Análisis de C ar tas fi f i losó losóffi cas cas. Si nos propusiéramos determinar con algo de exactitud cronológica los comienzos de la Ilustración francesa deberíamos tener en cuenta para fijar el alba cronológica de las lumières tanto las Lettres persanes de Montesquieu como las Lettres philosophiques o anglaises de Voltaire. En efecto, considerando las lumières francesas, las fechas del comienzo de una difusión en gran escala de las nuevas ideas suele hacerse remontar a la publicación de las Lettres persanes de Montesquieu (1721) y de las Lettres philosophiques de Voltaire (1733-1734). Ambas obras deberían situarse, por lo tanto, en los preliminares de un estudio como tal. Ya desde las Lettres persanes hallamos el carácter dominante del pensamiento de Montesquieu en lo relativo a su aversión al despotismo. Sin duda, las Lettres persanes pertenecen a un género literario que estaba muy mu y de moda en las primeras pr imeras décadas del siglo XVIII; sin embargo, el efecto rupturista de la juvenil novela filosófico-epistolar de Montesquieu es considerable, y fue bien entendido por sus contemporáneos. La duda, la crítica y la contraposición paradójica son ya un germen importante de renovación en la Francia posterior a Luis XIV. «El hecho de que la propia elección entre las dos civilizaciones a comparar falte en el último análisis es un elemento propulsor típicamente iluminista en una cultura preiluminista. preiluminista. Mejor quizá que ciertas «opciones ambiguas» del futuro, se elige la vía dual, de tensión dramática, en ciertos momentos trágica, que no cesará de puntear todo el desarrollo d esarrollo de las lumières.»
Así se explica que, poco más de diez años después, la nueva y clamorosa «campanada» de las lumières sean las Lettres philosophiques . Voltaire llega a su obrita en alas de su fama literaria y civil: era autor de las tragedias Oedipe y Marianne, de la comedia L’indiscret y del poema Henriade (primera edición en 1728 con varias reimpresiones hasta 1738), que en la figura de Enrique IV y en la política económica de su ministro Sully había querido glorificar, no sólo al restaurador de la independencia de la monarquía francesa, sino al iniciador de un modelo de desarrollo, de tolerancia y de libertad civil, que el puñal de Ravaillac había truncado; y por último, pero no menos importante, Voltaire había sido protagonista y víctima del affaire con el caballero de Rohan, en el que había sufrido apaleamiento por parte de los esbirros del caballero y, al rebelarse contra la ley de los «órdenes» que dividía a Francia, con el envío a su nuevo adversario de un desafío a duelo, el costo fue la encarcelación en la Bastilla y, después, más de tres años (17261730) de exilio en Inglaterra. Fue precisamente durante los años transcurridos en Gran Bretaña cuando se escribieron las Lettres philosophiques, para salir después en una edición inglesa en 1733 y en una francesa en 1734; rápidamente reprobada, por obvias razones de prudencia, por su autor, que entonces se encontraba en Cirey junto a su amiga madame de Châtelet. Esto naturalmente no impidió la intervención del parlamento de París, que el 10
de junio de 1734 condenaba la obra a la hoguera como «susceptible de inspirar el libertinaje más peligroso para la religión y para el orden de la sociedad civil». Las ediciones de las Lettres philosophiques, sin embargo, siguieron apareciendo en diversas publicaciones clandestinas, para posteriormente ser incluidas en la primera edición de las Oeuvres complètes de Voltaire, en 1742. Porque las Lettres philosophiques o anglaises debían a su propia naturaleza el ser una obra pública ampliamente divulgada. A primera vista surge su contenido polémico contra el fanatismo religioso, pero en la síntesis de los temas que conforman las Lettres, queda en evidencia que el leitmotiv explosivo de las mismas es político. Se inicia con los cuáqueros, con su ejemplo de fraternidad y humildad. No quiere decir esto que las cuatro primeras «cartas» a ellos dedicadas sean un continuo peán en su honor; por el contrario, cuando el razonamiento con el interlocutor comienza a tocar con excesiva minuciosidad la interpretación de las Escrituras, Voltaire lo abandona: «jamás se saca nada de provecho de un entusiasta». Pero el «entusiasmo» de los cuáqueros nunca ha sido prevaricador ni perseguidor, por el contrario, las persecuciones las han sufrido ellos, y, finalmente, con su tranquila tenacidad, se han hecho respetar en Londres y han fundado una colonia floreciente en Norteamérica. William Penn es realmente el ejemplo de otro mundo, cuando, para hacerse pagar sus deudas por la Corona inglesa, tratará de tú a Carlos II de Inglaterra y a sus ministros, logrando obtener a cambio de esos dineros un asentamiento en Norteamérica, al sur de Maryland, que se convertirá en Pennsylvania y de la que será legislador, con leyes tan sabias que aún siguen en vigor. A través del examen de la religión anglicana y de las diversas sectas (presbiteriana, sociniana, arriana), el hecho fundamental parece ser la convivencia de las distintas religiones en un solo país: «si en Inglaterra no hubiese más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían la garganta; pero hay 30 y viven en paz y felices».
Esto lleva a Voltaire a realizar un juicio histórico más general. A través del mismo proceso, nada pacífico, e incluso sangriento, que ha conducido a la eliminación de una religión exclusiva, Inglaterra ha conseguido instituir a libertad política, tal como se dice en la famosa frase: «Indudablemente ha costado cara establecer la libertad en Inglaterra; y ha sido en mares de sangre donde se ha ahogado el ídolo del poder despótico; pero los ingleses no creen haber pagado demasiado por adquirir buenas leyes. Las demás naciones no han experimentado menos convulsiones; pero la sangre que han derramado por causa de su libertad no ha hecho más que consolidar su esclavitud […] . Las guerras civiles en Francia han sido más largas, más crueles, más fecundas en delitos que las inglesas; pero ninguna de estas guerras civiles han tenido como fin una sabia libertad.»
Todo lo demás emana de estas bases; también en el plano político «la libertad nace en Inglaterra de la lucha entre los tiranos», y de la Magna Charta se derivan los gérmenes que a través de contiendas, a través de una revolución, han llevado al «gobierno del parlamento», que qu e Voltaire admira por p or sobre s obre todas las cosas. En efecto, ef ecto, la chispa decisiva, en sentido iluminista, residía en esa opción de un sistema político que a Voltaire le parecía, en conjunto, caracterizado por la libertad, especialmente en comparación a las múltiples ataduras y diversas opresiones que angustiaban la vida francesa. Puede resultar sorprendente que en un libro que tanto insiste sobre el efecto de los cambios en Inglaterra, a fin de cuentas fecundos, y que, por otra parte, dedica muchas páginas a literatos y autores recientes y más bien oscuros, como Otway, Dryden, Wycherley, Vanbrugh, Rochester o Waller, apenas aluda a la primera revolución inglesa. Pero, como mostrará después en sus obras históricas, Voltaire conocía muy bien a los protagonistas y teóricos del movimiento que, cosa hasta entonces inaudita, concluyó con la condena a muerte de un rey por obra de su pueblo, guiado por «un oscuro ciudadano del país de Gales (…) sobrio, templado,
ahorrador, sin avidez por los bienes ajenos, trabajador y puntual en todos los asuntos». La hipótesis republicana no será descartada en absoluto en el futuro por el ya célebre patriarca de Ferney; pero, desde el principio, no debía serle ajena, ni siquiera en la época de sus amores con determinados monarcas iluminados. Naturalmente, las Lettres philosophiques o anglaises no consisten sólo en esto. Y las partes dedicadas al teatro, a la literatura, a las costumbres, en especial a la filosofía, f ilosofía, con su valoración de Bacon, Locke y Newton en detrimento de Descartes y Malebranche, y con su célebre polémica, en la XXV y última carta contra Pascal, cuyas Pensées son criticadas una por una, con el fin de «tomar partido por la humanidad contra este sublime misántropo misántrop o […], de afirmar que no somos ni tan malvados ni tan infelices como él dice»: son todas ellas nervaturas del multiforme pensamiento que Voltaire irá desarrollando, durante su larga vida, en los más diversos campos de la cultura.
