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Julio Cortázar Omar Prego Gadea La fascinación de las palabras
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No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas. Julio Cortázar
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CRONOLOGÍA
1914. Nacimiento de Julio Florencio Cortázar, hijo de Julio Cortázar y María Herminia Descotte. “Mi nacimiento (en Bruselas) fue un producto del turismo y la diplomacia”, declaró años después. En ese entonces Bruselas estaba ocupada por los alemanes. 1916. La familia Cortázar se instala en Suiza, donde aguarda el fin de la Primera Guerra Mundial. 1918. Regresó a la Argentina. La familia se instala en Banfield, un suburbio de Buenos Aires. El padre (de quien Julio no quiso nunca saber nada) abandona a su mujer y a sus dos hijos. Julio se cría con su madre, una tía, su abuela y su hermana Ofelia, un año menor que él. “Nunca hizo nada por nosotros”, dirá de su padre. Enfermedades frecuentes, brazos rotos, asma, primeros amores. El cuento “Los venenos” es muy autobiográfico. 1923. Primeros ejercicios literarios. “Mi primera novela la terminé a los nueve años”, dirá. También escribe poemas. La familia sospecha que son plagiados, lo cual le provoca una gran desazón. 1928. Cursa estudios en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta (cuya atmósfera recreará en el cuento “La escuela de noche”) a la que califica de “pésima, una de las peores escuelas imaginables”. Rescata el nombre de dos profesores: Arturo Marasso y Vicente Fattone.
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1932. Obtiene el título de Maestro Normal, que lo habilita para ejercer el magisterio. Ese mismo año intenta sin éxito viajar a Europa en un buque de carga, con un grupo de amigos. “Buenos Aires era una especie de castigo. Vivir allí era estar encarcelado”, declara años más tarde en una entrevista a Luis Harss. En una librería de Buenos Aires descubre el libro Opio, de Jean Cocteau, cuya lectura cambia “por completo” su visión de la literatura y le hace descubrir el surrealismo. 1935. Obtiene el título de Profesor Normal en Letras e ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras. Aprueba el primer año, pero como en su casa “había muy poco dinero y yo quería ayudar a mi madre” abandona los estudios para iniciarse en el profesorado. 1937. Es designado profesor en el Colegio Nacional de una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, Bolívar. Lee infatigablemente y escribe cuentos, que no publica. 1938. Publica su primera colección de poemas, Presencia, con el seudónimo de Julio Denis. De ellos dirá que eran unos sonetos “muy mallarmeanos” y que el libro fue “felizmente” olvidado. 1939. En julio de ese año fue trasladado a la Escuela Normal de Chivilcoy. 1941. Con el seudónimo Julio Denis publica un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella, que junto con la revista Canto fueron importantes vehículos de expresión para los jóvenes escritores. 1944. Se traslada a Cuyo, Mendoza, y en su Universidad imparte cursos de Literatura Francesa.
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Publica su primer cuento, “Bruja”, en la revista Correo Literario. 1945. Cuando Juan Domingo Perón gana las elecciones presidenciales presenta renuncia. “Preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a ‘sacarme el saco’ como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos.” Reúne un primer volumen de cuentos, La otra orilla. Regresa a Buenos Aires, donde comienza a trabajar en la Cámara Argentina del Libro. 1946. Publica el cuento “Casa tomada” en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. Ese mismo año publica un trabajo sobre el poeta inglés John Keats, “La urna griega en la poesía de John Keats” en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. 1947. Colabora en varias revistas, entre ellas en Realidad. Escribe un importante trabajo teórico, “Teoría del Túnel”. 1948. Obtiene el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que normalmente insumen tres años. El esfuerzo le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida) desaparece con la escritura de un cuento, “Circe”, que junto con “Casa tomada” y “Bestiario” (aparecidos en Los Anales de Buenos Aires) será incluido más adelante en Bestiario. 1949. Publica el poema dramático Los Reyes, ignorado por la crítica. Durante el verano escribe una primera novela, Divertimento, que de alguna manera prefigura Rayuela. Divertimento será publicada recién en 1986, después de su muerte.
