Juan Arnau Budismo esencial
Índice
Nota sobre la edición Introducción 1. Renacer Causas del renacer Ética anónima Ámbitos de existencia ¿Quién renace? Transiciones ¿Identidad o continuidad? Matizaciones Karma y modernidad 2. Universo y mente Espacio y conciencia Mente y universo Destino Los tres ámbitos Espacio temperamental Tiempo Reversibilidad 3. Repeticiones Reminiscencia o repetición Reminiscencias
¿Renacer es repetir? Repetición en la plegaria Repetición y cultura mental 4. Reorientación La renovación mahāyāna Filosofía del mahāyāna La promesa El espíritu del despertar Devoción 5. Nāgārjuna Encrucijadas 6. Filosofía entre bastidores El teatro lógico Rituales Epílogo. Lo que el budismo no es (y lo que pudiera ser) I. Lo que el budismo no es II. Lo que el budismo pudiera ser Bibliografía Créditos
Nota sobre la edición edición
Salvo en los títulos de obras, las palabras sánscritas van en general sin cursivas para no entorpecer la lectura. Puesto que el sánscrito no tiene mayúsculas, éstas se han evitado, excepto en los nombres propios y en los títulos de obras. Asimismo se han evitado los plurales acabados en -s, ya que qu e el número de cada palabra queda claro por el contexto.
Introducción
Siddhārtha Gautama vivió en la India aproximadamente cinco siglos antes del nacimiento de Jesús en Galilea. Aunque no dejó nada escrito, sus enseñanzas han sobrevivido más de dos mil quinientos años. Según la leyenda, nació príncipe pero eligió una vida de mendigo. Vagó por los caminos y se ejercitó en la meditación. Lo siguieron algunos que, como él, recorrían las selvas y los glaciares en busca del conocimiento. Transmutó en antorcha el cetro que había heredado y su pensamiento alcanzó los lugares más recónditos de Asia. Hoy no resulta extraño encontrar monjes con la cabeza afeitada y ataviados con túnicas del color del azafrán. Son los discípulos de Buda: los encargados de preservar y difundir su doctrina. Pero Per o no hace falta raparse el pelo o vestir una u na túnica para apreciar el valor de estas enseñanzas y la necesidad de transmitirlas. Este libro es el resultado de cerca de dos décadas de investigación en torno al budismo. En el primer capítulo se ofrece una visión general del d el modo en que los budistas conciben la existencia. La vida es única y singular, pero viene de lejos y continúa tras la muerte. Otra vida heredará las inclinaciones de la anterior, sin renunciar a una singularidad propia. La vida, especialmente la humana, tiene un valor incalculable, pues nos sitúa en el lugar idóneo desde el que contemplar la perspectiva del despertar. Su recorrido lo regula una ley que asegura que nada de lo que hacemos se pierda y que toda actividad mental y corporal pueda dar sus frutos. La caravana de la existencia es para los budistas esencialmente trashumante, y los seres se transforman unos en otros según ganen o pierdan en inteligencia o estupidez. Esa continuidad de la conciencia se encuentra estrechamente relacionada con el modo de entender el cosmos. De ello nos ocuparemos en el segundo capítulo. El universo experimenta ciclos recurrentes de expansión y contracción que se suceden de acuerdo con la evolución mental de sus habitantes. Esta idea constituye la mayor novedad para la visión científica moderna, la cual sostiene que la conciencia es un epifenómeno del cerebro: el resultado, más o menos azaroso, de toda una serie de procesos materiales. Para el budismo, por el contrario, el cosmos tiene una naturaleza mental. Y cuando los budistas hablan de la mente no se refieren al cerebro. En ese universo hecho de conciencia, el espacio y el tiempo son una fermentación de la vida que percibe y siente. El espacio no se distribuye mediante la gravedad de la materia sino en función de estados mentales. La caravana de los seres, como veremos, abre los caminos del espacio y dibuja la curvatura del tiempo. Así pues, el universo comparte con la mente una naturaleza cíclica. Una de las estrategias para escapar del surco rayado del entendimiento (cósmico, individual) fue la repetición, que abordaremos en el capítulo tercero. Las repeticiones, de carácter devocional, conducirán a una reorientación de la doctrina. Del surgimiento surgimiento del mahāyāna y de la devoción que se opera en el budismo hablaremos en los capítulos cuarto y quinto. Ello nos llevará a la figura de Nāgārjuna y, en el capítulo sexto, a su filosofía entre bastidores, con la que no pretendía sostener ninguna tesis en particular sino desarrollar un «arte de congeniar» en busca de la complicidad con el interlocutor. Finalmente, en el epílogo trataremos de aclarar lo que el budismo no es y nos aventuraremos a dilucidar lo que pudiera ser.
1. Renacer Causas del renacer
La vida parece tener un comienzo: nacemos. Nos iniciamos en la experiencia y en el sentimiento y, conforme se desarrolla el entendimiento, intuimos, de manera más o menos incierta, lo eterno que hay en las cosas. Y es entonces cuando surge en nosotros la sospecha de que tal vez ese comienzo no sea un comienzo sino una continuación. En esa sospecha se funda la doctrina del renacimiento, que nos ahorra el mal gusto de suponer recompensas y castigos definitivos. El pensamiento indio vive inmerso en una eternidad autorregulada, que no precisa de elementos externos al propio universo para imponer justicia. Hay siempre un camino, hay siempre una oportunidad. Para comprender las diversas formas en las que los budistas concibieron el renacer, se debe recurrir al concepto de karma: la creencia de que todo acto tiene su retribución, en esta vida o en las subsiguientes. En varios pasajes de las escrituras budistas se describen las diversas etapas meditativas que Siddhārtha Gautama experimentó la noche del despertar despertar bajo el árbol de Gayā1 Gayā1. En la primera vigilia, Siddhārtha recordó sus innumerables vidas anteriores, los periodos de disolución y renovación del mundo, cómo había vivido aquí y allá, con diferentes nombres, en diferentes familias, atravesando diferentes penas y alegrías. En la segunda vigilia dirigió su mente a la muerte y al renacimiento de los seres, y reconoció seres superiores e inferiores, hermosos y desprovistos de belleza, dichosos y desgraciados. Y observó cómo forjan su destino de acuerdo con sus propias acciones, cargándolas sobre sus espaldas incluso después de la destrucción del cuerpo físico2. El hecho de que uno de los textos canónicos más representativos del budismo haga referencia al karma como parte integral de la experiencia del despertar no deja lugar a dudas sobre su importancia3. En otros pasajes la doctrina del karma se reivindica como propia del budismo, y en ocasiones el Buda instruye a los brahmanes br ahmanes sobre su profundidad profund idad y significado4. La palabra sánscrita karma, ya incorporada a la lengua castellana, significa en general cualquier actividad mental o corporal, incluyendo las consecuencias de dicha actividad, así como la suma de todas esas consecuencias en la vida presente y el encadenamiento de causas y efectos en el orden moral. Por tanto, el karma expresa como ningún otro concepto la continuidad entre el orden físico y el orden espiritual. Y puede verse como una memoria infalible de los empeños de todos los seres conscientes; de ahí que su registro comprenda la mente: las intenciones y propósitos dejan su impronta kármica. A lo largo de la vida, mediante actos, palabras, sueños, deseos e intenciones, se construye ese artificio mental llamado «karma»; debido a él vivimos como vivimos y debido a él renacemos. El karma es lo que nos ata a la existencia. Según esta creencia, el individuo ha moldeado y, en cierto sentido, creado las limitaciones de su carácter. Sin embargo, a diferencia de algunas doctrinas deterministas de la época del Buda histórico, para los primeros budistas existía la posibilidad de transformar ese temperamento mediante la práctica de los preceptos: el llamado «noble sendero de ocho»5. En general los budistas aspiran a generar y acumular karma positivo, ya sea para conseguir un buen renacimiento o para avanzar en el largo camino hacia el despertar. Un ejemplo significativo de acumulación de karma virtuoso lo encontramos en una de las colecciones más extensas y populares de la literatura budista: las jātaka6. jātaka6. Se trata de un género de relatos fantásticos a través de los cuales el budismo incorporó numerosas
leyendas, cuentos y fábulas de la India. El protagonista del relato suele identificarse con un nacimiento previo de Gautama Buda, bajo la forma de un hombre, un duende, un dios o un animal. En cada una de estas vidas, el buda en formación (llamado «bodhisattva») nace para perfeccionar una de las diez virtudes excelsas: generosidad, bondad, desprendimiento, d esprendimiento, discernimiento, firmeza, paciencia, veracidad, resolución, consideración y ecuanimidad. Estas diez virtudes, apunta el Nid ānakathā, no se encuentran ni en el cielo ni en la tierra, ni en el oriente ni en el occidente, ni en el norte ni en el sur, sino que residen en el corazón del ser consciente7. En la vida surgen y en la vida habrán de desarrollarse, aunque una sola vida no es suficiente para perfeccionarlas todas. La auténtica transformación moral requiere tiempo, y el ser consciente deberá recorrer incontables vidas para llegar a la maduración definitiva. En esa carrera a través de sucesivos renacimientos, el bodhisattva no es una única persona sino muchas, una multitud, engarzadas todas ellas por las consecuencias de sus actos. Y es otro el que hereda el temple, la generosidad o la ecuanimidad del que le precedió. Se transmite un carácter, no un alma. Así se va recogiendo el mérito necesario que permitirá el logro del despertar. Históricamente el budismo surge como una reacción contra el brahmanismo, pero su ruptura con esta tradición social y religiosa no fue un fenómeno aislado. En la época de Gautama Buda existieron otros grupos de buscadores que rechazaron el brahmanismo y, reunidos en torno a un maestro, se retiraron a los bosques para llevar una vida errabunda y mendicante. Estos grupos, entre los que se cuentan los jaina y los ājīvika, aparecen con frecuencia frecuencia en las escrituras budistas y son denominados «śramaṇa» «śramaṇa» o «samaṇ «samaṇa». La literatura en pāli a menudo se refiere a Buda como el «samaṇa «samaṇa Gotama» y alude a los brāhmaṇa brāhmaṇa y a los samaṇ samaṇa para distinguir a los ortodoxos, aquellos que siguen la tradición védica, de los heterodoxos, aquellos que han renunciado a ella. Todas estas corrientes aceptaban la doctrina del karma pero diferían en su posicionamiento acerca de cómo había que entender el libre albedrío en el marco de esta ley retributiva. En general, las concepciones budistas del karma acentuaban los aspectos morales frente a los rituales. Hay en la época en la que surge el budismo cierto cansancio ritual. El budismo, como hará siglos después la Reforma, se opuso al poder social y religioso que ostentaban los sacerdotes brahmanes, basado fundamentalmente en el ritual, muy presente tanto en la vida cotidiana como en la cortesana. Las escrituras antiguas critican el oropel de los brahmanes, la vanidad del rito y la crueldad de los sacrificios. Ello no impedirá que siglos más tarde, con la llegada del mahāyāna y del tantra, se retome esa querencia tan india por el ritual. Sea como fuere, entre los primeros budistas bu distas la idea del karma subrayaba la importancia de la intención: el acto involuntario no producía karma. El factor crucial de la efectividad kármica era el deseo, no el mero acto. Reconocer este hecho suponía el primer paso para liberarse de sus ataduras. ataduras . Nos encontramos ya cerca de una concepción co ncepción mental del karma. Ética anónima Se ha sugerido que la doctrina del karma fue una invención budista, no porque no existiera antes del budismo (trazas de una doctrina similar, no elaborada todavía, pueden hallarse en las primeras upaniṣ upaniṣad), sino porque fueron los budistas los que la desarrollaron, explicando y matizando su funcionamiento y presentándola como condición indispensable de la transformación moral. La razón de este interés por el karma está relacionada, por un lado, con aspectos soteriológicos de la doctrina (una acentuada preocupación por los preceptos éticos y la forma de vida) y, por otro, con aspectos filosóficos, en concreto con la
negación de la existencia del ātman, elemento fundamental del pensamiento brahmánico8. brahmánico8. Lo que diferencia al budismo de otros movimientos de su época, su marca distintiva, es precisamente su posicionamiento en contra de la existencia de un sustrato esencial en los seres conscientes, una entidad permanente que transmigrase de una vida a otra tras la descomposición del cuerpo físico. Ya se trate del ātman brahmánico o del jīva jainista, esta idea supone un obstáculo fundamental para el logro de d e los fines budistas. Lo podemos comprobar en un himno devocional devociona l donde se loan las virtudes del Buda, titulado ṇāhavar ṇa y cuyo autor es Mātṛ ceṭa, ceṭa, discípulo de āryadeva: Var ṇā Mientras la idea de un «yo» acompañe a la mente, la serie de los renacimientos no podrá detenerse. La creencia en un «yo» no puede desarraigarse del corazón coraz ón si existe la idea del ātman. Y no hay en el mundo ningún maestro que enseñe la inexistencia del ātman ātman excepto tú, Buda. Y al margen de tu doctrina, no hay otro camino hacia la liberación9. La concepción errónea del yo, el apego a la idea de una sustancia inalterable y eterna, constituye el aliento del renacer. Desmontar la idea del ātman se convierte en requisito fundamental para la liberación. Este posicionamiento filosófico sirve también para profundizar, de un modo ciertamente original, en la doctrina do ctrina del renacimiento respecto a otras corrientes del pensamiento indio. ¿Quién habrá de heredar el karma y quién es aquel que vaga en el ciclo de las existencias? Las diversas respuestas a esta pregunta constituyen una parte importante de la filosofía budista, cuyo desarrollo trazaremos a continuación. Pero antes haremos una breve pausa para describir los diferentes ámbitos del renacer. Ámbitos de existencia Para el budismo, la vida consciente en sus diversas formas consiste en deambular, sin rumbo ni propósito, en un torbellino guiado por el deseo ciego y la ignorancia. Según la mayoría de los libros canónicos y compendios doctrinales, hay cinco ámbitos de existencia de los seres conscientes, en los que éstos renacen de acuerdo con la calidad moral de sus acciones (karma)10. Se conocen como gati, término sánscrito que significa «modo de ir» o «forma de vida»; de ahí que se traduzca como «destino». Generalmente se enumeran cinco ámbitos del renacer: los animales, los seres de los abismos, los espíritus, los dioses y los seres humanos. Los tres primeros son destinos desgraciados, ya que en ellos es imposible contemplar a los budas o escuchar su doctrina. Los dos últimos, en cambio, son destinos en los que se puede lograr cierta dicha, pues permiten escuchar las enseñanzas del Buda y experimentar estados pasajeros de alegría. Desde la perspectiva budista, los hombres tienen cierta ventaja respecto a los dioses. La vida dichosa en los paraísos dificulta el deseo de liberación, ya que apenas deja percibir la realidad del sufrimiento, consustancial a toda forma de existencia. Ese desconocimiento hace que los dioses no se sientan atraídos por la enseñanza ni busquen el despertar, tarea genuinamente humana. La cosmología budista describe además toda una jerarquía de paraísos, que pueden agruparse en tres ámbitos generales: los seis reinos del mundo sensual (kāma-loka), (kāma-loka), donde todavía se experimentan placeres relativos a los sentidos; los reinos de la forma pura (rūpa-loka), (rūpa-loka), donde se renace con un cuerpo material pero sutil y libre de pasiones, y, finalmente, los más elevados, los reinos carentes de forma (arūpa-loka), (arūpa-loka), en los que la existencia es completamente inmaterial y a los que se dirige todo ser vivo que haya acumulado el karma requerido para cada ámbito anterior. La estancia en dichos reinos resulta placentera, y en los más elevados apenas existe el dolor físico o mental. No todas las virtudes y buenas acciones tienen las mismas consecuencias. Renacer en los paraísos del mundo sensual es producto de la generosidad y la benevolencia,
mientras que a los superiores se accede mediante el ejercicio de la meditación. La vida en los paraísos es larga y dichosa, pero llega un momento en que el buen karma se agota y hay que abandonarlos. La fugacidad de las cosas, un tema recurrente en el budismo, alcanza también a estos ámbitos. Surge entonces el dolor y se constata que sólo por medio del despertar puede uno escapar a su persistente presencia. Los paraísos sirven de modelo a otros lugares dichosos, mundos donde la acción transformadora y purificadora de los budas ha logrado erradicar los destinos nefastos. Se trata de universos conocidos como «campos de budas». Así, cualquiera puede aspirar a renacer en uno de esos mundos purificados si no se ve con fuerzas para lograr el despertar. Un célebre escolástico theravāda del siglo v, Buddhaghosa, escribe en su monumental Vía de la purificación, uno de los libros más influyentes de la literatura antigua, que él no espera alcanzar el nirvana en su vida presente y que, dado que la enseñanza decae conforme uno se aleja del tiempo histórico del Buda, confía en renacer cuando pueda recibir la enseñanza del futuro buda, Maitreya; entretanto, espera hacerlo en uno de los paraísos mencionados. La iconografía budista describe los ámbitos del renacer en la Rueda de la Vida. Según la leyenda, el propio Siddhārtha la dibujó a sus discípulos discípulos cuando éstos le pidieron un método sencillo para transmitir las enseñanzas. La rueda está coronada por un monstruo de terrible aspecto que representa el tiempo que todo lo consume y que generalmente se asocia con la muerte. La bestia sostiene entre sus garras y fauces la esfera que alberga a todas las criaturas, la cual se divide en cinco sectores que representan los diferentes destinos. En el perímetro se encuentran los doce eslabones del llamado «origen condicionado», mientras que en el centro figuran las tres turbaciones que inflaman todo el proceso: la codicia (el gallo), la aversión (la serpiente) serpien te) y la necedad (el cerdo). ¿Quién renace? Retomemos ahora la cuestión de quién es el sujeto del renacer, heredero de un karma precedente. Una de las primeras formas de negar la sustancialidad del ātman fue descomponiendo al individuo en sus constituyentes. Para los filósofos del abhidharma, lo que los brahmanes llamaban ātman no era sino un agregado de cinco componentes: materia, sensación, percepción, predisposición y estados cognitivos. Todos estos elementos son efímeros y se encuentran en un estado de cambio constante. Cada uno existe por sí mismo, aunque fugazmente, y su combinación forma lo que llamamos «persona». El individuo se considera irreal, mientras que lo real son sus efímeros constituyentes. La importancia de esta distinción concierne a la liberación misma: atribuir al sujeto un sustrato permanente supone un error fundamental que alimentará el apego, el anhelo y el egoísmo. Ninguno de estos constituyentes puede considerarse considerar se inmutable o permanente. Su realidad es fugaz. Tan pronto como surgen, desaparecen. De modo que, no habiendo un actor que pueda diferenciarse de la acción, cabría preguntarse quién hereda el karma en una vida subsiguiente. Y, lo que resulta más peliagudo, cómo se realiza la transición entre una existencia y otra. Para responder a la primera cuestión, un texto titulado Las preguntas de Milinda ofrece algunas metáforas. En este libro, el monje Nāgasena responde a las preguntas del rey Milinda: «El ser que nace ni es el mismo ni es distinto que el que le precedió». Nāgasena pone como ejemplo la leche fresca, fres ca, que tras un tiempo se convierte en cuajada, posteriormente en mantequilla y, si se extrae el agua, en mantequilla clarificada. Sería falso decir que la leche es lo mismo que la cuajada, la mantequilla o la mantequilla clarificada, aunque todos estos productos deriven sucesivamente unos de otros. Y «del
mismo modo que no encontraremos leche fresca en la mantequilla clarificada, tampoco hay un ser que pase de un estado a otro»11. No sería entonces acertado hablar de reencarnación, pues no hay nada que se reencarne reencar ne ni existe ningún tipo de ente sustancial en ese deambular. Se produce una concatenación causal de dos procesos vitales en la que no se preserva una identidad pero sí se da una un a continuidad. El nacimiento y formación de un nuevo ser a partir del embrión se explica en términos kármicos del siguiente modo: la fuerza interna que impulsa el crecimiento del organismo es un efecto de acciones pasadas y deviene un conjunto de impresiones y predisposiciones que guiarán el desarrollo desarr ollo embriológico. Dichas inclinaciones estimulan el crecimiento del cuerpo para que realice todo su potencial. De ahí que el neonato ya sepa muchas cosas antes de nacer: conoce la satisfacción y el temor, la necesidad de alimentarse del pecho de la madre, y está familiarizado con las emociones que experimenta cualquier ser consciente. Al mismo tiempo, esa acumulación de impresiones y predisposiciones que lo mueven y que laten en su interior explica la diversidad de los seres, sus diferentes formas y capacidades, así como las condiciones particulares que rodean su crecimiento y desarrollo. Según la tradición, los budas son capaces de advertir las predisposiciones latentes en los seres, además de las experiencias vividas en existencias previas. En la Vía de la purificación se explica esta cuestión precisamente en el capítulo que hace referencia al origen condicionado12. En un pasaje se habla de un enlace en el renacer: el último instante de conciencia antes de la muerte, condicionado por el karma e impulsado por el deseo y la ignorancia, se dirige al vientre donde habrá de producirse el renacimiento. Para ilustrar este enlace, Buddhaghosa utiliza la metáfora del sonido y su eco, o del sello y su estampado. Transiciones El budismo antiguo explicaba dicho enlace en el renacer mediante la existencia de un ser intermedio que aseguraba la transición entre una vida y la subsiguiente. El tema fue objeto objeto de numerosas controversias. Algunas escuelas (theravāda, mahāsāṇghika) mahāsāṇghika) rechazaban tajantemente esta hipótesis, mientras que otras (sarvāstivāda, sautrāntika) la consideraban posible. Para estas últimas era necesario postular un ente que asegurase la transferencia del karma y sirviese de transición entre muerte y renacimiento. El Kos´a dedica algunas de sus páginas a explicar en qué condiciones surge esta entidad sutil encargada de preservar la continuidad kármica, estableciendo un modelo que tendrá una marcada influencia en las tradiciones budistas del Tíbet y de Asia oriental13. El ser de transición surge en el instante mismo en que se produce la muerte del cuerpo físico, es una proyección del karma del difunto y tiene la forma y las características del ámbito de existencia hacia el cual se dirige. Se le llama «gandharva» porque se nutre de olores (gandha); los gandharva superiores se alimentan de aromas y los inferiores de pestilencias. Sus dimensiones son las de un niño de d e seis años, con sus órganos órgan os completamente desarrollados y con una sensibilidad sutil y activa. Nada puede detener su impulso, siendo incluso capaz de penetrar la superficie del diamante14. Ni siquiera los dioses pueden verlos, sólo otros gandharva o seres que hayan logrado los más altos poderes15, si bien no son capaces de d e impedir su progresión. Al abordar el ser de transición, Vasubandhu hace referencia a las biografías legendarias de Siddhārtha Gautama: El ser de transición del bodhisattva se asemeja al bodhisattva en la plenitud de su juventud, está dotado de todas sus marcas excelsas, ex celsas, y cuando entra en el vientre de su
madre ilumina incontables universos. Así, fue un presagio que la madre del bodhisattva viera en sueños un elefante blanco, pues durante largos periodos el bodhisattva no había renacido en el reino animal16. Para dar más consistencia a su argumento, Vasubandhu aduce razones canónicas: el texto mencionado, una de las hagiografías del Buda, presumiblemente el Lalitavistara, no pertenece a los diálogos del Buda (sūtra), (sūtra), a los códigos monásticos (vinaya) ni a los compendios doctrinales (abhidharma), sino que es la composición de un autor particular. No hay una regla fija para la duración de la vida de d e este ser de transición, que se prolonga hasta que encuentra el lugar donde do nde renacer. Unos afirman que vive viv e sólo siete días, otros que siete semanas. Su deseo es renacer, y si las circunstancias externas no son propicias, o no encuentra un lugar de concepción con cepción en el ámbito que proyecta su karma, entonces renace en unas condiciones análogas a las que le corresponderían. Como apunta el āṣā17, las vacas no nacen durante la estación de las lluvias, ni los dioses en otoño, ni Vibhāṣā17, los osos negros en invierno, ni los caballos en verano. La especulación biológica se funde aquí con la escatológica. Dado que los búfalos pueden nacer en todas las estaciones del año, un ser de transición cuya orientación kármica lo dirija a un renacimiento entre las vacas, si surge en la estación de las lluvias, renacerá como búfalo, no como vaca. Del mismo modo, un perro puede renacer como chacal o como asno18. Vasubandhu parece darse por satisfecho con semejante explicación. ¿Cómo se produce el renacimiento? La conciencia, inflamada por el deseo, busca un lugar donde renacer19. Gracias a su ojo divino, puede contemplar desde la distancia a sus futuros padres. Ante la visión del acto amoroso, ve turbado su espíritu y experimenta sentimientos encontrados: una atracción concupiscente y una repulsión hostil. Cuando el ser de transición es varón, desea a su madre y siente animadversión hacia el padre; cuando es mujer, rivaliza con la madre y se siente atraído por el padre. Su estado de agitación lo impele a adherirse al lugar donde se juntan los órganos sexuales, se une a la sangre y al semen que produce el acto sexual y se instala en el vientre materno. Así es como ocurre la concepción (que no podría darse sin la presencia del gandharva), instante en el cual las inclinaciones se transfieren a la nueva vida y, una vez cumplida su función, el ser de transición desaparece. ¿Identidad o continuidad? continuidad? La negación de la realidad del ātman, que desde el principio constituye una seña de identidad de la doctrina budista, se irá matizando con el tiempo, especialmente en la filosofía del mahāyāna y en los desarrollos posteriores desarrollos posteriores del zen. Sin embargo, en la literatura antigua ya encontramos algunos fragmentos que anuncian dicha evolución. En un pasaje canónico de la literatura pāli, Vacchagotta pregunta al Buda por la existencia del ātman y el Buda permanece en silencio20; silencio20; posteriormente, éste explicará a ānanda el motivo de su mutismo. Mantener la existencia del ātman supone aceptar la permanencia, lo cual sería incoherente con la creencia budista en la fugacidad de todas las cosas. Pero decir que no hay ātman sería abrazar el nihilismo, rechazar la creencia en el renacimiento, lo cual resultaría inadmisible. Dado que el Buda acepta el renacer, la negación del ātman sólo confundiría a aquellos no instruidos en el camino medio; de ahí su silencio. Este compromiso entre eternalismo y nihilismo toma una forma diferente en otro pasaje. No conviene creer que el que realiza una acción es el que experimenta sus consecuencias, aunque tampoco sería correcto considerar que es otro21. Aquel que renace y experimenta el fruto de los actos del pasado no es ni idéntico ni distinto a aquel que los cometió.
