Articulación metódica entre fe y razón. Una relectura de Santo Tomás de Aquino
Osvaldo Francisco Allione
Sabemos que al abordar el pensamiento de Santo Tomás nos encontramos ante la obra de un teólogo cristiano, es decir, un hombre de ciencia que, por su fe en el Dios bíblico, cree que todo hombre está ordenado a un fin sobrenatural al cual ha sido invitado a participar por el Creador. En esta tarea especulativa, que excede con creces sus fuerzas naturales, es auxiliado por la gracia divina. Así pues, como teólogo, Santo Tomás quiere entender, es decir, articular en un lenguaje científico y universal aquello que cree. Esta tarea la va a emprender ayudado por el formidable instrumento que le brinda la construcción teórica desarrollada por los filósofos griegos, en particular Aristóteles. Dentro de ese marco referencial reconstruye las categorías epistémicas aristotélicas aristot élicas articulándolas articulándo las -y con ello conservándolasconservándo las- en el horizonte hermenéutico que abre la fe en la Palabra. Es por ello ello que podemos afirmar que, para nuestro autor, la Revelación es un “prejuicio” en el pleno
sentido gadameriano. En ese proceso
traduce a categorías griegas las verdades que aparecieron en Occidente vía judeocristianismo y que son una novedad en la cultura occidental. Lo que termina por producirse en este procedimiento de articulación-traducción es la incorporación de estas novedades a la vida cotidiana y a sus instituciones. instituciones. En suma, se da el doble proceso de cristianizar la cultura cultura y de secularizar las verdades sobrenaturales, tarea ésta en la cual fue crucial la labor de los teólogos medioevales. Es necesario recordar que el plan tomano asumió a la ciencia metafísica en sentido aristotélico: “ciencia que estudia el ser en tanto que ser y sus atributos esenciales”.1 Esta breve
definición nos enfrenta a una diversidad de dificultades teóricas. La primera de todas ellas es qué se entiende por ser, asunto que no podemos ahora ni siquiera esbozar; sólo hemos de trazar algunos presupuestos en orden al problema que nos interesa bosquejar. Únicamente diremos que la metafísica es el fundamento que sostiene todo el sistema y la que brinda los presupuestos axiomáticos desde los cuales emergen una antropología, una epistemología -que, por otra parte, no puede ser entendida independientemente de la antropología dado que 1
Met. T, 1, 1003 a 21.
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conocer es una actividad que realiza el hombre y en ese contexto es estudiada-, una ética y también una filosofía política. El marco de reflexión que abre la fe en la Palabra revelada produce algunos desplazamientos de suma importancia en la concepción de Santo Tomás con relación al pensamiento de Aristóteles. En primer lugar debemos señalar -para entender este desplazamiento- que el sistema en sentido aristotélico no debe ser entendido como un todo definitivo, sino como un proyecto abierto que se va construyendo y en el que el ensamblado de las partes va delineando al proyecto mismo. Que Aristóteles haya concebido a la metafísica como ciencia que se busca abona esta interpretación2. En la filosofía aristotélica hay, sin duda, una dinámica en la construcción del proyecto en la cual las partes se implican mutuamente y los desarrollos que se hacen en un sentido ciertamente influyen en la orientación que tomen las demás partes del diseño, incluso en cuáles son privilegiadas y cuáles son dejadas sin desarrollos. Muchas de las partes del proyecto no son desarrolladas por requerimientos propios sino por el de alguno de los otros segmento del
mismo.
