PRESENTACIÓN Este libro, Amarás al Señor tu Dios. Psicología del encuentro con Dios , se pres presen enta ta des desde el inic inicio io como como único nico y sign signif ific icat atiivo en su cam campo. po. Los Los destinatarios son, en primer término, los creyentes, consagrados o laicos, empeñados en un camino de crecimiento humano y espiritual, y en segundo, todos los interesados en el desarrollo integral de la propia persona y de la sociedad en la cual están insertos, deseosos de lograr la plenitud de sí mismos, sin innecesarios reduccionismos mutiladores, mutiladores, y una fecunda misión. El autor se propone pr opone ofrecer, directa e indirectamente, una respuesta, que se hace a su vez propuesta, a algunos interrogantes muy difundidos: ¿Cómo hacer para que la vida y la fe se encuentren positivamente y haya unificación entre ellas? ¿Cómo vivir una existencia alimentada por la te, de modo que sea fecunda y eficaz tanto individual como socialmente? ¿Qué camino seguir para facilitar el crec crecim imie ient nto o de la pers perso ona en su verd verdad ader era a dime dimens nsió ión, n, en su verd verdad ader era a identidad, es decir en la autoa uto- trascendencia? Para responder a estas y otras preguntas, que se plantea toda persona que tiene el deseo de crecer, el autor propone un itinerario que al mismo tiempo es de exploración y de propuesta, articulado en dos momentos: el hombre lanzado a la búsqueda búsqueda de su su propio propio yo y el hombre a la búsqueda de su Dios. Se trata de dos procesos estrechamente ligados e integrados entre sí. El uno facilita o dificulta el camino del otro, según como sea vivido. En el primer itinerario se ayuda a descifrar cómo se lleva a cabo el proceso de autoidentificación y cuáles son los resultados, según las condiciones de partida. De ahí brota la urgencia de una autoidentificación que permita un desarrollo integral de la persona a nivel 110 sólo corporal y psíquico, sino sobre todo ontológico. En el segundo, el central, se delinea el proceso psicológico subyacente en todo auténtico camino de fe, con su dema demand nda a de vivi vivirr una fase fase dese desest stru ruct ctur uran ante te del del homb hombre re viej viejo, o, una fase fase subliminal en la cual se acepta, al borde de la propia vida, el misterio de Dios y del hombre mismo, y una tase reestructurante, en la cual nace poco a poco y se hace adulto el hombre nuevo. El itinerario concluye con la proposición de un encuentro vivificante con la palabra de Dios en el diario quehacer de la existencia. El autor conjuga, respetando la propia especificidad, la psicología y la teología, y nuclea algunas instancias centrales de la estructura y funcionamiento de la personalidad y de la religiosidad en vista a una auténtica integración fe-vida. Se mueve en el ámbito de una concepción global de la persona, más allá de las modalidad modalidades es de reduccion reduccionismo ismo recurrente recurrente v las formas formas de yuxtaposi yuxtaposición ción y de dico dicoto tomí mía. a. Mues Muestr tra a cómo cómo el cami camino no del del creci crecimi mien ento to huma humano no y crist cristia iano no convergen en un proceso gradual de unificación de sí mismo, que se expresa en la propia consistencia, en la fecundidad de vida, en la capacidad de mantenerse flexible ante las pruebas de la existencia que nunca faltan. En la capacidad de amar con autenticidad, integridad y plenitud a Dios y al prójimo, es donde se encuentra el centro, el criterio y la guía de una personalidad madura, de una religiosidad bien insertada en la personalidad y en la vida, capaz de promover a
