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HISTORIA POLITICA DE LOS CAMPESINOS LATINOAMERICANOS
3 coordinado por PABLO GONZÁLEZ CASANOVA
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siglo F L A C 5 0 - Bib lio te ca
ventilino editoies
MEXICO ESPAÑA ARGENTINA COLOMBIA
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COLABORADORES
VOL. 1 M é x i c o : a r t u r o w a r m a n c u b a : a d e l f o m a r t i n b a r r io s HAITÍ: SUZY CASTOR REPÚBLICA d o m i n i c a n a : p a b l o a . m a r í ñ e z PUERTO Rico: FELIPE PÉREZ VOL. 2 GUATEMALA: ANTONIO BRAN HONDURAS: MARIO POSAS EL SALVADOR: CARLOS R. CABARRÚS : o r l a n d o núñez soto COSTA r i c a : VLADIMIR DE LA CRUZ PANAMÁ.' MARCO A. GANDÁSEGUI ( h ijo ) n ic a r a g u a
VOL. 4 BRASIL:SUSANA JOSÉ DEBRUNA SOUZA-MARTINS CHILE: ARGENTINA: ATILIO BORÓN Y JUAN PEGORARO URUGUAY: MANUEL A. CLAPS
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siglo veintiuno editores, sa de cv CERRODELAGUA 248. DELEGACIÓN COYOACÁN. 04310 MÉXICO. O.F.
siglo veintiuno de españa editores, sa C/PLAZA5. MADRID 33. ESPAÑA
siglo veintiuno argentina editores, sa siglo veintiuno de Colombia, ltda AV.3a. 17-73PRIMERPISO. BOGOTÁ, DE.COLOMBIA
primera edición, 1985 © siglo xx i editore s, s. a. de c. v. ISBN 9GS-23-1305-8 (obra com pleta ) i s b n 968-2 3-1352-X (vol. 3) la presente obra se publica por acuerdo especial con el instituto de investigaciones sociales de la universidad nacional autónoma de méxico derechos reservados conforme a la ley impreso y hecho en méxico printed and made in mexico
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ÍNDICE
CAMPESINADO, LUCHAS AGRARIAS E HISTORIA SOCIAL EN COLOMBIA: NOTAS PARA UN BALANCE HISTORIOGRÁFICO, por JESÚS ANTONIO BEJARANO i. Campesinado e historia social, 9; n. El malestar rural: años veinte y treinta, 31; m. La violencia, 47; Bibliografía, 65
UN SIGLO DE LUCHAS POLÍTICAS CAMPESINAS EN VENEZUELA, pO Y RAÚL DOMÍNGUEZ C. i. El campesinado venezolano y la acción política, 73; n. Los campesinos en la Venezuela prepetrolera, 74; m. Ezequiel Za mora lanzó el grito: ¡Oligarcas temblad! ¡Viva la libertad!, 78; iv. Primera insurrección campesina y popular, 80; v. Un largo paréntesis en las luchas campesinas, 84; vi. Se derriba ron los muros de contención, 88; vil. Nuevamente el terror, la tortura y la muerte, 93; Bibliografía, 95
NOTAS PARA UNA HISTORIA POLÍTICA DEL CAMPESINADO e c u a t o r i a n o (1900-1980), por d ie g o a . i t u r r a l d e g. Introducción, 96; I I . De la lucha por la tierra a la disputa de la hegemonía, 102; Bibliografía, 123 i
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HISTORIA POLÍTICA DEL MOVIMIENTO CAMPESINO PERUANO EN EL SIGLO XX, por MARIANO VALDERRAMA L. i. Introducción: estudio del movimiento campesino contempo ráneo en Perú, 128; i i . Principales períodos en el desarrollo del movimiento rural contemporáneo en Perú, 129; ni. Mo vilización espontánea y organización embrionaria del campe sinado en el contexto del desarrollo inicial de la hacienda vinculada al comercio internacional, 132; ív. Constitución tran sitoria de los primeros sindicatos modernos bajo el impulso de los partidos aprista y comunista, 135; v. Constitución masiva de sindicatos rurales y lucha generalizada del campesinado por la tierra que resquebrajó el régimen de dominación polí tica oligárquica (1956-1964), 136; vi. Movilización campesina en el co ntex to d "la “reforma agraria ve lasquista (1970-1980), 141; Bibliog rafía, 144 ; ,
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APUNTES PARA UNA HISTORIA DE LAS LUCHAS CAMPESINA S EN B O LIV IA (1900-1978) * SILVIA RIVERA CUSICANQUI
Hablar de luchas campesinas en Bolivia supone una necesaria aclaración. El término campesino, oficialmente adoptado desde la revolución nacional de 1952, suele enmascarar los contenidos de las luchas que desarrollaron las poblaciones rurales predo minantemente indígenas (quechua, aymara, guaraní) durante el perío do re pu blic an o.1 E n el ú ltim o censo qu e registra la com posición étnica de la población boliviana (1950), se mencionan los siguientes porcentajes: 62% indios, 25% mestizos y 13.5% blancos (A ntezana yla Rom ero, 1971:126). Estas cifras revelan sólo indicativamente compleja red de relaciones sociales que se tejieron entre los distintos sectores de la sociedad boliviana, cuyo carácter estamental y desarticulado permanecía como un rasgo definitorio hasta muy entrado el presente siglo, a pesar de las transformaciones que trajo consigo el desarrollo de la acumulación capitalista. El profundo cisma que atraviesa a la sociedad —y qu e reprod uc e las dos repúblicas coloniales— con tinuará mediatizando los antagonismos de clase, y se expresará en la doble naturaleza de las relaciones de dominación que pe * Una versión muy preliminar de este trabajo apareció en Bolivia en la edición aniversario del vespertino Última Hora, en abril de 1979. En las sucesivas correcciones del texto original, varios amigos y colegas me apor taron comentarios y sugerencias valiosas. Agradezco en especial a Xavier Albó, Jorge Dandler y René Zavaleta. Dedico este trabajo a Genaro Flo res, que herido y exiliado por la dictadura de García Meza, continúa la lucha por la liberación del campesinado boliviano. 1 En este trabajo me centraré exclusiv am en te en los movim ientos cam- pesinos del occidente boliviano, concentrados en el Altiplano y los valles intercordilleranos de los Andes. La falta de estudios y monografías sobre el oriente, añadida a mis propias limitaciones, explican —aunque no justi fiquen— que no haya podido tomar en cuenta toda una otra dimensión de la los lucha campesina e chiriguanos indígena, rica en sucesos problemas, que van desde levantamientos a fines del sigloy pasado,-hasta la con formación de un nuevo campesinado y semíproletariado agrícola con base en la migración y en la disolución de las tribus orientales.
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LUCHAS C A M PE SIN A S EN BO L IV IA
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saban sobre la masa de trabajadores rurales, explotados como productores, pero al mismo tiem po oprim idos colonialm ente como sociedad y como cultura. A lo largo de la primera mitad de este siglo este conflicto se m anifiesta en distinto s niveles. P or u n lado, la olig ar quía 2 encuentra en sus relaciones con el indio el mayor límite a sus posibilidades de form ulación de u n discurso nacional, y com prime su espacio de apela ción política e ideológica a u n a es trecha minoría de doctores y letrados que “se sentían dueños del país pe ro lo despreciab an ” (Almaraz, 1967). La sociedad oligárquica se ve con ello imposibilitada de construir una ima gen coherente de población sí misma,del y expresa su ambigua relaciónentre con el territorio y la país mediante la dicotomía civilización y barbarie, que prolongaba el racismo colonial de la vieja casta dominante, añadiéndole un matiz más a tono con los tiempos. Por otro lado, el campesinado indio desarrollará reiterados intentos de replantear sus relaciones con la sociedad y de formular sus demandas en el lenguaje de sus contempo ráneos. Tropezará, empero, la represión y la masacre. Así, la rebelióninvariablemente, acabará siendo con el acto y el len guaje a través del cual el indio formula las reinterpretaciones que la sociedad le exige en sus momentos críticos. Este orden de cosas se mantuvo, con altibajos, hasta la paci ficación revolu cionaria del campo a partir de la revolución na cional de 1952 y la reforma agraria de 1953. Lá formación, consolidación y crisis de las una estructuras mediación quesocial per mitieron al Estado mantener firme y de controlada base en el campo, serán analizadas en la segunda parte a través de tres casos representativos. Finalmente, revisaré las tendencias 2 A lo largo de este trabajo utiliz o reiterad am ente el término oligarq uía, en diferentes contextos. Aunque no es el caso entrar en una discusión deta llada sobre su significado (discusión qu e, por otro lado, apen as em pieza en América Latina), cabe aclarar que con este término quiero denotar: a] la expresión política y estatal de una alianza de intereses económicos entre mineros (y otros sectores ex po rta do re s), terratenientes y grandes com er ciantes que emerge en Bolivia en la segunda mitad del siglo xix a partir de la consolidación del pacto neocolonial cóh los nuevos centros hégemó- nicos mundiales, y b\ un modo de dominación política cuyo sustento ideológico es el derecho colonia] sobre el territorio y la población del país. Ambos elementos contribuyen a reforzar la estructura de castas heredada de la colonia, y la imposibilidad de que los cambios en la estructura económica (qu e se expresan e n el desarrollo de relaciones d e prod ucción capitalistas en los sectores más avanzados) tengan efectos per tinen tes en la superestructura político-ideológica de la sociedad.
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S IL V IA
R IV E R A
C U S IC A N Q L ' l
más recientes del movimiento campesino boliviano, y la rup tura del pacto social que lo ligaba con los sectores dominantes de la sociedad posrevolucionaria.
I. DE ZARATE W1LLKA A LA REBELIÓN DE 1917 . . . el problem a de l ind io no ha sido resuelto en Bolivia por dos razones. La primera razón es que Bo- liv ia n o h a r e s u e lt o n in g u n o d e s u s p r o b le m a s ...
{La Razón, 10 de julio de 1947.)
Durante el último cuarto del siglo xix se consolida en Bolivia la economía exportadora de la plata, superando la prolonga da contracción económica de las primeras décadas de vida repu blic ana. El fortalecim iento de la fracción exportadora de ja oli garquía y Ja que apertura nuevos canales comercial perm itieron por de prim era vez desdede laexpansión independencia los sectores criollos dominantes emprendieran una ofensiva eficaz contra las comunidades indígenas que hasta entonces habían sustentado, a través del tributo, un porcentaje considerable del endeble presupuesto fiscal.3 A partir de la Ley de Ex vincula ción de 1874, cuya puesta en práctica marcaría la historia rural de los próxim arentaregione años, s— se un inicintenso ia en elproceso A ltip lano —y en menor m edid aosencuotras de expro piación de tierras com unales, que acabaría m odificando sustan cialmente el paisaje ag rario h ered ad o de la colon ia (Rivera, 1978). La guerra civil de 1898-1899 y la rebelión del cacique avmara Pablo Zárate Willka, marcan las dos fases de este período. Con la de lamercantiles oligarquía dedeLala Paz, platasustentados y el fortalecimiento de los crisis intereses en la amplia 3 En realidad, la prim era gran ofen siva contra la com unidad fue l venta forzada de tierras comunales decretada por el gobierno de Melga rejo (1869-1871) . La h isto riografía tra diciona l gusta de atr ibu ir a este grotesco personaje todos los males nacionales. La eficacia de sus medidas fue sin embargo muy relativa. En otro trabajo he demostrado que la ex pansión latifundista fue posible sólo a partir de la consolidación de la economía exportadora y el fortalecimiento de la alianza entre mineros, terratenientes y comerciantes, que era aun incipiente en tiempos de Mel garejo (Rivera, 1978) .
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U’CHAS CAMPESINAS EN BOLIVIA
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ción de las vinculaciones ferroviarias con la costa, la expansión de la frontera latifundista y el desarrollo acelerado de nuevas actividades de exportació n (caucho, estaño y otros m in erales), están sentadas las bases para el desplazamiento regional del eje de articulación la econo bo liviana con el m ercado m u n dial, en torno de a una nuevam ía alianza minero-terrateniente-comer cial, cuyo centro de dominación es La Paz y cuya más acabada expresión polític a es el P artido L iber al (Rivera, 1978). El Altiplano, escenario central de la rebelión de Willka, se convierte en una tensa frontera interna de asedio a los territo rios comunales de los ayllu, que veían progresivamente cons treñido su espacio de reproducción y desmantelado ideológico con la ofensiva latifundista. Los vecinos su de universo los pue blos rurales, gracias a la rá p id a im plantación de las com uni caciones ferroviarias, establecen una tupida red de monopolios comerciales zonales, bloqueando el acceso directo de la produc ción comunal al mercado, que a lo largo del siglo xix se había manifestado en intensos intercambios interecológicos y ruralurbanos Assadourian al., 1980; deGrieshaber, 1979). La(Rivera, fusión 1978; de poder político yct propiedad la tierra dotará así a los terratenientes de un alto poder negociador en su alianza con fracciones más modernas de la oligarquía y les permitirá u n férreo y duradero control sobre u n espacio rural fragmentado y crecientemente desmercantilizado. Estas tendencias de desarrollo de la sociedad boliviana de principios de siglo de se los sintetizan tres m odalidades de apropia ción monopólica bienes en y recursos de la colectividad: el monopolio de la tierra, el monopolio del mercado y el mono polio del poder político, que constituyen el trasfondo restric tivo a las reformas que los liberal-federalistas paceños propo nían a la sociedad. En el plano ideológico, este tejido de intereses reforzó la naturaleza excluyente y coactiva de la domi nación oligárquica y le permitió la reabsorcióndedesus susrelaciones sustratos coloniales más atrasados en el planteamiento con el indio. En este contexto, la rebelión de Willka no hace sino antici par y poner en evidencia el carácte r falaz de la propuesta libe ral. Si bien los rebeldes participaron en una primera fase de la guerra civil en el bando liberal, no tardarán en desarrollar ob jetivos autónom no sie m pre planteados en form a eexplícita. Su programa deos,reivindicaciones pu ed e sintetizarse n cuatro puntos: restitución de las tierras com unale s usurpadas, lucha
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SILVIA
RIVE RA
CUSICANQCT
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frontal contra la minoría criolla dominante, desconocimiento« de la auto ridad de libe rales y conservadores sobre las tropas < indias y co nstitución de u n go bierno ind io autónom o bajo la autoridad de su máximo líder.4 Ello muestra que los rebeldes : percibían sus intereses radicalmcuya ente profunda ajenos a identidad cualquiera de los bandos políticoscomo en pugna, ideológica se deja ver en el telegrama enviado por el jefe libe ral Pando al presidente conservador Fernández Alonso después de la rebelión de Mohoza, donde murió un escuadrón liberal en manos de los sublevados: “ ... Indiada guerrea motu propio contra la raza blanca. Aprovechando despojos beligerantes se hará poderosa. Nuestras fuerzas unidas ahora apenas podrán dominarla” (Reynaga, 1970:280). La rebelión de Willka, fue quizás la última rebelión india autónoma del período republicano. En ella, las poblaciones aymara y quechua se comportaron como una nación dentro de otra nación, expresando en su enfrentamiento abierto contra la minoría criolla dominante la ideología y la práctica de una lucha anticolonial. A través de la crisis desatada por la rebe lión de Zárate, lo indio, como categoría colonial, se reprodu cirá en las percepciones colectivas de la sociedad criolla. La violencia rebelde y la violencia estatal, en su lenguaje sin me diaciones, reno vará n la lógica del en fre ntam ien to de castas y reforzarán por varias décadas la noción de barbarie aplicada al universola a-social in dio (P arrenin y Lav au Sin embargo, rebeliónde delo Willka marca también el d,fin1980). de una época. En su amplitud y coherencia, en su fundamental autoexclusión de todo mecanismo mediador que traduzca las de mandas indígenas a términos legítimos para otros sectores de la sociedad, el aislamiento de la rebelión india no volverá a repetirse en futuros conflictos.
4 Véase al respecto, Condarco Morales (1966:398), en su trabajo pionero sobre la rebelión de 1899. Condarco afirma que los rebeldes estaban em peñados en una “guerra de exterminio” contra la casta superior republi cana, afirmación que puede estar filtrada por la carga ideológica de la crónica contemporánea y por los estereotipos dominantes sobre el indio. En este sentido coincido con el ahálisis que hace Andrew Pearsc sobre los datos de Condarco (1975:136-137).
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JOCHAS CA M PE SIN A S E N
BOLIV 1A.
La derrota de W illk a y las reform as liberales Con el ascenso del liberalismo al poder cobró íorma un nuevo proyecto de dom inación estatal: “nació la segunda república, anclada sobre el Pacífico, apoyándose en la minería y sobre los despojos de las masas cam pesinas” (Alm araz, 1967). L a de rrota militar del ejército indio y el censo de 1900 confluyen en la inauguración de una esperanza salvadora: la inevitable extin ción de la raza autóctona y con ello la posibilidad de sacudir el lastre que le impedía a la oligarquía construir un país a su imagen y semejanza. Los autores del censo hacían el siguiente comentario: “Es preciso advertir que hace mucho tiempo se opera en Bolivia un fenómeno digno de llamar la atención: el desapa recimiento lento y gradual de la raza indígena. En efecto, des de el año 1878 esta raza está herida de muerte. En ese año la sequía y el hambre trajeron tras sí la peste, que hizo estragos en la raza indígena. Por otra parte, el alcoholismo, al que son tan inclinados los indios, diezma sus filas de manera notable; y tanto que el número de los nacimientos no cubre la morta lidad” (Grieshaber, 1979:49). La explicación del hecho estaba a la mano. Con ayuda de las ideas positivistas y socialclarwinistas importadas de Europa, los “científicos” bolivianos hallarían la envoltura propicia para prolongar su secula r racismo. La inferioridad racial del indio , coreada a varias voces por los intelectuales de la oligarquía y sus asesores europeos, lo condenaba de antemano a la derrota en la carrera ascendente de la humanidad hacia el progreso. En palabras de Gabriel René Moreno, su "cerebro de menor peso que el de u n blanco de p u ra raza” era por cierto incapaz de concebir y practicar los “ideales de la libertad republicana” (Demelas, 1980:96). Hombres de estado, como Ismael Montes o Bautista Saavedra eran encarnación de este pensamiento en su instancia más eficaz. Era preciso usar al indio como instru mento del “progreso” criollo, o concluir de una vez con la mi sión civilizadora de su exterminio: “Si una raza inferior colocada junto a otra superior tiens que desaparecer, como dice Le Bon [y si]... hemos de explotar a los indios aymaras y quechuas en nuestro provecho o hemos de eliminarlos porque constituyen un obstáculo y una rémora en nuestro progreso, hagámoslo así franca y enérgicamente” (Saavedra, 1971:146).
