Antonio Collados Alcaide: La imagen participada Creatividad y Fin de la Imagen Creatividad y Sociedad, número 19, diciembre 2012
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La imagen participada Complejidades y tensiones en los procesos artísticos colaborativos Antonio Collados Alcaide Dr. en Bellas Artes, Profesor Ayudante del Departamento de Escultura de la Universidad de Granada. Grupo de Investigación HUM425 “Por otra escultura pública”. Co-director de TRANSDUCTORES (www.transductores.net)
[email protected]
Resumen Pensar hoy en día en la imagen nos obliga inevitablemente a pensar en los marcos de producción de estas. Sustraernos de pensar en las lógicas de dominio y deseo insertas en los procesos productivos del capitalismo cognitivo supone por una parte no reconocer la inclusión de las imágenes y su circulación como herramientas de reproducción de los órdenes económicos y sociales imperantes y por otra parte impide afinar la atención sobre las resistencias y alternativas que se están construyendo para ensayar modelos de ciudadanía y práctica colectiva que den lugar a nuevos imaginarios antagónicos.
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Nuestra aportación se enfocará en presentar y discutir sobre las estrategias y modos ensayados dentro del marco de las prácticas artísticas colaborativas para la fabricación de imágenes y otros artefactos y procesos culturales como dispositivos tácticos que intentan poner en fricción los modos de producción producción tardocapitalistas.
Palabras clave Arte Público – Práctica artística colaborativa colaborativa – Participación – Arte y sociedad sociedad – Políticas relacionales – Producción cultural – Función del Arte
Abstract Thinking the image today implays thinking its contexts of production. To escape the consideration of logics of dominion and desire behind the productive processes of Cognitive Capitalism entails on the one hand to avoid the recognition of images and their circulation as means of reproduction of dominant economic and social orders and, on the other forbids focussing attention on resistencies and alternatives being build to test models of ceitizenship and collective practice that may lead to new antagonic imaginaries. Our contribution will be focussed on the presentation and discussion of the strategies and modes tested in the frame of artistic collaborative practices for the fabrication of images, artifacts, and cultural processes as tactic device trying to challenge tardocapitalist means of production.
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Key Words Public Art – Collaborative Art Practice – Participation – Art y society – Relational Politics – Cultural Production – Art Function
Introducción Dentro del marco de la actual crisis económica asistimos a la emergencia de numerosos y profundos debates alrededor de las precarias condiciones de producción de la práctica cultural. Plataformas, foros y ediciones textuales dan cuenta del impacto que están teniendo las tensiones socio-económicas en los modos y medios con los que los agentes culturales y artísticos se relacionan y desarrollan su labor. Este momento de tensión nos invita a llevar a cabo una mirada retrospectiva a décadas anteriores, a situaciones parangonables en las que el campo de las artes se vio afectado y resolvió –no cabe de otro modo- permeabilizarse de los cambios sociales y políticos que la actualidad demandaba. En el año 1974, el artista catalán Francesc Abad alertaba sobre está precariedad estructural del trabajo artístico en su proyecto Recorregut diari en el que recopilaba y exhibía fotografías, mapas, recibos de bus y manutención vinculados al proceso de producción del proyecto, y que –al leerlos- se convertían en signos que evidenciaban la fragilidad del oficio artístico como medio vital sustentable, ya que la derrama otorgada por la institución que hacía el encargo era ínfimamente superior a los costes directos de producción del mismo. Este flashback a a los setenta nos recuerda la constante cíclica en los devenires económicos y como estos afectan y transforman las sociedades modernas y por extensión a la propia práctica artística y sus agentes. nº19
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Corrían en España los años finales de la dictadura, momento en el que muchos artistas se comprometieron abiertamente con los deseos de cambio de la sociedad española, sensibilizándose por las problemáticas socio-políticas y económicas de ese periodo histórico y propugnando la superación del modelo de artista pos-romántico escindido de la sociedad. En un texto escrito a propósito de la presentación de la donación de fondos del colectivo catalán Grup de Treball a la colección del MACBA 1, Antoni Mercader –perteneciente, al igual que Francesc Abad, al colectivo- recupera algunos de los textos programáticos en los que se explicita la determinación del grupo por desarrollar un trabajo ideológico, práctico y político que permitiera participar plenamente en el complejo social y político del momento, guiando con este fin su trabajo hacia unos presupuestos mínimos encaminados a fortalecer “la alianza intra e intersectorial, que favorezca […] la superación de las actitudes individualistas tradicionales, hacia el planteamiento intersectorial de la problemática específica del arte y de su incidencia biológico-social” (MERCADER, PARCERISAS y ROMA, 1999: 124) 2. El trabajo local del Grup de Treball coincidiría con la tendencia de otros artistas, grupos y colectivos artísticos nacionales e internacionales a implicarse en la revelación, crítica y transformación de las condiciones de producción posfordistas y de la violencia congénita que aplicaba el poder y sus instituciones para el control de la vida de individuos y grupos. Es durante este tiempo, los años finales de la década de los sesenta y setenta, cuando tiene lugar la conformación de un nuevo sujeto político que rompería con el conformismo y miedo al “otro” derivado de la Guerra Fría, evolucionando hacia un 1
Grup de Treball, exposición organizada por el Museu d´Art Contemporani de Barcelona (MACBA) entre el 9 de
febrero y el 11 de abril de 1999. 2
Comunicados firmado por los participantes en la muestra Noves tendències a l´art , organizada por el Instituto Alemán y
el FAD de Barcelona, del 27 de mayo al 4 de junio de 1974. nº19
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cuestionamiento general de la autoridad, los valores y las instituciones del poder establecido y el mercado. Estos cambios en el mundo real iban a tener un reflejo en el mundo artístico, dando lugar a una nueva cultura híbrida que trataría de “borrar las fronteras y jerarquías que definen tradicionalmente la cultura tal y como ésta es representada desde el poder” (FELSHIN, 2001: 74). Con ello también surgió una incisiva crítica a los sistemas de difusión, circulación e intercambio establecidos, conformando un activismo cultural fuertemente vinculado a los movimientos sociales que daría lugar a la emergencia del discurso crítico institucional y a la proliferación de prácticas y plataformas culturales alternativas que trataron de fomentar la discusión y el debate desde contextos sociales y políticos, re-pensando conceptos como "lo público", la democracia o las cualidades del espacio urbano con una intención claramente política (BLANCO, 2001: 40).