Indudablemente Santo Tomás tuvo una mayor sistematicidad y eso mismo contribuyó a crear la idea de un Aristóteles sistemático que sólo comenzó a diluirse recién en el siglo XIX, desarmando Werner Jaeger definitivamente esa idea en el siglo XX. El giro tomano lo advertimos, entonces, en su manera de reapropiarse de la metafísica entendiéndola como filosofía primera. El medieval no tuvo en cuenta la diversidad de dificultades que se suscitan en los textos aristotélicos y que se encontraban sin resolución, incluido el del nombre mismo que debía ser asignado a esa ciencia y el significado de esa nominación con relación a los problemas que ella debía resolver. Que Santo Tomás interpretó a la obra de Aristóteles como una obra sin aporías, o al menos en ningún sentido le interesó ponerlas de relieve, es una cuestión hoy puesta fuera de discusión. En ningún aspecto concibió al programa filosófico de Aristóteles como un proyecto a realizar, problemático e inconcluso, sino que consideró a la filosofía aristotélica, y así la explicó y también la asumió, como un todo sistemático completo y acabado. El modo en que Santo Tomás entendió a la metafísica aristotélica no se debe a falta de agudeza filosófica, sino que nos muestra el desplazamiento del interés filosófico que produce Santo Tomás con relación a Aristóteles y que constituye en inédito y original al programa filosófico tomista. La sistematicidad de Santo Tomás tiene que ver con el contexto y el ámbito en el que hizo uso de las categorías aristotélicas: el de la verdad revelada. La ciencia paradigmática de la
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Edad Media -la Sacra Doctrina- se había desarrollado ya durante trece siglos enriqueciéndose con el contacto de los sistemas teóricos griegos y estos desarrollos brindaban una manera de organizar el saber disponiendo sus partes con una precisa finalidad escolar. Esto fue decisivo, sin lugar a dudas, en el modo de ordenamiento del conocimiento y la sistematicidad del mismo. Lo que se debía enseñar era una doctrina de salvación y la finalidad de la enseñanza era, justamente, que sirviera a la salvación de los hombres. Era necesario, entonces, mostrar un conjunto de verdades consideradas indispensables para ese fin. Se trata, en consecuencia, de organizar esa enseñanza sobrenatural al modo de una teoría científica -entendida como un cuerpo de verdades coherente y sistemáticamente ordenado- que la haga más adecuada, inteligible y comprensible al entendimiento humano, a los efectos de permitir a los hombres la consecución de su destino final. Por lo demás visualizamos que en la filosofía insertada en un programa teológico se produce un giro en el modo de entender la contemplación de la verdad: ésta adquiere ahora las características de tarea académica e institucional. Una prueba de esto es, seguramente, el nacimiento de las Universidades en la Edad Media, lo que significa un decisivo avance en la institucionalización de la labor científica. Este desplazamiento que advertimos en Santo Tomás no es sino una expresión más del vuelco que se había producido en el medioevo en torno a la problemática filosófica de la verdad. En el mundo griego ésta se entendió como algo que se busca y que ningún logro consuma; en cambio, para los teólogos medievales, dado que la verdad proviene ante todo de lo que ya se sabe por la fe, ella es entendida como lo que establece límites definidos a esa búsqueda. Más aún, ni siquiera es búsqueda, sino sólo explicación de lo que ya se sabe. En esta traslación cumple un papel medular el contacto que se produce entre la filosofía y la religión revelada. Ésta conoce la verdad definitiva sobre el hombre y su destino final. Así el Aristóteles de Santo Tomás -y el de la escolástica posterior- es un todo armónico y completo. Para él también son válidas las palabras de Pierre Aubenque con relación a los comentaristas de Aristóteles: “No hay comentarista de Aristóteles que no lo sistematice a
partir de una idea preconcebida... Cuando más profundo es el silencio de Aristóteles, más prolija se hace la palabra del comentarista; no comenta el silencio: lo llena; no comenta el mal acabado: lo acaba; no comenta el apuro: lo resuelve, o cree resolverlo; y acaso lo resuelve de veras, pero en otra filosofía”.3
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Cf. AUBENQUE, Pierre, El Problema del ser en Aristóteles, Taurus, Madrid, 1981. AUBENQUE, Pierre: o.c., pag. 12.