CARTAS I-VII. SOBRE LA SITUACIÓN RELIGIOSA EN INGLATERRA. I. Sobre los cuáqueros. II. Sobre los cuáqueros. III. Sobre los cuáqueros. IV. Sobre los cuáqueros. V. Sobre la religión anglicana. VI. Sobre los presbiterianos. VII. Sobre los socinianos, o arrianos, o antitrinitarios.
«Si sólo hubiera una religión entre los ingleses, existiría el riesgo de despotismo; si hubiera dos, se cortarían el cuello unos a otros; como hay treinta, viven felizmente en paz.»
Así rezan los párrafos finales de la sexta entre las siete cartas relativas a las diferencias de creencia y práctica religiosa existente en Inglaterra, con las que Voltaire comienza sus Cartas filosóficas. Voltaire no justifica su pretensión de haber descubierto exactamente treinta sectas, y está claro que no pretendía que se interpretara al pie de la
letra, por más que, si se hubiera tomado la molestia de enumerar todas las subdivisiones de los inconformistas, podría muy bien habérselas arreglado para llegar a una cifra el doble de la apuntada. Al poner el énfasis, excesivo énfasis de hecho, en la pluralidad de las religiones (o, mejor, confesiones) inglesas, lo hacía menos interesado en el fenómeno en sí que en lo que consideraba su consecuencia: el predomino en Inglaterra de la tolerancia religiosa. Es ésta una nota predominante en el conjunto temático de las Cartas filo fi losó sófi fica cass, a saber, que estas cuestiones estaban mejor planteadas en Inglaterra que en Francia. FRASE DE ENLACE. Voltaire dedicó nada menos que las cuatro primeras Cartas filosóficas a los cuáqueros, a quienes llegó a admirar a pesar del puritanismo que los caracterizaba. Los cuáqueros (del inglés, quaker , tembloroso) eran individuos pertenecientes a una secta religiosa unitaria, nacida en Inglaterra a mediados del siglo XVII y cuyo fundador fue George Fox. La secta cuáquera se distingue por no poseer culto externo ni jerarquía eclesiástica, por lo llano de sus costumbres, y porque, en un principio, manifestaba su entusiasmo religioso con temblores y contorsiones que fueron, precisamente, lo que inspiró del nombre de la secta. Voltaire fue instruido en sus doctrinas por Edward Higginson, ayudante de maestro de escuela, en Wandsworth, y llevado a una de sus reuniones por un próspero fabricante de paños llamado Andrew Pitt. Es verdad que Voltaire se burlaba de ellos por la monótona sencillez de su vestimenta y porque realizaban las contorsiones a las que debían su nombre «Pero he aquí lo que más contribuyó a extender la secta, Fox se creía inspirado. Creyó, en consecuencia, deber hablar de una manera diferente a la de los otros hombres; se puso a temblar, a hacer contorsiones y muecas, a retener su aliento, a expulsarlo con violencia; la sacerdotisa la sacerdotisa de Delfos no lo habría hecho mejor . En poco tiempo adquirió un gran hábito de inspiración, y pronto ya no estuvo a su alcance el hablar de otra manera. Este fue el primer don que comunicó a sus discípulos. Estos hicieron voluntariosamente todas las muecas de su maestro; temblaban con todas sus fuerzas en el momento de la inspiración. De ahí tomaron el nombre de cuáqueros ( quakers) que significa tembladores. La gente menuda se divertía imitándolos. Temblaban, hablaban con la nariz, tenían convulsiones y se creían poseídos por el Espíritu Santo.» 1
Sin embargo, y pese a que no podía tomar en serio su pretensión de estar poseídos por el Espíritu Santo, rendía tributo a su sinceridad y sentía respeto por su modo de vida. Estaba impresionado por su menosprecio de las distinciones sociales, su firmeza ante la persecución y su bondad por po r encima de todo. Dejó a un lado su ironía ironí a para elogiar a George
1 Voltaire,
Cartas filosóficas; «Carta tercera. Sobre los
cuáqueros».
Fox, el fundador de la secta, y a William Penn, su miembro más poderoso, describiendo el estado de Pennsylvania como un rincón más idílico de lo que probablemente nunca fue. En relación con la tolerancia religiosa, reviste especial importancia la carta quinta, en que Voltaire diserta «Sobre la religión anglicana». Empieza señalando en esta carta que Inglaterra «es el país de las sectas», para decir a continuación: «Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que más le acomoda»,
es decir, que el nacido en Inglaterra tiene la libertad de elegir su credo religioso o confesión con miras a obtener la salvación de su alma. Pero, luego, luego, matiza este elogio a la tolerancia diciendo que: «Sin embargo, aunque cada uno puede aquí servir a Dios a su modo, su verdadera religión, aquella en la que se hace fortuna, es la secta de los episcopalianos, llamada la Iglesia anglicana, o la Iglesia por excelencia. No se puede obtener empleo, ni en Inglaterra ni en Irlanda, sin figurar en el número de los fieles anglicanos; esta razón, que es una excelente prueba, ha convertido a tantos inconformistas, que hoy no hay ni la veinteava parte de la nación que esté fuera del redil de la iglesia dominante.» 2
Voltaire parece no haberse dado cuenta de que esa situación contradice su elogio de Inglaterra como país tolerante en materia de religión, pero puede que lo haya pasado por alto debido a su opinión de que la adhesión a la iglesia de Inglaterra no constituía un compromiso religioso serio dado que, como afirma en la cita arriba hecha, muchos inconformistas se habían convertido al anglicanismo simplemente para eliminar un obstáculo a la obtención de empleo. Escribiendo, como él hacía, a principios del siglo XVIII, lo más probable es que Voltaire tuviera razón al suponer que la iglesia anglicana no ponía excesivos reparos en relación con las creencias de aquellos a los que admitía en su redil. Por otra parte, puede ser también que infravalorara el celo, así como el número, de los inconformistas que habrían considerado incluso la apariencia de anglicanismo de su parte como una apostasía. Es extraño, también, que no mencionara a la iglesia católica romana, aparte de señalar, con mordaz ironía, que el clero inglés había conservado muchas ceremonias católicas, especialmente la de recaudar diezmos: «Los clérigos anglicanos han conservado muchas de las ceremonias católicas, y sobre todo la de recibir los diezmos con una atención muy escrupulosa. Tienen también la piadosa ambición de ser los amos». a mos».
Dado que conocía personalmente a Alexander Pope, debe de haber sabido que aún había católicos en Inglaterra, pero quizá no creyó que valiera la pena mencionarlos, a la vista de 2 Voltaire,
Cartas filosóficas; «Carta quinta. Sobre la
religión anglicana».
