DE HOMERO A SÓCRATES Invitación a la filosofía
HERMENEIA
60 Colección dirigida por
Miguel García-Baró
MIGUEL GARCÍA-BARÓ
DE HOMERO A SOCRATES Invitación a la filosofía
EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2004
Para mis hijos. En homenaje a las Lecciones preliminares de filosofía, de Manuel Garcia Morente y a la Historia de la filosofía, de Felipe Martínez Marzoa.
Cubierta diseñada por Christian Hugo Martin © Ediciones Sígueme S.A.U, 2004 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España Tlf.: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563 e-mail:
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CONTENIDO
Invitación a la filo so fia ........................................................
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Introducción: Sobre la idea de filosofía.............................
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I. L a TEORÍA DE LA VERDAD ENTRE MlLETO Y ELEA
El primer concepto de la filosofía 1. La verdad como totalidad absoluta de lo r e a l..............
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2. Los principios de la segunda navegación filosófica.... 1.Anaxímenes ................................................................. 2. Jenófanes de Colofón.............................. 3. Heráclito de É feso....................................................... 4. Del mito primitivo al pitagorismo ............................. 5. Parménides y la Escuela de Elea ...............................
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II. L o s SISTEMAS PLURALISTAS Y LA SOFÍSTICA
Un segundo concepto de filosofía 3. Cosmologías pluralistas................................................. 1. Empédocles de A grigento........................................... 2. Anaxágoras de Clazómenas........................................ 3. Demócrito de A bdera..................................................
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4. Más allá de la cosmología: la sofística......................... 1. Protágoras de A bdera.................................................. 2. La segunda generación de sofistas ............................ 3. Los sofistas atenienses contemporáneos de Sócrates................................................................... 4. Apéndice: Sobre el origen de la religión ...................
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Contenido
III.
S ócrates
El tercer concepto de la filosofía 5. Sócrates ............................................................................. 1. El carácter peculiar del problema de la existencia.... 2. La calumnia sobre Sócrates ........................................ 3. La estrategia defensiva de Sócrates frente a la calum nia....................................................................... 4. El porqué de la calumnia ............................................ 5. El discurso que fue Sócrates. En el nacimiento del cuarto concepto de la filosofía: la m etafísica............
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Epílogo ..................................................................................
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índice general.......................................................................
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INVITACIÓN A LA FILOSOFÍA
Nada ha estado más lejos de mi intención que escribir un nuevo tratado erudito acerca de la filosofía de la Grecia arcaica y los pri meros tiempos de su época clásica. Naturalmente he leído, he en señado, he pensado durante años sobre las cuestiones de este pe queño libro; pero en él no quiero más que filosofía dirigida a todos los públicos, verdaderamente elemental y, si se me permite decirlo así, dialogada. Me preocupa cada día más la posibilidad de que el pensamiento filosófico retroceda, sea menospreciado dentro del conjunto de la formación personal y en el equilibrio cultural de la nueva sociedad de la comunicación. Confío en que la verdad bási ca de la vida termina siempre por imponerse, y la vida, para ser hondamente gozada y sufrida, exige reflexión; pero me apena la idea de que llegue a no estar a mano de todo el mundo la oportuni dad de un poco de soledad y labor filosófica, por simple desprecio comercial o por estrategia torpe de la política educativa. El mío es un libro sin pretensiones y, al mismo tiempo, lleno hasta rebosar de ellas. Yo quisiera que lo leyeran los innumerables amigos secretos que tiene por todas partes la filosofía, y sobre to do aquellos que aún no saben que están deseando unas migajas precisamente de filosofía. Este deseo se basa, en primer término, en la certeza del placer profundo, intenso, que comporta el pensar, en la modestísima medida en que tengo de él alguna experiencia. No pretendo remontarme en compañía de mi posible lector a ex traordinarias cimas especulativas, sino nada más que aficionarlo a buscarlas y, junto a él, probar que tal excursión es posible. Pero, en segundo término, yo soy un alumno de Sócrates y como tal sospe cho que la filosofía, si fuera intensamente practicada en el mundo, aportaría un cambio beneficiosísimo a la existencia colectiva del que no cabe apenas una imagen, porque justamente no ha habido nunca una humanidad extensa y profundamente impregnada de los
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Invitación a la filosofía
ideales de la vida filosófica. Entre tantos modelos de humanidad como todavía no hemos conocido, éste es el que más echo de me nos. Y no hay que abandonar la esperanza de que podrá alguna vez abrirse paso a través de las dificultades de la historia. Calcular las posibilidades de éxito es una pérdida de tiempo en todas las em presas importantes, cuando no es algo peor. Simplemente hay que hacer lo que se puede. Y en este caso consiste en escribir (y hablar) lo más claro que quepa acerca de las cosas más hermosas, más in teresantes, más llenas de sentido. No de todas, por supuesto, sino, para empezar, de las más cercanas. De ellas es, desde luego, de las que menos se escribe. Soñemos por un momento en la figura que tendría una socie dad, una humanidad, de discípulos auténticos, sinceros, de Sócra tes. El narcisismo del sofista habría desaparecido; ya no continua ría la pugna horrible entre la verdad y la paz, que hizo escribir a Unamuno nada menos que como lema suyo aquello de que se de be preferir la verdad a la paz (posiblemente, la más desafortunada frase que salió de una pluma que por tantos conceptos es venera ble). La propaganda, como exigía con su maravillosa audacia Si mone Weil, estaría prohibida en absoluto; la insinceridad sería una vergüenza insoportable y otro tanto ocurriría con hablar de más o callar de más. El continuo y desaforado intento de seducir espiri tualmente a los otros, que ha pasado siempre por ejercicio de la fi losofía, cuando sólo es la quintaesencia de la sofistería, se habría por fin apagado. A mí me parece que cualquier mínimo paso que se dé en esta dirección es la política más alta. Con todo el socráti co desparpajo, no pretendo ni espero buscar nunca nada menos.
INTRODUCCIÓN Sobre la idea de la filosofía
1. La filosofía como actitud existencial Hacer filosofía es poner en máxima tensión la inteligencia y aun la existencia toda (la sensibilidad, la memoria, la responsabilidad, la imaginación), para tratar de entrar en contacto con la realidad sin velos ni distancias. Definida así, la filosofía parece un empeño individual y hasta esencialmente solitario; pero sólo lo es por necesidad en sus fases iniciales. En seguida pasa a ser posible y hasta muy deseable que se la viva y se la haga, al menos parcialmente, en diálogo: en el seno de un grupo de amigos que cuenten siempre los unos con los otros y se recuerden mutuamente sus serios deberes para con el conjun to de la sociedad. Al final de este libro veremos cómo justifica Só crates esta transición de la soledad a la amistad. Si para entrar en la vida filosófica hay que poner en tensión máxima las fuerzas de la existencia personal, es debido a que ni es ta tensión ni, por consiguiente, la filosofía son el modo corriente en el que en principio vivimos. Hay que cambiar de actitud para pasar a la filosofía desde otra actitud anterior. Y sería superficial suponer que este cambio dependa de algún capricho. Tiene que so brevenir una crisis poderosa en la vida cotidiana para que se susci te la idea de que puede empezar a ser cambiada la actitud general en la que estamos; no digamos para conseguir de veras cambiarla. Tiene que surgir un instante, mejor dicho, un estado, en el que de manera imprevista se nos hace claro que la vida trascurrida hasta entonces fue vivida desde una actitud empobrecida por alguna ca rencia esencial, de tal modo que este repentino descubrimiento ya no nos permita seguir manteniendo aquella misma forma de vivir con perfecta comodidad, con la total despreocupación a la que está bamos habituados. Vivíamos antes tranquilos; algo ha sucedido que
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Introducción
ha interrumpido esa inercia y nos ha hecho ver que nos encontrába mos, seguramente sin haberlo sospechado, en una situación bastan te miserable, que en el fondo era insostenible. Cuando nos afecta un golpe semejante, durante un tiempo no somos capaces de volver a acomodarnos plenamente en ninguna postura vital, por más que lo deseemos y hasta nos lo proponga mos. Mientras permanece viva y dolorosa esta inquietud (que sin duda también tiene un lado de gozo y espera, de curiosidad excita da), hay oportunidades de inventar otra manera general de vivir. Estamos seguros en un momento así de que podemos y debemos convertir en actitud nuestra habitual la inquietud misma, puesto que es desde ella desde donde mantenemos la conciencia de que el modo de vivir que hemos abandonado era insuficiente: no se podía continuar así so pena de desperdiciar la vida. Antes de la llegada de esta inquietud universal (porque concier ne a todos los factores e ingredientes de la existencia), seguramen te ya también poseíamos muchas verdades; pero jamás habíamos reflexionado sobre su calidad, ni siquiera nos había importado sa ber si realmente eran verdades. Ahora hemos sido llevados como a un plano más elevado, que no es otro que el de la reflexión acerca de lo que veníamos viviendo y creyendo con tanta naturalidad. Des de esta altura ganada cuando ya nuestra vida había avanzado bas tante trecho, sabemos -no faltaba m ás- acerca de todo lo que ya sabíamos antes, pero además empezamos a saber algo sobre la ín dole y la calidad de esas presuntas antiguas verdades. Hemos en tendido que todas eran de alguna manera problemáticas; que todas eran frágiles, provisionales, porque no las habíamos comprobado auténticamente, sino que procedían vaya usted a saber de dónde: de la gente, de la calle, de nuestra casa. Teníamos antes bajo las plan tas un aparente suelo firme; pero resulta que la altura a la que de improviso nos hemos visto trasladados por la vida misma (esta ca pacidad de reflexión a la que ni podemos ni queremos cerramos) es evidentemente más sólida. Y mejor que más sólida: tiene una pers pectiva incomparablemente más amplia; es más lúcida, más res ponsable y libre. Pero con decidimos a cambiar nuestra actitud existencial so portando la inquietud y mirándola, por así decir, a los ojos, aún apenas hemos hecho más que arribar a un territorio desconocido.
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Falta explorarlo en todas sus regiones y falta también reflexionar acerca de él: es decir, escalar una tercera cima todavía más alta y más responsable. Sin embargo, lo que ya no tendremos que hacer es variar una segunda vez (o una tercera, una cuarta...) de actitud. Cuando nos hayamos establecido en la forma de vida que es propia de la filosofía, ella misma nos impulsará a ahondar la crisis, o sea, la crítica, la reflexión crítica. Nos obligará a vivir pensando con to da la amplitud necesaria, hasta abarcar, por ejemplo, a la misma ac titud filosófica entre los objetos de la filosofía. Si consideramos, entonces, en conjunto los momentos sucesi vos que acabamos de recordar, vemos que hay para todos nosotros, desde luego, en primer lugar la entrada misma en la existencia, la llegada a ella, si así puede decirse, que es inmemorial: nadie se acuerda de haber nacido. Sigue una fase de acomodación a la vida, de absorción de hábitos que ya estaban ahí, desde antes de nuestro nacimiento, en la familia, el barrio, la escuela. Y a esta segunda fa se le sucede un día una ruptura tajante, inopinada, para la que no se estaba preparado, que no se esperaba más que, a lo sumo, barrun tando muy oscuramente que algo así como una perturbación enor me podía ocurrimos alguna vez, a nosotros, que vivíamos tan tran quilos, sumergidos en el mundo donde nacimos. Esta sorprendente herida tan honda en la existencia, este despertar a la seriedad y el interés auténticos de las cosas reales, no hay derecho a que se nos olvide. Y, efectivamente, jamás se nos olvida por completo. Una vez que esta crisis se ha producido, caben dos posibilida des: tratar de hacemos incómoda y apasionadamente a la inquie tud, o tratar de acallarla distrayéndonos de ella. En los dos casos, pero mucho más en el segundo, pasamos a vivir como rotos, parti dos en dos. En la medida en que damos la espalda a la inquietud reflexiva y a la auténtica pasión por vivir despiertos, nos quedamos en algo que remeda muy malamente la perdida e irrecuperable paz de la primera infancia: procuramos adoptar adrede y permanente mente la actitud de no preguntamos con radicalidad sobre la exis tencia, de no reflexionar acerca de todas las cosas que entran en ella, aunque por dentro nos sintamos amenazados por el mismo he cho de esta falta de valentía. De vez en cuando no conseguiremos evitar los asaltos evidentes de la inquietud. Habrá una serie mayor o menor de nuevas crisis, que supondrán otras tantas oportunida
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Introducción
des de variar de actitud o de que, por el contrario, nos encastille mos en la cobardía por la que nos hemos decidido en un principio, con el consiguiente aumento constante de la mala conciencia, del secreto desacuerdo con nosotros mismos. La paz de antes de ha bernos encontrado con el hecho innegable de que la vida es enig mática y de que también lo es la felicidad, nunca se puede restituir íntegra por el camino de empecinarse en negar lo que de sobra sa bemos en el fondo. Si, en cambio, procuramos vivir reflexiva y apasionadamente en la inquietud y explorar qué nos entrega y cómo evoluciona, aun que nos sea difícil y aunque recaigamos con frecuencia en los há bitos a los que hemos dado ya la espalda, es posible que por el de cidido esfuerzo que realizamos se vaya reduciendo la inquietud. Ocurrirá en formas que no nos está permitido sospechar, y menos esbozar, antes de haber vivido realmente la vida de la filosofía por un tiempo suficientemente largo. En cualquier caso, la distracción y la amenaza solapada no serán el modo en el que sintamos la vida. No estaremos tan rotos por dentro como en la alternativa de resol ver no pensar, no trabajar en la búsqueda de la verdad. Y es que de lo que se trata, en sustancia, es del inolvidable des cubrimiento del misterio que en sí es vivir. Nos hallamos existien do, sin duda, pero no comprendemos suficientemente el sentido que tiene este hecho fundamental; no sabemos nada cierto de su origen y su destino; sobre todo, es claro que nos espera en cualquier instante la muerte, o sea, que la existencia, además de misteriosa en sí misma, es precaria. ¿Y acaso habrá alguna muerte que llegue cuando ya todo esté hecho y se haya alcanzado la plenitud de todos los secretos posibles de la vida? En cuanto sobrecogen literalmen te al niño el carácter enigmático y fragilísimo de la vida, la insegu ridad de la dicha, la evidencia de la muerte, la preocupación por la suerte de las personas a las que quiere, se despierta en él la posibi lidad de vivir ya siempre anhelando sabiduría y bien, en un estado de alerta hasta entonces desconocido. No es tanto una desconfian za como una exigencia de lucidez, un amor que teme verse defrau dado y, al mismo tiempo, un deber ardiente respecto de la verdad de las realidades en las que está de hecho apoyándose la vida. La verdad, el amor y la responsabilidad son, pues, los ingre dientes esenciales de la filosofía: sus temas a la vez que su vida pe-
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culiar. La filosofía es la meditación apasionada de la verdad en la máxima responsabilidad: la vivencia reflexiva, y a la vez ardiente, de la verdad y la responsabilidad radicales. La crisis a partir de la cual la vida se escinde y así, realmente, empieza a ser lo que será hasta la muerte, es el acontecimiento mismo de la salida de la infancia. Etimológicamente, el infante es el que no habla; y este origen de la palabra se adecúa a los hechos perfectamente, porque la inquietud radical nos llena de pronto la boca de preguntas y, por lo mismo, llena de respuestas las bocas de cuantos nos rodean. Nos hace realmente hablar por vez primera, podría decirse, y por lo mismo nos permite empezar a escuchar. Suele haber todavía más respuestas volcadas por los demás sobre nosotros que preguntas nuestras; pero, en cualquier caso, a partir de la conmoción que pone fin a la infancia, se habla. Se habla con sigo mismo, con los demás, con la realidad impersonal y con lo di vino. Se habla, se piensa, se ama, se busca, se entra en los trabajos de la libertad y en las disyuntivas de la valentía. Por más que hable y se le hable, el recién salido de la infancia, el recién nacido a la existencia en su dificultad, su amenaza, su in quietud y también su verdad y su bien, no dispone de suficientes palabras. Le faltan experiencias y conceptos, luego también expre siones. La brusca despedida de la infancia sigue estando hecha más de silencio que de auténticas palabras, sea cual sea el volumen de ruido que despertemos a nuestro alrededor. Tanto más difícil es sa ber vivir aferrado a la inquietud en esa época de necesidad y pobres recursos. Es tiempo de sufrimientos y alegrías que no se pueden abarcar ni entender del todo. Tiene cada cual que tener entonces pa ciencia en las circunstancias más apuradas, porque necesitamos li teralmente recorrer mucho mundo para alimentar como es debido al pensamiento. Surge, desde luego, claro y potente, el único proyecto sensato: iremos a conocer todas las cosas, leeremos todos los libros del mundo, aprenderemos de todos los sabios que hayan existido en to da la historia. ¿Cómo se podrá vivir sin verdad? Pero hay que tener una paciencia enorme, terrible, o este plan tan inteligente en su lo cura se perderá muy pronto de vista. Más bien, lo que hay que con seguir es dejar resonar largamente en el sentimiento cuanto se ha vivido en la herida inicial y cuanto se va descubriendo luego. Los
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conceptos y las palabras apropiados vendrán con los largos viajes por el mundo. Cuando nos dejamos vivir de espaldas a la inquietud reflexiva y la pasión filosófica, sabemos oscuramente que no hay derecho, y que no hay tampoco auténtica felicidad en lo que hacemos. La dis tracción peligrosa e infeliz reaparece una y otra vez en cualquiera, y quizá sea la situación habitual de muchas vidas. Tenemos que rescatamos reiteradamente de ella para lograr vivir de las fuentes de las cosas y del sentido: para afrontar el peligro, que es la única forma de poder esperar vencerlo. Cuando alguien cambia su acti tud, pasa, por decirlo de alguna manera, de la superficie de su vida, de la situación superficial, a lo que una antigua metáfora muy com prensible llama las raíces y fundamentos de su existencia y, en ge neral, de la existencia: a la situación fundamental. Es perfectamente posible instalarse voluntariosa y paciente mente en lo fundamental desde el momento mismo en que lo des cubrimos; pero también es posible cambiar fuerte y libremente de actitud y de situación mucho más tarde. No importa tampoco en este caso que se llegue al trabajo a la hora undécima, penúltima. La cuestión es trabajar, y nada asegura que haber empezado al al ba siempre sea llevar ventaja. Lo decisivo es la pasión de la ver dad, la tensión de la existencia hacia la realidad y la plenitud de sí misma.
2. Las sucesivas navegaciones de la filosofía como teoría de la verdad Defino entonces, un tanto escolarmente, la filosofía como teo ría de la verdad, sólo que incluyendo en esta fórmula todos los in gredientes que acabamos de revisar. La teoría de la verdad ha conocido en la historia varios avatares que denominaré, basándome en un célebre pasaje del diálogo pla tónico Fedón, navegaciones. Cuando un griego decía antiguamen te que había que emprender una segunda navegación, quería decir lo mismo que nosotros cuando nos referimos a hacer en algo una segunda salida, acordándonos de Don Quijote. Don Quijote salió por primera vez a buscar aventuras y enmendar todos los males del
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mundo sin dinero, sin armadura, sin escudero y hasta sin haber si do hecho caballero. La experiencia amarga lo obligó a una segun da salida no menos briosa, pero sí mucho más prevenida. Cuando se ha intentado una primera navegación y ha habido un naufragio o una tormenta demasiado violenta, se prepara mejor una segunda; y así sucesivamente, si no queda otro remedio. Antes incluso de que podamos apreciar el número y la calidad de estas navegaciones históricas de la filosofía, descubriremos que, por encima de las cuatro que me parece necesario diferenciar (só lo dos, y la segunda muy parcialmente, se exponen en este libro), se extienden otros cuatro conceptos acerca del contenido esencial de la filosofía. En cada navegación que nos da a conocer la histo ria, hallamos cuatro perspectivas posibles sobre el contenido bási co de la filosofía. Estos cuatro conceptos aparecieron en el espacio de apenas dos siglos en la época clásica de Grecia: se sucedieron con extraordinaria rapidez uno a otro. Nuestro libro concluye en el momento en que surgió el cuarto: a la muerte de Sócrates. El conocimiento preciso de lo esencial en las navegaciones fi losóficas es la mejor escuela posible de la filosofía misma. En es ta escuela se aprende primero la fuerza peculiar de cada una de las posibilidades; pero después se aprende también cómo una tesis más profunda critica y supera la anterior. Es así, ahondando en las preguntas, como fundamentalmente se avanza en la filosofía, ha ciéndola. Hay que convertir en propias cada pregunta esencial y cada respuesta intentada en la historia entera de la humanidad. Hay que ver primero la fuerza peculiar de estos intentos para después saber distinguir también exactamente en qué dejan que desear (y cómo abren un nuevo avance al pensamiento). A medida que se nos explica claramente el espectáculo inquietante, tras un periodo de deslumbramiento y satisfacción, vienen nuevas preguntas a os curecer tanta luz, o sea, vienen pidiendo una mucho más profunda y más luminosa. Este camino de refutación y paciencia es, como tendremos larga oportunidad de comprobar, la vía propia de la fi losofía. Y claro que no cabe el mero gusto en asuntos de filosofía. Aun que lo que no interesa intensa y personalmente no es, en realidad, filosofía, ésta se hace pensando y argumentando, y no con solos los sentimientos o alguna clase de fe no meditada cuidadosamen
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te. No tiene sentido aceptar o rechazar una posición filosófica só lo porque nos guste o nos disguste. De lo que se trata es de su po sible verdad. Pasemos ya, sin más dilación, a pensar con calma qué concep tos y qué navegaciones han sido los de la filosofía. Res tua agitur. se trata de cada uno de nosotros.
Nota del autor. Todas las traducciones de los textos griegos, salvo que se indique expresamente lo contrario, han sido realizadas por mí para es ta obra.
I
LA TEORÍA DE LA VERDAD ENTRE MILETO Y ELEA El primer concepto de la filosofía
No sería nada absurdo pretender que la filosofía nació, sin conciencia explícita de estar naciendo, en el momento en que el lenguaje humano creó la palabra «todo». Por ejemplo, si es verdad que Tales de Mileto pronunció la frase: «Todo está lleno de dioses», entonces no habría duda de que Tales fue un filósofo. Pero también lo sería en tal caso Homero, que atribuía al mantis o adivino Calcante, por la virtud del arte de Apolo, el conocimiento de las cosas que fueron, de las que están siendo y de las que serán. Aristóteles, al inicio de la Metafísica, traza una frontera entre los que antiguamente «hacían teología» y los posteriores, los descendientes de la tradición inaugurada por Tales, que habrían ya, en cambio, filosofado. De aquí que se haya considerado como necesario añadir más caracteres a la descripción mínima posible de lo que significa la actividad del filósofo en tanto que diferenciada de la de los primitivos «teólogos» griegos. El segundo rasgo peculiar y esencial de la filosofía se ha dicho que es el empleo de la razón; pero la verdad es que la idea de la totalidad la compor ta necesariamente, dado que la totalidad jamás es sensible, sino pensada. En la práctica se ha añadido una tercera nota, que de hecho se ha soli do confundir oscuramente con la segunda: la renuncia a empezar a pensar contando con la presencia evidente de los dioses o del dios, sino tan sólo suponiendo los seres, los entes cotidianos. Dicho todo lo anterior, la filosofía se define, muy habitualmente, co mo aquella actividad humana que parte, para el resto de su desarrollo, de situarse ya de entrada en medio de la totalidad de los seres. Su horizonte, además, no sería otro que éste. Y en el acto de instauración de la filosofía quedaría decidido lo más importante de su método: ir descubriendo siem pre nuevos seres, quizá incluso nuevas regiones de seres; o, como tarea lí mite, descubrir qué significa ser para cualquier región de seres en gene ral y en su diferencia con un ser, con un ente cualquiera. Mas como esta definición podría ser artificiosa y no queremos lastrar con ninguna posible arbitrariedad nuestro comienzo, mejor es, pues, que nos sometamos al criterio de lo que la misma tradición de Aristóteles reco noce ser el origen histórico de la filosofía en Grecia. Este procedimiento, por otra parte, conviene tanto más cuanto que la tradición platónica es, en este respecto, mucho más abarcadora, y obliga a historiar la filosofía des bordando las fronteras temporales de Tales (c. 600 a.C.) y las espaciales del orbe griego. Dejaré para más adelante la exploración de esta alternativa. La reservaré, de hecho, hasta haber agotado, en lo posible, la obediencia a las restricciones tradicionales del uso de la palabra «filosofía».
1 La verdad como totalidad absoluta de lo real
La primera navegación de la filosofía -como la primera salida de Don Quijote, tan confiada en su buen éxito- se cumple prácti camente ya toda entera con la llamada Escuela de Mileto, en el si glo VI a.C. He aquí el texto más antiguo que nos ha sido conser vado de lo que ya los antiguos consideraron filosofía. Figura a modo de cita -una cita cuyos márgenes precisos cuesta determi nar- en un comentario a la Física de Aristóteles que escribió en Alejandría un filósofo neoplatónico posterior en unos mil cien años al autor del fragmento. Este pensador alejandrino se llamó Simplicio. Su antiquísimo predecesor, Anaximandro1. El fragmento completo de Simplicio en el que aparece nuestra venerable y dudosa cita es éste: Anaximandro, hijo de Praxíades, de Mileto, fue el sucesor de Tales y su discípulo. Y dijo que el principio y el elemento de los seres es lo indefinido; y fue el primero que usó este nombre para el princi pio [el texto admite también esta traducción: «y fue el primero que usó este nombre de principio»]. Dice que el principio no es agua ni ningún otro de los que se dice que son elementos, sino cierta otra naturaleza indefinida a partir de la cual nacen todos los cielos y todos los mundos que hay en ellos. Aquellas cosas de donde tienen los seres su nacimiento son las mis mas en donde perecen según lo necesario; pues se dan unos a otros 1. Simplicio no usó el libro de Anaximandro, sino lo que de él había conserva do el primer historiador de la filosofía arcaica: Teofrasto, discípulo de Aristóteles, más de ochocientos años anterior a Simplicio. Pero nosotros no conservamos tam poco en su integridad esa historia de Teofrasto. Más todavía, no sabemos si Simpli cio leía directamente a Teofrasto o tan sólo a través de un comentario a la misma obra de Aristóteles, escrito trescientos años antes por Alejandro de Afrodisia, que se ha perdido también. E incluso los filólogos temen que ni el propio Alejandro mane jara la historia de Teofrasto más que compendiada ya por alguien.
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Entre Mileto y Elea
justicia y retribución de la injusticia según la disposición del tiem po. Así lo dice, con palabras más bien propias de la poesía.
Para aprender de este breve texto todas sus enseñanzas, tene mos que desmenuzarlo absolutamente, por así decir. Y para ello hay que empezar por explicar muchas de sus palabras, porque, co mo se comprende, su sentido original no se puede reflejar directa mente con las palabras que nosotros manejamos hoy en día, pala bras procedentes de otra lengua y que traen sedimentados en su sentido otros mil quinientos años de tradición, cultura y transfor maciones inmensas del mundo en el que los hombres viven y ha blan. Así, las palabras que hay que explicar son las que siguen: 1. Sucesor y discípulo. Desde el principio observamos que se nos remite a un sabio aún más antiguo que Anaximandro; un sabio de su misma patria y con quien Anaximandro habría aprendido y de quien habría heredado la dirección de una escuela. Todos estos da tos pueden ser imaginarios menos la existencia anterior y parcial mente contemporánea del milesio Tales. En efecto, Simplicio, e in cluso Teofrasto y cualquiera de las fuentes intermedias posibles, puede estar proyectando hacia el pasado la forma de vida adquiri da mucho después por la filosofía en la Grecia clásica y en la épo ca helenística y romana. Posiblemente Tales no fue maestro en ninguno de los sentidos corrientes de la palabra, y probablemente no sostuvo de ninguna manera algo parecido a una escuela. Lo que sabemos de la vida de Anaximandro (y de la de Tales) es muy poco compatible con cual quier representación habitual de un profesor que dirige un grupo de estudio y enseña sus descubrimientos. Las noticias biográficas más dignas de crédito señalan que Ana ximandro fue un inventor de extraordinario talento. Él habría dibu jado el primer mapa del mundo, y parece cierto que este interés ge ográfico estaba al servicio de las empresas comerciales de Mileto en el mar Negro. Por otro lado, Anaximandro fue una relevante figura política: dirigió la fundación de Apolonia, una nueva colonia de Mi leto, a consecuencia de lo cual se le erigió una estatua en la ciudad. La biografía de Tales es parecida. Resulta bastante seguro que predijo el eclipse de mayo de 585, aunque ignorara la causa de los
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eclipses (prueba de ello es que la desconocían los demás sabios milesios posteriores). Tales estuvo sin embargo en Egipto y aprendió allí cuanta geometría, si así se la podía llamar, era conocida hacia 600 a.C., pero esos conocimientos protogeométricos no le podían permitir calcular ningún eclipse. Lo que parece que sucedió es que Tales, en otros viajes, tuvo acceso al conocimiento de cierto ciclo de 223 meses lunares, calculado, sirviéndose de los registros em píricos, por los astrónomos (mejor sería decir astrólogos) de Babi lonia. Si Tales, además, presenció el eclipse de 603 en Egipto o tu vo segura noticia de él, pudo predecir con alguna aproximación el siguiente eclipse. Mas con todo eso tampoco podía saber en qué lu gar de la tierra sería visible (los babilonios enviaban observadores a las provincias, y era buen augurio que no vieran el eclipse predicho). Atinó, sin embargo, Tales en un delicado momento político, mientras acompañaba en campaña al rey de Lidia. No queda aquí la cosa: Tales habría logrado ciertas proezas midiendo fenómenos como la distancia de un barco a la costa o la altura de las pirámides. Eudemo -el historiador aristotélico de la as tronomía- pensó que conocía todas las proposiciones de las que de penden tales conocimientos; pero, en realidad, serían fáciles aplica ciones de la regla de Aahmes para hallar el seqt (que es una fórmula empírica egipcia, descubierta por las necesidades de medición anual de los campos fértiles que creaba la inundación veraniega del Nilo). Ahora bien, Tales aplicó esta regla empírica a problemas prácticos sobre los que los egipcios no se habían preguntado. Fue así el que comenzó con los métodos generales. Resulta, en efecto, probable conectar su visita a Egipto con la teoría de que las inundaciones estivales del Nilo se deben a los vien tos etesios. También se atribuye a Tales el descubrimiento de la de sigualdad de las estaciones. Otra faceta de su actividad extraordinaria nos lo muestra muy semejante a lo que ya sabemos de Anaximandro: aconsejó a losjonios unirse en un estado federal con capital en Teos. Es esta acción política, relacionada con la caída de Lidia, la que le ganó su lugar indiscutible entre los Siete Sabios. Tengamos en cuenta que Tales y Anaximandro fueron, pues, hombres de acción. Fueron, además, pensadores profundos, de ori ginalidad extraordinaria. Con todas estas informaciones es como
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Entre Mileto y Elea
podemos entender que, en alguna forma, según nos transmiten las tradiciones historiográficas de la Antigüedad, Anaximandro fuera discípulo y sucesor de Tales y, a su vez, maestro de su sucesor a la cabeza de algo así como una escuela de filosofía en Mileto, en la costa anatólica de Jonia, a orillas del Egeo. 2. El principio y el elemento. El segundo grupo de palabras no puede proceder en absoluto del libro de Anaximandro que aún leyó Teofrasto. La primera vez que se utilizó filosóficamente fue, como pronto, siglo y medio más tarde. Originalmente, stoicheíon signifi ca la letra, el elemento de una sílaba o de una palabra. Los filósofos adaptaron este significado: el elemento, desde Empédocles; y alude, sobre todo en la tradición aristotélica, a aquello último y simple a partir de lo cual se forma lo derivado, lo complicado y compuesto. En cambio, la primera palabra de este grupo, arché, ha servido desde siempre para caracterizar en su esencia al pensamiento de los milesios, bien es cierto que apenas podríamos considerarla con al guna verosimilitud una cita de Anaximandro. Se trata de un término que también desempeña un importante papel sobre todo en Aristóte les (Platón ya lo utiliza con frecuencia). En la Metafísica explica Aristóteles su significado y de cuántas maneras se emplea. En el tex to de Simplicio no podemos decidir si la información que se nos da es que Anaximandro fue el primero en introducir la palabra en senti do filosófico o si lo que hizo fue dar un nombre muy peculiar a lo que un aristotélico, hablando en su jerga, debe entender que ocupa el lugar de «principio» en el sistema intelectual de Anaximandro. Con todo, si aceptamos la tesis de la historiografía influida por Teofrasto y adjudicamos a Anaximandro haber distinguido el prin cipio de lo que no es principio (de lo principiado, como decían los escolásticos, de lo derivado), debemos interpretar el significado de la palabra oyendo en ella resonar el sentido de príncipe antes que el de principio, es decir: autoridad, fuente de la autoridad y el poder. 3. Los seres (ta ónta). He aquí una palabra absolutamente cen tral en nuestra tradición filosófica. En griego es corriente desde la más remota antigüedad, pero no lo es tanto en latín y en las lenguas romances. En Homero ya la encontramos, y significa cualquier co sa existente. En latín se tradujo con el correspondiente participio
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de presente del verbo ser, porque tal es su forma en griego. En la tín, al revés que en griego, el verbo ser era defectivo en lo que ha ce al participio de presente. Nada más normal para un griego que esta palabra; nada más raro para un latino que esta misma palabra, que suena en latín «ente», «los entes». Y como quiere decir «las co sas existentes» -y puesto que en las lenguas romances tampoco el término ente se ha hecho de uso habitual-, en su lugar se ha sustan tivado el infinitivo: los seres (cosa que no ocurrió en latín). Una vez que hemos tomado contacto con el neologismo ente, de aquí en adelante será él el que prefiramos, con el fin de conser var siempre la misma traducción, de manera sistemática, de las mismas palabras griegas. Anaximandro, pues, pudo haber usado la palabra ente. No hay ninguna imposibilidad en ello. Simplemente no pertenece, con gran probabilidad, a su cita en Teofrasto. Y sin embargo podemos re tener el extraordinario interés filosófico que posee el hecho de que, de todos modos, es justamente de los entes de lo que habla el libro de Anaximandro. La cuestión es que habla de los entes, de las cosas que existen, de las cosas que nos rodean y de nosotros mismos como otros seres, existentes o entes más. Y lo hace en vez de hablar de los dioses y los héroes o las fuerzas antiquísimas, deidades impersonales, de los orígenes primeros del mundo, antes de los dioses personales que ahora influyen en los entes. Anaximandro habla directamente, sin preámbulo en los dioses de los mitos tradicionales, de los entes y de lo que los domina des de el principio y hasta el final. Aunque las palabras no estuvieran en su texto, realmente él se refirió a los entes distinguiéndolos de alguna manera de su príncipe o dominador. 4. El cual recibió el nombre originalísimo de -sobre ello no hay duda- to ápeiron. La palabra existía también en griego desde mu cho antes. En los poemas de Homero la encontramos. Es un adjeti vo en neutro que Anaximandro sustantiva. La sustantivación del ad jetivo en su forma neutra es frecuentísima en griego, aunque rara en latín y en romance. (Estas sustantivaciones de participios y de ad jetivos neutros se conservan tan frecuentes como en la lengua grie ga en algunas otras ramas del árbol de las lenguas indoeuropeas, sobre todo en las germánicas).
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El adjetivo en cuestión está formado por la a privativa, tan co mún en todas las lenguas indoeuropeas, incluido el español, y por un derivado del sustantivo peras. Sus versiones al latín son hasta tres, muy usuales y muy recibidas también en el vocabulario de la filoso fía: finis, limes y terminus, o sea,fin, límite y término. Lo ápeiron es, pues, lo infinito, o lo ilimitado o lo indeterminado. Además, infi nito se dice, de una manera más corriente, indefinido. En griego y en latín, a lo que se alude en los sustantivos correspondientes es a la frontera que distingue netamente algo de otro algo. Desde ella otra cosa empieza. Por esto es por lo que la lógica, bien posterior a Anaximandro, traduciendo al latín uno de los sinónimos griegos de peras, ha acogido en su jerga el término definición: los límites pre cisos, no ya espaciales ni temporales, no cuantitativos ni cualitati vos, que circunscriben conceptualmente o para la inteligencia el ámbito de una cosa, más allá de los cuales ya no es esta cosa la que hay, sino otra. Veremos qué doctrina precisa nos ofrece Anaximandro. Por el momento, la palabra que él escogió para referirse a lo que domina sobre las cosas existentes cotidianas puede querer decir nada menos que todo esto: lo enormemente grande o ilimitado, tanto en el espa cio como en el tiempo (que es precisamente, sobre todo en acepción espacial, lo que el adjetivo en cuestión quiere decir en Homero); o hasta tan grande que literalmente sea infinito en espacio, en tiempo o en ambos sentidos (mas este significado, el de infinito propiamen te dicho, parece que debemos rechazarlo, a la vista de que los tes timonios seguros acerca de él son claramente posteriores a Anaxi mandro). Pero también podría ser que, aunque él no disponía ni siquiera de las palabras cantidad o cualidad, Anaximandro no estu viera pensando en lo enorme, sino en lo indiferenciado, en lo inde terminado e indefinido, en el sentido más habitual en español. O sea, en algo que no es las cosas cotidianas y que no se parece a ellas. Lo cual, por cierto, acentuaría un matiz que he introducido hace un mo mento, sin subrayarlo entonces: y es que Anaximandro separa los entes cotidianos de otro ente nada cotidiano, mejor dicho: de algo que ya no se debería llamar ente, porque no es precisamente nada cotidiano, nada que esté a los ojos, a las manos, sino recóndito, ocul to, difícil de hallar. Algo que impera sobre nosotros y cuanto nos ro dea, pero que, precisamente, se oculta al dominar y porque domina.
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Lo inmediato, lo manifiesto, lo ente y, por otra parte, lo no inme diato, lo no manifiesto, lo no ente: en estos términos concibe Ana ximandro la totalidad de lo que hay. Y el segundo, el dominante y re cóndito, hay que investigarlo de manera bien distinta a como se investiga lo primero. Para los entes basta con viajar, con conocer el mundo y a sus gentes. Pero no parece en absoluto que sea ésa la for ma de hallar al príncipe del mundo, al dominador que es o enorme o, quizá, indeterminado, indiferenciado. En cuanto ente es también determinado, diferenciado, tanto en tamaño como en tiempo y en cualidad. Al menos debe serlo en general y en principio. Pero el Do minador es otro que lo dominado: no tiene fronteras, ni definición posible, no es como ningún ente, no está a la mano ni a los ojos. Eso es exactamente lo que sugiere Simplicio (y los filólogos di cen que ahora está citando a Teofrasto) en las palabras que siguen. El agua es un ente, por ejemplo, y es, tanto en la doctrina de Empédocles como en la de Aristóteles (y Teofrasto), uno de los elementos del mundo -no como le ha sucedido en los avatares de la química mo derna-. Pues bien, el agua, que está a los ojos y a las manos, que no es más que agua (y no, precisamente, cualquiera de los otros ele mentos en la lista de Aristóteles, a saber: ni tierra, ni aire, ni fuego), por mucha que pueda ser, precisamente no era aquello a lo que se re fería Anaximandro cuando se refería a to ápeiron, al Dominador. Él no quería que sus lectores, sus oyentes, sus discípulos pensaran ni en el agua, ni en el fuego, ni en la tierra, ni en el aire, ni en nada que po damos nosotros poner en la misma lista: la madera, los seres vivos, los dioses (que eran también, desde luego, entes para un griego). 5. Por cierto, Anaximandro no podía ni soñar con que fuéra mos a entender sus palabras en el sentido de que aceptaba que el Dominador, lo Dominante, fuera una cosa hecha por mano de hom bre. A eso se refiere la expresión «naturaleza» que sigue en segui da en Teofrasto-Simplicio. De nuevo nos encontramos ante una pa labra clave en el vocabulario filosófico de Occidente: physis. Existe una probabilidad bastante grande de que, de hecho, Ana ximandro no empleara arché sino physis para designar aquello que debe llamarse to ápeiron; no en vano es prácticamente seguro que el nombre primero de la filosofía no fue este de «filosofía» (que debe de ser pitagórico, si es que no socrático), sino el de, literalmente tra
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ducido, historia natural, peri physeos historie, que significa: inves tigación sobre aquello que no es los entes, sino lo diferente de ellos y que de alguna manera los explica. Ya entraremos más adelante de veras en materia por lo que se re fiere al significado real de esta palabra antigua. Aquí, en nuestro texto, Teofrasto-Simplicio la usa en el sentido peculiar que tiene, por cierto, en Aristóteles (quien ofrece toda una entrada sobre sus signi ficados en ese su particular diccionario de filosofía que es el libro V de la Metafísica). Fuera lo que fuese lo que quiso significar para Anaximandro y sus contemporáneos, para Aristóteles y sus suceso res designa -podemos nosotros resumir- lo natural en su diferencia respecto de lo artificial. Así justamente, como hemos visto, se tra dujo la palabra al latín: naturaleza. Es parte de la naturaleza lo que crece y vive por sí, desde sí, teniendo, como precisa Aristóteles, en sí mismo la causa de sus movimientos y no siendo, pues, un meca nismo. Ya veremos que esto no significa que todo lo natural esté vi vo, en el sistema de Aristóteles. También los cuerpos vivos tienen su naturaleza propia, porque según este sistema se mueven de suyo ten diendo a ocupar su lugar natural: la tierra, por ejemplo, en el centro del universo, y el fuego hacia la periferia y lo alto. Teofrasto, pues, no quiere decir que lo Dominante esté vivo, si no que es de suyo algo diferente de lo que son los entes corrientes. Un poco de agua tiene la naturaleza del agua. Lo Indefinido o Ilimi tado no tiene esa naturaleza, ni la de ninguno de los elementos o los compuestos (como la carne o el tejido vegetal, por ejemplo, en el sis tema de Aristóteles) comunes y corrientes. Claro que es de suyo y de alguna manera algo; pero no estos algos cotidianos y fácilmente ac cesibles. Es un algo enorme, indeterminado, sin límites precisos de ninguna clase, y precisamente por eso no nos es cosa corriente. 6. La frase siguiente de nuestro texto, a pesar de lo que suelen decir los libros más frecuentados sobre estas materias, seguramen te tampoco es una cita literal. No tiene todavía el estilo poético que ya encontraba inadecuado al tema el oído de Teofrasto doscientos cincuenta años después de que Anaximandro escribiera. Y, en cam bio, está redactado en perfecta jerga aristotélica. Al analizarla se guiremos aprendiendo mucho sobre cómo ha de ser la aproxima ción a la filosofía más arcaica.
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La palabra que tiene más posibilidades de haber figurado en el texto viejísimo de Anaximandro es aquí la que he tenido que tra ducir por cielos. Su significado es, directamente, mundos, el mun do , la totalidad de los entes. La palabra que he traducido, obliga damente, por mundos se refiere más bien a las ordenaciones del mundo, que pueden ser sucesivamente muchas distintas o muchas simultáneas, en lugares diferentes de los cielos. Ahora no es toda vía el momento de entrar a fondo en el problema. Lo que se nos su giere, evidentemente, es que Anaximandro se refirió a la totalidad , a la más absoluta y comprensiva totalidad de los entes que cabían en su inteligencia y en su imaginación, y que estuvo convencido de que en esa totalidad hay fases sucesivas o lugares muy distintos si multáneos en los que los entes se ordenan de alguna manera y for man un mundo, que no es el mismo que otro ordenamiento poste rior o que el orden que hay en otra parte del Mundo y no llega a abarcar bajo su dominio esta otra parte de acá. Anaximandro, en el sentir de Teofrasto, consideró la totalidad de las cosas y llegó a pensar que se parece bastante poco a lo que más inmediatamente tenemos los hombres de hoy delante, cuando pres cindimos de aparatos de observación astronómica: un solo mundo, un solo orden real, que apenas cambia, esté uno en Egipto o en Asia Menor o en las islas del Egeo. Por todas partes se suceden las épo cas de lluvia y sequía, el día y la noche, la estación de la siembra y la estación de la cosecha. 7. Pero Teofrasto considera que Anaximandro pensó algo más sumamente importante. Y es que todos los entes, en sus actuales, futuras y pasadas configuraciones en mundos u órdenes, han lle gado a ser -han nacido- y están transcurriendo y cambiando. Em plea un infinitivo en presente importantísimo en el vocabulario fi losófico griego, que es de nuevo un término coloquial corriente: gignesthai, de donde génesis, o sea, nacimiento en latín (emparen tado con naturaleza). La traducción latina de ese infinitivo es fieri , que quiere decir hacerse. Hay que decidirse por introducir aquí una palabra francesa muy conveniente: devenir. Las cosas llegan a ser, nacen, se hacen lo que son, o sea, devienen. En el lenguaje de Aristóteles, desde luego, este acontecimiento del nacer es el surgir de un ente, no de la nada -que es una idea que
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rechazó el pensamiento griego cuando fue capaz de pensarla con alguna claridad-, sino de antecedentes y causas que realmente no eran esta cosa, no tenían exactamente su misma naturaleza, sino, en todo caso, una naturaleza análoga, como sucede cuando los pa dres engendran a sus hijos: el recién nacido tiene en sí mismo su principio vital que le mantiene siendo lo que él es incluso cuando sus padres han muerto, de modo que por mucho que el principio vital de los padres sea análogo al del hijo y haya sido la causa del del hijo, es evidente que no coincide con éste. El acontecimiento estrictamente opuesto al nacer es el perecer (phthorá, según el vocabulario filosófico utilizado por Aristóteles). Nacer y perecer, o como se tradujo al latín escolástico, la genera ción y la corrupción. Cuando algo perece o se corrompe, el residuo ya no tiene la naturaleza que tenía la causa. El cadáver ya no posee la causa vital, la naturaleza que hace un instante tenía el hombre. Nacimiento y muerte de las cosas: ése, dice Teofrasto explícita mente, casi como si estuviera ya citando a Anaximandro, fue el acontecimiento ante el que sobre todo se detuvo maravillada la in teligencia del primer filósofo que escribió sus pensamientos. Ana ximandro quiso explicar el nacimiento y la muerte de los entes; y cuanto llevamos visto implica que concibió a todos los entes, sin excepción alguna, sometidos al morir y al perecer. Incluso se nos ha dicho que se elevó hasta el pensamiento de que también los mundos y también el Mundo mismo, la totalidad misma de los en tes, nacen y mueren, como otros entes más. 8. No sólo esto: también se nos dice que Anaximandro pensó que las cosas nacen de otras, que son precisamente las mismas a las que regresan cuando mueren. Efectivamente, nuestro texto emplea el pronombre demostrativo en neutro plural. Es evidente que lo Indefinido no se dice, en princi pio, en plural. Tropezamos aquí con una dificultad que no depende de que las palabras que estoy comentando procedan o no realmente de Anaximandro. Por una parte, podemos pensar que el antiguo es critor dijo (o sugirió a su comentarista) que, bien miradas las cosas, sucede que se nace de aquello mismo en dirección a lo cual se mue re, de un modo totalmente general. Pero es en Platón donde encon tramos, en Fedón, esta idea. ¿Podemos atribuirla también a los pri
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meros balbuceos de la filosofía arcaica? En el diálogo que presenta la última conversación de Sócrates con sus amigos la misma maña na de su ejecución, se discute acerca de la muerte y la inmortalidad, y allí se dice que si lo que muere no volviera a aquello mismo, su opuesto, de donde nació, la naturaleza entera, en vez de seguir co mo ahora una marcha circular, iría muriendo indefectiblemente, en línea recta, sin vuelta atrás posible. Más o menos pronto, todo esta rá muerto, si es que la vida no procede de lo muerto y no regresa a lo muerto, para de nuevo proceder de allí a nueva vida. De rechazar tajantemente que esta idea la haya tenido también Anaximandro, sólo nos detiene saber que este pensamiento del ci clo o rueda de los nacimientos, del samsára, como se lo llama en la India, es tan viejo como las más viejas tradiciones históricas que conocemos. Al recordar esta verdad me inclino a pensar que Anaximandro estuvo ya en posesión de la misma teoría, por más que ignoremos el modo concreto en que él la articuló. Mi propuesta es que, si con servamos el plural del texto, como sin duda debemos hacer -aún veremos una razón esencial para obrar así-, el nacimiento y la muerte de los entes no han sido inmediatamente relacionados aquí por Anaximandro -ni por su comentarista, pese a las primeras apa riencias- con lo Indefinido. No se dice aquí que los entes nazcan de lo Indefinido y vuelvan, al morir, a lo Indefinido. Eso es verdad, como se nos decía hace un momento, para la totalidad de los entes. También para ella vale nacer desde aquello hacia lo que se muere, y, en su caso, eso es lo Indefinido. Ahora se nos informa de que to dos los entes proceden inmediata, no mediatamente, de otros entes, que son justamente aquellos a los que deben regresar al morir, has ta cerrar un círculo. Si antes se trataba de la cosmogonía en absoluto, ahora se trata del intento de narrar o conceptualizar la historia de las cosas. El es calón entre lo Indefinido y los entes que están ante nosotros na ciendo, viviendo y muriendo, queda por determinar. En el proceso cosmológico hubo de ser también el intermediario lo primero que surgió de lo Indefinido. Trataremos luego de ensayar una hipótesis de identificación de este tercer término que bien podría ocurrir que coincidiera con el pasaje de Fedón al que he aludido, o al menos que tuviera mucho parentesco con él.
