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Maximiliano Jara Pozo
HISTORIA DEL SECUESTRO DE UNA PASIÓN
Historia del secuestro de una pasión
RIL editores bibliodiversidad
Maximiliano Jara Pozo
Historia del secuestro de una pasión El fútbol como herramienta política bajo el totalitarismo
796 Jara Pozo, Maximiliano J Historia del secuestro de una pasión / Maximiliano Jara Pozo. – – Santiago : RIL editores, 2012.
238 p. ; 21 cm. ISBN: 978-956-284-929-6
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Historia del secuestro de una pasión Primera edición: diciembre de 2012 © Maximiliano Jara Pozo, 2012 Registro de Propiedad Intelectual Nº 187.227 © RIL® editores, 2012 Los Leones 2258 7511055 Providencia Santiago de Chile Tel. Fax. (56-2) 22 38 100
[email protected] • www.rileditores.com Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores
Impreso en Chile • Printed in Chile ISBN 978-956-284-929-6 Derechos reservados.
Índice
Prólogo................................................................................. 9 Prólogo del Presidente Adica ......................................... 13 Capítulo i De juego aristocrático a identidad popular............................. 17 Capítulo ii Fútbol y política: Las primeras relaciones............................... 27 Capítulo iii «Vencer o morir»................................................................... 35 Capítulo iv El equipo de Hitler................................................................. 49 Capítulo v El partido de la muerte........................................................... 69 Capítulo vi El fútbol de la posguerra........................................................ 79 Capítulo vii El mayor Puskas y los soldados del fútbol.............................. 87
Capítulo viii Franco y su «canciller merengue»......................................... 105 Capítulo ix El Mundial de la Junta......................................................... 125 Capítulo x «Chollima».......................................................................... 145 Capítulo xi 1973.................................................................................... 163 Capítulo xii La mal llamada «Guerra del Fútbol».................................... 173 Capítulo xiii James Riordan, «un inglés en Moscú».................................. 183 Capítulo xiv En la arena de Brasil............................................................. 195 Epílogo............................................................................... 223 Notas.................................................................................. 231
Prólogo
La Selección Nacional es la patria misma, dijo hace muchos años José Nasazzi, bicampeón olímpico y una vez campeón mundial con Uruguay. La camiseta; sea celeste, blanca, verde, roja o amarilla; es la prolongación misma de la bandera. Benito Mussolini podía no saber mucho sobre fútbol, pero conocía a la perfección que ese era el juego que más podía parecerse a la guerra. Nada de mal estuvo «Il Duce», sobre todo si recordamos que gran parte de la simbología y el lenguaje futbolístico tienen literales orígenes bélicos: «estrategia», «disparar», «atacar», «defender», «contragolpe», «ganar» y «perder». Es una guerra que también se pelea en dos frentes simultáneos. Si el epicentro está en la cancha y los jugadores son las unidades de batalla, los hinchas serían toda una sociedad que está detrás. Cuando un equipo tiene a todo su público gritando con fervor se conecta la perfecta armonía de todo un pueblo que está detrás, en una crisis beligerante contra una potencia extranjera. Himnos, cánticos y banderas son parte del ritual pasional de una masa donde los individuos forman parte de esa nueva aventura nacional en que se transforma cada partido. «Dime cómo juegas y te diré quién eres». La cita es de otro uruguayo, Eduardo Galeano, un nostálgico seguidor del fútbol clásico preindustrial que reconoce la profunda identidad de una nación en la forma que esta vive el fútbol. Y es que el fútbol es cultura y como tal se inserta en lo más profundo del ser popular en una gran parte de la humanidad. Eso es lo que que hay que entender al preguntarse cómo el fútbol llegó a ser tan importante.
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Este libro está dedicado a quienes piensan que el fútbol es más que un juego de veintidós animales detrás de una pelota. De partida, hace mucho rato que el fútbol dejó de ser un juego e, incluso, un deporte. Como se verá a lo largo de estas páginas, el fútbol se transformó en un protagonista de la historia del siglo XX, influyendo en los procesos económicos, sociales, culturales y, por supuesto, en los convulsionados episodios políticos de la última centuria. La guerra y el fútbol tienen el mismo objetivo: ganar. Cuando un equipo nacional vence a otro, no son solo los jugadores los dueños de la victoria. Hay un pueblo detrás que celebra, seguramente más que ellos, el haber demostrado su superioridad, y el futbolista, el técnico, incluso hasta los dirigentes, son los héroes y generales de un ejército vencedor que batió en el campo de batalla a los enemigos de la patria. Por noventa minutos, que pueden extenderse a días o hasta años rememorando las efemérides de un grupo de muchachos que llevaron el estandarte patrio al tope, se transforman en parte de la gloriosa memoria colectiva de una nación. Sentimientos que tienen el esperado efecto de llevar a toda una comunidad a la tierra «de nunca jamás» por lo menos por un buen rato, de hacer olvidar el hambre, la represión, la pobreza o los asesinatos. Las peores enfermedades de un gobierno pueden ser superadas en noventa minutos. De ahí la importancia que para la política tiene el fútbol: es un bálsamo milagroso al alcance de la mano de cualquier dictador medianamente hábil. Mussolini, Hitler, Franco y algunos célebres dictadores latinoamericanos lograron direccionar a su favor toda la fuerza explosiva del fútbol para favorecer sus intereses como gobernantes, y estimular la praxis nacionalista desembocada en cada partido, que se transforma en un drama griego donde una victoria «es tan importante como la conquista de un pueblo del este» (lo dijo
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Goebbels a fines de los treinta), como también puede ser la derrota del régimen en persona, poniendo en juego su legitimidad. Alguna vez el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, dijo: «Un buen partido de fútbol se basa en grandes conceptos de estrategia», y no por nada los alemanes han sido tricampeones del mundo, siendo muy sabido que su National Manschaft recurre a la misma prolijidad táctica con que los ejércitos del Tercer Reich iniciaban una nueva campaña. Como decía anteriormente, hace mucho rato que el fútbol dejó de ser un juego. Hoy puede tener muchas misiones; puede ser entendido como una mercancía, como un estilo de vida, una corriente cultural o una religión. De más está decir que la final de la Copa del Mundo de Alemania 2006 tuvo una audiencia, en vivo, de 750 millones de espectadores en 214 países, algo así como una octava parte de la humanidad. No existe ninguna actividad colectiva que se le pueda igualar. Si bien en los tiempos de los grandes totalitarismos no existía tal nivel de audiencia, ni siquiera habían transmisiones televisivas, el fútbol ya era un dínamo de pasión popular digno de controlar y, en el fondo de su médula, al igual que todos los deportes, era competencia. Creo que aún no existe una sola persona relativamente sana que sienta placer por la derrota. El Estado totalitario buscaba ejercer el control de las actividades estratégicas de una nación. Los italianos fueron los primeros en instrumentalizar al fútbol a favor de la política, los nazis los siguieron sin mucho éxito, por lo menos en el fútbol. Francisco Franco era hincha del Real Madrid, club al que convirtió en su mejor «canciller», mostrando al mundo que España era un país sano, próspero y, sobre todo, unido, tratando de meter bajo la alfombra a todo el molestoso bullicio de las provincias rebeldes representadas por poderosos clubes como el FC Barcelona, en Cataluña, o los vascos del Athletic Club de Bilbao.
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Pensadores y filósofos tan opuestos como Max Weber y Georg Hegel creían en el eurocentrismo, según el cual el continente europeo marcaba las pautas de la historia mundial y transmitía al resto del planeta la civilización. Así fue como muchos aspectos de la cultura occidental actual, más bien la mayoría, fueron exportaciones europeas. El fútbol fue una de ellas, junto con los sistemas políticos. Las naciones latinoamericanas nacieron tratando de ser un espejo del Viejo Mundo, imitando conductas políticas como el autoritarismo, el liberalismo, el parlamentarismo y el totalitarismo, en fin, todos los «ismos». Que a nadie le extrañe, entonces, que los Videla, Médici y Pinochet vieran en el fútbol una extensión de su complicada propaganda gubernamental.
El autor. Pirque, agosto de 2009.
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Prólogo del Presidente Adica
Esta obra es diferente a los tradicionales trabajos literarios de ADICA, al ser un texto innovador y único de nuestra colección, que refleja la frescura de una nueva generación y su capacidad profesional de escribir sobre ámbitos tan disimiles como lo social, lo político y en este caso, el deportivo. Por otra parte, quisiera referirme brevemente sobre algunos hechos que llamaron profundamente mi atención y que hacen de esta obra una pieza imperdible de leer. El primero de ellos, corresponde a cómo la selección italiana de fútbol durante el régimen de Benito Mussolinni –Il Duce–, logró ganar el campeonato de 1934, bajo el lema vencer o morir. Esta frase, curiosamente, la escucharía muchos años después del comentado episodio y fue pronunciada por un diplomático italiano antes de enfrentarnos en un partido amistoso en Zagreb, Croacia. Este mismo diplomático me explicaría cuál era el significado de dicha frase, lo que con la edición de este libro pude corroborar. El segundo caso se refiere a la historia del denominado «Mozart del Fútbol». El austriaco y descendiente judío, MathiasSindelar, quien en un partido amistoso, con el que se celebraba la anexión de Austria a la Alemania nazi –Anschluss–, jugando por el desintegrado equipo de fútbol austriaco, hizo un elegante gol estilo sombrero al equipo del ejército alemán, pagando caro dicha osadía.
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En este contexto, el gobierno de Hitler no fue el único en utilizar el fútbol como instrumento de imagen y presión política. En España, el Presidente Francisco Franco utilizó como estandarte de unidad nacional al reconocido club deportivo Real Madrid en desmedro de otros equipos, en especial del Barcelona. Posteriormente en Latinoamérica los gobiernos militares de Brasil, Argentina y Chile siguieron el ejemplo de sus pares europeos y con ello desvirtuaron la naturaleza del denominado deporte rey. Otro relato que llamó profundamente mi atención, es el referido al Dínamo de Kiev. Me pareció muy humano, conmovedor y nos recuerda que el sentido de espíritu y de cuerpo es fundamental para alcanzar los objetivos soñados y que un poco de humanidad, hace posible que este mundo sea un poco mejor. De la misma manera este relato representa la forma en que el fútbol dio esperanzas a una población que se encontraba sometida y devastaba. Los hechos que describe el autor ocurren con ocasión de la ocupación nazi en Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial, entonces el Dínamo de Kiev fue suprimido y se reestructuró bajo el apelativo de los panaderos y, tal como en las películas de Hollywood, desafió a varios equipos alemanes y extranjeros, teniendo dicha gesta un epílogo trágico. Todos aquellos que alguna vez hemos jugado o presenciado un partido de fútbol entendemos que esta sana práctica deportiva es mucho más que eso. Se trata de un evento social que reúne a un grupo de personas tras un objetivo común: para algunos de los competidores será ganar con honor, para otros será compartir un momento agradable y para otros representa una forma de vida. De la misma manera, cabe señalar que muchas veces este deporte puede llegar a convertirse en un puente entre los seres humanos y los Estados; el compartir este tipo de actividades facilita el diálogo y la interacción entre diversos actores. Sin embargo, también existe el riesgo que sea utilizado como un instrumento político para ocultar a un país los verdaderos
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problemas que lo aquejan. En definitiva, el fútbol no es bueno ni malo per se, son los deportistas, los entrenadores, dirigentes, fanáticos y gobiernos quienes pueden afectar o manipular a este deporte, y a ellos cabe dicha responsabilidad. Uno de los tantos méritos de este libro es la interesante pluma de su autor. Su relato sobre el origen y desarrollo histórico del fútbol nos recuerda momentos de gloria y de vergüenza, donde el deporte rey fue convertido en un herramienta política. Quienes lean este libro no solo se maravillarán con una narración novedosa, sino que también comprenderán que el fútbol es mucho más que 22 hombres corriendo tras una pelota. Por último, la Asociación de Diplomáticos de Carrera –ADICA–, desea agradecer a nuestro asociado Maximiliano Jara Pozo, por la oportunidad que nos ha dado de dar a conocer y de copatrocinar, en conjunto con el Banco Edwards Citi y la empresa de Asesoría Jurídica LegalGroup, esta singular obra.
Francisco Devia Aldunate Presidente Asociación Diplomáticos de Carrera
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Capítulo i
De juego aristocrático a identidad popular
Sir Staney Rous, presidente inglés de la FIFA desde 1961 hasta 1974, predijo alguna vez que, antes de que se terminara el siglo XX, un país africano ganaría la Copa del Mundo. Poco le faltó al dirigente británico para que su profecía se cumpliera, si tomamos en cuenta que Camerún, en el Mundial de Italia 90, llegó hasta cuartos de final, o los tricampeonatos mundiales de Nigeria en torneos sub-17, además de los oros olímpicos conseguidos por los propios nigerianos y camerunenses en Atlanta 1996 y Sydney 2000, respectivamente. Quién habría pensado hace cincuenta años que el fútbol se masificaría a tal nivel, que hasta las más pobres y atrasadas sociedades tendrían la posibilidad de ser campeones mundiales. Y es que el fútbol no hace diferencias raciales, geográficas, de credo o género. Su simplicidad, la «dinámica de lo impensado» que lleva a practicarlo en un inmaculado césped en el estadio de Wembley hasta en la más humilde y pedregosa canchita en el Tíbet, es lo que lo vuelve tan popular. Pero esto no fue siempre así. Para que en el partido inaugural de la Copa del Mundo de Corea-Japón 2002, Senegal le ganara a los, por ese entonces, campeones del mundo, tuvieron que pasar muchas cosas en la explosiva y apasionante historia del fútbol. La historiografía nos enseña que los procesos históricos se rigen de acuerdo a cuatro grandes elementos: las características 17
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políticas, sociales, económicas y culturales. La historia del fútbol no se escapa a esta dinámica. Justamente, para que entendamos por qué el fútbol es tan popular y por qué el amor de la humanidad por este deporte es tan importante y codiciado, como veremos más adelante, por políticos y militares, debemos ir al inicio, a la época en que el fútbol nació con identidad aristocrática que luego se transformaría en un sentimiento popular. Muchos autores y países han rivalizado por erigirse como los inventores del fútbol. Según los chinos, ellos fueron los primeros. En siglo III a.C. existía en los instructivos militares de la dinastía Han un ejercicio llamado tsu chu, que consistía en empujar con los pies un balón contra una malla. Sus vecinos japoneses practicaban el kerami, un rito ceremonial colectivo que tenía como objetivo pasarse la pelota entre los compañeros sin que el balón toque suelo. Pero existe otra versión más antigua, el pok ta pok, un juego maya de tres mil años de antigüedad que consistía en golpear una pequeña pelota de caucho con las caderas con el fin de introducirla en un aro. Cómo olvidar, por ejemplo, el calcio florentino, brutal deporte renacentista que se asemejaba más al rugby que al fútbol actual, pero que conserva la denominación calcio con que los italianos nombran al fútbol, deporte que los convertiría en protagonistas. Como se ve, la historia es generosa, y ejemplos hay muchos más. Sin embargo, ninguno de los juegos o rituales antiguos se parece al fútbol actual. Al igual que en la teoría de la evolución del hombre, en el fútbol también el ser humano tuvo que pasar de ser un homínido cuadrúpedo a ser un Homo Sapiens. Chinos, japoneses y mayas pudieron marcar un precedente en la historia de los deportes de balón, pero para encontrarnos con la concepción real de lo que hoy llamamos fútbol debemos mirar hacia las islas británicas. Inglaterra es el epicentro de la génesis del fútbol no solo desde que en 1863 se instauraron las reglas del fútbol moderno con la creación de la Asociación de Fútbol, sino que por un proceso
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muchísimo más antiguo. Los habitantes de estas islas fueron desarrollando, desde el siglo XV, una actividad que empezó como una festividad urbana en base a un curioso juego que se trataba de reunir a todos los hombres del pueblo en la plaza de la ciudad, para darle puntapiés a la cabeza de algún bandido local hasta desintegrarla por completo. Por fortuna el juego evolucionó un poco y las cabezas humanas fueron remplazadas por balones, por cuyo control luchaban cientos de jugadores. Más tarde tendría un carácter ceremonial, pues los pescadores comenzaron a disputar contra los campesinos la posesión del balón. Si los primeros lograban volver con la pelota a su territorio, esto sería indicio de buenas cosechas; si los pescadores hacían lo propio, serían beneficiados en abundancia con manjares marinos. Como veremos a lo largo de todo este estudio, el fútbol ha estado condicionado por procesos políticos y sociales. El gran hito histórico que marcó a la sociedad europea desde siglo XVIII en adelante, y por ende también al fútbol, fue la Revolución Industrial. Una de las principales consecuencias sociales que esta tuvo en su primera etapa fue el explosivo crecimiento de los centros urbanos. La masiva migración campo-ciudad ante la oferta laboral de las ciudades fue configurando el paisaje de las grandes urbes europeas. En Gran Bretaña, los que antes eran escuálidos poblados como Liverpool, Sheffield, Bristol, Portsmouth, Cardiff y Glasgow, fueron multiplicando sus habitantes con una rapidez notable al convertirse en centros portuarios e industriales. Ante ese nuevo escenario, el tradicional pero violento juego callejero ya no tuvo cabida, pues los municipios dictaron leyes para su prohibición. Ahora el fútbol tendría que encontrar su propio lugar en el mundo. Los colegios privados británicos, símbolos de la calidad y tradición de la educación anglosajona, reservados solo para la elite, fueron las instituciones fundadoras del deporte más popular
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del mundo. Los internados privados ingleses ofrecían una amplia y exigente carga académica que los estudiantes debían cumplir. Los deportes gozaban de alta prioridad en el modelo académicoreligioso que imperaba en el currículo de la época. La llamada «cristiandad musculosa» era el ideal que los internados seguían; formar jóvenes de cuerpo y alma sanos. Pero otro ingrediente que condicionó la práctica académica de deportes en los internados fue el mal comportamiento de los alumnos. El carácter rebelde e indómito de los adolescentes debía ser apaciguado de alguna forma, y los profesores entendieron que los deportes colectivos eran una sana forma de gastar energía, a la par de entregarles valores como el esfuerzo, la perseverancia y el trabajo en equipo. Los antiguos juegos tradicionales británicos renacieron dentro de los internados, pero ante la suspensión de esa actividad por décadas, los alumnos lo reconstruyeron a su manera. El juego de pelota ya no consistiría en enormes extensiones de terreno o centenas de jugadores. Se reduciría al máximo de niños que se pudiera meter en el patio del colegio y se confeccionaron dos arcos, uno para cada extremo del campo. Sin embargo, cada escuela privada tenía su propia versión del juego de la pelota, ahora denominado foot-ball en el mundo escolar de elite. Dependiendo del colegio las reglas eran distintas. En algunas partes estaba permitido tomar el balón con las manos, en otras era legal atropellar al adversario. Lo cierto era que Ethon y Harrow, los dos colegios privados más tradicionales y aristocráticos de Inglaterra, marcaron la pauta en las primeras etapas del fútbol. Alumnos de ambas instituciones y de otros colegios privados se graduaron e ingresaron a selectas universidades como Cambridge u Oxford. No solo se llevaron conocimientos, también llevaron consigo la práctica del fútbol y ya fuera del colegio buscaron seguir practicando este deporte. El juego de la pelota se trasladaba así a las universidades, al trabajo y a exclusivos lugares de encuentro social como los clubes aristocráticos.
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A pesar de que el fútbol, al igual que el rugby, era un «deporte de caballeros», no existían reglas codificadas y la diferenciación entre ambos deportes no estaba del todo clara. Seguramente, si se le preguntara a un jugador de mediados del siglo XIX, si era futbolista o rugbista, no sabría qué responder. En aquella época era muy común que se jugara una mitad del partido con las reglas del foot-ball y la siguiente con las del rugby, solo era cosa que los dos equipos se pusieran de acuerdo. Tanto el rugby como el foot-ball podían fusionar al otro y, en la Inglaterra decimonónica, el deporte nacido en la localidad de Rugby (de ahí su nombre) disfrutaba de más adeptos, por lo que el fútbol necesitaba una constitución urgente para no desaparecer. De Harrow se graduó un hombre que se ha convertido en uno de sus alumnos más ilustres: Charles Alcock, un nombre fundamental en la historia del fútbol. Si se pudiera establecer una fecha cero que separara la prehistoria de la historia, podría ser el 26 de octubre de 1863, que significa un antes y un después en la historia del juego. En aquel día del otoño londinense, once clubes de la capital se dieron cita en la taberna de Freemason´s para ponerse de acuerdo en las reglas a seguir. Sin embargo, a pesar del entusiasmo de los distintos equipos por conseguir un código de regulación reglamentaria del juego, del pub no salió humo blanco, pues los equipos de rugby se negaron a dejar de usar las manos y taclear al rival. No hubo acuerdo pero fue un día tremendamente importante para ambos deportes, porque la disidencia de los de rugby marcó la diferencia entre los que estaban a favor y en contra de tomar la pelota y atropellar; entre conservadores y revolucionarios, a la postre; entre rugbistas y futbolistas. Charles Alcock, ante el fracaso inicial de las negociaciones, no se rindió. Siguió buscando la fórmula para organizar al fútbol y darle un orden que lo convirtiera en un deporte hecho y derecho. Freemason´s no resolvió los aspectos reglamentarios del juego,
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aunque, como sabemos, causó una irreconciliable diferencia entre el rugby y fútbol, y también marcó un precedente de unión entre los clubes que apoyaban la reforma. Alcock tomó a esos clubes, los reunió y, en 1871, fundó la Football Association, más conocida con sus iniciales «F.A.». Pero eso no fue todo. El gran invento de Alcock fue diseñar el primer torneo de fútbol en el mundo, una competencia en la que participaron todos los clubes de Inglaterra y cuyo desarrollo fue lo suficientemente emocionante como para cautivar al público y conquistar más adeptos para el aristocrático juego. Alcock fue el primero en diseñar un fixture de campeonato por play-off, es decir, partidos por eliminación directa o muerte súbita. El carácter visionario de Charles Alcock tuvo en este tipo de torneos todo el éxito que él auguraba. La primera versión de la FA Cup tuvo como primer campeón al Wanderers FC, equipo que derrotó por 1-0 a los Royal Engineers el 16 de marzo de 1872. Curiosamente, Charles Alcock jugó y ganó aquella final para el equipo «vagabundo». Esta final copera marcaría un precedente. Hasta hoy la Copa FA sigue gozando de un enorme prestigio, siendo, junto a la Liga Premier, la principal competencia futbolística del país. Pero Charles Alcock, fundador y campeón del torneo que creó, todavía no había terminado su trabajo. En menos de diez años logró establecer consenso entre los clubes ingleses, ordenándolos según reglas establecidas en la FA Board, organismo que se encarga de velar por las reglas del fútbol mundial hasta el presente. Alcock todavía tenía otro sueño: la formación de un equipo nacional que representara a Inglaterra. Para ese entonces el fútbol aún no salía de las islas británicas y el único país que podía cuestionar la hegemonía inglesa era su vecina Escocia. Los escoceses, en paralelo a los ingleses, también habían desarrollado el fútbol. Charles Alcock conocía la escuela escocesa y
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quería poner a Inglaterra a prueba. El 30 de noviembre de 1872, a las dos de la tarde, en el West of Scotland Cricket Club’s de Partick, se jugó el primer partido internacional de la historia. Para la estadística quedaría que cuatro mil espectadores presenciaron un aburrido 0-0. A pesar del pobre resultado, este partido es el más importante en la historia del fútbol. El clásico de Gran Bretaña fue un choque cultural entre dos naciones que tenían una visión distinta sobre el juego. Los jugadores ingleses se vieron impresionados ante el estilo escocés de pasarse el balón, algo nunca visto en la parte sur de la isla. Los jugadores ingleses estaban acostumbrados a ir «al choque» como un vivo legado del rugby, que se caracteriza por su frontalidad. La modalidad inglesa del hacking se asemejaba al rugby en su rudeza, que lo hacía «más entretenido», dependiendo de quien recibiese la patada, claro. Los escoceses terminaron por dar cátedra en ese partido, donde el resultado más importante fue la lección aprendida por el primer equipo de los Tres Leones, quienes comprendieron que una técnica simple pero efectiva era pasarse el balón entre compañeros. Esto significaría una de las primeras revoluciones en la, por ese entonces, elemental táctica futbolística. Después de aquella memorable tarde en Partick, los clubes ingleses pusieron sus ojos, y también su dinero, en los futbolistas escoceses. Scottish Proffesors fueron llamados los jugadores provenientes de Glasgow y Edimburgo, quienes cruzaban la frontera para ser reclutados por los grandes clubes ingleses de la época. Cuando el fútbol dio sus primeros pasos en el profesionalismo, los escoceses fueron los futbolistas más solicitados. Si bien al Escocia-Inglaterra de 1872, según crónicas de la época, asistieron cerca de cuatro mil espectadores, el fútbol aún estaba lejos de ser un deporte popular. En la Inglaterra victoriana era considerado como un deporte polite, de elite, practicado dentro de las instituciones más exclusivas del país. Por ese entonces, acti-
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vidades como las peleas de gallo o las corridas de perros gozaban del favoritismo popular. Ocurre que para jugar al fútbol, u otro deporte, se necesita tiempo, momentos en que la gran mayoría de la población trabajaba o se dedicaba a la familia. En la Europa de la segunda mitad del siglo XIX el proletariado todavía no tenía una regulación de sus condiciones laborales, era la estructura de la industrialización la que regulaba la vida de la gente. No era poco común, entonces, que se trabajaran jornadas de doce o catorce horas diarias, por lo que el interés en cualquier actividad extra laboral se reducía a su mínima expresión. Sin embargo, bajo la presión ejercida por los movimientos obreros, y también por la Iglesia Católica a través de su encíclica Renum Novarum de 1891, la introducción de la media jornada sabatina ofreció a los trabajadores un tiempo libre que antes no tenían. De alguna forma el ocio iba a poder formar parte de la sacrificada vida, y el fútbol no tardaría en rellenar ese espacio. Desde sus inicios el fútbol ha estado subyugado a los cambios políticos y sociales de cada época. De algún modo, la historia fue cómplice del desarrollo y la masificación de este deporte, por sobre otras actividades deportivas. La Revolución Industrial no solo le dio al fútbol la base social que lo sustentaría en el futuro, sino que también le daría la conexión física necesaria para la propagación del fútbol: el ferrocarril y el trasatlántico. El tren permitió la masificación del fútbol por toda Gran Bretaña. Charles Alcock vio como un elemento fundamental el contar con un sistema de transporte que uniera el país de punta a punta, con la finalidad de que en los torneos, como la Copa FA, pudieran participar equipos de toda la nación. El éxito de cualquier liga nacional depende de que los clubes tengan la capacidad de movilizarse hacia otras ciudades para disputar los partidos. De no existir una red ferroviaria eficaz, las competencias habrían tendido a ser locales y no nacionales, retrasando el desarrollo homogéneo del fútbol en el país.
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Hasta comienzos del siglo XX el nacimiento de clubes estuvo ligado a instituciones. El caso emblemático es el del Manchester United, organizado por obreros ferrocarrileros, o bajo el amparo del pub del fin de semana y el barrio de origen. Lo notable de todo esto es que, en menos de treinta años, el fútbol pasó de ser un juego exclusivamente aristocrático a un deporte adoptado por el pueblo. El símbolo de aquel paradigma tuvo su hito dentro de la cancha cuando, en la final del campeonato FA de 1883, el Blackburn venció a los Old Ethonians. Por primera vez un equipo norteño y obrero ganaba un torneo frente a los aristocráticos sureños de Ethon. Desde ese entonces, el fútbol se estabalecería como un profundo valor de las clases obreras en Inglaterra y, posteriormente, en todo el mundo. Con el fútbol en pleno auge los clubes se dieron cuenta de la «mina de oro» que tenían bajo sus pies. El poder económico que podía significar la actividad era un territorio inexplorado, virgen pero fascinante. El interés por el juego era cada vez mayor y los equipos se dieron cuenta que, en el borderó, el éxito de taquilla era inmediato. Los clubes comenzaron a invertir en el campo de juego, a mantenerlo, a cercarlo, a instalar algunas bancas y a publicitar los partidos del fin de semana. Rápidamente, lo que hasta hace unos años era un terreno baldío, en poco tiempo se convirtió en un campo de fútbol donde los espectadores se comenzaron a contar por cientos, y luego por miles. Pero eso no era todo; para hacer del fútbol una actividad rentable era necesario tener un equipo competitivo que representara a la ciudad o el lugar de trabajo, y que en lo posible fuera exitoso, para que los colegas y los vecinos pudieran transformarse en seguidores comprometidos del club. Tanta era la competencia local inglesa que los jugadores amateur ya quedarían obsoletos; había llegado la hora de profesionalizar el fútbol. Pronto, cientos de obreros comerciantes y empleados fiscales colgaron sus overoles y se calzaron los botines a diario.
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Los clubes comenzaron a pagar sueldos y jugadores de todos los rincones de Gran Bretaña, pero sobre todo de Escocia. Bajaron por toda Inglaterra, integrándose a los equipos que podían costear la, por ese entonces, estratosférica suma de cincuenta libras que se les pagaba a las estrellas escocesas de fines del siglo XIX. A pesar de la oposición de los clubes elitistas, quienes argumentaban que se perdería el espíritu deportivo y los viejos valores fundacionales del juego gracias a la cristiandad musculosa, la profesionalización era un proceso irreversible. En 1885, a tan solo veintidós años de la fundación de la Football Association, el fútbol se había transformado en una actividad rentada. El otro invento de la Revolución Industrial que impulsó al fútbol más allá de las fronteras anglosajonas fue el trasatlántico. El futuro del juego estaría también en ultramar. La Gran Bretaña victoriana fue el cenit del Imperio. En el período histórico conocido como Paz Armada, es decir, hasta antes de la Primera Guerra Mundial, el Imperio de Su Majestad abarcaba una población de unas 450 millones de personas y unos 32 millones de kilómetros cuadrados, lo que significaba algo así como una quinta parte del planeta. Ante la vastedad del Imperio, los ingleses llevaron su cultura, arte, lengua, comercio y tecnología a distintos rincones del mundo. Marineros, comerciantes, religiosos y diplomáticos se embarcaron en Portsmouth, Southampton y Liverpool con dirección a los más diversos destinos; muchos no volverían jamás y fundarían pujantes colonias inglesas en otros continentes. Seguramente alguno que otro llevaba en sus maletas un balón de fútbol, elemento que se transformaría en otra forma de «enseñar Inglaterra» al mundo. Los inmigrantes ingleses, desde las costas de Australia y Nueva Zelanda hasta Chile, y de Jamaica hasta la India, practicaron el fútbol como una forma de sentirse un poco más cerca de casa. Así, la propagación del fútbol por el mundo ya se había desatado.
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Capítulo ii
Fútbol y política: Las primeras relaciones
A principios del siglo XX, el fútbol se había transformado en un producto de exportación británico. Mientras la consolidación del balompié y las competencias profesionales ya era una realidad en Inglaterra, un panorama distinto se vivía al otro lado del Canal de la Mancha. En Europa el fútbol estaba todavía lejos de profesionalizarse, y no existía una cohesión dirigencial que regulara la actividad. Pero la fundación de la Federación Internacional de Fútbol Asociado, el 21 de mayo de 1904 en París, fue uno de los primeros pasos que el continente dio para seguir el ejemplo inglés. Lógicamente, Gran Bretaña no tendría interés en participar de este organismo internacional, de manera que la FIFA quedó bajo el patrocinio de dirigentes de Bélgica, Francia, Alemania e Italia. Tan abrumadora era la diferencia entre el fútbol británico y el del resto del continente que Inglaterra rechazó incorporarse a la FIFA, entendiendo que ello no traería ningún beneficio al desarrollo del fútbol del país. Los cerca de treinta años de adelanto de la isla frente a Europa hacían pensar a los ingleses: «¿Qué podrían ellos enseñarnos a nosotros sobre fútbol?». Además, el contexto histórico de la época favorecía a la posición anglosajona de aislamiento frente a sus vecinos. El Imperio Británico se encontraba en su máxima expresión y el aislacionismo no solo tenía que ver con
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el fútbol, sino que obedecía a una antigua política de distanciamiento frente a los, en general, convulsionados asuntos europeos. Los Juegos Olímpicos de 1908, con sede en Londres, fueron la instancia en que el fútbol se adoptó como disciplina olímpica, y la oportunidad de demostrarle al mundo quiénes eran los amos y señores del balompié universal. Por supuesto que la selección británica no encontró inconvenientes en su ruta hacia el oro olímpico, convirtiéndose en el primer campeón del mundo. Mientras Europa se tensionaba, y el olor a pólvora se apoderaba de gran parte del continente, los ingleses decidieron que ya era hora de exhibir un poco más su juego y compartirlo con los continentales. El éxito olímpico de Londres motivó la gira del equipo dorado británico por países centroeuropeos. Pero hubo países donde la práctica del fútbol no gozaba de mucha simpatía. El Imperio Alemán del káiser Guillermo II veía al balompié como un producto de exportación del imperialismo inglés. Alemania, rival de Gran Bretaña, cultivaba el deporte bajo una estricta disciplina en torno a la gimnasia, que reflejaba el espíritu nacionalista del Estado y la sociedad. Por si fuera poco, el fútbol era considerado «indecente para el pueblo alemán», ya que se jugaba con pantalones cortos, y mostrar las piernas era algo «infantil e indigno para un adulto». En la época anterior a la Gran Guerra Inglaterra no tuvo rival, pero, como hemos visto reiteradamente, el fútbol ha debido adaptarse a las coyunturas históricas de cada época. La Primera Guerra Mundial trastocó dramáticamente el panorama del fútbol europeo, postergando por años el desarrollo de la actividad. Con la guerra encima, los encuentros intereuropeos se suspendieron, al igual que las giras y los partidos olímpicos. La urgencia del conflicto dejó no en un segundo, sino que en un último plano, al fútbol. Solo en Gran Bretaña su práctica pudo continuar con algo más de normalidad, pero incluso la tradicional Copa FA fue suspendida en algún momento.
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El estallido de la guerra, en 1914, sacó por años al fútbol del panorama continental europeo. El escenario futbolístico cambió de lugar y se estableció en Sudamérica, a partir de entonces, protagonista del balompié mundial. Argentina, Uruguay, Chile y, unos años después, Brasil, recibirían el legado de los comerciantes e inmigrantes británicos que llegaron a los puertos de Buenos Aires, Montevideo y Valparaíso a fines del siglo XIX, introduciendo el foot-ball en nuestros países. Chilenos, uruguayos y argentinos miraban con curiosidad el juego de los forasteros ingleses que pateaban un balón en sus puertos. Las colonias británicas de esos países fundaron clubes deportivos que participaban en ligas locales. Rápidamente los criollos comenzaron a adoptar el fútbol y lo fueron propagando por el resto de sus respectivos países. El football ya no era solo «una cosa de gringos», y de la fusión británico-criolla nacerían equipos que animarían las ligas locales. Clubes como Santiago Wanderers de Valparaíso y Everton de Viña del Mar, en Chile; o el Banfield de Buenos Aires, en Argentina y Liverpool de Uruguay; son descendientes directos de la pionera gestión futbolística inglesa en América. Mientras los europeos se desangraban en una larga y brutal guerra, Sudamérica vivía una notable era de expansión económica. El fútbol tuvo libre albedrío para masificarse en todo el continente sudamericano. La introducción del fútbol en Brasil fue más tardía y estuvo a cargo de Charles Miller, conocido como el «padre del fútbol brasileño». Nacido en Sao Paulo, pero hijo de un escocés, Miller fue enviado de niño a estudiar a Southampton. Allí conoció el fútbol y, cargado de conocimientos sobre este deporte, además de un par de balones, volvió a Brasil en 1894. Rápidamente introdujo el deporte en todo el Estado de Sao Paulo, si bien se mantuvo como una actividad puramente aristocrática.
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Charles Miller fue el padre inventor del fútbol en Brasil, mientras que un discípulo suyo se encargó de masificarlo y convertirlo en un deporte transversal que incluyó a las clases populares y la vasta población negra del Brasil. Arthur Friedenreich, conocido como «El tigre», fue el primer crack brasileño. Hijo de un alemán y una afrobrasileña, Friedenreich introdujo el juego en el pueblo, y marcó un hito en el florecimiento del balompié de su país. Friedenreich era la perfecta mezcla entre el catedrático y rudo estilo británico y la elasticidad y potencia del afrobrasileño. Su talento haría comprender a la aristocracia que el «primer apartheid» del fútbol pronto llegaría a su fin. Las federaciones de fútbol de Argentina (1893), Chile (1895), Uruguay (1899) y Brasil (1914), fundaron, el 9 de julio de 1916, la Confederación Sudamericana de Fútbol. El resto de las federaciones nacionales se fundarían en la década de los veinte, finalizando un proceso que los inmigrantes ingleses comenzaron en los puertos más importantes del continente y que terminó en el interior, con la profunda adopción y devoción popular por un deporte que se transformaría en la identidad nacional de cada país en la región. Durante cuatro años, Europa sufrió una guerra nunca antes vista en la historia de la humanidad. Ocho millones de muertos, seis millones de heridos y cuatro imperios desaparecidos fue el saldo de la Primera Guerra Mundial. Pero la dramática derrota de los imperios centrales tuvo un pequeño premio de consuelo para sus desmoralizados pueblos: el desarrollo del fútbol. La caída de la monarquía imperial de Guillermo II proclamó la República de Weimar, un sistema político democrático y transitorio que gobernó al país después del desastre bélico. Justamente, el fin del Imperio fue un aliado en la interacción del pueblo alemán con el fútbol, que hasta antes de la guerra era mal visto por las autoridades. El modelo democrático liberó a los alemanes del trabajo sabatino y, al igual como había ocurrido en Inglaterra cerca de cuarenta años antes, la reducción de la jornada laboral dio tiempo suficiente para
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que el fútbol se adaptara al ocio de los trabajadores. En la Alemania de la posguerra también surgieron clubes de fútbol bajo el amparo del lugar de trabajo, la ciudad o la cervecería. Una de las naciones que más se vio afectada con el resultado de la guerra fue el Imperio Austrohúngaro. Después del conflicto, la corona dual, con capital en Viena, se desintegró, formando una serie de países independientes como Austria, Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia. Pero la tristeza y miseria que bajaba por el Danubio comenzaron a olvidarse con la práctica popular del fútbol. Aún se recordaba la gira del equipo olímpico inglés y la región necesitaba encontrar una diversión que hiciera olvidar a la población los momentos de extrema crisis política y económica. Más rápido que en otros lugares del continente, el profesionalismo del fútbol en Austria, Hungría y Checoslovaquia tuvo un espectacular auge gracias a dos personajes, un austríaco y un inglés, Hugo Meisl y Jimmy Hoghan: fundadores de un estilo futbolístico que revolucionaría Europa, la llamada Escuela del Danubio. Lo que hacía distinta a la Escuela del Danubio era algo parecido a lo que habían hecho Charles Miller y Arthur Friedenreich en Brasil, fusionar dos estilos que se adaptan a la idiosincrasia de las respectivas sociedades en que se insertan. El experimentado entrenador inglés Jimmy Hoghan llevó a Viena los últimos adelantos tácticos desde Inglaterra, como por ejemplo, el uso de los center-back, hoy conocidos como líberos. El aporte de Hugo Meisl, un verdadero visionario, fue organizar la práctica del fútbol en Austria y el resto de la ruta del Danubio, creando torneos como la recordada copa Mitropa, el primer antecedente de una competición intereuropea integrada por clubes profesionales. Pero eso no fue todo, la obra maestra de Hugo Meisl fue la conformación del mítico Wunderteam, el «equipo maravilla austriaco», formidable conjunto que dará que hablar un poco más adelante.
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Durante la posguerra, el fútbol vivía momentos de expansión universal. Tanto en Europa como en América el juego se encontraba en un franco proceso de profesionalización. Los torneos olímpicos eran la máxima expresión del fútbol, teniendo como campeones a equipos notables; como el uruguayo de Amberes, en 1924, y Ámsterdam, en 1928. Para ese entonces, el equilibrio y la rivalidad entre los continentes europeo y sudamericano ya se habían forjado, y para siempre. La asunción de los totalitarismos soviético, fascista, nazi y franquista, al principio no significarían ni la más mínima amenaza para la FIFA y el fútbol e, incluso, podían llegar a ser útiles para el desarrollo del juego, dado la importancia que los regímenes totalitarios otorgaban a las disciplinas deportivas. La inocencia del mundillo del fútbol de la época ni se imaginaba lo que acontecería algunos años más tarde. Recordando justamente a los míticos equipos uruguayos que se consagraron en las olimpiadas de Bélgica y Holanda, en los años veinte, el pequeño país sudamericano se ganó el honor de organizar el primer campeonato mundial. El presidente de la FIFA por ese entonces, el francés Jules Rimet, junto con el trofeo, que más tarde llevaría su nombre, fue el encargado de llevar el primer torneo organizado por FIFA a Montevideo. Para la primera versión del Campeonato Mundial de la FIFA participaron trece selecciones nacionales. Ocho de América y cinco de Europa. Curiosamente, solo dos miembros fundadores de la FIFA viajaron a Montevideo; Bélgica y Francia. El resto se limitó a criticar la designación de un país tan pequeño y lejano como sede, estableciendo que «sería una irresponsabilidad someter a los futbolistas a tan largo viaje hasta Sudamérica». En un mundial que se jugó, en su gran parte, en un solo estadio, el monumental coloso de la época bautizado Centenario, Uruguay festejó a lo grande sus cien años de vida republicana independiente, organizando y ganando el primer mundial de la historia. Ante una
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enfervorizada multitud, Sudamérica demostraría todo lo que había avanzado en el arte del fútbol, eliminando a los cinco participantes europeos y protagonizando una espectacular final entre los anfitriones y el equipo argentino. El «clásico del Río de la Plata» fue para Uruguay por 4-2. Después de aquel partido, Argentina debió esperar cuarenta y ocho años para volver a disputar otra final del mundo. Uruguay 1930 había sido una fiesta, algo escuálida, con pocos recursos y con boicot de las principales selecciones europeas incluido, pero, en última instancia, un carnaval de fútbol y entusiasmo de principio a fin. Los cambios políticos en Europa, tras la Gran Guerra, tuvieron consecuencias en todos los ámbitos, a lo que hubo que agregar la crisis económica de 1929. Lo que había comenzado como un desliz financiero en la Bolsa de Nueva York, terminó siendo la peor crisis económica de la historia, en la que naciones enteras se arruinaron casi de la noche a la mañana. Millones de desempleados deambulaban por las calles de las grandes ciudades del mundo occidental. Los dolorosos recuerdos de los pueblos derrotados en la Primera Guerra Mundial, mezclados con el hambre, la pobreza y la falta de esperanzas, fueron el mejor caldo de cultivo posible para el auge de los regímenes totalitarios. La acusación de inoperancia de las repúblicas democráticas por parte de nuevos movimientos políticos colmó la paciencia de los pueblos, que buscaron otras alternativas. Como una fuerza imparable, las ideologías de extrema derecha lograron alcanzar el poder, por la fuerza o democráticamente, en Italia, España y Alemania. No fue de golpe que Europa se despertó viendo cómo esos tres países abrazaban la alternativa del totalitarismo. Desde hacía años que Rusia, el otrora gran imperio zarista, era vista con pánico desde occidente por el estallido de la Revolución Bolchevique de 1917. Tras la muerte de su principal figura, Vladimir Lenin, Joseph Stalin tomó las riendas de la Unión de Repúblicas Socia-
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listas Soviéticas, ejerciendo un gobierno tiránico y represivo que anuló al máximo las libertades de la población. Es por eso que el auge del fascismo italiano a mediados de la década de los veinte, guiado por el carismático Benito Mussolini; o la instauración del gobierno militar conservador de Francisco Franco en España, tras la cruenta Guerra Civil de 1936, son procesos históricos que se venían fraguando con orígenes tan antiguos como similares. La crisis financiera de 1929 había dejado en jaque al sistema político democrático, desacreditado por los totalitarismos que se veían como una alternativa real y atractiva.
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Capítulo iii
«Vencer o morir»
El segundo Mundial es algo muy sintomático, se juega en la Italia fascista de Mussolini y todos los países democráticos que formaban parte de la Copa lo aceptan y permite que Mussolini utilice al Mundial como una propaganda del régimen. Juan José Sebreli, historiador y sociólogo argentino
Benito Amilcare Andrea Mussolini, hijo de un revolucionario anarquista y una profesora de colegio, se convirtió en el personaje que, como cabeza de la Italia fascista, representó, entre muchas cosas, el auge del fútbol en la península. Para los ideales del movimiento fascista el deporte era sinónimo de disciplina, de trabajo en equipo y de construir lealtades en torno a la comunión de una camiseta. Para algunos Mussolini nunca fue un hincha del fútbol, mientras otros dicen que era fanático de la Lazio. Lo cierto es que para los «camisas negras» el fútbol significaba la guerra y, mientras Benito Mussolini estuviera a cargo de Italia, debían ganar en todo lo que fuera posible. La Italia de los treinta es el primer paradigma de cómo el deporte, en general, y el fútbol, en particular, fue utilizado como una herramienta política, convirtiéndose en una prioridad de gobierno, aun cuando, para la ascención fascista al poder, el fútbol profesional italiano estaba prácticamente «en pañales». El noveno día de octubre de 1932, el Comité Ejecutivo de la FIFA le otorgó la sede del Mundial a Italia. La otra opción era Suecia pero, misteriosamente, los nórdicos retiraron su postulación 35
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poco antes de la elección. Alivio para el general Giorgio Vaccaro, presidente del Comité Olímpico Italiano, quien había sido investido por Il Duce como cabecilla de la organización del campeonato mundial. Mussolini tendría su ansiado torneo para demostrarle al mundo que la Italia fascista sería capaz de producir la Copa del Mundo más espectacular de la historia, a diferencia de la que sus antecesores uruguayos, con mucho esfuerzo, lograron construir en un solo escenario. La organización contemplaba disputar el Mundial en ocho ciudades; en base a dos estadios que habían sido construidos especialmente para el torneo (Trieste y Turín), más otros cinco que tenían menos de diez años de vida. El más antiguo era el recinto de Génova, el Luigi Ferraris, fundado en 1911. Para la época, Italia contaba con estos ocho estadios prácticamente nuevos, ofreciendo una capacidad de más de 320.000 localidades, siendo el campo más pequeño el Stadio del Littorale, con una capacidad para 38.000 espectadores. Un importante indicio de la seriedad con que el gobierno italiano se tomó el torneo. Benito Mussolini contaba con el patrocinio de la FIFA y la infraestructura, pero lo que más preocupaba al dictador y, sobre todo, a su designado especial, Giorgio Vaccaro, era la conformación de un equipo nacional que conquistara la Copa Mundial. «No sé cómo se hará, pero Italia debe ganar este campeonato», –le exigió Benito Mussolini a Giorgio Vaccaro, quien respondió con voz temblorosa–: «Se hará todo lo posible». Para luego afirmar: «La última meta del acontecimiento será la de demostrar al universo lo que es el ideal fascista del deporte». Un par de años antes de la elección de Italia como sede para el segundo campeonato mundial, el fútbol en la península estaba experimentando un interesante auge, imitando al emergente fútbol centroeuropeo impulsado por Hugo Meisl, pero todavía muy lejos del profesionalismo británico.
