Sangre de Mestizos
AUGUSTO
CESPEDES
SANGRE DE MESTIZOS RELATOS DE LA GUERRA DEL CHACO
DECIMA TERCERA EDICION
LIBRERL4 EDITORIAL "JUVENTUD" LA PAZ - BOLIVLA 1994
Dep6sito Legal N? 4 - 1 -81/69 p.
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Dedico estas pdginas a ta memoria de mis camaradas de h. Escueh. de Oficiaks del "Condado", muenos en h, campana, A.C.
LOS M I T O S A V I D O S DE S A N G R E DE M E S T I Z O S Descubro que el secreto del arte de Augusto Cespedes en "SANGRE DE MESTIZOS" son los tragicos fantasmas inm6viles del backround de la traina, eI maldito trasfondo inanimado, los desdefiosos mitos crueIes que estan detras de sus cuentos, los dioses objetivos que miran a los personajes que les sirven. En un vfejo ensayo que escribi6 Sartre sobre SARTORK dice que el gran resorte de FauUtner es la destealtad: uno espera los actos pues "son lo esencial de la novela", pero FauUmer nombra los efectos. Algo semejante ocurre con Cespedes en este libro. Son los zapadores los que menos existen en la siniestra histor!a de Ia persecuci6n del agua en el buraco de Platanillos. Su actividad se reduce a un dialogo desiguaI con la insolaci6n, a la fatigada enumeraci6n del "bosqne de Ienos plomizos, esqueletos sin sepultura destinados a permanecer de pie en la arena exangiie", al unico dialogo unanime delagua y la excavaci6n, a una mineria de visiones humedas. El Pozo, en cambio, fantasma subterraneo, "vaadquiriendo una personalidad paTorosa, sustancial y devoradora, constituyendose en el amo". Tiene 5 metros (lo ha descubierto Pedraza), ahora se extrae, con esperanza ag6nica, barro casi Uquido, pero despues de diez dias la tierra esta otra vez seca; tiene 24 metros, los hombres se asombran ante "la presencia casi sexuaI deI secreto terrestre", se mueven los insectos cristaUnos; tierra a los 30 metros, los hombres "con lierra en las orejas, en los parpados, en las cejas, en las aletas de la nariz, con los cabeUos blancos, con tierra en los ojos, con el abna Uena de tierra del Chaco"; los soIdados se quejan de asfixia pero en los 40 metros es la muerte de la luz. Ahora se encienden las serpientes de plata y desdc ese suefio todos encuentran agua; finaLmente, "ya no se cava para encontrar agua sino por cnmpUr un designio fatal, un pro-
p6sito toescrutable". Lo nnlco viviente es el Pozo, "enemlgo estupido y respetable, invulnerable al odio comouna cicatriz", el Pozo defendido como si realmente tuviese agua, considerando que era ya la unica vida de aqueUos zapadores. El Pozo es el otro yo de la trama. Esta se compone de actos pero el Pozo es siempre s6Io una potencia, una latencia. Soo dosUneas (la suerte de los hombres aIrededor del Pozo y la suerte del Pozo mismo) cuya unidad se resuelve dialecticamente: los contrarios se unen (en la muerte) caando ya no es importante encontrar agua. Son los actos los que seguinu>s para encontrar el cuento pero la deslealtad deI arte novelesco quiere que lo que vlva verdaderamente sea el kvido dios maldito que esta detras de los actos: el Pozo, cuya evoluci6n de cosa a sujeto o personaje se produce por la devoraci6n de los personajes secundarios que / son los zapadores. Cespedes trabaja hacia la objetividad: el l arte, Ia vida son los modos del hombre para volcarse a la objetividad que lo engrandece cobrandole su vida, sus palabras i Como los soldados del Chaco, los hombres son anlmales tragicos K que sufren su subjetividad y que, para dejar el sufrimiento, se vacian en los objetos que los soUcitan y los hacen permanentes. El Personaje esta siempre detras, presente siempre, inm6vil siempre: es un objeto (una fotografia en LA PARAGUAYA), un recuerdo (LA CORONELA), un hecho (la perdici6n en el monte en EL MHAGRO), el heroismo por si (en HUMO DE PETROLEO), animales (LAS RATAS) o una abstracci6n ("la alegria del capitan Hinojosa" en LA CORONELA, Ia muerte en SEIS MUERTOS EN CAMPASA). Dc todas maneras, objetos ausentes de la trama que viven los personajes-instrumento. Quiero decir que no se trata de los sucesos delos personajes sino del propio Personaje^fundamento, inm6vil, como deificado, ,- al que tributan los sucesos los personajes-instrumento. Encuentro que esta profunda dicotomia del arte de Cespedes es compatibIe con cierto razonamiento en el que la crueldad verbal (pues la crueldad es eI odio final a la muerte) o ironla, el objetivismo fiIos6fico, la eIaboraci6n del dialogo locaUsta, el sentimieni to tragico del tipo humano nacional y la violencia, construyen ^ nn estilo. Pero lo nnico que los hombres no creen jamas es la muerte. Asi la nada es una palabra que no significa; no podemos imaginarla precisamente porque es lo que no es. Ahora bien, la guerra es cuando lo increible es el pan de los dias. En la sucesi6n de las cosas increibles o impreyistas, cuando todo es posible y tambien verosimil, es aparentemente mas facilconse-
guir el tema. Mocho mas arduo es darIe eficacia. Pero el arte es Ia calidad de la cantidad de Ia vida. La enumeraci6n fracasa hasta el infinlto porque el tiempo de la reaUdad es distinto del tiempo del arte. Los sucesos son tantos que sl se los slgue cuantitativamente, cronol6gicamente, tnmovilizan, anulan al que los sigue. Si tomamos un espacio, un tiempo, entre pocos personajes y enumeramos sus sucesos concluimos en una suma enorme e incoherente, en un bulto indescifrable. Para hacer comprensible Ia reaUdad debemos eIegirla y el tiempo deI arte consiste en tomar los momentos del tiempo de la reaUdad que son signos. "La novela —ha dicho Sartre— no da las cosas sino sus signos". Esta es la eficacia: no se registra Ia realidad, se la intensifica, se la traduce, se la sintetiza y expresa, se la puede transfigurar, porque de otra manera, enumerandola, jamas tendriamos una idea de lo que es. Aprecio en Cespedes sobre todo este talento de la eficacia, esta maestria en el manejo del tiempo propio del relato, esta exacta conciencia de quc las cosas no tienen una expresi6n directa sino una expresi6n sintetica, de que la reaUdad en si no existe, de que la reaUdad es siempre segun el hombre. "Ser —segun la famosa f6rmuIa de Heidegger— es ser en el mundo" y asi se Ilama "a esta necesidad que tiene la conciencia de existir como concienola de otra cosa que ella misma". Los objetos no existen por si mismos; existen y tieuen nombre en su relaci6n con los hombres, en cuanto el hombre Uega a eUos. El objeto es, por su fundamento, algo que se adquiere y nos adquiere, una sola relaci6n: "Ahora eres patria, Chaco, de los muertos sumidos en tu vientre...". Antes no eras patria; lo eres ahora por los muertos, eres la patria de esos muertos; con la adquisici6n de los muertos eres ahora un ser en todo diferente al que eras, con su inanimidad te has animado. El objeto se transfigura en su relaci6n con el hombre: "Para mi ese pozo es siempre nuestro, acaso por 1;> mucho que nos hizo agonizar", es nuestro porque en eI agonizamos, porque antes era soIamente una hoya en la tierra, un objeto en si, una materia. De aqui resulta otra caracteristica de Cespedes (de su arte), que es eI objetivismo o exterioridad (no existe eI hombre si no "estaUa" hacia la realidad) y sus consecuencias expletorias: eI amor o erotismo, la violencia, Ia guerra como violeucia anormal y adquirida y, sobre todo, Ia fe en la expresi6u o paIabra. "Yo se —escribe— quc los hombres nacemos con nu
destino de palabras y mientras no la hayamos vaciado no podremos morir porque aun no habremos vlvido. Nuestro mundo existe s61o durante un miIIonesimo de segnndo para dar Iagar aI nuevo hecho, pero Ios rengIones Io pueden enjaular y entonces eI hecho -4olor, sombra o muerte— ya es nuestro, ya es permanente y manso". Amor, vioIencia, paIabra, con eUos avanzamos sobre Ia realidad y somos, son hechos parecidos en cuanto son una existencia. Entonces sobrevlene el poder de ordnnaci6n de Ias paIabras: las zonas sobre las que podemos existir son pocas y eI mundo cuantioso y los hechos se dividen eit hechos mudos y los del ser, los primeros como si no hubieran existido porque no son hechos humanos pues "lo que se bizo y no se dijo, no ha existido". Este es un arte saIudable y por consiguiente cruel y melanc61ieo. El auna de esta literatura es un romanticismo poderoso, dnnde las emociones hermeticas eUgen la objetividad, es decir, la existeucia. Este personaje no es interior ni exterior pero nace desde dentro y estaUa: todo sigue valiendo en el porque no renuncia, no puede hacerlo, a nada de lo que es, se muevesiempre con lo que Ueva. EI fracaso en Uteratura es no lograr su tiempo, no ser eficixz, hacer un arte previsto, no construir un personaje descifrabIe y viviente. Estas perdldas o derrotas no estan nunca en este arte que es, por eso, un arte por fin verdadero. Augusto Cespedes es el mayor de los cuentistas de BoUvia. Rene ZavaIeta Mercado
TERCIANA MUDA I -" Chaco, infierno pdlido y hjano que te aproximas a mi ldmpara: quiero halhxr tu coraz6n absorto bajo el beso del polvo o tal vez muerto en h, cdambrada de una lluvia negra.
Tu paisaje iru:urabh es una tarde phma en que giraba el disco de moscas que re%pban un requiem azuUverde por los hombres y animales muertos bajo la corona de espinas de tu arbotedaenjerma con terciana muda. Olor a deguello, a gasolina "y alguna vez tambien el santo ok>r del guayacdn quemaba suenos del trasmundo hacia donde se arrastran tus picadas.
Tu lUmura. erupci6n cutdnea de tuscales, espectros de una sed dihxtada hasta h. bUmca sed de tu horiz
s caminos arrugados y eternos * cual tus hembras: h. Sed y h. Distancia. Chaco, pdis insepulto, torna sedienta despues de siglos tu alma que se extravi6 en el monte, tu alma espejo del agua que no existe en el fondo de tus jornadas que acaban sin recuerdo. Monstruo que ibas a no se donde, siempre al tedo del cami6n, pU>mizo, soholiento, siniestro y mehnc6lico, ya no te irds jamds de nuestro canto. II Trae h. brtijuUi, hermano muerto, y orienta el Chaco hacia h. Vida. - 1 4 -
Chaco: te contemplo en el atfas de rriis sueBos a mi patria clavado como un cardo, aunque florezca el cardo, porque tos indios desterrados de k>s Andes, caidos debajo de tus drboks en un otono de uni{ormes, con sangre lo regaron. En fo, pagina bhmca de tu arena sombra de buitres escribi6 tu historia... Y fuiste del Demonio por monedas rojas. Un batall6n de espectros zapadores fundi6 sangre en los altos hornos de tu ocaso. Te araron gritos y canones, fU>recieron tus rosas: fas heridas, maduraron tus frutos: fa-s granadas, ,-oh ]ardin de suplicios!... Ya estd acabado tu paisaje, ya tienes esquektos de soldados bajo los esquetetos de tus drbohs... Ahora eres patria, Chaco, de fos muertos sumidos en tu vientre en busca del alma que no existe en el fondo de tus pozos. Enciende el cigarilk>, hermano muerto, en kts pdlidas Uamas de este infiemo.
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Soy eI suboficial boliviano Miguel Navajas y me encuentro en el hospital de Tarairi, recluido desde hace 50 dias con avitaminosis beriberica, motivo insuficiente segun los n1edic0s para ser evacuado hasta La Paz, mi ciudad natal y tni gran ideal. Tengo ya dos afios y medio de campafia y ni el balazo con que me hirieron en las costillas el ano pasado, ni esta excelente avitaminosis me procuran la Uberaci6n. Entretanto me aburro, vagando entre los nu merosos fantasmas en calzoncillos que son los enfermos de este hospital, y como nada tengo para leer durante las caUdas horas de este infierno, me leo a mi mismo, releo mi DIARIO. Pues bien, enhebrando paginas distantes, he exprimido de ese Diario la historia de un pozo que esta ahora en poder de los paraguayos. P a r a mi ese pozo es siempre nuestro, acaso por lo mucho que nos hizo agonizar. En su contorno y en su fondo se escenific6 un drama terrible en dos actos: el primero en la perforaci6n y el segundo en la sima. Ved lo que dicen esas paginas:
15 de enero de 1933. Verano sin agua. En esta zona del Chaco, al norte de PlatanilIos casi no lIueve, y lo poco que llovi6 se ba evaporado. AI norte, al sur, a la derecha o a la izquierda, por donde se mire o se ande en la transparencia casi inmaterial del bosque de lefios pIomizos, esqueletos sin sepultura condenados a permanecer de pie en la arena exan>- 17 -
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giie, no hay una gota de agua, lo que no impide que _vivan aqui los hombres en guerra. Vivimos, raquiticos, miserables, prematuramente envejecidos los arboles, con mas ramas que hojas, y los hombres, con mas sed que odio. Tengo a mis 6rdenes unos 20 soldados, conlos ros^ tros entintados de pecas, en los p6mulos costras como discos de cuero y los ojos siempre ardientes. Muchos de ellos han concurrido a las defensas de Aguarrica y del Siete ('), de donde sus heridas o enfermedades los llevaron al hospital de Munoz y luego al de Ballivian. Una vez curados, los han trafdo por el lado de Platanillos, al II Cuerpo de Ejercito. Incorporados al regimiento de zapadores a donde fui tambien destinado, permanecemos desde hace una semana aqui, en las proximidades del for tin Loa, ocupadosen abrir una picada (*). El monte es muy espinoso, laberintico y palido. No hay agua. 17 de enero. Al atardecer, entre nubes de poIvo que perforan los eIasticos caminos aereos que confluyen hasta la pulpa del sol naranja, sobredorando el contorno del ramaje anemico, llega el cami6n aguatero. Un viejo cami6n, de guardafangos abollados, sin cristaIes y con un farol vendado, que parece librado de un terremoto, cargado de toneles negros, llega. Lo conduce un chofer cuya cabeza rapada me recuerda a una tutuma C). Siempre brillando de sudor, con el pecho humedo, descubierto por la camisa abierta hasta el vientre. (1) S i e t e . - Kil6metro Siete del camino Saavedra-Alihuata, donde se libr6 la batalla del 10 de Novietnbre. (2) Picada.— Camino transitable por cami6n en el Chaco. (3) T u t u m a . - Calabaza tropical de forma esferica que se utiUza como vaso. lS
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— La cafiada se va secando —anunci6 hoy—. raci6n de agua es menos ahora para el regimiento.
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' ^r- A mf no mas, agua los soldados me van a volver —ha afiadido el ec6nomo que le acompana. Sucio como el chofer, si 6ste se distingue por la camisa en aquel sori los pantalones aceitosos que le dan personalidad. Por lo demas, es avaro y me regatea la raci6n de coca para mis zapadores. Pero alguna vez rne hace entrega de una cajetilla de cigarrillos. El chofer me ha hecho saber que en Platanillos se piensa llevar nuestra Divisi6n mas"adelante. Esto ha motivado comentarios entre los soldados. Hay un potosino Chac6n, chico, duro y obscuro como un martillo,que ha lanzado la pregunta fatidica: — Y habra agua? — Menos que aqui —le han respondido. — ^Menos que aqui? ^Vamos a vivir del aire como las carahuatas? (*). Traducen los soldados la inconsciencia de su angustia, provocada por el calor que aumenta, relacionan^ do ese hecho con el aUvio que nos niega el liquido obse' sionante. Destornillando la tapa de un tonel se llena de_ agua dos latas de gasolina, una para cocinar y otra para beberla y se va el cami6n. Siempre se derrama un poco al suelo, humedeciendolo, y las bandadas de mariposas blancas acuden sedientas a esa humedad. A veces yo me decido a derrochar un punado de agua, echandomela sobre la nuca, y unas abejitas, que no se con que viven, vienen a enredarse entremis cabellos. (4) Carahnata.— Planta de bojas espinosas, y de ralz humeda que crece a ras del suelo.
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21 de enero. Llovi6 anoche. Durante eI dfa eI calor nos cerr6 como un traje de goma caliente. La refracci6n del sol en la arena nos perseguia con sus llamaradas blancas. Pero a las 6 llovi6- Nos desnudamos y nos banamos, sintiendo en las plantas de los pies el Iodo tibio que se metia entre los dedos. 25 de enero. Otra vez la calor. Otra vez.este flamear invisible, seco, que se pega a los cuerpos. Me parece que deberia abrirse una ventana en alguna parte para que entrase el aire. EI cielo es una enorme piedra debajo de la que esta encerrado el sol. Asi vivimos, hacha y pala al brazo. Los fusiles quedan semienterrados bajo el polvo de las carpas y somos simplemente unos camineros que tajamos el monte en l r nea recta, abriendo una ruta, no sabemos para que, entre la maleza inextricable que tambien se encoge de calor. Todo lo quema el sol. Un pajonal que ayer por la manana estaba amarillo, ha encanecido hoy y esta seco, aplav tado, porque el sol ha andado encima de el. Desde las 11 de Ia manana hasta las 3 de la tarde es imposible el trabajo en la fragua del monte. Durante esas horas, despues de buscar inutiImente una masa compacta de sombra, me echo debajo de cualquiera de Io> arboles, al ilusorio amparo de unas ramas que simulan unaseca anatomia de nervios atormentados. El suelo, sin la cohesi6n de la como la muerte blanca envolviendo abrazo de polvo, empanando la red chada por el ancho torrente del sol. - Z 0 -
humedad, asciende los troncos con su de sombra deshilaLa refracci6n solar
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hace vibrar en ondas el alre sobre el perfil del pajonal pr6ximo, tieso y paIido como un cadaver. Postrados, distensos, permanecemos invadidos por el sopor de lafiebrecotidiana, sumidos en el tibio des^ mayo que aserrucha eIchirrido de Ias cigarras, interminable como el tiempo. El calor, fantasma transparente volcado de bruces sobre eI monte, ronca en el clamor de las cigarras. Estos insectos pueblan todo el bosquedonde extienden su taIIer invisible y misterioso con millones de niedecillas, martinetes y sirenas cuyo funcionamiento aturde la atm6sfera en Ieguas y leguas. Nosotros, siempre al centro de esa polifonia irritan^ te, vivimos una escasa vida de palabras sin pensamientos,horas tras horas, mirando en el cielo incoloro mecerse el vuelo de los buitres, que dan a mis ojos la impresi6n de figura de pajaros decorativos sobre un empapelado infinito. Lejanas, se escuchan, de cuando en cuando, detonaciones aisladas. lo. de febrero. El calor se ha adueiiado de nuestros cuerpos, identificMidolos con la pereza inorganica de la tierra, hacien^ dolos como el polvo, sin nexo de continuidad articulada, blandos, caIenturientos, conscientes para nosotros s6lo por el tormento que nos causan al transmitir desde la piel la presencia sudosa de su beso de horno. Logramos recobrarnos al anochecer. Aband6nase el dia a la gran llamarada con que se dilata el sol en un ultimo lampo carmesf, y la noche viene obstinada en dormir, pero la acosan las picaduras de multiples gritos de animales: silbidos, chirridos, graznidos, gama de voces ex6ticas para nosotros, para nuestros oidos pamperos y montaneses. * - 2 1 -
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Noche y dia. Callamos en el dfa, pero las paIabras de mis soldados se despiertan en las noches. Hay aIgunos muy antiguos, como Nicolas Pedraza, vallegrandino que esta en el Chaco desde 1930, que abri6 el camLno a Loa, Bolivar yCamacho. Es paludico, amarillo y seco como una canahueca. — Lpspilas (*) haigan venido por la picada de Camacho, dicen —manifest6 el potosino Chac6n. — Ahi si que no hay agua —inform6 Pedraza, con autoridad. — Pero lospilas siempre encuentran. Conocen cl monte mas que nadies —objet6 Jose lrusta, un paceno aspero, de p6mulos afilados y ojillos oblicuos queestuvo en los combates de Yujra y Cabo Castillo. Entonces un cochabambino a quien apodan el Cosni,replic6: "^ ' — Dicen no mas, dicen nomas... ^Y a ese pila que le encontramos en el Siete muerto de sed cuandola caiia' da estaba ahicito, mi Sof?... ^ - Cierto —he afirmado—. Tambien a otro, delante del "Campos" lo hallamos envenenado por comer tunas del monte. — De_hambre^no se muere. De sedsi quesemuere. Yo he visto en el pajorial del Siete a los nuestros chupando el barro la tarde del 10 de noviembre. Hechos y palabras se amontonan sin huella. Pasan como una brisa sobre el pajonal sin siquiera estremecerlo. Yo no tengo otras cosas que anotar. (5) PiIa o patapila.- Soldado paraguayo.
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6 de febrero. Ha llovido. Los arboles parecen nuevos. Hemos te^ nido agua en las charcas, pero nos ha faltado pan y azu car porque el cami6n de provisiones se ha enfangado. 10 de fehrero. Nos trasladan 20 kil6metros mas adelante. La picada que trabajamos ya no sera utilizada, pero abriremos otra. 18 de febrero. El chofer descamisado ha traido la mala noticia: — La canada se acab6. Ahora traeremos agua desde "La China". 26 de febrero. Ayer no hubo agua. Se dificuIta el transporte por la distancia que tiene que recorrer el cami6n. Ayer, despues de haber hacheado todo el dfa en el monte, esperamos en la picada la llegada del cami6n y el ultimo lampo del sol —esta vez rosaceo— pint6 los rostros terrosos de mis soldados sin que viniese por el polvo de la picada el rumor acostumbrado. Lleg6 el aguatero esta maflana y alrededor del turril se form6 un tumulto de manos, jarros y cantimploras, que chocaban violentos y airados. Hubo una pelea que reclam6 mi intervenci6n. lo. de marzo. Ha Ilegado a este punto un teniente rubio y peque( 1 iiito, con la barba crecida. Le he dado el parte sobre el nu' o merode hombres a mis 6rdenes. - 2 3 -
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— En la linea no hay agua —ha dicho—. Hace dos dias se han insolado tres soldados. Debemos buscar pozos. — En "La China" dice que han abierto pozos. — Y han sacado agua. —Han sacado. — Es cuesti6n de suerte. — Por aquf tambien, cerca de "Loa" ensayaron abrir unos pozos. Entonces Pedraza que nos ofa ha informado que efectivamente, a unos cincb kil6metros de aqui, hay un "buraco" (*), abierto desde epoca inmemorial, de pocos metros de profundidad y abandonado porque seguramente los que intentaron hallar agua desistieron de la empresa. Pedraza juzga que se podrfa cavar "un poco mas". Hemos explorado la zona a que se refiere Pedraza. Realmente hay un hoyo, casi cubierto por los matorrales, cerca de un gran palobobo (*). E1 teniente rubio ha manifestado que informara a la Comandancia, y esta tar* de hemos recibido orden de continuar la excavaci6n del buraco, hasta encontrar agua. He destinado 8 zapadores para el trabajo. Pedraza, Irusta, Chac6n, el Cosni, y cuatro indios mas. II 2 de marzo. El buraco tiene unos 3 metros de diametro y unos 5 de profundidad. Duro como el cemento es el suelc. (6) Buraco (Portugu6s) agujero. (7) Palobobo.- Arbol del Chaco.
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Hemos abierto una senda hasta el hoyo mismo y se ha formado el campamento en las proximidades. Se trabajara todo el dfa, porque el calor ha descendido. Los soldados, desnudos de medio cuerpo arriba, re lucen como peces. Viboras de sudor con cabecitas de tierra les corren por los torsos. Arrojan el pico que se hunde en la arena aflojada y despues se descuelgan mediarv te una correa de cuero. La tierra extraida es obscura, tierna. Su color optimista aparenta una fresca novedad en los bordes del burac6. 10 de nwrzo. 12 metros. Parece que encontramos agua. La tierra extrafda es cada vez rrias humeda. Se han colocado tra^ mos de madera en un sector del pozo y he mandado construir una escalera y un cabaIlete de palomataco para extraer la tierra mediante polea. Los soldados se turnan continuamente y Pedraza asegura que en una semana mas tendra el gusto de invitar al General X "a soparse lasar^ gentinas en l'aguita del 5uraco". 22 de marzo. He bajado al pozo. Al ingresar, un contacto casi s6* lido va ascendiendo por el cuerpo. Concluida la cuerda del sol se palpa la sensaci6n de un aire distinto, el aire de la tierra. Al sumergirme en la sombra y tocar con los pies desnudos la tierra suave, me bana una gran frescura. Estoy mas o menos a los 18 metros de profundidad. Levanto la cabeza y la perspectiva del tubo negro se eIeva sobre mf hasta concluir en la boca Dor donde chorrea el rebalse de luz de la superficie. Sobre el piso del fondo hay barro y la pared se deshace facilmente entre las manos. He salido embarrado y han acudido sobre mi lo? mosquitos, hinchandome los pies. - Z 5 -
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30 de marzo. Es extrano lo que pasa. Hasta hace 10 dfas se extrafa barro casi liquido del pozo y ahora nuevamente tierra seca. He descendido nuevamente al pozo. E1 aliento de la tierra aprieta los pulmones alla adentro. Palpando la pared se siente la humedad, pero al llegar al fondo convpruebo que hemos atravesado una capa de arcilla humeda. Ordeno que se detenga la perforaci6n para ver si en algunos dfas se deposita el agua por filtraci6n.
12 de abtil. Despues de una semana el fondo del pozo seguia seco. Entonces se ha continuado la excavaci6n y hoy he bajado hasta los 24 metros. Todo es obscuro alla y s6lo se presiente con el tacto nictalope las formas del vientre subterraneo. Tierra, tierra, espesa tierra que aprieta los punos con la muda cohesi6n de la asfixia. La tierra extraida ha dejado en el hueco el fantasma de su peso y al golpear el muro con el pico me responde con un toc-toc sin eco que mas bien me golpea el pecho, Sumido en la obscuridad he resucitado una preterita sensaci6n de soledad que me poseia de nino, anegandome de miedosa fantasia cuando atravesaba el tunel que perforaba un cerro pr6ximo a las lomas de Capinota donde vivia mi madre. Entraba cautelosamente, asombrado a n t e l a presenciacasi sexual delsecreto terrestre, mirando a cohtraluz moverse sobre las grietas de la tierra los elitos de los insectos cristalinos. Me atemorizaba llegar a Ia mitad del tuneI en que la gama de sombra era mas densa pero cuando pasaba y me hallaba en rumbo acelerado hacia la claridad abierta en el otro extremo, me invadia una gran alegria. Esa alegr{a nunca llegaba a mis manos, cuya epidermis padecia siempre la repugnancia de tocar las paredes del tunel. - 2 6 -
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Ahora la claridad ya no la veo al frente, sino arriba, elevada e imposible como una estrella. jOh!... La carne de mis manos se ha habituadoa todo, es casi solidarin con la materia terraquea y no conoce de repugnancias... 28 de abril. Pienso que hemos fracasado en la busqueda del agua. Ayer llegamos a los 30 metros sin hallar otra cosa que polvo. Debemos detener este trabajo inutil, y con este objeto he elevado una "representaci6n" ante el comandante de batall6n quien me ha citado para manana. 29 de abril. — Mi Capitan —le he dicho al comandante— hemos llegado a los 30 metros y es imposible que salga el agua. — Pero necesitamos agua de todos modos —me ha respondido. — Que ensayen en otro sitio ya tambien ps, mi Capitan. — No, no. Sigan no mas abriendo el mismo. Dos pozos de 30 metros no daran agua. Uno de 40 puede darla. — Sf, mi Capitan. — Ademas, tal vez ya esten cerca. — Si, mi Capitan. — Entonces, un esfuerzo mas. Nuestra gente se muere de sed. No muere, pero agoniza diariamente. Es un suplicio sin merma, sostenido cotidianamente con un jarro por - 2 7 -
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soldado. Mis soldados padecen, dentro del pozo, de mayor sed que afuera, con el polvo y el trabajo, pero debe continuar la excavaci6n. Asi les notifique y expresaron su impotente protesta, que be procurado caImar ofreciendoles a nombre del ccr mandante mayor raci6n de coca y agua. 9 de nuiyo. Sigue el trabajo. El pozo va adquiriendo una personalidad pavorosa, substancial y devoradora, constituyerr close en el amo, en el desconpcido senor de los zapadores. Conforme pasa el tiempo, cada vez mas les penetra la tien a mientras mas la penetran, incorporandose como por el peso de la gravedad al pasivo elemento, denso e inacabable. Avanzan por aquel camino nocturno, por esa caverna vertical, obedeciendo a una 16brega atracci6n, a un niandato inexorable que les condena a desligarse de la luz, invirtiendo el sentido de susexistencias de seres humanos. Cada vez que los veo me dan la sensaci6n de no estar formados por celulas, sino por moleculas de polvo, con tierra en las orejas, en los parpados, en las cejas, en la aletas de la nariz, con los cabellos blancos, con tierra en los ojos, con el alma llena de tierra del Chaco. 24 de mayo. Se ha avanzado algunos metros mas. El trabajo es lentisimo: un soIdado cava adentro, otro desde afuera nianeja la polea, y la tierra sube en un balde improvisado en un turril de gasoIina. Los soldados se quejan de asfixia. Cuando trabajan, la atm6sfera les aprensa el c u e r po. Bajo sus plantas y alrededor suyo y encima de si la tierra crece como la noche. Adusta, sombria, tenebrosa, itnuregnada de un silencio pesado, inm6vil y asfixiante, -
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se apilona sobre el trabajador una masa semejante al vapor de plomo, enterrandole de tinieblas como a gusano escondido en una edad geol6gica, distante muchos siglos de la superficie terrestre. Bebe el liquido tibio y denso de la caramanola que se consume muy pronto, porque la raci6n, a pesar de ser doble para "los del pozo" se evapora en sus fauces, dentro de aquella sed negra. Busca con los pies desnudos en el polvo muerto la vieja frescura de los surcos que el cavaba tambien en Ia tierra regada de sus lejanos valles agri* colas, cuya memoria se le presenta en la epidermis. Luego goIpea, golpea con el pico, mientras la tierra se desploma, cubriendole los pies sin que aparezca jamas el agua. El agua, que todos ansiamos en una concentraci6n mental deenajenados que se vierte por ese agujero sordo y mudo. 5 de junio. Estamos cerca de los 40 metros. Para estimular a mis soldados he entrado al pozo a trabajar tambien yo. Me he sentido descendiendo en un suefio de caida infinita. Alla adentro estoy separado para siempre del resto de los hombres, lejos de la guerra, transportado por la soIedad a un destin6de aniquiIaci6n que me estrangula con las manos imjpalpables de la nada. No se ve la luz, y la densidad atmosferica presiona todos los planos del cuerpo. La columna de obscuridad cae verticalmente sobre ml y me entierra, lejos de los oidos de los hombres. He procurado trabajar dando furiosos golpes con el pico, en la esperanza de acelerar con la actividad veloz el transcurso del tiempo. Pero el tiempo es fijo e invariable en ese recLnto. Al no revelarse eI cambio de Ias horas con la luz, el tlempo se estanca en el subsuelo con la negra _29-
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uniformidad de una camara obscura. Esta es la muerre de Ia luz, la rafz de ese arbol enorme que crece en las noches y apaga elcielo enlutando la tierra. 16 de junio, / Suceden cosas raras. Esa camara obscura aprisiona/ da en el fondo del pozo va revelando imagenes del agua j con el reactivo de los suenos. La obsesi6n del agua esta creando un mundo particular y fantastico que se ha originado a los 41 metros, manifestandose en un curioso suceso acontecido en ese nivel. El Cosni Herbozo me lo ha contado. Ayer se habia quedado adormecido en el fondo de la cisterna, cuando vio encenderse una serpiente de plata. La cogi6 y se deshizo en sus manos, pero aparecieron otras que comenzaron a bullir en el fondo del pozo hasta formar un manantial de borbollones blancos y sonoros que crecian, animando el cilindro tenebroso como una serpiente encantada que perdi6 su rigidez para adquirir la flexibilidad de una columna de agua spbre la que el Gosiii se sinti6 elevado hasta salir al haz alucinante de la tierra. k
Alla, joh sorpresa! vio todo eI campo transformado por la invasi6n del agua. Cada arbol se convertfa en un surtidor. El pajonal desaparecfa y era en cambio una v e r de laguna donde los soIdados se bafiaban a la sombra de los sauces. No le caus6 asombro que desde la orilla opuesta ametrallasen los enemigos y que nuestros soldados se zambullesen a sacar las balas entre gritos y carcajadas. El solamente deseaba beber. Bebfa en los surtidores, bebia en la laguna, sumergiendose en incontables planos liquidos que chocaban contra su cuerpo, mientras la lluviade los surtidores le mojaba la cabeza. Bebi6, bebi6, pero su sed no se calmaba con esa agua, liviana y abundantemente como un suefio. . - 3 0 -
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Anoche el CosfH tenia fiebre. Hedispuesto que lo trasladen al puesto de sanidad del Regimiento. 24 de junio. El Comandante de Ia Divisi6n ha hecho detener su auto al pasar por aqui. Me ha hablado, resistiendose a creer que hayamos alcanzado cerca de los 45 metros, sacando la tierra balde por balde con una correa. — Hay que gritar, mi Coronel, para que el soldado salga cuando ha pasado su turno —Ie he dicho. Mas tarde, con algunos paquetes de coca y cigarrillos, el Coronel ha enviado un clarfn. Estamos, pues, atados al pozo. Seguimos adelante. Mas bien, retrocedemos al fondo del planeta, a una epoca geol6gica donde anida la sombra. Es una perseeuci6n del agua a traves de la masa impasible. Mas solitarios cada vez, mas sombrios, obscuros como sus pensamientos y su destino, cavan mis hombres, cavan, cavan atm6sfera, tierra y vida con lento y atono cavar de gnomos. 4 de julio. ^Es que en realidad hay agua?... jDesde el suefio del Cosni todos la encuentran! Pedraza ha contado que se ahogaba en una erupci6n subita del agua que creci6 mas alta que su cabeza. Irusta dice que ha chocado su pica contra unos tempanos de hielo y Chac6n, ayer, sali6 hablando de una gruta que se iluminaba con el fragil reflejo de las ondas de un lago subterraneo. ^Tanto dolor, tanta busqueda, tanto deseo, tanta alma sedienta acumulados en el profundo hueco originan esta floraci6n de manantiales?... - 3 1 -
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16 de julio. Los hombres se enferman. Se niegan a bajar al pozo. Tengo que obligarlos. Me han pedido incorporarse al Regimiento de primera linea. He descendido una vez mas y he vuelto, aturdido y lleno de miedo. Estamos cerca dc los 50 metros. La atm6sfera cada vez mas prieta cierra el cuerpo en un malestar angustioso que se adapta a todos sus planos, casi quebrando el hilo imperceptible como un recuerdo que ata el ser empequenecido con la superficie terrestre, en la honda obscuridad descolgada con peso de plomo. La tetrica pesantez de ninguna torre de piedra se asemeja a la sombria gravitaci6n de aquel cilindro de a r re calido y descompuesto que se viene lentamente hacia abajo. Los hombres son cimientos. El abrazo del subsueIo ahoga a los soldados que no pueden permanecer mas de una hora en el abismo. Es una pesadilla. Esta tierra del Chaco tiene algo de raro, de maldito. 25 de julio. Se tocaba el clarin —obsequiado por la D i v i s i 6 n en la boca de la cisterna para llamar al trabajador cada hora. Cuchillada de luz debi6 ser la clarinada alla en el fondo. Pero esta tarde, a pesar del clarin, no subi6 nadie. — ^Quien esta adentro? —pregunte. Estaba Pedraza. Le llamaron a gritos y clarinadas: — ;Tararfif!!... j jPedrazaaaa!!! — Se habra dormido... — O muerto —anadi yo, y ordene que bajaseri a verlo. - 3 2 -
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Baj6 un soldado y despues de largo rato, en medio del cfrcuIo que haciamos aIrededor de la boca del pozo, amarrado de la correa, elevado por el cabrestante y env pujado por el soldado, ascendi6 el cuerpo de Pedraza, semiasfixiado. 29 de julio. Hoy se ha desmayado Chac6n y ha salido, izado en una Iugubre ascensi6n de ahorcado. 4 de septiembre. ^Acabara esto aIgun dfa?... Ya no se cava para encontrar agua, sino para cumplir un designio fatal, un prop6sito inescrutable. Los dias de mis soldados se insumen en la voragine de la concavidad luctuosa que les lleva ciegos, por delante de su esoterico crecimiento sordo, atomillandoles a la tierra. Aquf arriba el pozo ha tomado la fisonomia de algo inevitable, eterno y poderoso como la guerra. La tierra extraida se ha endurecido en grandes morros. sobre los que acuden lagartos y cardenales. A1 aparecer el zapador en el brocal, trasminado de sudor y de tierra, con los parpados y los cabellos blancos, llega desde un remoto pais plutoniano, semeja un monstruo prehist6rico, surgido de un aIuvi6n. Alguna vez, por decirle algo, le interrogo: -
^Y...?
— Siempre nada, mi Sof. Siempre nada, igual que la guerra... jEsta nada no se acabara jamas! - 3 3 -
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lo. de octubre. Hay orden de suspender. la excavaci6n. En siete meses de trabajo no se ha encontrado agua. Entretanto el puesto ha cambiado mucho. Se han levantado pahuichis (^) y un puesto de Comando de batall6n. Ahora abriremos un camino hacia el Este, pero nuestro campamento seguira ubicado aqui. El pozo queda tambien aqui, abandonado, con su boca muda y terrible y su profundidad sin consuelo. Ese agujero siniestro es en medio de nosotros siempre un intruso, un enemigo estupido y respetable, invuInerable a nuestro odio como una cicatriz. No sirve para nada.