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1950. Escribe otra novela, El examen, rechazada por el asesor literario de Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentará a un concurso convocado por la misma editorial, sin éxito. Esta novela también será editada tras la muerte del escritor, en 1986. 1951. Publica su libro de cuentos Bestiario, en la editorial Sudamericana, donde ya figuran algunas de sus obras maestras en el género. Pero el libro —salvo para un puñado de lectores— pasa inadvertido. Obtiene una beca del gobierno francés y viaja a París, con la firme intención de establecerse allí. Comienza a trabajar como traductor en la UNESCO. 1953. Se casa con Aurora Bernárdez. 1954. Viaja a Montevideo, año en que la UNESCO realiza allí su conferencia general, en calidad de traductor y revisor. Se aloja en el Hotel Cervantes (ya frecuentado por Jorge Luis Borges) en el que transcurre su cuento “La puerta condenada”. Anda por la ciudad, visita el barrio del Cerro, en el que ubicará a La Maga. Continúa trabajando como traductor independiente de la UNESCO. Sigue escribiendo lo que luego serán las Historias de cronopios y de famas, que había iniciado en el año 1951: “Una noche, escuchando un concierto en el Thèatre des Champs Elysées, tuve bruscamente la noción de unos personajes que se llamarían cronopios”, explicó años después. Viaja a Italia, empieza a traducir los cuentos de Edgar Allan Poe. 1956. En México (Ed. Los Presentes) publica el libro de cuentos Final del juego, en el que aparece el cuento “Los venenos”, al que Cortázar considera “autobiográfico”. También lo es el que da título al volu-
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men. Asimismo publica la traducción de Obras en prosa de Poe en la Universidad de Puerto Rico. 1959. Publica Las armas secretas (Ed. Sudamericana), que incluye el cuento largo “El perseguidor”. Este cuento supone un sesgo en la narrativa de Cortázar. “Fue una iluminación. Terminé de leer ese artículo (en el que se anunciaba la muerte de Charlie Parker) y al otro día o ese mismo día, no me acuerdo, empecé a escribir el cuento. Porque de inmediato sentí que el personaje era él (...) era lo que yo había estado buscando.” Cortázar dice que allí aborda “un problema de tipo existencial, de tipo humano, que luego se ampliará en Los premios y sobre todo en Rayuela” (Los nuestros, Luis Harss). 1960. Viaja a Estados Unidos (Washington y Nueva York) y publica (Ed. Sudamericana) la novela Los premios escrita durante esa larga travesía en barco “para entretenerme”, dirá. 1961. Realiza su primera visita a Cuba. Ella le mostrará “el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política. Desde ese día traté de documentarme, traté de entender, de leer”. Ese mismo año la editorial Fayard publica Los premios, primera traducción de una obra de Cortázar. 1962. Publica Historias de cronopios y de famas, en la editorial Minotauro, de Buenos Aires. 1963. Publica Rayuela (Ed. Sudamericana), de la que se vendieron 5.000 ejemplares en el primer año. “Escribía largos pasajes de Rayuela sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo (...) Fue una especie de inventar en el mismo momento de escribir, sin adelantarme nunca a lo que yo podía ver en ese momento”, dirá (La fascinación de las palabras). Ese
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mismo año participa como jurado en el Premio Casa de las Américas, en La Habana. 1965. La editorial Pantheon de Nueva York publica la traducción inglesa de Los premios y Luchterhand, Berlín, Geschichten der Cronopien und Famen. 1966. Publica el libro de cuentos Todos los fuegos el fuego (Sudamericana, Buenos Aires). En Nueva York, Pantheon publica la traducción al inglés de Rayuela y Gallimard la traducción francesa, de Laure Guille-Bataillon. 1967. Aparece La vuelta al día en ochenta mundos, un volumen que reúne cuentos, crónicas, ensayos y poemas, con una diagramación extremadamente original concebida en gran parte por Julio Silva. El libro, según Cortázar, fue imaginado como un homenaje a Julio Verne “pero de una manera muy indirecta”. 