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Por eso, la Federación Italiana tenía su carta bajo la manga. El gobierno fascista aplicaría la ley oriundi que, en un primer sentido, había sido creada para traer a Italia a los descendientes de emigrantes, especialmente sudamericanos, para pelear en una guerra que parecía inminente. Pero más urgente era la conformación de un equipo competitivo para encarar el Mundial, y fue así como cuatro jugadores argentinos, más uno brasileño, fueron a parar a las filas italianas. Sus nombres no merecen, de ninguna manera, quedar en el anonimato; los argentinos Atilio Demaría, Raimundo Orsi, Enrico Guaita y Luis Monti, junto al brasileño Guarisi, completaron la «dotación extranjera» del equipo dirigido por Vittorio Pozzo, entrenador que no se sentía incómodo con el régimen. Monti aún mantiene el récord de ser el único futbolista con dos finales del mundo disputadas con dos selecciones nacionales distintas; en Uruguay 1930 fue finalista con su natal Argentina, mientras que cuatro años después fue campeón con el equipo de sus antepasados. Por su parte, Vittorio Pozzo es digno de alcanzar protagonismo en la historia del fútbol mundial. El único técnico bicampeón consecutivo en la historia de los mundiales, y también ganador olímpico en Berlín 1936, fue sin duda artífice del éxito italiano en los dos mundiales de la década de los treinta. Con un conocimiento superlativo del fútbol, estudioso exhaustivo y prolijo de la actividad, fue un fiel seguidor de la escuela inglesa, aprendiendo en la isla la táctica y metodología de este deporte para sabiamente introducirlas en el futbolista italiano, que hasta el día de hoy se caracteriza por su pulcro orden táctico y tenacidad. Como se verá más adelante, Pozzo fijó un hito en el fútbol mundial al forjar una de las selecciones más exitosas de la historia. Autoritario pero pedagogo, exigente y meticuloso, el «viejo sabio», como era apodado, fue el escogido para llevar a Italia al título mundial, contando con la confianza de Mussolini y Vaccaro. En el mejor momento llegó el refuerzo oriundi: «Si pueden morir
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por Italia, pueden también jugar por Italia», dijo don Vitto para celebrar la convocatoria de los cinco jugadores sudamericanos. Treinta y cuatro solicitudes llegaron a la FIFA para participar en la II Campeonato Mundial, a diferencia del anterior que fue por invitación. Por primera vez se debieron disputar eliminatorias para clasificar a los dieciséis equipos que jugarían las finales en el verano europeo de 1934. Argentina y Brasil se ganaron un cupo ante la «dudosa» declinación de Chile y Perú de disputar sus compromisos clasificatorios con los dos países del Atlántico, mientras que Uruguay se negó a defender su título mundial en respuesta al boicot encabezado por las potencias europeas para no viajar a Montevideo en la anterior edición. Brasileños y argentinos presentarían equipos amateurs y, como se verá más adelante, ambos fracasarán. Alemania, Argentina, Austria, Bélgica, Brasil, Checoslovaquia, Egipto, España, Estados Unidos, Francia, Hungría, Holanda, Rumania, Suecia y Suiza consiguieron pasajes a la cita planetaria. ¿Y el local? Insólitamente Italia debió también disputar un partido de clasificación para su propio Mundial. Y fue solo uno. En la definición con Grecia el equipo de Pozzo goleó por 4-0, pero la vuelta, que debía disputarse en Atenas, nunca se jugó. Misteriosamente los helenos se retiraron antes. Sesenta y seis años después se supo que los italianos compraron la ausencia griega con la construcción de un edificio de dos pisos en la capital griega. En el partido inaugural, jugado en Roma en el Stadio Nazionale del Partito Fascista, Benito Mussolini y su séquito de «camisas negras» quedaron en éxtasis tras la contundente goleada en el debut de Italia en los mundiales, 7-1 ante Estados Unidos. «El partido de los ocho goles italianos», se burlaba la prensa romana, porque el descuento de la visita lo marcó Aldo Donelli, jugador de Estados Unidos de origen peninsular. La apabullante victoria de los dirigidos de Pozzo, con un triplete de Angelo Schiavio incluido, clasificó directamente a Italia a cuartos de final, debido a que
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la Copa Mundial de la FIFA Italia 1934 se jugó bajo un formato eliminación directa en partido único, con una sola excepción, el mítico Italia-España. La selección española llegó a Italia con un equipo formidable que incluía los talentosos jugadores vascos Isidro «Tanque» Lángara y José «Chato» Iraragorri, quienes marcarían dos dianas cada uno en el Mundial. Pero, sin duda alguna, la gran figura del cuadro español, que por pocos considerado como el mejor arquero de la historia, Ricardo «El divino» Zamora, se convirtió en el estandarte del equipo ibérico, que dentro de su palmarés tiene haber sido seleccionado cuarenta y seis veces, y subcampeón olímpico en Amberes 1920. Tras vencer cómodamente por 3-1 a Brasil, con dos goles de Iraragorri y uno de su coterráneo Lángara, el descuento corrió por parte de Leonidas Da Silva, más conocido en la historiografía del fútbol como «El diamante negro». Leonidas será recordado por su magnífica participación en el Mundial de Francia, cuatro años más tarde. El otro representante sudamericano, Argentina, fue eliminado en Bologna a manos de Suecia. Los nórdicos se impusieron sin problemas por tres goles a dos. La calurosa tarde del 31 de mayo, en el Giovanni Berta, posteriormente rebautizado como Artemio Franchi, tendría uno de los partidos más recordados y, seguramente, el más polémico. Y es que los 35.000 hinchas presenciaron el encuentro más violento en la historia de los mundiales. La aplicada defensa italiana fue vulnerada cuando Regueiro adelantó a España a la media hora de juego. Los italianos arremetieron en búsqueda del empate, pero en la portería española estaba nada menos que «El divino», quien soberbiamente despejaba las intentonas de los locales. No obstante, antes del descanso llegaría la primera «avivada» de los italianos, increíblemente permitida por el juez belga Baert. Antes que Giovanni Ferrari marcara el empate, Schiavio le sujetó las manos a Ricardo Zamora.
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Envalentonados por la igualdad, los italianos se fueron con todo arriba, pero el cancerbero español seguía ahogando la celebración local. La paciencia de los italianos no daba para más. En una de las tantas intervenciones de Zamora, las violentas cargas de los atacantes italianos dejaron fuera de combate al portero, fracturándole dos costillas, en una época donde los cambios estaban a años luz de existir. El partido terminó empatado en los noventa minutos y debió jugarse un alargue, que tampoco fue suficiente para romper la igualdad. La organización decidió jugar un desempate al día siguiente. España debió disputar el compromiso con siete titulares menos, entre ellos Zamora, Ciriaco, Fede, Lafuente, Iraragorri, Gorostiza y su goleador «el Tanque» Isidoro Lángara. Italia tampoco la sacó barata, y perdió cuatro nombres favoritos de Pozzo. Aún faltarían más acontecimientos en esta polémica. Italia se encontraría, a los doce minutos, con el gol de la victoria, cuando el capitán Guisseppe Meazza marcó aprovechando que el argentino Demaría obstaculizó al arquero suplente español Nogués. Aquel gol mal cobrado sería uno de los tres errores del nuevo árbitro del partido, el suizo René «Merci» Mercet. Los otros dos serían la no validación de los goles legítimos anotados por Regueiro y Quincoces. Por suerte, luego del segundo partido los lesionados fueron solo cuatro: Bosch, Iraragorri, Regueiro y Quincoces, menos que en la contienda anterior. Ante el cuestionado arbitraje, evidentemente parcial, de los jueces Baert de Bélgica y Mercet de Suiza, ambos réferis fueron expulsados de la FIFA. Benito Mussolini festejó la dulce victoria y premió a sus jugadores con 200.000 liras. Obviamente el dinero no salió de los bolsillos del Duce, sino que de una suscripción popular. Por su parte, el equipo español, representado por Ricardo Zamora, propuso retirar a la selección española de las Copas del Mundo ante tales injusticias.
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El próximo escollo del equipo de Vittorio Pozzo era Austria, cuyo equipo de aquel entonces ha sido conocido como la mejor selección austriaca de todos los tiempos, el Wunderteam, liderada por el mítico Mathias Sindelar, «el Mozart del fútbol», también apodado «El bailarín de papel» por su frágil figura. Sindelar brilló junto a la fructífera generación de jugadores austriacos adiestrados por el director de esa verdadera orquesta dirigida por Hugo Meisl. El fundador de la Escuela del Danubio había conformado al recordado equipo nacional de Austria con la base de sus jugadores pertenecientes al Austria Vienna y al Rapid, los dos grandes de la capital. Al igual que Vittorio Pozzo, Hugo Meisl debutaba en las copas del mundo. En octavos de final Austria derrotó, en uno de los mejores partidos del Mundial, a Francia por 3-2, y en cuartos los austriacos ganaron el «Clásico del Danubio», frente a sus vecinos húngaros por 2-1. Sería un partido clave para la historia de ambas selecciones. Italia contra Austria, Pozzo contra Meisl, el choque de dos escuelas y, hasta antes de las semifinales, de dos grandes amigos que forjaron con sus manos el futuro del fútbol europeo. La lluviosa jornada dejó el campo de juego del San Ciro de Milán hecho un lodazal, escenario perfecto para los jugadores picapedreros y el juego violento de los anfitriones. Los casi 40.000 espectadores que abarrotaron el San Ciro llegaron a la «final anticipada» de la Copa del Mundo, y el antagonismo de los juegos entre ambos equipos, con Meazza y Sindelar en la cancha, marcaría el destino para el fútbol de ambos países. La semifinal entre Italia y Austria debe tratarse con la seriedad que se merece, partiendo de la base que de este juego salió el campeón de mundo. Hoy pocos se imaginan a Austria levantando la Copa del Mundo, pero quién sabe si los dirigidos por Meisl hubieran podido ir más allá de las semis, imponiendo para siempre lo que legitiman a los campeones, la jerarquía. Los países pequeños también han tenido sus chances, si no, pregúntenle a los uruguayos.
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Lo cierto es que el destino, o más bien la mano de Mussolini, quiso que Enrico Guaita derrotara a Platzer a los diez minutos de partido. Pero incrédulos estaban los centroeuropeos junto a su técnico al presenciar cómo el árbitro, el sueco Ivan Eklind, señalaba el punto central mientras el italoargentino Guaita se abrazaba con sus compañeros. Resulta que el italiano estaba más de un metro fuera de juego y el réferi nórdico seguía de cerca la jugada. Nadie daba crédito a lo que se veía. Ese gol de Guaita fue suficiente y definitivo para que Italia clasificara a la gran final, relegando a los austriacos a disputar el bronce. Al igual que los españoles, los austriacos reclamaron amargamente por el arbitraje. Hugo Meisl acusó al árbitro de «corrupto», y se quejó de la falta de ética y honestidad de su par italiano. Más tarde se descubriría que Ivan Eklind había sido especialmente invitado por Benito Mussolini para dirigir en el Mundial, con todos los gastos cubiertos, incluyendo un viático por su colaboración. En la definición por el tercer lugar frente a Alemania, que había perdido con Checoslovaquia, el Wunderteam cayó por tres a dos en Nápoles. Sería el último partido mundialista dirigido por Meisl, pues un ataque cardiaco lo mataría tres años más tarde. Junto con él moriría el equipo más recordado de la historia del fútbol de Austria. A otro de sus más valiosos componentes de esa magnífica maquinita que era el equipo maravilla, Mathias Sindelar, le esperaría un final más trágico. Todos los caminos llevan a Roma, o más bien, para los organizadores, a Roma, lugar de la final, se debía llegar de cualquier forma. Hasta el momento Vaccaro, Pozzo y los muchachos de la azzurra habían cumplido las órdenes del dictador a la perfección. Ahora solo faltaba el último obstáculo, Checoslovaquia. A pesar del ambiente triunfalista que se vivía en el Nazionale del Partito Fascista, los italianos sabían perfectamente que el equipo
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checo era de preocupar. Habían ganado todos sus compromisos, avanzando sin contratiempos a la final, mientras que Italia debió sufrir más de la cuenta para derrotar a España y Austria. Italia 1934 se caracterizó por contar con dos figuras en el arco: Ricardo «El Divino» Zamora y Frantisek Planicka, figura mítica de la portería checa. Pero los eslavos también contaban con su potente goleador, Oldrich Nejedly, quien ya había marcado cinco goles en el torneo, completando un triplete ante Alemania en semis. Cincuenta y cinco mil espectadores repletaron el escenario romano de la final, de los cuales tres cuartas partes eran miembros del Partido Fascista Italiano, quienes se encargaron de vitorear al Duce celebrando la victoria italiana que se esperaba. Antes de que los equipos salieran a la cancha, Benito Mussolini aguardaba la llegada de su equipo, pensando que su mensaje del día anterior a la final había sido entendido con claridad. El telegrama era corto y preciso: «Vencer o morir». Y punto. Pero aquella tarde de espera al inicio de la final, la ansiedad del Duce iba creciendo. Escoltado siempre por el general Vaccaro, Mussolini decidió bajar a los vestidores a dar un último mensaje de aliento a sus futbolistas. La irrupción del mandamás italiano sorprendió a los jugadores semidesnudos y a Pozzo dando las últimas indicaciones, pero todavía faltaba la más importante, la del Duce. –Señores, si los checos son correctos, nosotros somos correctos. Eso ante todo. Pero si nos quieren ganar de prepotentes, el italiano debe dar un cazote y, el adversario, caer... Buena suerte, muchachos, y ganen, si no, crash. Si no quedó claro, crash significaba corte de cabeza, según la mímica hecha por el mismísimo Benito Mussolini. La calurosa tarde romana tenía a los dos equipos saliendo al campo de juego, cada uno portando una bandera de su respectivo país frente a una multitud frenética. Italia vestía su tradicional uniforme de camiseta celeste, pantalón blanco y medias negras,
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mientras que los checos iban con su típica tricota roja con un enorme escudo nacional al lado izquierdo. Ambos equipos se formaron en línea. La terna referil, encabezada otra vez por el localista sueco Eklind saludaban con el brazo extendido al palco de honor. Mismo gesto hicieron los jugadores italianos, salvo los checos. El partido se inició como todos pensaban, con la visita haciendo gala de su habilidad, pero no lo suficiente como para vencer la muralla defensiva italiana. Los locales, con sus rapidísimos atacantes como Orsi, Ferrari y Schiavio, ponían en aprietos a la retaguardia eslava. Sin embargo, en este partido Frantisek Planicka confirmó por qué estaba llamado a ser una de las figuras de este mundial. En dos ocasiones salvó de forma magistral la caída de su valla en el primer tiempo, conteniendo dos contraataques itálicos encabezados por Meazza y el argentino Guaita, que llegaron hasta el fondo del área checa. Empate a cero al final de la primera parte, Italia todavía no podía romper la resistencia de Planicka. Preocupado, Benito Mussolini escribió en un papel un mensaje dirigido a Vittorio Pozzo, que fue llevado por un emisario del Duce a los vestidores. Con la interrupción ya consumada, el entrenador italiano se dio media vuelta y leyó el manuscrito que decía: «Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar». Inmediatamente, según relataron los mismos jugadores italianos, Don Vitto dejó de lado las tácticas y reunió a su gente, ordenándoles: «No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal». Minutos más tarde, un casaca roja llamado Antonin Puc tomó la pelota en campo italiano, se infiltró en lo más profundo del candado azzurro y sacó un disparo rasante y esquinado que Combi ni alcanzó a ver. Gol de Checoslovaquia en el peor de los momentos. Los checos celebraban solos, sacando un grito que retumbó en el
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silente Estadio Nazzionale, los rojos se abrazaban, los italianos cabisbajos y Pozzo, a lo Marcelo Bielsa, en cuclillas al borde de la cancha, sin la menor intención de volver la mirada hacia el palco oficial. Lo peor de todo era que no faltaban ni quince minutos para el final. Por la cabeza de Don Vitto debió haber pasado su brillante futuro como uno de los mejores técnicos de la historia. Ni sus conocimientos, ni siquiera el hecho de haber pasado una vida estudiando el fútbol inglés e importando a Italia las más modernas estrategias, podrían salvarlo del desastre. Checoslovaquia había marcado y parecía que todos se iban a acostar temprano, y algunos al patíbulo con los ojos vendados. Ese gol de Puc estaba tirando por la borda todo el trabajo hecho hasta la fecha, las liras a destajo y las esperanzas de un gobierno y su pueblo de gritar «campeón». Toda la grandeza del pueblo italiano, forjador de la civilización occidental, estaba a quince minutos de desaparecer. Hasta que llegó el respiro. Cinco minutos después del gol de Puc, el «Mumo» Orsi imitó la jugada de su colega checo; sacó un remate que se coló raspando el travesaño del arco de un Planicka que nada pudo hacer. Alivio en Roma, a Mussolini todavía le quedaba Mundial. 1-1 y nuevamente Italia tendría que acudir al alargue para definir el partido. La expectación tenía al público local bajo pánico cada vez que Nejedly tocaba la pelota. En una, el número 11 checo pilló a la defensa italiana «paveando» y se fue solo contra Combi, solo, solito, hasta que apareció uno que había estado sospechosamente tranquilo en todo el partido, Ivan Eklind. De la nada el sueco paró en seco la jugada de los checoslovacos, aparentemente por «peligro de gol». Italia arremetía con todo, por fin había logrado el control del juego, la victoria estaba más cerca que nunca. El reloj avanzaba y, si nada extraordinario pasaba en los próximos cinco minutos, habría que volver a jugar al día siguiente. «Al ataque», mandó Pozzo a sus muchachos, y los checos que ya hacían agua por todas partes. El
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momento más esperado, desde Mussolini hasta el último italiano de Cerdeña, había llegado. Angelo Schiavi la mandó a guardar al fondo del arco de Planicka. Ahora sí, Italia era campeona del mundo. Los jugadores no cabían en sí tras la algarabía. Estaban exhaustos pero, sacando fuerzas, lograron levantar a Vittorio Pozzo en andas hasta que Guiseppe Meazza se desmayó por el cansancio. Italia había ganado la copa, la azzurra no desilusionó a su gente y a su jefe, Pozzo y sus muchachos festejaban su salvación y el máximo galardón. Luego de la ceremonia de premiación, Benito Mussolini llamó a los jugadores al palco, quienes le entregaron la copa. El Duce los acarició y abrazó paternalmente, y ordenó que a cada jugador se le pagara veinte mil liras como premio, y eso no era todo. Luis Monti, uno de los protagonistas de la final, recordaría más tarde: «Nos anunciaron que, por decisión del Duce, podíamos pedir lo que se nos ocurriera, si ganábamos esa final. Dinero, mujeres, casas, autos, el placer que se nos antojara. Éramos los seres humanos más privilegiados de Italia». Italia había ganado su mundial. Se dice que en el fútbol no hay justicia y que los goles se hacen, no se merecen. Italia tenía fútbol y los medios para disputar la copa, incluso para ganarla, así lo demostraría otra vez «El viejo sabio» al llevar a Italia a lo más alto cuatro años más tarde, en Francia. Pero, lamentablemente, la brillantez del equipo del 34 siempre será opacada por la penosa intervención de terceros, igual como sucedería más de cuatro décadas después, en otro Mundial. Nunca se sabrá si la selección italiana hubiera podido ganar ese Mundial por su propio mérito. Seguramente sí, pero la política manchó un logro que debió pertenecer por entero a un plantel de ilustres nombres, como los oriundi Enrico «El Indio» Guaita, Raimondo «Mumo» Orsi y Luis Monti, o al también imposible de olvidar Angelo Schiavio, el bolognés que fue vicegoleador del Mundial, con cuatro tantos. Pero, de los
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«nativos», el nombre más recordado es el de Giuseppe Meazza. Peppe condujo notablemente a su selección. El pequeño lombardo, que apenas llegaba al 1,69 metro de estatura, es reconocido como uno de los mejores jugadores italianos de la historia que dedicó su fútbol a su país y al club de su vida, el Internazionale de Milano. Por si fuera poco, el estadio ubicado en el barrio de San Ciro, que alberga al Inter y al A.C. Milán, lleva su nombre, en recuerdo a un pueblo que no olvida a sus héroes del 34. El que sí los olvidó fue Il Duce. Pasado el frenesí por la obtención del título, el propio gobierno fascista decidió que los oriundi debían demostrar su amor a la patria en el campo de batalla. Su pecado era que los jugadores de origen argentino jugaban en la Roma, equipo rival de la Lazio, según se cuenta, el club favorito del Partido. Monti, Orsi, Guaita y Demaría fueron informados que serían reclutados para ir a combatir en Etiopía. Los cuatro hicieron rápidamente sus maletas y se volvieron a Sudamérica. Benito Mussolini obtuvo las loas por el campeonato conquistado. «Italia era la campeona del mundo», era la arenga perfecta en los discursos hasta el próximo mundial del fútbol. El fascismo le había demostrado al mundo su capacidad organizativa y su poder manipulativo con las masas. El mundo aplaudía de pie el festejo italiano como, si de forma tan inocente, nadie notara que la copa mundial estaba destinada a quedarse en Roma desde el primer día. La FIFA le dio al gobierno italiano todas las facultades para hacer del Mundial lo que ellos estimaran conveniente, incluyendo las designaciones referiles. La FIFA cayó en el juego fascista, cuyos jerarcas fueron lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta lo poderoso que podía ser este deporte. Mussolini salió del Estadio Nazionale en una de sus jornadas más gloriosas, porque el mejor triunfo que le dio a su patria, lamentablemente para él, solo fue en la cancha.
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Capítulo iv
El equipo de Hitler
Una victoria de la Selección era más importante que la conquista de algún pueblo del este. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del régimen nazi.
Después de que Angelo Schiavio introdujo tranquilamente el balón ante la descubierta portería de Planicka, Italia se convirtió en campeón del mundo y Benito Mussolini, vestido con su uniforme de verano, celebró el título mundial de su selección. Pero gran parte de los aplausos del Duce estaban dirigidos a Vittorio Pozzo. Il Vechio Maestro era llevado en andas por sus jugadores, ante un público romano extasiado que los ovacionaba. Mussolini lo nombró Commendatore, pero Don Vito, con la Copa del Mundo en su mano, sabía que todavía quedaban muchas cosas por hacer. Su camino con el seleccionado italiano recién comenzaba, y los años más fructíferos para el balompié lombardo todavía le depararía más momentos de gloria. La década de los treinta no solo fue brillante para el fútbol italiano, otros países europeos gozaron de la generosidad de un medio lleno de talentos que fue testigo del trabajo de tres maestros que crearon escuela en sus respectivos países. Si el Renacimiento tuvo a artistas como Miguel Ángel, Rafael y Botticelli, o el arte plástico contemporáneo español tuvo a Goya, Miró y Picasso, el fútbol europeo también tuvo a sus tres grandes: Pozzo, Meisl y
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Chapman. Los dos primeros ya son conocidos por sus hazañas, pero Chapman nunca conoció lo que es participar en un Mundial. La Asociación inglesa seguía bajo su política aislacionista hasta Francia 1938, última copa que mantendría a los británicos al margen de los torneos planetarios. Lamentablemente sería muy tarde para que Chapman plasmara con su Selección todo el trabajo que había hecho con el Arsenal, club donde dejó una huella imborrable. Pero el fútbol mundial, no solo el inglés, también le debe mucho a Herbert Chapman, quien fue el forjador de novedosas tácticas que tienen total validez hasta hoy, como por ejemplo, el empleo de los wings o wines, aquellos jugadores que, como dice el término, desplegan toda su velocidad y sorpresa por los costados. Por si fuera poco, Chapman fue el primero en introducir la numeración de las camisetas en la historia. El próximo desafío para Inglaterra se llamó Brasil 1950, pero aquel Mundial estaba demasiado lejos para un hombre que vivió sus últimos años de vida en la primera mitad de la convulsionada década de los treinta. Dos años después de la victoria italiana en casa, Adolfo Hitler pensó que lo hecho por su colega y aliado Benito Mussolini era digno de imitar. La lección que Il Duce le dio al mundo con la organización de la Copa Mundial de 1934, sentó las bases para que posteriores políticos y militares utilizaran al fútbol como una poderosa y rica arma de legitimación política. Si bien la creación de los Mundiales dejó a la competencia de fútbol de los Juegos Olímpicos como una extensión suya, seguía gozando de un inobjetable prestigio. La final del fútbol en Berlín significó un partido que desde 1934 se había vuelto el clásico más importante de Europa, Italia-Austria. Todavía dolido por lo que consideraron una injusta eliminación a manos de Italia en la semifinal de Milán, el Wunderteam tuvo su oportunidad de revancha. Otra vez se enfrentó Pozzo y Meisl, ahora enemistados tras aquel mítico y lluvioso 1-0 en San Ciro.
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La revancha tendría lugar en el Estadio Olímpico de Berlín. Al igual que hace dos años, ambos equipos mantuvieron un equilibrio asombroso, desarrollando un juego que representó lo mejor de dos escuelas. Uno a uno terminó el tiempo reglamentario pero, para la prórroga, el renovado y joven equipo italiano hizo la diferencia suficiente para doblegar al veterano y talentoso equipo del Danubio. Annibale Frossi, un muchacho que jugaba con una cinta en el pelo y lentes, anotó su segundo gol del encuentro, sumando los siete goles que lo clasificaron como el máximo artillero del torneo. Dándole a su Italia el campeonato olímpico, lograban así el segundo título de la azzurra en dos años. En veinte y cuatro meses Vittorio Pozzo no solo supo derrotar la ofensiva táctica de Hugo Meisl, sino que también conquistó los dos trofeos más importantes del fútbol, la Copa del Mundo y los Juegos Olímpicos. La final de Berlín de 1936 sería el último torneo disputado por el Wunderteam de Hugo Meisl. Al año siguiente, ya con su salud muy deteriorada, tendría su partido de despedida con el triunfo austriaco sobre Francia en un partido amistoso. A la semana siguiente Hugo Meisl fallecería, a los cincuenta y cinco años, tras un ataque al corazón. Con la muerte de su creador, al equipo maravilla de Austria le esperaría un final todavía más doloroso. Un año después del deceso de Meisl, Austria fue anexada por la Alemania nazi en el llamado Anschluss, una movida de Hitler para asegurarse que su país de origen se integrara al nazismo sin tener que invadirla. Austria perdería su soberanía y, con ello, su equipo nacional. Austria ya no existía como país soberano, por lo tanto, su poderosa selección alimentaría la alicaída alineación alemana que fracasó en el Mundial de Italia y los Juegos Olímpicos organizados por ellos mismos. La obligación del equipo nacional austriaco a las filas alemanas no podía ser de ninguna forma aceptada por la figura del equipo
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del recién fallecido Meisl, Mathias Sindelar. «El bailarín de papel» era la extensión de Meisl en la cancha. Siempre dio que hablar por su técnica, que lo llevó a convertirse en el mejor futbolista austriaco de todos los tiempos. Nacido en Moravia el 10 de febrero de 1903, Mathias, junto a todos los Sindelar, emigró a Viena, donde destacó desde niño con su habilidad para driblear con el balón. Recién a los quince años de edad fue contratado por el Hertha Viena, pero su estadía en aquel club duraría muy poco ya que uno de los dos equipos grandes de la capital, el Austria Viena, se fijó en «El flaco», llevando a los lilas a conquistar tres títulos. Su debut en la Selección se produjo en 1926 con un triunfo de Austria sobre Checoslovaquia por 2-1, uno de los goles sería anotado por quien tendría como apodo, gracias a su virtuosidad en la cancha, «El Mozart del fútbol». Pero, sin lugar a dudas, el escenario más recordado cuando se menciona el nombre de Mathias Sindelar es la Copa Mundial de Italia. La Selección Austriaca, al resignarse a viajar a Uruguay para la primera edición, hizo del Mundial italiano el lugar donde forjó su memorable estampa de crack, llevando a su país a disputar las semifinales de la copa cayendo ante los anfitriones en un controvertido encuentro. Pero Mathias Sindelar no solo es famoso por su descomunal habilidad en la cancha. Su nombre es también sinónimo de rebeldía. Al enterarse de la anexión de Austria por Alemania, Sindelar sabía que sus días al frente del seleccionado estaban contados. Su origen judío lo imposibilitaría de cualquier acercamiento con los alemanes, quienes reclutaron a la fuerza a grandes futbolistas austriacos que brillaron con el Wunderteam en Italia 34 y Berlín 36, tales como Hahnemann (eterno suplente de Sindelar que, al negarse a participar de la Selección Alemana, fue empujado al suicido en 1939), Raftl, Skoumal, Stroh y Neumer. Nausch, el capitán del Wunderteam, fue ordenado por las autoridades nazis a separarse de su mujer judía, pero se negó y escapó a Suiza.
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Sin embargo, otro sería el final que esperaba a Sindelar. Obstinado, quería quedarse en Viena para cumplir sus compromisos con el club, por lo que debió aguantar las órdenes de la nueva dirigencia germana. A pesar de todo Austria había conseguido clasificarse para la siguiente Copa Mundial de Francia, pero la ocupación alemana, concretada el 11 de marzo de 1938, dejó al equipo nacional fuera de carrera. Su lugar en el Mundial sería ocupado por Suecia, los únicos favorecidos por el Anschluss. Matthias Sindelar de ninguna forma se prestaría para participar representando a la Alemania nazi en la próxima Copa Mundial de Francia, pero las autoridades germanas, sabiendo de la exquisita calidad del jugador y de todo el prestigio que había alcanzando defendiendo a Austria, lo obligaron, junto a sus compañeros, a formar parte del equipo de la svástica. Simulando lesiones o cualquier excusa para no ir a entrenar, Sindelar buscaba pretextos para no colaborar con el fútbol del invasor y comenzar cada sesión con la mano extendida vitoreando al Führer. El «Mozart del fútbol» estaba buscando su momento para vengar la humillante desintegración de su equipo, y lo encontró. Algunas semanas después de concretado el Anschluss, las autoridades alemanas decidieron celebrar la anexión de ambos pueblos arios con un partido amistoso entre un equipo de la Wehrmacht (Ejército alemán) y un combinado austriaco, representando los últimos vestigios del Wunderteam. La orden para los austriacos estaba clara: dejarse ganar. Frente al palco donde se encontraban las autoridades alemanas, ambos equipos hicieron el saludo nazi y comenzaron el partido. Hasta ese momento todo marchaba según el libreto. La superioridad técnica de los austriacos se veía frustrada cuando, en cada aproximación a la portería visitante, algo inexplicable pasaba, y fallaban. Terminado el primer tiempo surgió todo el espíritu rebelde de Sindelar, quien se juramentó, junto a sus compañeros, darle con todo a los alemanes
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en lo que quedaba de partido. Gambetas, dribleos, caños junto a todo el magistral repertorio del magnífico Sindelar, quien se dio el gusto de hacerle un gol de «sombrero» al arquero alemán. Eso no fue todo, después de abrazarse con sus compañeros, «El bailarín de papel» hizo gala a su nombre e improvisó un solitario pero burlesco pasecito de vals, celebrando su anotación en frente de los sorprendidos y humillados rostros de la plana mayor de las fuerzas de ocupación alemanas. Todos habían comprendido que la acción de Sindelar era una provocación directa a los nazis y, desde ese momento, las autoridades alemanas se dieron cuenta de la amenaza que podía significar este larguirucho jugador, muy querido por el pueblo vienés, quien eventualmente tendría la capacidad de convertirse en una «figura de la resistencia», incitando a levantamientos en contra de los invasores y poniendo en riesgo el futuro del Anschluss. El elegante gol contra el equipo del Ejército alemán sería la última obra maestra del «Mozart del fútbol» vistiendo la camiseta de su país. Al ser considerado un elemento subversivo contra el régimen nazi, la Gestapo empezó a perseguirlo. Su cadáver y el de su esposa, Camila, se encontrarían en su departamento. «Muerte por inhalación de gas» decía el reporte oficial, aludiendo al supuesto suicidio de ambos. El verdadero motivo de su muerte nunca se develó, y no son pocos los que se convencen que la razón de ambos fallecimientos no sería a causa del gas, sino que de un homicidio por envenenamiento. Ese fue el trágico final del mejor futbolista austriaco de todos los tiempos, símbolo del genial «equipo maravilla» gestado por Hugo Meisl. Ambos hombres de origen hebreo le dieron al fútbol de Austria honores que nunca más se repitieron. Más de cuarenta mil vieneses asistieron al funeral de Sindelar y su esposa, bajo una contundente vigilancia alemana, temiendo un levantamiento en represalia a la supuesta culpabilidad de los nazis en el sospechoso deceso del futbolista.
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No muy lejos del Ernst Happel Stadion, donde es local la Selección Austriaca, está la tumba de Mathias Sindelar y una calle que lleva su nombre, Sindelarstrasse, junto a una estatua de hierro forjado que simula la delgada figura del «Bailarín». En su lápida se puede leer el verso que le dedicó el poeta Friederich Torberg: «Jugaba al fútbol como ninguno / ponía gracia y fantasía / jugaba desenfadado, fácil y alegre / siempre jugaba y nunca luchaba». Claro, con excepción de su lucha contra el régimen hitleriano, al que le dedicó su más feliz y recordado último gol. Para el tercer campeonato mundial se sentía demasiado cerca el olor a pólvora en el ambiente. Por motivos políticos no asistió la ya mencionada Austria, pero tampoco otro protagonista del Mundial anterior: España. La Guerra Civil que estalló en 1936 aún seguía en curso, llevando miseria, muerte y destrucción al país ibérico. Por otro lado, la invasión japonesa a China por Manchuria impidió, a ambas naciones orientales, participar. La agresiva política de Hitler contra sus vecinos puso el ambiente muy tenso en una Europa que se dio el lujo de organizar una nueva copa mundial. El mandatario de la FIFA, Jules Rimet, temía que la cita francesa pudiese ser la última. Un par de años después, el propio dirigente francés guardaría en una caja de zapatos, debajo de su cama, el trofeo, tras la ocupación alemana. Otros dos ilustres ausentes fueron Argentina y Uruguay. Los albicelestes no viajaron a disputar la Copa del Mundo en represalia por perder la sede del Mundial; mientras que los charrúas apoyaron a sus vecinos argentinos por lo que se perdieron su segundo torneo consecutivo. De igual forma, calificaron a la FIFA de injusta, argumentando que no se respetó la rotativa continental para organizar el máximo certamen. Pero quien sí fue gustoso a la cita fue Brasil. Y esta vez el seleccionado carioca sí se tomó la Copa en serio, mandando a Francia un equipo profesional, a diferencia de la totalidad de plantilla
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amateur que alcanzó a jugar un solo partido en Italia, perdiendo por goleada frente a España. «Pajaritos nuevos» hubo en Francia 1938, exóticos debutantes como Noruega, Antillas Holandesas y Cuba. Los dos últimos no volverían nunca más a disputar las finales de un mundial. Lo cierto es que los franceses tenían la vara alta tras la inversión en infraestructura de sus colegas italianos. Esta vez no hubo nombres de dictadores en los estadios, ni tampoco un gobernante designaría personalmente a los árbitros. Si Jules Rimet le había confiado la sede a su país por sobre Argentina, los galos debían demostrar sus capacidades, sin desaprovechar la oportunidad. A pesar de que los roces con Alemania auguraban una nueva guerra por las diferencias limítrofes de Alsacia y Lorena, el gobierno francés aprobó la construcción de cinco estadios nuevos en las ciudades de Antibes, Burdeos, Reims, Toulouse y el magnífico Stade Velódrome de Marsella, con capacidad para 60.000 espectadores. Nueve sedes en total, una más que para el mundial italiano. Justamente los actuales campeones del mundo cruzaron los Alpes con la intención de revalidar el título y, a la postre, no tuvieron problema alguno para hacerlo. Desde la medalla de oro conseguida en Berlín, el equipo de Vittorio Pozzo venía generando un interesante recambio, perdiendo a los míticos oriundi pero ganando la aparición de jugadores como Gino Colaussi y Silvio Piola, los goleadores de la azzurra con cinco goles cada uno. En el debut en Marsella, Italia se complicó más de la cuenta para vencer a Noruega por 2-1, con un gol de Silvio Piola en el alargue. Suficiente para que la Nazionale se clasificara a cuartos, instancia en que su rival sería nada menos que el anfitrión, Francia. Los franceses habían trabajado duro para armar el Mundial. A diferencia de Benito Mussolini, el gobierno galo había organizado una fiesta antes del caos. Francia le quería demostrar al mundo que la limpieza del juego nada tenía que ver con la politiquería.
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Tan tolerante fue la actitud de los organizadores, que se dieron el lujo de hospedar elegantemente a sus dos futuros enemigos, la Alemania nazi y la Italia fascista. Es por eso que Francia, uno de los paladines europeos de la democracia de la época, hizo la diferencia. Marcó la pauta de cómo se deben organizar los eventos deportivos poniendo en evidencia la famélica ética de italianos y alemanes, que utilizaron los dos escenarios más importantes del deporte universal para alimentar la vorágine megalomaniaca representada en sus propios regímenes. A pesar de la decente actitud local, su equipo de fútbol estaba muy por debajo de las potencias del continente. El equipo dirigido por Gaston Barreau contaba en sus filas a jugadores muy veteranos, que llegaban casi a los cuarenta años. Para el debut hubo una buena y una mala noticia. La buena fue que Francia le ganó 3-1 a Bélgica en Colombes; la mala fue que, en cuartos de final, inevitablemente se encontrarían con los campeones del mundo. El Francia-Italia fue duro dentro y fuera de la cancha. Si bien la organización francesa fue siempre condescendiente con italianos y alemanes, el público fue todo lo contrario. La parcialidad local repudiaba cada vez que podía a las selecciones visitantes, e incluso los hinchas locales fueron en cantidad considerable a los partidos de Alemania e Italia solo para insultarlos y hacerlos sentir incómodos. Pero, sin lugar a dudas, los que más mal se sintieron fueron los italianos. Además del respetable francés, no pocos fueron los disidentes de Mussolini que vivían refugiados en Francia y que asistieron a los partidos de los azzurri no precisamente para alentarlos. Los muchachos de Pozzo se transformaron en el blanco de todas las críticas y malas vibras contra Il Duce. Incluso Alfredo Foni, zaguero de la Nazionale, comentó: «Jamás un jugador debió sentirse tan nervioso como ese día. Nos silbaron todo el partido». Y es que los 60.000 espectadores que llegaron al Olympique de Colombes, entre franceses y disidentes italianos, le dieron uno de
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los abucheos más grandes que se tenga memoria en un campeonato mundial. Y las cosas empeoraron cuando los jugadores italianos salieron al campo de juego con camisetas negras, emulando la vestimenta oficial de los fascistas. Tímidamente extendieron el brazo. A pesar de las rechiflas, Italia rompió el marcador a los nueve minutos de juego, gracias al gol de Gino Colaussi. Al minuto siguiente Colombes estalló al ver marcar a Heisserer el empate. En el segundo tiempo, Italia fue una tromba, haciendo notar la diferencia entre el recambio generacional italiano y el viejo equipo de Barreau. Llegaría la hora para que Silvio Piola se transformara en el héroe de la tarde al marcar los dos goles que harían la diferencia. Su segundo tanto fue una obra de contragolpe, al mejor estilo italiano, sorprendiendo mal parada a la defensa gala y mandando un derechazo potente y rasante al fondo del arco; 3-1, e Italia nuevamente se clasificaba a las semifinales. El fascismo le había ganado a la democracia, y en su propio feudo. El compañero totalitario de Italia, el seleccionado alemán, había llegado a París con uniforme militar y con la explícita misión de dejar bien en alto el nombre de la patria. Las malas actuaciones en el Mundial pasado, y en los Juegos de Berlín, esta vez no serían toleradas. Además, el equipo germano contaba con algunos importantes refuerzos de Wunderteam austriaco, por lo que las posibilidades de éxito debían concretarse. Adolfo Hitler no era un seguidor del fútbol, pero conocía a la perfección el poder que tenían los resultados deportivos entre la población. El triunfo de Jesse Owens, el atleta afroamericano que brilló en los Juegos Olímpicos de Berlín, había sido un duro golpe para las pretenciones de superioridad deportiva aria, y el fútbol en Alemania gozaba, desde hacía un par de décadas, de una galopante popularidad. En sus manos tenía la Selección la moral de su pueblo. Una victoria sobre sus vecinos sería una explícita advertencia que Alemania le daría al mundo. Aunque en el seleccionado alemán no todo tenía
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que ver con política; el equipo era dirigido por Sepp Herberger, el mismo sabio técnico que conduciría la exitosa Selección Alemana campeona del mundo en Suiza 1954, lejos lo mejor que tenía la Nationalmanshaft de la época. El primer obstáculo de los alemanes rumbo a la cúspide del fútbol mundial fue la pequeña Suiza. Los veinte mil franceses que llegaron al Parque de los Príncipes de París silbaron el himno nacional alemán y el saludo nazi al inicio del encuentro. El asunto empezó bien para Alemania cuando Gauchel adelantó a su equipo. No sería el único gol del partido porque, minutos antes del descanso, Andre «Trello» Abegglen empató para los helvéticos con un soberbio cabezazo. El marcador no se movería en el resto del partido, y tendría que jugarse uno de vuelta. Cinco días después se volvieron a enfrentar en el mismo escenario, curiosamente, con la misma cantidad de público. Otra anécdota: el árbitro del encuentro fue el controvertido juez sueco Ivan Enklind, el mismo que fue designado personalmente por Benito Mussolini en el Italia, 1; Austria, 0, en Milán. Otra vez las cosas empezaron con el pie derecho para Alemania, ya que en veinte minutos la escuadra de Herberger iba arriba dos a cero, incluyendo un autogol del suizo Loertscher, el primer gol en contra en la historia de los mundiales. Como de costumbre, antes del medio tiempo Suiza descontó con gol de Wallaschek. Y en la segunda fracción, los rojos se fueron con todo, empezando a dar vuelta el marcador con un gol de Bickel, y un doblete de Andre Abegglen. El goleador suizo marcaría magistralmente el cuarto haciéndole un «sombrero» al arquero alemán, sentenciando el 4-2 final, terminando la corta aventura nazi en el Mundial y mandando por segunda vez consecutiva a Alemania para la casa en primera ronda. Tanto lamentaron los alemanes su fracaso en la Copa del Mundo, que Joseph Goebbels prohibiría que la Selección disputara nuevamente torneos internacionales. Unos años después, el mismo ministro de Propaganda nazi se tomaría revancha de los
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hinchas franceses que celebraron como propia la victoria de Suiza. Durante la guerra, Alemania rompería en unas cuantas semanas la resistencia de las tropas francesas de la Línea Maginot, ocupando París y desfilando junto a la Wermacht en el Arco del Triunfo. El otro favorito en el torneo galo era el actual subcampeón, Checoslovaquia. Noventa minutos aguantaron heroicamente los holandeses hasta llegar al tiempo suplementario. Lo que no pudieron hacer en el reglamentario los checos lo hicieron en quince minutos, con tantos de Kostalek, Nejedlý y Zeman. Los eslavos hicieron sus maletas para jugar en Toulouse los cuartos de final, esperando al ganador de la llave Polonia-Brasil, que sería, sin duda, el mejor partido del torneo. En el Stade de la Meinau de Estrasburgo se viviría una fiesta de goles nunca antes vista en una copa mundial. Fue la tarde de los cuatro goles de Ernest Otton Wilimowski, pero, a pesar de tamaña hazaña estadística, el que se robó la película fue Leonidas Da Silva, quien en este partido sería bautizado como «El diamante negro». Cuando increíblemente el partido estaba empatado a cinco, en el alargue aconteció el subliminal evento, el mítico «gol descalzo». Cuando todos pensaban que brasileños y polacos tendrían que acudir a un segundo partido para romper el equilibrio, faltando dos minutos para el final «El diamante negro» se transformaría en el único jugador en marcar un gol, literalmente, a «pie pelado». Cuando se iba contra la portería rival, su botín derecho se descosió y quedó en el camino. Sin embargo, por comodidad Leonidas también se deshizo del izquierdo. El delantero continuó la jugada y aprovechó un rebote en el área polaca, tras un centro de su compañero Hércules, y tan solo debió empujar el balón al fondo del arco. Leonidas salió corriendo a abrazarse con su gente, corriendo descalzo, como si estuviera jugando en la playa de Ipanema. Otra vez Ivan Eklind fue presa de la viveza de los futbolistas y no percibió que el moreno delantero estaba sin botines, considerando también el fangoso estado del campo de juego.
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Con aquel controvertido tanto Leonidas contó su tercer gol del partido, pero en el registro quedaría la imborrable suma de cuatro dianas obra de Ernest Wilimowski. El delantero polaco de origen alemán durante la Segunda Guerra Mundial firmó la volksliste, es decir, su reincorporación a la nacionalidad alemana. Por este motivo, «Ezi» había decepcionado a los polacos, tratando de ser borrado en la historia del fútbol de ese país. Sin embargo, sus cuatro goles en aquel memorable partido con Brasil permanecen como una huella indeleble en el tiempo, en uno de los encuentros más emocionantes y bizarros de la historia de las copas mundiales. En la ronda de cuartos de final también hubo un partido con récord de goles, pero todos para un equipo. En el Fort Carré de Antibes, Suecia, le tocó debutar a Cuba que insólitamente se había clasificado a segunda ronda por la no presentación de Austria. Los caribeños, primerizos absolutos, sorprendieron gratamente al vencer a Rumania por 2-1, pero, en su segundo partido, el panorama sería muy distinto. Suecia, 8; Cuba, 0; fue el marcador de aquel encuentro, donde destacaron los tripletes de Keller y Wetterstroem. Pero lo más curioso del juego, además del abultado resultado, fue que los cubanos no contaron con su mejor figura, el arquero Juan Ayra, que después de su buen cometido ante los rumanos fue invitado por una radio de La Habana a comentar el siguiente encuentro. Ocho fueron los pepinos que le metieron a su colega suplente Carvajales, y Cuba se despidió para siempre de los campeonatos mundiales. Luego del 6-5 propinado a Polonia, el equipo de Ademar Pimienta tendría que vérselas con los checos en segunda ronda. Como «La batalla de Burdeos» es conocido este violento compromiso, que pareció más una carnicería que un partido mundialista. Al técnico brasileño Pimienta le preocupaba de sobremanera que el goleador checo, Oldrich Nejedlý, estuviese bajo control. Pero al zaguero Zezé se le pasó la mano cuando, al comienzo del partido,
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sacó de competencia a Nejedlý, fracturándole el tobillo. A pesar de la terrible lesión, el jugador checo continuó jugando ya que en ese tiempo no existían los cambios, incluso se dio el gusto de marcar el empate de penal. Leonidas ya había marcado para Brasil en el minuto catorce, pero después del gol eslavo el marcador no se volvería a mover, ni siquiera con la prórroga. Sería necesario jugar un partido de vuelta. En el hospital no solo quedó Nejedlý, sino que también su otra figura, Frantisek Planicka. Al arquero checo le quebraron la clavícula y se perdería el partido de vuelta. Los sudamericanos también quedaron diezmados entre expulsiones y lesionados, solo contaron con su portero Valter, además de Lopes. Otro que saldría ileso de la masacre sería Leonidas. Muy caro pagarían los checos el dejar al letal moreno en la cancha, porque el mismo se encargaría de marcar el empate en el segundo partido después del gol inicial de Vlastimil Kopecky, siendo protagonista en la gestación del segundo y definitivo gol de la victoria para Brasil, en los pies de Roberto. Tan espectacular fue la victoria brasileña, que el gobierno de ese entonces, con sede en Río de Janeiro, decretó feriado nacional para celebrar tamaño triunfo. Si supieran que sus jugadores tenían los pies llenos de sangre checa. Si Austria y Checoslovaquia dominaban la escena del fútbol centroeuropeo, Francia 1938 fue la vitrina para el surgimiento de otra potencia del Danubio, Hungría. Los magiares, cuatro años antes, fueron vencidos por sus vecinos del Wunderteam de Meisl pero, en esta ocasión, sería el turno de los húngaros de amenazar la hegemonía de Italia en el fútbol continental. Ya en el camino masacraron a Antillas Holandesas por 4-0, y en cuartos se deshicieron de Suiza por 2-0. Pero la semifinal ante Suecia, en el Parque de los Príncipes, sería otro memorable festín de una selección que se preparaba a protagonizar más mundiales. El equipo nórdico venía con el dulce antecedente de atropellar a Cuba por ocho goles, pero
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los magiares vengarían a los modestos caribeños endosándoles a los suecos su peor derrota histórica en copas del mundo. Tres goles de Gyula Zsengeller, acompañado por anotaciones de Sas y Sarosi, mandaron a casa a los suecos con la cabeza gacha. Haber goleado a los cubanos no era ninguna excusa ante un equipo húngaro que les pasó por encima, transformándose, junto a Brasil e Italia, en los candidatos para quedarse con el título. Los del Danubio ya estaban a un paso de ser campeones. «La final anticipada», decían las crónicas de la época. El 16 de junio, en Marsella, se jugaría la primera versión de un verdadero clásico del fútbol mundial. Los Brasil-Italia son siempre una lucha de disposiciones, un choque de tácticas y de estilos. Partidos como los de la final de los mundiales de 1994 y 1970 tuvieron su génesis en lo que ocurrió en el Velódrome marsellés. La historia de este partido tiene dos versiones: una referente a la confianza carioca en la previa, y la otra sobre el dudoso desempeño del árbitro. Por lo tanto, la mejor forma de ser imparcial es incluir ambas. El fútbol está lleno de anécdotas exquisitas, que decoran el ambiente previo o enaltecen a los protagonistas. Afortunadamente para el fútbol, el Brasil-Italia no fue una extensión del Brasil-Checoslovaquia de cuartos de final, donde la violencia primó ante todo. Lo que si primó en el equipo brasileño fue el exitismo. Ademar Pimienta, en un arranque de optimismo, dejó fuera de la oncena titular a sus tres figuras, Leonidas, Tim y Brandao. Pero eso no fue todo, cuando Vittorio Pozzo y sus ayudantes fueron a solicitar pasajes para ir a París a jugar una eventual final, ya habían sido comprados todos por la delegación brasileña. Luego, Don Vitto se contactó con los dirigentes brasileños para ver si le podían vender los pasajes en caso de que Italia ganara el partido. Los brasileños accedieron, pero solo le dieron una entrada para ver la final del mundo desde el palco. No obstante, quienes tuvieron que ver la final desde la tribuna fueron los sudamericanos, ya que al minuto sesenta, cuando Italia
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ganaba uno a cero con gol de Colaussi, el veloz y pícaro Silvio Piola se escabulló en el área carioca y se encontró con el defensor brasileño Domingos Da Guía. Piola no hizo honor a su apellido, cayó aparatosamente en una jugada en que los más de treinta mil espectadores que llegaron al Velodróme se echaron a reír, por la cínica pirueta del ariete italiano. Todos los vieron menos el réferi suizo Hans Wuethrich, quien cobró la falta. Atónitos, los cariocas se fueron en contra del árbitro y de Silvo Piola, quien se paró tan rápidamente como cayó al suelo. Algunos todavía se preguntan si Fabio Grosso vio el video de ese partido antes de caer de igual manera ante Australia en el mundial de Alemania 2006. Lo cierto es que era penal para Italia, la oportunidad de sentenciar el partido y meterse por segunda vez consecutiva en una final de un mundial. El designado por Vittorio Pozzo para tirar los penales era el capitán del equipo, Giuseppe Meazza. Aquí se escribiría el segundo capítulo en los eventos absurdos de este Mundial de Francia. Si a Leonidas se le salió el botín antes de marcar el gol decisivo ante Polonia, lo que le pasó a Meazza le disputa el oro. Resulta que cuando el jugador italiano se preparaba a tirar el penal, se dio cuenta que había perdido el cordón que afirmaba su pantalón, pero ya era muy tarde, pues había iniciado su carrera hacia el punto de penal. El punto es que, un par de pasos antes de disparar, se le iba cayendo la prenda. Sin ponerse nervioso, con la mano derecha trata de sujetarse y manda un remate seco y directo al fondo del arco brasileño. Gol de Italia. Después del penal Meazza se preocuparía de arreglar su ropa antes de celebrar la conversión. El descuento anotado por Roméu, faltando tres minutos para el final, de nada sirvió. La avivada de Piola y los nervios de acero de Meazza encumbraban a la Italia de Pozzo a su segunda final del mundo. Los medios italianos se dieron un festín con la victoria lombarda, con cuestionables titulares y editoriales al estilo de: «Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia sobre la fuerza bruta de los negros».