Para resolver esta ambigüedad, el Buda expone la doctrina, ya mencionada, del origen condicionado: cualquier cosa o fenómeno se origina a partir de otras cosas o fenómenos y depende de éstos, que, además de considerarse causa del hecho producido, son a su vez el resultado de otras causas y condiciones. De acuerdo con la visión budista, el origen condicionado describe el modo en el que las cosas son: una concatenación de causas repetidas cíclicamente.
La IGNORANCIA es lo que lleva a los seres a renacer, y por ello se considera el primero de los doce eslabones de esta cadena. caden a. Ata al individuo a la Rueda de la Vida y lo hace persistir obcecadamente en la existencia, impidiéndole atisbar la liberación. No se trata de la ignorancia de ciertos conocimientos, sino de una nesciencia fundamental cuya
ceguera fortalece el apego a los objetos de los sentidos. Esta inopia sin comienzo, que causa, alimenta y mantiene los procesos del renacer, es condición de un sufrimiento innato, pues hace posible y refuerza la construcción cons trucción del yo y el sentido de lo propio. El segundo eslabón son las INCLINACIONES que configuran el temperamento y la actitud. Estos dos primeros factores (la ignorancia y las inclinaciones) provienen de las vidas pasadas y juntos generan la CONCIENCIA DEL NEONATO, el tercer eslabón, que es el factor mediante el cual se inicia la nueva vida. El cuarto es la CONFIGURACIÓN PSICOFÍSICA del individuo. El nuevo ser, nuevo porque supone una nueva vida y un nuevo «yo», pero antiguo si se considera que lleva consigo el condicionamiento de las vidas pasadas, extiende a su alrededor los SEIS SENTIDOS (los cinco sentidos más la mente), que constituyen el quinto eslabón de la cadena. Los sentidos hacen posible el sexto eslabón, el CONTACTO con el mundo exterior e interior (la mente es el órgano sensorial interno), que a su vez da lugar a la SENSACIÓN. Y las sensaciones conducen irremisiblemente a la SED. Estos ocho eslabones son la base, en esta vida, del siguiente renacer. La sed provoca el APEGO al DEVENIR de nuevas experiencias y de un nuevo NACIMIENTO. Y todo ello conduce a una nueva VEJEZ Y MUERTE. Este encadenamiento cíclico es la base de toda experiencia y, al mismo tiempo, la propia experiencia dentro de esa gran acumulación de sufrimiento que es la existencia. Considerar el individuo en términos de ātman en lugar de hacerlo en términos de este origen condicionado constituye un grave error. Nada hay de sustancial en lo que pasa de una vida a otra, simplemente se produce una conexión causal. La creencia en el ātman supone un aferramiento al yo, causa fundamental de un sufrimiento que la propia doctrina pretende desarraigar. Matizaciones El filósofo Nāgārjuna, originario del sur de la India y fundador de la escuela madhyamaka, vivió en torno al siglo II y fue el principal valedor de la doctrina de la vacuidad. En su obra más influyente y conocida, Fundamentos de la vía media, dedica tres capítulos a la cuestión del karma y el renacimiento22. Para empezar, sostiene que no puede hablarse de un sujeto real, pues el sujeto está haciéndose, no está acabado, y niega asimismo la acción que realiza. Sin embargo, tampoco cabe decir que sujeto y acto no existen en absoluto, y lo justifica aduciendo una «razón práctica» similar a la kantiana: si tal fuera el caso, no existirían ni el bien ni el mal y la doctrina budista carecería de propósito. El acto depende del agente y el agente del d el acto; uno no es concebible sin el otro23. Esto mismo se aplica también a las inclinaciones o tendencias mentales, así como al resto de los agregados que constituyen el individuo, los cuales, según hemos descrito, pasan de una existencia a la subsiguiente gracias al ser de transición. Tampoco se puede decir de ellos que existan por completo o que no existan en absoluto. El transitar del karma no puede considerarse como un proceso pro ceso de ruptura, y menos aún como algo permanente. pe rmanente. El karma mismo tiene tan poca naturaleza propia como el individuo que supuestamente actúa. Nāgārjuna rechaza la posibilidad de acceder a un ente en sí (ya sea el karma o el individuo), pero esto no significa que las cosas no existan ex istan en absoluto, sino tan sólo que existen de manera dependiente y por tanto son vacías. Además, todas ellas tienen una naturaleza convencional, sin la cual no sería posible distinguir lo que está bien de lo que está mal. Tampoco el odio, la codicia ni la estupidez, los tres venenos que contaminan la conducta, pueden considerarse reales, aunque tradicionalmente tr adicionalmente se diga que el hombre se encuentra
cegado por la ignorancia y encadenado por la sed. Como justificación de todas estas irrealidades, Nāgārjuna propone la metáfora de la ilusión. El agente es una ilusión, ilusión, y la acción que lleva a cabo es una ilusión dentro de otra ilusión. Ambos participan de la irrealidad del espejismo o el sueño24. Ambos son igualmente vacíos. En otro pasaje de su obra, Nāgārjuna sostendrá que el hecho de que todas las cosas estén sometidas a su circunstancia es equiparable a la vacuidad. Apercibirse de ello supone entrar en el camino del despertar25. Al asociar la vacuidad con el surgimiento aparente de las cosas, la idea del vacío adquiere un valor soteriológico, pues darse cuenta del carácter contingente de lo existente es lo mismo que percibir que, de hecho, nada surge. Y sin nada que surja no hay nada que pueda desaparecer26. Nacimiento y muerte son una ilusión, como lo es la distinción entre el mundo atribulado del saṃsā saṃsāra ra y el mundo dichoso y sereno del nirvana. Entre ellos no es posible establecer la más mínima distinción27. Todas estas consideraciones, que podrían parecer a primera vista meros ejercicios retóricos, darán pie a una profunda transformación de los ideales budistas. Si el budismo temprano valoró el arte de la liberación (el abandono del ámbito del renacer), la identidad de saṃsāra saṃsāra y nirvana pone en escena un nuevo modelo del santo. El bodhisattva se queda en este mundo (ahora «nirvanizado») para ayudar a los seres que en él sufren. El ideal de la liberación es sustituido por el de la identificación afectiva y solidaria, y el bodhisattva renace indefinidamente, pues incontables son los seres que se ha propuesto rescatar. Karma y modernidad En ocasiones la imaginación india representó la causalidad kármica como una fuerza cósmica, ciega e impersonal. Un factor omnipresente en los acontecimientos de la vida y el conocimiento. Así lo describe un filósofo de la escuela nyāya del siglo VII, Uḍḍyo ḍḍyoṭṭakara, para quien un karma particular podría influir en el mundo entero, ya que el ātman es ubicuo28. ubicuo28. Paradójicamente, aunque los budistas negaron la identidad del yo, restringieron las consecuencias kármicas al individuo y, más concretamente, a la intención de los seres conscientes. En el ámbito del pensamiento moderno, la causalidad kármica se ha comparado en ocasiones con las leyes que rigen el mundo físico. Mientras que la materia tiende de forma natural a redistribuirse hasta alcanzar un estado de equilibrio (siguiendo el principio de conservación de la energía), el karma tiende a la compensación mediante la retribución de las acciones. El mecanismo es, en ambos casos, impersonal. No requiere la intervención de un ser superior, y el problema de la teodicea, que tanto preocupó a la filosofía moderna, se resuelve en una cosmodicea29. Karl H. Potter ha llamado la atención sobre el hecho de que, asociada con la doctrina del karma, aparece con frecuencia la rúbrica «teoría», en alusión a otras teorías ampliamente aceptadas como la teoría de la evolución o la de la relatividad30. Una teoría, señala Potter, es un conjunto de hipótesis relacionadas que incluye la postulación de ciertos elementos inobservables. Su objetivo es predecir o posdecir determinados sucesos. Según las concepciones tradicionales, sólo los budas pueden predecir lo lo que ocurrirá con el destino de las personas (leyendo su karma), pero cualquiera sería capaz de explicar un acontecimiento actual haciendo referencia a un karma pasado. En este sentido, como señala Halbfass, pueden establecerse tres funciones interrelacionadas en la teoría del karma31. En primer lugar, sirve de hilo conductor a una narrativa narr ativa continua de los empeños de los seres (siendo un pariente cercano de la teoría de la evolución), cuya orientación atribuye una fuerza inherente a las acciones, que en el caso del budismo se traduce en un acercamiento o
un alejamiento del despertar. El karma configura así la calidad de la experiencia, su orientación y sus posibilidades. En segundo lugar, sirve para explicar, así como para justificar, las desigualdades de los seres. En este aspecto as pecto la teoría no es bien recibida por los empiristas, que la ven como un cajón de sastre donde va a parar todo aquello que supera nuestra capacidad de comprensión. Tampoco es del agrado de revolucionarios y transformadores sociales, quienes la consideran un ardid reaccionario para validar el statu quo. Desde esta perspectiva, la teoría del karma se asemeja a algunos postulados de la genética, caracterizados por su capacidad para explicar cualquier cosa sin, de hecho, explicar nada. Existen enfermedades degenerativas que se atribuyen a factores genéticos, pero afirmar esto no explica más que si las atribuyésemos atribu yésemos a causas kármicas, a los caprichos del destino o a una maldición divina32. En los últimos años, coincidiendo con los primeros experimentos de manipulación genética, también se han intentado acercamientos empíricos a la teoría del karma33. Antiguamente los actos morales o los ejercicios rituales hacían las veces de los modernos experimentos de laboratorio. Se recurría a ellos para manipular el karma, para interrumpir o modificar su curso, de forma parecida a como hoy se intentan manipular los genes. Ejemplos no faltan: el concepto de apūrva de la escuela escuela mīmāṃsā, según el cual el mérito que produce un ritual puede alterar el curso del karma; la energía acumulada mediante el ascetismo, elemento esencial del yoga y del tantra, y la dedicación del mérito, predominante en el budismo mahāyāna y en las tradiciones tradiciones de la Tierra Pura. Según estas últimas, el mérito obtenido mediante la generosidad, las ofrendas, la recitación salmodiada del nombre de Amitābha o la lectura de textos sagrados ejerce una influencia directa sobre el karma y permite asegurarse una mejor existencia futura. Para el mahāyāna, la transmisión del mérito propio al prójimo es una de las estrategias que emplea el bodhisattva para rescatar a los seres del sufrimiento. su frimiento. Como en toda regla, sin embargo, la ley del karma tiene sus excepciones. En el Mahābhārata se dice que «el acto sigue al actor como su sombra»34. La idea es poderosa. Nada de lo que hacemos se pierde, nada cae en el olvido. Cada uno tiene lo que se merece, y, aunque no lo parezca, este mundo es el mejor de los posibles. Para apercibirse de ello sólo hay que esperar el tiempo suficiente. El privilegio, como la desgracia, es efímero. Las formas de vida, ya sean superiores o inferiores, son estaciones de paso, ámbitos para el cumplimiento de la retribución kármica. Y dado que el tiempo cíclico carece de fin, podría pensarse que nunca termina de cumplirse la «justicia» del mundo. Ciertas visiones del tiempo escatológico occidental solucionan este problema mediante un juez supremo y un macrojuicio final. En el contexto de las cosmologías cosmol ogías indias, algunas escuelas como el sāṃkhya sāṃkhya sostuvieron que con la disolución del universo se hace borrón y cuenta nueva respecto al karma. La disolución cósmica es precisamente ese estado del universo en el que ya no queda ningún karma por cumplir. De modo que la siguiente era cósmica parte de cero. Como se puede comprobar, las soluciones a los grandes enigmas nunca son plenamente satisfactorias. Desde la perspectiva budista, la condición humana ignora su propia identidad y, frente al recorrido sonámbulo por las diferentes formas de existencia (eterno retorno de nacimientos y muertes), la tradición propone el despertar irreversible. Como ya se ha dicho, sólo el que ha despertado es capaz de hacer el escrutinio de su propia trayectoria, sólo el despierto sabe cabalmente quién es. Y paradójicamente, para que la identidad sea recuperable, hay que concebir la propia vida como un segmento entre muchos, en el que hemos heredado de otro unas aptitudes e inclinaciones que, una vez transformadas a lo
largo de nuestra vida, legaremos a un tercero. Únicamente cuando esa transformación continua alcance el fin esperado, el último segmento podrá reconocer a sus precursores como parte integrante y decisiva de la identidad lograda. 1 Majjhima Nik ā ya. The Book of Middle Length Sayings (MN), segunda colección de la canasta de diálogos del canon pāli, que contiene 152 diálogos de extensión media (majjhima). Tras el primer concilio en Rājagṛ ha, ha, celebrado después de la muerte de Siddhārtha Gautama, se encargó a los discípulos de śāriputra la memorización y preservación de este texto. 2 MN 36. 36. 3 Nos referimos al canon pāli: las «tres canastas» canastas » (tipiṭaka), (tipiṭaka), compuestas por los textos que recogen los diálogos (sūtra), las reglas monásticas (vinaya) y los tratados doctrinales (abhidharma). 4 MN 41. 41. 5 Para el análisis del determinismo de Makkhali Gosala, véase Basham, 1951, pp. 27-50. 6 Algunas colecciones de jātaka: Cowell, 1990; Khoroche, 1997, y Jones, 1979. 7 Rhys Davids, 1999, p. 82. 8 Esa distinción se irá rebajando a lo largo de la evolución del pensamiento budista. Bronkhorst, 2004, p. 416, señala: «Una idea que es estructuralmente similar a la doctrina no budista del ātman encontró su espacio en el canon budista bajo la forma de la doctrina de anātman: en ambos casos la doctrina implica la conciencia de que uno no es el que actúa realmente. Algunos desarrollos más recientes del budismo indio introducirían la noción de tathāgatagarbha, que es incluso más parecida a la doctrina rechazada del ātman». 9 Hartmann, 1987. 10 Véase por ejemplo el Abhidharmakośabhās.yam (III, 4 a-b) de Vasubandhu editado por Louis de La Vallée-Poussin a partir de la versión china y tibetana de esta obra sánscrita: La Vallée-Poussin, 1988. 11 Horner, 1964, § 72. 12 Ñā 12 Ñānamoli, namoli, 1999, pp. xvii, 158-173 y 566-569. 13 Kośa 3.13 a-b, 390. 14 Kośa 3.14 c-d. Vasubandhu comenta la siguiente situación: supongamos que el embrión de un perro muere en el vientre de su madre y es reemplazado por un ser de transición cuyo destino son los abismos infernales. Si este ser adopta la forma de sus moradores (naraka), hará arder el vientre de la madre. La objeción se soslaya arguyendo que los seres infernales son etéreos e invisibles, y esta intangibilidad hace que el vientre no se queme. 15 Poderes extraordinarios (abhijñā), adquiridos generalmente mediante la práctica del trance meditativo (samādhi). Los textos enumeran seis clases: clarividencia para percibir cosas lejanas o invisibles, clariaudiencia, conocimiento de la mente ajena, capacidad de realizar prodigios, conocimiento de las vidas pasadas y conocimiento de la supresión de las impurezas. 16 Kośa 3.13 a-b, 3.14 a-b. 17 El Vibhās.ā («Exégesis») es un texto doctrinal asociado al sarvāstivāda; se conserva en tres recensiones chinas, siendo la más conocida la última, llamada Mahā vibhāṣā. Compuesto a partir del siglo II, compendia con intención enciclopédica las posiciones doctrinales de las diferentes ramas del d el sarvāstivāda. Se asocia comúnmente a la escuela de Cachemira.
18 Kośa 3.14 c-d. 19 Kośa 3.15 a-b. 20 Saṃ yutta-Nik ā ya (SN), 4.400. Véase Rhys Davids, 1917-1930. 21 SN 2.76. 22 M ūlamadhyamakak ārik ā (MK), edición bilingüe con traducción directa del sánscrito en Arnau, 2004. 23 MK 8.1-12. 8.1-12. 24 MK 16.1-9, 16.1-9, 17.21, 17.28, 17.31 y 17.33. 25 MK 24.18 24.18 y 24.40. 26 MK 18.7. 18.7. 27 MK 25.19-20. 25.19-20. 28 Uḍḍ Uḍḍyo yoṭṭakara, Nyā yavartika IV 1.17, en Jhā, 1984 29 Véase Halbfass, 2001, p. 146. 30 Potter, 1980, p. 241. 31 Halbfass, 2001, p. 25. 32 Simplemente se abre la puerta a una posible manipulación genética. 33 Como los de Stevenson, 1977, pp. 164, 305-326. 34 Mahābhārata 3, 181, 25.
