An André
a c e t o i l b i b
Comte-Sponville
Montaigne y ia filosofía
Título original: original: Je ne suis pos un u n ph philoso ilosop phe. he. Montaigne el la philo philoso soph phie ie
,
Originalmente publicado en francés, en XXX, por Edilions H onoré on oré C ham pion, París París,, Franci Franciaa Traducción Trad ucción de Rosa Rosa y Marta Bertrán Cubierta de Compañía
Quedan Que dan rigurosamente rigurosamen te prohibidas, sin sin la autorización escrita escrita de los titula titulares res del Copyright, bajo las sanciones sancio nes establecidas en las leyes, leyes, la rep roducció rodu cción n total total o p ard al de esta esta obra po r cualquier medio o procedimiento, procedimiento, comprendidos comprendidos la reprografía y el tratamien to informático, y la distribudón de ejemplar ejemplares es de ella e lla mediante alquiler o préstamo público públicos. s.
© 1993 993 Ediüons Ch ampion, am pion, París París A ndré nd ré Com te-Sponville, «Montaigne «M ontaigne o la filosofía viva» iva»,, en Une Une education education philosophiqve© PUF, 7‘ edición 1998, págs. 236-244. © 2009 2009 de la trad traducc ucc ión, Rosa Rosa y Marta B ertrán © 2009 2009 de todas las ediciones en e n castellano castellano Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Av. Diagonal, 66266 2-66 664 4 - 08034 08034 Barcelona www.paidos.com ISBN: 978-84-493-2163-4 Depós De pósito ito legal: M-225 M-2253-2 3-2009 009 Impreso Imp reso en e n Talleres Brosmac, S.L S.L.. Pol. Ind. In d. Arroyo Ar royomo molinos, linos, 1, calle C. 31 - 28932 Móstoles (Madrid) (M adrid) Impres Impreso o en Españ Españaa - Printe Printed d in Spain
André Comte-Sponville Monta Mo ntaign ignee y la filosofía filosofía
El arc arco o de Uli Ulise ses s
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E l arco de Ulises
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A. Gorz, Carta a D. H istoria de u n am or A. Comte-Sponville, La fe liz desesperanza P. Hadot, Elogio de Sócrates H. Hesse, Viaje a Oriente U. Beck, Generación global R. Barthes, D el deporte y los hombres Dalai Lama, L a compasión universal H. Bloom, E l ángel caído T. Todorov, E l abuso de la memoria Jean Giono, H om enaje a M elville A. Comte-Sponville, M ontaigne y la filo sofía
Sumario
Montaigne y la filosofía
9
....................... Montaigne o la filosofía viva.................
85
Moral y política en los Ensayos..............
115
Montaigne y la filosofía Gracias por haberme invitado a ha blar de Montaigne, nuestro maestro y nuestro amigo1—en este cuarto centenario de su muerte—, ante su prestigiosa Sociedad. Propuse como título: Montaigne y la filosofía. Pueden imaginarse que no 1.
Esta conferencia fue pronunciada el
14 de noviembre de 1992, en la Sorbonne, por invitación de la Société Internationale des Amis de Montaigne. 9
pretendía exponer (¡en menos de una hora!) la filosofía de Montaigne, ni mostrar lo que Montaigne toma prestado o aporta —toma prestado y aporta— a la filosofía de siempre. Mi propósito es más modesto: quisiera reconstituir, no la filosofía de Montaigne, sino su relación con la filosofía, la concepción que tiene de ella, lo que dice de ella y cómo se desmarca de ella, y finalmente, o quizás en primer lugar, qué sentido da a su célebre fórmula: «No soy filósofo». Por otro lado, apenas propuse este título, me di cuenta de que ya había sido elegido: Montaigne y la filosofía es el título, como ustedes saben, del segundo de
los dos libros que Marcel Conche ha dedicado a nuestro autor.2 No me pareció un motivo para renunciar a él, al contrario: ya que esto me permitía de entrada reconocer mi deuda, una vez más, hacia este otro maestro y este otro amigo, vivo él todavía, que me ha guiado, tanto con sus palabras como con sus libros, en la lectura del primero... Pero ya está bien de preliminares.
2. Montaigne et la philosophie, Éditions de Mégare, 1987. Véase también, del mismo autor, Montaigne ou la conscience heureuse, Éd. Seghers, 1964, Éd. de Mégare, 1992. 11
Así pues, «No soy filósofo»... Esto es en todo caso lo que pretende Mon taigne (III, 9, 950) ,3 y que muchos de mis colegas le concederán de buen grado. Yo quisiera sugerir lo contra rio: no contra él, ya se lo pueden ima 3.
Nuestras referencias remiten a la edi
ción de Villey-Saulnier (reed. PUF, 1965 y 1978), de la que modernizamos la ortogra fía y, a veces la puntuación
ginar, sino contra ellos, o más bien, dado que no tienen tanta importan cia, a favor de la filosofía y contra lo que han hecho de ella, contra lo que siempre han hecho de ella, que Mon taigne ya denunciaba, todos esos «ergotismos» que la convierten en algo «de nula utilidad y de nulo precio» (I, 26, 160), todas «esas espinosas su tilezas de la dialéctica, de las que nuestra vida no puede enmendarse» (Ibid., 163), todas esas «sutilezas agu das, insustanciales, ante las que la fi losofía a veces se detiene» (II, 11, 429), o que la detienen y de las que tiene que desprenderse, perpetua mente, para mantenerse viva, qué
digo, para mantenerse filosófica, si entendemos por filosofía, como se debe, no la picota de los sistemas o el polvo de la erudición, sino el movi miento del pensamiento vivo, cuan do se enfrenta a lo esencial y a sí mis mo, como hace Montaigne, y como debemos hacerlo. No filosofamos para matar el tiempo (II, 10, 413414), ni para hacer carrera (II, 17, 637-638), ni para hacer una obra (II, 27, 784), ni para hacerlo ver (II, 37, 760): filosofamos para vivir, o para aprender a vivir, y sólo esto es filoso far de verdad. «La filosofía es la que nos enseña a vivir», escribe Montaig ne (I, 26,163): de ahí que él sea filó 15
sofo, claro está, y uno de los más grandes. ¿Qué otro maestro más útil y más seguro? Pero entonces, ¿por qué ese «No soy filósofo»} Miremos el texto. Se trata
de uno de los más bellos ensayos de Montaigne: el noveno del libro III: De la vanidad. Montaigne evoca las mil preocupaciones de la existencia («siempre hay alguna cosa que se atraviesa»), las mil heridas, las mil punzadas, como él dice, tanto más desagradables, tanto más irritantes cuanto más vanas son: «Vanas punzadas, vanas a veces, pero que no dejan de ser punzadas. Las más pequeñas y débiles molestias son las más agu16
das». Y contra «esas espinas domésticas», contra «la turba de pequeños males», Montaigne se reconoce impotente y desarmado. Es lo que le hace añadir, en su propio ejemplar personal, lo siguiente, reflejado en nuestras ediciones, y que apunta menos a su relación con la filosofía que a su relación con el dolor, con las preocupaciones o con las penas: «No soy filósofo: los males me abruman según su peso; y pesan tanto según la forma como según la materia, y a menudo más. Los reconozco mejor que el vulgo, si tengo más paciencia. En resumen: aun cuando no me hieran, me ofenden» (III, 9, 950 C). Después el 17
texto de 1588 (corregido) prosigue, o continúa, maravillosamente: «La vida es algo tierno y fácil de trastor nar...». Vemos que si Montaigne se llama no-filósofo, no es en absoluto por razones teóricas: no es que rehu ya o recuse la filosofía, ni tampoco que, como pensador, se sienta inca paz. Su distanciamiento, o su humil dad, se explican por razones del todo prácticas, del todo sensibles, que tie nen que ver, no con el pensamiento, sino con la vida, las inquietudes, el trastorno: no con la filosofía, diría mos hoy en día, sino con la sabiduría, y con la sabiduría más encarnada, la más práctica ( phronésis, dirían los
griegos, más que sophia), que para Montaigne se debe más al temperamento de cada uno que al propio juego de los conceptos o de los argumentos. Lo que Montaigne nos dice, en esas páginas, es que no es un sa bio, en el sentido en que Sócrates, Epicuro o Zenón podían serlo, y es mejor, ya que nos ofrece el ejemplo de otra sabiduría, menos heroica, menos fuerte, menos segura de ella misma, una sabiduría para los que no son sabios, precisamente, cuando aceptan no serlo, una sabiduría para la gente ordinaria, para ustedes y para mí, una sabiduría para la vida tal cual es, tierna y fácil de trastornar, en 19
efecto, una sabiduría que no tiene nada que ver con «las altas esferas for tificadas por la ciencia de los sabios»,4 una sabiduría, incluso, que es todo lo contrario, una sabiduría de llanura y de caminos reales, pero de una llanu ra elevada, pero de caminos umbríos (I, 26, 161), una sabiduría abierta a los cuatro vientos, y viento ella mis ma (III, 13, 1106-1107), una sabidu ría toda ella en movimiento, flexible, ligera, una sabiduría que se adapta al terreno como lo hace el viento, una 4. Contrariamente a la de Epicuro, tal como lo canta Lucrecio: De rerum natura, II, 7-8. 20
sabiduría llena de misericordia, de benevolencia, con justo el humor y la despreocupación necesarios, una sa biduría sonriente y humilde, una sabiduría apacible y dulce... Malicio so será quien tenga remilgos, y bien necio. Pascal no se equivocó, como tampoco Nietzsche, Alain o MerleauPonty. Montaigne es un maestro, tan grande como los más grandes, y más accesible que la mayoría de ellos. ¿Quién no se siente más cerca de Montaigne que de Sócrates o de Epicuro? ¿O quién no siente a Mon taigne más próximo, mucho más próximo, m ucho más fraternal, sí, conmovedor por su fraternal proximi
dad, más íntimo que cualquier otro, más esclarecedor, más útil, más verdadero? Montaigne acepta no ser un sabio, y es la única sabiduría proba blemente que no miente, la única, en cualquier caso, que nosotros podamos vislumbrar sin mentir ni soñar. ¿Se trata todavía de una sabiduría? Los que han leído los Ensayos saben prefectamente que sí, y que es la más humana, la más maravillosamente humana. Pero volvamos a la filosofía. Montaigne habla de ella, evidentemente, a lo largo de los Ensayos: la insustituible Concordancia de Leake señala 117 casos de la palabra «filoso-
