La reproducción digital de este material es para fines de investigación y docencia de los cursos académicos que imparte El Colegio de Michoacán (COLMICH), conforme a lo establecido en: Ley Federal de Derechos de Autor, Autor , Título VI De las Limitaciones del Derecho de Autor y de los Derechos Conexos, Capítulo II De la Limitación a los Derechos Patrimoniales, Artículo 148
Apartado V: Reproducción de partes de la obra, para la critica e investigación científica, literaria o artística.
Testimonio:
sobre la política de la verdad
John Jo hn Beve Beverl rley ey Traducción de Irene Fenoglio y Rodrigo Mier
Testimonio:
sobre la política de la verdad
John Jo hn Beve Beverl rley ey Traducción de Irene Fenoglio y Rodrigo Mier
BONILLA ARTIGAS
EDITORES
El margen al centro: sobre el testimonio (1989)
. .el deforme Calibán, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: ‘Me enseñaste el lenguaje, y de ello obtengo / El saber maldecir”’. Roberto Fernández Retamar1 ¿Dan lugar las luchas sociales a nuevas formas literarias? ¿O se trata, más bien, de la adecuada representación de aquéllas en formas narrativas ya existentes, tales como el cuento y la novela, según lo muestran, por ejemplo, las afirmaciones de Gayatri Spivak acerca de los cuentos de la escritora bengalí Mahasweta Devi o la noción de alegoría nacional en la escritura del Tercer Mundo propuesta por Fredric Jameson?2 ¿Qué ocurre cuando, como en la Europa occidental desde el Renacimiento, ha existido una complicidad entre el nacimiento de la “literatura” como institución secular y el desarrollo de formas de opresión colonial e imperialista, contra las cuales se dirigen muchas de estas luchas? ¿Hay experiencias en el mundo de hoy que serían traicionadas o falsamente representadas por las formas de la literatura como la conocemos? Raymond Williams formula una pregunta similar en relación con la escritura de la clase trabajadora inglesa: Pocos o ninguno de nosotros podría escribir algo si no contara ya con ciertas formas. Y entonces tal vez corriéramos con suerte; quizás encontraríamos formas que correspondieran con nuestra experiencia. Pero tomemos el caso de los escritores decimonónicos de la clase trabajadora que querían escribir sobre su vida laboral. La forma más popular era la novela, pero a pesar de que contaban con material maravilloso que podría entrar en una de ellas, muy pocos lograban escribir buenas novelas, si es que lograban hacerlo del todo. En cambio, escribieron autobiografías maravillosas. ¿Por qué? Porque la forma que venía de la tradición religiosa era la de un testigo confesando la historia de su vida, o la apología en un juicio en la que un hombre le dice al juez quién es y qué ha hecho, u otros tipos de discurso, por supuesto. Estas formas orales centradas en el “yo”, en la persona singular, eran formas más accesibles [...] La novela, con sus for-
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mas narrativas muy distintas, resultó durante tres o cuatro generaciones una forma prácticamente impenetrable para los escritores de la clase trabajadora. Y aún hay muchos problemas para usar las formas recibidas para lo que es, en última instancia, un material bien diferente. En efecto, las formas de la conciencia de la clase trabajadora están destinadas a ser diferentes de las formas literarias de otra clase, y encontrar formas nuevas y adecuadas supone una larga lucha.3 Permítaseme enmarcar la discusión de manera un poco distinta a la de Williams. En el periodo de lo que Marx describe como acumulación primitiva en Europa occidental (digamos, entre 1400 y 1650, años que también marcan la época de formación de los grandes imperios coloniales), aparecen o reaparecen, con el impulso del humanismo, una serie de formas literarias: el ensayo; el cuento o novela ejemplar; la novela picaresca; los distintos tipos de lírica petrarquista, incluyendo el soneto; la autobiografía; y el teatro secular. Estas formas, como prácticas ideológicas, también son medios (en el sentido de que contribuyen a crear la forma del sujeto del “hombre europeo”). Por la misma razón, entonces, cabría esperar que una época como la nuestra — también de transición o con potencial de transición de un modo de producción a otro— experimente el surgimiento de nuevas formas de expresión cultural y literaria que encamen, más o menos de manera explícita temáticamente y articuladas formalmente, las fuerzas sociales que contienden por el poder en el mundo de hoy. Aquí tengo en mente, por analogía con el papel desempeñado por la burguesía en la transición del feudalismo al capitalismo, no sólo la lucha de los trabajadores del mundo contra la explotación, sino también, de manera contingente, los movimientos de liberación étnica o nacional, el movimiento de liberación femenina, organizaciones varias de grupos minoritarios y oprimidos, el movimiento por los derechos de los homosexuales, el movimiento por la paz, el activismo ecologista y otros movimientos sociales de esta especie. Argumentaré que una de estas nuevas formas de expresión, aún en estado embrionario, es el tipo de texto narrativo que se conoce en Latinoamérica como testimonio. Por testimonio me refiero a una narración con la extensión de una novela o una novela corta, en forma de libro o panfleto (esto es, impresa y no acústica), contada en primera persona por un narrador que es también el verdadero protagonista o testigo de los sucesos relatados, y cuya unidad narrativa es por lo general una “vida” o una experiencia significativa de vida. El testimonio, sin estar subsumido en ninguna de ellas, puede incluir cualquiera de las siguientes categorías textuales (algunas de las cuales son convencionalmente consideradas como literatura mientras que otras no): autobiografía, novela autobiográfica, historia oral, memoria, confesión, diario, entrevista, informe
de testigo ocular, historia de vida, novelatestimonio, novela no ficticia o literatura "factográfica". Más adelante me concentraré específicamente en las diferencias que existen entre el testimonio, la historia de vida, la autobiografía y el término abarcador de “ficción documental” propuesto por Barbara Foley.4 Sin embargo, dado que el testimonio es, por naturaleza, una forma proteica y demótica que aún no está sujeta a las leyes de un sistema literario normativo, cualquier intento — como el mío en este ensayo— por adscribirle una definición genérica resulta, en el mejor de los casos, provisional y, en el peor de ellos, represivo. Como Williams sugiere, textos narrativos que podríamos llamar testimoniales han existido, desde hace mucho tiempo, al margen de la literatura. Éstos se han constituido, especialmente, cuando aquellos sujetos — el niño, el “nativo”, la mujer, el loco, el criminal, el proletario— cuyas voces han sido excluidas de las representaciones autorizadas, hablan o escriben por sí mismos en vez de que se hable o se escriba en nombre suyo. Pero, para efectos prácticos, podemos afirmar que el testimonio se consolidó como género narrativo nuevo en la década de los años sesenta del siglo veinte y que se desarrolló muy cerca de los movimientos de liberación nacional y del radicalismo cultural generalizado de esa década. El testimonio es, implícita o explícitamente, un componente de lo que Barbara Harlow ha llamado “literatura de resistencia”.5 En América Latina, donde ha gozado de un desarrollo especialmente rico, el testimonio fue sancionado como género o modo narrativo por dos acontecimientos relacionados entre sí: la decisión de la Casa de las Américas de empezar a otorgar, en 1970, un premio a esta categoría en su concurso literario anual, y la recepción, a finales de los años sesenta, de A sangre frí a (1965), de Truman Capote, y Bio gra fía de un cimar ró n (1967), de Miguel Barnet.6 Pero las raíces del testimonio se extienden hasta la importancia que tuvieron, en la literatura latinoamericana previa, una serie de textos narrativos no ficticios, tales como las crónicas coloniales y el ensayo “nacional” ( Facundo, Os sertóes), los diarios de campaña (de, por ejemplo, Bolívar y Martí) y la biografía romántica, un género clave del liberalismo latinoamericano. Esta tradición se combinó con la gran popularidad que alcanzó el tipo de historia de vida antropológica o sociológica reconstruida a partir de narraciones grabadas en cinta, la cual cultivaron científicos sociales académicos como Oscar Lewis o Ricardo Pozas en los años cincuenta.7 El testimonio también recurrió (a mi modo de ver, de forma mucho más decisiva) al tipo de relato de quienes participaron directamente en alguna forma de militancia revolucionaria, el cual generalmente no tiene ninguna pretensión literaria o académica (aunque es común que tenga objetivos políticos), como los constituidos por libros como Recuerdos de la guerra revolucionaria cubana (1963), uno de los textos defini