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Brevemente nos adentraremos ahora en el sentido que adquirió en nuestro autor la expresión “ciencia del ser en tanto que ser y de sus primeras causas” tal como la define en su
comentario a la Metafísica4. Cuando Santo Tomás sale de su oficio de comentador del Filósofo y utiliza sus categorías racionales en el terreno de la teología, advertimos que se produce un desplazamiento en la materia de estudio y en el lenguaje de la metafísica. El objeto sobre el que recae la meditación del metafísico es el ser en general. En cambio, éste no constituye el auténtico fin del teólogo, pues aquello hacia lo que dirige la contemplación filosófica es la causa primera de todo ser: “la filosofía primera misma se ordena toda al
conocimiento de Dios como a su último fin; por lo cual se llama también ciencia d ivina”.5 Si nos atenemos a la letra de lo dicho, no parece que Tomás de Aquino se haya separado mucho de Aristóteles. Pero si tenemos en cuenta que el Dios del que está hablando el medieval es el Dios bíblico y el Dios aristotélico es el Motor Inmóvil, pensamiento que se piensa a sí mismo, advertiremos que el objeto de estudio de uno y otro son inconmensurables. Cuando Tomás habla en su propio nombre – y no como mero comentador- aparece más abiertamente la comprensión de la metafísica como filosofía primera, puesto que es definida desde el punto de vista de su objeto supremo: Dios. Al desplazarse el objeto de la metafísica del ser eterno e increado de Aristóteles al Dios bíblico se define un nuevo programa para la metafísica: dado que se encarga de Dios, Causa Primera de todos los seres, es filosofía primera 6. Veamos ahora hacia dónde nos conduce este punto de partida. La filosofía primera es sabiduría y quien la practica es sabio. Ahora bien, el sabio es el que sabe ordenar las cosas adecuadamente y gobernarlas bien, es decir, disponerlas a su fin. La filosofía primera, en tanto que sabiduría suprema, tiene como objeto el fin del universo, y dado que un objeto se confunde con su principio o causa primera, la metafísica tiene como objeto de estudio las primeras causas7. Si nos abocamos a la búsqueda de cuál es la primera causa y fin del universo, veremos que el autor y primer motor del universo, Dios, es una inteligencia. El fin que esta primera causa se propone debe ser un bien o un fin para la inteligencia. Este bien es la verdad. De esta argumentación podemos concluir que la verdad es el fin último del universo. Más aún, puesto que hemos dicho que el objeto de la filosofía primera es el fin último de todo el universo, se concluye que su objeto propio es la verdad. Dado que lo que la filosofía busca conocer es el fin último, la verdad de la que se trata no puede ser cualquier 4
In IV Metaphysica. Lecc. 1. Cf. C. G., III, 25. 6 C.G. I, 1. 7 S. Th. I, 1, 6, ad Resp. 5
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verdad, sino que se trata de aquella verdad que es el hontanar primigenio de donde surge toda verdad. Tal como está planteada esta cuestión desde el comienzo mismo de la Suma Contra Gentiles debemos concluir que el verdadero objeto de la filosofía primera es Dios.
Según los trazos que hemos venido delineando, en el programa teórico de Santo Tomás hay dos condiciones preponderantes que resolver: por un lado, el requerimiento de distinguir entre la fe y la razón, y por otro, la necesidad de lograr un acuerdo entre ambos niveles de conocimiento. Lograr un acuerdo significa, en el lenguaje de Santo Tomás, que hay una sola verdad y, en consecuencia, fe y razón deben necesariamente coincidir en lo que una y otra afirmen. Al delimitar los campos de cada una de estas verdades, la fe se presenta como aquello que es impenetrable a la razón humana por su origen sobrenatural y que se acepta aunque no se pueda comprender, porque se asienta en la autoridad de Dios. La razón -esfera en la que se mueve el filósofo- sólo acepta lo que es demostrable con sus propios recursos y procedimientos. Por consiguiente, el filósofo procede buscando los principios de su argumentación en la razón; el teólogo, por su parte, lo hace partiendo de los datos de la fe. Pero aún cuando hayamos establecido límites tan definidos, es posible establecer esferas comunes de conocimiento. A este respecto, lo que ahora nos interesa es, en primer lugar, el acuerdo entre las conclusiones últimas de ambas ciencias, aunque esa armonía en las conclusiones no sea manifiestamente visible a la razón humana. En la concepción tomana, ni la razón -cuando la usamos correctamente conforme a los procedimientos lógicos establecidos-, ni la revelación que funda su certeza en la autoridad de Dios-, pueden disentir, dado que la concordancia de la verdad es necesaria8. Puede ocurrir que esta concordancia no sea visiblemente manifiesta, mas si nuestro entendimiento pudiese comprender plenamente los datos que nos brinda la fe, la verdad de la filosofía se ajustaría a la verdad de la revelación por un encadenamiento de verdades inteligibles. De esto sacará Tomás una consecuencia que es de sumo interés para nosotros: siempre que una argumentación filosófica concluya contradiciendo las verdades de la fe, nos encontramos ante un signo manifiesto de que la conclusión de la razón es equivocada. La razón debe tomar nota de esta falta de acuerdo que le muestra su error y encontrar ella misma, conforme a sus procedimientos metódicos, en qué momento se ha producido la equivocación que llevó a tal conclusión falsa. Así pues, la fe es el parámetro en
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C. G., I, c. 6.