fía»,5 que se reparten más o menos por igual en los tres libros (27 en el primero, 59 en el segundo, que es tam bién el más extenso, y 31 en el tercero), así como en los tres «estratos» del texto (55 en el estrato A, el de 1580 o 1582, 29 en el estrato B, el de 1588, y 33 en el estrato C, el de las adiciones manuscritas). A lo que hay que añadir 128 casos para «filósofo», en singular o
5. Concórdame des Essais de Montaigne, preparada por Roy E. Leake, Ginebra, Droz, 1981. Hay en efecto 117 casos, a pesar de que en Leake encontremos sólo 116 referencias. una de ellas (I, 39,248 A) comporta dos veces la palabra «filosofía». 23
en plural, 11 para el verbo «filosofar», y 23 para el adjetivo «filosófico(s)»... Estos diversos casos, como pueden imaginarse, son de distinta importancia y, sobre todo, quedan dispersos: en Montaigne, la filosofía está siempre presente, y a menudo explícitamente; pero sólo en raras ocasiones es objeto de un desarrollo continuo, y nunca, por así decirlo, de un desarrollo pro pio o exclusivo. Cuando Montaigne habla de filosofía casi siempre lo hace de forma incidental y a propósito de otra cosa. Podríamos hacer la misma observación, ciertamente, en muchos otros temas: a Montaigne, lo sabemos, le gusta el giro poético, que avanza «a
saltoss y zancad salto zancadas» as» (III (III,, 9, 9 , 9 9 4 ) ... .. . Pero, tratándose de filosofía, va más allá todaví davía. a. La filosof filosofía, ía, para pa ra Montaigne Mon taigne,, no no es un mundo aparte, un objeto autónom no m o o sufici suficien ente te:: no es más más que qu e un u na determinada manera de estar en el m u n d o y en sí mismo, mismo, y p o r ello siemsiem pre pre pres pr esen ente te,, es cie cierto rto,, p e ro ta tamb mbié ién n siempre confrontada a otra cosa y hallando en esta confronta con frontación ción el objeto que qu e se le resiste y la aliment alim enta. a. Raras veces Montaigne filosofa a propósito de la filo filosof sofía ía y, c u and an d o lo l o hace, hace , más bien hay que reprocharle que lo haya hecho; ho; entiendo entiend o que qu e ha h a perdido toda rerelación con cualquier objeto real, que se ha extraviado, que se ha olvidado 25
del mun m und d o o de la vida vida p o r el cami camino no:: lass sutilezas la sutilezas de la filosofía son ento en tonc nces es «insustanci «insustanciales», ales», efectiv efectivam ament entee (II, (II, 11 11, 429), es decir, vacías, sin contenido, po p o r q u e no tie ien n e n obje ob jeto to,, o sin más objeto que ellas mismas y por ello tan inútiles como inextinguibles... Respuesta puramente «verbal», como dice Montaigne, que es lo que deplora: «Pregunto qué es naturaleza, voluptuosidad, círculo y sustitución. La cuestión es de palabras y se arregla de la misma manera. Una piedra es un cuerpo. Pero el que preguntara: Y cuerp er po, ¿qué es? Sustancia. Sustancia. Ysustancia,, ¿qué? cia ¿qué? Y así sucesivamente, sucesivamente, deja de jarí ríaa finalmente al límite de respuesta al
que tomara apuntes. Se intercambia una palabra por otra palabra, y a menudo más desconocida todavía. Sé mejor qué es hombre que no qué es animal, o mortal, o razonable (III, 13, 1069). Montaigne desconfía de la metafilosofía como del metalenguaje: «¡Cúantas palabras para decir sólo palabras!» palabras!» (III, (III, 9, 946). 946)... .. Tam Tampoco po co le gustan nada las glosas o los comentarios: «Cuesta más interpretar las interpretaciones que interpretar las cosa cosas, s, y hay más libros libros sobre so bre libros que q ue sobre otro tema: no hacemos más que qu e entreglosarnos. Todo está lleno de comentarios comentarios;; de d e autores, hay u n a gran carenc ca rencia» ia» (III, 13, 1069 1069). ). Y n o es que 27
Montaigne no hable nunca de libros, ni mucho menos: los Ensayos están escritos en su librería, y a partir de ella. Pero para buscar en ella la vida, y volver a sí mismo. Destaquemos por otra parte que Montaigne, sin haber dedicado ninguno de sus ensayos a la filosofía en cuanto tal (el vigésimo del li bro I trata no de filosofía, sino de la muerte), resulta el mejor filósofo en todos. Para Montaigne, la filosofía es siempre filosofía aplicada: a la muerte, al amor, a la amistad, a la educación de los niños, a la soledad, a la experiencia... No hay filosofía pura: sólo se puede filosofar a propósito de otra cosa, y ésta es la filosofía verdadera, o
bien filosofar a propósito de la filoso fía, y ésta es la filosofía de las escuelas o de los pedantes. En cuanto a las lecturas filosóficas de Montaigne, él mismo las ha expli- • cado suficientemente. Le gustan so bre todo Plutarco y Séneca, porque la discontinuidad de su palabra se presta a la de sus humores, pero tam bién porque aprecia su riqueza y su profundidad: «Sus enseñanzas son la crema de la filosofía, y se presentan de una manera simple y pertinente» (II, 10, 413). A través de ellos, como a tra vés de Lucrecio, Sexto Empírico o Diógenes Laercio, tiene acceso a la gran filosofía helénica (epicureismo, 29
estoicismo, pirronismo...)» de la que se siente tan próximo. Y a través de Platón, al que admira aunque a veces le aburra (II, 10, 414), como a través de Jenofonte, al que aprecia mucho,6 6. Recordemos que Montaigne leía el la tín con soltura y que leyó a los griegos a tra vés de las traducciones latinas (o, en algunas raras ocasiones, francesas). A este propósito, véase P. Villey, Les sources et l’évolution des Essais de Montaigne, segunda edición, París, Hachette, 1933, tomo I, págs. 288-290. Sobre las lecturas filosóficas de Montaigne, véase tam bién, Ibid., la «Table alphabétique des lectures de Montaigne», tomo I, págs. 59-271, así como las observaciones más sintéticas del tomo II (de forma especial, págs. 517-526).
tiene acceso a Sócrates, que es «el maestro de los maestros» (III, 13, 1076), aquel que «volvió a rescatar del cielo, donde estaba perdiendo el tiem po, a la sabiduría humana, para devolverla al hombre, donde se encuentra su más justa y más laboriosa tarea, y la más útil (III, 12,1038), en resumen, el filósofo conforme a su corazón, en el que se encuentra «el verdadero tem peramento» (III, 13, 1107) entre el alma y el cuerpo, entre la vida y el pensamiento, en pocas palabras, su modelo, y quizás, dentro de la historia de la filosofía, si nos fiamos al menos de lo que la tradición nos ha transmitido o conservado, su único igual —algo que 31
él mismo nunca hubiera dicho, claro está, y que yo no puedo evitar pensar. En cuanto a los filósofos que no le gustan, podríamos pensar en Aristóteles, «monarca de la doctrina moderna» (I, 26,146), «príncipe de los dogmáticos» (II, 12, 507) y «Dios de la ciencia escolástica» (Ibid., pág. 539). Pero estas expresiones muestran que aluden menos al filósofo que a sus discípulos modernos, que en aquel momento dominaban las universidades y el pensamiento occidentales. Contra ellos y su dogmatismo Montaigne reintegra a Aristóteles dentro de la multiplicidad irreductible y conflictiva de las filosofías:
El Dios de la ciencia escolástica es Aristóteles; debemos debatir sus pre ceptos, como los de Licurgo en Es parta. Su doctrina nos sirve de ley magistral, acaso tan falsa como otra cualquiera. No sé por qué no habría de aceptar de buena gana las ideas de Platón, o los átomos de Epicuro, o el lleno y el vacío de Leucipo y Demócrito, o el agua de Tales, o la infinitud de la naturaleza de Anaximandro, o el aire de Diógenes, o los números y la simetría de Pitágoras, o el infinito de Parménides, o el uno de Museo, o el agua y el fuego de Apolodoro, o las partes similares de Anaxágoras, o la discordia y la amistad de Empédocles, o el fuego de Heráclito, o cual quier otra opinión entre esta confu 33
sión infinita de pareceres y sentencias que produce la bella razón humana, con su certeza y clarividencia en todo aquello en que se inmiscuye, como haría mía la opinión de Aristóteles sobre este tema de los principios de las cosas naturales (II, 12, 539-540). Bajo sus apariencias amables o tri viales (aunque la verdad es a menudo trivial y la filosofía debería ser siem pre amable), la objeción es muy fuer te: lo que Montaigne ve claramente, y que tan raras veces tomamos en consi deración, es que no sólo cualquier fi losofía es virtualmente refutada (al menos en sus pretensiones por la apodicticidad) por todas las demás, sino
que también, y quizás sobre todo, es refutada por ella misma, en tanto que se trata de la filosofía, no de cualquiera, sino de alguien —o de algunos— en particular, aun cuando esta particularidad pudiera ser aquélla, muy amplia, de una escuela o incluso de una civilización. La principal objeción que se puede hacer al aristotelismo, y la única quizás de la que no puede escapar, es que se trata de la filosofía... ¡de Aristóteles y de los aristotélicos! Objeción absolutamente dirimente (ya que ¿por qué privilegiar a Aristóteles antes que a tal o a cual?) y perfectamente irrefutable (ya que cualquier filosofía, por definición y por 35
esencia, es siempre siem pre la filos filosofí ofíaa de un uno o de varios individuos en particular). Lo explica muy bien bie n la Ap Apologie de RayCu alquier juicio, juic io, some someti ti-mond mond Sebo Sebond nd.. Cualquier do a tal tal o cual cual cualidad c ualidad del que qu e juzga, se encuentra a la vez preso por esos mismos límites que lo hacen posible: de forma que, para juzgar legítimamente diferencias entre los juicios (por ejemplo, entre las filosofías), «nos haría falta alguien exento de todas das esa esas cualidades par p araa que, qu e, sin sin preopr eocuparse por el juicio, juzgara esas pro pr opo sic si cion io nes com co m o si le f u e r a n indi in di-ferentes; y en este sentido nos haría falta u n jue ju e z que q ue n o lo fuera» (II, (II, 12, 600). Es evidentemente imposible, y 36