1968. Publica en Buenos Aires (Ed. Sudamericana) la novela 62/Modelo para armar. La novela provoca un cierto desconcierto en la crítica. Cortázar había dicho que le gustaría “llegar a escribir un relato capaz de mostrar cómo esas figuras constituyen una ruptura y un desmentido de la realidad individual, muchas veces sin que los personajes tengan la menor conciencia de ello”. Ese mismo año publica en Buenos Aires, con fotografías de Sara Facio y Alicia D’Amico el libro Buenos Aires, Buenos Aires. Publica otro de sus libros “almanaque”, Último round, donde se recoge ensayos, cuentos, poemas, crónicas, textos humorísticos. La edición (Siglo XXI, México) está imaginada como un edificio de dos plantas, alta y baja, y cuenta con profusas ilustraciones. El libro contiene (planta baja) una extensa carta de Cortázar a Rober-
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to Fernández Retamar escrita en Saignon el 10 de mayo de 1967, publicada en la Revista de la Casa de las Américas. “Esta carta se incorpora aquí a título de documento, puesto que razones de gorilato mayor impiden que la revista citada llegue al público latinoamericano.” La carta estaba centrada en la situación del intelectual latinoamericano. Pantheon de Nueva York publica la traducción inglesa en Historias de cronopios y de famas y Einaudi (Torino, Italia) la de Rayuela. 1970. Viaja a Chile, invitado a la asunción del gobierno del presidente Salvador Allende. La editorial Sudamericana publica el libro Relatos, en el que se incluye una selección de cuentos de Bestiario, Final del juego, Las armas secretas y Todos los fuegos el fuego: 1971. Publica Pameos y meopas (Barcelona, Ocnos), que incluye poemas escritos entre 1944 y 1958. 1972. Publica Prosa del observatorio (Barcelona, Lumen, con fotografías del propio Julio Cortázar y la colaboración de Antonio Gálvez). 1973. Aparece Libro de Manuel (Buenos Aires, Sudamericana), que obtiene en París el Premio Médicis. Cortázar viaja a Buenos Aires para presentar el libro. De paso visita Perú, Ecuador y Chile. La novela levanta una considerable polvareda: “... si durante años he escrito textos vinculados con problemas latinoamericanos, a la vez que novelas y relatos en que esos problemas estaban ausentes o sólo asomaban tangencialmente, hoy y aquí las aguas se han juntado, pero su conciliación no ha tenido nada de fácil, como acaso lo muestre el confuso y ator-
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mentado itinerario de algún personaje”, escribió en el Prólogo. En Barcelona (Tusquets) publica La casilla de los Morelli, cuya edición, prólogo y notas estuvieron a cargo de Julio Ortega. 1974. Aparece el libro de cuentos Octaedro (Sudamericana). En abril participa en una reunión del Tribunal Russell II, reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los derechos humanos. 1975. Viaja a Estados Unidos invitado por la Universidad de Oklahoma. Allí dicta un ciclo de conferencias sobre literatura latinoamericana y sobre su propia obra. Los trabajos leídos en esa ocasión y dos textos suyos fueron reunidos en el volumen The Final Island: The Fiction of Julio Cortázar (1978), una primera valoración crítica de su obra en lengua inglesa. Publica Fantomas contra los vampiros multinacionales (México, Excelsior), una historieta. Publica Silvalandia (México, Cultural GDA), una serie de textos inspirados en cuadros de Julio Silva. 1976. Realiza una visita clandestina a la aldea de Solentiname, en Nicaragua. Publica Estrictamente no profesional. Humanario (Buenos Aires, La Azotea) a partir de fotografías de Alicia D’Amico y Sara Facio. 1977. Aparece el libro de cuentos Alguien que anda por ahí (Madrid, Alfaguara), en el que se recoge el texto “Apocalipsis en Solentiname”. 1978. La editorial Pantheon publica en Nueva York la traducción inglesa de Libro de Manuel. Cortázar hace en él una advertencia al lector nortea-