Este conjunto de prácticas cuestionaron las jerarquías y paradigmas de la modernidad: desde la pretendida autonomía del arte y el artista respecto a las condiciones materiales e históricas de su producción, pasando por la separación del público y su determinación como sujeto-consumidor, hasta el ordenamiento disciplinar en cajones estancos, consideraciones que impedían la permeabilización entre los campos de lo artístico, lo educativo y los movimientos sociales, y sus instituciones (el museo, la escuela y la organización social, entre otros). Como resultado de toda esta realidad histórica y contextual, emergieron nuevas formas culturales híbridas entre el mundo del arte, el del activismo político y el de la organización comunitaria que podemos llamar “colaborativas”. Se trata de formas de producción cultural que se instituyen en grupos, espacios u otras estructuras flexibles (acción directa, asambleas, grupos de discusión, etc.) y que, frente una visión mercantil de la práctica cultural, proponen otro tipo de políticas de organización y acción con unos nº19
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objetivos polarizados en una dirección diametralmente opuesta: dar forma a proyectos y espacios de colaboración para responder a necesidades contextuales concretas mediante la puesta en práctica de medios culturales 3 diversos con los que transducir 4 situaciones conflictivas determinadas, produciendo con ello un cambio social encaminado a promover una transformación –mediante aprendizajes continuos- de los propios agentes sociales y culturales implicados. Puede tratarse de un problema social que afecte a una comunidad (p. ej. un proceso de gentrificación urbana), un conflicto intercultural, una resistencia global, o necesidades particulares como la constitución de espacios de auto-formación, de lucha contra la precariedad laboral u otras formas de opresión, etc. Si las diversas crisis históricas de finales del siglo XX dieron lugar a rupturas en los paradigmas tradicionales en los que se sustentaba el papel del creador y de la producción artística en general, en un momento como el actual, en el que tantas voces y desde tantos lugares5 están denunciando la fragilidad del sistema político y cultural heredado, creemos que sería necesario conocer y valorar el trabajo de aquellas iniciativas culturales y artísticas que están imaginando, presentando y construyendo contramodelos con los que abordar el futuro reciente del mismo. Parece obvio decir que estamos inmersos en un nuevo fin de ciclo. Desde el inicio de esta ¿última crisis económica? –quizás debiéramos decir sistémica- nuestra sociedad entró en un momento de impasse debido a la inteligibilidad de los signos políticos 3
Producción de imágenes, actos performativos, carnaval político, campañas visuales de protesta, artivismo urbano,
intervención mass-mediática, etc. 4
En la teoría de redes se define un “transductor” como un dispositivo de aprendizaje en red que “construye ideas-fuerza
capaces de superar los nudos críticos o cuellos de botella de los procesos” (VILLASANTE, 2006: 36). 5
En los últimos años han surgido diversas redes y plataformas de investigación sobre las condiciones actuales de la
producción cultural contemporánea: a modo de ejemplo destacamos la plataforma ART WORK de carácter internacional y las jornadas e informes Para quiénes disfrutamos trabajando coordinadas por Traficantes de Sueños. nº19
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contemporáneos. Esta situación que nos sume de nuevo en la inquietud y en la confusión debería provocar también en nosotros una situación de alerta y activa atención que pudiera alentar ciertas preguntas: ¿qué fuerzas se están movilizando en estos momentos? ¿qué nuevos gestos e imágenes están emergiendo? ¿estamos atentos y preparados para entender y poder traducir y representar ciertos fenómenos sociales y políticos que, por su gaseosidad, desenfocan nuestra percepción y comprensión?. Arrancando una pregunta a
la afirmación que nos plantea el Colectivo Situaciones a propósito de este momento: Si “el impasse al que nos enfrentamos es entonces, ante todo, un desafío para la imaginación
teórica y la sensibilidad de nuestras prácticas, y una invitación a recrear, en base a ellas, una nueva gramática política” (SITUACIONES, 2009: 12), ¿qué papel hemos de jugar los agentes artísticos ante los nuevos desafíos que la sociedad nos plantea?, ¿cómo traducir esta nueva gramática política que vemos acontecer en una nueva organización de lo sensible?. La tarea que nos proponemos ahora es afrontar estas preguntas desde los postulados y cualidades, sin descartar las complejidades y problemáticas, que la práctica artística colaborativa pudiera ofrecernos para atisbar itinerarios potenciales dentro de la producción cultural en los que poder pensar y experimentar algunas posibles respuestas. En esta coyuntura actual se está jugando no sólo la partida de la producción sino también el propio papel y función que pueden desempeñar las prácticas artísticas (y sus agentes) dentro de las sociedades tardocapitalistas. Nuestra aportación se enfocará en presentar y discutir sobre las estrategias y modos ensayados dentro del marco de las prácticas artísticas colaborativas para la fabricación de imágenes y otros artefactos y procesos culturales como dispositivos tácticos que intentan poner en fricción los modos de producción capitalistas.
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Salir del marco. Dentro / fuera del campo artístico La crítica y activista feminista Lucy R. Lippard, desarrolló en los años setenta y ochenta todo un aparato teórico en el que intentaba romper con la amnesia social y actitud anti-histórica que afectaba –según ella- al mundo del arte de la época. Para ello tomaba de los movimientos ecologistas la preocupación por el entorno y por el contexto inmediato, sancionando aquellas actitudes que desdeñaban el carácter “ecológico” de cualquier propuesta cultural, es decir, aquellas que obviaban que forman parte de un tiempo, de una estructura social y un orden de poderes determinado, de estar entretejidas por unas políticas relacionales que afectan y demarcan, inexorablemente, tanto el origen, los medios de producción y fines de cualquier proyecto. Esta inmersión en el mundo es tanto un síntoma de las prácticas artísticas que se activan coincidiendo con el periodo denominado posmodernidad, como un objetivo vehicular de la mayoría de ellas, en tanto en cuanto entendían que su acción y efecto no podía limitarse ya al marco cerrado de los espacios institucionales, a lo que allí acontece, sino que debían retroalimentarse y provocar transformaciones más allá de ellos, en el espacio más amplio de lo social. En la contribución que Lucy R. Lippard hace en el volumen Mapping the Terrain editado por Suzanne Lacy en 1995-, destaca esta voluntad de las prácticas artísticas de los años setenta por mirar hacia fuera del marco institucional. Remitiéndose a un artículo propio publicado en 1980 comenta: “Cualquier tipo nuevo de práctica artística tendrá que tener lugar al menos parcialmente fuera del mundo del arte. […] Fuera, la mayoría de los artistas no son ni bien recibidos ni efectivos, pero dentro hay una cápsula sofocante en la que se engaña a los artistas haciéndoles sentirse importantes por hacer sólo lo que se esperaba de ellos. Seguimos hablando de "formas nuevas" porque lo nuevo ha sido el nº19
