Derrida y el psicoanálisis:¿quién es el dueño de la carta robada? Mónica B. Cragnolini Publicado en CRAGNOLINI, M., Derrida un pensador d el resto , Buenos Aires, Ediciones La Cebra, 2007.
Las relaciones de Derrida con el psicoanálisis han sido consideradas, a veces, como relaciones conflictivas. Desde mi punto de vista, esa relación conflictiva ha sido una larga relación amorosa, en una consideración “nietzscheana” del amor, como esa constante tensión de acercamiento y distancia que permite preservar el carácter de alteridad — y extrañeza — del otro. Cuando el amor es vivido de esta manera, las “relaciones” no pueden transitar el camino del aquiescente aseguramiento del amor identificador, que nada pone en cuestión. No es el de Derrida una suerte de amor “familiar” por el psicoanálisis, ese amor familiar que, en el respeto al padre, a la voz de la autoridad, repite los gestos y los dichos del padre fundador y repudia todo movimiento de separación o diferencia. Tampoco es su actitud la del que odia de manera furibunda todo el campo disciplinario del psicoanálisis y sus consecuencias institucionales conocidas, tantas veces repudiadas. No, Derrida “ama” el psicoanálisis, porque la deconstrucción tiene muchos aspectos en común con el mismo. Estos aspectos en común se relacionan con consignas de ejercicio del pensamiento, y no con “certezas” o “verdades” a sostener para mantener la certidumbre de la disciplina. Y digo bien, “ejercicios del pensamiento”, porque, bien mirado, el psicoanálisis es, en buena parte, parte, un ejercicio del pensar. Que Qu e ese ejercicio haya ha ya devenido dev enido en verdades que a veces se tornan intocables para muchos psicoanalistas, no es, como comúnmente se dice, “otra cuestión”: es, también (y creo que aquí, fundamentalmente, vienen las distancias) parte del psicoanálisis, de los modos en que necesita afirmarse en la institucionalización, con su creación de jerarquías, lugares, prestigios y nombres. Se ha señalado más de una vez que “la deconstrucción es el psicoanálisis de la filosofía”, y en esta expresión existe algo que remite a una operatoria que en algunos
puntos, acerca ambos ejercicios de pensamiento. El análisis se relaciona semánticamente con el desanudamiento, y el término griego analuein — señala [i] Derrida — también significa “disolver el vínculo” . Por ello, el análisis guarda una proximidad semántica con el solvere latino, que supone la idea de absolución, solución, liberación. La deconstrucción, en parte, está movida por una pasión “analítica” que deshace, desconstituye, desedimenta ideas, doctrinas, instituciones, posiciones. La deconstrucción es ese movimiento crítico y analítico en el campo del pensamiento occidental que “solicita” (hace temblar) las estructuras demasiado seguras de sí mismas, evidenciando las fisuras. La deconstrucción entonces, también “desliga”, “disocia”, en una tarea genealógica que, siguiendo las huellas nietzscheanas, no accede al “origen verdadero”, sino que muestra la insignificancia de todo origen. Y tal vez en este punto se encuentra una de las claves del “distanciamiento” antes aludido: mientras que para la deconstrucción, en la noción de huella de huella, el origen carece de valor, pareciera que para el psicoanálisis lo “originario” tiene un valor considerable, ya sea como “principio explicativo”, ya sea como “principio fundador”. La noción de huella implica un cierto desplazamiento con respecto a la metódica freudiana[ii]. En la deconstrucción, la idea de huella significa la crítica a todo origen: en el principio no hay origen (no hay padre, no hay logos , ni ley, ni norma) sino huella que no remite a ningún origen, huella de huella. Esta idea “quiebra” la metafísica de la presencia, que pensada en términos de la subjetividad (la metafísica moderna) implica la constante presencia a sí del sujeto en el teatro representativo de la conciencia. Evidentemente, la noción freudiana de inconciente pone en crisis esta “constante presencia a sí”, haciendo evidentes esos “lugares” (sueño, lapsus, etc.) en los que la presencia muestra sus fisuras, sin embargo, para Derrida el psicoanálisis sigue operando en términos de la metafísica de la presencia (y en esto, la remisión a lo “originario” antes indicada, a la “mitología de las pulsiones” es un elemento clave a tener en cuenta). La relación “de amor” que Derrida mantiene con el psicoanálisis consiste entonces en llevar hasta sus límites ciertos presupuestos que siguen ligando al mismo a la metafísica de la presencia. La remisión a lo originario se hace visible también en ciertos aspectos de la “posesión de la carta robada”, que, de algún modo, remite a la pregunta acerca de quién es el padre (y por ende, la autoridad) en la problemática del psicoanálisis. Quien tiene “la carta” tiene “carta libre” para ser la autoridad que determina lugar es, jerarquías y demás. “Por amor a Lacan” se titula la conferencia de Derrida en el coloquio L acan con los fi lósofos , organizado por el Colegio Internacional de Filosofía en 1990. Extraño “amor” a un hombre con quien tuvo pocos, poquísimos contactos cercanos, pero muchas cercanías textuales. Cercanías negadas, a veces, por Lacan. Más allá de la conferencia de Derrida, que testimonia este “amor en la distancia” aludido al inicio, lo que me interesa destacar es una cuestión que creo atañe a ciertas modalidades de “posesión” de la carta robada, que hacen patentes otras distancias de la deconstrucción con respecto al psicoanálisis. Lo llamativo de esta cuestión es que, en
el coloquio, la aparente problemática de la posesión partió de las objeciones de un filósofo. El coloquio generó un conflicto en torno al uso del nombre. Con ironía, Derrida señala que algunos querían “que se haga el muerto”. Cuando a fines de los '80 se comenzó a organizar el encuentro, surgió un desacuerdo en torno al uso del nombre propio “Derrida” en el título de la ponencia de René Major. Una carta de Alain Badiou[iii] dirigida a Major testimonia su malestar por la presencia del nombre de un “filósofo vivo” en su trabajo, titulado “Desde Lacan: ¿existe un psicoanálisis derridiano?”. Un “desde” que es también “a partir de”, “después de”, y “con”, seguido del significante “Derrida”: ¿cuál era el “peligro” de esta asociación? Como pareciera pretender Badiou (y de allí venía su objeción) se trataba de “borrar” el nombre del título, para evitar “que el único contemporáneo vivo” que permitiera marcar el lugar “desde” Lacan fuera Derrida[iv]. La intervención de Derrida era la conclusiva del coloquio, y Badiou deseaba evitar que “saturara el significado de todos los trabajos”. Major decidió, entonces, titular su trabajo “Desde Lacan: ----”, es decir, colocó una raya allí donde debería estar el nombre. La discusión siguió en torno a la publicación , a la “hegemonía” que se le daba a Derrida, etc. Por eso el texto se publicó de las Actas con un “Postscriptum” en el que escriben Badiou, Derrida, Lacoue-Labarthe y Major, explicando las razones de su actuar. Este hecho —que puede parecer “accesorio” a la problemática que estoy desarrollando — patentiza ese aspecto de “posesión de la carta” (y por ende, de la verdad, y de la autoridad) antes indicado. Más allá de las “justificaciones” señaladas por Badiou para entender su conducta “censuradora del nombre”, la idea de que la “posición” de una intervención en un congreso podría “saturar un significado” está indicando el valor concedido a la presencia, a la voz, a la autoridad, y a las “sucesiones” y herederos. ¿Incluir el “nombre propio” de alguien que está aún “vivo” coloca a este “vivo” en el lugar del “heredero”? René Major quería incluir el nombre de Derrida en su trabajo, ya que el mismo intenta entrecruzar a “Lacan con Derrida”[v] lo que, desde el punto de vista de la filosofía derridiana, no es un esfuerzo a realizar, sino algo que se da, que ya se está dando, y al que, en cierto modo, se contribuye. Y esto, “pese a” o “gracias a” las críticas derridianas al lacanismo, muchas de ellas en relación con las problemáticas que el nombre propio pone en cuestión. Paradójicamente, se podría decir que Lacan constantemente habla en nombre propio, aunque pareciera que muchas veces lo hace en sentido apropiador. Entonces, sin Lacan, a pesar de Lacan, a pesar de la voz lacaniana que elude la escritura — casi un acto de preservación de un ámbito originario y original inexistente — el nombre propio-apropiador de Lacan juega su propio juego de deconstrucción. Este juego de deconstrucción tiene que ver, justamente, con aquella semántica basada en la presencia y en el sentido. La diseminación derridiana se mueve en este terreno: no plurifica sentidos polisémicamente (lo que haría posible pensar en la multiplicidad de escuelas y cofrades que ejercitan, cada uno de ellos, su propio sentido con respecto al sentido originario),