aquí radica que la realidad misma de Aristóteles o de los aristotélicos sea, fren fre n te al aristotelismo, la más fuer fu erte te y la más radical objeción: Aristóteles, como cualquier otro filósofo dogmá tico, tic o, es devuelto devu elto a la factua fac tualida lidad d siem siem pr p re sing si ngul ular ar (y p o r lo dem d emás ás legítima legít ima mente singular) de su punto de vista, pe p e ro sus sus prete re ten n s ion io n es (sie (s iem mpre pr e ilegí timas ti mas)) a la universalidad o a la apodicticidad quedan así desestimadas. El aristotelismo aristotelismo tan sólo es es,, po p o r lo tanto, tant o, u n a filo filosof sofía ía entre en tre la lass demás, y p o r es esee motivo Montaigne no es aristotélico (como tampoco es epicúreo, o estoi co, co, o incluso pirron pir ronian iano): o): le basta con ser Montaigne, o más bien esto no le 37
basta bast a (de o tro tr o m odo od o , ¿por ¿p or qu q u é h a bría rí a de leer a los demás filósofos?), pero no pretend prete ndee se serr otra cosa... cosa... Result Resultaa evidente que qu e pese a esta ob je je c ió n q u e él le diri di rige ge,, la Escuela n o es capaz de oírla ni de recibirla. Montaigne lo sabe bien, y esto no hace más que qu e a u m e n ta tarr sus sus reticencia reticencias. s. As Así, después de hacer criticado un punto en particular del pensamiento de Aristót Aristótele eless (su (su teor te oría ía de d e la privación), Montaigne prosigue: «Sin embargo, esto sólo podría quebrantarse por el ejercicio de la Lógica Lógica.. En dich di chaa escueescuela no se se debate nada na da para pa ra ponerlo pon erlo en duda, sino para defender a su autor de la lass objeciones objecion es extranjeras: su auto38
ridad es el límite más allá del cual está prohibido indagar» (II, 12, 540). En resumen, los aristotélicos reemplazaron el amor a la verdad por el amor al aristotelismo, y es lo que Montaigne (fiel aquí por otra parte, y más de lo que cree, al espíritu de Aristóteles) no podría aceptar. Dicho esto, e incluso no estando de acuerdo con la escolástica, Montaigne no siente ningún interés especial por Aristóteles: le parece oscuro y renuncia, como él mismo dice, a morderse las uñas por él (I, 26, 146). No obstante, lo lee (sobre todo la Etica a Nicómaco) e incluso cada vez más. Pero no parece que esto haya elimina39
do, ni aumentado, sus reticencias. Lo cierto es que no siente a propósito de Aristóteles ninguna simpatía ni animosidad en especial. Lo cita a menudo, pero de manera más bien superficial o anecdótica. No lo conoce muy bien, es evidente, y no le preocupa lo más mínimo. Lo critica más que no lo alaba, es cierto, pero más bien intenta excusarle antes que agobiarle, o solamente le agobia, de nuevo, en medio de otros: «¿Por qué Aristóteles y no solamente él sino la mayoría de los filósofos han afectado [buscado] la dificultad sino para hacer valer la vanidad del sujeto y entretener la curiosidad de nuestro espíritu ofreciéndo-
le dónde pastar, para roer este hueso vacío y descarnado? Clitómaco afirma ba no haber sabido nunca entender, a través de los escritos de Carnéades, qué opinión tenía. Por qué Epicuro evitó a los suyos la facilidad y a Heráclito se le dio el sobrenombre de o k o t e i v o £ [el oscuro]. La dificultad es una moneda que empleaban los sabios, como los prestidigitadores, para no descubrir la vanidad de su arte, y con la que la tontería humana queda holgadamente pagada» (II, 12,508). Montaigne se muestra más severo con Cicerón, que puede servir de em blema a todo lo que, en la filosofía, lo aburre o lo irrita. Lo que dice de él es 41
bastante duro, y bastante revelador, y merece ser citado de manera extensa. Veremos que quien le interesa es el Cicerón filósofo, no el orador ni el escritor, y que le reprocha más filosofar mal que filosofar demasiado: En cuanto a Cicerón, aquellas de sus obras que pueden servirme para mi propósito son las que abordan la filosofía, especialmente la moral. Pero, si me atrevo a confesar la verdad (ya que, una vez franqueadas las barreras de la impudicia, ya no hay freno), su manera de escribir me parece aburrida, igual que cualquier otra manera similar. Pues sus prefacios, definiciones, divisiones, etimologías, consumen la
mayor parte de su obra; lo que tienen de vivo y de medular queda ahogado por sus largos preparativos. Si he dedicado una hora a leerle, que para mí es mucho, e intento recordar el jugo y la sustancia que he sacado, la mayoría de las veces no encuentro más que aire: porque no ha llegado todavía a los argumentos que le sirven para su propósito, ni a las razones que atañen propiamente al nudo que estoy buscando. Para mí, que tan sólo deseo hacerme más sabio, y no más docto ni elocuente, estas prescripciones lógicas y aristotélicas no vienen al caso: quiero que se empiece por el último punto; entiendo de sobra qué es la muerte y la voluptuosidad; que nadie
se entretenga en anatomizarlas; busco enseguida razones válidas y firmes [desde el principio] que me enseñen a mantener el esfuerzo. Ni las sutilezas gramaticales ni el ingenioso tejido de palabras y argumentaciones sirven para eso; quiero unos discursos que lancen la primera carga en el punto más álgido de la duda: los suyos lan guidecen andando por las ramas. Son buenos para la escuela, para el tribu nal y para el sermón, con los que po demos echar una cabezadita, y al cabo de un cuarto de hora todavía estamos a tiempo de retomar el hilo de la con versación» (II, 10, 413-414).
Los Cicerones de hoy, que son legión, podrán reconocerse —o bien si no se reconocen, lo que es posible, a nosotros sí nos será muy fácil reconocerles...—. Hay que añadir, no obstante, que, a pesar de sus reticencias, Montaigne leerá mucho, y cada vez más, los libros filosóficos de Cicerón (es por otra parte una constante de su evolución: su interés por los filósofos no deja de crecer). Esto no significa que haya cambiado de opinión. Para él, los Académicos, el De Finibus o los Tusculanes son una fuente preciada de información sobre la filosofía antigua, pero sin duda tan sólo son eso: Montaigne nunca consideró a Cice45
rón como un verdadero filósofo (cfr. por ejemplo II, 31, 716 o I, 39, 248); digamos también que sus reticencias, cuando le conciernen, atañen menos a la filosofía en cuanto tal que a sus re percusiones eruditas o librescas. Habrán ustedes, observado, en el largo fragmento que acabamos de citar, la expresión que utiliza Montaigne: «la filosofía, especialmente moráis... Esto supone que existe otra, o muchas otras; pero ¿cuáles? Montaigne, en este punto, no es nada explícito: evoca una segunda vez «la filosofía moral» (III, 2, 805), una vez «la filosofía política» (III, 9, 952), y eso es todo. Nos sorprende sobre todo la ausen-
cia, en los Ensayos, de alguna mención de cualquier filosofía primera o, de igual manera, de cualquier filosofía natural. No es, claro está, una casualidad. Montaigne no cree en absoluto ni en una ni en otra. Él prefiere el conocimiento de sí mismo: «me estudio a mí mismo antes que cualquier otro tema. Es mi metafísica, es mi física» (III, 13, 1072). Pero ¿qué sentido da entonces a la palabra «filosofía»? ¿Su sentido restringido (el amor a la sabiduría, a la vida razonable) o su sentido amplio («filosofía» pudiendo designar entonces, hasta el siglo XVIII, cualquier conocimiento racional, dicho de otro modo el conjunto de las 47
ciencias naturales y humanas)? A falta de una definición expresa, sólo podemos basarnos en el uso de la palabra. Ninguna mención de una «filosofía natural» cualquiera, ya lo he dicho, y es un primer indicio: la palabra «filosofía», en Montaigne, no sustituye la palabra «ciencia» (que por otra parte aparece con mayor frecuencia: 293 casos en singular o en plural), ni la palabra «saber» (43 casos sólo para el sustantivo), y por ello la expresión «la filosofía y ciencias humanas» (11, 12, 559) no es pleonástica. Esas «ciencias», es cierto, no son muy científicas, en el sentido moderno del término: más bien son competencia de
las humanidades. Pero esto no hace más que acentuar la singularidad de la filosofía de Montaigne. Puede ocurrir sin duda que la palabra se utilice en su sentido más general, cuando por ejemplo Montaigne escribe que «la admiración es el fundamento de toda filosofía, la inquisición, el progreso, la ignorancia, el final» (III, 11, 1030). Pero esos casos son raros. Con mayor frecuencia, la filosofía designa una cosa muy distinta, que corresponde mucho más a lo que he llamado el sentido restringido de la palabra o, lo que es lo mismo, a su sentido etimológico: la filosofía es, para Montaigne, ante todo el amor, la búsqueda o el 49
aprendizaje de la sabiduría, que no se puede confundir con la ciencia (ya que, «aun cuando pudiéramos ser sa bios con el saber del otro, al menos podemos ser sabios por nuestra pro pia sabiduría», I, 25,138), ni limitarse a ella. Nos lo indica bien claramente el más largo desarrollo, si no recuerdo mal, que Montaigne haya jamás dedicado a la filosofía en cuanto tal (1, 25,158 sq.). Se trata, y no es por casualidad, del ensayo sobre «la educación de los niños». Entre todas las disciplinas, «la filosofía es la que nos enseña a vivir», explica Montaigne (pág. 163); es, pues, la actividad más urgente: «se nos enseña a vivir cuan-
do la vida ha pasado. Cien alumnos han contraído la sífilis antes de llegar a la lección de Aristóteles sobre la templanza. Cicerón decía que, si pu diera vivir la vida de dos hombres, no se tomaría el tiempo de estudiar a los poetas líricos. Y encuentro a esos ergotistas todavía más tristemente inúti les. Nuestro muchacho tiene más pri sa: sólo le debe a la enseñanza sus primeros quince o dieciséis años: el resto se lo debe a la acción. Emplee mos ese tiempo tan breve en las ense ñanzas provechosas» ( Ibid .). La filo sofía constituye una parte eminente de éstas: y es en relación a ella «que las acciones humanas deben tomar