su relativa escasez y falta de influencia política. En lo que no tenía excusa era en incluir a Irlanda en su generalización. Su trato con el deán Jonathan Swift y su leve conocimiento del obispo Berkeley pudieron haberle hecho creer que en Irlanda las canonjías estaban reservadas a los anglicanos, pero no debería haber pasado por alto el hecho de que la mayoría de la población era sinceramente católica y que su situación ensombrecía el brillo de la tolerancia religiosa inglesa. El gran mérito de la iglesia de Inglaterra, a los ojos de Voltaire, era que estaba subordinada al Estado. Sus obispos, en número de veintiséis, podían sentarse en la Cámara de los Lores, pero eran ampliamente superados por la nobleza secular. En teoría, la Iglesia contaba con el apoyo de los conservadores y la desconfianza de los liberales. En la práctica, los conservadores no daban ningún paso para emancipar a la iglesia del control parlamentario y los liberales no veían ninguna razón para recortar su poder, aparte de prohibir la asamblea del d el bajo clero. Por humillante que pudiera resultar, especialmente para el alto clero, habían de admitir que debían sus beneficios al patronazgo laico y no al derecho divino. Resulta divertido, al menos por la argumentación que brinda, el hecho de que Voltaire creyera que el clero anglicano tenía mejor moral que el francés. Atribuía esto al hecho de que todos ellos se educaban en Oxford y Cambridge, lejos de la vida licenciosa de Londres, y a que hasta una edad avanzada no llegaban a ocupar altos cargos en la iglesia, momento en que todas sus pasiones, excepto la avaricia, estaban ya consumidas. Además, el hecho de que la mayoría de los clérigos estuvieran casados, unidos a los malos modales que habían adquirido en la universidad y el reducido papel que las mujeres desempeñaban en la vida social inglesa, hacía que los obispos hubieran de resignarse, como norma general, a ser monógamos. A veces los clérigos acudían a las casas públicas, lo que no se consideraba impropio, y si se emborrachaban en esos lugares lo hacían a conciencia y sin que nadie se entrometiera. Lo que no había en Inglaterra era el híbrido de eclesiástico y laico, conocido en Francia como «abbé», sibarita disoluto que llegaba a prelado gracias a la intriga femenina. En comparación, los sacerdotes ingleses eran de talante digno y mayormente pedante. Si Voltaire quería indicar que esto era un punto a favor de Inglaterra, lo hacía hipócritamente, pues despreciaba a los pedantes, especialmente si su pedantería era de tono religioso, y sabemos, por otro lado, que hubo muchos «abbés» de cuya compañía disfrutaba. A los escoceses Voltaire los trató, acertadamente, como un caso especial, disertando sobre ellos en la carta sexta, «Sobre los presbiterianos», poniendo el énfasis en lo severo y riguroso de sus costumbres. «La religión anglicana no se extiende más que por Inglaterra e Irlanda. El presbiterianismo presbiterianismo es la religión dominante en Escocia. Ese presbiterianismo no es otra cosa más que el calvinismo puro, tal como había sido establecido en Francia y subsiste en Ginebra». 3 3 Voltaire,
Cartas filosóficas; «Sexta carta. Sobre los presbiterianos».
Voltaire equiparaba, como se deduce de la cita, presbiterianismo con calvinismo en su forma ginebrina pura. Si el sacerdote inglés medio era un virtuoso Catón en comparación con un abbé francés, los Catón eran hombres entregados al placer en comparación con los presbiterianos escoceses: «Comparado con un joven y vivo bachiller francés, vociferando por la mañana en las Escuelas de Teología, y por la tarde cantando con las señoras, un teólogo anglicano es un Catón; pero ese Catón parece un galanteador ante un presbiteriano escocés. Este último último afecta un paso grave, un aire enojado, lleva un vasto sombrero, un largo abrigo encima de un traje corto, predica con la nariz y da el nombre de prostituta de Babilonia a todas las Iglesias en las que algunos eclesiásticos son lo suficientemente suertudos como para tener cincuenta mil libras de renta […]. »
El presbiterianismo, religión dominante en Escocia, había puesto, además, su pie en Inglaterra, hasta el punto de instaurar el domingo inglés, que superaba a la iglesia católica en severidad. Trabajo y diversión estaban prohibidos por igual; no había representaciones de ópera, de comedia ni conciertos en Londres los domingos. Sólo las clases altas y la gente de posición se aventuraba siquiera a jugar una partida de cartas. Pero, una vez más, característico del talante mordaz y crítico de Voltaire, no falta la conclusión irónica y risueña con la que el patriarca de Ferney concluye su semblanza de los presbiterianos escoceses. En su anhelo de santificar el domingo y de establecer éste como un día de conducta austera y piadosa, no pudo, sin embargo, o no quiso, el esfuerzo de los presbiterianos prohibir y desarraigar para p ara dicho día el cabaret y las meretrices. «Estos señores [los presbiterianos] que tienen también algunas iglesias en Inglaterra, han puesto de moda los aires graves y severos en ese país. A ellos se debe la santificación del domingo en los tres reinos; esos días está prohibido trabajar y divertirse, lo que es el doble do ble de la severidad de las iglesias católicas; no hay ópera, no hay comedias, no hay conciertos en Londres el domingo; incluso las cartas está tan expresamente prohibidas que sólo la gente de calidad y lo que se llama gente honrada juegan ese día. El resto de la nación va al sermón, al cabaret y a casa de las mujeres de vida alegre. » 4
Ni ópera, ni conciertos, ni teatro ni juego de cartas los domingos en Escocia e Inglaterra, sólo sermones religiosos y junto con ellos se permitía, obsérvese la ironía, las casas públicas o cabarets y la compañía de las prostitutas. En ciertos aspectos, la carta más interesante en que Voltaire trata de la situación de la religión en Inglaterra en la época de su visita es la séptima y última, cuyo título, una vez más, adelanta su tema «Sobre los socinianos, arrianos o antitrinitarios». En realidad, esas clases no son equivalentes, pues los socinianos (esto es, los partidarios de la doctrina 4
Voltaire, Cartas filosóficas; «Sexta carta. Sobre los presbiterianos». presbiterianos».
religiosa de Socino, doctrina herética para la Iglesia Católica) niegan la Trinidad y rechazan particularmente la divinidad de Jesucristo y la doctrina del pecado original; en cambio, los arrianos (esto es, seguidores de la doctrina de Arrio, doctrina también herética para la Iglesia Católica) negaban la consubstancialidad del Verbo, es decir, se limitaban a negar que el Hijo fuera de la misma sustancia que el Padre, tenga ello el significado que tenga, y cualquiera podía seguramente merecer el calificativo de antitrinitario con sólo rebajar de categoría al Espíritu Santo. Voltaire no declaró haber encontrado socinianos, al menos en el sentido correcto del término, pero afirmó que la herejía arriana iba ganando terreno en Inglaterra «Sea como fuere, el partido de Arrio comienza a revivir en Inglaterra, tanto como en Holanda y en Polonia» 5,
y nombró a Isaac Newton y Samuel Clarke entre sus más ilustres adeptos: «El gran señor Newton hacía a esta opinión el honor de favorecerla […]. Pero el más ilustre patrón de la doctrina arriana es el ilustre doctor Clarke.» 6
Él creía que la herejía recuperaría la popularidad de que había gozado durante trescientos años antes de padecer mil doscientos de abandono, si no fuera porque era aquella una época en que la gente estaba harta de querellas y sectas religiosas. «El partido de Arrio, tras trescientos años de triunfo y doce siglos de olvido, renace finalmente de sus cenizas; pero se equivoca de época al reaparecer en una era en a que el mundo está harto de disputas y de sectas.» 7
Vale la pena citar su conclusión: «No es extraño que Lutero, Calvino, Calvino, Zuinglio, todos ellos ellos escritores ilegibles, fundaran fundaran sectas que dividieran Europa de punta a punta, que Mahoma, un ignorante, diera una religión al Asia y al África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Leclerc, etc., los más grandes filósofos y los mejores autores de su época, a duras penas hayan logrado congregar una minúscula grey que cada día crece menos. Esto demuestra lo importante que es nacer en el momento oportuno. Si hoy reapareciera el cardenal Retz, no arrastraría diez mujeres en todo París. Si Cromwell naciera de nuevo, Cromwell, que le cortó la cabeza a su rey y se hizo soberano a sí mismo, sería un simple comerciante de Londres.» 8
5 Voltaire, 6 Voltaire, 7 Voltaire, 8 Voltaire,
Cartas filosóficas. «Carta séptima. Sobre los socinianos, o arrianos, o Cartas filosóficas. «Carta séptima. Sobre los socinianos, o arrianos, o Cartas filosóficas. «Carta séptima. Sobre los socinianos, o arrianos, o Cartas filosóficas. «Carta séptima. Sobre los socinianos, o arrianos, o
antitrinitarios». antitrinitarios». antitrinitarios». antitrinitarios». antitrinitarios». antitrinitarios». antitrinitarios». antitrinitarios».
CARTAS VIII-IX. SOBRE LA SITUACIÓN POLÍTICA EN INGLATERRA. VIII. Sobre el parlamento. IX. Sobre el gobierno.
