Cinco textos cortos inéditos de Efraim Medina Reyes « volver
AUSENCIA Cuando pienso en ti el dolor regresa y me aplasta como hacen los niños con las hormigas. Tu ausencia es mi castigo. Aunque sé que no puedo encontrarte, recorro día y noche el laberinto. Y dentro de mi estúpido corazón el deseo de verte crece y crece como un tumor de terciopelo. Tu ausencia marca el ritmo de mis horas e insomnios. He olvidado mi nombre, he olvidado cada cosa que no se relaciona contigo. La muerte me desgasta incesante y no quis iera morir sin ver en tus ojos el nivel del invierno. La vida es corta pero las horas son infinitas. Tu ausencia me rodea, me ahoga, me desgarra. Tu ausencia es mi único pecado y mi mayor condena. Tu ausencia es el beso invisible del ansia, el verano oscuro, las caricias invisibles. Las nubes pasan, las palabras se apagan y el dolor permanece. El dolor es mi perro fiel, el guardián implacable de esta cárcel atroz, de esta celda sin paredes a la que estoy confinado. Siento tu boca que roza la mía y huye hasta el fin del mundo. Tu imagen se forma y deforma en mi mente, las fuerzas me abandonan y s ólo el dolor me sostiene. El dolor es mi único alivio. Busco el dolor como los insectos buscan la luz que les quema el alma. La vida te destruye en algún remoto lugar y mi memoria perfecciona cada uno de tus rasgos. Eres como siempre el resplandor y la lágrima, la dueña imposible de mis emociones. Antes de soñar el amor ya te soñaba a ti. Estás hecha de mi sangre y de mi nombre. Sé que aunque grite no vendrás, que tu ausencia invadirá mis huesos y borrará mi imagen de la mente de quienes me conocieron y juraron recordarme. Hoy es un día soleado, estoy a la deriva en un bosque de pinos. No sé cómo llegué aquí. Estoy esperando una señal, un evento secreto. Inmóvil sobre la hierba.
NADIE AFUERA No sé que hacen los otros un domingo; tendido en el sofá observo el techo y busco una razón para no pegarme un tiro. El domingo es una dura experiencia, una prueba de fuego a la imaginación. Antes me deprimía y ya era algo, ahora sólo me quedo inmóvil soportando mi humanidad. ¿Qué es todo esto? No hay nadie afuera, soy la última sombra en un mundo de sombras. Como no tengo una pistola optó por masturbarme y mientras l o hago elimino recuerdos e imágenes. El ligero placer anula los detalles, se trata de quemar el mayor tiempo posible. Y me demoro allí, aferrado a esa última opción. Si pienso en qué cosa soy y que haré las justificaciones sobran, pero no intento justificarme. Suspendido en esa delgada línea entre el placer y el asco me pregunto dónde dejé a Efraim Medina sin esperar respuesta. Me levantó del sofá y voy a la ducha, el agua caliente arrastra mis detritus por el desagüe. ¿Qué es todo esto? Afuera el silencio camina en sus zapatos tenis y millones de personas no se conocerán jamás. A través de la ventana veo la luz del atardecer. Bajó,
enciendo la tele y viajo por los canales. Me detengo en el 414 para ver un guepardo persiguiendo un antílope. El domingo persiste y mi i nterruptor de placer sigue en off. Observo la fotografía de una chica desnuda que sostiene un enorme diamante, en vez de una sensación erótica me hace sentir triste. ¿Cómo se llamará esa chica? No hay nadie afuera, también yo soy una foto borrosa en el álbum de recuerdos de Dios.
LA ÚLTIMA VEZ Soy, en la oscura noche, c omo un salvaje pájaro sediento de amor. Las palabras zumban como abejas asesinas y luego llega el silencio, tus ojos me observan y logran intimidarme, pero el deseo es una joya absurda que destruye los espejismos. Te levantas de la banca y caminas por un sendero del parque, te sigo, respiro el olor de tu pelo. Sabes que no puedo escapar, que durante mil años esperé este momento. Dejas atrás el parque y te detienes frente a un edificio, el portero abre y le hablas al oído. Te sigo por las brillantes escaleras de madera. Tus piernas se mueven dentro de la estrecha falda, tus senos se agitan, y de repente te detienes, te sientas en uno de los peldaños, recoges la falda y abres l as piernas. Me miras desafiante. En la delgada tela del oscuro calzón tu sexo se marca como un sed antigua. Me inclino lentamente y te beso en los labios, abro la bragueta y saco mi sexo, tu boca se libera de la mía, me aferras de la cintura y chupas mi sexo. Te abro los broches de la blusa y las puntas de tus senos se clavan en mi pecho, siento el olor de tu pelo, te lamo la nuca, dibujo con la lengua tus vértebras. Mi sexo se expande dentro de tu boca, tu garganta es caliente y profunda, mis dedos apartan el calzón y acarician tu sexo que se moja lentamente. Mi lengua lame tus senos. Me aferro a tus muslos, a la amplia curva de tus caderas. Meto las manos bajo tus nalgas y te levanto un poco de la superficie fría de la escalera. Durante un breve instante permanecemos suspendidos y luego mi sexo escapa de tu boca y busca tu sexo, te penetro con fuerza, la madera cruje bajo el peso de nuestros cuerpos, mi boca s e come tu boca. Y golpeo una y otra vez dentro de ti, tu corazón late contra el mío y el tiempo se eterniza. Giramos, mi espalda se apoya en el borde de aquel peldaño, pero el deseo borra el dolor. Me aferro a tus nalgas y acerco tu sexo a mi boca y lo lamo lentamente, lamo cada hendidura, aprendo formas y sabores mientras tu boca susurra palabrotas cerca de mi oído. Nuestros sudores se confunden. Y luego te sientas en mis piernas y mi sexo entra de nuevo en el tuyo, y subes y bajas. Mi sexo vibra a punto de estallar y te aprieto las nalgas y hundo mi dedo en tu culo y te beso la cara, te l amo el cuello y tu sexo me aprieta más y más... Y entonces giras y me pides gimiendo meterlo atrás y penetro tu culo húmedo y estrecho y te quejas bajito y luego te mueves clavada allí, te mueves cada vez más frenética, tus nalgas golpean contra mi pelvis, el placer destruye el último fragmento de lucidez y me pierdo dentro de ti...
enciendo la tele y viajo por los canales. Me detengo en el 414 para ver un guepardo persiguiendo un antílope. El domingo persiste y mi i nterruptor de placer sigue en off. Observo la fotografía de una chica desnuda que sostiene un enorme diamante, en vez de una sensación erótica me hace sentir triste. ¿Cómo se llamará esa chica? No hay nadie afuera, también yo soy una foto borrosa en el álbum de recuerdos de Dios.
LA ÚLTIMA VEZ Soy, en la oscura noche, c omo un salvaje pájaro sediento de amor. Las palabras zumban como abejas asesinas y luego llega el silencio, tus ojos me observan y logran intimidarme, pero el deseo es una joya absurda que destruye los espejismos. Te levantas de la banca y caminas por un sendero del parque, te sigo, respiro el olor de tu pelo. Sabes que no puedo escapar, que durante mil años esperé este momento. Dejas atrás el parque y te detienes frente a un edificio, el portero abre y le hablas al oído. Te sigo por las brillantes escaleras de madera. Tus piernas se mueven dentro de la estrecha falda, tus senos se agitan, y de repente te detienes, te sientas en uno de los peldaños, recoges la falda y abres l as piernas. Me miras desafiante. En la delgada tela del oscuro calzón tu sexo se marca como un sed antigua. Me inclino lentamente y te beso en los labios, abro la bragueta y saco mi sexo, tu boca se libera de la mía, me aferras de la cintura y chupas mi sexo. Te abro los broches de la blusa y las puntas de tus senos se clavan en mi pecho, siento el olor de tu pelo, te lamo la nuca, dibujo con la lengua tus vértebras. Mi sexo se expande dentro de tu boca, tu garganta es caliente y profunda, mis dedos apartan el calzón y acarician tu sexo que se moja lentamente. Mi lengua lame tus senos. Me aferro a tus muslos, a la amplia curva de tus caderas. Meto las manos bajo tus nalgas y te levanto un poco de la superficie fría de la escalera. Durante un breve instante permanecemos suspendidos y luego mi sexo escapa de tu boca y busca tu sexo, te penetro con fuerza, la madera cruje bajo el peso de nuestros cuerpos, mi boca s e come tu boca. Y golpeo una y otra vez dentro de ti, tu corazón late contra el mío y el tiempo se eterniza. Giramos, mi espalda se apoya en el borde de aquel peldaño, pero el deseo borra el dolor. Me aferro a tus nalgas y acerco tu sexo a mi boca y lo lamo lentamente, lamo cada hendidura, aprendo formas y sabores mientras tu boca susurra palabrotas cerca de mi oído. Nuestros sudores se confunden. Y luego te sientas en mis piernas y mi sexo entra de nuevo en el tuyo, y subes y bajas. Mi sexo vibra a punto de estallar y te aprieto las nalgas y hundo mi dedo en tu culo y te beso la cara, te l amo el cuello y tu sexo me aprieta más y más... Y entonces giras y me pides gimiendo meterlo atrás y penetro tu culo húmedo y estrecho y te quejas bajito y luego te mueves clavada allí, te mueves cada vez más frenética, tus nalgas golpean contra mi pelvis, el placer destruye el último fragmento de lucidez y me pierdo dentro de ti...
EN UNA BALDOSA Ser el resultado de una incesante mezcla de culturas es un innegable lastre que me persigue cuando atravieso las ciudades del hombre blanco, al mismo tiempo me define y fortalece. Soy un mestizo de 1.87 m, peso 83 kilos y he aprendido mucho observando a los otros desde mi jodida condición de colombiano. La madre de la primera mujer que amé solía dec irle que yo era un pequeño error que estaba a tiempo de corregir y estoy seguro que esa pobre mujer lanzó un suspiro de alivio cuando su hija me mandó al infierno. A ella, la madre, le gustaba la música andina. Siempre he odiado la música andina y amado el rockandroll; detesto la cumbia y adoro el tango y el bolero. Puedo bailar ritmos antillanos tres días seguidos en una baldosa y beber whisky, ron y tequila sin desfallecer jamás. Antes me inquietaba aterrizar en país es extraños, lentamente he perdido los miedos inútiles. Sé que ser lo que soy es un lío, que la violencia, la crueldad y el odio son mi sello de fábrica. Y que en Colombia nadie es tan blanco como se siente, nadie puede estar seguro de lo que hicieron o les hicieron a sus más antiguos parientes. Es curioso como en Europa el término extracomunitario una gente de tantas razas y calañas en una misma fila. Y viajo con mi estúpido pasaporte que despierta suspicacias. Piensa mal y acertarás es el axioma; Europa resiste a duras penas. Chinos, hispanos, eslavos, africanos... la lista se extiende y el miedo crece a la misma velocidad que el racismo. Y lo que más les asusta es nuestra rabiosa capacidad de reproducirnos y mezclarnos. Quizá hayan olvidado que hace algunos siglos Europa nos "enseñó" con implacable crueldad a mezclarnos. Al menos nos otros lo hacemos de una forma más humana y divertida. Mi campo visual es amplio como las sangres que me integran. Escucho música africana cantada en francés este amanecer de otoño, lo hago en una casa al norte de Italia. Desde mi ventana puedo ver en el horizonte los Alpes. Mi perro, Gonzalo se llama, vino de Hungría. Por las calles de esta ciudad transitan mujeres de todas las índoles y pelambres y todas me parecen bellas, a todas las deseo. Me gustan las camisas de Cavalli y los pantalones que diseña Valentino, hay un almacén a media hora de aquí donde puedo c omprarlos a bajos precios cuando cambia la estación. A mí me importa un pito el giro de la moda; me pongo un Valentino de 2004 este otoño y me paseo sonriente entre esas bellas mujeres. No tengo parámetros ni ideologías, después de todo soy sólo un pequeño error.
ACERCA DE LOS MAMÍFEROS M AMÍFEROS Me despierto en la oscura habitac ión de un hotel en Roma, me aso mo en la ventana. En el amanecer la gente va de un lado a otro. Imagino que en mil lugares distintos está ocurriendo lo mismo. Cada día millones de mamíferos se levantan y corren desesperados. Me tumbo en la cama y miro un punto en el vacío. No tengo intenciones de correr a ningún lado, de hacer parte de la manada. La vida es una cosa miserable allá afuera. Pienso en los millones de mamíferos que corren
en busca de migajas como las cucarachas; migajas de oficios varios, de sexo recalentado, de oficinas piojosas, de estúpidas gerencias y lánguidas fiestas que sólo dejan mugre y g rasa en sus almas. ¿Qué tipo de mamífero eres? No se tú, pero yo pienso mucho en eso. Y trato de gi rar a mi modo, de seguir mi ritmo. Y pienso en los mamíferos con propósitos e intenciones cuyas vidas jamás empezaron, en los mamíferos que van a la deriva siguiendo la corriente de los otros fantasmas. Odio eso, odio esa mierda de buena voluntad, las sociedades sin ánimo de lucro y la falsa rebeldía. Y los mamíferos repiten día tras día su rutina, hundidos en la mierda sonríen. Los mamíferos no caen en cuenta, no tratan de imaginarse, están seguros de tener "una vida" y llaman VIDA a eso que tienen, a la estrecha y hedionda vida familiar, a sus frustraciones, a su sexo funcional y su televisor de pantalla gigante. Odio eso, odio a las mujeres que se entregan al tipo "adecuado" por temor de quedarse solas. Odio a las mujeres que se entregan a cambio de estabilidad y compañía. Y que se pasean con su mamífero imitando la plenitud y el bienestar. A las mujeres que soportan, que culpan a sus hijos, que no me sueñan y desean cada madrugada. Y los mamíferos corren para no perder el tranvía, y se resecan lentamente encerrados en esa chata prisión que llaman con arrogancia "mi realidad". Y compran cremas contra las arrugas y canciones de moda. Los mamíferos se saludan en los ascensores, en los estadios, a la salida del cinema. Pequeños fantasmas que inundan los supermercados en busca de carnes frías y desodorantes. Pequeñas alimañas que confunden dependencia con amor, que se revuelcan en su propia mierda y comparten pedos y babas hasta la muerte. Odio eso, odio a las bellas mujeres que no conocen a Emily Dickinson. Odio a las mujeres feas que no conocen al poeta peruano César Vallejo. Y los mamíferos saludan a sus amos sin sopesar la enorme ventaja que habría sido para ellos nacer muertos. Las diminutas e inofensivas alimañas sin voz ni voto; reducidas a sus complejos, sus miedos atroces, su eficacia laboral. Los alegres mamíferos esclavos de su mediocre panorama y de sus perezosas obligaciones. Medio alegres, medio tristes, medio impotentes, medio frígidas... La medianía es su condición natural. Y el pellejo se les escurre mientras tratan de aferrarse a eventos y citas, a telenovelas y noticieros para olvidar que los segundos pasan y nada cambia. Que los segundos pasan y sus traseros engordan, que están condenados a arrastrar sus traseros y alimentarse de sobras. Y se casan, se traicionan, tapan el vacío con hijos y electrodomésticos. Y trabajan en las fábricas del infierno soñando con ganar la lotería. Y compran seguros de vida (ja, ja, ja). Los patéticos mamíferos compran seguros de vida. ¿De cuál vida, carajo? Y van a las discotecas y tararean canciones y miran de sosl ayo el culo de las mujeres que pasan. Y se llenan de ansia y temor, de livianas sensaciones, de sexo trasnochado, obligado, homologado, escueto una y otra vez. Y cada amanecer es la misma tumba, el mismo epitafio, l os mismos chistes y saludos, el mismo rencor. Y se aferran a la vida como babosas; en vez de pedir la muerte como regalo cada Navidad, la temen. Ignoran que quizá muertos resultarían más vitales de lo que jamás serán en vida.
"Una Mujer Posible" - Efraim Medina Reyes
No sé quien eres y estás en mí como las uñas que se aferran y crecen desde mi carne. Cada cierto tiempo las corto con indiferencia, pero si intentara arrancarlas el dolor sería insoportable. También la idea de que existas se pierde a veces en los laberintos de mi mente y luego, como las uñas en mis dedos, me impone de nuevo su presencia. ¿Debería llamarte amor? A fin de cuentas eres abstracta, sin peso alguno en mi realidad. No perteneces a lo sucesivo y, sin embargo, le das forma a mis sensaciones. Imagino tus pasos, el olor de tu cuerpo desnudo en la penumbra perfuma mi silencio. Me tiendo en el vacío y siento como este brusco sentimiento me invade. Tu voz vibra como un lejano diapasón en la noche invisible. Es como si estuvieras grabadas en mis ensoñaciones y delirios, suspendida en una dimensión sin horas ni testigos. Te pienso y te extraño, encuentro tu ser a medianoche y me fundo en ti. Mi carne se hunde lentamente en la tuya y no hay límite ni frontera. Mis palabras acarician las tuyas. Somos tu y yo un sortilegio que atraviesa la realidad. No importa tu nombre, sé de memoria el color de tus ojos. Mi vida no incide en tu vida. Tu vida es gris, tienes un nombre y un oficio, tienes un hombrecito y él tiene un nombre y un oficio. Tienen su previsible amor y el deseo que se ha ido destiñendo y ahora es más obligación que placer, más costumbre que ganas. Tienen sus cuentas pendientes, sus discusiones, sus crisis, sus listas, pedos y mentiras. En la cama, aburrida, intentas conciliar el sueño. Tu perfecta vida es breve e insípida. Tiemblas al sentir que rozo tu cuello, que penetro tu ansiedad. Soy el sueño prohibido. Mis manos aferran tu carne, tus piernas se abren, me adentro en tu cuerpo y tu mente, mis labios te queman, mi lengua se hunde en tu culo, de tu boca entreabierta escapan quejidos. Tu hombrecillo ronca como una estúpida, risueña y pesada nada.