III 7 de diciembre (Hospital PUitanillos). jSirvi6 para algo, el pozo maldito!... Mis impresiones son frescas, porque el ataque se produjo el dia 4 y el 5 me trajeron con un acceso de paludismo. (B) Pahuichl.- Cabana de palos y ramas. - 3 4 -
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Seguramente algun prisionero capturado en la linea, donde la existencia del pozo era legendaria, inform6 a los pilas que detras de las posiciones bolivianas habfa un pozo. Acosados por Ia sed, los guaranies decidieron un asalto. A las 6 de la manana se rasg6 el monte, mordido por las ametralladoras. Nos dimos cuenta de que las trincheras avanzadas habian sido tomadas solamente cuando percibimos a 200 metros de nosotros el tiroteo de los pilas. Dos granadas de stoke cayeron detras de nuestras carpas. Arme cbn los sucios fusiles a mis zapadores y los desplegue en linea de tiradores. En ese momento lleg6 a la carrera un oficial nuestro con una secci6n de soldados y una ametralladora y los posesion6 en linea a la izquier da del pozo, mientras nosotros nos extendiamos a la derecha. Algunos se protegian en los montones de tierra extraida. Con un sonido igual al de los machetazos las balas cortaban las ramas. Dos rafagas de ametralladoras abrieron grietas de hachazos en el palobobo. Creci6 el tiroteo de los pilas y se oia en medio de las detonaciones su alarido salvaje, concentrandose la furia del ataque sobre el pozo. Pero nosotros no cediamos un metro, defendiendolo j C O M O SI REALMENTE TUVIESE A G U A ! Los canonazos partieron la tierra, las rafagas de metralla hendieron craneos y pechos, pero no abandonamos elj30zo, en cinco horas de combate. A las 12 se hizo un silencio vibrante. Los pilas se habian ido. Entonces recogimos los muertos. Los pilas habian dejado cinco y entre los ocho nuestros estaban el Cosni, Pedraza, Irusta y Chac6n, con los pechos desnudos, mostrando los dientes siempre cubiertos de tierra. - 3 5 -
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El calor, fantasma transparente echado de bruces sobre el monte, calcinaba troncos y meninges y h a d a crepitar el suelo. Para evitar el trabajo de abrir sepulturas pense en el pozo. Arrastrados los trece cadaveres hasta el borde fueron pausadamente empujados al hueco, donde vencidos por la gravedad daban un lento volteo y desaparecian, engullidos por la sombra. — ^Ya no hay mas?... Entonces echamos rierra, mucha tierra adentro. Pero, aun asi, ese pozo seco es siempre el mas hondo de todo el Chaco.
LA
CORONELA
No se podfa encender fuego en la linea. VeIando en la oscuridad de una noche de surazo en las trincheras del "Chuquisaca", mi camarada E . . . y yo recordamos Ia triste historia del Teniente Coronel Santiago Sirpa, de cuyos dramaticos detaUes habia sido testigo E . . . Meses mas t a r d e r e c o n s t r u i y amplie el dlalogo de aqueUa noche en la sigulente forma:
EL AuTOR.— Es una pelicuIa. ;Toda una pelicula! EL TESTlGO.— Exactamente. Podriamos disponerIa asi. Usted serfa el director de escena. EL AuTOR.— Y usted el supervisor que cuide de la fideUdad de los hechos, del ambiente. EL TESTiGO.— jY de los documentos! Ensayemos ahora mismo la primera escena. EL AuTOR.— Muy bien. Barbara se llamaba. Era alta, blanca, y era esposa de un miUtar del ejercito boliviano.... EL TESTIGO.— No. Espere. Sacrifique usted la frase al colorido y a la naturaUdad. Segun lo que yo se debiera decir ^ue siempre la llamaron Bara, quedando lo de Barbara como una curiosidad inscrita en algun libro bautis- 3 7 -
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mal de la parroquia de Santa Ana del Yacuma, pueblito del Beni, territorio vestido de bosques maravillosos y cefiido de rios sonoros que afluyen al Amazonas. U n canadiense, probablemente fugado de algun presidio brasileno, fue el padre, y su madre la Trinidad Gentil, nativa del lugar, mujer hermosa en sus tiempos y la mas bella de las "peladas" (') erectas y alrosas como hojas de bananero que pueblan la regi6n. Diga usted que, cuando la conocf, dofia Trini era una mujer de vientre desproporcionado con su delgadez y con voz desapacible, vestida con un "tipoy" de menudos puntos rojos, debajo del que asomaban los pies, siempre calzados, indicio de distinci6n. Administraba una pascana (*) pr6xima a Santa Ana, donde pernoctaban los arrieros y ganaderos que trasminados de barro aparecfan, precedidos por la esquila de las mulas madrinas, en los desfiladeros de los arboles elevados y enmaranados de ramas y de monos. Entonces Bara tenia 11 anos. Despues, puede decir que se traslad6 a Trinidad, y mas tarde, cuando Bara tenia 14 anos, a Villabella, puerto fluvial en la frontera con el Brasil, tipicamente tropical y casi internacionalizado por la influencia brasilena. Casas de palma, gentes vestidas de blanco, palmeras. Alli vivian, en una casa de palizada, techo de hbjas de palma y un patio interior con un corredor cubierto de carlahuecas. Dona Trini, vendfa conservas en lata, cigarrillos de su industria, te, cafe y licores a los pobladores, siendo su casa muy concurrida por... EL AuTOR.— Bien, vayamos por ahi. Siendo su casa muy concurrida, cuado Bara, con su calida palidez de 15 aflos, sus ojos claros, con limpidez del agua depositada por las lluvias en la corola de la begonia silvestre y su (1) Pelada.— En Santa Cruz y Beni, jovencita. (2) Pascana.— Lugar de descanso en el camino.
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cuerpo vertical y vibrante como el bambu, result6 el pararrayos de todas las miradas de comerciantes, fleteros enganchadores, siringueros y militares de guarnici6n, quc se descargaban sobre sus senos acumulados de electricidad negativa. EL TESTIGO.— Verdad es. Atravesaban la frontera para verla. La recuerdo claramente: tenia un traje blanco que la audaz arquitectura de su cuerpo volvia casi transparente. La tela era sumisa a sus formas, que nunca escondia todas. Cuando no disenaba una cadera, destacaba la curva de la otra, y cuando no se pegaba a los muslos, le cenia el vientre concentrico, pero inevitablemente obedecfa siempre a la proa de los senos, que cuando mas lo apretaba para disimularlos se hacian mas insolentes. Sobre los cabellos de bronce palido, un gran sombrero de paja y en los pies, generalmente, nada. EL AuTOR.— Generalmente, nada. Era una "peladinga" como dicen alla. EL TESTiGO.— Hasta por ahi, no mas. Como todas las muchachas de la clase proletaria en el tr6pico, como todas las blancas, posefa unos zapatos que le compr6 la madre, s6lo para las ocasiones solemnes. En aquella en que conoci6 a Santiago Sirpa, ella tenia unas zapatillas blancas con ribetes negros, tacones altos y un lazo de mariposa. Y tambien un lazo en las trenzas... EL AuToR.— Dejeme continuar. Fue, segun me dijo usted, en la celebraci6n del 6 de agosto, que la oficialidad de guarnici6n hizo una fiesta. Alla estaba, recien llegado y en sitio de honor, debajo de las banderitas de papel colgadas en el corredor del casino de oficiales, el entonces Capitan Santiago Sirpa. Muy alto, de cuerpo huesoso y rostro mas huesoso aun. Por su seriedad aparentaba la madurez, aunque no tenia mas de 30 aiios. Ca- 3 9 -
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ra acabaIlada, de perfil duro en que todos los relieves: entre<:ejo, nariz corva y ment6n, igualmente pronunciados, alcanzaban un mismo plano. Labios delgados, ojos delgados y cabe!lo duro como la paja brava que le crecia a dos dedos encima de las cejas. EL TESTiGO.— ... el cabello. EL AuTOR.— Si, el cabelIo era el que le crecia hat>ta alla donde se nivelaba en un corte cepillo. Era feo, silencioso y de enorme dentadura. Quebraba con los dientes la chuleta de cerdo asado con que se celebraba el aniversario, cogiendola con los dedos negros, cortos como de gorila. Su color cobrizo se acusaba escandalosamente en el uniforme blanco, sobre el que contrastaban la negrura de su rostro y de sus manos, y en sus hombros, las jinetas rojas con las tres estrellas de plata. Solo el uniforme tenia claro. Por lo demas, era un militar torvo, sombr{o, adusto... EL TESTiGO.— No tanto, no exagere. Solo en apariencia, porque su indole que se descubria en la intimidad, en la campana, era timida, hasta dulce, sentimental. EL AuTOR.— Feo, cat6lico y sentimental, como Bradomin. EL TESTiGO.— Como Bradomfn, no. Como la mayor parte de los militares que hacen en el Colegio Militar el terrible aprendizaje de la castidad, y que luego en las guarniciones o en las ciudades no tienen sino aventuras poco envidiables, su record er6tico no pasaba de lo vulgar. EL AuTOR.—
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hacfa presente a todas horas en el boliche el prestigio de Ias estrellas de capitan. EL AuTOR.— Comprendo. Acechaban a Bara los empleados de Suarez, los hacendados, los ganaderos, las autoridades. El Delegado NacionaI, de paso por alli, se afeit6 la barba para parecerle mas joven. Los comerciantes, los brasilenos y sobre todo los oficiales de guarnici6n que buscaban aventuras er6ticas, ligaban compromisos de matrimonio, raptaban a las peladas y tejian un mundo vario e inquietante alrededor de las mujeres, para entretener su forzada ociosidad. Bara, inconsciente de este culto como una imagen de altar, admitia indistintamente la adoraci6n individual y colectiva, dejandose rodear, estrechar y desear. Cuando bailaban con ella sentia el aliento tibio v alcoholizado de los hombres junto a su cuello, sobre sus sehos, musitandole promesas, desgranandole galanterias, bajo Ia mirada de la madre que a los 35 anos de edad era ya una osamenta del trabajo aniquilador del tr6pico, donde Suarez Hermanos, alquimistas, explotan el secreto de transformar la sangre humana en goma y esta en oro. La Trini era ya un espejo opaco al que s6lo le restaba el reflejo de la hija. La cuidaba por eso como a su capital invertido. La negrura de Sirpa se abras6 como el carb6n al contacto de Bara. Desde aquella tarde en que la alegre tropa de oficiales, despues de la fiesta del casino, dedic6 un mal6n a la casa de Trini, Sirpa se posesion6 del lugar. Al atardecer de los dias de modorra, cuando chispeaban los contornos anaranjados del bosque sobre el rfo o en las noches de estrellas y de ranas, el Capitan bebiendo refrescos o cerveza en el corredor, deslizaba palabras al ofdo de Bara, haciendolas escurrir a traves del circulo de varones que siempre la rodeaban, a manera de las ondas - 4 1 -
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a los peces que saltaban en Ia superficie de los remansos del Mamor& A veces, cuando el dialogo se prolongaba, intervenia en alta voz dona Trini: — ^Que iba diciendo el Capitin?... — Oh, Trinica.... Decia a Bara que usted debe cuidarla mucho, porque mis oficiales me han dicho que se se la han de robar. — Osados los collas
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ta, y ademas se puede arguir que es articulo de uso personal. Por otra parte, los hechos se produjeron por grados de progresi.'6n infinitesimal en que las mismas matematicas no pueden fijar limite del paso de un estado a otro, mucho menos la fisiologia o la moral. Lo cierto es que Bara despert6 en Sirpa una sensuaIidad fria y cruda como un cuchillo, mas violenta que la de los tropicales, por ser mas reservada y continua. Habian pasado ya cinco meses del arribo de Sirpa cuarr do lleg6 la noticia de su ascenso. Naturalmente, fue celebrada en casa de Trini con gran consumo de licores. Se agot;r ron cuatro fardos de cerveza pacena y un cerdo asado fue servido en el corredor de canahuecas, en medio de elc>gios a la mano de Trinica que, ayudada por los soldados, habia mechado el cochino. Habia cuatro peladas de gala, ademas de Bara, vestida de azul, que iluminaban la fie.:;ta. Sirvi6 a la mesa, pero la solicitaci6n en coro de los oticiales impuso su permanencia en ella, sentada al lado di Sirpa. Este, en el cenit de su felicidad. Una orquesta de guitarras y bandurrias ritmaba tjquirares C) y machichas a la sombra de los arboles que al atardecer descendi6 sobre el patio. Se inici6 la danzn alla: — Una cueca... Una cueca boUviana. jViva Bolivia' ;Viva La Paz! — ;La catamarquenita! — jEl Mayor y Barita en baile! Sobre el rubio aIeonado de los cabellos de Bam, muy seria y despectiva, traz6 espirales el panuelo del ca pitan entre gritos y palmadas freneticas. L.uego bailaron (3) Taquirare.^ Musica tfpica del Beni. - 4 3 -
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otros oficiales. Se coIg6 un lampi6n de gasolina para iluminar el patio y se llam6 una banda de musica. Con la banda, la fiesta alcanz6 contornos babil6nicos. A las 9 ds Ia noche los uniformes blancos de los oficiales ebrios se adunaban tambaleantes, girando incansables, a los vestidos chillones de las muchachas, ebrias tambien, al con.pas ondulante de la machicha brasilefia que se ahondaba a ratos como lamento en boca de un negro o se iluminaba como su risa en la atm6sfera picante de olores a sudor y calidos gritos de mujeres.
Al cUa siguiente a las 4 de la tarde, cuando el sopor tropical <=olidificaba todo movimiento del bosque, aletaigab;i el nueblo y enmudecia el rio cuyas anchas aguas sc dos'!!:aban sin ru(do despeinando la cabellera del sol que re'kjaban, Sirpa, sediento por la reacci6n alcoh6lica del "c!iaqui" ("'), se encamin6 a la casa de Trinica. La puerta ;-e !v.;llaba abierta, pero la vivienda estaba totalmentc .sik'riciosa. Nadie detras del mostrador. Nadie en el corredor ni en el patio. El resol asomaba por los huecos de ia palirada y unas gallinas en la sombra acezaban de calor. — <;Bara?... ^Barita?... Nadie respondi6. — ^Trinica?... ^Dona Trini?... ^No hay nadie? Dio unos golpes sobre eI mostrador. Entonces sinti6 a su izquierda, en el angulo de la habitaci6n, un movimiento confuso. Alla estaba el lecho donde dormfan juntas la Trini y su hija, cubierto por un amplio mosquitero sujeto por cuatro carrizos. (4) Chaki.- Seco en quichua y aymara. Se etnpIea para designar la deshldrataci6n subsiguiente al exceso alcoh61ico. - 4 4 -
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— Dona Trini ^sigue la siesta? No le respondieron, pero una risa reprimida parti6 del interior del mosquitero. ;No era la Trini! Una ola ds sangre bombeada por el coraz6n acelerado, inund6 el cerebro de Sirpa. Qued6 quieto un momento y luego se aproxim6 y levant6 un angulo del mosquitero descubriendo a Bara que estaba dentro. — ...jBara!... Bara, cogiendo el mosquitero con una mano, empez6 a reir. — Yo creia que era mi mama y uste creia que rri mama era yo. Yo aguaitaba calladinga de aqui, a ver que hacia. Sirpa temblaba, sintiendo su sangre golpearle las sienes. — Quitese, que me levanto. Hizo un movimiento por incorporarse, pero Sirpa la empuj6 sobre el lecho. No tenia sino una tosca camtsa que destacaba la fina piel de los hombros. El calor daba a su rubicundez palida, un tono mate, como sidetras de una tela de seda transparente se hubiese corrido otra mas obscura. Las trenzas se deslizaban sobre los hombros, tocandole los pechos. — No te levantes, Barita. Dejame, no te levantes. Cay6 la gorra del militar al tntroducirce dentro del mosquitero y sentarse en el lecho. Bara pugnaba por levantarse, por cubrirse y por atajar las manos de Sirpa. — No, no, dejeme que me levanto. No sea malito. Y luego, tuteandole, en voz baja: - 4 5 -
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— Dejame, quita. No, no, oh... no... — Bara, Barita, yo te quiero. Te adoro, Barita. Anoche me prometiste. Deja... — Anoche seria anoche, pue. Deja... — Bara... La monotonia del dialogo en voz baja y ardiente, sc compensaba con un repertorio de acciones que prontamente les extrajeron el sudor a chorros. Era una lucha terrible y muda, de serpientes. — ;No! Si viene mi mama.... — No vendra. — Fue al arroyo no mas. Si nos coge, me mata la mama.... No, no... Se cerraban los ojos verde nilo en una expresi'6n de tristeza infinita. Agotadas las palabras, las manos de Sirpa amasaban las piernas maravillosas, rumbo a las caderas. Afuera vibraba el incendio incoloro de la atm6sfera y s6lo llegaba hasta la vivienda el buUir de una acequia monocorde. Diez minutos dentro del mosquitero. De pronto, Sirpa vio dilatarse con un fulgor aterrorizadolos ojos de Bara y el rubio mate adquiri6 Ia palidez de la pulpa del platano. — jMi mama... ;Salf, sali! Ya no habia tiempo. Sirpa salt6 del del mosquitero en momento en que la vieja, enorme sombrero, ingresaba a la vivienda sombrilla. Con una mirada se dio cuenta poniendose livida de ira. - 4 6 -
lecho y salio tocada de un cerrando su del atentado,
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— Ja... ja... ;Cochina, perra! Ahora te voy a dar, hija de perra. Bara salto del lecho, enredandose y rompiendo el mosquitero, procurando enfundarse la bata azul, y la madre la acometi6, goIpeandola con las dos manos y cogiendola despues de los cabellos que Sirpa pudo librar de sus garras en complicada lucha, desanudandoIe uno por uno los dedos empufiados en la cabellera rubia y concluyendo por retener a Trini por la cintura. Bara qued<> arrinconada en una esquina, al lado de la maquina de coser. La apariencia infantil d e s u desnudez semisalvaje, decorada con las trenzas deshechas, desmentian los pechos que trepanaban la camisa en la respiraci6n aterrorizada. No decia una palabra ni se atrevia dar dos pasos para coger su traje. Trini, debatiendose en las brazos del militar, la llenaba de calificativos abominables. — Cochina, te cuelgo... Aguarda la azotera, te mato. Vos solta, soltame... Con un movimiento violento se solt6 y arranc6 de un tir6n un talero colgado al lado de la puerta, atacando a la hija y golpeandoIa en la cabeza, en los hombros, en la cara, aunque Sirpa se interpuso y nuevamente, la agarr6 abrazandola por encima de los hombros, entretanto que Bara salia hasta el corredor hacia la calle y desapareci6. Sirpa se coloc6 en la puerta para impedir la persecuci6n, recibiendo entonces los denuestos y recriminaciones que le correspondian por abusar de la confianza de una casa donde era acogido en el supuesto de su idoneidad. Altemabase con la acusaci6n de Trini las protestas del miHtar: — Calmate, dona Trinica, vos me conoces. Todo se ha de arreglar. Si no ha habido nada, te prometo que no -
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ha habido nada. Yo llegue ese ratito no mas, un instanre antea que vos. Luego, mirando el traje caido en eI suelo y su gorra pisotcada los levant6 y dijo: — La chica esta desvestida, che. Voy a entregarie ,su traje. Calmate. Yo la traigo. Sali6 a la carrera. Treinta metros mas alla, dentro de una casucha, Bara se cubr{a los hombros con una toalla cerca de unas cambas silenciosas que le servian agua. Ten{a la huella de un golpe que le cruzaba el rostro y lloraba. Sirpa la abraze y una gota de sangre de la boca de Bara le manch6 el blanco uniforme en el pecho. — Toma, vistete. — Ay, me mata la mama. ^Ahora que hago?... Me mata. — No te matara. Vente conmigo. Y se la llev6. II Se casaron en TrLnidad, ano y medio despues. Bara, vestida con diafanas telas de contrabando de Guayaramerin, caIzada con zapatillas importadas del Brasil y unA sombriIla de igual procedencia, habia afinado su porte, adoptando inconscientemente una languida elegancia felina. Desaparecidas Ias trenzas, una melena turbia y brillante como las cachuelas del rio Beni enmarcaba el rostro, a cuya blancura impasible daban rareza las pestanas negras y los ojos enigmaticos que eran clarfsimos cuando miraba al cielo y se tornaban de un obscuro verdemar cuando contemplaba el agua. - 4 8 -
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Sirpa habia permanecido un tiempo mas en la guarnici6n de Villabella, de donde fue trasladado a Cobija. Luego, sobrepasadoeI periodo de dos anos de fronteras que correspondea todoslos miIitares, fue llamado por zl Estado Mayor General de La Paz. Era esto a fines de 1929. No por un moraento pens6 abandonar a Bara... EL TESTiGO.—- Exactamente. Tengo a prop6sito una carta interesante, escrita por el mucho despues, en que hay este parrafo: "Considcre que mi responsabilidad con esa joven a quien queria mucho era grande, por lo mismo que yo h. habia sacado del ambiente donde vivia para hacer de ella una mujer distinguida. En h. guamici6n le hice llevar una vida "de senora" dedicdndome pacientemente a lkndfmuchosyacio'sde su educaci6n. Yo en realidad me enorgullecia de haberhx librado de una mala pendiente. En ese ambiente turbio donde vivi6 rodeada de mil acechanzas, puedo afirmar que hubiera salido intacta, y al recogerki yo con(iaba en que el amor de un hombre honrado que la introducia a un ambiente sano, haria de elhi una mujer respetable. Le_consegui profesoresylibros. Aprendia con facilidad y nadie hubiera rzconocido, un ano despues, en la mujer del Mayor Sirpa a hx chiquilla que ayudaba a su madre a vender licor en VilhbelkL. "Habiendo recibido destino a La Paz re{lexione que no podia abandonarUi y que de Uevarla conmigo y presentarla a mi hxdo, para no sufrir perjuicio en mi carrera, era preciso darle mi nombre. Hasta entonces todo me hcr cia esperar que seria mi digna esposa. En consecuencia, me casi en Trinidad en visperas de partir a Cochabamba". EL AuTOR.— Reapareci6 en La Paz, despues de lar ga ausencia, el Mayor ascendido Santiago Sirpa con un:* - 4 9 -
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esposa beniana. La Paz, pepita de cuarzo aurifero rodeada de un ventisquerodel Illimani. Cabeza de alfiler prendido entre la capa plomiza del altiplano y la gola blanca de las montanas. En la madrugada, el Illimani se frota con toallas de nubes y luego se desnuda para recibir un bano de sol. Resplandecen las calles jorobadas, lomos de camellos cargados de edificios de piedra, y las avenidas de platanos, lujosamente pavimentadas de granito amasado con sol, todo ello cerrado en la campana de cristal sin mancha de un cielo de anil, del mejor anil del mundo, el secreto de cuya sintesis se halla a una altura de 4.00C metrcs sobre elmar. Atm6sfera matinal de puna que lava los colores de arboles verde obscuro, de edificios azul piedra, de caminos dorados y de cerros bermejos, separando con perfiles nitidos la escala pollcroma de los mirajes pacenos. Una brisa mananera que ha corrido con los pies descalzos sobre la nieve del Illimani desciende a refrescar los Iabios y la naricita irreprochable de Bara, montada en un caballo de color de miel y remos finos y sonoros como cuerdas de guitarra. A su lado en otro corcel de musculos vibrantes, el Teniente Coronel Sirpa y al otro, en linea y montadcs tambien, dos oficiales del Regimiento. — ;Hermoso animal! — ^Por quien lo dice, senora? — Por su bayo, pue. — Sefora: me desconsuela usted. Crei que lo decia por mi. La cuadriga marcha al paso por el Prado, rfo d^ sol, anunciandose^Gpn ritmicos ecos sobre el granito que reverbera. Con ruid6 mas profundo y paso mas rapido en el asfalto de la Avenida Arce, y mas alla, descendiendo a la quebrada, en el camino a Obrajes, galopa la marcial - 5 0 -
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cuadriga, llevando a la cabeza a Bara que aprisiona el galope con sus prietos musculos disenados por el colan, entregando al soplo de la brisa el rostro y el torso, cerrado hasta el cuello por un sweater blanco, d6cil a la agr taci6n de los senos, debajo del corbatin. — La senora Bara es una gran amazona, mi Coronel —comenta el Capitan Ruperto Hinojosa, cuando cesa el galope. — Monta mucho mejor que el Capitan Hinojosa —anade el Teniente. — Y mejor que tu, maleta. Pareces de infanterfa. Da vergiienza, con caballo tan lindo. — Bara tiene lo principal: no le tiene miedo al caballo —dice sentenciosamente el Coronel. — Cierto es. El otro domingo crei que se le solt6 el caballo en una carrera loca. Logre alcanzarla en la cuesta, pero ella se ri6 de mi temor, porque ya lo habia dominado. — Como a todos, senora, —le dice en voz baja Hinojosa que marcha a su lado—. Como a todos: caballos, oficiales y jefes. Tiene usted espiritu de mando. — Como a todos, Hinojosa? No sea zalamero. — Asi es, senora Bara. Es usted la reLna deI regimiento. — Oi, Coronel. Hinojosa me esta haciendo versos. Nunca le llama de su nombre. Siempre le dice "Coronel". Se abre ante ellos la avenida de eucaliptos en Calacoto, entre campos olorosos a cebada y a retamas que bri-51-
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llan bajo los dardos del sol destilados en la atm6sfera desnuda. — ,fOtro galope? —propone Bara, y espolea al corcel. Esta vez es una carrera. Se cruzan con un grupo de jinetes que poniendose a un lado del camino se apartan para dar paso al huracan que abren las melenas de Bara, dejando atras el cono acustico del tropel. — ^Quien es? <>La vieron? — Es la beniana, mujer del Coronel Sirpa. — Bien indio el tipo, ^no?... ^Y los otros? — Su marido y oficiales del Regimiento. El que me salud6 es un capitan Hinojosa. — Guapa la hembra, lindaza. — Atrozmente guapa. jQue ojos! — jQue senos! Regia camba. — El marido debe tenerla con un cord6n de centinelas. Uno de los jinetes, de una pureza de facciones irreprochablemente aimaras, pero vestido a la europea, reptica con tono de superioridad: — No tanto... La he visto sola muchas veces y he bailado con ella y hasta he bebido unos c6cteles en una fiesta del Circulo MiUtar. — jQue servicio esplendido, el del Circulo! Se ocupan mucho de Bara los hombres. Esto lo p e r cibe instintivamente Sirpa. Bara lleva una existencia domestica y,.trivial rodeada de las modestas comodidades - 5 2 -
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que Ie proporciona el sueldo del Teniente Coronel, en un departamento del barrio de San Pedro, un poco obscuro, pero que posee una gaIeria de cristales bafiados de sol, donde crecen claveles y crisantemos en macetas, matizando eI ambiente enredado por el bullicio de los canarios, maticos, cardenales y loros que la beniana ha traido de su rierra. En el sal6n alfombrado hay fotografias de las distintas etapas de la carrera de Siroa: un grupo del Colegio Militar, otro de la guarnici6n de Challapata, otro de la oficialidad del Regimiento con un fotogenico ex Presidente en medio. En una ampliaci6n, el Coronel con casco y flamfn que le duplican la longitud del rostro duro. Y en otra, Bara con los hombros desnudos. ^ No sehallan, de esta epoca de la vida de Bara, datos que pudieran tachar su conducta de esposa objetiva- j mente fiel. Es toda una invicta Coronela a la que rinden / homenaje los oficiales de botas charoladas que galanfcr/ mente hacen chocar sus espuelas al cuadrarse ante ella, cerca del marido taciturno cuya seriedad se inmuta con una sonrisa fugaz cada vez que un nuevo amigo es presentado a su mujer. La sirven dos asistentes indfgenas y en las horas de servicio, cuando el Coronel vocifera en el cuartel o vigila la instrucci6n de reclutas con ojo severo en las quebradas de Orkojahuira, ella tendida en una hamaca, ficci6n tropical que se mece en la galerfa de cristales, lee a Guido d e V e r o n a , al Caballero Audaz y a Victor Hugo, o desenvolviendo el disco de sus horas perezosas escucha e! bandone6n de b s tangos o el ukelele de los jazz disonarv tes. Su quietud se interrumpe con el campanillazo del telefono, y el asistente: — Sefiora, el Coronel la llama. -
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Otras veces es un mensaje, un encargo enviado por el militar para hacerse siempre presente a ella en una exteriorizaci6n de cuidado amable y molesto, porque Sirpa es calladamente celoso y se siente cada vez mas profundamente penetrado por la beniana que le ha ido avasallando con su impasibilidad palida, con sus ojos verde nilo, con su lento dinamismo de serpentina y, sobre todo, con el estimulo del exito que ha despertado su carne ex6tica en los ojos lascivos de los pacenos, que si no le vierten frases al oido, la poseen con miradas de suficiencia tenoriesca. Bara se aburre. N i u n hijo. La especie ha logrado un modelo acabado de hembra y, satisfecha en sus prop6sitos, ha limitado su multiplicacion por esa rama de junco, deteniendose en la flor. Bara tiene la condicidn de las estatuas y de /los ejercitos: la infecundidad. El vientre, que recuerda a / las manos del Coronel la tibia suavidad de la arena lami* da por la corriente del rio Beni, es como la arena, este* ril. (Bara se aburre). El marido la tiene entre las cejas, con miedo de su belleza. Mientras contempla las marchas aut6matas de los soldados, recibe los partes mon6tonos, escucha las 6r denes y pronuncia las pedag6gicas interjecciones de la instrucci6ri miktar, Bara es para su espiritu de soldado el penacho de gala, el contacto con un mundo exquisito y opuesto a su existencia aspera de militar educado entre caballos, sargentos y voces desentonadas en un ambiente cronometrado por la esrupidez y caracterizado por el mal olor de las cuadras. En su vida, semejante a la sala de un cine obscuro, Bara es la pantalla iluminada. El la ama sin ruido, como un tibur6n, y al retornar a la casa, libre del acartonado - 5 4 -
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uniforme, en la alcoba su cuerpo magro y negro, asomado con una sombra a la piel clara de la mujer luciente, reproduce sin saberlo el grupo de "Jupiter y Antiope" que pint6 Fragonard. **#
U n ano de aquella vida se interrumpe cuando el Estado Mayor General destina al Teniente Coronel SantiagqSirpa a la guarnici6n del Robore en el Chaco. Es '1931.y un destino al Chaco no consiste ya, segun se lo advierte el Ministro de Guerra, "en vegetar esperando el retomo a las ciudades, sino en vincularse a una hora genial y patri6tica": trabajar en la penetraci6n que Bolivia hace, con el hacha y el machete de sus conscriptos, en el centro del Chaco para controlar la filtracion clandestina del Paraguay, cuyo gobierno la impulsa al compas de la violencia de los politicos opositores de Asunci6n. No se trata precisamente de fundar fortines, ubicar zonas ganaderas, sondear pozos y descubrir aguadas sino ante todo de concluir el plan de abrir una gran picada a traves del Chaco, vinculando la cadena de fortines del sur, que ensambla desde el Pilcomayo a "Ballivian", "Platanillos" y "Camacho", con la cadena del Parapeti que sale de "27 de Noviembre" por el oeste y de "Ravelo" por el norte a "Ingavi", "Madrej6n" y "Florida", hacia el sur. La cadena esta interrumpida por 300 kil6metros de bosque por explorar y cortar. El Presidente Salamanca, con la sencillez que le distingue, ha recorrido ese camino en un mapa de bolsillo, con su indice de momia. Dentro de su infinita sabiduria, el Presidente pronostica que bastara cerrar ese camino - 5 5 -
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como un cintur6n para que automaticamente las hordas, paraguayas, atemorizadas paralicen su invasi6n furtiva ('). El ilustre aldeano no sospecha que detras de los u r dicios objetivos de ese avance, se esconde una poderosa oligarqufa capitalista que desde los bufetes y oficinas de Buenos Aires se apresta a sacar castanas con la mano de los semidesnudos paraguayos y, a su tiempo, usar los mismos caminos trabajados por los soldados bolivianos para llegar hasta el petr6leo estancado en los repliegues de la? montanas de Bolivia. Se aconseja exclusivamente de su Ministro de Guerra que, como conocedor de la regi6n, lc afirma la importancia de "27 de Noviembre", donde el Ministro tiene latifundios. Naturalmente, se ha elegido "27 de Noviembre" para la apertura de pozos de agua. De Robore, a donde viajara Sirpa, ha de partir otro camino hacia el sur, y el lleva la calidad de Comandante de dicha zona. Por primera vez ha de separarse de Bara, a quien debe dejar al cuidado de unas tias, taimadas e hiperb6licas. Estas culebras sexagenarias no tienen intervenci6n sino en el coro del drama. La vispera de la marcha, por la tranquila casa de la calle San Pedro, parece haber pasado un huracan. Las habitaciones vacias s6lo tienen papeles y cajas rotas en el piso. Unicamente en la galeria de cristales quedan algunas macetas, pero .ya no hay el canto multifono de los pa* jaros tropicales que Bara ha hecho trasladar, junto ;con los muebles indispensables, a una habitaci6n de la casa de (5) Un ministro del senor Salamanca le calific6 en un discurso, a boca de jarro, como "el primer Presidente de America". Antes ya habiamos tenido otros primeros Presidentes: e< doctor Saavedra "regio ciudadano", segun don Claudio Quintin Barrios. y el General Montes, "flor de la raza", segun don Franz Tamayo.
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las tias, en la calle Murillo. Las tias, desde luego, han manifestado su disgusto por esa invasi6n. Ellas aceptan con muy buena voluntad el sacrificio de tomar a su cargo el cuidado de una casada joven, pero les parece excesivo dar aIojamiento a la fauna poIicroma que hace el cortejo de Bara, fauna ensordecedora a sus oidos, que les obligara a duplicar esfuerzos para escuchar los chismes bisemanales que traen las comadres y los senores de la Beneficencia que visitan la casa. Sirpa ha vestido desde el d{a anterior el uniforme de campana, abandonando en el baul el verde azulenco y el sable. Viste ahora coIan y blusa con el cuello vuelto, de kaki ocre, con corbata y una correa que le cruza el pecho, y el cintur6n que sostiene una funda de pistola por la que asoma la culata brunida de la Colt 38. A1 lado de Bara aguarda con estoica melancolia su propia ausencia. Divaga. — Procurare que te vayas a Santa Cruz. El cHma, para tf, es bueno y yo podria conseguir comisiones para ir a verte. — Pero ^estaras alla mucho, mucho tiempo? — jQuien sabe!... — Si no estuvieses mucho tiempo que tanto darta que te espere aqui. Estoy muy acostumbrada. — Tal vez este un a5o, y un ano es demasiado sin verte. Te extranare mucho.
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No hay forma de aliviar la ausencia. Robore esta tan distante y tan desolado que es ilusorio alojar allf a una mujer refinada. Y aunque no fuese asi, Sirpa ve que des' truiria su obra de transformaci6n de aquella carne al hacerla retroceder a la existencia salvaje de los fortines. — Bara, no te olvides. Genaro, en el Estado Mayor te dara mis cartas y me enviara las tuyas. No salgas mucho. Que no hablen. Bara llora en la estaci6n, bajo los focos escualidos, tristes estrellas en fila que derraman sus piramides de luz sobre el anden. — Bara, se valiente. Siempre lo has sido. Bara llora, con la cabeza escondida en la nutria del abrigo. — <|Te acuerdas de tu promesa de no llorar?... Volvere pronto y seremos otra vez felices, como antes, Barita. Bara sigue llorando. Suena la sirena. Bara, en u11 arrebato de hembra ardiente, enlaza el cuello de Sirpa conlos brazos y le quema la cara de besos. lnclinado sobre el rostro palido, el Coronel la besa en los ojos y deshaciendose rapidamente de ella sube al tren que rueda hacia la noche. III ...Por fin, RoboreJ Crecida la barba rala, los ojos brillantes y los cabellos muy largos, ha llegado Sirpa a Robore, despues de dos mil kil6metros de viaje. Primero en los ferrocarriles del altiplano y los valles, luego en autocami6ndesde el va- 5 8 -
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lle de Cochabamba al tr6pico de Santa Cruz y despues en cami6n y en carreta por la Uanura boscosa. En la cabLna del cami6n se ha bamboleado durante dias enteros, desenvolviendo el interminable carrete del horizonte, al
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ticos consumidos por una enfermedad incandescente abrfan en sus froncos una boca roja cada vez mas grande, hasta que caian con enorme estruendo. Luego eran cor tadas y arrancadas las raices, y- asi leguas y leguas, siempre sur clavado, mientras el muro del boscaje no caia sino que retrocedia delante del camino que avanzaba. Detras de los soldados iban dos mulas con agua, llevada desde decenas de kil6metros atras. Sirpa, al inspeccionar el trabajo, se introducia a veces en las malezas cazando urinas, iguanas, cervatos o pumas, cuya hueIla iba hacia aguadas remotas. Mas adelarr te otros grupos de soldados dispersos y separados por inmensas extensiones de bosques abrian sendas y llegaban hasta un punto que se denomin6 "Ingavi" (*). De este punto parti6 hacia el sudeste una expedici6n por el desierto, en busca de un lugar legendario cuyo nombre estaba ronsignado en las cr6nicas de las misiones coloniales: San Ignacio de Zamucos. March6 en ella un oficial nervudo, esbelto y delgado, de grandes y redondos oj-js de tigre llamado German Busch. En Ia misma epoca, mas aJ este de la ardiente lIanura cxploraba tambien y abria senderos al mahdo de los soldados del destacamento "FIorida" el Mayor Francisco Manchego (').
(6) Adviertase que no trataba de regimientos en el sentido tecnico, sino de fracciones. No eran sino decenas o a lo mas centenas de hombres separados por centenares de kil6metros. Entre esto> los "regimientos" Ingavi y Florida desarroUaron un periplo maravilloso, abriendo picadas a todo lo ancho del Chaco en epoca de paz y siendo luego integramente destruidos en los combates. (7) El Coronel Manchego muri6 en la batalla del Condado,atacando como un simple soldado, granada en mano, una trincnera paraguaya. - 6 0 -
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Sirpa hac{a lo mismo incorporandose dfa a dia al hechizo misterioso de aquellos horizontes vagos y sin relieve que parecian de otro mundo. Sus nervios que Bara habfa electrizado se encogian en ocasiones en una voluptuosa memoria de su vida rubia, tan extrana a su presente de soldados, fiebres y bosques que lleg6 a parecerle irreal. En las noches su pensamiento iba hacia ella, repitiendo imagenes crudas de una piel sobre la que sus manos de indio ascendian, siempre rumbo a las caderas. Con largas pausas, indescifrables, lentas, trasponiendo dos mil kiI6metros de montanas, valles y llanos, venian las cartas de Bara, desordenadas e inescrutables. Tibias de caricias que convertian los renglones en culebras sedientas, tostandose sobre el papel, iban las de Sirpa. Pero a fines de noviembre la lluvias cortavon las comunicaciones. — Asi es pue, amigo — le decia un oficial cruceno. Usted puede morir sin cuidado, que en su casa le mandaran decir misas con un mes de atraso. Se inundaron las picadas y los carretones de bueyes se enfangaban. El agua se cernia del cielo turbio, anegando de niebla eI bosque inextinguible. Los pantarios se propagaban como manchas de aceite y se unian formando un inmenso lago sin profundidad en toda la llanura, sobre Ia que emergian los pastos y los arboles inclinados hacia el suelo, abatidos por el peso del agua. Sirpa debia vivir esos dias recluido en un pahuichi, a cuyo lado, debajo de una construcci6n cubierta por hojas de palma vegetaban unos soldados enfermos, mirando caer los hilos turbios que chorreaban disolviendo el barro de la techumbre. Todo lo asediaba el lodo, subiendo co- ei -
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mo si el suelo creciese para absorber todas las formas animaIes y vegetales y uniformarlas en un amasijo horizontal cuyas ondas se proIongasen hasta la base del cielo gris. Dias de lluvia en que Sirpa, con la cara pegada bacia la melancol{a de la tormenta que sacudla unos arboles ebrios, llevaba el pensamiento en sentido de la rotaci6n de un disco unico: Bara. Vagas inquietudes inconcretas atravesaban su espiritu al pensar en ella. Alguna vez, con terror, la idea de que pudiera consumarse un hecho fatal que le quitase el ^ amor de Bara, idea siempre vencida por la confianza subsV tancial: su conocimiento de Bara, insensible a toda provocaci6n, encadenada a el por cinco anos de vida comun; grata a el, seguramente.