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fetiche fertilizador de las vanguardia desde que se separó de la infantería. Pero quizás estas nuevas formas sólo puedan ser encontradas en las energías sociales no reconocidas aún como arte” (LIPPARD, 1995: 114). Esta reflexión se situaba dentro de una corriente radical de las artes que, entre otros asuntos, se enfrentaba a las estructuras del capital y del mercado, rechazando continuar por la senda de la producción inflacionada de “objetos artísticos” que había caracterizado a las épocas anteriores. Frente a esta se produjo una corriente de producción desmaterializada y procesual, que ponía su acento en el trabajo contextual, vinculándose por tanto a lugares o situaciones concretas en las que la acción e investigación artística pudiera efectuar procesos de resemantización y transformación de éstas. Lippard recogía en Six Years: The Dematerialization of the Art Object (1973) un coloquio en el que algunos artistas como Robert Barry, Lawrence Weiner y Carl André exponían la preocupación que tenían por atender a procesos creativamente significativos que acontecieran más allá de las estructuras normativizadas del arte. A la pregunta del organizador del coloquio, el comisario Seth Siegelaub, sobre los aspectos revolucionarios de la filosofía que hay detrás de sus obras, Robert Barry respondía: “Durante años nos hemos preocupado por lo que sucede dentro del marco. Puede que esté pasando algo fuera del marco que se pueda considerar una idea artística” (LIPPARD, 2004: 78). Sea o no un proceso artístico el que fije el interés de los artistas, a lo que da origen esta mirada es a pronunciar la atención por los asuntos sociales y de la vida política, y a enfrentarse al advenimiento de los nuevos flujos de creatividad social que escapan a la percepción constreñida del mundo que la cultura dominante, en cada época, trata de imponer. Desvanecidas o saltadas las fronteras, tarea en la que ya estaban las vanguardias históricas del siglo XX, las artes han procurado transitar por localizaciones múltiples y nº19
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terrenos entremedias, se han querido incorporar a los procesos y movimientos que articulan nuestra vida en común, se han alineado con otros agentes para contribuir a salvar diferencias o carencias, a revertir situaciones de conflicto, a contribuir en la construcción de contra-historias, a modelar nuevos marcos de posibilidad con los que reorganizar y cuestionar nuestras prácticas diarias y sus constricciones, a imaginar y ensayar una política radical mediante la cual la democracia se esté continuamente negociando y el consenso no se convierta en un estado previo a la dominación, a establecer -dentro de la multitud- redes y organizaciones heterogéneas y complejas que rearticulen la manera de relacionarnos en los entornos en los que habitamos o participamos, “a crear un paisaje inédito de lo visible, nuevas subjetividades y conexiones, ritmos diferentes de aprehensión de lo dado” (PARRAMÓN, 2009). Efectuar estos movimientos, de unas disciplinas hacia un posible afuera y de ahí hacia adentro, como una suerte de trayectoria en espiral en la que diversos campos se van afectando, genera irremediablemente cambios en la manera de entender y trabajar dentro de esos campos (el artístico, cultural, o el del activismo político, por ejemplo). Y más allá de esto, los desplazamientos producidos fuera de los límites de cualquier actividad y la reflexividad crítica que agrieta las disciplinas al tomar contacto y dejarse contaminar por otras, lo que consigue definitivamente es su transformación. Esta manera de operar es a lo que llama Brian Holmes (2008) “ambición extradisciplinar”, una tendencia en la que nota como muchos artistas tratan de intervenir e impulsar investigaciones rigurosas en terrenos alejados del arte, en los que creen que sería posible y deseable experimentar modos de trabajo y de especulación que le son propios.
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Modos del trabajo artístico colaborativo Cuando hablamos de práctica artística colaborativa nos referimos a una tendencia teórica y práctica de naturaleza múltiple y comprometida, en la que la actividad artística intenta vertebrarse en el territorio, entendiendo éste, más allá de sus dimensiones físicas, como un espacio donde intersectan cualidades sociales, históricas, culturales, psicológicas, económicas, políticas, etc (BLANCO, 2001: 31). Es decir, sería un tipo de práctica cultural en la que los artistas generan su trabajo a partir de establecer vinculaciones contextuales, es decir, implicándose en los asuntos sociales y generando alianzas con la diversidad de actores que componen el paisaje público.
La práctica artística colaborativa trata de buscar una salida del establishment artístico (museos, galerías de arte, feria, etc.) orientándose al trabajo cooperativo con comunidades sociales específicas (asociaciones y grupos sociales, comunidades de vecinos, minorías, sectores marginados, afectados por conflictos emergentes, etc.), en las que –por la vía de la inmersión y participación activa del artista o colectivo de artistas dentro de ellas- los proyectos culturales que se emprenden conllevaban que la responsabilidad de la acción cultural a desarrollar quede compartida. Desenvuelta en comunidad, esta acción se descubre como un trabajo de naturaleza “entre-medial”, es decir, como un territorio donde las labores y capacidades de las identidades que confluyen se trastocan y desdibujan, dando lugar a ámbitos cruzados entre productores y receptores, entre autores y colaboradores; ámbitos transversales donde se mezclan posturas y disciplinas más allá de categorías establecidas de antemano. En este sentido, “el trabajo en comunidad se descubre como un terreno intermedio entre disciplinas e instituciones, es un trabajo colaborativo, es decir, colectivamente construido […] donde los territorios se nº19
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abren y los espacios de actuación se entrecruzan” (RODRIGO, 2007). Comprendemos con lo anterior como se ve asaltado dentro de este marco discursivo las categorías tradicionales que determinan la idea que tenemos de práctica artística, e incluso de los roles asociados a la figura clásica del propio artista. Los conceptos de autonomía y auto-referencialidad del proyecto moderno, el paradigma resultadista que fundamentaba el oficio artístico, basado en la obtención de unos resultados –básicamente objetuales- que serán juzgados con criterios de excelencia y originalidad, y la visión del autor-creador individualista y emancipado de sus condiciones históricas, se ponen en entredicho. De todo ello deviene una propuesta por trascender la auto-suficiencia del trabajo artístico, para entender éste como un fenómeno productivo inserto en lo social. En este sentido, teóricos como Grant H. Kester (2004) han señalado que, frente al monologismo al que la ideología moderna impulsaba a los artistas, una de las características principales de las prácticas artísticas colaborativas es su naturaleza conversacional, por la que sus objetivos transcienden cualquier visión resultadista para primar procesos de diálogo en los que se generen espacios de intercambio, mediación de culturas y afectos. En esta línea se han producido en las últimas décadas diferentes marcos discursivos complementarios por los que entender las características de estas prácticas, definiciones como las de arte contextual, que ponen énfasis en la vinculación del proyecto artístico con las condiciones
históricas y materiales de la realidad social que lo circunda (ARDENNE, 2006); arte dialógico, fundamentado en los procesos de intercambio y negociación que se dan dentro
de comunidades específicas donde colabora el artista; estética relacional , que engloba a aquellas prácticas en las que el proyecto artístico se configura atendiendo a las relaciones humanas que se pueden suscitar o provocar (BOURRIAUD, 2006); o por último la estética conectiva elaborada por Suzi Gablik (1995), quien inspirándose en los nuevos modelos nº19