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Bolivia -Silvia Rivera-slid... RIVERA CUSICANQUI 1 5 2 ApuntesParaUnaHistoriadeLasLuchasCampesinasenSILVIA
La energía y convicción con que la oligarquía emprendió esta misión fue quizás lo más duradero de su proyecto. Todo lo demás acabaría esfumándose en el humo de los negociados fe rrocarrileros y en las antesalas del poder minero. Con todo, no puede negarse el queejército las reform as eran—aun ambiciosas. Se centralizó profesionalizó nacional que su dirección fueray encomendada a generales franceses y prusianos. Se impuso el servicio militar obligatorio —que los gamonales utilizaron para dar caza a los indios revoltosos. Se creó una policía rural para ampliar la presencia del Estado en las provincias, pero ella acabaría subordinada al poder localista de los hacendados. Se realizó reformademonetaria intentaba transferir Es tado el una monopolio la funciónqueemisora de la moneda,alpero con ello se trasladaba este dominio de la pequeña banca usu raria al imperio financiero de Patiño. Pero quizás el esfuerzo que muestra con mayor nitidez las limitaciones del proyecto liberal fue la implementación de la reforma tributaria y la abolición de la comunidad decretadas por los conservadores el de siglo abolición jurídica la países comunidad es penarte las pasado. reform asLaliberale s en boga en de otros de Amé rica Latina para desamortizar los “bienes de manos muertas”. N in gu na propiedad eclesiástica fue confiscada p o r esta legis lación. Se atacó sólo a la comunidad indígena, y de una forma tal que la extensión de títulos privados de propiedad individual dio lugar a una rapaz y fraudulenta expropiación de tierras apoyada por los aparatos represivos del Estado puestos al ser vicio de los terratenientes. Las ventas de tierras comunales no hicieron sino aumentar su ritmo en los veinte años de liberalis mo, beneficiando con grandes extensiones a sus hombres pú blicos más destacados (Rivera, 1978). El propio presidente Montes, en una sola operación de venta forzada se hizo de uno de los más grandes latifundios en la península lacustre de Taraco. Políticos, comerciantes y pequeños mineros adquirie ro n tierras como u n m edio de ob ten er c ap ital —a través de la especulación o la hipoteca— pa ra inv ertir coyu nturalm ente en efímeras aventuras empresariales. Ninguno ele los objetivos ex plícito s de las leyes de ex vinculación —que postulaban la nece sidad de convertir al comunario en pequeño propietario y a la tierra en m ercancía de libre c irculación— se cum plió en los hechos. La coacción estatal como mecanismo de la expropiación de tierras comunales reforzó el poder local de los terratenientes
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LUCHAS CAM PESINA S EN SO LIV IA
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y propició la expansión de las relaciones de producción serviles en la agrictiltura. Sucedió otro tanto con la reforma tributaria. En teoría, de bía sustituirse el trib u to colonial —que con el nom bre eufem ista de contribución indigenal se había mantenido durante el siglo xix— po r un im puesto a la pro pie d ad aplicable a todos los ciudadanos bolivianos. Sin embargo, en la aplicación de esta reforma el tributo sufrió sólo un nuevo cambio de nombre. Pasó a llamarse contribución territorial, y fue revalorizado en un 25% como consecuencia de la abolición de la moneda feble y la adopción del boliviano. En cambio, los señores de la tierra pagaban el impuesto predial rústico, cuidando de no ser con fundidos, ni siquiera en la contabilidad fiscal, con aquellos ciudadanos a los que ellos consideraban sus bestias de carga (Rivera, m s.). Hasta muy entrado el presente siglo, la contribución sus tentó los presupuestos departamentales y fortaleció administra tivamente a los departamentos más densamente indígenas del país (véase cuadro 1). cuadro
1 PARTICIPACIÓN DE LA CONTRIBUCIÓN TERRITORIAL EN EL PRESUPUESTO DE TRES DEP AR TA ME NT OS DE BO LIV IA, 1899-1925 (VALORES EN BOLIVIANOS)
Valor
Año
Potosí
Oruro
La Paz %
Valor
%
Valor
%
1899 1901 1903 1905 1907
204 203 203 203 206
558 960 960 960 000
39.1 29.7 28.1 34.7 24.2
91 387 91.387 101 346 92 846 94 318
66.5 51.2 54.6 65.6 46.8
173 748 173 800 173 672 173 706 173 706
60.5 50.9 50.0 55.3 58.2
1909 1911 1913 1915 1917 1919 1921 1923
206 046 000 204 212 938 203 626 203 818 202 432 201 167 199 995
23.0 16.9 22.4 20.1 14.5 10.6 23.8 21.3
94 320 318 94 94 320 98 931 93 303 89 303 88 985 88 985
39.2 40.6 59.6 61.5 49.6 40.7 16.5 38.1
175 164 040 177 215 312 196 469 213 595 180 121 180 672 180 672
34.7 31.6 46.7 42.6 40.6 26.9 15.5 21.9
1925
202 467
19.1
89 985
34.2
180 672
15.0
f u e n t e
:
Presupuestos de la República de Bolivia, años indicados.
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SILVIA.
RIVERA
CUSICANQU!
A la carga del tributo se sumaron otras obligaciones, como la impuesta por la ley de prestación vial, que obligaba a tra b ajar u n determ inado núm ero de días al año en la construc ción de puentes y caminos, o pagar su equivalente en jornales, y la propia ley de servicio militar obligatorio, que suponía el pago de u n im puesto m ilita r de 50 a 200 Bs. p o r conscripto (Anuarios Administrativos de la República, 1880, 1882). La división estamental de la sociedad boliviana determinaba que en su aplicación estas leyes se conviertan en nuevos medios de presión fiscal sobre la población indígena, acogiéndose los miembros de la casta criolla a las numerosas disposiciones de exención que las leyes admitían, para lo que contaban con un acceso privilegiado a la información y a los aparatos admi nistrativos del Estado. Por lo demás, ninguna de las obliga ciones coloniales a las que esta nueva legislación sustituía fue ron abolidas en la práctica. En la década de 1940, los indios de muchas regiones continuaban prestando los servicios de postillon aje (atención po r turn os rotativos del servicio postal), ya mencionados por Guarnan Poma, y servicios personales de pongos, mayordom os e irasiris en corregim ientos e iglesias (Re yeros, 1949:116 ss.). En la persistencia de los rasgos coloniales de la estructura tributaria se ve ejemplarmente cómo el tejido ideológico de la sociedad criolla dominante le impidió la plena absorción de su propio proyecto (Rivera, m s.). C on los indios prohibidos de circular libremente por plazas y calles principales, y cercando amenazantes las ciudades, el país entero acabaría siendo “lo que se construyó intramuros de las defensas levantadas contra un territo rio po blad o po r la ind iad a” (Zavaleta, 1977:107). La pesadilla del asedio indio —cuya im agen rem on ta a la rebelión de K atari en el siglo xv m — sobrevivirá al ocaso del pode r oli gárquico y continuará generando sentimientos elementales en la representación que el criollaje urbano se haría de la sociedad dominada. M esianism o y crisis oligárquica
En las comunidades, entre tanto, la batalla contra la expansión latifundista había conseguido generar, a modo de mecanismo defensivo, el fortalecimiento de los sistemas de autoridad co munal tradicional. Luego de la traumática derrota del movi
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miento de Willka, los mallku y curaca del Altiplano y los va lles intera nd ino s —com únm ente llam ados caciques-apoderados— se veían obligados a traducir sus demandas al lenguaje de los tribunales y a buscar nuevamente aliados urbanos que les apo yaran en de de mediadores dos mundos antagó nicos. En sula función búsqueda títulos deentre propiedad colonial, que daban a los antiguos caciques el carácter ambiguo de propie tarios priva do s de sus ayllu (Riv era 197 8a), y en el estableci miento de las líneas de sucesión hereditaria que legitimaban tales derechos, se articuló en el Altiplano un amplio movi miento de caciques de diversa jerarquía, que dará lugar al prim ciclo de rebeliones indiasdedelMachaca presenteensiglo. en 1914,er Caquiaviri en 1918, Jesús 1921,Pacajes Chayanta en 1927, Achacachi entre 1920-1931: son éstos los momentos vio lentos en una larga cadena de acciones reivindicativas que sacudió a vastas áreas del país en una coyuntura en que la paz y la prosperidad parecían totalmente consolidadas. No pode mos aún tener una imagen completa y precisa del significado yciones características estos movimientos. la yfalta de investiga 5 se sum a de la distorsión de la crónAica la histo riografía dominantes, que nos muestran tan sólo el estallido irracional, violento y carente de objetivos “societales”. Esta imagen no ha sido del todo superada en estudios recientes. Algo de ella se supone inherente a toda rebeldía campesina y perpetúa la vi gencia de lo que E. P. T ho m pso n (1979) llam a la “visión es pasmódica” la historia depopular. Un examende preliminar algunos de estos movimientos me ha condu cido a otro tipo de conclusiones (Rivera, m s.) . Al h a blar de ciclo, me refiero a u n m ovim iento am plio, que se prolonga por años y se m anifiesta en u n a variada gam a de m é todos de lucha combinados y complementados entre sí. El acto mismo de la rebe lión violenta (que supone p or lo general algún actopunto pu nitivo ) es sólotensión u n m om ento ladebase este de proceso y condensa el de máxima entre circulación ideo lógica que subyace al movimiento, las legitimaciones formales del bloque dominante y el comportamiento empírico de sus re presentantes sociales locales. En este caso, la incapacidad hegemónica de la alianza oligárquica más allá del espacio autorreferente de la casta criolla acaba desatando la dieléctica represión5 Exc epción no tab le son los trabajos de Condarco (19 66 ), A lbó (1972,. 1979), C hoq ue (1978) y Flores (19 79) .
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rebelión. Con ello se refuerzan las premisas ideológicas del mo vimiento contestatario, que amplía así su disponibilidad a las alianzas con otros sectores de la sociedad. Estos fenómenos están en la base del ciclo 1910-1930, e imprimen su sello de distinta manera a cada momento concreto, el tamiz de los elementos causalesrebelde inmediatos y los aunque matices con locales. Así por ejem plo, en la rebelión de Jesús de M achaca (1921) se señalan como causa los “abusos del corregidor”, y específica mente el encarcelamiento y muerte de un comunario en las celdas del corregim iento (Ch oqu e, 1979). Sin em bargo, com parte con otras rebeliones la agitación generada p or la reivin dicación de títulos coloniales de propiedad, el liderazgocontra cacical, la presencia de aliados urbanos, el enfrentamiento el monopolio comercial y político de los pueblos y la demanda autónoma de implantar servicios educativos en las comunidades. Estos elementos se articulan entre sí en lo que puede inter pretarse como u n intento de ru p tu ra p or p arte del campesinado indio, del orden colonial/estamental reforzado por las reformas liberales de fines siglo interno xix y principios del xx. La propia ambivalencia del del discurso de la oligarquía abrió un resquicio para la lucha legal, y fueron los tribunales el escena rio de un prolongado contacto entre el estrato dirigente de las com un idade s y otros sectores —m arginales o excluidos de la estruc tura de po de r— en la sociedad u rb a n a (tinterillos, maes tros, etc.). Se formó así una red de mediadores que ocupaban una posiciónEsintersticial las dos heredadas de la colonia. explicable entre entonces que repúblicas estos dirigentes utiliza ran un doble lenguaje. Hacia afuera implementaron una lucha legal orientada a legitimar sus demandas con base en la lógica jurídica del Estado.0 Las dem andas generadas en este proceso amenazaron pronto con poner en tela de juicio las fraudulentas compras de tierras comunales realizadas en todo el período. Pero también, los caciques apoderados formularon una doctrina ha cia adentro, cuya base era u n discurso m esiánico —particularfi Scgím la ley del 23 de noviembre de 1882, se excluía de la Revisita (nombre que se dio a la titulación individual de las tierras) a todos los terrenos consolidados a favor de las comunidades en las composiciones y visitas de tierras practicadas desde fines del siglo xvi. De otro lado, ya los caciques coloniales hablan enfrentado exitosamente las presiones de la Corona, asumiendo formalmente el papel de compradores de sus propios ayllu. Habla pues una tradición de lucha legal cuya continuidad contras taba con el estrecho horizonte histórico de la oligarquía liberal.