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contrar a un empIeado para entregarle un radio destinado a su esposo: Trasladada de golpe a una existencia limitada, se aburria, mas que antes. Ya no habian para ella las cabalgatas fragantes a cebada y sonoras de cascos. Ni las fiestas de serpentinas y globos de colores que estaIlaban entre risas, y tampoco las galanterias y los halagos de los aimaras a su belleza blanca. Los pacenos casi no la veian, p o r que Bara salia poco a la calle y s6lo la contemplaba detras de las cortinillas de un balc6n colonial, cerrado de vidrios en Ia calle Murillo, cuyos viejos techos de tejas prolongaban sus aleros sobrelos indios policromos sentados al borde de las aceras donde hacian su comercio. Las viejas tias s6lo podian prestar a Bara la amenidad de su culto reUgioso con variantes de novena, trisagio, misa y retiro, y su charla isdcrona al ruido de la maquina de coser. Mientras la tela corria bajo sus dedos, adornaban su charla con anecdotas politicas o relativas al comportamiento abominable de algunas senoras casadas. Ellas no lo eran, y justamente censuraban la dilapidacidn de las que siendolo con uno, se gastaban varios. A las 10 de la noche se hacia silencio y Bara, en su lecho viudo, entornaba los ojos sin dormir. Por lo mismo que Bari no era triste, el aburrimiento goteaba en sus dias con eI mon6tono ruido del agua que caia en el obscuro patio por una canaleta carcomida sobre una plancha de zinc. Esa tarde de noviembre saU6 del Ministerio de Guerra y anduvo dos cuadras por la calle Ingavi. La tarde soleada de improviso se tom6 obscura, con esa magia cine matica con que el cielo de La Paz mueve su escenografia de nubes y de sol. Gruesas gotas en un instante tejieron el chaparr6n, cubriendo el suelo oblicuo de las calles con ondulantes collares de agua en descenso. Bara busc6 re- 6 3 -
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fngio bajo el umbral de una puerta de calle completamerr te desierta y alla esper6 que cesase la lluvia. Un automdvil pas6, pero pocos momentos despueo, danck> la vueIta a la manzana, apareci6 de nuevo y su ocupant:e hizo un saludo a Bara. Se detuvo el autom6vil unos metros mas al!a de la puerta y luego retrocedi6 hasta colocarse exacta.mente frente a ella. Bajando la ventaniIla salpicada de gotas blanquecinas, el propietario reiter6 su saludo con estas palabras: —
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tom6vil. Se la ve a usted muy poco. Hoy ha sido una casualidad. '—' Si... salgo muy poco. — Esta muy mal. Se hace extranar, aun por los que la han visto una soIa vez. ^Se acuerda? Hemos estado en un dancing de la Escuela de Aviad6n, me parece. — ^Sf?... Ahora vaya por la derecha, que yo vivo en la calle de arriba. — Demos una vueIta por el Prado, primero. — jOh!... Me esperan en casa. — ^Quienes la esperan? — Mis tias, las tias de mi marido. — No les haga caso. Vea, ya vamos por ahf. Cuesti6n.de cinco minutos. — Cinco minutos, tan s6lo... Bara regres6 un pbco tarde a su casa. Y a los dos dias regres6 mas tarde, tambien en autom6vil. ;Llovfa tanto en La Pa2...! f*^
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EL AuTOR.— Te engaiian,Coronel. La pelada de ojos de uva blanca y pies de corza que tus manos calzaron de raso, te ha anticipado una sepultura con los 2.000 kil6metros de tierra que te separan de ella. En la ciudad cuyo cielo azul florece ahora en nubecillas grises, vecinos, admiradores y mujeres dicen que sus movimientos se despUegan como una tela de seda en manos de un experto hortera ante la mirada de su comprador, que en sus ojos verde nilo otra imagen se zambulle y que en el rubio tu- 6 5 -
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multo de su cabellera se enredan otras manos que las negras e indigenas manos tuyas. Ahora son las de un petimetre livido, manos a las que casi no llega lasangre avergonzada, las que derrochan tu tesoro. Y si antes reprodu' cias una ficci6n pictdrica de Fragonard, ahora cppias la an&dota b{blica de David y Urias, con Hgeras variaciones que no alteran el caracter siempre teatral del destino que te ha tocado. Ella ya no monta a caballo en las mananas aniladas. (Las mananas las halla s6lo por el camino de la noche). / El petimetre tiene los rinones de cristal y probablemente { tod,a una metr6poli de bacilos de Koch aposentados en un pulm6n y al acompanarla en sus audacias de amazona correria peligro de desprenderse del caballo igual que la ceniza de un cigarrillo. Ella ha abandonado, pues, el a r dor oxigenado, hipico y matinal que le inyectaba rayos ultra violetas a su existencia. Ha abandonado tambien'la guarida de las viejas que querian reducir a un cirio de sacfistia su resplandor de mil buj13s, y decora como una o r / quidea de su pais, la garconniere donde las pantallas azul indigo son apropiadas para extraer de su piel, inagotable en matices y crueldades, tonalidades que tu desconocias. Un autom6vil de lineas tan musicales y elegantes que podrian resumir sin quebranto una metafora de Mallarme sobre el olvido, aprisiona actualmente el cuerpo de tu amada, que pasa como un blanco misterio por la avenida del Prado, por los caminos de Obrajes, por las alamedas de Calacoto, en un rumbo siempre inescrutable para los admiradores de tu mujer que siguen con la mirada su transito efimero, envidiando al pisaverde que la pasea como a una galga de lujo. / V '
En amor vence el que no intenta poseer sino el instante, y asf te han vencido. Te han relevado aqui antes que te releven en el Chaco. - 6 6 -
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Es que tu no sabes de gaIgos, de Mallarmes, ni de azules indigos. Tu sabes de caballerizas, del reglamento de infanteria, de instrucci6n de ametralladoras y de patrullajes a traves del desierto, y aunque no has tenido opor tunidad de probar tu ciencia, no es dudoso, Coronel, que si hubiera guerra, una fortificaci6n confiada a tu defensa seria bien defendida con tu bizarria de mestizo taciturno. Pero estaotraposesidn, este dominio tuyo, no lo has podidodefender. Con una tactica decadente y siempre nueva, te lo han tomado por la retaguardia. *#*
Pasaron seis meses. Se secaron los campos y el polvo se desperez6 formando nebUnas que se levantaban en las picadas. La red del Chaco fue cerrando a Santiago Sir pa en el embrujo irremediable del desierto que se amasa lentamente con el alma de los hombres para no soltarla mas. Fue en Ravelo, cierto dia de julio de 1932, que Sir pa recibi6 una carta de La Paz. EL TESTiGO.— Esta es la carta, suscrita por su ami* go Genaro, del Estado Mayor: ..."Despues de saludarte paso a comunicarte lo^guc me obligan consideraciones de estimaci6n que nos ligan a ti y a mi. Se trata de tu esposa y perdonaras que yo toque este asunto, en forma confidencial, porque eUa no anda bien, o mejor, anda mas mal que bien, segun es sabido de todo el vnundo que dice que pasea dia y noche, desde hace tiempo, en compania de un Nemesio Quisbert, mas conocido con el nombre de Nemo. "Aunque en estas cosas siempre se exagera, estas reVxciones son cosa sabida y yo mismo k>s he viso en su aw tomdvil, por k> que en mi calidad de amigo y pariente, ^-67-
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>'o consiaero que deberias presentar demanda de divor cio, porque no se merece mas que eso una mujer que se porta en esa forma mientras tu estds reventdndote quien sabe en que infiernos y mucho mds si la cosa se agrava, porque como sabrds los paraguayos han atacado el 29 par sado, el puesto en hx Laguna Chuquisaca, matando al Teniente Arebalo, lo que traerd complicaciones. "Yo no hubiera querido proporcionarte un disgusto, querido hermano, pero los amigos me han instado, recorddndome que mi deber era dirigirte hi presente, porque el Capitdn Hinojosa que march6 a esa llevdndote el encargo de hablarte sobre el asunto, no se si te encontraria. El es amigo de ese Nemesio al que ie dicen tambien "Manka-paya" (^) debido a que su madre tenia ese negocio antes de que su papd robara a los indios la finca del kgo". EL AuroR.— El filo del papel le guillotin6 el coraz6n. Despert6 bruscamente, ahogado por el torbellino de Ldeas que suscitaba el hecho revelado como un avispero. Los recuerdos, las imagenes, le mostraron a Bara infie', siempre infiel, igual que si un analisis bactereol6gtco le explicase el sentido morboso de multitud de sintomas antes insignificantes, que ahora le parecian perversosi ;Y sl perro de Hinojosa que no le dijo nada! Tal vez quiso d a r le a entender algo aquella noche que bebfan en Robore, un mes antes, e Hinojosa hablaba con reticencias, en tono ambiguo, enardecido por el canazo. Si, le dijo en uno de esos instantes al hablarle de La Paz: — No es de descuidarse, porque de repente lo z u r dean a uno. (8) MANKA PAYA.ferias y pueblos.
Cocinera ambulante que expende comida en - 6 8 -
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Y luego: — ;E1 estado perfecto del miUtar es ser soltero... y borracho! Volvi6 a leer la carta. Una a una, sus palabras le triturardn la l6gica sobre la que estaba compuesto el orden de su vida. Le pareci6 que subitamente se hubiese levantado la tienda de campana que le protegfa en pleno aguacero, dejandole al descubierto. Qued6 como un saco del que hubiese vaciado de golpe,presente, pasado, mujer, todo. No le quedaba sino la ira. Abri6 una caja de munici6n de artilleria que le servia de baul donde el retrato de Bara mostraba su sonrisa y sus hombros desnudos. Iba a despedazarlos, pero una ultima esperanza le incitaba a apoyarse en algo. Se dio cuenta de que ese algo era U declaraci6n de Hinojosa, necesaria, vital, urgente. — jAsistente! Diga que preparen el caml6n para ir a Robord Hizo entrega del mando a un teniente, encargandole que se comunicase con Robore y anunciase al Capitan Hinojosa su partida. Lleno de pensamientos sombrios, en una marcha sin descanso de dos dfas y una noche lfeg6 a Robore, al fortin escueto donde no habfa mas de veinfc: soldados. La primera figura que le saU6 al paso fue la de Hinojosa que le abraz6, mientras Sirpa, con las brazos rigidos, no correspondi6 el abrazo y mas bien dijo frfamen te: — Esperaba encontrarte. Tenemos que hablar. — Querido, —respondi6 el otro— pensaba hallartc en Suarez Arana o en Ravelo o mas abajo, pero estoy detenido aquf porque el comando de la Divisi6n dice que espere 6rdenes.
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atacado en Laguna Chuquisaca hace cinco dfas y Moscoso ha tenido que replegarsea Camacho. Se introdujeron a un pahuichi viejo, en el que habia una gran mesa, casi cubierta de sucios objetos polvorientos. — ^Que sabes de La Paz? —pregunt6 Sirpa, alisandose la cabeIlera con.los dedos. — Quieres agua? jAsistente! Trae agua. Ayer el radioteIegrafista capt6 comunicaciones que dicen que se ha decretado l^movUizaci6n. De La Paz sale el Azurduy. De SaritaCruz sale tambien un contingente. Creo que por eso me tienen aqu[. Seguramente me lo- han de entregar. — Y de mi mujer <>que sabes? — Nada... Sirpa, arrojando sobre el catre de campana la toalla con que se habia secado las manos, mir6 a Hinojosa: — Tienes que hablarme como hombre. Esto es serio. ^Que pas6 con mi mujer? — ^C6mo con tu mujer...? —empez6 Hinojosa, pero Sirpa continu6 casi gritando: — Es una cochinada callarse cuando se sabe una de estas cosas. ;Tu tenias que avisarme! Te dijeron que me avisaras y te callaste, haciendome el lanudo, carajo, mientras todo el mundo lo sabia, hasta que han tenido que escribirme de La Paz!... — Oye, Santiago yo no quise, no se por que. Yo no creia prudente hablarte. Tal vez era molestarte sin objeto, porque no podias hacer nada. Tu sabes mas que nadie mi N. sinceridad... — jQue sinceridad! No me vengas con esas latas a mi. ^Que es lo que hubo? - 7 0 -
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— Habladurias: que tu mujer anda mucho por aqui, por alla, con una gringa, que se divierte... — ^Nada mas? ^Y ese Quisbert? — Ah... Es, como si te dijera, es el motivo de los comentarios. Eso es, pero, despues de todo, como cualquier otro... — — Ya que no qu.iere hablar como hombre, le ordeno que hable como miIitar. Soy su superior. No niegue nada, no resulta defensor. de pobres. ;No sea cobarde! El bIanco rostro de Hinojosa se cambi6 en violeta. Se pas6 las manos por el delgado bigote, las baj6, se puso rigido y mirando de frente al Coronel, como si le diese un parte de guardia, respondi6: — Mi Coronel, le voy a hablar como hombre: la senora Bara esta metida con Quisbert. Es su amante. ***
Sirpa sali6 y se dirigi6 a la oficina de la radio, desde donde se comunic6 con el General X, en Puerto Suarez. ._ 7I -
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EL TESTiGO.— Tengo el texto de la conferencia que dice asi: "Robore.— Habla Teniente Coronel Santiago Sirpa.—- Buenas tardes mi GeneraL Graves asuntos de {amilia me obligan pedir licencia diez dias para trashxdarme La Paz". "Puerto Sudrez-— Habkx General X.— Buenas tardes Coronel. Extrano haya dejado Ravelo en estos momentos graves. Licencia imposibh. Situaci6n zona requiere presencia todos jejes y oficiales". "Santiago Sirpa: Mi caso es verdaderamente excepcional por hallarse comprometida situaci6n mi hogar y mi Jionor. Disciplina no puede obligarme tokrar hechos ofensivos ocurridos en La Paz que no puedo detaUar en conferencia. Reitero petici6n urgente". Habla General X: Aunque ambigiledad sus pakt bra.s advierto importancia motivos, pero todos estamos obligados por disciplina militar a eso y mucho mds. Siento negar licencia. Vuelva a RaveU> inmediatamente. A usted y Capitdn Hinojosa se enviardn 6rdenes en chxve. Buenas tardes". EL AuTOR.— Sali6 del local de la radio. Toda la luz de monte estaba recluida en el cielo. La tierra se dormia bajo el polvo. Era un sabado y los soldados colocados en escuadra en una explanada bajaban de un palo altisimo la bandera soUtaria en el cielo atdnito. Media hora despues los rayos del sol se retorcieron en la helice de un avi6n que estremeci6 el espacio con su zumbido, descendiendo a poco sobre la pista. Era el aviador Roncal. Reunidos los tres, el aviador les dijo que habla estado a punto de extraviarse y que trafa una botella de whisky. En un corredor formado de ramas secas la abrie- 7 2 -
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ron, hablando s6lo el aviador e Hinojosa ante el silenciq funebre de Sirpa que fumaba y casi no bebia. — Comenz6 el"tole-tole...r^dijo el aviador—. Manana tengo quevolar sobre Laguna Chuquisaca y Bogado y ver si hay concentraci6n de paraguayos por alla. Se teme, creo, que ataquen Florida. —^Florida? Estamos mal alla... Hinojosa sigui6 comentando eI hecho de que la 3a. Divisi6n carecia de elementos de combate: tenia poquisima tropa, escaso armamento y solamente tres camiones (>). El aviador, volviendose a Sirpa y ofreciendole un dgarrillo le dijo: — Esta usted muy callado, mi Coronel. ^D6nde va usted P ^. Sirpa, sin levantar la cabeza, haciendo girar sobre la mesa la copa entre los dedos, murmurd: — A La Paz. — ^A La Paz?
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— Si. Por la manana vuelo hasta Ingavi. De ahi sobre Laguna Chuquisaca y Bogado. Vuelvo a Ingavi. De ahi otra vez aqui y si hay tiempo a Santa Cruz, o si no pasado manana. — Entonces, lleveme, en su avi6n al regresar. Yo lo espero aqui. Es lo que necesito. ;Nadie me friega a mi! Y brutalmente, sin mirar a los dos oficiales, volc6 su drama: — Esto es de hombre a hombre. Yo puedo hablar con ustedes como camarada. jIre a La Paz y les plantare cuatro tiros a mi mujer y a ese "manka-paya"! Dejare el ejercito. Se lo que hago. Ahora mismo soy un desertor, pefo no me importa. En el silencio, s6lo las volutas de humo se movieron en torno a los hombres y la botella de whisky. Dos soldados, cargando latas de gasolina colgadas de un palo, pasaron por el camino. El aviador murmur6 lentamente: — Usted sabe Io que hace. Es un asunto muy personal y si resulto su c6mplice en la deserci6n, ;resulto su c6mplice, pues! Le llevare a Santa Cruz... despues de mi vuelo de exploraci6n. Hinojosa, entretenido en doblar circularmente un papel sobre los bordes de su copa a la que venian los insectos, se dirigi6 a Sirpa: — No hagas huevadas. Te lo digo como amigo. — iQue sabes tu! — ^Soy tu amigo o no soy tu amigo? Se pues lo qua debo decirte. ^Has pensado dejar la carrera? Te felicito. Pero ahora no puedes.
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de ser militar asi no mas, como quien se quita las botas, sin que eso signifique no s6lo una deserci6n sino una fuga vergonzosa? Estamos frente al enemigo. Tu grado, tu nombre... — Mi nombre... Mi nombre esta ya por los suelos y debo levantarlo. Voy a Umpiar mi honor a La Paz, voy a Umpiarlo con plomo, delante de todos, en plena calle!... — Sirpa, calma. Oyeme. No seas nino. Nuestro honoresdistintQ, no es cosa.de. las ciudades donde somos nadie. Nuestro honor, me parece a mi... esta en el Chaco. Ahora todos los jefes y oficiales, y los soldados, y los civiles vendran al Chaco, y tu resultas dando media vuelta, a arreglar en La Paz un asunto con tu mujer!... No, no, hijo. Dejala. Se hombre. Tirale un trago. — Hinojosa, esperaba otra cosa de ti. — Es que yo se de la vida ffias que tu, querido. Lo que quieres hacer esta bien para los civiles, y como esta bien para ellos, nunca lo hacen tampoco. Para ellos hay muchas- mujeres, pero nosotros creemos que las mujeres son de palo y las abandonamos durante afios, esperando que nos esperen, las grandfsimas... jQue pelotudez! — Yo no la he abandonado. Si estoy aqui es porque me mandaron a fregarme aqui. — jFregarnos! Esa es nuestra carrera. No la felkv dad de cada uno en su casita, Como miLtar tienes algo mas grande: jguerra! Y tu, dando tiros en La Paz! Piensa, companero: no se puede balear en epoca de guerra. Vuelve de Asunci6n, a la cabeza de tus tropas y desprecia, o si quieres entonces, balea, pero no ahora. Mas tarde, los tres se encaminaron al Iocal de la radio en busca de noticias. El operador interceptaba las ondas en que giraban La Paz, Puerto Suarez, Villamontes, - 7 5 -
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Asunci.6n, Isla Poi, Casado, Ballivian. E1 martilleo del recepi:or alineaba en la maquina de escribir del telegrafista onnunicados, 6idenes, informes, en una convulsi6n angustiosa de palabras dramaticas: "La Paz... Grandes multitudes, hombres, mujeres, nifi.os, desfiian pidiendo la guerra. Desde los balcones Par l:icio Quemado habl6 Dr. Sakimanca expresando Bolivia defenderd su honor. Pais que no sabe defenderlo no es digno de ser naci6n, y Gobiemo que no sabe cumplir con su deber no es digno de ser Gobiemo".., "Asunci6n... Realiz6se monstruoso meeting pidiendo la guerra. Desde balcones Casa Gobiemo habl6 Dr. Guggiari expresando "con toma Pitiantuta honor Paraguay estd salvado y para resguardarlo hombres mujeres y ninos como un solo hombre luchardn contra invasor. Gobiemo cumplird su deber". Organtzase con gran entusiasmo regimientos de voluntarios... "La Paz... Organizase con enorme entusiasmo brigadas sanitarias. Propietarios obsequian viveres al ejercito. Partidos politicos dan votos de apoyo al Gobiemo..." A las 9 de la noche el radiotelegrafista anunci6: — Llaman aqui, a Robore. Recibi6 un radio de cifras y letras. Sirpa llevaba las claves en su porta-carta-parte. Ahi mismo lo descifraron, agrupadas las cabezas de los tres militares, mientras los griUos del receptor seguian con su tic-tictictictic. — Jota cuatro... E.Be doce... Zeta cinco... E... E-nemrgo... ...Enemigo atacard probabUmente Florida. Inmediatamente formar destacamento reuniendo tropa Ingavi Aroma Sucre trasladarse Madrej6n reforzar zona al man- 7 6 -
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do teniente Coronel Sirpa con medios disponga Stop Municiones erwiardse avi6n lngavi Stop Capitan Hinojosa espere contingente Santa Cruz. Alrededor del foco de luz zumbaban las mariposas nocturnas. Sirpa dobl6 el telegrama entre sus manos, se lo guard6 en un bolsillo y dijo: ^ — Senores oficiales: ni una palabra a nadie de lo ) que hablamos esta tarde. Manana me voy con usted en / avi6n a lngavi. Fregarse es ley. y Se agach6 al pasar por el dintel del pahuichi y saH6, torvo y solo. IV En los ultimos dias de julio los paraguayos atacaron Florida y fueron*rechazados. Los primeros heridos que vio Sirpa, de una serie demiles que habrian de hacer flcrecer despues las zarzas del Chaco con sangre, habfan sido contaminados por una mosca verde que depositaba sus huevos en la calida humedad de las heridas. N
Al apretarlas fluian de ellas innumerables gusanillos formando un solo gusano ancho. Muchos de tales heridos murieron faltos de atenci6n sanitaria, lejos de toda | conexi6n con el pais en cuyo nombre se agusanaban (^). J Las tropas que guarnecian esos puntos aislados no sabian nada del mundo durante el mes de agosto. S6lo calculaban que alla, detras del muro vago y grisaceo del horizonte de arboles tibios, habia unos invisibles enemigos desconocidos y mas alla un rio que era el rio Paraguay, y (10) Segun opiniones cienMficas, se trata de gusanos humanitarios que se aumentan de la carne infectada, dejando intacta la sana. - 7 7 -
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que por el sur deL Chaco, hacia el Pilcomayo, tarnbien habia guerra. Efectivamente, unos centenares de soldados boUvianos atacaban y se apoderaban de unas casuchas en Boquer6n para fortificarse ahi y ser mas tarde cerrados por una horda diestra y diez veces mas nurnerosa. Los pequenos refuerzos enviados desde Arce eran exterminados en el monte traidor al intentar romper esa cadena sonora e invisible que formaban las ametralladoras ocultas en la urdimbre del bosque y en la orilla de los pajonales. Entretantomas atras, centenares de leguas mas atras, las tropas boIivianas se estancaban en las ciudades civiles, sin elemerips de transporte. ( " ) . En esa epoca las tropas del norte recibieron orden de salir de Florida adelante para atacar Bogado, utilizando las mismas sendas que habian dejado los paraguayos al avanzar sobre Florida. Bogado fue tomado. Casi al mismo tiempo los paraguayos recobraron Boquer6n, despues de 23 dias de asedio, haIlando a 600 esqueletos que ya no se alimentaban mas que de barro y correas de cuero. Entre dichos esqueletos habia enfermos, heridos purulentos y tetanicos. Ambos hechos se produjeron con una diferencia de tres dias y 300 kil6metros de distancia te6rica, en linea recta, y de mas de mil siguiendo las picadas que formaban en el Chaco una tenaza cuyos extremos en ese momento eran, precisamente, Florida y Boquer6n. . L u e g Q e m p e z 6 l a r e t i r a d a , ' Los soldados boUvianos, estancados en Bogado, tuvieron que abandonarlo por las (11) La desproporci6n entre la capacidad del Gobierno boUviano y la magnitud de una guerra por la que fue sorprendido, se objetiva en el sitio de Boquer6n. Mientras el Paraguay puso inmediatamente en la linea de fuego 12.000 hombres; Bolivia, con 3 miUones de habitantes no pudo socorrer durante 23 dias a sus 600 soldados sitiados por aqueUos. - 7 8 -
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inundaciones en noviembre (") y retornaron en una marcha sin fin a traves del desierto, hacia la "otra" guerra. Una caravana envejecida, como brotada del arenal, sin equipos, atacada por millones de mosquitos, hallando agua s6lo en etapas separadas por grandes distancias, subi6 desde Florida a Ingavi para desarrolIar despues una curva gigantesca hasta Camacho, abandonando enfermos en el camino, arrastrandose bajo los soles de verano, durante 25 dfas de marcha. Descans6 dos dias en Camacho, avanz6 al tercero a Corrales y al cuarto atac6 Toledo. Esa tropa de vigor sobrehumano tuvo fuerzas de entrar al ataque al grito de "Viva BoUvia", en el sol quemante que hacia hervir los sesos, coagua|ando la sangre en las arterias de muchos soldados que morian en los pajonales como escorpiones rodeados de brasas, mientras las balas pasaban por encima, sin ultimarlos. Otras unidades concentradas del sur y del oeste atacaban tambien Toledo, distribufdas en una gran extensi6n del monte que se desdoblaba en turbios e iguales paisajes siempre traidores. El dia anterior al ataque los choques de patrullas adelantadas se evidenciaban por tiroteos lejanos y misteriosos. Ese dia ocurri6 un hecho desmoralizador. Se habia distribuido a la tropa granadas de mano y en dos companias de diferentes unidades estallaron subitamente las granadas en los morrales de cuatro soldados, uno de los cuales muri6. Las granadas se desacreditaron instanta neamente y los soldados las abandonaron, prefiriendo entrar al ataque sin ellas. Sirpa para restablecer la confiar.za en los soldados de su unidad se traslad6 hasta las lr (12) Un pIan de realizaci6n ingenua fue el avance por Bogado, que acaso habria tenido eficacia estrategica de Uevarse a cabo con 10.000 hombres por lo menos y no con 300. - 7 9 -
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neas mas avanzadas, pr6ximas a un puesto enemigo y aUl arroj6 las bombas de mano. No logrando levantar el credito de las traldoras armas, orden6 que todo soldado que fuese descubiertc abandonando granadas sin usarlas, seria fusilado. Se combati6 desde el 31 de diciembre al 2 de enero. Toledo, cuatro casuchas en eI empalme de picadas que condudan a Huijay e Isla Poi estaba defendido por una 5tnea de trincheras que cortaba un monte alto, se incrusf.aban a otro mas abajo y seguian la orilla de un pajonal mmenso cubierto por el inexorable fuego de ametralladoras paraguayas. Los guaranies, armados de afmas automaticas y de obuses, sumidos en zanjas cubiertos de troni:os y ocultos por enramadas, segaban las olas de asalto iurioso con que embestian los boUvianos dispersos en el monte o deslizandose como culebras en el t6rrido pajonal. Todo el monte deliraba animado de una vida diab6lica, muitiplicada en un incendio invisible que hacia crujir las armas e improvisaba un raro otono de hojas cortadas. Sirpa comandaba un regimiento. Desde su buraco. telefono en mano, recibfa los partes de la matanza. Comp a r e integras eran trituradas por las ametralladoras en los pajonales. Sirpa salia de su hoyo a cada momento y miraba hacia el horizonte, escuchando la tempestad artificial desencadenada por los hombres pequenitos en la gran llanura. Por el camino, abierto en el infinito zarzal di.latado hasta amasarse con el cielo, llegaban los camiones con los heridos del primer asalto. Sobre frazadas plomizas eran depositados en el suelo, debajo de los arboles, llenando los alrededores deI puesto, propagandose con la iaciUdad incontenible de una vegetaci6n de hongos grises entre los que andaban los sanitarios a saltos. Sirpa recibia en el telefono los partes: - 8 0 -
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"La segunda compafua no puede avanzar por el canad6n. Hay una tostificacion horrible". "Mi Coronel, Ios dos tenientes han sido heridos. He tomado el mando del batall6n. "Los pilas se prolongan por el ala derecha. No tengo tropa". "Retrocedo hasta Ia ceja del monte y me doblo. S^ acaba la munici6n". "La primera compafua se ha deshecho. Los han cocinado a metralla". Sali6 nuevamente del hoyo, en momentos en que una granada cay6 en los alrededores,.sacudiendo el suelo como un enorme puntapie dado al globo terraqueo. Otra estall6 sobre la picada, Del lado boliviano, la artilleria hacia brotar del monte sus sharpnells que trazaban una parabola casi visible en el aire para estallar en esferr Ilas blancas y negras sobre el monte de Toledo, perfilado como un caiman dormido al borde deI pajonal, debajo del cielo blanquecino. Volvi6 al hoyo en que se hallaba el telefono. — Mi Coronel —le anunciaron—. Ha fracasado el ataque por el pajonal del centro. Todos los oficiales estan heridos. jQue manden agua, mi Coronel! Tom6 el cami6n, recorriendo 500 metros de picada hasta la zona de fuego. Descendi6 y sigui6 a pie, por la derecha del camino, debajo de los arboles. Las balas cruzaban en enjambres, con largos lamentos. Lleg6 hasta una chapapa (") y contempl6 el pajonal, ancho rio amarillo (13) CHAPAPA.— Construcci6n de troncos elevados sobre el terreno. -
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en el que parecian andar sueltas las jaurfas metalicas de la muerte que retumbaba, .mordp y degollaba. El pajonal bordeado por una lfnea de arboles que cerraban la amenazadora e impasible lejania del monte donde tamborileaban las ametralladoras paraguayas, era un inmenso brasero. EsferiIlas de humo y de polvo se levantaban a momentos en el frente. Aquf, dos heridos tendidos bajo los arboles se lamentaban: — Mi Coronel!... Que nos den aguita,pues... En una zanja abandonada otros soldados insolados, recogidos del pajonal, roncaban ruidosamente, con las bocas abiertas donde paseaban las moscas. Se introdujo al campo. El fuego no permitia andar sino a gatas. Vio las espaldas de algunos soldados> tendidos de bruces, que disparaban sus fusiles sin levantar las cabezas. Mas adelante unos cadaveres mostraban los dientes. Retrocedt6 hasta un isIote de arboles. Un suboficial que parecia baiiado en brea lleg6 hasta 6l, mirandole con sus ojos febriles. Le mostr6 la disposici6n de sus soldados en el pajonal caldeado al rojo blanco. — Mi Coronel, que mahden agua. Los soldados se estan tostando. Sirpavolvi6 hasta la orilla del monte. — Hay que mandar agua —orden6. — Mi Coronel, estamos pidiendo desde esta manana y contestan que no hay. Sirpa se enfureci6: - 8 2 -
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— jC6mo, carajo! ^Quieren que tomemos Toledo asf? — Aunque hubiera agua, mi Coronel —observ6 un oficial— es imp6sible socorrerlos a los del pajonal porque las ametralladoras de la punta no dejan pasar ni una mosca. A lo lejos, por el oeste, estall6 un hondo tiroteo. Sirpa tom6 nuevas disposiciones: — Bueno, —dijo—. Va a entrar la tercera compar e , Usted: que prolonguen el telefono hasta aqui. Hable con la artilleria, pida fuego de diez minutos sobre el cafiad6n. El canad6n era un pedazo de pajonal que incrustandose entre los arboles, a manera de un estrecho, llegaba hasta el mismo ToIedo. Desde uno de los cabos del cafiad6n las ametralladoras paraguayas cubr|an un gran sector del pajonal, impidiendo toda maniobra. Vinieron las secciones con sus suboficiales por debajo de los arboles. Dio la orden: — Hay que tomar la punta del este, prolongandose por aquel lado y aislar a los pilas del otro lado deI canad6n. En filas de a uno la tropa desapareci6 hundieridose en el pajonal. Sirpa contempl6 con su anteojo la punta del este, que se alargaba sobre la tierra pajosa como la cabeza aplastada de una enorme culebra gris. — jEstafeta! Di al suboficial que avance inmediatamente despu& de la concentraci6n de artilleria. !Bum, bum!... jBum, bum!... jBum, bum!... - 8 3 -
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Durante 10 minutos las paraboles de acero, sucediendose al estampido de los canones, frotaron el cielo como f6sforos monstruosos para caer ardientes sobre la punta del bosque atacado. Despues se extendi6 a lo ancho de esa naturaleza terriblemente quieta la aserradora de ametralladoras y fusiles. El monte de Toledo parecia hacerse astilIas. Durante media hora de fuego eI tiroteo del lado boIiviano no dio senales de progresar.. Envi6 a su ayudante. — jQue avancen! ;Que pasa que no avanzan! — Mi Coronel, no pueden avanzar! Estan arrastraiido las lenguas por el pajonaL. Y las ametralladoras los cazan al descubierto! Realmente, Sirpa se daba cuenta de estar ejecutando un plan de carniceria digno de un general aleman, bajo el sol del tr6pico. Un estafeta lleg6 sudando: — Mi Coronel, el suboficiaI de la tercera dice que una secci6n se esta corriendo. Se estan yendo por aquel lado. — jVaya usted —grit6 Sirpa a su ayudante— y hagalos volver a bala! El, por su lado, corri6 entre los arboIes. En una .ralada vio a soldados que aparedan y desaparecian entre las ramas, corriendo por un sendero. Prepar6 la Colt y le les dio encuentro. Secos, lfvidos, con las caras embadurnadas de tierra, al ver al Coronel se detuvieron. — jAlto! jAlto! jD6nde van, carajo!, jMedia vueIta, carajo! jMedia vuelta' -84-
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Uno de los soldados no tenfa fusil. Con ira homieida se le dirigi6 Sirpa: — iChancho cobarde! <>D6nde esta tu fusil? El soldado no respondi6. Se encaj6 por el matorral a un lado del sendero para huir, pero Sirpa no le dio tiempo. Dispar6 dos veces la Colt contra el y el soldado. cay6 de cabeza. Los demas dieron media vuelta y volvieron hacia el fuego. En ese momento el cielo se hizo presente rasgandose como papel. Sirpa se arroj6 de cara al suelo y se cubri6 la nuca con las manos. Un trueno y una resonancia de armas y hojas azotadas por la lluvia de balLnes. 'Ca{an canonazos sobre la isla. Sirpa se arrodill6 y en una visi6n vertiginosa pudo ver a su estafeta con la cabeza reventada, en un torbellino de tierra y sangre. Volvi6 a meter ln cara en la tierra porque nuevamente zumb6 otra granada perforando la espeluznante b6veda de fuego que durante algunos minutos se derrumbaba sobre la isla, como una fauna aullante que quebraba ramas y buscaba cabezas. Se aIej6 el bombardeo. Sirpa, perdido entre los arboles y los claros del monte se desorient6. Un soldado apa* reci6 a su lado. Le pidid agua. El soldado no tenia caramaiiola, pero lo condujo hasta un nido de ametralladora ubicado entre unos arboles aislados en un extremo del pajonal. Un sargento, con la camisa sucia, sin mangas, completamente adherida al cuerpo por el sudor, le recibi6 en su hoyo y le dio agua. — Mi Coronel, hay una pesada que flanquea alla, a la derecha. Tom6 el anteojo y saliendo del hoyo mir6 arrodillado. Fue recorriendo el foco 6ptico desde las pajas pr6xi-
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mas a unos 1$1atorrales a los que sigui6 otra vez el pajo* nal dilatado que terminaba en el muro lejano de troncos parduscos. Ramas y troncos en el vidrio. Troncos .y ramas. Se puso de pie. Teniendo el anteojo entre las manos, colocado a la altura de los ojos, volvi6 la cabeza para hablar al sargento, cuando un golpe de fuego le quit6 el anteojo y el sinti6 un horroroso mordisco en una mano. i' Luego, le pareci6 que su mano crecia enorme dilatando[ se dolorosamente y que despues desaparecia todo su braV zo. Cay6 al suelo. Le lIevaron en una frazada hasta un puesto de socorro, haciendole pasar por en medio de una humanidad en descomposici6n que poblaba de frazadas sangrientas los alrededores del' puesto, esperando curaci6n. El desgajamiento de la carne desbordaba incontenible y dentro del puesto habia un hedor de flatulencias, v6mitos y secreciones. No habia vendas. Mientras le curaban vio comcr en suefios, cerca de el, a un soldado sin pantalones, tendido de espaldas, con los vellos que brillaban amasados con sangre. Se desmay6. Recobr6 el sentido mas tarde en un bloc-house por cuya abertura rectangular formada por el plano inclinado de los troncos entraban los hilos rojos del sol. Cuando mir6 la gran venda que envolvia su manc, dentro de la que hormigueaban mil ardientespuas, tuvD pena de si mismo. — Mi mano... —murmur6, creyendo haberla perdi! do, y en presencia de los sanitarios y de su estafeta se V ech6 a llorar. Casi toda la oficialidad de su regimiento estaba herida, lo mismo que la de los regimientos que atacaron por otros puntos. Los restos de la tropa boliviana se replegaron sobre Corrales esa misma noche, temerosos de u n - 8 6 -
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contraataque que no se produjo, porque los soldados paraguayos estaban tambien a punto de abandonar Toledo, teniendo sus oficiales que recurrir a las ametralladoras colocadas detras de ellos para detenerlos. A1 dia siguiente, en el silencio incandescente, el tragico pajonal era un maloliente sembradfo de cadaveres asoleados bajo el cielo que pareci6 estrellado por las enlutadas constelaeiones de los buitres. V Se cur6 en Villamontes y regres6, cuarenta dias despues, con la mano encogida, destinado al Primer Cuerpo de EjeVcito en el sector Nanawa. Al pasar por Munoz se present6 ante el General Kundt. Este le recibi6 de pie rapidamente en la puerta de su pahuichi de la plaza, Uenandola con su corpulencia colorada. Clavando en Sirpa sus frios y claros ojos de acero, era Europa que enseiiaba a America a matar ('*). — Yo quiego teneg buena gente en Nanawa. Coronel. Yo he dicho que oste es buena gente. ^Soy mentiroso, Coronel? — No, mi General. — Bueno. Oste fuma ^no? — Si, mi General. — Cagamba, hasta ahora no puedo encontrar un solo Coronel que no fume. Tendre que pedir mas ciga(14) Hablando en serio, hay que reconocer la terrible incompetenciii del General Hans Kundt en la materia. Dirigi6 la guerra coii torpeza digna de un Guillermo II, sin composici6n estrategica del lugar, sin control y sbi inventiva. -
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rros pugos a Estigarribia, j6, j6, j6. Aqui tiene uno, Coronel. Buenas tardes. Esa misma tarde sigui6 en cami6n a su destino. - jQue negro estas, compafiero! —le dijo Hinojosa con quien volvi6 a halIarse en su mismo Regimiento que ocupaba el bosque entre N a n a w a y Bullo. La anatomia de los huesos penetrantes abrillantaba su negrura, no disimulada por la barba rala, anidada en las comisuras de los labios y debajo del ment6n. Rechaz6 la licencia que le ofrecieron para salir a curarse a La Par. Se sentia orientado hacia "adentro", hacia el Chaco en cuyos espinos dejara las hilachas de su alma andina. Al entrarle por los ojos los caminos surcados por las buenas de camiones, las arboledas mustias y grises, los horizontes desolados, las figuras de combatientes, no hallaban en su interior incolmable otro fondo que no fuese el mismo Chaco. Estaba condenado al gran infierno palido en cuyas Uamas incoloras consumia el recuerdo de la invicta imagen palida. Cada vez mas feo, mds severo, le seguia como el paso de la brisa aranada por los cardos, la escolta dobIe de su fama de jefe cruel y temerario y la de su venganza mutiIada. Hablaba poco. Nunca de Bara. Habitaba su puesto de comandante debajo de unos arboles que derramaban su sombra sobre el pahuichi construido en un hueco cuadrado, de un metro de profundidad, de cuyas esquinas se alzaban los palos que sostenian el grueso techo de paja a otro metro de altura, con apariencia de vivienda africana. Una noche sosegada, de junio fresco, en que no se oia un solo tiro, vino a visitarle Hinojosa que ocupaba otro puesto pr6ximo. Al lado del pahuichi una hamaca colgada de uno de los palos y de un arbusto pr6ximo, se - 8 8 -
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doblegaba con el peso de Hinojosa, meciendose. Sirpa, sentado al lado en un siU6n labrado a hacha en el tronco de un toborochi ("), contemplaba la hoguera que un soldado alimentaba con ramas, de rato en rato. — ^Tienes trago? —pregunt6 Hinojosa. — Hay pisco. jEstafeta! Haz un c6ctel. — Para mi, purito no mas. Bebieron. El cielo estaba lleno de astros. Delante de los dos militares se extendia la arboleda baja que la noche estrellada y pr6xima convertia en un campo de m a r garitas. A lo lejos, por un claro, vieron abrirse un camino de luz formado por los reflectores de camiones siguiendose unos a otros. Despues el siIencio y la sombra entintaron otra vez el campo y florecieron mas grandes las estrellas. Desde la nudificaci6n de sus almas, se sintieron mas amigos que nunca, en el monte sereno. — Ya vamos al afio de guerra —murmur6 Hinojosa. Pensabamos estar de vuelta de Asunci6n y recien estamos en Nanawa. ^Han llegado los tanques? — Estin en Aguarrica. Los vi en Villamontes. Son unos monstruos. Tienen can6n, incluso. Con ellos te puedes atravesar cuaIquier campo de tiro y pisar las ame-, tralladoras de los pilas. — ^no es cierto? Es nada mas que por traerse alerrianes que Kundt trae tanques. (15) TOBOROCHI
Arbol botella. -
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— No tanto, hombre. Tu le tienes pica al gringo. Te digo que son unas armas formidables. — ;Sera, pues, cuando son cincuenta o cien! Ademas, un tanque no puede maniobrar en el bosque y basta hacerle pozos de lobo delante de la trinchera para que se entre integro el tanque. Esto de Nanawa me calienta. — Sin embargo, metele tanques, buena artilleria, y volando la "Isla fortificada" con la mina subterranea, esta rota la defensa de Nanawa. —
— Cierto. No se me ha ocurrido nunca. — ^Te imaginas esta soledad, sin camiones, sin t p pas, sin artillerias, sin aviones, sin metralla, sin bocheP'>Y en las ciudades, la vulgaridad de vivir en paz. - 9 0 -
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— En las ciudades no hay sino infamia. — Todos piden salir. Yo tambien, pero pienso que en realidad no quiero irme. Me amarra todo al monte. Nada es bonito, —jque va a ser, carajo!— pero yo respiro, me siento vivir aqui. Lo unico que quisiera es que no me falte trago y un caballo como el "Mostrenco".