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9. Y ahora llegamos en nuestra lectura a lo que todos estamos de acuerdo en considerar cita indudable del libro de Anaximandro: según lo necesario. Es necesario que los entes nazcan y mueran, pero sobre todo es directamente necesario que nazcan de lo mismo hacia lo que van al morir. Al descartar la arbitrariedad, en un gesto decisivo de la filo sofía, Anaximandro vincula Necesidad y Dominante y, por lo mis mo, no deja lugar a la intervención caprichosa de los dioses perso nales del mito. A fin de cuentas, lo Dominante, lo Indefinido, no sólo está en el principio y el final de la existencia de los cielos y los mundos, justamente predominando sobre tales términos siendo él Lo que no tiene Términos; también sucede que ese dominio im personal, sin caprichos de carácter humano, tiene que tener que ver con que ocurre según lo Necesario que todo nazca desde aquello mismo a lo que vuelve al morir. 10. Demos el paso siguiente, paso que nos lleva a eso que Teo frasto encontraba un poco pasado de poesía cuando estaba destina do a expresar sobriamente, por lo visto, la verdad de lo real. Y es que el nacimiento y la muerte de todos los entes y de todos los mundos sucede, en efecto, por estar sometido a lo necesario según ley; pero literalmente según ley, como si se tratara de un proceso en el tribu nal de la ciudad. El marco del proceso es el tiempo, o más exacta mente, la disposición del tiempo, que hace que haya un tiempo pa ra nacer y otro para morir, un tiempo para este árbol y otro tiempo para aquella abeja, e incluso un tiempo para este mundo y otro, po siblemente, para otro mundo posterior. Quizá sea mucho más preciso decir que el ejecutor de lo nece sario es el tiempo. Y la explicación de que unos entes mueran y otros nazcan es que, al morir, unos pagan la condena debida, la re tribución fijada, a los otros. «Dar justicia» es, en griego, «pagar la pena debida». Nuestro texto insiste en que, desde luego, no hay que «dar justicia» más que para retribuir una injusticia anterior. Y dice también que, primordialmente, unos entes cometen injusticia con otros y les han de pagar luego la multa que corresponde. No se nos dice que la injusticia se haga a aquellos mismos a los que se paga la multa, y tampoco se nos informa de que los objetos de injusticia y de retribución sean, precisamente, esos entes, esa tercera línea de
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entes entre lo Indefinido y lo que está existiendo ante nuestros ojos inmediatamente, de donde proceden y a donde vuelven todos los entes. Lo que sí se afirma es que nacer y estar vivo, y en general surgir y estar existiendo, es una injusticia que debe ser retribuida a aquellos a quienes se hace (siempre que leamos la cita auténtica de Anaximandro en la misma continuidad con lo que la antecede que pretendía Simplicio de nosotros). Es, pues, evidente que el pago de la justa multa es morir. ¿Cómo puede la muerte ser una retribución? Sólo, por cierto, si la muerte es el principio de la vida para aquel con quien se estaba en deuda. De aquí el papel del tiempo: están fijados por lo Necesario los pla zos en que viven los entes sucediéndose unos a otros. Cuando un en te nace, reprime, por decirlo de alguna manera, que en su lugar pue da existir otro ente. Esta represión tiene siempre algo de injusta, y su injusticia sólo puede compensarse con la muerte, en el tiempo dis puesto, de este ente ahora existente, siempre y cuando esta muerte signifique que empieza a vivir, en su lugar, reprimiéndolo, aquello que antes fue a su vez reprimido. De ahí que emerger y existir siempre sea impedir violentamen te que otro emeqa y exista. Esta violencia se paga no menos, sino incluso más y más inexorablemente, que la violencia que un ciuda dano le hace a otro en una ciudad bien gobernada. En la ciudad de los entes, en el mundo, en el orden de las cosas y los tiempos, na da de lo que existe existe sin alguna violencia que reprime a otro; y es absolutamente inexorable que muera después, para dejar su privi legio a quien fue despojado de poseerlo antes. La distribución tem poral del privilegio inicuo de existir es el motor, en algún sentido, de este mundo precisamente porque nada existe sin abuso. Cosmos o mundo significa orden bello, limpio. Anaximandro, como ya advertí, no parece haber empleado aún la palabra (supo nemos que es Heráclito su introductor); sin embargo, la idea del Dominador único de toda la naturaleza que gobierna con estricta necesidad los lotes de todas las cosas según el orden del tiempo (tú ahora, tú después, inexorable y justicieramente), ya implica en rea lidad la idea del mundo. 11. Lo sorprendente es que el único texto de más de tres pala bras que conservamos de Anaximandro no contiene, como vemos,
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ninguna referencia a lo Indefinido, como no sea que lo vayamos a identificar directamente con lo Necesario. Aunque es obvio que no pensó Simplicio ni un instante en que interpretáramos así su texto, la cosa no es tan descabellada, porque cabe legítimamente trazar alguna relación muy importante entre el dominio de lo Indefinido y la necesidad legal de la retribución por la injusticia de existir. Repitámoslo: Anaximandro, de manera metafórica o literal, poé ticamente en todo caso y al gusto de Teofrasto (por más que haya escrito en prosa justamente para romper con la tradición sapiencial de Homero y Hesíodo, los mitógrafos), ha pensado los entes como si existieran en una ciudad bien ordenada, sumamente bien ordena da. Lo Necesario que domina en esa ciudad, la Ley que impera en ella, aunque tiene transgresores, aunque de hecho tiene todos los transgresores posibles, porque todos los ciudadanos la violan salvo en el instante de la muerte, ni es ella misma injusta en ningún sen tido, ni cabe que nadie escape a su vigilancia. Por decirlo de otro modo, la Ley no permite, aunque lo pueda parecer, injusticia algu na. Sólo tiene paciencia, porque lo que hay que pagar, según ella, es existir en el tiempo, y para eso hay que disponer de tiempo y, des pués, no disponer ya de tiempo, sino dejar que sea el otro, el antes maltratado, el que disponga de tiempo. Y si nada dispusiera de tiem po -este ámbito de la justicia y la injusticia y este ejecutor, a la vez, de la justicia-, nada existiría; y esa sería la peor de las injusticias. Es justo que haya mundos, aun a costa de que haberlos suponga injusticia para algunos. Estos se resarcirán. Pero si no hubiera mun dos, la injusticia sería universal e incapaz de toda mitigación. Anaximandro, pues, no ha reparado en que quizá sea demasia do aventurado proyectar a la totalidad de los entes lo que constitu ye la esencia del Estado entre los hombres. O quizá ocurra a la in versa: que haya pensado el Estado como no pudiendo ser sino un reflejo de la totalidad bien ordenada de los entes, puesto que la ple na realidad de la ley y de la justicia no es en el Estado, sino en la totalidad de los entes donde inmediata y más propiamente se reali za. En el Estado, hay ocasiones en que las leyes vigentes son vio ladas, y hasta hay momentos de anarquía en los que las autoridades legalmente establecidas no pueden someter a obediencia a los hom bres ni pueden castigar sus infracciones de la ley común a todos. En la naturaleza no ocurren transgresiones, no son posibles las de
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sobediencias ni queda suspendida jamás la aplicación de la justicia. Es señal de que la autoridad que rige sobre la naturaleza, aunque se parezca a la del Estado, es mucho más potente que la de este. Por otra parte, es perfectamente universal. Y más que trasladar un con cepto político a la naturaleza, es prácticamente evidente (tal cosa la confirman ciertos pasajes de Hesíodo y de los poetas que median entre su tiempo y el de Anaximandro) que este primer filósofo con cibe la legalidad de los Estados a imagen de la natural y, en defini tiva, arraigada en esta segunda. Como todo ser está bajo la ley, lo mismo le sucede al hombre en la faceta política de su existencia, aunque con peculiares quiebras y debilidades. De hecho, la dificultad para Anaximandro ha de ser más bien comprender cómo el Estado no se termina de regir por la ley abso lutamente justa, omnipotente, inexorable, que es la de la totalidad de los entes. ¿Cómo puede haber una zona de entes donde lo Ne cesario esté, a pesar de su nombre potente, en cierta evidente situa ción de impotencia? ¿No es muy claro que Anaximandro reclama rá desde su doctrina haber reencontrado la viejísima regla con la que enmendar las torcidas sendas de las legislaciones humanas? ¿No nace su filosofía con evidentísima vocación política que lla maríamos reformista y radical? 12. Sigamos observando las consecuencias de este mínimo fragmento de literatura arcaica tan preñado de ellas. Lo Necesario, además de ser la expresión de lo Justo, tiene en su mano al tiempo, ejecutor de sus sentencias. Y, sin embargo, lo Necesario o lo Jus to, si pudiéramos identificarlos, no son, sin más, lo Indefinido. La razón es muy interesante. Lo Indefinido no está sometido, cierta mente, al orden del tiempo en el sentido habitual de la palabra; no comete injusticia ninguna por ser a su modo (modo del que única mente sabemos que no es el de los entes). Pero, a la vez, ¿no ocu rrió que hubo una situación inicial en que sólo existía lo Indefini do, y ello comporta que habrá una situación en que sólo vuelva a ser lo Indefinido, aunque de nuevo de su seno deban surgir otra vez mundos ordenados por la Ley de la Retribución? En cierto sentido, lo Indefinido es aquello de cuya represión surgen todas las cosas. Es, por tanto, aquello a lo que deberán pagar todas su pena muriendo en ello.
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No hay otro remedio que elegir una de las dos ramas de esta al ternativa, o bien, desde luego, estimar que Anaximandro no pensó apenas nada inteligible. Si su pensamiento mereció ya tal nombre, o bien lo Indefinido está, a pesar de todo, en el orden del tiempo, an tes del Mundo y después del Mundo, y se ha de pensar como aque llo de donde procede y a donde vuelve la totalidad del Mundo; o bien lo Indefinido es la Ley misma por la que se retribuyen los entes recíprocamente su injusticia. Como vamos a seguir viendo, parece que lo Indefinido domina el proceso de los mundos fundamental mente en el primer sentido, sin que podamos excluir, desde luego, que los pensamientos de Anaximandro fueran lo bastante nebulosos como para que en ellos se considerara también que lo Indefinido, aun en su estado actual de represión y paciencia, bajo la Ley Justa del Todo, sigue dominando, porque él en definitiva estuvo solo en el principio de este mundo y volverá a estar solo en su final. Pero ¿no es esto ya lo mismo que equiparar plenamente a lo Indefinido con un ente, de modo que la existencia solitaria de lo Indefinido sea tan injusta como lo es la existencia de todos los demás entes? Si los restantes testimonios del libro de Anaximandro o sobre el libro de Anaximandro nos fuerzan a pensar, desde luego, que lo In definido es más bien el inagotable depósito del que nacen los mun dos y al que vuelven, entonces la verdadera Totalidad, el Mundo en su sentido pleno, no es la totalidad de los entes que no son lo Inde finido, sino que es el conjunto que reúne a esta totalidad más lo In definido. Oscuramente, Anaximandro, al referirse a lo Necesario como Ley que tiene en sus manos al esbirro el Tiempo, habría em pezado a distinguir dos maneras de ser, mucho más alejadas entre ellas que el modo de ser de lo Indefinido lo está del modo de ser de los entes corrientes que nos rodean. Una de esas maneras es la de la Totalidad absoluta, o sea, la suma de lo Indefinido y de los Mun dos que están sometidos a la Ley y al Tiempo, su brazo ejecutor, condición de que sean posibles las injusticias y las justicias dentro de la Totalidad absoluta. La otra manera de ser es la que tiene, jus tamente, esta serie de realidades tan distintas: la Ley, o sea lo Ne cesario, y aun el Tiempo mismo, que existiría según un tercer mo do de la existencia. Pero está muy claro que Anaximandro no diferenciaba los tipos del ser como ahora lo estamos haciendo nosotros. Sus vislumbres
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son sólo referencias oscuras a pensamientos que, según están con cordes en decir todos los testimonios de los que disponemos, no surgieron hasta bastante más adelante -aunque en una progresión cuya velocidad casi corta la respiración de quien la contempla, co mo espero que podamos comprobar-. 13. Por otra parte, sólo pensando se puede descubrir algo que es, pero que ni nace, ni muere. La experiencia, los sentidos no nos ofre cen nada por el estilo. La terminología de la que disponía Anaximandro era tan original aún que ni siquiera parece haber conocido una distinción tajante entre la razón y los sentidos; pero es en esto y desde esto como piensa de hecho el más antiguo de los filósofos. El argumento efectivo parece haber sido: si todas las cosas que nos rodean nacen, existen un tiempo y mueren, ello ha de deberse a que algo no nace ni muere (ni existe por un tiempo determinado). Este algo es, pues, a la vez, el origen del que proceden todos los seres naturales y el fin en el que desembocan también todos. De él se deriva todo y a él (que no varía en realidad jamás) vuelve todo. Y es que es literal, absolutamente imposible que absolutamente todo cambie. Algo, sin embargo, cambia, como lo atestigua nuestra experiencia. Para que algo cambie, algo tiene que no cambiar; y si es la naturaleza entera y no sólo cada parte suya la que cambia (y la que nace y muere), entonces eso inmutable que la razón necesita no ha de caer dentro del ámbito de la naturaleza. Las leyes del cambio no pueden cambiar; y aunque son múltiples y no pueden entrar en contradicción entre sí, están dominadas, uni ficadas, puestas en alguna armonía por algo único que, por lo mis mo, las domina. Anaximandro ha aceptado, además, que este princi pio es el inagotable fondo de la naturaleza, siempre renaciendo y renovándose. Por más cosas que existan, por más mundos que se su cedan en la necesaria evolución de toda la naturaleza, siempre habrá más y más realidad inagotable para dar nacimiento a otros mundos. Los nombres de las cosas, de los entes en la naturaleza, no só lo significan un ser definido, sino que siempre tienen algún opues to. Sólo se puede cambiar de ser algo a ser lo opuesto, o sea, a no ser lo que se estaba siendo, para pasar a ser algo diferente. Como el principio no puede cambiar, no tiene tampoco un opuesto posible. Y, desde luego, por más lejos que viajemos a encontrar el principio,
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sólo hallaremos, en vez de él, seres naturales, perecederos y sensi bles. Pero es que lo que tenemos que pensar para entender lo que sentimos posee indudablemente, según supone este fragmento ini cial de la filosofía, plena realidad. Cualquier ser natural tiene, en efecto, su limitada dote de tiem po, además de que posee un cuerpo terminado por una precisa fron tera y de que es lo que es y ninguna otra cosa (por ejemplo, un pe rro cualquiera no es sino perro, pero no estrella, hombre o dios; y vive en un lapso determinado de tiempo y está también perfecta mente determinado respecto del espacio que ocupa, el peso que tie ne, el color del pelaje, etc.). El Principio tiene que contraponerse a todo esto que decimos de los seres naturales: no está delimitado por el tiempo, por el espacio ni por la cualidad (aunque esta última palabra, repito, sea anacrónico atribuirla a ningún escritor anterior a Platón). 14. Al ser inmortal, lo Dominante, el Principio, es divino, co mo afirma otra cita de Simplicio, ésta de una sola palabra. Para un griego se trata de términos que tienen la misma exten sión, e incluso es para él evidente que el significado primero de «divino» es «inmortal», haya o no nacido. Anaximandro habla de algo divino que ni siquiera ha nacido y que no cambia. No lo re presenta, en realidad, con ningún rasgo de los que poseen las per sonas, que se entiende que pertenecen sin excepción a la naturale za. Lo Infinito todo lo gobierna y lo abarca, pero no es abarcado ni gobernado por nada. Es, eso sí, vital y engendrador. Ni Anaximandro ni ninguno de los primeros filósofos suponían que había que explicar la vitalidad del Principio: entendían que era también infinita, capaz, pues, de generar infinitos mundos sucesivos (si es que no infinitos simultá neos, además de infinitos sucesivos). Esta no persona indetermina da es, sin embargo, vida sobreabundante. 15. Según otra aislada referencia -procedente en esta ocasión del escritor platónico Plutarco- del siglo I d.C., Anaximandro se guramente imaginaba, de manera evidentemente ingenua y hasta contradictoria, que en el centro de la vitalidad infinita, como en su matriz, se «separó» al comienzo de nuestro mundo (y se separa
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siempre al comienzo de cualquier mundo) «el germen de lo calien te», de modo que de él, por un procedimiento que ya no se especifi ca, se terminara originando un primer par de contrarios u opuestos (lo caliente y lo frío), gracias a los cuales pudieran en seguida en gendrarse todos los seres y todos los cambios regulares de la natu raleza. Nuestro mundo (y cualquier otro) está en un proceso de evo lución global: lo frío, oscuro y pesado se concentra abajo y en el centro, mientras que lo opuesto estalla hacia lo alto y se divide en círculos de fuego rodeados de su contrario. Hay tres de estos círcu los, de los cuales nosotros sólo vemos un trocito como por un agu jero (o unos agujeros) en lo oscuro y frío que los rodea. Uno de esos agujeros es el sol; otro, la luna. Los agujeros del tercer anillo son los restantes astros (quizá la Vía Láctea pudo inspirar esta idea). En el centro de todo va secándose la tierra, que flota sin necesi dad de nada que la sostenga, porque sencillamente está en el centro y por tanto no hay razón ninguna para que caiga en una u otra di rección (no puede caer ya más). La tierra tiene la forma de un ci lindro, como una sección de una columna; y los seres vivos van na ciendo o fueron naciendo del barro caliente de las orillas del mar (y, por ejemplo, el hombre no pudo al principio surgir como ahora lo vemos nacer, porque habría muerto inmediatamente; así que tie ne que proceder de otras formas de vida). 16. En cualquier caso, con independencia de esta pintoresca mezcla de razón e imaginación, de osadía y cautela, es patente que Anaximandro se elevó, como en un salto de extraordinaria audacia, al pensamiento de la totalidad absoluta de lo real, y es también cla ro que de modo implícito Anaximandro interpretó la tarea filosófi ca como el despertar experiencial y racional del hombre a la con templación o teoría de la totalidad de lo real. Al margen de dudas e insuficiencias, es clara la concepción de la filosofía que sostuvo de hecho este primer pensador, que fijó en revolucionaria prosa sus conclusiones: en la filosofía, en la investi gación de la naturaleza, se trata de pensar la totalidad partiendo de los seres que se tienen al alcance de los sentidos, sin más finalidad que el conocimiento, o sea, despertarse lúcidamente a lo que es verdad, porque sin duda hay que preferir vivir a base de verdad que vivir a base de ignorancia.
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Este puro despertar al hecho de cómo es inmutable y necesaria mente la totalidad de lo que hay, comporta una sabiduría de orden práctico, una moral que, dejándonos guiar por lo que sabemos de los filósofos que pensaron poco tiempo después y tras las huellas de Anaximandro, ante todo predica una lucidez desapasionada, sin miedo ni esperanza: todo sucede como debe suceder; todo ocurre de la única manera en que es posible que ocurra, y esta única ma nera, guste o no al hombre, es además perfectamente justa. Nada escapa del dominio del Principio. Nada es arbitrario. Y es mejor conocer que así es. Desde el punto de vista moral, despertar a la rea lidad de que todo sucede tal y como tiene que suceder, de que todo está, en este sentido, bien y como debe ser, implica que, en el fon do, no hay otra libertad que la de desear afrontar las cosas tal y co mo son. A esto parece reducirse la acción humana plena. La verdad es, pues, la totalidad misma de lo real: la naturaleza y su principio, en el juego infinitamente largo que los mantiene traba dos entre sí. Tal es entera la primera navegación de la filosofía: la más desprevenida respecto de los riesgos de fracaso, la más ingenua. Sin embargo, la antigüedad de estas ideas no debe confundimos respecto de su actualidad. ¿Hará falta subrayar que es extraordina riamente frecuente entre los hombres de ciencia (y en la cultura tan profundamente influida por ellos desde hace cuatro siglos) la idea de que la totalidad absoluta de cuanto hay es meramente la natura leza, toda ella bajo leyes necesarias? Esta concepción, como se ve, es en el fondo pre-anaximándrica. Una versión popular de ella po dría ser: todo es química, aunque parezca que es pasión, colores, nubes, hombres... Sólo las llamadas ciencias duras son auténtico conocimiento, y en ellas, aunque queden zonas enormes de igno rancia, rige la necesidad de la ley. Recordemos, sin embargo, que Anaximandro mismo llegó, en el primer empuje de la filosofía naciente, más lejos que esta actual y frecuentísima sabiduría. Pero es que, como habrá hartas ocasiones de comprobarlo, una de las tragedias capitales de nuestra cultura es la ignorancia en que permanece respecto de la filosofía quien se de dica a la ciencia. Esta ignorancia es mucho mayor y más peligrosa que la que suele presumirse en el filósofo a propósito de los logros de las ciencias particulares. Hablo de peligro, en este caso, como es evidente, en estricto sentido político.
2 Los principios de la segunda navegación de la filosofía
Aunque pueda parecer que la idea de totalidad absoluta que se manifiesta en Anaximandro es ya insuperable, el hecho es que des de el inmediatamente siguiente de los pensadores de la llamada Es cuela de Mileto, Anaxímenes, se esboza un paso adelante, más cla ramente discernible todavía, desde luego, en los restos literarios que aún poseemos de Heráclito de Éfeso y de Parménides de Elea (finales del siglo VI y principios del V a.C. respectivamente).
1. A n a x ím e n e s
Prosiguió la obra de quien se dice que fue su maestro en dos di recciones. Por una parte, procuró liberarla de contradicciones; por la otra, vislumbró, efectivamente, que cabía trascender, pese a las poderosas apariencias en contrario, la noción de totalidad que en ella estaba pensada. En el primer sentido (que aquí nos interesa menos), Anaxíme nes trató de abarcar la variedad de toda la naturaleza, e incluso el proceso de iniciación de toda ella desde lo Infinito, valiéndose de un concepto empírico: el par condensación-rarefacción. Este pro ceso puramente cuantitativo, aplicado sobre el material primigenio del Aire Infinito, da lugar, como se ve en modestos experimentos, al par de opuestos: lo caliente y lo frío, de capital importancia en la cosmogonía de la Escuela de Mileto. Pero más interesante es que lo Infinito, lo Dominante, sea de terminado como Aire por este antiguo filósofo. Además de la razón que acabamos de ver, tuvo otra: que lo vivo, o sea, lo que posee al-
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ma o principio vital, está vivo mientras respira, y precisamente mue re cuando exhala el último aliento (representado ya desde muy anti guo como la marcha del Alma o Mariposa, psyché, a Hades, al lugar donde no hay visibilidad alguna). Los escasos fragmentos que conservamos de Anaxímenes su gieren que se hizo cargo por primera vez de que la verdad no coin cide con la totalidad real, sino que de alguna manera la sobrepasa y desborda {trasciende su totalidad hasta alcanzar otra más alta, más completa, más abarcadora). Anaxímenes, en efecto, parece haber reflexionado en el hecho de que nosotros, gracias a que vivimos, o sea, gracias a que respi ramos (aire) y guardamos dentro nuestra alma, conocemos cómo es la totalidad. De aquí se ha elevado, aunque sea muy oscuramente, a la concepción de que también la totalidad vive y respira, también ella tiene alma y, en definitiva, el principio vital de toda ella (el Ai re Infinito que la rodea y anima) no sólo la domina justa y necesa riamente, sino que también, y precisamente para poder dominarla, la conoce. El cielo alienta, respira, tiene dentro de sí seres que co nocen (y quizá conoce él mismo de modo muy superior, casi divi no), y todo ello gracias al Aire Infinito que lo abarca y domina. Se guramente concibió Anaxímenes el conjunto entero del cielo o la naturaleza como un gran animal viviente y sabio que vive y sabe por la virtud del Principio, dentro del cual y absorbiéndolo se man tiene ya siempre: el cielo es, en definitiva, aire también, no puro, si no de alguna manera rarificado o condensado. Es evidente que esta nueva posición dirige la cosmología dere chamente por la vía del monismo panteísta, aunque no hay indicios claros de que Anaxímenes haya tenido conciencia de las implica ciones de su tesis. Finalmente -no se señala así de manera patente, pero los textos lo sugieren-, Anaxímenes derivaba el conocimiento humano del co nocimiento total o divino. En cualquier caso es verdad que en su fi losofía el Principio y la Naturaleza, más que estar concebidos según el modelo del naciente Estado democrático (polis), están pensados en analogía con el hombre individual. Es aquí donde por primera vez se imagina el Mundo como Macrocosmos, cuya imagen verda dera es el Microcosmos hombre.
Jenófanes de Colofón 2 . Jen ó fa n e s
de
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C olo fón
Puede ser entendido no como un pensador original, sino como un divulgador de las consecuencias que habían de seguirse de la cosmología de los milesios para la crítica de la visión religiosa tra dicional del mundo. Todos los signos indican en la dirección de que su poesía expone una interpretación de Anaxímenes en la que no dejan de mostrarse aspectos de alguna originalidad; pero son preci samente todos aquellos que más relacionan los poemas de Jenófa nes con factores más antiguos, previos en la cultura griega arcaica a la aparición de la cosmología. Ya la forma misma de esta literatura y, con toda probabilidad, el espacio social que le estaba destinado no sólo no rompen sino que continúan la tradición. En efecto, el contexto donde nacieron los versos de Jenófanes parece indudable que fueron los simposios noc turnos aristocráticos que sucedían al banquete; allí un miembro más de la asamblea, sólo que en este caso se trataba más bien de un des terrado viajero que ni siquiera era un cantor profesional asalariado, participa con sus poemas junto a otros poemas. De origen jonio, Jenófanes trasladó en su destierro el eco de los milesios hasta las colonias griegas de Sicilia y el sur de Italia por los mismos años en los que otro desterrado, el dorio Pitágoras de Sa mos, que también hubo de huir de la conquista de la costa de Anatolia por los medos en 548, difundía en aquel extremo occidental de la cultura griega su versión filosófica del orfismo. Selecciono una decena de textos de este antiguo poeta sin pres tar mayor atención a la costumbre de diferenciar los posibles libros a los que pertenezca cada fragmento. Sólo estoy interesado en su brayar aquello que sea en estos poemas suficientemente nuevo res pecto de lo que ya hemos conocido. Un solo dios existe, el mayor entre dioses y hombres, ni en figura a los mortales semejante, ni en pensamiento [21 B 23].
El énfasis de la primera palabra del primer verso es sumamente pronunciado, o sea, se trata en realidad de un ataque, de una crítica directa a cuantas visiones del mundo sigan manteniendo la plurali dad de lo verdaderamente divino.
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El punto nuevo es que Jenófanes no denomina en forma neutra su entidad dominante del cielo, sino con el término masculino tra dicional. Sin embargo, de inmediato procura borrar en cuanto sea posible que se asocie a este uso conservador de una palabra su valor ancestral: este dios único es sumamente distinto de los mortales, no es algo así como un varón de colosal potencia. Y si es más tradicio nal que difiera en pensamientos (nóema) de los hombres -veremos más adelante esta cuestión retrotrayéndonos a Homero-, es nuevo que difiera también en la figura (demas), en la forma de su cuerpo. Todo él ve, todo él entiende, todo él oye [B 24].
He ahí una expresión, aún aceptablemente torpe, de la diferencia en tre el dios único y los hombres (y los inexistentes dioses ancestra les): que todo él es inteligencia proyectiva (noeí), o sea, compren sión de la situación y proyecto perfecto acerca de ella. Sino que sin trabajo, con la decisión de la inteligencia, todo lo con mueve [B 25].
El dominio sobre todas las cosas, que se expresa bien en la capa cidad de conmoverlas, es únicamente cuestión de inteligencia, de nous, y está por eso exento de todo trabajo y toda fatiga, de todo empleo del cuerpo, como si el dios único hubiera de empujar físi camente al cielo para que éste se moviera como de hecho vemos que lo hace. Siempre en el mismo [lugar] permanece, sin moverse en absoluto, ni pasar de un sitio a otro va con él [B 26].
La inmovilidad evidente del principio que domina sobre todos los cambios ha de ser expresada por este arcaico poema también en tér minos de permanencia en el mismo lugar siempre. No se ha pensa do todavía que hallarse en un sitio determinado pueda no convenir al dios, como no se adecúa con lo que él es andar pasando de lugar a lugar. Todo a los dioses achacaron Homero y Hesíodo cuanto entre los hombres es vergonzoso y un reproche: el robo, el adulterio, el mutuo engaño [B 11].
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Un aspecto fundamental de la crítica del antropomorfismo en la ima ginación de las divinidades es el moral. La representación de un dios como una fuerza también presente en el mundo de los hombres, só lo que inmortal y pura, poderosísima, había de conducir sin reme dio a consecuencias que tenían que ser vistas como inmoralidades. Naturalmente, si la inmoralidad está pintada como esencial en la vi da divina, los efectos educativos que de ella se derivan son catas tróficos. Jenófanes, con estos y los versos que a continuación tra duzco, prolonga la crítica de las mentiras de los poetas que, aun siendo originaria del mismo Hesíodo respecto de Homero -como más adelante veremos-, desembocará en la proscripción de los mi tólogos fuera del Estado bien ordenado, en el libro II de La Repú blica platónica (en el mismo lugar donde se forja la palabra «teolo gía» y se establecen los primeros criterios obligatorios para poder hablar filosóficamente, o sea, con verdad, sobre lo divino). Ya Solón de Atenas, una o dos generaciones antes de Jenófanes, había conti nuado la casi tradicional diatriba contra los excesos teológicos de los antiguos poetas. No es, pues, Jenófanes un original tampoco en esto. Sin embargo, quizá ningún otro escritor de la Grecia arcaica y clásica haya expresado tan perfecta y persuasivamente la crítica moral del antropomorfismo de los dioses olímpicos como éste y los siguientes fragmentos poéticos de Jenófanes. Pero los mortales opinan que han nacido los dioses y que tienen sus vestidos, su voz y su figura [B 14].
Los ignorantes mortales hablan, como ciertamente lo hace Hesíodo de modo sistemático, de la génesis, o sea, del nacimiento de los dio ses, cuando la verdad filosófica proclama que el dios único no pue de cambiar en absoluto. Y encontramos, además, en el primero de estos versos, el primer uso de la expresión dokeín, «opinar» -en el sentido de un término ya de hecho técnico-, con el que designar la firme creencia falsa de los que están en el error. El verbo griego ha ce referencia a «parecer», o sea, al efecto que corresponde en otros a la irradiación de algo sobre ellos. El sustantivo que Jenófanes em plea en B 34, traducido más adelante, es dókos\ en el dialecto del Atica, .será doxa, palabra esencial para la comprensión de Sócrates y Platón. En el Nuevo Testamento, por ejemplo, doxa significa mu
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chas veces la gloria, el resplandor de Dios sobre el mundo y los hombres. En el uso filosófico del término como un instrumento del análisis del conocimiento humano, está siempre contenida la idea de creencia, de adhesión auténtica de alguien a algo porque «le pa rece» que es así, o sea, tal y como él lo afirma. No hay que olvidar este ingrediente semántico nunca, aunque se esté traduciendo la palabra griega por la latina opinión, que sugiere una adhesión qui zá vacilante. Pero si tuvieran manos los bueyes, los caballos y los leones o pintaran con manos y realizaran obras como los hombres, los caballos a los caballos y los bueyes a los bueyes semejantes las formas de los dioses pintarían y los cuerpos harían tal y como cada uno de ellos tiene su figura [B 15].
Conviene destacar que en el verso penúltimo se encuentra la pala bra idea, que traduzco por forma. Es uno de tantos casos en los que este futuro término esencial del platonismo aparece como la pala bra de uso cotidiano que siempre había sido. La «idea» de algo es lo que se ve de ese algo (tiene el mismo origen que el latín videre), y, en especial, su belleza. Demas, la «figura», no tiene esta última con notación, pero es muy importante en cambio en idea. No se pasará por alto la evidente comparación de los hombres, cuando «opinan» ignorantemente sobre lo divino, con las bestias. Los etíopes, que sus dioses son chatos y negros; los tracios, que de ojos azules y rubios, dicen [B 16].
De la grotesca imaginación sobre los cultos que los animales ten drían si dispusieran de manos y habilidades plásticas, Jenófanes sa be pasar a poner delante de su audiencia un dato de real geografía humana. No desde el principio todo los dioses a los mortales mostraron, sino que con tiempo, buscando, van encontrando algo mejor [B 18].
Con esta cita pasamos a otro capítulo muy importante de las ense ñanzas de Jenófanes, novedoso si él fuera un puro cosmólogo, pe ro más bien conservador si se observa en la tradición de la poesía arcaica.
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Por una parte, no se duda de que el conocimiento ha partido de los dioses, o sea, de que sin su iniciativa no hubiera quedado acce sible verdad ninguna a los mortales. Por la otra, se sugiere que Je nófanes tiene conciencia del progreso, gracias a la búsqueda y con tando con tiempo y tiempo, que va llevándose a cabo en cuestiones de conocimiento. Nosotros nos representamos con gran dificultad que hombres tan extraordinariamente originales como Anaximandro no tuvieran una clarísima (e incluso arrogante) conciencia de irrumpir en el es cenario de la historia aportando algo jamás antes visto. Sin embar go, seguramente no hubo tal cosa, por la fuerza de la imagen circu lar y cerrada del tiempo y del desarrollo de la vida de los cielos que era natural a la época arcaica. Con todo, en el mismo gesto de escribir en prosa, para no ha blar de la franqueza con la que exponen las contradicciones en el contenido entre sus obras y las de los poetas antiguos, los prime ros investigadores de la naturaleza revelan una confianza del todo ilimitada en la verdad que han conocido y trasmiten a los demás hombres. En la doctrina anaximénica sobre el alma y el aire hemos observado cómo el conocimiento humano es puesto en correspon dencia con el divino conocimiento de la Totalidad, aunque sin re flexión ulterior sobre las posibles diferencias entre uno y otro. En Heráclito hallaremos textos maravillosamente profundos para ex presar por vez primera los frutos de esta reflexión, de esta original teoría del conocimiento. En Jenófanes, la filosofía naciente no se atreve, en cambio, a arrogarse la ilimitada seguridad en ella misma, el perfecto dogma tismo que en realidad le es propio. Esta es la mayor señal de que Je nófanes no pertenece tanto a la nueva corriente cultural como a la ya tradicional queja lírica sobre las fronteras, muy estrechas, del alcan ce del conocimiento humano. Sin embargo, es poderosamente anti tradicional la idea de que a pesar de sus imperfecciones esenciales (que ahora conoceremos mejor), nuestro conocimiento no sólo pue de progresar a base de búsqueda y tiempo, sino que de hecho lo es tá haciendo. ¿No ha convertido Jenófanes en su tarea personal pre cisamente la difusión, la propaganda, de eso que es ahora mejor? Quien escribe sátiras tan duras contra los dioses del mito (quizá no demasiado arriesgadas, en cambio, dado el lugar social de los reci
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tales de Jenófanes), no es posible que no entienda que su mensaje, siendo obra del trabajo de ciertos hombres recientes, es superior a lo que la Musa inspiró a Homero primero y, después, achacando men dacidad y doblez a la inspiración homérica, volvió a decir a Hesíodo cuando se apoderó de él en las faldas del monte Helicón. Ahora bien, lo claro ningún varón lo ha visto ni será conocedor acerca de los dioses ni de cuanto digo sobre todas las cosas; pues incluso si tuviera el mayor éxito al expresar algo acabado, él mismo, sin embargo, no lo sabría; la opinión a todos nos ha tocado [B 34].
Lo saphés, lo claro, lo diáfano, no es objeto de la visión o el cono cimiento de ningún hombre, porque a todos nos ha tocado única mente el dókos, la opinión. Incluso cuando casualmente nuestra opi nión coincide con la verdad plena, ignoramos que así sea. Es decir, en verdad sí tenemos capacidad para pronunciar unas palabras que sean «acabadas» o perfectas (en griego se dice: que hayan dado del todo con el fin), pero no para acompañar este discurso con la visión clara de la cosa misma de la que se habla (hasta tres veces se em plean palabras de la raíz fid- o vid-, que me he permitido traducir di ferentemente: íden, «ha visto»; eidos, «conocedor»; oíde, «sabría»). Es muy interesante que Jenófanes se incluya a sí mismo en esta historia de posibles conjeturas perfectas, pero nunca de saber abso luto. Él espera haber pronunciado unas palabras que hayan dado en el blanco; pero admite que no sabe si es así. Sabe que lo que él criti ca está definitivamente y bien criticado, pero, puesto que es la suer te de todos los hombres, las afirmaciones positivas que son la otra cara de las negativas y críticas, quedan imperfectas desde el punto de vista del conocimiento. También es muy interesante que estos versos no achacan el mis mo defecto a todas las palabras de los hombres, sino sólo a aquellas que se ocupan de lo mismo que las de Jenófanes (y los cosmólogos de Mileto), a saber: lo divino y la totalidad del cielo (la naturaleza y su dominador). Si dios no hubiera hecho nacer la miel amarillenta, dirían que mu cho más dulces son los higos [B 38].
Heráclito de Éfeso
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Pero estos otros extienden el escepticismo, el relativismo, aparente mente a cualquier conocimiento del hombre: quien no ha probado miel dirá seguramente que nada hay más dulce que el higo. Y quien ha probado los dos, deberá abstenerse -a la vista de su pasado error y de la causa que tuvo para él- de decir ahora que la miel es insu perablemente dulce. Sin embargo, esta relación necesaria con la experiencia limitada que se concede al hombre, ya se ve que se aplica aquí a un determi nado máximo. Es respecto del máximo en cualquier sentido como no cabe una tajante afirmación cierta. El higo, desde luego, queda descartado como límite supremo de lo dulce; cabe que la miel lo sea realmente, y en nuestra experiencia nada la sobrepasa; pero este es tado de nuestra búsqueda laboriosa y paciente en el tiempo, con el esfuerzo que el dios único no tiene nunca que gastar, no nos autori za a saber positivamente que la miel es lo dulce en absoluto. Podría, pues, pensarse que este texto confirma lo que decíamos al comentar el anterior: es cuando una tesis humana aborda lo divino y la totali dad cuando queda únicamente en condiciones de conjetura no refu tada todavía, quizá definitivamente verdadera, pero incierta para siempre, mera opinión y nunca visión de lo claro respecto de las rea lidades mismas a las que se refiere. Es de lamentar que no tengamos idea de cómo pensaba Jenófa nes que era de hecho el método por el que el hombre llega a hablar de dios y del todo con la relativa verdad que permite criticar de modo definitivo otras conjeturas acerca de tales objetos. Se tendrá la sospecha de que la inteligencia y la visión del dios son precisa mente lo que falta a los mortales, o mejor, lo que sólo precaria y mortalmente tenemos los mortales. En efecto, no carecemos total mente de visión ni de inteligencia, pero es cierto que nuestras pa labras llegan muchísimo más allá que las fuerzas de estos dos po deres tal y como en nosotros se dan.
3 . H e r á c l it o
de
É feso
En este gran pensador aforístico, una generación posterior a Ana xímenes, la conciencia de que se ha iniciado una segunda navega ción filosófica, o sea, la conciencia de que el problema del conocí-
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miento de la realidad plantea, por decirlo de alguna manera, la exis tencia asombrosa de una totalidad aún más abarcante que la consti tuida por el Cielo y el Principio, va siendo más intensa y más clara. Lo comprobaremos traduciendo y comentando los fragmentos prin cipales que conservamos, según la propuesta de ordenamiento y lectura realizada en 1986 por Maurice Conche. (Los números que suceden a cada fragmento son los correspondientes a la edición Diels-Kranz y, concretamente, a su sección 22B. Esta edición re nunció a ordenar sistemáticamente los restos del «libro» de Heráclito y se limitó a recogerlos según el orden alfabético de los auto res antiguos que conservaban las citas). Es sabio que los que han oído no a mí, sino el discurso, digan, en concordancia con él y entre ellos, que todas las cosas son una sola [50].
Es muy probable que así comenzara el escrito que Heráclito, de fa milia real, parece haber depositado alrededor del año 500 en el famoso templo de Ártemis, en su ciudad natal, la colonia jónica de Éfeso. He tenido que cambiar el orden del fuerte hipérbaton del original al traducirlo. Las primeras palabras, las enfatizadas pode rosamente, son: No a mí, sino el discurso habiendo oído... La gen te ciertamente ha oído el discurso, las palabras de Heráclito, pero no son en realidad de Heráclito: simplemente son el discurso (lo gos). Lo sabio (sophón), lo que señala que uno es un verdadero ex perto, será, tras la escucha, el que todos digan lo mismo (homolo gem) que dice el Discurso; que ya en adelante nadie siga hablando en otro sentido, atenido a otros discursos. El Discurso único, al que hay que prestar escucha obediencial, que ha hablado desde fuera y desde lo alto, por así decir, de Heráclito mismo, pero ha encontra do en él eco, homología, concordancia, afirma enigmáticamente lo siguiente: que todas las cosas son una sola. Del discurso este, que es siempre, los hombres se quedan sin com prensión tanto antes de oírlo como en cuanto lo oyen. Pues aunque todas las cosas ocurren conforme a este discurso, se parecen a gen te desconcertada que intenta salir del aprieto con palabras y obras tales como yo las expongo, cuando distingo según la naturaleza ca da cosa y digo cómo es. En cuanto a los demás hombres, se les ocul-
Heráclito de Éfeso
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ta lo que hacen despiertos, del mismo modo que olvidan cuanto ha cen en sueños [1].
Este discurso aquí repetido por Heráclito en su escrito, es siempre, es un ente que permanece. La experiencia del pensador le dice que los hombres, que desde luego no lo conocen antes de que Herácli to lo proclame, tampoco lo aceptan de verdad una vez que lo oyen. Hay algo esencialmente difícil en este Discurso siempre el mismo: algo muy desacostumbrado, muy a contrapelo de los usos y las tra diciones y el modo como los hombres se dejan vivir y se dejan en señar por los discursos que corren en sus ciudades (cf. 22 B 97: Los perros sólo ladran al que no conocen). Todas las cosas, sin embargo, devienen y se engendran según el Discurso (en griego, literalmente, «bajo» él, sometidas a su dicta do). Por consiguiente, no darse cuenta de esta constante verdad de la naturaleza (el término physis aparece aquí expreso) es enteramente parecido a lo que nos sucede cuando dormimos: lo que realmente ocurre entonces se nos oculta, pero hay ante nuestros ojos un espec táculo muy distinto, en el que creemos a pies juntillas. La analogía del sueño aún va algo más allá: esta firme convic ción en la realidad de lo soñado no garantiza para nada el recuerdo una vez que despertamos. Así de descuidada y superficial es nues tra vida diaria: hacemos con toda conciencia y bien despiertos mu chas cosas, pero la verdad es que apenas si sabemos qué hacemos y qué decimos. A quien nos pida cuentas le explicaremos nuestra vi da soñolienta, vagamente. La verdadera lucidez, que tiene mucho de inolvidable, no es precisamente el ambiente en el que baña esta vi da nuestra, tan alejada de pensar que todas las cosas sean una sola. Lo que este sueño indeterminado de nuestra vida afirma es, por el contrario, que cada cosa es cada cosa, bien diferente de las de más y, en especial, de una determinada que es su opuesto. El día es el día y no es la noche, su opuesto; la humedad no es la sequía; el verano no es el invierno; la muerte no es la vida. Luego es falso que todo sea uno; y así, en vez de decir lo mismo ante todas las cosas (su nombre único, la clave única que lo domina), disponemos de multitud de palabras y de afirmaciones distintas que estamos muy convencidos de que no se aplican más que a una determinada cosa en una determinada ocasión.
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Sin comprender cuando han oído, se parecen a sordos. El refrán ha bla de ellos: aun estando presentes, están ausentes [34]. Al no saber oír, tampoco hablar [19],
puesto que no hay que soñar con que uno mismo es el origen del Discurso, de la verdad. Nuestras palabras responden a la Palabra, pero no la inventan. No entienden los muchos las cosas con las que se encuentran, ni las conocen aunque se hayan instruido sobre ellas; solamente opi nan [17]. Común a todos es el pensar [113].
El conocedor aparece aquí, como luego ocurrirá con el Ignorante en Sócrates, estilizado en el uno frente a los «muchos». La multitud, la masa humana -si es lícito trasladar este concepto a un Estado de la Antigüedad- no pasa del dokeín, la opinión, que surge en este frag mento con el mismo sentido que le hemos hallado en Jenófanes. In cluso cuando un hombre de esta masa aprende (matheín) algo téc nicamente, a la manera del experto, esta presunta ciencia no es en el fondo (no es respecto de lo que importa en punto a sabiduría) más que una mera opinión. Se puede, por lo visto, haber aprendido a la perfección ciertas cosas sin por eso dar con la naturaleza de ellas, o sea, con que todas las cosas son una sola. He traducido por dos palabras muy distintas en español una misma griega: froneín, el pensar que es, por principio, común a to dos: común al Uno y a los Muchos; aunque casi nunca esta comu nidad potencial pase a realizarse. Tiene sentido, pese a la dificultad y la rara antinaturalidad (mejor sería decir antitradicionalidad) del Discurso, repetirlo una vez que se lo ha escuchado, porque, en prin cipio, todos los hombres pueden entenderlo (que es como he verti do fronein en 17). (Cf. 71: [recordar también] al que olvida por dónde pasa el camino). Sobre lo cual vuelve muy explícitamente. Mientras que es común el discurso que es [verdadero], viven los mu chos teniendo el pensamiento como algo propio de cada uno [2].
El sustantivo ligado afroneín que conoció luego más larga e impor tante carrera filosófica es frónesis, la última palabra de este frag-
Heráclito de Éfeso
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mentó: el Discurso que Es, es común, pero los Muchos viven co mo teniendo una frónesis propia. En Heráclito, como en Sócrates o Platón, la palabra no se puede traducir -como se hará cuando la use Aristóteles- por prudentia. Es muy claro que aquí significa el pensar de cada hombre, o sea, el pensar subjetivo. Los hombres viven pensando; tal es su lote irremediable en la existencia. Este pensar puede o no haber oído el Discurso, y puede o no adecuar se a él aun después de haberlo oído. De aquí que a veces, como en 17, se pueda decir que el pensar de un hombre, justamente porque no es más que el suyo propio, no entiende aquello con lo que ese hombre se topa en su vida y no pasa de mero opinar, de mero pa recer (parecerle a él, a él solo) que las cosas son como él las dice y las cree. Para los que están despiertos hay un solo mundo común, pero cada uno de los dormidos se vuelve hacia su mundo propio [89].
Es esta la primera aparición de la palabra kosmos, mundus (lo «mun do» es lo limpio y ordenado, lo arreglado y hermoso) en el sentido que seguimos dándole hoy, sólo que se la elige aquí para reemplazar «cielo» justamente porque el cielo que está bajo el Discurso es real mente, lo parezca o no, orden y belleza, plan racional, ajuste (esto significa originalmente el término griego «armonía»). Evidentemente, No hay que actuar y hablar como dormidos [73]. Los dormidos son obreros y aliados de lo que ocurre en el mundo [75].
Por otra parte, aunque estemos dormidos, no por eso dejamos de habitar el único mundo común, real, pensable, que se halla bajo el Discurso y es, por eso mismo, hermoso ajuste secreto. Píndaro, una generación después de Heráclito, escribió que somos los hombres sueños de una sombra; Heráclito mismo nos piensa, como aquí se ve, de una manera que es ya cercana a la que adoptó doscientos años más adelante el estoicismo: estos durmientes no se vuelven simplemente sueños, sino que permanecen vivos en el mundo y, por ello, sometidos a su divina Proporción permanente (que también esto quiere decir «logos», como en seguida veremos con detalle).
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Por mucho que soñemos, cumplimos inexorablemente la obra del mundo, la obra del mundo que se cumple en nosotros tanto si que remos y sabemos como si no. El estoico sentenciará: Volentem fata ducunt, nolentem trahunt (al hombre que da su aquiescencia, los ha dos, o sea, lo que está Dicho -lo que está Escrito, se dirá luego en el Islam-, lo llevan de la mano allá donde lo han de llevar de todos modos; el hombre que no quiere ir así de dulce, consciente y volun tariamente, será arrastrado al mismo lugar, sólo que le dolerá cada piedrecita del camino por la que lo frote la necesidad). De aquello con lo que más continuamente están en trato es de lo que se separan, y las cosas que se encuentran a diario son las que les parecen extrañas [72].
Otra vez Heráclito reflexiona sobre una cuestión sorprendente que la filosofía no ha dejado de pensar desde entonces. Los hombres es como si cayeran (así, el dogma paulino del pecado original y Hei degger) en un sopor notabilísimo: la verdad se les oculta, lo real mente cotidiano es lo que ignoran, aquello en donde se encuentran les es lo desconocido. Tienen, pues, que rescatarse o ser rescatados a lo más próximo, porque de suyo se han alejado y han dado la es palda a lo realmente real. La actitud inicial o «natural» deberá ser corregida, cambiada (así, Husserl, en la lejana descendencia de la conversio agustiniana). ¿Por qué esta ilusión de los comienzos, es ta distancia de lo Uno y del Discurso? ¿Cómo, en concreto, el re greso a la realidad y la lucidez? Sea cual sea el método justo, esto al menos está claro: No hay que actuar y hablar como hijos de nuestros padres [74].
La filosofía es, por decirlo llamativamente, la tradición propia de los hombres que no se someten a la tradición, de los hombres sin tradición. Los hombres que se limitan a ser hijos de sus padres no salen, de hecho, jamás de la infancia y, por lo mismo, pasan toda la vida en lo que siglos adelante llamará Pascal las distracciones con las que ahorrarse mirar cara a cara al Enigma:
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Juguetes de niños, las opiniones humanas [70]. El hombre se oye llamar bebé por el demon, como se oye llamar el niño por el hombre [79].
Pues un infans es uno que no habla, y algo próximo designa el griego «necio», el «chicuelo» o «bebé». El demon o su diminutivo, el demonio, es aquí, figuradamente, la realidad superior que se apo dera de un hombre y habla por él como por su posesión. Como es lógico, entonces: El carácter humano no tiene razón; el divino, en cambio, sí la tiene [78]. Ethos es, en efecto, el modo arraigado de vivir el hombre o su talante poco menos que inamovi ble ya. El cual, por desgracia para los Muchos, es lo que afirma 119: El carácter es para el hombre su demon, en vez de serlo lo di vino, el Discurso permanente. El más sabio de los hombres es, en comparación con el dios, un mono en cuanto a la sabiduría [82]. El más hermoso de los monos es feo [83].
En efecto, como ya sabemos desde aquel aforismo que criticaba la insuficiencia del aprender (matheín): Haber aprendido muchas co sas no enseña la inteligencia, pues a Hesíodo se la habría enseña do, y a Pitágoras, y también a Jenófanes y a Hecateo [40]. O tam bién: Pitágoras, hijo de Mnesarco, practicó la investigación más que todos los demás hombres, y habiendo escogido los libros del caso, se hizo su propia sabiduría: multitud de cosas aprendidas, pericia mala [129]. Como se ve, tampoco hay que ser hijo de los filósofos anterio res a nosotros mismos, como no sea tan sólo en lo que respecta a la intención que los guió. Después, su atesorar múltiples enseñanzas más los desvió de la sabiduría que los terminó de acercar a ella, que era lo que al principio todos pretendían. Pero es que, aunque sea verdad que haya que trabajar arduamente, en los temas peculiares de la filosofía se aplica la verdad que dice que Los buscadores de oro excavan mucha tierra y encuentran poco oro [22]. Nietzsche, el aficionado a Heráclito, sostuvo parecidamente que hay que ha cer mucho no para poder decir a boca llena que sí. Hay que excavar mucho, que destruir mucho, que negar mucha tradición; pero el oro
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que espera al final de este trabajo no es a su vez mucho, sino sim ple, poca cosa y, mejor, Una Sola cosa. Heráclito no dejó de ver las consecuencias prácticas y políticas del Discurso al que obedecía repitiéndolo, ya que no vivimos sin pensar: Desde luego que es muy necesario que sean jueces de los muchos los hombres que son filósofos [35].
Platón, por boca de Sócrates, propugnará con el correr del tiempo que hay que dar el poder en el Estado a los poseedores de la verda dera frónesis: que hay que hacer reinar al filósofo. Adviértase que es, además, la primera vez que esta palabra, filósofo, está atestigua da en la literatura arcaica. Debe provenir de Pitágoras, que no es cribió nada, el cual diferenciaba con esta denominación a aquellos pocos hombres que no están en la vida ni a ganar dinero ni a ganar fama, sino a entenderla (es posible que Pitágoras haya empleado la imagen de los juegos de Olimpia: los asistentes o hacen negocio o compiten, pero también, en algunos pocos casos, sin apuestas de por medio ni otros intereses, han venido a ver; y la expedición del que peregrinaba a ver una ceremonia religiosa -también los juegos lo eran- se llamaba teoría en la Grecia arcaica). El maestro de la gran mayoría es Hesíodo: saben que él sabe mu chísimo, cuando no conocía ni el día ni la noche, pues son una mis ma cosa [57].
