EL ÍNCUBO (HONORÉ DE BALZAC)
Todos sabéis cuán mal parada dejaron a la cristiandad, por aquellos tiempos malditos, varios demonios, y no cuento a los príncipes, soldados y gente de la religión, hablo de los brujos quemados en algunos lugares y de los diablos alojados en el cuerpo de muchos criminales, hacienda saltar los agujetes con mil maleficios, procesos sobre los que el señor Bodin hizo un gran libro que prueba, incontestablemente, la existencia diabólica de los íncubos, súcubos y otros seres cornígeros y cornúpetos, viejas apestosas; cabalgando monturas ilícitas para volar por los aires el aquelarre, todos los cuales, sometidos a tormento, confesaron sus extravíos y el haber usado un poder infernal y sobrehumano. Este señor Bodin, prudente hombrecillo de justicia, tenía un amigo en la ciudad de Angers que temía mucho a esta legión diabólica y no desechaba ninguna práctica para alejarlos de su vivienda. Este hombre, de nombre Pichard, fue censurado vehementemente por el obispo de Angers a este propósito, pues se llegó a saber que hacía su sopa con agua bendita y, aunque se tratase de un recaudador de impuestos rico y considerado, poco faltó para que le metieran en la cárcel. Compraba reliquias en la Corte de Roma y las colocaba en todos los rincones de sus casas de la ciudad y del campo. Pensad que ninguna casa de la provincia de Anjou estaba mejor guardada y se decía que el señor Pichard no alojaría jamás al demonio en su bolsa y por su miedo al diablo, le apodaban, en broma, Pichard el Diablo. Algunos decían que, a pesar de todo, tenía un diablo en la persona de su mujer, una hermosa dama virtuosa a la que varios pisaverdes habían cortejado sin éxito, en esta tarea sus florecillas se habían marchitado, sus bellas palabras latinas habíanse perdido y por toda la provincia se atribuía esta virtud, ejemplo peligroso, a las reliquias que desprendían a su alrededor un perfume de santidad que afectaba a la señora Pichard; por eso el buen hombre se
consideraba como fuera de poder del farfullero señor de Cornamenta y otros lugares y hubiera creído antes en la condenación de Nuestro Salvador que en la infidelidad de su mujer, tanto más cuanto que ella era de naturaleza fría, y rechazaba el placer de amor como un niño el dejarse lavar las orejas, gritaba como un cerdo que ve el cuchillo y siente llamear la paja, y todo eran lloros, rechinar de dientes y otros desplantes al señor Pichard cuando éste quería cumplir sus deberes, y había acabado por arreglarse con una sirvienta muy linda sobre la cual las reliquias no ejercían ningún efecto. Pensad que las damas de Anjou que ciernen cada día, encontraron muy caras dichas reliquias y se molestaron como gatas cuando algunos maridos, envidiosos de la felicidad de Pichard, quisieron adornar sus viviendas con reliquias, para enfriar a sus mujeres y refrenarlas, lo cual ha sido reconocido en todas partes como una obra muy dificultosa y de graves consecuencias. Pues, ahora bien, el año en que el señor Bodin vino a ver a su amigo Pichard a Angers, se encontró con que, por una obstinación propia de las hembras, la Dama quiso permanecer en su finca, y su marido pensó que Bodin vendría entonces a pasar una semana a su casa de campo y fue a recibirlo a Angers. Ocurrió Ocurri ó que el señor Bodin no pudo o no quiso dejar la ciudad, donde era festejado por los notables y la gente de pro, podéis contar, y entonces Pichard regresó con el fin de tratar nuevamente de hacer ver a su mujer que su deber era ir a la ciudad para hacer los honores de su casa a este escritor y hombre sabio. Fue a caballo, solo, después de cenar, a fin de no perder ni una pizca del tiempo que le concedía el señor Bodin y volver con la señora al primer canto de la calandria. El recaudador de impuestos encontró entreabierta la puerta de la gran huerta, por un olvido del portero, y se prometió cantarle las cuarenta y fue a lo largo de los setos, al claro de luna, yendo su caballo sobre la hierba que adorna, tanto en Anjou como en Turena el centro de las alamedas de las huertas, parques o jardines y así desvían la caída de tierras que arrastran las grandes corrientes pluviales ya que, por si no