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integrales propuestos por la física cuántica, la ecología y la teoría de sistemas, cuestiona la noción del Yo separado, abogando por un enfoque interactivo entre la práctica de los artistas y la realidad. Las prácticas artísticas colaborativas llevan a cabo una reconceptualización de las funciones que el arte puede desenvolver en las esferas públicas, una vez que su acción se vincula a los ritmos, las tensiones y conflictos que emergen en las sociedades contemporáneas. De este modo, frente a la clausura disciplinar –a la limitación al campo del arte- que imponían las estéticas modernas (GREENBERG, 2002), un nuevo comportamiento de naturaleza imperfecta viene a desbordar y conectar el trabajo artístico con el de otros agentes que trabajan -desde presupuestos críticos- para investigar, analizar y proponer alternativas que superen las problemáticas que atraviesan los dominios públicos. La naturaleza contextual del trabajo artístico, conlleva asumirlo como una actividad política, siendo, creemos, “lo político” una condición difícilmente separable de la práctica artística, ya que no debiéramos concebir ésta al margen del entramado de esferas públicas y de espacios en negociación y oposición que conforman nuestros mundos de vida, ni pensar que exista marco social y cultural alguno –tampoco el del arte-, que no esté atravesado por múltiples relaciones en tensión y que no exista bajo un estilo o situación política determinada. Las prácticas artísticas colaborativas tratan entonces de mantener la vinculación con los asuntos sociales. De actitud crítica, cuestionan tanto los lugares y los roles distribuidos dentro del propio campo del arte, como los modos de vida y condiciones de otros marcos de los que el arte ya no está tan separado. Justo en esta ruptura con las fronteras modernas del campo artístico -en la contrautopía de muchas prácticas que intentan transcender el modelo de “finalidad sin fin” kantiano- es cuando estas se nº19
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reconectan e intersectan con otras áreas y agentes que participan de la vida social, alcanzando el momento que Néstor García Canclini (2010) llama postautónomo, una vía por la que el arte y los artistas componen estructuras de cooperación que hibridan sus campos de saber al entrar en contacto con otros expertos profesionales (sociólogos, antropólogos, arquitectos, urbanistas, trabajadores sociales, etc.) y expertos locales de la sociedad civil (lo que se ha denominado tercer sector: vecinos, asociaciones civiles, fundaciones, clubs, cooperativas y otras organizaciones de barrio, etc.). La labor crítica que realizan las prácticas artísticas colaborativas, con el objetivo de evidenciar la permeabilización de las formas de poder en los espacios sociales, las llevan a implicarse en organigramas colectivos e híbridos en los cuales poder generar eficientemente, bien desde el análisis o desde el activismo más comprometido, propuestas alternativas que obliguen a generar cambios en las estructuras sociales y políticas en las que están involucradas. En estas prácticas culturales y artísticas la colaboración trata de darse desde el diálogo entre semejantes. El artista debe entender al resto de los participantes del proyecto como compañeros y no solamente como colaboradores; como agentes que pueden aportar aprendizajes y marcos de reflexión inesperados, desde la reciprocidad instituida como modo operativo y forma política de organizar los espacios de participación que generan. Aunque al respecto no debiéramos obviar la dificultad de encontrar una reciprocidad u horizontalidad pura en los espacios de participación, ya que en todo diálogo se entrecruzan relaciones de poder que difícilmente pueden escapar o mantenerse al margen de los intercambios (ELLSWORTH, 1997).
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Políticas relacionales y trabajo en red en las prácticas artísticas colaborativas Una de las dimensiones fundamentales de las prácticas artísticas colaborativas es su capacidad de agencia social y generación de marcos de trabajo cooperativos en modos y estructuras diversas. Bajo este paraguas, resulta obvio que cuando los artistas impulsan proyectos críticos, donde las situaciones contextuales son esenciales para su desarrollo, se hace indispensable potenciar y articular de una manera coherente el acompañamiento de otros ciudadanos (con otros saberes y otras habilidades) para resituar el trabajo más allá de las constricciones, tendencias y limitaciones discursivas del campo art ístico. Siguiendo esta línea de tensión, el historiador Christian Kravagna ha discriminado, desde la perspectiva y el estudio de ciertos paradigmas y experiencias artísticas que arrancan en la vanguardia histórica hasta el ejemplo de las prácticas comunitarias de los noventa, diversos modelos de relación entre artistas y públicos con los que podemos intentar cualificar los grados de vinculación que se dan entre ellos y las características de la participación real de ambos dentro de un proyecto. Según Kravagna (1998), los métodos más habituales son los cuatro siguientes: trabajar con otros, actividades interactivas, acción colectiva y práctica participativa. Al
describir y ejemplificar todas ellas, discrimina la última como modelo relevante para una práctica colaborativa, ya que entiende como en ella se daría la posibilidad de abrir el diseño y desarrollo de los proyectos a otros agentes y públicos, cuestión que parece vetada o limitada en las anteriores. Respecto al primer método, la tendencia actual en muchas prácticas comisariales y artísticas a “trabajar con otros”, supone para Kravagna una inserción despolitizada y un tanto cínica de lo social en la experiencia artística. La participación se reduce a la nº19
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generación de unas situaciones y artefactos ideados previamente, sin mediación alguna más allá del círculo del artista y sus colaboradores, en la que la interacción del público se da sin ningún tipo de articulación productiva. Con los ejemplos citados por Kravagna (los artistas Rirkrit Tiravanija, Christine & Irene Hohenbichler o Jens Haaning) entendemos que, con este modelo, se refiere a proyectos donde el artista requiere de la interacción de un “otro” para activar su trabajo, bien para realizar una acción determinada, para ser blanco de determinados efectos, bien porque la acción diseñada se limita a la mera convocatoria o asistencia a un evento pre-fabricado. En este caso, no se daría ningún tipo de colaboración entre artista y público en el planeamiento de la acción, ni ésta trabaja unos intereses o problemáticas negociadas con anterioridad con los participantes. La relación con los públicos se da desde la distancia afectiva, la participación se define en términos de “usabilidad”, por lo que sólo en escasas situaciones los proyectos artísticos que responden a esta tendencia generan unos efectos significativos para las personas que interactúan en ellos. En esta misma línea, el “modelo interactivo” iría sólo algo más allá, ya que permitiría reacciones que influirían y podrían llegar a producir cambios en la apariencia o forma del proyecto, aunque, al igual que la anterior, no se vería afectada la estructura interna del trabajo. Las posiciones del artista y de los públicos seguirían siendo fijas, con unas responsabilidades o patrones de conducta pre-determinados. De una manera un tanto simple, aunque muy clara, este modelo es definido por la teórica Maria Lind (2009: 60) como “push button art” [arte de pulsar un botón], es decir, proyectos donde la participación se diseña mediante dispositivos abiertos pero que generan unos efectos previsibles y con escaso grado de conflictividad estructural. Por “acción colectiva” se refiere Kravagna a aquellas prácticas cuya concepción, producción y desarrollo es llevada a cabo por un grupo de personas, sin que haya nº19
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diferencias jerárquicas y, comúnmente, con un alto grado de afinidad cultural entre ellas. Desde la vanguardia artística histórica al activismo cultural de esta y pasadas décadas, la creación basada en la acción colectiva ha generado numerosos proyectos y el establecimiento de reseñables grupos 6. Sin embargo, este proceder puede generar, aún teniendo generalmente unos objetivos políticos más claros, las mismas o similares sinergias respecto a los públicos que interaccionan o son implicados en sus propuestas. Más allá del colectivo, los modos de inclusión pueden ser igual de restrictivos y predeterminados que los de propuestas artísticas de carácter tradicional, o similares a los de las fórmulas antes reseñadas.