La Noche es una divinidad primordial, nítidamente distinta del Día, que da origen a una caterva de divinidades menores y perju diciales: todas las que se incuban y se desarrollan en los sueños y la oscuridad. Así, en la Teogonia hesiódica. Pero el Discurso dice que todo es uno. Puede verse en un sentido próximo este aforismo: Se engañan los hombres en lo que hace al conocimiento de las co sas visibles de modo semejante a como le ocurría a Homero, que fue el más sabio de todos los griegos; pues a éste unos niños que es taban matando pulgas le engañaron diciéndole: «Cuanto hemos visto y cogido, lo dejamos; cuanto no hemos ni visto ni cogido, lo llevamos» [56].
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Homero merece que lo echen a bastonazos de las competiciones, y lo mismo Arquíloco [42].
Esta desvergüenza contra dos poetas ilustres debe analizarse un po co más y en otra dirección. Por una parte, reúne a dos personalida des opuestas. Para Homero, la excelencia, la virtud o areté de un hombre está ya en su nacimiento como noble (la palabra guarda es ta reminiscencia incluso ahora) y se manifiesta luego, en la edad adulta, en forma de proezas militares y grandes triunfos en la asamblea de los guerreros libres. Arquíloco se jactó, en cambio, de haber preferido su vida a su honor militar, y era consciente de que no hacía sino ganarse el pan en trabajo de mercenario, vivir apoya do en el consuelo del vino y de lo efímero de la desgracia, y -cuan do podía- vengarse del padre que le negó a su hija amada. Pero am bos tienen en común cierta prevención ante el espíritu «agonal» o de competición constante que es tan característico de Grecia siem pre. Esta pusilanimidad ante la discordia, que también se encuentra en Hesíodo (distingue éste una buena y una mala Discordia divi na), es, como se verá luego, incompatible del todo con el Discurso y con la naturaleza del Uno. Los mejores escogen una sola cosa a cambio de todas: la gloria im perecedera, en vez de todas las cosas mortales. Los muchos, en cam bio, están saciados como un rebaño [29].
Este y varios otros fragmentos que reunimos ahora, no se refieren a la suprema forma de la vida, que es la filosófica, sino al heroísmo que está como en el segundo escalón del mérito: la entrega de la propia vida por aquello que es lo común a los hombres que integran el Estado al que se pertenece. Este desprendimiento es lo más opuesto al egoísmo del que sólo se sirve de la comunidad como de su establo, y lo defiende más o menos como lo defienden del in cendio las vacas o como las ovejas luchan contra el asalto del lobo. Los dioses, y también los hombres, honran a quien Ares mató [24]. A los mayores destinos de muerte les corresponden las mayo res partes [25]. Habiendo nacido, quieren vivir y tener su destino de muerte; o, más bien, descansar. Y dejan hijos que son destinos de muerte por nacer [20]. Así, en cambio, los hombres estabula dos, los Muchos. Véase el valor despreciable que corresponde a la
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riqueza como tal: Que no os falte riqueza, efesios, para que se pruebe que sois miserables [125a]. Alzarse contra lo que está ahí y convertirse en guardián bien des pierto de los vivos y los muertos [63].
La vida del filósofo se levanta, gracias a la escucha y la repetición del Discurso Permanente, por encima de todas las vicisitudes, in cluidas las de la vida y la muerte (de las que además sabe el filóso fo que no son una dualidad irreconciliable, sino aspectos de la mis ma unidad). ¿Qué es su inteligencia sino su diafragma? Hacen caso a los aedos populares y toman como su maestro a la multitud, ignorantes de que los muchos son malos y de que pocos son los buenos [104].
Sócrates y los estoicos repiten, con distinto matiz, esta misma ver dad. Son pocos los buenos panaderos en la ciudad, recuerda siempre Sócrates, y siempre son pocos los que saben de una cosa, respecto de la cantidad de los que la ignoran. Los estoicos, convencidos de la identidad entre sabiduría y bondad moral, tendían a ver a su al rededor un mar de imbéciles peligrosos por el hecho mismo de su necedad. Heráclito se puede referir en este género de asuntos a su expe riencia personal: Los efesios adultos merecen ahorcarse todos y dejar la ciudad a los que aún no lo son, ya que han desterrado a Hermodoro, el varón de más provecho entre ellos, diciendo: «Que de nosotros no haya uno solo que sea el de más provecho; y si hay uno así, que sea en otra parte y entre otros hombres» [121]. Uno solo es para mí diez mil, si es el mejor [49].
La superioridad extraordinaria de la filosofía y algunas de sus características sorprendentes se describen con maravillosa senci llez y profundidad en otros aforismos, situados en el orden de Con che inmediatamente a continuación: El rey cuyo oráculo está en Delfos ni dice ni oculta, sino que da sig nos [93].
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Apolo era en Homero el maestro divino del arte mántica, o sea, de la adivinación, único sistema por el que algunos hombres podían elevarse al conocimiento de lo que es, fue y será, dentro de límites más bien modestos. Pero el modo por el que actúa el dios en Delfos inspirando a la Pitia contiene una parte esencial de enigma, de in dicación en un sentido que espera ser completado con la interpreta ción. El grito inarticulado de la sacerdotisa sobre el trípode en la grieta sulfurosa era ya interpretado por el sacerdote que lo conver tía en verso enigmático; pero tocaba al hombre que recibe el orácu lo comprobar, como Sócrates, la verdad que está en sus palabras tan sólo señalada. ¿No es así como se encuentra la naturaleza, el mundo, ante nosotros, alrededor de nosotros, dentro mismo de nosotros, que somos sus aliados y sus obreros consciente o inconscientemente? ¿En qué consistirá el instrumento para interpretar acertadamente, pa ra oír con oídos no extranjeros y bárbaros, el Discurso que gobierna la naturaleza? La naturaleza gusta de ocultarse [123], o sea, la realidad au téntica de los seres que se contienen bajo el cielo: el conjunto de los seres intramundanos en su verdad no inmediatamente mani fiesta ante cualquier actitud del hombre. La Sibila, hablando con boca enloquecida, pero sin sonrisa, ni ador no, ni perfume, recorre con su voz mil años gracias al dios [92].
La sacerdotisa en éxtasis, en manía o locura sagrada, dice enig máticamente una verdad necesitada de interpretación; una verdad que no se propone adornada o endulzada o bien preparada desde el punto de vista de la persuasión retórica. La verdad no tiene que ver con las recomendaciones externas de este tipo, que pueden re forzar, como enseguida descubrirán sistemáticamente los sofistas, también los múltiples discursos débiles y soñados, los juguetes con los que se distraen los hombres reducidos a niñitos o a bestezuelas de establo. Pero la Pitia o la Sibila no alcanzan a más de mil años con sus profecías enigmáticas. ¿Qué es eso en comparación con el discur so del filósofo, que atraviesa el mundo entero y se remonta a la es tabilidad absoluta del divino Discurso? La palabra filosófica no es tá vigente mil años sino por toda la eternidad.
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Si no hicieran la procesión para Dióniso y cantaran el himno a las partes pudendas, harían cosas extraordinariamente desvergonzadas. Pero Hades y Dióniso son el mismo: ese por el que enloquecen y ha cen bacanales [15]. Están impíamente iniciados a los que los hombres consideran mis terios [14b]. Errantes en la noche: magos, bacantes hombres y mujeres, iniciados [14a]. Estando manchados por la sangre, se purifican encima por la san gre, como si uno que se ha metido en el barro se lavara con barro: le parecería estar loco a cualquier hombre que reparara en lo que esta ba haciendo. Y rezan a estas estatuas, como uno que hablara a cier tos edificios al no saber quiénes son ni los dioses ni los héroes [5]. Rezan a las estatuas de los démones, que no oyen, como si oyeran; que no dan, como si ellos no pidieran [128].
El valor de la religión tradicional queda reducido a pura contradic ción. Además de las críticas de los antropomorfismos que ya he mos leído en Jenófanes, y de otras que son estrictamente paralelas a las que dirigían los profetas del yahvismo antiguo a los adorado res de los baales fenicios y cananeos, Heráclito, que seguramente renunció a los deberes sacerdotales que por nacimiento le corres pondían, no acepta que la sangre, la culpa, se lave con la sangre del sacrificio. La verdadera purificación es el sometimiento a la verdad del Discurso, a la filosofía. Y en esto se puede distinguir una muy probable influencia del pitagorismo, que se había anticipado justa mente en asimilar y superar los ritos de purificación dionisíacos, órficos y mistéricos en general, en la auténtica pureza radical de la vida filosófica. Para los hombres no es mejor que llegue a ocurrir todo lo que de sean [10].
Este fragmento nos introduce en otro aspecto capital de la espe culación de Heráclito. Como es lógico, el sueño de juegos de los hombres no los deja ni siquiera aspirar a lo que deberían buscar si despertaran a la realidad común y su pensamiento se amoldara al Discurso. Estos deseos oscuros y poco serios llevan la vida humana al con tinuo intento de rebasar los límites que por naturaleza le correspon den. Esta trasgresión, este «pasar más allá», se dice en griego hybris,
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término que desempeña un papel capital, por ejemplo, en la tragedia ática. Quien se olvida de que es hombre, y no dios ni bestia, tras grede lo establecido y merece ser castigado. Aunque Heráclito en tienda de una manera no tradicionalmente religiosa la trasgresión, también para él la trasgresión ha de ser extinguida más que el in cendio [43]. Para el Estado y la familia es mucho peor la trasgresión real que la destrucción en su sentido corriente. El sol no trasgredirá sus medidas. En otro caso, las Erinias, auxilia res de Justicia, irán a descubrirlo [94].
Heráclito se refiere con trasgresión a todo intento de sobrepasar el metron, la medida que a cada realidad toca (de modo muy próxi mo a la moira). Todas las cosas tienen límites exactos impuestos a su naturaleza. Estar bajo el Logos es precisamente esto. Y es que, como antes apunté, la palabra Logos es inicialmente reunión, como la de las flores en un ramo o las espigas en el haz, o las palabras en la fra se, y significa enseguida proporción, razón, como en nuestra razón de tres. Allí donde hay proporción, hay reunión y ajuste y hay un lí mite que no se puede sobrepasar sin ruina. Allí también hay un dis curso estable, que se presenta en este fragmento con el ropaje de la tragedia: a sus órdenes, como a las de Justicia, la joven hija de Zeus que está junto a su trono, se encuentran según Hesíodo las Furias, las Erinias, las vengadoras inexorables que, por ejemplo, actúan contra Orestes tras el matricidio en el teatro de Esquilo (casi con temporáneo ateniense de Heráclito). Y como el sol, que casi es fuego puro, también todo lo demás: todo está contado, pesado, medido; todo sigue la ley armónica o proporcional de un eterno discurso que no es posible refutar ni de sobedecer. Esta verdad universal tiene, desde luego, su aplicación en polí tica, y en esta derivación es, como se explica más profundamente, el homenaje que ya hemos visto que rinde el filósofo a los que mueren heroicamente conteniendo la trasgresión: Los que hablan con inteligencia han de hacerse fuertes en lo común a todos, como la polis en la ley y aún mucho más fuertemente. En efecto, son ali mentadas todas las leyes humanas por una única: la divina. Pues ésta domina tanto cuanto quiere ^ [114]. Sólo para lo divino no
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tiene sentido diferenciar lo que se quiere y lo que mejor conviene. Y, en cambio, allí donde haya ley, o sea, reunión bajo uno de muchos, es que se hace presente de alguna forma lo auténticamente Común a todos (que pronto llamarán los estoicos la ley natural). De aquí, debe luchar el pueblo por la ley, por la ley que se ha establecido, como por la muralla [44]. La lectura de Conche hace necesario interpretar que el objeto de esta defensa a ultranza es la ley positiva. El pueblo, que no filosofa, debe morir por ella con más coraje que por la muralla que preserva su patrimonio de la quema o el saqueo. Quizá la ley positiva de un Estado sea perfeccionable; pero al menos es ley, y allí donde se renuncia a vivir bajo ley algu na, se trasgrede el marco de la vida humana y se deshacen sus con diciones de posibilidad. Como se comprende, Ley es también obedecer al designio de uno solo [33]. No es la democracia el régimen que, dada la meta física de Heráclito, tiene la mayor probabilidad de ser justo. Sabe mos que uno solo puede ser muy bien el único que esté despierto y viva de realidades. Los muchos, en principio, parten de una situa ción de decadencia e ignorancia cuyas raíces no conocemos (aun que se han mencionado las riquezas que llenan de pereza y la tra dición paterna, religiosa y sapiencial, que fomenta asimismo otra clase aún más peligrosa de pereza). Me investigué a mí mismo [101].
Aparentemente, nada es más opuesto a escuchar el Discurso que buscar dentro de sí mismo. Sin embargo, la conciencia cada vez más clara del problema del conocimiento, que analizaremos ense guida a propósito de los principales aforismos enigmáticos sobre el alma, contribuye a iluminar esta frase, precedente del socratismo (como tantas veces resulta serlo Heráclito). Por otra parte, descubrir los propios límites, no cometer trasgresión, es un legítimo modo de anunciar la tarea de la filosofía. Hay, además, necesidad de variar radicalmente de actitud, en la soledad de la propia decisión (si nos permitimos un anacronismo que parece imprescindible), para pasar a ser un efectivo oyente de la Palabra, en vez de seguir de aliado in consciente y medio rebelde de lo que ella dictamina eternamente.
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De cuantos he oído discursos, ninguno llega hasta conocer que lo sabio está separado de todas las cosas [108].
El Discurso no se puede identificar con las medidas que limitan to das las cosas. Estas se encuentran bajo él; no es que él esté embebi do en ellas, como proporción encamada o realizada. Es la ley co mún, una y única, lo uno verdaderamente universal. Y su orden es que todas las cosas son también una sola, pero no separada sino, por así decir, ajustada a leyes de cambio, introducida en un doble cami no: hacia abajo y hacia arriba. (Cf. el aforismo 60: El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo). Una sola cosa es lo sabio: conocer el saber que pilota todas las co sas a través de todas las cosas [41].
La separación de lo Uno Sabio implica identificarlo con el Discur so. Este segundo fragmento vacila entre esa identificación y la con versión en alma o sujeto de aquello divino separado que es sabio. Como si lo divino fuera un conocimiento, como si lo separado (o más total) fuera un saber que capta el discurso dominador sobre to das las cosas (las cuales se rigen unas a otras obedeciendo todas al mismo). La identificación entre lo Uno Sabio y el Logos viene apoyada por el hecho de que la permanencia del Logos es excepcional, co mo enseguida comprobaremos. La subjetivización de lo Uno Sa bio, separándolo incluso del Logos, podría apoyarse en cambio en un modo antropomórfico: la única actividad humana imperecedera o separada o sin opuesto con el que ajuste inmediatamente es la sa biduría filosófica, que se traspone luego al territorio de la divini dad. Además del Discurso, debe de haber una Sabiduría subjetiva o un alma también allá. Sólo que este segundo pensamiento no es compatible con la determinación de la naturaleza de las almas (intramundanas) que -aun con su oscuridad inevitable, esencial- lee remos pronto. Pero la vacilación y la apertura de las propias ideas, aunque no sea fácil de adaptar al perfecto dogmatismo de una filo sofía que puede mirar despreciativamente el saber mismo de la Si bila, no es tampoco cosa imposible para Heráclito. A fin de cuen tas, le es del todo evidente la superioridad del Discurso respecto del alma humana que lo escucha.
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No lancemos conjeturas arbitrarias sobre lo supremo [47] vie ne a significar lo mismo: insistir en la diferencia abismal entre la actitud filosófica y la no filosófica. El pensamiento concorde, irre futable, siempre uno, es lo sabio o es el reflejo humano de lo sabio y del Logos; la conjetura sin garantía es múltiple y ni siquiera con sistente con ella misma. Prefiero todo aquello de cuanto hay vista, audición, enseñanza [55]. Teniendo en cuenta 107: Son malos testigos para los hombres los ojos y los oídos de quienes tienen almas bárbaras (o sea, almas incapaces de la interpretación justa, desconocedoras del lenguaje de la naturaleza). En 101a, siempre poniendo al lector en guardia contra los padres y la tradición, se matiza así: Los ojos son testigos más precisos que los oídos. 32 expresa todos los matices posibles y las posibles dudas que acabo de formular: Lo uno, lo sabio, no quiere y quiere que se le llame solamente con el nombre de Zeus. Hay, además, que reunir este texto con el siguiente: Este mun do, el mismo para todos, ni un dios ni un hombre lo hizo, sino que siempre estuvo siendo, siempre es y siempre será: fuego siempre vi vo que se enciende con medida y se apaga con medida [30]. El Cosmos es Fuego que Vive siempre, en vez de ser, como el Logos, Ente que Es siempre. Los dos, sin embargo, son comunes a todos, pero el uno como ley dominadora y el otro como sujeto so metido a las medidas que para él y sus cambios (vida siempre viva e incansable) prescribe el Discurso. Porque en el mundo hay cam bios, que aquí se describen como avivamiento y amortecimiento del fuego. Todo lo que cambia es fuego, y no aire infinito o agua. Este fuego que es la naturaleza, el cosmos, no es infinito sino li mitado: está controlado, bajo metros. Sólo que jamás se extingue y jamás se encendió: es infinito en el tiempo y en la vitalidad y en la variedad de sus formas. El fuego es siempre joven y siempre nuevo. Por parecido que sea a sí mismo, no ofrece nunca la misma figura. Así se reitera en 90: Canje del fuego todas las cosas, y el fuego, canje de todas; como lo son las mercancías respecto del oro y el oro respecto de las mercancías. El fuego sólo vive, además, consumien do su combustible y cambiándose él mismo por humo y vapor.
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En 76 se explican mejor que en 31 los «giros» o vueltas o con versiones del fuego de que habla este último aforismo. 76 dice así: De la tierra llega a ser muerte el agua, y del agua llega a ser muer te el aire; y del aire, el fuego; y al revés. Si nos atenemos a este es quema relativamente sencillo, el giro completo de las cosas, que se realiza en ambas direcciones o caminos al mismo tiempo (hacia aba jo y hacia arriba), comienza por el fuego (en lo más alto), que se cambia en aire, el cual se cambia en agua, que finalmente se cambia en tierra. Cada nueva conversión del fuego es muerte de la anterior; y desde la tierra sigue, ahora hacia arriba, la misma sucesión. (Cf. 103: Es común el principio y el final en el circuito del círculo). 66: Todas las cosas el fuego, al llegar, las juzgará y las tomará, tiene quizá el mismo sentido: que el fuego se cambia por todo, a la vez que todo pasa alguna vez por el estado de fuego (lo que no quie re decir que el mundo se reduzca periódicamente a nada más que fuego, al modo en que luego los estoicos defendieron el incendio o conflagración universal, después de la cual recomenzaría el ciclo, es decir, se reiteraría una vez más la eterna vuelta de lo mismo). 64 (Todas las cosas las gobierna el rayo) insiste en lo mismo, aunque seguramente añadiendo un matiz: la fugacidad de cada ser, que es, en el instante en que existe, últimamente fuego. En cierto modo, el mundo está interpretado por este extraordinario fragmen to como el auténtico rayo que no cesa, rayo que se renueva a cada momento. (6: El sol es nuevo cada día). Esta visión de los dos caminos que se cruzan en realidad a ca da momento en cada cosa, de modo que si decimos de ella que es agua debemos entender que está pasando constantemente a morir en aire y en tierra (y a reconstituirse a partir de tierra y de aire), su ministra mucha luz acerca de los fragmentos referentes al alma, cuya lectura iniciamos por 36: Para las almas la muerte es volver se agua, y para el agua es muerte volverse tierra. De la tierra nace el agua y del agua, el alma. Lo cual implica que el alma es aérea y que, por tanto, habita en la región más próxima al fuego puro, es de cir, procede inmediatamente del fuego y muere en el agua (lo que, por otra parte, arroja luz sobre la feroz anécdota imaginada, que ha ce morir a Heráclito de rabia, anhelando agua con desesperación). Como, según 77a, para las almas es placer o muerte volverse hu
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medad, se entiende que la borrachera y la orgía son otras tantas for mas de apagamiento de lo más propio en la naturaleza del alma. Lo mismo afirma 117: El hombre, cuando está borracho, es conduci do por un chico sin barba y va resbalando, pues no sabe por dón de anda, ya que tiene húmeda el alma. Es claro qué se debe decir sobre el mejor estado posible del al ma, en contraste: Un relámpago: el alma seca es la mejor y la más sabia [118]. Cuanto más de fuego, más cerca de la clave y la reali dad de la naturaleza; más cerca de aquello sobre lo que inmediata mente gobierna el Discurso. En esta perspectiva se deben leer los fragmentos 115 y 45, res pectivamente: Propio del alma es un discurso que se acrecienta a sí mismo; y Los límites del alma no los encontrarías aunque reco rrieras todos sus caminos: tan profundo discurso tiene. La verdad conocida por el hombre es prácticamente superior a él de modo in finito: lo desborda aún más que como el Discurso Permanente des borda del ámbito del Fuego o Mundo. Saber -que en cierta mane ra consiste en investigarse a sí mismo y recorrer la propia alm a- es una constante profundización creciente en un discurso omniabarcante y omnisciente, nuestro ya, pero siempre exterior y supremo. De aquí que, mientras de todo se puede decir que posee límites fi jos vigilados por las Erinias, en realidad no cabe decir lo mismo del alma. No es que oír el Discurso sea trasgredir la humana medida, si no que la medida del hombre, del alma del hombre, es ya un tras cenderse a sí misma en lo eterno (primeramente en el Fuego siempre vivo, pero luego en el Discurso que es siempre). Si no espera lo inesperado, no lo encontrará, dado que no es rastreable ni accesible [18].
La esperanza común y corriente se sitúa, seguramente, entre los po los, ambos equivocados, del Hades lastimoso tras la muerte, al es tilo del canto XI de la Odisea, y las Islas de los Bienaventurados de que hablaba el orfismo. La verdad absoluta, eterna, a la que no hay paso desde la permanencia en estas variedades de la esperanza, es que, en última instancia, la muerte y la vida son los dos aspectos in separables de la misma realidad. (Quizá sea esta una explicación no desdeñable para 96: Los muertos son más desechables que el estiér
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col). La misma verdad se expresa de un modo muy insólito en 27: A los hombres les aguarda al morir lo que ni esperan ni opinan. La opinión sin filosofía y la esperanza basada en ella llevan a los hom bres a los misterios, a Orfeo, a los sacramentos y purificaciones por cuya virtud se cercioran de que verán lo que anhelan; pero la verdad de la filosofía es bien distinta. Es como dice 62: Inmortales morta les, mortales inmortales, viviendo la muerte de aquellos, muriendo la vida de aquellos. La barrera misma entre los hombres y los dio ses no es tan tajante como se la imagina. 88: Son lo mismo el vivo y el muerto, y el despierto y el dormido, y el joven y el viejo; pues al cambiar, estas cosas son aquéllas y, a la inversa, aquellas cosas son éstas. Este último texto muestra un lado del pensamiento de Herácli to al que aún no hemos hecho apenas referencia: que los cambios de los que un ser es capaz se entienden aquí ya de un modo muy próximo a la noción aristotélica de la potencia; es decir: una cosa es ya ahora aquella aparentemente opuesta en la que se termina con virtiendo, y, tras la conversión, sigue de algún modo siendo lo que fue (tanto más cuanto que volverá alguna vez a serlo plenamente). Heráclito no ha distinguido el acto y la potencia, sino que ha escri to en este fragmento que si puedo llegar a estar dormido, ya soy ahora en alguna forma eso que seré posiblemente de lleno luego. Porque sucede, además, que estar siendo uno de los miembros de una oposición lleva irremediablemente a convertirse en el otro (se ñal de que ya se lo estaba también siendo). No hay modo de mante nerse sin cambiar, y cuando se cambia, se pasa a lo que aparente mente menos se era antes, y es así ineludiblemente. 126: Las cosas frías se calientan, las cosas calientes se enfrían, las cosas húmedas se secan, las cosas secas se humedecen. Llegamos así hasta los más bellos textos que tratan de decir có mo todo es uno: cómo todo es fuego y giros del fuego, por una par te, y cómo cualquier cosa, aunque no sea aparentemente ya fuego (sino uno de sus giros inaparentes), es una con su contraria. El dios, día noche, invierno verano, guerra paz, saciedad hambre. Se hace otro como el fuego: cuando se mezcla con aromas, se llama según el buen olor de cada uno de ellos [67].
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Para el dios son bellas todas las cosas y buenas y justas; los hom bres, en cambio, han supuesto que unas son injustas y otras justas [ 102].
Este último aforismo, que repetirán los estoicos y Espinosa, recoge del modo más apretado posible la visión del mundo que presenta la metafísica de Heráclito. Calificar de buenas y malas a las realida des es la esencia misma de la opinión humana; la filosofía sólo di ce que son como son y que son lo que son. Además, muestra tam bién que sólo son una misma realidad, tan cambiante como el fuego, tan devoradora de otros y de sí misma como lo es el fuego. Esta única realidad de múltiples aromas y matices, siempre en cam bio, siempre ajuste de contrarios, siempre sometida a la Proporción y al Discurso que le marca los límites que no podrá sobrepasar en absoluto, justamente no es capaz de escindirse en justicia e injusti cia. Y como su realidad es única y absoluta, más sentido tiene, en todo caso, llamarla paradójicamente bella y justa y hermosa, aun que no sea susceptible de pasar a su opuesto. Por otra parte, en un nivel de menor interés, que quizá Herácli to mismo no separaba con claridad del nivel ontológico, se sitúan textos que recuerdan, como ya era práctica corriente de otros pen sadores anteriores, el hecho de que no se puede conocer un opues to más que gracias al otro; o sea, que aparte de ser ambos como los dos rostros de la misma cosa, son también condiciones recíprocas de su conocimiento: El nombre de la Justicia no lo habrían sabido si estas cosas no existieran [23], es decir, las cosas a las que lla mamos injusticias. O como en 111 : La enfermedad hace que el te ner salud sea placentero y bueno; el hambre, que lo sea la saciedad; el cansancio, que lo sea el descanso. (Es más vulgar la observación, emparentada con esta, de que, como dice 61, el mar es el agua más pura y más impura: para los peces es potable y salvífica, para los hombres, imbebible y mortífera). Esta doctrina sobre la complementariedad y hasta identidad de los opuestos exige que se afirme también: Lo adverso es convenien te... A partir de las cosas que difieren, el ajuste más bello [8], la ar monía más hermosa. En otras palabras: No comprenden cómo lo di ferente consigo concuerda: armonía inversa, como la del arco y la lira [51]. Un mismo logos hay para lo que diverge: un mismo ajus
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te de cosas que se apartan una de otra, como las fuerzas que man tienen tenso el arco y tensa la cuerda de una lira a punto para ser pulsada. Cada realidad es como esta cuerda de la lira: si su aparen te calma permanencia no estuviera hecha de tensión extrema de opuestos, esa realidad no sería la que es. Pues el ajuste que no se ve es más fuerte que el que se ve [54]. Todas las cosas son otros tantos engarces: totalidades y no talidades, conveniente diferente, conso nante disonante; de todas las cosas una sola, y de una sola cosa, todas [10]. Por consiguiente, hay que saber que la guerra es cosa común, y la justicia, discordia; y que todas las cosas se hacen se gún discordia y necesidad. La misma discordia es su aparente con trario: la necesidad y la justicia. Y cada cosa está en guerra consi go misma. De aquí que la guerra de todas las cosas es el padre, de todas el rey, y a unos los mostró como dioses y a otros como a hombres; a unos los hizo esclavos y a otros, libres [53]. La guerra, el rayo, la tensión del arco y la lira y, por fin, el río. Todo es de la misma naturaleza que un río: si las aguas no son diferentes a cada momento, no se trata del mismo río: En los mismos ríos entramos y no entramos, y somos y no somos [49a]. (Para los que entran en los mismos ríos fluyen siempre aguas distintas [12]. En la versión de 91 : En el mismo río no es posible entrar dos veces.) O todo es como la pócima de 125, que se disocia si no se le da vueltas. El eón es un niño que juega y mueve las piezas: el reinado de un ni ño [52].
El eón, la era, seguramente es el tiempo, captado en un término más arcaico que el un tanto sospechosamente moderno que ahora figu ra en la cita de Anaximandro (o en sus bordes...). El tiempo juega un juego reglado. El tiempo es eternamente joven, y los movimien tos que imprime a cada pieza son necesarios, aunque con la nece sidad sin contraste u opuesto que es la propia del juego. El fuego siempre vivo va moviéndose según la disposición siempre infantil del tiempo inocente. Que la verdad es primordialmente el logos verdadero, el discur so verdadero, es ya la tesis de la «segunda navegación» de la filoso fía, que contiene un número extremadamente grande de posibilida des realmente exploradas por la metafísica clásica, desde Heráclito
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a Hegel y a Wittgenstein. Iremos conociendo en los capítulos si guientes las originarias surgidas en suelo griego. Pero antes de llegar al estudio de la figura capital de Sócrates, una pluralidad de otras posibilidades, situadas algunas en el terri torio impreciso en el que ya estaba Anaxímenes (como es el caso del pitagorismo antiguo, en la medida en que puedan valer nuestras conjeturas a su respecto), situadas otras en la reacción (insuficien te) contra las dos grandes teorías presofistas del Logos (la de He ráclito y la de Parménides), deben ser suficientemente conocidas. El orden que seguiremos inmediatamente nos induce, además, a introducir el pitagorismo mediante una evocación rápida de alguno de los rasgos más sobresalientes de las tradiciones religiosas arcai cas de la Hélade, sólo sobre cuyo fondo es inteligible el conjunto más peculiar de las que parecen haber sido enseñanzas originales de Pitágoras y sus secuaces en el siglo VI a.C.
4. D e l m it o pr im it iv o a l p it a g o r is m o
La tradición secular de la filosofía jónica, desde Tales a Herácli to, no fue la única forma viva de la actividad filosófica en el mundo griego anterior a las Guerras Médicas. Seguramente con ocasión de la conquista de las colonias costeras de Anatolia, primero por los lidios y luego por los medopersas, algunos pensadores se trasladaron al oeste: a la península itálica y Sicilia. Hemos observado el caso del exilio de Jenófanes; pero tuvo mucho mayor importancia el de Pitágoras de Samos. Este maestro legendario, que no escribió nada, se encuentra de hecho oculto tras la historia compleja del pitagorismo, a propósito del cual es mucho más lo que conocemos de su existencia en los primeros siglos cristianos que lo que se tiene certeza que procede de las primeras generaciones itálicas. En cualquier caso, el pitagorismo antiguo intentó, con conside rable buen éxito en ciertas minorías, adaptar dentro de la nueva vi da cultural que era la filosofía algunas de las tendencias esenciales de la religión popular contemporánea. No era esta religión, por cierto, el culto oficial -estatal- a las divinidades olímpicas y los héroes locales, sino sobre todo el or-
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fismo. Y aquí necesitamos abrir un paréntesis de cierta amplitud, dentro del cual nos haremos someramente cargo de algunas de las ideas capitales contenidas en las formas arcaicas de religión sobre suelo griego.
a) Homero Los antiguos poemas homéricos conocen una división de la rea lidad en dos planos, cuya fuerte oposición polar sirve para que sea posible, por contraste con el mundo de los dioses, comprender al go de lo que sucede entre los hombres. Los dioses se caracterizan esencialmente por tres rasgos que en absoluto les son comunes con los hombres. En primer lugar, un dios es inmortal (no eterno, puesto que Homero sabe contar, gracias a la Musa, hija de la Memoria, la historia de los nacimientos de los dio ses). En segundo término, un dios es potente, más potente (lo habi tual es el uso del comparativo kreíttón)\ en tercero, un dios vive reía, de modo fácil y suave; reín significa fluir, correr como el río. Una metáfora ilustrativa es imaginar que la inmortal vida de los dio ses se desliza dulcemente, como la gota de aceite cae poco a poco y sin tropiezos por la superficie inclinada de un mármol bien pulido. Pero es que además el dios sí puede allí donde el mortal, cuya vida es enteramente opuesta a ese descenso en paz de la gota de aceite, no puede. El dios posee en grado eminente la inteligencia proyectiva, el nóos o nous, como se dice en la lengua de Atenas; o sea, el dios entiende las situaciones y proyecta los mejores escapes para las dificultades que plantean; pero además los realiza indefectible mente (salvo los casos de conflictos entre dioses, porque la lógica del mito no rehuye precisamente las contradicciones, siempre al servicio de la iluminación indirecta de lo que es la vida humana). El dios es inteligente, lleva a cabo su proyecto y dispone de la feliz inmortalidad; el hombre no entiende apenas nada, por lo re gular piensa mal lo que debe hacer, lo lleva luego a cabo deplora blemente y, en fin, se muere mucho antes de lo que quiere y de lo que conviene a sus torpes planes inacabados. Por otra parte, Homero aún no conoce un principio de unidad radical en la persona o el yo de sus héroes (por no hablar de la gen
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te del común, del pueblo, que es ya por nacimiento incapaz de toda excelencia, que no merece mención, y que cuando sin embargo se destaca al primer plano -sólo lo consigue Tersites-, surge fea de fi gura, desvergonzada de palabra y cobarde de acto). Un hombre ex celente, un héroe de ascendencia divino-humana, de suyo excelen te en las palabras y las acciones de guerra, es fundamentalmente un conjunto de miembros (gyía), todos suyos (todos phíloi, «queridos», o sea, propios), pero apenas bien coordinados. Los nombres de estos miembros no distinguen entre lo corporal y lo espiritual. Pues bien, en esta amalgama de miembros que es el héroe des tacan algunos factores, junto a su limitado nóos. Por ejemplo, un hombre es y vale tanto, muchas veces, como su thymós, o sea, su ímpetu, su furor (quizá diríamos hoy: su corazón y su ánimo). Es ta parte del héroe es aquella que lo lanza al combate sin tomar de masiada cuenta del peligro mortal que en él hay; y también un león o un jabalí la poseen, como se ve en los frecuentes casos en los que estos animales, según Homero gusta de decir, mueren por su valor. En efecto, la fiera herida y acosada suele preferir revolverse contra la jauría, en vez de intentar la fuga con la que aún podría salvarse. Un dios está representado en estos poemas épicos como una fuerza de las que también se encuentran en el mundo y, en especial, entre los hombres, sólo que elevada a su máximo, incoercible, ade más de inmortal. De aquí que cada vez que del hombre entero se apodera, en la acción apasionada o también, por qué no, en el mo mento de astucia y reflexión, una fuerza que lo domina, lo acapara y lo lleva a su antojo, el héroe (y su cantor) experimenta que un dios lo dinamiza y lo posee (
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mortalidad y la dicha divinos y sus contrarios humanos abre la po sibilidad de que el hombre vea en perspectiva su entorno, se sepa re de la potencia divina y, en definitiva, quede, quizá por primera vez en la historia, solo frente al mundo como tal. Posiblemente la naturaleza peculiar de los dioses olímpicos fue esencialmente liga da con la idea misma del mundo (no como todo ordenado, sino sim plemente como horizonte total de la vida del hombre). En un principio, el régimen de la existencia humana bajo la mi tología parece haber consistido en una personalización de todas las realidades del entorno, a las que trataba el primitivo como a otros tantos sujetos, cada vez más caprichosos y potentes, a medida que su imaginación y el despertar de la inteligencia iba presentándose los más generales y más soberanos. Parece también haber sido un rasgo casi universal de la cultura, bajo las condiciones de tiempo y lugar más variadas, un primitivo culto de un dios supremo, padre providente de todas las cosas. Pe ro en infinidad de circunstancias se ha podido describir cómo este dios tan elevado va siendo sustituido en la religión viva por sus hi jos, los muchos dioses, los dioses cercanos y que se especializan en unas u otras funciones o regiones de la realidad. Sólo a estos dioses concretos -aunque menores- desea el hombre presentar su oración, su sacrificio; el dios padre se vuelve ocioso, desde el punto de vis ta del culto, y su nombre y sus leyendas se pierden o, con más fre cuencia, se relegan a lo más esotérico del arcano cultural de un gru po. Sólo en ciertas ocasiones de enorme catástrofe y, por tanto, de gravísimo peligro colectivo, resurge el culto al dios más alto. En Homero, la constitución de un panteón, o sea, de un sistema de todos los dioses relativamente claro y bien jerarquizado, se en cuentra ya muy avanzada. Durante este proceso, los dioses adquie ren no sólo nombre y mito propios, sino también una figura cada vez mejor diferenciada, que en seguida podrá expresarse en las ar tes plásticas de un modo inconfundible. Aun así, en la Ilíada hay un pasaje en el que el río de aguas dul ces que gira en círculo alrededor de toda la tierra, Océano, es ala bado como origen {génesis) de todas las cosas, incluidos los dioses y los hombres. Se trata de una reminiscencia del papel cosmogóni co de Nun, las aguas primordiales, en Egipto; pero también el Enuma elish babilónico localiza en las aguas (Tiamat) el remoto prin
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cipio de todo. De aquí el papel que el revuelto mar inicial aún de sempeña en el capítulo 1 del Libro del Génesis. Sin embargo, la Ilíada también cuenta del primitivo reparto que los tres dioses hermanos, jóvenes y conquistadores (Zeus, Poseidón, Hades), hicieron de todo. Cada uno se quedó en adelante con su lo te (moíra)'. Zeus, con el cielo y la tierra; Poseidón, con las aguas; Ha des, con el Tártaro oscuro, en las insondables raíces de la tierra. Pero en otro canto del mismo poema, Zeus desafía a todos los dioses -en realidad, a todas las cosas-, harto ya de su discordia a fa vor y en contra de Troya. Les asegura que si todos se colgaran de una cadena de oro que él les tendiera desde la cumbre del Olimpo, no conseguirían conmoverlo un milímetro, e incluso podría él fácilmen te, tirando del extremo de la cadena, levantarlos a sí a todos juntos. Sin embargo, en otro lugar de otro canto, Zeus tiene que sopor tar que su hijo Sarpedón muera en el campo de batalla. Por un mo mento está tentado a variar el lote que correspondía a este hombre y librarlo de la furia desatada de sus enemigos; pero Hera, la legí tima esposa tantas veces engañada, viene a recordarle que él mis mo debe someterse a la moíra. Aunque en otro lugar se dice que los lotes de los hombres están a disposición de Zeus antes de que nazcamos. Él saca, según su ar bitrio, nuestras suertes de dicha y desdicha. Jamás escoge sólo suer tes del recipiente de las dichas, pero a veces hace, él sabrá por qué, que a algunos hombres sólo les correspondan desgracias. Por fin, Zeus mismo, incluso cuando está empeñosamente de dicado a realizar el designio por el que dio su solemnísimo jura mento a la divina madre de Aquiles ofendido, puede ser engañado y distraído. Así lo hace Hera, que lo seduce revestida con todas las armas de Afrodita, para que el amor, que siempre afloja los miem bros del amante, en su éxtasis y su sueño desvíe por un tiempo pre cioso los pensamientos de Zeus muy lejos de la batalla.
b) Hesíodo En la Teogonia hesiódica, el proceso de sistematización, racio nalización y moralización de lo divino ha avanzado ya un gran tre cho. La misma Odisea era capaz de objetivar, por decirlo de algu
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na manera, tanto a los dioses, que un hombre se permite rechazar el amor de una diosa y su propia inmortalización con tal de regresar a la isla patria y a su casa real, donde le espera, fiel más allá de los usos tradicionales, su esposa, y donde dejó a un hijo que debe he redarle. Y ya la Ilíada, aunque resalta que hasta las más evidentes conexiones entre los acontecimientos sólo son conocidas por el adi vino (mantis) gracias al arte de Apolo, está toda ella basada en la idea de que unos hechos comportan causalmente otros, de una ma nera que no sólo se explora gracias a la divina Memoria, sino tam bién con la inteligencia y el discurso que relata (mythos). Hesíodo es poseído, en medio de su vida cotidiana, por las mu sas, que viven, por lo visto, incluso allí donde la tradición no supo nía que estaban (por ejemplo, en el monte de Beocia junto a la aldea de Hesíodo, el cual, hasta ese día mismo, no era sino otro pastor, un «mero vientre»). Las musas empiezan por asegurar a Hesíodo que ellas saben no decir siempre la verdad, aunque precisamente ahora van a revelarle fielmente el origen de los dioses y el mundo. Es de cir, que Hesíodo tiene plena conciencia de que Homero, aunque se acoja también a la inspiración de la musa, necesita ser criticado desde el punto de vista de la verdad de cuanto dice sobre los oríge nes de las realidades. Y es que lo primero que nació fue Caos, o sea, la Apertura, el gran Bostezo con el que se abre el espacio que pueda ser poblado luego por los seres. Y en seguida vivieron también Tierra y Cielo (Gea y Urano), y luego Eros, el Amor, que ha solido presidir desde entonces los nacimientos de las sucesivas realidades divinas (aunque no el de Erebo, padre de la Noche, que engendra sin Amor decenas de divinidades tan oscuras como su madre: no sólo el Sueño y los Ensueños, sino también la Traición, la Confabulación, la Lujuria...). La línea fundamental de la descendencia divina es, sin embar go, la de los vástagos de Cielo y Tierra, que en tres generaciones cuentan entre ellos a Zeus, el actual rey del mundo, junto a quien se sienta su hija Justicia. Urano, lo mismo que su hijo primogénito Crono (Chrono es el Tiempo), son padres que desearían que sus descendientes no vieran la luz, para que no disminuyeran nunca su poder; pero, por otra parte, su potencia genesíaca, unida a la de sus parejas femeninas, es incontenible. Son, pues, padres que engen dran, pero que luego procuran que no nazcan realmente sus hijos,
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que traman desgracias contra ellos desde su misma concepción. La diosa madre, sin embargo, abrumada por la necesidad de parir, ter mina por ponerse fundamentalmente del lado de los vástagos no natos, con los que urde un plan de castración del padre que permi ta reinar a los dioses jóvenes. Zeus es el principal de todos ellos, su jefe, y se enfrenta a sucesivas oleadas de rebelión por parte de los miembros de la generación anterior (los Titanes); pero consigue siempre el triunfo, aunque sean inmortales sus enemigos. Es de Zeus, rey de justicia, del que toman su inicio cuanta ver dad y cuanta justicia se hallan en el mundo. Es cierto que escasean en los poderosos y los jueces, como ha experimentado en sus pro pias carnes Hesíodo, perseguido por su hermano ante tribunales que se dejan corromper; pero es más cierto que nada podrá oponerse a la larga al poder de Zeus.
c) Dióniso Esta forma de religiosidad semifilosófica que encontramos en Hesíodo, seguramente influyó de modo intenso en el nacimiento de la cosmología jónica. Pero junto a ella y junto a las tradiciones de los Olímpicos según Homero, vivía en la Grecia arcaica, con ímpetu creciente, una variedad de cultos realmente populares y hasta per sonales. Subsisten testimonios de los ritos orgiásticos asociados con Dió niso. Un fragmento esquileo, el 71 (Colli, A 2), menciona la músi ca y el frenesí (manía) que provoca, y sitúa el culto en el marco de la naturaleza libre, fuera no ya del templo sino de la misma ciudad. Las bacantes, de Eurípides, proporciona mucha información com plementaria. Habla del predominio de las mujeres en la orgía, in cluso de la exclusión de los varones; y describe a las «ménades» en carrera tumultuosa por la montaña, de noche y en danzas, donde el cabello suelto expresa la liberación de cualquier atadura con las convenciones de la vida en la sociedad estatal. En el momento cumbre de la fiesta salvaje, un animal es despedazado y devorado crudo. A continuación, las bacantes (Baco es otro de los nombres de Dióniso) son capaces de realizar milagros que proclaman la fe cundidad irreprimible de la naturaleza: si golpean con sus bastones
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las rocas, de ellas manan vino, leche, miel, agua; y son también profetisas de lo porvenir. Pero, sobre todo -y según siglos después cuenta Filón de Alejandría (Colli, B 1)-, es a través del trance ex tático como «llegan a contemplar el objeto de sus anhelos más pro fundos».
d) Eleusis Quizá este tema de la visión haya sido contaminado por los re cuerdos de los cultos mistéricos, los más famosos e importantes de los cuales fueron los celebrados en la aldea de Eleusis, a las puer tas de Atenas. En estos misterios estuvieron iniciados, con certeza o, en algunos pocos casos, con máxima probabilidad, todos los nombres esenciales de la época clásica de la gran ciudad. La antigüedad de los ritos eleusinos remonta, como la de las fies tas báquicas, a la oscuridad de la Grecia arcaica, o sea, por lo menos al siglo VII a.C. El mito esencial de Eleusis está ya contado en el antiquísimo himno homérico a Deméter (otro nombre de la diosa madre que es la tierra). Describe cómo Perséfone, la hija de Demé ter, es raptada por Hades, de modo que su madre, después de una larga búsqueda, sólo consigue pactar un relativo rescate: Perséfone vivirá en adelante repartiendo su tiempo entre la superficie de la tie rra, a pleno día, y las profundidades del reino de los muertos y la os curidad. Y es que realmente se podría decir que en Eleusis domina el pensamiento religioso capital de que es necesaria la muerte de la semilla bajo la tierra para que la planta entera pueda vivir y dar un fruto que, muriendo a su vez, se prolongue en la vida futura. Desde la revolución civilizatoria del Neolítico, estos ritos de la fertilidad cíclica están integrados en el mismo núcleo de la religión viva de multitud de pueblos (recuérdese, por ejemplo, Osiris muerto y de vuelto a la vida por los trabajos y las artes de Isis, su esposa). La palabra «misterio», como su derivado «mística», parecen haberse originado en la onomatopeya del exigir silencio sellando los labios que se disponen a hablar, a profanar lo que no debe ser oído por quienes no han sido iniciados. En efecto, sólo las perso nas que, tras purificarse, se someten al rito de la iniciación en la noche y a través del laberinto y las pruebas, ven por fin la verdad y
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aprenden las palabras y los sentidos que están vedados a los impu ros y a los que no se someten a las condiciones de su renovación. El ejercicio (la ascesis, como se dice en griego) es, naturalmen te, una parte fundamental de la vida religiosa en todas las culturas. Si de lo que se trata es de aproximarse lo más posible a la divinidad, y la divinidad es muy otra que el mundo y el hombre, el camino ha cia la meta ha de constar de una parte muy importante de renuncia y desprendimiento. O el hombre se hace otro, o no puede soñar con acceder al Otro. La iniciación de Eleusis culminaba, por lo que sabemos (en bue na medida gracias a las indiscreciones tardías de algunos escritores eclesiásticos, afanosos de romper el secreto que estaban seguros de que escondía mentira y mal), en un sacramento no sangriento. Se trataba de una visión, de una revelación, en sentido literal, pero tal que el que participaba de ella (que no comulgaba en la sangre del cabrito despedazado) quedaba cierto de que su destino tras la muer te sería incomparablemente mejor que el de los no iniciados. La identificación con la inmortal vida divina se hallaba, sin du da, en el núcleo de la fiesta de Dióniso. Así sucede también en la visión (esta palabra que desempeñará un papel tan esencial en la fi losofía clásica de Atenas) de Eleusis. La iluminación que allí se re cibía no era sólo sabiduría sobre el origen y el fin de la vida (como lo dice el fragmento 137 de Píndaro: Colli A 2), sino, mucho más que eso, certeza sobre el destino dichoso ultratumba. El fragmen to 837 de Sófocles (Colli A 4) proclama que los iniciados que mue ren son tres veces dichosos: sólo a ellos, en el Hades, se les conce de la vida, «mientras que para los otros allí todo son males». El contenido de la revelación se presentaba a una potente luz de aurora, después de la noche de las pruebas (imitada después, por ejemplo, en el rito de la iniciación masónica), y era, sencillamente, «la espiga que se ha segado en silencio» (Colli B 8). Tal es el se creto de la muerte para el hombre ya puro.
e) Orfismo Nuestras noticias sobre los órficos contemporáneos de los filó sofos de Mileto son muy difíciles de extraer de la mezcolanza de
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materiales recientes y arcaicos que hoy conservamos de toda aque lla larga, fecunda, apasionada inquietud religiosa. Es evidente que, en cualquier caso, muchas representaciones esenciales del movi miento órfico pasaron al acervo popular de la cultura griega clási ca, y también lo es que otras muchas influyeron potentemente so bre la filosofía y sobre el imaginario de los pensadores posteriores. En el orfismo hallamos factores con los que acabamos de entrar en contacto a través de los cultos de Dióniso y los misterios. En una medida importante, los órficos sintetizan -y de alguna manera do mestican también- impulsos religiosos vivos y fuertes que amena zaban la estabilidad de las sociedades de la Hélade. Orfeo (y Museo) no son ellos mismos figuras divinas, sino difu sores de ritos y de sistemas de purificación. El relato fundamental que se conocía sobre la actividad de Orfeo era el rescate de Eurídice, su amada esposa, del Hades, por la virtud de la música apolínea; pero el poder maravilloso de la música no fue suficiente, porque Eurídice, que volvió el rostro -como la mujer de Lot- al lugar que abandonaba, fue finalmente retenida por la muerte. En cuanto al mito divino principal en el que se basa el orfismo, es muy claro cómo administra de un modo nuevo y más aceptable dentro del Estado una parte de la leyenda asociada con Dióniso. Fue éste despedazado cuando aún era un niño por sus tíos, los Titanes, que prepararon en seguida un festín con su carne; Zeus impide que el banquete termine (además, Atenea había rescatado el corazón aún palpitante de Dióniso, con lo que no todo está perdido) y ful mina con el rayo a los agresores. De las cenizas de los Titanes pro cede la raza de los hombres, mezcla de los asesinos del dios jovencísimo (encamación de una esperanza apenas definible) y de éste mismo. Por otra parte, los órficos integran también la historia de Deméter y Perséfone. Sus preocupaciones giran a su vez alrededor del destino tras la tumba, y consideran que, pasados nueve años, Per séfone restituye a la luz del sol las almas de los muertos, que reen carnan en unos u otros grados de la escala de los seres vivos según hayan sido sus merecimientos en la vida anterior y sus penas en los años que han pasado en el Hades. Porque después de la muerte es pera a los hombres un juicio de perfecto rigor y absoluta justicia. No es verdad, como decía el canto XI de la Odisea, que aguarde a
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todos los muertos sustancialmente la misma existencia lastimosa de meras almas que sólo son imágenes inconscientes de los autén ticos hombres que fueron. Hay cielo e infierno o, más bien, hay un purgatorio del que se vuelve una y otra vez a la vida, a no ser que se consiga llevar en tres ocasiones seguidas una vida de profunda pureza; pues en este caso se pasa a la liberación de esta rueda te rrible de los nacimientos continuos, en las Islas de los Bienaventu rados. El gran poeta Píndaro ha pintado repetidamente la vida de paz y plenitud que en ellas conocen los salvados. Esta concepción general del ser del hombre, tajantemente dua lista, implica la idea de que vivir es siempre ya de alguna manera una condena para el elemento inmortal, dionisíaco, que se contiene en nuestro fondo o centro. El cuerpo (soma) es el sepulcro (séma) de ese factor inmortal, que se llama psyché, alma, en un significa do muy nuevo respecto del homérico. Sepulcro o cárcel, pero tam bién ocasión de redención (se notará la cercanía de esta metafísica religiosa a las nociones centrales del hinduismo: karma o ley es trictamente causal que vincula toda acción con su repercusión en daño o bien para el actor; samsára o rueda de los nacimientos; moksa o liberación). En efecto, el orfismo proponía todo un camino existencial, en vez de concentrar la esperanza en una sola inicia ción, al modo de los misterios eleusinos, o de una comunión san grienta y orgiástica, al modo de los cultos dionisíacos primitivos. Había una vida órfica, un sistema de reglas al que someter cada ac to, y una regulación de los ritos en la que, por ejemplo, el sacrificio de sangre quedaba vedado como impureza titánica. La rica iconografía de las regiones de tras la muerte que culti varon los órficos ha influido ampliamente sobre la posteridad. El paso esencial que cumplía el alma purificada ante la guardia que custodiaba el manantial de Memoria (Mnemosyne) era la procla mación de la verdad central para el órfico: «Yo también soy de es tirpe celeste... Vengo muerta de sed; dadme enseguida del agua fresca de este manantial...». Efectivamente, el alma es de origen divino y su patria, ya siempre perdida (y no por un pecado propio, sino por un mal de origen, irremediable, contaminación de un pe cado entre dioses), es el cielo. No se puede, por último, pasar del todo en silencio el hecho, ampliamente constatado incluso entre los poetas de la edad arcai
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ca, de que el orfismo fue el motor de una serie de atrevidas cos mogonías y teogonias que enlazaban directamente con la de Hesío do, sólo que la combinaban con nuevos factores de naturaleza ine quívocamente conceptual (prefilosófica, si se prefiere decir así). La Noche desempeña un gran papel en estas construcciones, junto al Tiempo y al Huevo primordial del mundo.
