaría Pizarro para su go bernación estas fundaciones que hacía un capitán en viado por él? Parece preocuparle poco esta idea pues to que sigue su ruta hacia el norte, de donde hay noticia de nuevos y ricos reinos, en más alta sierra (Popayán estaba a cerca de 1.800 metros de altitud), en una llanura o sabana. Otra noticia, imprecisa, pero maravillosa, impulsa a seguir adelante: la existencia de El Dorado, u Hombre dorado leyenda corrida de tribu en tribu, de la cere monia —como sabemos— de la Laguna de Guatavita. Los españoles estaban acostumbrados a las mentiras de los indios, que generalmente les hablaban de rei nos riquísimos, lejos de sus tierras, con el afán de qui tarse de encima a los molestos visitantes, por lo cual no hicieron mucho caso cuando les dijeron que le guas al norte había otros hombres, barbudos y arma dos, como ellos, que habían llegado algunas lunas —meses— antes a la llanura del dorado reino. Pero cuando realmente vieron llegar a su campamento a una embajada de Jiménez de Quesada, no pudieron dudar los hombres de Belalcázar de que efectivamen te otros españoles se les habían adelantado. 105
El otro recién Llegado a las tierras de la sabana era el alemán Nicolás Federmann, teniente del goberna dor de Venezuela, también alemán, Jorge de Spira. Siendo un funcinario inicialmente de la compañía ale mana, su espíritu aventurero, como vamos a ver, lo convierte en uno de los exploradores más tenaces de todo aquel vasto territorio del norte del continente suramericano. Para explicarnos no sólo su presencia en aquellos parajes, sino también el hecho de que fuera alemán, debemos remontamos, en el conoci miento de acontecimientos históricos, a unos años an tes. Las primeras exploraciones españolas en las costas septentrionales de América del Sur habían descubier to la Laguna de Maracaibo, habitada por indios que vivían en aldeas palafíticas, o sea construidas sobre postes hundidos en los lechos del fondo de la Laguna de Maracaibo. Ojeda, que fue su explorador, vio en aquellas agrupaciones de viviendas un trasunto india no de la Venecia italiana, surcada por canales. De ahí le vino al territorio el nombre de Venezuela, que con serva hasta nuestros días. Aunque la riqueza de aque lla tierra no se revelaba de inmediato, a los explorado res que exped¡donaron por ella les parecía la antesala de tierras más ricas al interior, lo mismo que sucede ría, como ya sabemos, en Santa Marta. Una serie de circunstancias históricas de Europa iban a decidir el destino inmediato de los territorios venezolanos, y a explicar a la postre la presencia de Federmann en la sabana conquistada por Jiménez de Quesada. Los sucesos europeos son bien conocidos de todos y son las primeras complicaciones políticas de la Edad Moderna, que estaba perfilándose en los comienzos del siglo XVI. Una sabia política matrimonial de los reyes de Castilla y Aragón — los Reyes Católicos pa trocinadores del Descubrimiento de las Indias— ha bía enlazado a la familia real española con las prime ras casas reinantes europeas. El matrimonio de Catalina con el heredero del rey de Inglaterra, y de Juana con el Archiduque Felipe, heredero de la digni dad imperial de Maximiliano de Alemania, permitían 106
pensar en un bloque familiar que prácticamente deja ba rodeada a Francia de naciones unidas entre sí por vínculos e intereses familiares. Recordemos que la enemistad franco-española databa de tiempos de las llamadas Primeras Guerras de Italia, a comienzos del siglo, como ya se ha dicho. Los Reyes Católicos conseguían que el matrimonio de su hija Juana constituyera definitivamente el esla bón que uniera los dos reinos, ya que ésta, en 1500 daba a luz en Gante —tierra del Archiduque Felipe, su esposo— un hijo varón, que sería en años venide ros el heredero conjunto de la corona española. Lo que no pudieron prever es que una muerte prematura de Felipe de Flandes y la locura de su esposa Juana, pusieran la gobernación de Castilla nuevamente en manos de D. Fernando y que, muerto éste, el joven Carlos pasara, en 1517, a ser rey de España. Una nueva muerte, la del Emperador Maximiliano I de Austria, abuelo del flamante rey de España, movería a éste a optar a la Corona Imperial alemana. El Sacro Imperio Romano Germánico, nacido mu chos siglos antes, era una verdadera federación de es tados suzeranos, es decir, monarcas que dependían de otro superior: el Emperador. Era Sacro porque el Em perador había de ser coronado por el Sumo Pontífice de la Iglesia, y Romano porque se consideraba que era el continuador del vetusto Imperio que, precisamente por causa de los germanos, había muerto en el siglo V de la Era Cristiana. Los grandes soberanos, entre los que se contaban algunos obispos-reyes, cuando la Co rona Imperial quedaba vacante, para lo cual se .reunía una Dieta o Reichtag (Día Imperial) donde los sobe ranos-electores daban su voto al que preferían como futuro jefe general de todos ellos. Como reyes o sobe ranos en sus estados, podían dictar leyes, acuñar mo neda, etc., pero la política internacional, la paz o la guerra eran cosas del Emperador. Aunque la casa de los Habsburgo originaria de Aus tria, había ocupado la silla imperial, en la sucesión de Maximiliano hubo la presentación de candidatos, que fueron el nieto de viejo emperador — Carlos de Gan 107
te, I de España— , Francisco I de Francia, Enrique VIII de Inglaterra y algún otro. Las presiones, las intrigas, los sobornos (estudiados a fondo por los historiado res) fueron inmensos y ios candidatos necesitaron de ingentes cantidades de dinero para mover las volunta des de los príncipes-electores. El interés de Carlos I fue tan grande que decidió hacerse presente en Ale mania, obligando en unas Cortes convocadas precipi tadamente, en La Coruña, a arrancar la concesión de un importante servicio en dinero, para subvenir a los gastos. Los Austrias habían mantenido de antiguo excelentes relaciones con las grandes casas de banca germánicas, en especial los Fugger —explotadores de las minas de plata de Joahimsthal— que tenían representantes co merciales en las principales ciudades europeas, incluso en España, en Zaragoza y Sevilla. Fueron estos banque ros y los Welzer, sus asociados, los que principalmen te ayudaron a Carlos I y de España a convertirse en Carlos V de Alemania. Las deudas del nuevo Emperador con sus banqueros eran muy grandes y hoy conocemos, gracias a los estu dios de Ramón Carande, su cuantía e importancia. Desde su designación como soberano imperial de Alemania, Carlos consideró a todos sus vasallos, en lo que a él personalmente respectaba, en un mismo pla no de igualdad, y así favoreció el establecimiento de alemanes en la isla canaria de La Palma — los Grünberg y otros—, la apertura de corresponsalías comerciales alemanas en ciudades españolas —en Madrid aún se llama calle del Fúcar, la de la oficina de los Fugger— y consideró con atención la propuesta de la Casa Wel zer de colonizar y comerciar con y en Venezuela. Mu chos historiadores afirman que con esta concesión Car los pagaba sus deudas, pero esto no es literalmente así. No se contabilizaba la concesión como abono de deuda, sino como una política recíproca de buena vo luntad. Por esta razón, los Belzares, como se llamaba en España a los Welzer, en 27 de marzo del año 1528 capitulaban con el Rey de España la autorización para explorar, poblar y gobernar la región de Venezuela. 108
Lo dicho hasta ahora significa de donde habían par tido las acciones e iniciativas, que permitirían, mu chos años después, que un alemán llamado Federmann (Hombre de la Pluma) coincidiera con Jiménez de Quesada en la sabana de Bacatá. Federmann había nacido entre 1505 y 1506 en la ciudad alemana de Ulm, a donde hacía poco que se había trasladado su familia. Atraído por el brillo de las actividades comer ciales alemanas en los países del sur, se pone en con tacto con los Welzer, que lo enrolan entre las gentes que va a mandar a las Indias. En 1529 sale de Sanlúcar camino de La Española, al frente de 123 hom bres españoles y 24 mineros alemanes, con la misión de apoyar a Ambrosio Ehinger (al que los españoles llamaban Alfinger o Micer Ambrosio) nombrado go bernador de Venezuela y que, al parecer, había salido de exploración y del que nada se sabía. La travesía a las Canarias no fue fácil, pues tardó tres semanas, y se vio obligado a hacer escala en Lanzarote, para aprovi sionarse de agua. Como si la aventura fuera desde un comienzo el signo de su vida, en Lanzarote es aprisio nado por unos berberiscos, que tomaron a Federmann y sus hombres por franceses. Gracias a su habilidad y al pronto socorro del capitán de la Isla, Sancho de Herrera, pudo continuar su travesía a la Gomera y de allí a La Española, donde recoge a Jorque Ehinger y se dirige a Coro, tras una arribada forzosa a la península de Paraguaná. La actividad de Federmann en este tiempo es grande, yendo de Venezuela a Santo Do mingo y a la Isla de San Juan (Puerto Rico) con barcos de los Welzer. Ausente todavía Ambrosio Ehinger, viene como go bernador suplente Juan Seissenhoffer, al que los espa ñoles —dado lo difícil de su apellido— llamaron Juan Alemán, que nombre en 18 de abril de 1530 a Federmann su teniente. Al regresar Ambrosio Ehinger de su larga expedición —en que capturó a muchos indios como esclavos— y estando enfermo de fiebres contraídas en ella, nombra nuevamente como teniente de gobernador a Federmann, en 30 de julio de aquel mismo año. Es entonces cuando el nuevo teniente de 109
