El Dipló: ¿Dónde va la cólera?
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Edición Nro 203 - Mayo de 2016
Gustavo Cimadoro (cima-cima-doro.tumblr.com)
EL PASO DE LA ALEGRíA A LA VIOLENCIA Y LA REBELIóN
¿Dónde va la cólera? Por Georges Didi-Huberman* La cólera se encuentra en distintos hechos históricos mundiales, desde la Revolución Francesa hasta la Marcha sobre Roma. El autor analiza esta especie de fuerza transformadora desde el punto de vista psicológico y social. ay “cóleras santas”, cóleras justas. Pero ¿cómo discernir lo justo de una cólera, o el acto de justicia que reivindica? ¿Cómo aceptar las rebeliones y los arrebatos pasionales que siempre suponen? ¿Cómo legislar sobre la cólera? ¿Qué queremos decir cuando decimos que son legítimas? ¿Qué sería pues el derecho a la rebelión?
Una mirada psicológica
En 1795, se publicó en Jacquot, en París, un fascículo Insurrection en faveur des droits du peuple souverain. Llevaba Por Georges Didi-Huberman*
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como epígrafe este artículo, el trigésimo quinto de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen (1793): “Cuando el gobierno viola los derechos del Pueblo, la insurrección es para el Pueblo y para cada porción del Pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”. En ese momento –o sea en 1792 y 1793–, los “Enragés” de la Revolución Francesa publicaban escritos, peticiones y panfletos que finalmente fueron reunidos bajo el título Notre patience est à bout. Mucho más tarde, en el Congreso Anarquista Internacional de Ámsterdam de 1907, durante la anteúltima sesión, Emma Goldman se levantó y propuso a la asamblea la adopción de un texto en favor del derecho de revuelta. Allí leyó la declaración siguiente que su camarada Max Baginski había firmado con ella:
“El Congreso Anarquista Internacional se declara en favor del derecho de revuelta tanto de parte del individuo como de parte de la masa en su conjunto.
”El Congreso considera que los actos de revuelta, sobre todo cuando son dirigidos contra los representantes del Estado y de la plutocracia, deben ser considerados desde un punto de vista psicológico. Son los resultados de la impresión profunda causada sobre la psicología del individuo por la presión terrible de nuestra injusticia social.
”Se podría decir, como regla, que únicamente el espíritu más noble, el más sensible y el más delicado está sujeto a profundas impresiones que se manifiestan por la rebelión interna y externa. Tomados desde este punto de vista los actos de rebelión pueden ser caracterizados como las consecuencias socio-psicológicas de un sistema insoportable; y como tales, estos actos, con sus causas y sus motivos, deben ser comprendidos antes que elogiados o condenados. ”Durante los períodos revolucionarios, como en Rusia, el acto de rebeldía, sin considerar su carácter psicológico, tiene un doble fin: minar la base misma de la tiranía y despertar el entusiasmo de los tímidos. [...]
”El Congreso, al aceptar esta resolución, expresa su adhesión al acto individual de rebeldía y su solidaridad con la insurrección colectiva” (1).
Sometida a votación, esta declaración fue aprobada por unanimidad. Y, sin embargo, no deja de sorprender el “punto de vista psicológico” que asumía de entrada. ¿Qué tiene que ver la decisión política con “el espíritu más sensible y más delicado en tanto que sujeto a profundas impresiones”? Pero la cólera mencionada por Emma Goldman remite a un “sistema insoportable” –un estado de hecho histórico y político– que su reacción subjetiva, aun colectiva, torna evidente. Hay pues cóleras históricamente justas, “justas cóleras políticas”. Se podría incluso considerar que la primera crónica político-militar de Occidente, en el siglo VIII a. C. –hablo, por supuesto de Homero y de La Ilíada– lleva, en el principio de su primera frase, la palabra “cólera”: “Canto, diosa [Musa] la cólera [mènin] de Aquiles...”.
