A Juan Luis Cano
Agradecimientos
E
ste libro surgió en el contexto del «reflotamiento» de la Peña de los 50. Que era como se llamaba una asociación pionera de atléticos en los años 30. Y que fue presentada en sociedad en marzo de 2013 como un foro de reflexión y de iniciativas para explicar —y explicarnos— el Atleti fuera de los tópicos y del pintoresquismo. Quiero decir que el libro no hubiera sido posible sin el brainstorming de las reuniones y de las conversaciones «virtuales», como hubiera sido inconcebible sin el consejo de su presidente, Bernardo Salazar, en cuyo nombre concreto el agradecimiento a los 48 miembros restantes. Pues yo debo de ser el 49, en mi propia inconstancia.
Prólogo
E
l título de este libro estuvo cerca de haber sido ¿Por qué somos del Atleti? Se trataba de evocar aquella campaña publicitaria en que un niño reclamaba explicaciones a su padre sobre la incomprensible filiación balompédica de la familia, pero me arrepentí porque la idea condicionaba desmesuradamente el ensayo. Y porque lo relacionaba con una trampa perversa en que incurrimos los rojiblancos: tenernos que explicar como si fuéramos sujetos anómalos, cuando no enfermizos. El libro iba a titularse ¿Por qué somos del Atleti? y termina exactamente al revés: ¿Por qué no son del Atleti? Quiere decirse que la propia redacción de este arbitrario tratado rojiblanco fue discrepando de los lugares comunes. Y renunciando
también al ensimismamiento melancólico y victimista con que una cierta ortodoxia colchonera se reconoce en el sufrimiento. No como contrapeso dialéctico de la victoria, igualmente significativa en nuestro historial, sino como ejemplo distorsionado del masoquismo y de la endogamia que nos ha caracterizado y que ha dado vuelo a un grave malentendido. Puede que Vicente Calderón, acaso el único presidente rojiblanco lúcido en un siglo de historia, subestimara la fortuna que iba a adquirir la definición del Pupas. La pronunció o la proclamó cuando perdimos en los últimos minutos la final absoluta contra el Bayern, pero no tenía demasiado sentido entonces reconocerse en el malditismo. El Atlético de aquellos años era tan importante como el Madrid y era superior al Barcelona. Conquistaba ligas. Alineaba futbolistas fabulosos. Y disputaba el máximo título continental ante uno de los mejores equipos de la historia. Tres copas de Europa consecutivas ganaron los bávaros. Y un Mundial también, pues la mayoría de los jugadores que disputaron la final de Heysel (1974),
Beckenbauer entre ellos y el innombrable Schwarzenbeck, neutralizaron a la naranja mecánica en la final de Múnich. Es verdad que la victoria rojiblanca en la Intercontinental remedió la fechoría de Bruselas, pero no lo suficiente para haber arraigado el germen de pintoresquismo sufridor. Otra cuestión es que la catástrofe del gilismo, el traumático descenso y la década de sumisión al Madrid ya en el siglo XXI desdibujaran nuestra identidad ganadora. Y preponderaran una visión de la historia parcial y restrictiva en beneficio del cilicio y de la llantina. Trata este ensayo de remediar semejante tergiversación. Recordar que el club no se fundó en Heysel en 1974, sino en Madrid en 1903 por un ejercicio de mímesis con el Athletic de Bilbao en que se aloja la semilla embrionaria del antimadridismo. Forma parte de nuestra idiosincrasia, el antimadridismo. Nos convierte en un argumento de cohesión. Fortalece esa definición de minoría amenazada que somos. Refuerza la resistencia en
un medio hostil. Tan hostil que las diferencias presupuestarias, políticas, económicas y mediáticas convierten la pujanza y la corpulencia del Atlético de Madrid en un insólito fenómeno evolutivo de adaptación al medio. Y de adaptación a la endogamia también, pues resulta que el equipo ha mantenido un hálito de personalidad y hasta de fortuna cuando vinieron a expoliarlo algunos de sus presidentes. Ninguno tan vampírico ni dañino en este sentido como Jesús Gil. Podrá atribuírsele el mérito del doblete, liga y copa en 1996, pero semejante evidencia ha adquirido casi un valor anecdótico respecto a la instrumentalización del equipo, la crispación, la iconoclastia, el maltrato a los aficionados, la negación de la cantera, la beligerancia con los símbolos. Uno de ellos, Luis Aragonés, ocupa en este libro un capítulo específico. No como un homenaje póstumo, sino como icono rojiblanco en sus contradicciones y en su ambigüedad. Empezando por sus orígenes madridistas. Terminando por su naturaleza pendular: de la euforia a la depresión, del ridículo a la gloria. Claro que sufrimos los atlé-
ticos, pero el sabio de Hortaleza reivindicó nuestro gen de la victoria en la lógica de los contrapesos. Fue su aportación al Atlético de Madrid. Para ganar la liga y para sacarnos de segunda. O para rescatarlo el Atleti a él, pues esta simbiosis cultural y anímica adquirió un valor terapéutico para Luis. El año del infierno lo purgó. Lo predispuso a la mayor proeza de su carrera: la Eurocopa de Viena con un gol del rojiblanco Fernando Torres. Aragonés obró un cambio de mentalidad en la selección y en la actitud de la opinión pública. No se explican los éxitos de Vicente del Bosque sin el antecedente de Aragonés, como no se entiende la historia del Atlético de Madrid sin las garantías anímicas, afectivas de una afición constante y resiliente, de tal forma que los periodos de oscuridad, tan relevantes como los de gloria en la dinámica «tragicómica», han encontrado en la grada el antídoto de cualquier peligro de naufragio y han predispuesto al mesianismo de Simeone. Hablamos de él en profundidad porque el míster argentino ha tenido el mérito de socorrer al equipo y a la afición del estado de amnesia en que se en-
contraba. No ha sido el suyo únicamente un escrupuloso trabajo balompédico. Ha realizado una proeza psicológica, tuteando a los equipos grandes de España y de Europa sin conceder importancia a la discriminación presupuestaria y mediática del bipolarismo hegemónico. Simeone nos ha recordado quiénes somos. Y somos un equipo minoritario pero grande. Por esa razón decidí cambiar el título del libro. Escoger uno que se atuviera a nuestra ambigüedad y que definiera la pasión atlética como una prolongación exacerbada de la vida misma, con sus decepciones y pellizcos sublimes. Vivimos los atléticos en minoría. En minoría absoluta, así es como este ensayo pretende rebuscar en las claves de nuestra identidad y de nuestra historia. Abjurando del paradójico orgullo de la modestia. Y concediendo un homenaje privilegiado y desordenado a los futbolistas que nos cortaron la respiración para que pudiéramos vivir bastante mejor.
El malentendido
U
rge aclarar un malentendido. El Atlético de Madrid es un equipo minoritario, pero no es un equipo pequeño. Tiende a relativizarse su importancia en la perspectiva de hegemonía del Real Madrid y en la intimidación vecinal, más o menos como si el «mejor equipo de la historia», tal como proclaman sus rapsodas y como incluso acreditan las estadísticas, hubiera neutralizado cualquier atisbo de competencia en la propia capital. Sería la comparación cuantitativa la que no resiste el Atleti frente al coloso blanco. No puede, en efecto, discutirle ni los títulos ni el presupuesto. Tampoco puede cuestionarle el privilegio mediático, el poder federativo, los recursos propagandísticos, los beneficios políticos, expuestos estos últimos en un trato de favor a propósito de las operaciones inmobiliarias que denunció la propia Comi-
sión Europea en diciembre de 2013. Semejantes evidencias convierten al Atlético en un equipo relegado, pero las distancias empiezan a desdibujarse en cuanto aparece una concepción de la historia desvinculada de la «rabiosa actualidad» o cuando entran en juego los criterios cualitativos. No hace falta ser un bufandero para reivindicar la personalidad del conjunto rojiblanco. Para presumir de la rebeldía y del inconformismo, incluso de la resiliencia. Para reconocer la lealtad de la afición. Para intimidar al vecino de Chamartín con unos valores —ya veremos cuáles— que otorgan a la camiseta una extraordinaria corpulencia. Para congratularse de una estabilidad afectiva: en la derrota y en la victoria. Lo explicaba Diego Pablo Simeone el pasado mes de diciembre de 2013, en la vigilia del partido de Champions League frente al Oporto. «Yo no puedo cambiar mi camiseta con otra. La mía vale más. Si quieren que la cambien los rivales, por lo menos me tienen que dar dos». La aparente bravuconada formaba parte de la terapia psicológica que introdujo el entrenador argentino. No había cambiado Simeone la menta-
lidad del equipo y de la institución. La había restaurado. La había despojado de los clichés y del victimismo. Había puesto remedio al malentendido. Lo hacía recurriendo a una hipérbole según la cual la camiseta del Atleti vale como mínimo el doble de cualquier otra, pero retratando con la exageración el conflicto de autoestima que tenía secuestrado al equipo, demasiado servil y condescendiente con la categoría del sufrimiento y del Pupas. Fue el contexto en que adquirió vuelo una campaña publicitaria que planteaba una cuestión existencial, cuando no metafísica: Papá, ¿por qué somos del Atleti? Contenía la cuestión un enfoque mercadotécnico bastante vistoso y un mensaje implícito bastante discutible o preocupante: qué hacemos siendo del Atleti cuando podríamos ser del Madrid o el Barça. Y dejaba la campaña la respuesta en el aire. Hay cosas que no pueden explicarse, trasladaba el anuncio, acaso redundando en el pintoresquismo de una afición maltratada por los vaivenes de la fortuna, curiosamente cuando la suerte forma parte de los rasgos iden-
titarios elementales de la escuadra. Tanto o más que el antimadridismo. O igual que la trayectoria pendular del equipo, en su historia, en su idiosincrasia y en su alegoría orgánica: inspirar y expirar, ganar y perder, vivir y morir, el rojo y el blanco. Es verdad que nuestros colores los adquirimos por mimetismo con el Athletic de Bilbao y que, a su vez, ambos equipos se abastecieron del uniforme del Southampton, pero la indumentaria imprimió carácter. Arañó de escarlata el atuendo impoluto del Madrid. Y quien dice impoluto dice pontificio e infalible, de forma que el simbolismo cromático relacionaba el color rojo con la tradición cardenalicia: así visten sus eminencias como testimonio visible de entregar hasta la última gota de sangre por la misión encomendada. Ha sufrido, en efecto, el Atleti y seguirá sufriendo, pero no como un rasgo restrictivo, sino como contrapeso dialéctico a la victoria y a la gloria, manifestando una irregularidad y un desconcierto tan propicios a la derrota más sorprendente como a la victoria más inesperada.
Es la teoría afortunada del historiador Bernardo Salazar, justificada y arraigada empíricamente en una dinámica que fluctúa de la euforia a la depresión, del doblete de 1996 al descenso del 2000, del optimismo desmesurado al pesimismo inconsolable. Semejante perspectiva redunda en el atractivo del equipo y predispone a la identificación. El Calderón, como antaño el Metropolitano, no representa un espacio de evasión de la realidad. Representa una prolongación de la realidad, «de la vida misma», con sus correspondientes desengaños, pellizcos de entusiasmo, desencuentros, patinazos y orgasmos. Y añadiríamos que una prolongación exacerbada, incluso anómala, toda vez que el estadio, en cuanto «caldera de pasiones», permítase el gigantesco tópico, introduce una exageración de la realidad misma. Introduce un criterio de gigantismo, en el triunfo y en la depresión, pero de acuerdo con una lógica compensatoria, incompatible, al cabo, con la letra restrictiva del himno apócrifo
que tanto se escucha en el graderío: «Soy colchonero sufridor». Sin buscarlo ni pretenderlo, el Atleti sería la extrapolación futbolística de un antiquísimo aforismo beduino: la vida consiste en bajar dunas y en subirlas, de forma que unas son la medida de las otras, aunque conviene aclarar que la historia del equipo no puede ubicarse en un desierto. Insiste Bernardo Salazar, probablemente con razón, en que no es sencillo localizar ni diagnosticar la causa ni el efecto del círculo vicioso. El juego del equipo trasciende al seguidor o el seguidor influye en el rendimiento del equipo. «Del juego sublime, por calidad, finura y eficacia, sobreviene la abulia, el desánimo, el fracaso absurdo del equipo, la decepción profunda del aficionado colchonero, los lunes de recurrente escarmiento». Emulando un feliz aforismo de Scott Fitzgerald, los atléticos hablamos desde la autoridad que nos concede el fracaso, pero conscientes también de que la precariedad de la euforia concierne a la temporalidad de las depresiones. Si por tem-
poralidad, admitámoslo, se entiende haber descendido a segunda división. No solo cuando Jesús Gil desencadenó el canibalismo, sino muchos años antes, en 1936, cuando resultaba inverosímil que el Atleti pudiera conceder la victoria al Sevilla en el fortín del Metropolitano. Inverosímil porque el Sevilla ya había descendido. Y porque el Athletic de Madrid —así se llamaba todavía— dispuso de un penalti in extremis para conservar la categoría. Lo tiraba Chacho, pero no debían de fiarse mucho sus compañeros de equipo cuando el centrocampista Gabilondo advirtió al colega Ipiña que estuviera pendiente del rechace. Y estarlo estuvo, pero la desgracia quiso que golpeara el balón con la espinillera, malogrando una temporada cuya resaca tendría delicadísimas consecuencias. Primero por el inicio de la Guerra Civil. Y en segundo término porque el Athletic que habían fundado los ingenieros vascos en Madrid no volvería a comparecer nunca con el mismo nombre. Reviste interés el episodio porque se ha tergiversado hasta donde lo ha permitido la ima-
ginación, fomentándose la teoría según la cual el «libro negro» del Atleti aloja una adscripción inequívoca al franquismo. Incluso una posición propagandística en beneficio de la zona nacional. El malentendido tiene que ver con el Atlético Aviación. Una fusión efímera concebida nada más acabarse la guerra que sobrentiende la existencia (y el maridaje) de dos clubes diferentes: el Athletic y el Aviación. Este último había prosperado de manera accidental y sin ambiciones profesionales. Surgió como un entretenimiento para los soldados en la base salmantina de Matacán, aunque las circunstancias del conflicto civil derivaron la actividad balompédica a Zaragoza. Proliferaron luego los encuentros en zona nacional y adquirió una cierta reputación el Aviación, si bien no podía inscribirse en la liga regional de 1939. La única forma de hacerlo consistía en encontrar un aliado. Concretamente el Athletic de Madrid, cuya predisposición al matrimonio se explicaba porque carecía de un campo donde jugar, arrastraba unos problemas financieros extraordinarios y tenía una plantilla diezmada. No solo por
las bajas de la guerra, los presos o la dispersión. También porque cualquier futbolista que decidiera disponer de una licencia, cualquiera, debía presentar un aval extendido por personas afectas al Glorioso Movimiento Nacional. Pudo haber desaparecido el Athletic de Madrid, como le sucedió a otros equipos de la capital, pero las alas del Ejército y la propia competitividad le permitieron sobreponerse a la segunda división y anotarse el título de liga en 1940, acaso como prueba de los característicos y arbitrarios vaivenes. En efecto, el Athletic Aviación Club de Madrid, uniformado como siempre, obtuvo su primer título liguero. Lo hizo in extremis. Y se enteró por teléfono. No existían los carruseles radiofónicos entonces, pero una llamada al vestuario en tiempo real dio cuenta del empate del Sevilla y el Hércules (3-3), gracias al cual el equipo madrileño se adjudicaba el campeonato de la posguerra a las órdenes de Ricardo Zamora. Había que sufrir para ganar. La prueba está en que el Athletic-Aviación repitió el éxito la tem-
porada siguiente encomendándose a la carambola de la última jornada. Y aviniéndose a la pureza lingüística, puesto que la normativa franquista establecía que los clubes no podían competir con ninguna denominación extranjera. Se trataba de una consigna bastante traumática para los Racing o Sporting, pero no tanto para el Athletic. Y no porque los aficionados colchoneros fueran a llamarlo Atlético, de acuerdo con las formalidades en curso, sino porque ya se había popularizado la versión informal de Atleti. Sin demasiada atención al predicado (Aviación) ni a la reglamentación emergente. Era una prueba de su raigambre. Bastante meritoria y trabajada, toda vez que la afición que hoy reconocemos como leal, paciente y perseverante no existió como tal ni por asomo en la «prehistoria» rojiblanca. Se trataba de un equipo anómalo, insólito. Lo habían creado unos estudiantes de Minas fuera de un contexto sociológico propicio. Porque el fútbol era un deporte incipiente y porque el nuevo equipo de la capital prosperaba sin las pretensiones de convocar una hinchada.
¿Qué motivos podía incitar la adhesión popular? Había en Madrid equipos de barrio —el Racing, la Gimnástica...— y el Athletic se diferenciaba de todos ellos por su linaje universitario y por su naturaleza excluyente en apariencia. También lo hacía por una idiosincrasia heredada de Bilbao que llamó la atención de la prensa madrileña y en la que no es difícil reconocer los matices miméticos en ese viaje de Bilbao a Madrid. Juan Deportista lo refería inequívocamente en ABC, subrayando la predisposición de los rojiblancos bilbaínos al sufrimiento, incluso caricaturizando el equipo como «una escuela de torturas, donde se incuban los asténicos, los miocardíticos y los reumáticos», admitiendo al menos el contrapeso de las grandes proezas y la fidelidad de la hinchada, compuesta a juicio del propio Juan Deportista de un «cortejo patológico pero entusiasta». Acaso tuvo el Athletic de Madrid una ventaja sobre los demás en su condición de club polideportivo —se acercaron al equipo socios atraídos por otras disciplinas en el embrión del olimpismo
contemporáneo—, como la tuvo cuando el Madrid empezó a demostrar su naturaleza depredadora. Lo hizo pescando jugadores de los equipos aledaños, aunque también mediaron otras cribas evolutivas. Empezando por las dificultades financieras y por las consecuencias de la guerra, de tal manera que los aficionados desnortados y refractarios a la emergente potencia merengue fueron concentrándose al abrigo de ese pintoresco equipo «vasco», cuyo entrenador, Ricardo Zamora, encarnaba las contradicciones. Contradicciones personales en primer lugar, pues estuvo encarcelado por las autoridades republicanas —escribía en el Ya, vestía corbata y sombrero—, exiliado en Francia gracias a la presión internacional y convertido en oficial del Aviación Nacional como un pretexto administrativo que le permitió entrenar el equipo del Ejército después de haber triunfado en el Madrid. Se explicaba así la carambola que lo trajo al futuro Atlético Aviación, pero la rehabilitación se malogró cuando el general Moscardó resolvió purgarlo en razón de un estúpido escrúpulo re-
vanchista. Zamora había «salido de la zona roja después del Movimiento» y permanecido en el extranjero «más de dos meses, retrasando indebidamente su entrada en el territorio nacional». Llegó a estar en la cárcel por semejantes infracciones y fue retirado del equipo rojiblanco seis meses, aunque su impronta alcanzó para encadenar la segunda liga consecutiva y fomentar la euforia de una afición que había adquirido suficiente corpulencia y hasta rituales de identificación. Empezando por un himno cuya letra nos resulta hoy anacrónica y embarazosa, pero que entonces funcionó como propiciatoria de un estribillo popular: El equipo rojiblanco, el Atlético-Aviación, club de fútbol deportivo, siempre ha sido campeón. Resonaba aún el motivo cuando el Atleti recuperó su estadio del Metropolitano en 1943. Se había inaugurado veinte años antes, pero la guerra lo convirtió en añicos y fue necesaria una re-
habilitación bastante compleja hasta reinaugurarse con los mejores augurios posibles la tarde del 21 de febrero: una victoria sobre el Real Madrid (2-1). Los hinchas pasearon a Helenio Herrera como a un torero. Era una euforia premonitoria porque el entrenador argentino iba a proporcionar al Atleti dos títulos de liga consecutivos (50 y 51), de forma que el malentendido de «equipo secundario» con que el ventajismo contemporáneo analiza la trayectoria rojiblanca se contradice con las evidencias de un historial de equipo grande: nueve títulos ligueros, diez copas, una Copa Intercontinental, dos Europa League, una Recopa y dos Supercopas europeas. El resumen tiene interés porque no concierne a la nostalgia ni a los periodos en color sepia. El Atlético de Madrid es una referencia nacional y continental de actualidad permanente. Obsérvese a propósito el lugar que le otorga la Federación Internacional de Historia y Estadística de Fútbol (IFFHS) tomando como referencia los últimos 30 años de estudio.
Aparece el Atleti en la posición vigésimo segunda. Un dato objetivo y elocuente que adquiere un valor especial porque la lista abarca todas las ligas del mundo y contiene 208 referencias. Nadie diría que el Paris Saint-Germain, el Borussia de Dortmund, el Spartak de Moscú, el PSV o el Glasgow Rangers son equipos menores, pero resulta que todos ellos se ubican por debajo del Atleti en la mencionada lista, sin necesidad de que sus aficiones tengan razones para sentirse traumatizadas con el Pupas ni se les atribuya un destino desgraciado. De otro modo, costaría trabajo comprender que futbolistas de envergadura internacional hubieran decidido malograr sus carreras emprendiendo su trayectoria en un equipo perdedor y traumatizado. Los ejemplos son inequívocos. Fuera cual fuese la época. El caso de Falcao es el más reciente, pero el Atlético ya había alineado anteriormente al Kun Agüero y a Forlán, como había tenido entre sus filas a Fernando Torres, cuya lealtad al Atlético de Madrid no solo implicó abjurar de las
aproximaciones madridistas. También le impidió pisar el Calderón con una camiseta que no fuera la rojiblanca o la de la selección. Socorría al Niño una especie de conjuro. Dos veces se enfrentó con el Liverpool al Atleti y las dos no pudo jugar porque se lo impidieron unas lesiones, suponemos —y queremos suponer— de origen psicosomático, precisamente para preservarlo de cualquier tentación parricida. Torres tenía razones económicas y deportivas para marcharse a la Premier, como motivos pecuniarios tenía el presidente Cerezo para venderlo, aunque el Niño aprovechó la experiencia de ultramar como pretexto a la apología de la causa colchonera. Convertido en un misionero y depositario de unos valores que le había inculcado su abuelo Eulalio. Y que le terminaron convirtiendo en el único jugador del Atleti con un lugar en el Museo de Cera. No redundaremos en el costumbrismo. Diremos que Torres recaló de niño en el Atleti, que firmó su primer contrato con 15 años, que ya estaba con 17 en la primera plantilla —aunque la
primera plantilla estaba en segunda— y que aprovechó una sustitución de Kiko para marcar su primer gol. Era el inicio de una carrera desproporcionada. Tanto, que Iñaki Sáez lo convocó a la selección con 19 años y que respondió a la apuesta cinco años después anotando el gol que dio a España la Eurocopa de 2008. Jugaba entonces en el Liverpool, como luego haría en el Chelsea para levantar la Champions (2012) a costa del Bayern, aunque siempre hemos sospechado que debajo de cualquier camiseta Fernando Torres llevaba puesta la rojiblanca. Que imprimió carácter. Y que se los traspasaron —la camiseta y el carácter— una plétora de futbolistas cuya importancia en la historia del fútbol relativiza cualquier predisposición masoquista al Pupas. Vienen al caso los ejemplos, por orden alfabético, de Ayala, Ben Barek, Rubén Cano, Carlsson, Dirceu, Donato, Fillol, Futre, Griffa, Heredia, Juninho, Leivinha, Ovejero, Pereira, Hugo Sánchez, Diego Pablo Simeone, Schuster, Vavá o Christian Vieri.
Son algunos de los fichajes extranjeros que recalaron en el Atlético como prueba de la reputación del equipo madrileño, aunque lo mismo podría decirse de los jugadores españoles. Desde la última incorporación de categoría y galones, David Villa, hasta los ejemplos históricos de Adelardo, Gárate, Collar, Peiró, Rivilla, Calleja, Arteche, Irureta, Olaso, Landáburu, sin menoscabo de otras referencias modernas, de Caminero a Kiko Narváez, que redundan en el vuelo de la institución. No puede contarse la historia de la selección española sin ellos. El Atlético ha aportado 85 jugadores al equipo nacional. Muchas veces determinantes. Por el gol de Rubén Cano en Belgrado. Por la Eurocopa de Aragonés en Viena. Por el tanto del «brasileño» Ufarte que concedió a España el pasaporte al Mundial de Inglaterra. Por la huella de Collar. Por la extravagante alineación del guardameta Molina en posición de interior izquierdo en la era desquiciada de Clemente, también él entrenador del Atleti en su historial polifacético y enfermizamente ciclotímico.
Excluidos los motivos de dudosa filantropía, cuesta trabajo creer que un equipo gregario o secundario pudiera incitar la atracción de los técnicos más cotizados. Sirva el ejemplo de Arrigo Sacchi. Recuérdense los casos de Fred Pentland y de Ricardo Zamora y de Helenio Herrera. De Marcel Domingo y de César Luis Menotti. De Javier Clemente y de Pacho Maturana. De Radomir Antic y de Carlos Bianchi. Del «vasco» Aguirre y de Claudio Ranieri. Unas y otras listas, «llenas» de significativas ausencias, sobrentienden la categoría del Atlético fuera de su contexto victimista. Otra cuestión es que la gestión negligente de algunos presidentes —podría decirse que todos menos Vicente Calderón y los vascos pioneros— fuera insensible con el patrimonio. Que se dilapidara o que se maltratara. Que no se diera tiempo a muchos entrenadores. Que se precipitara la salida de futbolistas excepcionales cuando se había creado una identificación absoluta con la hinchada. De hecho, la historia del equipo no se concibe sin su capacidad para autolesionarse. Ha cundido
en los últimos años una especie de masoquismo y de regocijo con la tragedia. Bastaría mencionarse el himno que escribió Joaquín Sabina en el contexto del centenario. Una capacidad de recrearse en el dolor que predispone al mismo tiempo a una paradoja de difícil asimilación: orgullosos de la humildad, provistos de pañuelo en el coro de las plañideras: Para entender lo que pasa hay que haber llorado dentro del Calderón, que es mi casa. O del Metropolitano, donde lloraba mi abuelo con mi papá de la mano. Llorar y reír también, pero sucede que el poderío mediático del Real Madrid ha convertido la respuesta atlética en una suerte de pintoresquismo. Se trataría del «síndrome Manolete», sobrenombre de un popular periodista que ejerce de rapsoda rojiblanco trivializando y caricaturizando el equipo. Cuando pierde, porque siempre existe
un pretexto victimista. Y cuando gana, porque se crea un despecho propagandístico desmesurado. Adquiere entonces peso y significado el apelativo del glorioso. Lo utiliza de manera recurrente José Ramón de la Morena, cuya reputación de atlético se contradice con un criterio mitad serio mitad sarcástico para aludir al equipo. No está claro si se refiere al glorioso en serio o en broma. Prevalece un regusto hacia el Atleti en su extravagancia y propensión a la chanza. Se entiende así que haya cundido entre algunos atléticos de relevancia el papel de convidado tragicómico. «Ponga un indio en su mesa», podría decirse en alusión a los programas deportivos y tertulias catódicas de madrugada que se congratulan con un sparring rojiblanco. Esperando que de un momento a otro se manifieste el Torrente que lleva dentro. Aludimos al personaje de Santiago Segura y a la repercusión de los clichés. Tan grande como los taquillazos del cineasta, de forma que el retrato pintoresco y castizo de un español casposo, machista y facha adquiere más verosimilitud ad-
judicándole la simpatía rojiblanca. Un perdedor, ¿no?, una víctima de la injusticia, un apenado sin derecho a sonreír los lunes. Puede que se haya percatado Segura de la caricatura y que se haya arrepentido de la escena en que el malogrado detective se deshace de la bufanda rojiblanca en una alcantarilla por temor a la represalia de unos hinchas del Real Madrid. Es un buen ejemplo de la sumisión y del patetismo, de una deriva iconográfica que dio vuelo a las campañas publicitarias de la Sra. Rushmore, sobrenombre de una agencia publicitaria que hizo fortuna en la audiencia televisiva fomentando la anomalía del aficionado atlético. O la dificultad para explicar el origen de su patología, acaso inspirándose en otro cuestionable aforismo de Futre: «¿Irme al Madrid? Estoy en el club más grande del mundo. Aunque la historia no dice eso, el corazón, sí». Debió de inspirarse en estos argumentos la materia gris de la Sra. Rushmore cuando se acogió a un eslogan similar —«hay razones que el corazón no entiende»— para recrearse en el anuncio de aquel inmigrante que falsificaba la
realidad a sus padres, confortándolos con la buena acogida de la capital, las magníficas condiciones de trabajo y los éxitos de su equipo: «Lo ganamos todo», concluye el protagonista mientras se le observa deprimido en la grada, compungido con la enésima derrota. Podría objetarse a esta impresión fatalista que el Atlético ha sido el único equipo de Madrid que ha ganado un título europeo en el siglo XXI. Y quien dice uno dice dos, como prueban las victorias en la Europa League ante el Fulham (2010) y ante el Athletic de Bilbao (2012). Y quien dice dos, dice cuatro, pues uno y otro triunfo se multiplicaron con el estrambote de la Supercopa. En un caso para descarrilar al Inter de Milán. Y en otro para caricaturizar al Chelsea en una paliza (4-1), de tal forma que la Sra. Rushmore debería cuestionar su método de indagación sociológica, a no ser que se antoje más atractivo desde el punto de vista mercadotécnico convertir a Oliver Twist en socio de honor del Atleti y redundar en el tópico de un equipo que te promete el sufrimiento y la tortura inquisitorial.