2. Universo y mente Espacio y conciencia
Hemos visto que sin el concepto de karma no es posible entender el renacer. Todo acto tiene unas consecuencias que pueden manifestarse aquí y ahora o en un futuro más o menos lejano. También hemos visto que, para el budista, son los seres los que forjan su propio destino, recorriendo diversos itinerarios de existencia. Estos itinerarios, establecidos en diferentes ámbitos cósmicos, se encuentran configurados por las acciones mismas de los seres. El obrar crea el ámbito. Desde esta perspectiva, el universo es, como en la teoría de la relatividad, una red de caminos. Sin embargo, mientras que en la teoría de Einstein los cuerpos recorren los caminos que dibuja la presencia de otros cuerpos, en el budismo estos caminos, igualmente graves, han sido trazados por acciones conscientes y tienen una naturaleza mental. En este capítulo ahondaremos en este hecho decisivo en la cosmovisión budista. Se hace camino al andar, pero ya hemos andado a ndado mucho y, en la impenetrable selva del saṃsāra, saṃsāra, se han ido abriendo senderos, caminos trillados y caminos de luz. En su sucesión en el tiempo y el espacio, en su duración y movimiento, los seres ofrecen diferentes versiones de sí mismos. Y ese estar en el mundo es propio de un obrar que no sólo imita sino que también identifica. En su hechura, los seres se transmutan y rehacen, y únicamente lo actuado podrá cambiar el nombre de las cosas, transformar su identidad. Éste es el drama en el que surge la tradición budista. Un drama en el que el sujeto se define como una particular unidad de actos que se inscribe en un proceso continuo de percepción cognitiva. Los seres recorren diversos ámbitos de existencia, espacios recreados por la propia acción consciente, donde se transforman unos en otros, metamorfoseándose según ganen o pierdan en inteligencia o estupidez. En el entramado de percepción consciente que constituye el universo, la taxonomía de los seres, sus diferentes sensibilidades y capacidades, son consecuencia de un obrar que se remonta a un origen sin comienzo. La evolución se encuentra supeditada aquí a la cultura mental y a los modos de percepción. El obrar y sus estados mentales asociados establecen una jerarquía de los seres en función de su sensibilidad. La sensibilidad se convierte en el teodolito que clasifica las complejidades del ser: larvas que sólo gustan, gusanos que sólo palpan, peces que oyen pero no huelen, espíritus que únicamente ven lo invisible, seres capaces de reflejar el universo... El tejido del espacio-tiempo es suplantado por una matriz en cuyo molde los seres nacen de sus propias acciones. Cuanto más refinados sean los sentidos disponibles, más capacidad tendrán los seres de penetrar en la naturaleza de lo real. El mapa del cosmos se convierte así en un detallado informe de todas las experiencias posibles, de todos los estados mentales que habrán de atravesar los seres en su deambular (errático o intencional) por el saṃsāra. saṃsāra. Espacio y tiempo, ámbitos de existencia y evolución cósmica, pasan a considerarse creaciones de los seres conscientes, cuyo destino o disolución dependerá de las evoluciones de sus temperamentos. La gravedad se ha hecho vocación. El cosmos, destino consciente. Hay aquí un cambio radical de perspectiva: el ser no habita en el espacio, sino que es el espacio el que habita en el ser. El espacio ya no es una categoría preconceptual que sirve de escenario para el drama de la vida humana, sino consecuencia de la actividad mental: un temperamento que se crea un hueco donde habitar. Mente y universo De manera general, puede decirse que en el budismo la idea del cosmos se sostiene
sobre estas cinco premisas: 1.El universo ha existido siempre y siempre existirá. Carece de límite temporal, pudiéndose obviar la caracterización de un Creador. Cread or. No hay aquí una mirada que juzgue ni un soberano que presida las vicisitudes de la existencia. Tampoco es necesaria una cosmogonía o génesis del mundo, aunque sí la descripción de las condiciones de finalización e inicio de cada ciclo. 2.El universo carece de límite espacial. 3.El funcionamiento del mundo está regido por una ley que se expresa mediante el dictum «dado esto, ocurre aquello» (en sánscrito, «asmin sati idam bhavati») y, referida al origen y destino de los seres conscientes, mediante la teoría del origen condicionado explicada en el capítulo anterior. 4.La fuerza gravitante de las acciones de los seres (con sus estados mentales asociados) configura el espacio y el tiempo cósmicos. Ello tiene como consecuencia una contracción y una expansión periódicas del universo. 5.El universo se estructura, según el principio anterior, en diferentes ámbitos de existencia, que constituyen una jerarquía. Dichos ámbitos se encuentran asociados a un modo especial de proceder adquirido a través de la repetición de actos y tendencias instintivas semejantes, así como a la preservación de determinados estados mentales dominantes, aunque no exclusivos, de cada ámbito. Estas premisas se aplican tanto al ámbito cósmico, es decir, al espacio, como al ámbito de la conciencia de los seres conscientes, hijos del tiempo, cuyas mentes se mueven, por así decirlo, en paralelo a los movimientos y evoluciones del d el cosmos. Destino Una vez establecida la continuidad de los procesos de percepción cognitiva que llamamos «individuos», habrá que preguntarse qué itinerarios o qué vicisitudes cabe esperar de dichas evoluciones. De nuevo hay que insistir en la radicalidad de la propuesta respecto a las concepciones del sentido común y de la cosmología moderna. Para el budismo, el universo es indisociable de la vida mental de aquellos que lo habitan. ha bitan. Su distribución en el espacio y su evolución en el tiempo no se articulan mediante fuerzas impersonales y concéntricas (como la gravedad newtoniana o el tejido del espacio-tiempo de Einstein), sino en virtud de las excentricidades de la vida consciente. De modo que los destinos individuales de los seres no se encuentran a merced del destino de un universo que prepara las condiciones para su aparición ap arición o garantiza su supervivencia, sino que son sus propias acciones, con sus estados mentales asociados, las que trazan el mapa y el calendario cósmicos. Por consiguiente, será el abanico de las experiencias conscientes (de lo tosco a lo sutil, de lo instintivo a lo cultivado) lo que configure tanto la geografía del cosmos como la periodicidad de sus ciclos de expansión y contracción. El pensamiento budista fue en general reacio a desligar el mundo externo de las facultades y procesos mentales. Hablar del cosmos y hablar de los diferentes estados de la mente se consideran modos igualmente válidos de referirse a una única realidad. No se trata de una predominancia de lo metafórico sobre lo literal, o a la inversa. La mente no es una metáfora del cosmos, ni el cosmos una metáfora de la mente. Ambos son igualmente literales y metafóricos. No estamos aquí, como se ha dicho, ante una superación del mito, ante una evolución de lo mítico hacia lo racional. La diferencia de niveles, el salto entre lo literal y lo metafórico, pierde en el budismo la jerarquía de valores habitual en las disciplinas científicas modernas, adaptándose a los fines hermenéuticos y soteriológicos
que hay en juego en cada momento. Los tres ámbitos Mundo sensual
El cosmos budista lo componen un número incalculable de universos, aunque todos ellos comparten una estructura similar, organizada verticalmente en tres grandes ámbitos, cada uno de los cuales comprende diversos niveles de existencia hasta completar treinta y uno35. Dichos ámbitos se corresponden con diferentes estados mentales y llevan asociados diferentes morfologías y modos de ser; no se entienden como localizaciones en sentido estricto, sino más bien como temperamentos o estados de ánimo, sin que sea posible considerar su existencia al margen de la percepción de aquellos que los habitan. Puede afirmarse que el universo budista carece de mundos deshabitados, es decir, de lugares donde no se dé ningún tipo de percepción cognitiva. Si bien se reconoce su posibilidad, apenas se presta atención al espacio como mero receptáculo. Generalmente el espacio se encuentra supeditado a la mente. Esto implica que la separación física de los individuos depende de sus estados mentales: los animales y los humanos comparten un mismo espacio físico, aunque sus esfuerzos, intenciones y voluntades pertenezcan a «planos» diferentes. Los hombres pueden, gracias al poder de la mente, morar provisionalmente en ámbitos lejanos. Los tres grandes ámbitos constituyen una jerarquía de sensibilidades. En orden ascendente hay primero un ámbito del DESEO SENSUAL, por encima un ámbito de la MATERIA SUTIL y finalmente un ámbito INMATERIAL o carente de forma. La condición humana pertenece al primero: un mundo de seres impresionables, inflamado por los placeres de los sentidos, inclinado a la satisfacción de dichos placeres y sometido a continuas excitaciones y frustraciones por su cumplimiento o decepción. En el ámbito del deseo sensual, caracterizado por su tosca materialidad, la sensación es el principal estímulo de la vida psíquica. En el nivel más bajo de este ámbito se encuentran los seres de los abismos, espíritus dominados por el odio cuya percepción reproduce y proyecta espacios oscuros y tormentosos. Por encima se hallan los llamados «espíritus hambrientos», seres dominados por la codicia, incapaces de saciar sus necesidades. A ellos hay que añadir una clase especial de dioses resentidos, denominados «asuras». Estos tres grupos disponen de una conciencia sensible limitada a los objetos que tienen a su disposición. Suelen vivir en espacios clausurados que establecen los límites de su propia experiencia, restringida por los mecanismos del deseo ciego. Por encima se encuentran los hombres y seis clases de dioses, que experimentan una conciencia sensible pero que, mediante su capacidad de contemplación, vislumbran ámbitos superiores. Los dioses del mundo sensual están sometidos a la impermanencia como el resto de los seres. En otras vidas cultivaron la generosidad y la virtud pero, paradójicamente, se hallan en una posición de desventaja respecto resp ecto a los humanos, pues viven demasiado plácidamente para percibir la realidad del sufrimiento inherente a la existencia. Frente a ellos, la variedad y riqueza de las emociones humanas, que permiten experimentar los dolores más abyectos y las afinidades más sublimes, sitúan al hombre en una posición privilegiada dentro del entramado de percepciones que es el universo. Como veremos enseguida, cuando esta sensibilidad se cultiva y desarrolla, es posible el tránsito a ámbitos más allá de sí misma, sin forma. La sensibilidad puede convertirse en puente para
superar lo sensible y, en determinadas circunstancias, mediante el ejercicio de la contemplación, experimentar el ámbito de la materia sutil e incluso el ámbito inmaterial. Materia sutil
Por encima del ámbito del DESEO SENSUAL se encuentra el ámbito de la MATERIA SUTIL, donde la experiencia sensible ha sido refinada y reducida a la vista y el oído. En este mundo de formas sutiles, la mente goza de una mayor capacidad de acción, pues sus contenidos resultan más fácilmente moldeables que en el ámbito sensual. Se habla de «materia sutil» por su naturaleza serena y contemplativa, tanto en el espacio (los ámbitos cósmicos) como en el tiempo (sus estados mentales asociados). Los seres que lo habitan, denominados «brahmā», no son deidades deidades en el sentido clásico, pues, a diferencia de los dioses del ámbito sensual, apenas interaccionan con los humanos ni se implican en sus asuntos. La existencia es aquí resultado del cultivo de estados mentales asociados con la serenidad y la contemplación. El mundo de la materia sutil se compone de diecisiete ámbitos que se asocian con los diferentes estadios de la meditación, por lo que pueden experimentarse tanto renaciendo en ellos como mediante el cultivo mental de la contemplación36. Hay hombres que, sin perder su condición, tienen la capacidad de habitar temporalmente en estos ámbitos. La experiencia de tales estados contemplativos no es un fin en sí mismo, sino un medio para la obtención del nirvana. Se consideran estados pasajeros y condicionados, y por tanto insatisfactorios. No suponen una transformación mental definitiva: una vez que se abandonan, la mente recobra sus carencias. La asociación entre estados de la mente y ámbitos cósmicos permite experimentar estos últimos tanto durante determinados periodos (renaciendo en ellos) como mediante vislumbres pasajeros de la meditación. Esta vinculación hace posible que un mismo término, bhūmi, se utilice para referirse tanto a los diferentes niveles de evolución espiritual del individuo como a los diferentes ámbitos cósmicos. La jerarquía cosmográfica corre en paralelo a la jerarquía de la experiencia mental, de modo que el viaje de la conciencia puede entenderse como un viaje cósmico cuyo desplazamiento se produce gracias al cultivo mental. Mundo inmaterial
El tercer ámbito lo constituye el mundo INMATERIAL37. No ocupa un lugar en el espacio cósmico, y los seres o estados mentales que lo pueblan carecen de forma y localización, aunque devienen temporalmente por encontrarse sometidos a la impermanencia de todo lo existente. El ámbito INMATERIAL no es, en sentido estricto, ningún lugar o espacio. Es cuádruple desde la perspectiva de los que allí renacen, renacen, que son «aquellos que han dominado la idea de la materia»38. A diferencia del ámbito de la materia sutil, aquí no no se da la percepción visual ni la auditiva, como tampoco la conciencia asociada a ellas39. Los textos lo describen como un mundo en el que toda sensación ha sido dejada atrás. Cuando un ser logra renacer en el ámbito inmaterial, su materialidad queda en suspenso durante extensos periodos. Se plantea entonces de dónde extraerá el cuerpo que le permita renacer de nuevo. Y su respuesta es que la materia física surge de la mente40. Una Un a acción del pasado puede materializarse mediante la impresión que dejó en la mente. Dicha maduración explica la emergencia de lo material a partir de lo mental. Sanghabhadra, en su
obra Prakaranaśāsana, comenta: Cuando un ser muere en el ámbito inmaterial y renace en un ámbito inferior, la serie continua de sus estados mentales se fabrica un cuerpo; así es como de la mente puede surgir la materia. Nosotros sostenemos que, en este mundo, los elementos materiales e inmateriales se producen de hecho en mutua dependencia. Las transformaciones de lo mental producen la diversidad de lo material; cuando se transforman los órganos materiales, la percepción cognitiva difiere. Aunque éste no es el único modo en que surge la materia, ya que también puede hacerlo como consecuencia de procesos materiales. Los bodhisattva evitan renacer en el mundo inmaterial porque prefieren regresar al calor de lo sensible para llevar a cabo su labor de rescate. La escolástica subraya que estos tres ámbitos (el sensual, el sutil y el inmaterial) forman tres niveles, tanto en la jerarquía cósmica como en la evolución de las conciencias. Sin embargo, se insiste en que estos niveles se encuentran de alguna manera entretejidos. Vasubandhu, a este respecto, plantea la cuestión de si todos los elementos producidos en un determinado ámbito deberían considerarse partes «integrales» de ese ámbito, es decir, de su dominio. Y concluye aceptando la posibilidad de que algunos elementos producidos en el ámbito sensual sean del ámbito de la materia sutil o incluso del ámbito inmaterial. Ello es consecuencia de los logros de la meditación. En el libro octavo del Kośa se añade que estos estados meditativos llevan siempre una dirección ascendente, pues de otro modo carecerían de utilidad. En otras palabras, los estados de la mente de otras esferas esf eras se producen siempre en estados de conciencia que pertenecen a esferas inferiores41. Por tanto, puede sostenerse que no todos los elementos producidos en un ámbito tienen el anhelo propio de ese ámbito. El anhelo propio del ámbito del DESEO SENSUAL es el de aquellos seres absorbidos ab sorbidos por su ambiente y no desapegados de los deseos que su mundo ofrece. Lo mismo cabe decir de los otros dos ámbitos, aunque ello no significa que no puedan producir elementos pertenecientes a estadios superiores, del cosmos o de la mente. Espacio temperamental Ya hemos visto que la tradición fue reacia a deslindar las acciones de su estado mental asociado y estableció la jerarquía y el valor de dichas acciones en función de la intención y las cualidades mentales que las motivaban. Aunque la literatura escolástica compilada por Vasubandhu reconoce un espacio cósmico para cada uno de los ámbitos de existencia, se tiende a concebir estos ámbitos como espacios temperamentales, como «ambientes» en los que los diferentes estados mentales y las diferentes posibilidades de la experiencia de sus habitantes no son una característica añadida a una realidad sustantiva, sino la misma razón de ser del ámbito en cuestión. En este sentido puede decirse que, para el budismo escolástico, el espacio es la proyección de las capacidades cognitivas, la vocación, el temperamento y el carácter de aquellos que moran en él. Es muy probable que tanto el budismo popular como el filosófico oscilaran entre ambas lecturas: espacios cósmicos o estados de la mente. Un claro ejemplo lo encontramos en el Kevaṭṭasutta del D ī ghanik ghanik ā ya42, donde el deseo de comprender el espacio como entidad en sí misma se presenta en oposición al conocimiento y profundización en la vida consciente, empresa que representa el compromiso del monje con los sufrimientos que se derivan de ésta. El episodio cuenta cómo un monje llamado Kevaṭṭ Kevaṭṭa, a, desoyendo las recomendaciones del Maestro, se recrea en inquisiciones sobre el origen del cosmos. Con el objeto de saber dónde se disuelven los cuatro elementos, es decir, dónde acaba el espacio o, en términos budistas, dónde acaba el mundo condicionado, Kevaṭṭ Kevaṭṭaa asciende sucesivamente
a los diversos ámbitos del mundo sensual hasta alcanzar el ámbito de la materia sutil, presidido por Brahmā. Ninguno de los los interrogados sabe decirle dónde se disuelven los cuatro elementos, y todos ellos remiten a una autoridad superior. Cuando Kevaṭṭ Kevaṭṭaa formula su pregunta a Brahmā, éste le responde: –Yo soy Brahmā, el Gran Brahmā, el Soberano, el jamás vencido, el que todo todo lo ve, el poderoso, el Señor, el hacedor, el creador, el supremo regente, el padre de todo lo que es y de todo lo que será. – Amigo – Amigo – contesta contesta el monje – , no te pregunto si tú eres quien dices ser. Sólo quiero saber dónde acaban, sin dejar rastro, los cuatro elementos: el agua, la tierra, el fuego y el aire. Tras repetir tres veces la pregunta y obtener idéntica respuesta, Brahmā toma al monje por el brazo y, llevándole aparte, le dice al oído: – Oh Oh monje, estos dioses, mis siervos, con respecto a mí piensan: «No existe para Brahmā nada desconocido, nada que no haya visto, nada que no haya experimentado, nada que no haya realizado». Por esta razón no he contestado delante de ellos. Oh monje, desconozco dónde se disuelven los cuatro grandes elementos: el elemento tierra, el elemento agua, el elemento fuego y el elemento aire. Por esta razón cometiste un error al abandonar al Bienaventurado y dirigirte aquí. Regresa a donde se encuentra el maestro y formúlale tu pregunta. Y lo que te responda, eso habrás de creer. De vuelta en su mundo, la respuesta del Buda confirma la correspondencia entre espacio físico y estado mental. Los cuatro elementos no cesan «ahí fuera», en algún lugar remoto del cosmos, sino en la propia conciencia. El relato del D ī ghanik ghanik ā ya es un buen ejemplo de cómo los budistas concibieron la naturaleza mental del espacio físico, donde diferentes estados de la mente cultivada sirven de acceso a diversos ámbitos cósmicos. Recapitulemos: el cosmos budista constituye un entramado de percepciones y un detallado informe de todas las experiencias posibles por las que habrán de pasar los seres conscientes. Es el propio deambular de la existencia, ya se encuentre dirigido por los mecanismos del deseo ciego o por la intención de trascender su dominio, el que configura los diversos ambientes del espacio cósmico. Posteriormente, las tradiciones de la Tierra Pura ahondarán en esta idea: excelsos Budas configuran sus propias tierras de dicha, donde la existencia es serena y el despertar accesible. Tiempo Una vez examinada la concepción budista del espacio, abordaremos ahora su idea del tiempo. Como en otras tradiciones del pensamiento indio, el universo del budismo se encuentra sometido a ciclos recurrentes de expansión y contracción. Al inicio de cada ciclo se recrea el universo, y el sujeto de ese «se» impersonal, lo que pone en marcha el mundo de nuevo, es la fuerza del karma. La integral de las acciones de todos los seres conscientes es la onda de gravedad que mantiene el pulso cósmico. La diversidad material y espiritual procede del karma («karmajam lokavaichitryam»), que q ue además da sentido y justificación al universo. Dicha fórmula contiene el alfa y el omega de lo que el budista debe saber acerca del mundo43. Se trata de uno de los pilares fundamentales de la tradición. Su dimensión no es únicamente moral, sino también cosmológica. El mundo material se encuentra organizado por la acción consciente y, como hemos visto, se configura mediante ambientes en los que predominan determinadas actitudes y hábitos mentales44.
Como los estados de ánimo, cuya naturaleza está caracterizada por la impermanencia, los ámbitos cósmicos tampoco gozan de una estabilidad definitiva, aunque abarquen periodos incomparablemente más extensos. El espacio cósmico experimenta ciclos recurrentes de repliegue o contracción, desencadenados por tres elementos: el fuego,
el agua y el viento. Éstos reducen los mundos de abajo arriba, es decir, partiendo de los ámbitos de existencia más elementales y procediendo sucesivamente hacia los más desarrollados. El fuego destruye en primer lugar el ámbito del DESEO SENSUAL, alcanzando el primero de los ámbitos de la MATERIA SUTIL, que corresponde a la primera morada meditativa. Los ámbitos superiores, asociados asociado s a la segunda morada, son destruidos por el agua; los asociados a la tercera morada, por el viento. Únicamente los ámbitos correspondientes al cuarto estadio meditativo (siete de materia sutil y cuatro inmateriales) no se ven afectados por este repliegue cósmico. El fuego destruye la pasión; el agua y el viento, la materia sutil. Esto no significa que fuego, agua y viento sean cosas en sí mismas, desprovistas de conciencia, sino que se consideran transformaciones de ésta. Tanto Buddhaghosa como Vasubandhu describen detalladamente la secuencia y frecuencia de la destrucción de los ámbitos cósmicos por parte de esos tres elementos45. ¿Qué ocurre con los seres de los ámbitos que son objeto del repliegue cósmico? Hay acuerdo en que estos seres no pueden desvanecerse simplemente de la existencia, pero la escolástica del norte y la del sur difieren respecto a su destino. Para Vasubandhu, renacen en ámbitos equivalentes de otros universos que no se encuentran en proceso de contracción, lo que preservaría la ley del karma. Para Buddhaghosa, sin embargo, renacen en el mundo de la materia sutil, concretamente en el ámbito de la RADIACIÓN FLUIDA, en virtud de un remanente de karma positivo. Yaśomitra, en su comentario al libr o octavo del Kośa, sugiere que, gracias a una traza mental latente, los seres de los ámbitos de existencia inferiores entran en la segunda morada meditativa cuando se inicia el repliegue cósmico. Se subraya así la idea de que todos los seres han pasado por el ámbito de la MATERIA SUTIL en algún momento de su trayectoria, algo que la contracción cósmica se encarga de actualizar46. En el periodo de repliegue, la reducción del espacio contribuye a desarrollar y hacer más eficaces los estados contemplativos asociados a los ámbitos superiores47. Cuando el cosmos inicia su contracción mediante el fuego, desaparecen el ámbito sensual y los ámbitos asociados a la primera morada meditativa; cuando lo hace mediante el agua, desaparecen los ámbitos asociados a la segunda morada meditativa, y si es el viento el que entra en juego, son los ámbitos de la tercera morada los que se extinguen48. Así, durante el repliegue del cosmos, los seres se ven impelidos a renacer en ámbitos protegidos del proceso de disolución, por lo que producen produc en estados meditativos que los conducen a los ámbitos asociados a la segunda, tercera y cuarta moradas. Xuanzang añade que la desaparición del mundo como receptáculo es consecuencia de la ley natural, la cual hace que los seres de ámbitos inferiores produzcan, por una suerte de necesidad de supervivencia, estados mentales asociados a ámbitos superiores que el proceso de contracción no alcanza. Así, sucesivamente, los seres van escalando los diferentes ámbitos de existencia y, conforme van desapareciendo, se extingue con ellos el espacio físico en el que vivían, su receptáculo. Los ámbitos superiores a éste, asociados a la cuarta morada meditativa, las llamadas «moradas puras» y los cuatro estados inmateriales, no se repliegan, sino que constituyen el universo latente cuando todo ha desaparecido. Podemos inferir que es en estos estados donde se custodian las diversas potencialidades de los seres, cuyos itinerarios kármicos sobreviven a las transformaciones cíclicas del cosmos. Dicha identidad kármica se hará efectiva en la era de despliegue o expansión, tras haber quedado en suspenso durante un periodo de transición entre el repliegue y el despliegue cósmicos. La secuencia temporal descrita aquí para nuestro universo es extensible a otros universos, cuyo número es
inimaginable. La era cósmica de expansión se inicia con la aparición del viento primordial y concluye cuando los seres comienzan a renacer en los abismos49. Previamente el mundo ha quedado en suspenso durante largo tiempo, en concreto veinte eras menores, habiendo únicamente virtualidad donde antes se encontraban las cosas. Mediante la fuerza remanente de las acciones colectivas de los seres, aparecen los primeros signos de lo que será el mundo de la materia. Una ligera brisa se levanta en el espacio vacío. Y se inicia la era de despliegue, que durará tanto como la de suspensión. La brisa primordial aumenta gradualmente su intensidad hasta devenir un círculo de viento. De este modo se forman todos los «receptáculos» que albergarán a los seres. Los primeros en aparecer son las mansiones mansion es de Brahmā, seguidas de todas las demás, hasta llegar a las de los Yāma. Se crea así el espacio físico. Entonces un primer ser, habiendo muerto en el ámbito de la RADIACIÓN FLUIDA, renace en las MANSIONES DE BRAHMĀ, que hasta ese momento estaban vacías, y después otros seres, muertos también en la RADIACIÓN FLUIDA, van ocupando sucesivamente los ámbitos de los consejeros y del séquito de Brahmā. Tras ellos van apareciendo otros dioses del dioses del ámbito sensual y, en los cuatro continentes, el género humano, según el patrón de que quien desapareció el último renace el primero. La era de despliegue concluye cuando, al cabo de veinte eras, renace el primer ser en los abismos. En la primera era menor me nor se crea el mundo físico; en las otras diecinueve, los seres van ocupando sus respectivos ámbitos de acuerdo con su karma50. Reversibilidad Desde una perspectiva contemporánea, lo más sorprendente de la cosmología budista es que el espacio cósmico no se considera cons idera una categoría plausible al margen de una percepción cognitiva que, de alguna manera, lo permee y configure. Aunque existen modelos, como el descrito anteriormente, en los que se preparan receptáculos para el alojamiento de los seres, estas ubicaciones siguen concibiéndose como una proyección del karma. De modo que, para el budismo, especular sobre un espacio vacío de percepción supone una conjetura ociosa. Curiosamente, la tradición que hizo del vacío una categoría filosófica descartó o pasó por alto la posibilidad de que el espacio existiera al margen de algún tipo de cognición, es decir, al margen de alguien que lo habitase, ya fueran mentes toscas y sensuales, sutiles o inmateriales. Al depender de los estados de la mente, el espacio pierde su indiferencia y se atempera; se convierte en una actitud y un modo de ser, dotándose por tanto de inclinaciones. Y la curvatura del espacio, su gravedad, pasa a depender de las miradas que lo crean. Así, la tradición budista imaginará espacios inquietos o serenos, oscuros o luminosos, de dicha o de sufrimiento. La cosmología budista, a diferencia de la contemporánea, no se organiza exclusivamente en torno a lo sensible (la bóveda estrellada, digamos), sino también en torno a los diversos estados de la experiencia mental. El ojo sólo percibe lo visible, el oído lo audible, y nada sabe el uno del otro, mientras que la mente aprehende tanto su objeto, la conciencia, como los objetos de los sentidos y los sentidos mismos51. Además, el universo no tiene un origen primordial, sino que se repliega y despliega cíclicamente, por lo que renace con cierta periodicidad como si se tratara de un ser consciente. Cada ciclo se compone de cuatro fases. En la fase de expansión se produce una diversificación ligada a una sucesiva degradación de la experiencia de los seres. En la fase de contracción, el universo comienza a replegarse en sentido ascendente, desde los niveles más bajos de conciencia hasta los más elevados, que son los últimos en reabsorberse. Desde esta
perspectiva, si se considera lo que ocurre ocur re en un único ciclo de despliegue-repliegue, despliegue-r epliegue, puede sostenerse que son los estados de conciencia que han logrado liberarse de la atadura de la materia (el mundo inmaterial) los que permanecen como universo embrionario cuando éste se halla en su ciclo de «suspensión». A partir de ellos se inicia de nuevo el despliegue cósmico, formándose primero el mundo de la materia sutil (o de la sensibilidad refinada) y posteriormente el mundo de la sensibilidad tosca en el que habitamos. Según S egún esta narrativa, la conciencia o, mejor, los estados de conciencia crean el receptáculo para lo sensible. La mente se crea ella misma un cuerpo. Pero dicha narrativa es reversible. Si nos situamos al inicio del proceso de repliegue, lo que entonces se consideraba un efecto es ahora una causa. De acuerdo con esta otra perspectiva, el repliegue de lo sensible y de lo material da paso a un mundo imperceptible que carece de forma pero no de entendimiento, donde los estados de conciencia subsisten al margen de lo material. Mente y materia dependen la una de la otra. Ambas constituyen manifestaciones complementarias de un universo consciente. 35 El nirvana sería el treinta y dos, número importante para la tradición budista: treinta y dos son las marcas de un despierto y treinta y dos las partes del cuerpo. 36 Kośa 3.2 a-d. 37 Kośa 8.3 c. 38 Compárese con los siddhi que se enumeran en los Yogasūtra de Patañjali. 39 Kośa 1.38 c-d (d). 40 Kośa 8.3 d. 41 Kośa 8.19 c-d. 42 Traducción completa completa de este sūtra (directamente del pāli) en Dragonetti, 1984, pp. 101-114. 43 La Vallée-Poussin, 1908, p. 130. 44 Si bien no se le prestará excesiva importancia, la escolástica distingue el universo receptáculo, denominado «bhājanaloka», del universo de universo de los seres, denominado «sattvaloka». En general podemos decir que el primero es un efecto del segundo. Del impulso del karma surge el primer ámbito del bhājanaloka: la residencia de Brahmā. Y de su fuerza nace el primero de los seres del sattvaloka, el Brahmā del nuevo periodo cósmico. Aunque es el primer ser consciente, es incapaz de recordar sus existencias previas y cree haber nacido de sí mismo, por su propia fuerza y energía. Aburrido, con el paso del tiempo se cansa de la soledad y busca compañía. Y cree que crea a otros dioses, cuando en realidad éstos son el resultado de actos del pasado. Es así como el budismo adapta y modifica creencias características del brahmanismo. Los seres nacen de sus propias acciones, no de sus padres. Y dicha confusión hace que algunos lo consideren el Creador y lo adoren creyendo que los ha creado, ignorantes de que son hijos de sus propios actos y que cada uno tiene lo que merece. 45 Visuddhimagga 13.55-62, 13.65; Abhidharmakośabhāśya 3.102. 46 Kośavākhyā 8.38 c-d. 47 Kośa 8.38 c-d. 48 Kośa 3.100 c-d. 49 Kośa 3.90 c-d. 50 Kośa 3.91 a-b. 51 «Cada uno de los cinco órganos de los sentidos tiene su objeto y su propio dominio, pero desconoce los dominios de los demás; sin embargo, la mente es su respaldo y experimenta al mismo tiempo todos los dominios» (SN V, V, p. 218, citado en Lamotte,
1988a, p. 30). Desde el punto de vista del budismo, es lógico que la cosmología moderna se organice en torno a lo sensible, pues su conocimiento se desarrolla en el mundo sensual.