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Para la final en el Olympique de Colombes, en París, Benito Mussolini estaba muy lejos, pero su largo brazo igual llegó a París a través de un telegrama redactado por el dictador y enviado desde Roma por Aquiles Starace, el secretario general del Partido Fascista. El mensaje no escatimó en originalidad, puesto que el mandamás italiano le dedicó las mismas alentadoras palabras que a su selección de cuatro años atrás, «Vencer o morir». Francia había organizado una brillante Copa del Mundo, destinando un generoso presupuesto para la construcción e implementación de estadios e instalaciones. Sin embargo, su Primer Ministro, Albert Lebrum, al parecer no estaba muy interiorizado con materias futbolísticas. Cuentan las crónicas de la época que, cuando los equipos de Italia y Hungría salieron a la cancha, el premier galo bajó del palco a saludar a los protagonistas, acercándose primero al presidente de la FIFA, Jules Rimet, a quien en voz baja le preguntó cuál de los dos equipos era el francés. Amablemente Rimet lo llevó hacia George Capdeville, el árbitro francés designado para dirigir la final en agradecimiento, de parte de la FIFA, por la impecable organización del torneo. Luego Lebrum se retiró tranquilamente a su palco, donde disfrutó de una siesta vespertina que fue interrumpida para la ceremonia de premiación. Con el público en contra, Italia encaró su tercera final consecutiva (contando también la de los Juegos Olímpicos), y la experiencia en duelos decisivos por parte de los italianos se transformaría en un plus a largo plazo para sus futuras selecciones. Recién a los seis minutos Colaussi adelantó a Italia en la cuenta. Pero los magiares, dirigidos por Alfred Schaeffer, reaccionaron de inmediato y tan solo dos minutos más tarde, Pal Titkos venció a Olivieri y empató el marcador. A comenzar de nuevo los italianos, que no aflojaban su ataque con las órdenes de un Vittorio Pozzo que vociferaba y daba instrucciones desde el palco. Italia golpearía de nuevo y Silvio Piola, el infaltable Capo Canoneri
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del torneo, puso otra vez a Italia arriba a los quince minutos de juego. El partido seguía de ida y vuelta, pero los transalpinos querían asegurar cuanto antes el título. Pensaron que lo habían logrado cuando Gino Colaussi marcó su segundo personal y el tercero para Italia, a diez minutos del descanso. En el entretiempo, Vitto Pozzo bajó a los vestidores, preocupado como de costumbre. Italia estaba a cuarenta y cinco minutos de ser campeón, pero los húngaros no bajarían los brazos. En camarines el estratega italiano no se cansó de dar órdenes para elentar a que el equipo no se sintiera ganador, y seguiera machacando hasta el final a la poderosa delantera magiar. Como era de esperarse, el segundo tiempo fue todo para Hungría. Los italianos se replegaron, marcando los primeros orígenes de los que treinta años después sería llamado Catenaccio. Pero antes de Helenio Herrera, a los lombardos les acomodaba bastante el cerrar su retaguardia como candado. La zaga compuesta por Foni, Rava, Serantoni y Andreolo rechazaba los embates de Gyorgy Sarosi, la principal amenaza de los del Danubio. A los veinticinco minutos del complemento, el propio Sarosi logró vencer el rompecabezas italiano y descontó para Hungría. Los últimos veinte minutos del partido serían de culto. Hungría que martillaba e Italia, atrincherada, se defendía con lo que podía. Había comenzado la guerra de desgaste para la defensa azzurra, pero la velocidad de sus defensas parecía ser una barrera infranqueable para los magiares. Hasta que llegó el momento cúlmine en la final de Francia 1938: cuando faltando diez minutos para el fin, Silvio Piola dribleó el balón hasta la salida del área rival y mandó un potente remate demasiado esquinado para la reacción de Szabo. Alivio y satisfacción en el equipo italiano, ahora sí podían celebrar. El 4-2 era diferencia suficiente para volver a gritar «campeones». Esta vez no habrían ni locuras ni desmanes ni Vittorio Pozzo volando por los aires, sino que una emotiva interpretación
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de su canción nacional «Fratelli d´Italia», junto con la tranquila convicción de haber cumplido con su deber, demostrándole al mundo que Italia era capaz de ganar en cualquier parte, incluso, lejos de las influencias de Mussolini. Ahora Pozzo podía estar tranquilo. Desde que tomó el equipo nacional para el Mundial de 1934, hasta ese cúlmine momento en París, se había convertido en el único técnico bicampeón mundial, y si a eso le sumamos la medalla de oro en Berlín, la figura de Vittorio Pozzo se convirtía en un paradigma en la historia del fútbol universal. Sus revolucionarias y hábiles tácticas, junto con su paternalista y autoritaria personalidad y el vasto conocimiento del juego, hicieron de Pozzo un técnico legendario. Seguramente, de existir un premio nobel para quienes han aportado más al juego, Pozzo se llevaría los laureles. La final de Francia 1938 sería su más dulce momento. Por supuesto que el 4-2 sobre Hungría fue recibido con tanta alegría en Roma como cuatro años antes. La amenaza del Duce, al igual que en 1934, fue cambiada por cariñosos abrazos y generosos regalos por parte del gobierno. Con respecto a aquella venenosa amenaza de Mussolini a sus propios jugadores, años más tarde, Antal Szabó, el arquero de la Selección Húngara, recordó: «Nunca en mi vida me sentí más feliz que después del partido. Con los cuatro goles que me hicieron le salvé la vida a once seres humanos, pues me contaron que antes de empezar el partido los italianos habían recibido un telegrama de Mussolini que decía: ‘Vencer o morir’. Ganaron». De esta forma se pudo explicar por qué varió tanto la formación italiana entre 1934 y 1938. Seguramente, los jugadores que se consagraron en el Nazionale del Partito Fascista de Roma no se expondrían nuevamente a las amenazas de muerte emanadas de su propio dictador.
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Capítulo v
El partido de la muerte
«¡Fizcult Hurra!». ¡Viva el Deporte!». Jugadores del FC Start antes de empezar el juego frente al Flakfel.
Tan solo un puñado de optimistas pensó la posibilidad de celebrar la IV versión de la Copa del Mundo de la FIFA. Si ya para Francia 1938 los ánimos estaban más que caldeados en Europa, para 1942 el continente ya llevaba inmerso tres años en la guerra más sangrienta en toda la historia de la humanidad. La «Blitzkrieg» o «guerra relámpago» de los alemanes extendió el imperio de Hitler por Europa. La bota nazi ya había sido puesta en todos los puntos cardinales, rápidamente se invadió el oeste y se ocupó Francia, Bélgica, los Países Bajos y Austria, por el sur; los países nórdicos de Dinamarca, Suecia y Noruega; y, por el este, las inevitables y prematuras caídas de Polonia y Checoslovaquia, además de los Balcanes. Pero el Führer tenía un plan mucho más ambicioso, que sería a la larga su pecado más lamentable en el resultado final de la guerra. Suspendiendo la Operación León Marino, es decir, la invasión a las Islas Británicas, Hitler concentró su atención en lo que se había convertido en un objetivo estratégico primordial, la destrucción de la Unión Soviética. La extensión alemana hacia «su espacio vital del este», significó la anexión de vastos y ricos territorios petroleros, especial-
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mente en el Cáucaso. Una de las primeras víctimas de la invasión alemana rumbo a Moscú fue la ciudad de Kiev, capital de lo que actualmente es la República de Ucrania. Justamente en aquella ciudad, devastada por los bombardeos y la ocupación extranjera, surgió una de las historias más conmovedoras en la que el fútbol fue protagonista. Si el Wunderteam austriaco, encabezado por el épico Matthias Sindelar, sufrió en carne propia los horrores de la guerra, el brillante y legendario equipo del Dínamo de Kiev de los años cuarenta también se convirtió en mártir no solo de su patria, sino que del fútbol universal. El FC Dynamo Kyiv, en su lengua original, más conocido por todos como Dínamo de Kiev, es el equipo más popular de Ucrania y uno de los clubes más reconocidos de la Europa oriental. Este equipo, que acumula en sus vitrinas asombrosos éxitos, como el ser once veces campeón consecutivo de la Liga Premier de Ucrania desde su fundación en 1993, acumulando otros veinte y tres títulos cuando el país formaba parte de la Unión Soviética y, por si fuera poco, conquistando siete torneos europeos, destacando dos Recopa de Europa; es dueño de una historia envidiable. Pero, sin lugar a dudas, la historia más gloriosa de este club no tiene que ver ni con trofeos o celebraciones desbordantes, sino con el homenaje a un puñado de futbolistas ucranianos que dieron la vida, literalmente, por un partido de fútbol. El 19 de septiembre de 1941 cayó Kiev. La ocupación alemana redujo a escombros la ciudad, y, durante las semanas siguientes, miles de prisioneros provenientes de las desarticuladas filas del Ejército Rojo deambulaban como mendigos. Las autoridades alemanas habían prohibido la entrega de cualquier ayuda a los prisioneros por parte de la población civil. Entre los harapientos soldados habían algunos reconocidos futbolistas de Kiev, especialmente, muchos jugadores del Dínamo que habían sido enviados al frente en su condición de miembros del Partido Comunista, requisito ineludible para ser miembro del club.
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Un panadero de origen alemán, llamado Iosif Kordik, caminaba por la todavía humeante ciudad cuando, al pasar al lado de un pordiosero, se detuvo para dar media vuelta hacia el roñoso hombre, impresionado por la familiaridad de su rostro. Se trataba de Nikolai Trusevich, el arquero del Dínamo de Kiev, considerado uno de los mejores porteros de la Unión Soviética. Kordik era fanático del Dínamo y no podía creer que Trusevich, sucio y famélico, estuviera a su lado. De inmediato lo llevo a su casa, en contra de las leyes marciales alemanas, y le ofreció alimento y techo, además de un trabajo en la panadería y un primer encargo: volver a las polvorientas ruinas a buscar a otros futbolistas perdidos que habían servido en la guerra. Día tras día Trusevich se internaba en la ciudad buscando a sus compañeros, hasta que, de a poco, logró reencontrarse con ocho colegas, de los cuales cinco eran del Dínamo. Más tarde se toparía con otros tres ex jugadores del Lokomotiv, rival acérrimo del Kiev en la liga soviética. Kordik les dio asilo, alimento y trabajo a todos. La panadería funcionaba con once futbolistas profesionales que, después de la jornada, jugaban sus partiditos en el reducido patio del local. Fue así como entre harina y levadura se fue formando un combinado soviético al que bautizaron con el nombre de FC Start, en honor al «recomienzo» de la vida futbolística de estos jugadores que habían tenido que colgar los botines para cambiarlos por las armas. Tras el infierno que había sido la ocupación, los nazis quisieron tranquilizar un poco más las cosas en la zona, reestableciendo los servicios básicos para la población, entre ellos, el fútbol. Las autoridades alemanas organizaron un mini torneo para entretener a sus tropas que contó con cuatro equipos, dos provenientes de la Wermacht y la Luftwaffe y los otros conformados por efectivos de las fuerzas rumanas y húngaras, afines al régimen nazi. Los alemanes, para hacer un poco más emocionante la liga, invitaron a dos equipos locales, el Rukh y los panaderos del FC Start, quienes
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inscribieron el equipo con ese nombre ya que el Dínamo de Kiev estaba clausurado debido a su filiación política. En el debut programado para el 7 de junio de 1942, los del Start debieron enfrentar a sus compatriotas del Rukh, quienes, a pesar de ser de Kiev, colaboraban con los invasores. El FC Start se presentó en el campo con un uniforme confeccionado rudimentariamente por ellos mismos, pero de color rojo, un aviso de que el Dínamo aún vivía entre ellos. Jugando sin botines ni ningún tipo de comodidades, el FC Start humilló a los «traidores» del Rukh por 7 a 2. Sería el comienzo de una leyenda inolvidable para los seguidores del clausurado Dínamo de Kiev, y también para el pueblo ucraniano. Aquel debut soñado por los panaderos se convirtió en una escalada de triunfos, cuya segunda víctima fue un combinado conformado por soldados húngaros, a los que golearon por 6-2. Unos días después, bastante peor lo pasó un grupo de oficiales del Ejército rumano. Los colorados del Start no los perdonaron, pasándoles la boleta con un categórico 11-0. El equipo parecía imparable. En sus tres primeras presentaciones golearon a todos sus contrincantes. Los habitantes de la todavía ruinosa ciudad de Kiev estaban maravillados con el FC Start, una verdadera reedición del proscrito y popular Dínamo. Pero tanto entusiasmo preocupó a las autoridades alemanas. El equipo de los panaderos estaba creando un ambiente peligroso en la población, y más triunfos del cuadro local podrían convertirse en un verdadero dolor de cabeza para la ocupación. La oficialidad del Ejército alemán decidió frenar de una vez el asunto, para lo que preparó una masiva convocatoria para buscar talentos en las tropas de la Wermacht estacionadas en Ucrania. El 17 de julio, diez días después del debut, el FC Start afrontó su cuarto compromiso. En el pequeño pero poblado estadio Zenit, el improvisado equipo alemán no era rival para los profesionales del Start. El resultado final no le sorprendió a nadie, otra vez 6 a 2 a favor de los locales.
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Impotentes, las autoridades castrenses germanas seguían en su confusión. Ya no sabían qué hacer con ese equipo de jugadores roñosos y muertos de hambre. Pronto la situación sería cada vez peor, pues en todas las calles de Kiev se comentaba la victoria sobre los alemanes. Lo mejor era que las desastrosas noticias no llegaran todavía a Berlín, así que, en las cúpulas de la Wermacht apostadas en la ocupada Kiev, se decidió por traer a un club profesional para que de una vez por todas matara el invicto del FC Start, evitando así cualquier suspicacia en Alemania. El MSG de Hungría, equipo magiar profesional y de primera división, se enfrentó a los locales el 22 de julio en el estadio Zenit. Se jugarían dos partidos, un ida y vuelta, dos chances para que los visitantes cumplieran su misión: hacer añicos a la leyenda roja. Pero los que fueron destruidos en el campo de juego fueron los húngaros, el Start les metió cinco. La poderosa delantera liderada por Klimenko no tuvo piedad. A pesar de la paliza, el FC Start debió afrontar el partido de revancha con varios jugadores menos ante el maltrato deliberado propinado por el MSG. Sin embargo, a pesar de las lesiones, al día siguiente el Start tuvo otra jornada memorable. Solo el juego, en extremo brusco, y la voluntad del árbitro de convertir el campo de juego en una carnicería, hicieron del resultado algo un poco menos decoroso. 3-2 se impusieron los locales y la visita se fue a casa dos veces derrotada. El asunto ya se estaba yendo de las manos alemanas. Lo que había empezado como un equipo de panaderos subalimentados que jugaban con zapatos de trabajo, se había vuelto una verdadera leyenda no solo en Kiev, sino que en todo el Cáucaso. Como los generales nazis del frente oriental ya habían hecho todo lo posible para frenar al Start, se pensó en matarlos a todos, pero eso empeorarías las cosas. Convertir a los futbolistas en mártires solo incrementaría el odio en la población, y las ganas de levantarse contra la ocupación.
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«Las penas del fútbol solo se pasan con fútbol», se pensó, pero lo que más temían los altos mandos alemanes en el frente este era que las hazañas del Start llegaran hasta Alemania. Un comunicado desde el mismísimo Reichstag ordenaba «la inmediata solución al problema», amenazando con cambios drásticos en la comandancia del frente oriental, donde las penas se pagaban en el infierno de Stalingrado. Pero el Estado Mayor alemán sabía que los problemas debían ser solucionados, primero, en la cancha, y ordenaron el desplazamiento relámpago del Flakelf, el exitoso equipo de fútbol conformado por miembros de la Luftwaffe. Este cuadro, perteneciente a la Fuerza Área de Hitler, representaba lo mejor del fútbol alemán, contando entre sus filas a varios futbolistas profesionales. El Flakelf no había perdido nunca, eran las fuerzas de elite del fútbol nazi, y se había convertido en la invicta arma propagandística hitleriana en sus giras a los países invadidos. Pero al igual como ocurriría meses más tarde con las tropas del Tercer Reich, el frente oriental fue de una complejidad abismal para el equipo alemán. Desde que el Dínamo de Kiev jugaba los clásicos con su rival ruso del Lokomotiv que no se vivía un ambiente de derbi en el Cáucaso. Las sufridas calles de Kiev fueron empapeladas con carteles que anunciaban el partido entre el equipo local, el FC Start, y los alemanes del Flakelf. Incluso se cobró una entrada de cinco rublos para asistir al encuentro. Si bien el Start ya tenía el título del torneo en el bolsillo, puesto que había ganado todos sus encuentros, el partido con los de la Luftwaffe significaba bastante más que los puntos. Gracias a una colecta popular se pudieron confeccionar camisetas, shorts, medias y botines para los jugadores locales. El partido conocido como «el de los panaderos contra los pilotos», tuvo su lugar el miércoles 6 de agosto, en el Zenit. Eso no era todo porque, al igual que en el último encuentro ante el MSG húngaro, se disputaría un partido de revancha en el mismo recinto.
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Algarabía hubo en la capital ucraniana cuando, a través de la radio y los periódicos, se difundió la aplastante victoria del FC Start en el juego de ida. Los alemanes fueron sorprendidos por la habilidad y velocidad de los jugadores soviéticos, además de la prácticamente invulnerable portería magistralmente defendida por Trusevich. El resultado fue un vistoso 5-1 a favor del equipo local. No cabía duda alguna de la superioridad de los panaderos, y las autoridades alemanas que estaban en el palco del Zenit no veían cómo salvarse de esta. Si el segundo partido salía tan mal como el primero, seguramente muchos tendrían que hacer sus maletas con destino al infierno del Volga. Una victoria en la revancha era vital, y el Flakelf debía ganar a como diera lugar. Como «El partido de la muerte» se conoce el segundo compromiso entre el FC Start y el Flakelf, por el trágico final que podría esperar a sus jugadores. Adolf Hitler no era conocido por su acercamiento al fútbol, pero su ministro de Propaganda, Paul Joseph Goebbels, sí lo era, y conocía a la perfección los costos o los beneficios que podían significar una derrota o una victoria en la cancha. Se dice que hasta el propio Hitler estuvo expectante ante el resultado, y que tras la goleada sufrida en el primer partido ya había declarado a varios oficiales como «ineptos», ordenando su transferencia al frente ruso. Lo cierto era que durante las horas previas al partido, Kiev era una fiesta, como si la gente hubiera olvidado los meses de feroz ocupación extranjera. Los jugadores del Start recibían el cariño de la población que les regalaban comida, pan, abrazos y besos. Eran el orgullo del pueblo. Ellos intuían que una victoria frente a los alemanes no sería soportada con amabilidad por el invasor, pero el dejarse ganar sería derrochar lo poco que quedaba de orgullo ucraniano. El perder voluntariamente estaba fuera de discusión, cualquiera fuesen las consecuencias. En el camarín, mientras los jugadores se vestían con su nueva indumentaria (camiseta roja, pantalón blanco y medias rojas),
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recibieron la visita de un singular personaje. Era un oficial de la Wermacht que en ruso les comunicaba que sería el árbitro del partido. De pasada también les hizo una última recomendación a los jugadores del Start: «Saluden a sus rivales y al palco oficial según nuestro protocolo», lo que en pocas palabras significaba extender el brazo y avivar al Führer. Con esas explícitas «recomendaciones» salió el Start a un campo de juego rodeado por soldados alemanes armados como para cruzar el Volga. Al momento de formarse y saludar al estilo nazi, los once que conformaban la línea roja alzaron sus brazos para hacer el gesto hitleriano encomendado, ante la cara de conformidad del palco oficial, pero luego se llevaron sus brazos al centro, golpeando sus pechos y gritando «¡Fizcult Hurra!», «¡arriba el deporte!». Contra un equipo que además de sus once jugadores contaba con otros once suplentes en el banco, y con un árbitro que cobraba solo para un lado, los jugadores del Start se las arreglaron para marcar su superioridad desde el inicio y, antes que acabara el primer tiempo, ya habían marcado tres goles. El Flakelf no tenía por dónde. A pesar de estar exhaustos por la seguidilla de partidos y por el dolor de las lesiones, todo parecía andar como estaba pronosticado. De seguir así, el equipo ucraniano cosecharía una nueva goleada. Durante el descanso otra vez apareció un comandante alemán, quien no traía recomendaciones precisamente. El oficial de Wermacht les ordenó: «O se dejan ganar, o los fusilamos a todos», así de simple y directo. A los jugadores no les importó. Sabían que por haber llegado a ese decisivo encuentro el pueblo de Kiev los adoraba, lo que era suficiente amenaza para la ocupación alemana y suficiente motivo para matarlos; si ganaban, de seguro todos terminarían en el patíbulo. La suerte ya estaba echada, y los once futbolistas del Start sabían que se estaban jugando algo más que sus propias vidas. El segundo tiempo fue otra lección de buen juego, todas explícitas cátedras de jugadores que tenían claro que eran los últimos
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cuarenta y cinco minutos de juego de sus vidas. No uno, tampoco dos, sino tres fueron los goles que marcaron en el complemento. 5-3 era el marcador y el local tenía a su merced al Flakelf, tanto así que, en los minutos finales, se vivió una de las escenas más inverosímiles pero emocionantes de esta historia, cuando Alexei Klimenko, el goleador del equipo, tomó el balón en su propia área y se fue gambeteando y burlando jugadores alemanes en el camino, en una loca carrera maradoniana que terminó con el delantero burlando hasta el arquero, siguió hasta la boca del arco y puso la pelota en la línea de gol. Todos los jugadores, soldados, oficiales y espectadores que colmaban el estadio se quedaron impávidos esperando el lógico descenlace, pero, en vez de eso, Klimenko devolvió la pelota hasta el mediocampo. Silencio absoluto. Los veinte mil espectadores que repletaron las gradas del viejo Estadio Zenit fueron testigos de la superioridad materializada en un acto de misericordia al vencido, en donde el arco vacío evocaba el espíritu de los habitantes de la destruida Kiev frente al avance imparable del invasor que, esta vez, había sido no solo superado, sino que vapuleado y burlado por el humilde pero talentoso equipo de panaderos. Aquella mítica jugada de Klimenko representó la ironía máxima del fútbol: no meterla dentro por desprecio. La bota nazi que pisoteó a los pueblos europeos del este ahora era aplastada frente a una multitud donde pocos se dieron cuenta, confundidos, de la potente acción simbólica que el delantero soviético protagonizó. Después de aquella jugada, conocida como «el gol invisible», terminó el partido con el marcador 5 a 3 a favor del FC Start. Los jugadores sabían que un trágico final les depararía inmediatamente pero ningún oficial alemán llegó a los vestuarios ni hubo recomendaciones, solo tranquilidad. Como si nada, los futbolistas regresaron a la panadería de Iosif Kordik, donde descansaron un par de días, hasta que tocaron la puerta. No eran alemanes, sino que representantes del Rukh, el otro equipo de Kiev que venían a
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pedir revancha después del 7-2 del debut. Aguerridos, los del Start se tomaron el partido en serio y otra vez vencieron a sus coterráneos colaboracionistas, castigándoles nuevamente su traición con un vergonzoso 8 a 0. Una semana después de la vuelta al trabajo, nuevos visitantes llamaron a la puerta de Kordik. No eran clientes, ni tampoco otro equipo de la zona para pedir un partido de revancha. La Gestapo, con lista en mano, detuvo a nueve jugadores y los condujo a un camión. Su detención se justificó por la militancia de estos jugadores en el Partido Comunista Soviético (para ser jugadores del Dinamo de Kiev debían serlo). Nikolai Korotkykh era, además, parte de la KGB, la policía secreta rusa, por lo que fue fusilado al instante, delante de sus compañeros. El resto fue llevado a un cuartel de la Gestapo, donde fueron torturados de forma individual para obtener información sobre sus colegas. A pesar de las torturas, los jugadores del Start no abrieron la boca. Más tarde fueron derivados al campo de concentración de Siretz. Allí los mataron a todos. Se cuenta que el arquero Trusevich murió en el paredón con su camiseta puesta. Nueve fueron los jugadores detenidos, torturados y asesinados, pero, ¿qué pasó con el resto? Tres futbolistas lograron escapar antes de ser llevados a Siretz; uno de ellos desapareció, mientras que Goncharenko y Sviridovsky lograron sobrevivir, escondidos en las ruinas de Kiev. Ellos vivieron para contar su historia, la del equipo de ex futbolistas del Dinamo salvados por un panadero.
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Capítulo vi
El fútbol de la posguerra
El empate era suficiente para darle el título a Brasil. Me fui a los vestuarios a preparar mi discurso, pero cuando volví no entendí nada. No habría himno nacional, ni celebraciones, ni siquiera mi propio discurso final. Solo recorría una triste brisa bajando de las tribunas. Busqué al capitán de Uruguay y le pasé el trofeo casi a escondidas. Jules Rimet, presidente de la FIFA, durante la final del campeonato mundial de 1950.
Si el fútbol de entreguerras fue todo para Italia, en los años venideros la península perdería su hegemonía. El fútbol europeo forjaría a sus nuevos protagonistas, y el escenario mundial de la posguerra marcaría el surgimiento de una nueva potencia, la Unión Soviética y sus países satélites. El fútbol escondido tras la Cortina de Hierro sostuvo un interesante desarrollo que comenzó con el fin de la Segunda Guerra Mundial. A pesar de que las naciones invadidas por las tropas nazis yacían en ruinas, la actividad futbolística de la región resplandeció entre toda la destrucción y el nuevo panorama político de los países del este, absorbidos por el comunismo. El caos de la guerra obligó a suspender cualquier evento deportivo a partir de 1938. Seguramente muy pocos se hubiesen puesto a pensar qué hacer con el campeonato mundial mientras los alemanes desplegaban su blitzkrieg por el continente. Las urgencias obvias del periodo de conflicto imposibilitó el desarrollo 79
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normal del fútbol. Desde Francia hasta Rusia y desde Sicilia hasta Escocia, muchos campos de fútbol habían sido bombardeados; los clubes, cerrados; y los futbolistas e hinchas enlistados en las filas de sus respectivas fuerzas armadas. Con el colapso del nazismo en Alemania y del fascismo en Italia, junto con la reorganización del mapa europeo, las únicas figuras totalitarias que sobrevivieron fueron Francisco Franco en España y Joseph Stalin en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Justamente, el fútbol de ambos países daría mucho que hablar en el futuro cercano. A Benito Mussolini lo terminaron colgando de los pies. Italia no solo había perdido la guerra, también su poderoso balompié fue desapareciendo, al igual que el régimen fascista que tanto los acompañó durante la década de los treinta. El primer acontecimiento que marcó al fútbol de la posguerra fue la derrota de Italia a manos de Inglaterra, en un partido amistoso jugado en la península. Lo que puede parecer una anécdota sin importancia, tuvo grandes consecuencias. A diez años del bicampeonato mundial conseguido en Francia, el equipo italiano, sin duda, no era el mismo. El trauma de perder la guerra y el éxodo de sus figuras redujo a la otrora formidable azzurra a un equipo con talento itacto, pero sin ganas. Al igual que a principios de los treinta, Vittorio Pozzo vio la oportunidad de empezar de cero, pero los dirigentes de la época no tenían ganas de seguir probando, y la derrota de local ante Inglaterra era la excusa perfecta para cesar al técnico, a quien vinculaban con el régimen fascista. Así terminó el magnífico reinado de Pozzo en el fútbol mundial. A los italianos les costaría mucho volver a la cima nuevamente, para ser exactos, cuarenta y cuatro años. Pero eso no sería todo; para aumentar el drama lombardo, la Selección terminó de descomponerse tras el lamentable accidente aéreo del 4 de mayo de 1949, cuando el avión que transportaba al equipo del Torino, que contaba entre sus filas a varios seleccionados, chocó
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en las montañas del Los Alpes. Solo hubo un sobreviviente. Diez años más tarde, una desgracia de la misma naturaleza enlutaría a Inglaterra, particularmente a la ciudad de Manchester. Fue la tragedia aérea de Munich en 1958, cuando veinticuatro integrantes del plantel del Manchester United perdieron la vida al chocar su avión en una nevada noche en el aeropuerto muniqués, después de jugar un partido de la Copa Europa en Belgrado. La paralización del fútbol en Europa no significó la muerte del juego durante la guerra, porque mientras el Viejo Mundo se desangraba, otro gallo cantaba en Sudamérica. Años dorados vivió el fútbol sudamericano por aquella época. La paz, la profesionalización y la cohesión de sus miembros, hicieron de la CONMEBOL una institución fuerte, capaz de competir con una FIFA disuelta, cuya única anécdota fue cuidar que los alemanes no se robaran el trofeo. Las ligas de Brasil, Uruguay, Argentina y Chile tuvieron un aumento notable en la calidad del juego. Fueron estas cuatro naciones las que se encargaron de animar torneos sudamericanos que se hicieron populares y periódicos a partir de la década de los veinte. Cómo no recordar lo profesionalizado y poderoso que se volvió el fútbol argentino, con superpotencias rioplatenses como Boca Juniors, San Lorenzo de Almagro, Independiente de Avellaneda y por supuesto, el equipo símbolo del fútbol argentino de los cuarenta, «La Máquina» de River Plate. Con los campeonatos mundiales suspendidos por la guerra (1942 y 1946), la FIFA pensó que ya era hora de devolver el torneo a Sudamérica. Entre Brasil y Argentina se sobaban las manos para ser sedes del magno evento, pero los brasileños corrían con ventaja. A pesar del desarrollo de su competencia y la infraestructura del fútbol argentino, la FIFA no había olvidado el boicot realizado por Buenos Aires en Francia 1938. Por su parte, Brasil se había transformado en el «niño bueno» de la FIFA, asistiendo, sin producir problemas, a los dos mundiales europeos anteriores. Pero eso
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no era todo; la fenomenal actuación de la Selección Brasileña de los descalzos pies de Leonidas Da Silva, en Francia, habían hecho mucho en pos de la imagen del Brasil. El Congreso de la FIFA no dudó y los cariocas se adjudicaron la sede para la Copa de 1950. De inmediato Brasil se tomó muy en serio la organización del campeonato, para el que construyeron tres estadios nuevos, entre los cuales se encontraba el colosal Maracaná de Río de Janeiro, con la ambiciosa capacidad para 200.000 espectadores, por lejos, el estadio más grande del mundo hasta aquel entonces. Sin embargo, a pesar de todas las ganas de los brasileños poco atractivo tenía el campeonato para los europeos. Esta vez no era el desgano de tener que cruzar el Atlántico, sino que los problemas financieros y la precariedad de su destruido medio les restó interés en participar. Hubo muchas deserciones, por ejemplo, la de Escocia, que, a pesar de haber clasificado, no soportó que Inglaterra los venciera en el último partido. El cupo fue ofrecido a Francia, que, increíblemente, lo rechazó. El boleto llegó hasta Portugal, pero los lusitanos tampoco querían saber nada del torneo. Incluso, aunque parezca mentira, la clasificación automática llegó hasta la India. Por fin podría participar un grande de Asia pero, cuando estaban listos para salir de Mumbay hacia Río de Janeiro, todos se bajaron del avión. India también rechazaría la invitación puesto que la FIFA no autorizó que los jugadores indios jugasen descalzos. La FIFA decidió no someter al campeonato a más vergüenzas, cerrando el cupo que todos se peloteaban. Aunque todavía faltaría una deserción más, esta vez, política. El teniente general Juan Domingo Perón, mandamás de Argentina, decidió proscribir a su país del torneo, en una decisión controvertida y poco entendida por los medios, jugadores e hinchas argentinos. ¿Cómo era posible que una selección con calidad suficiente para disputar la copa sea automarginada por su presidente?
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La poco popular maniobra de Perón tenía sus fundamentos: no exponer la imagen de Argentina en caso de perder, sobre todo, si la derrota era frente a los dueños de casa. El caudillo había llegado hace algunos años al poder y no quería tener ni la más mínima posibilidad de ver desprestigiado su régimen por un resultado deportivo. Al igual que su antecesor fascista, Perón conocía muy bien los beneficios y peligros del fútbol en la sociedad. El mismo militar se encargó de presupuestar la construcción de estadios e infraestructura deportiva en el país, pero reculó al más mínimo peligro de ver perder a su selección. Perón no sería el último en tomar este camino, unos años después Franco sacó a España de la carrera por la Eurocopa de 1960, por temor a perder frente a los rusos. Al igual que veinte años atrás en Uruguay, el Mundial tendría que jugarse con trece selecciones. Masiva nuevamente fue la presencia de americanos, contabilizando siete representantes, además de los dueños de casa: Bolivia, Chile, Estados Unidos, México, Paraguay y Uruguay. Por su parte, Europa contó con seis miembros: España, Italia, Suecia, Suiza, Yugoslavia y, por supuesto, el esperado debut de la superpotencia que despertaba de su letargo, Inglaterra. El inicio de los ingleses parecía ser dulce, derrotando a Chile por 2-0 en el Maracaná, pero el juego más recordado de la primera ronda es una memoria muy amarga para los británicos. En su segundo compromiso, ante el débil equipo de los Estados Unidos, Joseph Edouard Gaetjens, un morocho nacido en Haití, marcó el único gol del partido, resultado que mandaba a los inventores del fútbol de vuelta a casa en su primera presentación copera. Los principales diarios de Inglaterra no podían creer el cable que les llegaba desde Brasil, incluso, algunos pensaron que la información era errónea, y que el marcador era 10-1 para Inglaterra, pero se equivocaron por diez goles. Y eso no sería todo; el pobre recorrido del equipo de Walter Winterbottom; que contaba con estrellas como el arquero Alf Ramsey, el mismo que como técnico
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se proclamaría campeón del mundo dieciséis años más tarde, y también con el talento del delantero Stanley Matthews; caería ante España por la mínima, despidiéndose prematuramente de su primera copa mundial en una década que finalizaría el predominio británico sobre el juego. El favorito de todos era, sin duda, Brasil. El conjunto dirigido por Flavio Costa se puso como meta el título mundial y, como una maquinita imparable, no tuvieron inconveniente alguno hasta llegar a la final. Para Brasil 1950, el fixture indicaba que el campeón de cada grupo disputaría una fase final, por lo que Brasil, Uruguay, Suecia y España se jugarían el título en partidos de todos contra todos. Ciento cuarenta mil personas llegaron al Maracaná para ver la boleta que los anfitriones le propinaron a Suecia por 7-1, con cuatro goles del fantástico Ademir, quien sería el goleador del torneo. Cuatro días más tarde se jugaría la denominada «final anticipada»: Brasil-España. Los ibéricos venían de adjudicarse el grupo B tras ganar todos sus compromisos, y en la fase final cosecharon un agónico empate con Uruguay. Pero, de todas formas, la amenaza europea no era suficiente para el inspirado cuadro brasileño. Esta vez no fueron cuatro, pero la tripleta de Ademir sirvió para despachar a los españoles por un categórico 6-1. Parecía que nada ni nadie podría parar al equipo de Costa en su frenética carrera hacia el título mundial. La historia del «maracanazo» constituye uno de los fetiches de la historia de la copa del mundo. Un lugar común que se transformó en un bastión para los débiles, en una paradoja que recuerda los «sinsentido» que pueden ocurrir en el campo. Si en la Biblia hubo un David y Goliat, en el fútbol hubo, alguna vez, un «Brasil-Uruguay». Está de más decir que los cariocas tenían armada una fiesta, pues se daban por campeones del mundo. El Carnaval de Río se había adelantado casi medio año para aplaudir a sus héroes nacionales. La prensa de ese mítico, o maldito, 16
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de julio de 1950, ya había publicado los diarios con la portada saludando a los brasileños como campeones mundiales. Por segunda, y última vez en la historia, dos equipos sudamericanos se enfrentaron en una final del mundo. Por última vez Uruguay levantaría el trofeo, bautizado en ese mundial como Jules Rimet, en honor al dirigente francés de la FIFA. Podría decirse que la final de Brasil 1950 supuso el triunfo no solo del fútbol charrúa, sino que también del fútbol sudamericano. La decadencia del balompié europeo tras la guerra retrasó en años el desarrollo de este deporte en el Viejo Mundo, mientras que Sudamérica se convirtió en una fortaleza inamovible que logró la hegemonía del fútbol mundial. Por su parte, el dinamismo de las potencias comunistas las transformaría en la nueva fuerza ascendente. El mapa del mundo había cambiado; el del fútbol, también.
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Capítulo vii
El mayor Puskas y los soldados del fútbol
Si Puskas jugara hoy ¡Ay, Dios! En vez de jugar en un Bernabeu de madera saldría a jugar en el mejor estadio de nuestra era. Si Puskas jugara hoy ¡Ay, Dios! En vez de velar su cuerpo y tener sus recuerdos nobles Disfrutaríamos de lo que más supo hacer: sus goles. Eduardo Combe, «Homenaje a Puskas»
Para nadie fue sorpresa que Hungría haya sido uno de los protagonistas del escenario mundial en la década de los cincuenta. Austria y Hungría, a pesar de su separación política tras el colapso del Imperio Austrohúngaro después de la Gran Guerra, heredaron el legado de la Escuela del Danubio impulsada por su ideólogo, Hugo Meisl. No obstante, ambos alumnos tuvieron un desarrollo dispar en el tiempo. La década de los treinta fue para Austria, mientras que los siguientes decenios estarían al lado de los magiares. El fatídico desarrollo de la guerra llevó a Hungría a acercarse al régimen nazi, evitando así recibir toda la furia del Tercer Reich. Su compromiso con los alemanes sería duramente castigado por los aliados, especialmente por los soviéticos. El avance del Ejército
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Rojo fue implacable en el frente oriental, absorbiendo también al pequeño territorio húngaro. Lo peor fue que, tras la caída de Berlín, los rusos tampoco estaban interesados en retirarse de Budapest. Si bien Hungría era un Estado independiente a Moscú, el Kremlin vigilaba constantemente a sus pequeños pero importantísimos satélites europeos; cualquier desvío fuera de la ruta del marxismo-leninismo sería inmediatamente reprimido, como pasó en Polonia y Checoslovaquia. De esta forma, la Revolución de 1956 marcará el fin de de uno de los equipos más espectaculares de la historia del fútbol. Pese a los desastres de la guerra el fútbol continuó desarrollándose en las riberas del Danubio, como un germen sembrado y propagado hace más de veinte años por el desaparecido Hugo Meisl. Si la guerra no hubiese interrumpido el creciente desarrollo del fútbol húngaro, que antes del conflicto era uno de los equipos más fuertes del mundo, habría que empezar a imaginar qué hubiese ocurrido en los frustrados mundiales de 1942 y 1946. Por suerte la guerra terminó, para ver un pedazo del legendario equipo nacional de Hungría, con figuras tan conocidas como Ferenk Puskas, Sandor Kocsis, Zoltan Czibor, Candor Hidegkuti y Josef Bozsik. En la sureña ciudad de Szeged hay un curioso monumento, en cuyo pináculo se presenta un balón de fútbol de bronce del que cuelgan once botines de fútbol. Se llama «Monumento al honor de Aranycsapat», un tributo de Hungría a su gloriosa Selección Nacional de la década de los cincuenta. La lluviosa final del Mundial de Suiza es el epílogo de un fútbol que se gestó silenciosamente a las orillas del Danubio. Se sabe que la génesis de los poderosos equipos magiares está ligado al profundo trabajo de Hugo Meisl en la región centroeuropea, por su parte, la gloriosa selección del 38 conducida por Alfred Schaeffer, que logró el subcampeonato mundial en Francia, puso a Hungría en el mapa futbolístico, hasta que la Segunda Guerra Mundial cortó este desarrollo.
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Después de que Hungría no participó en la Copa del Mundo organizada por Brasil, se esperaba su regreso triunfal para la próxima cita, a desarrollarse en Suiza. Pero los magiares se adelantarían un par de años para mostrarle al mundo que volverían a la cúspide en gloria y majestad. Luego de la invención de los mundiales como principal evento futbolístico a nivel de selecciones nacionales, los Juegos Olímpicos quedaron como un bonus track, un hermano, aunque más viejo, menor en laureles. El debate del amateurismo para los Juegos es un tema que hasta hoy ha demostrado no tener una solución final. Desde que la Selección de Gran Bretaña se quedó con el oro olímpico de Londres en 1908, hasta el actual reinado de Argentina, conquistado en Atenas y Beijing, se ha creado una rivalidad entre la medalla de oro y la Copa del Mundo. La competencia del fútbol, tanto femenina como masculina, ha sido organizado por la FIFA, que tiene completa jurisprudencia en esta disciplina olímpica. Hoy la discusión está en seguir rebajando la edad de los participantes. Beijing 2008 fue el último torneo olímpico disputado por menores de veinte y tres años, más tres refuerzos adultos. Se supone que, para Londres 2012, serán todos menores de veinte. ¿A qué se debe esto? A que la FIFA quiere evitar que nuevamente la Copa Mundial y los Juegos Olímpicos entren a competir. Para la FIFA, los Juegos son un torneo de menor importancia que un Mundial, por lo que fortalecer el olimpismo debilitaría la novedad tetra anual que traen los mundiales. Ese fue justamente el conflicto que predominó en el fútbol de mediados del siglo XX. Mientras Hungría celebraba su campeonato olímpico conseguido en Helsinki, tras derrotar a Yugoslavia, los alemanes y suecos, semifinalistas del torneo, alegaron que el éxito de los dos países comunistas se debía a la presencia de jugadores profesionales. Lo cierto es que la conquista del oro, por parte de los magiares, fue el resurgimiento de una Selección que revolucionó al
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fútbol. Como «El equipo dorado» o «Los mágicos magiares» fue bautizado el equipo dirigido por Gustáv Sebes, ganador no solo de los Juegos Olímpicos de Helsinki, sino que también de la Copa Internacional Centroeuropea y el subcampeonato en Suiza 1954. Tras el primer título conseguido en Finlandia, los «mágicos magiares» fueron recibidos como héroes nacionales. Multitudes saludaban a los futbolistas y les regalaban comida, mientras ellos firmaban autógrafos como estrellas de cine. Pero el clima político no era de los mejores. Hungría estaba en conflicto en su búsqueda por «un camino propio al socialismo», tratando de desmarcarse de las pautas dictadas por Moscú. Por ese motivo, para el nacionalismo magiar, el triunfo de su selección en los Juegos de Finlandia, venciendo a otra nación perteneciente a la órbita soviética, Yugoslavia, era el empuje necesario que necesitaban. El concepto comunista del deporte rechaza cualquier tipo de «aburguesamiento» del futbolista, es decir, el profesionalismo y lo que esto conlleva, fama y dinero, un pecado para las naciones de la Europa del Este. Los jugadores se debían al Estado, eran parte íntegra de este. Aquella idea tuvo su mayor eco tras la primera conquista de un país socialista en el fútbol, el Campeonato Olímpico de 1952. Tanta era la dependencia de los jugadores con el Estado húngaro, que todos los seleccionados del equipo nacional eran oficiales del ejército magiar. Dentro de aquella marcial selección estaba su capitán y goleador, Ferenc Puskas. Capitán en ambos sentidos de la palabra, como dueño de la jineta de su equipo pero además con el grado militar correspondiente. En menos de una década, Ferenc Puskas, cuyo real apellido era Purkzfeld, de origen alemán, condujo a su combinado nacional a la elite del fútbol mundial. Además de la habilidad de Puskas, los húngaros contaban con un equipo dinámico y veloz y con jugadores versátiles en el campo de juego. Tanto así que Puskas y su Selección, además de ganar las olimpiadas de Helsinki, remató segundo en la Copa Mundial de
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Suiza. Después de la invasión rusa a su patria, Puskas y muchos otros futbolistas magiares emigraron al otro lado de la «Cortina de Hierro», buscando el ansiado profesionalismo. Puskas se quedó en España, convirtiéndose en uno de los jugadores más recordados de un Real Madrid que logró juntar a célebres nombres como Di Stéfano, Kopá y Gento, aunque bajo la sombra de un célebre dictador que más adelante dará que hablar. Lo cierto es que, tras el triunfo en los Juegos Olímpicos de Helsinki, las autoridades de Budapest decidieron coronar la victoria con la construcción del monumental Nepstadion, el «estadio del pueblo» no podía ser algo menor que la dedicación del oro olímpico, y la construcción del coloso del Danubio para el pueblo húngaro, donde los mismos atletas olímpicos colaboraron en la obra. La cima en el Olimpo no solo trajo a Hungría una de sus dieciséis preseas doradas conquistadas en Finlandia, ni el presupuesto inmediatamente aprobado para la construcción de un enorme estadio. Uno de los coletazos inmediatos que trajo la medalla de oro para el equipo tricolor fue la invitación inglesa para disputar un partido amistoso al año entrante, en Londres. Aquella tarde del 26 de noviembre de 1953 no solo significó la primera derrota inglesa en casa en más de ochenta años. El Inglaterra-Hungría del 26 de noviembre de 1953, también denominado «partido del siglo», ante un repleto estadio de Wembley, era el choque entre las dos grandes potencias del fútbol europeo de aquellos años, así como de dos clases y escuelas distintas. La tradición británica del juego fuerte y directo parecía ser una antítesis al despliegue sumamente técnico de los continentales, pero eso no era todo, Gustáv Sebes le imprimió la rigurosidad táctica necesaria para no convertir a su equipo en un espectáculo circense. El aislacionismo inglés, que había recién llegado a su fin, dejaba atrás los traumas de haber sido prematuramente eliminado en el Brasil, pero ese partido frente a los húngaros haría volver los fantasmas. El marcador final,
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de 6-3 a favor de la visita, no quedó como una simple anécdota, por el hecho que en el gramado londinense se difundió el verdadero poder de la escuadra magiar. Si el título en los Juegos del 52 para algunos pudo haber tenido algún atisbo de irregularidad, la goleada en Wembley fue la vitrina perfecta para mostrar a todos el escalofriante ritmo de juego de Hungría. Se dice que Rinus Michels fue quien introdujo a la jerga futbolística el anaranjado y setentero concepto de «fútbol total», pero no fueron ni Cruyff ni Neeskens los primeros en desplegar este sistema táctico. El fútbol total, donde cada pieza tiene la capacidad de asumir funciones distintas y simultáneas, tuvo su origen en el equipo húngaro de Gustáv Sebes, quien además improvisó un esquema táctico nunca antes visto hasta la fecha, el moderno y ofensivo 4-2-4. Los británicos lo sufrieron en carne propia, y no solo en su casa. Unos cuantos meses más tarde se jugó la revancha en Budapest, en la que los ingleses esperaban lo peor, y llegó. Aquel 1 a 7 ha sido la peor derrota de la Selección Inglesa en toda su historia, dejando en claro que el futuro del juego ya no estaba en la isla. Los tres goles de Nandor Hidegkuti, un completo desconocido para los ingleses que no sabían como pronunciar su apellido, fueron una muestra de puro poder de fuego que los británicos no sufrían desde sus clásicos con los escoceses a fines del siglo XIX. Las crónicas inglesas del partido se derritieron en halagos para los magiares, destacando la «perfecta mezcla de velocidad y habilidad de los futbolistas de Hungría». Otra cosa que llamó la atención de la prensa deportiva británica fueron los tremendos disparos de los húngaros, y claro, la mayoría de los goles del equipo de Sebes fueron remates de distancia, algo poco utilizado en la época. Citando al periódico inglés The Guardian: «El experimentado arquero ingles, Gil Merrick, nada pudo hacer ante la violencia de los disparos húngaros, nadie se hubiera sorprendido si nos hubieran marcado diez».
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El destino de la selección de Hungría a mediados de la década de los cincuenta era arrasar, dentro y fuera del campo. El camino rumbo a su segunda final mundialista no pudo empezar mejor. En las eliminatorias para Suiza 1954, el equipo magiar quedó emparejado con Polonia en el Grupo 7 de la clasificatoria europea. Pero los problemas políticos de Varsovia impidieron que su Selección disputara el cupo con sus camaradas húngaros, por lo que Hungría acompañó a los anfitriones suizos y a los campeones uruguayos en la clasificación automática. La travesía en tren del equipo nacional vaticinaba lo que, para ellos, sería un mundial demasiado cercano y glorioso, aunque para nada tranquilo, como se verá más adelante. La pequeña Suiza había sido elegida como sede de la V Copa del Mundo, que debía volver a Europa tras su anterior edición en el Brasil. La neutralidad helvética en la Segunda Guerra Mundial aseguró que el país estuviera en condiciones de organizar un torneo de esta naturaleza, además de ser la sede de la FIFA que, para 1954, celebraba medio siglo de existencia. El equipo de Gustáv Sebes llegaba a Los Alpes como uno de los favoritos tras la hazaña de Helsinki y la épica victoria sobre Inglaterra, en Londres. El sorteo había sido muy favorable para los campeones olímpicos, que compartieron su zona con dos debutantes, Turquía y Corea del Sur. Los otomanos se habían clasificado tras eliminar a España, literalmente en una lotería, mientras que los coreanos se presentaban tras eliminar a sus archirivales japoneses en un partido que se transformaría en el mayor clásico de Asia. El rival a vencer era la Alemania Federal. Suspendidos del mundial anterior en represalia por la guerra, los alemanes volverían a una Copa del Mundo que no daba un peso por ellos, pero, en el mismo estadio de Berna donde debutaron, se transformarían en los nuevos campeones mundiales.