En un libro llamado Colère et temps –libro cuyo título original, Zorn und Zeit, juega polémicamente con el Sein und Zeit de Heidegger–, Peter Sloterdijk propuso un análisis “político-psicológico” de la civilización occidental, nada menos (2): de Homero a Lenin, la cólera sería lo que emociona y mueve a las sociedades. Salvo que, dice, el destino de esta cólera, más allá de la “explosión simple” en que ella consiste fundamentalmente, sea encontrar su forma sólo en un “proyecto”. Pero cólera más proyecto, ¿no proporcionan solamente venganza y resentimiento? Es como si la cólera únicamente encontrara su “economía política” en eso que Sloterdijk llamará para terminar, con indudable cinismo, el “banco mundial de la cólera” que, a sus ojos, representa el propio proyecto revolucionario, con Lenin y Mao Zedong como “empresarios de la cólera”, mientras que los “pequeños portadores” serán todos tragados en ese gigantesco “fondo monetario” de los deseos de emancipación...
Por Georges Didi-Huberman*
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La impresión que se obtiene de esta descripción muy general es que la cólera, apenas reconocida en su potencia histórica, se ve pronto refutada, ya que es reducida a los negros designios o los negros destinos –venganza, resentimiento, paranoia– que la canalizan fatalmente. ¿Adónde va, pues, la cólera? La tradición filosófica parece responder que no anda bien en ningún caso. Es por eso que no encontramos ninguna huella de la “cólera” –como tampoco de la “revuelta” o de la “sublevación”– en el Dictionnaire de philosophie politique dirigido por Philippe Raynaud y Stéphane Rials (3). Si bien es cierto que hay una historia filosófica de la revolución, de Immanuel Kant a Karl Marx y otros, no habría en cambio sublevaciones, con sus cóleras “psicológicas” aferentes, sino una serie de crisis anacrónicas. Es como si la propia cólera contribuyera a profundizar la diferencia y, enseguida, la oposición, entre revolución y revuelta, como bien lo expresó Alain Rey en el plano de la historia semántica (4).
Entre la alegría y la parodia
Sería competencia de una antropología política pensar la cólera operando en las actitudes de las sublevaciones: pensar la potencia intrínseca de su movimiento antes que postular su proyecto en el orden de las relaciones de fuerzas o de las cuestiones de poder. ¿No cabe imaginar una fenomenología de las cóleras políticas? Algunos sociólogos, tales como Jean Baechler (5), Vittorio Mathieu (6) o Daniel Cefaï (7) e historiadores como Haim Burstin (8) (sobre los “sans culottes” de 1789) o Louis Hincker (9) (sobre los “ciudadanos-combatientes” de 1848) lo han intentado. Pero eso supone un punto de vista transversal en las construcciones historiográficas y filosóficas estándar, como se lo ve, por ejemplo, en el comentario inédito de Georges Bataille al libro Humanisme et terreur de Maurice Merleau-Ponty: “Hay un punto de vista más general, que Hegel indica (sin desarrollar), y que la angustia priva a Merleau-Ponty. Pero supone una adhesión tan completa a nuestra situación humana que de alguna manera se entra en la convulsión misma” (10).
Bataille, a través de estas palabras, indicaba un movimiento de exceso que el genio hegeliano, según él, había dejado entrever: cuando el pensamiento mismo monta en cólera sin ceder nada de su consistencia y de su rigor. Este es un punto de vista anarquista, sin duda alguna. No por casualidad, los textos de Mijail Bakunin, reunidos por Etienne Lesourd según Gregori Maximov bajo el título Théorie générale de la révolution, no vacilan en construir algo como una equivalencia antropológica entre el acto de pensar y el de sublevarse ( 11). Las “dos facultades preciosas” y concomitantes acordadas a la especie humana, se lee en esos textos, serían entonces “la facultad de pensar y la facultad, la necesidad de rebelarse”:
“El hombre no deviene realmente hombre, no conquista la posibilidad de su desarrollo y de su perfeccionamiento interior sino a condición de haber roto, en alguna medida por lo menos, las cadenas de esclavo que la naturaleza hace pesar sobre todos sus niños. [...] El hombre se emancipó, se separó de la animalidad y se constituyó como hombre; comenzó su historia y su desarrollo propiamente humano por un acto de desobediencia y de ciencia, es decir, por la rebelión y por el pensamiento”.