3. Repeticiones Repeticiones Reminiscencia o repetición
En el capítulo anterior hemos visto que el universo budista es reversible y se encuentra sometido a repeticiones y diversificaciones recurrentes. En este sentido, la repetición puede considerarse una categoría cosmológica. En el presente capítulo exploraremos otras facetas de la repetición: la lógica y la devocional. Si la forma vulgar de lo interesante es lo nuevo, la refinada es la repetición. David Hume observó que la repetición se sitúa en el nivel de lo mental: no cambia nada en el objeto que se repite, pero sí cambia algo en el espíritu que lo contempla, que se ve impulsado a hacer de la repetición algo nuevo. Kierkegaard, probablemente sin saberlo, dio a la repetición un significado que se acerca mucho al que propone el budismo. Para el danés, la repetición y el recuerdo constituyen un mismo movimiento, pero de sentidos opuestos. Mientras la reminiscencia se orienta hacia el pasado, la repetición dirige su mirada al presente, a la singularidad del instante, y desde este punto de vista puede servir al cultivo de la atención. La repetición tiene además la particularidad de ser física y químicamente imposible. En este mundo nuestro no hay cosas repetidas. El universo empírico no repite ninguna cosa, ni en lo más pequeño, la partícula elemental, cuya identidad se encuentra condicionada por el campo que habita, ni en lo más grande, la galaxia, que depende de la gravedad propia y circundante. Qué decir entonces de las emociones humanas, de sus entusiasmos y temores. Y sin embargo el hombre repite, y en esa repetición cree encontrar, entre las afrentas del tiempo, un eco de la eternidad. Tanto el nominalismo medieval europeo como la escolástica budista se posicionan contra la repetición. Sostienen que no existe lo general, sino únicamente lo particular. No hay humanidad, sino hombres (Fulano o Mengano). No hay ferocidad, sino este o aquel tigre. La antropología contemporánea es nominalista: no hay cultura, sino culturas. Cualquier iniciativa científica parecería así desactivada. La abstracción, la generalidad, es ilícita porque traiciona al fenómeno, deja fuera cosas que deberían estar dentro. Estas actitudes sufren el síndrome de Funes el memorioso. Pero la memoria infalible olvida que los contornos, lo que define a este o aquel individuo «concreto», son continuamente traspasados (¿pertenece al cuerpo lo que el ojo mira o lo que la mente oye?). Los particulares no son tan fácilmente localizables como habíamos creído, cr eído, y tan arbitraria es la abstracción «Fulano» o «Mengano» como la abstracción «humanidad». En todas las formas de vida hay una tensión esencial entre potencia y resistencia, entre lo que podemos ser y lo que somos. La vida consiste precisamente en trascender continuamente lo que se es (lo dado). Además, todo objeto tiene una realidad circundante. En la partícula elemental, esa realidad externa configura casi enteramente su identidad (las partículas carecen casi por completo de interioridad, viven más hacia fuera que hacia dentro), pero cada objeto, por inerte que sea, constituye un lugar de encuentro y un haz de relaciones. Y, cuando nos referimos al ser consciente, esa encrucijada no agota su naturaleza. Reminiscencias Hemos olvidado algo que ya sabíamos. El Menón nos lo recuerda: conocer es un esfuerzo memorístico; en cierto sentido, una repetición. Según la teoría de la reminiscencia,
conocer es recordar . Platón sugiere que al aprender algo el alma tiene acceso a un conocimiento que ya tuvo en el origen. Ése es el instante mágico del conocimiento, el momento eureka, ésa es la deliciosa singularidad del instante. Nacer es olvidar; conocer es recordar, un traer al momento presente el origen. La genuina pedagogía no consiste en insertar un conocimiento en otra mente, sino en provocar que esa mente descubra en sí misma algo que ya tuvo, incitarla a recordar. Gimnasia mental y viaje en el tiempo. La repetición es el gran contratiempo, aquello que nos permitirá descubrir afinidades hasta ahora ocultas entre la lógica y la devoción, o dicho más concretamente, entre el silogismo y el rezo. La lógica de la devoción (fundada en la repetición) tiene un parecido de familia con la devoción de la lógica, tan impía y científica. La identidad (A=A) es a la lógica lo que el rezo a la devoción: sólo en la lógica y en la oración son posibles las repeticiones. A está repetido en otro A. O bien A está repetido en relación consigo mismo, es decir, permanece idéntico a sí mismo en el tiempo y en el espacio. Sólo en la lógica encontramos esa permanencia, y eso es precisamente lo que intenta la oración. Frente a ellas, la fugacidad del fenómeno que transmuta a cada instante. No encontraremos en la naturaleza un átomo o un insecto ins ecto idéntico a otro. Todo es original en la criatura, todo es único. Y sin embargo decimos «oruga» o «fémur» como si todas ellas estuvieran repetidas. Y al decirlo contamos con la existencia de lo permanente, si somos lógicos, o con la confianza en la repetición, si somos devotos. Se puede entonar la salmodia de la repetición mediante el silogismo, como hace el lógico, o mediante la oración, como hace el devoto. Cuando volvemos a ver una película o a escuchar una sinfonía, la narración siempre nos parece otra. Como decía Deleuze, «únicamente en la diferencia se realiza la repetición». No sólo somos nosotros los que hemos cambiado, también la narración lo ha hecho; la intriga, si estamos hablando de un relato policiaco, ya no nos atrapa y, libres de expectativas, podemos ver otras cosas. Y entre esas otras cosas está la de disfrutar la «deliciosa singularidad del instante». Pero la repetición no está destinada en la oración a estimular la percepción, sino más bien a todo lo contrario. La oración repetida no es la narración que merece ser recontada, no ofrece nuevas perspectivas (a no ser que nos esforcemos artificialmente para ello). Su misión es otra: aquietar la mente. De ahí que algunos, cuando se sienten azorados por el miedo o por una tragedia, recurran a la oración como medio para estabilizar la mente. La oración acalla el pensamiento y acalla lo verbal. Su medicina está hecha de la misma sustancia que el veneno: palabras. La oración es así el asidero que nos libra de los vértigos de la mente. Y ese asidero se fundamenta en la repetición, que da por sentado lo inmutable, eso que no encontramos en los fenómenos. Un cayado que equilibra el paso cuando nos desplazamos por los filos del devenir. ¿Renacer es repetir? El mortal madura como la cosecha. Y como la cosecha vuelve de nuevo a nacer.
Kaṭṭhopanisad Ka Que toda vida es, en cierto sentido, una repetición fue una creencia común en la Antigüedad y todavía lo es hoy en la India. Una idea barajada también por filósofos como Leibniz52 o Hume. El sano escepticismo del escocés lo lleva a afirmar que «la metempsicosis es el único sistema a favor de la inmortalidad al que la filosofía puede prestar alguna atención». Antes ha dicho que «si el alma fuese inmortal, inmor tal, ya habría existido
antes de nuestro nacimiento. Y si su existencia anterior no nos concernió en absoluto, tampoco habrá de concernirnos su existencia ulterior»53. Nos llega el rumor del pasado, el rastro de obras obr as grabadas en la memoria del cuerpo. Respiramos por una herida pretérita. Nos interesan las cosas por el recuerdo que tenemos de ellas, y en el deseo original (el Uno, sintiéndose solo, quiso ser dos) reside el valor pedagógico de la memoria. La actividad mental tiene ya la traza del recuerdo recuerd o (ahora potencia pura de reconocimiento). «No sabemos todavía cuánto sabe sa be un cuerpo», cuerpo », decía Spinoza. El cuerpo, los cuerpos, son esencias destiladas pacientemente por el universo, y aunque desconozcamos su origen, podemos apreciar su movimiento. En un principio era el deseo, dice el Atharvaveda (IX, 2), y la lengua castellana lo ilustra magníficamente: hay lo que «place» y hay lo que «desplace»; para el movimiento del espíritu, aprender algo es inventarlo y, paradójicamente, repetirlo. Nada se posee, y menos el conocimiento, que es pura desposesión, itinerancia, movimiento. Alguien que ha encontrado lo que buscaba puede decirse: «Me planto». Pues bien, en el conocer no es posible plantarse. Pero la repetición es también un arte. Hay una repetición que salva y otra que condena. Hay una repetición que trabaja del lado de la percepción, que la afina, y otra que la obtura, que cae en un círculo vicioso como un disco rayado. Veremos ahora algunos de los ejemplos que nos han dejado las tradiciones budistas sobre el primer tipo de repetición. Repetición en la plegaria La repetición hace al hombre dichoso, mientras que q ue el recuerdo lo hace desgraciado. Porque no entraña la inquietud de la esperanza, ni la angustiosa fascinación del descubrimiento, ni tampoco la melancolía propia del recuerdo.
Søren Kierkegaard ¿Qué supone escenificar la repetición mediante la plegaria o el ritual? La oración es uno de los muchos actos de repetición que encontramos en el budismo, aunque no el más importante. La plegaria no se limita a lo verbal, sino que incluye actos del cuerpo y de la mente. Si bien el budismo enseña que no hay un Creador o Principio en este universo nuestro, podemos encontrar numerosas manifestaciones de la devoción similares a las existentes en las religiones teístas. Los budistas también rezan para la obtención de ciertos fines. Pueden hacerlo únicamente mediante el cuerpo, inclinándolo ante una imagen o un túmulo relicario, poniendo en movimiento ruedas de plegarias (cilindros metálicos que giran alrededor de un eje vertical y en los que hay mantras grabados) o instalando banderas y estandartes susceptibles de ser movidos por el viento. O articulando oraciones, palabras de homenaje al Buda histórico o a los innumerables budas y bodhisattva. O bien mentalmente, ya sea en público o en privado, visualizando al Buda como expresión de una verdad universal o como representación de la empatía o identificación afectiva. A ello se añade la insistencia en la concentración mental y en las diversas técnicas de meditación, cuya repetición contribuye a fortalecer el propósito mismo del despertar. Una de las formas de repetición empleadas en el budismo tibetano se desarrolla en la devoción al maestro. En el plano mental implica una actitud en la que el maestro es contemplado como un Buda, y se produce verbalmente, mediante la repetición salmodiada de su nombre. En ceremonias más complejas del culto al gurú, la presencia del maestro (vivo o muerto) se invoca ritualmente: el discípulo le hace entrega de diversas ofrendas, en general para reclamar su bendición y enseñanza.
Las plegarias también pueden dirigirse a ciertos objetos rituales, como los túmulos relicarios, o a aquellos lugares de la naturaleza asociados con la vida de Siddhārtha Gautama, como un árbol, un río o una cueva. Otro ejemplo significativo es el culto al libro. En Japón se venera con especial fervor un texto antiguo, de origen indio, conocido popularmente como el Sūtra del loto. Su culto puede reportar beneficios superiores a los de cualquier otro esfuerzo. Su simple lectura ya resulta provechosa, así como la recitación repetida y salmodiada de sus estrofas, la transcripción de sus pasajes o la mera veneración del libro físico. Las divinidades locales que habitan en los árboles, los arroyos o las montañas también pueden ser objeto de plegarias. Estos seres extraordinarios protegen la enseñanza, cuya custodia y preservación fue asegurada por el tantrismo mediante elaborados rituales, dirigidos tanto a los dioses de los paraísos como a los espíritus del bosque. La plegaria se manifiesta aquí en su forma mental: el adepto debe visualizar la divinidad de la que demanda protección y cooperación para la preservación de la enseñanza. La plegaria puede además tener un fin mundano: una buena cosecha, lluvia, descendencia, amor... Asimismo es posible solicitar, como comúnmente se hace, un buen renacimiento. Como hemos visto, una vida no basta para alcanzar el despertar, y en ese largo camino es deseable avanzar y no retroceder, por lo que es importante renacer en condiciones favorables para el crecimiento espiritual. En algunas prácticas tántricas se repite en voz alta o se musita una sílaba o una frase completa, hasta que se convierte en objeto de concentración y penetración mental. Tales secuencias silábicas representan presencias sagradas, y el que medita, al invocarlas, las encarna y se apropia de ellas, es decir, el meditante y la presencia se hacen uno o intercambian sus identidades. Esta operación tiene como consecuencia lógica y experiencial la vacuidad de ambas entidades implicadas (y, por ende, de todas las cosas). Vacuidad que, paradójicamente, se considera lo único real, estable y fundacional. fun dacional. La creencia en el poder transformador de la palabra y de la sílaba repetida no se limita al tantra. En la práctica de los ritos dedicados a Amitābha es frecuente otro tipo de invocación. Las concepciones indias de la palabra sagrada encontraron un campo fértil en Asia oriental, donde se asociaron al culto de este buda en particular, cuya invocación se convirtió en sinónimo de budismo devocional. En el tantra japonés de la tradición shingon, una sílaba sagrada simboliza el nombre y la persona de Amitābha y se pronuncia para invocarlo. En China se canta el llamado «nombre de los cuatro caracteres»: las tres sílabas de Amitā bha más el epíteto «buda», equivalente a la expresión sánscrita s ánscrita «homenaje al buda Amitābha» – namo namo (a)mitābha buddhāya– , que se ha convertido en un «nombre sagrado» o en el «Nombre». Su repetición se concibe no sólo como acto de devoción, sino también como ejercicio ascético y mental. En este sentido, lo verbal deriva en lo mental, pues la repetición forma parte del ejercicio mediante el cual se visualiza la tierra purificada por el buda Amitābha. Repetición y cultura mental Llegados a este punto, nos adentramos en los aspectos más trascendentes de la repetición en el budismo: la repetición como praxis y fundamento de la cultura mental. Durante el periodo védico se profundizó en la idea de que sólo en el espacio sagrado, en el ámbito ritual, se verificaba la efectividad de la genuina repetición. Cosmológicamente, el ritual védico había girado en torno a la reproducción y actualización del sacrificio original. En el vedismo tardío de las upaniṣ upaniṣad, las prácticas ascéticas sustituyeron lo ritual por lo
mental, con la intención de repetir en la mente el acto de incubación («tapas») que dio lugar al mundo. El terreno estaba preparado, y el budismo, que en sus orígenes fue una crítica del ritualismo brahmánico, ahondaría en la sustitución de lo ritual por lo mental, pero no en un sentido cosmogónico, sino evocando y reproduciendo estados mentales asociados al despertar. En ambos casos se trataba de encontrar oquedades en el curso natural del tiempo que dieran paso a un ámbito más allá de ese dominio. Pero en el ritual védico la repetición del sacrificio original no constituía específicamente un contratiempo o un salir del tiempo, sino una regeneración de éste. Sólo regresando a sus fuentes podía el tiempo recobrar su fuerza original. Algo muy diferente ocurre ya en algunas upaniṣ upaniṣad y en las escrituras budistas, donde aparecen los primeros intentos de d e ruptura, de salida del tiempo. La repetición adquiere su verdadera carga de profundidad cuando el rito se celebra en la mente. En el budismo, la cultura mental (con sus diferentes modos de meditación) tiene como objetivo repetir un estado de profunda calma y penetración, denominado «samādhi», que reproduce el alcanzado por Siddhārtha Gautama la noche del despertar. Un estado que permite distinguir lo ilusorio de lo real y cuya consecuencia inmediata es la liberación de las vicisitudes asociadas al tiempo y a la contingencia. La postura corporal adoptada en la meditación reproduce la del propio Buda: en general, sentado con las piernas cruzadas en la posición del loto. El acto de meditar es, por así decir, una forma de rememorar el objetivo de la meditación, que no es otro que el de convertirse en buda. Se aconseja mantener los ojos ni abiertos ni cerrados y dirigir la mirada hacia la punta de la nariz; el cuerpo erguido, ni repantigado ni rígido; la atención vuelta hacia dentro; los hombros a la misma altura; la cabeza recta, sin inclinar el cuello hacia delante, hacia atrás o a los lados; la nariz alineada con el ombligo; los dientes y los labios entornados; la lengua apoyada en las encías superiores; la respiración lenta y sin esfuerzo, ni honda ni rápida. Transformar el cuerpo físico en un cuerpo espiritual mediante la meditación y el ritual, ése es el objetivo del tantra. Se repiten diversas posturas de las manos, denominadas «mūdra» (sello), que son gestos del Buda consagrados por la tradición, cuya impronta tiene un significado esotérico. Estos símbolos, que pertenecen a la categoría de la repetición gestual, funcionan como principio unificador de la metamorfosis buscada. La repetición sirve además para articular las relaciones entre meditación y ritual. La mayoría de las meditaciones se desarrolla en un marco simbólico y sigue instrucciones precisas. En muchos casos las sesiones s esiones son preparadas, planificadas, planificadas , adornadas y etiquetadas de una forma «adecuada» o «similar» a la del Buda. En Asia oriental y en el Tíbet se conserva la vieja tradición de observar unos preliminares, consistentes en limpiar y adornar ritualmente el lugar, preparar un altar o imagen, ofrecer flores y agua perfumada y enmarcar el periodo de la meditación con rituales secundarios, como el séptuple acto de adoración o la invocación de deidades protectoras. De hecho, la meditación y el ritual a menudo constituyen la urdimbre sobre la que se lleva a cabo todo un conjunto de meditaciones silenciosas o de ceremonias públicas: cantos, recitaciones o circunvalaciones. Dicha imbricación hace que los estados de serenidad, los procesos de observación y los instantes de penetración no resulten fácilmente distinguibles en la meditación. Hay una práctica del recogimiento de la atención y la conciencia, mediante la cual se retiene el pasado, denominada «smṛ «smṛ ti» ti» (literalmente, «memoria» o «traer a la mente»), en la que la repetición juega un papel fundamental. S mṛ ti ti se refiere a tres prácticas relacionadas: en primer lugar, a la vigilancia respecto al comportamiento y la conducta; en segundo lugar, lu gar, al
acto de traer a la mente (recordar) y mantener en ella (retener) un objeto de meditación prescrito, y, finalmente, a la atención dirigida a dicho objeto para hacerlo ha cerlo consciente. Las técnicas de recogimiento del segundo tipo, como recordar y retener los objetos prescritos para la meditación, consisten en recordar record ar ideas, reproducir mentalmente imágenes y evocar estados afectivos; todas ellas son formas de repetición. Se requiere que el meditador traiga a la mente ciertos objetos ideales: el Buda, su enseñanza, la comunidad de discípulos, hábitos de conducta, actos de generosidad y ciertas divinidades protectoras. Todas estas prácticas suponen un cultivo de la atención y una observación minuciosa de lo que pasa en la mente (ideas o afectos) y el cuerpo (sensaciones). La observación se formula así: «Qué está haciendo ahora mi cuerpo» o «qué está haciendo mi mente en este preciso instante». Otro método, más complejo, denominado «establecimiento en las moradas sin atadura», rememora y reproduce inclinaciones afectivas como la benevolencia, la empatía, la alegría y la ecuanimidad. En la tradición theravāda, el practicante practicante desarrolla pensamientos de benevolencia hacia un amigo, luego hacia una persona p ersona que le resulte indiferente, posteriormente hacia un enemigo y al final hacia todos los seres vivos. Esta evocación se considera fundamental para el cumplimiento de la identificación afectiva con todos los seres, virtud cardinal en el budismo. śāntideva describe una forma compleja de repetición que es más bien un desdoblamiento y que tiene por objeto desarrollar dos principios esenciales del mahāyāna: la empatía hacia los seres vivos y la constatación de la ausencia de naturaleza propia del yo. Dicha meditación consiste en dos fases: en la primera el yo se identifica con el otro, mientras que en la segunda se revisan los diferentes roles entre el yo y el otro. La primera explora los límites del yo y las suposiciones que nos hacen establecer tales límites; por ejemplo, reflexionar sobre el hecho de que el sufrimiento es algo que afecta a todos los seres, y que por tanto nuestro impulso natural a evitarlo tiene más sentido como un deseo de proteger a todos los seres que como un deseo de protegernos sólo a nosotros mismos. En la segunda fase, śāntideva imagina a otra persona, alguien menos afortunado que él. Asume entonces el papel de ese otro y lo imagina mirándolo a él con envidia, reprochándole su orgullo y falta de sensibilidad, ya que por ello lo había considerado inferior, en lugar de verlo como la razón de su existencia. Pues sólo los que sufren justifican la existencia del bodhisattva. Repeticiones, reminiscencias y desdoblamientos del cuerpo y de la mente. Prácticas de la cultura mental que fortalecen la empatía (el modo de estar en el tiempo) y el discernimiento de la vacuidad (el modo de pasar al otro lado del tiempo). Navajas con las que rasgar el velo del tiempo, tras el que aparece un atisbo de lo intemporal. 52 Leibniz, Théodicée 360. 53 David Hume, «Sobre la inmortalidad del alma», en Del amor y el matrimonio, trad. de Carlos Mellizo, Madrid, Alianza, 2006, pp. 169 y 163 respectivamente.