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Brillaron los dientes de Sirpa en una mueca: — Vivir mucho tiempo es la unica forma de llegar a (.jeneral... Asi es. Somos jefes de un ejercito de muy ma!a suerte. Nos han metido a ciegas, contra la Argentina, Si fuera s6lo el Paraguay... — No importa —respondi6 el Capitan—. Hay que contentarse con ser hombre para uno mismo. Lo mismo le agujerea a uno la barriga una rafaga de los argentinos o de los pilas. Pero nadie dira de m{, carajo, que yo he muerto como cualquiercoxuater. jVamos a tomar Narnnva, hijo! Esto me encanta, me gusta. jLa guerra! ^Cari.iios? A la m...! Ni mujer ni hijos. Le regalo mi sangre a cualquiera. — No diras lo mismo, tal vez, si estuvieras en La Paz. — Si vuelvo a La Paz, cuando esto termine... no sabitv; que hacer. Extrafiare este monte estupido, el alcohol, el tuego, esta vida cochina. Extrafiare la matanza. ^Tu has matado a alguien, de bien cerca? — No se... He manejado la pesada. He disparado sobre unos pilas con fusil anteojo. Tarnbien lo he Umpiad<..i a un soldado nuestro que se corria de Toledo. — Yo —exclam6 Hinojosa— quise liquidarlos a algunos en el contraataque de Betty, pero mas bien los agarre a patadas para que volvieran al combate. — Eso no es nada —reflexion6 el Coronel—. Los oiiciales pilas manejan a latigo a sus soldados, y cuando estos quieren retroceder fusilan secciones fntegras con ametralladora. --- En Betty hemos encontrado a unos 30 pilas m u e r toR, cazados por sus propios oficiales. Nuestros soldados los enterraron. -
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— jHacen bien! — Si, hay que matar. Somos como las langostas saltonas que cuando se llenan en la picada, el cami6n las va aplastando por miles. Las demas siguen el ataque, sin detenerse a ver cudles han muerto. No tienen famiHa, no tienen mujer. Son como yo. Tu...
El fortin Nanawa estaba constituido por unas casuchas que destruy6 la artilleria boUviana en enero de 1933, ubicadas en un monte alto, uno de cuyos extremos se alargaba sobre un pajonal inmenso. La arboleda formaba - 9 3 -
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arabescos, alternandose con Ios claros cubiertos de paja. Tuscas (*') aisladas crecfan por una parte. Los arboles se apinaban por otras, formando islas, cabos, peninsulas, entrabandose con el pajonal, lago seco y amarillento que formaba golfos, estrechos, bahias. Las trincheras bolivianas desde enero hasta junio se incrustaban en un semicirculo de veinte kil6metros alrededor de Nanawa, alter nandose con. la diversa topografia del terreno, cenido d monte unas veces o cortando el pajonal otras. Estas trincheras deI pajonal fueron abiertas en pleno ataque por los bolivianos, que ocultos entre la paja, cavaron zanjas, usando sus bayonetas y sus platos de aluminio, bajo el fuego de las ametralladoras enemigas. Los paraguayos incendiaron entonces el pajonal, pero los atacantes se defendieron de las llamas apagandolas con la tierra de las mismas zanjas. Algunas de esas trincheras se hallaban a poco mas de cien metros de las paraguayas y un extremo del bosque ocupado por los bolivianos, llamado la "Punta de los Cuatro Degollados" (^), estaba separado del nido de ametralladoras pilas, ubicado en una isla de arboles delante de Nanawa, llamada "Isla fortificada" nada mas que por ochenta metros de campo descubierto. Los troncos de quebracho que formaban la protecci6n de la trinchera en la Punta eran golpeados a cada instante porlas balas enemigas, en la guerra de posiciones. Para tomar aquella isla se abri6 una galeria subterranea que parti6 de la Punta y se la min6 con dinamita. El (19) TUSCAL.- Conjunto de arbustos bajos y espinosos que cubren grandes extensiones del Chaco. (20) Se llam6 a sl a ese lugar, porque el 22 de enero de 1933 los paraguayas atacados, antes de retirarse, cortaron las cabezas de cuatro prisioneros boUvianos, dejandoIas como humoristico recuerdo, simetricamente distribuidas en un claro del monte. - 9 4 -
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4 de julio las tropas bolivianas se lanzaron al segundo asalto a Nanawa y a las 9 de la manana explot6 la galena, destruyendo parte de Ia Isla fortificada. Desaparecieron ametralladoras y metrallistas junto con un pedazo del bosque, levantandose a continuaci6n una tromba de polvo tan densa que sobre los soldados que avanzaron detras de la explosi6n, volvi6 a caer la tierra en lluvia que dur6 diez minutos, como un simun del desierto africano. Dentro de esas columnas de tierra gaseosa que se enredaban consigo mismas no se podia ubicar las posiciones paraguayas, el martilleo enganoso de cuyas ametralladoras perforaba la polvareda en un ciego aIboroto de balas. Los paraguayos tenian en la isla s6lola primera 1{nea y mas adentro la segunda y a los lados, en puntos tacticos escondidos en el monte, chapapas con que dominaban la zona hendida por el primer asalto de la manana. El lugar del tunel y el punto de la explosi6n se abrieron, convirtiendose en un gran embudo en el que se refugi6 parte de los atacantes cuando desapareci6 el polvo y las ametralladoras comenzaron a barrer todo el bulto que se perfilaba en el terremoto. Durante muchas horas el circulo del horizonte fragu6 una tempestad de canonazos. Los tanques atacaron por el este, avanzando por un campo descubierto, mientras las ametralladoras pilas les ladraban como falderillos enloquecidos ante los enormes monstruos sin cara. Uno de los tanques qued6 embarrancado en un ancho pozo de lodo. Al otro, le hicieron fuego de tiro directo con caiiones de acompanamiento. Una granada hizo impacto en una torre volandola y matando a dos de sus ocupantes, saliendo el otro enloquecido. Fracciones que pertenecian a la unidad de Sirpa ocupaban la zanja y el embudo, y de ella iniciaban los asal- 9 5 -
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tos, entre la tierra revuelta y las raices de los arboles v matorrales carbonizados. Dos asaltos sucesivos fueron detenidos sobre los pajonales. El fuego paraguayo que brotaba de entre los arboles, semejante a la lengua de un oso hormiguero, recogia vidas de atacantes para recluirse de inipvo en la boca del monte insaciable. Toda la manana redobl6 la artillerla boliviana en un encadenamiento de ra>s sombrfos que trizaban el monte estupefacto, en sinfon(a can el canoneo que venia de Nanawa, hasta que sc agot6. El ataque continu6 con s6lo armas de infanteria. En busca de aquel fortin invisible y mort{fero, por el pajonal y la lengua del sur, por el canad6n del este y por las islas del norte, se arrastraban los soldados bolivianos empujando sus ametralladoras, sus cajas de municiones y de agua, y se agotaban como agua chupada por el arenal, para ser reemplazados por nuevos hombres. Monte y pajonal eran un otono de heridos y muertos. Rot:as las secciones buscaban nuevamente contacto lateral, procurando anudar ese suicida cintur6n al monte de Nanawa. A las 2 de la tarde Sirpa se traslad6 personalmente hasta el embudo. Hall6 en las trincheras, abandonadas para el asalto, a soldados heridos. Por las sendas, caravanas de camilleros que traian heridos. Mas alla otros soldados que cargaban cajas de municiones. Todavia hall6, detras de un bloque de arboles a unos 30 soldados, tranquilamente sentados o tendidos. — i Q u e hacenaquf? — Aqui no mas nos han dicho que estemos. — ^Quien ha dado esa orden? — Nuestro Teniente. -
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Sirpa vociferq contra el Teniente: — ^Y d6nde esta?
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se habia coIocado una ametralladora pesada. Sirpa se arrastr6 hasta allf: — Cuidado, mi Coronel.jEsri muy batido! Las rafagas de metralla acuchillaban el aire. A1 arrasfiarse helaba ias espaldas la gravitaci6n del acero despeda;>a.do cuyos trozos parecfan querer integrarse maullando. Una rafaga picote6 la tierra a una cuarta de su cabeza. Lleg6 hasta los troncosy mir6 el monte enemigo, quieto y gris, donde zapateaban las ametraJladoras. Muchos heridos del primer ataque no habfan sido recogidos. Sirpa se dio cuenta de que el ataque estaba paraUzado. Regres6 hasta el embudo donde se habia concentrado la fracci6n de reserva, Uenandclo como una fauna amarilla de cabezas negras. Habl6 con un oficial: — Por alla, por el pajonal con tusca, hace usted un ataque demostrativo con todos estos hombres. Yo voy a flanquear por aqui. Si llego hasta los nidos del frente, dare tres golpes de fuego. Y volviendose a los soldados del embudo, dijo: — Bueno... Necesito cinco hombres. A ver... Los eligi6: — Tu... Tu... Tu... Un apuntador de pesada. Teniente, llevese a los demas. No se estire mucho a la derecha. Dentro de 15 minutos, ataca. El oficial y los soldadosdesaparecieron como gusa'nmbaron en la altura uno, otro, y otro: cuatro avio!'odo el monte los mir6 un rato en silencio, pero un -
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instante despues reson6 el teclado monocorde de las ametralladoras de Nanawa, dirigidas contra los aviones que lanzaban bombas. — Ahora —orden6 Sirpa a los soldados—. Afuera, afuera.
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— jTendete, mi Coronel! —grit6 el estafeta, pero la conciencia de Sirpa estaba tctalmente reemplazada por "la alegria del Capitan Hinojosa". Hizo fuego con la pistola y logr6 ver el bloque de ramas de donde brotaban los lengiietazos vertiginosos. En aquel derrumbe de segundos, se sucedi6 uninstante de silencio en el monstruo atacado. — jAhora! jCargarse a la izquierda! Se puso de pie y corri6 con la Schmeizzer entre las manos. Matorrales, claros, pajas quemadas brotaron arr te sus ojos en un torrente cinematografico. — jTendete, mi Coronel! — jNanawa! ;Aqui esta Nanawa! —grit6 Sirpa y se oy6 a s( mismo su voz ronca. Otra vez rugieron los arboles y un pedazo de viento le escupi6 en el rostro. El suelo se levant6 como un muro, chocando contra su cara y metiendoIe tierra entre los dientes. Silencio absoluto. Sabor a tierra y sangre. Una rubia melena que ardfa y unos ojos verde nilo que le miraron un instante. jOh, Bara... Despues muri6.
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SEIS MUERTOS EN LA CAMPAftA "Habra sabido usted que he regresado del Paraguay, dpnde me encontraba prisionero. Mi calidad de cu-ujano me ha vaUdo para que el gobierno de aquel pais me conceda la repatriaci6n, junto con otros miembros de la Sanidad. Quedan aUa mas de 20.000 de los nuestros. Entre Ios papeles que logre traer estan las notas del sargento Cruz Vargas, a quien me toc6 asistir poco antes de su muerte, ocurrida al dia siguiente del armisticio. Cumpliendo sus encargos p6stumos, averigue en la Oficina de Prisioneros de La Paz por su famiUa, y con gran sorpresa vi que en las bstas figuraba como "desaparecido". Cuando le conoci en el hospital de Asunci6n adolecia de tuberculosis pulmonar y de paludismo, y poseia una rara Iucidez mental con alternativas de vesania melanc61ica. Cuando las reacciones de su salud Io permitian, escribia notas que recogi cuando el muri6. Era hombre de 25 anos, aunque aparentaba 40. Habia cursado el bachiUerato en Cochabamba. "Le envlo esas notas, por si quisiera usted escribtr a l g o " . . . (De una carta escrita por el Mayor de la Sanidad boUviana V . . , ) .
Las notas del sargento Cruz Vargas estan escritas en papeles sueltos, al lapiz, y son dificiles de captar por Ia caligrafia irregular y el concepto, Coordinandolas en forma novelable, son las siguientes: -101-
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I Anoche la tos me aran6 los pulmones. Hasta el amanecer me advertian su presencia obscura con dos dolores agudos que no me dejaban dormir, como una guagua que llorase. Yo no sab{a d6nde ponerlos, queriendo cvadir mi cuerpo de sus punzadas. Les decia: "ya se que estan ahf, estupidos! Basta, basta!...". Pero algo querian, porque seguian mordiendo lo profundo de mi pecho. Despues me agitaba nuevamente la tos. Yo me apretaba el pecho con Ias manos, sintiendo debajo de ellas mi estern6n, agudo como de un pollo, y metia la cabeza debajo de la frazada, y tosfa ahi adentro, para no molestar a los vecinos. Hay entre ellos, cuatro camas mas alla, dos que tambien tosen en duo, toda Ia noche. Pero antes no era s6lo la tos. Era tambien un tumor mi companero. Lo sentia pegado a mi cuello como un extrano que vivia por su cuenta, v yo le oia latir. Me latian el coraz6n y el tumor y yo no podia dormir, escuchandolos toda la noche, con los ojos fijos en los bultos de las cama donde se alzan, como fantasmas, los sucios mosquiteros. Pero me cortaron el tumor. De dia, alguna vez puedo salir afuera, aI canch6n, lleno de huesos, de basuras, de algodones, y contemplo un naranjo y una enredadera a la que viene un picallor verde que se cuelga de los calices volcados, moviendo las alas tan rapidamente que parece un trompo en el aire. Alla habia tambien picaflores. Cuando estaba de centinela en el "velo (') del "Campero", en pleno monte, disparaba mi fusil a cada instante contra la arboleda d0nd3 (1) Velo.- Lfnea de posiciones adelantadas que resguarda la Unea principal. -102-
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se escondfa el enemigo, y un picaflor indiferente, giraby entre las hojas. Yo no se c6mo vivia alla, sin flores, Me gusta el naranjo, pero a veces no me dejan a tar en el canch6n. Un soldado rubio, paliducho y sucin, al que le falta una mano, se ocupa de molestarme; -:.iV ciendome: - |Adentro! jIndio! Yo no soy indio. Es cierto que soy hijo naturaI cu; unachola, pero mi padre era un caballero decente de jui rata, que tenia bufete deabogado y cantina.No soy in dio, pero, humillado como un perro, entro al galp6n t;e enfermos. No me gusta permanecer alla. Ojos, insoportables, ojos por todas partes. ^Por que son tan terribles l05 ojos, de los hospitales?.,. Pares de ojos clavados encima de cabezas que desaparecen. No hay rostros. S6lo quedan filas de ojos unanimes, brillantes, de derecha a izquierda, y todas son bolas de vidrio negro, distribuidas de dos en do>s. Me disgustan, me martirizan. Son ojos de mudos, de torturados, de paraliticos, de resucitados. Ah... Yo no me hago ilusiones. Yo debo ser tambien un par de ojos y seguramente molesto a alguien si lo miro. Yo no los he visto hace tiempo, porque no hay un espejo, pero estoy seguro de que ni mi madre ni mi hermana reconocerian en mf a su Juan de la Cruz, porque veo mis piernas, mis muslos en los que hayuna costra de suciedad como liquen negro y mis brazos de esqueleto. Yo era casi blanco, pero ahora soy un lefio carbonizado. jTanto calor! ^La fiebre me habrd quemado la piel? Ardo, hiervo toda la noche, y por la manana siento un frio huesoso, especialmente en los puknones que me parecen dos trozos de hielo metidos en mis espaldas. Despues casi todo sl d|a estoy bien, s6lo que cansado, siempre cansado, pero -103-
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cuando se apaga el dfa soy otra vez una brasa bajo la ceniza. Y sudo, sudo sin motivo. Siento en la cama el olor podrido de mis sudores que se amasan en las frazadas. Claro, si sudo sobre las mismas frazadas desde hace dos anos... Lo que sucede es que me voy quemando por dentro y por fuera y ml piel es un tabique entre dos llamaradas que quieren lamerse a traves de ml. Soy un fardo de enfermedades. Desde hace un ano estoy muriendo. Pero es tan dificil morir... Cuando caf prisionero y me hacian trabajar los "pilas" al sol en Puerto Pinasco, cargando bolsas y troncos en la orilla del rio, ya debia morir. Una mano me exprimfa los sesos y yo andaba sobre el vacio con la espalda que me dolia, mordida por el peso de los troncos. Un dia formabamos una pIataforma de troncos sobre la orilla fangosa y cai en el barro. No me pudieron levantar del suelo ni a patadas. Cuando se concluy6 la pIataforma, horas mas tarde, me recogieron unos hombres semidesnudos y me echaron a un cami6n. Me Uevaron a un hospital para que muriese, pero no pude. jEs tan diffcil!... ;Pero no! No es tan dificil. Yo he visto morir a muchos, alla en el maldito Chaco. Uno muri6 asi: [ II Estabamos en una posici6n avanzada, a la izquierda de Campo Jordan, delante de Puesto Pab6n. Formabamos una secci6n de 25 hombres en medio del monte donde abrimos unas zanjas. Delante dc nosotros se extendia el monte asfixiado de malezas y a traves de ellas tirabamos a ciegas, mientras los pilas hacian lo mismo con nosotros. A veces oiamos gritos de los "pilas" y en esa d r recci6n disparabamos la pesada. Un sendero nos comunicaba con la linea principal, detras de la que estaba el comando de compania. Alli fui -104-
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yo una vez a que me viera el m^dico. El sendero era largo y, a cada paso, las ramas se enredaban a mi fusil. En la plazoleta del comando habfa un arbol con mucha sombra. No era como los del "velo", pelados y grises. Salio el me*dico de una carpa, me dio unas pildoras de qur nina y me dijo que me volviera a mi puesto. Regrese" por la picada y un poco mas alla encontre al cami6n de rancho. Dos soldados de mi secci6n, Cliura y Huaicho, un indiecito de Inquisivi, habfan venido a recogerlo en la acostumbrada lata de gasoIina. La llenaron de una hhua (*) espesa, y luego, por medio de un palo que sostuvieron en sus hombros se pusieron a andar llevando la lata colgada entre los dos. Tomamos el sendero. A los 500 metros se detuvieron, porque una rama quit6 la gorra a Cliura. Sudaban. — Muy lejos viene eI cami6n —dijo 6ste. — Es que nosotros estamos muy adelante —le respondi. — Miria ligua siquiera is —anadi6 Huaicho. — Media legua?... Un kil6metro sera... — Vamos, vamos. Volvieron a cargar la lata, por entre los arboles. Cliura iba adelante. Acompasando su marcha, Huaicho que se secaba el sudor con' la mano libre, y yo detras de ambos. Se oian detonaciones aisladas seguidas del silbido de las balas, al viajar entre las hojas. Con el movimiento de los dos soldados, a ratos rebakaba el rancho y corria por el exterior de la lata. — Ya estamos Uegando —dije, y me agache a recoger mi gorra. (2) Lahua.- Comida de harina herviHq pn a$ua. Tipica en BoUvia. -
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En ese momento sentf silbidos mas pr6ximos y me inctine mas, cuando vi caer a Huaicho, de bruces. Al resbalar el palo de su hombro hi20 que la lata de comida viniese a su encuentro en el suelo. La comida blanca y pastosa se verti6, cubriendole la cara. — jAnimal! —grit^, corriendo hacia el. No se movia. Le brotaba sangre del cuello, debajo del rancho, formando una mescolanza. La bala debi6 romperle una arteria. Sus ultimos estertores hicieron, con la masa de lahua que le embadurnaba la cara, una espuma de rosaceas burbujas sobre su nariz y su boca. Quedaban restos de comida en la lata, pero, naturalmente, el rancho no alcanz6 para toda la secci6n. III Es muy facil. Pero otras veces es muy dificil. Me acuerdo, no se por que, de un perro y de mi primo Aniceto cuya historia he querido siempre escribir. Pero ocurre que generabnente me olvido de lo que quiero y ahuyento las palabras para quedarme mudo, por dentro y por fuera, siendo asi que lo unico que ya vive de mi cuerpo son mis palabras y mis piojos. Mi vida antigua, los mil aiios que me separan de. mi terruno, dormido en las faldas de la montana, mi madre, mi hermana, y mis terribles dolores de la campana, todo eso ^acaso existe ahora? S6lo mis palabras lo desentierran de mi coraz6n. jLas palabras! Son io mas inutil y lo mas cierto de la creaci6n. Por eso yo quiero escribir. Yo se que los hombres nacemos con un destino de palabras, y mientras no las hayamos vaciado, no podremos morir, porque aun no habre- mos vivido. Nuestro mundo existe s6lo durante un millonesimo de segundo para dar lugar al nuevo hecho, pe-
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ro Iosrenglones lo pueden enjaular, y entonces el hecho —dolor, sombra o muerte— ya es nuestro, ya es permanente y manso. ^Para que hubiera ocurrido, senor, todo aquello sino fuese para escribirlo?... Escribirlo, aunque sea nada mas que para que lo lea Dios. Que sepa este senor el sufrimiento inedito que no vio nadie en la selva desierta y abone en nuestra cuenta el anticipo de infierno que vivimos. Lo que se hizo y no se dijo, no ha existido. Vengan a mi las palabras. Son como un 5acrament0, son mas reales que la acci6n, valen mas que ella y nos consuelan mas. Senor mio Jesucristo... Ya no hay luz. Es de noche. Comienzo a sudar y a toser. En mis puhnones gime el surazo almacenado.
Desde hace tiempo medito en esto: ;que dificil es matar a un hombre! A pesar de que el hombre muere muy facilmente, en un acto de prestidigitaci6n, hay veces en que la facilidad de su muerte es mas diffcil que su misma muerte. ^Me dejare entender? Es posible que no. Advierto que me he acostumbrado a no escribir y ni siquiera a pensar con palabras. A mi cabeza acuden, una sobre otra, no las figuras ni los nombres. de las cosas, sino las cosas mismas, sin nombre: los arboles, las picadas, los soldados, los enfermos, las caravanas de camiones, los muertos de ojos frfos, y todo eso, superpuesto, se clava en mi frente con un tac-tac, con un tac-tac de ametralladora. jAh! Yo he oido mucha ametralladora. Confieso que me aterrorizaba hasta morder el suelo para no gritar. Pero despu&, ya en Campo Jordan en mi zanja del "Campe-107-
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ro", cubierta de troncos y ramas, me acostumbre tanto que ya no ofa los cochlnos ladridos. Dentro de mi agujeto retumbaban Ios picotazos de las ametralladoras, los cabezazos del 105 y los jplam! de los stokes, pero yo no los oia, sino cuando estaba atento. Pero despues, en la enfermerfa de Puesto Moreno, Iejos de la guerra, todos l03 ruidos depositados en mis nervios despertaban en medio de la noche, me segufan en mi delirio, como si me aconr panase el ruido del tren. Oia sin cesar: ta-ta,ta-ti, tatatata... Ahora, ya no. Alguna noche, si tengo mucha fiebre... ^A d6nde iba?... Ya no puedo retener mis ideas. Como si tuviese muchos paquetes eri las manos, por coger uno, dejo caer otros. Son muchas marmitas de agua que hierven rebalsando al mismo tiempo. Es evidente que estoy mal de las ideas de la cabeza. Aquella granada de 105 que estall6 a cinco metros de m{ en el Siete, me dej6 pa^ ra siempre los sesos cubiertos de tierra. Desde entonces, casi ya no siento mi pensamiento debajo de la frente, como lo sentia antes. Ni en ninguna parte. Mi cabeza es una caja llena de tierra arida, de arena sacudida. Es como el Chaco.
III ...^CuandoescribirelahistoriadeAniceto? He estado molido por la terciana, no se cuantos dias. Pero ahora estoy bien. ^C6mo era? Lo estoy viendo, en una postura en que siempre lo recuerdo (<;por que?) sentado sobrelos talones, soplando sobre unas brasas, con los parpados llenos de ceniza. Era el sargento de mi secci6n, en el Kil6metro Siete, el mas valiente, el mas alto, que siempre parecia preocupado de algo que no eramns nosotros. -108
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En noviembre los pilas nos atacaban todos los dfas. Una mafiana se acercaron, arrastrandose y gritando bajo los arboles. AulIaban con su salvaje "hui-ja" para atemorizarnos, pero en esos casos no hay que atemorizarse sino no dejar de hacer fuego. Estaban tan pr6ximos que yo los vefa, azuleando entre los matorrales, mientras sujetaba la banda de la ametralladora que disparaba Aniceto freneticamente. A pocos metros, en la posici6n vecina se tranc6 la pesada, pero felizmente con un tiro de fusil mataron a un capitan rus6)que encabezando a los pilas lleg6 a diez metr6s"dedistancia. A ese lo pudieron recoger, pero a otros muertos era imposible. Entre las malezas, delante de nuestros ojos, atravesaban todas las fases de la descomposici6n. Su oIor se pegaba a nuestra comida, aunque el sol los secaba rapi* damente. Los pilas se retiraban y al dla siguiente volvian a atacar. Estabamos locos con tanta metralIa. A mi me obsesionaba la idea de buscar algun filtro para volverme invisible. Algunos metros delante de nuestras posiciones habia un puesto de centinela, en un hoyo protegido por delante con un tronco. Yo hacia los relevos y me acuerdo que aquel dfa elindio que tenia que hacer de centinela pretext6 estar enfermo. — Cabeza doile, mi sargentu. — Yo no se nada —le dije. Hay que ir no mas. Ya te mandaremos despues a la Sanidad. Y lo deje en el puesto de centinela. Habia completa tranquilidad y el monte donde se escondian los pilas no respiraba siquiera. -109-
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Una hora despues, tendido en el fondo de mi zanja, of unos quejidos. Me incorpore, asome la cabeza y vi que por d sendero venfa arrastrandose el indio. Estaba ensangrentado. Le ayude a descender por el talud dela trinchera y llame al sargento. El indio tenfa Ia mano izquierda deshecha de un balazo. Se le veia eI desgajamierito de los tendones chorreando sangre y grasa, Mientras le envolvfamos la mano le interrog6 Aniceto. — Un pila ha veniro —respondi6 el herido. — ^Un pila? Si no hay nadie... — Pila ha siro, mi sargento —se lamentaba el repe? te. Le enviamos al puesto sanitario. Alla se comprob6 [ que er^unJ4zquierdista^. Los soldados proveedores del j rancho nos avisaronque se habia hallado quemaduras de v p6lvora en 16s bordes de la herida, lo que hacia presuvrnir que el mismo se dio el tiro a bdca de jarro. Durante dos dias, fuera de un combate de fuegos desde posiciones, que dur6 una hora, hubo calma. Vino nuestro teniente a interrogarnos. Al cuarto dfa, a las 6 de la mafiana un estafeta nos transmiti6 la orden de que el clase y un soldado de la secci6n se presentasen en el Comando de batallon. Para procurarme un paseo, porque ya me secaba en la linea, Aniceto me escogi6. Entre los dos acudimos al Comando. Detras de un tuscal, en un pequeno campo cubierto de paja y sol, hallamos a unos 30 soldados con rosca y fusil. Al poco rato, de entre unos arboles saU6 un grupo: nuestro Teniente, un Capitan, unos oficiales, el capellan de la divisi6n y el sanitario. -
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Yo estaba pr6ximo aI grupo y oi lo que decian: —
Cuando lo trajeron, s6lo vi los cabellos rabiosamente erizados de su cabeza agachada- que casi se tocaba con el blanqufsimo paquete de la mano herida sobre el pecho. Se improvis6 el ceremonial. Se notaba que nadie sabfa el procedimiento de fusikr. El indio, casi ajeno a su importancia dramatica, me recordaba con su actitud humilde, minuscula y cobriza, la de los repetes que aguardaban una curaci6n en el hospital de Puerto Moreno. — Hay que darle un poco de alcohol —aconsej6 el sanitaiio. f:I indio escupi6 la coca que mascaba, para beber, ayudac1o ,-"".;r- ei sanitario. Luego, tante6 con su mano un bol-
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sillo, sac6 una porci6n de hojas y las volvi6 a mascar. Debajo de su brazo, por la camisa rota, mostraba el costado negro, sudoriento. Frente a nosotros en fila, todos con las cabezas semiinclinadas para que el sol no nos diera en los ojos, le encajaron la gorra hasta la nariz. Asi, mudo, ciego, resultaba insignificante sobre el ancho horizonte del pajonal, sosteniendo sobre el pecho con la tnano sana, la mano envuelta en una venda blanca, nuevccita, que la ostentaba como una ofrenda. Creo que seguia mascando coca cuando la descarga le hizo levantar los dos pies, proyectandolo al suelo con un empell6n de trueno. Sobre el pajonal qued6 estremeciendose como una apasanca (*) pisoteada. — !Pronto! jOtro tiro! ;Usted, deIe un tiro! — grit6 el oficial a Aniceto. ;De mas cerca! ;A boca de jarro! Aniceto corri6 hacia el indio. Busc6 con el can6n del fusil la cabeza y dispar6. El indio qued6 de cara al sol con la venda de la mano izquierda empapada de sangre y tierra. A nosotros, aprovechando de nuestra presencia en el Comando, se nos reparti6 cigarrillos, y media hora despues volvimos a la linea. IV Me he extraviado nuevamente estos dias. Es que no se c6mo escribir la historia de Aniceto. Yo quisiera hacer lo, pero dentro de m{ hay otro hombre que divaga, que me lleva lejos, no s6lo en pensamiento, sino en persona. Ahora, por ejemplo, me viene "el Chaco". Esto es: que (3) Apasanca.- Tarantula. (Qulchua). -
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siento estar alIa, pero no ahora, sino en un instante pasado. Es curioso: tengo la particularidad de transportarme de golpe a un punto del tiempo que no es este momento, pero que es presente en otra parte, en algun remoto lugar donde no estoy. Digamos como si yo, a dos anos de un hecho pasado recien lo viera ahora reflejado en el eter con una pupila astron6mica. Es tan raro. Procurare expUcarme: yo soy una pagina con grabados a ambos lados. A un Iad6 t6do lo que miro ahora: este"galp6n""deT"hbspital, este papel, este lecho, aquel soldado que se abanica al frente. De repente "alguien" vuelca la pagina y ya soy el Chaco; ya no estoy aqui, o mas bien este ambiente desaparece y viene eL otro y me satura. Revivo la actuaJidad de palsajes preteritos. Vivo en dos espacios. ^Es curioso, verdad? U n hombre q u e s e siente pagina, una pagina con vida a ambos lados. Y esta sensaci6nse m e d e s p i e r t a s i n n i n g u n r e c u e r d o concreto,sin figuras, sino que me penetra mudamente, como la luz por un cristal. En este instante estoy viviendo en noviembre de 1932, y este olor de mi cuerpo y este lapiz y esta vibraci6n que caldea la tarde amarilla, son los mismos con que estoy en mi trinchera del "Campero" mirando una nina-nina (*) cuyo vuelo vibra alrededor de la carta que escribo a mi madre. ...Oh... ;Todo esto es absurdo! jYo se bien que es absurdo! jLa maldita granada de 105 que estall6 dentro de mi cabeza!... Me he extraviado otra vez y me he fatigado inutihnente, escribiendo tonterfas. Me duelen
(4) Nina - nlna.— Cole6ptero que abunda en el Chaco,
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^Soy el mismo que huyendo del sol se refugia en la gaIerfa de la plaza de Cochabamba y se sienta en un banco abanicandose con el sombrero de paja? <|Soy el mismo que tiene un traje gris y una vecina pensativa, llamada Enriqueta a quien besare esta tarde en los brazos? Entonces<>por que estoy aquf?
Hoy, en un diario que lefa un enfermo pila he visto la fecha: 30 de noviembre. Han de hacer dos aiios que cax prisionero, pero esto se acaba. Dice que todo el ejercito bo^ Uviano hasido destruido en Cafiada Carmen. Gracias a Dios... V No hay nada. jNada! Anoche muri6 un pila, sin molestar a nadie, como molestan otros. Esta manana levantaron el mosquitero y el estaba, con las enclas plomizas y los dientes amarillos. Tenfa tan hundidos los carrillos que creo que se tocaban por dentro. Pero antes es un perro quien recIama su aparicion en estas lineas, un perro a quien mat6 Aniceto, hace muchos afios. Era en nuestro pueblo, —;oh, Tarata!. Eramos ninos. El mayor, el mas fuerte y alto, Aniceto. Tenia un perro a quien le vinieron unas sarnas que le pelaban la piel de la cabeza. Se le conden6 a morir y un grupo de chiquillos de la vecindad, acompanados de un indio, llevamos al perro atado hasta el rio en las afueras del pueblo. El perro presentia el crimen. Temblaba. Cuando llegamos al tragico -114-
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lugar se le erizaron los pelos y sus ojos nos miraron con un miedo luminoso, con un verde y m6vil resplandor. Entre Aniceto y el indio, ataron al cuello del perro un nudo corredizo y le arrastraron hasta un arbol. El perro se sentaba, adelantando las patas tiesas que abrian dos surcos en el suelo al ser arrastrado. Le cogieron por las patas traseras y lo izaron con la cuerda y el se abraz6 al tronco, gimiendo. El indio estiraba de la cuerda y Aniceto sujetaba al perro por las patas, pero los esfuerzos del animal le vencieron y lo solt6, y el verdugo larg6 tambien la cuerda. El perro semiahorcado trat6 de huir a saltos, pero lo volvieron a coger. Con movimientos desesperados seguia el vuelo de sus ojos electricos. Lo colgaron nuevamente. — ;Una piedra! jUna piedra! —pidi6 Aniceto que lo habia vuelto a coger de las patas. — ;En la cabeza! Uno de los chicos cogiendo la piedra con ambas manosgolpe6 al perro colgado. Creiamos que habia.muer to. Caido al suelo, recorrfan su cuerpo unos sacudones epilepticos. Entonces Aniceto, congestionado por el esfuerzo levant6 la piedra y la dej6 caer sobre la cabeza d;l animal. Como un resorte de alambre, la victima se irgui6 sobre las patas traseras y dio una vuelta entera sobre ellas, igual que un acr6bata, con un ronquido humano que nos hizo retroceder gritando. Entonces Aniceto volvi6 a goipearlo, dos, tres, cinco veces hasta que cruji6 el craneo del perro y le saltaron los ojos. No habfa una bala para matarlo. El otro, no fue por falta de balas que no pudo morir. Cada vez que me acuerdo de 6l, viene a mi memoria elperro extrangulado que saltaba a''la orilIa de riachuelo. Y cuando me acuerdo - U 5 -
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del perro viene hacia mf el rostro ensangrentado de AnicPto, roncando como un perro agonizante. Se acerca, como st yo lo hubiese matado, con la boca abierta, gritando sin ruido bajo su red de sangre. ***
Pero vayamos por orden. Me toc6 ir a la guerra con el. Salimosjuntos desde nuestro pueblo y nuestra suerte fue que no nos separasen. Era apuntador de la pesada. Alto, de cuello grueso, y mandfbula gruesa, casi no tenia cejas y su frente y sus labios parecian muy prominentes a causa de la nariz aplastada. Sus ojos eran claros como gotas de mercurio. Trataba bruscamente a todos y a mi tambien, pero me queria. Me salv6 una vez. Se trataba de ver d6nde terminaba la Hnea de for tificaciones pilas en el bosque, al este del Campo Jordan. Una patrulla de 14 soldados, entre ellos Aniceto y yo, sali6 a las 4 de la manana. A eso de las 11 andabamos por la ceja del monte, en columna de a uno, cuando nos hicieron fuego de sorpresa. Nos metimos al monte y una rafaga de ametralladora nos mordi6, matando a dos e hiriendome en un pie. Corri todavia unos cuantos pasos y despues me cai. Sobre nuestras cabezas se tejia una red de silbidos entre las ramas. — jReplegarse! jNos han envuelto! —oi gritar al comandante. Pasaron a mi lado, de uno a uno, doblados en dos, varios soldados. do. bre en las
— jEstoy herido! —les grite, pero siguieron corrienEntonces, desesperado, trate de seguirlos andando solas rodillas y sobre los codos, desgarrandome la piel las carahuatas, pero a los pocos metros me faltaron fuerzas. -116-
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Pasaron unos minutos en que se cruzaban Ios fueg03 de un lado a otro. Despu^s hubo un silencio. En ese momento senti rufdo de ramas aplastadas detras de mi y tuve u n miedo horrible. Me di la vuelta y vi un bulto con gorra de kaky, que se arrastraba.