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el cual la razón debe buscar su legitimación última. Procediendo de esta manera, la razón podrá ubicarse en el camino correcto9. El plan teológico de Santo Tomás concibe a las ciencias humanas como un instrumento puesto al servicio de la teología para que ésta pueda alcanzar su fin. El problema radica, entonces, en discernir de qué modo la filosofía ocupa un lugar en el espacio teórico que abre la Sacra Doctrina
sin poner en riesgo su propia autenticidad ni la de la ciencia de la fe.
Disponerse a trabajar desde el horizonte de la filosofía significa utilizar la razón para alcanzar verdades inteligibles a ella, i.e., verdades que pueden ser conocidas por la razón natural sin la asistencia de la revelación sobrenatural. Mas a su vez la teología tiene un fin bien definido: ayudar a la salvación de los hombres. Vemos pues el desplazamiento en el objeto y la comprensión de la metafísica, lo que pone de manifiesto qué lugar ocupa la filosofía en el espacio que abre la Ciencia Sagrada. Ya hemos afirmado que hay una noción dominante desde la cual se nos hace inteligible el proyecto teórico de Santo Tomás: la idea de salvación. Tal como hemos dicho, esta argumentación nos ha ubicado en el horizonte de compresión y en los “prejuicios” de un teólogo que hace filosofía10. Así pues, encontramos en Santo Tomás un plan filosófico, pero que ha sido concebido y que se desarrolla en función de un programa teológico. En cada una de sus obras encontramos, entonces, una considerable proporción de filosofía cuya finalidad es aclarar cuestiones teológicas. Se pone de manifiesto, en consecuencia, que a Santo Tomás, como maestro de la verdad cristiana, las ciencias seculares como la filosofía únicamente le interesan por referencia a la ciencia de las cosas divinas. Consecuentemente, sólo se interrogó en materia filosófica pensando en brindar una ayuda a la sabiduría cristiana, y no encontramos en su obra la intención de desarrollar una filosofía emancipada de la palabra revelada11. Aquí situados, intentaremos dilucidar cómo hace Santo Tomás para integrar en una unidad formal una ciencia de la revelación -la teología- con una ciencia de la razón -filosofía-. Es decir, cómo interactúan filosofía y palabra revelada. Lo que verdaderamente le interesaba a Santo Tomás era cómo introducir las categorías racionales y el lenguaje de la filosofía en el ámbito de las creencias sobrenaturales sin que se perdiera la unidad de la Sacra Scientia. Para Santo Tomás la revelación considerada en sí misma, es un acto realizado por Dios y todo acto se ordena a un fin. El fin que Dios se ha propuesto al revelarse a los hombres es la salvación 9
De Veritate, q. XIV, a. 10 ad . 7 y 11. Cf. nuestro “El prejuicio de la Ilustración y la tradición medieval” en América. Filosofía, política y poder. AA. VV. Edición de la Sociedad Argentina de Filosofía, Córdoba 1999, págs. 183-191. 11 Cf. S. Th., Q 1 a. 1, 2, 3 y 4. 10