lo sabéis, Turena, Anjou y alrededores son tierras onduladas donde estarían muy a gusto las ardillas y donde está también a gusto la vid: crece en sus ribazos como la grama y proporciona el bien a todos, los cortadores de duelas para toneles, barricas, cubas y tinas, los cultivadores de mimbre y castaño para flejes, los toneleros que hacen los barriles, los viñateros que trabajan las vides, los obreros que hacen lagares, los vendimiadores que pisan la uva, los señores que venden vinos, los vidrieros que hacen botellas, los pobres gentes que las vacían, sin contar a los sargentos que vienen a las querellas engendradas por el vino y a los eclesiásticos que bautizan a los niños concebidos por la fuerza del vino, que hace que un hombre tome a su mujer por otra. De ahí viene el nombre de alegre que se aplica a la Turena donde podéis ver mujeres que llevan el fruto del vino por delante, maridos felices que beben fresco para hacer cálidamente el amor, toneleros silbando como mirlos, viñadores ágiles como peces, bellos árboles para hacer duelas. tornillos de serbal, patas de roble, señores s eñores alegres, vino en toneles, toneles en bodegas, casadas abiertas, bodas en curso, viñas en pendiente, muchachas enamoradas, presbíteros metidos en carnes, pájaros en jaulas, todo bullendo, palpitando,
riendo,
rodando,
gritando,
yerdeando,
removiéndose,
actuando,
bamboleándose, balanceándose, bailando, reverdeciendo, bebiendo, cosechando, haciendo juegos amorosos, yendo y viniendo como en ninguna parte del mundo. Y el recaudador de impuestos, se decía, viendo sus viñas y la nitidez dei cielo donde se pavoneaba la luna: «Habrá diez toneles por cada fanega si s i dura esta est a luna». Y bendecía la luna. Esta espía que ilumina los sucesos de la noche hizo ver al buen recaudador una sombra en forma de hombre que trepó como una lagartija a lo largo de una parra y desapareció de forma milagrosa en la habitación de su mujer. Pensó en seguida que era un diablo, ya que esta habilidad contranatural indica las costumbres demoníacas de los seres extraños, provistos de garras y, buscando de qué especie sería este diablo, tuvo por
seguro que se trataba de un incubo; así es que para liberar a su mujer se apresuró, proponiéndose poner a prueba un medio de hacer volar a los demonios de los que preconizaba el señor Bodin y era remedar el canto del gallo. Sube a paso de ladrón, se pega a la puerta de su mujer, aplica un ojo a la cerradura y ve sobre el lecho a un verdadero incubo, apresta el oído, oye gemidos y lanza un kikirikí tan bien imitado que el íncubo, creyendo oír a un verdadero gallo, no hizo caso. Pichard, extrañado como el primero, recomienza su grito, el incubo tuvo tal pánico que saltó por la ventana; entonces el recaudador, seguro de tener un íncubo en su casa, ensilla su caballo para ir a buscar a su amigo Bodin, a fin de coger a este demonio y añadir un nuevo proceso a los ya conocidos; actuó con tal diligencia que en menos de media hora estuvo de regreso en Angers y pudo encontrar a su amigo antes de que se acostara, el cual le rogó que describiese el encuentro con sus más mínimos detalles, considerándolo uno de los más felices de su vida, ya que él, que tanto se había ocupado de demonios, no había tenido la satisfacción de ver un íncubo: Amigo Amigo mío
—
le dijo el buen angevino le
—
, cuando hice kikirikí la segunda vez, cogió
—
algo que se parecía a unos calzones, zapatos y calzas, creo incluso que tenía un traje en la mano y otro que no fuera yo, lo habría tomado por un guapo joven, del que parecía tener la cara y la apariencia. ¿Iba ¿Iba en camisa?
—
¡Oh!, como camisa, llevaba una enteramente blanca. ¡Oh!,
—
Esto contradice al señor Pasquier que dice que l os demonios no llevan... Esto
—
Lo que me ha demostrado su estado demoníaco es su facultad de saltar fuera del Lo
—
lecho y del lecho a la ventana sin hacer hace r ningún ruido, como si volase. ¿Qué ¿Qué hacía?
—
Oprimía con toda su fuerza a mi pobre mujer, que se debatía gritando, lo que Oprimía
—
atestigua su naturaleza infernal más que las otras pruebas, ya que ella detesta profundamente los placeres del amor. ¿Le ¿Le viste los cuernos?
—
No, sólo pude verle por detrás y tenía una apariencia apari encia de d e realidad re alidad humana tan grande
—
que su piel era blanca como la de mi mujer, y no noté el pelaje de macho cabrío que, según los buenos autores eclesiásticos, distingue disti ngue a los íncubos. ¿Tenía ¿Tenía el pie hendido?
—
Y con garras
—
preguntó el señor Bodin.