Un probable Constantino Cavafis a los 19
Esta noche asistirá a tres ceremonias /peligrosas El amor entre hombres Fumar marihuana Y escribir poemas Mañana se levantará pasado el mediodía Tendrá rotos los labios Rojos lo ojos Y otro papel enemigo Le dolerán los labios Y le arderán los ojos como colillas encendidas encendidas Y ese poema tampoco expresará su llanto
De lo que soy
En este cuerpo en el cual la vida ya anochece vivo yo Vientre blando y cabeza calva Pocos dientes Y yo adentro como un condenado Estoy adentro y estoy enamorado y estoy viejo Descifro mi dolor con la poesía y el resultado es especialmente doloroso voces que anuncian: ahí vienen tus angustias voces quebradas: pasaron ya tus días La poesía es la única compañera acostúmbrate a sus cuchillos que es la única
Me defiendo
Antes de devorarle su entraña pensativa Antes de ofenderlo de gesto y palabra Antes de derribarlo Valorad al loco Su indiscutible propensión a la poesía Su árbol que le crece por la boca con raíces enredadas en el cielo Él nos representa ante el mundo con su sensibilidad dolorosa como un parto. MAHMUD DARWISH Carnet de identidad Escribe que soy árabe, y el número de mi carnet es el cincuenta mil; que tengo ya ocho hijos, y llegará el noveno al final del verano ¿Te enfadarás por ello? Escribe que soy árabe, y con mis camaradas de infortunio trabajo en la cantera. Para mis ocho hijos
arranco, de las reocas, el mendrugo de pan, el vestido y los libros. No mendigo limosnas a tu puerta, ni me rebajo ante tus escalones. ¿Te enfadarás por ello? Escribe que soy árabe. Soy nombre sin apodo. Espero, pacientero, en un país en el que todo lo que hay existe airadamente. Mis raíces, se hundieron antes del nacimiento de los tiempos, antes de la apertura de las eras, del ciprés y el olivo, antes de la primicia de la yerba. Mi padre... de la familia del arado, no de nobles señores. Mi abuelo era un labriego, sin títulos ni nombres. Mi casa es una choza campesina de cañas y maderos, ¿te complace?... Son nombre sin apodo. Escribe que soy árabe, que tengo el pelo negro y los ojos castaños; que, para más detalles, me cubro la cabeza con un velo; que son mis palmas duras como la roca y pinchan al tocarlas. Y me gusta el aceite y el tomillo. Que vivo en una aldea perdida, abandonada, sin nombres en ellas calles. Y cuyos hombres todos están en las canteras o en el campo... ¿Te enfadarás por ello? Escribe que soy árabe; que robaste las viñas de mi abuelo y una tierra que araba, yo, con todos mis hijos. Que sólo nos dejaste estas rocas... ¿No va a quitármelas tu gobierno también, como se dice? Escribe, pues... Escribe en el comienzo de la primera página que no aborrezco a nadie, ni a nadie robo nada. Mas, que si tengo hambre, devoraré la carne de quien a mí me robe. ¡Cuidado, pues!... ¡Cuidado con mi hambre, y con mi ira!
Los pañuelos
Callas como las tumbas de los mártires. El camino se extiende, y tus manos
-recuerdoson dos pàjaros revoloteando sobre mi corazón. Deja el parto del rayo el horizonte envuelto en la negrura. Y espera besos rojos y un día sin viático. Mientras seas para mí, vete haciendo a mi muerte y a las penas del luto. Los pañuelos, cuando dicen adiós, son como una mortaja, y el palpitar del viento en las cenizas se agita solamente cuando corre una sangre en el hondo del valle, y llora -por una voz cualquiera- una añoranza en la gallarda vela de Simbad. Yo te pido que cambies el gemir del pañuelo en flauta que convoque. Mi alegría de encontrarte, a la vuelta, aumentaba conforma me iba yendo. ¿Tengo acaso algo más que tus ojos? ¡No llores la promesa de una muerte ni le pidas prestado a mis pañuelos su canto de cariño! Te lo ruego: ¡Envuelve las heridas de mi país, con ellos! Tu noche es de lilas
La noche se sienta donde tú estás. Tu noche es de lilas. A veces, de los rayos de tus hoyuelos se escapa un signo que rompe la copa de vino y alumbra la claridad de las estrellas. Tu noche es tu sombra, un fragmento de tierra legendaria para igualar nuestros sueños. Yo no soy el viajero ni el residente en tu noche de lilas. Soy el que un día fue yo.
Cada vez que la noche te rodea, mi corazón duda entre dos moradas: y ni el ser ni el alma se satisfacen. En nuestros cuerpos, un cielo abraza a una tierra, y toda tú eres tu noche... una noche que resplandece como la tinta de los astros. Una noche, bajo la protección de la noche, repta por mi cuerpo aletargada, cual sopor de zorros. Una noche que rezuma misterio, luminosa sobre mi lenguaje. Cuanto más se aclara, más temo el mañana en el puño de la mano. Una noche que contempla segura y tranquila su inmensidad que sólo rodean su espejo y las canciones de los antiguos pastores al verano de unos emperadores enfermos de amor. Una noche que florece en la poesía preislámica sobre los brincos de Imru Al Qays[1] y otros y, para los soñadores, ha ensanchado el camino de la leche hacia una luna hambrienta en los confines de las palabras... BEI DAO CHINES ¿ Este día El viento sabe lo que el amor es el verano del día destella majestuosos colores un solitario pescador examina la herida del mundo una campana oscila violenta y se inflama gente corretea en la tarde asumiendo las consecuencias del tiempo alguien se inclina hacia el piano alguien carga la escalera del pasado el adormecimiento se pospone unos minutos sólo unos minutos el sol indaga la sombra y bebiendo agua de un espejo lustroso veo al enemigo en medio de un viejo buque petrolero la canción del tenor enfurece al mar a las tres de la madrugada abro una lata y pongo al fuego algunos peces
MARÍA MERCEDES CARRANZA COLOMBIA Poema de los hados Soy hija de Benito Mussolini y de alguna actriz de los años 40 que cantaba la "Giovinezza". Hiroshima encendió el cielo el día de mi nacimiento y a mi cuna llegaron, Hados implacables, un hombre con muchas páginas acariciadas donde yacían versos de amor y de muerte; la voz furiosa de Pablo Neruda; bajo su corona de ceniza, Wilde bello y maldito, habló del esplendor de la Vida y de la seducción fatal de la Derrota; alguien grito "muera la inteligencia", pero en ese mismo instante Albert Camus decía palabras
que eran de acero y de luz; la Pasión ardía en la frente de Mishima; una desconocida sombra o máscara, puso en mi corazón el Paraíso Perdido y un verso; "par delicatesse j'ai perdu ma vie". Caía la lluvia triste de Vallejo se apagaba en el viento la llama de Porfirio; en el aire el furor de las balas que iban de Cúcuta a Leticia, se cruzaban con los cañones de "Casablanca" y las palabras de su canción melancólica: "El tiempo pasa, un beso no es más que un beso..." Así me fue entregado el mundo. Esas cosas de horror, música y alma han cifrado mis días y mis sueños.
Sobran las palabras Por traidora decidí hoy, martes 24 de junio, asesinar algunas palabras. Amistad queda condenada a la hoguera, por hereje; la horca conviene a Amor por ilegible; no estaría mal el garrote vil, por apóstata, para Solidaridad; la guillotina como el rayo, debe fulminar a Fraternidad; Libertad morirá lentamente y con dolor; la tortura es su destino; Igualdad merece la horca por ser prostituta del peor burdel; Esperanza ha muerto ya; Fe padecerá la cámara de gas; el suplicio de Tántalo, por inhumana, se lo dejo a la palabra Dios. Fusilaré sin piedad a Civilización por su barbarie; cicuta beberá Felicidad. Queda la palabra Yo. Para esa, por triste, por su atroz soledad, decreto la peor de las penas: vivirá conmigo hasta el final.
La patria Esta casa de espesas paredes coloniales y un patio de azaleas muy decimonónico hace varios siglos que se viene abajo. Como si nada las personas van y vienen por las habitaciones en ruina, hacen el amor, bailan, escriben cartas. A menudo silban balas o es tal vez el viento que silba a través del techo desfondado. En esta casa los vivos duermen con los muertos, imitan sus costumbres, repiten sus gestos y cuando cantan, cantan sus fracasos. Todo es ruina en esta casa, están en ruina el abrazo y la música, el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños. Las ventanas muestran paisajes destruidos, carne y ceniza se confunden en las caras, en las bocas las palabras se revuelven con miedo. En esta casa todos estamos enterrados vivos. Un buen Martini seco En esta parte del mundo, triste y pobre mundo, es el mediodía de un sábado: no hay oficina ni corbata ni Dios ni derrota alguna en la próxima esquina. Es hora del callado y dulce pensamiento, que dijera Shakespeare. Estos sagrados cerros bogotanos beben el sol lento de la sabana y del pecho de la ciudad, como un suspiro, salen los murmullos del amor. Es el instante del cristalino Martini seco, duro como el diamante, diamante líquido en la copa de hongo o breve seno de mujer. Espejea en su fondo lo vano al golpe en la garganta de la ginebra aceitunada.
No ir al trabajo Es un regreso a la infancia con el gusto de lo prohibido pero no tanto, con la inquietud de lo clandestino, pero no tanto. Y con todo el tiempo por delante para no hacer, para nada. Un día entero se despliega con la magia de un mapa de mago y muchas tentaciones vagas se insinúan al azar, atropellan, se disuelven. Pueden hacerse mil cosas o sólo existir en duermevela. Es como irse del mundo porque sí porque no, es un bajarse del amor sin decir adiós. Es la pausa que uno se regala para creerse alguien o algo. Todo termina en la tarde, a las 6 en punto, y así lo anuncian las campanas que llegan de San Diego.
Reencontrarse en la cama Como llegar a la casa al final de un día despiadado y sumergirse en ese sillón que ya es cuerpo de mi cuerpo, entre los olores conocidos y nuestros libros: así
después de años, tú y yo. Las caricias de siempre y las respuestas tan repetidas. Decimos los mismos murmullos y nos movemos plácidos casi aún con placer: el amor, parásito del deseo. Costumbre de los dos hecha a pulso de encuentros en esta tibia cama, donde yacen los sueños las lágrimas y todas las mentiras de nuestra larga historia.
Las sobras de arroz frío Amo la tierna berenjena de carne amarga y suave y color de las grandes penas. El curry me llevó a esos mundos populosos, de gentes, de olores y de dioses. La alcachofa, mi flor preferida, se desviste, hoja a hoja, sobre el plato y me ofrece su corazón que es dulce y se derrite. Deliro con el cordero, el recién nacido y cocinado en sus jugos, aromas y sustancias del campo de Castilla. Un sushi de mariscos misteriosos me reveló los sofisticados ritos de un pueblo que suspira con las flores del almendro. Mas es en mi ciudad, en mi casa, en mi cocina y sin platos ni manteles donde he conocido el placer verdadero. Ya de noche y en silencio el mundo, tomé de la nevera arroz blanco, sobras de otros días, apenas hervido con agua y aceite: ahora perlas deslucidas, duras y secas, heladas. Y así pasaron de mi mano a la boca. Y así gocé del simple, vergonzante y oculto placer que todas las cocinas guardan
Pink Tomate Soy Pink Tomate, el gato de Amarilla. A veces no sé si soy tomate o gato. En todo caso a veces me parece que soy un gato que le gustan los tomates o más bien un tomate con cara de gato. O algo así. Me gusta el olor del vodka con las flores. Me gusta ese olor en las mañanas cuando Amarilla llega de una fiesta llena de sudores y humos y me dice hola Pink y yo me digo mierda, esta Amarilla es cosa seria, nunca duerme, nunca come, nunca descansa, qué vaina, qué cosa tan seria. Claro que a veces me desespera cuando llega con la noche entre sus manos, con la desesperación en su boca y entonces se sienta en el sofá, me riega un poco de ceniza de cigarrillo en el pelo, qué cosa tan seria, y empieza a cantar alguna canción triste, algo así como I want a trip trip trip como para poder resistir la mañana o para terminar de joderla trip trip trip.