la persona y a la sociedad a lo largo de la aventura a la que se ha sido llamada. La exposición del itinerario es sencilla, con un lenguaje persuasivo que facilita la comprensión de conceptos a veces difíciles. De todo esto resulta una exposición lineal fácilmente comprensible. La confrontación de la propia vida con todo lo expuesto vendrá como consecuencia lógica. El itinerario aquí presentado sirve de iluminación a muchas situaciones de vida que se conocen o se viven, y es un estímulo para un compromiso de vida a nivel individual y colectivo. Se trata en efecto de un encuentro fecundo entre la psicología y la vida espiritual a nivel existencial, un encuentro que hay que favorecer a través de mediaciones útiles como este libro, que sirve de instrumento. Giusseppe Sovemigo
EL HOMBRE EN BUSCA DE SU PROPIO YO Conocerse a sí mismo es una necesidad y un deber del que nadie puede sustraerse. El hombre tiene necesidad de saber quién es; no puede vivir si no descubre qué sentido tiene su vida: se corre el riesgo de ser infeliz si no se reconoce la propia dignidad. Por lo tanto, podemos decir que debemos estar cada día en busca de nuestro propio yo; una búsqueda continua, aunque a veces inconsciente, a menudo fatigosa y aparentemente contradictoria, pero en cada caso, nunca terminada… Y es justo que sea así: la identidad no es un dato biológico inscrito en los cromosomas o fácilmente adquirible; tampoco es simplemente una verdad que hay que contemplar y creer de manera más o menos estática y pasiva, En todo caso, es un punto de llegada, una vocación totalmente personal que hay que realizar. Podemos saber aquello que somos e intuir aquello que estamos llamados a ser, pero descubriremos nuestro yo solamente cuando todo esto lo hayamos vivido. Y si este camino de búsqueda de nuestro propio yo pasa por dudas, inseguridades, o aun por verdaderas y propias crisis de identidad, habrá buenas razones para esperar que nuestra búsqueda, si es honesta y apasionada, sea premiada. Estas “buenas razones” son el motivo y el objeto de análisis de estas páginas. Amadeo Cenciní
CAPÍTULO 1. INSEGURIDAD E IMAGEN NEGATIVA DE SÍ MISMO “Tengo poca confianza en mí mismo…”; “no estoy seguro de mí mismo…”; “tengo miedo de no poder…”: son expresiones diversas de un único problema, la inseguridad. Frases como estas se escuchan cada vez con más frecuencia, aun en nuestros ambientes, acompañadas de una actitud de fatal resignación, como si no hubiese ya nada que hacer y consolados por la sensación de que se trata de una clase de “mal común”. Y la sensación no es del todo descabellada. La notable investigación del padre Rulla revela que el 75% de los sacerdotes y religiosos
“sufre” de un concepto demasiado bajo de sí. La experiencia clínico- terapéutica no hace más que confirmar este dato impresionante (que se da también en la población laica). El hecho parece extraño, y lo es. Vivimos en un mundo que ha querido con terquedad otorgar al hombre la autoridad absoluta en la gestión de su vida. Por lo que se refiere a nuestra vocación, ella nos recuerda que Dios se ha “fiado” de nosotros, se ha comprometido con nosotros, confiándonos el encargo de anunciarlo. ¿Cómo puede ser, pues, que las tres cuartas partes de estos “encargados” se sientan interiormente negativos y por lo tanto inseguros? Sin embargo, por nuestro propio ser de hombres y de religiosos auténticos, es necesario tener una fundamental confianza en uno mismo. No puede, de hecho, pensar en ser gestor de su propia vida de un modo original y valiente quien se siente “incapaz” y tampoco puede pensar en perderse evangélicamente a si mismo quien no está lo suficientemente seguro “dentro”. Llega a ser un verdadero problema, en resumidas cuentas, el vivir, sintiéndose incapacitado para vivir.