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mericano: “Este libro se completó en 1972. La Argentina estaba entonces bajo la dictadura militar del general Alejandro Lanusse, y ya entonces la intensificación de la violencia y la violación de los derechos humanos eran evidentes. Tales abusos han continuado y han sido incrementados bajo la junta militar del general Videla (...) las referencias a Argentina y otros países latinoamericanos son hoy tan válidas como lo fueron cuando se escribió este libro”. Publica Territorios, textos relativos a la pintura (México, Siglo XXI). 1979. Publica Un tal Lucas (Madrid, Alfaguara). En octubre visita Nicaragua luego del triunfo de los sandinistas. Algunos de sus textos son utilizados en la campaña de alfabetización del país. 1980. Publica el libro de cuentos Queremos tanto a Glenda (México, Nueva Imagen). Realiza una serie de conferencias en la Universidad de Berkeley, California. 1981. En uno de sus primeros decretos, el gobierno socialista de François Mitterrand le otorga la nacionalidad francesa, el 24 de julio. 1982. Publica un nuevo libro de cuentos, Deshoras (México, Nueva Imagen). En noviembre muere su esposa, Carol Dunlop. 1983. Aparece el libro Los autonautas de la cosmopista, escrito a cuatro manos con Carol Dunlop, en el que se narra un viaje de treinta y tres días entre París y Marsella a razón de dos parkings por día. Entre el 30 de noviembre y el 7 de diciembre viaja a Buenos Aires, para visitar a su madre después de la caída de la dictadura y la asunción del gobierno por el presidente Raúl Alfonsín. Las auto-
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ridades ignoran su presencia, pero es calurosamente recibido por la gente, que lo reconoce en las calles. Se publica Nicaragua tan violentamente dulce (Managua, Ed. Nueva Nicaragua). 1984. El 12 de febrero Julio Cortázar muere de leucemia y es enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la tumba donde yacía Carol Dunlop. En México (Editorial Nueva Imagen) aparece su libro de poemas Salvo el crepúsculo. 1986. La editorial Alfaguara emprende la publicación de las obras completas de Julio Cortázar, incluso aquellas que habían permanecido inéditas hasta su muerte. Con ese propósito crea una colección especial, Biblioteca Cortázar. El diseño de las cubiertas fue confiado a Julio Silva.
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INTRODUCCIÓN
Nos vimos por última vez el viernes 20 de enero de 1984, en su reducida habitación del hospital Saint-Lazare de París, apenas a unos ciento cincuenta metros a vuelo de pájaro de su casa de la rue Martel. No recuerdo exactamente a qué hora nos despedimos. No había ninguna razón especial para que yo anotara ese detalle, pero de todos modos debían ser las siete de la noche porque una media hora antes, cuando yo entraba a la pieza, casi tropecé con el encargado de distribuir la comida. Julio estaba solo, sentado en un sillón, la mirada perdida en una ventana que daba a un patio interior casi en tinieblas, como si escuchara el rumor de la lluvia. Llevaba puesto un viejo salto de cama y parecía más animado que el día anterior, en que lo habíamos visitado con mi esposa. Ese día, en presencia de Saúl Yurkievich, nos había contado sin rodeos que estuvo a punto de morirse durante uno de los exámenes a que lo estaban sometiendo en esa sección de gastroenterología del hospital, considerada como una de las más eficaces de París. “Me quedé sin pulso y todos pensamos que me moría ahí mismo”, nos dijo. Pero este viernes 20 de enero las cosas parecen andar un poco mejor. “Estoy harto de esta comida y del ruido que hacen estas chicas por la mañana. Aquí las enfermeras no parecen conocer las