De la religión, Voltaire pasa a la política y al comercio. En su carta sobre el parlamento, sus objetivos principales eran desacreditar la religión y mostrar, una vez más, cuánto mejor estaban dispuestas estas cuestiones en Inglaterra que en Francia. Voltaire comienza señalando, en la «Carta VIII. Sobre el parlamento», que a los miembros del parlamento inglés les complacía compararse con los antiguos romanos, «A los miembros del Parlamento de Inglaterra les gusta compararse a los antiguos romanos todo lo que pueden.» 9
pero no dejó de ver que no tenían nada en común, como no fuera, acaso, una clara disposición a vender sus votos. «Confieso que no veo nada en común entre la majestad del pueblo inglés y la del pueblo romano, aún menos entre sus gobiernos. Hay un senado en Londres, de algunos de cuyos miembros se sospecha, equivocadamente sin duda, que venden sus votos llegado el caso, como se hacía en Roma: ese es todo el parecido.» 10
Hasta aquí la semejanza entre ambas naciones y su forma de gobierno, planteada con mordaz ironía. A continuación, argumenta que los antiguos romanos eran superiores en la medida en que sus guerras civiles no eran religiosas. «Por otro lado, las dos naciones me parecen completamente d iferentes […]. Nunca se ha conocido entre los romanos la locura horrible de las guerras de religión; esta abominación estaba reservada a los devotos predicadores de la humildad y la paciencia.» 11
Sin embargo, lo que inclina la balanza a favor de Inglaterra era que, mientras en Roma las guerras civiles desembocaron en la tiranía, en Inglaterra, por su componente religioso, condujeron a la libertad. «He aquí una diferencia más esencial entre Roma e Inglaterra, que representa una completa ventaja para esta última: que el fruto de las guerras civiles en Roma fue la esclavitud, y el de los disturbios en Inglaterra, la libertad. La nación inglesa es la única que ha llegado a regular el poder de los reyes resistiéndoles, y que, de esfuerzo en esfuerzo, ha establecido finalmente ese gobierno sensato en el que el Príncipe todopoderoso puede hacer el bien, tiene las manos atadas para hacer el mal; en el que los señores son grandes sin insolencia y sin vasallos y en el que el pueblo comparte comparte el gobierno sin confusión. confusión. 9 Voltaire,
Cartas filosóficas; «Carta VIII. Sobre el parlamento». Cartas filosóficas; «Carta VIII. Sobre el parlamento». 11 Voltaire, Cartas filosóficas; «Carta VIII. Sobre el parlamento». 10 Voltaire,
La Cámara de los Pares y la de los Comunes son los árbitros de la nación, el rey es el superárbitro. Este contrapeso faltaba a los romanos: los grandes y el pueblo estaban siempre divididos en Roma, sin que hubiera un poder mediador que pudiera conciliarlos.» 12
Por otra parte, sostiene Voltaire que las guerras civiles habidas en Francia durante los siglos XVI y XVII, no sólo tuvieron el demérito de ser religiosas, sino que no fueron otra cosa que manifestaciones de crueldad y locura. «Ha costado ciertamente establecer la libertad en Inglaterra; en mares de sangre se ha ahogado el ídolo del poder despótico; pero los ingleses no creen en absoluto haber comprado demasiado caro las buenas leyes. Las otras naciones no han tenido menos disturbios, no han derramado menos sangre que ellos; pero esta sangre que han derramado por la causa de la libertad no ha hecho más que cimentar su servidumbre. […] Los franceses piensan que el gobierno de esta isla es más tempestuoso que el mar que la rodea y es verdad; pero esto es cuando el rey comienza la tempestad, cuando quiere convertirse en dueño del navío del que no es más que primer piloto. p iloto. Las guerras civiles en Francia han sido más largas, más crueles, más fecundas en crímenes que las de Inglaterra; pero de todas estas guerras civiles, ninguna ha tenido una libertad sensata por objeto.» 13
Puede que Voltaire interpretara erróneamente la fórmula «el rey no puede hacer nada mal» como una expresión de la subordinación del monarca a la ley en Inglaterra, más que de su inmunidad frente a ella. No obstante, estaba en lo cierto al pensar que la rebelión triunfante contra Carlos I y la gloriosa revolución de 1688, que depuso a Jaime II, impuso una limitación duradera a los poderes del monarca. Voltaire aceptó la descripción del gobierno inglés hecha por un escritor inglés contemporáneo como «aristocráticodemocrático-monárquico» e hizo suya la opinión de otro según la cual «la Constitución de nuestro gobierno inglés (el mejor del mundo) es una excelente monarquía mixta o monarquía limitada en la que el rey está investido de amplias prerrogativas para sustentar su majestad, privadas tan sólo del poder de causar perjuicio a sí mismo y al pueblo». Voltaire estaba, indudablemente, impresionado por la forma inglesa de gobierno y la admiraba. La carta siguiente «Carta IX. Sobre el gobierno» es de contenido básicamente histórico sobre el gobierno inglés. «Esa mezcla feliz en el gobierno de Inglaterra, ese concierto entre los comunes, los lores y el rey no siempre ha subsistido.» 14
12 Voltaire,
Cartas filosóficas; «Carta VIII. Sobre el parlamento». Cartas filosóficas; «Carta VIII. Sobre el parlamento». 14 Voltaire, Cartas filosóficas; «Carta IX. Sobre el gobierno». 13 Voltaire,
Fiel a su antipatía hacia cualquier clase de clero organizado como cuerpo, Voltaire atribuyó a los druidas la misma maleficencia que a los prelados católicos posteriores a la conquista normanda. «Los bárbaros, que desde las orillas del mar Báltico se lanzaban sobre el resto de Europa […]. Los jefes de esos salvajes que había n saqueado Francia, Italia, España, Inglaterra, se hicieron monarcas; sus capitanes compartieron entre ellos las tierras de los vencidos. De ahí provienen esos margraves, esos lairdes, esos barones, esos subtiranos que disputaban a menudo con su rey los despojos de los pueblos. […] cada pueblo tenía cien tiranos en lugar de un amo. Los sacerdotes se
apuntaron pronto a ese bando. En todas las épocas, la suerte de los galos, de los germanos, de los insulares de Inglaterra había sido ser gobernados por sus druidas y sus jefes de poblado […]. Esos druidas se decían mediadores entre la divinidad
y los hombres; hacían leyes, excomulgaban, condenaban a muerte. Los obispos sucedieron poco a poco a su autoridad temporal en el gobierno godo y vándalo. Los Papas se pusieron a su cabeza y con breves, bulas y monjes hicieron temblar a los reyes, los depusieron, los hicieron asesinar y sacaron para ellos todo el dinero que pudieron de Europa. […] Inglaterra se convirtió poco a poco en una
provincia del Papa; el Santo Padre enviaba de vez en cuando sus legados para recoger allí impuestos exorbitantes. […] »15
Era especialmente desdeñoso con John Lackland por ceder su reino al papa. Era este el rey Juan Sin Tierra, que fue obligado a firmar la Carta Magna, pero Voltaire compartía la opinión de su amigo Bolingbroke de que, si bien la situación del pueblo, en cuanto a libertad, mejoró mucho a partir de entonces, ello fue sólo como efecto secundario de las luchas entre los reyes, los barones y el clero. «[…] la libertad ha nacido
en Inglaterra de las querellas de los tiranos. Los Barones forzaron a Juan Sin Tierra y a Enrique III a conceder esa famosa Carta, cuya principal meta era, en verdad, poner a los reyes bajo la dependencia de los Lores, pero en la que el resto de la nación fue un poco favorecido, a fin de que, llegado el caso, se alinease en el partido de sus pretendidos protectores. Esta gran Carta, que es mirada como el origen sagrado de las libertades inglesas, hace ver bien lo poco conocida conocida que era la libertad.» 16
Según la lectura que hacía Voltaire de la historia inglesa, Enrique VII fue el primer rey cuya política consistió en fortalecer a la Cámara de los Comunes en detrimento de la Cámara de los Lores. Al referirse a su propia época, Voltaire consideraba como un signo más de la superioridad de Inglaterra sobre Francia el hecho de que los impuestos fueran proporcionales a la propiedad y que qu e fuera la Cámara de los Comunes y no la Cámara de los Lores, con sus obispos, la que tuviera poderes para adoptar medidas financieras. 15 Voltaire, 16 Voltaire,
Cartas filosóficas; «Carta IX. Sobre el gobierno». Cartas filosóficas; «Carta IX. Sobre el gobierno».