1. INSEGURIDAD NEGADA: LOS FANFARRONES El problema es tal, que a menudo el sujeto prefiere ignorarlo, intentando otros caminos alternativos para poder vivir al menos sin daños. En lo que a continuación se expone, tenemos, por ejemplo, dos modos contrapuestos de vivir el mismo problema de la inseguridad: el de negarla y el de soportarla. Representan dos estilos de vida totalmente diversos. Los describiremos en su estado puro, cargando un poco las tintas para resaltar las características de fondo. En la vida real las cosas son muy diversas de un caso al otro, pero el problema es idéntico. El primer modo de “resolver” (por así decir) el problema de la inseguridad es el de… negarla. Es el camino elegido por los “fanfarrones”. En lo tocante a él mimo, el fanfarrón parece que sufre de manera especial su limitación, aquella limitación natural (de cualidades, virtudes, comportamiento) que no se puede eliminar de la condición humana y que debe aceptarse. Como si tuviera miedo de sí mismo, de su zona negativa, tiene temor de encontrar dentro de sí mismo alguna cosa y decide entonces que… no hay nada. Toda su vida se transforma en un continuo esfuerzo más o menos desesperado, por ignorar esa zona interna marcada de negro. Es un esfuerzo que tiene éxito sólo parcialmente, porque vuelve vacilante e insegura la personalidad. De hecho, se teme más aquello que no se conoce v, como consecuencia lógica, a mayor temor, mayor inseguridad. Por lo tanto, estos tipos son interiormente débiles e inconscientemente temerosos, pero como no pueden aceptar esta realidad, muestran todo lo contrario externamente. Son aquellos “que nunca sé equivocan” y que, por el contrario, están dispuestos siempre a atribuir la culpa y la responsabilidad a los demás y a las “estructuras”. Si son sorprendidos en taita, se enojan terriblemente, pero finalmente consiguen demostrar que tenían razón. En efecto, es muy difícil convencerlos para que acepten un camino de verdadera
formación, o estimularlos a hacer un análisis crítico de sí mismos. Falta la premisa de base: el coraje de admitir serenamente la propia limitación. No saben hacer el examen de conciencia. Dicen que es una cosa de niños; ellos no tienen necesidad de eso… Lo que pasa en realidad es que le tienen temor. La propia consideración aparece ante sus ojos siempre optimista: con un sentido evidente de semi-omnipotencia y una tácita pretensión de absoluta positividad. Pero, de hecho, son personas permanentemente insatisfechas y, aunque no lo demuestren externamente, profundamente tristes. En la relación con los demás, esta ambigüedad tiene diversas manifestaciones. Como el “Fanfarrón” está dominado por una percepción negativa de sí mismo — inconsciente e insoportable—, la relación con el otro servirá no sólo para negar, sino básicamente para contradecir tal percepción. Al principio de su comportamiento, naturalmente inconsciente, será este; “mientras más domine, más seré alguien”. El sujeto, de hecho, tiene necesidad de dominar, de ponerse por encima de los demás, 110 puede tolerar ser uno entre tantos… Cuanto más encumbrado se encuentra, mas se ilusiona con que es positivo. Y no se anda con sutilezas en cuanto a los medios a utilizar. Tiene, por ejemplo, el sentido innato de la competencia: percibe todas las relaciones interpersonales en clave de confrontación exasperada, de envidia sutil, de conflictividad llevada al extremo (expresiones todas de una inseguridad de fondo). Es el clásico tipo que capta la diferencia del otro como un atentado a la propia seguridad, entonces lo agrede directa o indirectamente. En la comunidad o en la familia en la que vive, hay casi siempre un pobre “patito feo” a quien culpar, algún responsable de tener una cualidad o característica que le recuerdan sus propias limitaciones, por ende hay que atacar y negar. Es una especie de “corsario” de la comunidad. O bien puede haber una variante: hace su círculo de adeptos y fieles y es, entonces, el “padrino”. También el apostolado del inseguro “fanfarrón” debe obedecer a las “leyes de manutención y sostenimiento del yo”. O sea: la acción apostólica le debe garantizar la sensación de ser una persona positiva. Y es lógico que así sea: cuando uno no se siente internamente seguro del propio valor, se “fábrica” esta seguridad desde el exterior, a partir de los resultados de cuanto se efectúa, de lo que de nosotros piensan los demás. No sólo esto, sino que cuanto más inseguro se siente inconscientemente, tanto más tiene la necesidad del acierto v del éxito. La propia vida y el propio apostolado se reducirán, por una parte, a la búsqueda afanosa del aplauso y, por otra, a la huida desesperada del fracaso. No podría aceptar el fracaso, porque sería la confirmación inexorable de aquella esfera negativa de sí mismo que no quiere reconocer. En suma, vive el apostolado en función del propio yo, un yo que no está dispuesto a sacrificar de ninguna forma. El “fanfarrón” estará dispuesto a hacer pedazos todo, excepto a él mismo. No podrá aceptar perderse a sí mismo por el Reino, ni deshacerse por los demás. ¿Cómo podría perderse el que no se ha encontrado todavía? ¿Cómo podría arriesgarse el que no está seguro de sí mismo? Si el apóstol no llega a perderse, ¿cuál será su aporte para la edificación
