poderosos de este mundo». Pero los papas habían olvidado la frase de Cristo: «mi reino —y se supone que el de sus vicarios— no es de este mundo» (Jn. 18,36). Lector: Entre la última palabra del párrafo anterior y esta línea hay un lapso de varios días. En ellos me dediqué a recordar y a ordenar en mi mente la historia de la Iglesia, y el resultado de toda esta reflexión es un estado anímico mezcla de pasmo, de desolación, de disgusto, de incredulidad, de rabia y de anonadamiento. ¿Cómo es posible que una Institución con semejante historia se atreva a decir que es la única representante de Dios en la Tierra? ¿Cómo es posible que una Institución con una historia así —y subrayo la palabra así— tenga la osadía de presentarse como infalible, como santa, como ecuménica, como única, como madre, como redentora y salvadora, como asistida por el Espíritu Santo? Recordando las páginas de su historia y encontrando tanto mercantilismo, tanta traición, tanta mundanidad, tantas insidias, tanta soberbia, tanto triunfalismo, tantas intrigas para obtener los puestos jerárquicos, tantas envidias, tantos coqueteos con los tiranos de todas las épocas, tanta falta de espíritu evangélico y hasta tantos crímenes, uno no puede salir de su asombro. Un asombro en el que no hay palabras para describir la crasa ignorancia de los que, de buena fe, defienden una Iglesia así; o la estupidez de los que, admitiendo los hechos, todavía creen que su Iglesia es santa; o la cobardía de los que no se atreven a rebelarse, aunque sólo sea interiormente, interiormente, contra la gran mentira; o el cinismo de los que sabiéndolo todo, siguen todavía predicando que es «la única verdadera» o la «depositaría de la fe genuina». Sé de sobra que dentro de esa institución ha habido y hay almas excelsas; que ha habido miles y miles de personas que, aun con defectos humanos, han entregado sus vidas al servicio de los demás, tratando de cumplir lo mejor posible el mensaje de Cristo. Sé de sobra, porque la he vivido, la buena fe que hay en el alma de millones de cristianos que creen de todo corazón lo que su Iglesia les enseña. Cuando me asombro y cuando critico, no me refiero a estas almas buenas, ni a los individuos, a los «simples fieles» como les llama el Derecho Canónico. Me refiero al gran gran conj conjun unto to de cree creenc ncia iass ll llam amad adoo cris cristi tian anis ismo mo,, me refi refier eroo a sus sus cabe cabeza zass e instituciones dirigentes, sea dentro del catolicismo, del protestantismo o de la iglesia cristiana oriental; y me refiero de una manera especial, al Papado y al conjunto de los obispos católicos que se consideran a sí mismos como los auténticos depositarios de la fe. Teniendo un poco de inteligencia, un poco de valentía y un poco de sentido de justicia, ¿se puede todavía hoy creer que una institución que tiene una historia tan negra, y tan parecida a las historias de las demás religiones, es la «única» y la «verdadera»? La respuesta es un ¡no! tajante. La historia de los Vicarios Vicarios de Cristo, las contradicciones de los teólogos cristianos, cristianos, las ambiciones y envidias de sus obispos y reformadores, la ferocidad de muchos reyes que se declaraban cristianos, y el parecido que en sus vidas y costumbres tienen muchísimos seguidores de Cristo con los paganos, son una prueba convincente de que el cristianismo cristianismo no es ni original, ni único, ni santo, ni verdadero. Un discurso apologético, o una buena acción de un papa o el heroísmo de un mártir, no pueden borrar siglos y siglos de malas acciones, de escándalos papales y episcopales de todo tipo, entre los que descuellan la falta de humildad y de pobreza y el apego al espíritu mundano, a las riquezas, al poder, y a la buena vida. Esto es lo que he sacado de mi reflexión sobre la historia de la Iglesia. Esto es lo que he sacado después de haber visto repetidamente a tanto ilustre bribón recibiendo solemnemente la corona imperial, en plena basílica de San Pedro, de manos del Sumo Pontífice de turno, y a tantos pésimos cristianos —pero de la «alta sociedad» política y