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Un soldado enfurecido dispar6 hacia el arbol, gritando: *
— jRetirate! jMalagiiero, kencha! (*) jCarajo! |Maldito! AI dfa siguiente, desde por la manana, Uovieron los caiionazos. Toda la tropa sali6 de sus posiciones por el pajonai y por el monte. Nosotros avanzamos por las islas del Este, arrastrandonos como si empujasemos lentamente una valla de acero que cubrfa todo el Campo Jordan. El sol nos caldeaba las nucas y cuando avanzabamos por un pajonal nos cerraron dos cortinas de fuego, del frente y de la derecha. Y nuestra grandfsima suerte hizo que arreciara el cafioneo sobre el pajonal. Aullando furiosas nos perseguian las granadas de lo alto. Parecfa que las disparaban verticalmente desde el sol. Nosotros eramos unos gusanos asustados, perseguidos por aladas serpientes que volaban detxas del cielo, abriendo una sucesi6n de embudos invisibles hasta que el cielo se rompia y las granadas se daban de hocico contra el suelo, destrozando a dentelladas el pajonal que se iba cubriendo de polvo. Dentro de mi cerebro, un deslumbramiento de magnesio volatiUzaba mi conciencia durante el delgado instante de mi vida que pertenecia todo entero a la espantosa fiera. Nos empequeneciamos, nos adelgazabamos hasta convertirnos en un hoja de papel, metiamos la cabeza entre la paja, para que las granadas no nos viesen. Y desde la punta pr6xima las ametraIladoras daban tajos a diestra y siniestra con el tableteo infernal de su engranaje mortifero. (6) Kencha.— Mal agiiero (qulcbua y aymar6). -118-
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Poco despues avanzaron los pilas por el pajonal, segandolo a baIazos. Les oia gritar: — ;Hui-jaaaa! ;Hu{-jdaa] Nuestra ametralladora ya no tenfa munici6n. La dejamos y arrastrandonos, rodando, saltando, nos replegamos. Llegamos a una arboleda pr6xima s6lo cuatro soldados de toda la secci6n. Nos desorientamos. No podiamos reconocer los disparos de los nuestros y los de los pilas, pero, por precauci6n nos alejamos del pajonal, monte adentro. Yo seguia los movimientos de Aniceto que andaba sobre los codos, Uevando el fusil sobre los antebrazos. De pronto senti un ruido que me record6 exactamente al de un dinamo eleY.trico: eran detras de unos matorrales, dos soldados muertos cubiertos de moscas que zumbaban. — Hace sed —dijo Aniceto. Yo le di a beber un poco de agua caUente que me quedaba en la caramanola. El tiroteo habia cesado y soIo el silencio se aprisionaba entre los millones de celulas azulosas que formaban las ramas de los arboles al cruzarse. Como frutos sostenian la ramas esa geometria de figuras hechas de aire, sobre nuestras espaldas. Seguimos vagando. De pronto Aniceto se detuvo bruscamente y me llamo la atenci
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to le apunt6 y entonces hice lo mismo. Disparamos casi simultaneamente. — jVamonos! Deben haber otros. Nos incorporamos y echamos a correr, como si hubieramos cometido un crimen. Entre las ramas se abria un sendero. Lo seguimos por la orilla y en ese momento nos hicieron fuego. Nos tendimos y las baIas nos salpicaron de tierra. Dimos media vuelta y quisimos huir por la derecha, cuando una rafaga de ametralladora triz6 las ramas encima de nosotros. Desconcertados nos fuimos arrastrando otra vez, cuando aparecieron a nuestro lado los sombreritos azules de dos pilas y los canones de sus rifles perfectamente enderezados hacia nosotros. Nos entregamos. Un soldado moreno con la cara que parecia embetunada de sudor, cogi6 nuestros fusiles y me quit6 la caramafiola. — Anda, anda. Y vos... Nos encajaron los canones de sus fusiles entre los rinones y nos lIevaron. Detrds de mi sentfa a Aniceto. Nos condujeron por un sendero y aparecieron nuevos pilas que tendidos en el suelo levantaban sus cabezas sucias, monstruosamente sudadas, hirsutas, emergiendo de las obscuras camisas desgarradas, brotando del monte como un rebafio de monos azulencos. Me di cuenta de que nos habiamos metido en la lfnea enemiga. Nos quitaron los zapatos y a puntapies nos arrojaron a una zanja. Habia muchos pilas heridos en una especie de hondonada, donde se levantaba un coberrizo a traves de cuya palizada colabanse sus gritos. — Estamos fregados, hermano —fue lo unico que me dijo Aniceto. -tfO-
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Mas tarde nos llevaron a presencia de un flaco oficial, de cara amarilla, con unos pelillos de barba en el ment6n. Tenfa un vergajo en la mano. Nos interrog6, y como nosotros rio nos dabamos cuenta de la situaci6n en que se hallaban nuestros regimientos nos golpe6 con el vergajo. A mf me derrib6 al suelo, pero no pudo hacer lo mismo con Aniceto que resisti6 los golpes metiendo la cabeza entre los hombros, con las manos atadas. Al dia siguente, nos reunieron con otro prisionero, un "repete" del "Perez" y nos entregaron a unos soldados, quienes nos llevaron por unas sendas del monte hasta una picada que calcule ser la de Alihuata. Alla habia caballos. Nos aseguraron las ligaduras de las manos atadas atras, montaron, y nos hideron marchar a pie por delante. ^>.,
— No hay que hacerse al flojo, boKs - n o s dijeron. Eran mas o menos las diez de la maflana y el sol caia a plomo sobre la picada cauente. La tierra, por dura, se resquebrajaba en trozos cortantes como la piedra. Procuraba yo andar dentro de las hondas huellas que habian dejado los camiones, donde el piso era mas suave. Estoy viendo la hora aquella: un caballo alla adelante y el otro casi a milado, con sus jinetes descalzos, con los sombreritos remangados y los fusiles en bandolera. Y nosotros, primero Aniceto, luego el indio y despues yo, pisando nuestras sombras sobre el nervio calcinado del camino desnudo, con los pies desnudos. Me dolian la manos pinchadas por innumerables alfileres que hacian un recorrido circular por debajo de mi piel. El polvo me quemaba la boca. No habiamos bebido desde el dfa anterior. Con el primero, el repete del "Perez", la cosa fue facil. Me llenaba de ira verle marchar cojeando como un estupido. Tenia un pie llagado por haber pisado alguna -121
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espina. El polvo se apelmazaba a su sangre y al olor de ella le segufan unas mariposas blancas. Marchaba con un ritmo de invalido. Se fue retrasando. Uno de los pilas lo atropell6 con el caballo. — Anda, anda, ihdio de... Por primera vez, o{ la voz del indio: — Pies doilen, mi tefiente. — Anda,boli. ^Querias Chaco?... Sigui6 la marcha. Pero una hora despues, serfa las 3 de la tarde, la distancia entre el indio y nosotros se hizo muy larga. Se le veia lejos, en el horizonte del camino. — jAIto! —dijo el pila mas pr6ximo. No detuvimos y esperamos. Lleg6 el indio. Entonces el pila descendi6 del caballo, at6 una correa a las manos del indio y sujetandola volvi6 a cabalgar. — jAdelante, bolis! Seguimos al trote, pero despues de un rato el indio cay6 al suelo e hizo saltar la correa de manos del jinete. Este baj6, sin dar muestras de c6lera, descolg6 el fusil de su espalda y le dio dos o tres golpes terribles con el ca^ n6n entre las costillas, haciendole lanzar un gemido de animal que no se queja. Un gemido de sapo, de murcielago, de pez. Pero no se movi6. — Esta insolado —dijo Aniceto. Vino al trote el soldado que nos precedfa. Dijo algo en guarani y descendi6 del caballo. El otro nos hizo seguir adelarite, pero antes yo vi que descolgaba su fusil de la espalda y lo preparaba. Luego escuche el disparo. Mucho rato, en la recta picada, volviendo la cabeza, vi el bulto -
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del indio muerto, arrojado como un escupitajo bajo el sol. El sol era una mascara de fuego en mi cara. Un casco de fuego. La picada, un rio de fuego. Yo queria tenderme tambien como el indio, sobre el suelo de polvo en ebullici6n,pero me sostenia el temor a aquellos diosecillos descalzos que podfan repartir el dolor. FeUzmente en las huellas de los camiones se habiaa formado unas charcas. Bebimos, ahuyentando a las mariposas blancas que chupaban el barro. A1 atardecer, nuestros conductores apresuraron la marcha de sus caballos y nos hicieron trotar, entre mosquitos que brotaban a picarnos del cuello, de la frente, de las narices. Atado de manos, s6lo podia frotar la barbilla contra un hombro y sacudir la cabeza para desclavar los aguijones con que sutilmente envenenaban mi piel aquellas sadicas fierecillas del apocalipsis chaqueno.^ VI En la terrible canfcula nos daban un caneco (') de agua barrosa por dia, y un plato de sapor6 (*). Desde las 4 de la mafiana a las 6 de la tarde nos partiamos los huesos trasladando troncos y abriendo una picada cerca a un punto que creo que era Gondra o Bullo. Menudeaban los latigazos y la avitaminosis y es justo confesarlo: los pilas eran tambi&i gobernados a latigo por sus superiores, pero a nosotros nos pegaban todos. Un sargento sucio, de ojos biliosos, nos odiaba. Un dia me golpe6 con una rama en la cara durante el traba(7) Caneca.— Jarro (portugu6s). (8) Saporo.-Comida de los campesbios paraguayos. -
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jo. Al arrastrar un arbusto entre ambos, Anicetx> me dijo en quichua: — Huanuchisaj... ('). — ^Imapaj?... —le conteste con desconsuelo. Entonces el me dijo: —Suyay. Aeckesunchaj. — ^Maynejta?... ^Mayman?... El monte nos cerraba por todos lados. Tardes despues dos aviones bolivianos volaron sobre nosotros, arrojando bombas. Los pilas nos amenazaban con lincharnos. Se apoder6 de mi una terrible angustia, qi.ie aument6 cuando uno de nuestros guardianes not6 la desaparici6n de un machete. Concluido el trabajo, nos dirigiamos hacia el campamento, por el camino. Eran las 6 de Ia tarde. Los arboles se obscurecian y las hueUas de los camiones extend.fan sus largas cicatrices blancas. El viento sonaba, frotindose en el lomo erizado del monte. Siguiendo los sur cos del camino se levantaban ligeras formas espectrales de polvo que se reunian mas alla danzando en espiral hasta constituir un muro blanco en el callej6n de los arboles. Algun tronco aislado y funebre sobresalfa en el camino, y encima de nosotros los gestos amenazadores de las nubes eran como garras de humo que se alargaban para cogernos, en el livido horror del paisaje del Chaco antes de una tormenta. Pero no vino la tormenta, sino el crimen. (9) -
Lo voy a matar. iPara qu6 Espera. Vamos a huir. 4P0r d6nde?... iA d6nde?... -
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En mitad de la marcha apareci6 el sargento de ojos biUosos. Se acerc6 a nosotros. Se limpi6 con el dorso de la mano la humedad que le corrfa por las fosas nasales y dirigiendose a Aniceto le dijo: — ^D6nde esfi el machete? Aniceto, mirandole con sus ojos sin color, respondi6: — Yo he trabajado sin machete. He cargado troncos no mas. —
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a correr, esta vez de cuatro pies. Como si cortasen paja lo molieron a machetazos, y despues no le golpearon mas. Quedaron quietos, como gatos negros, a su alrededor, en el camino atardecido. jAniceto se levant6! Echaba sangre por la boca y la abrfa, ahogandose como una vibora. Su cabeza era una mascara roja con dos circulos blancos. Meciendose dio otros pesados pasos hacia el monte. Entonces son6 un tiro y cay6. La sangre le inflaba la camisa sobre el vientre. Lo llevamos hasta el campamento y alli lo arrojaron dentro de un hoyo. No me permitieron socorrerlo ni esa noche ni al dfa siguiente, porqueme llevaron al trabajo. Volvi a la hora del rancho y me aproxime al hoyo. A pIeno sol un fermento de miasmas y de moscas concentraba ahf dentro su salvaje actividad. Venciendo la repugnancia del oIor a intestinos abiertos que brotaba del vien' tre de Aniceto, trate de hacerle beber y una mosca, otra, otra y otra, en hilera surgieron de sus fosas nasales como si Aniceto fuese una fabrica. En los grumos de sangre, densos como miel, otras le ponian el matiz verde de su lugubre invasi6n genitora. Solidarizandome con el agonizante, el enjambre me cubria a mi tambien, a pesar de mis manotadas. Arrastre unas ramas para proteger a Aniceto del sol, Pero lo que yo queria era matarlo de una vez, antes que las moscas lo acabasen. No tenfa una piedra. ;En todo el arenal del Chaco no hay una sola piedra! jQue diffcil es matar a un hombre! jQue dificil es morir! Aqueila vez a quien mataron los pilas fue a mi, a mi... VII Esta manana me dieron una camisa nueva y un pantal6n. Por la tarde vinieron unos sefiores de la Cruz Ro-
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ja que me preguntaron si me faltaba algo. Yo les dije que nada.Estaba agradecido por la camisa. Realmente, nada. Desde hace dos anos ya no quiero nada .-
— Si, quiero... una naranja. Ayer los pilas comian naranjas. Arrojaron las cascaras y yo estuve meditando toda la noche en la manera de recogerlas sin que me vieran, para morderlas un poquito. Pero me daba verguenza y no las he recogido. Ahora estan casi secas y llenas de pisadas en la puerta del
pahuichi. Mi familia me ha olvidado. No me escribe desde que cai prisionero, pero ha venido un medico boliviano que me h a dicho que le escribira. Me da una lata de leche condensada y una naranja y me dice que pronto volvere. <;A d6nde? Yo no. lo creo. Se que soy un hueso de la guerra, un proscrito, un abandonado para siempre, porque esta condena no terminara jamas. Jarnas, jamas
i Q u e pasa?
EL
M I L A G R O
.El,recuerdo de aquellos dfas febrifugos de diciembre del933>en quecasi perecemos de sed sobre las arenas del Chaco, esta siempre unido en mi memoria a la figura de / Pofle, un camba chiquitano, mestizo de blanco y de salvaje, de cara redonda, mirada de pajaro, tez mate y pie desnudo. Tenia Pofie veinte afios cuando nos gui'6 a traves del bosque chaquefio, en la zona Alihuata - Saavedra, despues que los paraguayos cerraron al ejercito boliviano en Campo Vla. Hay quienes aseguran que nuestra salvaci6n se debi6 a un milagro, pero la verdad es que sin Pofie el milagro habria sido mucho mas dificil. Las primeras noticias del cerco las recibimos en u a puesto sin importancia de la IV Divisi6n. Al ser copada por la retaguardia la IX Divisi6n era l6gico resguardarse de la amenaza de iguaI maniobra sobre la IV, pero no se dio orden de repliegue y parece que se plane6, mas bien, intentar un golpe que a su vez envolviera a los paraguayos. Ese plan fall6 y, el 10 de diciembre, la IV se hall6 tambien con eI enemigo a retaguardia. Todas las saUdas de los senderos y picadas resultaron en manos de los paraguayos y la formaci6n de guerra de ambas Divisiones se torn6 un desorden "sin pies ni cabeza", algo semejante -129-
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a lo que ocurre cuando se destapa un hormiguero. Desplazabanse regimientos, trasladabanse grupos dispersos dc soldados y desfilaban camiones que Iuego eran incendiados. Batallones y companfas aislados atacaban y contratacaban en sectores vulnerables. Algunos lograban pasar el cerco como por un tamiz, dejando en el sus muertos y heridos. Abandonados en medio de ese hormiguero de masas sedientas y desorientadas quedamos en un puesto de Sanidad, pr6ximo a la picada que salia al Kilometro 31 de Alihuata-Saavedra. Subitamente, de la perezosa convale$cencia que nos mantenia en mon6tona inactividad, pasamos a la inquietud, a la angustia de elegir entre tres posibilidades: buscar una unidad combatiente y abrirnos paso junto a ella; permanecer en el lugar para entregarnos prisioneros, o huir a traves del bosque sin agua. Eramos: el cruceno S6crates Landivar que habia combatido en el "Loa" a 6rdenes de Castrillo, el capellan de la Sanidad, dos sanitarios, el mecanico Molina, dos telegrafistas y unos soldados convalescientes entre los que nos contabamos Pone y yo. Reunidos bajo la techumbre de palma de un paKuichi, hicimos calculos. Ple6rico, grueso, con los ojos argentiferos que se cerraban a medias para colar el resol, el sanitario Kruger, orurefio, descendiente de alemanes, razonaba trazarido lfneas con un paUto en el suelo. — No creo que Kundt mande socorro. No manda. El combate suena alla. Y tambien alla. Nosotros estamos aqui. Quiere decir que el 31 esta cerrado... Intervino uno de los telegrafistas: — No nos queda mas que cortar el monte para salir al 22, por aqui... -
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Pero Landfvar, con su pronunciaci6n andaluza, objet6: — No saben lo que dicen... Hay que salir Sud clavao. Entonces el mecanico Molina dio su opinipn: — Yo creo que los trescientos hombres que han ido con el capitan Camacho sobre el 31 rompen el cerco. Hay que ir detras de ellos. — ^Y si no lo rompen?... Del suelo en que estaba sentado se levant6 el capellan, de piel eti6pica y breches tan largos y botas tan cortas que parecia un cosaco. — Hay que decidirse no mas —dijo—. Dios nos ayudara. — Nos ayudara... nos ayudara —remed6 Molina, con sarcasmo. A todo esto, el otro telegrafista sali6 de la choza que hacfa de cabina telef6nica y grit6: — jSe ha restablecido la comunicaci6n! una llamada al "Perez"! jNo hay cerco!
jHe ofdj
Todos nos introdujimos al puesto telef6nico, pero la comunicaci6n estaba nuevamente cortada. — ^Que ofste? ^Que decian? — Hablaban de incendiar camiones, pero no pude ofr mas. Creo que debemos esperar un rato... — Si, esperar hasta que los pifas nos digan manos arriba —murmur6 el suboficial que tenia un raro apellido de Ayaruma, convalesciente de paludismo, que fijaba -
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sus ojos laganosos con expresi6n de desafio a todo el que le hablaba. Landivar levant6 la voz y accionando energicamente exclam6: — No confiemos sino en nosotros mismos. Nos abandonado como a puchos. Rompen el 31. <>Y si ya copado el 22? Salgamos, hombres... Hay senderos conoce Pone. Cosa d i un dia, poniendoIe seguidito, le pondremos... Y antes que se acabe el agua...
han han que que
Nadie se decidfa a nada y asi pas6 la manana. Landivar, entonces, me dijo a solas: — No hay que perder de vista al camba. Hay que andar atados con el. Y llamando a Pofie que indiferente estaba tumbado bajo un arbol, fij6 en el sus ojosazules que brillaban bajo los mechones rubios caidos sobre su frente: — Oye, camba —le dijo muy serio—. Si me dejas, siquiera un ratito, te mato. Alla en Santa Crur mate muchos cambas como vos. A mediodia apareci6 un cami6n cargado de gasoUna en que venia un oficial: — ;No hay nada, no hay nada! Kundt viene de Saavedra con tropas. Quedense aquf no mas. El animo despertado por esta noticia se apag6 con la que trajeron unos soldados que pasaron hacia el camino, cargados de azucar y de harina que habian robado en un puesto de abastecimiento de la IV. — jEs terrible! Los pih,s han cortado tambien la picada de Gondra. Han matado a todos los jefes y oficiales. A los soldados loshacen formary los ametrallan... -132-
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Todos nos pusimos graves. Cenidos por eI horizonce de una arboleda baja, mirabamos, escuchabamos. Por sectores, al Norte, al Este, al Oeste, la tempestad de los tiroteos se anudaba en una cadena implacable comola distancia. Dudabamos. Entregarnds a ese espectro desconocido, palido y confuso donde aguardaba lo ignorado, a ese laberinto de arboles anemicos, tejidos de zarzas, desolado y sin agua, era una aventura a la que s6lo podfa precipitarnos un impulso sin deUberaci6n. Ese impulso surgi6 de pronto. Tronaron cerca dos, tres, cuatro canonazos con Ugero intervalo. E1 rumor de ametralladoras salt6 al Sudeste, silencioso hasta ese momento, y se multiplic6 en ecos. Pasaron corriendo unos soldados. Uno de ellos grit6: — jLos pilas! ;Ya estan detras de la artilIeria del grupo 4! jA metralla, los cafiones no saben a que lado disparan, a metralla estan tirando! E1 tableteo de las ametralladoras pobl6 todo eI horizonte. Silbaron balas entre los arboles. Instantaneamente nos sentimos transformados en bestias acosadas por cazadores. Al primer movimiento de Kruger que empez6 a correr, el capeIlan, los sanitarios, los telegrafistas, los convalescientes, Landivar, Pofie y yo nos introdujimos al monte, por un sendero quese dirigia en rumbo Sud. — jPor el monte, por el monte! jSalgan del sendero! — ;Por aqui! — jNo, por aqui!
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— jNo griten! Bafiados de sudor, despues de unos diez minutos de carrera, nos detuvimos: -133-
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— Ahora, alejemonos de la senda. Por la derecha, siguiendo asi... salimos asi... — jBrujula! jQuien tiene brujula! Nadie tenfa brujula, naturalmente. — jPofie...! Pone, veni tu. Anda pa delante. Desde ese momento, Pone tom6 su lugar de guia y asi empezamos la marcha a traves del gran bosque livido. ***
El camba por delante y detras de el, uno a uno, los fugitivos. Casi no llevabamos mas que nuestras caramanolas, la mayor parte no muy llenas. Landivar llevaba un fusil bajo el brazo. Kruger un morral sobre la cadera y una pistola en el cintur6n. Pofie solamente tenia un machete del que no se separaba nunca en el puesto de comando, lIevandolo a guisa de sable entre el cintur6n y la cintura, como un;descamisadode laRevoluci6nFrancesa. Eramos pocos, no me acuerdo bien si doce o quince. Desarroliabamos en columna una sinuosa trayectoria de serpiente, siguiendo el punto de menor resistencia que perforaba el machete del camba en la malla del bosque. Poco a poco dejamos de oir el tiroteo. Marchabamos cautelosamente, doblando las ramas con las manos, sin quebrarlas, para no delatarnos a las patrulIas enemigas que podian haberse infiltrado por ese lugar. La arboleda de la zona, en la primera etapa, rala y poco espinosa, nos permitia marchar encogidos, doblados, deslizandonos como figuras transparentes que atravesaban los arboles sin tocarlos. Anduvimos asi todo el atardecer y parte de la noche, repitiendo la misma acci6n de esquivar la cabeza a las ramas. Dormimos un poco. -134-
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Al dfa siguiente el monte se fue poblando de un nutrido malezal de arbustos de dos a tres metros de altura, con hojas diminutas y afiladas y ramas tejidas tan estrechamente entre si que se cerraban en un bloque grisaceo, erizado de puas. jZis, zas!... jZis, zas... cortaba el machete de Pone, y con roce de ramas, espinos y hojas, le seguiamos, turbando la mortal quietud del paraje t6rrido. Comenzaron a florecer de aranazos y pinchaduras los rostros y los soldados a quejarse. — jPofie, lleva tu el morral de Kruger! Yo iba un poco detras de Kruger, considerando c<5mo sufrfa con su obesidad y su delicadeza de hombre subitamente transplantado al Chaco desde una universidad europea. Disputaba a las ramas su enorme sombrero de paja. Se enredaba las piemas en las zarzas que desarrollaban una infinita variedad de movimientos mecanicos para aprisionarlas. Se agachaba a retirar los espinos y, al mismo tiempo, otras garras le quitaban el sombrero, le ccgfan de los cabellos, le araiiaban la cara y le pinchaban, desgarrandole camisa y pantalones. Sudaba mucho, porque bebfa sin economizar el agua. En el segundo dfa se acab6 Ia provisi6n de su cantimplora. Mas tardiamente los previsores y mas rapidos los impacientes, fuimos vaciando las caramanolas, en la esperanza de llegar pronto a la zona libre. Buscabamos sahda hacia el Kil6metro 22 de la picada Alihuata-Saavedra, pero nuestra marcha en curvas con que rodeabamos las porciones mas densas e impenetrables del monte, motiv6 que s6lo en la tarde del segundo dia comprobasemos que la senda dirigida hacia ese punto estaba en poder de los paraguayos. Al llegar a la senda que nos mostr6 Pone, nos detuvimos anhelantes, con miedo y esperan za. -
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— Hay tiroteo. ^Oyen? — Son los nuestros. Avancemos. — Avajud vos, si queres que te maten. Son los pifas. — Pero estan combatiendo... — Combaten, pues, con los nuestros que estan p'al otro lado. — Seguro que los piJas han tomado ya toda k picada. — Si todo es inutil, es inutil —se lament6 Kruger. — Lo que deberiamos haber hecho es salir Sud clavado, hasta saJJir al Campo Jordan. — jBasta de protestas! Hay que ver de que se trata. Anda tu, Pofie. Toma ei fusil. Pone prefiri6 dejamos el fusil y se perdi6 en la a r boleda. — jY si el camba no regresara? —murmur6 Landivar, mirando a todos. Nadie le respondi6. Aguardamos horas y horas, tendidos de espaldas, bajo los hilos de sombra que dejaban caer en nuestras cabezas los anemicos arbustos. Al atardecer, nimbado de rojo, como un silfo, sin dejarse sentir reapareci6 Pofie y manifest6 que las sendas estaban controIadas por los paraguayos. Una patruUa le habia ametrallado cuando se desUzaba por un tojal. Nos pusimos nuevamente en marcha hacia el Este, ya de noche, tropezando, cayendo, vislumbrando el suelo a la claridad de las estrellas aprisionadas entre las ramas. Un espino me atraves6 la bota y me detuve para sacarlo en la oscuridad. Pas6 delante de mi la caravana. Kruger -136-
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andaba agarrandose con una mano del cintur6n de Pofie. Los demas segufan, en fila. Mascaras identicas de sombra les cubrian Ias caras, asemejandoIes a una misteriosa comltiva de negros.
Un sol quemante nos despert6 a las 5 de la manana y seguimos la marcha hacia eI Sud, y luego hacia el Oeste, siempre acompanados por las tetricas manadas de arbustos extendidos sobre las arenas que pisdbamos, El suelo, antes compacto, se volvla tan blando que a cada paso nuestros pies desaparecian dentro de la arena. Nuevamente escuchamos algunos disparos lejanos. — jEs una explosipn! — Son tiros aislados. — Otra vez los pihxs... — Que vaya a ver Pone. Dos o tres horas mas tarde, Pofie lnform6 que se tiataba de patrullas enemigas. Cambiamos entonces de ruta y ya no tuvimos mas indicio de una presencia extrana. A partir de aquel momento ya no escuchamos sino el clamor de las cigarras y perdimos la noci6n del tiempo, fe- j n6meno corriente en el Chaco donde tan facil como ex- J traviarse en el monte es perderse en el tiempo. y Kruger, rapidamente enflaquecido, con un aranazo que le dividia la frente, perdi6 su gran sombrero. "Hace anos que hemos saUdo, hace anos" —le oi decir—. "Ay si viniera un avi6n a recogernos...". La atm6sfera tibia se bebi6 todo nuestro sudor. Estabamos en diciembre y el calor en la piel era un beso de i- 137 -
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42 grados de fiebre. Bajo la lluvia de alfileres de sol que atravesaban el ramaje quemado por el calor, vefa a mis compafieros como una cadena de bueyes. Uno detras de otro: el polvo acumulado en las arrugas de las caras, los p6mulos agudizados, las bocas semiabiertas, con gesto idiota, la barba crecida, avanzaban como un caracol, cortando la inmovilidad del bosque. El misero gusano se arrastraba lentamente, introduciendose en la sucesi6n de arbustos y malezas, en la continuidad de aspectos misteriosamente iguales de la misma marana inexorable, constituyendo siempre el centro de una infinita semiesfera cuyo plano era el monte dormido que roncaba su siesta bajo la curva sinf6nica del chirrido plenario de las cigarras unanimes. ***
Con la cabeza caida sobre el pecho, Landivar seguia con los ojos las botas del capellan que marchaba adelante. Miraba ese andar con el azul intenso de sus ojos furiosos. Se detuvo y nos esper6. Pasaron delante de el Ayaruma, que parecia ya muerto, los telegrafistas y los soldados, semejantes a espantapajaros. Me escogi6 a mi para hacerme una confidencia. — Oye: nos hemos perdido. No llegamos nunca. Eso nos pasa... por venir con un cura!... Esta gettado. Vamonos nosotros por otro lado. Molina que se par6 a escuchar dijo: — No, mas bien digamosle que se vaya &l. Y entre los tres miramos con rencor la silueta del capellan detenido mas adelante. Era como un carb6n de piedra. Movia los labios en un rezo intermitente. Cuando -138-
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alcanzaba un claro del monte levantaba Ia mirada al cielo y le veiamos blanquear los ojos, mientras cruzaba con ademan afligido Ios dedos sobre el pecho. Al tercer dia era el unico a quien le quedaban unas gotas de agua en la caramafiola. La sed, con su incandescencia amarga, nos descascaraba los labios y nos hinchaba las lenguas. Ya ninguno sudaba. Se apoder6 de mis fauces un demonio que me lamfa la garganta, y sentia mi sangre como resina. Mi boca me parecia extrana, como una caja de cart6n recubierta de pintura seca, algo ins6lito y desagradable. El acto de la degluri6n se me repetia mecanicamente, produciendome a cada instante un golpe doloroso en la garganta. Al cruzar un paraje en que la tierra renegrida estaba sembrada por una sucia constelaci6n de telas de arana, el suboficial Ayaruma, que no habia dicho una palabra en todo ei trayecto, se ech6 de bruces. Asi echado golpeaba su cara y las palmas de las manos contra el suelo. Nos detuvimos y, poco a poco, se fue quedando quieto. De su garganta brotaba un silbido y lloraba sin lagrimas, mascando tierra. — Esta insolao —dijo Landivar. Se nos ocurri6 que podia beber orines e hicimos acopio de ellos en una cantimplora, con la contribuci6n de los mas pr<5ximos. Casi todos tenian las vejigas secas. Kruger, embadurnado de polvo, con la barba roja, ardiendole los ojos claros, con aspecto de un demoniotropical brotado de la arena, rechaz6el pedido. — jYo... mis orines no los doy, no los doy!... Y repiti6 con insistencia oe ebrio: — No los doy. No los pido de nadie, pero tampoco los doy. -139-
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Landivar, por su parte, lamentaba su imprevi.icn: — Desgraciadoque soy... Ayer lo orine' todo, en eI suelo... Mientras transcurria esta escena, Pone apareci6 con una rafz humeda que Ayaruma se puso a sorLer rnecanieamente. Despues Pone continu6 con su tarea: siempre adelante con el rufdo de sus machetazos que ptcaban el sendero en la malla maldita. ***
...Zis, zas!... Zis, zas!... S6lo quedabamos diez. !...as jornadas de marcha no eran mas que un solo dia l.;go, prodigiosamente largo como el monte. — No llegamos nunca. Andar, andar, dentro de un brasero. — Dentro de un alfiletero. — Nos hemos perdido. — Claro... sin brujula. — Pero el camba conoce el monte. — Es que el cura es malaguero. — Yo siempre lo dije. Nos trajo la mahx. v
Pone, a ratos parecfa haberse desviado al Norte o al Este, pero mas tarde, cuando la direcci6n de la sorof.>ra se hacia perceptible, esta daba la raz6n al camba, siempre bien colocado. El chiquitano tenfa un mapa inedito en la red de sus arterias, sus plexos nerviosos eran una porci6n de la selva, sensibles a la inducci6n del polo magnetico y debajo de su alma salvaje habitaba un subconsciente ge6metra que conservaba, a traves de las espirales recorridas -140-
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en el rompecabezas del bosque, la memoria de la Hnea recta, enderezando en ese sentido sus pasos. Pofie no se perdfa. Lo que desviaba y retardaba el trayecto eran los rezagados, los otros que se extraviaban como Landivar, cuya desaparici6n note. Procure detener la columna. No me hicieron caso. Entonces llame" a Pofie y le ordene que buscara a Landfvar. Pone dio media vuelta y lo huell6 para devolverlo, despues de unas horas, e incorpararlo al grupo como a un resucitado. A otros ya no los buscabamos. Quedaban tendidos en el monte. Abandonando toda prenda, incluso los pantalones desgarrados, de repente caia un soldado y el quc le seguia pasaba sin detenerse, sin verlo, como un sonambuIo. Un soldado potosino meti6 la cabeza debajo de un arbusto y se ech6 arena sobre lanuca, para morir con ese impulso de inmersi6n hacia la sombra. Los mas fuertes seguimos, avanzando apenas centenares de metros por hora. Ante cualquier ruido, engrandecido por la alucinaci6n, respondiamos con gritos. Yo ofa risas no se si nuestras o ilusorias. La vibracfc5n de las moleculas caldeadas sonaba en eI aire. La naturaleza del Chaco acechaba ese momento para manifestarse en otra forma: el infierno palido perdia su pasividad vegetativa para descubrir ante nosotros, sin disimulo, el poderio de su imperio cruel y alucinante. Hizose mas alto el monte. Ni un soplo de brisa movia los aVboles fijos, tristes, condenados a una paralisis corroida de ulceras y lIagasmonstruosas. Colgaba de ellos la cabellera de la salvajina canosa y de los musgos parduzcos. Sobre el suelo compacto y duro la horrible arboleda exteriorizaba cbn actitudes de ira y de locura el padecimiento de su sed secular, fingiendo ante nuestras miradas un bamboleante esquema de esqueletos torturados por el -141-
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fuego. Troncos cafdos semejaban saurios disecados, osamentas de cfclopes con el ojo fosil prendido a las cortezas. Otros arboles se enlazaban con los vecinos, retorciendose, carcomidos y apoUllados como momias de tarantulas gigantescas, acopladas, enredadas, contagiadas unas a otras de bubones tumefactos y de lues rosadas. Todo el bosque fosco, deshecho, parecia haber sido asesinado por un huracan. En este estado, la quietud del monte muerto se desenmascar6i reveIandosenos con su agresividad insidiosa, con toda la multiplicidad de su dinamismo sarcastico y malefico. Nos latigueaba los rostros, nos cogia de los brazoa con sus ufias, nos obligaba a girar sobre nosotros mismos, enredandose a los pies, se cerraba alrededor de nuestros cuellos, nos prendia de los cabellos, nos extraviaba alrededor de u n matorral, nos metia espinos dentro de las botas, y todas sus ramas flexibles, sus lenos aguzados, sus malezas y sus puas conspiraban para detenemos. ' [
Esa misma densidad y altura del monte representaba, sin embargo, la esperanza de la proximidad de alguna laguna. Embolsados horas y horas, mientras Pone buscaba salida entre la marana, veiamos animarse el bosque con gesticulaciones, ondulando su ramaje como si lo dedicase a un acto mecanico de aprehensi6n,para extrangularnos mediante sus espinosos brazos esqueleticos o sus verrugosos tentaculos que se movfan sordos, perversos, hambrientos de carne. — Aquf!... Aquf!... —sefial6 Pofie con su voz de pa* jaro. En un claro del monte, dos momias de soldados paraguayos, con pedazos del carcomido uniforme azulenco, semienterrados de cara al suelo, yac{an en un meditabundo holocausto de esqueletos. -142-
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Kruger, al verlos, se puso a cantar una canci6n en aleman.