la como su regla» (pág. 158), ella es quien, «como formadora de los juicios y de las costumbres, será (la) principal lección» de nuestro alumno (pág. 164), y en particular «en la parte en que trata del hombre y de sus de beres y oficios» ( Ibid .). Esta última ex presión atestigua que Montaigne no reduce la filosofía a lo que antes llamaba «la filosofía moral» (II, 10,413 y III, 2, 805): ésta es su parte principal, es cierto, pero no es su todo. La filosofía política, la metafísica, lo que hoy llamamos la epistemología o la teoría del conocimiento, incontestablemente, también forman parte de ella, y Montaigne, por otra parte, a veces las
pone en práctica (como se puede ver, por ejemplo, en la Apologie deRaymond Sebond). La filosofía se mezcla «con
todo» (I, 30, 198). Sin confundirse con la ciencia, no podría mostrarse indiferente al saber, ni a sus límites. Además, Montaigne observa que «toda la filosofía se reparte en tres géne ros», o «en tres sectas generales», que son los dogmáticos, los Académicos (en el sentido de la Nueva Academia: la de Clitómaco y Carnéades) y los pirronianos (II, 12, 502 y 506). Es mucho decir que la cuestión gnoseológica es crucial. ¿Cómo si no? La filo sofía concierne al todo de nuestra existencia, en tanto que se refleja en 53
nuestro pensamiento: no es otra cosa que esa reflexión misma. AI evocar «todos los más provechosos discursos de la filosofía», Montaigne, siempre pensando en nuestro alumno, añade lo siguiente: «Se le dirá qué es saber e ignorar, que debe ser la finalidad del estudio; qué es el ánimo, la templanza y la justicia; lo que separa la ambición y la avaricia, la servidumbre y la sujeción, la licencia y la libertad; con qué señales se conoce el verdadero y sólido contento; hasta dónde hay que temer la muerte, el dolor y la vergüenza; qué resortes nos mueven, y cómo se producen tan diversos movimientos dentro de nosotros. Pues me pare-
ce que los primeros discursos con los que hay que abrevar su entendimien to deben ser aquellos que regulen sus costumbres y su sentido, que le ense ñarán a conocerse, y a saber morir bien y vivir bien. Entre las artes libera les, empecemos por el arte que nos hace libres» (I, 26, 158-159 A). Lle gado a este punto, Montaigne cita el «sapere aude» de Horacio, que Kant tomará como divisa de la Ilustración7 7. Cfr. Kant, «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», trad. de S. Piobetta, I m philosophie de l'histoire, Médiations-Denoél, reimpr. 1984, pág. 46: «Sapere aude!Ten la va lentía de servirte de tu propio entendimien to. Ésta es la divisa de la Ilustración». 55
(pág. 159). Pero todos los valores no valen lo mismo: «Es una gran simpleza enseñar a los niños la ciencia de los astros y el movimiento de la octava esfera antes que los suyos propios» ( Ibid .). Después Montaigne añade: «Tras enseñarle lo que sirve para hacerle más sabio y mejor [dicho de otro modo, después de haberle hablado de filosofía], le hablaremos de qué es la Lógica, la Física, la Geometría, la Retórica; y, habiendo formado su juicio, pronto dominará la ciencia que elija» (pág. 160). Vemos lo que significa filosofar para Montaigne: formar su juicio y su vida, y no conozco a ningún gran filósofo que haya dicho lo
contrario. Pero, llegado a este punto, Montaigne se deja llevar un poco, para nuestra satisfacción, y arremete contra los pedantes, en el más bello elogio de la filosofía quizás que se haya podido escribir nunca. De nuevo, y a pesar de que el texto sea un poco largo y que ya haya evocado algún punto, no me resisto al placer de leerles unos fragmentos bastante extensos:
Es un caso notable, en nuestro siglo, que las cosas hayan llegado al punto de que la filosofía sea, incluso para la gente de entendimiento, un nombre vano y fantástico, que se considera de nula utilidad y sin ningún valor, tanto 57
por opinión como de hecho. Creo que la causa está en estos ergotismos, que se han apoderado de sus ac cesos. Es un gran error pintarla como inaccesible para los niños, y con un ros tro ceñudo, altivo y terrible. ¿Quién me la ha enmascarado con ese falso sem blante, pálido y horrible? No hay nada más alegre, más gallardo, más jovial, y casi diría más travieso. Sólo predica la fiesta y el buen tiempo. Un rostro tris te y transido muestra que ésta no es su morada. Demetrio el Gramático en contró en el templo de Delfos a un grupo de filósofos que se habían sen tado juntos y les dijo: O me equivoco o viendo vuestra actitud tan apacible y tan alegre, entiendo que no estáis tra
tando nada importante. A lo que uno de ellos, Heracleón de Mégara res pondió: Son los que investigan si el futuro del verbo (5aAAo) lleva doble X, o los que buscan la derivación de los comparativos xeipov y (teA/ctov, y de los superlativos xsipioxov y Pe Xx io t o v , los que deben fruncir el ceño, al hablar de su ciencia. Pero en cuanto a los discursos de la filosofía, acostum bran a alegrar y regocijar a quienes se ocupan de ellos, y no a enfurruñaras o entristecerles. [...] El alma que alberga la filosofía debe, con su salud, sanar también el cuerpo. Debe hacer lucir hasta el exterior su serenidad y su tranquilidad; debe formar según su molde el porte exterior, y armarlo por 59
consiguiente con una graciosa digni dad, una disposición activa y alegre y una actitud saüsfecha y bondadosa. La señal más explícita de la sabiduría es un gozo constante; su estado es como el de las cosas más allá de la luna: siem pre sereno. Son «Baroco» y «Baralipton» los que vuelven a sus adeptos tan enfangados y ahumados, no es ella; sólo la conocen de oídas. ¿Cómo? Se vale de serenar las tempestades del alma y de enseñar a reír al hambre y a las fiebres, y no mediante ciertos epi ciclos imaginarios, sino con razones naturales y tangibles. Su objetivo es la virtud, que no está, como dice la es cuela, plantada en la cima de un mon te abrupto e inaccesible. Los que se 60
han acercado a ella la sitúan, por el contrario, en una bella llanura fértil y floreciente, desde donde lo ve todo claramente debajo de ella; pero a la que puede llegar quien conoce el camino por senderos sombreados, cu biertos de hierba y con un suave perfume de flores, agradablemente, y con una pendiente fácil y lisa como la de las bóvedas celestes. Por no haber frecuentado esta virtud suprema, bella, triunfante, amorosa, deliciosa y a la vez valiente, enemiga profesa e irreconciliable de la acritud, el disgusto, el temor y la constricción, teniendo por guía a la naturaleza, y a la fortuna y a la voluptuosidad como compañeras, han inventado, por su debilidad, 61
esta necia imagen, triste, pendencie ra, despechada, amenazante, huraña, y la han puesto sobre una roca apar tada, entre zarzas, como un fantas ma para asustar a la gente (I, 26, 160-161). Les pido perdón por citar a Mon taigne de manera tan extensa; pero ¿puede hacerse algo mejor ante un texto semejante? ¡Tanta belleza, tanta vivacidad desalientan tanto el comen tario como la imitación! No me de tengo, más que para recordarlo, en el hedonismo o el eudemonismo laten tes de ese pasaje o, para expresarlo mejor, en su alacridad filosofante. 62
Tanto para Montaigne como para Epicuro, «hay que difundir la alegría, pero suprimir tanto como se pueda la tristeza» (III, 9, 979): la filosofía con tribuye a ello, o más bien es eso mis mo, a partir del momento en que la razón y la lucidez, y no la ilusión o la fe, se convierten en sus medios. Filosofar es aprender a vivir, no a morir (I, 26, 163, III, 12, 1051-1052). O bien, si es aprender a morir (I, 20), es solamen te en el sentido de que la muerte for ma parte de la vida, y que no se pue de, sin aceptarla, vivirla alegremente: «En realidad, o bien la razón se burla, o bien sólo debe vislumbrar nuestro contento, y todo su trabajo ha de ser, 63
en resumen, intentar hacernos vivir bien, y a nuestro gusto» (I, 20, 81). Es la propia filosofía. De ahí surge lo que se ha llamado «el epicureismo» de Montaigne,8 epicureismo ciertamente heterodoxo, ya que no es dogmático, pero que sabemos que no cesará de acentuarse con el tiempo. De nuevo, esto supone una cierta concepción de la filosofía, o del filosofar: «Es 8. Epicureismo sobre el que no puedo detenerme aquí, pero del que he tratado ampliamente en otra parte: véase mi artículo «¿Montaigne cínico? (Valor y verdad en los Ensayos)» en Montaigne philosophe, n° 181 de
la Revue intemationale de philosophie, Bruselas, 1992 (difusión PUF).
lo que dice Epicuro al principio de su carta a Meneceo: Ni el más joven re chaza filosofar, ni el más anciano se cansa de hacerlo. Quien hace otra cosa, parece afirmar, o bien todavía no ha llegado a la edad de vivir fe lizmente, o bien ya le ha pasado» (I, 26, 164 C). Esto, que traduce pala bra por palabra el texto de Epicuro (que Montaigne conocía por Diógenes Laercio, traducido al latín), vale como definición: filosofar es vivir fe lizmente, o lo más felizmente posible. Como Epicuro todavía, Montaigne piensa que «la filosofía es una medici na muy dulce: porque con las demás uno sólo siente el placer después de
la curación, mientras que ésta gusta y cura al mismo tiempo» (II, 25, 690). ¿Acaso Montaigne había leído en Sexto Empírico la bella definición que daba Epicuro? «La filosofía es una actividad que, mediante discursos y razonamientos, nos procura la vida feliz.»9 Esta definición, en cualquier caso, o 0
9. Epicuro, citado por Sexto Empírico, Adversus matemáticos, XI, 169. Pero Villey ob-
serva que Montaigne, que cita con frecuencia las Hypotiposy pirrónicas, ignora el Adver sus matemáticos ( op. cit., tomo I, pág. 243), y
yo por mi parte me inclino a pensar que, si hubiese conocido esa definición de Epicuro (tan próxima a su pensamiento), probablemente la hubiera citado en los Ensayos.