gobernador se convierte en explorador. El 12 de sep tiembre se lanza a conocer el país, dirigiéndose a Acárigua, llegando a Barquisimeto, regresando a Coro —centro de las actividades de los alemanes— , el 17 de marzo de 1531 -- Casi todo el arto permanece en Venezuela, marchando a Santo Domingo en diciembro, de donde parte para Sevilla en abril de 1532, a donde llega en junio, siguiendo para Augsburgo. Federmann es ya un hombre experimentado en los problemas de las tierras americanas, informando a los Welzer de los problemas que allí existen y de lo que debería hacerse. Más de un arto invierte en convencer a los directivos de la Compañía, pero así lo hace en 2 de octubre de 1533, día en que firma un contrato con ellos, para gobernar Venezuela en su nombre... Sin que se aprobase su nombramiento para el cargo gu bernativo, Federmann sale en noviembre de 1534 de Sanlúcar, llegando en diciembre a Santo Domingo y en febrero de 1535 a Coro. La gobernación la tenía entonces Jorge de Spira, que también desea internase en las tierras desconocidas, por lo que aprovecha la llegada de su compatriota para nombrarlo teniente de gobernador en 11 de mayo de aquel mismo 1535. Aunque hoy sabemos que en 5 de octubre, en Espa rta, se le expidió a Federmann un nombramiento de Gobernador, con todos los requisitos, ésta no llegó nunca a sus manos. Pero daba su volubilidad y usando de los poderes que le dejara Spira, emplea casi dos artos en pequeñas expediciones y fundaciones, como la de la ciudad de Nuestra Sra. de las Nieves en 5 de agosto de 1536. La actuación de Federmann no fue grata a las autori dades españolas durante este tiempo, acusándosele de crueldades con los soldados españoles, extracción de indios de sus aldeas, que se arruinan, etc. Como, por otra parte, Jorge de Spira no regresaba de su expedi ción a los llanos del Meta, Federmann decide empren der por su cuenta úna exploración en dirección sursuroeste, en busca de la rica tierra que al otro lado de las montañas existía, según decían los indios. Había, por lo que vemos, llegado hasta las cercanías de Coro, 110
la noticia del Hombre dorado, y Federmann decide ir en su busca, sin enterarse de si había alguna expedi ción organizada desde la gobernación de Santa Marta, a la que debían corresponder los territorios del inte rior. Eran los últimos meses del año 1537 y aunque el territorio no ofrecía esperanzas buenas de alimentos, Federmann va recogiendo pequeños contingentes de soldados y continúa su expedición, evitando encon trarse con las gentes que, de regreso, trae consigo, quebrantada, Jorge de Spira, lo que indica que no de seaba encontrarse con su superior, no fuera que le hiciera retroceder de la intención que tenía de atrave sar la cordillera. Siguiendo su camino atraviesa el río Apure en abril de 1538. A orillas del Meta, en tierra de los goahibos, oye ya claramente hablar de la rica tie rra, de mucho oro, allá en las alturas de las montañas, en la cabecera del río Meta. Hacia el mes de febrero de 1539, en las riberas del alto Guaviare (hoy Ariare) encuentra en las aldeas in dias objetos de oro, que le dijeron procedía de la tie rra de ios muiscas, al otro lado de la cordillera que venían flanqueando, en dirección de poniente. Feder mann comprende que se impone atravesar los mon tes, pese a las noticias que tiene de sus dificultades, en dirección occidental, si quiere llegar a la rica tierra del oro. En cuarenta días atraviesa los Andes, por tie rras completamente yermas y el frío páramo de Sumapaz. Al referirse a esta travesía, en la Relación que luego escribió, dice Federmann que atravesaron mu cha tierra despoblada y muy fría y falta de manteni mientos y basta llegar (se) perdió mucha gente y ca ballos, que de 130 caballos que sacó (el capitán), no llegó con más de 90, y de los 300 que sacó, se le m u rieron 70 hombres. Llega por fin a un valle más ameno, en tierra ya de los muiscas, en donde estaba desterrado —por orden de Jiménez de Quesada— el capitán Lázaro Fonte, que da aviso enseguida al Licenciado. Este sitio era el valle de Fosca, del que pasa a Pasca (sin saber que Fonte ha avisado al Licenciado) donde le salen a reci bir gentes de .armas que Jiménez de Quesada ha enlll
viado para saber de qué se trata. Estas gentes le infor man de que aquella tierra estaba ya dominada por un enviado, lugarteniente del Adelantado Pedro Fernán dez de Lugo. Tuvo también noticia de que otro contingente espa ñol —el de Belalcázar— se aproximaba a Neiva, con más de 150 hombres, pero que en jas ciudades que había fundado ai sur había dejado otros 300. ¿Pertene cía esta tierra o no a la jurisdicción de Venezuela, de la que él era — Federmann— teniente de Gobernador o no? ¿Se unirían Quesada y Belalcázar contra él? ¡Tantas penalidades para nada! Esa es la situación en la primavera de 1539: tres capitanes españoles, procedentes de lugares diferen tes, coincidían en la riquísima tierra del oro.
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LA SOLUCION DEL CONFLICTO
El litigio entre los tres capitanes se presentaba muy duro. Federmann comprendía que era dudoso, aun que cuestionable, que aquello perteneciera a la go bernación de Venezuela, pues con titulaciones sufi cientes había remontado el Magdalena Jiménez de Quesada, bien autorizado por el adelantado Pedro Fernández de Lugo. Pero, y esto le inclinaba a discutir legalismos, Jiménez de Quesada había agotado ya sus provisiones de munición, sus caballos también eran escasos, e iban sus hombres —como luego se escribi ría— vestidos a lo indio, es decir, que sólo las armas duras eran lo que, con su color y barbas, les distin guían de los naturales de aquellas tierras. En estas circunstancias, el grupo que venía del oriente parecía —aunque con recursos— el más dé bil. Quesada hizo recuento de su gente y vio, con sor presa, que constaba de 166 hombres de armas y dos sacerdotes, casi exactamente —salvo uno o dos hom bres de diferencia— que los dos contingentes que venían a lo mismo que él había logrado ya. Sabiendo a los peruleros descansados y fuertes, pensó que le convenía mejor acabar primero —caso de venir de guerra— con los de Venezuela, y contra ellos se diri gió, a banderas desplegadas, con el guión real, con una nutridísima tropa india y los dos capellanes. Avistado Federmann, que se hallaba en Parca, el pa dre Las Casas fue a verlo, de parte del licenciado, acor dando con él que se le entregarían 4.000 pesos de oro por las penalidades sufridas, y se permitiría a su gente 113
vender los caballos y perros — los primeros en el nue vo reino— que consigo traían, así como las gallinas que, con sumo trabajo, habían salvado de los páramos y barrancos de la gran cordillera que habían atravesado. Federmann se sometió a todo y entró, entre alegre albo rozo, en Santa Fe, bajo la bandera del Nuevo Reino. Este acuerdo pacificaba las relaciones con el contin gente venezolano. Las dificultades podían haber sido con Federmann, y éste se había mostrado conforme, por parte de sus hombres la cosa era aún más fácil, porque éstos veían que la tierra que andaban buscan do estaba allí, y que se los admitía como integrantes de los pobladores del Nuevo Reino. Cierto que no con las ventajas de los fundadores. El convenio fue firma do en 17 de marzo de 1539, beneficiándose todos de la venta de caballos y otras cosas. Jiménez de Quesada quedaba contento, no sólo porque se disipaba la nube de una posible colisión armada con los venezolanos, sino porque éstos venían a engrosar la población de la recién nacida Santa Fe. Así, con todos, el 27 de abril —diez días después de la firma del convenio— la ciudad era provista de regi dores, alcaldes, escribanos y demás oficiales necesa rios para el desarrollo de una vida municipal. Algunos historiadores, de origen alemán, quieren contar a Fe dermann entre los fundadores, pero en el acta, natu ralmente, no aparece. Sus hombres sí fueron, desde un principio, considerados vecinos. Parece que Que sada, para compensar a Federmann, le dio incluso una encomienda de indios, que nunca disfrutaría. En de claraciones posteriores, en los pleitos que se suscita ron, como veremos, Quesada confiesa que aparte de los 4.000 pesos de oro, le había dado otros 4.000 pe sos en esmeraldas. El convenio establecía además — recordémoslo— que llevarían el asunto al Rey (es decir, al Consejo de Indias), para que todo se decidiese en España, yendo personalmente las partes a hacer valer sus pretensio nes. Quesada quiso ir también personalmente a ver a Belalcázar. Entrevistados los dos capitanes, se tomaron 114
mutuo conocimiento, y Quesada supo, por Belalcázar, que el adelantado Fernández de Lugo era muerto: la noticia había dado la vuelta, por mar, hasta el Perú, para llegar por esta vía hasta los españoles que habían salido tiempo atrás de Santa Marta. Intercambiados regalos, re gresó Hernán Pérez a los reales de su hermano, dándole cuenta de la llegada de los peruleros, nombre que que dó para los del Perú, y que desde entonces significó —por la riqueza de armaduras y trajes que traían— para designar a los elegantes y ostentosos. No fue tan fácil la gestión con Belalcázar, que siguió con su gente camino de Bogotá, con evidente ánimo de apoderarse de la recién fundada ciudad. Desde su campo envió a Quesada un mensaje con el capitán Juan de Cabrera. Este lo transmitió al licen ciado al que éste contestó diciendo: — Que no se empeñe vuestro capitán en seguir adelante, pues se lo impediremos a lanzazos... —Bien puede ser asi —le argüyó Cabrera— ; pero estad seguro, Señor Licenciado, que no nos los daréis por la espalda. En este estado de pre-hostilidades, evidentemente, se hubiera llegado a éstas de no mediar la negociación de los capellanes, que lograron que se aceptaran igua les condiciones que las dadas a Federmann, si bien Belalcázar no quiso recibir los 4.000 castellanos, en trando los peruleros, con su general a la cabeza, en Santa Fe. Una vez frente a frente los tres capitanes, a los que el destino unía casi en la misma fecha con idéntico propósito, llegaron al nuevo acuerdo ya pro puesto por Quesada de marchar juntos a España para exponer su labor al César Carlos. Entretanto, los sol dados se dedicaban a comprar y vender lo que tenían, entre lo que era muy codiciado el cerdo, algún ejem plar de los cuales trajeron los de Belalcázar. Quesada había pensado alguna vez —pero no con relación a una inmediata puesta en práctica— que era preciso volver a la costa para dar cuenta de la explora ción, y de sus resultados. Entre otras cosas para legali zar todo lo constituido. Quizá la sola idea o el recuer do de las penalidades sufridas para el ascenso, era lo 115