del Reino? No sirve para nada. Y su problema permanece…
2. INSEGURIDAD SOPORTADA: LOS TÍMIDOS El otro modo, diametralmente opuesto, de vivir la inseguridad es el de no hacer nada para reaccionar contra ella. Es la posición del “tímido”. Estos tienen la ventaja, menos teórica, de reconocer su propia inseguridad. Pero sólo se limitan a llorar su desventura. La soportan. Perciben sólo los aspectos negativos de su personalidad; no saben apreciar, o lo hacen en medida insuficiente o no significativa, los aspectos positivos. En realidad, aquí está el punto: no es que no sepan ver, sino que, de hecho, en la concepción del propio yo otorgan una mayor importancia a la carencia de cualidades que son accidentales, superficiales (por ejemplo, el no tener ciertas dotes artísticas o una particular capacidad expresiva u operativa), las que desearían tener, que a las realidades esenciales que sí poseen (por ejemplo, la propia vocación, cualquiera que sea, o el don de la vida o la capacidad de amar, etc.), pero que no están adecuadamente valoradas. En otras palabras, no se logran percibir suficientemente como importantes y significativos los aspectos positivos de la propia personalidad. En última instancia, aquello a lo que se le da mayor peso y valor en la percepción del propio yo es a las cualidades negativas. Por lo tanto, el sujeto se siente inadecuado. Teme no acertar y se encierra. Resulta un círculo vicioso: mientras más inseguro se siente, tanto más se encierra. Y cuanto más se encierra, tanto más inseguro se vuelve. Tal sentido de inseguridad-inadecuación se extiende poco a poco a todos los sectores de la vida, aun a los de la vida espiritual (donde el sentido de no ser adecuado se confunde fácilmente con la humildad). Oprimido como está por el propio límite, se halla, por así decir, prisionero de un sentido de culpa e inferioridad permanentes. Esto no significa que sepa reconocerlo ante los demás o que esté dispuesto a soportarlo siempre todo. Quizá lo haga durante un tiempo; estará callado y se encerrará… hasta que todo explote en un enojo mayúsculo, tal vez con algunos síntomas fisiológicos (sudor, temblores, rubor en la cara, etc.). Pero son explosiones episódicas. Normalmente el inseguro tímido tiende a encerrarse, a aislarse y a salir eventualmente, sólo para “esconderse” dentro de algún pequeño grupo-clan que tal vez esté bajo la protección de algún “fanfarrón”. Mientras tanto, esto le permite vivir en una actitud de “no compromiso”, delegando en otros los encargos y responsabilidades; le da también oportunidad de colocarse en una posición estratégica, cómoda porque no está expuesta, y de proyectar en los demás su sentido de culpa y de inadecuación, justificando además su no comprometerse haciéndose la “víctima”. El apostolado del tímido está claramente fuera de tono. La mezcla de pesimismo-victimismo y la actitud de falta de compromiso que tiñe toda su vida, condiciona negativamente el ser signo viviente del amor de Dios. Su apostolado se vuelve fácilmente “defensivo” bajo bandera de ahorro de energía como protección a un yo ya de por sí débil, que no sabe correr otros riesgos. Lo
paraliza el temor al fracaso. En todo caso, su apostolado no será el anuncio entusiasta y ardiente que pasa a través del sacrificio de sí mismo. Toda tensión es cuidadosamente eliminada. Pero queda inevitablemente el disgusto profundo de una inseguridad que el “tímido” soporta y por la que corre el riesgo, a la larga, de ser aplastado. Claro está que nadie se reconocerá en uno de estos dos “tipos” descritos en su estado puro. Pero muy probablemente podamos reconocernos en algunos rasgos de uno y de otro. Todos nos movemos en la vida en forma pendular entre estas dos actitudes: con algunas personas, situaciones, ambientes, negamos nuestra inseguridad; con otras, la soportamos. Mientras tanto el problema base, el de la auto-percepción negativa, permanece. ¿Cómo resolverlo?
