CURSILLO HISTORIA Cursillo de Historia de Colombia
Después de la mitología y de la historia sagrada, Argos acomete la monumental tarea de repasar la historia de Colombia, desde que don Alonso de Ojeda llegó a la Guajira buscando “oro en rama”.
El lector podrá encontrar en este libro un relato original, diferente a los relatos acartonados y tediosos que suelen presentar algunos textos escolares.
Pero no tema el lector encontrar aquí la historia acartonada y tediosa que suelen presentar los textos escolares; Argos es un guía travieso y ocurrente, que nos permite ver de cerca hechos y personajes, y de tal manera, que podríamos decir que la historia, conversando, entera. Y es, en últimas, es lo que se podrá esperar de este libro: una gratísima tertulia sobre cómo se construyó esta nación. La Biblioteca Argos “quiere mostrarnos una manera distinta de vivir la cultura, es un gozoso llamado al humor y a la inteligencia que no se llena de vanidad sino que está cerca, jugosa, saltarina, y que nos hace posible acercarnos a la realidad casi inabarcable de la historia o la gramática o la mitología con desparpajo y penetración”, comenta en la introducción de este libro Juan Felipe Robledo. Argos Roberto Cadavid Misas, más conocido como Argos (Antioquia, 19141989), se caracterizó por dedicar su vida al cultivo del idioma, pero no como un erudito (a pesar de que lo era) sino como un hablante que jugó
con las palabras y como un defensor del lenguaje y la cultura cotidianos. Por todo lo anterior, sus columnas sobre temas religiosos, históricos y literarios, ya universales o colombianos, y sus notas sobre gazapos periodísticos en los diarios Occidente, El Espectador, El Colombiano, y El Mundo tuvieron gran acogida entre toda clase de lectores. Sobre esta misma serie, se pueden conseguir también, del mismo autor, Cursillo de Mitología y Cursillo de Historia de Sagrada. Como abrebocas a estos agradables relatos, Intermedio Editores y EL TIEMPO.COM lo invitan a leer los capítulos que relatan la llegada de los conquistadores Ojeda, Bastidas y Nicuesa, de dónde viene el término de "el tiempo del ruido", la semblanza de Simón Bolívar y el sitio a la ciudad de Cartagena. Cursillo de historia de Colombia – Roberto Cadavid Misas (Argos) – Intermedio Editores – 151 páginas. 304 páginas. Los conquistadores I: Ojeda, Bastidas, Nicuesa
Amigas y amigos: aquí me tienen otra vez con ustedes, que hasta ahora han sido un grupito muy querido, que se han tragado la cantidad de paja que les eché, primero de la Mitología y después de la Historia Sagrada. Me pidieron algunos que me metiera con la historia de Colombia, porque ahora dizque no la enseñan en los colegios, y siempre es hasta vergonzoso no conocerla. Y aun cuando no sea sinó por lo divertidos que son todos los cuentos y relatos y chismes que tiene. Yo les pienso contar nada más que las cosas más importantes que ocurrieron, sin ponerme a decirles si me parece bien o mal hecho lo que hizo el uno o el otro, ni tampoco a buscarle cinco pies al gato con explicaciones descrestadoras de política ni enredos de esos. A duras penas las cosas que ocurrieron, y que no sean las que todos ustedes conocen. No voy a hablarles, por ejemplo, del descubrimiento que hizo Colón el 12 de octubre de 1492, sinó que voy a empezar con Alonso de Ojeda, que fue el primero de todos que pisó esta tierra. Y fue nada menos que en la Guajira: pero no crean que iba en busca de maracachafa, que en ese tiempo ni siquiera la habían oído mentar. Esos españoles eran muy desigentes, como dicen: ellos no se contentaban sinó con oro en rama.
Aunque también les servían las perlas. Vamos por orden. El Alonso de Ojeda era un tipo de lo que llaman de buena familia, y muy avispado y muy hábil pa toda clase de deportes y de manejo de armas. Ese como que dominaría las treinta y tres paradas del machete. Pero también era muy pinchado y creído. Cuando todavía estaba muchacho, por ahi de unos treinta años, ya había venido por estos lados en el segundo viaje de Colón; y como que le quedó gustando esta tierra —o, mejor dicho, lo que podía sacarle— pues cuando volvió a España consiguió que unos comerciantes de Sevilla —pero no de Sevilla, Valle— le prestaran plata con qué parapetar dos barcos pa venir a rebuscarse por aquí. Y así salió de España en 1499, como quien dice ya pa rematarse ese siglo, que viene a ser el quince. Como compañeros se trajo un par de gallos muy alentados, que ustedes han oído mentar: el uno era Américo Vespucio, que era un italiano muy ducho en navegaciones pero que estaba trabajando en el comercio allá en Sevilla; el otro sí era un tigre pa saber de geografías y de hacer mapas. Cómo sería, que los compañeros le decían el Oráculo de los Mares. Se llamaba Juan de la Cosa, y ya también había venido con Colón. Creo que desde ese tiempo le inventaron el chistecito de que ¿cuál fue la principal hazaña de Colón en su primer viaje? Y se contesta: haber traído a Juan de la Cosa. (Viejo y malo el cuentecito, pero, en todo caso, ¡qué dolor!) Pues sí: salieron de España y por ahi como al mes llegaron al golfo de Paria, que queda en Venezuela, al lado de allá cerquita de donde desagua el Orinoco, y se fueron viniendo pa acá, bordeando la playa, hasta que llegaron al lago de Maracaibo. Allá encontraron un pueblo de indios que eran unos ranchos parados en zancos, sobre el agua, y cuando los vio Ojeda, dijo: —¡Anda! Esta es una Venezuela… Quiso decir que le parecía una Venecia chiquita. Pues así se siguió llamando la tierra de los vecinos de mano derecha. Pero sigamos con Ojeda, que no se demoró mucho por esos lados, porque no encontró mucho oro, y apenas unas poquitas perlas, y a los pocos días divisaron una punta de tierra que se veía blanca como una vela de barco, y por eso le pusieron el nombre de cabo de la Vela. No crean que era porque se pareciera a un cabo de vela en un candelero. Pues, como les dije ahora, esta fue la primera vez que los españoles pisaron tierra de lo que hoy es Colombia. Nos descubrieron en 1500,