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torios de la sensibilidad izquierdista de los años sesenta en el continente. El éxito del relato del Che (con su correspondiente manual La guerra de guerrillas) inspiró en Cuba una serie de testimonios de combatientes en el Movimiento 26 de Julio, y luego en las campañas contra los grupos contrarrevolucionarios en las montañas del Escambray y en Playa Girón. En relación, a veces directa, con la diseminación de movimientos de lucha armada y con la guerra en Viet nam, empieza a surgir, a lo largo y ancho del Tercer Mundo, una literatura de participantes y testigos presenciales, diseñada para dar a conocer al mundo exterior la causa de estos movimientos, atraer reclutas, reflexionar acerca de los éxitos y los fracasos de la lucha, y así sucesivamente.8 La palabra “testimonio” connota el acto de testificar o ser testigo en un sentido jurídico o religioso. Este sentido es importante porque distingue al testimonio de la narración grabada del participante en un suceso, como en el caso de la “historia oral”. En ésta, la intención de quien graba — por lo general un científico social— es la dominante, y el texto resultante constituye una suerte de “dato”. En el testimonio, por contraste, la intención del narrador es de capital importancia. La situación narrativa en el testimonio siempre involucra una urgencia por comunicar algo: un problema de represión, pobreza, subaltemidad, encarcelamiento, lucha por la supervivencia, que está implícita en el acto mismo de la narración. La posición del lector del testimonio es parecida a la de un miembro del jurado en la corte. A diferencia de la novela, el testimonio promete, por definición, estar fundamentalmente preocupado por la sinceridad y no por lo literario. Esta característica relaciona al testimonio con la práctica genérica de los años sesenta de “narrar los sufrimientos”, por usar el término popularizado en la Revolución Cultural china, una práctica que se hace evidente, por ejemplo, en las sesiones de concientización del movimiento de liberación femenina, en la teoría de la descolonización de Fanón, en la pedagogía de los oprimidos de Paolo Freire (una de las fuentes más ricas de material testimonial se encuentra en la interacción entre intelectuales, campesinos y trabajadores en las campañas de alfabetización), o en psicoterapias que siguen la orientación de R. D. Laing y, de forma muy distinta, las lacanianas. El testimonio, por ponerlo de otra forma, es una instancia del eslogan del feminismo “Lo personal es político”.9 Dado que en muchos casos el narrador testimonial es analfabeto funcional o, si saber leer y escribir, no es escritor profesional, la producción de un testimonio por lo general implica que un interlocutor (un intelectual, a menudo periodista o escritor) grabe y después transcriba y edite un relato oral (para utilizar el término del formalismo ruso, el testimonio es una especie de skaz, el simulacro literario de una narración oral). La naturaleza de esta intervención en cuanto a la recolección y edición del relato es uno de los puntos teóricos más álgidamente discutidos en el debate sobre el género, por lo que regresaré a él
más adelante. Lo que hay que resaltar aquí es que la presunta incapacidad o dificultad del narrador del testimonio para escribir, incluso en aquellos casos donde la historia se escribe en vez de narrarse oralmente, también contribuye a producir el “efecto de veracidad” que la forma genera. La situación narrativa del testimonio sugiere que existe una afinidad con la novela picaresca, en particular con aquel sentido de ésta que considera un acto en sí picaresco el hecho de que el héroe relate su propia vida. Pero el testimonio, incluso cuando se aproxima en contenido a una especie de neopicaresca, como a menudo sucede, es un modo narrativo fundamentalmente diferente. Para empezar, no es ficción. Supone más bien que hemos de experimentar tanto al narrador como las situaciones y los sucesos narrados como reales. La connotación “jurídica” implícita en esta convención entraña un compromiso de honestidad por parte del narrador que el escucha/lector está obligado a respetar.10 Más aún, el interés del testimonio no es tanto la vida de un “héroe problemático” — el término de Georg Lukács para describir la naturaleza del héroe de la novela burguesa— 11 como la situación social colectiva y problemática en que el narrador vive. La situación del narrador en el testimonio debe ser tal que sea representativa de un grupo o una clase social. En la novela picaresca, por contraste, una circunstancia social difícil, como el desempleo o la marginación, se vive y se narra como destino personal. El “yo” que nos habla en la picaresca o en la novela narrada en primera persona es por lo general la marca de una diferencia, un antagonismo con la comunidad, la Ichform (término de Hans Robert Jauss)12 del selfmade m an , que tiene, como el Lazarillo de Tormes, que “valerse por sí mismo”: de aquí el cinismo de la picaresca hacia la naturaleza humana, su representación cómica de los tipos de clase baja, en contraste con la relación de igualdad entre lector y personaje implícita tanto en la novela como en el testimonio. Por contraste, en el testimonio el narrador habla por, o en nombre de, una comunidad o un grupo, aproximándose así a la función simbólica del héroe épico, pero evitando, al mismo tiempo, adoptar su estatus jerárquico y patriarcal. René Jara habla de una “epicidad cotidiana” manifiesta en el testimonio.13 Otra manera de decir esto sería definir el testimonio como una forma de narrativa épica populardemocrática no ficticia. A manera de ejemplo, he aquí el inicio de Me llamo Rigoberta Menchú, el conocido testimonio de una indígena guatemalteca: Me llamo Rigoberta Menchú. Tengo veintitrés años. Quisiera dar este testimonio vivo que no he aprendido en un libro y que tampoco he aprendido sola ya que todo esto lo he aprendido con mi pueblo y es algo que yo quisiera enfocar. Me cuesta mucho recordarme toda una vida que he vivido, pues muchas veces hay tiempos muy negros y hay tiempos que, sí, se goza