4. Reorientación La renovación mahāyāna
Hemos examinado hasta el momento el renacer y el karma, la reversibilidad cósmica y la repetición. Con el karma se establece la importancia de la conducta para el destino humano y cósmico; con la reversibilidad cósmica, la soberanía de lo cognitivo en la configuración del espacio y el tiempo, y con la repetición, la oportunidad para emanciparse de los remolinos del tiempo. Estudiaremos ahora una transformación que se desarrolla gradualmente en diversos sectores del budismo y que acabará ejerciendo una influencia considerable en China, el Tíbet, Corea y Japón. Según el relato del Mahāparinirvāṇa- sūtra, sūtra, Siddhār -tha -tha Gautama hizo en los últimos días de su vida la siguiente confidencia a su fiel ānanda: Desde un principio os he enseñado que cualquier cosa, por encantadora y grata que sea, es efímera y se encuentra sujeta a la descomposición. Así pues, ānanda, ya sea ahora o tras mi muerte, dondequiera que estéis, debéis permanecer como islas, recogidos en vosotros mismos y protegidos por la doctrina, indiferentes a otras islas y otros refugios. Si me preguntas por qué digo esto, te diré que aquellos que, ahora o tras mi muerte, se mantengan recogidos en la doctrina, protegidos por la doctrina, indiferentes a las defensas de los demás, ésos serán mis más preciados discípulos54. El maestro muere alrededor del año 480 a.n.e. (o quizá en el 370 a.n.e.) habiendo pedido a sus discípulos que hagan de la enseñanza enseñ anza su única guía y habiendo declinado d eclinado nombrar un sucesor. Este hecho, unido a la ausencia de una estructura jerárquica dentro de la comunidad, marcará el desarrollo ulterior del budismo. Aun así, esto no quiere decir que no hubiera discípulos destacados o con el prestigio suficiente para asumir la organización de la comunidad. Inmediatamente después de la muerte del fundador se celebró el concilio de Rājagṛ ha, ha, destinado a fijar el canon de los textos recordados y a dilucidar la naturaleza y extensión de la doctrina. Al tratarse de una tradición oral, el trabajo de recitación y conservación de los textos se repartió entre aquellos que se dedicaban a la memorización de los diálogos y aquellos que se encargaban de la memorización de las reglas monásticas: el theravāda presenta a śāriputra como experto en la doctrina y a Upāli como experto en el código monástico. Pero lo que emergió de dichos concilios no fue la unificación de las enseñanzas, sino justamente su diversificación. En los años que siguieron se formarían diversas escuelas que mantuvieron las viejas costumbres: mendigaban la comida en las aldeas y llevaban una vida itinerante, estableciendo campamentos únicamente en la época de lluvias. Cada escuela tenía su propio código de conducta y preservaba sus propios textos. Con su crecimiento y dispersión, las transformaciones fueron en aumento. Algunas de estas comunidades se reunían periódicamente para celebrar concilios en los que se recitaban al unísono los diálogos recordados y dieron lugar a las denominadas dieciocho escuelas del budismo temprano. Dada la frugalidad de la vida que llevaban, apenas se han conservado registros de este periodo, ya sean documentos, inscripciones o restos arqueológicos. Las fuentes documentales (textos doctrinales, crónicas, doxografías, hagiografías, listas de maestros o escuelas, registros de traductores, diarios de peregrinos chinos que recorrieron la India) son muy posteriores a la aparición de estas escuelas. Al parecer, la primera escisión registrada se produjo entre aquellos pertenecientes pertenecientes a la Gran Comunidad (mahāsaṇghika) (mahāsaṇghika) y los denominados Antiguos (sthavira). Al primer grupo pertenecería la escuela
lokottaravāda; al segundo, el theravāda. Otras escuelas que influyeron en el norte de la India fueron los sarvāstivāda y los sautrāntika. Aunque sautrāntika. Aunque no todas las escuelas otorgaron un estatus canónico a los tratados de síntesis de la doctrina, denominados «abhidharma», sí lo hicieron las dos últimas. De entre todas las doctrinas de estas dieciocho escuelas, nos detendremos en aquella que sostenía la naturaleza sobrenatural del Buda histórico. Conviene recordar que los primeros textos que pueden considerarse mahāyāna, los de la Prajñāpāramitā, mostraban en general cierta indiferencia hacia las disquisiciones y tecnicismos doctrinales, mientras que expresaban cierta afinidad con el énfasis en la devoción de la escuela lokottaravāda. Esta diversificación histórica de la doctrina, que a primera vista podría parecer la distorsión de una enseñanza original, sirvió para constatar los diferentes niveles de lectura que destilaban los diálogos mantenidos con el Buda. Para el mahāyāna, dicha versatilidad es una de las grandes virtudes de la doctrina: la enseñanza se adapta a los oídos de quien la escucha y es consecuencia de la identificación afectiva de los budas con aquellos que sufren. Como veremos, la insistencia mahāyāna en la erradicación del sufrimiento tendrá como resultado una concepción pragmática de la verdad, siendo el valor de la enseñanza el beneficio que ésta pudiera reportar a los seres. se res. La metáfora clásica de Buda como médico, cuya doctrina es un remedio que procura efectos saludables, toma el lugar central. Y la intención, el voto del bodhisattva, su compromiso de alcanzar el despertar para beneficio de los seres, pasará a considerarse superior a cualquier precepto, restricción causal u objetivo, incluido el nirvana. Si bien las tradiciones no mahāyāna reconocían la figura del bodhisattva, que acrecienta su sabiduría y bondad a lo largo de vidas sucesivas hasta alcanzar el despertar, su ideal era el arhat, «el que se lo merece», aquel que busca con denuedo la liberación y no regresa al mundo. Con el nuevo énfasis en la empatía y la solidaridad hacia los que sufren, el bodhisattva decide permanecer en el mundo y no entrar en el nirvana hasta que haya rescatado a todos los seres, incluso al más insignificante. Ello le lleva a renacer una y otra vez, en los lugares más insospechados, con el propósito de salvar a quienes, cegados por la codicia, el resentimiento o la simple estupidez, vagan desorientados por la existencia. La doctrina ha dejado de ser una vía de escape para convertirse en un compromiso con las diferentes formas de vida. Desde una perspectiva histórica, el budismo, el proceso mismo de su difusión, experimentará la influencia de otras tradiciones de pensamiento. Servirá de factor civilizador en las tribus nómadas de Asia central y estructurará tradiciones de pensamiento más desarrolladas, como el taoísmo chino. Sea como fuere, los orígenes del mahāyāna permanecen todavía oscuros y los historiadores historiado res han ofrecido versiones muy mu y distintas del asunto. La primera, hoy un tanto desacreditada, fue la que propuso Louis de La Vallée-Poussin, desarrollada posteriormente por su discípulo Étienne Lamotte. Para estos dos grandes estudiosos, el mahāyāna mahāyāna supuso el cumplimiento de las aspiraciones del laicismo budista. Una especie de revuelta laica contra la arrogancia y presunción de los monjes, ejemplificada en el brillante texto La enseñanza de Vimalakīrti. En esta obra el laico Vimalakīrti, un bodhisattva bodhisattva versado en filosofía y avanzado en su carrera espiritual, instruye a los monjes y, en algunos casos, se mofa de ellos (sobre todo de śāriputra, representante de la vieja escuela de los Antiguos). El texto enfatiza la idea de que los grados más altos de santidad pueden alcanzarse fuera de la comunidad monástica, opinión que sería rebatida por la escuela theravāda de Ceilán55. Ceilán55. Según Lamotte, el punto de inflexión se produce con el cisma de los mahāsāṇghika, mahāsāṇghika, que sustituyen el viejo ideal de
santidad, la obtención del nirvana, por el compromiso altruista de permanecer en el torbellino de la existencia para aliviar a aquellos que sufren. Una permanencia que acaba siendo perpetua, ya que los seres a los que rescatar son incontables. Desde esta perspectiva, el que se encuentra en camino hacia el despertar, el bodhisattva, es superior al que ya lo ha logrado, el arhat. El propósito prevalece frente al objetivo, y los bodhisattva se erigen así en los genuinos renunciantes al renunciar tanto al mundo como al nirvana. Esta versión de la historia tendría una buena acogida entre los eruditos japoneses. Destaca el estudio de Hirakawa sobre el culto a los túmulos relicarios (stūpa), monumentos que preservaban las reliquias del Buda histórico y que, al parecer, eran gestionados por laicos56. laicos56. La devoción a las stūpa compitió con los rituales monásticos y creó una tradición religiosa alternativa centrada en la figura del bodhisattva, que está comprometido con las aspiraciones y costumbres del mundo. Frente a esta propuesta, Gregory Schopen ha mostrado una serie de importantes textos del mahāyāna contrarios al culto de túmulos relicarios57. relicarios57. La tesis de Schopen es que los orígenes del mahāyāna no se organizaron en torno al culto a las stūpa, sino en torno al culto de ciertos ciertos textos desde el interior de la propia comunidad monástica. La idea fundamental es que resulta improbable improb able que el texto como objeto de culto, actitud marcadamente escolástica, proceda de ámbitos seculares. Todo ello permite suponer que dichos textos ya debían de estar por escrito (el budismo había sido hasta entonces una tradición oral)58 y pasaban de mano en mano, de modo más o menos confidencial, siendo objeto de devoción no sólo en cuanto textos (se recitaban, copiaban y memorizaban) sino también en cuanto iconos (se les rendía culto con incienso, estandartes y campanillas). Supuestamente, esta liturgia confería a los monjes un gran mérito espiritual que, como veremos, era posible transferir a otros. Y ese mérito que propicia el culto al libro es superior superior al que se deriva del culto a las stūpa o a las reliquias59. reliquias59. El Sūtra del loto, por ejemplo, recomienda depositar las escrituras en las stūpa st ūpa como equivalente de las reliquias corporales del Buda histórico. Si nos atenemos al contenido de estos textos, se hace más que evidente que fueron compuestos por monjes, aunque su entendimiento de la enseñanza pudiera recoger las aspiraciones de los laicos, y que «usaron figuras de laicos para encarnar su crítica a otras concepciones de la doctrina que les resultaban elitistas o conservadoras»60. La cuestión es entonces cuándo se produce ese cambio de perspectiva. Generalmente los estudiosos sitúan el origen del mahāyāna a principios de nuestra era. Para ello se sirven de una prueba, la más decisiva y única, que no es india sino china. Se trata de una colección de textos traducidos al chino por un tal Lokak ṣema y que datan de finales del siglo II, por lo que los originales, supuestamente escritos en sánscrito, debieron de ser compuestos unos años antes. La pregunta es cuántos. Recientemente se han publicado algunos fragmentos del manuscrito Kushan pertenecientes a uno de los textos de esta colección: el Aṣṭasāhasrikā Prajñāpāramitā (Discernimiento perfecto en ochenta mil líneas). Otro de los textos de Lokak ṣema es el Sukhāvatīvyūha Sūtra (Sūtra de la vida infinita), de gran influencia en las tradiciones de la Tierra Pura. Por sus contenidos, es evidente que los textos que conocía Lokak ṣema no formaban parte de las fases más antiguas del mahāyāna. Pero un conjunto de textos no es un movimiento religioso. Si echamos un vistazo a los restos arqueológicos, a las inscripciones y a los relieves, especialmente abundantes en este periodo, no encontramos referencia alguna ni al mahāyāna ni al buda Amitābha. Esto querría decir, como sugiere Schopen, que dejando de lado los textos y prestando atención únicamente a los restos arqueológicos, el mahāyāna sólo pudo tener cierto impacto en el
culto budista indio a partir del siglo V61. V61. Sea como fuere, no hay duda de que el mahāyāna mahāyāna nunca fue un fenómeno cohesionado, ni siquiera una escuela o secta. No es posible atribuirle un origen geográfico (aunque suele asociarse con el budismo del norte de la India) ni repentino. Quizá fue una corriente de pensamiento que surgió gradualmente, aquí y allá, perfilándose como alternativa a ciertos enfoques doctrinales. Lo que sí se puede afirmar es que estuvo asociada desde sus inicios a textos de carácter devocional, aunque sin un elemento vertebrador, salvo su identificación como mahāyāna y su r eivindicación eivindicación frente a otras tradiciones consideradas inferiores62. A diferencia de la literatura canónica anterior, el nuevo corpus de textos carece de un código de reglas de conducta, lo que indica que sus partidarios observaban códigos de escuelas no mahāyāna. El único código monástico completo que se conserva en su lengua original es el theravāda. Los seguidores del mahāyāna de Asia central y oriental se regían por códigos sarvāstivāda y dharmaguptaka. Gracias a los peregrinos chinos que recorrieron r ecorrieron la India en los primeros siglos de nuestra era, sabemos que los monasterios albergaban a monjes mahāyāna y no mahāyāna. Si aceptamos la tesis de Schopen, lo que parece razonable (las primeras inscripciones en piedra con referencias al mahāyāna datan de los siglos IV y V)63, V)63, podemos concluir que en sus orígenes el mahāyāna fue un movimiento minoritario al que pertenecían monjes y monjas de escuelas no mahāyāna, sin que se produjera un cisma o una ruptura en la comunidad comunid ad budista. Desplacemos ahora el punto de de vista. Según la propia mitología del mahāyāna, poco después de la muerte de Siddhārtha Gautama se celebró en Rājagṛ ha ha el primer concilio budista, donde se recogieron los textos que integrarían el canon. Paralelamente a este concilio hubo otro, organizado por el bodhisattva, en el que se recitó la colección de textos del mahāyāna. Respecto al primero, desde una perspectiva histórica resulta dudoso que pudiera cerrarse un canon en fecha f echa tan temprana. Es más probable que muchos mu chos de los textos del canon theravāda theravāda fueran compuestos varios siglos después de la muerte de Buda. Con el paso del tiempo, todas las escuelas considerarían considerar ían su propio canon como aquel que se recitó r ecitó en el primer concilio. Pero históricamente ni siquiera podemos estar seguros de que se celebrase. Lo que es indudable es que entre la muerte de Gautama Buda y el surgimiento del mahāyāna transcurrieron varios siglos en los que, de forma gradual, se produjo un cambio de perspectiva que afectaría a pequeños grupos dentro de una comunidad ya organizada. Hay que tener en cuenta que con anterioridad al emperador Aśoka (siglo III a.n.e.), el budismo era una religión minoritaria en la India64: apenas se han h an encontrado restos arqueológicos de origen budista en el periodo que va desde la muerte de Siddhārtha, Siddhārtha, alrededor del 480 a.n.e., hasta el reinado de Aśoka, muerto en el 232 a.n.e. Filosofía del mahāyāna Según los textos doctrinales no mahāyāna, lo que llamamos «persona» o «individuo» carece de entidad real; se trata más bien de algo convencional, un mero objeto verbal sobreimpuesto a toda una serie de estados psicofísicos, transitorios y fugaces. Los constituyentes reales de lo que llamamos «persona» o «individuo» son cinco: el organismo físico, las sensaciones, la percepción, las inclinaciones y los actos conscientes. Ninguno de ellos por separado ni todos en conjunto constituyen una realidad permanente sino que, surgiendo y desapareciendo a gran velocidad, se enlazan formando una cadena continua que crea esa ilusión que llamamos «persona» o «individuo». Esa cadena no se interrumpe con la muerte, sino que sus efectos se proyectan sobre sucesivos renacimientos guiados por
la teoría del origen condicionado, de la que ya hemos hablado. Pues bien, para estas escuelas no mahāyāna, lo que nos parece real real no es más que la ilusión creada por estos factores que surgen y desaparecen instantáneamente. Lo único verdaderamente real en el mundo no son los animales, los planetas o las plantas, sino esos elementos básicos que los constituyen y que se denominan «dharma». Por tanto, siguiendo esta retórica de lo elemental (un atomismo que al mismo tiempo es físico y mental, material y espiritual), la tradición enumera 82 elementos fundamentales o dharma, todos ellos condicionados salvo uno, el nirvana. El sarvāstivāda sarvāstivāda enumera 75, de los cuales tres son incondicionados. Los dharma condicionados surgen y desaparecen instantáneamente, en un flujo continuo; y aunque su existencia sea fugaz, a diferencia de los objetos de la experiencia cotidiana, son reales y no meramente convencionales. Estos dharma, de acuerdo con el sarvāstivāda, son sustancias con una naturaleza propia, cosas en sí. Para estas escuelas, los dharma son por tanto realidades sustantivas, si bien fugaces. El theravāda subdivide su lista de dharma en tres categorías. tres categorías. La primera la componen los dharma físicos (28), que incluyen los cuatro elementos (fuego, aire, tierra y agua), la agilidad, la maleabilidad, la elasticidad, lo nutritivo, etc. La segunda, los dharma mentales (52): veinticinco moralmente positivos, como la ausencia de codicia, la ausencia de resentimiento, la fe, la atención, la empatía, la generosidad, etc.; catorce negativos, que incluyen el odio, el resentimiento, la codicia y las opiniones erróneas, y trece moralmente neutros que adquirirán una textura moral en función del contexto, los siete primeros de los cuales son comunes a toda actividad mental (percepción, sensación, contacto, concentración, atención, etc.). La tercera categoría recoge un único dharma: los actos cognitivos; se trata del último de los elementos condicionados, que como todos los demás surge, dura un instante y es reemplazado inmediatamente por otro de la misma naturaleza. Estas taxonomías no son meras especulaciones sino el fundamento de diversas técnicas de meditación cuyo objetivo final es descomponer la experiencia en dichos factores, que constituyen la única y fugaz realidad. Ver las cosas en función de lo único real que hay en ellas, los dharma, supone acabar con la ignorancia que arrastra el devenir. Cesando esta ceguera, cesa el apego por las cosas y el arhat accede al nirvana. Esta visión escolástica será posteriormente sometida a crítica por el madhyamaka, la primera de las escuelas filosóficas del mahāyāna. mahā yāna. Nāgārjuna expone en ella la vacuidad de los dharma, su falta de realidad y naturaleza propia65. ¿Dónde encontrar pues una realidad que no sea meramente convencional? En el Mahāvastu, un texto de transición entre la literatura no mahāyāna y la mahāyāna, asociado a la escuela lokottaravāda, en el que se narra la leyenda de Buda y se incorporan episodios pseudobiográficos de las vidas anteriores de Siddhārtha66. Siddhārtha66. Subyace en este texto la idea de un Buda supramundano cuyos nacimiento, vida y muerte no pertenecen al ámbito de las contingencias y necesidades humanas, sino que constituyen el episodio culminante de un antiguo destino. El Buda histórico, esa persona que recorrió las estribaciones del Ganges, los reinos de Maghāda, Kāśī y Kośala, que respiraba, comía y dormía como cualquier otro ser humano, comienza a considerarse un fenómeno aparente. El Buda surge en este mundo llevado por la identificación afectiva con los que sufren. Cuando parece dormir, en realidad medita; cuando parece sonreír, no hace sino iluminar las mentes de los seres, y cuando habla de lo cotidiano, habla en verdad de lo eterno. Ese carácter supramundano del Buda socava el determinismo del karma, que pasa de ser una ley estricta de retribución de los propios actos y esfuerzos mentales y verbales a albergar posibilidades que escapan a dicho rigor. Entre ellas encontramos la noción de
prasāda (análoga a las concepciones cristianas de la gracia) y la transferencia de mérito. Es aquí donde el cultivo de la devoción da sus frutos. La causalidad ya no está limitada al individuo, a lo que uno pueda hacer, sino que adquiere un carácter colectivo en sintonía con la aspiración de todos los budas y bodhisattva. Ahora bien, queda por resolver la cuestión de la legitimidad de esta innovación. Los propios textos del Discernimiento perfecto se defienden de la condición de apócrifos que lanzan sus detractores, quienes denuncian que no exponen la palabra de Buda, sino la lírica inspirada de ciertos poetas. Sin embargo, desde la perspectiva histórica, la afirmación de que todos los sūtra de las tradiciones no mahāyāna fueron pronunciados por el propio Buda no debe aceptarse sin matices. Generalmente los requisitos para que un texto fuese considerado palabra de Buda consistían o bien en que el propio Buda aprobara lo que decía, o bien en que el Buda invitara a otro monje a predicar en su nombre. Ambos requisitos precisaban de la presencia de Gautama Buda en este mundo. La mayoría de los seguidores del mahāyāna sostienen que sus textos fueron predicados por Siddhārtha; y tales textos se abren invariablemente con la frase de ānanda: «Así escuché en cierta ocasión...», especificando a continuación el lugar y el momento en los que se produjo la enseñanza. Sin embargo, las pruebas históricas disponibles contradicen ambos supuestos, aunque ello no signifique que no puedan contener enseñanzas que se remonten a aquella época. El mahāyāna desarrolla además otra genealogía de sus fuentes, que no se asocian al Buda histórico en el siglo IV a.n.e. sino a la experiencia inspirada de incontables budas y bodhisattva que, en el momento de la instrucción y pronunciación del texto, existían e xistían en otros ámbitos cósmicos o planos de realidad. Se trata de una enseñanza accesible mediante ciertos estados de la mente concentrada en lo que es posible visualizar o escuchar; por ejemplo, la la enseñanza que imparte Amithāba en la Tierra Pura. Otro filósofo budista, śāntideva, enumera cuatro condiciones para esta enseñanza inspirada: su conformidad a la verdad, su conformidad a la enseñanza, su efecto purificador (que produzca una disminución de las turbaciones) y su capacidad para evocar los aspectos positivos del nirvana. Se admite así un origen revelado (a veces visionario) de esta literatura. Pero esta permisividad no es exclusiva del mahāyāna. También en el canon cano n pāli se afirma que «lo que está bien dicho es palabra de Buda», mientras que otros textos asocian a la doctrina todo aquello que conduce a la liberación del espíritu. La promesa La promesa del bodhisattva es el eje alrededor del cual gira la devoción en el mahāyāna. El Lalitavistara, una de las leyendas del Buda, describe los cuatro votos realizados por Siddhārtha Gautama. En el Kośa de Vasubandhu también aparece una promesa: «Ay, ante este mundo ciego, sin ojos para ver, que aparezca yo [en el futuro] como un despierto, como protector de los desvalidos». Otro texto, el Vajracchedika (Diálogo del diamante), quizá uno de los más representativos del mahāyāna, describe de manera enigmática la tarea del bodhisattva: El bodhisattva debería pensar de este modo: a todos los seres del universo, ya nazcan de un huevo o de una matriz, de la humedad o milagrosamente, con forma o sin forma, con percepción o sin ella, a todos ellos los conduciré al ámbito del nirvana. Y aunque incontables seres hayan sido conducidos al nirvana, de hecho ningún ser ha sido conducido al nirvana. ¿Por qué? Porque si el bodhisattva concibiera la noción de un «ser», no podría ser llamado «ser del despertar» (bodhi-sattva). Y ¿por qué? Porque no debe llamarse «ser del despertar» a aquel que concibe la idea de un «yo», de un «ser» o de una
«persona»67. Cuando se habla del voto del bodhisattva, con frecuencia se pasan por alto sus aspectos teúrgicos. El voto, como tantos otros gestos del compromiso religioso y tantos otros estados interiores de la devoción, concede poderes especiales al que lo pronuncia. No sólo es un modelo ético y un ideal abstracto de santidad, sino también una fuente de prodigios. En efecto, la transición a una promesa caracterizada car acterizada por la identificación afectiva con los que sufren, como la que se vislumbra en la cita anterior, se hace todavía más explícita en el Mahāvastu. En el primer libro, Megha pronuncia el voto ante el buda Dīpaṃkara Dīpaṃkara y expone las aspiraciones fundamentales del bodhisattva: Que sea yo también en una vida futura un Tatāghata, arhat, un buda perfecto [...]. Que una vez que haya cruzado a la otra orilla, ayude al prójimo en esa misma travesía. Que una vez liberado, pueda liberar a los demás. Que una vez consolado, pueda consolar a los demás, como hizo hoy Dīpaṃkara. Dīpaṃkara. Que logre todo esto para beneficio de la humanidad, por la cercanía que siento hacia el mundo, para bien de las grandes multitudes, para ventura de los seres celestiales y de los hombres. Como preparación para la consecución del despertar o como su intención motriz, el voto se asocia aquí a la predestinación. Los votos se toman según el mito ante un buda del pasado, es decir, en una vida anterior, en una época remota, cuando vivía en el mundo un buda perfecto y completo. Es ese buda el que reconoce re conoce la validez del voto y garantiza sus su s efectos, al tiempo que predice que la persona que lo hace alcanzará la condición de despierto68. En general, los textos recomiendan que los votos se hagan ante los budas del universo, ante una imagen de uno o múltiples budas o ante algún maestro amigo de la virtud. El Dharmasaṃgrahaṃ distingue tres tipos de voto: el que garantiza el éxito en la búsqueda del despertar, el que asegura ase gura la consecución de los deseos de todos todo s los seres vivos y el que hace posible la purificación de un mundo que servirá de tierra del despertar . Este tercer tipo de voto apunta a una concepción clave del mahāyāna: los budas manifiestan su poder salvífico purificando mundos, pues todo bodhisattva desea crear su propio pro pio campo de acción, convirtiendo un mundo impuro y desagradable en un paraíso sereno y purificado. El espíritu del despertar El voto no sería posible sin otra de las nociones clave del mahāyāna: el espíritu del (bodhi-citta). Este compuesto sánscrito significa tanto la resolución de buscar el despertar (bodhi-citta). despertar como la mente que se encuentra potencial o inmanentemente despierta. La idea aparece ya en fuentes no mahāyāna como el Abhidharmadīpa y en textos de transición como el Mahāvastu, aunque será en la tradición mahāyāna mahāyāna donde adquiera toda su relevancia doctrinal. Representa el instinto de empatía y la identificación afectiva, siendo el fundamento del compromiso del bodhisattva con la existencia. El Gaṇḍavyūha lo describe como el eje vertebrador de la vida del bodhisattva. El espíritu del despertar es la semilla de la que crecen todas las verdades, el viento indómito, el agua que limpia y el fuego que consume la necedad. Es el carruaje en el que viajan todos los bodhisattva, la cueva en la que meditan y la posada en la que descansan estos sempiternos viajeros. Es tanto el padre que protege como la madre que cría, el consejo del amigo y el maestro que orienta. Es el océano que esconde las perlas y el Himalaya donde crecen las hierbas del conocimiento. Es como un elefante obediente y tiene el humor de un caballo bien alimentado. Es la medicina que cura las enfermedades, el árbol de fruto inagotable, el lago al que arrojar los males. Es la fragancia del incienso, la flor que deleita al que la mira y el sándalo que enfría la codicia. Es la hierba mística que disipa las cinco
formas del miedo. Impide que arda el fuego de la codicia, que envenene la ira, que sofoque el humo, que ahogue el agua, que confunda el ruido de las disputas. Es el poder sanador de la corteza del árbol, el arado que remueve la mente en barbecho, la flecha que atraviesa el blanco del dolor y la armadura del orgullo, la mano que qu e no duda en proteger al ojo. Es el sándalo blanco que alivia la fiebre y el pie que permite caminar. Es espejo y manantial, río y serpiente. Es la red del pescador, el rugido del león, el néctar de la inmortalidad y la isla del tesoro. Es el timbal que despierta al sonámbulo. Todo eso es el bodhicitta, concluye Maitreya exprimiendo su oratoria. Pues se trata del primer paso en la vida de los bodhisattva, el umbral que han atravesado todos los despiertos. Este concepto presenta diferentes niveles de significado. La resolución de lograr el despertar puede entenderse como un estado de la mente (un proceso mental) o como una promesa solemne (el voto en cuanto acto verbal) que se encarna y expresa en ciertas pronunciaciones, actos y gestos rituales (como dedicación ded icación del mérito o el recitado público de los votos). Así, bodhicitta no es sólo el sentimiento que inspira la carrera espiritual del bodhisattva, su resolución inicial, sino también el impulso que la mueve y hace avanzar. avanz ar. En este segundo aspecto, como fuerza motriz, es la perseverancia en el camino y representa tanto el deseo de lograr el objetivo como el despertar mismo, dando paso a la idea de un «despertar innato», que comentaremos más adelante. La mayoría de las tradiciones mahāyāna considera que el pensamiento inicial en el despertar es el momento más importante de la carrera del bodhisattva. La irrupción de esta idea, la aspiración al bien y el hecho raro y primoroso que encierra constituirán el impulso de dicha carrera. Se trata de un instante sagrado, público y privado al mismo tiempo; un episodio mental acompañado de un ritual público. Conviene recordar de nuevo que, en general, se entiende que la expresión ritual del voto y la adopción de los preceptos del bodhisattva en presencia del tutor espiritual, o ante los budas del universo, univers o, son garantía de que, antes o después, sobrevendrá el despertar. Algunos autores como śāntideva śāntideva consideran el bodhicitta una fuerza de tal potencia que se diría externa a la voluntad, al esfuerzo o a la atención del individuo que lo concibe. Para śāntideva, una vez que en la persona ha irrumpido esta resolución, el bodhicitta es como el despertar mismo, presente de forma manifiesta o latente en todos sus procesos mentales y corporales. Se puede hablar de un proceso histórico en el que la noción abstracta o la realidad psicológica de la resolución acaba por convertirse conver tirse en una fuerza espiritual autónoma. autó noma. Los textos del mahāyāna glorifican al bodhicitta como la condición sine qua non de la práctica y la esencia del despertar, como un tesoro escondido, una panacea o una hierba medicinal69. Esta celebración hiperbólica se transformará con el tiempo en una reificación de dicho estado mental. El espíritu del despertar se encuentra presente aunque uno carezca de toda virtud, como una joya escondida bajo un montón de excrementos. Aquel que haga surgir el bodhicitta será venerado por dioses y hombres. Y, según la metáfora del dalái lama, el espíritu del despertar es como el brillo del relámpago en la noche oscura de la ignorancia humana. Más aún, otorga un poder especial al que lo concibe, protegiéndolo de todo peligro y desventura. Se hilvanan así liturgia, teoría y ética. El concepto es tan importante en el mahāyāna como la dedicación del mérito y ha servido de elemento de cohesión en las distintas tendencias rituales y sociales de la tradición, enlazando la idiosincrasia ritual y doctrinal con una realidad eterna, inefable y liberadora en la que las diferencias se disuelven. El término bodhicitta simboliza el misterio de la presencia sagrada en seres imperfectos, que necesitan tanto la liberación como imaginarla.