Se diría al abrigo de estas campañas que el aficionado atlético tiene que explicarse, justificar su delirio. Pudiendo haber sido del Madrid, ocurre que muchos madrileños —y no madrileños— eligen, elegimos, una alternativa más complicada. Escogen, escogemos, el cilicio y el tormento... Y es entonces cuando procede preguntarse si los aficionados elegimos al equipo o el equipo nos elige a nosotros. Siempre he creído en el imperativo de la segunda hipótesis. Incluso la he convertido yo mismo en una original teoría. Original hasta que descubrí que el escritor Nick Hornby ya la había patentado con antelación, en su caso para tratar de explicar y explicarse los motivos por los que el Arsenal lo había seducido, abducido o reclutado. Es interesante la teoría porque en cierto modo interviene una revelación, naturalmente predispuesta en un contexto cultural y sociológico. No tendría demasiado sentido que el Goteborg me escogiera a mí como un prosélito, pero sí comprendo los motivos del Atlético de Madrid en su naturaleza imprevisible e inestable, como los humores de Neptuno —las aguas tranquilas y las tormen-
tas—, y en una cierta rebeldía, razones todas ellas que me salvaguardan del costumbrismo sufridor y del fatídico torrentismo. Nos ocurre a los aficionados curristas. Fuéramos de Curro Romero o lo fuéramos de Curro Vázquez, acudíamos a la plaza de toros con la expectativa de que podía acontecer un fenómeno sublime. Las almohadillas muchas veces retrataban la frustración o nos desengañaban, pero los días propicios forman parte de los recuerdos definitivos. Definitivos y mutantes, puesto que los evocamos y retocamos desde la manipulación de la memoria, idealizándolos incluso sabiendo que otros aficionados de toreros competitivos y campeones únicamente pueden hablar de números y de estadísticas. Interrumpo la divagación. E introduzco a cambio argumentos de mayor corpulencia para aislar la deriva victimista y sufridora del Atlético de Madrid. Sufrir se sufre como contrapeso de placeres sublimes, pero es cierto que este ejercicio requiere una cierta disciplina y una inequívoca constancia. Especialmente para quien reconoce
en los colores una especie de misión. Que conlleva la lealtad y una cierta beligerancia. Desmintiendo a Santiago Bernabéu cuando decía que le resultaba incomprensible la existencia de aficionados colchoneros: «Es como querer ser pobre pudiendo ser rico». Este argumento entrecomillado entronca con la expresión inglesa del glory supporter, es decir, los aficionados de la gloria, traducimos literalmente, que se hacen del equipo que gana, del mejor, por así decirlo, aunque se trate de un vínculo superficial y oportunista, cuando no itinerante. La rutina de la victoria relativiza las satisfacciones, las neutraliza. Ser elegido por el Atlético de Madrid, al contrario, conlleva un vínculo más intenso, precisamente porque simpatizar con el equipo colchonero y apasionarse con él representa alojarse en la minoría. Minoría en el colegio y en el trabajo. Minoría en la familia política. Minoría en los telediarios y en los espacios deportivos. Minoría en el Marca y en las emisiones radiofónicas. Sería esta una manera de predisponer una cierta capaci-
dad de resistencia. El hincha atlético se hace fuerte en el desgaste y en la refriega cotidiana. No digamos cuando el vecino hegemónico, el Madrid, satura el tiempo y el espacio e incurre tantas veces en el complejo de superioridad. O en la superioridad misma, compadeciéndose de la melancolía y de la nostalgia que tantos atléticos se obstinan en anteponer como rasgo identitario. Viene a cuento mencionar el caso de un cortometraje de Antonio Conesa, Campeones (1997), acogido por nuestra militancia como un ejemplo esclarecedor de la personalidad rojiblanca. Particularmente cuando el protagonista del filme se recrea en su propio masoquismo al escuchar por la radio la noticia de la lesión de Gárate en un partido decisivo contra el Barcelona: «Siempre pasa igual, siempre a este equipo le tiene que pasar algo. Cruzamos el océano y al final nos ahogamos en la orilla». Se me ocurren metáforas o alegorías menos cruentas, incluso recurriendo al tentador repertorio de los mares y de los océanos. Nos custodia Neptuno en una cierta inestabilidad de humores y
de amores, pero llegar a la orilla, siempre terminamos llegando. Nos parecemos a los cantantes wagnerianos. Se diría que vamos a naufragar entre el oleaje y los vaivenes, aunque luego sucede que la travesía nos ha fortalecido. Tiene su respuesta bien elaborada Ennio Sotanaz, ortodoxo rojiblanco, cuando menciona que ser del Atleti supone aceptar que se camina a contracorriente. Se trata de pintar de rayas el blanco dominante, como hacen los grafiteros delante de un mural inmaculado que los provoca y los incita. «Soy del Atleti», añade Sotanaz, «porque no necesito recurrir a un equipo de fútbol para sentirme un ganador», si bien es cierto que el «misionero» rojiblanco no disocia la vida de su equipo de fútbol. Contempla este último como una extrapolación de sus propios avatares, como una extensión o prolongación de las circunstancias, partiendo de que no es concebible disfrutar de una proeza sin haberse sobrepuesto a un varapalo. Entramos aquí en un terreno peligroso que confunde la idiosincrasia con la propaganda. Tanto resulta embarazoso recrearse en el catastrofis-
mo como convertir las características en un pretexto de la superioridad, como vienen a demostrarlo ciertos estudios de escaso valor científico o alguna campaña de la Sra. Rushmore, otra vez ella, que abusaba de la idea de la resistencia. Concretamente en aquel anuncio en que un grupo de varones aspiraba a un puesto de trabajo. Iban desengañándose los unos y los otros a medida de una criba casi darwiniana, de forma que el único candidato capaz de resistir hasta el final el proceso de selección alojaba en su bolsillo un llavero del Atleti, como si fuera un talismán para desenvolverse en la vida. El que resiste gana, convendríamos en este concepto mismo de la autosuficiencia. Destacaría o emergería así una cierta petulancia del atlético fetén respecto a la propia excepcionalidad, aunque esta superioridad de la que yo discrepo —ser elegido por un equipo de acuerdo con el determinismo de Hornby exige relativizar el orgullo y el mérito— puede observarse con indulgencia a la luz del espacio desmedido que ocupa el bipolarismo balompédico
—Madrid-Barça— y la opulencia del vecino merengue en su papel absolutista. «El colchonero nunca es evidente», razonaba Sotanaz en la revista Panenka. «En muchos casos tampoco es previsible. Se siente incómodo en las estadísticas que retratan a las mayorías. Acostumbrados a vivir en la minoría de una ciudad (como metáfora del mundo) que mayoritariamente no lo acepta, ni lo considera en la consideración que lo merece, ha aprendido a sentirse cómodo en el underground, entre minorías sociales e intelectuales, entre la gente diferente; aunque es muy difícil extrapolar estas cosas y el Atleti tiene también gañanes de toda índole y condición, creo que sigue conservando ese punto elitista en algunos aspectos que tuvo en su origen». El origen universitario, letrado, que le concedieron los ingenieros vascos, el linaje cultural, incluso la proeza democrática que supuso organizar unas elecciones de sufragio abierto en los años 50 para escoger al presidente del club, abundando en algunos hechos distintivos que reivindican la personalidad y el carisma de la institución. Siem-
pre vimos el fútbol sentados los atléticos —no sucedía así en el Real Madrid, a no ser cuando les prestamos el estadio Metropolitano— y conservamos la distinción de la originalidad, así es que Simeone, nuestro condotiero posmoderno, probablemente erró al definirnos como el equipo del pueblo. Y no porque el Atleti sea aristocrático o excluyente, sino porque su condición de club minoritario lo distancia de los humores plebiscitarios y de los fenómenos masivos. Simeone probablemente quería aludir a un cierto carácter insumiso o retratar el absolutismo madridista, pero subestimando que nuestro vecino de Chamartín aglutina una masa social descomunal y heterogénea que nos ha obligado a los atléticos a hermanarnos, solidarizarnos y defendernos en una batalla evolutiva. La identificación con los colores se traslada hasta en el mimetismo con el juego. Resulta demasiado simplificador resumir un siglo de historia con dos términos balompédicos, contraataque y competitividad, pero tanto el uno como el otro se atienen al modo de ser rojiblanco. Estamos acos-
tumbrados a «vivir» sin el balón, por así decirlo, a esperar, a perseverar, a resistir, aguardando el momento de tomar la iniciativa, como si todos nosotros tuviéramos puesta debajo la camiseta de Peiró o de Collar o de Ayala o de Futre, esperando el momento de desquitarnos. Y de hacerlo al galope, como quien organiza una escaramuza inesperada y memorable. La paradoja que explicaremos luego con detalle consiste en que este vínculo «telúrico» se hace extraordinariamente corpulento en las situaciones adversas. Cualquier aficionado convencional, no digamos el madridista, relaciona su estado de ánimo con los resultados del equipo, mientras que el hincha colchonero aporta lo mejor de sí mismo en las emergencias. Sirvan como ejemplo las dos temporadas en el exilio de la segunda división. No solo ocurría que el estadio se llenaba. También sucedía que la afición rojiblanca se movilizaba en provincias más de cuanto lo había hecho nunca, incluso cuando esta clase de desplazamientos implicaba el ejercicio bastante humillante de exponerse a ciertos
estadios que nos resultaban impropios de nuestro prestigio y de nuestra historia. De hecho, el trauma de la pérdida de categoría obligaba al atlético a un escenario inconcebible de mediocridad competitiva. Por más señas contra natura, en la medida en que el hincha colchonero no solo quiere ganar. También está acostumbrado a hacerlo, aunque pueda desprenderse una impresión contraria en la contraposición con el Madrid y el Barcelona, más aún si las comparaciones se hacen desde la efervescencia contemporánea. Menciono con dolor el caso blaugrana porque mi propio hijo, Daniel, ha abandonado el buen camino. Me esforcé en inculcarle los valores atléticos y tuve la suerte de iniciarlo en una goleada contra el Sporting de Gijón, así es que reforcé inmediatamente el «tratamiento» y la pedagogía comprándole una camiseta del Kun Agüero y colocando en sus manos una bandera rojiblanca. Fue inútil. Cabizbajo y nervioso, me pidió, «por favor», la elástica de Messi transcurridas algunas semanas desde la ceremonia de iniciación.
Desdramatizo la crisis argumentando que las cosas podían haber sido mucho peores —supongamos que el niño reclama el uniforme de Cristiano—, pero nunca es sencillo habituarse a una subversión doméstica, por mucho que le alabe el buen gusto y que este ejercicio de devoción se lo haya proporcionado el mejor jugador que yo he visto nunca después de Maradona. ¿Había fracasado como padre? Creo que no. Ni tampoco pienso —ni quiero hacerlo— que mi hijo se hubiera atenido a una de las razones por las que terminamos simpatizando con un equipo: la rebeldía al hábito patriarcal. Quiero decir, un contexto familiar inculca la afinidad a un club como sucede que ese mismo ambiente puede suscitar un estado de sumisión. Supongo que no fue el caso de la desviación de mi vástago. La atribuyo al impacto ambiental, al influjo de un contexto bipolar —Madrid y Barça— que ha radicalizado las opciones de militancia. No era sencillo hace unos años que en la clase de un colegio madrileño hubiera varios seguidores del Barcelona, pero tampoco ocurría que
el Barça adquiriera mayor notoriedad internacional que el Real Madrid, precisamente como resultado de la hegemonía guardiolista y de la irrupción de un fenómeno balompédico como Leo Messi. Se explica así la proliferación de escolares blaugranas en la capital. Y se entiende que haya retrocedido la cuota rojiblanca, de manera que un niño del Atleti en una escuela contemporánea de la capital representa no tanto una anomalía como un fenómeno excepcional. Más aún cuando nuestra atrabiliaria directiva impide sistemáticamente que se establezcan relaciones de identificación con los ídolos futbolísticos: el día en que se anunció la renovación del Kun Agüero, por ejemplo, todos los aficionados colchoneros asumimos que el jugador argentino estaba más cerca de marcharse. Sucedió con Torres anteriormente y ocurrió con Forlán y con Falcao después, así es que la negligencia del propio club en la gestión de los tótems y la hostilidad de la propaganda merengona y blaugrana convierten en una proeza la tarea de
criar un hijo rojiblanco y de conseguir que persevere en el esfuerzo, con más razón cuando en el patio del colegio lo asedian las camisetas de Ronaldo y de Messi. O lo hacen los resultados. Para remediar la desazón, se ilusiona uno pensando que el Atleti es más genuino y madrileño que el Real Madrid. Y diciéndose que la proyección intergaláctica del club de Chamartín lo ha desarraigado. Me parece una hipótesis más atractiva que verosímil, acaso relacionada con la paradoja de otros clubes europeos que reivindican su linaje y raigambre doméstica frente a la dimensión cosmopolita de los adversarios. El «verdadero» equipo de Turín sería el Torino y no la Juventus. Como el «verdadero» equipo de Liverpool sería el Everton. Y como el «verdadero» equipo de Madrid sería el Atleti en esta misma lógica localista. El periodista Fernando Castán (100 motivos para ser del Atleti) ha desarrollado esta teoría reconstruyendo un itinerario castizo que vincula al Atleti con la Cava Baja y los antiguos mercados; con la Puerta de Toledo y la Ribera de Curtidores;
con los arrabales de Carabanchel y con la avenida de la Reina Victoria; con el enjambre de Cuatro Caminos, a la vera del antiguo Metropolitano, y con el barrio aliado de Vallecas. Tiene interés proveerse al respecto de un mapa de Madrid porque se desprende de los mencionados lugares que el Atlético ocuparía el margen izquierdo de la capital y el Real se situaría en el derecho. No me refiero al Manzanares, sino al Paseo de la Castellana, un opulento río de asfalto que, tal como sostenía Santiago Amón, divide la ciudad en dos, proporcionando además una separación inequívoca entre el Madrid rojiblanco y el Madrid merengue, como lo prueba en este segundo caso la ubicación del Santiago Bernabéu en la acera contraria. La propia corresponde al oeste de Madrid. Y en cierto sentido, al suroeste también, toda vez que el estadio Calderón colinda a efectos de casticismo y de idiosincrasia con la ermita de San Isidro Labrador, patrón de la capital y en cierto sentido un santo precursor del atletismo en la perso-
nalidad de los milagros que más provienen de la abnegación que del espectáculo. Convengamos en que el Atlético es en cierto modo diferente. Ni mejor ni peor. De hecho, la sobrexposición a las pulsiones creativa y destructiva compromete la salud del aficionado cabal, insistiendo en que urge sustraerse al malditismo que se ha arraigado en la última década, sobre todo cuando el trauma del descenso comportó un desasosiego desconocido y cuando pretendió trasladarse que la historia de un club centenario debía medirse únicamente desde el criterio de los hechos contemporáneos. Se explica así la contundencia verbal con que Luis Aragonés abjuró de tamaña tergiversación. Lo hizo en 2011 con ocasión de un homenaje que le tributó el foro Gaudeamus Atleti. Estaba lleno el cine Palafox para recibir al abanderado rojiblanco. Lo jalearon al grito de «Presidente, presidente», aunque no esperaban la irritación del míster respecto al malentendido. «El Atlético no se merece que le estén tratando como le están tratando. No se puede con-
formar con entrar en Europa, estoy en contra de anuncios como ese de “Papá, ¿por qué somos del Atleti?”. ¡No! Cuando yo estaba siempre salíamos a competir por la Liga, la Copa, todo. ¡Vuestros padres no nos permitían otra cosa! Somos el tercer equipo de España, pero nos hemos alejado de nuestra historia», concluía Aragonés. Hacía gracia el abonado atlético. Hacían gracia los anuncios de la Sra. Rushmore como retrato estrafalario de una afición desdichada y masoquista. Hacían gracia los chistes de Torrente como caricatura de una hinchada marginal y simpaticona, sumisa o gregaria al Real Madrid. Era difícil pretender tomarse en serio cuando los jerarcas del equipo asumían posiciones de frivolidad. Jesús Gil trituró la imagen del Atlético al transformarlo en una expresión de voracidad e identificación personal. Se había apropiado de su identidad. Lo había manipulado como instrumento de su desmesura, fomentando incluso una aversión exterior al propio Atlético que nunca había existido. Y llega a producirse una usurpación. De tanto regodearse con el llanto y con el dolor, es-
ta visión del Atlético pasionaria se introduce en el territorio que le corresponde legítimamente a otros equipos. Empezando, en Madrid, por el Rayo Vallecano, que por su historia e idiosincrasia tiene razones de mayor corpulencia para sentirse identificado con el papel del Pupas. El Rayo sobrevive como equipo arrabalero. Conserva una hinchada curtida realmente en la derrota y en el sufrimiento. Por eso la letra del himno con atmósfera de gramófono que resuena en los descansos de los partidos se aferra a un espíritu compensatorio que le niega su propia historia. El Rayo tiene temple de campeón. El triunfo de la mano nadie puede arrebatar, al Rayo Vallecano cuando sale a golear. Nótense las propias aspiraciones de la letra. Que tenga temple de campeón no significa que lo sea. Y que gane cuando sale a golear no significa que salga a golear de manera recurrente. Porque de manera recurrente sale a defenderse en un há-
bitat hostil por la envergadura de los rivales y por los vaivenes de la propia trayectoria. Es el Rayo un verdadero equipo proletario y de barrio. Y sus colores han dejado de convertirse en una emulación del River Plate para reconocerse como una expresión iconográfica del taxi: diagonal roja en fondo blanco. Necesitó el conjunto vallecano 52 años para alcanzar la primera categoría, aunque desde entonces el equipo funcionó como un ascensor más o menos averiado. Nunca tuvo mejor clasificación que el octavo puesto en la liga (2013) ni mayor hito que unas semifinales en la Copa del Rey (1982). Su presupuesto contemporáneo es 30 veces más bajo que el del Real Madrid y su estadio se erige en la actual calle Payaso Fofó, razón por la cual el futbolista y entrenador Onésimo relacionaba la personalidad de la institución con la ambigüedad o el desconsuelo de un clown más triste que alegre. Sobrevive el club arraigado en su gente, en la decadencia de su gimnasio, en el muro de cemento que todavía deja ciego el fondo sur. Sostiene
José Luis Garci que no se ha cerrado el estadio con un graderío porque esa pared vertical es una de las armas estratégicas del equipo. Desconcierta al rival. Invita a apoyarse en ella, como en el patio de un colegio. Incluso incita a una especie de predisposición suicida, de tal forma que los adversarios, sin pretenderlo, terminan estrellándose contra el muro. Son los matices que retratan el derecho del Rayo a reivindicarse como el equipo de la supervivencia. De hecho, el Atlético de Madrid ejerció de hermano mayor cuando el club vallecano estuvo a punto de desaparecer en 1948. Lo convirtió en filial y lo financió con una sola condición: la camiseta blanca que los futbolistas llevaban en todos a imagen y semejanza del Real Madrid debía incorporar un «brochazo» de pintura roja. El llamado «acuerdo de ayuda mutua» únicamente perduró una temporada, pero la indumentaria permaneció intacta. Más aún cuando una visita del River Plate al Santiago Bernabéu la temporada siguiente facilitó un hermanamiento con los vallecanos a propósito del vestuario común.
No era una mera cuestión simbólica. La idiosincrasia del Rayo recuerda la personalidad y la raigambre de los equipos argentinos periféricos. Una manera de vivir el fútbol familiar y popular, a unas paradas de metro del Bernabéu, pero muy lejos de los cuatro rascacielos que se adivinan desde el graderío, como si Madrid fuera otra ciudad y como si hubiera una distancia sociológica, psicológica, con el aislamiento de la M-30. También la vadea el Vicente Calderón, en la rive gauche del Manzanares y en una zona de la ciudad rehabilitada y aseada. Conserva el estadio el nombre del presidente que lo inauguró (1966) y que también acuñó el término del Pupas como demostración de la fatalidad. Sucedió en 1974 al hilo de la decepción que supuso la derrota en la final de la Copa de Europa frente el Bayern de Múnich, cuyo presupuesto, plantilla (Maier, Beckenbauer, Breitner, Müller...) y hegemonía en Alemania no le habían consentido aún alcanzar el máximo título continental.
Ni lo hubieran alcanzado entonces si no hubiera aparecido un pelotazo inverosímil de Schwarzenbeck. Un defensa que no parecía peligroso y que subía con el balón a punto de terminarse el partido —Luis Aragonés había anotado el 1-0 en la segunda parte de la prórroga— y que propinó un zapatazo inimaginable para forzar el empate. Interviene aquí la mitología. Empezando por la aliteración o cacofonía del apellido del milagrero teutón. Schwarzenbeck. Schwarzenbeck. Schwarzenbeck. Gol de Schwarzenbeck. Escribe Jean Echenoz que el apellido de Zatopek llevaba incorporada a la locomotora. El apellido de Schwarzenbeck incorporaba una fuerza telúrica, una energía wagneriana. Interviene la mitología a propósito de la distancia del disparo. Que si fue del centro del campo, que si fueron 40 metros o 30. Que si el partido ya había terminado. Que si los aficionados atléticos reunidos en Heysel todavía permanecen incrédulos en las gradas del estadio de Bruselas. Psicológicamente, casi todos. Y puede que físicamente algunos.
Interviene la mitología para recrearse con la adversidad y para abjurar de San Isidro, patrón de Madrid, que hizo el Don Tancredo en sus obligaciones del 15 de mayo. Léase si no la versión de los hechos tal como aparece en un portal contemporáneo, www.forzaatleti.com, más o menos como si Heysel hubiera sido la versión desgraciada de Omaha Beach. «Solo el destino, en un requiebro letal y cruel, pudo con ellos. La memoria histórica debe honrar con su recuerdo la gloria de estos hombres que estuvieron tan cerca de conquistar el trono europeo para el Atlético de Madrid». La letanía redunda en el malditismo, pero conviene recurrir a la historia y a los hechos. El Atlético fue campeón de Europa cinco minutos. Los que transcurrieron entre la falta de Aragonés (114) y la igualada de Schwarzenbeck. Que se produjo en el minuto 119. No existía la tanda de penaltis entonces como remedio, de forma que se jugó un partido de desempate. Dos días después y en el mismo estadio. Curiosamente con la mitad de los espectadores que habían asistido a la final, despojando el encuentro de la dramaturgia
idónea y demostrándose que muchos hinchas atléticos tuvieron que regresar a Madrid por razones laborales y porque no se había calculado la eventualidad del resultado nulo. Se produjo un 4-0 incontestable, con doble diana de Müller y otros dos goles de Hoeness. No solo era el Bayern de Múnich oponiendo una de las mejores plantillas de su historia. Era prácticamente el esqueleto y el músculo de la selección alemana que iba a imponerse en el Mundial de 1974. Seis de los once futbolistas que compitieron contra el Atleti, Schwarzenbeck entre ellos, disputaron la finalísima contra Holanda y la ganaron. De hecho, aquel equipo que descarriló a los hombres de Juan Carlos Lorenzo conquistaría la Copa de Europa en las ediciones de 1975 y 1976. Puede que el Atleti alineara uno de los mejores equipos de su historia, si no el mejor. El Bayern alineaba uno de los mejores equipos de la historia. El matiz relativiza el hallazgo del Pupas con que Vicente Calderón imprimió carácter y mal
bajío a la idiosincrasia del Atleti. Quizás le dieran la razón los 36 años que la escuadra madrileña necesitó para ganar una final europea —contra el Fulham en la cima de la Europa League (2010)—, pero aludir a las maldiciones entonces se antojaba una frivolidad. Y no solo por los cinco minutos que fuimos campeones. También porque el Atlético de Madrid había ganado la liga de 1970 y de 1973, como luego lograría la de 1977. Incluso se había adjudicado las ediciones de la Copa en el 72 y en el 76, redondeando una fabulosa década que entroncaba con el absoluto protagonismo del equipo entre 1947 y 1965, the golden age (la edad de oro), tal como la define la versión inglesa de Wikipedia. ¿Era ese un equipo sufridor, maltratado por la fortuna y confortado por el masoquismo? ¿Hasta qué extremo Calderón subestimó la popularidad que iba a adquirir aquel despecho verbal después del 4-0? El Atlético era y es un equipo de extremos. Se resiente su historia de una dialéctica entre la pro-
eza y la tragedia, de forma que afianzarse en el recorrido negativo del péndulo como único aspecto idiosincrático supone renegar del viaje terapéutico y compensatorio en el sentido contrario. Empezando por el antídoto de la Copa Intercontinental. Tenía que haberla disputado el Bayern de Múnich, pero la renuncia del conjunto bávaro dio lugar a que el Atlético pudiera coronarse como «campeón del mundo», un título extraoficial, este último, pero en cierto sentido legítimo, toda vez que la final la disputan el mejor equipo de Europa y el mejor de Sudamérica. Se entendió así que la finalísima la disputaran el Atleti y el Independiente de Avellaneda en 1975. Y que revistiera el partido de vuelta una emoción especial porque los rojiblancos habían perdido 1-0 en Argentina y necesitaban remediar una remontada que se produjo a iniciativa de Irureta y Ayala. El delantero argentino marcó a cinco minutos del final, como hizo Luis en Heysel, pero esta vez no se produjo ninguna contrariedad y el Atleti paseó el máximo trofeo planetario. Por las barbas de Neptuno.
El vecino. O el antimadridismo
E
l Real Madrid es el mejor equipo del mundo. O no debe de serlo cuando Diego Pablo Simeone ha descartado sentarse en el banquillo del Bernabéu. O hacerlo solo como visitante, despechando la historia bilateral con la victoria de la Copa del Rey de 2013 y regresando al escenario del crimen con un triunfo liguero que malograba la racha de un siglo de abstinencia. Fue el periodo en que los vecinos madridistas adquirieron una posición condescendiente. Les caíamos simpáticos los colchoneros. Les suscitaba ternura nuestra posición gregaria, más o menos como si la subordinación en la tabla clasificatoria proviniera de una noción bíblica y pudiera desvincularse de los medios a disposición de uno y otro club.
Entendiéndose por medios no solamente los medios de comunicación, implicados obsesivamente en la propaganda merengona. También los medios políticos —recalificaciones, favores municipales— y los medios económicos, especialmente cuando el reparto de los derechos televisivos en beneficio del Real Madrid y del Barcelona polarizó la liga tanto como la desnaturalizó derivando su interés no a los equipos que aspiraban al título, sino a los diez o doce que se exponían a perder la categoría. Incluido el Atlético de Madrid como víctima sacrificial del nefasto gilismo. Condescendía la afición madridista con la desazón atlética, pero se trataba de una actitud hipócrita. El antagonista se había desplazado a Barcelona, de tal manera que la piedad hacia el Atlético solo podía explicarse desde la holgura que proporciona una posición hegemónica y cenital. Incluso genital. Se explica así la importancia que revistió la final de Copa el 17 de mayo de 2013. Estaba claro que la victoria del Atleti requería unas cuantas anomalías. Proliferaban antaño, pero tradicional y normalmente en sentido adverso, aunque acer-
tamos quienes sostuvimos que los años de aparente sumisión al Madrid eran un ejercicio estratégico, incluso poético, de resistencia pasiva. No perdíamos los partidos. Nos predisponíamos a la gran victoria. Esperábamos a que se produjera en la catarsis propia y en el traumatismo ajeno. Estábamos cogiendo carrerilla, como decía Juan Luis Cano en la víspera del derby. Parecía una bravuconada, pero se trataba de una profecía y de un ejercicio de fe, amparados ambos en la expectativa del guion perfecto, porque hasta la fecha, quiero decir en el siglo XXI, los guiones los escribían siempre los bufanderos en nómina del púlpito de Chamartín: ganar al Madrid, en su estadio, la Copa, como trasunto del aquelarre de Mourinho y con Ronaldo expulsado. Hacerlo remontando un gol en contra. Lograrlo con el larguero y los postes apuntalando una fortaleza. Conseguirlo en la prórroga. El Atleti emprendió un viaje inmediato a Singapur. Se trataba de recaudar dinero, pero la gira asiática representaba una forma de emular aquella noche en que Luis Miguel Dominguín poseyó
a Ava Gardner. Como hicieron Cagancho y Mario Cabré. Igual que los toreros, nos fuimos de la cama corriendo. Para contarlo. Y para contárnoslo, observando la espantá de los aficionados madridistas mientras ultrajábamos su estadio con la vuelta de honor, haciendo acopio de pruebas materiales con los móviles. No fuera a ocurrir que el régimen madridista distorsionara la historia. Había sucedido muchas veces en el contexto de las perpetraciones arbitrales, pero quizá nunca de una manera tan pintoresca como ocurrió en el desenlace de la temporada de 1947-1948. Que fue la primera en que el Atleti despachó una manita al Real Madrid —5-0 el 23 de noviembre— y una de las pocas en que los rivales de Chamartín tutearon el descenso. Contribuyó a evitarlo no la manita, sino la mano escandalosa de Antonio Alsúa. Sirvió para que los merengues empataran en una jugada de balonmano que el árbitro debió de considerar una variante experimental del juego. El No-Do documentó el pasaje como acostumbraba a hacerse en los cines, trasladando a los espectadores los resúmenes de la jornada. Y provo-
cándose tal algarabía en las salas de proyección que se adoptaron medidas extraordinarias para censurar el dislate arbitral. Peor aún: las imágenes desaparecieron del archivo del No-Do, aunque sobreviven testigos de aquel atraco. Recordando además unos y otros que el Atlético de Madrid era entonces el equipo hegemónico en la capital en cuestión de títulos ligueros. Y continuó siéndolo hasta 1957, cuando el quinto campeonato del Madrid implicó el primer sorpasso. Desde esta perspectiva de rivalidad concreta, no menos evidente en la segunda mitad de los sesenta, en periodos apasionantes de los setenta y finalmente en el doblete redentor de 1996, resultaba particularmente frustrante que el Atlético de Madrid, siendo inferior en presupuesto y en plantilla, no pudiera derrotar al Real Madrid en el siglo XXI. El problema era irrelevante en 2001, accidental en 2002, circunstancial en 2003, inquietante en 2004, preocupante en 2005, desesperante en
2006, intolerable en 2007 y tradicional en las seis ediciones subsiguientes. De hecho, los últimos derbies se habían resuelto con esa resignación que define a los casados frente a los solteros. Había intercambio de camisetas al final y daban ganas de cantarles a los nuestros que se besaran, que se besaran. La prueba de tamaña anomalía radicaba en que resultábamos los colchoneros un fenómeno pintoresco, extravagante, y hasta digno de empatía, naturalmente a cambio de salir al campo con un armisticio y regalar los seis puntos que se ponían en juego durante el campeonato. Los tres del partido de casa, aquí están, y los tres de la visita, que al fondo hay sitio. Hizo falta un chamán para remediar la costumbre. No tanto en el concepto futbolístico como en el orden psicológico. Se trataba de recordar que el Atleti era un equipo grande y una contrafigura despiadada del madridismo. Es la razón por la que la final del Bernabéu era el partido del siglo. No desde un punto de vista universal ni presuntuoso, sino porque la crisis endogámica
del Madrid con el desquiciamiento de Mou, con la implosión del vestuario y con la estupefacción de Florentino en su cuenta de resultados —los deportivos— nos puso a huevo que nos pareciera el Madrid un equipo pintoresco, extravagante y hasta digno de empatía. Habíamos aplacado el antimadridismo. Aplacar no significa renunciar a él ni abusar de posiciones indulgentes. Entre otras razones porque la aversión al Madrid se arraiga en el embrión del Atlético desde su fundación. Intervienen aquí la rapsodia y el romanticismo, tanto como lo hace la visión aséptica de la historia. Empezando porque el origen del equipo no se explica sin la derrota que el Athletic de Bilbao le propinó al Real Madrid el 7 de abril de 1903 con ocasión de la final del Campeonato de España. La euforia se explicaba por la remontada del segundo tiempo —2-0 ganaba el Madrid— y porque los universitarios vascos que estudiaban en la capital propiciaron la creación de un equipo en la capital como un antídoto.
La idea de oponer un equipo al Real Madrid estaba clara entre los estudiantes de Minas, pero no lo estaba tanto que el futuro Atlético surgiera como una sucursal. Adquirió vuelo el proyecto con ocasión del viaje que Eduardo Acha, pionero de la iniciativa fundacional, realizó a Bilbao para visitar a unos familiares, atender unos negocios e inspirarse en los estatutos del Athletic, aprobados a su vez con solemnidad el 24 de noviembre de 1902. Allí le convencieron de la idoneidad de crear una especie de filial. Y él mismo convenció a los colegas vascos que estudiaban en Madrid, de tal forma que el 26 de abril de 1903 quedó registrado el equipo oficialmente en un ejercicio mimético que también concernía a la indumentaria. Y que ambos equipos, en realidad, compartieron accidentalmente. De hecho, el primer «uniforme» del Athletic Club (de Madrid) no fue rojiblanco, sino una extravagante camisola mitad azul y mitad blanca de cuello abotonado que dejó de usarse por razones
logísticas en cuanto llegó el nuevo e inesperado material deportivo de Gran Bretaña. Los dos equipos se vistieron con los colores del Southampton, precisamente porque el gran bazar con sede en el puerto británico carecía de camisetas albiazules y a cambio podía proporcionar suficientes blanquirrojas y abastecer las plantillas de uno y otro Athletic. El estreno de la indumentaria sobrevino el primer día de 1911 en un partido contra la Gimnástica de Madrid. Jugaba el mismo futbolista que había traído las equipaciones en su expedición, Juan Elorduy, demasiado joven para haber estado presente en la constitución del equipo ocho años antes. El nuevo club madrileño se confiaba a la presidencia de Enrique Allende. No tanto por su pasión deportiva, que nunca fue exagerada, como porque disfrutaba de una posición holgada de hombre de negocios —las minas, precisamente— y porque podía desempeñar un papel de mecenazgo en beneficio de un deporte amateur e incipiente.