f) Pitagorismo La manera más rápida de describir el pitagorismo antiguo (ya mencioné la falta de escritos de mano de Pitágoras y la confusión reinante sobre cómo discriminar lo original de lo derivado y muy posterior) consiste en afirmar que es en un todo semejante al orfis mo, sólo que sostuvo que la verdadera y única purificación enraíza en la sabiduría filosófica. Digo «enraíza» porque los pitagóricos, que admiten que los hom bres se dividen netamente en tres grupos, no defendieron que todos deban purificarse directamente por la filosofía misma (palabra esta que seguramente ellos crearon). Hay muchas personas que no pue den aprender razonadamente las bases de la metafísica pitagórica, las bases de la Verdad, sino que tienen que limitarse a escuchar obe diencialmente las consecuencias prácticas que se derivan de la Ver dad. Hay, dicho en la jerga característica de la escuela, los matemá ticos, de un lado, y los acusmáticos, del otro (máthema significa objeto de aprendizaje racional, y ákousma, objeto de mera audición respetuosa). Pitágoras, como los órficos, proponía a sus seguidores toda una vida de incesante purificación, centrada en el dogma de la inmorta lidad (o sea, divinidad) del alma. No sabemos si hizo esfuerzos por probar este punto tan esencial o si lo recibió sin más de la religión popular y vital de su época. Pero es probable que concibiera esta in mortalidad natural del alma del hombre ya de una manera próxima a la que Platón presentó casi dos siglos después: si el alma es capaz de conocer lo eterno, ¿no se ofrece ya con ello una demostración de que realmente es de la misma estirpe que lo que conoce (dicho en térmi nos casi literalmente tomados de la confesión órfica del alma en el Hades que hemos leído hace un instante)? Los múltiples tabúes ali
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mentarios o, en general, de comportamiento, que sabemos que des de muy antiguo eran practicados por los sectarios pitagóricos, son factores de la vida diaria, sobre todo de la parte meramente «acusmática» de la comunidad. En bastantes casos (vegetarianismo y abs tención de toda violencia para con los animales, por ejemplo) tienen inmediatos paralelos con la vida de pureza del órfico. Pero no todos los hombres han venido a este mundo a ganar po sesiones o fama: también hay algunos que aspiran sencillamente a la lucidez, al conocimiento, a ver cómo son en realidad las cosas. Estos no deben desde el principio pretender acceder a la plenitud de la sabiduría, como si fueran dioses, puesto que están condenados a la cárcel o sepulcro del cuerpo. No llegan a ser, pues, sabios en el sen tido absolutamente eminente de la palabra (ya desligada del ser ex perto en cualquier artesanía o servicio público particulares), sino que simplemente pasan su existencia amando la sabiduría, aspirando a ella con todas sus fuerzas y todos los métodos a mano (y eso sig nifica «filósofo»). Los filósofos, capaces de amplios sectores de «aprendizajes» o «matemáticas», no se deben conformar con obede cer las reglas de vida sin conocer su fundamento y renunciando a sa ber cómo es la realidad misma de todo aquello que se deja investigar suficientemente. Un programa global de vida, en definitiva, que abarcaba silencio y secreto, respeto extraordinario por la autoridad del maestro («él mismo lo dijo» valía como introducción a la exposición del dogma de la escuela), pero también la aspiración al poder político y la re novación desde arriba de la sociedad y el Estado. De hecho, aún en vida de Pitágoras las ciudades de Italia y Sicilia fueron sacudidas por la novedad política de la secta, que triunfó en muchos lugares pero fue luego expulsada y reprimida con tremenda violencia. Este primer intento de tecnología social y de comunidad sapien cial de salvación (tan imitada luego en las escuelas helenísticas y ro manas de filosofía) se basaba en una transformación del dualismo órfico obtenida a través de la hipótesis de la estructura últimamen te matemática (en nuestro sentido) de toda la realidad. La fiesta de la inteligencia exacta o matemática de la realidad reemplaza a la fiesta salvaje de Dióniso y a las vaguedades de los misterios. Todas las cosas, efectivamente, están hechas de una síntesis de opuestos, pero el modelo de ella es cómo en cada número natural se
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reúnen lo ilimitado y el límite, el elemento par y el impar respecti vamente, o también lo malo y lo bueno (y lo femenino y lo mascu lino; la oscuridad y la luz; la izquierda y la derecha...). La representación del límite (o de lo limitante) no es, ni mucho menos, definitivamente coherente. La unidad, que es de suyo lími te y limitante, se imaginaba llena como un indivisible «material» (dicho en términos anacrónicos), como una piedrecita (
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este deslumbramiento tuviera que ver con la fimdamentación filo sófica (de la que no disponemos hasta Platón) del dogma órfico de la inmortalidad o divinidad del alma (es decir, ahora: del sujeto que es capaz de conocimiento matemático). Por otra parte, el saber aritmético y geométrico y la reducción de las realidades a unidades llenas y separaciones vacías y a figu ras hechas a base de calculi, unas rectangulares u oblongas (infini tamente divisibles por mitades siempre abiertas) y otras cuadradas y limitadas, mostraba ad oculos que la verdad auténtica de las co sas no es la que descubrimos antes del cálculo, con solas las ma nos, la mirada, la audición... Como Heráclito repetirá, los ajustes no patentes son mucho más poderosos y más bellos que los apa rentes y manifiestos. La naturaleza gusta, por cierto, de ocultarse, pero es debido a que tiene que ser interpretada en clave de mate máticas (que es como el neopitagorismo de Galileo y Kepler afir mó en el Renacimiento que había sido construido el mundo real por el saber perfecto de Dios, el universal ingeniero). De aquí a una fimdamentación rigurosa del dualismo popular órfico no hay más que un corto paso. Finalmente está el hecho -casi con toda seguridad descubri miento personal de Pitágoras- de la relación maravillosa de la mú sica con la matemática. El oído ignora por qué, pero distingue la belleza de los sonidos sucesivos que da la cuerda tensa al ser pul sada. Ahora bien, estos sonidos se dejan expresar numéricamente, y precisamente sólo con el poder de los cuatro primeros números que ahora denominamos naturales (de manera aún muy pitagóri ca). Pues la cuerda sin presión en toda su longitud (1) da una nota cuya octava más aguda se obtiene si se la pulsa una vez partida por la mitad (1/2); y la división de la misma cuerda en 2/3 deja sonar la quinta, mientras que la división 3/4 se corresponde con la cuarta. 1+2+3+4 suman 10, la base del sistema decimal, y se dejan cons truir, por el sistema de los calculi, como un triángulo equilátero (la tetractys, objeto del juramento del pitagórico). He aquí, entonces, un ajuste insospechable entre la belleza sen sible (audible) y los números en sus eternas relaciones. ¿No será una correspondencia del mismo estilo la que rige la presencia evi dente de leyes y de permanencias sustanciales en todo el mundo? ¿No habrá un número que exprese la naturaleza de la justicia y otro
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que exprese la naturaleza del hombre, por ejemplo? Es un modo muy ingenuo de exigir purificación en el conocimiento mediante la ascética durísima de la reducción del saber a relaciones eternas de naturaleza matemática y certeza insuperable. La divina dominación del cielo por la Proporción (logos) se ex presa así en un modo maravillosamente seductor, que toma además muy en cuenta la belleza misma de las cosas patentes y cotidianas. En consecuencia, el pitagórico querrá, dicho con muy probable anacronía (porque la frase es de Platón, ya él mismo un neopitagórico), «salvar los fenómenos», describir y explicar lo que está manifiesto, por la sencillez elegante de las reglas de la matemática. Si, por ejem plo, los movimientos observables de los astros se dejan iluminar me jor (en este sentido) suponiendo que el sol está en el centro y la tie rra gira a su alrededor, el pitagórico estará de antemano convencido de la superior verdad de esta hipótesis (aunque para llevarla hasta su realización, con los medios de observación de que disponía, tam bién deba aceptar, por ejemplo, la existencia de una «antitierra» in visible, que equilibre el sistema matemáticamente). Y desde luego afirmará, sin que le importe el testimonio contrario de su oído, que el cielo entero interpreta una melodía de belleza insuperable, pues to que todo en él está en realidad armónicamente dispuesto (la «mú sica de las esferas», de la que tanto hablará siglos adelante la poe sía renacentista).
5. P a r m é n id e s y l a e s c u e l a d e E l e a
a) Parménides En la primera mitad del siglo V a.C., Parménides ahondó en la índole auténtica del Discurso tras los pasos de Heráclito, y preci samente dedujo de la Verdad divina e inmutable y de su conoci miento por el hombre una imagen absolutamente distinta de la Na turaleza. Es muy cierto que cualquier tema de la investigación humana se formula en la cuestión: ¿qué es x? La respuesta tiene necesariamen te que comenzar por decir que x es... Sólo un discurso de este tenor puede decir la verdad sobre el ser por el que nos preguntamos.
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La tesis de Parménides es, en definitiva, que lo que ya queda di cho al afirmar de algo que es resulta del todo incompatible con la práctica totalidad de los predicados que a continuación afirmamos de ese mismo ser: que es hombre, que es blanco, que es griego... Lo primero que pensamos, que entendemos, que decimos, que com prendemos con verdad de algo (estas palabras vienen a significar lo mismo) es que es, o sea, que es un ser o, como se dice en las lenguas procedentes del latín, que es ente, que es un ente. Ahora bien, «ser», «ente», excluye absolutamente su contrario. No tiene sentido decir que lo ente es y no es: simplemente estamos por ahora pensando su ser, o sea, que es. Incluso ocurre que no entendemos en absoluto qué significa la expresión «no ser». Sólo entendemos «ser», «ente», «que es» (lo no ente ya lo pensamos, absurdamente, como siendo al go: siendo algo «que no es lo ente, que no es lo que es»...). «Ente», pues, es un predicado que no admite ni límite ni opues to, porque no puede limitar con «lo que no es» (lo cual es, además, su único opuesto concebible). Lo que es, lo ente, es, así, ingenerado e incorruptible, pero también uno y continuo (no lo puede divi dir lo no ente y, por lo mismo, no puede multiplicarse en absoluto). Lo Uno y Todo es lo Ente, lo Único, lo Continuo. Y también es lo inteligible (lo único de verdad comprensible y decible) y lo divi no: lo verdadero o, más bien, la verdad. El único discurso, la úni ca verdad, la única realidad es: es. La consecuencia para la Naturaleza, como se comprende, consis te en la tesis extrema de que su multiplicidad, su variedad, su cambio (como el fuego o el rio) son mera apariencia. La inteligencia nos sitúa en la alternativa: debemos escoger en tre el testimonio de los sentidos y el de la inteligencia. Pero como la alternativa procede de la misma inteligencia, es evidente que só lo se puede resolver en un sentido: afirmar ésta y reducir la infor mación sensorial a apariencia e irrealidad. De aquí la «bicefalia» o contradicción constante de las verdades que intercambiamos los hombres al hablar los unos con los otros: preguntados sobre cualquier tema, empezamos respondiendo que es y seguimos situándolo (a título de hombre, blanco, griego...) en la región del devenir, o sea, de la mezcla absurda de ser y no ser. La unidad absoluta del ser es manifestada por Parménides en ver sos como los de Homero y los de Hesíodo, que dice inspirados por la
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Diosa. Es muy natural que sea ésta la expresión de su Verdad, porque ella es lo más antiguo de lo más antiguo, y a ella se accede, además, con un esfuerzo máximo de la inteligencia, pero imbuido de la im presión de que es más que humana esta radical sustracción de la na turaleza en la que consiste la filosofía. Realmente, como se ve, Parménides exige escoger entre el Dis curso permanente y el fuego cósmico. No se puede sostener la rea lidad de ambos simultáneamente. Y la lección que afirma que del no ser no puede proceder el ser, ni puede proceder del ser el no ser, ya no será olvidada por la filosofía (ni por la teología de siglos después). Es evidente la incongruencia que resulta de sostener la unici dad radical de lo ente y, al mismo tiempo, que haya en el mundo algo así como aprendizaje (que supone que al menos, Parméni des, el que ha aprendido, no es idéntico con el ente único que se deja captar en su verdad por aquél). Es también evidente la insu ficiencia conceptual que deja al ente único ser imaginado como la esfera continua y perfectamente compacta de la verdad bien li mitada (¿qué la rodea, si eso sólo puede ser el absolutamente ine xistente no ser?). Respecto de la primera incongruencia, el poema de Parménides habla al mismo tiempo del extremo esfuerzo ra cional del pensador por la búsqueda de la verdad (e incluso de sus viajes por todo el orbe conocido) y de la aceleración extraordina ria que este discurso va progresivamente recibiendo de unas divi nas guías que terminan por apoderarse de la dirección del coche desbocado en que se ha convertido la existencia del filósofo. Es con el discurso como se le terminan abriendo las puertas del rei no de la divina verdad, pero es la diosa de la Noche (primordial como en las teogonias órficas; a fin de cuentas, en la noche se ve lo que la luz del día oculta) la que revela a Parménides todo el co nocimiento. Otros flancos abiertos que deja su concepción del ser, el pensar y la verdad necesitarán los trabajos de los siguientes pensadores eleáticos, señaladamente, Zenón y Meliso. Transcribo ahora una selección de los fragmentos aún conser vados del poema de Parménides, en la traducción ofrecida por Al fonso Gómez-Lobo:
-B 1: Las yeguas que me llevan tan lejos cuanto mi ánimo (thymós) po dría alcanzar, me iban conduciendo luego de haberme guiado y puesto sobre el camino abundante en palabras de la divinidad, que por odas las ciudades lleva al hombre vidente. (...)
Unas doncellas, empero, iban mostrando el camino. El eje en los cubos emitía un sonido silbante al ponerse incandescente. (...) Cuando apresuraban la conducción las doncellas (...) que antes habían abandonado las mansiones de la Noche hacia la luz y se habían quitado de la cabeza los velos con las manos. Allí están las puertas de las sendas de la Noche y el Día (...) que se cierran con enormes hojas de las cuales la Justicia (Díke) (...) posee las llaves. (...) A ella la aplacaron las doncellas con suaves palabras (lógoisin) persuadiéndola hábilmente de que para ellas el cerrojo asegurado quitara pronto de las puertas. (...) La diosa me acogió con afecto y tomando mi diestra en la suya se dirigió a mí y me habló de esta manera: «Oh, joven, (...) no es un mal hado (moíra kaké) el que te ha inducido a seguir este camino -que está, por cierto, fuera del transitar de los hombres-, sino el Derecho y la Justicia. Es justo que lo aprendas todo, tanto el corazón imperturbable de la persuasiva verdad (aletheíes
eupeitheos) como las opiniones (doxas) de los mortales, en las cuales no hay creencia verdadera (pistis alethés). (...)
-B 2: Yo te diré -tú preserva el relato (mythón) después de escucharlocuáles son las únicas vías de investigación que son pensables: Una, que es y que no es posible que no sea, es la senda de la persuasión, pues acompaña a la verdad. La otra, que no es y que es necesario que no sea, ésta, te lo señalo, es un sendero que nada informa pues no podrías conocer lo que, por cierto, no es (porque no es factible) ni podrías mostrarlo.
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-B 3: Pues lo mismo es (para) pensar (noeîn) y (para) ser.
-B 5: Me es indiferente dónde comience, pues allí volveré de nuevo.
-B 6: Es necesario que lo que es (para) decir y (para) pensar sea, pues es (para) ser, pero lo que nada es no es para ser. A estas cosas te ordeno poner atención, pues de esta primera vía de investigación te aparto, y luego también de aquélla por la cual los mortales que nada saben yerran, bicéfalos (pláttontai díkranoi), porque la inhabilidad en sus pechos dirige su mente errante (plaktón nóon). Son arrastrados, sordos y ciegos a la vez, estupefactos, una horda sin discernimiento, que considera el ser y no ser lo mismo y no lo mismo. La senda de todos ellos es revertiente (palíntropos).
-B 7: Pues jamás se impondrá esto: que cosas que no son sean. Tú, empero, de esta vía de investigación aparta el pensamiento y que el hábito inveterado (ethos polypeiron) no te fuerce a dirigir por esta vía el ojo sin meta, el oído zumbante y la lengua; juzga en cambio con la razón la combativa refutación
(krínai de logoi polyderin élenchon) enunciada por mí.
-B 8: Sólo un relato (mythos) de una vía queda aún: que es. En ella hay muchísimos signos (sématapol.lá): Que siendo ingénito (agéneton) es también imperecedero
(ianólethron), total, único, inconmovible y completo (
atremés ede teleston). No fue jamás ni será, pues ahora es todo junto (homoû pán),
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uno, continuo (hen, synechés). Pues ¿qué génesis le podrías buscar? ¿Cómo y de dónde ha crecido? No te permitiré decir ni pensar: «de lo que no es», pues no es decible ni pensable que no es. ¿Qué necesidad lo habría impulsado a nacer, después más bien que antes, a partir de lo que no es nada? De este modo, es necesario que sea del todo o que no sea. Tampoco de lo que no es permitirá jamás la fuerza de la convicción
(pistios ischÿs) que se genere algo a su lado, en vista de lo cual ni generarse ni perecer le consiente la Justicia aflojando las cadenas, sino que lo mantiene sujeto. La decisión respecto a estas cosas reside en esto: Es o no es. Pero se ha decidido ya, como es necesario, abandonar una impensable e innombrable (pues no es una vía verdadera) y tomar la otra que es y es veraz. ¿Cómo podría ser después lo que es? ¿Cómo podría generarse? Porque, si se generó, no es, ni si ha de ser alguna vez. De este modo, la génesis se apaga y el perecer se extingue. Ni es divisible (diairetón), pues es todo homogéneo (homoíon). Ni hay más aquí, lo que le impediría ser continuo. Ni hay menos, sino que todo está lleno de lo que es (pán d ’émpleon
estin eontos). Por ende, es todo continuo, pues lo que es está en contacto con lo que es. Además, inamovible (akíneton) dentro de los límites (en peírasi) de grandes ataduras, no tiene comienzo ni término (ánarchon ápauston), puesto que la génesis y el perecer han sido apartados muy lejos: los rechazó la convicción verdadera. Permaneciendo idéntico y en el mismo sitio, yace por sí mismo
(tautón t ’en tauto te menon kath ’heautó te keítai), y así permanece estable allí mismo, porque la poderosa Necesidad lo mantiene sujeto dentro de las ataduras del límite que lo cerca, puesto que no es lícito que lo que es sea incompleto, pues es no-indigente; si no fuese así, carecería de todo. Lo mismo es pensar y el pensamiento de que es. Porque sin lo que es, cuando ha sido expresado, no hallarás el pensar; pues ninguna otra cosa es ni será aparte de lo que es, ya que el Destino (Moíra) lo ató para que sea un todo e inmóvil. Por ello es mero nombre todo aquello que los mortales han establecido (katéthento) conven cidos de que es verdadero: Generarse y perecer, ser y no ser,
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cambiar de lugar y mudar de color resplandeciente. Además, puesto que hay un límite extremo, está completo desde toda dirección, semejante a la masa de una esfera bien redon da (eukyklou sphaires ... onkoi), igualmente equilibrada desde el centro en toda dirección; pues no es correcto que sea algo más grande ni algo más débil aquí o allá. Pues no existe algo que no sea que le impediría llegar a su semejante, ni existe algo que sea de modo que de lo que es, haya aquí más y allá menos, porque es del todo inviolable. Por ende, siendo igual desde toda dirección, alcanza uniformemen te sus límites. Con esto concluyo para ti el confiable razonamiento y el pensa miento {pistón logon ede nóema) acerca de la verdad (amphís aletheíes); a partir de aquí aprende las mortales opiniones escuchando el orden engañador {kosmon apatelón) de mis versos. (...)
Todo el ordenamiento verosímil (diákosmon eoikota) te lo declaro yo a ti de modo que jamás te aventaje mortal alguno con su parecer.
b) Meliso de Samos La dirección más natural en el progreso de la investigación so bre las tesis de Parménides era, sin duda, suprimir alguna de sus contradicciones internas. Esta fue la tarea emprendida fundamen talmente por Meliso de Samos, quien descubrió la necesaria incorporalidad del ente uno y único. Cabe, pues, decir que el monismo panteísta y racionalista de Parménides desembocó, por obra de su discípulo Meliso, en la pri mera clara tesis sobre la «espiritualidad» del ser eterno (que ade más está concebido como el único ser posible, pensable y, por lo mismo, ya existente, a la manera en que muchos siglos después operará en la mente de san Anselmo el argumento demostrativo a priori de la existencia de Dios que luego llamó Kant «ontológico»). Ni que decir tiene que así se extrema aún, si es que tal cosa cabe, la oposición absoluta entre la apariencia sensible, en sí mis-
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ma contradictoria, y la verdad eterna del discurso, correspondida en pura identidad por la realidad de aquello sobre lo cual parece versar este discurso. Para ilustrar los decisivos avances de Meliso sobre Parménides, baste citar los fragmentos 30 B 9 y 30 B 10, en la traducción de Olivieri (Eggers Lan II, 235-237): Si, pues, es, es necesario que sea uno; y siendo uno, necesario es que no tenga cuerpo. Si tuviera espesor, tendría partes y ya no sería uno [B 9]. Si fuese divisible lo que es, se movería; pero si se moviera, no sería [B 10].
c) Zenón de Elea Caso bien distinto es el de Zenón, discípulo directo de Parmé nides, a quien presenta Platón, en su diálogo Parménides, acom pañando a la ciudad de Atenas a su antiguo amante, el fundador de la Escuela de Elea, a quien continúa venerando y por quien entra en combate de discursos con el joven Sócrates (antes de que lo reemplace Parménides, que desbarata absolutamente la postura de Sócrates-Platón sobre la unidad y la multiplicidad, el ser y la apa riencia, para terminar sencillamente animando a su joven interlo cutor a que en una próxima oportunidad defienda con más fuerza y más capacidad persuasiva sus tesis..., que a fin de cuentas son las únicas, por lo que insinúa el sabio anciano, que permitirán que el propio Discurso no se hunda enredado en su misma fuerza refutativa). Zenón, sin duda una cabeza de genio, no parece haber dedicado en realidad su extraordinaria inteligencia sino a refutar cualquier defensa de la pluralidad de lo real, puesto que tales defensas com portaban un ataque directo a la unidad absoluta y excluyente por la que se argumentaba en el poema de Parménides. El arte de combatir oponiendo un discurso a otro es, literal mente, la dialéctica, de la que cabe considerar a los eleáticos ver daderos inventores. Quizá la furia por refutar (<élenchos) llevó a es tos pensadores, a estos temibles lógicos, a los bordes mismos de la erística, o sea, del arte de la pura disputa verbal, en el que se trata
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mucho antes de derribar al adversario con una buena presa de la in teligencia que de hallar dialogando la verdad. En todo caso, los fragmentos conservados de Zenón son piezas maestras del arte de la demostración indirecta, o sea, de la reducción al absurdo de la tesis contra la que se lucha. Se trata en esta clase de argumento de demostrar que la aceptación de una proposición con duce, por pasos lógicamente irreprochables, a admitir también un absurdo. Y como de la verdad no puede inferirse en buena lógica la falsedad, y lo absurdo o contradictorio es siempre falso, debemos deducir del conjunto del discurso la falsedad de la tesis que inicial mente aceptamos. La hemos puesto a prueba y no ha resistido: ne cesariamente es falsa, luego necesariamente es verdadera la propo sición que sea su contradictoria (la cual puede, sin embargo, ser tan amplia de significado que quede en los límites de lo vacío). Zenón discutió contra todo aquel que parte de la proposición que afirma que la realidad es múltiple en vez de ser un solo ente único. Todo su esfuerzo se concentró en demostrar que de la idea de que existen muchas realidades se siguen necesariamente propo siciones imposibles. La multiplicidad no sería posible si no hubiera entre las cosas existentes un ámbito vacío, un espacio o un tiempo que las separa ra. Zenón, anterior a Meliso, no se ocupó de la posible multiplici dad incorpórea, espiritual o meramente inteligible. Es un defecto derivado de que, precisamente, no intentó hacer avanzar, por lo que parece, la investigación sobre lo Uno-Ente, sino nada más derribar enemigos de él tomado en abstracto. La genialidad está, de todos modos, en haber captado que, en el sentido corriente en el que todo el mundo (antes de Meliso) habla de multiplicidad, se está suponiendo la multiplicidad misma (casi diríamos la multiplicidad originaria y ejemplar) del espacio y el tiempo, que están representados como dos infinidades de lugares y de momentos, dos conjuntos infinitos de formas (anacrónicamen te expresado) para recibir otras tantas materias separadas, múltiples realmente. Y la combinación del espacio y el tiempo no es sino la forma misma del movimiento (que consiste en recorrer espacios en tiempos: varios espacios en varios tiempos). Lo que se puede mo ver ha de estar en un sitio, pero con la condición peculiar de poder abandonarlo en algún momento futuro.
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Pero el espacio y el tiempo sólo pueden ser concebidos como constituidos por infinitos espacios y tiempos, los cuales habrán de ser ya las partes simples y mínimas, indivisibles, átomos (de espa cio o de tiempo). Siempre que dispongo de un lapso de tiempo o de una extensión espacial, cabe que considere su mitad, y luego la mi tad de esta mitad, y así sucesivamente. Pero dado que suponemos que algo son realmente el espacio y el tiempo, estas multiplicida des modélicas y supermúltiples, tendremos que pensar en la nece sidad de unos últimos elementos del tiempo y el espacio: los ins tantes y los puntos. La pregunta es ahora si un instante dura algo o si no dura nada, y, análogamente, si un punto (como querían los pitagóricos) tiene magnitud o carece de ella. El dilema, la aporía (el argumento que derriba al adversario porque lo prende siempre de uno de sus dos cuernos afilados), está en que si estos indivisibles tienen alguna magnitud, como son infinitos convierten en infinitamente grande cualquier cuerpo espacial o cualquier cosa que dure (infinitas par tes pequeñísimas dan, en efecto, un tamaño perfectamente infini to). Si, en cambio, los átomos no tienen tamaño alguno, aunque su memos infinitos de ellos no obtendremos ninguna magnitud. O bien todo es infinitamente grande o bien carece todo de magnitud, pero ambas conclusiones son absurdas desde el punto de vista de lo que los ojos nos dicen. Por otra parte, dado que el movimiento es el resultado de la unión de estos dos supuestos entes, ambos incomprensibles, que son el espacio y el tiempo, ha de ser tan aporético como ellos mis mos. Y jamás valdrá decir que el movimiento se demuestra andan do, porque precisamente lo que interesa a Zenón es probar que la información procedente de los sentidos es absurda, de modo que haya que escoger la inteligencia y rechazar la sensibilidad. Claro que vemos que el corredor más ligero de Grecia, que es Aquiles, adelanta en un momento a la tortuga, aunque hayamos concedido a ésta alguna ventaja, y él siempre llega primero a la meta; pero el problema está en que no entendemos en absoluto eso que vemos tan clara y cotidianamente. Con el movimiento ocurre que no concebimos ni lo más ele mental de él. Si la flecha va hacia el blanco, en cada momento de su vuelo debe estar en un sitio preciso (nada está donde está y, al
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mismo tiempo, un poco más allá o más acá, sino siempre sólo jus tamente donde está ahora; y luego, en tal otro momento siguiente, sólo estará en tal otro lugar perfectamente delimitado). Nada, pues, se mueve, en esta disección como cinematográfica del movimiento en infinitas quietudes sucesivas. La flecha está detenida en un si tio siempre que la consideramos, ¿o es que el movimiento no con tiene lugares infinitos y tiempos infinitos, coordinados uno a uno, como dos conjuntos infinitos que se proyectan uno en otro biunívocamente? Zenón escribió: Lo que se mueve no se mueve ni en el lugar en que está, ni en el lugar en que no está [29 B 4]. Y en el caso de Aquiles, sucederá que para alcanzar a la tortuga deberá llegar a la mitad del trayecto que los separa, pero antes de eso tendrá que pasar por la mitad y por la mitad de la mitad in infinitum. O bien diremos que siempre que acceda al mismo sitio que tenía antes la tortuga, ya ésta se habrá movido, por poco que sea. Tampoco la alcanzará, y menos la adelantará [cf. 29 A 26]. Por otra parte, parece que Zenón argumentó también en modos tan generales como los recogidos en estos dos textos: Si existe la multiplicidad, es necesario que sus integrantes sean tan tos cuantos son: ni más que ellos, ni menos. Pero si fuesen tantos cuantos son, serían limitados. Si existe la multiplicidad, los entes son ilimitados, pues en medio de los entes siempre hay otros, y nue vamente, en medio de éstos, otros más. Y así, los entes son ilimita dos [29 B 3].
(Obsérvense dos cosas: Zenón, tras los pasos de Parménides, se burla de la ingenuidad pitagórica de haber considerado que lo va cío es capaz de separar lo ente no siendo ente ninguno, sino su con trario -la misma ingenuidad que repetirán andando el tiempo los atomistas durante siglos y siglos-. La segunda particularidad del texto es la complejidad de la antinomia, que revela un dominio ya muy grande del arte dialéctica; porque lo que aquí se hace es de mostrar, de manera aparentemente irreprochable, tanto una tesis como su antítesis). Eggers Lan II, 92 ha recogido una cita del comentario de Sim plicio a la Física de Aristóteles no compilada en DK y que dice así: Si todo lo que es está en el espacio, es evidente que existirá también un espacio del espacio, y así se seguirá hasta el infinito.
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Zenón llegó, pues, muy cerca del descubrimiento de Meliso, pero no pasó adelante. De sus investigaciones, sin embargo, ha quedado en toda la pos terior historia de la metafísica y la teología una herencia indudable: se ha mirado ya siempre con sospecha la inteligibilidad del espacio, el tiempo y el movimiento. Casi instintivamente se ha apartado de toda contaminación con ellos al ser plenamente real (por ejemplo, a la divinidad). Las excepciones a este modo de proceder son muy contadas, y las que tienen mayor interés son, además, muy recientes.
II
LOS SISTEMAS PLURALISTAS Y LA SOFÍSTICA Un segundo concepto de la filosofía
La posición extrema de los eleáticos tenía que suscitar tanta admira ción como rechazo. La lección que mostraba la imposibilidad de pasar ra cionalmente del absoluto no ser al ser (o a la inversa) no se podía olvidar. La resistencia se concentró, pues, contra la tesis de la unicidad del ente. Se puede, por esto, hablar justificadamente de sistemas pluralistas para ca racterizar las reacciones antieleáticas, a todo lo largo del siglo V, que pa samos a describir. Están aquí reunidas más por su parentesco intelectual que por fidelidad a la cronología, ya que la mayor parte del trabajo de los filósofos atomistas es muy posterior a la aparición de la sofística (de he cho, Demócrito es contemporáneo de Sócrates).
3 Cosmologías pluralistas
1. E m p é d o c l e s d e A g r ig e n t o y la c u á d r u p l e r a íz d e l m u n d o
Este extraño secuaz muy libre del pitagorismo y los ritos órficos (viajaba purificando los Estados, cuando era preciso, y recor daba multitud de reencarnaciones pasadas, entre otras anécdotas y otros detalles no menos sorprendentes, si los consideramos desde la imagen corriente posterior de un filósofo) fue el primero en pre sentar un sistema de cosmología que, aun influido por el eleatismo, rechaza sus consecuencias monistas. Es, sin duda, el más débil es peculativamente de los ensayos pluralistas imbuidos aún del espíri tu de la vieja cosmología; al mismo tiempo, es el más imaginativo y el que recibió mejor ropaje literario: Empédocles era un esplén dido poeta que usaba un vocabulario muy rico, arcaizante, dentro de complejas formas sintácticas. Del extraordinario carácter personal de este poeta dan una idea vivida los fragmentos B 111 y B 112, de los que traduzco lo más sustancial y sorprendente: Todos los remedios (phármaka) de los males que existen y un refugio respecto de la vejez vas a aprender. (...) Calmarás de los incansables vientos la ira (...) e incluso, si lo quieres, suscitarás brisas compensadoras. Pondrás después de la lluvia negra oportuna sequedad para los hombres, y pondrás después de la sequedad del verano corrientes que alimenten los árboles (...); y sacarás de Hades el vigor de un varón muerto.
La capacidad didáctica de Empédocles se extendía, por consi guiente, a todas las enfermedades, a la vejez, al control de toda la
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naturaleza y, por fin, al mismísimo dominio sobre la muerte. Y es claro que si él se jactaba de enseñar realmente tales cosas, no podía sino pensar que era también capaz de realizarlas. La taumaturgia, por otra parte, llena las leyendas sobre Pitágoras y sobre los pita góricos de las épocas helenística y romana. Con ser tan colosales las pretensiones de la sabiduría de Empédocles, aún se ven superadas por la singular autoconciencia que ha quedado plasmada en el testimonio asombroso de este saludo a los habitantes de Agrigento, su ciudad natal en Sicilia, en el fragmen to B 112: Amigos que la gran ciudad frente al rubio Agrigento habitáis: (...) Os saludo. Yo, para vosotros un dios inmortal, ya no un mortal, paso entre todos honrado, como conviene, con cintas coronado y con guirnaldas de flores. Cuando llego a las ciudades que prosperan, por los hombres y las mujeres soy adorado, y me siguen miles para enterarse dónde está la senda hacia el provecho, necesitados los unos de vaticinios, mientras que otros contra enfermedades de toda clase buscan escuchar una palabra curativa, pues hace mucho que están transidos de terribles dolores.
Al mismo tiempo, el hecho mismo de estar viviendo en figura de hombre forzaba a Empédocles a considerarse tan sólo inmedia tamente a punto de pasar, tras la muerte, a la liberación en las Islas de los Bienaventurados. Por el momento, como dice B 115, ellos también yo ahora soy, un exiliado de los dioses y un vagabundo, / por haber confiado en el odio enloquecido. De hecho, según este mismo texto, existe un oráculo de Necesidad («Anankes»), de los dioses decreto antiguo, por cuya fuerza vagan treinta mil estacio nes lejos de los bienaventurados los que han matado o han perjura do por odio. B 117 recuerda queya antes nací chico y nací chica, / arbusto, ave y pez mudo en las olas. Puede, sin embargo, empezarse el estudio de la propuesta de Empédocles por 31 B 3, en especial por el final de este fragmento, que parece introducimos, en contraste con los versos anteriores, en el espacio de una investigación sobria y atenida a los datos de la ex-
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periencia. El último hemistiquio dice, en efecto: «intelige (nóeí) ca da cosa por el medio en que (he) se haga patente («délon)», o sea: no es posible un método, una vía o camino, como decía Parménides, único, a la hora de ejercer la inteligencia. Antes, esta sección del poema había cantado a la Musa de este modo: Apartad, dioses, de mi lengua la locura (manían) de ésos y de mi piadosa boca haced brotar una fuente pura, y a ti, Musa, virgen de blancos brazos, muy celebrada, te imploro: cuanto es lícito oír a los efímeros envíamelo, conduciendo desde la casa de Piedad el carro dócil. (...) Vamos, atiende con todos los recursos por qué medio cada cosa se hace patente, y al tener una visión no confíes en ella más que en una audición, ni confíes en el oído resonante más que en las revelaciones de la lengua; ni de ninguno de los demás miembros, ya que cada uno es un recurso (poros) para entender (noésai), quites tu confianza (...).
Los resultados de este trabajo se nos anuncian abruptamente (no conocemos los pasos intermedios, a los que no se refiere nin guno del largo centenar de textos conservados): -B 6: Las cuatro raíces de todas las cosas en primer lugar escucha: Zeus resplandeciente y Hera que da la vida y Aidoneo y Nestis, que con sus lágrimas hace brotar la fuente mortal.
Los testimonios doxográficos antiguos, combinados con otros fragmentos de Empédocles en los que indirectamente se encuentra corroborada tal interpretación (por ejemplo, sobre todo, B 17, que traduzco más abajo), están concordes en que las cuatro raíces uni versales fueron también denominadas por el poeta las cuatro letras o elementos (stoicheía) del cosmos, y que sus nombres no mitoló gicos son los mismos que Aristóteles empleó tiempo después. En tal caso, Nestis, como es claro, significa el agua; Zeus, portador del rayo, el fuego o éter. Lo natural sería pensar en Hera, la esposa de Zeus, como la tierra; pero Aidoneo, o sea, una variante peculiar del nombre «Hades», reclama como suyo a este elemento. Hera ha de
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ser entonces la representación mítica del aire (lo cual tampoco es tan sorprendente, a la vista del papel cosmogónico capital que de sempeña en Anaxímenes). Las raíces o fundamentos existen como el ente parmenídeo, se gún B 8 y B 9 : Y otra cosa te diré: no hay nacimiento (physis) de ninguno de todos los mortales, ni hay tampoco el final de la funesta muerte, sino tan sólo mezcla y separación de los mezclados hay, y nacimiento es como se llama entre los hombres [B 8]. (...) No llaman a estas cosas como es justo, y según la convención (nomoí) me expreso yo mismo [B 9].
La visión del mundo de Empédocles se refleja poderosa y muy plásticamente en la belleza del complejo frag. 17: Algo doble diré: pues una vez creció hasta ser uno solo de muchos, y otra vez, en cambio, se disoció hasta, de uno, ser muchos. Doble es de los mortales la generación y doble la destrucción, pues una la engendra y la mata la concurrencia (synodos) de todas las cosas, y la otra es al separarse de nuevo todo como es criada y se echa a volar. Y este cambiar de las cosas, ininterrumpido, nunca cesa: unas veces por la Amistad (Philóteti) concurre en uno todo; otras, en cambio, se separa por la inquina de Odio (Neíkeos). (...) Así siempre son, inmutables y en círculo. (...) Fuego y agua y tierra y la inmensa altura del aire, y el Odio funesto separado de ellos, igual por todas partes, y la Amistad entre ellos, semejante en longitud y anchura. Tú con la inteligencia obsérvala y no te quedes mirando perplejo. (...)
Gozo le dan por nombre, y Afrodita. A ella, que entre aquellos va y viene, no la ha visto varón mortal alguno; tú, en cambio, escucha del discurso la marcha sin engaño. Pues todas estas cosas son semejantes y tienen la misma edad, pero es distinto el honor que a cada uno corresponde y distinto el carácter (éthos), y por tumo dominan según gira el tiempo. Además de ellos nada nace y nada muere,
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pues si se corrompieran ininterrumpidamente, ya no existirían. ¿Qué podría, en cambio, aumentar el todo? ¿Y de dónde vendría? ¿Y cómo podría perecer, ya que de aquellas cosas nada está libre? Sino que son las mismas, y corriendo unas por las otras es como devienen a cada vez otras siendo siempre constantemente iguales.
Hay, pues, en el círculo cerrado del tiempo, dos acontecimien tos que llama la convención humana nacimientos, y otros dos que reciben de esa misma convención el nombre de muertes. Un naci miento es el del uno a partir de la multiplicidad, y otro es el de la multiplicidad a partir del uno; y cada generación puede igualmen te ser vista, en el sentido inverso, como una muerte. Empédocles ha necesitado de Amistad y Odio para explicar, por mera reunión o mezcla de las raíces, en un caso, y por su sola se paración o disociación, en el otro, esta serie cíclica de cambios. Se trata de una necesidad de la pura inteligencia. Es esta misma la que fuerza a pensar en un recorrer ciertas raí ces otras raíces, para que se reúnan los seres que vemos o que oí mos. B 23 trata de captar en una metáfora qué significa este «co rrer», al que ya arriba hemos visto llamar «mezcla» (mixis): Como cuando los pintores decoran las ofrendas sagradas (ianathémata) -hombres en su arte (téchnes) por la comprensión muy versados-, que cuando toman preparados (phármaka) de muchos colores en las manos, al mezclarlos con armonía (harmonie meíxante), de unos más, de otros menos, con ellos figuras (eídea) a todas las cosas semejantes realizan, pues árboles crean, y varones y mujeres, fieras, aves y pájaros que se alimentan en el agua, y también a los dioses de larga vida (dolichaíonas\ superiores en honores. (...) Sábete esto bien, porque es un relato (mython) que has oído de un dios.
La mezcla es, pues, como la que se realiza en la paleta del pin tor: de los colores fundamentales sabe sacar el arte las figuras de todas las cosas. Entre estas cosas creadas por el anónimo pintor
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(nosotros ya sabemos que no es sino la Amistad) se encuentran los mismos dioses, cuyo «eón», cuyo tiempo propio, es muy largo, pe ro que, desde luego, no son raíces ingeneradas ni son los divinos Amistad y Odio. Empédocles, según hemos ya leído, no se consi dera inferior a los dioses, seguramente por la virtud extraordinaria de su inteligencia respecto de la realidad, de la cual bien puede es perar los prodigios más maravillosos. El más notable, el más original de estos dioses creados por el cambio circular de las letras del mundo es, sin duda, Esfero (trasformación masculina de la Esfera de Parménides), la obra más aca bada de Amistad, o sea, aquella situación en que la unión entre los cuatro colores de la paleta del pintor es mayor y más uniforme. En tonces, en verdad, todas las cosas son una sola, y ningún dios, ni Esfero mismo, podría decir que esta sola cosa que él es tenga nin guna parte más de fuego que de agua, de tierra o de aire. La igual dad en largo y ancho que es en principio propia de los elementos se manifiesta ahora en que se recubren unos a otros de la manera más perfecta que se pueda pensar: -B 27: Allí ni del sol se distinguen los rápidos miembros, ni tampoco de la tierra la frondosa fuerza, ni el mar. Así de Armonía en el denso escondrijo permanece Esfero redondo, de la soledad en tomo disfrutando. El primer verso de B 28 afirma de Esfero no sólo que es por to das partes igual, sino también absolutamente ilimitado. Hemos leí do ya que Empédocles ha comprendido la imposibilidad de admitir el vacío a la manera tradicional pitagórica; de aquí que la soledad y la inmovilidad de Esfero no limiten con nada, pese a la contradic ción con ello que su misma forma corporal implica. El Uno de Me liso aún no había sido concebido. ¿Dónde ha quedado Odio, cuando Esfero se esconde en su in finita soledad en los reductos de Armonía? Preguntando lo mismo en términos menos míticos: ¿Cómo puede ser que esta divina quie tud y esta unicidad se alteren? B 31 reconoce que todos los miem bros del dios, uno tras otro, se agitaron. La victoria de Amistad no ha sido definitiva. B 30 supone, en un alarde de imaginación, que
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Odio mismo, como si él y Amistad fueran la quinta y la sexta raíz del mundo, se halla combinado en el Esfero con su mismo opues to, integrado en el Uno: Pero cuando el gran Odio en sus miem bros se crió / y hacia los honores se irguió al cumplirse el tiempo / que a ellos, cambiante, les fue fijado por el amplio juramento... (Este Horkos, Juramento, es una evocación mítica también: cuan do Zeus jura, nada puede oponérsele). Por lo demás, la reminis cencia de Anaximandro es también clara: los turnos del tiempo han sido establecidos de manera inexorable, aunque, por extraño que resulte, en Empédocles no se pueda hablar de un Discurso que sea el Principio del cosmos, sino que parece que el ciclo de este mismo es tanto el poder del juramento como su contenido. Ningún poder divino está por encima de las realidades que hasta aquí ha mencionado el poema. Zeus mismo se encuentra asimilado al fue go, y Esfero depende de Amistad (también llamada Ajuste o Ar monía, Gozo, Afrodita). Por cierto que Aristóteles, en Metaph. 1000b3, afirma expresa mente lo contrario que estos versos, porque sostiene que al faltar por completo el Odio en el Esfero, se da la paradoja de que este dios, el más feliz, es menos sabio que los restantes seres, porque dado que, como veremos, el conocimiento siempre es de lo semejante por lo semejante, Esfero no conoce Odio, que en cambio es bien notorio a todos, con los que siempre, aunque sólo sea en mínima parte, anda mezclado. El complejo texto B 35 intenta afrontar conceptualmente una parte del mayor problema irresuelto en el anterior fragmento que he traducido: Cuando Odio alcanzó la máxima profundidad del torbellino (dînes), y al centro del remolino Amistad llega, es cuando todas estas cosas confluyen en ser una sola, no de una vez, sino que su querencia los reúne de uno y otro lado a unos con los otros. Al mezclarse se vertieron razas infinitas de mortales, pero muchos se quedaron sin mezclarse, de los ya confundidos aparte, cuantos aún Odio retenía en suspenso; pues no irreprochablemente de ellos se ha retirado por completo a los últimos confines del círculo,
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sino que en parte permanecía en los miembros y en parte los había dejado. Y cuanto más se retiraba siempre, más iba siempre llegando el benévolo, de Amistad irreprochable inmortal ímpetu. Enseguida mortales nacieron los que antes sabían ser inmortales y combinados los antes sin mezcla, invirtiendo sus sendas. Al mezclarse se vertieron razas infinitas de mortales, en toda clase de figuras (idéesin) formadas, algo asombroso de ver. Es difícil representarse imaginativamente el escenario pintado por Empédocles: el movimiento del mundo (al que también se lla ma luego «círculo») es un inmenso torbellino (como se verá en Anaxágoras, y como muchos consideran probable que se hubiera ya aceptado en la tradición milesia, en el intervalo histórico que se para a Anaxímenes de Diogenes de Apolonia -un personaje menor, pero al que corresponde el mérito de haber trasladado a Atenas la primitiva forma de la cosmología-). Parece que el centro de este torbellino universal está descrito como situado en lo alto, mientras que la profundidad extrema, que es el lugar ocupado por Odio, también sería el límite más alejado del centro. Todo el cuadro in tenta captar la fase del ciclo del mundo en la que comienza a pre dominar Amistad (por decirlo así, el cuarto sector de una circunfe rencia cuyo primer arco fuera el inicio de la descomposición de Esfero; el segundo, la progresiva victoria de Odio; el tercero, los comienzos del contraataque de Amistad). Hay muchos factores de interés en estos versos. Por un lado es tá la representación espacial de los respectivos poderes de Amistad y Odio: el débil se retira a los confines del mundo, mientras el fuerte pasa al centro. Por otra, se habla de una querencia (thélema) ínsita en las cosas, que colabora en cómo Amistad extiende su do minación por el orbe. Por fin, de manera no enteramente coheren te, se reconoce que las cosas que se atraen naturalmente pasan a nacer (o sea, a ser mortales) como mezcladas, cuando antes, incon taminadas unas por las otras, eran inmortales. Estas cosas, hace un tiempo simple y limpiamente separadas por la fuerza de Odio (que puede más que la atracción natural, cuando ésta no es asistida por una vigorosa Amistad), deberían ser, claro está, únicamente el fue go, el aire, la tierra y el agua.