Hallamos ecos de esta concepción en la doctrina del embrión del Tathāgata, según la cual el nirvana se encuentra ya presente en cada ser vivo. Esta esencia que mora en todos los seres y que es pura potencia constituye un estado permanente de dicha (como el de los budas) y está libre del yo y de las cualidades negativas de la yoidad. De modo que tal embrión sería lo opuesto a lo efímero, lo insustancial y lo doloroso, las tres marcas de lo existente según las concepciones clásicas. Estas ideas darán lugar, en el Japón medieval, a la doctrina del despertar original (hongaku), que prevaleció en la escuela tendai en el siglo XI. Una doctrina que mantiene que el despertar no es un objetivo que deba lograrse ni una potencia que deba actualizarse, sino la auténtica naturaleza de todas las cosas, ya se trate de grillos, encinas o personas. Desde esta perspectiva, lo cotidiano (comer, dormir e incluso fantasear) forma parte de la conducta del Buda. Se ha descrito esta doctrina como el ápice de las filosofías mahāyāna de la vacuidad, iniciadas en torno al siglo siglo II por el filósofo indio Nāgārjuna, de quien nos ocuparemos en el siguiente capítulo. Baste por ahora adelantar que, al ser todas las cosas vacías, al carecer de naturaleza propia, se implican unas a otras, se requieren y complementan. Así, todos los fenómenos, ya sean formas o colores, sonidos o aromas, se consideran la actividad de un Buda cósmico que permea el universo en su totalidad. Así, todos los elementos del mundo, todos los dharma, son buddhadharma, todas las aflicciones son despertar, todo saṃsāra saṃsāra es nirvana. El círculo se ha cerrado. Devoción Recapitulemos: a principios de nuestra era se inicia en el budismo indio un género literario en el interior de la comunidad monástica. Esta nueva literatura, que se reivindica como «palabra de Buda», resalta la figura del bodhisattva (aquel que se encuentra en el camino hacia el despertar para beneficio de todos los seres vivos) como ideal supremo. En el siglo II Nāgārjuna equipara lo fugaz y lo permanente, saṃsāra y nirvana, elevando esta literatura, fundamentalmente devocional, a filosofía. Nirvana y saṃsāra saṃsāra pasan a ser idénticos referentes de experiencias dispares, cuya distinción se establece en el modo de estar y de percibir el mundo. En consecuencia, para ciertas tradiciones identificadas como mahāyāna, mahāyāna, el nirvana deja de ser el lugar central para dar paso a una determinada actitud filosófica (el discernimiento de la vacuidad) y a una determinada actitud altruista (la identificación afectiva y la solidaridad con aquellos que sufren). Es muy probable que esta nueva tendencia surgiera aquí y allá sin que existiese una comunicación estrecha entre sus seguidores. Por lo que podemos colegir de la historia, este giro se produce en minorías desperdigadas a lo largo de la geografía india. Algunos grupos de monjes y monjas, así como ciertas comunidades laicas, abrazaron, protegieron y difundieron esta nueva literatura, y la devoción acabó extendiéndose a los propios manuscritos. Dejando al margen la cuestión de que algunos de sus seguidores experimentaran, en sueños o en la meditación, el contacto directo con el Buda, lo decisivo es que consideraron que la doctrina, encarnada en el texto y engarzada mediante palabras sagradas, constituía el auténtico cuerpo de Buda (dharmakāya). Su realidad trascendía el cuerpo psicofísico del Buda histórico al que se rendía culto en los túmulos relicarios. Lo histórico, como suele suceder en la India, se diluye para dar paso a narrativas que inspiran una forma de vida y sirven como modelo a métodos cuyo objetivo es erradicar la ignorancia y el sufrimiento. Apelar al Buda histórico supone, desde esta nueva perspectiva, recurrir a factores contingentes co ntingentes que, aun siendo indisociables de la vida humana, o precisamente por ello, ocupan un lugar inferior en la imaginación devota. Ya no
hacen falta testigos. La mente es el espacio donde se recrea la presencia del Buda, que acompaña, y al mismo tiempo trasciende, la experiencia de lo cotidiano. Veamos ahora por qué Nāgārjuna es tan importante en toda esta reorientación. 54 Citado y traducido del tibetano por Snellgrove, 1973, pp. 401-402. 55 Lamotte, 1988a, p. 89. 56 Hirakawa, 1963. 57 Schopen, 1975. 58 Hay quienes han sugerido que el surgimiento del mahāyāna se debe al uso de la escritura. Véase Gombrich, 1988. 59 Schopen, 1975, p. 169. 60 Williams, 1989, p. 23. 61 Ahora bien, si la Ratnāvalī, cuyo original sánscrito se ha conservado casi entero, es un trabajo de Nāgārjuna (como así parece) y si aceptamos, de acuerdo con todas las pruebas, que Nāgārjuna vivió en torno al siglo II o III, entonces el mahāyāna como corriente de pensamiento dentro de la comunidad budista debió de tener presencia en la India mucho antes. 62 De hecho, el origen del término mahāyāna es controvertido y se inscribe en una querella entre lo grande y superior (mahā) y lo mezquino e inferior (hīna, una palabra que puede llegar a significar «basura»). 63 Schopen, 2005. 64 Basham, 1982, p. 140. 65 Esta crítica ya se anunciaba en algunos textos de las dieciocho escuelas, como en el Lokānuvar tana mahasaṇghika, y, respecto a las opiniones o creencias (dṛṣṭī), (dṛṣṭī), en tana de los mahasaṇ algunos de los libros más antiguos del canon pāli, como el Aṭṭhakavagga del Suttanipāta. L. Ó. Gómez ha explorado los paralelismos entre este texto y el mādhyamaka de Nāgārjuna, con relación a la ausencia de opiniones o puntos de vista. En el Aṭṭhakavagga, la raíz del sufrimiento se encuentra en la tendencia de la mente a aferrarse a sus propias fantasías y constantes conceptualizaciones (Gómez, 1976, pp. 137-165). 66 El Mahāvastu coincide con el Nidānakathā en que ambos dividen la vida del buda en tres secciones. La primera se inicia en tiempos del buda Dīpaṃkara Dīpaṃkara y narra sus vidas previas. La segunda se ocupa de la estancia en el paraíso Tuṣ Tuṣita, donde el bodhisattva decide renacer renacer en el vientre de la reina Māyā, así como del milagro de su nacimiento, su huida de palacio, su batalla por el despertar y su victoria sobre Māra bajo el árbol de Gayā. La tercera sección trata de las primeras conversiones, la creación de la comunidad monástica y la difusión de la doctrina. A pesar de esta estructura, Winternitz sugiere que el Mahāvastu «puede verse como un laberinto, en el cual el hilo de la narración de la vida del buda será descubierto sólo con dificultad, pues la narración misma se ve continuamente interrumpida por otros asuntos, como las jātaka, las avadāna y los episodios morales» (Winternitz, 1981, vol. II, p. 240). 67 Sigo la traducción de Conze, 1957. 68 Los votos que pronunció Siddhārtha en el pasado se mencionan también también en un texto pāli poscanónico, el Nidānakathā (introducción a las jātaka), de nuevo en el contexto del encuentro con Dīpaṃkara. Dīpaṃkara. Si bien es cierto que algunos de los ejemplos citados son contemporáneos al surgimiento del mahāyāna (por ejemplo, el de Vasubandhu), Vasubandhu), también lo es que expresan doctrinas comunes a muchos de los nikāya que surgieron antes del mahāyāna y se desarrollaron en paralelo a esta tradición de pensamiento. 69 Véase, por ejemplo, el Maitreyavimok s. s.a del Gaṇḍavyūhasūtra.
5. Nāgārjuna70 Nāgārjuna 70 Encrucijadas
Berkeley solía decir que el sabor de la manzana no reside en la manzana misma, ni tampoco en la persona que la saborea, sino en el encuentro entre ambas. Para la filosofía de Nāgārjuna, no sólo el sabor, sino todas las cosas, cos as, pensamientos pensamientos o fenómenos, tienen esa naturaleza de encuentro. De modo que la manzana es a su vez un encuentro (de una semilla, un árbol, un brote, la lluvia, la cosecha...), como también lo es la persona (de unos padres, una lengua, un país, un apetito...). Lo que llamamos «cosas» no son sino encuentros en una cadena cuyo origen no es posible localizar. Las cosas se conciben como encrucijadas, y esa condicionalidad esencial de lo existente es lo que se llama «vacuidad». Si las cosas, los fenómenos y lo imaginado son encuentros, entonces todos ellos tienen un carácter provisional. La fugacidad del sabor, de la pasión amorosa o del dolor no es diferente de la fugacidad de ese otro encuentro que llamamos «persona». Tanto los dioses como los seres, el lenguaje, la esperanza, los minerales o las legumbres están sometidos a dicha provisionalidad. Nada escapa a la soberanía del tiempo. Hasta aquí nada nuevo. Lo realmente sorprendente de esta nueva descripción de la contingencia de las cosas, lo que más nos puede interesar hoy, es que asume que el pensamiento que la encarna constituye en sí mismo otro encuentro provisional. De modo que no puede decirse que la verdad de la fugacidad de las cosas sea una verdad eterna, pues de lo contrario se caería en una contradicción. La verdad de la provisionalidad de los encuentros que llamamos «cosas» tampoco es estable ni duradera. Sin embargo, tiene un efecto lenitivo para la imaginación, es una verdad saludable. La verdad se aligera y de la contingencia, motivo central en el pensamiento de Nāgārjuna, pasamos a la ironía. La condición de las afirmaciones acerca de la naturaleza de las cosas no es diferente de las cosas mismas. La vacuidad de las cosas va en detrimento del discurso que la pone de manifiesto. No obstante, esto no debería llevar al escepticismo. Tampoco a la resignación ante la contingencia de dichos encuentros, ni a la búsqueda desesperada de sus causas. Conviene en cambio cultivar constantemente esa forma de ver las cosas como encuentros, a sabiendas de que la representación misma no es menos contingente que aquello que representa. Esta actitud no es escéptica, es irónica. La ironía es un medio útil para el logro de los fines budistas. Se cultiva en la mente, desarrollando toda una serie de técnicas de la atención para mantenerla viva en la imaginación. Una de las ideas más originales de Nāgārjuna fue su crítica de la noción de identidad. Siglos más tarde vendría la crítica de Hume a la identidad del yo, o los argumentos de Leibniz y su principio de los indiscernibles, que sostenía que en el mundo no existen dos cosas iguales. O mejor, nada es idéntico a otra cosa. La identidad es por tanto imposible. A=A es una falacia. Si en el mundo no encontraremos dos guisantes iguales, o dos tornillos, o dos moléculas, mucho más difícil será hallar dos individuos iguales. Pues no sólo no hay dos saltamontes iguales, sino que, al vivir en el tiempo, el saltamontes nunca es siquiera idéntico a sí mismo. La persona que inició este párrafo no es la misma que lo concluye. Esta idea antigua sigue obsesionando a la imaginación moderna. La física del siglo XX buscó esa identidad descomponiendo la materia. Pensó, dejándose llevar por una metáfora arquitectónica, que, si se descomponían las cosas en sus elementos fundamentales, sería posible dar con los ladrillos básicos de lo real, todos simples, todos iguales71. Así,
descompuso los organismos en células, las células en proteínas, las proteínas en moléculas, las moléculas en átomos, los átomos en partículas. Pero cuando llegó a lo más pequeño no descubrió un universo monótono e uniforme de ladrillos, sino una riquísima variedad de partículas. De modo que ya no era posible llamarlas elementales (había muchas) ni tampoco partículas, pues no había manera de localizarlas y distinguirlas completamente del campo en el que se movían. Algunos investigadores prefirieron llamarlas perturbaciones del campo. Se buscaban ladrillos y se descubrió un vergel. El orden se convirtió en delirio, lo elemental en perturbación. Hoy sabemos que no hay dos electrones iguales por la sencilla razón de que no es posible delimitar la entidad «electrón», ver dónde empieza y dónde acaba. De ahí que dicha entidad pase a considerarse una perturbación de una entidad mayor, llamada «campo», en la que intervienen fuerzas electromagnéticas, gravitatorias, cuánticas. Si el único lugar que nos quedaba para encontrar la identidad, lo más sencillo y elemental, lo que no está compuesto por otras cosas, lo encontramos vacío, si no hay nada idéntico a otra cosa, entonces el axioma fundacional de la lógica, la identidad, es extraño al mundo y sólo tiene sentido en el universo de ese acuerdo común que llamamos «lenguaje». Si las palabras dan por supuesta una identidad que no es posible encontrar, su ejercicio y manipulación consistirán en abstraer, en olvidar las diferencias de lo particular para atender a lo general. La lógica, el esfuerzo esfuerz o por ordenar el mundo y organizar organ izar la experiencia, por pensarla, no es posible sin esa abstracción, sin ese olvido de las diferencias; no es posible, en fin, sin caer en lo que me gustaría llamar la tentación geométrica. Reconocer este hecho no debería dispensarnos de buscar nuevas identidades, aunque sean todas ficticias, todas entelequias, todas resultado de la confusión que producen en nosotros las palabras, y caer una y otra vez en la tentación geométrica, el mundo abstracto donde todos los círculos son iguales, sus perímetros obedecen a la misma ley y sus tangentes los tocan en un solo punto, idéntico a sí mismo. Ceder a la tentación geométrica es la única opción que nos queda si no queremos renunciar al pensamiento. Pero al aceptar esta falacia lógica, el pensamiento adquiere otro talante. Un espíritu que resucitó Kierkegaard para la época moderna y que ha permitido a la filosofía parodiarse a sí misma. La lógica parecería, según esta descripción, la enemiga de las diferencias, la enemiga de la diversidad, pero, al contrario de lo que ocurre en la antropología contemporánea, la diversidad no necesita de protección en la filosofía. Su primacía sobre la identidad es tan abrumadora que, como decía Thomas Mann respecto a la voluntad de poder de Nietzsche, se cuida ella sola. A la que hay que proteger p roteger es a la identidad: quimera, delirio que hace posible el pensamiento. Cuando una cosa se conforma con otra, llamamos a esa conformidad «coincidencia». También hablamos de coincidencia cuando las cosas convienen en el modo, la ocasión y las circunstancias o, de forma más física que filosófica, en el espacio y el tiempo. Hemos visto que para Nāgārjuna las cosas son son superposiciones de causas: por ejemplo, el árbol es la coincidencia de la semilla, la tierra que lo abriga, la lluvia que lo fertiliza, la luz que lo alimenta y muchos otros factores. Estas causas concurren simultáneamente en un mismo momento y lugar, de manera que ninguna de ellas por separado es la artífice del árbol, ninguna constituye la naturaleza propia del árbol. Se podría sugerir, razona Nāgārjuna, que todas esas causas en su conjunto constituyen la naturaleza propia del árbol, pero tampoco eso es posible. pos ible. ¿Por qué? Porque cada una de ellas es a su vez otra coincidencia de elementos diversos, y así ad infinitum . La pregunta sobre el origen
de las cosas habrá de dejarse de lado, un modo de evitar lo que he llamado en otro lugar la superstición del origen. La red de la que forman parte las cosas se remonta a un origen sin comienzo. La opinión que expresa este estado de cosas –la cosas –la postura filosófica de Nāgārjuna– se se presenta a sí misma como el rechazo de todas las opiniones. ¿Por qué? Porque esa misma mism a opinión es otra coincidencia más: el encuentro ocasional de una corriente de ideas, una cultura, una manera de ver el mundo y un lenguaje que articula y pone voz a esa mirada. Por tanto, esta idea según la cual las cosas son coincidencias coincide consigo misma y con las propias cosas, está de acuerdo con ellas. En esa afinidad radican su fragilidad y su fuerza, así como el aspecto que más nos puede interesar hoy de esta filosofía antigua. El discurso que pone de manifiesto esta condición de las cosas (su vacuidad) es tan provisional como las cosas mismas (de ahí que hablar de la vacuidad como un absoluto, como han hecho algunos de sus intérpretes, sea un contrasentido). Y habrá quien diga que quien así habla no afirma en realidad nada, que si el discurso es tan vacío como las cosas mismas no nos sirve ni como base para el conocimiento (para construir a partir de él una ciencia) ni como descripción del mundo. Las afirmaciones filosóficas, dirán estos detractores, deben ser firmes y estables, carecer de la fugacidad de lo transitorio, no ser una mera coincidencia, pues la coincidencia es la hermana menor del mayor enemigo de la ciencia, la casualidad. La verdad habla de causas, no de azar, de modo que no sería posible una ciencia basada en semejantes supuestos. Nāgārjuna insistirá en que el conocimiento es posible a pesar pesa r de la contingencia de las afirmaciones propuestas, incluso a pesar de su provisionalidad. Y es aquí donde este discurso se desplaza de la contingencia a la ironía. Pues el discurso mismo se convierte en una metáfora del mundo. Lo que dice no es lo que parece decir a primera vista. El discurso se desdobla y una parte de él dice cómo es el mundo al tiempo que la otra reconoce que eso no es posible, dado que el mundo, como las cosas, carece de naturaleza propia. El modo de significar del discurso ya no es el habitual. Representa el ser del mundo de una manera teatral, tema que abordaremos en el capítulo siguiente. La dialéctica de Nāgārjuna pone en escena la lógica de los hechos del mundo, la lógica de lo que en éste ocurre, y al hacerlo establece irónicamente una complicidad con el espectador. Su crítica y dislocación del lenguaje no son más – más – no no puede ser de otro modo – que que la crítica y dislocación de cierto lenguaje. Rechaza un lenguaje heredado (el dharma-lenguaje de la escolástica) en aras de un lenguaje por hacer. Con lo que la nueva realidad que crea su lenguaje, basado en metáforas de la ilusión, se libera de ciertas servidumbres de la significación. Este significar de otro modo, o esta significación irónica, pretende mostrar (evitando decirlo) que la condición del mundo es también la condición del lenguaje. En el reconocimiento de esa coincidencia hay una sabiduría, un discernimiento de otro corte, irónico, que se socava a sí mismo para dar paso a la siguiente etapa de esta dialéctica, la empatía. Si las cosas son vacías, si se necesitan unas a otras, cultivar la identificación afectiva será conducirse como lo hace el mundo, estar en sintonía con él. De ahí que en este contexto se citen a menudo las palabras de Siddhārtha: «Yo no lucho contra el mundo, el mundo lucha a mi lado». Y de pronto todas estas palabras irónicas, que parecían gobernadas por el azar y la coincidencia, cobran un sentido liberador. Pues en ellas palpita toda una transformación del entendimiento y del cultivo de la mente. Estas prácticas podrán liberar al individuo de los tres venenos: la codicia, la aversión y la ceguera. La codicia pierde sentido porque su
objeto, las cosas del mundo, son coincidencias fugaces que no es posible poseer. La aversión o el odio, en un mundo hecho de encuentros, en un mundo en el que las cosas son resultado de convivencias, deviene inútil y extraño a la naturaleza del mundo. Y por último nos dispensa de la ceguera de pensar que las cosas tienen una esencia recogida y estable, una sustancia que no está sujeta al tiempo (coincidencia de coincidencias), y que a ella se dirige nuestro lenguaje y nuestro pensamiento. La cifra del mundo no se encuentra fuera de él, no hay un mundo puro de Ideas inmune al desgaste o a las transformaciones de la evolución. Estamos muy lejos aquí del modelo platónico, con su Idea siempre idéntica a sí misma, como si estuviera fuera del tiempo, en un mundo superior que conforma el mundo inferior de la existencia y le sirve de modelo. En Nāgārjuna las ideas coinciden con el mundo contingente y provisional, no son algo superior ni modélico. El mundo ha dejado de verse a través de las ideas. Y aunque las cosas del mundo carecen de esencia, eso no las convierte en nada, pues tienen una realidad convencional. Si la naturaleza de las cosas es su convencionalidad, el mundo se asemeja al lenguaje y los objetos del mundo a designaciones y acuerdos pactados. Las cosas, como las palabras, viven insertadas en una red, son encuentros provisionales, como el e l de un sustantivo y un adjetivo. El mundo se hace literario. Y si la esencia del texto es eludir toda determinación esencial, habrá que reinventarla constantemente, en cada repetición, en cada configuración de la imaginación, en cada encuentro. Si el lenguaje pasa de referir las cosas a verse a sí mismo como un ejemplo más de cómo son las cosas, testigo y muestra de la naturaleza de las cosas, entonces la filosofía se convierte en narración, y su lógica, en testimonio de lo que el mundo es. Ésta es una idea moderna que debemos al antiguo Nāgārjuna. Se trata de una ironía que, paradójicamente, fue y es considerada liberadora. Pues sugiere, y quizá aquí especulemos demasiado, que existe una conexión secreta entre el arte de contar historias y la erradicación del sufrimiento. La literatura cura enfermedades. De modo que la filosofía se transforma en terapia y antídoto, para expresarlo en términos budistas, contra aquello que turba (los tres venenos). Y el cuento de la filosofía sale de su encierro para servir de lenitivo a las inquietudes humanas. Una vez un estudiante me preguntó si el vacío de los budistas no sería como el espacio en blanco entre las palabras escritas o el silencio entre las habladas. La comparación me pareció entonces superficial. Hoy creo ver su ejemplaridad. Podemos hablar porque callamos. Podemos pensar porque silenciamos la corriente de palabras que asedia la mente y la ordenamos. Salimos del río del discurso y lo vemos desde fuera, como si fuera otro el que navegara en él. Las palabras designan cosas, y esas cosas son vacías porque dependen de otras cosas. cosas . Las palabras nos engañan porque, porq ue, quizá deliberadamente, imponen sobre las cosas una autonomía que no tienen. Pero es en el espacio que hay entre las cosas (en la distancia que las separa y nos permite identificarlas como «cosas») donde se establece, est ablece, de forma irónica, su vínculo y su dependencia. Gracias a ese espacio vacío (el espacio, recordemos, fue una de las metáforas de la vacuidad), podemos hablar de «cosas» como si existieran por sí mismas, como si tuvieran sus propios límites. El secreto a voces de la vacuidad es precisamente esa condición de las cosas, y con ellas de las palabras, que nos permite hablarlas, pensarlas o reflexionarlas «como si». Como si entre lo que parecen ser y lo que son se encontrara la posibilidad misma del pensamiento, el espacio propio de la imaginación. Hace unos años vi, en la Ciudad de México, un anuncio en el que un policía de tráfico dirigía la maniobra de una grúa que estaba retirando un vehículo mal aparcado. Un
joven se acercaba al policía con el rostro desencajado desen cajado y le suplicaba que por favor no se s e lo llevara, con tanta insistencia y empeño que el agente finalmente accedía y desenganchaba el vehículo de la grúa. El joven estaba contemplando satisfecho el automóvil cuando otro joven llegaba, lo abría, arrancaba y se marchaba marchab a con él. Luego venía un eslogan, que no recuerdo, y la marca del anunciante. La conducta de ese joven con un vehículo que no era suyo, pero que quería como si fuera suyo, es un buen ejemplo del modo en el que los budistas imaginaron el alma, si se me permite esta palabra. No es nuestra, nuestr a, se podría incluso decir que no existe, pero debemos cuidarla y protegerla como si fuera nuestra y como si existiera. Desde el punto de vista de la filosofía de Nāgārjuna, el alma es tan vacía como el resto de las cosas, pero hay que adiestrarla y cultivarla como si no lo fuera. Lo único que se nos pide es un poco de imaginación. 70 El presente capítulo es una versión de la conferencia pronunciada con motivo de la presentación del libro La palabra frente al vacío. Filosofía de Nāgārjuna (México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2005) en la Casa Asia de Barcelona el 21 de diciembre de 2005. Fue publicado parcialmente como epílogo a Abandono de la discusión de Nāgārjuna (Madrid, Siruela, 2006). 71 La reacción de la filosofía contemporánea a esta retórica de lo elemental tiene su paralelo en la reacción de Nāgārjuna al pensamiento pensamiento de la escolástica del abhidharma, que concebía unas entidades instantáneas e indivisibles, llamadas «dharma», como elementos constituyentes de lo real.