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Todos sabían que el equipo húngaro estaba en su mejor momento, por lo que a nadie le extrañó que el «equipo de oro» apabullara por 9-0 a los coreanos, que asumieron la derrota con un buen humor impresionante. A nadie tampoco le pareció demasiado raro que le metieran ocho a los alemanes. Sandor Kocsis se matriculó con cuatro, que sumados a los tres ante los coreanos, sumaba siete tantos en solo dos partidos. Hasta que la tranquilidad del paisaje helvético llegó a su fin. Lo que parecía un Mundial digno de ejemplo en organización y juego limpio, comenzó a caerse a pedazos a medida avanzaba el torneo. Si el partido Suiza-Italia de la primera ronda presentó ribetes de escándalo, el partido por los cuartos de final, precisamente entre Hungría y Brasil, se convirtió en la escena más violenta que se haya presenciado jamás en un campeonato mundial. El fútbol brasileño se ha caracterizado por su juego a ras de piso, sumamente técnico y hasta «lírico», como fue bautizado en la década de los setenta tras el Mundial de México. Pero la cara más fea del fútbol carioca suele mostrarse cuando los resultados no acompañan a su equipo. El colmo para los brasileños era enfrentar a un equipo tan o más dotado técnicamente que ellos. Los sudamericanos siempre postularon su superioridad técnica sobre sus similares europeos, pero la Hungría de Kocsis, Puskas, Hidegkuti y compañía estaba dando cátedra. Como «La Batalla de Berna» se conoce la monumental gresca fechada el 27 de junio de 1954. Protagonizada por brasileños y húngaros, fue más allá de los jugadores, sumando al cuerpo técnico de ambos equipos, los réferis, la policía, las mascotas y, por supuesto, no podían faltar los insurgentes barras bravas de cuello y corbata de la época. Lo que se presentó como un choque de dos exponentes de distintas escuelas que privilegiaban el juego ofensivo y el primor de la técnica por sobre la fuerza, terminó siendo una olla de presión que estalló en la más tranquilo y pacífico país de Europa.
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«Yo creía que sería el mejor juego que iba a ver. Yo estaba en la cumbre del fútbol del mundo, pero solo fue una desilusión anticipada. Si la política o la religión tienen que ver con ello, no lo sé, pero en cualquier caso se comportaron como bestias. Fue una desgracia y la FIFA actuó como si no hubiera visto nada. Muchos miembros del Comité tuvieron miedo de perder los viajes a atractivos sitios turísticos», declaró años más tarde Arthur Ellis, el ábitro inglés que dirigió aquel partido. Para algunos autores, la Batalla de Berna fue una contienda en el campo de juego que representó ideologías contrarias. No faltó quien dijo que el Brasil-Hungría era la lucha del liberalismo contra el marxismo, incluso la delegación brasileña denunció al árbitro inglés, Arthur Ellis, de que había actuado «al servicio del comunismo internacional, contra la civilización occidental y cristiana». Si bien la Guerra Fría estaba en pleno apogeo, las razones políticas están al margen del encuentro. Las razones de la barbarie vivida en el Wankdorfstadion de Berna son de completa índole futbolística, por lo que la naturaleza ideológica que le aportaron los brasileños en sus críticas a la gestión del réferi británico no es más que una excusa a su indiscutible derrota. Mientras los húngaros venían de golear categóricamente a sus dos rivales de grupo, Brasil solo era un mar de dudas, tras empatar un partido también encrispado con Yugoslavia en el que, a pesar de que los balcánicos eran otros «enemigos de Occidente», los sudamericanos quedaron conformes con no perder y no alegaron nada. Pero esta vez fue distinto. Nandor Hidegkuti y Sandor Kocsis pusieron a Hungría 2-0 antes de los diez minutos. Tal como estaban jugando los húngaros, parecía que a Brasil le harían varios más. Sobrepasados en todas las líneas, los brasileños estaban fuera de sí, pero, en uno de sus ataques al área magiar, Didí fue víctima de una fuerte falta dentro de la zona de castigo (los húngaros tampoco eran unos santurrones), que inmediatamente fue sancionada como penal
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por Arthur Ellis. Sin embargo, el herido orgullo brasileño hizo que Brandao se abalanzara contra Hidegkuti, golpeándolo y dejando al goleador húngaro knock out en el pasto. Aquella lamentable agresión ocurrió recién a los dieciocho minutos del inicio. Djalma Santos cambió el gol por penal y empezó la batalla campal. La batahola incluyó a toda la banca de ambos equipos que se lanzaban golpes y patadas, además de objetos contundentes. La policía suiza tuvo que separar a los jugadores y reprimir a los espectadores, que había ingresado al campo de juego, a lumazo limpio. Cuando terminó el primer round, Ellis expulsó al defensor brasileño Nilton Santos y al húngaro Jozsef Bosnik. Por supuesto que no serían los únicos en irse directo a las duchas; el saldo de expulsiones se incrementaría a medida que la Batalla de Berna avanzaba. Bien entrado el segundo tiempo, los brasileños volvieron a abusar del juego rudo, aún peor, dentro de su área. Aprovechó Mihaly Lantos para celebrar el 3-1 de penal y otra vez los sudamericanos se fueron impotentes en contra de Ellis y el equipo húngaro. La verdeamarella, que por primera vez disputaba un mundial con su típica camiseta amarilla con cuello y mangas verdes, comenzó a desplegar el fútbol que había situado a Brasil entre los candidatos al título. La presión sudamericana parecía resultar cuando Julinho descontó para Brasil con un tremendo derechazo. Zezé Moreira, técnico de la Canarinha, mandó a su equipo a buscar un empate que estaba a la mano y, cuando el partido vivía su cenit de emoción, Sandor Kocsis sacó un disparo desde fuera del área que confundió a la débil resistencia del arquero Castilho. 4 a 2 final y los cariocas no resistieron la humillación de ser eliminados por un equipo que había jugado mucho mejor, no solo en ese partido, sino que durante los últimos dos años. Después del pitazo de Arthur Ellis fue todo un bochorno. El público invadió el campo, jugadores húngaros y brasileños se repartieron patadas y se lanzaron lo que encontraron, mientras la policía helvética estaba
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totalmente superada tratando de contener la ira de jugadores, entrenadores, masajistas y hasta el aguatero. La pelea siguió tras bambalinas, cuando los sudamericanos, no satisfechos aún con su vergonzosa presentación, fueron a buscar a los húngaros hasta el vestuario. Ahí siguieron los insultos, golpes y patadas. Lo más bizarro fue el duelo de entrenadores entre Sebes y Moreira, que terminó con el brasileño lanzándole su zapato en pleno rostro al estratega magiar. La venganza corrió por parte de Puskas, que reventó una botella en la cabeza del carioca Pinheiro. Otra historia fue la actitud de la FIFA. A pesar de los bochornosos incidentes de aquel partido y del lapidario informe de Arthur Ellis intentando explicar el salvaje comportamiento de los jugadores, el comité disciplinario no sancionó de forma ejemplar a los implicados, siendo Jozsef Bosnik el único castigado. El siguiente escollo de los soldados del ejército húngaro fue otro rival sudamericano: Uruguay, que venía de derrotar categóricamente a Inglaterra. Si los brasileños fueron duros, los uruguayos eran mundialmente conocidos por su rudeza y, a diferencia de los cariocas, los charrúas ponían la pierna fuerte independiente del marcador del partido. Machucados, con cortes, lesiones y vendajes, la selección magiar parecía ser el peor rival posible. Berna mostró el lado negro del fútbol, pero el HungríaUruguay por las semifinales fue puro verso. Sin duda, uno de los mejores partidos del torneo, junto con la final. En Lausana, el cuadro de Gustáv Sebes se encontró con un Uruguay sorprendido por la dinámica húngara, y con la misma clase técnica que sacó de quicio a los brasileños. El compromiso fue dirigido por un árbitro británico, aunque sin ningún sobresalto ni acusaciones políticas. Nuevamente Hungría avasalló desde el inicio con su juego ofensivo, poniéndose en ventaja temprano en el marcador, cuando, al cuarto de hora, Zoltan Czibor controló la pelota en el área celeste
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y sacó un débil pero colocado remate que dejó al mítico Máspoli sin posibilidades. Antes del descanso, uno que no podía faltar, Nandor Hidegkuti, aprovechó un centro desde la banda derecha y con una impecable palomita pareció resolver muy temprano las cosas para Hungría. Sin embargo, los magiares sufrirían en persona algo que con el tiempo se ha vuelto mucho más que un lugar común, una verdadera leyenda mística que caracteriza al fútbol del Uruguay, la «garra charrúa». A la media hora del complemento, Uruguay lograría el descuento a través de una solitaria jugada de Juan Hohberg, quedando solo ante Grosiks y definiendo a un rincón, lejos del alcance del meta europeo. Pero eso no sería todo; la presión celeste se volvió incontenible ante una Hungría que parecía tener absoluto control del juego. A cuatro minutos del final, otra vez «Juanito» Hohberg se escabulló en el área rival y, tras una serie de rebotes, mandó la pelota al fondo del arco de Hungría, desatando el júbilo en las huestes orientales. Horrorizados, los oficiales húngaros veían que «la garra» no era un cuento. Debió jugarse una prórroga para definir al primer finalista de la Copa Mundial de 1954. Ambos equipos estaban exhaustos, principalmente por las altas temperaturas del verano centroeuropeo. Tanto así que Hohberg, después de marcar el empate, cayó desmayado. Pero en el fútbol no todo es lucha, el sacrificio suele ser insuficiente. Hungría estaba adormecida por la arremetida sudamericana, pero el talento de sus jugadores puso nuevamente al equipo en sintonía. A Sandor Kocsis le apodaban «El cabeza de oro», y sus dos goles de testa en el alargue frente a Uruguay le justificarían su singular pero cierto apodo. A los 111 minutos se elevó más alto que todos y mandó un frentazo directo a la malla. Cinco minutos más tarde los generales en Budapest respirarían tranquilos, cuando el mismo Kocsis aprovechó otra vez «la especialidad de la casa»
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para vencer a Máspoli y decretar el 4-2 con que Hungría volvería a Berna para disputar la final del Mundial frente a un conocido rival. A diferencia de los brasileños, los orientales fueron un ejemplo de caballerosidad. Seguramente los húngaros esperaban la revancha típica de los sudamericanos, guapeando a combos y patadas, pero eso no ocurrió. No hubo escándalos pero sí besos y abrazos, pues los uruguayos asumieron su derrota con hidalguía ante un rival que fue siempre superior. Cuentan las crónicas que, recién finalizado el partido, Joszef Boszik dijo: «Perdieron como héroes y caballeros. Yo no soy un tipo de conmoverme fácilmente, pero hace un momento, Schiaffino me besó felicitándome... Me pareció que iba a morir estrangulado por un nudo en la garganta. Fue el más bello, el más humano, el más inolvidable partido de mi vida». En Budapest ya se sobaban las manos, el «equipo dorado» estaba a punto de hacerlo otra vez y, en cosa de horas, Hungría tendría una nueva victoria sobre Occidente. Ahora sí que sería en el marco perfecto; en una Copa del Mundo por primera vez televisada a todo el planeta, por lo que la imagen del equipo de la estrella roja junto a la hoz y el martillo daría vueltas por toda la faz de la tierra. Un triunfo con especial dedicatoria a las potencias democráticas capitalistas pero también a los rusos; la victoria en Suiza significaría la victoria no solo del pueblo húngaro, sino también de la vía magiar hacia el socialismo. Por aquellos días previos a la final del mundo, Hungría viviría sus días de mayor exaltación nacionalista, solo comparados a los vividos durante la independencia del país tras la desintegración del Imperio Austrohúngaro y un par de años después de aquella final en Berna, con la fallida Revolución Húngara de 1956. Tokay fue la botella de vino que el plantel húngaro dejó helando en el vestuario del Wankdorfstadion de Berna. Y es que los veinticinco goles que los colorados marcaron en tan solo cuatro partidos eran más que buen augurio para las huestes magiares, pero
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esa no era toda la historia. El seleccionado húngaro no perdía un solo juego desde 1952, capturando uno de los invictos más largos del fútbol. Como si todos estos antecedentes fueran insuficientes, un par de semanas antes de la final Hungría ya se había medido con su próximo rival, Alemania Federal. El saldo del partido de la primera ronda fue de 8-3 para Hungría. Si con esos antecedentes alguien no se tuviera fe sería de locos, pero los alemanes estaban planeando una meditada venganza. Calculador como él solo, Sepp Herberger, apodado «El zorro» haciendo mérito a su característica astucia, sabía que el partido de grupo frente a los húngaros era necesario perderlo. Para el 3-8 de Berna guardó a sus mejores jugadores, entre ellos Walter, Schaeffer y su goleador Mörlock, obviamente, con el permiso del presidente de la Deutsche Fussball Bund (Federación Alemana de Fútbol), con la implícita idea de dejarse ganar por un buen fin: no toparse con Brasil ni Uruguay. La orden de Herberger era no ganarle, además, a Hungría, y lesionar a su principal figura, Ferenc Puskas. Los alemanes lograron cumplir sus dos objetivos. Con un equipo suplente fueron apabullados por 8-3 y patearon a Puskas a más no poder, tanto que «Pancho el látigo» se perdió los partidos seguidos; los cuartos de final ante Brasil y la semifinal frente a los yoruguas. Gracias a esta avivada del «Zorro», Alemania tuvo un camino mucho menos complejo hacia la final, derrotando sin problemas a Yugoslavia, por 2-0, y humillando a Austria con un categórico 6-1. Pero en Budapest y en el resto de las urbes húngaras corría el vodka celebrando la segura victoria, mientras que en el camarín de Sebes no se pensaba en otro resultado que no fuera el triunfo. Pancho Puskas estaba recuperado y los alemanes, que calladitos llegaron a la final, pagarían por su cobardía. El duelo por la Copa del Mundo tenía un claro favorito: Hungría. Aquella tarde del 4 de julio de 1954, los 60.000 espectadores que llegaron al recinto bernés parecían no haberse equivocado
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puesto que, recién salidos los equipos a la cancha, Hungría estaba dos a cero arriba. A los seis minutos de iniciado el cotejo, Ferenc Puskas maquinaría su propia venganza por el maltrato alemán que lo marginó de la mitad del torneo, cuando alcanzó a tomar un rebote en el área germana y, con la portería a su disposición, no perdonó a Anton Turek. Dos minutos más tarde, el golero alemán pensó que tendría una tarde de pesadilla cuando perdió una pelota que tenía en las manos, la que inexplicablemente llegó a los pies de Zoltan Czibor. Danke Schön dijo el delantero húngaro, para aprovechar el error de Turek y marcar el 2-0 en momentos en que Hungría tenía las manos sobre la Jules Rimet. Los que pocos pensaron en aquel momento fue que ya era casi imposible que el trofeo no partiera rumbo a las vitrinas de Budapest, pero la Alemania de la posguerra estaba llena de milagros y el fútbol tiene sus propios santos, como Herr Sepp Herberger, patrono del balompié germano. Maximilian Mörlock había llegado a Suiza con veintinueve años cumplidos y, a la final de Berna, con cinco tantos convertidos. Era considerado por Sepp Herberger como un jugador rapidísimo y con un olfato goleador temible, justo lo que Alemania Federal necesitaba para iniciar su remontada en la cancha. Por suerte para los teutones, el renacimiento del equipo empezó más temprano que tarde. Cuando los húngaros todavía celebraban el gol de Czibor tras el grosero error de Turek, Helmut Rahn mandó un centro rasante por la izquierda que no pudo ser interceptado por ningún defensor rojo, preciso para la estirada de Mörlock y lo suficientemente cerca del arco como para vencer a Gyula Grosics. Otros dos minutos demoró Alemania en decretar el empate parcial. Tiro de esquina desde la izquierda servido por Fritz Walter, quien vio a Rahn entrando solo, sin marca alguna por el segundo palo. Horrorizados, los húngaros veían cómo su victoria se esfumaba en escasos dos minutos. No habría más goles en la primera
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parte. Con un marcador emparejado y un desenlace incierto, la definición por la Copa del Mundo se dejaría para los últimos minutos del complemento. Herbert Zimmermann, un comentarista de la radio alemana, se volvería una leyenda en el minuto ocehnta y cuatro, cuando lanzó el grito que lo inmortalizaría en la historia de los mundiales de fútbol: «Toooooor, Tooooor, Tooooooor!» («gol»), al ver que Helmut Rahn recibía un rebote a la salida del área húngara y avanzaba unos metros hasta soltar un remate esquinado que dejó sin ninguna posibilidad a Grosics. Los alemanes tendrían que aguantar solo un par de minutos más para arrebatarle la copa a los húngaros, si bien los magiares no se dieron por vencidos. Fue en los descuentos cuando surgió la leyenda del «tercer gol» de Puskas, una disputa tan recordada como el «gol fantasma» de Inglaterra sobre Alemania en la final de Wembley el 66. Seguramente nunca habrá acuerdo, considerando que la tecnología televisiva de la época daba un gran margen de error a jugadas discutidas, con árbitros que, al igual que ahora, deben dejarse llevar por su instinto. Los húngaros dirán que todo el estadio, menos el árbitro inglés William Ling, vieron la posición legítima de Puskas en la jugada del gol. Para los alemanes fue todo un invento de los magiares para excusar su derrota, argumentando que todos, incluso los húngaros, estaba de acuerdo con el fallo referil, ya que nadie apeló la decisión de Ling. Pero el «tercer gol» de la final de 1954 se volvió un fetiche del comunismo europeo, al ser el símbolo, para ellos, de la negación occidental a que un equipo del este se consagrara campeón del mundo. Alemania ganó la Copa del Mundo. Fritz Walter, capitán del equipo campeón, recibió de las propias manos de Jules Rimet el trofeo, estirándole la mano y haciendo una tímida reverencia. El jugador de cabello negro y desordenado condujo brillantemente a su equipo al triunfo de la mano de grandes jugadores como su
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hermano Ottmar, Helmut Rahn, Max Morlock y Hans Schaefer, además, por supuesto, de la inteligencia y calidad de un técnico como Sepp Herberger, quien tuvo el arrojo de continuar con una selección paralizada y destruida por la guerra, hasta llevarla a conquistar la cima del fútbol mundial. Por su parte, a los húngaros no les quedó otra que dar explicaciones por la derrota. De igual forma volvieron a Budapest convertidos en «campeones morales», culpando a la negligencia del árbitro británico que no les dejó forzar la final a un alargue. Declaraciones de diversa naturaleza surgieron para tapar la única derrota en más de treinta partidos. Para los protagonistas, aparte de la incompetencia del réferi y la perversión de la FIFA por no dejar ganar a una selección del otro lado de la Cortina de Hierro, los alemanes habrían utilizado sustancias ilícitas durante la final. Ferenc Puskas dijo que el camarín alemán olía a un «jardín de amapolas», sospechando que algo tendría que ver con la magnífica remontada del equipo rival en el segundo tiempo. ¿Qué tenía que hacer Puskas en el vestuario rival? ¿Acaso no sabe que las drogas derivadas de las amapolas tienen un efecto alucinógeno y no de éxtasis? Seguramente nadie encontraba respuestas concretas a una derrota que, para los húngaros, era impensada, considerando que su equipo llevaba cuatro años y un mes sin ser derrotado y, justo en el partido más importante, cae. A pesar de la pérdida de la Copa del Mundo, y del invicto que ostentaban hace años, el «Aranycsapat» o «equipo de oro» logró mantener su unidad y su buen juego un par de años más. Ferenc Puskas, Gyula Grosics, Jozsef Bozsik, Sandor Kocsis, Zoltan Czibor y Nandor Hidegkuti, entre otros, todos dirigidos por Gustáv Sebes, continuaron otros dieciocho partidos sin perder. Después de Suiza 1954, su gran y última alegría fue derrotar a domicilio a la selección de la URSS, equipo que nunca en su historia había perdido en territorio ruso. Justamente, los propios soviéticos in-
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vadieron el país en 1956, tras la Revolución de Octubre de 1956. Tras la muerte de Joseph Stalin, el pueblo magiar buscó un camino independiente de las normas impartidas desde Moscú. Lo que había comenzado como una protesta estudiantil en el centro de Budapest, terminó en una revuelta nacional, siendo deshabilitados los antiguos elementos procomunistas del gobierno. Pero los rusos no estaban interesados en ver cómo sus satélites se sublevaban sistemáticamente, por lo que el Kremlin ordenó la invasión de la nación rebelde. Unos cuantos días logró resistir la defensa del gobierno disidente, para quedar nuevamente bajo dominio soviético. Muertes, desapariciones, detenciones y ejecuciones en masa, además de la emigración de cerca de doscientos mil húngaros, fueron las consecuencias inmediatas de la restauración del comunismo en un país que ya no lo soportaba. Por aquellos días de la Revolución, el Budapest Honvéd, uno de los principales clubes de la capital, fue la base del equipo nacional. Un año antes se había celebrado la primera edición de la Copa Europea de Campeones, que tuvo como primer monarca al Real Madrid. Al Honvéd le tocaba viajar a España pero no para enfrentarse con los madridistas, sino que con otro protagonista del fútbol español de aquellos años, el Athletic Club de Bilbao. Cuando los futbolistas húngaros llegaron a la capital del País Vasco, estalló la Revolución en Budapest, siendo rápidamente sofocada por el Ejército Rojo. Ferenc Puskas, Sandor Kocsis y Zoltan Czibor, estrellas del Honvéd y de la Selección nacional, no se moverían de Bilbao, refugiándose en España. El repuesto gobierno adicto a Moscú llamó traidores a los futbolistas y, en represalia, se encargó de destruir el mito del «equipo dorado». Uno de los mejores equipos europeos de todos los tiempos desapareció de la noche a la mañana.
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Capítulo viii
Franco y su «canciller merengue»
Lo realmente obsceno de todo esto es que el Madrid, como club del general Franco, estaba acostumbrado, antes de que la democracia llegara a España, a conseguir a quien quería y hacer lo que le daba la gana. Sir Alex Ferguson, entrenador del Manchester United, 2008.
Son partidos que duran dos semanas; una para la previa, otra para las consecuencias. En Sudamérica lo llaman clásico y, en España, derbi. Clásico y derbi, sinónimos que en sí mismos reflejan lo que para el hincha significa un partido especial que se marca en el calendario. No importa si no se ganó la liga o no se clasificó a la copa internacional; ganarle al equipo rival es lo que hace la diferencia en un fútbol donde la meritocracia se mide en gran parte en el triunfo sobre el vecino, en un choque que se torna colectivamente personal e histórico. Así son los clásicos y los hay en todo el mundo; algunos de tinte religioso, otros como símbolo de la lucha de clases, algunos por rivalidad deportiva e, incluso, geográfica. El último derbi entre el Real Madrid Club de Fútbol y el Fútbol Club Barcelona, partido que favoreció por 4-1 a los merengues, tuvo una audiencia mundial que superó largamente el medio billón de personas. En otras palabras, gran parte del pla-
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neta se paralizó por noventa minutos para presenciar un partido que se repite dos veces al año. Para quienes conocen más de fondo lo que significa el cruzamiento de los dos equipos más poderosos de la Península Ibérica, sabrán que el resultado va más allá que la consecución o pérdida de dos o tres puntos. Y es que a ninguno de los dos les gusta empatar entre sí, la victoria lo es todo. El clásico Madrid-Barcelona involucra un legado que se remonta a la época más violenta de la España de la posguerra civil. Décadas han pasado desde la muerte de Francisco Franco, pero el Generalísimo continúa siendo un referente de cómo la política llegó al fútbol y ayudó a fomentar una de las rivalidades más enconadas en el balompié español y mundial. España siempre ha sido una nación pluriétnica, por lo tanto, le ha costado más de la cuenta afianzar un sentimiento de unidad nacional. Desde la Guerra de Reconquista contra los árabes que los españoles han tratado de generar una cohesión central, pero la diversidad de reinos ha alterado la historia de este país, debido al fraccionamiento cultural. Los pueblos ibéricos siempre han buscado mantener su independencia creando una división constante, donde diversas entidades conviven bajo la unidad de un territorio y un Estado que muchas veces se ve sobrepasado por el regionalismo crónico de la península. Desde sus inicios en la región, el fútbol se convirtió en el estandarte de naciones sin país, de una comunidad de habitantes unidos, a veces, solo por el pabellón amarillo y rojo, y donde los localismos tuvieron un desarrollo paralelo al de la unidad nacional española. Clubes como el Barcelona en Cataluña, o los bravos vascos del Athletic Club de Bilbao, se transformaron en referentes del localismo, siendo, más que clubes, selecciones nacionales que representaban una cultura, idioma, estilo, carácter, fenotipo e idiosincrasia distintos y muy particulares. Las víctimas de la Guerra Civil española se estiman en, al menos, 500.000. El resultado del conflicto, que enfrentó a los
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bandos nacionalistas conservadores, encabezados por Francisco Franco, con la República Española, determinó el fin de un gobierno socialista. El avance de las tropas de Franco por el país tuvo como consecuencia el establecimiento de dos fuertes principales de los republicanos, Madrid y Barcelona. La capital de Cataluña representó, durante gran parte del conflicto, el bastión de la causa socialista, pero, además, el corazón del sentimiento regionalista. A más de setenta años de terminada la Guerra Civil, Barcelona continúa siendo la capital del autonomismo español, y el Fútbol Club Barcelona, su principal fuente de inspiración. Que Barcelona se haya convencido de ser el paladín contra el centralismo y autoritarismo que para los catalanes representa Madrid, mucho ha tenido que ver con el desarrollo de dos fenómenos paralelos que, con el estallido de la Guerra Civil en 1936, alcanzaron su punto de cohesión: la política y el fútbol. Mucho antes que Cataluña quedara prácticamente sola resistiendo el avance nacionalista, en 1936 fue asesinado Joseph Sunyol, en un desafortunado tiroteo en una carretera. Sunyol, presidente del FC Barcelona, era un activo militante republicano que, al dejar Cataluña en un control limítrofe, gritó: «¡Viva Cataluña, viva la República!». Murió acribillado junto a su chofer y un periodista que lo acompañaba. La victoria fue dulce para los vencedores. España dejaba atrás años de socialismo, profundo secularismo y falta de rigurosidad en la cuestión de las autonomías regionales. La derrota socialista en la guerra truncó el sueño catalán, vasco y de otros pueblos ibéricos a la continuación de una autonomía que iba creciendo de la mano de la República, pues el advenimiento del gobierno militar conservador encabezado por Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde, el Generalísimo, pondría fin a los afanes separatistas provincianos, iniciando un gobierno autoritario que asegurara la integridad territorial de España.
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Después de la guerra más cruenta jamás librada en tierra ibérica, el país se encontraba en estado crítico. Además de la friolera suma de muertos, heridos y desaparecidos, la España de posguerra sufría un panorama económico para nada alentador. El país estaba sumido en destrucción y miseria y, por si esto fuera poco, su imagen en el exterior estaba hecha añicos. Franco tomó un país empobrecido, debiendo lidiar también con la creciente efervescencia política de la época, en un mundo donde las doctrinas totalitarias, sean conservadoras o revolucionarias, se convertían en una alternativa frente a la parsimonia del sistema democrático. España necesitaba urgente una reconstrucción moral y una cirugía de la percepción del país a nivel internacional, cuestiones que el Generalísimo intentaba resolver buscando legitimidad para su régimen. En una época donde el profesionalismo se instalaba para siempre, el fútbol español siguió acompañado de un fuerte sentido popular. La guerra había polarizado y distanciado a los españoles a más no poder, pero si Benito Mussolini había encontrado en el fútbol una hábil y poderosa herramienta, su amigo español también tendría que hacerlo. Por razones obvias, la España de Franco no tenía ni las mínimas condiciones para aspirar a organizar un Mundial de fútbol, ni menos unos Juegos Olímpicos, como sí lo hicieron sus compañeros Mussolini y Hitler. Pero el dictador se dio cuenta que no era necesario organizar un costoso evento a nivel planetario para lograr sus objetivos, pues contaba con un proyecto a largo plazo llamado Real Madrid. El Real Madrid C.F. fue reconocido hace algunos años por la FIFA como el club más ganador del siglo XX. Poseedor de la fortuna más grande del fútbol mundial, sus vitrinas están llenas de laureles, exhibiendo un palmarés nacional e internacional que muchos otros poderosos equipos en el mundo tendrían que fusionarse para equiparar. El Real Madrid ha sido el embajador más
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notable que ha tenido España, transformándose en un referente que va mucho más allá del campo de juego. Pero esta gloriosa historia del Madrid no siempre fue así. El Madrid Foot-ball Club fue fundado el 6 de marzo de 1902 por los hermanos Juan y Carlos Padrós, a pesar de que el equipo había sido forjado cinco años antes con la base del Sky Football, obra del empresario Julián Palacios. Sin embargo, fue recién en 1920 cuando el club adoptó su actual denominación. Gracias a la concesión del Rey Alfonso XIII, el Madrid Foot-ball alcanzó el título de Real, vínculo que lo ligaría a la corona española, hasta la irrupción de la II República Socialista en 1931, que decretó la eliminación de todo lo que oliera a monarquía. Madrid representaba para Franco el epicentro de un Estado fuerte, cohesionado y conservador que controlaba a toda la nación, desde el Mar Cantábrico hasta el Estrecho de Gibraltar. Los dos clubes más populares de la ciudad eran el Athletic Club de Madrid, actualmente Atlético de Madrid, y su eterno rival en la capital, el Real Madrid C.F. A pesar de que, a fines de los treinta y principios de los cuarenta, el Athletic Aviación gozara de una mejor forma, logrando ser bicampeón de liga en las temporadas 1939-1940 y 1940-1941, además de titularse en un torneo fantasma creado por Franco, la llamada Copa Eva Duarte, en honor a la esposa del dictador argentino Juan Domingo Perón, Francisco Franco decidió convertir a la institución merengue en la extensión de su propio régimen. El origen «noble» del Real Madrid, en contraste de un popular y republicano Athletic, abortaría las intenciones del gobierno español de adoptar a los colchoneros. Con un Real Madrid en plena decadencia futbolística, sería un apadrinamiento hasta misericordioso de un equipo que no ganaba nada hace años. Otro dato que no es coincidencia: no es poco común que los equipos que visten de blanco tengan relación con la aristocracia de sus respectivas localidades.
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Seguramente mucha gente cercana al Real Madrid podría tener el afán de negar o aminorar cualquier relación posible entre el mandamás español y el club merengue, sobre todo, al abordar la historia del presidente más emblemático de la institución, el célebre Santiago Bernabéu, quien, debido a su fuerte temperamento y total conocimiento del club que él mismo ayudó a formar, tuvo más de algún encontronazo con autoridades del régimen, en los palcos del estadio cada vez más frecuentado por oficiales del Ejército. Lo cierto es que el equipo estaba en un pésimo momento deportivo. Entre 1939 y 1954 el Real no ganó un solo título, lo que contrasta con el desempeño de sus vecinos del Atlético, así como con un rival que alcanzaría con el tiempo todavía más relevancia, el F.C. Barcelona. Pero Franco fue paciente, a pesar de las críticas hasta de su propia esposa, que le recomendaba dejar al Madrid pues le hacía pasar «puras rabias», el Generalísimo sabía que tarde o temprano su proyecto daría los frutos esperados. Había que invertir, era necesario inyectar plata y, si se trata de propaganda, un gobierno autoritario no escatimaba en gastos. Como dicen por ahí, las penas del fútbol solo se pasan con fútbol, y tanto el Real como Franco necesitaban muchos títulos y victorias que celebrar. El sueño de cualquier dictador es formar un imperio que honre a su fundador. Franco supo cómo conquistar España por las armas, pero una victoria más allá de los Pirineos y el Atlántico sería imposible, aunque conquistar, primero Europa y después el mundo, podía ser posible en una vía alternativa a la violencia. El fútbol era esa poderosa fórmula, y el Real Madrid, su herramienta por excelencia. En 1952 el Real Madrid celebró su medio siglo de existencia, celebración para la que organizó un mini torneo internacional. Uno de los clubes invitados fue Millonarios de Bogotá, equipo colombiano que se aventuró en contratar formidables jugadores de la década de los cuarenta y cincuenta como Rossi, Pedernera, Cozzi, y un argentino flaquito medio pelado llamado Alfredo Di
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Stéfano. En Madrid el equipo colombiano, conocido en la época como «El ballet azul», le ganó a los locales 4 a 2 en la final, obra y gracia del conjunto cafetero que contaba con el talento de Di Stéfano aplaudido por un palco que soñaba con vestirlo de blanco. Sin embargo, Santiago Bernabéu y sus madridistas no eran los únicos interesados de contar con la «saeta rubia». El Barcelona ya había iniciado conversaciones con River Plate, anterior equipo de Di Stéfano en Argentina. Las intenciones del dirigente del Barça, Enric Martí, era llevar a la figura sudamericana a Cataluña lo antes posible. Hubo acuerdo y de Bogotá Di Stéfano arribó a Barcelona, entrenó con el equipo profesional y jugó tres partidos amistosos. Pero el Barça no tendría la última palabra y el gobierno español no se quedaría impávido viendo cómo los rebeldes de Cataluña seguían alimentando su máquina futbolística, que ya contaba con el fabuloso Ladislao Kubala. Ahora el mejor jugador del mundo, en aquella década, haría del Barcelona un equipo invencible, a menos que algo lo impidiera. Real Madrid no sería el único afectado y, en gran parte, que la «saeta rubia» no haya perdurado en la ciudad condal se debió a las quejas del Millonarios de Colombia. La razón primordial del equipo azul para abortar el fichaje de Di Stéfano fue que nadie les pagó un solo peso, debido a que el Barça se relacionó directamente con River Plate y no con ellos. Grave error, alegaron a la FIFA, y en medio de esto el Madrid vio una gran posibilidad de ayudar a frustrar el pase del goleador argentino. Francisco Franco utilizaría todo su poder para quedarse con Alfredo Di Stéfano, y así lo hizo. Presionó a la Federación Española de Fútbol para interceder y pronunciarse ante la supuesta irregularidad en la transacción, pero eso no fue todo. Se llegó a la posibilidad de compartir al futbolista, siéndole otorgada la posibilidad a Di Stéfano de jugar cuatro temporadas en la Liga, dos defendiendo al Barcelona y las otras dos al Real Madrid. Pero la idea era tan ridícula e impracticable que ambos clubes la rechazaron de pleno.
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La negociación tendría que ser bilateral entre los dos clubes más grandes de España, para lo que se celebraron reuniones entre los presidentes de ambas instituciones. En la última de ellas, el representante catalán fue arrestado por funcionarios del gobierno de Franco, quienes también intimidaron al presidente blaugrana, a quien también amenzaron con quitarle sus empresas textiles en caso que no aflojara su posición frente a la «cuestión Di Stéfano». De igual forma, al futbolista le hicieron ver que en el Barcelona solo lo querían como reemplazante de Kubala, jugador favorito del club y la afición, que por ese tiempo estaba lesionado. La posesión por el argentino se había vuelto una competencia abierta no solo entre ambas instituciones, sino que entre dos ciudades y regiones de España que parecían odiarse a muerte. La prensa madrileña y catalana se daban con fierros, y Franco reprimía cada vez más las insurgencias y expresiones de nacionalismo en Barcelona. Insólitamente, Alfredo Di Stéfano firmaba por el Real y se calzaba la camiseta blanca unos cuantos días más tarde, para marcarle cuatro goles al Barcelona. Franco y el Real Madrid habían ganado el «gallito» por Alfredo Di Stéfano, y aquella polémica transferencia sería la primera de una serie de costosas y pomposas adquisiciones para la construcción de un Madrid campeón. En los siguientes años, futbolistas de la talla del cantábrico Francisco Gento, el goleador francés Raymond Kopá y la llegada de la fugada estrella húngara Ferenc Puskas en 1958, sumaron al Real Madrid una colección de celebridades tan valiosas como las joyas de la monarquía borbónica. El hecho que grandes jugadores, como el propio Di Stéfano, considerado como el mejor futbolista del mundo por aquellos años, le daban a España una percepción de estabilidad. Que grandes jugadores emigraran a un país que hasta hace algunos años se encontraba en crisis y semi destrucción, era una forma de decirle al mundo que España salía de las cenizas. Este fue el primer triunfo
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anotado por Franco con la casaca merengue, una victoria que, a pesar de no dar todavía resultado en la cancha, sí lo estaba teniendo largamente en el contexto político, en la formación de un club que llevaría la bandera con el águila de San Juan por todo el planeta. Si la década de los cuarenta había significado una desagradable y nefasta sequía de títulos, el fichaje de tantas estrellas haría de los cincuenta y sesenta la época de oro para el Real Madrid. Desde la llegada de Di Stéfano, Kopá, Puskas y Gento, el Real no paró de ganar títulos. Desde la temporada 1953-1954, el club fue tetracampeón de liga, siendo solamente interrumpida la fiesta en la temporada 1959-1960, con la consagración del FC Barcelona, que se tituló al empatar en puntaje con el Real, pero ostentando una diferencia de tan solo dos goles. El Madrid se desquitaría consiguiendo otras siete ligas de forma consecutiva, alcanzando para siempre el reinado más largo en la historia del balompié español. Impresionante resultan los títulos de liga que el Real Madrid C.F. cosechó en dos décadas. Pero esta historia no estaría completa sin contar las hazañas fuera de la península. El arrastre popular que estaba generando el club, tras ser el equipo indiscutidamente hegemónico del país, fue coronado con la consecución de títulos internacionales que llevaron la gloria no solo en forma particular a la Casa Blanca o a su afición, sino que a la totalidad del fútbol español, la gente y, por supuesto, el gobierno. En las vitrinas del Santiago Bernabéu resplandecen y encandilan la vista la infinita colección de trofeos que ha conquistado el club a lo largo de su existencia. El espacio más querido por los madridistas corresponde al rincón donde hay cinco grandes copas plateadas, que se caracterizan por sus dos grandes orejas, y que consagraron al Real Madrid como el equipo ícono del balompié mundial a lo largo de toda la historia del siglo XX, según la Federación de Historia y Estadísticas de la FIFA. El Real necesitaba demostrar su poderío en el extranjero, pero no existía aún el órgano
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adecuado para demostrarlo. La Copa de Campeones de Europa fue un torneo ideado por la revista francesa de fútbol L´Equipe, en conjunto con Santiago Bernabéu. La UEFA aprobó el campeonato y lanzó su primera edición para la temporada 1955-1956. Para nadie fue sorpresa que el primer trofeo se fuera directo a la capital española, cuando el Real, conducido magistralmente por José «Pepe» Villalonga, se impuso por 4-2 al Stade de Reims de Francia. En aquel partido, disputado en el Parque de los Príncipes de París, jugaron Alfredo Di Stéfano, quien marcó un gol, y Raymond Kopa, pero no para el mismo bando precisamente. Al año siguiente, el jugador galo hijo de inmigrantes polacos, cuyo verdadero apellido era Kopaszewski, ficharía para los madridistas y volvería a disputar una final de la Copa de Campeones, pero esta vez sí la ganaría. Al año siguiente, con el mejor estímulo posible de jugar en casa ante un Santiago Bernabéu con más de 100.000 almas, el Real alcanzó el bicampeonato tras derrotar a la Fiorentina por 2 a 0. La temporada 1958-1959 fue tan alegre como las anteriores. En una Europa donde los equipos del lado oriental de la Cortina de Hierro competían por la hegemonía del juego, uno de los valuartes del fútbol comunista arribó a la Casa Blanca. La huída de Ferenc Puskas de su natal Hungría tuvo como consecuencia la formación de un equipo estelar conseguido por don Santiago Bernabéu. Ahora el Madrid no solo contaba con Di Stéfano y Kopa, también lo hacía con la vieja gloria magiar, Ferenc Puskas, conformando un triángulo mágico complementado por los talentos locales de Francisco Gento y Luis del Sol, que se integrará un año más tarde. Franco había conseguido su objetivo y la cosecha fue generosa. Si el mundo del fútbol veía con asombro un equipo que se levantó de los escombros, el Generalísimo vio a su mejor embajador en pleno apogeo. El Madrid le traía gloria y prestigio a España, considerando que «gracias a su club, el país había vuelto a apare-
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cer en el mapa». No hacía falta adivinar quién sería el campeón europeo aquel año. Valerosa fue la resistencia del A.C. Milán que, con un generoso plantel donde destacaban Cesare Maldini, el sueco Nils Liedholm y el ítalo-uruguayo Schiaffino, aguantaron por 107 minutos el empate a dos, hasta que «Paco» Gento le dio su tercer título consecutivo al equipo regalón de Francisco Paulino. España, especialmente Madrid, se volcaba a las calles a celebrar. La capital española se había vuelto el epicentro del fútbol europeo. Por mucho tiempo España parecía olvidar sus problemas financieros, las violentas represiones en sus provincias, la corrupción y muchos otros males que suelen traer los gobiernos de facto. Y es que en el autoritarismo toda intervención estatal vale, incluso en el deporte, algo que parecía inconcebible e impracticable en los vecinos democráticos de España. Millones habían costado los refuerzos, en un país que no podía darse el lujo de pagarlos. La buena noticia era que estaban funcionando de maravilla. Las contrataciones de Di Stéfano, Gento, Kopa, Puskas y Del Sol rompían con los estándares de la época. Tanto en España como en Italia los fichajes tenían precios casi descabellados, y se convertían en el mercado favorito para jugadores no solo del Viejo Mundo, también de Sudamérica. Los años cincuenta y sesenta fueron dorados para los equipos latinos, y el Real Madrid fue el símbolo de ellos. Si en Italia las fortunas de magnates como Agnelli, en el caso de la Juventus de Turín, o Moratti, en el Inter de Milán, el Real Madrid estaba auspiciado nada menos que por el gobierno español. Para la anécdota, el Madrid ganaba su cuarta Copa Europea de Campeones en forma consecutiva tras vencer nuevamente al Stade de Reims por 2-0, ante 80.000 personas que vieron, el 3 de junio de 1959, en Stuttgart, la tercera anotación de Di Stéfano en finales europeas. De todos los gloriosos años que tuvo el Madrid entre 1955 y 1960, el más saboreado por el exquisito paladar histórico del
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hincha madridista es el año 1960. No solo porque, aunque parezca broma, otra vez (y ya van cinco) el Real Madrid C.F. se coronaba campeón; esta vez también lo hacía como emperador de Europa. Pero aquel torneo europeo fue especial, pues el Barcelona se divisaba en el camino. En semifinales, con un doble 3-1 los merengues despacharon al Barça, en partidos que tuvieron un fuerte respaldo policial ante la preocupación de las autoridades por los desmanes que podría tener el choque con los catalanes. Y no precisamente desmanes del tipo barra brava, o «ultras», como se les conoce en España, más bien de tintes cultural-político. Franco estaba obsesionado con la idea de que los catalanes utilizarían, en uno de los partidos disputados en el Camp Nou, todo su amplio portafolio de propaganda antifranquista y proseparatista. Se cuenta que, para aquel partido, la represión que vivieron los hinchas culés no se comparó con ninguna otra. La policía prohibió el ingreso de banderas, lienzos o cualquier material «subversivo», junto con amenazar a los hinchas que hablaban en catalán, siendo que el estadio del Barcelona era uno de los pocos lugares donde eran libres de hacerlo. El Real terminaría humillando a sus rivales, eliminándolos del camino a la final, recorrido que completó el equipo merengue frente al Eintracht Frankfurt, en Glasgow. Por si las dudas, el Madrid goleó por 7 a 2 al equipo alemán, con una tripleta de Alfredo Di Stéfano, que en una tarde dobló su marca, mientras que Fernc Puskas fue el goleador absoluto con cuatro tantos en el Hampden Park. Todo lo ganaba el Real Madrid, por lo que fue necesario inventar un nuevo torneo. En 1960 se disputó la primera versión de la Copa Intercontinental de Clubes, instancia que enfrentaba al campeón europeo con el sudamericano en partidos de ida y vuelta que definirían quién era el mejor equipo del mundo. Por aquella época, el fútbol uruguayo ponía sus fichas en el inigualable Peñarol de Montevideo, que tenía al ecuatoriano Alberto Spencer
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como principal figura. El campeón de América recibió en el Estadio Centenario a un Real Madrid que supo sacar un valioso empate a cero. El gobierno español esperaba con ansias la revancha. El resultado no podía ser otro que la victoria y no se equivocaron, porque el Real Madrid le metió cinco a los aurinegros y se coronó como el primer club campeón del mundo. La construcción de un Real Madrid más poderoso que nunca había tocado techo. La historia nos dice que todo imperio tiene su fin y el del Real Madrid no fue la excepción, el de Francisco Franco, tampoco. Luego del histórico título mundial conseguido en casa el Madrid no pudo seguir sosteniendo su racha a nivel europeo. En la temporada siguiente, el cuadro merengue quedaría eliminado prematuramente, con el rival que más les duele. La llave de octavos de final enfrentó a Real Madrid con Barcelona, y esta vez los blaugrana tendrían su revancha, dejando fuera de competencia a los merengues. Al año siguiente, todo parecía indicar que la derrota con el Barça había sido un mero accidente, cuando el equipo de Di Stéfano, Puskas y Kopa llegaban a la final frente a los lisboetas del Benfica. Sorpresa en Ámsterdam, cuando se pensó que sería la jornada de Puskas, dueño de un triplete, pero en esa jornada apareció un negro medio regordete que daría mucho que hablar durante toda la década. Eusebio, el gran jugador portugués de origen mozambiqueño, marcó los dos goles de la victoria con que el Benfica derrotó 5-3 al Real Madrid, coronándose como bicampeón europeo. Las cosas se estaban poniendo difíciles en España y Franco necesitaba urgente una manito de sus socios merengues, que en los últimos años no se habían portado muy bien a nivel internacional. Ahora sí era de verdad, pues el rival en la final eran los comunistas del Partizán de Yugoslavia. Con Miguel Muñoz en la banca y sin ninguna de sus figuras extranjeras de antaño, salvo «Paco» Gento, el Madrid volvía otra vez a la cima, de Europa
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por lo menos, porque la única mala noticia de una temporada, que pudo ser perfecta, fue la derrota sufrida en la final de la Copa Intercontinental. Los uruguayos de Peñarol se desquitaron, celebrando en el Bernabéu. El dominio madridista en Europa había llegado a su fin. Desde aquella última orejona conseguida en Bruselas mientras Francisco Franco estuvo en el poder, el Real Madrid no volvió a disputar una final continental, ni siquiera de la Copa UEFA, competición anexa a la Copa Europea de Campeones creada en el año 1971. Sin embargo, a nivel doméstico el Real Madrid seguía sin tener una competencia que hiciera tambalear su respetada hegemonía. Ocho fueron los títulos de liga que consiguió la institución blanca desde 1960 hasta 1969, que pudieron ser de forma consecutiva, salvo por el pequeño lunar que significó la consagración del Atlético de Madrid en la temporada 1965-1966. Las estadísticas lo dicen, y la supremacía del Real en los años cincuenta y sesenta es simplemente la construcción de una de las dinastías más ganadoras en la historia del fútbol mundial. Si la misión del Real era ganar, fue todavía más allá de los requerimientos; si el objetivo del Real era ser un fiel representante, no solo del fútbol español, sino que de todo el país, sin duda tuvo éxito total; y si la idea de Franco era distraer al pueblo con un equipo de ensueño, logró su cometido. Cada vez que el merengue salía a la cancha, España por entera se paralizaba; es más, cuando el tema social o económico se ponía denso, las autoridades gubernamentales intervenían la programación televisiva de inmediato y retransmitían en cadena nacional el mejor partido del Real en la temporada. Si el organismo del fútbol español estaba dominado por el Real Madrid, el corazón estaba con la Selección Nacional. El balompié hispano había conseguido éxitos nunca antes vistos en su historia gracias al reinado del Madrid a nivel de clubes, pero la Selección no era capaz de sumar un solo título en toda su historia.