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Digo que la coherencia no es completa si atendemos a B 57, que tiene que ser el intento de pintar los sucesos del tercer arco del círculo de los tiempos, o sea, del momento en que Amistad vuelve a dejarse sentir sobre la marcha de las cosas: Muchas cabezas sin cuello le brotaron, desnudos vagaban brazos sin hombros y ojos erraban mendigando frentes. Vale tanto como decir que al azar de los encuentros y de la pro ximidad se enredaban unos elementos en los otros (se reunían según cada uno estaba, como se lee en B 59), aunque, desde luego, mu chos de los productos de esta salvaje pintura no eran viables. Como si se tratara de una anticipación del darwinismo, también en el poe ma de Empédocles se conocen multitud de formas que no pueden resistir las condiciones de la evolución de la vida según el incre mento de la Amistad y k Armonía. En B 60 encontramos animales que doblan los pies al marchar y tienen un número indiscernible mente grande de manos. En B 61 se dice que nacieron muchos con dos rostros y dos pechos, /prole vacuna con cara de hombre y a la inversa surgieron: /hijos de hombres con cabeza de vaca, y mezclas con partes de varones / y partes de mujeres, dotadas de sombríos miembros. Un informe recogido por Aecio [A 72] cuenta más ordenada mente las generaciones de los animales y las plantas según el poema cosmológico de Empédocles: las primeras de ningún modo nacieron completas, sino desunidas en partes de naturaleza incompatible. Las segundas, cuyas partes ya eran de naturalezas compatibles, eran co mo las imágenes fantásticas. Las terceras poseían plenitud de natu raleza; y las cuartas ya no procedían de lo semejante, como tierra y agua, sino unas de otras (esto último significa que, mientras los se res de la tercera generación sólo constaban de partes ensambladas todas hechas de un mismo elemento, con la cuarta generación co mienza el entrelazamiento armonioso de las raíces de las cosas, en formas más perfectas y más complicadas, que se entiende que han de corresponder con un estadio de superior dominación de la Amistad). Otra cuestión que era obligado que Empédocles examinara y, en efecto, no rehuyó, es la índole del conocimiento. Como ya hemos
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observado, la base misma de este primer ensayo de cosmología pluralista postparmenídea está en conceder a las vías que en segui da se llamaron de la sensación la preeminencia respecto del dis curso. Atrincherados en el discurso, los eleatas son invencibles; pe ro no se debe hablar más que tras haber puesto un sólido fundamento en los sentidos. Empédocles es, en definitiva, el primero de los fi lósofos que tiende más a lo que con el correr del tiempo se llamará el empirismo, que no al racionalismo. Precisamente por eso no hay un Dominador divino que sea todo él conocimiento, a la manera que se propugnaba desde Anaxímenes una y otra vez. La explicación de la sensación como principio de todo auténti co conocimiento es, según cabía esperar, muy ruda. No utiliza, de hecho, más que las ideas de emanaciones sensibles que parten con tinuamente de todas las realidades y la correspondiente de orificios ajustados a la cualidad de tales emanaciones, que a veces se en cuentran en la superficie de algunas realidades. Éstas son las dota das de sensibilidad, que reciben, registran y notan las emanaciones conforme a la naturaleza de su sistema de orificios. He aquí los textos más antiguos, cuando no los originales del propio Empédo cles, que conviene tener en cuenta a este propósito: Sabiendo que de todas las cosas que han nacido hay emanaciones (aporroaí), es decir: un flujo permanente que de ellas parte de modo natural [B 89]. Con la tierra la tierra vemos, con el agua el agua, con el éter el éter divino y con el fuego el fuego destructor; el cariño con el cariño, el odio con el odio funesto [B 109]. Es muy interesante que Empédocles subraye así la idea que nota mos que pudo abrirse paso en la defensa pitagórica de la inmortali dad del alma: con lo semejante se conoce lo semejante, o sea, es pre cisa una afinidad previa para que un sujeto conozca una cosa. En otras palabras, sólo conocemos aquello que en verdad es como no sotros mismos, de nuestra misma índole. Y conviene resaltar que en este famoso fragmento el cariño y el odio reaparecen en un papel enteramente análogo al que desempeñan las cuatro raíces elementa les del mundo. Amor y odio son principios activos y enemigos, pe
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ro los cuatro elementos, aunque de naturaleza pasiva, no dejan de presentar querencias peculiares, como se muestran en la compatibi lidad mayor y menor de unos y otros y, en definitiva, en la viabili dad de muchos seres complejos, que constan en último análisis de mezcla por Amistad de varios elementos (aunque todavía en ellos mismos Odio seguramente mantiene separadas ciertas partes que terminarán por unirse en la fase última de regreso al Esfero). En Menón 76c [A 92], Platón se ha complacido en presentar, en la irónica boca de Sócrates, la otra parte esencial de la doctrina de Empédocles sobre los sentidos, como un modelo de explicación que precisamente no se atiene a las exigencias del discurso sino, más bien, a las de la imaginación. Como es lógico, a Menón, buscador de sofistas y de novedades, le encanta la teoría de Empédocles. Pues bien, el proceso comienza, desde luego, con las emanaciones de los entes, pero sigue luego así: Hay orificios («porous») hacia los cua les y por los cuales las emanaciones pasan. (...) De ellas las hay que se ajustan («harmottein») a algunos orificios, mientras que otras son o demasiado grandes o demasiado pequeñas. (...) Así, pues, el color es una emanación de las cosas proporcionado («sÿmmetros») a la vista y sensible. Con este informe coincide plenamen te el de Teofrasto [A 86, 7], de acuerdo con el cual lo decisivo es la anchura o estrechez de los orificios. Según ella, hay emanaciones que pasan muy bien, sin tocar, mientras que otras hacen contacto y no pueden entrar en absoluto. La palabra «cualidad» es un invento lingüístico de Platón. Vemos ahora cómo Empédocles no ofrece en definitiva una teoría cualitativa de las sensaciones, pese a su princi pio de que se conoce lo semejante con lo semejante. En el fondo, los orificios de cierto elemento están adaptados en tamaño a la pe netración de las misteriosas emanaciones de ese mismo elemento que parten de las cosas de alrededor, y esta diferencia peculiar de los tamaños es el factor realmente explicativo.
2. A n a x á g o r a s d e C l a z ó m e n a s y e l o p t im is m o e v o l u t iv o
Los escasos fragmentos conservados de aquel libro en clara prosa escrito por Anaxágoras, que aún se podía comprar en los lu gares más públicos de Atenas el día mismo del juicio de Sócrates
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y por un precio muy asequible, atestiguan que este hombre, que importó a Atenas la filosofía, era un pensador genial, aun cuando no consiguiera llevar hasta el último extremo las consecuencias de sus tesis fundamentales (esta hazaña, mutatis mutandis, estaba re servada a Leibniz, dos mil cien años después). De la vida de Anaxágoras, los datos más interesantes, además del mencionado, son su amistad con Pericles y la probabilidad de que no sea leyenda que el pueblo ateniense lo amenazó con la per secución judicial a muerte que en la generación posterior alcanzó a Sócrates. Y también es muy relevante el hecho de que el propio Só crates haya aprendido, con ocasión de la lectura de Anaxágoras, uno de los principios de su pensamiento: la prelacia de la causa fi nal, o sea, la plena conciencia de que la mejor explicación de una realidad es la que ofrece su sentido al decimos su finalidad: su pa ra qué en el conjunto del mundo, su modo de contribuir a la per fección de la totalidad (o, lo que también es lo mismo: la justifica ción de por qué es mejor que haya existido esa realidad tal y como es, en vez de no haber existido o de haber sido de otro modo). El principio de la cosmología de Anaxágoras es la proliferación al infinito de la realidad: en cantidad, en tamaño, en pequeñez, en cualidad, la realidad es infinita. No son cuatro las raíces del mun do, sino infinitas en todos estos sentidos mencionados. Pero esta variedad desbordante, que por otra parte está tan sólo en vías de manifestarse cada vez mejor y con más sobreabundancia, porque evoluciona constantemente hacia lo mejor, está al mismo tiempo dominada por la máxima sencillez inteligente, por la elegancia de un único principio, que es también la única realidad que no se mez cla con las otras infinitas más que de un modo parcial e incomple to. Como en el optimismo leibniziano, una economía absoluta de principios sirve a la más hermosa y abigarrada multiplicidad en or den de las cosas. No podría el mundo ser ni más plural ni más sen cillo, o sea, no podría ser mejor de como está siendo y de como va a seguir deviniendo hacia un futuro desconocido (salvo en su con dición de progresivamente óptimo, si se puede decir así). Analicemos con pormenor estas ideas sobre una decena corta de fragmentos, entre los que se hace otra vez imprescindible incluir alguno de naturaleza doxográfica, que no escribió, pues, el propio Anaxágoras.
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-B 1: Juntas todas las cosas estaban, infinitas tanto en cantidad como en pequeñez, porque lo pequeño también era infinito. Y cuando todas las cosas estaban juntas, nada era patente, debido a la pequeñez... En el principio, pues, todo junto, tan apretado como se pueda pen sar, por así decirlo, antes de la explosión inicial, y por ello nada era patente o manifiesto, aunque en aquella reunión inicial había ya in finitas cosas: infinitas en número y, por lo mismo, pese a las apo das de Zenón, también infinitas en pequeñez. -B 3 : En efecto, no hay en lo pequeño lo mínimo, sino siempre algo me nor (pues no es posible que el ente no sea), pero también de lo gran de hay siempre algo mayor... En la situación presente, alejada ya de la implosión colosal del prin cipio, hay que aceptar aquello mismo que Zenón rechazaba por sus consecuencias. -B 4: Siendo así, hay que opinar que en todas las realidades combinadas hay gran multiplicidad y variedad y gérmenes (spérmata) de todas las cosas (chrematon), los cuales tienen muchas formas (ideas) y muchos colores y muchos sabores (hedonás). (...) Pero antes de que se separaran, estando juntos todos los entes (onton), no había color alguno patente, ya que lo impedía la mezcla de todas las cosas (chre maton): lo húmedo y lo seco, lo caliente y lo frío, lo brillante y lo os curo, y había mucha tierra y cantidad de gérmenes infinitos que no se parecían los unos a los otros. (...) Siendo así, hay que opinar que en el todo se encontraban todas las cosas (chrémata). Cf. B 17: Los griegos no hablan correctamente cuando dicen nacer y morir, porque ninguna cosa (chréma) nace ni muere, sino que de las cosas que son se dan mezclas y separaciones. Así que lo correc to sería llamar mezclarse al nacer y separarse al morir. He repetido algunas palabras griegas porque parecen usarse en al menos dos sentidos distintos. Si las realidades actuales difieren de la realidad inicial, está claro que no es debido a que del no ser ha ya surgido algún ser nuevo. Más bien habrá que pensar que de las semillas se han originado evolutivamente las cosas (aunque haya intervenido también un proceso combinado de mezclas y separa-
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ciones). Son, pues, cosas, chrémata, los resultados finales a partir de ciertos gérmenes o semillas (,spérmata). Pero en el principio no dice Anaxágoras que se encontraran gérmenes de todo (como afir marán luego los estoicos), sino que se hallaban todas las cosas, aunque infinitamente juntas, porque, como en seguida leeremos, la Inteligencia aún no había impreso su explosivo movimiento de tor bellino creciente a la restante realidad unida y absolutamente mez clada. Esas cosas que ya había en el principio no son como las co sas de ahora (hombres, plantas, nubes), sino que la enumeración traducida las conoce más bien como cualidades preseminales o pregerminales de las cosas actuales: lo húmedo y lo seco, lo caliente y lo frío... Una semilla no es una de estas cosas primordiales que es taban todas juntas en el comienzo; de una semilla se desarrolla en cambio, por ejemplo, como se dice en B 10, pelo o carne; y se aña de en este mismo fragmento que el pelo sólo puede proceder del pelo, y la carne, de la carne; o sea, el germen es carne y la cosa ma nifiesta por evolución de él es también carne. La idea que queda detrás es, por cierto, que cuando comemos y asistimos a la trans formación del pan en carne y pelo, esto sólo puede deberse a que ya en el pan están presentes gérmenes de carne y pelo. Sin embar go, los propios gérmenes parece necesario decir que se han forma do por mezcla de las cosas realmente primordiales, que se descri ben como en las listas de los opuestos que ya hemos leído en los cosmólogos más antiguos, sólo que Anaxágoras no quiere saber nada de las restricciones de tales listas. Los milesios mencionaban sólo algunos pares de opuestos originales; Anaxágoras quiere que en el principio ya hayan estado presentes todos los opuestos puros posibles, ya entonces infinitamente juntos. Los gérmenes sólo han sobrevenido luego. También en cada uno de ellos ha de haber todos los opuestos, todas las cosas originales; pero ahora cabe que la mez cla haga predominar la cantidad de unos sobre la de los otros, y precisamente esto es lo que convierte a un germen en pelo o carne, en germen, mejor dicho, de pelo o carne claramente visibles. Esta complicada explicación me parece la única que conviene con todos los textos originales, aunque no siempre se adapta con fa cilidad a lo que Aristóteles relata de la filosofía de Anaxágoras. Na turalmente, es muy dudoso que nosotros hoy, a base de fragmentos, sepamos sin embargo más acerca de Anaxágoras que el mismo Aris
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tóteles, quien sin duda dispuso en la biblioteca del Liceo del libro completo del viejo filósofo. Pero tenemos que atrevemos a mante ner lo que se indica con suficiente claridad en nuestros restos lite rarios, puesto que, al fin y al cabo, Aristóteles estaba mucho más interesado en la ftindamentación de su propia física que en la pre cisión histórica sobre lo que escuetamente había pensado un prede cesor y adversario suyo. Encontramos una información adicional de extraordinaria im portancia en B 6: Todo, pues, estaría en todo. Y es que no cabe exis tir separadamente sino que todo tiene («metéchei») parte («moíran») de todo. Como tampoco es posible que exista lo mínimo, no podría separarse ni nacer por sí, sino que, como al principio, tam bién ahora todo está junto. El pensamiento es, pues, que, dado que la realidad se halla dividida hasta lo infinito y no existe lo absoluta mente más pequeño, no existe tampoco un átomo, un indivisible de, por ejemplo, lo caliente o lo frío. Cuando consideramos una peque ñísima cantidad de alguno de estos opuestos, ya lo vemos (con la mera inteligencia) combinado con infinitas otras porciones de enor me pequeñez, cada una de las cuales puede muy bien ser de otra «cualidad». Anaxágoras no explica cómo, pero comprende que el pensamiento tiene que detenerse en cosas pequeñísimas, en infinité simos, ninguno de los cuales puede ser un auténtico mínimo simple, sino ya una infinita reunión de cosas primordiales, por cuya suma surja aquello casi infinitamente pequeño en que puede descansar el vertiginoso descenso de la inteligencia al detalle de lo real. La consecuencia necesaria es que también ahora, como en el principio, hay de todo en todo, aunque el progreso en el desarrollo del torbellino universal haya manifestado visible o sensiblemente en la actualidad (y desde hace mucho) las cosas evolucionadas de los gérmenes (los cuales han evolucionado, a su vez, de las cosas originales). Cf. B 8:... No están cortados a hacha ni lo caliente de lo frío ni lo frío de lo caliente. B 21 es una cita que contiene la gran recopilación de lugares es cépticos que es la obra de Sexto el Médico (Sexto Empírico) Con tra los profesores. La cita literal de Anaxágoras dice: Por la debi
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lidad de ellos no somos capaces de discernir lo verdadero. Sexto afirma que los «ellos» en cuestión son los sentidos. No sabemos si la palabra «sensación» (aísthesis) formaba ya parte del vocabula rio de Anaxágoras, pero lo que es seguro es que únicamente la in teligencia nos permite penetrar en los arcanos de la realidad infini ta que acabamos de recorrer; y también es cierto que incluso allí donde alcanza la potencia de los sentidos, lo que nos inducen a opi nar es que la carne sólo es carne, cuando la verdad del caso es que en cualquier trozo de carne hay la presencia de todas las cosas pri mordiales, infinitamente pequeñas y variadas, de modo que la car ne que comemos pueda llegar a ser germen de nuestra sangre (lue go ya lo era de alguna manera también desde antes de ser digerida). Anaxágoras ha reconocido con más claridad que ninguno de sus predecesores la fuerza de la inteligencia (noüs), hasta el punto de haber hecho de ella el resorte explicativo esencial de toda su imagen del mundo. No es el Discurso el Dominador, sino la Inteli gencia separada, la única cosa primordial que ni siquiera en el prin cipio estuvo reunida con las demás. Pasemos a los textos principa les de esta metafísica de la inteligencia: -B 12: Lo demás tiene parte de todo, pero la inteligencia es algo infinito, autocrático y que no está mezclado con ninguna cosa (
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-Cf. B 11: En todo hay parte de todo, menos de la inteligencia, pero existen también algunos en los que hay inteligencia. Hasta la alabanza aristotélica de la inteligencia, en los capítulos fi nales de la Ética a Nicómaco, no hay loa semejante dedicada a ella en la literatura griega. Sólo que en la cosmología de Anaxágoras, como se ve, la inteligencia separada es una más de las cosas origi nales, sólo que infinitamente más fuerte que las restantes (y por ello mismo separada). Tampoco aquí hay distinción entre lo incor póreo y lo corpóreo, puesto que la inteligencia es sólo la más tenue de las cosas del principio y la más potente. De aquí su capacidad de introducirse en algunos (en algunas almas), pero también la haza ña con la que dio principio a la historia natural: haber impreso un movimiento de giro a la masa aunadísima de las cosas primordiales, gracias al cual se pueden ir separando y pasando a engendrar, a tra vés de las «semillas», las cosas actuales. El movimiento de giro (la palabra genérica perichóresis conocerá un grave destino teológico en la iglesia oriental, porque designa el movimiento divino intratrinitario) hubo de ser aplicado primero a la pequeñez extraordinaria de la masa de los orígenes, pero por sí mismo va ampliando su do minio, como si el universo, el bello orden cósmico, estuviera aquí ya pensado en una ilimitada expansión, haciendo crecer el espacio mismo por el que gira. Con mucha claridad, Anaxágoras vincula el adorno del mundo, el cosmos, con la inteligencia superpoderosa, esta cosa pura que puede penetrar todo y moverlo, pero precisamente porque lo cono ce absolutamente. Sócrates dirá luego que haber hecho de la inte ligencia el motor del mundo es ya lo mismo que haber prometido (de un modo insostenible, por cierto, yendo al detalle) que todo su cede por el bien, colaborando a la perfección del todo global. Al revés, pues, que Empédocles, Anaxágoras había de estar in teresado en rebajar la importancia y la calidad del conocimiento sensible. Y así sucede en los informes de Teofrasto, el discípulo al que Aristóteles encargó la encuesta histórica sobre las opiniones cosmológicas y, en general, físicas de sus predecesores. En 59 A 92 encontramos, en efecto, no sólo la idea de que se conoce lo dife rente con lo diferente (cosa que es claro que solamente no se pue-
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de aplicar a la inteligencia cuando se conoce a si misma), sino de que todo el conocimiento sensible, al realizarse entre opuestos, es a la larga dolor y peligro de destrucción mutua (mucho más evi dente en el sujeto que en el objeto para ciertos sentidos, como la vista, pero mucho más evidente para el objeto que para el sujeto en otros, como el tacto o el gusto). Conviene, por fin, referirse en pocas palabras al equívoco que se ha producido acerca de la correcta interpretación de este sistema cosmológico, debido a haber tomado acríticamente ciertos textos de la tradición aristotélica como la mejor guía hermenéutica para Anaxágoras. En el tercer capítulo del libro tercero Sobre el cielo (A 43) afir ma Aristóteles que los elementos de Anaxágoras son homeómeros. Simplicio, en su comentario a la Física aristotélica (cf. A 45) sos tiene que los principios son las homeomerías en la doctrina de Anaxágoras, y es muy probable que la palabra remonte a Teofrasto, puesto que la usa Epicuro, su contemporáneo, y por ejemplo la toma, sin intentar traducirla, Lucrecio en su espléndido poema De rerum natura, siempre en referencia a Anaxágoras. Un cuerpo homeómero es, en la terminología de Aristóteles, exactamente lo que sugiere la palabra misma: uno que se divide en partes que son de la misma naturaleza que el todo. Por ejemplo, el oro es homeómero, puesto que cada pedazo de oro es tan oro como el todo del que se rompe; en cambio, un rostro no es una totalidad homeómera, ya que los ojos, partes suyas, no son también puro rostro, o la boca, otra parte, difiere de las demás partes y también del todo. Es entonces evidente que Aristóteles - a la vista de que Anaxá goras ha afirmado que siempre, tanto en el comienzo como ahora mismo, hay de todo en todo, y a la vez ha escrito también que el pelo procede del pelo y la carne de la carne- confunde lo que po dríamos llamar cuantitativo y lo que podríamos, por contraste, lla mar cualitativo en la cosmología que intenta describir. Las cosas originales de Anaxágoras son, como hemos visto, lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco, la inteligencia... Pero sus partes, al ser infinitamente pequeñas, o mejor, infinitamente divisibles, no sub sisten solas y separadas, salvo en el caso de la inteligencia, sino que se reúnen con partes de las demás infinitas realidades primor
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diales, también infinitamente divisibles. Es verdad que, al partir un todo cualquiera, hallaremos que, puesto que en él y en cada una de sus partes hay de todo, en cierto sentido todo es todo y, por lo mis mo, todo es homeómero; pero, en todo caso, sólo habría -para es ta peculiar captación de las cosas por la sola inteligencia- un único homeómero, y de ninguna manera infinitos, como se afirma en la tradición hermenéutica que depende de Aristóteles.
3. D e m ó c r it o d e A b d e r a Y LA CONCEPCIÓN MECANICISTA DEL MUNDO
Hubo, por fin, aún un tercer ensayo de cosmología de antiguo estilo, pluralista en el modo en que podía intentar serlo después de Parménides: el atomismo de los abderitas Leucipo y Demócrito (del primero apenas hay noticia que lo aísle del segundo, su discípulo). En este caso, la descripción debe comenzar por un texto doxográfico tomado del capítulo cuarto del libro primero de los Metafisicos de Aristóteles (67 A 6). En él se atribuye a los dos filósofos de Abdera haber defendido que los elementos son lo lleno y lo vacío («pléres», «kenón»), a los que llaman lo ente y lo no ente: dicen que lo lleno y sólido («stereón») es lo ente, y lo vacío y raro («manón»), lo no ente (dicen, por eso, que lo ente no es más que lo no ente). Esta última afirmación es, desde luego, una sorpresa. Resulta increíble que antes de Platón alguien haya dicho que lo vacío no es pero, al mismo tiempo, es, ya que constituye uno de los elementos del mundo. Podría haber ocurrido, desde luego, que la crítica eleática del pitagorismo haya suscitado, a pesar de todo, formas de ha blar tan sofisticadas como esta. Comparemos la primera afirmación con la que se hace en este pasaje de Sexto el Médico (68 B 9): Hay veces en que Demócrito niega los fenómenos peculiares de las sensaciones y dice que ninguno de ellos aparece según la verdad si no sólo según la opinión; pues lo verdadero en los entes es que son átomos y vacío. Por esto dice: por convención («nómoi») lo dulce y por convención lo amargo; por convención lo caliente y por con vención lo frío; por convención el color, pero en verdad («eteéi») átomos y vacío. Se piensa, pues, y se opina que existen los sensi
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bles, pero no existen en verdad, sino tan sólo los átomos y el vacío. [Subrayo, evidentemente, las únicas palabras que DK considera ci ta literal del libro de Demócrito]. Lo lleno es, pues, el conjunto de los átomos, o sea, de los entes indivisibles. Pero ocurre que no sentimos ni los átomos ni el vacío; luego tenemos que sostener que la verdad de lo real no se conoce en absoluto viendo, tocando u oyendo, sino pensando y a través de la sola inteligencia. No debemos suponer, como vengo advirtiendo, que el vocabu lario epistemológico que emplea, por ejemplo, aquí Sexto proceda realmente de los filósofos que comenta. Justo por lo peculiar que suena es por lo que se admite con facilidad que literalmente lo que escribió Demócrito es que lo dulce y lo amargo y el color, por ejem plo, no son en realidad sino por convención (o ley). Está muy claro que no ha habido un pacto entre los hombres para establecer que se presenten ante nosotros los colores y los sabores; y sin embargo, la argumentación filosófica, al descubrir que la realidad auténtica no puede contener esas «entidades», se ve forzada a relegarlas. No afir ma que se deban al modo como están hechos los hombres, ya que estos, como ha ocurrido a Leucipo y a su alumno, pueden desper tarse a la realidad verdadera siempre que se esfuercen suficiente mente por lograrla con su inteligencia. Quizá por esto no escribió Demócrito que sea natural que creamos en la existencia auténtica de los colores. De hecho, no es natural sino simplemente habitual, co mo hemos leído en los versos de Empédocles. La mera subjetividad de estas pseudoentidades tales como los sabores y los colores se ha preferido describirla aquí como convencional, pero es posible que esta palabra signifique en realidad lo mismo que «nada más que por costumbre» -ya que una costumbre arraigada entre los hombres no es sino una ley o convención de su convivencia; y no hay duda de que ésta se ve muy facilitada creyendo que existen los colores, aun que en última instancia éstos no existan-. Añadamos nuevas informaciones, otra vez procedentes del ca pítulo cuarto del libro primero de los Metafisicos de Aristóteles: Leucipo y Demócrito han dicho, según este pasaje, que las diferen cias (entre lo ente) son causas de las demás [o sea, de las diferen cias aparentes, tendremos que suponer]. Dicen que son tres: figura,
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orden y posición; pues afirman que lo ente difiere únicamente por «configuración», «contacto» y «giro» (la configuración es la figu ra, el contacto es el orden y el giro la posición). Por ejemplo, A di fiere de N en figura; AN difiere de NA en orden; I difiere de H en posición. He aquí un caso paradigmático de traducción de un texto aún relativamente arcaico al vocabulario ya clásico y establecido de la filosofía ateniense. Es evidente, por otra parte, que estas diferen cias entre lo ente se refieren directamente a los indivisibles de la teoría atómica, a los que considera en aislamiento y en conjunción. Por cierto que, en lo que atañe a los átomos tomados singularmen te, es preciso añadir otra pieza de información. Lo más probable es que Aristóteles esté citando de un paso del libro de Demócrito don de éste mismo ha olvidado mencionar lo que sabe muy bien el pro pio Aristóteles que se afirma en otro lugares. Vamos, por ejemplo, a 68 A 37, que procede de una obra perdida del fundador del Liceo, recogida en parte por Simplicio en su comentario al tratado Sobre el cielo, y leeremos: Demócrito (...) piensa que son tan pequeñas las sustancias que escapan a nuestras sensaciones; y son de múl tiples formas, de múltiples figuras y diferentes en tamaño. Dejando a un lado que la palabra «sustancia» no es original de los abderitas, queda así claro que admitían, además de las diferencias de confi guración y giro, la de magnitud: unos átomos son más grandes que otros, aunque, eso sí, todos más pequeños de lo que los umbrales sensibles del hombre consiguen captar. Hay que mencionar, entre paréntesis, que la doxografía antigua había extendido la infinita diversidad de los átomos también a lo que concierne a la magnitud (cf. 68 A 1: Los átomos son infinitos en tamaño y en cantidad [44]). De aquí se había sacado una con clusión que realmente se infiere de su premisa, pero que contradi ce del modo más claro la información de primera mano -eso supo nemos con fundamento- de Aristóteles: si los átomos son infinitos en número, en figura (cf. 67 A 15, entre multitud de testimonios), en giro y también en tamaño, entonces es posible que haya un átomo del tamaño del mundo [68 A 47]. Seguramente esta tesis se apoya en que, si los mundos son también infinitos en número, entonces infinitos entre ellos podrán contener un único átomo (de infinitas configuraciones e infinitos giros posibles). Se evita la contradic
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ción (sólo aparentemente, no en realidad) pensando que Aristóteles se refería únicamente a nuestro mundo (y digo que no se supera realmente la dificultad porque también nuestro mundo deberá con tener infinitos tamaños posibles de átomos). Otro aspecto interesante es que los abderitas hayan hablado de «contacto» entre los entes, porque, como enseguida certificarán otros textos, es muy cierto que sin contacto no hay mundo ni mun dos, sino sólo átomos sueltos en mitad del vacío; pero también es verdad que dos átomos juntos no se pueden, por principio, fundir en uno, o sea, formar de verdad molécula. Podría, por esto, muy bien proceder de Demócrito mismo, o de Leucipo, la comparación de lo que sucede cuando los átomos se tocan, con lo que sucede con dos letras (mayúsculas, las únicas que se conocían en griego prebizantino) que se escriben una detrás de la otra formando parte de la misma palabra: tampoco ellas se funden: AN. Es claro que la imposibilidad de la fusión de los átomos se si gue directamente del principio que afirma que todo lo lleno o ente es de suyo indivisible. Pues el resultado de una fusión entre dos se res que sólo se distinguen según los rasgos expresamente estipula dos por el atomismo antiguo, tiene que ser partible por principio. Si se pudo juntar, se puede separar. En cambio, el átomo, como no es producto de unión alguna, tampoco puede sufrir escisiones. Así está bien claramente testimoniado en, por ejemplo, 67 A 15: Ni de lo uno surgen muchos, ni de los muchos uno, sino que todas las co sas surgen por combinación y «entrelazamiento» de ellos («todas las cosas» está, desde luego, por «todo lo múltiple»; «de ellos» es correlato de un «las primeras cosas», un par de líneas antes, que se refiere, pues, a los átomos). Los atomistas no mencionan entre sus principios algo que da ban, quizá, tan por sobreentendido como los milesios, a pesar de que el poema de Parménides y las aporías eleáticas parezcan exi gir un cambio sustancial del horizonte filosófico en lo que hace a este punto. Me refiero al movimiento, sin el cual no se explicaría nada aunque tuviéramos admitidos ya lo lleno y lo vacío, junto con el resto de la descripción de la verdad de las cosas que ofre cieron Leucipo y Demócrito. En el tratado Sobre el cielo (67 A 16), Aristóteles simplemente escribe que los cuerpos primeros se mue ven siempre en lo vacío e infinito; y nota a continuación que los
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autores que cita no especificaron qué clase de movimiento era aquel. Epicuro lo entendió como rectilíneo, y esta interpretación dio lugar a uno de los elementos más desconcertantes de su cosmología; pe ro quizá lo hizo así precisamente para poder introducir ese factor nuevo, que tanto le interesaba por razones de moral, como veremos en su momento. Lo natural habría sido que Leucipo y Demócrito se refirieran al torbellino espontáneo que hemos visto mencionar a otros pensadores arcaicos (y así se registra en un papiro de Herculano que cataloga DK como 67 B la). De alguna manera, gracias a las formas varias de los átomos, este movimiento en torbellino lo graría hacer que unos se engancharan más o menos establemente con otros, para dar lugar a mundos de especial configuración; pero no conseguimos pensar en realidad cómo pueden surgir tropiezos, si se parte de un estado de general distanciamiento (recordemos que el peso no es una diferencia atómica en estos sistemas, sino una característica convencional y fenoménica). Este mundo reducido a la cantidad -en lenguaje moderno-, al movimiento y al choque, todo él pensable contra las tendencias de la sensación, ofrece un espectáculo que revivió en los espíritus del Re nacimiento tardío. Los atomistas no hicieron, a diferencia de los pi tagóricos, intento alguno (que conozcamos) por estudiar empírica mente el mundo y por determinarlo a la manera de la física exacta (puramente cuantitativa) galileana. Es como si únicamente hubieran dejado escrita una promesa para el futuro intelectual de Occidente: la de que, cuando los hombres consiguieran entender con verdadera precisión el mundo, sólo podrían hacerlo en la forma del mecanicis mo materialista que ellos habían defendido por principio, por meras exigencias de la ontología. Pues la realidad disminuida a figura, orden, magnitud, movi miento y choque pensados, es obligadamente una realidad en la que gobierna indiscutida, indiscutible, la ley de la necesidad ínsita en los choques mismos de los átomos según sus diferencias geo métricas. De hecho, la única proposición completa de Leucipo que conservamos sostiene que ninguna cosa ocurre porque sí, sino to das por el discurso y bajo la necesidad. Y la verdad es que no ve mos cómo se pueda mencionar aquí discurso ninguno. Más pro fundo aparece el testimonio de Cicerón en su tratado De fato (68 A
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66): Omnia ita fatofieri, ut idfatum vim necessitatis adferret («to do sucede hasta tal punto por el destino, que este destino aporta la fuerza de la necesidad»). En el contexto de su discusión, los tra ductores suelen escribir «azar» para verter fatum. Cicerón, enton ces, habría querido decir que todo ocurre tan ciega, tan ininteligi blemente, que este mismo puro hecho de los choques tal y como se producen llega a tener la única férrea necesidad que existe y que realmente pensamos. Como si hubiera dicho que el universal sinsentido del movimiento y los empellones atómicos es, justamente, el único sentido necesario que cabe hallar en el mundo. Por esto Aristóteles, en un pasaje célebre, achaca con maravillosa perspica cia a los atomistas que confundan el pasar siempre algo de una ma nera con la comprensión exhaustiva de los hechos (68 A 65): no consideró que haya que indagar el principio del «siempre», o sea, la causa por la que los hechos son tan firmemente invariables.
4 Más allá de la cosmología: la sofística
1. P r o t á g o r a s d e A b d e r a
Detengámonos por un momento a considerar globalmente la plu ralidad de las filosofías y las concepciones del mundo que de hecho se ofrecía al griego que vivía en la mitad del siglo V a.C. Por una parte estaban las influencias espirituales de los cultos del Estado y la mitología en la presentación homérica de los Olímpicos. Por otra parte, la religiosidad viva del pueblo y, sobre todo, de los indivi duos, tal como podemos entreverla en el fondo de los misterios y el orfismo. Pero había, en tercer lugar, una profusión extraordinaria de cosmologías enfrentadas, irreductibles, todas sostenidas con pro funda conciencia de su verdad, en un modo que hoy llamaríamos enteramente dogmático: la cosmología del estilo de Anaxímenes, el pitagorismo, la filosofía eleática de la unidad, la filosofía heraclítea de la tensión de opuestos, el atomismo naciente, el tímido teleologismo de Anaxágoras, el pluralismo teñido de afanes religiosos de Empédocles... Quizá nunca ha conocido el mundo, de entonces a hoy, una variedad tan desmesurada, una pugna de dogmas tan em peñada. La conciencia clara de semejante situación ayuda a entender la reacción de los sofistas, a los que analizaremos divididos en tres generaciones. Algo de artificio cronológico nos servirá para com prender mejor el conjunto de este nuevo movimiento intelectual. Nace con él un segundo concepto de la filosofía, por contraste con el cual podemos ahora caracterizar algo mejor el primero, el único que hasta aquí hemos tomado en cuenta, aunque no lo haya mos explicitado (pese a figurar incluso en el título de nuestro ca pítulo segundo). Y es que, si hasta el surgimiento de Protágoras la filosofía había sido esencialmente cosmología, cada vez más preo-
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cupada por la totalidad superior a la mera naturaleza que es el co nocimiento, el discurso eterno sobre su realidad cambiante como el fuego, Protágoras abandona radicalmente este tipo de preocupa ciones. Estilizando como conviene su figura, diremos que su no ción de la actividad intelectual está centrada no en el problema de la perplejidad y la ignorancia ante las leyes del mundo y su domi nador, sino en la cuestión del mal, del mal evitable y de cómo evi tarlo de hecho eficazmente. Si se pidiera que concentráramos en una fórmula la definición de Protágoras como pensador, tendría mos que recurrir a decir que para él se trataba de curar una clase de desgracia que le parecía más relevante, más urgente y más sentida que la implicada por la ignorancia acerca de la naturaleza y lo ab soluto. Esta desgracia es el sufrimiento que los demás nos infligen, cuando podríamos haberlo esquivado de haber conocido a tiempo los recursos necesarios para ello. No está en nuestra mano conseguir que los contagios no nos al cancen o que las calamidades naturales nos sean ahorradas; pero sí lo está volver inocua la sociedad de los demás hombres, e incluso aprovecharla para nuestros fines personales con el mejor de los éxi tos. Y como una parte extraordinariamente grande del dolor que so portamos tiene su fuente en el roce peligroso de los otros hombres, nadie merecerá con más derechos el nombre de sabio, de Sabio con mayúscula, que aquel que nos procure la medicina del triunfo so cial, el remedio para hacernos invulnerables a las asechanzas del prójimo y, mucho mejor todavía, su dueño, en la medida en que tal situación nos convenga (y siempre nos convendrá por lo menos hasta cierto punto). «Sofista» no es, en principio, una palabra que se deba entender peyorativamente. Si el sophós es el experto en alguna de las artes y las mañas con las que uno sirve a muchos y les es útil dentro de un Estado, el sophistés es el experto en el propio hombre, no ya en al go a él subordinado: es el sabio únicamente digno de llamarse a boca llena de esta manera, porque de su enseñanza bien aprove chada depende que un hombre valga realmente lo más que como tal hombre sea posible valer, según su propio criterio. Protágoras se presentaba, pues, como un profesor de humanidad o, sencillamen te, como un entendido en el arte suprema de volver mejores a los hombres, según el juicio del mismo alumno, a cada día del apren
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dizaje. Era, por esto, un maestro itinerante, que no veía problema en inmiscuirse en el ámbito de la educación rompiendo en gran medida los vínculos meramente tradicionales, con los que una ge neración se hallaba en Grecia unida a la siguiente. Y como había decidido no ocultar en modo alguno su pretensión de verdadero formador de los hombres mejores, mucho más hábil en esto que cualquier padre o cualquier viejo pedagogo, tenía a gala vivir de su salario. Despreciaba así un rasgo característico de la libertad del griego, que estaba acostumbrado a vivir de su renta: del trabajo de sus esclavos en los campos y del de sus marineros cuando se trata ba del comerciante. Eso sí, no se avenía a prefijar tarifa para su cur so. Llegaba, como un sabio trashumante, a un Estado democrático (evidentemente, en uno aristocrático o monárquico no podía ni em pezar a desplegar su actividad); era acogido, a título de hombre cul tísimo y exquisito, en una casa adinerada; se reunía en ella con lo mejor de la sociedad local, y sobre todo con los jóvenes en perio do de formación, y pronunciaba algún discurso ante este público. Esta demostración, como se la llama en los textos platónicos, era el prólogo de la apertura de un curso regular, sólo al terminar el cual los alumnos, previo juramento en algún templo, determina ban, por los resultados, lo que debía pagarse en justicia al profesor. Y con este sistema Protágoras, sin que sepamos de fracaso alguno, reunió una fortuna envidiable. Las tres tesis fundamentales para la visión que Protágoras tenía de su pensamiento son las siguientes: Sobre los dioses, no puedo saber ni que existen ni que no exis ten, ni tampoco cómo son según su figura («idean»), ya que son muchos los impedimentos para saberlo: la oscuridad y que la vida del hombre es breve [80 B 4]. En otros términos: renunciemos al conocimiento de lo absoluto, de la realidad tal como es en sí mis ma (lo que sobre todo implica algún conocimiento, positivo o ne gativo, sobre la existencia y los atributos de la divinidad, o sea, de lo dominante por encima del mundo). El asunto es demasiado os curo para que la corta vida del hombre baste a iluminarlo. Ars lon ga, vita brevis: el arte de la cosmología es demasiado larga para la escasa longitud del tiempo con el que contamos (aunque empece mos desde muy jóvenes a aprender, como por otra parte muy cohe rentemente, proponía siempre el sofista que se hiciera).
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Bien podría tratarse, en esta tesis primera, de una constatación escéptica, a la vista del curioso espectáculo de tantos sedicentes sa bios que se contradicen en todo, todos por igual llenos de razón y de razones. Pero quizá no es sólo que Protágoras haya pensado que, si los entendidos no se ponen de acuerdo, entonces es que ninguno lo es realmente (el lugar común del escepticismo de tiempos posterio res, que se conoce con el título de argumento tomado de la discordia de las opiniones), puesto que un auténtico sabio, además de poder demostrar su tesis, aceptará siempre ser enmendado porque com prenderá la mejor razón objetiva de su adversario. En realidad, qui zá por haberlo aprendido del arte de los eleatas, Protágoras, según B 6 a y B 6 b, fue el primero que sostuvo que acerca de todos los asuntos hay dos discursos que se oponen mutuamente. Parece, de hecho, que escribió un tratado que contenía argumentos que derri ban, es decir, discursos capaces de tumbar cualquier tesis que se les oponga. Porque, como completa Aristóteles en el libro segundo de la Retórica, la mostración de la posibilidad de argumentar todo lo que sea preciso tanto a favor de una posición como de la opuesta, es lo mismo que la célebre pretensión del sofista, que se decía maestro, ante todo, en hacer más fuerte el discurso que es más débil. Aristófanes, el comediógrafo que representa la voz del común del pueblo ateniense, comprendía esta arte de una manera muy dis tinta, como se ve en Las nubes. Él concluía que el sofista (y toma ba a Sócrates y sus amigos como objetivo del ataque) escondía en esos términos de apariencia inofensiva la realidad de que se esforza ba en hacer que resultara a los ojos de la mayoría justo el discurso que en sí mismo era injusto. Protágoras, por su parte, identifica ba, como se entiende con facilidad, la retórica, o sea, el aprendiza je de cómo persuadir hablando, con la esencia de la abogacía y con la de la misma política. En definitiva, el mal que curaba el sofista era la incapacidad de procurarse éxito social, que es la otra cara del hallarse a merced de lo que los demás tramen contra uno. El su puesto de su actividad es pues, precisamente, que una persona que cuenta en un Estado es una que aspira a la timé, o sea, a los hono res: a la gloria, a la fama, al liderazgo de la sociedad, a dejar su huella inolvidablemente en la historia de la comunidad. Ser un hombre de valía, un hombre excelente, un portador de areté, con siste exactamente en eso: inmunidad frente a las insidias de los
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otros y capacidad de utilizarlos, en cambio, para los propios fines, que se concentran en la obtención del poder. Y como el poder y su correlativa inmunidad dependen en el estado democrático del buen éxito en los tribunales y en las asambleas políticas, donde lo que se hace es hablar (para votar después), lo esencial es conocer cómo re forzar la propia tesis; no necesariamente desde el punto de vista de su verdad, sino, sea ésta cual sea, desde el de su atractivo para ob tener el ajeno asentimiento. En efecto, cuando una persona vota a favor de la propuesta de otra por auténtico convencimiento, queda de hecho bajo el poder de esta otra y al servicio de los fines conte nidos en la tesis votada, pero jamás tendrá conciencia de haber ce dido así ninguna parte de su libertad. Se ha sometido de hecho, pe ro de mil amores, o sea, como si ella misma fuera el autor de la iniciativa triunfante. Cualquier otro dominio de un hombre sobre otro sería siempre precario, explícitamente violento, no deseado, y estaría, pues, alimentando la rebelión. Protágoras consumaba la coherencia de su actitud apoyándola en la indistinción entre ser y parecer. Ninguna de sus afirmaciones alcanzó la fama de ésta, ya en la Antigüedad: De todas las cosas la medida («metron») es el hombre: de que son las que son y de que no son las que no son [B 1]. Es claro que esta opinión da en rostro a la de cualquier persona no avisada o no cultivada en el arte de la discusión. Si se está dilucidando ante el tribunal la responsabilidad en un asesinato, la medida no parece, en absoluto, que sean los hombres, cada uno de los hombres, que asisten a la sesión, sino la realidad pasada misma. La impresión del hombre desprevenido es la de que todos se pliegan, en cuanto les es posible, a la verdad de las cosas mismas, que están indagando juntos, con la ayuda, o el obstáculo de los abogados de las partes. Platón, en el extraordinario tratado de teoría del conocimiento que es el diálogo Teeteto, ha retrotraído la idea de Protágoras a la indistinción entre aquello que se le manifiesta a un hombre y aque llo que para él es, o sea, aquello que es. Como siempre se interpo ne entre la cosa y el hombre el conocimiento subjetivo que éste tiene de aquélla, y tratar de enmendar una opinión es cosa que se hace valiéndose de otra opinión subjetiva, estamos, en realidad, encerra dos cada .uno en el ámbito de lo que nos parece ser, que hemos de tomar como siendo realmente y sin más. Por otra parte, lo que en
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absoluto no es, no puede tampoco ser creído por nadie, porque el que cree siempre cree algo, o sea, algo que posee alguna entidad, al menos la que se necesita para que nuestra cabeza se pare ante ella y quede seducida por su apariencia. Si la mentira o el error son, co mo parece preciso al tratar de definirlos, creer algo inexistente, en tonces es que no hay ni mentira ni error: siempre se cree algo que, en ese preciso momento, es, y es tal y como es creído. Supongamos que Protágoras haya asumido con radical seriedad esta tesis, según parece haberlo hecho, si tomamos en considera ción la bella y profunda defensa de ella que Platón pone en boca de Sócrates en el diálogo mencionado. Este «relativismo» tajante, uni do a su afán por la lógica que derriba y al escepticismo respecto de lo absoluto, sin duda confiere a la labor filosófica un aspecto no vísimo, en comparación con cuantos pensadores compartían la no ción cosmológica de la filosofía. Porque Protágoras no tratará de despertar a ninguna verdad a sus alumnos, ya que todo el mundo está en la verdad, o sea, en su verdad; sino que intentará que la ver dad que como tal se manifieste al discípulo sea, además de paten te a sus ojos, conveniente para él. A fin de cuentas, claro que exis te una diferencia entre opiniones enfermizas, debilitantes, inútiles y nocivas, y opiniones que procuran éxito, dicha, fuerza, poder so bre los demás (al eliminar toda posibilidad de que nos sorprendan y perjudiquen). El hombre que desee vivir con todas las posibilida des de la vitalidad bien abiertas ante sí, sin riesgo de ser menosca bado en este tesoro por otro hombre, debe aceptar previamente las opiniones, o sea, las verdades, que le procurarán, mediante los otros hombres, la meta de su aspiración. Y ésta, como Sócrates decía, es la gloria a ojos de todos los demás: la reputación intachable, el pres tigio del hombre de valía superior: la dóxa ton p o lló n , la irradia ción sobre los demás que hace que les parezcamos maravillosa mente buenos. Protágoras, como no puede buscar la verdad, no la busca: re nuncia formalmente a ella, pero no a ser profesor de excelencia. Todo lo contrario: se dedica por entero a esta tarea precisamente en la medida en que se libera de la investigación de lo que de suyo, con independencia del hombre, sean las cosas mismas. Y no es la retórica su única arte. En el fondo, ésta tiene que basarse en otras, todas las cuales giran en tomo del conocimiento de cómo de hecho
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son los hombres en sociedad. La fórmula de Protágoras consistía realmente en entender a fondo de lo que ahora llamaríamos socio logía, además de derecho y economía. Un hombre que se afana por la excelencia entendida en términos de honores y brillo y reputa ción, o sea, un hombre cuyo temor está puesto en ser un perdedor, un don nadie, necesita que su maestro haya puesto ante la sociedad donde ambos viven un espejo claro, en el que el alumno, sin darse cuenta de que ésta es exactamente su situación, pueda ver los re sortes del poder legítimamente accesible en el Estado. Hacerse a ciencia conciencia un esclavo de cómo son los contemporáneos no habría sido plato para el gusto de los jóvenes aristócratas y ricos de los Estados democráticos de Grecia. El sofista tiene, pues, que ocul tar en gran medida las fuentes de sus saberes. Tiene que convencer a sus alumnos de que les enseña una ciencia refinadísima y para muy pocos, fuera de los alcances de la gente; porque no podrá con seguir su objetivo si revela que de lo que se trata es de servir a las masas populares sabiendo bien sus deseos. Protágoras además, como decía Platón, su admirador crítico, se ocultaba tras los velos del no ser con aún más astucia. La política no fue nunca su actividad personal, ni deseaba formar sofistas. Él educaba en una excelencia que no practicaba luego. Los beneficios maravillosos de su trabajo parecía dejarlos, modestamente, a hom bres de más valía y mejor cuna que un profesor errante y asalaria do; pero de hecho lo que el sofista prefería gozar era el fruto del di nero adquirido, y ello retirado al secreto de su vida privada. Sólo una vez aceptó una honrosa misión de político: escribir una cons titución para una nueva colonia ateniense; pero no tuvo ni siquiera entonces que ponerse personalmente al frente del gobierno. Tam poco, que sepamos, dirigió nunca desde la sombra la política de ninguno de sus antiguos discípulos. Había descubierto, sin duda, que la excelencia real de la vida humana no consiste en sacar be neficios del poder público, sino en otra cosa muy diferente. Pero es que la teoría en que se fundamentaba el arte que Protágoras profe saba permitía, sin mentira, esta fuga fuera de las responsabilidades del gobierno.
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2. L a s e g u n d a g e n e r a c ió n d e s o f is t a s : G o r g ia s , H ip ia s , P r ó d ic o
El interés teórico y la radicalidad de los sofistas de la genera ción que sucedió a la de Protágoras son mucho menores. Una des cripción sucinta que, sin entrar en detalles historiográficos, recoja la esencia de los fenómenos intelectuales, nos bastará en este caso. Gorgias de Leontinos parece haber absorbido en medida mucho mayor que el mismo Protágoras los procedimientos de refutación corrientes en los discípulos de la escuela de Elea. Se comprometía, en consecuencia, con mucha más desenvoltura que su antecesor, a desempeñar el papel de abogado infalible, fuera cual fuera la causa que se le encargara. Así, su tratado de cosmología es citado como dotado de un doble título asombroso (82 B 3): Sobre lo no ente o sobre la naturaleza. Sexto el Médico cita y comenta con fruición los métodos de acoso y derribo de razones con los que Gorgias de mostraba que no sólo no hay muchos entes, sino que ni siquiera hay uno. Demostraba luego que, aunque lo hubiera, sería inconoci ble. Terminaba complaciéndose en probar, por fin, que, aunque fue ra posible el conocimiento, sería imposible la comunicación. En segundo lugar, Gorgias, que probablemente empleaba tales escritos como presentación, como propaganda que lo precediera, para que todos supieran bien de antemano acerca de su talento co mo orador y abogado omnipotente, se hizo célebre por aceptar la defensa de la más perdida de todas las causas de que tenía conoci miento la cultura griega: la de Helena, la mujer de Menelao, por cuyo adulterio se combatió diez años ante Troya, en los que murie ron los mayores héroes que nunca ha habido, y señaladamente Aquiles del lado griego y Héctor del troyano. Lo más notable de es te discurso, conservado íntegro, es la constatación de la clara con ciencia del poder de las palabras que Gorgias muestra en él. Véan se unas líneas de B 11 (a partir del número 8): Si fue el discurso el que persuadió y engañó su alma, no es difícil defenderla y deshacer la causa de acusación como sigue. El discur so es un rey grande (dynastes megas), que con un cuerpo pequeñí simo y de ninguna apariencia cumple obras divinas: puede hacer cesar el miedo y quitar el dolor, y puede insuflar alegría e intensi ficar la compasión...
Gorgias, Hipias, Prôdico
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Hipias de Élide tomó un camino para la propaganda de sí mis mo muy diferente del de Protágoras y también claramente aparte del de Gorgias. En cierto modo, es un retrógrado respecto de am bos; pero me inclino a creer que tuvo un papel histórico altísimo, porque tomo en serio un pasaje del platónico Hipias menor, en el que cuenta Sócrates su propia experiencia de la llegada del sofista a Atenas. Y si fue tal como aquí se narra, no cabe duda de que hu bo de contribuir a despertar en Sócrates la futura realidad que lle gó a ser. En efecto, Hipias tomó la determinación de aparecer ante todos, en el más público lugar que pudiera pensarse, como un hombre que lo sabía absolutamente todo, es decir: todo lo que quisieran pre guntar los presentes y todo lo que sobre él podían de hecho con templar (no importaba aquí si Hipias, a solas, se confesaba o no a sí mismo que lo sabía todo). Para empezar, él se había fabricado cuanto llevaba encima en su presentación, tanto en el centro del es tado de Olimpia con ocasión de los solemnes juegos panhelénicos, como en el mismo lugar de la plaza pública de Atenas que años después sería el escenario de los diálogos de Sócrates. No había, pues, arte conveniente para el adorno y la vida del hombre que no dominara mejor que cualquier artesano el sofista. Pero luego venía lo mejor: nadie nunca había sido capaz de formularle una cuestión que él no hubiera sabido responder. Incluso había sido el inventor del arte mnemotécnica... Es claro que Hipias había optado por la estrategia de mostrar que sólo conseguiría ser un abogado omnipotente aquel al que nin gún conocimiento escapara ni, por lo mismo, sorprendiera desar mado ninguna pregunta. No es posible negar, en todo caso, que hubo también algunas consecuencias más fecundas para la ciencia, en el momento histó rico de la segunda generación de la sofística. Por ejemplo, Pródico de Ceos, de quien gustaba Sócrates proclamarse alumno, cultivó en Atenas el saber de las distinciones semánticas, o sea, la matización de la diferencia entre los significados de palabras que muchas ve ces se usan como sinónimos. Pródico aparece, pues, como el pri mer lexicógrafo conocido, más atento al uso real de los términos que a las etimologías. Así, no es raro que Sócrates, para quien la
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precisión de las preguntas y las respuestas era de vital importancia, ironizara acerca de lo mucho que se podía aprender en la escuela de Pródico. Sin embargo, era a ella adonde enviaba a las gentes que querían su contacto, si comprobaba que carecían de interés real por la filosofía.