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también pero lo importante es, yo creo, que quiero hacer un enfoque que no soy la única, pues ha vivido mucha gente y es la vida de todos. La vida de todos los guatemaltecos pobres y trataré de dar un poco de mi historia. Mi situación personal engloba toda la realidad de un pueblo.14 Rigoberta Menchú ha sido activista a favor de su comunidad, los indígenas de habla quiché de las montañas occidentales de Guatemala, por lo que esta declaración de principios quizá sea un poco más explícita de lo que encontramos comúnmente en un testimonio. Pero la función metonímica de la voz narrativa que declara está latente en la forma misma y es parte de su convención narrativa, incluso en aquellos casos en los que el narrador es, por ejemplo, un drogadicto o un delincuente. El testimonio es una modalidad narrativa fundamentalmente democrática e igualitaria en el sentido de que implica que cualquier vida narrada de esta manera puede tener valor representativo. Cada testimonio individual evoca una polifonía ausente de otras voces, vidas y experiencias posibles. Así, una variación formal común en el testimonio clásico en primera persona del singular es el testimonio polifónico, hecho a base de relatos de distintas personas que participaron en el mismo suceso. Lo que el testimonio sí tiene en común con la novela picaresca y con la autobiografía, no obstante, es la fuerte afirmación textual del sujeto hablante. Esto resulta patente en el pasaje de Me llamo Rigoberta Menchú citado anteriormente. El aspecto formal dominante del testimonio es la voz que habla al lector a través de un “yo” que exige ser reconocido, que quiere o reclama nuestra atención. La presencia de la voz, la cual debemos experimentar como la de una persona real más que ficticia, es la marca de un deseo de no ser silenciado o derrotado, un deseo de imponerse a una institución de poder, como lo es la literatura, desde una posición de exclusión o marginación. Fredric Jameson arguye que el testimonio produce un “nuevo anonimato”, una forma de individualidad distinta de la “subjetividad sobremadura” del bildungsroman o novela de formación.15 Pero esta manera de concebir el testimonio corre el riesgo de sólo conceder a los sujetos del testimonio la misma “falta de rostro” que ya les pertenece en la cultura dominante. Uno debería notar, más bien, la insistencia y la afirmación del sujeto individual evidentes en títulos como Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia ; Ju an Pérez Jo lote ; “Si me permiten hablar... ” Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia, y “Somos millones../’: La vida de Doris María, combatiente nicaragüense.16 Más que una subjetividad “descentrada” que, en lo que se ha llamado la “coreanización” de la economía mundial, es casi sinónimo de trabajo barato, el testimonio constituye una afirmación del ser individual en modo colectivo.17
El testimonio constituye un desafío a la pérdida de autoridad del discurso oral en el contexto de los procesos de modernización cultural que privilegian el alfabetismo y la literatura como normas de expresión. Permite la entrada en la literatura a personas que, en aquellas sociedades donde ésta es una forma de privilegio de clase, por lo normal serían excluidas de la expresión literaria directa, personas que tendrían que ser “representadas” por escritores profesionales. Hay una gran diferencia entre que alguien como Rigoberta Menchú cuente la historia de su pueblo, y que la cuente, aunque lo haga muy bien, alguien como, por ejemplo, el novelista guatemalteco ganador del Premio Nobel, Miguel Ángel Asturias.18 El testimonio conlleva una especie de borradura de la función de autor y, por lo tanto, también de su presencia textual, la cual, por lo contrario, es central en las principales formas de escritura burguesa desde el Renacimiento, tanto así que nuestras mismas nociones de literatura y lo literario están íntimamente vinculadas con la de un autor o, al menos, con la de una intención autorial. Retomando palabras de Miguel Barnet, en el testimonio el autor ha sido reemplazado por la función de un “compilador” o “gestante”, siguiendo un tanto el modelo del productor de cine.19 En este hecho parecen implícitos tanto un desafío como una alternativa a la función patriarcal y elitista desempeñada por el autor en sociedades divididas sobre la base de clase, sexo y raza: en particular, implica una liberación de la figura del “gran escritor” o del escritor como héroe cultural, que es parte importante de la ideología de lo literario. En el testimonio, la borradura de la presencia autorial, junto con un protagonista no ficticio, hacen posible una especie de complicidad entre narrador y lector — ¿podríamos llamarla fraternal/sororal?— diferente de la que ocurre en la novela, la cual, como Lukács había demostrado, obliga a que tanto novelista como lector adopten una distancia irónica del destino del protagonista. Eliana Rivero, en su reflexión acerca de La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, un testimonio del comandante guerrillero sandinista Ornar Cabezas,20 apunta que “[e]l habla, fielmente grabada en la cinta, transcrita y ‘escrita’ entonces, queda puntuada por una serie repetida de señales interlocutivas o marcas conversacionales [...] que constantemente ponen en alerta al lector: ¿verdad?, ¿ya?, ¿me explico?, ¿te das cuenta?, te decía, entendés, te repito, fíjate, vos ves Rivero concluye que el testimonio “constituye un discurso encaracolado, que gira sobre sí mismo, y que totalmente desautomatiza el proceso de reacción del lector, a quien convoca frecuentemente a la complicidad por medio de su contrapartida empírica, el entrevistador”.21 Así como el testimonio supone una nueva relación entre narrador y lector, las contradicciones de sexo, clase, raza y edad que enmarcan la producción de la narrativa también pueden reproducirse en la relación del narrador con el in-
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terlocutor directo. Esto resulta especialmente cierto cuando, como en Me llamo Rigoberta Menchú , el narrador es una persona que requiere de un interlocutor de orígenes étnicos y de clase diferentes a los suyos para que, primero, obtenga el relato oral, luego le dé forma textual como testimonio y, por último, se asegure de que sea publicado y distribuido (en los casos en que el testimonio forma parte, más directamente, de un activismo social o político — por ejemplo, en el uso del testimonio en los diálogos comunitarios de la teología de la liberación o como una especie de literatura para formar cuadros dentro de grupos izquierdistas o nacionalistas— estas funciones editoriales por lo general las realiza directamente el partido o movimiento en cuestión, constituyendo así no sólo una nueva forma literaria, sino también nuevas formas no mercantilizadas de producción y distribución de textos literarios). No deseo minimizar la naturaleza de estas contradicciones, entre otras cosas porque hacen posible una concepción despolitizada del testimonio como una suerte de representación costumbrista del sujeto subalterno, además de que permiten que nociones bien intencionadas pero represivas (progresistas, feministas, humanitarias, entre otras) de lo “políticamente correcto” o pertinente asfixien una voz popular genuina. Pero hay otra forma de mirar dichas contradicciones. Es una obviedad afirmar que los movimientos revolucionarios exitosos en el mundo colonial y poscolonial han conllevado, por lo general, la unión de fuerzas entre la clase trabajadora — o popular, para usar un término más inclusivo— y una intelectualidad radicalizada, proveniente en parte de secciones formalmente educadas del campesinado y la clase trabajadora, pero también de la pequeña burguesía y de estratos burgueses u oligárquicos venidos a menos, imbuidos en ideas, formas de organización y cultura socialistas (Lenin fue de los primeros en teorizar acerca de este fenómeno en ¿Qué hacer?). En este contexto, la relación entre narrador y compilador en la producción de un testimonio puede funcionar como figura o imagen ideológica de la posibilidad de una alianza entre una intelectualidad radicalizada, los grupos minoritarios y las clases pobres y trabajadoras de un país. En otras palabras, el testimonio da voz, en la literatura, a un sujeto populardemo crático colectivo, anteriormente anónimo y desprovisto de voz: “el pueblo”, pero de manera tal que el intelectual o profesionista, por lo común proveniente de la clase media o clase media alta educada, es interpelado como parte de “el pueblo”, y como dependiente de éste, sin al mismo tiempo perder su identidad como intelectual. Es decir, el testimonio no es una forma de culpa liberal. Sugiere más la posibilidad de solidaridad que de caridad como respuesta ética y política apropiada.22 El público lector del testimonio, ya sea en el contexto nacional o local inmediato o en los centros culturales metropolitanos, continúa siendo, en gran medida, todavía una formación social parcialmente limitada por género y clase, incluso en las democracias capitalistas “avanzadas”. La complicidad que un