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de éstos. A su vez, el fin del hombre es Dios, el cual considerado desde la capacidad cognoscitiva del intelecto humano, es un objeto inalcanzable. En consecuencia, para que el hombre pueda alcanzar su salvación fue necesario que Dios se revelase. Ahora bien, la Revelación es una gracia dada a los hombres en forma de conocimiento, es decir, es un don que, concedido y aceptado, es poseído conceptualmente en el entendimiento. La totalidad de esas verdades es la Ciencia Divina que Dios hace conocer a los hombres y el contenido de esa Ciencia lo encontramos en lo que Dios reveló a los Profetas y a los Apóstoles. Que Dios les haya hablado les confiere autoridad divina sobre la que se funda la teología. La misión del teólogo es, entonces, elaborar una ciencia humana de la Palabra de Dios12. Esta tarea tiene como única finalidad hacer más comprensibles a todos los hombres las verdades reveladas. Para Santo Tomás, en consecuencia, la teología no es sino la Sagrada Escritura traducida al lenguaje de la ciencia humana o, lo que para él es lo mismo, traducida a las categorías teóricas aristotélicas. Una primera objeción que podría plantearse a este respecto es que la ciencia de la fe es un trabajo vano puesto que es un conocimiento que Dios no ha revelado y, en consecuencia, no es absolutamente imprescindible. No obstante ello, esta elaboración adquiere legitimidad desde su finalidad: ayuda a la salvación13. Mas para entender de qué manera interactúan fe y razón y cómo se logra dar unidad formal a la teología, Santo Tomás desarrolla una categoría conceptual fundamental: revelabile.14 Esa categoría teórica expresa ese conjunto de verdades que Dios ha revelado pero que, sin embargo, podrían ser conocidas por la razón humana sin auxilio divino. Estas verdades pertenecen al campo de la filosofía ya que pueden ser conocidas por la sola argumentación racional. Sin embargo, Dios las ha revelado puesto que la filosofía es un conocimiento al que acceden muy pocos hombres, con un gran esfuerzo y con la posibilidad de caer en el error. Como lo que es necesario conocer para la salvación debe llegar fácilmente y con certeza a todos los hombres, Dios también da a conocer aquellas verdades necesarias para la salvación, aun cuando éstas pudieran ser conocidas por la especulación filosófica15. Lo revelado -revelatum- es una categoría teórica que se complementa con revelabile. Formalmente considerado, lo revelado incluye aquello cuya esencia debe ser descubierta por Dios a los hombres porque sólo puede ser conocido por nosotros por vía de revelación. Revelado es, pues, todo conocimiento sobre Dios que sobrepasa la capacidad de la razón humana. Es de hacer notar que la diferenciación 12
S. Th., I, q 1, a 2 y 3. C. G. I, 1 y S. Th. I q. 1 a. 6 14 S. Th. I, q. 2 ad 2; y II-II, q. 2 a. 4 ad 1. 15 S. Th. II -II, q. 1a 5 y a. 7. 13
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entre revelabile y revelatum es una diferenciación que responde estrictamente a los criterios epistemológicos que Tomás se apropió de Aristóteles. Aquí estamos hablando de lo que puede ser conocido demostrativamente por la razón natural lo que significa decir que hay una estricta demarcación y límites precisos de lo que la razón puede conocer. El “criterio de demarcación”
-utilizando la expresión de Popper- entre lo que es conocimiento natural y lo
que es conocimiento sobrenatural se define por este principio: “todo conocimiento comienza en los sentidos” o bien, “nada los sentidos”16.