Mierda, los días con Amarilla son algo serio. Voy a intentar hacer un horario de esos días llenos de sol, esos días un poco rotos, raros, llenos de humo, un poco llenos de café negro. Voy a hablar en presente porque para nosotros los gatos no existe el pasado. O bueno, sí existe, lo que pasa es que lo ignoramos. En cuanto al futuro nos parece que es pura y física mierda. Sólo existe el presente y punto. El presente es ya, es un techo, una calle, una lata de cerveza vacía, es la lluvia que cae en la noche, es un avión que pasa y que hace vibrar las flores que Amarilla ha puesto en el florero, el presente es el cielo azul, es una gata a la que le digo eres cosa seria y ella me responde sí, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con flores, es esa canción con café negro, es ese ritmo con olor a tomates, ocho de la mañana, techos grises, teticas con pecas, nada que hacer I want a trip trip trip mierda, qué cosa tan seria. 6:00 a.m. Llega Amarilla de una fiesta y me dice oye Pink, ¿cómo vas? Y yo le contesto bien, todo va bien. Salvo mi corazón, todo va bien. Amarilla tiene el pelo revuelto, me acaricia y yo le doy un arañazo en la nalga, como para no perder la costumbre. Amarilla se dirige a la cocina y se prepara un café, mira por la ventana, se acaricia el pelo y dice que la vaina está jodida y yo pienso que en verdad todo está jodido. Los árboles están jodidos, las calles están jodidas, el cielo está jodido. Las palomas están jodidas. Mierda. Yo también estoy como jodido. Me dan ganas de ahogarme en salsa de tomate. 7:00 a.m. Rojo o tal vez azul. No sé. El sofá donde está sentada tiene tal vez esos dos colores. Amarilla se fuma un cigarrillo. Se lo fuma sin afán. El humo azul de su cigarrillo me envuelve. Amarilla me lo echa directo a los bigotes. Amarilla se arregla las uñas y me corta uno de los bigotes. Puta mierda. Siempre hace lo mismo cuando está deprimida. Luego subimos a la azotea y Amarilla abre los brazos, respira y me dice que la mañana está perfecta para suicidarse. Entonces me agarra y me lanza a otra azotea que queda abajo y yo doy vueltas y vueltas y por mis ojos pasan el cielo azul, los edificios, las nubes, el sol, las ventanas, los ruidos y finalmente caigo parado en la otra azotea en medio de un poco de ropa extendida y digo mierda, esta Amarilla es cosa seria. Subo hasta donde está Amarilla y me acurruncho entre sus piernas y pienso mierda, qué rico. Me arrepiento en haber pensado en ahogarme en salsa de tomate. Comemos galletas de chocolate y miramos la ciudad. Amarilla se sienta y lee el periódico. Me muestra una noticia de un hombre que mataron por una orinada. 8:00 a.m. Sube el viejo Job, el vecino de Amarilla, con un poco de café. Con Job viene Lerner, su gato. Lerner es un poco tímido. Yo saludo a Lerner y le digo oye Lerner ¿qué te pasa? Y entonces Lerner se esconde detrás de las piernas del
viejo Job y me dice Pink no me pasa nada, fresco loco. El viejo Job se sienta al lado de Amarilla y respira hondo. Ya me lo conozco. Le gusta oler el champú que usa Amarilla. Fresa. A mí también. El viejo Job le echa un poco de brandy al café y deja la botella destapada. Meto mi lengua en la botella. Me gusta sentir ese mareo del brandy, ese mareo que quema por dentro a esta hora cuando todo parece normal, cuando todo el mundo se dirige al trabajo, cuando todo el mundo piensa cosas correctas. Me gusta ese mareo a esta hora cuando no es normal que uno esté un poco ebrio, un poco triste, un poco como vuelto mierda. 9:00 a.m. Bajamos. Estoy mareado por el brandy. Ebrio. Estoy envenenado por la mañana, por el cielo. Mentira. Estoy envenenado por Amarilla en la mañana, por Amarilla en el cielo, por ese olor de Amarilla que se halla diseminado por todas partes. El día huele a Amarilla. Miro hacia el cielo y veo en las nubes la forma de sus nalgas, la palma de sus manos. Veo los árboles y el ruido de las hojas me dice oye gato marica pon atención te habla Amarilla. Mierda, qué cosa tan seria trip trip trip. 10:00 a.m. Amarilla se despide del viejo Job. El viejo suspira y le mira las nalgas. Lo comprendo. Antes de despedirse el viejo Job le dice que más tarde viene con una torta de naranja y Amarilla le dice está bien viejo, está bien. Amarilla cierra la puerta y se abre la camisa. Se fuma un cigarrillo. Abre la ventana. Se coge las tetas, observa sus pecas iluminadas por los rayos del sol, se mira las manos y finalmente se queda estática ante su reflejo en la ventana y trip trip trip. Es evidente: Amarilla ha empezado a tejer la red de su día allí frente a la ventana. Está un poco desesperada trip trip trip. Suena el teléfono. Amarilla contesta. Se ríe y dice que en realidad no sabe si tiene ganas de una orgía o de un pan con mermelada trip trip trip. 11:00 a.m. El sonido del agua me aturde. Afuera hace sol. Amarilla se baña. Yo estoy en el sofá. El sol entra por la ventana. El ruido del agua inunda el día, la mañana, el mundo, los árboles. En ese momento sólo existe ese ruido. El mundo se reduce al sonido del agua cayendo sobre el cuerpo de Amarilla, sobre sus tetas, sobre sus nalgas, sobre su cuello, sobre sus piernas. Eso es el mundo: agua, Amarilla, la canción que canta trip trip trip, el rayo del sol que cae sobre mi cuerpo. Nada más. Amarilla sale del baño y me dice que salgamos a decirle adiós al cielo azul con las manos. 12:00 m. Amarilla prepara algo para almorzar. Alguna receta con tomates. Fuma mientras pela los tomates. Dice que ayer fue a presentar una entrevista
para un trabajo en la fábrica. Creo que una entrevista para un trabajo es algo así: Nombre: Amarilla. Estado Civil: Soltera. Religión: Ninguna conocida. Alguna vez intentó ser krisna pero la cogieron comiendo una hamburguesa grasienta y la expulsaron. Pero se había leído parte del Libro de los Vedas. Después intentó ser vegetariana. Tampoco le funcionó. Por último se metió a una liga que defendía las ballenas. Hasta donde sabía, su madre la bautizó. También hizo la primera comunión en la iglesia de Jesucristo Obrero. Sexo: Perdió la virginidad en el asiento trasero de un viejo Ford, en una noche de verano. Dirección: Avenida Blanchot. Enfermedades: Las de la niñez y alguna que otra infección pasajera, sin importancia. Experiencia laboral: Mesera de bar, acomodadora en un cine, alguna vez vendió lotería, traductora. Estudios: Empezó a estudiar de noche inglés y computación pero la echaron a mitad del semestre porque un malparido profesor se lo pidió. Idiomas: Algo de inglés. Se sabía toda la canción Copacabana de Barry Manilow. Comemos en silencio. Amarilla me dice que tiene ganas de hacer una siesta porque siempre que duerme a esa hora sueña con barquitos de papel en la mitad de un cielo azulito. Pienso en sus nalguitas rosaditas trip trip trip. 1:00 p.m. Amarilla está dormida. De pronto suena el ding-dong del timbre. Mierda, debe ser el viejo Job. Otra vez ding-dong. Mierda, qué viejo tan insistente. Ding-dong. El viejo Job se sienta junto a la puerta y empieza a comerse la torta de naranja. Le da un poco a Lerner, el gato tímido. Salgo por una ventana y me acerco lentamente. El viejo Job me ofrece un poco de torta, pero yo la rechazo. Mierda, qué cosa tan seria. Le digo a Lerner que qué le pasa, que qué se cree, que más bien nos vayamos a cazar raticas, como debe ser. Lerner se avergüenza y me dice claro Pink. 2:00 p.m. Amarilla se despierta. Estoy junto a ella. Amarilla se dirige junto al comedor y se sirve un poco de whisky. Suena el teléfono y Amarilla contesta. Se ríe y
dice que en verdad haga lo que se le dé la puta gana. Entonces me acaricia y me dice que me va a llevar al hipódromo para que conozca los caballos. La veo y pienso que en verdad haga lo que se le dé la puta gana conmigo trip trip trip. 3:00 p.m. Salimos a un parque. La tarde está un poco triste. Un poco rota. Un poco difusa. El cielo está gris y hace un poco de frío. Amarilla me dice que tiene ganas de tomarse una fotografía en un día triste. Amarilla se sienta bajo un árbol y saca una botella de whisky. Toma un poco y ensopa su mano con el whisky y yo le lamo la palma lentamente, sin afán. Nuestro árbol es grande e inspira confianza. A los pocos minutos una sirena interrumpe la calma del parque. Mierda. Unos árboles más allá una mujer se trata de ahorcar. La policía llega a tiempo e impide que la mujer se ahorque. Claro, la policía siempre se tira todo. Esta mujer ahorcada hubiera completado lo que faltaba a ese día para ser más triste trip trip trip. 4:00 p.m. Llega Sven, un individuo que huele a tigre fatigado. Le da un beso a Amarilla en la boca, en la mitad de los dientes y mierda, pienso que este par se quiere. Sven dice que el próximo sábado la va a llevar al hipódromo y que va a apostar por Escarabajo, que Escarabajo lo va a sacar de la quiebra y le promete que se emborracharán con vodka en una tarde de sol y que irán a la playa y le comprará una pelota de colores y le dirá que la ama. Pura mierda. 5:00 p.m. Estamos de nuevo en el apartamento de Amarilla. Sven le dice a Amarilla que los sábados son los días del amor y los caballos y entonces se encierran y hacen el amor. Me dan ganas de ahogarme en salsa de tomate trip trip trip. 6:00 p.m. Debajo de la puerta de la alcoba de Amarilla empieza a salir humo. A los pocos instantes salen Amarilla y Sven desnudos. Sven se dirige a la cocina y trae un balde con agua y lo echa sobre la cama, que está en llamas. Amarilla le grita a Sven que se vaya que haga lo que se le dé la puta gana. Sven trata de abrazarla y le dice fresca muñeca, no ha pasado nada. Amarilla se pone a llorar y dice que tiene ganas de vomitar. Sven le dice tranquila muñeca, vomita. Mierda, mucho trip trip trip. Amarilla coge la ropa de Sven y la lanza por la ventana y después empieza a lanzarle los vasos a Sven. Uno, dos, tres. Cuatro putos vasos. Qué cosa tan seria. Sven sale con una toalla enrollada y recoge su ropa. Desde allá abajo le grita a Amarilla que es una muñeca muy salvaje, como a él le gustan trip trip trip.
7:00 p.m. Salimos de nuevo a la calle. Amarilla lleva consigo su ropa y la va regando por el camino. Me siento como en esos cuentos de hadas donde la princesa perdida va dispersando cosas para recordar el camino a casa. Entramos a un bar y Amarilla pide una botella de vodka y le regala una camisa de flores al hombre del bar. Una canción triste suena en el fondo. Don't Leave Me Now. Amarilla enciende un cigarrillo, mira hacia el fondo del bar, se marea con las luces, mira a esos hombres de camisas de colores que entran con esas miradas que dicen hoy soy todo tuyo mamita y entonces Amarilla dice un momento muñecos hoy no quiero enredos don't leave me now trip trip trip. Amarilla se echa todo el contenido de la botella por todo el cuerpo. Después se acerca al hombre que atiende en el bar y le dice que cuando lo ve no sabe si darle un beso o cortarse las venas. El hombre le dice, fresca muñeca, todas las muñecas son iguales y le indica que el baño está al fondo a la derecha y que cerca del espejo hay una cuchilla. Fresco muñeco, le responde Amarilla y entonces pide un cocktail llamado Lluvia Ácida. 8:00 p.m. La noche está demente. Las luces de la ciudad son pequeños ojos rotos, locos, alucinados que nos vigilan. Me dan ganas de estar en la mitad de una autopista. En la esquina nos encontramos con Sven. Se abrazan y Amarilla le dice que le haga el amor hasta el amanecer, ni más faltaba preciosa, que le meta la lengua hasta el estómago, que le toque el culo una y otra vez porque está haciendo frío, que no deje de lamerla mientras suena Touch Me, que le inyecte susurros entre sus dientes touch me, que le toque sus manos llenas de pequeñas líneas solitarias touch me, sus nalguitas rosaditas touch me, sus ojos llenos de pececitos nocturnos, sus palabras invadidas de cielitos rasgados touch me please hasta el amanecer, hasta cuando el sol raye el cielo con su luz, ni más faltaba muñeca trip trip trip. 9:00 p.m. Muere el viejo Job. El apartamento está lleno de gente. Mierda. Amarilla entra y le da un beso en la frente al viejo. Amarilla pregunta por Lerner, el gato tímido de Job, pero nadie sabe dónde está. Amarilla y Sven van a comprar flores para Job. Al poco rato regresan. Subimos a la azotea. La noche. La lluvia. El calor. Amarilla esparce las flores sobre la noche oscura. Las flores caen y se infiltran en el olor de la oscuridad. Lentamente. Flores blancas sobre la espuma de la noche. La noche. Las flores caen en la calle, en la humedad del reflejo de las nubes en la lluvia. Flores. Flores en el núcleo de las babas de Amarilla. La lluvia. Empieza a llover y las gotas de lluvia mojan la noche, las manos, las flores de la calle. Amarilla dice que los sábados son los días de los gatos, de los
caballos y de los muertos. Mierda, qué cosa tan seria. La ciudad entera está muerta trip trip trip. Flores. Flores. Lluvia. ***** LA SUCIA MAÑANA DE LOS LUNES (Capitulo 10) Hace calor. La noche está caliente. Parece como si estuviera en la mitad de una pistola ardiente, recién disparada. La noche huele a pólvora, a dinamita con flores y alcohol. Estoy perdido. Pienso en amarilla, es su olor a babas perfectas. Qué maricada. Ese olor me persigue por todas partes trip trip trip. Toda la noche hemos estado deambulando con Lerner por las calles. No hemos tenido suerte esta noche. Ni una puta ratica. A veces pienso que la vida de gato es un poco difícil. Sin embargo, con algo de whisky es llevadera. Lerner me ha pedido que lo lleve un poco a los bares, un poco a la vida, un poco a la noche porque mierda, Lerner dice que con Job su expectativa de vida de gato se reducía a una galleta de coco en la mañana, leche en la tarde, un poco de atún en la noche y yo le digo a Lerner no Lerner así no se puede y entonces Lerner me claro viejo Pink así no se puede trip trip trip. Mierda, Lerner ya está aprendiendo a hablar como todo un gato vagabundo, qué cosa tan seria trip trip trip. Bar Kafka Asientos rojos. Un ventilador destila airecito sobre las cabezas de todos esos hombres y mujeres que fuman y murmuran en medio de nubes de humo azul trip trip trip, que vaina tan jodida. Le digo a Lerner que todo bar tiene su historia. Creo que el asunto es así. Para pedir una cerveza en el Bar Kafka hay que decir que al despertar esta mañana, tras un sueño intranquilo, me hallé convertido en un monstruoso insecto y me dieron ganas de una cerveza. Entonces lo más seguro es que el hombre que atiende el Bar Kafka conteste que qué vaina, que sus innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con las de las nenas que asisten al bar, ofrecen a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia, que qué vaina tan jodida trip trip trip, que se vaya a otro bar, qué le vamos a hacer. Lerner me dice que así no se puede trip trip trip y claro, yo le respondo claro Lerner, así no se puede. Bar La Gallina Punk En la entrada del Bar La Gallina Punk hay una pequeña horca de la que uno jala y suena un alarido. Entonces algún punk flaco viene, abre la pesada puerta negra y dice qué punk y claro, hay que responder qué punk trip trip trip. Le digo a Lerner que la cuestión aquí adentro es moverse dando codazos y patadas y que cuando un punk se levanta una punketa triste la invita a una cerveza y le da patadas en el culo. Una patada significa te amo y quiero acostarme contigo, levantarme a la mañana siguiente, no lavarme los dientes y decirte que te amo así no tenga empleo en una fábrica de embutidos, en una fábrica de llantas o de cigarrillos. Dos patadas en el culo quiere decir te amo mucho, me quiero acostar y vivir un mes contigo, pero te odio también. Tres patadas significan te amo demasiado como para vivir y acostarme contigo. Sólo quiero que nos besemos, que tomemos cerveza,
que compartamos nuestros pésimos olores y que después cada uno se salga por la puerta del bar y nos olvidemos de esta noche tan punk trip trip trip. Aquí adentro huele a desempleo. A grasa. A no futuro. A me vuelvo mierda ahora trip trip trip. Solamente se toma cerveza la bebida de los obreros. Así es la vaina y Lerner me responde claro Pink, así es la vaina. Aquí viene gente que nunca se lava los dientes, gente que sólo come arroz y cerveza y que fuma cigarrillos negros sin filtro. Una vez al año se lleva a cabo la ceremonia del No Futuro y entonces se reúnen, cierran el bar, ponen Sex Pistols toda la noche trip trip trip y a la media noche se cogen a patadas en las huevas, porque no hay caso seguir procreando desempleados y claro, cuando suena God Save The Queen un elegido se abre las venas y después lo sacan a la calle entre tres o cuatro y lo llevan corriendo y el punk va regando su sangre por esas calles llenas de calor, odio, pestilencia, fango y desolación. Le dan tres o cuatro vueltas a la manzana y cuando ya se está muriendo trip trip trip, mierda, directo al hospital, a urgencias. Claro, allá los médicos ya se conocen la historia y lo alcanzan a suturar con puntos. Luego de dos horas llevan de regreso al punk al Bar La Gallina Punk y éste muestra con orgullo los puntos de su brazo qué punk trip trip trip y se cogen a patadas hasta el amanecer, qué cosa tan seria. Bar La Sucia Mañana de Lunes El bar abre los domingos en la tarde. A las cinco. Densas nubes de humo azul cubren el ambiente. El humo se desliza por los hombros, por las manos, por las nalgas, por las tetas de aquellos hombres y mujeres que están sentados en la barra, en silencio, chupando su cigarrillo lentamente, sin afán trip trip trip. Nadie habla con nadie. Nadie le enciende un cigarrillo a nadie. Nadie se llama Nadie. Nadie tiene a nadie. Nadie se fuma su cigarrillo. Nadie se toma su vodka con hielo. Nadie tiene el culo frio. Nadie ama a nadie. Nadie odia a nadie. Nadie es nadie. Nadie tiene la mirada yo no sé trip trip trip, qué vaina tan jodida. Nadie viene todas las noches y le dice a Nadie oye Nadie no te acerques a nadie. Nadie no quiere nada con nadie trip trip trip. Una noche. Nadie se levantó de su asiento en la barra y se dirigió al baño, al fondo a la derecha muñeco, entró y cerró la puerta. Luego Nadie se miró al espejo, al sucio espejo que había reflejado muchos nadies en muchas tontas noches de domingo y entonces Nadie se dijo no soy nadie, qué vaina tan jodida trip trip trip y se destapó los sesos con una pistola y tal vez nadie pensó en la canción de Lennon que dice que la felicidad es un revólver ardiente trip trip trip. Nadie escuchó el disparo que provenía del wc, al fondo a la derecha. Pero Nadie no murió en el acto. Antes de morir escribió en el espejo de wc que odiaba la sucia mañana del lunes, qué vaina tan jodida, y de ahí salió el nombre del puto bar trip trip trip. Desde ese día la víspera de los lunes los habituales del bar se dirigen al wc y vomitan en honor a Nadie que bautizó con su sangre, un poco de pólvora y vodka la sucia mañana de lunes en el espejo del wc, qué cosa tan seria. Bar El Acuario Nuclear Las muñecas se menean en el fondo del bar. Las miradas recorren los muslos dorados, las nalgas ensopadas en aceite brillante y en la oscuridad
los hombres obtienen una erección con un poco de cerveza, con cigarrillo, con un poco de muévete así muñeca así muñeca, lo haces muy bien trip trip trip. Siempre es la misma historia de siempre. Una canción de Donna Summer, hey muchachos miren hacia acá, una cerveza y entonces, qué vaina tan jodida, las luces se apagan, sale una muñeca, se pega de la barra como si fuera un animal salvaje al que están a punto de sacrificar y empieza a rasgar su traje de luces en medio del humo trip trip trip. Una noche de agosto el Bar El Acuario Nuclear convocó a sus habituales a una fiesta en conmemoración de la primera bomba atómica. La atracción principal era una muñeca llamada Enola, como el avión que llevaba la bomba. Todo el mundo llegó puntual. Pasaron primero otras muñecas, nada especial en todo caso, le digo a Lerner y Lerner me responde claro Pink, nada especial, y entonces a la media noche apareció Enola vestida como piloto y empezó a desvestirse lentamente. Las luces del lugar se apagaron y en el fondo se escuchaba el sonido de un avión y la muñeca tenía en sus manos un micrófono y mientras se iba destapando dejaba escapar a través de sus labios carnosos, violentos y nocturnos, esas palabras mojaditas hey muchachos miren hacia acá, que rico jet tienes trip trip trip y los hombres contestaban en coro claro muñeca lo haces muy bien trip trip trip, qué vaina tan deliciosa, qué rico pecar contigo y mierda cuando ya estaba casi en cueros sacó de su liga un taco de dinamita y lo encendió con el cigarrillo que llevaba en su boca y lo empezó a mamar con rabia, tal vez con amor trip trip trip y luego lo lanzó a las mesas donde los hombres gritaban eso muñeca así lo estás haciendo muy bien, qué vaina tan jodida y mierda, pum, el bar voló en mil pedazos trip trip trip y desde ese día ningún hombre pudo obtener una erección durante algún tiempo mientras reconstruyeron el bar, qué cosa tan seria. ***** HISTORIAS MUTANTES En el principio era la pestilencia. Entonces Dios dijo: ―Hágase la ciudad‖, y la basura se hizo. El primer día de la Cloaca, Dios caminaba hacia el sur y bendecía los sueños sangrientos de las fieras. El segundo día, el calor producido por las conflagraciones nucleares era insoportable. Entonces se sumergió en las aguas angustiosas de lagos ácidos y en las bahías contaminadas por el mercurio. En el tercer día, decidió crear el paraíso. Reunió un pedazo de Blue Bird, un poco de malgenio, mucho humo, el color de la miseria y muchos, pero muchos gritos pegados en el asfalto. Lo que salió fue un paraíso multifamiliar, con felicidad sin cuota inicial, agua sucia para los baños de purificación luego de los sueños urbanos con escapes de gas carbónico y ACPM para la nutrición. El cuarto día, la sangre teñía los cielos y las carreteras. Conductores fantasmas arrollaban con sus autos negros la noche de los camaleones. Ya no había ni cama ni leones. Hacia las cinco de la tarde, Dios decidió darle olor a la Cloaca. Dirigió su mirada hacia el sur y allí decidió emplazar el
espacio de la desesperación. En el norte decidió erigir estatuas de héroes muertos y centros comerciales con cinemas para películas X. Pero faltaba el olor del mundo, un olor natural, un olor del que alguien dijera: ―así huele‖. Subió entonces a las nubes de smog y roseó su jardín pestilente con napalm y dinamita. Millones de flores del mal germinaron en cada montaña, los pulmones de los animales se llenaron de ira divina, las aguas quietas se movieron y en ellas se reflejaron los espectros de los bombarderos del más allá, lluvias de odio cayeron sobre caminos sin nombre. Todo era evidente. El mundo tenía olor, la desesperación estaba en su punto, pero definitivamente faltaba la semilla de la degeneración. Había que crear al hombre. Era el quinto día a la altura de la carrera Quinta. A Dios se le había corrido la teja. Todavía caminaba hacia el sur mientras los ojos de los animales destilaban aniquilación. Todavía creía en ese pedazo de desesperación. Todavía desayunaba con bombas H. Entonces reunió lo mejor de la basura para fabricar al hombre. Para sus ojos, recopiló lo mejor de la tristeza de los mutantes que se paran debajo de los postes de la Empresa de Energía Eléctrica, unas miradas que van a cien angustias por hora, unas miradas contagiadas de gritos grises. Córneas de carnívoros en vías de extinción, pupilas dilatadas por barbitúricos metálicos. Ya estaba lista la mirada. Lista para matar. Lista para archivar. Lista para chiviar. MIL MILLONES DE PERROS OSCUROS. Los huesos eran importantísimos. Esencial el calcio. Fundamental la leche de la mujer odiada, la leche pasada por una, con bacterias, huesos con estafilococos dorados. Enfermedades brillantes para cuerpos oscuros. Por los caminos del sur era fácil hallar millones de huesos de los perros arrollados por unos fantasmas con sus lunes de neón-nada, que cada vez que iluminan un objeto lo inmovilizan como si se tratara de una inyección de metástasis. Los huesos eran blancos como las palomas que volaban asustadas cada vez que mil perros de fuego desgarraban las lunas y sublunas en el fondo de las alcantarillas. Blancos como los colmillos de los reyes de la devastación cada vez que ingerían los licores de la rabia sobre sus tronos de acero mientras abajo la ciudad se regocijaba en su orgía perpetua. La piel, sí, la piel. Debía ser una piel del sur, curtida por el pito de los Blue Birds, por las injurias y por el paso de oxidados made in Taiwán. Una piel sangrante por cada poro, una piel lista para ser reparchada por la Secretaría de Obras Públicas. Una piel formada por células desgraciadas, por ácido muriático para baños públicos. Una piel para tiempos de guerra. Las manos, los pies. Las manos tenían que ser aptas para apalear a las futuras degeneraciones. Los pies, listos para patear las flores y los bebés, el presidente y sus ministros y el saque de honor en los estadios del país. Para embarrarla, para caminar por los senderos luminosos sembrados de noche incendiadas. Para correr hacia el fin del mundo.