Finalmente, Kravagna comenta algunas de las cualidades principales de lo que entiende como una práctica que si podríamos categorizar como participativa en arte, aunque esta no esté exenta de otras problemáticas. La “participación”, según Kravagna, no anularía de inicio las diferencias entre los agentes involucrados en un proceso, la debería negociar y articular, buscando fórmulas diversas de inclusión y responsabilidad de los participantes en el diseño y producción de un proyecto. Bajo este modelo, las fronteras culturales e identitarias se flexibilizan haciéndose a la vez permeables, por lo que las posiciones entre sujetos se intercambian y las diferencias, más que anularse, se hacen necesarias. El conjunto de propuestas agrupadas en torno a las etiquetas “new genre of public art”, "community-based art" y "art in the public interest", o algunas denominaciones antes citadas en este trabajo, como “arte conectivo” o “arte dialógico”, son comprendidas 6
Estas son algunas de las obras más significativas en las que se ha trazada una genealogía del trabajo artístico colectivo:
HOME, Stewart. El asalto a la cultura: Corrientes utópicas desde el Letrismo . Barcelona: Virus, 2002; MOORE, Alan. Introducción general al trabajo colectivo en el arte moderno, Artículo presentado en la exhibición “Masa crítica” Smart Museum, Chicago: Universidad de Chicago, Abril 2002. nº19
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por Kravagna como modos de participación en los que se da una colaboración activa y productiva entre artistas y públicos, creándose redes de trabajo operativas, a partir de la instauración de vínculos y complicidades, también compromisos, entre participantes. Podemos identificar en el ensayo de Kravagna un adelantado análisis de ciertas tendencias en boga en las prácticas artísticas contemporáneas, incluso en las situadas en el circuito institucional (véanse las denominadas “estéticas relacionales”), de incorporar procesos participativos en sus planteamientos. Pero habría que advertir de nuevo que esta incorporación de lo social no llega a encubrir el giro interesado y apolítico dado por algunos agentes culturales –artistas, comisarios, directores de espacios culturales, etc.que promueven proyectos participativos en los que la relación con los públicos se da en términos de mera interactividad acrítica o de inclusión en procesos diseñados previamente en los que no es efectiva la capacidad de reversión o transformación de las condiciones de partida, ni de las relaciones y jerarquías establecidas de antemano entre productores y destinatarios. Esta tendencia es absolutamente problemática. En ella podemos advertir como procesos de democracia participativa real son reemplazados por unos sucedáneos estéticos, donde las cualidades participativas del proceso acaban siendo trampeadas y distorsionadas. Con ello son limitadas las posibilidades de una verdadera intervención en las decisiones políticas que afectan a los participantes en relación a su posición y objetivos dentro de un marco dado: un proceso artístico colaborativo o en una política cultural general o, por ejemplo en los planes de diseño del espacio público urbano. En muchos casos los procesos participativos se han malogrado por la utilización perversa y condicionada que han hecho de ellos las figuras de poder que diseñan y demarcan los proyectos (sea en ocasiones la administración, una institución, o incluso un agente cultural –como puede ser un artista-), incorporando de manera apaciguada y no conflictiva, o “en pequeños bocados que son estéticamente fáciles de digerir”, como dice Kravagna (1998), nº19
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la opinión y energía de la sociedad. Los agentes culturales comprometidos dentro de un proceso colaborativo debieran, entre sus labores principales, evitar esta tendencia a desarrollar procesos participativos meramente simbólicos, tratando de cuidar y potenciar las redes de colaboración, convirtiéndose en muchos casos en una especie de “catalizador” de energías, en un organizador de fuerzas, en una herramienta para la coordinación de la acción colectiva que deviene del trabajo en red. El modo de “trabajo en red” es fundamental dentro del marco de las prácticas artísticas colaborativas. Por él, entendemos una forma de colaboración dinámica que puede darse al interior de ciertas organizaciones, comunidades o proyectos, o bien de estos hacia otras estructuras fuera de ellos, que se caracterizan comúnmente por desarrollarse en función de algunos principios como: horizontalidad, sinergia (complementariedad-unión de fuerzas), autonomía, pertenencia participativa, compromiso, etc. (BADIA, 2007: 155). En las cualidades relacionales específicas que manifiestan los elementos que participan en una red, radica la importancia concedida en los últimos años por abundantes ciencias (desde las matemáticas, la psicología, la sociología, …), a la observación y explicación del comportamiento efectuado por agentes individuales para dar lugar a movimientos colectivos de una intensidad e imprevisibilidad desconcertante. La red se entiende como una forma de organización móvil y fluida. De carácter descentrado, es difícil encontrar en ella jerarquías verticales, si bien las relaciones entre nodos que forman parte de una red se plantean en términos de semejanza y no de igualdad. La red no anula las diferencias identitarias de los nodos que la construyen, la acción individual no queda constreñida a unas directrices comunes a las que deben subsumirse esos nodos, anulando las especificidades y peculiaridades de cada cual. A diferencia de la acción colectiva, en la red se pueden dibujar itinerarios diferenciados, nº19
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incluso contrapuestos, a la hora de enfrentarse al diseño de una estrategia discursiva o para la resolución de un trabajo en el que la red se encuentre implicado. El trabajo en red permitiría construir marcos de colaboración democráticos, donde el debate y la discusión se den de manera continuada y donde, gracias a la hiperconectividad que procura su estructura, puedan emerger alianzas imprevistas que potencien los procesos. En este sentido una red será más fuerte cuanto más abierta permanezca a la posibilidad de expandirse hacia los efectos posibles que pueden procurar vínculos o nodos no tan fuertes, es decir, agentes que manifiestan en principio una tensión conectiva débil, pero que, al incorporarlos, introducen cualidades inéditas que generan un fortalecimiento de las condiciones y recursos con los que se cuenta para el desarrollo de una experiencia, así como del grupo involucrado en ella. En este sentido, tal y como apunta la investigadora y gestora cultural Tere Badía, en los proyectos culturales que vemos desarrollarse a través de este trabajo en red “la capacidad de generar el sentido de comunidad es determinante…y la aparición constante de vínculos débiles y sincronías, son fundamentales para su supervivencia”, ya que suelen ser estas alianzas desbloqueadoras y precursoras de una acción social efectiva. Aquí reside el potencial político del trabajo en red, en la capacidad de generar vínculos heterogéneos entre nodos, dando lugar a que los saberes se medien y regeneren continuamente. Esta característica permite a los proyectos artísticos colaborativos experimentar formas de producción con las que se generan saltos y aprendizajes creativos, no sólo en los mismos nodos o agentes que participan de un proceso de participación, sino también en los espacios intersticiales que emergen entre ellos, es decir, en las situaciones y espacios donde se produce la colaboración. De este modo, debemos entender que, es en los procesos de comunicación entre agentes diversos, en las colaboraciones que se tejen en una red, donde se dispersan y fluyen las potencialidades nº19