hay en el entendimiento que previamente no haya pasado por
Consecuentemente, el hombre sólo puede conocer todas aquellas existencias
reales que sean percibidas sensitivamente. Puede hacer ciencia, entonces, de todos los seres materiales. También se puede conocer -mediante lo que luego se llamó el principio de causalidad- la existencia de aquellos seres que por ser inmateriales no se puede tener experiencia sensible pero sí se la tiene de sus efectos. A partir de ellos, por demostración, se puede llegar a afirmar la existencia de la causa. Es decir que, en esta teoría de la ciencia, a las realidades inmateriales se las puede llegar a conocer por las acciones u operaciones que realizan. Por ello, toda demostración científica natural es siempre una articulación conceptual de los datos provistos por los sentidos. Es en este ámbito del conocimiento que se ubica lo que Santo Tomás llamó revelabile que, como hemos dicho, son verdades accesibles a la razón humana pero dadas a conocer por Dios a los hombres. Esta teoría de la ciencia también es aplicada a aquel conocimiento al cual el hombre no accede por sus capacidades naturales sino que le es dado por Dios, lo que significa decir que aquello -en el plano del conocimiento natural- que el hombre posee en su entendimiento porque le ha sido aportado por los sentidos, es reemplazado por la Palabra Revelada que, en esta epistemología, se convierten en contenidos conceptuales del entendimiento que éste puede articular según las reglas procedimentales de la lógica. Éste es el ámbito de lo revelatum. Todo esto constituye la Ciencia Sagrada y es por ello que hay en esa Ciencia desarrollos conceptuales propios de la filosofía en un doble sentido: por un lado, aquello que es estrictamente racional -revelabile-; por el otro, aquello que excede la capacidad cognoscitiva del hombre -revelatum-, que utiliza categorías epistémicas y metafísicas desarrolladas por la razón. “Si la Doctrina Sagrada
considera las cosas en cuanto que reveladas -revelatum- como hemos dicho, todo lo que sea divinamente revelable -revelabile- comunica en la razón formal única del objeto de esta Ciencia, y, por tanto, queda comprendido en la Doctrina Sagrada como en una sola ciencia.” 17
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Idem I, q. 84, a. 3.
1717
S. Th. I, 1,3, ad. Resp.
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En fin, lo que da unidad a la Ciencia Sagrada es su objeto formal, la Revelación, que es traducida al lenguaje, métodos y procedimientos propios de la epistéme aristotélica. Esta conclusión sólo puede ser comprendida en el contexto histórico de Santo Tomás y en su uso metódico de las categorías racionales cuando intenta hacer comprensible la verdad revelada. De la anterior argumentación podemos inferir que, la articulación metódica de la razón en la esfera de la creencia hecha por Santo Tomás es válida sólo para quienes son creyentes, pero, además, exclusivamente para aquellos creyentes que acepten sus categorías teórico-conceptuales. Visto de esta manera, todos los que no confiesan la fe cristiana quedarían liberados de esta exigencia. Y aquellos que la confiesen podrán hacer uso de su razón de otras maneras que también consideren adecuadas.
En esta perspectiva, el
planteamiento teórico de Santo Tomás no parece acarrear demasiados problemas hacia la sociedad en su conjunto, como tampoco hacia la vida interior de la comunidad de creyentes. La dificultad que plantea el requerimiento de total concordancia entre fe y ciencia humana se da cuando se invierte la relación metódica entre fe y razón establecida por Santo Tomás. Esta inversión supone intentar demostrar las verdades de la fe desde la filosofía, es decir, poner el punto de partida en la razón y no en la fe; relación metódica que indudablemente puede adoptar cualquier creyente si así lo considera conveniente. Lo que no debiera hacerse es partir de la filosofía y llevar el argumento a una de las conclusiones posibles: si hay una verdad y no más que una y si, por otra parte, la razón la puede conocer, debemos deducir que si se utilizan correctamente los procedimientos lógicos es necesario que la razón conozca esa única verdad. Y si la razón ha llegado al conocimiento de la verdad por el impulso de su argumentación demostrativa, debemos concluir que la inteligencia humana puede conocer la verdad sin ninguna ayuda exterior. Mas esa única verdad es la de la fe. En consecuencia, recorriendo el camino por sí misma, la razón puede demostrar la necesidad de su coincidencia con las verdades de la fe. La conclusión nos muestra el trueque en el uso metódico: Santo Tomás parte de la fe y se apropia de los instrumentos racionales para hacer más comprensible esas verdades. Distinto es partir de la razón para tratar de hacerla coincidir con la fe, y considerar que la razón sólo es verdadera cuando se da tal coincidencia. De acá se infiere que toda filosofía que no coincida con la Palabra Revelada deberá considerarse falsa. No se nos debe escapar, por lo demás, que nos encontramos siempre con el uso de la razón dentro de los límites establecidos por la creencia en la Palabra Revelada. Lo que establece la diferencia es, justamente, el modo de referirse la razón a la fe, es decir, la relación que se establece entre