que había alejado de su cabeza el poner en vías de realización un hecho que, tarde o temprano, había de acometer. El acuerdo.a que había llegado con Belalcá zar y Federmann le obligaba a poner manos a la obra, y para ello, ordenó comenzar la construcción de bar eos en Guataquí, puerto del Magdalena. Mientras los carpinteros y soldados iban dando cima a la confección de las naves, Quesada quiso dejar su obra bien cimentada, y para ello, procedió a dar forma a la organización del nuevo reino. Para ello, como vi mos, había sustituido el antiguo gobierno militar por uno de tipo civil, fundando el Cabildo conforme a las normas castellanas, nombrando regidores y capella nes, entregando el mando a su hermano, Hernán Pé rez, en los primeros días de mayo de 1539. El 12 de mayo salían los tres capitanes camino de Guataquí, para trasladarse a España. Tras ellos quedaba un pueblo en marcha, fundador y activo, que iba a ir dando a luz nuevas ciudades, compañeros y rivales de Santa Fe: Tunja y Vélez. Embarcados en dos lanchones de madera, toldados de lona, en 16 de mayo, en Guataquí, los tres capita nes y sus acompañantes, entre los que iba el padre Las Casas, comenzaron a bajar por el río, en un trozo por el que no habían navegado. A poco se vieron inte rrumpidos por el salto de Honda, que hubieron de salvar llevando con arrastres, por la orilla, las embarca ciones, tras lo cual siguieron camino, no sin ataques y penalidades, hasta Cartagena, donde nadie quería creer en su existencia y en las maravillas que del inte rior contaban. La llegada de los tres capitanes a Cartagena de In dias fue el 20 de junio de 1539- Como vemos, pese a las dificultades del camino —en que no faltaron algu nas escaramuzas con los indios costeros del Gran Río— la travesía había sido mucho más rápida que el ascenso penoso, en rutas desconocidas, hasta la saba na. En Cartagena de Indias estaba el Licenciado Juan de Santa Cruz, que actúa como Juez de Residencia y toma declaración a los tres capitanes, y a algunos con quistadores, que han regresado con ellos. 116
Cada uno da su versión, como es lógico, y el más amplio en la declaración es Federmann, que incluye en ella numerosas noticias sobre la vida y costum bres de los indios, sus creencias, armamento, etc. Los tres van a parar a España, aunque por caminos diferentes, sin que parezca que hayan pasado por La Española, o al menos, si lo hicieron, sin presentarse a la Real Audiencia, donde también podían haber de puesto en favor de sus alegatos o derechos. Todo —como habían acordado— se solventaría en el Con sejo de Indias. No pensaba el licenciado Jiménez de Quesada que al abandonar las tierras neogranadinas lo hacía para mucho tiempo. Tres iban en pos de un reconocimien to de derechos, de un nombramiento, de un cargo, ilusionados por lo que podrían hacer y acicalados por lo que habían hecho. No contaba ninguno de los tres con que en la península estaba el hijo del adelantado Fernández de Lugo, Luis, al que se concedió el mismo cargo que a su padre. 1.a Conquista del Nuevo Reino de Granada estaba concluida y quedaba bautizada con el nombre que le diera su Capitán. Había vuelto éste a España para que se justipreciara lo hecho por cada uno de los tres que habían convenido en las altas tierras andinas. Habían puesto la decisión en manos de las superiores decisio nes del Rey y de su Real y Supremo Consejo de las Indias. ¿Cuál fue el destino de cada uno de ellos, in cluido Jiménez de Quesada? Comencemos, porque es el primero que se sale del cuadro, por el alemán, Nicolás Federmann. Su pleito no iba a ser personal con el Consejo de Indias. El no era, como se suele decir, más que un mandado, pero con la circunstancia de que nadie le había ordenado hacer lo que hizo. Sus patronos, los Welzer, son los primeros que le enjuician, desde que puso los pies en Sevilla en enero de 1540, pues estaban quejosos de él, lo que no obstó para que durante algún tiempo la Compañía defendiera que las tierras de la Nueva Gra nada pertenecían a la gobernación de Venezuela, se gún la concesión del Rey Carlos. 117
No estando Guillermo Welzer en España, sino en Flandes, inmediatamente, en febrero de aquel mismo año, Federmann se traslada a Gante, donde es metido en prisión. Los Welzer tienen información de que ha recibido en Santa Fe más dinero del que confiesa y le acusan de defraudación, de haberse extralimitado en sus funciones- y de haber dejado, por dinero, a sus hombres en la Nueva Granada. El Consejo de Indias, también, interviene en ello, por lo que en mayo Fe dermann otorga un poder para ser representado ante este Consejo. El 21 de octubre Federmann es enviado a España, para donde sale en diciembre, partiendo de Gante y pasando por Velenciennes, Amberes, Namur, para entrar en Madrid el 2 de febrero de 1541. Inesperadamente el inquieto Nicolás se vuelve con tra sus antiguos patronos, que lo han metido en la cárcel y le exigen dinero. El 13 de marzo, formalmen te, ante notario, hace una denuncia contra la casa Wel zer, para que sea conocida por la Real Majestad de Carlos, el Rey, diciendo que han ocultado parte del quinto real debido a la Corona y disimulado otros in gresos, así como trasgredido muchas leyes dadas para las Indias. La reacción de los Welzer —que ven ade más que su pleito particular contra las rendiciones de cuentas de su empleado han producido un embrollo en el Consejo —es inmediata y acuden al Emperador, su amigo y protector, y consiguen que éste el 25 de abril ordene la inmediata prisión de Federmann y su envío a Flandes. Dilaciones, prórrogas del plazo dado para su traslado a Flandes, y probablemente conversaciones con el abo gado de los Welzer, convencen a Federmann de que su actitud de denuncia no le conducía a nada, y 19 de agosto hace revocación total de la denuncia a sus patro nos, diciendo ante escribano que fueron acusaciones motivadas por el mal trato y falta de reconocimiento de sus méritos. Curiosamente, d mismo día traspasa la en comienda que en Tinjaca —Nueva Granada— le con cediera Jiménez de Quesada, a la casa Welzer. No pasa a Flandes, como había mandado el Rey, está ya enfermo, no tiene nada, pues todo le ha sido 118
embargado, y vive en Valladolid en una casa que el Consejo le ha asignado como cárcel, aunque con li bertad de movimientos. En estas circunstancias acaba sus dias el 22 de febrero del año 1542. Toda esta larga vida de aventuras, desde su primera salida de Sanlúcar, hasta su regreso a Sevilla, con dos expediciones inmensas, la primera muy fructífera —descubrimiento de la región de Barquisimeto— y la segunda llevando a sus hombres desde Venezuela hasta la sabana de los chibchas, atravesando los Andes y los grandes páramos, se había desarrollado solamen te en el curso de treinta y seis años. Nacido en Ulms, muere en Valladolid. Veamos ahora el destino del segundo intruso de los tres capitanes que habían venido a planear el conflicto ante superiores instancias. ¿Qué fue de Belalcázar? Como lo conseguido territorialmente por Jiménez de Quesada se había reconocido que pertenecía a la go bernación de Santa Marta, y Pizarro no había hecho reclamación alguna de lo que, al norte de Quito, había ido descubriendo, pacificando y fundando su antiguo capitán, era evidente que Popayán podía ser objeto de una nueva Gobernación. Así se reconoce y en 10 de mayo de aquel mismo 1540 se le concede que él sea el gobernador, máxime cuando había allí varias ciuda des fundadas legalmente, con sus vecinos y cabildos, que necesitaban una autoridad superior que organiza ra la totalidad del territorio. Digamos, por delante, que las nociones que se te nían en España de la geografía de aquellas regiones, tanto las costeras de la actual Colombia como las del Ecuador, y sus zonas interiores, eran muy confusas y se concedían demarcaciones que se solapaban las unas con la otras. Esto habría de producir equívocos constantes, que motivarían roces, rencillas, discusio nes y hasta muertes, como vamos a ver. Belalcázar será el protagonista de algunas de estas situaciones con flictivas. Belalcázar se pone inmediatamente en camino para su gobernación, pasando por Panamá, hasta Buena ventura. Pero en ella no le faltarán sinsabores, pues 119
aunque gobierno autónomo y no dependiente, está vinculado estrechamente al Perú, de donde había pro cedido, y está en relación con Nueva Granada y lo que se decida en la metrópoli sobre nuevas gobernacio nes. El primer conflicto es con Pascual de Andagoya — infortunado primer explorador de la costa que ha bía conducido a Pizarra hasta el Perú—-, que había sido nombrado adelantado de la provincia de Río San Juan, que pretendía abarcar también la de Popayán. Belalcázar logra en 1541 desplazar a su rival y pare ce que todo va bien, cuando se enzarza la lucha civil entre almagristas y pizarristas en el Perú. Belalcázar se muestra partidario de los primeros. No olvidemos que aunque debía su capitanía en el Perú a Pizarra, Alma gro había sido su compañero en las jornadas quiteñas. Al Perú con maña, que no con fuerza, para que no se tuerza, se decía entonces, refiriéndose a las inquie tudes de los españoles peruleros. Y los hechos venían demostrando que había que proceder con tacto mejor que con medidas violentas. A la sublevación de los encomenderos, por la aplicación de las Leyes Nuevas, el virrey Blasco Nuñez Vela, en el Perú, aplicó medi das militares que le resultaron fatales frente a Gonzalo Pizarra, el último de la familia, que había quedado en las Indias. Belalcázar ayuda en esta ocasión — 1546— a las tropas reales, pero sin demasiado entusiasmo, porque tenía problemas propios en su misma gober nación. Un conquistador, Jorge Robledo, desoyendo los consejos de Pedro Cieza de León, el futuro cronista, confiándose en malos consejeros y sin documentación en mano, sino con vagas promesas, se enfrenta a Be lalcázar, con la pretensión de que alguna de las ciuda des y territorios de la gobernación de Popayán caigan en el territorio que se le había concedido, con esa desorientación geográfica que ya hemos indicado. Be lalcázar, pese a hallarse ya cercano a los setenta años en aquel de 1546, prefiere cortar por lo sano, tiende una emboscada al pretendiente y, tras aprisionarlo, lo ejecuta. 120