«Un hombre, porque es noble o porque es cura, no está aquí exento de pagar ciertas tasas; todos los impuestos son regulados por la Cámara de los Comunes que, no siendo más que la segunda por su rango, es la primera por su crédito. Los señores y los obispos pueden muy bien rechazar el Bill de los Comunes para las tasas; pero no les está permitido cambiar nada; es preciso que lo acepten o lo rechacen sin restricción. Cuando el Bill es confirmado por los Lores y aprobado por el rey, entonces todo el mundo paga. Cada uno da, no según su calidad, lo que es absurdo, sino según su renta; no hay talla ni capitación arbitraria, sino una tasa real sobre las tierras . […] La tasa subsiste siempre igual, aunque las rentas de la tierra hayan aumentado; así nadie es pisoteado y nadie se queja.»17
CARTA X. SOBRE LA SITUACIÓN COMERCIAL EN INGLATERRA. X. Sobre el comercio. «Mediante el intercambio y el comercio ―escribió Bolingbroke―, llegamos a
convertirnos en una nación rica y poderosa.» Voltaire se hizo eco de este juicio en su carta sobre el comercio. Si Inglaterra, una pequeña isla, con recursos naturales comparativamente escasos, se había convertido en una gran potencia, ello era debido al poderío de su flota, y la flota se había creado para proteger el comercio inglés. Al difundir la riqueza, el comercio promueve la libertad, y la libertad, a su vez, difunde el comercio. Una vez más la carta concluye con su párrafo peyorativo para los franceses: «En Francia, todo el que se lo propone es marqués, y cualquiera que llegue a París desde las profundidades de las provincias con dinero para gastar y un apellido que acabe en ac o ille, puede hablar de «un hombre como yo, un hombre de mi categoría» y hacer gala de un soberano desprecio por los hombres de negocios; y el hombre de negocios oye juicios tan despectivos sobre su profesión que es lo bastante imbécil como para avergonzarse de ella; sin embargo, no sé quién rinde mayor servicio al Estado, un acicalado señor que sabe exactamente cuándo se levanta el rey y cuándo se va a dormir y que se da aires mientras hace el papel de esclavo en la sala de espera de un ministro, o un hombre de negocios que enriquece a su país, da órdenes desde su oficina a Surat y a El Cairo y acrecienta la suma de los goces humanos.» 18
Aquí Voltaire, en su campaña contra los franceses, puede que haya sido demasiado indulgente con los ingleses, dado que no hace justicia a la realidad histórica negar el desdén de las clases superiores inglesas por los hombres de comercio a principios del siglo XVIII.
17 Voltaire, 18
Cartas filosóficas; «Carta IX. Sobre el gobierno». Voltaire, Cartas filosóficas; «Carta X. Sobre el comercio».
CARTA XI. SOBRE LA INSERCIÓN DE LA VIRUELA. Carta XI. Sobre la inserción de la viruela.
A Voltaire le gustaba creer que la eficacia de la inoculación contra la viruela fue descubierta por los circasianos, que suministraban mujeres a los harenes turcos y persas, de manera que redundaba en su interés comercial el que la belleza de esas mujeres no se estropeara. Admitió también la posibilidad de que esa práctica fuera de origen árabe. Lo que no admite discusión para Voltaire es que fue introducida en Inglaterra por Lady Mary Wortley Montagu, que supo de ella cuando estaba viviendo en Turquía como esposa del embajador británico en el reinado de Jorge I. Dicha práctica, a su vez, fue adoptada por la princesa de Gales, luego reina Carolina, esposa de Jorge J orge II, I I, y así se puso de moda, moda , aunque había clérigos que predicaban contra ese método como ofensivo a los ojos de la Providencia. Fuera por una razón similar o por cualquier otra, la práctica en cuestión no se había abierto camino en Francia, donde, según Voltaire, que abogaba firmemente por ella en su carta undécima, podría haber salvado la vida a veinte mil personas que murieron en París de una epidemia de viruela en 1723. Esa cifra es casi con toda seguridad exagerada.
CARTAS XII-XVII. SOBRE TEORÍAS FILOSÓFICAS E IDEAS CIENTÍFICAS DE FILÓSOFOS Y CIENTÍFICOS INGLESES: BACON, LOCKE Y NEWTON. XII. Sobre el canciller Bacon. XIII. Sobre el señor Locke. XIV. Sobre Descartes y Newton. XV. Sobre el sistema de la atracción. XVI. Sobre la óptica del señor Newton. XVII. Sobre el infinito y sobre la cronología.
De la práctica de la medicina, Voltaire pasa a la teoría filosófica y las ideas científicas. Las dos cartas siguientes están dedicadas respectivamente a Francis Bacon y a John Locke, o «Míster Locke», como también lo llamaba Voltaire; la siguiente, a una comparación entre Descartes y Newton; y las tres siguientes, a diferentes aspectos de la física de Newton: el sistema de atracción, su teoría óptica y su tratamiento del infinito y de la cronología de la tierra. Francis Bacon, barón Verulam y conde de St. Albans, que ejerció el cargo de Lord Canciller hasta su destitución por dejarse sobornar, era admirado por Voltaire, sobre todo, por su Novum Organum, un esbozo del método que se proponía seguir en la construcción del conjunto de su Science of Nature, una obra en seis partes que su muerte, acaecida en 1626 a la edad de sesenta y cinco años, le impidió terminar. Voltaire llamaba a Bacon «padre de la filosofía experimental». Al mismo tiempo, no podía dejar de mencionar que descubrimientos tan asombrosos como el compás, la imprenta, el grabado, la pintura al óleo, las gafas y la pólvora habían precedido la formulación de los métodos de Bacon, mientras que cosas aun más necesarias que la imprenta y el compás, como el descubrimiento del fuego, el arte de hacer pan, de fundir y trabajar metales, de construir casas, o el invento de la lanzadera se debieron a hombres que vivieron como salvajes. En resumen, le debemos más al instinto mecánico que muchos hombres poseen, que a una
buena filosofía. f ilosofía. Estaba Es taba dispuesto, dispu esto, no obstante, ob stante, a reconocerle a Bacon el descubrimiento descub rimiento de la elasticidad del aire, junto al hecho de haberse casi adelantado a Torricelli en el descubrimiento de su peso y al de haberse anticipado a Newton en trazar, al menos, los perfiles de una teoría de la gravitación. John Locke nació en 1632 y murió en 1704. Su célebre Ensayo sobre el entendimiento humano se publicó en 1690 aunque una versión abreviada, traducida al francés, había aparecido en la Bibliothèque Universelle de Leclerc. Voltaire había leído sin duda esa versión abreviada y, probablemente, también el ensayo completo en inglés. En su carta sobre “míster Locke”, no se refiere a sus Tratados sobre el gobierno civil ni a su Carta sobre Carta sobre la tolerancia, aunque, las opiniones manifestadas en aquellas obras coincidían sustancialmente con las del propio Voltaire, con la excepción de que Locke era más vacilante en el terreno de la tolerancia religiosa. Voltaire parece haber aceptado el ensayo de Locke en su integridad y sin reservas, y empleó su obra fundamentalmente como bastón con el que fustigar a los cci onar nar i o hist hi stó ór i co filósofos anteriores. Apoyándose en Pierre Bayle, cuyo escéptico D i cci y crít crí ti co se había publicado en 1697, hacía un breve repaso de todos los filósofos antiguos y medievales a fin de cargar contra Descartes, de quien decía que había puesto al descubierto los errores de la antigüedad sólo para sustituirlos por los suyos propios. Las teorías de Descartes, que había vivido de 1595 a 1650 habían adquirido una inmensa autoridad en Francia y eso le iba de maravilla al gusto iconoclasta de Voltaire para ridiculizarlas. Así, mientras Locke sostenía, con plena satisfacción de Voltaire, que todas nuestras ideas, los materiales de la razón y el conocimiento, nos vienen de la experiencia, Descartes había argüido que algunas ideas son innatas, en el sentido de que no dependen de estímulos externos. Animado por Locke, Voltaire interpretó esto como la absurda teoría de que «el alma llega al cuerpo equipada con todas las nociones metafísicas, conociendo a Dios, el espacio, la infinidad, poseyendo todas las ideas abstractas, en resumen, repleta de espléndidas piezas de conocimiento que, desgraciadamente, olvida en cuanto deja el útero materno».