Tan incipiente que el football empezó a conocerse en Madrid a iniciativa de la Institución Libre de Enseñanza en 1890 y que el primer club oficial se dio de alta en 1896. Se llamaba Football Sky y puede considerarse el embrión del Real Madrid, cuya fundación en la temporada de 1900, con el nombre de Madrid FC, surgió como un esqueje o como una derivada del equipo pionero, pero terminó sobreviviéndolo. El contexto efervescente sirvió de origen a las primeras rivalidades. Había pocos equipos en la capital a principios de siglo y todos ellos eran de barrio, incluidos el Racing de Chamberí y la Gimnástica, pero resulta que el Athletic, más desarraigado que los rivales por su origen vascouniversitario, fue a ubicarse enfrente de donde se había instalado a su vez el Madrid FC, en los aledaños del actual palacio de los deportes. Pudo tratarse —así lo parece— de una mera coincidencia, aunque la fantasía y la ventaja o la tentación de leer la historia de delante hacia atrás sugieren que el nuevo equipo de la capital se re-
conocía como un antídoto perfecto a la latente potencia hegemónica. Físicamente, incluso. De otro modo no hubiera sido necesario que sendas entidades se avinieran a firmar un protocolo de paz en 1909. Tan rotas estaban las relaciones en el inicio del siglo XX que funcionó de bálsamo un insólito caso de conversión. Ramón de Cárdenas, fundador del Madrid, se incorporó como presidente de la entidad rojiblanca en beneficio del deshielo y del costumbrismo con que una crónica de la revista Gran vida celebraba el tratado: «Muy grato nos es consignar que merced a cumplidas caballerosidades y satisfacciones han sido resueltas las diferencias que desde hacía tiempo habían roto las relaciones amistosas del Athletic y el Madrid FC. Unidas por lazos de cordial compañerismo, ambas tan importantes sociedades tendremos ocasión de presenciar interesantes partidos amistosos». Como entonces, las directivas contemporáneas han llegado a un pacto de no agresión que neutraliza los traspasos y formaliza la buena convivencia, pero el antimadridismo se ha radicaliza-
do como característica identitaria de la afición rojiblanca, hasta el extremo de simpatizar con el Barcelona desmesuradamente y hasta el punto de aprobarse la conveniencia de las derrotas estratégicas. Sería el caso de todas aquellas que implican el deterioro del Real Madrid. Es decir, que un hincha rojiblanco de nuevo cuño se avendría, por ejemplo, a perder frente al Barça si el contratiempo no afecta un objetivo neto del equipo propio —hablamos de partidos intrascendentes— y si el resultado negativo malogra las ambiciones de los merengones. El caso más extremo lo representó una goleada de los culés en la temporada 2007. Se impusieron 6-0 en el Calderón y hubo algunos hinchas rojiblancos que terminaron coreando el juego de los visitantes a caballo entre el desquiciamiento, la impotencia y el convencimiento de acuerdo con el cual la humillante victoria del Barça amenazaba el liderazgo del Madrid. Se trataría de buscar y fomentar el consuelo de los aliados exteriores, tal como ocurre, por cierto, en una de las competiciones deportivas más an-
tiguas, paganas, religiosas y carismáticas que sobreviven en el calendario occidental desde los estertores medievales: el Palio de Siena. Al igual que sucedía en el siglo XIV, la carrera de caballos se la disputan los barrios de la ciudad —reconocibles en gremios— no tanto para ganarla como para evitar que lo haga el rival histórico. Se explican así las alianzas de los distritos —contrade— que simpatizan entre sí frente a los enemigos comunes. Y se entiende que proliferen las adulteraciones y las componendas bajo manga, razón por la cual a los jinetes, que montan a pelo y arriesgan la vida, se los conoce como assassini (asesinos) por su fama de mercenarios y porque pueden cambiarse de equipo incluso en la noche anterior a la carrera. Viene a cuento el ejemplo porque refleja los antídotos de que debe valerse un aficionado del Atleti para sobrevivir en un hábitat completamente hostil. No solo por la mayoría de hinchas madridistas en el colegio o en el trabajo. También por el espacio y el tiempo informativos que ocupa
el Real Madrid en su exhibición propagandística y por la correspondiente subordinación de la actualidad rojiblanca. Incluso en periodos de máxima competitividad. Se justifica así el consuelo que proporcionan las crisis del gigante y la simpatía que los atléticos concedieron al Milan de Arrigo Sacchi. Encontrábamos que las goleadas del equipo rossonero aplacaban la arrogancia del vecino y relativizaban el complejo de superioridad. Por eso recibimos al míster italiano como una especie de profeta. Que lo fue. Y que probablemente ya no lo era cuando recaló en el Atleti porque el fútbol que él mismo había revolucionado con una plantilla de asombro y con la audacia de un condotiero ya estaba superado desde que se avino a ocuparse del Atleti en la temporada 98-99. Jesús Gil no tuvo paciencia. Ni con los entrenadores —contrató hasta seis en la temporada 1993-1994— ni con el Real Madrid. Disparató las relaciones, haciendo acopio de una verborrea
que fue arraigándose en la mentalidad rojiblanca y en las consignas del Frente Atlético. «Quiero que pierdan siempre. Soy antimadridista radical y por naturaleza porque juegan con trampa siempre. Es el equipo del Gobierno. Hay una discriminación total a su favor. Se le da de todo y a los demás nos niegan el pan y la sal», manifestaba el «ostentóreo» presidente. El problema es que este discurso incendiario amalgamaba las verdades con las estupideces. Aportaba un sentimiento unánime con una exposición grotesca. No solo por incorporar contrasentidos dialécticos —«discriminación total a su favor» (¡!)—, sino porque muchos atléticos que tenían justificada su aversión al Madrid por los abusos jerárquicos establecían distancias respecto al liderazgo de un «escandalizador» que expuso al propio equipo. Lo contaba el guardameta Molina el año después del doblete. Explicaba que Jesús Gil irrumpía literalmente en el vestuario para excederse en las arengas contra el vecino del Bernabéu. «Los futbolistas no somos forofos, somos profesiona-
les. Pero lo cierto es que estando aquí algo de antimadridismo sí que se te pega». Se te pega y se te paga, pues los jugadores de aquella plantilla aprovecharon una charla de Jesús Gil en el vestuario para reclamarle una prima en caso de victoria sobre los merengones. El propio presidente admitía su fragilidad sentimental: «Tendría que haberme quedado en casa. Estos niños son la leche. Los muy cabrones notan mi antimadridismo y me sacan cosas que no querría», añadía en alusión al sobresueldo prometido. La impronta de Gil y Gil intoxicó las relaciones. Tanto por la virulencia verbal como por los 16 años que permaneció en el cargo (1987-2003) sirviéndose de él más que haciendo lo contrario. Le convenía un enemigo. No porque el Madrid no lo hubiera sido antes, pero la exacerbación de su obsesión antimadridista sirvió de señuelo, de pretexto o de exorcismo para ocultar las negligencias en la gestión del club. Aunque fuera a costa de excitar la violencia de la hinchada. Gil hizo del Madrid su propio esquema político. Luchaba contra la corrupción, contra el siste-
ma, contra la nomenclatura, contra el régimen. Y tanto lo hacía, tanto redondeaba su imagen de liberador y de libertador. Acaudillaba a los aficionados extremistas con un lenguaje populista. Francis Magán, líder del Frente Atlético durante una década, lo definía como el Cid Campeador y como el Eliot Ness de la mafia futbolera. Y debió de creerse el papel Gil. No solo convirtiendo el Madrid en el símbolo absoluto de la corrupción y del antiguo régimen, sino extrapolando la lucha individual contra el sistema en el Ayuntamiento de Marbella. Gil no se hubiera dedicado a la política sin la plataforma mediática del Atleti, desempeñando el papel de una parodia de Berlusconi. Y emulando al Cavaliere con frases apócrifas —«las alineaciones las decido yo»— o con bravuconadas que se desquiciaban en su fobia merengue. Forma parte de ellas la amenaza con que se presentó en el vestuario cuando el Atleti tuvo que disputarle al Madrid los cuartos de final de la Copa de 1994. «Si no ganáis no os pago», prometió
el jerarca, acaso ignorando que la plantilla llevaba un par de meses sin cobrar. Fue el periodo más convulso. En los despachos y en la calle. Proliferaron los enfrentamientos con la directiva rival tanto como se extrapolaron los incidentes entre los radicales de uno y otro equipo. La irresponsabilidad del presidente rojiblanco tuvo momentos particularmente delicados. Por ejemplo antes del derby disputado en 1998: «Los atléticos no nos vamos a dejar robar este partido. ¡¡Muerte al invasor!! ¡¡Basta ya de que nos roben!!», jaleaba Gil personalizándose en el club y en los aficionados. Desde esta misma verborrea y desde la confusión cultural —no podrá decirse que Gil carecía de medios para haberse instruido— ocurría que Jesús Gil consideraba a Ramón Mendoza —presidente del Real Madrid— un «inductor de la violencia» a caballo entre la KGB y el dictador Idi Amin. Costaba identificarse con el energúmeno. Peor aún, Jesús Gil constreñía a los aficionados sensatos a distanciarse de las proclamas antimadridistas, pero también enardecía a quienes aprecia-
ban la dimensión redentora del presidente. La policía tenía que escoltar las visitas a domicilio como nunca había sucedido hasta entonces, llegándose a establecer un ritual de acordonamiento y vigilancia que ha perdurado hasta nuestros días. Empezaron a proliferar así los partidos de alto riesgo. No como metáfora deportiva, sino como expresión de las medidas que adoptaba la Delegación del Gobierno para prevenir incidentes graves. Se hicieron comunes los encuentros blindados. Se aislaba a la hinchada visitante en zonas muy localizadas del estadio. Se registraba a los espectadores antes de entrar, incluso se peinaban los bares y locales de encuentro con arreglo a la susceptibilidad de los partidos. Sirva como prueba el derby que Atlético y Real Madrid disputaron en octubre de 2008. Retrataba aquel encuentro la anomalía de la convivencia. Mediaron las Unidades de Intervención Policial, igual que «participaron» la caballería, los perros mejor entrenados, los efectivos de la policía municipal y hasta un helicóptero que sobrevolaba el estadio como un ojo gigante.
Jesús Gil había protegido y fomentado las posiciones beligerantes de los ultras. Los arengaba y los patrocinaba. Ejercía sobre ellos una dimensión patriarcal y de culto a la personalidad. Empezando por el Frente Atlético, en cuya historia oficial se celebra haber sido el primer grupo ultra de la liga española que utilizaba botes de humo. No un día cualquiera, sino en el encuentro disputado contra el Real Madrid en diciembre de 1980. Ya estaban localizados los ultras en el fondo sur, pero no adquirieron la naturaleza de Frente hasta 1982 ni conocieron mejores apoyos institucionales que los que le proporcionó Jesús Gil como condotiero del victimismo y de la tensión hacia el Madrid. Convidaba el presidente a los viajes. Fletaba autobuses. Movilizaba a sus «chicos», incluso encubría sus barbaridades. También proliferaban los apedreamientos y las palizas entre los ultras del Real Madrid, pero Gil se jactaba de tener mejor preparados a sus cachorros. Incluso de hacerles préstamos y donativos, como ocurrió en 1989.
Tres años después se produjo el gran desquite en el Bernabéu con ocasión de la Copa del Rey ante el Real Madrid: 25.000 hinchas rojiblancos se alojaron en el estadio —nunca se habían citado tantos hasta entonces— y comparecieron 8.000 ultras del Frente Atlético. Ya se ocupó Gil de atribuirse los méritos de la victoria (0-2), aunque este partido, como el disputado en 2013, confirmaba que el Real Madrid ha sido incapaz de ganar una final de Copa al Atleti en el tiempo reglamentado. Llegaron a disputarse cinco. Cuatro se decantaron del lado rojiblanco (1960, 1961, 1992 y 2013) y una sola fue alzada por el Real Madrid, aunque la victoria requirió el estrambote de la tanda de penaltis. Se desprende de las estadísticas que el Madrid ha sido superior al Atlético en la Copa porque lo superó en 11 de las 16 eliminatorias. La paradoja consiste en que el equipo colchonero se despechaba en los partidos decisivos y lo hacía en el Bernabéu, redundando en una motivación extra-
ordinaria que relativizaba las diferencias de presupuesto y de la plantilla. Lo sabía Luis Aragonés cuando reunió a sus futbolistas en el vestuario para concienciarlos con el partido frente al Madrid de la quinta del Buitre. O de las trillizas, en su versión más irreverente. Tanto jugaban Butragueño y Sanchís, como lo hacían Míchel, Hagi y Buyo a las órdenes de Beenhakker. Era una final más igualada que otras. De hecho, el título de aquella temporada lo ganó el Barcelona con un punto de ventaja sobre el Madrid y dos sobre el Atleti, razón por la cual la Copa representaba para los clubes de la capital una oportunidad con la que despecharse. Aragonés se entretuvo en la pizarra. Ilustró a los futbolistas sobre los planes estratégicos, sobre las faltas, sobre los marcajes. «¿Lo han entendido?», preguntó el míster. La respuesta afirmativa y coral de la plantilla dio lugar a una sorpresa: «Pues esto no vale para nada», y entonces sobrevino la arenga psicológica. «Lo que importa es que sois mejores y estoy hasta los huevos de per-
der con estos, en este campo. Hay 50.000 personas ahí fuera con la camiseta del Atlético y vamos a conseguir que se vayan contentos a casa». Schuster recuerda la anécdota 20 años después. Recuerda su gol (minuto 7) y recuerda el de Futre (27). Recuerda que su antigua militancia en el Real Madrid no le produjo la menor condescendencia. Recuerda que nunca un entrenador había sido capaz de motivarlo tanto. Ganar al Madrid en el Bernabéu requería un ejercicio de sugestión para recortar las diferencias. Fueron aumentando con el tiempo al albur del reparto de derechos televisivos y de las operaciones inmobiliarias. Muchas de ellas propiciadas desde el Ayuntamiento, incluso a costa de modificar el urbanismo de la ciudad. Las cuatro torres que se yerguen sobre los terrenos de la ciudad deportiva del Madrid han podido resolver el complejo fálico de la villa y corte —no había ninguna necesidad—, pero el skyline delinea igualmente los favores municipales —la superficie adquirió un valor descomunal gracias al permiso de los rascacielos— y el saneamiento económico con
que el Real pudo permitirse el salto cualitativo de los fichajes megalómanos. Ninguno se produjo vampirizando la plantilla del rival, aunque hubo conversaciones para secuestrar a Torres y al Kun Agüero, como existieron contactos para tentar a Falcao en plena racha goleadora. No terminaron de concretarse en razón de un pacto entre directivas que contradecía la tradición. El poder del Madrid favorecía la captación de jugadores de los equipos de la capital. De hecho, las plantillas del Racing y de la Gimnástica se fueron desnaturalizando con la voracidad del «campeón», aunque el mayor salto cualitativo empezó a notarse con el profesionalismo (1925-1926), las tentaciones pecuniarias y las no pecuniarias. Absorbía el Madrid a los enemigos, los neutralizaba, pero es cierto que el Atlético le facilitó el camino. Hasta el extremo de que el mayor símbolo madridista de los últimos tiempos, Raúl, fue criado en la cantera del Atlético de Madrid. Y excluido de ella también, en la medida en que el
pantagruelismo de Jesús Gil acabó con las categorías inferiores haciendo de Raúl una especie de converso a la vera de la Castellana. Un converso que probablemente llevaba debajo la elástica colchonera. O es lo que explicaba el cineasta David Trueba en un artículo sobre la blasfemia. «En cierta manera, Raúl ha sido siempre un jugador del Madrid pero con materiales del Atlético. Puede que su periodo formativo y su salida de la cantera del club rojiblanco no tengan ninguna relevancia en su impresionante carrera. Pero hay detalles que sorprenden. El Real Madrid es un equipo de jugadores estilistas o de un rotundo populismo mediático. Los del Atlético son tradicionalmente conocidos por sus nombres de pila, Luis, Manolo, Santi, con una familiaridad que uno reserva para el fontanero habitual o el camarero del bar. En cambio, los del Madrid siempre han tenido la deferencia del apellido: Martín Vázquez, Butragueño, Sanchís, García Remón. A unos se les trataba de tú y a otros casi de don. Hasta que llega Raúl y se arremanga, en nombre de pila, y se pone a remar y gana ligas y trofeos aportando
cierta precariedad de juego, pero arrobas de épica, resistencia y oportunismo. Vamos, a la manera clásica del Atlético». Proliferan las imágenes en que aparece el delantero merengue con la indumentaria rojiblanca. Abundan sus declaraciones enorgulleciéndose de su vocación colchonera, pero no se le puede reprochar que su talento fuera apreciado en el Bernabéu desde la temporada de 1994, por mucho que Jesús Gil, responsable «intelectual» de su fuga al campo enemigo, lo vilipendiara como un traidor o como un desagradecido. De hecho, su vampírica concepción del cargo presidencial radicalizó la aversión al vecino, inspirándose probablemente en el sesgo victimista que ya había establecido el doctor Cabeza cuando accedió al mismo cargo en 1980, declarando ese mismo año que los árbitros eran como el Papa porque vestían de blanco y que su equipo había sido ejecutado, sin tener en cuenta «que la pena de muerte estaba abolida en España». Permaneció apenas dos años, pero tenemos la sensación de que fueron muchos más por el vuelo
y el revuelo de la polémica que suscitó y por su histrionismo. Más aún cuando atribuyó a «manos extrañas» que el Atlético de Madrid no pudiera conquistar el título de 1981 después de haber liderado el campeonato durante 25 jornadas consecutivas. Manos extrañas las hubo, las del colegiado Álvarez Margüenda en un arbitraje frente al Zaragoza (1-2) que forma parte de las mayores frustraciones de la memoria rojiblanca. Salieron beneficiados la Real Sociedad —que ganaría el título— y el Real Madrid —que lo perdió en la última jornada—, redundando no tanto en una conspiración como en una tradición de arbitrajes controvertidos que intoxicaron la relación con el club de Chamartín. El Atlético de Madrid, por ejemplo, cuenta entre sus hitos extraordinarios la paradoja de un colegiado que expulsó a su propio hermano, militando este último en el conjunto rojiblanco y siendo represaliado a título familiar como prueba de asombroso escrúpulo punitivo.
No le faltaron argumentos al árbitro. Que se llamaba Antonio Cárcer y que mandó al vestuario al guardameta Juan Cárcer porque a decir de las crónicas había agredido al delantero atacante. Y se había descarado con los reproches de la hinchada del equipo rival, el Racing de Madrid, de forma que se organizó un sindiós sobre el césped al que el árbitro puso remedio con las fuerzas de seguridad y con el sacrificio de su hermano. Eran los tiempos en que el Atlético todavía se llamaba el Athletic, aunque el valor del testimonio consiste en la adversidad de los arbitrajes. Fundamentalmente cuando se cruzaba en el camino el Real Madrid con su peso federativo y con sus árbitros más o menos domesticados. El ejemplo del colegiado Lacambra es antológico a propósito del derby disputado en el Bernabéu el 21 de febrero de 1960. Empataban los equipos a dos goles. O lo hacían hasta que el colegiado improvisó un «penalti inexplicable» en el minuto 72. Inexplicable es el adjetivo que utiliza todavía hoy el soberbio centrocampista Adelardo. Que
estaba en el campo y que acorraló con sus compañeros a Lacambra, urgiéndolo a un cambio de opinión. Terminó de exasperar al árbitro que le cayera del cielo una vejatoria lluvia de barro. «¿Quién ha sido?», preguntaba Lacambra. No le respondió ningún futbolista del Atleti mientras se impacientaban los jugadores del Madrid y Puskas acariciaba el balón en su regazo para lanzar la pena máxima, de forma que el trencilla estableció un criterio estrafalario para adjudicar la tarjeta roja. Decidió Lacambra que se marcharía a la caseta el más alto del equipo. Consciente, como era y como sucede en casi todos los equipos, de que el más alto era el guardameta Pazos. Cometida la fechoría, resultaba imperativo sustituir al esbelto cancerbero por un jugador del equipo. El resto de la historia la cuenta el propio Adelardo, tal como la recoge Luis Miguel González en Las mejores anécdotas del Atlético de Madrid. «“¿Y quién se pone ahora de portero?”, nos preguntamos. Alguien dijo: “Pues Miguel”. ¡Con lo bajito que era! Había que verlo bajo el marco, con el jersey mojado de Pazos y las mangas casi
llegándole al suelo. Me acerqué a Puskas, que iba a ejecutar el penalti, y le dije: “Tíralo fuera. ¿Es que no te da vergüenza?”. Como si hablara a la pared. Colocó el balón en el punto de penalti y batió a Miguel. Así logró el Madrid el gol que le dio la victoria». Podría escribirse una crónica de terror al respecto, fueran o no fueran premeditados los errores. Que se lo pregunten al central colombiano Perea, estupefacto como los hinchas del Atleti cuando Daudén Ibáñez anuló por fuera de juego un gol completamente legal en el encuentro disputado contra el Madrid en febrero de 2007. Hubiera supuesto el 2-0 y lo que supuso al final fue un trauma para el muchacho. Iba a convertirse Perea en el jugador extranjero que más veces vistió la camiseta colchonera en el campeonato liguero, aunque sus 204 partidos oficiales se resintieron de aquella frustración personal. Que el comité de árbitros estuviera en la órbita madridista no era tanto una sospecha como una tradición. Puede documentarse en un estudio exhaustivo que publicó el historiador Bernardo Salazar.
Comenzando por el primer presidente. Alfonso Albéniz se llamaba. Fue jugador del Madrid. Y socio. Y directivo durante ocho años (1913-1921), como sucedió también con el sucesor en el cargo, Carlos Dieste Vega. Se diría que era un requisito imprescindible para dirigir el Colegio. Toda vez que el cuarto presidente, Antonio de Cárcer, desempeñó funciones directivas en el club, amén de tener un hermano, Juan, que ocupaba el banquillo y que terminó siendo presidente del Real Madrid. No cambiaron las cosas después de la guerra. La máxima jerarquía de los colegiados la desempeñó durante siete años (1939-1946) Eulogio Aranguren. O Don Eulogio. Que había sido jugador merengón y hasta vicepresidente de la Federación española, de tal manera que ya entonces empezaron a amalgamarse cargos y facultades institucionales. Podría decirse que Pedro Escartín (1948-1951) no militó en el Madrid. Ni falta que hacía, conocidas como eran sus simpatías y la lí-
nea editorial de Marca cuando se recicló en el diario deportivo. Vino a sucederle un presidente tan, tan, tan objetivo que jugó nueve años en las filas del Real Madrid. Hablamos de Luis Saura, precursor de un periodo de gloria que comportó al conjunto blanco 13 títulos de liga consecutivos (de 1953 a 1969) sin que pretendamos establecer aquí sospechas de favoritismo. Apuntaremos que en esta etapa reapareció Don Eulogio y que le sucedieron otras personalidades tan declaradamente merengues como Nivario de la Cruz (1956-1961), predecesor del valenciano Manuel Asensi (1961-1967) y del propio José Plaza, cuyo protagonismo absoluto tanto abarcó un breve interregno en el Colegio Nacional de Árbitros como se prolongó en una etapa desproporcionada (1972-1990). Unos y otros ejemplos relativizan la pureza de competencia en la medida en que Real Madrid y Atlético no dispusieron nunca de los mismos recursos ni medios para defenderse. Empezando por las ventajas políticas que beneficiaron al club de Chamartín. Que fue ciertamente una víctima
de la propaganda franquista en la necesidad aperturista del régimen, pero también un aliado privilegiado de las administraciones. Tuvieron los merengues presidentes y directivos más pragmáticos. Aprovecharon el talento visionario y la profesionalidad de Santiago Bernabéu, entre cuyas capacidades estratégicas formaron parte los aciertos deportivos —ninguno tan importante como el eclipse de Alfredo Di Stefano— y el oficio en los despachos. No solo en el ámbito nacional y en el federativo, también en cuanto concernió a la proyección internacional del equipo al abrigo de las cinco copas de Europa conquistadas de manera consecutiva. Se jactaba de haber ganado tres de ellas Antonio Calderón, en cuanto gerente de la «edad de oro» y en cuanto muñidor del trabajo limpio y sucio que requería un equipo de élite, más aún cuando había que medirse con equipos europeos avezados en la captación de voluntades arbitrales, de simpatías federativas y de jugadores desequilibrantes.
No hay que remontarse a los tiempos del caudillo. Los movimientos más recientes acreditan el trato de favor y la discriminación correspondiente. Especialmente en el contexto de las operaciones inmobiliarias, cuyo resultado ha cambiado incluso el criterio urbanístico de Madrid. Aludimos, de nuevo, a las cuatro torres de la Castellana. Podrá discutirse si la capital española tenía o no un complejo fálico y necesitaba o no erguirse en sus arrabales nobles, pero el valor de unos terrenos no es el mismo cuando se evalúan teniendo en cuenta una desconocida proyección celestial. Y no es una metáfora. Poder construir una torre de 50 pisos multiplica el precio de una parcela, así es que el Madrid vendió sus terrenos de la ciudad deportiva en condiciones extraordinarias. Como lo fue la permuta de suelo en la nueva ubicación de la institución merengue. Tan sospechosa e inquietante que la Comisión Europea abrió una investigación en diciembre de 2013 partiendo de una hipótesis clamorosa: los terrenos de los que ahora disponía el Real Madrid
—concretamente los ubicados en la zona periférica de Las Tablas— habían aumentado su valor un 3.700 por ciento en un periodo de apenas 13 años. La operación reviste interés tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo. Cuantitativamente sucede que las parcelas en cuestión tenían un valor de 595.000 euros cuando se instaló el Madrid y fueron estimadas por el propio Ayuntamiento en 22 millones de euros en 2011. Cualitativamente, la operación inmobiliaria es bochornosa por cuanto se desprende que el propio Consistorio «regaló» unos terrenos. Proporcionando al Madrid unas garantías patrimoniales. Que provenían de una confusión: o el precio acordado en 1998 era muy bajo o el de 2011 era muy alto. «En cualquiera de los dos casos, el Real Madrid habría obtenido una ventaja de esta transacción que no se justifica en términos de mercado», explicaba el documento de la Comisión. Reviste mucho interés la reacción de las autoridades españolas. Tanto el ministro de Exteriores, García-Margallo, como el de Alimentación,
Arias Cañete, se apresuraron a vociferar que estaba en curso una maniobra de acoso y derribo a la marca España. Se prefería adoptar esta actitud victimista frente al escrúpulo institucional y las obligaciones contraídas en Bruselas, pero los ministros preferían incurrir en la demagogia y el populismo. Predisponiendo de inmediato la reacción de Florentino Pérez, naturalmente para adherirse a una especie de complot urdido por los clubes europeos que pretenden descarrilar en los despachos al coloso blanco, cuando ha sido en los despachos donde el Madrid de la última década se ha garantizado esa prosperidad financiera de la que alardea Florentino Pérez y que le ha consentido también perseverar en la megalomanía. Lo explicaba de manera elocuente el informe de la Comisión Europea: «Cuanto más dinero tengan los clubes para atraer a jugadores de primer nivel, más éxitos cosecharán en las competiciones, lo que les asegura más ingresos en actividades como material de promoción y derechos televisivos».
Era una aclaración de la comisión de la competencia. Es decir, que la eventualidad de una sanción —requiere su tiempo esta medida— probaría que el Madrid, amparado por el Ayuntamiento, tuvo a su favor privilegios desproporcionados. En el orden financiero y en el ámbito fiscal. La prueba está en que las dudas planteadas desde Bruselas también atañían a la propia naturaleza institucional y jurídica del club. El Madrid no se atuvo a la conversión en sociedad anónima, de tal manera que su estatus particular le permitía una rebaja en el impuesto de sociedades (del 30 al 25 por ciento). Concluía el informe de la Comisión Europea que siete equipos de la liga habían recibido ayudas del Estado. El Real Madrid, como el Barcelona y varios equipos levantinos, formaba parte de ellos. No así el Atlético de Madrid. Y sí tenía motivos para cuestionar el tratamiento de favor, probado no desde la manía persecutoria, sino desde un criterio ajeno a la contienda bilateral de indios y vikingos como lo fue el informe de Bruselas.
Se explica así que la peor racha de resultados futbolísticos coincidiera con la hegemonía económica y financiera del rival. El Madrid (517 millones) tenía un presupuesto en 2013-2014 casi cinco veces superior al del Atlético (130) y 30 veces más alto que el del Rayo Vallecano. Desde esta misma perspectiva, resulta inevitable que se acusen las diferencias y que la vecindad se resienta de la opulencia, aunque la hegemonía económica no siempre se atiene a las expectativas. El único club madrileño que ha conquistado un título europeo en el siglo XXI es el Atlético de Madrid. Y no solo uno, sino cuatro, pues las victorias en la Europa League de 2010 y de 2012 frente al Fulham y el Athletic de Bilbao tuvieron como prolongación el éxito de la Supercopa continental, descarrilando en las finalísimas al Inter de Milán y al Chelsea, en ambos casos ganadores de la Champions League. Era una manera de «decorar» las diferencias, admitiendo que la hegemonía continental del Real Madrid representa el caso más evidente de la
superioridad. Ejercida esta además históricamente «usurpando» futbolistas que habían militado en el Atlético de Madrid. Al contrario, han escaseado los futbolistas madridistas que se avinieron a recalar en el Atlético de Madrid. Lo hizo Grosso en un acuerdo de cesión que suscribieron las directivas, como lo hizo el guardameta Pazos o como lo hizo Bernd Schuster ya en edades crepusculares, incluso Esnáider, aunque uno de los ejemplos más pintorescos concierne a Sebastián Losada, cuyo traspaso al conjunto rojiblanco en la temporada 91-92 fue interpretado como una prueba de deshielo entre Ramón Mendoza y Jesús Gil. En realidad, el pulso de los respectivos presidentes se atuvo a una extravagante sobreactuación. Se llevaban mejor de cuanto se desprendía de la polémica dialéctica. Convenía a ambos exagerar la rivalidad, pero es cierto que Gil desquició a Mendoza cuando declaró que al máximo jerarca del Real Madrid se le habían «reblandecido las meninges». O cuando dijo que la Casa Blan-
ca le recordaba a Uganda tanto como Mendoza le recordaba a Idi Amin. En este mismo contexto se explica que el equipo merengue utilizara todos los medios para evitar que Losada se cambiara de camiseta. Más aún cuando la ofensiva colchonera también concernía a la oferta por Aldana, precisamente porque ambos jugadores representaban el tesoro de la cantera de Chamartín y se habían alineado en el Madrid desde alevines. Fracasó el primer intento de «secuestrar» a Losada, pero la lesión que sufrió el delantero en la temporada 90-91, el papel totémico de Hugo Sánchez en la vanguardia madridista y las presiones de Rubén Cano sobre la familia del jugador hicieron posible un fichaje ideado por Javier Clemente, heredado por Luis Aragonés y capitalizado propagandísticamente por Jesús Gil. Diez años había militado el Pipiolo en el Real Madrid. Había recorrido todo el escalafón, desde la niñez hasta el primer equipo. Y debutaba con una suerte inverosímil. El primer balón de su vida
como rojiblanco consistió en un remate frente al Zaragoza que terminó en gol. Habían transcurrido 40 segundos desde que Luis lo puso en el campo. El «nueve» del Atlético parecía haberse acordado de Gárate. No tanto por el número en la espalda como porque la primera camiseta que tuvo de futbolista siendo niño correspondía al mito rojiblanco. Se explica la anécdota porque el padre de Losada, piloto de Iberia, tuvo a bordo en un viaje a la plantilla del Atlético de Madrid y se avino a dirigirse a Gárate para reclamarle con buenos modales la elástica. Era Gárate un futbolista de extraordinaria personalidad y de matizado refinamiento. Únicamente lo expulsaron una vez en su carrera por la arbitrariedad del árbitro Guruceta, aunque su elegancia y sus modales no contradecían el instinto depredador con que se desenvolvía dentro del área. Sirvan como ejemplo los 109 goles que anotó en primera división, siempre con los colores del Atlético de Madrid, pues lo reclutaron del modesto Indauchu gracias a la pasividad forzo-
sa del Athletic. Forzosa quiere decir que se había arraigado en el club bilbaíno el dogma de alinear entre los leones exclusivamente a los futbolistas nacidos en el País Vasco. Que hubiera sido el caso de José Eulogio Gárate Ormaechea si los avatares de la Guerra Civil no hubieran forzado el efímero exilio de su madre y de su padre a Argentina, con más razón habiendo sido su abuelo teniente alcalde republicano en la localidad de Eibar. Gárate despuntó como futbolista en el equipo guipuzcoano antes de militar en el Indauchu, aunque su carrera profesional transcurrió en el Atlético de Madrid durante 11 años. Incluidos los que sirvieron para proclamarse pichichi durante tres temporadas consecutivas (69-71) y para redondear un palmarés apabullante: tres ligas, dos copas, una Copa Intercontinental. Semejante historial tuvo que sobreponerse a una retirada prematura. Podía haber jugado más temporadas aun habiendo colgado las botas con 33, pero un extraño hongo empezó a consumirle la rodilla. Estuvo cerca de sufrir una amputación
y fue constreñido a despedirse del Manzanares en muletas con ocasión de un homenaje que hizo corear a los espectadores el mantra de la edad de oro: «Gá-ra-te, Gá-ra-te, Gá-ra-te». «Con la muerte deportiva de Gárate», escribía Rubén Uría en la revista Jot Down, «una parte de la elegancia del fútbol había muerto. Una huella, una filosofía de vida. La del juego limpio. La del caballero de la cancha. La del tipo que no celebraba los goles para no ofender a los contrarios. La del que se disculpaba con los porteros rivales. La del delantero ejemplar y modélico. Gárate dejaba la imagen del yerno deseado por todas las madres. Del hijo pródigo de la afición del Atlético. Le temían muchos, pero le querían todos». En cierto sentido, Gárate parecía una contrafigura del arquetipo vehemente, agresivo, batallador al uso en la iconografía rojiblanca. No porque fuera frágil ni pusilánime, sino porque lo caracterizaba un aura distinguida, incluso aristocrática, como ariete del éxtasis del contraataque, subordinando las ambiciones del Barcelona y amenazando la hegemonía del Real Madrid.