3. CRISIS DE IDENTIDAD E IDENTIDAD DE LA CRISIS Es difícil vivir con la sensación interna de inadecuación. La vida se complica porque cada uno de los deberes resulta pesado y cada relación interpersonal, una potencial amenaza que vuelve a poner en tela de juicio la propia imagen. El inseguro, de hecho, se capta en forma negativa, consciente o inconscientemente, aunque a menudo asume una actitud externa que pretende demostrar lo contrario. Por consiguiente, si quiere resolver su problema, debe ante todo ser sincero consigo mismo, saber que ciertas actitudes y formas de actuar suyas son sólo máscaras que esconden una realidad diversa y más profunda; debe, en suma, tratar de descubrir el verdadero motivo que lo impulsa a actuar. Así, por ejemplo, el inseguro tímido, que por reacción se vuelve envidioso o a veces agresivo, no comete sencillamente una falta de caridad o, cuando comúnmente es reservado y discreto, no es necesariamente porque quiera ser humilde; pudiera ser una manera de no arriesgar la propia imagen o evitar un fracaso peligroso. Del mismo modo, en la otra vertiente, el inseguro fanfarrón, que se siente llevado a dominar, no resolverá su problema reconociendo simplemente que es orgulloso (suponiendo que lo haga), porque en realidad no puede llamarse orgulloso a aquel que tiene una imagen negativa de sí mismo. Tanto el tímido como el fanfarrón asumen, pues, actitudes “compensatorias” que acrecientan su propio disgusto y corren el riesgo de desviar la atención del conflicto interno que es la raíz de su inseguridad. En realidad se trata de un conflicto de identidad. La inseguridad es una consecuencia entre tantas otras. El tímido y el fanfarrón son dos ejemplos “en vivo” de una realidad problemática presente un poco en todos: “la crisis de identidad”.
CAPÍTULO 2. LOS NIVELES DE IDENTIDAD Una de las necesidades fundamentales del hombre es la de tener una percepción
clara y correcta del propio yo, donde correcta significa realista y permanentemente positiva. Porque es muy difícil y frustrante convivir con un sentido negativo de la propia identidad o recurrir a compensaciones ilusorias para “recuperar” tal positividad. Sólo un sentido correcto del propio yo hace posible una serena aceptación de sí mismo y de los propios límites; cuando esto falta, el individuo está continuamente afligido por un sentido profundo de insatisfacción personal. Es una obligación, pues, tener una autoidentidad sólida y sustancialmente positiva, especialmente aquellos que quieren llevar al hombre un mensaje de fe, fe en Dios y en el hombre mismo. Veamos, entonces, que significa concretamente autoidentidad, o sea, a qué niveles y según qué contenidos será posible autoidentificarse.
1. NIVEL CORPORAL La primera posibilidad teórica de autoidentidad es aquella que se refiere al propio cuerpo, a un dato de he