No es que Descartes tuviera razón en este punto contra Locke, pero si su posición es atacable ello hay que achacarlo más a su trivialidad que a su carácter absurdo. Voltaire objetaba al dualismo cartesiano, según la cual la mente es una sustancia pensante y la materia se identifica con la extensión espacial. Su opinión, que era también la de Locke, era que semejante teoría fallaba por sus dos lados. Es empíricamente falso que las mentes humanas estén siempre conscientes, e incluso la suposición de que la materia es inconsciente queda expuesta a la duda. No hay ningún fundamento para negarle a Dios el poder de añadir la conciencia a un organismo material. Sin duda, le divertía a Voltaire darle la vuelta a Descartes haciendo aparecer su propia posición como más favorable al teísmo. Se trata de una maniobra que repetirá
otras veces. Además, hay que considerar también el caso de los otros animales distintos del hombre. Locke creía que les faltaba la capacidad de construir ideas abstractas, pero no les negaba la sensación y cierta forma de razón. A la vista de las consecuencias que tenía en su sistema reconocer conciencia a los animales, Descartes había tenido que adoptar la tesis nada plausible de que éstos eran máquinas. En la carta en la que compara a Descartes por primera vez con Newton (Carta XIV: «Sobre Descartes y Newton»), Voltaire es mucho más condescendiente con Descartes de lo que lo había sido al comparar su filosofía con la de Locke. Esta vez hace justicia a la eminencia de Descartes como matemático y, aunque describe a grandes rasgos las considerables diferencias de los sistemas físicos de Descartes y de Newton, no se pronuncia por ninguno de los dos. Sólo en las cartas siguientes sobre el sistema de atracción de Newton y sobre su óptica, Voltaire se pone decididamente del lado de Newton. Ne wton. Una Un a razón razó n para ello puede pued e ser que, cuando escribió la primera carta, en 1728, como puede inferirse de su afirmación de que fue escrita un año después de la muerte de Newton, no había leído más que una reseña francesa de los Principia Mathematica de Newton. Ello implicaría que no había leído todavía el libro de Henry Pemberton A view of Sir Isaac Newton’s philosophy, que apareció también en 1728. Los pasajes en que Voltaire expone a Newton en esas últimas cartas están tomados, casi palabra por palabra, del libro de Pemberton. En ninguna de esas cartas hay pruebas de que hubiera leído a Newton en el original. Esa omisión puede que se hubiera remediado en 1738, cuando Voltaire publicó sus Elementos de la filosofía de Newton. Lo curioso de esa obra es que Voltaire sostenía en ella que la concepción atomista de Newton sobre la materia, y su consiguiente aceptación de la posibilidad del vacío, era er a compatible con el teísmo, mientras que la equiparación cartesiana cartesian a de la materia con la extensión no lo era. El fundamento de esa opinión de Voltaire era que la teoría de Descartes hacía la materia infinita. Sin embargo, no trató de demostrar que la infinitud espacial implica la temporal, y, en cualquier caso, la aceptación por Voltaire, siguiendo a Newton, del argumento del proyecto, situaba a la divinidad fuera del espacio y del tiempo. No digo que esa hipótesis deísta sea inteligible, sino sólo que Voltaire estaba de acuerdo con ella. Voltaire había tocado el tema de la infinitud en la decimoséptima de sus cartas filosóficas (Carta XVII: «Sobre el infinito y la cronología»), con un apéndice en el que echaba un vistazo a anteriores planteamientos de la cuestión. Acababa dando precedencia a Newton sobre Leibniz en el descubrimiento del cálculo diferencial y sobre Jacques Bernouilli en el del cálculo integral. La mayor parte de esa carta, sin embargo, estaba dedicada a una aberración de Newton, una supuesta prueba, basada en argumentos históricos y astronómicos, según la cual el viaje de los argonautas y, por tanto, la creación del mundo tuvieron lugar quinientos años más tarde de lo que comúnmente se creía. El desprecio de la evidencia geológica, incluso por parte de un hombre tan grande como Newton, nos recuerda que estamos tratando aún con la primera parte del siglo XVIII. Es característico de Voltaire que, en un segundo apéndice dedicado a un bosquejo de la vida de Newton, termine diciendo que Newton debía su cargo de maestre de la casa de la
moneda no a sus logros científicos, sino a la atracción que su sobrina mistress Conduit ―miss Barton por aquella época―, despertaba en el lord tesorero, Lord Halifax. CARTAS XVIII-XXIV. XVIII-XXIV. SOBRE LA LITERATURA, L ITERATURA, LOS INTELECTUALES Y LAS ACADEMIAS. XVIII. Sobre la tragedia. XIX. Sobre la comedia. XX. Sobre los señores que cultivan las letras. XXI. Sobre el conde de Rochester y el Sr. Waller. XXII. Sobre el Sr. Pope y algunos otros poetas famosos. XXIII. Sobre la consideración debida a las gentes de letras. XXIV. Sobre las academias.
Hasta este punto, en cada uno de los temas que había examinado en sus cartas, en las esferas de la religión, la política, la medicina, la filosofía y la ciencia, Voltaire había defendido la superioridad de Inglaterra sobre Francia. Sólo cuando llega al teatro, y en particular a la tragedia, el orden se invierte. Los únicos trágicos franceses que menciona son Corneille y, en una nota a pie de página, Racine, de quienes dice que sus grandes obras, como las de Virgilio en latín, fueron las primeras en hacer gala de un gusto impecable. Conforme al plan general de sus cartas, Voltaire se ocupa de presentar a sus lectores los dramaturgos ingleses, y entre ellos, como es comprensible, concede un lugar privilegiado a Shakespeare (Carta XVIII: «Sobre la tragedia»). Tras casi un siglo de olvido, las obras teatrales de Shakespeare se habían puesto otra vez de moda, en gran parte como resultado de la edición de las mismas hecha por Pope. Durante la estancia de Voltaire en Inglaterra, las representaciones de las obras de Shakespeare en los teatros de Londres no eran muy inferiores en número a las de todos los demás autores teatrales juntos. Voltaire hace una referencia de pasada a Dryden, al que reconoce que escribió algunos buenos versos, pero, por otra parte, pa rte, las únicas obras para escena que menciona son Venice de Otway, que le sorprendió por su bufonería, y el Catón de Addison, que elogia Preserv’d de mucho. Cito a partir de la traducción inglesa original de la decimoctava «Carta filosófica»: «El primer escritor que compuso una tragedia en regla y le infundió por doquier un espíritu de elegancia fue el ilustre míster Addison. Su Catón es una obra maestra, tanto en relación con la dicción, como con la belleza y armonía de las escenas. El personaje de Catón es, en mi opinión, muy superior al de Cornelia en el Pompeyo de Corneille. Porque Catón es grande sin ninguna clase de afectación, mientras que Cornelia, que además no es un personaje necesario, tiende a veces a la grandilocuencia. grandilocuencia. El Catón de míster Addison me ha parecido el personaje más grande que se ha llevado nunca a escena, escena, pero luego el resto de las figuras no se corresponde con la dignidad de aquél. Y esta pieza dramática tan excelentemente excelentemente bien escrita queda q ueda desfigurada por una insulsa trama amorosa que impregna de una cierta languidez al conjunto, hasta matarlo por completo.»
Joseph Addison, que vivió de 1672 a 1719 y contribuyó a fundar The Spectator en 1711, es todavía apreciado por sus ensayos en prosa, pero el veredicto de la posteridad ha sido que su Catón, por la razón que sea, no ha merecido la reposición.