Semejante rivalidad se circunscribía al terreno de juego. No era extraño que Gárate se tomara una copa con Zoco o con Velázquez en una discoteca después de un derby. Ni quizá se conozca lo suficiente que Santillana, en cierto modo su heredero en la selección española, fue a visitarlo a su domicilio cuando sobrevino la lesión de la rodilla. «En lo más alto del santoral de la sufrida afición del Atlético, José Eulogio sigue levitando sobre la memoria y los corazones de quienes tuvieron el honor de compartir su leyenda», insiste Rubén Uría a título hagiográfico. «Gárate, sentimiento rojiblanco, forma parte del recuerdo que generaciones de colchoneros transmiten, como el sentimiento de su equipo, de padres a hijos, para recordar que, antes de Gil, hubo un tiempo donde los mejores de Europa vestían de rojo y blanco. Que, en aquella época, los niños del colegio, aunque fueran del Real Madrid, querían ser Gárate en el recreo. José Eulogio, último gran héroe del Atlético de Madrid, y primer caballero del fútbol español, fue la modestia, con el nueve a la es-
palda. Un cromo que jamás pasará de moda en ninguna colección. Su elegancia, como sus goles, quedaron prendidos en el corazón del fútbol». Se entendería así que la familia de Sebastián Losada, aun siendo del Madrid, regalara al niño la camiseta de Gárate. Una premonición a medias. El delantero que fichaba el Atleti se ponía el mismo número. Incluso su primer gol en su primer partido sobrentendía una especie de revelación. Ocurrió, en cambio, que ese primer tanto fue también el último. La misma vehemencia de Jesús Gil para ficharlo se transformó en energía descomunal para arrepentirse. Hubo en medio una batalla judicial que dio la razón al jugador por despido improcedente. Gil había presionado cuanto pudo a Luis Aragonés para desahuciar al delantero. Llegó a contratar a unos detectives con el pretexto de indagar en la vida privada del delantero. La experiencia traumática no impidió a Losada protagonizar ni experimentar el salto personal y deportivo que suponía cambiar de equipo en Madrid. Incluso cambiar de ribera, considerando
que la Castellana, a falta de un río corpulento, vertebra la ciudad en sus dos márgenes. La primera sorpresa se produjo en el vestuario. Menos solemne que el del Madrid. Mejor provisto de atenciones y de logística. Y completamente distinto respecto al trato. Empezando porque el primer sobresalto de Losada se produjo cuando Luis Aragonés abrió la boca: «Usted. Tengo el culo pelado de ir en moto. Así que no se me quede mirando como hacen las vacas cuando pasa un tren», espetó el carismático entrenador rojiblanco. Se preguntaba Losada qué idioma se hablaba en el Atlético. Y puede que incluso añorara el privilegio aristocrático y hasta metafísico que suponía pertenecer al primer equipo del Real Madrid. Era su aspiración desde niño. Porque había entrado desde los alevines. Y porque había recorrido todo el cursus honorum hasta conseguir una plaza en el escuadrón más laureado del mundo, escarmentando entonces todas las exigencias con que el Madrid trataba a los aspirantes. Nunca se los elogiaba. Se consideraba obligatorio entrenar
y jugar al máximo. Se los intimidaba con la reputación de las figuras que escrutaban la cantera —Molowny, Pirri, Del Bosque— y se los inculcaba una disciplina de abnegación, pero todas estas exigencias desaparecían en cuanto el futbolista alcanzaba el doctorado de la primera plantilla. Entonces, cuenta Losada, sobrevenía la devoción y la pleitesía al futbolista. Nadie osaba levantar la voz a un jugador del primer equipo. Se trataban con alfombra roja y ungüentos. Se les hacía la compra en su lugar, se renovaba el carnet de conducir en su nombre, se colmaba al futbolista de extremas atenciones, motivos por los cuales Losada reconocía sentirse en una dimensión que no volvería a experimentar nunca más. El vestuario del Atleti lo «forzó» a aterrizar, aunque la principal compensación radicaba en la calidez afectiva del personal del club, en la fraternidad con que funcionaban las cosas. A diferencia del Madrid, los jugadores se reunían a compartir un aperitivo después del entrenamiento y fomentaban el compañerismo fuera de la cancha también, redundando en una cultura familiar, in-
cluso sentimental, que Losada no había conocido en Chamartín. Tampoco había experimentado la beligerancia de los entrenamientos. Se percató de ella cuando participó con sus compañeros en el trance de la foto oficial. Todos los futbolistas llevaban las espinilleras menos Losada, así es que el aguerrido central Juanma López le hizo reparar en las limitaciones de la indumentaria, casi como un problema de supervivencia. «Aquí no te quites las espinilleras ni para dormir». La advertencia aludía a la dureza y a la competitividad fuera del horario de los partidos. Estaba Sebastián Losada habituado a ejercitarse con las estrellas madridistas en una especie de coreografía angelical, pero sucedía que el sistema de preparación rojiblanco era tan agresivo o más que un partido, como se lo recordó la cicatriz de los tacos de Tomás Reñones en el muslo izquierdo. Estos problemas iniciales de adaptación explican que Losada se reconociera a sí mismo como un extraño. Por ejemplo cuando Aragonés le dirigía la mirada cada vez que hablaba de los favores
arbitrales del Real Madrid, señalándolo implícitamente como un espía o como un sospechoso converso. Colaboraba en esa impresión que el nuevo delantero del Atleti utilizara al hablar la primera persona del plural, nosotros, no para referirse a los jugadores rojiblancos, sino para mencionar a los madridistas. Un accidente que justificó la intervención del guardameta Mejías: «Es muy sencillo, Sebastián, a nosotros, nosotros, se nos identifica porque nuestra camiseta es blanca, como la del Madrid, pero tiene unas rayas rojas». Fue escarmentándose Losada, aprendiendo a subsistir. Añoraba la alfombra roja del Bernabéu, pero empezaba a descubrir en el Atlético de Madrid sus peculiaridades identitarias. Ninguna tan impresionante como la lealtad de la hinchada, el entusiasmo que generaba la grada del Calderón. Le sorprendió la incondicionalidad y el calor, más aún, cuenta Losada, cuando había experimentado anteriormente que el público del Madrid especulaba con el entusiasmo. Era común la desidia y hasta el silencio. El «nueve» Atlético re-
cuerda que escuchaba la voz de sus compañeros madridistas en algunos partidos del Bernabéu, como si no hubiera aficionados en el campo o como si se hubieran aletargado. «La diferencia de un equipo y otro es que el público del Madrid no te perdonaba un error aun cuando ibas 3-0 y que los espectadores del Atlético te lo aplaudían si ganabas 3-0. Notabas la solidaridad de la afición. El clima de los partidos era impresionante. Cualquier partido. De hecho, el único ambiente comparable al del Calderón se producía en el Bernabéu en las eliminatorias de la Copa de Europa. Entonces sí, Chamartín recordaba al miedo escénico que se producía en el Manzanares». Las distancias de repercusión futbolística también concernían a las atenciones mediáticas. En los años 90, como ahora, se producía una discriminación informativa entre los equipos de Madrid. Losada compraba el Marca y encontraba al Real en la portada y en las primeras páginas, de forma que el Atlético, no digamos el Getafe o el Rayo, ocupaba un lugar marginal, incluso anec-
dótico. Tenía sus ventajas el tratamiento, comenzando por las comodidades de la vida privada, pero el delantero «converso» se percataba también de que el foco había cambiado de lugar. O se colocaba en el Atleti únicamente cuando Jesús Gil se excedía en sus problemas de verborrea. Así era la voracidad de su presidencialismo. Y de la endogamia también, pues el alcalde de Marbella liquidaba a los entrenadores como un asesino en serie y acostumbraba a devorar a sus propios jugadores en cuanto advertía, de acuerdo con su criterio, que lo habían engañado. Recuérdese el caso del Tren Valencia. Se lo compramos al Bayern de Múnich como un jugador de época y Gil se ocupó de recubrirlo de elogios a título mesiánico. El propio crack o catacrack colombiano se atuvo a su condición presidencialista, aunque sus catastróficas prestaciones suscitaron la sensación de que habíamos fichado a un hermano gemelo. Irreconocible era el Tren Valencia e impropia resultó la metáfora ferroviaria, de forma que Jesús Gil, promotor de fichajes insólitos, extrava-
gantes e incomprensibles a no ser que obedecieran al blanqueo o al trajín comisionario —Venturin, Torrisi, Njegus, Bogdanovic, Prodan, Leonel Pilipauskas (¡!)—, decidió un día que había que escarmentar al atleta fallido: «Al negro le corto el cuello. Me cago en la puta madre que parió al negro. Ya estoy harto de aguantar. Cuando no veo actitud me cargo a mi padre». Las connotaciones racistas del caso ocupaban un lugar subordinado respecto a la verborrea temperamental. Gil decía que era un error tratar a los futbolistas como personas, que le daban ganas de coger una ametralladora y fusilarlos. No digamos si se le había atragantado un atleta apuesto y con estudios, para más sarcasmo proveniente del Real Madrid. «Cuando te quería, el presidente te cuidaba y te mimaba de manera increíble. Cuando te odiaba, utilizaba todos sus recursos para destrozarte. Y sus recursos eran la ferocidad de su lenguaje, un cuerpo a cuerpo dialéctico en el que tenías todas las de perder porque era inútil vencerlo en sus
modales agresivos y en su violencia con las palabras», esgrime Losada. También recuerda que la figura del presidente en el Real Madrid era secundaria respecto al peso de la institución. Y matiza que el antimadridismo no era obsesión alguna entre los jugadores del Atlético. Ni siquiera en el caso de Roberto Solozábal, cuyo historial impecable de servicios aloja el episodio de haber rechazado una oferta del Real Madrid. Quiso incorporarlo el «enemigo blanco» en diferentes ocasiones. Llegó a concretarse una propuesta millonaria, pero Solozábal antepuso una lealtad a los colores que contradijo la espantá de algunos de sus compañeros. Quizá no exista un caso más doloroso que el de Hugo Sánchez en el contexto del transfuguismo. Sobre todo porque su papel de icono en la «quinta de los machos» y la pesadilla goleadora que representó terminaron atragantándoseles a los aficionados cabales del Atleti. Era Hugo un jugador literalmente insoportable, aunque sería injusto atribuirle un papel protagonista en la traición. Se hizo inevitable porque el
Atlético de Madrid necesitaba dinero y porque el regreso de Calderón a la presidencia del conjunto colchonero en un quinquenio difícil (1982-1987) había normalizado las relaciones con el Madrid después de haberse exacerbado en la etapa excéntrica del doctor Cabeza. Fue su secretario técnico, Héctor Núñez, quien avaló el fichaje del delantero mexicano. Porque tenía un precio bastante sensato, porque había conquistado tres campeonatos con los Pumas y porque había impresionado a distintos ojeadores en un partido amistoso que España jugó en D.F., aunque esta clase de antecedentes no remediaban la sensación de que Hugo Sánchez era una apuesta exótica. No aclaró las dudas su primera temporada (ocho tantos). Sí lo hicieron las siguientes. Y más que ninguna la última (1985), hasta el extremo de que el impertinente killer azteca se convirtió en el máximo realizador de la liga (19 tantos) y anotó los dos goles con que el Atleti le ganó la Copa al Athletic (2-1), revalidando además su fama de re-
matador al primer toque y de esteta de la chilena en la lógica acrobática de sus instintos. Una fotografía en blanco y negro ilustra la operación del traspaso. Se observa a Ramón Mendoza fumando mientras lo escrutan con la mirada Vicente Calderón y Hugo Sánchez. Media entre ellos unas cañas y un plato de jamón, quizá para aliviar los pormenores pecuniarios. Hugo Sánchez había costado 15 millones de pesetas y se vendía por 250 millones. Podría desprenderse que el Atleti había consumado el mejor traspaso de su historia, pero la maniobra hirió la sensibilidad de la hinchada y produjo un extraordinario beneficio al Real Madrid. Entre otras razones porque el delantero mexicano anotó 154 goles con la camiseta desprovista de rayas, fue cuatro veces pichichi y pulverizó los récords de anotación con los 36 goles de la temporada 89-90. Cuesta trabajo encontrar un caso de despecho en sentido contrario. El poder económico del Madrid tentaba el transfuguismo más de cuanto podría suceder en la dirección contraria. El Madrid reclutó a Solari del Atleti (2000), como había he-
cho antes con el adolescente Raúl (1992), Parra (1989), Paco Llorente (1987), pero hay algunos episodios de «conversión» que sobresalen en las relaciones bilaterales. Los más recientes son los de Jurado (2006) y Reyes (2007), aunque el futbolista más representativo en este sentido, excluida la cesión temporal y providencial de Grosso, es el caso del guardameta gallego Manuel Pazos. Que fichó por el Real Madrid el mismo año que Di Stefano (1953-1954), que fue casi siempre titular en aquella temporada, que ganó la liga y que fue cedido al Hércules a cuenta de unos presuntos problemas de indisciplina. Su temporada en las filas del equipo alicantino sobresalió lo suficiente como para que el Atlético decidiera comprárselo al Madrid. Se trataba de ocupar el puesto vacante de Marcel Domingo, así es que Pazos se atuvo a la responsabilidad durante siete campañas, ilustrativas todas ellas de su agilidad, de su elegancia y de sus episodios estrafalarios. El más pintoresco concierne a una goleada de la Real Sociedad. Tanto desconcertó la actuación
del arquero que los directivos del equipo rojiblanco lo conminaron a revisarse la vista. Literalmente. Había un motivo, o un antecedente. Suponían los médicos del Atleti que la visión de Pazos podría haberse resentido de la lesión que se produjo al chocarse con un futbolista del Celta. Más aún cuando el parte médico de aquel encontronazo destacaba la ruptura de los dos maxilares. Reapareció Pazos contra la Real y los errores se antojaron inexplicables, aunque las conclusiones del oculista descartaban que el distinguido guardameta de Cambados tuviera problemas de vista. De hecho, la goleada de la Real se convirtió en un episodio bastante aislado. Pazos representó una garantía hasta la llegada del portero argentino Madinabeytia y fue la referencia en la retaguardia de un equipo no campeón pero sí competitivo, entre cuyos mayores hitos figuró el subcampeonato de liga de 1958, valedero para disputar la Copa de Europa y para medirse con el Real Madrid en las semifinales, forzándose incluso un encuentro de
desempate que forma parte de los grandes misterios bilaterales. ¿Qué sucedió aquella tarde en Zaragoza? Haciendo acopio de victimismo y de complotismo, podría deducirse que se produjo un sabotaje a la plantilla del Atlético de Madrid. Especialmente por lo llamativo que resultó el desfallecimiento de los jugadores, bastante más jóvenes entonces que los que aportaba el rival merengón en su vetustez y achaques. No solo se agotaron las entradas —viajaron a Zaragoza 25.000 madrileños—. También se agotaron las existencias, como podía leerse en los negocios de refrescos y alimentación que circundaban La Romareda. Existencias, acaso, como el brebaje que el preparador del Atleti administró a los jugadores en el descanso. Calleja y Rivilla estaban entre ellos, aunque ninguno de los dos concede crédito a la versión de una pócima con que pudo intoxicarse el «caldero» en que habían bebido los compañeros. Simplemente resultaba inexplicable el cansancio de los futbolistas. Inofensivos durante el se-
gundo tiempo —excepto por un remate de Peiró— e incapaces de remediar el marcador de la primera mitad: los goles de Di Stefano y Puskas neutralizaron el tanto rojiblanco de Collar. La hipotética conspiración sobrevino en la pausa. La habría organizado el propio entrenador rojiblanco, Ferdinand Daucik, supuestamente porque habían prosperado las conversaciones con el Real Madrid para hacerse con el banquillo a partir de la temporada inmediatamente posterior. Resulta atractiva la leyenda en cuanto probatoria de una rivalidad desleal en las cañerías del vecindario, aunque el orgullo recuperado de los rojiblancos y el final de la condescendencia madridista relativizan la necesidad de encomendarse a la coartada de las fuerzas oscuras. Acaso sea mejor encomendarse a otras alegorías. Como aquella que escenifica el partido que disputaron el Real Madrid y el Atlético en 1998 a beneficio de las víctimas del huracán Mitch. La peculiaridad del acontecimiento consistía en que los merengues incluían a Enrique Ponce en su alineación, mientras que el equipo rojiblanco puso en juego a José Tomás. Entendemos que no puede
hacerse una extrapolación taurómaca demasiado rigurosa de una y otra idiosincrasia, pero es cierto que el poncismo y el tomasismo sobrentendían las diferencias de identidad. Adquiría vuelo la idea de una confrontación ética y estética. Ponce vestido de blanco encarnaba una dimensión apolínea. El torero de la clarividencia y del ranking. El líder de las estadísticas, el triunfador. El matador superdotado cuya galería de trofeos parecía emular a la del Madrid. El número 1. La referencia jerárquica del escalafón en dos décadas. Un diestro regular y constante era y es Ponce. Representaba la competitividad. La garantía del éxito. No necesariamente proporcionaba al aficionado tardes de apasionamiento, pero Ponce, en su virtuosismo técnico y en su ortodoxia, acostumbraba a reconocerse en el espejo obstinado y perseverante de Raúl. Y viceversa, como lo ilustra el capote del diestro valenciano con que el 7 del Madrid gustaba de torear de salón sobre el césped para celebrar los grandes hitos del equipo.
José Tomás era su perfecta antítesis, acaso como el Atleti respecto al Madrid. José Tomás significaba la dimensión dionisiaca. Irregular e imprevisible en muchas de sus faenas, pero auténtico y descarado en todas ellas. José Tomás alojaba en su tauromaquia el inconformismo, la insumisión y la rebeldía. Discrepaba de cualquier posición acomodaticia. En el ruedo y fuera del ruedo. Se torea como se es, recordaba Juan Belmonte, de forma que en la tauromaquia desgarradora del maestro debía de existir alguna vinculación con los colores del equipo. No queremos apropiarnos aquí de un torero de época. Nos preguntamos si José Tomás podría ser de otro equipo diferente al Atlético. Su respuesta se antoja inequívoca al respecto. Y pensamos que la rectitud de su toreo y de su vida, la integridad monumental de su carrera, sobrentiende un esfuerzo eucarístico y otorga simbolismo a la camiseta rojiblanca que se puso en el estadio Santiago Bernabéu con la solemnidad de quien pisa Las Ventas.
De Neptuno a Saturno. Crónica negra del presidencialismo
L
a mitología atlética se arraiga en la devoción a Neptuno. No tanto por una transgresión pagana como porque la plaza que la capital española consagra al dios romano de los mares se erige a unos metros de la Cibeles, deidad fronteriza del madridismo, y permite redundar en la rivalidad con la hinchada merengue en la dialéctica de las celebraciones. Cualquier otra divinidad hubiera valido para retratar las manifestaciones, pero ocurre que Neptuno funciona como instrumento de idiosincrasia. Su propia inestabilidad caracteriza la personalidad rojiblanca, capaz tanto de exteriorizarse, igual que Neptuno, en las tormentas y en las tempestades como de procurarse un oleaje pacífico y tranquilo. Fue concebida la plaza a iniciativa de Carlos III en una estética neoclásica e inaugurada de 1786,
por completo ajena a su papel instrumental. Empezando por la Guerra Civil, cuando el tridente de Neptuno no era tanto un icono del poder como una metáfora del hambre: «Dadme de comer o quitadme el tenedor», podía leerse en un cartel que los madrileños colocaron durante el conflicto a propósito de la inanición. No había previsto esta dimensión simbólica Ventura Rodríguez cuando diseñó la escultura. Ni mucho menos podía imaginar que la plaza de Neptuno concitaría las celebraciones de los hinchas atléticos. Y no «de toda la vida», como podría suponerse en este furor de la contemporaneidad y de la actualidad que sepulta la memoria, sino específicamente desde 1991, cuando el conjunto rojiblanco conquistó la Copa del Rey a expensas del Mallorca (1-0), resultando que la victoria en la misma competición un año después ante el Madrid de la quinta del Buitre consolidó la costumbre. Tiene interés citar a Butragueño porque sus goles ante Dinamarca en el Mundial de México (1986) dieron origen a una movilización ciudada-
na que se arremolinó en la plaza de la Cibeles. No era todavía la fuente un símbolo madridista, pero empezó a desempeñar un papel escénico a partir de ese momento, de tal manera que la oposición de Neptuno funcionaba como antítesis colchonera y como lugar sagrado para las celebraciones. Más aún cuando se produjo el acontecimiento del doblete: nunca como entonces los hinchas rojiblancos habían cercado al dios de los mares. Incluido un obsceno baño del presidente Gil. Obsceno y blasfemo, pues resulta que el alcalde de Marbella no profesaba la menor fe a Neptuno. Él era una criatura saturnal. Era él un epígono y una caricatura de Saturno, por la voracidad, por la endogamia, por la bulimia con que quiso despachar a su propia criatura. Jesús Gil se propuso devorar al Atlético de Madrid. Y estuvo muy cerca de conseguirlo. Mucho. La intervención judicial del equipo y el descenso a segunda división derivado de aquellos traumas y esperpentos demostraban que la identificación entre Jesús Gil y el Atleti, repugnante para muchos aficionados e instrumentalizada a su
arbitrio por el presidente, terminó arrastrando al conjunto rojiblanco al «infierno». Fue el lema frívolo y temerario que escogió el propio Gil en referencia a la pérdida de la categoría, más o menos como si este ingenio dialéctico, relacionado en el subconsciente con el tridente del demonio, eludiera su responsabilidad y el reflujo ácido de su comilona. Se mostraba el patriarca como un perseguido. Y perseguido lo estaba por sus delitos, así es que la acción de los tribunales contra Jesús Gil repercutió necesariamente en la credibilidad y viabilidad del equipo. Si Gil era el Atleti —aceptemos como hipótesis este desvarío del presidente— su desgracia equivalía a la desgracia de la institución. Se explica así el saturnismo del jerarca. Gil había envenenado al Atlético de Madrid y lo había expuesto a la desaparición, planteando o replanteando el esquema de la fatalidad y el antídoto del instinto de supervivencia. El Atleti ha sido un club muy mal gestionado —no aludimos al periodo de Vicente Calderón—, aunque la negli-
gencia de los presidentes no ha conseguido extinguirlo, más o menos como si la providencia opusiera un hálito de vitalidad cada vez que sobrevenían los peligros de defunción. Demuestra muchas veces, demasiadas, la historia del Atlético de Madrid que el enemigo estaba dentro. Merecen el esfuerzo y la regresión analizar la etapa delirante de Alfonso Cabeza entre 1980 y 1982, pero la brevedad de ese periodo adquiere un valor anecdótico frente a la ocupación gilista. Tanto por el sesgo presidencialista del patriarca, 16 años de vampirismo, como por el estrambote que protagoniza su hijo desde 2003. La dinastía Gil lleva un cuarto de siglo detentando, del verbo detentar, la institución rojiblanca, y superando con creces el periodo más longevo y fértil de Vicente Calderón. Ni siquiera la proeza del doblete de 1996 compensa desde la perspectiva histórica el bagaje de la tiranía gilista. El Atleti conquistaba su primera liga en 19 años de historia, pero el baño de Gil en las aguas de Neptuno no era el inicio de su catarsis, sino la metáfora de un náufrago que había desahucia-
do al equipo sirviéndose de él como instrumento de redención y de notoriedad sociales para luego convertirlo en una plataforma política desde la que amparar la corruptela. Hasta el extremo de que las pretensiones de acaudillar las alcaldías de Ceuta y de Melilla, partiendo del plebiscito marbellí, representaron una amenaza intolerable para los poderes del Estado. Gil era el antisistema. Lo había demostrado en el Atlético de Madrid incendiando los estamentos, clamando por la persecución arbitral, denunciando el asedio de la Federación, estigmatizando de manera enfermiza al Real Madrid, incluso trasladando la manía persecutoria a los organismos internacionales. Gil transformaba el Atlético de Madrid en un laboratorio político. Trasladaba a su programa electoral marbellí la demagogia y el populismo. Allí donde habían fracasado los partidos convencionales, aparecía el acrónimo de sus siglas (GIL) no solo como un burdo culto a su propia personalidad. También como una variante estrafalaria de la cosa pública que extrapolaba el experimento
antisistema con que había logrado convertirse en un fenómeno social subordinando a su estrategia el patrimonio del Atlético de Madrid. Pensaba a lo grande Gil. Una vez conquistada la Costa del Sol con la corrupción que luego trascendería y que entonces disimulaba el «milagro urbanístico», el charlatán rojiblanco se proponía como custodio del orgullo español frente al moro. Ceuta y Melilla aguardaban la reconquista del gilismo a los lomos de Imperioso. El peligro de un populista desbocado y el mero riesgo de abrir una crisis diplomática con Marruecos, añadido al expolio del Ayuntamiento de Marbella, representaron el fin de Jesús Gil y pudieron representar el del Atleti, precisamente porque el líder del Grupo Independiente Popular, un Berlusconi en miniatura, utilizó el club como chaleco antibalas, pretendiendo además que los aficionados relacionaran el asedio de los tribunales con una persecución al equipo, de tanto que Gil había jugado al equívoco de la mistificación. Sobrevino entonces una anómala intervención judicial a propósito del «caso Atlético». No se
trataba de analizar la idiosincrasia del equipo, sino de investigar los delitos de estafa y de apropiación indebida, de tal manera que el juez García Castellón ordenó la destitución del consejo de administración y neutralizó los movimientos del presidente (1999). El administrador judicial encargado de gestionar el equipo, Luis Manuel Rubí, acreditó entonces la quiebra técnica y el riesgo inminente de la suspensión de pagos. Para evitarla, se produjo la mediación providencial de una sentencia de la UEFA gracias a la cual se indemnizaba al equipo por el traspaso de Prodan al Glasgow Rangers. Tomaba aire el club con la enésima carambola de buena suerte en la desgracia, pero se resentía de la injerencia judicial. Hasta el extremo de que a Luis Manuel Rubí le pudo el papel de presidente accidental. Debió de creerse que un equipo de fútbol era una tienda de muebles y comenzó a extralimitarse, adoptando medidas no solo financieras, sino deportivas, acaso sintiéndose importante en el cargo, roneando de él.
Fue el contexto en que adquirió vuelo una leyenda negra. La leyenda del sabotaje, es decir, que Jesús Gil habría dado instrucciones a sus hombres de confianza en el vestuario para malograr la trayectoria del equipo en su ausencia y demostrar que el Atlético de Madrid no podía sobrevivir sin las instrucciones de su condotiero. Se trata de una hipótesis más o menos indemostrable, pero le conceden crédito, siempre off the record, algunos de los futbolistas que militaron en aquella versión balompédica de Rebelión a bordo. Puestos a localizar un cabecilla de la revuelta, el consenso de las versiones apunta al liderazgo de Juanma López, aunque sería desmedido atribuir al central rojiblanco la menor voluntad de cooperar premeditadamente en el descenso del equipo. La idea —delirante— consistía en trasladar a la opinión pública la impresión de que Jesús Gil tenía que reaparecer en el despacho para evitar la catástrofe. Ni siquiera es probable que Gil pretendiera llevar tan lejos ese disparatado boicot al Atlético de Madrid. Subestimó el peligro de la caída libre,
más aún cuando sus arreones a las instituciones deportivas y no deportivas colocaron al club en el vacío. Gil transgredió las reglas elementales de la convivencia. Tanta iconoclastia y verborrea precipitaron un castigo ejemplar de la sociedad civil. Incluso desmesurado. Desmesurado quiere decir que medió una distancia sospechosa entre las reclamaciones iniciales de la justicia y las sentencias definitivas. La Fiscalía Anticorrupción, por ejemplo, llegó a pedirle 17 años de prisión por la ingeniería del caso Atlético, atribuyéndole además una ristra de delitos relacionados con la estafa, la apropiación indebida, la falsedad documental y la elaboración de contratos simulados. No estaban claros los límites operativos entre Marbella y el Atlético de Madrid. Empezando por las camisetas. Gil hizo en ellas publicidad de su propio Ayuntamiento, aunque más allá de esta antiestética y obscena instrumentalización importaba a los tribunales la confusión y la opacidad de unas cuentas y otras, sin olvidar las circunstancias anómalas en que se produjo la mutación del club a sociedad anónima deportiva ni el interés
que revestía el presi como pedagogía del escarmiento. Ya fallecido el presidente, el Tribunal Supremo relativizó bastante las penas que la Audiencia Nacional le había impuesto a Gil, dos años de cárcel por un delito de apropiación indebida del que fue absuelto, aunque el TS confirmó el delito de estafa cometido a propósito de cuatro futbolistas llamémoslos inexistentes. Existir, existían Lawal, Maxi, Lima y Djana. Otra cuestión es que hubieran reunido suficientes méritos para terminar fichados en el Atlético de Madrid. Y hacerlo además en una insólita operación multimillonaria. Costaron 2.700 millones de pesetas. Se trataba de una maniobra de blanqueo realizada a brochazos. Y propicia también a la tragicomedia con que Jesús Gil intoxicó la reputación del Atlético de Madrid. El Pupas se convirtió en el tren de la risa, deteriorando esperpento a esperpento la credibilidad de un equipo que había vivido 80 años sin noticias del depredador. El Atlético aparecía continuamente en el centro de los embrollos de su presidente. Toda la comicidad y extravagancia de Gil se trasladaban al
sacrificio del equipo. Arropaban al emperador de pacotilla rapsodas y periodistas, como lo hacían algunos sectores estratégicos de la afición, incluido el Frente Atlético, subestimando en todos los casos la manera en que Gil fagocitaba el club y lo exponía al descrédito de la opinión pública. Nada más pintoresco en este sentido que la desgraciada historia de los cuatro futbolistas fantasmas. Uno de ellos, el brasileño Maxi, llegó a entrenar con la primera plantilla, pero los tres restantes —un nigeriano (Lawal), un senegalés (Lima), un angoleño (Djana)— formaban parte de una especie de abuso colonialista, toda vez que el clan Gil los mantenía en condiciones precarias para hacerles desempeñar un simulacro que consentía manipular las arcas del equipo en la inercia del vodevil. Nadie mejor que Gil para representarlo. De la cárcel vino al Atleti y del Atleti se marchó a la cárcel, imprimiendo a la institución un desprestigio del que todavía no se ha recuperado. La guerra de Gil contra todos despedazó al equipo y lo convirtió en un club gregario, como lo prueba el
periodo de oscuridad que se derivó del descenso y del periodo de adaptación que requirió el Atleti para sobreponerse. Poco importaba haber conseguido el doblete si la penitencia consistía en dos años de incredulidad y de bochorno en segunda división. Gil era el síntoma y el símbolo del milenarismo. El caudillo de una gestión que retiró al Atleti de cualquier atisbo de competencia con el Real Madrid en las 13 temporadas siguientes al regreso: ni una sola vez, ni una, fuimos capaces de derrotarlos hasta que las recetas chamánicas de Simeone y la justicia poética malograron la maldición gilista en el ultraje del Bernabéu. Todo el antimadridismo que profesaba Gil se convirtió en una expiación. Hasta el extremo de que el Atleti dejó de convertirse en una fuerza balompédica de la capital. Más aún cuando la identificación de Gil con el equipo redundaba en el aislamiento de las instituciones. Peor aún: el Atlético de Madrid fue la víctima colateral del escarmiento con que la justicia y los poderes del Estado extirparon a Jesús Gil de la vida política.
Se explica semejante fenómeno porque el equipo fue únicamente para el voraz presidente un vehículo de realización personal. Su carnet de socio tenía apenas seis años de antigüedad cuando se proclamó gran patriarca, pero Gil sabía que el palco del Calderón tanto le proporcionaba una reputación social como le granjeaba contactos, le permitía estrechar la mano del Rey y le abría las puertas a la política. Fue un tipo listo Gil y un hombre poco inteligente, sobre todo por esa connotación «infanticida» que lo identifica con Saturno. Despedazó la cantera, maltrató a los socios con subidas desproporcionadas y arbitrariedades presidencialistas, descabezó a entrenadores y proyectos, concibió fichajes esperpénticos, incluso fomentó una especie de «guerra civil» entre los propios seguidores atléticos: antigilistas contra gilistas, eficazmente entrenados estos últimos con el populismo y la limosna. Gil le resultaba insoportable a los propios emblemas rojiblancos. Empezando por el caso de Arteche, cuya honestidad e integridad lo hacían incompatible con un bocazas y un farfu-
llero, de tal manera que empezaron enfrentándose en el vestuario y terminaron haciéndolo en los tribunales. Le ganó el pleito Arteche a cuenta de una baja impuesta, pero esta clase de compensaciones judiciales no remediaron la incredulidad ni la impotencia de Arteche, quizá el primero que puso en alerta sobre la vampirización gilista. No se merecía una despedida como esa. Menos aún después de haber vestido en 308 ocasiones la camiseta rojiblanca y de haberla sangrado, literalmente. Como escribía Carlos Toro, «Juan Carlos Arteche Gómez era un defensa duro y, además, lo parecía. No es solo que careciera de sutileza a la hora de entrarle al rival, sino que imponía respeto, por no decir que infundía miedo, con aquella estatura fronteriza con el 1,90, aquellas anchuras, aquellas piernazas, aquel bigotazo y aquella nariz de boxeador. »Otros futbolistas igual de bruscos exhiben un estilo más depurado, muestran unas facciones más suaves o poseen unas hechuras no tan aparatosas que los hacen menos visibles a la hora de
ser juzgados por su comportamiento con el adversario». Adversario suyo fue Quique Setién, luego compañero y más tarde amigo. Eran los dos cántabros. Y se conocieron de chavales, aunque Arteche nunca fue realmente un niño. Parecía el padre de todos cuando jugaban a la pelota. Después coincidieron en el Racing. Le impresionó a Setién la nariz rota del «novicio». Más le impresionó la competitividad, el ahínco espartano con que defendía su territorio. En Santander y en el Atleti, aunque el salto a la capital también fue un estímulo para perfeccionarse técnicamente y evolucionar del arquetipo troglodita con que injustamente lo retrataron los clichés de la época. Llegaron a apodarlo como Artechenbauer, desde el cariño y desde la devoción, aunque el propio futbolista hizo un esfuerzo extraordinario para merecerse las comparaciones, fueran o no hiperbólicas. Jugó con la selección. Anotó 18 goles como rojiblanco porque iba muy bien de cabeza. Reunía en su compromiso y en su abnegación
las cualidades de la idiosincrasia atlética. Él sí tenía razones para identificarse. Como los compañeros las tenían para sentirse seguros a su vera —Pereira, Miguel Ángel Ruiz— y como rivales las tenían para temerle, aunque el fondo de nobleza del malogrado futbolista —perdió la vida con 53 años en 2010— convertía a Arteche en un defensor de honor y del honor y en un sujeto incompatible con Jesús Gil. Discreparon desde la llegada del jerarca al club y rompieron las relaciones en la temporada siguiente. «Las peleas entonces las trasladó a los despachos y al juzgado», evoca Setién. «Allí estaba en desventaja. Fue una larga lucha por su dignidad, su salario y su prestigio. Todo quedó a salvo, pero las secuelas le impidieron seguir. El conflicto pasó a la grada, que siempre le defendió. Le consideraron como jugador, le apreciaron por su entrega y le respetaron por su gran rendimiento. Allí pulió muchas aristas de su juego. Templó su coraje y copió a los más dotados». Jesús Gil nunca fue consciente de sus responsabilidades y obligaciones patrimoniales. No ha-
blamos de su imperio inmobiliario, sino de la historia del equipo y de la idiosincrasia. Era un depredador iracundo, como lo prueba el aberrante criterio con que contrataba y despachaba entrenadores. Llegó a fichar a 29 y lo hizo sin el menor criterio. Los hubo filósofos como Menotti y currantes como Briones. Ingleses como Atkinson e italianos como Ranieri. Tipos con personalidad, como Clemente, y sin ella, como Omar Pastoriza. Símbolos rojiblancos como Luis Aragonés y marcianos como Maturana, adquiriendo así forma la provisionalidad de cualquier proyecto que se emprendiera. No diferían las cosas con los fichajes extravagantes de los futbolistas, aunque uno de ellos, Paulo Futre, le permitió ganar las elecciones cuando había quedado vacante la plaza de Vicente Calderón. Fue su amuleto en los comicios de 1987, cuatro años antes de conseguir el primer título —la Copa de 1991— y cinco de producirse la primera gran crisis en la mutación del equipo a sociedad anónima.
Los problemas de viabilidad económica expusieron a la institución no solo a bajar de categoría, sino a descender a segunda división B. Que hubiera representado la desaparición del club y que se remedió con una extraña operación financiera. Jesús Gil reunió los avales bancarios media hora antes de cerrarse el plazo que hubiera condenado al Atleti. Consiguió que el Banesto de Mario Conde asumiera una parte del aval, al que se añadía la hipoteca de la finca gilista de Valdeolivas. Se entiende así el sesgo sentimentaloide que el presidente incorporó a su argumentario para que la hinchada le agradeciera su esfuerzo: «He hipotecado lo que más quiere mi familia», destacó el jerarca, subordinando el papel decisivo que Ramón Mendoza desempeñó para que el Atlético no se hundiera, hasta el extremo de que el presidente del Madrid, consciente de la eficacia que tuvieron sus llamadas telefónicas, se jactaba después de haber redimido a sus rivales: Jesús Gil y el Atlético.