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ambas. Es propicio hacer mención en este lugar que, desde la disolución de la Edad Media como época histórica, el uso metódico de la razón en el espacio abierto por la fe, al modo que lo estableciera Santo Tomás, fue dejado de lado. Esta conclusión de la que hemos hablado anteriormente fue un ensayo de aquello que llamamos una escolástica tardía, que buscó saber hasta dónde podría llegar la razón en su intento por realizar una pura filosofía partiendo de los presupuestos establecidos por Santo Tomás. De allí fue que surgieron expresiones tales como filosofía perenne
y filosofía cristiana con las que ha sido calificada la filosofía de Santo
Tomás cuando se la ha querido constituir como un programa estrictamente racional y autónomo de la revelación. Este método de razonar propio de la escolástica tardía está directamente relacionado con el quiebre que produce en Occidente la modernidad al afirmar la definitiva legitimación de la racionalidad científica. A partir de entonces se constituye una particular filosofía de los cristianos, la cual se asume a sí misma como tarea apologética. Este tono argumentativo no puede sino llevar a lo que luego, en expresión de Levinas, fue caracterizado como “violencia de la verdad”.
Un punto culminante de esta manera de
argumentar y que, además, tiene características institucionales dentro de la Iglesia Católica, es el Concilio Vaticano I realizado entre 1869 y 1870. Estas consideraciones no son de menor importancia para nuestra historia como comunidad nacional, historia no sólo del pensamiento sino, y fundamentalmente, institucional y política. El proyecto filosófico de la escolástica tardía pretendió establecer un método filosófico que siguiera los presupuestos y procedimientos de la razón autónoma en sentido moderno, pero a la vez se proponía como objeto de la filosofía las verdades de la fe que marcaban los límites precisos de lo que la razón debía demostrar. Las conclusiones a las que arribó la escolástica tardía no deben hacernos perder de vista que los aspectos más originales de la filosofía tomana son aquellos que se encuentran dentro de los límites definidos por la Ciencia Sagrada. Es por ello que intentar vaciar de las obras teológicas las especulaciones filosóficas que en ellas encuentran su recipiente y luego intentar reconducirlas según su propio método y conforme a la disposición de sus partes, es una tarea que trae aparejada una ilusión: puede hacernos creer que Santo Tomás quiso construir una filosofía con fines puramente filosóficos, cosa que en ningún sentido podemos corroborar en sus escritos. Así pues, el entramado teórico realizado por Santo Tomás, en el cual se articulan creencia y razón, deja a su programa teológico al margen de cualquier fundamentalismo, y nos muestra una de las posibles génesis de los mismos, aun de aquellos que no se sustentan en creencias religiosas, sino en valoraciones culturales e históricas: poner al propio entretejido de creencias, valoraciones y razones como el único posible y verdadero. 10
En síntesis, lo que define en términos generales el esfuerzo teórico de los pensadores medievales y su ubicación en la historia del pensamiento occidental es, en primer lugar, encontrarse ante dos fuentes del saber, una que procede del hombre y otra que excede la posibilidad de ser fundada en la razón; y en segundo lugar, el modo en el que lograron articular y vincular esos saberes. El esfuerzo de reflexión llevado a cabo por esos pensadores fue el de introducir la ciencia en el ámbito de las creencias, delimitando y estableciendo claramente relaciones entre ambas esferas del saber, constituyendo un saber científico formalmente uno. Si el siglo XX ha venido a mostrarnos que las creencias -del tipo que fueran- no pueden ser excluidas de la constitución de nuestros saberes, debiéramos intentar despojarnos de los falsos prejuicios de la ilustración para reapropiarnos y resignificar al pensamiento medieval e intentar dilucidar qué lugar ocupa éste en la constitución de Occidente.
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