En 1547 no se habían apagado todavía las hogueras rebeldes del Perú, y muerto Núftez Vela, el rey envía a Pedro de la Gasea, prudente clérigo, acreditado por su tacto en la resolución de problemas sociales (como el de los moriscos de Valencia), para lograr la pacifi cación. La Gasea se pone de inmediato a ello y recaba ayu das de todos sitios para formar un ejército que derribe a Gonzalo Pizarro. Entre esas ayudas cuenta con Belalcázar, al que conmina para que acuda a sumarse a las tropas reales, capitaneando él mismo la hueste. Belalcázar no puede negarse y colabora personalmente con 200 hombres de armas. La habilidad y dinamismo de la Gasea llevarán a la victoria de Xaquixahuana, donde termina fatalmente la aventura de Gonzalo Pizarro. Belalcázar se encuen tra entre los vencedores. La rueda administrativa y de la justicia gira lenta mente, pero de modo implacable, y muchas veces la siembra de antiguos vientos desata posteriores tem pestades inesperadas. Así ocurre con la ejecución de Jorge Robledo, ordenada hacer, sin claro juicio regu lar por Belalcázar, que no parecía muy clara a los ojos de la justicia española. Se encarga al licenciado Fran cisco Briceño, como juez, que abra un proceso, que se realiza en tierra americana. De él sale mal parado el gobernador de Popayán, al que se le condena a muerte por ejecución ilegal. Ha bía, sin embargo, una puerta abierta para salvar la vida, la apelación al Consejo de Indias. Que es lo que deci de a Sebastián de Belalcázar a marchar a España, para obtener no sólo la vida salva, sino la confirmación en su puesto de gobernador. Belalcázar había culminado su gesto personal que comenzara en las Antillas y el Darién, hasta verla coro nada por una gobernación, que legítimamente ganó por ser el que había ocupado el territorio y fundado las ciudades. Llevaba cuarenta y tres años en las In dias, y era ya más indiano que cordobés. Era el año 1550 y había bajado desde su tierra andina y payanesa hasta Cartagena, como cuando emprendiera allá viaje 121
con Jiménez de Quesada once años antes, para ei plei to de la sabana. Había llegado a los setenta de su edad y aún preten día luchar, aunque fuera en el terreno legal y litigioso. No llegó a embarcar hacia España para esquivar la sentencia del juez Briceño, pues falleció de muerte , natural en Cartagena de Indias. Si guardamos atención a las fechas, nos impresiona rá la rapidez de la sucesión de los hechos, los cambios de fortunas, la velocidad de los acontecimientos. Era el año de 1539 cuando los tres capitanes se embarcan para España, sólo tres años después desaparecía de este mundo Federmann. Hacía dos años (1540) que Belalcázar había recibido su Gobernación y se traslada a ella y diez después, como acabamos de ver, moría en Cartagena de Indias (1550). El único que seguía sobreviviente era el verdadero protagonista de la ex ploración de las altas tierras cundinamarquesas, don de se asentaban los bárbaros señoríos de Bacatá, Tunja y Sugamix. ¿Se le había por fin concedido la goberna ción, pese 'a la designación de Luis, sucesor e hijo de Pedro Fernández de Lugo? ¿Cuál había sido su fortu na? Dediquemos unas páginas a conocer qué fue de él a su regreso a España.
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REGRESO A ESPAÑA
La mayoría de los biógrafos del conquistador del Nuevo Reino de Granada suele terminar el relato vital del Licenciado con un tono nostálgico, en el que se mezcla una leve tristeza por la falta de premio que su gesta tuvo, el afecto de los primeros colombianos por su fundador y la actividad permanente de éste al servi cio de su nueva tierra; porque Jiménez de Quesada volvería, para vivir mucho y morir, a las altas cimas de los Andes, junto al Monserrate de la Santa Fe, fundada por él. Pero insisto, presentan un retiro producido por la ingratitud, casi un destierro —aunque el Licenciado no lo tomara por tal, ya que lo eligió voluntariamen te— y como olvido de sus méritos. Hoy podemos atisbar noticias desconocidas, que permiten captar una imagen diferente y más confortadora. Una de las actividades, que más adelante, en estas páginas hemos de considerar ampliamente, de Jimé nez de Quesada es la de escritor. Los colombianos de hoy no sólo lo consideran el primer colombiano, sino también el primer escritor de la ya larguísima lista de eminentes hombres de pluma de la Nueva Granada y de la Colombia Independiente. Los dos polos en ella son Jiménez de Quesada —siglo XVI— y García Már quez —siglo XX—‘por sobre una pléyade de historia dores, poetas, ensayista novelistas y escritores de todo tipo, que en la misma América casi no tienen parangón. Esta actividad de escritor es la que nos per mite conocer muchos de sus pasos de antes de la Con quista y del tiempo posterior a su regreso. Me refiero, aunque ya se dijo, a una obra singular (la única con 123
servada, aparte del Memoria! que nos ocupará en el capítulo siguiente, de las que escribió el Licenciado) que él tituló Antijovio. Veamos. El Antijovio, como más largamente diremos en un capítulo especial sobre las actividades como escritor de Gonzalo Jiménez de Quesada, es una obra de tema histórico europeo, especialmente las campañas del Emperador, minimizadas en sus escritos por el obispo de Nochera, Paulo Jovio. Por tratarse de este tema muy concreto y para afirmar su conocimiento de los hechos, el Licenciado afirma una y otra vez, cuando se tercia un asunto interesante, que él fue testigo, o que él estuvo allí, o que él conoció a las personas. Y todo — como vamos a apreciar— en muy distintos puntos de la geografía de Europa, por la que se movía el viaje ro Emperador por los negocios de su ministerio. Sabido esto, pasemos a considerar qué es lo que hace o le sucede al Licenciado a su regreso a España. Llegado a España con los otros capitanes, lo prime ro que haría Jiménez de Quesada, como ellos, sería dirigirse al Consejo de Indias para que dictaminara este alto Tribunal y Organismo Supremo, la legitimi dad de lo hecho en Indias y —al mismo tiempo— asignara a cada uno su futuro papel. Ya hemos visto que Federmann fue dado de lado, desviando el asunto a un pleito con los Welzer, y condenándolo a prisión mientras se dilucidaban las cosas, al tiempo que a Belalcázar se le concedía, apenas al año de llegar, la Go bernación de Popayán. Había añadido un reconocimiento de servicios (Belalcázar) y una reprensión (Federmann), pero ningu na de las dos cosas para D. Gonzalo. Sus actos habían sido legítimos, puesto que actuó en nombre y con ti tulación irrefutable, del Adelantado de Santa Marta, Pedro Fernández de Lugo. Rendía cuentas correctas y se aceptaba tácitamente que las tierras altas de la go bernación de Santa Marta se llamaran la Nueva Grana da o Nuevo Reino de Granada, como él había ya dis puesto, no se le hacía siquiera una Residencia, porque era un capitán que había cumplido perfectamente su misión, pero... no se ponía en juego la posibilidad de 124
que pudiera ser Gobernador, ya que no se había pen sado en desgajar la tierra por él conquistada de las gobernaciones ya existentes. Solamente se vio claro que la zona al Norte de Quito y al Sur de Santa Fe era un territorio nuevo y que se le podía asignar a Belalcázar. No podemos dudar de que el Licenciado intenta ría sacar su personal provecho —en cuanto a dignida des o cargos— de esta desinformación geográfica, que iba dando gobernaciones sin límites exactos, en perjuicio de Andagoya o de Robledo, costándole a éste último la vida. Moviéndose con libertad en el mundo español, que se sentía engrandecido no sólo por la posesión de las Indias, sino por el auge europeo de la política, con un soberano que era al mismo tiempo Emperador Ger mánico y Señor de Flandes, es indudable, sin que se precise información documental de ello, que visitaría a sus padres en la querida ciudad de Granada, con cuyo nombre había bautizado al Nuevo Reino por él descubierto y dominado. Sabemos que su padre, el Gonzalo Jiménez sénior, viviría hasta 1557, lo que sig nifica que aún no estaba en edad demasiado avanzada cuando vio entrar por las puertas de su casa al hijo cuya carrera de Leyes él había facilitado. Es indudable que el Licenciado hizo fortuna —y mucha— en su corto gobierno del Nuevo Reino. Traía esmeraldas en gran cantidad, es decir en asombrosa cantidad, ya que esta verde piedra si no era desconoci da del todo —pues ya se la había encontrado en el Perú— circulaba en muy corto número. Recordemos con qué largueza había compensado a Federmann para que accediera a no crear problemas, y cómo en los pleitos que éste había tenido con sus patronos, éstos aseguraban que eran muchos miles má| los que había recibido, es decir, que le había dadouonzalo Jiménez de Quesada. Hombre de buena salud —que, como veremos, moriría de muy provecta edad— es sin duda al tiempo de su regreso a la patria, con más de cuarenta años, una persona que tiene una aparien cia más juvenil que la de su edad real. Amigo de la ostentación, compra buenas ropas, lleva brillantes jo 125
yas y seguramente se hace acompañar de servidores. La entrevista familiar tendría no solamente momen tos de gozo, al ver regresar triunfador al hijo que se ausentara años antes, sino también de zozobra, por la mala marcha de las negociaciones que en el laberinto de las intrigas cortesanas había de moverse el Licen ciado. Y también por saber de los otros dos hijos que habían quedado en Santa Fe, y que estarían —como lo estuvieron en efecto— empeñados en nuevas y pe ligrosas empresas. En especial Hernán Pérez de Quesada, al que había dejado D. Gonzalo con la responsa bilidad del gobierno del territorio, independiente función de las competencias de los miembros de los Cabildos de las ciudades fundadas. Esta fastuosidad, un poco ingenua del que se estre naba como hombre rico, causó mala impresión en la Corte, que se hallaba entonces de luto. Si pensó que con ello impresionaría favorablemente, se equivocó, pues incluso fue amonestado oficialmente. Como Car los I se hallaba en Flandes, allá se trasladó Quesada, sin que consiguiera, aparentemente, ningún resultado positivo para sus pretensiones de una gobernación, como se le había concedido a Belalcázar y luego a Andagoya. Pero... Pero con la información que él mismo, al cabo de los años, cuando escribe su Antijovio nos va propor cionando, puede darse un giro de ciento ochenta gra dos a la idea que se tenía de que había ido persiguien do al Emperador para conseguir su objetivo, ya que viaja por Europa, como vamos a ver, sin coincidir con la Corte. Cabe pensar que pudo ser un agente oficio so, un informador de Carlos V. Si lo vemos así —y el lector juzgará, cuando analicemos las noticias que so bre su estancia que da Quesada— el haberse integra do en la Corte no estaba únicamente motivado por insistir en sus pretensiones, sino —quizá— porque fue en cierto modo adscrito a ella, en la calidad que hemos supuesto. Si sólo sinsabores y negativas hubie ra recibido en sus años europeos, Quesada no se hu biera puesto :on tanto entusiasmo en rectificar el li bro del Obispo de Nochera, escribiendo a cada paso 126