3. Los
SOFISTAS ATENIENSES CONTEMPORÁNEOS DE SÓCRATES
A sabiendas de lo mucho de convencional que hay en clasificar por generaciones claramente distinguibles a los sofistas del siglo V, es sin embargo muy útil, además de no ser un evidente error de his toriografía. Pues bien, una parte de la sofística degenera, a partir de gentes como Gorgias e Hipias, en lo que conocían los antiguos como me ra erística, o sea, el arte de la disputa por la disputa misma, el arte de cazar al otro en las palabras y desconcertarlo con ellas, ya in cluso sin verdadero deseo de persuadirlo. El ejemplo más célebre de los procedimientos de estos boxeado res de salón lo ofrecen los hermanos Eutidemo y Dionisodoro, en el diálogo platónico que lleva por título el nombre del primero. Vemos allí cómo todas las mañas de la defensa personal, desde la esgrima a la lucha libre, pasando por el presunto dominio de la estrategia, se suman, en la vana enseñanza de estos sofistas, al pugilato de las pa labras. La parte principal de la conversación de Sócrates con, ellos es una exhibición de argumentos lógicamente no válidos, en los que se cometen casi todas las falacias que ya Aristóteles, en memoria de gentes como éstas, llamaba simplemente sofismas. Con estas pala brerías, el objetivo evidente de Eutidemo y Dionisodoro es seducir a algún joven del auditorio (están en los vestuarios de un gimnasio pú blico) para que se vuelva su alumno y los enriquezca. Sócrates pro cura defender de cualquier hechizo a sus amigos, pero la verdad es que éstos, aun sin las intervenciones de Sócrates, hasta tal punto en cuentran viciosos los razonamientos, que en vez de sentirse atraídos por aquellos profesores están cerca de llegar a las manos para echar los del lugar y callarlos, sin mayor miedo a sus alardes de conoce dores de toda clase de defensa personal. El problema, sin embargo, es que estos jóvenes que se indignan tanto no saben cómo es la téc
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nica de deshacer las locuras de los sofistas, o sea, ignoran la lógica, el arte de la dialéctica; y de esta ignorancia se sigue el evidente pe ligro, contra el que Sócrates advierte en Fedón, de volverse odiador de los discursos, misólogo. De aquí que, a pesar de la desconcertan te impresión que así tenía que causar, Sócrates muestre una pacien cia infinita para desenredar las ingenuas trampas de los sofismas. Y aún más extraordinario es que, entre ellas, se desliza también alguna de las mayores dificultades lógicas reales con las que se puede en contrar un filósofo. Naturalmente, para los amigos de la erística to dos los argumentos útiles a la hora de derribar al adversario poseen el mismo valor: allá van confundidas perlas y bobadas. Un ejemplo sobresaliente de estas últimas, a lo largo de la pá gina 298: si alguien es padre, no puede diferir de padre, o no sería padre en absoluto. Luego si Queredemo es padre, Sofronisco (el padre de Sócrates) no puede serlo, supuesto que Sofronisco difie re de Queredemo. He aquí a Sócrates sin padre, o bien con Queredemo por padre. A lo que Ctesipo, uno de los jóvenes amigos de Sócrates, en seguida responde con un argumento acerca de cierta perra que es madre pero difiere de la madre de los sofistas... Un ejemplo de muy distinto género, que abre la demostración de los sofistas en el final de la página 275: ¿Quiénes son los hom bres que aprenden: los que saben o los que ignoran? No aprenden los que saben, pero tampoco aprenden los ignorantes; y ocurre también que los que aprenden son los que saben, pero también son los que .ignoran. Detrás de esta presa de la lucha de palabras se oculta un problema que resultó decisivo para el socratismo: lo que se busca no se tiene aún, pero tampoco es verdad que se ignore del todo, pues si así fuera, sería imposible reconocerlo al encontrarlo. ¿Cuál es, entonces, la verdadera situación del hombre ante los ob jetos que aún no conoce? En definitiva, cuando se reúne la paradoja de Protágoras (la im posibilidad de juzgar lo falso, lo que no es) con las habilidades refutativas de Gorgias, e incluso se reparte entre dos personajes los papeles, los cuernos del dilema, se logra, como en este caso chus co de Eutidemo, un máximo de agresividad en la disputa. Y todo el debate pretendidamente filosófico, alejado ahora de cualquier as piración ontológica o cosmológica, entra en el ambiente de las car cajadas, los insultos y las amenazas.
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Pero hubo también un tipo muy diferente de secuaz de los pri meros sofistas, que presenta rasgos hasta ahora inéditos. Y es que ciertos ciudadanos de Atenas, que no marcharon a vagabundear ga nándose la vida con sus clases de retórica y política, aplicaron, pro fundizaron y hasta vivieron personalmente las doctrinas derivadas de la posición de Protágoras. Hubo quien las hizo suyas hasta el punto de colaborar en la tiranía de los Treinta y matar y morir por el poder, como fue el caso del tío de Platón, Critias. Es, pues, en buena medida impropio clasificar como sofistas a Trasímaco, Antifonte, Critias y Calicles (sobre el que ignoramos si existió fuera del cuadro del diálogo platónico Gorgias, ya que no hay evidencia externa a este texto que confirme que de verdad vi vió). Son, más bien, políticos y pensadores que asimilan con origi nalidad y radicalidad algunas de las consecuencias mayores de las doctrinas de Protágoras, aunque sea haciéndolas sufrir una transfor mación notable. Para captar la originalidad de estos atenienses, se hace preciso investigar más a fondo un lado de Protágoras ilustrado por el fa moso relato pseudomítico que Platón puso en sus labios en el diá logo que lleva su nombre. Protágoras es perfectamente consciente de estar transformando para sus fines propios un auténtico mito an tiguo, lo que, por cierto, supone un grado avanzadísimo en la críti ca de la religión tradicional. Ninguno de los presentes en la casa de Calías, el rico huésped de sofistas que alberga a la vez a Protágo ras, a Gorgias, a Hipias y a Pródico, se escandaliza lo más mínimo por las libertades que se toman con el mito. La esencia del relato es la siguiente: Cuando llega el momento en que deben ya nacer seres morta les, los dioses, tras modelarlos en el seno de la tierra a base de los elementos, ordenan a los hermanos Prometeo («el que se lo piensa antes») y Epimeteo («el que se lo piensa después») que repartan a cada uno, según el bello orden que debe presidir el mundo, las po tencias que les convengan. Epimeteo pide a su hermano que lo de je proceder a esta distribución y se limite a supervisarla cuando es té acabada. Obtiene el permiso y se dedica a equilibrar potencias en unos y otros géneros de vivientes, con el objetivo de que todos juntos puedan sobrevivir en difícil armonía. Pero pone tanto celo
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con los seres que no poseen la palabra, que constata horrorizado que no le quedan más poderes con que investir al género humano. La inspección de Prometeo se concentró, pues, en hallar reme dio para que también el hombre, este ser absolutamente desprote gido, pudiera sobrevivir al nacer en medio de una naturaleza tan poblada y agresiva. Y como no quedaba nada que darle al hombre en los depósitos confiados por los dioses a Epimeteo, sólo se podía recurrir a robar algo a los dioses mismos: algo que ellos habían pensado reservarse para sí. Lo que se le ocurrió robar al titán, tío de Zeus, fue la pericia téc nica (<éntechnon sophían) del taller de Hefesto y de Atenea, pero junto con el fuego, que es el medio por el que aquella pericia puede desenvolver su obra. El hombre fue así perito en lo más básico de la vida (ten perí ton bíon sophían); pero las técnicas del fuego no im plicaban la pericia política, o sea, el arte de la convivencia entre los grupos familiares. Era ésta una sabiduría que no guardaban los hi jos, sino el propio padre Zeus. De todas formas, ya era mucho que ahora, gracias al robo de Prometeo, participara literalmente el hombre en algo perteneciente en principio al lote de los dioses (theías moiras). Se había conver tido, de modo desnudo e inviable que era por naturaleza, en un ser congénere de lo divino (día ten toû theoü syngeneian [obsérvese la, por decirlo así, transformación ilustrada del mito órfico]). Por es to su primera característica diferencial fue, justamente, creer en los dioses y rendirles culto. La segunda adquisición, después de la re ligión, fue el lenguaje articulado. Una vez que tuvo religión -sin la cual, y bien tradicionalmente entendida, ya se ve que nada es posi ble para las intenciones conservadoras del revolucionario maestro que era Protágoras, si bien la misma religión procede de la habili dad fabril y el fuego- y lenguaje, con el fuego y la pericia técnica consiguió el hombre habitación, vestido, calzado, lecho y artes de la alimentación. Pero no bastó con todo esto, porque, al no existir el Estado, en realidad el hombre no podía sobrevivir: estaba a merced de los ata ques de las fieras. Se daba cuenta de que necesitaba organizarse en grandes grupos defensivos, pero no lo lograba, porque un ser que sólo poseía el tesoro que ya tenía conquistado hasta entonces el hombre, seguía en realidad siendo una especie más de fiera para
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los demás hombres. Se reunía con ellos, pero inmediatamente se cometían injusticias mutuas y la sociedad se disolvía. Esta vez, con Prometeo encadenado en castigo por su crimen, tu vo que ser el mismo Zeus el que temiera por la extinción del único viviente que lo reconocía y le daba culto. Decidió, pues, enviar a su mensajero e intermediario, Hermes, para que aportara a los pobres hombres los dos elementos supremamente divinos sin los cuales no hay Estado (el cual, como se ve, nace de una participación aún más intensa del hombre en lo propio de los dioses, que sólo puede venir le por gracia -o interés egoísta- de éstos). Estos dos dones de Zeus a través de Hermes son el respeto sagrado (
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to religioso (en el fondo, no hay más religión que este vínculo social necesario). Hacer de la convención cultural que es la constitución democrática del Estado fundamento indiscutible de todo, incluida, desde luego, la filosofía, no es, pues, como se ve a las claras, una in vención de Rorty, el pensador norteamericano contemporáneo nues tro; de la misma manera que la noción del hombre fiera para el hombre y la necesidad imperiosa del pacto social no son tampoco descubrimientos de Hobbes. Protágoras es, pues, un conservador de lo que queda después de la revolución ilustrada a cuya cabeza él mismo está. Tras la desacralización radical, el resto es el valor absoluto del Estado demo crático (si es que no de cualquier Estado, puesto que legalidad y respeto por la ley, aun repartidos entre todos los súbditos, son en principio compatibles con una monarquía, siempre y cuando los fundamentos religiosos hayan sido reemplazados en el sentido que introduce el sofista). Trasímaco decidió no guardar el difícil equilibrio de Protágoras entre la convención y la necesidad. Platón le dedicó lo que fue des pués el libro primero de La república, en cuya página 338 c se en cuentra su definición de lo justo: sencillamente, lo que conviene al poderoso (to toú kreíttonos xumpheron), la conveniencia del que puede más, que en seguida es interpretada como la conveniencia del gobierno constituido. Se trata, por así decir, de extremar la consecuencia de los princi pios políticos de Protágoras, aunque al hacerlo el juego realmente se rompa. La ley es establecida, esto es indiscutible, por quien o quie nes gobiernan. Este o estos, por el hecho mismo de su capacidad de legislar y coaccionar luego a cumplir la ley, muestra o muestran su superior poder. Dado el egoísmo natural del hombre, del que en de finitiva partía también Protágoras, no cabe pensar otra cosa sino que el gobierno, aunque emplee palabras que encubran la realidad pre cisamente para facilitar la obediencia, legisla lo que conviene a quienes participan de él. El truco está en elevar al rango de virtud, e incluso de virtud suprema, la justicia, es decir, servir al poder fáctico. No se le dice al «justo» según la ley del Estado que es un es clavo de los fines de otros, sino que se le alaba interesada y astuta mente, para que él sirva aún mucho mejor.
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Esta clase de justicia es, en realidad, bien ajeno y daño propio [343 c]; es justicia por «convención» (nomoi) pero no por naturale za (physe/), podemos traducir la tesis. La justicia natural sólo pue de ser bien propio y daño ajeno, o sea, es lo que en el Estado se de nomina, con deliberada hipocresía, injusticia. Este injusto según la ley convencional es el naturalmente justo y bueno, además de ser también mucho más sabio que el estúpido que cree hacerse bueno dañándose a sí mismo en provecho de otros. Trasímaco aborda sin rebozo el punto candente que está en dis cusión [344 c]: la condena de la injusticia -según el Estado- se ha ce no por miedo a cometerla, sino por miedo a sufrirla. He aquí el miedo básico, desde el cual he interpretado las intenciones del con cepto sofístico de la filosofía. Lo que el hombre debe a toda costa es rehuir ser objeto de la injusticia según la ley; pero entonces lo que persigue, cuando es lúcido y dispone de auténtica fuerza, será sin duda cometer esa injusticia que tanto teme. Por naturaleza, el hombre anhela tratar injustamente al otro hombre. El precepto de la ley natural no es sino: haz al otro lo que no quieres que a ti te ha gan. Su instrumento no es, desde luego, la fuerza bruta, sino la ins titución de la ley positiva. La consecuencia de la ley natural es la ley convencional. De donde Antifonte saca una consecuencia inmediata: debemos cumplir a rajatabla las leyes del Estado siempre que nos encontre mos en el ámbito iluminado por lo público; pero cuando nos retira mos a la oscuridad de lo estrictamente privado, nuestro deber con siste en prescindir inmediatamente de las leyes públicas. Seríamos inconcebiblemente estúpidos si nos dejáramos castigar por la ley, pero el mismo grado de asombrosa necedad tendríamos si, allí don de la ley no alcanza, permaneciéramos bajo ella. Esto equivaldría a renunciar al desarrollo de lo que de verdad exige nuestra naturale za. No es perversidad, sino la lógica de las cosas mismas. Todo el problema moral se reduce a lo que debe hacer un hombre que po see el anillo de Giges, o sea, la joya que lo vuelve invisible (según el famoso ejemplo que los hermanos de Platón proponen a Sócra tes en el libro segundo de La república). Conviene citar con cierta extensión los textos que agrupa DK bajo la rúbrica 87 B 44, procedentes de papiros de Oxirrinco, por
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que se vea la concision tajante de los conceptos con los que supo expresarse Antifonte: La justicia consiste en no trasgredir las leyes del Estado del que se es ciudadano. Un hombre, pues, utilizará la justicia del modo más provechoso para sí mismo si, cuando está con testigos, cumple las grandes leyes, pero cuando se queda sin testigos y a solas cumple las de la naturaleza. En efecto, las de las leyes son imposiciones, pero las de la naturaleza son necesarias; las de las leyes han sido acordadas: no han nacido ellas; mientras que las de la naturaleza han nacido por sí y no han sido acordadas. Por tanto, el trasgresor de las leyes, si lo hace a escondidas de los que las acordaron, está libre de vergüenza y de castigo; pero no si no lo hace a escondidas. En cambio, si alguien violenta, contra lo que es posible, lo conna tural a la naturaleza, aunque sea a escondidas de todos los hom bres, no será menor su mal, ni tampoco sería mayor aunque todos lo vieran; pues se perjudica no según la opinión sino según la ver dad. La investigación de todo esto se hace a causa de que la mayor parte de lo justo según la ley está en guerra (polemíos) con la na turaleza. En lo que hace a los ojos, está legislado lo que deben ver y lo que no; y en lo que hace a los oídos, (...) y en lo que hace a la lengua, (...), y en lo que hace a las manos, (...), y en lo que hace a los pies, (...); y en lo que hace a la inteligencia, está legislado lo que debe desear y lo que no. Pues bien, las cosas de las que las le yes apartan a los hombres no son por naturaleza ni más afines ni más propias que aquellas hacia las que los estimulan. En cambio, vivir y morir sí son cosa de naturaleza. Los hombres tienen el vivir de lo que les conviene y el morir, de lo que no les conviene. Pero lo que conviene impuesto por las leyes es una cadena de la naturale za, mientras que lo impuesto por la naturaleza es libre. Según el discurso correcto, lo que duele, pues, no aprovecha a la naturaleza más que lo que da placer. (...) Lo justo según la ley (...) permite, en primer lugar, que sufra el que sufre y que actúe el que actúa. (...) En esto somos unos bárbaros unos con otros, porque por natu raleza todos hemos nacido iguales en todo, tanto los bárbaros como los griegos. Cabe ver que lo que es necesario por naturaleza lo es para todos los hombres (...). Hay un momento en que Antifonte llega a plantear, llevado por la lógica, la aporía consistente en que no puede ser justo prestar testimonio verdadero en un juicio y no sufrir injusticia, porque el testigo veraz se acarrea el odio y el afán de venganza de aquel con-
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tra el que testifica y, por tanto, a la larga se perjudica a sí mismo. Lo cual, por hipótesis, es injusto según la naturaleza. Un análisis de esta índole sirve, desde luego, para profundizar en el punto capital: la injusticia natural de la justicia legal, la cual, como acabamos de leer, no protege realmente a la víctima ni detie ne la mano del ofensor y, en última instancia, de acuerdo con Trasímaco, se basa en el establecimiento de privilegios entre los hom bres que no han sido producidos por la naturaleza sino por la fuerza (aunque aquí puede que Trasímaco haya avanzado más en la direc ción de las diferencias naturales, que conduce a la tesis extrema de Calicles en Gorgias). Lo que no encontramos en Antifonte, y supone, pues, un lado excesivamente ingenuo en su argumento, es justificación alguna del derecho vigente que lo vincule a la naturaleza por indirectamente que sea. Habría, al menos, que haber hecho algún elogio de las ven tajas de vivir en una sociedad organizada estatalmente; o, de lo con trario, sería necesaria la propaganda radical del anarquismo, que es también un lugar al que no llegan los fragmentos que conservamos. El momento en el que el pensamiento de Critias, el aristócrata que colaboró con la tiranía prolacedemonia hasta la muerte, alcan za su cima es, sin duda, el bellísimo y radical fragmento de su dra ma satírico Sísifo que paso a traducir parcialmente [88 B 25]: Hubo un tiempo en el que la vida de los hombres carecía de orden (<átaktos) y era vida de fieras, sierva de la fuerza. No había entonces premio alguno para los buenos ni castigo para los malos. Luego me parece que los hombres establecieron leyes penales, de modo que la justicia fuera tirano igualmente de todos y a la trasgresión hiciera su esclava: pues si uno erraba era castigado. Pero luego, ya que las leyes les impedían con violencia que hicieran actos manifiestos, aunque a ocultas los seguían haciendo, me parece que, por primera vez, un varón astuto y experto en saber saberes el miedo de los dioses inventó para los mortales, para que los malos temieran aunque a escondidas actuaran o hablaran o pensaran. A partir de entonces introdujo, pues, lo divino:
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que hay un demon que florece con inmortal vida, que con la inteligencia oye y ve, que piensa en demasía y mantiene las cosas y mueve la divina naturaleza, que oirá todo lo que se dice entre los mortales y cuanto se hace podrá ver. Si silenciosamente planeas un mal, no se le ocultará a los dioses, pues demasiado piensan. Y diciendo estos discursos la más dulce de las enseñanzas introdujo ocultando la verdad con un discurso falso. Decía que viven los dioses allí donde su discurso más habría de aterrorizar a los hombres; allí de donde comprendió que son los miedos para los mortales y las cargas para su miserable vida: en la órbita más alta, para que los relámpagos viera surgir y el terrible retumbar del trueno y la figura del cielo estrellado (...). De tales miedos rodeó a los hombres, gracias a los cuales, y con el discurso, estableció (katóikiseri) bien al demon, en la región conveniente, y extinguió la falta de ley con las leyes. Critias, pues, analizó el problema de la honda interiorización que los hombres hacen ya siempre, o casi siempre, de lo virtuoso de la justicia según la ley positiva. ¿Cómo es posible que se desconoz ca tan generalmente la voz de la ley de la naturaleza, si de verdad sus preceptos son necesidades y beneficios, mientras se da tanta au diencia a las imposiciones ni naturales, ni necesarias, ni muchas ve ces convenientes, contenidas en los preceptos de la ley positiva? ¿Por qué el hombre incluso cuando está a solas y en privado sigue mostrando el terror reverencial a la ley del Estado, del que decía Protágoras que era condición indispensable para poder vivir como ciudadano? Critias ha respondido de un golpe a todas estas cuestiones y, de paso, ha llevado lo más lejos posible los límites de la crítica socio lógica de la religión como ideología del poder. El supremo recurso de los partidarios de la ley ha sido la invención genial de un dios, inspirador del miedo más poderoso, que rige la naturaleza entera y, como parte de ella que es, también el corazón y el secreto de los hombres. Dios es el recurso perfecto para la apropiación de la jus ticia convencional como si fuera la natural. Dios no existe más que
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como fruto de esta astucia extraordinaria del político más hábil que ha vivido nunca; pero, desde luego, era preciso inventarlo si se que ría acabar con la anomia mediante la ley que instaura el orden so cial. La goethiana preferencia del orden antes que la justicia no es más que un comentario al texto de este viejo pensador, para quien nada había tan dulce como la estabilidad social, vista con la pers pectiva del que está en el misterio de su éxito casi inconmovible. Para esta obra de infinito provecho es para la que mejor se emplean los poderes colosales del discurso, el principal de los cuales, sin du da, es conseguir el milagro de velar la verdad con la palabra menti rosa. El hombre, como en la actualidad ha repetido Michel Henry, posee sobre todo la creatividad del encubrimiento, del que sí puede decir que es puro efecto de su instrumento peculiar: la palabra. Todavía más allá que Critias fue Calicles, el inolvidable carác ter pintado por Platón para discutir con Sócrates sobre las formas extremas de la vida, las únicas que realmente pueden tener sentido, pero que son del todo incompatibles. Calicles sostiene hasta la úl tima consecuencia que la vida excelente es aquella que logra poner al servicio de sus fines todas las vidas ajenas que le están suficien temente próximas como para contribuir o entorpecer la expansión de uno mismo. La existencia del tirano considerado líder auténti camente popular, amado por todos y servido por todos, es la que, si fuera posible, querríamos llevar siempre los hombres; pero no nos atrevemos a confesar sin rebozo que despreciamos las leyes públi cas y las llamadas leyes morales. Decimos respetarlas, pero sólo actuamos acatándolas porque no tenemos la fuerza que es precisa para saltar impunemente por encima de todas ellas. Y cuando no se tiene impulso bastante para este salto, sería absurdo darlo con te meridad, para caer en la venganza del adversario. Lo realmente vergonzoso no es, de ninguna manera, la injusti cia respecto de las leyes que practica el fuerte, sino sufrir injusticia debido a la propia debilidad, conjugada con el poder superior de quien nos inflige la injusticia. Calicles, pues, acepta con entusias mo la distinción, ya tradicional entre los discípulos de los sofistas, que separa lo natural de lo convencional, y ejemplifica esto segun do, como por antonomasia, en la ley estatal y en su apropiación o asimilación íntima por el individuo, la ley moral.
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Pero la explicación de la existencia de las leyes debe encontrar se prolongando con audacia las ideas de Trasímaco: ya que es dig no de un esclavo, no de un hombre, ser perjudicado por otro, tanto si es según las leyes como si es al margen de ellas, pero en todo ca so las instituciones impiden la libre venganza, sin duda es que su origen está en la intrínseca debilidad de los muchos. Como temen tanto sufrir lo que merecen a manos de los fuertes, se reúnen en formidable rebaño contra los elegidos solitarios, y tratan con todas las mañas posibles de inmunizarse contra su ataque (éste sí autén ticamente legítimo por naturaleza). Hay, pues, dos clases de hombres. En una, la de los débiles, se cuentan muchísimos; en otra, la de los fuertes, muy pocos. Ya por condición natural, los fuertes ostentan el derecho de someter a los débiles y aprovecharlos en su beneficio. La única fuente real del derecho es la fuerza, y el origen de ésta es la superior vitalidad de ciertos hombres. Es la vida misma la que se afirma con todo su vi gor en los elegidos, en los naturalmente buenos, y es la vida la que se encuentra en estado disminuido en los demás. Un hombre exce lente es aquel que dice sí completamente a la vida que corre por sus venas (la inspiración de la filosofía de Nietzsche en Calicles es evidente): es el que hace crecer sus deseos cuanto es posible y con sigue, con las auténticas valentía y prudencia, proporcionarles toda la satisfacción anhelada. Sólo un hombre así es de verdad libre y en ningún sentido esclavo. En vez de fijar su existencia en el miedo a la fuerza de otros, como es consciente de su superioridad se hace temer valerosa y juiciosamente. En contrapartida, los muchos y débiles, cobardes uno a uno y po co inteligentes, conciben, como supremo recurso, la unión y, sobre todo, el establecimiento de leyes educativas que procuren desde el principio quitar de la cabeza a los hombres superiores que han naci do superiores. Es preciso tergiversar desde la infancia la conciencia del hombre de vitalidad poderosa, hacer que se interprete a sí mismo muy distinto de como realmente es. Luego será más fácil que conti núe ya siempre interiorizando lo legítimo que a él le es nocivo por que conviene, precisamente, a todos los demás. Tiene que ser for mado en el aborrecimiento de cuanto lo hace por naturaleza más libre y portador de más derechos. El león debe creerse uno más en tre los corderos, si éstos han de salvarse de sus garras.
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4 . A p é n d ic e
Las doctrinas de Pródico de Ceos y Demócrito deAbdera sobre el origen de la religión Antes de concluir el panorama esencial sobre la llamada ilus tración sofística, es conveniente completarlo con la consideración de los dos antecedentes de la teoría de Critias sobre el origen de la religión que mejor conocemos. Este aspecto de la filosofía del si glo V es útil también para aproximar a Demócrito a otros ambien tes intelectuales que lo desliguen con justicia de un exceso de cer canía respecto de los cosmólogos que se adherían al primero de los conceptos de la filosofía. En el tiempo (y en la moderación crítica) se adelantó Pródico. Los testimonios antiguos sobre su enseñanza en lo que denomina ríamos hoy filosofía de la religión se recogen en DK 84 B 5, a pesar de que no hay certeza sobre qué palabras puedan ser cita literal. Al principio los hombres creyeron que eran dioses y honraron como a tales lo que los alimenta y aprovecha; y luego deificaron también (se entiende que inconscientemente) a los inventores de alimentos, cobijos y las demás artes. Es difícil no recordar, para lo primero, la espiga de la visión de Eleusis. Para el segundo género de dioses, el mismo texto propone dos ejemplos: Deméter y Dióniso, que res pectivamente inventaron el pan y el vino. Mas para el grupo prime ro Sexto el Médico parece haber conservado muchos más casos: el sol, la luna, los ríos (menciona el culto egipcio al Nilo como prueba palmaria), las fuentes, los lagos, los prados, los frutos; sólo que es te testimonio no concuerda con el anterior (debido a Filodemo), porque incluye a Deméter como el pan y a Dióniso como el vino, a Poseidón como el agua, a Hefesto como el fuego. Y Sexto continúa diciendo, con plena consecuencia, que en realidad Pródico fue uno de los escasos ateos del mundo antiguo y, en el fondo, un despreciador del talento humano y alguien que se contradice, puesto que es absurdo que nadie considere su dios a algo que come y digiere y, en todo caso, también los animales que trabajan para nosotros y los objetos domésticos que hacen nuestra vida más fácil deberían haber sido divinizados. Pero es muy extraño que Sexto olvide repentina mente los dioses egipcios de figura animal y las extrañas divinida des cotidianas de Hesíodo.
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Es una pena que no haya llegado hasta nosotros la base textual de otro testimonio, conforme al cual Pródico situó en los bienes de la agricultura el nacimiento de la piedad y la creencia en los dioses. Si admitimos que fiiera así, obtendríamos una estupenda vincula ción entre Protágoras y Pródico y, en última instancia, haríamos compatibles unos y otros relatos. Sólo el hombre que se beneficia de los frutos de su arte, pero de un arte tal que consiste en el mis terio de dar la vida a través de la muerte, es capaz de creer en la di vinidad; y una vez que se abre a su idea, puede ver con ojos nuevos también todo aquello que alimenta y corrobora su vitalidad extra muros de la agricultura estrictamente tal: los elementos de la natu raleza toda (según un testimonio de Epifanio no recogido en DK, cuya traducción puede consultarse en la edición española de Mele ro, p. 262). En cuanto a Demócrito, hay únicamente cinco textos del grupo B, o sea, que contienen presuntas citas, de entre la veintena de pasa jes doxográficos referentes a su filosofía de la religión. De las cin co citas, varias son sumamente inocuas: B 175 afirma que los dioses dan a los hombres todos los bienes, tanto antiguamente como aho ra; pero cuanto es malo, nocivo e inútil ni antiguamente ni ahora lo regalan los dioses a los hombres, sino que éstos se lo procuran a ellos mismos por la ceguera de su inteligencia y su estupidez. En perfecto acuerdo con uno de los cánones básicos del discurso teo lógico según Platón, hay, pues, que achacar a los dioses como a sus causas todos los bienes, pero ninguno de los males. Son los hom bres mismos, principalmente mediante la ignorancia, los que los introducen. En B 234 se insiste sobre una consecuencia de este principio: es absurdo pedir a los dioses la salud, cuando la falta de ella se debe a la akrasíe, o sea, a que el hombre no ha sabido a tiempo domi narse a sí mismo sino que se ha puesto en manos de sus deseos (epithymiesin). Ya se ve que el racionalismo de Demócrito es siem pre muy radical. En una línea que he saltado al parafrasear la cita, afirma explícitamente que los hombres no saben que tienen en ellos mismos el poder de la salud; no tanto, claro está, el de recuperarla cuanta el de no perderla. Se dañan por no dominar con la inteli gencia el deseo, y luego, en vez de ejercitar un poco esta inteligen-
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Los sistemas pluralistas y la sofistica
cia de la que andan tan faltos, recurren a los dioses. Pero si la causa del mal no está en ellos, tampoco puede ya estarlo la causa del bien en este respecto. B 217 distancia a Demócrito de sus contemporáneos atenienses como Antifonte o Trasímaco: Los únicos queridos por los dioses son los enemigos de hacer injusticia («adikeein»). Mucha más enjundia tiene B 30: De los hombres que discurren, son pocos los que tienden las manos a lo que ahora llamamos aire los griegos y dicen: Todo lo dice Zeus y todo lo sabe, lo da y lo qui ta, y es el rey de todas las cosas. Los griegos han avanzado mucho en el conocimiento de la naturaleza, y llaman aire, como Anaxímenes, al divino envolvente del mundo, por ejemplo, y no Zeus, y tam poco atribuyen al aire-principio propiedades personales y absurdas, como, sobre todo, ser la causa de todos los bienes y, al mismo tiem po, de todos los males. Pero esto que ya han reconocido los griegos también es patrimonio de los hombres dotados de discurso en cual quier parte y época del mundo. No hablarán, quizá, del aire; pero despersonalizarán lo divino, por lo menos hasta el punto de quitar le la arbitrariedad de unos dones y unos perjuicios irracionales. En cambio, en Grecia y en cualquier otro sitio, la ignorancia respecto de los acontecimientos naturales (y sobre todo los celestes) lleva a los hombres a pensar en un caprichoso dios que es su causa. El recurso a los pasajes del grupo A corrobora y amplía esta exégesis. Sexto y Cicerón, sobre fuentes frecuentemente epicúreas, son bastante elocuentes. Nada más natural que el interés de los epicú reos, puesto que en este asunto dependen mucho, como en tantos otros, de las concepciones del atomismo antiguo. Por ejemplo, A 75 clasifica a Demócrito entre los que hacen sur gir la religión de los parádoxa, o sea, de los fenómenos inopinados que ocurren en el mundo. Explícitamente menciona que Demócrito enumeraba los truenos, los relámpagos, los rayos, las conjunciones de los astros, los eclipses de sol y luna. El efecto de estos prodigios fue el miedo («edeimatoûnto»); y del miedo se pasó a suponer cau sas divinas a lo que lo inspiraba. Como repetirá Hume dos mil años después, lo natural no es la religión, sino el miedo y la estupidez. Finalmente hay que considerar el complejo fragmento B 166, donde, según Sexto, Demócrito afirmaba que ciertas imagencitas (ieídola, ídolos) se acercan a los hombres, y como -añade Sexto de
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propia cosecha- algunas de estas imagencitas hacen bien y otras hacen mal, los hombres terminan por suplicar toparse con imagencitas de buen augurio. Pasa Sexto a describirlas, sin que tengamos idea clara de la posible fidelidad al original, como «grandes, so berbias de tamaño, difíciles de corromperse, aunque no incorrupti bles», y anuncian el futuro a los que las ven y oyen sus voces. Este extraño testimonio ha dado lugar, evidentemente, a discutir sobre si Demócrito, como aquí parece, consideraba a los dioses me ras imágenes (fundamentalmente oníricas y alucinatorias, como las que se veían frecuentemente en la incubatio, o sea, al dormir en el recinto del templo a la espera de la divina inspiración). Hay quienes piensan que las imagencitas son efluvios, emanaciones que brotan del cuerpo de los dioses, como dijeron luego los epicúreos. Existi rían, pues, dioses, tan materiales y poco eternos como el resto de los cuerpos conglomerados por el azaroso y al mismo tiempo nece sario choque en torbellino de los átomos; y, de la misma manera que sucede con los restantes cuerpos, emitirían también ellos imá genes de sí, susceptibles de ser recibidas en los orificios de la sen sibilidad de otros seres. Las imágenes de los dioses llenarían, pues, el mundo, como sostiene Cicerón en A 74, y es así lógico que, al cerrarse en el sueño la entrada a otras imagencillas menos sutiles, sean ellas las percibidas (siempre si recurrimos a factores que es se guro que formaban parte de la cercana sistemáticamente filosofía epicúrea de la religión). Es difícil inclinarse por ninguna de las dos posibilidades, aun que parezca más probable la segunda. Lo que es, sin embargo, re lativamente claro es que de nuevo el miedo a los terrores (en este caso, a algo próximo a los fantasmas de los sueños) inspira la sú plica religiosa, unido, desde luego, a la ignorancia de la cosmolo gía atomista.
III SÓCRATES El tercer concepto de la filosofía
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1. El carácter peculiar del problema de la plenitud de la existencia El filósofo Sócrates no escribió nada; en cambio sobre él, y en especial presentándolo como personaje de comedias y diálogos, existió una abundante literatura, de la que aún poseemos restos im portantes. Interpreto a Sócrates tal y como aparece en el papel prin cipal de ciertos textos platónicos (de entre los que tomo como prime ra referencia Apología de Sócrates, Critón, Eutifrón, Hipias menor, Ion, Lisis, Laques, Hipias mayor, Protágoras, Eutidemo, Repúbli ca /, Gorgias y Cármides). Sería largo y vano, para nuestros propó sitos, entrar en la justificación de esta elección. Sócrates, en estas obras literarias que nos llegan con el aval sor prendente de que fueron hechos realmente históricos la acción en Atenas, el juicio y la condena a muerte de su protagonista, define un nuevo concepto de la filosofía (y al mismo tiempo refunde la propia palabra «filosofía») y a la vez lo encama, pero no pretende ser su iniciador absoluto. Lo que en él sucede es que, según unas célebres palabras de Fedón [99c-d], la segunda navegación de la filosofía se hace del todo consciente de sí misma. La primera, la de Anaximandro, fue puro optimismo, pura confianza en las propias posibilidades; la segunda, que sólo es posible tras el fracaso de la primera, procede de la desilusión de las esperanzas originales. Sócrates (no volveré a advertir que abrevio así la expresión ade cuada, que sería: «Sócrates, el personaje de Platón en los diálogos que he mencionado antes») da por entendido que hay una cuestión que importa, que concierne por igual, siempre y apasionadamente a todos los hombres: la de la plenitud de su existencia. Las dos pa labras griegas que traduzco de este modo son, respectivamente, eudaimonía y arete. La primera se ha vertido al latín por felicitas, fe-
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licidad, o beatitudo, bienaventuranza; la segunda, por virtus, virtud o fuerza. En realidad, en la primera de ellas resuena en griego, tras el adverbio eu, bien, daimon o demonio, o sea dios, personaje divi no, genio protector. El viejo término griego no apunta, pues, a lo mismo que nuestra «felicidad», sino que más bien significa la vi da de bienaventuranza que está acogida a la protección benéfica de lo divino; de aquí que prefiera yo hablar, en principio, de plenitud de la existencia humana, sin mayores especificaciones, sin otros matices, para traducir esta expresión. Y en cuanto a la segunda, su versión precisa al español sería «excelencia», etimológicamente: aquello que, poseído por algo o alguien, de suyo place a todos los que lo notan. Excelencia, mejor que virtud, porque en griego se ha bla por igual de la excelencia (de la plenitud) de los campos, de los animales o de los hombres. Pues bien, el supuesto elemental de la actividad filosófica de Sócrates es que la cuestión de la excelencia, de la plenitud de nues tra existencia, jamás nos deja indiferentes. No sólo esto, sino que además es siempre para nosotros precisamente una cuestión, una cuestión pendiente. No hay hombre, ni viejo ni joven, ni libre ni es clavo, ni varón ni mujer, que tenga plenamente resuelta ya la cues tión de la plenitud de su existencia. Todo el mundo entenderá la pre gunta por esta meta de la propia vida, y todo el mundo se sentirá inmediatamente concernido por esta pregunta, en la medida, por lo pronto, en que habrá de reconocer que no se encuentra aún, nunca, en ese estado de perfección. Es posible que alguien alguna vez se crea en un instante de au téntica plenitud; pero el problema es que esta espléndida situación se mostrará precaria, fugaz; y una plenitud que se puede perder no es aún verdadera plenitud. Digamos, con lenguaje platónico, sobre todo tomado de Ban quete, que el hombre es siempre un ser intermedio; que cuando Só crates, o sea, la pregunta filosófica, se acerca a cualquiera, tanto el propio Sócrates como su potencial interlocutor están entre: entre la plenitud aún no lograda y el malogro completo de la existencia. Por tanto, todo hombre se encuentra a distancia, más o menos lejos, pero siempre lejos de lo que más le importa. Así, como unos ocho cientos años después se complacía san Agustín en recordar a sus compañeros en el diálogo Sobre la vida bienaventurada, que de
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cualquier otra meta humana cabe siempre indagar por qué se la per sigue, o sea, hacia qué meta tiende a su vez. Todo fin humano es na da más que medio para la consecución posterior de otro fin. Pero no sucede ya lo mismo con la bienaventuranza, con la beatitudo. De ella sería absurdo preguntar para qué la queremos: es, justamente, aquello por lo que queremos todo lo demás que alguna vez nos pro ponemos como un fin próximo de nuestros actos. No hay pregunta más absurda que: ¿para qué quieres ser feliz, para qué quieres la plenitud de la vida dichosa? En definitiva, el hombre -este ser intermedio- está a distancia de la plenitud de sí mismo; pero a una distancia que le importa o concierne, que él quisiera disminuir constantemente. A una distan cia, por otra parte, que él sabe que existe, aunque pueda ocurrir que no se encuentre a todas horas en estado de lucidez sobre esta ver dad. Tratamos, pues, de una distancia que es notada como tal y que nos concierne en el modo del deseo continuo de reducirla, acaso de anularla. Somos, pues, de alguna manera esencial, deseo de la ple nitud, amor desde la distancia. En la palabra filosofia suena el eco de esta verdad decisiva acer ca del ser intermedio, pero consciente y no indiferente, del hombre. El hombre, como el amor, es siempre buscador, es siempre ser en tensión, siempre filó-sofo. Aunque al decir esto parece que estamos yendo más allá de lo que nos permite nuestro primer descubrimiento socrático. Me refie ro a que el otro componente de la palabra filo-sofia, además del phileín, querer, es la sabiduría, la sophía, y no directamente la ple nitud de la existencia. Nos falta mostrar que esta sabiduría a la que se alude en el nombre mismo de la actividad cuya encamación fue Sócrates equivale realmente a la plenitud de la vida humana. Entre paréntesis: «vida humana» o «existencia» están siendo siempre empleados por mí como términos sinónimos. Podríamos abreviar y hablar, sencillamente, de vida, siempre y cuando tenga mos en cuenta que esta vida, bíos, es justamente aquello que el hom bre hace o sufre para acercarse o alejarse de su plenitud propia, y no meramente su vida biológica (en griego, su zoé). Este segundo con cepto de vida se extiende naturalmente, por ejemplo, a los animales para los que no se plantea el problema de la plenitud de su propia
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existencia. Digamos que la vida biológica es la que comparten el hombre y el pulpo y el pino y, en la visión de muchos griegos, la estrella; mientras que la otra, la «vida biográfica», como le gusta ba decir a Ortega, es exclusiva, que sepamos, de nosotros, los hom bres. Cerremos el paréntesis: si escribo de ahora en adelante sim plemente «vida», entiéndase que me estaré refiriendo a la peculiar aventura precaria del hombre en pos de su plenitud. Observemos otro punto esencial. Hemos visto que el progreso fi losófico consiste sobre todo en dos movimientos que están en íntima y necesaria relación. Uno es el de ahondar debajo de los fundamen tos de las formas anteriores de filosofía; otro, el de concebir una to talidad más auténticamente tal, más absoluta, más omniabarcante que aquella que han descrito los pensadores cuya herencia se recibe. Pues bien, en los dos sentidos es la filosofía socrática un avance extraordinario más allá del nivel de las filosofías tan justamente lla madas presocráticas. Por un lado, efectivamente, Sócrates, como en seguida analizaremos en detalle, ha descubierto con maravillosa sa gacidad cuáles eran los verdaderos puntos de partida tanto de la cosmología como de la sofística; por otro, aunque la primera apa riencia no nos lo enseñe de modo claro, en realidad la pregunta úni ca y terca de Sócrates implica un nuevo y mucho más poderoso concepto de la totalidad (aunque en este asunto Protágoras se le hu biera adelantado en gran medida). Y es que la vida personal es en tendida por Sócrates como el ámbito de máxima holgura: el lugar, por decirlo de alguna manera, donde caben todas las demás reali dades, en el sentido de que lo primero necesario para el hombre, para esta misma vida personal e individual que somos cada uno, es determinar qué papel jugarán en su seno la búsqueda de la verdad, la investigación de la naturaleza, el deseo de fama, influencia y di nero... Todas las empresas del hombre son precisamente eso: mo dos de existir. Por ello, no hay en un principio totalidad mayor que la de mi vida, ni verdad más radical que la que se refiere a mi vida. Qué y quién soy yo: ésta es la cuestión que está por debajo de todas las anteriores que la filosofía se había propuesto; y justamente de bido a eso, la verdad de su respuesta abarca todas las verdades que hasta el momento la filosofía ha hallado (y esto significa que es ca paz de reinterpretarlas todas a su luz propia y nueva).
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Si se intenta, por ejemplo, responder sobre la esencia de la natu raleza y su principio antes que sobre la de la vida biográfica, se procede al revés de lo debido. Claro que parece que la naturaleza simplemente me abarca a mí; pero no me había yo dado cuenta, mientras pensaba de esa manera, de que cuanto sé sobre la naturale za y su dominador es, precisamente, algo que presuntamente yo sé. En mi vida ha sucedido algo que me ha abierto a esos conocimien tos. ¡El conocimiento mismo sobre la totalidad no es más que un factor, entre otros muchos, de mi vida! ¿Qué es, entonces, esta vi da mía? ¿Qué fenómenos, qué datos son los más relevantes en ella? ¿Qué significa su plenitud, su bien? En definitiva: ¿cómo debo vi vir? Estas cuestiones se refieren a una totalidad de orden superior a cuantas habían sido pensadas antes de Sócrates. Y son más radica les, más fundamentales que todas las demás preguntas. Por cierto, la respuesta a ellas no se debe entonces, desde luego, tomar prestada de un saber que no sea tan extremadamente crítico, reflexivo, radi cal, primero, como el que se intenta en el esfuerzo de Sócrates.
2. La calumnia sobre Sócrates Pues bien, ¿por qué, entonces, llamar socráticamente a la vida biográfica, a la existencia del hombre, filosofía, y no, por ejemplo, en general, amor de la plenitud? Para responder a esta pregunta, in terpretamos ahora la parte primera del discurso de defensa (tal es el significado de la palabra griega «apología») que, siempre según Platón, pronunció Sócrates ante el tribunal ateniense de los Qui nientos, en el año 399 a.C. El título para esta primera sección del primer discurso de Sócra tes aquella mañana bien puede ser La calumnia. La estrategia global de Sócrates es, efectivamente, procurar demostrar que sus acusado res, más que en nombre propio y por convicciones suyas, le traen a juicio debido a que han creído, más o menos culpablemente, la fama calumniosa que corre sobre él por la ciudad desde hace mucho tiem po. Ahora bien, esto que se dice de él es perfectamente falso. La sección segunda del discurso de defensa la titularé El porqué de la calumnia, de acuerdo con una expresión directamente toma da del texto platónico.
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Antes de todo, la letra de la acusación, tal como fue jurada por Meleto, Ánito y Licón ante el arconte rey de Atenas, según la cita Sócrates: «Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no ve nerando a los dioses a los que el Estado venera, sino a númenes nuevos» [24b]. En definitiva, Sócrates obra injustamente porque, siendo un innovador en materia religiosa, corrompe con sus ense ñanzas a los jóvenes. ¿Cuál es ahora la letra (si podemos hablar así y aislarla) de la vieja calumnia que corre por Atenas y a la que habrían prestado fe los acusadores de Sócrates? Ciertamente, éstos han empezado con tra el anciano filósofo -tiene ahora setenta años- un proceso capi tal por impiedad, que puede llevar a una condena a muerte. Si la mayoría simple de los jueces decide, después del discurso de de fensa de Sócrates y del interrogatorio a que el acusado someterá a su acusador principal, que el filósofo es culpable, la ley ateniense no tiene prevista de antemano la pena que corresponderá. La deci dirá el mismo tribunal y ese mismo día, una vez que los acusadores victoriosos en el primer asalto de este combate propongan un cas tigo y, por su parte, el acusado, ya vencido, ofrezca pagar su delito con otro castigo diferente. El tribunal deberá optar únicamente en tre estas dos alternativas que se le presenten. Así las cosas, este proceso por impiedad y por corrupción de la juventud, según Sócrates, habría sido incoado contra él nada más y nada menos que como efecto de la vieja y malintencionada habladu ría que decía de él que era un sabio. Le habían puesto por lo visto, como diría Unamuno, el motajo de sabio, que, por cierto, al rector de Salamanca le hacía, para su horror, inofensivo -pues sus lectores y oyentes, suponiéndolo sabio, disculpaban sus palabras como para dojas y contradicciones propias de aquel al que, como a Don Quijo te, los libros le habían hecho agua los sesos-; mas en el caso de Só crates las cosas llegaron, desde luego, bastante más allá. ¿No es demasiado irónico esto de salir con la pretensión, en un momento tan difícil, de que corre uno peligro de que le condenen a muerte porque le toman por sabio? Sócrates expone en seguida al asombrado tribunal qué se con tiene efectivamente en el significado de «sabio». En primer lugar, quiere decir ser alguien del tipo humano representado por un Ana xágoras e iniciado en Mileto dos siglos antes por Tales y Anaxi-
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mandro. Anaxágoras había sido el primero de estos sabios que ha bía frecuentado Atenas, donde fue amigo, cincuenta años antes del proceso de Sócrates, de Pericles, el líder político de la democracia ateniense. Parece muy probable que los atenienses de aquella épo ca obligaron a Anaxágoras a salir apresuradamente del Estado, por que le acusaron también de impiedad. Ya sabemos mucho sobre el tipo humano representado por hom bres como Anaximandro de Mileto y Anaxágoras de Clazómenas; pero ahora nos limitamos a la caracterización que hace Sócrates de sabios así: son gentes que investigan las cosas que ocurren en lo al to del cielo y por debajo de la tierra. Sin embargo, el término «sabio», en la acepción que Sócrates encuentra calumniosa para él mismo, no se limitaba a significar, pa ra el pueblo de Atenas (recuérdese que el tribunal de los Quinientos, como todos los órganos colegiados de la administración política y la justicia de Atenas, estaba formado por simples ciudadanos a los que el sorteo había destinado, por el plazo de un año, a ocupar esa ma gistratura), no se limitaba, digo, a evocar el recuerdo de Anaxágo ras. También y sobre todo suscitaba la idea de ser alguien parecido a Protágoras de Abdera, a Hipias de Elis, a Pródico de Ceos, a Gor gias de Leontinos, o sea, a cualquiera de esos itinerantes maestros de la juventud adinerada de los estados democráticos a lo largo y ancho de toda Grecia. Probablemente, como hemos visto, los inves tigadores de la naturaleza habían formado escuela, ya desde los pri meros tiempos en Mileto; pero quienes imitaban mucho más recien temente, en los últimos sesenta años, el modo de vida de Protágoras, viajaban para enseñar de un estado a otro, y no ponían tanto el acen to en sus sabidurías sobre la naturaleza como en conseguir que sus discípulos aprendieran lo que conducía al éxito como ciudadano de un estado democrático. Este éxito podía perfectamente ser descrito, desde el punto de vista de la gente de la calle, como la adquisición de la excelencia que es propia del hombre en tanto que vive plena mente dentro del Estado, o sea, en tanto que ciudadano libre y en posesión de todos sus derechos civiles. De aquí que quepa decir que los sabios del estilo de Protágoras eran explícitos profesores de ex celencia humana, de excelencia política. Mucho más complicado era determinar realmente qué enseñaban de hecho a los políticos en ciernes -y buen número de diálogos socrático-platónicos está dedi-
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cado, como sabemos, al problema de desentrañar con precisión qué es el sabio en cuestión y qué enseña exactamente-. La gente bien intencionada habría dicho, probablemente, algo que publicaba Pro tágoras: estos sabios enseñan, sobre todo, a hacer fuerte el discurso débil. Toman lo que quiere decir uno que se va a levantar en la asamblea o en el tribunal y, si estiman que carece de fuerza bastan te como para imponerse al parecer de la mayoría, lo refuerzan has ta que, llegada la ocasión, en efecto, el que pronuncia el discurso triunfa sobre los demás oradores. La gente malintencionada o, sencillamente, los adversarios po líticos de estos nuevos profesores vagabundos calificaban los re sultados de su enseñanza de una manera bien distinta. Su portavoz, Aristófanes de Atenas, el autor de comedias, dice que se dedicaban a hacer que el discurso injusto venciera al discurso justo. Por cierto, estos sabios de nuevo estilo preferían llamarse de un modo que nosotros deberíamos traducir cambiando la primera letra de la palabra «sabio»: haciendo que la minúscula se vuelva mayús cula. Sabio incluso a veces se empleaba como puro sinónimo de sa bio (con minúscula). Y otro detalle que no hay que pasar por alto: la tradición ha conservado el rumor, que no resulta ya comprobable históricamente, pero que tampoco dice nada improbable, de que Protágoras tuvo que enfrentarse, él también, a una acusación de im piedad, que evitó marchándose de Atenas antes de lo previsto. Ahora bien, Aristófanes -y no sólo él- había presentado, vein ticinco años antes de su proceso, a Sócrates como un Sabio en el doble sentido: un investigador de los arcanos del cielo y los abis mos, y un maestro de retórica al que lo qiie menos le importa es la justicia del discurso que debe él convertir a todo trance en vence dor. Tan fue así que Las nubes terminan con la escuela de Sócrates ardiendo, como adecuada venganza de la perfidia de las doctrinas y las prácticas que allí tenían lugar; porque, de hecho, los pupilos más asiduos de semejante escuela eran, según la temible comedia, aquellos hijos de ricos que deseaban a toda costa saquear a sus pa dres y sólo encontraban la resistencia de los viejos sistemas edu cativos y de las creencias que los sofistas pensaban caducadas. El resultado de la enseñanza de los Sabios era el desenfreno de los jó venes ricos, bajo capa de justificación, o sea: la corrupción de la juventud más pudiente del Estado, inducida por las innovaciones
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que traían los Sabios a los asuntos más delicados de la regulación de la vida social; los cuales se hallaban, para que la tradición pu diera conservarse, bajo la sanción de la religión estatal. Sócrates tiene, pues, razón cuando afirma que hace muchos años que corre sobre él por toda la ciudad la fama de que es un Sa bio, y precisamente uno que reúne las sabidurías de reciente cuño en los dos estilos conocidos: la de un Anaxágoras y la de un Protá goras. Y tiene también razón cuando sostiene que quienes propalan este rumor y, sobre todo, quienes lo aceptan como verdadero, natu ralmente le asocian la impiedad de que fueron acusados Anaxágoras y Protágoras y que presentó en escena, con todos sus inconvenien tes políticos, Aristófanes nombrando a Sócrates directamente. La impiedad de los Sabios conduce, a través del ateísmo respecto de las divinidades que fundamentan las instituciones del Estado, a la co rrupción de la juventud en la que más esperanzas deposita Atenas. Aristófanes se hizo portavoz de una opinión ya extendida, cuando todavía faltaba que el desastre de la guerra del Peloponeso alcanza ra de lleno a Atenas e incluso trajera el exilio del partido democrá tico y la oligarquía de los Treinta. Y, por cierto, en la derrota militar de Atenas tuvieron mucha parte la locura y las traiciones de Alcibíades, a quien se atribuía, con gran probabilidad de acertar, una pro fanación en la víspera de que embarcara la expedición a Sicilia, de cuyo absoluto fracaso derivó la imposibilidad de ganar luego la gue rra. Pero era público que Alcibíades había sido el joven más perse guido por Sócrates. Y, por si fuera poco, de los Treinta habían for mado parte varios miembros de la familia de Platón, y entre ellos algún viejo amigo de Sócrates, a quien seguramente el joven Platón debía el conocimiento del filósofo. Sócrates menciona (o, en su caso, sugiere) tantos antecedentes para, de paso, mostrar que su condena, de producirse, se debería mu cho más a cuentas presuntamente pendientes con él de antiguo que guardaban los jefes de filas del partido democrático (Ánito lo era), que no a delito alguno reciente. Y es que la amnistía de cuando la caída de los Treinta y la vuelta a la democracia protegía jurídica mente a Sócrates justamente en ese sentido: no podía ser juzgado por nada que se retrotrajera a más de cinco años. VemQS, pues, que no hay tanta ironía en pretender que el motajo de sabio puede llevar a Sócrates a ser condenado; y vemos tam
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bién que Sócrates siguió una estrategia de defensa bastante astuta y realista, desde el punto de vista jurídico. Lo cual está perfectamen te en consonancia con el exquisito respeto para con la ley del Es tado del que hace gala desde que empieza a hablar y que, en defi nitiva, es lo que le ha llevado a no huir de Atenas días antes del proceso. La ley quiere que, una vez enterado de que se le intenta condenar a pena capital por impiedad, él se defienda en el tribunal con cuantos medios legales están a su alcance, no vaya a ser que su propia negligencia cause el gravísimo mal de que el Estado lo juz gue contra la justicia y lo condene. Nada de desprecio a la ley. To do lo contrario. Pero la cuestión está, por supuesto, en mostrar ahora dos cosas. La primera, que Aristófanes se hizo eco de una mentira, de modo que, sea o no peyorativo llamar a uno Sabio, es siempre y en todo caso falso llamárselo a Sócrates. La segunda tarea de la defensa que el filósofo hace de sí mismo tendrá que ser descubrir las raíces de la calumnia. Y eso exactamente, como he adelantado, es lo que en contramos a continuación en el texto platónico.