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mente explícito en Pacajes y A chacachi— m ed ian te el cual se anunciaba la inauguración de una nueva era de justicia y bie nestar p ara los oprim idos.7 Estas con notaciones se reforzaban con la adopción de unmasiva códigodemoral de comportamiento, que fortalecía la adhesión comunarios de vastas regiones hacia su dirigentes, los cuales realizaban un trabajo semiclandestino de reactivación de viejas alianzas intercomunales y aun interétnicas. El avance comunario en los tribunales fue respon dido con u n a ola de rep resió n p reve ntiv a a nivel local —los “abusos” a qu e re iteradam ente se hace re feren cia—, cuyo desen lace es el acto pues, punitivo de masas queestallido se conoce subleva ción. Subyace, detrás de este de como violencia un verdadero movimiento intelectual generado por las direcciones cacicales y un proyecto de reformas que luego sería retomado (no sin suspicacias) por el indigenism o de sectores urbanos crecientemente enfrentados a las modalidades coactivas y excluyentes de la dominación oligárquica.8 que la “prosperidad liberal” estaba unEsespejismo, y con ella caían por setierra las esfumando ilusiones decomo pro greso indefinido que se habían instalado en el sentimiento co lectivo del criollaje boliviano con la llegada de los ferrocarriles. La crisis de 1921 siguió al colapso que sufrió la exportación de caucho en años anteriores. Los gobiernos del período republi cano (Saavedra, 1920-1925; Siles, 1926-1930) se enfrentaban a un estado de permanente falencia y convulsión que desborda ya los marcos de económica la “barbarie” rural. La social, crisis de los precios internacionales y la propia lógica de acumula ción del sector exportador habían terminado con la fase com-
1 No se trata aquí de la "restauración del comunismo incaico", que Saa vedra y sus contemporáneos atribuyen como objetivo central de las rebe liones indígenas, sino de un rcplanteamiento de las relaciones del indio' con la sociedad y con el Estado basado eii las nuevas realidades de parti cipación en el mercado, en la política y en la incipiente educación rural de principios de siglo. 8 Este programa de reformas pue de sintetizarse en los siguiente s pu n tos: restitución de las tierras comunales usurpadas por la hacienda, aboli ción del servicio militar, supresión de las diversas formas del tributo colonial que aún subsistían, presencia de representantes indígenas en eí congreso, establecimiento de escuelas para los indígenas y acceso libre al mercado (Riv era, ms.). N o siem pre estas dem andas están p lantea das en forma explícita. Por ejemplo, en el movimiento mesiánico de Achacachi (1920-1931) la lucha se centra en t om o al esta blec im iento y defensa de una capilla y una feria rural para el intercambio interecológico de pro ductos indíg enas (Albó, 1979:21). http://slidepdf.com/reader/full/apuntes-para-una-historia-de-las-luchas-campesinas-en-bolivia-
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petitiva de la m inería boliviana, dando paso a u n creciente ■ monopolio de la inversión m inera . De la ru in a de pequeños y medianos empresarios emerge el excluyente grupo de los “ba rones del estaño" hacia las esferas de las finanzas y el capital internacional. La otradecara de laenmedalla es la empresas creciente socia lización del proceso trabajo las grandes mine ras y las primeras luchas obreras por la organización sindical. El republicanismo adopta en principio una política concilia dora. Saavedra dicta las primeras leyes sociales del país, como la jornada de 8 horas y la indemnización por accidentes de tra bajo. T o lera y legaliza la actividad huelguística, pero al mismo tiempo de masacra mineros en de 1921. Uncía Durante en 1923 ely agobierno los comunarios Jesús adelosMachaca de Siles las tensiones sociales se agudizan. Inicialmente republica no, Siles acaba fundando su propio partido con base en una nueva generación de militares e intelectuales desvinculados de los partidos tradicionales. Ambos gobiernos intentan así am p liar la base social elitista y exclu yente de la política oligár quica, sin condiciones tocar la fuente de su poder.popular De esta manera crean las para última una movilización cuyas rei vindicaciones son incapaces de satisfacer. De ahí la tremenda ambigüedad de su gestión de gobierno, que testimonia los lí mites de la democracia de casta en que el liberalismo había asentado su poder. A medida que avanza la década de los veinte son cada vez más amplias las capas enfrentadas por la crisis. El enfrentaba total colapso de legitimidad se Estado las acciones bélicasuncontra el Paraguay en 1932. al iniciar La derrota del Chaco y la organización sindical campesina
Fue la guerra un intento desesperado de la oligarquía por po nerse a la altura la imagen que ytenía de sí y borrar la pesadilla de undepaís en quiebra sitiado pormisma el populacho. Y fue Salamanca, el “hombre símbolo”, el personaje más ade cuado para: el papet de redentor de una casta en descrédito. I.a conducción militar y política de la guerra demostró ser una verdadera solución por la vía del desastre. Decenas de miles de pérdid as, en tre desertores, m uertos, heridos y prisioneros, en tres Chaco años determinan retirada agotando casi permanente ardientes arenales del no sólo por las los reservas humanas del país sino las reservas m orales del Estado y de la casta que lo
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sustentaba. No hay duda de que la guerra tuvo un efecto nac¡onalizador en la conciencia de la po bla ción boliv ian a (Zavaleta, 1977). El prolongado contacto entre combatientes rurales aymara y quechua y reclutas de origen urbano, la mezcla de gentes de todas las regiones del país en la obligada democracia de las trincheras reforzaron una aguda conciencia crítica res pecto a los problem as no resuelto s del país y alim entaron la conciencia indigenista de ciertas capas de criollaje urbano. Sus efectos en las percepciones colectivas del indio sobre la nación que le reclamaba su sangre fueron posiblemente más ambiguos. Por un lado, se sabe que muchos indios “revoltosos” fueron reclutados coactivamente en una verdadera cacería organizada por los terratenientes y el ejército, a la m anera de las levas que realizaban los ejércitos caudillistas durante el siglo xix. Pero por otro lado, la convocatoria a la ciudadanía incluía p o r p ri mera vez al indio explícitamente. Los indios que volvieron de la guerra tuvieron luego argumentos más legítimos ante sus ex camaradas criollos para hacer valer sus derechos como ciu dadanos, en especial el derecho como propietarios comunales o privados de la tierra. De las trincheras em ergió así u n a nueva conciencia de los anacronismos que arrastraba el sistema polí tico boliviano, y al mismo tiempo una intensa recomposición de las jerarquías estamentales y clasistas hasta entonces vigen tes. La casta dominante y la cúpula militar habían quedado en la retaguardia conduciendo a los soldados al desastre. Termi nada la guerra ganará espacio la demanda de rendición de cuentas. La crisis del Estado oligárquico fue un lento proceso de desmantelamiento de sus sustentos ideológicos y morales. La de rrota del Chaco operó como una suerte de ruptura violenta del muro de contención en que la oligarquía parapetaba su legiti midad, y liberó un caudal de fuerzas contestatarias, en principio desarticuladas, que socavarían el orden oligárquico por dentro y lo acorralarían por fuera. Quizás la derrota fue el único hecho nacional de la guerra, y por ello el ejército, en calidad de pro tagonista/el más llamado a la solución de los problemas nacio nales. Una generación de jóvenes oficiales, portadores del sen timiento de frustración y de la misión reivindicadora de las víctimas de la guerra ingresó en la arena política con argu mentos simples e inc on trastab les: . . el caso po lítico y los p ro blemas económico-sociales surgidos a raíz de la gu erra del C ha co, cuya solución era imposible dentro de los sistemas políticos
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tradicionales, hicieron necesaria la intervención del ejército en defensa de los intereses y derechos de las clases trabajadoras y de los ex co m ba tientes” (Cnl. David T oro , cit. en Klein, 1958:266-7). Asociaciones de exorganizativa combatientesde y lalogias militares prim era expresión recom posic iónfueron social lay política de la posguerra. T o ro asum ió el gobierno en medio de grandes esperanzas de renovación moral del país y procla mó “el alto y noble ideal de devolver a Bolivia su soberanía económica, de remediar la miseria y la pobreza, de devolver al trabajador m anu al e intelectual su dignidad h u m a n a . . . ” (Klein, lización de ladelS tan da rd O durante il —acu sada de 1968:268). contrabandoLadenaciona petróleo en favor enemigo la guer ra—, la creación del M inisterio de T ra b a jo y el nombra miento del dirigente obrero gráfico Waldo Álvarez como mi nistro mostrarían la parquedad de un programa posible frente a la magnitud de las intenciones . La gestión de Busch trope zará igualmente con una realidad reacia a cambios tan abrup tos.temprana Era la fase ingenua nacionalismo y el suicidio de Busch su edad de la del tragedia. Con todo, el decreto de sindicalización obligatoria, de inspi ración corporativista, emanado del Ministerio de Trabajo con tribuyó a acelerar la organización de los trabajadores en todo el país. Al amparo de este decreto se formaron en los valles de Cochabamba los primeros sindicatos de colonos de hacienda. El objetivo estas organizaciones lograr el arrendamiento de tierras dedepropiedad eclesiástica era y municipal, administrados hasta entonces bajo el sistema de colonato.9 Los gobiernos libe rales no habían desamortizado los bienes eclesiásticos y los pri meros sindicatos tuvieron en este anacronismo un excelente ar gumento para respaldar sus demandas. El colon es (in unadivvelación por la ycual, a cambio del9 acceso a la ato tierra idu al en de las renta-trabajo sayañas o pegujales, colectivo en las aynuqas y pastizales), los campesinos incorporados a la hacienda deben trabajar un número variable de dfas en las tierras del patrón. Esta rela ción de producción se combina con relaciones de explotación directamente herederas de la mita o séptima rural colonial, como el pongueaje o trabajo gratuito por turnos que los campesinos de haciendas están obligados a prestar al patrón, y que los comunarios prestan a las autoridades políticas y religiosas locales. El patrón no opera allí como propietario de la tierra sino como h er ed er o' de privileg ios co lonia les de casta sobre la población indígena; y es quizás en este sentido que puede hablarse del terrateniente andino como continuador de la encomienda colonial.
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Jorge Dandler, en un minucioso análisis de estas organiza ciones, asigna primordial importancia a la mayor disponibili dad de la población rural cochabambina para el contacto con nuevos “interm ed iario s-re presen tan tes cultu ra les ” —maestros, ex com batientes y obreros de las ciuda des— (Dandler, 19691971). Así, el Sindicato de Colonos del Valle de Cliza, surgido en la hacienda del Monasterio de Santa Clara y dirigido por ex combatientes campesinos, estuvo estrechamente vinculado con la escuela rural de Ana Rancho, de la cual partió el asesoramiento jurídico a las gestiones de los colonos. En la ranchería de Vacas, propiedad de la municipalidad de Cochabamba, los maestros rurales gestionaron la administración directa de la hacienda por parte de los colonos y establecieron un centro educativo inspira do en el m ode lo de W arisa ta (D andler, 1969: 73-75). La propia escuela -ctyUu, organizada en 1931 por un equipo de maestros indigenistas dirigidos por Elizardo Pérez obtuvo reconocimiento y apoyo gubernamental durante los go biernos de T o ro y Busch. Los objetivos de estos sindicatos, así como las actividades de las escuelas normales y los maestros indigenistas, eran sin duda modestos. El arrendamiento y administración autogestionaria de propiedades que no pertenecían a la élite terratenien te no cues tionaba directamente el sistema de tenencia de la tierra. Sin embargo, la correlación de fuerzas era tal que aun reformas tan limitadas resultaban amenazantes para los señores de la tierra. Las intocadas estructuras locales del poder oligárquico se en frentaban así milímetro a milímetro con el campesinado, y así como antaño habían corrido sus linderos y cercado a las comu nidades, aspiraban ahora a estrechar el espacio ideológico gene rado por sus movimientos reivindicativos. Era claro que en la actual situación, toda medida estatal se convertía en un arma de doble filo. Desde principios de siglo la educación había sido uno de los temas favoritos en la retórica civilizadora de la oligarquía. La usurpación de tierras y los ambiciosos planes de importación de colonizadores europeos se combinaban idealmente con un otro mecanismo de "suprimir al indio”: la escuela.10 En las io En 1925, Jaim e M ollin s sostenía: ‘‘El in dio es conservador en tradi cionalismo y es prolífico en su genésica; vale decir, que si se le abandona i su propia orienta ción instin tiva, constituirá tarde o temprano, un pe li gro social y po lítico. Al ind io hay que s upr imirlo por la es cu ela . . (El despertar de una nación, cit. en Parrenin y Lavaud, 1980:25).
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rebeliones de Jesús de M achaca (1921) y de C hay an ta (1927) el campesinado indio vio en el ambivalente tema de la escuela u n a form a de re p lan tea r su “pa cto de rec ipro cid ad ” con el Es tado (Platt, ms.) p ara co m batir el poder local de los terrate nientes y vecinos de los pueblos, asumiendo como propia la tarea de aprender el lenguaje de sus opresores. Estas corrientes se ampliaron en la posguerra, pero ya claramente como movi miento contestatario. Por otro lado, la política tolerante de los gobiernos de Toro y Busch, cuya retórica desconocía explícitamente los fundamen tos ideológicos del orden oligárquico contribuyó al develamiento del carácter formal y ambiguo de sus propuestas civili zadoras, ampliando el espacio de apelación para las reivindica ciones populares. Mientras un indigenismo cada vez más explí cito se abría paso entre la intelectualidad de clase media, tanto el movimiento de caciques de las zonas comunarias del Alti plano como el m ovim iento sindical de los colonos cochabara binos am pliaban su convocatoria, ganando p ara sus postulados la solidaridad de las federaciones obreras, el movimiento estu diantil y el magisterio. El caso de los valles de Cochabamba presenta ciertas caracte rísticas especiales, sobre las qu e volverem os m ás adelante. El quechua era ya en esta región una lengua producto del mesti zaje de varios siglos, y el bilingüismo urbano una norma. La intensa m ovilid ad geográfica y social de los campesinos —acre ce ntada con el re tor n o masivo de ex com batientes al campo y la ciud ad— y u na estruc tura de m ercado más abierta habían contribuido a borrar los contornos estamentales de la sociedad valluna y a ampliar las relaciones y alianzas campesinas con otros sectores sociales. En el Altiplano y en otras zonas de pre dominio comunitario, en cambio, diversos factores habían con tribuido a la continuidad de una estructura social más rígida y menos vulnerable al influjo de estas nuevas corrientes. El mo vimiento sindical tendrá expresiones muy tardías en el Altipla no. En cambio el liderazgo comunal se mantuvo a la cabeza de los movimientos campesinos hasta la revolución de 1952, organi zando la resistencia antilatifundista desde fuera y desde dentro de sus fronteras. Esta sue rte de d isritm ia en tre Altiplano y valles perdurará bajo diferentes formas en las décadas subsi guientes.
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Nuevas form as de lucha
La posguerra marca también el fin del sistema de partidos tra dicionales y la emergencia de los nuevos partidos populares y de izquierda en Bolivia. Entre fines de la década de los años treinta y mediados de los cuarenta surgen múltiples núcleos de discusión política, de heterogénea filiación ideológica, que van convergiendo en los partidos de nuevo cuño. Las agrupaciones políticas más im portantes que resultan de esta convergencia son el p o r (Partido Obrero Revolucionario) de línea trotskysta, su contraparte estalinista p i r (Partido de la Izquierda Revolu cionaria) , y el m n r (Movimiento Nacionalista Revolucionario), cuya ideología antioligárquica de cosecha más bien local ex presaba con acierto ese vago pero intenso sentim iento de frus tración nacional que salió de las trincheras del Chaco. Su prin cipal soporte orgánico fueron las asociaciones de ex comba tientes, que le abrieron el acceso no sólo a la nueva generación militar, sino también el emergente sindicalismo obrero y cam pesino en distintas regiones del país. De otro lado, los cuadros dirigentes del m n r como “miembros desheredados de la vieja casta dominante” (Zavaleta, 1977:106) eran capaces de captar tras de sus postulados al grueso sector de capas medias disi dentes de los partidos oligárquicos. La apertura de nuevos espacios políticos acabará sepultando el tradicional juego político de la oligarquía, cuyas pugnas internas no atravesaron nunca los linderos del bloque domi nante, y cuyas discusiones abogadiles giraban en torno a la in terpretación de la Carta Magna o al modo de saldar viejas disputas territoriales. Liberales, republicanos de todos los ma tices y hasta conservadores olvidan sus querellas de antaño y se alian en un pacto llamado “la Concordancia”, en una suerte de repliegue defensivo que los convierte en agentes a secas de la "rosca” minero-terrateniente. La magnitud de su aislamiento político se m anifiesta en la creciente pérdida de control sobre los instrumentos que habían servido tan eficazmente para sus tentar el dom inio oligárq uico desde principios de siglo—T a n to el ejército como el sistema electoral acabarán volcándose en su contra. Entre tanto, los sectores contestatarios intensificaban sus ac tividades en ese mundo humano amplísimo y prácticamente virgen (o por lo m enos así lo veía n ellos) a la po lític a criolla: el campesinado indio y mestizo de las principales regiones
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agrícolas del país, cuyo peso cuantitativo era percibido por prim era vez como cualidad política. T a n to las organizaciones sindicales urbanas de base anarquista, como los nuevos parti dos políticos se vuelcan en una tarea organizativa no siempre presidida tte claras definiciones program áticas. V arios tipos de vínculos contradictorios van tejiendo el espacio de la oferta política del izquierdism o crio llo hacia el cam pesinado. El pro ceso cobrará cada vez más la forma de una aguda competencia por la nueva y masiva clientela que se había introducido por las grietas de la sociedad criolla. El resultado más visible de esta labor fue la generalización de una nueva forma de lucha campesina, de claro corte obrero: la huelga de brazos caídos de los colonos de hacienda. Un pri mer nivel de articulación entre colonos y sectores urbanos radi calizados lo conforman los caciques que desde la preguerra ha b ían adquirido experiencia y roce urbano. Así, los caciques José Santos Marca Tola y Antonio Álvarez Mamani realizaron, desde fines de la década de los treinta, una intensa labor de agitación en varios departamentos del país, dando la consigna de h ue lga e n las hac iendas y to m an do contac to con obreros y estudiantes de las ciudades. Marca Tola, oriundo de una re gión del Altiplano paceño y heredero de un antiguo linaje de mallkus coloniales, llegó a ser miembro de la Federación Obre ra Sindical de Oruro, después de haber participado activa mente en las luchas de reivindicación de títulos coloniales de tierras en la preg ue rra.11 T a l m ov ilida d era p osible porque la guerra había desbloqueado efectivamente los espacios cerrados de la lucha comunal. Un ejemplo de ello es la realización del Primer Congreso de Indígenas de h ab la Q ue ch ua en Sucre (agosto de 1942), con el auspicio de la Confederación Sindical de Trabajadores de Bo livia y las federaciones o brera s y un ive rsita rias de Sucre y Oruro. Según noticias de la prensa, en este congreso “campesi nos y obreros en abrazo fraterno han hecho causa común de sus aspiraciones y propósitos emancipatorios”. Entre sus principales resoluciones se señalan: la abolición del pongueaje, la restitu 11 En 1964, un info rm ante (le Ra m iro Condarco le señaló que Santo Marca Tola había intentado obtener en los tribunales el título de “presi dente de los indios”, al igual que Martín Vázquez, el dirigente máximo de la rebelión de Pacajes en 1914. Se refería probablemente a la legaliza ción de los títulos coloniales que lo acreditaban como cacique hereditario d e la región (Condarco, 1956:416) .
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ción de tierras comunales usurpadas y la “liberación de las numerosas gabelas que pesan sobre la mísera economía campe sina” (La Calle, 13 de agosto de 1942, cit. en Antezana y Ro mero, 1973:87-88). El gobierno de Peñaranda, que forma parte del momento restaurador del ciclo militar iniciado en la pos guerra, responde con una serie de medidas para intentar con trolar el movimiento, denunciado por la prensa oligárquica como efecto de la “agitación comunista en el campo”. En un decreto supremo de febrero de 1943, el gobierno ordenaba: "Alt. 1.—Se cancela n con cará cte r gen eral todo s los artículos e incisos de los estatutos de las agrupaciones obreras y sindicales que contengan aspectos relacionados con el trabajo agrario o con las actividades cam pesinas” (cit. en A ntezana y Rom ero, 1973:89). Peñaranda establece además la Oficina Jurídica de Defensa Gratuita de Indígenas, en un intento de limitar la influencia de los asesores legales de las organizaciones antioligárquicas, y dicta un decreto de seguridad del Estado, que dispone sancio nes a los “agitadores, que infiltrándose en las haciendas y conunidades, perturben el trabajo agrícola, inciten y contribuyan al abandono de labores o a la resistencia pasiva” (ibid: 95). Entre tanto, ex combatientes campesinos se dan a la tarea le organizar y armar a los colonos de la hacienda Chijjcha 'Pacajes), y las huelgas de brazos caídos arrecian en Avopaya (Cochabamba) y en varias provincias del de pa rtam en to de 3ruro. En este clima se realiza, nuevamente en Sucre, el Se gundo Congreso de Ind ígena s de hab la Q ue ch ua (agosto de 1913). Este congreso, que debió inicialmente realizarse en La Paz y contar con la participación de delegados aymara y gua raní, reunió a un centenar de caciques de los departamentos de Oruro, Cochabamba, Potosí y Chuquisaca. Según el diri gente Álvarez Mamani, los objetivos del congreso eran “reali zar huelgas de brazos caídos y buscar acuerdos con los obreros de las ciudades” (ibid: 92). En ambos congresos influyeron activistas del t i r y de otros partidos, así como dirigentes sindicales anarquistas. Pero los caciques indios mediatizaban estos vínculos incorporándose di rectamente a las Federaciones Obreras en calidad de “Secreta
rios Santos de Asuntos ejemplo, el caso José M arcaIndígenas”. T o la, Luis Tal Rames, os por Q uevedo (alias el “Rde umisonqo”, en quechua corazón de piedra), Esteban Quispe, An-
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to nio Yucra y m uchos otros (Antezan a y R om ero 1973:106«.) C on el golpe de V illa rroel (diciem bre de 1943) y el cogo bierno r a d e p a -m n r 12 la capacidad de presión de los movimien tos huelguísticos au m en ta. En Caracollo, los dirigentes de 20 haciendas entran en huelga, pidiendo la libertad de Rumisonqo. La agitación se extiende a Quillacollo y Tapacarí en Co chabamba y a varias haciendas de Viacha y los Yungas en La Paz. El gobierno de Villarroel expresa el nivel más alto de ascenso popular en la posguerra, hecho que no tiene correlato ni en sus vacilantes medidas ni en el modesto programa de mo dernización estatal que encarnan sus aliados civiles. El m n », que había logrado obtener el apoyo de los sindicatos mineros po r su denuncia de la masacre de Catavi (1942) y la intepelación a los ministros de la Concordancia, se ocupa de promover la organización sindical obrera y campesina, cediendo a las presiones de los líd eres de varias regio nes del país que recla man apoyo estatal para la realización del Primer Congreso Na cional Indigenal. Luego de varias postergaciones, apresamien tos y el exilio de uno de los principales agitadores indios, este congreso se realiza finalmente en La Paz en mayo de 1945. La ciudadanía paceña está visiblemente conmovida y atemorizada p o r la irrupción de cente nares de caciques, alcaldes y jilaqatas indios de todo el país, que por primera vez ingresan libremente a la plaza M urillo 13 dando vítores al ta ta V illarro el y a sus dirige ntes Francisco C hipa na Ram os y A nto nio Alvarez Mamani. El efecto ideológico de este cónclave indígena, realizado en la sede del gobierno y en presencia de las más altas autoridades del gobierno, fue quizás más importante que cualquiera de las medidas y conclusiones aprobadas. En los altos de Cochabamba y en otras zonas del país, los campesinos manejan hasta hoy una am bigua figu ra de V illarroel enc arn an do al Inc a redivivo.14 r a d e p a , Logia Militar Razón de Patria, que como otras organizaciones similares surgidas en el ejército en la posguerra testimonia la ruptura de los mecanismos disciplinarios internos en su seno. 13 El mismo Villarroel había decretado la abolición de esa prohibición centenaria en noviembre de 1944. La Calle registra el siguiente comentario: "Ha concluido felizmente un régimen intolerable que venia ejercitándose desde hace m ucho s años atrás. En efecto [a partir de ahora] . . . se garan 12
tiza el libre tránsito de los indígenas por las calles y plazas del territorio nac iona l” (Antezana y Rom ero, 1973 9 7 ). 14 Comunicación personal de Winston Moore, sobre versiones recogidas en 1978 en Tapacarí.