encendidos elogios a la persona y obra del Empera dor. Elogios de verdadero entusiasmo y no de servilis mo, ya que estaba en su sereno retiro neogranadino, muerto ya el Rey y sin que pueda pensarse que son alabanzas redactadas para conseguir prebendas, él que ya tiene una sólida presencia social en el medio que él había fundado, rodeado por el respeto de todos. Es preciso que vayamos compulsando los datos que proporciona el Antijovio con lo que sabemos de la historia y movimientos del Emperador y de su Corte, a la que suponemos vinculado a nuestro protagonista. Pasemos al análisis de los hechos. Observemos que no siempre se halló con la Corte sino que actúa en tierras alejadas de ella, y de la persona imperial. El primero que nos salta a la vista es lo que dice respecto a Rincón, español renegado, que actuaba como embajador de Francisco I ante el Turco, y que había salido de Turquía para informar seguramente al Rey de Francia, teniendo que pasar por Italia. Parece que Rincón le comunicó a Quesada que el Sultán esta ba dolido de la reciente amistad —pasajera, como sa bemos— entre los dos Reyes Cristianos. Quesada dice textualmente: Y en cuanto al pesar del Turco, yo también lo creo, pero no lo de huirse el embajador (se ha bía dicho que se escapaba de Turquía) si soy obligado a creer a él mismo, el cual me lo contó de allí a nueve o diez meses, después de que había pasado su Majestad imperial por Fran cia... Es curioso que Quesada, un hombre afecto a los negocios internacionales de España, pudiera hablar con un renegado. Sabemos que Rincón había estado en Francia y que enfermó en Turín, cuando iba con su familia camino de Venecia, para reintegrarse a su em bajada. Sabemos igualmente que Carlos V pasó por Francia — para tener acceso a su ciudad de Gante— en enero de 1540. Si habla Quesada de nueve o diez meses después, nos acercamos al final del año. Por 127
otra parte es conocido que Rincón y su compañero Fragoso son muertos por los españoles en junio de 1541. La entrevista debió tener lugar en el norte de Italia, y Quesada quizá informó de ello al Marqués del Vasto —del que dedica unos encendidos elogios, que ha cen suponer hubiera estado antes a sus órdenes— y que éste decidiera ejecutar al renegado español. Que conocía bien la entraña del asunto lo puede probar la siguiente frase: Pero bayla (la duda) de si este negocio fu e primero por el Marqués comunicado por Cartas con el Emperador, que a la sazón estaba en Alema nia. De ello se deducen datos importantes, el primero de los cuales es que Quesada no seguía pegado, por así decirlo, al séquito imperial, sino que había sido destacado a la Italia, que él bien conocía por haber estado allí como soldado antes de regresar a Granada y partir de allí para las Indias. Estaba pues el Licenciado a fines de 1540 en el nor te de Italia, donde ve a Rincón, y es evidente que guardaba contacto con los medios oficiales y hasta te nía conocimiento de que el Marqués del Vasto consul taba el negocio con el Emperador, que del 6 de enero a 29 de julio de 1541 estaba en Regensburg (Ratisbona). Aunque Jiménez de Quesada no lo dice, cabe pensar también que no fuera él quien se dirigiera a Rincón, sino que provocara la curiosidad de éste, al parecer en Lombardía como un rico indiano que esta ba gastándose miles de ducados traídos de las Indias. Puede colegirse que Rincón al conocer la presencia en Italia de un hombre que había traído fabulosos te soros de las Indias, se apresurara a buscarlo, para te ner noticias de América, él que como renegado y hui do de sus señor natural no podría conocer nunca. Pero el tono del relato que hemos copiado hace más bien suponer que el interrógador es el Licenciado y no Rin cón. Pero no había de estar siempre en el norte de Italia, sino que probablemente se traslada a Viena a la corte de Fernando de Austria. Habían acontecido sucesos de importancia para la política oriental del Imperio, 128
como era la muerte el 23 de junio de 1540 de Juña Zapolya, rey de Hungría, que había pedido auxilio a Solimán contra Fernando. Este se juzga sucesor suyo, pero la fuerza militar del Turco se lo impide, ocupan do Hungría. Fernando envía una embajada —al decir del Jovio— a Solimán, en la persona de Jerónimo Las co. Quesada en suAntijovio duda de ella, diciendo: ... aquella (embajada) que cuenta, del año antes de la muerte del rey Joban, ni la bailo yo en mi memoria ni en mis papeles, teniendo tan ta razón para estar en ellos... por hallarme yo en aquella sazón cerca de adonde ello había de pasar y de adonde la embajada se había de fra guar... Parece que a pesar de la movilidad de Carlos V, Quesada siguió en tierras del Imperio, sin que le si guiera en la Dieta de Ratisbona (6 a 29 de julio de 1541), ni el 30 de este mes a 6 de agosto entre Freysing, Munich y Mittelwalden, etc., ni en Italia (Pavía, Génova, Lucca, Córcega) y luego Argel y Butgía, hasta noviembre de este año. Debió seguir en Centroeuropa, ya que habla de los pactos del Rey de Francia con Cristian III de Dinamarca, de lo que dice: Y no contentándose con esta ayuda sola, an duvo en tratos (Francisco I), bien a mi juicio, a despropósito, con el Rey de Dinamarca, y hicie ron allí una liga, la sustancia de la cual, aun que entonces no estaba yo lejos de aquella tie rra, no ha venido a m í noticia... Por esta nota testimonial y autobiográfica, sabemos que en noviembre de 1541 Jiménez de Quesada se hallaba por Alemania, ya que en 19 de este mes se firmaba en Fontainebleau el convenio entre el Rey de Dinamarca y el de Francia. Es evidente que no acom pañaba a Carlos en sus desplazamientos y que seguía en tierras del Imperio hasta fines de 1541. La razón de que lo hallemos, según sus palabras, en el verano y 129
otoño de 1542 en el Sur este de Francia no se nos alcanzan, pero es un dato que él mismo nos da deta lles del sitio de Perpiñán por los franceses, que fue un fracaso para éstos gracias a los preparativos del Duque de Alba. Las fechas son las siguiente: el 31 de agosto de 1542 llega el ejército atacante, el 2 de setiembre da comienzo el ataque, que finaliza antes de terminar el mes, con la retirada de los sitiadores. En su corrección al Jovio, Quesada dice —en lo que demuestra que quizá estuvo entre los defensores de la plaza— lo si guiente: Y no puedo pensar a quien llama el obispo (Jovio) el capitán Mendoza, y le hace Maestre de Campo, porque yo no tengo olvidado cuanto hay en el mundo, no había allí en Perpiñán capitán ni maestre de campo de este nombre... El atacante era el Delfín, y en otros pasajes Quesada asegura que lo conoció y tuvo tratos con él y asimismo que se relacionó con Fray Gabriel de Guzmán, uno de los artífices del la Paz de Crepy. Si después de lo de Perpiñán pensamos que es que venía camino de Espa ña, para ver al Emperador —y las gentes de su entor no— para sus pretensiones, estas últimas testificacio nes nos apartan de esta idea. Todo lo que llevamos analizado es demasiado signi ficativo para que creamos que el Licenciado era un sim ple peticionario, que podía con sus riquezas, permitir se el lujo de ser un importuno en torno al Emperador —precisamente en momentos muy graves— instándo le súplicas. No. El conquistador del Nuevo Reino, hom bre fino y buen político en todas las ocasines que co nocemos, en la flor de su madurez, con sus cuarenta y pico de años, al borde de la cincuentena, realmente estaba prestando servicios políticos al César. Y no de otro modo, sino porque estuvo muy cerca y lo vivió y sintió podemos explicar —como él lo dice muchas ve ces, como veremos— su anhelo de escribir unos Ana les de Carlos V y de afirmar, sin límites su adoración por la persona y los hechos del Emperador. 130
Después de estas noticias que no podemos dudar de que son fidedignas, ya que él la estampa en un libro que envía a España para que sea impreso, no tenemos más información hasta el año 1547. Podemos entonces preguntarnos si en estos cinco años —de los que él no nos dice nada en su obra— siguió o no instando para que se le diera alguna compensación por sus servicios. Es muy posible, como también que si lo hacía ante funcionarios rutinarios o magistrados del Consejo Supremo de las Indias que no pudiera hacer valor sus méritos secretos al servicio de su Rey. Pensamos que mientras gastaba años en Europa, probablemente al servicio de su Rey, el Nuevo Reino que él descubriera continuaba creciendo, continuaban convirtiéndose a los indios, proseguía el delirio de buscar El Dorado —a lo que entregó tres años su her mano, Hernán Pérez, que hizo la vuelta de la expedi ción con otro hermano, Francisco Quesada— , y conti nuaban afluyendo españoles, que cultivaban la tierra y enriquecían el país, donde la mies sustituía al oro. La envidia de algunos de los que con él habían esta do en las Indias, habían formado en España, a su alre dedor, una poca grata atmósfera, y el Consejo, aunque los gobernantes enviados al Nuevo Reino, en su lugar, no hacían más que errar, no se decidía designarlo de nuevo como Gobernador ¿Estaría el descubridor del nuevo reino destinado a ser víctima de las circunstan cias y a morir lejos de las tierras que eran su segunda patria, a las que había dado el nombre de aquella don de había visto la primera luz? Emociona el pesar con justeza la tenacidad de Quesada, solo y sin valedores, continuando en España —ya en el medio siglo— batallando con el mismo tesón que había demostrado en los momentos duros de la conquista o de los bosques y el río. Sus méritos eran innegables: la Corte de España lograba extraer del nuevo reino granadino muchas y considerables rentas. ¿Era justo que quien lo había dado a conocer estuviera gastando lo suyo en desear volver, habiendo allí perdido, en accidente mortal, a sus dos hermanos? Evidentemente, no. 131
No pasarían muchos años sin que la entera actitud del Licenciado diera sus frutos. En Madrid, a 21 de mayo de 1547 —a los ocho años de haber regresa do— , se emitía una cédula por la cual se nombraba Mariscal de Nuevo Reino de Granada por vos descu bierto. Aunque era más bien un honor que un mando con jurisdicción, pero quizá Gonzalo Jiménez de Quesada no precisaba de nada más.