3. La estrategia defensiva de Sócrates frente a la calumnia. La tesis capital de Sócrates sobre la sabiduría humana Por lo que hace a la equiparación de sí mismo con Anaxágoras, con Diogenes de Apolonia, con Arquelao de Atenas o, en la distan cia, con Anaximandro de Mileto, Sócrates no puede ser más escueto: de la investigación de la naturaleza a él no se le da nada y no entien de nada de sus presuntos resultados (19c). O mejor, matizando: del saber en cuestión Sócrates no se ocupa jamás en sus conversaciones, porque no lo posee. Naturalmente, se entiende que la fuerza de este argumento defensivo está en que al proclamarlo quedan todos los presentes retados a testificar que, a pesar de lo que Sócrates acaba de decir, ellos le han escuchado conversaciones en las que se comportó como un profesor de la ciencia de la naturaleza. Y, efectivamente, ningún testigo de tal cosa se presenta. Para nosotros surge, natural mente, el problema de cómo pudo Aristófanes en el pasado sostener con tanto aplauso público lo contrario. Por lo demás, anotamos algo esencial: la filosofía, en la definición que Sócrates da de ella con su
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vida y con sus palabras, no abarca la investigación de la naturaleza al estilo que solemos nosotros llamar, precisamente, presocrático. A pesar de las apariencias, Sócrates viene a decir que Anaximandro, por ejemplo, por cuanto sabemos de él como investigador de los ar canos de la naturaleza, dista de ser un auténtico filósofo. Pero el problema sutil y decisivo es el que plantea la igualación de Sócrates y Protágoras. Nada más natural, ya que Protágoras pre tendía formar a los jóvenes en la excelencia política saltando la ciencia de la naturaleza en su programa educativo por considerarla bagaje inútil del Sabio. Mientras que Sócrates, ocupado absoluta mente en la cuestión de la plenitud de la existencia en el marco del Estado, o sea, en la excelencia política, pasaba su tiempo dialogan do con los jóvenes sobre este asunto decisivo. Protágoras, el Sabio, venía a sostener, por tanto, que el afán esencial de la vida debería ser llamado, ciertamente, filo-sofía, puesto que él, en virtud de su sofia, de su Sabiduría, era capaz de educar políticos excelentes. ¿En qué, entonces, está la diferencia entre Sócrates y un Protágoras? La más exterior de las notas distintivas -a nuestros ojos, aunque no tanto a los de un griego- es la penuria de Sócrates y la riqueza de un sofista. De hecho, Protágoras ganaba enormes sumas de di nero con su enseñanza, pero, según se recordará, no estipulaba su pago como condición previa de sus lecciones, sino que el alumno, jurando en un altar después de haberlas recibido, era el que decidía sobre la cuestión. Para un griego, ganarse la vida dando clases era una forma vergonzosamente esclava de vivir. De hecho, los maes tros tradicionales de los niños, que les enseñaban los ejercicios cor porales y las bases de lo que llamaríamos hoy humanidades y cien cias (respectivamente, la gimnasia y la música, en palabras griegas), eran esclavos. En cuanto a los maestros filósofos, constituían círcu los aristocráticos de cariz oficialmente religioso, como clubes ex clusivos, en los que era esencial, en principio, la conciudadanía. Además, el que en esos círculos desempeñaba el papel de maestro no se ganaba, ciertamente, así la vida. (Había habido casos, como los de Empédocles y Jenófanes, en que el filósofo había acercado su existencia a la del cantor itinerante, que era una figura de larga historia, más vieja que Homero). Pero, el núcleo de la diferencia entre Sócrates y Protágoras esta ba en otro punto previo a éste. Y era que Sócrates negaba saber la
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ciencia de la excelencia política y, por tanto, negaba la posibilidad misma de enseñarla. En realidad, afirmaba la imposibilidad de que nadie poseyera la ciencia política y, en este sentido, se alineaba, por sorpresa, del lado de los detractores conservadores de los Sa bios; aunque, como vamos a ver en seguida, por otro lado distaba tanto de éstos que, efectivamente, resultaba bastante natural que su carrera de solitario acabara como acabó. Vayamos por partes. Educar, formar hombres, enseñarles la ciencia que los volverá hombres excelentes: he aquí la empresa en la que se compromete el Sabio, evidentemente sobre la base de la certeza de estar en po sesión de tal ciencia. Hay, pues, que empezar por preguntarse cuá les son las condiciones que hacen posible una ciencia así. Ante todo, nos tropezamos con el concepto mismo de ciencia. Con esta palabra estoy traduciendo dos términos griegos que vemos usar indistintamente a Sócrates: episteme y techne. Más adelante darían en latín, respectivamente, scientia y ars, de donde nuestros ciencia y arte (y técnica). En el contexto inmediato de las palabras de Sócrates ante su tribunal, la ciencia, la techne, se debe definir como saber hacer y decir en cada caso lo que conviene, con vistas a llevar cierto objeto o cierto proceso a su excelencia peculiar. En efecto, la areté, como advertí antes, no es nada privativo del hom bre, sino compartido por él con los campos de labor, los caballos o los temeros. Campos, animales y hombres no son, sin más cuida dos, perfectos en su humanidad, su animalidad o su fertilidad. Ne cesitan, justamente, cuidado (epiméleia), si quieren, o queremos nosotros sus dueños, llegar a ser buenos campos, buenos animales, buenos hombres. Este cuidado es un hacer, sin duda. Pero que tie ne que estar guiado por un decir, por un discurso. Hacemos lo que hacemos porque sabemos lo que sabemos. Naturalmente, el ideal es que realmente sepamos de algo, no sólo que hablemos sobre ello irresponsablemente, ignorándolo. El que de veras sabe, no sólo ha bla adecuadamente, sino que, en consecuencia, actúa adecuada mente. Adecuadamente, quiere decirse, para que aquello que él cuida de palabra y obra llegue a su perfección propia, a su areté. Para un griego, como debería sucederle a cualquiera, sólo hablar de las cosas, aunque de ellas se hable bien, no es verdadero saber. El saber que interesa no se limita a la producción de discursos, sino que inmediatamente se amplía y se aplica, de modo que, ajustán-
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dose a la regla que es para él la verdad del discurso, hace buenas las cosas con las que se ocupa, a las que cuida. En realidad, todavía hay más. Pues la ciencia, en este sentido (que es de veras la pericia, la sabiduría como sophía: aquella pose sión que merece a su dueño el apelativo de sabio), ha de ser infali ble de suyo. El auténtico alfarero experto hará bien sus cacharros, a no ser que le den un barro imposible o que un enemigo intervenga con malas artes en su taller. Pero si no tropieza con estos inconve nientes exteriores a su pericia misma, en la medida en que la tiene, siempre hará bien su trabajo. Y la bondad de sus productos estará a la vista de todo el mundo. El que tiene una ciencia sabe siempre la verdad y, por tanto, el buen procedimiento para el cuidado de de terminada cosa o determinado proceso. La ciencia como tal no fa lla o yerra. Y no sólo se podrá demostrar a ojos vista la condición de ex perto de alguien ofreciendo a la consideración de todos sus pro ductos excelentes, sino que, como la ciencia es un camino de per fección siempre el mismo, que implica también siempre discursos verdaderos, el que está en posesión de ciencia es al mismo tiempo capaz de enseñarla a otros. Las obras y los discípulos, capaces ellos también de obras excelentes y discípulos expertos, son los testimo nios irrefutables de que existen en el mundo ciencias: la escultura, la arquitectura, la navegación, la ebanistería, la medicina, el saber del talabartero... La ciencia, pues, toma a los seres en su condición de entidades intermedias, ni buenas ni ya definitivamente malas, sino en la do ble posibilidad de una y otra cosa; y las saca paulatinamente de es te estado hasta el de su areté. Y hace esto siempre, infaliblemente; y, por cierto, es algo que tienen algunos hombres, aprendido, por regla general, de su maestro. Los demás hombres, que siempre serán una mayoría respecto del solitario experto cuyos servicios requieren -aunque éste, por su parte, se integre en el gremio de los aprendices que serán maestros luego-, harán muy bien, si no están locos, en confiar sus pertenen cias a los expertos en cada rama de la actividad humana. Sólo así las cosas susceptibles de ser cuidadas por la ciencia pasarán de es tar a medio camino entre la excelencia y el malogro a la perfección que les es posible. Los muchos, pues, deben constituir en supervi
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sor, inspector o presidente de sus propiedades al uno que es exper to en virtud de la sabiduría teórico-técnica que hay en él y de la que ellos carecen. Evidentemente, los expertos tienen que conocer bien tanto el es tado actual de las cosas que se les confían como, sobre todo, el esta do final de excelencia al que deben llevarlas cuidándolas. El sabio es el que conoce, fundamentalmente, el bien de una cosa como fin alcanzable, de modo que, gracias a este conocimiento, puede luego saber también los fines intermedios que debe ir atravesando la co sa que él cuida, para acercarse adecuadamente a su fin propio. Sin verdadero conocimiento del punto de llegada y del punto de parti da, no cabe esperar ya conocimiento de la vía que se debe seguir pa ra marchar de uno al otro. En este sentido, la techne es, sobre todo, episteme de la areté\ el saber práctico o técnico es, sobre todo, ciencia del estado final de excelencia de una cosa. Por añadidura debe ser, desde luego, cien cia práctica de todos los estadios intermedios que esa cosa debe re correr para llegar a ser perfecta en su orden. Pues bien, Sócrates, admirador rendido -en esto nada conser vador, nada «elitista»- de las ciencias o artes y de quienes las han aprendido, las practican y las enseñan, sostiene que no existe ni puede existir, más aún, ni siquiera debe existir, una techne del hom bre, una ciencia política. Afirma que el sofista es un puro imposi ble, o sea, que si hay sofistas son más que hombres. Claro que el hombre debe preocuparse absolutamente de la excelencia que le es propia, y claro que aparece como un ideal entrar en posesión de un saber infalible para el cuidado de uno mismo y de los demás con vistas a la perfección de la naturaleza humana, a la eudaimonía o plenitud; pero sencillamente ocurre que está fuera del alcance del hombre la técnica de hacer hombres perfectos o, lo que es lo mis mo, la ciencia de la educación del hombre, en el sentido eminente que venimos dando a esta expresión. La tesis de Sócrates es justamente que la más profunda sabidu ría al alcance del hombre consiste en comprender que las cosas to das se dividen en dos grupos: aquellas que son objetos posibles de una ciencia de su bien y aquellas otras que no lo son. Llamamos ontología al saber que, atendiendo a la totalidad de los seres, de las cosas, se atreve a distribuir en grupos esta totalidad señalando ade
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más algún criterio profundo y claro de las distinciones que propo ne. Por esto, cabe traducir la tesis de Sócrates diciendo que consis te en sostener que la ontología que distingue de qué hay ciencia y de qué no la hay, de qué hay técnica y de qué no la hay, es la sabi duría humana por excelencia; mientras que los que piensan que la sabiduría humana es, como la sabiduría sobre campos y animales, ciencia y técnica del bien del hombre, tergiversan lo más esencial de ella. Ignoran la verdadera ontología. Amplían indebidamente los territorios de las ciencias y confunden el campo entero del ser con el campo de las posibles ciencias técnicas. Precisamente por esto, el hombre que continúa aspirando a au téntico saber sobre la excelencia humana a la vez que comprende que acerca de ella no cabe ciencia técnica, además de verse envuel to en una paradoja, en una verdadera aporía o situación de la que no parece que haya ningún escape posible, será, por cierto, un filó sofo: un amante de la sabiduría que se le hurta. ¿No ocurrirá ade más que la vida filosófica, la vida en tensión hacia lo que aparen temente es imposible, constituirá, justamente, la sabiduría humana también en el sentido de ser el método infalible por el que un hom bre se volverá excelente? Si así ocurriera, la filosofía, definida co mo la imposibilidad de la sofística, merecería absoluta y plena mente su nombre, y todos los hombres podrían y deberían ser filósofos, pasando a través precisamente del nobilísimo aprendiza je de alguna de las ciencias; porque esta escuela les suscitaría viva mente la noción justa de la ciencia, y estando en posesión de ella es como mejor podrían estimar la imposible ciencia del sofista y po nerse en el camino de la excelencia volviéndose, en el sentido so crático auténtico, filósofos. La ciencia del hombre, la imposible sofística, habría de ser cien cia técnica del bien y ciencia técnica del hombre. Justamente esta definición de la filosofía, que nosotros hemos visto cómo arraiga en determinada idea sobre cuál es el peor de los males, es la recu sada por Sócrates. La filosofía se define no sólo ni principalmente por la ocupación con la naturaleza, sino, en verdad, por la recusa ción de que exista un saber técnico del bien del hombre y, en de finitiva, un saber técnico del ser del hombre, tanto en su plenitud como en el estado de ser intermedio que siempre es el nuestro mien tras dura la vida.
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Si hubiera sofistas, desde luego que habría sabios, supersabios, hombres por ponerse en cuyas manos valdría la pena vender cuan to se tenga y viajar hasta los confines del mundo. Ninguna recom pensa sería bastante para conseguir los cuidados del que indefecti blemente nos convertiría en hombres plenos. Supongamos que el hombre y su bien no son de suyo objetos inconocibles. Quizá sea demasiado pretenciosa la certeza contraria, y un griego tiene ho rror religioso a la desmesura. Entonces, si el hombre mismo, como atestigua Sócrates, no posee la ciencia del hombre, o sea, la ciencia del bien mayor que el hombre puede concebir, ¿en qué inteligencia y en qué manos estará? Ciertamente que en las de alguien divino. Convendrá entonces decir que en la ontología socrática hay, por el momento y sobre todo, tres cosas o seres que llenan el espacio de aquellas sobre las que no cabe techne humana: el Dios, el bien y el hombre. El espacio complementario en el conjunto de la totalidad absoluta de los seres está, en cambio, muy poblado. Seguramente que habrá que ampliar la lista de los seres ajenos a la ciencia del hombre. De hecho, si reparamos en las palabras que ya hemos oído pronunciar a Sócrates, la naturaleza misma, o sea, «las cosas que están muy arriba y las cosas que están muy abajo», bien podría ser el cuarto gran objeto que escapa, en algún sentido, a la techne. De todos modos, lo que explícitamente se nos ha dicho es tan sólo que la búsqueda de la ciencia de la naturaleza no con tribuye directamente a la promoción de la excelencia humana. Es ta información podría hacemos pensar que lo que realmente ocurre es que la naturaleza puede ser sometida a la ciencia sin que por eso el hombre lo sea: como si el hombre estuviera, ya de antemano, considerado como exterior a la totalidad con la que se ocuparía el futuro científico técnico de la naturaleza. Pero esta reflexión es aún bastante prematura, aunque ni mucho menos sea ociosa. He aquí, pues, definida, como culminación del primer estadio de nuestra investigación, la filosofía por Sócrates: se trata de aquel peculiar saber que alcanza a estar cierto de los límites infranquea bles de las ciencias y que, por ese hecho mismo, resulta ser el más eficaz, incluso el único cuidado con el que el hombre se pone a sí mismo en el camino de la excelencia que le es propia y que cons tituye tanto la plenitud de su ser como su bienaventuranza en la perspectiva última o religiosa.
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Nada sabemos aún sobre el método de la filosofía socrática, ni por tanto sobre el modo como Sócrates fundamentaba su impug nación radical de la sabiduría excesiva, efectivamente impía, del sofista. En cambio, hemos aprendido a estimar el profundo respeto de Sócrates por la ley del Estado ateniense y hemos entendido hasta qué punto el rumor de que él era un sabio, en el sentido máximo y reli giosamente trasgresor de la palabra, ciertamente alimentaba, fuera o no calumnioso, la acusación de Ánito, mal representada por Meleto ante el tribunal de la Heliea un día de la primavera de 399 a.C.
4. El porqué de la calumnia a) El oráculo de Apolo Es claro que Sócrates no podía defenderse de la antigua calum nia simplemente afirmando que a él nada se le daba de la cosmo logía y que, por otra parte, aunque le interesara tanto la excelencia de la vida humana y, por lo mismo, hubiera buscado su ciencia, no la había hallado y hasta creía que de su personal fracaso se deriva ba la imposibilidad de que existiera semejante saber. Limitarse a tales afirmaciones significaría el colmo de lo incomprensible. Si alguien achaca a cierta antigua fama la responsabilidad de su pro bable condena, pero luego sostiene que la fama en cuestión es del todo inconcebible, de hecho socava su línea de argumentación. No. A un juez que desee ser imparcial le es lícito preguntar a Sócrates, alcanzado este punto de su discurso de defensa, que ex plique al menos qué apariencias de sabiduría abrieron el paso a los rumores a los que tanta culpa atribuye Sócrates en la incoación de su proceso. La respuesta del acusado a ese juez es, al pronto, realmente des concertante: resulta que Sócrates es, en realidad, el hombre más sa bio de su tiempo, tanto en la estimación de Apolo, el dios de Delfos que comunica su oráculo a través de la Pitia, como en la estimación del propio Sócrates. He aquí la primera y más formidable ironía, sin la cual es quizá imposible que el interlocutor del filósofo entre en re lación verdaderamente filosófica con él. Porque nada más escuchar
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semejante tesis, sin duda que los jueces todos, imparciales o parcia les, aguzan el oído y hasta echan a andar su imaginación y su pen samiento, asombrados ante la aparente paradoja que Sócrates acaba de proponerles. Se queja de ser tratado de sabio, proclama que sólo es un particular inexperto en sabidurías exageradas (un idiota), pa ra inmediatamente proclamar que Apolo y él mismo piensan que, efectivamente, es el hombre más sabio de la actualidad. ¿Está bro meando? ¿Está hablando en serio? ¿No es intolerable que se com porte con esta audacia ante un tribunal solemne? El orador trata de refrenar los impulsos airados de algunos de sus oyentes, porque tiene para su paradoja testigos y relatos que en seguida mostrarán con qué derecho ha asegurado hace un momen to que a él no se le puede confundir con un Sabio. El testigo principal es, justamente, cualquiera de los compañe ros habituales de Sócrates, o cualquier ateniense que recuerde que un día Querefonte, el amigo vehemente de Sócrates, el demócrata radical que partió al exilio cuando gobernaban los Treinta, regresó a la ciudad anunciando que había osado preguntar a la Pitia si ha bía algún hombre más sabio que Sócrates, y que la respuesta había sido negativa y rotunda. Ya veremos qué pudo inducir a Querefonte a tal cuestión dirigi da al Dios; pero, por el momento, lo que conviene recordar es que el oráculo (o sea, la interpretación sacerdotal de las palabras más o menos incoherentes de la Pitia, inspiradas por el Dios) siempre ha blaba de manera que requiriera una nueva interpretación. Siempre hablaba, como se dice en griego, en enigma. Y así ciertamente fue también en esta ocasión. Porque sus palabras son muy tajantes e ine quívocas, pero Sócrates, al enterarse de ellas, queda sumido en una situación de la que no ve salida alguna (en una aporta). Sócrates sólo puede recibir el oráculo como enigma propuesto para que él lo interprete, precisamente porque el Dios ha dicho lo que Sócrates, en primera instancia, sólo puede entender como una falsedad. Él sabe muy bien que no sabe prácticamente nada, ya que, en todo ca so, si aceptamos la tradición de que recibió de Sofronisco, su pa dre, el oficio de escultor, a eso se limitaría todo su saber positivo, o a poco más (después observaremos en qué consiste este esencial poco). En cambio, los cosmólogos y sobre todo los sofistas, y mu chas otras gentes, hacen pública profesión de saber, tienen éxito, y
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parece que sería una desmesura entender sencillamente que el orá culo proclama que son todos unos farsantes. Sólo con dificultad se decidió Sócrates, según dice a sus jueces, a poner en práctica un método de trabajosa invención, el único que prometía ofrecerle una interpretación del enigma. Porque, bien en tendido, hubiera sido impío desatender el oráculo por mentiroso; pero tampoco es posible creerlo tan acríticamente que pase, por su solo medio, el ignorante a jactarse de una sabiduría que ni él mismo sabe en qué consistirá (despreciando, de paso, a muchos griegos ilustres). Haciendo cualquiera de esas dos cosas, Sócrates hubiera trasgredido los límites que la religión le señalaba. Se debe tomar en serio el oráculo: es preciso interpretarlo con todo cuidado, y no hay nunca que escucharlo a la ligera y baratamente. La vida de Sócrates pasa, pues, a convertirse en culto del Dios en un sentido muy preciso: estará dedicada en adelante a la com probación del enigma del oráculo. Atiéndase a un punto esencial: a Sócrates no lo hace Sócrates el mensaje que trae consigo Querefonte a Atenas. Ocurre lo contrario: podríamos decir que Sócrates es ya Sócrates antes de partir Quere fonte hacia Delfos, y lo es, desde luego, al regreso de este amigo y sus extrañas noticias. Sócrates sabe que ignora lo que los sofistas y los hombres del estilo de Anaxágoras profesan conocer. Esta con ciencia de sí mismo, este auténtico saber-quijotescamente, quién es él- es precisamente la condición para que el oráculo resuene a sus oídos enigmáticamente. El oráculo de Apolo no volvió a Sócrates filósofo, pero sí transformó su vida en Atenas en un personalísimo culto al Dios, consistente en sacar verdadero a toda costa a su orácu lo, por más que hubiera que penar para conseguirlo. Reconozcamos que este planteamiento de la misión de Sócrates en el Estado, pre cedido de la profundísima ironía que ya hemos observado, configu ra una estrategia espléndida a la hora de defenderse de una acusa ción de impiedad. Otra cuestión es que, al profundizar radicalmente en lo que implica el problema, puede terminar la estrategia volvién dose, incluso por necesidad, en contra de quien la usa -si se entien de que volverse en contra de él significa dejarlo a merced de sus enemigos y no lograr atraer al propio partido votos suficientes-. Por otra parte, si el oráculo de Apolo hubiera sido lo que con virtió a Sócrates en filósofo, entonces la filosofía carecería de inte-
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rés para los que no hemos sido escogidos por Apolo. Se trataría de una elección graciosa e incomprensible, caducada hace muchísimo tiempo, cuando Apolo dejó de existir. Y como un Dios no puede mo rir, terminaríamos diciendo que la filosofía fue una locura particu lar de un cierto Sócrates, que se creyó elegido entre todos por un Dios que nunca existió, para llevar a cabo su culto en un modo que imitaron absurdamente muchas generaciones de hombres de la era precristiana (y, más absurdamente todavía, muchas otras genera ciones de hombres que ya conocieron el cristianismo e incluso se consideraron a sí mismos cristianos). En cambio, si no fixe la ilusión de la elección de Apolo lo que instauró a Sócrates en la filosofía, lo que lo volvió filósofo, continúa abierta la posibilidad de que la filosofía no dependa esencialmente de ninguna forma trasnochada del paganismo. Y si es así, quizá lle gue a verse que la filosofía, en su concepto socrático estricto, nos concierne a nosotros aún hoy, como ha concernido, con muy buenas razones, a muchos antepasados nuestros.
b) La ciencia socrática Reflexionemos sobre los medios que habrá que poner cuando alguien se encuentra en la difícil alternativa de Sócrates: interpre tar el oráculo, en el sentido de comprobar que dice la verdad aun cuando Sócrates ignore el único saber que realmente es importante porque es el decisivo. Claramente, lo único que cabe hacer es dirigirse a cuantos pare cen saber esta ciencia decisiva. De antemano, hay una esperanza de mostrar que la verdad del oráculo es compatible con la verdad de la conciencia que Sócrates tiene de sí mismo: que los que parecen sa ber no sepan en realidad. O sea, que en su caso la apariencia no coincida con la realidad. Ocurrirá entonces que Sócrates, que no pa rece sabio -es decir: que no aparece ante sus propios ojos como Sa bio-, superará, precisamente en esta conciencia de no saber, a aque llos que se aparezcan a sus propios ojos como Sabios pero en la realidad no lo sean. La ignorancia de Sócrates respecto de la ciencia de la plenitud de la existencia es, desde luego, una ignorancia doc ta, una ignorancia que se conoce a sí misma como tal ignorancia.
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La ignorancia de los pretendidos Sabios será, en cambio, tal como se encuentra en ellos, antes al menos de toda intervención de Só crates, una ignorancia indocta o ignorante: una ignorancia redupli cada o, por así decir, elevada al cuadrado. Saber que se ignora es un modestísimo saber; pero ignorar que se ignora es un pozo de igno rancia. Y reparemos en que no importa tanto el parecer de los de más como el parecer de uno mismo acerca de sí mismo. El que apa rece ante otros con el halo de sabio pudiera muy bien suceder que careciera de él cuando se mira en un espejo. ¿No es esto exacta mente lo que sostiene Sócrates que le ocurre? Ante sí no aparece co mo sabio; pero ante los demás, con mejor o peor conciencia por par te de éstos, resulta que sí aparece, según nos dice él mismo, como sabio (como Sabio). Naturalmente, cabe por fin el caso de que al guien se crea sabio, pero nadie comparta su parecer. Parecer sabio, aparecer como sabio, creerse sabio, tener opinión de sabio: toda esta serie de palabras españolas se traduce en un so lo término griego fundamental, porque realmente es una sola la rea lidad significada. La palabra griega es doxa. Hay, pues, por delante de Sócrates la tarea, posiblemente inter minable, de poner a prueba la doxa, la opinión de sabios (así se traduce, como ya sabemos, corrientemente al latín la palabra grie ga, menos cuando, como en los textos del Nuevo Testamento, sig nifica gloria: el resplandeciente aparecer de lo divino y lo angé lico -que desde luego, como se ve, procede de la misma raíz significativa-), poner a prueba la opinión de sabios, repito, en que están tantos hombres a sus propios ojos. En definitiva, ¿es que es frecuente ver a un hombre vacilar a propósito de su camino hacia la plenitud de la existencia? ¿No es mucho más habitual el espec táculo de los hombres, todos nosotros, triunfalmente en marcha por determinado camino existencial, sin grandes problemas res pecto de su dirección y su adecuación para alcanzar la excelencia humana? Pero consideremos aún desde otro ángulo la estructura general y esencial de la empresa de Sócrates, de su misión entre los ate nienses, de su culto particularísimo de Apolo. Cuando Sócrates se acerca a alguien que tiene todas las trazas de creerse sabio en el sa ber decisivo, ¿qué es exactamente lo que tiene que comprobar y có mo podrá hacerlo? ¿Qué es el oráculo que se trata de entender?
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La palabra que estoy traduciendo por comprobación, y que en latín se prefería verter por refutatio, es élenchos. Una version cas tellana sumamente precisa, de resonancias ignacianas, es probación. Pues bien, el oráculo, antes que nada más, es una serie de palabras, un discurso, un logos. Este término, que ya hemos tenido amplia ocasión de reconocer que es uno de los más importantes en el con junto del vocabulario de la filosofía, debe traducirse prácticamente siempre, cuando se halla en los textos platónicos, como juicio (iudicium) o, quizá, sentencia. De lo que se trata es de que un logos, en este sentido, es un discurso dotado desde luego de sentido comple to, que tiene la particularidad de poder ser verdadero o falso (quizá debiera decirse: que tiene que ser o verdadero o falso). No Platón, sino Aristóteles, que era persona infinitamente más amante de las clasificaciones y de lo sistemático que su maestro, presentó una primera división de los discursos que ha influido so bre toda la historia del pensamiento posterior. Se encuentra en el comienzo del tratado Sobre la interpretación (Peri hermeneias). Allí expuso Aristóteles cómo hay discursos completos en su senti do (no meros nombres, ni meros verbos, por ejemplo) que pueden ser verdaderos o falsos, además de otros que, aun conteniendo qui zá las mismas palabras, sólo que en otro orden, o pronunciadas con tono diferente, no pueden ser jamás ni verdaderos ni falsos. Así, la pregunta o la orden o la súplica no pueden ser, en ningún caso, ni verdaderas ni falsas, sino quizá inteligentes, oportunas, prudentes, absurdas... A aquellos discursos que, en cambio, sí pueden ser ver daderos o falsos Aristóteles los llamó con un término profunda mente significativo, cuya traducción al latín es pálida comparati vamente. En singular, Aristóteles se refirió al discurso apofántico, o sea, a aquel conjunto extraordinario de palabras que pretende, na da más y nada menos, que sacar a la luz, mostrar lo que es real mente la cosa de la que habla. Incluso habría que decir que un dis curso apofántico es aquel que utiliza la cosa misma para revelarse: exactamente el proceso por el que se manifiesta, verdadera o falsa mente, en su ser (pero no debemos seguir, por el momento, el hilo de semejante tentadora sugerencia). La traducción latina de esta hermosa palabra de Aristóteles es, llanamente, oratio enuntiativa, oración o frase que anuncia las cosas (que se supone que anuncia las cosas como son).
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El oráculo cuya probación o comprobación se ha propuesto Só crates es, pues, diremos nosotros, un discurso apofántico, porque se trata en él o de una verdad o de una falsedad: «Sócrates es el más sabio de los hombres». Pero importa enormemente observar que un juicio de estas ca racterísticas, para ser plenamente tal, tiene que estar aseverado, o sea, creído, puesto como una tesis («tesis» significa «posición»). Las mismas palabras «Sócrates es el más sabio de los hombres», si no están pronunciadas como una sentencia sobre Sócrates seria mente creída, afirmada, podrán tomarse como la expresión de una mera posibilidad, por ejemplo. Pero este empleo suyo no realmen te en serio, sino para referirse a una mera ocurrencia, las aparta in mediatamente de la posibilidad de la verdad y la falsedad. Desde luego, la afirmación, creencia o sentencia no es lo que convierte a un juicio, a un auténtico discurso apofántico en verdadero, puesto que, sin duda, cabe creer firmísimamente falsedades. Que el juicio sea o no verdadero dependerá de lo creído, de su contenido creído o, como suele decirse, de la proposición. Si lo creído se ajusta al ser de las cosas, entonces lo creído es verdad; si difiere de cómo realmente son las cosas, por más creído que esté por alguien, es falso. Lo que sucede es que sólo quien cree en serio que 2+3 = 6 merece un suspenso en matemáticas y no sabe matemáticas, por que eso que cree es falso; pero si lo dice sin fe ninguna, sino sólo por jugar o engañar, el suspenso que el profesor le dé no estará se ñalando acertadamente el estado de sus conocimientos. Reunamos los factores que ahora mismo están ante nosotros des plegados: un discurso verdadero o falso tiene una estructura en dos miembros. Hay, por una parte, su contenido o proposición; hay, por la otra, lo que realmente hace de tal discurso un juicio o sentencia: la creencia en que su contenido es verdadero, en que este discurso di ce las cosas como son. Este segundo elemento es parte de una exis tencia personal, es estado o momento de una existencia, de una vida; y su nombre vuelve a ser doxa. El otro elemento, en cambio, es compartible por muchas existencias y, de hecho, se propaga y comparte casi siempre. Apenas hay verdad que sólo sea creída por un hombre; apenas hay falsedad que sólo sea creída por un hombre. Pero cada cual ha de creer en su fuero interno, o no creer (sino preguntar, du dar, conjeturar, desear...), eso mismo que otros dicen también, dan
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do a entender que lo creen (y otras veces, poniendo de manifiesto, sinceramente o falazmente, que lo sospechan, lo dudan, lo pregun tan, lo temen...). Los estoicos, en la Antigüedad, llamaban senci lla y eficazmente a la proposición lo dicho, dictum (to lektón). El juicio completo, el auténtico discurso apofántico, es el compuesto por la sentencia, creencia o doxa y su contenido, su dictum o pro posición. Esto segundo es intersubjetivo y público; aquello prime ro, privado y personal. Sólo que, para mayor comodidad, solemos tomar los juicios que por ahí corren como ya siempre efectivamen te juzgados o sentenciados, y pasamos inmediatamente a conside rar su valor de verdad (verdadero o falso), como si el dictum fuera toda la realidad del juicio. ¿Es este empleo de la palabra doxa distinto del que ya hemos analizado, en su complejidad y su riqueza, hace poco? En realidad no, pese a las apariencias que quizá a algunos se presenten al prin cipio. La razón está en que no hay manera de creer lo que eviden temente vemos que es falso. Sólo creemos lo que nos parece que es tal y como lo creemos. La apariencia de lo que vamos a creer es el motivo directo, podríamos decir, de que pasemos efectivamente a creerlo. Miramos una proposición, algo que se dice y que se nos pre senta delante: la proposición, precisamente en tanto que significa las cosas de las que nos habla, «brilla» para nosotros, aparece; y este su aparecer tiene determinadas características que hace que creamos en ello. No es fácil saber qué se debe decir para describir ajustadamente esta situación. Las cosas, vistas al través de la pro posición, aparecen tal y como ésta las dice, y este aparecer suele impulsamos al asentimiento, a la creencia por la que hacemos nues tra la proposición. Nos sumamos a tantos que comparten lo que ahora también creemos nosotros. En resumidas cuentas, comprobar la verdad del oráculo, com probar lo que vale la apariencia de sabios que ante sí mismos (y, en consecuencia, ante los demás) tienen ciertos hombres, es poner a la prueba creencias Juicios, lo que nos parece o les parece verdade ro; comprobar, por tanto, el valor real de las opiniones consideran do que ellas se componen de dos factores: la personal sentencia y la intersubjetiva proposición. Sócrates, pues, reclama de hecho para sí una ciencia, una tech ne, aunque suele hacerlo de modos no demasiado explícitos. Ha
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dedicado, en efecto, su vida a comprobar qué valen discursos, o sea, qué valen hombres en tanto que creyentes de ciertos discur sos. Una empresa semejante no puede ni siquiera concebirse como posible más que si de hecho existen vías o métodos determinados, fijos, no arbitrarios ni azarosos, mediante los cuales se lleva a efecto la comprobación. Si no hubiera procedimientos generales, repetibles, clasificables, no habría manera de saber probar el valor de las creencias. Sócrates da culto a Apolo gracias a que ha apren dido (ha descubierto) la ciencia de los discursos (que se diría en griego logiké techne, ars lógica). Enseguida veremos que el méto do descubierto por Sócrates consiste, para empezar, en que un dis curso se comprueba confrontándolo con otro u otros. Confrontar discursos es, en griego, dialogar. La preposición dia significa la idea de a través, de un lado al otro. Un diálogo es, muy literalmen te, un entrecruzar discursos, un hacer que concurran como en com bate y se entrelacen unos a otros y se derriben o sostengan. La ciencia que Sócrates realmente poseyó, y que se convirtió en su medio de dar culto al Dios, fue llamada por esto muy pronto no di rectamente lógica (este nombre hubo de esperar un siglo, hasta ser introducido por la escuela estoica), sino dialógica, que en griego se dice dialéctica.
c) El cuidado del alma Avanzada ya la vista pública del proceso, en un instante espe cialmente cargado de sentido, Platón dice que Sócrates exclamó que es una verdad literalmente esencial acerca de la condición humana la de que la vida sin examen no la puede vivir el hombre [38a]. No que sea difícil de vivir, o que sea una vida por debajo del nivel de la auténtica vida humana; sino que no le cabe al hombre vivir su vida sin analizarla al mismo tiempo que la vive. En otras palabras, que aunque nos libremos de Sócrates, no nos libraremos de cierto míni mo imitador suyo que llevamos con nosotros por el hecho mismo de ser hombres. En múltiples ocasiones, y ya, por cierto, en la Apología de Só crates, vemos a éste afirmar asimismo que su trabajo en Atenas no consiste meramente en examinar discursos o juicios, sino hombres:
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al interlocutor y a sí mismo, en cuanto dialogantes. Como si los hombres fuéramos discursos y nuestras relaciones sociales fueran primordialmente diálogos o entrecruzamientos de discursos. Hay que tomar radicalmente en serio este modo de hablar. ¿Qué es, sobre todo, un hombre? Es sus creencias, las verdades que acep ta en serio, y que son las que le hacen vivir a cada instante como realmente vive. Somos lo que creemos porque hacemos lo que cree mos. Si somos lo que hacemos es, en verdad, gracias a aquello que creemos. Si nos desprendemos de Sócrates levemente y por un momento, observaremos enseguida hasta qué punto es cierto que, mucho más que caracterizar nuestra vida las partes de nuestro cuerpo, la mar can, la hacen ser lo que está siendo, las creencias que somos. Cada instante de la vida hacemos lo que hacemos, insisto, gracias a que estamos aceptando como verdaderos un sinfín de juicios, o por lo menos una larguísima cadena de ellos. Si en este preciso instante dejáramos de creer que un hijo nuestro se encuentra bajo la protec ción de su casa, o que nuestra mujer existe, o que el espacio se pue de recorrer, o que los ojos no siempre nos engañan, nuestra vida quedaría inmediatamente transformada, quizá hasta lo irreconoci ble. Se podrá decir con razón que yo soy mi brazo izquierdo, esta uña, aquel nervio; pero con mucha más razón se dirá que yo soy la serie, la conjunción enorme de mis creencias, de mis verdades pre suntamente tales, pero en todo caso aceptadas, con las que cuento como suelo sobre el que vivo mi vida a cada momento. Soy lo que hago; hago según mi buen saber y entender. Pero ¿dónde llevo este saber? ¿Qué saco es este en el que transporto, muy verdaderamente, todas mis auténticas pertenencias conmigo? Si me arrancan el brazo, todavía sigo siendo yo mismo, el que cree tales y tales juicios porque ésos son, de hecho y de veras, la base sobre la cual se desarrolla mi vida. Si me torturan monstruosamen te, seré yo mismo, el mismo, mientras no cambien mis creencias básicas. Por supuesto que si me hurgan en el cerebro pueden hacer, no menos que si perturban la marcha de mi corazón o de mis pul mones, que mis juicios se terminen. Pero no es que cambien o cambie yo, sino justamente que terminan, en cierto sentido, con migo. Aun así, entonces mismo puede ocurrir que la potencia de lo que soy alcance un límite tal que por su virtud, por su fuerza, me
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adelante con valentía a aceptar la posibilidad de morir o de sufrir brutalmente, antes que renunciar a la verdad. No está en mi mano esta renuncia, haga yo lo que haga y háganme otros lo que quieran hacerme. Si confieso lo que buscan que firme, con el propósito de no padecer más dolores o más mutilaciones, no habrán podido pre cisamente conseguir que deje de parecerme verdad lo mismo que antes me parecía serlo. En cambio, puede ocurrir que en la tranqui lidad de una vida edificada sobre la profesión pública de determi nadas opiniones, sin ninguna circunstancia muy especial que deter mine este cambio, un buen día yo haya dejado de creerlas porque vea con evidencia que son falsas, y no atine a cómo bajar del pe destal urdido por mis anteriores seguridades ante los otros hom bres. En la tranquilidad de mi sillón, bajo la pura pero incoercible fuerza de la verdad (de la doxa), yo he dejado de ser el mismo sin que un solo pelo haya caído de mi cabeza. Yo soy realmente mi existencia, mis actos, o sea, mis juicios, mis opiniones o verdades. Eso en mí que cree no está bien llamarlo par te de mí: es mucho más apropiado decir que es o soy el yo mismo, el centro vital de mi existencia, respecto del cual quedan en la perife ria los brazos y los pulmones, las uñas y el hígado, el cerebro y las venas. Los griegos contemporáneos de Sócrates se habían habitua do a llamar al principio vitalizante o animador de un ser vivo su al ma, anima {psyché). Los griegos de los tiempos de Homero habla ban del alma primordialmente para referirse al fantasma del yo real, vivo y corporal, que se escabulle bajo la tierra, al Hades (que signi fica Lo Invisible, la tiniebla): el hogar de las sombras de los muer tos, que son espectros sin conciencia de sí, sin goce alguno. Acaba mos de observar que las creencias de cada cual son el secreto vital de su existencia, y también que lo son hasta el punto de que por ellas, defendido en ellas, un hombre arriesga muchas veces la vida y se atreve a perderla porque no puede, por más que quizá lo desee, cambiar de verdad creída como tal. Si conjugamos ambas cosas, encontraremos que es naturalísimo que Sócrates haya llamado al ma al yo real y central, que es sus creencias y que desafía, alberga do en ellas, el poder terrorífico de la muerte misma. Probar una doxa es, pues, probar a un hombre -sobre todo, si se trata de su doxa central: la que se refiere a la plenitud o excelencia de la existencia-. Es, de verdad, cuidar al hombre, cuidarse del
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hombre. La definición de la filosofía socrática será, pues, cuidado del alma, cuidado del yo mismo, a la vez que, como ya sabemos, es cuidado de la areté. Cuando Sócrates salió de su casa para comprobar el oráculo que Apolo había pronunciado sobre él, realmente partió a la empresa del cuidado de sí mismo y de cada uno de los atenienses: del alma propia y de todas las almas ajenas; y, por lo mismo, al cuidado ver dadero de la ciudad, y no al mero cuidado de las cosas que pertene cen a la ciudad y sus miembros pero no constituyen su centro vital mismo. Sócrates se cuida del ciudadano mismo y de la ciudad mis ma, pero no se le da nada de las cosas que meramente pertenecen a unos y a otra. Por esta vía es como se cuida también permanente mente de sí mismo. Y ahora podemos recapitular una vez más y considerar hasta qué punto dijimos algo importante cuando comprendimos que el oráculo no hizo de Sócrates un filósofo, sino que la filosofía ya previamente ejercida, encarnada en Sócrates, fue la que convirtió las palabras sencillas del oráculo en auténtico enigma, en auténtica palabra misteriosa, necesitada de interpretación, proveniente del dios de Delfos. Porque, en efecto, vemos que la filosofía, en la acepción socrática de la palabra, consiste en el trabajo de analizar el valor de todas y cada una de las creencias que realmente somos to dos los hombres. Todos parecemos saber porque todos nos aparece mos a nosotros mismos como aquellos que ya creen mil y una ver dades y sobre tal base siguen adelante en sus vidas. No se trata de pretender la barbaridad de que cuanto creemos ya ahora, en la mitad del camino de la vida, suspendidos tensa o amorosamente entre el bien y el desastre, sea falso precisamente porque lo estamos cre yendo. Además de una barbaridad, esta pretensión tiene todos los visos de ser una estupidez colosal, masiva. Lo que Sócrates ha in troducido en nuestra tradición cultural, pero haciendo ver que él no era indispensable, porque la vida sin examen no se puede vivir, es, a título de empresa posible, el trabajo realmente digno de Hércules, a la vez que indispensable para continuar vivos, de analizar hasta el final el valor de verdad de cada creencia que somos cada uno de nosotros. El resultado será seguramente una criba o discriminación: de un lado quedarán las opiniones comprobadas y sacadas verdade ras a toda luz por el examen; de otro, las que se hayan literalmente
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esfumado en mitad del trabajo de la comprobación (porque, como hemos visto, una verdad que deja de parecemos verdad, que empie za a mostrársenos como falsedad o como probable falsedad, se des vanece, ya no puede ser creída, ya no sustenta la vida, por más he roicos esfuerzos que dediquemos a su revitalización). A una doxa que sobrevive al élenchos, a la probación de su ver dad, la llama Sócrates, como era corriente en su entorno, una epis teme o saber auténtico. No hace falta, para tener episteme, poseer muchas verdades que formen sistema. Ahora la palabra ya no sig nifica lo mismo que techne, contra lo que ocurrió la primera vez que tropezamos con ella. Una episteme es lo mismo que una doxa, en el sentido de que la creemos igual que creemos la doxa corres pondiente y apoyamos la vida sobre ella como suelo nuestro no menos ni más que la apoyamos sobre la doxa. Sencillamente, dice Sócrates en una maravillosa imagen (Menón 97d-98a), lo que su cede con la opinión verdadera que no se ha vuelto aún episteme o «ciencia» viene a ser lo que ocurría con las estatuas que fabricaba Dédalo, el primero de los escultores. Aquellas estatuas eran tan per fectas que tenían vida propia. Ser el dueño de una era una riqueza inmensa; pero no tener una cadena con la que atarla y retenerla era exponerse a la pérdida súbita de la estatua valiosísima. La episteme es a la doxa lo que la estatua viva y perfecta y asegurada con su ca dena es a esa misma estatua suelta. La filosofía socrática, que cree haber comprobado, gracias a la ciencia dialéctica, que no existe la ciencia del hombre ni la ciencia del bien, pone todo su interés en volver cada una de nuestras opi niones ciencias. Consiste en el trabajo de sacar del fondo de nues tra existencia a su superficie aquellas verdades creídas como tales que somos nosotros mismos y nos hacen actuar como lo hacemos; para que, una vez que estén allí arriba, vistas como realmente son, procedamos a probarlas y consideremos entonces, con toda la aten ción del mundo, si se disuelven en nada o si resisten y permanecen y siguen siendo la base sólida sobre la que vivir en el futuro como vivíamos en el pasado. Un socrático mantiene que no existe un hombre que no pueda llegar a entender esta empresa. Hoy tenderíamos a suponer que hay mucha diferencia entre concebir su posibilidad y estimar que de bemos poner manos a la obra, descuidando todo lo demás, empo
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breciéndonos como se empobreció Sócrates, y quién sabe si situán donos en el punto de mira de peligros y tiros como los que acecha ron y alcanzaron a Sócrates. Pero el socrático, el filósofo, pretende, en realidad, que no sólo no hay hombre que deje de entender la po sibilidad de la existencia filosófica, sino, además, que tampoco hay un hombre a quien no le guste la idea de dedicarse a ella. Y, sin em bargo, la realidad cotidiana enseña que, aunque fuera verdad esta maravillosa pretensión de Sócrates, también es innegable que los hombres nos detenemos al muy poco de empezar el trabajo filosó fico. ¿Cómo es posible que sea tan corta, por lo común, la seduc ción de la filosofía, cuando en ella se trata del auténtico cuidado de nosotros mismos y de nuestros prójimos?
