MIS LIBROS DE SEXTO
Este libro pertenece a
ILUSTRACIONES DE GIO FORNIELES
Índice
El ventanal abierto
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SAKI
El guante de encaje
MARÍA TERESA ANDRUETTO
–Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel –dijo con aplomo una señorita de quince años–. Mientras tanto, usted tendrá que conformarse conmigo. Framton Nuttel hizo un esfuerzo por decir lo adecuado para halagar debidamente a la sobrina allí presente sin menospreciar demasiado a la tía, que estaba por llegar. Supuestamente, Framton estaba en tratamiento para su enfermedad nerviosa. Pero, en su interior, dudaba cada vez más de que estas visitas formales a una serie de personas totalmente desconocidas pudieran ayudarlo a curarse. “Ya sé lo que va a pasar”, había dicho su hermana mientras él se disponía a emigrar a su retiro rural. “Vas a enterrarte allí, sin hablar con ningún ser viviente, y tus nervios estarán peor que nunca por el abatimiento. Voy a darte cartas de presentación para todas las personas que conozco. Algunas, si no recuerdo mal, eran sumamente amables”. Framton se preguntaba si la señora Sappleton, la dama a quien venía a entregar una de las cartas de presentación, entraría en el grupo de las amables.
–¿Conoce usted a mucha gente en los alrededores? –preguntó la sobrina, cuando juzgó que ya habían tenido bastante silencio. –Ni un alma –dijo Framton–. Mi hermana estuvo viviendo aquí, en la rectoría, sabe usted, hace unos cuatro años, y me ha dado cartas de presentación para algunas de las personas del lugar. El tono de esta última afirmación fue de evidente pesar. –¿Entonces no sabe usted prácticamente nada de mi tía? –prosiguió la joven dama, con tono equilibrado. –Solo su nombre y su dirección –admitió el visitante. Se preguntaba cuál sería el estado civil de la señora Sappleton: el matrimonio o la viudez. Había en la habitación algo indefinido que parecía sugerir una presencia masculina. –Su gran tragedia ocurrió hace justo tres años –dijo la muchacha–. Seguramente después de la estadía de su hermana. –¿Su tragedia? –preguntó Framton. De alguna manera, las tragedias parecían inconcebibles en aquel apacible rincón campestre.
–Espero que no le moleste el ventanal abierto –dijo la señora Sappleton con vivacidad–, mi esposo y mis hermanos regresarán directamente de su cacería, y siempre entran en la casa por allí. Han salido a cazar gallinetas en los pantanos, así que van a ensuciar mis pobres alfombras. Típico de ustedes los hombres, ¿no es así? Siguió charlando alegremente acerca de la caza y la escasez de aves, y de las posibilidades de que hubiera patos en el invierno. A Framton todo aquello le resultaba horrible. Hizo un desesperado esfuerzo por desviar la conversación hacia un tema menos tétrico, pero solo lo logró en parte. Se dio cuenta de que su anfitriona le estaba dedicando nada más que un fragmento de su atención, y de que sus ojos se desviaban constantemente hacia el ventanal abierto y el prado que estaba más allá. Era, en verdad, una coincidencia desdichada que hubiera hecho esta visita en tan trágico aniversario.
–Los médicos están de acuerdo en prescribirme un completo descanso, la supresión de cualquier agitación mental y la exclusión de todo lo que constituya un ejercicio físico violento –anunció Framton, que actuaba en función del falso concepto, comprensiblemente difundido, de que las personas totalmente desconocidas y las conocidas por azar están ansiosas por enterarse hasta del más pequeño detalle relativo a nuestras afecciones y enfermedades, su causa y su remedio–. En materia de dieta, ya no están tan de acuerdo –continuó. –¿No? –dijo la señora Sappleton, con una voz que sustituyó al bostezo solo a último momento. De pronto asumió un gesto de total atención…, pero no hacia lo que Framton estaba diciendo. –¡Aquí están, por fin! –exclamó–. Justo a tiempo para el té, ¡y parece que se han embarrado hasta los ojos! Framton sintió un ligero escalofrío y se volvió hacia la sobrina con una mirada que pretendía transmitir una compasiva comprensión. La muchacha miraba absorta hacia el ventanal abierto con el horror pintado en los ojos. Poseído por una helada conmoción de miedo indescriptible, Framton giró en su asiento y miró en la misma dirección.
En la sombría luz del crepúsculo, tres figuras se dirigían atravesando el prado hacia el ventanal; las tres portaban escopetas bajo el brazo, y una de ellas llevaba la carga adicional de un impermeable blanco que le colgaba de los hombros. Un fatigado Spaniel marrón se mantenía pegado a sus talones. Se aproximaban a la casa sin hacer ruido, y entonces una joven voz ronca cantó desde la oscuridad: “¿Por qué saltas, Bertie, digo yo?”. Framton agarró bruscamente su bastón y su sombrero; la puerta principal, el sendero de grava y la puerta del jardín no fueron sino etapas difusamente advertidas en su precipitada huida. Un ciclista que venía por el camino tuvo que lanzarse sobre la cerca para evitar una colisión inminente. –Aquí estamos, querida –dijo el portador del impermeable blanco, entrando a través del ventanal–; bastante embarrados, pero ya está casi todo seco. ¿Quién era ese que salió de golpe cuando aparecimos?
–Un individuo de lo más extraño, un tal señor Nuttel –dijo la señora Sappleton–. No supo hablar más que de sus enfermedades, y se fue deprisa, sin una palabra de despedida o una disculpa, cuando ustedes llegaron. Uno podría pensar que ha visto un fantasma. –Supongo que fue el perro –dijo con tranquilidad la sobrina–. Me contó que sentía horror por los perros. Una vez fue acosado por una jauría hasta un cementerio en algún lugar de las orillas del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con los animales gruñendo, mostrando los colmillos y echando espuma sobre él. Como para aterrorizar a cualquiera. La fabulación improvisada era su especialidad.
Era una noche de invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dijo: –Convide, mi hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo del vino cayó sobre el vestido y dejó allí en el pecho una mancha rosada como un pétalo. –¡Qué lástima! –habló ella–. ¡Era tan blanco! Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiese dicho que iban a pasar años antes de que volviera a probar algo. Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche del señor Severo Andrada, Encarnación les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho unas cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos. –¡Ave María purísima! –llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño: –¿Qué se le ofrece? –¿Aquí vive la señorita Encarnación? –preguntó el paisano. El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra–. Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro. El hombre siguió mirándolos en silencio. –No lo tome a mal –insistió el paisano–. Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos. El hombre seguía en silencio. El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que este habló: –Es mi hija, pero está muerta… ayer se cumplieron veinte años…
–Dijo que venía de bailar… –recordó el paisano. –Hace veinte años… –contó el padre– para el Día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del corazón, ¿sabe? Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban pegaron media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven exclamó: –El guante… por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años para la fiesta de Santa Rosa se olvida algo en alguna parte y hay que ir a llevárselo. El muchacho entregó el guante de encaje. Después alcanzó en silencio a su padre, que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos.
“El ventanal abierto”, de Saki (1911). “El guante de encaje”, de María Teresa Andruetto (2001).
MIS LIBROS DE SEXTO
¿Creías que los fantasmas aparecen solo en cementerios o en castillos en ruinas, casas abandonadas o caminos tenebrosos? ¿Pensabas que tienen rostros espantosos y manos terroríficas? Estos dos cuentos pueden hacerte cambiar de opinión.