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La Guerra Civil de 1936 coartó a uno de los equipos nacionales españoles más recordados, ese mismo conjunto que llegó a disputar los cuartos de final de la Copa del Mundo de 1934, instancia en que los españoles fueron eliminados en un partido frente a los locales que superó todos los márgenes legales. España se reintegró a los mundiales para Brasil 1950, estrenando un equipo que ya no contaba con viejos símbolos como Ricardo «El divino» Zamora, Isidoro Lángara y el vasco Iraragorri. Para Brasil, la selección española, compuesta también de grandes nombres, como Estanislao «El Pipo» Basora y Telmo Zarra, dejaron a su país con su mejor presentación histórica, incluso hasta la actualidad, rematando en un prodigioso cuarto lugar. Durante doce años España quedó al margen de las copas del mundo, sin poder superar la fase clasificatoria. Su reestreno sería en Chile 1962. Sin duda que la Selección Nacional estaba en deuda. Los clubes locales, como el Athletic Club de Bilbao, el F.C. Barcelona y, por supuesto, el Real Madrid, habían convertido a España en una superpotencia del fútbol a nivel internacional, además de convertirse en una atractiva y sumamente profesional liga. Pero la «furia roja» no acompañaba, y parecía andar en un ritmo mucho más lento que los clubes. Aquel fenómeno, que podríamos llamar «bipolaridad futbolística», en un país altamente desarrollado a nivel institucional y competitivo, era absolutamente irregular. Franco sabía que una aventura por potenciar un club o la Selección eran tareas distintas en complejidad. Al Real Madrid se le podían fichar los mejores jugadores del mundo, solo era cuestión de dinero, no así la Selección. La Casa Blanca encarnaba ciertos valores tradicionales que se identificaban con el nacionalismo franquista, como el centralismo y la defensa a la monarquía. Que Franco haya elegido al Madrid como su puntal propagandístico y popular no fue mera casualidad, pero la Selección estaba justamente en la vereda contraria. La fractura de
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la sociedad española, tanto política como territorial, supuso una polarización nunca antes vista en el país. Los cientos de miles de muertos acrecentaron el odio interno en las desiguales provincias ibéricas, contexto en que la Selección Nacional, que pudo actuar como moderador y generador de sentimiento nacional, se convirtió en el símbolo de la indiferencia por una camiseta que no representaba a todos. En los años de la posguerra civil, vascos, catalanes y gallegos tenían en sus clubes su verdadero sentimiento de pertenencia. El fútbol español vivía una crisis de representatividad y contaba con una Selección donde sus integrantes eran elegidos por cuotas regionales, más que por méritos. Si, por ejemplo, Andalucía contaba con diez jugadores de talla mundial, listos y dispuestos a jugar por la Selección, la mayoría tendría que irse a casa; lo que respondía a un esfuerzo por revertir la crisis de representatividad, en un afán de multiculturalizar a la fuerza equipos nacionales que, a la vez, perdían potencia. Emblemático es el caso de los futbolistas de origen vasco que en la década de los treinta y cuarenta dominaron la escena del fútbol nacional, y que siempre aportaron de gran forma a la Selección. Pero Franco, desde que se instaló con el poder, consideró un grave problema en las filas euskadi. El nacionalismo vasco no tenía cabida en el nuevo gobierno unitario, y no se permitiría que la Selección española fuera blanco de lucha interna en una mini guerra civil al interior del equipo. Obviamente los futbolistas vascos no podían dejar de ser convocados, y estos siempre dieron lo mejor de sus cualidades en el seleccionado, pero tampoco podían dejar de ocultar su sentimiento localista, llevando consigo pequeños símbolos que reconocían su origen nortino. Con todas estas características, propias de la Selección española, el gobierno central sabía de la importancia del equipo, considerando que sería, al igual que el Real Madrid, un activo
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participante en la política exterior del Generalísimo. Los ocho años de ostracismo del seleccionado español llegaron a su fin en 1960, año en que se disputaría la primera versión de la Copa Europea de Naciones mediante rondas clasificatorias con eliminación directa. La fase final, hasta donde clasificaban cuatro equipos, tendría a Francia como sede. Los octavos de final tuvieron a España como protagonista, país que debía jugar su clasificación a la ronda siguiente frente a Polonia, que fue goleada contundentemente por los españoles con un marcador global de 7-2. El fixture quiso que España se topara irremediablemente con la Unión Soviética en cuartos de final, y fue ahí cuando se produjo una de las acciones más radicales y antifutbolísticas del franquismo. Preocupado de perder frente al marxismo-leninismo, el gobierno español ordenó al seleccionado, a cuatro días de disputarse el cotejo y bajo un estricto secretismo, la prohibición de viajar a Moscú. Francisco Franco no expondría bajo ninguna circunstancia el prestigio del país, aunque la posibilidad de perder fuera mínima. Es cierto que los rusos tenían un equipo tremendo, con jugadores como el goleador Valentin Ivanov, Víctor Ponedelnik y el legendario Lev Yashin en el arco, pero, como se sabe, España también tenía lo suyo. Franco no dio paso atrás e hipotecó la opción española para garantizar cualquier legitimidad a su régimen. El seleccionado español perdió por secretaría al no presentarse, los rusos se clasificarían a Francia y serían campeones. Lo que pudo ser el sueño del primer título para la «Furia» terminó como una vergonzosa huída, por el temor de un general que nunca supo lo que era entrar a un campo de juego y defender con orgullo la camiseta de su país. Sin embargo, cuatro años más tarde las cosas cambiarían radicalmente. España sería sede de la fase final del torneo, etapa alcanzada por Hungría, Dinamarca, Unión Soviética y el equipo local, España. Con más esfuerzo que fútbol, en un partido agónico
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España pudo vencer a Hungría solo en la prórroga, con gol de Amancio a los 115 minutos. En la otra semifinal, desarrollada en el Camp Nou de Barcelona, los rusos daban cuenta del equipo danés con un lapidario 3-0, resultado que no hacía más que meter presión a un equipo español que no podía perder frente a su gente. Cuatro años atrás Franco pudo hacerlo, pero esta vez el retiro no era posible, había que jugar con Rusia y ganarle a como diera lugar. Una final España-Rusia daba mucho de que hablar: ¿se tocarán los himnos nacionales?, ¿se izará la bandera soviética?, ¿asistirá Franco al partido?, ¿le entregaría de sus manos el trofeo a los rusos, si estos ganaban? La propaganda había sido intensa. Si la Guerra Fría tuvo su momento político más caliente en la Crisis de los Misiles de 1962, el fútbol tuvo la suya aquella lluviosa tarde madrileña del 21 de junio de 1964. Las ochenta mil personas que repletaron el Santiago Bernabéu tenían a un ilustre en el palco. Allí estaba Francisco Franco; sonriente, nervioso y escondido tras un sombrero que lo hacía parecer un entusiasmado hincha español más. A diferencia de su colega, Benito Mussolini, Franco no tenía la certeza de Il Duce, quien sabía de antemano que la victoria llegaría de cualquier forma. El Generalísmo tuvo que esperar, sufriendo al igual que todos los españoles el golazo de Khusainov tras un soberbio tiro libre, empatando el marcador que tempranamente había inaugurado Jesús María Pereda para los anfitriones. El minuto 84 fue sublime, ayudado por la mala transmisión de aquella jugada, que demoró más de cuarenta años en develar la identidad del jugador español que mandó ese preciso centro. Todos pensaron que el autor intelectual de aquella recordada jugada fue Amancio, pero Jesús María Pereda vivió el resto de su vida con la convicción de ser el participante clave en el gol, hasta que la ciencia lo corroboró. España era eurocampeón y, de la mano de
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José Villalonga Llorente, al frente del seleccionado, tuvo su mayor momento de gloria, que demoraría otros cuarenta y cuatro años en repetirse en aquella jugada que Fernando Torres se transformó en Marcelino para ganarle a Alemania, en la final de la última Euro Austria-Suiza 2008. Por el club y la Selección, España estaba forjando su nombre en la historia del fútbol mundial, en una evolución que ahora sí correspondía a la potencia futbolística que el país ibérico siempre fue. La consecución del título europeo de 1964 fue la continuación perfecta de una época dorada para el fútbol hispano, pero, al igual que con los italianos en la década de los treinta, tanto Mussolini como Franco se apoderaron de su éxito con fines e intereses propios, consumiendo el brillo natural de nombres e historias que dejaron una huella indeleble en sus países, en sus hinchas y en la historia del fútbol mundial. ¿Hubiera resurgido el Real Madrid sin el interés de Franco? ¿Se habría convertido en el equipo más exitoso de la historia sin la intromisión del gobierno de facto? El hincha madridista menos conservador seguramente dirá que el equipo de Di Stéfano, Puskas, Kopa y Gento era invencible, y puede tener razón, pero ¿quién financió aquellos fichajes?, ¿cómo fue que Alfredo Di Stéfano fue secuestrado del Barcelona? Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde murió el 20 de noviembre de 1975, a la edad de 82 años. Madrid fue su fortín, tanto políticamente como en el fútbol, en un contexto de Guerra Fría donde todo valía. Como todos los célebres dictadores, comprendió que el balompié de su pueblo era sinónimo de las más populistas formas de control, encubrimiento y exaltación de un régimen que perduró treinta y cinco años, y cuyo mejor canciller fue un equipo de fútbol.
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Capítulo ix
El Mundial de la Junta
Duele saber que fuimos un elemento de distracción para el pueblo mientras se cometían atrocidades. Fuimos utilizados como propaganda por parte de los militares, pero también servimos como bálsamo para mucha gente oprimida que pudo volver a salir a la calle envuelta en una bandera argentina. Osvaldo Ardiles, Selección Argentina, Mundial 1978.
Cualquier persona que recuerde elementos mínimos de la historia de los mundiales de fútbol asociará el torneo organizado en Argentina como una fiesta con estadios repletos, lleno de banderas albicelestes, noches frías y el primer gol de Mario Kempes en la final, con un campo de juego lleno de papelitos picados que parecían millones de copos de nieve. Al acordarse de Argentina 1978 surge la imagen del capitán Daniel Passarella sosteniendo la Copa del Mundo, con la Junta de Gobierno, encabezada por Jorge Rafael Videla, aplaudiendo de pie. Al recordar Argentina 1978, los ojos del hincha ven las goleadas de un equipo que parecía una tromba y que cae inocentemente en la jugarreta de un Mundial que fue como un espectáculo de teatro, con un guión que estaba escrito desde antes de su inauguración. Hablar de Argentina 1978 no es más que la última continuación de un largo hilo de irregularidades y corrupción iniciada por Mussolini en los años treinta y finalizada por los militares argentinos medio siglo más tarde. Hablar de Argentina 1978 es reflexionar sobre la inacción de la FIFA en una época que los mundiales eran patrimonio nacional y 125
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no mundial, como afortunadamente lo son hoy. Quienes criticaron amargamente la orquesta propagandística que Il Duce le dio a su Mundial en 1934, nada retuvieron, sino que todo olvidaron el día en que Argentina tomó su derecho de ser sede y, de pasadita, de ser campeón del mundo. Esta es la historia de un evento que fue utilizado para ocultar políticas fallidas, carencias y violaciones a los derechos humanos entre gritos de gol, euforia y también dolor, desde los prisioneros políticos hasta la desesperación de las madres y abuelas de Plaza de Mayo, en un país que durante un mes olvidó sus problemas gracias a futbolistas a quienes nada puede reprochárseles, pues hicieron su trabajo y aprovecharon sus oportunidades de la mejor manera, y ganaron la primera Copa del Mundo para su país con todos los honores que un campeón merece. Lo que más se pide es que ellos queden al margen de cualquier responsabilidad. Si ese Mundial fue conocido en muchas partes como una estafa, la culpa no es de los jugadores, sino de un régimen que los utilizó, que quiso apropiarse de un triunfo que pertenece solo a los futbolistas y al cuerpo técnico de César Luis Menotti y que, por culpa de la intervención ajena, se cuestionará para siempre el logro de su equipo nacional. Argentina 1978 es el mejor y más conocido ejemplo de la instrumentalización del fútbol con fines políticos en el último cuarto del siglo XX; la versión moderna y heredada de Italia 1934 pero con transmisión de televisión a color (excepto para Argentina), pero bajo la misma tensión bélica del fascismo lombardo. El Mundial del 78 fue el mejor regalo para la Junta Militar, un divino presente que ya estaba envuelto desde antes que la Argentina estuviera dominada por los militares, un compromiso que, a pesar de lo que la mayoría de la gente cree, no viene de la amistad del ex presidente de la FIFA, Joao Havelange, con el régimen rioplatense, sino que de mucho antes. Pero lo cierto es que el torneo fue heredado en una de las últimas acciones del ex mandatario británico de FIFA Sir Stanley Rouss, quien,
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tras la Copa del Mundo de Alemania 1974, prometió que el torneo retornaría a Sudamérica. Argentina vio frustrados sus intentos de ser sede en repetidas ocasiones, pues Uruguay, Brasil, Chile y México le arrebataron el honor correspondiente al Nuevo Mundo. Después de Alemania la Copa se mudaría inminentemente a la Argentina, por lo menos eso se pensaba hasta el 24 de marzo de 1976, día del golpe de Estado, otro de muchos en la historia argentina. Esta vez la dictadura duraría ocho años, hasta que el régimen cayó por su propio peso al aventurarse en una tan incoherente como desigual lucha contra una potencia europea. Proceso de Reorganización Nacional se llamó el pronunciamiento al gobierno de María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita, segunda esposa del caudillo de los años cuarenta. El gobierno de esta ex bailarina, que llegó a la presidencia por la muerte de su marido, se caracterizó por una profunda crisis económica, en parte debido al colapso mundial petrolero de 1973, que deterioró la economía nacional y empeoró las condiciones de vida de los argentinos. Al igual que sus vecinos y colegas de Brasil y Chile, los militares argentinos sacaron al gobierno a través de una intervención e instauraron un regimen nacionalista. La interrupción de la democracia, la censura a la prensa, la represión y la violación a los derechos humanos son siempre consecuencia de gobiernos que llegan al poder sin las de la ley, pero el caso argentino fue especialmente dramático, pues la tortura, los asesinatos y la desaparición de individuos se elevó a más de 30.000 personas, casi la misma cantidad de gente que cabe en el estadio de Rosario, donde toda Argentina celebraba su abultada victoria sobre Perú en la liguilla final de la Copa. La situación en Argentina no era para nada auspiciosa, y la continua inestabilidad del país hacía que muchos al otro lado del charco dudaran de la capacidad organizativa de los sudamericanos, cuento viejo de los europeos.
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Pero eso no fue todo: además de los problemas políticos y sociales, la economía argentina estaba en bancarrota, recuperándose del desastre dejado por Isabelita. Alemania 1974 había sido un éxito en todos los aspectos, tanto deportivos como organizativos y financieros, convirtiéndose en el primer Mundial que fue un negocio lucrativo y no un compromiso que solo significó derroche. El auge en las transmisiones deportivas, la publicidad y los millonarios acuerdos de la FIFA con gigantes como Coca-Cola y Adidas hicieron de la Copa Mundial un torneo apetecido ya no solo por los gobiernos y los políticos, también por grandes marcas a nivel mundial. Pero Argentina se había vuelto en un dolor de cabeza, su crónica inestabilidad política y la crisis económica elevaron los seguros a tasas millonarias, por lo que el país tuvo que hacer urgentes y costosos arreglos e inversiones en estadios, carreteras, aeropuertos, hoteles y un centro de prensa que llevara a toda el mundo la Copa en vivo y en technicolor. La Junta de Gobierno en Buenos Aires, liderada por Jorge Rafael Videla, comprometió una inversión de 200 millones de dólares, cifra poco atractiva para la FIFA, que tendría que hacer magia para ayudar a los aproblemados anfitriones. Costara lo que costara, el Mundial tenía que hacerse igual. Al gobierno le había llegado de «yapa» la posibilidad de ser sede del torneo y, si algo sabía con claridad, era los beneficios que este le podían traer. Era necesario lavar la imagen de Argentina y, aún más importante, desviar la atención de su gente. Si Argentina hacía un buen mundial y si, por algún motivo, llegaba a ganarlo, la Junta de Gobierno encontraría su legitimización. La tarea sería titánica pues las exigencias de la FIFA serían mayores esta vez. Joao Havelange, junto a su socio de Adidas, Horst Dassler, decidieron ampliar la competición de dieciséis a veinticuatro equipos, considerando todos los beneficios económicos que esta medida tendría. Pero aquel ambicioso plan era absolutamente impracticable en Argentina.
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Si Europa veía con malos ojos y ya cuestionaba cada vez que Sudamérica organizaba la copa, la situación argentina era especialmente alarmante. Todos los males antes mencionados, además de la violencia de grupos alborotadores llamados «montoneros», tenían al país sumido en un ambiente poco propicio a la celebración de un campeonato mundial. Subir de dieciséis a veinticuatro los equipos involucrados ya era mucho pedir. La Junta Militar comenzó a organizar rápidamente el trabajo para hospedar el campeonato. Se formó el Ente Autárquico Mundial (EAM), una versión militar de lo que actualmente se conoce como un Comité Organizador Local (COL). A la cabeza del Ente se puso al general Carlos Omar Actis, un prestigioso ingeniero del Ejército. La designación de Actis respondía también a su reconocida trayectoria, que lo convertía en una persona creíble, sin un pasado de detenciones o responsabilidad en muertes o desapariciones. Era un nombre bien percibido por la gente y con escasas posibilidades de ser blanco para los montoneros u otros grupos terroristas. Pero el vicepresidente del EAM, capitán de Navío Carlos Alberto Lacoste, tenía una fama muy distinta. Actis conocía la ambición y personalidad megalomaníaca de su subalterno, por lo que su primer objetivo en el Ente era asegurarse que Lacoste no tuviera forma de conocer el financiamiento de la Copa. La idea del marino era construir una serie de nuevos estadios e implementar la televisión a color dentro del país, dos lujos que la organización no se podía dar. El plan de Actis era bastante más austero, pero la diferencia de opinión entre el militar y el marino se amplió tanto que Actis decidió despedir a Lacoste del comité. A pocos días que el general Actis asistiera a su conferencia de prensa donde le explicaría a todo el país cómo se iba a gastar el presupuesto, el general fue asesinado. El gobierno culpó a los grupos de extrema izquierda.
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A la mañana siguiente, treinta fueron los cadáveres encontrados en un campo en las afueras de Buenos Aires, muertos por grupos de extrema derecha en represalia por el homicidio de Actis. Más tarde, Montoneros darían un comunicado en que negaron su participación en el atentado. En reemplazo de Actis asumió Carlos Alberto Lacoste, qué coincidencia. Ahora sí el marino tendría completa jurisprudencia para echar a andar sus costosos proyectos, que incluían la construcción de tres nuevos estadios, la remodelación del Antonio Vespucio Liberti, y la edificación de un carísimo centro de prensa en Buenos Aires. «Entre 1973 y 1976 ellos hablaron mucho pero no hicieron nada para preparase para este gran torneo. Nosotros estamos reemplazando su charla, sus pedazos de papel con la realidad. Con edificios, con estadios. Bajo los peronistas ustedes tenían tres días de trabajo y 362 de huelgas. Ahora ya no hay huelgas, las hemos prohibido», fue el discurso inaugural de Lacoste para anunciar que Argentina estaba en pleno camino en su preparación para el Mundial. El proyecto de Lacoste iba más allá que la construcción y refacción de estadios. El ahora mandamás del comité organizador impondría, a medida que se acercaba la fecha de inicio del torneo, una severa censura a la prensa y los medios de comunicación, que fueron intervenidos por los militares. Durante el Mundial estaría prohibido hablar mal sobre la organización, el gobierno y el equipo nacional, nadie podía criticar el desempeño de César Luís Menotti, ya que el seleccionador argentino era un funcionario del proceso. Además, se gastó una fortuna en levantar paredones para tapar los cinturones de pobreza de Buenos Aires, que esoconderían de los turistas y la prensa internacional las «villas miseria» que aún rodean la ciudad. Los 200 millones de dólares que había pensado Actis fueron multiplicados en cosa de meses por Lacoste. El titular del EAM
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acusaba que se quedaba sin fondos, que necesitaba más. La cifra ya estaba superando el billón de dólares, presupuesto que en gran parte se iba en máquinas de escribir y semillas para plantar pasto. ¿Y el resto del dinero? Solo Carlos Alberto Lacoste lo sabía. Argentina estaba gastando lo que no tenía, inflando su deuda externa hasta niveles críticos. Mientras la organización argentina la pasaba mal, sus colegas brasileños le proponían a la FIFA una relocalización del campeonato mundial. El atrevimiento de los militares brasileños le dolió a sus pares argentinos, quienes castigarían a sus vecinos en la Copa del Mundo. La prensa internacional, especialmente europea, atacaba con furia la organización del Mundial, pero fue aun peor cuando las delegaciones y reporteros del Viejo Mundo arribaron a la Argentina, para despachar a sus países la dura realidad político-social y económica del país. El arquero de la Selección de Suecia, antes de la inauguración del torneo, fue a entrevistarse con las Madres de Plaza de Mayo, mientras que el holandés Resenbrink preguntaba a los periodistas argentinos «dónde estaban los campos de concentración». Justamente, el equipo holandés fue uno de los más perjudicados por jugar en Argentina. Su principal figura, Johan Cruyff, se bajaba del proceso en «repudio a la dictadura», aludiendo que no formaría parte de un circo montado por Jorge Rafael Videla y sus «compinches». La organización local respondía las críticas del talentoso tulipán diciendo que su esposa no lo dejó viajar, tras las vergonzosas historias que se contaron de las concentraciones de la Selección Holandesa antes de la final del Mundial de Alemania. Ni el pueblo holandés ni su monarquía lograron persuadir a su estrella. Amenazas de secuestro a su familia en España terminaron por amedrentar al genio. Holanda se quedaría sin su máxima figura, que extrañaría más adelante. Otros famosos que también quedaron fuera del Mundial, por supuestas razones políticas, fueron los experimentados zagueros alemanes Paul Breitner y Franz Beckembauer.
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Los húngaros tampoco estaban interesados en ser buenos visitantes y criticaron la organización. Se medirían con los dueños de casa en Buenos Aires y el técnico magiar, a pocos días de debutar, dio una declaración que tendría bastante sentido con el desarrollo del campeonato: «Todo, aun el aire, favorecerá a Argentina. Todos lo favorecerán. Estoy seguro que los árbitros les obsequiarán un par de penales. El éxito del equipo argentino es finalmente muy importante para el torneo», sentenció el magiar en el aeropuerto de Ezeiza. En el momento en que el cuerpo técnico húngaro criticaba la forma en que se desarrollaría el campeonato, los argentinos estaban muy concentrados en su preparación, confiando en las palabras y experiencia del fumador compulsivo y miembro del Partido Comunista, César Luís Menotti. «El flaco», en plena conferencia de prensa premundialista, adelantó que Argentina se desprendería de su típico juego brusco y violento para conseguir sus objetivos. Esta vez sería distinto pues Menotti, al igual que los húngaros, se las dio de pitoniso, pero no para hablar del arbitraje del torneo, sino que para advertir del inicio de una nueva era para el fútbol argentino, donde la habilidad de los futbolistas estaba por sobre cualquier otro elemento. 1978 se había transformado en el año cero para la consecución de triunfos de verdad. Sin embargo, pese a tanta habilidad prometida en el campo de juego, Menotti dejó fuera de la convocatoria final al chico favorito del fútbol local, el «niño maravilla» por ese entonces, Diego Armando Maradona. Hacía rato que «El pelusa» la rompía en Argentinos Juniors, pero ni todos los goles, ni los comentarios de la prensa, ni el clamor de los hinchas, hizo que Menotti cambiara de opinión. Maradona no tenía experiencia suficiente para el desafío y se iría a casa, rompiéndole el corazón a un joven que ya había debutado en primera y le faltaba jugar su Mundial. Al año siguiente tendría su revancha, titulándose campeón en el mundial juvenil de Japón.
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Pero no todos rogaban por una convocatoria a la Copa del Mundo 1978. Jorge Carrascosa, un año antes del torneo, se automarginó de la selección diciendo: «Yo no quiero ser de ninguna manera un instrumento de la dictadura militar». Otros, como Norberto Alonso, fueron explícitamente pedidos por la Junta Militar. Claramente, para esta Copa del Mundo Argentina no dependía de Maradona, es más, se dio el lujo de dejarlo ir. Y es que el seleccionado albiceleste había construido en un par de años una poderosa escuadra. Jugadores como Matildo Ubaldo Fillol, Daniel Passarella y Leopoldo Jacinto Luque provenían del equipo millonario, River Plate. Pero el plantel de Menotti también contaba con calificada gente como Alberto Tarantini, Omar Larrosa, Américo «Tolo» Gallego, Daniel Bertoni, Osvaldo «Ossie» Ardiles y Mario «El matador» Kempes. Todos ellos se convirtieron en protagonistas de un Mundial que jugaron con el alma, pero hubo gente que pensó que eso no sería suficiente. Si el debut con los húngaros pareció ser duro, pudo ser un anticipo de lo que le esperaba a los dueños de casa, por lo menos en primera ronda. Además de los magiares, Argentina tendría que jugar frente a Francia e Italia. Las 76.000 personas que repletaron el «Antonio Vespucio Liberti» vieron el panorama negro cuando, a los diez minutos, Karoly Csapo aprovechó un rebote de Fillol para poner a la visita arriba. Pero la ilusión húngara duró solo cinco minutos, porque el arquero europeo no fue capaz de embolsar la pelota, error que le costaría caro. Leopoldo Luque estaba demasiado cerca para meterla dentro gracias al regalo del meta. En el segundo tiempo Hungría reaccionó y el partido se fraccionó más allá de la capacidad del árbitro español Garrido. Ambos equipos cayeron en el juego brusco, y el réferi expulsó a dos jugadores húngaros y a ningún argentino. Cuando faltaban siete minutos para el final, Argentina aprovechó los huecos que dejaba una Hungría desestabilizada, para marcar el 2-1 final, obra
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de Daniel Bertoni. Mientras tanto, la violencia seguía viva en el país: una bomba explotó cerca del centro internacional de prensa, matando a un policía. Cuatro días después Argentina regresaba al Monumental. Esta vez, el rival a vencer era la Francia de Michel Platini, Bernard Lacombe, Didier Six y Dominique Rocheteau, conducidos por Michel Hidalgo, equipo que venía en alza, lo que se traduciría en las dos copas mundiales siguientes. Sin embargo, sus jugadores parecían estar más preocupados de su altercado con Adidas que de jugar al fútbol; amenazando con no presentarse al partido si no se solucionaba el tema de los pagos por vestir la indumentaria deportiva. Esa tarde del 6 de junio, el equipo francés borró de sus botines las tres líneas blancas de la marca alemana, y salió a la cancha de Núñez a jugarse su última posibilidad de clasificar a la siguiente ronda. Su derrota frente a Italia tenía desesperados a los galos, sobre todo cuando, en los descuentos de la primera parte, el defensor francés Marius Tresor cayó en su área de penal, justo cuando un jugador argentino disparó al arco y el balón chocó en la mano del moreno zaguero. Cuando Jean Dubach de Suiza marcó el penalti, el público se puso como loco, y es que Argentina la pasaba mal ante un equipo francés que tuvo oportunidades de anotar pero que ahora se agarraban la cabeza, impotentes ante el negligente cobro referil. Argentina no estaba para rechazar regalos. Daniel Passarella le pegó tan fuerte como solía darle para dejar sin opción alguna a Demanes. A la vuelta del descanso, Platini empató para Francia y de nuevo los locales sufrían. Un empate los dejaba con serias posibilidades de quedar fuera, entendiendo que el siguiente juego sería con los italianos, mientras que Francia jugaría con Hungría. Leopoldo Luque ya había salvado a los argentinos en el primer partido, pero esta vez su intervención quedaría enmarcada como uno de los mejores goles del campeonato.
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Se jugaba el minuto 73 y el flaco de la melena y los bigotes se internó en territorio rival, sacando un derechazo de treinta metros que se coló en la esquina derecha de Demanes. Después de ese golazo Argentina no podía perder, y así lo sintió también el árbitro. Dos minutos después del gol de Luque, el extremo francés Didier Six fue tacleado dentro del área argentina. Todos los vieron menos Dubach, que estaba a escasos metros. Francia quedaría eliminada y Argentina se jugaría el liderato del grupo frente a Italia. Abraham Klein, oficial israelí, no se dejó amedrentar por las protestas argentinas y, sin caer en el localismo, el resultado final fue Argentina, 0; Italia, 1. Por haber terminado segundo Argentina perdió la localía en Buenos Aires, debiendo desplazarse a Rosario a disputar la ronda final. En el estadio Dr. Lisandro de la Torre, más conocido como «Gigante de Arroyito», el equipo de Menotti encaró su primer partido del grupo 2 frente a Polonia. Mario Kempes se convertiría en el hombre más importante del partido y no solo por sus dos goles, que le dieron el triunfo a su equipo, sino también porque protagonizó una tan absurda como ilegal jugada. Cuando el «Pato» Fillol estaba vencido, y todo Rosario se preparaba a sufrir el gol polaco, apareció como un fantasma «Marito» Kempes, para lanzarse de «palomita» al balón que estaba cruzando la línea de gol. Increíblemente logró despejar la pelota, pero no con la cabeza. La primera versión de «la mano de Dios» no nació con el gesto de Maradona en México 1986 frente a Inglaterra, pues tuvo su origen ocho años antes en la extremidad izquierda de Kempes. Al árbitro sueco Ulf Eriksson no le quedó otra que sancionar el penal, que sería malogrado por los polacos tras soberbia contención de Fillol. Sin embargo, el sueco no expulsó al 10 de Argentina, ni siquiera lo amonestó. Kempes anotaría dos veces en aquel encuentro y, a pesar de su avivada, seguiría jugando el resto del torneo, siendo fundamental en los partidos restantes frente a Brasil, Perú y en la final contra los holandeses.
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Al igual que los húngaros y franceses, los polacos reclamarían amargamente, impotentes frente a las injusticias de un campeonato cuyo principal pecado había sido ser sorteados junto al equipo organizador. Claudio Coutinho, el entrenador de Brasil, buscaba instaurar un nuevo estilo en el fútbol carioca. Tanto más que la técnica o la habilidad, Coutinho postulaba la escuela que en aquella época era la favorita, esa que tenía tonos anaranjados, el llamado «fútbol total» popularizado por los holandeses de Rinus Michels en el Mundial anterior. Coutinho estaba harto de la falta de orden y polivalencia de los jugadores brasileños, por lo que el partido frente a los argentinos en Rosario no era solamente el choque de las dos más grandes potencias futbolísticas de América, era también la confrontación de dos estilos distintos. Por un lado, la habilidad e improvisación argentina contra el renovado y táctico engranaje brasileño. Pero ambos equipos llegaban en distintos momentos. Mientras Argentina ya se sentía en la final, Brasil había sufrido mucho en primera ronda, cosechando pobres empates con Suecia y España y ganándole por la mínima a Austria. En Brasil estaban furiosos con el cometido del seleccionado, y el almirante Nunes, cabecera de la Confederación Brasileña de Deportes, culpaba a su entrenador por los malos resultados, tanto así que ya había comunicado que el profesional sería desafectado al final del torneo. Solo la clara victoria frente a Perú por 3-0 le dio nuevo crédito, siendo restituido por Nunes en una señal de muy poca seriedad. Si Coutinho quería conservar su trabajo tendría que clasificar a la final. El ArgentinaBrasil fue uno de los partidos más esperados, pero también de los más aburridos del torneo, un encuentro que, de no ser por los dos penales negados por el árbitro húngaro Palotai al brasileño Batista, no daría nada más para escribir. En definitiva, cero a cero y tanto argentinos como brasileños tendrían que asegurar su paso a la final en la siguiente jornada.
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El no haber podido ganarle a Brasil se había vuelto un verdadero dolor de cabeza para la organización local. La mejor diferencia de gol del equipo de Coutinho era la amenaza a considerar, mucho más allá del próximo y último rival de la segunda ronda, Perú. Eso sí, Brasil la tendría algo más difícil, ya que enfrentaría a Polonia, que había terminado en el primer lugar de la primera ronda, en el Malvinas Argentinas de Mendoza. Todo lo que pasara en el futuro próximo con la Selección local tendría mucho que ver con ese partido. Fue así como el Ente Autárquico Mundial sacó su cartita bajo la manga y, horas previas al partido, fijó el BrasilPolonia para la tarde, mientras que Argentina jugaría con Perú en la noche. De esta forma los argentinos sabrían perfectamente cuántos goles necesitarían marcar; y los peruanos, cuántos dejarse hacer. Cuando la delegación brasileña se enteró de la programación, Coutinho y el almirante Nunes actuaron juntos por primera vez para reclamar a la organización. Pero ya no había nada que hacer, los locales habían utilizado la opción (que existía en esa época) de alterar los horarios, y los brasileños sabían que a la FIFA no se podían ni asomar, dada las complicadas relaciones personales entre el almirante Nunes y Joao Havelange. En Mendoza, jugando contra un público hostil que apoyaba a los polacos, Brasil ganó por 3-1. Ese marcador significaba que Argentina debería vencer en un par de horas más a Perú al menos por cuatro goles, algo que parecía una tarea prácticamente imposible, sabiendo lo bien que había jugado Perú en la primera fase, cuando se convirtió en la sorpresa del torneo tras terminar invictos y primeros en su grupo, incluso, arriba de Holanda. Ocho años más tarde se supo la verdad, después que se disolvió la Junta Militar tras ser derrotada por las fuerzas británicas en la Guerra de las Malvinas en 1982, que trajo de regreso la democracia a la Argentina con el advenimiento del gobierno de Raúl Alfonsín. Pero lo que para muchos argentinos estaba repleto de gloria en
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1978, con un equipo nacional que le dio su primer título mundial, para otros el Argentina-Perú del 21 de junio era motivo de sospecha. Como un verdadero tabú en la historia del fútbol mundial se considera aquel último partido de la fase final del grupo segundo. Ni en Argentina ni en Perú gustó que se hablara sobre aquel partido de la noche rosarina, sabiendo que el compromiso es sagrado y perpetuo y cuya revelación podría tener mortales consecuencias, como lo dijo un jugador de la Selección Peruana, que confesó el pago de veinte mil dólares por parte de la Federación. Existen evidencias que el Argentina-Perú no solo fue sospechoso por la cantidad de goles convertidos o el súbito mal juego de la Selección incaica. Cualquier persona que vea ese partido completo podrá darse cuenta que los jugadores peruanos apenas se atrevían a cruzar el medio campo y, cuando podían hacerlo, fallaban al arco de forma increíble. Al investigar lo sucedido uno se encuentra con informaciones que detallan que, después del 6-0 de Argentina sobre Perú, se contabilizan un envío de 35.000 toneladas de grano embarcadas desde Buenos Aires a El Callao, el descongelamiento de una línea de crédito de 50 millones de dólares al gobierno peruano y diversas transferencias en dólares desde las cuentas de la Armada argentina liderada por Lacoste a sus similares peruanos. Antes del partido con Perú, Juan Alemann, subsecretario de Hacienda del gobierno, cuestionó la cantidad de dinero invertida en el certamen, calculando que con lo que iba del Mundial los gastos eran mucho mayores a los ingresos. Pero, además, el hombre de la cartera de Hacienda especulaba con una gran suma de recursos que se irían directamente a Perú por una catástrofe. Esa catástrofe era que Argentina fuera eliminada, precisamente, a manos de Perú. Molesto por la intromisión, Lacoste le respondió irónicamente a Alemann: «Después no se quejen si les ponen una bomba por ahí». Cuando se jugaba el segundo tiempo entre el equipo argentino y el peruano, una bomba explotó en la casa de Alemann.
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La orden venía desde las cúpulas de la Junta de Gobierno. El propio Rafael Videla viajaría hasta Rosario para presenciar en persona que nada estuviera fuera de lugar. Lo acordado era que Argentina debía derrotar a Perú por cuatro goles de diferencia y, si habían más, mejor, para que el soborno no fuese tan obvio. Carlos Ares, periodista argentino que por aquella época trabajaba en un diario oficialista y tenía acceso al equipo mundialista, escuchó que el partido estaba arreglado con antelación y que César Luís Menotti se había reunido a solas con los jugadores titulares, a excepción de Fillol, el arquero. Ares se sintió extrañado y le pareció que sería buena idea expresarle la irregularidad a Lacoste. Mala idea, porque el marino lo amenazó con matarlo si abría la boca. Más tarde el periodista se autoexiliaría en España, temiendo por su vida si se quedaba en la Argentina. Las 19:15 del 21 de junio de 1978 fue el momento no solo para el equipo de Menotti, también para la Junta Militar que se jugaba su propio partido. Los casi cuarenta mil argentinos que repletaron el estadio de Rosario esperaban que por algún milagro su selección goleara al mejor Perú de todos los tiempos. Videla y sus compañeros estaban en el palco de honor pero, antes de que se iniciara el encuentro, el dictador bajó hacia los vestuarios. Héctor Chumpitaz, experimentado jugador que ya había disputado la Copa de 1970, uno de los referentes del equipo, junto a Cubillas, se sorprendió al ver en persona al mandatario del bigote, cuando Videla comenzó a dictar un discurso sobre la «hermandad latinoamericana». Al parecer Videla se había olvidado que Brasil también estaba en Latinoamérica, aunque, para ser justos, los brasileños por esos momentos también adoptaron la costumbre argentina del soborno, y le ofrecieron a los peruanos un premio de cinco mil dólares, extensiones de terreno y unas vacaciones completamente pagadas en Copacabana si ganaban, empataban o perdían por una cantidad mínima. Pero los «hombres del maletín» brasileños
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no fueron tan generosos como sus pares argentinos, que habían ofrecido cuatro veces más a ciertos jugadores. Perú salió a la cancha con camiseta roja y, para los que son fanáticos de las estadísticas, inexplicablemente empezó el partido con cuatro titulares menos. Otro detalle, Ramón Quiroga, el arquero peruano, era en realidad argentino. La nacionalidad de origen del meta ha dado para muchas suspicacias, y para ser señalado popularmente como uno de los «vendidos». Sin embargo, Quiroga nada tuvo que ver con el arreglo, y se limitó a sufrir en carne propia cada gol albiceleste. Los minutos pasaban y toda Argentina estaba tensa. Lo que se negoció en la cena había que palparlo en la cancha, ¿y si los peruanos se retractaban? Las dudas comenzaron a disiparse cuando Mario Alberto Kempes, que por su grosera mano frente a Polonia debió haber sido expulsado, al menos, de dos juegos extras, no solo marcó el primero a los 21 minutos, sino que también el tercero, en los descuentos. Para la vuelta del descanso tan solo faltaba un gol para llegar a la cima, que a esas alturas se llamaba Holanda. No habían pasado ni cinco minutos y Leopoldo Luque marcó el cuarto, ante la impotencia de Quiroga que veía cómo nadie lo ayudaba. Argentina ya estaba en la final del mundo, y lo había conseguido mucho más fácil de lo que se pensaba. Pero el trabajo no estaría completo hasta que el «Loco» Houseman dañara aún más el frágil orgullo peruano, y otra vez la aparición de Luque para concretar el resultado final de 6-0 a favor de Argentina. En el palco todos aplaudían, con las caras llenas de satisfacción, especialmente el general Videla. Perú no se jugaba nada y algunos de sus jugadores dejaban Buenos Aires con los bolsillos llenos, aunque en el aeropuerto de Lima la gente los recibió a pedradas. Por fin Argentina estaba en la final, y disputaría el título mundial después de cuarenta y ocho años, esta vez, jugando en la capital. Por su parte, los brasileños, quienes resultaron más afectados por la sociedad peruano-argentina, ganaron el bronce tras
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derrotar a Italia por 2-1. Claudio Coutinho le dijo a todo su país que eran los «campeones morales» y que el Mundial había sido una «completa farsa». Sus explicaciones y alegatos a la organización no fueron suficientes. El almirante Nunes había dicho públicamente durante el torneo que no quería saber nada de Coutinho. El técnico sería despedido a su vuelta en Río de Janeiro. La atmósfera previa al partido era electrizante y la tensión se sentía por todos lados. Los jugadores, los hinchas y sobre todo la prensa fomentaban un espíritu nacionalista pocas veces visto a ese nivel. Buenos Aires vivía su mayor momento de alegría y optimismo en años. Hasta ese momento, el Mundial estaba valiendo cada peso que se invirtió. Lo que Menotti había profetizado como el comienzo de una nueva era estaba a punto de suceder. Joao Havelange, el presidente de FIFA en esos momentos, tendría su primera final desde que reemplazó a Sir Stanley Rous en 1974, acariciando a los organizadores diciendo que «por fin el mundo verá la verdadera cara de Argentina». Para los argentinos el haber estado ese día en la cancha de River es motivo de orgullo, y se cuenta como una efeméride familiar para los 76.000 afortunados que lograron conseguir un boleto de la final. Un popular periodista radiofónico había llamado a los hinchas a no lanzar más papelitos a la cancha, argumentando que se veía feo, pero Gauchito, el niño-mascota del Mundial, tenía una historieta en un diario mucho más famoso, y alentaba a la gente a mostrar su patriotismo llevando banderas, bombos y papeles, todo lo que pudiera amedrentar a los europeos. Argentina utilizaría todo lo que tuviera a su alcance para ganar su torneo. Sabían que Holanda no era Perú y aquí los dólares o la «hermandad sudamericana» ya no corrían. Habría que apelar a la viveza y jugar con la incomodidad visitante, tanto así que el equipo argentino dejó esperando diez minutos a los holandeses en la cancha. Por si fuera poco, Passarella, el capitán argentino, montó un verdadero
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show, acusando a Rene Van de Kerkhof de tener un yeso ilegal. El árbitro italiano Sergio Gonella tampoco no hacía mucho para empezar de una vez el encuentro, y cuando lo hizo, todo parecía favorecer a los locales. «Nos cobraba todo, hasta los off-side que eran y no eran», se quejó después Johan Neeskens. Ante el localismo del árbitro los tulipanes empezaron a perder el control, por lo que sufrieron tres amonestaciones, mientras que los argentinos, solo una. Pero el momento más esperado de la Copa Mundial llegó al epílogo del primer tiempo, cuando Mario Kempes alcanzó a desviar en el área holandesa una pelota cuando se iba cayendo. 1 a 0 para Argentina y el estadio de River Plate temblaba. En el segundo tiempo Argentina fue totalmente superior, y pudo haber alargado la cuenta de no ser por las intervenciones de Jongbloed. Dick Nanninga se llamaba el «larguirucho» delantero holandés que fue mandado por el técnico Ernst Happel a reemplazar a Johnnie Rep. Cuando los dueños de casa tenían el juego en el bolsillo apareció, casi al final del partido, el cabezazo de Nanninga para empatar el marcador. Horrorizados estaban los argentinos viendo cómo Holanda forzaba al alargue, extendiendo el sufrimiento por media hora más. Pero eso no era todo, un remate en el palo de Nanninga casi deja a los albicelestes sin pan ni pedazo. La mala suerte naranja sería aprovechada por Mario Alberto Kempes, quien estaba en su tarde, y mientras corría como un rayo entre los miles de papelitos de la cancha burló a dos holandeses. Al disparar se encontró con el arquero Jongbloed pero, por fortuna para Kempes y los 25 millones de argentinos, la pelota rebotó hacia el arco, quedando servida para «El matador». De ahí en adelante se jugó una mitad de prórroga innecesaria, coronada por el gol de Daniel Bertoni ante una ya desconcertada defensa holandesa. La Copa fue entregada por Videla en el campo de juego, quien levantó su dedo pulgar a los jugadores argentinos en señal de «misión cumplida». Daniel Passarella la tomó con gusto, saludando a su dictador, tal y como lo había hecho Giuseppe Meazza con Mus-
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solini en Roma hace cuarenta y cuatro años. Los holandeses en un gesto de poca educación se retiraron de la cancha y no recibieron sus medallas de finalistas para no tener que ir a saludar a la Junta de Gobierno local. A escasos kilómetros del estadio Monumental de Núñez, los cientos de presos y torturados de la ESMA (Escuela Mécanica de la Armada) festejaban junto a sus victimarios la obtención del título. En un gesto de «hermandad», después de golpearlos los sacaron a la calle para que pudieran presenciar las celebraciones de la gente. Argentina por fin era campeón del mundo, y la fiesta en el obelisco de la Nueve de Julio comenzaba. Todo el país vivió en un estado de exitismo y fervor que hacía olvidar las pellejerías económicas, las villas miseria, la censura a la prensa, las marchas de las Madres de Mayo y los 30.000 desparecidos. Argentina había pagado caro su victoria, pero la había conseguido. Joao Havelange destacó al EAM diciendo que había sido un Mundial ejemplarmente organizado, a pesar que la infraestructura y las ganancias fueron menores que en Mundial anterior de Alemania 1974. Carlos Alberto Lacoste, el hombre no oficial detrás del Mundial, fue reclutado por Havelange y se convirtió en vicepresidente de FIFA. Con el retorno a la democracia, el gobierno de Alfonsín ordenó una inmediata investigación, donde se corroboró el envío de dinero y trigo al Perú a través de la Armada, así como la desaparición de una buena cantidad de millones de pesos «extraviados» en la organización de la Copa Mundial de 1978. Ante la culpabilidad de los cargos, Lacoste fue obligado a renunciar y a declarar la compra de un terreno en el exclusivo balneario uruguayo de Punta del Este. En 1989 fue condenado a prisión por desfalco y corrupción, pero se salvó de las rejas por una ley de amnistía. En cuanto a la Casa Rosada, la Junta dio paso al gobierno de facto del teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri, quien condujo el país durante dos años. Dada la presión social y económica,
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avivada por el enorme gasto del Ente Autártico Mundial, la deuda externa del país se fue a las nubes. El gobierno tenía que desviar la atención de alguna forma. Pasado el efecto de la Copa Mundial se buscó esconder los problemas alentando una guerra de implicancia territorial con Chile, que estuvo muy cerca de producirse. Cuatro años más tarde, en 1982 Galtieri y los otros comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas argentinas recordaron la vieja e impracticable idea de invadir las islas Malvinas. La aventura militar argentina terminó en desastre, pues en cosa de semanas los británicos desalojaron a los invasores, quienes debieron rendirse ante la Fuerza de Tareas británica que había viajado especialmente para desalojarlos. Galtieri abandonó el cargo tras el fracaso, poniendo fin a un gobierno de facto que gobernó con sangre, miedo y herramientas populistas como la organización de un campeonato mundial de fútbol y una guerra contra una potencia europea. Los más afectados con esta historia fueron los verdaderos protagonistas del juego, es decir, los futbolistas. Nadie puede negar que el equipo de César Luís Menotti era brillante, el mejor equipo del mundial. Entonces, ¿para qué el gobierno tuvo que meter sus manos tratando de favorecer a una Selección que no necesitaba ayuda alguna? La organización del Mundial le restó brillo a un plantel que trabajó solo en la cancha, que debió recibir la Copa por mérito propio, de nadie más. Pero todo ese trabajo se fue, en parte, por la borda, porque, quieran los futbolistas o no, siempre va a existir la sospecha.
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«Chollima»
Ellos piensan que todo ha terminado… ¡Es ahora! Kenneth Wolstenholme, narrador oficial BBC en la Copa del Mundo.
En ese preciso momento, en el minuto 27 del tiempo suplementario, Jung Hwan Ahn metió ese cabezazo que acabó con la estoica resistencia de Gianluigi Buffon. La noche del 18 de junio del 2002 se transformó en todo un acontecimiento en la península de Corea, por lo menos, al sur del paralelo 38 todo era una fiesta. La selección anfitriona había derrotado a Italia por los octavos de final de la Copa Mundial del 2002. Amargamente, los italianos reclamaron el negligente arbitraje del ecuatoriano Byron Moreno, incluso amenazaron con retirarse de la FIFA, pero el escándalo quedó en un segundo plano ante las monumentales celebraciones coreanas. El festejo oriental se exacerbaba con el histórico relato de la imposibilidad italiana de derrotar a los asiáticos. Después de treinta y seis años la historia se repetía y, al igual que en 1966, los coreanos dejaban en el camino a un seleccionado azzurro. Todos recordaban aquel épico episodio, pero pocos se acordaban que en Inglaterra 66 no había sido esta Corea el verdugo de los europeos. Para muchos daba lo mismo, pero al norte del paralelo 38 la victoria de los surcoreanos no representó un momento feliz. Sus vecinos demócratas y capitalistas habían alcanzado la hazaña jamás realizada por un país asiático: eliminar a un grande del fútbol mundial.
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El equipo norcoreano del 66 estaba amenazado por el olvido ante la inminente repercusión del nuevo golpe de los sureños. Sin embargo, a pesar de que el humilde pero aguerrido equipo de Corea del Sur se había convertido en el «cuco» del torneo, el legendario cuadro de Corea del Norte, que derrotó a Italia y avanzó a los cuartos de final del Mundial de Inglaterra, sigue siendo un recuerdo insuperable y no solo para los ciudadanos de la ermitaña y arisca República Popular Democrática de Corea, sino que para todos los historiadores del fútbol mundial. Un partido no es comparable con otro, como tampoco se debe comparar a Pelé con Maradona. Middlesbrough y Gwangju están separados por treinta y seis años, tal como lo están las dos Coreas hace más de cincuenta. Ambos episodios se han convertido en el cuadro perfecto de dos naciones que a través del fútbol simbolizaron el instinto de superación, y un eferveciente nacionalismo cultivado a través de la pelota. Lamentablemente a los italianos les tocó la amargura de coprotagonizar esta historia por partida doble. La península de Corea tiene una historia tan convulsionada como fascinante. Y es que los coreanos han debido vivir en medio de tremendas naciones que han dirigido el curso de la historia de un continente magnífico y milenario, a la vez que cruel y miserable. China y Japón han ejercido por siglos una eterna lucha por el control del espacio geográfico en el extremo oriente. Dos vecinos que hacen de la máxima de Carl von Clauzewitz; «soberanía y conflicto», una hipótesis más que cierta y practicable. La vida de los coreanos no ha sido para nada fácil, mucho menos armoniosa. Sucesivas invasiones, ya sean de distintas dinastías chinas o de los emperadores nipones, vieron en Corea un país necesariamente digerible. Justamente, si Corea ha tenido un eterno rival, este ha sido Japón. En 1905 los nipones invadieron la península, anexándola como colonia por cuarenta años hasta que la derrota en la Segunda
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Guerra Mundial devolvió a Corea su independencia. Pero cuando la nación coreana por fin pudo vivir sus primeros años como país independiente, el inicio de la Guerra Fría abortó su desarrollo. Las dos ideologías contrastantes, el marxismo y el capitalismo, tuvieron acogida en ambos extremos de su territorio. El norte, de indiscutible influencia china y soviética, buscó el control total del país, pero para eso debía invadir a una zona sur monitoreada por Estados Unidos. La invasión por parte de Pyongyang a Seúl rompió las hostilidades, dando inicio a la Guerra de Corea en 1950. Tres años duró el conflicto que dejó un saldo de cientos de miles de muertos y dos nuevos Estados empobrecidos y enemistados por siempre. En la última mitad del siglo, ambas Coreas tuvieron un desarrollo y una imagen desigual. Mientras los surcoreanos adoptaron un sistema político democrático y una economía profundamente capitalista, sus vecinos del norte continúan siendo gobernados bajo un estricto gobierno militar comunista, denominado Juche. Mientras Corea del Sur ha multiplicado su PIB con una industria altamente productiva, exportando tecnología de calidad, en Pyongyang todavía sobreviven de la agricultura; mientras Corea del Sur goza de los mejores niveles de vida en Asia, más de la mitad de los norcoreanos vive bajo los niveles de la extrema pobreza; mientras Corea del Sur se daba el lujo de organizar un mundial de fútbol, Corea del Norte se encerraba entre sus montañas, convirtiéndose en un país cada vez más solitario, dándose a conocer a través de su gigantesco arsenal y maquinaria de guerra. El mundo del fútbol tampoco es ajeno a estos antecedentes. El mapa del balompié mundial señala a la República de Corea como una potencia del fútbol oriental, que ha ganado una infinidad de veces la Copa de Naciones de Asia y que ha asistido a las seis últimas ediciones de la Copa del Mundo en forma consecutiva. Fue justamente en el torneo, que organizaron junto a sus veci-
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nos y rivales japoneses, en que los surcoreanos remataron en el cuarto lugar, siendo el único país no europeo ni sudamericano en disputar una semifinal del mundo. A diferencia del interesante palmarés de sus vecinos, Corea del Norte ha sido un muy lejano espectador. De no ser por sus selecciones juveniles femeninas nada sabría el mundo respecto del fútbol norcoreano, salvo por un episodio, del cual ya han pasado cuarenta y dos años. Mucho tiempo, demasiado, tomando en cuenta que, después de la historia que está a punto de ser relatada, ambientada en 1966, ninguna selección de Corea del Norte ha logrado clasificarse para otro campeonato mundial. Pero la vuelta de Norcorea a la Copa del Mundo tiene lugar y fecha: Sudáfrica 2010. Seguramente, el recuerdo de «Chollima» todavía estará presente. Durante la primera mitad de la década de los sesenta, ambas Coreas vivían un intenso proceso de reconstrucción tras la guerra del 50. Bajo las directrices socialistas, Pyongyang preparó un ambicioso plan nacionalista de obras públicas bautizado «Chollima», en honor a un milenario y mitológico caballo. Chollima tendría la misión de levantar la moral del país bajo el estricto gobierno de Kim Il Sung, quien gobernó en forma vitalicia por cerca de cuarenta años. Más tarde, el caballo mitológico no solo sería conocido por su política gubernamental, sino que por la revolución que silenciosamente se estaba gestando en su país. En cuanto al fútbol, Corea del Sur dio el primer golpe, y de forma muy prematura. Con la guerra en curso, el seleccionado surcoreano se las arregló para disputar las clasificatorias para Suiza 1954, batiéndose en un decisivo y clásico derbi con el Japón. Por rencillas históricas Corea no aceptó la visita de los japoneses, por lo que ambos partidos de clasificación se jugaron en territorio nipón. A pesar de la desventaja de no jugar en casa, los coreanos golearon a los japoneses por 5-1, convirtiéndose en los primeros asiáticos en disputar un mundial.