d) Cómo se comprueba un discurso, o sea, a un hombre Pasemos a ver en detalle de qué forma concreta se realiza la prueba de los hombres, o sea, de los discursos que seriamente sos tienen los hombres, sobre todo con sus elocuentes acciones coti dianas. Del modo más general, un discurso se pone a prueba confron tándolo con otro discurso. Sócrates se refiere en múltiples ocasio nes a una segunda comprobación de las tesis en que cada cual con siste: la prueba por la vía de los actos. Distingue, pues, el élenchos logoi y el élenchos ergoi (ergoi es el dativo instrumental de la pa labra que significa obra o acto; cf., por ejemplo, ya Apología, 17 b). Ya veremos luego qué se debe pensar de esta distinción. Hacia lo que nos orienta es, desde luego, a cosas tales como que el hecho mismo de aparecer ante el tribunal, en vez de huir de Atenas, o el hecho de beber el veneno en la cárcel, son otras tantas acciones muy probablemente enderezadas a corroborar la posición, el discurso de un hombre -en estos ejemplos extremos, el discurso en el que esen cialmente consiste un hombre-. Pero observemos primero cómo el diálogo sirve para poner a prueba el valor de las opiniones de alguien. El diálogo se inicia en el instante en el que un interlocutor es apelado por la pregunta que otro le dirige. En realidad, siempre que proponemos explícitamente una tesis, una firme opinión nuestra,
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lo hacemos retados por la apelación que antes se nos hace -y de la cual el encuentro real con Sócrates es tan sólo el modo más claro de presentarse-. Sócrates pregunta siempre lo mismo: ¿qué es la excelencia humana? Y lo pregunta a cuantos parecemos saberlo: a todos, en la misma medida en que vivimos asertivamente, hacia de lante, confiando en la verdad y la rectitud de nuestras opiniones acerca de la plenitud, la excelencia, la felicidad perfecta de nuestra vida. Si estábamos tan tranquilos antes de tropezamos con Sócra tes, sin duda es debido a que creíamos estar viviendo como debe mos, o sea, certeramente dirigidos hacia nuestra plenitud. En otro caso, ¿cómo podríamos evitar una tremenda inquietud? Contestamos a la pregunta filosófica, a Sócrates, tratando de poner en palabras todo el sentido de lo que ya vivimos, de lo que ya somos y hacemos. Vamos, pues, a colocar esta tesis nuestra en la base de todo el proceso. Poner en la base es exactamente el signi ficado del verbo griego del que deriva el sustantivo hipótesis (en latín, suposición, sub-positio, suppositio). ¿Con qué, pues, confron taremos la hipótesis de todo el diálogo? Lo natural será que no hayamos respondido a la apelación de la realidad o del interlocutor con una tontería tan grande que inme diatamente quedemos refutados. Normalmente habremos dicho al go que al menos parezca satisfactorio, cuando no profundo, y que tenga, pues, visos de ser verdadero. Si así ha sido, entonces el diálogo proseguirá por parte de Só crates (o de quien haga sus veces, que hasta puede ser uno mismo en verdadero mono-diálogo) con una pregunta que nos exija pasar de la hipótesis a sus consecuencias. Quiere decirse: nuestra siguien te frase o tesis consistirá en afirmar algo que realmente está impli cado por lo que hemos dicho primero y hemos puesto en la base de todo lo restante. La filosofía actúa aquí impidiendo que todo termi ne indebidamente con la mera propuesta de la hipótesis. Una parte principalísima del arte de Sócrates estriba en vigilar que la hipótesis sea suficientemente unívoca y que la consecuencia que se extrae en seguida de ella de veras se siga. De aquí que sea tan importante captar bien desde un principio qué significa que un discurso esté implicado por otro o se siga de este otro (o se infiera o deduzca correctamente de él). La idea de la buena consecuencia, de la buena inferencia (illatio), es la noción fundamental de toda la
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lógica (deductiva). Y es ésta: hay buena consecuencia cuando es imposible que, si la hipótesis es verdadera, sea falsa la proposición que de ella deducimos. Pongamos atención. El que infiere, el que razona, sostiene que si p, entonces q (donde p y <7, naturalmente, representan cuales quiera proposiciones). O sea, afirma que es verdad un juicio com puesto condicional·, el juicio p-*q (como suele escribirse en la jer ga de la lógica actual). Claro está que un condicional de esta clase es un juicio, dado que cumple la condición que hemos impuesto: la de ser susceptible de verdad o falsedad. Pues bien, si yo afirmo que determinada proposición se sigue de mi hipótesis (y así contesto a los requerimientos de Sócrates), estoy precisamente afirmando la verdad de un juicio condicional de esa forma general. Y ¿cuándo es verdadero un juicio condicional? Mejor es responder a una cues tión más sencilla: un juicio condicional es falso cuando puede ocu rrir simultáneamente que su antecedente (p) sea verdadero y su consecuente (
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firmemente como verdad a la que me parece que se atiene mi vida, mi acción. Ahora que hemos captado adecuadamente qué quiere decir bue na consecuencia, podemos ver ya cuáles son los casos más senci llos que se han de dar en el procedimiento de comprobar dialógicamente un discurso. ¿No vemos de inmediato que el modo más simple de esta com probación es, invariablemente, el que tendremos cuando hayamos partido de una hipótesis falsa? En efecto, si por más que creamos en su verdad, de hecho nuestra tesis es falsa, ocurrirá, antes o des pués, que alguna de las proposiciones que se siguen en buena lógi ca de ella manifestará a las claras su falsedad. Pero como la buena lógica no puede jamás hacemos pasar de lo verdadero a lo falso, si llegamos a lo indudablemente falso será, obligadamente, porque hayamos partido de lo falso, aunque nos pareciera verdadero. Sólo de lo falso se puede seguir, en buena lógica, lo falso. En cambio, si hemos partido de una afirmación verdadera, nun ca deduciremos de ella, mientras deduzcamos con lógica, una afir mación falsa. Pero ¿cuántas deducciones nos harán falta hasta sa ber que nunca daremos con una consecuencia que resulte falsa? La respuesta tiene que ser que, en principio, si nuestra tesis admite in finitas consecuencias, dado que no disponemos de un tiempo infi nito en el que irlas examinando todas, el trabajo de comprobadores de discursos (o de hombres) no estará terminado mientras sigamos viviendo. De aquí que Sócrates sea incansable en sus diálogos; de aquí que acepte con júbilo una objeción radical de última hora, que llega cuando está ya preparada la poción venenosa: mientras es tiempo, mientras es lícito, debemos continuar el diálogo que bus ca comprobar las consecuencias de la hipótesis a la que no se ha encontrado refutación. De este trabajo no se puede apartar al filó sofo por más que se le amenace con castigos y aun con la muerte. Para él, la mención de tales penas es como si, ya de adulto, oyera mentar al Coco o al Ogro con el que le daba miedo de niño la no driza. Aunque hubiera que morir mil veces, el buscador de la ver dad no podría abandonar su trabajo. Y si se le pregunta cómo se re presenta la dicha en el Más Allá, su respuesta, por desconcertante que suene, será que piensa en una infinita conversación sobre la excelencia. El acuerdo con nosotros mismos y con todos nuestros
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interlocutores reales y potenciales quizá se haya establecido un día, pero, aun entonces, deberá reexaminarse a la mañana siguiente y, si se restablece, será para recomenzar otro día el mismo proceso. Regresemos al caso sencillo de la refutación de una hipótesis porque de ella se ha extraído, en buena lógica, una falsedad. Es muy aleccionador, para el principiante en la filosofía, parar mientes en esta noción de la evidente falsedad, detrás de la cual se encierran, en la práctica, la mayor parte de los problemas de la teoría del co nocimiento. La más evidente de todas las falsedades es la pura contradic ción. Una contradicción es un juicio en el que conjuntamos una afirmación con su negación estricta o simple. Si a la vez afirma mos A y no-A de lo mismo y en el mismo sentido, nos contradeci mos. Si a la vez afirmamos p y no-p, nos contradecimos. Si a la vez afirmamos que todos los A son B y que existe algún A que no es B, nos contradecimos. Estos son los tres casos más sencillos y más frecuentes de la contradicción. Que una contradicción sea ver dadera es tan imposible, exactamente tan imposible, como que sí y no signifiquen lo mismo. El principio de contradicción dice justa mente esto. No nos prohíbe contradecimos, ni afirma que no caben en nuestra cabeza las contradicciones (¡ojalá fuera así!). Lo que di ce, llana y lisamente, es que una contradicción es siempre y nece sariamente falsa. Allá nosotros si nos contradecimos. Por tanto, si de una hipótesis se sigue una contradicción, se de muestra rotundamente que la hipótesis era falsa. Al confrontar el discurso puesto en la base de todos los demás con este que ha sali do de él como una rama enferma sale de la raíz, el diálogo llega a su fin, puesto que el que ha estado sacando consecuencias en bue na lógica lo ha hecho porque admitía todo el tiempo el principio de contradicción y las restantes leyes básicas de la lógica (como la que dice lo que siempre y necesariamente significa que un condi cional sea verdadero). A no ser que intente una finta ridicula, aho ra, al darse de bruces con la contradicción, tendrá que admitir que esta es falsa, y de ahí se seguirá para él, con evidencia perfecta, que su hipótesis era también necesariamente una falsedad, vistos sus frutos lógicos. Ahora bien, las falsedades evidentes no son, ni mucho menos, siempre de este estilo tan tajante. Además de las falsedades lógicas
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o contradicciones, además de las violaciones o negaciones de las leyes de la lógica, existen otras clases de falsedades que, al ser des cubiertas como buenas consecuencias de nuestras hipótesis, consi guen que retiremos estas por falsas; es decir: consiguen hacemos reconocer que nuestra presunta sabiduría era ignorancia que se ig noraba a sí misma y que, por fin, en este preciso momento, ha pa sado al estadio de ignorancia que se sabe ignorante. El mundo de estas falsedades no meramente lógicas está muy poblado, desde luego. Escogeremos sólo los habitantes más sobre salientes de él (y los que más veces encontramos en las conversa ciones socráticas). Ante todo, puede pasar que cierta consecuencia de nuestra hi pótesis contradiga una ley de la naturaleza o una ley del mundo de la vida cotidiana (sobre todo, una evidencia de orden moral). Si tal cosa ocurre, como la contradicción no puede ser verdadera, al re conocerla palmariamente ahí ante nosotros nos veremos obligados a escoger si nos quedamos con nuestra consecuencia o con esa ley que ella contradice. Naturalmente, si hacemos lo segundo retirare mos la hipótesis de la que se ha seguido la consecuencia en cuya falsedad nos reafirmamos ahora. Este tipo de casos precisa de una mirada que se acerque más a las cosas mismas. ¿Qué significa esto de ley? Con esta expresión, que no es socrática, me refiero a cualquier juicio universal, o sea, a cualquiera de la forma general todos los A son B. Como he seña lado antes, es evidente que un juicio universal resulta estrictamen te contradicho por un juicio singular o particular de la forma ge neral este A no es B, o sea: existe un A que no es B. Pues ocurre que o bien el juicio universal es verdadero, y entonces necesaria mente el particular es falso, o bien el juicio universal es falso, y en tonces el particular necesariamente es verdadero; pero de ninguna manera pueden ambos ser falsos ni pueden ambos ser verdaderos (luego se oponen a la manera en que el sí y el no se oponen). Si en el diálogo encontramos de pronto que de nuestra hipótesis se sigue la contradictoria de una ley que hasta ahora hemos acepta do como evidente, se nos impondrá escoger entre esa consecuencia y esta ley. Tenderemos, probablemente, a lo primero, porque ese pro ceder mantiene abierta la esperanza de que nuestra hipótesis inicial se mantenga siendo verdadera. Desgraciadamente, los hombres no
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le tenemos gran amor a que se nos haga el beneficio de refutamos. Cuando emprendemos este movimiento de defensa, quizá heroica, quizá ridicula, de nuestra hipótesis con todas sus consecuencias, Sócrates procederá a recordamos los fundamentos sobre la base de los cuales hasta ahora aceptábamos la ley que deseamos de pronto abandonar. No habíamos caído en la cuenta de que es una contra dicción creer en esta ley y, a la vez, creer en nuestra hipótesis. Las contradicciones, por ocultas que estén, no por eso dejan de ser ple nas contradicciones. El recurso que utiliza Sócrates para hacemos evocar, mal que nos pese, la fuerza lógica de la proposición universal que pugna con nuestro orgullo es, al parecer, forzamos, sin violencia alguna, a repetir ahora el camino por el que se ha establecido entre los hombres la fe en la ley en cuestión. De este modo, si antes no lo habíamos pensado, ahora quizá asistamos en directo y en primera persona al espectáculo de las fuentes lógicas de las que brota la convicción general sobre la verdad de una ley (no lógica, sino, di ríamos, física o moral). Sócrates parece como si considerara que el camino por el que se llega a saber y a creer que todos los A son B no es otro que la observación de que muchos A realmente son B, junto con la obser vación de que no se sabe de ningún A que no sea B. Cuando se es tá en tales circunstancias, aunque no se tiene experiencia de todos y cada uno de los A, la razón humana salta de creer que, simple mente, muchos de ellos son B, a aceptar que todos lo son. Salta de la parte observada al todo, que probablemente es inobservable, porque, por ejemplo, suele contener muchos elementos que se die ron en un pasado irrecuperable. Este movimiento fue descrito me tafóricamente por Aristóteles como un ascenso (epagogué; en latín, y ya sin metáfora, o con ella muy desdibujada, inductio, induc ción)i. Un ascenso, porque saber algo sobre todos los A es un saber de más dignidad que el que sólo sabe acerca de algunos de ellos. Sócrates suele demorarse en estas inducciones, que a veces ca be pensar que resultaban verdaderas torturas lógicas para el que es taba intentando defender su honor de sabio aferrado a una contra dicción de alguna ley bien establecida. Pero hay que recordar que para Sócrates es crucial un caso en el que la inducción apresurada falla. Me refiero a que podría hacerse una larguísima enumeración
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de todas aquellas cosas respecto de las cuales existe una cienciatécnica, y esa numeración terminaría, casi triunfalmente, pregun tando, como si fuera esta una pregunta retórica: ¿cómo, entonces, va a escapar el hombre a esta ley general de las cosas, que es que todas parece que se someten a ser objetos de una techne posible? Sócrates, que hizo retroceder a tantos ante el poder de la inducción, supo, sin embargo, aferrarse a la esencial debilidad lógica del salto inductivo cuando se trató de negar la presunta evidencia con la que contaban los maestros de hombres. Quiere esto decir que el mismo filósofo que manifestó explícitamente en qué consiste la inducción fue perfectamente consciente de que el salto inductivo no es equi parable al salto deductivo. Aunque sepamos que todos los A obser vados son B, esta verdad es perfectamente compatible con la que afirma que no todos los A son B. Por tanto, de la acumulación de juicios particulares no se sigue con buena consecuencia deductiva el juicio universal o ley. Claro que esto no quiere decir que siempre la fuerza lógica de un juicio universal estribe en la inducción. Pero no podemos saber hasta qué punto fue Sócrates consciente de ello. Yo tiendo a pensar que lo fue, ya que lo que en sus conversaciones observamos es que acude constantemente a la corroboración inductiva de los juicios universales, pero él mismo sabe que la mera inducción no puede establecer sin dudas la verdad de una ley. Si la ley es verdadera, evidentemente que quedará confirmada caso a caso. Si es verdad que todos los A son B, puedo desgranar las partes del conjunto de los A sin miedo a tropezarme con una excepción. Cabe descender del juicio universal a los juicios particulares sin pasar por ello ja más de lo verdadero a lo falso. En cambio, de los juicios particula res no es lícito ascender a la ley, en el sentido de que no queda ló gicamente prohibido que algún caso particular no examinado la contradiga (y, por lo mismo, la destruya). De todo lo cual se sigue que si el hombre conoce realmente alguna verdad universal con plena justificación para decir que la conoce -y no meramente co mo un pálpito basado en la inducción pero no definitiva o sufi cientemente fundado-, ha de ser porque haya subido hasta ella por algún procedimiento diferente de este que hemos estado analizan do aquí nosotros. Se trataría también de ascenso, pero la vía utili zada no sería realmente, pese a las probables apariencias en con-
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trario, la detenida y larga enumeración de los casos particulares y el registro de que no se ha hallado excepción todavía. De hecho, por regla general, los interlocutores de Sócrates reco nocen, aunque sea a regañadientes, que deben atenerse a la ley y de jar el intento de rechazarla como consecuencia de la hipótesis que han empezado formulando. Es muy posible que hubieran reflexio nado demasiado poco sobre las debilidades de la inducción como procedimiento racional; pero también es posible que Sócrates no se esté prevaliendo artera y hasta sofísticamente de la inhabilidad ló gica de sus conciudadanos. Cabe que tanto él como ellos perciban, siquiera sea en la penumbra, que existen leyes de orden natural y, sobre todo, de orden moral, que han sido descubiertas en un ascen so que, si se me permite el juego de palabras, no fue inductivo. Por fin, cabe también que de nuestra hipótesis se siga un juicio que niegue una evidencia particular inmediata. ¿Y si, en el límite de la ridiculez, alguien estableciera una hipótesis tal que de ella se dedujera la inexistencia del hombre que dice que la acepta? El sofista temía más que a nada al daño que procede de los de más y se manifiesta en forma de desprestigio, de disminución de nuestro capital, de pobre éxito social. El socrático sitúa en un lugar muy distinto el mal que a toda costa debemos evitar: en lo falso, en la ignorancia, que, por cierto, hace mala nuestra acción. El mal gravísimo no nos asalta desde fuera sino desde dentro de nosotros mismos, y es el que hacemos a todos (incluidos nosotros) mientras estamos firmemente plantados, culpablemente plantados, en la ig norancia sobre lo decisivo: el bien, el Dios, el ser del hombre. Y es que no haber comprobado con la necesaria diligencia una hipótesis capital para toda nuestra vida se debe a pereza culpable, porque con siste en creer estúpida y cobardemente que sabemos lo que en rea lidad no sabemos.
e) Cómo recorrió Sócrates Atenas dando culto a Apolo Sócrates era Sócrates antes de recibir el oráculo; pero no era to davía el personaje público que compareció ante el tribunal. Posi blemente se parecía bastante a la imagen que de él ofrece, en su Pensadero, rodeado de amigos que leen todo y discuten de todo, el
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comediógrafo Aristófanes. Los costes militares de Sócrates (que fue un héroe en varias batallas Juchando en calidad de hoplita, o sea, de infante pesadamente armado -a su propia costa-) no hubie ran podido ser sufragadas por el hombre sin dinero que se defien de de Anito. Sócrates se empobreció y encaminó sus pasos hacia la Heliea, sólo cuando se propuso la comprobación del enigmático sentido del oráculo. A fin de cuentas, para convencerse de que el oráculo decía la verdad no parece que fuera preciso demostrar al ig norante su ignorancia a la vista de cualquiera que escuchara el diá logo: bastaba con quedar uno mismo convencido de cómo eran en realidad las cosas, y confiar en que el interlocutor recapacitara so bre lo que acababa de ocurrirle con Sócrates. Sin embargo, el filósofo no sólo comprobó la ignorancia hin chada de sus conciudadanos y de los Sabios forasteros que visita ban Atenas, sino que hizo todo lo que pudo por que ellos mismos captaran muy a las claras el sentido del encuentro que habían te nido con él. Como si la verdad del oráculo tuviera que quedar pa tente a la vista de todo el mundo, siendo así que el oráculo mismo -ya que Sócrates lo anuncia solemnemente al tribunal entre el gri terío de asombro o rechifla de la m ultitud- había permanecido prudentemente escondido en el círculo de los íntimos. ¿Qué nece sidad había de proceder así? ¿No era o malévolo o demasiado pe ligroso, esto de desenmascarar la ignorancia ajena opportune et inopportune? Fue un recorrido metódico, a través de todos los niveles de apa rentes sabios de la comunidad. Fueron los trabajos de Hércules, el regreso difícil de Ulises a ítaca, las hazañas de un Aquiles ya bas tante mayor, que ve acercarse la muerte a pie quieto (aunque retra sa prudentemente su llegada, para poder examinar mejor el sentido del oráculo por la vía del examen de todos los atenienses). La lista de este trayecto hacia la muerte no recoge expresamen te, como capítulo aparte, a los Sabios llamados sofistas, sino sólo a los políticos, a los poetas y a los artesanos. En realidad, como re sulta que las personas de estas tres categorías se identifican en el punto clave con los sofistas, no hace falta mencionar además ex presamente a estos. Todos los que creen en la existencia de los so fistas son en el fondo también unos sofistas: no han pensado lo su ficiente en la índole del mal y de la verdad.
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Por otra parte, el catálogo de las pesquisas de Sócrates recoge sus viajes por Atenas, y los sofistas no pertenecían a la comunidad (ya conocemos algunos nombres de atenienses vinculados, eviden temente, a la dirección intelectual de la sofística, pero que no pare cen haber sido, en absoluto, maestros ambulantes de retórica). Los políticos, si no creyeran saber a ciencia cierta sobre el bien y el mal, y en especial sobre el bien para Atenas, no harían lo que hacen: liderar grupos de opinión y presión en el ámbito de la de mocracia, que representan firmes partidos que disputan sobre la guerra y la paz, sobre las leyes que deben entrar en vigor y sobre las que deben ser derogadas. Los poetas y los rapsodas dicen cosas extraordinarias sobre los dioses y los héroes, y, cuando se trata de los poetas líricos y los dra maturgos, también sobre el hombre. Homero y Hesíodo y la pléya de de sus recitadores son los educadores básicos de todos los grie gos, y ya había escrito Heródoto hacía cincuenta años que entre los dos enseñaron a todos la naturaleza de sus dioses. ¿Saben lo que dicen? En múltiples ocasiones, y dado que los sofistas utilizaban constantemente fragmentos de los poetas en sus conferencias y lec ciones, vemos a Sócrates enredado en un diálogo en el que se trata de defender o refutar la tesis de un verso. El resultado es, invaria blemente, que se puede hacer decir a un poeta (si él no lo declara ya abiertamente) cualquier cosa, incluidas cosas que entre ellas se con tradicen. Pero en su discurso ante el tribunal, Sócrates está muy co medido a este delicado propósito. Si los poetas (ya que dicen cosas contradictorias) cantan en muchas ocasiones lo verdadero, pero no son capaces de justificarlo dialógicamente en su verdad, es que és ta la tienen inspirados por la divinidad, poseídos. Si no es la fuerza lógica de la verdad quien los ha conducido hasta ella, habrá tenido que ser alguna sorprendente (pero indudable, a fin de cuentas) fuer za ilógica de la misma verdad: un dios. Los propios poetas, empe zando por Homero y Hesíodo, se presentan arrebatados por la Mu sa, que canta por boca de ellos las verdades que las solas fuerzas humanas no pueden descubrir. En la edad actual es más bien cho cante esta manía de dejarse llamar sabios los que no lo son, como si la dignidad de posesos por el Dios fuera menor que la de sofistas. En cuanto a los artesanos, los hombres que sí están en posesión de alguna techne, la situación varía mucho. Estos atenienses real
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mente sí saben algo, y sus obras y sus palabras (sus productos y sus aprendices) así lo acreditan a los ojos de todo el mundo. ¿Cómo ca be que Sócrates, a quien no vemos, por cierto, en los diálogos es critos por Platón entrar en conversaciones con esta parte de la po blación, termine también por considerarse sin duda más sabio, en su ignorancia, que ellos? La respuesta está en que los artesanos de la democracia ateniense no ponen objeción alguna en participar, por sorteo o por turno, en las magistraturas de la ciudad, y además votan constantemente, en las asambleas, sobre el bien y el mal. Qui zá muchos estén en condiciones de obrar así sin escrúpulo. Esto es lo que tendrá que averiguar el investigador del oráculo. Pero lo que se descubre en seguida es que, como eso no sucede, quizá los hom bres que están en posesión de algún auténtico saber tiendan a ofus carse, por ese mismo hecho, acerca de otro que en realidad les de bería ser muy patente: que carecen del saber sobre el bien. Es como si se ensoberbecieran porque son los únicos que, sin inspiración di vina, saben realmente algo. Saber algo no es saberlo todo, sin em bargo. Es lástima que los que están en mejor posición para com prender perfectamente qué requiere una episteme se engrían y se olviden de los criterios del saber justamente cuando dedican su tiempo a los objetos supremos. Si por conocer científico-técnicamente ciertas cosas se paga el precio de ignorar con culpable igno rancia qué ocurre con la excelencia del hombre, con el bien de la ciudad y de cada uno de sus miembros, entonces Sócrates, que es tá libre de esta clase de desgracia, aunque haya olvidado, por el culto de Apolo, su antiguo saber de escultor, realmente es más sa bio, muchísimo más, que sus compañeros de gremio. No porque la democracia intrínsecamente sea mala y haya surgido de la desas trosa idea de que todo el mundo, sin preguntarse por ello, sin in vestigarlo ni tener maestros en este asunto, nazca sabiéndolo todo acerca del bien y el mal y la vía de la perfección de la existencia in dividual y comunitaria. Está muy bien, como en seguida volvere mos a comprobar, que el Estado sólo se componga de hombres her manos, de discursos que están todos en el mismo nivel. La crítica de Sócrates no afecta a la raíz de la democracia, sino al modo en que se la vive casi siempre por parte de casi todos. El ideal es la comunidad de iguales bajo la ley, pero estos hombres iguales tie nen que empezar, para realmente someterse al yugo de la ley, por
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destruir en ellos mismos la falsa concepción por la que se sienten por encima de cualquier verdad, dictando autónomamente ellos, ca da uno de ellos, la verdad sobre las cosas supremas. Primero hay que purgar a la ciudad, comenzando por sus hombres, de uno en uno, del mal decisivo que es la ignorancia al cuadrado sobre el bien, para que luego, convertidos ya todos los integrados en la comu nidad en verdaderos amantes de la verdad, nazca realmente la so ciedad de hermanos iguales que viven en la casa común del padre, de la ley («ley», nomos, se debe recordar que es término masculino en griego). Precisamente este último punto es el que permite entender esa parte de la misión llevada a cabo por Sócrates en Atenas que antes yo decía que no se veía bien por qué estaba implicada en la mera in vestigación del sentido del oráculo. Sócrates busca en verdad que to dos sus conciudadanos (y él mismo) se conviertan en hombres li bres, conscientes de su distancia respecto del saber técnico sobre el bien y sobre el hombre. Esta es la esencia de su vida política, tan in tensamente política como filosófica. Para él no es importante apren der a sus solas qué significa el enigma de la Pitia. No hay pizca de egoísmo o narcisismo en lo que vengo llamando la misión de Só crates en Atenas. Es el bien real de la ciudad, que pasa a través del bien real de sus miembros, lo que intenta promover, en la medida de sus fuerzas, Sócrates. Y por esto le es imprescindible poner todo lo que está de su parte en la tarea de que sus interlocutores se enfrenten de la manera más dura y clara posible a la realidad de su peligrosa ignorancia. Deben detenerse a pensar muy en serio cada uno de sus pasos en la política común. Pero para conseguir que lo hagan, hay que empezar por convencerlos, sin avasallarlos en ninguna forma, de cuál es el estado real en el que se encuentran a propósito de la plenitud o excelencia de la vida humana y el bien de la comunidad. Y realmente el que se ve refutado (refutado por él mismo ante sí mismo, aunque en presencia de Sócrates y quizá de más gente) que da en el mismo momento desposeído de alguna ignorancia, hecho un poco mejor. Sin embargo, no es frecuente que mire a Sócrates, el catalizador de este inmenso beneficio, con agradecimiento. Al ins tante de mejoría sigue, muchas veces sin solución de continuidad, un estado duradero de odio al filósofo, a la filosofía y a los argu mentos, a la lógica, a las refutaciones... El hombre desenmascara
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do a sus propios ojos -y a los de los conciudadanos que casualmen te se hallaran presentes en la conversación- apenas pasa por un mo mento de mejoría y perplejidad. Un ansia más poderosa en él que el fugaz gozo que le ha producido la verdad, lo embarga. No ama tan to el bien y la verdad como ama su propia apariencia de hombre que piensa bien y va derecho por el camino de la vida. No es un filóso fo en el fondo -cosa que nos temíamos muchos-, sino un philótimos, un amante de su reputación. Yo creo que Sócrates no tenía una explicación suficiente para este fenómeno extraño. En su cabeza no cabe, propiamente, que un hombre que está frente a una verdad no quede de inmediato curado del amor a su reputación que estaba enturbiando o imposibilitando el conocimiento de la verdad. Si esencialmente mejoramos cuando, al pensar, el diálogo nos libera de las ignorancias culpables -sobre las cuales nuestra existencia va, literalmente, montada sobre nada-, ¿por qué se reacciona achacando a Sócrates algo que para nada se pone de manifiesto en la conversación misma y, sobre todo, abo rreciéndolo? Este odio es incomprensible. Sólo un poco más inteli gible es que se acuse inmediatamente a Sócrates, debido a que re futa a otros, de saber acerca de aquello sobre lo que los refuta. Porque es como si se pretendiera que sólo el buen zapatero critica ra a otro zapatero, cuando basta ser usuario de un par de botas para saber si son malas o buenas. El secreto de cómo comprendió dentro del conjunto de su filo sofía el odio y la calumnia que le es consiguiente, forma parte del misterio que Sócrates no aclaró jamás.
5. El discurso que fue Sócrates. En el nacimiento del cuarto con cepto de la filosofa: la metafísica Una pregunta no puede ser ni verdadera ni falsa. Un hombre que sólo pregunta, como no hace afirmaciones, como no cree, ja más está en la verdad ni en el error. ¿Fue este el caso de Sócrates? Si así hubiera sido, sería una constante mentira, y no sólo una ironía, la pretensión del filósofo de examinarse a sí mismo a la vez que procedía al examen de otros hombres, de otros discursos. El dios de Delfos saludaba al visitante de su oráculo recomendándo-
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le que se conociera a sí mismo. En realidad, esta exhortación lo era a reconocer los límites humanos, a renunciar de antemano a cru zarlos como quien desea temerariamente igualarse a un dios. Pero para poder afianzarse, al modo de Sócrates, en la verdad no sólo creída, sino evidenciada, de que la sabiduría humana apenas es na da comparada con la del Dios, es del todo preciso conocerse a sí mismo y conocer los fondos últimos de la sabiduría que quizá ate soran los demás hombres. Como hemos visto con cierto detalle, la certeza de que no hay técnica de la excelencia humana supone, efectivamente, el conocimiento de sí mismo en un sentido decidi damente asertivo, y no tan sólo interrogativo. Sócrates pregunta incesantemente, es verdad; pero también lo es que no podría negarse a responder cuando a su vez otros lo in terrogan. De hecho, así le vemos comportarse, aunque emplee en sus respuestas dosis muy altas de ironía, o sea, de recursos para que la cuestión afecte, en definitiva, más a su interlocutor -porque sigue creyendo saber- que a él mismo -puesto que ya se ha cono cido antes lo bastante como para haber descubierto su ignorancia-. Y, sobre todo, ¿es que el proceder de Sócrates no supone algunas certezas que aún no hemos tomado en consideración? ¿No debería mos hablar, manteniendo por nuestra parte lo paradójico de la si tuación cuanto podamos, de que Sócrates es, en cierto modo, tam bién él una tesis interrogativa? Si Sócrates actúa como lo hace -si se limita fundamentalmente a preguntar sobre la excelencia-, no escapa él tampoco a la regla universal, según la cual la acción es ya una tesis (y la tesis, una ac ción). Por más que la acción de preguntar sea la menos asertiva de las formas de obrar, no deja, sin embargo, de ser precisamente eso: una forma de comportarse. De otro lado, nuestra sospecha acerca de que Sócrates es, en verdad, una tesis muy indirectamente afirmada, se adecúa perfec tamente a la evidencia que se nos ha presentado cuando hemos es tudiado qué ocurrirá en el caso de que una hipótesis sea verdadera. La corroboración infinita de esta hipótesis, consistente en un infi nito ir extrayendo sus consecuencias para confrontarlas con cua lesquiera verdades universales o particulares, a fin de ver si su opo sición a éstas llega al punto de convencernos de la falsedad de nuestro punto de partida, es exactamente el modo de comporta
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miento que cabe esperar de un hombre que afirma que no ha halla do posibilidad alguna para sostener que existe la ciencia técnica acerca del ser del hombre. Por consiguiente, mi propia hipótesis global para la interpreta ción de Sócrates y de la filosofía que él encama consiste en que el filósofo fue él mismo un discurso que intentó autorrefutarse hasta los límites de las capacidades humanas. Cada instante de la exis tencia del filósofo es una corroboración, siempre insuficiente, de la posible verdad de la hipótesis que la guía toda entera. Como tan sólo se halla que nada la refuta, aunque falte saber si en el futuro, si en otro lugar, si con mayores fuerzas lógicas e imaginativas, no ocurrirá al fin la refutación, el filósofo continúa manteniéndola co mo verdadera hipótesis suya. En realidad, la posición del filósofo respecto de la hipótesis siempre en proceso de verificación en que él mismo consiste, es extraordinariamente delicada y compleja. No se puede decir que él sepa, en el sentido perfecto de esta palabra, la verdad que, sin embargo, él está al mismo tiempo siendo. Su pro pia ignorancia es, justamente, su certeza, dado que todo lo que ha ce se basa realmente en la hipótesis en cuestión, pero todo eso que hace sirve al trabajo de la autorrefutación. En otras palabras: si Só crates no creyera con absoluta seriedad en su hipótesis constante mente abierta e investigada, no obraría en nada tal como de hecho lo hace. Para que la existencia se vuelva pura pregunta, tiene que saber -¡pero interrogativamente!- que preguntar sin tregua es, jus tamente, el modo mejor de vivir, o quizá el único que verdadera mente es posible. La excelencia del hombre no se posee, pues, co mo una verdad tranquila, científicamente comprobada, disponible para aplicaciones de orden «técnico»; sino con la inestabilidad y a la distancia (filosofía) de una creencia aún no refutada, desde la cual se refutan las demás creencias y que ante todo ordena mante nerse en el filo de la navaja de una investigación incansable. Es en los repliegues de este paisaje abrupto donde se oculta el enigma de Sócrates, tan permanente como su pregunta. Pues bien, Sócrates mismo anuncia con toda la claridad desea ble a sus jueces qué tesis es esta tesis interrogativa que ha llegado a ser la sustancia misma del hombre Sócrates y la vitalidad de la fi losofía. El discurso para el que jamás se halla refutación, pero des de el cual se refutan los discursos que disuenan con él -ya sólo por
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el hecho de que la hipótesis socrática manda no detenerse en sacar consecuencias de todos los discursos, incluida ella misma-, dice que «cometer injusticia y desoír a quien es mejor que uno mismo, ya sea dios, ya sea hombre, es malo» (Apología, 29 b). Precisa mente eso que dicen los acusadores que Sócrates hace (adikéin, quebrar la justicia, la dike), es lo que el propio Sócrates afirma, con su vida entera, con su pregunta constante, que no se debe hacer. Que no se debe hacer, pase lo que pase, ya que el fondo contra el cual esta tesis (la hipótesis socrática, la tesis interrogativa de la fi losofía en la comprensión socrática de ella) está pensada y afirma da es la muerte: no se debe violar la justicia, aunque haya que mo rir por comportarse así. Toda la vida de Sócrates consiste, más incluso que en la com probación del oráculo de Apolo pronunciado acerca de él, en la comprobación de que no hay que hacer el mal, se sufra por ello lo que haya que sufrir, y aun cuando se esté recibiendo a cambio el peor de los tratos: aquel que querría hacer malo a la víctima de su violencia. No se debe devolver mal a este ensayo de hacemos daño, precisamente porque, si respondemos con el mal, nuestro adversa rio habría triunfado sobre nosotros hasta el fin: habría conseguido nuestra maldad. Para saber, pues, interrogativamente, en una encuesta siempre abierta, infinita, que se prolongaría, de ser posible, a la vida de ul tratumba, que no hay que hacer el mal, hay que saber asimismo que la muerte no es el mal. El mal es la propia maldad que se adquiere al violar la justicia; la muerte, como no puede ser descrita así de ninguna manera, no es un mal (o es un acontecimiento indiferente, o es un bien). El hombre vive o bajo la creencia de que la muerte es el mal, o bajo la creencia de que la violación de la justicia es el mal: no hay una tercera posibilidad. Naturalmente, el que teme a la muerte por encima de todo, hará cualquier cosa para rehuirla. Literalmente, ha rá lo que sea con tal de retrasarla, si de verdad su hipótesis existencial es que la muerte es el mal extremo. El que no cree en tal hipó tesis, o sea, el que ignora si la muerte es un bien o algo indiferente, pero sabe que no es el peor de los males, es que simultáneamente sabe que no todo se debe hacer para huir de ella. Y si considera que no todo se debe hacer con tal de no morir, entonces es que se sabe
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(se tiene la hipótesis existencial de) que ciertos actos posibles son absolutamente ilícitos, en el sentido de que hay que no realizarlos, aunque con eso se pierda la posibilidad de seguir haciendo acto al guno en este mundo. Inmediatamente comprendemos mucho mejor todavía por qué Sócrates escogió la palabra alma para referirse al yo auténtico del hombre, al órgano de su creencia (que es su acción). Y es que el al ma fue siempre para el griego, por debajo de los restantes sentidos cambiantes que recibió esta palabra, aquello que subsiste tras la muerte del hombre y se refugia en la zona de la realidad que tocó en suerte a Hades. Movido por su saber interrogativo, sin definiti va confirmación, pero en la certeza de que no se halló prueba en contra en ningún lugar de la humana sabiduría, el filósofo desafia esencialmente el poder de la muerte. Su difícil verdad en el filo de la navaja, que no es precisamente una ciencia, una técnica de hom bres, es sin embargo más resistente que la muerte. Justamente co mo sigue sin ser una ciencia, sino en cierto modo algo más y algo menos que una episteme, el filósofo no demuestra que el alma sea inmortal, sino sólo se adelanta con buena esperanza (por ejemplo, Apología, 40 c) al encuentro de la muerte; porque sabe, en su difí cil conocimiento interrogativo, que la muerte no puede dañarlo, ya que sólo nos daña la violación de la justicia. La bondad es inviola ble, tanto en esta vida como en la muerte; tanto cuando creemos que puede ser impugnada por los demás hombres, como cuando quizá tememos que pueda quedar a merced del capricho de un dios (41 d). Tal inviolabilidad quizá no signifique inmortalidad, dado que específicamente es inviolabilidad respecto del mal auténtica mente tal, no de la muerte. Sócrates buscó el conocimiento verdadero de lo que concierne a la plenitud de la existencia. Llevado por las altas exigencias que las ciencias-técnicas proponen a sus cultivadores, comprobó que la sabiduría de los Sabios, aunque se valiera de palabras tan espléndi das como estas, no satisfacía en absoluto los criterios de rigor de las verdaderas ciencias-técnicas ya existentes. Él, por su parte, ha lló que a estas se añadía la ciencia de los discursos y los diálogos, que era precisamente el instrumento con el que se demostraba la insuficiencia lógica de la presunta Sabiduría. Pero la sorpresa fi nal, el misterio de Sócrates, estribó en que, dadas las condiciones
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exigidas para la comprobación de un discurso, el discurso verda dero no se deja poseer, cuando se refiere a la naturaleza del hom bre y a la del bien, como una episteme más. Digo que su dignidad cognoscitiva es a la vez mayor y menor que la de la episteme por que, en efecto, la hipótesis de Sócrates es aquella sólo desde la cual el hombre refuta la presunción del sofista y vislumbra la esencial limitación del conocimiento. No sabemos nada sobre las ciencias y sus límites, como no sea sobre la base de nuestra búsqueda infruc tuosa de una ciencia para el hombre mismo que somos. Finalmente, Sócrates, que buscaba la excelencia del hombre co mo miembro de su comunidad política, halló difícilmente que la maldad y la bondad acontecen en el alma del hombre individual, eso sí, en la medida en que dialoga con toda la realidad que lo in terpela. Uno solo es el bueno y el malo, y lo es desde sí mismo, desde su ignorancia culpable o inocente, perezosa o infinitamente trabajada. Si nadie nos puede dañar, aunque tenga el poder de un dios, es porque sólo nosotros mismos poseemos esa temible capa cidad. Y sólo la poseemos respecto de nosotros mismos. La tesis interrogativa de Sócrates revela la libertad individual como vitalidad moral del alma, que es, a su vez, la vitalidad del hombre. Pero lo hace de una manera todavía más compleja que co mo podemos presumir ahora. El hombre solo es el único capaz de corromperse, y sólo alcanza a él mismo este poder negativo. No su cede, en cambio, que el hombre solo esté dotado de autonomía, o sea, que de él solo dependa su propia bondad. Es verdad que debe rá poner a contribución de ella todo su esfuerzo existencial, todo este trabajo de autoconocimiento y autorrefutación que he tratado de representar esquemáticamente; pero eso no es bastante, y ni si quiera es lo originario en la cuestión suprema de la excelencia de la vida humana. ¿Cómo así? La clave de este último giro del pensamiento socrático se nos entrega fundamentalmente en el diálogo Critón. Y es que la voz que pronuncia «no hagas el mal» incondicionalmente no ha sido prime ro la voz del individuo humano mandándose autónomamente a sí mismo. Sucede que es el discurso de la ley misma por la que vive la comunidad humana el que proclama, en el origen, la prohibición absoluta de violar la justicia. Es sobre todo la justicia gracias a la cual existe la comunidad de los hombres la que no quiere ser vio
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lada. Ella habla, y es la palabra primera que queda dicha en el pro ceso constante de la formación del hombre como tal. Los discursos que somos los hombres sucedemos todos en el mismo nivel, fraternalmente. Ningún hombre precede lógicamen te a otro de una manera esencial, sino que la jerarquía de los valo res de verdad se establece únicamente en el diálogo abierto, dentro del espacio público de la comunidad política. Pero existe, además de todos estos hermanos, un padre común, que también es, desde luego, un discurso: la ley de la comunidad, el centro de la justicia por la que vive la comunidad. Sin este centro, sin esto común a to da la vida comunitaria, no se abriría la posibilidad del espacio pa ra la fraternidad de los hijos, de los hombres. La ley, el padre, el hogar de la existencia común, no es sin em bargo un dios, porque, dado que es discurso, aunque esté en un ni vel superior, entabla una auténtica conversación archisocrática con Sócrates mismo (y con todos). Y en la conversación puede que ocurra la refutación. No la refutación de la totalidad del vínculo úl timo de la comunidad -pues sin él se aniquila el diálogo-, pero sí la de los flecos de la ley, la de las leyes que pueden ser mejoradas. El hijo humano puede enmendar con justicia una ley del Estado. Ya al nacer establece el hombre, de obra, un pacto, una con cordia con la ley. Empezar a vivir en el seno de una comunidad de hombres que se hablan recíprocamente es conceder ya que se está de acuerdo, básicamente, con la palabra que ha dado lugar al ám bito de la ciudad. Este acuerdo inicial falta que sea corroborado o retirado con las demás acciones y los demás discursos de la exis tencia del nacido ciudadano. Sólo en una comunidad donde la ley dice que cabe al hombre estar tan en desacuerdo con ella que pre fiera, incluso, romper su vínculo hasta con lo central en la ley pa ra emigrar a otra comunidad, es un lugar donde el filósofo puede vivir. Sócrates permanece en Atenas y entre los atenienses (ni si quiera en los campos, sino con los hombres de la ciudad) todo el tiempo posible. Sólo cuando la ley dice que debe abandonar provi sionalmente los muros de la ciudad, Sócrates la obedece. Desde un comienzo ha decidido sujetar su conducta al discurso, y no a cual quier otra fuerza que en él se halle (el placer del vientre, por ejem plo, o la rebeldía del pecho heroico). El discurso es suyo, es del hombre mortal que siempre somos cada uno; pero trata, en cuanto
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le es posible, de atenerse al acuerdo vital con el discurso del núcleo de la ciudad: «No se debe violar la ley, pase lo que pase». La bon dad, que sólo uno mismo puede realizar en sí, es una conversación interminable iniciada por la ley, por el padre común. Esta atadura de la hipótesis socrática a la palabra de la ley de la ciudad refuerza la consistencia de aquello a lo que entrega el filó sofo su existencia. La ley no es divina, repito, puesto que admite la ruptura con ella y la refutación de muchos de sus miembros o ramas laterales; pero Sócrates afirma haber visto en ella el modo en el que se hace más poderosamente patente entre los hombres la Verdad, el Discurso, lo Divino mismo. De aquí que la peculiar apuesta de Só crates, que juega todo a la carta del diálogo y del deber incondicio nal de no violar la justicia, posea desde su peculiar perspectiva un asidero, aunque no inmediato, en lo absoluto. No es una apuesta absoluta sobre base puramente finita. Sócrates, que se atiene, se gún las palabras esenciales de Critón, 46 b, a aquella de entre sus cosas que es «el discurso que me parece el mejor después de haber sopesado discursos», piensa estar atado, a través de la sacralidad de la comunidad política, a la sacralidad de la Verdad, al Único ha blante que realmente sabe (48 a) -que realmente sabe con episteme la verdad sobre el bien, porque él mismo es esta verdad-. Por enci ma del centro mismo de la ley del Estado democrático, más alto que el padre, está otro Discurso del que depende la santidad de cualquier ley. Así es como se explica que Sócrates muera por dar culto reli gioso a la ley de Atenas. ¿Qué hizo, sin embargo, Platón, confrontado con el espectácu lo insufrible del sacrificio de Sócrates? No arrostró la existencia en Atenas; tampoco desdeñó, en aras de cómo su ley mediaba para to dos los ciudadanos la ley de la justicia divina, los peligros que re presentaba para él quedarse en Atenas. Lejos de eso, Platón se mar chó de la ciudad. Su viaje a Mégara es apenas media jomada de camino; pero estos pocos kilómetros simbolizan su crítica radical a Sócrates: el viejo filósofo no dio el paso decisivo de reconocer que una ciudad donde la filosofía es condenada a morir es una comuni dad cuya ley está corrompida y, por lo mismo, se ha desligado de su divina ancla. No cabe limitarse a decir que la ley es justa pero son injustos los jueces que la aplican. Sócrates habría tenido que aban
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donar Atenas -posiblemente mucho antes del proceso-. Y ¿acaso cabe suponer que en otro lugar, donde precisamente la constitución no es democrática, o lo es menos hondamente que en Atenas, va a subsistir la sacralidad de la justicia política? Al trasladarse a Mégara, Platón rechaza la hipótesis de Sócrates no en su literalidad, pero sí en su valor de reflejo de la divina verdad a través del reflejo primordial que es la ley común. ¿No queda en tonces abandonado a la pura finitud humana el discurso que prohí be incondicionalmente obrar el mal, violar la ley? ¿Qué ley, y co nocida cómo, es esta que no se puede violar, pase lo que pase? Para que el discurso de la filosofía no se pierda en la relatividad de los discursos humanos -por mucha que sea su fuerza refutativa-, supri mido el espejismo de la sacralidad de la ley real de la ciudad, que da sólo en pie una posibilidad: que el vínculo con la verdad divina se conserve, porque se reconozca ahora, gracias a lo que se apren de con la muerte injusta de Sócrates, que no ha habido nunca es tricta necesidad de mediación de lo divino. Entre la verdad del hom bre y la Verdad que es el Dios, la relación es directa. El método dialógico ha de poder acceder de alguna manera a la verdad de las cosas mismas, por imperfecta y distantemente que ello suceda. Eso que hemos visto hacer a Sócrates todos los días de su vida, menos quizá el de su juicio y el de su conversación en la cárcel con Critón, es y sigue siendo la filosofía, la sabiduría humana, porque no nece sita atarse al destino de ninguna comunidad política particular. He aquí la vislumbre primera de lo que podrá ser la metafísica (el cuarto concepto de la filosofía): discurso verdadero humano que directamente refleja de algún modo el discurso verdadero ab soluto o divino. Y que nace, por cierto, con la vocación de refundar desde los cimientos la comunidad humana, cuya ley se ha desliga do de la verdad. La metafísica es revolucionaria constitutivamen te, porque es en realidad teología, verdad sobre la verdad misma, verdad sobre las cosas mismas -aunque, eso sí, no verdad absolu ta, sino reflejo de lo absoluto-. A un paso, y muy peligroso, de la técnica del bien que Sócrates, por buscarla tan afanosamente, de nunció como la ilusión fundamental de la ignorancia humana.
EPÍLOGO
¿Cuáles son las otras navegaciones de la filosofía? ¿Cuándo em pezaron? ¿Son hoy posibles varias simultáneamente como tradi ciones diversas de una actividad que se ha abierto en un abanico de posibilidades? ¿En qué consiste, vista de cerca, la metafísica y qué desarrollo ha conocido? ¿Puede el socratismo reaccionar eficaz mente frente a ella? Huelga decir que en filosofía no hay que adelantar respuestas. La calma pertenece a la esencia de nuestro asunto. De hecho, he concebido este ensayo como el primero de una se rie en la práctica indefinidamente prolongable. Mi actividad litera ria se reparte entre esta cadena de ensayos y los estudios técnicos que la respaldan. Mi plan abarca los siguientes volúmenes (todos sometidos, naturalmente, a continua revisión): el inmediato al que ahora doy a la imprenta abarcará el conjunto filosófico entre la obra de Platón y el principio de la era cristiana; el segundo se dedicará al gran arco que conduce de Filón de Alejandría a Nicolás de Cusa y Giordano Bruno; el tercero invitará a la filosofía moderna estu diando las formas clásicas del racionalismo y el empirismo, ade más del idealismo transcendental kantiano (e incluyendo también lo esencial del positivismo y el neopositivismo); el cuarto com prenderá las formas del pensamiento dialéctico, el romanticismo filosófico y el irracionalismo; el quinto, la fenomenología (en la que incluyo a Maine de Biran, a Bergson, a Blondel, a Brentano, incluso a Lacan, y no sólo a Husserl y sus discípulos, hasta Henry o Levinas); el sexto discutirá las formas de la filosofía de la exis tencia y el historicismo (entre Pascal y Merleau-Ponty, pero aten diendo de manera muy especial a Rosenzweig, Heidegger y Kier kegaard). El séptimo será, según espero, el que cerrará esta larga exhortación a la filosofía. Lo hará remarcando las líneas de la fi losofía primera.
ÍNDICE GENERAL
Invitación a la filosofia ..........................................................
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Introducción: Sobre la idea de la filosofía...........................
11
1. La filosofía como actitud existencial .......................... 2. Las sucesivas navegaciones de la filosofía como teoría de la verdad ...................................................................
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I. La teoría de la verdad entre Mileto y Elea El primer concepto de la filosofía 1. La verdad como totalidad absoluta de lo real..............
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2. Los principios de la segunda navegación de la filosofía 1. Anaxímenes............................................................... 2. Jenófanes de Colofón............................................... 3. Heráclito de É feso.................................................... 4. Del mito primitivo al pitagorismo........................... a) Homero................................................................. b) Hesíodo ................................................................ c) Dióniso ................................................................. d) Eleusis .................................................................. e) Orfismo ................................................................ f) Pitagorismo .......................................................... 5. Parménides y la Escuela de E lea ............................. a) Parménides ........................................................... b) Meliso de Samos ................................................. c) Zenón de Elea.......................................................
41 41 43 49 70 71 74 76 77 78 81 85 85 91 92
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Indice general
II. LOS SISTEMAS PLURALISTAS Y LA SOFÍSTICA Un segundo concepto de la filosofía 3. Cosmologías pluralistas................................................ 1. Empédocles de Agrigento y la cuádruple raíz del mundo.................................................................. 2. Anaxágoras de Clazómenas y el optimismo evolutivo 3. Demócrito de Abdera y la concepción mecanicista del mundo.................................................................. 4. Más allá de la cosmología: la sofística....................... 1. Protágoras de Abdera ............................................... 2. La segunda generación de sofistas: Gorgias, Hipias, Pródico ...................................................................... 3. Los sofistas atenienses contemporáneos de Sócrates 4. Apéndice: Las doctrinas de Pródico de Ceos y De mócrito de Abdera sobre el origen de la religión ....
99 99 109 117 123 123 130 132 144
III. Sócrates El tercer concepto de la filosofía 5. Sócrates ......................................................................... 1. El carácter peculiar del problema de la plenitud de la existencia............................................................... 2. La calumnia sobre Sócrates ..................................... 3. La estrategia defensiva de Sócrates frente a la ca lumnia. La tesis capital de Sócrates sobre la sabidu ría humana................................................................. 4. El porqué de la calumnia.......................................... a) El oráculo de A polo............................................. b) La ciencia socrática............................................. c) El cuidado del alm a............................................. d) Cómo se comprueba un discurso, o sea, a un hombre............................................... e) Cómo recorrió Sócrates Atenas dando culto a Apolo.............................................. 5. El discurso que fue Sócrates. En el nacimiento del cuarto concepto de la filosofía: la metafísica ....
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Epílogo ....................................................................................
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