testimonio establece con sus lectores entraña que éstos se identifiquen — al atraer su sentido de la ética y la justicia— con una causa popular normalmente distante de su experiencia inmediata, por no decir ajena a ella. En este sentido, el testimonio ha sido importante para mantener y fomentar la práctica de los movimientos internacionales de derechos humanos y de solidaridad. También es una manera de incluir, en el orden del día de un país, problemas de pobreza y opresión, por ejemplo en zonas rurales que por lo general no son visibles en las formas de representación dominantes. La compiladora del testimonio de Rigoberta Menchú, Elizabeth Burgos Debray, era una socióloga venezolana asentada en París cuando conoció a Menchú, lo cual implica en el encuentro de estas dos mujeres la presencia de una serie de contradicciones: entre metrópolis y periferia, alta y baja cultura, formas sociales dominantes y emergentes, lenguas dominantes y subalternas. Su relato de la relación que estableció con Menchú durante el tiempo de la elaboración del testimonio aparece en el prefacio del libro, constituyendo así una suerte de testimonio acerca de la producción de un testimonio. Uno de los problemas que las dos mujeres encontraron fue que Menchú tenía que hablarle a BurgosDebray en español, la lengua que, para ella, era la de los ladinos o mestizos que oprimían a su pueblo, lengua que ella había aprendido hacía poco e imperfectamente (el conflicto entre el español y las lenguas indígenas en Guatemala es de hecho uno de los temas de su narración). Al preparar el texto, BurgosDebray hubo de decidir, entonces, qué corregir y qué no en el discurso grabado y después transcrito de Menchú. Dejó, por ejemplo, repeticiones y digresiones que consideró características de la narración oral. Por otra parte, advierte que decidió “corregir los errores de género debidos a la falta de conocimiento de alguien que acaba de aprender un idioma, ya que hubiera sido artificial conservarlos y, además, hubiese resultado folklórico en perjuicio de Rigoberta, lo que yo no deseaba en absoluto”.23 Uno podría decir aquí que, de forma similar a lo que ocurre en la dialéctica del amo y el esclavo o del colonizador y el colonizado, el interlocutor ha manipulado o explotado el material que proporciona el informante, según convenga a sus predilecciones políticas, intelectuales y estéticas cosmopolitas. K. Millet, por ejemplo, argumenta lo siguiente acerca del testimonio de una mujer indígena, Los sueños de Lucinda Nahuelhual, compilado por la activista feminista chilena Sonia Montecino Aguirre: Los sueños de Lucinda Nahuelhual no es la historia de una indígena ma-
puche, sino la textualización de Sonia Montecino Aguirre y de sus propias simpatías políticas. Desde el inicio de la narración, la figura del “otro”, Lucinda Nahuelhual, es sólo eso, una figura, un significante vacío,
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una narración construida sobre la importancia de la propia agenda política de Aguirre[...] la idea de “elevar” a la mujer mapuche, Lucinda, a la condición de significante de un movimiento feminista urbano en el que el poder se mantiene fundamentalmente en manos de mujeres “ilustradas” de la hegemonía, exige que la mujer indígena acepte una posición de pérdida para llegar a significar algo frente a su público de “hermanas”.24 No he leído Los sueños y por lo tanto no puedo comentar al detalle la crítica de Millet. Pero, aunque es cierto que el testimonio implica la posibilidad de que haya distorsión y falsa representación, el argumento de Millet parece rechazar en principio la posibilidad de cualquier representación textual del “otro” como tal (todos los significantes son “vacíos” a menos de que signifiquen algo, en algún momento, para alguien), a favor de algo parecido a una noción (¿liberal?) de la particularidad irreducible del individuo. En una situación como la del Chile de hoy, en términos políticos, la cuestión parecería estribar no tanto en la diferencia entre el estamento social del narrador directo y del interlocutor, como en que éstos puedan estar articulados en un programa o frente común que favorezca, al mismo tiempo, los derechos de las mujeres y los de los grupos indígenas, sin que uno esté subordinado al otro. En la creación del texto testimonial, el control de la representación no corre sólo en un sentido, como sugiere el argumento de Millet: una persona como Rigoberta Menchú también explota, hasta cierto punto, a su interlocutor para que su historia pueda llegar a un público internacional e influenciarlo, lo cual es algo que, como activista de su comunidad, ella ve, en términos bastante utilitarios, como una tarea política. Además, el poder editorial no le pertenece sólo al compilador. Menchú, preocupada, con razón, de que hubiera maneras en que su relato pudiera ser utilizado contra ella o contra su pueblo (por ejemplo, por especialistas académicos que asesoraran programas de contrainsurgencia tales como el de la CIA en Guatemala), advierte que hay ciertas cosas — su nombre náhuatl, por ejemplo— de las cuales no hablará: “todavía sigo ocultando mi identidad como indígena. Sigo ocultando lo que yo considero que nadie sabe, ni siquiera un antropólogo, ni un intelectual, por más que tenga muchos libros, no saben distinguir todos nuestros secretos”.25 Aunque BurgosDebray haya hecho la selección final y haya decidido la forma definitiva del texto, las unidades narrativas individuales fueron compuestas en su totalidad por Menchú y, como tales, dependen de sus habilidades y de su intencionalidad como narradora. Un ejemplo de esto es la atroz minuciosidad con que describe (en los capítulos XXIV y xxvn) cómo miembros del ejército guatemalteco torturaron y asesinaron a su madre y a su hermano. Estos detalles otorgan a dichos episodios una intensidad alucinante y simbólica que