hace pues cuatrocientos ochenta y cuatro años. De ahi se fueron pa Santo Domingo, que hoy se llama República Dominicana, y que era donde estaba el gobierno de todo lo que estaban descubriendo los españoles por estos lados. De allá se regresaron a España, y así se acabó este primer viaje a tierras de nosotros. Sigue ahora el amigo don Rodrigo de Bastidas. Este era un notario, también de Sevilla, que consiguió que los Reyes Católicos, que eran los que mandaban, le armaran dos barcos y le prometieran que a él le tocaría la cuarta parte de todo lo que levantara, y con esa promesa arrancó pa acá, y se trajo también a Juan de la Cosa, como veterano que ya era. Esta vez sí nos descubrieron toda la costa caribe —no caribeña, como están diciendo ahora— y se vinieron bordeándola, desde el cabo de la Vela pasando por Riohacha y por donde el mismo Bastidas iba a fundar años más tarde a Santa Marta, y después por donde iba a ser Cartagena, hasta que llegaron al golfo de Urabá, y lo atravesó y siguió hasta Nombre de Dios, en las goteras de Colón, pero no de las de Cristóbal, sinó de las del puerto libre en Panamá —¡y ah bueno, por cierto! Suspendamos por hoy, que hasta ahora no ha pasado nada sinó que nos descubrieron. *** Ya estábamos, pues, descubiertos, pero nada que se movían los españoles a fundar pueblos ni a establecersen en lo que llamaban Tierra Firme, que es lo que es hoy Centroamérica y Suramérica. No, señor: ellos se la pasaban en Santo Domingo, que era la capital de lo que se iban apoderando, y también por las islas vecinas como Cuba, Puerto Rico, Jamaica. Y fueron pasando así como ocho años, cuando por allá en 1509 se le acerca Juan de la Cosa a Ojeda, que en ese tiempo vivía en Santo Domingo, muy en la olla pero eructando pollo, y le dice: —Hombre, Alonso: vos que tenés tan buenas palancas en España, ¿por qué no pedís que te den a gobernar la Tierra Firme, a ver si así levantamos cabeza? Pues la propuesta le sonó a Ojeda, y mandó al mismo De la Cosa a que fuera a España a echar el cuento a ver si le daban esa gobernación. Y fue tanta la labia que echó De la Cosa, que le dieron a Ojeda lo que pedía; pero no toda la Tierra Firme, sinó una parte. Porque da la casualidad que
en ese mismo tiempo estaba intrigando lo mismo en la corte otro cliente que también tenía allá muy buena rosca. Este otro era Diego de Nicuesa. Era también bajito como Ojeda, y muy por el estilo de él; muy ducho para el manejo de las armas, y buen chalán y hasta buen guitarrista como que era. ¿Y qué pasó? Que el rey, cuando se vio en el parangón de darles el mando a los dos, y con ganas de que fuera ligero porque a él le convenía que esa tierra empezara a producir, resolvió hacer lo de Salomón: repartírsela a los dos. A Ojeda le dio pa que mandara desde el cabo de la Vela, en la Guajira, hasta el golfo de Urabá, y a eso lo pusieron Nueva Andalucía; y a Nicuesa, lo que llamaron Castilla de Oro, que iba desde Urabá hasta Gracias a Dios, en Panamá. Pues el amigo De la Cosa, como estaba tan sin cinco, a duras penas logró conseguir allí en España, pa su amigo Ojeda, un barco grande y dos chiquitos y doscientos hombres, y con ellos salió pa Santo Domingo. Nicuesa sí tenía platica y pudo armar cuatro buques grandes y dos chiquitos, y con mucha gente y víveres y herramientas arrancó también. Cuando Ojeda vio llegar esa poderosa flota de Nicuesa, no sólo le dio envidia sinó que se dio cuenta de que él estaba muy en los rines pa salir a conquistar tierra, y resolvió amangualarse con un gamonal de la isla muy ricachón, que era notario y todo, que se llamaba Martín Enciso. Ojeda le propuso que se partieran la marrana, y hicieron este trato: que Ojeda salía en seguida, con lo que tenía, pa irse adueñando de Nueva Andalucía, y que Enciso se quedaba en Santo Domingo levantando más gente y más provisiones y armas, pa ir a unírsele después. Y salieron Ojeda y De la Cosa, y cuando llegaron a la costa, y Ojeda dio la orden de desembarcar, De la Cosa le aconsejó que no hiciera tal, que esos indios de por ahi eran muy bravos, que él ya conocía la movida; que se fueran más bien pal lado de Urabá, que eran más mansitos los indios; pero Ojeda no le quiso hacer caso: que él no les tenía miedo a unos infelices indios en pelota: ¡no, señor! Que respetaran… Y desembarcaron en Calamarí, que es donde está hoy Cartagena, y los indios fueron llegando todos cabreados, como a defendersen, y entonces Ojeda se les paró al frente con su batallón, y le dijo a uno de los curas que venían con él que se parara encima de una piedra pa que les leyera a los indios el manifiesto. El tal manifiesto era un papel que les habían mandado de España a los conquistadores, pa que se los leyeran a los indios que fueran descubriendo. Era una pastoral muy larga en que les decían a los indios que tenían que creer en Nuestro Señor Jesucristo, y que el Papa era el que mandaba aquí en la Tierra, y que uno de esos papas era el que le había dado esa tierra al rey de España, y que por eso
ellos se tenían que volver católicos, apostólicos y romanos y obedecer lo que el rey mandara; y acababa así: si no hacen caso, les voy a hacer la guerra, y a quitarles las mujeres y los hijos y todo lo que tengan. Mejor dicho, voy a acabar hasta con el nido de la perra. Apenas acabó el cura de leer el manifiesto empezó Ojeda a hacerles carantoñas a los indios y a ofrecerles espejitos y chaquiras como pa comprárselos, pero los indios estaban ya escarmentados, y como no habían entendido ni mu, empezaron a disparar flechas; pero como los españoles tenían armas de pólvora, breve, breve, hicieron correr a los indios pal monte. Entonces los españoles, que se creían ya sin peligro, se regaron por todos esos ranchos a esculcarlos y a echarle mano a lo que topaban que valía la pena; y cuando los indios los vieron desperdigados, se volvieron a juntar y se les dejaron venir en cargamontón y esa fue mucha matanza que hicieron de españoles. Hasta el propio Juan de la Cosa cayó ahi y Ojeda logró salvarse de milagro por entre ese monte y pudo llegar adonde estaban los barcos a dar gracias por estar con vida. El domingo será que vemos cómo les siguió yendo. *** Íbamos en que, después de esa matazón que les hicieron los indios turbacos a los españoles, logró volárseles Ojeda rompiendo chiribitales, y llegó hasta el mar, adonde habían quedado algunos en los barcos. En esas fue apareciendo la expedición de Nicuesa, que venía ya en busca de su gobernación de Castilla de Oro. Pues ese Nicuesa resultó tan buena persona que se le puso a la orden a Ojeda, que no lo quería de a mucho porque era competidor de él, y entre los dos volvieron a entrar donde los turbacos y acabaron con ellos. No dejaron títere con cabeza. Después Nicuesa siguió a fundar su gobernación, que acuérdense que le tocaba del golfo de Urabá pa allá como pal lado de Panamá. Ojeda sí no quiso saber más de la costa de por ahi de esos lados de Cartagena, porque le había quedado sabiendo a cacho, y echó pa adelante, hasta que llegó adonde empieza el golfo, y como él estaba comprometido a fundar dos fortalezas en la tierra firme que le tocaba a él, que era Nueva Andalucía, escogió pa la primera un altico como muy aparente, más allacito de lo que hoy es Arboletes, como por los lados de Necoclí. Pues ahi desembarcó y construyó su fuerte, que sería un encierro de talanqueras de guadua o de cañabrava, y armó treinta ranchos de bahareque y paja, y sepan y entiendan que este fue el primer pueblo que fundaron los españoles en Tierra Firme. Como quien dice, en el continente americano. Le puso el nombre de San Sebastián de Urabá, por ese santo que murió a punta de flechazos, dizque pa que los defendiera de las de los indios.