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Es como si el horizo nte estatal de la com un idad an din a, p re sente desde tiempos prehispánicos, operara como elemento or ganizador de la memoria colectiva y de las percepciones que el campesinado indio tenía de la sociedad.15 La propia designa ción de tat a (ayma ra y qu ech ua , lit.—p a d r e ), aplicada a Villanoel, pero también a Saavedra, Pando y Belzu muestra los su cesivos ciclos de aproximación a una esfera estatal siempre es quiva y excluyeme. Y es quizás esta matriz ideológica del cam pesinado andino la que explica su final conform idad con el Estado surgido en 1952, que invariablemente ha sido interpre tada como resultado de la conversión de colonos y comunarios en propietarios individuales de la tierra. Considerados en sí mismos, los decretos emanados del con greso (supresión d e los servicios gra tuito s de tra b ajo en las ha ciendas conocidos como pongueaje, regulación de la obligacio nes y derechos entre patrones y colonos), no son una grave amenaza en el orden de la propiedad y el poder económico terrateniente. Son una afrenta sólo en tanto representan una intervención intolerable del Estado en los asuntos internos de la hacienda y en la medida en que legitiman el cuestionamiento de las barreras de casta que subyacen en la relación indio-pa trón, quebrando el sustento ideológico de la disciplina laboral de los colonos. Lo más peligroso de todo resulta la presencia simbólica del presidente en una reunión de indios, en la me dida en que representa un pacto implícito con el proyecto estatal encarnado en el m n r . Es la presencia del indio en el “marco hu m an o del estad o” (Zavaleta, 1977:107) lo qu e ate moriza a la casta dominante y echa por tierra su imagen de una sociedad civilizada. Y esto, que en el congreso del 45 era sólo un acto simbólico, se constituirá más tarde en el mecanis mo dominante de subordinación del movimiento campesino al Estado. El ciclo rebelde de 1947
Como en otras ocasiones, el indio concurre al acto estatal con sus propios marcos interpretativos y con las nociones que ha 15 Véase al respecto el trabajo de John Earls sobre el sistem a de hua- manis (sitios d e cu lto a los antepasado s, situados en los cerros) , y su articulación ideológica con la estructura de poder nacional en el Perú con temporáneo (Earls, 1973).
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elaborado por su cuenta acerca de la sociedad y del Estado. Fácilmente, la supresión del pongueaje es interpretada como el fin de una época de esclavitud y sumisión y como aval estatal para la recuperación de la tierra usurpada. Frente a la funda mental restitución de la justicia por el Estado, la posición de los terratenientes aparece como un acto de desobediencia, como una intransigencia particular frente a los intereses generales. A pesar de todos los intentos del gobierno Villarroel-MNR por controlar a los agitadores indios que van a todas las comarcas dando la buena nueva e impulsando la organización sindical y la toma de tierras, este trabajo encuentra una receptividad des bordante. El propio accio nar de los agitadores rurales ha exce dido ya los marcos de la vinculación partidaria o sindical. Las consignas externas no hacen sino articularse en un movimiento endógeno de restitución de la justicia, del que no están ausen tes sentimientos mesiánicos y líderes incontrolables. En enero de 1946, El Diario denuncia la aparición de “un presidente de los indios”, retomando su habitual concepción maniquea de la "guerra de razas”.16 El m n r p articip a tam bién de esta concep ción y hace un llamado a la “incorporación del indio a la N ación”, único m odo de pacificar los espíritus y evitar una luch a de razas (Antezana y Ro m ero, 1973:125). Con el linchamiento de Villarroel por una turba urbana enardecida todo pareciera sellar en la conciencia de las gentes del campo la imagen del Inca nuevamente derrotado. Es que en la propia sociedad urbana afloran sentimientos irracionales absolutamente desproporcionados con los actos efectivos del gobierno. Uno se pregunta si la vitalidad del hecho era posible a partir solamente de una campaña bien montada por la oli garquía. Pero fueron quizás las dos acciones simbólicas del go bie rno —el congreso de indios y los “crím enes de Chuspi p a ta ”—17 las que m ejor explican esa fu ria desata da. Se había ic El "Rumisonqo” había logrado ser fotografiado junto con Villarroel, y según la prensa local, andaba repartiendo su fotografía y señalando que “aquél [Villarroel] era Presidente de los blancos y Ramos era Presidente de los in d io s .. .”. En 1970 los campesinos de Yungas confirmaron que la labor de agitación del dirigente indio se apoyaba en la distribución de di cha fotografía (An tezana y R om ero, 1973:102). La temática de las "dos repúblicas" y la de la “guerra de razas” son dos caras de una misma mo neda, y muestran con claridad la persistencia de una estructura de castas que mediatiza los antagonismos de clase en la Bolivia prerrevolucionaria. i" Fusilamiento de prominentes políticos de la oligarquía por parte de la k a d e p a en noviembre de 1944. Según estatutos de la Logia Militar, ésta
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tocado aquello considerado intocable: la impunidad del seño río. Pero además, se había permitido una invasión de indios en el único terreno hegemónico que la oligarquía conservaba: el espacio físico de la sede del gobierno. Cualquier otra ciudad era menos estaa fin prueba de fuerza. Cualquiera tole raba mejor vulnerable los hechos aque de cuentas ya habían ocurrido. Pero la multitud paceña que colgó a Villarroel muestra hasta qué punto la ciudad, en todos sus estratos, compartía concep ciones profundas acerca de la naturaleza y las fuerzas morales de la sociedad, concepciones moldeadas a partir de una para noia colectiva del asedio, de la memoria del ciclo de Katari yendelosWbordes illka cuyos ejércitos ha b ía nurbana. de ten ido amenazantes altiplánicos de se la hoya El júbilo de la ciudadanía por la caída de Villarroel fue por ello exuberante, y la salvación del poder oligárquico infundía desde La Paz una vitalidad nueva a los centros de poder local terrateniente donde se celebraba el triunfo de julio y la muerte del padre de los indios. Los aparatos represivos se ajustaban para etim iento colonial del espacio. preciso borraru nla nuevo afrentasom y poner las cosas definitivam ente enEraorden. Es en este clima apocalíptico, que pone en tensión los te rrores de la relación colonial subyacente en la dominación oligárquica, que comienzan a desarrollarse las acciones. Cente nares de focos rebeldes se encienden en todo el país y se habla por todos lados de venganzas, asaltos y levantam ientos indios. m n r , que como Pando en Todo se atribuye a la del execrable 1899 había acudido al perfidia expediente de servirse de la “ignorancia” y los “bajos in stinto s” del indíge na (Antezana y Romero, 1973:125). A fines de 1946 se subleva la población de Ch rigua (C oc ha ba m ba ), T a rv ita (Chuquisaca) y Topohoco (La Paz). Entre enero y marzo de 1947 la agitación se ha propagado a Aygachi, P ucarani y Los Andes en La Paz, y a la
provincia de Ayopaya en los los pobla altosdoderesCochabam ba.tus. E n Arom O ruro y en los valles se su m an de Euc alip a, iMohoza, Challa, Tapacarí y Arque. Hasta julio del mismo año la rebelión se ha propagado por las provincias de Ingavi, Pacajes, Los Andes, Larecaja y Yungas en La Paz; Cercado en se adjudicaba el derec ho de ap licar lin a "acción moralizadora y de pu ra dora en todas las instituciones e individuos, persiguiendo y sancionando a quienes atenten contra el Estado o la Sociedad”, y de “castigar con la pena de muerte a los b olivia nos qu e tr aicio nen nuestros sublim es deseos" (Cés pedes, 1966-170-171; véase tam bién Zavaleta, 1977:93) .
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Oruro, San Pedro de Buena Vista, Charcas y Carasi en Potosí; Ayopaya, Misque, Aiquile, Arque, Cliza y Tapacarí en Cocha bam ba; Azurduy, Padilla, Sud C inti y Zudañez en Chuquisaca y varias haciendas de los valles de T a ri ja ( ibid .: 130 y ss.). Era, según palabras del presidente Hertzog, “la más grave de las sublevaciones indigenales de nuestra historia” (ibid.). N o se tra ta de u n a rebelión organizada bajo m ando único ni ocurre en forma simultánea o coordinada. En muchos casos el conflicto se presenta bajo la forma de pequeños estallidos localizados, cuyo desenlace violento resulta más bien de la intervención apresurada y paranoide de las fuerzas represivas locales. Simples concentraciones motivadas por la fundación de un sindicato o una escuela desembocan en un hecho de sangre y en el apresamiento de decenas de indígenas, que luego la prensa señala como responsables de tenebrosos planes. En otros casos los hacendados simplemente huyen, aterrorizados por el sonido de p u tu tu s y las fogatas encendidas en la noche. Los rebeldes utilizan esta tensión subjetiva para hacer de la amenaza una forma dominante de la acción colectiva. La carga ideológica con que la crónica contemporánea re gistra estos sucesos nos impide percibir, tras los denominativos hom ogeneizadores (sublevación indig enal, gu er ra de razas), la heterogeneidad real de situaciones de conflicto y la configura ción específica de las alianzas campesinas con otros sectores de la sociedad. Provisoriamente pueden señalarse dos tipos de po los generadores de conflicto. Por un lado, las regiones de mayor penetración m ercantil y m enor fricción interétnica son más pro clives a la lucha directa entre colonos y patrones, que asume la forma de la huelga de brazos caídos. El liderazgo sindical, la pre sencia de activistas urbanos, la asesoría jurídica a los sindicatos perm iten el establecim iento de in stancias de negociación con los patrones. La lucha se orienta entonces a resistir el pago de la renta de la tierra y desemboca en muchos casos en la parcelación y venta de porcio nes de la hacienda a colonos o arrendatarios. _ E n eL A Jtiplan o^ y ciertos valles con fuerte presencia indigena la situación es más compleja, pues la tensión fronteriza hacienda-co m unidad y la tensión in teré tnic a (que suele expre sarse en la oposición campo-pueb lo) jue gan u n pap el funda mental. Esto determina la emergencia de un tipo de liderazgo externo a la hacienda en el que se combina la tradición de lucha comunal con una amplia gama de contactos y experien-
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tías de tipo sindical y urbano. La forma de lucha predominante en estas regiones es, literalmente, el asedio. Un asedio externo a las fro ntera s de la hac ien da (amenazas, destrucción sim bólica de mojones o linderos, fogatas), que hace huir a los hacen dados, se extiende luego al interior de la hacienda, donde los colonos recogen o destruyen las cosechas de la demesne señorial y resisten el cu m plim ien to de sus turnos de tra ba jo. Los cho ques violentos se producen cuando el hacendado intenta resis tir el asedio y acude a la fuerza represiva local. Ahora bien, es en estas últimas regiones donde se registraron los sucesos más violentos, que la prensa destacó con caracteres alarmantes. En Ayopaya (altos de C och abam ba) se m ovilizaron cerca de 10 000 cam pesinos arm ado s, oblig an do a h u ir a varios patrones y dando m uerte p o r lo menos a dos de ellos, el coro nel José Mercado, de la hacienda Yayani, y José María Coca,, de la hacienda Lajma. El liderazgo interno del movimiento es tuvo en manos de cabecillas indios, que tenían contactos con líderes de otras regiones y con mineros del distrito de Oruro (ifozcí.: 138-141). La crisis de posg uerra estaba pro duciendo en varias regiones una serie de efectos económicos que no podemos evaluar aquí. D ura n te la restaurac ión del “sexen io” (19461952) ellos están vinc ula do s con la crisis m in era y con las masacres blancas o despidos masivos de trabajadores de las mi nas. Al volver a sus lugares de origen, esta masa de desocupados contribuye a aumentar la presión sobre la tierra y a difundir la experiencia organizativa del sindicato obrero, que se injerta en las organizaciones comunales preexistentes. En la reb elión de Los Andes (junio de 1947), com unarios y colonos de la localidad victimaron al propietario de la ha cienda de Tacanoca y a su sobrina. El liderazgo de esta rebe lión estuvo conformado por indígenas miembros de la Federa ción Obrera Local de La Paz, de tendencia anarquista. Su principal dirigente, E steban Q uispe Yucra, vestía uniform e m i litar y se ha cía llam ar “el G enera l” (A ntezan a y R om ero , 1953: 150). La muerte de un mayordomo y un profesorjle la hacienda Anta y el ataque al tren en la ruta Arica-La Paz son los hechos salientes de la sublevación de Pacajes, que se extendió a los cantones de Comanche y Caquiaviri. El liderazgo nuevamente es de tipo comunal y la prensa denuncia la presencia de mi neros de Corocoro y activistas de la f o l . En entrevistas que sos tuve con ex colonos de dicha hacienda, señalaban que los pro
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tagonistas de los sucesos no fueron los colonos sino los comunarios de zonas aledañas que sostenían pleitos con la hacienda hacía varios años. La presencia de la f o l en las sublevaciones de La Paz merece un comentario. Esta organización sindical, de tendencia quista, parece haberse convertido en la principal expresiónanar ur bana del m ovim iento de caciques del A ltiplano paceño. Los sindicatos urbanos afiliados a la f o l eran marginales (tra bajadores de la m adera, culinarias y floristas) y pertenecían al estrato de migrantes rurales. La experiencia de la guerra y la creciente migración a las ciudades facilitaron a estos acti vistas, de origen comunario, adopción de e una ga niz ativa de corte obrero. Esla reve lad or qu el 1estructura de mayo or de 1947, en momentos en que la agitación rural llegaba a su clí max, la f o l de La Paz realizara “un desfile completamente independiente” en el que participaron indígenas afiliados a los sindicatos agrarios auspiciados por la f o l , a quienes se diri gie ron los oradores en aym ara (An tezana y R om ero, 1973:151). f a d (Federación A graria D epa rtam enta l) era el núcleo ru La de ral la f o l y ocupaba un lugar preeminente en esa organiza ción. Sus activistas, caciques y migrantes rurales, recorrían las provin cias del departam ento im pulsando la organiz ación de sindicatos, el desarrollo de huelgas de brazos caídos y la crea ción de escuelas, en lo que constituirá una continuación del program a de los m ovim ientos de 1910-1930. E n efecto, en las f a d en 1947 se retoman las consig rebeliones impulsadasdepor nas del movimiento la la preguerra: abolición del servicio mi litar obligatorio, de la prestación vial y otros impuestos, resti tución de las tierras comunales usurpadas y creación de escue las en los centros de población indígena (ibid.: 148). Pero si bien la naturaleza, objetivos y métodos de lucha en los distintos focos rebeldes del ciclo de 1947 fueron heterogé
neos, la respuesta oficial fue y violenta igual. La rebelión de Ayopaya fue indiscriminada ahogada en sangre por elpor ejército, mediante tropas especiales y bombardeos de la aviación. En Pacajes y los Andes intervinieron fuerzas combinadas de la po licía rur al, el ejército (regimientos de V iacha y G ua qu i) y mili cias civiles organizadas en los pueblos. Centenares de indígenas fueron apresados y enviados a campos de concentración en las regiones tropicales de Chapare e Ichilo, y se iniciaron posam ente varios ju ic ios de responsabilidades contra lospom re beldes.