Faltaba la voz. Dios no sabe nada de estéreo. Ni de sonidos dolby. Era precisa la voz de un grito cortada por cuchillos de silencio cuando llega la mañana mojada por la lluvia gris de gas carbónico, mientras chorrea una sangre blanca como las circunvoluciones de una mente con daño cerebral. Esa era la voz. Entonces Dios creó esa voz para millones de seres tan numerosos como las estrellas regadas en el fondo del cielo como si fueran espermatozoides luminosos sembrando la semilla de la locura en el universo cerrado. Una voz para susurrar palabras podridas antes de dar el beso de Judas. Era el quinto día. Dios seguía caminando hacia el sur. Los sueños de las fieras ya se habían secado por completo. En sus ojos solamente quedaban los coágulos de las miradas dirigidas hacia mares con hidrofobia. Llegó el sexto día. 666. Apareció la Reina de la Devastación, detrás de las luces rotas de las autopistas de la furia. —Comed y bebed. La guerra sea entre vosotros — dijo. Luego se enroscó en
un árbol de una selva afectada por el efecto invernadero. En ese momento sobre un ejército de ciegos cayó una eterna lluvia de luz, las más bellas mujeres parieron bestias de ojos púrpura; en las ciudades, taxis de papel periódico empezaron a recorrer las calles, los cielos se tornaron de mermelada azul. El final se aproximaba.
Dios puso al hombre de basura en su palma y le dio un soplo. Por todos los rincones de la Cloaca se armaron los ejércitos alucinados con el humo en la cabeza. Los ríos se tiñeron de rojo, las siete plagas de Bogotá inundaron el mundo, el riñón de las ciudades se secó. Dios empezó a sangrar. La Reina de la Devastación hizo lo que tenía que hacer: escupió sobre su sangre. ***** BIOGRAFÍA: Rafael Chaparro Madiedo nació en Bogotá el 24 de Diciembre de 1963, fue el primer hijo de una familia santandereana que se instaló en la capital del país poco antes de su nacimiento. Su padre Rafael Chaparro Beltrán, quien aún vive, es ingeniero, y su madre Amintia Madiedo, fallecida hace poco, fue profesora. La infancia y adolescencia de Rafael Chaparro Madiedo se encuentra enmarcada en el barrio Niza, al norte de la ciudad, mucho antes de que el Centro Comercial Bulevar Niza y la Avenida Suba fueran construidos. Este barrio, que después sería tema de varios de sus artículos periodísticos, es el lugar de la infancia, de los amigos, de los juegos y del lento transcurso de la niñez a la madurez. Sus años escolares transcurren en el Colegio Helvetia, donde su inclinación literaria comienza a hacerse evidente por la participación en obras de teatro. Otra faceta poco sospechada de esta época es el interés de Chaparro en el baloncesto, que incluso lo llevaría a competir en unos inter-colegiados a San Andrés Islas. Lo cierto es que Chaparro Madiedo no era sólo el intelectual con un cigarrillo en los labios que se puede ver en sus
fotografías, sino alguien con un gran sentido del humor, que desde su infancia gustaba del deporte y los juegos, fue aficionado del futbol y le agradaba compartir tiempo con sus amigos. Después de terminar el bachillerato Chaparro Madiedo se matriculó en la Universidad de los Andes, una de las más importantes del país, para estudiar Filosofía y Letras. Este sería su paso decisivo para entrar en la carrera de escritor. Allí funda la revista Hojalata junto a dos compañeros suyos, Andrés Huertas y Felipe Castañeda. Esta publicación, de la cual el gobierno sospechó que fuese revolucionaria, hizo que Chaparro Madiedo fuera investigado formalmente, pero el asunto no tuvo consecuencias y no se formuló ningún cargo en su contra. En la Universidad de los Andes conoce a Jorge Mario Eastman, a través del cual entra a trabajar como redactor cultural de la revista Consigna. También entabla amistad con Paula Arenas quien lo invita a participar en un proyecto de la empresa de producción cinematográfica Cinevisión; se trataba de un programa de humor y sátira política llamado: Zoociedad. Con esta misma productora participaría en Quack y La Brújula Mágica. En el año de 1987 se gradúa de la Facultad de Filosofía y Letras con la tesis sobre Martin Heidegger titulada: Interpretaciones de los estados de ánimo como experiencias ontológicas con base en ―Ser y Tiempo‖. A continuación
viaja a Montpellier para realizar unos estudios y al regresar comienza a trabajar en la Prensa; con este diario colaborará escribiendo artículos durante toda su corta vida. En 1989 viaja a Cuba para asistir al curso de guiones de García Márquez. Ese mismo año conoce a Ava Echeverri, quien sería su esposa hasta 1993. En 1990 inicia Zoociedad junto a Paula Arenas, Karl Troller y Eduardo Arias; y en 1993 La Brújula Mágica. En 1994 viaja a Paris y visita la tumba de Jim Morrison; conoce a Virginie, una francesa que sería su novia por un corto tiempo. Su novia de los últimos tiempos, Claudia Sánchez, compañera de trabajo en La Brújula Mágica, lo acompañaría hasta el último momento, cuando murió en la clínica Santa Fe, a causa de Lupus, una enfermedad que lo había acompañado desde los veinte años. BIBLIOGRAFÍA: Opio en las nubes (Premio Nacional de Literatura de 1992)
Las cuatrocientas espadas del brandy Por: Rafael Chaparro Madiedo (Otro cuento inédito) Me mataste. Eso es lo único que sé. También sé que estoy en el cielo. Por fortuna. Llevaba diez minutos de muerta y me pediste un cigarrillo. Yo busqué en mi cartera y te ofrecí uno de mis mentolados. Lo encendiste y te fuiste al balcón y lo fumaste en silencio mientras los fogonazos silenciosos del cigarro te iluminaban los ángulos del rostro. Afuera llovía. Era una lluvia mezclada con los pasos de los gatos que se deslizaban por los techos buscando un poco de calor. Me
mataste en una noche de lluvia. Eso había sido demasiado para ti. Nunca has soportado la lluvia, ni los Stones más allá de las once de la noche. Después de las seis no puedes soportar las películas inglesas, ni los cafés cargados. Eres extraño Spada. Muy extraño. Ese día que me mataste me llamaste desde algún teléfono del parque Giordano Bruno y me dijiste hey baby vamos a ver Naked de Mike Leigh y yo te dije, pobre idiota ilusa, claro baby nos vemos a las seis en la estación de metro Radio City. Esa tarde vagué sin sentido por la ciudad. Me metí al metro, cubrí varias rutas, fui al barrio árabe a la calle Dranaz por un hash. Luego me fumé el hash en el parquecito mientras miraba el tren elevado. Alguien desde el tren me hizo una seña con la mano y yo le mandé un beso que se diluyó en el aire caliente de la tarde. Fue un maldito beso que explotó en el núcleo del aire, puff!, y desapareció para siempre. Finalmente cogí la ruta del Radio City para cumplirte la cita y cuando entré al metro parecía que la gente se moría poco a poco en las nubes alucinógenas de las cinco de la tarde, esas nubes negras que olían a heroína con orines. Más tarde nos encontramos en Lourdres. Estabas en el parque. Las palomas grises hacían maniobras confusas en el aire precario de la tarde y el olor de la lluvia me entró a los pulmones y me intoxicó. Caminamos por la trece y el conjunto de las luces, el conjunto de los rostros y de los olores nos marearon lentamente. Las campanas de Lourdes empezaron a sonar en el tejido del aire. En el aire había latidos. Grandes latidos. Latidos. Latidos de un corazón invisible, herido y borracho que bombea tinieblas sobre la lluvia, sobre la noche. Antes de entrar a cine tomamos un café donde los árabes. Sensación conocida: café cargado, negro, espeso, un cigarrillo. Una conversación banal. Un golpe en el estómago. Mierda. Adrenalina pura. Subordinación. Escalofrío. Un tabaco. Un Marlboro. Otro café. Un beso. Un silencio. Un golpe en la cabeza. Salimos del café, mareados, aturdidos, y el ruido de la ciudad nos abaleó el pecho y las miradas. Me dieron ganas de que te largaras para la mierda, pero dada la casualidad de que íbamos a ver Naked de Mike Leigh y entonces sentí en el corazón cuatrocientos golpes, cuatrocientos golpes de brandy, cuatrocientos golpes de lluvia, cuatrocientos golpes de heroína, cuatrocientos golpes de sangre, de carne, de pólvora, de humo azul, cuatrocientos golpes de tristeza, cuatrocientos golpes de cuatrocientas aves muertas revoloteando en mi pecho. En el cine, la fauna de siempre. Un par de mamertos. Una pareja de viejos embutidos en sus viejos gabanes, el borracho que siempre encontrábamos en los cines alternativos con su botella de coñac y las chicas universitarias con cara de que no se las habían
comido en meses por estar viendo películas para solitarios todas las noches. Salí enamorada de Johnny, el clochard de la película. Yo te dije después que nunca había visto un man que se fumara tanto como ese. Era un man vestido de negro siempre envuelto en una nube de humo, un man como tú y yo, un triste man siempre flotando en las nubes confusas de los días como aviones absurdos, perdidos, a la deriva, un man como tú y yo navegaba en el cielo maligno de los días, esos días llenos de pequeñas lluvias donde se te llenaba la boquita de heroína y saliva negra. Un man bacano, ese Johnny. Entonces llegamos a tu apartamento. Me metiste tres balazos en el corazón. Once de la noche. Me mataste. Después fumamos, tomamos un café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos atravesados por cuatrocientas espadas brillantes antes del café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos llenos de humo, dos cuerpos desnudos atropellados por la alucinación, dos cuerpos desnudos con la sangre llena de perros atroces, dos cuerpos desnudos naufragando en alguna ola de la marea de la noche, dos cuerpos oscuros fulgurando antes de apagarse para siempre el reflejo caliente de la lluvia. A la media noche salimos y nos dirigimos a la estación del metro y allí me dejaste. Baby. Creíste que nunca más me ibas a volver a ver. Pura mierda. Me subiste al vagón y diste media vuelta. Yo me fui bien muerta. Lo último que me acuerdo eres tú fumando y yo sentada en el vagón mientras éste se deslizaba hacia la oscuridad del túnel. Es verdad. Me mataste. Y estoy en el cielo, tal como tú querías. En el cielo. Tal como querían mis padres y tú. Muerta, en el cielo. Ahora he vuelto. Estoy en el balcón. Tú acabas de regresar del cine. Me ves. Te detienes. Te acercas. Me observas en silencio. Fumas un cigarrillo. No has cambiado mucho baby. Abres la ventana. Afuera llueve. Me acaricias la cabeza con suavidad. Me dejo tomar en tus manos y me pones frente a ti. Entonces te clavo el pico en un ojo y la sangre brota lentamente. Mierda. Te saco el otro ojo. Afuera llueve y las luces de la ciudad son peces suicidas que se destrozan en las aguas sucias y turbulentas de la tiniebla. Estás tirado en la mitad del salón y el viento frío de la noche te cubre. Llevas diez minutos muerto. Yo llevo diez minutos convertida en paloma. Redescubierto por Luz Giraldo, la Luz de Cali. KO UN chinés
El camino
De ahora en adelante, esperanza. Me falta el aliento, de ahora en adelante,esperanza. Si no hay camino lo construyo mientras lo hago. De ahora en adelante, historia. Historia no como pasado, sino como todo lo que es. Del futuro, de sus peligros, en mi vida presente, hasta lo desconocido que viene, y la oscuridad que viene. Oscuridad es solo ausencia de luz. De ahora en adelante, esperanza. El camino no existe. Por esto lo construyo mientras lo hago. He aquí el camino. He aquí el camino, y lleva siempre consigo, impecable, numerosos mañanas. POEMA Se morro universo se apaga como se apagam as coisas deste quarto se apago a lâmpada: os sapatos - da - ásia, as camisas e guerras na cadeira, o paletó dos - andes, bilhões de quatrilhões de seres e de sóis morrem comigo. Ou não: o sol voltará a marcar este mesmo ponto do assoalho onde esteve meu pé; deste quarto ouvirás o barulho dos ônibus na rua; uma nova cidade surgirá de dentro desta como a árvore da árvore. Só que ninguém poderá ler no esgarçar destas nuvens a mesma história que eu leio, comovido.
MAU DESPERTAR Saio do sono como de uma batalha
travada em lugar algum Não sei na madrugada se estou ferido se o corpo tenho riscado de hematomas Zonzo lavo na pia os olhos donde ainda escorre uns restos de treva. (agosto 1977)
EVOCAÇÃO DE SILÊNCIOS O silêncio habitava o corredor de entrada de uma meia morada na rua das Hortas o silêncio era frio no chão de ladrilhos e branco de cal nas paredes altas enquanto lá fora o sol escaldava Para além da porta na sala nos quartos o silêncio cheirava àquela família e na cristaleira (onde a luz se excedia) cintilava extremo: quase se partia Mas era macio nas folhas caladas do quintal vazio e negro no poço negro
que tudo sugava: vozes luzes tatalar de asa o que circulava no quintal da casa O mesmo silêncio voava em zoada nas copas nas palmas por sobre telhados até uma caldeira que enferrujava na areia da praia do Jenipapeiro e ali se deitava: uma nesga dágua um susto no chão fragmento talvez de água primeira água brasileira Era também açúcar o silêncio dentro do depósito (na quitanda de tarde) o cheiro queimando sob a tampa no escuro energia solar que vendíamos aos quilos Que rumor era esse ? barulho que de tão oculto só o olfato o escuta ? que silêncio era esse tão gritado de vozes (todas elas) queimadas em fogo alto ? (na usina)
alarido das tardes das manhãs agora em tumulto dentro do açúcar um estampido (um clarão) se se abre a tampa.