En las mismas páginas, Bakunin concluye que en suma la rebelión no es sino la otra cara, negativamente expresada, de lo que la palabra “gozo” designa positivamente. No es de extrañar, pues, que Bakunin haya atravesado la gran cólera parisina de febrero de 1848 con un sentimiento de “embriaguez” o de “ebriedad” que solo se dice, en general, de las fiestas más alegres, más exultantes:
“Este mes pasado en París [...] fue un mes de embriaguez para el alma. No sólo yo estaba embriagado, todos lo estaban: unos de miedo loco, otros de loco éxtasis, de esperanzas insensatas. Me levantaba a las cinco o a las cuatro de la mañana, me acostaba a las dos, y me quedaba de pie toda la jornada, yendo a todas las asambleas, reuniones, clubs, marchas, paseos o caminatas o demostraciones; en una palabra, aspiraba por todos mis sentidos y por todos mis poros Por Georges Didi-Huberman*
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la embriaguez de la atmósfera revolucionaria.
”Era una fiesta sin comienzo ni fin; veía a todo el mundo y no veía a nadie, pues cada individuo se perdía en la misma muchedumbre incontable y errante; hablaba a todo el mundo sin acordarme de mis palabras ni la de los otros, pues la atención estaba absorbida a cada paso por acontecimientos y objetos nuevos, por novedades inesperadas. [...] Parecía que el universo entero estaba dado vuelta; lo increíble se había vuelto habitual, lo imposible, posible, y lo posible y lo habitual, insensatos”.
En 1871, Julio Vallès describirá a su vez la Comuna de París desde el punto de vista –entre otros– de una suerte de kermesse loca: “¿Estamos en revolución, papá?”, preguntan los niños del vendedor de vino, que creen que se trata de una fiesta (12). Una manera de decir que, en toda rebelión, la propia cólera es fiesta, si uno no se olvida, gracias a la lectura de los etnólogos, que hay también fiestas expiatorias (hechas de llantos colectivos), fiestas fúnebres, fiestas militares, fiestas salvajes, etc. En dos libros sucesivos –Fête et révolte de 1976 y Révoltes et révolutions de 1980–, Yves-Marie Bercé pintó un panorama estremecedor de las prácticas de la cólera social en la Europa prerrevolucionaria (13). La imagen festiva de las rebeliones pertenece sin duda a la mitología que se dan a ellos mismos, en el momento o a posteriori, los actores de cualquier revuelta. Pero sucede también que la fiesta, en tanto que tal, manifiesta bien lo que Bercé llama una “virtualidad subversiva siempre presente”. En un número considerable de circunstancias históricas –por ejemplo el duelo del general Lamarque en Les Misérables de Hugo o el del marino Vakulintchuk de Eisenstein en El Acorazado Potemkin–, la violencia sufrida provoca la fiesta, o al menos esos ritualismos colectivos que van desde el minuto de silencio hasta los gestos de duelo o la procesión detrás de un muerto que reclama justicia.
Ahora bien, la fiesta es intrínsecamente potencia. Incluso es por eso que tiene a Dioniso como divinidad tutelar. Ella transforma la cólera en poder expansivo, incluso en poder de alegría. Transforma el gesto de miedo o de agresión en potencia coreográfica. Es, pues, un operador fundamental para la inversión de todos los valores de la que di eron cuenta las obras más destacadas de Friedrich Nietzsche (14), y más tarde de Florens Christian Rang (15) y de Mijail Bajtin (16 ). En tiempo de fiesta, que es como un “tiempo fuera del tiempo”, la cólera deviene alegría y la violencia, parodia. Sin embargo, escribe Bercé, sigue siendo incontestable “que la fiesta puede ser peligrosa”, en el sentido del peligro más trivial o inmediato sobre las personas. Estudiando los festejos rituales, los desfiles militares, los “alegres tribunales de juventud”, las fiestas de locos, las charivaris, las “colectas rituales” y otras “cabalgatas del asno”, Bercé describió cómo la fiesta no tarda nunca en subvertir los signos del poder, esperando subvertir el poder mismo.