una del mismo género, está implícita en Montaigne, salvo que este último se hace menos ilusiones que Epicuro acerca de la solidez de esos discursos o la validez de esos razonamientos. Para Montaigne, la razón sólo es una «apariencia de discurso que cada uno forja en sí mismo, [...] un instrumento de plomo y de cera, que se puede alargar, plegar y acomodar a todos los bieses y a todas las medidas» (II, 12, 565; véase también pág. 539). Semejante fragilidad intrínseca no puede de jar indemne a la filosofía, y Montaigne lo asume alegremente: él busca no la certeza sino el reposo, y lo encuentra en el movimiento y la incertidum-
bre. Sobre su propio pensamiento, su propia evolución, tiene esta frase, que suena como el reconocimiento de una debilidad y que da una idea de su fuerza: «Es un movimiento de borra cho titubeante, vertiginoso, informe, o el de los juncos que el aire mueve por azar a su gusto» (III, 9,964). Mon- i taigne es un filósofo escéptico, y esto es lo que le impide creer absoluta mente en la filosofía. Como Pascal, está convencido de que así se filosofa mejor (I, 12, 511), hasta el punto de no poder creer que otros hayan podi do fiarse totalmente de sus propias concepciones: «Me cuesta convencer me de que Epicuro, Platón y Pitágoras
nos hayan dado como dinero contante sus Atomos, sus Ideas y sus Nú meros. Eran demasiado sabios para establecer sus artículos de fe sobre algo tan incierto y debatible» ( Ibid .). Filósofo «impremeditado y fortuito», como dice él mismo (II, 12, 546), Montaigne es también un filósofo lú cido, lo que es más raro de lo que po dríamos creer, y un filósofo generoso, que presta a los demás, y hasta el ex ceso, su propia lucidez: «la filosofía nos presenta, no lo que es, o lo que ella cree [ya que, como hemos visto, ¡Pitágoras, Platón o Epicuro no podían creer verdaderamente en sus sis temas!], sino lo que ella forja tenienA*
do más apariencia y gentileza» (II, 12, 537). Montaigne también ve que lo mismo ocurre para una parte de la ciencia, la cual «nos da como pago y como presuposición las cosas que ella misma nos enseña que han sido inventadas» ( Ibid.y, sin embargo, esto quiere decir que su concepción de la filosofía la aproxima más a lo que hoy en día llamamos una obra de arte (que sólo alcanza la verdad a través de una subjetividad singular) que a nuestras modernas ciencias de la naturaleza o del hombre (en las cuales la verdad sólo se obtiene de una manera objetiva o sin ninguna otra subjetividad más que la impersonal o inter70
cambiable con cualquier otra). Esto queda confirmado, por lo demás, por la comparación insistente que hace Montaigne de la filosofía con la poesía: «la filosofía no es más que una poesía sofisticada», escribe ( Ibid .), «los misterios de la filosofía [tienen] muchas cosas extrañas comunes a las de la poesía» (II, 12, 556), y por otro lado, el mismo Platón «es todo poética, y la vieja teología poesía, dicen los sabios, y la primera filosofía» (III, 9, 995). Hay que entender que los primeros filósofos (¿los presocráticos?) eran poetas en sentido literal, mientras que los filósofos más tardíos ya sólo son poetas por metáfora (¡o ha-
cen solamente poesía «sofisticada»!). Lo esencial permanece: filosofía y poesía están ligadas, y son legítimamente comparables. Aquí no hay ninguna condena, es cierto (a Montaigne le gusta mucho la poesía, y cita a los poetas, sobre todo a los latinos, tanto como a los filósofos); pero se des prende algo así como una humildad obligada: la poesía dice la verdad del poeta, no la del mundo, y esto es lo que tiene que hacer también el filósofo —ya que no puede hacer otra cosa—. «Lo que yo opino —escribe Montaigne— sirve también para ex presar la medida de mi visión, no la medida de las cosas» (II, 10,410). Yen otra 72
parte: «He aquí mis humores y opiniones; los doy según mi creencia, no para que sean creídos. Sólo pretendo descubrirme a mí mismo, que seré otro por ventura mañana, si un nuevo aprendizaje me cambiara. No tengo ninguna autoridad para ser creído, ni la deseo, sintiéndome demasiado mal instruido para instruir al otro» (I, 26, 148). La multiplicidad de las filosofías, tan escandalosa para los dogmáticos, para Montaigne se convierte más bien en una oportunidad suplementaria, gracias a la cual cualquier pensamiento siempre podrá encontrar algún filósofo para darle autoridad, defenderlo o profundizar en él. 73
A modo de ejemplo este fragmento picante de la Apologie. En Italia, aconsejé a uno que tenía dificultades para hablar en italiano que, mientras sólo buscara hacerse entender, sin querer sobresalir, que utilizara solamente las primeras palabras que le vinieran a la boca, latinas, francesas, españolas o gasconas, y que añadiéndoles la terminación italiana, siempre acabaría coincidiendo con algún idioma del país, o toscano, o romano, o veneciano, o piamontés, o napolitano, y adaptándose a alguna de tantas formas. Lo mismo digo de la Filosofía: tiene tantas caras y tanta variedad, y ha dicho tantas cosas que encontramos 74
en ella todos nuestros sueños e ilusiones. La fantasía humana no puede concebir nada ni bien ni mal que no exista en ella. Nihil tam absurde dici potest quod non dicatur ab aliquo philoso phorum [no se puede decir nada por
muy absurdo que sea que no haya sido dicho por algún filósofo, Cicerón, De divinatione, II, 58]. Yen público dejo ir más libremente mis caprichos: de manera que, a pesar de que hayan nacido de mí y sin ningún patrón, sé que encontrarán su relación con algún humor antiguo; y no faltará quien diga: «¡Fijaos de dónde lo cogió!» (II, 12, 546).
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La filosofía no pertenece a nadie, y mucho menos a los filósofos de oficio. Por eso «nadie se escapa de la filosofía», como dice Montaigne (I, 14,67), como tampoco la filosofía no se esca pa de la fragilidad ni de la incertidumbre humanas. Lo esencial sigue siendo no mentir. Platón tiene razón, «quien dice que la firmeza, la fe, la sinceridad son la verdadera filosofía dice que las demás ciencias, que apuntan hacia otra parte, tan sólo son fingimiento» (I, 26,152). Esto nos conduce a un último punto, con el cual desearía concluir. Por escéptico que fuera, Montaigne no dejó nunca, no tanto de buscar la ver76
dad, como de someterse a ella y amarla, allá donde la encontrara, e incluso, éste es el espíritu del escepticismo, allá donde no la encontrara. Es lo que distingue su filosofía de la sofística, y lo que lo une a Sócrates, en efecto, más que a aquellos a los que Sócrates se enfrentaba. Se trata pues de amar lo verdadero, aun en su ausencia, y de sometérsele tan pronto como aparece o parece que aparece: «la verdad es una cosa tan grande que no debemos desdeñar ninguna intervención que nos conduzca a ella» (III, 13,1065), y esto, insiste Montaigne, tanto si nos per judica como si nos sirve (III, 5,885). La verdad está por encima del amor 77
propio.10 Lo importante no es saber quién habla, sino lo que dice; ni quién gana, sino lo que parece verdad. En la conversación, escribe Montaigne, «la causa de la verdad debería ser común al uno y al otro» (III, 8,924). Esta exigencia da grandeza a sus Ensayos, y a su vida. ¿Existe un espíritu más libre y más abierto? Sólo se somete a lo verdadero, o a lo que le parece que lo es: «Festejo y acaricio la verdad en cualquier mano en que la encuentre, y me entrego alegremente, y le tiendo 10. Como lo dirá poco más menos Jean Cavaillés: véase G. Ferriéres,/
mis armas vencidas, por lejos que vea cómo se me acerca» ( Ibid .). Olvidamos con facilidad que aquí radica, para Montaigne, lo esencial de la pedagogía. Educar a un niño es ante todo enseñarle a amar la verdad: «Que se le enseñe sobre todo a entregarse y a de jar las armas ante la verdad, tan pronto como la perciba: tanto si nace a manos de su adversario, como si nace en él mismo al mudar de parecer [acción de cambiar de opinión]» (I, 26,155). Igual que el relativismo de Montaigne, en el orden práctico, nos preserva del fanatismo tanto como del nihilismo, igual su escepticismo, en el orden teórico, nos preserva del dogmatismo 79
tanto como de la sofística: que no haya un bien absoluto, o que no tengamos acceso a él, ello no impide que cada uno busque el suyo, ni que se ayude a los demás, y «por caminos diversos», a encontrar el suyo (III, 12. 1052); que no haya ninguna certeza absoluta, o que esté fuera de nuestro alcance, ello no impide que nos sometamos a la norma de una verdad al menos posible, y por otra parte, incluso incierta o necesaria.11 11. Sobre esta cuestión, sobre la que no puedo extenderme, véase mi artículo «¿Montaigne cínico? (Valor y verdad en los Ensa yos)» en el número ya citado de la fíetme intemationale de philosophie. 80
En tiempos de Montaigne, fanatismo y dogmatismo eran sin duda los principales enemigos, y son éstos so bre todo los que los Ensayos combaten o critican. Puede que hoy en día, al menos en Occidente, el nihilismo y la sofística sean más amenazantes. Tanto da: Montaigne nos ayuda a luchar contra unos y contra otros. Esta no es la menor razón de su sorprendente y perenne actualidad. La filosofía es búsqueda de la felicidad, pero dentro de la verdad y de la tolerancia. De ahí que la lectura de los Ensayos, para un filósofo, represente a la vez una lección de humildad y de autenticidad: «¿Para qué sirven esas puntas 81
culminantes de la filosofía sobre las que ningún ser humano puede sentar se, y esas reglas que exceden nuestro uso y nuestra fuerza? Veo a menudo que se nos proponen unas perspecti vas de vida que ni quien las propone ni quienes las escuchan tienen ningu na esperanza de seguir, ni, lo que es peor, muestran ganas de hacerlo» (III, 9, 989). Montaigne, al no apun tar tan alto, llega a nosotros con más facilidad. Lo que le gusta son los con sejos «de la verdadera e ingenua filo sofía [la de Epicuro o la de Séneca, por ejemplo], no de una filosofía ostentosa y charlatana como lo es la [de Plinio o Cicerón]» (I, 39, 248). ¡Ycómo
nos parece, a nosotros, más verdadero y más ingenuo (en el mejor sentido del término: más natural, más espontáneo, más sincero) que aquellos que ofrece como modelo! ¿Quizás le hu biera gustado que, para acabar, cediéramos la palabra a una cortesana? «Yo no sé nada de libros —decía la cortesana Lais— ni de sabiduría ni de filosofía, pero esos hombres llaman a mi puerta tan a menudo como cualquiera de los demás» (III, 9, 990). No es una objeción que podamos hacer a Montaigne: para él, el placer de filosofar forma parte de los placeres de la vida, y no los condena. Yesto es lo que explica el placer que sentimos al leer83
le, que aumenta a cambio nuestro pla cer de vivir y de pensar, y que es sin duda el más bello elogio, el más filo sófico y el más justo que podamos ha cerle. Además, lo ha dicho un filóso fo, y no precisamente de los menores: «¡Verdaderamente, que un hombre semejante haya escrito —decía Nietzsche a propósito de Montaigne— ha aumentado el placer de vivir en esta tierra!». ¡Qué lástima que los filóso fos, que tanto han leído a Nietzsche estos últimos decenios, hayan leído tan poco a Montaigne! ¡Cuánto estan camiento y cuánto ridículo nos hubié ramos evitado!
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Montaigne o la filosofía viva* ¡Verdaderamente, que un hombre semejante haya escrito ha aumentado el placer de vivir en esta tierra! N ie t z s c h e
Pedir a un francés, y a un francés filósofo, que hable de Montaigne, ¿qué hay más normal? ¿Acaso no es uno de nuestros grandes autores, el más importante quizás, y, además de ser uno de los pocos absolutamente universal, también el más * Literalur um II, Heft 4, Marburg, Dr. Wolfram
Hitzeroth Verlag, 1989.
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fr francés de todos? Sin ninguna duda. No
obstante, incluso en Francia, se habla poco de él (no (no es un auto au torr de moda como lo son Descartes o Proust), y todavía menos entre los filósofos. Ciertamente,, Montaigne forma te forma parte parte de los los clásicos, como decimos; pero esto significa sobre todo que lo estudiamos en clase... y que no lo leemos nunca. La lengua, que ha envejecido envejecido,, lo explica en parte: parte: la lectura lectura de Montaign Montaigne, e, para par a un francés de hoy hoy en día, es difícil y sus innumerables arcaísmos, si si bien bien realzan realzan aún más su sabor, didificultan también, a veces, su comprensión. Pero lo esencial está en otra parte. Si se lee poco a Montaigne es porque es filósofo, y eso espanta a los ignorantes, y no autor de sistema, y eso derrota a los sabios.