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El impacto que produjo en el país la participación en la Copa del Mundo fue un bálsamo en una sociedad con las heridas de guerra todavía muy frescas. A pesar del escaso rendimiento y las goleadas en contra, el entusiasmo surcoreano nunca se amilanó. La experiencia mundialista fue una importante lección para los asiáticos de cómo el fútbol podía ser un instrumento válido para la popularidad de los gobiernos y la moral de los pueblos. Corea del Sur ahora tenía algo que sus similares norteños no tenían, un seleccionado nacional capaz de sumar experiencia y representar sus colores en el exterior. En los años cincuenta, las repercusiones de la Guerra Fría hacía rato que habían llegado a otras partes del mundo. El seleccionado de moda por ese entonces, el húngaro de Puskas y Kocsis, se había transformado en el simbólo de cómo el fútbol se puso al servicio del Estado socialista, y que a pesar de la sorprendente derrota en la final de Berna ante Alemania Federal, los magiares continuaron haciendo historia. Los países del lado este de la Cortina de Hierro pusieron en el fútbol los valores ideológicos del deporte comunista, elevando las actividades físicas como una verdadera prioridad nacional. La República Popular de Corea no podía quedar al margen de las directrices ideológicas de sus dos «hermanos mayores»: China y la Unión Soviética; y junto con el plan Chollima se abocaron a la construcción de un representativo atlético de calidad, que mostrara al mundo la nueva cara de la Corea comunista. El trabajo no sería para nada fácil, mucho menos pensando en el futuro inmediato. Suecia 58 estaba a la vuelta de la esquina, por lo que los coreanos ni siquiera se presentaron a las eliminatorias. Lo mismo ocurrió para Chile 1962. La planificación de años tendría su momento cúlmine en las clasificatorias para el Mundial de Inglaterra, por lo que el programa de formación de un equipo nacional fue estimado en, al menos, ocho años. Con tranquilidad,
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paciencia y mucho trabajo, la federación coreana, dirigida por el Estado unipartidista, fue en busca de los mejores talentos del país. El no profesionalismo y la escasa tradición futbolística de Corea obligó a rastrear de forma exhaustiva a los mejores exponentes. En ligas de barrio, fábricas, escuelas y universidades, incluso en el seno del Partido de los Trabajadores, se realizó una verdadera «operación rastrillo» para encontrar a los elementos necesarios. A las órdenes de Hyun Myung Re comenzó la leva para conseguir un plantel nacional. Jugadores de todo el país fueron degustados por el paladar de Re, quien fue conformando una lista final. Las clasificatorias rumbo a Inglaterra 1966 se acercaban, y esta vez Corea del Norte había planificado su Día D, que ocurriría en la fase eliminatoria contra Australia, es decir, el 21 de noviembre de 1965, a disputarse en territorio neutral. Hyun Myung Re seleccionó a una treintena de jugadores que serían la base de su equipo. A más de un año del decisivo choque frente a los australianos, el equipo coreano trabajaba bajo las más estrictas condiciones en un complejo deportivo que no eran más que unas barracas con mínimas comodidades y un par de canchas en pésimo estado. Pero el plan era ambicioso, y Myung Re había trazado su estrategia para conquistar su objetivo de llegar a la Copa del Mundo. El plantel entraba en la última fase de preparación, como si estuvieran entrenándose para una guerra. Los entrenamientos poco se diferenciaban a los del ejército, y la federación coreana conocía a la perfección el fondo y la forma del sentido comunista del deporte, sobre todo, la militarización del juego. Los jugadores vivían recluidos, teniendo alguno que otro día a la semana «franco» para ir a visitar a sus familiares. Algunos jugadores que vivían lejos de Pyongyang se quedaban todos los días en el centro, parecido a un campo de concentración. Desde la alimentación hasta la forma de cortarse el pelo era supervisada por Muyng Re, quien llevaba un claro control de la vida privada de sus pupilos.
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La rígida disciplina era un factor fundamental de su doctrina, por lo que Corea no solo debía ser ordenada en la cancha, sino que un ejemplo de tenacidad que reflejara el alma nacional. En el equipo coreano, las figuras y las vanidades no tendían lugar, todos eran partes de una maquinita de hacer fútbol que se aceitaba para sorprender al mundo. En los años sesenta, el formato clasificatorio era bastante más acotado. La zona asiática tendría solo un cupo y, como si esto fuera poco, este tendría que ser compartido con África. En la eliminatoria africana se quedó sin jugar un solo partido, en protesta por tener que compartir el lugar con los orientales. Ningún país se presentó a disputar el repechaje con el ganador de la llave entre Australia y Corea del Norte, por lo tanto, uno de los dos países tendría la oportunidad de clasificar directamente a la Copa Mundial de Inglaterra. La serie sería disputada en tierra neutral, siendo escogida Phonom Penh, la capital de Cambodia, como sede de la repesca. El gobierno de Kim Il Sung no autorizó la visita de los australianos a territorio coreano, ya que estos habían tenido participación en la guerra de 1950. Las buenas nuevas no tardaron en llegar a Pyongyang cuando Corea sorprendió a todos con un expresivo 6-1. Después de aquella goleada, poco tenían los australianos para hacer. La serie en el Estadio Olímpico de Phonom Penh ya estaba decidida. Tanta fue la efervescencia en Corea, que el propio Kim Il Sung, mandamás del país hasta 1995, y que nunca antes había manifestado ni un mínimo interés por el fútbol, prometió una bienvenida a sus jugadores en su propio palacio presidencial. Con la clasificación en el bolsillo se jugó el partido de vuelta. Los australianos alegaron que Corea intercambiaba a sus jugadores en medio del partido, algo que en aquella época no era legal, las mismas acusaciones recaerían sobre los asiáticos en el Mundial. Con los pasajes a Londres en la mano, Corea ganó por 3 a 1.
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Chollima había dado su primer golpe a la cátedra y el Mundial estaba a tan solo unos cuantos meses. El caballito volador coreano cosechaba sus frutos en el campo de batalla. Los meses de reclusión, entrenamientos castrenses, adoctrinamiento y persecución parecían ser los correctos para Re. Corea había ganado en la cancha su pase a las finales, pero la hazaña oriental se había vuelto un dolor de cabeza para la organización de la Copa del Mundo. Durante la guerra de 1950 Londres fue enemigo de Pyongyang, y a pesar de haber transcurrido más de una década y media desde la guerra en la península, el conflicto entre Estados Unidos y la URSS se había puesto más caliente que nunca. Era la época de más vivo resentimiento de las «zonas de influencia», y solo hacía unos años atrás la Crisis de los Misiles había puesto al mundo al borde del descalabro atómico. Eran también los años en que se vaticinaba un nuevo conflicto armado, y no hay que ser experto en geografía para darse cuenta que este sería bastante cerca de la península. Corea del Norte se convertiría en un pedacito de la Guerra Fría en las canchas de Inglaterra, y si algo no querían los organizadores británicos era falta de control en un torneo que hacía rato se había vuelto una arena ideológica. El «problema de Corea» presentaba más dudas que soluciones, incluso se especulaba con que la Oficina de Extranjería le negaría el visado a la delegación coreana. La FIFA, encabezada por el inglés Sir Stanley Rous, tuvo que persuadir a Londres para que dejara ingresar a los coreanos a la isla, y el Foreign Office terminó cediendo, claro, pidiendo a cambio una condición: que el himno y la bandera norcoreana no se interpretara ni flameara durante el campeonato mundial. Semanas antes del torneo los coreanos hacían sus maletas para viajar a Europa, con el convencimiento que eran personas non gratas en Inglaterra. Iniciarían su aventura mundialista con un fuerte Estado que los respaldaba, pero que también los estaría vigilando
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desde demasiado cerca. El propio Kim Il Sung los arengó, diciendo: «Europeos y sudamericanos han dominado el fútbol internacional. Como representantes de los continentes africanos y asiáticos, como gente de color, les ruego que ganen uno o dos partidos». El avión que tenía como primer destino Alemania había sido prestado por el propio dictador coreano, y en el largo trayecto hasta Europa no pararon de cantar el pegajoso himno especialmente compuesto para la ocasión «Podemos vencer a cualquiera, incluso hasta los más fuertes», como si fuera una advertencia con especial dedicatoria a los italianos. De Healthrow directo a la norteña ciudad industrial de Middlesbrough, sede del Grupo 4, zona que la República Popular Democrática de Corea compartiría con la Unión Soviética, vicecampeón europeo en 1964; Italia, bicampeón mundial; y Chile, semifinalista de la última edición de la Copa del Mundo. Como se puede ver, en el papel Corea tenía todas las de perder. El debut estaba programado para el atardecer del 12 de julio en el Ayresome Park de Middlesbrough, nada menos que ante los soviéticos. Los 22.000 locales que llegaron a presenciar el partido no se extrañaron cuando en media hora los rusos llevaban dos de ventaja. De lo que sí estaban sorprendidos era de la diminuta figura de los asiáticos, que parecían luchar contra gigantes rusos. Un segundo gol de Malofeyev selló la definitiva goleada de 3-0 en contra con que Corea del Norte debutó en un mundial. A esas alturas poco o más bien nada sabía la parcialidad y prensa inglesa del fenómeno Chollima, que había dejado en el camino a Australia siete meses atrás. Pudo ser el habitual sentimiento de apoyo a los débiles, el simpático y humilde comportamiento de «esos gentiles jovencitos que parecen extraterrestres», como llamó la BBC al equipo coreano, o que el rojo de su uniforme se pareciera mucho al del Middlesbrough, pero lo cierto es que por algún motivo la población de esa ciudad le dio su cariño al equipo asiático. Y esto porque todavía les faltaba presenciar la verdadera razón de la calurosa acogida inglesa
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al equipo, cuya principal motivación estaba a punto de verse: la magistral exhibición coreana de fútbol ofensivo y aguerrido, que terminó por cautivar el corazón de los británicos, en una muestra de que en el fútbol la mejor defensa es el ataque, sin importar el tonelaje o los laureles de un equipo. A pesar de que en su segundo encuentro, frente a Chile, otra vez Corea estaba abajo en el marcador desde temprano, esta vez el equipo de Hyun Myung Re no podía darse el lujo de perder. Otra derrota los mandaría directo a casa, defraudando al «gran líder» Kim Il Sung y a todo el pueblo norcoreano. Varias oportunidades tuvieron los chilenos de sentenciar la historia, pero una soberbia actuación del portero Chan Myong Li dejó a los orientales con vida. No obstante, el reloj avanzaba, y Chile seguía 1-0 arriba. Cuando faltaban menos de dos minutos para el final, y el público comenzaba a retirarse de las gradas, Seung Zin Pak agarró la pelota y mandó un bombazo que terminó en el fondo del arco chileno. Uno a uno final, y los coreanos festejaron el épico empate como una victoria. Este resultado todavía los dejaba con posibilidades de clasificarse a la siguiente ronda, posible, en parte, también a la victoria rusa sobre Italia por la mínima. La jornada del 19 de julio lo decidiría todo. Aquel día, el Ayresome Park estuvo hasta las banderas, con un público que de pocas maneras podría llamarse neutral. Los 20.000 espectadores en Middlesbrough, toda Gran Bretaña y la cincuentena de países que seguían la Copa del Mundo en una incipiente transmisión global, estaban a minutos de presenciar el mayor shock en la historia de la Copa Mundial. Corea del Norte versus Italia, y el que saliera victorioso de aquel encuentro tomaría un lugar en los cuartos de final. Los todopoderosos italianos, que dos años más tarde se coronarían campeones de Europa, pusieron en la cancha a destacadas figuras como Enrico Albertosi en el arco, Giacinto Facchetti, el talento de Gianni Rivera y el olfato goleador de Sandro Mazzola.
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En un comienzo violento, los coreanos buscaban desplegar su juego veloz ante la férrea resistencia lombarda propuesta por el técnico Edmundo Fabbri. Cada vez que los coreanos se acercaban el arco de Albertosi el público se levantaba de sus asientos, como si todos estuvieran deseando algo que parecía imposible, sobre todos las casas de apostadores, que jugaban 1 a 1.000 la victoria coreana. Con personalidad el equipo rojo tomó el control del juego frente a los bruscos italianos, que cada cinco minutos pateaban a uno que otro enano oriental. Corea, cada vez de forma más peligrosa, amenazaba el resultado y, sobre todo, la historia de la competición. Hasta que llegó el minuto que sería recordado para siempre en la historia del deporte norcoreano y del fútbol mundial. Cuando el reloj de monsieur Pierre Schwinte marcaba los 42 minutos, los coreanos se fueron en otro osado contragolpe, en el que la pelota llegó más rápido de lo pensado, por lo menos para la retaguardia italiana, a los pies del número 7 Doo Ik Pak, quien soltó un remate que se coló, besando el poste derecho de Albertosi. El disparo estremeció la red, y también a los 20.000 ingleses presentes en el estadio. La loca celebración de los coreanos emocionó al mundo, como si ni ellos mismos creyeran que estaban derribando al gigante, en un baile de pequeños y flacos orientales con sus camisetas rojas al viento, una tarde que el fútbol nunca olvidaría, como tampoco el relato de Kenneth Wolstenholme, la voz oficial de Inglaterra 1966. El segundo tiempo fue puro aguante de Corea. Italia tuvo varias oportunidades para empatar y mandar a los asiáticos a casa. Chan Myong Li tuvo una actuación soberbia despejando las embestidas de los italianos, quienes veían con cada vez más desesperación cómo el golpe se volvía irreversible y estaban a punto de convertirse en el hazmerreír del torneo al ser eliminados por una selección, hasta ese momento, exótica.
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Cuando terminó el partido, parecía como si Inglaterra hubiera ganado la Copa. Los hinchas locales se abrazaban entre sí, en un espectáculo de júbilo digno de una final. Los coreanos lloraban y gritaban, mientras aparecían las banderas azules y rojas en las gradas y los futbolistas agradecían al fiel público de Middlesbrough que los apoyó en toda la primera ronda. Chollima había hecho historia, por primera vez un equipo asiático superaba la primera ronda de un mundial. Un diario local tituló «La caída del Imperio Romano no es nada comparado con esto». El nombre de «mata gigantes» se esparcía por todo el Mundial, y pobre del equipo que los tuviera que enfrentar en Cuartos. Ahora ya no solo era la habilidad, orden y velocidad de los coreanos, sino que se habían convertido en los regalones del pueblo inglés. Corea había ganado en la cancha su derecho de viajar a Liverpool para disputar el paso a semifinales frente al poderoso equipo portugués, que había dejado a los campeones brasileños en el camino. Por su parte, avergonzados a más no poder volvieron los italianos a casa, según las crónicas, siendo recibidos por una lluvia de tomates. Al igual que los australianos, los reclamos italianos por el supuesto intercambio de futbolistas coreanos durante el partido quedó, en su momento, como una poca decorosa excusa frente a la opinión pública. ¿No habrá sido mucha coincidencia? Nunca podrá comprobarse aquella acusación, al menos que alguno de los integrantes de Chollima estuviera dispuesto a destruir el mito. Tan sorprendente había sido el triunfo de los asiáticos, que los italianos debieron cancelar su reserva a Liverpool, mientras que los orientales, que ya tenían previsto su vuelo a casa, tuvieron que postergarlo. Ni siquiera los organizadores tenían entre sus planes una prórroga en la estadía de los coreanos, que no encontraron hotel en ninguna parte, por lo que debieron ser hospedados por una congregación religiosa.
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Inglaterra dejaba en el camino a Argentina en un partido no exento de polémica, con un marcador que se decidió por la mínima y por la expulsión de Ratín, quien dejó la cancha arrugando la bandera británica y siendo despedido por el público inglés que les gritaba «¡Animals, animals!». En la otra llave Alemania daba cuenta de Uruguay. Los sudamericanos no dudaron en reclamar, aludiendo una supuesta corrupción de la organización para perjudicar a los dos latinos, favoreciendo a ingleses y alemanes. Para los periodistas sudamericanos, el robo de la Jules Rimet desde la oficina de sellos postales de Londres había sido una patética metáfora de que el Mundial estaba arreglado. De no ser por «Pickles», el perro que encontró el trofeo en un basural de la periferia de Londres, Inglaterra pudo haber sido el primer campeón sin Copa. De vuelta a los cuartos de final, la Unión Soviética derrotaba con lo justo al potente conjunto húngaro, y en el Goodison Park de Liverpool, Inglaterra conocería a su rival de semis, que saldría entre la sorprendente Corea del Norte y el implacable conjunto portugués. Había nacido en la más dura de las miserias de la capital de Mozambique, Maputo. Cuando todavía era un niño viajó a probar suerte a Lisboa, donde encontró su camino al ser contratado, recién a los diecicho años, por el Benfica. Con el equipo del halcón hizo una «chorrera» de goles, pero si este personaje es conocido en el mundo entero, e idolatrado en Portugal, fue por su apabullante actuación en Inglaterra 1966. A pesar de que los lusitanos gozaban de una histórica tradición futbolera, con tres reconocidas instituciones como el Benfica, el Sporting Club y el Porto, el equipo nacional nunca había podido participar en un mundial. Pero desde lo más profundo de África saldría este moreno medio «regordete» llamado Eusebio da Silva Ferreira, quien en cosa de semanas se convirtió en el mejor jugador de la Copa Mundial de Inglaterra. Los dos goles conseguidos en primera ronda, uno frente a Bulgaria y otro frente a Brasil, en el recordado partido donde mu-
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tilaron a Pelé, llevaron al sólido equipo luso a los cuartos de final en el tope de su grupo. El plantel dirigido por el brasileño Otto Gloria estaba para cosas grandes, y el rival a vencer era el equipo «regalón» del torneo, Corea del Norte. Y las estadísticas los demuestran, entre Middlesbrough y Liverpool hay 175 kilómetros de distancia, pero eso no le importó a los más de tres mil seguidores de Middlesbrough, que con sus colores rojos viajaron hasta el condado de Lancanshire para apoyar a su adoptivo conjunto coreano. La historia diría que en aquella tarde en el Goodison Park el héroe sería Eusebio, quien se matriculó con cuatro de los cinco goles con que Portugal derrotó a Corea. A pesar de la expresividad del marcador, no son pocos los que recuerdan que los lusos estuvieron medio partido contra las cuerdas, a punto de ser eliminados por un conjunto coreano que jugaba con el alma. Los once de Portugal, más los 55.000 espectadores en Liverpool, no la podían creer cuando recién al minuto de juego Zin Pak Seung la clavó en el ángulo con un disparo desde fuera del área. Todo el mundo pensó que Portugal se recuperaría en cosa de tiempo, pero no fue así. Contra todos los pronósticos, y jugando con una personalidad y amor propio que había conmovido a la gente de Middlesbrough en la fase de grupos, Corea siguió machacando, y a veinte minutos de la apertura del marcador, Woon Dong Li aprovechó un rebote del arquero José Pereira para poner a los diminutos asiáticos dos a cero arriba. Los coreanos desplegaban toda la furia de su dinámico fútbol ante un Portugal que estaba aturdido. Todavía quedaba más castigo para los lusitanos, porque a solo tres minutos del tanto de Li, Kook Sung Yang se internó en lo profundo del área portuguesa y mandó un remate que dejó otra vez sin respuesta a Pereira, que se tomaba la cabeza en un gesto de incredulidad e impotencia. En menos de media hora tenían a Portugal knock out y parecían tener al Mundial embrujado. Había pasado con Italia, ahora todos pensaban que sería el turno para Portugal de volver a casa, eliminados por un país del cual apenas habían escuchado hablar.
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Si Eusebio es tan querido en todo Portugal es porque «las hazañas» han sido traspasadas por generaciones, cuya principal efeméride tuvo que ver con la mítica remontada del equipo portugués frente a Corea del Norte. Los coreanos podrían gozar de una amplia ventaja, hasta del apoyo del público inglés, pero Portugal tenía a Eusebio quien, a un par de minutos del tercer tanto rival, corrió 30 metros para meterse como un rayo por la retaguardia coreana batiendo al arquero con un puntazo. 1-3 y Portugal no tenía tiempo que perder. La frenética patriada de Eusebio por nivelar las cosas había comenzado, y antes del final del primer tiempo José Augusto Torres fue tacleado por detrás en el área rival. El israelí Menachem Ashkenazi pitó el penal que le dio a Eusebio la posibilidad de descontar. Se iban a descansar con el marcador 3-2 y el partido quedaban en las manos de Portugal, bajo la preocupante mirada de Myung Hyun Re. Nadie pararía a Eusebio, ni mucho menos la inútil estirada de Myong Li ante un fulminante disparo del 13 de Portugal, que igualaba el marcador en Liverpool. Y eso no era todo, porque pocos minutos después de producido su gol, Eusebio corrió otros 50 metros, esta vez por la banda izquierda, dejando a todo el equipo coreano en el camino. Su feroz arremetida solo pudo ser frenada por una grosera entrada de Sung Lim en el área de gol. Otro penal concedido para Portugal. A pesar del dolor por la patada, Eusebio, con muecas de sufrimiento, se levantó y se acercó a la portería para cobrar la falta. Minuto 56 y los coreanos sentían que había llegado el momento de volver a casa. Eusebio no perdonó y marcó su cuarto gol del partido. Prácticamente en solitario dio vuelta un juego que en el primer tiempo estaba perdido. Corea del Norte intentó cambiar el rumbo del encuentro, pero ya era tarde. La jornada había sido pedida al universo por Eusebio. En los minutos finales Augusto aprovechó el pánico en la defensa oriental para mandar un cabezazo sin resistencia al fondo del arco, decretando el 5-3 con que Portugal se clasificaba a las semifinales en
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el partido con más goles de Inglaterra 1966. En ese momento, Corea se dio cuenta que el Mundial se había acabado para ellos, aunque la cálida despedida del público inglés hizo sentir a los coreanos como campeones del mundo, y estos agradecían amablemente la simpatía ofrecida con una solemne reverencia. Portugal definiría con el local el paso a la final. Con dos goles de Bobby Charlton, Inglaterra hizo vibrar a Wembley y clasificó por primera vez en su historia a una final mundial. Eusebio volvería a marcar en los últimos diez minutos, que fueron como dos horas para los hinchas locales que veían cómo otra vez «La pantera negra» los vacunaba igual que a los coreanos, es decir, en cualquier momento. Pero no, Inglaterra aguantó y ganó su derecho a disputar la Copa frente a Alemania Occidental. Por el tercer puesto Portugal finalizó un brillante debut en un campeonato mundial, venciendo a la Unión Soviética de Lev Yashin por 2-1. ¿Y quién no podía faltar en el marcador? Lógicamente Eusebio da Silva, que de penal anotó su noveno gol del certamen, titulándose como goleador, mejor jugador de Inglaterra 1966 y el futbolista portugués de la centuria. Inglaterra prolongaría su propia fiesta derrotando agónica y polémicamente a los alemanes en la final en el estadio de Wembley, ante casi 100.000 personas. El milagroso o fatídico minuto 101, dependiendo si usted es inglés o alemán, vio cómo el disparo de Geoff Hurst dio de lleno en el horizontal y rebotó en la línea de gol. Fue validado por el árbitro Dienst de Suiza y su asistente soviético Bakhramov, quien más tarde confesó: «No vi entrar la pelota, pero Dienst descargó sobre mi espalda toda la responsabilidad. ¿Qué podía hacer?», declaró el lineman. Cuando el propio Hurst convirtió el cuarto y definitivo gol ya había público en la cancha. «Ellos piensan que todo ha terminado. ¡Es ahora!», dijo para la posterioridad Kenneth Wolstenholme, el mítico narrador de la BBC que acompañó a Inglaterra a ganar su
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primer mundial, junto con las conmovedoras imágenes televisivas a color, las primeras de un campeonato mundial. La imagen de los jugadores ingleses, celebrando ante un público enfervorizado, y la imborrable postal del capitán Bobby Moore siendo llevado en andas por sus compañeros, sonriente, con los ojos llenos de orgullo y con la Jules Rimet en una mano, las vimos en colores por televisión. Desde que el plantel coreano dejó Inglaterra después de los cuartos de final, nada más se supo de ellos. Periodistas británicos e italianos buscaron explicaciones respecto a cuál había sido el paradero de los integrantes de Chollima, pero el aislamiento norcoreano filtró cualquier acercamiento con Occidente. Así fue como se difundieron rumores que decían que los últimos días de los Chollima se vivieron en un campo de concentración, castigados por una supuesta falta de disciplina después de la victoria frente a Italia en una desbordada celebración con alcohol y mujeres. Se cuenta que el único goleador de ese partido, Pak Doo Ik, fue recluido en un calabozo donde su único alimento eran los insectos que merodeaban su celda. Otros cuentan que, a raíz de aquella noche de juerga en Inglaterra, los jugadores fueron condenados a un ostracismo sin indulto alguno, obligados a ser olvidados por un Estado que sentía vergüenza por ellos. Todo esto se contaba sobre la tortuosa y triste historia del equipo que había generado el golpe más grande en la historia de la Copa del Mundo, cuyo pecado fue haber pertenecido a la mitad «oscura» del paralelo 38. En el año 2002, mientras en Corea del Sur por fin creaban su propia versión de Chollima, eliminando a los italianos precisamente en la segunda ronda del mundial, el productor y director inglés Daniel Gordon luchó por cuatro años por un cupo para jugar su propio campeonato, vencer a las inflexibles autoridades coreanas para viajar a Pyongyang y ganar su derecho a filmar un documental sobre los sobrevivientes del equipo norcoreano del
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66. La obra de Gordon es el único antecedente de lo que sucedió realmente con los Chollima, y la única fuente capaz de desmentir las escandalosas versiones occidentales sobre el fatal y triste paradero de los futbolistas. En «The Game of their Lives», el cineasta inglés contactó a siete de los veintidós jugadores que viajaron a la primera y última Copa del Mundo disputada por Corea del Norte. Gordon, su equipo y todo el público, que esperaban ver a los coreanos contando los terroríficos testimonios de tortura y abuso, se quedaron con las ganas, porque la realidad era muy distinta. Vestidos con un impecable uniforme verde oliva del Ejército norcoreano, y con medallas y condecoraciones que les llegaba hasta las rodillas, los jugadores del 66 desmintieron cualquier mal trato por parte del gobierno de Pyongyang, es más, agradecieron y recordaron a su «gran líder» Kim Il Sung, que de vuelta de Inglaterra los trató como héroes y los invitó a su palacio. Pero hay también pruebas de cómo el Estado norcoreano se aprovechó de su éxito para levantar toda una aparatosa campaña propagandística a favor del régimen socialista. Los jugadores pasaron de gira en gira acompañando al Partido de los Trabajadores, tanto así que su imagen como héroes nacionales se fue transformando paulatinamente en la cara del comunismo coreano, ideologizando a un pueblo cada vez más reprimido. Hasta que el fervor del fútbol fue pasando en Corea del Norte y las hazañas de los Chollima comenzaron a olvidarse, frente a un fútbol norcoreano que nunca más despegó, al igual que su país. Ahora, viviendo en departamentos y pensiones que el Estado subsidia a los oficiales en retiro del Ejército, los chicos del 66 reconocen orgullosos el haber sido representantes, por no decir herramientas, del régimen comunista, ayudando a recomponer la imagen internacional de Corea del Norte a través del fútbol.
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Capítulo xi
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En uno de los momentos más bizarros en la historia del fútbol mundial, comenzó el partido con un solo equipo en cancha. Los rojos avanzaron lentamente hacia el espacio vacío, pasándose la pelota entre los cómplices gritos de «oleee» que llegaban desde las tribunas.
En once años, aquel estadio pasó de ser el epicentro del fútbol mundial a ser un centro de detención. En once años el país pasó de organizar un brillante campeonato mundial y, por poco, ganarlo, a dar nuevamente que hablar en la prensa internacional, pero por nada que tenga que ver con fútbol. De 1962 a 1973 pasaron muchas cosas en Chile, en una década particularmente convulsionada para una nación acostumbrada a la tranquilidad político-institucional. A mediados de la década de los sesenta, la escena política internacional se crispaba peligrosamente y a Latinoamérica llegaban los coletazos tras la Revolución Cubana de 1959, la Crisis de los Misiles de 1962, el Concilio Vaticano II del mismo año, el atentado contra el Presidente John Kennedy, el inicio de la Guerra de Vietnam, el surgimiento del movimiento hippie, la carrera espacial soviético-americana, la pegajosa música de un grupo de muchachos flacuchentos llamados The Beatles y la Revolución de Mayo de 1968, protagonizada por los estudiantes parisinos. Como se puede ver, el mundo en los sesenta tenía un poco de 163
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todo; una mezcla de sueños, realidades, utopías e ideologías que polarizaron al mundo en las formas más variadas, como también en las más peligrosas posibles. La lucha ideológica entre el capitalismo y el marxismo estaba entrando a un momento crítico luego de la expansión del socialismo tras la Segunda Guerra Mundial. Rusia, Europa del Este, China, Corea, Vietnam, Cuba y Perú, entre otros países, iban formando parte de la órbita socialista impulsada desde Moscú. El tablero de ajedrez en que se había convertido el mundo estaba ya tan estrecho que cualquier movimiento, por más sutil que fuese, podría generar un choque entre las dos superpotencias de la época; Estados Unidos y la Unión Soviética. Esta peligrosa dinámica encontró un caldo de cultivo perfecto en Latinoamérica. Tras la revolución de Castro, el estilo guerrillero-marxista se había convertido en un verdadero fetiche para la izquierda latina, región que vivía bajo un importante nivel de atraso, pobreza, analfabetismo, desigualdad y con la presencia de poderosas oligarquías terratenientes, síntoma perfecto para las violentas intervenciones por partes de los marxistas-leninistas. Lo que para Estados Unidos significaba una zona de influencia indiscutida se ponía en peligro tras la revolución armada en Cuba. Ahora Latinoamérica podía ser objeto de batallas ideológicas. En Brasil ya se había instaurado un gobierno de facto de tendencia conservadora, mientras que, en Perú, uno revolucionario. Todas las informaciones señalaban que la próxima elección presidencial en Chile tendría un carácter que la haría planetariamente mediática. La Unidad Popular, conglomerado político de izquierda, prometía quedarse con el triunfo ante una derecha que yacía desgastada. Corría el año 1970 y como la elección fue tan estrecha, hubo que recurrir al Congreso para dirimir el resultado. El candidato socialista, Salvador Allende, finalmente ganó discutidamente la elección.
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Por primera vez en la historia el socialismo duro llegaba al poder a través de un sufragio y no mediante una revolución. Chile entraba a uno de sus momentos de mayor tensión de su historia política, y los años venideros serían una lamentable postal de polarización, odio, desorden y crisis. Luego de tres años de gobierno, Salvador Allende tenía a Chile al borde del colapso económico, con la población cada vez más descontenta y fragmentada. Los vientos de crisis parecían inminentes y cada mañana el país se levantaba esperando que las hostilidades rompieran. Chile vivía momentos de extrema tensión y lo único que traía alegría a la gente era la brillante campaña de un equipo de fútbol que, cada vez que entraba a la cancha, paralizaba al país. Se trataba de Colo-Colo versión 1973 que ese año, de la mano de grandes jugadores como Carlos Caszely, Sergio Ahumada y Francisco «Chamaco» Valdés, dirigidos por Luís «El zorro» Álamos, fueron vicecampeones de la Copa Libertadores de América, perdiendo en un polémico tercer partido final ante Independiente de Avellaneda, en Montevideo. Tanta efervescencia había despertado aquella temporada de Colo-Colo que se cuenta que, debido al éxito del equipo, se retrasó el golpe de Estado contra el gobierno de Allende. Pero no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, por lo que la intervención de las Fuerzas Armadas chilenas tuvo su hora cero la mañana del 11 de septiembre de 1973. Los mil días de Salvador Allende y su Unidad Popular llegaban a su fin, dando paso a un gobierno militar conservador y represivo ante un ambiente de guerra civil. Si hacía un poco más de diez años «La batalla de Santiago» era conocida por el bochornoso juego mundialista entre Italia y Chile en el Estadio Nacional, once años después eran tanques los que recorrían las calles de la capital. En esos momentos, del Colo-Colo finalista de la Libertadores pocos se acordaban.
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Sin embargo, justamente ese plantel de Colo-Colo era la base de la selección chilena que disputaba las clasificatorias rumbo al mundial de Alemania 1974, cuyo seleccionador era el mismo Luis Álamos. La eliminatoria sudamericana había empezado en abril de 1973, y Chile estaba emparejado con Perú para lograr un cupo que se disputaría con un equipo europeo. El 29 de abril se abría una nueva versión del «clásico del Pacífico», una rivalidad chileno-peruana donde el fútbol está siempre en un segundo plano. En su visita a Lima, los locales ganaron por 2-0, por lo que que, si Chile pretendía ir al Mundial, tendría que vencer a los peruanos en Santiago por la misma diferencia, para forzar un tercer partido de definición. Doce días después se jugaba la revancha en el Estadio Nacional y, con dos goles de Julio Crisosto, «La roja» emparejaba el global, sellando la suerte de la eliminatoria en Uruguay. Mientras en Chile se mantenía una tregua entre partidarios y opositores a Allende para ver el partido contra los peruanos, en un nervioso y trabado duelo Chile terminó ganando 2-1 en Montevideo, clasificándose para la repesca con un rival del Viejo Continente, que sería nada menos que la Unión Soviética. El 26 de septiembre, con el general Augusto José Ramón Pinochet Ugarte liderando la Junta de Gobierno, la selección chilena tendría que presentarse en el estadio Olímpico de Moscú. El gobierno militar llevaba sus primeros días en el gobierno y el país todavía se encontraba en estado de shock. Antes del viaje, el plantel chileno se dio cuenta de la detención de uno de los integrantes del staff técnico, por lo que, previo a dirigirse al aeropuerto de Santiago, los jugadores obligaron al chofer del bus desviarse hasta la cárcel para visitar a su compañero. El viaje a Rusia sería largísimo y algunas figuras, como el zaguero Elías Figueroa, se integrarían apuradamente al plantel en Europa. Ante el drástico cambio político acontecido en Chile, el otrora aliado soviético declaró a los sudamericanos como delegación non grata,
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poniendo todo tipo de problemas para retrasar la llegada de los chilenos; que los pasaportes y que el papeleo, las eternas horas de espera en el aeropuerto, el frío y todo tipo de incomodidades para hacer lo más difícil posible el desarrollo de la eliminatoria para la visita. Alguna que otra literatura hay sobre un partido que pareciera haberse jugado en la Luna. Más mitos que certezas, más leyenda que realidad. Y es que los rusos sabían perfectamente que, mientras menos licencias dieran a sus rivales, más cerca estarían del Mundial. Cuando se dice que antes se jugaba «verdaderamente de visita» hay que echar un vistazo a los escasos o nulos registros audiovisuales de un encuentro que valió una clasificación mundialista. No faltaron los que crearon la penosa historia en que el árbitro brasileño Armando Marques era un furibundo anticomunista que buscaba a toda costa perjudicar a los rusos, que, por cierto, jugaban de local. También se ha dicho que cuando el réferi murió, en Chile se le hizo un homenaje oficial. Incluso hay quienes aseguran que el propio presidente de la Asociación Chilena por esa época, Francisco Fluxá, había convencido al pito brasileño de darle una mano a Chile. Todas creaciones de alguna mente fantasiosa, para decirlo de una forma sutil. Lo cierto es que, después del pronunciamiento que derrocó a Allende de La Moneda, la Unión Soviética rompió de inmediato relaciones con Chile y, de paso, no reconoció el nuevo gobierno de la Junta Militar. Por este motivo, la prensa chilena no fue autorizada para ingresar a territorio ruso, y de esta forma el partido de repesca por la clasificación a la Copa Mundial de Alemania se volvió un rompecabezas para el periodismo internacional. Lo que se convirtió en una especie de mito deportivo tuvo su mayor valorización en el resultado más que cualquier otra cosa. Chile logró aguantar un esforzado 0-0, con la Selección jugando, como se dice coloquialmente, «colgada del travesaño», apenas pasando un par de veces la mitad de la cancha y dedicando los noventa minutos a
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repeler los ataques rusos. Es verdad, el propio Marques destaca el perfecto despliegue defensivo del equipo de Álamos y el elegante juego de Elías Figueroa, que había «dejado locos a los rusos». Algo que a los periodistas molesta mucho, además de la censura, es la prohibición de poder desenvolverse libremente. Rusia se convirtió en un paradigma de clausura e inflexibles «no» para una prensa deportiva chilena hambrienta de historias. De ahí que el Unión Soviética-Chile se haya convertido en una fusión de cuentos ante la ignorancia de lo acontecido, una especie de fetiche periodístico. Incluso, a algún reportero se le ocurrió decir que los chilenos vistieron las mismas camisetas blancas con que Chile derrotó a la URSS en el Mundial del 62. Nada más absurdo que utilizar unas prendas que, a esas alturas, estarían apolilladas. Apenas existen imágenes sobre lo acontecido en aquel vital encuentro; solo el relato de los protagonistas, quienes, además de jugar con un frío extremo y contra un formidable equipo soviético, donde destacaban figuras como Oleg Blokhin. Cero a cero el marcador final, resultado que dejaba a Chile con la prioridad de clasificarse a Alemania en el partido de vuelta que estaba programado para el 21 de noviembre, en Santiago. El resultado no era nada de alentador para los rusos, ni mucho menos los antecedentes. La última vez que el seleccionado soviético visitó Chile para un encuentro oficial había sido en la Copa del Mundo de 1962, instancia en la que, en cuartos de final, cayeron ante el local por 1-2. La Unión Soviética tenía mucho que perder, mucho más que una clasificación al mundial. El Kremlin no se arriesgaría a jugar con la suerte de su imagen al caer derrotados contra una «dictadura burguesa» occidental, diminuta al lado del Imperio Rojo. Para desvalorar cualquier negativa moscovita a disputar el compromiso, ejecutivos de FIFA viajaron a Santiago para verificar la «normalidad» de la vida en Chile. Inspeccionaron el Estadio Nacional, convertido en un campo de prisioneros políticos que pasaban semanas en las graderías del estadio. Antes que llegara
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la gente de FIFA, las autoridades ordenaron sacar a todos los prisioneros de las tribunas, para encerrarlos en las entrañas del estadio; camarines, baños, sectores de entrenamiento y bodegas. Inmediatamente la FIFA autorizó el partido en Santiago de Chile, se estableció que los rusos serían descalificados y multados si se atrevían a no presentarse en el encuentro. Pasaban los días y se acercaba el momento decisivo, pero de los rusos nada de movimiento se veía. La excusa era obvia; la delegación soviética declinaba oficialmente su viaje a Chile argumentando su «rechazo al régimen fascista de Pinochet, y que no jugaría al fútbol en un recinto que ha sido utilizado sistemáticamente como campo de concentración». La Asociación Central de Fútbol sabía perfectamente que los rusos no venían, y que la clasificación al Mundial ya se podía celebrar. La fiesta en el Estadio Nacional estaba lista, con público en las gradas, pero esta vez de verdad (mientras los presos seguían escondidos en el subterráneo). La Selección Chilena saltó al césped de Ñuñoa con su uniforme tradicional, preparándose para enrostrarles a los soviéticos, muy a la distancia, su «cobardía por no cumplir». En uno de los momentos más bizarros en la historia del fútbol mundial, comenzó el partido con un solo equipo en cancha. Los rojos avanzaron lentamente hacia el espacio vacío, pasándose la pelota entre los cómplices gritos de «oleee» que llegaban desde las tribunas. Francisco Valdés, el capitán de la oncena chilena, sería el encargado de marcar el simbólico gol ganador, «la gesta del mundo libre contra el oscurantismo marxista.» Por poco que Sergio «El negro» Ahumada le quita el gol a Valdés, pero «Chamaco» se apuró en definir ante la puerta descubierta para sellar el triunfo de Chile sobre la Unión Soviética. Así terminaba la serie de repechaje para la clasificación de la Copa Mundial de la FIFA Alemania 1974, en la que, meses más tarde, Chile estaría presente, esta vez enfrentando a rivales de carne y hueso, no imaginarios. Como los boletos ya estaban vendidos, la Asociación Chilena invitó al Santos de Brasil como
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sparring de La Roja. Parece que los chilenos se habían acostumbrado a jugar contra fantasmas, pues el equipo carioca les metió un 5-0 en su partido de celebración por la clasificación. Antes de partir a la Copa del Mundo, Augusto Pinochet invitó a toda la delegación a una despedida oficial en el edificio Diego Portales, sede de la Junta Militar. Fue la recordada jornada del quite de saludo por parte de Carlos Humberto Caszely, goleador de La Roja y de Colo-Colo, al general Pinochet. Caszely tenía una pública inclinación política de izquierda. Bajo el ambiente marcial y tenso de la presentación, todos los integrantes del plantel saludaron solemnemente al general, menos uno, quien veía de reojo cómo Pinochet avanzaba en la fila estrechando las manos de sus compañeros, uno por uno. Sin siquiera mirarlo, el futbolista no estiró su mano y el militar pasó de largo hasta el siguiente en la lista. De inmediato la prensa afín al gobierno tituló: «Desaire de Caszely al general Pinochet». En una época de gran tensión política, tanto en Chile como en sus países vecinos, la Selección se embarcaba rumbo a Alemania para competir en su quinto mundial. Por más razones políticas que deportivas, la delegación chilena generó una expectación especial. En todo el mundo se hablaba del golpe contra Allende, el surgimiento de un Gobierno militar y las acusaciones de crímenes contra los derechos humanos. La llegada de Chile al aeropuerto fue digna de una película de Silvester Stalone. A los chilenos los esperaba una comitiva de la policía y del Ejército alemán. Se subieron a un bus sin ningún distintivo, para no llamar la atención, y hasta una tanqueta custodió el viaje desde el aeropuerto hasta la localidad de Glienicke, a 30 kilómetros de Berlín. Difícilmente se podría denominar «hotel» a un complejo con forma de castillo medieval circundado de rejas electrificadas, circuitos cerrados de televisión, pastores alemanes y unidades policiales que resguardaban día y noche a la
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delegación chilena. No se permitían ni las entrevistas ni las visitas, y los entrenamientos se hacían bajo una estricta privacidad, en otras palabras, un complejo deportivo que sería el paraíso para don Marcelo Bielsa. El 14 de junio se inauguró el IX Campeonato Mundial, con un partido protagonizado por los dueños de casa, Alemania , justamente frente a Chile, ante más de 80.000 personas en el Olímpico de Berlín. Un zapatazo de 25 metros, propulsado por el pie derecho de Paul Breitner, fue mucho para la reacción del portero Leopoldo Vallejos. Con ese solitario gol Alemania ganó el partido. Pero otro hecho anecdótico fue el amargo debut de Carlos Caszely. El «rey del metro cuadrado» ya había levantado polémica antes de iniciado el partido. En la ceremonia de los himnos, como una forma de dar a conocer su oposición al régimen militar, daba saltitos y elongaba mientras sus compañeros cantaban. De inmediato se ganó las críticas de la prensa, que lo acusaron de «traidor a la patria» y de «estarse rascando el poto mientras sonaba el himno». Pero lo que sí quedó en los anales de la Copa del Mundo fue su expulsión al minuto 69 de partido. Tras haber recibido una amarilla en el primer tiempo, el turco Dogan Babacan lo mandó a las duchas después que el ariete chileno se vengó de la fuerte marcación de Berti Vogts con un puntapié. Caszely se transformaría en el primer jugador en ser expulsado de un campeonato mundial con el sistema de tarjetas, introducido para el Mundial de México 1970, en el que, curiosamente, nadie fue expulsado. En su siguiente compromiso, con gol de Sergio Ahumada Chile le sacó un empate a la otra Alemania, la Oriental. Con ese resultado, más una victoria ante la debutante Australia, le daban al equipo de Lucho Álamos posibilidades de avanzar a la segunda ronda. Los oceánicos eran el rival más débil del grupo, y venían de caer ante las dos Alemanias. El partido era más que accesible, aunque ninguno de los protagonistas contó con la furia de la naturaleza y la
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negligencia de un árbitro procedente de un país donde el fútbol era considerado como un elemento más de la colonización occidental. En el que fue calificado como el «peor aguacero de los mundiales», un ataque chileno parecía concluir cuando la pelota quedó chapoteando en el área australiana, dejando a toda la defensa oceánica confundida, lo que fue aprovechado por Carlos Caszely, quien no perdonó y anotó lo que era el gol de la clasificación para Chile. Tan atípico fue que, confundido, el árbitro iraní Jafar Namdar anuló la jugada, por «rara». El marcador volvía a quedar en cero, y no se movería más. Los que sí se moverían serían los chilenos, que volvieron a casa echándole la culpa a la lluvia y a la mala suerte de haber sido dirigidos por un árbitro de una nación de la que nunca habían escuchado. Seguramente tampoco les interesó que, un par de horas más tarde, la RDA venció sorpresivamente a sus poderosos vecinos occidentales, clasificándose a segunda ronda. De vuelta a Santiago, el clima político seguía muy tenso como para hablar de fútbol, pero al gobierno no se les olvidaría la performance de Caszely. En el proceso siguiente, rumbo al Mundial de Argentina, «El chino» sería marginado del plantel por órdenes expresas del general de Carabineros Eduardo Gordon, por aquellos tiempos, mandamás de la Asociación Central de Fútbol. Chile se dio el lujo de no contar con Caszely, que «la rompía» en Colo-Colo. ¿Cómo le fue a la Selección? Cuando en Mendoza tenían todo preparado para recibir a las hordas de hinchas chilenos, Perú se desquitaría de su eliminación a manos chilenas en el proceso anterior, dejando a La roja viendo el Mundial por televisión. Arrepentidos, ante el clamor popular los dirigentes de la Asociación autorizaron la vuelta de Caszely. Al año siguiente Chile resultó vicecampeón de la Copa América, y completaría una brillante clasificación a la Copa del Mundo de España 1982, donde otra vez esperaban a los chilenos con alambrados, cámaras, policías y encierro.