6. Filosofía entre bastidores El teatro lógico
Si el teatro es el ejercicio, eficaz y lujoso, del absurdo (Cortázar), ¿qué significa sugerir, como hizo Nāgārju-na, Nāgārju-na, que la lógica es un teatro? Una de las posibles justificaciones de la metáfora sería considerar que qu e la lógica, como el teatro, tiene una tramoya en la que se urden prodigiosos efectos. Mostrar esa maquinaria de la transformación es una manera de desmontar la ilusión colectiva del pensamiento. Pero hay otra posibilidad, más cáustica y más política: la tramoya es también el enredo dispuesto con ingenio, disimulo y maña, una de las estrategias clásicas del poder, cuya principal metáfora es precisamente el teatro. El teatro tiene un antepasado respetable en la India, el ritual. En este capítulo nos ocuparemos de las relaciones entre ritual, teatro y lógica. Si nos atenemos a la primera posibilidad, el desmontaje de la ilusión colectiva del pensamiento, iniciativa que tiene su paralelo en la tendencia de la modernidad a la deconstrucción, la pregunta sería entonces a qué propósito sirve esa labor de desencantamiento. Una de las posibles respuestas ya fue esbozada en el libro La palabra frente al vacío72. En cuanto a la segunda justificación de la metáfora de la lógica como un teatro, fundamentada en su capacidad de persuasión, para que la lógica conserve esta capacidad debe haber cierta distancia. Algo parecido ocurre con las disciplinas científicas, cuyo poder persuasivo radica precisamente en su secreto. El laboratorio sólo es público para cierta comunidad de investigadores (los iniciados), y sus efectos sólo pueden contemplarse desde fuera. En las ciencias humanas es diferente (aunque la opacidad y el enmascaramiento no siempre estén ausentes), pues el individuo es sujeto y objeto al mismo tiempo, observador observado, investigador y objeto de la investigación (en este sentido la física cuántica, en la que el experimento absorbe al observador, tiene un marcado carácter humanístico). Las ciencias humanas admiten implícitamente que el hombre, la vida y la naturaleza sólo pueden conocerse desde dentro, desde su habitual inmanencia, desde un natural compromiso (somos jueces y parte) con aquello elegido como «objeto» de investigación. Wittgenstein decía que sólo podríamos acceder al conocimiento del mundo si, como Dios, fuéramos capaces de verlo desde fuera, desde la trascendencia del que no se ensucia las manos a la hora de poner en marcha el mundo, desde la distancia del que no se implica en aquello que ha creado o que quiere conocer. El laboratorio se distancia de esta implicación mediante aparatosos instrumentos que crean el espacio necesario para la objetividad, mientras que en el teatro esa distancia la marca la separación entre el escenario (con su tramoya oculta) y la platea. Y de esta manera parece al recién llegado que es posible (y ( y necesario) estar fuera del fenómeno, fenóm eno, mantenerse a distancia, para observarlo sin contaminarlo. Esa falta de implicación sirve de justificación a la neutralidad. ¿Cómo podría estar una máquina inclinada, a causa de impulsos inconscientes o pasiones latentes, a adoptar un determinado sesgo en la observación del fenómeno? La máquina/tramoya no miente, no puede sentirse frustrada o apasionada, suya es la imparcialidad del cálculo, la verdad de lo inerte. Lúgubre conocimiento. Y de este modo se va creando la ilusión de un conocimiento desinteresado. Pero el conocimiento nunca es desinteresado. Nos puede ir en él la vida, el negocio o la ambición. De hecho, sin interés el conocimiento no sería conocimiento. La dialéctica de Nāgārjuna rechaza establecerse en el secr eto eto y sirve de puente, de cómplice, entre la escena y el público, entre lo inmanente y lo trascendente, entre el actor y
el espectador. Hace la función de esos personajes del teatro clásico que se dirigen al público con sus apartes, anticipando mediante sus confidencias algunos de los secretos que el drama irá desvelando. Y al hacerlo traiciona a la dialéctica misma, lo que justificaría su expulsión de los debates públicos. De dichos intentos tenemos constancia en la literatura antigua de la India. Nāgārjuna Nāgārjuna busca cómplices, no adeptos. ¿Por qué no retirarse entonces? ¿Por qué no abandonar la plaza pública? ¿Por qué empeñarse en seguir participando, de manera irónica, en los debates? La impresión que se tiene al tratar de entender el propósito de estos abogados del diablo es que en su escenificación del absurdo (recordemos que su metodología consistía en reducir al absurdo las proposiciones de sus oponentes, sin aportar una opinión propia) Nāgārjuna es muy consciente de que el razonamiento, como la sinfonía, el ritual o la obra teatral, tiene su razón de ser en la representación. Su liturgia se realiza, convertida en res, solamente al ser ejecutada. Esa res, esa «cosa» sobre la que trabaja esta filosofía, es una impresión, una marca, una sensación. Una impresión que, como toda impresión, no puede decirse, no puede demostrarse. Y la mosca se queda detrás de la oreja, murmurando las limitaciones de la lógica y la necesidad de un afuera. De modo que el espectador es incorporado a la escena, impelido a seguir trabajando, a mostrarse lógico sin idealizar la lógica, a ejecutarla como propedéutica, como camino, como inteligencia de la vida humana. Hay unos versos del libro primero del Ṛ gveda gveda que resultarían deliciosos para estas aproximaciones teatrales al razonamiento: «No sé muy bien qué hago aquí, perplejo y atado a una mente»73. Ese afecto al asombro y a la inquisición reaparece en otro himno, el de la creación, quizá el más celebrado de este antiquísimo poema, en el que se barajan las posibles causas del origen del mundo: Entonces no había lo existente ni lo inexistente; no había espacio ni cielos más allá. ¿Qué era lo latente? ¿Dónde? ¿Quién lo protegía? ¿Quién puede decirnos de dónde y cómo surgió este universo? Los dioses son posteriores a este comienzo. ¿Quién conocerá entonces el origen de la creación? Quizá surgió de sí mismo, o quizá no, sólo el que ve desde el cielo más elevado lo sabe. O quizá tampoco Él lo sepa74. O quizá tampoco Él lo sepa, quizá la trascendencia carezca de lógica y sólo haya inmanencia. inmanencia. Quizá. Y sin embargo Nāgārjuna nos remite a un afuera. Los hombres vivimos en función de los significados que hemos de inventar, los cuales no sólo reflejan o nos acercan un mundo independiente de nosotros, sino que participan en la propia construcción de esa exterioridad: Los mundos en los que viven los humanos no están formados únicamente por procesos tectónicos, meteorológicos y orgánicos. No sólo están hechos de rocas, árboles ár boles y océanos, sino que también están constituidos por cosmologías, instituciones, reglas y valores concebidos simbólicamente y determinados mediante expresiones performativas. Con el lenguaje el mundo comienza a proveerse de cualidades como lo bueno y lo malo, abstracciones como democracia y comunismo, valores como honor, valentía y generosidad, seres fabulosos como demonios, fantasmas y dioses, lugares imaginarios como cielo e infierno. Todos estos conceptos se reifican, se convierten en res, «cosas» reales, mediante las acciones sociales que dependen del lenguaje75. La escuela escuela de Nāgārjuna, con su participación performativa en los debates públicos, se impone la tarea de poner al descubierto esos lugares imaginarios, que pueden tomar la forma tanto de una diablesa como de una conclusión. Rituales
Los procedimientos lógicos más antiguos que encontramos en las tradiciones indias se inscriben en el ámbito del ritual. Si bien es cierto que el ritual posee ya, como estructura que establece relaciones entre un determinado número de elementos, ciertas propiedades lógicas, no constituye una mera lógica, y el modo en el que se percibe no se limita a lo especulativo. Sin embargo, hay ciertos elementos del ritual que sí pueden considerarse los primeros esbozos registrados del pensamiento pen samiento especulativo. Se trata de la práctica sacerdotal consistente en plantear enigmas durante la ejecución del sacrificio védico. Estos enunciados performativos (aquellos que no se limitan a describir un hecho, sino que mediante su mera pronunciación realizan el hecho) procedían seguramente de tradiciones orales, mitos, épicas y leyendas, y tomaban la forma de acertijos o adivinanzas. Uno de los más célebres aparece en el Yajurveda blanco: Te pregunto por el límite de la tierra, te pregunto por el ombligo del mundo, te pregunto por el semen del caballo, te pregunto por po r la más alta bóveda del lenguaje. El límite de la tierra es este altar, el ombligo del mundo este ritual, el semen del caballo este soma, y la más alta bóveda del lenguaje es brahman. Pese a tener su origen en el imaginario popular y en las narrativas orales, los acertijos pasaron a formar parte de diferentes ceremonias del ritual védico, como el sacrificio del caballo, el sacrificio real y el sacrificio del soma. En dicho contexto fueron llamados brahmodya, pues su naturaleza especulativa tenía como objeto el brahman, aunque muchos de ellos tratasen otros temas: fenómenos naturales y atmosféricos, asuntos de la vida religiosa o cuestiones cosmológicas, a los que se aluden en las exégesis del ritual76. La utilización de acertijos en el ámbito de lo sagrado no se limita a la India77. También los encontramos en el zoroastrismo del Avesta, en la tradición judía (Libro de Job), en la literatura china (con Lao-Tzu y Chuang-Tzu) y en las tradiciones escandinavas. Estos acertijos vivificaban la rutina del ritual mediante una suerte de pirotecnia intelectual78. La interpretación ritual del acertijo, su puesta en escena, era llevada a cabo por dos sacerdotes: el hotar y el adhvaryu. adhvar yu. Uno formulaba los enigmas y el otro los respondía de memoria, a veces de manera inmediata, otras alternando preguntas y respuestas, pero siempre a gran velocidad, lo que suscitaba el asombro de la congregación. Los temas de dichos intercambios performativos no son accesibles al extranjero, ya que en su formulación se utiliza un simbolismo que sólo puede comprender el iniciado. De modo que el asunto mismo de la inquisición es ya un enigma, como lo será su respuesta. El acertijo lleva implícito el acierto. El acierto es previo pero el acertijo lo dramatiza. La pregunta ya tiene una respuesta y el acertijo pone en escena (finge) el proceso mismo de su sorprendente aparición. ap arición. El intercambio veloz de acertijos entre los sacerdotes del ritual védico dramatiza un debate intelectual, una búsqueda de la verdad, pero lo que en realidad están haciendo es establecer es tablecer toda una serie de correspondencias. corres pondencias. Estas equivalencias pueden darse entre lo abstracto (nombres de dioses, por ejemplo) y elementos de la experiencia cotidiana. De este modo se van definiendo los términos en los que ha de fijarse la especulación. Parecen una polémica, pero son un diccionario. Así, la práctica social del ritual sienta las bases, establece los términos, del pensamiento especulativo. Va creando la objetividad (que (que es la capacidad de ponernos de acuerdo, fundamentalmente en el lenguaje que utilizamos y en sus reglas) y configurando el saber. Los acertijos funcionan como tautologías, son siempre verdaderos (la tradición lo atestigua). En lógica se conocen como tautologías las fórmulas que son siempre verdaderas independientemente de cuál sea el valor de verdad de los elementos que la integran79.
Equivale a lo que Kant, siguiendo a Leibniz, llamaba «juicios analíticos». Las cuestiones sobre la naturaleza de la tautología han sido ampliamente debatidas en la lógica contemporánea. Una de las posiciones más discutidas (hoy rechazada) es la de Wittgenstein, según la cual las matemáticas puras, incluida la lógica, constan exclusivamente de tautologías80. Wittgenstein sostenía que una proposición muestra lo que dice, mientras que la tautología y la contradicción muestran que no dicen nada. De ahí que la tautología no tenga «condiciones de verdad» y sea «incondicionalmente verdadera» (y la contradicción «incondicionalmente falsa»). Pero el hecho de que la tautología carezca de sentido no quiere decir que sea absurda (lo mismo ocurre con la contradicción). Según Wittgenstein, la tautología pertenece al simbolismo, de forma análoga a como el número 0 pertenece a la simbología de la aritmética. La tautología es una verdad convencional conv encional pero vacía. Aristóteles afirma en el capítulo cuarto de su Poética que tanto la tragedia como la comedia surgieron a partir del ritual, y más concretamente del ditirambo, una celebración de primavera asociada a Dioniso. Jane Harrison advierte que la palabra «drama» proviene de dromenon («cosa hecha»), un antiguo término griego para «ritual». No es disparatado suponer que lo mismo sucedió en la India. Por lo que hemos visto, el ritual es el ámbito del contrato social, las reglas morales y el establecimiento de las costumbres, el lugar donde se forjan los vocabularios a los que recurrirán los primeros protocolos de la argumentación. Como se ha dicho, la institución de la verdad que se lleva a cabo en el ritual está relacionada con la del teatro en el sentido de que ambos son performativos. Sin embargo, la eficacia del ritual reside en su capacidad de transformar el orden social, de hacer que tras participar en él un individuo adquiera un nuevo estatus social, algo que no ocurre en la obra de teatro, cuyos espectadores pueden salir conmovidos de la representación pero a efectos sociales siguen siendo los mismos ciudadanos. Ésa es la diferencia entre la verdad del ritual, que presenta el orden como el buen orden, el único posible, y la mentira del teatro, que puede cuestionar o ridiculizar ese orden pero no transformarlo de manera inmediata. En el rechazo de esa distinción se sitúa la estrategia política de la escuela de de Nāgārjuna. Los debates trasformaban inmediatamente el contrato social, redistribuyendo el estatus de una comunidad o de un individuo en función de su éxito o fracaso en ellos. La verdad que salía vencedora en el debate era favorecida por el rey, que otorgaba privilegios a la comunidad que sostenía esa verdad. La escuela de Nāgārjuna pretendía desmontar la supuesta diferencia entre la inmutabilidad del ritual, que no sólo es visible sino que está subrayada continuamente por meticulosas repeticiones, y la inmutabilidad del teatro, que se mantiene oculta tras la ilusión de novedad y espontaneidad que vivifica los dilemas que representa. Rappaport enumeró algunas de las diferencias esenciales entre el teatro y el ritual. Por ejemplo, las distintas relaciones de los presentes con los procedimientos rituales. Quienes están presentes en un ritual constituyen una congregación. La participación es el elemento clave que define el papel y el estatus de cada uno de los miembros de una comunidad en el ritual. Esa participación no se da en el teatro, donde los actores y el público se encuentran claramente separados mediante m ediante escenarios elevados, proscenios pr oscenios o cortinas. Mientras los actores interpretan sus papeles, danzan, cantan o tocan, el público se limita a contemplar. Algo que no ocurre en la congregación, que participa de las actividades del ritual. Sin embargo, el teatro de la lógica, con su ironía, que nos muestra Nāgārjuna exige nuestra participación intelectual. Esta actitud filosófica haría retornar la lógica (representada en los torneos dialécticos) al ámbito de un theatrum philosophicum que comparte con el ritual la necesidad de participación y complicidad por parte del espectador.
¿Qué se sigue entonces de esta filosofía entre bastidores? El buen orden, el único orden posible, el orden en sí mismo que representa el ritual de la lógica se muestra como problemático en la representación llevada a cabo por esta escuela. Generalmente estamos acostumbrados a que el signo sea insustancial y lo significado sustancial, como en la relación entre la palabra tigre y el animal que designa. La representación irónica de Nāgārjuna produce signos que son guiños, tiene como sustancia el absurdo lógico, mientras que su significado, la complicidad del espectador, es insustancial o, para decirlo de una manera más precisa, tiene una naturaleza mental. Esta inversión nos recuerda las palabras que hace ya casi ochenta años pronunció cierto poeta ante un auditorio de filósofos: La mayoría de los lectores atribuye a lo que denomina el fondo una importancia superior, incluso infinitamente superior, a lo que denomina la forma. Otros hay, sin embargo, que ven las cosas de modo completamente diferente, y piensan que tal manera de juzgar es una superstición. Consideran audazmente audaz mente que la estructura de la expresión ex presión está dotada de una suerte de realidad, mientras que el sentido, o la idea, no es más que una sombra. El valor de la idea no está determinado, cambia con las personas y los tiempos. Lo que uno considera profundo, para el otro es una evidencia insípida o una absurdidad insoportable. Basta, finalmente, mirar un poco en derredor para observar que lo que aún puede interesar de las letras antiguas a los modernos modern os no pertenece al orden de los conocimientos, sino al de los ejemplos y los modelos81. 72 Arnau, 2005. 73 «na vi jānāmi yadivedām asmi ni ya partaking naddho manasā carāmi» (Rgveda I. 164. 37). 74 Nāsadīya, Rgveda X. 129. 75 Rappaport, 2001. 76 Referencias en Sternbach, 1975. 77 Véase Huizinga, 1950, p. 172. 78 Bloomfield, 1908, p. 215. 79 Las tautologías pueden ser de muy diversos tipos: leyes de identidad, contradicción y tercio excluido, la ley de la doble negación y las leyes de conmutación y distribución (Ferrater Mora). 80 Tractatus 6.1, 6.22. 81 Paul Valéry, «Poesía y pensamiento abstracto», conferencia pronunciada en 1939 en la Universidad de Oxford, recogida en Teoría poética y estética, trad. de Carmen Santos, Madrid, Visor, 1990.