Esto fue en 1510; pero no crean que les voy a dar muchas fechas: apenas las de las cosas más importantes. Al principio la pasaron más o menos bien los españoles, gastándose el bastimento que habían traído en los buques, y lo que lograban rebuscarse por ahi cazando y pescando; pero ligero, ligero se les fueron agotando las provisiones y empezó a ponérseles el dulce a mordiscos porque los indios de esos lados también resultaron como malgeniados y no los dejaban sembrar nada, y ni siquiera cazar ni pescar. Los tenían acorralados. Pero una vez oyó decir Ojeda que no muy lejos vivía un cacique muy rico, que se llamaba Tirufí —no Tirofijo, pero casi— y entonces él salió con sus mejores soldados a ver qué lograba conseguir con él, aun cuando fuera a la brava, pero le supo a leche de perra, porque el indio le resultó respondón y flechero. Entonces resolvió mandar uno de los barcos pa Santo Domingo —que también le decían La Española— con una carta pa Enciso —que también le decían el Bachiller—diciéndole que qué era la demora, que se moviera, con gente y provisiones. Y pa animarlo más le mandó algo del oro que había cogido, y unos indios presos. Pero pasaban semanas y semanas y nada que aparecía Enciso, y mientras tanto los indios no los dejaban tener vida, y en uno de esos ataques le clavaron una flecha envenenada a Ojeda en una pierna, y qué tan macho sería que mandó calentar al rojo una espada y que se la metieran en la herida. Y no se frunció. Y se salvó. Y siguieron ahi aguantando hambre y pasando trabajos hasta que un día alcanzaron a divisar por allá en la porra, mar adentro, un barquito que venía, y se les abrió tamaño corazón creyendo que era el bachiller Enciso; pero mentiras que resultó ser un tal Bernardino de Talavera, que era un pirata muy mala ficha que andaba por esos mares haciendo y deshaciendo, con una partida de fugados. Pero siempre les sirvió mucho, porque les cambió bastimentos por oro, y Ojeda resolvió alzar el vuelo con ellos a traer recursos, en vista que Enciso no daba señales de vida. Les dijo a los que se quedaban que no se confundieran; que él iba y no se demoraba; que si dentro de cincuenta días no había vuelto, que arrancaran ellos también pa Santo Domingo como mi Dios les ayudara. Que como remplazo de él quedaba Pizarro. Y ese era el mismo Francisco Pizarro que después conquistó el Perú. Y se fue con los piratas, pero ¡mucho que ellos se iban a ir para La Española, si precisamente de allá era que se habían venido de huida de la justicia! ¡Cómo no que iban a coger pa allá! Echaron fue pa Cuba, y allá botaron a Ojeda amarrado en un pantanero, pero de ahi logró salir y
como pudo llegó a La Española, y la primera noticia que encontró fue que hacía poco había salido Enciso pa Urabá, y entonces él empezó a conseguir gente y armas y víveres pa volverse pa su San Sebastián, pero ¡quién dijo!, en esas le echó mano la justicia dizque por haber estado en compañía de Talavera; porque lo que es a ese y a su patota ya los habían agarrado y los habían pasado al papayo. A Ojeda al fin lo perdonaron. Pero como estaba tan en la olla y tan enfermo, al fin se murió allá casi de limosna sin volver a ver ni de lejos su gobernación de la Nueva Andalucía. Recemos un padrenuestro por el alma del que nos fundó el primer pueblo. Amén. FIN Simón Bolívar
Aunque ustedes deben de estar hasta ñatos de oír la historia de Bolívar, siempre es bueno que la repasemos aunque sea por encimita, sobre todo en los puntos más importantes y en los menos conocidos. Vamos a verla, pues, a brinco de sapo. Ustedes se acuerdan de aquellos versos que dicen los muchachos: Simón Bolívar nació en Caracas en un potrero lleno de vacas. Pues lo de Caracas es cierto: fue el 24 de julio de 1783. Lo del potrero lleno de vacas no es propiamente la verdad, pero sí da a entender que era de una familia muy rica, que tenía, si no ganado, sí varias fincas, y minas, y muchos esclavos. Tanto el papá como la mamá de Simoncito eran de familias oligarcas de la clase que llamaban mantuana, porque las mujeres usaban un manto especial que daba a entender que eran criollas nobles. El papá era don Vicente, que se casó ya bastante jecho, de cuarenta y siete, con una sardina muy linda que se llamaba María Concepción Palacios —los mismos nombres y el mismo apellido, precisamente, de la abuela materna de Argos—; pero el niño Simón no alcanzó a conocer a don Vicente, porque este murió cuando él no había cumplido todavía los tres años; y cuando tenía nueve se le murió la mamá tísica. A él lo criaron dos esclavas, Hipólita y Matea, y él las siguió queriendo
toda la vida como si hubieran sido las madres de él. Uno de sus maestros, cuando ya estuvo de escuela, fue Simón Rodríguez, un muchacho medio alocado, pero más inteligente que el carajo, que se puede decir que se había hecho solo. Tenía la cabeza llena de las ideas de esos gallos de la Revolución Francesa, que en ese tiempo estaba en su fina, y él fue el que le inculcó a Bolívar esa gana de libertad que manejó toda la vida. Simón, a los quince años ya era alférez en un regimiento que se llamaba de los Blancos de Aragua, que lo había dirigido mucho tiempo don Vicente; pero a poco mandaron al muchacho pa España los encargados de educarlo, a que estudiara allá, donde tenía familia. Él, primero estuvo en Madrid, donde conoció a una muchacha muy querida medio parientona de él, que se llamaba María Teresa Toro, y todo tragado pasó a Francia, como en son de paseo, y de allá volvió a Madrid, y breve, breve se casó con Teresita y salió con ella en luna de miel pa la finca de San Mateo, en Venezuela. Dejémolos ahi enmielados, y después será que vemos cómo sigue ese matrimonio. *** Dejamos a Bolívar con Teresita en su finca de San Mateo, pero el gustico no le duró mucho, porque a los pocos días le dio a ella lo que llamaban la chapetonada, que era unas fiebres que agarraban a los chapetones cuando llegaban a esta tierra por primera vez; y se agravó tanto, que en 1803, cuando cumplió Simón los veinte, ya era viudo. Y eso le dio muy duro, porque sí como que la quería de verdad. Y juró no volver a casarse nunca jamás amén, y con ese juramento empezó a mostrar lo inteligente que era. Y voltió cola pa Europa otra vez. Directo se fue a París, que en ese tiempo era la ciudad más importante del mundo. Allá le tocó la coronación de Napoleón como emperador. Allá pasó una época muy divertida, y muy importante pa él, porque, como tenía plata y estaba bien relacionado, en todos los salones lo recibían con los brazos abiertos, y fue mucho lo que estudió y aprendió, y charló con gente importante, como los sabios Humboldt y Bonpland, que ya se habían ido de por aquí. Allá se volvió lo que dicen ahora un playboy —pa que vean que yo también le jalo a la descrestática—, porque era más gallinazo que el que le sacaran, y bien de buenas que era pa las mujeres. Eso sí, tomaba poco