Detengámonos Detengámonos aquí un u n instante. instante. Montaigne es quizás un caso único: Ensayos, da dando a su libro el título de En nombre al mismo tiempo, sin saberlo, al género todavía desconocido que crea, en el cual se coloca y que, definitivamen te, domina. Pero esto, que fue su golpe maestro, es también, frente al públi co, co, una desv desven entaja: taja: ¿por qué no hizo, si si no, una un a nov novela ela,, o un tratado? Una novela novela hu hu biera sid sido más divert divertida ida y más popular; un tratado hubiera sido más impresio nante. nante. En un ca caso so habr habría ía sido más más leído; leído; en el otro, más estudiado. Hugo Frie Ensayos cons drich vio muy bien que los En tituían en conjunto el extremo opuesto sistema.1Esto honra a Montaigne, ya del si 1. H ugo Friedrich, Fried rich, M o n taig ta ign n e , A. Francke Verlag AG, 1949 1949 y 1967 1967 (1968 pa p a ra la trad. tra d. franc fra ncesa esa), ), I, 8. 8.
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que los sistemas, por definición, son todos falsos. Pero los franceses, que no sa ben ben hace hacerl rlos os,, y es esto to es es lo bueno, bueno, los adadmiran, y esto es lo malo. En menos de diez años se ha puesto dos veces a Hegel (¡o sea dos veces durante diez años!) en el progr programa ama de la lass prueba pruebass escritas escritas de las las oposiciones de filosofía; a Montaigne, que yo sepa, no se le ha puesto nunca, y esto dice mucho de la estima que le tienen nuestros universitarios. Como la Universidad tiene horror al vacío, las literaturas se han apropiado de él, y es de justi justici cia. a. Pero que Montai ontaign gnee sea sea un maestro de la lengua —virtuoso, absoluto, artista brillantísimo—, ¿le impide esto ser un maestro del pensamiento? ¿Sólo porque por que Kant ant es escr crib ibee mal mal es un gran fil filósofo?
Pero hay algo peor todavía. Montaigne no sólo no crea un sistema —demuestra al contrario la vanidad de todos—, sino que filosofa como ya nadie, parece, se atreve a filosofar: a la antigua, en primer grado y en primera persona, expuesto a todos los riesgos. Este filósofo es el colmo, ama la sabiduría, que es «ciencia de vida» (III, 10,1010)2, y la única ciencia que vale. Al lado de ese arcaísmo, la prosa de Montaigne parece de una modernidad intacta —lo que, por otra parte, es, en efecto, para un lector un poco entrenado. Que a veces haya que coger un diccionario o consultar unas notas a pie de página, se lo 2. Las referencias a los E nsayos, dadas a lo largo del texto, indican, en este ord en , el libro, el capítulo y la página de la edición Villey (reed. PUF, 1978), de la que he modernizado la ortografía.
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podríamos perdonar. Pero que tengamos que cambiar incluso nuestra concepción de la filosofía —¡ynuestra vida!—, esto ya es demasiado. Más aún cuando este ar caísmo filosófico de Montaigne, su fundamentalismo o, mejor, su ingenuidad filosofante, por ser intempestivos, no se dejan emparedar vivos en ninguna cate goría o periodización históricas. Mon taigne es de cualquier época, o de ningu na, y si los historiadores de la filosofía no lo quieren en absoluto3, es porque les 3. Existen, por supuesto, algunas excepciones, en el primer lugar de las cuales debemos citar, en Francia, a Maree! Conche, au tor d e M onta ig ne ou la consciente hmreuse, París, Seghers, 1964 (que es para mí la más bella iniciación a Montaigne) y de M entaign e et la p hilosophie, Villers-sur-Mer, Editions d e Mégare, 1987. Pero esto se de be a que Marcel Conche es m ucho más qu e u n historiador de la filosofía...
quita la razón, casi siempre, y desenmascara lo sórdido de su oficio. Ese cadáver se resiste como un diablo y hace regresar a los enterradores al cementerio —¡sin él!—. Maestro de la lengua, maestro del pensamiento, Montaigne es un maestro de vida, y esto espanta a los profesores que no quieren al pensamiento más que difunto. Leer a Montaigne, decididamente, es demasiado peligroso. Nuestros sabios prefieren ignorarle y por ello son incultos. ¡Escandaloso, Montaigne! Su simplicidad bonachona, porque restituye la idea misma de sabiduría nuevamente conce bible (Nietzsche vio muy bien que, traducido al griego, a los griegos les hubiera gustado),4 es una bomba retardada 4. Véase Le voya geur et son ombre, 214.
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que se arrastra por nuestras bibliotecas: cuando a uno empieza a gustarle, hay muchos libros, escritos años después de su muerte, que ya no podemos leer, o bien sólo para reírnos o para desmenuzar alguna ridiculez bien penosa. Nuestros patanes lo condenaron porque él los condena: lo han olvidado para que no los olvidemos a ellos, lo toman por un literato con la esperanza de que los tomemos, a ellos, ¡por filósofos! Tiempo perdido: un patán sigue siendo un patán («por ser más sabios, —observaba Montaigne—, no son menos ineptos», III, 8, 927) y no filosofa. Sencillamente han agotado del todo la filosofía y les queda lo que llamamos la historia de la filosofía. Su máxima es la de los historiadores según Nietzsche, y la aplican al pie de la
letra: «¡Dejad que los muertos entierren a los vivos!».5 Estoy exagerando, desde luego; es cierto, no obstante, que una gran parte de la filosofía contemporánea, en su erudición maníaca y estéril pero también quizás en el fondo mismo de lo que le sirve de pensamiento, tiene que ver con lo que en términos freudianos denominaríamos el triunfo de la pulsión de muerte, y es lo que demasiados coloquios universitarios, por desgracia, me han hecho ex perimentar tristemente. Leer a Montaigne es, por el contrario, reconciliarse con la pulsión de vida, es decir, con la vida en sí misma y, por consiguiente, con la filosofía. Ese por consiguiente es de Montaigne, y es lo que yo desearía tratar ahora. 5. Considérations intem pestiva II, 2.
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Yo hablaba de sabiduría. Se me podría objetar, y legítimamente, que sabio, Montaigne jamás pretendió serlo, y que por otra parte se burla de ello. Lo deja para otros con más fuerza que él (Sócrates, Epicuro, los estoicos...), a los que admira mucho, pero a los que no tiene ningún deseo de imitar. No muestra ninguna indulgencia, en cambio, con aquellos de sus discípulos (¡no los sabios sino los filósofos!) que hacen como si enseñaran una lección de la que ni ellos ni nadie —ya que los sabios, ellos, ¡ya no lo necesitan!— son capaces de recoger los frutos. «¿Para qué sirven esas puntas culminantes de la filosofía sobre las cuales ningún ser humano puede sentarse? ¿Y esas reglas que exceden nuestro uso y nuestra fuerza? Veo a menudo que se nos propo-
nen unas perspectivas de vida que ni quien las propone ni quienes las escuchan tienen ninguna esperanza de seguir ni, lo que es peor, muestran ganas de hacerlo» (III, 9, 989). Montaigne, aunque a veces las evoca, no les presta ninguna atención. «Son sutilezas agudas, insustanciales, en las que en ocasiones se detiene la filosofía» (II, 11,429), desde luego, pero que sería exagerado tomar en serio cuando la vida y la naturaleza se resisten a hacerlo. Porque es la naturaleza quien manda (y tanto más cuanto que no manda más que a sí misma), y esto es precisamente lo que el sabio comprende y acepta. ¿Qué es en efecto la sabiduría? Si lo entendemos como un saber positivo, no vale más que lo que valen los saberes. La 95
«ciencia de vida» es dudosa, como lo son todas: ciencia del hombre, no de Dios, y prisionera para siempre de sus inciertos límites. Humana, demasiado humana —pero realmente nunca lo somos dema siado (no se trata más que de «hacer bien el hombre», III, 13,1110), yes la sabiduría misma—. El escepticismo de Montaigne no puede desembocar, sin contradecirse, en un dogmatismo ético, es decir, en una concepción de la vida recta o buena que pretendiera valer de forma absoluta y para todos. «No trato en el momento oportuno de nada más que de la nada —escribe Montaigne magníficamente—, ni de ninguna ciencia más que de la no ciencia» (III, 12, 1057), y éste es el motivo de que sólo hable de sí mismo. «Somos viento por todas partes» (III, 13,
1107), y viento es la sabiduría, o más bien sabio es el viento (Ibidl). La «ciencia de vida» que es la sabiduría no es pues una ciencia en el sentido en que la entendemos nosotros (¡que tendría como objeto la vida!), sino la vida en sí misma —y, para cada uno, la propia vida, solitaria y cambiante— dado que comporta su verdad en sí misma. No ciencia sino sapiencia, si queremos, o sa ber vivir, que es la vida sabiéndose a sí misma. «No existe nada tan bello y legítimo como hacer bien el hombre y de la forma debida, ni ciencia tan ardua como la de saber vivir bien y de manera natural esta vida», escribe Montaigne (III, 13, 1110). Pero nadie puede filosofar ni vivir (vivir ni, luego, filosofar) en nuestro lugar, y esto es lo que explica que, «aun 97
cuando podríamos ser sabios del saber ajeno, sólo podemos ser sabios de nuestra propia sabiduría» (I, 25, 138). La sa biduría no es por consiguiente ni absoluta ni universal. Como todas las cosas, está sometida a los azares del lugar y del tiempo, varía según las edades y los individuos, las circunstancias y las capacidades... Vivir es cosa del mundo, y «la mayor parte de las cosas del mundo se hacen por sí mismas» (III, 8,933), es decir, sin diseño ni control. La filosofía tam poco escapa a ello: «Es una imprudencia considerar que la prudencia humana pueda desempeñar el papel de la fortuna... Nuestra sabiduría y nuestra reflexión siguen en la mayoría de los casos la dirección del azar. Mi voluntad y mi razonamiento se mueven tan pronto en un
sentido como en otro, y algunos de esos cambios se gobiernan sin mí. Mi razón tiene impulsos y agitaciones cotidianas y fortuitas...» (III, 8, 933-934). Por eso Montaigne, que aborrece «toda clase de üranía, tanto en palabras como en actos» (III, 8, 931), no sabe qué hacer con esas «palabras universales, [...] tan comunes [y que] no dicen nada» (III, 8,936. Des confía de ellas incluso: hay un fanatismo de la sabiduría (1,30,197, III, 5,841 y ss.), del que hay que alejarse sabiamente. Nominalismo y relativismo van a la par. La sabiduría de la que hablamos sólo es una palabra, y es por ello que no es la sa biduría. Por lo demás, la sabiduría no se go bierna y sería una locura querer ser sa bio por la fuerza. «Sed sabios. Esta reso 99
lución va más allá de la sabiduría» (III, 9, 988). Sólo aquel que se ha vuelto sabio (y de una sabiduría propiamente suya) puede querer serlo sin locura —y su sa biduría no será más que su propia vida—. La sabiduría de Montaigne sólo vale para Montaigne: es Montaigne en sí mismo, en acto y en verdad. O bien, si vale tam bién para nosotros, ¡es más como ejem plo que como modelo, más como es tímulo que como imperativo! La única regla es que no hay regla; la única ley, la ausencia de ley. La filosofía no es una disciplina más, que pretenda regentar nuestra vida, sino esa vida en sí misma, en tanto que se desprende de todas las disciplinas, e incluso (y quizás en primer lugar) de aquellas que continúa obser vando. La única sabiduría es la vida sa-