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EL RETORNO
La Cédula Real de mayo de 1547 venía completada el 23 de abril del año siguiente, dirigida a los oficiales reales, de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada, co municándoles que se concedía al Mariscal Gonzalo Jiménez de Quesada por los servicios de haber pacifi cado y poblado aquella tierra la cantidad de dos mil ducados, de las rentas de aquel Reino. Ya era la hora de partir. Gonzalo Jiménez de Quesa da, pese a que aún su padre estaba vivo, pero sin más arraigo en la tierra que le viera nacer, comprende que es la Nueva Granada — la que él adquirió para la Coro na española— su sitio, donde podrá terminar su vida tranquilamente, donde encontrará viejos amigos, que con él habían contribuido a que fuera nueva tierra de España. Con ambas cédulas en el bolsillo, emprendió el Li cenciado y Mariscal el retorno a las tierras que él tanto amaba. Todo fue regocijo en Santa Fe cuando se supo de su llegada, coincidiendo todo con las fiestas que se desarrollaban por los descubrimientos realizados en Pamplona — llamada luego Pamplonilla la loca—, donde se descubrió qro a flor de tierra. Mucho era el aprecio que los santafereños — mu chos de los cuales habían sido sus subordinados en la Conquista— profesaban al Licenciado-Mariscal, afecto que sólo podía manifestarse como tal, sin que media se adulación, ya que ningún cargo de mando tenía en su mano. España enviaba a resolver los complicados problemas políticos de la recién fundada colonia a Vi 133
sitador tras Visitador, cada uno más desacertado que el anterior. A un torpe Armendáriz sustituyó un cruel Moritaño, que se enemistó con todo el mundo, y que incluso llegó a intentar alejar a Quesada, enviándolo a la costa con una comisión. Aunque ya anciano, el Mariscal hizo pronto el viaje y pudo regresar a Sama Fe aun antes de la salida del Visitador. Vivía por entonces Quesada dedicado a componer su hacienda cuando, (con mucho más de 60 años) ha cia el año 1561; una grave noticia vino a interrumpir la paz constructiva de la colonia: Lope de Aguirre se había sublevado contra todo y contra todos. Pedro de llrsúa había organizado una expedición al interior de la selva, en busca siempre de nuevos y dorados reinos. En ella iba este soldado de aventura, ya mal concep tuado por su inquietud y versatilidad política, manifes tada en las guerras civiles del Perú. Aguirre había ase sinado a Ursúa, así como a muchos otros, y organizado un pequeño ejército, que se dirigía hacia Venezuela. Como era probable que intentara pasar al Nuevo Rei no, la Audiencia —que ya de tiempo antes había sido allí establecida— pensó en armar un ejército. Cuando se buscó capitán para él, no hubo duda: el Mariscal del Reino. Con él, sus viejos camaradas: Hernán Venegas, juan de Céspedes, Antón Olaya. Gonzalo Suarez Ron dón; los que habían construido el Reino estaban desti nados a unirse en el momento en que era preciso sal varlo. Por fortuna, Aguirre terminó su trágica carrera sin tocar en las tierras neogranadinas. Después de este ensayo general de ostentar nueva mente un mando, es indudable que quedó a Quesada el gusto de su ejercicio, y a ésto y a no hallarse confor me con las medidas de gobierno que se tomaban en Santa Fe se debe, sin duda, el que decidiera hacer uso de las capitulaciones que tenía con el Rey para hacer conquistas por los Llanos, en las riberas cíel Orinoco, por la tierra de los Omaguas. Esta expedición, supo nen algunos que iba también en busca de El Dorado, lo cual es dudoso, por los aprestos colonizadores. Reunió para esta expedición 300 soldados, dos mil indios y mil doscientos caballos, amén de vituallas, 134
etcétera, llevando muchos de ellos sus mujeres, vacas y cerdos para colonizar. Todo ello fue desapareciendo en las penalidades de la expedición, que costó a Quesada lo que le restaba de su anterior riqueza; es decir más de 250.000 ducados, regresando a Bogotá con sólo 25 hombres de todos los que salieron con él. Hagamos un alto para meditar acerca de la fortaleza, vigor, valor y tenacidad de aquel hombre de setenta años que sobrevivió a los padecimientos que otros más jóvenes no pudieron resistir, y que se arriesgó a una tan larga empresa cuando ya los huesos los tenía doloridos de tantas, tan diversas y peligrosas como ha bía organizado, y en las que había participado. Cansado y sin recursos, se retiró a una villa que te nía en Suesca, donde continuó una vieja labor que tenía entre manos, y que consistía en ir escribiendo lo que había vivido. Estos ratos de Suesca, como él los tituló, así como su Compendio Historial y otros escri tos, no todos conservados, nos muestran otra faceta del carácter y capacidad del Licenciado, que no olvidó su condición de universitario. No podía, sin embargo, estar mucho tiempo ausente de la compañía de sus viejos camarada.»; y con frecuencia se le veía en Santa Fe, interviniendo en la vida de la colonia. Cuando las enseñanzas de Filosofía —año 1573— fueron establecidas, él fue el primero de ayudar a su desenvolvimiento, haciendo instituciones y regalando su biblioteca... Cuando los pregones de castigo a los capitanes que no dieran buen trato a los indios, él pacificó las ásperas relaciones entre ios veteranos y los oidores o magistrados de la Audiencia. Siempre como un elemento vivo, pese a los muchos años que la edad iba echando sobre sus hombros. Aunque enfermo y achacoso, retirado en Suesca o Limba, era el centro vital de la colonia, que tenía siempre en él puestas sus esperanzas. Así, cuando, en 1575, se levantan los indios, Quesada acude, a la cabe za de los españoles, y su pericia vence y sofoca la sublevación. Pero ésta había de ser la última hazaña. Una enfermedad que no perdona había hecho presa en él — la lepra-— y le obligó a retirarse a Mariquita, 135
ya que las aguas sulfurosas de Limba, cerca de Tocaima, eran ya insuficientes para curarlo. En Mariquita se sintió morir, y allí entregó su alma a Dios en 1579 como buen cristiano, arrepentido de sus yerros, dolido de las equivocaciones, devolviendo en testamento lo que indebidamente había retenido y rogando que se le enterrara en la iglesia parroquial de Santa Çe, poniendo sobre su lápida la sencilla leyenda o epitafio que él mismo había redactado: Expecto resurrectionem mortuorum. Su testamento fue firmado en Mariquita el 6 de febrero de 1579. Aunque de más de ochenta y ocho años, todos sin tieron la muerte del Licenciado como algo inespera do, que no podía acontecer. La milicia le rindió hono res de Adelantado, y en los funerales, sobre su sepulcro, se colocó el pendón real y el estandarte de la Conquista, significando con ello que él, y sólo él, era el que había descubierto y conquistado aquella tierra. Terminaba así casi un siglo de historia de las Indias. Nacido probablemente en Córdoba, antes de que sus padres pasaran a Granada, lo que significa que moría de más de 88 años, fulgurante conquistador de las ba rreras tropicales y de la sabanas fecundas, no había sido solo ésta su acción. Dejaba para la posteridad un Memorial en que recordaba a sus camaradas de la Conquista, y varias obras. De ellas, como silbemos, solo se ha encontrado hasta ahora el Antijovio. Nos queda por considerar su faceta de escritor.