Esas momias eran probablemente de fugitivo& paraguayos en la retirada del Kil6metro Doce, que el calor habia desecado desde marzo, cuando buscaban agua en este mismo lugar. "Debemos -salir de aqui", pense o gnte, aterrorizado. En ese instante oimos una detonaci6n. Fur mos hacia alla y hallamos a Molina, de rodillas ante el cuerpo de Kruger, fendido, desnudo de medio cuerpo arriba y con la cabeza dormida sobre una aureola dc saiv gre. — Se arranc6 la camisa. Se sent6 y se dio el tiro. En la mano derecha de Kruger, cubierta de una pelusilla roja mezclada con polvo, estaba la pistola. La tom6 Landivar. El capellan rez6, bendijo al muerto y le cubri6 el rostro con los pedazos de su camisa. Despues interrogamos a Pone y dste manifest6 que no habia perdido la esperanza de encontrar una aguada. — S{, —coment6 Landivar— siempre que este cura mal nacido nos deje. Continuamos la marcha y Landivar, cuando el-capellah se hubo adelantado, me cuchiche6: — Para cuando estemos como ese, como Kruger, bien muertos, para eso trajimos al fraile. Para echarnos responsos a todos. Yo asenti. — Maldito cura —continu6—. ^Lo matamos? -143-
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— Matalo vos —Ie respondf—. Yo estoy cansado. — Yo tambien. Toma. Y me dio la pistola. La puse en el bolsilIo del pantal6n pero a poco andar la senti tan pesada que parecfa que me iba a quitar los pantalones con su peso y la deje al pie de un arbol. Cada paso pesaba como si llevase pantalones de plomo, botas de plomo. Solo quedabamos siete. En el aire caliente giraba, giraba la locura. Girando, tomaba forma de trompo y su pua trepanaba hasta los meninges mi craneo caldeado. El capellan rezaba en alta voz y a ratos entonaba un himno liturgico. Landfvar, a cada momento repetia: — ;La pistola! jPegale un tiro a ese fraile! Callate, cura malaboca, maldito! Otros trotaban, rozando la lija del aire, pr6ximos a inflainarse como fdsforos. Molina gritaba: — ;Capitan Camacho!... ;Mi capitan Camacho!... jAqu{ estoy!... Soy Molinaaaaaaa...! Solo Pone indeclinable, permanente e invalorabIe como un dios, con su cuerpo de mono harapiento, visibles las rodillas por los pedazos deI pantal6n, y con toda la vida negreando en sus ojos como un pozo de agua, no soltaba el machete. Ya no buscaba un arbol alto para trepar y mirar s. lo lejos; ya no se desprendia del grupo para buscar r-aices humedas, pero no soltaba el machete. Zfs, zas... Zis, zas... Zis, zas... Marcaba, cada vez mas pausado, la longitud del tiempo. A lo largo del suplicio el ruido se repetia is6crono como la respiraci6n de nuestra fiebre. Nadie hablaba ni gritaba ya. Andabamos casi de rodillas. Como gusanos cortados nos arrastrabamos por -144-
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la mecanica a que obedecfamos, mediante el retroceso a una fiera especie zool6gica, caminando inconscientes y siniestros. Cuando levantaba la vista veia a mis compafieros como colgados de una cuerda invisible, con las cabe* zas caidas sobre el pecho y los brazos inutiles, las lenguas en las bocas abiertas, sin mirar a los lados, como perros rabiosos. Las camisas en andrajos, colgando fuera de los pantalones uniformaban grotescamente la agonia ambulante. Estabamos en manos del monte, el enemigo jAument6 el calor! Ya nos acababamos. Ya no mos una columna sino un grupo letargico de hinchados que s6lo sostenia con vida el ejemplo
c6smico. formabaparpados de Poiie.
Por fin,al aproximarseeI mediodia, con un ultimo esfuerzo llegamos hasta un grupo de arboles que protegian una depresi6n en el sueIo, con apariencia de laguna. Pero estaba seca, con el fondo blanquecino y quebrado de grietas. Entonces Pone, el infatigable, arroj6 el machete que se clav6 de punta en el suelo y se tumb6 a dormir. Uno a uno nos derrumbamos todos, con un infinito deseo de descansar. Me pareci6 que el capellan murmuraba: "Senor, Sefior, en tus manos... mi esp{ritu...". En mi conciencia, la ultima chispita del ansia de vivir se durmi6 tambien
Un contacto extraiio, venido de lejos, sobre mi frente. Abri los ojos. Una gota. Una gota, dos, tres gotas. Desconoc{ el paisaje sin sol, matizado de un tono plomizo oscuro. El monte se es-145-
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tremeci6 con un cscalofrio de brisa que eriz6 el lomo de los algarrobos. jOotas, gotas de agua!... Luego largas agujas que penetraron en el rarnaje, tejiendo inmediatamente, en pocos segundos, los telones cristalinos del ancho aguacero, derramando chorros y torrentes sobre nuestros cuerpos abiertos en cruz. — jMilagro, milagro! —la paIabra se repitid en los intervalos en que pudimos hablar mientras nos arrastra" bamos de espaldas para recoger en las bocas abiertas, en las manos, en todo nuestro ser resucitado, la lluvia que resonaba como una celestial ametralladora cristalina. ***
Fue ciertamente un milagro, porque saciada la sed con el agua acumulada en las concavidades del terreno por la lluvia que no dur6 ni diez minutos, seguimos la marcha hacia el Sud y, avanzando un medio kil6metro, encontramos nuevamente el monte seco "como yesca", al decir de Landivar. El aguacero habia barlado exclusivamente el perimetro indispensable para salvarnos y para que llegasemos vivos a "Saavedra" y luego a "BaIlivian", con excepci
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Una procesi6n gigantesca, de bultos degos por encima de los drboles del camino, formaba el polvo levantado por los camiones. Debajo de eUa se sumergfa el estruendo respiratorio de los motores, sobre las ruedas totaIment<* hundidas en la arena. Mas bien parecfan camiones sin ruedas, flotando en un blanco mar. — jCabro! Cava aqui... Ahora alla. Cada atomo de polvo era un irradiador t^rmico y la enorme masa rodeaba a los hombres como el humo ds un volcan. En cuatro horas lograron pasar el arenal de Guachalla. Llegaron a BalUvi^n a las 5 de la tarde y descargaron las cajas de munici6n. El Pampino descendi6 hasta el rio que a esa hora semejaba una ancha cinta de raso tornasolado y se ban6, despertando claros reflejos en el agua que se disponia a dormir. Mas tarde, cuando germinaron todas las estrellas, los choferes encendieron fogatas y armaron sus mosquiteros, construyendo un pict6rico conjunto de masas blancas, rostros y llamaradas: un campamento. — Saca tu charango, Pampino. -147-
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Acompanados por el charango, sentados en el suelo, cantaron: "Boqu^r6n abandonado, sin comando ni refuerzo, tu eres ki gloria del soldad6 boliviano"... Despues el Pampino cant6 s61o, en quichua: "Yuyanquichu maquiyquita maquiyman churaskaiquita Diospajsutinta okharispa mana kankana huayquipaj. Chunquituy, urpilitay, ni pita kanta jinataj makaska miicchakojtaka. Los demas choferes le escuchaban con melanc6Uco arrobamiento, pues el Pampino tenia voz dulce, sobre todo cuando entonaba los aires indigenas. Nacido en Cochabamba, no habia olvidado la Iengua nativa, aunque el hablase siempre en un castellano liviano, limado por las eses, con que traducia su espiritu alegre y tartarinesco, de un matiz achiten>ado que el consideraba muy distinguido. Hasta agosto de 1932 era muy conocido en los minerales de la Patifiq Mines y en el pueblo de Uncia, donde imperaba con su pedanteria, su cinismo y su autocami6n. Antes de su movilizaci6n fue el chofer de confianza del ingeniero Pitt, a quien trafa y llevaba con motivo de las francachelas que este hacia en Oruro. Le llamaban -148-
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el "Pampino", no solamente por el modo de hablar con que quitaba al castellano su perfil aguiIeno, transfigurandolo en flato y monosilabico, sino porque realmente se habia compuesto, para su vida de relaci6n, una personaiidad caracterizada por rasgos y aficiones tan costenos quc le naturalizaban como un verdadero hijo de las salitreras del totoral de Antofagasta. Aunque no de origen, resultaba chileno deafici6n, pues eranativo de Cochabamba, donde vino al mundo antes del Centenario, cuando el ferrocarril electrico comenzaba a devastar las huertas d2 higueras y maizales. A la edad de tres anos, sus padres —un mestizo y una chola— abandonando la herreria d d final de lacalle de Santo Domingo, donde el padre hacia resonar el yunque, le llevaron a Oruro. Alla, atraidos por la fascinaci6n que en aquella epoca matizaba de espejismos atireos las pampas salitreras, se enrolaron a las masas de obreros bolivianos que emigraban a Chile. No era s6lo la necesidad del trabajo la que al andariego escozor del Cochabambino le desplazaba del umbrfo sosiego de sus molles y alfalfales, sino ese hechizo que por anomalia despierta en la gente agricultora un afan centri* fugo de aventura, igual al que proyect6 a Sim6n I. Patino desde el valle de Caraza por la hiperbole de los millories. Un novelesco atractivo de fantasia y azar actuaba en el inconsciente de los cochabambinos, desorbitandoles del egl6gico vaIle para lanzarlos hacia los minerales de Oruro y Potosf, o hacia las pampas de guano y saHtre, a la costa, presentida por sus ojos mediterraneos como un collar de puertos diamantinos poblados de bajeles aureos. De ese espiritu migratorio, aventurero y diast6lico, quedaron en la sangre del hijo los zumos mas densos como unica herencia del padre, que no obtuvo sino el salario de bronce y la tubercuIosis en'cuatro afios de trabajo en los canv pamentos saJitreros. **> -
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El Pampino- conserva en su memoria s6lo la imagen de las chimeneas de algun establecimiento de las pampas, desnudas y deslumbrantes. Antofagasta no era sino una niebla en que se esfumaban las casas de madera, las palmeras y grandes montones de sacos y cajones en e! puerto, y las olas y gaviotas en el mar. Un zaguan obscuro, con las paredes veladas de telaranas y polvo, que daba entrada a un patio donde su madre lavaba ropa y un gringo borracho que le regal6 media libra esterHna por llevarle Ia maleta, eran los recuerdos mas claros de su infancia. A los seis anos, el padre le habia llevado de la mano a la estaci6n y habia tomado el tren, repatriado a Bolivia en un cpnvoy que devolvia a su pafs los innumerables obreros cesantes por el paro de labores salitreras en aquel tiempo. El repatriado traia el principio de la tuberculosis. La complet6 en Uncfa con la colaboraci6n de la Empresa Sim6n Patino (") y se acab6 en dos anos mas. Durante el transcurso de esos arlos, la existencia del hijo se desa,rroll6 casi abandonada, cerca de una chola .(") que vendia chicha en una miserable casucha de piedra negruzca, construida en una altura, por donde se prolongaba una callejuela del pueblo, enclavado en un frio pliegue de la enorme masa de los cerros estaniferos. Ayudaba a un chofer que transportaba barrillas de estano. Fue posesionandose insensiblemente del mecanismo del cami6n y no se podria decir cuando se lo confi6 el chofer. De cami6n en cami6n, de aiio en afio, sirvien. 'i *
'10) No era todavla la sociedad an6nima Patino Mines, y por consiguiente los bacilos de Koch no dependian del directorio en New York. (11) Cholo.— Mestizo de crioUo e india.
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do a Ia Patino o a sus empleados, lleg6 a chofer de un ingeniero inglds, al que transportaba a velocidades fantasticas por los caminos cenidos a la cordillera o por las planicies azulosas del altiplano, cortando el aire helado como una navaja, mientras el ingeniero, habitualmente ebrio le gritaba: — Es muy bueno este velocidad. jMas rapido!
La tendencia centr{fuga de su sangre le hacia sentirse aprisionado por los cerros metalicos y prietos. Una veT que entr6 al "socav6n" experiment6 una imborrable sensaci6n de disgusto, una aversi6n organica a la obscuridad "y al limite. Le gustaba en cambio el aire libre de la carrera. Inconscientemente tendia a la amplitud del horizonre., a extensiones oceanicas y su ansia fallida de volver a la costa, fue elaborando a modo de compensaci6n un mundo ilusorio de embustes, traducidos en manifestaciones externas de un extranjerismo convencido. Hablaba con el acento caracteristico de los "rotos", convivfa con los numerosos chilenos del mineral y, en su fertil imaginaci6n, dio vida a todo un mundo epis6dico, transcurrido en la fabulosa costa de Chile, decorandola con hechos, an^cdotas y mujeres. De ahi que en Uncia le apodasen el "Pampino" y que el mismo concluyese por convencerse de haber vivido en el litoral de Antofagasta hermosos anos de escabrosa adolescencia, llena de vicisitudes. Este pasado imaginario y su presente altanero y cosmopolita le vestian de prestigio ante las mujeres. La desdeiiosa Chepa, hija de una chola gorda que comerciaba con productos agricolas de Cochabamba, Ie escuchaba embelesada, con los ojos fij05 en la costura que se desUzaba entre los dedos. Tenia el -151-
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rostro de un 6valo perfecto y las pestanas negrlsimas, cemo las dos trenzas que caian sobre su espalda airosa, — No te creo, no te creo, no te creo —respondfa a todas las promesas que, con acento de hombre pcd*roso, le hacia el Pampino. La madre viajaba con frecuencia a Llallagua o a Oruro y dejaba a Chepa sola. En esas oportunidades, reiterando sus negativas y sin rebajar un atomo de su incredulidad, Chepa acogfa hospitalariamente al Pampino en las noches frigidas ("). El Pampino tenfa entonces 23 aflos y una solidez muscular mayormente destacada porsu estatura mcdiana. Un gestillo de suficiencia insolente le plegaba los !abios y le hacfa elevar los parpados inferiores curvdndolos sobre las pupilas. Sus p6mulos, muy elevados en el rostro redondo, parecian siempre hinchados. Con la potencia de sus 23 cilindros, fue 16gico que arrollase las resistencias de Chepa. Locuaz, agil, audaz y mentiroso, mantenia su prestigio de chofer valiente y digno de confianza. Su valor radicaba en correr atronando las calles con el escape Ubre, en ganar a los autos que le precedian en los caminos y en emprender viajes aventurados por caminos impracticables. En 1929, hallandose destrufda por las Uuvias la carretera de Oruro a Cochabamba, la traspuso en 18 horas, llevando a un minero yugoslavo de apellido Bradokavic. Al regreso, Bradokavic embarc6 prudentemente en el ferrocarril su persona, la del chofer y el autom6vil. La declaratoria de guerra —julio de 1932— la conoci6 el Pampino en el local de la poUcia de Uncia, don(12) Todas las noches son frigidas en Uncia.
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de le apresart>n a consecuencia de una sangrienta pelea. Atribuianle las heridas a un austriaco con quien peleara en un bar. Aunque el Pampino juraba no haber empleado sLno los punos, el austriaco ostentaba una herida cortante en el rostro, producida seguramente por el filo ,de algun cristal roto, y procesaba al chofer. El lIamamiento de choferes que se precisaban urgentemente para cubrir las enormes distancias del Chaco, despert6 en el Pampino su vieja ansia aventurera haciendo coincidir el estado de su situaci6n precaria con la posibilidad de alcanzar, por fin, lo excepcional, lo tragicoy lo desconocido. Ademas, su prestigio de "macho" le imponia ser de los primeros. Dejaria a Chepa pero su indole no era lo bastante sensitiva para que perdiese una excursi6n por una mujer. — A las mujeres, mi'hijito, hay que dejarlas a los 1,000 kil6metros de recorrido —decia con petulancia tenoriesca. La dej6 a esa distancia. Se traslad6 a Oruro para embarcarse en un convoy repleto de soldados una mafiana de agosto. La multirud bulHa en la estaci6n del ferrocarril, U n romantico conscripto, de menguada estatura y cabellera chispeante como un punado de diamantes negros, del todo consternado toc6 aires melanc6Hcos de d e r pedida en su violin, en medio del silencio enorme. Luego retumbaron las musicas marciales de la banda militar y j2 encendi6una hoguera blanca de panuelos a todo lo largo del anden. Unanimes los vitores abrian sus alas entusiastas ante el convoy que partia lentamente, rumbo a la guerra. Uniformado, decorado de escapularios e imagenes prendidas al pecho, con ramos de flores en los brazos, ensordecido y conmovido, el Pampino se sinti6 inmenso. -153-
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II En Uyuni le entregaron un cami6n de un gran convoy de poderosos G.M.C. El viaje hasta Villamontes fue blando y continuo. Los caminos anchos del altiplano y el descenso de la cordillera hacia la manigua eran d6ciles a los neumaticos. Descendiendo del delicado valle de Tarija a la voragine del tr6pico de Villamontes, hall6 sensaciones jubilosas y nuevas. Con mano cuidadosa en el volante, miraba a ratos, aI otro lado del abismo, la vecindad de las montaiias erguidas bajo el fantastico manto de una ascensi6n de la selva que anegaba, desde las quebradas hasta las cimas, la totalidad de los cerros. Descendia en tirabuz6n por el camlno cefiido a los muros casi verticales de la serrania, debajo del blanco filo de las rocas hendi.das —monstruosa dentadura entre los verdes labios de la arboleda tropical que devoraba, nunca satisfecha, la c a r ne de caii6n y la carne de cami6n. Pero, de Villamontes adelante, la naturaleza se reduce a la elementalidad de un plano obsesionante de arboles inmutables sobre arenas movedizas. Ya no eran caminos, sino picadas abiertas a hacha. Sembradas de nudo de troncos, de baches, de agujeros, con irregularidad de cauce de rio seco, simulaban el interior de esqueletos de serpientes kilometricas, cuyas costillas hacian saltar el cami6n. La tierra blanca se arrugaba a lo largo en anchos rieles formados por las huellas de los vehiculos que rodaban entre esos surcos, levantando por delante olas de arena que detenian sumarcha. Por detras, el polvo atomizado seguia las ruedas con una estela ondulante y temblorosa de consistencia casi liquida. Habia pozos, remansos y remoUnos de arena donde encallaba el cami6n. Bajo el cielo t6rrido, el polvo se pegaba a los choferes, en permanente trabajo de empujar a los camiones que -154-
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rugfan furibundos. Cavaban el suelo para libertar el vehfculo, acolchaban la picada con ramas, se cegaban con la tierra caliente que arrojaban las ruedas al girar sobre el mismo punto, proferian juramentos espantosos: r
—;Retxoceda! jUn poco mas! — jMetale un palo por ahi! jEmpuje! — ;Ahora! jCarajo! — ;Pendejo! ;Maldita tierra! Soldados y choferes sumergidos en la arena hasta las rodillas empujaban el pesado carro. — jUna!... jDos!... jTres! — Otra vez: jUna! [Dos!... jTres! Rugia el motor, sudaban los hombres. Bambolearr dose, como un barco ebrio, el cami6n seguia su rnarcha para sumergirse nuevamente en la arena, por la picada que se desdoblaba hasta la eternidad en medio de la arboleda impasible y gris. Entretanto, los soldados bolivianos en numero de 600, asediados por 12.000 paraguayos aguardaban refuerzos 500 kil6metros mas lejos. Se cruzaban con otros camiones sucios y vacfos que yolvian. Hallaban soldados marchando a pie que se desprendian del peso de sus fusiles, arrojandolos al cami6n que pasaba. Dormian en el mismo carro para seguif viaje inmediatamente. La urgencia presionaba y la serpiente mecanica avanzaba con su carga de nubes de polvo que cubrian el cielo y el monte con una niebla calida y fatidr ca. En cuatro dias de este trayecto semisubterraneo, llegaron hasta Ballivian, 250 kil6metros. De alla siguieron inmediatamente a Munoz. En el trayecto de Magarino? -155-
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a Puesto Catan, ies sorprendi6 el primer aguacero. Los cami.nos en el fango sin asomo de piedras, encallaban, resbalaban en las charcas, se hundian, se arrastraban y se enfangaban de nuevo. Un rosario de estruendos se prolongaba a lo largo de la picada en medio del misterio de la arboleda mojada. Atronaba un motor y, como una cadena de ecos, mas alla otro cami6n y otro mas alla pugnabaa con todas las voces y fuerzas de sus cilindros para desprenderse del apret6n del lodazal, pulpo lucido y negro, del que choferes y ayudantes, colaborados a veces por los chulupis ("), intentaban Iibrar al cami6n, tapando zanjas, nivelando huellas, palanqueando con ramas de arbol, acunando con troncos y jurando terriblemente ante U mueca aspera de los arboles. — ;Una!... jDos!... ;Tres! Rugfan los pulmones del motor, giraban las ruedas sobre sf mismas y el barro las cubria nuevamente. — jOtra vez! jUna!... jDos!... jTres! ;Carajo! jLa gran siete! jTierra puerca! Los choferes se metian debajo del cami6n y luego salfan a tomar el volante, turbios de lodo, iguales a "maquettes" escult6ricos de arcilla. — ,Por fin! —grit6 el Pampino al abrirse ante sus ojos la plazoleta de Munoz. Pero les hicieron seguir hasta Saavedra. Los 500 kil6metros de todo este trayecto de hormigas abrieron en el alma del Pampino una laguna de tierra infinita, separandole de su antigua existencia, como si fuese un nieto de si mismo, de aquel Pampino deUncfa. (13) Chulupl.- Tribu nfroada del sur <.>esle del Chaco. -
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III Despu& de dos afios de esa vida de condenadoa trabajos forzados, estaba empapado de la arena y el farr go de las picadas infinitas con que el Chaco se enred6 en suvida. Tenia la piel de las nalgas y las espaldas con costras semejantes a queraaduras, producidas por el roce eterno del asiento. Durante mucho tiempo, perteneci6 a la columna Mallea que hacia.el trafico desde Ballivian, irradiando pbr las picadas que van desde la ribera del Pilcomayo hacia el interior del Chaco, a los fortlnes Mufioz, Saavedra, Aguarrica y Nanawa por un lado y Platanillos, Cabez6n, Loa, Corrales y Camacho por el otro. Las mutaciones de la campafia hicieron que.en agosto de 1934 fuese trasladado a la zona de Carandaiti, Boyuibe, Algodonal y Algarrobal, adonde se desplaz6 el grueso del ejercito a consecuencia del avance paraguayo. Aquella noche de agosto, los camiones, dormidos a la vera del camino, llenos de tierra, como salidos de un terremoto, aguardaban. Cerca de ellos los choferes esperaban 6rdenes, siendo esa columna la unica que quedaba en el sector. Rodeando una hoguera el Pampino y sus camaradas fumaban y masticaban coca, lo que parecia contagiarles de una epidemia bub6nica que les abultaba un carrillo abrillantado en un punto por el reflejo de las Uamas. Hablaban del peligro en que se hallaba la zona, porque las escasas fuerzas que guarnecfan la Iinea no alcanzaban a cubrirla, de modo que era facil para el enemigo infiltrarse al amparo del bosque y dar una sorpresa. -157-
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Otras noches, los choferes reian de las palabras del Pampino y de sus fanfarronadas. Les era al mismo tiempo insustituible y antipatico por su amenidad y su pose altanera y suficiente. El Pampino, a pesar del polvo y el barro, procuraba destacar su personaUdad de hombre que habia alternado con ingleses y sabfa mucho de la costa. Poseia botas. Adquiri6 de modo ilidto un saco de cuero que lo usaba indiferentemente en invierno y verano, cuando trataba de exhibirse elegante. En los calores mas densos, despues de un recorrido por encima del lomo ind6mito de la picada en los arenales o en los fangales dcl estero, despues de lavarse en cualquier charca, se enfundaba el saco de cuero y andaba por los fortines, balanceando los hombros como un "cow-boy" Pero nada de extraordinario, de heroico o maraviuoso le habia ocurrido. Se convirti6 en uno de esos seres de ,la fauna d e l a guerra, prendido a la red de las picadas / que se tejian sobre el Chaco, cuya tierra salvaje e indomable la rompia continuamente, cerrandose sobre los camiones. Incorporado a lamoviUdad impalpable de la picada, formaba con el motor del carni6n una intimidad organica por la que sus pies se prolongaban hasta las ruedas y toda su carne hasta la tierra larga. Mentia detalladamente: — Cuando estuve en Antofagasta... O en Iquique o Valparaiso, fraguaba aventuras, salvando con agilidad el remolino de las contradicciones entre una mentira y otra, De la guerra s6lo podia referir hazanas relacionadas con robos y hurtos. El fue quien, entre sus innumerables fechorias, traslad6 en cierta ocasi6n desde Munoz a Saavedra a unos corresponsales de la United Press. Llegados -158-
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al fortfri en una clara noche de luna, uno de ellos, abrumado por eI calor y considerando la belleza del cielo, decidi6 dormir al aire libre, armando su catre de campana a la luz de la luna y durmiendose despues de depositar sus hermosas botas americanas al lado del lecho. El Pampino que presenci6 la escena esper6 que durmiese y aproximandose a paso de gato le rob6 las botas. Al dia siguiente el corresponsal, vestido de colan y calzado con unos zapatos que le dejaban al descubierto las canillas, sigui6 viaje en el mismo cami6n en que fueron trasladadas sus botas, perfectamente disimuladas dentro de una lata de gasolina, para ser comerciadas en la Ifnea de fuego. De cosas analogas se componfa la espiritualidad narrativa del Pampino, pero aquella noche una influencia grave llevaba las palabras de los choferes hacia reminiscencias tristes. De cuclillas unos, sentados otros con las espaldas arrimadas a un tronco de arbol y los demas tendidos de lado y apoyados sobre un codo, alrededor de la hoguera que alimentaban de cuando en cuando con ramas y gasokna, hablaban de hechos de la campana. Cada una de las picadas desiertas, sin mas almas que las de los suris ( " ) , los lagartos y los quirquinchos que las atravesaban, hab{an ido envoIviendo en el carrete del coraz6n de los choferes el hilo doloroso del espacio, el sentimiento tragico de la distancia, infiltrandoseles con el habito de un trabajo forzado en los musculos, acumulandoseles dia a dia en lluvia de polvo, anegandoles de lado, de cansancio y de arenas, como un anticipo de la muerte con que el Chaco hambriento enterraba a los hombres en vida.
(14) Suri.- flandu del Chaco.
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— Lo peor, lo peor, siempre es el arenal de GuachalIa a esta parte. Ponfamos cueros secos de vaca para que pasara eI cami6n, porque la cama de ramas se quebraba y era lo mismo. Pasaba y ponfamos otra vez el cuero delante y asi horas / horas, a la ida y a la vuelta. — ^Y la picada de Toledo desde el cruce? Por nada del mundo trabajarfa otra vez ahf: ni un puestito, ni una gota de agua en todo el dia. El camino vacio, siempre vacio daba miedo. — Yo —decfa otro chofer de enormes espaldas, cuya sombra trepaba hasta Ias cimas de los arboles— yo todita la epoca del Kil6metro 7 y la de Nanawa he andado de Munoz adentro. jEse pantano del 28! Nos hemos atrancado una vez ahf tres dlas, enfangados toditos los caniiones, metidos hasta la carroceria en el barro. Todo el dia nosotros tambien en el barro, caliente como caldo. Los mosquitos, tambien, por miles salian de los pantanos y nos hacian hinchar las manos como pelotas. Nuestras caras igualito que de eIefantes. Entonces mandaron una columna de socorro de Munoz. Ni por donde desviar la cienaga, se enfangaron tambien. Cuarenta camiones tirados, para un lado, para otro,'se querfa chupar la cienaga. Llorabamos de rabia con las picaduras y como lleva* bamos provisiones, dos dias estuvieron en la linea sin comer. Y anadi6, como epfllogo: — De esa columna han muerto ya el Alurralde y el Puca. El Dempsey ha sadido evacuado. — A mi me ha pasado una cosa terrible en la picada Medina. No usaban esa picada al principio. Rectita, como una flecha, es. Me mandaron de Campo Jurado por ahi. Doscientos cincuenta kil6metros, una recta no mas. -160-
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A los 100 seria, cuando se tranc6 mi carro y no pasaban otros carros por ahf. Dos dias he estado con el ayudante casi muriendo de sed. Miraba a un lado, al otro lado. —"^Vos no ves nada?" —le decia el ayudante. Entonces el se subia sobre el cami6n: —"Maestro, alla cami6n creo que es". Y yo subia tambien y veia una nubecita de polvo que hacia el viento, lejos. Nada, nada. Dos dias e&tuvimos hasta que, al fin, pas6 una columna y nos sac6. Como si hubieramos salido de la primera linea, siemprc saUmos flacos. Intervino el Pampino: jLas guinchas! jLinea y todo, ninguno de esos gallos hace lo que nosotros!. ;Quisiera verlos, pu! En el rodeo de Campo Jordan, sin bajarme del cami6n, saque heridos, meta munici6n, he estado 22 horas. jPor la grande! Me dormi y el cami6n, se sali6 del camino, pu. Inclinado sobre la hoguera y hurgandola con un paIo, eI chofer que habia hablado primero dijo: — Cuando se va por esos caminos... yo tengo miedo. S? hay cuatreraje (") al primero que le hacen fuego es al chofer y... Ahora no mas, los pilas pueden aparecer a cada rato en el camino. Es una iniquidad que nos tengan aqui todavia. Entonces el Pampino exclam6 con displicencia: — jPucha'igo! Si te salen pilas aI camino, les tocas bocina, pu, pa qi ie se hagan a un lao. En ese momento la inestabilidad de la situaci6n dt la zona se ratific6 con los rumores traidos por un chofer (15) Cuatreraje.— Termino que ha tomado acepci6n tactica para denominar la emboscada a retaguardia del enemigo. - 1 6 1 -
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*potosino que-se aproxim6 aI grupo, manifestando en medio de la atenci6n general, haber escuchado decir a un Teniente que en la picada de Algodonal habian aparecido patrullas enemigas. Otro comprob6 con l6gico raciocinio que permanecer donde estaban era estupido, porque los pilas seguramente avanzaban sobre Carandaiti, cerrando toda salida a los puestos del centro. Se alimentaron los rumores con el anuncio de haberse dado orden de retirada a las tropas de las lineas avanzadas. La intranquilidad increment6 el alarmismo de los choferes y mayormente al oir disparos de ametralladoras en la lejarua. — Somos los ultimos. Aqui nos tienen para entregarnos a los pilas. A las 11 de la noche lleg6 un cami6n de herid6s. A. medianoche, cuando se achat6 la hoguera y el manto de sombra empap6 el insomnio de los choferes acostados sobre sus camiones, de la casuchas del comando se desprendi6 una lucecilla que a veces abria un abanico blanco en el camino y otras desaparecfa, conforme su portador la enfocaba hacia adelante o sobre el suelo. Era un oficial de enlace. El jefe de columna, cegado por la linterna, recibi6 la orden: ^ - L a columna sale ahora mismo adelante, hasta ia unea a sacar tropa. Luego vuelve inmediatamente, para continuar hasta Carandaiti. El jefe de columna objet6. — Ir hasta la linea y volver se puede, pero nada mas. No alcanza la gasolina. — Entonces que vaya uno de sus camiones a traer gasolina. Denle la de otros camiones. Que salga ahora -
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mismo para estar de vuelta manana, sin detenerse nada mas que el tiempo preciso para cargar. Se habfa hecbo un circulo de choferes alrededor de los dos hombres. El jefe de columna los mir6: — ^Quien va?... Andas, vos, Pampino. A pesar de que la destreza del Pampino justificaba esa elecci6n, para todos fue mas bien una preferencia de favor. Quedar ahf era permanecer en la boca del lobo y saUr, librarse del mordisco. — No hay sin suerte... — El mas hablador es el que sale primero. — Pampino, llevate tambien tu charango... — Oiga, amigo —dijo el Pampino— pa ir se necesita ser mas hombre que uste. — ;Ja, ja! Para volver serd. Yo le apuesto, pues, que usted no es hombre de volver... —... su madre. ^Cree que me corro, no?... Se produjo el altercado que cort6 el jefe de columna. En medio de la sorda hostilidad de sus companeros que veian, en su partida una fuga, el Pampino parti6 en la noche, hacia la retaguardia. IV Viaj6 toda la noche y llegd por un desvio a Boyuibe, al amanecer. La tropa se.replegaba sobre ese punto, porque los pilas asaltaban el camino a CarandaitL Carg6 la gasoIina en ocho barriles y cuando estaba por emprender la vuelta, supo que la Unea telef6nica se hallaba cortada. Permaneci6 inquieto toda la tarde. A las 4 se dio orden -163-
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de salida a una columna para que recogiera tropa y armamento de Algodonal. El Pampino saIi6 poco despues de ella y la hall6 a los dos kil6metros, detenida. En actitud levantisca los choferes se negaban a continuar vi2je. — El camino esta cortado. ;Si ya esrin haciendo posiciones aquf! U n a secci6n de soldados abrla zanjas a los lados del camino. El Pampino medit6. La picada misteriosa se destacaba en el atardecer, escueta, espectral, consumida por una c6smica epidemia roja que devoraba al bosque en el ocaso. Alli, 100 kil6metros mas adentro, sus companeros esperaban la gasolina para poner en marcha sus motores y sacar armas, soldados, heridos. Mir6 los otros camiones. Contempl6 el camino, co* mo buscando algun aviso en el horizonte. — O rait -—dijo, y revis6 su cami6n. Luego subi6. Rodearonle los choferes y el Pampino advirti6 que todos sus movimientos habfan adquirido gran importancia. Le gust6 la actitud de respetuosa admiraci6n con que todos lo miraban. — Cuidado. No se meta a muy macho —le dijo un chofer. — Mi columna no sale si no llevo gasoUna. — Vayase por el desv10 de la izquierda. Cuidado con los pilas. El Pampino repiti6 su frase: — Les toco bocina pa que se hagan a un lao, pu. Puso en marcha al cami6n. que alguien le gritaba: -164-
Al partir oy6 todavia
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— jSaludos a Estigarribia! Al kiIometro de recorrido, hall6 a unos soldados de un puesto de reten, y mas alla a un centinela, sentado al borde del camino. Lo llam6. — ^Esta Hbre la picada? — Nosotros estamos cuidando una senda de salvajes que hay alla. Dice que los pilas pueden meterse por aquf. Mas adelante, no se. — O rait. Sigui6 la marcha. La masa vibrante cambi6 de tono en una sinfonia de rumores intermitentes que se fueron estrechando a medida que se alej6, estremeciendo el silencio cerrado por 1os arboles que se perfilaban quietos sobre el cielo transparente. El polvo le seguia, como un fantasma gigantesco. U
Anochecfa. Los arboles adquirieron un tono obscuro que mordia el camino blanco, debajo del cielo luminoso, cuyo reflejo sobre la picada se dilataba en una claridad paUdamente melanc6lica. Los algarrobos, posados a ambos lados del camino, tupidos y esfericos, eran una manada de innumerables tortugas gigantescas dormidas sobre la tierra en silencio. S6lo el cami6n perforaba con su tunel de estruendo laquietud mortal, inmensamente solitaria y plana que se hacfa mas tetrica con la vaguedad de ' las sombras crepusculares. Experimentaba el Pampino una sensaci6n de soledad definitiva. Le parecfa ser el ultimo hombre en el ultimo caml6n que hubiese quedado sobre / la tierra. Pas6 una hora. Con la noche fue creciendo, hinchandose la selva oscura y muda, como un cadaver negro. La absoluta paz del camino reclu{a un hechizo en la ma-165-
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sa de los arboles sin forma que escoltaban al rufdo del cami6n. Encendi6 los faroles. Unos troncos blancos hendieron la sombra, como los huesos de la noche. Dio mayor velocidad al motor. De las ruedas, el polvo flufa hacia atras en dos torbellinos que se unfan para formar una espesa esfera que se elevaba sobre Ia picada. Rebotando como una pelota, cogido del volante, iba en su cami6n el Pampino, solo sobre la tierra. Alla iba, saltando sobre los baches, rozando los troncos, devorando la tierra del camino, cuyo torrente acudia a desplegarse debajo de las ruedas. Alla iba, partiendo la selva que se precipitaba sobre el intruso y le meria figuras incontables de troncos que entrandole por los ojos le salian por la nuca. Alla iba, zumbando, cabeceando bajo los altos arboles que alzaban el negro encaje de sus ramas sobre sus troncos tortuosos ejecutando al paso del cami6n una lugubre danza sin rufdo, semejando una ubicua ronda de colosales brujas melenudas que surgian sobre la claridad de las estrellas. U n ansia dolorosa de terminar el trayecto, de llegar. A>las tres horas de marcha, pas6 la canada seca en que los arboles se apretaban sobre el camino, haciendole sombrfo como un abismo. Entonces, sintiendose mas pr6ximo, le invadi6 un alborozo extraordinario, como si un grifo alado le llevase por encima de los senos del Chaco, cuyos arboles seguian dedicados a hacerle muecas inverosfmiles al pasar, senalandole con sus largos dedos negros. Cambi6 de velocidad. Crujieron las visceras metalicas, se inundaron de truenos los pulmones del motor y con un mugir de toros embravecidos, surc6 el cami6n el arenal. Era el momento de acelerar, pero un latigo de acero, manejado por la mano de un titan quebr6 el cuadro del
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parabrisas. Otro astill6 los cristales que se fragmentaron,. metiendo un torrente de polvo a los ojos del chofer. Se encogi6, sumiendose todo el hacia adelante y recien p e r cibi6 el estallido de rafagas de ametralladora contra el cami6n. Despues, otro latigazo espantoso le destroz6 la espalda, aplastandole contra el volante sobre el contacto de la bocina que empez6 a sonar. El cami6n sigui6 rodando, penetr6 al monte y dio un golpe contra un arbol, donde qued6 detenido, entretanto que la bocina aullaba con un clamor interminable, sin fin, porque la frente del Pampino, clavada sobre el volante, segufa apretando el bot6n. Surgieron de la noche sombras macilentas. U n a patrulla aislada de pilas que, pr6ximos a volver a su base, cogfan esa presa. Trep6 uno al cami6n. — Gasolina. Es gasolina. — Echarla al suelo, rapido. No incendiarla de golpe, porque volariamos todos. En un instante, arrojaron unos toneles al suelo, quit4ndoles las tapas. Perforados r^*- las balas, los otros toneles inundaban el cami6n desde ai :iba. — Apurarse, apurarse... Uno de los pilas encendi6 una cerilla y la arroj6 sobre el cami6n. Se inflam6 la gasolina y desaparecieron en el seno de la arboleda, a la carrera. Un velo de resplandores, festoneado de humo blanco se extendi6 sobre el carro. Patas rutilantes de enormes aranas amarillas y blancas anduvieron por el suelo y por encima del cami6n, multiplicandose en una generaci6n de formas aladas que -
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tineron de azul, de rojo, de amarillo, el monte desgajado, extendiendo sus tentaculos hacia la cabina donde el chofer se desangraba en una isla rodeada de llamas. ***
Una patrulla de soldados bolivianos que cuidaba la retaguardia en las proximidades de Algarrobal, escuch6 durante mucho rato el clamor cont{nuo, prolongado, angustioso de una bocina, propagado por la acustica de la noche sonora como una campana transparente, y luego una explosidn igual a un goIpe de bombo. El PampLno habia obtenido via libre al otro mundo, para su carro de fuego.