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individuales, dando lugar a procesos más densos y complejos y, por lo tanto, más ricos desde el punto de vista social y cultural. La circulación y dispersión de saberes, dispuestos a través de la interconectividad de la red, hace que no sólo se nutran los nodos (los agentes o actores) a partir del intercambio de conocimientos y experiencias, sino que la propia red se retroalimente y fortalezca. Las prácticas artísticas que denominamos colaborativas están formadas por un conglomerado múltiple de agentes de procedencias e identidades diversas, que se disponen a su vez como nodos en relación con otra diversidad de actores (personas, instituciones, incluso artefactos, etc.), construyendo marcos de colaboración donde los roles se combinan e intercambian y las jerarquías se desdibujan o borran. El trabajo en red que desarrollan estas prácticas colaborativas, muestra como las estructuras que crean – sean éstas formales o informales, más estables o menos- para desarrollar un proceso, devienen en conjuntos de identidad múltiple, interdisciplinares, polivocales…cohesionadas a partir de la colaboración, para alcanzar un objetivo o empresa común. De hecho, como acierta a señalar Nina Möntmann la colaboración dentro de redes organizadas “no asume que los participantes tengan que mantener algo común, sino más bien, reconoce lo común como lo que se ha construido precisamente a través de relaciones de diferencia, tensión y disputa…la colaboración en redes organizadas podría partir de un mutuo conocimiento o una trayectoria política compartida, pero más que confirmar las posturas de los demás, implica desafiarlas y cuestionarlas” (2001: 96), manteniendo con ello la riqueza generativa de la diversidad y la productividad de la relación disensual. El trabajo en red se sustenta en la realización de procesos de intercambio donde se dan formas de construcción de saber colectivo a partir de los flujos y entradas que aporta cada agente. De este modo surgen comunidades de aprendizaje colectivo, dinamizadas, a partir de la problematización de una situación determinada y de la reflexión conjunta de las nº19
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condiciones sociales de los agentes implicados en ella. El trabajo en red permite que, fijado un contexto de intervención o una problemática de interés, puedan emerger saberes minoritarios o casuales a los que de otro modo -trabajando en estructuras cerradas, predeterminadas o rígidas-, sería más difícil o imposible de acceder.
Complejidades de la colaboración La cuestión que hemos querido evidenciar anteriormente, gira en torno a la posibilidad entrevista de que muchos procesos dialógicos o participativos sean una forma encubierta de captación del capital simbólico de lo social, por parte de los implicados en el sistema cultural y artístico institucional, es decir, por parte de los agentes reconocidos y legitimados dentro del circuito y campo del Arte. Queríamos también con ello advertir de la permanencia de un falso rol activo de los públicos en los procesos participativos. La ausencia de negociaciones previas, de tensiones y conflictos en la generación de los marcos relacionales y capacidades de los agentes que intervienen en un proceso participativo, genera cierta neutralización de la política en los espacios donde se despliega una práctica artística de carácter colaborativo. Como ha recordado Olivier Marchart (1999), continuando la senda del filosofo marxista Henri Lefebvre, el espacio es una construcción social, un lugar geopolítico cruzado de relaciones, por lo tanto no es una sustancia inmutable, sino una estructura que emerge como resultado de las interacciones sociales y políticas que se dan en él. De este modo, los espacios de participación no pueden entenderse como territorios pre-diseñados que prevén la experiencia, sobre todo cuando quiere ser radicalmente constructiva, sino que ésta debe revertir sobre el espacio, en una suerte de reflexividad generativa, que rompa la normatividad restrictiva que dota de artificialidad a los espacios y procesos participativos. nº19
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Por lo que se refiere a las prácticas artísticas colaborativas, este análisis problemático lo podríamos dirigir a las cualidades y modos de relación de los públicos en los procesos participativos. Si bien la aspiración inicial de estas prácticas es la de transcender la habitual relación productor-consumidor por un marco de colaboración en las que las sinergias entre participantes (artistas-públicos) se generen en términos más igualitarios y horizontales, algunos autores críticos (DEUTSCHE, 2001; ELLSWORTH, 1997; SÁNCHEZ DE SERDIO, 2008) han señalado cómo este intercambio de roles se realiza bajo unas condiciones que ocultan unas lógicas relacionales que ni son claras ni son tan equitativas. Aunque esta sospecha nos llevaría a la obligación de generar un análisis pormenorizado y uno a uno de cada práctica, existen determinados ejemplos y tendencias, también dentro de las prácticas artísticas contemporáneas, que promueven procesos dialógicos y relacionales en los que las posibilidades de participación de los públicos se reducen a unas condiciones “participativo-pasivas”, por las que se favorece la inclusión, se generan dinámicas más o menos flexibles, donde las contribuciones son agradecidas, e incluso necesarias, pero en muchos casos estos procesos parecen formar parte de un guión ya orquestado donde la escena está absolutamente prefijada y en las que las condiciones de la experiencia, así como su posterior distribución, están supeditadas a marcos de reconocimiento delimitados generalmente por el artista o la institución. Lo que notamos aquí es lo que Grant H. Kester (2004) define como “relaciones asimétricas” entre el artista, o colectivo de artistas, y las comunidades participantes en un proceso colaborativo. A los primeros se les dota de unas capacidades por las cuales son capaces de generar experiencias significativas, insólitas, no sólo en términos estéticos, sino también de provocar efectos sociales beneficiosos para la comunidad. Este “mesianismo estético” del artista conlleva una distancia con respecto a los segundos, los nº19
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participantes, quienes se mantienen en una posición subsumida, señalándoles como incapaces por si mismos de poder transcender cualquier posición previa que el proyecto artístico quisiera evidenciar, revertir, modificar, salvar, etc. Esta misma crítica ha sido trasladada a algunas de las formulaciones estéticas surgidas en los diez últimos años, que han hecho del factor tiempo, los procesos y la participación trans-contemplativa de los públicos sus modos de hacer. Aunque como remarcan algunos autores, estas formas de hacer práctica artística estaban en el fundamento de algunas tendencias estéticas vanguardistas como Dada, el Constructivismo y Productivismo ruso o los happenings de las décadas sesenta y seteta, etc. A finales del siglo pasado el teórico francés Nicolas Bourriad (2006) cohesionó a un conjunto de artistas con trayectorias disímiles, para evidenciar una tendencia práctica fundamentada principalmente en la “relacionalidad” potencial provocada por las obras de estos. Bajo el título de Estética Relacional , una de las categorías discursivas que mayor profusión crítica ha tenido en los últimos años, Bourriaud trataba de analizar una serie de comportamientos estéticos en el trabajo de artistas como Rirkrit Tiravanija, Félix González-Torres, Liam Gillick, etc. los cuales consideraba que estaban presididos por un afán dinámico de escapar de la tendencia homogeneizadora y reificante que imponía el mercado a las relaciones humanas y de encontrar vías por las que fabricar espacios y modos alternativos de sociabilidad, que no estuvieran sujetos a las lógicas mercantiles y que pudieran construir otra suerte de relacionalidad afectiva y productiva. Para ello, recurre el concepto de intersticio propuesto por Marx para describir todas aquellas prácticas que intentaban sustraerse a la ley del beneficio económico e instaurar otros procesos de intercambio (como el trueque por ejemplo) que abrieran otras posibilidades dentro del sistema capitalista. Esta visión un tanto romantizada de Bourriaud, como han señalado algunos nº19
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intelectuales críticos como Jacques Rancière, Brian Holmes o Néstor García Canclini, que parece subrayar la confianza en la capacidad de estos artistas por inaugurar formas no convencionales de participación que escapen al orden hegemónico de los intercambios, resulta un tanto paradójica cuando de inmediato se percibe la dificultad de sostener este discurso, al situarse este predominantemente inserto dentro del aparato económico y simbólico de la Institución Arte. La presión de este marco cultural regulado sobre las formas de sociabilidad emergentes e insólitas hacen que crezcan las suspicacias sobre la capacidad perversa del mundo del arte de cosificar las subjetividades radicales para ponerlas al servicio de su propio órgano reproductor.