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LAS EMPRESAS LITERARIAS DEL MARISCAL
Venimos anunciando en capítulos anteriores que el Licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada no debió olvidar en toda su vida su condición de universitario, y que tuvo una curiosidad despierta sobre las cosas del mundo que le rodeaba y en el que vivió. Ya anota mos que cuando habla de su segunda estancia en Eu ropa —a su regreso de la Conquista— hacen mención a sus papeles, lo que es claro índice de que iba toman do notas de los asuntos que llamaban su atención. Desgraciadamente, como ya hemos indicado inciden talmente en páginas anteriores, apenas se conserva una mínima parte de lo que debió escribir, y de que tene mos referencia por sí mismo en el Antijovio —que he mos citado varias veces— o de otros, que dijeron haber tenido en sus manos, o haber leído, papeles escritos por el Mariscal. Naturalmente no debemos considerar obra literaria los escritos documentales de requisito rias, solicitudes de mercedes, etc. de Jiménez de Que sada dirigidos al Rey, al Consejo de Indias, a particula res a la Real Audiencia del Nuevo Reino. Siguiendo un orden cronológico, que nos permita ver como alternó sus movimientos personales y que haceres literarios, consideremos cuales son las obras de que tenemos noticia, o las que conservamos, que son las menos, como ya se viene diciendo. Epítome de la Conquista del Nuevo Reino de Gra nada. Que muchos estimaron —entre ellos el gran erudito Marcos Jiménez de la Espada— ser obra per sonal del Licenciado, redacta en 1539 a su regreso, como Memoria de sus hechos, presentada al Consejo 137
de Indias. Obras dudosa. El cronista oficial de Indias del siglo XVII, Antonio de Herrera y Tordesillas usó de unos papeles o Relación de la conquista del Nuevo Reino de Granada, que se atribuyen al Licenciado, aunque no se sabe si es el mismo Epítome u obra dife rente, también del mismo año. Gran Cuaderno. Gonzalo Fernández de Oviedo, el primer cronista de Indias (aunque no oficialmente, pues el cargo se funda años después), que tuvo curio sidad enorme por todo género de informes originales, emanados de los protagonistas mismos de los hechos, en su Historia genera! y natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del mar océano, afirma que tuvo rela ción personal con el propio Mariscal, y que este le prestó —y el cronista lo tuvo varios días en sus ma nos— un gran cuaderno. Si lo escribió Jiménez de Quesada, de lo que no hay duda, debió haber sido redactado, ya sea formalmente o como notas, entre 1539 y 1548, en que regresa a Indias. Perdido. Informe de lo que se debe hacer para el buen go bierno del Nuevo Reino de Granada, hecho por Jimé nez de Quesada. Conservado en el Archivo de Indias. En su Anlijovio cita Jiménez de Quesada que tiene en marcha, pero que no ha concluido unos Anales del Emperador Carlos l, como la redacción de su libro es de 1567, y dice que lleva trabajando en los Anales algún tiempo, pero que no los ha puesto en orden, debemos darles por fecha entre 1560 y 1567. No se han hallado notas o apuntes, ni la obra organizada. Debemos dar estos Anales por perdidos. Las diferencias de la guerra de los dos mundos es el sugerente título que en su Antijovio cita el Mariscal como obra que tiene en marcha, pero sin concluir. Cabe pensar que, como en los Anales, se trate sola mente de un propósito o, en el mejor de los casos, de unas notas o apuntes, que de todos modos se han per dido. Y al decir perdido no cerramos la esperanza de que se encuentre, ya que las cosas que se extravían o pierden muchas veces son halladas. Y la tenacidad de desaparición de los manuscritos es increíble, desde la época faraónica a nuestros días. 138
Los Ratos de Suesca, que cita en el Antijovio, y del que conservan dos licencias de impresión, diferentes, del año 1568, debió ser un amenísimo libro, en el cual se recogerían los relatos de una tertulia celebrada en este casi último retiro del viejo Mariscal. Ya debía te ner la obra muy adelantada en el 1567, puesto que la cita como terminada, ¿qué fue de ella? La segunda li cencia aclara que trata sobre materias tocantes a In dias. En ese tiempo, Felipe II era muy cauteloso con las cosas de Indias —después del descalabro de ima gen de los españoles por la difusión de la Brevissima del P. Bartolomé de las Casas— y la segunda licencia tiene una anotación de su mano de que se tome cuida do del contenido de estos Ratos, por referirse a cosas de Indias. Perdido este libro. Ya en los últimos años de su vida —entre 1572 a 1575— . Parece que para culminar su esfuerzo litera rio, cerrando su quehacer de historiador con una obra completa, Jiménez de Quesada escribió un Compen dio Historia! de las conquistas del Nuevo Reino. Al guien, el obispo Lucas Fernández de Piedrahita, lo tuvo en sus manos, que en el Prólogo a su Historia (véase Bibliografía final) afirma lo siguiente: Me en contré en una de las librerías de la Corte, con el Compendio..., que hizo, escribió y remitió a España el Adelantado D. Gonzalo Jiménez de Quesada, pero con tan mala estrella, que por más de ochenta años había pasado por los ultrajes de manuscrito entre el concurso de muchos libros impresos. ¿Lo utilizó Pie drahita para su edición de 1688 en Amberes o lo dejó correr? No se sabe. Perdido. Antes de esta última empresa literaria, escribió, para la posteridad y buen nombre de sus capitanes colabo radores, el Memorial que hemos reproducido y co mentado en el capítulo anterior, elaborado segura mente en 1566, aunque otros creen que en 1576. Curioso es que Fr. Pedro Simón en sus Noticias His toriales nos cite una actividad literaria del Licenciado, nada próxima a la Historia ni a la política. Esta activi dad es la oratoria sagrada, muy en relación con la de vota actitud del Mariscal durante toda su vida. Así 139
como en su testamento deja mandas para que todos los sábados se digan misas a Nuestra Señora, con mú sica y sermón, él mismo redactó muchos de estos ser mones, que se pronunciaron, tanto los sábados como en las misas de réquiem por los conquistadores y caci ques muertos, mientras él vivía. Hay testimonios de fines del siglo XVIII de que este sermonario sobre Nuestra Señora, para ser predicado los sábados de Cuaresma, aún existía. Hemos dejado para el final la consideración de la única obra completa que se conoce salida de la pluma del Mariscal Jiménez de Quesada y que se ha publica do, teniendo personalmente el gran placer de editarla en 1952, en Bogotá, con un amplio estudio que sinte tizaré en pocas líneas. En los tiempos en que vivió Jiménez de Quesada la política europea era tremenda mente confusa y cambiante. A la antigua rivalidad fran co-aragonesa, había sucedido, como ya hemos puesto de manifiesto en capítulos anteriores, la francoespañola, personificada en sus dos monarcas. El as censo imperial de Carlos y las ambiciones italianas de los dos grandes reyes, hicieron de Italia el centro de las actividades bélicas y políticas, en las que el Pontifi cado no siempre estuvo a la altura de su alto ministe rio. Todo se complicaría con la revolución religiosa protagonizada por Martín Lutero. El que Italia fuera el centro del ir y venir de los ejércitos, desde que Nápoles había pasado a la Corona de España, con Sicilia, hizo que hubiera una verdadera ocupación militar española, que no fue grata a los ita lianos, que acusaban de bárbarosa los tercios españo las, con costumbres moriscas y decadentes. Las mejo res plumas de la intelectualidad itálica se movieron para lamentarse del precario estado de cosas de los diversos ducados y estadillos, por la influencia espa ñola. Hubo muchos, que no lo declararon tan abierta mente, entre los que se encontraba un curioso ecle siástico, también médico (por Padua y París) llamado Paulo Giovio o Jovio, al que el Papa hizo su facultati vo. Hombre ambicioso comenzó a escribir biografías de los hombres importantes de su tiempo, que corrie 140
ron manuscritas entre sus amigos y se copiaban mu chas veces. Este primer éxito le impulsó a imprimir sus obras, que fueron muchas, pero siempre sobre los mismos temas: los hombres y las cosas sui temporis, como él mismo las tituló. El creía que hacía Historia, pero en realidad era puro periodismo, como han esta do conformes todos los especialistas, que han llegado a llamarlo el primer periodista de la Edad Moderna. Jovio estuvo muchas veces en las proximidades del Emperador e incluso en alguna ocasión —entrevistas de Niza— sirvió de intérprete, pero sin que el Empe rador se ocupara mucho de él o le hiciera el caso que él pretendía, alimentándose en él un solapado rencor contra el César y, también contra los españoles. Cuan do la expedición a Argel ya se manifiesta esta inquina, pues no hizo caso de unas correcciones que a su escri to hicieron unos enviados de Carlos V. El éxito de las obras de Jovio hizo que también al gunas se tradujeran al castellano, como la Historia Ge neral de todas las cosas sucedidas en el mundo en estos cincuenta años de nuestro tiempo. La traducción la hizo el Licenciado Gaspar de Baeza y se imprimió en la casa de Antonio de Lebrija, en Granada, en 1566. Jiménez de Quesada debía tener corresponsales en Europa que le enviaran las últimas novedades, y es posible que ya en el mismo 1566 o en el 67 le llegara el libro a sus manos. La lectura de los capítulos le fue encendiendo el ánimo, y se puso —según confesión propia— dos o tres años después, lo que nos lleva al 69 o 70 del siglo XVI, a contradecir los infundios del inmundo Jovio, como él lo llama en varios pasajes. Va viendo que falsea la verdad, que cita personas desco nocidas o que no tomaron parte en los hechos, que minimiza los actos del Emperador y que en general se percibe notoriamente un tufo de enemistad anti española, degradando los hechos, cambiando las bri llantes victorias por hechos de armas sin importancia. Esto, ha sido apreciado por los historiadores de hoy —la poca exactitud y la mala información del Jovio— lo capta inmediatamente el despierto patriotismo de Quesada. 141
Así es como nace el Antijovio, que es el alegato más claro, sincero y auténtico de cuanto se ha escrito sobre los actos españoles en esta encrucijada histórica de mediados del siglo XVI, por un testigo presencial y —también— protagonista de algunos oscuros suce sos) como la ejecución de Rincón y Fragoso por los españoles, como ya tuvimos ocasión de comentar. El sistema de refutación del Mariscal a las mentiras y fal sedades del obispo de Nochera, no es doctrinal o teó rica, sino metódica, capítulo a capítulo de su obra, pulverizando asertos y poniendo las cosas en su sitio. No hay hoy mejor fuente para conocer la verdad de los hechos europeos de aquel tiempo, que esta refutación antijovia de Jiménez de Quesada.