El problema es que a partir de entonces Gil se convirtió literalmente en el propietario del equipo como accionista absoluto y degeneró por idénticas razones en una especie de caudillo de opereta, sobreponiéndose al destino del Atleti y proporcionándole mucha más oscuridad que luz en la mistificación de lo privado, lo público, lo institucional y lo político. Presumía de haber recibido un indulto de Franco en 1969 —fue condenado por el derrumbamiento de un restaurante de su propiedad en Los Ángeles de San Rafael—, pero regresó a la cárcel en 1999 a título conmemorativo —habían pasado tres décadas exactas—, como volvieron a encerrarlo en 2002 a cuenta del saqueo del Ayuntamiento de Marbella. Todavía colea la resaca. Hasta el extremo de que el proceso judicial en curso sobre la corrupción de la localidad malagueña ubicaba a Gil como culpable póstumo, en la medida en que los imputados y los testigos, unas veces con razón y otras para echarle el muerto al muerto, terminaban confiando la responsabilidad embrionaria de
Jesús Gil en la arquitectura de la trama: nadie se atrevía a moverse sin sus instrucciones. Bien lo sabe uno de sus futbolistas de confianza. Tomás Reñones, aguerrido defensor, fue condenado en octubre de 2013 a cuatro años de cárcel y a 320.000 euros de multa por un delito continuado de cohecho pasivo en el Ayuntamiento de Marbella. Había sido capitán rojiblanco entre 1984 y 1996, pero terminó reciclándose como subalterno de la exuberancia gilista en el magma marbellí, llegando luego al extremo de ocupar el puesto de alcalde en funciones cuando se produjo la detención de Marisol Yagüe en 2006 en el fervor continuista de las corruptelas. Gil tenía imaginación para idearlas de todas las clases. Se entiende así que Tomás Reñones, su capitán y su lugarteniente, ideara las suyas por mimetismo. Debió de creerse impune cuando hizo pasar 12.000 euros en concepto de kilometraje. Nada sorprendente si no fuera porque semejante cantidad requería haber recorrido 293.000
kilómetros. Unos cuantos menos de los que harían falta para llegar a la Luna. Gil había inculcado a su gente las artes del tahúr y del trilero. Había despreciado a los aficionados subiendo una y otra vez los precios. Carecía de sentido de la responsabilidad con relación a la identidad cultural e histórica del club. Un buen ejemplo de ese desprecio lo representa el caso de Gárate, cuyos abonos en el estadio se fueron degradando de zona porque los precios empezaban a serle inasumibles. No solo ocurría que la institución se había olvidado de él. Ocurría que Gil consideraba que la historia del Atlético de Madrid empezó con su llegada a la presidencia. Como pudo perfectamente haber terminado con él. En cierto sentido, el pintoresquismo de Gil respondía a una tradición de presidentes negligentes. Ninguno llegó a los extremos destructivos del jinete de Imperioso, pero predominaron indudablemente los directivos de escasa profesionalidad.
Sostiene el historiador atlético Bernardo Salazar que nuestro club fue más romántico que pragmático. Especialmente desde la llegada del profesionalismo (1925), cuando urgía fomentar un negocio y saberlo relacionar con el contexto político y económico. Nos faltaron estrategas y nos sobraron los temerarios. Empezando por la figura embrionaria de Julián Ruete, insólito presidente del Atlético de Madrid entre 1912 y 1921 —con discontinuidad en el cargo— porque su equipo «verdadero» era el Real Madrid. Allí fue jugador durante seis años y quiso ser directivo máximo, de forma que se planteó el reciclaje rojiblanco como una oportunidad para despecharse. Se transformó en un converso y en cierto modo se le puede considerar un antecedente de Jesús Gil. No por su historial delictivo sino por su egocentrismo y extravagancia, amén del aspecto desordenado, del abundante sobrepeso y del sudor que empapaba sus camisas, no digamos cuando sobrevenían los periodos veraniegos. Se le podría definir como el primer presidente «ostentóreo» del Atleti y el primer antecedente de
los manirrotos. Condujo el equipo a la quiebra y tuvo que exponer sus propios negocios. Que no fueron inmobiliarios, sino derivados de una chocolatería, Viuda de Ruete, en cuya trastienda se dirigía el club. O no se dirigía, puesto que el equipo fue víctima de toda clase de arbitrariedades y negligencias. Podrá reconocerse en su favor que madrileñizó el equipo, es decir, que fue capaz de arraigarlo en la ciudad y de sustraerlo a la dependencia del linaje vasco, pero esta clase de méritos se desdibujaron cuando los problemas económicos y de estricta credibilidad —Ruete era un fanfarrón extravagante— lo condujeron a exiliarse en Castellón como entrenador del club levantino y como artífice de un insólito soborno. Sucedió que el Castellón disputaba un partido contra el Atlético de Madrid. Y ocurrió al mismo tiempo que Julián Ruete trató de amañarlo, nada menos que pretendiendo comprar la voluntad del arquero rojiblanco. Trascendió la noticia y trató de negarla el instigador, pero las evidencias se amontonaron para
desdoro del converso. Introduciendo así una especie de tradición atlética, según la cual nuestro equipo no necesitaba enemigos porque ese lugar lo ocuparon de manera recurrente los presidentes y los directivos. En cierto sentido fue el caso de Luciano Urquijo, un arquetipo de patriarca echado para adelante que convirtió el Atleti en una cuestión personal. Tan personal que el equipo terminó siendo suyo. Al menos, hasta que la fertilidad de sus negocios en Argentina se resintió de la resaca que comportó la crisis de 1929. Trató de disimularla Urquijo. Un tipo apuesto, bien plantado, con fama de playboy y de costumbres sofisticadas, aunque la puesta en escena no pudo evitar la decadencia del club. Tan precarias eran las condiciones económicas que el Atlético de Madrid carecía de recursos para desplazarse. Urquijo era la contrafigura de Ruete en cuanto a las maneras, pero coincidía con su predecesor en suscribir el rasgo que tanto ha caracterizado a la clase directiva del Atlético de Madrid: el presidencialismo, muchas veces intoxicado con el cul-
to a la personalidad o desprovisto de un sanedrín que pudiera matizar los excesos de autoridad. Con más razón, la concepción vertical y jerárquica del cargo presidencial adquirió una naturaleza castrense cuando el club lo dirigieron los militares en la época del Atlético de Aviación. Que fue breve. Y que dio lugar, paradójicamente, a un acontecimiento insólito en la época más dura de la dictadura franquista: las elecciones. Ya se habían celebrado unas entre los compromisarios que convirtieron a Césareo Galíndez en presidente (1947), pero las organizadas en 1952 representaron un hito en la España de la posguerra por la novedad que representaba abrir el sufragio a los 12.708 socios del Atlético de Madrid registrados entonces. Se trataba de una expresión democrática en el contexto de una interminable dictadura. De hecho, el proceso electoral le resultó incómodo a las autoridades franquistas por mucho que el rival de Cesáreo Galíndez, Luis Benítez de Lugo, marqués de la Florida, fuera un héroe de la Guerra Civil y un íntimo amigo del propio caudillo.
Dispuso de todos los medios imaginables para movilizarse. Incluido un periódico de color azul, El Mirador, con que se dinamitaba la figura de Galíndez. Y no era sencillo desacreditarlo, puesto que su gestión al frente del club había proporcionado la propiedad del estadio Metropolitano, la conquista de dos títulos de liga, el hallazgo de la delantera de seda —primera versión: Juncosa, Vidal, Silva, Campo y Escudero—, así como los fichajes extraordinarios de Helenio Herrera, Marcel Domingo y Ben Barek. ¿Ben Barek? Su nombre completo era Abd alQadir Larbi Ben Mbarek, pero se hizo necesario recurrir a las abreviaturas, incluso a los apelativos más efectistas. Empezando por la Perla Negra, en alusión al color oscuro de su piel y a la calidad de su juego, anticipándose unos años al alias con que pasaría a la historia el fútbol de Pelé. Estuvo seis años en el Atlético de Madrid. Y lo hizo respondiendo a su estatus de estrella. Tanto por sus méritos reflejados en el Stade Français como porque jugaba con asiduidad en la selección francesa —lo hizo durante 15 años—, toda
vez que Marruecos, su tierra de origen, constituía entonces un protectorado franco-español. Recaló en el Madrid Ben Barek con todo el exotismo que pueda imaginarse, pero las cuestiones superficiales cedieron a su talento goleador. Lo demuestran sus 58 tantos en su trayectoria de mito rojiblanco, más o menos como si el delantero no acusara la veteranía: llegó con 31 años y se marchó con 37, prolongando después unos meses la retirada en Francia para luego reciclarse como entrenador de la selección de Marruecos. Allí se olvidaron de él, como también lo hizo el Atleti. La prueba está en que murió desahuciado (1992) en una paupérrima residencia de Casablanca. Encontraron su cadáver una semana después de su fallecimiento. Se había quedado solo. Y solo había nacido, aunque la orfandad le estimuló a buscarse la vida como carpintero y como futbolista. Se fijaron en él los ojeadores de Casablanca como luego lo hicieron los observadores galos de un encuentro amistoso entre la selección oficiosa de Marruecos y la selección B de Franc-
ia, pretexto de un salto al profesionalismo del Hexágono. Ben Barek deslumbraba por su elegancia y por su poderío físico. Acaso su único «defecto» consistió en haberse equivocado de época. No solo por su anticipación al fútbol moderno en habilidad táctica y en condición física. También porque el impacto que unos años después adquirió la televisión hubiera beneficiado extraordinariamente su carisma y su «belleza dinámica», que diría San Agustín, incompatible con el barro de los estadios precarios. Recordaba su compañero Adrián Escudero que Ben Barek se limitaba a sacar de banda cuando los campos no estaban alfombrados, pero también elogiaba su fútbol hipnótico y el revulsivo que supuso su fichaje para llenar las gradas del Metropolitano. Ben Barek era un acontecimiento y fue un mito, así es que la sordidez de su muerte en el abandono y el anonimato solo tuvo como contrapeso la movilización popular que arropó espontáneamente al cortejo fúnebre cuando los poquísi-
mos allegados del futbolista resolvieron llevarlo a hombros al cementerio de Chouada. Puede reconstruirse la historia de Ben Barek en un documental reparador que realizó el cineasta marroquí Driss Mrini, demostrando que el delantero del Atlético de Madrid podía compararse a Pelé y a Di Stefano en términos balompédicos, y lamentando también el doloroso periodo de decadencia al que la FIFA, tarde y mal, pretendió poner remedio otorgándole casi sarcásticamente a título póstumo la Orden del Mérito. Era Ben Barek un jugador de estética y de versatilidad, virtuoso con las dos piernas, intimidatorio en el área, así es que la presencia del Stade Français en un partido contra el Atleti se convirtió en la oportunidad definitiva para ficharlo a iniciativa del presidente Galíndez y en plena campaña de captación de jugadores internacionales. Los éxitos deportivos que se derivaron de aquella política sobrentendían que no tendría rival en los comicios ante el marqués de la Florida, pero la agresiva campaña del aspirante y los medios de que dispuso favorecieron la sorpresa electoral
en unos términos bastante ajustados: 2.795 obtuvo Benítez de Lugo, 2.488 sumó Galíndez. Sucedió que el equipo cumplía 50 años de historia. Y ocurrió que las promesas electorales del nuevo jerarca, empezando por una ambiciosa renovación de la plantilla, no sobrepasaron la propaganda que pudo leerse en El Mirador. El mirador terminó siendo el presidente en ausencia de medidas concretas. De hecho, reapareció durante su mandato el fantasma de los directivos negligentes. Sobrevino la inestabilidad en el banquillo con el cese de Helenio Herrera y se multiplicaron los malos resultados para hartazgo de la hinchada, resignada a desquitarse del marqués de la Florida con una versión irreverente de «La estudiantina portuguesa». Era la prueba de la fragilidad del marqués, agravada por el enfrentamiento político con la Delegación Nacional de Educación Física, refractaria a la idea de que el Atlético de Madrid organizara una gira latinoamericana en busca de recursos económicos.
Fue entonces cuando se precipitó el cese de Benítez de Lugo (1955) y se inauguró una gestión provisional que daría lugar a la aparición mesiánica de Javier Barroso. Mesiánica y, como tal, contraproducente, entre otras razones porque cometió el error de desarraigar el Atlético de Madrid trasladándolo a la ribera del Manzanares. Se trataba de un lugar bastante inhóspito entonces y de una extraña operación inmobiliaria. Que el Metropolitano se hubiera quedado pequeño y no tuviera soluciones para su ampliación no significa que la evacuación tuviera que producirse tan lejos, a no ser que la nueva ubicación respondiera a intereses desconocidos. Y conocidos ahora, pues resulta que el ministro del Ejército, casualmente hermano de Barroso, había inaugurado junto a las aguas del Manzanares una serie de viviendas al amparo del Patronato de Casas Militares. Estaba claro que la presencia de un equipo puntero y de un estadio moderno convenía a la credibilidad y rentabilidad inmobiliaria de la zona, pero sucedió que los sobrecostes de la obra
derivados de la inestabilidad del terreno agujerearon las cuentas del equipo hasta el extremo de exponerlo a una quiebra. Pudo evitarse, entre otros argumentos, con el traspaso de Peiró al Inter. El problema es que la debilidad de la plantilla en la temporada 63-64 arrastró al equipo a posiciones de descenso. Tanto, que el Atleti pidió al Real Madrid la cesión de Grosso y que un gol del refuerzo merengue contra el Murcia evitó que el club terminara la primera vuelta en el último lugar de la clasificación de la liga. Se explica así la tensión de los hinchas y el desafío de Enrique Collar a la directiva, negándose a jugar y a entrenar porque no se le concedía un aumento de sueldo y porque el Atleti había recurrido al derecho de retención para evitar que el «extremo infernal», concluyente apodo del futbolista sevillano, recalara en la Juventus. Fue Collar un niño prodigio. Lo demuestra la precocidad con que despuntó en el barrio de Argüelles. Tenía 12 años cuando ya había asimilado las virtudes que lo reconocieron después en el ca-
rril izquierdo del Atlético de Madrid, es decir, la velocidad, la visión de juego, la habilidad en los regates y la mentalidad competitiva. La irrupción de Gento en el Real Madrid condicionó sus opciones en la selección española. Llegó a jugar seis partidos. Y fue capitán en un encuentro contra Irlanda del Norte, pero a Collar había que verlo de rojiblanco y en el Metropolitano, suscitando una sugestión y una expectación que redundaban en su fútbol emocionante. Unas y otras cualidades destacaban aún más en la idiosincrasia rojiblanca del contraataque, así es que su identificación con el Atleti le hizo replantearse las tentaciones del Calcio. De otro modo, no hubiera permanecido 19 temporadas en el equipo. Y no 20 porque cuando el club lo consideró amortizado —33 años tenía Collar—, el extremo decidió prolongar su carrera en el Valencia, concretamente hasta marzo de 1970. Ya era entonces presidente del Atlético Vicente Calderón, timonel de un periodo esencialmente fértil. Por lo que fue en sí mismo y porque la comparación con las demás etapas de la historia
le concede aún mayores razones para el entusiasmo. La boyante economía particular sirvió para prevenir al Atleti del deterioro económico al que lo había conducido el «proyecto Barroso». Formaba Calderón parte de la junta directiva en calidad de tercer vicepresidente, aunque su proyección a la máxima jerarquía del club también se explica porque no hubo candidatos dispuestos a disputarle la presidencia. Una prueba inequívoca de la precariedad en que se encontraba el equipo y de las necesidades de un estímulo providencial. Se lo dio Calderón sin que pudiera considerársele un atlético de genética. Había nacido en Torrelavega (Cantabria) y recaló en Madrid a los 19 años para emplearse indistintamente en una zapatería, una droguería, una empresa de construcción, una compañía química y una firma de exportación de frutas. Semejante versatilidad tanto emula la estirpe del self made man como demuestra el ímpetu competitivo de Calderón, así como una inquietud
empresarial que lo condujo a prosperar en un emporio que llegó a reunir hasta 37 sociedades. Incluidos el Banco de Valladolid, el imperio inmobiliario que desarrolló en Gandía con la aparición de la clase media y el «instrumento» lúdico del Atlético de Madrid. Lúdico y estratégico, toda vez que Calderón se convirtió en un pionero de las relaciones económicas y políticas en la inercia de un equipo que se redescubría ganador. Ganador quiere decir que la llegada del empresario cántabro predispuso a la conquista de cuatro ligas, otras cuatro copas, la finalísima de Heysel y la recompensa de la Intercontinental con que el Atlético se convirtió en referencia balompédica planetaria, atrayendo por idénticas razones a futbolistas de renombre. Tanto nacionales (Luis, Irureta, Gárate) como internacionales (Leivinha, Heredia, Pereira). Calderón se atenía a la tradición presidencialista, pero su poder económico y su correspondiente influencia sirvieron de argumento para modernizar el equipo. Y para inaugurar definitivamente el Manzanares (1966), efímera definición
de un estadio concebido íntegramente con localidades de asiento que terminaría adquiriendo el nombre de su presidente sin apenas oposición ni debate entre los socios. Se multiplicaron estos últimos hasta 50.000 al hilo del fervor de las victorias, aunque Calderón el visionario también se percató de la importancia que revestía la multiplicación del fenómeno atlético en las peñas de la geografía española. Se estaba arraigando el equipo de fútbol. Y no solo el equipo de fútbol, pues resulta que el nuevo presidente evocó la naturaleza polideportiva con que había nacido el Athletic de Madrid, razón por la cual multiplicó otras secciones que se convirtieron en hegemónicas, como sucedió inmediatamente con el hockey y con el balonmano. Crecía el Atlético, más aún cuando Vicente Calderón se percató de la importancia que alojaba el mercado sudamericano, introduciendo en este sentido, o reforzando, una de las señas de identidad del equipo en cuanto referencia de la proyección trasatlántica.
Es el Atleti un equipo «americano». El caso contemporáneo de Diego Pablo Simeone lo demuestra tanto como las recientes personalidades de Hugo Sánchez, Agüero, Forlán, Diego Ribas, Falcao, Diego Costa, Godín, Miranda o Filipe Luis, pero la tradición se remonta a la posguerra y adquirió un efecto simbólico con el fichaje extraordinario de Vavá en 1958, precisamente porque recalaba con los galones de campeón del mundo. Fue una incorporación de enorme valor propagandístico a la que sucedió de inmediato (1959) el revulsivo del argentino Jorge Bernardo Griffa, caso extremo de identificación rojiblanca por las diez temporadas de militancia y por su abnegación: «Me olvidé de vivir», proclamaba ya retirado en alusión a su absoluta dedicación colchonera. Calderón se ocupó de fomentarla con otros jugadores de ultramar. Recalaron Becerra, Panadero Díaz, Iselín Santos Ovejero, igual que luego lo hicieron Rubén Ayala y Cacho Heredia, a su vez compañeros de equipo de Leivinha y Pereira. Eran estos últimos no tanto dos jugadores como una pareja indisociable. En el Palmeiras, su club
de origen. Y en el Atleti, su equipo de consagración intercontinental. Fernando Vara del Rey, erudito en asuntos rojiblancos, los identificaba y los identifica con los dioscuros, sobrenombre de la collera mitológica que conformaron Cástor y Pólux a propósito de la complementariedad y de la reciprocidad. Funcionaban como el yin y el yang, la tierra a la que se atornillaban las piernas de Pereira y el cielo en el que Leivinha parecía desenvolverse, con ese juego creativo y estético, prodigando la bicicleta y otorgando al fútbol una velocidad desconocida. Y no es que Pereira fuera un simple mortal, como Cástor, ni un operario. Los cinco años que permaneció en el equipo a la espalda de Leivinha derrocharon tanta seguridad como desenvoltura en el juego y en la salida clarividente del balón. Era un defensor exquisito e imaginativo también. Imaginativo incluso cuando tenía que improvisar situaciones extrafutbolísticas. Desquició al público del Bernabéu a propósito de unos pasos de samba. Y le arrojaron una cerveza, aunque
Pereira aprovechó el lance para recogerla del suelo y bebérsela a la salud de los merengues. Un tipo carismático y simpático era Pereira. Y temible también, como lo demostraba el pavor de los rivales cuando tomaba la decisión de avanzar líneas. O como pudo comprobar el míster Héctor Núñez el día en que lo encaró el jugador brasileño. Fue en la temporada de 1978-1979, concretamente cuando el entrenador rojiblanco recriminó con excesiva vehemencia a Marcial Pina su rendimiento ante la Real Sociedad. Pereira intervino en favor de su compañero y llegó a amotinarse, de forma que Núñez decidió sentarlo en el banquillo durante la segunda parte. El gesto de rebeldía le costó a Pereira 300.000 pesetas y cuatro partidos de castigo, medidas disciplinarias más o menos inevitables que predispusieron su marcha la temporada siguiente para desgracia de los hinchas rojiblancos. Todavía evocan unos y otros la fecha del 28 de septiembre de 1978. Un partido más o menos irrelevante frente al Salamanca si no fuera porque se alinearon juntos por vez primera Pereira y Lei-
vinha como ejemplo embrionario de una conexión prodigiosa. Leivinha anotó tres goles e iluminó el fútbol rojiblanco con novedades estéticas y balompédicas. Un futbolista incluso adelantado a su tiempo, en la electricidad y en la versatilidad, más allá del carisma y del aspecto aristocrático, propicios ambos al apelativo de Príncipe y a la irritación de las defensas rivales. Que fueron aprendiendo a «cazarlo», como sucedió en una entrada brutal que le propinaron en Vigo. La violencia con que lo perseguían, las correspondientes lesiones y una oferta suculenta del São Paulo precipitaron su traspaso al fútbol brasileño, descomponiendo ese pacto fraternal con Pereira, Cástor y Pólux, San Cosme y San Damián, que comportó la fantasía del fútbol brasileño en tiempos de Calderón, arraigando en el equipo a la idiosincrasia de la combatividad y del contraataque una predisposición a la estética que los ha sobrevivido. El Atleti descubrió y disfrutó su filiación carioca no menos evidente que su afinidad a los ju-
gadores argentinos. Destacando la melena y el bigote de Rubén Hugo Ayala, precursor de los futbolistas mediáticos y «titular» de una coreografía balompédica caracterizada por el cuerpo echado hacia delante y los pasos cortos de un bailarín de tip-tap. Por eso lo llamaron el Ratón, aunque esta clase de restricciones fueron una anécdota respecto al poder de sus galopadas por las bandas, que erizaban la emoción de los graderíos y que predisponían su instinto goleador desde que su compatriota Juan Carlos Lorenzo lo puso en el campo para sustituir a Luis Aragonés. Sucedió en un partido contra el Español en Sarriá en la temporada de 1974, camino del Mundial que Ayala iba a disputar con la camiseta albiceleste. Quería prepararse en Europa para el acontecimiento, pero su identificación con el Atlético de Madrid rebasó las estrategias de laboratorio. Ayala se ponía de vez en cuando el 9 de Gárate en la espalda, no tanto como una profanación ni como una blasfemia como por una legitimidad que provenía de sus goles y de la devoción con
que lo mimaban los graderíos en la inercia de una racha victoriosa memorable, hasta el extremo de que un tanto del propio futbolista argentino contra Independiente aseguró la Copa Intercontinental. Tenía su escudero detrás, como Leivinha lo tuvo en Pereira. Y su escudero era Cacho Heredia. Argentino, como él. Originario de San Lorenzo de Almagro, como él. Incluso melenudo, redundando así en un aspecto intimidatorio que recrudecía la fiereza y la competitividad del Atlético de Madrid. La competitividad y las ambiciones internacionales también, toda vez que Vicente Calderón adivinó la dimensión global del fútbol, perseverando en sus pasiones americanas. Que fue el caso rotundo de Rubén Cano y la circunstancia más efímera del guardameta Fillol, así hasta que la tradición de «ida y vuelta» proporcionó la incorporación del uruguayo Polilla da Silva y el fichaje de su último jugador extranjero: el brasileño Alemao recalaba en 1987, pretendiendo evocar los buenos recuerdos que había dejado antaño la magia de Dirceu.
Interesa recordar el año porque fue el último de la presidencia de Calderón. El último de su segundo periodo. El primero (1964-1980) situó al Atlético a la altura del Madrid y del Barcelona, mientras que el siguiente (1982-1987) pretendió remediar sin demasiada fortuna ni ya suficientes recursos financieros ni sociopolíticos el caos que había proporcionado la gerencia delirante de Alfonso Cabeza. Poca cabeza tuvo, en efecto, el estrafalario condotiero del club cuando llegó al poder. Lo hizo en ausencia de contendientes tras la dimisión de Calderón —al presidente le sobrevino el crac del Banco de Valladolid— y siendo el único aspirante que había reunido las firmas necesarias. Puede decirse que las malgastó en el contexto de una gestión destructiva y autodestructiva, especialmente en cuanto concierne a la desvinculación del equipo del hábitat federativo, político e institucional que había construido Vicente Calderón entre la modernización, la diplomacia y hasta las buenas relaciones con el Madrid.
Cabeza acabó con ellas y prorrumpió en una deriva victimista y catastrofista, de tal forma que la beligerancia hacia los árbitros, los cargos deportivos y el poder merengue terminó por repercutir negativamente en la estabilidad y la competitividad del equipo. Pudo haber ganado el Atleti la liga en 1981 gracias al colchón de puntos que había acumulado García Traid en el banquillo, pero terminaron dilapidándose entre la verborrea de Cabeza y los arbitrajes escandalosos. Algunos de ellos formulados como represalia a quien se retrataba a sí mismo como un libertador. A la cruzada conspiranoica del doctor Cabeza le convenían las adversidades y los complots de los despachos. Redundaban en su reputación de revolucionario, naturalmente a costa de exponer el Atlético de Madrid como un instrumento propio de su estrategia mediática y de su campaña de imagen. Tuvo un espacio radiofónico en la cadena SER para exponer su histrionismo igual que comparecía en las tertulias televisivas como animador ne-
cesario, recrudeciendo el síndrome de la persecución que convertía al Atleti en un equipo incómodo y antisistema. Exageraba así Cabeza la aversión al Real Madrid y demostraba, por si hubiera dudas, la tradición rojiblanca respecto a la contumacia de los enemigos interiores. Cabeza lo fue y se convirtió incluso en el precursor del gilismo como arquetipo de un presidente/presidencialista que instrumentalizaba el club y degeneraba en un problema de convivencia. Las hipotéticas persecuciones aparecieron como una mordaza y un castigo ejemplar no directamente al club sino al presidente, de forma que la identificación de Cabeza aumentaba la acción de la represalia. Llegándose al extremo del margüendazo, arbitraje despiadado de Álvarez Margüenda en un partido del Atleti contra el Zaragoza en aguas del Manzanares que terminó con la victoria de los visitantes (1-2) a cuenta de las expulsiones —Marcos, Robi—, las lesiones —Rubén Cano—, los goles anulados —Arteche—, la indulgencia con las entradas violentas del cuadro aragonés y los
penaltis no pitados en acciones de Pedraza y Rubio. Pudieron escucharse aquella tarde los gritos de «Así, así, así gana el Madrid», aunque el Madrid no estaba en el campo y la liga terminó venciéndola la Real Sociedad, pero el doctor Cabeza, forense de profesión y forense en sentido metafórico en la autopsia que le realizó al Atleti, había trasladado a la grada la idea del gran complot. Fue el cebo que inmediatamente utilizó Jesús Gil cuando asumió la tiranía del club, inaugurando el periodo más largo de presidencialismo si consideramos las connotaciones dinásticas derivadas del apellido y prolongadas hoy en la figura de su hijo Miguel Ángel. Se hizo con el control del club a la muerte de su padre y heredó el presidente de circunstancias que había nombrado el patriarca. Aludimos a Enrique Cerezo, vicepresidente de la vieja guardia elevado a la máxima jerarquía en razón de los avatares judiciales de Jesús Gil, aunque no pudo sustraerse él mismo a ellos porque lo condenaron a dos años de cárcel por un delito de apropiación indebida.
Resolvió la Audiencia Nacional en 2003 que Cerezo había adquirido su paquete accionarial de manera anómala, confundiendo su patrimonio personal con el del equipo, aunque la sentencia fue rectificada después en la instancia del Supremo. Y no porque no se hubiera producido el delito en cuestión, sino porque había prescrito cuando la Audiencia se apresuró a investigarlo. La misma sentencia confirmaba a Miguel Ángel Gil un delito de estafa a cuenta del caso de los futbolistas ficticios, de tal manera que la «nueva era» del club rojiblanco comenzaba irónicamente con el liderazgo y la propiedad de un estafador y con una figura presidencial, la de Cerezo, desprovista de autoridad moral para hacerse con las riendas del equipo y provista a cambio de relaciones sociales convenientes. Convenientes quiere decir que el Atlético de Madrid necesitaba sobreponerse al erial en que lo había convertido Jesús Gil, triturando el hábitat balompédico, exponiéndolo a los tribunales y desarraigándolo incluso de los aficionados.
Cerezo no sabe de fútbol ni parece importarle, pero su puesto de hacedor en el microclima madrileño ha propiciado una normalidad institucional. Bien por sus buenas relaciones con la Comunidad y el Ayuntamiento, bien por su reputación entre los empresarios o bien por haber recortado las discrepancias con el Real Madrid. Se diría que a Cerezo le gustaría ser Florentino Pérez. Y no pudiendo serlo aporta habilidad con la prensa y recursos financieros. Casi todos provenientes de su experiencia como productor cinematográfico, aunque el objetivo de fondo del presidente y de Miguel Ángel Gil consiste en adecentar el club para venderlo de manera rentable. Es suyo en cuanto accionistas absolutos, aunque Cerezo tiene un papel más simbólico que ejecutivo respecto al papel de Miguel Ángel Gil, cuyo sentimentalismo y deberes dinásticos parecen orientados a lavar la imagen de su propio padre y demostrar que el Atlético de Madrid puede recuperar una posición hegemónica.
¿La tiene ahora? Parece demostrarlo la victoria de la Copa en el Bernabéu y el hallazgo de Simeone, pero sucede que los éxitos recientes no obedecen tanto a una estrategia concienzuda como al providencialismo y la accidentalidad. Empezando porque el Atlético de Madrid ha sido capaz de conquistar la Europa League en dos años alineando un once inicial completamente distinto. La plantilla con que Quique Flores derrotó al Fulham en 2010 no alojaba un solo futbolista de cuantos puso en juego Simeone para conquistar el título europeo contra el Athletic en 2012. Se trata de un fenómeno insólito e irrepetible debajo del cual se percibe la arbitrariedad del proyecto deportivo. No existe un criterio identificable en este estrambote gilista por mucho que Simeone haya logrado restaurar la personalidad de un equipo ganador. El propio Simeone recaló como un «tiro al aire». Así lo reconocía Miguel Ángel Gil a un grupo de allegados, congratulándose con la fortuna y
con la ilusión mesiánica que había comportado el fichaje inesperado del entrenador argentino. De hecho, su trayectoria todavía podía considerarse preparatoria y titubeante. Había itinerado en la liga argentina —Racing, Estudiantes, River, San Lorenzo— y había conseguido allí un título de apertura y otro de clausura, pero su única experiencia europea se relacionaba con la serie B italiana a bordo del Catania. Fue una apuesta, una visión. Más que un técnico convencional, Gil junior se traía a un chamán, invocando así el eco propiciatorio de los cánticos que habían convertido al jugador número 14 en un artífice del doblete: Ole, ole, ole, Cholo Simeone. Parecía una contrafigura perfecta del entrenador que realmente habían escogido Gil y Cerezo como timonel de la temporada 2010-2011. Se trataba de Gregorio Manzano, un técnico de perfil bajo que había dirigido el banquillo una década antes sin otros hitos perdurables que la convencionalidad y la anorgasmia de la grada. Hubo que alistarlo en el último momento porque el Atleti no tenía entrenador una semana an-
tes de iniciarse las competiciones oficiales. Y no lo tenía porque se había prolongado la enésima incongruencia en las decisiones deportivas. Había dos candidatos: Luis Enrique y Caparrós. Por la misma razón, había dos soluciones incompatibles: el guardiolismo de la estética y el estajanovismo de la comuna, retratándose así de manera elocuente la ausencia de una hoja de ruta sensata y de los requisitos específicos de la plantilla. Quiere decirse que a la dirección bicéfala tanto le valía una idea de fútbol como la contraria. Y que terminó escogiéndose ni un camino ni el otro, proporcionando a la incrédula hinchada una versión 2.0 de Manzano irritante en su costumbrismo y en su pedagogía, pero más irritante aún en el anacronismo de su concepción futbolística, como pudo acreditarse en la traumática visita al Nou Camp (5-0). Fue el escarmiento que puso en alerta la necesidad de encontrar un revulsivo. Y el revulsivo consistió en Simeone, aunque la proeza del entrenador argentino, en lo futbolístico y en lo psico-
lógico, encubre sin pretenderlo él mismo la negligencia que ha caracterizado el gilismo después de Gil en una década de sumisión al Madrid, de apreturas económicas y de vaivenes en el banquillo. Impagable en este último sentido la celeridad con que Enrique Cerezo se apresuró a llamar por teléfono a los periodistas de confianza para anunciar el sucesor del vasco Aguirre en el banquillo rojiblanco en febrero de 2009: Resines. Pensó el presidente que sería suficiente esa especie de vocativo. En realidad, se refería a Abel Resino, ex guardameta del Atleti reciclado como entrenador, pero la alusión a Resines aportaba al mismo tiempo un toque costumbrista y una evidencia de amateurismo. Se diría que habíamos fichado a Antonio Resines. O sea, el actor, suscitando así una síntesis memorable entre el negocio cinematográfico de Cerezo y su cargo de presidente del Atlético de Madrid: Resines. Más aún cuando la personalidad afable y costumbrista de Resines el actor parece simpatizar con el arquetipo del personaje atlético. Un Pupas antropológi-
co y cultural, razones ambas que debieron de incitar a Cerezo al desliz que cometió con el apellido de Resino. Estas son las manos en las que se encuentra el equipo. La ventaja del Atleti es que ha desarrollado un instinto de supervivencia para sobreponerse a la naturaleza saturnal y endogámica de la casta directiva. Ha tenido a su favor una buena estrella, como lo demuestra en la edad contemporánea la insólita capacidad para reaccionar a los traspasos de los futbolistas que despuntan. Cerezo vendió a Torres como luego hizo con Agüero y con Forlán. Y como más tarde sucedió con Falcao, pero ocurre que esta tendencia al desmantelamiento origina después una fuerza regeneradora, colocando en el primer plano a futbolistas más o menos desahuciados o errantes. El ejemplo más reciente es el de Diego Costa, icono del cholismo y «fichaje» de Vicente del Bosque para la selección, aunque la pujanza del delantero hispano-brasileño ha empezado a familiarizarnos con la eventualidad de un traspaso millonario, pensando Gil y Cerezo que podrá sustituirlo
cualquier otro delantero milagroso en el contexto de una lógica que lógica no tiene. Como no la tiene tampoco la maniobra de desarraigo que implica la demolición del Calderón y el traslado al estadio de la Peineta. Si fue un error la evacuación del Metropolitano al Manzanares, otro se antoja desvincular a la hinchada y al equipo del escenario en que se ha forjado la idiosincrasia rojiblanca en el último medio siglo de historia, fuera en los años hegemónicos de Calderón o fuera cuando se prolongó dos temporadas el trauma del exilio balompédico en la segunda división. Nos vamos del campo, o nos evacuan, así es que el traslado sobrentiende un cambio de himno, o de la letra del himno. No nos iremos al Manzanares, ni al estadio Vicente Calderón, como reza la segunda estrofa. Recalaremos en la Peineta, cuya acepción semántica más obscena puede interpretarse como un sarcasmo de nuestra propia historia o como un saludo a nuestros vecinos de la Castellana.