Y ¿qué pensaba Voltaire de Shakespeare? Estaba dividido entre la admiración por su genio y el desprecio por su barbarie. En años posteriores, cuando distintas versiones de las obras teatrales de Shakespeare realizadas por otros autores empezaron a aparecer en los escenarios franceses, Voltaire se inclinó a subrayar más bien lo que consideraba que eran defectos de Shakespeare, pero nunca se apartó demasiado de la opinión que había expresado sucintamente al comienzo de su carta «Sobre la tragedia». «Los ingleses, así como los españoles, rebosaban de teatros en una época en que los franceses no tenían más que escenarios móviles e itinerantes. Shakespeare, a quien se consideraba el Corneille inglés, fue aproximadamente contemporáneo de Lope de Vega y creó, por así decir, el teatro inglés. Shakespeare hacía gala de un genio extraordinariamente fecundo. Era natural y sublime, pero no tenía ni una chispa de buen gusto ni conocía una sola regla del género dramático. Me atrevo a hacer una consideración arriesgada pero verdadera. Y es que el mérito de este autor ha arruinado al teatro inglés. Hay escenas tan bellas, tan nobles, tan terribles en sus farsas monstruosas que pasan por tragedias, que su representación representación ha contado contado siempre con un gran éxito.»
Lo que Voltaire reprocha básicamente a Shakespeare, aparte de su desprecio de las unidades clásicas de lugar, tiempo y acción, punto al que volverá luego, era su incapacidad de mantener la nobleza de la tragedia, al dejar que los mercaderes intercambiaran bromas con los tribunos en Jul J ulii o Césa César r , mientras que en su L a muer muerte te de César sólo se le deja desempeñar un papel secundario, como mínimo, a un senador; amlet , la le reprocha que introduzca la escena de los cavadores de fosas en H amlet obscenidad que desfigura casi todas sus tragedias, la cotidianeidad de muchas de sus imágenes. Por ejemplo, Voltaire se indignaba porque un crítico manifestara su preferencia por «Ni un ratón se mueve» del soldado Francisco en la escena inicial de frente al verso inicial de la I figenia H amlet amlet frente figenia de Racine: «Todo duerme: el ejercito, los vientos, Neptuno». En su discurso sobre la tragedia, dedicado a Lord Bolingbroke y publicado como prólogo a su tragedia Bruto, Voltaire se quejaba de la dificultad de reanudar su carrera como dramaturgo francés tras haberse dedicado tanto tiempo al estudio de la literatura inglesa. Lo que más le asustaba era el rigor de la poesía francesa y su sumisión al ritmo. «Echo de menos la feliz libertad de que gozáis para escribir vuestras tragedias en verso blanco; para alargar y, aún más, para acotar casi todas vuestras palabras; para dejar que un verso v erso atropelle a otro y, cuando es necesario, acuñar nuevos términos, que no dudáis en aceptar mientras sean sonoros, inteligibles y cubran una necesidad. Un poeta, suelo yo decir, es un hombre que somete el lenguaje a su genio; el francés es esclavo de la rima, obligado a veces a dedicar cuatro versos a la expresión de una idea que el inglés puede captar en uno u no solo. El
inglés dice lo que le place, el francés lo que le sale: el uno corre por una ancha ruta, el otro camina encadenado por una senda estrecha y resbaladiza. A pesar de todo lo que he dicho y de lo que me he quejado al respecto, nunca seré capaz de sacudirme el yugo de la rima; la poesía francesa no puede pasarse sin ella. En nuestra lengua hay pocas inversiones; nuestros versos no se prestan para hacer encabalgamientos, encabalgamientos, o sólo en contadas ocasiones; nuestras sílabas no pueden producir una impresión de armonía mediante sus cantidades largas o breves; sólo con ayuda de la versificación pueden nuestras cesuras y números de pies establecer la distinción entre poesía y prosa; y he ahí por qué los versos franceses han de tener rima.»
Voltaire llega a decir llega a decir que el público francés ha sido condicionado para esperar versos con rima por maestros como Racine, Corneille y Boileau, y que se tomaría como un signo de debilidad en cualquier dramaturgo posterior que se quitara de encima la carga que el gran Corneille había llevado. Todo esto para demostrar por qué sería un error tratar de escribir tragedias francesas en verso blanco. En cuanto a la idea de escribirlas en prosa, la descarta sin discutirla. Se contenta con decir que eso sería como sustituir una pintura por un dibujo. Llega incluso a prescribir el verso rimado para las comedias, práctica a la que él mismo se adhirió casi siempre. Apoya esta opinión diciendo que las comedias en prosa de Molière fueron puestas en verso después de su muerte, y que esa era la presentación que se había puesto de moda, ignorando, o prefiriendo ignorar, el hecho de que eso sólo había registrado cierto éxito con una de ellas, y no de las más importantes, Don Juan, o El convidado de piedra. En un pasaje posterior de su discurso, Voltaire admite que algunas de las reglas a las que estaban sometidos los dramaturgos franceses, como la de no mostrar cadáveres en el escenario, o la de no hacer hablar a más de tres personajes en una escena, eran cuestiones de gusto y, hasta cierto punto, arbitrarias, pero considera intocables las tres unidades, a las que llama las reglas fundamentales del teatro. Esas reglas se habían hecho remontar, erróneamente, a Aristóteles y habían sido impuestas al teatro francés por Corneille. La defensa que de ellas hace Voltaire está cargada de retórica: «Sería tonto y estéril más allá de la longitud de tiempo y espacio que le corresponde. Preguntad a cualquiera que haya acumulado demasiados acontecimientos en una obra cuál es la razón de esa falta; si es honesto, os dirá que le faltó la destreza para llenar su obra con una sola trama; si necesita dos días y dos ciudades para su acción, creedme: eso es porque no fue lo bastante inteligente para confinarla en el espacio de tres horas y en el recinto de un palacio, como como exige la verosimilitud.» verosimilitud.»
Considerando probado que, como escritor de tragedias, Voltaire se sometió a sí mismo a constricciones innecesarias, de ello no se sigue que sus tragedias fueran malas. Racine produjo obras maestras observando todas las convenciones que Corneille había impuesto al teatro francés. Voltaire y muchos de sus contemporáneos creyeron que lo
mismo era válido para ellos, pero se equivocaban. Las tragedias de Voltaire eran melodramas y han perdido cuerpo. Aparte de El huérfano de la China, la única de las tragedias de Voltaire que ha merecido los honores de la representación en la escena parisina durante este siglo ha sido Zaire. Las tragedias de Voltaire estaban llenas de episodios, tendían a echar sutiles pullas a la ortodoxia, la versificación no era inflexible, encajaban en el estilo dramático declamatorio que entonces estaba de moda. Como señala Lytton Strachey, comentando Mérope: «Su brillo no era efecto de un fuego interno, sino de una cierta destreza en la construcción; por usar nuestra moderna fraseología, Voltaire era capaz de maquillar su falta de genio con un amplio conocimiento de la “técnica” y grandes dosis de “atrevimiento”». Es un veredicto justo sobre las tragedias de Voltaire en su conjunto. Voltaire juzgó primordialmente a Shakespeare como autor de tragedias aunque había tenido la oportunidad de ver al menos dos de sus obras teatrales, La tempestad y Las alegres comadres de Windsor , mientras estaba en Londres. Los autores que menciona en su carta sobre la comedia (Carta XIX: «Sobre la Comedia») son Thomas Shadwell, a quien Dryden satirizaba y Voltaire encontraba simplemente vulgar, pese a ser poeta laureado de 1688 a 1692, William Wicherley, Sir John Vanbrugh, William Congreve, Sir Richard Steele y Colley Cibber, otra extraña elección como poeta laureado, cargo éste que Voltaire consideraba ridículo pero altamente provechoso. Colley Cibber lo ocupó de 1730 a 1758. Entre esos escritores, Voltaire dio con razón un puesto de honor a Congreve, que había muerto precisamente en 1728, casi treinta años después de la aparición de The Way of World , la última y más conocida de sus obras teatrales, aunque no fue acogida con un éxito tan inmediato como Love for Love. Voltaire decía que Congreve había observado con rigor las reglas del teatro, lo cual no es verdad si entre éstas se cuenta la unidad de lugar. La única obra de la que Voltaire hizo un resumen en esa carta es The Plain Dealer , de Wycherley, que él creía que estaba inspirada en El misántropo de Molière. Señaló, jocosamente, que una imitación del Tartufo de Molière no podía tener éxito en Inglaterra, debido a la falta de hipócritas religiosos. Para que hubiera quienes aparentaran piedad, tenía que haber personas auténticamente piadosas, y en Inglaterra apenas había alguna. Por otro lado, en cambio, gracias a su filosofía, su libertad y su clima, había más misántropos que en el resto de Europa. Voltaire mismo escribió una versión abreviada de The Plain Dealer , titulada La Prude, que se representó en 1747, no en la Comédie Française, sino en el teatro privado de la duquesa, en Sceaux, con el propio Voltaire y Madame du Châtelet en los papeles principales. Es quizá la más vivaz de las comedias de Voltaire, lo que no es mucho decir. Obra teatral de Wycherley en la que Voltaire detectó la influencia de Molière era The Country Wife. Él la relacionaba con La escuela de las mujeres de Molière, aunque la libertad de que gozaban los dramaturgos durante el reinado de Carlos II le permitía hacer
un uso de la sal gorda que Molière tenía vedado. Aunque pensaba que sus argumentos eran inferiores a los de Wycherley, Voltaire encontraba aun más divertidos los de Vanbrugh. Además de autor de The Provok´d Wife, Vanbrugh fue también el arquitecto del palacio de Blenheim, del duque de Malborough, que en aquella época se consideró desproporcionadamente grande. Voltaire citó en prosa su epitafio de Vanbrugh, escrito por un tal doctor Evans: Del difunto Sir John Vanbrugh, lector, admira debajo de esta losa la casa de arcilla. Descansar deja tu peso sobre él, tierra, él que tantas cargas pesadas te impusiera.