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LUCHAS C A M PE SIN A S E N BO I.IV IA
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La represión acaba homogeneizando al bloque opositor. Como consecuencia de la derrota del m n r y del movimiento jbrero en la guerra civil de 1949, en las cárceles y en los campos le concentración se mezclan rebeldes indígenas de todo el país :on dirigentes políticos y sindicales movimientistas. Las pri meras células campesinas del m n r surgen de entre los confína los al trópico, y la red de líderes independientes surgida en las ebeliones de 1947 termina articulándose políticamente con el novimientismo, cuya influencia no hace más que crecer a lo argo del sexenio. Por lo menos dos nuevos congresos indígenas ;e realizan en la cla nd estinidad en Potosí y en La Paz, y en jilos ya se hace evidente la filiación m ovim ientista de los p rín gales dirigentes y organizadores. En el último de ellos, realitado en la provincia Pacajes en enero de 1952, se elige como ¡ecretario general de la Central de Campesinos de Bolivia al lirigente Gabino Apaza, quien habrá de desempeñar posterior mente altos cargos en el sindicalismo oficial y en la jerarquía le las milicias campesinas organizadas desde el poder a partir le 1952 (Iriarte, 1979:39-42). La relación del m n r con el sindicalismo pre 1952 esconde, sin embargo, una fundamental ambigüedad. Entre las conclusiones aprobadas en el congreso de Pacajes desaparece toda referencia i la restitución de tierras comunales y se deja ver en cambio :1 paq uete de p rop uestas m odern izadoras del m ovimientismo : creación de mercados de abasto, distribución de cupos de ali mentos, mejoramiento de la educación campesina, freno al con trabando de artículos de primera necesidad, restablecimiento de los Juzgados de Defensa Gratuita para el Indígena y peti ción al gobierno para que realice un estudio de la reforma agraria (Antezana y Romero, 1973:200-201). En ese comportamiento ambivalente puede hallarse el porqué de la total desarticulación entre los dos eventos de masas más importantes del sexenio: la rebelión de 1947 y la guerra civil de 1949. Esta última, dirigida por el m n r y sectores disidentes del ejército y protagonizada por mineros, fabriles, ferroviarios y sectores po pu lares urban os, tuvo u n a pa rticipa ció n cam pe sina marginal. De otro lado, las rebeliones de 1947, pese a su amplia cobertura de contactos urbanos, se mantuvieron aisla das de los núcleos más activos del movimiento obrero organi zado, en especial de los mineros. No habiendo el proletariado construido aún su autonomía de clase, mal podía ofrecer al mo vimiento campesino una propuesta alternativa a la del m n r .
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S I L V IA R I VE RA m o i a
Este sorprendente desfase era, a su modo, una forma medial® zada e incipien te de la alianza obrero-cam pesina. Pero ello it-1 vela también hasta qué punto el m n r com partía con la viejaI casta dom ina nte pun tos de vista fun da m en tales en relación con el cam pe sinado indio. La polític a se seg uirá considerando como un espacio reservado a los sectores urbanos, y las masas rurales serán vistas como receptoras pasivas y sumisas de las propues tas civilizadoras del Estado. A partir de la rebelión de 1947 el m n r se dará a la tarea de organizar estructuras de cooptación y control del movimiento campesino. Cientos de agitadores —obreros, maestros, m igrantes rurales— serán incorporados en este movimiento envolvente. El triunfo revolucionario de 1952 sorprenderá al campesinado indio con el fin de su utopía. Situación del agro en la prerreforma
El censo agropecuario de 1950 puede darnos una idea aproxi mada de la estructura de tenencia de la tierra en la Bolivia prerrevolucionaria. Cerca de 7 000 propietarios (8% en unida des productivas de más de 500 hectáreas) concentraba el 95% de la superficie arable del país, de la cual tan sólo el 0.8% se halla ba cultivada, en tanto que el 69% de unidades productivas con menos de 10 hectáreas concentraban sólo el 0.41% ele la super ficie total, con un área cultivada del 50%. En el estrato inter medio, el 22.5% de las unidades productivas entre 10 y 500 hectáreas ocupaba el 4.5% de la superficie, con un área culti va da del 23.5% (véase cuad ro 2). El latifundio improductivo, basado en el sistema de colonato era la forma predominante de explotación agrícola, ocupando el 44.3% de la superficie cultivada del país y el 9.4% de las un ida de s p rod uc tivas; en segundo luga r estaba n las 3 779 co m unidades libres (3.5% de las un idad es) ,18 con el 26% de la superficie cultivada, y la pequeña producción familiar, con el 65.1% de las unidades productivas y el 18.9% de la superficie cultivada. El arre nd am ien to y la m ed ien a oc up ab an porciones marginales de la superficie, aunque constituían el 19.3% de las unidades productivas (véase cuadro 3). 18 En realidad, las unidades comunidades operan en máscuyo bienseno como unidades d reproducción que como productivas, se desarrolla la actividad de un número desconocido, pero seguramente bastante ele vado, de unidades domésticas de producción que el censo no consigna.
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CUADRO
2
DISTRIBUCIÓN DE LA PROPIEDAD ACRÍCOLA ANTES DE LA REFORMA AGRARIA
Tamaño de las fincas en hectáreas
!----------------Fincas
Área total en fincas (. Hectáreas) %
Ár ea to ta l cultivada ( Hectárea s)
Rel ac ió n úrea %
Núm.
%
Menores de 10
59 988
69.4
132 964
0.41
65 981
10.2
De 10 a 500
19 437
22.5
1467 488
4.48
344 3S5
52.6
6 952
8.1
31 149 398
95.11
243 892
37.2
86 377
100.0
32 749 850
100.00
654 258
100.0
Mayores de 500 TOTAL
(f u e n t e : Ministeri^) de Planificación y Coordinación, 1970:410).
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CUADRO 3 t NÚMERO DE FINCAS, ÁREA TOTAL EN FINCA „ AREA INCASc Y Tq t a l c ------------------------------------------------- --------------------- -
Tipo de tenencia Propietarios (solos) Propietarios (con colonos) Arrendatarios Medieros Comunidades Tolerados Otros TOTAL
Fincas
N ú m .
fincas %
56 259
65.1
8137 13 598 3 033 3 779 617 954
9.4
86 377
N CADA TlPO w t e n e n c i a
'írea /oía/
15.8 3.5 4.4
0.7 1.1 100.0
(f u e n t e : Ministerio de Planificación, 1970:410).
Hectáreas
-¿ra ío/a/ cultivada
%
95 2 6 422
29.1
12 701 077 1 983 765 382 115 7 178 449 105 426 872 596 32 74 9 85 0
38.8 6.1
1.2 21.9 0.3
2.6 100.0
Hectáreas 123 328 290 165 44 467 5 206 170106 1 933 19053 654 258
% 18.9 44.3 6.8 0.8
26.0 0.3 2.9 100.0
S I L V I A r i v e r a
cO g z JO C/>
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El sector terrateniente distaba mucho de ser homogéneo. Si bien en nin gu no de sus estrato s h ab ía logrado vincularse esta blemente con el m ercado externo, existían diversas formas y grados de articulación de la hacienda con el mercado interno. Los excedentes de insumos y alimentos producidos mediante la extracción de la renta-trabajo eran volcados a las concentradones urbanas y mineras, donde la demanda aumentaba con siderablemente por el incremento de la migración rural-urbana en la posguerra. Con excepción de ciertos productos, sin em bargo, no puede hablarse de circuitos de m ercado interno que excedieran los marcos regionales. El típico fenómeno de los mercados precapitalistas, donde regiones excedentarias en cier tos produc tos no p od ían cu b rir la d em an da de regiones defici tarias, y donde la oferta se mantenía rígida por el control que ejercían los terratenientes sobre los precios, configuraba un paisaje agrario sem ejante al “agregado de células rurales aisla das” que describe Josep F ontana (1974) p ara la España del siglo Xix. La conformación histórica de las haciendas en el Altiplano yen otras regiones con alta densidad de población indígena había determinado que el hacendado tuviera un limitado con trol sobre el proceso productivo y se hallara prácticamente ata do a los ritmos y técnicas de la producción familiar tradicional. La extracción de trabajo excedente era posible por la ar ticulación del dominio despótico-paternalista del hacendado con los niveles de autoridad comunal tradicional que tenían vigencia en el interior de las haciendas. La propiedad jurídica sobre la tierra, la raíz colonial de las relaciones de dominación yla presencia simbólica del hacendado en el calendario ritual mediante el cual se organizaba el ciclo productivo dan cuenta del doble carácter de la h ac ien da trad iciona l altiplá nic a. Por un lado, las tierras de la hacienda se hallaban incorporadas en el sistema de aynuqas, dispersas en los distintos microclimas del ecosistema local y sujetas a los ciclos de rotación sincronizada controlados comunitariamente por los colonos. Un acceso adi cional a la tierra y al trabajo campesinos se conseguía mediante la obligación del m an ejo del h ato ga na dero del p at ró n pa ra su pastoreo ro tativ o en pastizales com unes y en las sayañas o parcelas individ uales de los colonos (R ojas, 1978). De otro lido, en virtud de la ubicación del hacendado en la superes tructura jurídica de la comunidad, se hacía posible la contirnidad de una serie de relaciones tr ib utarias (servicio de tu r
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nos de pongueaje, diezmos, veintenas y otras obligaciones) en las que el hacendado oficiaba no sólo de propietario de la tierra sino de representante del Estado y heredero de privilegios co loniales. Sin embargo, el control despótico que el hacendado mante nía por esta doble vía sobre la fuerza de trabajo no se expre saba en una capacidad de ampliar su control sobre la tierra de la demesne señorial. En un estudio realizado en la década de 1940 por Celso Reyes en 48 haciendas del Altiplano central, vemos que la superficie bajo control de la hacienda no excedía u n prom ed io del 10% de la tie rra cultivada, llegando en el m ejor de los casos al 18% en la pro vincia Omasuyos (Reyes 1946; Rojas, 1978). Las opciones económicas abiertas al hacendado en el frente interno de la hacienda eran, pues, extremadamente limitadas. El nivel de la renta se mantenía relativamente estable, y la posibilidad de ad ap tar los volúm enes de producción de la ha cienda a la curva ascendente de la demanda regional de insumos y alimentos eran casi nulas. El hacendado compensaba estas limitaciones mediante dos mecanismos complementarios en su frente exte rno: el monopolio comercial sobre los exceden tes de la producción parcelaria de colonos y comunidades libres aledañas y la especulación y/o hipoteca de tierras para la ob tención de pequeños capitales que se invertían fuera del sector agrícola, que ya fueron mencionados. En las dos últimas déca das del poder oligárquico estos mecanismos se habían resque brajado por el creciente m onopolio m inero y com ercial en ma nos de la gran empresa nacional y extranjera. La hacienda se había convertido en el refugio de un empresariado fracasado y empobrecido, cuyo único patrimonio era la tierra y el don del señorío. Hacia fines de la década de los cuarenta los terra tenientes del Altiplano confrontaban una aguda situación de crisis económica para la cual no parecían vislumbrar ninguna salida que implicase el desarrollo de las fuerzas productivas. La hacienda de los valles cochabambinos presenta características contrastantes. Predominaban sistemas de tipo transicional como el arriendo y la aparcería y en algunas regiones se ha bía n im pla nta do formas m ixtas de salario (Camacho Saa, 1970). En el valle alto el sistema de colonato todavía era vi gente, aunque funcionaba con menos rigidez que en el Alti plano y no estaba articulado con rela ciones tributarias. La gran demanda de tierras agrícolas, las prácticas de herencia, la ar
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ticulación comercial y el crecimiento demográfico llevaron a las haciendas a una creciente subdivisión, que data por lo menos de fines del siglo xvm. En los orígenes históricos de la hacienda valluna es determinante su vinculación con el mercado interno generado los de ciclos de expansión minera, que pudo tituirse a por pesar la larga contracción económica delrecons siglo xix (al respecto, véase Larson, 1978). Tanto en el valle bajo como en el valle alto estos fenómenos habían dado origen a un importante sector de pequeños productores mercantiles inde pendientes (piqueros) que com petían con los hacendados en el aba stecim iento a los centros urb an os y m inero s (Dandler, 1969; Camacho, 1970; Pearse, 1975). Los terratenientes habían perdido el control sobre los circuito s comerciales regio nales, y tanto colonos y aparceros como productores libres podían co mercializar su producción directamente en la red de ferias y mercados locales. La competencia planteaba una presión muy fuerte sobre los hacendados del valle y la mayoría no se hallaba en condiciones de enfrentarla exitosamente. La modernización de algunas haciendas y la estagnación o colapso de la mayoría (icf . Pearse, 1975) son un a res pu esta tar d ía a la crisis del sector terrateniente cochabambino. Sin embargo, la situación de crisis por la que atravesaba la hacienda no determinó mecánicamente la necesidad de una salida por la vía de una reforma agraria redistributiva ni la forma quesobre estelaproceso vía de —que la modernización selectiva base de tomaría. la renta La diferencial se manifes taba ya como tendencia en el caso de los valles cachabambinos— era sin duda una vía posible, y de hecho fue la vía dominante de disolución de la hacienda tradicional en otros países latino americanos (véase, p. ej., Guerrero, 1978). El que aquí la ha cienda haya tenido que ser arrasada para abrir paso al desa rrollo capitalista en la agricultura muestra cuán presente esta ba ya en la historia la v oluntad colectiva de la m asa cam pesin a y cuánto irían a depender las cosas de sus actos.
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II. LA PAX REVOLUCIONARIA
La Revolución es lo que ha de venir bien a todos. Es como el Viejo Cóndor de los altos cerros con su penacho blanco y que nos ha de cobijar a todos con sus preciosas alas . . . ( f r a n c i s c o c i iip a n a r a m o s , 1945). En los campesinos ya no habrá sublevaciones indigenales, porque los indígenas tendrán una ley que los ampare, (a n t o n i o á l v a r e z m a m a n i , ¡953).
Jacobinos burguesía, popular los dirigentes del m n r de acaban en la cresta de lasininsurrección más importante la historia bolivia na contem poránea. Su resultado pareciera desproporcio nado con respecto al programa de reformas que portaban los vencedores: para imponer la ampliación de la esfera estatal de la econo m ía (nacionalización de las m in as ), la destrucción de las relaciones feudales en la ag ric ultu ra (reform a agraria) ydem la ocracia incorporación campesinado en el ámbito ele form al del (voto universal)indígena los insurgentes había n la te nido que desmantelar completamente el Estado oligárquico, destruir físicamente su aparato represivo e imponer la capitu lación material de todo el viejo orden. La clase media del partido, que se sentía imbuida de la mi sión histórica de convertirse en “burguesía nacional” termina así un rumbomenos burgués a un movimiento todosimponiendo habían participado la burguesía. La lucha donde popu lar se canaliza entonces a servir de sustento a una forma de dominación estatal bonapartista, que no tardará en generar profundas contradicciones internas. U na prim era m odalidad en volvente de control de las fuerzas populares desatadas es el auspicio a su organización desde el Estado. Sindicalización masi va y milicias obrero-campesinas serán la forma contundente del nuevo poder de las masas en la arena política posrevolucionaria. Pronto, sin embargo, el modelo de acumulación propuesto por el m n r , que se sustentaba en la ampliación del mercado in terno, la sustitución de importaciones alimentarias y la creación de una burguesía incubada en la protección estatal, mostrará los primeros indicios de deterioro a través del resquebraja m iento del pacto, social q ue le servía de base. El movimiento obrero, en princip io a plas tad o po r su pro p ia victo ria (Zavaleta, 1977), sentirá cada vez más agudamente que su presencia prota-
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C A M PE SIN AUna S EHistoria N BO LIVIAdeLasLuchasCampesinasen Bolivia-SilviaRivera1-8slid... 1 5/28/2018 LICHAS Apuntes Para
gónica en la destrucción del Estado anterior había concluido en un paradójico resultado: de la sobreexplotación de las empresas privadas a la “explotación ju sta” del Estado-patrón. La ilusió n corporativa del control obrero con derecho a veto ocultará mo mentáneamente esta evidencia, mientras su presencia resulte aceptable dentro del nuevo proyecto. Las primeras confronta ciones abiertas del movimiento obrero con el gobierno, a raíz de la estabilización monetaria de 1956, se verán sin embargo mediatizadas por la fluidez con que el partido y el propio mo vimiento reconstituyen las alianzas en el período 1956-1962. De ahí que resulte posible, bajo la égida del pragmatismo de Paz Estenssoro, recuperar así sea momentáneamente la confianza del movimiento obrero a través de la figura vicepresidencial de Lechín en las elecciones de 1960. Paralelamente, el movi miento campesino se va convirtiendo en un capital político en disputa para las distintas facciones del polifacético m n r . En el criterio de que el peso numérico es la cualidad política funda mental, todo conflicto tiende a resolverse apelando al respaldo de la montonera rural. Este papel no será asumido en forma homogénea o exenta de contradicciones por el campesinado, pero de cualquier m odo p erm itirá la supervivencia del nuevo Estado por encima de los primeros quiebres del bloque popu lar que lo sustentaba. El prebendalismo, la formación de clien telas y el desmoronamiento caudillista del movimiento campe sino forman la trama de una cooptación sin hegemonía, sumida en violentas luchas faccionales. Guevara arma una disidencia en la derecha; Lechín arma la suya en la izquierda. El centro pragmático se desplaza, p ara no dejar dudas, al núcleo más orgánico de la penetración imperialista en el Estado: el ejér cito reconstituido en 1953. La base en disputa del movimiento campesino es entregada así a la labor de Acción Cívica de las Fuerzas A rm adas (que ju n to con D esarrollo de C om unidades son las piezas clave del asesoramiento político norteamericano en materia agraria), y surge la figura paternal del general Ba rrientos como restaurador de la revolución y pacificador del campo y de las minas. Se consuma así la segunda y esta vez definitiva ruptura del movimiento obrero con el Estado. Desde el congreso de Colquiri en 1962 esta ruptura había sido manipulada por el m n r mediante el desplazamiento de los conflictos hacia el terreno de las confrontaciones obrero-cam pesinas. B arrientos opera sobre este terreno abonado, conclu yendo la labor de subordinación pasiva del campesinado hacia
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un Estado cuya ideología oficial es despojada de toda retórica obrerista. La institucionalización de este control será el Pacto M ilitar-C am pesino , que ju n to con el llam ado Sistema de Mayo19 inauguran la fase autoritaria de la revolución nacional. Veamos ahora con algún detalle la p articip ac ión del movimien to campesino en estos procesos mediante el análisis de tres si tuaciones regionales diferenciadas. El caso de Ucuren a
La zona de Ucureña, en el valle alto de Cochabamba, fue des de la década de los treinta un importante foco de irradiación de las actividades sindicales. Hacia fines de 1952, los sindicatos de Ucureña habían “tomado en sus manos el comienzo de una redistribución agraria cuya influencia se extendía rápidamente" (Dandler, 1969:113). Ucureña se convertía en una zona de alta p rio rid ad p ara el gobierno, no sólo p o r la urgencia de controlar los posibles desbordes de este proceso, sino porque la red de sin dicatos existentes resultaba una base promisoria para la organi zación de estructuras amplias y representativas que pudieran ca nalizar el apoyo campesino de toda una región. De este modo, en Cochabamba se formó una de las redes más tempranas de intermediarios políticos para el gobierno y surgieron los primeros líderes de importancia nacional en el valle: Sinforoso Rivas, un militante del m n r y activo sindicalista minero de Catavi, y José Rojas, vinculado al p o r e indiscutible líder de las sindicatos de U cu reña en el valle alto (D an dler 1975a: 14). Con apoyo del Ministerio de Asuntos Campesinos, Rivas esta bleció la Federación Cam pesina en el valle bajo, en tanto que Rojas asentaba su poder en los sindicatos del valle alto, constru yendo un liderazgo con base en el carisma personal, asesoramiento de la izquierda y la trayectoria precursora de Ucureña (Dandler 1971:148). El estímulo que inicialmente dio Rojas a la acción directa de recuperación de tierras contrasta con la form a bu roc rática co n q ue Riva& pla n tea b a el problema: de la expropiación a los terratenientes. En clara vinculación con las consignas de la c o b , Rojas sostenía: “la única solución del problem a indígena es la nacio nalización de las tierras sin in19 Sergio Almaraz ha acuñado esta frase para caracterizar las concesiones económicas y políticas al imperialismo norteamericano y las masacres mi neras fueron su resultado.