trago, pero lo que es a los números sí era muy aficionado, ¡y como no los ha habido, y de primera, en París toda la vida! Allá se volvió a encontrar con su tocayo, amigo y maestro el alocado de Simón Rodríguez, y ese lo cogió por de su cuenta a hacerle leer los principales libros de los viejos griegos y romanos y de los autores modernos, y a meterle ideas de libertad en la cabeza. Pues, cómo les parece que un día resolvieron coger pa Italia los dos a pata, y llegaron a Roma. Allá una tarde les dio por subir al Monte Sacro, que es uno de esos morritos que llaman allá las Siete Colinas, y estando allá se emocionó Bolívar panorando ese contemplama, como dicen algunos pa dárselas de graciosos, y se paró en la pucha y entonces fue cuando hizo el juramento de libertarnos. Que muchos dicen que fue en el Aventino, pero mentiras, que fue en el Monte Sacro. Pero lo mismo da en uno que en otro. También le han acomodado a ese juramento un poco de cosas que él no dijo, como si hubiera sido un político de estos de ahora en tiempo de elecciones. Estoy por creerle más a Fernando González que dice que no fue sinó esto: —¡Te juro, Simón, que libertaré a América de esos carajos! Y tal vez ni carajos sería lo que dijo sinó la palabrita esa que se le sale a uno cuando no da el martillazo en el clavo sinó en la uña. Pero no nos distraigamos hablando paja. A los tres años de estarla pasando chévere en Europa resolvió arrancar otra vez pa Venezuela, donde andaba Miranda ya con bullas de revolución de independencia. Ese Francisco de Miranda era un venezolano que había vivido casi toda la vida en Europa, y hasta había peleado en el ejército de Napoleón, y dicen que había sido lo que llaman ahora amigo de Catalina la Grande, de Rusia, pero eso son mentiras. En todo caso, Miranda sí fue el principal precursor de la libertad de América, por el estilo de Nariño, pero más importante todavía. Bolívar llegó y se puso a manejar sus fincas —que las tenía, y muy de primera—, cuando en esas ocurrió en Caracas, el 19 de abril de 1810, una pelotera contra los españoles por el estilo de la que hubo poco después, el 20 de julio, en Bogotá, con el florero de Llorente. Allá también nombraron los patriotas una Junta Suprema, como la de aquí, y Bolívar fue uno de los miembros, y a él y a Luis López Méndez y a don Andrés Bello, que había sido también maestro de él, los mandó la Junta en comisión a Londres.
Allá se estuvo unos mesecitos y volvió a Caracas a seguir dañándoles la vida a los españoles. Entonces fue que (o fue cuando, pa que no regañen a Argos) ocurrió en Caracas un temblor de tierra por el estilo del de Popayán hace dos años. Voy a leerles lo que dice un autor: No se deploró sólo la destrucción material sino las consecuencias morales, porque el pueblo, fanático e ignorante, vio en la terrible calamidad el castigo de la Providencia a la revolución; se predicó en todos los tonos contra la revuelta política y pedíanse nuevos castigos para los impenitentes patriotas que no querían ver la justicia de la venganza divina. Bolívar, con su arrogancia y arrojo, poniendo en peligro su vida amenazada por la airada multitud, espada en mano y en medio del pueblo aterrado, impuso silencio a un ardiente predicador realista y lo hizo descender de una mesa que le servía de tribuna. Refiere un testigo presencial que encontró a Bolívar que, en mangas de camisa, subido a lo alto de las ruinas, había gritado: «¡Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca!» Esta resuelta actitud, que ya revelaba al caudillo, dio buenos resultados: contuvo el descontento popular e hizo cobrar ánimos al gobierno debilitado, que dictó providencias para calmar la excitación. Y esto es todo por hoy.
El sitio de Cartagena
Ya vimos que Bolívar, cuando sintió pasos de animal grande, y viéndose sin una aguja, pegó patas pa Jamaica, y allá lo dejamos. Pues el animal grande que venía encima era don Pablo Morillo con su expedición, que tenía el nombre de Pacificadora. Y a él también lo llamaban el Pacificador, porque dizque venía a pacificarnos a nosotros. Pacificarnos, pero a la brava. Y ¡ah mal que nos fue con él! Eso sí: dizque era muy buen militar, y que se había lucido en la guerra contra Napoleón, y todo lo que quieran. Pero no era sinó eso, y aquí lo que se necesitaba era un gallo que supiera manejar la gente y que fuera más tratable y más comprensivo, si lo que querían era que no nos les fuéramos de las manos. Pero yo no sé nada de esta letra menuda, y lo mejor es que sigamos. De segundo de él venía un cubano, Pascual Enrile, que era el jefe de toda
la gente de los buques, y que también dizque tenía mucha cancha, pero que al fin y al cabo resultó ser un tal y… Pascual, pa no decirle más feo. Morillo salió de España con la bobadita de cincuenta y nueve barcos y como con once mil hombres, y bien emparapetado de cañones y de toda clase de armas y municiones, como listo a acabar hasta con el nido de la perra. Primero llegó a Venezuela, donde se demoró unos diítas, y de ahi pasó a Santa Marta. En Santa Marta partió su gente en tres: a unos los mandó por tierra a Mompós y a lo que llamamos hoy sabanas de Bolívar, a dañarles la vida a los patriotas que estuvieran poniendo cebo por esos lados. Otra parte la mandó también por tierra pa Cartagena, pasando por Sabanalarga. Morillo siguió con el resto de la gente por mar, y al frente de Cartagena hizo filar ese mundo de barcos, tapando toda la costa de punta a punta. Los que venían por Sabanalarga cerraron el anillo por el lado de tierra, y así vinieron a quedar los cartageneros como pájaro en jaula. En el campo de los patriotas las cosas estaban así: como jefe supremo de la plaza estaba Manuel Castillo y Rada, el que no la iba bien con Bolívar, que era un abogado muy llevado de su parecer y como trabajosito de manejar. En la bahía había una flotica de mala muerte, de goletas mandadas por piratas extranjeros, y unos poquitos bongos armados con palos de tabaco. Bocachica y Barú también estaban cuidadas por los patriotas. De La Popa estaba encargado el general Francisco Bermúdez, que era un venezolano que se le había volado a Morillo. También allá en La Popa estaba haciendo unos trabajos de defensa un ingeniero militar que se llamaba Lino de Pombo, que después fue el papá de Rafael Pombo, el de Rin Rin Renacuajo. Como ayudante de él estaba un muchacho venezolano, de unos veinte años, que también le jalaba a la ingeniería y que pasado el tiempo llegó a ser nada menos que Gran Mariscal de Ayacucho: Antonio José de Sucre. Pero, en todo caso, los patriotas estaban muy en la olla. Les leo de un libro: La ciudad contaba por su parte con unos dos mil seiscientos veteranos, a los que luego se agregaron unos mil milicianos de entre diecisiete y setenta años, llamados bajo el rigor de la ley marcial. De suerte que eran menos de cuatro mil contra once mil: parecía pelea de marinillo suelto y buñuelo amarrado. Pero resultó un buñuelo duro de