—
respondió respondió Pichard
—
, porque, de otro modo, ¿cómo habría podido
—
trepar igual que una lagartija? En este punto, se fueron los dos juntos a despertar al cura de la parroquia en la que estaba situada la finca y se llegaron con mil precauciones, a medianoche, a la casa, para echar una estola al cuello de aquel íncubo y obsequiar a la ciudad de Angers con su muerte en la hoguera. El más valiente de los tres era el señor Bodin que se jactó de ocupar la ventana y no dejarle salir volando por esta salida; el cura, seguido por su clérigo, fue por la puerta y Pichard, muy temeroso de que se escondiera en un gabinete vecino a la alcoba, se deslizó en él diestramente. Y así fue como la buena señora Pichard, justo en medio de su opresión diabólica, fue espantada por las conjuraciones de la Iglesia y el «vade retro Satanás» con acompañamiento de cirios encendidos. Y los conjuradores 5Grprzildieron al demonio jugueteando con ella al lindo juego de bolos con dos bolas. Ya Ya lo veis, compadre
—
dijo dijo Pichard a Bodin
—
, escribidle a Pasquier: lleva una
—
camisa... Pero si es el hijo del señor de Civrac Pero
—
exclamó el sacristán muy asustado. exclamó
—
No
—
exclamó la bella señora Pichard, avergonzada de ser vista en perfecta exclamó
—
conjunción con su incubo
, os juro que es un demonio, cogedlo, señor cura, libradme o
—
me moriría... Señora Señora mía
—
dijo dijo Bodin
—
, esto atañe a la ciencia, decidnos: ¿qué es lo que sentís?
—
Un frío mortal en todos mis miembros... Un
—
Esto corrobora la opinión explicada en mi libro respecto a la semilla de los demonios, Esto
—
que es como hielo, y que ha sido atestada por las tres brujas quemadas estos últimos días en Abbeville, Meaux y Laon... El demonio, atrapado en la estola y al que el presbítero y su sacristán arrojaban agua bendita, hacía contorsiones como un lucio cortado, lanzaba gritos infernales, hablaba griego y mahometano, llamaba a voces para su socorro a Belcebú, Astarot, Mammón, Baal, Belial y a otros... ¡Grita!, ¡Grita!, ¡grita!
—
decía decía el buen Pichard
—
, ¡al fuego!, ¡al fuego!
—
Dios mío, cómo se parece al hijo del señor de Civrac Dios
—
Es de la mayor urgencia Es
—
que de los hombres
decía decía el sacristán.
—
dijo la dama, que tenía aún más horror de los demonios dijo
—
que vayáis rápidamente a casa del señor de Civrac a verificar la que
—
presencia de su hijo, lo que aportará una prueba prueba contra este demonio... Entonces el demonio se puso a aullar como un lobo y a querer sacudirs e la estola. Vamos Vamos
—
exclamaron los dos amigos, que bajaron y saltaron sobre sus c aballos. exclamaron
—
Llegados a toda velocidad al castillo de Civrac, despertaron al gentilhombre diciendo que era un caso de justicia eclesiástica y cuando fueron introducidos en la alcoba del joven conde, tomaron testimonio a todas las personas del castillo sobre la forma en que fue encontrado dicho joven, dormido en su lecho, con sus ropas, diciéndoles que en el mismo momento monseñor el cura tenía un íncubo con vestidos semejantes, de un perfecto parecido con el dicho conde y que sería quemado en un montón de leña l eña en la
plaza de Angers después de ser juzgado. El señor de Civrac se puso a reír y dijo que de seguro habían perdido el juicio y que ningún demonio sería tan osado como para habérselas con la casa de Civrac y coger cualquier cosa, siquiera el parecido con un paje. Entonces el señor Bodin le afirmó que algunos demonios habían tomado a menudo figuras reales y le invitó a acompañarles a ver el hecho con sus propios ojos, lo que aceptó de buen grado el gentilhombre de Civrac. Pero a su regreso al domicilio de Pichard, encontraron a la señora, al cura, su clérigo, el monaguillo y a los sirvientes muy alarmados, porque el señor cura hablando con la señora había soltado un poquito la estola, y la casa había estado a punto de hundirse por un golpe en forma de trueno, y en el lugar donde estaba el incubo habían visto un montón de cenizas que humeaba azufre, y un jardinero había visto un caballo que brillaba como si fuera de fuego, corriendo como una nube y montado por un caballero que en el claro de luna no arrojaba sombra alguna. El señor Bodin no se atrevió a requerir a la dama para que le mostrase las marcas dejadas por el demonio en su persona y se contentó con narrarlo en su siguiente libro, según el relato que ella hizo del gran frío que sucedía al primer ardor del demonio. En este punto el señor de Civrac se echó a reír y dijo que así ocurría en los hombres, y la señora respondió con infinita modestia, lo que complació mucho al señor Bodin y a su marido Pichard, que era por prevención a este final del amor por lo que ella aborrecía tanto estas detestables familiaridades. Entonces el señor la requirió galantemente para ir a su castillo a ver cómo su verdadero hijo difería de aquel incubo. Ella esta marido al oído que le costaba apenar al buen anciano. Las moralejas de este cuento son muy densas y convienen a pocos espíritus. Veis claramente que, en los tiempos de fe, los franceses tenían al hombre en tan alta estima, y lo creían tan bien hecho a la imagen de Dios que atribuían sus despropósitos y enormidades al demonio y no a
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