Evelio José Rosero Colombia Crónica de un vi aje por Ch il e
En ese viaje por Chile tuve la ocurrencia de tocar la dulzaina. Íbamos tres en el camión, sentados sobre costales. Atardecía. Me oían Antonio y Ramiro, que bebían vino de una cantimplora. Nos conocimos en Cuzco, y decidimos continuar el viaje a la Argentina. En la cabina del camión conducía un hombre viejo, pero recio, en compañía de su mujer y su hijo. Nos detuvimos en un pueblo fantasma, en la mitad de las arenas, para buscar agua. Un corrillo de hombres y mujeres aguardaba. “¿Alguno de ustedes tiene una dulzaina?”, preguntaron. Después de un silencio estupefacto, Antonio les dijo que no con la cabeza. Ramiro, sin embargo, no tuvo inconveniente en señalarme: “Éste lleva una dulzaina”. Habló uno de los hombres. “Mire, compadre -explicó-, mi hija se muere, y se le ha ocurrido que quiere escuchar una dulzaina mientras muere. Le hemos cantado con guitarras, y ella es terca, ha dicho que quiere morir oyendo sonar una dulzaina. Aquí no tenemos dulzainas. Muchos compadres no saben qué bendita cosa es una dulzaina. Si usted quiere acompañarnos… usted toca la dulzaina, y ella escucha, y se muere, y usted sigue su viaje”. Yo lo escuchaba atónito. Apenas pude entender de qué se trataba. Fuimos a casa de la agonizante. En vano intenté buscar una canción en la memoria. ¿Qué tocaría? Entramos por fin a una casa fría, vacía de muebles. Fue como si de pronto anocheciera. Y vi a la hija. Una muchacha. La descubrí acostada entre luces de cirios, olor de leña quemada, como si ya estuviera muerta. Pero sus ojos alumbraban, grandes, claros, místicos. Era la muchacha más bella de la vida, en mi camino, muriéndose. Era una gran sombra amarilla. Me resquebrajé por ella, cuando lloró. En mi mano la dulzaina tembló. Sus labios parecieron alentarme con una ancha sonrisa. Yo dudaba en soplar la dulzaina. Yo dudaba. ¿Qué canción? Comprendí de pronto que para tocar una dulzaina hace falta aspirar, y expirar . “Un día soñé con usted”, me dijo la muerta. Sí, la muerta, con voz de muerta. Alguien me ofreció una copa de aguardiente. Bebí con sed, y después el aguardiente mojó la
dulzaina. Elegí, entre aquella perdida pampa chilena, y sin saber por qué, una canción de los Beatles. Y sonó bien, porque ella sonrió, agradecida. Amante complacida. Sus ojos seguían absortos, contemplándome. No podía mirarla, de modo que cerré mis ojos, y seguí tocando, hasta que alguien puso una mano en mi hombro. Entonces vi que ella había cerrado los ojos. Me dijeron que ya no era necesario que tocara, la muerta había muerto, y sólo ella quería oír una dulzaina. Sólo ella. Miedo
Una vez llamó a su casa, por teléfono, y se contestó él mismo. No pudo creerlo, y colgó. Volvió a intentarlo y nuevamente volvió a escuchar su propia voz, respondiendo. Entonces tuvo el coraje de preguntar por él mismo y su propia voz le dijo que no siguiera insistiendo porque él mismo nunca más iba a volver. “Con quién hablo”, preguntó, por fin, y escuchó, anonadado, lo que nunca debió oír. ¿Qué escuchó? Nadie lo sabe, pero debió ser algo terrible porque él no pudo controlar la carcajada creciente, asfixiándolo. Al día siguiente los periódicos no registraron la noticia, cosa lamentable si se tiene en cuenta que todo periodismo de verdad consiste en ir más allá de lo aparente, hasta la verdad total, y más si el hecho tiene que ver acaso con un problema de orden metafísico en la compañía de teléfonos. Usted mismo podría indagar la realidad de este suceso, exponiéndose -eso sí, por su propio riesgo- a que todos los teléfonos se confabulen una tarde contra usted y lo silencien, definitivamente. L a casa
He aquí una casa loca, cuyas escaleras no conducen a nada. Uno abre la puerta y cree entrar y en realidad ha salido. Pero cuando uno cree salir sucede lo contrario: uno ha entrado. Y la mayoría de las veces uno no se explica a dónde ha llegado, o qué ha sido del cuerpo de uno en esta casa. Las ventanas tienen la peculiaridad de no mirar hacia afuera sino hacia adentro. Todos los muebles cuelgan a medio metro del techo principal. De manera que para llegar a ellos es necesaria la imposibilidad de volar, o un salto largo y elástico que le permita a uno aferrarse de una silla, por ejemplo, y luego escalarla y sentarse en ella, como en un peligroso columpio. Y lo peor ocurre cuando cada uno de los movimientos oscilantes de los muebles tiende a vencer el equilibrio de los ocupantes, de manera que muchos se han despedazado intentando resistir más de una hora sentados en el mismo sitio. Todos los muebles confabulan sus movimientos para desbaratar a sus ocupantes, y ya se sabe que los muebles flotantes procuran sobre todo que los cuerpos sean derrotados de cabeza; nadie ha podido saltar incólume. Siempre, en la caída, hay otro mueble oscilante que se las arregla para que el cuerpo en condena se estrelle de cabeza contra el suelo. A pesar de estas aparentes incomodidades, se escuchan, en la casa, cuando cae la noche, muchas voces y risas, y chocar de copas (y muebles). Nadie ve llegar a los invitados, y tampoco salir, y eso se debe seguramente a la otra originalidad de la puerta, que da la sensación de permitir entrar y salir al mismo tiempo, sin que verdaderamente se haya salido o entrado. Nadie sabe, además, quién es el dueño o quiénes habitan la casa permanentemente. Alguien nos cuenta que vive una pareja de
niños. Otros aseguran que no son niños, sino enanos: de lo contrario no se justificarían las fiestas de siempre, escandalizadas por las exclamaciones más obscenas que sea posible imaginar. Hay quienes afirman que nadie vive en la casa, y que en caso contrario no serían niños y tampoco enanos sus habitantes, sino dos jorobadas dementes. Ni unos ni otros dicen la verdad. No han acabado de entender que todos son en realidad mis habitantes, que están dentro de mí como también yo estoy dentro de ellos, que yo soy algo vivo, y que a pesar de todas las vueltas que puedan dar por el mundo quizá nunca les sea posible abandonar mi tiranía para siempre, porque también yo estoy dentro de mí.
Álvaro Cepeda Samudio “Vamos a matar a los gaticos —dijo Doris—, vamos a matarlos. Yo sé cómo se hace, vamos a matarlos”. “No, todavía no”. “Pero tú dijiste que los íbamos a matar apenas nacieran — dijo Martha—. Tú dijiste que teníamos que matarlos para evitar que los regalaran”. “¿Cuántos son? —preguntó Doris”. “No sé: parece que hay cinco”. “¿Dónde están?” —preguntó Doris. “En el último cuarto. Los pusieron en la caja donde dormía Teddy”. “¿Son bonitos?” —preguntó Doris. “Yo no sé, yo no los he visto todavía. Pero sé que ya nacieron porque esta mañana lo estaban diciendo en la cocina”. “Vamos a verlos” —dijo Martha. “No, ahora no: después. Vamos a subirnos al techo”. “Vamos —dijo Doris— y jugamos a Tarzán, ¿quieres? Bueno. Voy a buscar las cosas”. “Yo no juego —dijo Martha”. “¿Por qué no quieres jugar?” “No puedo —dijo Martha—, yo no puedo subirme al techo”. “¿Por qué no puedes subirte?” “Tú sabes” —dijo Martha. “Ella tiene miedo —dijo Doris—, vamos tú y yo”. “Yo no tengo miedo —dijo Martha—, es que me da pena”. “Vamos Doris, ella nos espera aquí”. “Miedosa” —dijo Doris. “Yo no soy miedosa —dijo Martha—, es que me da pena”. “¿Por qué te da pena?” —preguntó Doris. “Déjala ya, Doris”. “Yo no tengo pantalones” dijo Martha. “Ahora se lo voy a decir a mamá —dijo Doris—, ayer también viniste sin pantalones. Yo te vi”.
“Tú sabías que no tenía pantalones. Tú me dijiste. Y ahora quieres jugar a Tarzán” — dijo Martha. “Cuando volvamos a la casa le voy a decir a mamá que tú le dices a Martha que no se ponga pantalones” —dijo Doris. “Vamos a matar a los gaticos”. “Vamos” —dijo Doris. “Si se lo dices no los matamos” —dijo Martha. “¿Se lo vas a decir, Doris?” “No —dijo Doris. Vamos a matar a los gaticos. Entren”. “¿Para qué cierras las ventanas? —preguntó Doris. “Para que ella no se salga. Tráeme esa tabla, Martha”. “Tenemos que sacarla de la caja porque de pronto se pone rabiosa y nos muerde” — dijo Doris. “No, ella no muerde. Sostén la tapa mientras yo los saco”. “¿Cuántos hay? —preguntó Doris. “Cuatro nada más”. “Abre la ventana, yo no los veo bien. ¿Son bonitos?” — dijo Martha. “Sí, son bonitos. Hay dos negros y dos grises”. “Yo quiero llevarme uno negro” —dijo Doris. “No, hay que matarlos a todos. No te vas a llevar a ninguno. Yo dije que los iba a matar a todos. Mira, así: apriétalos por el cuello así, ¿ves? Apriétalos bien fuerte por un momento. Es fácil”. “¿Ves? Este ya está muerto. Mata tú este otro”. “Mata este tú, Martha, yo mato mejor el gris” — dijo Doris. “No, yo me voy, yo no quiero matar ninguno” — dijo Martha. “No tengas miedo, no te van a morder. ¿No ves que ni siquiera tiene dientes?” “No, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha. “Suelta ese ya, Doris, ya está muerto. Mata este otro”. “No los maten, no los maten” —gritó Martha. “Cállate, cállate, cállate. Sostén la tapa, Doris”. “¿Qué vas a hacer?” —preguntó Doris. “A ponerlos otra vez dentro de la caja”. “Por qué no los enterramos en el patio y les hacemos procesión — dijo Doris—. ¿Quieres que traiga tres cajitas de cartón?”. “Yo tengo en la casa un montón de cajitas” “No, vamos a ponerlos en la caja otra vez. Falta uno. ¿No has podido matarlo todavía, Doris?”. “Yo no quiero matar al negrito” —dijo Doris. “Dámelo acá. Apura, Doris, dámelo”. “Dáselo, Doris” —dijo Martha. “Salgan. Cierra la puerta, Martha”. “Vamos a subirnos al techo, dijo Doris”. “No, hace mucho calor”. “Pero yo quiero unas guindas. Tengo hambre” —dijo Doris. “En la nevera hay galletas. Ve y tráelas”.
“¿Por qué lloras? —preguntó Martha. “Yo no estoy llorando”. “Sí estás llorando” —dijo Martha. “No me molestes”. “Tú no querias matar los gaticos” —dijo Martha. “Sí quería”. “No tengas miedo. Doris no le dice nada a Mamá” — dijo Martha. “Yo no tengo miedo” “¿Entonces por qué estás llorando?” —dijo Martha. “Por nada, por nada, por nada”.
Tal vez porque de niño me faltó todo, y en la casa de vecindad donde viví no había siquiera un trozo de madera con qué fabricar un juguete, fue por lo que adquirí la costumbre de aferrarme a los pocos objetos que durante esos años caían por casualidad en mis manos. El osito de cristal morado que encontré
una vez en una calle alegre y al que le faltaba la cabeza, ha vuelto a mi memoria muchas veces en estos días. El osito era parte de mi vida y cuando mi padre lo pisó, recuerdo perfectamente ese momento pues todavía al pensar en el osito morado siento apretárseme la garganta, esperé por muchas veces a que llegara borracho y cuando eso ocurrió lo empujé con toda mi venganza desde lo alto de la escalera. Las personas no me impresionan tanto como los objetos y aunque he intentado muchas veces querer de veras a una mujer no lo he conseguido. En cambio las cosas me atraen, me seducen, con sus líneas iguales y esa sensación de seguridad, de inmutabilidad que emana de ellas. Yo soy un
hombre normal y comprendo que esta costumbre mía de enamorarme de las cosas es malsana. Y he luchado para dominarme. Pero las cosas son m ás fuertes que las personas, no se dispersan como las personas y en su unidad son m ás fuertes que nosotros. Recuerdo perfectamente cómo empezó lo del piano blanco y cómo traté de no verlo más, de apartarme de él. Pero todo conspiró contra mí. Fue como si el piano blanco hubiera buscado todos los medios para seducirme; exactamente como lo hubiera hecho una mujerzuela. Yo siempre deseé un piano blanco. Desde cuando aprendí a tocar. Durante las larguísimas horas de práctica cuando las yemas de los dedos se me adormecían y la música igual, igual, igual, de tanto repetirla se m e desvanecía en los oídos y quedaba yo solo, con el piano, las teclas empujaban suavemente mis dedos adoloridos compadeciéndose de su martirio. Desde entonces se formó en mí ese desmedido amor por los pianos. Hasta el punto de que los demás objetos, los que antes me llamaban la atención, dejaron poco a poco de impresionarme y sólo los pianos, con sus lí neas esbeltas y puras y la suavidad infinita de sus teclados ocuparon mi vida. Deseaba ardientemente poseer un piano, pero al mismo tiempo tenía un miedo terrible de enamorarme demasiado del que yo escogiera, de compenetrarme tanto con él hasta que llegara un
momento en que me fuera imposible tocar en otro. Tenía miedo de que mi amor por los pianos se materializara en un piano, en un único piano. Muchas veces me ha sucedido que durante un concierto llego a amar con tal fuerza al piano en el que estoy tocando que tienen que separarme a la fuerza de él, bajan el telón y me sacan casi a rastras del escenario mientras el público, que nada comprende, y que ha visto complacido prolongarse el concierto por tres o cuatro horas, protesta. Yo nunca miro el piano antes del concierto, ni siquiera voy al teatro, y así cuando entro al escenario y lo veo en el centro, solo con su ala de cuervo lanzada al aire, con sus patas delgadas y correctas y el interm inable camino al teclado, no puedo reprimir el formidable deseo de correr hacia él y acariciarlo con mis dedos. Y es que mientras me he estado vistiendo en el camerino, alargando lo más posible el encuentro, lo he imaginado de mil maneras, lo he forjado en mi mente, lo he presentido tal y exactamente como lo veo después. Antes, antes de ahora, se daba el caso de que mis conciertos en un mismo teatro se prolongaran por meses. Esto sucedía cuando descubría en el piano de ese teatro un detalle mínimo, y se establecía y yo ese amor que nace de compartir un secreto. Pero esto era antes de ahora, pues ella, que lo descubrió, que descubrió lo que nadie había descubierto y que lo atribuía a genialidades de mi talento de artista, dispuso que yo no diera m ás de un concierto en el mismo teatro y con el mismo piano. Y sin embargo, a ella la conocí por el piano blanco. Y si no hubiera sido por él nunca me hubiera mudado a su casa. No debí hacerlo. Ahora me arrepiento. ¡Pero el piano blanco me atraía con tanta fuerza! Cuando entré por primera vez a esta casa y lo vi en su rincón, abandonado como un gran animal blanco y triste, comprendí que debía alejarme enseguida de aquel lugar, que no debía volver más a esa casa: ese era el piano por el que yo no había querido entregarme a ningún otro, el piano presentido y deseado en todos los pianos que yo había tocado en mis conciertos. Pero ella me obligó a venir, me invitaba diariamente y me hacía pasar largas horas en la salit a del piano blanco, con él a mis espaldas y ella a mi frente. Yo sabía que llegaría el día cuando no podría resistir más esta situación y me hice el propósito deliberado de prestar la menor atención posible al piano blanco. Y me negué infinidad de veces a tocarlo. Prefería el otro, el viejo y feo piano del salón. Pero cuando podía escaparme de las gentes que me rodeaban y que me pedían durante las fiestas que ella organizaba para mí, que tocara, cuando los complacía me escabullía a la salita del piano blanco y allí lo miraba en la oscuridad, con su blancura grisosa, y le pedía perdón por haber prostituido mis deseos con el piano feo y viejo del salón mientras él permanecía allí en su rincón, puro y blanco y en silencio. Ahora pienso si todo fue planeado fríamente por ella: Si no fue ella quien arregló todos los detalles como una vieja alcahueta para que me enamorara del piano blanco. Es verdad que ella nunca me pidió que lo tocara y que no había en la casa otra sala más agradable que ésta donde me recibía siempre. Y si es verdad también que ella nunca lo mencionó, ni me dijo su historia, ni alabó la blancura de sus maderas. Nunca habló del piano blanco. Y es precisamente este silencio el que me hace pensar que todo esto fue calculado y premeditado. Sucedió así: yo había venido esa tarde como de costumbre, pero ella había salido. Cuando Emma me dejó solo en la salita y vi asombrado que el piano blanco estaba abierto, ofreciéndoseme con su teclado virginal anhelante, no pude contenerme y me senté a tocar. No sé cuánto tiempo transcurrió. Ella debió llegar mientras yo tocaba. Pero cuando Emma vino a
avisarme que la señora me esperaba arriba, la noche había invadido la salita y el piano blanco parecía un fantasma en su rincón: sonando y sonando con las últimas resonancias de mis dedos. Ella no dijo una palabra. Yo había cerrado el piano con las llavecitas que encontré sobre el banquito y las guardé. Yo era el único dueño del piano blanco, o él mi único dueño, no podía decirlo. Ella se dio cuenta, tuvo que darse cuenta porque a los tres días cancelé todos mis conciertos y me vine a vivir con ellas. Ahora comprendo que lo había descubierto hacía mucho tiempo y que lo planeó todo para que sucediera como sucedió. Cuando comenzó a insistir en que la dejara en casa durante mis giras cortas, la cosa me inquietó más. Pero estaba determinado a no hacerlo, pues presentía sus intenciones. Al principio fue como una sensación muy vaga de temor, pero a medida que fui acumulando detalles y comprendí lo que ella buscaba la temí y la odié al mismo tiempo. Me privaba a mí mismo del infinito placer de tocar el piano blanco para que ella no lo viera, para que no lo oyera porque ya estaba seguro de que ella lo odiaba con la misma fuerza con que yo lo amaba. Yo no quería dejarla en la casa. El concierto que tenía que dar anoche iba a ser el comienzo de una larga gira y el médico insistió en que el ajetreo de los viajes le daría daño por su estado. Sabía lo que iba a suceder, por eso volví hoy. Por eso no pude tocar anoche. Esta salita es como un túnel oscuro y silencioso. Sin el piano blanco y con ese hueco negro y ese
vientre tan grande que yo no había notado antes: esta salita parece un túnel”. * Cuento de Álvaro Cepeda Samudio, tomado de su l ibro “Todos estábamos a la espera” (1954), El Áncora Editores.1993. Gabriel García Márquez Primero que todo, perdóneme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de 200 amigos como ahora. Afortunadamente, lo que m e sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como esta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir. A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad —dijo— es que no hay jóvenes que escriban.