Sapii ens Tras una carta encomiástica del conde de Rochester, de cuyo H omo Sap Voltaire había proporcionado una traducción muy libre, y de Edmund Waller, un poeta a quien también admiraba el doctor Johnson ―era é sta una de las pocas opiniones que compartía con Voltaire; la otra era su común convicción del carácter fraudulento de Ossian―, (Carta XXI: «Sobre el conde de Rochester y el Sr. Waller») Voltaire procedía a rendir tributo (Carta XXII: «Sobre el Sr. Pope y algunos otros udi br as, del que tradujo libremente una poetas famosos») a Samuel Butler por su H udi selección, reduciendo sus cuatrocientos primeros versos a ochenta; a Jonathan Swift, con quien comparaba a Rabelais en detrimento de este último; y sobre todo a Alexander Pope, traduciendo libremente, una vez más, un pasaje de The Rap R ape e of the Lock . Consideraba, con razón, a Pope, que vivió hasta 1774, como el poeta inglés más destacado en la época en que se redactó la carta. Por ser católico romano, Pope no podía ocupar cargos en Inglaterra, pero Voltaire citaba la cuantiosa suma de dinero que Pope recibió por su traducción de Homero como un ejemplo de la mayor atención que se prestaba a las artes y las ciencias en Inglaterra que en Francia. Así, por ejemplo, Addison era un secretario de Estado, Congreve disfrutaba de la sinecu sinecura ra de la Secretaría para Jamaica, Swift tenía su deanato en Irlanda, Newton no le debió a su sobrina el tener un magnífico funeral, oyal So Socie cietty llevando su ataúd al entierro en la con destacados miembros de la R oyal abadía de Westminster. Lo que más impresionó a Voltaire fue el honor que en Westminster se le concedió también a la actriz Mistress Oldfield. Comparó eso con la negativa francesa a que Adrienne Lecouvreur tuviese siquiera un entierro decente. El entusiasmo de Voltaire por la protección dispensada en Inglaterra a las artes llegó al extremo de permitirle excusar el salvaje castigo infligido por la Real Inquisición, durante el reinado de Carlos I, a William Prynne, un abogado que fue condenado dos veces a la picota y a perder ambas orejas, amén de pagar una cuantiosa multa al rey y ser encarcelado, todo por la publicación de su Histrio-Mastyx, descrito por David Hume como «un interminable cuarto millar de páginas»:
Su propósito confesado era denigrar las obras escénicas, las comedias, los interludios, la música, la danza: pero el autor aprovechó igualmente para clamar contra la caza, los festivales públicos, las fiestas de navidad, las hogueras y los árboles de mayo. 19
Voltaire podría haber tenido una opinión diferente si hubiera sabido o recordado que parte del delito de Prynne consistía en atacar al arzobispo Laud, pero aun eso es dudoso, pues se mofaba de Prynne por creer que sería condenado si llevaba una casaca en vez de una chaqueta corta y por su supuesto deseo de ver cómo media humanidad exterminaba a la otra media a la mayor gloria de Dios. Hume, como siempre, se mostró juicioso y humano: Este mismo Prynne era un gran héroe entre los puritanos; y fue sobre todo con el fin de mortificar a dicha secta por lo que, aun teniendo una profesión respetable, fue condenado por la Real Inquisición a un castigo tan ignominioso. Los puritanos extremistas se distinguían por el desabrimiento y austeridad de sus maneras y por su aversión a todo placer y forma de vida social. Infundirles mejor humor era sin duda, tanto en interés suyo como del público, una intención loable por parte p arte de la corte; pero que la picota, las multas y la cárcel sean expedientes adecuados para ese fin es algo que resulta discutible. 20
Voltaire concluye la primera edición de sus Cartas filosóficas con algunas observaciones sobre los respectivos méritos de las academias francesa y británica («Carta XXIV: Sobre las academias»). Escribía que los ingleses tuvieron una Academia de Ciencias mucho antes que los franceses, aunque en realidad el intervalo fue sólo de seis años, ya que la Royal Society se fundó en 1660 y la Académie des Sciences en 1666. Aun admitiendo sin reparos que las Memorias de la Royal Society daban testimonio de una lista realmente impresionante de descubrimientos, Voltaire reprochaba a la institución que fuera demasiado indulgente en sus condiciones de admisión. Si el motivo de ese reproche era cierto, no lo es menos que, en la época en que escribió Voltaire, ya se había corregido. Criticaba también a la Royal Society por no limitar la participación en ella a los científicos y admitir también a los amantes de las artes, así como por exigir a sus miembros que cotizaran por serlo en lugar de pagarles a ellos. Aunque criticaba a la Academia Francesa por no publicar nada, salvo los discursos de investidura de sus miembros, dedicados a ensalzar a sus predecesores, el cardenal Richelieu y Luis XII, Voltaire consideraba una pena que Inglaterra no tuviera nada semejante. Decía que, en tiempos de la reina Ana, se había hecho la propuesta de fundar una academia de la que habrían formado parte hombres de letras tan eminentes como Swift, Prior, Congreve, Dryden, Pope y Addison, pero que la repentina muerte de la reina, seguida del traspaso del poder de los conservadores a los liberales, que propusieron propusiero n ahorcar a los patrocinadores del proyecto, resultó fatal para éste. Los patrocinadores patro cinadores en cuestión eran Robert Harley, primer 19 David
Hume, The History of England , Londres, 1825, vol. VI. Los «árboles» o «postes de mayo» eran troncos adornados en torno a los que los campesinos festejaban el 1.° de mayo. 20
Ibid.
conde de Oxford y Lord Bolingbroke, ninguno de los cuales fue ahorcado finalmente, aunque Harley fue encarcelado en la Torre de Londres y Bolingbroke, como hemos visto, gozó más que sufrió, un período de destierro en Francia, pero su proyecto se hundió con ellos y nunca fue recuperado. Cuando Inglaterra tuvo una Royal Academy, en 1768, su único fin era el de fundar una escuela nacional de pintura, escultura y diseño. Una imitación muy posterior de la Academia Francesa podría considerarse la British Academy, destinada a estudiosos de humanidades, que no empezó a existir hasta 1902. En cambio, lejos de limitarse a cuarenta, el número de sus miembros ordinarios pasaba, en el último censo, de ciento cincuenta. Por ello considero más exacto concluir que todavía no existe un equivalente británico de la Academia Francesa.