ruñir. Y empezó el sitio. Morillo no quería atacar, porque él sabía con quién tenía que entenderse, y también porque él conocía las murallas, que habían sido hechas por los mismos españoles a prueba de sitiadores. Y fueron pasando las semanas. Pero nosotros esperemos que pase esta, para seguir la entrante con la historia. *** Y empezó el sitio en forma. Lo mejor será leerles lo que nos cuentan los testigos, pa que no digan que yo les estoy inventando historias. Dice don Lino de Pombo, al que le tocó de ingeniero en La Popa: Cuando se estableció el bloqueo por mar y tierra la ciudad se hallaba desprovista de lo necesario para el mantenimiento por más de dos meses de las dieciocho o diecinueve mil personas concentradas en ella; pronto hubo que matar, salar y embarrilar caballos y burros en calidad de reserva, para último recurso alimenticio. Y dice don Eduardo Lemaitre, el amigo de Argos, que escribió un libro donde cuenta muy bien toda esta historia: Se hicieron entonces requisas y colectas voluntarias para reunir fondos con qué intentar el envío de algunas naves que, rompiendo audazmente el cerco marítimo, o pasando furtivamente entre la flota española, fueran hasta las islas inglesas a comprar más bastimentos. Las mujeres se desprendieron de sus últimas joyas, y las iglesias de la plata que aún quedaba en sus altares. Pero los barcos que lograron salir triunfantes de aquellos peligros, sucumbieron a la fatalidad, pues «nunca fueron las vientos y las olas más furiosos que en el tiempo del asedio, y hasta las tempestades se combinaron con el enemigo para perdernos». Los cartageneros pidieron ayuda urgente a Bogotá: que les mandaran comida de lo que fuera. Y armas. ¿Y saben con lo que salieron los compatriotas santafereños? Que se pusieron a hacer rogativas y novenas. Dice el cronista Caballero: Hubo velación a Nuestro Amo en la capilla, por los curas Omaña y Plata, de la rogativa que están haciendo desde el 30 del pasado por el buen éxito de las armas de Cartagena, que la tienen sitiada los españoles. No les llegaba, pues, ayuda de ningún lado. Los buques que mandaban a Jamaica y a otras islas no alcanzaban a volver, por culpa de la mar brava,
y oigan lo que les pasó a unos bongos con bastimento que les traía por el canal del Dique un patriota venezolano que se llamaba Sanarrusia: Viéndose cogido en una emboscada, Sanarrusia trató de abrirse paso por el canal, y avanzó en busca de la salida hacia la bahía; pero uno de sus bongos encalló en cierta trampa que habían preparado los realistas, y después de combatir valiente y desesperadamente hasta donde fue posible, prefirió poner fin a su vida de un pistoletazo y morir de su propia mano por la patria, antes que ser fusilado, como lo habría sido, y sin fórmula de juicio, por Morillo. A los pobres sitiados les fue muy mal en algunas salidas que hicieron por agua para estorbarles a los españoles la entrada a la bahía, y eso hizo que los piratas que mandaban en los buques patriotas y algunos venezolanos que también estaban contra los españoles, hicieran renunciar a la brava a Castilla y Rada como jefe general, y lo cambiaron por Bermúdez, que también era venezolano. Cartagena vino a quedar, pues, en manos de forasteros. Pero cómo se les estaría poniendo de grave la situa a los sitiados que, viendo que no les llegaba ayuda de ningún lado, ¿saben lo que resolvieron hacer? Nada menos que mandar una comisión a Jamaica a poner la ciudad bajo el mando de los ingleses. Y daban esta explicación: En estas circunstancias ya no nos es posible sostener la actitud de independientes… Es necesario procurarnos nuestra existencia y felicidad por otros medios… Hay que salvar el Estado de los horrores que debemos prometernos de un enemigo resentido y sanguinario. Por eso resolvemos ofrecer la provincia a una nación sabia y poderosa, capaz de salvarnos y de gobernarnos, y ponerla bajo el amparo y dirección del monarca de la Gran Bretaña. Pues mandaron la comisión a Jamaica, pero allá no les pusieron ni cinco de bolas. El domingo será que les lea lo que le informó el gobernador de Jamaica a su jefe de Londres. CURSILLO HISTORIA SAGRADA Cursillo de Historia Sagrada
Que la historia sagrada es cosa seria no hay quien lo ponga en duda, pero ¿cómo no dejar escapar una sonrisa al leer los episodios de las Escrituras recreados por la pluma de Argos?
Un repaso a la historia del Antiguo Testamento de la mano de la deliciosa pluma de Argos.
En este Cursillo repasamos con deleite las historias del Antiguo Testamento: Noé se preocupa por la virtud de los animales en el Arca; la mujer de Lot se lamente de ser tan “salada”; Daniel enfrenta unos leones que no eran bostezadores “como el de la Metro”; el gran rey David se las ingenia para espiar las vecinas... Página tras página, Argos nos muestra a los personajes de la historia sagrada bajo una nueva luz: esa deliciosa mezcla de gracia y erudición que ya habíamos descubierto en el Cursillo de Mitología. La Biblioteca Argos “quiere mostrarnos una manera distinta de vivir la cultura, es un gozoso llamado al humor y a la inteligencia que no se llena de vanidad sino que está cerca, jugosa, saltarina, y que nos hace posible acercarnos a la realidad casi inabarcable de la historia o la gramática o la mitología con desparpajo y penetración”, comenta en la introducción de este libro Juan Felipe Robledo. Roberto Cadavid Misas, más conocido como Argos (Antioquia, 19141989), se caracterizó por dedicar su vida al cultivo del idioma, pero no como un erudito (a pesar de que lo era) sino como un hablante que jugó con las palabras y como un defensor del lenguaje y la cultura cotidianos. Por todo lo anterior, sus columnas sobre temas religiosos, históricos y literarios, ya universales o colombianos, y sus notas sobre gazapos periodísticos en los diarios Occidente, El Espectador, El Colombiano, y
El Mundo tuvieron gran acogida entre toda clase de lectores. Sobre esta misma serie, se pueden conseguir también, del mismo autor, Cursillo de Mitología y Cursillo de Historia de Colombia. Intermedio Editores y EL TIEMPO.COM lo invitan a leer la presentación del libro y los relatos: Caín y Abel y El Diluvio. Cursillo de Historia Sagrada Roberto Cadavid Misas (Argos) – Intermedio Editores – 151 páginas. Presentación