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suelas de caucho. Taconean y cantan por los corredores como si tal cosa”, se lamentó con resignación. Estuvimos hablando una media hora, pero se le veía cansado. “Tengo ganas de dormir, pero no sé si podré. ¡Y esta comida no te digo nada! No es que sea mala, pero cuando vuelva a casa lo primero que hago es prepararme un buen bifacho, de este alto. De todos modos, salgo mañana. Mi médico, el profesor Modigliani —¿te das cuenta? ¡Modigliani! Yo tengo una especie de valeriana para los pintores— me dijo que me fuera a casa y que volviera para seguir con los exámenes toda la semana que viene.” Quedamos en que él me llamaría por teléfono cuando terminara con el hospital. Se puso de pie para darme la mano y nos despedimos. “Cuando salga de todo esto tenemos que darnos un paseo por un bosque. No tiene por qué ser muy lejos: Vincennes o Fontainebleau. Lo que quiero es ver árboles”, dijo. Le dejé Le Monde, que ese día traía una entrevista a Antonio Cándido. Antes de salir vi que había una pequeña pila de libros junto a su mesita de luz y algunas cuartillas, escritas a mano. Esas son las últimas palabras que recuerdo de Julio: “Lo que quiero es ver árboles”. Murió el domingo 12 de febrero, poco después del mediodía y lo enterramos el martes 14 en el cementerio de Montparnasse a las once y media de la mañana, en la tumba de su esposa, Carol Dunlop, muerta en noviembre de 1982. Fue una mañana fría, pero de una luminosidad casi sobrenatural para quienes estamos acostumbrados al cielo plomizo y bajo de París en invierno. El sol destellaba en las aristas de mármol de
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los panteones y en las chapas de bronce y las copas de los árboles se mecían apenas en la brisa matinal. Pero lo más impresionante era el silencio. Desde que el cortejo se puso en marcha desde la entrada del cementerio y nos encaminamos hacia la tumba recién removida, no recuerdo haber escuchado una sola palabra. El único ruido, semejante al del mar en una playa pedregosa, era el de los pies arrastrándose por el sendero principal detrás del furgón mortuorio. Después, cada uno de los amigos dejó caer una flor encima del féretro de madera pulida y nos fuimos. Mi esposa y yo nos quedamos un poco rezagados y cuando esa zona del cementerio se quedó vacía, dos o tres gatos escuálidos y friolentos surgieron de entre las tumbas y nos miraron alejar con indiferencia.
Nos conocimos en febrero de 1974, en una exposición de hiperrealistas norteamericanos, en la Fundación Rockefeller de París. Era exactamente igual a sus fotografías: desmesuradamente alto, huesudo, desgarbado, y parecía caminar con el permanente temor de resbalarse. En ese entonces tenía sesenta años, pero nadie le daría más de cuarenta y cinco. Recuerdo que esperé que terminara su recorrida —estaba con un amigo— para acercarme. Le dije quién era (un periodista uruguayo que acababa de desembarcar en París) y le expliqué por qué lo importunaba. En Montevideo acababan de detener a Juan Carlos Onetti bajo la inverosímil acusación de pornografía, por el solo hecho de haber sido ju-
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rado en un concurso de cuentos organizado por el semanario Marcha.1 Le anuncié que el director de Marcha, Carlos Quijano, también estaba preso. Me escuchó con una extremada cortesía, me dijo que ya estaba al tanto pero me pidió más datos y me aseguró que iba a hacer cuanto estuviera a su alcance para alertar a la opinión pública. Promesa que cumplió escrupulosamente, como todas las suyas. Recuerdo que hablamos en la gran escalinata de mármol de la entrada, de pie junto a una escultura hiperrealista que representaba a un típico turista norteamericano, vestido con pantaloncitos y una estridente camisola hawaiana, lentes de sol, un gorrito con visera como los que usan los beisbolistas y una o dos máquinas fotográficas (auténticas) terciadas sobre el pecho. Parecía interesado en nuestra conversación y estar dispuesto a participar en ella de un momento a otro. Después nos seguimos viendo con cierta frecuencia y nos hicimos amigos. En diciembre de 1982, después de la muerte de Carol, le propuse hacer una larga entrevista, un libro que tratara de abarcar (si esto era posible, y yo sabía muy bien que muchas cosas se quedarían afuera) su vida de escritor y de combatiente de las causas que él consideraba justas en el mundo, sobre todo el frágil proceso nicaragüense, que lo tenía muy angustiado por ese entonces, y la defensa de los derechos humanos. Me dijo que sí, sin vacilar, pero me adelantó que en principio tendría que ser “un libro muy loco”. Convinimos en hacer un número indeterminado de entrevistas —diez o doce como mínimo— que iríamos concretando sobre la marcha, deslizán-