A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con “ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo parecido. Esta vez sí que me enfermé y me dije: ¡En qué lío me he metido!” ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?” Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir. Y esto me permite decirles una co sa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho. La idea que le da vueltas Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuando, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de 14. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Ellos se ríen de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pago un peso y le pregunta: ¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla? Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola
sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: “véndame una libra de carne” y, en el momento en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo —dice uno— nunca a esta hora ha hecho tanto calor”, “sí, pero no ta nto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un parajito y se corre la voz: “hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. “Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por ir se y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el memento en que dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”. Discurso pronunciado por Gabriel García Márquez en una de sus visitas a Venezuela y más tarde divulgado en El Espectador, en el que el futuro Premio Nobel expuso las razones que lo llevaron a convertirse en un escritor de oficio. Publicado originalmente el 3 de mayo de 1970, discurso en Caracas, Magazín Dominical. Tomado de: El Espectador.com
Primer cuento de Umberto Valverde LOS INSEPARABLES El silencio se hizo entonces desafiante, sintió una luz rabiosa golpeando su rostro y escuchó una sugerencia de música. Te quedó paga, Eduardo. El taco deberá encontrar el centro de la bola blanca y ésta a su vez deberá lanzarse sobre la bola que tiene el número 15 y, al pegarle, tomará un ángulo de cuarenta y cinco grados
para penetrar en el hoyo del lado derecho. No te pongás nervioso. El billar pool rodeado de muchachos, la incesante luz sobre sus ojos sudorosos, sus miradas detenidas en la posición de las bolas. Si la coge gruesa la bota. Permanecían así, en silencio, sofocando la atmósfera asxfixiante. Más allá, un borracho desfigura su rostro ante el acecho de la luz artificial sobre sus ojos irritados, absorbiendo el sexo de la copera que a su lado, estática, deja que la mano rugosa y frenética acaricie sus muslos, mientras la otra mano sirve la cerveza, amarillenta y espumosa, que él toma a grandes sorbos. Por momentos se rompía el silencio, pues el conjunto hacía sonar sus canciones, un poco ya gastadas. La muchacha, casi niña, tocaba la timba, golpeaba el cuero con su mano desnuda, mientras el cantante negro metía su voz por el micrófono y la guitarra eléctrica rasgueaba el equilibrio de la noche. Está mareado. Se desliza el sudor por la piel de Eduardo, sus ojos bordean las bolas, imagina el golpe, lo siente, coloca el taco entre sus dedos y se propone romper el silencio de su tensión. ¿Cuánto apuestan? Infatigable, el conjunto se repetía, y era un niño llamando la atención, tocaba las maracas y bailaban con él, entre él, a su alrededor, y los transeúntes, sin hacer nada, miraban. El aire irrumpía en el bar, sonaba junto con la música y levantaba un hálito oloroso a licor. ¡Cuarenta pesos!. Eduardo también se repetía, calculaba el golpe certero y desistía, a veces miraba el rostro fatigado del rival, un muchacho imberbe, sudoroso, y todos los rostros que rodeaban la mesa nerviosamente húmedos. Ernesto, con un cigarrillo entre los labios, y los billetes de la apuesta en su bolsillo, y la timba sonaba, la muchacha niña golpeándola, y con sus torneadas piernas haciendo un pase de baile y el bullicio creció en el momento en que Eduardo le pegó con el taco a la bola blanca. ….Va la madre si no la meto, en el ladito le debo pegar y se irá al hoyo, siempre lo
he hecho, imposible que me vaya a fallar, por qué habrá mirla, me ponen nervioso, los muchachos tienen las esperanzas cifradas en mí, les tengo que ganar a este mariquita, con la bronca que le tengo, es un fantoche, se las tira de lindo y as, me choca que todos me miren, si no la meto perderé, porque quedará paga y no debo perder, necesitamos esa plata, yo no sé por qué apostamos tanto, pero Alfredo me forzó, estaba seguro que le ganaría lejos y me salió gallo, ese maldito ruido a toda hora, conjunto de pueblo, pero la pelada está muy buena, tiene unas patotas, nunca he perdido un chico así, es imposible, l isto, le voy a dar….. –¡Ganaste Eduardo! –Cómo la iba a botar, si siempre la hago. –Jugale el otro chico. –Ahora no, después. –Creí que no ibas a ganar. –Vamos a tomar gaseosa. –¿Qué hay de Elena, Alfredo? –Cultivándola, ya la invité a cine para el domingo. –Cuatro Cocacolas. –Cómo está de querida mamacita, así si le dejo propina. –El tonto ése se reía cuando ibas a tacar.
–De pronto le doy sus golpes también. –Quihubo de aquello, ¿lo vamos a hacer sí o no? –Claro, pero hay que prepararlo. –De pronto nos cogen. –¡Qué va! –¿Te viste con Lucía, Eduardo? –Sí, la lleve a la carrilera, le hice males. –Y tú Oscar, ¿no tienes novia por ahora? –Me cuadré a Yolanda, aunque tú no dejas ninguna, Alfredo. –Lo que me choca de la lluvia son los barriales que se forman.
Como la primera vez, los vieron o los vimos atravesar la noche y, por supuesto, la lluvia que se acumulaba en sucios pantanos, anegando la calle entera. Ellos, derrotando un fingido silencio al pasar frente a nosotros alborotaban sus voces y sus gestos para que tomaran cierta resonancia. Luego, fueron o fuimos encontrando sus nombres en las voces callejeras y, más tarde, identificándolos con una sola palabra. Ernesto exhibiendo siempre su rostro agresivo ante la poca o ninguna luz de los faroles, y, a su lado, Eduardo gastando sus palabras contra la noche, Alfredo deslizando su risa sobre los rostros de las muchachas que salían al verlos pasar, y también Oscar, en actitudes de expresiones confusas, así, como tantas veces, ocupaban la acera y los niños calentaban la noche con sus gritos y sus carreras al temer la cercanía, y fue la noche o fueron las noches en que ellos exhaustos–tal vez de cansancio o aburrimiento–en la esquina tomaron las palabras y las manos de muchachas alegres. Han olvidado cómo se conocieron. Cómo llegaron a ser tan buenos amigos, casi como hermanos. Fue Ernesto quien primero le pegó a Oscar y le puso el ojo picho, con una gran hinchazón, porque era el mejor del curso, el sabelotodo y luego, al saber Ernesto que Oscar no lo había chivateado ante el director, le pidió excusas y se hicieron grandes amigos. Luego, ambos se enamoraron de la muchacha de trenzas rubias, que merodeaba las tardes, cuando ya el crepúsculo caía en su vestido blanco; y fue en el verano aquel cuando conocieron a Alfredo, porque Alfredo se la cuadró, y siempre ha sido el tumbador de peladas; después cogieron el vicio del billar, pero una tarde, de la cual quizá tengan un sonoro recuerdo, apostaron sus ahorros de una semana y fue Eduardo quien los liquidó en un abrir y cerrar de ojos. Ernesto le iba a buscar bronca, sin embargo Eduardo los compensó gastándoles Cocacolas; asi fue como lograron unir sus amistades, confesarse entre sí y engendrar ideas que sería indiferente determinarlas. Todas las noches, mientras los cuadernos reposaban en la soledad, se iban a vacilar, a tocar las jóvenes queridas, y así fueron aprendiendo el olor de las calles de su barrio. Han olvidado los buenos partidos que jugaban en la calle, apostando caramelos, cuando todos sabían que los mejores de la cuadra eran ellos, porque siempre jugaban juntos y siempre ganaban. Fueron creciendo. Crecieron gozosos
sin advertir que barrio era feo y sucio. Para ellos, toda su vida se limitaba a matar el tiempo en las esquinas, ociosamente o en juegos inútiles que ahora parecen no recordar. Los atardeceres se hicieron menos agitados y los deseos más ocultos. Tal vez, por eso, Oscar gestó la ida donde una prostituta, porque él imaginaba las cosas más extrañas y prohibidas. Entonces reunieron plata y le dieron a Eduardo para que apostara al billar; la noche de un viernes jugó el chico y ganó y se fueron para ―la zona‖. Le propusieron pagarle veinte pesos por los cuatro a una mujerzuela entrada
en años, ella los aceptó y fue Oscar quien primero se desvirgó y luego Eduardo, siendo Alfredo el último. Desde ese día Oscar lanzaba las buenas ideas, porque a pesar de ser bastante vago, siempre fue un buen estudiante.
Han olvidado cómo se iban a las canchas de la calle 26 para concursar al que primero echara el semen. Como Alfredo gastaba con ellos la plata que sustraía de la tienda de sus padres, entonces, cuando no iban a la tan afamada y destruida ―zona‖, visitaban fuentes de soda, o invitaban peladas al cine.
Alguien, por molestar, lanzó al barr io su nombre de guerra: ―Los inseparables‖. Para luego ser pronunciado con rabia o con deseo. Una tarde después de jugar un partido de fútbol en las canchas de la 26, cuando ya no era tarde sino anochecer y mientras pateaban la noche incipiente para hacer el gol de la victoria, vieron como los muchachos, corpulentos, desnudaban a un muchachito de crespos rubios que todos llamaban ―Tarzán‖. Mientras la luna colmaba la ciudad, ―Tarzán‖ soportó por seis veces los furiosos y p erentorios
deseos de jóvenes insatisfechos.
Han olvidado las palabras de un sábado ferviente, cuando llamaron a Alfredo y tuvieron que imponerle que respetara a las muchachas que ellos enamoraban; así fue como cada uno tuvo su novia bonita. La cercanía de la noche me asustaba, la voz de Ernesto y a veces la de Eduardo no cesaban de golpearnos. Todo lo habíamos preparado de antemano, inventábamos de una vez lo que iba a ocurrir a nuestra manera, el humo de los cigarrillos nos ahogaba, pero lo inevitable era eso, la noche nos habitaba. Alfredo me preguntó la hora y tuve que mostrarle el reloj, porque no me sentía capaz de hablar, no articulaba palabra. ―Vamos2, era Ernesto. Y luego, ―ese idiota nos la pagará hoy y su pinchada novia‖. Me atreví a pedir cigarrillos, era lo único que me calmab a.
Eduardo sacó los suyos del bolsillo y colocó uno entre sus labios, después hizo circular la cajetilla. Miré sus gestos, sólo yo temblaba. Sin darme cuenta, estábamos caminando, pasamos la carrilera y vi las canchas y también el canto de las chicharras, y al mirar el cielo presumí que pronto llovería porque la luna estaba cubierta. Por estar pensando en pendejadas tropecé con un guijarro, resbaló y descendió varios metros, sentí sus miradas sobre mi rostro y agaché la cabeza, no tenía palabras, las había reemplazado por los gestos y las hondas aspiraciones, sudaba frío. ―Demorarán mucho?‖ No aguanté y tuve qu e hacer sonar algunas palabras. ―Miren‖. A lo lejos vimos cómo dos figuras irrumpían en la oscuridad y se
acercaban recorriendo el trayecto de todas las noches, según lo pronosticado por Eduardo. Ernesto nos hizo señas y nos indicó los sitios para escondernos, él se adelantó un poco y unimos nuestros pechos a la tierra, palpitaba incesantemente. Apagamos las colillas que sin darnos cuenta quemaban las yemas de los dedos, se acercaban y escuchamos en boca de Alfredo los últimos sonidos. Callamos y pensé en decirles que no lo hiciéramos. Eduardo imaginó mi situación y muy al oído me susurró: ―tranquilo, mano, tranquilo‖. Las chicharras me ponían los pelos de punta; paso a paso, los cuerpos tomaban dimensión, a veces se detenían para besarse y rozarse los muslos. Cada segundo me estrechaba y crecía mi temor. Ví como
Ernesto puso una piedra en su mano, su cuerpo estaba relajado, alerta. De pronto se me venían las palabras de Alfredo y también las de Ernesto y las de Eduardo y suponía que también las mías: no nos puede fallar, todo saldrá de maravilla, la policía nunca permanece allí, le da miedo, la muchacha es toda una hembra, está muy buena, y el pendejo ese es un fantoche, hoy nos la pagará, y pensé,, nos la pagará de qué, que se creía más que nosotros y tenía de novia una hembrita deseada por nosotros, sólo era eso; estaba en esas, cuando ví saltar a Ernesto sobre el muchacho y golpearlo fuertemente hasta derribarlo. La luna súbitamente rompió la oscuridad y apareció para iluminar nuestros rostros sudorosos. Alfredo atrapó a la pelada que se había quedado quietecita de miedo. ―Vamos linda, no te asustes‖. Ni siquiera alcanzó a gritar. El golpe de Ernesto ha bía sido eficaz, lo había hecho perder el conocimiento, tendido en la hierba parecía mirar la luna. Me tocaba caminar muy sigilosamente y comprobar que nadie nos espiaba, así lo hice y regresé. La noche se aclaraba por ratos, la pelada nos miraba con terror, no brillaba ni una estrella, todo parecía triste y desolado. Oímos algo, y nos pusimos cabreros. Ernesto sacó su perica, Alfredo la guaya, los pitos de los autos nos llegaban desde lejos, no era nada. ―?¿Qué me van a hacer? En la carrera tengo algo, cójanlo, pero no me hagan daño‖. Aún recuerdo su voz suplicante, su
rostro descompuesto, su rostro sobre mi rostro, y yo, incapaz de defenderla, quedando como un cobarde. Ernesto le arrancó la blusa, el brassiere y sus senos impetuosos salieron a la noche y fueron tomados por manos que ahora no podría precisar. Ella luchaba, la apresamos por sus miembros y mis manos tuvieron que desnudarla. Ante mis ojos ávidos rasgando la penumbra quedó su cuerpo blanco
jadeante de dolor. Y otra vez su voz, ―no me hagan eso, se los ruego, no‖. Eduardo
acompañó un cállate con una palmada, intenté detenerla, pero era tarde. Alcancé a decir, no le pegues.
Ella se resistió. Intentó liberarse. Se oyeron sus lamentos mientras la noche se apretaba. La luna se ocultó definitivamente. Se escucharon las respiraciones afanosas de ellos. Mientras Ernesto la ha violado, los otros han acariciado su cuerpo lleno de penumbra. La besaron bestialmente. Mordiendo sus labios. De su cuerpo nació un calor silente. Las voces cortadas en gemidos plenos de emoción. Alfredo ha caído de segundo. Ella ha llorado. Ha intentado gritar pero otros labios bestiales han tomado los suyos. Oscar ha sido el último. Intentó negarse. Desfalleciente soportará boca abajo el peso de los jóvenes erguidos en deseo. ―… No debimos hacer eso, nos pueden coger por tirárnoslas de berracos y mañana
con examen de química, no he estudiado nada, uff, mejor me hubiera quedado estudiando, pobrecita, era virgen, me dio pesar, y ese tonto ni siquiera recobró el conocimiento, cómo pega de duro Ernesto, debemos dejarla pero Alfredo también quiere por detrás, es demasiado cruel, no tiene sentimientos, ahh si nos cogieran, si mamá se diera cuenta, qué escándalo, qué haríamos, ohh, mejor será irnos, se los diré…‖.
Corrieron a gatas y se deslizaron rápidamente. Salieron al pasonivel y encendieron cigarrillos, sin una palabra. Las luces mostraron sus rostros descompuestos por el cansancio y el temor. Un poco más tarde, les nació una risita nerviosa hasta convertise en una carcajada. Tomaron diferentes direcciones, mientras el muchacho deberá estar recobrando elsentido y llorará al descubrir a su novia en tal situación y marcharán juntos sollozando durante el trayecto. No se mirarán y se avergozarán mutuamente. La noche huirá entre la hierba mojada con la sangre de ella. Al otro día, los muchachos vendrán a jugar y comentarán que hubo violación. –Miren…! –Anoche hicieron vacamuerta.
–¿Quiénes serían?
La noticia la comentamos por todo el barrio hasta olvidarla, siempre ocurre lo mismo y no se descubre nada. Pero supuse o supusimos que ―Los inseparables‖ algo tenían que ver en el asunto. Ellos al pasar nos insultan con su presencia y se jactan de lo que hacen. Aún se encuentran todos los días en la misma esquina. Derrotan la distancia hasta el bar y poco a poco engendran un deseo sonoro por la muchacha niña que golpea la timba. Las miradas de los transeúntes corrieron tras el horizonte rosado. Las luces llegaron con el anochecer y regaron el pavimento, el polvo se tomó gris. Los cuatro aparecen y caminan hacia el bar. Las muchachas, al sentirlos, se vuelven para mirarlos. Escogen tacos y la bola roja pegará sobre el lado izquierdo de una blanca y tomará tres bandas antes de llegar a la otra. Uni niño mirando la jugada arrimado a la mesa verá sobre sus ojos, contra sus ojos, bolas gigantescas acercándose. Ampliándose. Se quitará. –Estás mareado, Alfredo. Te acabaré de una vez. –Dejen jugar y no canten victoria. –El pelado se asustó.