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Capítulo xii
La mal llamada «Guerra del Fútbol»
Cuando Mauricio Alonso «Pipo» Rodríguez mandó la pelota al fondo del arco hondureño bajo la torrencial lluvia que caía en el Estadio Azteca, jamás se imaginó que ese gol desencadenaría una escalada de violencia sin precedentes en Centroamérica. Ese tanto de Rodríguez le daba la clasificación a El Salvador para disputar la final de la fase eliminatoria de la Concacaf, rumbo a la Copa Mundial de México 1970, dejando fuera a sus rivales y vecinos de Honduras en un partido que se definió en el tiempo extra y que terminó con serios incidentes entre jugadores de ambos equipos, como si fuera un desafortunado vaticino de la caldeada sangre que por esa época circulaba entre hondureños y salvadoreños. Corría el año 1969, Richard Nixon reemplazaba a Lyndon Johnson en la Casa Blanca; los Beatles harían su último concierto; en Israel, Golda Meier se convertía en la primera mujer presidente; Pelé marcaba su gol número mil y Neil Armstrong pasaba a la historia como el primer hombre en pisar la Luna. Mientras tanto, Centroamérica se iba calentando no solo por el calor tropical, también por la relación de dos vecinos que no se aguantaban más, y el fútbol se transformó en la excusa perfecta para todos los interesados en desarrollar un conflicto bélico entre dos naciones, hasta ese momento, «hermanas». Honduras y El Salvador nacieron y se desarrollaron de forma común. Enclavada en el corazón centroamericano, la República
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de El Salvador es territorialmente uno de los países más pequeños de Latinoamérica, pero su economía es una de las más sólidas de la zona. Por su parte, la vecina Honduras, de una extensión diez veces mayor, ha debido lidiar con su escasa densidad poblacional y su atrasada economía agraria. El fin de la década de los sesenta presentaba un tenso panorama en Latinoamérica. Tras la Revolución Cubana de 1959, el pánico se apoderó de los sectores conservadores de todo el continente que, con el cómplice beneplácito de Washington, siempre preocupado por el devenir de su área de influencia inmediata, conocido coloquialmente como «patio trasero», impulsaron gobiernos militares anticomunistas. Honduras y El Salvador no fueron la excepción a esta tendencia. Sus gobernantes, al igual que todos los gobernantes autoritarios del mundo, intentaron desviar la atención hacia fuera. Algunos historiadores las separan en «guerras limpias» y «guerras sucias». El maestro del expansionismo decimonónico, el prusiano Carl von Clausewitz, aconsejaba siempre disponer de objetivos generales y específicos antes de entrar en batalla; era el «método científico de la guerra». Que en la guerra «todos pierden» es la falacia más grande porque, a pesar de las lamentables consecuencias, siempre habrá alguien que se quede con el botín, sea tangible o no. Lo cierto es que ambos gobiernos debían hacer algo al respecto, si querían conservar el poder de sus respectivos países. La situación en Honduras se hacía insostenible, las elites terratenientes estaban descontentas con las sucesivas migraciones de campesinos salvadoreños en busca de trabajo en las llanuras hondureñas. Los latifundistas hondureños clamaban por la expulsión de los inmigrantes, que para 1969 se estimaban en 350.000. Finalmente, el gobierno del general Oswaldo López Arellano decretó la esperada reforma agraria, que consistió básicamente en requisar las tierras hondureñas que estuvieran en propiedad de salvadoreños, para repartirlas entre agricultores nacionales. Además de la expropiación de sus propie-
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dades, los campesinos salvadoreños fueron objeto de persecuciones por las autoridades y la ciudadanía. La prensa oficialista de ambos bandos comenzaba la primera etapa de una guerra psicológica. En San Salvador, la reforma agraria de Tegucigalpa causó un profundo rechazo, acusaron a los militares del país vecino de «genocidas», incluso corrió la historia del famoso «Chacal de Olancho», inspirada en la figura de un tal «Coronel Padilla» a quien identificaban en El Salvador como el responsable de una serie de asesinatos, torturas y violaciones a los campesinos salvadoreños. Mientras tanto, la expulsión se hacía efectiva, y decenas de miles de salvadoreños y sus descendientes cruzaban el río Goascorán en un éxodo bíblico. Faltaba que se encendiera la mecha para hacer explotar la dinamita, y en ese escenario se jugaría el partido de ida por las eliminatorias mundialistas, el 8 de junio de 1969. La prensa de ambos países hacía rato que estaba en conflicto. Los sectores más nacionalistas de ambas sociedades alentaban el encuentro futbolístico como si la supervivencia nacional dependiera de ello. El Estadio Nacional de Tegucigalpa era una caldera, 37.000 aficionados hacían filas de cuadras para ver el «clásico del Goascorán». Pero, para los hinchas locales, el choque había empezado hace días. De algo tenía que servir las tres noches en vigilia para molestar la concentración de la delegación salvadoreña, alojada en un céntrico hotel de la capital. Bocinazos, gritos, cánticos, petardos, todo lo que fuera necesario para no dejar dormir a los futbolistas rivales. El 1-0 con que el conjunto dueño de casa venció fue suficiente para instalar la algarabía en Tegucigalpa y los otros departamentos del país. En contraparte, el periodismo en San Salvador culpaba el poco espíritu deportivo de los anfitriones, y juraban venganza para la vuelta. Las amenazas no tardaron en hacerse realidad. Una semana más tarde esperaban a los hondureños con un ambiente todavía peor. Si Tegucigalpa había sido desagradable, la capital salvadoreña era
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un infierno. La llegada del plantel visitante fue caótica. Los gobiernos de ambos países pedían seguridad para sus deportistas, y los jugadores hondureños fueron puestos bajo un estricto dispositivo, pero nunca tanto como para no permitir que miles de individuos se acercaran a la concentración visitante para no dejarla en paz. Esta vez el saldo sería más negro, cuatro «valientes», o inconscientes hinchas hondureños que viajaron a ver el partido, murieron. El Estadio Flor Blanca estaba hasta el tope y por las emisoras se pedía que no llegara más gente al recinto. Esa mañana de domingo, con dos goles de Juan Ramón Martínez, El Salvador goleó a Honduras por 3 a 0, forzando un tercer partido definitorio. El gobierno y la prensa salvadoreña echaron a andar toda su máquina propagandística patriotera, endulzando la victoria como si fuera un bocado de lo que se vendría más adelante, y en serio. Los doce días que faltaban para el juego definitorio no hicieron más que encrespar los ya caldeados ánimos. Los dos dictadores, Fidel Sánchez Hernández y Oswaldo López Arellano, se mandaban poco cordiales mensajitos y mandaban a cerrar el paso fronterizo del río Goascorán. Mientras tanto, el Mercado Común Centroamericano, una creación yankee, temblaba. Por fin había llegado la hora de la verdad, en campo neutral. En el monumental Estadio Azteca, recién construido para los Juegos Olímpicos de México en 1968, hondureños y salvadoreños se jugarían la clasificación a la próxima ronda de las eliminatorias. En un estadio solo poblado por el contundente contingente policial mexicano, que estaba advertido de la animadversión entre ambos conjuntos centroamericanos, se presenció un emocionante partido bajo el aguacero del Distrito Federal. Tan apretadas estaban las cosas, que el tiempo regular no fue suficiente para romper la igualdad, por lo que debió jugarse una prórroga. El recordado gol de «Pipo» Rodríguez eliminó a Honduras y dejó a El Salvador en inmejorable posición para clasificarse. No podía ser de otra
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forma; el duelo terminó con una gresca impresionante y la inundada cancha se llenó de policías que poco hacían por terminar con las hostilidades, aplacando a los jugadores a lumazos. Nada les importó a los de El Salvador. Ahora solo les faltaría derrotar a Haití en la fecha siguiente para volver a México. Todo el pueblo salvadoreño celebró la que había sido su más grande hazaña en su humilde historial futbolístico. Cuando en las calles de San Salvador aún disfrutaban de la dulce victoria en el campo de juego, repentinamente los medios mostraron crudas imágenes de los abusos que las autoridades hondureñas cometían contra los inmigrantes salvadoreños. Aquella información causó un profundo impacto en la opinión pública nacional, y fue tomada como una actitud revanchista por parte de sus vecinos orientales. El gobierno del general Fidel Sánchez condenó los supuestos abusos públicamente, argumentando que «el gobierno de Honduras no ha tomado ninguna medida para castigar aquellos crímenes genocidas», transformando en cómplice al mandato de su colega López Arellano. Además, la situación en El Salvador estaba más que complicada con el retorno de los cientos de miles de repatriados que deambulaban hambrientos por las calles de la capital. Pero pocos se cuestionaron el que las imágenes nada tenían que ver con el partido en México, ya que la deportación de los inmigrantes salvadoreños que, por cierto, eran ilegales en su gran mayoría, había sido un triste pero paulatino fenómeno en el que el resultado de los juegos por el Mundial nada tenía que ver. La dictadura de Sánchez Hernández, junto con su fanática prensa, magnificaron el éxodo migratorio, mostrándolo como una venganza por el resultado del partido. No obstante, el verdadero motivo del conflicto Honduras-El Salvador tiene el mismo origen que la mayoría de las guerras modernas: el factor económico. Desde que se implementó el Mercado Común Centroamericano (MCCA) en 1960, proyecto impulsado por Estados Unidos para
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fomentar el comercio en los países de la zona con el fin de evitar el surgimiento del socialismo, a algunos países les fue mejor que a otros bajo la alianza económica. El Salvador fue uno de ellos, que en algunos años logró aumentar su Producto Interno Bruto comerciando estrechamente con sus vecinos, especialmente con Honduras. Las cuentas son claras. Se estima que en menos de diez años las exportaciones salvadoreñas a Honduras se sextuplicaron. No ocurrió lo mismo con los capitalistas hondureños, quienes, al no poder competir con los productos de sus colegas de El Salvador, no tuvieron mayores ganancias, a pesar de contar con un territorio cultivable mucho mayor. La balanza comercial se volvió más que negativa para Tegucigalpa y las relaciones entre las dos clases dirigentes de ambos países se tornaron cada vez menos cordiales. La hipótesis vecinal salvadoreña estaba en alerta roja. En San Salvador pensaban que, después de la deportación y el cierre de la frontera, cualquier cosa podía pasar. A eso le sumamos todo el circo que montó el periodismo salvadoreño tras su triunfo en el partido definitorio por las eliminatorias, alertando a la ciudadanía pues, según ellos, los hondureños se desquitarían, pero sin la pelota. Como «guerra preventiva» se le conoce en los círculos militares a la estrategia de sorprender al enemigo antes que él te sorprenda a ti. Esta fue la arriesgada táctica que las Fuerzas Armadas de El Salvador decidieron utilizar pues, en la madrugada del 14 de julio de 1969, iniciaron un operativo que incluyó el despegue de su precaria Fuerza Aérea, compuesta por aviones Mustang de la Segunda Guerra Mundial y otros aeroplanos civiles rudimentariamente acondicionados con armamento, que atacaron posiciones hondureñas a lo largo de la frontera durante toda la mañana. La escaramuza mató aproximadamente a 1.500 hondureños, la mayoría campesinos que habitaban en la zona. Más tarde, el Ejército de El Salvador, algo más apertrechado que su enemigo, con casi 2.000 hombres y con armamento de la
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Primera Guerra Mundial, cruzó el río Goascorán, la frontera entre ambas repúblicas. En tan solo horas, la blitzkrieg salvadoreña hizo retroceder a la defensa hondureña más de 8 kilómetros, aniquilando la resistencia del departamento de Nueva Ocotopeque, en el frente occidental. Hasta que llegó la brava respuesta hondureña que, al igual que el ataque de sus enemigos, fue por el aire. A pesar de tener unidades aún más antiguas, la aviación hondureña se las arregló para destruir los depósitos petroleros salvadoreños bien al interior de ese país, paralizando su maquinaria de guerra y su poder aeronáutico que tantas bajas había causado. En San Salvador se cortó la energía eléctrica, ante el pánico de la población que esperaba el bombardeo hondureño en cualquier momento. Afortunadamente, este nunca llegó. Los aviones de López Arellano eran muy lentos como para internarse en la capital bajo constante fuego antiaéreo. El 15 de julio, un día después del quiebre de las hostilidades, la Organización de Estados Americanos pidió el cese al fuego inmediato y el retiro de las tropas salvadoreñas de territorio hondureño. Pero Fidel Sánchez ignoró las presiones de Washington, y no se replegaría hasta que el gobierno de su ahora enemigo López Arellano pagase una indemnización a los ciudadanos de origen salvadoreño que fueron expulsados, heridos o asesinados bajo su régimen. Lógicamente, Tegucigalpa no aprobaría tal exigencia, lo que daría más tiempo a Sánchez Hernández de continuar una guerra que le estaba dando mucho crédito interno, mientras cientos de sus soldados morían en el campo de batalla. La OEA intensificó su presión sobre El Salvador para poner fin a las maniobras contra Honduras, amenazando con sanciones económicas. Fidel Sánchez, apodado en su país como «Tapón», por su baja estatura, terminó cediendo, y la noche del 18 de julio se acordó un alto al fuego, que recién tuvo efecto cuarenta y ocho horas después. Pero el tema del retiro de las tropas salvadoreñas era
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otra cosa. El dictador no estaba dispuesto a mover un solo soldado de territorio enemigo hasta que Tegucigalpa accediera a pagar reparaciones por los abusos cometidos contra los campesinos. La OEA no hizo mucho más y dejó que «El tapón» negociara con Oswaldo López Arellano. El Estado hondureño se comprometería a cancelar una compensación por los abusos cometidos contra ciudadanos salvadoreños. El retiro completo de las fuerzas invasoras tenía fecha límite para el 27 de julio, pero al Estado Mayor salvadoreño le pareció mejor idea quedarse en Honduras hasta el segundo día de agosto, poniendo fin a la también conocida como Guerra de las Cien Horas, aunque, en la práctica, se extendió por bastante más tiempo, casi medio mes. Las consecuencias del conflicto fueron severas para ambos países. Más de 4.000 personas murieron, además de contar con otros varios miles de víctimas, entre heridos y desaparecidos. Más de 100.000 desplazados debieron dejar sus tierras, que se convertirían en sangrientos campos de batalla. Se calcula que ambos Ejércitos perdieron un gran porcentaje de sus unidades efectivas, y las Fuerzas Aéreas se vieron reducidas a la mitad de su capacidad. Se habla que nunca hubo un vencedor. Si bien las tropas salvadoreñas se habían internado en Honduras, lo que le dio a Fidel Sánchez el argumento suficiente para declararse ganador y recibir con honores a sus tropas, la diminuta aviación hondureña había puesto en jaque la logística de El Salvador. Además, el territorio conquistado por los salvadoreños, el departamento de Nueva Ocotopeque, era justamente uno de los más despoblados y escasamente fortificado por los hondureños. Años más tarde, la Corte Internacional de Justicia le devolvió todos los territorios a Honduras, volviendo al límite original del río Goascán, pero la frontera quedó cerrada indefinidamente, dañando la economía de ambos países e imposibilitando la restauración del Mercado Común Centroamericano.
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Sin embargo, el conflicto sí tuvo ganadores, como en todas las guerras. Los militares de ambos países, que se atribuían respectivamente el éxito en el enfrentamiento bélico, propulsaron una activa campaña nacionalista, montando todo un aparataje para demostrar que fueron ellos quienes salvaron a la patria. Tanto en San Salvador como en Tegucigalpa, los soldados que volvían del frente eran recibidos como héroes. Los gobiernos autoritarios habían logrado el objetivo de legitimar su poder, y ganarían sucesivamente todas las elecciones y plebiscitos que siguieron, no exentos de fraudes. En El Salvador la cosa no dio para más y, ante los cientos de miles que retornaban desde Honduras, causando una hecatombe económica en el pequeño país, reventó el descontento popular que dividió a la nación, produciéndose una guerra civil entre el gobierno militar y las fuerzas revolucionarias. Aquel conflicto cobró muchas más víctimas que la guerra con Honduras, contabilizándose en, al menos, 75.000. Un mes después de la Guerra de las Cien Horas, la Selección de El Salvador disputó la final de CONCACAF frente Haití en partidos de ida y vuelta. El 21 de septiembre el equipo salvadoreño fue a ganar en Puerto Príncipe por la mínima, asegurando su clasificación a México. Pero el partido de vuelta en San Salvador fue una tremenda sorpresa 3 a 0 lo dio vuelta la visita, arruinando el carnaval local. Al igual que en la llave anterior, se debió disputar un tercer compromiso en territorio neutral. Finalmente, El Salvador pudo festejar su más que dramática clasificación a una copa del mundo, venciendo en el alargue a Haití el 8 de octubre, por 1 a 0 en Kingston, Jamaica. La desgraciadamente llamada «Guerra del Fútbol» por el en ese entonces joven reportero polaco Ryzard Kapuscinsky, no fue más que un colorante, una desafortunada casualidad donde la pelota estaba metida entre dos bandos que ya estaban atrincherados. Como anécdota, la aventura salvadoreña en México fue previsiblemente corta. A pesar del entusiasmo del debutante, el
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equipo perdió y fue goleado por Bélgica, México y la Unión Soviética, terminando con nueve goles en contra y ninguno a favor. Bastante poco, si se compara al sufrimiento que significó llegar a la Copa Mundial.
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Capítulo xiii
James Riordan, «un inglés en Moscú»
«¿Puedes jugar atrás?», le preguntó el técnico. «Vengo de jugar dos horas, por lo menos estoy tibio todavía», le respondió Riordan.
Cuando Jean Marc Bosman demandó a su club, el R.F.C. Lieje, a su Federación Nacional y a la UEFA, en 1990, porque no lo dejaban ser transferido al US Dunquerque, del fútbol francés, estalló un problema que hacía años venía poniendo en aprietos al fútbol, especialmente el europeo. Como si fuera un meteorito cuya trayectoria e impacto estaban calculados con antelación, el fenómeno de la corriente migratoria del fútbol era una realidad imposible de ignorar. La llamada Ley Bosman dictada por la UEFA tras el alegato fundado del futbolista belga, ordenó un panorama que de alguna forma estaba atentando contra el «libre comercio» del negocio de las transferencias. Por «amor al fichaje», y la danza de millones que significa, todos los jugadores europeos tendrían libertad de moverse por el continente, dejando de tener la vilipendiada calidad de «extranjeros». Españoles, italianos, alemanes o portugueses tendrían el derecho a ser contratados en igualdad de condiciones al fichar por un club extranjero. Sin embargo, el cambio no fue solo para ellos. En las ligas de Alemania y, sobre todo, de Francia, juegan un sinnúmero de futbolistas africanos, por lo que nativos de Camerún, Costa de Marfil o Nigeria, de la noche a la mañana se habían convertido en europeos.
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Aquel éxodo masivo de jugadores hacia los lucrativos mercados de Europa ha sido una constante que no tiene más de treinta y tantos años, exceptuando, por supuesto, a los futbolistas sudamericanos, que desde el principio del profesionalismo alimentaron al fútbol del Viejo Mundo, desde los oriundi argentinos de la Selección Italiana de Pozzo, hasta el fichaje del delantero brasileño Robinho, cuyo pase fue vendido en 42 millones de euros del Real Madrid al Manchester City en septiembre de 2008. Es más fácil vender a un futbolista sudamericano a Europa que un europeo a otro club europeo. En Alemania no hay muchos ingleses jugando al fútbol, como tampoco hay escoceses en Portugal. Los altos precios y la comodidad del club local son una variante difícil de romper para el futbolista europeo, por lo tanto, tener a un inglés jugando en España hace treinta años era casi de locos. En 1957, el galés John Charles fue fichado por la Juventus procedente del Leeds United, desatando polémica en el fútbol de la época. A los británicos no les gustó perder una de sus más importantes figuras, y en Gales se preguntaban si «El gigante bueno» volvería a defender a los «dragones». Entre los europeos de mitad de siglo, el intercambio de futbolistas se veía con más antipatía que esperanza, donde el profesional estaba casi forzado a decidir entre el club o la selección. En las décadas siguientes, bajo la tensión de la Guerra Fría, esta no fue indiferente al fútbol, y la cancha se transformó en otra arena de confrontación ideológica. Fiel a su política antiprofesionalista, los países socialistas subvencionaron las ligas domésticas, transformando a los deportistas en símbolos ambulantes de propaganda nacionalista. En la década de los cincuenta y sesenta no era raro que jugadores provenientes del mundo comunista se infiltraran clandestinamente hacia Occidente, para probar suerte en el muy bien rentado fútbol burgués. Fue el caso de los húngaros Ferenc Puskas y Ladislao Kubala. Por otro lado, la posibilidad de que un
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jugador occidental fuera a parar a alguna cancha de algún régimen comunista era algo bizarro y de mal gusto, además de ilegal. Precisamente, junto con el simbólico colapso de aquella construcción de ladrillos y fierros, la Perestroika también tocó al fútbol de Oriente. En Rusia, un país apasionado por el fútbol pero dormido por décadas en el amateurismo, este deporte se abrió paulatinamente. En cosa de años, y no solo con la llegada de la democracia a Moscú, sino que también con las millonarias inversiones que algunos magnates rusos hicieron en el deporte, se levantó rápidamente una atractiva competencia. Hace algunos años, ver jugadores sudamericanos, africanos o alguno que otro europeo occidental en el medio ruso era un imposible. Hoy, equipos como el CSKA de Moscú o el Zenit de San Petesburgo, ambos campeones europeos, tienen entre sus filas a varios brasileños, algunos morenos pintorescos como el excéntrico Wagner Love, con sus trenzas multicolores. Seguramente, con Stalin o Bresniev en el poder, ni brasileño ni pelilargo ni mucho menos negro, se hubiera visto en la Rusia bolchevique. Lo que sí se vio alguna vez, en aquellos parajes moscovitas, fue la historia de un inglés llamado James Riordan, relatado en el libro autobiográfico de este personaje titulado Camarada Jim: El espía que jugó por el Spartak, título donde la combinación espíainglés-Unión Soviética calza perfecto con la tensión de la época. Pero James Riordan nunca fue un espía, ni pretendía serlo, teniendo en cuenta que, a pesar de formar parte del Ejército británico, era un ferviente comunista, fanático de Rusia y su historia. Tampoco fue futbolista, por lo menos de profesión, pero sí jugó en el Spartak, a pesar de no haber estado en la nata de su juventud ni sumar un solo minuto en primera. La historia de este personaje es curiosa y vale unas buenas líneas, así lo pensó el propio Riordan que publicó su libro antes de la Copa del Mundo de Alemania 2006. Justamente aquel año,
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Gary O´Connor, jugador escocés del Hibernian, fue transferido al Lokomotiv de Moscú por 1,6 millones de libras. La prensa que siguió la millonaria transferencia por el delantero nacido en Edimburgo, destacó que se trataba del primer británico en jugar en el fútbol ruso. Equivocados todos, quiso demostrar James Riordan, tratando de atesorar su tan extraño como fascinante récord de ser el único británico en calzarse los botines en la fría Rusia. Lamentablemente para Riordan, que hoy pasa de los setenta años, fue extrañamente borrado del historial del fútbol ruso. El único documento que demostró su hazaña, además de sus memorias, fue una antiquísima tarjeta de colección, las mismas popularizadas por el béisbol donde salen las fotos y datos de los jugadores, pero aquella vez dedicada al fútbol ruso de la temporada 1963, apareciendo el plantel del Spartak de Moscú, con Yakov Iordanov en sus filas, el sinónimo ruso de James Riordan. Nacido en el obrero puerto de Portsmouth, Riordan fue desde niño un escolar brillante. Su sueño de estudiar una carrera universitaria contrastaba con la penumbra del miserable escenario en que vivía donde ir a la universidad era cuento de niños ricos y no de un working class porteño. Cuando terminó el colegio tuvo que cumplir su servicio militar en el Ejército, instancia en que los oficiales notaron que Riordan no estaba para ser un soldado más. Sus habilidades intelectuales lo mandaron directo a un curso de ruso intensivo de ocho meses, con la finalidad de ser capaz de interceptar las emisoras soviéticas. Pero eso no sería todo. James siguió escalando en su carrera militar, por lo que el Ejército decidió mandarlo camuflado a Berlín Oriental a vigilar algunas bases aéreas. Se podría decir que ese es todo el prontuario de Riordan como espía pero, con lo que no contaban sus superiores en el Ejército inglés, era que su especialista en ruso era comunista, nada raro para un descendiente de obreros portuarios de aquella época.
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En 1959 obtuvo su credencial del Partido Comunista británico, y dos años después logró acceder a una beca de dieciocho meses en la Alta Escuela del Partido Comunista en Moscú, un lugar secreto y a la vez prestigioso para entrenar jóvenes marxistas extranjeros donde aprendían diversas materias como historia, ruso y filosofía. En la capital rusa, el joven estudiante inglés tuvo contacto con altas autoridades soviéticas, por ejemplo, con el secretario general del Partido Comunista, Nikita Khrushev. También tuvo importantes acercamientos con otros dos «camaradas» británicos, Guy Burgess y Donald MacLean, dos integrantes del Cambridge Five, un famoso círculo de espías dobles que habían traicionado al Reino Unido a favor de la URSS. A pesar de ser comunista y admirador del régimen staliniano, James Riordan no estaba dispuesto a vender a su país, es más, durante su estada en Moscú, Riordan frecuentaba las actividades del cuerpo diplomático británico, y hasta jugaba en su equipo de fútbol ante otras delegaciones extranjeras. Además de la política y la cultura rusas, la pasión de Riordan era, justamente, el fútbol. Para su tesis de doctorado comenzó una investigación sobre la historia del deporte soviético y su relación con el régimen local. Este trabajo lo llevó a conocer de cerca la realidad deportiva del país, especialmente en lo relacionado con el fútbol. Fue así como conoció a Gennady Logofet, defensa del Spartak de Moscú y de la Selección nacional. La liga de fútbol de los funcionarios diplomáticos colindaba con Tarasovka, las canchas de entrenamiento del Spartak, por lo que Gennady Logofet vio jugar un par de veces a Riordan con el servicio inglés, y llamó a su entrenador, el campeón olímpico con la selección rusa de 1956, Nikita Simonyan. El técnico, impresionado con el despliegue de Riordan en el mediocampo, lo mandó a llamar para conocerlo al borde de la cancha. El entrenador de origen armenio le preguntó al estudiante inglés sobre su currículum futbolístico, pero Riordan no había jugado más que en una liga dominical y en el equipo del regimiento en Portsmouth. Suficiente para Simonyan,
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quien seguramente pensó que el paso por el fútbol militar era el equivalente al CSKA de Moscú, club representativo del Ejército Rojo. La cosa es que James Riordan fue invitado por Simonyan a la práctica del primer equipo, lo que sería una buena oportunidad para conocer más de cerca el balompié ruso de primer nivel, lo más parecido a un anillo al dedo para su tesis académica. Lo que Riordan no sabía era que Nikita Simonyan tenía otra cosa en mente para él. Al día siguiente, Riordan recibió la llamada del estratega, quien le preguntó: «¿Puedes venir mañana en la tarde? Y trae tus botines también». Aquel domingo jugó su respectivo compromiso con el equipo del cuerpo diplomático británico, y a las dos de la tarde cruzó al otro lado del campo hasta Tarasovka, sudado y exhausto por el juego anterior. En la práctica vespertina Riordan compartió cancha con uno de los mejores jugadores rusos de la historia, Igor Aleksandrovic Netto, campeón europeo con la Selección Soviética en 1960. Finalizado el entrenamiento, con el inglés agradeciendo a Simonyan y al grupo por el fantástico momento compartido, el entrenador se le acerca y le pregunta: «¿Estás libre mañana?». Aún sin comprender la situación en que se encontraba, Riordan pensó que sería invitado a presenciar el próximo juego del Spartak en el Estadio Central Lenin, hoy conocido como Luzhniki. A la mañana siguiente, después de su entrenamiento con los diplomáticos, partió al Lenin a ver el compromiso entre el Spartak y el Pakhtakor, actualmente perteneciente al fútbol de Uzbekistán. Con dos horas de anticipación, como le había pedido Simonyan, se presentó para ser llevado directo a los vestidores. En ese momento, el auxiliar de Nikita Simonyan le entregó la camiseta rojiblanca del Spartak con el número ocho. Anonadado, Riordan trataba de entender la curiosa situación. Simonyan tuvo que explicarle que uno de los zagueros del equipo se había lesionado por «ser amigo de la serpiente verde», mientras que todo el plantel estallaba en risa (era un eufemismo ruso para referirse a que el defensa titular
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era un alcohólico adicto al vodka). «¿Puedes jugar atrás?», le preguntó el técnico, «Vengo de jugar dos horas, por lo menos estoy tibio todavía», le respondió Riordan. En el imponente «Estadio Lenin», James Riordan fue anunciado por el locutor del estadio como Yakov Iordanov. Durante aquellos años los extranjeros estaban prohibidos en Rusia, salvo que fuesen aceptados por el régimen. Pero, además, el nombre real del inglés hubiera llamado demasiado la atención en un jugador que ni siquiera estaba registrado en la liga. No obstante el fuerte control existente, durante esa época el fútbol ruso estaba bajo una enorme corrupción. La inclusión de jugadores de último minuto no era nada comparada con asesinatos, deportaciones de futbolistas rusos a campos de prisioneros siberianos, apuestas y sobornos a la orden del día. Aun así, el riesgo más grande lo iba a correr Simonyan. De ser sorprendida su maniobra por las autoridades soviéticas, podría terminar como el ex presidente del Spartak Moscú, Nikolai Starostin, quien fue condenado a ocho años de trabajos forzados en un campo en Siberia, ante la acusación de «promover el deporte burgués» al ofrecer a sus jugadores una pequeña remuneración o beneficios económicos como incentivo. Las alineaciones se entregaban en un papelito con borrones después del comienzo del compromiso, lo que le valió a Iordanov jugar su primer y mejor partido de su vida como profesional. El encuentro terminó empatado a dos goles, pero James Riordan fue impenetrable en el centro de la zaga. «Los dos tantos en contra vinieron desde las orillas», se jactaba el nativo de Portsmouth en una entrevista luego de la publicación de Conrade Jim que, con su imponente humanidad de más de un metro noventa, era más sólido que un tanque soviético T-55. La semana posterior al debut, Riordan vivió por primera vez su rutina como un jugador profesional de elite. En la mañana asistía
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a clases en la Alta Escuela pero, a la tarde, cambiaba su identidad para estar a las dos en punto en las canchas de Tarasovka. Tan bien le iba a Riordan en el entrenamiento, que el defensa titular perdió su puesto y pasó las penas frecuentando a la «serpiente verde». El calendario fijaba el siguiente encuentro frente al Kairat Almaty, club proveniente de Kazajstán. Pero, al parecer, ese no fue el día de Riordan. El gol del Almaty partió por una falla del defensa inglés, que significó el empate final a un gol. Simonyan quedó disconforme con la performance de su refuerzo extranjero, aunque no le dijo nada. Al entrenamiento de la jornada siguiente, su puesto había sido retomado por su compañero alcoholizado, y a pesar de que Riordan siguió asistiendo a las prácticas con regularidad unas semanas más, ya no estaba en los planes del exigente Nikita Simonyan. Aquella falla contra el Kairat Almaty cortó de raíz la que parecía ser una prometedora carrera, a ojos de uno de los entrenadores más prestigiosos de la URSS. Sin embargo, cualquier técnico con dos dedos de frente sabe que un buen futbolista no puede ser desechado al primer error que cometa. «Errar y olvidar» van de la mano del decálogo del zaguero pero no para los jefes soviéticos, que en cualquier momento podrían descubrir la verdadera identidad de Yakov Iordanov y mandar a Simonyan y todo su equipo directo a Siberia. La relegación del inglés poco tenía que ver con el gol del Almaty. En el Spartak, el error de Riordan era haber nacido inglés. Semanas después de su debut y despedida en la liga soviética, James Riordan terminó su posgrado en la Alta Escuela del Partido Comunista y regresó, después de cinco años, a casa. El joven militar de veintidós años, proveniente de un barrio obrero de Portsmouth, se convirtió en experto en historia y lengua rusas, dedicando el resto de su vida a hacer clases en la Universidad de Surrey. Obsesionado con el pasado del que fue un gran imperio y, por supuesto, con la historia de fútbol de la que formó parte, Riordan trató incesantemente de comunicarse con sus compañeros del Spar-
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tak Moscú. Personajes como Nikita Simonyan, Gennady Logofet e Igor Netto, por algún motivo nunca reconocieron la existencia de Riordan o Iordanov en el Spartak de los años sesenta. A fines de los noventa, Riordan viajó a Rusia para filmar un documental junto a la BBC sobre los Cambridge Five, los recordados espías ingleses al servicio del Kremlin, oportunidad que Riordan aprovechó para ver en terreno las caras de sus viejos camaradas. Nadie lo reconoció, o pretendieron no hacerlo. Cuando le preguntaron a Simonyan sobre aquel jugador inglés que parecía un tanque, la excusa del técnico armenio fue: «No lo recuerdo, ha pasado mucho tiempo». ¿Por qué la breve historia de James Riordan ha sido borrada del fútbol ruso? Aquella incógnita puede responderse tomando en cuenta el contexto del país más extenso del mundo. Treinta años después de la experiencia del inglés en la ermitaña liga soviética, del paso de la Glasnot y Perestroika con Gorbachov, el precipitado epílogo del Imperio Rojo colapsó el equilibrio de poderes del mundo, desmembrando al viejo gigante en más de quince Estados, dejando en Rusia los vestigios del mundo socialista. A casi veinte años de la caída del Muro de Berlín, Rusia es tan capitalista como sus antiguos enemigos de Occidente y, al igual que todos los vencidos en la historia, que debieron asumir su papel de segundones, no volvería a ser la superpotencia que solía ser. Para el propio James Riordan, que hasta hoy sigue vinculado al Partido Comunista británico, la causa de su destierro del balompié soviético obedece justamente a aquel afán reivindicativo de los protagonistas rusos de la época, los mismos que un par de veces compartieron con él cancha y camarín, pero que de ninguna forma serían cómplices en manchar lo que para ellos es un impecable bloqueo a las individualidades extranjeras de la época. En el fútbol rojo todos tenían que ser soviéticos, no importa si eran georgianos o uzbecos. Si ningún occi-
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dental jamás pudo participar del fútbol oriental, no podrían aceptar que un amateur, un jugador de ligas dominicales, ocupase esa plaza. Luego del colapso de 1989, el laureado deporte soviético, al igual que el muro, también se caería a pedazos. El fútbol fue, seguramente, la actividad deportiva que en un principio más se resintió, durante la transición entre un totalitarismo marxista y una pseudodemocracia capitalista. Rusia, que en 1956 había sido campeón olímpico, cuatro años después campeón europeo y que tuvo a sus selecciones nacionales animando las Copas del Mundo, inmediatamente cayó en un pozo de arena movediza, donde su largo historial socialista no dejaba salir a la luz al profesionalismo, coartando el desarrollo de su fútbol por años. Recién en los noventa se permitiría la contratación de extranjeros, pero nadie se aventuraría a internarse en el alicaído y semiprofesional balompié ruso, quizás alguno que otro sudamericano que no le hace asco a ningún mercado. En ocho años, la Selección Nacional de Rusia no clasificó a ningún campeonato mundial y tampoco destacó en la Eurocopa. Otrora grandes clubes como el CSKA, el Torpedo o el Spartak Moscú, con suerte les alcanzaba para disputar la fase grupal de la Liga de Campeones. Pero el momento más oscuro del fútbol ruso, por lo menos en cuanto a lo deportivo, poco a poco llegaría a su fin. La vuelta a la mano dura con Vladimir Putin, en el 2000, obligó a los grandes magnates petroleros a invertir para desarrollar algunos mercados específicos. Prácticamente a la fuerza surgieron oligarcas involucrados con el negocio del fútbol. Sin duda, el más conocido fue Roman Abramovich, empresario petrolero de origen judío que compró al CSKA Moscú, el tradicional club del Ejército Rojo. Pero el gran golpe de Abramovich fue a mediados del año 2003, cuando adquirió la mayoría de las acciones del club londinense Chelsea, uno de los más populares de la capital inglesa. Con su inmensa fortuna repotenció a los blues, invirtiendo millones de
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libras en jugadores y prestigiosos entrenadores como José Mourinho, Luiz Felipe Scolari y Guus Hiddink. A este último también lo convenció de dirigir la Selección Nacional rusa, cuyo principal mecenas es justamente el dueño del Chelsea. A veinte años de la desaparición de la URSS, Rusia se encuentra en pleno proceso de recuperación del terreno perdido. El recuerdo de la gran superpotencia, el oso que con sus fuertes y largos brazos cacheteaba a cualquier rebelde que se opusiera a su órbita, inspira la aspiración rusa de volver ser el actor protagonista que fue. La agudización de su política exterior en los últimos años lo demuestra, y conflictos como el ocurrido con su vecina y débil Georgia fueron otra clara señal de que Moscú está en condiciones de desenterrar su pasado. El fútbol también ha sido campaña activa de aquel deseo. Al igual que sus Fuerzas Armadas, la repotenciación del fútbol, considerando su liga doméstica y el seleccionado nacional ha sido una prioridad estratégica para decirle al mundo que la tesis de Francis Fukuyama es errada y que la historia de Rusia no se acabó con la caída del Muro de Berlín en 1989. En el año 2005, el fútbol ruso dio su primera demostración de que las cosas iban por buen camino, cuando el CSKA de Moscú se clasificó campeón de la Copa UEFA. Tres años después, el Zenit de San Petesburgo imitó a sus compatriotas moscovitas y, ese mismo año, el seleccionado ruso, dirigido por Guus Hiddink, remató con un sorprendente tercer lugar en la Eurocopa de Austria y Suiza. Todo indica que las glorias de las selecciones soviéticas de la década de los cincuenta y sesenta podrían volver a repetirse. Mientras tanto, a James Riordan, el protagonista de esta historia, no le queda otra que ver el presente a la distancia, resignado a continuar como un eterno proscrito de una pequeña pero controversial parte de los años más exitosos, y más corruptos, del balompié soviético, donde una vieja y amarillenta tarjeta para
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fanáticos adolescentes se transformó en el «santo grial» de un hombre que soñó con ser futbolista, y lo cumplió, aunque haya sido solo por un par de partidos.
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En la arena de Brasil
Yo no me meto cuando usted elige a su gabinete, entonces yo le voy a pedir que no se meta cuando yo elijo a mis jugadores. Joao Saldanha, en su última declaración antes de ser destituido como entrenador de la Selección Brasileña.
Gran parte de la imagen que el mundo tiene de Brasil se debe a su fútbol, plagado de triunfos. Con cinco títulos mundiales a cuestas, además de otras dos finales y un sinnúmero de Copas América, casi no hay trofeo de selecciones que no esté en las vitrinas de la Confederación Brasileña de Fútbol. Principal semillero inagotable de talentos, es un dínamo nuclear que produce sin descanso alguno, para instalar representantes del Brasil por todo el planeta. La vastedad del territorio brasileño ofrece un paraíso de recursos inagotables, con materias de la mejor calidad y naturaleza. Un país que tiene decenas de millones de niños jugando a la pelota todo el día es una reserva de proporciones de la que pocas naciones gozan. En Brasil, los jugadores de fútbol son un recurso renovable. Que los países sudamericanos como Brasil sean históricamente exportadores de commodities, ganando de forma marginal comparado con el importador europeo, que lo revende al doble, es otro cuento. Pero así es la historia de Latinoamérica; está la carne, el trigo, los minerales, las frutas y el petróleo, y también están los futbolistas. Pero lo que concierne a este capítulo es la 195
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historia del fútbol de un país que en la última media década ha implantado una hegemonía que podría tardar tanto tiempo en quebrarse como largos son los años en que se construyó. Los brasileños viven de la pasión, son el país con más católicos en el mundo y, al mismo tiempo, con el mayor porcentaje de sectas animistas o politeistas. También tienen 190 millones de hinchas de un solo equipo, la Selección Nacional. Con una torcida así no se puede competir. Es por ese simple motivo que el fútbol ha sido una prioridad para las autoridades brasileñas desde la Copa Mundial de Francia 1938, cuando Leonidas Da Silva, «El diamante negro», a ritmo de samba y con sus pies descalzos puso a Brasil por primera vez en el mapa del fútbol mundial. Como se ha visto a lo largo de estas páginas, los militares han sido los más audaces y brillantes manipuladores del fútbol a favor propio, pero que hayan sido los mejores no significa que fueron los únicos. Todos los gobiernos (de derecha, de centro y de izquierda, incluso monarquías) han vuelto su mirada al fútbol porque es la actividad más popular que existe. La década de los cincuenta fue para Brasil sinónimo de desarrollismo. El país buscaba su industrialización «hacia dentro», junto con la promoción externa de la nación para seducir a la inversión extrajera, principalmente norteamericana. Los gobiernos de Getúlio Vargas y Juscelino Kubitschek pusieron especial énfasis en materia de obras públicas, para dotar al país de una adecuada infraestructura que facilitara su desarrollo económico. Justamente, Kubitschek alguna vez prometió «cincuenta años de desarrollo en tan solo cinco». Para ello, su proyecto más ambicioso fue la creación de una capital federal para la República. La construcción de Brasilia, por el arquitecto Oscar Niemeyer, está metida en el corazón del territorio brasileño, y como cualquier nuevo invento, su utopía era la de integrar a todo el país.
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Junto a todo el caudal de proyectos de infraestructura e industrialización, el fútbol también estaba en carpeta. El gobierno de Vargas tuvo un marcado énfasis social, en el sentido de integrar productivamente a la sociedad a una enorme población negra que, en la mayoría de los casos, vivía bajo extrema pobreza en todos los rincones del país. Los políticos de la época ya vislumbraban que aquel sería el principal problema nacional, cuyo potencial remedio podría estar en el fútbol. Ya lo había vivido exitosamente el país cuando, en la década de los treinta, jugadores negros se incorporaron a los otrora elitistas clubes de Sao Paulo y Río, además de al seleccionado nacional. La obtención de la Copa del Mundo por primera vez, en Suecia 58, era el antecedente más grato que pudo haber tenido la integración racial en el fútbol brasileño, algo parecido a lo que viviría Francia cuarenta años después. Luego de ocho años de penurias y amargos recuerdos del Maracanazo, por fin Brasil podía saber lo que era la felicidad de ganar un mundial. Sus gobernantes aprendieron la lección de lo importante que era contar con un equipo nacional, que tuviera a decenas de millones de personas en éxtasis olvidando por semanas el hambre, la miseria, la desigualdad y la corrupción. Los últimos años de la década de los cincuenta fueron de constante dolor de cabeza para el gobierno, sobre todo en materia económica. La inflación estaba por las nubes y los servicios básicos tendrían que reajustarse, algo que a Juselino Kubitschek le costaría el respaldo popular. Pero el Mundial de Suecia 1958 se acercaba. Con un formidable equipo que incluyó a jugadores como Nilton y Djalma Santos, Bellini, Didí, Vavá, y los debutantes Pelé y Garrincha, Brasil conquistó por primera vez la Jules Rimet, e inauguró una larga dinastía de triunfos que, lo más probable, es que nunca vuelva a terminar. Tras la primera victoria en el país nórdico, la nación esperaba a los gladiadores en el más feliz carnaval, mientras que el aliviado Presidente Kubitschek telefeoneó
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inmediatamente al mandatario de la Confederación Brasileña de Deportes, en ese entonces, Joao Havelange, y le preguntó: «¿Podría usted decirme cuándo sería el próximo mundial?». A partir de entonces Juscelino Kubitschek, o cualquier otro presidente, tendría claro que cualquier medida impopular debía planearse con cuatro años de anticipación. En Chile 1962 Brasil lo volvió a lograr. Con la base del plantel de Suecia, pero con un Pelé que estaba en sus mejores momentos en el Santos, aunque por lesión se perdió prácticamente todo el campeonato mundial, y con Garrincha que estuvo imparable, el equipo conducido por Aymore Moreira no encontró resistencia hasta el título. Se deshicieron de Inglaterra en los cuartos de final y de los dueños de casa en semis. Precisamente en ese partido frente a Chile, que Brasil terminó ganando por 4-2, Garrincha se fue expulsado por patear a Eladio Rojas que, según los brasileños, había escupido todo el partido al «Pajarito». El árbitro peruano Arturo Yamasaki lo mandó a ducharse, por lo tanto, Garrincha se perdería la final frente a Checoslovaquia. Por algún motivo, el réferi cambió su discurso radicalmente, y trató con benevolencia a Garrincha en su informe. La historia es conocida, Garrincha volvió a la cancha del Estadio Nacional de Santiago y, junto a su equipo, jugó al mismo ritmo ofensivo que ofrecieron durante todo el torneo, ganado fácilmente a los checos por 3-1. Si alguien había tratado en poner en duda la hegemonía del fútbol brasileño, todos esos esfuerzos quedaron sin efecto aquella tarde del 17 de junio de 1962, cuando Brasil otra vez se se tituló campeón. Seguramente el carnaval iba a durar sus buenas semanas en Río de Janeiro y las principales urbes brasileñas pero, ¿qué pasaría después? El consuelo para el gobernante de turno es que faltaba menos para el próximo campeonato mundial, solo tres años y once meses. Lamentablemente para el Presidente Joao Goulart, no
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pudo esperar por el Mundial de 1966 y fue cesado del gobierno por las Fuerzas Armadas. Corría abril de 1964 y se instauraba uno de los gobiernos militares más largos en la historia de Brasil y de Sudamérica, la Junta Militar que gobernó hasta 1985. La idea de los generales brasileños era incrementar las estrategias de desarrollismo en que estaba el país desde los cincuenta. El problema fue que, tras el golpe de Estado a Goulart, la imagen institucional del país estaba en crisis, pero, sobre todo, como suele ocurrir con cualquier quiebre institucional, la integridad nacional estaba rota. Había que encontrar urgentemente mecanismos de cohesión social pues el gobierno de inmediato adoptó medidas en extremo impopulares, como la censura, los estados de sitio, las detenciones masivas e, incluso, las desapariciones. Brasil vivía en un estado de profundo caos, y ahí fue cuando apareció el fútbol como una brillante luz para solucionar todos los males de la nación. Como actuales campeones, Brasil se clasificaría automáticamente a Inglaterra 1966. Se pensó entonces que, alineando al mismo equipo que triunfó en Suecia y Chile, estaría asegurada la Jules Rimet por tercera vez consecutiva. El problema era que Djalma Santos, Bellini, Zito y Garrincha estaban ocho años más viejos. Pelé tenía veintiséis años, por lo que se esperaba que estuviera en su mejor momento, pero ni Pelé ni el resto de Brasil contaba con otro ingrediente: la carnicería que sería Inglaterra. Si Chile 62 había sido una batalla campal que dejó a varias figuras lesionadas, Inglaterra 66 no fue distinta. Después de ganar sin complicaciones en el debut frente a Bulgaria, Brasil nada pudo hacer ante el sorprendente equipo húngaro, que los despachó en Liverpool por 3-1. Ahí se pudo constatar la diferencia de edad entre los veteranos brasileños y la juventud y velocidad de los magiares, que jugaban de forma tan inteligente como sus antecesores de 1954. Pero el partido que justamente demostró la brutalidad de lo que se había convertido un campeonato mundial fue el Brasil-
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Portugal. En la historia del fútbol quedó la paliza que Morais le propinó a Pelé a la salida del área lusa. No una, sino que dos veces el defensa europeo pateó duramente a un Pelé que no hacía más que contener el equilibrio para seguir la jugada, pero a quien no le quedó otra que caer depués del segundo espolonazo. El mejor jugador del mundo cojeaba y no le quedó otra que salir del campo. Los dos goles de Eusébio eran una señal de las fuerzas ascendentes y descendentes en el mundo del fútbol, es decir, Portugal y Brasil, Eusébio y Pelé. Tres a uno final y Brasil que volvía a su país con las manos vacías pero, como gente poco dispuesta a la derrota, debían encontrar una excusa: esa fue la negligencia arbitral no solo argumentada por los brasileños, también por el resto de los sudamericanos en competencia, Argentina, Chile y Uruguay, que en acción conjunta declararon nulo el mundial inglés por estar «coludido» por las potencias europeas. Pelé amenazó con no volver a jugar una copa del mundo si no se le ponía fin al juego asesino de los defensas y la actitud indolente de los árbitros. Lo que no sabía el futuro «Rey» era que tanto él como su equipo seguirían siendo un instrumento del régimen militar brasileño. Al igual que el otro célebre dictador del mundo occidental, Francisco Franco, que tenía al Real Madrid como su flamante canciller, la Junta Militar brasileña tenía un héroe de carne y hueso, Pelé. Explícitamente no existen evidencias, ni mucho menos material, para pensar que Edson Arantes Do Nascimento ofreciera algún tipo de simpatía al gobierno militar. Es más, Pelé aprendió que la mejor forma de ser ídolo es desmarcándose de los molestos defensas, así como de los políticos que se nutren del éxito del futbolista. Eso es lo que haría un jugador normal en un país normal, pero Pelé era Pelé, el dios brasileño del fútbol, y el Brasil de los sesenta y setenta distaba de ser un país normal. Al igual que en los países de la órbita soviética, los deportistas destacados eran figuras pertenecientes al Estado. Pelé llegó a ser un prototipo puesto
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que, en primer lugar, era campeón del mundo; segundo, siempre fue obediente y ordenado, en contraste de su colega Garrincha; y, tercero, era negro, lo que podía ser una potente señal para la población afrobrasileña pues, si todos los «negritos» se portaban bien y eran cooperadores con el gobierno, podrían salir de la favela, ser campeones del mundo y graduarse de héroes nacionales. Además del seleccionado nacional, Pelé y el Santos de Sao Paulo la «rompieron» durante toda la década de los sesenta, sumando dos Copa Libertadores seguidas, un par de Intercontinentales, una Recopa Sudamericana y otra Recopa Intercontinental. En casa la cosecha tampoco era mala: diez campeonatos paulistas entre 1958 y 1973, además de cinco Taça Brasil consecutivas, de 1960 a 1965. Nunca más el Santos FC logró tales resultados. Tal era la actividad internacional del Santos que, a diferencia de la Selección, iba a jugar donde se le invitara, incluso, en África. Guerras civiles se detenían para ir a ver a jugar a Pelé. El Santos se había convertido en uno de los equipos más poderosos del mundo, por lo que le correspondía su lugar como legítimo representante del país de la samba en todos los rincones del mundo que visitase. Por mucho que Brasil dominase la escena sudamericana, el resultado del último campeonato del mundo en Inglaterra había sido desastroso. Se había perdido la corona cayendo en primera ronda, algo nunca antes visto por un campeón mundial. El equipo nacional necesitaba urgente una reingeniería, puesto que ya había quedado demostrado que las «viejas glorias» del 58 y el 62 estaban, en su mayoría, obsoletas. Un año antes de la Copa del Mundo de México, Brasil debería enfrentar por primera vez en doce años las clasificatorias. Para eso, Joao Havelange confió en los servicios del periodista Joao Saldanha para dirigir a la Selección. La campaña de Brasil rumbo al Mundial no pudo ser mejor. En el grupo 3 de la eliminatoria sudamericana, el equipo de Saldanha compartió serie con Colombia, Venezuela y
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Paraguay. Brasil cosechó todos los puntos posibles y se clasificó a México con puras victorias, anotando 23 goles y recibiendo solo 2. Una campaña ideal pero que fue criticada por algunos sectores, especialmente por un enemigo íntimo de Saldanha, Dorival Knipel, más conocido como «Yustrich». Había sido entrenador de la Seleçao tan solo por un juego, en un partido amistoso con Yugoslavia, antes que Saldanha se hiciera cargo de la escuadra. Pero la antipatía entre ambos comenzó a fines de 1969, cuando la Selección jugó un amistoso con un combinado del Estado de Minas Geráis, adiestrado por Yustrich, venciendo el equipo estadual por 2-1 en el Estadio Mineirao. Yustrich quería inflar su victoria contra su predecesor en la banca de la Selección y mandó a sus jugadores a dar la vuelta olímpica ¡después de un amistoso! Pero bueno, cada quien tiene su forma de celebrar. El acto no cayó nada bien en Saldanha, dueño de una explosiva personalidad, quien dejó pasar el incidente y como buen profesional se dedicó a preparar al equipo para el Mundial del verano entrante. Pero la burla de Yustrich tenía otro sabroso ingrediente que más tarde le costaría el cargo a Joao Saldanha. Resulta que en ese partido brilló un joven jugador carioca llamado Darío José dos Santos que, según Dorival, tenía todas las condiciones para forma parte del seleccionado y disputar el Mundial. Yustrich sabía que lo que más le reventaba la paciencia a su colega Saldanha era que le dijeran lo que tenía que hacer. Darío podía ser un muy buen goleador, y en el futuro lo sería, pero Saldanha no lo llamaría si el que lo recomendaba era Yustrich. Knipel le mandó a decir a Saldanha que era un «burro», y que por «sus aires de intelectual comunista» Brasil iba a tener otro papelón mundial. A nadie le extrañó cuando, al día siguiente, fue hasta la concentración del Flamengo, donde dirigía Knipel, a buscarlo con un revólver en la mano. Por suerte para Yustrich, ese día no había ido a trabajar.