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dolas entre los intersticios de su agenda, en la que casi no quedaban casilleros libres. Fue entonces, mientras mirábamos esas columnas atestadas de citas, de compromisos militantes en su mayoría, que me dijo: “El año que viene pienso transformarlo en sabático. Tengo ganas de encerrarme a escribir una novela, cueste lo que cueste”. Le pregunté si ya había empezado a escribirla y me dijo que no. “Algunas notas. Pero empieza a darme vueltas por la cabeza. La veo como una nebulosa.” Me advirtió que probablemente no podríamos empezar a trabajar hasta el verano. Tenía que terminar primero el libro que la muerte de Carol había dejado trunco (Los autonautas de la cosmopista),2 un hermosísimo libro en el que se narra un viaje entre París y Marsella en una destartalada camioneta —realizado en treinta y tres días sin salirse jamás de la autopista y a razón de dos parkings diarios con obligación de dormir en el segundo— que en el fondo es una conmovedora historia de amor. Después pensaba viajar a Nicaragua y a su regreso a Europa se iba a descansar algunos días en casa de amigos, en España.
Empezamos a trabajar en los primeros días de julio, en su casa de la rue Martel. La casa de Julio estaba situada en uno de esos edificios antiguos de París, con una pesada puerta de barrotes de hierro verdinoso, en parte oxidada, que daba a un ancho corredor que se abría en sucesivos patios interiores. El edificio estaba lleno de oficinas de empre-
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sas textiles, de modo que a partir de las seis de la tarde, cuando cesaba la actividad, uno tenía la impresión de avanzar por el edificio más solo del mundo. El apartamento de Julio estaba al fondo, en el pabellón C. Había que trepar una anchísima e interminable escalera de madera, cuyos peldaños parecían como lijados por el roce de innumerables pisadas. Había un recibidor flanqueado por una biblioteca hasta el techo, atestada de libros, y enseguida un vasto salón, con altísimas ventanas. A la izquierda había un mostrador de madera que dividía la pieza. Detrás estaba la cocina. En el salón de estar había profundos sillones, un aparato de alta fidelidad y estanterías atestadas de discos y casetes, cuidadosamente clasificadas. Ésta era la zona preferida de la gata de Aurora Bernárdez. Nosotros trabajábamos en un despacho espacioso, encalado como el resto de la casa, dos de cuyas paredes estaban ocupadas por bibliotecas que iban del piso al techo. En una tercera pared había vastos armarios donde Julio guardaba carpetas con recortes de prensa, originales, fotocopias de trabajos enviados a diarios y revistas y una biografía del poeta romántico inglés Keats, que escribió por los años cincuenta en Buenos Aires, antes de venir a instalarse en París. El teléfono no sonaba jamás (había un contestador automático) y las únicas personas que solían andar por la casa eran Aurora Bernárdez, quien le ofreció a Julio toda su atención y su amistad, y una mujer extremadamente discreta que venía a hacer la limpieza y a poner la casa en orden. Aurora se iba temprano a su trabajo en la UNESCO
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—más de una vez los encontré desayunando— después de asegurarse de que todo estaba en orden. Trabajábamos casi sin pausa tres o cuatro horas. Julio se sentaba en su sillón giratorio, de espaldas a una ventana que se abría hacia la rue du Paradis. En los primeros tiempos, en los meses de julio y agosto, Julio parecía encontrarse bien, aceptaba de buen grado los interrogatorios y tengo la impresión de que poco a poco se fue dejando ganar por la idea de que el libro —que ya había sido aceptado por la editorial Gallimard— podía ser una buena oportunidad para decir algunas cosas que se había