resulta diferente de lo que uno esperaría encontrar en una narración fáctíca como el testimonio. Podría afirmarse que se trata de un tipo de expresionismo' testimonial o de “realismo mágico” testimonial. Tal vez algo como la famosa noción de “contradicciones en el seno deí pueblo”, de Mao, (en oposición a las contradicciones entre el pueblo como un todo y el imperialismo, como en el caso de la guerra china contra la ocupación japonesa) exprese la naturaleza de las relaciones entre narrador/compilador/ lector en el testimonio, en el sentido de que estas relaciones conllevan contradicciones profundas e inevitables, contradicciones que pueden resolverse sólo en un plano de cambio estructural general tanto nacional como global. Pero también se percibe un sentido de hermandad y mutualidad en la lucha contra un sistema común de opresión. En otras palabras, el testimonio no es una nueva realización de la función antropológica del “informante nativo” colonial o subalterno, acerca del cual ha escrito Spivak, entre otros. De allí que. aunque una de las fuentes o uno de los modelos del testimonio sea sin duda la “historia de vida” etnográfica, el testimonio no es reducible a esa categoría (como tampoco a la historia oral, según señalé anteriormente).26 Un hecho patente en el pasaje de Me llamo Rigoberta Menchú antes citado es que la presencia de una voz popular “real” en el testimonio es, al menos en parte, un a ilusión. Obviamente, aquí se trata, como en cualquier medio discursivo, de un efecto producid o , en el caso de un testimonio, tanto por el narrador directo — por el uso de recursos provenientes de una tradición de relato oral— como por el compilador, quien, de acuerdo con las normas de forma y expresión literarias, crea un texto a partir del material. Aunque es fácil deconstrair esta ilusión, también es necesario insistir en su presencia para entender el peculiar poder estéticoideológico del testimonio. Elzbieta Sklodowska, en una argumentación acerca de la naturaleza textual del testimonio que puede enlazarse con la de Millet, advierte que: sería ingenuo asumir una relación de homología directa entre la historia y el texto. El discurso del testigo no puede ser un reflejo de sü experiencia, sino más bien su refracción debida a las vicisitudes de la memoria, su intención, su ideología. La intencionalidad y la ideología del autoreditor se sobreponen al texto original, creando ambigüedades, silencios y lagunas en el proceso de selección, montaje y arreglo de! material recopilado conforme las normas de la forma literaria. Así pues, aunque la forma testimonial emplea varios recursos para ganar en veracidad y autenticidad — entre ellos el punto de vista de la primera personatestigo— el juego entre ficción e historia aparece inexorablemente como un problema.27
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Es una advertencia útil. Pero lo que está enjuego en el testimonio es más bien la naturaleza particular de su “efecto de realidad” que la diferencia entre (un) texto y (la) realidad. Lo importante del testimonio es que produce, si no lo real, sí una sensación de experimentar lo real que tiene determinados efectos sobre el lector, los cuales son diferentes de aquellos producidos por incluso la ficción más realista o “documental”. “Más que una interpretación de la realidad”, señala Jara como pertinente corrección al argumento de Sklodowska, el testimonio es “una huella de lo real, de esa historia que, en cuanto tal, es inexpresable”.28 Sklodowska tiene razón en cuanto se refiere a la interacción entre lo real y lo imaginario que se establece en el testimonio. Pero subsumir el testimonio bajo la categoría de ficción literaria es privarlo de su poder de atraer al lector en las maneras que he indicado aquí; es convertirlo, simplemente, en otra forma de la literatura, lo cual en definitiva no lo hace ni mejor ni distinto de las que ya existen. Esto me parece una respuesta formalista al testimonio y, al menos en cuanto a su efecto, de tendencia política liberal, pues tolera o fomenta que el testimonio sea incorporado al campo de la literatura (definido por la academia), pero a riesgo de que se relativice su urgencia ética y política.29 Lo que debe entenderse es, en cambio, justamente cómo el testimonio pone en entredicho a la institución actual de la literatura como un aparato ideológico de alienación y dominación, al mismo tiempo en que se constituye como una nueva forma de literatura. Habiendo dicho lo anterior, ahora debo pasar a establecer la distinción entre testimonio y (1) la autobiografía (esa forma central de relato no ficticio narrado en primera persona) y otras formas afines de narración personal, tales como las memorias, los diarios y las confesiones; y (2) la categoría de “ficción documental” utilizada por Barbara Foley en Telling the Truth.30 Primero hablaré de la autobiografía, no sin antes hacer la aclaración de que algunas de las formas de “ficción documental” que Foley trata son autobiográficas o pseudoautobiográficas. La línea divisoria entre testimonio y autobiografía no siempre es exacta, pero sirva lo siguiente como explicación general. Incluso en las memorias decimonónicas de mujeres o ex esclavos (es decir, textos en los que el narrador escribe sin lugar a dudas desde una posición de subaltemidad) encontramos a menudo una ideología implícita de individualismo en la convención misma de la forma autobiográfica, una ideología que se construye sobre la noción de un sujeto coherente, transparente a sí mismo, autoconsciente y dueño de sí que utiliza la literatura precisamente como un medio de “autoexpresión” y quien, a su vez, construye textualmente para el lector el imaginario liberal de un ego único, “libre” y autónomo como forma natural del ser y el éxito público. Por contraste, en el testimonio el “yo” narrativo tiene una condición similar a lo que los lingüistas llaman un embrague o dispositivo: una función lingüística que cualquiera puede llenar indiscriminadamente. Si volvemos sobre la propuesta narrativa de Rigoberta Menchú, el sentido de su
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testimonio no estriba en su carácter único sino en su capacidad de representar la experiencia de toda su comunidad. Dado que la función autorial se borra o se mitiga, también cambia la relación entre la autoría y las formas de poder individual o jerárquico de la sociedad burguesa. El testimonio constituye una afirmación del sujeto individual, incluso de su crecimiento y transformación, pero siempre en relación con una situación de grupo o clase marcada por la marginación, la opresión y la lucha. Si pierde esta conexión, deja de ser testimonio y se convierte en autobiografía, es decir, en un relato de las clases media o alta — e incluso también en un medio para acceder a ellas— , una especie de bildungsroman documental. Si Rigoberta Menchú se hubiera convertido en “escritora” en vez de continuar siendo, como es, miembro y activista de su comunidad étnica, su narración habría sido una autobiografía. Incluso cuando el narrador es una persona “de izquierda”, como sucede, por ejemplo, en Hija de la tierra, de Agnes Smedley, Mi vida, de León Trotsky o Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, la autobiografía y la novela autobiográfica son géneros en esencia conservadores en el sentido de que implican que es posible que el individuo triunfe sobre las circunstancias a pesar de los “obstáculos”. La autobiografía produce en el lector — quien, por lo general, o ya es de la clase media o alta, o espera serlo— el efecto especular (menor en el caso de las mujeres) de confirmar y autorizar su propia situación de relativo privilegio social. Por contraste, el testimonio — incluso en el caso de los testimonios de la derecha política, tal como las memorias de prisión de Armando Valladares, Contra toda esperanza, o Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn— siempre implica la necesidad de un cambio social general en donde la estabilidad del mundo del lector ha de ponerse en duda.31 Como tal, el testimonio ofrece una suerte de respuesta al problema del acceso de las mujeres a la literatura. Sidonie Smith afirma que cualquier mujer que escriba siempre termina por cuestionar la ideología de género que subyace a la producción del yo en formas tales como la novela y la autobiografía.32 La autora alude a la idea de que la institución misma de la literatura es falocéntri ca. Por otra parte, el reprimir el deseo de apoderarse de la literatura para evitar ser cómplice de la dominación es una forma de modestia femenina avalada por el patriarcado. ¿Cómo encontrar entonces formas de expresión femeninas que escapen de este callejón sin salida? El testimonio permite “hablar” a la mujer (muchos testimonios conocidos, como Me lla mo Rigoberta Menchú, están narrados en voz de mujer); pero, a la vez, el testimonio no produce textualmente una “experiencia de mujer” esencializada. El testimonio en voz de mujer es una instancia autoconsciente o “performativa” de lo que Spivak ha defendido como “esencialismo estratégico” en la práctica política feminista: es decir, la afirmación coyuntural de una identidad subaltemizada, pero sin una afirmación ontológica de una “esencia” femenina.33