bia, la única vida, el ser vivo. Toda sabiduría es en esto singular y relativa. Esta «ciencia de vida» no es una ciencia (II, 12,438) sino un arte, y este arte no es un arte sino la vida. Montaigne lo ha repetido miles de veces. Se trata, no de pensar, escribir o filosofar, sino de vivir, y sólo esto es filosofar de verdad. «Mi oficio y mi arte es vivir», escribe (II, 6, 379); éste es, no sólo el objeto de la filosofía (1,26, 163), sino, para cada uno, «nuestra gran y gloriosa obra maestra» (III, 13, 1108), la única finalidad (la vida «debe ser su propia intención» III, 12, 1052) y la única recompensa. «He dedicado todos mis esfuerzos a formar mi vida —escri be también—. He aquí mi oficio y mi obra. Soy menos hacedor de libros que de cualquier otra tarea.» Es, digámoslo 101
de pasada, lo que le ha permitido escri bir los Ensayos, que son más que un libro y, en francés, el más importante de to dos. Esta sabiduría de Montaigne es una sabiduría laica, en el sentido de que no necesita ni la religión ni el ateísmo. Sa biduría, no desde el punto de vista de Dios, que no tiene nada que hacer con ella, sino del hombre, que carece de ella. Montaigne no cree en absoluto en las sa bidurías demasiado completas o dema siado exigentes, como son la estoica o incluso la epicúrea. «Tan sabio como quiera, pero finalmente es un hombre: ¿qué hay más caduco, más miserable y más nulo?» (II, 2, 345-346). Yañade: «La sabiduría no fuerza nuestras condicio nes naturales». Hacer bien el hombre es
permanecer hombre, no convertirse en ángel, caballo o semidiós (cf. II, 12,604 y III, 2, 806). ¿Humanismo? Si queremos decirlo así, pero en este caso, mucho más que el ideal o la norma, el hombre es la obligación que debemos aceptar y respetar. Hay que perdonar a los hombres —y a uno mismo— el ser sólo hombres. Humanismo sin ilusiones y de salvaguardia. Nadie es sabio si no se acepta en primer lugar como hombre, ni humano si no se acepta como animal. Ni ángel ni su perhombre, pues, y esto es lo que Pascal (¡mejor que Nietzsche!) sabrá recordar: «Quieren huir de sí mismos y escapar del hombre. Es una locura: en lugar de transformarse en ángeles, se transforman en bestias, en lugar de elevarse, se desploman. Estos humores trascenden-
tes me asustan, igual que los lugares altos e inaccesibles...» (III, 13,1115).6 Si en esto se opone al estoicismo, al menos éste es el sentimiento que tiene, Montaigne se toma también, sin decirlo demasiado, alguna libertad con la moral del cristianismo, y quizás no sólo con su moral. En Montaigne se da un casimaterialismo que pone a la fe como entre pa réntesis. Nos preguntamos a veces si ata ca a los filósofos o a los sacerdotes, y con frecuencia es a ambos. «Estas exquisitas sutilezas —escribe por ejemplo— sólo son propias del sermón: son discursos que quieren enviarnos bien edificados al otro mundo. La vida es un movimiento 6. Véase tam bién II, 12, 604 (y compárese obvia mente con Pascal, Pensées, 358, ed. Brunschvicg, o 678. ed. Lafuma).
corporal, acción imperfecta de su propia esencia, y desordenada; me esfuerzo en servirla en función de ella» (III, 9, 988). Ninguna sabiduría sería posible si el cuerpo no comportara en sí mismo su gran sabiduría, como dirá Nietzsche, o su phrenésis, como decía Epicuro, que es amor por el placer y por la alegría. Es normal que el secreto de la felicidad sea absolutamente simple y que no sea un secreto: se trata «de difundir la alegría [y de] suprimir tanto como se pueda la tristeza» (III, 9,979), y es lo que hacemos todos, o queremos hacer, y lo que sólo consigue el sabio en función de su sabiduría (aunque si no lo fuéramos, no podríamos ni siquiera filosofar). Si Montaigne es a veces pesimista o sombrío (un poco a la manera de Séneca o de Lucrecio, 105
que tanto le gustan), es porque sabe que no está aquí la última palabra de la filosofía. Al contrario, «la señal más explícita de la sabiduría es un goce constante; su estado es como el de las cosas encima de la luna: siempre sereno» (I, 26, 161). Es lo que los pedantes olvidan, o de lo que son incapaces: «Por no haber frecuentado esta virtud suprema, bella, triunfante, enamorada, igualmente deliciosa y valiente, enemiga profesa e irreconciliable con la acritud, el desagrado, el temor y la coacción, teniendo como guía a la naturaleza y a la fortuna y la voluptuosidad por compañeras, han acabado por fingir, debido a su endeblez, esta ridicula imagen, triste, pendenciera, despechada, amenazadora, consumida, y a situarla sobre una roca en un lugar apartado, en 106
medio de zarzas, como un fantasma para asombrar a la gente...» (Ibid.). Lo molesto, en el caso de Montaigne, es que las ganas de citarlo son demasiado fuertes, y esto debe disuadir también a los comentaristas. No permite en absoluto que se le dé un valor y forma parte de esos autores de los que él mismo decía (III, 5, 874) que más bien quitaban las ganas de escribir. Pero este relleno, como él dice también, está fuera de mi tema, y por otra parte debemos ir concluyendo.
En este pequeño artículo, que sólo quiere ser una sugerencia para leerle, no es posi ble decirlo todo, por supuesto, y tampoco mil páginas, por otra parte, serían suficientes. ¿Pero cómo no evocar, aunque
sólo sea para terminar, la cuestión del tiempo? Porque Montaigne es un filósofo del tiempo, muy largamente subestimado, y que haría palidecer a algunas de nuestras glorias recientes. Para nosotros todo es tiempo, demuestra él, y el tiempo es la nada. Es por esto por lo que «nosotros no tenemos ninguna comunicación con el ser» (II, 12,601), y estamos así condenados a la ignorancia o a la duda (Ibid.). El conocimiento fracasa, no sólo por incapacidad del sujeto, sino por la falta de objeto. Existir es aniquilarse, ser real es desaparecer. Es por esto también por lo que estamos prometidos con la muerte, no sólo para acabar sino desde hoy, y a cada instante de cada hoy —«la muerte ocupando toda la parte inicial y toda la parte final de este momento, y una buena 108
parte aún de este momento» (II, 12,526). Si sigue a Plutarco (en ocasiones muy de cerca: II, 12, 691 sq.), es para encontrar en él a los estoicos y, a través de ellos, a Heráclito. Ser es devenir y es por esto por lo que para nosotros no hay ser (Ibid.). «El mundo no es más que un movimiento pe renne —escribe Montaigne—, la constan cia misma no es más que un movimiento más lánguido... No pinto el ser, pinto el pasaje...» (III, 2,804-805). Ypor otra par te, magníficamente: «todo contento de los mortales es mortal» (II, 12,518). De aquí surge, claro está, lo que pode mos llamar la preocupación, la angustia (Montaigne cita a Séneca: «calamitosas est animus futuri anxius», «un espíritu preo cupado por el futuro es desgraciado» (I, 3, 15), o la esperanza, además: «Siempre 109
pensamos en otra parte; la esperanza de una vida mejor nos detiene y nos sostiene, o bien la esperanza del valor de nuestros hijos... Siempre abiertos a las cosas futuras [...], no estamos nunca en nosotros, siempre estamos más allá. El temor, el deseo o la esperanza nos empujan hacia el porvenir... Cada uno corre hacia otra parte y hacia el futuro, mientras que nadie ha llegado a sí mismo...» (III, 4, 834,1, 3,15 y III, 12,1045). ¿Cómo llegaríamos allá, por otra parte, puesto que no existe de uno mismo más que ese propio movimiento de vivir?... «Es a mí mismo a quien pinto», ciertamente, pero «no pinto al ser, pinto el paso...» De ahí también, como todos sabemos, el aprendizaje de la muerte: «La meta de nuestra carrera es la muerte, es el objeto
necesario de nuestro objetivo; si nos asusta, ¿cómo es posible dar un paso ade lante sin enfebrecer? El remedio del vul go es no pensar en ella...» (I, 20, 84). Más tarde, encontrará una fórmula más adecuada: «Por supuesto que es el extre mo, pero no por ello la meta de la vida; es su final, su extremidad, pero no su objeto, sin embargo» (III, 12,1051-1052). Y es que la vida, repitámoslo, «debe ser ella misma su propio objetivo» (Ibid.): la única finalidad de vivir es vivir, y es por ello que no hay meta. Es lo que en otras ocasiones he llamado la desesperanza, a lo que Montaigne, más sabio que yo, da sus nombres verdaderos como son felici dad, goce y paz. Vivir, como hacía él, en la absoluta proximidad de la muerte es vivir en la verdad de esta vida, que no 111
es aguardar o esperar, sino actuar y gozar. Filosofar es aprender a vivir, y a morir (I, 20, passim) sólo por el hecho de que la muerte forma parte de la vida. De ahí una relación cambiada en el tiempo: la inmediatez siempre posible de la muerte da al presente su valor, que retira en el futuro. «Mi propósito puede dividirse en cualquier parte; no se funda en grandes esperanzas; cada día es su propio objetivo. Yel viaje de mi vida se comporta de la misma manera...» (III, 9, 978). Al contrario de los insensatos que «van más allá del presente y de cuanto poseen por servir a la esperanza y por las sombras y vanas imágenes que la fantasía les pone ante sí» (III, 13,1112), cuya vida inquieta, como decía Séneca citando a Epicuro y citado por Montaigne (III, 13,111), «se
dirige por entero hacia el futuro», Montaigne, a su vez, se entrega por entero a lo que hace, acción o paseo, y no deja que sus sueños de felicidad arruinen su felicidad. «Mi filosofía se basa en la acción, en uso natural y presente, poco en fantasía» (III, 5, 842). La sabiduría sólo comienza para el que deja de imaginarla. Es un amante también de los viajes, no por el placer de ir a alguna parte, sino por el placer de ir, simplemente, no por hastío de ser, sino por el placer de existir. Se le objeta su edad: «Nunca regresarás de un camino tan largo». A lo que él res ponde: «¡Y qué me importa! No lo em prendo ni para regresar ni para hacerlo completo; lo emprendo sólo para moverme mientras el movimiento me plazca. Yme paseo por el gusto de pasearme...» 113
(III, 9, 977). Y más adelante: «Hay algo de vanidad, decís, en este divertimiento. Pero ¿dónde no lo hay? Yesos bellos preceptos son vanidad, y es vanidad toda la sabiduría...» (III, 9, 988). ¿De qué habló, entonces, a lo largo de esos centenares de páginas? De él. «Los demás forman al hombre; yo lo recito... No enseño nada, explico...» (III, 2,804y 806). Y por otra parte: «Yo mismo soy la materia de mi libro». Nominalismo hasta el final: no hay sabiduría, sino sólo sa bios; no hay filosofía, sino sólo filósofos. La única lección de Montaigne es Montaigne. Gracias a esto es el maestro de los maestros y el más vivo de los filósofos. ¡Verdaderamente, que un hombre semejante haya escrito ha aumentado el placer de vivir en esta tierra! 114
M o r a l y p o l íti c a e n lo s Ensayos
Montaigne no se imaginó nunca al hom bre, ni a la sociedad. Estamos hechos de nuestros defectos tanto como de nues tras cualidades. «Nuestro ser está cimen tado en cualidades enfermizas [...], y quien eliminara las semillas de dichas cualidades en el hombre destruiría las condiciones fundamentales de nuestra vida» (III, 1, 790-791).1Así la ambición, los celos, la envidia, la superstición, la de sesperación... Y no ocurre nada distinto 1. Las referencias bibliográficas se refieren a la edición Villey-Saulnier, reedición PUF, 1978.