guardado hasta entonces entre pecho y espalda. “Esto no lo dije nunca”, “esto lo estoy diciendo por primera vez”, solía advertirme. Y más de una vez empezábamos la conversación volviendo sobre un tema del día anterior, a instancias del propio Julio: “Las mejores respuestas se me ocurren después que te has ido”. Uno de los pocos temas que decidimos dejar para después, para una o dos entrevistas de repaso y cierre, fue el de su viaje a Argentina en diciembre, al cabo de una larga ausencia impuesta por esos años sombríos y terribles de la dictadura militar y los escuadrones de la muerte, de esa alucinante noche de terror que tanto le dolía y lo acosaba, y cuya angustia puede sondearse en algunos de sus cuentos más recientes como “Graffiti” o “Segunda vez”.3 De todos modos, a su regreso hablamos un poco de cómo había encontrado a la Argentina. “Argentina ha cambiado, por supuesto. Está empezando a salir de una pesadilla de dictadura y tiranía. Hay muchísimo por hacer.” Pero se mantenía aler-
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ta, como si temiera el regreso de los viejos demonios. “Yo no creo que todavía la palabra izquierda haya dejado de ser una mala palabra en mi país. Espero que llegue el día en que eso se termine”, me dijo otro día. Tenía proyectado un nuevo viaje en marzo, y para ese entonces confiaba en que los argentinos comprendieran que la palabra izquierda no solo no era una mala palabra, sino “una de las mejores que contiene el lenguaje político; incluso la mejor”. Pensaba que esta que se ofrecía ahora a los argentinos era quizá la última oportunidad: “Si el gobierno de Raúl Alfonsín tropieza con una oposición ciega y negativa, no me extrañaría que dentro de poco tuviéramos de nuevo a los militares, que seguirán esperando su oportunidad agazapados en sus cuarteles”. Muchas veces me pregunté (pero sobre todo me lo pregunto ahora, en este desolado hueco que nos ha dejado su muerte) si Julio sospechaba que la muerte estaba rondándolo, como dos años antes lo hizo con Carol. En todo caso nunca me lo hizo saber. Estaba muy flaco, con los huesos de los hombros marcándole el pulóver, como si quisieran salirse de la piel. Los pómulos, anchísimos, se le habían acentuado y la espesa barba renegrida le enmarcaba la cara, ocultando las mejillas hundidas. Solía quejarse de una incómoda comezón y a veces se le resecaba la garganta. Antes de empezar a trabajar, Julio traía una botella de agua mineral y dos vasos, y de vez en cuando bebía calmosamente, mientras yo le hacía una pregunta o cambiaba la casete de turno en el grabador.
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Algunas veces, al terminar la jornada, nos sentábamos en el salón a bebernos un whisky. “Creo que nos lo hemos merecido”, sonreía. En esos momentos no hablábamos de literatura ni de política, sino de música, invariablemente. Julio tenía una desaforada colección de discos y casetes de jazz, de música clásica y de tangos, y me explicó que le gustaba sentarse a escuchar dos o tres discos, por la noche, con los audífonos puestos para no molestar a los vecinos. Pero además había descubierto que no era lo mismo escuchar música sin audífonos que con ellos. Y en su libro póstumo, Salvo el crepúsculo,4 escribió un capítulo entero acerca de ese tema, explicando cómo la música escuchada con audífonos parece brotar del interior mismo del cerebro en lugar de llegar de afuera: “Árbol interior: la primera maraña instantánea de un cuarteto de Brahms o de Lutoslavski, dándose en todo su follaje”. Sólo una vez, allá por el mes de setiembre de 1983, me llamó por teléfono para anular una cita y después supe que había estado enfermo. Y otra vez interrumpimos una entrevista porque me di cuenta de que estaba muy fatigado. Ese día, al despedirnos, me dijo: “Hoy anduvimos mal, pero no importa. Nos desquitaremos en la próxima”. Le preocupaba mucho que todo quedara claro y más de una vez, cuando citaba a algún autor o un pasaje de uno de sus libros, se levantaba para ir a buscar el volumen en cuestión y verificar la cita. [...]