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Simpatizo en general con el proyecto de Barbara Foley expuesto en su libro Telling the Truth. Su deconstrucción de lo que denomina “la distinción hecho/ ficción” y el énfasis que pone en la inevitable historicidad de las categorías literarias, me parecen de especial utilidad para conceptualizar algunos aspectos del testimonio, incluyendo su peculiar afirmación de verdad ante el lector. Sin embargo, Foley no ofrece en esta obra una explicación de la narrativa testimonial como tal. Aunque algunos de los textos que discute en su capítulo acerca de la narrativa afroamericana son testimonios en el sentido esbozado aquí, Foley prefiere entenderlos a través de una categoría un tanto distinta, la de novela documental. Pero esto significa hacer del testimonio una de las mutaciones sufridas por la novela en el curso de su evolución (europea) a partir del Renacimiento, mientras que yo he querido sugerir más bien que implica una ruptura radical (como en el concepto estructuralista de coupure) con la novela y con la ficción literaria como tal. En otras palabras, el testimonio no es una forma de la novela. No puede ser teorizado adecuadamente, entonces, por medio del tipo de argumentación que Foley utiliza, la cual es, no obstante, muy útil para entender algunas formas de ficción y de autobiografía ficcionalizada que dependen de la intensificación semiótica de un efecto de realidad.34 Si la novela es una forma cerrada y privada en el sentido de que tanto la historia como el personaje llegan a su fin junto con el texto, lo cual define esa autosuficiencia autorreferencial que fundamenta las prácticas formalistas de lectura, el testimonio exhibe, por contraste, lo que René Jara llama una “intimidad pública”, en la cual se transgrede la frontera entre las esferas pública y privada de la vida, esencial en toda forma de cultura y legalidad burguesas.35 En el testimonio, el narrador es una persona real que sigue viviendo y actuando en una historia social real que también continúa. En este sentido, el testimonio nunca puede crear la ilusión de esa autonomía del texto que ha sido la base del formalismo literario, ni puede ser analizado adecuadamente en estos términos. Es, para utilizar el conocido concepto de Umberto Eco, una “obra abierta” que supone la importancia y el poder de la literatura como formas de acción social, pero también su insuficiencia radical. En principio, el testimonio aparece, entonces, como una forma extralitera ria o incluso antiliteraria de discurso. Esto constituye, paradójicamente, el fundamento de su atractivo tanto estético como político. Como señala Foley, en la historia literaria la intensificación de un efecto de realidad narrativo o de representación, por lo general se asocia con la impugnación del sistema dominante y sus formas de idealización y legitimación culturales. Tal fue el caso de la novela picaresca y de Don Quijote frente a las novelas de caballería en el Renacimiento español. ¿Qué pasa, no obstante, cuando la literatura se apropia de algo como el testimonio o cuando el testimonio se designa como literatura? ¿Acaso esto con-
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lleva una neutralización del efecto estético peculiar del testimonio, el cual depende, como hemos visto, precisamente de su origen fuera de las formas y normas literarias aceptadas? En relación con estas preguntas y la discusión anterior acerca de la obra de Foley, necesito por último diferenciar el testimonio de la novelatestimonio. Miguel Bamet denomina “novelatestimonio” a su Bio gra fía de un cim arrón aun cuando la historia no es ficticia.36 Al hacerlo, pone el énfasis en la manera en que el material de una “historia de vida” etnográfica puede convertirse en literatura. Pero yo preferiría reservar el uso del término “novelatestimonio” (o el de “novela no ficticia” de Capote) para aquellos textos narrativos donde un “autor”, en el sentido convencional del término, o ha inventado una historia que parece un testimonio o, como en el caso de A sangre fría (o la obra posterior del mismo Barnet, Canción de Raquel), ha reelaborado en profundidad, con objetivos explícitamente literarios (mayor densidad figurativa, una forma narrativa más apretada, eliminación de digresiones e interrupciones, entre otros), un material testimonial que ya no está presente sino como simulacro. Si la novela picaresca era la pseudoautobiografía de un individuo de clase baja (transformando así un género literario humanista en uno pseudopopular), podríamos ver en la literatura reciente: (1) novelas que son en realidad pseudo testimonios, y que transforman así una forma narrativa surgida de la experiencia de un sujeto subalterno en una — la novela— de la alta cultura (un ejemplo podría ser El vampiro de la colonia Roma. Las aventuras, desventuras y sueños de Adonis García, de Luis Zapata, que aparenta ser el testimonio de un prostituto homosexual); (2) una creciente preocupación por parte de novelistas contemporáneos de incorporar una “voz” de tipo testimonial en su ficción, con intenciones políticas variadas (por ejemplo, Historia de M ayta, de Mario Vargas Llosa, a la derecha, y Un día en la vida, de Manlio Argueta, a la izquierda); y (3) una serie de formas ambiguas ubicadas entre la novela y el testimonio como tal (por ejemplo, Mujer en punto cero, de Nawal El Saadawi, o la fascinante pero casi desconocida novela/memoria sobre la Revolución Cultural A Cadre School Life, de Yang Jiang, un testimonio que sigue el molde de un género narrativo de la literatura china clásica). Pero si el testimonio nace necesariamente al margen de la institución literaria históricamente determinada, también es claro que se está convirtiendo en una nueva forma de literatura postficcional, la cual tiene repercusiones culturales y políticas significativas. Volviendo a nuestro punto de partida: si la novela tuvo una relación especial con el humanismo y el ascenso de la burguesía europea, el testimonio es, por contraste, una nueva forma de literatura narrativa en la cual podemos ser al mismo tiempo testigo y parte de la naciente cultura de un sujeto proletario/populardemocrático internacional en su periodo de ascenso. Pero sería más congruente con el espíritu del testimonio concluir con una nota
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de escepticismo: la literatura, incluso en los casos en que está impregnada de una forma y un contenido popularesdemocráticos, como en el testimonio, no es en sí misma una forma cultural populardemocrática, y (pace Gramsci) queda abierta la pregunta de si alguna vez podrá llegar a serlo. ¿Le hacemos un favor al testimonio al proponer, como aquí hago, que éste se ha convertido en una forma nueva de la literatura o al concebirlo como parte de una lectura alternativa del canon (uno de los cursos aprobados para satisfacer los requisitos de Cultura Occidental en la prestigiosa universidad de Stanford ahora incluye Me llamo Rigoberta Menchú)? Quizás este tipo de jugadas tengan la finalidad de prever y ocluir la visión de una cultura populardemocrática naciente que ya no está basada en las instituciones del humanismo y la literatura.