Para complacer a varios lectores que me han reclamado el episodio de Adán y Eva en el Paraíso, como también para satisfacer la curiosidad de otros, que me han solicitado información sobre el maestro Feliciano Ríos, tengo el gusto de transcribirles la siguiente crónica de Rafael Arango Villegas. En ella nos relata el gracioso humorista manizaleño lo que al respecto le narró el inmortal personaje por él creado, el maestro Feliciano, zapatero remendón, a quien he seguido sirviendo yo de amanuense, tanto en el Cursillo de Mitología como ahora en estas historias bíblicas. Argos Cómo narraba la historia sagrada el maestro Feliciano Ríos Conocí al maestro Feliciano Ríos hace muchísimos años. Quizá fue por allá en mi «edad de piedra», es decir, cuando yo arrojaba piedras a los transeúntes en estas calles natales. Él era zapatero y tenía su establecimiento en la vecindad de mi casa. Cuando yo me «mamaba» de la escuela (“o hacía novillos» como dicen ahora) me iba a la zapatería del maestro Feliciano y allí pasaba las horas hasta que calculaba que era tiempo de regresar a la casa. Un día estábamos en la zapatería el maestro y yo. Él echaba suelas a unos zapatos viejos y yo le ponía las «presillas» a una «horqueta» de «nigüito». Andábamos en lo mejor del trabajo cuando pasó una «ñapanda» muy empingorotada, contoneándose mucho, y dejando tras de sí una estela de perfume que embalsamaba la calle. Yo apenas levanté los ojos al sentir el taconeo, como que aquello no me interesaba ni mucho ni poco estando, como estaba, empeñado en la confección de la «cauchera». No así el maestro Feliciano: como movido por un resorte se levantó del asiento, tiró a un lado la obra que tenía entre las manos y se lanzó a la puerta. Siguió a la jamona con la vista hasta que
se le perdió a lo lejos. Cuando regresó a su asiento me dijo: —Quien las ve tan empingorotadas, y están en este mundo porque a nosotros nos dio la gana. Yo volví hacia el maestro mis ojos interrogantes, y él entonces, me dio una lección de historia sagrada que voy a transcribir textualmente, sin quitarle una sola palabra: ¡Ya ve (empezó el maestro Feliciano) cómo son de orgullosas las mujeres, y sepa que están aquí en el mundo porque a nosotros nos dio la gana. Porque nos dio lástima de ellas y le dijimos a mi Dios que las hiciera. Él no había pensado ni por un momento en ellas. Este mundo estaba organizado para funcionar con hombres. Nada más que con hombres. Pero Adán, de puro majadero, se puso a pedírselas a mi Dios. Le dijo que le diera una compañera, y vea la «nadita» que nos acomodaron encima, después de lo sabroso que estábamos así solos. Las cosas —continuó el maestro— pasaron de esta manera cuando mi Dios empezó a «montar» el mundo, es decir, a «abrirlo», creó a Adán y lo puso de mayordomo, estableciéndolo en el Paraíso, que era el único «abierto» que en ese entonces había. Adán lo hacía todo, pues el Señor no bajaba sinó una vez a la semana a darle vuelta a la «finca». Se venía los domingos por la mañana, a caballo, acompañado de un ángel para que le abriera las puertas y le tuviera el estribo. El ángel andaba también a caballo, y llevaba un capacho de sal y una botella de veterina en la cabeza de la silla. Veían los potreros, recorrían los sembrados y daban vuelta a los animales. Cuando encontraban alguna res con gusanos, el ángel se desmontaba, la enlazaba, se arrancaba una pluma de la «cola», la metía entre la botella y le aplicaba la veterina. Luego seguían en sus quehaceres. Al mediodía, cuando hacía mucho calor, el Señor se bañaba en el Éufrates, que corría por allí cerquita; en seguida echaban un «perrito» a la sombra, y por la tarde se volvían al Cielo. Pero una tarde, cuando ya se iban a despedir, Adán, que estaba recostado en el cañón de un manzano, le dijo al Señor: —Yo que le iba a decir a usté una cosita, patrón. Y el Señor, pensando que Adán iba por cierto lado, le dijo, arrebatándole la palabra: —¿Que le mejore el «partido»? ¡Imposible! Ahora está la situación muy mala y, además, usted sabe que yo estoy gastando un platal en el montaje de esto, y que hasta ahora no he visto el primer centavo. Espere un poco
a ver si mejoran las cosas. —No, si no es eso. Es otra cosa; pero es que a mí me da mucha pena decirle a usté… —y se puso a hacer rayas con la uña del dedo gordo de la mano en el cañón del manzano. —Pues diga a ver si se puede… —Era que yo le iba a decir que… que… a mí me da mucha pena, pero que… —Diga, hombre; no sea tan montañero, que yo no le voy a hacer nada. —Pues era que yo le iba a decir que… que me diera a mí también una compañerita. Ya ve que el tigre tiene su tigra, el hipopótamo su hipopótama, el rinoceronte su rinoceronta, el mamut su mamuta, el ardito su ardita, y hasta el pisco tiene su «pisca». El único que está aquí varado soy yo… El Señor le replicó con mucha calma: —Vea, hombre Adán, le voy a decir una cosa: yo sí se la doy, si usted quiere; pero le advierto que le va a pesar. Usted está muy muchacho todavía y no conoce la vida. La encartada que se va a meter es horrible. Yo sé por qué se lo digo. Es mucho mejor que desista de eso. Adán bajó la cabeza y siguió haciendo rayas en el cañón del árbol. Entonces terció el ángel: —Hombre, Adán, yo no me debiera meter en estas cosas, pero sí le digo que el Señor tiene mucha razón en lo que le está diciendo. Piense mejor la cosa. No crea que a Él le da trabajo hacerle una compañera; se la hace de cualquier cosa. De lo primero que encuentre a la mano: de un palo de escoba, o de una «tusa». Pero sepa que usté se va a meter en la grande. El Señor volvió a tomar la palabra: —Bueno, y vamos a ver: ¿para qué quiere usted la compañera? —Pues yo la quiero como para que me cuide la casa, me haga la comidita y me remiende las «hojitas de parra», que están vueltas hilachas. —Está bien: tráigame de qué hacérsela. Y como Adán no encontraba nada apropiado en el momento, por estar