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— Usted, sus papeles. No podia sacarlos rapidamente del bolsillo, porque llevaba un paquete de pasteles y dos revistas en las manos y una cartera debajo el brazo. Algunos transeuntes, numerosos a esa hora en la principal calIe de La Paz, previendo el ameno espectaculo de un reclutamiento forzoso en la persona de un joven distinguido, se detuvieron para contemplar la escena con patri6tica maLgnidad. Erguidos delante de el, y previendo tambien una presa substanciosa, impasibles estaban dos soldados evacuados del Chaco, convictos de heroismo: el uno por carecer de dos dedos de la mano derecha y el otro por la expresi6n desdenosa de un ojo paralftico y convergente, cuyo parpado semicerrado interpretaba el desden con que un ex-combatiente debe mirar a toda persona que vive en las ciudades de retaguardia. Niqui, para resolver arm6nicamente la situaci6n de los objetos que llevaba en las manos con su situaci6n de reservista no movilizado, opt6 por entregar la cartera al manco, no atreviendose a entregarla al otro que entornaba el parpado con impaciente y progresiva ferocidad. -169-
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— Permitame, esta cartera.. Aqui, aqui estan mis papeles. Logr6 extraerlos de un bolsillo y los exhibi6 recogiendo al mismo tiempo la cartera, de modo que fue precisamente el otro, el que le era mas antipatico, quien los cogi6 y los ley6 con aire de entendido en documentos militares. — "Nicanor Lanza Fris"... —ley6. — Fricke, Fricke —rectific6 Niqui. — "Taquicardia... Categoria C". Aquf falta el sello de la Segunda. — No falta. Esta a la vuelta. — ^Y eI sello de la Policfa Militar? — Esta ahf abajito, mire. — Entonces... tiene usted que ir al cuartel. Niqui degluti6 su indignaci6n ante tal incongruencia: — ;C6mo —exclam6— si mis papeles estan en regla! — Tiene usted que ir no mas. Es orden. — Permitame, senor sargento. Serd orden para los que no tienen documentos en orden. — Pero nosotros cumplimos 6rdenes. Llevelo no mas —dijo el sargento desarrollando tranquilamente ese breve silogismo cuartelario. — [No es posible! Mis papeles... — Vaya, vaya de callado. Llevelo. Si se resiste, meteIe un tiro —concluy6 el sargento, con tono rotundo de combatiente habituado a los balazos. -170-
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Entretanto los transeuntes en numerosa congregacion comentaban el suceso con risitas y palabras maliciosas. Por fin lo agarraron. — Este ya debia haber sucumbido heroicamente en Boquer6n. — Es un emboscado incorregible. Ya veran como lo sueltan. — Y bien fuerte el tipo. Era trompeador de primera clase entre los cuadrilleros de Chijini. — Dice que su gordura proviene del coraz6n. — El clima del Chaco es muy t6nico para las cardiopatias; y para conservar la ttnea, los balazos. El fornido Niqui fue incorporado a una larga fila de indios reclutados y pese a sus protestas, conducido por en medio de la calle, repartiendo sonrisas y senales de protesta y asombro a los espectadores que contemplaban desde el filo de las aceras la deUciosa sorpresa. Felizmente fue visto por Rube^i Quiroga, Secretario del Ministro de mas influencia en eI gobierno. Aproximandose a la comitiva, logr6 que el sargento cicl6peo que comandaba la patrulla, se tomase nuevamente el trabajo de verificar con ojo propio la correcci6n de los documentos de Niqui, segun los cuales estaba mas libre del servicio de las armas que el propio Jefe de Estado Mayor Auxiliar. — Esto s6lo lo hacen por molestar, especialmente a los j6venes elegantes —coment6 Quiroga, solidarizandose con la protesta de Niqui. Este, del todo nervioso, pint6 su situaci6n en manos de los soldados -171-
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— Imagina, hijo, si tu no apareces. Yo no aguanto mas esto. Hoy mismo voy a decirle cuatro cosas al Ministro. Se separaron y Niqui qued6 con la cruda impresi6n del atropello, que le descubri6 con la violencia deI sargento los tentaculos invisibles del Estado que intentaron airaparlo. Siempre habia vivido fuera de toda realidad oficial de la organizaci6n de la fuerza nacional y se consideraba ajeno a las ceremonias, maniobras, mutaciones y obligaciones de aquella entidad voraz que con nombre del Estado exige de los hombres pobres el impuesto en epoca de paz, y la muerte, o por lo menos la amputaci6n de un miembro, en tiempo de guerra. Niqui, ni a traves de la pantalla de los funcionarios con quienes mantenia s6lidas relaciones entendfa al Estado que para su concepci6n practica s6lo existia en f o r nia de Ministros amigos, de Intendentes de Guerra o jefes de secci6n. Como particular negociaba con el gobier no, vendiendole materiales, pero su penetraci6n objetiva se detenfa en las oficinas financieras, con ventanillas semejantes a las de los Bancos, y en los despachos de los altos empleados fiscales, semejantes tambien a los gerentes de una empresa manirrota. Naturalmente que su practica de hombre de negocios Ie mostraba ciertas diferencias entre las empresas particulares y la empresa fiscal, entre eUas la de que en esta ultima habia mas longanimidad en los pagos, poca proUjidad en las compras y un standard de sobomo inferior al de las empresas privadas. AqueUa tarde se le hizo, pues, perceptible de manera ruda la existencia del Estado imperativo y le despert6 a una ingrata realidad: que sus negocios, pr6speros a causa de la guerra, hallaban de pronto un tropiezo ins6lito -172-
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en la guerra misma. Todo l o h a b i a previsto, menos qu-* el, Nicanor Lanza Fricke, "trompeador" experto y "malero" de reputaci6n en los prostibulos de Chijini, ya jubilado de esas actividades, tuviese algun compromiso para ir a la campana. Era mayo de 1933.y se habia h e c h o u n a nueva movilizaci6n de reservas. Hubiese sido impropio que Niqui, en su calidad de hombre de negocios, perdiese el tiempo obedeciendo a llamamientos del Estado Mayor que ya le obUgaban desde enero, y sali6 del paso obteniendo un c e r tificado medico que garantizaba su enfermedad al coraz6n, con lo que se mantuvo intangible mucho tiempo. Pero su complexi6n pateticamente robusta, su carne imprudente que pugnaba por revelarse en la curva toracica y e n los biceps perceptibles como pelotas debajo de las mangas, promovieron en los buenos ciudadanos la curiosidad de averiguar el recurso a que acudiera Niqui para no incorporarse al ejercito en campaiia. Indagada la causa cardiopatica, todos aquellos que ya vestian uniforme de soldados y todos los que no lo vestianpor haber pasado la edad peligrosa, manifestaron su patri6tica protesta ante tan mediocre falsia. Hubiera sido menos discutible, por ejemplo, obtener declaratoria de minero por vocaci6n, pretexto mas tolerable. jPero una taquicardia!... Era tan poco original como los discursos del Presidente del Centro de Defensa Nacional. Una de las expresiones de ese anhelo de originalidad fue el jubilo con que los transeuntes de la calle Comercio presenciaron el fracaso de la vulgar argucia de Niqui, quien percibia ese ambiente prenado de ir6nica hostilidad para el, y particularmente para el por la fataudad de su estatura y su carne de apariencia saludablemente eclesiasttca. Otros emboscados vivian y cobraban tranquilamente en -173-
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la ruleta del "Parfs", en el Banco Central, en elTribunal de Guerra, en el Estado Mayor, en las empresas mineras y en las casas de tolerancia, hallandose en tan pr6spera conf dici6n fisica como Niqui, pero, mas delgados y pequefios, f no se hacfan tan estruendosamente visibles en la ciudad que daba sus j6venes a la guerra en una afluencia inintev rrumpida, candorosa y tragica. Niqui no podfa obtener iguales situaciones, porque sus negocios con el Estado eran incompatibles con un cargo pubUco. S6lo por la faceta extraoficial estaba adherido a las ventajas del gobierno presidido por el doctor Salamanca. Una misteriosa afinidad le habia unido primero al uitendente de Cueros y Botas, luego, al Director General de Azucares, despues al Ministro de Comunicaciones y, finalmente, a todo el gabinete que administraba gloriosamente la campafia, / '
Su pericia en materia de botas, le abri6 paso a una contrata de impermeables y luego a una de botones. Botones que entregaba, aureas monedas que cobraba. Luego, x el vertigo de las finanzas nacionales, le llev6 a negociar ^ con camiories, puentes, calzonciUos, y mas tarde con aeroplanos, ascendiendo continuamente, tanto en la magnitud de las contratas cuanto en sus relaciones con los personajes del Gobierno. Con motivo de la venta de aeroplanos lleg6 a tutearse con el Secretario de Negocios del Exterior,.escritory parlamentario, la gravedad de cuyo rostro brillante y obscuro como un pufio enguantado en cuero, desmentla cierta fama de sodomita que le daban los opositores. Aunque tal fama hallase argumento favorable en la voz y la obesidad feminoides del Secretario, er.* nuevamente replicada por la energia dictatorial de sus aspiraciones semejantes a las del Canciller Dollfus. Por eso le Uamaban "el Canciller". i
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En la cuesti6n de los aeroplanos, por ser este un asunto que trascendia de lo comercial a lo diplomatico, sobrevino el tuteo. Los aviones que las fabricas se comprometieron a entregar en marzo, fueron clamorosamente requeridos por el General Kundt en febrero. Se consigui6 que, compensando sobretiempos, indemnizaciones por suspender otras entregas, fletes extraordinarios, primas y propinas, lo que daba un aumento de algunos miles de d6lares por avi6n, &tos fueron embarcados el 28 de febrero. Con ellos se bombarde6 Isla Poi. El Comando, satisfecho, agradeci6 aI Gobierno por su diligencia y este, a su vez, feHcit6 al SecretarlO del Exterior, al de Hacienda, al Contralor y al Niqui, por su colaboraci6n a la defensa nacional. Los d6lares fueron pagados por adelantado. De aviones, descendi6 Niqui a harinas, frangollo y azucares, importados de la Argentina y vendidos en sociedad con C. Laurenzana, un bacan alto, de anchos hombros y pantaIones estrechos, blanco, de perfil afilado, que destacaba sobre su persona la pecuHaridad bonaerense del peinado con brillo de esmalte negro. Desde Salta comerciaba Laurenzana, y su agente en La Paz propuso la venta de harinas para el ejercito. Niqui present6 otra que fue aceptada, gracias a los patri6ticos esfuerzos del Ministerio de Harinas, pontendole en la dificultad de no poderlo cubrir por falta de harina. Dollfus les dio un consejo genial: — Briand consolid6 las finanzas de Francia con la ayuda de Stressmann. Inviten a Laurenzana a ingresar a la Liga de las Naciones. — Justo. Yo hare" venir a Laurenzana a La Paz y sera amansado —af[adi6 el de Harinas. -175-
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En La Paz, Laurenzana se entrevist6 con el Ministro harinero. Inici6 la conferencia gentilmente, Uamandole "Su Senoria". — Nosotros —le dijo el Ministro— habiamos decidido hacer nuestras contratas con elementos nacionales, siguiendo un elevado concepo de "proteccionismp", que dicen, a la industria y naturalmente, a los ciudadanos bcr livianos, para fomentar asi nuestra industria DE Q U E se obtendria un beneficio mas de los muchos que traera esta guerra formidable. Formidable... Tosix5, se cont6 los bbtones del chaleco y continu6: — Pero, ante la propuesta de usted, ciudadano a r gentino, conocedor del mercado de alla... — Y muy mucho, Su Senoria. — . . . alteraremos la resoluci6n satisfaciendo los dos aspectos: colaborar con los nacionales y al mismo tiempo premiar a los extranjeros amigos de BoUvia. Todo depende de que usted se vea con un proponente que hay aqui. U n tal Nicanor Lanza Fricke. El amigo de BoUvia se hizo amigo de Niqui. E l a r gentino, hombre simpatiquisimo y llanote, que empez6 lIamandole tambien "Su Senoria" termin6 tratandole d? "che", y las bolsas de harina comenzaron a descargarse en Yacuiba y Puerto Linares para hacer luego su travesia en camiones al Chaco. Niqui representaba a la sociedad abastecedora en La Paz, entretanto que Laurenzana, vuclto a sus pagos, compraba a precio alzado la producci6o del norte argentino. Pero sobrevino un acontecimiento que alter6 la regularidad del abastecimiento al ejercito boliviano. En mayo de 1933 el gobierno argentino se tom6 la humanitaria misi,6n de evitar que comiesen los soldados boUvianos, pa-176-
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ra ponerlos asi en igualdad de condidones con los soldados paraguayos que comiah poco y pertenecian a un pais mas chico. Se cerrd la frontera argentina, impidiendose la introducci6n demercaderias por Yacuiba, d'Orbigny y Puerto Linares sobre el Pilcomayo. Elaprovisionamiento s6lo pudo hacerse, en esas circunstancias, de contrabando faciutado por una amplia politica de repartici6n de coimas a losjfuncionarios argentinos encargados de vigiIar el cumplimiento del Derecho Internacional. Cuanto mas nutridas eran estas, mas se resenria la rigidez de eV te, pero, de todas maneras, la acci6n de Laurenzana, como la de otros proveedores se desarrollaba con graves dificultades. Los contratiempos nacionales trajeron consigo contratiempos personales a Niqui, tan vinculado a la suerte de la patria. Ese mismo mayo, a consecuencia del envio de nuevos destacamentos al Chaco, se intensific6 la campafia contra los "emboscados". Niqui sinrl6 compromctido su ser en el oleaje de las denuncias, las diatribas y Ia> ironfas. Le acribillaban los ciudadanos cuya chacofilia plat6nica se expresaba, al igual de la Argentina con el Derecho Internacional, con un celoso cuidado por el cumplimiento de los decretos de movilizaci6n. El papel de peri6dico aliment6 la hoguera en que se quemaba a los nuevos herejes, la mayor parte pertenecientes a la cleptarquia de BoUvia. La prensa opositora pobl6 sus ediciones de iniciaIes y conjeturas: "Por que el sportman X.X., gaUar&o y bien nutrido, sigue haciendo equitacion en el Prado en lugar de mostrar su pericia en el Escuadr6n de Cuatreros?" -177-
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"Se afirma que el precioso joven G. J. no quiere mostrar a los paraguayos el magnifico corte de su uniforme, pero que ha decidido enviartes su retrato" . "Por que el barbilindo acompanante de damas e hijo del lider guerrista Doctor K no sigue fos consejos patricios del autor de sus dias que aconseja h, necesidad de tomar Nanawa a todo trance?". jNadie Ie Iibraba de eso! ;Y ahora venia el atropello callejero! Niqui sinti6 vacilar la solidez de su confianza en los Ministros, los senadores y diputados, los directores /" generales y otros altos personajes. Toda esa masa gober( nante, al refrendar los reclutamientos de soldados, parecia olvidar que le herfa directamente. ***
Aquella tarde fue a exponer la fragiUdad de su situaci6n ante el Ministro de Harinas. Era 6ste un labriego doctorado en Ia Universidad de Cochabamba. Pequeno de estatura, como todos lqs"delpartido", tenia una cabeza chata y un color casi morado. Afamado por su l6gica, por su agudeza para definir cuestiones insolubles con senciltas ideas, condensadas en frases comunes, se acomodaba en esto al genio matematico del "doctor" - Presidente. Era celebre la frase de este Ministro, cuando - desde un banco de la Camara respondi6 a un diputado opositor que anunci6, en una celebre interpelaci6n al gabinete, el hecho de que 12.000 soldados paraguayos ro1 deaban en Boquerdn a 600 bolivianos. —
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Y el Ministro, ripidamente, respondi6: — SaUr por Ia tangente. (Risas y aphiusos). Esta respuesta le valip una sonrisa de la encarrujada fisonomia delDictadory ser llamado a una Cartera en la combinaci6n ministerial sucedanea. Niqui ingres6 al edificio ministerial. En un pasillo Uenodecarteles: "Nohayaudiencia ni paraDios". "Sea breve", "El Ministro s6k> recibe de 2 y 25 a 2 y 45 hjs viemes", se entretuvo haciendo girar el sombrero alrededor del dedo indice, y luego aburrido de ese deporte comenz6 a hurgarse las narices, contemplando a las otras personas que aguardaban: dos sefioras enlutadas, un itaUano, un turco de expresi6n siniestra, un yugoslavo que fumaba en cachimba y un seiior de anteojos obscuros que le molestaba con la fijeza de su mirada negra y quieta. Su amigo Ruben Quiroga, secretario del Ministro, al verlo, le introdujo inmediatamente. El Ministro trabajaba y Niqui hizo el planteamiento de la situaci6n. — Caramba, Mirustro, no me dejan respirar. Si no son las patruUas de cholos brutos que andan deteniendo al genero humano para tener el gusto de "ensoquillarlo" siquiera una hora, es la prensa. Ustedes deberfan ampararme, puesto que si llaman a mi "contingente" es justo que tambi&i ustedes arreglen el aprietb en que me ponen. — Muy l6gico —observ<5 el Ministro, y cruzd las piernas, introduciendo los dedos de una mano por el escote de la zapatiUa, actitud habitual desde que su categorla'|de Ministro le obtog6 a abandonar los c6modos botines altos. — Ademas, sucede que no basta Laurenzana. Yo me iria al campo hasta que pase esto, pero el no puede quedar solo. El esta entre la frontera y Tartagal, y si yo no -179^-
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vigilo el asunto, ^quien garantiza que el tipo este no no.s juegue a la mala? ;Quien sabe que clase de malevo sera! El tiene la suerte de ser extranjero y yo... y yo, yo no se que hacer. El Ministro se puso de pie, tomando una grave actitud precursora de aquellas grandes sentencias con que iluminaba la penumbra mental de sus interlocutores. Pero no dijo nada grandioso, sino: — Veremos ps, che. Hablaremos con el Ministro de Etapas. — No, no. De ninguna manera. El me odia. — ^Le odia? ^Por que? — De nada... Tal vez porque me le cruce en el asunto de los calzoncillos. Yo no sabia que su cunado tenia interes en la contrata. — jAh...! El asunto es entonces grave. Yo le voy hacer dar un certificado. — Si ya tengo... Ya tengo. Certificados no me faltan, pero la prensa habla mucho. — Ya lo creo que habla. Ayer no mas un diario vespertino se referia a cierto joven contratista de municiones, diciendo que estarfa bueno que fuese a ensayarlas personalmente. ^Se referia a usted? — ^A mi? Si yo no he vendido municiones nunca!... Pero en cambio han dicho que vista mi repulsi6n al Chaco, deberia el Gobierno mandarme lo mas lejos posible, de C6nsul a Alaska, por ejemplo, a buscar oro. Seguro que lo encuentra, dicen. El Ministro defini6 a la prensa opositora: - 1 8 0 -
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— Esa prensa es un cuatreraje diario al orden publico. Ya les vamos a apretarde firme, aunque el "doctor" considera que la mejor censura para los periddicos es no leerlos. Entonces se tragan su propio veneno, dice.
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Niqul visti6 el uniforme de campafia. Lo exhibifc algunos dias ensu fornldocuefpo por las calles de La Paz. Cobr6 por adelantado tres meses de sueldo de Teniente, y una manana de junio azul yluminosose embarc6 en la . estaci6n de Chijini, provisto de caramanola, una pistola con cintur6n de balas, un botiqum, una brujula, una maleta y una bolsa de viaje adquirida en la uitendencia de Guerra en su caUdad de movitozado al Chaco. II Una rata negra, semiesferica, con el hociquiUo grasiento, en tres precisos movimientos de zig^ag, que parecieron una aleteode pajaro, subi6 de la mesa a unacaja de cart6n y de ahi a una repisa donde un queso envuelto en papel se hacia perceptible con su penetrante olor. El ruido que hizo el animal al rozar el papel le denunci6 a Nrqui. Un rayo de sol dorado, aguzado al cernirse por la tela del alambre milimetrico de la ventana del pahuichi, hizo brillar los bigotes de la rata en el instante en que Niqul le lanz6 su bota gritando: — jAsistente! jAqui esta! jOtra rata! La rata se precipit6 en un deslizamiento invisible y desapareci6 detras de la bolsa de viaje acomodada en un rinc6n deI pahuichi. Acudi6 el soldado. Niqui, con los pies s6lo cubiertos por calcetines, hurgaba con un palo detras de la boba. — Se ha metido ahi. Levanta la boka. Retiraron la bolsa y comprobaron que en el angulo ,jde la vivienda habia un hueco, en la pared de palos re|bocados con barro ypaja. -182-
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— Tdpalo al tiro, ch6. La vida es imposible con estas malditas. La noche anterior no le habian dejado dormir con su presencia obscura y fatigosa que se repartia en un movimlento multiple dentro del insomnio producido por el terrible calor de Villamontes. Con sus garras minusculas parecian aranarle los centros nerviosos, en un contacto sutil e intermitente. Cerrado dentro de su mosquitero sentia los roces fantasticos, los crujidos y las pisadas de la invasi6n sorda de las ratas, duenas de la habitaci6n en la obscuridad. No pudo dormir, y al dfa siguiente procuraba hacerlo, en pijama sobre su lecho caluroso, cuando fue interrumpido por el ruido que hizo una rata. — Oye, llevate este queso. Me van a enloquecer. Hacia 20 horas que habia llegado a Villamontes desde Puerto Linares, adelantandose a la retirada de Alihuata" con fmpetu tan acelerado que habia atravesado todo el Chaco cuando las tropas boUvianas se encontraban recien saHendo de Saavedra. Era la ^poca de las ratas. Atrafdos por las provisiones almacenadas y multiplicados en el propicio ambiente, habfan cobrado los roedores una populosa actividad incontenible. Las paredes de las casas de madera, o simplemente de palos clavados uno junto a otro y techados de ramas apisonadas con barro, no eran suficientemente her meticas para rechazarlas, Manadas de ratas, gruesas, espesas, voraces y sudosas inundaban los graneros y dep6sitos con sus negros cuerpos, se introducian a las habitaciones, perforando paredes; galopaban en jaurfas sobre el zinc de los techos, atacaban a la gente en los excusados, trepaban a los catres de campana a fatigar al durmiente. A pesar deI calor era indispensable dormir dentro del asfixiante mosquitero, porque de otro modo la proximidad -183-
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del barrigudo roedor inyectaba en el sueno angustias fantasmales, siendo terrible el despertar cuando se sentia sobre el pecho el bulto blando y seboso, posado como un vampiro. Se extendia esa poblaci6n de movimientos invisibles a ambos lados del Pilcomayo, apareciendo de un dia a otro en lugares insospechados. Ocuparon la chalana del rio, mordian a los soldados en Ios cuarteles de San Antonio donde se les veia trepar en fila por las viejas paredes. Se instalaban en los almacenes de aprovisionamiento, ocuparon Ios puestos de comando y adquirian cada vez mayor audacia ante la presencia del hombre. U n bullir sombrio de pelos y ojillos brillantes Ilenaban cada dia las trampas de alambre de los almacenes. La Direcci6n de Etapas de Villamontes daba premios por decenas de colas de ratas, pero la matanza resultaba insignificante ante la multitudinaria invasi6n viscosa. Niqui, la primera noche de su arribo sinti6 los estremecimientos que infundian las ratas a un hombre n e r vioso. A su sensibiHdad delicada le causaba siempre insufrible malestar la presencia de los aracnidos, los insectos venenosos o los ratones, serpientes o lagartijas que poseian el hechizo de provocarle una hipersensibilidad epidermica con accesos histericos. Tenia especial antipatia por las ratas que le despertaban un invencible sentimiento de repulsi6n. Fuese en Puerto Linares, en Villamontes o en cualquiera de los puntos de la ribera del Pilcomayo donde vivi6 mas de seis meses, sus mas crudas impresiones emanaban de encuentros con apasancas, sapos o ratones, sorprendidos en diversas situaciones desagradables. En d'Orbigny cierta mafiana, mientras aknorzaba sobre una mesa rustica formada de canahuecas, habia ido desmenuzando con el movimiento ritmico del pie, como - 184 -
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quien amasa una boHta, el vientre de una tarantula marr6n que casualmente se coloc6 debajo de su bota el momento en que el se posesionaba de su asiento. Al sentir el bulto, despu& de algunos momentos, retir6 el pie para observar esa cosa rara que parecia rechazarle y... reapareci6 el menu de su almuerzo, invertido. En otra ocasi6n, en Puerto Linares, lo primero que hallaron sus ojos al despertar fue un escorpi6n gigante en la parte superior del mosquitero que cubria su lecho. Inm6vil, amarillento, con la media luna de las tenazas y y la cola en flecha, semejaba un bordado chinesco. Niqui no se atrevia ni a gritar, mucho menos a moverse, por el temor de turbar la quietud del bicho que despues de l a r go rato descendi6 apresUradamente, obedeciendo a algtin Uamado misterioso, y desapareci6 por la puerta. Esos animales le horrorizaban, pero los ratones y las ra^as despertaban en su ser una repugnancia gastrica, un odio particular, una atavica antipatia. Su temor le alejaba de ellos cuando estaban libres y eran ofensivos, pero si podia destruirlos, lo hacia con ensanamiento morboso. Experimentaba una voluptuosidad finisima cuandcf^l6s choferes le brindaban el espectaculo de bafiar con gasolina a una rata apresada y prenderle fuego. Vierido correr la pequena antorcha crepitante de chillidos, Niqui se sentia invadido por una agria delicia, sadica, incomparable. Sonaba con su casa en La Paz, limpia, tersa, brunida. El living-room encerado, con una alfombra persa en media. Hermosa alfombra, recuerdo de Laurenzana que la adquiri6 en Buenos Aires y cuyo par se hallaba en poder de uno de los Ministros. Se entristecia al recordar los corredores de mosaicos, el dormitorio brilloso, sin asomo de bicho, de ratones, de aranas, de mosquiteros ni mosquitos, de esa fauna siempre hostil e inquieta en que se ^185-
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solidifica el ciego apetito del Chaco para chupai la san* gre del intFuso, el hombre. ***
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Los bichos le habfan privado de paz en el Chaco. Sin escorpiones y sustos, sin Ias esferas de mosquitos que se desplazaban por la llanura boscosa como un universo de inagotables nebulosas vibrantes y pinchantes, esa parte de su existencia habria sido casi grata. La violencia del trabajo de proveedor, visor y contralor en la calurosa ribera del Pilcomayo, los viajes por las picadas polvorientas y arrugadas, las noches insomnes, vigilando a la luz de la linterna la descarga de cajones y sacos en los lanchones encallados en el fango del rio, los dfas interminables, cuadriculados en el tablero de ajedrez, todo ha-' bria sido grato, porque a traves de esa existencia s e h a bian deslizado siempre las ventajas de su posici6n: alimentarse con exquisitas conservas, poseer una ducha p o r tatil que reUgiosamente le llenaban dos asistentes cada maiiana, recibir diarios y revistas de Buenos Aires, licores de San Juan y atravesar algunavez lafrdntera y llegar a Tartagal, donde habfa camisas de seda, cigarillos habanos y mujeres. Y sobre todo ello: los aureos beneficios de la sociedad, cada vez mas pr6spera mientras mayor era la magnitud de los servicios que prestaba a Bolivia venciendo las dificultades opuestas por la Argentina al trafico de provisiones. — Ahora si que los soldados engordan —decia Niqui a sus amigos en Cururenda, al contemplar con mirada tierna las co|umnas de camiones cuyo enorme c a r gamento de talegos de azucar o harina, o cajones de carne salada, rozaba las copas de los arboles al pasar por la picada, al lado del rio abierto en una anchura de mil metros -186-
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de plata azulenca con riberas de fango que lamian el horizonte. — Ellos comen, y no saben lo que cuesta meter todo esto —cpmentaba el pagador del Estado. El pagador del Estado, Laurenzana, como vendedor y el como contraIor, convivlan fraternalmente, en alegre y leal camaraderia. El uno vendia, el segundo pagaba y Niqui supervigilaba el monto de las ventas, la caUdad de las mercaderias y la exactitud de los pagos. Aquello estaba organizado con arreglo al plan Kemmerer. — Cierto es —decia el pagador, que tenia un concepto muy estricto del amor a la verdad— que han habido malas epocas y los soldados ayunaban, pero ahora les llenamos de todo, hasta reventarlos. Laurenzana, aIternando sus frases con chupadas a la bombiUa de mate, elogiaba la intervenci6n de Niqui. — Mira, viejo, si el soldado come hasta reventar la cincha, es por vos. Antes todo era un barullo, porque por un trigo habfa que hacer el papeleo en La Paz, pero vino este payo de Niqui y todo va a la rajada no mas. Mas comen, pelean mas. — Los pagos son tambien al contado. Eso lo he conseguido yo de tanto gritar en La Paz. — Yo creo lo mismo. El soldado debe ser bien tratado. A prop6sito. Yo-se* que usted debe recoger la cantidad global de $ 100.000 para compras en Villamontes. ^Por qu^ no adquiere el ganado inmediatamente? No es caro y por ultimo, si quieren guerra, que paguen sin chilicuterla (^). Yo le autorizo con mi responsabilidad. (2) Tacafieria. -187-
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— Magnffico. Chateau-Margot.
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^Mas vinito?
Asistente, abri. ese
Existencia relativamente tranquila y trabajo bien remunerado. Descuidando Ia charla de sus companeros, Niqui calculaba sus ganancias, descontando las participaciones. Si la guerra durase un afio mas... — ,Claro que durara! La Argentina no afloja. — Y de nuestro Iado el Ministro de Municiones me ha dicho: aunque chillen los traidores vamos a seguir aunque sea cinco anos mas, por el honor del pafs y del gobier no. —- Hay bastante plata. Y si falta, hay que apretar a los mineros. — Hombres tampoco faltan. — Yo no se por que no llaman mas contingentes. jSi nadie se ha movido de las ciudades! jAsistente! Tray ese paquete de galletitas y el oporto! — Pa mf, ceba otro mate. De d'Orbigny se traslad6 Niqui a Puerto Linares. Urgentes necesidades de la campana obligaron pedir a Laurenzana que intentase un grueso contrabando por Puerto Irigoyen, que era el punto mas vigilado de la frontera. Conforme los puert6s argentinos se acercaban a la zona de guerra, la estrictez de impedir el ingreso de provisiones a territorio boUviano era mayor, en elecuanime criterio de nivelar en lo posible las fuerzas combatientes, tirando para BoUvia y aflojando para el Paraguay. La atenci6n personal se hacia indispensable para ese contrabando. Se intensific6 nuevamente la bolsa de coimas, y Niqui, que desconfiaba de Laurenzana, se determin6 a enviar un telegrama al Ministro: -188-
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"Urgente movilizarse a Puerto Linares. Ruego impar tir orden". El mismo dfa respondi6 el Ministro: "Teniente asimikuio Nicanor Lanza Fricke deberd trasladarse inmediatamente a Linares en comisi6n urgente esta superioridad". Asi Niqui viaj6 "adentro" y conoci6 los forrines Ballivian y Munoz, llegando cierto dia de octubre con una columna de camiones cargados de azucar, hasta el fortfn Saavedra. Le falt6 tiempo para avanzar mas adelante a conocer la tfnea de fuego, pero la misma noche de su arribo, en la serena claridad, afinando el oido escuch6 un lejano tamborileo que le dijeron provenir de las ametralladoras de Nanawa, aunque no pudo oir los cafionazos de Gondra, por mucho que se esforz6. Poco despues sobrevino la catastrofe de Alihuata. ha retirada del ejercito boliviano empez6 con la evacuaci6n del fortfn Saavedra, incendiado con gasolina. A1 recibir la noticiaen Puerto Linares, Niqui empaquet6 sus objetos y subi6 a su cami6n. En Ballivian, el comandante del fortin le oblig6 a recibir unos heridos y con ellos sigui6 viaje en el cami6n que cortando la deshecha tierra del camino paraleloal Pilcomayo, por oc^anos de polvo, cuyo oleaje desbordado enterraba los sucios tuscales, en un dj'a y medio Ie Uev6 hasta Villamontes donde, la primera noche, ya se encontr6 con las ratas. II A1 atardecer, la atm6sfera de Villamontes se suaviz6 en temperatura y color, despertando a una tonaudad mas amable, que ya no quemaba. Las anchas calles se unifor-189-
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maron en un matiz desmayadp mientras los arboles obscurecidos se medanligeramente sobreel fondo de los cerros verdes. Andaba Niqui, con la camisa abierta sobre el pecho y las mangas remangadas en los codos, por el centro de una amplia caile polvorienta, mirando a los lados las casas de madera con corredores y techos de paja o de zinc que le parecian novedosas por su poca costumbre de ver edificaciones alineadas en el interior del Chaco. / Era la hora en que los empleados, soldados, poblado( res, etaperos, telegrafistas y altos jcfes salfan a respirar la v relativa frescura del aire. Habia gran inquietud en los grupos. Corria el rumor de que el General Kund habia Uegado en avi6n, preso, para ser procesado por la debacle deAiihuata. Niqui se detuvo, escuchando un tango de gram6fono que sonaba dentro de un boliche cuya puerta dejaba ver las botellas aUneadas en el mostrador. Por el cielo cruzaron las carcajadas de unos loros en bandada. En ese instante un militar, con la cabeza cubierta por un casco de corcho, tom6 del brazo a Niqui: — jNiqui! jHombre, tu aqui! Era Ruben Quiroga. Se abrazaron. — Hermano, ^ta tambie*n? ^De La Paz? Se volvieron a abrazar. — De La Paz, en avi6n. He llegado esta maiiana. — Y yo anoche. ^Que hay de nuevo? ^Que dices de esto? f .:—Yocreoque seacabo la guerra. El ejercito esta V_ deshdcho. El Gobierno ha venido a ver lo que queda.
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— ^E1 Gobiemo dices? <>Quienes? — Casi todos, estin aquI: Relaciones, Marina, Guerra, el Presidente de la Camara, el tesorero, los secretarios. Tambien otros amigos del Presidente. Es una comitiva colosaI. Casi no aIeanzan los trimotores. — Llevame donde tu Ministro, ch6. Quiero verlo. jQue* suerte! Yo quiero irme a La Paz, ch6. — Macanudo. Te vas con nosotros en avi6n. — Formidable. Los altos funcionarios se hallaban en conferencias telegrdficas. A1 salir del local de la radio fueron abrazados por Niqui. Algunos de eUos vestian uniforme miUtar raramente desfigurados por la gorra, las botas o el casco de corcho. Otros, de cutis cobrizo, vestian, a medias, de civil el vest6n, sombrero de castor y colan de kaki, pero la diversidad de colores e indumentarias coincidia en la expresi6n de los rostros, uniformadosen una comun severidad de estadistas que encerraban un misterio profundo. — ^D6nde estas alojado? —le pregunt6 Quiroga a Niqui. — En un pahuichi miserable, un agujero de ratas. — Vente con nosotros. Hay un galp6n bastante ampUo. Somos muchos, pero creo que entraras. Niqui hizo trasladar su equipaje hasta el alojamiento donde se haUaban las camas y maletas de.dos Minis tros, sus secretarios, el Director de Azucares, un diputado y un Coronel especializado en energicas clausuras de diarios opositores. Aunque la habitaci6n era amplia, de albosmurosestucados, techo de zinc, piso de madera, dos puertas ^de alambie miUmetrado, impenetrable a las ra tas, por la noche los a1oiorW i^ ^ ' ^ a r o n . - 1 9 1 -
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El proyecto del "Canciller" y Quiroga para dormir juntos al aire libre fue contrariado por la amenaza de lluvia que electrizaba el tdrrido ambiente. Cobijados todos en el pahuichi, iluminadopor un foco electrico, se teji6 el runruneo de charlas. La novedad del ambiente de campana, la intimidad amigable, los sucesos recientes, promovieron una interesante conversaci6n. El Canciller Dolifus, Secretario del Exterior, cuya obesidad brillaba mas que de ordinario porque el sudor fIuia de su piel color de chocolate, expres6 con acento siniestro: — El pals merece eso y mucho mas por no haber sabido comprender a Salamanca. —
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— AbsoIutamente nada —respondi6 Niqui—. En cuesti6n de provisiones puedo cotnprobar que en todo momento han estado bien abastecidos. — ^Y munidones? ^Y armas? Yo como Minlstro, se" pues, las enormes cantidades que se han contratado. Buques fntegros. — jY lo que se necesitarl todavfa! —pronostic6 el otro Secretario. — BoUyia es rica y puede comprar el doble y el triple del armamento comprado hasta hoy. — jNo les ha faltado nada! —repiti6 Niqui con convicd6n, Pero el diputado interrumpi6: — ^Saben lo que les ha faltado? ^Saben?... Esto.... Y se toc6 repetidas veces Ia sien con el dedo indice. " — A mi modo de ver —dijo el "Canciller"— la situaci6n s6lo mejorara si el sefior Presidente asume el co> mando del ejercito. Hubo unaaclamaci6nunanime. — jEso es! ;Eso es! Si no es s6lo un estadista, un pensador. Puede ser tambien un gran jefe. El, casi en perv sona, ha tomado Boquer6n. — Y Corrales... y Corrales. — Y al que se oponga, cuatro tiros, —sentenci6 el Canciller DoUfus con voz mas delgada cuanto mas ternbles eran sus frases. Luego pleg6 los labios con expresi6n desdenosa. -193-
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— jOh! De fusilar, habria que fusilar a medio Bolivia. — jA las tres cuartas partes! Este pais no sirve para nada. Todos estuvieron conformes en que no servia para nada. Los Ministros se acostaron. E1 "Canciller" se desnud6 pudicamente dentro del mosquitero y luego sac6 la cabeza por un anguIo. La tela blanca, envuelta a su cabeza, le daba parecido con un eunuco moro. Los otros, sentados en sus lechos, siguieron charlando. E1 de Municiones conversaba en voz baja con Niqui,sentado a sus pies. ^
— Ha pasado algo grave. A Laurenzana lo han denunciado de espia.