Y no se trata de oponer la nostalgia ni de recrearse en el Paseo de los Melancólicos, ni de invocar ese Gólgota en que a veces se convierte la pesadumbre del regreso a casa, subiendo hacia la Puerta de Toledo como quien asciende al Tourmalet, sino de significar la importancia que reviste el hábitat, el ecosistema de un equipo de fútbol, con más razón cuando la operación urbanística en juego deriva el Atlético a una zona periférica y desangelada donde el club será artificialmente implantado. Quiere decirse que jugaremos fuera de casa durante muchos años aunque seamos el equipo local. Y que será difícil familiarizarse con el nuevo emplazamiento, aunque a nuestros pulmones les convenga preservarnos de la humedad del Manzanares y a nuestros hijos les resulte más cómodo un estadio moderno, sin corrientes de aire ni los coches de la M30 recorriendo en paralelo la banda izquierda del estadio. Es una operación definitiva. Gil y Cerezo han llegado a un acuerdo con el Ayuntamiento de Madrid y con la empresa constructora FCC que im-
plica permuta de terrenos y las reformas obligatorias de un estadio concebido originalmente con las ambiciones de albergar los hitos de la Olimpiada de 2020. Confirmado el fracaso de la candidatura —una ventaja, porque la pista olímpica hubiera alejado escandalosamente el calor de las gradas—, el estadio de la Peineta tendrá la ocasión de justificarse como templo rojiblanco, pero es cierto que el escepticismo que suscita el proyecto va demorando el proceso de la mudanza, tanto como lo hacen las obras en una especie de resistencia telúrica al traslado de residencia. Tendría que haberse producido en 2011 y no parece probable que ocurra antes de 2016. Será entonces cuando Gil Marín asumirá el compromiso de la demolición del Calderón. A cuenta de las arcas del club, desembolsándose cinco millones de euros para la última expresión y alegoría del mito de Saturno: la destrucción de nuestro propio estadio por nosotros mismos y con nuestro propio dinero.
Y usted no pise ese escudo: Apología de Luis Aragonés
F
ue un partido de la repesca. España jugaba contra Eslovaquia en la emergencia de clasificarse para el Mundial de Alemania de 2006. Y lo hacía en el Vicente Calderón, de forma que Luis Aragonés regresaba a casa, con el uniforme de la selección nacional y lejos de sospechar entonces que los apuros contradijeron la brillantez futbolística que abrió el camino hacia el título continental apenas dos años más tarde en Viena. Fue un partido de repesca, decíamos. Así es que la tensión explícita del encuentro provocó inevitables encontronazos entre Luis Aragonés y el cuarto árbitro. Que era italiano y que debió de sentirse bastante intimidado cuando el míster le reprochó el ultraje que estaba combinando: «Y usted no pise ese escudo».
Se refería al escudo del Club Atlético de Madrid arraigado al césped en la salida del túnel de vestuarios. Recriminaba el cuarto árbitro a Luis que estuviera sobrepasando la cal del acceso al campo, pero Aragonés entendió que la verdadera blasfemia la estaba cometiendo el asistente, como quien pisotea la tumba del Cid. «Y usted no pise ese escudo» podría ser el eslogan del Atlético de Madrid. Por la autoridad moral de Aragonés y por todas las connotaciones que se le pueden atribuir al aforismo, especialmente como trasunto del inconformismo, de la rebeldía, también del orgullo. «Y usted no pise ese escudo» significaba la educación de Luis, aunque se arrancó como un miura al caballo en el trance iconoclasta. Chulesco y castizo, Aragonés intimidó al cuarto árbitro como un cardenal a un monaguillo. «Y usted no pise ese escudo», decía Luis, como podría haber dicho usted no pise mi alma ni la de mi gente. Usted no sabe lo que está haciendo. Usted está mancillando mi honor, lo está vilipendiando. Usted, siempre usted, tenga un poco de
respeto. Se supone que Luis estaba concentrado en las responsabilidades de la selección —así sucedió cuando sobrevino un elocuente 5-1—, pero lo sugestionaba el hábitat atlético. Por el estadio. Por el banquillo. Y por el escudo que él mismo llevó cosido en la camiseta —y no solo en la camiseta— durante una década (1964-1974), antes de regresar al equipo como entrenador. Lo hizo para conseguir un título de liga (1977), para conquistar tres copas en periodos históricos diferentes (1976, 1985, 1992) y para rescatar al equipo de la segunda división (2002) en la mayor desgracia contemporánea del equipo. Las evidencias estadísticas, tanto como las sentimentales, sobrentienden que Luis Aragonés es la personalidad de la historia atlética en que se contienen la idiosincrasia, los vaivenes, los desencantos y los mayores éxitos, despojándose además de cualquier connotación masoquista. De otro modo, nunca habría proclamado ese aforismo que ha hecho fortuna en su repertorio y que puede cotejarse con los hitos de su propio historial:
«Y ganar, y ganar y volver a ganar, y ganar y ganar, eso es el fútbol, señores». Luis Aragonés ha sido un ganador al que la providencia también ha recompensado. Fue cinco minutos campeón de Europa merced al gol de falta que anotó al Bayern de Múnich en la final de 1974, pero lo es eternamente gracias a la experiencia kármica con que alzó la Eurocopa de Viena. Más henchido cuando los rivales eran la selección de Alemania y cuando el gol de la victoria fue mérito de Fernando Torres. Otro atlético que hubiera reaccionado como Luis de producirse un ultraje como el de aquel cuarto árbitro. Era italiano el asistente. Eran italianos nuestros rivales en cuartos de final en la Eurocopa del cambio. Por eso llegamos a cuartos de final. Por la misma razón pensábamos que nos iban a eliminar. Más aún cuando se repetía la tradición de los penaltis. O cuando Luis sorprendió hasta a sus rapsodas, haciendo un par de cambios insólitos antes de terminarse la prórroga. Retiró del campo a Xavi e Iniesta, originando un efímero debate radiofónico que se malogró en cuanto la selec-
ción española eliminó a la squadra azzurra desde la pena máxima. Aragonés había acertado, acaso rememorando el desenlace de una arenga que repercutió extraordinariamente en la moral de sus muchachos: «Si no gano la Eurocopa con este equipo es que soy una mierda». No era un farol, por mucho que Aragonés hubiera sido un maestro del farol en las timbas clandestinas y en los trasnoches accidentados. Jugaba a todo. Jugaba hasta a los chinos. Y solía ganar, ganar y ganar, de forma que se jactaba de haberlo derrotado, precisamente a los chinos, un banderillero fetén, el Gitano Rubio, cuyos titubeos en los ruedos tuvieron como contrapeso el orgullo de una proeza insólita: «Yo gané a Luis a los chinos». Y Luis ganó a los italianos, obrando entonces no solo un cambio de mentalidad en la plantilla y en la opinión pública respecto al arraigadísimo derrotismo, sino demostrando una insólita capacidad de adaptación al rumbo y a las necesidades del fútbol. Con más razón cuando el «calcio» predominante del físico y la especulación podía per-
fectamente desmantelarse con la alineación de los siete enanitos. Nos hemos familiarizado con ellos, fisonómica y conceptualmente con los éxitos que protagonizaron luego Guardiola y Del Bosque, pero no se explica la revolución del fútbol español sin la visión originaria de Luis Aragonés: el principio del principio. Que no solo consistió en la venganza de Alemania y en la recompensa al claroscuro de su propia carrera de entrenador, sino en desquitarnos del trauma recurrente de los cuartos de final, muchas veces contra Italia. Demasiadas veces. Y siempre con idéntico desenlace. Se comprenden así mejor las palabras que le dedicó Guardiola en el luto por su muerte, el 1 de febrero de 2014. Hablaba desde Múnich el entrenador del Bayern como quien identifica el impulso originario de un pionero, de un patriarca: «¡Aragonés hizo posible lo imposible! Cambió la mentalidad de un país, con apenas cambiar la de una generación. Logró que la nación entera se creyera que no solo podía ganar, sino que debía ha-
cerlo y no conformarse con ello, sino todo lo contrario e ir por más». Y por más fuimos. De hecho, las victorias que se sucedieron con la llegada de Vicente del Bosque, primero el Mundial, el primer Mundial (2010), y más tarde la Eurocopa (2012), se atuvieron a la herencia de Aragonés, tanto en el plano futbolístico como en la transformación de la mentalidad. España ganaba con los pies y con la cabeza, así es que los obituarios que se multiplicaron a la muerte de Luis coincidían en otorgarle el papel de inductor necesario en la hegemonía de la selección. Igual que había hecho con el Atlético de Madrid entre el fútbol visionario y la supervivencia: cambiaba el fútbol y Luis Aragonés se adaptaba, cuando no sucedía exactamente al revés. «Luis ha sido un entrenador que ha pasado por varias épocas y se ha sabido adaptar, cambiar a lo que el fútbol o las plantillas le exigían», explicaba el rojiblanco Javier Irureta. «En el Atlético se crio en el contraataque, una clave que dominaba, que había aprendido con Marcel Domingo y que interpretaba a la perfección. Hizo campeón al At-
lético a los dos años, aunque yo ya me había marchado, pero también volvió a ganar copas con un equipo de contra liderado por Futre muchos años después. En cambio, cuando se hizo cargo de la selección, se dio cuenta de que debía encontrar otras claves, adaptarse a otro tipo de juego para ser competitivo, y optó por la posesión a partir de las características de jugadores como Xavi Hernández, Iniesta o Silva. Eso demuestra que jamás se quedó obsoleto pese a tener una carrera tan dilatada. Habla muy bien de su inteligencia, porque, como entrenador, puedo decir que sobrevivir a los cambios del fútbol no es nada fácil». El fútbol, señores, consiste en ganar, por eso Aragonés presenta y representa un expediente impecable como abanderado de la institución rojiblanca. Empezando por sus hitos individuales. Ningún otro futbolista ha marcado tantos goles como él (182) en la historia del equipo. Es verdad que Adelardo, Tomás, Collar, Isacio Calleja y Arteche le superan en número de encuentros jugados —Luis se alineó en 370—, pero luego sobre-
vino la faceta de entrenador, sobreponiéndose a la de futbolista. Tuvo que presentar su carnet para sustituir en el cargo a Juan Carlos Lorenzo. Se improvisó la decisión gracias a la clarividencia de Vicente Calderón y a la «temeridad» del propio delantero, aunque existían garantías para llevar a término la apuesta. Aragonés no era un simple rematador ni un depredador del área. Jugaba al fútbol con claridad y criterio organizativo. En cierto modo, ya era un entrenador cuando figuraba sobre el campo. Por su carisma y por su personalidad. Y por la inspiración con que leía los partidos, de forma que Calderón no tuvo dudas respecto a la idoneidad del relevo. Ni las tuvo él, o fueron muy pocas. «Me llamaron el mismo día en que decidieron prescindir de Lorenzo. Un lunes, a las 8.30 de la tarde. Me propusieron el cargo y dije que sí. No lo pensé», recordaba Luis Aragonés transcurridos 40 años de la temeridad.
Se convocó una rueda de prensa. Agradeció Luis la confianza del presidente. Pidió a los jugadores «colaboración, respeto, entereza». Prometió llevar al Atleti al lugar que le correspondía, como hizo conquistando el título de liga en 1977. «Les pido a los aficionados que se pongan en mi lugar». En su lugar se pusieron, como hizo el míster en reciprocidad cuando se produjo el trauma del descenso a segunda división (2001). Luis Aragonés estuvo con el equipo en un periodo de gloria y se responsabilizó de él cuando estaba desahuciado, mimetizándose con la idiosincrasia del Atleti en esa dinámica pendular: del todo a la nada. La nada fue perder la categoría y el todo consistió en recuperarla. Así es que Luis Aragonés custodiaba su equipo y entretejía su vida con la del club, como si fueran inseparables y como si los años lo hubieran convertido en una figura patriarcal. El todo y la nada era Luis. El imponente condotiero sobre la cal y el ermitaño en la cueva, pues ocurría de vez en cuando que se ocultaba en
la profundidad del banquillo, como el oso que hiberna y que no asoma hasta que el calor lo despierta. Y entonces los aficionados se preguntaban dónde estaba Aragonés. Y sucedía que el Atleti iba perdiendo y que el míster se escondía en la gruta, trasladando a sus jugadores un desamparo y un desasosiego que redundaban en el pesimismo general. Luis el oscuro convivía con Luis el lúcido. Y entonces no había quien evacuara al entrenador de la línea de banda, muchas veces sobrepasándola, queriendo demostrar que podía haber jugado hasta los 60 años, como dijo en cierta ocasión a sus jugadores para inscribir la bravuconada en su manual de aforismos. Que fueron muchos: «He tenido salidas de tono sobre todo cuando tengo la razón». «Los futbolistas son como actores de cine, quieren que les aplaudan».
«Lo más agradable es dedicarme a esta profesión. Solo con pisar un campo me encandila el olor a hierba». «Yo creo que un entrenador de fútbol debe ir en chándal a los partidos». «No, no, no, no... ¡¡No, no, que no, que no, que no, que no!!». «Dígale de mi parte a ese negro que usted es mejor que él», hablando con Reyes en relación con Henry. «Míreme a los ojitos», en un rifirrafe con Romario. «Máteme usted pero no me mienta». «Yo con Raúl no me he bajado los pantalones». «Digo más veces vete a tomar por culo que buenos días». «Dios no se mete en estas cosas, es justísimo. No va con España ni con nadie, aunque, bueno, Rusia es atea». «Al Rey lo conozco de cuando era Príncipe y tengo una anécdota con él. Una vez me entregó la medalla de oro deportiva y yo le dije: Rey, ¿no sería mejor que nos diera un poco de dinero men-
sualmente? Y cada vez que le veo le pregunto: ¿cómo va lo nuestro? Y me responde: lo nuestro va bien pero sigue como está». «Aquí el más tonto hace relojes de madera. Y funcionan». «Al linier hay que llamarle por su nombre, yo me sé los nombres de todos los linieres». «Sé lo que siente un jugador que escucha el himno. El futbolista es como un actor, quiere salir, hacer tres goles y que la afición le aclame». «Cogí una selección, intento dejar un equipo». «Si el Atlético es el Pupas, el resto, ¿qué son, el costras?». Era esta última una reflexión muy interesante porque contradecía el victimismo, el catastrofismo y el fatalismo que habían intoxicado la identidad rojiblanca. Su propio historial lo demostraba, pero los bandazos que proporcionó el gilismo sirvieron de pretexto a un malentendido que parecía regodearse en la adversidad del destino y que exageraba hasta extremos patológicos la aversión al Real Madrid.
Años de servicio habían sido casi 31 en el Atleti. Once como futbolista, prácticamente veinte como entrenador. Y esa longevidad, administrada en periodos diferentes de la historia, solo se explica desde la identificación con los valores de inconformismo y de rebeldía a las hegemonías establecidas. Y con el gen de la victoria, por mucho que los obstáculos para abrirse camino pusieran a prueba su paciencia. Sostenía Luis que el Atlético era «prácticamente su vida». Y «quizá lo más importante» que le había ocurrido en el fútbol. Se entiende el adverbio, prácticamente, como se comprende el matiz del «quizá». No porque pueda cuestionarse la lealtad del icono, sino porque su carrera no comportó una exclusividad. De hecho, existe una corriente «revisionista» que entresaca de su historial la forja madridista de Luis Aragonés. Sería nuestro patriarca una especie de impostor, toda vez que su verdadero club de origen fue el Real Madrid, aunque las dudas respecto a la idoneidad en el primer equipo lo relegaron al de jóvenes promesas.
Que era el Plus Ultra y que fue el modesto trampolín que dio origen a una trayectoria itinerante. Luis Aragonés terminaría mutando en atlético a los 26 añazos, pero no se había dado cuenta ni era consciente de su destino. No se le puede considerar un caso de genética rojiblanco, sino el ejemplo de un «atletismo» adquirido, que requirió bastantes años antes de revelarse con absoluta corpulencia. Por eso militó en el Huelva, en el Hércules y en el Oviedo. Por la misma razón recaló en el Betis, aunque ni siquiera los méritos apuntados en el conjunto sevillano —tres temporadas, 82 partidos, 33 goles— justificaron que el Real Madrid decidiera reincorporarlo a la casa grande. Prevaleció el criterio técnico sobre la opinión de Santiago Bernabéu, así es que esa naturaleza madridista que forma parte de la trayectoria de Luis y esos años de profesional nómada en el fútbol profesional —cuatro temporadas— se interpretan desde el fundamentalismo atlético como un pecado original indeleble.
Aragonés no sería un rojiblanco puro. Sería un converso que pintó la camisa de rayas rojas —colores de guerra— como una actitud de despecho hacia el Real Madrid que lo había degradado. Se vengaría de él restregándole los títulos de liga y de copa, algunos de ellos resueltos en el Bernabéu. Incluso lo haría negándose a entrenar al Real Madrid, cuando Ramón Mendoza sopesó la posibilidad de reclutarlo. Difieren las versiones al respecto. El periodista Alfonso Azuara, caso insólito de independencia y rigor, sostiene que hubo hasta tres acercamientos del Madrid a Luis. Incluida una oferta que le hizo directamente Mendoza citándose con el icono atlético en la Casa de Campo, a bordo de un coche, como si fuera un acto clandestino. La hagiografía de Aragonés requiere un rechazo categórico del ofrecimiento. Y en esta misma lógica hagiográfica, la victoria de Luis consistía en que el equipo que lo descartó acudiera a cortejarlo. Y más aún consistía en decirle que no a Mendoza. Que no, que no, que no, por mucho que su ADN le incitara a una reconciliación.
Pudo haber sucedido así. Como pudo haber ocurrido que la posibilidad de ficharlo no llegara a formalizarse. Y que Luis no hubiera tenido problemas en instalarse en el banquillo del Bernabéu, apelando a la profesionalidad y a sus ambiciones. Aragonés no opuso inconvenientes en asumir la dirección del Barça en un periodo de inestabilidad marcado por la victoria en la Copa y por el motín del Hesperia. La Copa se la ganó Luis a la Real Sociedad en el Bernabéu (1988), mientras que el motín urdido en el hotel Hesperia le sorprendió en un fuego cruzado. Los jugadores, menos tres, se rebelaron al presidente Núñez por las retenciones fiscales de los derechos de imagen. Obtuvieron la solidaridad explícita del entrenador. Y el entrenador fue represaliado sin lugar a la renovación del contrato, aunque no puede decirse que Núñez se equivocara con el cambio de rumbo: llegaba al banquillo blaugrana Johan Cruyff. Aragonés lo había ocupado solo unos meses. Acudió en sustitución de Terry Venables en una hemorragia de malos resultados. Enderezó el eq-
uipo, pero sus problemas depresivos reaparecieron. Tanto, que Luis hubo de abdicar unas jornadas en el segundo entrenador, Carles Rexach, con tiempo de enfrentarse al Atlético de Madrid en un ambiente de incredulidad para los rojiblancos: Aragonés era el enemigo. Después sobrevendrían muchos otros clubes —Valencia, Mallorca, Oviedo, Español, Deportivo, Fenerbahce—, como antes había sucedido con el Betis, pero la experiencia con el conjunto sevillano se entendió con mayor indulgencia porque Aragonés había jugado con los verdiblancos. Costaba más trabajo tolerarlo en el Camp Nou, motivo por el cual los puristas del Atleti sospecharon no exactamente que se tratara de un traidor —sería un disparate a la luz de las evidencias—, pero sí una personalidad discutible respecto a los honores de convertirse en el abanderado de la historia y de la personalidad rojiblancas. En rigor, convenían, sería Adelardo el ejemplo totémico y absoluto. Porque no conoció otro equipo en primera división que no fuera el Atlético de Madrid. Y porque militó 17 años con la camiseta colchonera, ajeno por completo a las tentac-
iones de los traspasos y reivindicando una especie de arquetipo incuestionable. ¿Cuál sería? De acuerdo con José Antonio Martín, Petón, ex futbolista, atlético incluso antes de haber nacido, comentarista deportivo y representante de jugadores, Adelardo reproduciría el espejo idóneo porque su fútbol reunía suficiente solvencia técnica, una concepción dinámica del juego, una definición elevada del ritmo y una actitud sin desmayo. Formaría parte de los futbolistas de fe, aquellos a quienes ilumina una especie de fuerza evanescente. Obedecía Adelardo al arquetipo de un jugador con personalidad y carisma. Un titular indiscutible fuera quien fuera el entrenador y un personaje que necesitaba el hábitat del campo para manifestar todas esas cualidades de garra y de compromiso. No sucedía igual en la vida ordinaria. Los allegados a Adelardo lo relacionan con una personalidad más o menos pusilánime, de forma que el fútbol se convertía en un espacio recurrente de transformación. Desde el primer día, toda vez que
su debut en el Atlético a los 19 años coincidió igualmente con su primer gol. Se jubiló con 37 años, asumiendo una consigna o una profecía paternas. No puso obstáculos a que el chaval se marchara de Badajoz cuando Ferdinand Daucik lo vio jugar en un amistoso del Badajoz, pero le dijo que echara raíces y que abjurara del papel de «transeúnte», vagando de equipo en equipo como un mercenario. Nadie ha jugado tantos partidos como él —401 de liga, casi 600 oficiales— ni nadie lo hará probablemente nunca. Tampoco es sencillo que ningún futbolista del Atleti pueda emularlo en el recuento de trofeos. Debe de sonarle a Adelardo sarcástico el apelativo del Pupas cuando él mismo participó en la conquista de tres ligas, cinco copas, una Intercontinental y una Recopa de Europa. Se añade a todos ellos el blasón del título continental de 1964, pues Adelardo formaba parte de la plantilla de la selección. Igual que Isacio Calleja y Rivilla, ambos atléticos, ambos defensas y ambos titulares en el partido que España disputó
contra la Unión Soviética en el estadio Santiago Bernabéu y que decidió Marcelino. Adelardo representaría —representa— la lealtad. Deportiva y hasta familiarmente. Contrajo matrimonio incluso con la hija del presidente Calderón. Incorporaba así a su ejecutoria una especie de linaje sagrado, aunque la memoria de quienes lo vieron destacan las cualidades absolutas de la entrega y del compromiso. Tanto en su época de jugador con vocación ofensiva como cuando fue reciclado en dique defensivo, haciéndose acreedor en todos los casos del apelativo de Motor, un apodo que adquirió fortuna gracias a una crónica del periodista Cronos en las páginas de Marca y que relacionaba la carburación del equipo con la carburación de Adelardo. El mismo periódico elogió la impronta de Adelardo en la final de Recopa contra el Tottenham y concedió expresiones heroicas a la proeza de haber jugado en Glasgow con la nariz partida. Era la semifinal de la Copa de Europa, antecedente de la decepción que supuso la derrota en la finalísima de Heysel, aunque Adelardo pudo
resarcirse unos meses después como capitán alzando el trofeo de la Intercontinental. Luis Aragonés entrenaba entonces a los rojiblancos, como luego entrenó a una decena de equipos. Algunos de ellos rivales históricos del Atlético de Madrid, ya lo hemos visto, y otros que, no siéndolo, dañaron los intereses del equipo colchonero. Costaba trabajo verlo en el banquillo rival del Calderón, arengando al equipo visitante, incluida aquella visita del Valencia que pudo costarle al Atleti el título de liga de 1996. Aragonés era el rival, como lo fue en el trauma del descenso. Se produjo en el estadio del Oviedo con Luis en el banquillo del equipo asturiano. Parecía desahuciado el Atleti con el 2-0, pero se produjo una reacción en los últimos 20 minutos. Primero con un gol de Capdevila. Después con otro de Hasselbaink en el 76, pretexto de un asedio angustioso que encontró el premio de un penalti a falta de cuatro minutos. Lo tiraba el propio delantero holandés. Meterlo significaba salvar la categoría. Fallarlo significaba perderla. Luis escrutaba el desenlace en el
banquillo enemigo, inquieto porque cualquier resultado de la extrema jugada iba a perjudicarle. O perdía el Oviedo o perdía su equipo, de forma que el error de Hasselbaink le impidió cualquier atisbo de satisfacción. Consoló a los futbolistas rojiblancos, pero el gesto solidario no convenció a quienes relacionan el papel accidental de Luis con la bajada a segunda. Semejantes distorsiones, sustraídas a una temporada errática y al fallo concreto de Hasselbaink, armarían la teoría ortodoxa según la cual Luis perjudicó al Atleti. Igual lo hizo con criterios de extrema y extremista pureza, pero se antoja desproporcionado y selectivo desvincular a Aragonés del principio de lealtad. De otro modo, el contrato que le unió al Mallorca con el interés añadido de jugar la UEFA no hubiera incluido una cláusula específica que lo autorizaba a fichar por el Atlético de Madrid. Aceptó el club balear porque el equipo madrileño había descendido a segunda división, de forma que les resultaba impensable, incomprensible que el entrenador se aviniera a bajar de categoría.
Y lo hizo, curiosamente como un repunte de su carrera de entrenador. No fue sencilla su temporada de regreso en el Betis (97-98) ni su periodo inmediatamente posterior en el Oviedo (98-99), aunque en ambos casos llamaba la atención que Aragonés hubiera terminado entrenando los equipos en los que había jugado. El problema es que el valor sentimental no se acompañaba de las satisfacciones deportivas y profesionales. Luis Aragonés encontró una motivación extraordinaria en rescatar al equipo del infierno. Así fue descrito el trauma del descenso, pero la experiencia adquirió una insólita correspondencia: no estaba claro si Luis había salvado al Atlético o si el Atlético había salvado a Luis. Era una alegoría de la identificación. Aragonés recuperaba sus galones cuando muchos colegas y periodistas lo creían desahuciado. Necesitaron el Atleti y el míster purgarse. Purgarse a la vez para regresar a la máxima categoría. Desquitarse del papel accidental de verdugo que desempeñó en el estadio del Oviedo. Emular a Orfeo en su bajada al mundo de ultratumba para re-
animar al equipo del letargo, ilustrada la resurrección en aquel anuncio televisivo en que el Mono Burgos surgía de ultratumba. Aparecía el guardameta abriendo una alcantarilla en la Gran Vía: «Hemos vuelto». Habíamos vuelto o Luis nos había traído. O habíamos rescatado a Luis. Tan grande es la reciprocidad entre el equipo y el entrenador que cuesta trabajo atribuir a cualquiera de ellos mayor beneficio o ventaja de la transacción, si es que fuera necesario derivar estos asuntos románticos al prosaísmo de la cuenta de resultados. Porque hubo momentos difíciles. Hubo situaciones tan extremas como aquella de la etapa gilista en que el estadio gritó coralmente: «Fuera Luis, fuera Luis» cuando la gestión del banquillo parecía fuera de control. No necesitaba el presidente otros motivos para decapitarlo. Venía de salvar el equipo el míster, pero la temporada en la que el club celebraba su centenario (2003) se resintió de los malos resultados. Gil no destituyó al entrenador. Lo forzó a marcharse para ahorrarse la indemnización —tenía
contrato hasta 2004— presionando su trabajo y el de la plantilla con esa voracidad que llamaba la atención por la amnesia y por la endogamia. No podían entenderse semejantes criaturas. La personalidad genuina y coherente de Aragonés resultaba incompatible con los arreones de un oportunista y un demagogo. Y en cierto modo llegaron a las manos, pues fueron las manos de Luis las que agarraron a Jesús Gil del pecho en un ataque colérico que no atañía tanto al casus belli —los atrasos pecuniarios— como a la incompatibilidad entre ambas personalidades. La escena se remonta no a la última etapa de la relación bilateral sino al ejercicio de 1987, cuando trascendió a la opinión pública el careo que ambos habían mantenido. «Tú aquí no eres nadie», le dijo el jinete de Imperioso en un pasaje de la disputa. «Yo he sido todo en el Atlético, usted sí que no ha sido nadie aquí». Aragonés lo había sido todo. También un talismán. La prueba está en que anotó el primer gol en la historia del Vicente Calderón. ¿Cómo iba a permitir que un cuarto árbitro pisara el escudo del
césped? De aquella anécdota acaso sorprende que no conociera el nombre del colegiado asistente. Porque era su costumbre aprendérselo. De hecho, tenía buenos contactos en el Colegio Nacional de Árbitros. Sabía de antemano las identidades de los jueces de línea. Se aprendía sus nombres y los utilizaba en su presencia para ganarse la confianza. Y para intentar que lo trataran con más cariño en las acciones polémicas, en los fueras de juego. Luis los cuidaba. Pensaba que estas figuras anónimas y sufridoras corresponderían a sus atenciones. Incluso de manera subconsciente. Demostraba así el míster su picaresca. La picaresca del tahúr que juega encima de la mesa y debajo de ella también. Que se lo digan a aquel portero del Granada. Ñito se llamaba. Debió de quedarse estupefacto cuando permaneció él mismo inmóvil en un remate de Orozco. Una explicación había. Aragonés aprovechó para pisarlo en el momento del salto. Cosas del fútbol, decía Luis. Cosas del fútbol como el consejo que le dio a Heredia siendo ya
entrenador en un partido europeo contra el Hamburgo. Le advirtió que el delantero germano llevaba lentillas. Y que tratara de empujarlo para provocar que se le cayeran. Ocurrió así de acuerdo con la mitología, aunque la anécdota, cierta o no, reviste mucho interés porque reúne el esmero en la preparación del encuentro —hasta el último detalle— como la rufianería del míster en sus polifacéticos recursos. Empezando por el instinto con que se trabajaba la psicología de los futbolistas. Lo reconoció Chus Landáburu, cuyas dudas respecto a la batuta que había puesto en sus manos Luis Aragonés coincidieron con las del público hasta que, efectivamente, el centrocampista rojiblanco se convirtió en el catalizador del juego. Era un motivador. Sabía estimular a sus muchachos, aunque para hacerlo tuviera que sobrepasar las convenciones. Fue el caso de Reyes en aquel pasaje de un entrenamiento con la selección (2004) que sacaron de contexto los cámaras, resolviendo que Aragonés era un racista por haberse acordado de la piel de Henry, compañero del
futbolista sevillano en las filas del Arsenal: «Debe ver las cosas con más luz, tener claridad. Dígale al negro que usted es mejor. Dígaselo de mi parte. Usted es mejor». Aprovecharon la escena los tabloides británicos para abrir un escándalo en el que se mezclaron las palabras, los exabruptos y hasta el peñón de Gibraltar, pero resultaba absurdo identificar a Luis Aragonés con la xenofobia, por mucho que fuera rentable aprovechar la precariedad de su posición como seleccionador. Había dos razones fundamentales. Los apuros con que nos clasificamos para la Eurocopa —las encuestas realizadas a pie de calle tras la derrota contra Dinamarca reflejaban solo un 16 por ciento de aficionados partidarios— y la frialdad con que Luis Aragonés decidió excluir de sus planes el genio intermitente y caprichoso de Guti y el icono madridista de Raúl. Se ubicó a la vera del «siete» blanco todo el aparato de propaganda, convirtiéndolo en el mártir arbitrario de un entrenador senil que pretendía
descartar de la Eurocopa al delantero intocable e insustituible del Bernabéu. No era sencillo acosar a Luis Aragonés porque era un tipo inflamable, muchas veces desprovisto de modales, así es que el enfrentamiento mediático evocó los fantasmas de la crispación que había comportado el vehemente periodo de Javier Clemente. Se pedía la cabeza de Aragonés, se presionaba a la Federación Española de Fútbol para que sopesara la oportunidad de destituirlo. Más aún cuando el seleccionador osaba cuestionar la rentabilidad del propio Raúl en el equipo nacional: «Díganme, díganme ustedes, ¿cuántos títulos ha ganado Raúl con la selección, cuántos?». Interesaba a los opositores de Luis este sesgo porque sobrentendía una cuestión personal. No la había realmente. Ni se trataba de una decisión iconoclasta, pero el debate rebasó límites exasperantes y estableció una brecha irreconciliable entre raulistas y aragonesistas, provistos los primeros de mucha mayor resonancia. Especialmente cuando la lista definitiva de la Eurocopa demostró que Raúl no disputaría el campeonato.