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demnización y su entrega inmediata a los campesinos... Todas las modalidades reivindicatorías se resumen en la consigna de ocupación de las tierras lanzada por la masa campesina y ya realizada en algunas regiones” (Iria rte, 1979;42). En una ycoyuntura para disputas la consolidación nuevo gobierno, en mediocrítica de agrias internas endeltorno al curso que debía seguir la reforma agraria, la acción de tomas directas de tierra amenazó con desbordar las posibilidades de control gubernamental. En enero de 1953 Rojas toma control de la Federación regional con apoyo de la c o b , Lechín y el p o r , y provoca una crisis que obliga al gobierno a abandonar mo mentáneamente pretensiones subordinación burocrática del movimiento sus de los valles. En deabril de 1953, cuatro meses antes de la aprobación del decreto de reforma agraria, el m n r es presionado a confirmar las tomas de tierras en Ucureña y en todo el valle, con lo cual contribuye a consolidar el liderazgo de Rojas. El siguiente paso será la cooptación, a través de un abrumador despliegue de concesiones personales, en una esca ladaunpolítica acabará convirtiendo dirigente de es Ucureña en sumiso que funcionario. A partir de al1953, en que legiti mado desde arriba como líder regional, pasa a ser dirigente departamental en 1954, diputado entre 1956-1958 y ministro de Asuntos Campesinos en 1959. Luego retoma su liderazgo regio nal, y vuelve a ser ministro en 1964, pero ya como partidario del general Barrientos (Dandler 1975b). Como efecto esta política, se formaron enrivales los valles de Cochabamba dosdedominios político-territoriales con per manentes intentos de intervención de un líder en el campo de influencia del otro. En uno de estos intentos, Rivas logró intro ducir a uno de sus seguidores en la central de Cliza, colindante con el centro de dominio de Rojas en Ucureña. Entre ambas localidades se generó un sangriento y prolongado conflicto que duró de 1960 afaccional 1964 y entre dejó un saldo de cientos La violencia Cliza y Ucureña vinodea víctimas. expresar un cúmulo de contradicciones. La fricción entre pueblo rural de interm edia rios (Cliza) y cam po (Ucureña) se com binó con la competencia entre fracciones políticas rivales en la cúspide del m n r . Por otro lado, la heterogeneidad del campesinado emergente del proceso de parcelación de las haciendas marca ba ya la en tendencia n a crecie nte tern a que operaba términosa uregionales. Estediferenciación fenómeno seinexpresaba, en forma un tanto difusa, en pugna por el control de los nuevos
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espacios mercantiles abiertos a partir del colapso del sistema de la hacienda. Si bien los terratenientes del valle no contro laban totalmente las redes mercantiles regionales, a partir de la reforma agraria se acentuaron las tendencias a la reestruc turación del espacio mercantil, siguiendo las líneas del poder político-sin dical de las distintas fracciones del cam pesinado cochabambino. Un elemento adicional fue el sistema de cupos o cuotas de artículos de primera necesidad, que el gobierno cana lizaba a través de los sindicatos para subsanar la crisis de abastecimiento que se produjo a partir de la reforma agraria. Tanto las ferias campesinas como el control de los cupos eran así espacios de aguda competencia política y fuentes de canali zación de recursos que incidían en la formación de lealtades polític as y liderazgos locales. Los mecanismos políticos que desencadenaron la violencia entre Cliza y Ucureña merecen una descripción más detallada. La crisis se agudizó en la campaña electoral de 1960, que entrentó a los candidatos Paz Estenssoro y Guevara Arze. En prepara ción a las elecciones nacionales, se presentaron dos candidatos a las elecciones sindicales de la Federación Departamental. Mi guel Veizaga, que representaba (al menos coyunturalmente) las bases de apoyo a Guevara y tenía su sede en Cliza, y Miguel Intu rias, q ue co ntab a con el apoyo de José Ro jas (ministro de Asuntos Campesinos) en Ucureña y representaba la opción Paz Estenssoro-Lechín. El triunfo de Inturias parece allanar el camino para la victoria de Paz en las elecciones nacionales. Pero en el contexto preelectoral, los enfrentamientos entre Cli za y Ucureña pasan rápidamente de las proclamaciones a los choques arm ado s (D an dler, 1975b:36-38). La lucha du ró varios meses, hasta que Cliza fue declarada zona militar en 1960. Una vez en la vicepresidencia, Lechín intentó afianzar sus contactos con el sindicalismo de los valles aprovechando la intensa lucha de facciones existente. Se alió con Veizaga contra Inturias y el pazestenssorism o, a tiem po de lograr im portantes avances en otras federaciones departamentales, y logró controlar efímera mente la Confederación Nacional. Paz respondió con la crea ción de una confederación paralela y la vigencia temporal de dos organismos nacionales, uno de ellos controlado por Lechín (Dandler, 1975b). A partir de ese momento, Lechín y el sector de izquierda son despojados de todo reconocimiento oficial y sus bases de apoyo son sistemáticamente desmanteladas. En este proceso, Paz recurre crecientem ente al ejército y utiliza una
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retórica fuertemente anticomunista en sus relaciones con el movimiento campesino. Las intervenciones cada vez más fre cuentes del general Barrientos en el valle cochabambino aca ban p o r estructurar u n a red de organizaciones y directivas barrientistas, con lo cual el ejército am plía su radio de acción autónoma frente a l debilitado y fragmentado m n r . Con los des pojos de la revolución de abril firm em ente controla dos, Ba rrientos asume el poder en noviembre de 1964 y concluye la tarea de fragmentar y someter coactivamente al movimiento campesino de los valles y de todo el país. El caso de Achacachi y el Altiplano
En las postrimerías del régimen oligárquico la alianza entre terratenientes e intermediarios rurales de los pueblos altiplánicos (en aym ara q ’aras o mistis) se fue re sq ueb rajan do . Am plios sectores de vecinos de los pueblos pasaron a engrosar las filas del bloque antioligárquico y acabaron vinculándose al m n r . De otro lado, la prolongada lucha antilatifundista había generado un estrato de dirigentes comunales que constituía una potencial red alternativa de contactos rurales p ara el gobierno. El manejo de estos dos espacios de demanda política en el Altiplano muestra muy bien las ambigüedades del m n r . Por un lado, dirigentes de la lucha comunal como Antonio Álvarez Mamani (de Sica - Sica) desde y G abarino en Pacajes) son cooptados rib aApaza en la (del estruayllu ctur a Paasa sindical montada por el Ministerio de Asuntos Campesinos. Por otro lado, se promocionan también dirigentes del estrato q’ara y se forman clientelas políticas que reproducen la cadena de domi nación ciudad-pueblo-campo y permiten a gamonales y comer ciantes el acceso a puestos clave dentro de la estructura sindi cal. La facilita cooptación de escasa dirigentes e imposición de seudodirigentes se por la tradición de organización sindical en las haciendas antes de 1952. En los últimos congresos indí genas del sexenio, digitados abiertamente por el m n r , se vio ya la contradicción existente entre las reivindicaciones del movi miento comunario y las proyectadas reformas del nacionalismo. Por ello, luego del triunfo de abril, en haciendas y comunidades prevaleció u n a actitud expectante y suspicaz. El gobierno se dio apasiva, la tarea de organizar desde arriba una base de apoyo en el A ltiplano, en u n afán de controlar las
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movilizaciones de los valles y oponerles directivas conservado ras (Albó, 1979:6). E n la estru ctu ra sindical subsistirán por ello, con mayor fuerza que en los valles, elementos clientelistas y resabios serviles que escondían las fricciones interétnicas sub sistentes detrás de la retórica integracionista del nacionalismo revolucionario. En el proceso de organización sindical de Achacachi se pre sentan dos hechos significativos. Las primeras zonas en orga nizarse son una comunidad y una hacienda, que pronto desa rrollan una fuerte rivalidad por el control de la organización sindical regiona l. El conflicto entre W arisa ta (comunidad) y Belén (hacienda) era u n a a ntig ua pelea de linderos caracte rística de la situación altiplánica anteriormente descrita, y ten dría consecuencias importantes en la fragmentación del movi miento campesino durante el período del m n r . Por otro lado, los dirigentes surgidos en Achacachi, aunque de origen campe sino, er an “vecinos” qu e pa rtic ipab an (si bien en el estrato más bajo) de la estructura de dominación pueblo-campo en la prerreform a. Así, P aulino Q uispe (alias el W ila Saco), de ori gen campesino, había migrado en su juventud a Cochabamba y a su retorno se había establecido en el pueblo de Achacachi. Toribio Salas y Luciano Quispe eran también artesanos avecin dados en el pu eb lo (Albó, 1979:7). Estos dirig en tes con taro n ini cialmente con todo el apoyo del gobierno y centraron sus activi dades en Belén y otras haciendas de la región. Pese a ello, el desarrollo de la organización sindical de base resulta lento y difícil. Sólo después de la firma del decreto de reforma agraria los colonos se movilizan, organizan milicias armadas y comien zan a asediar a los terratenientes para expulsarlos de la región. En este proceso se consolida el liderazgo de Toribio Salas y Wila Saco, que pronto deriva en formas caudillistas de conduc ción de la lucha campesina (Albó, 1979:8). Entre 1955 y 1963 estos dirigentes desarrollaron un poder omnímodo en el pueblo de Achacachi, asumiendo funciones de jueces, notarios, recau dadores de impuestos, etc. Su permanente actitud de belige rancia contra los hacendados y los vecinos más prominentes del pueblo obligó a h u ir a la m ayoría de ellos, pero el problema jurídico de la expropiación de los latifundios permaneció es tancado en la interminable maraña de negociaciones y trámites de las oficinas de reforma agraria. En la mayoría de los casos, el problema no se había resuelto hasta fines de la década de los cincuenta.
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Quizás el efecto más importante, aunque menos visible de este liderazgo regional, fue su contribución al desmántelamiento de la estructura monopólica del mercado controlado por los terratenientes en la prerreforma. Sólo en el Altiplano norte, se formaron más de 30 pueblos nuevos y un número quizás doble de ferias campesinas a p a rt ir de la refo rm a ag raria (Albo, 1975). La reestructuración de los circuitos mercantiles seguía, como en el caso de Cochabamba, las líneas del poder político' local de los sindicatos agrarios. Sindicatos y milicias pueden verse, desde esta óptica, como la protección armada al proceso de mercantilización de la producción familiar campesina en el Altiplano, en un contexto en que la intensa migración ruralurbana ampliaba considerablemente la demanda alimentaria. Este proceso no tardaría en desembocar en la formación de nuevos monopolios comerciales zonales, que expresaban las nue vas tendencias de diferenciación interna del campesinado, me diatizadas por rivalidades político-sindicales regionales. Detengámonos ahora brevemente en la descripción ele los principales hitos de la política sindical en Achacachi. U na vez consolidado el dom inio re gio nal de Salas y el W ila Saco éstos se convierten en intermediarios para la canalización de servicios y recursos del Estado hacia el campesinado, y en articuladores de las presiones campesinas hacia el Estado. La táctica de la movilización campesina se asemeja aquí al asedio practicado contra los terratenientes en la prerreforma. Por medio de con centraciones armadas y de amenazas de violencia, los caudillos sindicales expresan un modo de presencia en la estructura de poder que no exige grandes propuestas program áticas, pero que define eficazmente los términos de su incorporación al proyecto del nacionalismo revolucionario. Así, cuando el gobierno de Siles designó al ex gamonal Vicente Alvarez Plata como ministro de Asuntos Campesinos, se enfrentó con la cerrada oposición del movimiento sindical campesino, especialmente en Achaca chi. La presión llegó al punto de obligar a la renuncia de Álvarez Plata y a la designación de José Rojas, el dirigente sin dical en Ucureña, como nuevo ministro en 1959. Álvare? Plata se dio entonces a la tarea de formar sindicatos paralelos y a promoverse como líd er campesino con apoyo del gobierno. Es tas maniobras complementan lo que en el frente obrero fue el intento divisionista de la c o b u r . En un episodio aún no total mente esclarecido los campesinos de Achacachi, comandados por Wila Saco, emboscaron la movilidad en que viajaba Álvarez-
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Plata y le dieron muerte. Por su parte, los mineros de Catavi y Siglo XX pusieron fin al experimento de la c o b u r victimando al dirigente que el gobierno había impuesto en el sindicato de H u a n u n i. Estos episodios —en los que op era u n a tácita alianza entre los dirigentes de Achacachi y la c o b — se revelan como actos de autodeterminación del movimiento sindical fren te a la amenaza de subordinación y control por parte del Es tado. Sin embargo, son actos de naturaleza instintiva y confusa. Operan como afirmaciones meramente simbólicas de autonomía sindical, que no es aún independencia de clase. En Achacachi el manejo caudillesco de la montonera campesina para asediar al Estado terminará en un paulatino distanciamiento entre líderes y bases y en una regresión localista del propio movimiento sin dical. Estas tendencias se evidencian en la pugna electoral de 1960 y en el vacío de poder que van dejando los dirigentes, que Paz Estenssoro aprovecha para socavar su respaldo de base y fus tigar sus alianzas con los “comunistas” de la c o b . La promo ción de nuevos líderes, la incitación a luchas faccionales, la corrupción de dirigentes medios y muchos otros mecanismos fueron utilizados con este propósito. En el congreso sindical de 1963, au n qu e Salas y el W ila Saco seguían ligados al sec tor de izquierda y a Lechín, su relación con la base de apoyo local se había deteriorado tanto que acabaron expulsados vio lentamente de la región (Albo, 1979:14). Para las elecciones de 1964 resurge con violencia la rivalidad entre Warisata y Belén, que deja un saldo de varios muertos y heridos y culmina con la estructuración de direcciones sindi cales adictas al entonces candidato vicepresidencial general Barrientos. En estas pugnas intervienen ya abiertamente ex gamo nales del pueblo de Achacachi, que buscan restaurar sus pri vilegios con el colapso del movimiento sindical de la región. Uno de ellos queda confirmado desde arriba como dirigente de la central sindical, y el movimiento sindical de Achacachi termina subordinado, luego del golpe de Barrientos, al Pacto Militar-Campesino. El caso del norte de Potosí
El norte de Potosí es una región donde el predominio de ayllus o comunidades originarias de gran escala contrasta con la exis
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tencia de los más grandes complejos de la minería nacionali zada en el país (H arris y Albó, 1976). N i la ex pa nsión de la hacienda ni la proximidad de los complejos mineros lograron disolver la estructura jerárquica de segmentos duales de los ayllus de puna, su red interna de alianzas, o el control que los núcleos de altura mantienen sobre tierras del valle, que ha sido descrito por J. V. Murra como el “control vertical de múltiples pisos ecológicos” p ara el caso de los L up aqa del siglo xvi (M u ña, 1972; Platt, 1976). A pesar de este vínculo interecológico, valle y puna en el norte de Potosí están claramente diferenciados y han tenido un desarrollo histórico distinto. En los valles se asentaron desde tiempos coloniales algunas haciendas, pero las dificultades de comunicación acabaron por marginalizarlas de los circuitos de mercado interno generados en los ciclos de expansión mi nera. En la puna, en cambio, a pesar de la mayor proximidad a los centros de de m an da alim en taria, la hac iend a no logró nunca ganar la batalla a las comunidades. Éstas mantienen un fuerte sentido de identidad que se expresa en diferentes nive les y contextos, desde la unidad de residencia o ayllu mínimo, hasta el conjunto territorial o segmento dual máximo (Aransaya o m itad de arriba, U rinsaya o m itad de abajo) (Pla tt, ms.). Ello genera una estructura de alianzas y oposiciones seg mentarias con múltiples expresiones organizativas y rituales. Una de ellas es el tink u (quechua , lit. = enc ue ntro) o pelea ritual en la que se enfrentan en fechas predeterminadas los miembros de las dos mitades de cada ayllu, o bien ayllus perte necientes a dos mitades mayores. Veremos más adelante cómo incidió la política del m n r sobre estas formas de oposición ritual. La organización sindical del campesinado del norte de Potosí fue tardía y tuvo vigencia únicamente en el valle, donde la pre sencia de terratenientes y el dominio comercial y político de los pueblos tradicionales había sido fuente de grandes con flictos en la etapa prerrevolucionaria, como la rebelión de Chayanta en 1927. Con el advenimiento de la revolución, la situa ción permaneció estacionaria, hasta que activistas de origen minero se dieron a la tarea de movilizar y organizar sindicatos en los valles. La culminación de estas tareas de agitación fue el saqueo del pueblo de Acacio en 1957 bajo el mando de Narciso Torrico, un militante del m j m r de origen cochabambino, que había sido activo sindicalista minero desde la época de Villa-
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rroel. Este dirigente logró establecer la primera federación •campesina en la provincia de Charcas, convirtiendo su activi dad sindical en un virtual asedio sobre el pueblo-capital de San Pedro de Buena Vista. Atemorizados por la permanente ame naza de Torrico y sus milicias armadas y disgustados por la “usurpación” que hacía de cargos que siempre habían sido ocu pados por la élite pueblerina como el de subprefecto o alcalde, los vecinos de San Pedro organizaron una emboscada, asesina ron a Torrico, y en lo que resulta una reminiscencia de prácticas coloniales, expusieron su cabeza como trofeo en la plaza del pu eblo d u ra n te varios días (H arris y Albó, 1976:39'). En repre salia, los sindicatos saquearon el pueblo vecino de Torotoro ■en junio de 1958, y finalmente atacaron San Pedro en agosto d e l m ismo año. E n el a taq ue p ar ticip ar o n unos 2 000 campesi nos de la región, con el apoyo de casi un centenar de campe sinos de Ucureña. El enfrentamiento dejó un saldo de varios muertos y heridos y una situación de intranquilidad en toda la región, que se acentuó con el saqueo de Carasi en octubre del mismo año, y con incidentes similares en los pueblos de Arampampa y Yambata. Finalmente, una de las varias comi siones enviadas por el gobierno pudo sellar un acuerdo con los sindicatos beligerantes, con base en la aplicación efectiva de la reforma agraria. Pero la violencia no terminó ahí; una serie de enfrentamientos, venganzas y contravenganzas entre los dis tintos líderes sindicales y sus bandas armadas cobró aún nume rosas víctim as (H arris y Albó, 1976:44-45). El sindicalismo de los valles norpotosinos tiene características sui generis. El liderazgo exter no (ex m ineros, activistas del m n r ) •o in tern o (ex colonos, kan tu-runas),20 se super pone a u n movi miento espontáneo y masivo, pero no emerge de él, aunque logre expresar momentáneamente sus reivindicaciones. De otro lado, las contradicciones de que este movimiento es portador t í o se ago tan con la red istrib ució n de la tierra . El asedio y saqueo a los pueblos como forma dominante de la acción co lectiva revela la ausencia de mediaciones característica del en frentamiento^ de castas q ue subyace en la oposición campo pueblo. Los caudillos sindicales adoptan así la figura vengativa y autosuficiente del bandolero social, con escasos vínculos or Kantu-runa: runa(borde, en quechua, lit. Se= usa gente; quechuización la 20 voz castellana canto m arg en). parakantu, designar a los comu- d narios marginados de sus ayllu, que se establecen en los pueblos o en las fronteras territoriales de las comunidades del norte de Potosí (Platt, ms.).