Cuando se produce un invento, cuando nace una sensación y un deseo, los diseñadores de mentes se disponen inmediatamente a realizar modelos, prototipos “artísticos” de los gestos populares que pronto regresarán a nosotros en forma de bienes de consumo, logos, modas; objetos-fetiche cuya posesión y uso se convierten en nuestro pasaporte para el mundo de la subjetividad-para-la-pantalla. Mediante una inversión paradójica, el arte de la calle también puede convertirse en instrumento de un nuevo statu quo en el mercado. La innovación cultural, o la invención de sensaciones y relaciones, ha sido una de las claves del crecimiento económico durante los últimos veinte años. Debido a dos razones. La primera es que lo que la gente desea con mayor intensidad es un mundo de sensaciones y relaciones. […] Pero la segunda es que la transformación de una economía industrial en una economía cultural e informativa demostró ser la manera perfecta de captar una rebelión generalizada en los países sobredesarrollados, y de canalizar sus energías desbordantes hacia la producción de máscaras estimulantes y centelleantes que podrán encubrir la reinstalación del sistema productivo capitalista en todo el mundo (HOLMES, 2003). nº19
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Lo que viene a denunciar Brian Holmes, en la cita anterior, es que para cuando la obra de los artistas que Bourriaud englobó en la etiqueta “relacional” emergió, el sistema artístico ya era tan maleable que pretender que estos trabajos abrieran espacios intersticiales era cuanto menos un acto de ingenuidad, cuando no de una provocativa gestualidad de tendencia que contribuía, no a complejizar las políticas relacionales entre agentes sociales e institucionales y por extensión, a hacer más efectiva la crítica contra las formas de dominación, sino a mantener la capacidad de instrumentalización del sistema y a contribuir a su retro-alimentación. García Canclini (2010), ve en la Estética Relacional un desplazamiento de los criterios de validación artística clásicos –originalidad y novedad- de los objetos a los procesos, lo que comporta que no haya una política ni radical, ni efectiva en juego, sino una especie de “experimentalismo angelical” del estar juntos. Una situación transitoria, en movimiento, sin pretensión de llegar a causar unos efectos sostenibles en el tiempo (por ejemplo, cuando Tiravanija genera sus eventos culinarios no espera a que ese grupo se auto-organice, ni se multiplique estructuralmente a largo plazo). Las situaciones a las que inducen la nómina de artistas presentada por Bourriaud valoran esta condición eventual, por lo que, según García Canclini, no son el mejor lugar para buscar en ellas compromisos fuertes ni estables socialmente. Esta estética relacional “ se posiciona en los debates sociopolíticos al concentrarse en relaciones y alianzas coyunturales, nunca estructurales, y huye de los conflictos. Pretenden instaurar relaciones constructivas o creativas en microespacios desentendidos de las estructuras sociales que los condicionan y de las disputas por la apropiación de los bienes que allí circulan” (2010:133). Esta condición evitativa, que trata de rehuir el conflicto, ha hecho que algunos autores generen argumentos críticos que cuestionan precisamente esa capacidad cínica de presentar la tendencia relacional como una actitud enfrentada a la hegemonía cultural mercantilista, mientras asume sin cuestionar esta situación, ni plantea posiciones nº19
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reversibles. Jorge Ribalta (2009), le achaca a este proyecto estético el tener una “concepción superficial, blanda y falsamente consensual de la experimentación artística […] en cuanto estetiza el paradigma inmaterial y comunicativo y los procesos sociales y creativos que le son implicitos”, por lo que parece encaminado a diseñar un régimen estético conservador e inmovilista, que reifica y fetichiza las procesos sociales en prácticas que son directamente orientadas a ser consumidas dentro del circuito artístico y no a problematizarlo. En esta misma secuencia crítica, la investigadora Claire Bishop publicó en el número 110 de la revista October (2004) una afinada argumentación en la que venía a cuestionar los presupuestos de Bourriaud, haciendo uso principalmente de la teoría política sobre la participación democrática de autores como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o Rosalyn Deutsche. Las cualidades de las relaciones que produce el arte relacional, aunque son contextuales, es decir, están sujetas a un tiempo y reproducen una estructura social, lo hacen, según Bishop, sin cuestionar radicalmente su imbricación en el contexto donde operan. Por esto que la autora dude de la naturaleza radicalmente democrática de estas obras, ya que no puede asumir, como si lo hace Bourriaud, que el mero hecho de entablar una conversación, de pasar del “monólogo unidireccional” al “diálogo abierto”, sea síntoma de que se está construyendo una relación política democrática. La crítica de Bishop se acentúa al cuestionar la armonía y cohesión social que parecen emanar de las comunidades a las que van dirigidas las obras que Bourriaud utiliza para ejemplificar su teoría. El cuestionamiento que hace Bishop de la naturaleza democrática de estas comunidades, se fundamenta en su rechazo a la idea de subjetividad unificada que parecen producir estas obras en su misma acción comunicativa, en la convocatoria incluso, ya que son de inicio dirigidas a un público afín, a “un grupo privado cuyos integrantes se identifican como asistentes a muestras de arte” (BISHOP, 2004), por lo que nº19
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esta convergencia identitaria eliminaría el pluralismo necesario para una verdadera configuración democrática en los procesos de participación. Sobrecitando a Laclau y Mouffe, Bishop entiende que la convivialidad acrítica borraría el antagonismo social y las relaciones de conflicto y discusión necesarias para evitar el consenso autoritario, que suprimiría la posibilidad de generar un espacio verdaderamente democrático. Sin embargo los ejemplos que cita Bishop para verificar la posibilidad de generar proyectos artísticos participativos desde una concepción democrática antagonista son, cuanto menos, igual de problemáticos. Ni la obra de Thomas Hirschhorn ni la de Santiago Sierra escapan, como parece querer indicar Bishop, de las lógicas del mercadeo artístico y, aunque si reescriben un marco de participación en el que la conflictividad y negociación intersubjetiva no son eliminadas por ningún régimen de pertenencia o inclusión, la inserción en sus proyectos de participantes de estratos económicos diferentes en situaciones de auto-explotación y humillación, conduce a cierta fetichización del conflicto, a generar situaciones de nuevo predeterminadas en las que el antagonismo social es evidenciado en términos especulares, y más que ejercer una presión política real sobre las condiciones económicas y culturales que parecen denunciar estas obras, las reafirman cínicamente mediante la producción de signos culturales para su circulación –en muchos casos como productos exclusivos y caros- dentro del circuito comercial del arte (el caso de Santiago Sierra es paradigmático de esta tendencia). De los artistas anteriores, se señala por ejemplo la reapropiación que hacen del imaginario social, de regular la participación de unos públicos por la repercusión y acumulación de capital simbólico que pueden generar, es decir, de generar representaciones interesadas o de enmascarar las políticas relacionales internas que gobiernan la producción de sus proyectos. Si el conflicto identitario no emergía en los modos de participación que presentaba nº19
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Bourriaud, en el caso de Hirschhorn y Sierra, el antagonismo político es desplazado hacia un afuera impermeable al aparato productivo, en el que se insertan estos artistas. Si las comunidades son confrontadas, en términos conflictivos, con las propuestas artísticas, la tensión antagonista que crean no parece impregnar, en los casos presentados, a la relación que las comunidades mantienen con el artista, ni tampoco contribuir a generar un proceso participativo abierto que pudiera multiplicar el trabajo a posteri y reconducir la energía prestada en una post-vida del proyecto. Como apunta el educador e investigador Javier Rodrigo (2009), el reto que podríamos reclamar a las prácticas artísticas colaborativas debería ir más allá de su supuesta potencialidad crítica, para abrir nuevos marcos de acción en los que la práctica colaborativa sea reintegrada verdaderamente en los marcos productivos, en las redes sociales y en las sinergias modales de los mismos. Es decir, se trataría de trabajar mediante ensamblajes, integrándose en esas redes y haciendo una política efectiva desde y hacia dentro. De este modo, los proyectos artísticos funcionarían como verdaderos dispositivos tecnopolíticos, herramientas que contribuirían a la generación de experiencias culturales de riqueza democrática.