Cuando la multitud del carnaval juzga con gran solemnidad y luego da muerte a una efigie del poder, los procesos jurídicos y policiales están imitados con frecuencia hasta en los menores detalles. Es “en broma”, pero es quizás también un ensayo general de algo que todavía parece impensable o inesperado. Por eso no hace falta gran cosa, si las circunstancias se prestan, para que a la efigie la suceda la misma persona a quien la efigie representaba, a saber, el agente del poder señorial y ya no su simple figura. Los rituales simbolizan acontecimientos, sin duda, pero sucede también que los producen “de verdad”, a través de aquello que Bercé llama entonces “las fiestas transformadas en revueltas”:
“La insurrección estalla un día de fiesta; la alegría se transforma en toma de armas. De la misma manera, el disturbio victorioso termina en fiesta báquica y la multitud danza después de haber puesto en fuga a sus enemigos. Más que del pasaje evidente o posible de la fiesta en revuelta, sería más exacto hablar de intercambio, pues la ambigüedad de los relatos impide establecer el sentido del pasaje, impide indicar si la fiesta o la revuelta precedían en el acontecimiento. La proximidad de la tradición y de la violencia, la actualización de los desbordes acostumbrados, la intrusión de las tensiones sociopolíticas en el calendario de las fiestas, todo eso merece un inventario muy preciso de casos, en los que se pueda hacer la división de los encuentros fortuitos o bien de las consecuencias ineluctables de un tipo de hechos Por Georges Didi-Huberman*
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sobre otra categoría de hechos. Se trata, en el fondo, de interrogarse sobre las relaciones de la tradición instituida, ritualizada, con el acontecimiento, la crónica política”.
No hay quizás nada mejor que una fiesta tradicional –admitida por todos, por lo tanto permitida por el gobierno– para transmitir los deseos, incluso las consignas de una rebelión. Durante los dos siglos que precedieron la Revolución Francesa, las fiestas se utilizaron políticamente en dos sentidos contrarios: para asentar o para disminuir el poder instalado. Por ejemplo, “la aparición precoz, en los carnavales de las ciudades suizas, de alusiones políticas y de alegorías moralizadoras anunciaba una ruptura con las fiestas tradicionales” en ese gran movimiento de la Reforma cuyos “volantes” ilustrados con forma de animales monstruosos ha estudiado el historiador del arte Aby Warburg. Bercé, por su parte, ha examinado con atención convincente la inversión de géneros, en ocasiones en que los atributos del carnaval se vuelven emblemas de revuelta: así el 27 de febrero de 1630, en la segunda semana de cuaresma, fue también el primer día de una sublevación de vineros de Dijon, y su conductor estaba vestido, para la circunstancia, con la apariencia del rey del Carnaval. En otros lugares, los alborotadores –como el 26 de febrero de 1707 en Montmorillon, al término del período de carnaval –se disfrazaron de mujeres, con gorros y polleras, armados de grandes cuchillos como en el arte culinario pero que, en el momento, servían también de armas con fines de reivindicaciones sociales.
De la fiesta a la violencia
Y es así como la fiesta engendra la violencia actuada, por un movimiento recíproco –una “inversión energética”, habría dicho Warburg– al duelo experimentado como consecuencia de una violencia sufrida. Pero la violencia actúa en todos los sentidos: no es ni un valor ni un no-valor en sí misma. En su libro Révoltes et révolutions dans l’Europe moderne, Bercé relata un número suficiente de casos como para que se comprenda la complejidad de los devenires en que puede bifurcar cualquier sublevación. Una sublevación se alza: brota, desborda al principio. Es un acontecimiento extraordinario, imprevisible. Pero ¿después? Después puede dispersarse por sí misma, disiparse sola como las cenizas de un fuego de artificio. O bien puede ser aplastada por la autoridad a la cual se había opuesto demasiado espontáneamente. En muchos casos, termina por ser canalizada, es decir contenida, desviada, negada en su propio surgimiento. Cuando la revuelta se vuelve organizada o jerarquizada, a menudo quiere decir que está sometida a los fines de algún aparato de poder y que termina en la sumisión a él, de cualquier signo que sea. O bien se pierde al ser desviada, orientada hacia un objetivo que no era el suyo al principio.