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en nuestras ciudades: «En todo Estado hay unos oficios necesarios, no sólo ab yectos, sino incluso viciosos; los vicios en cuentran en él su lugar y se emplean para soldar nuestra unión, como los ve nenos para la conservación de nuestra salud» (III, 1,791). Así el engaño, la trai ción, la violencia... ¿Qué poder podría prescindir totalmente de ellos? Montaig ne se parece bastante a Maquiavelo, al que conoce, a quien parece criticar a ve ces (II, 17, 648),2 pero cuyos discursos encuentra globalmente «bastante sóli dos» (II, 17,655). Sabe, como el florenti2. A pesar de que, com o dice H ugo Friedrich, «su respuesta no se aparta del terreno pragmático del princip io «maquiavélico» y no puede constituir una «refutación de Maquiavelo» (H. Friedrich, M ontaigne, traducción francesa, reedición TEL-Gallimard, 1984, pág. 198).
no, que «el bien público requiere que se traicione, que se mienta y que se asesine» (III, 1, 791). Y entonces ¿cómo conciliar la moral y la política o, como dice Mon taigne, «lo útil» (para el bien público) y «lo honesto» (respecto a la moral)? En primer lugar, evitando confundir los, que equivaldría a esconder el pro blema en vez de resolverlo. La política no puede reducirse pura y simplemente a la moral, ni someterse siempre a ella. «Los asuntos de Estado tienen unos pre ceptos más audaces», reconoce Montaig ne; y si intentó primero «aplicar al servi cio de las funciones públicas» las mismas reglas «rudas, nuevas, sin pulir o impolu tas» que acostumbraba a utilizar en pri vado, fue para constatar que se revelaban «ineptas y peligrosas» (III, 9,991). Yaña117
día esto, que es mucho más que una metáfora: «Aquel que anda entre la muchedumbre dene que desviarse, tiene que apretar los codos, tanto si avanza como si retrocede, incluso dene que abandonar su recto camino, según lo que encuentre; ha de vivir no tanto según él sino según los demás, no según lo que él se pro ponga sino según lo que le propongan, según el tiempo, según los hombres, según los asuntos» ( Ibid .). Uno puede ciertamente negarse a mentir, y a eso tendía Montaigne. Pero entonces hay que renunciar al poder (un antiguo primer ministro, que considero muy honesto, me explicaba un día que en cuestión de política financiera, por ejemplo, el disimulo y la mentira eran con frecuencia premisas obligadas para el éxito de tal o cual 118
operación, perfectamente desinteresada y justa, por otra parte), y si Montaigne hizo esa elección (III, 1 y 10, passim), ve perfectamente que sólo pudo hacerlo porque otros, que él no condena, y entre los cuales admira a unos cuantos, tomaron a su cargo las necesidades públicas, las tragedias del momento y los asuntos del Estado. Montaigne no da lecciones a nadie, y todavía menos a los gobernantes, cuya difícil misión conoce. «El príncipe, cuando una circunstancia urgente y algún súbito e inopinado accidente, por necesidad de su Estado, le hace torcer su palabra y su fe, o bien cuando algo le aparta de su deber ordinario, debe atribuir esa necesidad a un golpe de la vara divina; vicio no es [no es un vicio], ya que ha dejado de lado su razón frente 119
a una razón más universal y poderosa, pero ciertamente es lamentable. De ma nera que a aquel que me preguntaba: ¿Cuál es el remedio? No hay ningún re medio, le dije: si estaba verdaderamente atrapado entre esos dos extremos, debía hacerlo; pero si lo hizo sin lamentarlo, si no le pesó hacerlo, es una señal de que su conciencia está en malas condicio nes» (III, 1, 799). De la misma forma que la políüca no debe reducirse a la moral, tampoco pue de aboliría ni pretender someterla. Aquí es donde Montaigne se aparta de Maquiavelo o, como mínimo, subraya los lí mites del maquiavelismo: las exigencias del poder, legítimas en su orden, no pue den servir de ética ni para los individuos, ni que decir tiene, ni tampoco, de mane 120
ra suficiente, para los príncipes (que por otro lado son individuos como los de más: «ya que, aun en el trono más ele vado del mundo, estamos todos senta dos sobre nuestro culo», III, 13, 1115). Maquiavelo tiene razón, pero su ver dad resulta parcial. Epaminondas resul ta mejor maestro; él no olvidaba «la consideración de su particular deber», sabía «que ciertas cosas son ilícitas aun contra los enemigos, que el interés co mún no debe requerirlo todo de todos en contra del interés privado», en fin que «no todas las cosas le son lícitas a un hombre de bien por el servicio a su rey ni al de la causa general y las leyes» (III, 1, 801-802). Igual que Cicerón, Montaigne piensa que «la patria no está por encima de todos los deberes» ( Ibid .), dicho de
otro modo, que «no lo podemos todo» (III, 1, 799), y que el hombre político debe a veces preferir su honor o su deber antes que «su propia salvación [incluso] la salvación de su pueblo» ( Ibid .). Esto plantea el problema de los límites; pero no existe ninguno que sea absoluto. A cada uno le corresponde juzgar, caso por caso, sin garantía ni recurso. Conocemos las reglas, es cierto (son las de la moral ordinaria, que varían por lo demás según los lugares y los tiempos); pero ¿quién es capaz de juzgar las excepciones? Sin embargo, la política se alimenta de ellas, y casi de forma cotidiana. Muchos se perderán en este punto y olvidarán incluso su conciencia. Pero no todos, no obstante, y Montaigne aprecia, en los libros de historia, esos
ejemplos de virtud heroica. En cuanto a los ejemplos contrarios, aquellos en los que la razón de Estado justificó crímenes, no teme condenarlos en bloque. Pero escribe esto que nuestros políticos tendrían que meditar: «Son ejemplos peligrosos, raras y enfermizas excepciones a nuestras reglas naturales. Hay que ceder frente a ellas, pero con una gran moderación y circunspección; ninguna utilidad privada es suficientemente digna como para pedir ese esfuerzo a nuestra conciencia; la pública, de acuerdo, sólo cuando es muy aparente y muy importante» (III, 1, 800). Lo útil sólo prima honestamente sobre lo honesto cuando resulta útil para la mayoría. El mal sólo es aceptable en beneficio del bien público. 123
Montaigne, por su parte, se mantuvo más bien a cierta distancia. Se explica en este sentido en el libro III, en los ensayos 1 («De lo útil y de lo honesto») y 10 («Cómo administrar la voluntad»). Cada uno busca su propio placer: Montaigne encuentra el suyo principalmente en el ocio, en la frecuentación de los libros y de sí mismo. ¿Para qué forzar su naturaleza? Ya son muchos los que desearán el poder, incluso demasiados. Por otra parte, eso no impidió a Montaigne, cuando se lo propusieron, convertirse en alcalde de Burdeos y realizar su tarea de manera concienzuda. Pero incluso así, lo hizo sin pasión: «He podido desempeñar cargos públicos sin apartarme de mí ni la distancia de una uña», escribía, «y entregarme a los demás sin olvidarme de mí mis124
mo» (III, 10,1007). Nada más alejado de Montaigne que el entusiasmo de los fanáticos: «No quiero que se niegue a los cargos que uno desempeña la atención, los pasos, las palabras, y el sudor y la sangre si son necesarios. Pero sólo de prestado y de forma accidental, manteniendo siempre el espíritu en reposo y salud, y no sin acción, pero sin sufrimiento ni pasión» (III, 10, 1007). Actuando menos, actuaremos mejor: «Nunca gobernamos bien aquello que nos posee y nos gobierna; mate cuneta ministrat ímpetus [la pasión todo lo gobierna mal: Estado, Tebaida, X, 704]. Aquel que sólo emplea su juicio y su habilidad actúa con más alegría: disimula, cede, difiere a su gusto según lo requiera la ocasión; falla su objetivo, sin atormentarse ni afligirse, dispuesto y entero para
una nueva empresa; avanza siempre con las riendas en la mano» (III, 10, 10071008). Más lúcidos, más eficaces, más felices, seremos también más tolerantes: «Ellos quieren que cada uno, en su parti do, sea ciego y estúpido, que nuestra per suasión y juicio sirvan no a la realidad, sino al proyecto de nuestro deseo. Yo más bien me decantaría hacia el otro extremo, hasta tal punto temo que mi deseo me engañe» (III, 10,1013). Así seríamos más libres, y menos engañados por los podero sos: «En mis tiempos he visto maravillas en cuanto a la insensata y prodigiosa facilidad de los pueblos en dejar llevar y manejar su creencia y su esperanza allá donde ha gus tado y servido a sus jefes, por encima de cien errores, unos sobre otros, por enci ma de fantasmas y sueños» (III, 10,1013). 126
Decir que Montaigne se mantiene actual es decir poco. Cuanto más se le hu biera leído, menos atroz hubiera sido este siglo que se acaba.
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