Conclusiones La perspectiva enunciada ha orientado nuestra interés por presentar aquellos modos y prácticas artísticas que construyen dinámicas de colaboración desjerarquizadas y no predeterminadas, en las que el diseño y la participación en un proyecto se genera desde la co-responsabilidad y la negociación constante de los roles que han de jugar, tanto los agentes culturales (artistas, comisarios, etc.), como los agentes sociales que se entrelazan en él. nº19
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Según nuestra argumentación, a lo que de algún modo debieran invitarnos las prácticas artísticas colaborativas es a desentramar los procesos y aparatos que controlan las representaciones culturales, a generar una “práctica transgresora y resistente que busque transformar y contestar los sistemas dados de control de la producción simbólica y de circulación de los procesos de significación” (BLANCO, 2001: 14), para lo que el artista debe partir en este modo de resistencia, siguiendo la propuesta de Walter Benjamin (2004) en “El autor como productor”, de reflexionar sobre el papel que juega en los procesos de producción y de qué manera puede contribuir para transformarlos. El programa que seguiría el artista en los procesos colaborativos partiría, según la referencia anterior, de integrar su capacidad productiva dentro de las fuerzas sociales, equilibrando su labor a la de otros agentes que participan en las mismas. Más que retirarse a espacios de exclusión, a ámbitos de explotación ya incluso regulados, la colaboración debería alcanzar los espacios de poder y representación –por ejemplo el sistema del arte y sus instituciones- ya que el espacio de la cultura es uno de los lugares preferentes de producción de imaginario y de conformación de subjetividad en el capitalismo cognitivo (BOLTANSKI y CHAPIELLO, 2002). La alianza entre artistas y las comunidades locales, tendría como objetivo impulsar nuevos modos de colaboración y producción desjerarquizada que consiguieran dotar de fuerza y saber a las comunidades, para evitar el cortocircuito que en lo social se produce por las intervenciones efímeras que de escaso modo contribuyen a generar impacto a largo plazo. Para generar un efecto continuado se busca, como argumenta la profesora Paloma Blanco, ante todo, cambiar los modos de relación entre artistas y comunidades, “generar redes de trabajo en colaboración, tramar vínculos, complicidades, explorar nuevas formas operativas de incorporación de comunidades, colectivos o grupos reales como parte integral del proceso artístico de modo que la labor artística, más allá de una nº19
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participación simbólica de una audiencia participativa, se convierta en un elemento más que enriquezca el repertorio de modos de respuesta con los que cuentan los actores sociales frente a determinadas situaciones complejas o problemáticas” (BLANCO, 2003: 177). Pensar hoy en día en la imagen nos obliga a pensar inevitablemente en los marcos de producción de estas. Sustraernos de pensar en las lógicas de dominio y deseo insertas en los procesos productivos del capitalismo cognitivo supone por una parte no reconocer la inclusión de las imágenes y su circulación como herramientas de reproducción de los órdenes económicos y sociales imperantes y por otra parte impide afinar la atención sobre las resistencias y alternativas que se están construyendo para ensayar modelos de ciudadanía y práctica colectiva que den lugar a nuevos imaginarios antagónicos. Los últimos devenires de movilizaciones, acampadas y marchas de protesta surgidas en reacción y desacuerdo con las políticas de gestión de lo público nos sitúan en un horizonte desde el cual se están replanteando precisamente los lenguajes y formas de la acción cultural y política. Sentimos como en esta oleada de manifestaciones se están produciendo nuevas alianzas entre grupos y plataformas sociales y culturales, que están contribuyendo a la emergencia de una terminología común basada en una comprensión política de la estética (VILENSKY, 2010) y en la confrontación con los modos y sistemas de producción de la industria cultural hegemónica. Esta operación de visibilidad del disenso, es una de las tareas significativas de las prácticas artísticas colaborativas y críticas que hemos presentado. A través de sus modos y maneras de hacer, de sus cualidades relacionales y su capacidad táctica responden y tratan de “cambiar los modos de presentación sensible y las formas de enunciación al cambiar los marcos, las escalas o los ritmos, al construir relaciones nuevas entre la apariencia de la realidad, lo singular y lo común, lo visible y su significación” (RANCIÈRE, nº19
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2010: 68). Aquí podemos vislumbrar la dimensión política de estas prácticas. Finalmente, el trabajo crítico de las prácticas artísticas colaborativas trataría de contribuir a desvelar lo reprimido por el consenso dominante, a dar voz a los silenciados en el marco de la hegemonía existente, a diseñar dispositivos transductivos y proveer de recursos dialógicos mediante los cuales otras formas de conocimiento, de imaginación y de relación puedan ser desarrolladas. A diseñar otras formas de organización y a conformar espacios de colaboración donde se ensayen formas creativas de superar los nudos críticos de determinadas situaciones locales y donde la acción artística pueda ayudar a generar estrategias que permitan articular iniciativas de aprendizaje radical y colectivo que sean sostenibles en el tiempo.
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