Sabemos que en 1905, durante las grandes sublevaciones en Rusia, el ministro del zar, Viatcheslav Plehve, se vanagloriaba de desviar la cólera del pueblo hacia las comunidades judías de manera, decía, de “ahogar la revolución en la sangre judía”. Fue la época siniestra en que se compusieron los Protocolos de los Sabios de Sión y en que se cometieron terribles pogromos bajo la férula de las Centurias Negras, las milicias de extrema derecha cuyas prácticas (e incluso el famoso emblema de la pequeña calavera sobre un fondo negro) imitarían más tarde las SS alemanas. Lo que describe Bercé para períodos mucho más antiguos no demuestra quizás un cinismo semejante; en todo caso, el mismo procedimiento de desvío de la cólera se practica cuando a la soberanía de la fiesta y a la legitimidad de la revuelta sucede lo que Bercé llama fenómenos de chivos emisarios y de “xenofobia purificadora”, que supuestamente aseguran, dice, un “refuerzo del sentimiento de cohesión y de identidad colectiva”.
“En esta determinación purificadora, los chivos emisarios, pecadores públicos, como lo eran los empleados en la recolección de la gabela, los usureros o los no-cristianos, parecían víctimas designadas. Los extranjeros, los judíos eran el blanco privilegiado de tales desenfrenos. La xenofobia alcanzaba a los grupos socialmente aislados, ostensiblemente diferentes, de fácil acceso y de sólida posición económica, acreedores o competidores. El anuncio de una desgracia imputada a ese grupo (origen de una epidemia, pérdida de buque, sacrilegio) acarreaba la venganza popular. La novedad de la toma de barcos marselleses provocaba la masacre de una embajada turca que residía entonces en Por Georges Didi-Huberman*
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Marsella (20 de marzo de 1620). En 1708, marineros ingleses eran degollados en Edimburgo por razones parecidas. En Londres, la obsesión de un complot papista suscitaba periódicamente cazas de irlandeses. El bajo pueblo romano atacaba a los españoles acusados de secuestrar a jóvenes para sus ejércitos. Una masacre de dos mil judíos en Lisboa, el 19 de abril de 1506, sobrevino cuando la ciudad estaba amenazada de peste”.
¿No habría otro destino para la cólera de los pueblos más que la sumisión de un lado y el resentimiento del otro? Es verdad que un libro como el de Barrington Moore sobre Les Origines sociales de la dictature et de la démocratie incita a pensar que los levantamientos han engendrado indistintamente lo peor y lo mejor (17). Es verdad, también, que entre 1792 y 1795 surgieron, en todo el oeste de Francia, lo que Jacques Godechot llamó “insurrecciones contrarrevolucionarias” (18). O bien que el origen del fascismo, entre 1885 y 1914, se ubica en la perspectiva de lo que Zeev Sternhell (19) denominó rigurosamente una “derecha revolucionaria” que llamaba –como lo hacen también ciertos movimientos de extrema izquierda– a un levantamiento contra todo sistema democrático, ya fuera bajo la forma de un golpe de Estado (como en el caso, estudiado por Sternhell, de las revueltas nacionalistas de 1899 en Francia) o de lo que Ernst Jünger llamaría pronto la “movilización total”, fundamento de esta “revolución conservadora” bien analizada, entre otros, por Enzo Traverso. Queda claro, leyendo la obra reciente de Emilio Gentile Soudain, le fascisme, que la marcha sobre Roma puede comprenderse como una auténtica insurrección antiestatal inmediatamente convertida en dictadura fascista.