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gánicos con la base, pero con una adhesión y respaldo masivos basados en el prestigio y eficacia de sus acciones punitivas. En este sentido, sólo metafóricamente puede hablarse de movimien to sindical; el sistema de autoridades tradicionales de los ayllu prevalecía en el ordenam iento deestructurar la vida cotidiana, y los d iri gentes sindicales no lograron una modalidad de organización alternativa que fuese más allá del reclutamiento momentáneo de la banda armada de seguidores. No existió, como en el caso del Altiplano, una forma de mediación o de fusión entre ambas modalidades organizativas. No resulta ex traño, por ello, que a la hora de la pacificación militar barrientista, los fuesen despojosfácilmente del movimiento sindicala de valles norpotosinos subordinados la los estructura vertical de los aparatos oficiales. En las zonas aledañas a las minas estos procesos se desarro llaron de distinta manera. Es en la puna donde tiene mayor vigencia la organización jerárquica de los ayllu en sus distintos niveles, qu e se exp resa en m últiples contextos rituale s (Platt, 1976). El tinku practicado, tiempos prehispánicos, entre es distintos ayllusprobablemente y mitades del desde vasto territorio que antaño formaba parte de la federación Charca. Los ayllu Laymi y Jukumani, cuyo dominio territorial colinda con el complejo minero de Catavi-Siglo XX, participan en el tinku en varios momentos del calendario ritual anual. Hacia fines de la década de los cincuenta esta pelea adquirió contornos especialmente violentos, las manipulaciones campesino debido —W ilge aNery, vecino del puebde lo un de seudodirigente U nc ía y m ili tante del m n r — en un momento en que las relaciones entre gobierno y movimiento sindical minero entraban en creciente tensión. Nery, en estrecho contacto con los sectores más reac cionarios del gobierno y con asesoramiento norteamericano, co menzó a armar a los Jukumani contra los Laymi, y a lanzar amenazas de ataquelosarmado las apoyo minas “comunistas”. En actitud defensiva, Laymi contra buscaron en los sindicatos mineros. La agudización del conflicto entre ambos ayllu se convirtió en un sangriento enfrentamiento en el que murieron aproximadamente 500 comunarios de ambos bandos en el año 1962. En uno de estos enfrentamientos Nery fue muerto por un grupo de mineros, quienes descubrieron un plan de ataque a las minas que debía ser 1976:48-50), la culminación de la pelea LaymiJukumani (Harris y Albó, en un contexto en que las relaciones entre el sindicalismo minero y el gobierno habían
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pasado de la tensión a la ru p tu ra abierta (congreso de Colquiri). Con el golpe militar de Barrientos y la sangrienta pacifica ción del campo y de las minas, el movimiento campesino las zonas altas norpotosinas cayó enteramente bajo control de guber namental. El capitán Zacarías Plaza, principal responsable de la masacre de San Ju a n en 1965, fue elegido dip u tad o con base en apoyos manipulados de los comunarios de la región. Desde en tonces, esta zona ha sido el tradicional sustento de regímenes antiobreros y semillero de seudodirigentes campesinos, que rei teradamente han ofrecido armado Aal raíz gobierno sus acciones represivas contra apoyo los mineros. de la en huelga minera de 1974, el gobierno introdujo un cuartel en el corazón de la zona minera, valiéndose de un supuesto pedido “uná nime” del campesinado norpotosino para la realización de obras de Acción Cívica de las Fuerzas Armadas. La situación del norte de Potosí permite ver con especial claridad finalidades del control campesinolaspor el Estadoestratégicas en 1952. Desde fines del del movimiento período del m n r , esta manipulación se hizo evidente en todas las regiones del país, pero el gobierno puso especial cuidado en promover un tipo de liderazgo caudillista y vertical en las regiones ale dañas a las minas, canalizando a través suyo una serie de accio nes paternalistas del Estado para mantener al campesinado ais lado la fracción másimportantes combativa efectos del proletariado Este de aislamiento tiene materialesboliviano. para el desarrollo de los movimientos reivindicativos de las minas, ya que se combina eficazmente con el cerco militar y el corte de abastecimientos en las pulperías de las empresas nacionalizadas que son las modalidades dominantes de represión a las huelgas mineras. Una serie de factores condicionantes —como la ausen cia de una sindicaly en región, las fricciones interétnicas entretradición mina y campo laslacontradicciones entre sistema de autorida d tradiciona l de los ayllu y sindicato agrario— han contribuido sin duda a la eficacia de este tipo de acciones. Al aislamiento ideológico del proletariado disidente se sumó así, en el período barrientista, una situación de asedio físico que sólo recientemente ha comenzado a romperse.
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Elementos para un balance
En las páginas anteriores hemos visto, a través de un análisis de tres casos representativos, las distintas fases por las que atra vesó el movimiento campesino boliviano desde 1952. En una primera fase cristaliz a u n m ovim iento reivindicativo amplio, combativo y centrado en torno a la lucha por la tierra. En este movimiento se expresan, sin embargo, otras dimensiones, que la centralidad de la lucha por la tierra eclipsa momen táneamente. La destrucción armada del latifundio es también la ruptura del dique de contención que éste había colocado entre la producción campesina y el mercado. En el caso de Cochabamba habíamos visto ya que el proceso de sindicalización y movilización campesina había contribuido a una re estru ctu rac ión del espacio m ercan til cuyos an teceden tes inmediatos se encuentran en la aguda competencia entre producción m ercantil cam pesina y producción de la hacie nda, que había llevado a ésta al borde de la crisis. También en el caso de Achacachi se hace visible en la posreforma un proceso de creciente mercantilización de la producción campesina. Es preciso recordar que u n a de las m ovilizaciones campesinas más importantes de la región se había desarrollado en torno a la defensa de una feria rural que los campesinos habían logrado establecer en la déca da de 1920 (véase n o ta 8, y Rivera, m s.). Con el campesinado en armas, ya no sería posible para los ha cendados destruir las ferias campesinas, como lo habían hecho en 1931 en Achacachi. Finalmente, la movilización campesina en esta fase testimonia también un cuestionamiento violento a las formas estamentales de dominación de la élite criolla asentada en los pueblos sobre la masa indígena sometida a múltiples mecanismos de opresión colonial. Así, el poder de violencia simbólica de la dominación pueblo-campo en los valles norpotosinos es contestado con la violen cia —en gr an m ed ida tam bién simbólica— del asedio a rm ad o de m ilicias y sindicatos sobre los pueblos. De este m odo se busca d estruir las intocadas estruc turas del gamonalismo rural, las cuales buscan sobrevivir incor porándose, ellas mismas, al nuevo proyecto estatal. De este modo, la invasión o recuperación de tierras se com bina con formas de lucha típic as del período an terior y en este proceso el cam pesinado rep lantea sus rela ciones con el con junto de la sociedad, definiendo el m odo de su incorporación en la nueva estructura política surgida en 1952.
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Esta fase culmina con el establecimiento de estructuras de mediación entre el movimiento campesino y el Estado (cf. Bartra, 1976), cuya manifestación externa es la formación de un aparato sindical paraestatal crecientemente controlado por el MNR. Esta fase puede caracterizarse entonces como un proceso de subordinación activa del movimiento campesino al Estado, don de el primero actúa como sujeto histórico y es capaz de imponer al segundo los términos y condiciones de su presencia en el poder. En este proceso se desarrollan las contradicciones inter nas del nuevo bloque en el poder, que toman la forma de una creciente polarización dentro del propio del aparato sindical.sindi La lucha faccional entre regiones y sectores movimiento cal campesino se expresa así políticamente en la subordinación a las expresiones clasistas antagónicas (burguesía, proletariado) que coexisten aún indiferenciadas en el seno del m n r . De otro lado, el faccionalismo rural es también el resultado de la nue va presencia campesina en el mercado, que perfila ya las ten dencias a una creciente diferenciación económica. cación sindicato-partido-Estado oscurece estos procesosLay te interpretar a la violencia rural como una reedición antigua “barbarie”, que esta vez ocurre en el corazón de ciedad. En una segunda fase y una vez resuelto el problema tierra y consolidada la estructura sindical paraestatal, el
imbri permi de la la so de la pacto
p o p u lar que sustentaba al m n r comienza indicios de profundo deterioro. La autonom ización dela mostrar sindicalism o obrero frente al m n r y al Estado —que no es sino el prim er paso en la construcción de su ind epe nd en cia de clase— deja al movi miento campesino en una dudosa opción. O continúa en alianza con los obreros, fuera ya de toda mediación estatal, o perma nece subordinado a un Estado que, al fin de cuentas, le garan tiza la campesina continuidad conquistas vitales. La midad condeel sus nuevo Estado nomás es entonces un confor simple acto de pequeño propietario. Es la aceptación de un modo de ingreso en el mercado y en el poder, que luego el propio Es tado no podrá fácilmente desmontar. Pero la nueva situación no es, desde ningún punto de vista, un mar de calma. El prolongado proceso de reestructuración de los circuitos mercantiles en las zonas rurales genera nuevas formas de apropiación de los excedentes campesinos por la sociedad, que operan a través de su subordinación a los meca
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nismos difusos e impersonales del mercado. Ello también ten drá expresiones políticas. El faccionalismo rural, agudizado en esta segunda fase, expresará en forma violenta y confusa las contradicciones entre el laissez-faire político de la primera fase ytruyendo la nueva estructura va cons a pesar de losmonopólica campesinosdel y amercado través deque su se propia acti vidad. Estas tendencias se revelan con toda claridad en el caso de Cochabamba y Achacachi. De otro lado, el nuevo poder campesino se enfrenta también con la reproducción de las formas ds dominación estamentales en el nuevo Estado burgués. El propio aparato sindical mani fiesta en corrupción, su estructura tensionesde de este proceso. yDela este modo la la las imposición seudodirigentes ma nipulación sindical escamotean también al campesinado su lu gar en el poder. La democracia de las armas de la primera eta pa se convierte cada vez más en u n poder sim bólico, que sólo sirve para apoyar y no para demandar. De este modo, en la segunda fase se produce una creciente distancia entre los del sindicatos base y La lasregresión estructuras interme dias y superiores aparato de sindical. localista y clientelista del sindicalismo, el bloqueo de toda la estructura para la canalizació n de las dem andas y reiv indicaciones de la base, configuran u n a situación de subordinación pasiva del mo vimiento campesino al Estado y dentro de él a su aparato re presivo. Este proceso culm ina con la firm a del Pacto M ilitarCampesino conexperiencia el desarme del de las milicias rurales. Con todo,y la sindicalismo paraestatal cam pesino ha dejado transform aciones perdurables. U na nueva for ma de organización ca m pesina —qu e coexiste o se fusion a con las formas tradicionales de au torid ad — con más de m edio m i llón de individuos afiliados y cerca de 20 000 sindicatos de base, expresan una realidad nueva que subsistirá atomizada durante un período, pero que del servirá de base para la la reorganiza ciónlargo sindical independiente campesinado y para reformu lación de sus alianzas con el resto de la sociedad.
III. AUTORITARISMO Y LUCHA POR LA INDEPENDENCIA SINDICAL
La exigencia de reprimir al movimiento obrero, que Barrientos
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concretó en las masacres de 1965, la penetración imperialista en todos los niveles de la economía y la política y el Pacto Militar-Campesino son los elementos en que se asienta la res tauración de 1964. No puede decirse, empero, que con Ba rrientos hubiese concluido la etapa de la revolución nacional. La presencia de las masas en la política, una economía en fin de cuentas organizada en torno al nervio de la inversión estatal, la ruptura del sistema de castas y una amplia democratización expresada en la vigencia del sindicalismo obrero y campesino de base, habían dejado su huella permanente en la estructu ra de una sociedad que de otro modo no habría abandonado nunca los límites del Estado liberal y la ideología oligárquica. Barrientos está obligado a moverse dentro de nuevos límites —él m ismo es su resultado—; aquellos im puestos p o r el marco ideológico del nacionalismo revolucionario y por un modo de presencia de la sociedad en el Estado sobre los cuales no podía actuar impunemente. El Pacto Militar-Campesino, por ejemplo, una de cuyas finalidades era la de oponer a la fuerza contesta taria de los obreros una masa campesina manipulada y confor me, tropezó en el pro pio frente campesino con u n prim er intento de ruptura cuando Barrientos quiso llevar a la práctica las recomendaciones norteamericanas de imponer un impuesto uni versal a la propiedad de la tierra. Se había formado en la con ciencia del campesinado una imagen perdurable de su relación con el Estado, que legitimaba la vigencia de ciertas concesiones incuestionables. Así, Barrientos acabó echado a pedradas cuando quiso explicar las ventajas del impuesto a una concentración campesina en Achacachi. De allí surgiría la primera forma orga nizada de la protesta campesina: el Bloque Independiente, que pese a su m arginalidad respecto al conjunto del sindicalismo oficial, expresaba ya la tendencia a una recomposición de las alianzas campesinas, afiliándose a la Central Obrera Boliviana. Por su parte, el movimiento obrero comenzaba a romper su aislamiento por nuevas vías. La campaña desatada por las orga nizaciones populares en torno a la defensa de los recursos natu rales y en contra de la represiva Ley de seguridad del Estado acabó provocand o u n a rev italización —quizás la ú ltim a— de los contenidos democráticos y antiimperialistas de la revolución nacional, la cual se expresó en la figura de dos militares del ejército reorganizado por el m n r : O va nd o y T orr es (1969-1971). Un nuevo jacobinismo pequeñoburgués se encarga de llevar el
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proceso hasta sus lím ites, en el contexto de u n a polarización de fuerzas y un ascenso popular sin precedentes. Pero, ni Torres ni la Asamblea Popular pudieron quebrar los límites de la revolución nacional y el peso de su legado estructural. Mientras la masa campesina permanecía formalmente ajena al proce so y el B loque Ind ep en die nte asumía u n a representación e n la Asamblea que no guardaba proporción con su arraigo de base, la burguesía reclamaba también para sí los despojos de la revo lución y del Estado. Bajo el manto cada vez más delgado del “ideologema” del naciona lismo rev oluc ionario (cf . Antezana, ms.), terminaron enfrentados el aparato represivo del Estado -que hab ía quedad o intacto desde Barrientos— y la forma or ganizativa elemental del movimiento popular, en la batalla del 21 de agosto de 1971. En esta etapa, la corriente aún subterránea de reorganización campesina independiente, tuvo tres expresiones. De un lado, el Bloque Independiente, que es ante todo lo que quedaba de la superestructura del sindicalismo agrario lechinista,21 con cierta influencia de la línea m l del recientemente escindido Partido Comunista (lo qu e le valió el m ote de “P artido C om unista Marxista-Lechinista”) . De o tro lado , las organizaciones de co lonizadores de Santa Cruz, Alto Bcni y el Chapare, que eran expresión de las nuevas contradicciones generadas por el desa rrollo capitalista: la subordinación de la economía campesina a la nueva estructura monopólica del mercado y la formación de un semiproletariado agrícola que alimentaba el crecimien to de la economía exportadora de azúcar, café y algodón. De estos procesos emerge un nuevo campesinado, desvinculado des de su origen de la estructura sindical oficialista. En el norte de Santa Cruz prospera efímeramente la u c a p o (Unión de Campe sinos Pobres), organización armada impulsada por el p c - m l, y, en lo que resulta un proceso mucho más orgánico, se funda en febrero de 1971 la Confederación de Colonizadores de Bolivia afiliada a la c o b y dirigida por Demetrio Barrientos, un mili tante del m n r que había seguido a Lechín en su ruptura con el partido. Pero ninguna de estas nuevas organizaciones expresaban las demandas del grueso del campesinado, comunario o parcelario, que seguía vinculado al aparato sindical paraestatal y al Pacto 21 Formaron parte del Bloque el Wila Saco y otros dirigentes vinculados i Lechín desde fines de la década de los cincuenta.