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Roberto Fernandez Retamar, CdlikiiL Apuníís sobre la aditatra en nuestra Amcncd (México: Editorial Diogenes, 1974), 12. Véase Gayatri Chakravorty Spivak. In Orlicr Worütis: Essavs ín Cu!surjJ Polines (Nueva York: Methuen, 1988V Fredric Jam eso n, “Third World Literature in the Era of Multinational Capitalismo Social Texi 15 ( 1986 ): 6588: Aijaz Ahniad. “Jam esons Rhetoric of Othemess and the 'National Allegory'", Soria] Text 17 (1987): 327; y la respuesta de Jameson a Ahumad en el mismo número de Social Tex: Raymond Williams, "The Writer: Commitment and Alignment~, Afanism Today 24 (junio 1980): 25. [N de los T: En los casos en que no se especifica una edición existente en español, la traducción de la cica es de los traductores. 1 Mas adelante hablare sobre el texto de Barbara Foley. Si partimos de las categorías bibliográficas convencionales, el testimonio resulta difícil de clasificar. ¿En qué sección de una biblioteca o de una librería pertenece el testimonio? ¿Bajo que nombre debe ser catalogado un testimonio en una ficha bibliográfica o en una base de datos? ¿Debe ser reseñado como ficción o como literatura no ficticia? Barbara Harlow, Resisfanct' Literature (Nueva York: Methuen, 1987). Harlow presta más atención que Spivak o Jameson a la manera en que las transformaciones sociales producidas por luchas de liberación también transforman o proble matizan la institución y las formas existentes de la misma literatura narrativa. Estas son las reglas con que Casa de las Américas definió el premio a testimonio: “un libro donde se documente, de fuente directa, un aspecto de la realidad latinoamericana actual. Se entiende por fuente directa el conocimiento de los hechos por el autor, o la recopilación, por éste, de relatos o constancias obtenidas de los protagonistas o de testigos idóneos. En ambos casos, es indispensable la documentación fidedigna, que puede ser escrita y/o gráfica. La forma queda a discreción del autor, pero la calidad literaria es también indispensable ’. Sobre la recepción de A sangre fr ía , véase Ariel Dorfman, “La última novela de Capote: ¿Un nuevo género literario?” Anales de la Universidad de Chile 124 (1996): 97 117, uno de los primeros comentarios sobre el testimonio como género distinto. En realidad, Lewis y Pozas revivieron una forma que había iniciado en la década de los treinta con antropólogos de la Universidad de Chicago, la cual fue abandonada en Estados Unidos durante el periodo académico macartista de la Guerra Fría. Así, entre otras, existen las literaturas testimoniales palestina, angoleña, vietnamita, irlandesa, brasileña, sudafricana, argentina y nicaragüense. Sobre testimonio guerrillero, véase Harlow Resistance Literature; Juan Duchesne, “Las narraciones guerrilleras: configuración de un sujeto épico de nuevo tipo", en Testimonio y literatura, ed. Rene Jara y Hernán Vidal (Minneapolis: Institute for the Study of Ideologíes and Literature, 1986), 13785. Una de las protagonistas más importantes del testimonio ha sido la poeta feminista y socialista norteamericana Margaret Randall, quien desempeñó un papel muy importante en el desarrollo del género en Cuba en los años setenta y luego en Nicaragua, después de 1979. Allí dirigió una serie de talleres para entrenar a
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la gente a recolectar su propia experiencia e iniciar la construcción de una historia popular escrita por ellos mismos. Randall es la autora de un manual sobre cómo hacer un testimonio, Testimonios: A Guide to Oral History (Toronto: Partici patory Research Group, 1985). Su propia obra sobre testimonio incluye, entre otras: Mujeres en la revolución (México: Siglo xxi, 1972); “Somos m illon es.,.” La vida de Doris María, combatiente nicaragüense (México: Extemporáneos, 1977); Las hijas de Sandino: una historia abierta (Managua: Anama Ediciones, 1999); Cristianos en la revolución (Managua: Editorial Nueva Nicaragua, 1983); Risking a Somersault in theAir: Conversations with Nicaraguan Wríters (San Francisco: Soli darity, 1985), y Women Brave in the Face oj Danger (Trumansberg, Nueva York: Crossing, 1987), sin traducción al español. 10
La recepción del testimonio, pues, tiene algo que ver con una aversión hacia la ficción y lo ficticio como tal, con su extrañamiento “posmoderno”.
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Georg Lukács, Teoría de la novela, trad. Juan José Sebreli (Barcelona: Edhasa, 1971).
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Veáse Hans Robert Jauss, “Ursprung und Bedeutung der Ichform im Lazarillo de Tormes”, Romanísche Jahrbu ch 10 (1959): 297300.
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René Jara, “Prólogo”, en Jara y Vidal, Testimonio y literatura, 2.
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Rigoberta Menchú, con Elizabeth BurgosDebray, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (México: Siglo xxi, 1988), 21.