sino que los dispersa, y hasta se arriesga al “no querer decir nada”. El trabajo de deconstrucción de la metafísica de la presencia no implica un mero gesto de transgresión: no se plantea simplemente oponer el grafocentrismo al logocentrismo (ningún centro por oposición a otro centro), ni se le acuerda el derecho primero a la escritura con respecto a la voz. La escritura de Derrida se inscribe en el espacio en que se plantea la cuestión del decir y del querer-decir, por ello, el “no querer decir nada” es el riesgo que hay que correr cuando no existe centro que ordene el movimiento de las diferencias. Pensar la posibilidad de la diseminación en psicoanálisis tal vez pueda significar, desde el punto de vista institucional, una desburocratización, en el sentido de la diseminación del principio, ya sea dador de sentido, ya sea índice de autoridad. Esto significaría que la deconstrucción permitiría colocar al psicoanálisis en ese lugar incierto de los propios límites, insistiendo en ellos. Hay quienes indican que esto puede ser interesante para la “teoría psicoanalítica”, pero no así para la práctica. Pero, ¿se pueden diferenciar discurso y práctica psicoanalítica? En una acepción corriente, se siente la tentación de decir que sí, para la deconstrucción, esa distinción no puede plantearse de manera tan tajante. Precisamente, la deconstrucción deja de ser una mera crítica “ajena a la realidad”, en la medida en que afecta a las instituciones, porque las instituciones tienen un “texto”. Para los que nos dedicamos “profesionalmente” a la filosofía el deconstruccionismo supone una puesta en cuestión de nuestras prácticas habituales y del medio por excelencia en el que las desarrollamos y “desenrollamos”: la universidad. La universidad, determinada por aquella idea kantiana de la totalidad de lo enseñable, le ha dado por mucho tiempo a la filosofía el lugar del fundamento de todo saber, de guardiana y custodia de la verdad de los otros saberes y, por qué no decirlo, del secreto de los mismos. De modo similar, se podría decir del psicoanálisis que tiene una atribución de saber sobre el sujeto o sobre el yo, una instancia de mirada asentada en la verdad que permite saber del sujeto lo que el sujeto no sabe, o permite hacer saber al sujeto lo que él no sabe de sí mismo. Derrida señala que la invención del psicoanálisis es tanto un proyecto de saber, como de práctica y de institución, de comunidad, de familia, de domiciliación, “casa”, o “museo” de archivación[vi]. ¿Qué implica, entonces, la diseminación en esa “casa” psicoanalítica, en los supuestos “depositarios” que se disputan la carta freudiana, o la carta lacaniana? Major señala, en su idea de análisis desistencial, la cuestión de la desistencia constitutiva y destitutiva del sujeto frente a una figura siempre al menos doble: la dislocación del sujeto arrastra una dis-locución del pensamiento que indica la nounicidad de lo impensado o de lo no-sabido que diría un saber inconsciente, la nounicidad de la verdad, su des-instalación. Esto, que puede parecer un llamado a la irresponsabilidad del sujeto es, por el contrario, un llamado a otra responsabilidad: “a lo que responde de su desistencia y de su dislocación”, desestabilizando la función del
sentido o de la verdad[vii]. Hay una voz que interpela y llama a la responsabilidad: Heidegger, en El principio de razón , la : exigencia, caracteriza como Anspruch pretensión, [viii] convocatoria . En el caso antes mencionado de la “institución universidad”, respondemos al principio de razón que nos obliga a “dar razón”, justificamos por . Pero Derrida se pregunta quién es más fiel a la medio de un principio o arkhé convocatoria de la razón, si el que responde a su llamado sin cuestionarlo, o aquel que tiene “oído más fino” e intenta pensar la posibilidad de la llamada misma.