Epílogo. Lo que el budismo no es (y lo que pudiera ser) I. Lo que el budismo no es No es un panteísmo panteísmo
El budismo no es un panteísmo. Para los budistas sería absurdo creer que Dios y el mundo son la misma cosa: el universo es sencillamente neutro, y en el budismo no encontraremos (salvo anomalías) nada parecido a la idea de una creación del mundo que permita la identificación entre creador y criatura, entre «Dios» y «mundo». No hay tampoco una única realidad verdadera (Dios) que se reduzca al mundo, el cual es manifestación, emanación o expresión de aquélla. No hay teofanía posible. Aunque el budismo tiende a subrayar que todo lo que hay ha y es inmanente, a veces los escolásticos viraron en su concepción del nirvana hacia la trascendencia, hacia un «ámbito» que no forma parte del ámbito de la existencia (que es el ámbito de la vida y la conciencia). El nirvana sería, de hecho, el ámbito 32. Este número tiene una significación especial en la tradición budista: 32 son las marcas de un Buda, 32 las partes del cuerpo humano y 31 los ámbitos de existencia, que completaría el nirvana trascendente. Hemos visto que los budistas siguen la creencia panindia en un universo que se repliega y despliega cíclicamente. Ello supone una suspensión temporal de las series de estados cognitivos que constituyen los seres. Dicha suspensión se realiza por fases, jerárquicamente, en función de los ámbitos que ocupan ocu pan dichas series (seres), que incluyen un mundo sensual, un mundo de materia sutil y un mundo inmaterial (fuera del espacio, aunque sometido al tiempo, es decir, a la fugacidad de todas las cosas). No es un deísmo
Algunos mitos especulativos y filosóficos, tanto en la India como en Occidente, postulan un Espíritu cuya potencialidad autoexistente, preñada de semillas, va creando cr eando (a veces sólo configurando) el mundo gradualmente. No ocurre así en el budismo. Aunque cosmológicamente (según el relato del Mahāvastu) puede decirse que, dentro de cada ciclo de expansión y contracción, los ámbitos inmateriales preceden a los materiales, ello no implica que lo espiritual o inmaterial sea una potencia que exista al margen de los seres mismos. No hay aquí logos divino que determine la estructura de la creación y su destino. Y si hubiera algo parecido, tendría que circunscribirse a las diferentes formas de existencia, que son el resultado de los diferentes registros de la actividad consciente. No es un teísmo
Ya hemos señalado en repetidas ocasiones que el universo ha existido siempre, por lo que no es posible hablar de un creador. Tampoco es uno: hay innumerables universos. Los hinduistas hinduistas concibieron un creador, Brahmā, pero para los budistas este dios vive creyendo ingenuamente que él ha creado el mundo simplemente porque es el primer ser en aparecer (el tema de la ilusión de Dios). No se trata tan sólo de la ausencia de un creador, sino también de la ausencia de un soberano. El universo se regula a sí mismo de acuerdo con sus propios mecanismos internos. ¿Cuáles son estos mecanismos? No son las fuerzas gravitatorias, nucleares o electromagnéticas de la física moderna, sino las consecuencias de
la actividad consciente de los seres. No es un ateísmo
En el budismo se han refugiado muchos occidentales cansados de dogmas y obsesiones clericales. Ello ha llevado a algunos a considerarlo ateo, a pesar de que la tradición budista, como otras tradiciones indias, se encuentra plagada de dioses. Además, sería arriesgado considerarlo así por la existencia de las doctrinas tardías del embrión del Tathāgata (la naturaleza de Buda, una naturaleza «para» el despertar, inherente a todos los seres vivos) y porque la idea del ateísmo en Europa y América ha sido y es una idea «reactiva», que presupone un Dios (creador y justiciero, consentidor del mal) al que negar; y esta situación no se dio en la India. No es un existencialismo existencialismo
El budismo es claro respecto al sentido positivo o negativo de la existencia humana. Ser hombre es bueno, excelente, magnífico, pues la condición humana constituye una oportunidad inmejorable, una plataforma privilegiada para la recepción, el entendimiento y la puesta en práctica de la enseñanza de Buda. El budismo no hace del sufrimiento un medio de salvación. A menos que se refine, el sufrimiento ciega y embrutece, obtura el intelecto y la percepción. Hay incontables almas absortas en los maltratos a las que hay que despertar. No es un ascetismo ascetismo
El budismo respeta el ascetismo pero desconfía de su vanidad y alcance. No hay que olvidar que en la India se consideraba que los ascetas acumulaban mediante sus prácticas una energía interna, denominada «tapas», que les permitía obrar prodigios físicos y mentales. Desde el viaje cósmico a otros ámbitos de existencia (el de la materia sutil e incluso el inmaterial) hasta leer la mente o recordar las vidas pasadas. Pero esta voluntad de poder es extraña al espíritu de la doctrina. En general el budismo prefiere la moderación, una vía media entre el hedonismo complaciente y las mortificaciones que violentan las fuentes de la vida. No es un misticismo misticismo
Un sentimiento erótico y una sensación de fusión (disolución, inmersión, unión) permean lo que llamamos «literatura mística». En ningún caso podría considerarse consider arse que el budismo sea místico, pues carece de la noción de un absoluto con el que fundirse amorosamente o en el que disolverse. Aunque uno confíe en la sinceridad y buena voluntad de aquellos que sostienen que el budismo es místico, un examen crítico debería indagar en el objeto y la naturaleza de esa supuesta unión. Todo sentimiento erótico hunde sus raíces en sistemas reproductivos animales, y es precisamente al quedar en suspenso estos sistemas de reproducción cuando los sentimientos que les son propios se desbordan y se subliman en entusiasmos ideales. La unión con Dios, Brahman, el Uno o lo Absoluto no debería tener en principio nada de extraordinario. Cada momento del universo univ erso en su totalidad reviste una armonía particular, por lo que no habría de resultar extraño que resonara ocasionalmente en un alma particular y la arrebatara o elevara a estados de conciencia desacostumbrados,
desde los cuales la realidad exhiba otro cariz. Santayana, buen conocedor de la literatura mística, pone de manifiesto en uno de sus capítulos de El reino del espíritu algunas cuestiones que a menudo se obvian respecto a la naturaleza de la unión mística. Cuenta el filósofo que en general la unión se entiende como algo positivo, que transfiere a los elementos unidos nuevo vigor y alcance y cuya ganancia supera cualquier pérdida que pudiera ocasionar. Alude al matrimonio, cuya supuesta bendición puede esconder una guerra latente, y considera que la unión debe distinguirse de la interdependencia o, en términos filosóficos, de la contingencia, que la literatura escolástica budista describe detalladamente, como hemos visto. Esta interdependencia, advierte Santayana, muy bien pudiera ser, tanto física como lógicamente, la del verdugo y el ahorcado. Esta crítica expresa de manera adecuada la razón por la cual el budismo, como doctrina y como filosofía, no admite ser entendido como misticismo. El espíritu no tiene ocasión de aspirar a la interdependencia con el universo, con la verdad o con la vida residual de la psique, puesto que ya se encuentra aliado con éstos genética, total y obligatoriamente. Vale la pena mencionar este vínculo biológico en vista del confuso sentimiento panteísta que dice ver una maravillosa consumación en esta necesaria unidad cósmica o equilibrio. La conformidad con el destino o con la voluntad de Dios (que no puede ser frustrada) es un factor necesario, aunque parcial, de la paz espiritual; sin embargo, trae la paz sólo cuando el espíritu se somete espontáneamente, cuando el orden de la naturaleza nos parece magnífico e irresistible y la intuición de ese orden se convierte en nuestra más feliz ocupación. Tales sentimientos épicos o estoicos están incluidos, como acontecimientos ocasionales, en el mismo orden universal que abraza cada crimen, locura y tormento ideales. La negativa budista a aceptar ese estado de cosas, esa subyugación de la conciencia al cúmulo de sufrimientos que supone la existencia, y su resolución a la hora de convocar los medios para escapar a su influencia, tiranizada por la ignorancia y el deseo ciego, hacen muy difícil la clase de sentimientos que generalmente entendemos por místicos. Para los budistas, el espíritu (que ellos llamaban «conciencia» y que no disociaban d isociaban de la composición material del organismo, la sensación, la apercepción y las intenciones) no es el acto puro de pensar el pensamiento, sino el condicionado florecimiento de una ignorancia y ceguera primordiales. Y en este sentido Buda fue un libertador del espíritu cuando hizo del bien (la erradicación del sufrimiento), y no del universo o la verdad, el objetivo supremo de la vida humana. Así, si podemos hablar realmente de alguna unión en el budismo, ésta se realiza en el ámbito moral. Como hemos visto, el budismo da cuenta ya de este hecho en la literatura popular, en la que el bodhisattva o buda en formación utiliza cada una de sus vidas para perfeccionar una única virtud moral: la generosidad, la ecuanimidad, la bondad, etc. No hay aquí ningún tipo de fusión con el Absoluto, ni con el universo, ni con un «espíritu del Buda» que impregne el cosmos por doquier. (Recordemos que la doctrina tardía del embrión del Tathāgata se limita a los seres vivos.) Al margen de estas consideraciones, cabe añadir que no puede haber unión allí donde no existen como mínimo dos cosas que unir. Si una de las dos se suprime o desvanece, no es posible hablar de unión (ni mística ni de cualquier otro tipo). Incluso en la tradición de la Tierra Pura (espacios cósmicos purificados por los Budas para aliviar el sufrimiento de los seres), los seres conservan cierta identidad (que no es sino una corriente de estados de conciencia), pero la confraternidad en la doctrina y con la comunidad de los seres no puede entenderse como misticismo (al menos tal y como lo conocemos en las tradiciones semíticas).
No es un relativismo relativismo
Nāgārjuna borró la distinción (clásica en el budismo anterior) an terior) entre el cambio y la permanencia. Esto abriría las puertas, como hemos hemo s visto, a la reorientación que supuso el el mahāyāna. Dos son los protagonistas de este giro: el primero, asociado con el discernimiento (no con el absoluto, como se considera a veces erróneamente), es la vacuidad, que simplemente constata la contingencia de todas las cosas, su mutua dependencia para llegar a ser y dejar de ser; el segundo, más importante (y del que el primero es condición), es la empatía e identificación afectiva con aquellos aqu ellos que sufren. Ya hemos repasado los aspectos más fascinantes de esta propuesta y hemos visto cómo se encuentran emparentados con la sensibilidad moderna. La vacuidad se extiende a los propios discursos, es decir, a la filosofía que podamos concebir sobre el mundo, y esa contingencia filosófica se resuelve en ironía. Esto no quiere decir que el discurso que habla de la vacuidad de todas las cosas no tenga sentido para una conciencia. Parece disolverse en un mero análisis, en una hermenéutica de carácter sintáctico, no semántico. Aparentemente todo parece fundarse en una ontología del puro devenir y de la absoluta contingencia (un Heráclito sin el logos), en la convención social como base exclusiva del significado (sofistas y Hobbes) y, al fin, en cierto escepticismo (Sexto Empírico, Hume), en un relativismo universal (constructivismo lógico, fenomenológico y lingüístico). Pero sólo aparentemente. Si nos quedáramos aquí, efectivamente Nāgārjuna sería un ironista y todas las adjudicaciones del párrafo anterior serían válidas. Pero queda todavía un paso: la razón práctica, como diría la modernidad. En términos budistas, ese paso consiste en el desarrollo de una identificación afectiva con todos los seres y en el compromiso de contribuir a la erradicación de un sufrimiento que ciega y que impide el despertar (véase aquí la diferencia con el cristianismo: en ningún caso el sufrimiento tendrá en el budismo valor alguno, pues sufrir no sólo nos duele, sino que también nos ciega e idiotiza). Esta reorientación práctica hacia la solidaridad constituye una de las dos alas que permiten el vuelo del bodhisattva (el ideal del hombre perfecto); la otra es el discernimiento de la vacuidad de todo lo existente. Está claro que el budismo no es propiamente una filosofía, aunque no carezca de fundamentos filosóficos, sino más bien un camino espiritual comprometido con el destino de los seres. Esta tarea desarraigará entonces la inseguridad psíquica (sueño) y el sentido negativo del devenir (no surge nada, pero tampoco se destruye nada), cerrando el paso al pesimismo existencial (cinismo). II. Lo que el budismo pudiera ser Espíritu en transición
Hemos visto que lo que el budismo entiende por espíritu toma la forma de una promesa que alberga una intención. Los espíritus más avanzados en sabiduría o santidad no son en absoluto los dioses de la religión popular, cuyo poder puede ser desafiado por un niño, un anacoreta o un poeta cuando éstos comprenden la ilusión de la voluntad, la ironía del yo y el prejuicio del espacio y del tiempo. El espíritu, tal y como se concibió en el mahāyāna, ni siquiera es de es de otro mundo, no constituye un agente metafísico oculto que anima el universo: reside en la vida misma, es la propia experiencia vista desde cierto
ángulo, reorientada. El espíritu hace que lo cotidiano adquiera una nueva textura. Pero esta transformación no sería necesaria si el mundo y lo que convencionalmente denominamos «individuo» se movieran en perfecta armonía (como ocurre, por ejemplo, en ciertos momentos felices de acuerdo y reconciliación con el mundo, pequeños samādhi que pueden ocurrir a lo largo de una vida). La transformación se torna posible y urgente precisamente cuando ese individuo, ese yo, esa corriente, se siente más enredada en las contrariedades de la existencia. Mediante la observación y la atención cuidadosa es posible aclarar la ilusión de la propia voluntad, esa que hace desear sin conocer el motivo. Y mediante la inacabable miscelánea de los acontecimientos, el mundo se convierte en escuela y la vida en camino o peregrinaje. Este trayecto, como hemos visto en el capítulo primero, primero , no se limita a la existencia presente. Así pues, sería contradictorio que ese espíritu del despertar se volviera contra la vida, como aparentemente ocurre en el ascetismo. Ese espíritu no puede minar la vida natural, robarle su materia o energía, dado que no requiere de nueva energía, le basta con la que le procura su órgano, que es la conciencia. Sólo necesita armonizar esta energía que tiene a mano. Su amor no multiplica los compromisos, y sin embargo desarrolla una identificación afectiva con cualquier forma de vida. Dicha empatía se presenta libre de culpa, de vanidad (la existencia no se eleva aquí a imagen trágica), empeñada como está en ver las cosas tal como son. El espíritu del despertar es así compromiso pero también liberación, una liberación de cargas que no pertenecen al recorrido o trayecto, literal y metafórico, del bodhisattva. Sin embargo, su punto de vista no disfruta de ninguna clase de preeminencia cósmica, sino que forma parte de la vida natural. Persigue una perfección más interiorizada y depurada que la de cualquier otra arte o dedicación, pero no existiría, ni serían visibles sus efectos, si no fuera una facultad natural de la vida. Para el budista, lo que existe se encuentra limitado a un tiempo y a un lugar determinados, pero todo cambia y nada muere, nada deja de ser completamente. Las causas conservan sus efectos, y no hay un origen o causa primera de esta sucesión. Siguiendo su vocación fenomenalista y analítica, lo que para el budista se decide a cada instante son configuraciones particulares que inmediatamente son reemplazadas por otras. En esta corriente móvil y elástica, el espíritu del despertar supone un estado concentrado, un centro moral para un universo disuelto en fenómenos. Durante siglos la especulación india barajó la idea de la liberación; la inteligencia se rebelaba contra su confinamiento en lo contingente, aunque era consciente de que sin órganos específicos y determinados intereses no tendría razón de existir. La amargura de ese confinamiento era entendida como un cambio continuo de prisión, cuyos celadores serían los actos del pasado y cuyo peregrinaje podía recorrer tanto los caminos tortuosos del inframundo como los placeres alados del paraíso. Sin embargo, ese aquí y allá no es un lugar particular, accidental y muerto, sino una esencia móvil en la que la ilusión del lugar y del confinamiento (consecuencia de la actividad consciente) puede ser compensada por la inmensidad del recorrido. Los objetos de los sentidos pueden ejercer sobre la mente una influencia hipnótica, a veces incluso narcótica. Hasta en los paraísos, tal y como los concibe el budismo popular, los dioses son mentes pensantes, amantes y planeadoras, cualidades todas ellas que pertenecen a la vida sensible y la presuponen. El «otro mundo», si puede llamarse así, es una ampliación de éste y vecino suyo, siendo posible y habitual la comunicación entre ambos. El flujo de las diferentes corrientes de conciencia, que renacen aquí y allá, no implica la disolución de su identidad (ilusoria, si se quiere), sino simplemente un cambio de
escena. Desde la perspectiva budista, el discernimiento cabal, en vez de encontrarse asociado a un ámbito inmaterial de espíritus puros, se produce mediante la organización de fuerzas cuya naturaleza está ligada al deseo ciego y a la ignorancia. Este discernimiento es esencial para el logro del despertar. Nada hay más lejos de éste que los vacíos de la indistinción. En el torbellino de la existencia las cosas se desbaratan y se pierden unas en otras; ante su derrumbe, el espíritu del despertar proporciona un foco moral de recolección, discriminación y orientación. Algunas tradiciones tardías lo convirtieron en una potencialidad latente en todos los seres, concibiéndolo como un orden y dirección específicos de la actividad de la conciencia. Tormentas e incertidumbres no podrán oscurecer su fidelidad: lo anima una simpatía vicaria por los seres vivos. La fortuna de la promesa permite rasgar el velo del tiempo. El bodhicitta no puede ser sobornado s obornado con compensaciones, no necesita que se le consuele, está consagrado a una perfección que, en rigor, es inalcanzable (infinitos son los seres a los que rescatar, infinita la tarea). Ingenioso en su arte (upāya), el pensamiento del despertar fluye de una existencia a otra y garantiza la la consecución del objetivo, pues el despertar se encuentra avalado por los budas del pasado. El espíritu del despertar se localiza en un individuo (una existencia pasada de Siddhārtha Gautama), un tiempo, generalmente remoto, y un lugar, ante uno de los budas los budas del pasado, pero esta localización pasa a considerarse puramente convencional, un lugar común de las narrativas budistas, populares o eruditas. El bodhicitta trasciende a quien lo cultiva y a la vez le imprime un impulso y dirección, siendo entonces más una forma de la vida que una hipóstasis de la lógica. En este sentido, la reorientación que inicia es contemporánea a la del pasado remoto, como lo es respecto a todos los seres actuales y del porvenir, con independencia de su grado grad o de discernimiento y empatía. Se trata de un espíritu que no sale a la luz de una vez por todas, pues su esencia es pensar, amar, estar despierto y vigilante, ser transitivo. Debe avanzar, completarse, asumir la infinitud de lo renovable. Semillas del despertar
Frente a la tendencia fenomenalista de la escolástica, la reorientación del mahāyāna abre paso a la idea de que en todo lo vivo hay algo sustancial y cálido. Una potencialidad positiva cuya luz no es la de un sol exterior, sino un fuego f uego que prende en el interior de cada ser. Este concepto dará pie a corrientes devocionales en las que las nociones de salvación, seguridad y provecho empiezan a adquirir relevancia y culminan con la doctrina del embrión del Tathāgata, en la que se describe el modo en que el conocimiento de los budas está presente en todos los seres vivos y en todas las cosas, por pequeñas que sean. La idea de que la budeidad es inherente a los seres y se encuentra en estado latente en cada uno de ellos, cubierta por la ceguera del deseo y las vicisitudes de lo contingente, se complementa con la de que las cosas se reflejan perfectamente unas en otras y cada una contiene en sí el universo entero. La realidad última reside así en cada ser, aunque se halle oscurecida por la codicia, el odio y la estupidez. La inmanencia de esa verdad última en cada partícula del universo se expresa mediante el abanico de significados del término garbha, que hace referencia a algo interior, secreto y extremadamente valioso, y significa «vientre», «embrión», «semilla». Es también el cáliz de una flor, la cámara secreta o el santuario de los templos, el tesoro escondido en el hogar del menesteroso. Las turbaciones (la codicia, el odio y la estupidez) son la cáscara que hay que romper para que esa semilla crezca y se
desarrolle. Junto a esta metáfora, el Avatamsakasūtra82 utiliza la del pergamino enrollado donde se encuentra registrada, hasta el más mínimo detalle, toda la actividad de los infinitos universos, con sus incontables ámbitos de existencia. Los despiertos son capaces de leer ese texto infinito en el interior de cada partícula, por minúscula que sea. Y mediante su enseñanza (el noble sendero de ocho) se esforzarán por extraerlo y aclararlo para beneficio de todos los seres, haciéndolo accesible a aquellos que, en su confusión, son incapaces de entenderlo y que, de este modo, se apercibirán de que todo ese saber reside ya en su propio cuerpo y de que, en lo esencial, no son diferentes de los budas. Todas las cosas de este mundo se hallan permeadas por la sabiduría de los despiertos, que serán los encargados de hacer ver que todo conocimiento, por engañoso y confuso que sea, no es de hecho diferente del conocimiento de los propios despiertos. Empatía
La suerte de los organismos vivos tiene para los budistas una significación moral. Su actividad mental y física proyecta, literal y metafóricamente, sus destinos futuros. Cada organismo porta en sí unas capacidades cognitivas que son el último efecto de un largo camino a través de los diferentes ámbitos de existencia. Sin embargo, ese estremecimiento de cambio que recorre el universo no postula la presencia universal de un espíritu incondicionado. Los pensamientos surgen condicionados, lo incondicionado es incapaz de pensar. Pero el mahāyāna fue más lejos al proponer pr oponer el embrión del Tathāgata, una potencialidad mental, una semilla, que moraba en el interior de todo ser vivo. Dio así as í la oportunidad a que todas las criaturas, cuando se las conmueva debidamente, sean conscientes de la posibilidad del despertar. Todo lo que debe hacer el budista para descubrir la distribución del espíritu es estudiar la vida, atender a sus movimientos con la mayor empatía posible, poniéndose en el lugar de cada criatura y viendo si su propio espíritu se agranda por ello. Se trata de una cuestión de discernimiento e imaginación. La identificación afectiva sólo puede experimentarse moralmente. En nuestra experiencia del mundo, ya sea en el estudio de la naturaleza o en la lectura de un libro, sólo descubrimos los pensamientos que somos capaces de forjar. Rara vez serán dichos pensamientos los propios del sujeto observado, pero habrá siempre oportunidad de recrearlos; recr earlos; esta recreación se denomina «karu «kar uṇā». Karuṇā Karuṇā es el discernimiento intelectual de la vida espiritual del otro. Puede traspasar todos los límites. Su espontaneidad natural es capaz de comprender y repetir la experiencia ajena, por muy alejada que esté en género, temperamento o hábitos. El ser consciente ha vivido mucho, por lo que la diversidad infinita de sus experiencias hace posible la identificación. Un viejo aforismo nos recuerda este bagaje: cada individuo ha bebido más leche que la que puede albergar la cuenca del Ganges. La recreación llevada a cabo por karuṇā karuṇā es más un ejercicio poético que una revelación metafísica, metafísica, y en esa lírica se forja el sentimiento de comunión con el destino de los seres. Los textos la distinguen de otras virtudes. Mientras el amor desea la felicidad del otro, karuṇā karuṇā pretende librar a todos del sufrimiento. Los budistas de todo el mundo se esfuerzan por cultivarla y desarrollarla. Los códigos de conducta laicos y monásticos advierten a menudo contra todo aquello que podría causar daño a los seres vivos. vivos . El budismo devocional entiende esa solidaridad como sacrificio, aunque éste no ocupe un lugar central en el budismo filosófico, que receló de su pasado brahmánico y del gusto por los rituales. Las leyendas sobre las vidas pasadas de Siddhārtha Gautama narran
las incontables ocasiones en las que el Buda entregó su vida con el propósito de aliviar el sufrimiento de otros. Aun así, la identificación afectiva con el sufrimiento ajeno no se limita al ámbito devocional. Filósofos como Candrakīrti consideran que la empatía es la semilla original de todos los budas. Dharmakīrti establece los argumentos argumentos que justifican su infinito desarrollo y crecimiento en los seres. śāntideva afirma que debe proyectarse incluso sobre los enemigos. Diversas metáforas ejemplifican esta actitud, que personifica Avalokiteśvara, el bodhisattva de la compasión, quizá el foco foco más importante de la devoción mahāyāna. El bodhisattva inhala el humo del sufrimiento de los seres y exhala sobre ellos sus propias virtudes luminosas. En el ámbito de la cultura mental y de la meditación, el Buda aconseja con frecuencia a sus discípulos que se sumerjan en alguna de las cuatro moradas inconmensurables (amor, simpatía, ecuanimidad y empatía) para que así queden impregnados de las cualidades asociadas a tales estados y reorienten esa energía positiva hacia la propia familia, hacia la comunidad monástica o hacia el conjunto de los seres. Esa misma actitud es la que llevará a budas y bodhisattva a metamorfosear y purificar determinadas regiones del espacio, erradicando el sufrimiento y creando las condiciones idóneas para el despertar. Universo o mente
En contraste con aquellos que consideran el espíritu una sustancia separada y la vida espiritual otra vida en otro mundo, la imaginación budista concibió todos los ámbitos de existencia como ámbitos espirituales y pertenecientes a un único mundo, y estableció una jerarquía de clarividencia en función de las luces de d e quienes habitaban cada uno de ellos. En general puede decirse que la luz del mundo, la de los diferentes rincones del universo, no es para el budista la luz de las estrellas, sino la luz que desprenden sus moradores. El mundo cambia constantemente, pero lo hace con una continuidad. No hay aquí lugar para las escatologías, para apocalipsis ni juicios finales; el universo se autorregula mediante la ley de la conservación de la actividad consciente, que se encarga de redistribuir luces y sombras. Obsérvese que la llamada «ley del karma» no es una ley inmutable, simplemente asegura que lo que hacemos tendrá sus consecuencias, pero sin poner límites a las posibilidades del hacer de hombres, dioses o espíritus, ni a la generosidad de la transferencia de mérito83. Los seres vivos se transforman continuamente, metamorfoseándose según ganen o pierdan en inteligencia o estupidez. Y esas transformaciones los llevan a recorrer los diferentes ámbitos de existencia, unos oscuros, otros luminosos. Y así queda configurado el universo. El ser vivo vive ya en la eternidad y su vida es un continuo renacer, no sólo a cada instante, sino también en cada muerte y en cada renacimiento. Lo significativo en el budismo es que la percepción cognitiva se convierte en un caso particular de ignorancia universal que se produce cuando la forma material se organiza en sensaciones, inclinaciones y aprehensiones. Aunque la escuela yogācāra, según algunos de sus intérpretes, redujo la naturaleza a una ficción mental (como si el mundo y la vida fueran una idea que otra idea pudiese echar por tierra), generalmente los budistas aceptaron la neutralidad del cosmos frente a los empeños humanos. La vida de la conciencia está expuesta a tensiones y zarandeos, y éstos dan origen a ecos intensivos y morales que la propia conciencia podrá (o no) apaciguar y orientar. Su existencia se encuentra llena de componendas y es constantemente detenida o arrebatada en sus vuelos, hipnotizada con
ilusiones o esclavizada por pasiones. La vida humana, en fin, como la del resto de los seres, es un vasto concurso de necesidades apremiantes, latentes o en fermento. Incluso la de los dioses implica dificultad e imperfección, dada la fugacidad esencial de sus estados de dicha. Las formas de los dioses son tan mudables como nuestras necesidades. Desde esta perspectiva, cualquier tipo de existencia merece compasión y requiere maduración. La percepción cognitiva podría ver la verdad si ella misma no fuera una función de la vida; y la intuición de la eternidad será siempre una intuición pasajera y repetida. El universo es una imagen invertida de la vida mental. Cuanto más profundamente se penetra en su interior, mejor se aprende la naturaleza y configuración de los diferentes ámbitos de existencia, por lejanos que sean. La intimidad de la mente es el telescopio con el que escrutar el cosmos. Este énfasis en la cultura mental no deja lugar a dudas: es más probable un espíritu libre viviendo en armonía con un entorno entor no hostil que un espíritu turbado tolerante con el universo más perfecto. La libertad, tan buscada por las personas, sean cultas o sencillas, siente el impulso de sacar a la luz toda la potencialidad de la psique, todo el bagaje acumulado en su largo viaje. Ciertos hábitos adquiridos podrán poner freno a esta maduración, desviarla o confundirla, pero frente a estos obstáculos el budismo se ofrece como vía para retirarlos del camino. 82 Tathāgatotoatti saṃbhava-nirdes.a. Véase Gómez, 2004. 83 El reconocimiento del carácter contingente del ser, de su origen condicionado, es para Nāgārjuna el umbral del despertar. Las ideas tienen siempre algo de contingente, los movimientos kármicos que exhiben tienen una historia previa y tendrán unos efectos: sólo aquellas que sirvan eficazmente al despertar se considerarán valiosas.
Bibliografía
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