Sus voces atestaron el lugar mientras Alfredo hacía una serie de veinte para ganarle a Eduardo; un grupo de muchachos se reunió para hablar de ellos… –¿Quiénes son? –―Los inseparables‖. –¿No ves que nunca se separan? A todas horas los ves juntos.
Fue Oscar quien pensó lo de la voladora. Pero luego agregó, pobre viejo. La luz estaba contra nuestros ojos y los rayos de la luna traspasaban la noche y estallaban en nuestros rostros los acordes de los cláxones. ―La vi da hay que gozarla‖, dijo Ernesto. El verano estaba en su plenitud y en la ciudad no llovía, y el
polvo reseco nadaba en la atmósfera y se pegaba a nuestras gargantas, la sed
crecía, y en esa noche no teníamos ni un centavo. ―?Entonces, qué esperamos?‖,
nos enfrentó Eduardo. No tuvimos más remedio que sentarnos en aquella fuente de soda y pedir, pedir como si nuestros bolsillos estuvieran llenos, como si tuviéramos un carón de veinte bolos y nos reíamos al ver al dueño tras la refrigeradora mirando el cuerpo apretadito y legal de la mesera sirviendo los frescos, los pasteles de carne, los pandebonos, para luego cobrarnos. Oscar miraba de un lado para el otro y tuve que susurrarle: ―Tranquilo, pelado, tranquilo‖. Medimos disimuladamente con nuestras miradas las distancias,
vigilábamos el paso de las radiopatrullas y cuando el viejo se puso cabrero, Ernesto le pidió una cajetilla de Lucky y en el momento de girar, salimos despavoridos notando la vida de la calle, la voz vieja y ronca maldiciéndonos; fuimos a la calle 21 que siempre permanece sola y oscura, reímos hasta el cansancio, trasmutamos de calles recogiendo palabras, fragmentos de conversaciones, hasta regresar a nuestra calle sin pavimento. La brisa se confundía con la noche para traernos el bullicio de la cuadra y los
murmullos agazapados de cuerpos en penumbra. Parados en la esquina apreté mis labios y mastiqué con fuerza y furia el chicle que rondaba mi paladar para no dar salida a las palabras deseadas. –Mañana beberemos. –Hasta se me hace que los viejos no tuvieron juventud, joden mucho, llenos de
misterios, que esto está bien, que esto no, que se vayan al carajo. –A mí sí no me joden, yo hago lo que me da la gana. –¿Qué habrá sido de la muchacha, habrá tenido hijo?
–Si lo ha tenido es nuestro hijo, el hijo perfecto: ¡enamorado, fuerte, billarista,
inteligente, una barraquera!
–No se burlen, para qué acordarnos, qué nos importa. –¿No es cierto muchachos que ya no somos los de antes? No sé, pero me parece
que no somos ni la sombra de lo que fuimos.
El pito desgarrador de la fábrica ha roto el silencio incipiente de la noche. Cambio de turno. Los obreros pasaron con sus fiambres por la calle desolada. Una moto pasará trepidando y apagará los adioses acariciados por un aire frío. Eduardo entrará a su casa, pero antes verá a Oscar parado en la puerta y alzará su brazo para completar el adiós. Oscar lo imitó. La luna salió entre las nubes y brilla sobre el polvo de la calle. Un perro habrá aparecido y se detendrá en la mitad de ésta. Oscar lo mira. En la calle desolada medio iluminada, cortada por grandes espacios de penumbra, dos figuras se distinguen: el perro rebuscando entre las basuras un hueso pelado y Oscar usando y cambiando una nueva actitud. Y su mirada baja poseyendo la flaca silueta del perro y el claroscuro de la calle. Umberto valverde Cuento del libro Bomba Camará, publicado editorial Diógenes, en México, 1972.
UMBERTO VALVERDE (1947) UMBERTO VALVERDE nació en Cali en 1947. Es autor de la colección de cuentos Bomba Camará, publicada en México en 1973 y de la novela reportaje Reina Rumba, sobre la vida de Celia Cruz. Ha ejercido el periodismo y la crítica cinematográfica.
DESPUÉS DEL SÁBADO Cómo me quisiste en esa noche cómo eran de grandes tus ansias de amanecer y cómo era necesaria mi nueva presencia
R AMIRO MADRID
Tal vez el sábado se les apareció en ese momento tan incierto, cuando dudaban si estaban en el despertar o todavía venían del otro lado del sueño, y de súbito, zas, ahí estaba, era el sábado que se había metido en su cuarto, y aún, entre sus cobijas y su cuerpo sudoroso. Entonces recordaban, y el recuerdo siempre los sorprendía, porque era muy grato no asistir al colegio ni tener clases y olvidarse de los días cotidianos. Y dormí-despierto repartían el sábado en muchos otros sábados, y de tal manera se encontraban en el sábado-sueño, el sábado juego, el sábado-parlado, el sábado-beba, el sábado-chisme, el sábado-hembrita, el sábado-
pinta, y así empezaban a andar por un sábado imaginario, un poco molestos por el sol y el calor que pesaba sobre la mañana y sin embargo no perdían su alegría, pues sintiendo el aburrimiento de un lunes o el cansancio de un jueves imaginaban que era sábado, y el tiempo valía un pito en ese momento, porque para ellos, y todos los del barrio, el sábado era todo su mundo y, a su vez, un mundo de todo. Es así, siempre es así, y todo el barrio tiene su manera de ser, de caminar, de bailar, jugar el fútbol en las calles y poner discos de Daniel Santos, y hablar de los vecinos, sacarle cuentos a las jovencitas que a uno no le caen bien y pensar cuándo llegará el asfalto por las calles y el polvo que cubre sus rostros. Les gusta hablar de su barrio, y sus voces se derraman infatigablemente bajo el sol, sin cesar, mientras el tiempo, lento y sofocante, va tornando sus gestos inexpresivos hasta el inevitable ocaso enrojecido precipitándose sobre las derrotadas palabras. Y fue la noche, y fuimos nosotros quienes vimos salir la oscuridad de nuestras bocas, porque hacía rato estábamos gastando palabras y esquina. Caíamos, caía en un silencio sucio de tristeza y recuerdos, Rodolfo trataba de imaginar el calor y el hastío, Enrique destrozaba la pared con su navaja, y Alfredo fragmentaba la noche silbando una vieja canción. Entonces fue tan natural que nos acordáramos, me acordara de Eduardo en ese momento, porque su ausencia cobraba un cierto presentimiento inconfundible, y había entre nosotros un oculto temor. Enrique tenía la costumbre de sacar recuerdos de quién sabe dónde, bien podía ser de la noche o de su bolsillo, y entonces recordó la Semana Santa aquella en que Eduardo sólo anduvo con una niñita de rostro precioso, y nosotros le hacíamos bronca cada vez que nos lo encontrábamos en el desfile, le dijimos degenerado, pero el tiempo nos sorprendió y nos la mostró hecha toda una mujercita, que excitaba nuestros deseos, y nuestros labios aprendieron a usar su nombre: Sonia. Todos nosotros teníamos nuestras peladas, pero Eduardo se había excedido, le dedicaba todo el tiempo a ella y entre nosotros eso no era posible, eso era convertirse en un pendejo, y por eso se ganaba nuestras burlas, pero era el colmo que no estuviera con nosotros ni siquiera los sábados, y entonces caíamos en el pensar y en lo sentimental. Habitábamos con nuestra presencia la tibieza de la calle, y nuestras voces golpeaban duro la noche, entre el azar de nuestras palabras encontré la mirada de Enrique, y entonces nos pusimos de acuerdo, a veces entre nosotros bastaba sólo una mirada. Nos adherimos a la brisa que bajaba lentamente por la calle; escuchando los gritos de los niños callejeros regresamos a la esquina, aún la traíamos oculta, pero también Alfredo lo había comprendido, y así fue como nos pusimos sonoros y hubo chistes, risas, mientras la caneca de aguardiente que habíamos comprado nos dejaba un sabor seco y fuerte. Eduardo apareció de repente, convirtió nuestra nostalgia en alegría y preguntas, pero estaba callado y su rostro nos mostró, me mostró su preocupación, aunque trataba de no aparentarlo, quiso ser el mismo de siempre sin conseguirlo, bebió varias veces de nuestra caneca, pero ya era la tercera en turno. Comprendió que yo comprendía lo que le pasaba y aprovechó que todos los demás habían puesto sus ojos en la pelada nueva de la cuadra que pasaba, para decirme: — Estoy metido en un lío, hermano. Enrique dijo que después teníamos que irnos a alguna parte, pues él no se iba a quedar prendido y necesitaba, necesitábamos escuchar nuestra música, esa música chévere, la música del otro lado, y entonces Eduardo quedó de encontrarnos, y se alejó dejándonos un chau mientras caminaba apurado. 1. En este mundo cada uno ha de vivir como le parezca mejor... yo sé que tengo mis
pecados y por eso, nunca juzgo a los demás. “La primera piedra”, por Celio González. 2. Yo estaba pensando en los mejores cantantes de “la vieja guardia”, en el negro Beltrán, en Celio González, y por supuesto en “el jefe” y me entraron unas ganas tremendas de beber y
hablar hasta cansarnos con Manuel, pues él sabía tanto de música como de la vida misma que uno se sorprendía, por eso fui a buscarlos a la esquina, para contarle a Manuel que estaba metido en un lío y entonces recordé las palabras llorosas de Sonia que me incitaba, me pedía que la llevara a cualquier parte, y abrazada a mi pecho se negaba a regresar a su casa y se prendía de mí y me besaba, y claro, yo sabía todo lo que eso significaba, y todo era meterme en un lío, porque después todo pasaba, pero qué va, a uno le entra el malo y se tira el lance, por eso desistí de regresarla a su casa o dejarla en otra parte, y sin embargo, lo pensaba dos veces, lo repensaba, no pensaba, volvía a pensar, entonces decidí convertirme en un Cristóbal Colón para ella, pues ella así lo quería, y yo no podía echarme para atrás, pues luego me arrepentiría, y alguno de la gallada tendría que ser el primero, ganarme la fama en todo el barrio y convertirme en tumbador, pues a todas las peladas de ahora les gusta, aunque hay algunas vivas y lo quieren agarrar a uno y eso sí que no, así es la pelada de Enrique, por eso él se las tira de santo, y lo hace bien, sin ponerse en peligro le hace muchos males, decidí pensarlo solo y sin tirarle la beba a los muchachos, pues ya la habían comenzado, por eso me fui a buscar a Sonia que me esperaba en la fuente de soda frente al teatro, y entonces, caí en la cuenta que no les iba a cumplir la cita a los muchachos y sería uno de los pocos sábados que no pasaría con ellos, escuchando música y bebiéndose sus canecas de aguardiente, porque los sábados se festejan de alguna manera y nosotros siempre sabemos hacerlo. 1. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitas a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo... Julio Cortázar, Rayuela.
2. Ahora te toco, con mis manos voy dibujando una caricia sobre tu vientre, y salgo de lo profundo del otro lado para rozarte, me propongo escapar de la noche en tus brazos y sucumbir ante tu cuerpo, y entonces recuerdo tu llanto ahogado, abro los ojos y busco el amanecer que se ha enredado en tu largo cabello negro extendido sobre tu espalda, encuentro el alba en tus labios y me uno a ella, la descubro dulcemente, nos basta el silencio, rechazamos las palabras porque ellas pueden hacernos caer en el sueño o en la realidad; cierro los ojos y me sumerjo de nuevo en esa oscura región, trato de conservarte en esa actitud, pero tú mueves las piernas para aprisionarme, tu cuerpo excitado me provoca, y aunque supongo que hace frío me sofocas con tu calor, y siento la misma sofocación del baile, cuando bailamos esa música y hacemos nuestros pasos, todo con una espontánea y sorpresiva exactitud, esa música furiosa que tú bailas tan bien y tú dices que yo también, ¿te acuerdas, eh?, el paso aquel que yo te tiro con fuerza y giro y tú das la vuelta y nos encontramos de nuevo, muy cerca, demasiado cerca y sonrientes terminamos siempre buscando nuestras bocas, desatadas en una inusitida violencia, atrapándose, mordiéndose; de repente, resbalo nuevamente donde lo uno es todavía del otro y caigo junto a ti, muy cerca de la proximidad del alba, y tu recuerdo me lleva al borde del deseo, imagino que renace mi furia ardiente, lo dudo Sonia pero es así, y entonces destrozo con mis gestos tu cristalina belleza, y sin hacerte daño aplasto las mariposas de tu piel, te tomo las manos y busco tu placer, te saboreo, y siento muy cerca de mí tu temblor, y me ciño a ti, siento en mi piel tus uñas hundiéndose, y me duele, entonces es demasiado tarde porque todo no es un sueño. ¿Acaso esa música era el caos de nuestro sábado? Posiblemente nuestra vida estaría grabada en un long play de oro, pero lo cierto era que siempre terminábamos en ese barcito donde escuchábamos esa nuestra música chévere que nos hacía beber como cubas y nos sacaba todo aquello que era una joda para uno convertido en palabras sin sentido y las tirábamos sobre la mesa, y a veces nos poníamos trascendentales, y nos hacíamos preguntas que olían a filosofía
barata y de la mala y terminábamos contentos de lo que éramos, de estar allí tirando bacanería y para qué pensar en otras cosas que no fuera la pelada, la charanga brava y el boogaloo y permanecer siempre juntos, como ahora, como siempre. Abandonamos la esquina aburridos de gastar acera y desvestir la noche con nuestras sucias palabras, un poco salidas de tono cada vez que despedazábamos contra el suelo las canecas que nos íbamos tomando, y entonces decidíamos venirnos para acá y aquí estábamos todos, quiero decir Enrique, Alfredo, Rodolfo, y claro sin ponerlo en duda: yo; y estábamos pendientes de la llegada de Eduardo, y me puse a pensar en él, y no sabía qué decir sobre lo que estaría haciendo, o tal vez lo tenía tan claro que no me atrevía por no alarmar, y era mejor tomar todo con calma, fresco hermano. Habíamos escogido una mesa del fondo, porque si sucedía algo uno podía defenderse mejor desde el fondo, y sobre la mesa había una botella de aguardiente y otra de agua y copas y vasos y ya presentíamos la caída de alguno porque todos estábamos al borde de la borrachera y nos conocíamos demasiado para no saberlo, por eso tomábamos despacio, intentando descubrir el trago que lo pasa a la buena vida, o sea, con las manos sobre la mesa y la cabeza sobre las manos, ir cayendo en el sueño, pero eso es barro, porque al otro día todo se lo sacan en cara. Así estábamos, sin caer ninguno todavía, cuando un man legal de otra gallada se acercó a nosotros, y entonces abrimos bien los ojos para verlo y su voz cayó como un alivio, y hubo sorpresa, yo sin saberlo ya lo sabía y por eso reí maliciosamente, Enrique se apresuró a servir una tanda, y brindarle un trago a quien había traído la noticia: — ¡Eduardo se voló con Sonia, pero ya se dieron cuenta y se ha formado la grande! Entonces todo lo que se habló fue sobre Eduardo, inventamos múltiples suposiciones, y Rodolfo fue más atrevido que todos, habló de la desnudez de Sonia y se entusiasmó tanto que envidiaba la decisión de Eduardo, luego, brindamos por el indeseable corruptor de menores, hubo risa general. — Y por qué no lo hizo de día, dijo Alfredo. Así todo quedaba en silencio, pero de noche es una bestialidad. No te pongas lógico, eso no se piensa, se hace, véngase lo que se venga. — — De seguro mañana tiene la boleta de captura y el lunes andará con argolla, ya casadito. Habíamos caído en el silencio, pero todo a nuestro alrededor era ruido, nos asediaban la música, las voces, los gritos, y la infatigable sonoridad del sábado. Y de pronto sonó y entonces Enrique, con un estilo aprendido quién sabe dónde, dijo: — Oigan, escuchen al incomparable, inigualable e insuperable, la voz de América, el más grande bolerista de todos los tiempos, el inmortal, fabuloso y genial: ¡Roberto Ledesma! — De dónde sacaste eso, mano. No sé, me dio por inventarlo ahora, me gusta tanto que... — Después de Ledesma habíamos caído en el alba y sólo quedábamos unos pocos, bebiendo y cantando, en ese momento vi a Eduardo en Enrique y sin contenerme lo sacudí mientras se lo decía. No jodás, no me confundas porque yo no tengo a Sonia debajo de mí. — Salimos del sábado con una canción en la boca y nos metimos en un domingo de calles solas y un denso silencio interrumpido por un saxofón que gemía en la distancia, pero nosotros ya andábamos por el sueño, aunque nuestros pasos sonaban en la calle. Sólo nos queda el silencio y esa palabra, esa palabra que acariciabas todas las noches antes de irme, al calor de tus labios o bajo el ruido frío de la lluvia, pero ahora también es diferente, y no sirve tu llanto ni tus súplicas, y la cara de la desgracia no es la mía ni la tuya, es la de siempre, y no por eso podemos jugar a la seriedad, y sería muy tonto y que pretendieras llegar a una unión tan solemne y complicada, caerías en lo común y ni siquiera tendría el valor de recordarte ni un solo día. Sabías lo que pasaría y no debes desilusionarte, “bájate de esa nube y
ven aquí a la realidad”, ¿te acuerdas?, es el mismo Celio González que bailábamos en las