La incredulidad dio origen a la beligerancia. Volvió a insistirse en el cese, entre otras razones porque, a falta de argumentos balompédicos, algunos medios leales al 7 blanco encontraron el punto débil de Aragonés en la incontinencia de las palabras. Había ocasiones en las que el entrenador se extralimitaba. Y entonces confiaba algunas declaraciones expiatorias, en plan: «No soy yo quien habla, lo hace mi subconsciente», propiciando así un retrato despiadado del míster. Que concernía incluso a la idoneidad de sus facultades mentales, de acuerdo con los propagandistas del raulismo. Se equivocaron. Aragonés ganó la Eurocopa, pero ni siquiera hacía falta esperar al desenlace del torneo para que los detractores de Luis se vieran en la obligación de retractarse. Le habíamos faltado al respeto. Lo habíamos maltratado. Habíamos caricaturizado sus tics, su aspecto de jubilado. Nos habíamos mofado de su chándal dominguero y lo habíamos torturado con palabras. Nos
hartamos de reír a su costa. Sépalo usted, ahora que no puede perdonarnos. Tenía que haber dimitido, exigíamos. Nos parecía intolerable que un sujeto de 70 años, castizo y desaliñado osara permanecer en el banquillo después de habernos sustraído el Mundial germano, decíamos. Decíamos y no parábamos que el problema de España era Raúl. Le habíamos orquestado a usted, míster, campañas de descrédito. Habíamos pedido su cabeza en editoriales depredadores, en homilías radiofónicas de naftalina, en vomitonas catódicas y en demagógicos acontecimientos plebiscitarios. Le habíamos organizado encuestas adversas, sondeos condicionados, rituales de vudú. También nos parecía, porque escrito está, que era un despropósito viajar a Austrosuiza con los retales de los equipos desclasados en la liga. Villa, Silva y Marchena. Xavi, Iniesta y Puyol. Nos faltaba la profundidad y la clarividencia de Guti, jaleábamos. Necesitábamos los huevos del Espartero. Y los huevos del caballo del Espartero, ya que de pedir testosterona se trataba.
Pensábamos y escribíamos que era usted un anacronismo. Un superviviente inadaptado del glorioso. Un colchonero sin fortuna. Un apenado, un jugador de dominó, un espectador residual de boxeo. Lo habíamos degradado a usted. Le habíamos llamado sabio de Hortaleza. Y no para advertir la sabiduría, sino para relativizarla con la asignación de un arrabal. Perdone usted la ignorancia y la crueldad. Tenga misericordia con los rapsodas del transfuguismo y con los patriotas de geometría variable. Sea indulgente con los idólatras de la juventud y de la corbata. Y séalo ahora también, cuando los hitos del Mundial y de la Eurocopa, la devoción al tiki-taka y el guardiolismo zen parecen haber subordinado la impronta que usted, míster, otorgó a la selección española. Habrá que disculparse. Habrá que pedirle a usted perdón. Porque hemos escrito de usted que era un ludópata y un bebedor incorregible de whisky. Porque hemos decidido que usted era un racista. Y no necesitábamos otros argumentos que la bronca a Reyes. Y porque ese apelativo de
Zapatones lo hemos utilizado arbitrariamente para retratar su torpeza en sentido general, hasta la caricatura. Mono, le llamábamos Mono. Y no con buenas intenciones, quede claro. Le llamábamos Mono por sus maneras montaraces. Mono le decíamos a usted, al tiempo que lo descalificábamos como racista. Y nos reíamos de su dentadura postiza y de sus gafas preconciliares. Y de su forma de caminar. Usted, que fue hijo de alabardero de Alfonso XIII. Y no le hemos perdonado ese desaliño ni esas maneras de hombre volcánico. Hubiéramos preferido a un entrenador metrosexual. Que hablara idiomas. Porque usted no los hablaba. Usted hablaba claro y sincero. Y usted se equivocaba. Por eso preferíamos a un míster de laboratorio. Y no un hombre perseverante y paciente, como usted. Usted ni siquiera ha sido feliz con el fútbol. Así que le reprochábamos también sus angustias personales. Veíamos un hombre con zonas de oscuridad. Veíamos un hombre. Por eso cuestionábamos que usted no fuera un actor. Un encantador
de los periodistas. Un demagogo con los aficionados. Un entrenador posmoderno. Por no tener, usted no tenía ni cuenta en Twitter. Usted ha sido un hombre desagradable, decíamos. Y tuvimos que callarnos cuando usted cambió la historia de nuestro fútbol. Y entonces empezamos a recubrirlo de elogios. Y le comparamos no a Helenio Herrera, sino al almirante Nelson. E incurrimos todos en un estado de amnesia. Y olvidamos que a usted lo habíamos vejado y humillado. Y entonces pedimos que la Federación lo renovara. Y dijimos que la selección no podía estar en mejores manos. Y nos apuntamos nuestra parte alícuota de la victoria. Y presumimos de usted. De sabio de Hortaleza pasó usted a sabio. Y de Zapatones no se acordaba nadie. Casi le concedíamos a usted la destreza de Fred Astaire bailando tip-tap. Y nos tomamos en serio, porque nos convenía, aquel aforismo personal que durante muchos años habíamos considerado una bravuconada: ganar y ganar, ganar y ganar.
Dudamos de usted, Aragonés. Y escogimos otro apodo para jubilarlo: El abuelo. Que no era tanto un motivo para vanagloriarnos del magisterio de la senectud, como un pretexto para considerarlo inapropiado en el cargo de un club de fútbol chic. Esta sociedad nuestra que desahucia a los ancianos no podía permitirse que el embajador de la Roja fuera un tipo con el pelo blanco. Y con gafas. Usted era muy mayor, sosteníamos. Hacía falta savia nueva para la selección, decíamos. Y no gente sabia si el precio iba a consistir en bregar con un hombre de 70 años. Peor aún, con un cascarrabias que no sabe comportarse con la corrección política exigida y exigible. No se concibe lo que sobrevino después sin el hito de la final de Viena y el gol de Torres. España había tardado 40 años en regresar a la jerarquía del fútbol. Y Luis Aragonés había imprimido carácter al equipo, trasladando a la selección la idiosincrasia del Atlético de Madrid. Que es la suya y la de ese escudo que nadie osará pisar en su presencia.
No iba usted a alcanzar la felicidad completa. Se marchó antes de tiempo. Escogió un equipo turco, el Fenerbahce, como si necesitara un plan de evacuación después de tantas presiones. Puso su cargo a disposición antes de iniciarse la Eurocopa. Y entonces sobrevino la victoria, como puede que sobreviniera el arrepentimiento. Esas eran las contradicciones de Aragonés, las suyas, míster. Las contradicciones de entregar un milagro a un viejo adversario madridista, aunque Vicente del Bosque, admitámoslo, se comportó de manera modélica en el respeto a usted y a su trabajo. Ni siquiera concedió importancia, porque no la tuvo, a los comentarios que Aragonés hizo en Al Jazeera con ocasión del debut de España en el Mundial sudafricano. Perdimos contra Suiza (1-0) y el ex seleccionador nacional, comentarista de la cadena árabe, sostuvo que el equipo no había gestionado bien el juego, que no acreditó lucidez ni mentalidad ganadora, que careció de convencimiento, que hubiera sido más propicio alinear un solo medio centro —una de las noveda-
des de la era Del Bosque consistió en jugar con dos como respaldo de los «enanitos»—, que nos resentimos de la lentitud y que la derrota nos obligaba a ganar los partidos siguientes sin margen de error. Los adversarios de Luis encontraron suficiente material inflamable o incendiario. Proliferaron los comentarios sobre la falta de lealtad y sobre el antipatriotismo. Lo acusaron de sabotear a la selección española, incitando un debate desproporcionado que trascendía el partido de Suiza y que afloraba los rencores de antaño. Pretendía reproducirse un dislate guerracivilista entre delbosquistas y aragonesistas, madridistas y antimadridistas, pero las ambiciones de esta sobreactuación mediática terminaron malográndose por las distancias que asumieron los respectivos líderes carismáticos. El propio Del Bosque desarmó la controversia. Y no solo eludiendo la refriega y el despecho que le proponían los micrófonos. También reconociendo la responsabilidad embrionaria de Luis en la resurrección balompédica de la Roja.
La prueba está en que el sucesor del equipo nacional tuvo el gesto de convocarle a su vera en Oviedo cuando le otorgaron el Príncipe de Asturias. Se lo habían concedido a él en cuanto artífice del Mundial, lo nunca visto en nuestro fútbol, pero Vicente del Bosque relacionaba tanto el triunfo de Sudáfrica como la victoria ante Italia —otra vez Italia— en la Eurocopa de Ucrania y Polonia —una paliza a Italia en la final (2012)— con la revolución psicológica y balompédica que introdujo el colega de la camisa de rayas. Debió de sentirse orgulloso de aquellas victorias. Y frustrado también. De hecho, su propia carrera de entrenador se terminó en Viena y contra Alemania. La experiencia turca resultó un estrambote más o menos accidental después del cual —junio de 2009— no encontró razones para ocupar un banquillo. Ni siquiera para regresar al banquillo del Atlético de Madrid, prefiriendo emular el viaje de los elefantes que envejecen en soledad, alejándose de la manada, olvidándose de ellos mismos en su agonía.
Nadie supo de su leucemia, míster. El último debate que trascendió antes de su muerte tuvo como argumento una de sus extrañas polémicas. Anunció su retirada en una entrevista a Vozpópuli en diciembre de 2013 para luego desdecirse, aclarando que no había ninguna intención de colgar el chándal. Volvía a hablar el subconsciente, aunque usted tuvo el pudor de ocultarnos que se estaba muriendo. No quería un minuto de compasión ni de piedad, pero debió de sorprenderle que los medios de comunicación consideraran mayor crédito a la noticia de la retirada que a la rectificación vespertina de la noticia. Teníamos escritas las crónicas. Y como tales, nos recreamos los periodistas aquel 5 de diciembre con sus aportaciones y sus estadísticas. Escribimos que usted había dirigido 757 partidos en primera división y 42 en la segunda. Recordamos que estuvo 25 años en la máxima categoría y uno más en la división de plata, precisamente cuando el sentido de la responsabilidad y del deber lo convirtieron en redentor del Atleti.
Allí ganó tres ligas como futbolista y una como entrenador. Y fue máximo realizador del campeonato (1969-1970) en un ejercicio de aprendizaje. Usted no era rojiblanco. No estaban los colores en su ADN, pero terminó identificándose con el equipo hasta convertirlo en una prolongación personal. Y viceversa. De otro modo, no se hubiera producido semejante conmoción cuando un teletipo de la agencia EFE vomitó la noticia de su muerte el 1 de febrero. El club se atuvo a un ceremonial demasiado previsible y aséptico, pero los aficionados rectificaron la frialdad oficial con toda suerte de iniciativas espontáneas y sentidas. Vino a convertirse la puerta número 8 del Vicente Calderón en una especie de altar pagano. Se trataba de rendir culto a su número y de amontonar velas, fotografías y recuerdos, arropándose el «monumento» con un insólito silencio. Insólito silencio como el del homenaje el día siguiente en el partido contra la Real Sociedad. Convinieron los aficionados en enmudecer durante ocho minutos. Los primeros ocho minutos, incitándose una atmósfera de respeto y de suges-
tión que sorprendió a los futbolistas locales y a los visitantes. Se los escuchaba hablar e intercambiar instrucciones, como si fuera un entrenamiento a puerta cerrada, pero resulta que el estadio se encontraba abarrotado. Y se percibía una explosión volcánica en cuanto la manecilla del marcador apuntara al minuto 8 de juego. Prorrumpieron entonces los cánticos en recuerdo de Luis Aragonés y se deslizó una inmensa pancarta con la efigie del míster difunto, evocando su memoria y sus sentimientos en un ritual de poderosa dramaturgia y catarsis. Sucedió incluso que el Atleti ganó a la Real. Que la goleó (4-0). Ocurrió que el Atleti se colocó aquella noche como único líder del campeonato liguero. Era inevitable atribuir la proeza a la mediación de los espíritus de ultratumba, con más razón cuando aparecieron los historiadores anunciando que habían transcurrido 18 años desde la última vez en que el equipo rojiblanco lograba colocarse en cabeza de la clasificación liguera.
Si el Atlético de Madrid fuera un equipo sin contradicciones no sucedería que el entierro de Luis Aragonés por la mañana tuviera como respuesta el liderato compensatorio que nos proporcionó la noche. Parecía que la hegemonía liguera después de casi dos décadas exigía el contrapeso de un sacrificio. Y no cualquier sacrificio, sino el mayor de todos, redundando en las ambigüedades del propio Luis, cuya dimensión totémica entre los rojiblancos se resiente del pecado original, el madridismo, que Aragonés fue expiando en su camino de identificación con la idiosincrasia pendular: el todo y la nada, el liderato y el entierro, el doblete y la segunda división. Fue declarado Luis Aragonés «mejor entrenador del mundo». No por una cuestión plebiscitaria, sino por veredicto aséptico e inapelable de la Federación Internacional de Historia y Estadística de Fútbol (IFFHS). Se le reconocía la Eurocopa de 2008 y se convertía Aragonés en el primer técnico nacional que accedía a los honores.
Es un buen epitafio, «mejor entrenador del mundo», pero esta petulancia era impropia del aludido. Hubiera aceptado de mejor grado el autorretrato que se hizo cuando empezó a asimilar su propio crepúsculo profesional: «Fui un buen jugador y fui un buen entrenador, tampoco tengo un elevado concepto de mí mismo». Sí lo tenía del Atlético de Madrid en los vaivenes de la historia y de los sentimientos. Así es que le pareció intolerable que un colegiado asistente italiano no se percatara del vilipendio que implicaba pisar el escudo sobre el césped, como si fuera la Sábana Santa, la camiseta «incorrupta» de Gárate, la hierba mullida del Metropolitano. Y usted no pise ese escudo, proclamaba Luis Aragonés Suárez. Una extraña trinidad, pues los allegados al difunto maestro no se limitaban a relacionar al tótem atlético con dos personalidades, la huraña y la extrovertida, la agresiva y la sentimental, la hermética y la cariñosa. Le añadían una tercera, la misteriosa, la del señor Suárez, que se nos escapó a todos, pendientes como estábamos de la superficialidad y el oportunismo, escrutándolo en busca de los defectos.
Luis Aragonés Suárez. La trinidad que Loquillo definió en una canción autobiográfica. Feo, fuerte y formal, ignorando que el título y la letra servirán indistintamente para evocar a un hombre sabio, valiente y atormentado, ya que de trinidades se trata: Mi fama me precederá, hasta el infinito y más allá. Y vive Dios que escrito está: «Si te doy mi palabra, no se romperá. No vine aquí para hacer amigos pero sabes que siempre puedes contar conmigo. Dicen de mí que soy un tanto animal, pero en el fondo soy un sentimental».
Neologismo en blanco y rojo. De la resiliencia al cholismo
N
o puede decirse que la resiliencia sea un concepto relacionado con el fútbol, ni siquiera exactamente con la psicología social o como fenómeno sociológico colectivo. Menos aún para definir las características de los aficionados de un equipo de fútbol, por mucha implicación sentimental que hayan demostrado. —¿Y usted por qué es del Atleti? —Por el sentido de la resiliencia. Y, sin embargo, la resiliencia define con bastante precisión la idiosincrasia colchonera, entendida como la capacidad para convertir los golpes y los contratiempos en una razón de fortalecerse. Y aprovechar después esa fuerza como instrumento competitivo y como recompensa al grupo social que custodia al equipo incondicionalmente.
Incondicionalmente quiere decir que los hinchas del Atleti han sido particularmente solidarios y sensibles cuando el equipo necesitaba mayor ayuda. Los años del «infierno» en segunda división fueron inequívocos al respecto. Y no tanto en la prehistoria del equipo, sometida a los vaivenes de una cierta precariedad que concernía al presupuesto y la identidad de muchas escuadras, como en el trauma «milenarista» de 2000, cuando sobrevino la incongruencia y la incredulidad: el mismo equipo que había ganado el doblete en 1996 —liga y copa— retrocedía de categoría. Lo hacía por primera vez desde la posguerra. Incluso se exponía a la fatalidad con que los tópicos se recrean en las concepciones del averno balompédico: es muy fácil bajar a segunda y muy difícil regresar a primera. Estaba desubicado el Atleti, como lo estaban los aficionados. Un equipo centenario, de linaje universitario, de ejecutoria imponente, de pesadilla madridista, se encontraba en un hábitat impropio y hostil.
Podía tener el mayor presupuesto de la categoría, como así fue, y alinear a jugadores internacionales, como sucedió de igual manera, pero se estilaban otras reglas en la ciénaga. Y otros estadios. Incluso una manera diferente de jugar, por supuesto más agresiva y despiadada. Alejada de las cámaras que escrutan los detalles. El Atlético de Madrid necesitó purgarse dos años hasta recuperar su lugar en el fútbol. Cualquier otro equipo sometido a una intervención judicial, condenado a vagar por estadios periféricos y constreñido a desaparecer de la actualidad informativa, se hubiera malogrado, pero sucedió entonces que los aficionados del equipo abarrotaron el Vicente Calderón con la misma lealtad o más de cuanto sucedió en los años triunfales. Proliferaron igualmente los viajes en provincias. No es cuestión de arrebatarle el honor a los estadios del extrarradio, pero resultaba a los aficionados colchoneros bastante dolorosa la experiencia de alojarse en el graderío del Leganés y de familiarizarse con el nombre de algunos campos ibéricos de los que únicamente se tenía noticia por las irrupciones extemporáneas de los ca-
rruseles radiofónicos: penalti en Ipurúa, escándalo en A Malata, final, final, final en el Nuevo Vivero de Badajoz. Nunca había jugado el Atleti contra muchos de esos equipos, ni con menos razón lo había hecho en el estadio del Universidad de Las Palmas, un club recién ascendido a segunda división que lograba su primera victoria en la categoría (2-1) a expensas del equipo colchonero, humillado de tal manera que Jesús Gil, saboteando el club como siempre hizo, proclamó que los futbolistas tenían que haber regresado a nado. Lo hicieron en avión y consiguieron reponerse en una goleada ante el Jaén cuyo significado más interesante no radicaba en el 5-0, sino en la impresión del estadio completamente lleno. Sirvió aquella experiencia para ilusionarse con una remontada y para evitar el riesgo de caer a segunda división B. La hipótesis parecía inconcebible en el arranque de la temporada, pero adquirió cierta verosimilitud cuando el fútbol espantadizo y triste del míster Zambrano nos ubicó en puestos de descen-
so, malogrando una plantilla que se resentía de las bajas —se fueron como en una epidemia Molina, Capdevila, Valerón, Solari, Hasselbaink, Baraja, Gamarra...— y que parecía encomendarse al carisma de Kiko. Era el reclamo de la enésima campaña de la Sra. Rushmore, cuyos creativos habían ideado una poderosa chilena del jugador jerezano sobresaliendo de unas llamaradas que justificaban el eslogan de captación de fondos: «Un añito en el infierno». El diminutivo del «añito» parecía relativizar de manera infantil la gravedad del descenso. E incorporaba la ambición de recuperar la categoría casi como un paseo, aunque Kiko se regodeaba en el drama mercadotécnico de la aventura: «Es la segunda división más potente de todos los tiempos. Vamos a ver grandes partidos y te necesitamos para subir cuanto antes. Síguenos hasta el infierno. Volveremos». Volver, no volvimos. El pesimismo de Zambrano, la euforia efímera que proporcionó la alternativa de Marcos Alonso y la impaciencia enfermiza de Jesús Gil —lo destituyó en beneficio
del entrenador del filial, Carlos Cantarero— desquiciaron el añito. Tanto lo desquiciaron que el propio protagonista de la campaña antepuso sus intereses personales. Que se antojan legítimos tanto como trivializaron su papel de hombre anuncio para captar abonados: el tipo que nos iba a sacar del infierno con una volea de estilo Oliver-Benji aceleró su traspaso al Milan en cuanto aparecieron las primeras fugas de agua, quizá para prevenirse de la manera con que los hachazos al uso en segunda división malograban su fútbol creativo e imprevisible. Llegó a pasar el reconocimiento médico. O no llegó a pasarlo, puesto que las secuelas de una lesión en el tobillo frustraron la operación del fichaje y le hicieron regresar a la depresión de la división de plata, con tiempo para expiar la traición y permanecer vestido de rojiblanco, siendo como era uno de los baluartes de la identificación con la hinchada. Ocho años estuvo Kiko en el Atleti. Los dos primeros resultaron decepcionantes, pero Rado-
mir Antic lo puso a cavilar en la temporada del doblete, convirtiéndolo en pareja de baile de Lubo Penev y concediendo aire y paciencia a la genialidad del delantero. Estaba el muchacho bendecido con la medalla de oro en los JJOO de Barcelona. No es que fuera un supergoleador, pero su visión de juego, su corpulencia y su habilidad para destacar de espaldas a la portería, como si llevara incorporados retrovisores, redundaban en una idea del fútbol inteligente y peligrosa. «Runruneaba» el estadio cuando el balón llegaba a sus dominios. Se creaba un estado de sugestión, igual que le sucedía a los defensas, pero es cierto que la dramaturgia incorporada a su juego y a sus celebraciones —el arquero—languideció en el averno de la segunda división como el alumno notable que repite curso. Ni siquiera era un titular habitual. O pocas veces terminaba los partidos. Su último encuentro con la camiseta del Atlético de Madrid lo disputó en el estadio del Albacete. Carlos Cantarero decidió sustituirlo en el minuto 75, probablemente ignorando entonces que iba a producirse una especie de rito sucesor-
io en la historia del Atlético de Madrid: Fernando Torres debutaba con 17 años en el Carlos Belmonte y anotaba su primer gol con la camiseta rojiblanca. Los hechos que sucedieron y se sucedieron entonces permiten recrear una especie de mitología terapéutica y compensatoria. Que Torres pudiera debutar tan joven otorgaba sentido al trastorno de la temporada «milenarista». Y aportaba una expectativa en el sprint final, más o menos como si el Atleti aspirara a permitirse la sorpresa de una redención inesperada como remedio a una temporada errática. Y pudo haberse producido la carambola. Dependía de los resultados negativos que el Betis y el Tenerife obtuvieran en Jaén y en Leganés, aunque la emergencia requería además nuestra victoria frente al Getafe. Se produjo y fue insuficiente, de forma que el regreso de los hinchas por la carretera de Toledo semejaba a una santa compaña motorizada. No se trataba únicamente de asimilar la evidencia de otro año en segunda, sino de temerse que el club pudiera condenarse a la condición de equipo gregario.
Cabía el riesgo además de producirse un enorme desengaño. La afición había demostrado una lealtad masoquista fuera y dentro de casa, pero no estaba claro que perduraran la fidelidad y la solidaridad. O no lo estuvo hasta que apareció en televisión la campaña de un niño preguntando a su padre: «¿Por qué somos del Atleti?» y recreándose en el silencio de la respuesta: «Porque hay cosas que no se pueden explicar». Explicarse no se podía explicar, desde luego, que el número de socios aumentara respecto al anterior ejercicio. De los 42.229 que «militaron» en la 2000-2001, se produjo un salto a 45.000, comprobándose con cierta incredulidad ajena que el peor momento del equipo se correspondía con el mayor «entusiasmo» de la afición. Ya se había producido una escena bastante inusual —inusual en otros equipos— cuando el Atlético perdió la Copa del Rey contra el Valencia. Tuvo la cosa su lado esperpéntico porque Gil aprovechó el «calor» de la derrota para fichar al entrenador rival, Claudio Ranieri, aunque el desconcierto positivo lo proporcionó la hinchada en
el estadio de Sevilla: 45 minutos aplaudiendo y aclamando al equipo, como si hubiera ganado el título. Este fenómeno lo describe ardorosamente Ennio Sotanaz en las páginas de la revista Panenka, insistiendo en que la afición del Atleti es capaz de trascender la derrota terrenal, «por dolorosa que sea, si los valores y el honor sobreviven reforzados». «La confusión (exterior) viene dada probablemente por no entender que los colchoneros son perfectamente conscientes del valor y el placer de la victoria, pero también de que el Atleti, como concepto, está muy por encima de todo ello». Es el contexto en que tiene sentido aludir a la resiliencia en su acepción emotiva. La resiliencia transforma una desgracia en un pretexto que beneficia la propia corpulencia, aunque la clave con que se produce ese fenómeno amortiguador consiste en las garantías afectivas. Sin ellas, un héroe como Hércules o una sociedad sofisticada resultarían incapaces de sobreponerse a un luto, a una crisis, a una tragedia.
Tragedia fue descender a segunda división. Y hacerlo en condiciones de humillación, disparate e injusticia. Culpa de la endogamia de Jesús Gil, que terminó devorando a su hijo como si fuera Saturno. Y responsabilidad también de una intervención judicial por completo amateur y hasta temeraria en la gestión de un equipo de fútbol profesional. Se trataba de un desenlace humillante, incluso intolerable para los aficionados del Atleti, constreñidos muchos de ellos a distanciarse de la deriva del propio equipo porque el presidente Gil había abusado de la propia identificación, intoxicando el atletismo y el gilismo en un despropósito que merodeó un escenario apocalíptico: el problema no era solo bajar y tratar de subir, sino desaparecer, extinguirse. Esa hipótesis que resulta ahora tan remota fue bastante verosímil. Y lo hubiera sido aún más de no haber mediado el alarde solidario de los aficionados en la peor crisis balompédica de su historia. Se trataba de ejercer una suerte de voluntariado. Testificar. Desplegarse en las tribunas para conjurar los peligros. Abo-
chornar a la directiva. Impresionar a los jugadores. Llevar a cabo un ejercicio resiliente. La resiliencia forma parte de los estudios fundamentales del neurólogo y etólogo francés Boris Cyrulnik, superviviente de Auschwitz y ejemplo indescriptible de superación a partir de una convicción inequívoca: hay que sufrir para ser feliz. Más que un pasaje del himno de Joaquín Sabina, es un criterio científico que tuve ocasión de conocer de boca del pionero Cyrulnik con ocasión de una larga entrevista. No para hablar del Atlético de Madrid. O para hacerlo implícitamente al abrigo de sus reflexiones sobre la importancia que reviste el contacto con la derrota. Y sobre la manera en que una terapia afectiva la transforma en una experiencia positiva. Palabras de Cyrulnik: «La felicidad no es escapar de los problemas, sino afrontarlos y superarlos. Igual que apreciamos el agua cuando tenemos sed, percibimos la felicidad cuando hemos experimentado con anterioridad la tristeza. Es un fenómeno de alternancia, como la respiración. Uno tiene que sufrir para ser feliz. La felicidad no es lo opuesto al dolor».
«Sin dolor nuestras vidas serían vacías, irrelevantes. Se trata de una realidad que puede explicarse desde el punto de vista psicológico y desde el punto de vista neurológico. Hay placer en el dolor y dolor en el placer, sin que lleguemos al límite del masoquismo. Cuando sobrestimulamos el área del placer, terminamos estimulando el área del dolor. E igualmente ocurre al revés. La ausencia de dolor podría decirse que es una patología. Pero no es un problema solo de sensaciones, también de la representación». Y la representación es el ritual del que se vale el hombre para superar un trauma. Se trata de escenificar y de cultivar una dramaturgia de la superación. No hablamos aquí de la psicomagia en los términos que le gustarían a Alejandro Jodorowsky —«a veces, perder es ganar y no encontrar lo que se busca es encontrarse»—, sino de la manera en que las comunidades participan de una ceremonia sentida y colectiva cuando se trata de neutralizar un contratiempo más o menos severo. Era el valor que antaño revestía el coro de las plañideras y las ceremonias de compungimiento.
Decimos que antaño porque el dolor y la muerte se han convertido en aberraciones sociales, como lo prueban los tanatorios contemporáneos con la escenografía de un hotel, las fuentes de la vida y los camareros sirviendo canapés. Viene a cuento la divagación por cuanto el aficionado atlético conserva una idiosincrasia añeja. Los sentimientos que refuerzan el vínculo con el equipo provienen de una memoria elaborada a partir de los recuerdos colectivos. Los hayamos vivido o no, pero cualquier hincha ilustrado —una categoría a la que no pertenecen ni Gil Marín ni Cerezo— podría disertar sobre la machada de Glasgow o sobre el ridículo que hicimos ante el OFI de Creta cuando Gil sacaba al club al extranjero. No es difícil reconocer en este sentido la solidaridad rojiblanca, la unanimidad de la respuesta a los episodios dolorosos. Igual que un trauma personal puede superarse con el apoyo afectivo, un grupo social puede proporcionarlo y proporcionárselo cuando se produce un drama o un disgusto de envergadura.
De hecho, la teoría y la práctica de la resiliencia demostrarían —y demuestran— que las garantías afectivas en la circunstancia de un accidente y de una desgracia hacen de la víctima —la persona, la familia, el grupo— una «versión» más fuerte de cuanto lo estaba antes de producirse cualquiera que fuera el revés. Es la razón por la que la resiliencia «copia» su acepción científica o psicológica de la mecánica, entendiéndose esta última como la capacidad de un material elástico para absorber y almacenar la energía de la deformación. Quiere decirse que determinados cuerpos convierten un impacto más o menos violento en una oportunidad con la cual fortalecerse. Se antoja una alegoría de la extrapolación psicológica, precisamente porque la resiliencia humana sería nuestra facultad para asumir con flexibilidad situaciones límites y sobreponerse a ellas. No solo en el ámbito individual. También en el colectivo. Existe una variante de la sociología contemporánea de acuerdo con la cual, la resiliencia sería la «defensa» que tienen grupos soc-
iales para «amortiguar» los resultados adversos; reconstruyendo sus vínculos internos, muchas veces con el fin de hacer prevalecer su homeostasis colectiva de modo tal que no fracase en su propia sinergia. He aquí una definición bizantina cuando no hermética de cuanto puede leerse en Wikipedia. No insistiremos en esta terminología más o menos perversa, pero sí conviene identificar los «vínculos internos» que fortalecen la afición rojiblanca, como sí merece la pena extenderse en la idea de la homeostasis. Es un término griego que alude esencialmente a la estabilidad, es decir, a la resistencia de un organismo vivo a los cambios ambientales, particularmente porque ejercen una especie de energía compensatoria cada vez que sobrevienen las novedades externas. Nuestro club representa un caso inequívoco de vaivenes e inestabilidad. Han proliferado antaño como proliferan ahora las transformaciones ambientales, las sacudidas extemporáneas, pero la afición permanece como una garantía, incluso se re-
conoce aún más corpulenta y «competitiva» en los momentos de mayor adversidad. Un año en segunda podría haber destruido a cualquier equipo aristocrático. Y dos lo habrían sepultado, pero resulta que los traumas derivados del milenarismo —el año 2000 fue apocalíptico únicamente para el Atleti— han fortalecido la llamada «masa social». La han convertido prácticamente en inmune respecto al vampirismo de Gil y a las arbitrariedades que se han sucedido, muchas veces significando el maltrato a los aficionados. El Atleti ha construido su propio relato tragicómico. Ha buscado y rebuscado en su memoria para reconocerse en la solidez de su idiosincrasia. Las victorias unen, pero las derrotas lo hacen todavía más, revalidando la noción de José Saramago respecto a la paradoja de ganar y perder: la victoria nunca es definitiva, la derrota sí que lo es. Todos los aficionados de cierta edad recuerdan dónde estuvieron la noche de Heysel, como han olvidado donde estaban una semana antes. Se instala consciente y subconscientemente un tejido
social que contiene la repercusión de las adversidades, del mismo modo que las experiencias al límite otorgan a las proezas un significado que probablemente nunca ha conocido el aficionado del Barça o del Madrid. Se me ocurre el ejemplo de la final de Copa de 2013 y el consecuente ultraje del Santiago Bernabéu. La tormenta perfecta que sepultó al Madrid, con la expulsión de Cristiano y el desquiciamiento de Mourinho, hizo que los aficionados atléticos exorcizaran en una tarde todas las privaciones que había comportado la década de sumisión al vecino. Se entiende así el orgullo que el aficionado rojiblanco puede concederse respecto al vecino merengón, cuya predisposición rutinaria al triunfo relativiza las alegrías y predispone a la impaciencia y a la indignación cuando se complican los partidos. Un público, el madridista, bastante oportunista y justiciero. Un estadio, el Bernabéu, de silencios e impertinencias. Y de humores arbitrarios, sea para canonizar a la joven promesa de la can-
tera —cuántos mesías se han aparecido en la Castellana—, sea para vengarse de la estrella a la que persigue una mala racha. Ganar siempre tanto trivializa la victoria como hace indigerible la derrota. Y fomenta una afición más líquida y gaseosa que sólida, con la excepción de las noches europeas en las que la afición se aviene a participar en la superstición del miedo escénico. Es un público faltón el del Madrid e insolidario, parecido a la intransigencia de Las Ventas y similar a la preponderancia social del Teatro Real, así es que la superioridad sobre el Atleti en términos de historia, atención mediática y presupuesto se desvanece cuando las comparaciones atañen a la personalidad de la grada y del club. Nos lo contaba Sebastián Losada. Mencionaba las contraindicaciones de jugar al fútbol en el Bernabéu con el estadio lleno y la afición callada, llegándose hasta el extremo de poderse escuchar los comentarios de los jugadores, como si fuera un entrenamiento o como si al público lo hubiera poseído una epidemia de sueño.