¿Es preciso rendir razón del principio de razón? ¿La razón de la razón es racional? [...] ¿Quién ve mejor la diferencia? ¿Aquel que interroga a su vez e intenta pensar la posibilidad de dicha llamada? O ¿aquel que no quiere oír hablar de una pregunta sobre la razón de la razón?
Tal vez podríamos decir que este último, abocado a la obediencia del principio de razón, no puede salir del esquema de la institución fundada en el mismo. En el psicoanálisis, y en su práctica institucional: ¿cuál es el principio que debe ser cuestionado, para hacer posible la marcha de la deconstrucción, que se realiza, por otra parte, aún independientemente de la voluntad del cuestionador? ¿Cómo se desinstala la razón apropiadora de lo no propio en un discurso cuestionador, desde el vamos, del principio de razón? ¿Qué simulacros de razón son necesarios? La “escena” del poseedor de la carta — y con ello, del secreto, y de la herencia — en el episodio de la censura del “nombre del aún vivo” Derrida es significativa en cuanto a que la misma “pone en acto” aquello que la deconstrucción del psicoanálisis evidencia: el valor concedido a la presencia, a la autoridad y al “lugar” de la misma en la “casa del saber psicoanalítico”. La crítica a Lacan que Derrida lleva a cabo en relación al Seminar io de la Car ta Robada muestra cómo el seminario irrumpe desde el lugar en que se ve todo, devolviendo la carta (la carta de Freud) a su verdadero destinatario, en una suerte de golpe bajo contra la depositaria francesa del legado freudiano, Marie Bonaparte. Pareciera que de algo similar se trató en el coloquio en el que, queriendo mostrar Major las cercanías entre Lacan y Derrida, y queriendo hablar Derrida de su “amor difícil” a Lacan, algunos consideraron que la posesión de la carta estaba en peligro, y trataron de “desviarla”. Esfuerzo inútil, porque las cartas — ya lo señaló Derrida — no siempre tienen destinatario.
[i]
, Paris, Galilée, 1995, pp. 20 ss., versión sistances de l a psychanal yse J. Derrida, Ré española,Resistenci as del psicoanálisis , trad. J. Piatigorsky, Buenos Aires, Paidós, 1997, p. 18. [ii] ..., trad. V. Goldstein, Buenos an a qué Esto lo señala Derrida en J. Derrida-E. Roudinesco, Y m añ Aires, FCE, 2003, p. 185. [iii] Véase la carta y siguientes en Biblioteca del Colegio Internacional de Filosofía, L acan con , trad. E. Cazenave-Tapie, México, 1997, p. 388. losfilósofos [iv] Idem, p. 390. [v] Coloco la expresión entre comillas ya que es el título de un libro de René Major, L acan con , trad. B. Rajlin, Buenos Aires, Letra Viva, 1999. Der r ida: An álisis desistenci al [vi] J. Derrida, M al de archivo , trad. P. Vidarte, Madrid, 1997, p. 13. [vii] , trad. cit., passim . Véase también J. Derrida, “Désistance”, en Psyché . R. Major, L acan con Derri da , ed. cit., pp. 201-238. I nventi ons de l' autre. I I [viii] J. Derrida, en “Les pupilles de l'Université. Le principe de raison et l'idée de Université ”, en Du droit , Paris, Galilée, 1990, pp. 461-498, hace referencia a esta llamada y su relación, en el àla phi losophi e caso de la universidad, con el principio de razón. La cita siguiente está tomada del mismo texto.
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