fiestas, es la misma voz que me hacía estrecharte, nos colocaba en el éxtasis y la repetición de las caricias. Me acerco a ti y siento que una gran distancia nos separa, no son los pocos pasos que me faltan para llegar a tu cuerpo, no es tampoco la sábana que te cubre, es algo más profundo y no comprendo, pero quiero que entiendas que una noche es como cualquier otra, y no podemos cambiar de rostros, es mejor que volvamos a ser los de siempre y ponerle música a la vida y que sea de charanga. Tú me conocías hasta el cansancio, a veces abusabas y caías en mi intimidad, te pasabas de descarada, cuando no te visitaba ibas a la esquina y pasabas meneando lo que no tenías para que alguno te silbara, o me mandabas razones y papelitos escritos, ahora no debes ponerle lágrimas ni enredarlo, debieras mirar cómo el sol va invadiendo las calles solas, mientras el domingo se desliza por la ciudad, todo es tan simple que no es necesario caer en lo sentimental, y la vida es así, a veces nos sorprende, pero debemos tener calma. Tu sinceridad te salva, siempre has sido diferente a las otras, empezaba a quererte, pero no sé, una cierta distancia se atraviesa entre nosotros, y te veo distinta, tanto, que me causas aburrimiento. Todo tiene su límite, Sonia, no vayas a creer lo que digan de mí, yo no te culpo y tú no debes hacerlo conmigo, sería una locura de tu parte, pero tú bien sabes que para mí nada es imposible, y hago lo que se me venga en gana. No pienses en esas palabras nacidas de la envidia y del rencor, tú no puedes creer que yo sea un desgraciado ni un cobarde, ni mucho menos, tú sabes cómo soy y por eso desde el comienzo te dediqué. Yo soy así de Ledesma, y eso lo dice todo, ¿no es cierto? Ahora, no es necesario que nos tiremos al olvido, guardaré el recuerdo de tu cuerpo, de tus labios, de tu sabor, y de vez en cuando sabré hallarte en alguna parte de mi vida, creo que tú debes sentir lo mismo, en cada uno de nosotros hay algo cálido del otro. Mientras el domingo, triste y sofocante, se pegaba en la piel de los muchachos, por el barrio había comenzado a desgastarse el nombre de Sonia, pues iba de boca en boca, de calle en calle, y ya se le maltrataba sin conocerla aún. Para Eduardo todo había cambiado, las viejas de las cuadras lo miraban con recelo y desprecio, en cambio, con el pasar de los días, las jóvenes, ansiosas y cálidas, al encontrarse frente a Eduardo, sentirían una cierta inquietud y por su cuerpo rondaría una extraña sensación. Eduardo sintió un decidido alivio cuando pisó las calles de su barrio, destrozó sus ocultos temores y respiró la soledad del domingo que se acumulaba sobre el pavimento. Presintió las miradas y las palabras, y ocultó sus ojos en una dura y lejana actitud, y con gestos apurados alcanzó la casa de Manuel. Los muchachos estaban hundidos en el sueño, pero el mediodía acechaba sus párpados, trataban de recuperar esa oscura región entre las sábanas, pero el calor los sofocaba hasta la desesperación, revolcándose a pierna suelta, sudaban con un cierto olor a sábado y alcohol; así encontró Eduardo a Manuel, hasta que logró sacarlo del otro lado de la realidad, sin tener en cuenta los manotones y unos ciertos ruidos producidos en lo profundo de su garganta. Cuando Manuel descifró en sus ojos el rostro de Eduardo, y la sonrisa maliciosa que exponía con descaro, no pudo contener su emoción, y sin pensarlo dos veces lo estrechó entre sus brazos, mucho después, rememorando con desazón relataron el encuentro con risas y palabras nada naturales hasta convertirlo en algo de película, como lo repetiría tantas veces Eduardo. Eduardo fatigaba las palabras, insolente y seguro, transformaba la desnudez y el éxtasis en imágenes frías y nada agradables, incansable, derramaba su voz sobre la presencia de sus amigos, que poco a poco fueron llegando sin haberlos llamado, y Eduardo no desaprovechaba, recomenzaba de nuevo, y se caía en la repetición de las imágenes con palabras ya usadas y comunes. Y de repente, su rostro reflejaba un sorpresivo temor, y su voz se cortaba, y simulaba una cierta seriedad, de la cual Manuel dudaba, pero Enrique y los demás no descubrían el engaño de
sus cambios repentinos. Eduardo relataba, con intranquilidad y miedo, la existencia de un pariente malévolo que ella tenía, entonces aparentaba una actitud de profundo temor, y hablaba de los malé-volos y de su impetuosa manera de ser, pues nunca se guiaba por la legalidad, sino por la ley del más rápido y el más fuerte. Luego sucedió, con inusitada ligereza de su parte, lo que todos, o casi todos en el barrio, le reprochaban a Eduardo, y fue la causa para que se hablara mal de su comportamiento, y se llegó a dudar de su virilidad, y esto ocasionó muchos escándalos y discusiones, pues Eduardo, cuando se dejaba llevar por la ebriedad, ofendía e insultaba a todas las viejas de la cuadra, fomentadoras de los rumores y los malentendidos. Manuel no estuvo muy de acuerdo en que Eduardo revelara el sitio donde se hallaba Sonia, pues sólo sirvió para que sus familiares la rescataran con tremenda paliza y decidieran abandonarla en la oscuridad de su cuarto por muchos días. Pero Manuel, como los otros, permaneció a su lado, y maltrataban, con golpes y palabras, a quienes se atrevieran a hablar mal de Eduardo. Ibamos llegando uno a uno a la esquina llena de noche, recuerdos y el cansancio de unos gestos repetidos, buscábamos nuevas palabras para una misma historia, y a veces nos sorprendíamos porque la hacíamos distinta, pero todo caía en el olvido, y nos consumía el silencio y la ausencia mientras oíamos un disco de Willy Rosario. Volvían a poseernos los días monótonos, aquellos días opacos en que el aburrimiento se amontonaba en nuestros gestos, y le perdíamos el sabor a las palabras, y todo era una vuelta a los días infatigables. Eduardo habitaba la lejanía, pues se había marchado para la capital por un tiempo, y permitir que su ausencia aplastara los rumores, y evitar el posible encuentro con el tan temido malévolo. Esperaba, esperábamos su primera carta, con ansiedad, para sentirlo a nuestro lado y reírnos con su manera de ser y hablar, con sus sorpresivos y emocionantes cambios repentinos. Imaginábamos, para salir de la monotonía, la respuesta que le daríamos, y sospechábamos la confusión de nuestras palabras, pues todos desearían meter la mano. Había sucedido algo que no esperaba, que todos le negamos posibilidad y sólo cabía en la fortuna que Eduardo se gastaba, fue algo tan imprevisto para nosotros y el barrio que sirvió para concluir los rumores y convertirlo en una salida de puro cine, de película, como diría Eduardo. Y no podía ser menor nuestra actitud al saber que la familia de Sonia había decidido olvidarlo todo, y no poner el denuncio, y nos aterró por completo esa manera de desistir. No pudimos contener la risa, las frases de siempre, y caer en la envidia pues esa buena suerte era del otro mundo, y así, con los días todo fue ajustándose a la normalidad, y comenzamos a respirar nuestra vida cotidiana, tan igual como antes, tan antes como igual. Las viejas de la cuadra decidieron combatirnos abiertamente, nos pusieron malascaras y no permitieron que las peladas queridas se reunieran con nosotros, ya no podíamos ni jugar fútbol tranquilamente porque nos tiraban la ley, pero no decíamos nada, sólo estábamos a la espera, luego, cuando se las cobráramos a nuestra manera, se arrepentirían. Ahora, la presencia de nuestras voces habita la amplia soledad de la calle, dejamos que la noche nos invada con su fresca brisa, mientras jugamos al cara y sello para definir quién seguirá a Eduardo, pero aún nadie se arriesga. Para cambiar, nos gusta golpear el aburrimiento y el hastío, tratamos de impresionar a las muchachas con peleas de mentira, pero cuando resulta un alzadito de otra gallada se forma de verdad, y así, todas las miradas y las voces caen sobre nosotros, y eso nos gusta. Estamos esperando la llegada de Eduardo para hacerle un recibimiento del otro mundo, cantando una canción de La Serie o Ledesma, mientras abordamos la primera caneca de aguardiente, y luego, escuchar al único cantante que saca la cara por nosotros, allá en el otro
lado, porque sólo nuestro gran Nelson Pinedo ha cantado con la Sonora Matancera, y de seguro en ese momento Eduardo pide la otra caneca.
Eduardo Zalamea La belleza me hiere No puedo corromper al mundo No participo No pertenezco Soy fragmento de divina explosiòn Mi mundo desapareciò De el se formaron todos los mundos He desaparecido dentro del espejo Locura es lo único que me queda (Queja iluminada) La oscuridad es un vuelo abandonado todo hiede Es el cadaver eterno El perfume de las flores es máscara y el mundo La máscara volante de una ausencia Gonzalo Arango
Poemas I
Del Libro "Cafè y Confusiòn" I. En un tiempo mi pasiòn fue el existencialismo, la literatura negra que celebraba el funeral del mundo occidental. Yo recogìa los despojos de esa crisis, su podredumbre. No me interesaba el destino del hombre y habia perdido la fe en Dios. Estaba solo como en la prehistoria.. De todos los trapos derrotados remendè una bandera: el nihilismo. No volvì mas al templo de los viejos dioses y aprendì la blasfemia y el terror de las maldiciones. Traicionada la metafisìsica por una moral maniquea, descubri que el oro de los santos era falso como los sìmbolos que encarnaban: la idolatraia del poder, la humillaciòn de las almas. En el trono de Dios no reinaban la belleza, el amor, la justicia. En el mercado negro se subastaban los valores sagrados. La teologìa dejo de ser conocimiento de Dios para convertirse en el libro fabuloso de contabilidad. Frente a esta industria de la fe, el demonio me pareciò mas idealista: ofrecìa la libertad a cambio del alma, el goce pleno de la tierra sin complejos de culpa. ! Era tentador ! me afiliè a la causa del demonio.
El placer era mi ideal. Mi aniquilamiento el porvenir. Brindaba por el din del mundo en mi propia destrucciòn. Nunca abracè la felicidad, siempre una enfermedad nueva, una nueva desesperaciòn se sumaba al calvario donde clavarìa mi bandera de odio contra el mundo. Pererìa mi guerra con orgullo, solo. Por mi muerte el àngel de las resurreciones no tocarìa la trompeta ni se apagarìa el sol. Me hundiria solo en las sabrosas tinieblas. Una noche toquè el fondo cuando vi aparecer un astro, su resplandor. No era un astro del cielo, era la sonrisa de una mujer. Me mirò como un puente entre el abismo y el horizonte, me tendiò la mano para pasar. Cuando estuve del otro lado desapareciò... Sè que era una mujer y no un sueño, pues aùn me queda el aroma de su mano y el eco de esas tres palabras: !Vamos a vivir!.
Del libro "Fuego en el Altar"
LA SALVAJE ESPERANZA.
Eramos dioses y nos volvieron esclavos. Eramos hijos del Sol y nos consolaron con medallas de lata. Eramos poetas y nos pusieron a recitar oraciones pordioseras. Eramos felices y nos civilizaron. Quién refrescará la memoria de la tribu. Quién revivirá nuestros dioses. Que la salvaje esperanza sea siempre tuya,
querida alma inamansable.
Del libro " Prensa y sensaciòn" Humanismo y caballo. El hombre no progresa en la medida en que ha vuelto màs civilizado, ni es màs hombre por vivir en tre los inventos que abrevian su lucha y prolongan su desdicha. Confort no es felicidad. La ciencia puede cometer el prodigio de trasplantar un corazòn y prolongar la vida. Admiro sin reserva esta hazaña, pero no puedo evitar cierta sensaciòn de absurdo si ese corazòn va a prolongar, al mismo tiempo, el alma de una babosa. La vida en sì misma carece de importancia si es un accidente y no un destino; si no se da en relaciòn con la conciencia de ser, que es lo que glorifica la existencia. La mezquina y petulante idea de progreso està degradando al hombre como ser espiritual. Un huracan de civilizaciòn ha abatido nuestro orgullo viviente. Alguna vez, refirièndose a la esta crisis de la modernidad. Lawrence expresò que Londres era una ciudad viva en tanto los caballos erraban desbocados levantando de sus empedrados chispas. Esta imagen que encierra un esplendor de vitalidad radiante, nos hace evocar un pasado de palpitante belleza en que el caballo encarnaba un sìmbolo de heroìsmo conquistador, de potencia creadora; en que jinete y caballo eran còmplices de la misma aventura: Cristo y la Redenciòn, Bolivar y la Libertad, Don Quijote y el Espìrtu. Pero ese sìmbolo ya no tiene vigencia. El mundo natural se extinguiò, desapareciò con esa rafaga apocalìptica de la perforadora elèctrica que arrancò, parejo con la piedra, las raìces de una tradiciòn viviente, y en su lugar derramò la brea sin alma del progreso. Los pueblos invadidos por la peste civilizada lucen artificales con sus arterias de cemento, como dentaduras postizas. Las calles ya no sonrìen al paisaje como en la era de la piedra y el polvo. En estos elementos latìan historias de generaciones, sueños de eternidad. Eran caminos, no autopistas. Los caminos fueron siempre de hombres, para hombres que al vivir dejaban al pasar una huella imborrable, un destino. Pero los hombres ya no caminan, ruedan. Y sus viejos caminos desertados, que eran rutas del corazòn, no sonrìen al paisaje porque los hombres perdieron la virtud del diàlogo, de mirar el horizonte, de caminar bajo los cielos. Esas vìas embreadas, laberintos de pùas y espejismos centelleantes, conducen a la soledad, al exilio, y algunas veces a la muerte. Los hombres no van sino que huyen, como arrojados del paraìso, perseguidos por los espectros de la gran ciudad, enloquecidos de pavor y culpa. Huyen de sì mismos por los laberintos del infierno. ¿ Hacia dònde?
Hacia un vèrtigo de locura y delirio, hacia la nada. O tal vez, desesperados, a restituirse al seno purificador de la conciencia còsmica, a la nostalgia de Dios. Pienso que la velocidad puede ser una protesta profunda y religiosa contra esta civilizaciòn cruel, despojada de alma y amor; un acto de liberaciòn de este mundo que ha sacrificado a la demencia del maquinismo y el progreso las dulzuras del corazòn, el èxtasis de una colina al atardecer, los ardores de la sed en los caminos, el jùbilo de los caballos encabritados dejando a su paso una cascada roja sobre la piedra limpia. Oprimido por la soledad del cemento y el rascacielo, siento una entristecida nostalgia del mundo natural. La civilizaciòn matò a Dios en el hombre y en el corazòn de la naturaleza. Pienso en la fabula del demonio tentando al Señor para que se lanzara de un acantilado a cambio de lo cual le prometìa su imperio. Pero el espìritu venciò la tentaciòn y prefiriò sacrificar el imperio a perder su libertad. Trasladando esta metàfora a nuestro tiempo, podemos concluir que el hombre, ilusionado con la propuesta del demonio, abdicò su alma a cambio del poder, y quedò aplastado con su peso. Ese poder no lo ha hecho ni màs libre, ni màs feliz. Al perder su alma, quedò esclavo del poder: fue el triunfo del demonio sobre el espìritu. Por lo mismo, la era del caballo ha terminado con la era del jet y la autopista. Es el fin de esa raza mitològica que encarnò en otras edades sentimientos heroicos, una veneraciòn religiosa como en lo griegos que alaban sus corceles para viajar a las regiones hiperbòreas a conquistar lo desconocido. No soy hostil al progreso, si en sus formidables conquistas el hombre es dignificado como ser vivo, y no degradao a una ìnfima condiciòn de subalterno y esclavo de sus terrorìficos engranajes, que es lo que esà sucediendo. Quisiera identificar el significado de la palabra Progreso con evoluciòn de vida consciente en perfecta armonìa con los inventos de la tècnica. Pues no se trata de conquistar los astros por estentaciòn de poder, sino de dominar al monstruo apocalìptico que nuestra civilizaciòn ha despertado en el hombre y en los cielos, como un presagio de terror para toda la humanidad. Se trata, sì, para expresarlo con un sìmbolo de justicia nunca desertado, de que el hombre del siglo XX, como Belerofonte entre los griegos, vuelva a montar sobre Pegaso, el alado caballo mitològico, para abatir al monstruo de la Quimera que asolaba sin compasiòn las sufridas comarcas de Licia.
Revolución de Gonzalo Arango
Una mano más una mano no son dos manos Son manos unidas Une tu mano a nuestras manos para que el mundo no esté en pocas manos sino en todas las manos
Poema Poema A Mi Sobrenada de Gonzalo Arango
el sobretodo es mi mejor amigo bebemos vino de consagrar en los viñedos y nos emborrachamos, compartimos el amor con las mujeres. mi sobretodo es sensual y seductor. en la cárcel era un colchón en los prostíbulos era un refugio con las manos hundidas en los bolsillos que me salvaba del naufragio de los besos baratos. en el invierno me defendía de la lluvia y en el verano era una sombra luminosa. mi sobretodo era una incitación voluptuosa a la pereza, al calor, al heroísmo, al amor, al invierno. en los momentos de peligro me hacía pasar por detective y me daba un aire respetable de gran señor del hampa. mi cuerpo se pierde en él cuando me persiguen, en mi buena época del parlamento él hablaba por mí: silencioso tímido elocuente. ha sido una bella disculpa para eludir serias responsabilidades históricas. mi sobretodo es a veces el lecho del amor en los sitios despoblados de la ciudad tiene un oculto sabor de pecado prohibido. mi sobretodo es un gran honor. tiene más historia que una alfombra mágica. yo lo consagro como el receptáculo privilegiado donde algunas mujeres tendieron su columna vertebral completamente desnudas de cara al sol o a la noche.