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Militar-Campesino. Con todo, en este polo se dan también cam bios sustanciales. El espacio dem ocrático generado p o r el go bierno de T orres perm itió u n aflo jam iento m om entáneo de las presiones m anipuladoras del Pacto M ilitar-C am pesino sobre las organizaciones sindicales. Éstas habían conseguido reorganizar sus cuadros medios sin interferencias hasta que, pocos días an tes del golpe de Bánzer, eligieron una directiva independiente en la Confederación Nacional, encabezada por Genaro Flores. Flores y los dirigentes de la Confederación expresaban, aún en forma ambigua, una ruptura generacional con la vieja diri gencia corrupta del sindicalismo movimientista, que había pa sado a servir incondicionalmente al Pacto Militar-Campesino durante la gestión de Barrientos. A pesar de los intentos que hizo Flores, desde la Federación Departamental de La Paz, por afiliarse a la Asamblea Popular, ésta se mostró demasiado reti cente con todo lo que fueran relaciones con las estructuras sindicales oficiales. Esto no impidió, sin embargo, que la Con federación elegida democráticamente en el Congreso de agosto fuese desconocida por Bánzer, ni que sus dirigentes fueran per seguidos y encarcelados. L a masacre del valle
El período inicial de Bánzer (1971-1974) será un desarrollo postrero, dentro de los límites estructurales del Esta do de 1952, del proyecto de la burguesía proimperialista. No sólo su inten ción es la de gobernar “bajo la inspiración de Villarroel y Ba rrientos”, sino la de gobernar con el m n r y con Paz Estenssoro, p ara legitim ar así el viraje au to ritario del Estado. Su política agresivamente antinacional, su obsecuencia con el capital ex tranjero, el desmantelamiento del aparato productivo estatal, la inauguración de la esfera de economía ilegal en el oriente, su propia recaída en los sueños oligárquicos de “mejorar la raz a” im po rtan do sudafricanos, todo señala q ue 'Bánzer no p o d ía m antenerse dentro de esos lím ites y reorganizar al mis mo tiempo el curso de la acumulación capitalista bajo moldes neoliberales. De ahí que la crisis del Estado de 1952 tenga que resultar del desmantelamiento de toda legitimidad. Para el triunfo de la coacción como única arma era preciso deshacerse, de una vez por todas, del aliado incómodo que comenzaba a ser el campesinado. La masacre de Tolata y Epizana en los
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valles de Cochabamba será el bautizo de sangre de un “nuevo Estado de empresarios y ge ne rales” (Zavaleta, 1979). El movimiento de los valles de Cochabamba en enero de 1974 es el primer acto de rebelión masiva del campesinado des de 1947. El(azúcar, alza dearroz, precios consumo doméstico harindea, varios fideos, productos café y pande), qu e p ro siguió a la devaluación monetaria de fines de 1972 es el ele mento detonante del movimiento. La protesta se inicia el 2S de enero en Q uillacollo (pueblo que form a parte del cordón industrial de Cochabamba), con una manifestación de obreros de la fábrica Manaco, a la que se suma toda la población y los obreros Ede en enero la carretera bamba. ntrevarias el 24 fábricas y el 30 de más de Quillacollo-Cocha10 000 campesinos ocupan y bloquean las vías de comunicación entre la ciudad de Cochabamba y Santa Cruz, Sucre, Oruro y el Chapare, siendo secundados por bloqueos menores en el Altiplano entre La Paz y Oruro. Es pues, un movimiento de naturaleza muy distinta a los anteriores, y revela las nuevas condiciones en que se desarrolla la economía campesina a partir de la reforma agra ria. Pero debemos recalcar que una interpretación reduccio nista y “espasmódica” de estas nuevas condiciones no permite explicar adecuadamente las raíces del movimiento de los valles. Las zonas de colonización, que eran mucho más vulnerables a un cambio en la estructura de precios por la naturaleza de sus relaciones con el mercado, se m an tu vier o n tran qu ilas (salvo en los casos de extensión Sacaba y del Melgar en la víadedelosacceso al Por Chapare, que son una movimiento valles). otro lado, la economía parcelaria del valle alto de Cochabamba tie ne aún un fuerte componente de autoconsumo, aunque cre cientemente amenazado por la escasez de tierras, la erosión y la intensificación de cultivos. ¿Cómo explicar, entonces, una in tranquilidad tan generalizada y unánime, una demanda tan tenazdea los la valles? economía y a la política del país como la moviliza ción Las demandas de los campesinos de Cochabamba se sinteti zan en tres puntos: desconocimiento de las direcciones de la Confederación Nacional y la Federación Departamental, por "no asumir la defensa de los derechos de la clase a quien dice representar” (Com isión de Ju sticia y Paz, 1975:22), de rog atoria de los decretos 20 de en enero y exigencia de que para el presidente Bánzer se haga del presente la zona del conflicto negociar un acuerdo, o en caso contrario su renuncia (ibid., p. 19). La
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prim era dem anda era ya u n hecho, puesto que el movim iento había emanado de una articulación de dirigentes medios que desde 1972 habían desarrollado un creciente antagonismo con la cúspide de la Confederación oficialista. En cambio las dos últimas revelan hasta qué punto operaba en los sublevados la “economía moral” de su anterior modo de presencia en el mercado y en la estructura de poder, que el neoliberalismo económico del régimen había socavado hasta lo inadmisible. Debemos recordar que la reorganización del espacio mercantil en la posreforma había sido entregada enteramente a una forma nada libre del juego de mercado: la presencia de sindicatos y milicias armadas era la mediación política de los flujos econó micos rurales en un espacio enteramente controlado por ellos. Sindicatos y milicias ejercían un control sobre la circulación y los precios en un doble sentido: la vida de las ferias rurales se desenvolvía bajo su égida; pero además, el sistema de cupos que fue utilizado por el m n r p ara com batir la escasez, les había perm itido ejercer u n control sobre el expendio de productos no campesinos. Es revelador que los productos incluidos en los decretos de enero formasen parte en su mayoría de la canasta racionada de la década de los cincuenta. La memoria popular es en esto muy precisa, y los campesinos planteaban, con toda naturalidad, el problema de los precios como un problema po lítico. Como gráficamente lo expresaron los firmantes del Ma nifiesto de Tiawanaku : “. . . E l eq uilibrio entre los productos del campo que nosotros vendemos y los que debemos comprar en la ciudad lo encontramos en la correlación de fuerzas” (mimeo., 1973, cursivas de la autora). Por otra parte, la demanda de la presencia física del presi dente de la República en la zona del conflicto, la propia exigen cia de su renuncia y el planteamiento que hicieron los oradores de la concentración campesina de Tolata sobre la renuncia del entonces ministro de Agricultura, coronel Natusch y su rem plazo por u n m inistro cam pesin o (Com isió n de Justicia y Paz, 1975:28), formaban también parte del bagaje histórico del mo vimiento campesino, de la memoria de su propio poder. En tiempos de Barrientos, este poder se había convertido ya en una modalidad puramente simbólica de aproximación campesina a la esfera estatal, utilizada hasta el cansancio en las giras presi denciales a zonas campesinas, particularmente a los valles de Cochabamba. Todo ello nos muestra que el modo como ingresó el campe
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sinado a la política después de 1952 había tenido consecuencias ideológicas perdurables, que aquí se presentaban bajo dos mo dalidades utópicas: la utopía de una relación paternal entre Estado y campesinado, y la utopía mercantil-simple de un in tercambio de equivalentes entre productos agrícolas e indus triales, resultado de una “correlación de fuerzas” favorable al campesinado. Lo que había hecho Bánzer era despojar a los campesinos de las nuevas utopías generadas por la revolución de 1952. Y esto revela algo mucho más profundo que lo que las dimensiones geográficas —y au n hu m an as— del conflicto po drían indicar: el abandono explícito de las legitimaciones ideo lógicas de un Estado y el olvido de sus condicionantes históricos. Bánzer no sólo no fue a negociar con los campesinos de Tolata y Epizana, sino que envió a la artillería y la aviación, dejando un saldo de más de un centenar de muertos, entre hombres, mu jeres y niños. A lg unos dirigentes del m ovim iento lograron es capar fuera del país, y realizaron varios acuerdos contradic torios —con el gene ral T orres, q ue organizó desde la A rge ntina una alianza del nacionalismo de izquierda, con el propio Paz Estenssoro, que estaba en el exilio— que son expresivos de la total perplejidad con que enfrentaron lo ocurrido. Ellos habían operado dentro de las reglas de juego del Estado de 1952, y los militares las habían roto unilateralmente. Esta perplejidad, con todo, no era exclusivamente de los dirigentes de la sublevación derrotada. compartían amplias capas de la izquierda y del movimientoLaobrero, que seguirían enfrentando al movimiento campesino como un aliado misterioso y poco confiable, y a la revolución nacional como un proyecto para el futuro. El movimiento “katarista”
Una otra vertiente contestataria había surgido en el Altiplano a p ar tir del IV Congreso de la Confederación N acional (2 de agosto de 1971), desconocido por Bánzer. Mientras el gobierno, secundado por Paz Estenssoro se daba a la tarea de organizar nuevamente desde la cúspide un aparato sindical subordinado al Pacto Militar-Campesino,22 los dirigentes del cuarto congreso 22 Paz intentó dar un viso popular a este proceso de reorganización, para lo cual planeaba realizar concentraciones campesinas. Bánzer se lo prohibió, demostrando hasta qué punto se habían invertido los papeles
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intentaban, desde la clandestinidad, extender sus bases de apo yo. La acción de estos dirigentes se da en un marco de nuevas realidades, emergentes de la revolución del 52 y de la reforma agraria. La migración a las ciudades había desbordado ya el espacio antes un clausurado presenciadeindígena. cen so de 1976, 25% de ala lapoblación La Paz Según es de el origen aymara. Si a ellos se suman los aymara-hablantes nacidos en la misma ciudad, tenemos que un 48% de los habitantes de La Paz son aymaras, por lo menos desde el punto de vista lingüístico (Albó, 1979a:481). Los migrantes han logrado formar una subcultura urbana con rasgos fuertemente indígenas y múltiples mecanismos de reafirm ac iónculturales de iden tid —prog ram etc. as dePor radio, fiestas patronales, centros deadresidentes, el tipo de su inserción en el medio urbano, son también una población especialm ente sensible a los resabios de la mentali dad señorial, y viven con intensidad los fenómenos cotidianos de la discriminación y la reticencia con que la sociedad posrevolucionaria acoge a sus nuevos miembros. Por otro lado, desde 1952 ha surgido en el Altiplano una nueva generación campesina, que no ha vivido como propias las transformaciones más importantes que trajo consigo la re volución. Esta generación es y a producto de l a reforma agraria, la escuela rural, el cuartel y la nueva economía mercantil. Re sulta entonces explicable que estos jóvenes campesinos vean al sindicalismo corrupto propiciado por el m n r y p o r el Pacto Militar-Campesino como una forma de pongueaje político, es decir, como una aproximación servil al poder. De estos elementos se nutre el movimiento de reorganización sindical independiente que adopta la figura del mártir aymara del siglo x v i i i , Túpac Katari. Inicialmente, el movimiento se organiza en torno a un centro cultural, que se funda en 1972 y llega a tener cerca de 10 000 afiliados v olun tario s en varias zonas del Altiplano de La Paz y Oruro. Para 1973, el katarismo se perfila ya como un amplio movimiento intelectual, con pre misas ideológicas propias y un programa de reivindiciones que sale a la luz con el nombre de M anifiesto de Tia w anaku. En este documento se deja ver con claridad la asimilación de la larga historia de luchas anticoloniales del campesinado indí gena, la reafirmación de su identidad étnica, la interpretación en el peligroso juego de perpetuación/ruptura de la estructura política heredada del 52.
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crítica de la experiencia de la revolución de 1952, y la propuesta de autonomía sindical y política del campesinado indígena fren te al Estado y a los “partidos tradicionales”. La influencia del movimiento se extiende rápidamente por el Altiplano, primero en los sindicatos de base, luego en algunas centrales y subcen trales. A partir de la masacre de Tolata, el katarismo se declara abiertamente opuesto al Pacto Militar-Campesino. Las conse cuencias que los dirigentes kataristas del Altiplano extraen de ]a masacre de Tolata son sin duda más avanzadas que las de los propios protagonistas del m ovim iento de los valles. M ientras en Cochabamba se organiza un Comité de Bases conformado por dirigentes pazestenssoristas, y la Democracia Cristiana lo gra ampliar su influencia, en el Altiplano los sindicatos kata ristas reafirman su autonomía respecto al m n r y al aparato sin dical heredado de la revolución nacional. Esto fue posible porque la incorporación del campesinado aymara en eí proyecto estatal de 1952 fue, por así decirlo, im perfecta. La reconstitución de las legitim aciones de casta en la nueva estructura de dominación generó a su vez, en el polo subordinado, la prolongación de elementos serviles propios de la relación indio-patrón. El movimiento de las comunidades libres quedó a la zaga de estos procesos, que estaban centrados en la población de las haciendas más atrasadas del país. Por su parte, el m n r nunca se cuidó de incluir en su discurso elemen tos que pudieran generar una firme base de apelación ideoló gica entre el campesinado indio. Le bastó prolongar las moda lidades serviles dominantes en el clientelismo sindical y formu lar una retórica integracionista que era un modo de relanzar en la política la vieja pro pu esta civilizadora de la casta blanco ide dominante. Todos estos elementos contribuyeron a un paradó jico resultado: el cam pesinado aym ara del A ltiplano, que era el menos preparado para incorporarse a la revolución burguesa, porque con tribuía a la prolongación de elementos preburgueses en la nueva estructura de mediación, resultó el más prepara do en la lucha por autodeterminarse a la hora de la crisis del proyecto burgués, que p o r im perfecto, no había podido incor porarlo. Por su parte, el cam pesinado cochabam bino, q ue tan plenam ente h ab ía internalizado las consecuencias de la revo lución, resultó internalizando también su crisis. Todo esto de termina que la reorganización sindical independiente del cam pesinado se dé bajo la égid a del sindicalism o katarista. El proceso siguió un curso ascendente a partir de la masacre
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de Tolata. Después de los decretos dictatoriales de noviem bre de 1974, que p ro híb en toda actividad política y sindical, el gobierno intenta reflotar el Pacto Militar-Campesino, e in tervenir, como era habitual, en la reorganización de las centra les provinciales de La Paz. El resultado es un conflicto abierto en las elecciones de la C en tral de Ayo Ayo (15 de noviem bre de 1974), que deja un saldo de varios heridos y presos. El aparato sindical paraestatal sufre un quiebre en su estructura interme dia, que se convierte en el punto más vulnerable a los choques entre la presión del gobierno por imponer dirigentes y el re chazo de los sindicatos locales y las subcentrales a aceptar tales presiones. La persecución a los dirigentes kataristas, la cance lación de la personería jurídica del centro cultural y la confis cación de sus bienes no hace más que generalizar el sentimiento de oposición en el campo, que se expresa en nuevos congresos independientes y en la conquista de nuevos espacios dentro del aparato sindical legal, que comienza a operar estrechamente ligado a las direcciones clandestinas y semiclandestinas del mo vimiento katarista. En el congreso minero de Corocoro, en mayo de 1976, los dirigentes del movimiento se hacen presentes para reafirmar su alianza con el movimiento obrero y ofrecer su apoyo a los movimientos reivindicativos de las minas. Los sin dicatos kataristas intervienen en la huelga de ese año, organi zando el abastecimiento a los campamentos mineros cercados por el ejército. Las intervenciones cada vez más frecuentes del ejército en las zonas rurales acaban cerrando la brecha entre las activida des de un gru po de d irigen tes —al q ue p ro n to se sum arán dis tinto s sectores de izq uierda—, y la m asa cam pesina del Altiplano y otras regiones del país, que se comienza a plegar masiva mente a la propuesta de reorganización independiente. Pero todo esto ocurre en los marcos subterráneos de la vida rural, p ara los que n i los aparatos represivos tien en los ojos suficien temente abiertos. Cuando en 1978 Bánzer se ve obligado, por múltiples presiones internas y externas, a realizar elecciones li bres y a dictar u na am nistía general, nadie podrá garantizar que el campesinado se comportará como el rebaño electoral de siempre. La perplejidad con que la coalición de izquierda ga nadora de las elecciones de 1978 recibe su propio triunfo, el b urd o fraude electoral que se im provisa ante u n resultado que sorprende a todos, el propio desborde represivo del ejército en las zonas rurale s (C orip ata, V illa A nta, Ayo Ayo, etc.) después
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de coartado el proceso, revelan hasta qué punto el movimiento campesino ha socavado por dentro los cimientos de un sistema de poder construido sobre sus espaldas.
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