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Tanta fe se tenía el periodista, avalado por su impecable campaña en las eliminatorias, que consideraba cualquier «recomendación» que le hacían sus colegas periodistas o entrenadores como un ataque personal, incluso los futbolistas pasaron a ser sus enemigos. Tan difícil se había vuelto la convivencia, que su ayudante técnico renunció, aludiendo que Saldanha se había convertido en una «persona insoportable». El siguiente en la lista fue Pelé, con quien el entrenador de la verdeamarella también estaba en conflicto pues, según el, el jugador «por la edad se estaba poniendo ciego». Por primera vez el público, los medios y el gobierno coincidieron en que Saldanha, el hombre de la clasificatoria perfecta, estaba perdiendo la cordura. Pero lo que terminó de llenar el vaso fue la pelea pública por el delantero Darío. Al presidente de la Junta Militar, Emilio Garrastazu Médici, se le ocurrió invitar al técnico para hablar del «caso Darío». Saldanha otra vez explotó y la respuesta al Presidente de la República fue: «Yo no me meto cuando usted elige a su gabinete, entonces yo le voy a pedir que no se meta cuando yo elijo a mis jugadores». La cosa había ido muy lejos. El fin último de la Selección Nacional era integrar al país, y no polarizarlo por una decisión técnica. A esto se suma que Joao Saldanha era miembro del proscrito Partido Comunista, por lo tanto, no era el candidato que causaba más gracia en Brasilia. Inmediatamente Médici pidió a la CBD que el entrenador fuese relevado, y Havelange cumplió la orden. A dos meses del inicio del campeonato mundial, Joao Saldanha era cesado como entrenador de la Selección Brasileña, siendo reemplazado por una figura mucho menos revolucionaria, Mario Zagallo. Bicampeón del mundo como jugador en los Mundiales del 58 y 62, «El lobo» tomó las riendas de la Selección amparado en su buen trabajo con el Botafogo y su conocimiento personal de algunos jugadores. Zagallo y Pelé habían sido compañeros en los Mundiales de Suecia y Chile, y de su buena relación dependía la
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recomposición del clima dividido al interior del plantel. Faltaban solo semanas para el debut y si Brasil no quería repetir la paupérrima actuación que tuvo en Inglaterra no tendría que dejar nada al azar. Parece que esta vez la cosa iba en serio. Previo al Mundial, Brasil llegó con anticipación a México, con el fin de ganarse el corazón del pueblo anfitrión. En la fase de grupos el Scratch jugaría sus tres patidos en Guadalajara, con posibilidad de disputar los cuartos de final en la misma sede, en caso de liderar el grupo C que compartía junto a Inglaterra, Rumania y Checoslovaquia. Las relaciones públicas que hicieron los brasileños estaban dando sus frutos. Los mexicanos que repletaron el Estadio Jalisco en el debut de Brasil gritaron con el alma los cuatro goles con que vencieron a los checoslovacos. Pero la idea de ganarse la localía en suelo extranjero tendría un primer objetivo serio: dejar a Inglaterra fuera de combate. A diferencia de los brasileños, los británicos hicieron todo lo posible por buscar la antipatía de los anfitriones. Primero llegaron a México con miles de litros de agua envasada, recomendando a otros equipos que hicieran lo mismo ante el estado insalubre de las instalaciones higiénicas del país organizador y, por si fuera poco, cuando la delegación inglesa llegó a Guadalajara, el gobernador del Estado de Jalisco fue a visitar a Alf Ramsey a la concentración, pero el técnico campeón del mundo no quería saber nada de intrusos y mandó a sacarlo con policías. Todo este comportamiento tuvo como resultado que cientos de mexicanos, en la víspera del partido Brasil-Inglaterra, se dirigeran al hotel donde se hospedaban los ingleses para hacer todo el ruido posible y no dejarlos dormir. Las ruidosas matracas aztecas sonaron hasta el amanecer. En resumen, pésimo día para los actuales campeones, que en aquella calurosa tarde del 7 de junio cayeron por 1-0 con gol de Jairzinho. Tres días más tarde, Brasil sellaba su clasificación a cuartos gracias a un impecable 3-2 sobre Rumania, con dos goles de Pelé. Canasta perfecta para los brasileños que, al igual que en las
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eliminatorias, avanzaba a paso firme y sin ceder un solo partido. Por si fuera poco, Brasil logró mantener Guadalajara y sus hinchas, y el rival en la próxima ronda no sería ni Alemania ni Italia ni Uruguay. La siguiente víctima de la Seleçao se llamaba Perú. Sorprendente desde la génesis misma de este campeonato, el equipo peruano había clasificado por primera vez a un mundial eliminando nada menos que a Argentina. En la fase de grupos que disputó en León, los peruanos quedaron segundos en su serie, después de Alemania Federal, derrotando a Bulgaria y a Marruecos gracias a tremendos jugadores con que la bicolor contaba como Héctor Chumpitaz, Alberto Gallardo y el mejor jugador peruano de todos los tiempos, Teófilo Cubillas. Pero ese registro no era nada para Brasil. En quince minutos, la verdeamarella ya ganaba por dos goles. Perú trató de recuperarse gracias a un golazo de Gallardo, pero el equipo de Zagallo no estaba para sorpresas, menos ante un equipo dirigido por un ex compañero suyo, Didí. Otra vez Tostao y el broche de oro de Jairzinho dejaron la cuenta 4 a 2, instalando a Brasil en las semifinales de la Copa del Mundo México 1970. El siguiente compromiso sería ante otro rival sudamericano, pero de mucho más peso y con una historia en común, Uruguay. El equipo oriental había dejado a la poderosa Unión Soviética en el camino gracias a un solitario gol de Víctor Espárrago, pero su pricipal figura era el mejor arquero del mundo por aquel entonces, Ladislao Mazurkiewicz. El meta de Peñarol se había convertido en el artífice de la clasificación charrúa en el trayecto mundialista. A pesar de la ventaja de jugar en el Jalisco, que, a esas alturas, para Brasil era igual que estar en el Maracaná, no contaron con que, antes de los veinte minutos, el puntero derecho uruguayo Cubilla mandara un débil disparo al segundo palo de un sorprendido Félix. Antes que Uruguay se fuera al descanso en ventaja, Tostao realizó un profundo pase que cayó al centro del área charrúa hasta donde corrió Clodoaldo que, de primera, la instrodujo en el arco rival.
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En Brasil también estaba Rivelino, quien craneó una jugada perfecta que encontró a Jairzinho ganándole la corrida a Montero Castillo y definiendo con un suave toque. Más tarde, el hombre del bigote, Rivelino, mandó desde fuera del área un bombazo imposible para Mazurkiewics, y para cualquier otro arquero en el mundo. Antes que finalizara el cotejo pudo caer el cuarto, cuando Pelé aprovechó una habilitación de Tostao y eludió a Mazurkiewics sin pelota, solo con el cuerpo. Cuando el arquero oriental todavía se preguntaba en qué planeta estaba, Pelé la iba a «mandar a guardar», pero el ángulo se cerró y se fue rozando el segundo palo. La obra de arte no pudo terminarse pero Brasil estaba en su tercera final en doce años. Esta vez el premio no se les podía escapar. El equipo brasileño de 1970 es uno de los preferidos a la hora de analizar los campeonatos mundiales. Aquel grupo dirigido por Mario Zagallo era tan generoso en talento como sus antecesores de 1958 y 1962. En Brasil, largo ha sido el debate respecto a cuál de ellas ha sido la mejor; los defensores de la de Suecia se apoyan en que ese equipo fue el pionero, el que abrió la ruta de éxitos posteriores del seleccionado; mientras que adictos a la de 1970 invitan a disfrutar la sintonía ofensiva de una escuadra «hecha a mano» para jugar hacia adelante. Para ello, Italia era el mejor rival. El catenaccio italiano probaría de una vez por todas si el equipo de Carlos Alberto, Gerson, Tostao, Clodoaldo, Rivelino, Jairzinho y Pelé estaban a la altura de las circunstancias. Este último nombre fue el hilo conductor entre dos generaciones de brillantes futbolistas que le dieron toda la gloria del mundo a una nación que desde hacía tiempo se candidateaba para ser la superpotencia futbolística del planeta. México 1970 encontró en su cenit al que se considera como el mejor jugador de todos los tiempos. Precisamente, un cabezazo suyo le dio la ventaja a su país ante 110.000 espectadores en el Estadio Azteca. En dieciocho minutos, el jogo bonito parecía
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conquistar lo que le pertenecía frente a la «mezquindad italiana». No faltó quien llamó a esa final «el bien contra el mal». Pero los «diabólicos» italianos habían llegado al encuentro decisivo derrotando de una forma espectacular a los alemanes por 4-3, en el mejor partido que recuerde el torneo. Los cuatro goles a la defensa de Beckembauer era la muestra suficiente para tomar al ataque italiano en serio, más aún cuando, en el minuto 37, Clodoaldo no vio a Roberto Boninsegna, que le robó la pelota y se fue solo contra Félix, armando un desajizado terrible en la zaga brasileña para marcar el inesperado empate. El gol parecía demoledor para la confianza sudamericana. Mario «Lobo» Zagallo estaba como loco repartiendo instrucciones, pensando que por un infantil error la copa se les iba de las manos. Seguramente se imaginaba cómo caerían algunas cabezas por encargo de la Junta, incluyendo la propia. Pero Brasil estaba en su tarde y tendría un segundo tiempo perfecto. Como era costumbre, Brasil tocó y tocó en el área rival, hasta que Gerson encontró el espacio necesario para mandar un zurdazo que sorprendió a Enrico Albertosi. Y Brasil tenía más, lamentablemente para los italianos. Otra vez Gerson mandó un centro que cruzó todo el campo azzurro y que fue perfectamente pivoteado por Pelé, para que Jairzinho solo tuviera que empujar la pelota. Si hay un momento radiográfico de lo que era ese Brasil, ese fue el cuarto gol de la final. Faltando cuatro minutos para el fin, la jugada empezó con Rivelino tratando de pasarse a toda la ofensiva italiana, él solo. La pelota le llegó al veloz Jairzinho que, con el cambio de ritmo, volvió locos a los italianos; se la pasó a Pelé, quien vio pasar por la espalda a Carlos Alberto, y que en el vértice del área le pegó con toda el alma. Albertosi no la vio ni por si acaso. 4-1 para Brasil y el gol del capitán es el perfecto resumen de un equipo que se quedó para siempre en el corazón no solo de los brasileños, sino que de los hinchas de todo el mundo.
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De forma magnífica Brasil conquistaba su tercera Jules Rimet, lo que significaba que la tendría para siempre en su posesión. Lamentablemente, algún «amigo de lo ajeno» se la robaría más tarde, pero el fútbol carioca se quedaría por siempre con la gloria de retener el máximo trofeo del balompié mundial, confirmándose en la historia como el país más ganador de todos los tiempos, lo que, hasta la actualidad, está vigente. Con el esperado triunfo en México, por fin Brasil podía estar en las primeras planas de todos los diarios del mundo por algo que no fuera su gobierno de facto. Como tantas veces, el viejo y querido fútbol había sido la carta ganadora de los gobiernos ante un pueblo eufórico. Pelé y los otros seleccionados serían recibidos como héroes patrios, y así se mantendrían en caso de no convertirse en rebeldes antimilitaristas. Después de seis años, el pueblo brasileño tenía un motivo para celebrar. La enseñanza que dejó el Mundial de 1970 para los militares brasileños fue que el fútbol había unido al país en las más dramáticas épocas, por lo que había que seguir hacia adelante en ese empeño a como diera lugar. Brasil podía tener riquezas en caña de azúcar, café, hidrocarburos, pero por sobre todo tenía una gran materia prima futbolística disponible. El país contaba con la mejor selección del mundo, el problema era que no tenía una competencia decente a nivel nacional, puesto que el vasto territorio brasileño permanecía incomunicado. Históricamente, el polo de desarrollo del país han sido los Estados del litoral sur, como Río Grande do Soul, Sao Paulo, Río de Janeiro y Minas Geráis, pero el resto de la nación, sobre todo los Estados del interior, poco aportaban a la vida nacional. El progreso del país dependía de una integración total, lo que se intentaría conseguir mediante la organización de un campeonato nacional de fútbol. En 1971, surgió la idea de organizar una liga que integrase a
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todos los Estados, pero los principales clubes se negaron a participar, bajo el argumento que les parecía inútil atravesar todo el país para jugar con equipos desconocidos. No habría forma de convencerlos, el sistema de los torneos interestaduales continuaría casi por diez años como herramienta central del fútbol doméstico en el Brasil. Mario Zagallo tenía al seleccionado nacional bajo orden, pero fuera del país se le criticaba por ser «cómplice» del gobierno. En Europa lo consideraban un nuevo Vittorio Pozzo. Nuevamente, Brasil tendría la ventaja de clasificar directo a Alemania 1974, sin embargo, los cuatro años de diferencia con México habían sido devastadores para los tricampeones. La baja más sensible sería Pelé. «El rey» se aproximaba a los treinta y cuatro años y su alejamiento del fútbol brasileño, al fichar por el Cosmos de Nueva York, terminó con toda posibilidad de que volviera al seleccionado. Tampoco estaría Carlos Alberto, capitán en México 70, ni Gerson, Clodoaldo y Tostao. Los dos sobrevivientes del equipo titular de hace cuatro años serían Rivelino y Jairzinho. La décima versión del campeonato mundial no empezaría de la mejor forma para los favoritos. En un grupo absolutamente asequible, pero Mario Zagallo se ganó todavía más enemigos al mostrar el equipo una apática actitud, empatando 0-0 con Yugoslavia y Escocia. En su último juego de grupo, los sudamericanos necesitarían una abultada victoria sobre el país más débil del mundial, Zaire. Los africanos, novatos absolutos en un mundial, solo conocieron derrotas, incluido el 0-9 sufrido a manos de los balcánicos. Brasil ayudó a la causa africana, endosándoles un 3-0 en Frankfurt, marcador escuálido comparado con el del partido frente a los yugoslavos. Británicos y brasileños igualaron en puntaje con cuatro unidades, sin embargo, un solo gol hizo la diferencia. La farra de los ecoceses frente a Zaire le costaría caro al equipo azul. Después de la paupérrima primera ronda, los brasileños estaban convencidos que jugaban gratis la segunda vuelta. A diferencia
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de los mundiales anteriores, el fixture decía que los finalistas saldrían de una liguilla de dos grupos con cuatro equipos cada uno. A Brasil le tocaría jugar con Argentina, Holanda y la Alemania Democrática. Bastante mejor fue la campaña en esta oportunidad. Los brasileños aprovecharían y tratarían de repetir lo sucedido en Suecia dieciséis años atrás, al menos en el banco tenían un amuleto viviente de aquella epopeya. Un magnífico tiro libre ejecutado por Rivelino, con la complicidad de un compañero que justo se agachó para dejar que la bola pase por el hueco, marcó la diferencia en el partido frente a los alemanes orientales. Roberto Rivelino, que en Alemania vistió la camiseta 10 de Pelé, fue la figura del Scratch en el torneo. Su gol frente a Argentina en Hannover fue puro arte. El otro veterano de México, Jairzinho, ayudado por su frondoso «afro», conectó de cabeza en la boca del arco para darle la victoria a su país en el clásico sudamericano. En Brasilia, el gobierno militar sacaba cuentas alegres; si se le ganaba a Holanda en Dortmund, Brasil volvería a disputar la final del mundo. Prácticamente debutantes, la raquítica historia de Holanda en mundiales registraba la participación de un par de partidos en Italia 1934 y Francia 1938. Pero si en los años setenta surgió una nueva potencia futbolística, esta fue Holanda. De la mano del experimentado e innovador Rinus Michels, el técnico que transformó al Ajax de Ámsterdam en una maquinita de precisión, convirtió al inmaduro fútbol neerlandés en un país de temer. Sus estrategias reeditadas de antiguos técnicos, como Chapman y Sebes y la idea de bloque y el desdoblaje de los jugadores por toda la cancha, marcaron una tendencia que se inició en el Ajax y que sorprendió al mundo en Alemania 1974. Cinco victorias y un empate, catorce goles a favor y solo uno en contra era el récord de un equipo que pintaba para campeón. Lejos el más goleador y el menos batido, gracias a figuras como Neeskens, Jansen, Cruyff y Resenbrink, pero principalmente debido a un grupo
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que, como pocos, puede reconocerse como un verdadero equipo. Suficientes motivos para que Brasil perdiera la calma. Con más esfuerzo que fútbol, el cuadro de Zagallo había sacado adelante la tarea, avanzando a semifinales. Con angustia se le había ganado a Alemania Oriental y a Argentina, mientras que los holandeses golearon por 4-0 a los albicelestes y ganaron sin contratiempos a los orientales por 2-0. Por primera vez en mucho tiempo se sentía que Brasil jugaba de «chico a grande», y en esa lluviosa noche en Dortmund, los tricampeones se veían incómodos ante una Holanda que desde el primer minuto pretendía ser arrolladora. La presión del equipo de Michels al contener y su velocidad y explosión al salir, causaban pánico en las huestes sudamericanas. Más todavía si se tenía en cuenta que existía un flaco que se comía la banda derecha, Johan Cruyff. El que sería el mejor jugador holandés de todos los tiempos, causó estragos en cualquier defensa que se le opuso en ese torneo, y los brasileños no serían la excepción. En escasos minutos, Brasil mostró su faceta más vulnerable, la de ese equipo que vestía de azul y que hacía aguas por todos lados. Los holandeses, esta vez de blanco, parecían ser veinte. La desesperación de los actuales campeones hizo del partido (por lo menos en su lado de la cancha), un juego de rugby. Patadones, tacles y codazos debieron soportar los europeos. Más arriba, Rivelino hacía lo que podía, pero los tulipanes estaban fieros en la marca. Aunque tardó en llegar, gracias a las salvadas de Leao, era cuestión de tiempo. Como en toda la noche, Johan Cruyff ganó por la derecha, y sacó un preciso centro para que su compañero y tocayo, Johan Neeskens, metiera la punta del pie para desviar la pelota al fondo del arco de Brasil. Con ese gol la serie estaría virtualmente definida, y los miles de hinchas holandeses en el Westfallen lo sabían. Quince minutos después, Cruyff tenía que poner su rúbrica. Esta vez apareció por el otro costado, interceptando
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un centro desde la derecha. La figura más destacada de Alemania 1974 estaba clasificando a su país a su primera final de una copa del mundo. Brasil se estaba quedando sin poder defender su título, y sin nada. Pero los holandeses no se la llevarían pelada. Los últimos minutos fueron una terrible carnicería. Los hombres de Zagallo hicieron todo lo posible para reducir a los holandeses a escombros. En un mundial donde los árbitros todavía no se acostumbraban mucho a la idea de ocupar las tarjetas, el referi alemán, Kurt Tschenscher, se cansó de anotar en su libreta, hasta que por fin mandó a Luis Pereira a los camarines. La aventura brasileña en Alemania había llegado a su fin y la moral del equipo estaba por el suelo. Pero áun faltaba definir el tercer lugar frente a Polonia. Si Holanda había sido una pesadilla, Polonia no lo sería menos. La opinión pública del Mundial señalaba a los polacos como el segundo equipo más atractivo, después de Holanda. Y era que no, Polonia había alcanzado la mejor actuación de su breve historia mundialista, y un tercer lugar sería toda una hazaña para el cuadro dirigido por Kazimierz Gorski. Además, Polonia tenía a Gregorz Lato. El calvo de la camiseta 16 sería el goleador del campeonato con siete goles, uno más que su compatriota Szamach. Polonia se estaba jugando un nombre en la historia y su entusiasmo contrastó con la apatía brasileña, que solo esperaba volver lo antes posible a las playas de Ipanema. Nuevamente, de no ser por la enorme actuación de Emerson Leao que Brasil no es recibido a naranjazos en el aeropuerto. La lentitud de la agotada defensa brasileña fue presa fácil para los rápidos contragolpes europeos. En uno de tantos, Lato quedó solo frente a Leao y convirtió el único gol del partido. Tres victorias, dos derrotas y dos empates fue el saldo mediocre de un equipo que no fue ni la sombra de lo que había sido cuatro años antes, y que se ganó el podio con dos partidos que
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se resolvieron con dramatismo. Brasil no pudo defender la copa, sitial privilegiado que tampoco pudo aprovechar el espléndido seleccionado holandés, al perder con los anfitriones en la final. Alemania 1974 pasaba a la historia, al igual que el trabajo de Mario Zagallo al mando del seleccionado. Brasil no volvería a ser campeón por muchos años más, y los militares se pasarían más tiempo tratando de planificar glorias en la cancha. Pero no todo fue malo para el fútbol brasileño en el mundial teutón. Anótese un gol político. El viejo Sir Stanley Rous, el león inglés que gobernó la FIFA desde 1961 hasta 1974, perdía el cargo frente a Jean-Marie Faustin Goedefroid de Havelange, más conocido como Joao. Por primera vez un dirigente sudamericano tomaba las riendas del máximo organismo del fútbol mundial. Al asumir Havelange la jefatura de FIFA, el cargo de presidente de la Confederación Brasileña de Deportes recaería en el almirante Helenio Nunez, según la decisión del propio presidente Ernesto Geisel. Pero el problema de todo era que los números eran más que rojos al interior de la CBD, tras la pérdida de cinco millones de dólares. Los dardos apuntaban al ex titular, Joao Havelange, quien estuvo en el cargo de presidente desde 1958 hasta 1974. Sin embargo, nunca se pudo comprobar la participación del por ese entonces flamante nuevo mandatario de FIFA, y ese sería el motivo del conflicto entre Havelange y su sucesor, el almirante Nunez. Pero en Brasil no solo hubo cambios dirigenciales, pues el Scratch también vivió una reingeniería en lo futbolístico. Tras el Mundial de Alemania era lógico que Mario Zagallo diera un paso al costado, y la CBD contrató a un viejo conocido, Osvaldo Brandao, quien había dirigido a la Selección Nacional a mediados de los años cincuenta. Asumió en 1975 para clasificar a Brasil al mundial de Argentina, sin embargo, no duraría mucho en el cargo. Brandao no fue amigo de la prensa, especialmente la paulista, que no desperdiciaba oportunidad para criticarlo. Un par de malos re-
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sultados en las eliminatorias, que en nada perjudicaron la correcta campaña de la verdeamarella, fueron motivos suficientes para que la prensa volviera impopular la gestión de Brandao. Meses antes del Mundial, el capitán de Ejército Claudio Coutinho se convertía en el nuevo seleccionador nacional. Las diferencias con su antecesor eran como el día y la noche. Brandao no tenía chapa de estratego, pero sí de motivador, mientras que Coutinho quería arrancar de raíz el jogo bonito e implantar un fútbol mucho más pragmático. El ejemplo del mundial anterior había sido claro: el fútbol moderno era sinónimo de polivalencia, cuyo principal exponente había sido la Holanda de Rinus Michels. Eso era justamente lo que el capitán Coutinho había planeado para su Selección. Pero Brasil no estaba preparado para asimilar tamaño cambio de estilo, y el equipo no lograba plasmar en la cancha lo que el técnico buscaba. Previo al Mundial disputó amistosos contra rivales europeos, cuyos resultados no fueron muy positivos. Nuevamente, las críticas no tardaron en llegar, pero esta vez fueron más lejos. El almirante Nunez quería meter mano al equipo y constantemente le daba «consejos» tácticos a Countinho. La intromisión del marino era inaceptable para el técnico, lo que hipotecaría en el futuro las relaciones entre el mandamás de la CBD y el director técnico. El Mundial estaba a la vuelta de la esquina, y de eso dependería el trabajo del capitán. Llegó Brasil a Argentina con más dudas que certezas, y el fútbol físico y táctico de Coutinho ya no tenía tiempo para ser rediseñado. Como se sabe, Brasil la pasó muy mal en esta Copa, especialmente en primera ronda, empatando sus dos pimeros partidos. Helenio Nunez culparía a Coutinho y lo despediría del cargo públicamente en pleno Mundial, para luego perdonarlo tras ganar frente a una relajada Austria en el último partido del grupo. En segunda ronda, cuando la organización programó el partido
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de Brasil frente a Polonia antes que el de los anfitriones frente a Perú, lo que a la postre significó la eliminación de Brasil, Coutinho volvió a su país diciendo que eran los «campeones morales». De todas maneras se fue. Su cargo sería ocupado por Telé Santana, defensor a ultranza del «fútbol arte» que llegó a desarmar todo lo que había construido Coutinho. En pocas palabras, ni la Selección Nacional, ni la CBD del almirante Nunez, ni la influyente prensa paulista, tenían idea de cuál era la identidad del fútbol brasileño. Pese a todo, el gobierno tenía otra carta bajo la manga. Si durante dos décadas el fútbol brasileño se dedicó a exportar su imagen y consolidación como potencia mundial, era hora de mirar hacia el interior. «Crecimiento hacia dentro», como le llaman los economistas a la etapa en que un país quiere desarrollar su propia industria, y los planes de la ARENA (Alianza Renovadora Nacional, partido oficial de la junta) era unir al vasto territorio brasileño de punta a punta a través del fútbol. Como se sabe, a principios de los setenta hubo un intento de crear una liga nacional, pero los principales clubes de Río y Sao Paulo lo boicotaron, dejándola en un segundo plano. Ahora, que habían pasado casi diez años, el tema de la liga se había convertido en una cuestión de Estado para Ernesto Geisel. La orden para su subalterno, el almirante Helenio Nunez, era que, a toda costa, la CBD debía persuadir a los clubes para el desarrollo de una liga central. No sería tan fácil para el almirante. El gobierno militar tenía toda la potestad sobre la Selección Nacional pero el fútbol local era algo intocable, puesto que pertenecía a los llamados Cartolas, oscuro apodo que desiganaba a los dirigentes de clubes deportivos del fútbol profesional. Más que dirigentes, eran verdaderos señores feudales, terratenientes de un fútbol que generaba millones que, en su mayoría, quedaban en bolsillos contados con los dedos. Uno de los más famosos cartolas fue Castor de Andrade, el más poderoso bicheiro, como se conoce a los apostadores ilegales y
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organizadores de truculentas quinelas. Castor fue quien llevó al humilde Bangu Atlético Clube a ser campeón del estadual carioca en 1966, torneo que terminó siendo un fraude, al estar amañado por parte de Andrade. Además, el dirigente tenía interesantes conexiones con la mafia narcótica colombiana, más precisamente con el Cartel de Cali, otro importante financista de los grandes clubes de ese país. La cosa es que personajes como Castor de Andrade abundan en Brasil, y en los años setenta era algo normal, y hasta lógico, que estuvieran presentes en un fútbol carente de cualquier institucionalidad. Los cartolas hacían lo que querían, ni siquiera los militares tenían poder para arrebatarles el fútbol doméstico. Después de negociar varios años, desde la época de Havelange hasta la del almirante Nunez, los cartolas aceptaron la fórmula del gobierno para ampliar la liga. Para la temporada de 1979 se refundaría el campeonato nacional brasileño creado en 1971, sucesor de la Taça Brasil, hoy conocido bajo el comercial nombre de Brasileirao. Como el principal objetivo del torneo era llevar al gobierno a todos los rincones del país, el ARENA implementó un ambicioso plan de costrucción y remodelación de estadios al interior del Brasil. En pequeños poblados se erigieron monumentales recintos con capacidades incluso mayores a la cantidad de población. La inversión en infraestructura fue uno de los pagos que debió realizar el gobierno para comprar a los cartolas, y también para postular a Brasil como sede mundialista, algo que Havelange nunca avalaría mientras su enemigo, el marino, estuviese al cargo de la CBD. Noventa y cuatro fueron los equipos participantes en 1979, un torneo totalmente fuera de proporciones y logísticamente inviable. Algo de razón tenían los cartolas en vetar la propuesta de la Confederación Brasileña. Según el fixture de la liga, cada equipo debería disputar casi cien partidos por temporada, sin contar los torneos estaduales e internacionales. El gobierno militar no quería dar marcha atrás, era la oportunidad de imponerse a los cartolas
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y controlar el fútbol nacional pero, a la larga, el remedio sería peor que la enfermedad. Los grandes clubes cariocas y paulistas se quejaron amargamente por tener que recorrer enormes distancias para jugar con un equipo del que nunca habían escuchado hablar. Se jugaba un promedio de tres a cuatro partidos semanales y, como era de esperarse, los sueldos no variaron. Ser futbolista en Brasil era sinónimo de esclavitud. «¿Fútbol querían los negros? Fútbol ahora tienen», esa era la consigna de los dirigentes para explotar a sus futbolistas. La liga fue todo un éxito pero, desde 1979, el nivel del fútbol brasileño decayó hasta niveles paupérrimos. La exigencia de la competencia atentó contra el juego. Cuatro partidos semanales terminaron por destruir los clásicos de antaño. Los equipos se transformaron en enfermerías ante tantos golpes que los futbolistas recibían y el estrés que vivían. El balompié brasileño nunca estuvo en un nivel tan bajo. Como anécdota, Internacional de Porto Alegre se tituló campeón invicto, algo que no se ha vuelto a repetir en la historia del Brasileirao. Tan alto que se empinaba sobre el metro noventa, flaco como un galgo pero de desplazamientos elegantes y dando zancadas de atleta afroamericano, pelilargo de cabellos dorados y barbón y, más encima, compositor de bosanova, Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Olivera, también conocido como «Sócrates» o «El doctor», ya que, curiosamente, logró titularse de médico, este jugador debutó con dieciséis años en el Botafogo de Riberao Preto pero el club de su consagración fue el Corinthians, equipo con el que marcó 160 goles. Intratable dentro y fuera del campo y dueño de una técnica exquisita, con una parsimonia y precisión que dejaba marcando ocupado a cualquier rival, Sócrates se fue ganando su espacio en la historia del fútbol brasileño, y también en la historia política de su país. Y es que este flacuchento no tenía pelos en la lengua para
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criticar al gobierno militar. Su consciencia social e intelectualidad lo convirtieron en un símbolo de la lucha contra el gobierno, un rebelde que le daba serios dolores de cabeza a Brasilia. Sócrates, como buen galeno que era, sabía que tenía el remedio en sus manos. Y es que era un ser intocable en Brasil. Ser el ídolo de la torcida del «Timao» era algo imponente para cualquiera Dicho equipo, el más popular de Sao Paulo, tenía demasiado arrastre y sería absolutamente impopular para cualquier mandatario tocarle un pelo a ese barbón con pinta de comunista. 1982 fue un año especial para el fútbol brasileño. Dos años antes, Telé Santana había llegado a la banca del seleccionado nacional, dando un gran golpe de timón al estilo de un equipo que había conocido la «polivalencia» de Claudio Coutinho. Para Santana no había otra estrategia que su autodenominado «fútbol arte». Era el regreso del jogo bonito. Brasil parecía apuntar lejos en el Mundial de España. Había ganado sin contratiempos sus tres partidos de grupo, y en segunda ronda despachó a la Argentina de Maradona y compañía por 3-1. Parecía que la hora de Brasil regresaba después de doce años, gracias a la magia de Santana y de su pupilo favorito, ese que representaba en cuerpo y alma todo lo que el técnico quería en la cancha, Sócrates. «El doctor» era la gran figura de ese notable equipo. Al igual que en el Corinthians, era el cerebro de una superdotada Selección que tenía a Zico, Falcao y Eder, entre otros. Pero tanto talento sería inútil contra un equipo que siempre supo como controlarlos. A Santana, al igual que a muchos otros directores, lo criticaban por terco. Como era de esperarse, Italia se cerró, aguantó el chaparrón y mató a un desguarnecido y agotado Brasil de contragolpe. La azzurra había vengado la final de México y un triplete de Paolo Rossi dejó a España sin sudamericanos y con los italianos proclamándose campeones después de cuarenta y cuatro años.
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Otra vez Brasil se quedaba sin copa del mundo y sus militares hacía rato que se habían impacientado. Pero Telé Santana tenía crédito, tanto así que aguantaría cuatro años más en el banquillo, algo inusual en el Scratch. Mientras la escuadra a las órdenes de Santana siguiera a flote, Sócrates sería su inamovible buque insignia. Pero él también se debía a otra flota, y tenía al Timao en sus manos. El Corinthians tuvo sus mejores momentos de gloria con Sócrates en la cancha, pero también con el genio de Atilson Monteiro Alves en el banco. Atilson, al igual que su dirigido, tenía un incontrolable apetito intelectual. Sociólogo de profesión y profundo crítico del gobierno militar brasileño, encontró al interior de su equipo la combinación perfecta para transmitir un mensaje democrático a través del fútbol. Monteiro y Sócrates se transformaron en los líderes de un movimiento que marcó la historia de la relación política con el juego. Si todos los años anteriores el fútbol fue utilizado desde «arriba hacia abajo», por primera vez en el Brasil fueron los futbolistas quienes, «desde abajo hacia arriba», impulsaron su mensaje político. Lo más importante era el arrestre del Corinthians. Equipo más popular de Sao Paulo, cuenta sus hinchas por millones, especialmente en los estratos más bajos de la sociedad brasileña, a diferencia de otros clubes, como su archirival Palmeiras, que tiene un origen más bien aristocrático. Fue así como un grupo de jugadores encabezados por su capitán, Sócrates, y el director, Atilson Monteiro Alves, comenzaron a configurar íntimamente, en el fragor del camarín, un movimiento que sería un fenómeno social mundialmente conocido como «la democracia corinthiana». Para 1982 se estaba próximo a cumplir veinte años de sucesivos gobiernos militares, al amparo de ARENA, epicentro político. Pero tanto al interior como en las grandes urbes costeras como Río
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de Janeiro, Porto Alegre y Sao Paulo, se hacía sentir una profunda disconformidad popular ante tantos años de gobiernos de facto. Bajo ese panorama, los militares empezaron a ceder poco a poco. El primer paso fue llamar a elecciones municipales en Sao Paulo para el día 15 de noviembre. Antes del referéndum, Sócrates y todo el equipo del Corinthians salieron a la cancha del Pacaembú con poleras donde se podía leer: «Día 15, vote». Desde ese instante, a la camiseta albinegra del equipo se le agregó un brazalete amarillo, color que representaba la oposición política al régimen. Pacaembú se había convertido no solo en el hogar del Timao, también era un lugar simbólico para todos los brasileños cansados del régimen. La democracia corinthiana era vista como un ejemplo para otros clubes, que aprovecharon la visibilidad del fútbol para instalar el tema de la democracia en lo más profundo de la población. Sin embargo, no todos corrieron con la misma suerte. Desde Brasilia se mandó a acallar a todos estos movimientos revolucionarios y antimilitaristas pues solo había uno que se había vuelto intocable, el del Corinthians, un club demasiado grande para ser intervenido. Tanto Sócrates como Ailton, junto a todo el plantel, sabían que cualquier medida anticorinthiana sería algo demasiado impopular para el gobierno. Un «gallito» político que se estaba convirtiendo en jaqueca para don Joao Figueiredo, a quien los «comunistas» del Corinthians le habían destapado una olla que no podía cerrar. Era lo último que le faltaba al gobierno que el fútbol, su herramienta predilecta, se le estuviera volviendo en contra. Aquella tarde de la final del Campeonato Estadual Paulista de 1983, el Corinthians no solo se jugaba el fin de temporada, también se había convertido en la esperanza de las voces disidentes. Una derrota podría significar un revés para la democracia, por eso, antes de salir al campo de juego el plantel albinegro se había puesto de acuerdo en hacer entender a la gente que, a esas alturas, el resultado del partido no era lo que entraría en la historia.
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Brasil vivía una cruda realidad social con decenas de millones de brasileños en un dantesco estado de miseria y donde niños de las favelas desaparecían misteriosamente, o eran encontrados muertos en los vertederos. Para Ailton Monteiro y sus jugadores, representados por Sócrates, la democracia corinthiana venían a encender un movimiento democrático que iba más allá del resultado de un partido. Por eso, al salir a la cancha, los jugadores del Corinthians lo hicieron portando un enorme lienzo que decía: «Ganar o perder, pero siempre en democracia». Ese día, el Corinthians ganó con un gol de Sócrates. El Timao volvió a sumar otro campeonato. Un par de años más tarde, Brasil conquistaría su democracia perdida por más de dos décadas.
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Epílogo
Para los antiguos romanos el deporte era una simulación de la guerra, es más, los deportes de balón eran utilizados como entrenamiento de las legiones. «Pan y circo», aquella vieja consigna también practicada por los emperadores del reino de las siete colinas motivó, curiosamente, a otro romano del siglo XX para devolverle a su patria toda la grandeza y esplendor que los legionarios del César lograron para Roma. Aquel emperador moriría colgado de los pies sin poder derrotar a Cartago ni controlar el Mediterráneo; por su parte, aquel otro emperador de la calva cabeza, rostro serio y mentón alzado terminó derrotado en el campo de batalla pero, antes del desastre final, se dio la satisfacción de conquistar el mundo dos veces sin disparar un solo tiro. Sus legionarios eran tan fuertes como los de Augusto y tan audaces como el dios Marte, tanto así, que por diez años nadie los pudo vencer. Pero Mussolini no creía en ellos. La guerra en el campo tenía que estar asegurada de cualquier forma y daba lo mismo quién fuera el rival. El coliseo romano ahora se llamaba Stadio Nazionale del Partito Fascista y, al igual que en los combates en la arena, el gladiador extranjero tenía que morir devorado por los leones. Il Duce subiría o bajaría el pulgar ante una multitud de camisas negras que lo ovacionaba, tanto como al equipo que sería campeón. El juego lo era todo y toda la victoria debía ser para Roma. Españoles, austriacos y checos, a todos había que bajarle el pulgar y subirlo para Italia. Il Duce, como buen César, tendría a sus colaboradores, llámese Giorgio Vaccaro o mejor aún, Ivan
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Eklind, el árbitro sueco «contratado» por Mussolini para dirigir los partidos de Italia en el Mundial del 34. Para ser campeón del mundo Mussolini desvió recursos que utilizaría para la guerra, luego destinados a la construcción de los estadios más modernos de Europa. Cuarenta y cuatro años más tarde, la Junta Militar que gobernaba Argentina gastó más de doscientos millones de dólares de la época en pagar semillas para el césped, arrendar máquinas de escribir y contratar asesorías y seguros. Otro buen turro de dólares fue a parar quién sabe donde. El precio fue alto pero el resultado fue aún mejor, pues Argentina fue campeón. Pero los militares no desembolsaron recursos que no tenían solo para que Passarella levantara la copa en un estadio lleno de papelitos, sino para que los 76.000 argentinos que estaban esa noche en el Monumental y los otros 25 millones que seguían el partido por televisión salieran a gritar «¡Argentina, Argentina!». Al igual que lo hicieron los italianos casi medio siglo atrás; olvidaran el hambre, las crisis y las violaciones a los derechos civiles y humanos. Ambos ejemplos son parte de la historia que este trabajo recorrió. Es la narración de la forma en que no una, ni dos, sino varias veces el fútbol se convirtió en la válvula de escape de aproblemados regímenes, de militares que se dieron cuenta que un juego podía ser tanto o más reconfortante que la invasión de algún país vecino. Buenos o malos gobernantes que encontraron en el fútbol la pócima del éxito, el mejor aliado de sus intereses. Si Franco tuvo en el Real Madrid a su mejor canciller, o Hitler le robó a Austria su soberanía y su mejor Selección Nacional de todos los tiempos, es porque el fútbol era una cuestión de Estado. Cuando había crisis económica, un derrocamiento seguro o descontento en la población, cuando había que esconder algo bajo la alfombra o hacer un urgente lavado de imagen país, o, simplemente, cuando se quería exaltar el espíritu nacionalista, los
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dictadores entendieron que el balón era su amigo. Ya vimos cómo primero Mussolini, luego Hitler, después Franco y más tarde los regímenes totalitarios sudamericanos, aprovecharon, a lo largo de gran parte de la última centuria, el recurso fútbol para sus intereses y el de sus gobiernos de facto. Si la tarea era descubrir cómo, cuándo y por qué el fútbol fue usado como una poderosa arma populista, la respuesta está a lo largo de estas páginas, que muestran como grandes equipos y jugadores hacían sus mejores esfuerzos ante un juego que ya estaba arreglado. La rica y apasionante historia del fútbol mundial no tiene por qué ser distinta a la historia política, económica o cultural. De esta forma, vimos cómo el fútbol ha formado parte de todos estos procesos, ayudando a publicitar gobiernos, como lo hizo Mussolini en su Mundial de Italia 1934, destruir la moral de los pueblos invadidos por Hitler, y restaurar la imagen y cohesión de España tras la Guerra Civil, con un Franco que patrocinó al club más ganador de todos los tiempos. Por último, la historia de una Copa del Mundo que fue motivo perfecto para hacer olvidar a un país entero de todos sus problemas internos, haciendo callar con un efusivo y masivo grito de gol el llanto de miles de torturados y sus familiares, que los buscaban con desesperación. Es la historia del fútbol, es la historia del siglo XX, es la historia de los más célebres dictadores del mundo que una y otra vez violaron la otrora inocencia del fútbol para usarlo en beneficio propio, en sus más variadas formas y motivos. El gran problema de Francis Fukuyama fue el título de su obra. Está de más decir que la historia es cíclica. Seguramente, el propio Fukuyama lo sabía. Pero la malinterpretación de su tesis, la llamada «Fin de la historia» tras el colapso del mundo socialista en 1989, fue el concepto que intentó denominar, en un lugar y en un momento determinado, una historia en particular: el conflicto liberalismo-marxismo. Muerto y enterrado, por lo me-
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nos en Europa, el socialismo soviético, aborrecedor de cualquier cosa que oliera a burgués, entre ellos la práctica remunerada del deporte, de la noche a la mañana se convirtió en un consumidor más de la industria del fútbol impulsada desde el lado poniente de la Cortina de Hierro. Como vimos en el capítulo dedicado a James Riordan, Rusia se insertó en el mercado futbolístico del Viejo Mundo, y no tardó mucho en asimilarlo. Hoy el fútbol ruso es uno de los más «liberales» del mundo, y sus grandes equipos, otrora instituciones fiscales, hoy son representantes de grandes consorcios y magnates. Ahora, el problema de Fukuyama es que siempre existen otros conflictos que mueven la historia, sean de corte ideológico, religioso, medioambiental, etc. Primero: el socialismo duro volvió a aparecer en distintas partes del mundo, por ejemplo, en Latinoamérica, algo así como un desentierro del populismo de mitad de siglo. Segundo, y lo que concierne a nuestro tema: el fútbol volvió a ser considerado como un problema político, justamente por gobiernos a los que les interesó volver al viejo debate entre la demonización del fútbol como mercado y el secuestro del juego por la política. El neopopulismo sudamericano que ha surgido en los últimos años en países como Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina, ha impulsado la tendencia de estatizar todo lo que esté al alcance. El fútbol no ha estado ausente de esa práctica. Los gobiernos de Bolivia y Argentina han acercado de forma peligrosa la industria del fútbol al Estado. Ambos casos han sido justificados, por sus respectivos Ejecutivos, por una malversación del fútbol. En el caso boliviano, el Presidente Evo Morales amenazó recientemente con intervenir el balompié local, en una medida desesperada ante los paupérrimos resultados de su seleccionado nacional. Según Morales, la culpa del fracaso crónico del balompié altiplánico responde a la «administración fraudulenta de la oligarquía».
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Argentina, que posee uno de los historiales más brillantes en la historia del fútbol y que ostenta una de las ligas más competitivas del mundo, no ha estado excenta de problemas. La fuga de cientos de millones de dólares, en su mayoría, por los innumerables traspasos de futbolistas argentinos a Europa, ha motivado la intervención del Estado, como un llamado de atención a los clubes profesionales que, curiosamente, a pesar de los magnos dividendos continúan bajo una paupérrima situación financiera. Sin embargo, la culpa no es ni del mercado ni de la industria del fútbol. Cuando hay mal manejo, cuando existe corrupción y cuando no existe administración que pueda sacar réditos, la solución pasa por seguir modelos empresariales modernos. Para bien o para mal, el fútbol hace rato que es negocio y, si es así, hay que llevarlo de la forma correcta. Los clubes ya no son clubes (mucho menos deben comportarse como tal), son empresas que deben tener un manejo tan serio como cualquier compañía. La estatización de las transmisiones de los partidos del fútbol argentino por parte del gobierno de Cristina Fernández no es más que una medida populista frente a un conflicto de intereses al interior de la política argentina. Sin duda, llevar el fútbol en vivo a los hogares más modestos del país es sinónimo de respaldo popular. Es cosa de volver unos cuantos capítulos atrás y ver que esa misma idea fue utilizada por el gobierno franquista. Cuando la cosa se ponía caliente, por obra de magia aparecía en la televisión el mejor partido de la temporada del Real Madrid. Algo diametralmente opuesto, pero bajo la misma lógica intervencionista, ocurrirá en Corea del Norte. A pesar que su Selección Nacional realizó la campaña eliminatoria más brillante de su historia, clasificándose al Mundial de Sudáfrica 2010, la dictadura de Pyongyan ya anunció que este no se transmitirá en el país, ni siquiera los partidos de Corea. Esta draconiana medida busca evitar cualquier contacto con actitudes
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poco afines al régimen, que le puedan traer mala publicidad frente a la población norcoreana. Es un hecho sumamente triste, tomando en cuenta que 24 millones de coreanos se perderán un evento que con suerte sus padres y abuelos alcanzaron a conocer. Sin embargo, el Estado no tiene las puertas cerradas en el fútbol pues, cuando se trata de contribuir en la actividad, este puede y debe ser un protagonista. El ejemplo más importante de ello es la postulación y organización de algún evento internacional. Para la Copa del Mundo 2014, que tendrá lugar en Brasil, se estima que se realizará una inversión de 17.000 millones de dólares, de los cuales, un porcentaje considerable saldrá de las arcas fiscales. Sin el respaldo, convencimiento y compromiso del gobierno de Brasilia, el país no hubiera tenido posibilidad alguna de postular al Mundial, pues en esto las estrellas no valen. A pesar que la cifra parece estratosférica, las ganancias serán mejores. Y es que la inversión en construcción y remodelación de los estadios es nada comparada con los avances que habrá que realizar en infraestructura vial, hotelera, aeropuertos, seguridad, etc. Para el fútbol por sí solo sería imposible costear tales gastos. Es por estos motivos que, sin la participación estatal, sería imposible organizar cualquier competición de envergadura. Lo importante es, junto a todas las ganancias financieras que puede acarrear la organización de un campeonato mundial, el posicionamiento internacional que este conlleva. De seguro que naciones como Sudáfrica, y el propio Brasil, tendrán una gravitación internacional mucho mayor a la que tenían antes de su campeonato. El camino es claro para los gobiernos; apoyar al fútbol es conveniente, pero otra cosa es manipularlo. El peligro está en que la línea entre ambas acciones es muy delgada como estatizar una transmisión legítimamente privada u organizar una Copa del Mundo. Parafraseando nuevamente a la desacreditada tesis de Fukuyama, el fin de la historia, especialmente en el fútbol, está lejos.
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Tal como ocurre con los conflictos ideológicos o religiosos, para el política siempre el fútbol estará entre sus ambiciones, por el gigantesco arrastre popular del que alguna vez fue un alegre y brusco juego victoriano.
Pirque, diciembre de 2009.
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Notas
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.
13.
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Maximiliano Jara Pozo
HISTORIA DEL SECUESTRO DE UNA PASIÓN
Este libro está dedicado a quienes piensan que el fútbol es más que un juego de veintidós animales detrás de una pelota. De partida, hace mucho rato que el fútbol dejó de ser un juego e, incluso, un deporte. Como se verá a lo largo de estas páginas, el fútbol se transformó en un protagonista de la historia del siglo XX, influyendo en los procesos económicos, sociales, culturales y, por supuesto, en los convulsionados episodios políticos de la última centuria. La guerra y el fútbol tienen el mismo objetivo: ganar. Cuando un equipo nacional vence a otro, no son solo los jugadores los dueños de la victoria. Hay un pueblo detrás que celebra, seguramente más que ellos, el haber demostrado su superioridad, y el futbolista, el técnico, incluso hasta los dirigentes, son los héroes y generales de un ejército vencedor que batió en el campo de batalla a los enemigos de la patria.