Esto significa, en todo caso, que tenemos que prevenirnos de que las palabras “levantamiento”, “insurrección” o “revuelta” puedan de ninguna manera dar la clave –como palabras mágicas– para todo lo que se refiere a los deseos de emancipación y, en general, a la constitución del campo político. Sobre este tema estamos bien lejos de su comprensión cabal (la modestia es pues indispensable). ¿Adónde va entonces la cólera? Es una pregunta que no depende unilateralmente de la potencia que desate su surgimiento. Es una cuestión dialéctica, o que apela a una respuesta dialéctica. Bertolt Brecht nos da una visión a la vez muy simple y muy sutil cuando, en su Journal de travail, reflexiona –con fecha 28 de junio de 1942– sobre la paradoja de que “el odio no es especialmente necesario para la guerra moderna” (20), ¿Dónde va la cólera en los totalitarismos guerreros? “El fascismo”, responde Brecht, “es un sistema de gobierno capaz de someter a un pueblo a tal punto que se puede abusar de él para someter a otros”. Y no vamos a decir que sólo se trata de historias pasadas.
1. Claude Guillon, “Notre patience est à bout. 1792-1793, les écrits des Enragé(e)s”, IMHO, París, 2009. 2. Peter Sloterdijk, Colère et temps. Essai politico-psychologique, Maren Sell, París, 2007. 3. Philippe Raynaud y Stéphane Rials (dirs.), Dictionnaire de philosophie politique, Presses Universitaires de France, París, 2012 [1996]. 4. Alain Rey, “Révolution”: histoire d’un mot, Gallimard, París, 1989. 5. Jean Baechler, Les Phénomènes révolutionnaires, Presses Universitaires de France, París, 1970. 6. Vittorio Mathieu, Phénoménologie de l’esprit révolutionnaire, Calmann-Lévy, París, 1974. 7. Daniel Cefaï, Pourquoi se mobilise-t-on?? Les théories de l’action collective, La Découverte-MAUSS, París, 2007. 8. Haim Burstin, L’Invention du sans-culotte. Regards sur Paris révolutionnaire, Odile Jacob, París, 2005.
Por Georges Didi-Huberman*
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9. Louis Hincker, Citoyens-combattants à Paris, 1848-1851, Presses Universitaires du Septentrion, Villeneuve-d’Ascq, 2008. 10. Georges Bataille, “Sur Humanisme et terreur de Maurice Merleau-Ponty” (1947), Les Temps modernes, n° 629, París, noviembre de 2004 - febrero de 2005. 11. Mikhaïl Bakunin, Théorie générale de la révolution (1868-1872), Les Nuits rouges, París, 2008. 12. Jules Vallès, L’Insurgé (Jacques Vingtras, III), Gallimard, París, 1975 [1886]. 13. Yves-Marie Bercé, Fête et révolte. Des mentalités populaires du XVIe au XVIIIe siècle, Hachette Littérature, París, 1976. 14. Friedrich Nietzsche, La Naissance de la tragédie. Œuvres philosophiques complètes, I-1, Gallimard, París, 1977 [1872]. 15. Florens Christian Rang, Psychologie historique du carnaval, Editions Ombres, Toulouse, 1990 [1909]. 16. Mijail Bajtin, L’Œuvre de François Rabelais et la culture populaire au Moyen Age et sous la Renaissance, Gallimard, París, 1970. 17. Barrington Moore Jr., Les Origines sociales de la dictature et de la démocratie, La Découverte, París, 1983 [1969]. 18. Jacques Godechot, La Contre-révolution. Doctrine et action, 1789-1804, Presses Universitaires de France, París, 1961. 19. Zeev Sternhell, La Droite révolutionnaire, 1885-1914. Les origines françaises du fascisme, Seuil, colección “L’Univers historique”, París, 1978. 20. Bertolt Brecht, Journal de travail (1938-1955), L’Arche, París, 1976.
* Filósofo. Traducción: Florencia Giménez Zapiola
Por Georges Didi-Huberman*
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