— ^Si?... Pues yo siempre sospechaba de el. Hacia X unos viajes misteriosos, sin motivo. — Yo entretanto he tenido que garantizarlo. No habia mas remedio, pero he visto que hay que terminar trato con el. Tendraque figurar usted solo. / —Bueno. Pero advierta usted que los pagos tienen ( que seguir haciendolos en moneda argentina. La nuestra V esta por los suelos. — Naturabnente... Hacfa calor. Las figuras en el claroscuro que proyectaban las sombras de los paralelogramos de mosquiteros, se movianincesantemente, abanicandose. De pronto, el diputado que hablaba con el CanciUer percibi6 algo extrano en el suelo, ante sus ojos. Interrumpiendo su frase dijo: — Chist, chist. Una rata, che, una rata. - 1 9 4 -
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— <;D6nde? — AUa, se ha metido detras de la maleta. — jUna Unterna! —orden6 el Coronel. El chorro de luz barri6 el angulo de la habitaci6n. Cautelosamente el diputado movi6 la maleta, y una rata enorme corri6 por el angulo y se introdujo detras de un fardo de botellas de cerveza envueItas en paja. La presencia del roedor atrajo la atenci6n unanime. El Ministro se incorpor6, el "Canciller" estir6 el cuello. Su secretario se levant6 en pijama y movi6 el fardp, metiendo un palo por debajo, y la rata reapareci6, trepando a una mesa y escondiendose detras de una cartera que contenia documentos de la Liga de las Naciones. El secretario golped Ugeramente con el palo sobre la cartera y la rata salt6 de la mesa a la silla pr6xima al lecho del "CanciUer". Este meti6 la cabeza en el mosquitero gritando: — Cuidado! jNo sean barbaros! Dieron luz a otras Hnternas. El diputado lanz6 una bota sobre la rata que se escabull6 por.entre los pies de Niqui quien salt6 sobre la cama dando un chillido. — ;Arrinc6nenla en aquella esquina! Mas orden, mds tictica pues che* —aconsej6 el Coronel. Todos, menos el Canciller y Quiroga, se dedicaron a la cacerla con estrepito de voces y gritos. El "Canciller" se levant6 del lecho y subi6 a la misma silla en que Quiroga estaba en equiUbrio, abrazandole por la cintura. Comenz6 a dar indicaciones con voz nerviosa. — Oiga, oiga, usted, cuide la puerta. Usted, che, no deje que pase por ahi. Ahora metale el palo. ^195-
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Empujada por el palo sali6 la rata veloz e irritada. E1 Ministro, el director, el diputado, Niqui, todos con palos y frazadas le dirigieron golpes, pero ella los esquivaba, pasando por entre los puntapies y pisotones que le daban, saltando, retrocediendo, tropezando en los catres, entre gritos y carcajadas. La rata aparetfa y desaparecfa. Vol* vi6 a subir a la mesa. Su cuello se hinchaba con la respiraci<5n. — ;Hay que reducir el campo de tiro! —grit6 Niqui. Retiraron dos catres, plegando los mosquiteros, y nuevamente acometieron a la victima. Esta vez el diputado con un golpe del pesado capote miUtar hizo dar a la rata un yolteo mostrando elvientre bIanco. — jLa logre! jLa logre! — jDele che! jDele como a Alvarez del Vayo! — Es el momento. ;Ahora! jYa esta! Entonces Niqui, cuando la rata volv{a a huir, la aquiet6 con un certero garrotazo y el Ministro de Marina de un puntapie la proyect6 en parabola contra la pared, haciendola pasar por en medio de las cabezas del "Canciller" y Quiroga que al esquivarla cayeron de la silla al suelo, El bullicio de carcajadas aument6 hasta el delirio. — Niqui es el heroe —afirm6 el "Canctfkr". — jSi, sf, yo la mate! — jPero yo le acerte primero! —dijo el diputado— yo, yo la puse knocrout antes que nadies. Callaron, fatigados, al hacer cfrculos en torno al roedor, cuya cabeza deshecha mostraba los dientecillos blancos. -196-
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— ;Que gorda! — Claro, con tanto aprovisionamiento... Estaba en un paraiso. Un asistente que no habia participado en la regia cacerfa, cogi6 la rata por la cola y meciendola la arroj6por la puerta. — Terrible ha sido el combate, che. — Estoy sofocado. [Que bien nos vendra una cervecita con hielo —sugiri6 el d i p u t a d o - . Nos ha hecho trabajar esta rata mas que a... — Mas que diputados —complet6 ir6nicamente el "Canciller". Se hizo un silencio. Los asistentes ofrecieron la cerveza en vasos luminosos. Niqui, secandose el sudor con una toalIa, coment6: — Estas ratas son los bichos mas perjudiciales que hay en la campafia... Viaj6 al dia siguiente a La Paz y poco despues fue condecorado.
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LA
PARAGUAYA
Aquella fotograffa de mujer pertenecfa a un paraguayo muerto. E1 Teniente Paucara la habia obtenido una tarde, despues del ataque sorpresivo con que los "pllas" ocuparon un sector de 400 metros de las trincheras bolivianas en el Oeste de Nanawa y llegaron hasta la picad
AUGUSTO
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— Es un oficial. — S{, mi Teniente, oficiaI es. Un oficial muerto era presa valiosa para incorporarla al parte de bajas enemigas. Calmado el tiroteo orden6 que trajesen el cadaver. Dos soldados, arrastrandose por debajo de los arbustos, aplastandose contra el suelo cada vez que la casualidad Uevaba las rafagas de fuego en su direcci6n, llegaron hasta el muerto y atandolo a una correa lo arrastraron, abriendo un surco de la arena candente, hasta arrojarlo a un anqho hoyo al pie del observatorio. Era un oficial. Tenfa la cara refregada detierra y los ojos abiertos velados de polvo. La piel de la mejilla derecha habia sido arrancada por los espinos en el arrastre. Semejando innumerables lunares peludos le cubrian las moscas negras, atrafdas por su sangre. Se le registr6, haUando en los bolsillos del colan cartas dirigidas al "Senor Teniente lo. Silvio Esquiel" y en el bolsillo abotonado de la bIusa, un sobre doblado del que extrajeron una libretita, un pequeno envoltorio de papel de seda con un mech6n de cabellos negros, y una fotografia de mujer. "A mi amor, recuerdo de su amor" y una inicial "A'', estaban escritas en el dorso. — Que lo lleven mas atras y lo entierren —orden6. En una frazada dos soldados se lo llevaron, con su cortejode moscas, al atardecer. El Teniente Paucara guard6 las cartas en una caja, pero la fotograffa y el paquetito de seda los puso en su billetera. Ni en aquel dfa ni en los siguientes lps volvi6 a mr rar, pero al descenso de la temperatura beUca regres6 a su puesto, un "buraco" abierto a la somJbra de un inmenso - Z 0 0 -
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palobobo, un kil6metro detras de las trincheras que en un arco de mas de 20 kil6metros se insertaban en el seno del bosque, intentando abrazar a Nanawa. AU{ extrajo la fotografia y la contempl6 detenidamente: una hermosa mujer joven, con un tropel de cabeUos densos, negros y sueltos que daban la impresi6n de caer con estrepito sobre sus hombros. El contorno del pa* Udo rostro Ugeramente redondeado le daba una expresi6n infantil, abrochada en el punto negro de los labios. Pero los ojos inmensos, rodeados de sombra, desmentian esa infantiUdad, mirando de frente con una calida y briUante obscuridad de uvas. Le encant6 la figu'ra. La monotonia de la guerra de posiciones, en el bosque al que se pegaba el polvo de una lentay tenaz ascensi6n de entierro, dejaba pasar las horas remachadas una tras otra por el peri6dico martilleo de rafagas de ametralladoras y disparos de fusil. Tendido en su lecho de campana, con la cabeza hacia la Iuz que penetraba por laabertura del techo del "buraco" formado de gruesos troncos de quebracho, aburrido de leer las mismas revistas o de dormir, contemplaba la fotografia de cuya tersa superficie se evaporaba su pensamiento como el agua de un lago. Asi contemplaba en epocas distantes caer Ia Huvia, en las tardes grises de La Paz,- por una ventana del aula del Colegio.Militar prdxima a su pupitre, hasta que elprofesor alemaJ^ cortaba su 6xtasis con un: —iQue migga ese cadete!' ***
Olvid6 al muerto lleno de Iunares. No recordaba su nombre, pero la foto se asomaba a sus tardes como a una ventana. -201-
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"A"... ^Alicia? <^Agar? ^Antonia?... Alrededor de la palida inc6gnita despertaba una vida misteriosa, perdida para el como para el muerto. De la foto que tenfa ante sus ojos semicerrados, obten{a una pelicula cinematcr grafica, desprendiendo ideaImente la composici6n de movimientos diversos. Y no soIo ideaImente: a veces la desconocida misma proyectaba una sonrisa imperceptible, de sus cabellos una brisa insensible arrancaba nuevos resplandores y los ojos serenos se hacian acariciadores, penetrando en la periumbra mental donde atraian nostalgias indefinidas y recuerdos raros. f Recuerdos que habian perdido su forma para fun| dirse en una sensaci6n obscura e indistinta, despertaban al i reflejo de la figura presente. La vida del Teniente Pauca! ra no contaba sino con superficiales remolinos amorosos, p Casi adolescente, habfa saltado de la practica militar en | las quebradas pacenas de Calacoto o en las frigidas pamj pas de Viacha, a la calcinada planicie del Chaco calido, | cubierto de infinitos arboles taciturnos y tristes como un entierro bajo el sol. Aquellas figuras se iban precisando, aproximadas al angulo 6ptico de la fotografia misteriosa. Y era Chela, que tenfa melena negra y corta, pegada a las mejillas y una risa imprudente en la obscuridad del cine vespertino. O era Julia, la morena, vestida con un traje de malla imponderable que se precipitaba en la curva vertiginosa de sus caderas. O Lola, que desde su balc6n enfarolado de una esquina de Churubamba le hacia un dificil alfabeto de senales usando la cabeza para las afirmaciones, la melena para las negaciones y los dedos para los rmmeros, a el que erecto dentro de su uniforme de pano azul pizarra, atleticamente erguido, hacia de centinela en la esquina, como un faro entre un mar de indios. - 2 0 2 -
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Y era, finalmente, la mas alta y deseada: Tofnta, la ingrata novia de sus vacaciones en Punata, de donde era nativo, que le decia: — No me gusta que seas militar, pero es raro... tu uniforme me gusta, y tu tambien, por separado. Y poniendose sobre la ceja de gorra militar reia con sus ojos anchos y su boca crueLmente sabrosa. Gustaba de hacer caer sobre un lado del rostro un mech6n de cabellos, adquiriendo una seducci6n perversa de mala hembra, y cuando echaba los cabeUos atras, descubriendo el cuello y entreabiertos los labios, era aun mas provocativa. De todas maneras. Tambien cuando cruzaba violentamente sus piernas en marcha triunfal. jRegia negra! Lo abandon6 por un abogadillo de Cochabamba. Tin!a una instantanea de subteniente junto a ella. Tofiita con la gorra militar y el, recto y con pecho abombado. Perdi'o la instantanea en La Paz, ya en el curso militar de su aprendizaje, al iniciarse en un burdel de la Loceria. Alli conoci6 a otra mujer: Violeta. pequeiiita, enfundada en un traje azul electrico que brillaba sobre los senos minusculos, y que le dijo primero: "Senor Teniente", luego "milico", y mas tarde "paco" y "natito" U n orangutan sirio-palestino, de enormes brazos, exhibiendo una embriaguez asiatica ofendii6 la pulcritud de Violeta con ademanes impropios que estimularon la gallardia del cadete, ebrio tambien por haber ingerido dos copas de whisky fabricado en la casa. Se "trenzaron" a trompadas, siendo derrumbado el orangutan, a quien Violeta remat6 con un magistral golpe de zapatilla. Y luego, haciendo sentar a Paucara sobre sus rodillas, lo ascendi<5 a Coronel.
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— iMira, que hombre! jQue macho! Me gusta el nato... ^Seras mi marido, natito? Fue su marido. Ella, al irse a Chile, le obsequi6 tambien una gran foto y una gran dedicatoria, que quedaron en La Paz. No tenia mas recuerdos ni fotos. Todas esas mujeres superficialmente h a l l a d a s , n o l e habian dejado herido, y de la mas querida e ingrata, s6lo le llegaba de tarde en tarde la evocaci6n sensual de su carne morena y luciente, en las crisis carnales de la castidad de campana. Pero poseia en cambio el retrato de Ia paraguaya "ausente", y a todas las otras, superponiendolas, condensandolas, las fij6 en aquellos ojos negros y en la faz adolescen(:e, cerrada por la hermetica cabellera sonora. Dej6 el sector de Nanawa y fue trasladado a Alihuata. La fotografia, incorporada a su intimidad como algo legItimo e inseparable, guardada junto al "detente" b o r dado en seda que su madre le haMa recomendado lIevase siempre en el pecho y que el llevaba en la billetera, fue una de las pocas cosas que salv6 en las jornadas febrifugas del cerco de Campo Via. Su vida en incendio admiti6, sin sentirlo, el hecho de su romantica relaci6n con esa mujer inc6gnita y muda, con la lejana paraguaya alojada en la intimidad de su cartera como unica mujer en el vacfo que las otras no habian ocupado con sus imagenes al bromuro ni con su amor. En la billetera transfundida de sudor la presencia del objeto maravilloso se le hizo natural, como si lo hubiese obtenido por regalo voluntario de la ausente y no a costa de un homicidio. Se le hizo familiar y querido como una antigua companera de tiempos de paz, tralda a su arida soledad prisionera de los arenales ensangrentados. En la inmensa homosexuaUdad del monte, esa fotoeraelunicosignodemujer. - 2 0 4 -
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II Mujeres... No las veia desde hacia dos afios. Pero en mayo d e l ^ 3 4 1a linea boliviana se habia repIegado hasta las proximidades de Ballivian y un dia de aquellos, los telefonos de campana llevaron a traves del bosque una sensacional noticia, distribuyendola de los Comandos de Divisi6n a los Regimientos, de estos a las comp a r e , pasando por los puestos de artilleria, de almacenes, de zapadores y sanitarios. Delegaciones de damas de las ciudades visitaban la Iinea. — Al6, al6. ^Paucara?... ^Que dices, hijo? Dice que estan en Ballivian. jMujeres! [Mujeres enciertos, con tetas y todo! No esas feculas (') con nombre de chinas Q) — ^Las has visto? — ^Al6? No las he visto, pero dice que son estupendas. Sobre todo los crucefias! — ^Y... son de las nuestras? — No, hombre. De lo mejor de la sociedad. Mujeres... Retorno al color, a la sensuaIidad de la vida que inundaba el planeta excluyendo al Chaco, isla mis6gina de ascetas uniformados. "^ ' Habia completa tranquiUdad en la linea porque el ejercito paraguayo, rehecho del desastre de Conchitas, recien empezaba a fortificarse a 12 kil6metros de Ballivian. Una ardiente maiiana la comitiva lleg6 al sector del Regimiento. Paucara, bafiado, brunido de talco, con co(1) Fecnlas.- Feminas. (2) Chtaas.- (Argentinismo). Hijas de pobladores del Chaco. - 2 0 5 -
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rreaje y pistola al cinto, esper6 en la picada, cerca del comando de compania. Una trompeteria de autos y camiones hizo su aparici6n. En lo alto del primer cami6n florecieron dos rostros juveniles bajo enormes sombreros de paja. Detras aparecieron otras mujeres. Para descender, una arroj6 el sombrero y su melena liviana estall6 en re^plandores rubios. En un instante el puesto se pobl6 de mujeres, oficiales, jefes y emboscados. Oy6 voces cristaIinas: — jCuanto polvo! Mira tus pestanas. — iY tu? ^Y tu? Fue presentado. — El Teniente Paucara, uno de nuestros mejores oficiales. — Mucho gusto. Mucho gusto. Destac6 en la rubia las pestanas azules que irradiaban dos haces de sombra sobre sus ojeras. Y en la morena, que tenia en la cabeza un pafiol6n atado debajo de la barbilla, unas pupilas de absoluta negrura y una fragancia de tocados. Todas vestian traje de ciudad. En medio del monte rispido la presencia de las mujeres renovaba en Paucara la sensaci6n pura del primer hombre, al descubrir tan misteriosa obra en la misma Naturaleza que habfa formado tambien los arboles, los Iagartos y los indios. En fila de uno se adentraron por la senda hacia las trincheras. Paucara, detras de la rubia, aspiraba con ternura el perfume de su proximidad sobrenatural, mifandola como a un ser casi no perteneciente a la especie humana. En la lfnea, las muchachas se sumergieron en las zanjas, gloriosas de sentirse mirada por,cehtenares de solda- 2 0 6 -
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dos que brotaban de los subterraneos, hirsutos, mudos, trogloditicos, para contemplar a esos animales exquisitos e inaccesibles, la irrealidad de cuyo paso no se desvanecia ni con los cigarrillos que distribuian. Los corroidos matorrales del Chaco parecfan floridos. — ^D6nde estan los paraguayos? -Alla... Y Ies sefial6 la masa lejana y gris de la arboleda del horizonte. — ^Tan lejos?... —dijo una, con cierta decepci6n. En una posici6n de ametralladora, para enseiiarla, Paucara se introdujo al nido junto con la rubia. Fuera qued6 el resto de la comitiva. — Esta es una pesada Vickers —explic6 el Teniente—. El tubo, el refrigerador. La banda pasa por aqui. Se estira dos veces aquf, y ya esta. Las asas, para agarrar ^no? Este es el bot6n. ^Quiere disparar? Son 300 tiros por minuto. Junto a la muchacha, en la penumbra del nido, Paucara sentia una intimidad cruel. Vislumbr6, cuando ella se inclinaba, el blanco nacimiento de sus senos. "Que frescos deben ser", pens6. Sinti6 una desconocida angustia. — Coja las asas. Mire alla. Ahora va a apretar el bot6n. Un poquito. Lo suelta... y otro poquito. jYa! jTran!... jTran!... Trantaatatata... Tres rafagas rompieron la paz de la mafiana. Un coro de risas y comentarios pobl6 la zanja y otras muchachas ingresaron a disparar. - 2 0 7 -
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Una hora despues en un girar de sendas calenturientas acribilladas por discos de sol, llegaron al Comandb. A la sombra de un cobertizo sumergido en eI resol de las 12 del dia, cuando las mujeres se quitaron los sombreros v desnudaron sus brazos pareci6 que cumplian un acto de nudificaci6n total. El resol les matiz6 brazos y rostros de jaspes azulosos. Almorzaron. Bailaron al son de la banda militar. Paucara, al tomar entre sus brazos a la elegida, iniciar el el fox y sentir sobre su pecho el peso del seno, se sinti6 apoderado de un horror virginal. Le invadi6 una mudez inquebrantable. La muchacha le pidi6 colaboraci6n para quitarse de la cabellera briznas y cadillos, tarea que cumpli6 voluptuosamente. A las 3 se marcharon. Satieron los oficiales hasta la picada a despedir la caravana. — jBuena suerte! jAdi6s! jHasta pronto! — Mira, mird —le dijo un oficial en voz baja a Paucara—. Mira, hermano... Al ascender al cami6n, una de las muchachas luchaba por desprender su falda de un gancho de la caja, dejando entretanto ver la uga y una combada franja de piel del ancho muslo. — ;Hasta la vista! Uno a uno croaron los autos. Florecieron los sombreros de paja en lo alto de los camiones, manos blancas arrojaron besos abstractos en la picada, y se perdieron llevandose su misterio. La plazoleta del Comando qued6 desierta como nunca. Algunos oficiales, un cruceno del Comando y dos artilleros, se trasladaron a un pahuichi de abastecimiento con objeto de agotar las provisiones que restaron de la fiesta. -208-
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Bebieron. — jDosanos sin mujer! jDos anos, hijo! — Lo mismo que en Viacha no mas ps, che. — Gua... En Viacha habian cullacas, C) ya... — Carajo, cuando yo vaya a La Paz he de encamar me bien acompanado, ocho dfas, sin salir. — {Qu6 dices de la morocha, hermano?... — Pero ^hay en el mundo esa maravilla que se llama hembra? ^Hay?... — jAtenci6n: orden de compania! jLos soldados deberan dormir esta noche en posici6n de firmes! — Que vengan a levantarle la moral a uno esta bien, ;pero no tanto! Carcajadas desentonadas seguian a estas frases, a la vera del bosque que recobraba su hurana soledad abandonada por los fugaces seres blancos. Los militares bebian como estupefactos, habitando en una atm6sfera calurosa que les torcia las caras en que surgian los ojos desviados y amarillentos. Una hora mas tarde, dos oficiales, desnudos de medio cuerpo arriba, rojos como demonios, gesticulaban y hablaban ante un jarro de pisco. — Seco hermano. — Salud. — Salud. (3) CnUacas.- Hermanas (aimara). Por extensi6n, mujeres indigenas.
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— Seco, seco. jTodo! No seas keusg,(*). — Nada de keusa, aqui. — Toma ps, entonces. — No me da la gana. — Te echo, jte echo, carajo! — ^Boche corunigo? ^Quieres boche conmigo? Eres hombre? Paucara intervino: — No ps, che. Nooo... Estamos entre amigos. — Yo no soy amigo de huevones, ni de cholos. —
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— jPor el Lanza! Al anochecer se separaron. Paucara en su comando, semialetargado, recibi6 el parte "sin novedad". Dio sns 6rdenes. — Que patrullen bien la canada. Por ahi pueden meterse, sobre todo al amanecer. — Sf, mi Teniente. Bebi6 un jarro de agua. Podia palparse la noche. La atm6sfera tibia, casi una mujer o una caricia, estaba colmada de un sentido sensual. Se acost6. Sudaba, y un grumo de tinieblas, sudores y pensamientos en derrumbe caia sobre sus sensaciones, como un vapor volcanico. DeI fondo de ese volcan se desprendi6 el suefio de una persecuci6n er6tica. Una mujer de melena rubia y rostro de nifia, arremangada de faldas hasta U cintura, montada sobre un tubo de una ametralladora. Paucara se le acercaba por detras, le pasaba los brazos por debajo de las axilas y le palpaba el vientre. Pero no era una mujer, sino su asistente sexuado, y con medias de seda. Varios soldados sombrios le miraban silenciosos. SaUa despues a la zanja transformada en un callej6n con casas pintadas de yeso, Uenas de puertas abiertas entre el suelo y la pared e ingresaba a una de ellas. La puerta daba acceso a una caiiada donde hallaba a una mujer: la paraguaya de ojos melanc6Ucos. La abra2aba, la besaba y sobre el pasto cafa encima de ella, pero no podia desnudar la. Procuraba desesperadamente poseerla a trav6s del vestido, mientras el rostro de la paraguaya se cubria de lunares movedizos como moscas y de su boca desaparecian los dientes. Despert6, sofocado de calor. Gir6 sobre un costado. El beso del sudor le babeaba en el cuerpo. Pavorosa, la lubrica imagen no habia huido con el suefio. Semidormido -211
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oj'a reir a Ias muchachas de la mafiana y oia tambien, nitida y penetrante, la banda de musica. Arroj6 la sabana y se ech6 sobre el otro costado. U n beso de farr
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Asf lo declar6 una noche de octubre de 1934 en el fortin Guachalla, cuando reunido en un pahuichi con algunos camaradas, a la luz de un lampi6n de gasolina en cuyo cristal chocaban los insectos voIadores, charlaha y bebia una composici6n t6xica con nombre de c6ctel, haciendo circular de mano en mano un jarro de aluminio, A1 extraer unas notas de su billetera dej6 caer la foto, que la levant6 uno de los presentes, incorporandose para apreciarla a la luz de la lampara. — jBien recia, che! — A ver, a ver... ;Macanuda! " A mi amor, recuer do de su amor". No debe ser para tl.
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Y luego, bajando de tono: — No, compafieros. Les juro, aunque se rian, no quiero separarme de esa foto. La quiero mucho. Es mi buena suerte. Es mi mascota. * * #
Una tarde de noviembre, en los dias del cerco de El Carmen, los patrulleros paraguayos que recorrian el bosque entre ese lugar y Canada Cochabamba, sorprendieron a tres bultos amarillentos de combatientes bolivianos que atravesaban cautelosamente un sendero. Les intimaron rendici6n. Dos de ellos saltaron huyendo al monte, mientras el tercero hizo fuego.a los paraguayos con su pistola. Cdh una descarga lo derribaron. Se le aproximaron lentamente: estaba tendido de bruces sobre un circulo de sangre que crecia debajo de su vientFe. Tenia aun la pistola en la mano. Un soldado le dio un golpe con el can6n del fusil. — Esta muerto. ^
— Es' oficial, mi sargento. Le quitaron la pistola y las botas y con manos avidas se disputaron los bolsillos. Un pila le encontr6 una billetera y la abri6: papeles, un detente, un paquetito de seda y una fotografia de mujer. — Huu... Linda la mujer del boli. — Y pero... qued6 viuda. Y siguieron la marcha por el bosque, llevandose el retrato de la "viuda". -214-
OPINIONES DE DOS DESCABEZADOS (LAS RESPONSABILE>ADES DE LA GUERRA)
Esto ocurri6 en aquellos dias melanc6licos que siguieron a la cafda del fortfn Mufioz. Con los restos del primer ejercito deshecho en Canipo Via y las fracciones del nuevo ej^rcito que se formaba, la secci6n Ayll6n-Valencia de la baterfa Chavez a la que yo pertenecfa, lleg6 hasta las proximidades de un puesto ganadero Uamado Tres Pozos, despues de haber ido dejando en reptoegue escalonado las lineas de Quintana, Magarinos y El Toba, cerca del Pilcomayo. A la vera de un campo en que la paja crecia muy alta, debajo de unos arboles elevados, de cortezas grises que cobijaban a ranas deI mismo color, acamp6 la bateria Ay ll6n. Eramos unos 20 hombres y tres canones 105. Vivimos en ese lugar algunos dias que fueron en su mayor par te de lluvia y surazo, aislados en el monte, alejados de todo contacto con otras unidades que formaban la linea provisional para detener el avance paraguayo. Yo tenia entre los arboles un carpa baja, dentro de la cual cabia dificilmente el mosquitero. Del triangulo de la carpa pendia el cuadrangulo del mosquitero, cubriendo mi lecho sobre el suelo. -215-
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Fue un humedo dfa de febrero, cuyo atardecer se inciner6 entre nubes de ceniza como un cadaver cerrado en anfora de plomo. El monte se obscureci6 y el viento del sur tendi6 acuosos alambres de frescura, que a traves de las rarnas llegaban a enredarse alrededor de la carpa. Anochecido, comenz6 a llover bajo la palida luz nublada de la luna invisible, que las ramas inc6gnitas artillaban desde el silencio con alarmas intermitentes. Me acoste debajo de mi carpa, tendido en mi lecho, y a traves del mosquitero vi desaparecer la vaga claridad aprisionada entre los arboles. Sobre la carpa tamborileaba la Uuvia, tambien intermitente como un tiroteo de ametralladora. Desde la fragil trinchera del mosquitero contemple mas tarde como, aprovechando de la fuga de la lluvia, trasladada de pronto hacia algun ignoto rinc6n del monte, volvi6 la luna a introducirse en el claro del bosque, deslizandose timidamente sin animarse a vaciar todos sus rayos en el suelo humedo y limitandose a prender la luz de gotas de agua en algunas hojas. . Poco despues todo call6 y fue en ese momento que algo se interpuso entre el silencio y yo. Cuando ya me introducia en el suerk>, escuche primero un vago rumor de pasos sobre la hierba y luego un tropez6n en una de las cuerdas que sujetaba la carpa de una estaca, junto con el sonido metalico de mi jarro de aluminio colgado del arboI inmediato. A1 mismo tiempo la mano del viento derram6 de lo alto del arbol a la carpa un pufiado de gotas de agua. Yo pregunte: —' ^Quien es? Ninguna respuesta. Con voz mas gruesa requeri: — ^Que hay?... -216
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Como tampoco obtuve respuesta me incorpore a medias y mire a traves del mosquitero. Una sombra asomaba en el angulo inferior del triangulo abierto de la tienda. Como yo me hallaba en el suelo, y la sombra de pie, aparecia gigantesca ante mis ojos, destacada sobre el cielo, por encima de los arboles. — jLagran siete!
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EL.— No, no. Esta usted equivocado en sus suposiciones. Si no q u i e r o q u e m e contemple con el reflector es porque no deseo darle un espectaculo desagradable. Es preferible que s6lo me vea usted con esta que los astr6nomos llaman "luz difusa" y no con el farol electrico, p o r que se asustaria gravemente. YO.— ^Es usted tan feo que podria asustar a un soldado que ha visto de frente a hombres como los coroneles Ortiz y Mostajo y el doctor Tejada Sorzano? EL.— Debo explicarle, distinguido camarada, que mi caso no consiste en una anomalia fisica, sino, mas bien, en una fealdad metafisica. Sepa usted de una vez, que yo soy un espectro sin cabeza!... Acostumbrado a ver en la guerra innumerables seres sin cabeza,respondi sin sobresalto: YO.— No lo dudo. Pero, aun asi, espero que satisfara mi deseo de saber que quiere usted. EL.— Ya le he dicho que me he extraviado. Iba hacia el este, pero como soy casi gaseoso, el viento sur me ha arrastrado hasta aqui. Ahora, si usted me lo permite, podria esperar el amanecer en este banco de toborochi. De seguir andando temo sobresaltar a algun centinela. YO.— Si. Seria lamentable que, ignorando la calidad de sombra de la que se trata, le diesen un tiro. Pero ahi sentira mucho frio. EL.— jDe ninguna manera! No siento frio, porque soy abstracto. Diciendo eso se sent6 en el asiento de toborochi. Yo trate de dormir, pero la proximidad del desconocido se filtraba a traves del mosquitero. Blandamente se dibuja-218-
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ba su sombra acurrucada, diluyendose en el recipiente acuoso que formaba el claro del monte. Entable" conversacidn de nuevo: YO.— ^Y... a que" unidad pertenece usted? EL.— Nominalmente estoy enterrado en el cementerio de Puesto Escobar. Salgo de alla con objeto de molestar a mi matador. YO.— Ajaaa... ^Y lo consigue usted? EL.— En cierto mod6. Me introduzco en su suefio y, tomando una forma aterradora, le aprieto el coraz6n. Entonces grita y su grito atraviesa su sueflo como una aguja y Uega hasta su boca. Eso me divierte. Las sadicas aficiones del fantasma me interesaron. YO.— Hallo en usted desviado de sentido de la venganza.
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a tftulo de represalia, ir a turbar el sueno de una ametralladora. EL. —;Pero habra alguien, algun culpable de mi de capitaci6n! YO. —Esa culpabittdad es imposible de concretarse individualmente. Es cruel pensar que si en epoca de paz la burguesia moviliza toda una maquinaria juridica y policiaria para indagar la responsabilidad de un solo homicidio o una aislada estafa de 200 pesos, en la guerra de 1914 no se ha aplicado el mismo procedimiento porquc los delitos cometidos en serie ya no son deUtos sino fen6menos histdricos. Es cuesti6n de estadistica. EL. —Pues bien, dentro de esta estadistica, yo no soy s6lo un numero sino un hombre. jY un hombre necesr ta venganza! YO.— Justo. La venganza es la gran fuerza del equilibrio moral y deben exigir con mas pasi6n los que han muerto que los que vivimos. Pero para ejercitarla tenga en cuenta esto: en nuestra habitual existencia de paz, andamos aplastandonos unos a otros, obUgados por una interdependencia de hechos ocultos, de determinaciones misteriosas y de m6viles lejanos, que nos dejan un pequeiiisimo margen de libertad. En la guerra, ese pequeno margen desaparece, ya que nos sumergimos totalmente dentro de un sino diab6lico e incontrolable, y no somos responsables por matar o por hacernos matar... Me interrumpi6 la carrofia, con voz cavernosa y airada: — jEsa es una filosofia de hombre acostado! —dijo—. ^Mi venganza esta mal encaminada? La rectifico, y en lugar del soldado que me mat6, le dirigire contra el que lo mandaba. - 2 2 0 -
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Se me habfa quitado el sueno, y me entretuve en ixutruir a aquella p6bre akna. ^ YO.— Es tan diftcil... Hay tantas potencias que mandan en el Chaco... EL.— jC6mo tantas! BoHvia y Paraguay no mas, hua.... YO.— Eso es lo que usted ve, y lo que ven nuestros putridos estadistas. No ven que la guerra del Chaco es una empresa de carnicerfa en que BqUyiayParaguay se matan trabafcndo en beneficio de un trust an6nimo que haafiladolaflecha del Paraguay.Desde alla Ayala, Gug* giari y los bellacos de Asunci6n, llevadospor apetitos electoraUstas, intervienen en la carnicerfa con la participaci6n de sangre de proletariado paraguayo, a falta de dinero. Por su parte, el pueblo boIiviano es entregado por sus caudUlos los zorros politicos que permitieron, con su acuerdo tacito o expreso, a su simbolo don Daniel Salamanca acuotarse a la matanza con la materia prima de la ^ riqueza y la sangre boHvianas. Pero eso s6lo no habrfa bastado. Hay algo mas: la oligarqufa conservadora argentina que por medio de susc6rtductores Justo y Saavedra , Lamas encendi6 el motor de la penetraci6n territorial/ con vistas al petr6leo. EL.— ^Quienes son Justo y Saavedra Lamas?
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YO.— Unos dignos caballeros portenos que no han ofdo un tiro en su vida, especialmente el General. Este es pariente de don Carlos Casado, concesionario de casi todo el Chaco, y es tambien Presidente de la Argentina. El segundo es un internacionaUsta, o sea, un doctor que busca celebridad jugando a la guerra. EL.— ^Nada m^s? Yo souto los reviento a todos. -221-
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YO.— Algo mas hay. Una sociedad petrolera. EL.— <>La Standard? YO.— La Standard, gracias a la estupidez de los politicos boUvianos no se siente ligada a la guerra ni a la suerte de Bolivia, sino a las consecuencias que le convengan (*). La Standard,negro diospetrolifero, vera impasible morifalos indios bolivianos al pie de sus torres de acero, entretanto que el gobierno boUviano —que ante el mundo aparece como su socio— no s6lo no recibe ayuda i{| pecuniaria sino que debe comprar gasolina de la Argentif,| na, el Peru y los Estados Unidos para defender esos po* zos. ^Que le parece? EL.— Increible. Esto no debe saberlo el doctor Salamanca. YO.— Lo sabe, pero no le importa. Su inexpugnable egolatria le llev6 a caer candidamente en el lazo tendido por los agentes provocadores paraguayos. Mira en el conflicto del Chaco unicamente un alinderamiento entre Bolivia y Paraguay y no el motor que empuja a los soldat
;— (5) Las opiniones de este diaIogo, escrito en 1933 y reproducidas en una conferencia que dicte por agosto de 1935 en el Apra de Santiago, se confirman con las noticlas de la U. P. y Havas, deoctubre, segun las cuales Tejada Sorzano, Presidente de Bolivia, / ha ordenado que se procese a la Standard por "exportaci6n ili/ cita del petr61eo boUviano mediante un oleoducto clandestino / que va hasta la banda argentina del Bermejo". Por dicho oleoducto se exportaron 9.018.950 barriles que eran refinados en Campana, R.A., de donde seguraniente se hacIa la provisi6n de gasoUna al ejercito paraguayo (M!). / Comienzase a desenmascarar las maniobras de la Stanj dard al margen de la guerra, y si el gobiemo boliviano resiste / al soborno, se podrfa seguir el proceso alperfido gangster pe! trolero, dignificando la soberania nacional. Ademas, se descuX brira el grado de cpoipUcidad de Ia oUgarquia argentina en el ' . affaire. -
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dos guaranfes desde los bufetes de Buenos Aires contra los soldados bolivianos que, a su vez, defendiendo realmente un patrimonio territorial, resultan defendiendo vir tualmente los petr6leos de la Standard, gratis. EL.— (Con melancoHa) Gratis... Asi debe ser. Yo no he recibido un centimo hasta el dia de mi tragico fallecimiento. YO.— El gobierno tampoco. La Standard se rfe de BoUvia, no aventura nada y espera el resultado de la guerra"para negociar con el vencedor. EL.—jEso es intolerable! Digame a quien hay que apretarle el cuello. YO.— ^Sabe usted quien es la Standard, desdichada osamenta? Algo multiple y ubfcuo como los dioses de la teogonIa hindu. En el terrible arcano de sus oficinas ^a quien acogotaria usted? ^Y por que? La Standard no esta obUgada a sernos leal. Ella s6lo puede ser fiel a sus pozos, y su gangsterisrno es tan peLgroso para nosotros como lo son paraelParaguay los Casado, los Sastre y la RoyalDutch SheU. Tosi6 el infeUz entre sus costillas. EL.— ^Hablamjs en castellano o en que? Me estd pareciendo que me esta pitando... YO.— Momifica.'j amigo: la Royal Dutch Shell es un tipo de maquirv novisima que maneja las guerras a distancia,con onJas hertzianas, especulando conla sangre de dos pueblos y las cabezas de infelices como usted. Es una sociedad an6nima, impersonal y por consiguiente, impermeable a pesadillas. Ella forma parte de ese trust organizado por la plutocracia anglo-argentlna que, despues - 2 2 3 -
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de comerse el Paraguay, se confabula para comerse a Bolivia, cadaveres y todo (*) Ri6se sarcasticamente y dijo: EL.— Segun usted, nada hay que hacer ^no? jC6mo se nota que usted jamas ha recibido una carcaza de obus en la cabeza! YO.— No puedo negarle el merito de haberla recibido, pero... EL.— A su juicio los responsables o lo son a medias o son muchos, o son invisibles. jQue bonito! YO.— Es responsable, joven esqueleto, toda una organizaci6n diplomatica burguesa que bebe sangre en co-
J6) 10 enero 1936.- Don Liborio Justo, hijo del Presidente argentino, en decIaraciones hechas a "La 0pini6n" de Santiago, dice: "En Bolivia donde domina el capital norteamericano, la Standard OU necesitaba una sattda al rio Paraguay para sus pozos de petr61eo en el Este de aquel pais. Detras del Paraguay, la Compania inglesa Royal Dutch, trat6 de evltarlo. Esa fue la causa del conflicto que ha ensangrentado el continente". En realidad, no seria ta Standard por el oleoducto (que Io podia obtener pacificamente), sino las Companias anglo-argentinas por la posesi6n de los pozos mismos, las que habrian fomentado el confUcto. Mas la prudente Standard, aprovechando de la indigena ignorancia esencial a todos los gobernantes botivianos, se resguard6 siempre con una politica propia, sin compenetrarse, lista a cambiar su "Standard Oil of Bolivia" por "of Paraguay" u "of Argentina". si la primera resultaba derrotada. De ahi se explican el oleoducto clandeslino y las actuaciones antibokvianas del senador argentino Sanchez Sorondo "agente de la Standard" y del diario "Crisol" "sostenido por el imperiaLismo yanquf", como dice el mismo don Liborio. Trata el Sr. Justo de desenmascarar a la maffia diploma.; tica que intriga en America, pero al Umitar la causa de la guer r a a la rivalidad capitalista yanqui-inglesa, olvida lo mas importante: lo EXCLUSIVAMENTE ARGENTINO de las maniobras de su oligarquia para hipotecar y armar al Paraguay y atenazar eoon6mica y diplomaticamente a BoUvia. ^ -
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pas de champan, y toda una organizacy5n imperiaIista que en America hace subir y bajar bonos conforme a su stock de cadaveres. EL.— ;Sea lo que fuere, me ha quitado usted a mi soldado! Por hidalguia esta obUgado a indicarme otro objeto de mi venganza. YO.— ^A quien, carrona impulsiva?
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pable que, al menordescuido, lo entregara a la Policia, donde sin Ia menor consideraci6n le tomaran impresiones digitales de su esqueleto proletario! E1 fantasma se puso de pie violentamente. — Su escepticismo —ronc6— es mas propio de un cerdo de reraguardia que de un soldado. jEs usted un dev rrotista! ;Con permiso me retiro! Le senti irse, rompiendo ramas y pisando charcos y nuevamente la lluvia del amanecer cay6 sobre mi sueno, hundiendose con el, sin hallar resistencia en la infinita y honda arena del Chaco que parece un sueno sin figuras. " " """ ""^ r--"'' .,__ P -
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