muy azorado, el Señor le dijo que se acercara, le sacó una lata de costilla, la tomó en las manos, le hizo cierto manipuleo, sopló sobre ella y saltó una mujer hermosísima, tirándole besos a todo el mundo, inclusive al Señor, y haciendo mil monerías. Adán, que no «conocía el almendrón», le dio mil gracias al Señor por el beneficio tan grande que le había hecho. El Señor le contestó muy serio «que no había de qué» y en seguida se fue con el ángel otra vez al Cielo. Pues no habían pasado todavía quince días (continuó el maestro Feliciano), cuando ya la tal compañerita tenía metido a nuestro padre Adán en la hondura más grande del mundo entero: había detrás de la cocina de la casa un manzano muy bonito que se mantenía lleno de manzanas. El Señor lo quería muchísimo, porque dizque era de una semilla extranjera. Ese sábado, antes de irse, les había dicho a Adán y a Eva: «Ya saben que a ese manzano que hay detrás de la cocina no le cogen una sola fruta, porque ésta es la primera cosecha y es un árbol muy delicado; fue mucho el trabajo que me dio hacerlo prender. Si le llegan a coger una sola fruta los echo en el acto de aquí». Ambos le contestaron que no tuviera cuidado. Al otro día ya estaba Eva coqueteándole a las manzanas, y arrancándole pedacitos con las uñas a las que estaban más bajitas. Además, una culebra que tenía nido en el árbol le decía constantemente: —No sea tan boba; si le provocan las manzanas coja las que quiera y cómaselas. Y Eva le replicaba: —¿Sí? ¿Y si va y el Señor lo sabe? ¿Y si va y las tiene contadas? —No crea. Él no las tiene contadas. Yo he visto que apenas se acerca al árbol y les da un vistazo. Bien pueda; coja todas las que quiera que yo respondo. Ésa es la fruta más deliciosa. Y no sólo eso, sinó que el que las come queda sabiendo tanto como su patrón. Pues por eso es que Él no las deja comer: para que ustedes no le vayan a aprender las «paradas». Eva no se dejó seducir en el primer momento, pero quedó con una provocación espantosa. Por la tarde, cuando Adán llegó del «corte» y colgó el azadón en los palos de la cocina, y se quitó los zamarros de cuero de tatabra, lo llamó Eva por allá a un rincón y le dijo: —Si viera, mijo, lo que me dijo una culebra que hay allá en el
manzano… —A ver: ¿qué le dijo? —Pues me dijo que no fuéramos tan bobos; que comiéramos de esas manzanas; que esa fruta no solamente es muy deliciosa, sinó que el que la come se vuelve sabio; que por eso es que el patrón sabe tanto y tiene tanto verbo, y habla tan bien. ¿Quiere que yo coja una chiquita y coma un pedacito chirriquitico a ver qué me pasa? A Adán no le sonó la cosa y le contestó con mucho mimo: —No mija, deje esa «culequera». No se meta con esas frutas, que le puede pasar un «cacho». Fíjese que después va a saber el patrón que usté le está tocando esas frutas, y nos echa un poco de «vainas», y hasta nos rumba de aquí. Si es que tiene mucha gana de comer frutas, yo le traigo mañana ochuvas de la huerta, que hay muchas y bonitas. 0 si quiere cómase una cañafístula, o un aguacate, o una guanábana. Pero no vaya a tocar ese palo que después no es sinó pa vainas. Póngase a hacer sus oficios y no le haga caso a esa culebra cuando le vuelva a hablar. Pero a ella no le valían razones. Tenía la cabeza más dura que un pilar de chonta. Empezó a refunfuñar: —¡Sí, que no lo contemplan a uno y no le dan gusto en nada!… —Y se le encaró a Adán—: Pues si usté no quiere que nos comamos una entre los dos, yo me la como sola. Yo no me voy a aguantar esas ganas… —No mija, no sea golosa; no haga eso. Fíjese que si después pasa algo yo soy el que pago el pato. ¡Nos quitan la finca, nos sacan de aquí en seguida, y el embromado soy yo! Deje eso, «reinita». ¡Si usté no ha sido caprichosa nunca! Yo le prometo que mañana me encaramo a estos otros árboles y le cojo hartas frutas pa que coma hasta que se las toque con el dedo, sea juiciosa, «negrita». Pero harto que le valían los consejos. Le entraban por un oído y le salían por el otro. «Juro a taco» que se comía la fruta. Y refunfuñaba, y daba zapatazos en el suelo, hasta que se puso como una hidra. Entonces Adán se calentó y le dijo: —¡Pues no se come esa fruta! ¡Ya se lo dije! ¡Y si se la come, le meto una pela, porque yo soy el que manda aquí! Esto que el pobre le dice, y ella que se vuelve una fiera. Se lo quería comer:
—¡Pues sí me la como! ¡Y sí me la como! ¡Porque usté no me manda a mí! Y se emperró a llorar. Adán, creyendo que le iba a dar un ataque, según lo desfigurada que estaba, fue y cogió la fruta y se la comió con ella. Estaban acabando de tragar el último bocado cuando se les apareció un ángel calientísimo con un fierro al rojo en la mano, y les echó un mundo de vainas y los rumbó de allí… Después (terminó el maestro Feliciano), ya me ve usté aquí aventándole martillo a esta suela pa ganarme el bocado de comida, y ya las ve a ellas tongoniándose por esas calles, como si fueran mi Dios.
Caín y Abel
¡Salud, jóvenes! Aquí está con ustedes otra vez el viejo Feliciano Ríos, y lo primero que hago es desearles un feliz año nuevo. El pasado nos fue más o menos bien con la Mitología. Vamos a ver cómo nos va en éste con una materia un poquito más trabajosa, que es la historia sagrada. Ya don Rafael Arango Villegas nos la había empezado a contar, o, mejor dicho, había sacado en libro lo que yo le conté una tarde en mi tallercito, hablándole de nuestros primeros padres en el Paraíso. Y él sí supo pasar bien lo que yo le conté: pero a este Argos, que es el secretario que tengo ahora, no le tengo como harta confianza; no es sinó ver la cantidad de metidas de pata que tuvo el año pasado copiando las conferencias que les di de Mitología. En fin: ¡a la mano de Dios y a la pata del Diablo! Resulta, pues, que nuestros primeros padres, cuando se vieron echados del Paraíso, hicieron un ranchito por allá en una abertura que encontraron en el monte, y se pusieron a echar cabeza a ver qué había querido decirles el Señor cuando les había mandado «creced y multiplicaos». Y le decía Adán a Eva: —Mija: si a nosotros nos hicieron ya crecidos, ¡qué más vamos a crecer! Lo que tenemos que ver es cómo hacemos pa multiplicarnos… Y empezaron a buscar la manera, hasta que al fin dieron con ella. Y mucho que les gustó, por cierto. Y por ahi como a los seis meses le dice ella: —Mijito: ¿será el Diablo o qué lo que tengo yo adentro, que me patea
como un futbolista? Pero, acortando: a los nueve meses cumplidos, le fue naciendo qué trozo de muchacho tan perfecto y tan alentado: pesó como siete libras. Como todavía no había curas, lo tuvieron que bautizar ellos mismos: lo pusieron Caín. Como les quedó gustando tanto la multiplicación, al año tuvieron otro, ése sí más delicadito, pero muy querido también y muy gordo, y lo pusieron Abel. El par de muchachos fueron criados a toda leche, que eso sí era lo que le sobraba a nuestra madre Eva. Sabroso pa ellos que no tenían que ir a la escuela, ni hacer mandados, ni nada. Apenas encerrar el ternero por la tarde y traer la bestia cuando la necesitaba Adán pa darle vuelta a la finca. Cuando fueron creciendo, cada uno fue cogiendo el oficio que más le dictaba: a Caín le dio por la agricultura y a Abel por criar ovejas. Los dos le ofrecían al Señor sacrificios de lo que le producía a cada uno la parcelita que le había tocado: Caín vaciaba encima de la mesa del altar el costalado de revuelto que le había sobrado, y entonaba su rezo: —Señor: te ofrezco estas yucas, y estas arracachas, y este racimo de plátanos, que fue de lo mejorcito que pude separar pa tu santo servicio. Y Abel: —Aquí tienes, Señor, esta ovejita, y perdona la poquedad. Y el animalito era el mejor de la partida. El Señor le agradecía mucho a Abel pero no le hacía buena cara a lo que le ofrecía Caín. Entonces Caín se embejucó con Abel y se puso a insultarlo y a tratarlo de niño bonito y de lambón. El Señor se dio cuenta y llamó al orden a Caín. —Oiga, jovencito: ¿qué le pasa? Mucho cuidado con ese geniecito, que le puede salir por un ojo. Si se maneja bien, le irá bien; pero si no mejora, se lo traga la tierra, mi querido amigo. Ahi sí se puso Caín como una tatacoa y llamó aparte a Abel y le dijo:
—Vení, salgamos al solar yo te muestro una cosa. Y salieron. Y dicen unos que Caín le echó mano a una quijada de burro que tenía escondida, y le dijo a Abel: —Hacete allí al pie del aguacate y verás cómo tiro este hueso y antes de llegar donde vos, se devuelve pa mi mano. Se llama bumerán. Y lo aventó con toda gana y le pegó a Abel en la chonta, que cayó redondito. Y eso era lo que él buscaba: matarlo. Por pura envidia. Y cuando iba pa la casa se encontró con el Señor, que le preguntó: —¿Dónde está tu hermano? Y le contestó él, todo malcriado: —Yo qué voy a saber… Acaso yo soy guarda de él… Y lo coge el Señor de los hombros, y lo sacude y le dice: —Pues seas o no guarda, atrevido, sabé y entendé que la sangre de él caerá sobre ti. Y esta tierra tuya se va a volver un peladero como los llanos de Cuibá, que no dan ni lástima. Y tú andarás errante y vagabundo hasta el fin de tus días. —Entonces me fregué, porque si voy a salir a andareguear por todo el mundo, con esa sangre encima, el primero que me vea me va a matar. Y el Señor le dijo: —Te voy a poner una señal pa que no te maten. Y lo marcó en la frente y lo dejó ir. Caín empezó a andar mundo, y por allá se casó y tuvo un hijo que lo puso Henoc, y fundó un pueblo y lo puso también Henoc. Como que le gustaba el nombrecito. Y por eso dicen que Caín, que vivió andando el mundo y fundando pueblos, debió haber sido el padre de los paisas del siglo pasado. El Diluvio
Después que salieron Adán y Eva del Paraíso Terrenal, como pepa de guama, y que pasó lo de Caín y Abel, dice a seguir naciendo gente a lo desgualetado, repartida más o menos por parejo entre machistas y pobres
mujeres, pero, no sé por qué, todos ellos resultaron con unos instintos horribles. No había de qué hacer un caldo. Todos eran unas porquerías, malas fichas y corrompidos. Cómo sería que al Señor le pesó amargamente haber creado semejante raza de sinvergüenzas, y un día que amaneció en el rucio se paró en un altico y gritó a todo pecho: —Voy a acabar con esta tracamanada de zánganos. No va a quedar ni uno pa contar el cuento. Ni animales tampoco: ni los que caminan, ni los que se arrastran, ni los que vuelan. No va a quedar títere con cabeza, porque voy a acabar hasta con el nido de la perra. Pero de pronto se puso la mano en el considere y se acordó de un viejito que había, que era muy buena persona y que nunca le había hecho mal a nadie, y lo mandó llamar y le dijo: —Ve, hombre Noé: sentate ahi y ponele atención a lo que te voy a decir. He resuelto acabar con todo lo que vive sobre la Tierra. No va a quedar ni el pegado. Pero como vos te has manejado tan bien, te voy a salvar a vos y a tu familia. Haceme el favor de ponerte ya mismo a hacer un barco, de puro comino, bien grande, por el estilo del Crucero del Amor, y de tres pisos, cosa que quepan adentro toda clase de animales, por parejas, y vos con tu mujer y tus hijos y tus nueras. Tenés que andarle vivo porque no tenés sinó una semana pa hacerlo. De aquí a ocho días voy a soltar nada menos que las cataratas del cielo, ¿cómo te parece? Van a caer hasta maridos, como dicen las solteronas. Pues esta orden que le da el Señor, y Noé que se agarra con sus tres hijos, que eran Sem, Cam y Jafet, a echar serrucho y hachuela y cepillo y martillo, y en tres voliones tuvieron listo el barco, y le pusieron un nombre muy bacano: el Arca de Noé. Y pusieron en fila los animales, de a dos en dos, bien ordenaditos pa que no se estrujaran, y los fueron haciendo entrar y acomodarsen en unos salones inmensos que había adentro. Noé con su familia y los poquitos electrodomésticos que tenían se acomodó como pudo en el zarzo. La comida de los animales y las neveras con el bastimento de la familia de Noé las metieron en la bodega de abajo. ¡Y se larga semejante torrencial! Eso parecía la hora llegada: llueve y llueve sin parar, agua, Dios, misericordia, y Noé ahi encartado con ese animalero, y esa arca flotando serenita por encima de la creciente que se fue formando. Siempre era mucha la rochela y la tagarnia que armaban esos animales, tan apretujados y con ese bochorno tan espantoso que hacía adentro. Y eso que Noé y los hijos se mantenían encima de ellos con palos y
zurriagas, llamándolos al orden. Pero no les valía. Otro detallito, y ése sí más grave, era que Noé les tenía prohibido a los machos que se pusieran a hacer cositas con sus compañeras, porque si decían a tener crías no iban a tener dónde acomodarlas. Sobre esto han inventado muchos cuentos, que no se los voy a repetir a ustedes porque son muy viejos y muy malos y muy groseros. Como ese del miquito que se le montó encima a la elefanta, y cuando de pronto gruñó, le pregunta él, lo más conmovido: —¿Le lele? Hasta irrespeto será eso. Otro problema muy grave era la hedentina que se sentía adentro. Imagínesen ustedes un par de animales de cada especie haciendo caca y pipí en el suelo, y las pobres nueras de Noé que no daban abasto pa recoger toda esa porquería y subir a botarla por el único postigo que había por allá pegado al techo. Un desastre, en todo caso. Y la llovedera no paró en cuarenta días y cuarenta noches, dele que es fiesta, hasta que las aguas «se alzaron quince codos sobre los montes más elevados», como dice el Libro. Y seguía en su fina la bulla y el bochinche de ese animalero, y la comida ya iba escaseando… Mejor dicho: a nadie le deseo un diluvio de ésos. Pero como a todo se le llega su fin, a los cuarenta días completos escampó y entonces el maestro Noé cogió al gallinazo macho y abrió la ventanilla y lo mandó a averiguar cómo iban las cosas por fuera; pero el maldito gus como que se entretuvo con la primera mortecina que se encontró sobreaguada, y al otro día volvió al arca, pero no quiso entrar, y siguió rebuscándose, pero nada que entraba. Entonces resolvió papá Noé mandar una palomita, a ver si ésta, y ella sí volvió, pero manivacía, porque no encontró dónde asentarse, y a los ocho días la volvió a soltar, y esta vez si trajo una ramita de olivo, y aquí creo que se acabó la clase de hoy.