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EPILOGO
Ya he terminado la aventura y el curriculum de una vida llena de contenido. Salido de una familia de lo que hoy llamaríamos de clase media, es decir, de escribanos y funcionarios, pasó la experiencia italiana para poder medir sus fuerzas, cuando se le propuso pasar a Indias, aunque fuera con un cargo más bien funcionaril que militar. Pero él y Fernández de Lugo (lo que ignoraron sus biógrafos posteriores) sabían que había hecho actos de armas, y por ello a los dos —y a la gente cuyo mando se le confiaba— no extra ñó que se le encargara la dirección de la más ardua empresa que se había intentado desde entonces desde las costas del Caribe. La floreciente Cartagena veía cómo la mísera Santa Marta se alzaba con la adquisi ción de la riqueza que se atesoraba en el interior, en las alturas de la sabana. Hombre de armas, de gobierno, de política, de le tras, tiene la fortuna que no tuvieron Cortés o Pizarro. El primero fue transitorio gobernador del Anahuac, el segundo sí lo fue de la tierra conquistada, pero el ase sinato le impidió completar normalmente su ciclo vi tal y murió antes de que el Perú hubiera granado. Si Quesada ambicionó ser Gobernador o Adelantado del Nuevo Reino, no lo consiguió de entrada (aunque lue go se le concedieran los títulos) y para él fue mejor, porque así como había triunfado en la Conquista, no fracasó en la gobernación y pudo concluir sus días en la tierra que tanto amara. Habiendo conquistado de verdad la tierra de El Dorado, aún lo buscaría, a su costa, en su vejez. 143
Gonzalo Jiménez de Quesada, tercer conquistador de los imperios americanos, intuitivo, genial, audaz, valiente y fuerte ante las dificultades, como Pizarro y Cortés, ha sido oscurecido por la posteridad. Quizá los años ignorados de España y de Europa, hoy ya es clarecidos —aunque también Cortés los tuvo— , echa ron sobre su memoria, para siempre, un velo gris y de opacidad. Si cristianos y caballeros fueron otros conquistado res, gobernadores y marqueses, él fue, de todos, el único que a los títulos que ganara con las armas podía añadir el que lograra con el estudio: el grado de Li cenciado, que le da un tono de madurez reposada a todo lo que hace. Escritor, como Cortés y como César, ha dejado de sus hazañas cumplido relato, con mucha mayor sinceridad que ellos, porque, honrado y leal, se arrepiente contritamente de los excesos y se duele de las equivocaciones. Si los enemigos le acusan de la muerte del segundo zipa, él se acusa más, y no inten ta disculparse, viendo —además— en la muerte de sus hermanos, mientras él está en Europa, una vengan za divina, por otras muertes injustas que se dieron du rante su ausencia. Como Cortés y como Pizarro, ha de hacer frente a la presencia de otros contingentes de españoles que in tentan apoderarse de la tierra, y con tanto tacto como ellos, solventa la delicada situación, llevando su mo destia a dejar paso al hijo de su antiguo adelantado, Fernández de Lugo, en lugar de intrigar por su cuenta, limitándose a pedir que se le reconozcan los servicios. El imperio conquistado, en extensión y riqueza, es seguramente tan grande, o más rico, que los que los otros lograron, y la duración de las minas y de los recursos fueron, a la larga, más sustanciosos y benéfi cos para España. En una palabra: es una figura de la misma talla que las que se han hecho tópicas cuando se habla de la conquista española de América. Salga a luz su nombre y gloríenlo los hijos de la Nueva Granada, que com parten con España la fortuna de poder-considerar su memoria como propia. 144
C R O N O L O G IA JIMENEZ DE QUESADA
AMERICA
1490 Nace en Córdoba
1-192 Traslució familiar a Grana da.
Primer viaje de Colón.
1522 En Génova.
Gil González de Avila inicia la conquista de Nicaragua.
1527 -Sacco di Roma-,
Se inicia la conquista de Yu catán.
1530 Regreso a Granada y estudio de Leyes.
Polémica entre Las Casas y Sepúlveda.
1536 Elegido para Santa Marta.
Primera fundación de Bue nos Aires por Pedro de Men doza.
1537 Acceso a la sabana y llega da a Tunja.
Fundación de Asunción del Paraguay.
153t8 Fundación de Santa Fe.
Fundación de la Universi dad de Santo Domingo, pri mera de América.
1539 Llegada de intrusos. Acuer do con Federmann. Crea ción del Cabildo de Santa Fe. Llegada a Cartagena de Indias con Federmann y Belalcázar.
Comienza la expedición de Hernando de Soto al Mississippi.
1540 En el norte de Italia.
Valdivia inicia la conquista de Chile.
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C R O N O LO G IA ESPAÑA
EUROPA Maximiliano de ilahsburgo obtiene el gobierno de Aus tria.
Conquista de Granada.
Muere Lorenzo de Médicis, goliernanic de Florencia.
Guerra con Francia. Triunfo Español en Bicocca.
Por el Tratado de Windsor. Enrique VIII de Inglaterra se alía con Carlos V contra los franceses.
Nacen Feli|>e II y Fray Luis de l.eón.
El Parlamento sueco acepta la reforma luterana.
Nace Juan de Herrera.
Coronación ini|>erial de Car los V.
Nueva guerra con Francia. Los españoles invaden Provenga.
Muere Erasmo de Rotterdam.
Los turcos inician el avance hacia Viena. Tregua de Niza entre España y Francia.
Excomunión de Enrique VIII.
Se fijan las tasas del trigo en Castilla.
Introducción del protestantis mo en Sevilla.
Pablo III confirma a la Com pañía de Jesús. Ignacio de Lovola. su primer general.
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C R O N O L O G IA JIMENEZ DE QUESADA
AMERICA
1541 Entre Austria y Alemania.
Francisco de Orellana reco rre por primera vez el Ama zonas.
1542 Sur de Francia.
Carlos V promulga las Nue vas Leyes para las colonias americanas.
1547 Nombramiento de Maris cal del Nuevo Reino. 1548 Renta de 2.000 ducados. Salida para el Nuevo Rei no.
Fundación de La Paz.
1560-67 Redacción de Anales.
1561 Organización de ta campa ña contra Lope de Aguirre.
1566 Redacción del Memorial.
Muere el padre Las CasaS.
1567 Redacción de Antijovio.
Fundación de Caracas.
1568 Redacción de Ratos de Suesca. 1573 Regalo de la Biblioteca al Colegio de Filosofía. 1575 Termina el Compendio In quisitorial. 1579 Redacción del Testamento y muerte.
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Fundación de Santa Fe de Córdoba.
C R O N O L O G IA ESPAÑA Fracasa la expedición contra Argel.
EUROPA Calvino. en Ginebra.
Nace .el místico Juan de la Cruz y muere Juan Boscán.
Nace Miguel de Cervantes.
Carlos V derrota al elector de Sajonia en Mühlherg.
Ignacio de Loyola: Ejercicios espirituales.
Catalina de Médicis, regente de Francia. Felipe II designa a Madrid como capital de Espafia.
Disolución del Estado de la Orden Teutónica en los paí ses bálticos.
El duque de Alba asume la go bernación de los Países Bajos.
Muere el sultán turco Solimán el Magnifico.
Nueva Recopilación de leyes.
La nobleza escocesa hace pri sionera a María Estuardo.
Sublevación de los moriscos en Las Alpujarras.
Sublevación del principe de Orange en los Países Bajos.
Sevilla recupera el monopolio del comercio americano.
Los turcos arrebatan Chipre a los venecianos.
la bancarrota del Estado con duce a la ruptura del eje co mercial castellano-flamenco.
Rodolfo, hijo del emperador Maximiliano, rey de Bohemia. Formación de la Unión de Arrds en los Países Bajos.
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BIBLIOGRAFIA
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INDICE
Pág.
Un conquistador poco conocido................................ Informaciones previas necesarias .............................. La formación de un conquistador.............................. La aproximación costera al interior suramericano__ Se decide en Castilla el destino de los indios muiscas De las gentes y tierras de la Nueva Granada ............ En los umbrales de la conquista................................ Ante el tercer emporio indiano de América.............. Nuevos triunfos y anuncios de conflictos.................. La solución del conflicto............................................ Regreso a España......................................................... El retomo ................................................................... Las empresas literarias del Mariscal ........................... Epílogo......................................................................... Cronología.................................................................... Bibliografía.................................................................
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23 27 35 45 55 73 93 113 123 133 137 143 146 151
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