15 Véase la idea de Jameson de un sujeto colectivo postburgués “descentrado, pero no esquizofrénico... que emerge en ciertas formas de narración que pueden encontrarse en la literatura del tercer mundo, en la literatura testimonial, en el chismorreo y en los rumores, y en cosas como esas. Se trata de una narración que no es ni personal, en su sentido moderno, ni despersonalizada, en el sentido patológico del texto esquizofrénico”. En Anders Stephanson, “Regarding Post modemism: A Conversation with Fredric Jameson”, Social Text 17 (1987): 45. 16 Ricardo Pozas, Ju an Pérez Jolot e: bio gra fía de un tzotzil (México: Fondo de Cultura Económica, 1990); Domitila Barrios de Chungara, con Moema Viezzer, “Si me permiten hablar... ” Testimonio de Domitila , una mujer de las minas de Bolivia (México: Siglo xxi, 1981); Randall, “Somos mill ones ... 17
Que yo conozca, la instancia más dramática de esta afirmación del yo ocurre en la novela testimonial egipcia, Mujer en punto cero , trad. del árabe de Patrocinio López Herrada (Granada: Impredisur, 1991). La narradora es Firdaus, una joven prostituta a punto de ser ejecutada por haber asesinado a su alcahuete. Su inter locutora es la escritora feminista egipcia Nawal El Saadawi, quien se encontraba entonces trabajando como psiquiatra en la prisión. Firdaus empieza por dirigirse de la siguiente manera a esta persona que, aunque en su forma benévola, representa el poder represivo del estado y de la institución literaria: “¡Déjame hablar! ¡No me interrumpas! No tengo tiempo de escucharte. Vienen a llevarme esta tarde a las seis” (11) [versión al español de los traductores]. En Resistance Literature (13940), Barbara Harlow repara en el hecho de que años más tarde la misma El Saadawi fue encarcelada por el régimen de Sadat por sus actividades feministas y que escribió un relato de esta experiencia en Memorias de la cárcel de mujeres, trad. del inglés de María Comiera (Madrid: Horas y Horas, 1995).
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18 El libro Hunger ofMemory de Richard Rodríguez (Boston: D. R. Godine, 1981), por ejemplo, es una especie de antitestimonio. Se trata, precisamente, de un bildungsroman que da cuenta del acceso de un chicano proveniente de una clase trabajadora a la escritura en lengua inglesa; esto es, de su acceso a la clase media norteamericana. Dado que uno de sus temas es la oposición al bilingüismo oficial, el libro se ha vuelto popular entre las iniciativas neoconservadoras para la educación. Paradójicamente, individuos que de otro modo quizá no se identificarían con el neoconservadurismo, también utilizan con frecuencia el libro en cursos de escritura en inglés para indoctrinar a sus estudiantes en la ideología de la “buena escritura”. 19 Véase Miguel Bamet, “La novelatestimonio: Socioliteratura”, en La fuente viva (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1983), 1242. 20 Ornar Cabezas, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (México: Siglo xxi, 1983). 21 Eliana Rivero, “Testimonios y conversaciones como discurso literario: Cuba y Nicaragua”, en Literature and Contemporary Revolutionary Culture, ed. Hernán Vidal (Minneapolis: Society for the Study of Contemporary Hispanic and Luso phone Revolutionary Literatures, 198485), 21828. Actuando como su propio interlocutor, Cabezas se grabó a sí mismo y editó la transcripción. 22 En este sentido, el testimonio se encuentra singularmente situado para representar los componentes de lo que los teóricos sandinistas, Roger Burbach y Orlando Núñez, han llamado la “Tercera Fuerza” en su potencial unión con los intereses y los movimientos de la clase trabajadora; esto es, con intelectuales de clase media y secciones de la pequeña burguesía, con sectores sociales marginados y con lo que se conoce ahora como “nuevos movimientos sociales”: comunidades religiosas de base, grupos feministas o de revindicación étnica, organizaciones ecologistas, grupos de derechos humanos, etc. Roger Burbach y Orlando Núñez, Democracia y revolución en las Amén cas: agenda para un debate (Managua: Editorial Vanguardia, 1986). 23 Menchú, Me llam o Rigoberta Menchú, 18. 24 K. Millet, “Framing the Narrative: The Dreams of Lucinda Nahuelhual”, en Poética de la población marginal: Sensibilidades determinantes, ed. James Romano (Minneapolis: Prisma Institute, 1987), 425, 427. 25
Menchú, Me llamo Rigoberta Menchú, 27 1. 26 Véase Gayatri Chakravorti Spivak, “¿Puede hablar el sujeto subalterno?”, trad. José Amícola, Orbis Tertius 3:6 (1998), 175235. 27 Elzbieta Sklodowska, “La forma testimonial y la novelística de Miguel Bamet”, RevistaJReview Interameñcana 12:3 (1982): 379. 28 Jara, “Prólogo”, 2. 29 Éste parce ser en particular el resultado de la influyente discusión de Roberto González Echevarría sobre la Biografía de un cimarrón de Miguel Bamet, en “Biografía de un cimarrón y la novela de la Revolución cubana”, en La voz de los maestros. Escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna (Madrid: Verbum, 2001), 182202.
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30 Barbara Foley, Telling the Truth: The Theory and Practice of Documentary Ftction (Ithaca, Nueva York: Cornell University Press, 1986). 31 Quizás haya exagerado en este punto la distinción que existe entre testimonio y autobiografía. Estoy consciente, por ejemplo, de que en las narrativas de esclavos, en ciertas formas de literatura escrita por mujeres o por trabajadores, negros, latinos y homosexuales en Estados Unidos, existe algo a lo que nos podríamos referir como autobiografía “popular”. Ésta se encontraría en algún punto intermedio entre la autobiografía, como la caracterizo aquí, y el testimonio como tal. Más aún, es común que la escritura autobiográfica en América Latina tenga una resonancia política directa. Véase Sylvia Molloy, “At Face Valué: Autobio graphical Writing in Spanish America”, Dispositio 2426 (1985): 118. 32 Sidonie Smith, “On Women’s Autobiography”, ponencia presentada en abril de 1986 en un congreso sobre autobiografía realizado en la Universidad de Stanford. 33 De la idea de “esencialismo estratégico” en Spivak véase, por ejemplo, In Other Worlds, 209ss.; véase también su crítica a las nociones postestructuralistas del sujeto en “¿Puede hablar el sujeto subalterno?”. 34 Foley sostiene que la novela documental “se localiza cerca del límite entre el discurso factual y el discurso ficticio, pero no prop one la erradicación d e ese límite. Más bien; pretende representar la realidad por medio de concepciones acordadas sobre lo ficticio, al tiempo que injerta a este pacto ficticio algún tipo de afirmación adicional sobre su validación empírica” ( Telling the Truth, 25; el énfasis es mío). 35 Jara, “Prólogo”, 3. 36 Véase Bamet, “La novelatestimonio”.
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