El silencio del castigo y la propensión a la iracundia y al abucheo. Recuerdo el caso de Higuaín en la semifinal de la Champions en 2013. Jugaba el Madrid contra el Borussia evocando la dramaturgia de una de aquellas remontadas «históricas» de los años ochenta, pero este clima de necesidad ni siquiera fue condescendiente ni solidario con el delantero argentino: lo abuchearon cuando Mourinho decidió sustituirlo. Se desprende del episodio una insólita ausencia de sensibilidad, no digamos cuando los reproches de la grada conmueven a la clase directiva. La presión de la tribuna forzó el cese de Radomir Antic porque a los espectadores no le gustaba el estilo del entrenador serbio, por mucho que el equipo encabezara la liga en aquella temporada. Ha de agradecerse aquel despecho plebiscitario porque el triunfo de Antic en la Castellana hubiera malogrado su posterior —que no inmediata— incorporación al Atlético de Madrid como artífice del doblete de 1996 y como condotiero de un quinquenio de vaivenes que terminó en Mesta-
lla perdiendo la final de Copa frente al Español (2000). Se quedaron estupefactos los propios jugadores rojiblancos con la reacción de los afiliados que se desplazaron a Valencia. Habían ganado los periquitos (2-1), pero el desencanto del resultado no impidió que la hinchada rojiblanca permaneciera una hora jaleando al equipo después del pitido. Tuvieron que asomar los futbolistas como si hubieran ganado el partido. Se trataba de significarles que no estaban solos. Y de apropiarse sin acritud del himno del Liverpool. Recuerdo haberlo escuchado con más vigor que nunca, You’ll never walk alone, en la final de la Champions que enfrentó al equipo británico contra el Milan en el estadio de Estambul. Parecía decidido el partido al descanso. Tanto por la ventaja rossonera, 0-3, como porque la veteranísima defensa del Milan (Maldini, Nesta, Stam, Cafú) descartaba la hipótesis de una remontada en 45 minutos. Cualquier otra afición hubiera enmudecido. La del Liverpool se «manifestó» en el descanso
como si el resultado fuera exactamente al revés, de forma que los propios futbolistas de los reds, entrenados entonces por Benítez, escucharon el himno como si retumbara en el vestuario, haciendo verosímil la proeza, proporcionando al equipo una especie de energía telúrica que permitía reaparecer sobre el campo con los colores de guerra. Se produjo el milagro, aunque la lealtad de la hinchada hubiera sido la misma en caso de materializarse la derrota. No se trata, aquí, de vampirizar una experiencia ajena, sino de relacionarla con la tenacidad de la afición rojiblanca. Que no dejó nunca solo al equipo. Ni cuando se produjo el descenso ni cuando el «añito» en el infierno que ilustraba la chilena fantasma de Kiko derivó en un eufemismo y una prueba de fidelidad. Porque las gradas del Calderón volvieron a repoblarse. Porque los aficionados se movilizaron en los viajes «a provincias». Porque Luis Aragonés había regresado al banquillo para salvarnos y para salvarse, concibiendo esta vez un proyecto de combate con futbolistas de carácter —Burgos, García Calvo, Diego Alonso—, un epígo-
no desnutrido de Zidane en el centro del campo —Movilla— y un delantero de aspecto adolescente, Fernando Torres, cuyos goles dieron vuelo a una temporada excepcional. Tan excepcional que el Atleti fue líder en 38 de las 42 jornadas disputadas, 34 de ellas de manera consecutiva, aunque es cierto que el desenlace se concedió unos momentos de suspense, precisamente porque un gol de Cuéllar en las filas del Gimnàstic de Tarragona malogró la fiesta del Calderón cuando el ascenso se presumía matemático. Fue necesario aguardar un día. La victoria dominical del Leganés en campo del Recreativo precipitó la celebración en la plaza de Neptuno. Habíamos salido del infierno, como anunció el propio Mono Burgos en aquella campaña publicitaria que caracterizaba al guardameta argentino apareciendo en la Gran Vía a través de una alcantarilla. Ahí radicaba la metáfora del mundo subterráneo al que nos había conducido Jesús Gil. Y de donde el Atlético no hubiera salido nunca sin el
ejercicio de resiliencia que la masa social convirtió en una especie de coreografía catártica. Puede entenderse mejor el concepto aludiendo a la definición de la resiliencia que hace el profesor Oscar Chapital: «Es cuando un grupo, estructura social, institución o nación, forma estructuras de cohesión, de pertenencia, de identidad y de supervivencia. Desarrolla formas de afrontamiento de eventos y situaciones, que pongan en riesgo al grupo y su identidad, formando lineamientos integradores que permiten la supervivencia, expansión e influencia del grupo». No le sobra talento lírico a esta descripción, pero sí reúne suficientes argumentos para relacionarla con la personalidad de la afición rojiblanca. Que prospera en un hábitat hostil —el madridismo—, que se cohesiona en la fortaleza de la minoría y que conserva una envidiable identidad a pesar de los vaivenes y de las fechorías, muchas de estas últimas cometidas a título endogámico por sus rapsodas y por sus presidentes. Adquiere cuerpo entonces la sensación y la impresión de que el Atlético de Madrid, curtido
en la paciencia que reviste cohabitar con un vecino opulento y mimado, se reconoce, también con propensión a la autodestrucción, en los peligros de una afición melancólica. No solo por afinidad al paseo que conduce al estadio, el Paseo de los Melancólicos, o por lo cuesta arriba que se hace remontarlo tantas veces después de los encuentros fallidos, sino por una cierta predisposición al ensimismamiento en la tristeza. Ha predominado en los últimos tiempos, ya lo hemos estudiado, un cierto regocijo en el dolor, más o menos como si el aficionado atlético no fuera tanto un misionero como un mártir. Y como si los exegetas de esta corriente del cilicio y el pañuelo hubieran tenido en cuenta la lucidez de Victor Hugo cuando decía que la melancolía es la felicidad de estar triste. O cuando Borges otorgaba a la derrota mayor dignidad que a la victoria. Les gusta a ciertos atléticos abrazarse a la melancolía, argumentarla desde los episodios pretéritos, evocar el estadio de Heysel como si nuestra historia tuviera su origen en una gran derrota. Como si el club hubiera nacido en 1974, habiéndolo
hecho en 1903. Me parece una falsificación de la identidad, pero es cierto que la apología de la pérdida y de la depresión funciona como un poderoso argumento de cohesión. Ya hemos visto cómo el nacionalismo catalán se vertebra en torno a un presunto ultraje, el sitio de 1714, como también conocemos, desgraciadamente, que el nacionalismo serbio se arraiga en la derrota de Kosovo Polje, es decir, cuando los turcos vencieron a la coalición balcánica en el campo de los mirlos (1389) enterrando como embrión de la discordia —entonces y siempre— el corazón del sultán Murad I. Lo narra Ismail Kadaré en sus Tres cantos fúnebres por Kosovo, un exorcismo a la guerra que emprendió Slobodan Milosevic reuniendo a un millón de personas en el escenario de la batalla 600 años después, regocijándose con la dialéctica de la derrota y de la revancha, amalgamando o mistificando las leyendas y los sentimientos. Entiendo que es una frivolidad establecer un paralelismo entre Kosovo Polje y Heysel —Ennio Sotanaz ha evocado la idea antes que un ser-
vidor—, pero tiene sentido recurrir a ella como la extrapolación balompédica en que persevera la corriente «derrotista» de la afición rojiblanca, hasta el extremo de que empezaba a suscitar la sugestión de una vendetta contra el Bayern de Múnich, transcurridos exactamente 40 años de la maldición de Schwarzenbeck. No podía ser en el campo de nuestros mirlos, Heysel, pero sí podía acontecer en Lisboa con ocasión de la finalísima continental. Queríamos jugar ese partido el 26 de mayo. Contra los bávaros. Y queríamos ganarlo. O no todos. Me refiero a que semejante eventualidad contraindicaría la melancolía militante de los ortodoxos y de los penitentes. Se trata de un relato corpulento el del sufrimiento, pero también victimista, cuya principal virtud acaso consista o consiste en manifestar el extremo de la decadencia —el nadir— que luego permite disfrutar los momentos de plenitud, el cenit. Se explica así que nuestra afición se resienta de una cierta inestabilidad emotiva, aunque hay pocas aficiones que proporcionen a sus futbolis-
tas parecidas garantías emocionales. El equipo ha podido contar siempre con una repercusión afectiva, especialmente cuando más necesaria se antojaba la solidaridad de la grada. Es difícil de medir esta lealtad telúrica al equipo. O lo era hasta que aparecieron los burócratas soviéticos de la FIFA para establecer en 2013 un ranking de las mejores aficiones del mundo de acuerdo con unos alambicados criterios de puntuación que valoraban el grado de asistencia, el civismo, el espectáculo visual de la grada, incluso la capacidad de sugestión que imponían los estadios. Se antoja temerario hacer estas mediciones, pero la FIFA se ocupó de realizarlas en el éxtasis estadístico del dolce far niente con sus fórmulas demagógicas y pedagógicas para colocar al Borussia de Dortmund en cabeza, seguido del Olimpia de Paraguay, del Galatasaray turco, del Boca Juniors y del River Plate. El Barcelona ocuparía la décima plaza en esta lista «científica», mientras que el Atlético de Madrid figuraría en el
puesto 26, un escalón por delante de la hinchada del Celtic de Glasgow. El problema es que no puede pesarse la resiliencia, ni puede medirse con precisión el cholismo. Un neologismo de reciente cuño que aspira a formar parte de las incorporaciones semánticas de la Real Academia de la Lengua Española a propósito de sus connotaciones polifacéticas y del peso que ha adquirido en el lenguaje coloquial. ¿Qué es el cholismo? El cholismo consistiría en la filosofía balompédica de Simeone. Y en la relación que esta misma filosofía guardaría con la idiosincrasia del Atlético de Madrid, tanto en su vertiente inconformista y combativa como en la fortaleza que preserva la identidad de una minoría a la sombra de un rival hipertrófico. Hemos encontrado a un chamán y a un revulsivo en la figura de Simeone. Hemos hallado a una especie de psicoanalista. Por argentino y por la terapia de regresión que hemos experimentado desde que el Cholo acomodó al Atleti en el diván del Calderón: recordarnos quiénes somos, de dónde venimos y dónde vamos.
Y hacerlo a su manera, comenzando por la reputación de la astrología. O por la reputación que le concede Simeone cuando hace la carta astral del equipo y cuando se interesa en primer lugar por el signo zodiacal de sus muchachos. Él es tauro, es decir, perseverante, firme, incluso tozudo y huraño, pero también sabe que un sagitario necesita cariño y que un escorpio requiere estímulos y que el Atleti necesitaba y requería una terapia de choque. Tiene mérito el tratamiento porque Simeone disponía de una plantilla bastante precaria. Muchos de los jugadores que hoy elogiamos como indiscutibles nos resultaban mediocres o irrelevantes antes de que apareciera el gurú de Palermo (Buenos Aires). Koke estuvo a punto de ir cedido al Rayo, Gabi fue vendido al Zaragoza, incluso a Raúl García se le recuperó de Osasuna. Ni siquiera Diego Costa, delantero centro de la selección española, parecía atesorar las cualidades que le encontró Simeone, cuyas habilidades psicológicas tanto han
rehabilitado a David Villa como han resuelto la precariedad defensiva de antaño. Deslumbran los centrales, Godín y Miranda, igual que lo hacen los laterales. De hecho, la proyección de Juanfran y de Filipe Luis redunda en la sensación de que Simeone es la explicación del progreso del equipo, inculcando una mentalidad en la victoria que se había desdibujado prácticamente desde el trauma del descenso a segunda división. Sería injusto ningunearle a Quique Sánchez Flores los méritos que condujeron a la victoria de la Europa League, más aún habiéndose descarrilado al Liverpool en la semifinal, pero Simeone arranca su trayectoria con un equipo desahuciado. Humillado en el Nou Camp (5-0), desprovisto de porvenir cuando la directiva asume el error —enésimo error— que supuso reclutar a Manzano como entrenador del porvenir. La mejor noticia del fracaso del míster jienense sobrevino con la idea del sustituto. Una idea que se antojaba temeraria. Y que parecía justificarse no tanto en las cualidades del entrenador, acreditadas de manera
incipiente en Argentina, como en el efecto simbólico y dramatúrgico que implicaba recuperar al número 14 como un exorcismo. Simeone no solo representaba la memoria del doblete. También respondía al arquetipo del futbolista batallador y carismático con que el Atlético de Madrid ha resuelto en diferentes etapas de su historia las limitaciones artísticas y presupuestarias. Representaría, como Adelardo, al jugador que no se rinde. Que le pelea el balón a los mayores en el patio del colegio. Que saliva cuando huele la hierba. Que se multiplica en el campo. Que se despliega con sentido táctico. Y que recurre al pundonor y a la personalidad cuando la estética trata de ocupar el sitio. Tuvo varios artífices el doblete, incluidos el criterio técnico de Antic —entregar el balón para luego robarlo y volar al contraataque—, el rifle de precisión de Pantic, la magia de Kiko, la inviolabilidad de Molina, la clarividencia de Caminero, pero cuesta explicarse aquella proeza sin las aportaciones de Diego Pablo Simeone.
No solo porque marcara 12 goles, muchos de ellos decisivos, sino por el grado de implicación con que fue haciendo verosímil la proeza. Era la extensión de la grada en el campo —y al revés—, especialmente cuando se afeitaba y se cortaba el pelo. Rituales supersticiosos y catárticos con que afrontaba los encuentros capitales. Se trataba y se trata de restringir el azar. O de forzarlo a beneficio propio. Con la estrategia, con el orden y con la mentalidad, muchas veces planteada desde una concepción espartana del fútbol, que exige la subordinación del jugador al beneficio del equipo y a la que Simeone ha aportado instinto y valores premonitorios. Sabía que volvería al Atlético de Madrid aunque únicamente hubiera militado tres años (123 partidos). Sabía que lo llamarían en un momento de necesidad. Y que él era el remedio para llorar menos y ganar más, aunque tuvo que sobreponerse al escepticismo que comportó la noticia de su fichaje. Empezando por un servidor. La hemeroteca propone al respecto un curioso ejercicio de incredulidad. Se consideraba su fichaje navideño (diciembre de 2011) una ocurren-
cia o una frivolidad del condotiero Gil. Y puede incluso que lo fuera, en la medida en que ni él ni el presidente Cerezo habían demostrado una gestión coherente ni sensata del equipo. Se encomendaban a una especie de legionario y de recurso providencial. Un exegeta del contraataque. Un tipo de carácter. Y una incógnita, aunque los títulos obtenidos con Estudiantes (apertura, 2006) y River (clausura, 2008) demostraban que Simeone regresaba al Atlético de Madrid con ciertas garantías. Comenzaron a notarse enseguida, más o menos como si el Cholo hubiera inducido una ceremonia de introspección al abrigo de la autoestima y de la realidad. Inculcó a los jugadores que «la victoria no la procuran los mejores jugadores, sino los futbolistas que quieren ganar siempre». Era un autorretrato. Simeone fue un jugador de limitaciones artísticas, pero su impresionante carrera errante —Vélez, Pisa, Sevilla, Atlético de Madrid, Inter, Lazio, Racing de Avellaneda, amén de capitán de la albiceleste— demuestra que acertó a neutralizarlas desde la capacidad de adaptación, desde la fiereza y desde el esfuerzo.
El mérito ahora consistía en extrapolarlos al equipo. Convertir el Atlético de Madrid en una especie de prolongación personal. Implicar a la grada en el esfuerzo. El club tenía un problema psicológico al que Simeone puso remedio resolviendo la depresión en el lugar y en el momento adecuados: ganar la Copa del Rey al Madrid y en su estadio. Adquirió entonces vuelo el sustantivo del cholismo. No está admitido aún en el diccionario de la RAE, pero sí lo considera legítimo la Fundación del Español Urgente (Fundéu), tratando de acotar la definición semántica en un marasmo de acepciones. Se entiende por cholismo la devoción al Cholo Simeone. Y no solo, puesto que caben otras posibilidades de mayor complejidad y envergadura. Desde el mantra cortoplacista con que los jugadores se mimetizan con su entrenador —«vamos partido a partido»— hasta las proyecciones de sus aforismos preferidos, a semejanza de un manual de autoayuda y de un vademécum que sus jugadores llevan tatuado en las entrañas.
«El esfuerzo no se negocia». «Si me das hoy 20 minutos, mañana tendrás media hora». «Nuestra fuerza reside en el bloque». «Creo en el orden antes que nada y por encima de todo. El orden es una manera de vivir en la cancha». «Si miras lejos, no ves el paso inmediato y tropiezas. Hay que ir despacio, que no lento». «Si veo barro, me tiro de cabeza. Me gustan los desafíos en el mundo del fútbol». Tanta popularidad concitó el cholismo en los usos verbales de 2013 que la propia Fundéu lo consideró candidato al neologismo del año. Es verdad que no ganó el título, pero resulta interesante mencionar la lista de finalistas porque demuestra el grado de penetración sociológica del propio término atlético: escrache, ere, expapa, wasapear, copago, emprender, quita, austericidio, meme, autofoto y bosón. El cholismo «cuajaba» como el sustantivo característico de la gestión de un vestuario herma-
nado y competitivo. Destacaba el principio de autoridad tanto como los propios futbolistas, suplentes o no, se percataban de la propia evolución. Hasta el extremo de preguntarse cuántos de ellos hubieran prosperado como lo han hecho sin haber intervenido el trabajo mental y el criterio disciplinario que ha inculcado Diego Pablo Simeone en cuestión de unos meses. Desarrollando además o perfeccionando el arma cultural del contraataque. Y concomitando con una especie de dramaturgia bolivariana, aunque le guste al míster solemnizar los partidos con un vestuario esmerado y con un aspecto rejuvenecido. El entrenador no solo convenció a los futbolistas dialécticamente de que podían competir de igual a igual con las estrellas del Madrid y del Barcelona. Les demostró que la retórica del sacrificio y del esfuerzo se materializaba en el campo. Lo prueban las estadísticas, las evidencias. Lo demuestra incluso la derrota del Atlético de Madrid en la Supercopa que inauguró la temporada 13/14. El Barcelona se adjudicaba el título sin haber logrado vencer al Atlético de Madrid. Lo
hacía gracias al empate a uno cosechado en el Calderón, pues el partido de vuelta en el Camp Nou se resolvió con una igualada sin goles y con una timorata celebración blaugrana. Se habían terminado las experiencias sacrificiales del Atleti. Tanto con el Barcelona como con el Real Madrid. El equipo colchonero repitió la victoria en el Bernabéu en la primera vuelta de este último campeonato liguero, desarrollando un fútbol agresivo y ordenado, que neutralizó cualquier atisbo de juego galáctico. Ya no era el Atlético de Madrid un sparring ni un colectivo simpático, aunque el gran mérito de Simeone consistió y consiste en mantener al equipo por encima de sus posibilidades. ¿Cuántos de sus jugadores serían titulares indiscutibles del Madrid, del Barcelona o de cualquier otro equipo con parecido presupuesto y envergadura? Probablemente, solo Courtois, el guardameta. Y no se trata de relativizar la calidad dionisiaca de Turan, los zarpazos de la pantera Costa, el «guante» de Koke ni el escrúpulo organizativo de Diego, sino de significar el mérito que reviste ha-
ber convencido a la plantilla y a la afición misma de la grandeza del equipo. José Eulogio Gárate sostiene incluso que el Atlético de Madrid de Simeone es el mejor de la historia. Tiene interés su comentario porque el mítico «nueve» podría recrearse con toda la razón en el periodo de gloria que vivió como futbolista. No sucede así. Insiste Gárate —lo hacía en declaraciones a la revista Jot Down— en que destacar como lo hace el equipo reviste un mérito extraordinario por la desigualdad de condiciones: desde las económicas y políticas hasta la opulencia de las plantillas que manejan el Real Madrid y el Barcelona, por no hablar de otros equipos europeos —el Zenit, el Milan— triturados en la campaña de 2012. Simeone ha sido un chamán y ha sido un zahorí también. Le reprochan sus adversarios una noción del fútbol excesivamente estajanovista y hasta pendenciera, pero resultaría temerario y desproporcionado esperar que los «once» del Cholo emularan una coreografía del Bolshoi al
antojo de los estetas y de los cañonazos de Cristiano. Tanto ha dilatado el míster la capacidad de sus muchachos que el Atlético de Madrid ha encontrado o reencontrado la puerta de la selección después de haber estado sellada durante cuatro años. Del Bosque la reabrió para convocar a Juanfran. Después alistó a Koke y a Mario Suárez, aunque el caso más llamativo es el de Diego Costa como ariete de la Roja. Llamativo y polémico al hilo de un debate trasatlántico. Felipe Scolari considera a Diego Costa un traidor, aunque estas alusiones al antipatriotismo del delantero atlético tendrían mayor credibilidad si no fuera porque él mismo desempeñó el cargo de entrenador de Portugal y porque alineó a dos futbolistas brasileños, Deco y Pepe, después de haberse nacionalizado ambos portugueses. Es probable, por tanto, que la rabia de Felipao provenga en realidad de haber subestimado la trayectoria del propio Costa. Le ha empezado a interesar cuando Del Bosque se avino a reclutarlo, suponiendo que el jugador preferiría a mamá Bra-
sil antes que a papá Vicente, con más razón cuando la final del Mundial se celebra en Maracaná. El plan de Scolari se antoja tan inteligente como tardío. No solo resolvía el único punto débil de la selección de Brasil, precisamente el «nueve». También sustraía a la campeona del mundo un argumento letal, presumiendo que Costa cedería al cortejo sentimental de la madre patria. E ignorando con insólita candidez que el deporte de élite contemporáneo subordina las emociones y los instintos identitarios al criterio competitivo, al trajín de pasaportes y al irreversible concepto mercenario. No es Costa un mercenario ni lo convierte en mercenario su aspecto de personaje de Tarantino. Costa es español porque lleva siete años trabajando en España —y ha trabajado mucho— y porque obtuvo la nacionalidad con arreglo al derecho, mucho antes de suscitarse la seducción de Vicente del Bosque y de incitarse un debate artificial que entremezcla peligrosamente el patriotismo, la xenofobia y la ingenuidad.
Ya decía Pep Guardiola que le gustaba jugar con España no por los sentimientos que le proporcionaba la Roja, sino porque las eurocopas y los mundiales representaban un acontecimiento balompédico insustituible en las ambiciones de cualquier futbolista. Si los jugadores de Francia se niegan a cantar la Marsellesa, no vamos a pedirle a Costa que se aprenda la letra de nuestro himno, pero sí a prevenirle de cuanto le sucedió al inglés Michael Robinson cuando lo convocaron en un Irlanda-Polonia después de haberle encontrado una abuela irlandesa. Le pareció horrendo el himno de los polacos, como hizo saber a sus compañeros. Uno de los cuales le respondió: «Es el nuestro». El de Costa es ahora el «chunta, chunta, ta chunta, chunta chunta...». Tiene la ventaja de una letra asequible (lo, lo, lo, lo, lo), pero llama la atención que la proyección del jugador «español» haya suscitado la animadversión de un sector de la prensa desmemoriado en términos de extranjería balompédica —Di Stefano, Puskas, Kubala, Santamaría, Rubén Cano, Donato, Pizzi, Ca-
tanha, Marcos Senna vistieron «nuestra» camiseta —y sospechosamente inflamados con los progresos del Atlético de Madrid, abjurando de su papel de rival dócil y sometido. Decían los viejos jugadores del Atleti que su rival era el Madrid. Que los derbies representaban siempre los partidos cruciales, absolutos, de la temporada. Sucedió en los setenta, en los ochenta. También ocurrió en la posguerra. Contaba Adrián Escudero, delantero de referencia entre 1946 y 1958 con su fútbol de seda, que un jugador colchonero no podía ni salir de casa cuando perdía el partido del año contra el Madrid: «Si ganabas, te comían a abrazos. Si perdías, hasta te empujaban del tranvía». Simeone ha terminado con la larga, larguísima década de la sumisión. Semejante proeza, conseguida con una plantilla limitada, irrita a los rivales del foro tanto como lo hace entre los futboleros que le reprochan el linaje bilardista. Me refiero a Carlos Salvador Bilardo, contrafigura perfecta y absoluta de César Luis Menotti en su concepción pragmática y guerrillera del fútbol respecto a la noción estética y filosófica que
preponderaba el lánguido y melancólico compatriota. Bilardo entrenó al Sevilla. Y por la misma razón entrenó a Simeone. Él fue quien se lo trajo al fútbol español cuando el Cholo militaba en el modesto Pisa italiano. Lo conocía desde los 16 años, apreciaba la relación obsesiva de Simeone con el fútbol, su grado de implicación, el carácter que lograba transmitir al equipo. Le gustaba hasta la manera de celebrar los goles. Lo prueba la asiduidad con que Bilardo proponía a los jugadores de la selección albiceleste —y no solo a ellos— un vídeo en el que aparecía Simeone festejando un tanto que anotó con la selección ante Bolivia en La Paz. Bilardo lo reconocía como un líder. Valoraba su capacidad para transformar la mentalidad del colectivo, más allá de su capacidad de aprendizaje y de su talento estratégico. Lo ha acreditado en Madrid. Ha demostrado un esmero de orfebrería en el planteamiento de los partidos que tanto concierne a la concepción global del juego como a los detalles.
Sirva como prueba la proliferación de goles a balón parado. La pizarra de Simeone ha situado al Atlético de Madrid en una posición inverosímil. Se trata de aprovechar cualquier resquicio. De controlar los imponderables. De enseñar a los jugadores que pueden divertirse defendiendo y sudando. De mantener ilusionados a los suplentes. De conseguir que los titulares se reconozcan a sí mismos como invulnerables. El mérito de Simeone ha sido acabar con la amnesia del Atlético de Madrid. Recordarle quién era y de dónde venía. Incluso demostrarle hasta dónde puede llegar, tal como ha sucedido esta misma temporada en la asombrosa campaña europea. El Atleti era ya el 11 de marzo de 2014 uno de los ocho mejores equipos del continente. No solo por la facilidad con que se deshizo en la primera fase del Oporto o del Zenit de San Petersburgo. También porque el conjunto colchonero debutaba en San Siro con una victoria (0-1) y trituraba al Milan en el partido de vuelta con una goleada de escándalo (4-1), redundando en la campaña de
reputación internacional con que el Cholo había apuntalado la victoria en la Europa League ante el Athletic de Bilbao (2012) en Bucarest. Pues no. No estábamos acostumbrados a ganar una final 3-0. Ni a recoger tres obras maestras en la red ajena. Ni a contemplar el partido del año relajados en el sofá como si fuéramos rutinarios madridistas. No estábamos acostumbrados a ganar un encuentro en el primer tiempo. Ni a olvidarnos del árbitro. Ni mucho menos estábamos acostumbrados al cronómetro de nuestro lado. Volaba el tiempo como los guantes de Iraizoz y las crines de Imperioso, se desvanecía el fantasma de Timisoara. Menciono Timisoara porque está en Rumanía, como Bucarest, y porque fue allí donde el enésimo proyecto Gil padeció la mayor humillación europea que recordarse pueda (1990). Nos ganó la Politécnica, la Politécnica de Timisoara, un equipo sin presupuesto ni apenas jugadores profesionales que abochornó a la delegación rojiblanca (2-0) sin poderse oponer atenuantes.
Diferente fue la insólita visita al estadio del Göztepe. Allí perdimos 3-0 contra un equipo de tuercebotas en noviembre de 1967, pero el verdadero mérito consistió en sobrevivir al encuentro, pues resulta que hasta la policía turca agredió a los futbolistas del Atlético de Madrid exacerbando la encerrona. Estaba Turquía en guerra contra Grecia por las cuestiones territoriales de Chipre. Y en guerra debieron de sentirse los ultras del equipo local. Aconteció la añagaza en un campo de tierra. Tan descarada fue la emboscada que el árbitro prolongó el partido unos 25 minutos, exactamente hasta que los anfitriones, llamémosles así, lograron sobreponerse al 2-0 que encajaron en el partido de ida en el Vicente Calderón. Decía que no estábamos acostumbrados. Que a la final hamburguesa le faltaron masoquismo y blasfemias, pero estaba claro que Neptuno, dios de los mares y de los ríos, iba a convertir en un juguete de bañera la gabarra bilbaína. Que me perdonen los hinchas del Athletic, pues provenimos de Bilbao.
Y que me entiendan también porque fue la noche de Bucarest una experiencia insólita, paranormal. Lo joven que estaba el Rey a la vera de Platini. Incluso Ana Botella, al parecer, aprendió la regla del fuera de juego. Y dudo que fuera capaz de explicársela Cerezo. Que fichó a Manzano por corporativismo botánico antes de percatarse de que el Atleti necesitaba un chamán, qué cosas, para acabar con las supersticiones o sustituirlas por otras. Dios estaba en la camiseta de Falcao y a Dios le dedicó Diego el tercer golazo. Habíamos vuelto. Confirmábamos el buen augurio que supuso la victoria ante el Fulham, pero esta vez no era necesario esperar a la prórroga ni confiarse al providencialismo con que Forlán anotó el gol de la victoria en el minuto 115. No creo ser el único aficionado atlético que «visualizó» la derrota de aquella Europa League hacia el minuto 114. Empezaba a imaginarme las manos de Forlán recubriendo su rostro. Veía al Kun Agüero desconsolado en el banderín de córner. Escuchaba a Quique Flores lamentando en la radio «la ruleta» de la tanda de penaltis. Y oía
al presidente Cerezo apelar a la final copera del Camp Nou: «Lo importante es recuperar la moral porque nos queda Barcelona». Nos quedaba Barcelona, es verdad, con el atractivo de una final copera, pero el partido de aquel miércoles se había convertido en un acontecimiento circunstancial y gregario respecto a la proeza de Hamburgo. El Atleti había espantado sus fantasmas alemanes y contrariado su malditismo. Una y otra prueba se añadían al favor coyuntural que supone traer a España el único título europeo de «la mejor liga del mundo». Así la habían definido gratuitamente los diarios deportivos, la mejor liga del mundo, pero el eslogan alojaba un duelo Madrid-Barcelona excluyente y autocomplaciente. No había sitio para el Atleti en la dialéctica de los campeones. Era una lección frente al ensimismamiento de los colosos y una oportunidad para rescatar al fútbol de un bipolarismo endogámico. Tan grande que merengues y culés empezaban a cogerle cariño al Atleti. Ignorando las cicatrices. Anteponiendo una condescendencia de la que ahora em-
pezaban a arrepentirse porque el campeón era rojiblanco. El partido «redentor» de Hamburgo me sorprendió en un hotel de Cannes. Estaba solo en la habitación, desubicado, nervioso. Me incomodaba que los comentaristas de la televisión francesa llamaran Ajero a Agüero y que sobrevaloraran la envergadura del peonaje del Fulham. Me irritaban los patadones de Perea. Me impresionaba la beligerancia de Forlán. El balonazo al poste del primer tiempo adquirió la forma de un mal presagio. Igual que sucedió en el minuto 37, cuando los ingleses equilibraron el marcador. Así es que mi cabeza empezó a entretejer el psicodrama de las disculpas. Que si las oportunidades hay que aprovecharlas. Que si la justicia del fútbol es una quimera. Que si la inercia histórica no hace concesiones. Desde esta perspectiva, la hipótesis de una tanda de penaltis se asemejaba a una tortura. Me parecía que el empate era el resultado que buscaba el Fulham desde el minuto uno y que, por tan-
to, estaba mejor preparado para resolver el trance y el estrambote. Pero le cayó a Agüero un balón largo en la banda. Y corrió hasta controlarlo. Y vio a Forlán desmarcado. Y le hizo un gesto con la mano, como solo ocurre en el patio de los colegios. Lo invitaba a colocarse al remate. Le prometía asistirlo. Era el minuto 115. Revestía mucha importancia aquella final porque el Atlético no había ganado ningún título europeo en 48 años de historia. Urgía remontarse a la Recopa que logramos contra la Fiorentina en 1962, después de la cual sobrevinieron las derrotas continentales en esa misma competición frente al Tottenham (1963) y el Dinamo de Kiev (1986), por no insistir en el trauma de Heysel (1974). Parecía enderezarse la propia autoestima después de casi tres lustros en posiciones gregarias, aunque la directiva, ya lo hemos visto, desmanteló la plantilla en cuestión de unos cuantos meses. No sobrevivió el entrenador, Quique Flores, ni disputó la finalísima de Bucarest como titular uno solo de los jugadores que habían estado en Ham-
burgo. Tampoco el portero, David de Gea, traspasado y vendido al Manchester United en la tradición de autoexpolio que tanto se prodiga en el criterio de Gil sin importar demasiado los argumentos de identificación. Quiere decirse que Simeone empezaba más o menos desde la nada. Por la precariedad de la plantilla. Por la herencia negligente de Manzano. Por la goleada que el Barça le había endosado al Atleti (5-0), por las chanzas con que la afición madridista acostumbraba a desquitarse del antiguo vecino. Y entonces sucedió que Simeone ordenó sufrir. No para recrearse en la melancolía de la derrota. Se trataba, esta vez, de sufrir para ganar. Ganar, ganar y ganar, como decía Luis Aragonés. Y como nos ha recordado Simeone, invirtiendo incluso el sentido de la campaña lastimera que se regocijaba con la endogamia rojiblanca. La cuestión no consiste en explicarnos por qué somos del Atleti. La cuestión es por qué no son del Atleti los demás. Que se expliquen ellos.
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